Sociedad y Arquitectura Colonial Sudamericana

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Colección Arquitectura y Critica

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Sociedad y arquitectura colonial sudamericana Damián Bayón

La historia de la arquitectura y del arte sudamericanos es algo que ya ha sido escrito -y se sigue escribiendo- gracias a los especialistas: españoles, europeos. norteamericanos y ahora también sudamericanos. Damián Bayón, historiador y crítico nacido en la Argentina. que ha vivido la mitad de su vida en Francia. no podía dejar de tocar él también ese tema. Discípulo de Pierre Francastel, Bayón aplica los métodos de la llamada escuela de Les Annales [del nombre de la revista] que atribuye mucha importancia a lo social y lo económico dentro del

también piensa que retablos e imágenes deben ser considerados como formando bloque con la arquitectura religiosa cuyo rasgo principal constituyen. En una palabra: por su información por la extensa y reciente bibliografía que maneja, el libro de Bayón resulta una interesante introducción a un estudio que ya tiene sus eruditos y empieza a tener también sus intérpretes.

contexto de la historia cultural. No

se pone a escribir una historia más -trabajo colectivo a esa escala-, sino que a partir de ejemplos concretos pasa a discutir los puntos de vista tradicionalmente aceptados. Los de los que fueron sus maestros y los de sus compañeros de generación. A tíavés de ciertas obras «claven ¬-il;-›¿en conservadas o restauradas*-, Bayón desmonta uno a uno cada uno de los que él considera «lugares comunes»: la exclusividad hispana en un arte que él cree «europeo»; la casi no ingerencia del espíritu indígena en una arquitectura y decoración sacadas principalmente de los tratados; la noción misma de «estilo» aplicada mecánicamente a las cosas sudamericanas. Para él no hay tal «barroco eterno» en un continente en que la mayoría de las catedrales --por ejemplo- son clásicas;

Editorial Gustavo Gili, S. A. Rosellón, 87-89 Barcelona-15

Colección Arquitectura y Crítica Dirigida por Ignacio Solá-Morales y Fiubió, Aqto Profesor de la Universidad de Barcelona

EditoriaI~Gustavo Gili, S.A. Barcelona-15 FloselIón,87-89 Madrid-6 Alcántara, 21 Vigo Marqués de Valladares, 47, 1.” Bilbao-1 Colón de Larreátegui, 14, 2.° izq. Sevilla-11 Madre Ráfols, 17 Buenos Aires Cochabamba, 154-158 México D.F.

Hamburgo, 303

Bogotá Calle 22, número 6-28 Santiago de Chile Santa Beatriz, 120 Sao Paulo Hua Augusta, 974

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Una lectura polémica

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© Damián Bayón y Editorial Gustavo Gili, S.A. Impreso en España

ISBN 84-252-07967 Depósito legal, B. 20.000-1974 Hijos de J. Thomas - Mallorca, 291 - Barcelona

Indice

Donde el autor declara sus intenciones Los planteos

Hacia una nueva historia del arte colonial hispanoamericano La arquitectura colonial en un cruce de caminos Las iglesias de San Francisco y de la Compañia en Quito Un aporte original: la iglesia de la Compañia en el Cuzco _ La catedral de Lima: una técnica constructiva adaptada a la necesidad Un problema de filiación arquitectónica: la catedral de Puno El papel de la decoración en la arquitectura colonial sudamericana Conclusión temporaria

Apéndice Bibliografia fundamental

Donde en autor declara sus intenciones

Quien escribe debería tomar siempre la precaución de no repetir -como tema, enfoque, desarrollo- libros que ya han sido realizados por otros historiadores. La reconstrucción de un momento del devenir es una obra colectiva: de pronto alguien tuvo la buena intuición o encontró la fórmula apropiada para designar un problema y los demás, consciente o inconscientemente, la seguimos aún utilizando. Seamos modestos: no es por último demasiado importante saber quién aportó cada ladrillo cuando se tiene en

vista nada menos que la construcción total del edificio. Se trata, pues, no tanto de afirmar el simple prurito de originalidad sino de la mucho más atendible acción que consiste en concentrar nuestras fuerzas para llevar aunque sólo sea un poco más adelante el debate, cualquier debate. Sobre este tema que nos ocupa -no nos engañemos-, las obras clásicas de base existen ya desde hace años. Dos tratados al menos: el dirigido por Angulo lñíguez con la colaboración de Marco Dorta y Buschiazzo, y el que en inglés escribieron Kubler y Soria. Tenemos también otras obras de conjunto válidas, como las de Kelemen y Buschiazzo y, mucho más recientemente, los polémicos libros de Bottineau y Gasparini. A un nivel más deliberadamente elemental existen obras breves de consulta: una del mismo Kelemen, y otra -en edición inglesa y española- de Castedo; ambas abarcan

desde el precolombino a los tiempos modernos. El resto de la buena bibliografía está constituida por infinidad de monografías y artículos en revistas

especializadas. Se trata de trabajos que pueden llegar a ser muy eruditos; diría sin embargo -sin ofender a nadie- que en general casi todos pecan de optimistas en cuanto al valor intrínseco de la cosa estudiada. No discuto los detalles, es lógico que el investigador local tenga en su mano más cartas que el que viene de afuera. Cuestiono, en cambio, muchos de los planteos, los métodos de acercamiento y, sobre todo, algunas conclusiones que me parecen desacertadas, como ya tendré oportunidad de explicar más adelante. 7

Antes de que el lector se aventure, pues, por estas paginas me parece necesario advertirle amistosamente lo que este libro es y, más que nada, lo que este libro no pretende de ninguna manera ser. Ante todo, no se trata aqui esta vez de un panorama comp/ero de la cuestión, ni mucho menos. Ese libro deberá ser realizado un dia por un estudioso con el suficiente ingenio como para reunir la información reciente -de verdadera categoría- que haya sido aportada en estos últimos años por los especialistas. En ese caso, el hipotético autor -al revés de lo que hemos hecho Bottineau, Gasparini y yo mismo- evitará lanzarse a la polémica que siempre corre el riesgo de alejarnos de la visión cristalina de conjunto. Consciente de que los libros de carácter general existen ya en las bibliotecas, y que el fichero de la erudición no cesa de aumentar día a dia, puedo yo hoy permitirme otro tipo de planteamiento. Dando por sentadas ciertas nociones básicas, me he propuesto aqui concentrarme en algunos que yo considero monumentos-clave: cinco grandes iglesias y una serie coherente de artesonados y retablos. Advierto en seguida al lector que esos ejemplos no fueron seleccionados por mi caprichosamente. Cada uno de ellos debe servir de detonador para entablar una discusión y una meditación originales. Es decir, necesitaba “obras” en que pudieran encarnar concretamente “casos”, “problemas”, “conceptos”, "técnicas". Ahora bien, para servir a mi demostración esas mismas obras tenian que ser -por empezar- verdaderamente importantes y estar mínimamente bien conservadas o restauradas. Conseguí así encontrar al menos una del siglo XVI: San Francisco de Quito; varias del XVII: la catedral de Lima, la Compañía del Cuzco; otras cuantas, en fin, del XVIII: la catedral de Puno, la Compañía de Quito y, otra vez, la catedral de Lima, reconstruida después del terremoto de 1746. ¿Cuál fue mi orientación dominante respecto al método? Reconozco, de entrada, que como historiador me adhiero a los principios de la llamada escuela de los Anna/es. Me explico: el lector sabe probablemente que la gran novedad dentro de la materia que nos ocupa ha sido la. puesta en tela de juicio -por parte de los colaboradores de la revista Les Annales, de la sexta sección de la Escuela Práctica de Altos Estudios, de Paris- de lo que ellos llaman la historia événementiel/e, o sea el mero repertorio de los acontecimientos. La invención de esa "otra historia" es, pues, básicamente fran-

cesa, aunque ya haya dado espléndidas ramas como la de España, que fue encabezada y dirigida por Jaime Vicens Vives. Consiste esa historia del “no-acontecimiento” en la relativa desestima de las batallas, tratados de paz, accesiones al trono, fechas de nacimiento y muerte de ciertos personajes privilegiados. Y, en cambio, en prestar una atención sostenida a lo que se denomina ahora las “mentalidades”, determinadas sobre todo por factores sociales, económicos y de civili8

zacior.. Los fieles de esta tendencia consideran que llegaremos a una nueva y más cabal interpretación de los hechos históricos profundizando en la vida colectiva y sus aspectos cotidianos, comparando, por ejemplo, precios, analizando el ascenso de ciertas clases sociales, estudiando los monumentos, las fiestas y todas las manifestaciones “no oficiales”. Demás está decir que la historia del arte intentó a su vez emplear estas nuevas técnicas de acercamiento a los problemas que le son propios. El campeón de la tendencia fue Pierre Francastel (1900-1970) -fundador de la Sociología del arte en Francia- que aplicó con originalidad métodos interdisciplinarios al desciframiento de la obra artística. Un grupo de sus discípulos (entre los que tuve el honor de contarme) seguimos hoy -aunque sin su genio- enfocando de manera semejante diferentes problemas de la historia del arte.

Por supuesto que, aun considerándonos disidentes, no somos tan ciegos para no ver que la historia del arte erudita y tradicional sigue gozando de buena salud en el mundo entero. En Francia, y tal como están las cosas hoy, puede decirse que existen paralelamente dos “escuelas” que a veces se oponen pero que siempre por último terminan complementándose. Por un lado perdura siempre una historia del arte “normal” basada en el estudio acendrado de las fuentes, que es capaz de criticarlas y cuyo fin principal parece la clasificación de materiales, la correcta atribución de los autores y

sus obras, en fin la datación acertada de los objetos artísticos estudiados. Su paradigma y jefe incontestable me parece ser, en este momento, André Chastel. Oponiéndosele a menudo existe también otra concepción de la historia del arte, la que practicó durante muchos años el propio Pierre Fran-

castel, y que consiste como ya he dicho en una permanente dialéctica entre la sociedad, la economía, las costumbres globales de una época y su arte. Con la intención confesada, no tanto de ir de la sociedad al arte (como sería el caso de Arnold Hauser) sino, por el contrario, de intentar la marcha inversa que debe llevar del arte a la sociedad. Y que tiene la pretensión de enriquecer e incluso de corregir los puntos de vista más o menos establecidos sobre un momento histórico dado. Conste que estas dos concepciones del oficio de historiador que he presentado aquí taquigráficamente no deben hacer pensar en una rivalidad sin cuartel; al contrario, en general puede decirse que ambas salen fortalecidas de su misma oposición. Varias veces he intentado yo también a mi manera en numerosos libros y artículos profundizar en la sociedad de una época y un lugar precisos a través de lo que Francastel llamaba las fuentes no escritas de la historia, vale decir los monumentos, obras plásticas de toda índole, fiestas religiosas y profanas, etc., que se pueden asimilar todos ellos a verdaderos documentos de archivo que esperan, desde hace siglos, la llegada de los 9

investigadores originales que sean capaces de “leerlos” como inéditas canteras de información.

