Culto Cristiano - White

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INTRODUCCIÓN AL

CULTO CRISTIANO Edición Revisada

JAMES F. WHITE

CONTRAPORTADA

Introducción al Culto Cristiano En esta edición revisada de Introducción al Culto Cristiano, publicado por primera vez en 1980, James F. White examina paso a paso el desarrollo y las prácticas actuales de las principales formas de culto cristiano e incluye una discusión de los libros de liturgia más recientes de las principales iglesias de Norteamérica y las Islas Británicas. El tiempo, el espacio, la oración pública diaria, el culto de predicación de la Palabra, los sacramentos en general, la iniciación cristiana, la eucaristía y las estaciones y pasos de la vida cristiana son tratados desde las perspectivas histórica, teológica y pastoral. A lo largo del libro se aclaran los términos técnicos utilizados en el estudio y la práctica del culto cristiano. Durante la última década este libro se ha consolidado firmemente como el libro de texto puntero sobre el culto cristiano en la Norteamérica de habla inglesa. Ha sido acogido igualmente bien por seminarios ortodoxos, católicos y protestantes como una introducción equilibrada y exhaustiva, y ha gozado también de una extendida popularidad entre las universidades. RESPUESTA A LA EDICIÓN ANTERIOR: “ (Una) significativa proeza... una completa panorámica del tema y, al mismo tiempo, una síntesis interpretativa muy útil”. – Worship JAMES F. WHITE es ministro de la Iglesia Metodista Unida y autor prolífico que ha enseñado durante dos décadas en la Perkins School of Theology. El Dr. White ha sido presidente de la Academia de Liturgia de Norteamérica y actualmente es profesor de liturgia en la universidad de Notre Dame. Es autor de Sacraments as God’s Self Giving y coautor, junto a Susan J. White, de Church Architecture, ambas obras publicadas por Abingdon Press. La ilustración de la portada es una reproducción del frontal del altar de la iglesia de Torslunde, Dinamarca, que data de 1561 y que en la actualidad se encuentra en el Museo Nacional de Dinamarca sito en Copenhague (Dinamarca), y es utilizada con permiso. ABINGDON PRESS

INTRODUCCIÓN AL CULTO CRISTIANO Edición Revisada

JAMES F. WHITE

INTRODUCCIÓN AL CULTO CRISTIANO EDICIÓN REVISADA Copyright © 1980, 1990 by Abingdon Press, Nashville, Tennessee USA All rights reserved. Traducción española copyright © 2000 de Abingdon Press Todos los derechos reservados. Publicado originalmente en inglés bajo el título Introduction to Christian Worship por Abingdon Press.

Traducción de Rubén Gómez

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de Abingdon Press la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático. Las solicitudes de autorización deben ser remitidas por escrito a Abingdon Press, 201 Eighth Avenue South, Nashville, TN 37203, USA. A excepción de las paráfrasis y de aquellos lugares en los que se indica expresamente lo contrario, todas las citas bíblicas de esta obra han sido tomadas de la Versión ReinaValera Actualizada, © Editorial Mundo Hispano, 1982, 1986, 1987 y 1989. Todos los derechos reservados. Los dibujos del capítulo 3 han sido tomados del libro Protestant Worship and Church Architecture: Theological and Historical Consideractions, de James F. White. Copyright © 1964, Oxford University Press, Inc. Reimpreso con permiso de Oxford University Press, Inc.

A Decherd H. Turner, Jr. quien ha dado su tiempo para ayudar a otros a escribir en el suyo y en recuerdo de H. Grady Hardin (1915-1987) y Niels K. Rasmussen, O.P. (1935-1987) estimados colegas.

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CONTENIDOS Prefacio a la edición de 1990 Prefacio a la edición de 1980 Abreviaturas I. ¿A qué nos referimos cuando hablamos de “culto cristiano”? El Fenómeno del Culto Cristiano,  Definiciones de Culto Cristiano,  El Lenguaje que Utilizan los Cristianos para Referirse al Culto,  La Diversidad de Expresión del Culto Cristiano,  Persistencia en los Tipos de Libros de Liturgia. II El Lenguaje del Tiempo La Formación del Tiempo Cristiano,  La Teología del Año Cristiano,  El Funcionamiento del Año Cristiano. III El Lenguaje del Espacio Las Funciones del Espacio Litúrgico,  Historia de la Arquitectura Litúrgica,  La Música Litúrgica y el Espacio  Arte Litúrgico. IV La Oración Pública Diaria Historia de la Oración Pública Diaria,  Reflexiones Teológicas,  Cuestiones Prácticas. V El Culto de Predicación de la Palabra Historia del Culto de Predicación de la Palabra,  Teología del Culto de Predicación de la Palabra,  Cuestiones Pastorales. VI El Amor de Dios Hecho Visible El Desarrollo de la Reflexión sobre los Sacramentos,  Nueva Manera de Entender los Sacramentos. VII La Iniciación Cristiana El Desarrollo de la Iniciación Cristiana,  Teología de la Iniciación Cristiana,  Aspectos Pastorales de la Iniciación Cristiana. VIII La Eucaristía El Desarrollo de la Práctica Eucarística,  Comprendiendo la Eucaristía,  Acción Pastoral. IX Los Viajes y los Tránsitos Reconciliación,  Ministerio a los Enfermos,  Matrimonio Cristiano,  Ordenación,  Profesión Religiosa o Encomendación,  Entierro Cristiano.

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Notas

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Para Proseguir el Estudio

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PREFACIO (Edición de 1990)

Después de pasar otra década enseñando sobre el culto cristiano me quedo atónito al ver cuántos cambios se han producido en los últimos diez años en el mundo, la iglesia, la erudición litúrgica y mis propias perspectivas. Parece que se hace necesaria una nueva edición si este libro ha de continuar sirviendo a sus lectores de forma aceptable. El mundo mismo se ha aproximado más a lo que parece ser una era de paz y un futuro de esperanza. La iglesia ha cambiado en muchos sentidos, siendo uno de los mayores cambios la amplia aceptación de nuevas prácticas de adoración que, en algunas iglesias, han sido consagradas en nuevos libros de liturgia. Incluso están apareciendo ahora nuevas versiones de los libros católicos posteriores al concilio Vaticano II, tales como el nuevo Order of Christian Funerals [Orden de Funerales Cristianos] (1989), igual que acaban de salir de la imprenta (1989) las traducciones inglesas de los últimos libros revisados (Book of Blessings, Ceremonial of Bishops). Otras iglesias han elaborado nuevos libros de liturgia, tales como The United Methodist Hymnal (1989) y The Presbyterian Hymnal (1990), que han dejado obsoletos a los anteriores. Tampoco se ha quedado quieta la erudición litúrgica. Hemos gozado de más estudios en el campo académico sobre la adoración y el culto en la última década que en cualquier otro período anterior de diez años. Los catálogos de varias editoriales están empezando a incluir títulos sobre el culto donde antes no los había. Probablemente hay más eruditos en liturgia en Norteamérica en la actualidad que en toda la historia anterior de nuestro país en su conjunto. Mis propias perspectivas sobre muchas cosas han cambiado al pasar, después de veintitrés años de enseñanza en el seminario, a instruir a aquellos que ahora enseñan en seminarios o que pronto lo harán. He aprendido mucho de mis estudiantes y contemplo con gozo su cada vez más amplio círculo de contribuciones a la iglesia y al mundo académico. Mucho de lo que he aprendido en estos últimos diez años ha motivado los cambios en estas páginas. Estoy encantado, al tiempo que sorprendido, por el éxito de este libro, el cual ha sobrepasado todas mis expectativas. Aparentemente ha llegado a ser el libro de texto sobre culto más extensamente utilizado en los seminarios norteamericanos, tanto católicos como protestantes, e incluso ortodoxos y carismáticos. En cierto modo eso me intimida; no quiero alterar lo que pudiera ser la fuente de su atractivo. Pero sí deseo hacerlo más útil para todos, y por eso he intentado adaptarlo más para los católicos y para un abanico más amplio de protestantes. Esto ha requerido ciertos cambios en la estructura. Ahora hay más material sobre adoración y justicia, y capítulos separados sobre la oración diaria y el culto de predicación de la Palabra. La sección sobre la reconciliación ha sido trasladada desde el capítulo sobre la iniciación al último capítulo, y también se ha añadido a éste más material sobre la profesión religiosa o la encomendación. Espero que estos cambios hagan que sea más fácil seguir el material. He añadido referencias a las ediciones actuales de unos cincuenta libros de liturgia que se encuentran entre los más utilizados en la Norteamérica de habla inglesa y en las Islas Británicas. Estas referencias se pueden encontrar en los recuadros que aparecen al final de cada una de las secciones pertinentes. Los aproximadamente

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seiscientos términos que aparecen en negrita han demostrado ser muy útiles para los estudiantes a la hora de repasar el vocabulario básico necesario para el estudio del culto. Cada término se define mediante el uso. Estuve tentado a incorporar ilustraciones pero me reprimí. No sólo por lo que esto hubiese significado en cuanto al precio, sino también porque cada ilustración es tan específica de una cultura determinada que tiende a limitar la imaginación en sí misma, mientras que lo que yo quiero es describir una gran variedad de posibilidades en casi cada uno de los casos. A menudo esto se consigue más fácilmente sin fotografías que con ellas. Quiero rendir homenaje a varios estudiantes por su colaboración, especialmente a mis asistentes licenciados Michael Moriarty y Grant Sperry-White, quienes han ido mucho más allá de la comprobación de los detalles y han ofrecido sugerencias concretas para realizar importantes mejoras. También aprecio la aptitud de Nancy Kegler, Sherry Reichold y Cheryl Reed al producir un manuscrito en limpio a partir de mi indescifrable original. Por último, he contraído una profunda deuda de gratitud con mi esposa, la Dra. Susan J. White por sus habilidades académicas que han conseguido mejorar el manuscrito y por su paciencia con el frecuentemente ensimismado autor. Quiera Dios que esta nueva edición le sea de gran utilidad a las iglesias. UNIVERSIDAD DE NOTRE DAME 18 DE SEPTIEMBRE DE 1989 JAMES F. WHITE

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PREFACIO (Edición de 1980)

Después de enseñar durante veinte años, uno forzosamente tiene que haberse decidido sobre no pocos asuntos. Dentro de dos décadas estoy seguro de que mis juicios sobre algunos temas serán más maduros. Pero a mitad de trayecto parece ser un buen momento para reunir lo que he enseñado y anticipar lo que todavía me resta por aprender. La experiencia de escribir este libro es una maravillosa disciplina de compresión de todo lo que he hecho durante un montón de años en un solo volumen. Cuando me embarqué en este ministerio eran pocos los que estaban involucrados en la enseñanza de la adoración cristiana. Ahora, nada me produce mayor placer que tener tantos compañeros en este trabajo con los que compartir a dónde he llegado y contemplar a dónde llegarán. Espero que este libro les ayude en su enseñanza hasta que encuentren formas mejores de interpretar la adoración cristiana. Puedo decir con Pedro Lombardo: “Si alguien puede explicar esto mejor, no siento envidia”. He tratado de presentar en estas páginas, de una manera tan breve como ha sido posible, todo lo que yo considero como información esencial para equipar a una persona para el ministerio de la dirección del culto. He intentado incluir todo lo que uno realmente necesita saber para planificar, preparar y dirigir el culto cristiano, a excepción de los detalles relativos a los libros de liturgia o costumbres denominacionales de cada uno. La información contenida en este libro debería ser igualmente relevante tanto para los ministros y sacerdotes como para los miembros laicos de los comités de culto. Por descontado que necesitarán complementar estos materiales con una cierta familiaridad con sus propios libros de liturgia o costumbres. Para facilitar esto último he adaptado este libro a los libros de liturgia más ampliamente utilizados, que son los que utilizan la mayoría de cristianos de habla inglesa en los Estados Unidos. Aparecen frecuentes referencias a los libros revisados de la Iglesia Católica, especialmente el ritual, el sacramental y el pontifical. El nuevo Lutheran Book of Worship apareció justamente cuando comenzaba a escribir estas páginas, y parece muy probable que el nuevo Book of Common Prayer norteamericano reciba la aprobación final justo antes de la publicación de este libro. Así que he podido referirme a ambos. Dado que estoy muy involucrado en la edición del Supplemental Worship Resources de la Iglesia Metodista Unida, ha sido posible hacer referencia a los volúmenes que ya han sido publicados y a aquellos que todavía no han visto la luz, además del Book of Worship de 1965. También se remite al lector al Worshipbook de 1970 de la Iglesia Presbiteriana y al Services of the Church (1969) y Hymnal (1974) de la Iglesia de Cristo Unida. El momento es adecuado para resumir lo que se ha conseguido con la oleada de revisiones litúrgicas posteriores al Vaticano II y que ahora prácticamente ha concluido. Sobre la tumba del papa Martín V están inscritas las palabras: “Su tiempo fue un tiempo de felicidad”. Esta parece ser una descripción oportuna de la situación ecuménica de la adoración en nuestros tiempos. Podemos mirar atrás a la última década y media de revisiones litúrgicas como un tiempo de felicidad en el que las iglesias del mundo se han aproximado más al compartir las unas con las otras la riqueza de su culto. No existe evidencia más concreta de los logros ecuménicos actuales que el acercamiento que se ha

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producido en la adoración cristiana durante las décadas de los años 60 y 70. Así, resulta ahora posible escribir una introducción al culto cristiano que, eso espero, sirva tanto para los católicos como para los protestantes. El estudio del culto cristiano puede proporcionarle un medio muy valioso para comprender el cristianismo mismo a cualquier investigador interesado. No existe modo mejor de descubrir el corazón del cristianismo que siendo más conscientes de qué hacen los cristianos cuando se reúnen para adorar. Tanto los cristianos como los no cristianos pueden aprender mucho sobre la tradición religiosa dominante de la cultura occidental conociendo más sobre la adoración cristiana. Este libro tiene el propósito de servir como una introducción al culto cristiano, pero también es una interpretación del tema. No he dudado en aventurar nuevas percepciones e interpretaciones a las que he llegado yo mismo. Algunas de estas pueden ser refutadas por otros, y sin duda lo serán. Lo que tengan de válido estas interpretaciones permanecerá; lo que no lo sea será reemplazado por alguien con mayor perspicacia. Mediante el uso con mis estudiantes a lo largo de los años, he tenido ocasión de probar y refinar la organización básica del tema y los diversos detalles. Resulta emocionante prever que otros desarrollarán interpretaciones más satisfactorias en los años venideros. Todavía queda mucho por investigar en el campo de los estudios litúrgicos. Muchas áreas están aún rodeadas de misterio, como puedan ser: los orígenes del culto en la sinagoga, las fuentes de la Epifanía, los detalles de la función de la catedral, el canon romano entre Hipólito y Ambrosio y la génesis del culto dominical normal en las tradiciones de las Iglesia Reformada Americana, la Iglesia Metodista y la Iglesia Evangélica Libre. Si este libro puede inducir a otros a esperar gustosos la investigación futura habrá sido una introducción e interpretación satisfactorias. A pesar de que gran parte del libro es de naturaleza académica, la tendencia general es en todo momento pastoral y orientada al fortalecimiento del liderazgo de las comunidades cristianas involucrado en la adoración. Mucho está escrito de un modo descriptivo para detallar lo que ha sido y porqué, pero la mayor parte de los capítulos concluyen con una sección normativa sobre lo que debería ser en las iglesias de hoy y porqué. Las secciones descriptivas aportan los antecedentes para las porciones normativas. Cualquiera que tenga el encargo de dirigir el culto tiene la responsabilidad de muchas de las decisiones que se toman. Pero estas decisiones sólo pueden estar bien informadas cuando se realizan teniendo en cuenta todos los factores relevantes. De ahí que en cada capítulo la información histórica y teológica preceda a las secciones pastorales. Cuando se enumeran las normas pastorales de actuación siempre se hace en términos de lo que los cristianos han practicado y cómo han reflexionado sobre estas prácticas. La adoración cristiana, al igual que la ética cristiana, es tanto un tema descriptivo como normativo. Las decisiones concretas deben tomarse localmente, considerando la gente y los lugares, pero yo he tratado de bosquejar normas generales dentro de las cuales puedan tomarse decisiones pastorales. No es fácil comprimir toda una disciplina en las páginas de un libro de tamaño relativamente manejable. Casi cada párrafo representa material con el que podrían llenarse uno o varios libros. He tenido que reducir libros a párrafos, capítulos a frases, permitiendo poco espacio para matizar las expresiones. Esta frustración se ha visto aliviada ligeramente mediante la incorporación de listas bibliográficas al final del libro y en las notas. En las notas se citan muchos libros fundamentales, y estas referencias no se repiten en las bibliografías. He tenido que concentrarme en las prioridades de mayor interés y eliminar todas las demás. Un desproporcionado pequeño número de estas páginas tratan sobre el culto en las iglesias ortodoxas orientales, ya que la mayoría de mis lectores representan al cristianismo occidental y estarán más interesados en su

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propia línea de ascendencia que en una línea colateral. Hay muy poco en esta obra sobre la liturgia del obispo, que es algo que preocupa a una pequeña (y no oprimida) minoría. Del mismo modo, los intereses particulares de las comunidades monásticas han recibido poca atención. Me he concentrado en las prácticas y los conceptos de la iglesia en los primeros cuatro siglos. Si alguien sabe qué decisiones tomó la iglesia en este período y porqué, el resto es sencillo. Gran parte del cristianismo de hoy se encuentra en una etapa de recuperación de las prácticas y conceptos primitivos. Si hemos o no idealizado con demasiada facilidad el período de la iglesia primitiva, el futuro lo juzgará. Pero en cualquier caso, conocer las decisiones del período primitivo resulta fundamental para comprender todo los desarrollos ulteriores. Para hacer más fácil el estudio he escrito en negrita los nombres, términos y algunas pocas fechas clave. El grueso de una introducción a cualquier tema consiste en familiarizarse con el vocabulario básico. Las palabras y frases esenciales para los estudios litúrgicos se han hecho así más visibles, de modo que los estudiantes puedan repasar comprobando lo familiar que les resultan tales términos. Hoy somos más conscientes que nunca de lo rápidamente que está cambiando nuestra lengua. Esto se hace especialmente evidente con respecto a los términos que se refieren a la identidad sexual. Todavía no está clara cuál será la resolución futura de estos cambios, por lo que los términos que utilizamos hoy todavía tienen un carácter provisional. Algunos de los que he adoptado, como por ejemplo la “mismidad de Dios” (Godself), sin duda parecerán desconocidos y ásperos. Pero la infelicidad es mejor que la injusticia, y solamente el tiempo dirá qué pronombre reflexivo se impone con respecto a Dios. Debo pedirle a mis lectores que sean indulgentes con los términos provisionales mientras el uso de la lengua inglesa evoluciona. Este libro representa la aportación de mucha gente que ha dado de sí misma para convertirlo en una obra mejor. Tengo una deuda de gratitud con el Dr. Hoyt L. Hickman, el Dr. Richard Eslinger y Elise Shoemaker, del Área de Culto de la Junta de Discipulado de la Iglesia Metodista Unida; a mis colegas de la Perkins School of Theology, el profesor H. Grady Hardin, el profesor Virgil P. Howard y al decano Joseph D. Quillian, Jr.; al profesor Don E. Saliers de la Candler School of Theology; a Arlo Duba, del Seminario Teológico de Princeton; al profesor William Crockett de la Vancouver School of Theology; a Louise Shown y a la hermana Nancy Swift, del Seminario de St. John por leer y realizar valiosos comentarios sobre el manuscrito. Todavía estoy aprendiendo mucho de mi profesor de seminario, el profesor Paul W. Hoon, quien ha seguido enseñándome con sus comentarios y correcciones a estas páginas. El profesor Decherd H. Turner, Jr., director de la Bridwell Library, se ha entregado plenamente para ayudar a que muchos otros pudieran seguir con su carrera académica. Reconozco su constante generosidad dedicándole este libro. Bonni Jordan ha hecho maravillas, descifrando mi manuscrito a más de tres mil kilómetros de distancia y convirtiéndolo en un ejemplar limpio y ordenado. Mi esposa y mis hijos han sufrido la falta de atención cuando merecían más de la compañía que compartía a solas con mi máquina de escribir. Les pido perdón y confío en hacerme más humano ahora que estas páginas están terminadas. PASSUMPSIC, VERMONT 5 DE MARZO DE 1979



Nota del editor: las mismos cambios acabarás apareciendo en la lengua española con el tiempo.

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ABREVIATURAS ANF

Ante-Nicene Fathers. Nueva York: Charles Scribner’s, 1899. 10 vols.

APB

Alternative Prayer Book 1984. Londres: Collins, 1984 (Iglesia de Irlanda)

ASB

Alternative Service Book 1980. Clowes: S.P.C.K., Cambridge University Press, 1980. (Iglesia Anglicana)

BAS

Book of Alternative Services. Toronto: Anglican Book Center, 1985. (Iglesia Anglicana de Canadá)

BCO

Book of Common Order (1979). Edimburgo: Saint Andrew Press, 1979. (Iglesia de Escocia)

BCP

Book of Common Prayer. Nueva York: Church Hymnal Corporation, 1979. Libro de Oración Común. Otras ediciones se distinguen por la fecha. (Iglesia Episcopal [EE.UU.] y otros)

BofS

Book of Services. Edimburgo: Saint Andrew Press, 1980. (Iglesia Reformada Unida)

BofW

Book of Worship: United Church of Christ. Nueva York: United Church of Christ, 1986 (Iglesia de Cristo Unida)

BOS

Book of Occasional Services. Second edition. Nueva York: Church Hymnal Corporation, 1988. (Iglesia Episcopal [EE.UU.])

CF

Confession of Faith and Minister’s Manual. Scottdale, Pa.: Mennonite Publishing House, 1979. (Menonita)

CSL

Constitution on the Sacred Liturgy. Collegeville, Minn.: Liturgical Press, 1963. Constitución Sobre la Sagrada Liturgia. (Iglesia Católica)

HCY

Handbook of the Christian Year. Nashville: Abingdon Press, 1986

LBW

Lutheran Book of Worship. Minneapolis: Augsburg Publishing House y Filadelfia: Board of Publications, 1978. (Iglesia Luterana Evangélica de América)

LW

Lutheran Worship. St. Louis: Concordia Publishing House, 1982. (Iglesia Luterana – Sínodo de Missouri)

LWA

Lutheran Worship: Agenda. St. Louis: Concordia Publishing House, 1984. (Iglesia Luterana – Sínodo de Missouri)

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MDE

Ministers Desk Edition: Lutheran Book of Worship. Minneapolis: Augsburg Publishing House y Filadelfia: Board of Publications, 1978. (Iglesia Luterana Evangélica de América)

MSB

Methodist Service Book. Londres: Methodist Publishing House, 1975. (Iglesia Metodista – Islas Británicas)

NPNF

Nicene and Post-Nicene Fathers. Nueva York: Charles Scribner’s, 19051907.

OS

Occasional Services. Minneapolis: Augsburg Publishing House y Filadelfia: Board of Publications, 1982. (Iglesia Luterana Evangélica de América)

PH

Psalter Hymnal. Grand Rapids: CRC Publications, 1988. (Iglesia Reformada Cristiana)

PM

Pastor’s Manual. Elgin, Ill.: Brethren Press, 1978. (Iglesia de los Hermanos)

Rites

Rites of the Catholic Church as Revised by the Second Vatican Council. Nueva York: Pueblo Publishing Co., 1976-1988, 3 vols. Ritos de la Iglesia Católica Revisados por el Concilio Vaticano II. (Iglesia Católica)

Sac.

Sacramentary. Collegeville, Minn.: Sacramentario. (Iglesia Católica)

SB

Service Book. Toronto: Canec Publishing and Supply House, 1976. (Iglesia Unida de Canadá)

SBCP

Scottish Book of Common Prayer. Edimburgo: Cambridge University Press, 1929. (Iglesia Episcopal de Escocia)

SLR

Supplemental Liturgical Resources. Louisville, Ky.: Westminster/John Knox Press, 1984. (Iglesia Presbiteriana [EE.UU.])

SWR

Supplemental Worship Resources. Nashville: Abingdon Press o United Methodist Publishing House, 1972-1988. 17 vols. (Iglesia Metodista Unida)

TP

Thankful Praise. St. Louis: CBP Press, 1987. (Iglesia de Cristo [Discípulos de Cristo])

UMH

United Methodist Hymnal. Nashville: United Methodist Publishing House, 1989. (Iglesia Metodista Unida)

WB

Worshipbook. Filadelfia: Westminster Press, 1972. (Iglesia Presbiteriana [EE.UU.])

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Liturgical

Press,

1974.

WBCP

Book of Common Prayer for Use in the Church in Wales. Penarth: Church in Wales Publications, 1984, Vol. 1. (Iglesia de Gales)

WL

Worship the Lord. Grand Rapids: Wm. B. Eerdmans Publishing Co., 1987. (Iglesia Reformada de América)

WS

Word and Sacraments. Toronto: Board of Congregational Life, 1987. (Iglesia Presbiteriana de Canadá)

WW

Worship for the Way. Toronto: Board of Congregational Life, 1988. (Iglesia Presbiteriana de Canadá)

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CAPÍTULO I

¿A QUÉ NOS REFERIMOS CUANDO HABLAMOS DE “CULTO1 CRISTIANO”?

Para poder hablar de forma inteligente sobre “culto cristiano”, lo primero que uno debe decidir es qué es lo que significa exactamente este término. No es una expresión fácil de definir. A pesar de ello, hasta que uno no medita sobre aquellos aspectos que son propios del auténtico culto cristiano, resulta muy fácil confundir esa clase de culto con adiciones irrelevantes de culturas presentes o pasadas en las que los cristianos han adorado. En primer lugar, la propia palabra “culto” es sumamente difícil de precisar. ¿Qué es lo que distingue al culto de otras actividades humanas, especialmente aquellas conocidas por su frecuente repetición? ¿Por qué el culto es un tipo distinto de actividad de las tareas rutinarias diarias? Más concretamente, ¿en qué difiere el culto de otras actividades recurrentes de la propia comunidad cristiana? ¿Qué es lo que diferencia al culto de la educación cristiana o las obras de caridad, por ejemplo? En segundo lugar, una vez que hemos decidido lo que significa la palabra “culto”, ¿cómo determinamos qué es lo que hace que ese culto sea “cristiano”? Nuestra cultura está llena de varias formas distintas de culto. En muchas comunidades han hecho su aparición una serie de religiones orientales. Muchos practican un determinado culto, pero evidentemente no es un culto cristiano. ¿Cuáles son las marcas distintivas que hacen que un culto sea “cristiano”? Más aún, ¿es siempre “cristiano” todo culto ofrecido por la comunidad cristiana? Ninguna de estas preguntas tiene una respuesta fácil, pero ciertamente necesitan ser investigadas. Y desde luego no se trata simplemente de asuntos especulativos o de un interés puramente teórico. Definir lo distintivo del culto cristiano es una herramienta práctica fundamental para cualquiera que tenga la responsabilidad de planificar, preparar o dirigir el culto cristiano. Los últimos años, en los que han aparecido muchas nuevas formas de culto, han hecho de este tipo de análisis básico algo aún más crucial para aquellos que tienen a su cargo el ministerio del culto. Tales personas se ven inmersas constantemente en la toma de decisiones mientras sirven a la comunidad cristiana a través de la dirección de la adoración. Cuanto más práctica sea la decisión, más necesario se hace el fundamento teórico. ¿Es apropiado celebrar un determinado acto, como pueda ser un voto de fidelidad a la bandera nacional, durante el culto cristiano, o es algo que está fuera de lugar? ¿Deberían tener un lugar en el culto otros actos, como pudiera ser celebrar la adopción de un niño, que tradicionalmente no se han incluido en la vida cultual de la iglesia, o acaso no es algo apropiado como parte de la adoración cristiana? Sólo si uno tiene una definición de trabajo de “culto cristiano” puede hacerle frente a tales problemas.

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Tenga en cuenta el lector que a lo largo de este libro los términos “culto” y “adoración” se utilizan en la mayoría de los casos como sinónimos, y que ambos traducen la palabra inglesa “worship” (Nota del Traductor).

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Exploraré tres métodos para clarificar exactamente qué es lo que queremos decir al hablar de “culto cristiano”. He llegado a la conclusión de que el enfoque más adecuado es el fenomenológico, que simplemente enuncia y describe lo que suelen hacer los cristianos cuando se reúnen para adorar. Aunque este pueda parecer el método más simple y directo, la observación cuidadosa es fundamental si queremos comprender realmente qué significan las estructuras u oficios que utilizan los cristianos una y otra vez para adorar. La mayor parte de este libro se concentrará en la descripción del desarrollo, teología y uso de las estructuras u oficios actuales. En segundo lugar, es útil explorar algunas definiciones más abstractas que han utilizado varios pensadores cristianos para definir lo que ellos entienden que es el culto cristiano. Y el tercero de los métodos consistirá en examinar algunas de las palabras clave que los cristianos escogen más a menudo (en diversas lenguas) para expresar lo que experimentan como culto. Estos tres métodos deberían forzarnos a reflexionar sobre lo que queremos decir cuando hablamos de “culto cristiano”. Después, antes de arribar a definiciones excesivamente simples, debemos considerar también algunos de los factores que le dan al culto cristiano tanto su diversidad como su persistencia. El fenómeno del culto cristiano Una de las mejores maneras de decidir a qué nos referimos cuando utilizamos el término de culto cristiano es describiendo las formas externas y visibles mediante las cuales los cristianos adoran. Este enfoque se centra en el fenómeno global del culto cristiano desde la perspectiva de un observador imparcial y extraño que intenta comprender qué hacen los cristianos cuando se reúnen. Esto se ve facilitado por el hecho de que a pesar de todas las diferentes culturas y épocas históricas en las que tiene lugar, el culto cristiano ha utilizado formas extraordinariamente estables y permanentes. Nos referiremos a estas como estructuras (tales como un calendario para organizar la adoración durante el año) u oficios (tales como la Cena del Señor). Pese a la constante adaptación, estas han demostrado ser sorprendentemente duraderas. Una manera de describir el culto cristiano consiste simplemente en elaborar una lista (tal como haremos ahora) de estas estructuras y oficios más importantes. No es preciso que entremos en detalles en este momento, ya que la mayor parte del resto del libro lo hará con mucha mayor profundidad. Incluso dentro del Nuevo Testamento vemos indicios de una estructura de tiempo semanal. Esta estructura fue muy pronto elaborada en diversos calendarios anuales para conmemorar eventos en la memoria de la comunidad cristiana: la muerte y resurrección de Cristo, por ejemplo, y los memoriales de los diversos mártires locales. Con el tiempo, se articularon programas diarios para la oración pública y privada. La programación diaria, semanal y anual del tiempo todavía es un componente importante del culto cristiano y en el capítulo 2 veremos de forma panorámica cómo funciona. Pero por ahora lo que podemos decir sobre el culto cristiano es que se trata de un tipo de adoración que se apoya en gran manera en la estructuración del tiempo para ayudarle a cumplir sus propósitos. De la misma manera que han visto necesario organizar el tiempo, los cristianos siempre han creído conveniente organizar el espacio para resguardar y hacer posible su adoración. Aunque a lo largo de los siglos se han probado varias formas, los requisitos en cuanto a espacio y mobiliario también han sido sorprendentemente consistentes. Nos ocuparemos de estos requisitos en el capítulo 3. El uso de un pequeño número de tipos básicos de culto es algo que viene de antiguo y que sigue vigente. El primero de estos cultos es el oficio de la oración pública

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diaria. Estos cultos pueden adoptar formas distintas (como veremos en el capítulo 4), pero la función de la oración y la alabanza los convierte en un componente distintivo de la adoración cristiana. Otro tipo de culto se centra en la lectura y predicación de la Escritura, y de ahí que a menudo se conozca como el “culto de predicación de la Palabra”. Resulta familiar como el culto dominical protestante habitual. También es la primera parte de la Eucaristía o la Cena del Señor. Examinaremos las formas de este tipo básico de culto en el capítulo 5. Provee un esquema constante que muchos cristianos identificarían como su experiencia fundamental de lo que es el culto cristiano. Prácticamente toda comunidad cristiana tiene una manera de distinguir de los extraños a aquellos que se encuentran dentro de su seno. En términos de adoración, esto tiene lugar en diversos cultos de iniciación cristiana. El bautismo es el más ampliamente conocido de estos ritos, pero la catequesis, la confirmación, la primera comunión, y otras formas varias de renovación, afirmación o reafirmación del pacto bautismal también son parte importante del proceso ritual. En años recientes, la mayoría de denominaciones cristianas han tenido que repensar su teología y práctica para hacer de una persona un cristiano, como tendremos ocasión de ver en el capítulo 7. Desde los tiempos del Nuevo Testamento, tenemos testimonio de que los cristianos se reunían para celebrar lo que Pablo llama “la Cena del Señor” (1ª Corintios 11:20). Para muchos cristianos esta es la forma arquetípica de culto cristiano. Tan sólo una pequeña minoría evita celebrarla de manera externa. En muchas iglesias es una experiencia semanal, o incluso diaria. El capítulo 8 tratará de las formas y el significado de la Cena del Señor. Por último, existen varios ritos pastorales comunes de una u otra forma a casi todas las comunidades cristianas que adoran. Algunos de estos marcan las estaciones en el viaje de la vida que podemos o no repetir: cultos de perdón y reconciliación o cultos para la sanidad y bendición de los enfermos y moribundos. Otros son ritos de paso, tales como bodas, ordenaciones, profesiones religiosas o funerales. Muchos de estos ritos pastorales son cultos ocasionales, convocados tan sólo según lo exija la ocasión. Muchas de las etapas y experiencias de la vida son comunes a todas las personas, cristianas o no. Los cultos ocasionales que marcan estas estaciones o pasos han encontrado un lugar permanente en la adoración cristiana. Profundizaremos en estos ritos pastorales en el capítulo 9. Obviamente estas siete estructuras y cultos básicos no cubren todas las posibilidades de la adoración cristiana, pero sí describen la inmensa mayoría de casos en que se produce esa adoración. A ellos podrían añadirse diversas reuniones de oración, conciertos sagrados, campañas, novenas y un amplio espectro de devociones. Pero en la mayor parte del cristianismo todos estos son claramente subsidiarios de los siete elementos que hemos mencionado y son, hasta cierto punto, dispensables. Por consiguiente, nuestra discusión en este libro se ocupará principalmente de estas siete estructuras y oficios, con menciones ocasionales a otras posibilidades. Así que nuestra primera respuesta a la pregunta “¿Qué es el culto cristiano?” consiste en elaborar una lista y describir las formas básicas que adopta, y en decir que éstas son las que mejor lo describen. Pero debemos investigar también otros enfoques. Definiciones de Culto Cristiano Nuestro propósito al fijarnos en las diversas maneras diferentes en que los pensadores cristianos hablan acerca del culto cristiano no es realizar un estudio comparativo, sino estimular a la reflexión. La mejor manera de captar el significado de

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cualquier término es observar cómo se utiliza, en lugar de proporcionar una simple definición. Así que miraremos desde la perspectiva de pensadores protestantes, ortodoxos y católicos para ver cómo usan ellos el término. Con frecuencia se solapan, pero cada uno de los usos añade nuevas perspectivas y dimensiones, complementando así al resto. Este esfuerzo por decir lo que queremos decir y querer decir lo que decimos es un esfuerzo continuo, sujeto a revisión a medida que nuestra comprensión de la adoración cristiana madura y se hace más profunda. El profesor Paul W. Hoon hizo una gran contribución a los estudios litúrgicos con su importante obra The Integrity of Worship (La Integridad de la Adoración), publicada en 1971. Escribiendo desde la tradición metodista, Hoon está preocupado por la “discriminación teológica así como por la sensibilidad hacia las culturas”. A lo largo del libro enfatiza el centro cristológico de la adoración cristiana, que “por definición es cristológica, e igualmente el análisis del significado de la adoración debe ser fundamentalmente cristológico”1. Tal adoración es profundamente encarnacional, ya que está regida por el evento global de Jesucristo. La adoración cristiana está ligada directamente a los eventos de la historia de la salvación. Cada evento en esta adoración está directamente relacionado con el tiempo y la historia, a la vez que tiende un puente entre ellos y los trae hasta nuestro presente. Hoon afirma que el “centro de la adoración es Dios actuando para dar su vida al hombre y para atraer al hombre para que participe de esa vida”. De ahí que todo lo que hacemos como individuos o como iglesia se vea afectado por la adoración. La vida cristiana, asevera Hoon, es una vida litúrgica. Hoon mantiene que “la adoración cristiana es la revelación que hace Dios de sí mismo en Jesucristo y la respuesta del hombre” o lo que es lo mismo, una acción doble: la de “Dios hacia el alma humana en Jesucristo y la respuesta activa del hombre a través de Jesucristo”. Mediante su Palabra, Dios “desvela y comunica su propio ser al hombre”. Las palabras clave en la concepción que Hoon tiene de la adoración cristiana parecen ser “revelación” y “respuesta”. En el centro de ambas se encuentra Jesucristo, quien nos revela a Dios y a través del cual realizamos nuestra respuesta. Es una relación recíproca: Dios toma la iniciativa al interpelarnos por medio de Jesucristo y nosotros respondemos a través de Jesucristo utilizando una serie de emociones, palabras y acciones. Peter Brunner, un teólogo luterano que ha enseñado en la universidad de Heidelberg durante muchos años, sigue una línea de pensamiento análoga a la de Hoon en muchos sentidos, pero se expresa en términos bastante diferentes en su importante obra Worship in the Name of Jesus (Adoración en el Nombre de Jesús). Brunner tiene una clara ventaja al utilizar la palabra alemana para adoración, Gottesdienst, una palabra que connota tanto el servicio de Dios hacia los seres humanos como el servicio de los seres humanos hacia Dios. Brunner capitaliza esta ambigüedad y habla de la “dualidad” de la adoración. El corazón del libro lo forman dos capítulos titulados “La Adoración como un Servicio de Dios a la Congregación” y “La Adoración como el Servicio de la Congregación Delante de Dios”. En esta dualidad vemos semejanzas con la revelación y respuesta de Hoon, pero de nuevo hay que tener cuidado puesto que Dios actúa en ambas. De principio a fin, es Dios el único que hace de la adoración una posibilidad: “El don de Dios evoca la devoción del hombre hacia Dios”2. La entrega que Dios hace de sí mismo tiene lugar tanto en los eventos históricos pasados como en la “palabra-realidad del evento” de hoy en día, en el que incluso nuestra obra humana de proclamación es realmente obra de Dios. Lo mismo se puede decir de los sacramentos, en los cuales, a través de nuestras acciones, actúa Dios. Brunner cita a Lutero, quien dice acerca de la adoración “que no se haga nada más en ella que dejar que el Señor mismo nos hable a través de su santa Palabra y que nosotros,

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a nuestra vez, le hablemos a él mediante la oración y los cantos de alabanza”. Los humanos responden a los actos de revelación de Dios hablándole a Dios por medio de la oración y los himnos “como un acto de la nueva obediencia impartida por el Espíritu Santo”. La oración, dice Brunner, “es el permiso que Dios concede a sus hijos para que unan sus voces en la discusión de sus asuntos”. Así que para Brunner la dualidad de la adoración se ve eclipsada por un único foco: la actividad de Dios tanto en la entrega de sí mismo hacia nosotros como también en provocar nuestra respuesta a los dones divinos. Al igual que nuestros otros pensadores, el profesor Jean-Jacques von Allmen afirma la base cristológica de la adoración cristiana en su importante obra Worship: Its Theology and Practice (La adoración: su teología y práctica). Escribiendo desde la tradición reformada, este antiguo profesor de la universidad de Neuchâtel (Suiza) presenta buenos argumentos para entender la adoración cristiana como la recapitulación de lo que Dios ya ha hecho. Dice que la adoración “compendia y confirma de forma renovada el proceso de la historia de la salvación, que ha alcanzado su punto culminante con la intervención de Cristo en la historia humana, y a través de este compendio y confirmación que se va repitiendo una y otra vez, Cristo continúa su obra salvadora mediante la operación del Espíritu Santo”3. Esta adoración está estrechamente relacionada con la crónica bíblica de los eventos salvíficos. Proporciona un nuevo resumen de lo que Dios ha hecho y una previsión renovada de lo que va a acontecer. La descripción que hace von Allmen de la adoración de la iglesia tiene otros importantes aspectos. La Adoración es la “epifanía de la iglesia”, la cual “debido a que compendia la historia de la salvación, posibilita que la iglesia llegue a ser ella misma, que sea consciente de sí misma y que confiese lo que es en su esencia”. La iglesia obtiene su propia identidad en la adoración, al ponerse de manifiesto su verdadera naturaleza y verse impelida a confesar su verdadera esencia. Pero también el mundo se ve afectado profundamente por la adoración cristiana. La adoración es, al mismo tiempo, la amenaza de juicio y la promesa de esperanza para el propio mundo, a pesar de que la sociedad secular manifieste indiferencia hacia lo que hacen los cristianos cuando se reúnen. La adoración cristiana desafía la justicia humana y apunta hacia el día en el que todos los logros y los fracasos serán juzgados, y sin embargo ofrece esperanza y promesa afirmando que, en última instancia, todo está en las manos de Dios. Para von Allmen, la adoración cristiana tiene tres dimensiones clave: recapitulación, epifanía y juicio. Evelyn Underhill, desde una óptica anglocatólica, publicó en 1936 su estudio Worship (Adoración), que se ha convertido ya en un clásico. En él expresa varios de los conceptos que ya hemos visto, pero aporta algunas percepciones bien diferenciadas. Su libro comienza con las palabras “La adoración, en cualquiera de sus grados y clases, es la respuesta de la criatura al Eterno”. El ritual a través del que se expresa todo culto público aparece, según dice ella, “como una emoción religiosa estilizada”. La adoración se caracteriza por “la concepción que tiene el adorador de Dios y su relación con Dios”. La adoración cristiana es inconfundible, al estar “siempre condicionada por la creencia cristiana, y especialmente por la creencia sobre la naturaleza y acción de Dios, tal como se compendia en los grandes dogmas de la Santísima Trinidad y la Encarnación”. Otro hito de la adoración cristiana es su “carácter plenamente orgánico y social”, lo cual quiere decir que nunca se lleva a cabo en solitario. Lejos de ser adoración en general, “la adoración cristiana”, afirma ella, “es una acción sobrenatural, una vida sobrenatural” que conlleva “una respuesta definida a una revelación definida”. La adoración cristiana tiene un carácter concreto, ya que no es solamente a través del “movimiento del Dios sempiterno hacia sus criaturas que se

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incentiva al hombre a la más profunda de las adoraciones y se apela a su amor sacrificado... La oración y... la acción son formas mediante las cuales él responde a esta declaración de la Palabra”4. Es términos parecidos a estos, aunque desde una perspectiva ortodoxa, se expresa el finado profesor George Florovsky cuando afirma: “El culto cristiano es la respuesta de los hombres al llamamiento divino, a las ‘obras poderosas” de Dios, que culminan en el acto redentor de Cristo”5. Florovsky se cuida mucho de enfatizar la naturaleza colectiva de esta respuesta al llamamiento de Dios: “La experiencia cristiana es esencialmente colectiva; ser cristiano significa estar en la comunidad, en la Iglesia”. Es en esta comunidad que Dios actúa en la adoración tanto como los propios adoradores. Como respuesta a la obra de Dios tanto en el pasado como en medio nuestro, “el culto cristiano es, principal y fundamentalmente, un acto de alabanza y adoración, que también implica un reconocimiento agradecido del amor de Dios que nos rodea y de su bondad redentora”6. Estas ideas son reafirmadas por otro teólogo ortodoxo, Nikos A. Nissiotis, quien recalca la presencia y las acciones de la Trinidad en la adoración. Él escribe lo siguiente: “La adoración no es primordialmente la iniciativa del hombre, sino el acto redentor de Dios en Cristo a través de su Espíritu”7. Al igual que Brunner, Nissiotis pone el acento sobre la “absoluta prioridad de Dios y de su acto”, que los humanos tan sólo pueden reconocer. Por el poder del Espíritu Santo, la iglesia como Cuerpo de Cristo puede ofrecer un culto agradable como un acto que procede de la Trinidad y, al mismo tiempo, se dirige a ella. En círculos católicos se ha solido describir la adoración como “la glorificación de Dios y la santificación de la humanidad”. Esta frase procede del monumental escrito que elaboró de motu propio el papa Pío X sobre la música sacra, en el que hablaba de la adoración como “la gloria de Dios y la santificación y edificación de los fieles”8. El papa Pío XII repitió esta expresión en su encíclica de 1947 Mediator Dei, dedicada a la adoración. La misma definición aparece frecuentemente en la Constitución sobre la Sagrada Liturgia del concilio Vaticano II de 1963, la cual “corrige en más de veinte lugares la anterior definición de la liturgia y habla primero de la santificación del hombre y después de la glorificación de Dios”9. Esa inversión del orden plantea muchas preguntas: ¿Qué es lo que tiene preferencia: la glorificación de Dios o el hacer santas a las personas? Muchos de los debates sobre la adoración en tiempos recientes han girado en torno a esa pregunta, una pregunta particularmente pertinente para los músicos de la iglesia. ¿Debería ser el culto el ofrecimiento de nuestros mejores talentos y capacidades artísticas a Dios, aunque fuera en formas poco familiares o incluso incomprensibles para la gente? ¿O tal vez sería mejor utilizar un lenguaje y unos estilos más familiares, de modo que pudieran ser comprendidos por todos aunque el resultado fuera menos impresionante artísticamente hablando? Afortunadamente se trata de falsas alternativas. La glorificación y la santificación se pertenecen la una a la otra. Ireneo nos dice que la gloria de Dios es un ser humano plenamente vivo. Nada glorifica más a Dios que un ser humano convertido en santo; nada tiene mayores visos de santificar a una persona que el deseo de glorificar a Dios. Tanto la glorificación de Dios como la santificación de los hombres caracterizan el culto cristiano. Las aparentes tensiones entre ellas son superficiales. El uso que hace Hoon de los conceptos de revelación y respuesta arrojan luz sobre esta cuestión: hay que dirigirse a los humanos en términos que puedan comprender y ellos deben expresar su adoración en maneras que sean honestas. La comprensión del mensaje y la autenticidad forman parte del culto. Es más, las personas

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no versadas en el arte a menudo han creado arte de la mayor calidad a través de lo genuino de su expresión. En los últimos años se ha extendido otra forma de hablar del culto cristiano. Se trata de la tendencia de describir el culto cristiano como “el misterio pascual”. Gran parte de que este término se haya hecho popular hay que achacársela a la influencia de los escritos de Dom Odo Casel, O.S.B., un monje benedictino alemán que murió en 1948. Las raíces del término son tan antiguas como la iglesia. El misterio pascual es el Cristo resucitado presente y activo en nuestra adoración. En este sentido, “misterio” es la autorrevelación que Dios hace de aquello que sobrepasa el entendimiento humano y la revelación de aquello que hasta entonces estaba oculto. El elemento “pascual” es el acto redentor central de Cristo en su vida, ministerio, sufrimiento, muerte, resurrección y ascensión. Podemos hablar del misterio pascual como la comunidad cristiana que al adorar participa de los actos redentores de Cristo. Casel trata de la manera en que los cristianos viven “nuestra propia historia sagrada” a través de la adoración. Al conmemorar la iglesia los eventos de la historia de la salvación, “Cristo mismo está presente y actúa mediante la iglesia, su ecclesia, mientras ella actúa con él”10. De este modo estos mismos actos de Cristo se hacen nuevamente presentes con todo su poder para salvar. Lo que Cristo ha hecho en el pasado le es dado nuevamente al adorador para que éste lo experimente y se apropie de ello en el momento actual. Es una forma de vivir con el Señor. La iglesia presenta lo que Cristo ha hecho mediante la recreación de estos eventos por parte de la congregación de adoradores. Así el adorador puede volver a experimentarlos para su propia salvación. Cada una de estas distintas definiciones es sólo una estación en el camino del propio viaje del lector hacia una comprensión personal del culto cristiano. Uno debe permanecer abierto para descubrir otras definiciones y alcanzar una comprensión más profunda de las mismas mientras continúa experimentando y reflexionando sobre lo que define el culto cristiano. El Lenguaje que usan los Cristianos para referirse al Culto Otra manera útil para clarificar lo que significa “culto cristiano” es observar algunas de las palabras clave que la comunidad cristiana ha escogido utilizar cuando habla acerca de su adoración. A menudo estas palabras eran originariamente seculares, pero fueron escogidas como el medio menos inapropiado de expresar lo que la comunidad reunida experimentaba durante la adoración. Hay una gran variedad de este tipo de palabras: algunas en desuso y otras que se utilizan hoy en día. Cada palabra y cada idioma añaden algún matiz que complementa a las otras. Un rápido repaso de las palabras más ampliamente utilizadas en relación con la adoración en varias lenguas occidentales puede servir como muestra de lo que queremos decir. Ya nos hemos encontrado una palabra importante, el término alemán Gottesdienst. Es una palabra de la que la lengua castellana podría perfectamente sentir envidia. Hacen falta varias palabras españolas para hacer un duplicado: “El servicio de Dios y nuestro servicio a Dios”. A “Dios” se le puede discernir aunque de manera menos familiar en dienst, que no tiene ningún cognado en castellano. Los viajeros lo reconocerán como la palabra que identifica las estaciones de servicio en tierras germanas. Service (culto) es el equivalente español más próximo, y resulta interesante comprobar que también nosotros utilizamos esta palabra tanto para los servicios religiosos como para las estaciones de servicio (gasolineras). Servicio significa algo que

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se hace por otros, tanto si hablamos de un ser servicio administrativo como del servicio forestal o de un servicio de restauración. Se refiere a un trabajo ofrecido al público aunque generalmente sea para un beneficio privado. En última instancia procede de la palabra latina servus, un esclavo que estaba obligado a servir a otros. La palabra oficio, del latín officium, servicio o deber, también se utiliza para referirse a un servicio religioso. Gottesdienst refleja un Dios que “se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo” (Filipenses 2:7) y nuestro servicio a un Dios que es así. Es muy poca la distancia que hay entre este concepto y el sentido que transmite la palabra contemporánea liturgia. “Liturgia”, que muchas veces se confunde con olores y campanas (ceremonial), al igual que “oficio” o “servicio” religioso tiene un origen secular. Su origen es el término griego leitourgía, compuesto por las palabras que se refieren al trabajo (érgon) y al pueblo (laós). En la antigua Grecia, una liturgia era una obra pública, algo que se realizaba en beneficio de la ciudad o del estado. El significado era el mismo que pagar tributos, pero la liturgia podía consistir en servicios prestados además de los impuestos. Pablo habla de las autoridades romanas refiriéndose a ellas literalmente como “liturgistas [leitourgoì] de Dios” (Romanos 13:6) y a sí mismo como “un liturgista [leitourgòn] de Cristo Jesús a los gentiles” (Romanos 15:16 en traducción literal). Así pues, la liturgia es una obra realizada por la gente para el beneficio de los demás. En otras palabras, es la quintaesencia del sacerdocio de todos los creyentes, en el que participa toda la comunidad sacerdotal de cristianos. Decir que un culto es “litúrgico” equivale a indicar que fue concebido para que todos los adoradores tomaran un papel activo al ofrecer juntos su adoración. Esto se podría aplicar igualmente bien al culto cuáquero y a la misa católica siempre que la congregación participase plenamente en cualquiera de ellos. Pero no podría describir un culto en el que la congregación fuera meramente una audiencia pasiva. En las iglesias ortodoxas orientales la palabra “liturgia” se utiliza en el sentido específico de la eucaristía, pero los cristianos occidentales usan el adjetivo “litúrgico” para aplicarlo a toda forma de culto público de naturaleza participativa. Por tanto, el concepto de servicio es fundamental a la hora de entender la adoración. Un concepto algo distinto es el que se esconde tras la palabra que tienen en común el latín y las lenguas romances, un término reflejado en la palabra inglesa cult (culto o secta). En inglés, “cult” suele sugerir algo extraño o estrafalario, pero cumple una función mucho más noble en idiomas como el español, francés e italiano. Su origen se encuentra en el latín colere, un término procedente de la agricultura que significa cultivar. Tanto el francés le culte como el italiano il culto y el español el culto mantienen esta palabra latina como el término usual para la adoración. Es un término muy rico, mucho más rico que la palabra inglesa “worship” (adoración, culto)2 , ya que capta la reciprocidad en la responsabilidad entre el granjero y su tierra o sus animales. Si no le doy de comer y de beber a mis gallinas sé que no pondrán huevos; a menos que riegue mi campo sé que no crecerán las hortalezas. Es una relación de dependencia mutua, un compromiso de por vida para ocuparse o cuidar de la tierra y de los animales, una relación que casi se convierte en parte del tuétano de los granjeros, particularmente de aquellos cuyas familias han trabajado la misma tierra durante generaciones. Se trata de una relación en la que se da y se recibe, desde luego no en la misma medida, pero sí en el hecho de estar ligado el uno al otro. Desgraciadamente, en inglés no se establece con facilidad la conexión obvia que existe entre cultivar y adorar, y que sí encontramos en las lenguas romances. En algunas ocasiones encontramos mayor riqueza de 2

Véase la nota al comienzo de este capítulo (Nota del Traductor).

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contenido en palabras procedentes de otros idiomas, como las italianas domenica (el Día del Señor – Domingo), Pasqua (Pascua) o crisma (unción de Cristo) que en sus equivalentes ingleses. Nuestra palabra inglesa worship3 (adoración, culto) también tiene raíces seculares. Procede de la palabra del inglés antiguo weorthscipe – literalmente weorth (digno) y –scipe (el sufijo inglés –ship que indica condición, carácter, oficio, destreza, etc.) – y significa atribuirle dignidad o respeto a alguien. Era utilizado, y todavía lo es, para dirigirse a diversos alcaldes de ciertos municipios ingleses. Desde 1549, el culto de solemnización del matrimonio de la Iglesia de Inglaterra ha incluido la maravillosa promesa “con mi cuerpo te adoro”. El sentido en este último caso es respetar o estimar a otro ser con el propio cuerpo. Lamentablemente, esta franqueza nos molesta y el término ha desaparecido de los cultos de celebración del matrimonio norteamericanos. Otras palabras inglesas como “revere” (reverenciar), “venerate” (venerar) y “adore” (adorar) se remontan a las palabras latinas para temer, amar y orar. El Nuevo Testamento utiliza una gran variedad de términos para la adoración, la mayoría de los cuales también conllevan otros significados. Uno de los más comunes es latreía, frecuentemente traducido como culto o adoración. En Romanos 9.4 y Hebreos 9:1 y 9:6 sugiere la adoración judía en el templo, o puede significar cualquier deber religioso, como es el caso en Juan 16:2. En Romanos 12:1 se traduce, por norma general, simplemente como “culto”, y en Filipenses 3:3 tiene un significado similar4. Una perspectiva fascinante es la que aparece en la palabra proskuneîn, que incorpora la connotación física explícita de caer al suelo para rendir homenaje o postrarse. En el relato de la tentación (Mateo 4:10; Lucas 4:8), Jesús le dice a Satanás: “Porque escrito está: Al Señor tu Dios adorarás [prokunéseis] y a él solo servirás [latréuseis]”. En un pasaje muy conocido (Juan 4:23), Jesús le dice a la mujer samaritana que ha llegado la hora “cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad”. A lo largo de este pasaje se utiliza proskuneîn en sus diversas formas. En un texto menos familiar (Apocalipsis 5.14), los veinticuatro ancianos “se postraron y adoraron” (prosekúnesan). Este verbo pone de manifiesto la realidad corporal de la adoración. Dos palabras interesantes, como son thusía y prosphorá, son traducidas como sacrificio y ofrenda. Thusía es un término importante en el Nuevo Testamento y entre los primeros Padres aunque se utiliza tanto para referirse a los cultos paganos, por ejemplo “a los demonios” (1ª Corintios 10:20) como al culto cristiano, por ejemplo “un sacrificio vivo” (Romanos 12:1) o “sacrificio de alabanza” (Hebreos 13:15). Prosphorá es, literalmente, el acto de ofrendar o llevar delante de alguien. Es un término favorito en 1ª Clemente, y hace referencia tanto a la ofrenda de Isaac por parte de Abraham como a las ofrendas del clero o de Cristo “el sumo sacerdote de nuestras ofrendas” (36:1). Hebreos 10:10 habla de “la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre”. Ambas palabras juegan un destacado papel, si bien envuelto en controversia, en el desarrollo de la teología eucarística cristiana. Una palabra mucho menos prominente en la literatura neotestamentaria es threskeía, que significa servicio religioso o culto (como en Hechos 26:5; Colosenses 2:18 y Santiago 1:26). Sébein significa adorar (en Mateo 15:9; Marcos 7:7; Hechos 18:3; 19:27). En Hechos de los Apóstoles otro uso del verbo designa a los temerosos de Dios, los gentiles que asisten al culto en la sinagoga (13.50; 16:14; 17:4; 17; 18:7). Hay otro término del Nuevo Testamento que tiene usos importantes para describir la 3

Véase la nota al comienzo de este capítulo (Nota del Traductor). En este último texto se utiliza el verbo “servir” tanto en la versión Reina-Valera de 1960 como en la Reina-Valera Actualizada (Nota del Traductor). 4

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adoración. Homologeîn tiene diversos significados, como pueden ser el de confesar los pecados (1ª Juan 1:9 “Si confesamos nuestros pecados”), declarar o profesar públicamente (Romanos 10:9 “que si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor”) o la alabanza a Dios (Hebreos 13:15, “fruto de labios que confiesan su nombre”) Estos términos procedentes de otros idiomas pueden expandir la imagen unidimensional del término inglés “worship”. Todos ellos merecen que se reflexione sobre ellos para poder penetrar en lo que otros han experimentado en diversas épocas y lugares. Unas pocas palabras inglesas relacionadas con la adoración requieren de algún tipo de clarificación. Es preciso que establezcamos una clara distinción entre dos tipos de culto: el culto comunitario y el devocional privado. El aspecto más destacado del culto comunitario es que es el culto que ofrece la congregación reunida, la asamblea cristiana. Difícilmente se puede insistir demasiado en la importancia de reunirse o congregarse. En algunas ocasiones el término judío “sinagoga” (venir juntos) también fue utilizado por la asamblea cristiana (Santiago 2:2), pero el término principal para la asamblea cristiana es la iglesia, la ekklesía, aquellos que han sido llamados a salir del mundo. Esta palabra para la convocación, congregación, reunión, asociación o agrupación se usa repetidas veces a lo largo y ancho del Nuevo Testamento para la iglesia local o universal. Uno de los aspectos del culto comunitario que más fácilmente se pasan por alto es que éste comienza cuando los cristianos esparcidos se reúnen en un lugar para ser la iglesia en adoración. Normalmente tratamos el hecho de reunirnos meramente como una necesidad mecánica, pero es en sí mismo una parte importante del culto comunitario. Nos reunimos para encontrarnos con Dios y para encontrarnos con nuestros prójimos. Por otra parte, el devocional privado generalmente, aunque no siempre, tiene lugar aparte de la presencia física del resto del cuerpo de Cristo. En modo alguno quiere esto decir que no está relacionado con el culto de otros cristianos. En verdad, tanto los devocionales privados como el culto comunitario son plenamente colectivos, ya que ambos participan de la adoración de la comunidad universal del cuerpo de Cristo. Pero la persona que se dedica a su devocional privado puede determinar su propio ritmo y contenidos, incluso aunque siga una estructura de uso común. Por el contrario, para que el culto comunitario sea posible debe existir un consenso en cuanto a la estructura, palabras y acciones o, caso de no ser así, se acabaría en el caos. Estas normas básicas no son necesarias en los devocionales privados, en los que es el individuo quien establece la disciplina. (“Devoción” viene de la palabra latina para voto). La relación entre el culto comunitario y el devocional privado es importante. Aunque el tema de este libro es el culto comunitario y será poco lo que se diga sobre los devocionales privados, debería estar claro que el culto comunitario y los devocionales privados dependen el uno del otro. Como nos dice Evelyn Underhill: El culto [comunitario] y los devocionales privados, aunque en la práctica generalmente uno tiende a tener preferencia sobre el otro, deberían completar, reforzar y servir de control el uno al otro. Solamente donde esto se da encontramos de verdad en toda su perfección la vida normal y equilibrada de la devoción cristiana plena... Ningún alma – ni siquiera el mayor de los santos – puede aprehender completamente todo lo que esto tiene que revelarnos y demandarnos, o lograr perfectamente esta equilibrada riqueza en la respuesta. Esa respuesta debe ser obra de toda la Iglesia, dentro de la cual las almas, en su infinita variedad, juegan cada una un papel y aportan ese papel a la vida global del Cuerpo 11.

El culto comunitario debe completarse con los devocionales privados de cada individuo; los devocionales privados necesitan equilibrarse con el culto comunitario.

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Un término muy utilizado últimamente es la palabra celebración. Se usa frecuentemente en contextos seculares y parece haber desarrollado una vaguedad que prácticamente lo vacía de significado a menos que se utilice con un objeto concreto para que uno sepa qué es lo que se está celebrando. Si alguien habla de la celebración de la eucaristía o de la celebración de la Navidad, el contenido puede resultar claro. Desde la década de los años 20 la palabra se ha relacionado con nociones tan indefinidas como la celebración de la vida, del gozo, de un nuevo día, u otros objetos igualmente insustanciales. Parece mejor usarlo para describir el culto cristiano sólo cuando el objeto está claro, de modo que cuente con un contenido y una forma bien definidos. El culto cristiano está sujeto a normas pastorales, teológicas e históricas, y muchos tipos de celebración fácilmente las eluden. Ritual es un término básico para el culto cristiano. Es un término peliagudo, ya que significa cosas distintas para personas distintas. Para mucha gente a menudo implica vacío (de ahí la expresión “ritual vacío”), una retahíla de repeticiones sin sentido. Los antropólogos utilizan el término de una manera sofisticada para describir las acciones repetidas que son aprobadas por la sociedad, tales como una ceremonia de nacionalización, un potlatch5 o las costumbres funerarias. Los liturgistas utilizan el término para referirse a un libro de ritos. Para los católicos, la palabra “ritual” se refiere al manual de los oficios pastorales con ocasión de los bautismos, bodas, funerales, etcétera. En la tradición metodista, “ritual” se ha utilizado desde 1848 para todos los cultos oficiales de la iglesia que incluyen la celebración de la eucaristía y la ordenación, además de los oficios pastorales. Los ritos son las palabras mismas que se pronuncian o cantan en un culto de adoración, aunque a veces se usan para cualquier aspecto del culto. El término también puede referirse a esos cuerpos eclesiales, como los católicos de rito oriental, cuyo culto sigue un patrón característico. Los ritos se diferencian del ceremonial, las acciones que se llevan a cabo en el culto. El ceremonial normalmente se indica en los libros de liturgia mediante las rúbricas, esto es, las instrucciones para llevar a cabo el culto. Pese a que ahora se emplean algunas veces otros colores, las rúbricas a menudo están impresas en rojo, como su nombre (derivado de la palabra latina para rojo) indica. Otro elemento esencial es el modelo para cada culto, que es llamado ordo u orden (de culto). Orden, rito y rúbricas, es decir, modelo, palabras e instrucciones son los componentes básicos de la mayoría de libros de liturgia. Diversidad en la Expresión del Culto Cristiano Hasta ahora hemos hablado de los factores comunes que nos permiten hablar de culto cristiano en términos generales. Desde luego existe una suficiente unidad básica como para que podamos hacer muchas afirmaciones generales y esperar que sean de aplicación a la mayoría, si no todos, de los cultos del pueblo cristiano. No obstante, necesitamos equilibrar estas manifestaciones generales de persistencia considerando la diversidad cultural e histórica que también es una parte importante del culto cristiano. La persistencia, como ya hemos tenido ocasión de ver, es enorme. La diversidad es igualmente impresionante. El culto cristiano es una mezcla fascinante de persistencia y diversidad. Básicamente venimos practicando las mismas estructuras y oficios durante los últimos dos mil años, si bien, al mismo tiempo, la gente que se encuentra al otro lado de la ciudad también las practica pero a su propia y peculiar manera.

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Ceremonia propia de los indios norteamericanos de la costa norte del Pacífico en la que se dan obsequios a los invitados y el anfitrión quema algo de su propiedad como signo de opulencia, cosa que más tarde deben intentar superar los invitados (Nota del Traductor).

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En los últimos años nos hemos sensibilizado mucho más sobre lo importante que resultan los factores culturales y étnicos a la hora de comprender el culto cristiano. Fruto de ello ha surgido una fuerte preocupación por la relación entre culto cristiano y justicia. En cierto sentido esto no es nada nuevo para algunos cristianos. Desde que en el siglo XVII comenzara el movimiento cuáquero, ha existido una clara conciencia entre la Sociedad de Amigos en cuanto a que el culto no debe marginar a nadie a causa de su sexo, color o incluso servidumbre. De hecho, la insistencia de los cuáqueros sobre la igualdad entre los hombres se deriva directamente de su comprensión acerca de lo que ocurre en la comunidad que adora. Esto quiere decir, por descontado, que se esperaba que las mujeres y los esclavos hablaran en el culto, hasta la fecha una prerrogativa exclusiva de los varones blancos. El teólogo anglicano del siglo XIX Frederick Denison Maurice, hizo avanzar nuestro pensamiento sobre el culto y la justicia, al igual que lo hicieran Percy Dearmer, William Temple, Walter Rauschenbusch y Virgil Michel en nuestro siglo. Pero ha sido tan sólo en los últimos años que un número importante de cristianos ha observado el escándalo en la injusticia de las formas de culto que marginan importantes segmentos de adoradores a causa del género o de otras distinciones humanas. El resultado ha sido los esfuerzos por cambiar el lenguaje de los textos litúrgicos y los himnos allá donde han tendido a convertir a las mujeres en invisibles, por reformar los edificios que han excluido a los minusválidos y por abrir nuevos papeles para aquellos a quienes previamente no se veía con buenos ojos que sirvieran en ellos. Paralelamente se ha realizado un esfuerzo por tomar en serio la diversidad cultural y étnica dentro de la iglesia mundial. Esto implica respeto hacia las variedades de dones de pueblos distintos como expresiones legítimas del culto cristiano. El nombre técnico para este proceso es la enculturación. La realidad es que se acepta la diversidad como uno de los dones de Dios a la humanidad y que se está dispuesto a incorporar esa variedad en las formas de culto. Con frecuencia la música es uno de los mejores indicadores de la diversidad de expresiones culturales. ¿Hasta qué punto nos hemos limitado al enfatizar las expresiones europeas de alabanza cristiana cuando todo un mundo canta la gloria de Dios? Los nuevos himnarios han procurado reflejar cada vez más la diversidad cultural, pero a la mayoría todavía les resta un largo camino por recorrer antes de que reflejen la variedad de gentes aun dentro de una sola nación. La preocupación por el culto y la justicia ha tomado muchas formas, teniendo todas ellas en común el hecho de recalcar la dignidad individual de cada adorador. Allí donde algunos no son tenidos en cuenta o relegados a un estatus inferior debido a la edad, el género, las minusvalías, la raza o el trasfondo lingüístico, se están reconociendo estas injusticias y se están paliando. Pero resulta un proceso lento llegar a ser consciente de las prácticas discriminatorias y después intentar encontrar las maneras más equitativas de repararlas. El resultado es que el culto cristiano se hace más complejo y más diverso a medida que trata de reflejar una comunidad universal. Así, pese a que lo que hemos dicho acerca de la persistencia sigue siendo válido, las expresiones culturales de esa persistencia se están volviendo más diversas en nuestro tiempo. De hecho, la diversidad no es nada nuevo en el culto cristiano, aunque considerarla de una manera positiva puede ser una innovación importante. Incluso en los textos litúrgicos más antiguos vemos formas diferentes de afirmar las mismas realidades, sea en los principios teológicos o en las necesidades humanas. Las diferencias son un fiel reflejo de la variedad de pueblos y lugares. Los distintos libros litúrgicos proporcionan rutas paralelas para realizar el mismo viaje. Pero varían en el estilo y en los detalles, del mismo modo que los distintos pueblos en los diferentes

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lugares difieren en aquellas cosas que los distinguen de los demás, por ejemplo en su lengua y su historia. Comparemos dos pasajes con idénticas funciones de entre las liturgias más ampliamente utilizadas en el mundo. El primero es de la misa católica preconciliar, es decir, anterior al concilio Vaticano II. Se trata del prefacio común de la oración eucarística: En verdad es justo y adecuado, y para nuestro permanente bien, que te demos siempre y en todo lugar gracias a ti, Señor, Padre santo, Dios eterno y todopoderoso, a través de Cristo nuestro Señor.

El segundo es el mismo pasaje tomado de la Liturgia de San Juan Crisóstomo: Es adecuado y correcto cantarte a ti, bendecirte, alabarte, darte gracias, adorarte en cualquier lugar de tus dominios. Porque tú eres Dios, más allá de cualquier descripción, más allá de la comprensión, invisible, incomprensible, el que existe eternamente, siempre el mismo. Tú, tu unigénito Hijo y tu Santo Espíritu.

Ambos dicen lo mismo, pero el estilo y el espíritu son bastante diferentes. El lenguaje del primer pasaje ha sido comparado con la retórica legalista del tribunal de justicia romano, y el segundo con el esplendor de la corte de los emperadores de Bizancio. Resulta muy claro que estamos tratando con dos estilos de expresión diferentes. Los expertos en liturgia han clasificado las diversas liturgias eucarísticas antiguas en familias litúrgicas diferentes. Como ocurre con las familias humanas, todas ellas presentan rasgos comunes. Algunas pueden pertenecer a la familia alejandrina, que toma su nombre de Marcos, por cuanto colocan las intercesiones hacia la mitad de la primera parte de la oración eucarística. Otras, como el rito romano, utilizan palabras características para introducir las palabras de la institución: “el cual, el día antes de sufrir”, mientras que otras familias, tales como la que recibe su nombre de Juan Crisóstomo, prefieren la frase: “En la noche en que él fue entregado”. De la misma manera que uno puede reconocer los hijos e hijas o hermanos y hermanas de una persona por el parecido de la cara, así también uno puede aprender a identificar la familia litúrgica de la que proviene un determinado texto. Diferentes pueblos y lugares en torno al mundo mediterráneo y en el norte de Europa dotaron al culto cristiano de sus propias características lingüísticas. Algunos elementos desaparecieron, a menudo debido al cliché que hizo posible la imprenta en el siglo XVI, pero todavía persiste una gran diversidad, especialmente en la Iglesia Ortodoxa Oriental, pero incluso dentro del catolicismo romano, aunque localizado en lugares como Milán (Italia) o Toledo (España), o en las iglesias católicas de rito oriental. En estos ritos dispares tenemos el claro reconocimiento de la verdadera catolicidad, esto es, universalidad, de la iglesia. Lo que pueden aparentar ser vestigios curiosos y pintorescos son en realidad las voces de diferentes pueblos y lugares que hacen su propia y peculiar contribución a la alabanza a Dios. Es habitual identificar siete familias litúrgicas clásicas de las diversas áreas del mundo antiguo. Cada una de estas familias utiliza los mismos cultos de adoración y los mismos tipos de libros de liturgia, pero cada uno muestra peculiaridades individuales de estilo y expresión. Son un ejemplo de la diversidad dentro de la persistencia. Lo más fácil es ir alrededor del mundo mediterráneo en dirección contraria a las agujas del reloj (diagrama1) para hacer tan sólo una rápida enumeración de estas familias, ya que volveremos a ellas en busca de más detalles en el capítulo 8. La primera familia con que nos encontramos es la centrada en Alejandría (Egipto), y cuyo ejemplo 23

más notable es conocido como el de San Marcos. Hoy día han sobrevivido textos en copto y etíope en Egipto y Etiopía. Siria occidental incluía los centros eclesiásticos de Jerusalén y Antioquía. Una de las liturgias, probablemente una combinación de las utilizadas en estas ciudades, preserva el nombre tradicional de Santiago, el primer obispo de Jerusalén. Los modelos litúrgicos de Armenia conservan muchos rasgos antiguos y probablemente se derivan en última instancia y pertenecen a esta familia de Siria occidental. Siria oriental, alrededor de Edesa, fue el centro primitivo de una familia muy característica, de la cual el principal ejemplo es el rito que lleva los nombres de San Addai y San Mari. Cesarea, en Asia Menor, fue el hogar de San Basilio, y la liturgia que lleva su nombre (que es anterior a la versión alejandrina) se deriva de los patrones de Siria occidental. También procede del contexto de Siria occidental la liturgia denominada bizantina o liturgia de San Juan Crisóstomo, patriarca de Constantinopla en el siglo IV. Desde Constantinopla se extendió hasta alcanzar gran parte del Imperio bizantino y Rusia. Tan sólo el rito romano, conocido en tiempos como el rito de San Pedro, es más utilizado. Se trata del rito dominante del catolicismo romano. La séptima es una familia grande y misteriosa, la galicana, que comprende el clan que no es romano occidental, con cuatro ramas del árbol familiar: la milanesa o ambrosiana, la mozárabe, la celta y la galicana.

La pervivencia hasta el día de hoy de esta diversidad dentro del mundo ortodoxo y católico, a pesar de los esfuerzos puntuales por suprimir y estandarizar, es un triunfo para las diferencias étnicas y nacionales. Representa la capacidad de la gente de preservar expresiones y formas de pensamiento que les resultan naturales y por las que sienten un gran cariño. La diversidad caracterizó el culto protestante desde el principio. El culto protestante se puede dividir en nueve tradiciones litúrgicas protestantes. Estas liturgias no se distinguen con facilidad a partir de los textos de las liturgias eucarísticas, como ocurre con las familias litúrgicas católicas y ortodoxas, pese a que algunas tradiciones protestantes pueden definirse fácilmente por sus libros de liturgia. Algunos 24

grupos, como los cuáqueros, no tienen liturgias. Pero podemos hablar de tradiciones litúrgicas distintas, esto es, hábitos heredados y suposiciones acerca del culto que han ido pasando de generación en generación. En cada caso existen ciertas características dominantes que tienen suficiente coherencia como para permitirnos distinguir una tradición bien diferenciada de las demás12. No resulta fácil diferenciar estas tradiciones geográficamente dado que se solapan considerablemente. Los puritanos, los anglicanos y los cuáqueros vivieron unos junto a otros en la Inglaterra del siglo XVII, aunque no fuera una convivencia feliz. Podemos trazar las nueve tradiciones de culto protestante en el gráfico 1: LAS TRADICIONES DE CULTO PROTESTANTE Ala izquierda Siglo XVI Siglo XVII

Anabautista Cuáquera

Centro Reformada

Ala derecha Anglicana Luterana

Puritana

Siglo XVIII

Metodista

Siglo XIX

Fronteriza

Siglo XX

Pentecostal

Gráfico 1

Las rupturas más radicales con respecto al culto de la Baja Edad Media son las protagonizadas por los grupos en la columna del ala izquierda. Los grupos más conservadores de la Reforma, en cuanto a la preservación de la continuidad, aparecen en el ala derecha. Los grupos centrales son más moderados. El culto luterano, que se originó en Wittemberg, creció con fuerza en los países germanos y escandinavos durante el siglo XVI, y desde entonces se ha esparcido por todo el mundo. El culto reformado tuvo su génesis en Suiza (Zurich y Ginebra) y Francia (Estrasburgo), pero rápidamente se extendió por los Países Bajos, Francia, Escocia, Hungría e Inglaterra. Los anabautistas comenzaron en Suiza en la década que va de 1520 a 1530. El culto anglicano, como su nombre indica, era el propio de la iglesia nacional de Inglaterra, y representaba muchos de los compromisos políticos necesarios para una iglesia nacional. La tradición puritana (y separatista) fue una protesta contra los compromisos que parecían contrarios a la voluntad de Dios revelada en la Escritura. La tradición más radical del siglo XVII fue el movimiento cuáquero. La espera silenciosa de los cuáqueros delante de Dios sin la ayuda de sermones, canciones o lecturas bíblicas supuso una ruptura drástica con el pasado. En el siglo XVIII, el metodismo combinó muchas tendencias, tanto antiguas como procedentes de la Reforma, tomando prestados especialmente elementos procedentes de las tradiciones anglicana y puritana. La frontera norteamericana dio a luz otra tradición, fundamentalmente a la hora de desarrollar formas de culto para quienes no tenían costumbre de asistir a la iglesia. Esta tradición fronteriza es la dominante en el

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protestantismo norteamericano de hoy en día y se hace especialmente evidente en los programas de los telepredicadores. Norteamérica también alumbró la tradición pentecostal durante el siglo XX. Los negros y las mujeres se encontraban entre los primeros dirigentes que fomentaron esta tradición. La coexistencia de varias tradiciones le ha permitido a la gente buscar las formas de expresión del culto que han considerado más naturales. En Inglaterra, ya en el siglo XVIII, los que se sentían demasiado constreñidos por el Book of Common Prayer (Libro de Oración Común) fueron gravitando hacia cultos improvisados dirigidos en la tradición puritana. Y aquellos que encontraban ese culto demasiado clerical podían encontrar un tipo distinto de libertad entre los cuáqueros. La ferviente himnología y la cálida vida sacramental de los primeros metodistas atrajeron a otros. Personas diferentes podían ver correspondida su diversidad de expresión escogiendo la tradición con la que les parecía iban a estar más a gusto. Y sin embargo, al mismo tiempo, existió un alto grado de persistencia, generación tras generación, dentro de cada tradición. Persistencia en los Tipos de Libros de Liturgia Gran parte del estudio del culto cristiano gira en torno al análisis de los diversos libros de liturgia que emplean algunas iglesias. El hecho de que las necesidades sean tan similares hace que se repitan ciertos tipos de libros de liturgia en muchas familias litúrgicas y tradiciones distintas. Resulta tentador, aunque peligroso, identificar el culto con los libros. Sin duda los libros son utilizados para gran parte del culto, cuando no para todo, y ciertamente son la evidencia del culto más fácil de estudiar y analizar. Pero mucho en un culto está basado en la espontaneidad, el elemento más difícil de estudiar. Varios tipos de culto contienen diferentes ratios de fórmulas fijas, con palabras y acciones que se encuentran en los libros, y de la espontaneidad que fluye y refluye mientras el Espíritu se mueve, y que no está sujeta al medio impreso. Aunque hablaremos poco sobre la espontaneidad, es, no obstante, un ingrediente importante del culto hoy en día en muchas iglesias occidentales. Allí donde el movimiento carismático ha alcanzado a la gente, entre los pentecostales clásicos y en muchas iglesias negras, las exclamaciones espontáneas son una parte fundamental del culto. El culto cuáquero es espontaneidad en sí mismo, si bien sirve como ejemplo de la necesidad que existe de una libertad autodisciplinada si se quiere que la espontaneidad rinda su mejor fruto. La espontaneidad no consiste solamente en dejarle a la gente plena libertad para la introspección o para hablar. Se trata de utilizar los diversos dones de las distintas personas para el beneficio de toda la comunidad congregada. Las palabras de Pablo sobre la adoración espontánea siguen inmediatamente al capítulo que escribe sobre el amor (1ª Corintios 13) y persiguen un único propósito: edificar a la iglesia (1ª Corintios 14:26). Los dones que los cristianos han recibido son dados para ser compartidos en comunidad, no para ser mantenidos en privado. El culto cristiano primitivo parece haber contado con cierta espontaneidad. Aparentemente, a finales del siglo IV había desaparecido en su mayor parte, y no volvería a aparecer otra vez hasta el siglo XVI en algunas tradiciones nacidas de la Reforma. El culto pentecostal del siglo XX ha subrayado las inesperadas posibilidades del culto espontáneo. La ausencia de libros de liturgia o de boletines impresos en modo alguno es garantía de espontaneidad. En muchas congregaciones la repetición ha dejado firmemente establecida una estructura de culto que la gente sigue de una forma que resulta sumamente predecible. Por otra parte, las tradiciones que hacen uso de los libros

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de liturgia cada vez más dejan un hueco en la actualidad para elementos espontáneos, especialmente en las intercesiones. Si decimos poco en este libro acerca de la espontaneidad en el culto no es debido a que no tenga importancia, sino simplemente a que dado que la evidencia es tan efímera, uno se exaspera al ver lo difícil que resulta describirla. Pero debería quedar claro que el culto y los libros de liturgia no son en modo alguno sinónimos. Los libros de liturgia tan sólo pueden proporcionar fórmulas estándar. Hay que mantener un sano equilibrio entre tales fórmulas y los elementos no escritos y no planificados que solamente la espontaneidad puede aportar. Hecha esta advertencia, veamos qué nos pueden decir los libros de liturgia sobre la persistencia del culto cristiano. Prácticamente en todo culto se hace uso de la Biblia, que en sí misma incluye muchas porciones escritas con propósitos cúlticos. Los cuáqueros son la excepción a esta afirmación, pero el conocimiento bíblico entre los cuáqueros compensa la ausencia de la lectura de la Biblia durante el culto público. La mayoría de protestantes y católicos también utilizan un himnario. Además, los católicos y algunas tradiciones de culto protestante frecuentemente o siempre emplean un libro de liturgia. En resumidas cuentas, uno o más libros son considerados como una necesidad para el culto en gran parte del cristianismo. Los libros que vamos a examinar son libros de liturgia. Dejan entrever gráficamente la persistencia del culto cristiano. A pesar de que difieren entre ellos, los contenidos guardan notables semejanzas. Pese a las diferencias entre familias y tradiciones, hay que hacer notar las necesidades comunes y los recursos similares para satisfacer esas necesidades. En la iglesia primitiva, las distintas personas que desempeñaban los ministerios de dirección de la adoración utilizaban diversos libros dentro de un mismo culto. Tanto los laicos como el clero tenían que desarrollar ministerios reconocidos y libros adecuados que les permitiesen realizar sus distintas participaciones en el culto. La idea de que todo estuviera en un libro y que ese libro acabara exclusivamente en las manos del clero es un desarrollo medieval muy poco recomendable. En la actualidad hay una inversión de la mentalidad de un único libro y un regreso a los diversos libros para los lectores, comentadores, líderes de canto, líderes de oración y sacerdotes o ministros. Después de todo, existe una variedad de papeles ministeriales en la dirección del culto que se pueden compartir entre un cierto número de personas cuando están disponibles los libros adecuados. La invención de la imprenta propició una situación desconocida hasta entonces: la posibilidad de llegar a una liturgia estándar. A principios del siglo XVI había algo así como doscientas variedades de libros de misa que eran utilizados en las parroquias europeas y por las órdenes religiosas. Tanto los católicos como muchos protestantes llegaron a convencerse de que la uniformidad litúrgica significaba el progreso. Y fue así como el primer libro de oración anglicano de 1549 decretaba que “de aquí en adelante, todo el reino tendrá un solo rito”. En la práctica, la Iglesia Católica hizo lo mismo con la estandarización de los libros hasta la última coma, limitándose las excepciones permitidas a unas pocas diócesis y órdenes religiosas13. Esta tendencia de Roma a estandarizarlo todo provocó la supresión de los libros litúrgicos en chino durante el siglo XVII y otras adaptaciones a culturas indígenas que hubieran podido reforzar enormemente las misiones en China y cambiado drásticamente la historia posterior. Hoy día, protestantes y católicos se dan cuenta de que la estandarización es una falsa meta. Lo que pudo suponer una liberación en el siglo XVI ahora, en pleno siglo XX, parece una subyugación. En nuestros días se están haciendo esfuerzos para deshacer la clericalización medieval que condensó todos los libros litúrgicos en

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documentos clericales y la estandarización del siglo XVI que hizo todos los libros idénticos, tanto si eran para el clero como para los seglares. La variedad de ministerios en diversas culturas exige un enfoque mucho más plural a los libros de liturgia. Ya estamos viendo un genuino pluralismo litúrgico con las varias rutas alternativas disponibles dentro de la misma denominación que gozan de igual autoridad. De este modo, el número de libros litúrgicos prolifera y podemos mencionar solamente los típicos. El principal libro para la estructuración del tiempo es, desde luego, el calendario. Su brevedad no debería ocultar la importancia que tiene. Rige aquellos elementos que cambian de un día a otro o de un tiempo a otro en la oración pública diaria y la eucaristía y aparece en los breviarios y los misales. Algo similar, hasta cierto punto, es el martirologio, un libro o catálogo con las obras de los mártires y otros santos ordenadas en el calendario de acuerdo al día de su muerte. Los cultos que orbitan alrededor de la oración pública diaria han dado lugar a la aparición de una colección completa de libros, especialmente los desarrollados para el culto monástico. Originalmente varios tipos de libros hacían posible que diferentes personas llevaran a cabo sus funciones individuales. El más importante era el salterio, con salmos y cánticos ordenados de maneras distintas según las diversas ediciones. Algunos estaban estructurados según la recitación semanal de los salmos, o de acuerdo con las festividades, o para uno de los oficios de las horas. Porciones musicales aparecieron en el antifonario y el himnario. Finalmente fue el leccionario el que recogió las colecciones con las lecturas bíblicas14. Puede que todo esto suene muy complicado, y así fue, pero cada persona tenía que dominar únicamente ciertas partes, las cuales podía hallar en el libro adecuado. Con el tiempo todo esto cambió, aunque no hasta que hubieron pasado muchos siglos. Después de esto comenzaron a tener éxito los intentos por reunir toda esta biblioteca completa de libros en un solo libro: el breviario. El advenimiento de las órdenes de los franciscanos y los dominicos en el siglo XIII, órdenes que necesitaban estar continuamente por los caminos, propició que se extendiera el uso del breviario, a través del cual un individuo aislado podía leer todos los oficios diarios. También las necesidades de la vida de la curia romana alentaron a dar este paso. Pero el breviario representa una tremenda pérdida en cuanto a toda una serie de ministerios y en la adoración como comunidad. La Liturgia de las Horas de 1971, que sustituyó el breviario romano de 1568, busca que estos oficios vuelvan a ser de uso común tanto entre los laicos como entre el clero. A su vez, la Reforma compendió el breviario aún más en los dos oficios diarios de Lutero o en los del Libro de Oración Común. El salterio, el calendario, el leccionario y las oraciones matutinas y vespertinas compartían espacio con otros tipos de adoración. Estas medidas hicieron accesibles todos los tipos de culto a la persona que se sentaba en el banco, pero significó una drástica reducción de las opciones que se presentaban. La historia de los libros para la iniciación y los ritos de paso es bastante distinta. Originalmente muchos de ellos aparecían en el sacramentario, el libro del sacerdote para la celebración de la eucaristía y otros sacramentos. Contenía todas las oraciones oportunas para varias ocasiones y tiempos. Por ejemplo, en los libros más antiguos el bautismo y la confirmación tenían lugar en la vigilia pascual, y las ordenaciones solían llegar durante la cuaresma. Al pasar los años, el bautismo y otros ritos fueron quitados de los sacramentarios y se elaboraron libros separados para los diversos oficios. La revolución en la práctica de la penitencia, por poner un ejemplo, llevó a que se compilaran penitenciales para la orientación del pastor y el penitente. Los bendicionales formaron colecciones de varias bendiciones de personas y objetos,

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algunas de cuyas bendiciones estaban reservadas tan sólo para los obispos y otras para los sacerdotes. La última colección es el Book of Blessings (Libro de las Bendiciones) de 1989. Con el tiempo estos diversos ritos de iniciación y paso llegaron a incluirse en colecciones conocidas con distintos nombres: pastorale, manuale (manual), sacramentale, agenda o rituale. Las letanías, los himnos, las oraciones y las rúbricas para las procesiones encontraron un lugar en el processionale. Las iglesias de la Reforma normalmente incorporaron muchos de estos materiales en un simple libro de liturgia. Por ejemplo, el Sarum Manuale proporcionó la mayor parte del culto de boda del Libro de Oración Común. Algunas iglesias todavía utilizan los antiguos términos tal como ocurre con el Pastor’s Manual (Manual del Pastor) publicado por la Iglesia de los Hermanos en 1978. El Rituale Romanum de 1614 fue, en realidad, una colección de diez libros independientes: normas generales y ritos para el bautismo, la penitencia, la administración de la eucaristía, los enfermos y moribundos, los funerales, los matrimonios, las bendiciones, las procesiones y los exorcismos. Desde el Vaticano II la mayoría de estos ritos han sido revisados y publicados como libros separados. En la actualidad no existe un ritual católico en un solo volumen. En ninguna otra cosa se ha visto con mayor claridad la persistencia del culto cristiano que en los oficios pastorales que se encuentran en el ritual. Los metodistas norteamericanos todavía se casan con casi los mismos votos que utilizaban los católicos ingleses del siglo XIV. Las necesidades humanas básicas a las que ministra el ritual son comunes: nacimiento, matrimonio, enfermedad y muerte. A lo largo del camino necesitamos ser perdonados y que se invoque la bendición de Dios sobre la gente y las cosas que están a nuestro alrededor. La historia de los ritos que conciernen al obispo es similar. Las oraciones para la ordenación originariamente se encontraban en los sacramentarios y ordines (colecciones de instrucciones). Gradualmente, mediante un proceso todavía no comprendido en su totalidad, los ritos especiales del obispo se recogieron en un volumen especial: el pontifical. A finales del siglo XIII, el obispo William Durandus de Mende, en el sur de Francia, editó un pontifical que ha dado forma a todos los posteriores editados en Occidente. Dentro de él se encontraban los oficios para la bendición o consagración de diversas personas, como por ejemplo la confirmación, la tonsura, las ordenaciones, las bendiciones de los abades y abadesas, la consagración de vírgenes, la coronación de reyes y reinas, y otros. Además, había ritos para la bendición o consagración de objetos tales como las iglesias, el altar, los recipientes, las vestiduras, las campanas, los cementerios y demás. Por último, había una variedad de ritos para la excomunión, la reconciliación de los penitentes, la bendición de los óleos sagrados, las procesiones y otros semejantes. Parte de este material, como puede ser el oficio de ordenación, aparece como el ordo en los libros litúrgicos protestantes. Muchos libros de liturgia contienen ritos para la confirmación y la bendición y consagración de varias personas y objetos, tales como los cultos en los que se reconoce a los maestros de la Escuela Dominical o para la colocación de la primera piedra. El pontifical católico ha sido revisado desde el Vaticano II. No existe un paralelo protestante para una antigua colección, el Caeremoniale episcoporum, una recopilación de 1600 en la que se recogen rúbricas e instrucciones sobre el ceremonial para los obispos. Recientemente (en 1989) ha aparecido una revisión de esta obra, titulada Ceremonial of Bishops (Ceremonial de los Obispos). La otra colección principal de libros es la que trata de la eucaristía. Ya nos hemos encontrado con el más importante de estos libros, el sacramentario, que incluía

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oraciones para uso del sacerdote apropiadas para los diversos tiempos y eventos. El término “sacramentario” ha sido rescatado últimamente para referirse al volumen completo utilizado en el altar de las iglesias católicas, aunque no incluye materiales que ahora se hallan en el pontifical o ritual, como hacían los primeros sacramentarios. Pero hay otros ministros en la eucaristía además del celebrante. El leccionario o comes le proporcionaba al lector, subdiácono o diácono con listas del comienzo y el final de las lecturas que se leen en la misa. Finalmente se incluyeron las lecturas completas15. Los músicos dependían del gradual para las partes cantadas de la eucaristía16. Lo que denominamos rúbricas eran registradas antiguamente en varios ordines, que también trataban de los oficios que ahora se encuentran en el pontifical o en los rituales, además de la eucaristía. Como ocurriera con el breviario, el ritual y el pontifical, aquí también actuaron fuerzas semejantes. A finales de la Edad Media el clero tenía en sus manos todos los libros, ya que las lecturas, porciones musicales y rúbricas se colocaron todas juntas en el misal, de modo que un hombre podía “decir” misa” por sí solo. Desde finales del siglo X en adelante, el misal simplemente se hacía eco del monopolio clerical sobre el culto que ya se había producido mediante la operación de una serie de fuerzas distintas. Con la excepción de unas pocas diócesis u órdenes religiosas, el siglo XVI estandarizó el misal. El Missale Romanum de 1570 apenas fue cambiado (salvo por la inclusión de nuevas fiestas) durante cuatrocientos años, hasta que fue publicada la revisión del Vaticano II. Una vez más, las lecturas han sido relegadas a un volumen independiente, el leccionario, y se alienta nuevamente a otros, además del celebrante, para que ejerzan funciones ministeriales en la misa. Los contenidos del misal demostraron ser igualmente fundamentales para los reformadores. La mayoría de ellos produjo su propio orden de la misa y lo incorporó a sus libros litúrgicos, algunas veces acompañados por colectas6 y lecturas apropiadas para los diversos días del calendario eclesial. Incluso en la frontera norteamericana los metodistas preservaron un mínimo irreductible de formas fijadas para la eucaristía. Los contenidos del misal son tan universales como lo que más en el cristianismo, y ofrecen un fascinante estudio de persistencia. Así pues, los contenidos de varios de los libros litúrgicos parecen testificar esa persistencia que estamos buscando. La Reforma se limitó a llevar a sus últimas consecuencias el proceso de compresión y estandarización que ya había puesto en marcha el catolicismo. Algunos reformadores se las arreglaron para colocar en un solo volumen el calendario, el breviario, el ritual, el procesional, el pontifical y el misal. Varios de los martirologios protestantes fueron muy utilizados para la lectura devocional. La gente y el clero compartieron los mismos libros. Los resultados, tanto si hablamos del Libro de Oración Común, el Libro de Orden Común, el Sunday Service (Culto Dominical) de Juan Wesley, u otros más, son sorprendentemente similares en su consenso sobre los elementos esenciales del culto cristiano. Por supuesto que hay diferencias entre libros del mismo tipo. El estudio comparativo de los ritos se conoce como liturgiología, y en los últimos cien años ha llegado a ser una ciencia altamente especializada. Pero lo que sigue siendo asombroso es el notable grado de persistencia entre estos libros procedentes de tiempos y lugares distintos en cuanto a lo que son las necesidades humanas más profundas reflejadas en el culto. Este rápido análisis de fenómeno, las definiciones y las palabras clave del culto cristiano, junto con la discusión de la diversidad y la persistencia de ese culto ayudará al 6

Téngase en cuenta que en este libro el término “colecta” se utiliza habitualmente en su acepción de cualquiera de las oraciones que se hacen durante la misa o el culto, y no en el sentido de ofrenda (Nota del Traductor).