En cuanto al acercamiento en sí debo aclarar que no creo, sistemáticamente, en generalidades sino en casos precisos estudiados con rigor. Ni creo tampoco en las demasiado vastas extensiones ni de territorio ni de tiempo. Hay que realizar sondeos “puntuales”, como se dice ahora, analizar casos únicos (todo caso es único como todo hombre es distinto) para compararlos incansablemente los unos con los otros y de ahí tratar de obtener una nuevaluz.

Primera comprobación sorprendente para más de uno: si la América latina puede parecer a primera vista un campo de investigación bastante homogéneo cuando se lo contempla de lejos, descubrimos que no lo es en absoluto al acercarnos a disecarlo en detalle. Cuatro enormes zonas culturales relativamente distintas aparecen en seguida: México, Centro América (comprendiendo el Caribe), el Brasil y la América del Sur hispania. De más está decir que aquí se tratará exclusivamente de esta última.

Apenas delimitado el mapa me doy cuenta hasta qué punto conviene seguir afinando la puntería. Esa Sudamérica hispana que se presenta, a su vez, como una unidad, escapa también a cualquier fórmula. Los españoles mismos dudaron mucho en el “recorte” administrativo y eclesiástico de la zona en cuestión. Así el Ecuador, por ejemplo, formó al principio parte del virreinato del Perú (quizá en recuerdo o por inercia con respecto al antiguo imperio incaicol para pasar, en el siglo XVIII, a depender del virreinato de Nueva Granada. El llamado Alto Perú (la Bolivia actual) pertenecía también hasta fines del siglo XVIII al virreinato del Perú, época en que comenzó a depender de otro: el flamante virreinato del Río de la Plata. Hoy nadie puede dejar de darse cuenta que, en un principio y ante todo, los conquistadores-colonizadores otorgaron la mayor importancia a las tierras mineras portadoras de metal precioso: Perú, Bolivia y Ecuador. Un poco menos de dedicación contó el territorio fértil y de relativamente .fácil explotación que representan las altas mesetas colombianas; casi ningún interés despertaron en cambio -hasta avanzado el siglo XVIII- esas enormes extensiones que en el siglo XIX y XX iban a conocer un gran destino económico: Venezuela, la Argentina y, en menor medida, el Uruguay, el Paraguay. Chile.

Hay pues un islote central y una prolongación al norte.por el lado del Pacifico que siempre ha pesado más en la cultura de los tres_pr|meros siglos de ocupación. Esos son, precisamente, los que aquí nos van a interesar. Es así lógico que haya muchos más monumentos importantes en esa zona privilegiada que en todo el resto de Sudamérica. Y como este no es un libro para exaltar nacionalismos sino para tratar de comprender antiguos problemas, 10

no habrá más remedio que concretarse a ciertos ejemplos de gran categoría que resulten especialmente significativos y, por eso mismo, más parlantes. Eso en cuanto a la región estudiada en estas páginas.

Otra particularidad de la arquitectura colonial sudamericana, que el lector tiene que aceptar de entrada, es la incontestable preeminencia de lo eclesiástico. Exagerando, se podría hacer una historia exclusivamente religiosa del arte en esas comarcas tan alejadas de la metrópoli; lo que no sería posible en México y mucho menos aún en España. Sí, hay que convencerse, los dos grandes movimientos que impulsaron la conquista-colonia fueron simultáneamente -y aunque parezcan contradictorios- por- un lado la explotación descarada de las riquezas, y por otro no menos sincero, el afán mesiánico de la implantación y defensa de la fe. Hay un contrasentido en libros polémicos como América, Barroco y Arquitectura, de Gasparini. El autor después de no creer prácticamente sino en la concupiscencia metálica de los españoles, consagra la totalidad de su obra a estudiar la arquitectura eclesiástica. No entender el aspecto mísional y catequista de la toma de posesión de América por parte de España se me aparece hoy como la manera más segura de no poder entender nunca su fenómeno arquitectónico propio. Esta aplastante preeminencia eclesiástica sirve, al mismo tiempo, para comprobar la relativa inanidad “plástica” de las instalaciones civiles en general, ya fueran públicas o privadas. En Sudamérica las gobernaciones, los cabildos son de una simplicidad espartana y, digamos, “faltos de carácter". Más “presencia” tienen, en cambio, otros edificios utilitarios y funcionales como los fuertes, las aduanas y las casas de moneda. Aunque ninguno de ellos llegue a encarnar ni remotamente -al igual que las residencias privadas, urbanas o rurales- el verdadero motor de la colonia. Es evidente que lo que yo llamo la “expresividad arquitectónica” queda mejor enunciada en lo religioso que en lo civil. Por un simple motivo: mucho del dinero excedente viajaba a Europa para comprar artículos de lujo; una parte era invertida localmente -por las buenas o las malas- no en edificar palacios llos hubo contados con los dedos en América del Sur) sino que fue empleado ad majorem Dei g/oriam, como reza el lema de los jesuitas. De las dos corrientes, explotación y afianzamiento de la fe, era esta última la que salía casi siempre beneficiada en su “presencia” arquitectónica.

Si bien este quiere ser un libro polémico no volverá a caer en las mismas discusiones de siempre, que por otra parte han hecho correr ya ríos de tinta destemplada. Sin querer parecer desagradable con ninguno de 11

mis colegas, yo diría que a priori no estoy de acuerdo con ninguno de ellos especialmente en lo que a los planteos se refiere. Mis desacuerdos son eclécticos y podría hasta sintetizarlos en una especie de gríl/e en la que inscribiría el nombre del autor, su teoría y mi respuesta a sus ideas. En realidad quisiera inmodestamente llegar más lejos que quienes se querellan por lo que a mí me parece un problema de denominaciones, digno del nominalismo medieval. “Espacio”, “mestizo”, “provincial”, “mania-

rista", “barroco” desencadenan, en los que nos ocupamos de estas cosas, inmediatos reflejos condicionados. En general, en lo que a mi respecta, desconfio de esas palabrejas con tanta carga conceptual pero, sobre todo, emotiva. La noción misma de “estilo” me parece peligrosa cuando hablamos del territorio sudamericano. En fin, al menos cuando se la quiere usar en el sentido europeo del término. Como lo explico más adelante, al entrar a trabajar en un tiempo histórico diverso del europeo, o sea en un tiempo no-homogéneo, esas nociones se hacen engañosas y confunden más de lo que aclaran. Las formas occidentales importadas a Sudamérica constituyen una especie de "repertorio", de diccionario que en el ambiente colonial los constructores cultos, semicultos o ignaros van a utilizar sólo como puedan y cuando puedan. O sea que así como no hay verdadera unidad geográfica ni cultura, tampoco la hay cronólogica. Se dice fácilmente: la conquista, la colonia. En seguida dan ganas de preguntar: ¿qué conquista, en qué lugar? La de México no fue por cierto igual a la del Perú. La colonia: ¿dónde, en qué siglo? Hay un “mundo” del siglo XVI así como hay otro del XVII y otros aun de la primera y la segunda mitad del XVIII.

En una ocasión hace ya casi quince años hice hincapié en una noción que me parece mucho más importante en Sudamérica que en Europa. El distingo y la conciencia clara de lo que obedece a una arquitectura de carácter cu/to minoritario por definición y a su contraria y hermana diferente. la arquitectura espontánea popular, característica de la inmensa mayoría de las obras civiles y eclesiásticas. En una reciente ocasión (después de estar terminada la pri. ' ' en mera redacción de este libro) y a raiz de una residencia de varios mesesicar México, descubrí. una - dicotomia más completa y°satisfact_or|a1%z;r;a) _ elšãr ur1 mucho del arte hispánico en general (cf. Plurai, n. 2, MéxICO. _ lado una corriente que resumiendo bauticé de arquitectónica-CU/ta-0/¿S106 Y SU . .. - ~ ' _ .Flemito inseparable media naranja , la corriente escultórrca artesanal barroca al lector interesado a ese artículo que no puedo citar rn extenso. Baste agregar . . " h' `vilizada que la noción no es en si misma demasiado extrana,áen la arå lila vena Francia, a partir del siglo XVII también hubo, contempord flïamïlchèdas los culta clásica que servía sobre todo para la ordenación e as Y 12

jaro._ies, y otra complementaria que era utilizada para “vestir” los interiores, para diseñar los muebles y que, a su manera, puede primero llamarse barroca y más tarde, evidentemente, rococó. Siguiendo con esta misma idea y para volver a nuestro tema de hoy: hace mucho que comprendí que las querellas entre especialistas se refieren principalmente a los exteriores, a los “estilos” que anuncian los edificios en la ciudad. En Sudamérica esa noción me parece superficial y ”europeizante“ ya que descuida el argumento número uno: la decoración. Sí, en la arquitectura sudamericana, entre el exterior volumétrico y el interior espacial creo firmemente que la mayor carga afectiva, los signos más reveladores de una mentalidad se encuentran siempre de puertas adentro y no de puertas afuera.

Yendo ahora a una mayor especificidad programática, lamento no haberme topado con los análisis en profundidad que me permitan hacerme una idea más clara de las distintas concepciones del mundo -si las hay- que poseen entre sí las cinco grandes órdenes que marcaron para siempre la vida religiosa y social sudamericana. Me intriga también, lateralmente, saber por qué en México, por ejemplo, hubo siempre más conventos femeninos que en el virreinato del Perú. Y confieso que tampoco nunca he comprendido bien el papel que pudieron desempeñar las monjas, como no sea en la asistencia hospitalaria o en la educación de las mujeres de elevado rango social. He tratado, en fin, de asomarme a mi manera (mediante algunos libros que figuran en la bibliografía; asistiendo a cursos de especialistas como J.-P. Berthe) al problema de saber de dónde provenían los fondos que permitieron esa enorme masa de construcción religiosa sudamericana cuyos ejemplos hallamos hasta en los lugares más ¡naccesibles y remotos. Lo poco que he encontrado al respecto queda consignado en el capitulo concerniente a la Compañía del Cuzco. Me he interesado por último en los diferentes métodos constructivos que tampoco aparecen muy claros ni en primer plano en los libros que se ocupan de estas materias. En el solo Perú cuatro fórmulas al menos -sin contar las mixtas- se nos imponen: la piedra, la mampostería de ladrillo, la madera y la quincha. Parafraseando al arquitecto Héctor Velarde menciono apenas los primeros sistemas y me extiendo sobre la quincha, fenómeno que, como ya se verá, desborda lo meramente constructivo para proyectarse también sobre lo social y cultural. He roto -digamos, de pasada- más de una lanza con buenos historiadores que se engolosinan a veces (el que esté libre de pecado que arroje la primera piedra) con una idea que les es cara. Asi he dudado de la ilnitación de modelos romanos en el caso de San Francisco y la Compañía de 13

Quito, tal como lo pretendía J.G. Navarro. En el capítulo dedicado a esta cuestión aprovecho para explayar la noción francasteliana de “cabeza de serie” y de “serie”, tan importante para mí, puesto que su corolario obligatorio sería que la originalidad aparece generalmente primero en una obra importante fe impar -casi siempre voluminosa- copiada después por el “coro” de los otros monumentos que repiten el esquema cada vez con menos fuerza hasta que la idea “madre” termina por desaparecer o degenerar. A pesar de que esa misma noción vuelve a imponerse en el capítulo dedicado a la Compañía del Cuzco, no considero necesario insistir, y en cambio trato de revaluar allí la importancia -para mí capital- de la fachada-retab/o. Aprovechando para disentir de la opinión de George Kubler que ve en San Francisco de Quito la primera versión de retablo exterior sudamericano. Creo haber dicho ya que en el capítulo dedicado a la reconstrucción de la catedral de Lima me ocupo de un procedimiento constructivo local elevado a la categoría de sistema válido y noble. Aunque hay más en mi análisis, puesto que también trato de elucidar las razones sentimentales: y de prestigio que llevaron a adoptar una técnica antisísmica para preservar la “imagen” de la ciudad de Lima, tal como se presentaba a los ojos de sus habitantes anteriormente a la catástrofe de 1746. En mi estudio de la catedral de Puno, en cambio, el intento sigue aún otros senderos diferentes. Intento demostrar alli cómo puede filiarse una iglesia original (aunque se vea claramente de donde provienen ciertos motivos decorativos) sin recurrir a la nomenclatura al uso: “mestizo”, “barroco”, etc., puesto que yo recuso la validez misma de estos términos que no me parecen apropiados. Por fin dedico un extenso apartado final al análisis de la evolución de las formas en los artesonados y retablos a través de series coherentes de dichos elementos, sin que el estudio pretenda ser completo (ya que me apoyo casi exclusivamente en ejemplos peruanos y ecuatorianos). A lo largo de todo el libro practico pues cinco ”cateos" y en vez de disputar sobre cronologías, programas iconográficos, atribuciones, me limito a copiar las distintas opiniones de los especialistas en esas materias. En cambio, pretendo presentar la misma suma de monumentos, vistos bajo otros aspectos. Me he servido para ello de cuatro templos cultos (San Francisco y la Compañía, Quito; la Compañía del Cuzco; la catedral de Lima) y de uno espontáneo: la catedral de Puno. A partir de todos ellos he intentado discutir la validez y el sentido que puede tener aplicarles una nomenclatura europea. Cuando todos comprendemos hoy que el tiempo sudamericano es un tiempo histórico anacrónico (en el sentido etimológico del término) que transcurre, para colmo, en un espacio geográfico y cultural también diverso; a veces antagónico con el equivalente europeo que le es contemporáneo.

'14

¬ En todas las páginas del libro está latente esta batalla "antiestilística" en la que coincido con autores como Kubler que prefieren fechar simplemente las épocas, en vez de cargarlas con nombres de estilos que, en el caso de la América del Sur, sólo pueden prestar a confusión. Creo que la simple gri/fe. cronológica es siempre preferible en estos casos y, de todos modos, resulta también menos comprometedora. La sola presencia de calificativos abusivos como “manierista” o “barroco” tiñen de antemano la imagen primera de todo lector ingenuo que pretenda acercarse a una sincera realidad vital y no a un juego resbaladizo de conceptos más o menos humosos. En el capitulo dedicado a la catedral de Puno trato de desmitificar esta noción, que nada tiene que ver por último con la cruda verdad. En fin, yo diria que si alguien se empeña en seguir hablando de estilos debemos empezar, al menos, a pensarlos en términos que supongan categorías típicamente sudamericanas. Estoy de acuerdo con casi todos los especialistas, que hay que revisar viejas nociones: tratar de ver la parte que los indigenas desempeñaron en la interpretación de los modelos occidentales; la proporción de gustos extrahispánicos que se desarrollan en el continente. El número-de flamencos, alemanes, italianos fue extraordinario sobre todo entre franciscanos y jesuitas. No sólo eran muchos sino que, en bastantes ocasiones, debian resultar más idóneos para construir iglesias o retablos que sus propios congéneres españoles. La marca queda patente en muchos de los edificios estudiados por ml; convengo empero en que el ambiente general de las ciudades se parece al de la Andalucía del sur, aunque sólo fuera por la proporción de las aberturas, la cal de los muros, el uso universal de las rejas, de los azulejos, de los rojos tejados. En una palabra, pienso -sin demasiada pretensión- que mi labor puede resultar útil porque he trabajado en la más completa independencia realizando análisis concretos, porque he manejado una bibliografia de deliberado carácter interdisciplinario en que hago figurar muchas obras que comúnmente mis compañeros de tarea ignoran o descuidan. Quiero rendir aquí explícitamente homenaje a los eruditos locales en los que me apoyo todo el tiempo v a los que cito en abundancia. Mi libro debe servir para ponerlos en valor. En cuanto a mi propósito personal ha sido completamente otro v espero que así lo comprendan colegas y público en general. Al ser yo mismo una rara avis, combinación de sudamericano nativo formado por la cultura francesa contemporánea, espero resultar al menos un eficaz “presentador” de los problemas de la arquitectura colonial y de los hombres e ideas que están detrás de esos problemas. 0 sea, que tengo la esperanza de que, leyéndome, el lector medio sienta el incontenible impulso de conocer más v mejor la aventura cultural sudamericana.

Una palabra final sobre las condiciones materiales que permitieron esta investigación. Desde hace treinta años viajo por América latina 15

estudiando los monumentos, fotografiándolos con amor. CL ¡tro r ›s . vida fueron dedicados concretamente a pensar y redactar este Iib .›. En ese lapso goce de una beca Guggenheim y de un cargo de ettaché en el Centre Nationai de la Recherche .S`c¡ent¡f¡que, en París. Agradezco a esas instituciones -en lo que tienen de más abstracto, puesto que nunca hubo contactos personales de ninguna índole- la ayuda que me fue acordada y que espero encuentre aqui su plena justificación. Aprovecho también la oportunidad para

decirles a los editores hasta que punto estoy satisfecho de que mi libro vea la luz en España. Nada más lógico por otra parte siendo yo mismo descendiente de españoles y ocupándome de un tema de mi tierra de origen. Es como si el ciclo quedara cerrado con esta vuelta a las fuentes, sobre todo ahora que ya no pensamos en términos de “colonizadores” y ”colonizados” y que, al redescubrirnos, parece definitivamente clausurado el lamentable periodo de mutua incomprensión.

En el meláncolico momento de entregar una obra nueva a la imprenta mi pensamiento va, como siempre, a mi maestro Pierre Francastel. Su recuerdo y su ejemplo son para mi imperecederos. No sé, empero, si con su implacable rigor hubiera aceptado este libro tal como lo presento hoy. Sus críticas, con todo, me hubieran resultado inapreciables y no puedo dejar de echarlas amargamente de menos. No obstante y en mi defensa debe reconocer que su “método del no método" -como yo lo llamo- no deja de estar aquí aplicado de manera permanente. Se trata en realidad de una “navegación a la estima” en que el piloto intenta orientarse permanentemente buscando los vientos que lo Ileven a buen puerto. Improvisando siempre, pero también dejándose penetrar por todas las ideas y teorías, haciendo justicia hasta a sus enemigos. Lo que no quiere por cierto decir que el historiador o el sociólogo sean débiles. Por el contrario, el estar abierto a todo es una prueba de fuerza y no de flaqueza. Como el navegador, el estudioso tiene que elegir a cada instante. Incluso dando razón a la oscura teoría y, otras, rechazando las tesis más famosas -y en ocasiones también las más rutinarias- que algunos utilizan no sólo por respeto sino sobre todo también por esa ,suprema pereza mental que se llama», en buen romance, el conformismo.

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Los planteos L 'art vit des contraintes et meurt de la /¡berré André Gide

:Iacia una nueva historia del arte colonial hispanoamericano

Es ya casi un lugar común decir que la historia del arte debe ser reescrita cada veinte años. En el caso de Sudamérica esa afirmación es tanto más cierta si se piensa que, comparada con la historia de Europa o la de los Estados Unidos, la nuestra soporta el peso de un considerable retraso. El argumento que voy a desarrollar podría enunciarse en pocas palabras más o menos así: después de la desestima del arte colonial en el siglo XIX, parecería que los historiadores de estos últimos cincuenta años, interesados en demostrar la importancia de ese arte olvidaran que, en última instancia, el fenómeno artistico no es sino un episodio de la más vasta historia general dela cultura. O, para decirlo aún de otra manera: ya es hora de reincorporar la materia estudiada por los especialistas al dominio de la comprensión global de ese lugar del mundo que se llama la América del Sur a lo largo de los cuatro siglos de su historia colonial. Los pioneros hicieron ya su trabajo de revaloración; los investigadores serios el suyo, que se traduce en una serie de monografías; el gran tratado existe desde hace más de quince años. Son necesarios ahora los artículos y libros lde los cuales ya hay, por cierto, algunos excelentes ejemplos) que se embarquen en la vía pluridisciplinaria: es decir que sean capaces de insertar la obra de arte “total” larquitectura, pintura, escultura, decoración) dentro de las otras actividades políticas, religiosas, sociales, económicas, etc. que constituyen la historia como conjunto, y que no es nunca la mera yuxtaposición de una serie de detalles estudiados minuciosamente.