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lector, o al menos así lo espero, a reflexionar sobre lo que quiere decir cuando habla de culto cristiano. El estudio ulterior, más experiencias de adoración y la reflexión continua ayudarán a que esa comprensión se amplíe.

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CAPÍTULO II

EL LENGUAJE DEL TIEMPO

El calendario es el fundamento de la mayoría de los cultos cristianos, a excepción de los ritos ocasionales de tránsito. No hay lugar mejor para comenzar nuestra investigación sobre las estructuras básicas del culto cristiano que con una introducción a la manera en que los cristianos utilizan el tiempo como lenguaje a través del cual expresan su adoración. La centralidad del tiempo en el culto cristiano nos dice mucho tanto sobre el cristianismo mismo como acerca del culto cristiano. Nos confirma que el cristianismo es una religión que se toma el tiempo en serio. La historia es donde Dios se da a conocer. Sin el tiempo no hay conocimiento del Dios cristiano, puesto que es a través de los eventos reales que acontecen en el tiempo histórico que este Dios se revela. Dios elige dar a conocer su naturaleza y voluntad divinas mediante los eventos que tienen lugar dentro del mismo calendario que mide las vidas diarias de las mujeres y los hombres corrientes. La autorrevelación de Dios se produce en el mismo transcurso de tiempo que los acontecimientos políticos: “En los días de Herodes, rey de Judea” (Lucas 1:5) o “se realizó mientras Cirenio era gobernador de Siria” (Lucas 2:2). Cuando nos encontramos con religiones en las que el tiempo es una ilusión o algo insignificante, nos damos cuenta de lo crucial que resulta el tiempo para la fe cristiana. El cristianismo no habla de salvación en general, sino de una salvación lograda mediante acciones específicas de Dios en tiempos y lugares concretos. Habla de eventos culminantes y de un final de los tiempos. En el cristianismo, el significado último de la vida no es revelado por medio de afirmaciones universales e intemporales, sino a través de actos concretos de Dios. En la plenitud de los tiempos Dios invade la historia humana, asume nuestra carne, sana, enseña y come con los pecadores. Todo ello tiene un marco histórico y espacial determinado: “Se celebraba entonces la fiesta de la Dedicación en Jerusalén. Era invierno, y Jesús andaba en el templo por el pórtico de Salomón” (Juan 10:22,23). Y cuando acaba su obra, Jesús es ejecutado en un día concreto, relacionado con la fiesta de la pascua de ese año en particular, y resucita al tercer día. Todo ello forma parte del mismo tiempo en que habitamos nosotros, el tiempo medido por un invento espacial, el calendario, el tiempo en el que compramos en la carnicería, lavamos el coche y nos ganamos la vida. La centralidad del tiempo en el cristianismo se ve reflejada en el culto cristiano. Este culto, al igual que el resto de la vida, está estructurado en torno a los ritmos recurrentes de la semana, el día y el año. Además de eso, hay un ciclo de la vida que se evidencia en el culto y que trataremos en el capítulo 9. Lejos de intentar huir del tiempo, el culto cristiano usa el tiempo para ponernos en contacto con los actos de Dios en el tiempo, tanto pasado como futuro. La salvación, tal como la experimentamos en el culto, es una realidad basada en los eventos temporales mediante los cuales Dios nos es dado. El uso del tiempo permite a los cristianos conmemorar y experimentar de nuevo esos mismos actos en los que está cimentada la salvación. El tiempo también es un lenguaje de comunicación en nuestra vida diaria (como cuando habitualmente llegamos tarde a los compromisos que no nos resultan gratos). Es

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una forma de comunicación utilizada con significados considerablemente distintos en culturas diferentes. (En algunas culturas, llegar tarde a una cita es una señal de respeto hacia alguien importante, y da fe de que obviamente se trata de una persona muy ocupada). El cristianismo se apoya en un sentido humano natural del tiempo como transmisor de significado y habla con fluidez el lenguaje del tiempo en su culto. Para poder comprender en qué manera las estructuras del culto cristiano hablan a través del uso del tiempo, necesitamos examinar las experiencias pasadas de los cristianos a la hora de estructurar la adoración basándose en el tiempo, los motivos teológicos para hacerlo así y cómo funciona el tiempo en la práctica actual. A través del estudio de estas dimensiones históricas, teológicas y pastorales podemos obtener una comprensión funcional de cómo el tiempo proporciona el fundamento para una parte tan importante del culto cristiano. La Formación del Tiempo Cristiano La manera en que utilizamos nuestro tiempo es una buena indicación de aquello que consideramos de primordial importancia en la vida. Siempre se puede contar con nosotros para que encontremos tiempo para hacer aquellas cosas que consideramos más importantes, aunque tal vez no siempre estemos dispuestos a admitir ante los demás, o incluso ante nosotros mismos, cuáles son nuestras verdaderas prioridades. Tanto si se trata de hacer dinero, de la acción política como de las actividades familiares, encontramos el tiempo para poner en primer lugar esas cosas que más nos importan. El tiempo habla. Cuando se lo dedicamos a otros, en realidad nos estamos dando nosotros mismos. El tiempo no sólo demuestra lo que es importante para nosotros, sino que también indica quién o qué es lo más importante en nuestra vida. Así pues, el tiempo delata nuestras prioridades. Revela lo que valoramos más por la forma en que asignamos este limitado recurso. Lo mismo le ocurre con la iglesia. La iglesia muestra qué es lo más importante para su vida por la manera en que observa el tiempo. Aquí, una vez más, el uso del tiempo revela las prioridades de la fe y la práctica. Una respuesta a la pregunta “¿Qué creen los cristianos?” podría ser: ¡Fíjese en cómo observan el tiempo! ¿Cómo han guardado el tiempo los cristianos? Las porciones más antiguas del Nuevo Testamento están imbuidas con un sentido del tiempo como kairós, el tiempo presente adecuado u oportuno en el que Dios ha llevado a efecto una nueva dimensión de la realidad: “El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado” (Marcos 1:15). Sin embargo, dentro del propio Nuevo Testamento observamos el inicio de una tendencia a mirar hacia atrás, a recordar el tiempo pasado en el que las cosas habían ocurrido. La esperanza escatológica, esto es, la creencia en que los últimos tiempos se acercaban, parece haber disminuido cuando Lucas escribe su evangelio y comienza la narración de la historia de la iglesia con el libro de los Hechos. El recuerdo llega a ser casi tan importante como la anticipación incluso antes de que termine el primer siglo. Las prioridades de la fe de la iglesia primitiva se ponen al descubierto por la forma en que los cristianos de los siglos II, III y IV organizaron el tiempo. No era algo sistemático o planeado, sino simplemente la respuesta espontánea de la iglesia a “las cosas que han sido ciertísimas entre nosotros” (Lucas 1:1). El mismo tipo de respuesta, mantener viva la memoria, dio lugar también a que se escribiesen los evangelios para que otros pudieran seguir las tradiciones que nos “transmitieron los que desde el principio fueron testigos oculares y ministros de la palabra” (Lucas 1:2). La estructuración del tiempo no fue tan sistemática como los esfuerzos de los evangelistas

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de “escribirlas en orden” (Lucas 1:3), pero casi ha tenido una influencia tan constante en la formación de las memorias cristianas como los evangelios escritos. Así, para los cristianos, la Pascua es tanto un evento anual como una narrativa escrita. La Navidad es mucho más un acontecimiento que se produce cada año que una historia de la Natividad. ¿Cuál fue la fe de la iglesia de los primeros cuatro siglos, tal como se desprende del uso que la iglesia hizo del tiempo? Fue, por encima de cualquier otra cosa, fe en la resurrección de Jesucristo. En segundo lugar, fue confianza en la presencia permanente del Espíritu Santo, conocido y experimentado en la santa iglesia. Y fue una creencia que dio testimonio de aquellos signos por medio de los cuales Dios se había manifestado en carne humana como Jesucristo. Puede que éste no sea un resumen sistemático de la creencia cristiana, pero da una clara idea del corazón de la fe de la iglesia primitiva, una fe revelada por el modo en que la iglesia observó el tiempo. Había incluso una estructura implícitamente trinitaria: la creencia en el Padre manifestado, el Hijo resucitado y el Espíritu Santo que habitaba en la iglesia. No obstante, este hecho no debería exagerarse, ya que es más implícito que explícito. Pero las prioridades son claras. La historia de cómo guardó el tiempo la iglesia primitiva puede ayudarnos a reconsiderar nuestras prioridades en el día de hoy, a la luz de aquellas pertenecientes a la época heroica del cristianismo. La evidencia no empieza con el año cristiano, sino con la semana cristiana, y especialmente con el testimonio del domingo. Y la historia comienza realmente con el primer día de la creación, cuando “dijo Dios: ‘Sea la luz’, y fue la luz... Y fue la tarde y fue la mañana del primer día” (Génesis 1:3-5). Los cuatro evangelios hacen hincapié en afirmar que fue en la mañana del primer día, es decir, el día en que comenzó la creación y Dios “separó la luz de las tinieblas”, cuando fue descubierta la tumba vacía. Al menos en tres lugares el Nuevo Testamento indica un tiempo especial para el culto, probablemente el domingo. Pablo les dijo a los cristianos de Corinto que apartaran un dinero para la ofrenda el primer día de la semana (1ª Corintios 16:2). En Troas, después de hablar hasta la medianoche del sábado, Pablo partió el pan (presumiblemente la eucaristía) y se quedó conversando con los cristianos en aquel lugar hasta el amanecer del domingo (Hechos 20:7 y 11). Juan nos dice que “estaba en el Espíritu” y que era “el día del Señor” (Apocalipsis 1:10). Ya a finales del siglo I, el término “el día del Señor” se había convertido en un término cristiano para el primer día de la semana. Ignacio, obispo de Antioquía, escribió alrededor del año 115 a los cristianos de Magnesia y habló de aquellos que “habían dejado de guardar el [séptimo día de los judíos] Sábado y vivían según el Día del Señor, en el que nuestra vida, al igual que la suya, resplandeció gracias a él y a su muerte”1. La Didajé, un libro de orden eclesiástico escrito en algún momento de las postrimerías del siglo I o a principios del siglo II, recuerda a los cristianos literalmente: “Reuníos en el día del Señor, partid el pan y celebrad la eucaristía”2. E incluso los paganos se dieron cuenta de que “en un día señalado ellos [los cristianos] habían estado acostumbrados a reunirse antes de despuntar el alba” pese a que Plinio, el administrador romano de Bitinia, que escribió estas palabras sobre el año 112, difícilmente comprendió que esto significara reunirse para la Cena del Señor3. A mediados del siglo II apareció otro término. El apologista del segundo siglo, Justino Mártir, escribiendo desde Roma, le dijo a su audiencia pagana alrededor del 155 que “todos nosotros celebramos esta reunión comunitaria en domingo, ya que es el primer día, en el que Dios, transformando las tinieblas y la materia hizo el universo, y Jesucristo nuestro Señor resucitó de los muertos en el mismo día”4. Pronto los cristianos adoptaron el término pagano “domingo” y compararon la resurrección de

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Cristo de entre los muertos con el sol naciente. Incluso hoy en día en inglés y en alemán se habla de “Sunday” (domingo), mientras que en francés y en italiano se refieren al “Día del Señor”. La Epístola de Bernabé llamó al domingo “el octavo día, esto es, el principio de otro mundo... en el que Jesús también resucitó de los muertos”5. Los temas de una nueva creación y luz son dimensiones importantes en la celebración cristiana del domingo como el día de la resurrección. Para los cristianos el domingo era el día de culto, pero todavía no el día de reposo. Se convirtió en tal gracias al emperador Constantino en el 321. “Todos los jueces, las gentes del pueblo y los artesanos descansarán el venerable día del domingo. Pero la gente del campo puede ocuparse sin impedimentos de la agricultura”6. La semana tenía todavía una mayor conformación para la iglesia primitiva. Lucas habla de los fariseos que decían “ayuno dos veces a la semana” (18:12). Pero la Didajé, con toda seriedad, les decía a los cristianos: “Vuestros ayunos no deben ser iguales a los de los hipócritas. Ellos ayunan los lunes y los jueves, pero vosotros deberíais ayunar los miércoles y los viernes”7. En el momento de escribirse (probablemente en Siria) las Constituciones Apostólicas, un documento de finales del siglo IV, habían aparecido razones conmemorativas para esto: “Ayunad... el cuarto día de la semana,... fue entonces cuando Judas prometió traicionarle por dinero; y... el [viernes] porque ese día el Señor sufrió la muerte de la cruz”8. Hay evidencias de que algunos de los primeros cristianos también tenían en una cierta estima el sábado como “el memorial de la creación” de cuyo trabajo descansó Dios al séptimo día. Tertuliano, un norteafricano de principios del siglo III, nos dice que había “unos cuantos que se abstienen de arrodillarse el sábado”. Todos estos otros días eran de inferior importancia al domingo. El domingo sobresalió por encima del resto de días como el aniversario semanal de la resurrección. En la iglesia primitiva el domingo también se conmemoraba la pasión y muerte del Señor, pero era, sobre todo, el día en que el Salvador resucitó de los muertos. Aún hoy, el domingo tiene preferencia sobre la mayoría del resto de prácticas. Cada domingo es un testimonio del Señor resucitado. Es el día del Señor, el día del sol que se levanta de las tinieblas, el comienzo de la nueva creación. Tertuliano nos dice que los cristianos nunca se arrodillaban en domingo, “el día de la resurrección del Señor.” En Adviento y Cuaresma los domingos siguen siendo días de gozo, pese a encontrarse dentro de los períodos de penitencia. Cada domingo es un testimonio de la resurrección. Cada domingo es una pequeña Pascua semanal, o más bien cada Pascua es un gran domingo anual. La primacía del domingo y de la resurrección está clara. Incluso el propio día ordinario llegó a ser una estructura de alabanza para la iglesia primitiva. La Didajé instruía a los cristianos a orar el Padrenuestro “tres veces al día”. A finales del siglo IV, Crisóstomo alentaba a cada cristiano recién bautizado a que comenzara su jornada de trabajo con una oración, pidiendo la fortaleza para hacer la voluntad de Dios, y que terminara el día rindiendo “cuentas al Maestro de todo el día transcurrido y pidiendo perdón por sus caídas”9. Así pues, el día cristiano muy pronto desembocó en un ciclo de recuerdo de Cristo durante todo el tiempo que duraban las labores del día de cada cual, aun en medio de las preocupaciones mundanas. Los cristianos adoptaron el sentido judío del día, que comenzaba al anochecer (“Y fue la tarde y fue la mañana del primer día” Génesis 1:5). De ahí que la víspera de una festividad (por ejemplo Nochebuena, la víspera de Pascua y la víspera del Día de Todos los Santos) forme parte del día litúrgico que continúa al alba y termina con la puesta de sol. Los cristianos han utilizado relativamente poco el mes como un ciclo recurrente, aunque los anglicanos antiguamente lo usaron como base para las lecturas

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diarias de los salmos y algunos protestantes en la actualidad lo usan para las celebraciones mensuales de la eucaristía. Del mismo modo que la semana y el día testificaban de Cristo, también el año cristiano (año litúrgico o año eclesiástico) se convirtió en una estructura para conmemorar al Señor. Al igual que el domingo era el centro de la semana, el año también se centraba en los acontecimientos de la Pascua como elemento central. La Pascua había sido el centro del año judío como conmemoración de la liberación de la esclavitud, y para los cristianos no fue menos importante. Pablo recogió deliberadamente el lenguaje de la Fiesta de los Panes sin Levadura (Pascua) de los judíos: Limpiaos de la vieja levadura, para que seáis una nueva masa, como sois sin levadura; porque Cristo, nuestro Cordero pascual, ha sido sacrificado. Así que celebremos la fiesta, no con la vieja levadura, ni con la levadura de malicia y de maldad, sino con pan sin levadura, de sinceridad y de verdad. (1ª Corintios 5:7,8)

Este pasaje es la principal evidencia de que la iglesia del Nuevo Testamento guardaba la Pascua. La antigua conmemoración judía de la liberación se rehacía ahora por completo en Jesucristo. Se recordaban la esclavitud y la redención, pero en el nuevo sentido de la liberación del pecado y de la muerte a través de lo que Cristo había hecho. La iglesia de los siglos II y III a menudo observó la Pascua con cultos que significaban la creación de nuevos cristianos mediante actos de bautismo, imposición de manos, unción y primeras comuniones. De la misma manera que la Pascua había conmemorado la huida de la esclavitud cruzando el Mar Rojo, Pablo vio el bautismo como un enterramiento con Cristo, en el que “fuimos sepultados juntamente con él en la muerte, para que así como Cristo fue resucitado de entre los muertos... también seremos uno con él en la semejanza de su resurrección” (Romanos 6:4,5). Durante los primeros tres siglos, la pasión, muerte y resurrección de Cristo se celebraron juntos como la Pascua. Tertuliano nos cuenta que “la Pascua nos presenta un día más solemne de lo habitual para el bautismo, cuando, con ella, la pasión del Señor en el que somos bautizados, fue completada”10. Un documento de principios del siglo III, la Tradición Apostólica, nos dice que los que eran bautizados ayunaban el viernes y el sábado y después comenzaban una vigilia que duraba toda la noche del sábado. Al alba, a la hora de la resurrección del domingo de Pascua, eran bautizados bajo las aguas y resucitados con Cristo como de entre los muertos. La Tradición Apostólica ha sido atribuida a Hipólito, un cristiano romano del tercer siglo. Aunque esto está ahora sujeto a discusión y los futuros estudios pueden cambiar esta atribución tradicional, a lo largo de este libro nos referiremos a él como autor de la misma. A principios del siglo IV la iglesia finalmente acordó que, a diferencia de la Pascua judía, que podía caer en cualquier día de la semana, la Pascua debía celebrarse siempre en domingo. Previamente, la controversia cuartodecimana había comportado un largo debate entre aquellos que guardaban la Pascua en domingo y aquellos (los cuartodecimanos) que seguían la datación judía, que a menudo daba lugar a una celebración entre semana. La resolución de esta controversia claramente reconoce el significado simbólico del domingo: “Nunca debería celebrarse el misterio de la resurrección del Señor de entre los muertos en cualquier otro día que no sea el día del Señor... sólo ese día deberíamos observar el final del ayuno pascual”11. Así fue como las celebraciones semanales y anuales se reforzaron las unas a las otras. Durante el transcurso del siglo IV la antigua celebración unida del día de la Pascua, que conmemoraba todos los eventos de los últimos días de Jesús, incluyendo la crucifixión y resurrección, se dividió en celebraciones distintas. Aparentemente la

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disolución ocurrió por primera vez en Jerusalén, donde el tiempo y el espacio convergieron en los lugares de la vida y ministerio de Jesús. Se sintió la necesidad de mantener una celebración independiente para cada evento en el lugar santo en que había tenido lugar para poder servir a las multitudes de peregrinos que estaban llegando de todas partes del mundo. Se profundizó en la Escritura en busca de evidencia sobre el tiempo y lugar de todos los eventos de la última semana de Cristo en Jerusalén. Tenemos una idea bastante certera de lo que se había desarrollado allá por el año 383 por lo que narra en sus escritos una mujer española llamada Egeria. Sus notas, que aparentemente había tomado para poder dar charlas a los amigos en su casa, han sobrevivido y nos presentan una clara imagen de la manera en que la Jerusalén de finales del siglo IV había desarrollado su forma de guardar el tiempo. Egeria nos cuenta que lo que conocemos como “Pasión/Domingo de Ramos” o primer día de la Semana Santa, era “el comienzo de la Semana de Pascua o, como allí le llaman, ‘La Semana Grande’... Todo el pueblo va delante de él [el obispo] con salmos y antífonas, repitiendo todo el tiempo ‘Bendito es el que viene en el nombre del Señor’”12. Había cultos menores durante los siguientes tres días, excepto que el miércoles el presbítero leía acerca del complot de Judas para entregar a Jesús y “la gente se quejaba y lamentaba al hacerse esta lectura”. El jueves, después de que cada cual hubiera recibido la comunión, todos “conducen al obispo a Getsemaní.” Y el viernes se celebraban cultos en el Gólgota, donde fragmentos de la madera de la cruz eran venerados por toda la gente. Pasaban en procesión por delante de la cruz y la besaban. Al terminar el siglo IV, esta recuperación de la cronología bíblica estaba completa, y Agustín dio por hecho que “está claro por lo que dicen los evangelios en qué días fue crucificado el Señor, reposó en la tumba y resucitó”, y que la iglesia tiene “la obligación de retener esos mismos días”13. La antigua Pascua unida se había roto en celebraciones por separado: Jueves Santo, Viernes Santo, Sábado Santo y la vigilia pascual en la víspera de la Pascua, junto con la Pasión/Domingo de Ramos y los tres días menores de la Semana Santa. Y así es cómo lo han guardado los cristianos desde entonces. Esto nos deja una Semana Santa que comienza con la Pasión/Domingo de Ramos, lunes, martes, miércoles, jueves santo, viernes santo y sábado santo. El término inglés “Easter” (pascua) procede del inglés antiguo eastre, un festival de primavera pagano. Las lenguas romances todavía utilizan diversas formas derivadas de “Pascua”. El día de Pascua es el comienzo de la Semana Santa durante el que son instruidos los nuevos cristianos. Hay dos períodos estrechamente relacionados con la Pascua: el de Cuaresma y el largo período de la Pascua. Los orígenes de la cuaresma son controvertidos. Era costumbre pensar que la Cuaresma se había originado como el período intensivo final de preparación para aquellos catecúmenos (convertidos que estaban siendo instruidos) que habían sido apartados, después de un considerable período de preparación, para ser bautizados durante la vigilia pascual. Nuevas evidencias apuntan la posibilidad de una tendencia más antigua: un ayuno de cuarenta días en Egipto, posterior a la Epifanía, que se asociaba con los cuarenta días pasados por Cristo en el desierto, y que en los evangelios sinópticos14 siguen inmediatamente al relato de su bautismo. En cualquier caso, el Concilio de Nicea del año 325 se refirió por primera vez a la cuaresma como “cuarenta días” y la colocó inmediatamente antes de la Pascua. Alrededor del 350, el obispo Cirilo de Jerusalén les dijo a aquellos que estaban a punto de ser bautizados: “Tenéis un largo período de gracia, cuarenta días para el arrepentimiento”15. Ya en la época de Agustín, la cuaresma se había convertido en un tiempo de preparación para todos los cristianos, bautizados o no, en esa “parte del año... contigua... y tocando la pasión del Señor.” Comienza con un día conocido mucho más tarde como Miércoles de

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Ceniza, por la imposición de cenizas en la frente de todos los cristianos, una práctica que data al menos de finales del siglo XI. Los domingos de cuaresma no son contados como parte de los cuarenta días. Mucho más importante era el tiempo pascual, los cincuenta días que abarcaban desde la celebración de la Pascua hasta el día de Pentecostés. Los grandes cincuenta días (llamados originalmente “el Pentecostés”) fueron al principio muchos más importantes que los cuarenta días de cuaresma. Resulta desconcertante que los cristianos actuales se concentren en Cuaresma, la estación del dolor, en lugar de hacerlo en la Pascua, la estación del gozo. Agustín nos dice: “Estos días posteriores a la resurrección del Señor no forman un período de trabajo, sino de paz y gozo. Esta es la razón por la que no hay ayuno y oramos en pie, que es un signo de la resurrección. Esta práctica se observa en el altar todos los domingos, y se canta el aleluya para indicar que nuestra futura ocupación no será otra que la de alabar a Dios”16. La resurrección se celebraba, y lo sigue siendo, un día a la semana – el domingo; una festividad cada año – el día de Pascua; y un tiempo – el tiempo pascual. No puede haber ninguna duda acerca de la centralidad de la resurrección en la vida y la fe de la iglesia primitiva. El desarrollo más importante del calendario del siglo IV fue la elaboración de la Semana Santa y de la Semana de Pascua en Jerusalén, muy probablemente bajo la dirección de Cirilo de Jerusalén, obispo desde el 349 hasta el 386. Egeria nos proporciona un informe completo de lo que se estaba haciendo en Jerusalén poco antes de la muerte de Cirilo. En última instancia, las prácticas de Jerusalén se hicieron comunes en todo el cristianismo y representan algunos de los más antiguos tesoros litúrgicos de la iglesia. Los ritos de la Semana Santa conmemoran los momentos culminantes del ministerio y la muerte de Jesús en Jerusalén. Estos ritos emplean las formas más espectaculares utilizadas en el culto cristiano. De hecho, el drama medieval surgió a partir del culto del día de Pascua, aunque finalmente se hizo demasiado complicado para permanecer en los presbiterios. Era natural que Jerusalén fuera el lugar en que se desarrollaran estos ritos tan espectaculares, ya que el ambiente real en que tuvieron lugar los eventos que condujeron y siguieron a la muerte y resurrección de Jesús estaban cerca. Desde que Constantino había hecho del cristianismo algo respetable, los peregrinos habían acudido en masa a ver aquellos lugares por sí mismos. Todo lo que se necesitaba para conseguir el realismo litúrgico era complementar los tiempos y lugares mencionados en la Escritura con las ceremonias adecuadas. Jerusalén los fusionó en el siglo IV y desde entonces le ha dado forma al culto cristiano. Los ritos de la Semana Santa, restablecidos en todo su esplendor en 1955 bajo el pontificado de Pío XII, fueron reformados después del Vaticano II y ahora también aparecen en muchos libros de liturgia protestantes. Oficios de Semana Santa BAS, 296-334 BCP, 270-95 BofW, 185-243 BOS, 55-100 HCY, 125-214 LWA, 39-90

MDE, 134-54 Sac., 196-263 SWR #8, 50-200 TP, 99-105 WB, 144-49

También: Cuaresma, Semana Santa, Pascua: Services and Prayers, 1986 (Iglesia de Inglaterra)

Los ritos completamente desarrollados incluyen el día de Pasión/Domingo de Ramos una procesión de apertura con palmas y la lectura dramatizada (generalmente

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con varios lectores) de una de las narraciones de la pasión de los evangelios. El jueves santo comienza en las catedrales católicas y anglicanas con la misa de crisma, en la que se consagran los tres óleos sacramentales utilizados en las parroquias durante el año: el aceite de oliva para el bautismo, el crisma (aceite de oliva y bálsamo) para la confirmación y el aceite de oliva para la unción de los enfermos. La unión de los sacerdotes con su obispo se manifiesta mediante la presencia de sacerdotes representantes de la diócesis en el oficio. El triduo (tres días) pascual va desde la puesta de sol del jueves santo hasta la puesta de sol del domingo de resurrección, los tres días más sagrados del año cristiano. La tarde de jueves santo viene marcada en la mayoría de iglesias por una eucaristía que conmemora tanto el don de Cristo al dar este sacramente en este momento como los eventos de su pasión que siguieron a ella. Con frecuencia se incluye el lavamiento de pies (Juan 13:3-17) y, a la conclusión del oficio, puede darse el despojamiento de la iglesia, en el que todas las telas, cruces e imágenes son quitadas o cubiertas hasta la víspera de Pascua. Tradicionalmente la Cena del Señor no se celebra el viernes o el sábado santo, a excepción de la Iglesia Reformada de los Países Bajos. El antiguo rito de viernes santo incluye la liturgia de la palabra con abundantes intercesiones, la veneración de la cruz (arrodillándose ante ella o besándola), el canto de los reproches (basados en Lamentaciones 1:12) y posiblemente la participación de la comunión con los elementos consagrados el jueves santo. Un rito del siglo XVII procedente de Perú, las tres horas, está basado en las siete últimas palabras de Jesús pronunciadas desde la cruz. El oficio de tenebrae (tinieblas) puede tener lugar en cualquiera de los tres días de la Semana Santa, o en todos ellos, consistiendo en la lectura de los salmos junto con algunas lecturas o de una narración de la pasión. En cualquiera de los casos, va acompañada por la extinción gradual de las velas sobre un candelabro especial de gran tamaño. La víspera de Pascua culmina el año entero con la vigilia pascual, momento en que la iglesia se reúne en la oscuridad para celebrar la resurrección. Tradicionalmente incluye el encendido de un nuevo fuego y la iluminación de una gran vela al efecto, la vela pascual, mientras se canta el antiguo Exsultet pascual (“Regocijaos, poderes celestiales”), la lectura de nueve lecturas, principalmente del Antiguo Testamento, la bendición del agua para el bautismo o la renovación de los votos bautismales (o ambos a la vez) y la celebración de la eucaristía pascual. Antiguamente, la semana de Pascua se dedicaba a la instrucción de los recién bautizados acerca del significado de los sacramentos, la denominada catequesis mistagógica. Han sobrevivido colecciones de estas lecturas catequéticas del siglo IV atribuidas a Cirilo de Jerusalén, Ambrosio, Juan Crisóstomo y Teodoro de Mopsuestia. Estas lecturas son documentos muy importantes para recuperar tanto las prácticas de los diversos centros cristianos como las diferentes interpretaciones que les dan a los sacramentos. El domingo después de Pascua los nuevos creyentes entregaban sus túnicas blancas, ahora ya como miembros del cuerpo de Cristo plenamente iniciados e instruidos. Durante los primeros siglos la celebración de otro evento, el día de Pentecostés, era la segunda en importancia. Al igual que la Pascua, también era una fiesta judía: “Contaréis cincuenta días hasta la mañana siguiente al séptimo sábado. Entonces presentaréis una ofrenda vegetal nueva a Jehovah.” (Levítico 23:16). En algún momento del siglo I el día de Pentecostés llegó a reflejar para los judíos la donación de la ley en el monte Sinaí. Pablo contrasta esto con la donación del Espíritu: “Y si el ministerio de muerte, grabado con letras sobre piedras, vino con gloria... ¡cómo no será con mayor gloria el ministerio del Espíritu!” (2ª Corintios 3:7,8). Para los cristianos, en el día de Pentecostés conmemoraba el nacimiento de la iglesia, cuando, con el ruido de un viento,

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se posaron lenguas de fuego sobre los discípulos y comenzaron a hablar en otras lenguas (Hechos 2:1-41). El libro de los Hechos es una crónica de la obra de la iglesia llena del Espíritu durante sus primeros años. El día de Pentecostés también comenzó como una fiesta unida, en la que en un principio estaba incluida la celebración de la Ascensión. Tertuliano sugiere que Cristo había ascendido al cielo en Pentecostés17. Y en la primera mitad del siglo IV Eusebio habla de “la augusta y santa solemnidad de Pentecostés [esto es, cincuenta días], que se distingue por un período de siete semanas y se sella con ese día en que las Sagradas Escrituras atestiguan acerca de la ascensión de nuestro común Salvador al cielo y la venida del Espíritu Santo”18. En otras palabras, durante casi cuatro siglos el día de Pentecostés conmemoraba tanto la ascensión de Cristo como la venida del Espíritu Santo. Ya a finales del siglo IV estas dos celebraciones se habían separado. Las Constituciones Apostólicas describen cuarenta días después de Pascua como el tiempo apropiado para “celebrar la fiesta de la ascensión del Señor.” De nuevo el testimonio bíblico se ha convertido en literal al ser interpretado como un medio de datar en el tiempo los acontecimientos pasados. En este caso, la mención que hace Hechos 1:3 de “un período de cuarenta días” durante el cual Jesús enseñó a sus discípulos parece haber sido la fuente de que se estableciera con exactitud la fecha de la ascensión. Donde antes hubo una fiesta, a finales de siglo IV había dos: el día de la Ascensión y el día de Pentecostés. Cristo estaba en el cielo y el Espíritu Santo moraba en la santa iglesia sobre la tierra. Era una realidad diaria que la iglesia podía experimentar, no una abstracción. El tercero de los eventos principales en el calendario del siglo IV era la Epifanía. Sus orígenes son oscuros; se sabe con seguridad que no son judíos, aunque pudieran ser egipcios. La fecha puede estar relacionada con la creencia de que Jesús fue concebido en la fecha de su muerte, que algunos situaban en el día 6 de abril, poniendo como fecha de su nacimiento el 6 de enero. La Epifanía significaba varias cosas, y todas ellas tenían que ver con los inicios de la obra de Jesucristo de manifestar a Dios. Esta fiesta se refería al nacimiento de Cristo (con el que comienzan dos de los evangelios), a los Magos (en Occidente), al bautismo de Jesús (con el que se inician los otros evangelios) y al primer milagro del que dice el evangelio de Juan: “Este principio de señales hizo Jesús en Caná de Galilea, y manifestó [ephanérosen] su gloria; y sus discípulos creyeron en él” (Juan 2:11). El tema común de todos estos eventos es Jesucristo manifestando a Dios a los seres humanos. Muy acertadamente, la iglesia primitiva denominó este día “la Teofanía” (manifestación de Dios) y algunas iglesias ortodoxas orientales aún lo hacen así. El prólogo del cuarto evangelio presenta el tema: “El Dios único que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (1:18). Parece ser que en algunas iglesias el 6 de enero marcaba el comienzo del año, simbolizado en el hecho de que ese día se comenzaba la lectura de un evangelio19. La Epifanía sufrió una división durante la primera mitad del siglo IV, probablemente iniciada en Roma. La mención más antigua (a excepción de las que aparecen entre los donatistas cismáticos) de la nueva festividad, la Navidad, aparece en un documento romano que data del año 354, y que refleja el uso del año 336, aproximadamente. Allí se menciona el 25 de diciembre como el “natus Christus in Betleem Iudeae”. Esta fecha compitió con un festival pagano relativamente nuevo del Sol Invicto en el momento en el que el sol comienza otra vez a crecer con motivo del solsticio de invierno. (A estas alturas del siglo IV el calendario juliano estaba equivocado en cuatro días). Poco a poco la nueva festividad de la Navidad fue asumiendo parte de las celebraciones de la Epifanía. Crisóstomo le dijo a una congregación de Antioquía el día de Navidad del año 386: “Este día... [el cual] nos ha

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sido traído ahora, hace no muchos años, se ha desarrollado tan rápidamente y ha dado tanto fruto”20. El día de la Epifanía siguiente lo explicaba así: “Porque este es el día en el que él fue bautizado e hizo sagrada la naturaleza de las aguas... ¿Por qué, pues, se llama Epifanía a este día? Porque no fue cuando nació que se hizo manifiesto a todos, sino cuando fue bautizado, pues hasta este día era desconocido para las multitudes”21. La Epifanía, pues, es más antigua que la Navidad y tiene un significado más profundo. En lugar de ser simplemente un aniversario del nacimiento de Cristo, es un testimonio del propósito global de la encarnación: la manifestación de Dios en Jesucristo, comenzando tanto con su nacimiento como con el inicio de su ministerio (el bautismo, en el que es proclamado “Mi Hijo amado”). Y las señales prodigiosas y enseñanzas, narradas en los evangelios mientras Jesús llevaba a cabo esta manifestación, proporcionan una oportunidad en el tiempo posterior a la Epifanía para la conmemoración de esas obras y enseñanzas de Jesús que llevaron a los acontecimientos finales en Jerusalén. En el año 380, un concilio celebrado en España decretó que “Desde el 17 de diciembre hasta el día de la Epifanía, que es el 6 de enero, no se permite a nadie que esté ausente de la iglesia”22. Este es un precedente del Adviento en una época en la que la Navidad todavía era desconocida en España. En el siglo V, se practicaba un período de cuarenta días de preparación para la Epifanía en partes de la Galia. (Esto tenía su paralelismo con la Cuaresma y comenzaba más o menos cuando ahora empieza el Adviento). Finalmente, Roma adoptó un Adviento de cuatro semanas antes de Navidad. Con la Navidad se produjo un proceso parecido al que había dividido la Pascua en una serie de celebraciones distintas. Como niño judío que era, probablemente a Jesús le circuncidaron y pusieron el nombre al octavo día de nacer. Lucas nos dice: “Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidar al niño, llamaron su nombre Jesús” (2:21). En consecuencia, la celebración del 1 de enero llegó a ser conocida como la fiesta de la Circuncisión o el Nombre de Jesús. Los católicos actualmente guardan este día como la Solemnidad de María, Madre de Dios. Lucas 2:22-40 presenta la historia de la Presentación en el Templo (también conocida como Purificación o Candelaria), un acontecimiento que habría ocurrido el 2 de febrero, cuarenta días después de su nacimiento. Se calculó que la Anunciación mencionada en Lucas 1:26-38 habría tenido lugar nueve meses antes de Navidad, o sea el 25 de marzo. En esa fecha Elisabet estaba embarazada de seis meses y la posterior Visitación de María a Elisabet (registrada en los versículos 39-56) se fijó para el día 31 de mayo, o justo antes del nacimiento de Juan el Bautista, ocurrido el 24 de junio (tres meses después de la Anunciación). El nacimiento de Juan se produjo durante el solsticio de verano, cuando el sol decrece hasta el nacimiento de Cristo: “A él le es preciso crecer, pero a mí menguar” (Juan 3:30). Todos estos desarrollos son una combinación de Lucas 1 y 2 y la obstetricia. El año cristiano, especialmente el ciclo temporal (fechas movibles y el ciclo de Navidad) se completó básicamente a finales del siglo IV. La historia posterior es, principalmente, la del desarrollo continuo del ciclo santoral (aquellas fechas fijas en que se conmemoran las muertes de los santos, aparte de las fechas basadas en la Navidad). Estas fechas comenzaron pronto; el “Martirio de Policarpo” menciona la conmemoración de un mártir del siglo II. Básicamente estas observancias eran celebraciones de héroes y heroínas de fe locales. Tertuliano nos dice: “Cada vez que llega el aniversario, hacemos ofrendas para los muertos como honores de cumpleaños”23. Después de todo, el nacimiento de una persona en la eternidad (la muerte) era mucho más importante que su nacimiento en el tiempo. El ciclo temporal se hizo cada vez más oscuro con las celebraciones de los santos, particularmente después de que las reliquias de los santos comenzaran a ser trasladadas de un lugar a otro. Al

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final se complementó la lista de días de los santos locales con los nombres de los santos de otras regiones. Pasado el siglo IV fueron pocas las adiciones importantes que se produjeron. El domingo de la Santísima Trinidad, el domingo posterior al día de Pentecostés, se introdujo alrededor del año 1000. A diferencia de otras fiestas, representa una doctrina teológica que no tiene relación con un acontecimiento histórico. El siglo IX asistió a la designación, en Occidente, del día 1 de noviembre como el día de Todos los Santos. Tenía precedentes en la época de la primavera, pero sobre el año 835 Roma aceptó la ubicación que los galos habían hecho de esta fiesta en la época de la cosecha. Por aquel entonces también se guardaba en todo Occidente el 15 de agosto como el día de la Asunción de la Bendita Virgen María. En el siglo XIII, el jueves posterior al domingo de la Santísima Trinidad comenzó a observarse como el Corpus Christi. Mucho más tarde, la evolución en el seno de la Iglesia Católica hizo de obligada observancia el 8 de diciembre, día de la Inmaculada Concepción (siglo XVIII), el Sagrado Corazón (siglo XIX) y Cristo Rey (siglo XX). Recapitulemos. Juan Crisóstomo, en un sermón predicado en el 386, resume eficazmente el año litúrgico: Porque si Cristo no hubiera nacido en carne, no habría sido bautizado, que es la Teofanía [Epifanía], no habría sido crucificado [algunos textos añaden: y resucitado] que es la Pascua, y no hubiera enviado al Espíritu, que es Pentecostés24.

En el siglo IV, las tres grandes fiestas primitivas – la Epifanía, la Pascua y el día de Pentecostés – habían visto como se separaban de ellas días relacionados con las mismas: Navidad, Viernes Santo y la Ascensión, junto a otros días menores. Gregory Dix interpretó esta evolución como un signo de que la iglesia del siglo IV se estaba “reconciliando con el tiempo” y perdiendo su ferviente espera del fin de los tiempos25. Pero esta reconciliación con el tiempo era inevitable. La gente quiere saber, visualizar, experimentar por sí misma; este es un deseo humano muy normal. La adoración se levanta a partir de nuestra humanidad. Y así, lo que sucedió en el siglo IV fue que la iglesia desarrolló una manera más espectacular de expresar las realidades centrales que los cristianos experimentaban – la manifestación, la resurrección y la presencia del Espíritu. El fervor escatológico había decaído mucho antes de la paz de la iglesia bajo Constantino. Pero la imaginación de los cristianos que se retrotrajo en el tiempo no fue menos fructífera, e intensificó su percepción de la encarnación. El éxito de estas innovaciones del siglo IV se aprecia por su vívida presencia entre nosotros incluso en el día de hoy. Obviamente han sabido recoger tanto la fe cristiana como la experiencia humana. En general, el año eclesiástico es un reflejo muy satisfactorio de la vida y la fe de la iglesia primitiva y ha seguido siendo utilizado con pocos cambios desde entonces. Los modernos intentos por sistematizarlo y arreglarlo nunca han sido muy fructuosos. Es verdad que el antiguo año eclesiástico deja grandes huecos en el tiempo, especialmente después del día de Pentecostés. Pero su fuerza reside en su firme comprensión del meollo de la experiencia cristiana y en su capacidad para reflejar de una manera vívida que Cristo ha manifestado a Dios, que Cristo ha resucitado de los muertos y que Cristo envió al Espíritu Santo para que morara en la santa iglesia. Los reformadores del siglo XVI enfocaron el calendario de maneras distintas. Martín Lutero (1483-1546) lo purificó de los días de los santos, buscando “celebrar únicamente los días del Señor y las fiestas del Señor, abrogando completamente las fiestas de todos los santos... Consideramos las fiestas de la Purificación [Presentación] y de la Anunciación como fiestas de Cristo, como la Epifanía y la Circuncisión”26. La 42

Iglesia de Inglaterra retuvo materiales del ciclo santoral para conmemorar solamente aquellos santos mencionados en la Biblia y el día de Todos los Santos. La Iglesia de Escocia fue más radical. En su Book of Discipline (Libro de Disciplina) de 1560 condenó todas las “fiestas (como dicen ellos) de los apóstoles, mártires, vírgenes, Navidad, Circuncisión, Epifanía, Purificación y otras fiestas favoritas de nuestra Señora. Cosas que, dado que en las Escrituras divinas no existe mandato o promesa sobre ellas, consideramos deben ser totalmente abolidas de este reino; afirmando, más aún, que quienes obstinadamente mantienen y enseñan tales abominaciones no deberían escapar al castigo de los magistrados civiles”27. Ochenta y cinco años más tarde, el Westminster Directory (Directorio de Westminster) se hacía eco del mismo sentimiento: “los días festivos, vulgarmente llamados días santos, no contando con ninguna justificación en la Palabra de Dios, no deben continuar celebrándose”28. Sin embargo, sí instaba a observar los días de “ayuno público solemne” o de “acción de gracias público” de acuerdo al juicio o las misericordias aseguradas. Juan Wesley (1703-1791), siempre tan pragmático, abolió “la mayoría de los días sagrados... dado que en la actualidad no respondían a ningún fin de utilidad”29. Su calendario incluía los cuatro domingos de Adviento, el Día de Navidad, hasta quince domingos después de Navidad, “el domingo siguiente antes de Pascua”, el Viernes Santo, el Domingo de Resurrección, cinco domingos después de Pascua, el día de la Ascensión, el domingo posterior al día de la Ascensión, Whitsunday1, el domingo de la Santísima Trinidad y hasta veinticinco domingos después de la Santísima Trinidad. Los diarios de Wesley revelan una especial predilección por el día de Todos los Santos. Tanto el calendario de Wesley como sus lecturas se perdieron muy pronto entre los metodistas norteamericanos. En la década de los años 20 y 30 se produjo entre los protestantes norteamericanos un renovado interés en el año eclesiástico. Fue un período en el que tendieron a incrementarse los enfoques estéticos acerca del culto. Se avanzó el intento por ordenar nuevamente el año en forma de un nuevo tiempo, el Kingdomtide (literalmente, tiempo del Reino). Parece haber sido promovido principalmente por el profesor Fred Winslow Adams, de la University School of Theology de Boston. En un principio, Kingdomtide apareció en una publicación del Consejo Federal de Iglesias, The Christian Year (El Año Eclesiástico), publicado en 1937 y 1940. La primera edición sugirió observar Kingdomtide durante los últimos seis meses del año litúrgico; en 1940 se dividió este tiempo entre Whitsuntide2 y Kingdomtide30. En la actualidad, los metodistas unidos tienen la opción de observar el período completo como Kingdomtide o el tiempo posterior a Pentecostés. Los presbiterianos norteamericanos probaron una experiencia algo similar durante un breve espacio de tiempo. Experimentaron con la sugerencia realizada en 1956 por Allan McArthur, un pastor escocés, de tener un tiempo de “Dios el Padre” durante el otoño31. Pasados cuatro años de prueba se abandonó esta práctica. Desde el Vaticano II ha surgido un profundo y renovado interés en el calendario y se ha desarrollado un mayor aprecio hacia el hecho de que la manera en que observamos el tiempo da forma y refleja nuestras vidas como cristianos. El primer hito fue el nuevo Calendario Romano, que entró en vigor entre los católicos el 30 de 1

Séptimo domingo después de Pascua, en el que se conmemora la venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés. Se piensa que el nombre, que significa “domingo blanco” se deriva de las vestiduras bautismales de color blanco que se llevaban ese día (Nota del Traductor). 2 La semana que comienza con el Whitsunday y, en particular, los tres primeros días de esta semana. Véase la nota anterior (Nota del Traductor).

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noviembre de 1969, el primer día del año litúrgico de 1970. Es el resultado de la más cuidadosa revisión jamás intentada del modo en que los cristianos usan el tiempo. La mayor parte de las nuevas reformas católicas ha sido adoptada o adaptada desde entonces por los grupos protestantes más importantes en muchos lugares del mundo. El cambio católico más radical, el de tratar las semanas posteriores a la Epifanía y aquellas que siguen al día de Pentecostés no como tiempos absolutamente distintos, sino tan sólo como partes del “tiempo del año” (per annum) o Tiempo ordinario, no ha sido adoptado por los protestantes. Sin duda se trata de un enfoque realista para aquellos tiempos que tienen un carácter escasamente distintivo. Pero otros cambios sí han sido mayoritariamente aceptados, como la observancia del domingo posterior a la Epifanía, es decir, el Bautismo del Señor, o el último domingo del año, conocido como Cristo Rey. La práctica luterana de celebrar la Transfiguración del Señor el domingo anterior al Miércoles de Ceniza ha sido adoptada por los metodistas unidos y muchos protestantes norteamericanos. (Los católicos han observado este día el 6 de agosto desde el siglo XV). Por primera vez en cuatrocientos años, católicos y protestantes en todo el mundo siguen un calendario ecuménico. Existe un acuerdo básico sobre la mayor parte de los días festivos más importantes, que ahora los católicos denominan solemnidades; una menor observancia común de las fiestas subsidiarias y todavía menor de las memorias o días de los santos. El calendario más nuevo es el resultado de un cuidadoso intento de capturar nuevamente la estructura y el significado del calendario más antiguo, el que se cumplimentó en el siglo IV. El nuevo calendario proporciona un testimonio de peso sobre las prioridades de la fe cristiana, como ya lo hicieran los calendarios cristianos más antiguos.

El Calendario APB, 11-15 ASB, 15-29 BAS, 14-33 BCO, 126-32 BCP, 15-33 BofS, 172-82

HCY, 13-15 LBW, 9-12 LW, 8-9 MDE, 40-45 Sac., 58-75 SBCP, xi-xv

SWR #6, 9-11 TP, 172-91 WB, 167-75 WBCP, vii-xv WS, 130-36

Teología del Año Cristiano Hemos tratado con detalle cómo guardaba el tiempo la iglesia durante los primeros siglos porque, al igual que ocurre con frecuencia en el culto cristiano, si entendemos bien las experiencias de la iglesia de los cuatro primeros siglos habremos llegado al centro de la cuestión. Con todo, valdrá la pena meditar un poco sobre el significado de esto. El calendario de la iglesia primitiva se centraba en lo que Dios había hecho y continúa haciendo mediante el Espíritu Santo. Lo que nos dice el año cristiano es que todo ha sido hecho por nosotros. Todo lo que tenemos que hacer es aceptar lo que Dios ha hecho. Es entonces cuando somos verdaderamente libres para actuar. El año litúrgico de la iglesia subraya la futilidad de nuestros esfuerzos y exalta las victorias que Dios ha conseguido para nosotros. En resumen, el año eclesiástico es un recordatorio constante de los dones que no podemos generar sino tan sólo aceptar. Pius Parsch lo denominó “el año de gracia de la iglesia”32. Durante todo el año los diversos tiempos y días nos

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recuerdan que la salvación es un don que nos es ofrecido con todos sus diferentes aspectos. El año cristiano puede ayudarnos a ordenar por nosotros mismos nuestras verdaderas prioridades. Guardar el tiempo siguiendo el ritmo de la iglesia primitiva puede ser un medio importante para conseguirlo. Dicho de la manera más breve posible, el año de gracia de la iglesia funciona para mostrar a Jesucristo hasta que él regrese y para testificar, mientras tanto, de la presencia del Espíritu Santo que mora en la iglesia. El año eclesiástico es, al mismo tiempo, una proclamación y una acción de gracias. De forma muy parecida a la oración judía y cristiana en la que se enumera aquello por lo que damos gracias, así también el año cristiano proclama y da gracias a Dios por sus actos maravillosos. Los cristianos y los judíos no alaban a Dios en términos abstractos, sino contando las obras maravillosas de Dios. Se trata de un proceso en el que se medita y se agradece, y mediante el cual glorificamos a Dios por medio del recuerdo de lo que Dios ha hecho. El año litúrgico refleja la naturaleza misma de la oración cristiana y de nuestra relación con Dios. Gran parte de su poder, igual que ocurre con nuestra oración diaria, procede de su reiteración. Año tras año, semana tras semana, hora tras hora, se conmemoran los actos de Dios y nuestra aprehensión de los mismos va ahondándose. Estos ciclos nos salvan de una espiritualidad superficial, basada en nosotros mismos, ya que en lugar de eso nos señalar hacia las obras de Dios. Observar el tiempo, por descontado, también puede convertirse en un efectismo idólatra, al igual que cualquier otra cosa buena. El tiempo se puede utilizar simplemente para vestir nuestros cultos y hacerlos parecer modernos. Guardar el año eclesiástico por razones equivocadas es peor que inútil, ya que podemos acabar adorando nuestros propios ardides en lugar de adorar a Dios. Pero cuando en verdad usamos las estructuras del tiempo para acercarnos más a Dios, pueden servirnos perfectamente en nuestro propósito, ayudándonos a encontrarnos con el evangelio en toda su plenitud. ¿Cómo nos acerca a Dios el tiempo? El año cristiano es un medio por medio del cual revivimos por nosotros mismos todo lo que la historia de la salvación tiene de importante. Cuando recordamos los eventos pasados de la salvación, vuelven a la vida con su poder actual para salvar. Nuestros actos de recuerdo nos traen de vuelta los acontecimientos originales con todo su significado. Y así continuamos proclamando “la muerte del Señor, hasta que él venga” (1ª Corintios 11:26). Los distintos actos de repetición de la historia de la salvación nos dan nuevamente los beneficios de lo que Dios ha hecho por nosotros en estos eventos pasados. El nacimiento de Cristo, su bautismo, muerte, resurrección y todo lo demás, nos son dados de nuevo para que nos apropiemos de ellos mediante el recuerdo colectivo de estos eventos, de modo que se hagan otra vez presentes. Estos hechos nunca más se convierten simplemente en unos datos distantes del pasado, sino en parte de nuestra propia historia personal mientras revivimos la historia de la salvación por medio de la repetición en nuestro culto. Así, Cristo muere en nuestra conciencia cada Viernes Santo. Y cada Domingo de Pascua y cada día del Señor somos testigos de la resurrección. El año cristiano se vuelve un medio vital y renovador mediante el cual Dios nos es dado. Es una donación que nunca se agota. Cada vez, el año, la semana y el día nos llevan un poco más a un encuentro más profundo con Dios. Percibimos un aspecto del bautismo de Cristo este año, otro el próximo año, pero nunca tocamos el fondo. Es así como el año litúrgico es un medio constante de gracia a través del cual recibimos los dones de Dios para nosotros. El año de la gracia tiene que ver con lo que Dios hace por nosotros, no con nuestros esfuerzos. Toda la estructura llama la atención hacia la obra de Dios, no las

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nuestras. Y la obra de Dios se da a conocer de diferentes maneras mediante los eventos y necesidades cambiantes de cada tiempo y lugar en el que los cristianos adoran. Adviento es un tiempo de gratitud por el don de Cristo que se nos ha dado en el pasado, y también un anticipo de su segunda venida. Contiene tanto una amenaza como una promesa. La Navidad es una repetición de la donación que Dios hizo de sí mismo en el nacimiento de Jesucristo. El tiempo de Navidad continúa esta conmemoración durante la Epifanía. En el tiempo después de Epifanía (o Tiempo ordinario), los evangelios designados recalcan las diversas formas en las que Jesucristo nos ha manifestado a Dios, al darnos a conocer al Padre mediante sus señales y enseñanzas poderosas. Éstas comienzan con el Bautismo del Señor (cuando se declara la condición de Jesús como Hijo y comienza su ministerio). Los domingos posteriores a la Epifanía continúan con lecturas acerca de las señales y las enseñanzas por las que Jesús dio a conocer su gloria manifestando a Dios. En algunas iglesias, este tiempo finaliza con el último domingo posterior a la Epifanía o la Transfiguración del Señor, en la que Jesús es proclamado nuevamente “Mi Hijo amado”. La Cuaresma es el tiempo en el que participamos en ese viaje final a Jerusalén y donde se pone de manifiesto el componente de autoentrega del amor de Cristo en su pasión y muerte. Todo cambia en Pascua, cuando Cristo se nos da a sí mismo como el resucitado. El tiempo pascual comienza con la víspera de Pascua y concluye el día de Pentecostés. El día de la Ascensión se conmemora el final de la presencia histórica de Cristo y el comienzo de su presencia sacramental. El tiempo después de Pentecostés (o Tiempo ordinario o Kingdomtide) señala el largo interim de la iglesia del nuevo pacto hasta que Cristo vuelva en gloria. Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento nos recuerdan las obras salvíficas de Dios que continúan aún hoy. El último domingo después de Pentecostés, o Cristo Rey, nos lleva a anticipar la consumación de todas las cosas, cuando Cristo regrese en gloria como Rey de todo y todos los fracasos y logros humanos pierdan, por fin, su valor; doctrina ésta que resulta muy reconfortante. Y después, a la semana siguiente, nos encontramos de nuevo en Adviento y el año comienza de nuevo. Las fiestas cristológicas menores tienen valores evangélicos que apenas estamos comenzando a descubrir. El Nombre de Jesús, la Presentación, la Anunciación y la Visitación son cristológicas, y llaman la atención a la plena humanidad de Cristo y a su identificación con los patrones sociales humanos. El día de Todos los Santos también es cristológico. No se recrea en las virtudes de los santos, sino en el amor de Cristo que actúa en las personas a lo largo de los siglos para cumplir los propósitos de Dios. El principal beneficio de conmemorar los santos consiste en reconocer a Cristo a través de ellos, el cual nunca nos deja sin un testigo. Si la conmemoración de cada santo en particular nos pudiera ayudar a darnos cuenta de esto, esa piedad podría servir una vez más como un “fin valioso”. En la vida real de las parroquias e iglesias locales el año cristiano es sólo uno de los muchos calendarios por los que se guían las congregaciones. Existen varios calendarios nacionales, que añaden eventos que a menudo merecen ser celebrados en las iglesias. En las Islas Británicas, días como el Día de la Madre, la Fiesta de la Cosecha o el Remembrance Sunday3 se suelen recordar en las oraciones y en los himnos. Rara vez pasan desapercibidos en los Estados Unidos el Día de la Madre, el Día de la Independencia, el Día del Trabajo y el Día de Acción de Gracias. Los grupos étnicos mantienen su identidad a través de otras festividades (el día de San Patricio, el 3

Domingo del mes de noviembre en el que se recuerda a los caídos en las dos guerras mundiales, al estilo del “Memorial Day” que se celebra en los Estados Unidos (Nota del Traductor).

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día de Dyngus). La vida de la iglesia también se ve afectada por el año académico, que condiciona a su vez los planes vacacionales de los padres. Y el año financiero es un hecho de la vida de la iglesia que difícilmente puede ser ignorado. Más directamente, las iglesias locales generalmente desarrollan sus propios calendarios pragmáticos, que le proporcionan a la vida congregacional la necesaria estructura. Un evento anual para muchas iglesias rurales es el Homecoming Sunday (domingo del regreso a casa), en el que aquellos que antes residían allí vuelven para adorar y celebrar una comida en el recinto de la iglesia, a menudo cerca del cementerio donde están enterrados los familiares. Más común es la campaña (revival) anual, una semana con cultos de predicación que suele acabar con la eucaristía. El Rally Day (Día de Reunión) marca el comienzo del curso de la Escuela Dominical; el Loyalty Sunday (domingo de la Lealtad) invita a comprometer una determinada cantidad de dinero para sostener el ministerio de la congregación; y la fiesta de Navidad es un acontecimiento anual en el que participan todas las generaciones. A menudo se apartan algunos domingos para levantar fondos para ciertas organizaciones benéficas o para promover alguna buena causa. Muchas iglesias protestantes celebran el Domingo de la Comunión Mundial el primer domingo de octubre. Todas estas celebraciones son días importantes en la vida de las congregaciones locales. De hecho, llaman más la atención hacia la actividad humana que hacia las acciones de Dios, pero recalcan aspectos del ministerio de la congregación hacia el mundo. El calendario pragmático, con su énfasis en nosotros mismos, siempre necesita equilibrarse con el año cristiano tradicional, que apunta más allá de nosotros, a la obra de Dios a favor nuestro. En definitiva, es esto último lo que hace posible nuestra obra a favor de los demás. El funcionamiento del Año Cristiano Cada culto de la adoración cristiana está compuesto por dos tipos de actos de adoración: ordinarios y propios del tiempo. Los elementos ordinarios son aquellos que siempre son los mismos: el orden básico del culto y partes como el Padrenuestro, la ofrenda, el credo y una doxología. Los propios del tiempo son aquellos elementos que cambian diaria o semanalmente. Tenemos diferentes lecturas, cantamos himnos variados, oramos de distintas maneras y escuchamos un sermón nuevo cada vez que nos reunimos para adorar (¡al menos eso esperamos!) La importancia de los elementos propios en el culto cristiano es que aportan variedad e interés. Aunque las partes ordinarias proporcionan la necesaria persistencia, el culto cristiano, sin las partes propias, sería terriblemente aburrido, una repetición exacta de las mismas cosas semana tras semana. Sin las constantes que proveen las partes ordinarias, el culto cristiano sería un caos. La variedad es un ingrediente importante. La buena noticia del evangelio es demasiado amplia y profunda como para poderla abarcar con un solo culto o incluso con un tiempo completo. Cada vez que una congregación se reúne para adorar es un evento diferente. Nunca antes y nunca después estará reunida la misma gente para adorar. Pero la singularidad de cada reunión va más allá de todo esto. La vida de la comunidad local, así como la de las comunidades nacional y mundial, nunca es la misma de una semana a otra. El culto cristiano refleja esto en su afirmación de que cada domingo o día especial es una ocasión diferente. La Navidad no es Pascua, ni el domingo después de Pascua es el mismo que el domingo antes del día del Trabajo, pese a que la asistencia sea aproximadamente la misma. Una boda no es un funeral, aunque las flores puedan ser parecidas. Ni siquiera el culto del domingo por la tarde es el mismo del de la mañana,

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ya que la gente se siente con la libertad de comportarse de una forma más relajada. Del mismo modo, no hay dos comidas familiares idénticas. Cada ocasión para la adoración es única. Así pues, la variedad es una característica importante del culto cristiano, dado que el culto tiene que ver con el evangelio eterno y con la vida diaria al mismo tiempo. Una crítica que se le ha hecho con frecuencia al culto cristiano ha sido el de lo aburrido que resulta. Sin embargo, esta crítica sólo es válida cuando el culto cristiano es infiel a su propia naturaleza. La forma más segura de evitar el aburrimiento de la repetición constante es deleitarse en la rica variedad inherente al año cristiano. Y el mejor modo de asegurar el tedio es ignorar el conjunto de posibilidades que ofrece. No hay una fuente mejor de variedad e interés en el culto cristiano que el cuidadoso seguimiento del año cristiano. La estructura del año proporciona un tablón sobre el que colgar todas nuestras mejores ideas y es, desde luego, un buen estímulo para la creatividad. La primera pregunta que hay que plantearse cuando se planifica cualquier culto es: ¿en qué momento del año cristiano tiene lugar? La respuesta debería ser nuestra primera y mejor clave para guiarnos en nuestra preparación. Hemos dicho que el calendario es el fundamento de la mayor parte del culto cristiano. El calendario que aparece en el diagrama 3 es el del Leccionario Común que se utiliza en las iglesias de Norteamérica, y es similar al de muchas otras33. Probablemente el lector querrá remitirse a él a menudo mientras lee lo que sigue.

EL CALENDARIO COMÚN TIEMPO DE ADVIENTO Desde el primer domingo de Adviento hasta el cuarto domingo de Adviento TIEMPO DE NAVIDAD Nochebuena / Navidad Primer domingo después de Navidad Nochevieja / Año Nuevo o Sagrado Nombre de Jesús Segundo domingo después de Navidad Epifanía TIEMPO DESPUÉS DE EPIFANÍA (o Tiempo ordinario) Primer domingo después de Epifanía (Bautismo del Señor) Desde el segundo domingo después de Epifanía hasta el octavo domingo después de Epifanía Último domingo después de Epifanía (Domingo de la Transfiguración) TIEMPO DE CUARESMA Miércoles de Ceniza Desde el primer domingo de Cuaresma hasta el quinto domingo de Cuaresma Semana Santa Pasión / Domingo de Ramos Lunes Santo Martes Santo Miércoles Santo Jueves Santo Viernes Santo Sábado Santo TIEMPO PASCUAL

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Vigilia pascual Pascua Noche de Pascua Desde el segundo domingo de Pascua hasta el sexto domingo de Pascua La Ascensión (sexto jueves de Pascua) Séptimo domingo de Pascua Pentecostés TIEMPO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS (Tiempo ordinario o Kingdomtide) Domingo de la Santísima Trinidad (primer domingo después de Pentecostés) Domingo después de Pentecostés Cristo Rey (último domingo después de Pentecostés) DÍAS ESPECIALES La Presentación del Señor (2 de febrero) La Anunciación del Señor (25 de marzo) La Visitación de la Virgen María (31 de mayo) La Exaltación de la Santa Cruz (14 de septiembre) Todos los Santos (1 de noviembre o primer domingo de noviembre) Día de Acción de Gracias Diagrama 3

En muchas iglesias de las Islas Británicas se utiliza un calendario algo diferente. Fue confeccionado por el Grupo Litúrgico Conjunto en 196734. Consiste en nueve domingos antes de Navidad (incluyendo cuatro de Adviento), Nochebuena y el día de Navidad, uno o dos domingos después de Navidad, la Epifanía de Nuestro Señor, seis domingos después de Epifanía (o bien ocho después de Navidad), hasta nueve domingos antes de Pascua (incluyendo el Miércoles de Ceniza y cinco domingos de Cuaresma), el Domingo de Ramos y los otros días de la Semana Santa, seis domingos después de Pascua, el día de la Ascensión, Pentecostés (Whitsunday), hasta veintidós domingos después de Pentecostés (o veintiuno después de la Santísima Trinidad), terminando todo con el último domingo después de Pentecostés. En cualquiera de los casos, el calendario está basado en dos ciclos: el que culmina en la resurrección del Domingo de Pascua y el que se centra en la encarnación del día de Navidad. Adviento y Cuaresma sirven como tiempos de preparación y espera; el tiempo de Navidad y el tiempo pascual se gozan en los eventos que conmemoran. El tiempos después de Epifanía y después de Pentecostés tienen un significado menos diferenciado y en realidad funcionan como tiempo ordinario. Hace falta conocer algunos detalles para guardar el tiempo con la iglesia. El número de domingos de Adviento, Cuaresma y el tiempo pascual son constantes. Hay uno o dos domingos en el tiempo de Navidad. El número de domingos después de Epifanía o Pentecostés (tiempo ordinario) varía, e iglesias distintas tienen modos diferentes de escoger las lecturas para estos domingos. Para la mayoría de protestantes norteamericanos, el último domingo del tiempo después de Epifanía (justo antes del Miércoles de Ceniza) es siempre el último domingo después de Epifanía (el domingo de la Transfiguración). Estas iglesias y los católicos guardan el domingo antes de Adviento como Cristo Rey (el último domingo después de Pentecostés). Puede servir de ayudar recordar que, por lo que respecta a los domingos y festivos, cada tiempo, a excepción de Adviento, comienza y concluye con un día

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especial. El tiempo de Navidad abarca desde la Nochebuena y el día de Navidad hasta Epifanía; el tiempo después de Epifanía va desde el Bautismo del Señor hasta la Transfiguración del Señor; Cuaresma, desde el miércoles de Ceniza hasta el sábado santo; el tiempo pascual discurre entre la víspera de Pascua y el día de Pascua hasta el día de Pentecostés; y el tiempo de Pentecostés se extiende desde el domingo de la Santísima Trinidad hasta Cristo Rey. Generalmente se utilizan vestiduras y colgaduras blancas en todos estos días especiales, excepto el miércoles de Ceniza, Sábado santo y el día de Pentecostés. Unas cuantas fechas pueden resultar poco conocidas o tener algún problema en especial. En algunas iglesias el día de la Epifanía se celebra el primer domingo de enero, combinado con el primer domingo después de Navidad o con el Bautismo del Señor. El Bautismo del Señor es una festividad nueva para los cristianos occidentales, aunque está estrechamente relacionado con la Epifanía. El Bautismo del Señor cae el primer domingo después del 6 de enero (Epifanía). El día de la Pasión/Domingo de Ramos se considera ahora como un solo día, en el que se suele leer la narración de la pasión. La vigilia pascual normalmente se celebra en la víspera o noche anterior al día de Pascua. El día de la Ascensión algunas veces se celebra el séptimo domingo de Pascua. El día de Pentecostés ha recuperado su antiguo lugar como el quincuagésimo día y último domingo del tiempo pascual, el tiempo que antes era conocido en su totalidad como “Pentecostés”. En algunas iglesias, el día de Todos los Santos se observa el primer domingo de noviembre cuando el 1 de noviembre no es domingo. El último domingo de octubre, o día de la Reforma, ha dejado de celebrarse en muchas iglesias. En su lugar, ahora parece más apropiado celebrar nuestra común herencia con el día de Todos los Santos, en lugar de con una ocasión que es motivo de división. Para aquellos que guardan las fiestas cristológicas menores, existen otras posibilidades. El color para cada una de ellas suele ser el blanco. El Sagrado Nombre de Jesús (1 de enero) trae a la mente la humanidad de Jesús y su completa identificación con la sociedad humana (cf. Lucas 2:15-21). La Presentación (2 de febrero) era llamada tradicionalmente la Purificación o Candelaria, ya que las velas que se iban a utilizar durante ese año eran bendecidas en esta ocasión. También puede llamar nuestra atención hacia las personas mayores de nuestra sociedad, entre los que se encontraban, según nos cuenta Lucas, los primeros en proclamar al Señor (Ana y Simeón) (cf. Lucas 2.22-40). La Anunciación – en algunos países denominado el día de la Señora (25 de marzo) – nos hace recordar el poder de la más humilde de las personas cuando se cumple la voluntad de Dios (cf. Lucas 1:25-38). La Visitación (31 de mayo), con ese diálogo entre dos mujeres, hace que nos fijemos en la encarnación y contiene el cántico de María, el Magnificat, que es en esencia el credo social del cristianismo (cf. Lucas 1:39-56). La Santa Cruz o el Triunfo de la Cruz (14 de septiembre) se centra en el sacrificio de Cristo. Los católicos también guardan otras solemnidades: María, Madre de Dios (1 de enero), José, Marido de María (19 de marzo), el Corpus Christi, el Sagrado Corazón, el Nacimiento de Juan el Bautista (24 de junio) San Pedro y San Pablo, Apóstoles (29 de junio), la Asunción de la Virgen María (15 de agosto) y la Inmaculada Concepción (8 de diciembre). Rara vez el curso normal de las lecturas dominicales debería alterarse con motivo de alguna observancia especial sin una buena razón, ya que las lecturas generalmente están elaboradas para cubrir la Escritura de una manera completa. Si el calendario es el fundamento del culto cristiano, el primer piso es, sin duda, el leccionario o lista de lecciones (lecturas bíblicas) basadas en el año cristiano. Uno de los cambios más significativos en el culto protestante de los últimos años ha sido la

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extendida adopción del leccionario. Su uso en la adoración como base de la predicación ha afectado el culto de miles de congregaciones. Anteriormente, y con demasiada frecuencia, los métodos aleatorios para escoger pasajes bíblicos habían eliminado, en la práctica, grandes porciones de la Palabra de Dios y le habían dado una nueva forma a la Escritura, a imagen del propio predicador. Los activistas sociales podían sentir debilidad por ciertos pasajes de los libros proféticos y los conservadores por los pasajes más rígidos de las epístolas pastorales. Y sin embargo, al escoger ambos grupos aquellos pasajes que encontraban más agradables estaban de hecho reescribiendo la Escritura. Los liberales y los conservadores eran igualmente culpables de revisar la Palabra de Dios según sus preferencias personales. Uno de los resultados más útiles de la era posvaticana ha sido el leccionario ecuménico. Fue iniciado después del Vaticano II por la Iglesia Católica Romana, y tras el trabajo de varios años realizado por un equipo dedicado exclusivamente a ello y con la ayuda de ochocientos consultores – protestantes, católicos y judíos – llegó a cristalizar en su forma actual. Fue publicado por los católicos con el título de “El Leccionario”, y se trata del leccionario más cuidadosamente preparado en toda la historia cristiana. Los episcopales (BCP, 888-931), los luteranos (LBW, 13-41) y los presbiterianos (WB, 167-75) han realizado sus propias versiones del mismo. El Common Lectionary (Leccionario Común), publicado en 1983, es un intento por mejorar cada una de estas variantes, particularmente al permitir la lectura de largos pasajes narrativos del Antiguo Testamento en el tiempo después de Pentecostés. Está publicado por los metodistas unidos, los presbiterianos, la Iglesia Unida de Cristo, los discípulos de Cristo y otros protestantes norteamericanos, lo que lo convierte en la variante más ampliamente utilizada del leccionario dominical católico. ¿Cómo funciona el leccionario ecuménico? Es un leccionario de tres años, que se designan como A, B y C. El año C es cualquier año, por ejemplo 1989, divisible en partes iguales por el número 3. El año eclesiástico comienza entre el 27 de noviembre y el 3 de diciembre del año civil anterior, de modo que el Adviento del mes de diciembre de 1989 forma parte del año eclesiástico de 1990, y por tanto se encuentra en el año A. Para cada domingo o festivo se designan tres lecturas: la primera generalmente tomada del Antiguo Testamento, la segunda de una epístola y la tercera de un evangelio. Después de Pascua, las lecturas del libro de los Hechos se leen como la historia de la nueva creación que empieza con la resurrección. Crisóstomo explicó que el libro de los Hechos es “la demostración de la resurrección” y, por ende, se lee el libro de los Hechos durante el tiempo pascual, una costumbre que según Agustín también tenían en África. Ocasionalmente se lee del libro de Apocalipsis en vez de la Epístola. Al transcurrir los tres años, cuando se han utilizado todas las lecturas, se ha leído la mayor parte del Nuevo Testamento y grandes porciones del Antiguo. Aquí operan dos principios fundamentales. Los evangelios reflejan los eventos del año eclesiástico y las primeras lecturas dependen, más o menos, de estas lecturas. El punto flaco del leccionario es que el enfoque cristológico que se da a las lecturas del Antiguo Testamento, que se escogen para relacionarlas con la lectura de los evangelios, a menudo le hace una injusticia a las lecturas del Antiguo Testamento al presentarlas en un contexto extraño, un defecto que el Leccionario Común busca remediar. Por otro lado, la segunda lectura normalmente se lee por orden (lectio continua), desde el principio hasta el final de cada libro. Por ejemplo, 1ª Corintios se lee principalmente durante el tiempo de Epifanía. En cuanto a la tercera lectura, el año A se dedica a la lectura del evangelio de Mateo, el año B al de Marcos y el año C al de Lucas. Los tres años se completan con porciones del cuatro evangelio.

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El leccionario proporciona el método más completo disponible para que se pueda leer la Biblia casi en su totalidad durante el culto en el espacio de tres años. Después de eso llega el momento de empezar de nuevo. Hay tres fechas excepcionales: el día de Pasión/Domingo de Ramos y el Viernes santo se lee una narración de la pasión completa. Durante la vigilia pascual se permite realizar nueve lecturas, siete de ellas del Antiguo Testamento. La segunda pregunta que hay que plantearse al planificar cualquier culto es ¿Qué proporciona el leccionario? El leccionario, más que ningún otro elemento por sí solo, nos guía en las elecciones apropiadas para cada cualquier domingo dado. Esto queda reflejado en la oración inaugural, el salmo, los himnos, la música coral e instrumental, el sermón y los materiales visuales empleados. La utilización de un leccionario hace posible planear cultos con meses e incluso años de antelación. Esto lo hace particularmente útil para los músicos y artistas, que necesitan mucha preparación previa. Dado que el leccionario marca otras opciones, es importante que examinemos brevemente, uno por uno, su efecto sobre ellas. La oración inaugural a veces es una manera efectiva de formular la idea central de la lectura del día y de alertar a la congregación sobre ese evento. El Sacramentario católico proporciona oraciones inaugurales (y alternativas) para los domingos y los días especiales. Los episcopales y anglicanos mantienen el antiguo término “colecta” para las oraciones inaugurales y los episcopales las ofrecen en lenguaje “tradicional” y “contemporáneo” (BCP, 158-261). “Oración del Día” es el término luterano (LBW, 1341). Los salmos se utilizan en el culto como respuestas o comentarios a las lecturas. En la actualidad, católicos, episcopales, luteranos y metodistas unidos proporcionan listas de salmos, escogidos deliberadamente para que tengan relación con las lecturas contenidas en el leccionario. Un salmo sirve como respuesta, no como lectura, pero está muy relacionado con las lecturas. Los metodistas unidos ofrecen respuestas cantadas en el salterio para uso congregacional (UHM, 738-862). En los himnarios de casi todas las denominaciones aparecen himnos indicados para los tiempos, las fiestas y los días especiales. La mayoría de himnarios tienen índices de textos bíblicos además de los índices temáticos. Nadie ha puesto nunca en duda que J. S. Bach escribió algunas de las músicas corales e instrumentales más grandes mientras seguía las directrices del leccionario y el calendario. Cuando se planifica bien, la música coral puede cuadrar acertadamente con el ministerio de la palabra, proporcionando un comentario musical a las lecturas. Demasiado a menudo los himnos con textos que no guardan relación con la ocasión suponen un traspié para lo que de otro modo sería el fluir concienzudamente planificado de un culto. No hace falta en absoluto que esto sea así. El uso esmerado del calendario y el leccionario puede ser una tremenda ayuda para los músicos de la iglesia, ya que les da tiempo de antelación para ordenar y ensayar la música adecuada. Nada se ve afectado de una manera más absoluta y obvia por las lecturas que el sermón. Se han producido varios resultados directos como consecuencia del amplio uso del leccionario. Ha hecho económicamente viable la publicación de una serie de ayudas de gran calidad para el estudio bíblico, en forma de comentarios y otros recursos para mejorar el uso homilético de la Biblia35. En segundo lugar, el leccionario ha obligado a muchos predicadores a predicar sobre una selección de pasajes bíblicos mucho mayor de lo que la mayoría solía hacerlo. Eso no quiere decir que uno debería predicar sobre las tres lecturas a la vez. Algunas veces se relacionan bien unas con otras; sin embargo, a menudo sucede que la segunda lectura sigue unos derroteros distintos. Pero el hecho sigue siendo que predicar sobre cualquiera de estos textos forzará al predicador a

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estudiar y meditar sobre muchas porciones de la Palabra de Dios que son poco conocidas. Y en tercer lugar, cualquiera que realmente sigue el año y las lecturas con detenimiento se encuentra profundizando cada vez más en la cristología. Uno simplemente no puede predicar el día del Bautismo del Señor, de la Transfiguración, de Pasión/Domingo de Ramos, de la Ascensión, de Todos los Santos, de Cristo Rey, etc. sin verse forzado a tomar una decisión sobre quién dice uno que es Jesucristo. Sin esa disciplina, es curioso ver el tiempo que puede pasarse dando saltos alrededor de esta cuestión vital. Muchos predicadores han estado de acuerdo en que predicar del leccionario mejora el contenido de sus sermones. Y muchos se han sorprendido al ver hasta qué punto los pasajes asignados eran a menudo relevantes para el tiempo y el lugar de su congregación. Finalmente, debemos decir algo sobre las ayudas visuales que se pueden derivar del leccionario y el calendario. También ellas tienen componentes ordinarios y otros propios del tiempo en que se celebra el culto, aunque de un tipo diferente al de los textos verbales. Mediante el uso de los tejidos, los gráficos y otras ayudas visuales podemos tener, de hecho, un marco nuevo de iglesia cada domingo, al igual que la apariencia de una sala de estar cambia por completo cuando se colocan unos cojines color naranja sobre el sofá. Y cuando es posible utilizar un proyector, una pared puede ser cualquier cosa que queramos proyectar sobre ella. “Muy bien, esta semana tendremos la Capilla Sixtina, pero para la lectura de la próxima semana iría mejor el Big Sur”. Estamos limitados tan solo por los horizontes de nuestra imaginación. Algunas de las cosas que hemos aprendido acerca del culto en los últimos años parecen irrevocables. En 1965 eran pocas las iglesias, si es que había alguna, que hubieran utilizado alguna vez un estandarte. A fecha de hoy, la mayoría tienen uno. Si el evangelio se puede proclamar de forma visual, ¿por qué razón no deberíamos hacerlo? Cada nueva dimensión que añadimos a nuestra percepción de la Buena Noticia parece ser una clara ganancia. ¿Cómo lo hacemos? El concepto más sencillo consiste únicamente en la mera utilización del color. El color ayuda a crear expectativas generales en cualquier ocasión. No llevamos colores llamativos cuando asistimos a un funeral. Tradicionalmente, los colores morado, gris y azul se han utilizado para los tiempos de carácter penitencial, como Adviento y Cuaresma, aunque se podría utilizar cualquier color oscuro. El blanco se ha utilizado para eventos o tiempos con un significado marcadamente cristológico, tales como el Bautismo del Señor o el tiempo pascual. Los colores amarillo y oro también son una posibilidad para esos tiempos. El rojo se ha reservado para las ocasiones relacionadas con el Espíritu Santo (como el día de Pentecostés o las ordenaciones) o para las conmemoraciones de los mártires. El verde ha sido utilizado para tiempos con un carácter menos pronunciado o tiempos ordinarios, como pueden ser el tiempo después de Epifanía o el tiempo después de Pentecostés. Estos tiempos más largos no tienen porqué estancarse en un solo color o tono, del mismo modo que la naturaleza tampoco mantiene un verde monótono. Después de todo, la naturaleza no es estática. Los delicados verde amarillentos de la primavera se convierten en los tonos más profundos del verano y después en los amarillos y rojos brillantes del otoño. La ausencia de cualquier tejido de color desde el Jueves Santo hasta la Vigilia de Pascua supone un uso sorprendente del contraste. Con el mero color se puede hacer mucho. No obstante, nos estamos dando cuenta de que es igualmente importante ser sensibles a los tonos y texturas. Una seda morada podría ser menos preferible para la Cuaresma que un azul o gris de textura más basta. Y un oro espléndido, de tejido espeso, podría ser mejor para Pascua que un material blanco más burdo.

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Los colores y las texturas pueden usarse de manera muy efectiva en las telas para las colgaduras de los púlpitos, los facistoles (si hay alguno), las estolas que llevan los ministros ordenados o las vestiduras ministeriales. Algunas veces puede que haya colgados simplemente rollos de tela a modo de abstractos estandartes gigante. Es mejor no ocultar el altar bajo una colgadura de tela. Los estandartes se pueden colgar prácticamente en cualquier lugar de la iglesia. Cada vez más se observa un movimiento hacia los estandartes a gran escala, de unos cuatro metros y medio de largo o algo así. Deberían cambiarse durante el transcurso del año. En Pascua, el edificio de la iglesia debería ser bastante diferente de lo que es durante la Cuaresma. Los carteles, boletines, letreros y otros gráficos pueden expresar el evangelio de manera enérgica. Las fotografías pueden ampliarse sin que resulte muy caro. Unas pocas palabras con tipo de imprenta – “Señor, ¿cuándo te vimos?” (Mateo 25:37) o “¿No os importa a vosotros, todos los que pasáis por el camino?” (Lamentaciones 1:12) – escritas sobre ellas pueden convertirse en un poderoso mensaje. Intente descubrir un reducido número de palabras clave para cualquier ocasión – “Paz en la tierra”, “Mi Hijo”, “Ha resucitado” – y utilícelas. Visite una tienda de arte de su localidad para ver cuántas posibilidades han dejado pasar las iglesias. Los buenos carteles y boletines no se olvidarán fácilmente, sobre todo si se han confeccionado localmente. Ciertos objetos sirven para comunicarse en diferentes tiempos, como una corona de adviento con cuatro velas, el velo de cuaresma, las palmas y la vela pascual. Los símbolos también pertenecen a ocasiones distintas: una estrella, una corona de espinas, lenguas de fuego, etc. La ausencia de cosas también es una manera poderosa de comunicación. La ausencia de cualquier tipo de flores o velas durante la Semana Santa puede decir mucho. Es necesario advertir sobre una cosa. Ninguno de estos colores, texturas, imágenes u objetos es una decoración o un ornamento. Si se utilizan para eso son algo trivial en lo que no vale la pena gastar el tiempo y las energías. Pero si se usan para añadir una dimensión más a nuestra percepción de la Buena Noticia, pueden convertirse en algo que merezca el esfuerzo y el gasto. Un sermón que va a ser predicado una sola vez cuesta mucho trabajo. El trabajo de un segmento más amplio de la comunidad en ayudas visuales para presentar el evangelio es un buen plan, aunque estas ayudas visuales, al igual que los propios sermones, se utilicen solamente una vez. En general, los cristianos son llamados a proclamar el evangelio de salvación por todos los medios disponibles. El año cristiano y el leccionario que se basa en el mismo son dos recursos vitales para hacerlo. Si guardar el tiempo con la iglesia puede hacer mejores cristianos, entonces merece la pena explorar todas las posibilidades que una disciplina así puede ofrecer.

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CAPÍTULO III

EL LENGUAJE DEL ESPACIO

No debería sorprendernos que una religión cuya doctrina fundamental es la encarnación tomara en serio el espacio en su culto. Cristo no sólo entró en la esfera del tiempo humano, sino que también vino para morar entre nosotros, ocupando un lugar concreto y definido sobre la tierra en Judea. El Nuevo Testamento está repleto de nombres de lugares: Jesús estaba en Jerusalén, Betania, el mar de Galilea, el río Jordán, etcétera. Lo mismo se puede decir con respecto al resto de la historia de la salvación. El Dios judío y cristiano se da a conocer mediante los eventos que ocurren entre los hombres y las mujeres, no en el apartado monte Olimpo o en el Valhalla. Es el espacio sobre la tierra que es hecho santo, no por el lugar en sí mismo, sino por lo que Dios hace allí por los seres humanos. En la Biblia, los eventos salvíficos generalmente tienen lugar en algún campo ordinario, en un pozo o en la calle de una aldea. Hoy en día estos lugares serían tan corrientes como un centro comercial. La ubicación es indiferente, lo crucial es el acontecimiento. Por supuesto que después del evento el lugar se convierte en importante como portador de significado: el lugar en el que aconteció algo. Jacob tuvo un sueño en un lugar remoto y se despertó para exclamar que era un lugar temible, la casa de Dios, la puerta del cielo (Génesis 28:17). Su sueño le hizo levantar un pilar y darle al lugar un nuevo nombre: “Casa de Dios”, para que todos pudieran conocer lo que allí había pasado. Hemos visto ya como la Jerusalén del siglo IV dio forma a todo el culto cristiano posterior mediante las conmemoraciones de los tiempos y lugares donde se habían producido los eventos culminantes en la vida y muerte de Cristo. A los peregrinos que en el siglo IV visitaban Jerusalén todavía se les enseñaba el sicómoro al que Zaqueo se había subido para poder ver a Jesús – lo que una vez fue un árbol corriente, por entonces se había transformado en un lugar santo. Europa finalmente llegó a estar poblada de lugares de peregrinación, en los que algún acontecimiento había hecho de aquel lugar un lugar importante. Todos estos lugares son testigos de la elocuencia del lenguaje del espacio. Una religión de la encarnación tiene que tener sus pies plantados firmemente en el suelo. Dios y la humanidad se encuentran en un lugar, sea de manera tan informal como en una zarza corriente del desierto o tan espléndida como en el templo de Jerusalén. Toda comunidad cristiana necesita un lugar para adorar al Encarnado. Puede ser en cualquier lugar, pero tiene que estar en algún lugar al efecto, de manera que el cuerpo de Cristo sepa dónde reunirse. Los primeros misioneros que fueron a las Islas Británicas simplemente levantaban una cruz en lo alto de un poste para determinar el lugar de adoración. Con el tiempo, esos lugares se fueron cubriendo de techo y rodeando de paredes, y los espacios resultantes se organizaron buscando la conveniencia y comodidad de los adoradores. El arte de organizar el espacio es lo que llamamos “arquitectura”. Hoy en día estamos tan acostumbrados al uso cristiano de la arquitectura que en muchas lenguas la palabra “iglesia” se refiere al edificio tanto como al cuerpo de creyentes.

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Las relaciones entre la arquitectura y lo que hacen los cristianos cuando celebran sus cultos son complejas. La arquitectura de las iglesias no sólo refleja las maneras en que los cristianos adoran, sino que la arquitectura también da forma a la adoración y, en no pocos casos, la deforma. La arquitectura refleja el culto cristiano, proveyendo el contexto y el cobijo necesarios para que una comunidad pueda llevar a cabo su culto en grupo. Tal vez esto sea obvio; ni siquiera una multitud reunida para presenciar un partido de fútbol se sentaría quieta a la intemperie con una temperatura inferior a los cero grados centígrados. Pero, al mismo tiempo que la arquitectura está albergando el culto, también está dándole forma a ese mismo culto de una manera sutil e inadvertida. En primer lugar, el edificio ayuda a definir el significado de la adoración para aquellos que se reúnen en su interior. ¡Intente predicar en contra del triunfalismo en una iglesia barroca! ¡Trate de enseñar acerca del sacerdocio universal de los creyentes con un presbiterio netamente gótico y ocupado solamente por clérigos ordenados! En segundo lugar, el edificio dicta qué posibilidades tenemos abiertas ante nosotros en nuestras formas y estilos de culto. Es posible que queramos cantar una buena canción congregacional, pero ¿se traga la acústica del local cada sonido que se emite, de manera que todos parecen mudos? ¿O quizás tenemos que dar por perdida toda esperanza de que la congregación se mueva, debido a que todo el mundo está convenientemente colocado en filas de bancos? Pronto nos damos cuenta de que la arquitectura presenta tanto oportunidades como factores que nos limitan, algunas posibilidades abiertas y otras cerradas. Difícilmente podríamos adorar sin edificios, aunque a menudo adoramos con dificultad debido a ellos. La manera en que está organizado el espacio refleja y conforma el culto cristiano, hasta el punto de que debemos examinar porqué y en qué modo el espacio habla un lenguaje que resulta tan importante para la adoración. En este caso, lo mejor es interpretar primero la teoría, echar un vistazo a la historia después y ofrecer luego algunas conclusiones prácticas sacadas de la historia de la arquitectura religiosa. Por último, comentaremos cómo afecta el espacio a la música sacra y las artes visuales. Las Funciones del Espacio Litúrgico ¿Cómo refleja lo que acontece en el culto cristiano la forma en que está organizado el espacio? Para contestar esta pregunta podemos utilizar una descripción funcional del culto cristiano como “hablar públicamente, actuar y tocar en el nombre de Cristo.” Otro modo de decir lo mismo es que en el culto hablamos por Dios, hablamos de Dios y nos hablamos los unos a los otros, además de llegar a tocar a otros, en nombre de Dios. Sin lugar a dudas esta es una excesiva simplificación de lo que tiene lugar en el culto cristiano, pero sí deja claro que el culto cristiano es una acción que requiere espacio. Esta perspectiva tan crucial no aparece con tanta claridad en las definiciones más abstractas. Comencemos, pues, afirmando que en la adoración Dios actúa entregándose a sí mismo mediante las palabras humanas y por medio de las manos humanas, y nosotros nos entregamos a Dios a través de nuestras palabras y nuestras manos. Todo lo que acontece en la adoración depende de Dios, pero tiene lugar por mediación de los instrumentos del habla y el cuerpo humanos. ¿Cómo actúa Dios, entregándose a sí mismo por medio de las palabras? Dios nos habla su palabra a través de bocas humanas. Esa parece una extraña manera de alcanzar a la gente; demuestra una confianza mucho mayor en los humanos de la que la mayoría de nosotros tendría nunca. Pero es la forma en que Dios lo hace, como lo atestigua repetidamente la Escritura: “He aquí, pongo mis palabras en tu boca” (Jeremías 1:9), o

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para aquellos hermanos que se sienten cohibidos: “Yo estaré con tu boca y con la suya” (Éxodo 4:15). No hay duda en la fe bíblica de que Dios llama a hombres y mujeres para que anuncien la palabra de Dios. Ahora bien, son pocas, muy pocas, las cosas que se necesitan para que un ser humano le hable a otros. Una es que para poder comunicarse de la mejor forma posible, uno debe ser capaz de ver a las personas a las que le está hablando y tener la posibilidad de mantener el contacto visual. Se habla mejor a aquellos a los que uno puede mirar a los ojos, y no a los que se encuentran desplazados hacia un lado o detrás. El contacto visual forma parte de tratar de llegar a otras personas con amor, y es una parte importante del habla. Marcos nos cuenta que “al mirarlo Jesús [al joven rico], le amó” (Marcos 10:21). Mirar es una parte de amar. Espacialmente hablando, esto implica una línea recta entre el orador y el oyente. El orador puede necesitar ser elevado unos centímetros para que las cabezas de otras personas no interfieran con la línea de visión, pero una elevación demasiado grande se convierte en una barrera visual, un foso de altura. No debe haber columnas, tabiques ni ningún otro tipo de barrera. La audiencia y el orador deben encontrarse cara a cara. El mejor espacio para un encuentro cara a cara es el que se organiza sobre un eje horizontal, como si existiera una línea recta desde el orador hasta la persona que se encuentra en el medio de la audiencia. Esta es la base de la sinagoga, donde la gente se reúne para escuchar la lectura de la Palabra de Dios y su exposición, o un lugar de reunión en el que se juntan los cristianos para escuchar el evangelio. La autoentrega tiene lugar al hablar a un grupo de gente reunido a lo largo de un eje horizontal que va desde el orador humano hasta el oyente humano. Si eso fuera todo lo que implica el culto cristiano, entonces la planificación del espacio para el culto sería ciertamente sencillo. Pero Dios no sólo coloca la Palabra de Dios en nuestras bocas, sino que utiliza también nuestras manos. Y es aquí donde organizar el espacio para el culto cristiano se hace complicado, ya que debemos disponer no sólo de un lugar para recibir la palabra, sino también para recibir los sacramentos. La autoentrega de Dios llega de ambas formas. Toda buena arquitectura religiosa es un compromiso en el que se provee espacio para ambos tipos de actividad divina. Toda la historia de la construcción de iglesias es la historia de las concesiones entre los lugares que resultan más adecuados para hablar en nombre de Dios y aquellos que son mejores para tocar en nombre de Dios. Los sacramentos siempre tienen una escala humana. Si la trayectoria de la voz que habla es un eje horizontal, el lugar geométrico de la mano extendida se encuentra sobre un eje vertical. El alcance de la voz humana se puede extender artificialmente, pero no así el brazo humano. Dios nos ha creado a cada uno de nosotros lo suficientemente pequeños como para que podamos alcanzar tan sólo alrededor de un metro. Otros tienen que venir a nosotros, y la mejor manera para ello es formando un círculo a nuestro alrededor. La imagen que se proyecta con esto es la de un grupo de personas reunidas en círculos concéntricos alrededor de un eje vertical. Sobre ese eje vertical puede estar el altar, la pila bautismal o bautisterio, o simplemente una persona. Desde allí podemos tratar de alcanzar – Dios puede alcanzar a través de nuestras manos – a la comunidad que se encuentra en torno a nosotros. En otras palabras, para el culto cristiano necesitamos tanto una sinagoga como un aposento alto. Necesitamos un espacio en el que podamos proyectar nuestra voz y, al mismo tiempo, alcanzar a otros con nuestras manos, sean las manos que bautizan a un nuevo creyente, las manos que dan el cuerpo del Señor en la eucaristía, las manos que se imponen sobre una cabeza, las manos que unen las manos de una pareja, las manos que bendicen o reconcilian o las manos que rocían un ataúd. No sólo hablamos por Dios, sino que también tocamos a otros por Dios. Y tenemos que estar lo suficientemente

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cerca para realmente tocarlos. Una mujer tocó el borde de la túnica de Jesús y el poder pasó hasta ella. Nosotros tocamos la cabeza de otras personas, sus labios o sus manos, y el poder pasa hasta ellos. Pero nuestro alcance está limitado por los brazos que, a diferencia de nuestra voz, no pueden ampliarse con un micrófono. Precisamos de un espacio concéntrico íntimo donde poder tocar en nombre de Dios. ¿Cómo armonizamos el espacio organizado a lo largo de un eje horizontal con el que se organiza alrededor de un eje vertical? En este problema hay algo del propio paradigma del culto: de Dios a lo humano, representado por lo vertical, y de lo humano a lo humano, representado por lo horizontal. Pronto vamos a analizar las diferentes maneras en que históricamente se ha resuelto esta tensión. Pero ¿qué hay también de las palabras que la gente le ofrece a Dios? Parece haber pocos requisitos de espacio para esto; la oración y la alabanza se pueden ofrecer en cualquier lugar en que la gente se reúne. Por encima de todo, el edificio de una iglesia es un lugar al que las personas acuden para estar juntos. Siguiendo la terminología cuáquera, allí donde se reúnen muchas velas hay más luz. Los cristianos pueden hablarle a Dios dondequiera que se reúnan para adorar. Los requisitos de espacio para este acto no son específicos. Hubo un tiempo en que las iglesias tenían la tendencia a sugerir que Dios se encontraba exaltado en lo alto – quizás en los oscuros recovecos de las vigas del techo o al fondo del presbiterio. Hoy nos inclinamos más por sugerir que Dios se encuentra en medio de los adoradores y no en un lugar sagrado remoto. Un arquitecto coloca la cruz en medio de la congregación para afirmar este hecho. También son pocos los requisitos de espacio para hablar unos a otros en nombre de Cristo. Todo lo que se necesita es tener acceso a nuestro prójimo. Por supuesto que no podemos tocar a Dios, pero podemos tocar a otros en nombre de Dios. Últimamente desearse la paz se ha convertido otra vez en un destacado signo de reconciliación y amor mientras los cristianos se abrazan o se dan la mano unos a otros durante el culto. Otras posibilidades incluyen pronunciar el perdón de Dios después de una oración de confesión, un hecho que se puede realizar con las manos incluso mejor que con la voz (por ejemplo haciendo el signo de la cruz sobre la frente de la persona que está a nuestro lado). El lavamiento de pies es un acto puntual muy dramático. Y en los cultos de reconciliación se puede practicar el tocar a otros por Dios. Lo único que parece ser necesario para estos aspectos del culto es tener acceso unos a otros. Podemos separar los componentes del espacio para hablar y tocar en nombre de Dios de una manera más específica. La mayor parte de cultos cristianos requieren seis espacios litúrgicos diferentes en los que tiene lugar la adoración y tres o cuatro centros litúrgicos, esto es, elementos de mobiliario desde los que se dirige el culto. Resulta asombroso qué pocas y qué sencillas son las necesidades físicas para la celebración del culto cristiano. Pero dado que nunca nos las encontramos separadas unas de otras, es posible que no seamos conscientes de cada una de ellas de manera individual. Si el edificio de una iglesia se puede comparar con una frase completa, ha llegado el tiempo de mirar por un momento las palabras individuales que componen esa frase1. En los últimos años nos hemos concienciado mucho más de la importancia del espacio de reunión como un espacio litúrgico clave. La comunidad cristiana necesita reunirse para poder adorar, y este hecho de reunirse puede ser, por sí sola, la actividad más importante de la congregación. En la época heroica de la iglesia primitiva, el hecho mismo de reunirse producía mártires. En cada época, formar el cuerpo de Cristo es el primer acto de adoración, un acto en el que todos participan. Por lo tanto, el espacio que delimita la separación temporal de la comunidad con respecto al mundo exterior,

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espacio en el que los individuos se convierten en una comunidad, merece una cuidadosa atención en el diseño de las iglesias. El segundo tipo de espacio es el espacio para el movimiento. El culto cristiano exige un movimiento considerable. Los evangelistas del siglo XIX y los carismáticos de hoy nos recuerdan que para mover a la gente espiritualmente también hay que moverla físicamente. Los cristianos parecen ser peregrinos inquietos. La gente que se reúne debe ocupar su lugar, pero incluso entonces las procesiones, las bodas, los funerales, los bautismos, las ofrendas y el participar en la comunión implican más movimientos, que la comunidad cambie de posición durante el culto. El movimiento es una parte integral del culto y los pasillos y los cruces entre pasillos requieren una meticulosa planificación. El espacio litúrgico más grande es, generalmente, el espacio congregacional. Básicamente la iglesia es un lugar de personas. El templo griego era lo contrario; los paganos guardaban el dinero dentro y la gente fuera. Los cristianos utilizan el dinero para el mundo que se encuentra fuera y sirven a las personas que están dentro. Los lugares de reunión de los cuáqueros consisten casi en su totalidad de un espacio congregacional, manifestando de esta manera que la presencia de Dios se da a conocer en medio del pueblo de Dios. En un importante pasaje, la Constitución sobre la Sagrada Liturgia del Vaticano II enumera como una de las formas en que Cristo está presente en las celebraciones litúrgicas de la iglesia: “Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: ‘Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos’ (Mateo 18:20)” (párrafo 7). Hoy en día podríamos añadir también que Cristo está presente en los pobres que hay entre nosotros. El espacio para el coro puede que sea el espacio litúrgico más difícil de tratar, particularmente cuando no se está seguro acerca del papel de un coro en el culto. Es posible que ese espacio tenga que albergar también a instrumentistas o bailarines. El papel o papeles principales asignados al coro deberían determinar la ubicación y el diseño de este tipo de espacio. Estamos acostumbrados a hablar del bautismo refiriéndonos a una pila bautismal o a un bautisterio; con mucha menos frecuencia pensamos en él en términos de un espacio bautismal. En el peor de los casos, el bautismo ha sido una ceremonia privada realizada en algún rincón remoto de la iglesia. Sin embargo, cada bautismo es un acto de toda la comunidad, no sólo porque añade una persona más al número de quienes componen el cuerpo, sino porque da fe una y otra vez del hecho de que aquellos que han pasado por las aguas de la muerte y la resurrección están unidos a Cristo. Al igual que ocurre con las bodas, el bautismo implica tanto a la comunidad eclesial en su conjunto como al círculo más íntimo de familiares y padrinos, reunidos como un foco especial de amor en torno al bautizando. Por lo que hace al espacio, esto requiere acceso y espacio para los candidatos y la comitiva bautismal de manera que no impida la participación por parte de toda la congregación. El espacio bautismal es un espacio de personas en círculos concéntricos. Alrededor de la pila bautismal o bautisterio se reúnen, en primer lugar, los candidatos y el ministro, después la familia y los padrinos y, finalmente, el resto de la congregación. El espacio del altar rodea a la propia mesa. Normalmente es el espacio más visible del edificio, haciendo con frecuencia que nos olvidemos del hecho de que su papel es servir y no dominar. Así que necesitamos evitar barreras tales como la excesiva altura, el resplandor o el exceso de luz directa, un mobiliario que no guarde proporción con el resto, el cercamiento y cualquier otra cosa que haga que este espacio parezca un lugar sagrado remoto y separado. Por extraño que parezca, en muchas denominaciones con poca piedad eucarística este es el lugar de la iglesia al que nunca se acerca la gente.

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Permanece más elevado y distante que en aquellas denominaciones en las que las personas se reúnen a su alrededor semanalmente. También hay tres o cuatro centros litúrgicos esenciales para el culto cristiano. Una vez más, su uso refleja las formas en las que percibimos la presencia de Cristo en nuestro culto. Una pila bautismal o un bautisterio son una necesidad por el mero hecho físico de que el agua requiere un contenedor. Puede ser un hueco en el suelo (como revelan los bautisterios más antiguos que han sobrevivido) o una pileta colocada sobre un pilar. Esa única exigencia – que pueda contener agua – parece estar más escondida que revelada en muchos diseños. La Constitución nos recuerda: “Él [Cristo] está presente con su poder en los Sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza” (CSL, párrafo 7). Sin un contenedor para el agua no podemos bautizar o experimentar esta forma de la presencia de Cristo. Cristo también está “presente en su Palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla” (CSL, párrafo 7). Alguien podría argumentar que un sentido estricto un púlpito o ambón no es una necesidad sino algo conveniente. Sin embargo, si se entienden la lectura y la predicación de la Palabra de Dios como una nueva teofanía cada vez que se reúne el pueblo de Dios, entonces necesitamos un testimonio físico de esa creencia en forma de púlpito. Un púlpito permite que se vea la Biblia cuando no se está leyendo o no la sostiene el lector o predicador, de manera que sus manos están libres mientras llevan a cabo la lectura o predicación. Los aspectos visuales de esta forma de la presencia de Cristo no deben tomarse a la ligera. Esto también significa que la encuadernación debe convertirse nuevamente en un arte importante para la iglesia2. No es necesario recalcar la importancia del altar para el culto cristiano, pero sí necesitamos que se nos recuerde que no está presente como el centro arquitectónico del edificio, ni siquiera como un símbolo de Cristo. Está ahí porque se utiliza; en resumen, igual que las pilas bautismales contienen agua y los púlpitos sostienen las Biblias, los altares sostienen los utensilios de la comunión. Los altares que aparecen en el arte cristiano antiguo apenas eran mayores que una mesa de juego. Eran mesas ministeriales, bastante adecuadas para aguantar lo que se colocaba encima de ellas pero no monumentos para llenar espacio o crear un centro arquitectónico o un símbolo religioso. En la cultura occidental parecería muy poco conveniente tener que poner los utensilios de la comunión sobre el suelo, así que la mesa es una necesidad. En la iglesia primitiva, la silla presidencial era el centro desde el cual se dirigía gran parte del culto y el lugar desde donde se predicada hasta finales del siglo IV. En círculos católicos se ha producido un auge en la importancia que se le ha asignado a la silla presidencial desde el Vaticano II. Muchos protestantes todavía están rehuyendo la fealdad de las inevitables tres sillas situadas tras el púlpito, y que en el siglo XIX se ofrecían al pastor, al director de la música y al predicador invitado. A resultas de ello, muchos protestantes de hoy en día ponen reparos a que se vea demasiado el asiento del clero. La Constitución habla de la presencia de Cristo “en la persona del ministro”, pero resulta discutible hasta qué punto una persona puede ser identificada con una silla de la manera en que asociamos el agua con una pila, la Biblia con el púlpito o los elementos de la comunión con la mesa. Una silla no funciona exactamente de la misma manera, ya que la presencia de Cristo en una persona no necesita de ningún mobiliario para hacerla visible. Por descontado que la silla presidencial es algo conveniente, pero debería diseñarse y ubicarse de manera que no sugiera un trono. No hace falta nada más. Hay un cierto sentido de pobreza o de economía de medios en el culto cristiano, aunque demasiadas veces rizamos el rizo. No son necesarios otros espacios ni otro mobiliario (atriles o facistoles, mesas de oración,

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comulgatorios) y pueden llegar a confundir ocultando los que sí lo son. Limitándonos a lo esencial, la compostura y la descripción mesurada llegan a convertirse en las formas más poderosas de afirmación. Los espacios y centros esenciales, y solamente ellos, revelan lo que es básico en el culto cristiano. Historia de la Arquitectura Litúrgica Echar un vistazo a la manera en que los cristianos han ordenado estos espacios y centros litúrgicos durante el transcurso de la historia puede enseñarnos mucho. La relativa prominencia o reticencia de varios espacios o centros, su relación entre sí y el diseño de los propios centros litúrgicos son una clara indicación de los cambios en la práctica y perspectiva teológica. Esta variedad da muestras de la diversidad inherente al culto cristiano. Sin embargo, la persistencia de los mismos seis espacios y los tres o cuatro centros atestiguan de forma rotunda el alto grado de persistencia que existe en el culto cristiano. Solamente podemos hacer un rápido recorrido por la diversidad y la persistencia, aunque este repaso sugerirá la gran variedad de arreglos litúrgicos que han sido considerados de utilidad3. La iglesia primitiva tuvo que adorar en dependencias improvisadas durante los períodos de persecución, aunque sabemos que ocasionalmente, incluso durante el tiempo en que el cristianismo era una religión ilegal, se construyeron edificios de cierto esplendor. Poseemos pocas evidencias documentales o arquitectónicas del marco arquitectónico del culto cristiano antes de la época de Constantino. Aparentemente los primeros cristianos a menudo se reunían en casas particulares, generalmente las de los miembros más pudientes de la comunidad. Durante los períodos de persecución siempre existía el peligro de que los cristianos pudieran ser ejecutados por el crimen de reunirse para adorar o de que fueran víctimas de las turbas que consideraban que tales reuniones eran antipatrióticas o irreligiosas. Así pues, probablemente era prudente utilizar habitaciones y mobiliario familiar corrientes para tales cultos y luego devolverlos inmediatamente a su lugar. El hecho de que esos lugares estuvieran situados en casas particulares le dio al culto cristiano un sentido de hospitalidad e intimidad que se perdió cuando éste se convirtió en público. No obstante, las ventajas de ese espacio íntimo vuelven a darse una y otra vez allá donde los cristianos son perseguidos o son una minoría empobrecida: por ejemplo los anabautistas, los amish, los cuáqueros e incluso los cristianos de algunos países en la actualidad. Probablemente nos engañamos a nosotros mismos si pensamos que esta misma sensación doméstica de hospitalidad e intimidad puede imitarse fácilmente en los edificios públicos, aunque nos engañamos igualmente si olvidamos la necesidad de buscar estas cualidades en la buena arquitectura religiosa. Estas cualidades claramente conforman el estilo de culto ofrecido en tales marcos. Contamos con el ejemplo sorprendentemente bien preservado de una iglesia doméstica en Dura-Europos, a orillas del río Eufrates. Se trata de una casa de comienzos del siglo III (mucho antes de que finalizara la persecución en el 313) adaptada permanentemente para el culto cristiano y que fue destruida alrededor del año 256. Las ruinas indican que se había quitado una pared y se habían unido dos habitaciones para proporcionar así espacio para la asamblea eucarística (figura 1)4. En un extremo está situado un pequeño estrado, posiblemente para el altar y el sitial del obispo. Probablemente se utilizaba una habitación en el lado opuesto de la casa como bautisterio. Tenía una pila bautismal cubierta por un dosel y las paredes adornadas con frescos. Así, incluso en una época tan temprana, parece existir una asignación explícita

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de espacios para las diferentes funciones litúrgicas, un modelo que se refleja en la mayoría de edificios de iglesias posteriores.

Figura 1 En el siglo IV el cristianismo no sólo se convirtió en legal y respetable, sino que fue abrazado por el emperador Constantino, el cual colmó a la iglesia con regalos espléndidos: nueve nuevas iglesias en Roma y otras en Jerusalén, Belén y Constantinopla. La adoración en estos nuevos y magníficos edificios se correspondía con la suntuosidad de la corte imperial, algo muy distinto de lo que había sido el caso de los cristianos perseguidos que se apiñaban en reuniones secretas. Los arquitectos del emperador simplemente adaptaron un tipo de construcción bien desarrollada, la basílica o juzgado romano. La basílica civil cumplía unas funciones muy parecidas a las de los juzgados del condado o el auditorio del instituto en las ciudades norteamericanas. Básicamente, la mayoría eran edificios rectangulares con un espacio semicircular, el ábside, situado en el extremo opuesto al lugar, mucho más alargado, en el que se colocaba la gente, la nave. En el ábside había un estrado con un sitial para el juez, que podía estar flanqueados por escribas. La basílica era esencialmente un edificio longitudinal organizado sobre un eje horizontal. La iglesia hizo suyo este tipo de edificio en el siglo IV (figura 2).

Figura 2 El sitial del obispo sustituyó al del juez y los presbíteros se sentaron a ambos lados suyos. El estrado para los cantantes se prolongaba hacia la nave, hecho que aquí se indica mediante las líneas continuas. El altar normalmente aparecía cerca de la intersección del ábside con la nave y había un ambón (púlpito) situado al final o al lado del estrado. Al principio, la predicación se realizaba desde el sitial del obispo y la oración eucarística se ofrecía frente a la gente situada al otro lado de la mesa. El resto del edificio estaba libre de sillas, de manera que la congregación se iba moviendo hacia el lugar en que podía escuchar y ver mejor. Desde una época temprana ha existido también la tradición de un edificio centralizado organizado alrededor de un eje vertical en el centro del edificio. Basándose en esto, frecuentemente se diseñaba un tipo distinto de edificio para los bautismos, el bautisterio, así como el martyrium o capilla situado sobre la tumba o las reliquias de un mártir. Ambos estaban basados en el mausoleo. La nueva tecnología

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para construir cúpulas sobre las naves cuadradas llevó a que gradualmente las iglesias ortodoxas orientales adoptaran estos edificios centralizados en lugar de las basílicas alargadas preferidas en Occidente. A menudo, tres ábsides están separados por un iconostasio (una mampara cubierta con imágenes de santos) del espacio congregacional central, que con frecuencia está cubierto por una cúpula (figura 3). La gente está resguardada del temor y el misterio del servicio que rodea el altar por el iconostasio. Esto crea en las iglesias ortodoxas orientales la apariencia de dos cultos simultáneos: uno en el espacio congregacional y otro en el santuario.

Figura 3 Los iconos (imágenes) de santos rodean la congregación, recordándole que adoran junto a toda la compañía celestial. En Occidente las iglesias han tenido la tendencia a desarrollarse longitudinalmente, en parte debido a la tecnología. (La anchura máxima de la bóveda gótica era de unos veinticinco metros, pero repitiendo las crujías una iglesia podía prolongarse a lo largo). Pero esto también fue el resultado de la creciente complejidad en las formas de adoración y la especialización de los sacerdotes y clérigos menores, además de aquellos que pertenecían a órdenes religiosas. Esta complejidad y especialización puede verse de manera espectacular en la retirada del altar desde las proximidades del espacio congregacional hasta que el espacio del santuario acabó situándose en el extremo del edificio más alejado del espacio congregacional. La Edad Media asistió al desarrollo de los tipos de iglesias altamente especializados: iglesias de peregrinaje, iglesias para las comunidades monásticas, iglesias colegiales (colegiatas), catedrales, iglesias para la predicación e iglesias parroquiales corrientes. Sin embargo, las que marcaban el ritmo eran a menudo las iglesias monásticas. Dado que una gran parte del tiempo de estas comunidades giraba en torno a recitar y cantar los siete oficios diarios y el oficio vespertino, y que las comunidades grandes podían incluir hasta un millar de monjes, no es de extrañar que se desarrollara un tipo de edificio magníficamente funcional, diseñado específicamente para albergar esa adoración. El espacio más importante llegó a ser la sillería del coro (ya que toda la comunidad formaba un coro), dispuesto en dos secciones paralelas, de modo que los salmos pudieran cantarse respondiéndose unos a otros, primero un lado y después el otro. De hecho, estos coros alargados suponían la creación de una iglesia dentro de otra iglesia, frecuentemente separada de la nave mediante mamparas (figura 4). Para una comunidad monástica se trataba de una disposición funcional. Un altar elevado y situado en el santuario servía para la misa, mientras que otras mesas estaban distribuidas por todo el edificio para las misas privadas. Se pusieron a prueba otras disposiciones diversas para las comunidades monásticas: por ejemplo, un coro en un ábside occidental en Alemania y un espacio rodeado por una pared y situado en medio de la nave en España. Las catedrales siguieron el modelo monástico y a menudo subdividían el espacio interior en compartimentos más especializados para las capillas

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dedicadas a determinados personajes, donde se decía misa por el descanso de los difuntos.

Figura 4 No debería sorprendernos que estas iglesias tan especializadas tuvieran un efecto desproporcionado sobre las iglesias parroquiales, donde la mayoría de la gente adoraba en su pueblo (figura 5). También en estos edificios surgieron grandes coros y presbiterios separados por mamparas, espacios que eran utilizados solamente por el clero local y la familia del señor feudal. Pero la congregación no estaba compuesta por monjes ni clérigos, sino por seglares a quienes se relegaba a la nave, desde donde podían vislumbrar la misa que se decía desde el altar, situado al otro lado del presbiterio. Era frecuente que en la nave hubiera un púlpito y que la gente se pusiera alrededor de él.

Figura 5 A diferencia de la iglesia monástica, cada iglesia parroquial tenía una pila bautismal. A finales de la Edad Media, los oficios de bautismo o de boda comenzaron en un porche, justo en el exterior. Toda la nave estaba decorada con gran número de esculturas, pinturas y vidrieras que tenían como fin instruir y estimular a la devoción. Hasta el siglo XIV la nave no tenía sillas ni bancos. La congregación se movía hasta el lugar en que podía ver y escuchar mejor. La tardía y gradual introducción de bancos supuso que la gente se sentara y que la congregación ya no tuviera movilidad. Había llegado el momento de que pasaran su tiempo en devociones privadas. Tal era el divorcio existente entre el clero y el pueblo que un obispo católico del siglo XVI se permitía escribir: “La gente en la iglesia [nave] prestó poca atención a lo que el sacerdote y el resto de clérigos hacían en el presbiterio... Nunca se pretendió que la gente de verdad escuchara los maitines o la misa, sino que estuviera allí presente y oraran para sí en silencio”5. La división entre la nave y el presbiterio, tan funcional en una iglesia monástica, fue un desastre en las iglesias parroquiales, pese a lo cual fue imitada celosamente. La iglesia parroquial de la Edad Media se había convertido en un lugar excelente para la devoción privada (que en realidad era el uso primordial que las personas hacían de ella) pero un lugar muy pobre para el culto verdaderamente litúrgico con aquella “participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas, exige la naturaleza de la Liturgia misma” (CSL, párrafo 4).

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Otro avance medieval fue atribuir un significado simbólico a cada porción de espacio, al mobiliario y a los actos de adoración. Este fantasioso y lento crecimiento frecuentemente delataba que se había dejado de entender que en su momento los elementos eran funcionales y tenían un propósito obvio. La Reforma Protestante y la Contrarreforma fueron testigos de grandes cambios en la disposición del espacio. Los jesuitas, que no necesitaban un espacio para el coro para decir juntos el oficio diario, fueron pioneros entre los católicos en la construcción de iglesias suntuosas en las que la misa podía convertirse en un deslumbrante espectáculo. Nuevamente el altar ocupó un lugar prominente sin que en medio hubiera un espacio dedicado al coro. Los púlpitos ornamentados eran muy corrientes. Resulta difícil generalizar sobre los experimentos protestantes en la arquitectura litúrgica, debido a la gran variedad de los mismos. El motivo era su afán por saltar por encima de los desarrollos medievales y alcanzar lo que ellos, correcta o equivocadamente, consideraban patrones primitivos (esto es, de la iglesia primitiva) de construcción. Era difícil, si no imposible, enseñar el sacerdocio universal de los creyentes en un edificio rígidamente dividido en un presbiterio para el clero y una nave para los laicos. Se adaptaron los edificios medievales trayendo a todos los comulgantes al presbiterio para tomar la comunión o sacando todo el culto a la nave. Algunas veces el presbiterio simplemente se cerraba levantando una pared y se utilizaba como escuela. Cuando los protestantes comenzaron a construir numerosos edificios durante los siglos XVII y XVIII, la variedad de formas con las que experimentaron fue realmente extraordinaria, a pesar de que muchas de ellas eran de tipo centralizado. La figura 6 muestra (de izquierda a derecha) algunos modelos dibujados a partir de ejemplos alemanes, holandeses y escoceses.

Figura 6 La misma diversidad de experimentación continuó en Norteamérica en el siglo XVIII. La figura 7 ilustra (arriba) un típico lugar de reunión congregacionalista, una de las múltiples disposiciones que probaron los anglicanos y (abajo) una casa de reunión de los cuáqueros, en la que la partición movible que separaba el lugar de reunión de los hombres y las mujeres está indicado por la línea en forma de zigzag.

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Figura 7

¿Qué tienen en común todos estos modelos, si es que hay algo en común? Ninguno tiene presbiterio; prácticamente desapareció de los edificios protestantes por espacio de casi tres siglos. En su lugar, el espacio congregacional se ha agrandado y el espacio del coro y del santuario se ha recortado o ha desaparecido por completo. El edificio cuáquero consiste en su totalidad en un espacio congregacional para moverse. Un añadido típicamente protestante fue el de los coros superiores, que hacían posible que los oradores pudieran ser escuchados por un gran número de personas. Los coros también ayudaron a reunir a toda la comunidad en torno al púlpito y a la Mesa del Señor, aunque el movimiento era difícil. En el siglo XIX se produjo una extraña inversión. El romanticismo del Movimiento de Cambridge hizo que muchas iglesias del mundo anglófono vieran la Edad Media a la luz de la luna y clamaran por un tipo de edificio neomedieval (figura 8; compárese con la figura 5). Por su parte, los movimientos de avivamiento, con su énfasis en los predicadores famosos y los coros multitudinarios, ideó la disposición de escenario de conciertos (figura 9).

Figura 8

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Figura 9

En los últimos años se han producido grandes cambios, particularmente desde el Vaticano II. Tienen en común que muchos de ellos representan un movimiento hacia un plan centralizado, aunque con las concesiones necesarias para hacer que la palabra hablada funcione bien y aun así permitir una disposición concéntrica de la gente.

Figura 10 La figura 10 muestra una disposición que podría aparecer tanto en una iglesia protestante como en una iglesia católica construidas en la actualidad. Los protestantes se inclinarían más por colocar la pila bautismal delante de la congregación, aunque esto no es algo desconocido en las iglesias católicas. Es más probable que fueran los católicos quienes colocaran una silla presidencial; los protestantes actualmente están reaccionando en contra de que el asiento para los ministros ocupe un lugar predominante. Tanto unos como otros se inclinan por buscar formas centralizadas con la congregación reunida alrededor del altar. Algunas de las características más pronunciadas de las iglesias modernas son el resultado de la necesidad económica y de los nuevos métodos de construcción. Pero otros, tales como los edificios que no destacan demasiado, el espacio interior sin una dirección concreta y la flexibilidad en el sistema de asientos, son un claro exponente de los esfuerzos deliberados por recuperar algo de la hospitalidad e intimidad de las iglesias domésticas en las que adoraban los primeros cristianos. ¿Qué conclusiones prácticas para nuestros días podemos sacar de esta rápido visión general de la experiencia cristiana con el espacio litúrgico? Obviamente hay suficiente diversidad como para hacer que las generalizaciones de cualquier tipo resulten difíciles. Sin embargo, cuando contemplamos estas experiencias con ojo crítico hay en ellas muchas cosas que podemos admirar y otras muchas que podemos deplorar. Es evidente que el punto en el que nos encontramos en el tiempo tiene unos parámetros de juicio diferentes de los de otras épocas, pero si aceptamos la limitación impuesta por el hecho de que hablamos desde la perspectiva de finales del siglo XX, podemos idear algunos criterios de relevancia práctica para aquellos que construyen o renuevan el espacio para el culto cristiano en el día de hoy. Nuestro primer criterio es el de la utilidad. ¿Hasta qué punto funciona bien un edificio al ser utilizado – no admirado sino utilizado – por los adoradores? La incógnita sólo se puede despejar viendo en qué medida el edificio sirve el propósito de hablar, actuar y tocar en nombre de Dios. Si al hablar no se oye nada por culpa de una acústica atroz, aunque el espacio funcione bien para la música, difícilmente puede ser considerado adecuado. O si al hablar todo va bien pero la congregación está distribuida

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en coros inaccesibles, de manera que dar la comunión sea difícil, el edificio tiene un diseño defectuoso. Está claro que deben existir compromisos entre una iglesia ideal para la predicación y una iglesia perfecta para participar en los sacramentos. El criterio de la utilidad abarca todos los usos. Las iglesias se construyen para ser utilizadas, y no como monumentos para que los turistas los admiren o los historiadores del arte escriban una crónica sobre ellos. Gran parte del éxito del espacio más útilmente organizado para el culto cristiano es fruto de la devoción por la simplicidad. Sólo cuando comprendemos qué es lo básico y esencial del culto podemos construir algo bien para ello. La compostura y la disciplina resultan cruciales. Demasiados edificios de iglesias se han echado a perder por gastar demasiado dinero y esfuerzos en cosas no esenciales y ocuparse demasiado poco de las cuestiones básicas. Los seis espacios litúrgicos esenciales y los tres o cuatro centros litúrgicos forman el corazón de nuestra disciplina de la simplicidad. Saber cuando parar es de suma importancia. Uno debe hablar sobre el culto antes de hablar de la arquitectura. Los comités que se nombran para la construcción de las iglesias tienen fama de ser malos clientes porque no hacen bien sus deberes y deciden de manera arbitraria sobre lo que es la iglesia y lo que ésta hace durante su culto. Sin esa información aun los mejores arquitectos son incapaces de diseñar edificios adecuados para el culto. Lo más que pueden hacer es diseñar fachadas muy atractivas. Un sondeo ha demostrado que las circunstancias del culto cristiano y las necesidades que se perciben están sujetas a cambio. Especialmente los eventos que han tenido lugar en los últimos años también nos han enseñado la importancia de la flexibilidad. A pesar de la persistencia del culto cristiano, hay fuerzas poderosas que conforman y cambian las formas externas a través de las cuales se expresan estas constantes. Las iglesias de las que resulta más difícil ocuparse actualmente son aquellas que se construyeron hace no mucho tiempo, cuando todavía no habíamos llegado a aceptar la realidad del cambio en el culto. Uno de los nuevos elementos de hoy en día que tiene una importancia singular es la franca aceptación del cambio. La romántica afirmación de John Ruskin de que “cuando construyamos, pensemos que construimos para siempre” pertenece a otra época. En lugar de eso deberíamos decir: “cuando construyamos, no le hagamos nudos al futuro”, porque sabemos que será distinto, incluso tal vez dentro de poco tiempo. Los bancos inamovibles, los enormes púlpitos, la sillería fija del coro, pertenecen a una época que no podía imaginar siquiera la posibilidad del cambio. Pero tanto la historia como la experiencia reciente nos han enseñado que lo que parece ser tan verdadero y obvio en una época puede que no lo sea tanto en la siguiente. No tratemos de imponer nuestra voluntad de manera irrevocable en forma de cemento sobre aquellos que vienen detrás de nosotros. Ellos también merecen emitir su juicio. Un tema escurridizo a lo largo de nuestro vistazo general a la historia ha sido la necesidad de que los edificios fomenten una sensación de intimidad. Esto era ciertamente así en la iglesia primitiva, fue recuperado nuevamente en muchas tradiciones reformadas y ahora es buscado ardientemente en las construcciones actuales. La sensación de intimidad es importante cuando hacemos hincapié en la participación de toda la comunidad que se reúne para adorar. La actual repulsión hacia los edificios monumentales es un signo saludable de que un pueblo compuesto por siervos ha aprendido que la arquitectura tiene como fin servir a la comunidad y no dominarla. Esto significa edificios construidos a escalas más reducidas y menos caros, que hacen posible que cada adorador sienta que está en un escenario y que tiene un papel importante en el culto, en lugar de ser un espectador solitario perdido entre la audiencia.

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El espíritu humano asocia el culto con la belleza. La belleza es una cualidad difícil de aprehender, por eso no siempre resulta fácil alcanzar un consenso sobre qué cosas y lugares son bellos. Parece que una altura considerable es casi el único factor constante que se asocia con el hecho de embellecer el espacio para el culto. Otros elementos de diseño continuarán cambiando a medida que los arquitectos pretenden construir el mejor de los espacios posibles que les permita su tiempo. La utilidad, la simplicidad, la flexibilidad, la intimidad y la belleza parecen ser los criterios con los que mejor se puede juzgar si la arquitectura litúrgica sirve a la iglesia de hoy de manera adecuada o no. Evidentemente estos no son los parámetros que se siguieron al construir las grandes catedrales del siglo XIII o incluso las iglesias de los años 50, aunque podemos aprender mucho de todas ellas. Pero la franqueza y honestidad que se buscan en nuestro tiempo pueden indicar nuevas direcciones que añadir al variado legado del pasado. Aquellos que tienen la responsabilidad de construir o reformar el espacio para una congregación disponen de una maravillosa oportunidad para renovar la vida de su comunidad. Un proyecto de construcción puede ser el catalizador que haga posible la renovación de la iglesia. También puede ser un auténtico infierno. El proceso (la planificación de la construcción) puede ser más importante para la vida congregacional que el hecho mismo de levantar el producto (el edificio). Después de todo, la iglesia está formada por personas, no por un edificio. Pero planificar un edificio a menudo puede ayudar a que la gente descubra o vuelva a descubrir qué significa ser la comunidad que goza del favor de Dios. Mucho depende del liderazgo que se dé a la hora de planear el proceso y de la voluntad de tomarse el tiempo necesario para prepararse adecuadamente. Pero el edificio tampoco carece de importancia. Después de ser construido continuará conformando el culto a su imagen durante generaciones. Aunque no es totalmente cierto que el edificio siempre permanecerá, al menos debemos reconocer en él un poderoso aliado y un formidable enemigo. Sus testigos sobrevivirán a sus constructores. Cuanto más cuidadosamente estudiemos y reflexionemos sobre el culto cristiano, mejor equipados estaremos para ayudar a planear el edificio que será una valiosa herramienta para ayudarnos a hablar, actuar y tocar en nombre de Dios. La Música Litúrgica y el Espacio El espacio determina muchas de las cosas del culto, pero una de las que, por desgracia, se suelen pasar por alto con mayor facilidad es la que afecta al sonido. Cada iglesia forma un ambiente acústico. Cada una es única. Y pocas son las cosas que afectan al culto de una manera más profunda que la forma en que el sonido se comporta en el espacio. Por supuesto que el sonido también existe en el tiempo, y perfectamente hubiera podido ser tratado en el capítulo 2. Pero la relación del sonido con el espacio es algo que necesita ser recalcado, especialmente debido a que se pasa por alto tan a menudo cuando se planifica el espacio litúrgico. Las iglesias se construyen para ser usadas. Generalmente se suelen fotografiar vacías, pero una iglesia funciona principalmente cuando está siendo utilizada por una congregación. El hecho mismo de que la gente se reúna es un acontecimiento sonoro, que suele comenzar frecuentemente con el sonido de las campanas que llaman a separarse del mundo. Así que el sonido existe en el espacio, además de existir en el tiempo. Nuestra preocupación en este momento tiene como objeto todos los sonidos que se producen dentro del edificio de una iglesia, así como la manera en que esos sonidos actúan en ese espacio para conformar y determinar la naturaleza del culto que allí se ofrece. Puede

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que poner algunos ejemplos nos sirva de ayuda. Las grandes dimensiones y la superficie dura de los edificios de piedra medievales hicieron necesaria la práctica de salmodiar recitaciones en prosa de forma melódica para asegurar que fueran audibles. Normalmente se cantaban los salmos al unísono con melodías de canto gregoriano, una práctica que se adaptaba bien a un ambiente acústico como ese en el que el sonido persiste. Por su parte, no fue por accidente que el canto congregacional en Inglaterra se desarrollara en las pequeñas casas de reunión de los disidentes, en vez de en las iglesias parroquiales estatales de la Edad Media. Con el tiempo, los anglicanos recogieron la himnología, pero los congregacionalistas y los metodistas iban en cabeza. Sus pequeñas e íntimas casas de reunión alentaban el canto congregacional porque hacían que cada cual se sintiera “encima del escenario”. De manera análoga, sería difícil imaginar la silenciosa espera delante de Dios del culto cuáquero en cualquier lugar en el que el sonido resonara tanto como en una gran catedral de piedra. En el reducido espacio doméstico el culto cuáquero parece algo natural; en medio de la vastedad parecería más difícil que se produjera esa palabra de parte del Espíritu. El culto implica un amplio espectro de sonidos. ¿Cómo actúa entre sí la gente al reunirse? Mezclados con el culto hay sonidos de pies, voces, sillas que se mueven. Los bebés lloran y los niños se quejan. Estos sonidos no deben suprimirse, sino que son los sonidos naturales y gratos del cuerpo en formación. Pero puede que haya sonidos desagradables procedentes del exterior que necesitan ser apagados, o pequeños ruidos mecánicos procedentes de la iluminación, de la calefacción o del aire acondicionado que deben ser absorbidos. Todavía más crucial es la voz hablada. Si hay un eco que rebota en las superficies duras o curvas es posible que la predicación se haga difícil. Los ecos no deberían impedir que se escuchara la Palabra de Dios. Existen problemas similares en un ambiente excesivamente absorbente, que hace que cada persona piense que está cantando un solo y normalmente se calle. Demasiada absorbencia puede provocar que la música de órgano pierda gran parte de su brillo. Una mala acústica puede frustrar tanto al orador como al músico, aunque sus requisitos no sean los mismos. El orador no quiere que haya eco, mientras que el organista se deleita con un poco de reverberación. Generalmente hace falta un compromiso entre los dos. Si bien debemos darnos cuenta de que el culto consta de otros muchos componentes, nuestras principales preocupaciones son la voz hablada y la música. En los próximos capítulos hablaremos más de la voz hablada y de la música, pero puede resultar útil decir unas cuantas cosas en este punto sobre la música de iglesia en general, especialmente en la medida en que se ve afectada por el espacio. La música es a la organización del sonido lo mismo que la arquitectura a la organización del espacio. La función primordial de la música de iglesia (música sacra o música litúrgica) es añadirle al culto una dimensión de implicación más profunda. A estas alturas, casi cada sala de coro debe tener ya un cartel con la cita de Agustín en el sentido de que quien canta ora dos veces, pero los temores de Agustín acerca del excesivo atractivo de la música nunca parecen hacerse públicos. Hay mucho de cierto en su afirmación sobre orar dos veces; cuando uno canta debe ser más consciente incluso de lo que está haciendo. Bailar añadiría aún otro nivel de conciencia. Cantar un texto exige más concentración que sencillamente recitar algo, pese a que la excesiva familiaridad puede hacer que en ocasiones cantar sea algo manido. Cuando hay música, normalmente eso implica que existe un nivel más profundo de ejecución y de audición que cuando no la hay. Así pues, la música añade una nueva dimensión a cualquier evento. Algunas veces uno tiene que experimentar la ausencia de música en un culto que le resulta familiar sólo para darse cuenta de hasta qué punto la música mejora la plena participación.

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Una de las razones por las que la música ayuda en la adoración es que la música es un medio más expresivo que el habla común. La música nos permite expresar una intensidad de sentimiento por medio de la variación en la velocidad, el tono, el volumen, la melodía, la armonía y el ritmo. Así, uno dispone de un abanico más amplio para expresarse cuando canta que cuando habla. La música puede transmitir, y a menudo lo hace, una mayor intensidad de sentimiento de lo que se expresaría sin ella. Otro factor es la belleza de la música. Aquí debemos ser prudentes ya que el propósito del culto no es la creación de la belleza (ni de alguna música), aunque la belleza puede ser de un valor considerable para la adoración. A pesar de ello para algunos individuos existe mucha música con mínimas cualidades estéticas que funciona bien como un medio satisfactorio de expresar su adoración. Uno no debe criticar un culto utilizando los mismos criterios que se aplicarían a un concierto. Muchas personas a quienes se les ha enseñado a saber distinguir qué es una “buena” música de iglesia para la gente sofisticada, no saben reconocer que también deberían haberles enseñado lo que es “bueno” para la gente y las circunstancias en las que esta música es utilizada en la realidad. En cada nivel de sofisticación cultural hay una serie de posibilidades distintas, algunas más adecuadas que otras para cada situación. De modo que si no seleccionamos música de acuerdo con la cultura y situación de nuestra congregación, tenderemos a ser elitistas a la hora de escoger. Por tanto, una de las funciones de la música es la de ofrecer algo que consideramos bello, sin importar lo escasos que puedan ser nuestros propios logros musicales. Y esta es la razón por la que el hecho de que uno cante conlleva una participación más activa que escuchar como otra persona canta, no importa lo superiores que puedan ser los logros de esa otra persona. Felizmente, a menudo no tenemos que escoger entre los dos; podemos tener música coral y canto congregacional en el mismo culto. Pero el canto congregacional tiene la clara ventaja de darle a cada uno la oportunidad de ofrecerle a Dios el mejor sonido que es capaz de crear. Esto no puede ser sustituido por el esfuerzo de otra persona. La música de iglesia es esencial para añadir mayores dimensiones de sentimiento y belleza a nuestro culto. Si la música es tan importante para el culto, entonces los efectos del edificio sobre la música son muy importantes. Durante el culto, todo el edificio se convierte en un instrumento musical. El sonido rebota de un lado a otro o es aspirado por él al igual que ocurre con cualquier otro instrumento musical. Algunas salas de concierto modernas se construyen con lamas ajustables para que sean “afinables”, de modo que las paredes puedan absorber o reflejar más sonido. Hasta cierto punto este ajuste también se produce en el interior de las iglesias. La acústica varía al aumentar el número de personas congregadas y se absorbe más sonido. Como en el caso de un instrumento musical, el edificio funciona en una serie de maneras para afectar los distintos tipos de música sacra. Puede mejorar o matar todo tipo de música de iglesia. Las necesidades de la música instrumental varían algo según el instrumento o la combinación de instrumentos que se utilice. Normalmente se desea un sonido vivo y brillante y se prefiere que haya algo de reverberación, pero no la suficiente como para que se cree un eco que vaya a interferir con la voz hablada. La creciente utilización de instrumentos distintos del piano o el órgano requiere que haya espacio disponible. En general este espacio forma parte del espacio destinado al coro. Es mejor tener a los cantantes y a los instrumentistas juntos, ya que resulta difícil cantar siendo acompañados desde lejos por la música. Esta flexibilidad es especialmente importante para el espacio del coro. Resulta difícil colocar un violonchelo entre la sillería del coro o cargar con un piano y subir las escaleras. Pero todo el interior del edificio debe

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planificarse cuidadosamente, de manera que no se espere que el sonido dé una vuelta de noventa grados para salir del presbiterio o que un órgano de tubo de cien mil dólares no esté enterrado bajo un crucero. Los efectos de las superficies y materiales del edificio tendrán un gran impacto sobre la calidad del sonido de la música instrumental, con independencia del talento de los intérpretes. El espacio tiene otros efectos sobre la música coral. De hecho, el sonido de este tipo de música estará muy condicionado por el espacio que se provea para la misma. Antes de construir debemos preguntarnos cuál es la función de la música coral. Por desgracia, normalmente obtenemos un coro de voces confusas por respuesta. La mayoría de las congregaciones dedican mucho más tiempo y energía a formar coros más grandes y mejores que a examinar cuál conciben ellos que debe ser la función de los coros en el culto. Sin embargo, aquello que nosotros consideramos como las funciones principales de un coro ciertamente determinará la organización del espacio para el coro y su ubicación con respecto al resto de espacios litúrgicos. Si se piensa que la función primordial del coro es la participación en el ministerio de la Palabra – cantar a la congregación – esto requerirá que el lugar escogido esté frente a la congregación. Pero el coro está hecho para que se le escuche, más que para que se le vea, por lo que esta ubicación puede causar problemas. El resto de ministros no deberían tener que competir con el coro en busca de la atención de la congregación, particularmente durante la predicación. Si se considera que el coro es necesario principalmente para ofrecer belleza – cantar para la congregación – entonces podría servir perfectamente un lugar menos prominente. Cada vez más se cae en la cuenta de que una de las funciones más importantes de un coro es la de dirigir el canto congregacional – cantar con la congregación. Esto es especialmente así cuando se aprende algún himno nuevo o se tiene que dirigir una música difícil. Esta función de apoyo a menudo se realiza mejor estando situado detrás de la congregación. En cualquier caso, el coro debería estar lo más cerca posible de la congregación, tal vez incluso mezclado con ella. Hoy en día, la antigua disposición de las basílicas (con el coro al frente de la nave y rodeado por la congregación por tres lados) tiene mucho a su favor para poder cumplir con estas tres funciones. Por último, a veces se usan los coros como una especie de música de fondo, lo cual reduce la música de iglesia al entretenimiento. En estos casos tanto el coro como el espacio del coro se puede suprimir totalmente. Pero el lugar en que esté situado el coro determinará con qué sentido y significado el coro y la congregación escuchan lo que se está cantando. Así que la ubicación del coro probablemente sea el problema más molesto a la hora de organizar el espacio para el culto en la actualidad. Idealmente, y dado que el papel de un coro puede cambiar de semana en semana, el espacio del coro debería ser un espacio móvil. En algunas ocasiones, como por ejemplo el Viernes Santo, se podría suprimir por completo. Algunas congregaciones, después de pensar mucho sobre el asunto, utilizan el coro solamente en días especiales o con ocasión de algún concierto de música sacra. El espacio del coro debería estar íntimamente relacionado con el espacio congregacional, de manera que el coro y la congregación se identifiquen fácilmente unos con otros, en lugar de parecer que unos son los intérpretes y los otros los oyentes. En el culto todos son intérpretes. Lo más importante de todo es el canto congregacional. En este tipo de música todos los presentes tienen una oportunidad de expresarse. El principal criterio en esta ocasión no es la belleza, sino la idoneidad de la expresión. El canto congregacional debe pasar la prueba de expresar los sentimientos y pensamientos más íntimos de quienes

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adoran. Cuando lo consigue, frecuentemente es (pero sólo de manera secundaria) de gran belleza. El canto congregacional está dividido en la salmodia (canto de los salmos), la himnodia (canto de los himnos) y el oficio musical (un conjunto de palabras predeterminadas de la liturgia, tales como el Gloria Patri o el Sanctus). Agustín llamó al himno “la alabanza de Dios en canción” pero en un sentido más estricto la mayoría de himnos son poesía métrica combinada con una melodía. Estas pueden variar muchísimo en forma y contexto. El canto “gospel” es un tipo de melodía informal y muy individual. Títulos como “Pass Me Not, O Gentle Savior” (No Pases de Mí, ¡Oh, Dulce Salvador!) de Fanny Crosby o “Blessed Assurance, Jesus Is Mine” (Grata Certeza, soy de Jesús) son ejemplos célebres. El himno de oficio consiste en música y texto para ser utilizados en el oficio de la oración pública diaria, y con frecuencia acaba con una estrofa doxológica dirigida a la Trinidad. “Awake My Soul, and with the Sun” (Despierta mi Alma y con el Sol) o “All Praise to Thee, My God, This Night” (Toda la Alabanza para Ti, Mi Dios, Esta Noche) son ejemplos conocidos escritos en inglés. Muchos otros han sido traducidos del latín por John Mason Neale y otros. La importancia del canto congregacional no siempre impide que sea descuidado. Carlton R. Young ha dicho que muchas veces tenemos la tendencia a tratar al coro como si fuera la congregación, cuando en lugar de eso deberíamos tratar a la congregación como si fuera el coro. El coro siempre es únicamente un complemento para la congregación, excepción hecha de los conciertos de música sacra. El coro existe solamente para hacer lo que la congregación no puede lograr, o para ayudar a la congregación a cantar mejor. La música coral no es un sustituto del canto congregacional. La efectividad del canto congregacional depende, en gran medida, de la acústica. Un local que absorba el sonido demasiado bien hace que los miembros se avergüencen y acaben por dejar de cantar, ya que aumenta el temor de que su voz sobresalga. Las superficies duras en el suelo y las paredes pueden ayudar mucho al canto. La congregación tampoco debería estar dividida en cruceros o coros separados a menos que sea necesario. Esta disposición puede ser buena para cantar respondiéndose unos a otros, pero ese método no suele ser frecuente fuera de las comunidades monásticas. La música es un arte corporal. Puede que nuestras inhibiciones nos impidan admitirlo, pero la música invita a todo el cuerpo a moverse. Desgraciadamente los niños aprenden a no bailar. Suele suceder que los niños más pequeños se echen a bailar en cuanto oyen música, pero la edad les hace quedarse quietos. En ocasiones, los cristianos han utilizado la danza litúrgica como una parte primordial del culto: Clemente de Alejandría, en el siglo II, habló de la oración que involucraba las manos y los pies. Durante la mayor parte del siglo XIX los shakers (literalmente “los tembladores”) hicieron de la danza una parte importante de su culto. Renunciaron a ella sólo cuando la avanzada edad dificultaba que todos los miembros de su comunidad participaran. Algunos cristianos de África encuentran que tocar el tambor y bailar son formas normales de adorar con las manos y los pies. La mayoría de los protestantes norteamericanos están separados por una o dos generaciones de antepasados que entendían que batir las palmas y taconear con los pies era una parte natural de la música de iglesia. En muchas iglesias ortodoxas orientales todavía hoy la congregación es móvil, como sucedía con los cristianos occidentales antes de la introducción de los bancos en las iglesias. Todo el cuerpo participa en el culto mediante diversas posturas (de rodillas, de pie, sentado), gestos (abrazarse, partir el pan, hacer la señal de la cruz) y movimientos (dirigirse a los comulgatorios, reunirse, ofrendar). En los últimos años, se ha vuelto a

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descubrir la antigua procesión de toda la congregación como una forma conmovedora de testimonio, especialmente cuando va acompañada por una himnodia apropiada. Incluso la ropa es una parte importante del culto. Da fe de nuestra comprensión de la ocasión y de nuestro papel en ella, además de facilitar o limitar el movimiento significativo. La danza litúrgica se ha hecho más común últimamente. En muchos sentidos es comparable con la música coral, en la que los intérpretes preparados y dotados actúan como líderes. Siempre que fuera posible la congregación debería participar también activamente, al igual que en el caso de la música. En los casos en que el espacio congregacional está repleto de bancos inamovibles, las posibilidades de danza congregacional se ven muy limitadas. Una vez más, resulta difícil luchar contra el edificio. También el silencio es una parte importante del culto. La ausencia de sonido a menudo puede comunicar muchas cosas. Los cuáqueros pueden enseñarle mucho a todos los cristianos sobre el silencio. El mejor uso del silencio depende de la disciplina; el silencio se convierte en algo completamente colectivo cuando se utiliza de manera que todos los adoradores se centran conjuntamente en la confesión de pecados, en la reflexión de la lectura que acaba de ser leída o en la oración intercesora. El silencio dirigido puede ser intensamente comunitario, mientras que el estar pensando en las musarañas de forma indisciplinada puede ser cualquier cosa menos eso. Para que el silencio no se vea interrumpido puede que sea necesario resguardarse del ruido exterior o que haga falta atenuar los sonidos mecánicos en el interior del edificio. Incluso en silencio, el espacio es de suma importancia. El Arte Litúrgico El espacio también ofrece un marco para otro componente importante del culto cristiano, las artes visuales. A Ralph Adams Cram, el famoso arquitecto, le gustaba referirse a la arquitectura como el “nexo de las artes”. En gran parte esto es cierto: la arquitectura da cobijo no sólo a la música y a la danza, sino también a la escultura, la pintura y una gran variedad de artes visuales y artesanía. Pero la arquitectura hace mucho más que meramente dar cobijo a las demás artes; aumenta o disminuye su efectividad a la hora de ayudar a los cristianos a expresar su relación con Dios. ¿Qué funciones tienen las distintas artes visuales en el culto cristiano? Algunas tradiciones las han evitado por completo. En algunas ocasiones, en la iglesia primitiva y durante la Reforma, se produjeron violentos arrebatos en contra de ellas, aunque estos diversos brotes de iconoclastia (destrucción de imágenes) constituían en sí mismos un fuerte testimonio del poder de las imágenes visuales. En el extremo opuesto, se utilizan las artes en forma puramente decorativa, simplemente para adornar el espacio. Así, domesticadas e inocuos, tienen poca fuerza para contribuir al culto o tan sólo para proporcionar un hilo musical visual. Debemos distinguir entre el arte religioso en general y el arte litúrgico (llamado algunas veces arte cúltico, especialmente cuando se consideran ejemplos no cristianos). Dicho en dos palabras, el arte litúrgico es el arte que se utiliza en el culto. El “arte religioso” es una categoría mucho más amplia y, según algunas definiciones, incluye ilustraciones en la literatura de la Escuela Dominical, los paisajes de Van Gogh o el arte abstracto. Paul Tillich estaba dispuesto a aplicar el término “religioso” a cualquier arte que tuviera profundidad y penetrara por debajo de la observación superficial6. La principal función del arte litúrgico es la de hacernos conscientes de la presencia de lo santo, hacer visible aquello que no se puede ver con los ojos corrientes.

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El arte litúrgico no hace a Dios presente, pero trae la presencia de Dios a nuestra conciencia. De igual modo que la foto trae a la mente a los seres queridos que tal vez están ausentes, el arte litúrgico abre nuestros ojos a la presencia invisible de Dios. Existe una diferencia, por supuesto. El arte litúrgico nos hace conscientes de una presencia, no de una ausencia. El arte litúrgico realmente adecuado tiene una fuerza tremenda debido a su poder religioso7. Se trata del poder de penetrar bajo lo obvio y de transmitir lo divino. Gran parte del arte que se ha colocado en el interior de las iglesias durante los últimos siglos ha sido tremendamente deficiente en este sentido. El arte litúrgico tiene que utilizar los objetos de este mundo para representar lo inmaterial. Pero cuando las pinturas y las esculturas se limitan a reflejar reproducciones naturalistas de la apariencia de las personas o de los objetos, entonces fracasan en penetrar debajo de la superficie, por muy habilidoso que sea el artista. Muchas pinturas populares de la cabeza de Cristo representan tan sólo la naturaleza humana de Jesús y nunca nos conducen más allá de lo obvio. Por su parte, Georges Rouault, un pintor del siglo XX, podía tratar esos temas con tanta sensibilidad que ahora nos encontramos frente a un Dios que sufre. Mucho menos hábiles fueron los constructores de los santos de los siglos XIX y XX de la cultura hispana de Nuevo Méjico y Colorado, quienes, sin embargo, crearon un arte litúrgico de extraordinaria fuerza religiosa, como ya lo hicieran sus contemporáneos los shakers en el campo de la danza litúrgica. A pesar de lo primitivas y crudas que resultan sus imágenes, nadie puede contemplarlas sin sentirse llamado a la adoración. Ellos desatan un poder numinoso en un trozo de madera o sobre un lienzo dejándose llevar mucho más por la convicción y la perspicacia que por la más académica habilidad artística. Este tipo de arte se dirige a nuestro ojo interior y así descubrimos lo cerca que están ver y creer. Aquellos que destruyeron el arte litúrgico en el pasado reconocieron claramente su poder religioso, pero temieron que la gente ignorante pudiera confundir el espejo con lo que en él se reflejaba. Esta es, probablemente, la forma de idolatría menos peligrosa con que nos enfrentamos en la actualidad. De hecho, cuando el arte litúrgico nos llama a dejar de regodearnos en la satisfacción egocéntrica de nuestras emociones y de nuestras vidas centradas en torno a nuestro yo, puede romper una forma de idolatría mucho peor. Otra característica del arte litúrgico de calidad es su naturaleza comunitaria. Lo que se proyecta no es la experiencia individual del artista, sino la aprehensión de toda la comunidad. El buen arte litúrgico no destaca tanto por la originalidad del tema cuanto por ser capaz de captar la experiencia de una comunidad. Esto no significa que el artista necesariamente tenga que ser cristiano; desde las antiguas catacumbas hasta la moderna Francia, se ha creado arte litúrgico de éxito por parte de artistas no cristianos que han trabajado bajo la atenta dirección de la comunidad cristiana. Y muchos artistas cristianos han sido incapaces de producir arte litúrgico satisfactorio porque su musa les ha llamado a una visión personal en lugar de comunitaria. Tan difícil es que un arquitecto diseñe una buena iglesia sin comprender la vida de la comunidad que la utilizará, como que un artista produzca buen arte litúrgico sin entender esa misma vida. La comunidad a cuya vida en común se supone que debe servir este tipo de arte, no tiene una sola generación de antigüedad. Es una comunidad de tradiciones. Esas tradiciones reflejan la manera en que otras generaciones han experimentado y se han regocijado en las acciones de Dios. Han encontrado que algunas formas reflejan adecuadamente estas realidades de forma visual. La experiencia pasada siempre es nuestro punto de partida a la hora de crear arte litúrgico para el día de hoy. Eso no quiere decir que el arte litúrgico no cambie; la investigación histórica puede fácilmente escribir una crónica de la introducción de nuevos estilos y contenidos. Pero bajo toda su

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diversidad subyace una fuerte corriente de persistencia en el hecho de volver una y otra vez a los mismos contenidos visuales, del mismo modo que nosotros todavía escogemos muchas de las mismas palabras y hechos que nos unen a otros cristianos de épocas distintas. Parte del vocabulario heredado del pasado toma la forma de símbolos visuales. Todo movimiento de masas crea sus propios símbolos visuales. Piense en el arte de las pegatinas en los parachoques sobre el control de armas, el movimiento ecologista o el feminismo. Cada uno de ellos es una forma instantánea de recordar las creencias compartidas. La iglesia ha venido utilizando desde hace mucho tiempo la misma clase de taquigrafía visual. Los símbolos de la corona de espinas, el pesebre, las lenguas de fuego y otros muchos más transmiten creencias compartidas, y así lo han hecho durante siglos. Pero los símbolos son mortales. ¿Dónde está ahora la “V” de la segunda Guerra Mundial como símbolo de victoria? ¿A cuántos cristianos de hoy la granada o el pavo real le sugieren la resurrección? Tampoco resulta fácil crear nuevos símbolos de forma intencionada. Se nos aparecen espontáneamente. Probablemente miles de personas pensaron de manera simultánea en la aptitud del signo matemático igual para expresar la justicia de la igualdad entre mujeres y hombres. Podemos esperar la aparición de nuevos símbolos y enterrar los que han muerto. Y es que los símbolos han muerto cuando se han convertido en un código esotérico. Los símbolos son para ser utilizados porque reflejan realidades de gran importancia para las vidas de aquellos que las experimentan. Pueden ser visuales (imágenes), audibles (palabras) o cinéticos (movimientos), pero en todos los casos deben remitirnos a las realidades que experimentamos. Hablaremos brevemente de varios medios utilizados para las artes litúrgicas. Las artes visuales en el culto funcionan de dos maneras. Algunas son fijas y permanentes; otras se utilizan solamente cuando el tiempo o la ocasión así lo exigen. Tanto la frecuencia como la singularidad de cada evento pueden subrayarse mediante distintas artes litúrgicas que pueden representar bien la continuidad bien el cambio. Uno de los medios artísticos fijos y permanentes más importantes que se utilizan en el culto es la escultura. Se ha recelado mucho de ella en la mayoría de iglesias ortodoxas orientales, que generalmente prohiben la escultura y favorecen las representaciones en dos dimensiones. Hasta hace poco, la mayor parte de tradiciones reformadas también evitaban las formas tridimensionales y las tenían por excesivamente tangibles. Sin embargo, resulta difícil dudar del poder religioso que puede tener una escultura después de contemplar las Madonas de Henry Moore o las figuras de Cristo de Jacob Epstein. La pintura les pareció peligrosa a algunos de los reformadores, pero debe recordarse que cada iglesia medieval era en sí misma un catecismo completo, pintada desde el suelo hasta el techo con la historia sagrada pasada y futura. Algunas de las imágenes (Dios el Padre con una larga barba) también resultaron ser ofensivas para los católicos y gran parte de ese arte fue borrado. Era más fácil imprimir nuevos catecismos, sin duda mucho menos imaginativo, pero mucho más explícito a la hora de enseñar la correcta doctrina en una época de controversia religiosa. Georges Rouault, Graham Sutherland, Stanley Spencer y muchos otros nos han demostrado hasta qué punto la pintura puede contribuir a conocer el objeto de nuestra adoración en maneras que trascienden la mayoría de categorías verbales. Mucho de lo que se ha dicho sobre la pintura se aplica igualmente bien a la luz coloreada, es decir, a las vidrieras. Pocas creaciones humanas son más hermosas o más cambiantes que la cálida salpicadura de luz de colores sobre la fría piedra o el yeso. Demasiadas veces hemos interpretado mal el medio, tratando de hacerlo explícitamente pictórico. Su naturaleza está más cercana a la música instrumental, una abstracción que

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dice lo que algunas palabras e imágenes no pueden. No pueden negarse los factores emotivos que están presentes en todo culto, y las vidrieras parecen apelar universalmente a éstos. Todas las iglesias hacen uso de la cestería, el soplado del vidrio, la cerámica o el forjado del metal para los utensilios de la comunión. Estas formas de arte ofrecen la oportunidad de expresar el gozo de la comunidad en su Creador. Los cestos, vasos, cerámicas y platería de calidad se pueden encontrar en la mayoría de zonas comerciales. Con frecuencia son de superior calidad a los que distribuyen los mayoristas que sirven artículos religiosos a las iglesias. Casi cada community college1 del país dispone de un estudio en el departamento de arte que agradecería la oportunidad de producir estos utensilios o de ayudar a una congregación a adquirirlos. La encuadernación también es un arte descuidado pero necesario que merece que se cultive mucho más por parte de la iglesia de hoy. Si consideramos que los contenidos de las Biblias y libros de liturgia son esenciales, entonces debería haber un testimonio exterior y visible de la importancia de estos volúmenes en el culto. Las artes litúrgicas que se utilizan en tiempos u ocasiones determinados tiene muchas posibilidades, especialmente la textil, las artes gráficas y los nuevos medios electrónicos. Últimamente se ha producido una verdadera eclosión de interés en las artes textiles, aunque su uso es antiguo. La cantidad de cosas para las que sirven los textiles es impresionante. Los antipendios o paramentos son colgaduras del púlpito o facistol, y los frontales hacen la misma función cubriendo el altar (aunque hoy se prefiere no ocultar la forma de la mesa). A menudo se utilizan colores y símbolos según el tiempo. Los estandartes litúrgicos se pueden llevar en procesión o suspenderse en aquellos lugares en los que las corrientes de aire les hagan moverse. Más controvertidas son las vestiduras o atuendo sacramental para el clero. En realidad son el testimonio del conservadurismo del clero8. Cuando en el siglo V las hordas bárbaras bajaron procedentes del norte de Europa e introdujeron en Roma la costumbre de que los hombres vistieran pantalones, el clero mantuvo su fe en el vestir y continuó llevando la vestimenta diaria de la Roma imperial: la casulla, una especie de poncho que cubría el exterior, el alba o túnica blanca a modo de vestido que llevaban tanto los hombres como las mujeres, la estola colocada alrededor del cuello, un símbolo de función pública (comparable a la placa de un policía) y la capa pluvial, un manto. De la túnica se derivan la dalmática con mangas anchas y abierta a los lados, y la sobrepelliz con mangas perdidas o muy anchas, que a menudo se llevaba en interiores sobre una prenda larga y negra para el exterior, la sotana. En algunas iglesias los obispos llevan prendas especiales. Los ministros protestantes, los académicos y los jueces continúan llevando la toga negra de los eruditos medievales. El siglo XVIII fue testigo de la supervivencia de un cuello secular en forma de dos pequeñas tiras blancas que algunos ministros protestantes llevan encima de la toga de la predicación. Ahora se suele utilizar el alba como una prenda para el exterior, y muchos la consideran apropiada tanto para mujeres como para hombres. Las estolas añaden variedad de colores, texturas y diseños a cualquier otra prenda que se lleve debajo (o encima) de ellas. El vestido es un medio de comunicación, y lo que el clero se pone dice algo sobre el evento. Las artes gráficas adoptan tantas formas como las textiles. La primera impresión que uno tiene del culto suele ser un boletín impreso que le ponen a uno en la mano cuando entre en el edificio. Después uno toma un himnario u otro libro litúrgico. Tal vez haya carteles en la iglesia o en el vestíbulo. Poco a poco nos vamos dando cuenta de 1

Así se conocen en los EE.UU. las instituciones en las que se imparten cursos de nivel terciario que suelen tener una duración de dos años (Nota del Traductor).

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que el aspecto de una página es casi tan importante como lo que está impreso en ella. Las gráficas litúrgicas han pasado en los últimos años de ser de una sosería deprimente a convertirse en medianamente fascinantes, aunque los buenos ejemplos todavía son raros. Cada comité de culto debería realizar visitas periódicas a las tiendas de arte de la localidad. Es evidente que algunos espacios se adaptan mejor que otros a la hora de exponer estandartes y carteles, pero deberían tenerse en cuenta una iluminación y un lugar adecuados donde colgar formas artísticas propias del tiempo. Las variedades más recientes de formas artísticas visuales utilizan los medios electrónicos. Las películas de cine son demasiado perturbadoras para ser utilizadas en el culto; se pueden proyectar imágenes estáticas, siempre que se haga con sensibilidad y que el edificio lo permita. Cuando existe un control adecuado de la luz, superficies planas reflectantes y tomas de corriente, las proyecciones pueden añadir una nueva dimensión al culto como ninguna otra generación anterior ha conocido. Hoy día, una pared puede ser cualquier cosa que queramos proyectar sobre ella. Ahora bien, el poder de proyección debe usarse con cuidado, de modo que no abrume sino que complemente y dé realce al resto del culto. Al igual que la buena música litúrgica, el arte visual debe coordinarse meticulosamente con las demás partes que componen el culto. En todas estas formas artísticas dependemos de lo que el espacio nos permita hacer. El edificio puede aumentar considerablemente la efectividad de las diversas artes litúrgicas o puede ser un grave impedimento para las mismas. Para bien o para mal, la influencia del espacio en el que adoramos resulta crucial. ¿De qué otro modo podría ser en una religión enraizada en la encarnación?