La era de la incomprensión fue, en cierto modo, fatal. Se destruyeron infinidad de monumentos, se “mejoraron” otros, en el más triste sen19

tido de la palabra; muy pocos edificios se libraron de la deformación ignorant' o del resentimiento acumulado. Una lista implacable de monumentos definitivamente mutilados o arruinados se impone. A veces, por fortuna, el mal se refiere sólo al interior de las iglesias o a sus fachadas, los dos puntos más sensibles en la apreciación superficial de un edificio. Sus plantas, aunque

muchas veces “disfrazadas"1 recuerdan, en general todavía lo que fueron en su origen: su masa estructural, sus contrafuertes, su cúpula también. Y es que resulta más fácil alterar algo aplicándole una simple máscara de quita y pon

que cambiar radicalmente los huesos del cuerpo de edificación una vez que está realizada. Sl, el desastre ha ocurrido más bien al nivel de los interiores y las fachadas, donde la “representatividad” llega al punto máximo. El espa-

cio intemo de las catedrales de Córdoba, Potosi, Cartagena de Indias -por dar sólo unos ejemplos- ha sido desvirtuado por los falsos mármoles, los estucos, las bóvedas pintadas. Eran edificios más bien bajos de techo y po-

tentes a causa de los temblores de tierra; sus pilares no se prestaban a priori a ser tratados en “clásico a lo Viñola" y resultan ahora ridlculos, achaparrados, pretenciosos. Aquellos encantadores espacios tal como fueron concebidos en su origen se han transformado por obra y gracia de un cura párroco, de un

obispo o de un presidente de la república “progresistas”, en un alarde de nuevo rico de la cultura, un "quiero y no puedo" que nos deja consternados. El espiritu entre pobre e ingenioso -tan buen consejero en arte- que hacía contrastar una pared blanca de cal y un retablo oscuro o policromado y dora-

do a la hoja lno a la purpurinal se ve ahora sustituido por una pobre imitación incalificable. Cuando el viajero ilusionado se acerca a uno de esos monumentos que le placen por su mole externa y se prepara al goce estético de un interior que le esté relacionado, cuántas veces no se encuentra con un mamarracho pintado de colores agresivos y fuera de lugar: proporciones equivoca-

das, altares de pacotilla, santos de santeria, ángeles ñoños con un cordón eléctrico que sirve para iluminar falsas bujias... Entonces un gran desánimo se apodera de él: ¿Será posible que esta desdichada América del Sur no encuentre nunca el justo medio, que escape de un exceso para despeñarse en el contrario... igualmente nefasto? Dejemos este triste episodio de lado. Lo hecho, hecho está y

parece ingenuo también querer restaurar “como antes" esos edificios. A veces, sin embargo, se puede. Otras (como ocurre ahora en Chile, Venezuela.

la Argentina) se trata del esfuerzo que religiosos y laicos de buena intención quieren hacer a fuerza de buen gusto. El propósito de poner en valor “Ia pieza

única” -retablo, imagen- dentro de un marco de despojamiento moderno parece, en principio, Iaudable. El resultado no siempre es muy convincente que digamos. Tienen como motor la misma inspiración que el arreglo de los museos italianos en la posguerra: despojar a los cuadros de sus marcos de origen para presentarlos en un ambiente neutro como “figuras” que aparecen 20

r

II

.si terriblemente crudas en el nudismo integral del muro. Eso es hacer mo derno” con lo antiguo y tan criticable como la integración que el museo del siglo XIX trataba de lograr en otro sentido con las mismas obras. Pero nos alejamos del tema. "\

-

Volvamos cincuenta años atrás. La élite descubrió los valores del arte colonial, del mismo modo que Europa descubría el arte negro, polinesio y en general el arte de salvajes, primitivos e ingenuos. Por un movimiento pendular -conocido en historia- ibamos a pasar del desprecio más total a la sobrevaloración exagerada. Ya es hora de que revisemos serenamente todos esos conceptos. Los que he llamado los pioneros fueron, en general, nacionalistas en el mejor sentido del término. A veces lo eran sin siquiera darse cuenta, lo que es bastante peligroso de por sí. Resultaban también, con la misma ingenuidad, teorìzadores o generalizadores de una materia especialmente compleja y rica. No seamos demasiado rigurosos con ellos. Se trataba en realidad de autodidactas. Hace medio siglo, apenas si podian leerse en el mundo un puñado de libros renovadores de esos que parecen cambiamos de cuajo las ideas . Esos autores de los que hablamos, más curiosos que el resto pero menos bien preparados al manejo de las ideas puras que los especialistas, realizaban rápidamente y como sobre la marcha, unas pseudosíntesis que a nosotros, hoy, nos dejan totalmente insatisfechos. Seamos, sin embargo, justos. Esos autores tienen sobre todo la importancia de haber sido los primeros que se atrevieron a romper lanzas con el sentir general de apatía o de destrucción de todo aquello que recordara la colonia. Lo español tuvo hasta 1920 o 1930 mala prensa en Sudamérica, especialmente en la Argentina y más aún en Buenos Aires lSalta o Córdoba, por ejemplo, siempre han sido más ”hispanizantes"). La primera impresión que ese hecho nos causa se relaciona con el infaltable rencor de toda antigua colonia para con su metrópoli respectiva: es lo que pasa hoy en la India con el Imperio Británico o en Argelia con Francia3. Lo cierto es que, en la Argentina por lo menos, se seguían modelos franceses o ingleses. Lo que venía de España era considerado obligatoriamente pobre, vergonzoso, indigno. En una palabra, para los argentinos

de las clases dirigentes lo español "no estaba de moda". El primero en atreverse a romper el esquema fue, precisamente, un representante de esa minoría culta que, a la larga, terminan por imitar las masas: el novelista Enrique Larreta. Apenas empezado el siglo XX, Larreta publicaba un libro, La gloria de Don Ramiro que, bajo foma novelesca, constituía un verdadero ensayo de

recreación de la vida española en tiempos de Felipe ll. En lo que respecta a la plástica colonial, tres hombres iban a desempeñar un papel equivalente: 21

Juan Kronfuss, Martín Noel y Angel Guido (desde Córdoba, Buenos Aires Rosario, respectivamente). El primero por ser profesor alemán -o sea europeo y culto-, los otros por ser arquitecto e ingeniero respectivamente, resultaron figuras providenciales. Kronfuss investiga y dibuja; Noel -amigo de Larretaha estudiado arquitectura en París; Guido, al igual que los otros dos, es hombre de lecturas. Entre los tres, digamos, “descubren” la arquitectura colonial y la proclaman con entusiasmo en artículos y libros a partir de 1920. Fueron ellos los primeros en relevar los planos, dibujar los detalles de lo que aún existía, hacer fotografiar los monumentos no sólo argentinos sino sudamericanos en general. Para ello tuvieron que viajar, desplazarse, y algunos como Noel llegaron a formar colecciones de arte local que hoy, afortunadamente, forman

parte del patrimonio colectivo argentino. Si muchas de sus nociones nos parecen hoy superadas o encontramos espúreos algunos de sus planteos, no podemos con todo dejar de reconocer que son ellos los que pusieron en marcha esta máquina de la investigación del arte plástico colonial sudamericano.

La segunda ola, la de los investigadores puros se superpone, como siempre en estos casos, a la que acabamos de mencionar. Sus límites son imprecisos. No hay duda de que un historiador como el jesuita peruano Rubén Vargas Ugarte, por la generación a la que pertenece debe ser considerado también un precursor, un precursor que poseía todas las virtudes del perfecto científico. Dos arquitectos estudiosos peruanos están en ese mismo caso aunque sean más jóvenes que el P. Vargas Ugarte. Me refiero a Emilio Harth-Terré y a Héctor Velarde. Lo mismo podría decirse del ya desaparecido historiador ecuatoriano José Gabriel Navarro. Este nuevo tipo de historiador, más erudito y menos nacionalista en general que el pionero que se sentia descubridor, no parte ya de lecturas o de viajes sino que trata de apoyarse en documentos concretos. Desde 1930 hasta nuestros días puede decirse que un puñado de hombres valiosos en todos los países sudamericanos y también en el resto del continente y en Europa ha estado trabajando en todos los dominios: explorando archivos, publicando textos y planos, determinando autores y fechas, en una palabra, dándose al ejercicio científico que supone la práctica de la historia concebida como una disciplina formativa y seria. Ya sabemos, sin embargo, que “los árboles del bosque impiden ver el bosque”, y que muchas veces esos investigadores se limitan a elucidar algunos problemas de detalle, persiguiendo incansablemente lo que constituye una de las plagas modernas: el juego -a menudo gratuito- de las atribuciones, y la búsqueda insaciable de los prototipos. Y ya sabemos que siempre hay un prototipo... si lo sabemos buscar. A condición también de que distingamos entre prototipos vistos y prototipos mentales que son casi ideas platonicas que alguien ha tratado de concretizar. 22

Sin despreciar esa clase de estudios, completamente indispensable por otra parte, lo que hay que preconizar hoy en la historia del arte sudamericano es una serie de ensayos o de libros en que el mismo monumento -una vez elegido por su calidad, interés, estado de conservación - sea sometido a todos los niveles de significación, 0 sea que se lo vea alternada o

simultáneamente no sólo como obra de arte sino como realización religiosa, como problema constructivo, económico, social, etc. No se tratará tampoco de hablar en abstracto sino de compa-

rar una serie de obras concretas entre sí. Estudiar indefinidamente un solo y mismo objeto puede llevar y lleva, de hecho, al inmovilismo más completo. No es verdad que podamos pasar la vida estudiando, por ejemplo, un monumento. Llegaríamos quizá a saberlo todo de él sin haberlo por eso mismo realmente profundizado. No lo entenderiamos mejor; al contrario, terminaríamos por no entenderlo en absoluto. Es decir que nos hacen falta, de un lado, especialistas aún más “especializados” si así puede decirse; y de otro, hombres con una mentalidad capaz de trazarnos un cuadro de conjunto en el cual los hechos estudiados encuentren su sitio dentro de la realidad tangible sin caer jamás en las generalizaciones demasiado vagas. El papel del historiador ideal contemporáneo es difícil, justamente en razón de la cantidad de hilos que debe tener en la mano antes de lanzarse a explicitar su versión del arte de una época. Sin embargo, si esa labor está destinada a acrecentar y mejorar nuestro conocimiento, ella debe forzosamente operar sobre la totalidad de la significación y no ya contentarse con la parcial iluminación de un problema aunque sea mediante el despliegue de la mayor erudición. Veamos un poco cuáles podrían ser las condiciones previas de esa historia del arte colonial que postulo. Por comenzar creo que habrá que practicar un balance severo que puede revelarse eminentemente sano. Superando cualquier noción de nacionalismo a la escala local o continental, no habrá que dar meramente curso a una admiración beata que evite las comparaciones para no salir malparada. Sí, en vez de tratar de contentar a todo el mundo yo diría, casi como una provocación, que hay que decir toda la verdad a riesgo de resultar desagradable. ¿Cuáles son, por último, estas verdades que yo creo que estamos obligados a decir a fondo y lo más pronto posible? Vayamos directamente a algunas de las cuestiones fundamentales. La primera podría enunciarse brutalmente más o menos asi: “En Sudamérica el arte colonial cuenta apenas con un puñado de obras maestras"4. Ya sé que esta afirmación que parece temeraria corre el riesgo de hacer temblar de indignación a más de uno. Sobre

todo a esos bien pensanres que no se atreven a plantearse cara a cara los problemas y prefieren vivir toda la vida en el limbo de la autosatisfacción. 23