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CAPÍTULO IV

LA ORACIÓN PÚBLICA DIARIA

En los dos capítulos anteriores hemos visto lo importantes que son el tiempo y el espacio como vehículos de comunicación en el culto cristiano. De hecho, es muy posible que los no cristianos obtengan la mayoría de sus impresiones acerca del culto cristiano fijándose en los días sagrados que observan sus vecinos cristianos y en los edificios que frecuentan los cristianos durante esos días. Las impresiones que muchos cristianos tienen del culto judío están basadas en su mayor parte en observaciones similares. Si el tiempo y el espacio comunican algo incluso a aquellos que nunca han entrado en una iglesia para asistir a un culto, todavía sirven mejor como vehículos de comunicación para las personas allí congregadas. Pero la comunidad reunida para la celebración del culto cristiano depende mucho más aún en otras dos formas de comunicación: la palabra hablada y el signo actuado. La importancia de estos dos vehículos de comunicación para el culto no debería sorprendernos: son, primordialmente, formas en que las personas se relacionan unas con otras. Hablar y actuar son actividades tan vitales en nuestra relación con Dios a través de la adoración como puedan serlo para nuestra comunicación con otros seres humanos. El Creador es quien mejor nos conoce, y Dios se comunica con nosotros a través de palabras y acciones, utilizando para ello el habla y los actos humanos. Nuestro interés en este capítulo y en el siguiente se centra en la palabra hablada como la forma primaria de comunicación para gran parte del culto cristiano. En los capítulos posteriores a estos dos investigaremos cómo las palabras unidas a las acciones forman la base de los sacramentos y de otras formas de culto relacionadas con éstos. Tan importante es el término “palabra” como un símbolo de presentarse uno mismo que el cuarto evangelio lo utiliza (Lógos) para el propio Cristo (Juan 1:1,14). Aunque frecuentes, las referencias a “la mano de Dios” son sólo la mitad de numerosas en la Escritura que “la Palabra de Dios”. La “Palabra de Dios” se convirtió en un símbolo destacado durante la Reforma Protestante y en la teología posterior como un término que se refería a Jesucristo, la Biblia y el evento de la comunicación de Dios mediante el habla humana. En este momento a nosotros nos ocupa el último de estos tres: la palabra hablada. La ambigüedad del término “la Palabra”, que puede referirse a Dios, a un libro o al habla, no hace más que poner de manifiesto la complejidad y la importancia de esta imagen para la vida cristiana. Son dos las estructuras del culto que están construidas fundamentalmente sobre la palabra hablada o cantada. Las acciones están presentes, pero sólo de manera subsidiaria. Esas estructuras son los oficios de la oración pública diaria (que consideraremos en este capítulo) y el culto de predicación de la Palabra (que trataremos en el capítulo 5). Este último es la forma primaria de culto en la mayoría de congregaciones protestantes, y puede darse el caso cada vez más de que acabe siéndolo también en las iglesias católicas, caso de no invertirse la actual escasez de sacerdotes. Comenzamos analizando las maneras en que los cristianos han orado juntos de forma diaria. Después de repasar las distintas historias, describiremos las prioridades

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teológicas presentes. Finalmente, sugeriremos las bases para la toma de decisiones pastorales a la hora de planificar, preparar y dirigir la oración pública diaria. Historia de la Oración Pública Diaria Nuestros conocimientos acerca del culto diario de los primeros cristianos son escasos. Parece ser que ciertas costumbres judías de recitar oraciones prescritas en determinados momentos del día ejercían una gran atracción. Sí es cierto que observamos evidencias tempranas del desarrollo gradual de los devocionales privados entre los creyentes individuales. A finales del siglo I o principios del II, la Didajé aconsejaba a los cristianos que oraran el Padrenuestro tres veces al día1. Otros buscaban disciplinas en la propia Biblia como medio de llevar a la práctica el mandato bíblico “Orad sin cesar” (1ª Tesalonicenses 5:17). El salmo 55:17 había sugerido “al anochecer, al amanecer y al mediodía”, y Daniel había orado tres veces al día (Daniel 6:10). Los sacrificios se habían ofrecido en el templo diariamente, un cordero por la mañana y otro por la tarde (Éxodo 29:38,39), y los devotos judíos oraban a esas horas. El salmo 119:164 había mencionado “Siete veces al día te alabo por tus justos decretos” y el versículo 62 había añadido “A medianoche me levanto para darte gracias”. A muchos de los primeros escritores cristianos les preocupó el número correcto de veces que había que orar cada día, si bien Clemente de Alejandría creía que el verdadero cristiano “ora durante toda su vida”2 Tertuliano y Cipriano abogaban por orar tres veces al día, refiriéndose al ejemplo de Daniel y a varios hechos de los apóstoles en la hora tercera, sexta y novena mencionados en la Biblia3. Esta disciplina tripartita es, según Cipriano, un “sacramento de la Trinidad”. Ambos autores norteafricanos insistieron también en la oración al amanecer y al anochecer. En La Tradición Apostólica, escrita alrededor del año 217, Hipólito habla de la práctica cristiana en la Roma de su tiempo4. Allí describe siete momentos del día establecidos para la oración privada que eran seguidos, presumiblemente, por los más devotos. El día comenzaba con oración, después de la cual se animaba a todos a participar en la instrucción pública “en la palabra” si se celebraba alguna ese día. A las nueve se encarecía a la oración “porque en esta hora se vio a Cristo clavado sobre la cruz”, y también al mediodía, cuando “se hizo oscuro”, a las tres, cuando Cristo murió, antes de ir a dormir, a medianoche, porque “en esta hora toda criatura se calla para tener un breve momento de alabanza al Señor; las estrellas, las plantas y las aguas se quedan quietas en ese instante” y de nuevo al alba, cuando Pedro negó a Cristo5. Era un patrón riguroso que estructuraba gran parte del día alrededor de la pasión y muerte de Cristo. Tal vez más importante aún que la hora de oración privada sea lo que comenta Hipólito acerca de una reunión diaria para la instrucción y la oración. Se pone un énfasis especial en la asistencia de los diáconos. “Cuando todos se han reunido, ellos instruirán a los que se encuentran en la asamblea y, después de que también hayan orado, que cada uno se marche”6. Puede que Hipólito esté indicando los comienzos de una tradición que casi se ha perdido en Occidente, el denominado oficio de catedral u oficio del pueblo7. Se trataba de un culto diario de oración y alabanza que se celebraba en la iglesia principal de una ciudad y a la que asistían todos los cristianos. La evidencia sobre estos oficios crece a medida que miramos al siglo IV y a la creciente respetabilidad del cristianismo tras el cese de la persecución. El oficio del pueblo apunta a lo que puede que sea la mayor laguna en la vida litúrgica de la iglesia católica en la actualidad, una alternativa a la eucaristía que podría ser celebrada cada día por los laicos. En Occidente, el oficio del pueblo llegó a quedar sumergido en unos pocos siglos, con gran pérdida

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para el cristianismo. La oración pública diaria, aparte de la observancia de la eucaristía, se convirtió en una tradición casi exclusivamente clerical y monástica durante siglos. Tenemos algunas vistas fugaces del oficio del pueblo durante el siglo IV. Eusebio de Cesarea menciona que “por todo el mundo en las iglesias de Dios los himnos, las alabanzas y los verdaderos deleites divinos se preparan para Dios al amanecer y al anochecer... Estos “deleites” son los himnos que se elevan en su iglesia en todas partes del mundo en las horas de la mañana y de la noche”8. A finales del siglo IV, las Constituciones Apostólicas instruían a los cristianos de este modo: “Reuníos cada día, por la mañana y por la tarde, cantando salmos y orando en la casa del Señor”9. En un libro posterior, el mismo documento dice: “Cuando sea de noche, tú, oh obispo, reunirás a la iglesia, y después de la repetición del salmo y el encendido [de] las luces, el diácono ofrecerá oraciones por los catecúmenos... Pero después de despedirlos, el diácono dirá: ‘Todos cuantos sois fieles, oremos al Señor’”. Lo que sigue es una oración de petición, otras oraciones, una bendición y la despedida. El patrón de la mañana es similar, sin el encendido de las luces. Crisóstomo les dijo a los cristianos recién bautizados que debían reunirse “en la iglesia al amanecer para hacer vuestras oraciones y confesiones al Dios de todas las cosas, y para darle las gracias por los dones que él ya ha dado” y que después, cada uno “por la noche... debería regresar aquí, a la iglesia, rendir cuentas al Maestro de todo el día y pedir perdón por sus caídas”10. Egeria tomó buena nota del turno de adoración diario en la Jerusalén del siglo IV. Observó que había tres grupos que participaban en el culto diario en la Iglesia del Santo Sepulcro: los monjes y las vírgenes, los laicos y el clero y el obispo. El culto de los monjes y las vírgenes es el más extenso, con himnos, salmos, antífonas y oraciones que ocupan la mayor parte del día y de la noche. Algunos laicos se unen a ellos, pero cuando más comparten los laicos y el clero es con ocasión de los “Himnos Matutinos”, al alba, y nuevamente en las horas apostólicas menores – a las 9 de la mañana (sólo en Cuaresma), al mediodía, y a las 3 de la tarde – y por la noche en el encendido de la lámpara (que ella llama lucernare). Hay salmos, antífonas, himnos, oración por todos y conmemoración de individuos por nombre, bendición de catecúmenos y fieles y despedida11. En el “Día del Señor”, toda la multitud se reúne antes del amanecer para celebrar una vigilia temprano por la mañana con salmodia, oración, una lectura de la narración de la resurrección, una procesión al Gólgota con cantos, un salmo, una oración, una bendición y la despedida. Al alba del domingo le sigue la eucaristía, con muchos sermones y después “una acción de gracias”. Es verdad que Jerusalén, como centro de peregrinación que era, no era un caso típico, pero las reuniones diarias de los devotos para alabar y orar antes y después del día de trabajo parecen haber sido comunes en la iglesia principal de la mayoría de ciudades ya a finales del siglo IV. Como lo describe Robert Taft: “La oración de la mañana era un culto de gracias y alabanza por el nuevo día y la salvación en Cristo Jesús... y las vísperas eran la manera cristiana de cerrarlo, dando gracias a Dios por los dones recibidos ese día, pidiendo su perdón por las faltas cometidas durante el mismo y buscando su gracia y protección para pasar una noche a salvo y sin pecado”12. El oficio del pueblo diario sobrevivió relativamente intacto entre los sirios del este y los armenios. Su desaparición en Occidente fue un proceso lento. Al final fue sustituido por el oficio monástico. A este oficio se le conoce de distintas maneras, como oficio divino, oficio diario, oficio de coro o liturgia de las horas, siendo todos una serie de siete oficios diarios u oficios u horas individuales. Acabamos de ver un anticipo de esta oración en Jerusalén, donde los monjes y las vírgenes seguían un curso, el cursus, en el que recitaban salmos. Egeria se sintió impresionada por lo “adecuado, apropiado y relevante” que resultaban, pero está claro que los laicos y el clero no

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asistían a la mayor parte de la salmodia. Cada vez más, el oficio monástico llegó a dominar la adoración no sacramental hasta que el oficio del pueblo desapareció en Occidente, dejando tan sólo tras de sí remanentes como la tenebrae de la Semana Santa o ciertos oficios en Milán y Toledo. El monacato se originó como una sublevación contra lo que parecía ser una forma relajada de cristianismo, tras producirse la alianza entre la iglesia y el imperio y el final de la persecución. En sus orígenes fue, básicamente, un movimiento laico. En el siglo V, Casiano dijo que los primeros monjes egipcios observaban “un sistema prescrito de oraciones... en sus asambleas vespertinas y vigilias nocturnas”13, es decir, al final del día y durante la noche. Él habla de un visitante angélico que se fue después del duodécimo salmo, dejando así establecido que una docena de salmos durante los maitines era suficiente para un ángel o para un monje. Además de la salmodia y la oración, los monjes egipcios realizaban lecturas del Antiguo y Nuevo Testamento los días entre semana y una epístola o un evangelio los domingos y durante el tiempo pascual. En las regiones orientales, el desarrollo del monacato trajo consigo el refinamiento de un ciclo de adoración diario. Basilio, en su obra Reglas Largas, que data del siglo IV, cita varios precedentes de los apóstoles para la oración en las horas menores y también a medianoche, junto con la oración “temprano por la mañana, de modo que los primeros movimientos del alma y la mente puedan ser consagrados a Dios”, y “cuando el día de trabajo ha terminado, debería ofrecerse una acción de gracias por lo que nos ha sido dado... y hacerse confesión”. “Al caer la noche debemos pedir que nuestro descanso sea impecable y no se vea perturbado por sueños” y a primera hora de la mañana “debemos anticiparnos al alba por la oración”. Él lo resume así: “Ninguna de estas [ocho] horas para la oración debería dejarse de observar por parte de aquellos que han elegido una vida dedicada a la gloria de Dios y de su Cristo”, refiriéndose a todos los cristianos, y no sólo a los monjes14. Crisóstomo nos habla de otro esquema en las comunidades religiosas, en las que “después de haber dividido el día en cuatro partes,... a la conclusión de cada una de ellas honran a Dios con salmos e himnos”, y el día se inicia y acaba con la adoración15. En los Institutos, Casiano menciona la incorporación de otro oficio matutino en los monasterios de Jerusalén, de manera que la serie de siete oficios “claramente se confecciona de acuerdo con la letra de ese número que el bendito David indica... “Siete veces al día” [Salmo 119:164]”16. En Occidente, el ciclo se completó con la adopción de los siete existentes más un oficio de completas al ir a la cama. A principios del siglo VI, Benito estableció el patrón occidental definitivo (ligeramente distinto del de las iglesias orientales), que estuvo vigente hasta poco después del Vaticano II. El esquema de la oración diaria y nocturna fue: Vísperas (al final de la jornada de trabajo) Completas (antes de acostarse) Nocturnas, Vigilias o Maitines (a mitad de la noche) Laudes (al amanecer) Prima (poco después) Tercia (a mitad de la mañana) Sexta (al mediodía) Nona (a mitad de la tarde)

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A estos se añadía frecuentemente el Pequeño Oficio de la Bendita Virgen, el Oficio de Difuntos, una letanía, siete salmos penitenciales y quince salmos graduales. Realizar estos oficios cada día significaba un ciclo de trabajo, oración y descanso enérgico pero no agotador, todos los días y todas las noches. Benito equiparó el trabajo con la adoración como servicio a Dios: “Sea Dios glorificado en todas las cosas”17. El monacato y los oficios diarios se desarrollaron juntos, y prácticamente se identificaron el uno con el otro. Cada vez más, los ocho oficios diarios (las horas canónicas) dejaron de asociarse con la vida secular de los laicos. El monacato marcó la pauta de este tipo de culto. El clero parroquial copió a los monjes y celebraba ocho oficios diarios en los presbiterios de sus iglesias, vacías en su mayor parte. Incluso estos presbiterios, como ya hemos visto, eran copias de los coros monásticos y la música que se cantaba reflejaba el canto monástico. Los estilos de vida secular y religioso produjeron un solo tipo de culto diario: el oficio monástico. El clero estaba obligado a seguirlo; los laicos eran libres de ignorarlo. Y desde luego lo ignoraron, de manera que “los oficios dejaron de ser en la práctica, si no en la teoría, la oración común del pueblo cristiano”18. Puede que algunos escucharan entre semana, y en mayor número los domingos, pero el oficio medieval se convirtió de hecho en clerical. A finales de la Edad Media, la gente adinerada podía poseer libros litúrgicos simplificados, los manuales laicos, que leían (en voz alta) en público o en privado. Estos libros generalmente contenían elementos como los oficios de la Bendita Virgen y de difuntos. Estos libros escritos en lengua vernácula ayudaron a preparar el camino para los posteriores cultos de la Reforma. Si bien es cierto que el oficio diario hizo un flaco servicio a la gente corriente, estos cultos tuvieron un éxito magnífico por lo que respecta a cavar un canal profundo para la vida litúrgica de las comunidades religiosas. En contraste con el oficio del pueblo y su uso selectivo de salmos, Benito había previsto la recitación semanal sistemática del salterio completo. La salmodia, cantada de manera alterna a uno y otro lado del coro monástico con antífonas apropiadas (un versículo clave a modo de estribillo), era el corazón del oficio monástico. La recitación semanal de los salmos a lo largo de toda una vida de vida comunitaria estable conformó la vida de miles de hombres y mujeres durante siglos. El oficio monástico también utilizó la lectura ininterrumpida de la Escritura, una disciplina casi atlética, en lugar de leer sólo las porciones edificantes de la misma, como había hecho el oficio del pueblo. Desde el siglo IV en adelante fue creándose un amplio repertorio de himnos para los oficios. Las horas monásticas estaban repletas de fragmentos de sermones y exposiciones patrísticos, leyendas de los santos y los mártires, una rica colección de oraciones, responsorios (oraciones dialogadas) e invitatorios (llamadas a la oración). Los cambios continuaron produciéndose durante la Edad Media. La creciente movilidad del clero, el desarrollo de las universidades y el menor tiempo disponible para decir el oficio condujo a la adopción mayoritaria durante el siglo XII del modernum officium reducido que se utilizaba en la capilla papal de Roma. En él aparecían un leccionario abreviado, más himnos y un calendario modificado. El advenimiento de los franciscanos durante el siglo siguiente hizo que se incrementase la presión a favor de la brevedad y de un oficio que pudiera decirse mientras se viajaba. Estructuralmente el oficio sufrió un cambio: un mayor recorte en la cantidad de Escritura leída y más festividades de santos. El oficio llega a ser más y más una sucesión de días festivos y cada vez menos la recitación ordenada del salterio y de la Escritura semana tras semana. Incluso más importante que el cambio en la estructura fue el cambio en la práctica. El oficio se había desarrollado ya en el siglo XIII como un oficio coral, dicho

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y cantado conjuntamente por el coro de las comunidades religiosas y (en las iglesias parroquiales) por los sacerdotes y clero menor, haciendo uso de la memoria y de varios libros. Las nuevas condiciones en los viajes y en el estudio trajeron como consecuencia la aparición de la recitación privada e individual a partir de un único volumen, un breviario portátil, que sin duda era más conveniente, pero también una subversión del principio mismo de la adoración conjunta en el coro. Pero tan firmemente se hizo valer este desarrollo revolucionario, que en el siglo XVI una orden recién fundada, la de los jesuitas, estaba liberada de la obligación de la recitación coral comunitaria, un hecho que ponen de manifiesto los edificios de sus iglesias, en los que no hay lugar para el coro. La disparatada maraña de festividades y complicadas reglas desembocó en algunos intentos de reforma. Los más exitosos fueron los del cardenal español Francisco de Quiñones en 1535, revisado en 153619. Después de gozar de una repentina popularidad, fue suprimido en 1558 y sustituido por el Breviario Romano de 1568. El resto de breviarios con menos de doscientos años de antigüedad fueron superados, quedando en uso tan sólo unos pocos, como el Breviario Monástico. Pero para la inmensa mayoría de clérigos y religiosos, se impuso la más estricta uniformidad y, con la excepción de algunas reformas bajo el papa Pío X en 1911, el breviario de 1568 aguantó hasta la década de los años 70, ya en el siglo XX. La Constitución sobre la Sagrada Liturgia (1963) del Concilio Vaticano II mandaba realizar una profunda reforma de lo que ahora se conoce como la liturgia de las horas. Las oraciones matutina y vespertina era declaradas como “el doble quicio sobre el que gira el Oficio cotidiano, se deben considerar como las Horas principales;... Maitines...pueda rezarse a cualquier hora del día... Suprímase la Hora de Prima... Fuera del coro, se puede decir una de las tres [tercia, sexta y nona]” (CSL, párrafo 89). No sólo se reorganizaba el horario diario, sino que también se distribuían los salmos en un período de cuatro semanas en lugar de una. Las “lecturas de la Sagrada Escritura” debían ordenarse “con mayor amplitud”, las lecturas tomadas de los Padres debían estar “mejor seleccionadas” y a las pasiones o vidas de los Santos había que devolverles “su verdad histórica” (CSL, párrafo 92). La Constitución no preveía el posterior abandono de decir el oficio en latín, pero animaba a los laicos: “recen el Oficio divino” (CSL, párrafo 100). El resultado fue la publicación en 1971 de la Liturgia de las Horas, en las que el día gira en torno a los viejos oficios de laudes y vísperas, familiares tanto para los oficios del pueblo como para los oficios monásticos. Puede celebrarse un oficio de lecturas, centradas en las Escrituras y en los Padres o lecturas sobre los santos, a cualquier hora del día. Uno puede seleccionar las horas intermedias “para preservar la tradición de orar en medio de la jornada de trabajo”20. También se ofrecen completas para el término de la jornada. La nueva Liturgia de las Horas ha sido duramente criticada por tener “un sello monástico... más una oración contemplativa que un culto devocional popular... adecuado para la oración privada del clero y los religiosos”21. La necesidad de la recuperación de un verdadero oficio del pueblo sigue sin ser satisfecha por las fuentes oficiales católicas. Los reformadores protestantes tomaron medidas más drásticas para reformar la práctica de la oración pública diaria. Como ya hemos tenido ocasión de ver, en el siglo XVI la oración pública diaria se había convertido casi por completo en un monopolio clerical y monástico. Las necesidades religiosas de este pequeño segmento de la sociedad habían prevalecido sobre los de la mayoría de la gente. Mientras que el primitivo oficio del pueblo estaba compuesto por salmos, himnos y oraciones familiares y populares, la vida monástica ofrecía el tiempo libre para tratar todo el salterio como

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un reto semanal y gesto encaminado a la lectura de toda la Escritura. Dado que este modelo monástico era el único ampliamente conocido en Occidente, se dio por sentado que el antiguo oficio del pueblo había sido parecido. Este fue un peligroso ejercicio de desinformación litúrgica, ya que dotó a los esfuerzos protestantes de reformar el culto diario de una estructura casi monástica, llevándoles a darle mayor importancia a la edificación que a la oración y la alabanza. Varios reformadores encontraron diferentes soluciones al problema de recuperar las oraciones públicas diarias para uso público. Las soluciones se pueden clasificar según fueran destinadas al culto ordinario en la parroquia, a grupos dentro de la parroquia, a comunidades especiales o al culto familiar. También existía la posibilidad de terminar totalmente con esos cultos a medida que se abolían las comunidades monásticas. Hubo muchos intentos de adaptar las oraciones diarias para su uso en las iglesias parroquiales. En Zurich, el reformador Ulrico Zwinglio inauguró los cultos diarios, que consistían principalmente en lecturas y exégesis de la Escritura. El énfasis estaba puesto sobre la edificación; la gente de Zurich podía asistir a catorce sermones a la semana si lo deseaba. Esto sirvió de modelo para una práctica subrepticia posterior entre los puritanos ingleses, en la que el clero se reunía para las “profecías” semanales en las que todos tenían libertad para cuestionar la exposición que el predicador hacía del texto. En cierto sentido la necesidad monástica de edificación alcanzó su conclusión lógica con los cultos diarios de Zwinglio, dedicados casi exclusivamente a la edificación. Bajo el liderazgo de Martín Bucero, reformador de Estrasburgo, la ciudad asistió a la abolición de la vida monástica y el desarrollo de los cultos diarios para todo el mundo en las iglesias parroquiales. Ello implicó la traducción de los cultos, la composición de música y la simplificación en dos oficios diarios: el matutino y el vespertino22. El Salterio de Estrasburgo de 1526 se anticipa a las reformas realizadas una década más tarde por Quiñones, prescindiendo de las antífonas pero manteniendo la estructura esencial de los oficios latinos. Se añadieron más lecturas y exposición de las Escrituras. Martín Lutero era conservador. En 1523 y 1526 propuso volver a los dos oficios diarios: maitines y vísperas durante los días de feria (días laborables, no festivos), que consistían en lecturas, salmos, cánticos, himnos, el Padrenuestro, colectas, el Credo y la predicación23. Pese a que estaban destinados a los laicos, Lutero parece haber tenido un interés especial en que las escuelas y universidades usaran los maitines y las vísperas. La oración pública diaria sobrevivió mucho más tiempo en círculos luteranos de lo que hoy pueda parecernos. Durante los años de J. S. Bach, en la ciudad sajona de Leipzig (1723-1750), había varios cultos de oración cada día de la semana, además de otros cultos o sermones penitenciales. Un contemporáneo de Bach era capaz de exclamar: “Bienaventurado el que puede vivir en una ciudad en la que se lleva a cabo un culto público cada día... Dresden y Leipzig son dichosas porque en estas dos ciudades se celebran cultos de predicación y oración cada día”24. No fue sino hasta finales de siglo cuando tales cultos desaparecieron, y en partes de Rumanía sobrevivieron entre los luteranos hasta el siglo XX. El Lutheran Book of Worship (Libro de Liturgia Luterano) de 1978 añade al modelo de Lutero la “Oración Matutina: Maitines”, “Oración Vespertina: Vísperas” y “Oración al Finalizar el Día: Completas” (LBW, 131-60). Se imprime un marco musical para cada uno de ellos. La oración matutina incluye salmodia, cánticos, lecturas, himnodia, oraciones, la posibilidad de un sermón y una ofrenda optativos y una bendición pascual rememorando la resurrección para ser utilizado los domingos. La oración vespertina puede comenzar con un oficio de luz, y contiene salmodia, himnodia,

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cánticos, lecturas, una letanía y un sermón y ofrenda opcionales. La oración al finalizar el día consta de confesión, salmodia, una breve lectura, un responsorio, himnodia, oraciones, un cántico y una bendición. También se establecen pautas para dos oficios de “Oración Alterna”, la “Letanía”, “Propios para las Oraciones Diarias”, “Salmos para la Oración Diaria” y un “Leccionario Diario” (LBW, 161-92). El éxito en la oración pública diaria de la Reforma se dio en la Iglesia de Inglaterra. El arzobispo Tomás Cranmer, arquitecto jefe del Libro de Oración Común de 1549 y 1552, estaba familiarizado con el trabajo de los reformadores del continente europeo y del cardenal Quiñones. Combinó los maitines, las laudes y las primas del Breviario Inglés de Sarum (Salisbury) medieval para formar los Maitines, mientras que las vísperas y completas fueron condensadas en la Evensong (literalmente, canción de tarde). En la edición de 1552, los nombres se convirtieron en “Oración Matutina” y “Oración Vespertina”. Las horas intermedias desaparecieron por completo. Cranmer aclaró cuál era su propósito en “El Prefacio”, donde ocasionalmente siguió las palabras de Quiñones. Confió “que la gente (al escuchar diariamente las Sagradas Escrituras leídas en las iglesias) sacaría más y más provecho del conocimiento de Dios y estaría más inflamada con el amor de su verdadera religión”25. Creyendo (equivocadamente) que los “padres antiguos” habían provisto para el pueblo una lectura sistemática diaria para cubrir “la Biblia completa (o la mayor parte de la misma)” cada año, Cranmer eliminó todos los “himnos, responsorios, invitatorios y demás cosas que rompían el curso continuado de la lectura de la Escritura”26. Según él, “las normas” eran “pocas y fáciles de cumplir” y para celebrar los cultos solamente se requerían el libro de oración y la Biblia. Así se aseguraría la uniformidad nacional, ya que “todo el reino tendrá un solo uso”. El esquema es muy sencillo; los salmos “se leen completos una vez al mes”, varios cada día en la oración matutina y la oración vespertina, comenzando de nuevo a comienzos de mes. La Biblia es leída de corrido (lectio continua), empezando con Génesis, Mateo y Romanos (Antiguo Testamento y Evangelio en Maitines y Antiguo Testamento y Epístola en Evensong). El resto del culto consiste en una combinación magistral de los elementos de los oficios del Breviario de Sarum. Éstos incluyen el Padrenuestro, versículos, salmos con el Gloria Patri, dos lecturas, cánticos, kirie, credo, Padrenuestro, versículos y tres colectas para concluir. En 1552 se produjo un cambio al añadir un preludio penitencial consistente en unas frases penitenciales tomadas de la Escritura, una llamada a la confesión, una confesión general y la absolución. Encontramos precedentes de esta manera de empezar tanto en Quiñones (en los maitines) como en los reformadores europeos. En 1662 se añadieron otras oraciones adicionales y se dispuso un himno al final de los cultos. Una gran tradición de oficios diarios cantados distingue el culto en las iglesias catedralicias inglesas. No se puede poner en duda el éxito de Cranmer. De hecho, su oración matutina y vespertina, además de proporcionar el oficio diario, llegó a convertirse en el habitual culto dominical anglicano durante trescientos años. La Letanía, el oficio de la Palabra de la Cena del Señor y un sermón se solían añadir a la oración matutina de los domingos hasta bien entrado el siglo XIX, lo cual causaba una cierta redundancia. Pero la piedad eucarística popular y la frecuente comunión en Inglaterra tuvieron que aguardar a los metodistas del siglo XVIII y los tractarianos1 del XIX. La gran popularidad de la oración matutina y vespertina es bastante comprensible. Ambos oficios tienen una gran cantidad de Escrituras y una considerable participación congregacional, especialmente cuando se cantan salmos y cánticos. Los 1

Nombre con el que se conocía a los integrantes del Movimiento de Oxford (Nota del Traductor).

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cultos son deficientes en cuanto a la ausencia de himnos. Cranmer se lamentaba de la falta de poetas indicados para traducir los himnos de los oficios medievales. Como cultos diarios, que debían completarse los domingos con la eucaristía, carecían del sermón y la ofrenda. La oración matutina y vespertina de Cranmer llegaron a ser el bienamado culto del pueblo inglés durante siglos, y alimentaron una rica piedad bíblica en lugar de sacramental. Sin duda, parte de la persistente popularidad de los oficios se debió al estado de la lengua inglesa en 1549 y la habilidad de Cranmer para utilizar el lenguaje hablado de su tiempo y sus cadencias meticulosamente equilibradas: “errado y perdido”, “ira e indignación”. Mucha de la calidad de la obra de Cranmer se ve reflejada en el hecho de que sólo se produjeron cambios menores en los dos oficios en más de cuatro siglos. El Libro de Oración Común norteamericano de 1979 muestra, por fin, un desarrollo considerable en el oficio diario, incluyendo 110 páginas de materiales (BCP, 36-146). El cambio más importante es el franco reconocimiento de que esta es una época de pluralismo en el culto al igual que en la sociedad. Se reconoce la diversidad dentro de la Iglesia Episcopal al imprimir tanto la redacción “tradicional” como “contemporánea” de los mismos cultos. Por primera vez aparecen muchas opciones en un Libro de Oración Común norteamericano: un breve culto al mediodía, “Un Orden de Culto para la Tarde” que incluye la entrada simbólica de luz, y un oficio de completas. Un leccionario de dos años, basado en el calendario eclesiástico, proporciona las lecturas (BCP, 934-1001). Pero aparte de ofrecer más opciones para las frases de apertura, antífonas, cánticos y colectas, el modelo básico ha cambiado muy poco desde que Cranmer se pusiera a escribir en 1552. Una revisión básicamente conservadora aparece en el Alternative Service Book 1980 (Libro de Oficios Alternativo) inglés, con mayores alternativas para los cánticos y formas más cortas de oración matutina y vespertina (ASB, 48-95). Recientemente, otras iglesias han producido una diversidad de formas. La más ambiciosa es el volumen Daily Prayers [Oraciones Diarias] (SLR, #5) de la Iglesia Presbiteriana (EE.UU.), que contiene una inmensa cantidad de recursos para el ciclo completo del año cristiano. El United Methodist Hymnal (Himnario Metodista Unido) de 1989 introduce por primera vez órdenes para la “Alabanza y Oración” matutina y vespertina (UMH, 876-79). Estos son intentos deliberados por recuperar el modelo del antiguo oficio del pueblo. A diferencia de los nuevos cultos presbiterianos y otros de la época de la Reforma, en las formas más nuevas y sin embargo muy antiguas de oración pública diaria la lectura de la Escritura es opcional y se le da prioridad a la oración y la alabanza. Son varios los modelos de culto entre semana, dirigidos a grupos dentro de las parroquias, que se han desarrollado en varias denominaciones protestantes. A finales del siglo XVII y siglo XVIII, el movimiento conocido como pietismo le dio un gran impulso a este tipo de reuniones. El pietismo alentaba la formación de grupos disciplinados dentro de la parroquia que se reunían los días entre semana para el estudio bíblico y la oración. Los primeros metodistas imitaron estas reuniones en asambleas de clase, que se convocaban para la dirección espiritual, el canto de himnos y la oración, espontánea en su mayor parte. En el siglo XIX esto se convirtió en la reunión de oración de entre semana, un componente importante del culto en el protestantismo norteamericano. Estas reuniones no sólo estaban dominadas por los laicos, sino que también dieron a las mujeres la oportunidad de hablar en el culto público (a excepción de entre los cuáqueros). Estos cultos informales dieron voz a aquellos que frecuentemente carecían de ella los domingos, contribuyeron mucho a conferirle poder a las mujeres y finalmente las llevaron a involucrarse en cruzadas reformistas. Las consecuencias políticas de la reunión de oración de entre semana fueron enormes.

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Varias iglesias nacidas de la Reforma produjeron también una serie de comunidades creadas de forma intencionada, que a menudo encontraban natural las oraciones públicas diarias. La comunidad inglesa de Little Gidding, reavivada en años recientes, llevaba a cabo un ciclo diario de oficios de oración durante dos décadas en el siglo XVII. El día comenzaba para ellos con cultos de oración y concluía con cultos similares, que incluían un buen número de canciones congregacionales. En el siglo XVIII, los moravos desarrollaron un sistema de “coros” de hermanos o hermanas solteros que vivían y adoraban juntos con oración diaria e himnodia. También eran notables las intercesiones llevadas a cabo incesantemente cada hora por parte de individuos en los que se había delegado. La oración pública diaria era común entre muchas comunidades utópicas, tales como los shakers norteamericanos. Una importante tendencia de la Reforma fue el traslado del culto público diario en la familia. El culto familiar se convirtió en una parte importante de los puritanos ingleses, los presbiterianos escoceses, los anglicanos victorianos y sus parientes americanos. El Directory for Family Worship (Guía para el Culto Familiar) escocés de 1647 establecía un modelo diario de oración y alabanza, lectura de la Escritura y discusión sobre la aplicación de la misma. Se publicaron numerosos manuales y colecciones de oraciones durante los dos siglos y medio siguientes para dirigir esta forma de oración diaria. Resulta difícil documentar la preponderancia de las oraciones familiares, aunque novelas victorianas como Adam Bede de George Eliot dan ejemplos de una serie diaria de oración, salmodia y lectura bíblica dentro del círculo familiar. Estos modelos distan mucho de extinguirse hoy en día, y todavía abundan los clásicos como The Upper Room Discipline (La Disciplina del Aposento Alto). Oración Pública Diaria APB, 29-40 ASB, 45-95 BAS, 36-143 BCP, 37-155 LBW, 131-92 LW, 208-99

MDE, 46-104 SBCP, 1-92 SLR, #5 UMH, 876-79 WB, 56-61 WBCP, 391-441

También: Liturgia de las Horas, 1971, 4 volúmenes (católico)

Reflexiones Teológicas Uno tiene que contemplar la oración pública diaria a la luz de la totalidad de la vida cristiana para ver lo que tiene de significativo y distintivo. Obviamente, la gran mayoría de cristianos ni practica ni echa en falta una forma así de culto. ¿Debemos concluir entonces que se trata tan sólo de una opción piadosa, disponible solamente para aquellos a quienes les gusta este tipo de cosas? ¿O satisface una importante necesidad de la que se han visto privados muchos cristianos? Cuando uno repasa la dinámica de otras formas de culto cristiano se ve sorprendido por el alto grado en que predominantemente expresan la autoentrega dadivosa de Dios al pueblo. El culto dominical normal de predicación de la Palabra se orienta en torno a la proclamación de la Palabra de Dios mediante las lecturas, el sermón, la música y otras artes. La eucaristía, de igual modo, se centra principalmente en la autoentrega de Dios por medio de las acciones con el pan y el vino. Es cierto que esos cultos incluyen elementos de himnodia, salmodia y oración, pero su énfasis es otro.

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La oración pública diaria tiene un centro diferente y más personal: nuestra respuesta a Dios en alabanza en medio de la vida diaria. No es sólo una respuesta a la Palabra y los sacramentos, sino a la totalidad de la experiencia diaria, el sol que sale, las peleas en la familia, el tedio del trabajo. Así que es una forma de compartir de manera colectiva nuestras palabras a Dios. A pesar de que hay que usar formas comunes para convertirlo en auténticamente comunitaria, cada uno de nosotros aporta los dones por los que damos gracias, las quejas que expresamos, las alegrías por las que damos alabanza. Esta capacidad de expresarnos en el marco de la vida diaria distingue a la oración pública diaria. Gran parte de la importancia que tiene este tipo de culto reside en que nos proporciona un equilibrio. Esto funciona a distintos niveles. Existe la necesidad de equilibrar la oración pública diaria con el ritmo semanal del culto dominical (o sabático). Hemos mencionado anteriormente la distinta dinámica del culto dominical de predicación de la Palabra y la eucaristía. Desde luego, es posible tener sermones diarios, como hizo Zwinglio en Zurich, o una eucaristía diaria, como hacen algunos católicos y anglicanos. Pero tienen una dinámica que no tienen los cultos centrados en la oración y la alabanza, de manera que la calidad más íntima de las oraciones proporciona un deseable equilibro a los cultos que se suelen celebrar semanalmente en lugar de cada día. Está también el tema del equilibrio entre la oración pública y la oración privada. No nos hemos referido a esta última, pero se da por sentado que la oración pública generalmente va acompañada de la oración privada en otros momentos durante el transcurso del día. Ninguna reemplaza a la otra; cada una fortalece a su compañera. Por tanto, debemos considerar a la oración privada como el otro extremo del mismo poste y no como un objeto distinto. La oración privada trae energía y ayuda a enfocar la oración pública. Pero la oración pública proporciona un buen equilibrio para la oración privada al relacionarla con el conjunto de la cristiandad que ora. Esencialmente, la compañía de muchas voces hace que la oración cristiana sea cristiana. No oramos en contra de las personas, sino por ellos y con ellas. Y necesitamos la disciplina de la oración pública para hacer nuestras oraciones privadas plenamente cristianas. De otra manera, pueden errar el blanco y expresar fantasías y aberraciones privadas. En este sentido, la oración pública diaria es una escuela de oración. Nos enseña cómo orar, algo en lo que todos necesitamos ayuda, tanto si vivimos en el siglo I (Lucas 11:1) como hoy en día. Puede que no nos enseñe a orar por Juan o Alicia, pero sí nos enseña la necesidad de tenderles nuestra mano cuando necesitan ayuda. Las oraciones de 1662 para “los hombres de toda clase y condición” parecen ahora algo exclusivas, pero el instinto era enseñar a los cristianos a estar al lado de otros seres humanos en oración. De este modo la oración pública nos enseña cómo orar, ya que trasciende los límites de nuestra propia vida. El tercer tipo de equilibrio sobre el que necesitamos meditar es el equilibrio entre la oración y la alabanza y la lectura de la Biblia. Como se ha hecho notar anteriormente, las circunstancias de la vida monástica alentaron la disciplina de la oración constante, que incluía cubrir el salterio semanalmente y las Escrituras cada año. Tal vez eso resultara apropiado en tales comunidades, pero aportó el único modelo que tenían los reformadores protestantes para la gente corriente, de manera que los reformadores tendieron a hacer de la edificación la función principal del culto diario. El antiguo oficio del pueblo relegó la edificación a otras ocasiones: la catequesis y el culto dominical. Esto dejó la oración pública diaria en libertad para concentrarse en la oración y la alabanza en términos que resultaban familiares. Desde entonces, en muchas comunidades, como por ejemplo la morava, el hecho de no necesitar el

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himnario para cantar era una verdadero signo de pertenencia al grupo. Una amplia gama de himnos podía ser más edificante; la familiaridad le permitía a uno expresar con gusto sus propios sentimientos personales. Así que hay que tomar decisiones con sumo cuidado sobre si la oración pública diaria debe realmente centrarse en la Escritura y servir de edificación o si tiene un propósito fundamentalmente distinto. Ciertamente la lectura bíblica puede y debería continuar en privado, pero bien podría ser que la reunión pública diaria tuviera otras prioridades. Cuestiones Prácticas Gran parte del valor de la oración pública diaria reside en que se adapta a la gente y las circunstancias presentes. Todas las revisiones recientes parecen poner de relieve la flexibilidad y adaptan las cosas a las personas y su situación. Esto ha supuesto la inclusión de muchas opciones y alternativas. Si uno puede juzgar a partir de estas nuevas formas, la adaptabilidad escasea. Cada comunidad tiene su propio estilo de vida característico y éste debería quedar reflejado en la manera en que ora junta. Un grupo de estudiantes de instituto durante un retiro no deberían esperar orar juntos de la misma manera que lo harían unos seminaristas. Básicamente, la simplicidad parece ser un factor importante en las modernas reformas. Eso cuadra bien con otra cualidad deseable, la familiaridad. Lo que pretende a menudo la oración diaria es ser capaz de reflexionar sobre palabras que resultan familiares y están llenas de significado. En este sentido, el uso de una mantra o frase repetida en algunas religiones orientales no es irrelevante. Uno nunca alcanza a tocar el fondo del Padrenuestro. El salmo 23 y otros salmos bien conocidos demuestran ser inagotables. Ciertas oraciones e himnos siguen conduciéndonos a profundidades mayores. Parece que hoy en día se favorecen cada vez más las estructuras de la oración diaria sencillas y poco familiares. La familiaridad también hace que sea deseable una relativa brevedad. Si diez minutos son buenos, eso no quiere decir que veinte sean el doble de buenos. Nuestra preocupación es la calidad de la oración diaria, no la cantidad. Los cultos más breves también pueden atraer más gente que pare a mitad de un día o una tarde ocupada. Durante los últimos años se ha producido una creciente concienciación de que más acciones deberían acompañar a las oraciones diarias. Cosas como el beso de la paz que se da mediante un apretón de manos o un abrazo, la ceremonia de encender una gran vela por la tarde o el uso de incienso, apelan al cuerpo y a los sentidos y dejan claro que todo nuestro ser adora a Dios, y no sólo nuestros labios. Ninguna forma de culto se ve tan afectada por la hora del día como la oración diaria. El término “Liturgia de las Horas” recupera este sentido. Las personas son diferentes en momentos distintos del día; se comportan de una manera diferente, sienten de modos distintos y tienen diferentes necesidades. El metabolismo físico guarda una relación con la manera en que oran las personas a diversas horas. Cualquiera que planifique o se prepare para la oración pública deberá ser sensible al hecho de que los seres humanos cambian a lo largo del día. Esto forma parte tanto del atractivo como del reto de la oración pública diaria.

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CAPÍTULO V

EL CULTO DE PREDICACIÓN DE LA PALABRA

En el capítulo anterior, que trataba sobre la oración pública diaria, hemos visto una forma de culto conformada en gran medida por la palabra hablada. Ahora nos fijaremos en otra forma de culto que también procede principalmente de la palabra hablada: el culto de predicación de la Palabra. Aunque en ambos tipos de culto ocurre mucho más que sólo lo que se hace mediante el habla, la palabra hablada es el modo primario de comunicación. Las memorias colectivas de la comunidad son recordadas y reforzadas oralmente. El tema de este capítulo incluye la primera mitad de la Cena del Señor o la misa, pero el culto de predicación de la Palabra también es el culto dominical normal de la mayoría de grupos protestantes, con la excepción de algunos cuáqueros. Así pues, sería tentador titular este capítulo “El Culto Dominical”, si no fuera porque el culto también es corriente entre semana como parte de la eucaristía o en diversas ocasiones en reuniones evangelísticas o conferencias. Así que “culto de predicación de la Palabra” parece la designación más acertada. Otros términos empleados para la primera parte de la misa son prefacio, antemisa, antecomunión, synáxis o anáfora. También abundan los términos para el culto protestante habitual: culto dominical, culto de la mañana, culto de predicación u oficio religioso. El método que seguiremos consistirá en examinar paso a paso las diversas historias de este tipo de culto tal y como se manifiestan en la Cena del Señor y en los cultos en los que no se celebra la eucaristía. Después estaremos en condiciones de analizar algunos de los principios teológicos en juego, antes de pasar a ver cómo se reflejan la historia y la teología en los asuntos pastorales de hoy día. Historia del Culto de Predicación de la Palabra Comenzamos nuestra discusión sobre el culto de predicación de la Palabra echando un vistazo al culto de la sinagoga judía. Ya hemos visto que la iglesia adoptó muchas cosas del ritmo de tiempo judío y la mentalidad que convirtió ese ritmo en un medio para recordar. Y veremos una y otra vez que tanto las estructuras judías del culto como las mentalidades subyacentes hicieron posible el culto cristiano. El culto de la sinagoga judía y su mentalidad forman el sustrato del culto de predicación de la Palabra cristiano. Así que debemos preguntarnos qué funciones llevaba a cabo el culto de la sinagoga. Por extraño que resulte, parece haberse originado para cumplir una función nacionalista: la supervivencia de Israel mientras se encontraba exiliado en Babilonia. Pese a que carecemos de una información clara sobre los orígenes del culto en la sinagoga, parece haberse originado en algún momento del siglo VI a. de C., cuando los judíos estaban cautivos en Babilonia. El templo de Jerusalén se encontraba en ruinas y el culto nacionalizado que tenía allí su centro había terminado de forma abrupta. No había modo alguno de recoger en alguna otra parte el culto de sacrificios del templo, que por esa fecha había llegado a identificarse exclusivamente con Jerusalén. Había que comenzar de nuevo para que Israel pudiera sobrevivir.

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Aparentemente la sinagoga tuvo su origen como una agencia de supervivencia, del mismo modo que muchos grupos de inmigrante en los Estados Unidos han establecido clubes o casas nacionales. Israel mantuvo su identidad mediante el recuerdo. Recordó lo que Dios había hecho por el pueblo escogido de Dios, cuya historia los convertía en algo único. En respuesta a la lastimosa pregunta: “¿Cómo cantaremos las canciones de Jehovah en tierra de extraños?” (Salmo 137:4), Israel inventó el culto en la sinagoga. Para Israel, la supervivencia significó la capacidad de recordar las acciones de Dios que lo habían convertido en un pueblo diferente. Y tal y como quedó demostrado, la mejor manera de recordar era a través de la instrucción y la oración en compañía. Resulta difícil decir si el culto en la sinagoga comenzó principalmente para la adoración o con propósitos educativos, del mismo modo que se hace difícil dilucidar si ciertos programas de televisión tienen por objeto educar o entretener. Recordar lo que Dios había hecho y regocijarse en esas memorias – ¿es eso adoración o educación? No importa, el resultado es el mismo. Israel pudo sobrevivir mediante el culto cuando otros muchos reinos eran borrados del mapa por la espada. Y el poder de recordar, reforzado generación tras generación por medio del culto, era demasiado poderoso, incluso para la tiranía de Babilonia. Pronto se vio que poner por escrito las memorias corporativas de las acciones de Dios era muy útil para recordar lo que Dios había hecho para convertir a los judíos en un pueblo singular. Enseñar estos escritos a través de las clases en la sinagoga era eficaz. Pero las memorias realmente cobraban vida cuando se leían en voz alta, se meditaba sobre ellas y la comunidad congregada se regocijaba en ellas. Quizás no surgió en un principio como culto en sí mismo, pero llegó a ser culto y aún perdura así: el culto de la sinagoga. Los nostálgicos exiliados judíos se juntaron para leer, meditar y regocijarse en lo que Dios había hecho para con su pueblo y cada vez que hacían estas cosas se renovaba su identidad propia. No se necesitaba ningún templo para este tipo de instrucción o adoración, ni tampoco sacerdotes. Era un tipo de culto que podía ser dirigido por laicos; diez varones judíos podían reunirse en cualquier lugar y formar una sinagoga. Todo lo que se necesitaba era un libro y personas. Difícilmente se puede exagerar el carácter laico de tales reuniones. El culto en la sinagoga se centraba en lo que Dios había hecho. Los judíos celebraban las acciones de Dios, no sólo leyendo su historia (las Escrituras) sino también regocijándose en esta historia mediante el canto (los salmos), bendiciendo a Dios en oración por esa historia y meditando sobre ella (los sermones). Finalmente las oraciones que recordaban lo que Dios había hecho también comenzaron a anticipar lo que Dios todavía había prometido hacer. Esto tomó la forma de la súplica a Dios para que actuara, un desarrollo natural de la oración. Estilizadas con el paso del tiempo, las oraciones llegaron a funcionar como credos, además de alabanza y súplica. La lectura de la ley y los profetas se convirtió en una práctica estándar al rememorar los judíos el don de Dios en forma de ley y cómo Dios les había hablado a través de los profetas. De esta manera el culto acabó siendo un modo de enseñar y transmitir las memorias colectivas de un pueblo con el que Dios había establecido un pacto. La supervivencia vino a través del recuerdo. No era simplemente un pasado muerto y distante lo que se recordaba, sino a un Dios vivo, el cual se había dado a conocer por medio de los eventos pasados que se encontraban en la adoración presente. A medida que los acontecimientos del pasado eran enumerados, se convertían en realidades presentes mediante las cuales el poder de Dios para salvar podía experimentarse una y otra vez. A través de la adoración, la gente podía revivir por sí misma toda la historia de la salvación. Las vidas individuales eran cambiadas al participar en la recitación de las

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memorias comunes, al igual que a un adolescente le sirve de ayuda para conseguir una identidad individual ver el álbum fotográfico con el resto de la familia. El centro del culto en la sinagoga es la identificación con las memorias colectivas de la comunidad de lo que Dios ha hecho por el pueblo de Dios. Y la palabra hablada es el medio por el cual esto tiene lugar. Este era el culto con el que estaban familiarizados los primeros cristianos, la mayoría de los cuales eran judíos. Se atisban fragmentos de este culto en la sinagoga de Nazaret en Lucas 4:16-28. Jesús hizo la lectura del profeta Isaías y se sentó para predicar. En la sinagoga de Antioquía de Pisidia “después de la lectura de la Ley y de los Profetas, los principales de la sinagoga” invitaron a Pablo y a sus compañeros a hablar (Hechos 13:15). Era un estilo de culto que les resultaba muy familiar a los primeros cristianos; su Señor lo había sancionado con su asistencia regular (Lucas 4:16) y los apóstoles lo habían utilizado al máximo. Todos los cristianos convertidos del judaísmo estarían familiarizados con este modelo de adoración pública y probablemente muchos continuaron adorando también en la sinagoga al mismo tiempo que celebraban la eucaristía “casa por casa” (Hechos 2:46). Pero pronto los cristianos fueron expulsados de la sinagoga, y a mediados del siglo II nos encontramos con que se había producido una fusión de estos dos tipos de culto, al principio de manera provisional pero que pronto se convertiría en permanente. El patrón de la sinagoga se injertó al patrón del aposento alto o, dicho de otro modo, se fusionaron dos medios: la palabra hablada y el signo actuado. Desde el siglo VI hasta el XVI el culto de predicación de la Palabra y la eucaristía se hicieron inseparables, excepto en contadas ocasiones, tales como el Viernes Santo. Si bien la unión de la palabra y el sacramento puede haber ocurrido más temprano, la primera evidencia que tenemos de ello aparece en la Primera Apología de Justino Mártir, escrita en Roma alrededor de la mitad del siglo II. Justino nos ha dado dos ejemplos de una reunión eucarística. La primera sigue a un bautismo. Los recién bautizados (probablemente en Pascua) son conducidos a la asamblea eucarística, que eleva oraciones por los que acaban de ser bautizados, se da el beso de la paz e inmediatamente comienza la eucaristía. Parece ser que cuando se celebraba la iniciación, ésta reemplazaba al culto de predicación de la Palabra, pero no a la eucaristía. El otro culto que describe Justino parece corresponder al culto dominical habitual: Y en el día llamado domingo se celebra la reunión en un lugar de aquellos que viven en ciudades o en el campo, y se leen las memorias de los apóstoles o los escritos de los profetas mientras el tiempo lo permite. Cuando el lector ha terminado, el presidente, en un discurso, exhorta y [nos] invita a la imitación de estas nobles cosas. Después todos nos ponemos de pie y elevamos nuestras oraciones. Y, como se ha dicho antes, cuando hemos terminado la oración, se trae pan, vino y agua1.

En términos modernos, había lecturas del Antiguo y el Nuevo Testamento, un sermón e intercesiones generales u oración de los fieles, esto es, oración por los demás. Aparentemente la cantidad de lecturas era flexible, pero se incluían varias. Hipólito corrobora indirectamente estos detalles dos o tres generaciones más tarde. Las dos eucaristías que describe son especiales: bautismo y ordenación. En ningún caso se hace mención al culto de predicación de la Palabra, que, aparentemente, todavía se puede separar cuando otra celebración precede la eucaristía. Incluso hoy, el día de Viernes Santo, el culto de predicación de la Palabra es separable y en su sencillez original ocupa un lugar aparte de la eucaristía (Sac., 211-22; BCP, 276-82; LBW –

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Ministers Desk Ed., 138-43). Esto ilustra el descubrimiento de Anton Baumstark: En fiestas de gran solemnidad, los elementos más antiguos tienen mayores probabilidades de durar más tiempo2. Aún hoy, la primera parte del culto de Viernes Santo presenta la misma notable sencillez que observamos en Justino: lecturas, salmodia, sermón e intercesiones. La forma de las intercesiones de Viernes Santo – solicitud de oración, oración silenciosa con toda la gente arrodillada y una oración final en la que todos se ponen en pie – es primitiva (antigua). No aparece ningún elemento no esencial en el primitivo culto de predicación de la Palabra. Agustín nos cuenta: “Entré en la iglesia, saludé a la gente con el saludo habitual y el lector comenzó las lecturas”, un comienzo de lo más escaso y abrupto que uno pudiera imaginarse3. Pero no iba a permanecer tan sencillo por mucho tiempo. Si pensamos en un río que deposita sedimentos, podemos imaginar que se depositan capas sucesivas de estratos litúrgicos. Esta es una manera eficaz de visualizar los desarrollos producidos, excepto que los elementos litúrgicos también se movían de un lugar a otro o se abandonaban por completo, ¡algo que ni siquiera un terremoto puede duplicar con exactitud! Lo primero que desapareció fueron las lecturas del Antiguo Testamento de la ley y los profetas, que se dejaron de hacer a principios del siglo IV. La despedida de los catecúmenos (aquellos que todavía no habían sido bautizados) desapareció en Occidente a finales del siglo VI, aunque todavía permanece en Oriente. A los catecúmenos se les había permitido ser oidores de la Palabra, pero no participar en las oraciones de los fieles, el beso de la paz o ninguna de las acciones eucarísticas. Las intercesiones u oraciones de los fieles también desaparecieron del culto de predicación de la Palabra durante el siglo VII en el rito romano. El resto de los estratos más antiguos sobrevivió: el saludo, la Epístola, el salmo responsorial, el Evangelio y el sermón. El paso del tiempo trajo más amontonamientos, especialmente al principio de este estrato. El segundo estrato representa básicamente los materiales introductorios, incluidas la canción y la oración. Aparentemente estos añadidos comenzaron en el siglo V, después de que el culto cristiano se hubiera convertido en algo público y más elaborado. Desde el punto de vista funcional, muchas de estas adiciones tendieron a tapar acciones tan vitales como el acceso del clero al altar y que cada persona ocupara su lugar para comenzar el culto. Las acciones llevadas a cabo en silencio, no importa lo esenciales que sean, siempre parecen invitar al acompañamiento verbal o coral, como si nunca acabáramos de confiar en la simple acción. Está claro que estos desarrollos se produjeron en momentos diferentes en distintas partes del mundo cristiano. Solamente podemos sugerir los contornos del desarrollo en el rito romano de Occidente. Hemos visto lo seco que era el comienzo del culto de Agustín, pero transcurridas pocas décadas desde su muerte había aparecido un rito introductorio que todavía persiste: el introito, el Kyrie, el Gloria in excelsis y la oración colecta. Este segundo estrato de desarrollo litúrgico parece haber sido el resultado de varios aditamentos sin relación entre sí. El introito, el primero siguiendo el orden de las partes variables de la misa, fue básicamente en sus inicios música para el viaje, para acompañar la procesión del clero hasta el altar a modo de salmo al que se le ponía música. A finales del siglo V la antigua oración de los fieles fue reemplazada en Roma por la oración en forma de letanía (una serie de peticiones, seguida cada una de ellas por una respuesta recurrente) situada antes de las lecturas y el sermón. La respuesta era Kyrie eleison (“Señor, ten piedad”). A principios del siglo VII las peticiones mismas habían desaparecido ya en Roma, aunque las letanías completas todavía se mantienen en el rito bizantino. En Roma sólo se mantenía el Kyrie, una pequeña isla griega en medio de un mar de palabras latinas. La desaparición sucesiva de

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la oración de los fieles y de la letanía dejó al oficio romano de la Palabra sin intercesiones. Un tercer elemento que se añadió fue el Gloria in excelsis (“Gloria a Dios en las alturas”) o doxología mayor, generalmente cantada. Tiene origen oriental, y su uso como parte del culto de predicación de la Palabra está confinado a Occidente, siendo el Triságion (“tres veces Santo”) que cumple un papel equivalente en los ritos orientales. La oración colecta, oración u oración inaugural cierra el rito de entrada. La oración colecta, que es una forma occidental, sigue un patrón literario formal que normalmente consiste en (1) dirigirse a Dios, (2) una cláusula relativa que se refiere a alguna característica de Dios, (3) una petición, (4) una cláusula de resultado y (5) una doxología final. En este punto la oración colecta funciona para concluir el rito introductorio e introducir la lectura del día. Las oraciones colectas son otra parte variable de la eucaristía. Las colecciones de oraciones colectas forman una parte importante de los grandes sacramentarios o textos para las misas. Recapitulemos: los siglos V y VI habían asistido a la gran elaboración del rito introductorio. Había pasado ya el seco saludo y el paso directo a las lecturas y en su lugar había llegado la progresión majestuosa y musical del introito, Kyrie, Gloria in excelsis y oración colecta. Pero todavía hay un tercer estrato, depositado mediante la acumulación gradual producida durante la alta Edad Media. Hoy en día es habitual que los que van a dirigir el culto pasen unos momentos preparándose con un tiempo de oración en la sacristía, antes de entrar en la iglesia para comenzar el culto público. Gradualmente estas oraciones personales fueron saliendo de la sacristía y acabaron en el presbiterio. Solían tener un carácter específico; básicamente se trataba de disculpas por la indignidad y peticiones para ser hecho más digno para servir a Dios en la dirección del culto. Estas oraciones, entonces y ahora, tendían a ser individualistas, subjetivas e introspectivas. Estas no son cualidades malas en sí mismas, pero cuando la función de estas oraciones privadas se cambió al incorporarla al culto público propiamente dicho, se produjo un cambio importante. Fue un cambio lento y sutil, no algo que se debatiera y decidiera en los sínodos públicos. Más bien, lo que hizo fue señalar un cambio de énfasis de la asamblea reunida para regocijarse en lo que Dios había hecho, a una asamblea de individuos reunidos para lamentarse de su pecado delante del Altísimo. Las iglesias orientales evitaron gran parte de este cambio; las iglesias occidentales inconscientemente se concentraron en él. El resultado fue un rito preparatorio de oraciones iniciales añadidas al comienzo del culto de predicación de la Palabra. Estas oraciones comenzaban con el Salmo 43, cuyo cuarto versículo, en la versión latina, proveía un texto apropiado: “Llegaré hasta el altar de Dios”. En el siglo XIV este salmo venía precedido de una bendición trinitaria. La siguiente de estas oraciones al pie del altar es el confiteor u oración de confesión y una absolución o declaración de perdón, que hace las veces de una estación de purificación antes de que el sacerdote esté realmente preparado para comenzar. El lenguaje penitencial de la confesión conformó gran parte de la devoción eucarística medieval, de los tiempos de la Reforma y de la moderna. Después de esto, unas breves oraciones acompañaban al sacerdote mientras subía hacia el altar y lo besaba, antes de empezar el introito. Otro añadido medieval fue la elaboración musical del salmo gradual, que originalmente seguía a las lecturas del Antiguo Testamento. Cuando éstas desaparecieron, el gradual se puso inmediatamente después de la Epístola y se acortó a un solo versículo. Allí se unió a otros elementos cantados, el Aleluya o Tracto (para las ocasiones penitenciales). Las elaboraciones no bíblicas del Aleluya, conocidas como secuencias, florecieron en la Edad Media pero fueron virtualmente abolidas en 1570.

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Durante la Edad Media (en Occidente) también se añadió el Credo Niceno inmediatamente después del sermón. Parece ser que esto se produjo como una última tentativa contra el Arrianismo (que negaba la divinidad de Cristo) y olvidando la naturaleza de la oración eucarística como proclamación. Probablemente esta práctica de decir el credo se originó en España, y fue promovida por Carlomagno, pero no fue adoptada por Roma hasta principios del siglo XI. En el Este fue adoptada en el siglo VI como parte de la propia eucaristía. El resultado de todos estos desarrollos es el culto de predicación de la Palabra, que fue heredado por el siglo XVI, ligeramente modificado por los reformadores y que la Contrarreforma apenas cambió. En el diagrama número 4 trazamos los diversos estratos y utilizamos paréntesis para señalar aquellos elementos que desaparecieron: CULTO DE PREDICACIÓN DE LA PALABRA Siglos I-III

Siglos IV-VI

Edad Media

Saludo Salmo 43 Confiteor Introito (Letanía), respuesta con Kyrie Gloria in excelsis Oración colecta (Lecturas del A. Testamento) (Salmo) Epístola (Salmo) Evangelio Sermón

Gradual, Aleluya, Tracto

(Secuencia)

Credo Niceno (Despedida de catecúmenos) (Oración de los fieles) Diagrama 4 Para bien o para mal, los propios reformadores habían sido influenciados por la versión de la baja Edad Media de este culto, con su buena dosis de elementos penitenciales y la pérdida de la lectura del Antiguo Testamento y la oración intercesora. Si hubieran sabido algo más sobre la historia del rito habrían tenido más libertad para reformarlo; sin ese conocimiento los hechos no podían liberarles. Los reformadores sí contribuyeron enormemente al avance de la predicación, el canto congregacional y los ritos vernáculos. Lutero, en su Formula Missae de 1523, consideró que había poco que cambiar en el culto de predicación de la Palabra4. Se deleitaba en los elementos musicales, los introitos, el Kyrie, el Gloria in excelsis, los graduales, el aleluya y el credo cantado. Lutero eliminó las oraciones iniciales y las secuencias no bíblicas, pero alentó el canto congregacional en alemán, especialmente después del gradual. En cierta ocasión sugirió que el sermón podría preceder todo el culto. En 1525, Lutero publicó su Deutsche Messe (Misa alemana) e introdujo más himnos vernáculos y una paráfrasis del Padrenuestro después del sermón5.

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Pese a que Lutero no lo pretendió, mediante un largo y lento proceso el culto de predicación de la Palabra o “ante-comunión” en sí llegó a ser el culto dominical habitual entre los luteranos, separando así los dos elementos que habían estado unidos durante tanto tiempo: palabra y sacramento. La Ilustración del siglo XVIII trajo consigo el final de la eucaristía semanal en la mayoría de países luteranos. El nuevo (1978) Lutheran Book of Worship (Libro de Culto Luterano) vuelve al modelo del siglo VI. Hay un “Breve Orden para la Confesión y el Perdón”, que puede preceder al culto. Se proporcionan tres marcos musicales (LBW, 57-119). La secuencia, cuando no se celebra la eucaristía, es la siguiente: himno de entrada, saludo, Kyrie, Gloria in excelsis, oración colecta, primera lectura, salmo, segunda lectura, aleluya o tracto, evangelio, sermón, himno, credo, ofrenda, oraciones (que pueden ser de intercesión), Padrenuestro y bendición. El modelo habría resultado familiar para un cristiano del siglo VI. En la tradición reformada se han producido mayores cambios, con la convicción de que se estaba siguiendo la iglesia primitiva. Nos fijaremos principalmente en Juan Calvino, ya que su Form of Church Prayers... According to the Custom of the Ancient Church6 (Forma de las Oraciones en la Iglesia... Según la Costumbre de la Iglesia Antigua) publicado en 1542 (Ginebra, Estrasburgo, 1545) fue la fuente a partir de la cual se extendió esta tradición, aunque gran parte de su originalidad se debe a Martín Bucero. El culto tiene un marcado carácter penitencial y didáctico. A esta tradición pareció encantarle las disculpas medievales. El rito comienza con una vigorosa oración de confesión en la que se hace notar que somos “incapaces de hacer ningún bien y que en nuestra depravación transgredimos sin cesar tus santos mandamientos”. A esto le sigue la absolución, y después un elemento introducido por Bucero: el canto del Decálogo. Se ofrecen oraciones improvisadas, se canta un salmo métrico y a continuación se dice una oración colecta pidiendo iluminación, elemento éste que según se creía era común en el culto de la iglesia primitiva, pero que, en lugar de eso, se ha convertido en una contribución característica de los reformados7. Le siguen la lectura y el sermón. Una larga oración de intercesión pastoral, una petición y una paráfrasis del Padrenuestro anteceden a la bendición final. Calvino prefirió que a esto le siguiera la eucaristía semanalmente, pero sus planes se vieron frustrados por el conservadurismo de los magistrados de Ginebra, que no estaban acostumbrados a recibir la comunión frecuentemente. Pero es importante que el modelo de culto dominical en la tradición reformada era el culto de predicación de la Palabra y no el oficio diario. El canto de salmos se convirtió en un distintivo del culto reformado. Esto es lo que proporciona un alegre contraste al severo carácter penitencial y disciplinario del culto. El Directorio de Westminster8 impuso el enfoque puritano del culto en las iglesias nacionales de Inglaterra, Escocia e Irlanda en 1645, sustituyendo al Libro de Oración Común durante quince años y poniendo fin a la autoridad del Book of Common Order (1564) escocés (Libro de Orden Común). El Directory es más que un libro de rúbricas y menos que un libro de oración. El orden del “Public Worship of God” (Culto Público a Dios) es el siguiente: el ministro llama a la congregación a la adoración y comienza la oración recordando al pueblo “su propia vileza e indignidad para acercarse tan cerca de él [Dios]; con su completa incapacidad por ellos mismos de realizar una tarea tan grande”. Le sigue la lectura de la Palabra (“habitualmente un capítulo de cada Testamento”, basándose en la lectio continua), el canto de un salmo e intercesión, una oración pastoral de confesión e intercesión muy larga, la predicación de la Palabra, una oración de acción de gracias, el Padrenuestro, un salmo cantado y una bendición. Durante varios siglos este culto de predicación de la Palabra ha proporcionado la estructura básica de culto para gran parte de la tradición reformada de habla inglesa.

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Obviamente la predicación es el acontecimiento dominante del culto. Sigue predominando el enfoque medieval, de disculpa y penitencial, pero se ha ganado claramente con la recuperación de las lecturas del Antiguo Testamento, la alta consideración por la salmodia congregacional y la importancia de la predicación. El Service for the Lord’s Day (Culto para el Día del Señor) presbiteriano (SLR, #1) de 1984 representa una mayor conciencia histórica de los patrones primitivos y, sin embargo, refleja tendencias de la Reforma. Su estructura es: reunión de la gente, llamada a la adoración, himno de alabanza, salmo o cántico, confesión y perdón, acto de alabanza, la paz, oración pidiendo iluminación, primera lectura, salmo, segunda lectura, himno o cántico o antífona, evangelio, sermón, himno o cántico, credo o confesión de fe, oración de intercesión, ofrenda, oración de acción de gracias, Padrenuestro, himno o cántico o salmo, comisión y bendición y envío. El Service for the Lord’s Day fomenta el uso de la eucaristía cada día del Señor, pero esto no se ha convertido en habitual. Los reformadores anglicanos, que se beneficiaron del consejo gratuito de los reformadores europeos, basado en dos décadas de experiencia con liturgias vernáculas, tomaron diferentes decisiones. El rito de Cranmer de 1549, que era básicamente una revisión conservadora del culto de predicación de la Palabra de Sarum, comenzaba con un salmo introito, el Padrenuestro, la oración colecta por pureza, el Kyrie, el Gloria in excelsis, el saludo, la oración colecta del día y la oración colecta a favor del rey9. La epístola y el evangelio siguen inmediatamente después, y a continuación vienen el Credo niceno y el sermón. Posteriormente, el culto sigue con la exhortación y la eucaristía. Se han transplantado dos elementos a la eucaristía propiamente dicha: aparecen intercesiones justo después del Sanctus y la confesión precede a la comunión. En la versión de 1552 se dio un bandazo en la dirección reformada: desaparecieron los salmos del introito y se añadió el Decálogo inmediatamente después de la oración colecta a favor de la pureza10. Las intercesiones han vuelto a colocarse justo después del sermón y la ofrenda, y la confesión sigue ahora a las exhortaciones, justo antes de la sursum corda. El Kyrie desapareció y el Gloria in excelsis fue desterrado hasta justo antes de la bendición final en la eucaristía. Había una rúbrica para terminar el culto después de la oración general de intercesión cuando no se celebraba la comunión. Esto permitía separar el culto de predicación de la Palabra de la eucaristía, tras mil años de unidad. Durante tres siglos esta “ante-comunión” o “segundo culto” con sermón siguió a la oración matutina y la letanía la mayoría de domingos, y la eucaristía no se celebraba con frecuencia en la mayor parte de iglesias parroquiales. Los años transcurridos desde entonces han sido testigos de una gradual puesta en orden de este modelo. El más reciente Libro de Oración Común norteamericano (páginas 316-409) representa un avance significativo en la restauración de la lectura del Antiguo Testamento y la salmodia y en el hecho de restarle protagonismo a la confesión. El culto de predicación de la Palabra se titula “The Word of God” (La Palabra de Dios), e incluye un saludo, una oración colecta a favor de la pureza, el Decálogo o Sumario de la Ley (Rito Uno), el Kyrie o el Triságion y el Gloria in excelsis, la oración colecta del día, dos o tres lecturas (alternándose con salmos, himnos o antífonas), el sermón, el Credo niceno, oraciones de la gente, confesión de pecado opcional y la paz. Resumiendo, este es nuevamente el modelo del siglo VI. Se han realizado cambios similares en los Libros de Oración Común de otras naciones y el Alternative Service Book 1980. El culto cuáquero no incluye necesariamente la palabra hablada. Su centro es la espera silenciosa delante de Dios. Después de un período de concentración las personas pueden levantarse para hablar si el Espíritu les impulsa a hacerlo. Existe un elevado sentido de la disciplina, una fuerte reticencia a apresurarse para emitir palabras o a

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hablar por uno mismo. Este tipo de culto no encaja en ninguno de los patrones que hemos analizado en otras tradiciones, aunque algunos amigos (cuáqueros) norteamericanos han derivado en un culto estructurado. El metodismo heredó el modelo dominical anglicano de la oración matutina, la letanía y la ante-comunión con sermón. El Sunday Service of the Methodists in North America (1784) o Culto Dominical de los Metodistas de Norteamérica, realizó pequeños cambios en el culto de predicación de la Palabra, aparte de la omisión del credo11. El cambio principal fue que se esperaba que se cantaran himnos, lo cual trajo una calidez característica al culto metodista. Algunos metodistas británicos tendieron a mantener la oración matutina anglicana. Juan Wesley demostró ser un pobre juez de sus seguidores en América. En 1792, el año posterior a la muerte de Wesley, se dejó de utilizar el texto impreso del culto de predicación de la Palabra. ¿Qué ocurrió en el siglo XIX? Los libros oficiales de la ley eclesiástica metodista, la Discipline (Disciplina), solamente llevan durante este siglo un escaso bosquejo: “Que el culto de la mañana consista en cánticos, oraciones, la lectura de un capítulo del Antiguo Testamento y otro del Nuevo y la predicación”. Si lo sopesamos, esto suena ligeramente más a una oración matutina que a un culto de predicación de la Palabra, pese a que también se le añadió la celebración mensual de la eucaristía. El metodismo del siglo XIX se acercó mucho al movimiento de avivamientos de la tradición fronteriza. Una vez que el evangelismo palideció, el metodismo se volvió cada vez más hacia el esteticismo a principios del siglo XX y hacia el historicismo a mediados de siglo. Esto se ha visto superado por una era de ecumenismo con una preocupación común por recuperar las raíces primigenias del culto cristiano. Para los metodistas unidos esta ha tomado la forma de A Service of Word and Table [Un Culto de Palabra y Mesa] (UMH, 2-31). El “Basic Pattern of Worship” (Modelo Básico de Culto) sin Santa Cena incluye los siguientes elementos: reunión, saludo, himno, oración y alabanza iniciales, oración pidiendo iluminación, lectura, salmo, lectura, himno o cántico, lectura del evangelio, sermón, respuesta a la palabra (por ejemplo, invitación al discipulado cristiano, bautismo o credo), motivos de oración y oración, confesión, perdón, paz, ofrenda, oración de acción de gracias, Padrenuestro, himno o cántico, despedida con la bendición y envío. A principios del siglo XIX apareció en el Oeste de América la tradición fronteriza, que trajo consigo un enfoque totalmente distinto al culto de predicación de la Palabra. Los cristianos que vivían en la frontera estaban ministrando, básicamente, a personas sin un trasfondo religioso, a las cuales esperaban convertir al cristianismo. Era necesaria una forma de culto para los que no acostumbraban a ir a la iglesia. Esta forma se desarrolló a partir de las reuniones de campamento, en las que se reunía a la población de una zona muy amplia para la predicación, la dirección espiritual, el bautismo para los que se convertían y una eucaristía final. Tales medidas demostraron ser efectivas en la frontera y se fueron incorporando de manera gradual a la vida cúltica de las regiones más tranquilas y pobladas de la costa Este. El resultado fue un tipo de culto de predicación de la Palabra tripartito, que es el más corriente hoy día dentro del protestantismo norteamericano – se puede vivir en la televisión nacional cada domingo. La primera parte comienza con un oficio de cánticos y alabanza que pone un gran énfasis en la música. Así se desarrolló un tipo especial de himno, la canción “gospel”, cuya autora más conocida es Fanny Crosby (“Jesus is Tenderly Calling” – Con Voz Amiga te llama Jesús, “Rescue the Perishing” – Salvo en los Brazos de Jesús, “Blessed Assurance, Jesus is Mine” – Grata Certeza, Soy de Jesús). Esta himnodia, profundamente introspectiva y altamente individualista, servía para

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expresar los sentimientos del devoto. Esta porción del culto incluía la oración y la lectura de un pasaje bíblico. La segunda parte era el sermón, que era y sigue siendo muy evangelístico, en el que se llama a las almas a la conversión y a los convertidos a renovar su compromiso. Todo culmina en el acto final, un llamamiento a aquellos que se han convertido a reconocer este cambio en sus vidas pasando al frente, bautizándose o haciendo alguna otra indicación de su nuevo estado. Aunque el sermón es la porción más larga del culto, todas las partes del mismo están cuidadosamente integradas. La tradición pentecostal, que se inició en los albores del siglo XX, ha preferido la espontaneidad a las estructuras definidas. Su forma más espectacular incluye el uso del don de lenguas e interpretación. Pero más importante aún es la insistencia en la no dependencia de las formas establecidas y en las posibilidades inesperadas del canto, los testimonios y las lecturas bíblicas espontáneos. Si algo queda claro en los desarrollos recientes en todas estas tradiciones, tanto protestantes como católica (a excepción de los cuáqueros, la tradición fronteriza y los pentecostales), es el regreso a las prioridades de los seis primeros siglos. Ahora vemos hasta qué punto los reformadores fueron cautivos de las suposiciones medievales a la hora de convertir el culto de predicación de la Palabra en algo netamente penitencial, didáctico y disciplinario. Incluso la reciente eliminación de las porciones más penitenciales de los cultos no hace que desaparezca en muchas personas la persistente sensación de que todavía van al culto principalmente para ser regañados, para sentirse apenados y para desagraviar a Dios por el daño causado. Gran parte del ímpetu para llevar a cabo las nuevas (y antiguas) reformas procede del Vaticano II. El Concilio exigió sencillez y claridad en la misa y subrayó: “ábranse con mayor amplitud los tesoros bíblicos” (CSL, párrafo 51). También añadió que la predicación debería ser normativa los domingos (CSL, párrafo 52) y concluyó: “restablézcase la ‘oración común’ o ‘de los fieles’ después del Evangelio y la homilía” (CSL, párrafo 53). Los resultados pueden verse claramente en el Misal Romano de 1970. El “Orden de la Misa” es: cántico de entrada, saludo, rito de bendición o rito penitencial o ninguna, Kyrie, Gloria in excelsis, oración inaugural, primera lectura, salmo responsorial, segunda lectura, aleluya o aclamación del evangelio, evangelio, homilía, profesión de fe e intercesiones generales (Sac., 403-13). No sólo podía utilizarse de forma prácticamente intercambiable con los ritos más recientes de las tradiciones protestantes mencionadas aquí, sino que casi podría pasar por lo que los cristianos romanos hacían cada domingo mil quinientos años atrás. Se pone sordina a gran parte del material preparatorio penitencial y se recupera el énfasis en las lecturas del Antiguo Testamento, la salmodia responsorial, la predicación y la oración de los fieles. ¡Recuperar nuestras raíces nos ha dado alas!

Culto de Predicación de la Palabra (y Eucaristía) APB, 43-64 ASB, 115-200 BAS, 174-251 BCO, 42-43 BCP, 316-93 BofS, 8-24 BofW, 96-126

LBW, 56-120; 126-30 LW, 136-98 MDE, 195-307 MSB, B1-B39 PH, 976-87 PM, 59-62

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Sac., 403-13 SB, 1-36 SBCP, 306-41 SLR, #1 TP, 24-58 UMH, 2-31 WB, 21-42 WBCP, 3-24

WL, 2-12 WS, 19-62 También: Scottish Liturgy 1982 (Iglesia Episcopal de Escocia)

Teología del Culto de Predicación de la Palabra Lo fundamental en el culto de predicación de la Palabra es escuchar y responder a la Palabra de Dios, transmitida y expresada a través del habla humana. En primer lugar, Dios nos habla mediante la lectura y el sermón, leída y predicado, respectivamente, por seres humanos. Lo que Dios hace aquí lo hace principalmente por medio de la palabra hablada. Debemos reconocer el medio y sus poderes y limitaciones. El habla actúa en el culto como una forma de darse uno mismo. Mediante las palabras estamos nos hacemos presentes ante los demás y Dios se hace presente ante nosotros. Las palabras expresan nuestros pensamientos, nuestras emociones y nuestro propio ser, de manera que otros pueden ser partícipes de ellos. En el culto, Dios nos da a nosotros de su mismidad a través del habla humana, y nosotros, mediante el poder de Dios, nos damos nosotros mismos a Dios por medio de nuestra habla. Estructuralmente hablando, esto quiere decir que estos tipos de culto giran en torno a la Palabra de Dios leída en las lecturas y expuesta en el sermón (si lo hay). Ciertamente esta fue la intención de los reformadores y se ha hecho mucho más evidente en la nueva misa católica. Una oración colecta reformada declaraba que Dios “ha hecho que se escribieran todas las Sagradas Escrituras para nuestra instrucción” (cf. Romanos 15:4). Hoy día se reconoce que ese “todas” significa que ambos pactos, el viejo al igual que el nuevo, deben formar parte del culto. Para comunicar las memorias colectivas de la comunidad de fe, es preciso que sus registros escritos – las Escrituras – sean leídos una y otra vez. Las memorias colectivas contenidas en la Escritura le proporcionan a la iglesia su autoidentidad. Sin la continua reiteración de estas memorias, la iglesia sería simplemente una aglomeración amorfa de gente de buena voluntad sin una identidad real. A través de la lectura y la exposición de las Escrituras, el cristiano recupera y se apropia de las experiencias de Israel y de la iglesia primitiva para su propia vida: la liberación de la esclavitud, la conquista, la cautividad, la esperanza de un mesías, la encarnación, la crucifixión, la resurrección y la misión. La supervivencia de la iglesia depende de que se refuercen estas memorias y esperanzas, como ya lo hiciera Israel. El culto es verdaderamente una “epifanía de la iglesia” mediante la recapitulación de la historia de la salvación. Por supuesto que no se trata solamente del recuerdo de eventos pasados que tienen lugar en las lecturas y en su interpretación. En los eventos narrados en las Escrituras, la comunidad cristiana encuentra un significado que ilumina toda la historia. El blanco y negro de toda la historia se va transformando en una presentación a todo color a medida que los acontecimientos bíblicos dan sentido a la historia. Los eventos históricos que son portadores de significado están narrados en la Biblia y le dan a la comunidad cristiana pistas para interpretar el presente y el futuro, además de los hechos del pasado. Es como si el autor entrara en escena para decirnos de qué trata la obra. Una excelente descripción del culto de predicación de la Palabra sería “culto de la Biblia”. La lectura de la Escritura – tanto si se hace de forma selectiva como consecutiva – es básica. La transmisión de las memorias colectivas narradas en las Escrituras resulta crucial para este culto. La importancia de la predicación está muy relacionada con la centralidad de la Escritura. Hay disponibles muchas guías para una teología de la proclamación12. La predicación es una forma de comunicación basada en la convicción de que Dios es una parte central del proceso. El predicador habla en nombre de Dios, de las Escrituras, por la autoridad de la iglesia, a la gente. Existen cuatro elementos fundamentales a la hora

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de concebir la predicación: el poder de Dios, la fuente bíblica, la autoridad de la iglesia y la relación con la gente. Sería presuntuoso por nuestra parte creer que predicamos apoyándonos en nuestras propias fuerzas. Dios utiliza nuestras voces para proclamar la Palabra de Dios; lo que tenemos que decir tiene poco poder en sí mismo, pero a través del poder de Dios nuestras voces tienen el poder de sanar y reconciliar. La sustancia de la predicación está fundada en la Escritura. De otro modo lo que tenemos es una conferencia solemne, no una predicación. No es cierto que la única diferencia entre un sermón y una conferencia sean treinta minutos. La predicación está enraizada en la Palabra de Dios, aunque todas las demás formas del saber pueden ayudar a interpretar las Escrituras. El valor de predicar del leccionario es que nos proporciona un canon universal (aunque sea imperfecto) en lugar de un canon privado de pasajes favoritos. No predicamos una fe individual, sino más bien la fe de la iglesia, que nos examina y nos da autorización, permitiéndonos de este modo hablar en su nombre en la predicación de la fe de la comunidad universal de creyentes. La predicación no puede tener lugar sin que haya quien escuche. Una congregación de personas fieles, que pueda escuchar y responder al sermón, es una parte necesaria de la predicación. A través de la presencia de los oyentes de la Palabra, Dios actúa entregándose a sí mismo mediante la predicación. No sólo nos habla Dios por medio de las lecturas y el sermón, sino que también nosotros le hablamos a Dios. Esto se produce a través de la oración, los salmos, los cánticos y los himnos. La definición de culto como revelación y respuesta viene muy bien en este punto. Dios toma la iniciativa y nosotros respondemos con nuestras palabras a la Palabra de Dios. La Palabra de Dios no vuelve vacía, sino que evoca las nuestras. Pero solamente podemos responder sobre la base de lo que Dios ha hecho. La oración puede adoptar múltiples formas: invocación, alabanza, acción de gracias, confesión, súplica, intercesión, oblación y otras. Cada una de ellas opera de una manera algo distinta, y sin embargo todas tienen en común que son la voz de la criatura que se dirige al Creador. Podemos pedir perdón, ofrecer alabanza, rogar por alguna persona, pero cualquiera que sea la función, el método es parecido: la expresión de las necesidades humanas más sentidas al confesar, regocijarnos o rogar. La oración nos da la oportunidad de pronunciar las palabras adecuadas, de decirle a Dios aquellas cosas que más nos preocupan. Es una parte esencial de todo culto. La recuperación de la importancia de las intercesiones en el culto de predicación de la Palabra supone un avance importante tanto para protestantes como para católicos. Los cristianos occidentales están descubriendo nuevamente la salmodia. Los salmos no son un sustituto de las lecturas; son las respuestas a las lecturas. En muchos cultos, los salmos o cánticos se intercalan entre las lecturas y funcionan como respuestas. Se convierten así en una forma rebosante de respuesta congregacional o coral a lo que se ha leído. Los salmos expresan nuestro asombro y estupor (y algunas veces nuestra desesperación) por lo que Dios ha hecho. A veces son intimistas, mientras que en otras ocasiones son una recapitulación de la historia de la salvación. Los salmos también pueden utilizarse como un invitatorio para el culto o como una acto de alabanza al comienzo del mismo, pero se suelen utilizar como respuesta a las lecturas. Los cánticos, fragmentos poéticos de otros libros de la Biblia junto con unos cuantos himnos cristianos antiguos, tienen la misma función que los salmos. Los más conocidos son el Magnificat, el Benedictus y el Nunc dimittis, todos ellos de Lucas 1 y 2, y el Te Deum, un himno de finales del siglo cuarto. En el siglo IV los cristianos empezaron a complementar la poesía bíblica con los himnos. Los himnos, al igual que la oración, funcionan de muy diversas maneras. Hay himnos de alabanza, de acción de gracias, de proclamación, de contrición, de

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invocación, de oblación, e himnos para una larga lista de ocasiones distintas. Como ocurre con la oración y los salmos, los himnos generalmente se dirigen a Dios y a menudo relatan los actos de Dios. Pero los himnos añaden otra dimensión: la capacidad de tamizar lo que queremos decir añadiéndole melodía, armonía y ritmo. Los himnos ofrecen una forma más intensa de dirigirnos a Dios que el habla ordinaria, ya que añaden otro nivel de participación: la música que hace participar a todo nuestro cuerpo. Con frecuencia los himnos son un puente bastante sutil entre las diferentes partes de un culto y algunas veces eliminan la necesidad de una rúbrica hablada. Por último, hay ocasiones en el culto en que nos hablamos los unos a los otros, especialmente el saludo, los anuncios, las diversas rúbricas habladas (“Vamos a ...”), los diálogos, el credo y la bendición y despedida. No se trata tan sólo de la necesaria escenificación, sino que reflejan la naturaleza comunitaria de nuestra aproximación a Dios. Venimos para encontrarnos con nuestro Dios y primeramente nos encontramos con nuestro prójimo. Los cristianos adoran como una comunidad, y los miembros de cualquier comunidad se hablan unos a otros. Los saludos y los diálogos nos animan y nos dan las entradas, mientras que el credo nos ayuda a edificarnos mutuamente en el momento en que juntos profesamos lealtad a la fe de la iglesia simbolizada en las palabras pronunciadas. Dios nos habla, nosotros nos dirigimos a Dios y hablamos unos con otros. Todas estas son partes fundamentales de la adoración en el culto de predicación de la Palabra. Cuestiones Pastorales Solamente basándonos en las prioridades históricas y teológicas podemos tomar con garantías las necesarias decisiones prácticas y pastorales que implica la dirección del culto. Las decisiones prácticas variarán según la tradición denominacional de que se trate. Para los católicos, luteranos y episcopalianos, las decisiones implicarán fundamentalmente la elección de los materiales más adecuados que vienen en los libros de liturgia y, por supuesto, la predicación del sermón que resulte más apropiado. Incluso estas tradiciones se han abierto cada vez más a las oraciones compuestas para la ocasión (ex tempore). En estas tradiciones se dedica un tiempo considerable a la planificación y preparación de los cultos. Deben tomarse decisiones de naturaleza pastoral en función del momento en que nos encontramos según el año litúrgico, dónde se va a celebrar el culto y, sobre todo, la gente que realmente va a asistir al mismo. Para las personas de las tradiciones reformada, fronteriza y metodista es necesario tomar aún más decisiones. A pesar de que en la mayoría de los casos existen publicaciones denominacionales, muchos pastores prefieren diseñar su propio orden de culto. Muchas de las decisiones que hay que tomar, aunque no todas, tienen que ver con el orden del culto. A menudo el orden de culto local ignora importantes temas históricos y teológicos y, por tanto, también falla pastoralmente. Algunas veces el orden no es sino el legado dejado por el último pastor. (Normalmente la tradición más difícil de vencer es la más reciente). Y otras veces el orden del culto parece haberse diseñado siguiendo un sistema que sobrepasa todo entendimiento. Está muy claro que no hay un orden de culto “correcto”. Pero puede servir de ayuda sugerir aquí algunos criterios que deberían tenerse en cuenta cuando se planifica un orden de culto en aquellas tradiciones en las que éste se determina localmente. Primeramente, debemos darnos cuenta de la centralidad de la Escritura – toda la Escritura – en estos tipos de culto. Todas las iglesias están descubriendo de nuevo la importancia de una dieta más rica en Palabra de Dios durante el culto. Ya han quedado atrás los días en los que podíamos contentarnos con unos pocos versículos leídos como

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texto del sermón. La Palabra de Dios habla por sí sola y debería ser leída tanto si hay sermón como si no. En segundo lugar, debería haber un evidente sentido de progresión en el culto a medida que uno va desde el saludo hasta la bendición. Esto puede llegar a exagerarse. Por ejemplo, no hay una indicación clara sobre en qué lugar del culto debe colocarse el Padrenuestro. Sin embargo, uno puede notar el desarrollo desde los actos de tipo introductorio hasta la proclamación, siguiendo con el compromiso, con un sentido de “flujo” o movimiento. Tercero, es necesario que haya claridad en la función. Por regla general, los actos cúlticos que tienen la misma función deberían ir juntos. Resulta asombroso ver lo lejos que está a veces la predicación de la lectura de las Escrituras. Y sin embargo, la lectura y la predicación de la Palabra de Dios tienen una función de lo más parecido que puedan tener otros dos actos cualesquiera. El dinero, el servicio y las oraciones a favor de los demás tienen también un propósito similar. Hay que preguntarse por la función de cada acto: ¿Qué es lo que hace? ¿Cuál es su propósito? Normalmente esto ayudará a clarificar los vínculos. Para ser pastoralmente responsable, hay que diseñar el orden de culto de manera que la claridad de función permita a la congregación seguir el orden con facilidad. Además del problema básico de ordenar el culto, existen varias áreas más en las que es frecuente encontrarse con problemas. El primero de ellos es que habitualmente no hemos sido sensibles al proceso de reunión y dispersión y a la forma en que la gente interactúa durante estos actos preliminares y finales del culto. Pero se trata de partes importantes del culto sobre las que es necesario meditar y que hay que planificar con mayor esmero, en lugar de sencillamente enmascararlas con la música. Las zonas exteriores al área de culto deben ser atrayentes y despertar el deseo de permanecer allí y hablar con unos y otros, en lugar de apresurarse a salir o entrar. Ya se ha mencionado el problema de las porciones penitenciales del culto. Estas tienen sentido en el contexto de una oración privada del ministro o sacerdote en la sacristía, antes de dirigir el culto público, pero eso no significa que los actos de penitencia sean la mejor manera de comenzar el culto público. En la mayor parte de cultos no hace falta que aparezcan en absoluto. La forma de pensar contemporánea parece inclinarse por la sugerencia de que los ritos penitenciales sean actos ocasionales, especialmente apropiados en Adviento y Cuaresma. Pero cuando tienen lugar, a menudo tienen más sentido después de que se haya leído e interpretado la Palabra de Dios y la congregación sepa las omisiones y las comisiones por las que hace falta la confesión. Hasta hace poco, la salmodia tenía que competir con la oración pastoral por la distinción de ser la parte más moribunda del culto protestante. Pero ninguna de las dos tiene necesidad de estar en esta posición nada envidiable. Lo menos que se puede decir es que los salmos deberían cantarse. Hay varias formas de hacerlo, que van desde las paráfrasis métricas (himnos) hasta los arreglos de Gelineau en los que un solista o un coro canta los versículos más o menos extensos y la congregación se le une en el canto de los estribillos. El nuevo United Methodist Hymnal (Himnario Metodista Unido) lleva respuestas y música impresa para cien salmos (UMH, 736-862). La mayoría de estos métodos se pueden enseñar fácilmente a las congregaciones, especialmente con ayuda del coro. Cuando no se pueden cantar los salmos (si es que alguna vez se da esa circunstancia), entonces deberían recitarse de forma alternativa y a buen ritmo, dividiendo la congregación en dos mitades, una a cada lado del pasillo central. Los salmos cobran más sentido cuando van estrechamente relacionados con las lecturas realizadas, cosa que se puede hacer con gran facilidad siguiendo los salmos que se enumeran en algunas versiones del leccionario ecuménico.

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El problema principal de la oración pastoral es que a menudo intenta hacerlo todo y muchas veces termina por no hacer nada. En su mejor momento puede ser una magnífica expresión de los sentimientos y necesidades más profundos de la congregación. Algunos pastores tienen este don; otros no lo tenemos. Con demasiada frecuencia la oración pastoral está sencillamente sobrecargada, e intenta cubrir la confesión, la acción de gracias, la intercesión y todos los puntos intermedios, como si un solo intento fuera mejor que varios. Si pensamos detenidamente en las distintas funciones de estos (y otros) tipos de oración, puede que sea más sensato tener oraciones separadas para cada una de las funciones principales. Algunas se prestan muy bien a diversas formas de participación congregacional, como la confesión (unísono), la súplica (letanía o rogativa) o la intercesión (espontaneidad). Entonces la oración pastoral puede cumplir una sola función y hacerlo bien. La tradición reformada, que nos legó este tipo de oración, ha sucumbido con excesiva frecuencia a la tentación de utilizarla para la instrucción. Ahora consideraríamos esto como una función dudosa de la oración, no importa lo necesitados de instrucción que estuvieran los cristianos del siglo XVI o del siglo XX. Pero la oración pastoral puede ampliar nuestra visión a la vez que nos conduce a la intercesión o la acción de gracias, por ejemplo. Tal vez sea mejor una cosa bien hecha que muchas hechas a medias. La función de la música coral, especialmente las antífonas, es problemática (cf. capítulo 3). A menudo la antífona se puede utilizar como una parte de la proclamación de la palabra, siempre que se seleccione cuidadosamente para que enlace con las lecturas que se han leído. Cuando se suelta simplemente como interludio musical para cubrir alguna acción o, peor aún, como una pieza de entretenimiento, resulta altamente cuestionable. El leccionario es tan útil para el buen trabajo coral como lo es para la predicación integral. Cuando la antífona funciona como un comentario musical sobre la Palabra de Dios puede ser un elemento de gran utilidad para el culto. Incluso en ese caso, no debería privar a la congregación de la oportunidad de cantar himnos y cánticos. El credo es una adición más bien tardía al culto occidental y dista mucho de ser necesario. Sin embargo, puede funcionar como una respuesta adecuada a la Palabra, especialmente después de un sermón doctrinal, dando la oportunidad de afirmar juntos la fe que hace que la iglesia sea una. Resulta difícil imaginarse cómo una confesión de fe reciente puede cumplir esa función. Al Credo de los Apóstoles o al Credo niceno pueden sumarse todos los cristianos, y quizás también al Credo de Atanasio en algunas ocasiones singulares, como puede ser el domingo de la Trinidad. El resto de confesiones de fe son de índole denominacional o local y, en mayor o menor medida, motivo de división. Sencillamente no cumplen la función como símbolos de la fe de la iglesia universal. Los actos de ofrenda parecen venir mejor como resultado de lo que se ha dicho y oído, tanto si se trata de ofrendas de dinero, servicio a los demás u oración por ellos. “Preocupaciones de la Iglesia” pueden ser los comunicados pidiendo ayuda para los necesitados. La oración intercesora alcanza a toda la humanidad: la iglesia, los que ocupan puestos de responsabilidad, los necesitados y afligidos, la comunidad local, el mundo y (en algunas tradiciones) los muertos. Está claro que esta es la parte más material del culto. Resulta muy fácil acabar dándole las gracias a Dios porque no somos como el resto de la gente. La oración intercesora nos abre a sus necesidades y es un acto importante de crecimiento y de amor por nuestra parte. El culto de predicación de la Palabra continuará evolucionando en cuanto a su forma y, al propio tiempo, mantendrá en gran parte la misma función, haciendo posible que la iglesia recuerde y espere. La supervivencia de la iglesia depende de él en la misma medida que la supervivencia de Israel dependió del culto en la sinagoga.

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CAPÍTULO VI

EL AMOR DE DIOS HECHO VISIBLE

En los últimos dos capítulos hemos hablado del amor de Dios que se hace audible principalmente a través del uso de la palabra hablada en el culto. Pero existe otro medio de igual importancia en el culto cristiano: el uso de ciertas acciones cargadas de significado, conocidas como sacramentos, que hacen visible el amor de Dios. Para la mayoría de los cristianos los sacramentos son la experiencia más común del culto y, en la vida cúltica de casi todos los cristianos, juegan un papel destacado, cuando no dominante. En consecuencia, la segunda mitad de este estudio se ocupará de analizar los sacramentos. Este capítulo tratará de lo que se denomina tradicionalmente como los sacramentos en general, y los tres últimos capítulos se ocuparán de estudiarlos individualmente. El culto sacramental se distingue por el uso que hace de los signos actuados, esto es, actos que transmiten significado. Los sacramentos son un tipo de signo que incluye actos, palabras y (generalmente) objetos. Calvino repite la célebre máxima de Agustín: “Añade la palabra al elemento y tendrás como resultado un sacramento, como si el mismo fuera también un tipo de palabra visible”1. Siendo más específicos, podríamos decir que en los sacramentos las palabras llegan a formar parte de una acción utilizando un objeto como el pan, el vino, el aceite o el agua. En el culto cristiano, la palabra hablada (tal y como la hallamos en la oración pública diaria o el culto de predicación de la Palabra) y el signo actuado (tal y como lo encontramos en los sacramentos) se refuerzan el uno al otro. Un apretón de manos no compite con un saludo de palabra, sino que cada uno fortalece el calor y el significado del otro. La purificación del bautismo subraya las palabras habladas acerca de la acción de Dios en la purificación. Al igual que ocurre con el comer y el beber, ambos, el hablar y el actuar pertenecen al culto cristiano. El mismo Dios que nos dio oídos para oír también nos dio ojos para ver. El culto es fiel a las formas en que los humanos nos comunicamos unos con otros. El beso hace lo que no pueden hacer las palabras; las palabras imparten al beso su significado. Gran parte de la belleza y el color de la vida se perdería si tuviéramos que elegir entre un medio u otro. En lugar de eso, decimos mucho mediante el asentimiento con nuestra cabeza, un movimiento con la mano o un abrazo. Cada uno de estos signos actuados, aunque pequeño en sí mismo, es, sin embargo, parte de toda la galaxia de acciones que añaden a lo que expresamos en palabras. Estas acciones reveladoras son un medio de darnos a nosotros mismos a otros, ya que transmiten lo que queremos decir o incluso lo que somos. Las palabras lo hacen, pero no más ni tampoco menos, tan sólo de manera distinta. Desde los tiempos del Nuevo Testamento la iglesia ha considerado esenciales ciertos signos actuados para expresar el encuentro entre Dios y los seres humanos. Estos signos actuados han significado cosas sagradas y se han convertido en formas de expresarle a los sentidos lo que ningún sentido físico podía percibir: la autoentrega de Dios. Los sacramentos nos invitan a probar y ver (Salmo 34:8), a tocar, a escuchar, incluso a oler “que Jehovah es bueno”. En ellos, lo físico se vuelve un vehículo de lo

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espiritual, dado que el signo actuado nos hace experimentar lo que representa. Evidentemente sólo ciertos signos actuados de los miles que utilizamos en la vida diaria funcionan como sacramentos. El proceso para alcanzar un consenso sobre qué signos actuados designar como sacramentos ha sido complejo, como veremos en breve. El número de signos actuados que se pueden utilizar universalmente en el culto es limitado y parece existir un sesgo intrínseco hacia el conservadurismo a la hora de retener aquellos que comunican bien. Los que son de uso común hoy en día habrían resultado familiares en cualquier momento de la historia cristiana. Los signos actuados no cambian tan rápidamente como las palabras habladas. Quizás esta sea una razón por la que parecen tan fieles en las crisis solemnes de la vida: nacimiento, matrimonio, enfermedad y muerte. Existe en el cristianismo la tendencia a que cuando la función original de algo se oscurece, se recubre con un significado simbólico y después, posteriormente, se aparta a un lado por irrelevante. Tanto los puritanos como los católicos han solido trivializar acciones y enterrarlas bajo un almiar de palabras. Una comida se transforma en un tentempié; al acto del lavamiento se le resta importancia mientras interpretamos con palabras lo que estaba sucediendo, en lugar de hacerlo. Tan sólo en los últimos años hemos sido plenamente conscientes del valor que tienen las acciones en ellas y por ellas mismas como signo, y por fin hemos estado dispuestos a dejarlas “hablar” por sí mismas. En este capítulo analizaremos el desarrollo gradual de la reflexión cristiana sobre lo que experimenta la iglesia en los sacramentos. Parte de esta discusión incluirá el familiarizarnos con los términos que los cristianos han seleccionado a lo largo de los siglos como los más adecuados para explicar lo que experimentaban en los sacramentos. Después intentaremos enunciar el significado que los sacramentos tienen en el día de hoy. La exposición práctica acompañará a los sacramentos, uno por uno, en los siguientes capítulos. El Desarrollo de la Reflexión sobre los Sacramentos La práctica de los sacramentos ha visto pocos cambios espectaculares con el paso de los siglos. El desarrollo en la práctica ha sido, mayormente, como el lento florecer de un capullo. Tampoco se han expresado rápidamente nuevas maneras de comprender lo que se experimentaba en los sacramentos, a excepción de unas pocas épocas de controversia. Muchos de los términos que ahora consideramos esenciales eran desconocidos en los mil primeros años de historia de la iglesia. Incluso el número de sacramentos permaneció indeterminado durante la mayor parte de los siglos del cristianismo. Una vez más, debemos comenzar con la mentalidad y las prácticas judías que hicieron que los sacramentos fueran una posibilidad para los cristianos. Se hace difícil imaginar que se desarrollara una vida sacramental a partir de cualquier otra religión que no fuera el judaísmo. Los judíos mantenían la tensión entre la trascendencia de Dios y la implicación concreta de Dios en los eventos reales de la historia humana. Dios había sido dado a conocer a través de eventos y objetos que dejaban al descubierto la divina voluntad, y sin embargo nunca se les confundía con la divinidad. Los humanos, a su vez, podían responderle a Dios apropiándose de las acciones. Así pues, la mayor deuda del cristianismo con el judaísmo en esta área es la mentalidad que concibió el uso de ciertas acciones y objetos físicos como un medio que Dios y los seres humanos podían utilizar para comunicarse entre sí. Con todo, Dios siguió siendo trascendente y nunca se le podía confundir con lo creado. De esta manera,

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incluso los objetos inanimados podían obtener el poder de hablar y, al propio tiempo, no llegar nunca a ser identificados con Dios. Una columna de fuego, una nube, un volcán o el pan diario podían convertirse en formas a través de las cuales Dios se revelaba, aunque Dios no es nada de eso. De esta manera se evitaba la falsa división entre lo material y lo espiritual. Incluso los objetos corrientes como el agua podían utilizarse para transmitir el amor de Dios por nosotros. De vez en cuando, los cristianos necesitan recordar que no son llamados a ser más espirituales que Dios; el camino a lo espiritual pasa por muchas realidades materiales. Por todo el Antiguo Testamento encontramos una variedad de formas de simbolismo profético en las que acciones espectaculares denotan para los humanos la voluntad y el propósito de Dios. A menudo las acciones no sólo revelan, sino que también ayudan a iniciar algunos eventos. Jeremías construye un yugo de hierro o rompe una vasija de barro. Estas acciones dan un empujón al subsiguiente desenlace de lo que Dios se propone hacer. Forman parte de los eventos mismos que anticipan y por tanto tienen poder para cumplir la voluntad de Dios. Del judaísmo viene también una profunda comprensión de cada comida como un acontecimiento sagrado. Esta actividad social, tan corriente de los seres humanos, llegó a ser para el judaísmo una oportunidad para alabar y dar gracias a Dios, además de para formar un lazo de unión entre los comensales. La comida, lejos de ser simplemente una necesidad física, se convirtió en un medio para encontrarse con Dios como proveedor, anfitrión y compañero. El judaísmo descubrió que los humanos también pueden hacer uso de las acciones para alcanzar a Dios. Las prácticas de sacrificios de comida y bebida se transformaron en medios para establecer y mantener la relación con Dios. Aunque las maneras de interpretar el sacrificio son complejas, el concepto central parece ser el uso de objetos de valor para transmitir lo que uno quiere decir, el propio ser de la persona, la rendición del ser para entablar comunión con Dios. Sin esta mentalidad judía y estas prácticas, la vida sacramental del cristianismo nunca hubiera visto la luz. Pero dado que la mayor parte de los primeros cristianos eran también judíos, estas formas de pensar y de hacer las cosas les resultaban naturales. Pese a estar rodeados de una gran variedad de religiones idólatras, los cristianos primitivos fueron capaces, no obstante, de utilizar lo material como un canal de lo espiritual. Su sentido de lo trascendente les hizo libres para usar lo material de manera espiritual, sin correr el riesgo de caer en la idolatría. Era una libertad tamizada por la responsabilidad hacia los hermanos más débiles (1ª Corintios 8) que todavía no se habían librado de las cadenas de la idolatría. Los evangelios muestran a Jesús y a sus discípulos usando los patrones sacramentales del judaísmo. Los discípulos empezaron a bautizar nada más comenzar el ministerio de Jesús (Juan 4:2), siguiendo una costumbre que se había desarrollado de bautizar a los convertidos al judaísmo. El propio Jesús se había sometido al bautismo de manos de Juan el Bautista, un hecho que los evangelistas explican (con alguna dificultad) diciendo que había que “cumplir con toda justicia” (Mateo 3:15). Para Jesús, como para cualquier otro judío, era obvio que la celebración anual de la pascua traía a la vida el momento crucial en su historia. La misma comida de pascua consistía en una serie de signos actuados que recordaban lo que Dios había hecho para hacer de los judíos un pueblo distinto. Estas costumbres formaban parte del aire mismo que Jesús y sus discípulos respiraron. Nada podía ser más natural que transformar estas prácticas tan familiares al establecer un nuevo pacto o, por mejor decir, un medio nuevo de conmemorar ese evento.

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No está tan claro qué es lo que Jesús quiso que hicieran sus seguidores. Es discutible si las propias palabras de Jesús que encontramos en la Escritura acerca del bautismo (Mateo 28:19), la remisión de pecados (Juan 20:23) o el comer y beber en su memoria (1ª Corintios 11:24-25) son o no mandatos expresos. Por otra parte, existen pocas dudas de que la iglesia primitiva consideró que estaba cumpliendo la voluntad del Maestro al continuar con estas prácticas en su nombre. No hay duda de que Jesús recibió el bautismo, perdonó pecados o guardó la fiesta. En este sentido, las propias acciones de Jesús son una base más firme para los sacramentos que la información sobre sus palabras. En un nivel aún más profundo, Jesús mismo como la manifestación visible de Dios es el sacramento principal. La iglesia, al hacer lo que hizo, simplemente continuaba su misión sacramental de revelar a Dios2. La iglesia continuó repitiendo las acciones de Jesús desde el momento de su muerte en adelante, es decir, mucho antes de que las Escrituras se pusieran por escrito. Por tanto, lo que hallamos registrado en la Biblia representa las prácticas sacramentales que la iglesia ya venía observando desde hacía tiempo. Las diversas narraciones de la institución de la Cena del Señor (Mateo 26:26-29; Marcos 14:22-25; Lucas 22:15-20; 1ª Corintios 11:23-26) pueden decirnos mucho sobre el cumplimiento de la voluntad del Señor por parte de iglesias en distintos lugares; tanto como lo que nos dicen acerca de las directrices del propio Señor3. Resumiendo, los sacramentos son más antiguos que el texto de las Escrituras, que hace referencia a la práctica litúrgica contemporánea además del pasado que se recuerda. Así pues, los actos de obediencia de la iglesia a Cristo son nuestra evidencia principal de la fundación de los sacramentos, más aún que las palabras de institución. No hay ninguna razón para creer que la práctica de la iglesia no obedeció fielmente lo que entendió eran las propias intenciones de Jesús. Las prácticas apostólicas de los seguidores de Jesús que bautizaban (Hechos 2:41), imponían las manos (Hechos 6:6), oraban (Hechos 2:42), sanaban (Santiago 5:14) y partían el pan juntos (Hechos 2:46) son actos de obediencia. Estas acciones de los apóstoles revelan las intenciones de Jesús tanto como pueda hacerlo cualquier fórmula memorable. Esto quiere decir también que para interpretar las intenciones de Jesús con respecto a los signos actuados no estamos limitados a un puñado de pasajes, sino que podemos recurrir al libro de los Hechos y a las epístolas, que nos proporcionan muchos más detalles. El Nuevo Testamento está repleto de referencias a lo que las generaciones posteriores llamarían sacramentos. Las más numerosas, como sería de esperar con una iglesia encendida con el celo misionero, son las referencias al bautismo. En segundo lugar están las menciones a la Cena del Señor. Diseminadas por aquí y por allá aparecen alusiones a otras acciones sagradas como la imposición de manos, la sanidad, el poder para atar y el perdón. En ninguno de estos casos obtenemos mucho más que un destello de la práctica apostólica. Aún menos encontramos una exposición de lo que estas prácticas significaban para los participantes. Pero, tomadas en su conjunto, descubrimos una serie de ricas y variadas percepciones sobre la fe y práctica sacramentales de la iglesia apostólica. Los múltiples vistas de la práctica apostólica son como las diferentes facetas de una joya. Para hacerles justicia debemos ir girando la joya para que todas sus facetas puedan brillar. Lamentablemente, a lo largo de su historia la iglesia ha tendido a fijarse en una sola faceta, o a lo sumo en dos, y a ignorar el resto. En los siguientes capítulos trataremos de examinar la rica variedad de estas facetas bíblicas para poder tener una visión equilibrada. Por lo tanto, podemos estar agradecidos que no haya un capítulo del Nuevo Testamento dedicado exclusivamente a presentar la vida y doctrina sacramentales. En los fragmentos diversos y esparcidos se pinta una realidad más amplia y profunda. En

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nuestro deseo de sistematizar debemos tener cuidado con la tentación de conformarnos con una visión restringidamente coherente en lugar de aceptar la diversidad rica y plural que nos presenta la Escritura. La Biblia no nos proporciona liturgias o teologías sacramentales, pero coloca los cimientos sobre los que éstas se pueden construir. Así pues, la iglesia no utiliza el Nuevo Testamento como un libro de leyes y estatutos, sino como la constitución fundamental para su ministerio de los sacramentos. Debemos guardarnos de plantearle a la iglesia primitiva nuestras preguntas sobre los sacramentos. Los términos mismos y las categorías en las que pensamos son productos de épocas posteriores. Nuestros términos le parecerían incorregiblemente legalistas y mecánicamente precisos a una época más inclinada a experimentar los sacramentos que a considerarlos como objetos de estudio teológico. Y sin embargo, nosotros, a nuestra vez, podemos aprender mucho del uso de los sacramentos por parte de la iglesia en los primeros siglos de la era cristiana. La palabra griega normalmente empleada para sacramento, mystérion, revela un aspecto básico. La traducción habitual, “misterio”, resulta engañosa. Tal como el Nuevo Testamento utiliza el término, se refiere a los pensamientos secretos de Dios, que trascienden la razón humana y por tanto deben ser revelados a aquellos a quienes Dios desea alcanzar con estos secretos. En Marcos 4:11, Jesús les dice a sus discípulos: “A vosotros se os ha dado el misterio [mystérion] del reino de Dios”, mientras que otros tienen que depender de las parábolas. Pablo utiliza el término para referirse a Cristo mismo, a la predicación apostólica, a lo que se habla en el espíritu y a la sabiduría oculta de Dios. La percepción fundamental en el uso de este mismo término para aquellos signos actuados que llamamos sacramentos es que mystérion implica actos en los que Dios se nos desvela. Estos misterios celestiales dependen completamente de la acción que lleva a cabo Dios al entregarse a sí mismo. Por desgracia la palabra latina escogida por Tertuliano para sustituir a mystérion carece de esta profundidad de significado. Sacramentum es un término que se refería a un juramento de lealtad realizado por un soldado o un voto para guardar una promesa. Resulta mucho más legalista y está exento de la dimensión cósmica de la autoentrega personal divina implícita en la palabra mystérion. A pesar de ello es la palabra que escogió la iglesia occidental a partir del siglo III. Cualquiera que sea el término utilizado, los sacramentos eran más algo que la iglesia primitiva experimentaba que algo sobre lo que se debatiera. Abundaban las herejías en otras áreas, pero reinaba una relativa tranquilidad en este aspecto de la vida de la iglesia, aparte de las defensas ocasionales de los sacramentos frente a aquellos que despreciaban el uso de objetos físicos en el culto. Las definiciones precisas que nos resultan familiares a nosotros eran desconocidas entonces porque nadie empujó a la iglesia a definir lo que quería decir. Conceptos como el número exacto de sacramentos, el momento en que se daba el Espíritu Santo durante la iniciación o el momento en que los elementos eucarísticos eran consagrados hubieran sido desconcertantes en la época heroica de la iglesia. Durante más de mil años no hubo consenso sobre cuántos sacramentos había. Para Agustín la lista incluía cosas tales como la pila bautismal, la donación de sal con ocasión del bautismo, las cenizas de penitencia, el Credo, el Padrenuestro y el día de Pascua. Una cosa sí importaba: que en estos signos actuados Dios era dado a los humanos. En consecuencia, lo que sabemos acerca de la práctica y reflexión primitivas sobre los sacramentos nos llega de manera indirecta. Tertuliano escribió un breve tratado, Sobre el Bautismo, a principios del siglo III, pero nos habla más de la disciplina del bautismo que de la teología. En su obra Sobre la Penitencia nos da algo más de teología, pero fundamentalmente consiste en consejos prácticos. Vislumbramos algunas

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pinceladas de ritos en Hipólito, pero prácticamente no hay ninguna interpretación. Ambrosio, Juan Crisóstomo, Teodoro de Mopsuestia y Cirilo de Jerusalén entran en más detalles en sus clases para los cristianos recién bautizados, en las que intentan interpretar lo que los nuevos creyentes acaban de experimentar por primera vez. Estas clases datan del siglo IV, pero resultan tan peligrosas como seductoras. Para nosotros es tentador proyectar los desarrollos posteriores acaecidos en Occidente y Oriente sobre estas afirmaciones escuetas de lo que ocurría en la eucaristía. Pero esas son nuestras preocupaciones y no las suyas. Agustín nos desconcierta con las aparentes contradicciones en las que incurre al presentar, una al lado de otra, las interpretaciones realista y simbólica de la presencia de Cristo en la eucaristía. Lo que a nosotros nos parece una incoherencia nunca preocupó a este gran pensador. Está claro que nuestras categorías no son las suyas, y que nuestro lenguaje exclusivista parece un poco trillado en comparación con el suyo. Agustín empujó a la iglesia hacia delante en varias direcciones irreversibles por lo que respecta a la manera de entender lo que ésta experimentaba en los sacramentos. Hizo un primer intento por definir un sacramento, llegando a la conclusión de que se trata de un signo sagrado que representa lo que significa, como el pan y el vino representan el cuerpo y la sangre. Más importantes son sus frases “forma visible” y “gracia invisible”, que conformaron la definición normativa de finales de la Edad Media (en Graciano y Lombardo) que decía que “un sacramento es la forma visible de una gracia invisible”. Es más, Agustín distinguió entre el sacramento visible mismo (sacramentum) y el poder (res) de un sacramento. Aparte de la gracia invisible, el sacramento no tiene poder por sí mismo; sólo este poder o fuerza invisible puede hacerle causar efecto. Debido a su implicación en la controversia donatista, Agustín tuvo que clarificar quiénes habían sido bautizados realmente. Refutando a un grupo de cismáticos norteafricanos conocidos como donatistas (y al obispo católico Cipriano), los cuales creían que sólo las buenas personas podían oficiar buenos sacramentos, Agustín impartió algunos conceptos que se han alojado permanentemente en el pensamiento de la iglesia acerca de los sacramentos. En primer lugar, Agustín tuvo que argumentar que los donatistas, aunque cismáticos, eran poseedores de un bautismo genuino, pese a que lo tenían sin que les correspondiera. Esto es así porque los sacramentos no dependen de la persona que los administra sino de Dios. Su poder no es humano, contingente sobre el carácter moral o la doctrina del celebrante, sino que más bien dependen de Dios, el cual utiliza los sacramentos para llevar a cabo los propios propósitos de Dios. Esto es, al mismo tiempo, la afirmación teológica más importante y más controvertida que se haya hecho nunca sobre los sacramentos. Otros la elaboraron como la doctrina ex opere operato, esto es, que Dios opera simplemente a través de la obra que se lleva a cabo, con independencia del agente humano. La gran contribución de Agustín consiste en dejar claro que la fuente de los sacramentos es la acción divina y no la humana. Si bien los donatistas tenían un bautismo genuino, en cualquier caso era contrario a las leyes de la Iglesia Católica y no contaba con los beneficios del bautismo. Si persistían obstinadamente en el cisma no podrían beneficiarse del amor y la caridad de la comunidad en la que el bautismo inicia al individuo. Agustín no saca estas conclusiones en una definición precisa, pero aquí están implícitos los gérmenes de distinciones que se harían mucho más tarde: sacramentos válidos (es decir, transmisores de gracia) o inválidos, regulares (esto es, de acuerdo con la ley eclesiástica) o irregulares y eficaces (o sea, beneficiosos) o ineficaces. Pero una vez que Agustín dobló la ramita en esta dirección, era inevitable que creciera y se convirtiera en una rama importante de la teología sacramental y la ley canónica.

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Hagamos recuento de lo que se puede aprender de la iglesia primitiva acerca de los sacramentos. El número de sacramentos era indeterminado y no estaba definido cómo operaban. Se expresó una mayor preocupación sobre quién podía recibir los sacramentos y quién podía administrarlos, aunque incluso aquí parecía existir una imprecisión considerable. Lo que se convertiría en una costra jurídica de los sacramentos en la teología y la ley canónica apenas se había desarrollado. Pero lo que sí era evidente y característico era que los cristianos experimentaban en los sacramentos la autoentrega de Dios y se regocijaban en estos signos actuados. Mucho más tarde Calvino diría de la eucaristía: “No tengo inconveniente en confesar que es un misterio tan profundo que ni mi entendimiento lo puede comprender, ni acierto a explicarlo con palabras. Y para decirlo más claramente: más bien lo experimento, que lo entiendo”4. Eso podría servir también como un resumen de gran parte del testimonio cristiano primitivo sobre los sacramentos. El período medieval muestra un lento movimiento hacia más definiciones y una nueva terminología, un proceso que se aceleró considerablemente en los siglos XII y XIII. La mayoría de nuestros enfoques sobre los sacramentos en la actualidad están tan sumamente influenciados por estos desarrollos de la baja Edad Media que se nos hace difícil ir tras ellos. Resulta extraordinario lo tardío de estos desarrollos. A mediados del siglo IX estalló una discusión sobre la naturaleza de la eucaristía entre dos monjes de la Abadía de Corbie, en el norte de Francia, llamados Pascasio Radberto y Ratramno. En el siglo XI, Berengario descubrió, consternado, que había algunos límites en cuanto a lo que eran las fronteras aceptables de las creencias sobre la eucaristía. Fue obligado a retractarse de su impopular punto de vista, que abogaba por un enfoque puramente simbólico. Pero incluso entonces era posible todavía una considerable libertad. En una fecha tan tardía como el siglo XII, el número de sacramentos era un tema sujeto a opiniones diversas. Hugo de San Víctor, ya en 1140, enumeraba como sacramentos cosas tan distintas como la bendición de las palmas, la recepción de las cenizas, doblar la rodilla o recitar los credos, y el III Concilio de Letrán, en 1179, habló de la institución de sacerdotes y el entierro de los muertos como sacramentos. En resumen, desde Agustín hasta el siglo XII todavía había una gran flexibilidad acerca de muchas doctrinas sacramentales. Mientras tanto, la práctica y piedad populares habían continuado cambiando. La práctica de la penitencia experimentó un cambio radical a partir del siglo VII en adelante, pasando de ser un oficio público sólo para quienes habían cometido graves ofensas a un oficio privado para todo el mundo. En Occidente, de una manera lenta pero firme, los ritos de iniciación se fueron separando. Aún más lento fue el proceso mediante el cual la iglesia fue afianzando su control sobre la ceremonia del matrimonio. La sanidad llegó a asociarse casi exclusivamente con la muerte y fue conocida como extremaunción. La práctica eucarística fue transformándose cada vez más en una celebración de la misa como espectáculo imponente, con muy poca comunión y escasa participación por parte de los laicos. Incluso la ordenación sufrió cambios a medida que ciertas ceremonias accesorias fueron dominando cada vez más el rito. El siglo XII fue una época en la que se quisieron sintetizar la Escritura y los Padres, resumiendo lo que se había aprendido hasta ese momento y dividiendo ese conocimiento en pedazos manejables. La teología sacramental mostró un desarrollo meteórico. La obra más influyente fue la de Pedro Lombardo, profesor y (brevemente) obispo de París, cuyo Libro de las Sentencias fue completado alrededor del año 1150 y se convirtió en el libro de texto básico de doctrina cristiana durante casi quinientos años. Es el embudo a través del cual pasaron todos los desarrollos precedentes de una cierta importancia para una elaboración futura. En un pasaje clave, Lombardo dice:

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Vengamos ahora a los sacramentos del nuevo pacto; a saber: el bautismo, la confirmación, la bendición del pan – esto es, la eucaristía – la penitencia, la extremaunción, la ordenación y el matrimonio. De éstos, algunos ofrecen un remedio para el pecado y confieren una gracia auxiliar, como el bautismo; otros son meramente un remedio, como el matrimonio; otros nos fortalecen con gracia y virtud, como la eucaristía y la ordenación5.

Transcurrido medio siglo, esta llegó a ser la lista oficial de sacramentos y fue convertida en dogma por concilios posteriores. Lombardo compendia la enseñanza anterior sobre cada uno de estos sacramentos. Siguiendo a Agustín, distingue entre los sacramentos del antiguo pacto (como la circuncisión) “que tan sólo prometían y significaban salvación” y los del nuevo pacto “que la dan”6. Haciendo uso del lenguaje utilizado originalmente por Agustín, Lombardo define un sacramento como “el signo de una cosa sagrada (res)”. Pero Lombardo afina aún más la distinción de Agustín entre el sacramentum (lo que advierten nuestros sentidos) y la res (cosa, es decir, el fruto del sacramento), llegando a diferenciar tres partes: el sacramentum mismo (lo externo y visible), la res (los frutos internos) y el sacramentum et res (la combinación de los dos, esto es, tanto el signo como la realidad). Podemos detectar un indicio de futuros desarrollos en las palabras de Lombardo, cuando afirma que “un sacramento se llama propiamente así porque es un signo de la gracia de Dios y la expresión de la gracia invisible, de modo que lleva su imagen y es su causa”7. De manera que un sacramento, además de significar, también santifica, y esto es lo que el siglo XIII iba a buscar con todo detalle. En otro pasaje, Lombardo echa la vista atrás en lugar de mirar adelante. Con la llegada del siglo XIII se daba por sentado que un sacramento sólo podía ser instituido por Cristo, un añadido a la definición de “forma visible de una gracia interior” que causó una explosión durante la Reforma. Pero Lombardo, si bien tenía claro que Cristo había instituido el bautismo y la eucaristía, aparentemente sigue una creencia anterior según la cual los apóstoles instituyeron el resto, y cuenta que la unción de los enfermos fue “instituida por los apóstoles”8. En este punto no se siguió a Lombardo y al pasado. Otros problemas fueron abordados por los teólogos del siglo XIII, los escolásticos, particularmente las cuestiones de los administradores válidos, los receptores y los efectos y la manera en que operaba la gracia en los sacramentos. En un período de brillante actividad teológica, se redujo a palabras la experiencia que tenía la iglesia de los sacramentos. La claridad del lenguaje que se formuló entonces ha perdurado, y hasta hace poco todas las discusiones posteriores han estado condicionadas por la terminología concebida en este período. Los concilios de Florencia y Trento, en los siglos XV y XVI, hicieron poco más que poner el sello oficial sobre el trabajo teológico realizado durante el siglo XIII. La recapitulación más práctica de toda esta labor se encuentra en el Decreto para los Armenios, publicado por el Concilio de Florencia en 1439. Comienza enumerando lo que por aquel entonces se había convertido en la clásica lista de siete sacramentos que “contienen gracia y la confieren sobre todos aquellos que los reciben de manera digna”9. Para cada sacramento son necesarias tres cosas: la materia adecuada (objetos como el agua), las palabras correctas o la forma (como la fórmula bautismal “Yo te bautizo...”), y la persona del oficiante indicado, el cual debe tener “la intención de llevar a cabo lo que la iglesia efectúa a través de él”, esto es, él o ella debe querer hacer lo que la iglesia hace en los sacramentos (como por ejemplo bautizar). Esto significa que un sacerdote no realiza un sacramento cuando está actuando en una obra de teatro o usando la materia adecuada y la forma para algún propósito distinto del que

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ha designado la iglesia. “Tres de estos sacramentos – bautismo, confirmación y ordenación – le imprimen al alma de manera indeleble un carácter, un cierto signo espiritual, distinto de todos los demás, de modo que no se repiten para la misma persona”10. El Concilio sigue posteriormente especificando para cada sacramento la materia adecuada, la forma, el ministro y los beneficios conferidos a los receptores. Todo resulta muy claro y coherente, muy distinto ciertamente de la imprecisión de Agustín sobre el número mismo de los sacramentos. Lo que había sucedido es que los sacramentos se habían convertido en un sistema, una forma de vida meticulosamente elaborada en la que se ministraba con el sacramento apropiado cada etapa o pasaje en la vida del ser humano. El nacimiento, el crecimiento, el matrimonio, la ordenación y la enfermedad venían marcados por los sacramentos. Uno se alimentaba en la eucaristía y se recuperaba de una caída a través de la penitencia. Los efectos de cada sacramento se ideaban con mucho cuidado, de modo que aquellos que los recibían con una adecuada disposición, esto es, sin poner un obstáculo a su operación, podían estar seguros de recibir la gracia indicada. ¿Cuáles son los resultados de estos desarrollos de la baja Edad Media? Por fin la iglesia tomó una decisión sobre lo que experimentaba en los sacramentos. Para bien o para mal, contaba con las herramientas de la filosofía aristotélica y podía relatar de manera racional lo que experimentaba. Pero esta es también su debilidad. Lo que percibimos en los teólogos escolásticos de este período es un racionalismo de lo correcto, completamente ortodoxo pero más un asunto de categorías racionales que de experiencias. La definición del milagro de la eucaristía en términos de una sustancia localizada es un ejemplo de ello, aunque el término “sustancia” en el siglo XIII tenía mucho más de experiencia de lo que tiene hoy11. Ante estas distinciones tan ordenadas sobre el modo en que opera la gracia, uno no puede evitar sentir el peligro de llegar a saber demasiado y de olvidarse de que se está tratando con misterios celestiales, no con algo susceptible de una solución filosófica. El sistema sacramental que abarca toda la vida fue un brillante producto de la inventiva humana que hacía frente a todos los aspectos del cuidado pastoral. Ese era su problema. El ingenio humano tiene sus límites cuando la realidad irrumpe de una manera inexplicable que nuestra filosofía no puede comprender. Este sistema excesivamente ordenado llevó al catolicismo, especialmente después de la Reforma, a tratar los sacramentos de un modo excesivamente jurídico y a colocar un énfasis desmedido sobre la cuestión de su validez, una obsesión que alcanzó su clímax en el siglo XVIII. La necesaria preocupación en afirmar que los sacramentos dependían de Dios ex opere operato podía a veces desviarse de su adecuada formulación y conducir a un concepto mecánico de gracia, casi un quid pro quo. Mucha más libertad tenían los sacramentales, un número indeterminado de prácticas piadosas, tales como la bendición de la mesa, el uso de agua bendita, las limosnas y demás, cuyos beneficios dependían de la disposición interior del que las realizaba (ex opere operantis). Es más, todo el sistema sacramental estaba muy ligado al ministerio del clero ordenado. Sólo el bautismo y el matrimonio podían ser administrados por los laicos, y en Occidente normalmente los obispos eran los únicos que podían oficiar la confirmación y la ordenación. Las mujeres solamente podían llevar a cabo bautismos de emergencia y unirse a un hombre en el matrimonio. Aún así, incluso los que cuestionan el sistema sacramental no pueden dejar de admirar su alcance y meticulosidad a la hora de atender las necesidades humanas, pese a que puedan cuestionar también el acierto de saber demasiado sobre la manera en que Dios actúa. También pueden resultar problemáticas la restricción del número de sacramentos a siete, llevada a cabo a finales de la Edad Media, la creencia en que estos

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siete fueron instituidos por Cristo y toda la estructura de un sistema tan fuertemente entrelazado. Cuando se enfrenta a un tema tan sublime como es la forma de actuar de Dios mediante su autoentrega, las pulcras divisiones y distinciones escolásticas puede que no sean un sustituto adecuado para el asombro y la admiración. La rebelión contra un sistema tan finamente concebido explotó finalmente en la persona de Martín Lutero. El golpe más vehemente de Lutero contra el sistema sacramental lo asestó en su libro El Cautiverio Babilónico de la Iglesia (1520), en el que sucesivamente fue abriendo una brecha en las paredes que los romanistas habían levantado para proteger la misa. Escrito cuando el autor estaba encendido por la ira, no fue una exposición lógica sino un ataque contundente contra todo el sistema sacramental. Resulta difícil exagerar su fuerza; ha conformado todo el pensamiento protestante posterior sobre los sacramentos. A excepción de grupos pequeños como los cuáqueros y el Ejército de Salvación (que discuten la necesidad de tener sacramentos externos en absoluto), todos los grupos protestantes aceptaron la conclusión final de Lutero de que Cristo instituyó tan sólo dos sacramentos y que, por tanto, únicamente hay dos sacramentos. Lutero limitó todavía más las restricciones que habían establecido sus predecesores medievales al declarar que los únicos sacramentos son aquellos para los que se registran las palabras explícitas de Cristo en el Nuevo Testamento, es decir, aquellos que cuentan con un mandato del Señor, en los que Cristo claramente ordena los sacramentos. Incluso Lutero tuvo problemas con la penitencia, ya que Juan 20:23 se acerca mucho a lo que es un mandato del Señor. Si Lutero hubiera tenido la libertad que prevaleció hasta bien entrado el siglo XII de aceptar otra institución distinta de la de Cristo, la Reforma hubiera tomado otro curso, pero él mismo estaba cautivo de la calificación del siglo XIII “instituido por Cristo”. La fuerza del ataque de Lutero hizo que el católico romano Concilio de Trento (1545-1563) afirmara desafiante “Si alguno dice que los sacramentos de la Nueva Ley no fueron instituidos por Jesucristo, nuestro Señor; o que son más, o menos, que siete... sea anatema”12. Trento (sabiamente) no entró en detalles sobre dónde fueron instituidos estos siete sacramentos o sobre las opiniones enfrentadas de los Padres. Los protestantes, haciendo gala de la misma testarudez, mantuvieron que sólo dos sacramentos poseían autoridad divina. Lamentablemente ya no era posible estar de acuerdo en que el número de sacramentos era desconocido o que algunos podían haber sido instituidos por los apóstoles, siguiendo las propias prácticas de Cristo. Las definiciones de la baja Edad Media habían cerrado estas puertas tanto para protestantes como para católicos. Puede que Lutero no hubiese deseado la destrucción del sistema sacramental, aunque ciertamente deploró su clericalismo, su filosofía aristotélica y su justificación basada en las obras. Pero lo cierto es que lo destruyó, y las piezas nunca más se han vuelto a juntar en el seno del protestantismo. Lutero y sus contemporáneos sabían menos acerca de la iglesia primitiva de lo que ellos pensaban, y desde luego mucho menos de lo que nosotros creemos saber. Y en su celo por reformar el sistema, algunas veces pasaron por alto la parte humana, su capacidad de ministrar a las necesidades más profundas del ser humano, desde el nacimiento hasta el lecho de muerte. De acuerdo, tenía sus fallos, pero proporcionaba un cuidado pastoral integral de las necesidades humanas más sentidas y permanentes. Era inevitable que la presión sobre una parte del sistema sacramental distorsionara otras partes. Una vez que se hubo abolido el sacramento de la penitencia, ¿cómo podía el pecador contrito encontrar la misma seguridad concreta de absolución que le garantizaba este sacramento? El resultado fue hacer que la eucaristía también se convirtiera en un sacramento penitencial, un proceso que ya se había desarrollado con

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fuerza en la piedad de la baja Edad Media. Desde la Reforma, la eucaristía protestante ha cumplido una función doble como sacramento: la penitencial y la de acción de agracias. Después de todo, la necesidad profunda de ser perdonado no desapareció simplemente porque el sacramento de la penitencia hubiera sido abolido; sencillamente sobrecargó la eucaristía. Tal vez sea más acertado decir que el protestantismo tiene dos sacramentos y medio: el bautismo y la eucaristía penitencial. El derrocamiento de la confirmación como sacramento fue igualmente problemático. En lugar de reunirse con el bautismo, la Reforma lo cambió en una experiencia didáctica que se expresaba como un acto de graduación para aquellos que habían llegado a dominar el catecismo. Gran parte de la educación cristiana se ha construido sobre esta dudosa resolución. Las racionalizaciones medievales sobre los efectos de la confirmación no eran mucho mejores, pero al menos el catolicismo consideró la confirmación como un don de Dios, en lugar de ser un acto de educación humana. Se mantuvo el matrimonio, pero no como sacramento. Es discutible si realmente la ordenación dejó en algún momento de ser tratada como un sacramento. Incluso Juan Calvino podría haberlo considerado un sacramento si hubiese sido para todos los cristianos. La mayoría de los protestantes trata la ordenación como si impartiera un carácter indeleble y no vuelven a ordenar al clero que regresa al ministerio ordenado después de haber trabajado secularmente. Irónicamente, el protestantismo nunca desarrolló un rito similar de tránsito para entrar en las vocaciones seculares. Los protestantes han pagado un precio por la pérdida de la unción de los enfermos como sacramento, en parte debido al florecimiento de los extraños y espectaculares esfuerzos por ministrar a una necesidad básica: el deseo de que Dios nos ayude restaurando la salud. ¿Qué consiguió la Reforma en cuanto a los sacramentos? Muchos de sus resultados no fueron intencionados, especialmente el de empujar el culto sacramental desde el centro hasta la periferia de la vida cristiana. El restablecimiento llegó mucho más tarde con la primera época del metodismo, los Discípulos de Cristo y el movimiento de Oxford. Lutero apuntó algunas cuestiones profundas sobre el bautismo como estilo de vida, a las que nunca han hecho justicia ni tan siquiera sus sucesores. Calvino tuvo más éxito que sus contemporáneos a la hora de fusionar la razón, la interpretación literal de la Biblia y un sentido de sobrecogimiento ante los misterios sagrados. En esto llegó a estar muy cerca de la manera de pensar de la iglesia primitiva y dejó un legado que resonó en la persona de Juan Wesley. El intento de la mayoría de reformadores de restaurarle a los laicos la comunión habitual hubiera sido un enorme logro, de no ser porque era un cambio demasiado radical con respecto a la práctica medieval tardía, en la que la recepción del sacramento era poco frecuente. Los reformadores también eran hijos de la baja Edad Media. Pero obtuvieron claras ganancias en el culto sacramental mediante la simplificación de los ritos vernáculos, una mayor participación congregacional, unos laicos bien instruidos en el catecismo y un nuevo énfasis sobre la predicación de la Palabra. Quizás la Reforma fue demasiado teatral, ya que, a pesar de los arrebatos, se retuvo mucho más de la forma de pensar agustiniana y medieval sobre los sacramentos de lo que se desechó. Incluso con todo el clamor contra la transubstanciación, Lutero seguía pensando en la eucaristía en términos de una presencial espacial. Y muchos de los reformadores preservaron la esencia del ex opere operato al pensar en los sacramentos como actos de Dios. Para ellos, Dios es el principal actor en los sacramentos y los humanos son los receptores de lo que Dios elige hacer para nuestro beneficio a través de los sacramentos. Calvino consideró los sacramentos como “signos

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visibles muy propios de nuestra débil condición”, en los que Cristo actúa “como si nos diera una prenda, nos da tal seguridad de ello, como si lo viéramos con nuestros propios ojos” 13. Este enfoque es francamente sacro, ya que insiste en que Dios utiliza los objetos físicos y las acciones de este mundo para conseguir su voluntad para nosotros. La eficacia de los sacramentos no depende de nosotros, sino que es un don de la gracia. Dios hace que tengan lugar los sacramentos, aunque los seres humanos son libres de recibir o rechazar el don de Dios que hay en ellos. El siglo XVIII asistió a un cambio más sutil, pero incluso más radical, que el que se había producido en la teología sacramental de la Reforma. Se produjo como consecuencia de las tendencias desacralizadoras de la Ilustración, que encontraba repugnante la noción misma de que Dios interviniera en la época actual o utilizara objetos y acciones físicas para cumplir su divina voluntad. Poco a poco, para algunos protestantes, estos puntos de vista erosionaban la postura tradicional católica y reformada de que Dios actuaba a través de los sacramentos para lograr sus propósitos. Las tendencias desacralizadoras fueron restándole importancia al papel de Dios en los sacramentos y magnificando el papel de la humanidad. La interpretación literal de la Biblia todavía era los suficientemente fuerte como para que los cristianos aceptaran que la enseñanza de Jesús requería la práctica de dos sacramentos. Para amplios sectores del protestantismo, los dos sacramentos simplemente se convirtieron en ejercicios de memoria piadosos. Los sacramentos eran ocasiones que tenían los humanos para recordar lo que Dios había hecho en el pasado. Se les atribuyó un inmenso valor práctico ya que estimulaban a las personas a un mayor esfuerzo moral. Se consideraba el recuerdo de las acciones pasadas de Dios como un fuerte incentivo para llevar una vida mejor. Pero el énfasis en el protestantismo desacralizado no estaba en la acción de Dios hoy, sino en recordar lo que Dios había hecho en otros tiempos. La acción es humana; nosotros recordamos, nosotros actuamos. Aparecen premoniciones de estos desarrollos en el tratado de Ulrico Zwinglio Del Bautismo (1525), aunque resultan menos evidentes en su visión de la Cena del Señor. Zwinglio todavía vivía en un mundo sacro en el que Dios intervenía en el culto. Pero la verdadera división que se produjo a medida que iba avanzando el siglo XVIII fue la que se produjo entre los que seguían el concepto tradicional católico y reformado de un Dios que actuaba en los sacramentos, y aquellos para quienes éstos se habían convertido básicamente en ejercicios de memoria piadosos. Entre estos últimos se encontraban una gran variedad de protestantes, que iban desde obispos anglicanos hasta bautistas de la frontera norteamericana. Incluso Ben Franklin se permitió realizar alguna revisión de un libro de oración en el que se hacía alarde de los beneficios prácticos de recordar a Jesús para enmendar el carácter propio. Este es el racionalismo de izquierdas. Si el racionalismo de derechas había incrustado la piedad medieval dentro de una concha de filosofía aristotélica, el del siglo XVIII creó un universo rígidamente desacralizado en el que nada era más que su apariencia externa. Dios ya no podía hacer que se produjeran los sacramentos; eso dependía de los seres humanos. Y resultaba mucho más constrictivo porque todo dependía del fervor humano que generaba la capacidad de recordar. Frecuentemente esa capacidad no conseguía producir un fervor duradero para recordar a Dios y corregir el comportamiento. Era una piedad tipo Getsemaní (“Si Cristo lo hizo,...¿no puedes hacerlo tú al menos?”), y a menudo su fervor era frágil. El resultado fue un gran descenso en el culto sacramental en las tradiciones protestantes, como el que se produjo entre los luteranos, que en algunos lugares habían mantenido una eucaristía semanal hasta finales del siglo XVIII.

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El valor de la doctrina del ex opere operato está claro; si los sacramentos son sólo ejercicios de memoria piadosos, entonces tienen pocas posibilidades de ser el centro de una adoración vital, y permanecen tan sólo como un superviviente legalista porque Jesús dijo en una ocasión “Haced esto”. Tradicionalmente el propósito de los sacramentos no era inducir a un buen comportamiento ético, sino concederle a los humanos el acceso a Dios (lo que, a su vez, ciertamente cambia el comportamiento). Hoy en día hay una verdadera escisión en el protestantismo entre los que siguen a Lutero, Calvino y Wesley en la postura tradicional de que Dios actúa en los sacramentos, utilizándolos como un medio de la gracia para la autoentrega divina, y los que siguen las tendencias desacralizadoras de la Ilustración, que vieron los sacramentos como algo que hacen los humanos para estimular la memoria de lo que Dios ya ha hecho. Esta ruptura es al menos tan grande como la que se produjo entre los reformadores y sus contemporáneos católicos. Afortunadamente ninguno de los dos enfoques es un témpano de hielo y ya hay signos de que ambos están comenzando a cambiar. Actualmente vemos con mayor claridad la autoentrega divina que se produce en los sacramentos y también estamos descubriendo algo más sobre su aspecto humano, que tiene que ver con la comunicación. Nueva Manera de Entender los Sacramentos En años recientes se han producido grandes cambios en todo el cristianismo occidental por lo que hace a las maneras de entender los sacramentos. Estos cambios han afectado a todos los grupos denominacionales y han cambiado la fe y la práctica en amplios sectores del mundo cristiano. Los cambios más evidentes en la práctica han sido los que se han producido en el catolicismo desde el Vaticano II. Pero el cambio se ha venido produciendo desde comienzos de este siglo, cuando recibir la comunión semanalmente empezó a ser frecuente para los católicos por primera vez en más de un milenio. El movimiento litúrgico provocó más cambios en la dirección de un cada vez mayor estudio bíblico, más participación congregacional y una firme percepción de la iglesia como comunidad. El concilio Vaticano II aceleró este proceso con importantes avances en la presentación de la doctrina (especialmente con respecto a la iglesia y los sacramentos) y en los cambios generales en el culto. La revisión de los libros de liturgia que se llevó a cabo con posterioridad al Vaticano II ha producido cambios importantes en la forma externa de cada uno de los sacramentos, aunque de manera más visible en la penitencia y la unción de los enfermos. Menos obvio ha sido el hecho de que se han dejado de tratar los sacramentos en términos legalistas y jurídicos (especialmente los que se refieren a la validez y regularidad) y ha aumentado el interés por los frutos (eficacia) en las vidas de las personas. En el seno del protestantismo se pueden detectar cambios igualmente significativos en el crecimiento extendido de una piedad sacramental más profunda. Los últimos años han sido testigos de unos cultos de comunión más frecuentes, que en muchas congregaciones han pasado de ser trimestrales o mensuales a semanales. La incipiente recuperación de la eucaristía como norma para el culto dominical ha venido acompañada de un mayor interés en el bautismo como acto congregacional. Más difícil de detectar, pero incluso más significativo, ha sido el abandono gradual de la consideración del culto como una experiencia intelectual de instrucción, o como un escape emocional, para llegar al convencimiento de que el culto abarca todo nuestro ser – cuerpo, sentimientos e intelecto. Entre todos los cristianos ha aparecido una mayor sensibilidad hacia el papel crucial que juegan los signos actuados en las relaciones entre

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los humanos y en el encuentro entre Dios y los seres humanos. Muchos han descubierto que un signo actuado tan intensamente emocional como es la imposición de las cenizas el miércoles de Ceniza es una parte tan integral del culto como el sermón doctrinal. Probablemente el impacto de estos cambios refleje algo más amplio que la sola adoración: estamos descubriendo más acerca de lo que significa ser plenamente humano. El renovado interés en los sacramentos sencillamente viene a demostrar lo profundamente antropológicos que son los sacramentos, esto es, la precisión con que reflejan lo que significa ser humano. Esta nueva tendencia ha centrado su atención sobre el valor que tienen los sacramentos como signo, es decir, lo bien que comunican. Uno puede bautizar con un cuentagotas si lo único que le preocupa es la validez, esto es, qué es lo mínimo que uno puede hacer y seguir teniendo un sacramento genuino. Pero si a uno le interesa el valor como signo, el bautismo evidentemente comunicará mucho más sobre la purificación y la limpieza si se ve, se oye e incluso se siente indirectamente, una considerable cantidad de agua. Así aparece una nueva preocupación para los responsables de dirigir el culto; a saber: la calidad de la celebración. ¿Hasta qué punto lo que hacemos comunica mediante términos humanos lo que Dios está haciendo? En este sentido, no hay ningún detalle insignificante si realza el valor de lo que hacemos en los sacramentos como signo. La humanidad misma de los sacramentos queda demostrada en la exactitud con que siguen las formas humanas normales de comunicación y de relación con los demás. Esto supone una gran responsabilidad para aquellos que dirigen el culto, que deberían ser muy sensibles a todo lo que comunican a través de la vez y del cuerpo. Los cambios en la práctica sacramental a menudo han reflejado maneras nuevas de entender lo que se experimenta en los sacramentos. El avance más significativo producido en este siglo comenzó con el teólogo alemán Odo Casel, monje benedictino de Maria Laach, Alemania. La teología mistérica de Casel enfatizó que el culto cristiano es básicamente un tiempo de misterio en el que la realidad de los eventos pasados se nos ofrece otra vez a través de su nueva representación en el culto. Casel evitó muchos de los términos escolásticos del siglo XIII y se concentró en mostrar cómo mediante la rememoración colectiva que hacía la iglesia de la historia de la salvación cada cristiano podía apropiarse de estos eventos y vivir “nuestra propia historia sagrada”14. Los desarrollos de la teología de la posguerra en los Países Bajos y Bélgica, asociados a los nombres de los teólogos Piet Schoonenbert y Edward Schillebeeckx, condujeron a ulteriores avances significativos. La obra de Schillebeeckx Christ the Sacrament of the Encounter with God (Cristo, el Sacramento del Encuentro con Dios) fue la más influyente sobre teología sacramental durante los años del Vaticano II15. En ella, Schillebeeckx presenta a Cristo como el sacramento principal mediante el cual nos encontramos con Dios. Los sacramentos visibles son medios a través de los cuales podemos experimentar, por la gracia del Señor, una relación personal con Dios. Las categorías que utiliza Schillebeeckx son las relaciones humanas entre personas, en ningún caso términos estáticos y jurídicos. En ocasiones parecen aflorar algunas percepciones de Calvino; otras veces ocupa el primer plano la moderna filosofía fenomenológica. Una serie de factores han conformado el nuevo enfoque dado los sacramentos. Los estudios bíblicos han iluminado en gran manera nuestra comprensión de las riquezas y complejidad del testimonio bíblico sobre los sacramentos, mientras que los estudios históricos han examinado el lento desarrollo de la experiencia y reflexión cristianas sobre los sacramentos. El ecumenismo ha hecho que cada rama del cristianismo estuviera dispuesta a compartir su experiencia particular y a apropiarse de

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la de los demás. Se han superado las viejas controversias, a menudo sobre la base de una mejor comprensión de la herencia común del Nuevo Testamento y la iglesia primitiva. La moderna teoría de la comunicación, los estudios antropológicos y la investigación sociológica han clarificado el contenido humano de los sacramentos y han conducido a un entendimiento más profundo de cómo los humanos se relacionan unos con otros y con Dios. Teniendo en cuenta todos estos factores, ¿cómo podemos expresar de la mejor manera posible el papel de los sacramentos en la vida del cristiano hoy? Deben juntarse tanto la práctica como la teoría, la experiencia y la percepción. No resulta fácil tramar una enseñanza clara en un espacio breve, como tampoco lo es tejer un estampado coherente a partir de hilos de diferente textura y color. No obstante, el resto de este capítulo intentará presentar, con la mayor brevedad posible, una declaración contemporánea de lo que los sacramentos pueden significar para un cristiano de hoy. Aquí hablaremos de todos los sacramentos. No todos los comentarios se aplican igualmente bien a cada sacramento en particular. Es obvio que, aparte de tener mucho en común, los sacramentos difieren entre sí. Solamente unos pocos cristianos reciben la ordenación, mientras que todos reciben el bautismo. Las generalizaciones de este capítulo deben matizarse con los comentarios específicos de los capítulos siguientes. A estas alturas debería estar claro que yo, personalmente, considero el número de sacramentos como indeterminado, al igual que ha ocurrido durante la mayor parte de la historia de la iglesia. El número siete es tan arbitrario como el dos, y las posibilidades que contemplaron los primeros doce siglos de historia del cristianismo parecen más ricas que las que se seleccionaron en los ocho siglos siguientes. En primer lugar, parecería que cualquier entendimiento satisfactorio de los sacramentos debe comenzar con la creencia de que Dios actúa en los sacramentos. Esto es, los sacramentos dependen del uso que Dios hace de ellos, y no del carácter moral, de la capacidad o de las intenciones humanos. La forma visible y externa está conformada de alguna manera por los humanos y puede variar en sus detalles de una generación a otra, pero la gracia interior depende de Dios. La res, la cosa o fruto del sacramento, depende de Dios, a pesar de que los humanos pueden colocar un obstáculo a lo que Dios ofrece. En este sentido podemos hablar de la objetividad de la gracia divina en los sacramentos. Estos son, por supuesto, los conceptos que Agustín utilizó tan convincentemente en su debate con los donatistas. Los sacramentos no son algo que esté supeditado al carácter moral del celebrante, sino que dependen únicamente de Dios. Los seres humanos son liberados de la necesidad de hacer que se produzca el sacramento; sólo Dios puede hacerlo. Así que la posición desacralizadora es profundamente insatisfactoria, ya que convierte a los sacramentos en dependientes de la acción humana y les obliga a que su productividad descanse sobre el grado de fervor con que uno se aproxima a ellos. Esto no hace sino confundir el papel de Dios, el dador, y de los humanos, los receptores. Algún tipo de doctrina ex opere operato parece esencial para salvaguardar el sentido crucial de la actividad divina, aunque no se debe llevar hasta el punto de convertir la gracia en irresistible o de dejar a los seres humanos completamente pasivos. Los sacramentos, como observó Calvino con tanta claridad, son idea de Dios, diseñados por Dios para conducirnos a Dios. “Mas el Señor, en su misericordia”, dice Calvino, “de tal manera se acomoda indulgentemente a nuestra capacidad, que... no desdeña atraernos a él con estos elementos terrenos, y proponernos en la misma carne un espejo de los bienes espirituales”16. Dios es quien mejor nos conoce y sabe de la necesidad de fortalecer nuestra fe. Y el Creador sabe cuál es la mejor manera de

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dirigirse a nosotros como criaturas. Así que los sacramentos son la manera que Dios tiene de actuar. Los sacramentos son mucho más que ejercicios de memoria piadosos, ya que en ellos, sigue diciendo Calvino, Dios “nos ofrece ahora las cosas espirituales bajo signos visibles”. En segundo lugar, Dios actúa en los sacramentos entregándose a sí mismo. En los sacramentos es Dios quien toma la iniciativa. Lo que se da no es una idea abstracta de infusión mecánica de energía, sino una misericordiosa relación personal, la vida de Dios que penetra en la nuestra. Nosotros recibimos el don que Dios ofrece de sí mismo. El cristianismo proclama que Dios es amor y la naturaleza misma del amor consiste en entregarse uno mismo. En diferentes sacramentos, y de distintas maneras, Dios actúa entregándose a sí mismo a nosotros en formas adecuadas al tiempo y la ocasión – como perdón y reconciliación en un sacramento y como aceptación en otro. Los regalos son la manera que tienen los humanos de darse unos a otros. Dios hace lo mismo en los sacramentos. De hecho, gracias a que Dios nos es dado en los sacramentos, nosotros somos capaces de darnos a otros en maneras más amplias y profundas. Cuando Dios actúa mediante su autoentrega, por ejemplo en la eucaristía, somos hechos uno con los demás adoradores y habilitados para servir a todo el mundo. De este modo los sacramentos tienen el poder de cambiar todo lo que hacemos por medio del poder basado en la autoentrega inicial de Dios. En modo alguno la autoentrega de Dios está confinada a los sacramentos. Todo el Antiguo y el Nuevo Testamento son una crónica de las formas en las que Dios ha sido dado a los humanos en épocas pasadas. Frecuentemente estas formas de darse han adoptado modos inesperados, no para los orgullosos y poderosos, sino para los mansos y humildes. Dios se nos da en la creación, en la ley y la profecía y en la vida comunitaria de un pueblo escogido. Dios se nos da en el Jesús humano, quien “se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo” (Filipenses 2:7). Las Escrituras son un registro de la autoentrega de Dios en el pasado. Los sacramentos son un tercer testamento de la autoentrega de Dios. A través de ellos, la autoentrega de Dios tiene lugar como una realidad presente en nuestro propio aquí y ahora. La realidad de los eventos pasados se nos hace presente al leer y exponer las Escrituras. Pero la realidad de la acción continuada se nos imparte en los sacramentos. Ellos forman un testamento más de la naturaleza del Dios que se entrega a sí mismo. Los tres testamentos – Antiguo, Nuevo y sacramentos – nos dan a conocer la voluntad de Dios de darse a sí mismo en beneficio nuestro. En tercer lugar, a través de los sacramentos la autoentrega de Dios se produce en forma de amor hecho visible. Para los cristianos la autoentrega de Dios es percibida como la entrega del amor de Dios: “Dios es amor. Y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios permanece en él” (1ª Juan 4:16). No hay amor que no se manifieste de alguna manera. Cualquier sentimiento humano tan poderoso como el amor se refleja en la manera en que nos relacionamos con los amados. El amor está buscando constantemente signos actuados por medio de los cuales revelarse al objeto de nuestro amor. Puede tomar formas tan cariñosas como los abrazos y los besos; puede aflorar en la entrega de un regalo o manifestarse en el hecho de lavar los platos por alguien. Uno escribe cartas o va de visita al hospital o telefonea como una manifestación visible de amor. Sabemos que otra persona nos ama por la manera en que se comporta con nosotros. Este no es un principio abstracto, sino simplemente cómo es la gente. Necesitamos que se nos muestren las cosas. En Jesucristo Dios nos ha mostrado la plenitud del amor divino, pero necesitamos que se nos haga ver este amor una y otra vez. En los sacramentos Dios continúa de una manera actualmente visible lo que él ya

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ha hecho con su autoentrega a lo largo de la historia visible de Jesucristo. El amor se manifiesta de diversas maneras, según la etapa de la vida en que nos encontramos y nuestras circunstancias. Dios nos es dado como amor para confirmarnos cuando establecemos un compromiso de por vida de amar a otra persona. Otra forma de autoentrega se puede ver cuando la comunidad ora para que recobremos la salud. El amor se hace visible al regocijarse la comunidad en los dones que alguien ha recibido para el liderazgo ministerial. En estas y otras maneras el amor de Dios se nos hace patente mediante las acciones. De la misma manera que dependemos del apretón de manos, el beso y el abrazo para expresar nuestro amor de manera que otros lo puedan reconocer, también dependemos de los sacramentos para conocer el amor de Dios. Hacemos visible el amor humano representándolo; el amor divino no es distinto. Las distinciones entre el acto y el amor mismo pronto desaparecen. El beso se convierte en el propio amor; el acto forma parte del sentimiento. El acto de amor es el amor hecho visible. Los sacramentos son el amor de Dios hecho visible. En cuarto lugar, la autoentrega de Dios como amor se hace visible a través de las relaciones de amor en el seno de la comunidad. Aunque los sacramentos implican una relación vertical (entre Dios y los seres humanos), también implican unas relaciones horizontales (seres humanos entre sí). Los sacramentos son sociales de principio a fin. En todas las narraciones bíblicas, Dios elige actuar dentro de una comunidad de fieles. Los sacramentos funcionan dentro de una comunidad, permitiendo que los cristianos se edifiquen los unos a los otros en amor, fe y esperanza. Los sacramentos funcionan como vehículos visibles de amor dentro de una comunidad en dos maneras distintas. Establecen una nueva relación de amor y mantienen y nutren las relaciones de amor existentes. Cuando dos personas se dan la una a la otra en matrimonio, Dios actúa a través de la comunidad para fortalecer la relación de amor de la pareja mediante el apoyo y la bendición. Una ordenación sin una comunidad de fe sería poco menos que una parodia. En el bautismo y la confirmación avanzamos hacia una nueva relación de amor en el seno de la comunidad al ir incorporándonos Dios en el cuerpo de Cristo. En la enfermedad, Dios permite que la comunidad nos rodea con su testimonio de amor que se preocupa. La muerte marca una transición más en la que, por la gracia de Dios, pasamos de la Iglesia Militante a la Iglesia Triunfante. A través de todos los pasajes de la vida Dios se nos ofrece. La eucaristía nos alimenta y la reconciliación nos levanta cuando caemos. En todos estos signos actuados somos edificados en amor, fe y esperanza mediante el establecimiento de nuevas relaciones de amor o el mantenimiento de relaciones de amor ya existentes en la iglesia. En cualquier caso, es Dios quien actúa en las acciones de la comunidad para hacer fructíferas estas relaciones de amor. La comunidad de fe actúa para llevar a cabo las formas visibles y externas de los sacramentos. Pero sabe que el sacramentum carece de sentido sin la res, la entrega interior del amor de Dios. El sacramento y la realidad se experimentan juntos cuando la comunidad se reúne para recibir el don que Dios hace de sí mismo, expresado como amor en forma visible. Esto lo experimentamos dentro de la comunidad, que es, en sí misma, una manifestación visible del amor de Dios. Mediante sus signos actuados la iglesia alimenta nuestro amor por medio de relaciones de amor nuevas o renovadas. Por supuesto que ese amor se desborda en la misión al mundo entero de Dios. Del mismo modo que Dios utiliza las palabras de un predicador para hacer audible la Palabra de Dios, él también usa los sacramentos para hacer visible su amor. En los sacramentos, Dios actúa entregándose a sí mismo como amor hecho visible a través de las relaciones de amor en la comunidad.

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Gran parte de esto se aclarará más a medida que vayamos explorando, uno a uno, los sacramentos tradicionales en los capítulos siguientes. Si bien analizaremos con cierto detenimiento la forma externa de cada sacramento, la preocupación esencial no es lo que hacemos, sino de qué manera se manifiesta en cada caso la realidad del amor de Dios. Cuando lleguen a preocuparnos las complejidades de la materia, la forma y el oficiante, necesitaremos recordar que lo que importa en última instancia no es lo que nosotros hacemos con cada sacramento, sino lo que Dios hace con él.

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CAPÍTULO VII

LA INICIACIÓN CRISTIANA

Nadie nace cristiano. Uno se hace cristiano cuando llega a formar parte de una comunidad con una forma de vida distintiva que conlleva un compromiso ético y de sistema de creencias firme. Este cambio en nuestro ser viene marcado por los sacramentos, los cuales proclaman lo que Dios está haciendo para traernos a la fe. En este capítulo examinaremos cómo experimentan y entienden los cristianos las maneras en que Dios actúa para iniciarnos en la comunidad de los fieles. El amor de Dios hecho visible en la iniciación cristiana consta de una serie de etapas y signos actuados. Estos pueden incluir aquellos relacionados con el catecumenado (período de instrucción, catequesis y examen), los que rodean al lavamiento mediante el bautismo, y los diferentes actos que le siguen, conocidos como confirmación o recepción de miembros y primera comunión. Llamaremos a todo el proceso del ritual que le hace a uno cristiano iniciación cristiana, y las porciones individuales se irán nombrando a medida que las vayamos encontrando. No siempre resulta fácil trazar una línea entre la práctica y la manera de entenderla, entre el rito y la razón, entre la liturgiología y la teología sacramental. Pero ese es el curso que intentaremos seguir en este capítulo. Primero analizaremos lo que han hecho los cristianos y lo que hacen ahora en la iniciación cristiana. Después veremos su manera de entender esta serie de actos. Por último, sacaremos algunas conclusiones para uso pastoral. El Desarrollo de la Iniciación Cristiana Los cambios actuales en la práctica de la iniciación son sólo los últimos capítulos en una larga historia de desarrollo. Una vez más debemos buscar las raíces en el judaísmo. Las fuentes más profundas hay que encontrarlas en el simbolismo profético y el uso de actos y objetos para encontrarse con Dios. La creencia judía de que lo material puede afectar lo espiritual ocupa un lugar central en estos sacramentos. El antecedente judío de iniciación más prominente era la circuncisión, un signo actuado que incorporaba a los varones dentro de la relación de pacto existente entre Israel y Dios. Este sacramento de la antigua ley (tal y como lo vieron los cristianos) hacía que el niño judío de ocho días entrara en una relación de por vida con un pueblo con el que Dios se había comprometido, mediante pacto, a ser su Dios y rey. Incluso cuando los autores cristianos negaron que la circuncisión pudiera hacer algo más que prometer y significar salvación, perduró el concepto de ser injertado en el pueblo de Dios mediante un signo actuado. Más discutible es si el judaísmo del siglo I practicó el bautismo de prosélitos, es decir, de varones y mujeres gentiles convertidos. Sabemos que en última instancia el judaísmo bautizó a los conversos, y parece del todo improbable que hubieran copiado esta práctica del cristianismo. La comunidad de Qumrán, en el siglo I, practicó un lavamiento ritual diario como signo de purificación espiritual. Después de todo, lavar con agua es el signo natural más obvio de la purificación, como reconoce 1ª Pedro 3:21:

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“El bautismo, que corresponde a esta figura, ahora, mediante la resurrección de Jesucristo, os salva, no por quitar las impurezas de la carne, sino como apelación de una buena conciencia hacia Dios”. Hechos 22:16 se hace eco de ello: “Levántate y bautízate, y lava tus pecados, invocando su nombre”. No obstante, no hay duda de la influencia de Juan el Bautista, quien bautizó a Jesús y a muchos más. Pablo lo interpreta así: “Juan bautizó con el bautismo de arrepentimiento, diciendo al pueblo que creyesen en el que había de venir después de él, es decir, en Jesús” (Hechos 19:4). Esto lo resume bastante bien: el bautismo de Juan era un bautismo de arrepentimiento y un bautismo de expectación escatológica del Mesías que había de venir. Era ético y se realizaba en anticipación. La iglesia nunca podía olvidar que Jesús mismo se había sometido al bautismo de Juan como una parte del cumplimiento de su misión, “porque así nos conviene cumplir toda justicia” (Mateo 3:15). Así que el peso de la propia acción de Jesús al recibir el bautismo y permitir que sus discípulos bautizaran (Juan 4:2), confirió al bautismo una autoridad primordial. Es más, Jesús identificó su bautismo con su propia pasión y muerte (Marcos 10:38 y Lucas 12:50). De este modo el bautismo se convirtió en una imagen de la muerte de Cristo como sacrificio. Tanto el nacimiento como la muerte están representados en el bautismo. Otros actos de los que se apropió la iglesia fueron la imposición de manos y el sellado o unción con aceite. Ambos actos significaban la transmisión de poder y bendición (Isaac bendice a Jacob en Génesis 27 y éste bendice a sus nietos en Génesis 48), o la certificación del poder (Samuel unge a David en 1ª Samuel 16:13). El poder sacerdotal o real parece asociado al uso de aceite. Tanto la unción como la imposición de manos significan la recepción de los dones del Espíritu Santo para aquellos que se han iniciado en el “real sacerdocio” (1ª Pedro 2:9; Apocalipsis 5:10). La asociación entre “ungir” y las palabras “Cristo” y “Mesías” es clara en griego o hebreo. Mucho más dudosa es la influencia sobre los ritos de iniciación de las diversas religiones mistéricas populares del Imperio Romano en los días del Nuevo Testamento. Es verdad que había algunos paralelismos evidentes entre los ritos de iniciación de estas sectas secretas y las iniciaciones cristianas, pero eso era probablemente más un motivo de vergüenza para la iglesia que una fuente de ideas. Justino Mártir descartó los ritos paganos como imitaciones llevadas a cabo por “demonios malvados” de los auténticos ritos cristianos. El Nuevo Testamento mismo nos da tan sólo unas pinceladas fugaces y sugestivamente breves de las prácticas iniciáticas que se llevaban a cabo. Pero lo que allí vemos se ha convertido en determinante para todos los desarrollos posteriores. Fácilmente la narración más detallada de un bautismo es el bautismo del eunuco etíope por parte de Felipe en Hechos 8:35-38. El versículo 37 (que aquí aparece entre corchetes) está ausente en algunos textos pero aparece en otros. Vale la pena repetir la cita completa: Entonces Felipe abrió su boca, y comenzando desde esta Escritura, le anunció el evangelio de Jesús. Mientras iban por el camino, llegaron a donde había agua, y el eunuco dijo: He aquí hay agua. ¿Qué impide que yo sea bautizado? [Felipe dijo: “Si crees con todo tu corazón, es posible” Y respondiendo, dijo: “Creo que Jesús, el Cristo, es el Hijo de Dios”]. Y mandó parar el carro. Felipe y el eunuco descendieron ambos al agua, y él le bautizó.

Comenzamos con un tipo de catequesis en la que Felipe instruye al eunuco. Después viene la profesión de fe del eunuco, en la que repite la correcta formulación del credo.

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Sobre la cual bajan “dentro” (eis) del agua y Felipe bautiza al eunuco. Esencialmente este es el centro del bautismo que todavía se practica hoy. La formulación del credo se centra en el segundo miembro de la Trinidad, no en la Trinidad completa. Hay otros textos que indican que los bautismos cristianos más antiguos se hacían “en el nombre de Jesús” (Hechos 2:38; 8:12 y 16; 10:48; 19:5; 22:16). Pablo realiza una corta formulación del credo en Romanos 10:9: “Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor” y la repite en Filipenses 2:11: “Y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor”. En consecuencia, resulta mucho más problemático el hecho de que Mateo 28:19 dé una fórmula bautismal claramente trinitaria y que dice literalmente: “bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Muy probablemente esto representa una segunda etapa de desarrollo en la práctica litúrgica real y fue deducido de las palabras del Señor por el evangelista. Esto está corroborado por la Didajé, que utiliza exactamente la misma fórmula bautismal, al igual que lo han hecho prácticamente todos los ritos bautismales desde entonces. El testimonio de la imposición de manos es mucho más desconcertante. La historia del eunuco etíope no la menciona, pero este acto ocurre repetidamente en pasajes ambiguos y contradictorios en el libro de los Hechos. Para los modernos esto suscita preguntas sobre la relación de la recepción del Espíritu Santo y el bautismo. Hechos 2:38 relaciona el arrepentimiento, el bautismo, el perdón de pecados y el don del Espíritu Santo. Pero en Cesarea, el Espíritu Santo fue derramado antes del bautismo (Hechos 10:47), mientras que en Samaria los recién bautizados no recibieron el Espíritu Santo hasta que se les impusieron las manos (Hechos 8:17). En Éfeso, después del bautismo, “cuando Pablo les impuso las manos, vino sobre ellos el Espíritu Santo” (Hechos 19:6). Dos cosas parecen probables a la vista de estos relatos: El Espíritu Santo y el bautismo están directa e íntimamente relacionados, y la imposición de manos o sellado (unción) (2ª Corintios 1:22; Efesios 1:13 y 4:30) parecen dar testimonio de esta relación al enfatizar la presencia del Espíritu en los que han sido bautizados. Se ha especulado mucho sobre si 1ª Pedro es un sermón bautismal. Se dirige a su audiencia como “niños recién nacidos” (2:2) que “en el tiempo pasado no érais pueblo, pero ahora sois pueblo de Dios” (2:10). Las aguas del diluvio de Noé son consideradas como una figura del “bautismo” (3:21), una alusión de la que se hacen eco los ritos bautismales hasta el día de hoy. Y el bautismo es comparado con una buena conciencia (3:21). A medida que la iglesia comenzó a hacerse mayor, comenzaron a surgir los problemas prácticos. La Epístola a los Hebreos plantea la cuestión de la apostasía por parte de aquellos que han sido bautizados: “Porque es imposible que los que fueron una vez iluminados, que gustaron del don celestial, que llegaron a ser participantes del Espíritu Santo... y después recayeron, sean otra vez renovados para arrepentimiento” (6:4-6). Este problema ha desconcertado a la iglesia desde entonces: cómo tratar con aquellos que recaen. El Pastor de Hermas, del siglo II, es un poco menos severo. Reconociendo que algunos niegan cualquier arrepentimiento más allá del bautismo, la acción concede que “si después de este llamamiento grande y santo [el bautismo], alguno, siendo tentado por el diablo, comete pecado, sólo tiene una [oportunidad de] arrepentirse. Pero si peca nuevamente y se arrepiente, el arrepentimiento no le aprovechará para nada”1. En los tiempos actuales, el problema más desconcertante ha sido si los relatos del Nuevo Testamento son compatibles con el bautismo infantil (paidobautismo).En el Nuevo Testamento no hay evidencia explícita ni a favor ni en contra del bautismo infantil. Quienes practican el bautismo infantil tiene la tendencia a estar convencidos de que los pasajes en que se menciona el oikos (casa) y en los que se habla del bautismo de

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casas enteras (Hechos 16:15 y 33, 18:8; 1ª Corintios 1:16), es muy probable que estuvieran incluidos los niños de la familia o de los esclavos residentes en ella. Dado que generalmente el padre decidía la religión de toda la familia, es probable, argumentan ellos, que el bautismo se aplicase a todos los que formaban parte de la casa como algo que se daba por supuesto. Quienes no practican el bautismo infantil suelen inclinarse a refutar esta argumentación sobre la base de que la exigencia de arrepentimiento y fe por parte de quienes van a ser bautizados (Marcos 16:16; Hechos 2:38) impide el bautismo infantil. Basándose solamente en la evidencia histórica, debemos coincidir con Kurt Aland cuando afirma que “el bautismo infantil ciertamente sólo es demostrable a partir del siglo III”2, aunque existe alguna base teológica para afirmar que fue practicado en los tiempos del Nuevo Testamento3. La evidencia histórica irrefutable más antigua se encuentra en los primeros pasajes de Tertuliano, en el siglo III, quien deplora el bautismo de “niños pequeños” que luego puedan avergonzar a sus padrinos, y en un pasaje contemporáneo de Hipólito, quien habla de bautizar primero a los “niños pequeños” (parvulos), algunos de los cuales parece ser que todavía no pueden “hablar por sí mismos”. Está claro que Hipólito está hablando de una práctica que ya era familiar, pero ¿por cuánto tiempo? ¿Es o no es apostólica? No tenemos pruebas en uno u otro sentido. Ya en el siglo V el bautismo infantil estaba ampliamente extendido. Desde entonces, la mayoría de los cristianos ha practicado el bautismo de infantes. La iglesia del siglo II rellena más detalles sobre las prácticas iniciáticas más allá de las sugerencias que dan los relatos del Nuevo Testamento. La Didajé prohibe a quienes no han sido bautizados “en el nombre del Señor” que coman y beban la eucaristía. Quienes están a punto de ser bautizados deben ayunar. El bautismo debe realizarse preferentemente en agua viva (corriente) fría, pero si no está disponible, se derrama agua “sobre la cabeza tres veces en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”4. Justino nos da algo más de detalle. El catecumenado incluye instrucción, la promesa de “vivir en consecuencia”, la oración y el ayuno. El bautismo se realiza en un lugar “donde hay agua”, y los candidatos son lavados en el nombre de la Trinidad. Quienes han sido bautizados son conducidos posteriormente al lugar en que está reunida la iglesia y participan, por primera vez, en la oración común, el beso de paz y la eucaristía5. El el siglo que sigue, encontramos mucha más información en el tratado de Tertuliano Sobre el Bautismo, y también repartida entre el resto de sus escritos. Tertuliano señala una rigurosa disciplina para aquellos que están a punto de bautizarse, y que incluye “oraciones, ayunos y flexiones de rodilla y vigilias durante toda la noche”6. La ocasión más solemne para el bautismo, dice él, es la Pascua. En segundo lugar está Pentecostés, aunque es posible hacerlo en cualquier momento. Quien oficia habitualmente es el obispo, si está presente, y después de él el presbítero autorizado y los diáconos, pero “incluso los lacios tienen el derecho, porque lo que es igualmente recibido puede ser igualmente dado”7. Justo antes del bautismo viene la renuncia al “diablo, a su pompa y a sus ángeles”. Los candidatos son “sumergidos tres veces” después de ser “interrogados bastante más extensamente de lo que nuestro Señor ha prescrito”8 y después “ungido completamente con una bendita unción”, como la utilizó Moisés para ungir a Aarón como sacerdote. Luego, “se impone la mano en señal de bendición, invocando e invitando al Espíritu Santo como Jacob bendijo a sus nietos”9. Aún aparece otra imagen del Antiguo Testamento en el acto de darle al recién bautizado “una mezcla de leche y miel”, un símbolo de la tierra prometida (Éxodo 3:8). Hipólito corrobora todo esto y nos proporciona muchos detalles, especialmente en un largo y riguroso catecumenado que podía durar hasta tres años. Durante este

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período agotador, los catecúmenos son oidores de la Palabra; asisten al culto de predicación de la Palabra pero no pueden orar con los fieles, dar el beso de la paz o quedarse para la eucaristía. Cada año se apartan los candidatos avanzados y adecuados y se examina su conducta (acto finalmente ritualizado en forma de escrutinios). Pasan por un período de intensa preparación y de exorcismo diario. Los candidatos ayunan en lo que nosotros llamaríamos ahora Viertes Santo y Sábado Santo. El clímax del proceso de iniciación tiene lugar la mañana del domingo de Resurrección, después de una vigilia de lectura bíblica e instrucción que se ha prolongado durante toda la noche. Al alba, se ora sobre el agua, los candidatos se desvisten y el obispo prepara los óleos para el exorcismo y la acción de gracias. Después, tras la renuncia a Satanás, cada candidato es ungido completamente con el óleo del exorcismo, baja al agua y se le formulan tres preguntas, que son prácticamente las palabras del Credo de los Apóstoles (que hasta el día de hoy se usa en Occidente como credo bautismal). En cada ocasión, después de afirmar su fe en un miembro distinto de la Trinidad, el candidato es bautizado. Después del tercer lavamiento, sube del agua y es ungido con el óleo de acción de gracias. Luego, después de vestirse, el recién bautizado se reúne con la iglesia congregada, donde el obispo impone las manos sobre cada uno pidiéndole a Dios que les “haga dignos de ser llenados con tu Santo Espíritu”10. Posteriormente el obispo derrama el óleo sagrado e impone sus manos sobre la cabeza de cada uno de ellos. Por último, el obispo sella a cada uno en la frente, presumiblemente con la señal de la cruz (consignatio) y les da el beso de la paz. Los nuevos creyentes se unen ahora por primera vez a la congregación en la oración, el beso de la paz y la eucaristía. En esta ocasión pascual hay tres copas: agua (“un símbolo de la fuente de las abluciones”), leche y miel y vino. Como puede verse, todo el rito contiene una serie de acciones, todas ellas relacionadas con un intenso sentido del tacto: unciones, lavamientos, imposición de manos, signar al neobautizado, abrazo (el beso de la paz) y comida y bebida. Otros materiales anteriores al Concilio de Nicea añaden algunos detalles más. La obra Didascalia Apostolorum, del siglo III, subraya la necesidad de que haya una “diaconisa” para “ungir a las mujeres... ya que el ministerio de una diaconisa es especialmente necesario e importante”11, particularmente dada la práctica de bautizar a las personas desnudas. Egeria nos cuenta que en la Jerusalén de finales del siglo IV, a principio de Cuaresma se dan los nombres de los que se van a bautizar en Pascua (los competentes)12. Después de investigar su estilo de vida, tiene lugar una sesión diaria de tres horas para catequizar y exorcizar. Transcurridas cinco semanas, se les da el credo para que lo aprendan, credo que deben recitar de memoria, uno a uno, después de siete semanas, delante del obispo que examina su comprensión del mismo. Egeria no se fijó en nada que no le resultara excesivamente poco familiar en la vigilia pascual, pero menciona los ocho días de la semana de Pascua cuando los recién iniciados han interpretado para ellos todos los sacramentos que acaban de experimentar por primera vez. Afortunadamente, han sobrevivido algunos ejemplos de este método de catequesis mistagógica en el significado de los sacramentos de la iniciación en forma de clases dadas por Ambrosio en Milán, Cirilo (o su sucesor) en Jerusalén y Juan Crisóstomo y Teodoro de Mopsuestia en Antioquía. Ambrosio les cuenta a los nuevos creyentes el significado del effetá, la abertura y bendición ceremoniales de los oídos y del orificio nasal (Marcos 7:34). Después: “Fuiste ungido como atleta de Cristo, como quien está a punto de luchar en la pelea de este mundo”13. Después del bautismo se celebra el lavamiento de los pies, aunque Ambrosio es consciente de que Roma no lo practica.