En efecto, la primera cosa que choca al hipotético historiador “ingenuo” -si ese monstruo realmente existe- es que, del inmenso territorio poblado por los españoles en la América del Sur entre los siglos XVI y XIX, sólo algunos pocos países, los más ricos entonces, y apenas unas cuantas ciudades, sean capaces de ofrecer un interés artístico a la escala europea. AI lado de la insolente riqueza de Europa en ese tiempo hay que convenir que la gigantesca América del Sur hace irremediablemente el; Dapel de parienta pobre. El Ecuador, Bolivia, el Perú y el Brasil son -para no entrar en detalleslos únicos paises actuales que merecen la atención de aquellosque buscan obras de arte verdaderamente superiores. -_ ,__-,W Eso en lo que respecta a la primera limitación. Ahora bien, si el número de las obras “posibles” resulta así, de entrada, terriblemente limitado, nuestra selección tendrá que ir aún más lejos, ya que sóla' podremos retener en nuestro estudio aquellas obras que están en pie y que siguenlintactas o han sido convenientemente restauradas. Se plantearán, sin duda, problemas de inventario. La simple lista de los monumentos no puede satisfacernos y, de hecho, ya ha sido establecida suficientemente. Lo que debería guiarnos ahora será una tipología en la que tratemos de distinguir los encabezamientos y las series que, fatalmente, les siguen'-5. Otros tratamientos inteligentes de la misma materiafi serían, por ejemplo, la clasificación por programas, y la clasificación por actitudes. Me explico. En vez de la convencional división de la Arquitectura en civil y religiosa7, me parece más justo considerar los distintos programas dividiendo, si es necesario, el edificio en sus partes. Tomadas asi las obras sudamericanas parecen entrar cómodamente en tres apartados: iglesias, edificios colectivos utilitarios (que pueden ser civiles, religiosos o mixtos, como los hospitales) y, en fin, casas que, a su vez, se reparten en rurales y urbanas. Salta a la vista que, bajo este aspecto, no hay duda de que es el rubro iglesias (que comprenderá, bien entendido, catedrales, iglesias conventuales y parroquiales, capillas) el que concentra mayor potencial artístico en una historia, como la sudamericana, marcada fuertemente por la evangelización. Hay, pues, tres historias más o menos paralelas por realizar: la del templo, la del palacio o_ edificio público len el que se incluyan las fortificaciones), y la de la habitación privada que se confunde, en el caso de la hacienda o estancia, con el desarrollo rural, y en el caso de la vivienda común, con el desarrollo urbanístico. Conste -antes de seguir más adelante- que no pretendo con lo ya dicho y con lo por decir, erigirme en juez y proponer mi sistema como el único o el mejor. Nada de eso. No hago aquí sino exteriorizar mis deseos: por una parte, lo que quisiera poder yo mismo realizar, y por otra, lo que me produciría satisfacción encontrar en la obra ajena de otros especialistas. 24

Sigo, pues, con mi hipótesis. El historiador francés Victor Duruy, criticaba la historia de su tiempo a la que llamaba telegráficamente la historia-batalla. Del mismo modo, creo que nosotros hemos sacrificado ya demasiado tiempo a la historia-monumento; es hora de reaccionar, sometiendo a la materia histórica a toda clase de tratamientos. Utilizando estrictamente las obras que figuran en sus museos,

los organizadores europeos de exposiciones han logrado presentar de cien maneras diversas ,f didácticas el mismo material. Una vez, por ejemplo, se trata

de la Nati. aleza muerta a través de los siglos; otras, en cambio, la selección se llama La pintura italiana en el siglo XV/ lo XVII o XVIII): otras, en fin, el enfoque se realiza en torno a la pintura española, francesa, flamenca, holandesa, etc. :El 'espectador asiduo tiene la sorpresa de encontrarse varias veces con los m|:'nos cuadros; en efecto, lo que varía en cada caso es el contexto

en que esos cuadros se muestran, lo que los organizadores han intentado demostrar o probar. En ocasiones se tratará de la variedad y la evolución de un género pictórico; en otras de la complejidad de un medio cultural; en otras, por último, de algún aspecto particular de la cuestión. Las obras se podrían así -casi indefinidamente- confrontar y oponer teniendo en cuenta esos u otros esquemas mentales: la calidad, la materia, el tema, etc. Y vuelvo a lo nuestro: mutatis mutandis, aun dentro de nuestro mismo repertorio limitado de edificios coloniales interesantes y bien conservados, debemos aún “jugar" mucho, mucho más de lo que se ha hecho hasta ahora en que puede decirse sólo hemos preparado su ficha histórica. Y todos los juegos que no sean gratuitos o antojadizos están permitidos. O

sea, que lo que propongo es una liberación del marco de la historia tradicional que no puede consistir solamente en la acumulación de nuevos datos o en la

discusión incansable de las fuentes. De este modo, el mismo plantel de obras válidas podrá ser sometido, en distinta ocasión, a otro tipo de análisis o de clasificación; un ejemplo sería la útil dicotomía en arquitectura culta y arquitectura popular o espontánea. Y digo dicotomía suponiendo que la materia tratada entre naturalmente en ese esquema, cuando en realidad me sospecho que más de una iglesia importante no encajará exactamente en el casillero que le preparamos. Mejor así; eso nos confirmará en la idea de hasta qué punto no hay una fórmula que sirva para todos los casos ni que sea capaz de abarcar un conjunto heterogéneo. Es éste sólo otro enfoque más. De todas maneras se les puede reprochar a los autores tradicionales el no haber subrayado bastante enérgicamente la fundamental diferencia que opone una actitud culta a la actitud espontánea, no tanto al nivel del principio que las informa sino, sobre todo, al nivel de los resultados que esas mismas actitudes provocan. Estos esfuerzos de ordenar nuestro material de base de distintas maneras resulta en seguida 25

remunerativo: apenas separamos los monumentos en esos dos 0 más grupos,

comprendemos que las catedrales obedecen casi siempre al esquema culto, mientras que las iglesias conventuales se inscriben preferentemente en el otro bando, el de la espontaneidad. Nadie mejor que los propios religiosos para saber cuáles son sus necesidades y cómo quieren expresailas en su arquitectura. Terceros en discordia: nos preguntaremos si los jesuitas entran en el esquema espontáneo. Leyendo a los cronistasfi vemos como, a veces, algún padre traía desde Roma -casi como un fetiche- la planta del Gesü para hacerla copiar en América. ¿La copiaban efectivamente comr crean J.G. Navarro o E. Marco Dorta? Quizá la copiaran en un sentido mental, como una abstracción. De la misma manera que puede decirse Diego Siloe habia copiado, en la Capilla Circular de la catedral de Granada, la imagen que los hombres del Quinientos se hacían del Santo Sepulcro de Jerusalén, sin ltaoerlo naturalmente nunca visto. Estamos en un caso análogo al de la “imitación de la naturaleza”, de Platón, que tanto ha envenenado el pensamiento estético duran-

te siglos, y eso en razón de un desdichado malentendido, puesto que por último “imitación” no queria decir lo mismo para el filósofo que para n.›sotrt_s. Cosaparecida ocurre con el término "copia". Vayamos ahora ya a otro punto que me parece hay también que superar: la idea de tratar por separado la envoltura arquitectónica y la decoración que encierra, vale decir el continente y el contenido de sillerias, retablos, imágenes, cuadros. Entendámonos. Al nivel didáctico es por supuesto perfectamente válido enfocar ambos aspectos de la cuestión de manera alternada. Lo que me parece erróneo es el de querer mantenerlos separados en el momento de la comprensión total de la obra9. En efecto, una iglesia colonial sudamericana debe ser siempre para nosotros un complejo significante. No podemos separar -artificialmente para mí- la arquitectura de la decoración que ella reclama y que la justifica. Hay que pensar que esa decoración pintada, esculpida o ambas cosas a la vez (como en el caso de los suntuosos retablos), constituye muchas veces lo más logrado dentro de la perfección compositiva y de la expresividad de todo el llamado estilo colonial. I

Es peligroso, por lo tanto, no ver que en América del Sur -más que en ninguna otra parte del mundo occidental- sólo poseemos “conjuntos” que no podemos descomponer, bajo ningún pretexto, en meras piezas sueltas. Los conceptos de la Gestalt nos han familiarizado con la idea de uri todo, de una totalidad operatoria. Se diría que en razón misma de la calidad menos sostenida o del carácter algo más rudo del arte colonial, cualquiera de sus monumentos tendrá que ser visto como un esfuerzo “colectivo” de todos sus elementos juntos puestos a significar. Es decir que una forma debe reforzar a su vecina, y que los aportes no se Iimitarán a la vista sino que irán más lejos, hasta el sonido de la música y las campanas, hasta el perfume del incienso que llena las naves y produce el rapto de los sentidos. 26

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Una iglesia en esas condiciones vale por su exterior -masa,

decoración esculpida de su fachada-, tanto como por su interior donde se descubren en una 'penumbra propicia los retablos dorados y policromados, las sillerías del coro o los confesonarios tallados en maderas preciosas, los sombríos lienzos aveces gigantescos cuyo fin perseguido no es tanto el puramente artístico sino más bien el moralizador, exactamente como un gran libro piadoso abierto ante los ojos de los analfabetos. Y no olvidemos tampoco en este complejo que-debe significar al mismo tiempo muchas cosas, el son de las campanas que llaman a la distancia, que puntúan la jornada, la música del órgano quaj-invade el espacio y retumba bajo las bóvedas, los prestigios de la luz de los cirios, 'del humo del incienso, de la riqueza de los ornamentos sagrados. El abad Suger conocía ya, en pleno siglo XII, el partido que podía sacarse de una iglesia,› verdadera “máquina de orar” en el sentido en que Le Corbusier, emnuestro tiempo, hablaba de la casa como una "máquina de habitar”. , J

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, La iglesia católica, sobre todo en esos países y en esos tiempos posteriores al Concilio de Trento y a la Contrarreforma, debía ser siempre y antes que nada un teatro de calidad. lntimo, sombrío, propicio al recogimiento y la confesión durante la larga jornada; teatro “total”, gran espectáculo que debía edificar, deslumbrando. A los españoles, cristianos de siempre, para confirmarlos en su fe que corría el riesgo de entibiarse en las tentaciones sudamericanas. Pero que pretendía edificar sobre todo a los indios recién convertidos, decidiéndolos a aceptar un sincretismo fácil que los misioneros les proponian: el de su vieja fe reinterpretada a la luz de una religión muy civilizada como el cristianismo, que justamente a fuerza de ser compleja resultaba lo bastante "abierta" y “ambigua” como para prestarse a multitud de interpretaciones. Hasta ahora no han aparecido entre mis propuestas ninguna que tenga directa relación con “escuelas” ni con “estilos”, y es que si desconfio de ellas aplicadas a Europa me parecen completamente inutilizables tratándose de Sudamérica. Me explico: no es que sean nociones falsas en si mismas, pero se prestan terriblemente a las peores confusiones. Yo comprendo, por ejemplo, que la idea de “estilo” es cómoda porque representa una abreviatura para calificar una manera de sentir e interpretar las formas; a condición de que el tiempo en que ese estilo se genera sea un tiempo “homogéneo”, un tiempo civilizado. El caso de Europa con sus grandes ciclos o el del arte extremo oriental pueden prestarse a la interpretación estilística. América del Sur o el Africa en sus relaciones con una cultura más antigua y más evolucionada como la europea no pueden entrar, sin violencia, en esquema semejante. Pasado a otro tiempo mental y a otras circunstancias históricas el estilo resulta asi una trampa porque se vacía de su contenido y no quiere decir nada. Es decir, cuando entramos en otra cultura hay que cambiar también de sistema de referencias; hay que dar otra vez las cartas. Los “cua27