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Cirilo nos proporciona muchos más detalles y amplía los significados simbólicos: “Vosotros fuisteis desnudados, fuisteis ungidos con el óleo exorcizado, desde los cabellos de vuestra cabeza hasta los pies, y fuiste hechos partícipes del buen olivo, Jesucristo”14. Teodoro añade otros detalles, como el papel del padrino y que el neobautizado debe vestirse con una ropa radiante. Juan Crisóstomo nos presenta la adhesión o promesa realizada tras la renuncia: “Y yo entro a tu servicio, oh Cristo”. Él también utiliza la típica fórmula bautismal oriental: “__________ es bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, en contraste con la forma más activa adoptada en Occidente posteriormente: “__________, yo te bautizo...”. Crisóstomo también nos dice que la cabeza del bautizando es sumergida tres veces bajo las aguas y levantada15. La parte más desconcertante de estos ritos es la variedad de unciones y de formas de signar. La unción solía consistir originalmente en cubrir el cuerpo con aceite, de la misma manera en que hoy se utiliza el jabón para el baño, sugiriendo de ese modo un preámbulo al baño del bautismo o una preparación para una competición atlética. Signar, o señalar con la señal de la cruz (algunas veces con aceite) es una forma de sellar o de dar una identidad definitiva al recién bautizado. Resulta mucho más desconcertante si tenemos en cuenta que los antiguos ritos sirios sólo conocían una unción prebautismal, que transmitía el sentido de sacerdocio, de realeza y del don del Espíritu. En algunos lugares, ya en el siglo IV, estos actos posbautismales se habían asociado con el don del Espíritu Santo. Ambrosio habla del “sello espiritual, ... cuando, en el momento de la invocación del sacerdote, se confiere el Espíritu Santo” y enumera los siete dones dados (Isaías 11:2)16. Cirilo llama a la unción “el emblema del Espíritu Santo”. En resumen, los ritos de iniciación de la iglesia primitiva eran públicos e involucraban a toda la comunidad. Los ritos completos de iniciación llegaban durante la Pascua, tras concluir un largo catecumenado, y consistían en una serie de actos durante la vigilia pascual: unciones, renuncia ética, profesión del credo, lavamiento, imposición de manos, sello y eucaristía. A todo ello le seguía una catequesis posbautismal. Todo el proceso completo de conversión, desde que se demostraba el primer interés hasta el compromiso final y completo, se convirtió en rito y se ligó directamente a la celebración de la resurrección. Todo esto iba a cambiar en gran parte con el avance de la Edad Media. En Oriente, todo el proceso de iniciación se mantuvo unido gracias a que el sacerdote realizaba el rito utilizando crisma (aceite de oliva y bálsamo) consagrado por el obispo para la unción final. Esta porción del rito oriental es conocida como la crismación. Correspondía a la imposición de manos para la confirmación, que Occidente insistía en que debía hacerla el obispo. Pero Occidente asistió a un lento movimiento hacia la fragmentación y privatización del conjunto. La desintegración de la unidad de rito fue larga e inconsciente, y no se completó realmente hasta el final de la Edad Media. (En una fecha tan tardía como el año 1533, la futura reina de Inglaterra, Isabel I, fue bautizada y confirmada tres días después de nacer, una práctica que pronto sería imposible según el Libro de Oración Común). Lamentablemente, la mayoría de estos cambios se produjeron por razones que nada tenían que ver con la teología. En Italia había un obispo en cada ciudad de importancia y era posible celebrar la iniciación con todas sus partes de una sola vez (en Pascua) y en un solo lugar (un bautisterio como los que había en Pisa, Parma o Florencia). Pero a medida que el cristianismo alcanzó las geográficamente enormes diócesis tribales del norte de Europa, se hizo imposible llevar a todo el mundo al obispo para que cumpliera con su parte en el rito. Lo que funcionaba en Italia no iba bien en otras partes, de modo que la parte del obispo en el rito de

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iniciación sencillamente se pospuso, aunque en la Galia, España e Irlanda se hicieron experimentos y se permitió a los sacerdotes que realizaran el rito completo. Los orígenes de la confirmación son problemáticos, pese a que Ambrosio utilizó la forma verbal correspondiente en el contexto del sello en su obra De los Misterios. En el siglo V, “confirmar” se aplicaba a la unción posbautismal y la imposición de manos por parte del obispo, pero no fue hasta el siglo IX cuando “se convirtió en el término normal empleado para esta parte del rito de iniciación”17. Poco a poco su significado fue pasando de “completar” a “fortalecer”. Otros factores también provocaron cambios. Un catecumenado largo no tenía sentido para los niños. La presión de la teología de Agustín y el temor de que los bebés murieran sin bautizar y estuvieran así excluidos del reino (Juan 3:5) hizo que se adoptara la costumbre de bautizar a los bebés a los pocos días de nacer. Aún así, en pleno siglo XIII la gente de algunas zonas esperaba todavía el tiempo pascual para celebrar el bautismo. Otros factores fueron causantes de que se separara la iniciación en varias partes. Al principio la comunión siguió al bautismo infantil hasta bien entrada la Edad Media. Aún en el siglo XII los infantes participaban en la comunión recibiendo el dedo mojado en vino que el sacerdote colocaba en sus bocas. Con el tiempo, el temor a derramar el vino consagrado llevó a suspender la recepción del vino por parte de todos los laicos, con independencia de su edad. A los niños se les negó la comunión hasta que alcanzaran la edad de la razón, pero “la comunión infantil... no fue finalmente abolida en Occidente hasta el Concilio de Trento”18. Gradualmente se fue posponiendo la confirmación hasta la madurez, lo que vino a significar al menos los siete años de edad. Para numerosísimas personas de la Edad Media, y hasta mucho después de la Reforma, esto supuso que las dificultades de índole práctica que existían para encontrarse con el obispo hicieron de la confirmación una experiencia improbable. La confirmación era deseable pero, a diferencia del bautismo, no era una necesidad para la salvación. Ya en la baja Edad Media, los infantes eran bautizados antes del octavo día de su nacimiento mojándolos en la pila bautismal de su iglesia parroquial en una ceremonia privada. Después se les podía confirmar tras haber cumplido los siete años de edad (generalmente también en una ceremonia privada) si por casualidad encontraban un obispo. A esa edad podían recibir la comunión, tanto si estaban confirmados como si no. Todo el carácter colectivo y pascual de la iniciación se había roto en pedazos junto con su unidad. Los reformadores protestantes hicieron dos progresos significativos con el bautismo. Insistieron en que fuera un oficio público en lengua vernácula. El Libro de Oración Común de 1549 y el de 1552 insisten en que se administre los “domingos y otros días sagrados, cuando se reúne el mayor número de personas”. Los reformadores también simplificaron las ceremonias. A diferencia de su primer rito (1523), el Orden del Bautismo Revisado Nuevamente de Lutero del año 1526 omitió la insuflación al niño, la donación de sal, el primer exorcismo, el effetá, las dos unciones y la vela encendida, aunque mantuvo la vestidura blanca19. Es una severa poda de las ceremonias accesorias, pero Calvino fue más aún más lejos, “aboliéndolas para que no hubiera ningún obstáculo que impidiera que las personas fueran directamente a Jesucristo”20. Calvino añadió, en lugar de ello, exhortaciones didácticas. La Iglesia de Inglaterra al principio preservó gran parte del ceremonial medieval. Se retuvieron el exorcismo y la procesión de entrada en la iglesia hacia la pila bautismal (abolidas ambas en 1552), inmersar parcialmente el bebé tres veces en la pila para cubrir su cuerpo por entero, la vestidura blanca y la unción (abolidas en 1552) y el signo de la cruz (que llegó a ser una piedra de tropiezo para los puritanos). Juan Wesley siguió

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el mismo rito, si bien con considerables modificaciones. En sus primeros años, insistió en la inmersión parcial del infante, pero más tarde ofreció la aspersión como modo alternativo. Los cambios más radicales se produjeron entre los anabautistas, quienes insistieron en que los únicos candidatos adecuados para el bautismo eran los creyentes adultos. Sostenían que el bautismo sólo debía darse a aquellos que fueran reconocidos por la pureza de sus vidas y doctrina. Preferían la iglesia pura, consistente en creyentes, a la iglesia estatal, formada por todo el mundo. Se ha dicho que sólo Occidente, con su elevado grado de individualismo, podía considerar restringir el bautismo a los creyentes adultos. Los primeros anabautistas practicaron el bautismo principalmente por derramar. Con el tiempo, grupos como los bautistas ingleses llegaron a demandar la inmersión, aunque algunos anabautistas, tales como los menonitas, todavía practican el derramar. Muchos católicos y protestantes continuaron bautizando a los niños mojándolos en el agua de la pila bautismal, pero esto prácticamente desapareció en el siglo XVIII y los esfuerzos actuales por recuperar la práctica avanzan muy lentamente. Un antiguo orden de bautismos escrito por Baltasar Hübmaier, titulado “Una Forma de Bautismo”, indica que el candidato debe ser examinado primeramente acerca de su fe por el obispo y luego presentado a la congregación. El rito incluye una oración para que el Espíritu Santo llene los corazones de los candidatos, preguntas sobre una versión enmendada del Credo Apostólico, la renuncia, preguntas sobre la obediencia voluntaria y el deseo de ser bautizado, el bautismo, oraciones, imposición de manos y bienvenida en “la comunión de cristianos”21. Pese a que rechazaron el bautismo infantil, algunos anabautistas como Hübmaier y Pilgram Marpeck abogaron por un culto público de dedicación de infantes. Al principio, los bautistas ingleses practicaron la imposición de manos en el bautismo22. Puesto que sólo eran bautizados los creyentes, tanto los anabautistas como los bautistas no tenían necesidad de un rito separado de confirmación. La iniciación cristiana era completada en un solo evento, como había sido el caso en la iglesia primitiva. Los cuáqueros dieron un paso todavía más radical. Eliminaron cualquier acto externo, insistiendo en que la Biblia no mandaba ninguno, y que en su lugar recomendaba un “bautismo en el Espíritu” interior. Los pentecostales del siglo XX distinguen entre los dos. Ellos practican (generalmente) el bautismo en agua para los creyentes adultos, normalmente por inmersión trina, pero el bautismo del Espíritu es una manifestación independiente de los dones carismáticos. La confirmación era un problema para los reformadores. Lutero no diseñó un rito, pero no puso reparos “si cada pastor examina la fe de los niños... impone las manos sobre ellos y los confirma”23. Martín Bucero echó la suerte de los desarrollos reformados y anglicanos posteriores al relacionar la confirmación con el examen del niño acerca de su conocimiento del catecismo. En parte como antídoto contra los anabautistas, Bucero probablemente introdujo en Estrasburgo un culto de confirmación que tenía más de examen y de ceremonia de graduación que de cualquier otra cosa, aunque el pastor concluye extendiendo sus manos sobre los niños con una bendición24. Calvino siguió su ejemplo tras una diatriba sobre la confirmación “no haciéndole justicia al bautismo”. Él prefirió “una catequesis en la que los niños o los preadolescentes pudieran relatar su fe delante de la iglesia”25. La Iglesia de Inglaterra se avino a restringir la confirmación a “poder decir en su lengua materna los artículos de fe, el Padrenuestro y los Diez mandamientos” (1549 BCP). El obispo era quien ministraba, haciendo la señal de la cruz en la frente (1549) y poniendo su mano sobre

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sus cabezas (1549 y 1552). La confirmación se convirtió en un requisito para ser admitido en la comunión, ratificando así el final en la baja Edad Media a largos siglos de comunión infantil. La lamentable consecuencia de estos desarrollos fue que la confirmación llegó a depender del conocimiento humano – el aprendizaje del catecismo. El sentido sacramental de la imposición de manos como un acto misericordioso de Dios se fue disipando a favor de un ejercicio de graduación. La incorrecta lectura que hicieron los reformadores de la historia de la iglesia les llevó a salvar la confirmación de un modo que causó nuevos problemas. Más adelante, los puritanos idearon un acto de profesión de fe en su sustitución. Esta profesión no tenía un deje sacramental, sino que era sencillamente una profesión pública de lo que uno creía, y que a menudo se asociaba al reconocimiento del pacto que había acordado una congregación local. En general, la Reforma supuso para los ritos de iniciación más una resta que una suma. En los últimos años se han podido ver algunas nuevas direcciones en las que han convergido los católicos y algunas tradiciones protestantes. El avance más corriente ha sido la restauración de la unidad de los ritos iniciáticos. El ejemplo más notable de esto se produce en el nuevo “Rito de Iniciación Cristiana de Adultos” (R.I.C.A.) católico. Se trata de la recuperación de un catecumenado extenso que convierte en rito todo el proceso de la conversión, de modo que la congregación participa en el crecimiento del individuo en la fe. El catecumenado se va desarrollando a lo largo de meses, e incluso años, en tres etapas o puertas de entrada. Comienza cuando el interesado alcanza el estado de aceptación como catecúmeno, continúa cuando el catecumenado se aproxima a su conclusión con la elección o alistamiento de nombres al inicio de la Cuaresma y concluye con la recepción de los tres sacramentos de iniciación en Pascua (Rites, IA, 48-169). La Cuaresma se utiliza como un período de iluminación, marcado durante tres domingos por los escrutinios, los exorcismos y la presentación y recitación del Credo de los Apóstoles y el Padrenuestro. Todo ello es una recuperación de la práctica primitiva refinada para encajar la vida de una iglesia misionera en el mundo de hoy. El nuevo “Rito de Bautismo para Varios Niños” (Rites, IA, 376-93) y el “Rito de Confirmación Dentro de la Misa” (Rites, IA, 487-94) han sido simplificados, mientras que la participación congregacional se ha incrementado y se ha hecho más énfasis en la utilización de la Escritura. El bautismo infantil es un testimonio de una mayor responsabilidad por parte de los padres. Los luteranos, episcopalianos, metodistas unidos y presbiterianos han tomado un curso distinto al poner el acento en la unidad de los ritos de iniciación. Estos grupos le han quitado importancia a la confirmación como un rito separado y distinto y han introducido la afirmación, reafirmación o renovación de las promesas bautismales por parte de todos los cristianos. El nuevo culto episcopal aboga por que el obispo sea el celebrante habitual siempre que sea posible. Se imponen las manos sobre todos los que se bautizan y se puede utilizar el crisma para hacer la señal de la cruz. El culto puede continuar para otros con la confirmación, la recepción (“en la fraternidad de esta comunión”) y la reafirmación. Todo ello debe producirse normalmente en el contexto de la eucaristía (BCP, 229-311). El nuevo rito luterano incluye la imposición de manos y la señal de la cruz inmediatamente después del bautismo (LBW, 121-25). Un culto separado, llamado “Afirmación del Bautismo” ofrece las posibilidades de la confirmación, recepción como miembro y restauración a la feligresía (LBW, 198-201). El libro de los metodistas unidos “Cultos del Pacto Bautismal”, que data de 1989, también combina el bautismo en agua y la imposición de manos y contempla la confirmación y otras reafirmaciones del pacto bautismal además de la recepción en la

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Iglesia Metodista Unida y la recepción en una congregación local (UMH, 33-39). Se recuperan la oración central y la acción de gracias sobre el agua tras sesenta años de ausencia. Se anima a toda la congregación a participar, especialmente en Pascua, en la reafirmación de su propio bautismo (UMH, 50-53). Las reformas presbiterianas son parecidas, excepto que se ha utilizado el término más bíblico de “renovación” para la parte que se puede repetir (SLR,#2: El Santo Bautismo y los Cultos para la Renovación del Bautismo). La Iglesia Unida de Canadá también habla del “Bautismo y Renovación de la Fe Bautismal”. También habría que mencionar la “Renovación de las Promesas Bautismales” que ahora forman parte de la vigilia pascual entre los católicos (Sac., 256-58). La “Renovación de los Votos Bautismales” tiene lugar en la misma ocasión entre los episcopalianos (BCP, 292-94) y los luteranos (LBW – Ministers Desk Ed., 152). Entre los metodistas unidos existe la práctica alternativa de celebrar un culto de renovación del pacto al comienzo del nuevo año (HCY, 78-84). Iniciación Cristiana APB, 753-61 ASB, 212-81 BAS, 146-65; 623-30 BCO, 46-72 BCP, 298-314 BofS, 44-67 BofW, 129-65 BOS, 112-58

CF, 53-64 LBW, 121-25; 198-201 LW, 199-207 MDE, 308-12; 324-27 MSB, A1-A44 OS, 13-26 PH, 953-71

PM, 13-26 Rites, 1A SB, 37-74 SBCP, 358-404 SLR, #2 SWR, #2 TP, 85-90 WB, 43-52 WL, 13-22

WS, 63-124 También: Bautismo y Renovación de la Fe Bautismal, 1986 (Iglesia Unida de Canadá)

Una nota común en la mayor parte de ritos de iniciación ha sido el hecho de concentrarse en las acciones esenciales: el cambio ético expresado por la renuncia, el cambio de credo expresado por la afirmación trinitaria, la bendición del agua, el lavamiento del bautismo, la imposición de manos o sello y la primera eucaristía. Las acciones accesorias, tales como las unciones múltiples, el effetá, la donación de sal, la vestidura blanca y la vela encendida tienden a ser opcionales o a suprimirse. Las recientes reformas incluyen la recuperación de muchas prácticas primitivas y una aproximación crítica a los desarrollos posteriores. Teología de la Iniciación Cristiana A medida que los ritos iban cambiando con el paso de los siglos, también se produjeron cambios igualmente importantes en la manera que tenían los cristianos de entender lo que experimentaban durante la iniciación. No podemos comprender los ritos mismos sin examinar los conceptos a los que dieron expresión y la forma en que los ritos jugaron, por su parte, un papel fundamental a la hora de conformar las ideas sobre ellos mismos. El testimonio del Nuevo Testamento sobre la iniciación resulta fascinante y complejo. Las Escrituras lanzan una gran cantidad de sugerencias y metáforas sobre lo que la iniciación significó para los primeros cristianos, pero no aparece en ellas una exposición sistemática de estas ideas. Sin embargo, estas metáforas bíblicas son el

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fundamento de todos los intentos posteriores de entender lo que Dios hace a través de los ritos de iniciación. Por pura conveniencia podemos identificar a los más importantes de ellos como cinco metáforas principales del Nuevo Testamento de la iniciación. Esto no debería hacernos pasar por alto el hecho de que existen otros temas menores en el Nuevo Testamento que tienen que ver con la iniciación: nombrar el nombre de Jesús, el sello, la salvación de la condena escatológica y entrar en el sacerdocio real son algunos de ellos. Pero estas cinco metáforas o temas principales parece que son utilizados con más frecuencia y tienen mayor influencia sobre la fe y la práctica. Se trata de la unión con Jesucristo, la incorporación a la iglesia, el nuevo nacimiento, el perdón de los pecados y la recepción del Espíritu Santo26. Empezaremos con la metáfora de la iniciación que nos habla de llevarnos a una unión con Jesucristo. Pablo lo expresa así: ¿Ignoráis que todos los que fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte? Pues, por el bautismo fuimos sepultados juntamente con él en la muerte, para que así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en novedad de vida. Porque así como hemos sido identificados con él en la semejanza de su muerte, también lo seremos en la semejanza de su resurrección. (Romanos 6:3-5)

La misma idea aparece de nuevo en Colosenses 2:12. El bautismo transmite a cada uno de los bautizados tanto la muerte de Jesús como la posibilidad de resucitar a través de él. Lo que Cristo ha hecho, lo ha hecho por el individuo nombrado en el bautismo. Se trata de personalizar e interiorizar el clímax de la historia cuando los eventos sagrados son dados al individuo mediante la unión con la persona y la obra de Cristo. La antigua práctica de diseñar bautisterios de manera que se sugiriera el hecho de bajar y de subir de una tumba de agua es un modo de convertir en literal esta participación en la muerte y resurrección de Cristo. Muy estrechamente relacionado con este tema está el de la incorporación a la iglesia, el cuerpo de Cristo. “Porque”, dice Pablo, “por un solo Espíritu fuimos bautizados todos en un solo cuerpo” (1ª Corintios 12:13). Probablemente la afirmación más partidaria de la igualdad en toda la Biblia sea la aseveración de Pablo de que para aquellos “bautizados en Cristo... no hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3:27-28). El bautismo es el signo actuado de la entrada en la iglesia, sin importar a qué edad se practique. De ahí que las pilas bautismales a menudo se coloquen cerca de la entrada de las iglesias y que algunos ritos incluyan la entrada en procesión hasta situarse en medio del edificio y de la gente. La iniciación también es el nuevo nacimiento. La imagen del nuevo nacimiento, que va muy ligada a la unión con Cristo en su muerte y resurrección y a sumarse a un nuevo cuerpo, la iglesia, aparece en la conversación de Jesús con Nicodemo: “A menos que uno nazca de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (Juan 3:5). En esta imagen está implícito el ser una nueva criatura en Cristo Jesús después de haber dejado atrás nuestro pasado, el viejo Adán. Tito 3:5 (“él nos salvó, no por las obras de justicia que nosotros hubiésemos hecho, sino según su misericordia; por medio del lavamiento de la regeneración y de la renovación del Espíritu Santo”) ha sido fuente de controversia debido a la palabra clave paliggenesía o regeneración. El nuevo nacimiento es la más femenina de las imágenes, y algunas pilas se han diseñado de manera que su

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forma sugiera la de una mujer embarazada. Se habla del bautismo como de matriz y de tumba al mismo tiempo. Lo más obvio acerca del bautismo (tan obvio que con frecuencia se pasa por alto) es la acción purificadora del agua que representa el perdón de los pecados. En Hechos 22:16, Ananías ordena lo siguiente: “Levántate y bautízate, y lava [apólousai] tus pecados, invocando su nombre”. (cf. también 1ª Corintios 6:11). Tanto 1ª Pedro (3:21) como Hebreos (10:22) comparan el bautismo con un lavamiento exterior y la purificación interior de “una buena conciencia”. La relación entre el bautismo y el perdón está clara en Hechos 2:38: “Arrepentíos y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de vuestros pecados”. Se convirtió en dogma en el Credo niceno: “Un bautismo para la remisión de los pecados”. El acto del lavamiento en el bautismo y la unción prebautismal con aceite son las representaciones más evidentes del perdón. El hecho de dar una nueva vestidura blanca tras el bautismo refuerza la idea de una conciencia recién limpiada y de revestirse de Cristo (Gálatas 3:27). La recepción del Espíritu Santo es una metáfora compleja, debido en parte a que la división de los ritos de iniciación que se produjo finalmente en Occidente ha hecho que se planteen preguntas sobre el papel y el momento de esta recepción. Cuando esta metáfora se ve en conjunción con la incorporación a la iglesia, algunos de estos problemas desaparecen. La iglesia es el entorno de la actividad del Espíritu Santo. Uno no puede ser parte de la comunidad llena del Espíritu y no recibir el Espíritu Santo. Hipólito repite el refrán “en el Espíritu Santo y la santa iglesia”, sugiriendo en qué lugar se conoce y experimenta el Espíritu Santo. El pasaje de Hechos 2:38 que se ha citado antes continúa diciendo: “y recibiréis el don del Espíritu Santo”. El propio bautismo de Jesús cuenta con una teofanía del Espíritu Santo, que se hace visible en forma de paloma (Mateo 3:16). Algunas veces, como hemos tenido ocasión de ver, la venida del Espíritu parece manifestarse con mayor claridad en una parte de la iniciación: la imposición de manos (Hechos 19:1-7). Otras imágenes parecen referirse a la actividad del Espíritu Santo en la iniciación: “iluminación” (Hebreos 6:4) o “santificación” (1ª Corintios 6:11). La entrega de sal (sabiduría) o de una vela encendida (preparación) a los neobautizados y el símbolo visual de la paloma subrayan la obra del Espíritu en la iniciación. El testimonio más importante en los relatos del Nuevo Testamento es que la iniciación es mucho más profunda que cualquier interpretación sobre ella. Nuestro problema consiste en conseguir una comprensión equilibrada que haga justicia a las cinco metáforas. Todos los desarrollos posteriores deben rendirle cuentas a esta norma de la comprensión equilibrada. La iniciación es una joya con muchas facetas. No percibimos todo su brillo hasta que vemos cómo reflejan la luz todas las facetas. Probablemente sea en los dos breves relatos que escribe Justino Mártir sobre la iniciación, en su obra Apología I, donde encontremos una de las más concisas afirmaciones sobre estas cinco metáforas. Allí habla de ser “hechos nuevos a través de Cristo”, de ser conducidos y saludados por la asamblea cristiana, del “renacimiento por medio del cual nosotros mismos fuimos renacidos”, del arrepentimiento de los pecados, de ser “lavados en el agua” y del “lavamiento al que se llama iluminación”27. Ireneo combina varios de estos temas al hablar del bautismo como el agua sin la cual “la harina seca no puede unirse al trozo de masa o al pan... de modo que los que somos muchos no podemos ser uno en Cristo Jesús sin el agua que viene del cielo”28. Clemente de Alejandría favorece el tema de la “iluminación”; otros Padres tienen sus favoritos, pero tomados en su conjunto parece haber un notable grado de equilibrio. Lo que no se encuentra en uno es probable que aparezca en otro.

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Desgraciadamente este equilibrio siempre fue un asunto fortuito y estuvo sujeto a presiones externas. En este caso se produjo de la forma menos intencionada. Agustín, quien personalmente hizo un uso bastante equilibrado de estas metáforas, a resultas de su controversia con Pelagio, empujó con fuerza a la iglesia en la dirección de buscar en el bautismo el remedio para dos clases de pecados: el original, esto es, la culpa que todos heredamos del pecado de Adán, y el real, ese que llegamos a cometer por nosotros mismos29. Resulta un poco irónico que el propio Agustín no se bautizara hasta llegar a una edad relativamente avanzada, pero la consecuencia de su desarrollo sistemático de los conceptos existentes sobre el pecado original fue que se adelantó el bautismo de infantes ante el temor de que los niños que morían sin estar bautizados fueran llevados a las puertas del infierno por culpa del pecado original. Todo el desarrollo medieval desplazó el énfasis hacia el perdón de los pecados, especialmente, en el caso de los infantes, el pecado original. Como ya hemos visto, se minimizó la representación pascual de la unión con Cristo, mientras que la incorporación a la iglesia, cuando ésta era equivalente a la propia sociedad civil, tenía relativamente poca importancia. El sentido de un nuevo nacimiento perdió gran parte de su dramatismo cuando se bautizaba solamente a los niños. En Occidente se descuidó la enseñanza sobre la obra del Espíritu Santo y el bautismo era un buen ejemplo de esa desnutrición. Pedro Lombardo tiene mucho que decir sobre el bautismo, pero todo se reduce a una palabra: “remisión”30. El perdón de los pecados es una parte importante del testimonio bíblico sobre la iniciación, pero cuando se convirtió en algo tan dominante que llegó a desplazar a los otros temas, no podemos por menos que sentir que se había producido un entendimiento parcial de lo que Dios hace en la iniciación. Uno de los desarrollos medievales más tristes fue el que se produjo en la manera de entender la confirmación. Hemos visto cómo se dividió en Occidente esta parte de la iniciación a causa del conservadurismo, cuando se limitó al obispo. A lo largo de toda su historia posterior, la confirmación ha sido una práctica en busca de una teología. Pedro Lombardo podía encontrar muy poco que decir sobre la confirmación (dos páginas), pero sí dijo que toda la iglesia medieval había aportado la convicción de que “por otra parte, la virtud del sacramento es el don del Espíritu Santo para fortalecer, el cual es dado en el bautismo para la remisión”. Lombardo continúa atribuyéndole a Raban la frase de que uno es fortalecido mediante la imposición de manos “para proclamar a otros lo que ha sido alcanzado en el bautismo”31. Lombardo también apunta que la confirmación es necesaria “para ser cristianos completos”. Parece ser que un sermón de Fausto de Riez, en el siglo V, había sido el primero en sugerir que “después del bautismo somos confirmados para el combate”, haciendo que “confirmar” se identificara con “fortalecer”. Estas son las materias primas, y prácticamente las únicas, con que contaron los escolásticos para construir sus sistemas. El Decreto para los Armenios de 1439 resume el desarrollo (o la falta del mismo) de la baja Edad Media diciendo: “En este sacramento el Espíritu Santo es dado para fortalecernos,... para que el cristiano pueda confesar con valentía el nombre de Cristo”32. La materia “es el crisma hecho con el aceite... y el bálsamo... bendecido por el obispo. La fórmula es: ‘Yo te signo con la señal de la cruz y te confirmo con el crisma de la salvación, en el nombre...’” El celebrante es normalmente el obispo, aunque ocasionalmente un sacerdote puede administrarlo con crisma bendecido por un obispo. Despojada de su conexión con el bautismo, la confirmación se convirtió en un participio mal colocado. Ya en la época de la Reforma el bautismo, la confirmación y la primera comunión habían llegado a ser entidades separadas en todas partes. El concilio de Trento simplemente solidificó las prácticas y creencias de la baja Edad Media. El

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bautismo no fue un punto importante de controversia entre la mayoría de protestantes y los católicos, aunque en torno a él se desarrolló un intenso debate dentro del protestantismo. Los reformadores no separan convenientemente nuestras metáforas neotestamentarias sobre la iniciación, aunque podemos señalar determinados centros de gravedad entre ellos. El temor de que los infantes que morían sin bautizar no pudieran salvarse les preocupaba menos, de manera que el perdón de los pecados tendió a ir perdiendo su supremacía. Pero las nuevas consideraciones, como por ejemplo la doctrina de la elección, trajeron consigo nuevas presiones. Lutero hace gala de una percepción profundísima; percepciones las suyas que todavía no han sido totalmente apropiadas. El énfasis especial de Lutero está puesto en el bautismo como una “promesa” en la que, según dice, “Cristo nos es dado”. Lo que sigue es una relación de pacto de fe que dura toda la vida y por medio de la cual nuestro bautismo vence sobre la duda y el pecado, ya que “el bautismo está vigente durante toda la vida”. De hecho, en los momentos de mayor desesperación Lutero podía afirmar: “Yo estoy bautizado, y a través de mi bautismo Dios, que no puede mentir, se ha obligado a sí mismo en un pacto conmigo”33. Y en una famosa línea exclama: “No hay mayor consuelo en la tierra que el bautismo”34. Lutero sugiere la posibilidad de entender toda la vida cristiana en términos de una espiritualidad bautismal, es decir, como la puesta en práctica del propio bautismo durante toda la vida. Probablemente Lutero está más cerca de enfatizar la unión con Jesucristo que cualquiera de los demás temas bíblicos. Zwinglio introdujo un concepto totalmente nuevo: que el bautismo es meramente un signo dedicatorio. Basa su argumento en el pasaje de Romanos 6:3-5, que interpreta de manera figurada. Para Zwinglio el bautismo también es unión con Cristo, pero recela de los signos físicos, ya que “está claro y es incuestionable que ningún elemento u acción externos puede purificar el alma”. “De ahí”, concluye, “que el bautismo en agua no sea nada más que una ceremonia externa, esto es, un signo exterior de que somos incorporados e injertado en el Señor Jesucristo y de que nos hemos comprometido a vivir para él y a seguirle”35. El concepto que tiene Zwinglio del bautismo como dedicación, compromiso o signo de un pacto, tiende a convertirlo en una cuestión de registro externo en lugar de ser la fuente de una cálida relación interior, como en el caso de Lutero. También sienta el precedente para pensar en el bautismo infantil como un rito de dedicación, un tema popular entre algunos protestantes norteamericanos. Calvino deplora el punto de vista de Zwinglio sobre el bautismo como una “prueba o marca” de la profesión. Calvino enfatiza el poder del bautismo para salvar mediante el perdón o la purificación y unión a Cristo. Pero la metáfora predominante para él parece ser la de ser “recibidos en la sociedad de la Iglesia, para que injertados en Cristo seamos contados entre los hijos de Dios”36. Se preocupa de refutar la crítica de los anabautistas hacia el bautismo infantil. Los infantes también, insiste Calvino, están dentro del pacto y son miembros de la iglesia. Los anabautistas, por supuesto, hicieron hincapié en que “los niños pequeños no tienen entendimiento y no se les puede enseñar; por tanto no se les puede administrar el bautismo sin pervertir la ordenanza del Señor, emplear mal su exaltado nombre y hacerle violencia a su santa Palabra”37. Está claro que para ellos el bautismo estaba supeditado a la fe y al arrepentimiento humanos. Sólo aquellos ya renacidos podían unirse al pacto bautismal. Pese a que su concepto de la iglesia es bastante diferente al de Calvino, la incorporación a la compañía de los creyentes regenerados probablemente sea su tema dominante. Para muchos de ellos el bautismo implicaba no sólo agua y espíritu, sino también la propia sangre de su sufrimiento y martirio (1ª Juan 5:6-8) durante la

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permanente persecución. Ellos enseñaron y vivieron como si toda la vida fuera un bautismo. Las oraciones anglicanas de los cultos bautismales de 1549 y 1552 lograron un notablemente buen equilibrio de las metáforas bíblicas, en parte porque tienden a recoger imágenes bíblicas. Los “Artículos de la Religión” llamaron al bautismo “un signo de Regeneración o nuevo Nacimiento”, una frase que fue causa de controversia en el siglo XIX sobre si el bautismo causaba o significaba la regeneración. Los anglicanos retuvieron la confirmación, pero ya en 1552 se había convertido más en un rito de oración pidiendo fortaleza que en algo que objetivamente confiriera gracia. Juan Wesley añadió más complicaciones al poner el acento sobre la conversión, como una parte necesaria de la vida cristiana posterior al bautismo infantil. Por motivos no del todo claros omitió la confirmación, al tiempo que retuvo la mayor parte de los ritos anglicanos del bautismo. Los metodistas del siglo XIX instituyeron un culto de recepción de miembros tras un período de prueba al que eran sometidos los que ya habían sido bautizados. Con el tiempo este culto fue sustituido por la costumbre de llamar a los que habían sido bautizados de niños “miembros preliminares” hasta que eran recibidos como “miembros plenos” o (a partir de 1964) confirmados. En el pasado reciente hemos asistido a algunos desarrollos importantes en los esfuerzos por comprender la iniciación cristiana, ya que ésta se ha convertido en el centro de mucha controversia y alguna que otra explicación. Se formó un gran revuelo a raíz de una conferencia dictada por Karl Barth a los estudiantes de teología suizos en 1943, y que fue publicada en inglés por primera vez cinco años más tarde con el título de La Enseñanza de la Iglesia en cuanto al Bautismo38. En ella, Barth argüía que el bautismo infantil “es necesariamente un bautismo empañado” y que solamente los adultos capaces de comprender el evento deberían recibir el bautismo. En esencia, el enfoque de Barth era cognitivo; el bautismo es una “representación” o “mensaje” a un bautizado. Por el contrario, otro teólogo suizo, Oscar Cullmann, replicó que el bautismo es causativo, por cuanto coloca a una persona en una comunidad en la que la fe se convierte en una posibilidad, en lugar de simplemente informarle a la persona de algo. Cullmann insistió en que, potencialmente, Cristo ha muerto por todos y que esto se hace real cuando uno es incorporado a la iglesia y recibe la posibilidad de crecer en un ambiente de fe39. A la refriega también se unieron dos eruditos del Nuevo Testamento, Joachim Jeremias y Kurt Aland, sobre la base estrictamente histórica40. El debate no está ni mucho menos resuelto, como demuestra claramente el documento Bautismo, Eucaristía y Ministerio41. Todos los grupos cristianos, desde los bautistas hasta los católicos, expresan dudas en la actualidad sobre sus propias prácticas y enseñanzas. Los bautistas tienen ciertos recelos acerca de tratar a los niños como si estuvieran fuera de la iglesia; los católicos temen que con demasiada frecuencia muchos niños que han sido bautizados nunca llegan a formar parte de la vida de la iglesia. Gran parte del debate sobre el bautismo infantil frente al bautismo de creyentes parece ser un atajo superficial que circunvala las cuestiones más básicas acerca de la naturaleza de un sacramento. Si un sacramento es un acto de autoentrega de Dios, ¿acaso no pueden los infantes o cualquier otra persona recibir sus beneficios? Si, por el contrario, estamos hablando de una ordenanza que es básicamente un pedazo de educación religiosa de alto nivel, un piadoso ejercicio de memoria o una representación, entonces cabe preguntarse: ¿Puede apropiarse de él una persona que no ha alcanzado la edad de la razón? Así pues la mayoría de los paidobautistas y aquellos que únicamente bautizan a creyentes adultos nunca padrán llegar a un acuerdo ya que parten de dos concepciones completamente distintas de los sacramentos.

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Últimamente todo el tema de la unidad de la iniciación cristiana también se ha convertido en un asunto importante. Naturalmente esto está resuelto en el bautismo de creyentes, ya que el acto ritual es uno solo. Pero para aquellos que bautizan niños cada vez más parece una anomalía el no recibirlos en la plenitud de la familia de Dios dejándolos participar en la comunión. En algunas denominaciones esto ha traído como consecuencia que se haga la iniciación completa de una sola vez, juntando el bautismo, la imposición de manos y la comunión con independencia de la edad. Los infantes reciben una pequeña cantidad de vino. Ahora parece que el hecho de impedir a los niños bautizados que participen en la comunión hace que la pertenencia al cuerpo de Cristo esté supeditada a la capacidad de pensar conceptualmente. Cuanto más aprendemos sobre el desarrollo del niño, más cuestionable resulta esta norma42. Las cuestiones prácticas no se pueden solucionar aparte del estudio global del asunto: ¿Qué es en sí la iniciación? En este caso el principal camino hacia delante parece pasar por recuperar la riqueza de todas las imágenes bíblicas con un claro sentido del equilibrio. La iniciación es el perdón de los pecados, pero también es la incorporación a la iglesia y otros temas más. Los nuevos ritos iniciáticos son signos esperanzadores de que este equilibrio bíblico se está recuperando. Aspectos Pastorales de la Iniciación Cristiana De este fermento actual de los ritos y la teología de la iniciación surgen numerosas posibilidades pastorales. Mencionaremos tres cuestiones pastorales de primordial importancia. En primer lugar, y por encima de todas, está la cuestión de que la iniciación es evangelización. Esto era algo obvio para la iglesia primitiva, que creció mediante la iniciación. Fue una lección que la iglesia moderna ha tardado en aprender, pese a la gran expansión misionera de los últimos siglos. La iniciación es el modo en que la iglesia crece. Esto tiene varias implicaciones prácticas. La iniciación debe dejar de ser “promiscua”, es decir, sin restricciones e indiscriminada. A los extraños que llaman para que se les “despache” al niño o las personas poco conocidas que bajan por el pasillo central para bautismos “sin cita previa” se les debe decir de forma educada que será un placer para el pastor llamarles para comenzar el proceso de la iniciación. Como mínimo, una visita pastoral a los padres o posibles candidatos debe preceder siempre al bautismo, y también a menudo podría lograr muchas cosas después. Para los padres no creyentes significa que la iglesia tiene que decir “no”, pero durante el proceso de explicación de los requisitos de iniciación tal vez el pastor tenga la oportunidad única de testificar acerca de lo que creen los cristianos. Para el adulto interesado significa apuntarse a algún tipo de catecumenado. El catecumenado de Hipólito que duraba tres años era un poco riguroso, pero los que habían pasado por él estaban dispuestos a morir (y con frecuencia lo hacían) por su fe. El nuevo (y muy antiguo) ”Rito de Iniciación Cristiana de Adultos” católico merece un serio estudio por parte de todos los cristianos. No sólo le da a la persona interesada todo el apoyo de la comunidad durante su crecimiento hacia la plena incorporación, sino que también hace que la congregación vuelva a examinar la base de su propia fe. Bautizar y enseñar van juntos (Mateo 28:19-20). El año eclesiástico ofrece oportunidades para predicar sobre el significado de la iniciación, especialmente con ocasión del bautismo del Señor, Pascua, Pentecostés y Todos los Santos. No es extraño que la mayoría de cristianos estén confundidos acerca de la iniciación; nunca han recibido ningún tipo de catequesis mistagógica que se lo explicara. Pero merecen saber más, de modo que cuando sirvan como testigos de la iniciación, puedan tener en mente

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lo que Dios ya ha hecho por ellos. El bautismo edifica a la iglesia desde dentro así como desde fuera. El segundo punto es la importancia del valor como signo de lo que se hace en la iniciación. La iniciación consiste básicamente en significar acciones; sucede algo que las palabras solas no son suficientes para expresar. Hay que dejar que las acciones hablen y que no sean amortiguadas por la indiferencia o falta de sensibilidad hacia su valor como signo. La iniciación es un acto comunitario y la comunidad debe estar presente. Toda la congregación es un padrino. ¿Cómo puede uno casarse por poderes sin perder muchas cosas significativas? ¿Cómo puede uno incorporarse al cuerpo cuando la comunidad está ausente? Muchos protestantes insisten en que la iniciación siempre tenga lugar en el culto dominical, cuando está presente toda la congregación. Otras tradiciones están yendo en esa dirección. La comunidad misma es el signo principal de incorporación, no un edificio de iglesia vacío. El bautismo es un lavamiento. Es un acto con un gran componente táctil que demanda que el agua se vea, se oiga y (en su efecto) se sienta por parte de toda la congregación. Las iglesias que sumergen tienen un sentido sacramental más profundo en este caso. Atendiendo a las prácticas actuales, en muchas congregaciones católicas y protestantes las instalaciones y las prácticas son defectuosas. El bautismo a menudo parece más un simulacro que una limpieza enérgica, y ha sido satirizado con el nombre de “limpieza en seco”. Si la única preocupación que uno tiene es la validez, entonces una cucharilla llena de agua es suficiente. Pero si lo que a uno le interesa es comunicar la inundación vivificadora en la que Dios actúa, una bañera llena lo expresa mejor. Queda claro que esto significa que las pequeñas palanganas bautismales son insuficientes y que la mayoría de pilas modernas no sirven. Las pilas bautismales de la Edad Media y el período posterior a la Reforma eran lo suficientemente grandes como para inmersar parcialmente el bebé. Este es claramente el modo que Lutero prefirió, que las rúbricas de la Iglesia de Inglaterra siempre han especificado (aunque han sido ignoradas durante los últimos doscientos años) y que los nuevos ritos católico y episcopal sugieren en primer lugar. Pero ello implica instalaciones y prácticas distintas de las que la mayoría de iglesias paidobautistas tienen en la actualidad. Si nuestra preocupación es mostrar las acciones que Dios lleva a cabo, la aspersión (más a menudo lo que se hace es simplemente humedecer) con unas pocas gotas de agua es una de las forms más insuficientes (a no ser que tengamos una doctrina de Dios muy anemica). El derramamiento de agua es mejor si el agua se puede ver y escuchar cuando salpica. la inmersión parcial (infantes) o la inmersión completa (niños y adultos) está claro que es lo mejor. Si estamos dispuestos a dejar que el acto hable por sí mismo, no lo enterraremos bajo la verborrea sino que lavaremos de verdad a las personas. Por encima de todo, deberíamos evitar convertirlo en un acto de lucimiento cristiano; el centro es Dios, no el bebé. La imposición de manos y la unción son acciones dramáticas a las que hay que permitir que den su propio testimonio. Deberían hacerse todo lo personales que sea posible con el uso de los nombres de pila de todos los participantes. A cada candidato habría que tocarlo individualmente. Cuando la congregación entera participa en la reafirmación o renovación bautismal, sería muy de desear que se asperjara toda la congregación (sin que eso sugiera un rebautismo). De ninguna manera se trata de una repetición del bautismo. La renovación es una rememoración vívida de lo que Dios ya ha hecho por nosotros en el bautismo. Una vez al año es una frecuencia suficiente, pero los cultos de renovación o reafirmación han sido muy apreciados durante los últimos años.

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El tercer punto es la necesidad de hacer visible la unidad de todo el proceso completo de la iniciación. Idealmente, todas las partes del rito deberían ser realizadas al mismo tiempo, en domingo o en Pascua, en medio de la congregación, tal y como estipulan claramente los nuevos ritos episcopal, presbiteriano y metodista unido. En iglesias que cuentan con obispos, y siempre que ello fuera posible, debería ser él el ministro de todo el rito integrado, como manifestación clara de la iglesia universal. El bautismo, la imposición de manos y la primera comunión deberían ir juntos. Cualquier cosa que implique una membresía a medias o una membresía preliminar es una auténtica contradicción. Cuando Dios actúa no lo hace a medias o de forma preliminar. Las acciones de Dios son una autoentrega incondicional. En última instancia nosotros podemos rechazarlas, pero Dios permanece fiel a su promesa de aceptación que nos es ofrecida en la iniciación. La unidad de los ritos iniciáticos debería ser un testimonio de esto. Ciertamente el bautismo y la eucaristía van de la mano. La iglesia primitiva tenía razón al entender que la eucaristía era la única parte de la iniciación que se repetía. Aquellos que han recibido el bautismo y la imposición de manos o unción deberían ser inmediatamente recibidos a la mesa del Señor, sin importar la edad a la que vengan. Si alguien es suficientemente mayor para convertirse en una parte del cuerpo de Cristo, es lo suficientemente mayor como para ser recibido a la mesa del Señor.

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CAPÍTULO VIII

LA EUCARISTÍA

La eucaristía es la estructura más distintiva del culto cristiano. También es la forma de culto más ampliamente utilizada entre los cristianos, ya que se celebra diaria o semanalmente en miles de congregaciones y comunidades de todo el mundo. En el capítulo 5 analizamos el culto de predicación de la Palabra, que desde los primeros tiempos ha formado la primera parte de la eucaristía. Ahora prestaremos atención a la segunda mitad, el signo actuado. Diversos grupos utilizan nombres distintos para la combinación de ambas partes: “eucaristía” (esto es, acción de gracias), “Cena del Señor” (1ª Corintios 11:20), “partimiento del pan” (Hechos 2:46; 20:7), “liturgia divina”, “misa”, “santa comunión”, “sagrado Don” y “memorial del Señor”. La segunda parte, propiamente dicha, también es llamada a veces “eucaristía”, “misa de los fieles”, “sagrada Qurbana (ofrenda)” o “anáfora” (en un sentido amplio). Desde finales del siglo I se ha utilizado el término “eucaristía”. Es el término disponible más descriptivo y el que usaremos con mayor frecuencia. Cualquiera que sea el nombre, el contenido en todo el cristianismo es el mismo: una comida sagrada basada en las acciones de Jesús durante la Última Cena. Pese a toda la diversidad de prácticas en todo el mundo cristiano, existe una notable persistencia en la forma que adopta el rito. Todas las iglesias profesan lealtad al seguimiento de lo que los autores del Nuevo Testamento interpretaron que eran las palabras, acciones e intenciones de Jesús. La extendida similitud en las prácticas eucarísticas dentro del cristianismo es un testimonio de la huella que dejó Jesús sobre este tipo de culto. Así pues, no es de extrañar que a pesar de las firmes raíces judías, la eucaristía sea la forma más característica de culto cristiano. Lleva la autoridad de la conexión directa con el propio Salvador. En este capítulo examinaremos muy rápidamente las prácticas eucarísticas de los cristianos a lo largo del tiempo, su manera de entender lo que experimentaban en las celebraciones eucarísticas y las consecuencias de esta información para la acción pastoral. Es mucho lo que hay que cubrir, así que no podemos entretenernos demasiado tiempo con ninguno de los temas, por importantes que sean, sino que debemos esbozar tan sólo el bosquejo de los asuntos históricos, teológicos y prácticos. El Desarrollo de la Práctica Eucarística En ninguna otra cosa son las raíces judías del culto cristiano tan importantes – o tan complicadas – como en el caso de la eucaristía. Cada uno de los diferentes tipos de culto público judío hizo su contribución a la eucaristía cristiana, casi como si Jesús y sus seguidores hubieran buscado deliberadamente edificar sobre los cimientos que había colocado el pueblo judío. Ahora nos damos cuenta de que en el momento en que estos fundamentos judíos han sido olvidados, la eucaristía ha sido distorsionada en la práctica y malinterpretada en la experiencia. Una comprensión de la contribución judía puede

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hacer que los cristianos se mantengan fieles a su propia eucaristía. En este sentido hay tres lugares de adoración judía que tienen una especial importancia: la adoración en el templo, el culto en la sinagoga y las comidas familiares. A partir del siglo VII A. de C., la adoración judía mediante los sacrificios se había nacionalizado en el templo de Jerusalén. Todo el culto de los sacrificios se había desarrollado como un medio de relacionarse con Dios como nación y de lograr alcanzar la comunión con Dios como individuos. El sacrificio era una forma de vida, y los sacrificios matutinos y vespertinos que se celebraban en el templo (Éxodo 29:38-39) eran recordados en las oraciones de los judíos devotos en todas partes. Las imágenes de los sacrificios se recogen en las mismas narraciones de la institución de la Cena del Señor (“sangre del pacto, derramada por muchos”) y se repite en todo el Nuevo Testamento, particularmente en Hebreos. Los salmos que se cantaban diariamente en la adoración que tenía lugar en el templo llegaron a formar parte de la eucaristía. Ejemplos evidentes son el canto de entrada “Subiré al altar de Dios, / A Dios, el dador de la juventud y la felicidad” (Salmo 43:4, versión latina) y el Benedictus qui venit, “Bendito sea el que viene en el nombre del Señor” (Salmo 118:26, versión latina). Y la salmodia responsorial también forma parte importante del culto cristiano de predicación de la Palabra. Ya hemos visto cómo el culto sinagogal evolucionó hasta convertirse en la oración pública diaria y el culto de predicación de la Palabra, pero su contribución ni siquiera acaba con eso. El culto en la sinagoga incluía la oración, una oración que vino a tener una forma y un contenido específicos. La forma era la de una bendición a Dios por lo que Dios había hecho, especialmente tal como se narraba en las lecturas. Bendecir a Dios y darle las gracias a Dios son términos equivalentes, fundamentalmente la enumeración de la mirabilia Dei, los actos portentosos de Dios por su pueblo. Estas oraciones cumplían la función del credo. Dios es bendecido al recitar esas acciones que uno desea recordar, haciendo así también de la oración una forma de proclamación. Una mentalidad similar es la que tiene lugar en la oración judía en la que se da las gracias en la mesa del hogar, bendiciendo a Dios y recitando los hechos por los que uno da gracias. Por ejemplo, “Te damos las gracias (o te bendecimos), porque hiciste...” Pasar de esas obras de Dios ya conseguidas a rogarle que traiga aquellas que todavía se esperan para el futuro, no es más que una evolución natural: “Restaura tu shekinah [gloria] a Sión, tu ciudad, y el orden de culto a Jerusalén” (después del año 70). La súplica por más obras poderosas es la secuela a la proclamación de lo que Dios ya ha hecho. Gran parte de la forma y contenido de las oraciones sinagogales fueron simplemente adoptados por la oración eucarística cristiana, especialmente el esquema de bendecir (darle las gracias) a Dios a través de la oración tipo credo. La misma comprensión de la oración como acción de gracias también apareció durante las comidas familiares, si bien en ese caso las acciones eran igualmente importantes. Obviamente, la Última Cena fue una comida sagrada, pero también lo fueron muchas otras comidas que Jesús compartió con sus discípulos. Cada comida judía es un acontecimiento sagrado que comparten solamente la familia y los amigos más cercanos. Si la Última Cena fue la comida de Pascua, como insisten los evangelios sinópticos, entonces Jesús estaba transformando la más solemne ocasión del calendario judío (el festival en el que los judíos esperaban y oraban que apareciera el Mesías). Jesús utilizó las palabras y acciones especificadas de un esquema familiar para afirmar que el Mesías ciertamente había venido. Los judíos, que no están de acuerdo en que el Mesías haya venido, continúan celebrando el seder pascual (comida sagrada) hasta el día de hoy; los cristianos, que creen que Jesús era el Mesías, celebran en su lugar la eucaristía (acción de gracias).

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Jesús utilizó deliberadamente la ocasión culminante del año judío para establecer el nuevo pacto, pero lo hizo según el antiguo culto. Según los sinópticos, durante la Última Cena Jesús siguió la representación convencional de la comida de pascua original en la que se conmemoraba la liberación de la esclavitud en Egipto. Es una saga de liberación, ordenada en Éxodo 12:25-27. Normalmente el niño pregunta: “¿Qué significa este rito?” (v.26). Se dan respuestas de interpretación (haggadah). Este es el modelo para las palabras con las que Jesús instituyó la eucaristía. Pero tan importantes como eso son las acciones: durante la Pascua se toma una comida especial, se rompe el pan y se comparten las copas de vino. Las palabras y los hechos significativos ayudan a hacer presente el poder salvador de los actos de Dios que culminaron en el gran evento de la liberación, y miran hacia delante, a las obras de liberación futuras de Dios. En todo el proceso, Dios es bendecido por los eventos del pasado, que una vez más se hacen presentes en su capacidad para salvar, y se le implora a Dios que confiera beneficios futuros. Comer y beber, el recuerdo agradecido y la anticipación, van juntos. El Nuevo Testamento ofrece varias narraciones de la institución de la eucaristía, así como vistas fugaces de cómo se celebraba en Jerusalén, Troas y Corinto. También hay historias de comidas de Jesús, sus discípulos y de las multitudes antes de la resurrección y de Jesús con sus discípulos después de la resurrección. En el Nuevo Testamento aparecen dos conjuntos paralelos de narraciones de la institución: Marcos 14:22-25 y Mateo 26:26-29 son bastante parecidas, mientras que 1ª Corintios 11:23-26 y Lucas 22:15-20 tienen muchos puntos en común. La narración lucana es singular (en algunos textos) al mencionar dos copas. Las pequeñas diferencias entre los relatos se pueden explicar con la teoría de que lo que tenemos en estos textos es una descripción de lo que se estaba diciendo y haciendo en distintas iglesias de diferentes lugares cuando celebraban la eucaristía. Todos hubieran pensado que ellos seguían las intenciones, palabras y acciones del propio Señor durante la Última Cena. Después de todo, las iglesias habían estado celebrando la cena desde el día de Pentecostés en adelante, mucho antes de que se escribieran los relatos. Así que nuestra relación de la Cena del Señor misma a las narraciones de su institución son celebraciones eucarísticas reales. Aún así, Joachim Jeremias, erudito alemán especializado en Nuevo Testamento, era de la opinión de que uno puede acercarse bastante a discernir las palabras eucarísticas del propio Jesús. Jeremías consideró que el relato marcano era el más cercano, y que contenía el enunciado más probable, parecido a: Este es mi cuerpo / mi carne mi sangre del pacto el pacto en mi sangre el cual... para muchos1.

Las palabras de la institución tienen importantes dimensiones. Tomadas en su contexto son palabras de sacrificio, que hablan de un pacto hecho con sangre. Todos los relatos, especialmente el lucano, tienen una orientación escatológica (como la tenía la propia Pascua) en cuanto a que miran con anticipación la venida del reino de Dios. Al interpretar los alimentos y las acciones de la comida, si bien de una manera nueva y chocante, Jesús estaba siguiendo simplemente las convenciones de su tiempo. Jeremias creía que la palabra de Jesús sobre no comer (Lucas 22:16) estaba dicha en forma de voto (la misma que adoptaron los atacantes de Pablo en Hechos 23:12) e indica que Jesús no participó personalmente. Una palabra clave que aparece en los relatos paulino y lucano es la palabra anámnesis. Ninguna palabra española transmite su significado completo; memoria, recuerdo, representación, vuelta a experimentar, no son más que pobres aproximaciones.

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Anámnesis expresa el sentido de que al repetir estas acciones uno experimenta de nuevo la realidad del Jesús mismo presente. Últimamente este concepto ha sido un término clave en las discusiones ecuménicas de la eucaristía como memorial con matices de sacrificio y presencia. Las acciones de la institución no son menos importantes que las palabras. El erudito inglés Gregory Dix le dio una gran importancia al “patrón de cuatro acciones” que determina la “forma de la liturgia”2. En Marcos 14:22 dice: “Jesús tomó pan y lo bendijo; lo partió, les dio y dijo...” (énfasis mío). Las mismas acciones se realizan con la copa, excepto que en este caso no se parte. Estas acciones tienen lugar en otros lugares, como por ejemplo en el milagro de los cinco panes y los dos peces (Marcos 6:41), el relato del camino a Emaús (Lucas 24:30), e incluso entre una multitud de paganos (Hechos 27:35). Los alimentos que se usaban en la comida de la Pascua implicaban acciones simbólicas además de útiles (mojar en hierbas amargas, comer pan sin levadura). La contribución más duradera de Dix ha sido recordarnos que la eucaristía es básicamente acción. Él consideró que había cuatro acciones centrales: tomar, dar gracias (bendecir), partir y dar. De estas cuatro, dar gracias y dar el pan y el vino se consideran ahora como las más significativas. El evangelio de Juan no da detalles sobre la comida de la Última Cena en sí, a excepción de las palabras cruzadas con Judas. No obstante, sí ofrece una descripción única de otra actividad convertida en signo: el lavamiento de los pies (Juan 13:3-17). Parece ser que la iglesia primitiva no entendió esto como un imperativo sino como una parábola actuada; no tenemos evidencia de ello como práctica apostólica. El acto de lavar los pies llegó a formar parte del rito de iniciación en Milán, y finalmente también de las celebraciones eucarísticas de varios grupos protestantes como la Iglesia de los Hermanos3, algunos pentecostales, algunos bautistas y los Adventistas del Séptimo Día. Desde 1955 ha sido recuperado en el culto del Jueves Santo en muchas iglesias. La controversia sobre la fecha de la Última Cena no ha podido resolverse. Los evangelios sinópticos presentan la Última Cena como la comida de la Pascua, mientras que Juan dice: “Antes de la fiesta de la Pascua” (13:1), o el día (que comenzaba al caer la noche) en el que los corderos eran sacrificados en el templo (cf. también 18:28). Según la cronología de Juan, el sacrificio de los corderos coincide con la crucifixión. Probablemente la mayoría de expertos en Nuevo Testamento sigue la datación joanina de la Última Cena en la noche anterior a la Pascua, aunque muchos otros presentan la Última Cena como la comida pascual. Dada la inclinación de Juan por el simbolismo, no parece improbable que pudiera haber combinado el sacrificio de los corderos y la crucifixión para conseguir un efecto simbólico4. En consecuencia, a mí me parece más convincente la cronología sinóptica. En cualquier caso, los eventos culminantes de la pasión y la muerte de Cristo tienen lugar en el contexto de la fiesta de la Pascua y están profundamente influenciados por la celebración de la pasada liberación de la cautividad a través de la sangre y por la anticipación de un inminente futuro de liberación que será traído por la acción divina. El Nuevo Testamento sólo nos deja entrever de pasada las eucaristías del primer siglo. Hechos 2:46 habla de la iglesia de Jerusalén y dice que “partiendo el pan casa por casa, participaban de la comida con alegría y sencillez de corazón [literalmente, con corazones alegres y generosos]”. Una frase en el serio aviso de Pablo a la iglesia de Corinto, en contra de tomar indignamente de “la Cena del Señor”, relaciona la eucaristía con la proclamación de “la muerte del Señor, hasta que él venga” (1ª Corintios 11:26). Pablo amenaza con enfermedad y muerte a aquellos que sean culpables de comer y beber indignamente, es decir, sin discernir el cuerpo del Señor en la comunidad. También está claro que la Cena del Señor es precisamente eso, una comida completa.

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Algunos eruditos han intentado descubrir dos tipos de eucaristía en el Nuevo Testamento y en la literatura cristiana primitiva, una gozosa y otra sombría 5. Estas teorías parecen ahora altamente improbables, ya que la muerte del Señor es un sobrio recuerdo y, a la vez, una fuente de gozo. Captamos una visión fugaz de otra eucaristía cuando Pablo se preparaba para abandonar Troas (Hechos 20:7-12), donde Eutico durmió toda la noche pese a que Pablo estaba predicando, pero aprendemos pocas cosas más sobre la eucaristía propiamente dicha. En la epístola de Judas aparece una única referencia en la que se detectan problemas aparentemente similares a los que Corinto. “Estos que participan en vuestras comidas fraternales (agápais) son manchas, apacentándose a sí mismos sin temor alguno” (v.12). Parece ser que el ágape o fiesta del amor era una comida completa aunque algo distinta de la eucaristía. Hipólito se toma muchas molestias para distinguirla de la Cena de Señor. Se desconoce en qué momento la Cena del Señor dejó de ser una comida completa; aparentemente uno todavía podía ser un glotón y un borracho cuando Pablo escribió. Existe una pequeña evidencia en una carta antigua (alrededor del año 112) de Plinio, el gobernador romano pagano de Bitinia, dirigida al emperador Trajano, que podría interpretarse como si los cristianos de Bitinia estuvieran acostumbrados a una eucaristía el domingo por la mañana, temprano, y un ágape por la noche, pero que había dejado de celebrar este último debido a la persecución. Para Hipólito, el ágape era una cena de iglesia ocasional que organizaban algunos benefactores a título personal y que contaba con la presencia del clero. Lo que sobraba era enviado a los pobres. Con demasiada facilidad el ágape degeneraba en un abuso y fue prohibido por los concilios en el siglo IV. El pan bendecido (no el eucarístico), conocido como el antídoron, y que es distribuido después de la liturgia en las iglesias ortodoxas orientales puede ser posiblemente un vestigio. La fiesta del amor revivió entre los hermanos, menonitas y moravos del siglo XVIII y todavía florece6. Juan Wesley tomó prestada la práctica y la introdujo en el metodismo en 1738. El ágape ha sido utilizado durante los últimos años en encuentros ecuménicos cuando no ha sido posible celebrar una eucaristía. Resulta tentador deducir del período del Nuevo Testamento la información que tenemos sobre las prácticas eucarísticas de los siglos posteriores. Sin embargo esto es arriesgado, y debemos admitir que nuestro conocimiento de la eucaristía del primer siglo es muy limitado. En los siglos II y III aparece mucha más evidencia. La Didajé puede que contenga oraciones ya para la eucaristía, ya para el ágape. Incluye una seria advertencia sobre no dar la comunión a los no bautizados, instrucciones para reconciliarse con el prójimo antes del sacrificio (Mateo 5:23-24) y la famosa frase: “Tal como este pan partido estaba esparcido por las montañas y al ser juntado pasó a ser uno, así también que tu Iglesia pueda ser juntada de todos los extremos de la tierra en tu reino”7. Esta y otras frases posteriores tienen un fuerte sabor escatológico. Se nos dice que los profetas pueden “ofrecer acción de gracias tanto como deseen”. La Didajé 14 y la obra de Justino Diálogo con Trifón 41, citan Malaquías 1:11 donde habla de una “ofrenda (sacrificio) pura” y se refieren específicamente a la eucaristía usando el lenguaje de los sacrificios. En la Apología I de Justino, encontramos nuestro primer bosquejo de la eucaristía. En un caso sigue a un bautismo, pero normalmente vendría tras el culto de predicación de la Palabra: Al terminar las oraciones [petición e intercesión] nos saludamos unos a otros con un beso. Después se le traen al presidente de los hermanos pan y una copa de agua y vino mezclados, y él los toma, eleva alabanza y gloria al Padre del universo a través del nombre del Hijo y del Espíritu Santo y ofrece acción de gracias durante un

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largo tiempo por haber sido considerados dignos de recibir estas cosas de él... Cuando el presidente ha dado gracias y toda la congregación ha asentido [con un ‘amén’], aquellos que denominamos diáconos dan a cada uno de los presentes un pedazo de lo consagrado [literalmente ‘eucaristizado’], pan y vino y agua, y ellos se lo llevan a los ausentes8.

El beso de la paz (Romanos 16:16; 1ª Pedro 5:14) es un signo de amor y unidad que concluía las intercesiones y conducía al ofertorio (como en la Didajé 14), una posición que mantiene en Oriente pero que se pierde en Occidente hasta las recientes revisiones llevadas a cabo en algunas iglesias. Aparentemente el texto de la oración central de acción de gracias que hace el presidente (obispo o presbítero presidente) todavía no tiene una forma definida a estas alturas. Justino, en su segundo relato (capítulo 67) nos dice que el presidente “eleva oraciones y acciones de gracias lo mejor que puede”. Un siglo más tarde, Cipriano vio en la mezcla de agua y vino un símbolo de la unidad del pueblo (agua) y la sangre de Cristo (vino). Probablemente al principio era utilitario. Los diáconos llevan el pan y el vino a los enfermos y a los presos, sentando un precedente muy antiguo para la comunión extendida y en última instancia para guardar los elementos consagrados en las iglesias entre las celebraciones eucarísticas. También se recoge una ofrenda para beneficio de los necesitados. Nuestra fuente de información más importante sobre la eucaristía antigua es, una vez más, nuestro viejo amigo Hipólito. Este acérrimo reaccionario, en su intento por poner freno a la experimentación litúrgica del siglo III, ha desencadenado muchas innovaciones en el siglo XX. Su formulación de la oración eucarística después de la ordenación de un obispo ha sido muy copiada tanto por protestantes como por católicos. Es la fuente básica para la Oración Eucarística Romana II (Sac., 510-13). Se recomienda al lector estudiar el texto de Hipólito que acompaña la siguiente discusión9. Hipólito cuenta que tan pronto como un obispo es ordenado, todos le ofrecen el beso de la paz. Después, los diáconos traen la ofrenda (pan y vino) y el obispo “imponiendo las manos sobre ella, junto con todo el presbiterio” comienza la acción de gracias10. Los diáconos traen la ofrenda, pero son los presbíteros quienes participan (aquí en silencio) en la oración, una práctica que se conoce como concelebración. La gran acción de gracias (oración eucarística, canon, anáfora, oración de consagración) comienza con un diálogo entre el celebrante principal y la congregación. El diálogo incluye el sursum corda, que hoy se traduce como “Levantad vuestros corazones”, e invita a la congregación a que se una en la acción de gracias que pronuncia el obispo. Esta es la manera en que comienzan la mayoría de oraciones eucarísticas. Todos la comparten, aunque una persona dice las palabras. La mayoría de liturgias posteriores acaban adoptando el sanctus (“Santo, santo, santo”), basado en Isaías 6:3 y Apocalipsis 4:8. Hipólito no menciona el sanctus, bien porque no se usaba, porque aparecía en otro lugar o porque no consideró necesario mencionarlo. El post-sanctus continúa la acción de gracias por lo que Dios ha hecho en Jesucristo, recita las obras de Cristo y concluye esta sección con las palabras de la institución. Luego, una sección conocida como la anámnesis-oblación resume lo que se está recordando y ofrece el pan y la copa a Dios. La porción final de Hipólito es una invocación del Espíritu Santo o epíclesis, en la que se invoca al Espíritu Santo para que haga fructífera la comunión de aquellos que participan en ella. Algunos ritos contienen una consagración o una epíclesis preliminar (generalmente antes de las palabras de la institución), una epíclesis comunal después de la anámnesis-oblación (como en el caso de Hipólito) o ambas. Hipólito cita beneficios que se desean recibir del Espíritu Santo. De esto a las intercesiones por otras personas, tanto vivas como muertas, hay sólo un paso, al igual que había ocurrido con las oraciones sinagogales, que fácilmente habían

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pasado de la acción de gracias a través de la recitación a la súplica por más acciones. Hipólito no había tomado esa dirección, pero fue un desarrollo natural que no tardó en llegar. Finalmente, toda la oración concluye con una doxología trinitaria y el amén. Ahora bien, ¿por qué es tan importante todo esto? Lo que nos da Hipólito es el prototipo de la oración central del acto más importante del culto cristiano. La oración eucarística era en su tiempo, y durante varios siglos, la afirmación teológica más común de la fe cristiana. Al darle las gracias a Dios, la iglesia seguía la costumbre judía de resumir su fe en lo que Dios había hecho. La oración es en su mayor parte una enumeración de la mirabilia Dei, los actos salvíficos de Dios. Es una proclamación y un credo, todo en uno. La estructura es básicamente trinitaria: se da las gracias a Dios el Padre, se conmemoran delante de Dios el Padre las obras de Dios el Hijo y se invoca a Dios el Padre para que envíe a Dios el Espíritu Santo. Todo ello concluye con una doxología en la que se alaba a los tres miembros de la Trinidad. La forma es completamente judía: se alaba a Dios recitando sus actos pasados e invocándole para que continúen. Los contenidos son completamente cristianos: el recuerdo de lo que Dios ha hecho en Jesucristo y continúa haciendo a través del Espíritu Santo. La capacidad de dirigir esta oración central exigía una persona que pudiera representar fielmente las creencias de la comunidad cristiana. Hipólito llega a decir: “No es en absoluto necesario recitar las mismas palabras que hemos prescrito... al darle gracias a Dios, sino que cada uno ore según su capacidad,... solamente que ore lo que es una verdadera alabanza [ortodoxia] [algunas veces traducido como sana doctrina]”11. Una de las funciones más importantes del ministerio ordenado es la capacidad de presbíteros y obispos de resumir la fe de toda la iglesia y proclamarla en oración. No es de extrañar que Ignacio limitara la presidencia de la eucaristía al “obispo o alguien a quien éste autorice”12. Cada pastor es un teólogo para la congregación. A ellos se le encomienda la afirmación de la fe de la comunidad a través de su expresión suprema: la oración eucarística. Después de Hipólito se produjeron pequeños cambios en la oración eucarística, principalmente en la ampliación de las palabras que invitaban a dar gracias después del sursum corda. A este se le llama prefacio, y es el comienzo de la recitación de gracias. En Occidente podía variar según el tiempo o la ocasión, y formaba un prefacio variable. En los ritos orientales y en algunos ritos protestantes, está fijado y no se puede cambiar. El sanctus viene a continuación, y a menudo también el benedictus qui venit: “Bendito el que viene en el nombre del Señor”. En algunos ritos tiene lugar una epíclesis preliminar en la primera parte del post-sanctus. La epíclesis final puede dar paso a intercesiones bastante extensas. Al igual que Hipólito, los ritos protestantes en general han evitado la epíclesis preliminar y las intercesiones. Una vez que uno ha dominado este patrón particular de oraciones eucarísticas, es posible improvisarlas de muchas maneras distintas, como ocurre cuando alguien puede escribir sonetos en la forma indicada. El patrón que siguen la mayoría de oraciones eucarísticas adoptadas desde el Vaticano II incluye lo siguiente: diálogo prefacio sanctus y benedictus post-sanctus (epíclesis preliminar) palabras de la institución anámnesis-oblación epíclesis

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(intercesiones) doxología amén Pero, como apunto Hipólito, no todos “tienen la capacidad de orar durante un largo tiempo de forma solemne”. En poco tiempo comenzamos a encontrar textos más o menos fijados que empiezan a utilizarse. Uno de los más antiguos viene de la mano de Serapión, obispo de Thmuis, Egipto, hacia mediados del siglo IV. El elemento más característico es una epíclesis dirigida al segundo miembro de la Trinidad13. Una generación o más después llega un texto muy extenso en el libro 8 de las Constituciones Apostólicas. Aunque probablemente nunca llegó a utilizarse, representa la victoria de las formas prescritas sobre la libertad expresadas por la Didajé y Justino. La eucaristía de la ordenación de Hipólito contiene referencias un tanto oscuras a la ofrenda y a la acción de gracias por el aceite, el queso y las aceitunas. En su eucaristía pascual se da leche y miel, agua (símbolo del bautismo) y vino después de que el obispo haya partido el pan (la fracción) y haya distribuido los fragmentos con las palabras “el pan del cielo en Cristo Jesús”. Los tres cálices se dan acompañados de una fórmula trinitaria a la que cada receptor responde “Amén”. El culto termina de forma abrupta al marcharse todos y “apresurarse cada uno a hacer el bien”. En la era posterior al Concilio de Nicea se desarrollaron diversos ritos eucarísticos repartidos por todo el perímetro del Mediterráneo. Todos tienen características comunes. En el siglo VI, el culto de predicación de la Palabra y la eucaristía se habían unido para el próximo milenio. En las famosas palabras de Dix, las cuatro acciones prefiguradas en los relatos del Nuevo Testamento “constituían el núcleo absolutamente invariable de cada rito eucarístico conocido por nosotros a lo largo de la antigüedad”14. Por mucho que pueda cambiar la forma de las palabras, los contenidos básicos del segundo de estos actos – la acción de gracias u oración eucarística – funcionan de maneras notablemente parecidas. En los siglos IV, V y VI aparecen importantes divergencias en estilo y formulación, dejando traslucir la diversidad de pueblos y, al mismo tiempo, reteniendo la persistencia en el propósito. El estudio comparativo de estos cambios es una ciencia muy amplia; aquí tan sólo podemos sugerir algo de la riqueza y diversidad presentes siguiendo estas familias litúrgicas alrededor del Mediterráneo en dirección contraria a las manecillas del reloj. La característica oración eucarística alejandrina o egipcia está tipificada por el rito que ha tomado el nombre de Marcos, quien, según la tradición, ministró en Alejandría. En estos ritos el prefacio a menudo contiene una larga enumeración de las obras de Dios en la creación y la redención, derivadas del Antiguo Testamento (notablemente ausente en muchas de las tradiciones occidentales de oración eucarística). Esto da paso a la intercesión (incluyendo oración por la subida del Nilo) y los dípticos (lista de aquellos por los que se hace ofrenda, tanto muertos como vivos). Después sigue el sanctus. Es característico que el post-sanctus comience diciendo: “Llenos en verdad están los cielos y la tierra”. Una epíclesis de consagración conduce a la narración de la institución. Después de la anámnesis-oblación viene otra epíclesis, que tiene como intención tanto la consagración como la comunión, y una doxología a modo de conclusión. Más al Este nos encontramos con la familia antioquena o siro-occidental, con importantes documentos de Antioquía y Jerusalén, y que frecuentemente aparecen bajo el nombre de liturgia de Santiago. Esta les resulta familiar a muchos como fuente del texto de himno “Que toda carne mortal guarde silencio”. Es característico de esta familia el prefacio con su convocación celestial. El post-sanctus le saca jugo a la

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palabra “santo” – “santo eres” – en la enumeración de las obras del antiguo y el nuevo pactos. Recientemente se han copiado en Occidente las aclamaciones y los amén por parte de la gente. A la epíclesis le sigue una larga serie de intercesiones por los vivos y los muertos, comenzando cada petición con las palabras “Recuerda, Señor”. El lenguaje es florido, poético y nunca breve. El rito armenio probablemente se derive en última instancia de esta familia, aunque con influencias bizantinas posteriores. Sin duda la familia más desconcertante es la siro-oriental, que se origina en Edesa como la liturgia de los santos Addai y Mari. Aislada por la herejía y el islam, ha seguido en uso sin verse afectada relativamente por otras influencias. Como tal, sus raíces son antiguas, reflejando tal vez la práctica del siglo III en esa región. El aspecto más controvertido es la aparente ausencia de las palabras de la institución, que la convertirían en única entre las liturgias cristianas. La epíclesis viene en último lugar, tras las intercesiones. A la familia de Basilio de Cesarea, en Asia Menor, le debemos una versión antigua conocida como Basilio alejandrina, dado que podría haber sido traída a Egipto por el propio Basilio alrededor del año 357. En los últimos años se la ha admirado mucho, y forma la base de la “Oración Eucarística Común”, así como de varias oraciones eucarísticas denominacionales. Una versión posterior, probablemente revisada por el mismo Basilio, está repleta de referencias más bíblicas. Es utilizada por las iglesias ortodoxas del mundo diez días al año, principalmente en Cuaresma. Estructuralmente, ambas versiones son del tipo antioqueno, pero la última liturgia de San Basilio contiene una enumeración detallada de la creación, la caída y la redención después del sanctus. Dependiente de alguna manera de esta última está la liturgia de San Juan Crisóstomo o liturgia bizantina, el segundo rito eucarístico más amplia y frecuentemente utilizado en el mundo hoy en día. También refleja una estructura antioquena. Juan Crisóstomo había sido obispo de Antioquía a finales del siglo IV. El post-sanctus y las intercesiones son relativamente cortas, y toda la oración parece condensada en comparación con la mayoría de las que ya hemos mencionado. Girando hacia el oeste, pasamos momentáneamente por encima de la familia romana para fijarnos en una variedad de ritos occidentales no romanos conocidos colectivamente como galos, y divididos en ambrosiano (o milanés), mozárabe (de España), céltico (originario de Irlanda, pero repartido por todos los lugares a los que viajaban los misioneros celtas) y galicano en el sentido estricto de franco-germánico. Existen conexiones entre estos ritos y los de Oriente, aunque la derivación exacta no está clara. El rito ambrosiano está en uso todavía en la archidiócesis de Milán y el mozárabe en una capilla de la catedral de Toledo, España. Una característica común a todos ellos es el lenguaje florido y el hecho de que las oraciones eucarísticas, excepto el sanctus y las palabras de la institución, cambian por completo según el día o el tiempo, lo que les confiere una extraordinaria variedad. Durante los dos siglos siguientes a Hipólito nos encontramos sin material que se refiera al rito romano, si bien Ambrosio prefigura muchas de las cosas que surgen en Roma y los pocos fragmentos norteafricanos que han sobrevivido muestran algunas semejanzas. La bruma se levanta en Roma cuando descubrimos varios sacramentarios antiguos, colecciones de las oraciones de los sacerdotes para las diversas misas del año, incluyendo la iniciación y las ordenaciones, así como varios ordines, colecciones de rúbricas. De los sacramentarios más antiguos, el leoniano ha preservado oraciones propias de más de trescientas misas, muchas de las cuales se remontan realmente al papa León I (440-461). La antigua versión del gelasiano puede contener oraciones inaugurales y prefacios a los que dio forma el papa Gelasio I (492-496), quien parece

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haber pulido el propio canon. El gregoriano tomó el nombre del papa Gregorio I (590604), quien reformó el rito romano y colocó el Padrenuestro al final del canon. Había varios sacramentarios circulando por Occidente en la alta Edad Media. Carlomagno buscó la normalización con vistas a conseguir la unidad imperial y solicitó una copia de un auténtico sacramentario romano. El papa Adriano I (772-795) envió uno al cuartel general de Aquisgrán. Pero resultó estar tristemente incompleto para el uso parroquial. Uno de los consejeros eclesiásticos de Carlomagno, probablemente Benito de Aniano, añadió un “suplemento” de materiales sacados de varios ritos galicanos que entonces estaban en uso en todo el imperio. Muy pronto cualquier distinción entre los ritos oficiales obligatorios y el “suplemento” optativo desapareció y los dos se fundieron en uno solo. Dos siglos más tarde, el sacramentario combinado fue llevado a Roma e impuesto sobre la propia Roma por los emperadores alemanes. En consecuencia, el rito romano asimiló una serie de acciones propias galicanas que incluían oraciones adicionales por los dones, prefacios y oraciones después de la comunión. Estos complementaron aquellos que se habían desarrollado previamente en Roma. En Occidente, ya en el siglo V, el beso de la paz se había trasladado después de la oración eucarística. Durante toda la Edad Media, la oración eucarística permaneció estable. Pero cada vez más, tanto ésta como la otra acción central, esto es, el reparto del pan y el vino, fueron rodeadas de apologías subjetivas u oraciones acerca de la indignidad de clero y del pueblo. Estas apologías solían tener un tono penitencial e introspectivo. Otras acciones accesorias, como perfumar el altar con incienso y lavar las manos de los sacerdotes se unieron a las oraciones privadas del celebrante y al ofertorio. El Agnus Dei (“Cordero de Dios”) se introdujo a finales del siglo VII durante la fracción, al igual que la conmixtión (mezclar una partícula de pan en el vino, un remanente de un símbolo de unidad del papa y las iglesias de su diócesis). Las oraciones individuales rodearon el reparto del pan y el vino. Las abluciones (ceremonia de lavamiento de los utensilios y las manos del celebrante) se desarrollo como una reflejo de la escrupulosidad de la baja Edad Media acerca de cada gota y cada miga de los elementos consagrados. Durante la baja Edad Media también se añadió un último evangelio (Juan 1:1-18) y los papas modernos adjuntaron algunas oraciones de despedida. Estos elementos anticlimáticos desaparecieron después del Vaticano II. El rito eucarístico occidental resultante se presenta en forma gráfica simplificada en el diagrama 5, donde los elementos que se han cambiado de lugar o eliminado aparecen entre paréntesis: LA EUCARISTÍA Hipólito

Siglos IV a VI

Edad Media

(beso de la paz) ofertorio oraciones y ceremonias ofertorias oración eucarística

oración por los dones prefacio, sanctus, intercesiones Padrenuestro beso de la paz Agnus Dei

fracción

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conmixtión oraciones del sacerdote “Señor, no soy digno” reparto del pan y el vino

canto de comunión oración silenciosa abluciones oración después de la comunión bendición con despedida (último evangelio) (oraciones finales) Diagrama 5

Esta es la estructura que heredaron los reformadores. Hacía tiempo ya que se había perdido cualquier comprensión de la función original de la oración eucarística como la gran recapitulación de gratitud y proclamación de la fe de la iglesia. Dado que esto ocurrió así, se la había relegado al credo, como parte del culto de predicación de la Palabra (en Occidente) o como un preludio de la anáfora (en Oriente). Las oraciones subjetivas medievales que se habían colado antes y después de la oración eucarística y el reparto del pan y el vino se convirtieron en los aspectos menores a los que la Reforma le dio una mayor importancia. La Oración Anglicana de Humilde Acceso (“No pretendemos venir a esta tu mesa”) es un buen ejemplo. Sin embargo, los reformadores dieron algunos pasos positivos muy importantes, aunque ninguno de ellos captó el antiguo significado de la oración eucarística. Ellos celebraron la misa en lengua vernácula, la simplificaron y (a excepción de Zwinglio y los anabautistas) trataron con valentía de restaurar la comunión frecuente. Pero para unos laicos acostumbrados a recibir la comunión rara vez, la comunión frecuente demostró ser un cambio demasiado radical como para cosechar un amplio éxito. Lutero fue quien dio el impulso más fuerte, si bien no el primero, a la reforma de la misa con su rito latino, la Formula Missae de 1523 y su Deutsche Messe de 1525 en lengua vernácula15. Lutero se muestra conservador hasta que llega al canon, “esa cosa escurrida y abominable, compuesta por mucha suciedad y escoria”, que simplemente recorta hasta dejarlo en las palabras de la institución y el sanctus16. De golpe y porrazo saca de la Edad Media a la iglesia romana, que había ubicado el momento de la consagración precisamente en las palabras de la institución. Lutero abogó por la incorporación de la himnodia vernácula. Su misa alemana retuvo gran parte del ceremonial, incluidas la elevación del pan y el vino y las instrucciones de que se cantara el “sanctus alemán” u otros himnos durante la distribución del pan y los himnos o el Agnus Dei mientras se daba la copa. La obra de Zwinglio Ataque contra el Canon de la Misa, escrita en 1523, sustituyó cuatro de sus oraciones latinas por el canon. En 1525, Zwinglio escribió su Acción o Uso de la Cena del Señor, que hizo que la reforma realizada por Lutero pareciera poca cosa. Prácticamente se acababa todo el ceremonial, y también la música. Lo que quedaba era una austera conmemoración y una comida fraternal que se practicaba cuatro veces al año. La obra de Martín Bucero en Estrasburgo subyace gran parte de los esfuerzos de Calvino, quien, junto con el rito de Zwinglio, ayudó a moldear la tradición eucarística

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reformada. A Bucero se le anticipó Diobaldo Schwarz en Estrasburgo, mientras que Guillermo Farel hizo lo propio con Calvino en Ginebra. La obra de Calvino Forma de las Oraciones Eclesiales, publicada en Ginebra en 1542, representa el trabajo de sus predecesores llevado a una forma definitiva para la tradición reformada. Esta obra fue transmitida a todo el mundo angloparlante a través del libro de Juan Knox La Forma de las Oraciones (Ginebra, 1556). Es característico de la tradición reformada que la eucaristía sea excesivamente didáctica y que incluya una lectura de las palabras de la institución aparte de la oración eucarística como un garante de la observancia de la eucaristía. El cercado de las mesas (reflejando 1ª Corintios 11:27-32) impedía comulgar a los inicuos. Entre los anabautistas, algunos de los cuales tenían serias dudas sobre cualquier sacramento externo, las prácticas eran muy diversas. La extremada sencillez caracterizaba sus celebraciones, que se elaboraban solamente mediante una himnodia muy desarrollada. Entre los puritanos ingleses no se evitaban, ni mucho menos, las liturgias fijas a finales del siglo XVI y principios del XVII. Pero el Directorio de Westminster de 1645 finalmente sustituyó los ordines por los sacramentarios y las rúbricas por los ritos, aunque bosquejó un modelo de oración eucarística. Los cuáqueros, por supuesto, insistieron en el silencio y en alimentarse interiormente de Cristo, al tiempo que evitaban los sacramentos externos. El primer Libro de Oración Común anglicano, el de 1549, llevaba un rito de comunión en lengua vernácula que era, evidentemente, una fusión conservadora del rito Sarum del sur de Inglaterra y la teología reformada. Gran parte de la teología eucarística del Libro de Oración Común de 1549 era deliberadamente ambiguo, permitiendo interpretaciones tanto católicas como protestantes. Tres años más tarde, este rito fue reemplazado por otro que eliminaba la mayor parte de la ambigüedad y que incluía una drástica reestructuración. Se dividió el canon en dos. La oblación se colocó después de la comunión para eliminar cualquier sentido tradicional de sacrificio. A pesar de los pequeños cambios introducidos en 1559, 1604 y 1662, lo que es básicamente el rito de 1552 sigue siendo utilizado oficialmente en Inglaterra, aunque ahora ha sido sustituido en gran medida por el Alternative Service Book (Libro de Culto Alternativo) de 1980. Los libros norteamericanos de oración (1789, 1892, 1928) hicieron uso de una oración eucarística escocesa mucho más rica. Juan Wesley siguió el rito eucarístico del Libro de Oración Común de 1662 en su Sunday Service de 1784, aunque lo abrevió ligeramente. Las dos grandes contribuciones de Wesley fueron un avivamiento eucarístico, con celebraciones semanales, y (junto a Carlos Wesley) una magnífica colección de 166 himnos eucarísticos. Estos himnos contienen una rica diversidad de énfasis sacrificiales, escatológicos y neumatológicos, ausentes de la piedad eucarística protestante durante muchos siglos. Pero ni la fuerte disciplina eucarística de Wesley ni los himnos eucarísticos fueron del agrado de sus seguidores. Una forma abreviada de su rito continúa utilizándose en Norteamérica. Los pentecostales varían mucho en el uso o no de formas establecidas para la Cena del Señor. Coinciden en que el Espíritu Santo debe ser libre para irrumpir en cualquier modelo a través de elementos espontáneos. La frecuencia de las eucaristías va desde una vez a la semana hasta muy raramente. Las tendencias recientes en muchas iglesias se centran en la restauración de muchas prácticas de la iglesia antigua. Generalmente se está de acuerdo en que la mayoría de los desarrollos medievales fueron distorsiones, aunque podemos tener tanta tendencia a idealizar la iglesia primitiva como hicieron los victorianos con el Medioevo. Muchos de los cambios han venido como resultado de los estudios históricos de

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liturgiología comparada. Los resultados de estos estudios llaman más la atención por cuanto la iglesia en una era poscristiana tiene mucho en común con la iglesia preconstantiniana. Los resultados de la revisión litúrgica son tan semejantes que en muchos casos se hace muy difícil saber qué tradición ha dado lugar a un nuevo rito eucarístico si se ha perdido la portada. Algo básico en la mayoría de los ritos, desde que apareció el rito de la Iglesia del Sur de la India en 1950, es su estructuración alrededor de las cuatro acciones a las que se refirió Dix. El hecho de descubrir otra vez la centralidad de la oración eucarística como la suprema confesión de fe de la iglesia ha estimulado la revisión de las oraciones existentes y la composición de nuevos ejemplos. Los luteranos norteamericanos lo recuperaron en 1958. La propia eucaristía se viene observando con mayor frecuencia en la mayor parte de iglesias protestantes, pasando de las celebraciones trimestrales a las mensuales, y después a las semanales. El mismo incremente en la frecuencia había tenido lugar entre la mayoría de anglicanos durante el siglo pasado. Un desarrollo común ha sido el paso que se ha dado hacia una diversidad de oraciones eucarísticas. Esto refleja lo más significativo de los nuevos desarrollos: una franca aceptación del pluralismo como un bien positivo y los esfuerzos consiguientes en favor de la flexibilidad y la adaptación. Como resultado de ello, la Iglesia Católica Romana, después de estar restringida a un único canon durante milenio y medio, cuenta ahora con cuatro oraciones eucarísticas que pueden utilizarse en cualquier momento dado (Sac., 503-21) y (en los EE.UU.) otras para las misas con niños y en momentos de reconciliación. Se contempla una rica variedad de oraciones por los dones, prefacios y oraciones para después de la comunión. El pluralismo queda reflejado en el Libro de Oración Común episcopal de 1979, con la inclusión de dos ritos completos: uno con lenguaje isabelino y dos posibles oraciones eucarísticas y otro en el lenguaje de hoy con cuatro opciones. Hay un tercer rito bosquejado que contiene dos oraciones eucarísticas (BCP, 316-409). El Lutheran Book of Worship de 1978 ofrece tres marcos musicales completos que pueden usarse con cualquiera de las tres oraciones eucarísticas: un esquema tradicional, la narración de la institución por sí sola y una breve fórmula que concluye con la narración de la institución (LBW, 57-120); y otros tres aparecen en el Ministers Desk Edition (221-27). En el rito de los metodistas unidos, aprobado para su inclusión en el United Methodist Himnal de 1989 (pp. 6-31), se han producido cambios significativos. Estos cambios incluyen cuatro versiones de “Un Culto de Palabra y Mesa”. La diferencia principal en los tres primeros estriba en lo completos que están los textos. Los actos de confesión y perdón siguen al sermón y conducen a la paz y la ofrenda. Se sugieren cinco marcos musicales para la gran acción de gracias. El culto IV está en el lenguaje tradicional del Libro de Oración Común de 1552, a través de Juan Wesley con el marco musical de 1550 de Juan Merbecke. En el culto IV, después de casi cuatro siglos y medio, se han reunido las dos porciones de la oración eucarística de Cranmer. Un rasgo característico de los metodistas unidos es el uso de veinticinco oraciones eucarísticas que cambian completamente según la festividad (Pentecostés), el tiempo (Aviento) o la ocasión (matrimonio cristiano), muy en la línea de lo que ocurría con las primitivas liturgias galas. Estas oraciones se encuentran en la Sagrada Comunión (SWR, #16)17. Los nuevos desarrollos producidos entre los presbiterianos norteamericanos se encuentran en El Culto para el Día del Señor (SLR, #1), publicado en 1984. Esta obra ofrece un modelo dominical normativo para la celebración eucarística, aunque en la práctica todavía es algo excepcional entre los presbiterianos. El libro contiene ocho oraciones eucarísticas, con una variedad de prefacios propios para las diversas