dros históricos en forma de coordenadas se hacen, justamente, para mostrar que cuando en el siglo XII la Europa occidental “vivia” el románico y el gótico el continente americano. el asiático o el africano estaban en tal o cual mo-

mento' de su propio devenir. Las exploraciones antiguas por tierras incógnitas suponían no sólo aventurarse por un espacio desconocido sino también penetrar en un tiempo histórico fundamentalmente distinto del que “llevaban” los conquistadores, tiempo que atrasaba con respecto a su hora intelectual. Esos exploradores viajaban para atrás en el tiempo, lo remontaban como un río, al revés del personaje de H. G. Wells que viajaba para adelante, o sea en el futuro. No es, repito, que la noción de estilo sea falsa lya he dicho que constituye, sobre todo, una comodidad de expresión) sino que la considero prácticamente inaplicable al caso sudamericano. De todos modos, cuando no hay, digamos, más remedio que usarla yo diría que lo sano es usarla en su sentido más Iato y sólo cronológico. O sea, estrictamente como un episodio del devenir de las formas, barroco, si como manifestación del siglo XVIII, o una de las manifestaciones de este siglo y que supone ciertas características de cargazón, retorcimiento, ampulosidad, dinamismo. Nunca en todo caso como “categoría” recurrente, ni como ”eón dorsiano”, es decir un estado de espiritu que puede aparecer varias veces a lo largo de la historia. Conste que si prefiero no usar la noción de estilo ni siquiera cuando hablo de arte europeo10, no es por ninguna fobia particular sino porque sencillamente me parece un concepto tan manido que al igual que la metáfora gastada ha perdido su cuño y es el refugio de los perezosos mentales. Tanto se ha abusado del cartel -alarmante o elogioso- de barrocoll que por último no quiere ya decir casi nada para nosotros. Y conste que lo que digo para el barroco lo pienso, pari passu, de clásico, manierista, primitivo, ingenuo. Se salvan quizá expresiones como románico, gótico, renaciente porque designan inconfundiblemente un sistema de signos ”datable” en el tiempo y no tanto lo que se llama ahora una "mentalidad". Habría que hablar en este punto de las largas descripciones que, en los libros tradicionales, siguen abarcando una buena mitad de los textos, o sea, del espacio disponible. En una época visual como la nuestra y en tiempos en que la imagen gráfica triunfa en todos los dominios y cambia el sentido de nuestra civilización, es intolerable tener que seguir reclamando más y más ilustraciones. Será una lucha feroz con los editores, pero habrá que incluir cada vez más mapas, planos en escala, diagramas de toda índole; tendremos que publicar cada vez más fotos: en blanco y negro y en color. Todo I 0 Cl ue D ueda ser visto y comprendido directamente por la imagen no.deberá ser explicado con palabras cuyo alcance casi nadie entiende, ni siquiera los especialistas fogueados. En `una palabra, ya estamos plenamente en la madurez científica del estudio de este arte y, más allá de él, englobándolo, de esta cultura 28

colonial sudamericana. Tiene que venir ahora el juego más atrevido de las hipótesis a la luz de las cuales nuestro panorama tendrá forzosamente que cambiar. Un sólo libro importante, una nueva interpretación del sentido general de la historia del continente, puede y debe llevarnos a reconsiderar de nuevo todos los problemas. En ese sentido, hay que propiciar una actitud abierta, en continuo devenir, y no un saber basado exclusivamente en los libros ya escritos y en los documentos de archivos. Las fuentes “no escritas" de la historia -un cuadro, una iglesia- son tan probatorias como un contrato o un tratado comercial. La historia es un territorio que se explora. Algunas aproximaciones me han parecido cuestionables y he discutido su vigencia; otras, en cambio, que no quiero aquí detallar, se nos imponen como fundamentales y sin dejar de citarlas haciendo justicia a su paternidad, deberán ser retomadas y desarrolladas por todos los que nos ocupamos de estos asuntos. A lo largo de mis páginas espero ir tocándolas sistemáticamente todas: aquellas en que creo y aquellas en que no creo, dando por supuesto, las buenas razones que me impulsan en un sentido o el otro. No es cuestión aquí de un principio de autoridad ni de mero capricho. El historiador -como todo investigador seriodebe estar dispuesto a reconocer sus errores y también comprometerse a no pasar en silencio un punto del que disiente, por importante o respetable que el autor de la tesis sea. Como siempre, en cuestiones de cultura, el camino está por hacerse. Mejor dicho se está haciendo bajo nuestros propios pies a medida que avanzamos. Y somos nosotros mismos los obreros de ese camino que, misteriosamente, sabemos apenas de donde sale pero que no sabemos en absoluto a donde lleva.

Notas 1. Mario J. Buschiazzo, Exposición de planos y fotografias de monumentos históricos, Buenos Aires, 1939, establecía la lista de los principales monumentos desaparecidos de la época colonial en la Argentina.

2. José Ortega y Gasset, al dirigir la editorial de la Revista de Occidente, fue el responsable -hace cincuenta años- de que se difundieran libros como el de Wölfflin o Worringer. Weisbach fue también conocido desde hace mucho en Sudamérica. En los escritos de Angel Guido se ve, por ejemplo, el

Éefäzjo de esa bibliografía en la que figuraban en buen sitio los trabajos de Eugenio rs. 29

3. J.L. Romero, ”L'Amérique Iatine et l'idée d'Europe", Diogène, París, n.° 47, 1964, pág. 86: “La emancipación aceleró la evolución de las ideas.

España fue el pasado, y Europa -que representaba la libertad de conciencia, el pensamiento racional, la ciencia moderna, el desarrollo técnico, la libertad de

comercio- fue el presente y el futuro. La imagen de una Europa sin España, es decir, sin el tradicionalismo conservador, se arraigó entre los grupos predominantes. Fue entonces cuando se empezó a dar un juicio positivo sobre lo que era

europeo mientras que lo que era español se hacía definitivamente negativo”. (Traduzco del texto francés.)

4. En 1967 me permití hacer una pequeña encuesta entre algunos especialistas sobre las obras que consideraban fundamentales en Sudamérica. Casi todos coincidieron en los mismos monumentos -con pequeñas variantes.

El número es relativamente restringido; a veces hay una sola iglesia o edificio considerado importante en ciudades de primera categoria.

5. Yo, personalmente, no creo mucho en los llamados “estilos” ni “escuelas”, Si hay que clasificar una materia confusa me parece mejor hacerlo de acuerdo a una grille concreta e irrefutable: en una de las coordenadas irán los

lugares geográficos, en la otra las fechas. En vez de preguntarse dónde habrá que colocar a la catedral de Puno como “estilo”, anotar simplemente sus medidas, su

material constructivo y procedimiento, la altura sobre el nivel del mar, el clima de la región, la fecha de 1757 y el nombre de su presunto autor. Todos datos concretos y controlables.

6. G. Gasparini, en una carta particular me decía que no creía mucho en la utilidad de aplicar la noción de encabezamiento y de serie en Amé-

rica, porque “la arquitectura colonial es la extensión del sentir arquitectónico europeo, una actividad esencialmente repetitiva y propia de las manifestaciones

provinciales”. Yo me refiero aquí a series, particularmente sudamericanas. 7. Vicente Lampérez y Romea llamó a sus obras respectivamente: Arquitectura civil española y Arquitectura cristiana española. En mi tesis de doctorado publicada con el nombre de L'architecture en Castilie au XI/le siècle, París,

1967, ya traté de justificar la mezcla deliberada de lo “civil” y lo "religioso" en obras mixtas como los colegios, hospitales, etc.

8. R. Vargas Ugarte, S.J., Historia del Colegio y Universidad del Cuzco, copia la crónica anónima que continúa la Historia e enarración, del P. Vega.

El autor desconocido nos cuenta la llegada de ese documento -la planta del Gesü- y la importancia que se dio al acontecimiento. 9. Copio aquí un texto del malogrado Carlos Arbeláez Camacho que figuraba en una exposición del museo de Bogotá en diciembre de 1968 y que ilustraban magníficas fotos de ese gran fotógrafo que es el arquitecto colom-

biano Germán Téllez. Ese texto -que ignoro si existe en forma de libro o artículodice así: “Se juzga invariablemente la arquitectura colonial con el enfoque y la escala de valores correspondientes a las artes plásticas, y a esto se añade la con-

fusión de suponer que, cuanto más decoración posea un templo o una casa, más importante será su arquitectura.

“La decoración no interviene en los conceptos básicos que guían la creación arquitectónica en la colonia. Opera como un modificativo “a posteriori" 30

sobre una obra pensada con implacable sencillez y claridad volumétrica. Es posible por ello juzgar los dos fenómenos independientemente, el decorativo y el arquitectónico, puesto que su ejecución artesanal es, asimismo, aislada en uno y otro caso. Así, por ejemplo, se evita el error crítico de tildar de “barroca” una arquitectura que, espacialmente, es ajena a tal actitud estilística, pero que incluye, a manera de complemento, es decir, de modo adjetivo, decoración tallada o pintada dentro del repertorio formal barroco. "La convivencia formal de la arquitectura y la decoración coloniales es notable, en razón de la mesura y discreción de la primera, que acepta y recibe sin debate los acentos ambientales que proveen las artes plásticas aplicadas. Pero sería inútil buscar una “integración de las artes” en este caso. Se trata más bien de una feliz coexistencia artistica.” Agrego yo que no estoy de acuerdo con esta manera de enfocar el asunto, lo que discuto más adelante en este mismo libro. 10. Cf. D. Bayón, El Greco, Rubens (inéditos), libros en que he tratado de no usar ni una vez la noción de estilo para elucidar la figura de los respectivos pintores. Del primero está de moda decir que era un ”manierista”; el segundo pasa por ser el “barroco” por antonomasia. 11. G. Kubler, The Shape of Time, New Haven, 1962, pág. 128 sqq analiza el problema extensamente, apoyándose justamente en la noción de barroco. El también parece estar contra la noción de "estilo". Pierre Charpentrat, Le mirage baroque, París, 1967, logra a su vez desmistificar el término barroco, haciendo notar la proliferación abusiva de sus sentidos, lo que equivale a su neutralización conceptual.

31

La arquitectura colonial en un cruce de caminos Cinco "sondeos" de monumentos-cia ve

"Mirando por una ventana en ia plaza del Cuzco, frente a /os

contornos barrocos de la catedrai y de la ig/esia jesuita, seria dificil determinar el pais en que se encuentran. En contradic-

ción con ios edificios indios, los verdaderos princrjoios de ia arquitectura cristiana quedan demostrados en el espacio interior abovedado y compuesto; en la clara re/ación de lo interno

y Io externo. Los diseños decorativos aplicados a sus fachadas y porta/es -en consonancia con ios muros internos y piiares con arcadas- tienden a las formas redondeadas y vegetativas

taies como las que el arte europeo desarrol/ó desde los dias del Renacimiento Alfred Neumeyer, “The Indian Contribution to Architectural

Decoration in Spanish Colonial America”, Art Bulietin, XXX, Nueva York, 1948, pág. 105.

33

..... .. iglesias de San Francisco y de la Compañía en Quito

La arquitectura colonial sudamericana ha quedado profundamente marcada por la influencia del medio geográfico y culturali. Iré tpmando diversos ejemplos para ilustrar esta convicción: Quito, el Cuzco!__Lima, Puno. Este caso particular de las dos iglesias quiteñas debe servirme para establecer ciertos principios que me parecen indispensables. En primer término porque si San Francisco es “cabeza de serie”, no hay duda de que la Compañia forma en cambio parte de la "serie". En segundo término porque al

estudiarlas comprobaremos que no hay en ellas sombra de indigenismo como pretenden siempre encontrar ciertos autores. En tercero, porque -para sorpresa de muchos- vamos a descubrir que ese arte es europeo fundamentalmente y que lo español no predomina en él; todo lo contrario. Empecemos por la noción -que usaré muy a menudo- de cabeza de serie. San Francisco es un ejemplo tipico. Pocos son los monumentos auténticos que quedan en pie en tierra sudamericana, ya que la mayoria han sido rehechos o transformados. San Francisco debe ser un ejemplo precioso para nosotros, puesto que se presta a una reconstitución del pasado: su planta y fachada se parecen a lo planeado en un principio. Sabemos en cambio que tanto la elevación como el decorado interior fueron evolucionando a través de los azares de la colonia en un proceso de adaptación y de enriquecimiento. La Compañia representa a su vez el recuerdo de una cantidad de otras iglesias anteriores, empezando precisamente por esa misma hermana mayor que acabo de mencionar. No busco tampoco en estas iglesias de Quito influencia indigena alguna -como lo haré en la catedral de Puno o se hubiera podido hacer, por`ejemplo, en San Lorenzo de Potosi; por el contrario, trataré de señalar en ellas el espiritu europeo y civilizado que las informa, corregido por un cierto 35

genio local de circunstancias que no por indefinible resulta menos existente. Quito se encuentra a 2815 m sobre el nivel del mar, en la parte septentrional de lo que se llama el Va/le centra/ o Avenida de los volcanes, formada por dos cadenas paralelas de la cordillera de los Andes. Las colinas y barrancos sobre los cuales se desarrolló la ciudad han configurado literalmente su aspecto urbano. Como ocurre muy a menudo en América del Sur el paisaje entero está dominado por un magnífico cerro, en nuestro caso el Pichincha, de 4874 m de altura. Aun si -geográficamente hablando- Quito está casi sobre la línea del Ecuador, el hecho de encontrarse a una considerable altura le procura un clima muy agradable. Un viajero anónimo del siglo XVI la describe en estos términos entusiastas: “La tierra no es estéril, antes abundosa y fértil La tierra es sana, los hombres comúnmente viven más que en España El temple de la ciudad es antes frío que caliente [...] El cielo es claro y sereno y el sol sale y se pone con mucha alegría y nunca está cubierto de nublados, sino cuando llueve o quiere llover”. Quito fue fundado, sobre el emplazamiento de una antigua ciudad ìncaica, por un lugarteniente de Pizarro, Sebastián de Benalcázar, el 6 de diciembre de 1534, es decir, exactamente el mismo dia en que Ignacio de Loyola hacía en Montmartre -la colina que domina Paris- el voto de consagrarse junto con un grupo de amigos a la orden que acababa de fundar: la Compañía de Jesús. Lo primero, de acuerdo a la costumbre española, fue echar las trazas de la nueva ciudad. La planta urbana comporta, aún hoy, manzanas limitadas por calles que se cortan en ángulo recto. Cada cuadra (distancia entre dos calles transversales) mide 300 pies. La cuadra, a su vez, está dividida en cuatro parcelas lo bastante amplias para construir en ellas una casa con patios y aun tener jardín o huerta. Las calles eran de 33 pies de ancho. Dentro de la planta general de la ciudad se reservaba espacio para tres grandes plazas cuadradas: la de la Iglesia Mayor lo Catedral), la del convento de San Francisco y otra, en fin, la del convento de Santo Domingo. En la planta que acompaña la Relación anónima de 1573 se distinguen también los acueductos que desde el cerro del Pichincha llevaban las aguas al Hospital del Rey, a la Plaza de San Francisco, a la Plaza Mayor, a la Merced, a la Fieal Casa de la Audiencia y al campo de lñaquito. Hoy se comprende fácilmente que la calle que pasaba -y que pasa todavia- al costado de la iglesia de Santo Domingo no es otra cosa que la ruta principal norte-sur que une Pasto con el Cuzco, es decir, en términos modernos que va de Colombia al Perú pasando por el Ecuador. Habría que agregar aún que la disposición natural del terreno en terrazas, la facilidad y la abundancia de los materiales, la riqueza de las 36

minas próximas y la omnipresencia del agua2 contribuyeron a hacer de Quito una de las más famosas ciudades de América del Sur y ello casi inmediatamente después de su fundación. Su prosperidad va también unida al hecho de haber sido muy pronto un centro administrativo, comercial y artlstico de primer orden.

Si la ciudad fue fundada bajo la advocación de San Francisco len realidad se llama San Francisco de Quitol, ello se debe tanto a que Benalcázar como el cabildo estaban dispuestos a hacer cualquier cosa en favor de los franciscanos. Los cuales, en efecto, apenas llegados se vieron atribuir una enorme parcela, en suave pendiente, que habla pertenecido al inca HuaynaCapac. Se trata de una enorme superficie de casi 30000 metros cuadrados que hubo que nivelar y sobre la que se iba a hacer entrar cómodamente un convento, un colegio y tres iglesias lfig. ll.

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Fig. 1. Planta general del convento de San Francisco, Quito.

La construcción se desarrolla sobre un gigantesco solar en suave pendiente hacia la plaza homónima. Tres iglesias, infinidad de claustros, patios, dependencias. Al revés de lo que pasaba en Europa, en América 37

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hispana durante el siglo XVI el terreno sobra, lo que explica la amplitud de las soluciones.

Para ejecutar estos trabajos hubo que realizar importantes obras de nivelación que revelan desde el primer momento la presencia en Quito de una mano de obra muy calificada.

Estas dimensiones desacostumbradas, aun en América di, Sur, se explican quizá por el hecho GU e , d es d e su llegada, los franciscano " planearon la creación del primer colegio de artes y oficigs de| ¢Qn¡¡neme La

importancia de este Colegio de San Andrés es capital en la historia de la cultura sudamericana porque alli, precisamente, se formaron muchos de los mejores maestros de obras y artesanos de toda clase que iban a construir más

tarde no solamente en la región de Quito sino un poco a lo largo de todo el virreinato. El convento es tan grande que comporta siete claustros, una multitud de patios y huertos rodeados por innombrables dependencias. Tan enorme resultaba el terreno, aun para ellos mismos, que los franciscanos han ido cediendo -en distintas oportunidades- partes de su propiedad: una de ellas alberga hoy el ortelinato de las Hermanas de la Caridad; otra sirve de sede al gobierno civil de la policía urbana. De todas maneras, por interesante que pueda resultar el convento de San Francisco por su complejidad e importancia, no entra esta vez en el marco de mi investigación. Lo dejo, pues, de lado para concentrar mi atención en la iglesia principal lfig. 2).

Fig. 2. Planta de la iglesia de San Francisco, Quito. En con-

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tad de forma de los fundadores en el caso de un edificio tan retocado a lo largo de los si-

glos.

i. Quedamos en que el conjunto conventual incluye tres iglesias. ¿,.as dos más pequeñas están colocadas respectivamente bajo la advocación de San Buenaventura la una, y de la Virgen de los Dolores la otra. Es esta última la que la piedad popular designa con el nombre de iglesia de Cantuña, del nombre del rico indigena que la hizo construir a sus expensas. No hablaremos, pues, hoy aquí de esos templos que, al fin de cuentas, resultan apenas de un interés secundario. En cambio, se trata de examinar la iglesia de San Francisco que domina el conjunto más o menos en el eje de la composición sobre la plaza homónima. Sin duda y a causa del desnivel, la fachada principal del convento da sobre un estrecho atrio que al subrayar la horizontalidad de la masa desempeña el papel de “balcón urbano" sobre el vacio de la plaza que resulta a su vez como un segundo atrio a gran escala. Este exterior se presenta a nuestra manera de ver con gran claridad y lógica. Está tratado -como diría un crítico literario- en “estilo directo", lo cual va perfectamente dentro de la tradición popular española que iba a continuarse de modo tan natural en Sudamérica lfig. 3).

Fig. 3.

Fachada del convento

lio. Ambos elementos: muro de

de San Francisco (foto D. Ba- contención y gradería son trayónl. Sobre la plaza, a nivel , tados en piedra -garantía de más bajo, se alza un ”atrio-

balcón” al que se accede, en el eje de la iglesia, por una escalinata circular tomada de Ser39

nobleza-, material que se em-

plea también en la fachada almohadillada de carácter nórdico.

Sobre el Iarguísimo muro blanqueado a la cal, un solo punto “fuerte” en piedra: la parte que acusa la presencia de la iglesia, es decir su fachada. Tanto el atrio como el citado muro en talud que le sirve de sostén están igualmente tratados en piedra lo que confiere al conjunto una particular nobleza. No obstante, la construcción general del edificio resulta barata y un tanto provinciana en su misma rudeza. Consiste en una simple mampostería de ladrillo, reservando la piedra -que es abundante pero siempre más cara y dificil de tratar- para algunos puntos clave tales como el basamento y la fachada de la iglesia. He aquí un carácter que reconocemos también como muy español: el no hacer trampa con el aspecto del edificio y su destino. Según ese criterio, las partes simplemente utilitarias, “humanas”, son tratadas francamente de una manera que hoy llamaríamos funcional. Sobre ese muro blanco básico va ”injertada” una fachada en piedra, bien compuesta, con un gran portal y dos torres: es la arquitectura a lo divino -como decian los poetas de la época cuando escribían composiciones religiosas lfigs. 4 y 5). Cosa curiosa no obstante: este edificio enorme, bastante andaluz por su largo muro horizontal que lo separa de la calle, es también y al mismo tiempo muy nórdico europeo en lo que concierne a la fachada de la iglesia. Se empieza a producir en él lo que podriamos llamar ese indefinible “estilo sudamericano" hecho de aportes yuxtapuestos más que de una voluntad de forma claramente discernible. Dejemos también de lado ese blanco muro que podría ser el de un cortijo en el sur de España, para concentrarnos de una buena vez en la facha-

Fig. 4.