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ocasiones. La estructura básica es: reunirse en el nombre de Dios, proclamar la Palabra de Dios, dar gracias a Dios y marcharse en el nombre de Dios. La confesión viene al principio. Muchos rasgos parecidos aparecen en otros libros de liturgia recientes, especialmente el reconocimiento de que el hecho mismo de reunirse es un acto de culto, el énfasis en un culto completo de predicación de la Palabra con tres lecturas y salmodia, una variedad de oraciones eucarísticas y el fomento de la eucaristía como la norma para el culto dominical. La Eucaristía APB, 43-71 ASB, 115-210 BAS, 174-260 BCO, 1-44 BCP, 316-409 BofS, 8-43

BofW, 31-95 CF, 69-72 LBW, 56-120 LW, 136-98 MDE, 196-307 MSB, B1-B58 PH, 972-87

PM, 27-62 Sac. SB, 1-36 SBCP, 306-57 SLR, #1 SWR, #1,9,16

TP, 24-58 UMH, 2-31 WB, 25-42 WBCP, 3-24 WL, 2-12, 27 WS, 19-62

Comprendiendo la Eucaristía Al igual que ocurre con la iniciación, los cristianos ha entendido la eucaristía de diversas maneras. De hecho, reducir lo que los cristianos experimentan en la eucaristía a una sola interpretación sería perder mucho del poder de la eucaristía, si bien es cierto que este tipo de reduccionismo a menudo ha sido una tentación demasiado grande como para resistirse a ella. El método que nosotros vamos a seguir aquí consiste en analizar cinco temas clave junto a dos subtemas que los cristianos han utilizado para explicar lo que experimentan en la eucaristía. Usaremos los términos de Yngve Brilioth, quien fuera arzobispo luterano de Uppsala, Suecia, aunque los aplicaremos de una manera algo distinta y los complementaremos con otros términos. En su obra Eucharistic Faith and Practice (Fe y Práctica Eucarística), Brilioth identifica cinco temas eucarísticos del Nuevo Testamento. Se trata de la eucaristía o acción de gracias, la comunión fraternal, la conmemoración o lo histórico, el sacrificio y el misterio o presencia. Siguiendo investigaciones recientes, añadiríamos otros dos términos: la eucaristía como la obra del Espíritu Santo y como un evento escatológico18. Estos temas, y posiblemente otros, aparecen de forma fragmentaria en el Nuevo Testamento, que es incluso más esquivo a la hora de revelar el significado de la eucaristía para los cristianos del primer siglo que de descubrirnos su forma. Pero está claro que uno de los actos centrales en la Cena del Señor, como ya lo fuera en sus antecedentes judíos, es la acción de gracias. Los cuatro relatos de la institución hablan de que Jesús da gracias o bendice a Dios. Resulta difícil imaginarse que la acción de gracias estuviera ausente de la acción gozosa que se desbordaba mientras la iglesia de Jerusalén partía el pan “con alegría y con sencillez de corazón” (Hechos 2:46). Pablo deja patente el sentido de comunión o fraternidad en pasajes como 1ª Corintios 10:16-17: “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión [koinonía] de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión [koinonía] del cuerpo de Cristo? Puesto que el pan es uno solo, nosotros, siendo muchos, somos un

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solo cuerpo; pues todos participamos de un solo pan”. La iglesia se basó en el concepto judío de la unidad de quienes comían juntos. En su participación, la comunidad recibe a Cristo y el único pan se convierte en un signo de la unidad de los comulgantes. El centro de la oración judía es un proceso de “pensamiento-gratitud” en el que se mezcla la conmemoración con la acción de gracias. La frase clave utilizada tanto por Pablo como por Lucas, “en mi anámnesis” es una manera de subrayar este proceso. Recordar, rememorar, conocer otra vez o experimentar de nuevo es ciertamente uno de los propósitos principales de la práctica de la eucaristía (Lucas 22:19 y 1ª Corintios 11:24-25). La conmemoración se ve ahora como algo que incluye no sólo la encarnación, sino todas las obras de Cristo, comenzando con la creación, incluyendo ambos testamentos y mirando hacia delante al nuevo regreso de Cristo (1ª Corintios 11:26). Las palabras de la institución utilizan el lenguaje del sacrificio al recordar el pacto establecido mediante el derramamiento de sangre. Hebreos es especialmente rico en imágenes que recuerdan los sacrificios y compara a Cristo con el sumo sacerdote y, al mismo tiempo, con la víctima: “Se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, un sacrificio espiritual y eterno” (9:14). La temprana apropiación que hizo la iglesia de Malaquías 1:11 : “ofrenda (sacrificio) pura” , demuestra lo natural que resultaba esa imagen para aplicarla a la eucaristía. Hebreos 13:15 también habla del “sacrificio de alabanza”, pese a que no hay una relación inequívoca entre el sacrificio y la eucaristía en Hebreos. Más importante resulta la manera en que Pablo entiende toda la vida y el ministerio de Jesús como alguien que “se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo” (Filipenses 2:7). Este sacrificio obediente es lo que rememora la eucaristía. En las palabras de la Última Cena, Cristo declara su presencia al identificar el pan y el vino con su cuerpo y su sangre. Pablo, en las palabras citadas más arriba, identifica el comer y el beber con el hecho de participar en el cuerpo y la sangre de Cristo. Algunos citarían Juan 6:51 como un pasaje eucarístico (“El pan que yo daré por la vida del mundo es mi carne”). La eucaristía como un lugar en el que tiene lugar la acción del Espíritu Santo no se hace explícito en las Escrituras, pero aparece en la literatura cristiana primitiva. La dimensión escatológica se encuentra en los relatos de la Última Cena, donde todos ellos hablan de que lo que Jesús está haciendo tendrá su cumplimiento “en el reino de Dios” (Lucas 22:16) o “hasta que él venga” (1ª Corintios 11:26). Por supuesto que todo el contexto de la Pascua anticipa el banquete mesiánico cuando todas las cosas serán cumplidas mediante la venida del Mesías. En los relatos neotestamentarios sobre la eucaristía, la anticipación parece ser un tema de tanto peso como la conmemoración. En la iglesia primitiva se observa un equilibrio bastante bueno entre estos temas básicos, que nunca se desarrollan en forma de teologías en toda regla, que nunca se mantienen en equilibrio con total precisión, pero que se mencionan con la suficiente frecuencia como para mostrar que estos conceptos eran corrientes en la comprensión del porqué los cristianos se reunían para “hacer esto”. Incluso los breves relatos de Justino en su Apología I hablan de la eucaristía, en la que el presidente “ofrece la acción de gracias” y en la que se hace evidente la fraternidad mientras todos se saludan “unos a otros con un beso”, participan en el “amén” y comparten juntos. Se leen las Escrituras y se introduce la acción eucarística como si se hiciera “en mi memoria”. Se sugiere un concepto realista de la presencia (esto es, que identifica el pan y el vino de manera literal con el cuerpo y la sangre) al llamar al pan y al vino “la carne y sangre del Jesús encarnado”19. La Didajé ora escatológicamente: “que tu Iglesia pueda ser juntada de todos los extremos de la tierra en tu reino”20. Las referencias al sacrificio aparecen muy temprano; La Didajé compara la eucaristía con la “ofrenda (sacrificio) pura” de

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Malaquías 1:11 y la primera carta de Clemente habla de aquellos que hacen ofrendas (prosphorá) o dones (dora), presumiblemente como ministros de la eucaristía21. Ignacio nos proporciona las imágenes más fuertes de la presencia al hablar de la eucaristía como “la medicina de la inmortalidad”, e insiste contra los docetas que “la eucaristía es la carne de nuestro Salvador”22. Se muestra igualmente firme en que la comunión de la iglesia está centrada en el obispo. Ireneo declara la presencia de Cristo en la copa, la cual “es su propia sangre” y el pan, el cual “es su propio cuerpo”23. Cipriano habla de la comunión en términos poéticos: “De la misma manera que muchos granos recogidos, molidos y mezclados juntos en una masa forman un pan, así también en Cristo, que es el pan celestial, podemos conocer que hay un cuerpo, en el cual todos estamos juntos y unidos”24. La obra del Espíritu Santo viene expresada por Hipólito, quien en su oración eucarística invoca al Padre para que envíe al Espíritu Santo sobre la ofrenda de la santa iglesia y para que llene a aquellos que se han reunido, de modo que su fe sea fortalecida en la verdad. Esta actividad la define más explícitamente un siglo más tarde Cirilo de Jerusalén, en sus catequesis mistagógicas. En ellas dice a los recién iniciados que en la eucaristía “invocamos al Dios misericordioso para que mande su Espíritu Santo sobre los dones que están colocados ante él; para que haga del pan el cuerpo de Cristo y del vino la sangre de Cristo; porque todo lo que el Espíritu Santo ha tocado es santificado y cambiado [metabébletai]”25. Esto sugiere la dirección que tomaron posteriormente las iglesias ortodoxas en su manera de entender la función del Espíritu Santo al hacer santos y trasformar los elementos eucarísticos. Cirilo es un augurio del enfoque que llegó a ser muy importante en Oriente, aunque en Occidente fue descuidado hasta hace poco. Nosotros, que somos conscientes de desarrollos posteriores, encontramos desconcertante la manera en que los cristianos primitivos hablaron de la presencia en términos realistas y a la vez simbólicos. Cirilo habla en la misma conferencia del pan y el vino como el “signo (antitýpon) del cuerpo y la sangre de Cristo”. Agustín utiliza un lenguaje que a veces suena realista y otras veces es evidentemente simbólico. Lamentablemente para nosotros esa ambigüedad ya no es posible, pero resulta reconfortante ver que la flexibilidad de expresión todavía era posible en el siglo cuarto. Las lindes de términos aceptables eran amplias. Agustín nos presenta algunas impresiones sobre el tema del sacrificio. Basándose en los conceptos del sacrificio eterno de Cristo (Hebreos 9:14) y en la unión del cristiano con Cristo, Agustín dice: “Este es el sacrificio de los cristianos. Nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo... [la iglesia] misma es ofrecida en la ofrenda que le presenta a Dios”26. Así pues, la eucaristía es la unión de la adoración de la iglesia con la propia ofrenda eterna de Cristo a favor suyo. Este concepto de sacrificio fue eclipsado en siglos posteriores. Los primeros mil años de cristianismo se caracterizan por la ausencia de férreas distinciones teológicas en torno a la comprensión de la eucaristía. Incluso el vocabulario para la discusión teológica técnica está ausente. Se utilizan una diversidad de términos y cada autor escoge el que mejor favorece su propósito. Un presagio para Occidente aparece en la sugerencia de Ambrosio de que es la repetición de las palabras de la institución la que consigue la consagración: “Y ¿mediante qué palabras y por medio de quién tiene lugar la consagración? A través del Señor Jesús... Así que la palabra de Cristo logra este sacramento”27. Pero el período antiguo tuvo una maravillosa libertad a la hora de expresar lo que experimentaba en el corazón, no lo que tenía que definirse con la cabeza. La iglesia experimentó la eucaristía en lugar de debatir sobre ella. En Occidente fueron dos monjes los que comenzaron el debate: Pascasio Radberto y Ratramno, ambos procedentes de la abadía de Corbie, Francia, en el siglo

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IX. Pascasio, en su intento por comprimir en palabras la presencia de Cristo expresada en la eucaristía, utilizó un lenguaje que nosotros llamaríamos liberal o realista; poco después, Ratramno intentó expresar la misma experiencia mediante un lenguaje más espiritual o simbólico. Dos siglos más tarde, la controversia surgió de nuevo, esta vez de una manera menos amistosa. Los esfuerzos de Berengario por expresar en términos simbólicos la experiencia de la presencia de Cristo en la eucaristía fueron rechazados de plano. Fue forzado a realizar una cruda confesión en la que afirmaba que el cuerpo de Cristo es manipulado y roto por las manos del sacerdote y roto por los dientes del comulgante. Desde el siglo XI en adelante, la eucaristía no sólo fue objeto de la experiencia piadosa, sino también de la especulación intelectual. No hay nada de malo en eso, pero desgraciadamente los temas más controvertidos ocuparon la primera fila mientras que los otros se fueron marchitando silenciosamente tanto en la piedad como en el desarrollo doctrinal. Lo que prevaleció fue una piedad penitencial e introspectiva, en lugar de un gozoso espíritu de acción de gracias. La misa se había centrado casi totalmente en la pasión, muerte y resurrección, y en Occidente eran los misterios más tristes los que predominaban. A medida que el rito se hizo cada vez más clerical y la comunión se convirtió en algo raro o que se celebraba una vez al año, se fue difuminando cualquier sentido profundo de celebración comunitaria. Las lecturas del Antiguo Testamento desaparecieron y no apareció ninguna referencia a la creación y al resto de la historia de la salvación del antiguo pacto en el canon romano. De este modo, la conmemoración de la obra de Cristo se veía severamente recortada. La dimensión escatológica hacía ya mucho tiempo que había desaparecido y el rito romano simplemente pasó por alto cualquier afirmación de la actividad eucarística del Espíritu Santo. Quedaron dos áreas para el debate: de qué manera Cristo estaba presente y en qué sentido la misa era un sacrificio. Los teólogos de la baja Edad Media dedicaron su atención a estas dos áreas. El desarrollo más significativo fue el acuerdo sobre la palabra que describía la experiencia del pan y el vino como transmisores de la realidad de Cristo. Como hemos visto en el caso de Berengario, la iglesia estaba tanteando el camino hacia un lenguaje realista de tipo espacial. Pero la palabra transubstanciación llegó tarde, mucho después de que la idea hubiese luchado por encontrar su expresión. No fue utilizada definitivamente hasta 1215, cuando el IV Concilio de Letrán habló de “la transubstanciación del pan en el cuerpo y del vino en la sangre”28. El propio término ha sufrido un cambio en su significado en la historia posterior. El siglo XIII, haciendo uso de las mejores herramientas filosóficas existentes, especialmente Aristóteles, describió este milagro de manera que se pudiera expresar: “La sustancia del pan se transforma en el cuerpo de Cristo y la sustancia del vino en su sangre”29. Los accidentes (lo que perciben los sentidos) permanecen inalterables, pero la sustancia (la realidad interna) es transformada milagrosamente en contra de cualquier otra cosa en el mundo natural, donde todos los accidentes y la sustancia concuerdan unos con otros. Este triunfo del racionalismo trató de explicar el misterio en lugar de aceptarlo y adorarlo. De la mano de tales definiciones teológicas llegaron prácticas que progresivamente eliminaron los elementos sagrados del contacto con la gente, a excepción de la espectacular muestra durante la elevación, cuando el pan y la copa eran levantados para que todos pudieran verlos. La doctrina de la concomitancia dejó claro que el cuerpo completo de Cristo está presente en cada gota y miga de los elementos consagrados, de manera que ya nunca más se consideró necesario que los laicos recibieran la copa, con todos los peligros de que se derramara la sangre de Cristo que ello implicaba. Con la comunión poco frecuente, el papel de los seglares era mínimo. El sacerdote ofrecía la misa en su nombre, en un lenguaje que poca gente entendía.

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Pensar en la eucaristía como un sacrificio también hizo que la misa se viera como propiciatoria, algo que se realizaba para traer los propósitos que se deseaban. Muy a menudo, la mayoría de la gente no entendía nada de las sofisticadas explicaciones de que la misa era un memorial y no una repetición del sacrificio único del Calvario. Las teorías corrientes de la redención se centraban casi exclusivamente en la muerte de Jesús como una satisfacción del esquema de justicia del Padre, y la eucaristía encajaba muy bien dentro de este esquema de cosas. Con excesiva facilidad este concepto estrecho del sacrificio hizo de la eucaristía un medio para asegurarse el favor de Dios, en lugar de una proclamación del favor que ya había sido logrado para toda la eternidad. La presencia y el sacrificio fueron aspectos que se desarrollaron mucho durante el período de la baja Edad Media, pero este acelerón en la construcción doctrinal se produjo a costa de una interpretación equilibrada. Si se hubiera tenido un amplio interés en la eucaristía como la proclamación de la acción de gracias, el sacramento de la unidad, la conmemoración de la historia de la salvación, la obra presente del Espíritu Santo o el anticipo del banquete mesiánico, los desarrollos doctrinales hubieran sido muy distintos. Al menos eso es lo que parece desde una perspectiva moderna. Durante la Reforma se produjo una reorganización de prioridades, que en algunos casos logró un éxito limitado en la restauración de una comprensión eucarística equilibrada. Hubo pocas cosas en las que los reformadores fueran unánimes, pero el rechazo de los enfoques de la baja Edad Media sobre la manera de entender la presencia y el sacrificio fue una de ellas. La Reforma (ayudada por el uso de las lenguas vernáculas) supuso una enorme ganancia en la recuperación de un sentido de comunión, alguna mejora en la amplitud de la conmemoración y reformas en los conceptos de presencia y sacrificio. Brilioth dice: “El hecho de volver a descubrir la idea de la comunión [fellowship] es la contribución más positiva de la Reforma en cuanto a la eucaristía”30. Los logros en la restauración de un sentido gozoso de acción de gracias fueron mixtos; algunos recuperaron el reconocimiento de la obra del Espíritu Santo, mientras que la percepción escatológica fue rara, excepto en los grupos que sufrían persecución. Lutero, quien descartó el canon de la misa porque apestaba a sacrificio y vio el sacrificio como la “tercera cautividad” de la misa, fue incapaz de lograr algo positivo sobre el sacrificio31. No obstante, luchó con el concepto de la presencia, y si bien rechazó la idea de la transubstanciación (“la segunda cautividad”), insistió en que el pan y el vino se transformaban en la sustancia del cuerpo y la sangre de Cristo, aunque todavía mantenían las sustancias naturales del pan y el vino, del mismo modo que el hierro candente puede ser hierro y fuego a la vez. Dado que Cristo está presente en todas partes por su naturaleza divina (ubicuidad) y que todos los poderes de su naturaleza divina son comunicados a su naturaleza humana, Cristo puede estar presente en mil altares simultáneamente. Esto solventa algunos problemas, pero todavía enuncia el concepto de presencia en términos espaciales; Cristo está presente “en, con y bajo” el pan y el vino. Incluso en rebelión, Lutero es cautivo de los conceptos medievales de la presencia. Lutero recuperó gran parte de la participación congregacional al restaurarle a los laicos el cáliz (“la primera cautividad”), el uso de la lengua vernácula y la rica himnodia congregacional. Sin duda la mayor tragedia de la Reforma fue el conflicto entre Lutero y Zwinglio a cuenta del concepto de presencia, una lucha que estalló en el Coloquio de Marburgo (1529). Zwinglio, impaciente con cualquier concepto de que lo físico pudiera transmitir lo espiritual, repudió la enseñanza de Lutero sobre la presencia arguyendo que Cristo sólo está presente espiritualmente por su naturaleza divina. La fuerza de Zwinglio fue su énfasis en la comunión y en la unión espiritual de los

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participantes que juntos confesaban su fe: una transubstanciación de la gente y no tanto de los elementos. Lutero se encontró entre el racionalismo de la derecha (escolasticismo) y el de la izquierda (el humanismo de Zwinglio), de manera que los dos reformadores se dividieron a causa del sacramento de la unidad. Estaba claro que en verdad eran de “diferente espíritu”. El papel de Juan Calvino fue el de una especie de mediador entre los dos, pero añadió mucho que era de su propia cosecha, o más bien, recuperó algo de la iglesia primitiva. Dios, que es quien mejor nos conoce, utiliza signos externos para darse a sí mismo. Por culpa de nuestro pecado y falta de fe, esos signos son necesarios; debido al amor de Dios por nosotros, son efectivos. Nos alimentamos de Cristo en la eucaristía, pero ello sólo es hecho posible mediante la operación del Espíritu Santo que eleva nuestras almas al cielo. El medio de alimentarnos de Cristo es un “misterio, que ni el entendimiento puede comprender, ni la lengua declarar”32. Al poner el acento sobre el papel del Espíritu Santo y el sentido de misterio, Calvino recoge algunas tendencias auténticas de la iglesia primitiva que los desarrollos medievales habían pasado por alto. Calvino también enfatiza que la Cena del Señor implica un amor y una comunión mutuos: “ Porque, ¿qué estímulo puede haber más agudo y penetrante para incitarnos a la mutua caridad, que ver a Jesucristo que al darse a sí mismo a nosotros, no solamente nos invita y con su ejemplo nos enseña que nos empleemos y demos los unos a los otros, sino que al hacerse una cosa con todos nosotros, nos hace a todos una misma cosa con él?”33. La ubicación espacial que hace Calvino de Cristo en el cielo es un tanto cruda, y tampoco contribuye con cosas que sean demasiado positivas sobre los conceptos de sacrificio, acción de gracias, conmemoración o escatología. Pero la teología de Calvino recupera la centralidad de la obra del Espíritu Santo. Entre los anabautistas floreció un intenso sentido de comunión, reforzado por la prohibición de comunión que pendía sobre aquellos creyentes bautizados que se habían apartado. La iglesia pura era también una iglesia perseguida, una realidad reflejada en su himnodia. Bajo la amenaza de la persecución y conscientes de sus mártires, las celebraciones anabautistas se caracterizaban por un vívido fervor escatológico. Ha habido mucha controversia sobre la doctrina eucarística de Cranmer tal como se expresa en el primero de los dos Libros de Oración Común. En general, su posición se ve algo parecida a la de Zwinglio, pero con un punto de vista más firme en cuanto al valor de la comunión frecuente. “Sin embargo, se le distingue del reformador de Zurich en que tiene una consideración más elevada de la Cena del Señor y subraya que su fiel observancia va acompañada por la acción de la gracia de Dios”34. Los sentimientos de Zwinglio por el compañerismo también están presentes, así como una dimensión de la conmemoración bastante pronunciada, si bien como en el caso de la mayoría de los materiales de la Reforma, esto se centra demasiado estrechamente en la pasión. Juan Wesley contaba con las ventajas de vivir en una época posterior a las controversias de la Reforma y de poseer un conocimiento más profundo de la patrística. Aunque está muy cerca de Calvino en muchos aspectos, Wesley logró un equilibrio del que incluso el reformador de Ginebra careció. Esto queda reflejado en las divisiones de los Himnos sobre la Cena del Señor de Juan y Carlos Wesley: “Como Memorial de los Sufrimientos y la Muerte de Cristo”, “Como Signo y Medio de Gracia”, “El Sacramento: Un Pacto del Cielo”, “La Santa Eucaristía como Sacrificio”, “En Cuanto al Sacrificio de Nuestras Personas” y “Después del Sacramento”35. Por fin aparece una afirmación protestante fuerte y positiva sobre el sacrificio eucarístico en Wesley, acompañado de un sentido patrístico-calvinista de la presencia como misterio. Los aspectos escatológicos y neumatológicos están vívidamente presentes también, al igual

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que el compañerismo, pese a que la conmemoración y la acción de gracias todavía se centran únicamente en la pasión y muerte de Cristo. En los últimos años se ha producido un extraordinario desarrollo en la comprensión de la eucaristía, especialmente en la dirección de un enfoque más cuidadosamente equilibrado. El libro de Brilioth, utilizado por católicos como Louis Bouyer, ha sido por sí mismo un elemento que ha contribuido a este proceso, pero muchas cosas se han producido como resultado de contactos ecuménicos más amplios y de una mayor estudio de los aspectos bíblicos, históricos y teológicos de la teología eucarística. La mayor atención se ha dedicado a las áreas problemáticas de la presencia y el sacrificio, pero en todas las áreas nuestra comprensión se ha incrementado considerablemente. El Vaticano II ha realizado una notable contribución en la nueva formulación de toda la cuestión de la presencia al declarar que Cristo está presente en la misa no en una, sino en una serie de formas: en la persona del ministro, en el pan y el vino, en la acción sacramental, en la palabra y en la congregación (CSL, párrafo 7). Más recientemente, la presencia de Cristo en los pobres que hay entre nosotros se ha identificado como otro modo de presencia. ¡Qué distinta hubiera sido la historia si todas estas percepciones hubieran llegado mil años antes! Los teólogos católicos han recogido otra pista al desarrollar el concepto de transignificación, en el que el énfasis está sobre el significado o propósito de los signos sacramentales en la eucaristía36. Anteriormente, Odo Casel había abierto nuevas posibilidades al representar la misa como un misterio temporal, y no tanto espacial. Según la idea de la transignificación, si el significado de algo es el componente principal de su propio ser, se puede decir que el pan y el vino sufren un cambio ontológico en la eucaristía, en virtud del cual llegan a significar el cuerpo y la sangre de Cristo. Por analogía, una caja de bombones se convierte en un regalo mediante el signo actuado de entregarlo y después de ello ya no es un dulce, sino un medio de autoentrega. Estos conceptos más nuevos, que prácticamente igualan significado con ser, admiten las impresiones de la reciente filosofía fenomenológica y algunas veces parecen reflejar la comprensión de Calvino de que Dios utiliza los signos como una manera de acomodarse a la capacidad humana. Estos nuevos enfoques distan mucho de ser aceptados de forma unánime por los católicos, pero han llamado la atención de muchos protestantes como la base de una comprensión común. El punto hasta el que esto se ha hecho posible queda demostrado en el documento ecuménico de 1982, titulado Bautismo, Eucaristía y Ministerio37. Nuestro entendimiento del sacrificio se ha ampliado muchísimo al igualarlo no sólo con el aspecto de pasión y redención, sino con toda la encarnación de Cristo, quien se vació a sí mismo de ser Dios para tomar la forma de un siervo (Filipenses 2:7). La presencia de la terminología de los sacrificios en el Nuevo Testamento y la iglesia primitiva se ha reconocido de manera más general. La recuperación de imágenes tales como las representaciones de Agustín de la iglesia en unión con Cristo en la ofrenda eterna de Cristo por nosotros han hecho posible una aproximación más positiva sin recortar el carácter único de la obra de Cristo ya completada. En la actualidad, el sacrificio también se ve como el memorial de la obra de Cristo, todo lo que los cristianos tienen o podrían esperar tener para ofrecer a Dios. Así pues, la conmemoración y el sacrificio están íntimamente relacionados. La conmemoración se ve ahora en sus aspectos más amplios como algo que abarca toda la obra de Cristo desde la creación hasta el juicio final. Entre los nuevos desarrollos litúrgicos importantes están la inclusión otra vez de las lecturas del Antiguo Testamento y la salmodia en la Cena del Señor, así como la recuperación de la

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enumeración de las obras salvíficas de Dios en el Antiguo Pacto en las oraciones eucarísticas occidentales. La conmemoración va mucho más allá que recordar solamente el Viernes Santo y la Pascua. La acción de gracias se ha expresado abundantemente en muchas liturgias modernas coincidiendo con una comprensión más amplia de la conmemoración. Las eucaristías se han transformado una vez más en gozosas ocasiones de alabanza. En parte esto se debe a los contactos con las iglesias orientales, que siempre han mantenido que uno va a la iglesia principalmente para alabar a Dios por lo que Dios ha hecho, y no para decirle a Dios lo pecadores que somos. Incluso los tristes misterios del sufrimiento y la muerte de Cristo son gozosos en última instancia. También las iglesias orientales han hecho que las occidentales fueran conscientes de lo vital que resulta entender la eucaristía como la obra del Espíritu Santo. Prácticamente todas las nuevas oraciones eucarísticas tienen una epíclesis característica. Los pentecostales, que funcionan principalmente a partir de la experiencia en lugar de la reflexión teológica, han valorado estas percepciones desde principios de siglo. La evidencia de que se le asigna un nuevo valor al compañerismo es abundante, como puede verse en la reforma posvaticana de la liturgia vernácula, la comunión en la mano y con ambas especies y los esfuerzos por conseguir la completa participación congregacional. Al igual que ha ocurrido con los católicos, las iglesias de la Reforma han recuperado el beso de la paz como un acto congregacional. No se ve tan a simple vista, pero también ha habido un creciente interés en ver la eucaristía como una anticipación, mirando en una dirección escatológica hacia el banquete celestial que marcará la culminación de todas las cosas en Jesucristo. Muchas de las nuevas oraciones eucarísticas afirman explícitamente este aspecto de la fe cristiana. Una aclamación, recuperada tanto por católicos como por protestantes, es un signo de esto: “Cristo volverá otra vez”. Hay muchos motivos para alegrarse en estas nuevas maneras de entender lo que la iglesia experimente en la Cena del Señor. Estas interpretaciones no sólo acercan más a los cristianos al testimonio de la Biblia y de la iglesia primitiva, sino también unos a los otros. Acción Pastoral La práctica pastoral debería reflejar cómo ha crecido la iglesia en su capacidad de comprensión en los últimos años, de manera que uno pueda ejercer el ministerio más completo posible en esta área. Existe una estrecha relación entre la teoría y la práctica para las personas responsables de planificar y presidir la eucaristía. En primer lugar, el marco arquitectónico dictará muchas, si no todas, de las posibilidades que tengamos disponibles. Últimamente todas las tradiciones han ido en la dirección de demandar un altar suelto, de manera que el sacerdote o ministro pueda colocarse frente a las personas que están al otro lado. Esto se hizo obligatorio en las nuevas iglesias católicas en 1964, y la mayoría de iglesias protestantes han seguido el ejemplo. Una vez que uno ha celebrado frente a la gente que se encuentra al otro lado de la Mesa del Señor, resulta difícil volverles la espalda de nuevo. No sólo debe ser uno capaz de colocarse frente a las personas, sino que también debe resultarles fácil a ellos venir hasta el altar, si es que esta es la práctica de la tradición correspondiente. Algunas tradiciones están recuperando la acción de reunirse alrededor de la Mesa del Señor, de pie, arrodillados o sentados. El hecho mismo de ir hacia delante en compañía de los prójimos es un poderoso signo no verbal de compañerismo y de ofrenda de uno mismo. El altar no sólo debe ser visible sino

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también accesible. Cada vez más, en muchas iglesias incluso en las ocasiones en que no se celebra la eucaristía, el altar es el foco de los actos de oración y ofrende, mientras que la proclamación se centra en el púlpito. Esto implica un altar ministerial, despejado para la acción, diseñado para ser utilizado y que en la práctica es utilizado. No indica un altar monumental, muy visible pero utilizado únicamente como un lugar en el que colocar una Biblia que no se usa, un ramo de flores o unos cirios. La Cena del Señor es básicamente acción complementada con palabras. ¿Hasta qué punto somos cuidadosos a la hora de dejar que las acciones hablen? Un experimento excelente, puramente como una experiencia de aprendizaje, consiste en celebrar la eucaristía en silencio, obligando así a que las acciones, los utensilios, los elementos, el marco, las vestiduras y cualquier otro medio de comunicación disponible, excepto todo lo que sea audible, hablen por sí mismos. Todos los nuevos ritos eucarísticos están basados en el modelo cuatripartito de acciones que hemos descrito anteriormente. Al tomar o preparar el rito, ¿se llama la atención hacia el hecho de que lo que sigue es una comida y de que el altar y los elementos deben estar preparados? ¿Usamos nuestras manos, además de nuestras voces, para expresar que estamos dándole gracias a Dios por los elementos? ¿Es el partimiento del pan un claro signo de la unidad de la barra de pan rota por muchos? ¿Existe un contacto real con las manos mientras se coloca el pan en la mano de cada receptor? Todos estos actos requieren una cuidadosa atención para que se exprese y no se oculte su valor como signo. La buena comunicación exige una preparación llena de sensibilidad. Dios actúa a través del que preside y de las personas, pero quien preside tiene la responsabilidad de hacer que la comunicación sea lo más clara posible. No se nos ocurriría hablar entre dientes mientras se predica el sermón; no deberíamos restarle importancia a las acciones mientras se lleva a cabo la eucaristía. Estos signos actuados no son una decoración; son una parte esencial del ministerio de llevar a la gente a una comunión con Dios. En la Mesa del Señor, comprendemos hasta qué punto Dios conoce y ama a las personas como seres humanos plenos. La gloria y majestad del ser de Dios se acomoda a nuestra humilde capacidad humana. Así pues, lo que hacemos con nuestras manos, cuerpos y voces al dirigir la eucaristía es un ministerio vital que requiere sensibilidad hacia la manera en que los humanos se relacionan y comunican. Existe un lenguaje corporal, además de vocal, y debemos aprender a hablarlo con elocuencia. El pan y el vino en sí mismos también son una parte importante de la acción. Algunas veces se decía que hacía falta más fe para que los escolares católicos creyeran que las hostias de la comunión son pan, que para hacerles creer que el pan se convierte en el cuerpo de Cristo. Ellos habían visto pan auténtico. El uso de alimentos comunes ocupa el centro de la eucaristía. Cristo no escogió néctar y ambrosía, la comida de los dioses, sino pan y vino, la comida de los humanos. El signo no debe ser falso. Se pierde gran parte del valor como signo cuando el pan se convierte en galletas acartonadas, “comida para peces” plástica o cualquier otra cosa distinta de lo que el pan aparenta, sabe y huele. Lo mismo se puede decir con respecto al vino. El pan debe ser pan que se puede romper fácilmente, ni demasiado fresco ni demasiado duro. El acto de partir el pan puede ser una de las partes más significativas del culto si se realiza con cuidado. El acto de dar también es importante. Dar un regalo puede convertirse en un verdadero arte; dar el pan y el vino no son una excepción. Existen problemas específicos que tienen que ver con el reparto del vino. Es cierto que el más alto valor como signo de unidad reside en el hecho de dar el vino con un cáliz común. Pero la gente en muchos sectores de la cultura norteamericana cree

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firmemente en los gérmenes, aunque pocos han visto alguno. La Asociación Médica de los EE.UU. ha afirmado que cuando al cáliz de vino se le da la vuelta y se limpia con un paño después de cada comulgante, esta práctica “parece eliminar cualquier peligro”38. Pero para aquellos que se sientan abrumados por la ansiedad, estos temores se pueden evitar mojando el pan en un cáliz común (immixtio), vertiendo el contenido del cáliz en copas individuales o dando el vino que ya ha sido vertido en copas individuales. Hasta los tiempos modernos la cantidad de pan y vino que se consumía no era unas pocas migajas, sino unas raciones más generosas, lo cual ciertamente realzaba el valor del signo. A la hora de ministrar a los enfermos surgen problemas especiales. Los católicos han ideado un sistema de ministros extraordinarios (laicos) que están entrenados para llevar el pan consagrado a los enfermos y ancianos, a veces diariamente. Otro arreglo que se puede realizar consiste en que varias personas de la congregación se unan al ministro o sacerdote en una celebración en la propia habitación del enfermo, desde luego más breve de lo habitual, pero sin embargo un verdadero culto común en el que se discierne el cuerpo del Señor. Algunas iglesias tienen ahora ritos eucarísticos para ser utilizados en las habitaciones de las personas enfermas. Llevar el pan y el vino consagrados a los enfermos ha sido un ministerio importante desde la época de Justino Mártir. Hace falta mucha planificación, preparación y cuidado para dirigir la eucaristía en todos sus aspectos externos y visibles para que comunique del mejor modo posible la realidad interna de la autoentrega de Dios.

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CAPÍTULO IX

LOS VIAJES Y LOS TRÁNSITOS

La vida está repleta de ciclos recurrentes y de eventos únicos. Uno puede caer enfermo en numerosas ocasiones, pero tiene que morir una sola vez. Nos encontramos con que el culto cristiano tiene formas de ministrar a los tiempos de crisis recurrentes y a los eventos que son únicos. En consecuencia, hablaremos de los ciclos recurrentes como viajes y de los eventos únicos como tránsitos. Ambos exigen un interés y un cuidado especiales por parte de la comunidad cristiana a través de los cultos ocasionales o lo que podríamos denominar los ritos pastorales. Estos cultos manifiestan el cuidado amoroso de la comunidad cristiana hacia sus miembros al continuar éstos su firme viaje a través de la vida o pasar por nuevas e irrevocables experiencias. Para todos los cristianos, el viaje por la vida implica transgresiones de lo que conocemos como la voluntad de Dios. Por definición, todos los cristianos son pecadores y lo saben. Pero el culto cristiano proporciona maneras de tratar con este aspecto de nuestra condición, especialmente cuando la carga del pecado se vuelve intolerable. De diversas maneras, los cristianos pueden arrepentirse y vivir con la seguridad de que Dios actúa para perdonar el pecado. Son varios los nombres que sirven para identificar este proceso: penitencia o confesión son los términos tradicionales; reconciliación es la palabra que goza de mayor predicamento en la actualidad. Nosotros utilizaremos este último término porque reconciliación sugiere tanto el sentido vertical de reunirse con Dios como el sentido horizontal de reunirse con el prójimo. La reconciliación a menudo se ve como una medicina para el alma enferma. Al mismo tiempo, el cristianismo ministra a los cuerpos enfermos. Para algunas personas, la enfermedad es algo que ocurre rara vez o de lo que se libran por completo, pero para mucha gente puede ser un ciclo recurrente. Desde el tiempo de los apóstoles, los cristianos han estado involucrados en la sanidad del cuerpo así como de las almas enfermas. El ministerio a los enfermos y moribundos ha recibido más atención en el culto cristiano en los últimos años que nunca antes. La enfermedad es una parte importante del viaje de la vida de muchas personas y la iglesia también tiene que estar presente en estos momentos. Las cimas y los valles de la vida son ocasiones para el culto cristiano al igual que lo son las llanuras del día a día. Los puntos críticos de la vida están marcados cuando la comunidad de fe se reúne alrededor de los individuos para expresar su amor en ese momento en que las personas pasan por diversas etapas: matrimonio (para la mayoría), ordenación (para algunos), profesión religiosa o encomendación (para algunos) y muerte (para todos). Cada tránsito refleja tres etapas en grados distintos: separación de una forma de vida pasada, transición o momento en el que uno cruza el umbral hacia un nuevo orden del ser e incorporación a una nueva forma de vida o a la misma muerte. Varios de ellos van acompañados de períodos de transición en el tiempo (compromiso, estudios en el seminario, noviciado, deterioro de la salud) además de transiciones en el espacio (una nueva casa, un nuevo lugar para el ministerio, una nueva comunidad, el cementerio).

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Para los cristianos, ninguno de estos tránsitos es un momento puramente individual, sino más bien un interés compartido por toda la comunidad cristiana. Una boda señala la formación de una nueva familia y potencialmente añade al cuerpo de Cristo. Incluso la soledad de la muerte se ve mitigada por la creencia de que la muerte no le elimina a uno de la iglesia, sino que tan sólo le transfiere a un sector más grande: la Iglesia Triunfante. Como intereses comunitarios, estos momentos intensamente personales se suelen celebrar en medio de la comunidad cristiana. La comunidad de amor nos rodea y apoya tanto en el gozo del matrimonio, la ordenación, la profesión o encomendación, como en la tristeza de la muerte. Dios nos alcanza a través de la comunidad humana para establecer nuevas relaciones de amor en estos momentos especiales. Estas nuevas relaciones se expresan de diversas maneras en distintas relaciones y tipos de amor, como el amor conyugal o el amor por quienes han perdido a sus seres queridos. La eucaristía puede ser una parte importante del ministerio de amor de la iglesia en estos momentos de tránsito. A excepción de la ordenación y de la profesión religiosa o encomendación, estos tránsitos no son en modo alguno únicamente cristianos, sino que afectan a todas las personas. En la manera en que observamos las crisis de la vida, vemos más claramente que en ninguna otra cosa relativa al culto cristiano la influencia de la cultura local. En estos momentos se ponen en marcha una gran variedad de costumbres y prácticas locales, que ocasionalmente pueden entrar en conflicto con la fe cristiana, a veces concordar con ella y frecuentemente resultar indiferentes. Los cristianos no tienen el monopolio de la conmemoración de tránsitos como el matrimonio o la muerte, pero ciertamente están influidos por las formas en que otras personas observan tales eventos. Es importante saber cuál es el testimonio cristiano distintivo en semejantes ocasiones y qué es lo que viene determinado por la cultura, de modo que uno pueda tomar decisiones informadas al tratar con situaciones específicas. Por extraño que parezca, cuanto más marginal sea la relación de una persona con la comunidad cristiana, más importantes suelen ser para ella los tránsitos cristianos como el matrimonio y los funerales. De hecho, puede tratarse del único contacto que esa persona tenga con la comunidad de fe. Consideraremos en primer lugar los cultos relacionados con el viaje de la vida – la reconciliación y la sanidad. Después veremos el matrimonio cristiano, la ordenación, la profesión religiosa o encomendación y el entierro cristiano. Cada uno trata con el ministerio efectivo en un momento de profunda necesidad humana. Nuestro análisis será rápido pero señalará algunas direcciones contemporáneas de fe y práctica en cada área. Reconciliación No todo el mundo necesita sanidad para el cuerpo; todos necesitamos sanidad para el alma. Jerónimo habla del bautismo y la reconciliación como tablas de salvación a las que nos podemos agarrar tras del naufragio del pecado. La reconciliación tiene ciertos paralelismos con el bautismo, así como con la sanidad física. El bautismo ha sido comparado con el matrimonio, que hace visible el establecimiento de una relación permanente basada en el amor. Pero incluso en esa relación, vienen tiempos de conflicto y surge la necesidad de “hacer las paces”, de reconciliarse. Así pues, a diferencia del bautismo, que no se puede repetir, la reconciliación es un evento recurrente. Resulta sorprendente que el Nuevo Testamento nos diga tan poco sobre los pecadores bautizados. Pablo amenaza con “no ser indulgente” en Corinto (2ª Corintios 13:3), y un pecador bien conocido debe ser “entregado a Satanás” (1ª Corintios 5.5).

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Existían abundantes precedentes en el Antiguo Testamento para las prácticas penitenciales de la súplica, el ayuno, el lamento y el vestirse de saco. A la luz del importante papel que el texto jugó en épocas posteriores, es asombroso que la iglesia primitiva parezca hacer poco énfasis sobre el versículo que con mayor claridad le confiere la autoridad de perdonar o retener los pecados: Juan 20:23. Está claro que en los evangelios se busca el regreso de los pecadores y que Pablo equipara la esclavitud del pecado con la muerte. Se hace difícil encontrar evidencia de actos rituales de reconciliación más allá de la limpieza del bautismo en el Nuevo Testamento. Tertuliano nos cuenta mucho sobre la práctica primitiva de la reconciliación en su tratado Sobre la Penitencia, a principios del siglo III. El pecado no sólo es una ofensa contra Dios, sino también una herida en la iglesia, ya que pone en peligro a todos los cristianos (especialmente en momentos de persecución). Es mucho mejor reconocer el pecado propio y sufrir vergüenza delante de la comunidad que ir al infierno después de esta vida. Dios no puede ser engañado. La penitencia implicaba una rigurosa disciplina pública de privaciones diarias para aquellos que eran culpables de pecados flagrantes como la apostasía. Los penitentes eran excluidos de la eucaristía hasta que eran reconciliados con la iglesia en Pascua, del mismo modo que los neobautizados eran admitidos a su primera comunión. La reconciliación desde luego era la tabla de salvación tras el naufragio para aquellos que habían pecado gravemente y destruido los efectos purificadores de su bautismo. La reconciliación, que normalmente se practicaba una vez en la vida, implicaba un período de ayuno, en el que se llevaban ropas penitenciales, y de continencia. Tertuliano la considera medicinal, una manera de sanar una herida en la comunidad, del mismo modo una medicina astringente cura. Así que el domingo de Pascua se celebraba públicamente la reconciliación de las ovejas perdidas tanto con Dios como con la comunidad cristiana ofendida. En la Edad Media se produjeron cambios drásticos en la reconciliación. De hecho, a excepción tal vez de la sanidad, ningún sacramento ha visto invertida su forma tanto como este. La reconciliación, que originalmente había sido administrada por los obispos, ahora la llevaban a cabo los presbíteros; de ser abierta al público, pasó a convertirse en privada y secreta; de practicarse una o dos veces en toda la vida, llegó a practicarse al menos cada año, y semanalmente en tiempos modernos; de ser una rara excepción, se convirtió en requisito obligado para todos. Gran parte del ímpetu de estos cambios vino a través de la difusión por toda Europa de los penitenciales celtas, manuales que prescribían las penas por las malas acciones1. A partir del siglo VII, la influencia de los libros celtas se extendió, popularizando un tipo de penitencia totalmente separada de la que se producía en la asamblea pública de la iglesia. De hecho, algunos de los primeros confesores irlandeses eran hombres y mujeres laicos, pero finalmente sólo los sacerdotes podían ser confesores. Los concilios celebrados en la baja Edad Media decretaron que la confesión era necesaria antes de recibir la comunión, y que ambas debían ser recibidas al menos una vez al año, una fatídica conexión entre ambos sacramentos. La reconciliación fue una oportunidad perdida para la Reforma. Lutero redactó “Un Breve Orden de Confesión Delante del Sacerdote para el Hombre Común” en 1529 y dos años más tarde2 escribió “Cómo Debería Uno Enseñar a la Gente Común a Confesarse por Sí Mismos”. Estas obras buscan evitar la artificiosidad de catalogar los pecados de cada cual según el número y la especie, y darle a uno la paz que la reconciliación puede ofrecer. Ambas formas son para la confesión privada ante un sacerdote o padre confesor. Los otros reformadores se contentaron con añadir oraciones penitenciales a sus cultos públicos dominicales.

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Los cambios recientes en la reconciliación han sido espectaculares. Hemos visto cómo la Edad Media trajo consigo cambios drásticos en este sacramento. El Vaticano II ordenó la revisión del “rito y las formas” de la penitencia, pero no dejó entrever ninguno de los cambios significativos en los tres ritos distintos que aparecieron en 1973; para la “Reconciliación de los Penitentes Individuales”, para “Varios Penitentes con Confesión y Absolución Individual” y para “Varios Penitentes con Confesión y Absolución General” (Rites, 1, 339-445). Sin duda el más controvertido ha sido el último, pero su uso se ha ido restringiendo cada vez más. En los tres ritos se prevé la lectura de la Escritura. Los dos últimos ritos dramatizan la “relación del sacramento con la comunidad”. Todos los participantes comparten la confesión general y la alabanza por la misericordia de Dios. En su conjunto representan tanto una recuperación como un avance que va más allá de la práctica primitiva en su insistencia sobre la naturaleza comunitaria del pecado y nuestra necesidad de ser reconciliados unos con otros por la misericordia de Dios. Durante los años de la guerra del Vietnam, muchas congregaciones protestantes experimentaron con diversos tipos de cultos colectivos de reconciliación. Estos cultos tendieron a desaparecer una vez que se superó el trauma. Ahora se ven signos de que las profundas necesidades humanas a las que ministra la reconciliación están siendo satisfechas más directamente. Los luteranos tienen previstos cultos tanto para la “Confesión y Perdón Colectivos” como para la “Confesión y Perdón Individuales” (LBW, 193-97). Los episcopalianos, siguiendo prácticas recuperadas del movimiento de Oxford en el siglo XIX, contemplan la práctica privada de “Reconciliación de un Penitente” (BCP, 447-52). En la actualidad (1989) se están preparando materiales para ritos de reconciliación por parte de los metodistas unidos y de los presbiterianos. La mayoría de estas iglesias incluyen elementos penitenciales en casi todos los cultos dominicales, especialmente en la eucaristía. Los luteranos disponen ahora de un “Breve Orden para la Confesión y el Perdón” preliminar de carácter optativo antes de la eucaristía (LBW, 56). Los episcopalianos proveen un “Orden Penitencial” (BCP, 31921, 351-53) más o menos flotante que puede usarse durante la eucaristía y que sugiere de una forma bastante directa que en ausencia del mismo debería realizarse una confesión general después de las intercesiones. Para los católicos y los presbiterianos, los ritos introductorios del culto dominical habitual comienzan con actos de confesión y perdón, un legado de la Edad Media. En años recientes se ha mostrado un creciente interés por los tiempos penitenciales tales como Adviento y Cuaresma y ocasiones como el Miércoles de Ceniza. La tradición puritana hacía mucho tiempo que tenía días especiales de humillación y ayuno, además de días de acción de gracias. También hay una antigua tradición metodista de cultos de vigilia de oración y cultos de pacto. El primer Libro de Oración Común tenía un culto para el Miércoles de Ceniza con feroces maldiciones tomadas de Deuteronomio 27, un culto al que en 1662 se le cambió el nombre por el de “Una Conminación o Denuncia de la Ira y el Juicio de Dios Contra los Pecadores”. Algunas observaciones un tanto más suaves del Miércoles de Ceniza han sido comunes en muchas iglesias, y en el Libro de Oración Común (264-69), el LBW, Ministers Desk Edition (129-31) y el Handbook of the Christian Year (110-17) aparece un culto con la imposición opcional de cenizas. Gran parte del valor de la reconciliación colectiva es de naturaleza ocasional y podrían funcionar mejor cuando se asocia con fechas especiales del año eclesiástico o de la vida civil.

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Reconciliación BAS, 166-72 BCP, 446-52 BofW, 268-88 CF, 96-103 LBW, 56, 193-97

LW, 308-11 MDE, 318-23 OS, 45-47 PH, 988-91

PM, 271-73 Rites, 1, 337-45 SLR, #2, 78-81 UMH, 890-93

La Edad Media fue testigo del desarrollo de la comprensión de la iglesia en cuanto a lo que experimentaba en la reconciliación. Lombardo tiene mucho que decir sobre la reconciliación (setenta páginas), lo cual es indicativo del grado de desarrollo que existía en el siglo XII en el frecuente uso de este sacramento por parte de todos. Y lo más importante, nos dice “que mediante la penitencia, no una sola vez, sino a menudo, nos levantamos de nuestros pecados... la verdadera penitencia puede realizarse repetidamente”3. El proceso de la reconciliación que Lombardo aborda con detalle lo resume el Concilio de Florencia al afirmar que la materia del sacramento implica tres actos de penitencia: “contrición del corazón... confesión con la boca... [y] satisfacción de los pecados... principalmente mediante la oración, el ayuno y las limosnas”. La forma consistió en las palabras del sacerdote (el ministro de este sacramento): “Yo te absuelvo”4. La reconciliación no fue considerada un sacramento en ninguna de las iglesias de la Reforma, a pesar de que Lutero animó a que se practicara la penitencia privada y los elementos penitenciales se convirtieron en una parte muy visible del culto dominical. Con todos sus defectos, la práctica medieval de la penitencia sí les permitía a los hombres y a las mujeres vivir la vida con la seguridad concreta de que Dios verdaderamente había actuado para perdonarles cuando se habían sentido auténticamente contritos, se habían confesado ante un sacerdote y habían llevado a cabo las obras de satisfacción. La Reforma trajo la sensación de que todos los cristianos podían ejercer un papel sacerdotal unos con otros, confesándose y perdonándose unos a otros. Pero a menudo ocurre que cuando el poder está al alcance de todos, nadie lo ejerce. Todas las tradiciones protestantes vieron la necesidad de contar con normas de disciplina y juicio, aunque los medios de ponerlas en vigor variaron. Calvino relacionó la acción disciplinaria del cercado de las mesas (esto es, la exclusión de los pecadores bien conocidos, 1ª Corintios 11:27) con la eucaristía, y Wesley pidió a sus miembros de clase un boleto de comunión. Ambas prácticas colocaron sobre la eucaristía una carga disciplinaria indebida. Los nuevos conceptos que hay detrás de las actuales reformas de la reconciliación son en realidad muy antiguos. Se centran en la naturaleza del pecado como una ofensa contra el prójimo además de contra Dios. En diversos ritos, toda la comunidad participa escuchando la Palabra de Dios a través de la lectura de la Escritura, llevando a cabo exámenes de conciencia, solicitando perdón y escuchando la declaración de la voluntad que Dios tiene de perdonar. La naturaleza colectiva del pecado en formas tales como el racismo, el nacionalismo, el sexismo y otras injusticias que practican unos grupos contra otros son objeto de examen y confesión en muchos de estos ritos. De este modo, los cultos de reconciliación están profundamente implicados en la búsqueda cristiana de la justicia.

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Ministerio a los Enfermos El ministerio de la iglesia a los enfermos ha implicado una serie de actos cúlticos a lo largo de los siglos. Estos actos han ido desde una sencilla oración junto a la cama hasta los cultos públicos de sanidad. En los últimos años hemos asistido a un fuerte cambio en la práctica de los católicos y un creciente interés entre los protestantes acerca de la exploración de nuevas maneras de ministrar a los enfermos. Ambos han tenido que evitar lo estrafalario y lo espectacular. Los evangelios están repletos de relatos del ministerio de sanidad de Jesús, y Hechos aclara que los apóstoles continuaron esta obra. Marcos 6:13 dice que “ungían con aceite a muchos enfermos, y los sanaban” mientras Jesús estaba todavía con ellos. La práctica apostólica se relata ampliamente, pero el pasaje clave para conocer los desarrollos posteriores es Santiago 5:14-16. En este texto resaltan varios asuntos. Los ancianos o presbíteros (el consejo que preside la iglesia) son los que tienen el ministerio de sanidad. Su función es la de “orar por” la persona enferma y “ungirla con aceite en el nombre del Señor”. El propósito es, ciertamente, la sanidad del cuerpo, pero ésta también va acompañada del perdón de los pecados. Por lo tanto, a todos los cristianos se les aconseja confesar sus pecados unos a oros y orar unos por otros, porque así serán sanados físicamente. La utilización del aceite con propósitos terapéuticos estaba extendida en el mundo antiguo y se usaba tanto para ungir como para tomarlo por vía oral. Para los cristianos este era un uso natural, ya que “Mesías” o “Cristo” significaba “el ungido”. La oración humana y la actividad divina se unen: la oración para salvar y el Señor para levantar. La afirmación del poder para sanar es contundente, aunque no más que Marcos 16:18. La parte más sorprendente del pasaje, desde luego, es la conexión de la sanidad física con el perdón de pecados. Nosotros nos inclinamos a distinguir claramente entre estos dos, pero al autor le preocupa la restauración plena, tanto corporal como espiritual. Está bastante claro que el propósito de ungir y orar es tanto la sanidad física como la espiritual. Nuestra próxima impresión clara sobre la unción de los enfermos viene de Hipólito. Después de la oración eucarística alguien puede ofrecer aceite. El obispo da gracias por el aceite y se le pide a Dios que tenga a bien “fortalecer a todos los que lo prueben y dar salud a todos los que lo usen”5. Es evidente que el aceite es tanto para ser bebido como para ser aplicado exteriormente con vistas a la obtención de la salud. Más de un siglo después, Serapión nos da más detalles. Él incluye un oración por el aceite después de la oración eucarística: “que toda fiebre y todo espíritu maligno y toda enfermedad huya a través de la ingestión y la unción”6. Una oración posterior en la colección de Serapión es todavía más explícita al enumerar las virtudes medicinales y exorcizantes que se le atribuyen al aceite. En estos primeros siglos, cualquiera que tuviera necesidad de sanidad (o sus amigos) traía aceite a la iglesia, allí era bendecido y después lo bebía o se lo ungía él mismo. Las iglesias orientales insistían más en que fueran los sacerdotes quienes realizaran el acto de la unción. Con el tiempo, Occidente convirtió en normal que los sacerdotes ungieran con el aceite bendecido por el obispo. Bien entrada la Edad Media, se consideraba que el propósito de la unción del enfermo era restaurar su salud, tanto física como espiritual. Pedro Lombardo dice que tiene “un doble propósito; a saber, la remisión de los pecados y el alivio de la enfermedad corporal”. Quien lo recibe de forma adecuada es “aliviado tanto en su cuerpo como en su alma, siempre y cuando sea conveniente que sea aliviado de los dos”7. Lombardo se embarca después en una extensa defensa de la repetición del

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sacramento en caso de una enfermedad recurrente. Pero a finales del siglo XII la unción se vio cada vez más tan sólo como una preparación para que el alma moribunda entrara en el cielo, tal como implica el nombre de extremaunción. Este fue un cambio drástico con respecto a la concepción y práctica anteriores, que consideraban que la unción involucraba tanto la sanidad del cuerpo como la del alma. Hasta hace poco, se apelaba a los escolásticos en apoyo del enfoque de que la unción era el “sacramento de consagración para la muerte”. Mientras que el método antiguo de unción parece haberse realizado en cualquier lugar en el que hubiera dolor, a finales de la Edad Media llegó a hacerse sobre los ojos, oídos, nariz, boca, manos, pies y lomos, lugares todos ellos capaces de pecar. En el siglo XV se tomó la decisión de que sólo debía darse a quienes estuvieran en peligro de muerte. La forma era: “Mediante esta santa unción y su tiernísima compasión, el Señor te otorga el perdón de cualquier pecado que hayas cometido con la vista”, etcétera. La materia era el aceite de oliva bendecido por el obispo8. El beneficio es “la sanidad de la mente y, en la medida en que sea oportuno, también del cuerpo”, un pensamiento este último más bien dudoso. Los sacramentos subsidiarios y los sacramentales también crecieron como parte del ministerio de la iglesia a los enfermos y moribundos. Estos incluyeron una serie de salmos, oraciones, lecturas y aspersión con agua bendita para usarla cuando se visitaba al enfermo. La confesión se podía escuchar, si era posible. Se daría la confirmación si no se había hecho previamente. Debía darse la comunión (el viático). Se ofrecía una bendición apostólica y, al morir, se encomendaba a Dios el alma del moribundo con la oración: “Marcha, ¡oh alma cristiana!”. En resumen, del mismo modo que el catecumenado convirtió en ritual todo el proceso de la conversión, también los ritos de los enfermos convirtieron en ritual todo el proceso de morir como un cristiano. Muy pocas de estas cosas sobrevivieron a la Reforma. Calvino denunció la unción como “una farsa, con la que pretenden hipócritamente, contra toda razón y sin provecho alguno, imitar a los apóstoles”9. El don de sanidad de los apóstoles era un “don temporal” y Calvino no quería saber nada de la manera en que “estos personajes [los católicos] embadurnan con su grasa no a los enfermos, sino a los cadáveres medio muertos”. Cranmer preservó porciones del “orden para visitar a un hombre enfermo” del Sarum, aunque lo abrevió muchísimo. El Libro de Oración Común retuvo un salmo, oraciones, una exhortación, el credo en forma de interrogatorio (como en el bautismo), confesión y absolución, salmodia y unción “solamente sobre la frente o el pecho”. Bucero tuvo problemas con la unción y ésta desapareció en 1552. Pero Bucero no tuvo tales problemas con el rito de Cranmer para “la Comunión de los Enfermos”, que estipulaba que los días de comunión algunos de los elementos debían reservarse y llevarse de la celebración de la iglesia a la habitación del enfermo (comunión extendida). Otros días debía haber una celebración abreviada “en la casa del hombre enfermo”. Calvino, sin embargo, no estuvo de acuerdo: esta reserva era “inútil” ya que el enfermo no podía escuchar la institución y las promesas. Si éstas eran recitadas en la habitación, entonces se producía “una verdadera consagración”, pero la consagración anterior no surtía ningún efecto10. Pedro Mártir se puso del lado de Calvino y cualquier mención a la reserva desapareció en el Libro de Oración Común de 1552. Todas las tradiciones continuaron practicando formas de visitación de los enfermos. La mayoría de éstas incluían oraciones y confesión para aquellos ansiosos por morir bien. El metodismo primitivo fue testigo de frecuentes celebraciones de comunión en las habitaciones de los enfermos. La unción volvió a aparecer entre la Iglesia de los Hermanos a principios del siglo XVIII. El rito actual incluye la lectura de la Escritura, una invitación a la confesión y la unción con aceite en la cabeza tres veces:

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“para el perdón de tus pecados, para el fortalecimiento de tu fe y para la sanidad y plenitud de acuerdo con la gracia y sabiduría de Dios”11. Durante el siglo pasado han surgido, tanto en círculos protestantes como católicos, cultos públicos de sanidad. Fuera de los Estados Unidos algunas veces se asocian con santuarios. Los ministerios en radio y televisión han extendido enormemente la popularidad de estos cultos. El grupo Ciencia Cristiana ofrece un ministerio de sanidad. Todos estos esfuerzos, aunque en ocasiones no están exentos de crítica, reflejan la persistencia de la profunda necesidad humana en este área y el frecuente fracaso de muchas parroquias a la hora de atenderla. Algunos de los experimentos más interesantes se han realizado entre carismáticos en este país y en nuevas sectas cristianas en África, muchas de las cuales practican unciones masivas. Esporádicamente se expresan inquietudes, pero los cultos públicos de sanidad parecen celebrarse debido a iniciativas locales, más que como ritos oficiales promovidos por alguna iglesia. La situación de los ritos que se realizan en las habitaciones de los enfermos está más coordinada a escala nacional e internacional. El Vaticano II dio instrucciones para ampliar el sacramento y cambiar su nombre por el de “unción de los enfermos” para cualquier persona “en peligro de muerte por enfermedad o vejez” (CSL, párrafo 73). Aparentemente hoy se ha tenido éxito en el intento de invertir la limitación del siglo XII, de manera que el sacramento se le da a cualquiera que esté gravemente enfermo y se puede repetir. El nuevo rito incluye “Visitación y Comunión de los Enfermos”, “Rito de Unción de una Persona Enferma”, “Viático”, “Rito de los Sacramento para Aquellos Próximos a Morir – Rito Continuo de Penitencia, Unción y Viático”, “Confirmación de una Persona en Peligro de Muerte”, “Rito de Encomendación de los Moribundos” y textos diversos (Rites, 1, 573-642). Se proponen muchas opciones para adaptar los ritos a las diferentes circunstancias. Para los que mueren bautizados se ofrecen tres o incluso cuatro sacramentos como formas de ministerio (reconciliación, confirmación, unción y eucaristía). La Iglesia Episcopal ha cambiado el nombre y ha revisado a fondo su “Ministración a los Enfermos” (BCP, 453-61). Ahora la unción se da como una parte integral (aunque optativa) del rito. Se prevé tanto la celebración de la eucaristía en la habitación del enfermo como el uso del sacramento reservado. También hay una “Ministración en el Tiempo de la Muerte” (426-67) con la encomendación tradicional “Marcha, ¡oh alma cristiana!” y oraciones para una vigilia. Los presbiterianos publicarán en 1990 un Supplemental Liturgical Resource (Recurso Litúrgico Suplementario) para su uso con los enfermos y moribundos. Ministerio a los Enfermos BAS, 551-64 BCP, 453-67 BofW, 296-320 BOS, 162-70 LWA, 145-53

OS, 72-75, 89-107 PM, 63-71, 257-70 Rites, 1, 573-642 SBCP, 420-39

WL, 36-41 WW, 89-122 También: Ministry to the Sick, 1983 (Iglesia de Inglaterra)

Existen muchos temas teológicos delicados involucrados en el ministerio de la sanidad y la iglesia no siempre ha estado dispuesta a tocarlos. La limitación de la unción durante la baja Edad Media a una especie de sacramento final de reconciliación tipo “cajón de sastre” simplificó las cosas considerablemente pero no resolvió nada.

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Significó que la iglesia tendía a perder de vista la unidad de la aflicción espiritual y física, algo sobre lo que la Biblia mantenía una postura muy realista. Supuso un conveniente pero irreal dualismo entre el cuerpo y el alma. Si bien el Nuevo Testamento acostumbra a ser generalmente cuidadoso en no convertir la enfermedad en el resultado del pecado, sí muestra una estrecha relación de los dos cuando Jesús sana perdonando los pecados (Mateo 9:2-6) o en el pasaje de Santiago 5:14-16. También la reconciliación fue descrita en la iglesia primitiva como una medicina curativa (Tertuliano, Sobre la Penitencia). El ministerio de la iglesia está encaminado a la curación tanto del cuerpo como del alma. Los cristianos son llamados a salvar personas, y no sólo almas. Una parte importante del ministerio de Jesús y de los apóstoles fue dedicada a sanar los cuerpos de las personas además de sus almas. Es cierto que en el mundo moderno existen ciertas dificultades para hacer que la unción tenga el valor como signo que una vez tuvo en una cultura en la que todo el mundo asociaba la unción con la sanidad y la higiene personal. Pero parece que hay un verdadero valor pastoral en tener este acto objetivo como parte del ministerio a los enfermos, con el objeto de hacer algo visible y concreto además de las oraciones orales. A menudo el enfermo no puede oír o entender las oraciones que se dicen, pero puede percibir actos como el de la unción. Dadas sus raíces bíblicas y su larga historia, parece que la unción es un acto de lo más apropiado. Los problemas asociados con el sacramento reservado han cambiado mucho desde la Reforma. Ya en la época de Justino Mártir, los elementos de la comunión eran enviados a aquellos que habían estado ausentes (los enfermos y los encarcelados)12. Los temores que tenía la Reforma de que se adoraran los elementos consagrados difícilmente parecen ser un peligro hoy en día. Aquí se han abierto nuevas posibilidades de ministerio. Una celebración en la habitación de un enfermo con un pequeño grupo de personas puede parecer un signo más pleno dado que los participantes están presentes, pero esto no siempre es posible. Uno de los problemas centrales en el ministerio a los enfermos es cómo expresar adecuadamente la preocupación amorosa de la iglesia tanto hacia el cuerpo como hacia el alma, hacia la persona completa. Santiago 5:16 sugiere que todos los cristianos deben participar en la confesión y la oración unos por otros “y entonces seréis sanados”. Nuestro prójimo cristiano, a quien estamos unidos por el bautismo, tiene un derecho sobre nosotros y nosotros sobre él, el de participar en mantener la salud. En este sentido, el ministerio a los enfermos es una importante relación de amor dentro de la comunidad de fe. La sanidad es una preocupación en la que toda la comunidad de fe hace visible su amor hacia un miembro enfermo. Unas relaciones de amor exigen honestidad y una conciencia en paz para que la confesión mutua se convierta en una parte de la sanidad de la mente y el cuerpo. Aunque puede que sólo sean unos pocos los que tengan el ministerio de la unción o de llevar la comunión, todos están llamados a implicarse en la oración intercesora por los miembros enfermos del cuerpo. El ministerio a los enfermos lo realiza toda la comunidad cristiana, aunque en su mayor parte se realizará fuera de la habitación. Cada culto dominical debería incluir a los enfermos y heridos en las oraciones colectivas de intercesión, y todos los miembros deberían involucrarse en este ministerio en sus devocionales privados. El ministerio a los enfermos es una parte importante en la tarea de dejar patente el amor mientras Dios actúa a través de la comunidad de fe. Hay unas cuantas dimensiones pastorales que están claras. El ministerio a los enfermos implica la participación de toda la congregación, pero gran parte de la visitación será responsabilidad del clero. Se podría decir mucho sobre la necesidad de

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actos más objetivos de ministerio, como la unción y la comunión. El Manual del Pastor de la Iglesia de los Hermanos y los nuevos ritos católicos y episcopalianos merecen ser estudiados. Hay muchos lugares en los que las acciones hablan más alto que las palabras, y la habitación de un enfermo es uno de ellos. Uno a veces se desespera por no poder decir lo correcto, pero algunas veces un gesto expresivo puede ser mucho más adecuado. Frecuentemente la sola presencia, el hecho de estar ahí, es el signo principal de nuestra preocupación. Pero en cualquier caso deberíamos cultivar una sensibilidad general hacia lo que hacemos, así como también hacia lo que decimos. Tomar la mano del paciente, colocar nuestras manos sobre su frente, ungir con oración y dar la comunión son formas importantes de este ministerio. A menudo estos actos objetivos consiguen comunicar aún cuando la audición es imposible. Los ministros ordenados nunca están solos en el ministerio, sino que lo comparten con el resto de la comunidad cristiana. La preocupación por los enfermos debería desbordarse tanto en la adoración pública como en la privada. Necesitan idearse más estructuras para alentar a los laicos a visitar y a llevarles la comunión a los enfermos, a muchos de los cuales un pastor no puede alcanzar regularmente. Esta es una parte importante del ministerio de los seglares; demasiado importante como para dejarla al azar. Las iglesias necesitan preparar y practicar cultos públicos de sanidad del cuerpo y el alma que no sean espectaculares, que no realicen pretensiones extravagantes, pero que tomen en serio que Dios actúa entregándose a sí mismo en el culto público (BOS, 162-70). No es el menor de los dones de Dios el don de la sanidad del cuerpo y el alma. Los cultos públicos de sanidad que constan de lectura de la Escritura, oración, imposición de manos y (quizás) unción se están convirtiendo en cada vez más frecuentes. Después de todo, son un testimonio de la voluntad de Dios de sanar y de la preocupación de la iglesia por los cuerpos de las personas, además de por sus almas. Ahora vamos a fijarnos en los diversos eventos únicos o tránsitos por los que atravesamos en esta vida. Consideraremos eventos que no son recurrentes, sino que tienen una calidad de una vez y para siempre. Matrimonio Cristiano Existen pocas, si es que acaso hay alguna, ocasiones más gozosas que una boda. Sin embargo, el enfoque de la iglesia hacia las bodas, siempre tan dispuesta a dejar la mayoría de las festividades fuera de las puertas del templo, ha sido lento y cauto. Incluso ahora el culto de boda es una curiosa amalgama de elementos cristianos y paganos. Las palabras son una insólita mezcla de lenguaje litúrgico y de jerga legal. El ministro actúa como pastor y como funcionario público, y está sujeto a los cánones de las leyes eclesiásticas y de las leyes civiles. Las bodas son una extraña combinación de Cristo y la cultura. El Nuevo Testamento, pese a que frecuentemente utiliza la imaginería de las bodas, no nos dice nada acerca de las bodas cristianas. Tenemos el relato de la fiesta de una boda judía a la que asistió Jesús en Caná (Juan 2:1-11), donde se produjo “el principio de señales... y [Jesús] manifestó su gloria”, pero todo lo que sabemos es que no se trataba de una ocasión seria y formal. Los Padres antiguos nos dicen poco más. Aparentemente la iglesia se contentaba con permitir que persistieran las costumbres locales. Estas incluían la ceremonia de los esponsales romanos en la que se hacían las promesas para la futura boda y se daba un anillo. El rito de boda romano consistía en juntar las manos, sacrificar en el altar familiar, el banquete nupcial con un pastel de

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boda y los ritos matrimoniales de alcoba. Estas ceremonias comenzaban en la casa de la novia y concluían en el nuevo hogar de la pareja. Los votos matrimoniales, la unión de las manos y la donación de un anillo persisten en las bodas cristianas actuales. Durante muchos siglos parece que el papel de la iglesia ha sido el de influir para que los cristianos se casaran con cristianos. Ignacio dice: “Es correcto que los hombres y mujeres que se casan se unan con la aprobación del obispo”. Las bendiciones cristianas sustituyeron a aquellas que se hacían en nombre de las divinidades paganas y podía celebrarse la eucaristía en lugar del sacrificio pagano13. Otros ritos paganos se fueron acumulando a medida que la iglesia convirtió el norte de Europa: el arroz como símbolo de la fertilidad, entregar a la novia, las damas de honor vestidas para confundir a los malos espíritus que quisieran maldecir a la novia (parece ser que los malos espíritus no eran muy perspicaces), el velo nupcial como una protección semejante y la ofrenda de dinero. Durante siglos, las bodas continuaron teniendo lugar en las casas o tabernas y la implicación de la iglesia era mínima. ¡Muchas bodas de hoy hacen que uno envidie la sabiduría de la iglesia de entonces! La invasión de la iglesia fue involuntaria. Cuando el caos dio lugar a la aparición de los sistemas legales se hizo cada vez más necesario tener registros escritos de las bodas para evitar los matrimonios clandestinos y para proporcionar legitimidad a la descendencia y unos herederos no impugnados. La gente pudiente (cf. el retrato que hace Jan van Eyck de Giovanni Arnolfini y su novia) podía permitirse retratos pintados a modo de recuerdo; la gente común necesitaba un certificado escrito. En la mayoría de las aldeas, la única persona que sabía escribir era el sacerdote (“clérigo” significa instruido), y su presencia se hizo cada vez más necesaria en las bodas, simplemente para servir de testigo y para registrarlas legalmente. Una misa nupcial (distinta de la propia boda) se celebraría frecuentemente en la iglesia parroquial después de la boda y la pareja de recién casados sería bendecida justo antes de la fracción. El carácter legal de la ceremonia de boda es su rasgo más característico. La boda consiste esencialmente de un contrato público consentido libre y mutuamente delante de testigos. El lenguaje tradicional “tener y cuidar” es un lenguaje que todavía se utiliza en la transferencia de propiedad. “De hoy en adelante” sirve para darle fecha al contrato. Después sigue la naturaleza incondicional de dicho contrato: “en la salud y en la enfermedad”. “Hasta que la muerte nos separe” concluye el apartado anterior y “te empeño mi palabra” es el compromiso de fidelidad al mismo. Todo esto es la manera de hablar de un abogado, no de un liturgista. Palabras casi idénticas aparecen en manuscritos ingleses del siglo XIV, mucho antes de que otros documentos litúrgicos fueran traducidos a la lengua vernácula. El centro de esta ocasión tan gozosa es una transacción legal. En el siglo XII las bodas se iban trasladando a la puerta de la iglesia o al pórtico donde la mayor parte de las transacciones legales de la aldea tenían lugar ante los ojos de Dios. A estas alturas, el sacerdote se había convertido en un requisito para la propia boda. Se prohibían las misas nupciales en Adviento y Cuaresma. Chaucer habla de su Esposa de Bath, que “tenía cinco maridos a la puerta de la iglesia” y estaba preparada para tener más. El rito de boda de Lutero (1529) todavía se celebró en la puerta de la iglesia y luego se pasaba al interior para la lectura bíblica y la bendición. Durante la Reforma inglesa finalmente todo el culto de boda (después de mil quinientos años) se desarrolló dentro del edificio de la iglesia. Las iglesias ortodoxas orientales han preservado ceremonias simbólicas características, tales como el intercambio de los votos y los anillos en el vestíbulo (el mundo), la procesión dentro de la iglesia (el reino), la coronación tanto de la novia como del novio como un símbolo del reino de Dios (su familia futura), el beber ambos

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de la misma copa y una triple procesión alrededor de la mesa de la nave. Teológicamente se considera al sacerdote como el ministro real del sacramento. Él representa a Cristo, quien actúa en este sacramento dentro de su cuerpo, la iglesia. La Reforma consideró, en su mayoría, que era necesario realizar pocos cambios, más allá de la sustitución de la lengua vernácula para el culto completo y la ligera simplificación del mismo. Los ritos de boda siempre han tendido a ser conservadores, ya que la sociedad tiene un interés muy grande en su adecuada observancia. La Iglesia de Inglaterra siguió exigiendo tres lecturas previas de las amonestaciones (anuncios públicos de la próxima boda), subrayando así la participación de la sociedad. La promesa de la mujer en el Sarum Manuale, “to be bonere and buxum in bedde and at te borde”, fue eliminada, aunque se retuvo gran parte del culto medieval. El Salmo 128, pidiendo que pudieran ver “a los hijos de sus hijos” y una oración por la fertilidad de la unión se mantuvieron, pero la iglesia no insistió en un milagro; estos artículos podían omitirse “cuando la mujer haya pasado la edad de engendrar”. Las rúbricas invitaban a la pareja a recibir la eucaristía “el mismo día de su matrimonio”. Las objeciones puritanas trajeron como consecuencia la eliminación de algunas ceremonias, como la de entregar los anillos, pero la mayoría de ellos fueron sigilosamente restaurados en los años siguientes. La tendencia en el protestantismo de los últimos cien años ha sido retener o recuperar la mayor parte de la forma del culto que se celebraba con anterioridad a la Reforma. Los protestantes han sido reacios a aceptar la naturaleza abiertamente sexual del rito tal y como aparecía en la Reforma. Al menos los ritos de la reforma medieval reconocieron que el matrimonio implicaba el sexo y generalmente producía hijos. La Iglesia de Inglaterra todavía usa ese maravilloso párrafo en sus votos: “Con este anillo te desposo, con mi cuerpo te adoro”, pero eso demostró ser demasiado para los episcopalianos norteamericanos del siglo XVIII. Del “Orden de Matrimonio” de Lutero provienen el uso de Mateo 19:6: “Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre” y la declaración: “Yo os declaro marido y mujer”14. Cranmer y la mayoría de cultos protestantes utilizaron estas obras u otras similares. El protestantismo de habla inglesa generalmente sigue la versión medieval anglicana de los votos, incluyendo los votos de los esponsales (en futuro: “nombre, ¿recibirás...?” y los votos matrimoniales (en presente: “Yo, nombre, te tomo a ti...”) y la entrega de los anillos (“Con este anillo...”). Wesley omitió el acto de entregar a la novia y la donación de los anillos; sus descendientes restablecieron ambas prácticas. Revisiones recientes del rito del matrimonio tienen tantas cosas en común que resulta difícil distinguir entre ellas. En la mayoría de los casos, se subrayan las obligaciones de la comunidad, tales como cuando la congregación se compromete “a mantener a estas dos personas en su matrimonio” (BCP, 425). Muchas versiones nuevas tratan de hacer del rito de boda un culto completo en el que se ofrecen himnos, lecturas y otros actos de adoración para hacer que se parezca a un culto cristiano normal. Muy a menudo una ceremonia de quince minutos ha sido suficiente para sellar un pacto de cincuenta años. Se ha observado una marcada tendencia entre los protestantes en la dirección de sugerir la celebración de la eucaristía como parte del culto de boda de las parejas cristianas. Los católicos fomentan la eucaristía para los católicos. Los propios para las eucaristías nupciales se pueden encontrar en diversos lugares (Sac., 759-67; BCP, 432; SLR, #3, 40-43). En la mayoría de los casos, existen numerosas opciones y muchas más posibilidades de flexibilidad de las que han existido nunca antes. Algunos (BCP, 43334; SLR, #3, 51-60; OS, 32-36) prevén la bendición de una ceremonia civil realizada previamente. Unos pocos contienen materiales para aniversarios de bodas y para la renovación de los votos matrimoniales (Sac., 768-70; BOS, 159-61; OS, 37-44).

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Otra característica común es el énfasis en la igualdad. Las mujeres ya no prometen “obedecerle y servirle” y la entrega de la novia ha desaparecido en algunos (LBW, 202-5; Rites, 1, 539-70; UMH, 864-69; SLR, #3, 12-50) si bien en otros es una opción (BCP, 423-32). En los nuevos ritos episcopaliano, luterano y metodista unido aparece una afirmación positiva de la bondad de Dios al crearnos como varón y hembra, aunque la mayoría (el católico es una excepción) todavía se muestran reticentes a la hora de mencionar la posibilidad (o existencia real) de una familia. Sin duda el rasgo común más destacado es el propio voto matrimonial, formulado para declarar una intención de por vida (“hasta que la muerte nos separe”). Esto se afirma específicamente en todos los nuevos ritos oficiales y es un claro signo de división entre gran parte de la cultura contemporánea y los ideales cristianos. Una característica común en los ritos recientes es que se evita el tono clerical del “Yo os declaro” a favor a una declaración como la de la Iglesia Unida de Canadá: “Nombre y Nombre han establecido un pacto de matrimonio delante de Dios y en presencia de todos nosotros... por lo tanto, yo los declaro marido y mujer”15. Un importante desarrollo reciente ha sido la compilación titulada Una Celebración Cristiana del Matrimonio: Una Liturgia Ecuménica16. El culto, que ha sido preparado por la Consulta Ecuménica sobre Textos Comunes, está diseñado para ser utilizado por cristianos de diferentes tradiciones. En la actualidad (1989) está pendiente de aprobación por parte del Vaticano. Matrimonio Cristiano ASB, 285-304 BAS, 526-50 BCO, 73-87 BCP, 422-38 BofS, 68-79 BofW, 144-46 BOS, 159-61

CF, 91-95 LBW, 202-5 LWA, 120-36 MDE, 328-30 MSB, E1-E25 OS, 27-43 PH, 1007-12 PM, 135-95

Rites, 1, 531-70 SB, 189-201 SBCP, 405-18 SLR, #3 SWR, #5 UMH, 846-69 WB, 65-68

WL, 30-35 WW, 31-88 También: The Celebration of Marriage, 1985 (Iglesia Unida de Canadá)

El pensamiento de la iglesia sobre el culto de boda ha estado muy influenciado por el hecho de que tantas leyes canónicas se centran en las cuestiones del matrimonio. Esto ha hecho que la reflexión sobre el matrimonio girara más en torno a controversias legales que litúrgicas. De hecho, a excepción del debate sobre si el matrimonio era o no un sacramento en tiempos de la Reforma, las controversias sobre el rito en sí han sido prácticamente nulas. Dos pasajes del Nuevo Testamento han ocupado un lugar destacado en la manera de pensar de la iglesia acerca del matrimonio: los dichos de Jesús con respecto a la indisolubilidad del matrimonio (Mateo 19:9 y 5:32) y Efesios 5:22-32. Los ritos de la iglesia occidental han ignorado las referencias escatológicas de Cristo cuando se compara a sí mismo con el novio y a sus discípulos con aquello que participan en el banquete de boda (Mateo 9:15, 21:1-13), una alusión al reino de Dios que se acerca. El pasaje de Efesios llama al matrimonio “un gran misterio [mystérion]... con respecto de Cristo y de la iglesia” (5:32, traducción literal). La iglesia se ha apoyado en este pasaje para basar la plenitud de la unión entre el marido y la esposa, pese a que puede que incluso nos diga más acerca de la unión entre Cristo y la iglesia. Mystérion pasó al latín

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como sacramentum, lo que aseguró la eventual inclusión del matrimonio entre los siete sacramentos. La iglesia primitiva tuvo pocos problemas para interpretar el matrimonio en una cultura monógama. Incluso Tertuliano podía encontrar pocos motivos de queja en los ritos matrimoniales paganos en tanto que las bendiciones y el sacrificio cristianos sustituyeran a sus equivalentes paganos. Pedro Lombardo coloca el matrimonio en el último lugar y tiene poco que decir al respecto. Sigue a Agustín al señalar que el matrimonio era el único sacramento instituido antes de la caída, que se había iniciado originalmente como un deber y que, tras la caída, se convirtió en un remedio17. Agustín comprendió muy bien los males de los que hablaba, pero resulta poco positivo cuando recomienda el matrimonio como “un remedio para los enfermos”. Pero Lombardo menciona la narración de la creación, Caná y Efesios 5 para mostrar “que el matrimonio es una buen cosa; de otro modo no sería un sacramento, ya que un sacramento es una signo sagrado”18. Lombardo demuestra que la unión sexual es necesaria para reflejar la plenitud de la unión entre Cristo y la iglesia. De hecho, algunos teólogos medievales llegaron a creer que la propia unión sexual era la materia real del sacramento, un acto que resultaba difícil de administrar por parte de la iglesia. Pero el hecho mismo de entregar el contrato “por consentimiento mutuo en voz alta en aquel mismo lugar” llegó a ser considerado la verdadera forma y materia de este sacramento. Ya que Cristo no dejó ninguna forma, la iglesia es libre de cambiar las palabras mismas que se utilizan pero no la necesidad de un consentimiento libre y mutuo. La iglesia puede prohibir el matrimonio debido a varios impedimentos, tales como la clandestinidad, el matrimonio bajo coacción, o el consentimiento simulado. La cantidad de leyes canónicas que tratan del matrimonio es compleja. El consenso resultante (en Occidente) fue que la propia pareja era el único celebrante apropiado de este sacramento, siendo el único sacramento católico que no pueden realizar un sacerdote o un obispo, si bien pueden administrar la misa nupcial y bendecir la unión. Según el Decreto para los Armenios, los propósitos del matrimonio son tres: “primero, engendrar hijos y criarlos en la adoración del Señor; en segundo lugar, la fidelidad que marido y mujer deberían mantener el uno con el otro; en tercer lugar, el carácter indisoluble del matrimonio, ya que éste tipifica la unión indisoluble de Cristo y la iglesia”19. El cambio principal que realizó la Reforma fue negar que el matrimonio fuese un sacramento. Calvino habla en nombre de todos los reformadores: A ninguno se le ocurrió que fuera un sacramento hasta el tiempo del papa Gregorio [VII]. ¿Y qué hombre de sentido común hubiera imaginado tal cosa? La ordenación de Dios es buena y santa; pero también lo son los oficios de labradores, albañiles, zapateros y barberos, los cuales, sin embargo, no son sacramentos. Porque no solamente se requiere para que haya sacramento que sea obra de Dios, sino que además es necesario que exista una ceremonia externa, ordenada por Dios, para confirmación de alguna promesa. Ahora bien, que nada semejante existe en el matrimonio, los mismos niños pueden comprenderlo20.

No obstante, la Reforma fue casi tan conservadora en su manera de entender la experiencia como lo fue con respecto al rito en sí. El primer Libro de Oración Común nos dice que los fines del matrimonio son, en primer lugar, “la procreación de los niños, que deben ser criados en el temor y la educación del Señor y en alabanza a Dios. En segundo lugar, fue ordenado como un remedio contra el pecado y para evitar la fornicación... En tercer lugar, para la mutua compañía, ayuda y consuelo que uno y otro deberían profesarse, tanto en la riqueza como en la pobreza”. ¡Difícilmente se puede 178

decir que esta sea una visión romántica del matrimonio! En realidad fueron los puritanos ingleses los que le dieron la vuelta a este orden y pusieron en primer lugar “ayuda y consuelo”. Finalmente, 1ª Corintios 13 superó en importancia a 1ª Corintios 7. El pensamiento moderno ha aceptado la reorganización puritana de las prioridades en el propósito del matrimonio aunque la cultura popular es proclive a enfatizar el encaprichamiento romántico. Si uno tuviera que escoger entre una noción puramente romántica del amor, basada exclusivamente en la atracción mutua, en lugar de la responsabilidad mutua, entonces los propósitos de la Reforma medieval no suenan tan mal. No obstante, la necesidad que tiene la sociedad de la procreación para asegurar su supervivencia es hoy en día mucho menos urgente. El cambio más importante que se ha producido en los últimos años ha sido el nuevo énfasis en el matrimonio como pacto, y no tanto como contrato. Esto representa una vuelta a la perspectiva bíblica y cristiana (y también romana y pagana) antigua, en la que a Dios se le ve actuando para testificar y garantizar que un pacto se llevará a cabo con toda fidelidad. La tendencia medieval, en la que porfiaron los teólogos escolásticos, de pensar en el matrimonio en términos de un contrato en lugar de un pacto, hizo que fuera fácil para los reformadores negar que el matrimonio fuera un sacramento. Después de todo, la mayoría de contratos tratan con materias impersonales en las que la acción de Dios no es nada evidente. En raras ocasiones los contratos implican amor. Una relación de pacto, por otra parte, está basada en una idea de amor mutuo para toda la vida, no en la prudencia de un contrato legal. Resulta significativo que el Vaticano II siempre hable del matrimonio en términos de pacto y no se refiera a él como a un contrato. En el pensamiento contemporáneo hay varias preocupaciones destacadas acerca del rito matrimonial. El Vaticano II mandó que las diversas “laudables costumbres y ceremonias” locales no sólo se retuvieran sino que se promovieran (CSL, párrafo 77). Se favorece claramente la indigenización, siempre y cuando haya una clara declaración de un consentimiento de por vida en los votos por parte de ambos contrayentes. Las flagrantes desigualdades de la antigua bendición nupcial (que oraba para que fuera sólo la mujer la que fuera “fiel y casta” y se “fortificara contra sus debilidades”) han sido cambiadas por una “obligación de mutua fidelidad” (CSL, párrafo 78). Los católicos han estado menos sujetos a presiones para secularizar las bodas mediante la adopción de sentimentalismos, especialmente en lo musical. Está por verse todavía si las banalidades que a menudo han plagado las bodas protestantes se convertirán en un problema para los católicos. En teoría, la indigenización es una excelente idea, pero si eso significa cantar “¡Oh, prométeme!” o “Corazón de Sigma Ji” en las bodas de la iglesia, puede que uno se lo piense mejor. La cuestión sobre si la iglesia debería realizar bodas debe plantearse. Después de todo, durante la mayor parte de su historia, la iglesia dejó que lo hiciera la sociedad. El mejor argumento a favor de la iglesia parece ser que la iglesia como comunidad de fe tiene un interés íntimo por rodear a la pareja cristiana con amor y ministrarles. Cuando uno entra en un pacto matrimonial se establece una nueva relación de amor, al igual que cuando uno entra en un pacto de iglesia mediante la iniciación. La boda es un signo visible de esta nueva relación de amor e invita a otros a cuidar este amor, de la misma manera que la iglesia asume con amor la educación de un infante o adulto neobautizado. En ambos casos, la relación de amor es permanente. La pareja que contrae matrimonio no sólo establece un contrato entre ellos, sino que también la propia comunidad se compromete a sostenerles. La lectura de las amonestaciones y el preguntar si existe cualquier impedimiento al comienzo de la boda ayuda a subrayar la naturaleza social del matrimonio. La familia que se inaugura con el matrimonio es en esencial una pequeña

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iglesia modelada sobre el amor mutuo que existe en el seno del cuerpo de Cristo. La imagen escatológica de las iglesias orientales de la familia como un anticipo y pequeño modelo del reino de Dios resulta instructiva. Los nuevos ritos están diseñados específicamente para personas de fe cristiana. ¿Qué obligación, si es que existe alguna, tienen las iglesias de ministrar a los nos creyentes que desean casarse por la iglesia? ¿Es este un servicio social necesario o una rendición ante el mundo secular? Abundan otros problemas en la sociedad moderna. ¿Cómo puede ministrar la iglesia a ese segmento (casi la mitad) de la sociedad que ha pasado por la agonía de un divorcio? Esto es especialmente desconcertante en caso de un nuevo matrimonio. Las iglesias orientales tienen prevista esta eventualidad con integridad. Más radical es la cuestión de las uniones homosexuales, que la mayoría de iglesias, hasta la fecha, han rehusado sancionar. Sin duda que van a crecer las presiones para celebrar este tipo de contratos. A medida que las estructuras sociales cambian, la iglesia se enfrentará a nuevos problemas acerca de la relación matrimonial. A juzgar por los nuevos ritos, una tendencia parece estar clara. La boda cristiana se concibe como un contrato público, realizado en presencia de testigos, entre un hombre y una mujer que, mediante su libre y mutuo consentimiento, se hacen el uno al otro unas promesas incondicionales de fidelidad de por vida con la ayuda de Dios. No hay nada nuevo u original sobre esto; representa una comprensión presente desde los tiempos del Nuevo Testamento. Lutero (y algunos de los ritos galicanos antes que él) reforzó este punto de vista añadiendo simplemente Mateo 19:6 al rito en sí: “Por tanto, lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre”, palabras que contienen la mayoría de los ritos. Estas palabras ciertamente implican una visión sacramental del matrimonio, pese a que Lutero repudió esta idea. Indican que Dios obra a través de las acciones de la iglesia para traer una nueva y permanente relación de amor. Ante las necesidades de mostrar esta naturaleza distintiva del matrimonio cristiano y del propio rito surgen numeras cuestiones pastorales. Presidir una boda es, sin lugar a dudas, uno de los papeles pastorales más gozosos que los ministros o sacerdotes deben desempeñar, pero también uno de los más exigentes por su complejidad. En primer lugar, este ministerio demanda un tiempo considerable y la capacidad de aconsejar a quienes desean contraer matrimonio. El estado tiene sus propias leyes con respecto a quien puede casarse y la mayoría de iglesias tienen normas adicionales. El papel del ministro o sacerdote debe ser fiel a las normas de sus iglesias, y esto implica la capacidad de decir “no”. Ciertamente este debe ser el caso cuando no hay voluntad o tiempo para llevar a cabo la consejería. El hecho de rehusar realizar una boda sobre la marcha es, de hecho, prestarle un servicio a las personas, aunque es poco probable que lo entiendan así. El aspecto positivo de la consejería, tanto premarital como una vez que ha comenzado el matrimonio, es la posibilidad de presentar el testimonio de la iglesia sobre el significado del amor responsable, tan trivializado en amplias capas de nuestra sociedad. El papel pastoral, desde luego, está supeditado al hecho de contar con un rebaño y con el apoyo de la congregación en el sostenimiento de la intención de la pareja de contraer matrimonio cristiano. No sólo tenemos que presentar las doctrinas de la iglesia, sino la iglesia como una comunidad viva. Cuando los ministros celebran una boda también actúan como funcionarios del estado sin remuneración. Eso quiere decir que están sujetos a las leyes del estado, provincia o país donde tiene lugar la boda. La violación de estas leyes, bien por ignorancia, bien intencionadamente, es un delito que acarrea multas y penas de cárcel.

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Nada puede suplir el familiarizarse con las leyes de la jurisdicción donde va a celebrarse la boda. En los Estados Unidos no existe uniformidad entre las leyes de un estado y otro en cuanto a cuándo y dónde es válida la licencia matrimonial, el número de testigos que hace falta o el método de rellenar el certificado de boda. La única manera de estar seguro es comprobarlo con la ayuda de un funcionario del lugar en el que se va a celebrar la boda. Por ejemplo, en algunos estados la boda se puede llevar a cabo solamente en el condado que emite la licencia y, algunas veces, sólo en el plazo de un determinado número de días. Cuando se celebra una boda en una parroquia distinta de la propia, debería observarse el debido respeto hacia la etiqueta o código de conducta ministerial. Solamente debería hacerse cuando se ha sido invitado por el pastor, y posteriormente éste último merece que se le envíe una carta de agradecimiento por parte del ministro visitante. Para planificar una boda hacen falta todas las habilidades de un diplomático. Varios asuntos, como la música, se pueden escapar de las manos a menos que se sugieran ciertas normas de excelencia e idoneidad. Una regla general es que el pastor debería ser consultado desde el momento mismo en que comienzan a realizarse los planes de boda. La persuasión amistosa con frecuencia puede evitar que se distorsione el significado religioso del culto y que se caiga en el mal gusto. Los materiales impresos tienen una cierta autoridad para convencer a los que no lo tienen claro. La propia denominación puede suministrar generalmente una lista de música recomendada para las bodas. Cada congregación debería hacer públicas las normas de uso de su propiedad durante las bodas, incluyendo cuestiones como quién puede utilizar el órgano, una lista de honorarios por el uso del edificio de la iglesia y del servicio del conserje, dónde y cómo se pueden colocar las flores y las velas de manera que no dañen los muebles u oculten los centros litúrgicos y normas sobre los fotógrafos. El ministro o sacerdote está en una posición mucho mejor para hacer cumplir las normas impresas que hayan repartido el consejo parroquial local, el sacristán, los ancianos o los miembros de la junta que si ha de hacer uso de su propia autoridad. La mayoría de parejas cristianas están abiertas a recibir sugerencias acerca de cómo hacer que su boda sea el acto de culto cristiano más delicado posible. El sacerdote o ministro debe estar familiarizado con las opciones disponibles. La mayoría de los nuevos ritos dan una serie de posibilidades y dejan muchas cosas al criterio del clero. Esto supone una mayor exigencia para el liderazgo pastoral, pero también ofrece una mejor oportunidad para ministrar. Uno necesita conocer a fondo las posibilidades (y problemas) de celebrar la eucaristía durante una boda con una congregación en la que algunos puede que no sean cristianos. Dado que el cristianismo occidental enseña que la pareja se casan el uno con el otro y que el ministro sólo preside, esto debería conformar todo el culto. Sin duda la pareja debería estar colocada uno frente al otro al pronunciar los votos e intercambiarse los anillos. Uno tendría que ser muy descarado, por no decir loco, para intentar realizar una boda sin un ensayo. Aunque sólo fuera por eso, el ensayo debería darle confianza a la pareja, que a menudo está aterrorizada cuando llega el momento de la boda. El ministro o sacerdote debería ensayar todas las áreas problemáticas en que pueden meter la pata las personas nerviosas: la entrada en procesión, tomarse de las manos, el intercambio de las promesas, la entrega de los anillos y la salida. Una vez terminada la boda, cuando los detalles legales ya se han formalizado, hay unas responsabilidades pastorales igualmente importantes en la consejería matrimonial y en la integración de la pareja en nuevas maneras de participar en la vida congregacional. La mayoría de estas responsabilidades son felices mientras uno observa

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la maduración del amor. El matrimonio ciertamente es un “gran misterio” a través del cual Dios actúa y en el que los ministros tienen el privilegio de tomar parte. Ordenación La mayoría de cristianos probablemente nunca ha visto una ordenación; sin embargo, a la mayor parte de cristianos les sirven hombres y mujeres ordenados. En algunas iglesias solamente los obispos realizan las ordenaciones y los ministros y sacerdotes rara vez están presentes en ordenaciones que no sean las suyas. Sin embargo, en ningún otro momento hace la iglesia tan explícita su comprensión del propósito de la iglesia y de su ministerio. Pese a que la ordenación es un rito de tránsito reservado para una pequeña minoría de cristianos que entran en el ministerio ordenado, debería ser mejor entendida por todos los cristianos. El testimonio del Nuevo Testamento sobre los ritos de ordenación es mínimo. Consiste en la imposición de manos con oración tras la elección o nombramiento por parte de los apóstoles (Hechos 6:1-6, 13:3, 14:23; 1ª Timoteo 4:14, 5:22; 2ª Timoteo 1:6). Va acompañada por el ayuno y probablemente incluye un cargo a los ordenandos (Hechos 20:28). El acto de imposición de manos, tal como hemos visto en la iniciación, es un signo de la transmisión de poder, de bendición o de apartar a otra persona por parte de alguien autorizado para hacerlo. El Nuevo Testamento nos habla de una diversidad de ministerios (1ª Corintios 12:28). En sus páginas puede trazarse un desarrollo en una pequeña y en modo alguno decisiva lista en la que difícilmente se distingue entre los ministerios laicos y ordenados. La Didajé habla de profetas, obviamente personas con dones especiales, y sabemos por Hipólito que había confesores que habían sufrido por su fe, lo que era considerado suficiente consagración sin la imposición de manos, a menos que uno tuviera que convertirse en obispo. Los lectores, subdiáconos y sanadores eran reconocidos, más que ordenados. Para Hipólito solamente tres recibían la ordenación: obispos, presbíteros y diáconos. Una vez más dependemos de Hipólito para la primera evidencia sustancial sobre cómo se llevaba a cabo la ordenación en la iglesia primitiva. Hipólito escribe un relato completo de la ordenación de obispo, presbítero y diácono21. La ordenación tiene lugar en el marco de la eucaristía, y no durante el culto de predicación de la Palabra. Aparentemente el nuevo obispo es elegido por el pueblo algún tiempo anterior a la ordenación, que se produce en domingo y con la presencia de otros obispos. La gente da su consentimiento, probablemente por aclamación. Entonces los obispos imponen las manos mientras que el obispo recita la oración de ordenación. La oración comienza recitando los actos salvíficos de Dios y después invoca que el Espíritu Santo sea derramado sobre el nuevo obispo para que pueda servir adecuadamente en sus responsabilidades (que son enumeradas). El nuevo obispo es saludado con el beso de la paz y después preside la eucaristía. Para la ordenación de un presbítero, Hipólito señala que el obispo impone las manos sobre él mientras que otros presbíteros también le tocan. El obispo ora, tal vez utilizando un lenguaje parecido al de la ordenación de un obispo, pero invocando específicamente al Espíritu para el ministerio de un presbítero. La oración cita la elección de los setenta por parte de Moisés (Números 11:17-25; cf. también Lucas 10:117). Los nuevos colegas del ordenando en el orden de los presbíteros también participan en la imposición de manos (aunque no en la recitación de la oración). Pero, en el caso del diácono, sólo el obispo impone las manos, dado que, según cuenta Hipólito, el diácono sirve al obispo y no es un miembro del consejo de presbíteros. Se utiliza la

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oración de invocación del Espíritu Santo para la obra de un diácono. Para las tres órdenes, el acto central es la oración de ordenación que se dice durante la imposición de manos. El resto del ceremonial es mínimo. Los antiguos sacramentarios contienen oraciones apropiadas para la ordenación de las tres órdenes: generalmente una invitación a la oración, una coleta y la propia oración de ordenación22. Generalmente la última es una cadena de referencias bíblicas, comenzando con Moisés y culminando con la invocación del Espíritu Santo para la obra del orden correspondiente. En el siglo tercero sólo se ordenaban tres órdenes. Pero la alta Edad Media fue testigo de la elaboración de cuatro órdenes menores: portero, lector, exorcista y acólito. Al principio estas se instituyeron simplemente dándoles las herramientas de su oficio, el porrectio instrumentorum o tradición de instrumentos (llave, libro de lecturas, libro de exorcismo y una vela, un candelabro y unas vinajeras). La ceremonia de tonsura (corte del pelo) marcaba el compromiso de celibato y la entrada en las órdenes mayores, que vinieron a ser reconocidas como subdiácono, diácono y sacerdote. Se desarrollaron ritos para cada orden menor con un discurso, una fórmula en el momento en que se les daban los símbolos de su oficio y dos oraciones de bendición. El subdiácono compartía el ministerio del altar, así que se impuso el celibato en esta etapa. Originalmente estas órdenes fueron permanentes y no servían como peldaños para dar el salto a una orden “superior”. Durante siglos, los obispos de Roma fueron elegidos de entre los diáconos romanos. La última revisión del Pontifical Romano (traducción inglesa del 1978) abolió la tonsura, las órdenes menores de portero y exorcista y la orden mayor de subdiácono. Produjo ritos de “institución” de lectores y acólitos y un rito de “Admisión como Candidatos para la Ordenación como Diáconos y Sacerdotes”, además de ritos de ordenación para obispo, sacerdote y diácono (Rites, 2, 3-108; Pontifical Romano, 113254)23. La abolición de ciertas órdenes no es la única simplificación drástica que aparece en el Pontifical Romano. Durante la Edad Media se añadieron una serie de ceremonias subsidiarias, en su mayoría como resultado de la fusión de prácticas galicanas de los siglos IX y X con los ritos romanos más comedidos. Estas nuevas ceremonias incluyeron la unción de las manos del sacerdote, vestir a los ordenandos con las vestiduras apropiadas y la tradición de los instrumentos. Estos habían acabado incorporándose a través del Pontifical Romano-Germánico del siglo X y de regreso a Roma en el siglo XI. Las ceremonias fueron elaboradas aún más por el gran erudito en liturgia William Durandus, obispo de Mende, Francia, a finales del siglo XIII y por la curia romana a finales del siglo XV y se convirtió en parte del Pontifical Romano en su revisión de 1596. Hasta hace poco, las ceremonias subsidiarias tendían a eclipsar la oración de ordenación y la imposición de manos. Una serie de oraciones cortas y una fórmula imperativa habían tomado el lugar de la primitiva gran oración de ordenación. Ahora esto se ha restablecido. El antiguo papel de la gente en la elección de los candidatos y en la aclamación de los mismos como “dignos” había desaparecido, pero ahora se ha recuperado al menos simbólicamente. Los ritos que heredaron los reformadores tenían unas prioridades confusas. No es sorprendente que tuvieran tan sólo un éxito moderado en desenmarañar las complejidades históricas de la ordenación. Se eliminó gran parte del ceremonial. La imposición de manos parece haberse mantenido por lo general, aunque incluso esto se evitó durante un tiempo en Ginebra y Escocia debido al temor a la superstición. Las órdenes menores y el subdiaconado se abolieron en todas partes. Lutero realizó una de las ordenaciones protestantes más antiguas en 1525 y el rito que llegó a idear, aunque

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nunca llegó a publicarse, se convirtió en la fuente de la mayoría de ordenaciones luteranas. Su texto de 1539 para la “Ordenación de los Ministros de la Palabra” consiste fundamentalmente en Escrituras, admoniciones, oración y la imposición de manos mientras se recita el Padrenuestro24. La primera colección anglicana de ritos de ordenación (el ordo) data de 1550 y fue revisado en 1552. La fórmula de ordenación está en imperativo (“Toma” o “Recibe”) en lugar de ser una oración, y está dirigida a cada candidato durante la imposición de manos. Para muchos protestantes el gran cambio fue que la ordenación se convirtió en un acto de la congregación local, en la que la elección era de nuevo una práctica real. Frecuentemente la ordenación fue practicada por miembros de la congregación o por ministros de iglesias vecinas. La mayoría de los cuáqueros, por supuesto, dejaron por completo de lado el ministerio ordenado. Revisiones recientes, tanto protestantes como católicas, han mostrado un regreso a las prioridades de la iglesia primitiva tal y como se pueden ver en Hipólito. El nuevo Pontifical Romano, los cultos episcopalianos (BCP, 511-47), Un Ordo de la Iglesia Metodista Unida y el rito luterano (OS, 192-98) coinciden en hacer de la gran oración de ordenación el centro del rito, haciéndolo coincidir con la imposición de manos. Estas oraciones centrales toman su forma de los ejemplos de Hipólito y reemplazan las fórmulas imperativas con invocación. La mayoría de estos ritos indican que la ordenación debería producirse en el marco de la eucaristía y que los ordenandos deberían ejercer los papeles que les son propios en la eucaristía. El papel de la congregación se magnifica con ocasión de la aclamación de los candidatos o la promesa de apoyar a los ordenados. En la mayoría de los casos se mantienen las ceremonias subsidiarias, si bien ocupan un lugar claramente secundario con respecto a la oración de ordenación y la imposición de manos. Algunas iglesias ofrecen cultos relacionados para la instalación de un pastor (OS, 199-200). Estos nuevos ritos destacan más por sus semejanzas que por su diversidad. Ordenación ASB, 338-96 BAS, 631-66 BCO, 120-24 BCP, 510-65 BofS, 108-28 BofW, 393-421 BOS, 227-53 CF, 75-90

LWA, 202-40 MSB, G1-G15 OS, 192-203 PH, 992-1006 PM, 81-91 Rites, 2, 3-108 WB, 89-95 WL, 23-25, 50-61

También: Scottish Ordinal 1984 (Iglesia Episcopal de Escocia); An Ordinal, 1980 (Iglesia Metodista Unida)

¿Cómo han entendido los cristianos que funciona el rito de la ordenación dentro de la vida de la iglesia? Uno podría fácilmente idear una eclesiología a partir de los ritos mismos, pero nuestro interés es saber cómo funcionan los ritos. Está claro que a partir del Nuevo Testamento en adelante la ordenación se lograba mediante la oración y la imposición de manos. Nuestros ejemplos más antiguos de la oración (Hipólito) siguen un patrón familiar: acción de gracias a Dios por lo que Dios ya ha hecho en el pasado e invocación para que siga actuando y dando los dones requeridos a los ordenandos. La acción de gracias y la súplica forman parte de esta oración en la misma medida que lo hacen en la oración eucarística. La iglesia occidental

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ha sido mucho más consistente al testificar de la obra del Espíritu Santo en las ordenaciones de lo que lo ha sido en el caso de la eucaristía. El otro acto bíblico, la imposición de manos, significa el poder y la autoridad recibidas por el ordenando para que los ejercite en la iglesia. Distintos puntos de vista explican cómo se relacionan este poder y esta autoridad con la continuidad y sucesión, tanto si es a través de personas como de enseñanzas. La diversidad de dones que Pablo menciona en 1ª Corintios 12 son dados por el Espíritu con un propósito: para ser utilizados en la edificación de la iglesia. Hipólito habla repetidamente del “Espíritu Santo en la santa Iglesia” y sus oraciones son para que los dones del Espíritu Santo sean usados en el ministerio dentro de la santa iglesia. La comprensión primitiva de la ordenación se confundió en el transcurso de la historia. El afán escolástico de meter la ordenación en el mismo patrón que los otros sacramentos concluyó en el decreto del Concilio de Florencia que decía que la materia “para el sacerdocio es la copa con el vino y la patena con el pan; para el diaconado, los libros del evangelio, para el subdiaconado, una copa vacía colocada encima de una patena vacía”25. Según se declaró, la forma para el sacerdote era “recibir el poder de ofrecer sacrificios en la iglesia para vivos y muertos, en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”. Dado que Cristo no especificó la forma o materia de la ordenación, la iglesia podía revisar su práctica. En 1947, Pío XII, en La Constitución Apostólica sobre las Órdenes Sagradas reafirmó que la materia era la imposición de manos. La forma que prescribió aparece ahora dentro de la oración de ordenación en el nuevo Pontifical Romano. Los reformadores tuvieron dificultades para aceptar el concepto de que la ordenación transmite un carácter indeleble. Lutero vio la ordenación como algo funcional que servía para designar a un cristiano para que hiciera aquello que todos tienen la autoridad de hacer y que de hecho cualquiera podría hacer si se encontrara en una isla desierta sin contar con el beneficio del clero: “Todos nosotros somos igualmente sacerdotes, esto quiere decir que tenemos el mismo poder con respecto a la Palabra y los sacramentos”26. Para Lutero la ordenación siguió siendo un llamamiento público al “ministerio de la Palabra”. Algunas iglesias llevaron esto más lejos al igualar la ordenación con la instalación en el oficio pastoral en una iglesia local. No obstante, la reordenación rara vez se practica cuando uno se traslada para servir a otra congregación o cuando uno cambia de denominación. Sin embargo, fue un gran problema para las conversaciones para la unidad entre anglicanos y metodistas en la década de los 60. En general, los protestantes han evitado la creencia en que la ordenación conlleva unas gracias específicas y la han considerado principalmente como una manera de designar a las personas para determinadas funciones. Uno podría argumentar que la práctica apostólica de la imposición de manos sugiere un concepto más elevado de autoridad de lo que parecen conceder las palabras de los teólogos. Por otro lado, la elección y aclamación por parte del pueblo ciertamente demuestra que cualquiera que sea el poder y la autoridad conferidos, sólo tienen sentido cuando se utilizan en el ministerio a la iglesia. Resulta fundamental reconocer que la ordenación es algo que se hace para la iglesia y no sólo para los individuos. Tan sólo en los últimos años nos hemos dado cuenta de que la preocupación acerca de lo que el individuo recibe hace que no entendamos en absoluto de qué se trata, y que lo que la propia comunidad recibe es el verdadero foco de este sacramento. La ordenación opera dentro de la comunidad de fe como una manera de hacer visible una nueva relación de amor. La congregación se regocija en que algunos sean llamados por Dios para servirla a través del ministerio ordenado y por los dones de liderazgo que traen esas personas. Es un culto de acción de gracias, por cuanto la

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ordenación reconoce y le da gracias a Dios por la llamada providencial de Dios hacia una persona para que ministre, e invoca la ulterior bendición de Dios sobre ese individuo. La ordenación también funciona como un llamamiento eclesiástico formal mediante el cual la iglesia reconoce que una persona ha sido llamada por Dios y ahora es apartada como alguien adecuado para representar a la comunidad cristiana. Resulta verdaderamente extraño que el cristianismo nunca haya ideado ritos para conmemorar la entrada en las vocaciones no eclesiásticas. Lutero y la mayoría de los protestantes han mantenido que toda vocación que sirve a los demás es una vocación sacerdotal válida. Lutero nos recuerda que la lechera tiene una vocación tan santa como la monja. Todas y cada una de las personas que participan en una ocupación honesta sirven a su prójimo y por tanto están involucradas en el ministerio. Pero las iglesias nunca han desarrollado ritos comparables con la ordenación para aquellos que escogen otras maneras de servir a la humanidad. La mayoría de pastores no tendrán la oportunidad de planear ordenaciones, pero hay algunos pequeños asuntos prácticos en la mayoría de estos nuevos ritos que merecen que se les preste atención. En primer lugar, dado que la ordenación es para la gente, las propias personas necesitan tener la oportunidad de participar activamente. Deberían fomentarse las aclamaciones espontáneas cuando se presenta a los candidatos, incluso los aplausos. Los himnos y las oraciones al unísono deberían compartirse por parte de todos los congregados. Algunos representantes del laicado pueden tomar parte en alguno de los actos, especialmente en saludar aquellos que acaban de ordenarse. Esto no debería dejarse tan sólo a los padres y familiares, sino, en la medida de lo posible, ampliarse a todos aquellos a quienes los ordenandos van a servir. El antiguo uso de la eucaristía como marco en el que se celebraba la ordenación tiene mucho en su favor. La ordenación es una ocasión casi tan gozosa como una boda; la congregación casi seguro que está formada íntegramente por cristianos, para quienes la eucaristía es el signo más adecuado de gozo y acción de gracias. La eucaristía también le da a los que son ordenados su primera oportunidad pública para ejercer partes importantes de sus ministerios de la Palabra y los sacramentos. En los últimos años han pasado muchas cosas para hacer que los nuevos ritos de ordenación convergieran. Si las diversas iglesias estuvieran tan cerca en su comprensión de las órdenes y del ministerio como lo están en la práctica de la ordenación, los cristianos habrían alcanzado de verdad una feliz etapa para la reunión del cristianismo. Pero algunas veces la acción precede al pensamiento, y el uso de los nuevos ritos ciertamente es un paso significativo hacia la unidad. En el documento Bautismo, Eucaristía y Ministerio se puede encontrar una importante declaración de progreso ecuménico, aunque el ministerio sigue siendo el más controvertido de los tres tópicos27. Profesión Religiosa o Encomendación Para un número significativo de personas, hay unos ritos religiosos a través de los cuales pasan a un servicio de por vida que puede o no implicar la ordenación. Hablamos de ritos que inician a las personas en comunidades religiosas de hermanas, monjas, mendicantes, monjes, varias órdenes clericales, institutos seglares, diaconisas o misioneros. Es probable que haya un aumento significativo de ministerios lacios en el futuro, lo cual hará que los cultos de encomendación sean incluso más importantes que ahora. Los grupos organizados para el ministerio cuentan con una larga historia. Ya en los siglos primero y segundo encontramos evidencia de cristianos que vivían

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intencionalmente vidas de virginidad. En el siglo III había en muchas comunidades grupos de viudas y vírgenes que tenían unos papeles característicos en la vida de la iglesia. El siglo IV revela que estos grupos tenían una vida comunitaria y que pronto se desarrollaron ritos de consagración para esos estilos de vida. La historia de estos ritos es bastante diferente para hombres y mujeres. Para las mujeres, estos ritos normalmente consistían en que el obispo sancionaba que se hiciera un voto de virginidad y se recibiera un velo. La imagen principal para unirse a las órdenes de mujeres llegó a ser la de un matrimonio en la que se hacían promesas matrimoniales y se recibía un anillo como actos centrales. Entre las primeras órdenes de hombres la imagen central era en un principio la de un segundo bautismo. La ofrenda del ser se significaba mediante los votos que se hacían en el altar o colocando un documento firmado sobre el mismo, y tenían algunas de las cualidades del martirio. La renuncia a las posesiones materiales, que se podían redactar en una lista y depositar sobre el altar, era una parte importante. El vestido jugó un papel significativo mientras el futuro monje se deshacía de las ropas de este mundo y tomaba el hábito de su nueva comunidad. Cada elemento – hábito, escapulario, vestiduras y cinturón – llegó a ser un símbolo de la nueva vida en comunidad. En la baja Edad Media, el hecho de morir a este mundo se simbolizó postrándose delante del altar y siendo envuelto en el propio hábito a modo de paño mortuorio. El monje moría al yo y era resucitado a una nueva vida en comunidad. Todo se convirtió en un ritual: la entrada en el noviciado, los votos temporales y los votos permanentes. Si uno abandonaba la comunidad, se le devolvía su propia ropa. Así pues, existen una serie de imágenes en los ritos monásticos de profesión religiosa: un segundo bautismo, el martirio y el entierro cristiano. También se desarrollaron una serie de ritos para los dirigentes de las comunidades, especialmente para la “Bendición de un Abad” (Rites, 2, 115-24) y la “Bendición de una Abadesa” (Rites, 2, 125-31). Estos ritos eran análogos, en muchos sentidos, a la consagración de los obispos, y los abades mitrados recibían muchos de los símbolos de autoridad de un obispo, aunque generalmente sin jurisdicción episcopal. Todos estos ritos han sido profundamente revisados en tiempos recientes. Varias órdenes y comunidades tienen sus propios oficios característicos, aunque con muchas cosas en común. Los ritos genéricos actuales se encuentran en El Rito de Profesión Religiosa, publicado recientemente (en 1989). Normalmente el obispo local preside estas ceremonias. En la Iglesia Episcopal se prevé un rito para el “Apartamiento para una Vocación Especial”, que contempla el noviciado, los votos temporales y los votos finales o perpetuos (BOS, 254-58). Cada etapa implica una petición, sermón, examen, promesas o votos, oración o bendición y presentación de vestiduras. Otras iglesias tienen diversos formularios para ministerios especiales, como “Apartamiento de una Diaconisa” entre los luteranos (OS, 210-17) o “Orden para el Compromiso para el Servicio Cristiano” y otros servicios en el Bendiciones y Consagraciones (SWR, #14, 26-37) de los metodistas unidos. Profesión Religiosa o Encomendación BofS, 129-36 BofW, 422-38 BOS, 175-91

LWA, 254-80 OS, 204-17 PM, 95-131 Rites, 2, 111-81

SB, 247-49 SWR, #14, 26-37 WB, 96-101

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También: Rites of Religious Profession, 1989 (Iglesia Católica Romana)

Entierro Cristiano El entierro cristiano se practica para consolar a quienes han perdido a un ser querido y para encomendar al difunto a Dios. Puede que este no parezca un asunto muy alegre con el que terminar nuestro estudio del culto cristiano, pero muestra que la vida entera de un cristiano implica la alabanza a Dios desde el bautismo hasta el entierro. Por añadidura, la observancia de la muerte cristiana tiene mucho que decirnos acerca de la propia vida cristiana. Históricamente, las actitudes sobre el entierro cristiano parecen haberse desarrollado a través de tres etapas distintas: esperanza, temor y rechazo a pensar en ello. Estas se reflejan en los propios ritos de diferentes maneras, algunas sutiles y otras no tanto. Los cultos en sí a menudo son actitudes cristalizadas acerca de la propia muerte. No tenemos información en el Nuevo Testamento sobre el entierro cristiano, y muy poca procedente de los tres primeros siglos de nuestra era. Ni siquiera Hipólito cuenta nada excepto para señalar que había un cementerio cristiano y que el precio del entierro debía mantenerse razonable. Tertuliano habla de una eucaristía funeraria y de una eucaristía anual con motivo del aniversario de la muerte (“De las Coronas”, 3). Serapión nos ofrece una oración para una persona muerta antes del entierro. Principalmente es una enumeración de los actos de Dios, pero se convierte en súplica por el fallecido para que descanse, para su resurrección final, para el perdón de los pecados, para el consuelo de los familiares, y concluye con una petición para que se nos “dé a todos nosotros un buen final”28. Agustín nos habla del entierro de su madre, Mónica, y menciona pocos detalles, salvo que contuvo las lágrimas y la referencia a las oraciones de la eucaristía funeraria29. Se pueden hacer algunas observaciones generales sobre las primitivas prácticas funerarias cristianas. La atmósfera general del entierro cristiano era de esperanza en la resurrección. La serena afirmación de Agustín puede ser una excepción, pero no tanto. El difunto cristiano que había guardado la fe era tratado como un vencedor y la procesión funeraria tenía el carácter de un triunfo tributado a un general victorioso que regresaba a casa. Dado que en los tiempos cristianos los cementerios se encontraban fueran de las murallas de la ciudad, llevar al fallecido en procesión era una parte significativa del rito. Se hacía con el acompañamiento de un salmo de esperanza y alabanza y gritos de “¡aleluya!”. Se llevaban ropas blancas, hojas de palmera y luces, y se quemaba incienso mientras la comunidad marchaba hacia el cementerio a plena luz del día (a diferencia de los funerales nocturnos de los paganos). Previamente, el cuerpo había sido lavado, ungido y envuelto en lino en la casa del difunto mientras se oraba. Junto a la tumba se hacía oración y se celebraba la eucaristía. Agustín señala que “el sacrificio de nuestro rescate fue ofrecido por ella [Mónica], cuando ahora el cadáver estaba junto a la tumba”. Después de darle al cadáver el último beso de la paz, era enterrado con los pies en dirección al nacimiento del sol. Podía continuarse con un ágape inmediatamente después y se celebraban cultos en los días posteriores a la muerte y en el aniversario de la misma. Para los héroes de la fe, como pudieran ser los mártires, estos aniversarios podían ser ocasiones importantes. El relato de la muerte de Policarpo “El Martirio de Policarpo”, ocurrida en el siglo II, habla de la intención de la comunidad de “reunirse con gozo y alegría para celebrar el día de su martirio como un cumpleaños, en memoria de aquellos atletas que han ido delante de nosotros, y para entrenar y preparar a aquellos que han de venir después”30. Para los cristianos, la muerte era un “cumpleaños celestial” y se recordaba a los santos con ocasión de su cumpleaños (natalis) en la eternidad en lugar de su

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cumpleaños mundano en el tiempo finito. Las crónicas de sus vidas y muertes fueron recogidas en los martirologios, de los que se leía una selección en cada cumpleaños celestial (el día de su muerte). Como ocurrió con las bodas, la iglesia estaba muy influenciada por las costumbres funerarias romanas, aunque rechazó muchas de ellas (como por ejemplo la cremación). La práctica pagana de conmemorar al muerto mediante comidas funerarias junto a la tumba (refrigerium) fue sustituida por la eucaristía y los dolientes cristianos daban comida a los pobres. El sentido de continuidad de la familia a través de las generaciones, centrado en la parcela donde se entierra a la familia, todavía es muy fuerte en Roma. Incluso hoy día, se observa el día de Todos los Santos como una reunión de generaciones a lo largo del tiempo. La actitud y los valores medievales del entierro cristiano tomaron un giro diferente: el del temor. El entierro cristiano llegó a cubrirse con la imaginación medieval del infierno y el purgatorio y los terrores de la muerte sin estar preparado. La eucaristía siempre ha sufrido cuando ha sido utilizada con propósitos disciplinarios; los funerales también fueron objeto de abusos. La mente medieval tendía a pensar que si uno conseguía asustar a la gente, entonces sería posible librarla del infierno. La muerte se convirtió en la amenaza utilizada para disciplinar a los vivos. ¿Quién podía ignorar una oración como la que se usaba en la provincia de York: “Líbrale del fuego cruel del pozo hirviendo?” La mayoría de iglesias parroquiales medievales tenían pinturas murales muy gráficas del juicio final (la muerte) sobre el arco del presbiterio, en los que se mostraban con gusto los tormentos de los condenados. Los dramas de la baja Edad Media a menudo incluían una boca del infierno hacia la que eran arrastrados los pecadores impenitentes. Dante nos muestra todo el esquema en su nivel más sofisticado; para otros era igualmente vívido y real. Los ritos funerarios llegaron a estar impregnados de sobrecogimiento y temor por el destino del alma. El oficio de difuntos se desarrolló a partir de salmos que originalmente se cantaban en los funerales y que con el tiempo se convirtieron en formas que debían decirse en las vísperas, los maitines y las laudes. Los entierros medievales generalmente tenían lugar en los camposantos de las iglesias. Se encontraban con el cuerpo en la entrada techada contigua al camposanto (puerta del cadáver), desde allí era entrado a la iglesia mientras se cantaban salmos, se celebraba la eucaristía, se le ofrecía la absolución al difunto, incienso y se rociaba con agua bendita. Seguidamente se procedía al sepelio en el cementerio o bajo la iglesia. La absolución muestra el cambio que se produjo con respecto al sentido de victoria triunfante que tenía la iglesia primitiva. El canto del Dies irae (día de la ira), que se remonta a los siglos XII o XIII, refleja hasta qué punto el foco de atención durante la baja Edad Media era el juicio y la posibilidad de condenación, tan distinto de la clara confianza de los primeros cristianos. A la Reforma no le resultó fácil sacudirse estas actitudes, aunque el temor al purgatorio ya no era una sanción. Lutero deploró el carácter lastimero de los funerales y quiso hacer de ellos una expresión más sólida de esperanza. Condenó “las abominaciones papales, tales como las vigilias, las misas por los difuntos, las procesiones, el purgatorio y todos los demás abracadabras a favor de los muertos”, abogando por cultos en los que se enfatizara la resurrección de los muertos con “himnos de consuelo que hablen del perdón de los pecados, del descanso, del sueño, de la vida y de la resurrección de los cristianos que han partido”31. Lutero no dejó ningún rito funerario, pero parece haber utilizado himnos, salmos, un sermón y un ceremonial sencillo.

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El mínimo se alcanzó con el Directorio de Westminster de 1645 que decretó que el cuerpo fuera “llevado decentemente” al cementerio pero inmediatamente enterrado “sin ninguna ceremonia”. Incluso los sermones funerarios llegaron a ser motivo de controversia entre los puritanos escoceses e ingleses porque a menudo habían degenerado y se habían convertido en elogios de virtudes reales e imaginarias. Algunos puritanos consideraron los entierros como un asunto puramente secular y no celebraron ningún culto. Calvino había aprobado los sermones funerarios, pero nunca proveyó una liturgia para el entierro cristiano. Normalmente la tradición reformada toleró un culto de salmodia, lectura bíblica, sermón y oración tras el entierro. Las revisiones anglicanas del rito funerario fueron más conservadoras, aunque hubo un posterior bandazo hacia la izquierda en 1552. Cranmer, en 1549, condensó el oficio de difuntos y asimiló la procesión en el camposanto, las exequias y una eucaristía opcional (para la que se estipulaban unos propios). El culto podía tener lugar enteramente junto a la tumba o parcialmente en la iglesia. Se hizo un esfuerzo consciente por enfatizar la esperanza a través de Cristo y la resurrección. En 1552 desapareció la referencia a la eucaristía y el culto se celebró casi por completo alrededor de la tumba. Las cautelosas oraciones por los muertos de 1549 también habían desaparecido. El breve rito que permaneció consistió en sentencias, oraciones, Apocalipsis 14:13, 1ª Corintios 15:20-58 y palabras de encomendación al Señor mientras se echaba tierra sobre el cuerpo. La historia posterior ha traído una salmodia más extensa y más oraciones. Wesley mantuvo básicamente el rito del Libro de Oración Común de 1662, aunque omitió el Salmo 39, una oración y la encomendación. El gran cambio que trajo consigo el metodismo fue la adición de fervientes himnos de esperanza. El cristianismo moderno, con demasiada frecuencia, ha olvidado tanto la esperanza como el temor y ha rehusado pensar sobre la muerte como parte del mensaje cristiano. Los cementerios se encuentran ahora situados en las afueras, tanto de nuestras ciudades como de nuestras conciencias. Las costumbres funerarias se han convertido mayormente en comerciales. En el siglo XVII se introdujeron las lápidas y las sepulturas privadas para la gente común. Anteriormente, como el Yorick de Hamlet, uno podía ocupar un poco de tierra durante treinta años hasta que le tocaba el turno a otro. Los ataúdes se hicieron habituales para las personas corrientes durante el siglo XIX, y el embalsamamiento en la época de la Guerra Civil. El resultado es que los modernos se han convertido en más supersticiosos con la muerte que nuestros antepasados medievales, aunque muchos menos originales e imaginativos. Pretender que podemos preservar incluso nuestro nombre, por no hablar de nuestro cuerpo, sin duda que hubiera divertido a la gente de la Edad Media. Sin embargo la práctica moderna intenta camuflar la realidad de la muerte y acaba creando más ficciones que cualquier época anterior. Muy a menudo la culpa de esto la ha tenido la iglesia, que ha sustituido el testimonio del evangelio por cultos funerarios sentimentales de flores y poesía. Y la iglesia, demasiadas veces, esquiva educadamente toda mención a la muerte en su vida semanal, incluso durante el tiempo pascual, el período que se centra en la resurrección. El ministerio de la enseñanza también ha descuidado tratar algo tan ofensivo como la muerte. Últimamente ha habido cultos que han vuelto a capturar muchos de los elementos mucho más afirmativos de la actitud de la iglesia primitiva hacia la muerte. El Vaticano II mandó que “el rito de las exequias debe expresar más claramente el sentido pascual de la muerte cristiana” (CSL, párrafo 81). Este énfasis en la resurrección se ha logrado en su gran mayoría en los nuevos ritos. El cambio visual de las vestiduras

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negras a las blancas (por Cristo y la resurrección) o verdes (por el crecimiento) marca un cambio importante en el énfasis. Los ritos reformados, publicados en 1969, animan a que se sigan las costumbres locales, ofrecen la posibilidad de que todo o algunas partes del culto se celebren en estaciones: en la casa del finado, en la iglesia parroquial, en la capilla del cementerio, junto a la tumba o una combinación de todos ellos (Rites, 1, 645720). También hay un culto de vigilia y se prevé la eventualidad de funerales para los niños. Se dan muchas opciones, incluyendo la celebración de misas funerarias, misas de aniversario, varias conmemoraciones y oraciones por los difuntos (Sac., 857-89). El Orden de Funerales Cristianos (1989) refleja dos décadas de mayor experiencia pastoral y mejoras de los ritos. Otras iglesias han seguido el mismo énfasis en la naturaleza pascual de la comprensión cristiana de la muerte. El nuevo rito presbiteriano se titula “Un Culto de Testimonio de la Resurrección” (SLR, #4) y el metodista unido es “Un Culto de Muerte y Resurrección” (UMH, 870-75). El nuevo Libro de Oración Común tiene dos ritos para el “Entierro de los Difuntos” y un bosquejo para un tercero (pp. 469-507). Los tres ritos episcopalianos contienen la posibilidad de una eucaristía, al igual que los nuevos cultos metodista unido, presbiteriano y luterano. En el Libro de Oración Común las oraciones por los difuntos son una opción. La mayor parte de estos cultos consiste en salmodia y lectura de las promesas bíblicas. Tanto el nuevo “Entierro de los Difuntos” (LBW, 206-14) luterano como el nuevo culto metodista unido comienzan con una referencia al bautismo cristiano en la muerte y resurrección de Cristo, y relacionan el bautismo con el entierro. El culto metodista unido intenta personalizar la ocasión nombrando al difunto y contando con testimonios de aquellos que mejor le conocían para rememorar así su vida. Con excesiva frecuencia los funerales pueden tener una calidad genérica sin reconocer la vida individual que se recuerda. Entierro Cristiano ASB, 306-36 BAS, 565-605 BCO, 88-119 BCP, 468-507 BofS, 80-107 BofW, 359-90 BOS, 171-74 CF, 106-30

LBW, 206-14 LWA, 169-201 MDE, 331-39 MSB, F1-F22 OS, 108-28 PM, 233-56 SB, 202-30 SBCP, 440-69

SLR, #4 SWR, #7 UMH, 870-75 WB, 71-88 WL, 42-48 WW, 123-83

También: Order of Christian Funerals, 1989 (Iglesia Católica Romana); Services for Death and Burial, 1987 (Iglesia Unida de Canadá)

¿Cómo entiende la fe cristiana el funeral? Su pasado ha sido un pasado cambiante. Aún durante la celebración del tercer Concilio de Letrán en 1179 era posible hablar del entierro de los muertos como de un sacramento; es decir, durante más de la mitad de la historia de la iglesia. Pero el entierro cristiano nunca recibió la atención escolástica de los otros siete, y el hecho de que ni Lutero ni Calvino articularan ritos funerarios demuestra que tenían cosas más importantes que hacer. Así pues, el funeral nunca ha recibido tanta consideración teológica como se merece, aunque los psicólogos, sociólogos y escritores populares han saltado para llenar el vacío. La comprensión cristiana de la muerte ha recibido un examen teológico un tanto más cuidadoso32. ¿Cuáles los las posibilidades para entender la función del entierro cristiano aparte del tema meramente utilitarista de disponer del cuerpo? Resaltan dos

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preocupaciones: mostrar el amor de Dios y el apoyo de la comunidad que consuela a los familiares del finado y encomendar el difunto al cuidado misericordioso de Dios. La iglesia actúa mejor por honestidad cuando consuela a los deudos. Debemos evitar saber demasiado sobre la muerte. Sigue siendo un misterio. Los esfuerzos por investigar más allá de su oscuro velo, tanto en términos científicos modernos como a través de la especulativa imaginería pictórica, basada más o menos en la Escritura, son empresas que no conducen a nada. Pero hay dos afirmaciones que la fe cristiana puede realizar con toda honestidad para beneficio de los deudos. La primera de ellas puede parecer de poco consuelo, pero resulta vital para el transcurso del dolor y si se ignora sólo puede provocar problemas. Es la realidad de la muerte misma. La Biblia es clara: “Todos hemos de morir; somos como el agua derramada en la tierra, que no se puede recoger” (2ª Samuel 14:14), una afirmación mucho más cristiana que cualquier monumento de piedra. Por esta razón generalmente es mejor, cuando es posible hacerlo, tener el cuerpo presente en el funeral que celebrar un culto en memoria. La realidad de la muerte no es negada por una religión que lleva la crucifixión en su corazón. Pero la segunda afirmación es la fidelidad de Dios. Esta no es una doctrina sobre la muerte (de la que sabemos muy poco) sino una doctrina sobre la fidelidad de Dios (de la que sabemos mucho). La muerte hace que los seres humanos se den cuenta de lo completamente dependientes de Dios que son cuando todo lo demás falla. Sea lo que sea lo que se encuentra más allá de la muerte, también ha sido creado por Dios y experimentado por Jesucristo antes que nosotros. Los cristianos no se ven privados de esperanza incluso cuando se enfrentan a la muerte; son consolados por la única fuente real de esperanza que hay en el mundo: el amor misericordioso de Dios. Por tanto, el funeral cristiano testifica de la realidad de la muerte y de la resurrección. Las firmes declaraciones de la Escritura son mucho más poderosas que cualquier poesía sobre el sueño, el tránsito o cruzar la barrera. Las palabras de Dios en la Escritura y las acciones en los sacramentos son la medicina fuerte que se necesita en este momento, y no la poesía, las flores o las declaraciones sentimentales. Es importante que el funeral tenga lugar en el seno de la comunidad amada, especialmente en la familiaridad del edificio de la iglesia, donde las palabras y los actos de esperanza han sido experimentados cada primer día de la semana durante toda una vida. La presencia de la propia comunidad es un fuerte testimonio de la acción de amor de Dios en ese momento. Los otros cristianos que están allí son un signo visible de amor. La comunidad unida marca la transición del difunto a una nueva relación con la iglesia al pasar a la Iglesia Triunfante que está más allá de la Iglesia Militante que se encuentra aquí en la tierra. El papel de los demás cristianos en el funeral es hacer visible mediante su presencia el ambiente de amor que rodea a los deudos. La segunda función del funeral es encomendarle el difunto a Dios. Potencialmente, cada uno de los bautizados ya ha muerto y ha sido resucitado con Cristo en el bautismo (Romanos 6:3-4). Ahora es el momento de recordar que Dios ya ha mostrado que nos acepta, una aceptación que se ha hecho visible primeramente en nuestro bautismo. Es muy natural que deseemos encomendar a quienes amamos al cuidado de Dios. Los conceptos de un purgatorio son muy improbables para los protestantes actuales (y probablemente para muchos católicos de hoy también). Pero la esperanza de la resurrección en Cristo es tan central en la fe cristiana que apenas podemos evitar orar que Dios cumpla su propósito con el finado. Resulta de lo más antinatural orar por una persona hasta el momento de la muerte y después quedarnos mudos. El amor de Dios también continúa después de la muerte al igual que antes, y las oraciones cuidadosamente formuladas pueden encomendar al difunto al cuidado de Dios sin implicar una creencia en el purgatorio.

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Así pues, el funeral cristiano tiene dos funciones: ministrar a los vivos y al muerto, aunque resulta imposible separar los dos. Ambos son posibles mediante la percepción de que Dios actúa en el entierro cristiano, como ocurre en los sacramentos, en una nueva autoentrega, incluso al final de la vida. La comunidad de fe, a la que se entra mediante las aguas del bautismo, se reúne ahora de nuevo por última vez para manifestar el amor divino hecho visible a través de las acciones afectuosas de la comunidad. Podemos señalar brevemente unas cuantas consecuencias pastorales. La ocasión de la muerte es un momento de una relación vigorizante y continuada por la cual es probable que el pastor tenga la principal responsabilidad. Aconsejar a la familia antes del entierro y durante mucho tiempo después del mismo es un ministerio esencial. El curso del llanto no puede precipitarse; el peor peligro de todos es cuando las personas rehusan llorar y luego les coge por sorpresa. “Poner buena cara” es una invitación a la catástrofe. Hay pocas áreas donde se requiera mayor sensibilidad pastoral que en la consejería a los deudos. Una parte muy importante de este ministerio comienza mucho antes de la muerte, con el ministerio de enseñanza, que ayuda a los miembros de la iglesia a entender la muerte desde una perspectiva cristiana. A través de diversos medios se puede ayudar a la congregación a pensar a fondo sobre las formas más deseables de funerales. Ninguno de nosotros está completamente maduro hasta que sabe con seguridad que más tarde o más temprano va a morir. Hacer planes para el propio funeral no es necesariamente una preocupación morbosa; puede ser un testimonio de fe y una manera espléndida de avanzar en la comprensión de la vida. Los miembros de una residencia de ancianos tejen sus propios paños mortuorios, lo cual es un magnífico testimonio final. El cuidado pastoral no viene solo; parte del supuesto de la existencia de un rebaño. Es necesario que otros participen juntamente con el pastor en este ministerio, de modo que puedan hacerles ver a los familiares del difunto el interés y el apoyo de la comunidad. Se puede hacer mucho para reclutar y preparar miembros de la congregación para ministrar a aquellos de entre ellos que han perdido a algún ser querido. Y tendrán mucho por hacer para reintegrarlos en la comunidad. Esto es especialmente importante en las grandes festividades anuales, cuando los deudos puede que se sientan más solos. El funeral cristiano es adoración por encima de cualquier otra cosa, y no una terapia para el dolor. Debería resaltar las firmes promesas de la Escritura sobre la fidelidad de Dios y no conformarse con menos. Un culto de predicación de la Palabra parece fundamental para proclamar y dar gracias a Dios por su bondad. La salmodia y la Escritura son básicas, apoyadas por el sermón, los himnos, las oraciones y el credo. La eucaristía puede proclamar la relación continua entre aquellos que están vivos y los que han muerto en el seno del cuerpo de Cristo. La presencia del cuerpo en el culto mortuorio y la asistencia de la gente al entierro deben promoverse como formas de dar testimonio de la realidad de la muerte. En raras ocasiones debería enseñarse el cuerpo. Es mucho mejor cubrir el ataúd con un paño mortuorio, una tela de unos tres metros de largo por uno ochenta de ancho, con una gran cruz bordada o colocada encima en forma de aplique. Testifica mucho mejor acerca de la fuente de nuestra esperanza en Cristo que unas flores cortadas. El paño también disminuye la exposición ostentosa de los féretros. Incluso cuando se dona el cuerpo para la investigación médica o para ser incinerado, generalmente puede estar presente en el funeral.

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Los funerales son una ocasión muy personal y hay que encontrar algunas formas de enfatizar que fue esa persona en particular la que falleció. Esto se puede hacer sin recurrir a las alabanzas extravagantes. Puede ser valioso contar con algún tipo de identificación personal por parte de alguien que conocía bien al finado. Algunas veces se pueden mostrar los recuerdos, las fotos, las cosas o las personas que fueron fundamentales en la vida del difunto. A los cristianos se les identifica con su nombre en el bautismo y deberían ser nombrados también en su funeral.

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NOTAS

1.¿A qué nos referimos cuando hablamos de “culto cristiano”? 1. Paul W. Hoon, The Integrity of Worship (Nashville: Abingdon Press, 1971), p. 77. 2. Peter Brunner, Worship in the Name of Jesus. Publicado originalmente en alemán en 1954. Traducción de M. H. Bertram (St. Louis: Concordia, 1968), p. 125. 3. Jean-Jacques von Allmen, Worship: Its Theology and Practice (Nueva York: Oxford University Press, 1965), p. 33. 4. Evelyn Underhill, Worship (Londres: Nisbet & Co., 1936), p. 339. 5. George Florovsky, “Worship and Every-Day Life: An Eastern Orthodox View”, Studia Liturgica 2 (diciembre de 1963): 268. 6. Ibíd., p. 269. 7. Nikos A. Nissiotis, “Worship, Eucharist and ‘Intercommunion’; An Orthodox Reflection”, Studia Liturgica 2 (septiembre de 1963): 201. 8. Tra le sollecitudini, en The New Liturgy, Kevin Seasoltz (ed.), O.S.B. (Nueva York: Herder & Herder, 1966), p.4. 9. Godfrey Diekmann, O.S.B. Personal Prayer and the Liturgy (Londres: Geoffrey Chapman, 1969), p. 57. 10. Odo Casel, O.S.B., The Mystery of Christian Worship (Westminster, Md.: Newman Press, 1962), p. 141. 11. Underhill, Worship, pp. 84-85. 12. Para una descripción más detallada de éstos véase James F. White, Protestant Worship: Traditions in Transition (Louisville, Ky.: Westminster-John Knox Press, 1989). 13. Las revisiones decretadas por el concilio de Trento aparecieron en forma de breviario romano, 1568, y de misal, 1570. Ulteriores trabajos dieron lugar al martirologio romano, 1584, el pontifical, 1596, el Caeremoniale episcoporum, 1600, y el ritual, 1614. 14. Entre los libros que podrían combinarse con estos están: el pasional (el sufrimiento de los mártires), el libro de homilías (extractos de las exposiciones de los Padres sobre la Escritura), la legenda (relatos de las vidas de los santos), el responsorio (con las respuestas que hay que utilizar después de la lectura), el collectar (que contiene las colectas para el día) y un ordo (para enseñar cómo juntarlo todo para el día y la hora adecuados). 15. Estas estaban separadas a veces en forma de epistolarium, que contenía el Antiguo Testamento y lecturas de las epístolas y el evangelarium para los evangelios. 16. Algunas veces se utilizaban colecciones separadas de graduales, tropos, kyries y secuencias.

2. El Lenguaje del Tiempo 1. Cyril Richardson (ed.), Early Christian Fathers (Filadelfia: Westminster Press, 1953), p. 96. 2. Kirsopp Lake (traductor). The Apostolic Fathers (Cambridge: Harvard University Press, 1965), 1, p. 331.

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3. Herny Bettenson (ed.), Documents of the Christian Church (Nueva York: Oxford University Press, 1952), p. 6. 4. Richardson, Early Christian Fathers, p. 287. 5. Lake, Apostolic Fathers, 1, p. 397. 6. Bettenson, Documents, p. 27. 7. Richardson, Early Christian Fathers, p. 174. 8. James Donaldson (ed.), Ante-Nicene Fathers. De aquí en adelante ANF (Nueva York: Charles Scribner’s, 1899), 7, p. 469. 9. John Chrysostom, Baptismal Instructions, Paul W. Harkins (traductor), Ancient Christian Writers (Westminster, Md.: Newman, 1963), 31, p. 127. 10. Tertullian, “On Baptism”, S. Thelwall (traductor), ANF, 3, 678. 11. Eusebius, The History of the Church, traducido por G. A. Williamson (Baltimore: Penguin Books, 1965), p. 230. Existe edición castellana. N. del T. 12. Egeria’s Travels, editado y traducido por John Wilkinson (Londres: S.P.C.K., 1971), pp. 132-33. 13. Augustine, Letters, traducido por Wilfrid Parsons. Fathers of the Church (Nueva York: Fathers of the Church, 1951), 12, p. 283. 14. Thomas J. Talley, The Origins of the Liturgical Year (Nueva York: Pueblo Publishing Co., 1986), pp. 194-203. 15. William Telfer (traductor), Cyril of Jerusalem and Nemesius of Emesa (Filadelfia: Westminster Press, 1955), p. 68. 16. Augustine, Letters, 12, pp. 284-85. 17. Tertullian, “On Baptism”, ANF, 3, p. 678. 18. Eusebius, “Life of Constantine the Great”, traducido por E. C. Richardson, Nicene and Post-Nicene Fathers (De aquí en adelante NPNF), 2nd Series (Nueva York: Christian Literature Co., 1890), 1, p. 557. 19. Talley, Liturgical Year, pp. 129-34. 20. John Chrysostom, Opera Omnia, editado por Bernard de Montfaucon (París: Gaume, 1834), 2, p. 418. 21. Ibíd., 2, p. 436. 22. Citado por L. Duchesne, Christian Worship, 5th Ed. (Londres: S.P.C.K., 1923), p. 260, n. 3. 23. Tertullian, “De Corona”, ANF, 3, p. 94. 24. Chrysostom, Opera Omnia, 1, p. 608. 25. Gregory Dix, Shape of the Liturgy (Westminster: Dacre, 1945), p. 305. 26. “Formula Missae”, editado por Bard Thompson, Liturgies of the Western Church (Cleveland: World Publishing Co., 1961), p. 109. 27. “Book of Discipline”, John Knox’s History of the Reformation in Scotland (Londres: Thomas Nelson and Sons, 1949), 2, p. 281. 28. The Westminster Directory (Bramcote, Notts., U.K.: Grove Books, 1980), p. 32. 29. John Wesley’s Sunday Service (Nashville: United Methodist Publishing House, 1984), pp. 25-26. 30. The Christian Year: A Suggestive Guide for the Worship of the Church, borrador redactado y revisado por Fred Winslow Adams (Nueva York: Committee on Worship, Federal Council of the Churches of Christ in America), 2nd ed. (rev.), 1940, p. 9. 31. The Christian Year and Lectionary Reform (Londres: SCM Press, 1958). 32. Pius Parsch, The Church’s Year of Grace (Collegeville, Minn.: Liturgical Press, 1964-65), 5 vols. 33. Common Lectionary (Nueva York: Church Hymnal Corporation, 1983).

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34. The Calendar and Lectionary: A Reconsideration (Londres: Oxford University Press, 1967). 35. Véanse varias series de Proclamation (Filadelfia: Fortress Press); Reginald Fuller, Preaching from the New Lectionary (Dollegeville, Minn.: Liturgical Press, 1974; Gerard Sloyan, A Commentary on the New Lectionary (Nueva York: Paulist Press, 1975).

3. El Lenguaje del Espacio 1. Para más detalles, véase James F. White y Susan J. White, Church Architecture: Building and Renovating for Christian Worship (Nashville: Abingdon Press, 1988). 2. Históricamente siempre ha habido una estrecha relación entre los artistas del libro y la expresión religiosa, y en ninguna otra tradición ésta ha sido más fuerte que en el cristianismo. Y dentro del campo de las artes gráficas, una de las expresiones más evidentes de devoción a través del arte ha sido la que se ha producido en el terreno de la encuadernación. La evidencia histórica es abrumadora y se trata de una tradición que sigue gozando de buena salud hoy en día. Pero en la actualidad la tradición existe más gracias al apoyo de los mecenas privados o de las bibliotecas universitarias que por los encargos de la iglesia. 3. Para un relato histórico más detallado, véase James F. White, Protestant Worship and Church Architecture (Nueva York: Oxford University Press, 1964), capítulos 36. 4. En estos planos de suelo simplificados, A = mesa del altar; C = coro; D = mesa de lectura; F = pila bautismal; L = atril o facistol; P = púlpito; líneas discontinuas = coros (excepto en la figura 1, en la que representan una pared que ha sido suprimida). Los dibujos no están realizados a escala. 5. The Letters of Stephen Gardiner, editado por James A. Muller (Nueva York: Macmillan, 1933), p. 355. 6. Paul Tillich, “Existentialist Aspects of Modern Art”, en Christianity and the Existentialists, editado por Carl Michalson (Nueva York: Scribner’s, 1956), especialmente pp. 134-44. 7. Cyril C. Richardson, “Some Reflections on Liturgical Art”, Union Seminary Quarterly Review 8 (1953): 24-28. 8. The New Westminster Dictionary of Liturgy and Worship, editado por J. G. Davies (Filadelfia: Westminster Press, 1986), pp. 521-40.

4. La Oración Pública Diaria 1. Didache, 8, en Cyril Richardson (ed.), Early Christian Fathers, p. 174. Existe edición castellana (N. del T.). 2. Clement, The Stromata or Miscellanies 7, 7; ANF, 2, 534. 3. Tertullian, On Fasting 10, On Prayer 25; Cyprian, On the Lord’s Prayer 34. 4. Bernard Botte, La Tradition apostolique de Saint Hippolyte (Münster, Alemania: Aschendorffsche, 1963) para la introducción, el texto, las notas y la traducción francesa. Traducción inglesa de Geoffrey Cuming, Hippolytus: A Text for Students with Introduction, Translation, Commentary, and Notes (Bramcote, Notts., U.K.: Grove Books, 1976). 5. Gregory Dix (ed.), The Treatise on the Apostolic Tradition of St. Hippolytus of Rome, 36 (Londres: S.P.C.K., 1968), p. 63. 6. Dix (ed.), Apostolic Tradition, 33, p. 60; cf. también 35, p. 61. 197

7. George Guiver es quien introduce este último término, que parece el más apropiado. Company of Voices (Nueva York: Pueblo Publishing Co., 1988), p. 53. 8. Eusebius, Commentary on Psalm 64, verse 10. Patrologiae Graecae (París: J. P. Migne, 1857), 23, p. 640. 9. Apostolic Copnstitutions, 2, 59; ANF, 7, 423; 8, 35; ANF, 7, 496. 10. John Chrysostom, Baptismal Instructions, 17, traducido por Paul W. Harkins, Ancient Christian Writers (Westminster, Md.: Newman Press, 1963), 31, pp. 12627. 11. Egerias’s Travels, 24, editado y traducido por John Wilkinson (Londres: S.P.C.K., 1971), pp. 123-24. 12. Robert Taft, The Liturgy of the Hours in East and West (Collegeville, Minn.: Liturgical Press, 1986), p. 56. 13. Cassian, Institutes of the Coenobia, 2, 3; NPNF, 2nd series, 11, p. 206. 14. Basil, Question 37, Ascetical Works, traducido por la hermana M. Monica Wagner, C.S.C., (Nueva York: Fathers of the Church, 1950), pp. 309-10. 15. Chrysostom, Homilies on First Timothy, #14; NPNF, 1st series, 13, p. 456. 16. Cassian, Institutes, 3, 4; NPNF, 2nd series, 11, 215. 17. Benedict, “The Rule”, Western Asceticism (Filadelfia: Westminster Press, 1958), p. 327. 18. E. C. Ratcliff, “The Choir Offices”, en W. K. Lowther Clarke y Charles Harris (eds.), Liturgy and Worship (Londres: S.P.C.K., 1932), p. 266. 19. J. Wickham Legg (ed.), The Second Recension of the Quignon Breviary (Londres: Henry Bradshaw Society, 1908), vol. 35; y J. Wickham Legg, Liturgical Introduction with Life of Quignon (Londres: Henry Bradshaw Society, 1912), vol. 42. 20. Liturgy of the Hours: The General Instruction (Londres: Geoffrey Chapman, 1971), p. 35, párrafo 77. 21. Taft, The Liturgy, p. 316. 22. Hughes Oliphant Old, “Daily Prayer in the Reformed Church of Strasbourg, 15251530”, Worship 52 (1978): 121-38. 23. Compárese “Formula Missae” y “Deutsche Messe”, en Bard Thompson (ed.), Liturgies of the Western Church (Cleveland: World Publishing Co., 1961), pp. 12021 y 129-30. 24. Günther Stiller, Johann Sebastian Bach and Liturgical Life in Leipzig (St. Louis: Concordia, 1984), p. 55. 25. The First and Second Prayer Books of Edward VI (Londres: J. M. Dent, 1952), p. 3. 26. Ibíd., p. 6.

5. El Culto de Predicación de la Palabra 1. Cyril Richardson (ed.), Early Christian Fathers, p. 287. 2. Esta es la famosa segunda ley de Anton Baumstark, que viene explicada en su obra Comparative Liturgiology (Londres: A. R. Mowbray, 1958), p. 27. La primera ley dice que con el paso del tiempo los elementos antiguos tienden a ser duplicados por otros más modernos; después, cuando finalmente se repara en la redundancia, los más antiguos son eliminados (p. 23). 3. Augustine, Sermon #324, Patrologiae Latina (París: J. P. Migne, 1863), 38, p. 1449. 4. Bard Thompson (ed.), Liturgies of the Western Church (Cleveland: Worls Publishing Co, 1961), pp. 106-22. 5. Ibíd., pp. 123-37.

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6. Ibíd, pp. 197-208 7. Hughes O. Old, The Patristic Roots of Reformed Worship (Zürich: Theologischer Verlag, 1975), pp. 208-18. 8. Thompson, Liturgies, pp. 354-71. 9. Ibíd., pp. 245-68. 10. Ibíd., pp. 269-84. 11. John Wesley’s Sunday Service of the Methodists in North America (Nashville: The Unidted Methodist Publishing House, 1984). 12. Véase John Knox, Integrity of Preaching (Nashville - Nueva York: Abingdon Press, 1957); Gustav Wingren, The Living Word (Filadelfia: Fortress Press, 1960); Karl Barth, The Preaching of the Gospel (Filadelfia: Westminster Press, 1963); P. T. Forsyth, Positive Preaching and the Modern Mind (Londres: Independent Press, 1960); H. H. Farmer, Servant of the Word (Filadelfia: Fortress Press, 1964); Fred B. Craddock, Preaching (Nashville: Abingdon Press, 1985); David G. Buttrick, Homiletic (Filadelfia: Fortress Press, 1987); Richard L. Eslinger, A New Hearing (Nashville: Abingdon Press, 1987).

6. El Amor de Dios Hecho Visible 1. “Tractus on John”, 80, 3; NPNF, 1st series, 7, p. 344; y John Calvin, Institutes, IV, xiv, 4, Library of Christian Classics 21, p. 1279. Existe edición castellana de esta última obra (N. del T.). 2. La tesis central de E. Schillebeeckx, Christ the Sacrament of the Encounter with God (Nueva York: Sheed and Ward, 1963). 3. Compárese Joachim Jeremias, Eucharistic Words of Jesus (Nueva York: Scribner’s, 1966), pp. 106-37. 4. Calvin, Institutes, IV, xvii, 32, p. 1403. 5. Texto en Elizabeth Frances Rogers, Peter Lombard and the Sacramental System (Merrick, N.Y.: Richwood, 1976), IV, ii, 1, p. 85. 6. Ibíd., IV, i, 6, p. 82. 7. Ibíd., IV, i, 4, p. 80. 8. Ibíd., IV, xxiii, 3, p. 221. 9. Texto en Ray C. Petry (ed.), A History of Christianity (Englewood Cliffs, N.J.: Prentice-Hall, 1962), p. 324. 10. Ibíd., p. 325. 11. Para una importante discusión de este término y sus significados cambiantes, véase Piet Schoonenberg, “Transubstantiation: How Far Is This Doctrine Historically Determined?” The Sacraments, an Ecumenical Dilemma (Nueva York: Paulist Press, 1966), Concilium 24, 78-91. 12. “Canons and Dogmatic Decrees of the Council of Trent”, en Philip Schaff (ed.), The Creeds of Christendom (Grand Rapids, Mich.: Baker, n.d.), 2, p. 119. 13. Calvin, Institutes, IV, xvii, 1, p. 1361. 14. Burkhard Neunheuser (ed.), The Mystery of Christian Worship and Other Writings (Westminster, Md.: Newman Press, 1962), p. 124. 15. Véase también The Eucharist de Schillebeeckx (Nueva York: Sheed and Ward, 1968). 16. Calvin, Institutes, IV, xiv, 3, p. 1278.

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7. La Iniciación Cristiana 1. Mandate IV, iii, 6. Kirsopp Lake (traductor), The Apostolic Fathers (Cambridge: Harvard, 1965), 2, p. 85. Existe edición castellana (N. del T.). 2. Kurt Aland, Did the Early Church Baptize Infants? (Londres: SCM Press, 1º963), p. 10. 3. Oscar Cullmann, Baptism in the New Testament (Londres: SCM Press, 1950). 4. Didache, 9 y 7, en Cyril Richardson (ed.), Early Christian Fathers (Filadelfia: Westminster Press, 1953), pp. 174-75. 5. First Apology, 61 y 65, en Richardson, Early Christian Fathers, pp. 282, 285. 6. “On Baptism”, 20, ANF, 3, 678-79. 7. Ibíd., 17, ANF, 3, 677. 8. “Of the Crowns”, 3, en E. C. Whitaker (ed.), Documents of the Baptismal Liturgy (Londres: S.P.C.K., 1970), p. 10. 9. “On Baptism”, 8, ANF, 3, 672. 10. Gregory Dix (ed.), The Treatise on the Apostolic Tradition of St. Hippolytus (Londres: S.P.C.K., 1968), p. 38. 11. R. Hugh Connolly (ed.), Didascalia Apostolorum (Oxford: Clarendon Press, 1969), p. 147. 12. Egeria’s Travels, 45-47, editado y traducido por John Wilkinson (Londres: S.P.C.K., 1974), pp. 143-46. 13. Concerning the Sacraments, 1, 4, en Whitaker (ed.), Documents of the Baptismal Liturgy, p. 128. 14. Mystagogical Catechesis 2, en ibíd., p. 29. 15. Ibíd., pp. 40-41. Véase también Edward Yharnold, The Awe-Inspiring Rites of Initiation (Londres: St. Paul, 1972). 16. Concerning the Sacraments, III, 8, en Whitaker, Documents, p. 131. 17. J. D. C. Fisher, Christian Initiation: Baptism in the Medieval West (Londres: S.P.C.K., 1970), p. 148. 18. Ibíd., p. 106. 19. Ulrich S. Leopold (ed.), Luther’s Works (Filadelfia: Fortress Press, 1965), 53, pp. 107-9. 20. Rúbricas en “The Form of Prayers and ... Manner of Administering the Sacraments”, texto en J. D. C. Fisher (ed.), Christian Initiation: The Reformation Period (Londres: S.P.C.K., 1970), p. 117. 21. Texto citado por Rollin S. Armour, Anabaptist Baptism (Scottdale, Pa.: Herald Press, 1966), pp. 143-44. 22. G. R. Beasley-Murray, Baptism in the New Testament (Exeter: Paternoster Press, 1962), p. 125. 23. Fisher, Reformation Period, p. 173. 24. Ibíd., pp. 174-78. 25. Calvin, Institutes, IV, xix, 13, p. 1461. 26. Para un relato más detallado, véase James F. White, Sacraments as God’s Self Giving (Nashville: Abingdon Press, 1983), capítulo 2. 27. First Apology 61 y 65 en Cyril Richardson (ed.), Early Christian Fathers, pp. 28283, 285. 28. Vs. Heresies, III, xvii, 2 en Henry Bettenson, The Early Christian Fathers (Londres: Oxford University Press, 1963), p. 129. 29. Enchiridion, 43-52; NPNF, 1st series, 3, 252-54.

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30. Sentences, IV, ii-vi, en Elizabeth Rogers (ed.), Peter Lombard and the Sacramental System, pp. 85-116. 31. Ibíd., IV, vii, 3, p. 117. 32. En Ray C. Petry (ed.), A History of Christianity (Englewood Cliffs, N.J.: PrenticeHall, 1962), p. 326. 33. “The Holy and Blessed Sacrament of Baptism”, Luther’s Works, 35, p. 36. 34. Ibíd., p. 34. 35. “Of Baptism”, G. W. Bromily (ed.), Zwingli and Bullinger (Filadelfia: Westminster Press, 1953), p. 156. 36. Calvin, Institutes, IV, xv, 1, p. 1303. 37. Menno Simons, “Foundation of Christian Doctrine”, Complete Writings, editado por C. Wenger (Scottdale, Pa.: Herald Press, 1965), p. 120. 38. Karl Barth, The Teaching of the Church Regarding Baptism (Londres: SCM Press, 1948). 39. Oscar Cullmann, Baptism in the New Testament (Londres: SCM Press, 1950). 40. Joachim Jeremias, Infant Baptism in the First Four Centuries (Filadelfia: Westminster Press, 1962) y The Origins of Infant Baptism (Filadelfia: Westminster Press, 1963); Kurt Aland, Did the Early Church Baptize Infants? (Filadelfia: Westminster Press, 1963). 41. Baptism, Eucharist and Ministry (Ginebra: World Council of Churches, 1982), p. 4. 42. Urgan T. Holmes, Young Children and the Eucharist, edición revisada (Nueva York: Seabury Press, 1982).

8. La Eucaristía 1. Joachim Jeremias, Eucharistic Words of Jesus (Nueva York: Charles Scribner’s Sons, 1966), p. 173. 2. Gregory Dix, The Shape of the Liturgy (Westminster: Dacre, 1945); el libro de Joseph Jungmann, Mass of the Roman Rite (Nueva York: Benziger, 1951-55), 2 vols. y el de Yngve Brilioth, Eucharistic Faith and Practice (Londres: S.P.C.K., 1953) son clásicos modernos dentro de los estudios eucarísticos. La influencia de Dix ha sido profunda en casi toda revisión litúrgica desde que el rito de la Iglesia del Sur de la India apareciera por primera vez en 1950. 3. Church of the Brethren, Pastor’s Manual (Elgin, Ill.: Brethren Press, 1978), pp. 2758; Sac., 208; BCP, 274; LBW-Ministers Desk Ed., 138. 4. Para un buen resumen de esta discusión, véase A. J. B. Higgins, The Lord’s Supper in the New Testament (Londres: SCM Press, 1952), pp. 13-23; véase también Jeremias, Eucharistic Words, pp. 41-84. 5. Hans Lietzmann, Mass and Lord’s Supper (Leiden, Netherlands: E. J. Brill, 1979); también Oscar Cullmann y F. J. Leenhardt, Essays on the Lord’s Supper (Richmond, Va.: John Knox Press, 1958). 6. Church of the Brethren, Pastor’s Manual, pp. 27-58. 7. Didache, 9-10, 14, Cyril Richardson (ed.), Early Christian Fathers (Filadelfia: Westminster Press, 1953), pp. 175-76, 178. 8. First Apology 65, Richardson, Early Christian Fathers, pp. 285-86. 9. Donde se encuentra disponible con mayor facilidad es en R. C. D. Jasper & G. J. Cuming, Prayers of the Eucharist: Early and Reformed (Nueva York: Pueblo Publishing Co., 1987), pp. 31-38. También en G. J. Cuming, Hippolytus: A Text for Students (Bramcote, Notts., U.K.: Grove Books, 1976), pp. 10-11. Para las lenguas originales, cf. A. Hanggi e I. Pahl, Prex Eucharistica (Friburgo: Éditions

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Universitaires, 1968), pp. 80-81. Estos libros serán de gran utilidad a lo largo de las próximas páginas. 10. Jasper y Cuming, Prayers, p. 34. 11. Bernard Botte, La Tradition apostolique de Saint Hippolyte (Münster, Alemania: Aschendorffsche, 1963), p. 28. 12. “To the Smyrnaeans”, 8, Richardson, Early Christian Fathers, p. 115. 13. John Wordsworth (ed.), Bishop Sarapion’s Prayer-Book (Hamden, Conn.: Archon, 1964), p. 63. 14. Dix, Shape of the Liturgy, p. 48. 15. La cronología de las liturgias protestantes más importantes durante los primeros cinco años cruciales de esfuerzo por producir una eucaristía reformada es la siguiente: 1521 Andreas Karlstadt, Wittenberg Christmas Mass (alemán) 1522 Kaspar Kantz, “Evangelical Mass” (alemán) 1523 Martín Lutero, Formula Missae Tomás Müntzer, “German Evangelical Mass” Ulrico Zwinglio, De Canone Missae Epicheireis Juan Ecolampadio, Das Testament Jesu Christi 1524 Diobald Schwarz, Teutsche Messe Guillermo Farel, La Maniere et fasson “Worms Mass” (alemán) Martín Bucero, Grund und Ursach 1525 Juan Ecolampadio, Form und Gstalt Ulrico Zwinglio, Action oder Bruch des Nachtmals Döber, Mass for Nuremberg Hospital Chapel (alemán) Martín Lutero, Deutsche Messe Véase Irmgard Pahl (ed.), Coena Domini I (Friburgo: Universitätsverlag, 1983). 16. “Formula Missae”, en Bard Thompson, ed., Liturgies of the Western Church, p. 108. Este libro y el de Jasper y Cuming, Prayers of the Eucharist, deberían consultarse para los textos de los ritos protestantes. 17. (Nashville: Abingdon Press, 1987). 18. Hay que dejar constancia de dos importantes obras: John McKenna, Eucharist and Holy Spirit (Londres: Alcuin Club, 1975); y Geoffrey Wainwright, Eucharist and Eschatology (Nueva York: Oxford University Press, 1981). 19. First Apology, 65-67, Richardson, Early Christian Fathers, pp. 286-87. 20. Didache, 9, Richardson, Early Christian Fathers, p. 175. 21. Clement’s First Letter, 40 y 44, Richardson, Early Christian Fathers, pp. 62,64. 22. “To the Smyrnaeans” 7, Richardson, Early Christian Fathers, p. 114. 23. “Against Heresies” 5, 2, Richardson, Early Christian Fathers, p. 388. 24. Epistle 62, 13, ANF, 8, 217. 25. “Mystagogical Catechesis V”, St. Cyril of Jerusalem’s Lectures on the Christian Sacraments (Londres: S.P.C.K., 1960), p. 74. 26. “City of God”, 10, 6; NPNF, 1st series, 2, 184. 27. On the Sacraments, IV, 14; Jasper y Cuming, Prayers, pp. 144-45. 28. Henry Denzinger y Adolf Schönmetzer, Enchiridion Symbolorum, 33rd edición (Roma: Herder, 1965), p. 260. 29. “Decree for the Armenians” en Petry (ed.), A History of Christianity, p. 328. 30. Brilioth, Eucharistic Faith and Practice, p. 97.

202

31. Lo más irónico es que Lutero descartara el canon de la misa a excepción de las palabras de institución, las cuales, para nosotros, parecen utilizar un lenguaje sacrificial tan explícito. 32. Calvin, Institutes, IV, xvii, 7, p. 1367. 33. Ibíd., IV, xvii, 38, pp. 1415-16. 34. Cyril Richardson, Zwingli and Cranmer on the Eucharist (Evanston, Ill.: SeaburyWestern Theological Seminary, 1949), p. 48. 35. J. E. Rattenbury, The Eucharistic Hymns of John and Charles Wesley (Londres: Epworth, 1948), pp. 195-249. 36. E. Schillebeeckx, The Eucharist (Nueva York: Sheed and Ward, 1968); Joseph Powers, Eucharistic Theology (Nueva York: Herder & Herder, 1967) y Joseph Powers, Spirit and Sacrament (Nueva York: Seabury Press, 1973). 37. (Ginebra: World Council of Churches, 1982). 38. Bishop’s Committe on the Liturgy Newsletter 15 (enero de 1979): 147.

9. Los Viajes y los Tránsitos 1. Véase John T. McNeill y Helena M. Gamer, Medieval Handbooks of Penance (Nueva York: Columbia University Press, 1938). 2. Luther’s Works 53, pp. 116-21. 3. Peter Lombard and the Sacramental System, IV, xiv, 3; Rogers (ed.), p. 117. 4. “Decree for the Armenians”, Petry, A History of Christianity (Englewood Cliffs, N.J.: Prentice-Hall, 1962), p. 328. 5. Dix (ed.), Apostolic Tradition, V, p. 10. 6. John Wordsworth (ed.), Bishop Sarapion’s Prayer-Book, 1, 5, (Hamden, Conn.: Archon, 1964), p. 67. Véase también 3, 17, pp. 77-78. 7. Lombard, IV, xxiii, 3, Rogers, p. 222. 8. “Decree for the Armenians”, Petry, p. 329. 9. Calvin, Institutes, IV, xix, 18, p. 1466. 10. Ibíd., IV, xvii, 39, pp. 1416-17. 11. Church of the Brethren, Pastor’s Manual, pp. 63-71, incluyendo una buena introducción. Este rito debería ser conocido de forma más general. 12. “First Apology”, 65-67, Richardson, Early Christian Fathers, pp. 286-87. 13. “To Polycarp”, 5, Richardson, Early Christian Fathers, p. 119. 14. Luther’s Works (Filadelfia: Fortress Press, 1965), 53, pp. 110-115. 15. The Celebration of Marriage (Toronto: United Church of Canada, 1985), p. 11. 16. (Filadelfia: Fortress Press, 1987). 17. Lombard, IV, xxvi, 2, Rogers, p. 243. 18. Ibíd., IV, xxvi, 5, Rogers, p. 245. 19. “Decree for the Armenians”, Petry, p. 329. 20. Calvin, Institutes, IV, xix, 34, p. 1481. 21. Dix (ed.), Apostolic Tradition, 4-19. Véase también Paul Bradshaw, Ordination Rites of the Ancient Churches of East and West (Nueva York: Pueblo Publishing Co., 1990). 22. Bradshaw, Ordination, pp. 215-42. 23. (Washington: International Commission on English in the Liturgy, 1978). 24. Luther’s Works, 53, pp. 124-26. 25. “Decree for the Armenians”, Petry, p. 329. 26. “Babylonian Captivity”, Luther’s Works, 36, p. 116. 27. (Ginebra: World Council of Churches, 1987), pp. 20-33.

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28. Bishop Sarapion’s Prayer-Book, V, 18, Wordsworth, pp. 79-80. 29. “Confessions”, 9, citado en Geoffrey Rowell, The Liturgy of Christian Burial (Londres: S.P.C.K., 1977), p. 24. 30. “The Martyrdom of Polycarp”, V, 18, Richardson, Early Christian Fathers, p. 156. 31. “Preface to the Burial Hymns”, Luther’s Works, 53, p. 326. 32. Por ejemplo, John Hicks, Death and Eternal Life (Nueva York: Harper & Row, 1976).

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PARA PROSEGUIR EL ESTUDIO

1.¿A qué nos referimos cuando hablamos de “culto cristiano”? Alternative Futures for Worship. Collegeville, Minn.: Liturgical Press, 1987, 7 vols. (En su mayoría católicos). Bouyer, Louis. Liturgical Piety. Notre Dame: University of Notre Dame Press, 1955. Cabrol, F. The Books of the Latin Liturgy. St. Louis: B. Herder, 1932. Davies, J. G. (ed.). The New Westminster Dictionary of Liturgy and Worship. Filadelfia: Westminster Press, 1986 (libro de consulta completo y fiable). Duffy, Regis A. Real Presence: Worship, Sacraments, and Commitment. San Francisco: Harper and Row, 1982. Forrester, Duncan, James I. H. McDonald, y Gian Tellini. Encounter with God. Edimburgo: T & T Clark, 1983. Guardini, Romano. The Church and the Catholic and the Spirit of the Liturgy. Nueva York: Sheed and Ward, 1935. Hatchett, Marion J. Sanctifying Life, Time, and Space. Nueva York: Seabury Press, 1976 (Enfoque anglicano de la historia del culto). Jones, Cheslyn, Geoffrey Wainwright y Edward Yarnold (eds.), The Study of Liturgy. Nueva York: Oxford University Press, 1978 (Perspectivas británicas). Martimort, A. G. (ed.). The Church at Prayer, nueva edición. Collegeville, Minn.: Liturgical Press, 1986-1988, 4 vols. (A pesar del título, limitado al culto católicorromano). Procter-Smith, Marjorie. In Her Own Rite. Nashville: Abingdon Press, 1990. Saliers, Don E. Worship and Spirituality. Filadelfia: Westminster Press, 1984. Swete, Henry B. Church Services and Service-Books Before the Reformation. Londres: S.P.C.K., 1930. Taft, Robert F. Beyond East and West: Problems in Liturgical Understanding. Washington, D.C.: Pastoral Press, 1984. Wainwright, Geoffrey. Doxology. Nueva York: Oxford University Press, 1980. Webber, Robert E. Worship Old and New. Grand Rapids: Zondervan Corp., 1982 (El mejor tratamiento evangélico del tema). Wegman, Herman A. J. Christian Worship in East and West. Nueva York: Pueblo Publishing Co., 1985 (Enfoque histórico).

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