Fachada de la iglesia

de San Francisco (foto D. Bayón). La fachada tiene detalles que parecen ser de origen, superpuestos a otros .más discutibles. Se imponen como antiguos: el muro de contención, la escalinata, la planta baja de la iglesia y el ventanal historiado con frontis curvo. Todos

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esos elementos son de piedra, igual que los obeliscos rematados en bolas que marcan los puntos de articulación. El almohadillado del primer piso, el entablamento festoneado y las torres deben ser adaptaciones posteriores en simple mamposterla de imitación. Las torres, que eran de dos cuerpos sobre el remate, se derrumbaron en 1868 en un temblor de tierra.

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da de la iglesia. No hay duda de que estamos en presencia de un tipo de composición, cuyo» carácter difuso pero patente nos lleva involuntariamente a los Países Bajos en el recuerdo. Mejor dicho, el clima mental se define como una interpretación flamenco-holandesa de los principios del renacimiento italiano avanzado, o para darles gusto a ciertos historiadores, del manierismo. Lo

cual parece, por otra parte, cosa relativamente fácil de explicar: de los franciscanos fundadores uno solo era español, siendo los otros dos flamencos: el P. Pedro Gosseal y el P. Jodoco Fiicke. Sabemos por otra parte que se trataba de hombres de cultura artística nada despreciable que, a su vez, hicieron venir aun a otros flamencos para trabajar en el convento3. Según José Gabriel

Navarro, erudito local ya desaparecido, en la fachada de la iglesia hay elementos italianos y españoles muy concretos hasta el punto de que ella le recuerda... El EscoriaI4. Para Mario Buschiazzo (1900-1970), uno de los mayores historiadores sudamericanos de su generación, esa fachada se inspira simplemente en las soluciones aportadas por Serlio en su Tratado, que muy pronto había circulado por América del Sur5. Pal Kélemen a su vez@ encuentra que el monumento posee un aire severo de renacimiento tardío (no aclara de dónde),

al que se agrega un carácter barroco que le prestan las columnas apareadas y los almohadillados horizontales (figs. 6 y 7). Otra autoridad en la materia, el dominico P. .José María Var-

gas (que no hay que confundir con el jesuita Rubén Vargas Ugarte) sorprendentemente no se ocupa casi de esa fachada, quizá en razón misma de la brevedad de la obra que ha consagrado el arte de su pais. Enrique Marco Dorta, hasta ahora la persona más calificada para explicar la historia de esta iglesia,

Fig. 5. El eje de la corriposición desde la plaza (foto G. Gasparini). La solución de la escalinata cóncavo-convexa es bramantesca lC0rtile della Pigna, Vaticano): sin embargo lo más probable es que esta versión quiteña salga directamente del tratado de Serlio para inscribirse en un contexto inesperado.

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Fig. 6. Vista del claustro principal (foto D. Bayón). Las co-

lumnas toscanas -fuertes y un tanto enanas - resultan verdaderos “puntos de apoyo" en piedra, capaces de soportar una mampostería de ladrillo más ligera y barata. Como de costumbre en Sudamérica, el claustro “sostiene” el muro de la iglesia buscando una solu-

ción antisísmica rudimentaria por la sola virtud del peso muerto, base de todos los contrafuertes arquitectónicos. Si el efecto puede parecer un tanto macizo, constructivamente hablando la franqueza funcional, en cambio, se impone como una buena solución.

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Fig. 7. Escalinata cóncavoconvexa (foto G. Gasparini). ¿Manierismo italiano,_ nórdico, herrerianismo, anticipo pre-

barroco? Los autores n_o nos ponemos de acuerdo.__S|n embargo la' misma ambiguedad de la solución: verdadera resultante de varias tendencias divergentes, afirma su carácter iriternacional” y no sólo hispánico como se ha pretendido a

veces abusivamente.

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fgleisia son debidos al P. Flicke, que habría dado las trazas aún antes del año 1553.8 Para mí, y sólo usando del “olfato” tan importante en historia del arte, me parece obvio que ante San Francisco de Quito toda persona con experiencia y viajes no puede dejar de pensar en algo del norte de Europa, especialmente en Flandes o en los Países Bajos9. Marco Dorta, como de costumbre, habla en términos de “estilo” como si se tratara de un monumento europeo sin problema. Ya discutiré a fondo esta actitud, que unifica las culturas, más adelante en este mismo libro. Por ahora digamos que para él la fachada de San Francisco representa el más bello ejemplo de “bajo renacimiento" que encontrarse pueda en Sudamérica. Por último, quiero suponer que la verdad debe encontrarse a medio camino entre Io que dicen Buschiazzo, Marco Dorta y lo que yo creo intuir. La influencia de los tratados me parece algo evidente y válido. Aunque habría que pedirle al lector que comprenda lo que puede significar el paso de un modelo de libro a un detalle concreto realizado por un religioso bien intencionado empleando una mano de obra más o menos torpe. Muchas de esas soluciones “virtuales” no habian sido aplicadas de hecho nunca en Europa, y puede decirse que pasaron a América simplemente grabadas en las planchas de un libro en el que dormían esperando quien las hiciera vivir. No debería, pues, hablarse de influencia "italiana" como si se tratara de algo visto en Italia realmente, sino más bien como lo que es: el traspaso de un dibujo de reper-

torio a una realidad viva. Es eso lo que siempre termina por pasar en las comarcas alejadas. Lo mismo ocurrirá más tarde con las estampas de Amberes

o esos catálogos de elementos decorativos que, en un momento dado, fueron imitados un poco en todo el mundo civilizado, sobre todo en aquellas regiones que no podían copiar directamente los modelos que en Europa pasaban rápidamente de moda. Resumiendo así se puede decir que el Tratado de Serlio entre las manos de algunos franciscanos flamencos ayudados por albañiles1° locales en una provincia alejada del imperio español: he ahí el origen de la fachada de San Francisco de Quito. No olvidemos que esos modelosll -existentes o imaginarios- han sido interpretados cada vez por hombres de formación y de gusto diferente que debieron, además, contentarse con los materiales y mano de obra locales. Por último, no es tanto el detalle lo que cuenta sino más bien, y sobre todo, la manera de combinar los detalles lo que da el tono de un monumento. En resumen: no tanto las palabras de por sí separadas, sino la sintaxis general del discurso arquitectónico. En la fachada de San Francisco de Quito comprobamos la utilización de ciertas formas que no venían para nada de España (conste que materialmente hablando, el libro era la traducción española de Serlio realizada por Villalpandol, sino que reflejaban el producto de la imaginación de un arquitecto italiano que trabajó en Francia; y que en América esas formas resultan de la interpretación ad libitum del tratado serliano por parte de aficionados 43

cultos de origen flamenco ayudados por albañiles locales. No tergiversemos. Si a propósito de la fachada se puede entablar una polémica, la planta, las elevaciones y la decoración interior de ambas iglesias se prestan igualmente a discusión. Si empecé por el caso -más tardío- de la fachada de San Francisco es porque ese punto no se puede generalizar, tratándose como se trata, de un caso particular. En cambio tanto las plantas como la decoración pueden y deben ser estudiados al mismo tiempo en ambas iglesias. Casi todos los autores hablan con respecto a los planos de San Francisco y de la Compañía de Quito -que en última instancia es el mismo- de la influencia del Gesü, en Roma, obra de Viñola con fachada tardía de Giacomo della Porta. ¿Cuál es la verdad con respecto a esa famosa planta a la que siempre se vuelve? Se puede decir que consiste -por parte de Viñola- en la reutilización de una idea que Alberti había empleado ya en San Andrés de Mantua un siglo y medio antes. A decir verdad, Alberti pudo quizá inspirarse de algunas iglesias góticas catalanas que poseen, como característica principal, la de tener una sola nave con contrafuertes que, en vez de verse acusados al exterior, permanecen en su parte baja al interior del templo donde sirven de muros laterales a las distintas capillas. No es mi propósito aquí el de seguir este tipo de planta a través del tiempo y del espacio; lo he citado porque constituye -para ciertos historiadores de la arquitectura- el antecedente de esa novedad que en Italia -fue la planta del Gesü. En relación a San Andrés y a las iglesias catalanas hay, no obstante, en la solución de Viñola varias novedades importantes. Por empezar la iglesia se inscribe en un rectángulo, es decir, que los brazos del crucero no dibujan al exterior una cruz latina como era el caso de Mantua. En la versión catalana, a su vez, cada capilla está separada de la siguiente por un espeso muro que no era otra cosa -como ya lo hemos dicho- que un contrafuerte: interno en su parte baja y externo en la parte alta. En el esquema del Gesu que inaugura un estilo muy difundido, el contrafuerte queda siempre presente pero está perforado porflun arco, lo que permite al público circular a lo largo de las capillas que constituyen así una suerte de naves laterales. El espacio, con relación a una iglesia clásica a tres naves resulta, sin embargo. mucho más “compartimentado”. Bruno Zevi12 diría que el espectador ingenuo sólo experimenta el impulso de circular a-lo largo de la nave principal, mirando a izquierda y derecha para apreciar los retablos que se elevan en cada capilla. En una palabra, la tendencia es a seguir el “camino real” más que las poco apetecibles circulaciones en túnel que vinculan las capillas entre sí. En efecto, cada una de ellas constituye una verdadera pequeña iglesia con sus imágenes. sus cuadros iluminados por la cúpula-linterna (en el caso de San Francisco ésta es una transformación posterior, probablemente del siglo XVII). Es decir que las capillas poseen un ambiente propio que siendo particular se abre, sin embargo, sobre el gran ambiente “público” de la nave principal de lo que podemos llamar la iglesia-madre. 44

Resulta bastante elemental comprender que, aun haciendo abstracción del aspecto funcional, para una iglesia sencilla del siglo XVl'3, el “tipo Gesii” resulta una solución bastante aceptable, a condición de rebajar la altura. En efecto, en región sometida a temblores de tierra, una caja de muros (nave principal) sostenida lateralmente por gruesos contrafuertes simétrìcos es algo, por definición, bastante fácil de mantener en pie. No sólo empleando la piedra sino también hasta el ladrillo o cualquier procedimiento mixto. Para cubrir el conjunto siempre se podrá recurrir a un simple techo a dos aguas en estructura simple de madera, a un artesonado mudéjar o, en fin, a bóvedas y cúpulas. Solamente, y a causa de la inestabilidad del suelo, las iglesias sudamericanas están condenadas -como ya'lo he dicho- a ser siempre menos esbeltas que sus lejanos modelos europeos. Ese es uno de los puntos que, a mi manera de ver, los historiadores parecen olvidar un tanto. Una planta no se lee como un dibujo abstracto sin tener en cuenta la escala, los cortes ni los procedimientos constructivos empleados. Que San Francisco o la Compañía se parezcan, en planta, al Gesü o a San Ignacio de Roma no cabe duda. Pero en cuanto comparamos los tamaños respectivos de estos monumentos, prestando atención a la altura de naves y cúpulas, muy pronto comprenderemos que si el “esquema distributivo” es bastante parecido, el resultado -felizmente, estoy tentado de decir- no es en absoluto el mismo”. Leyendo, por ejemplo, a José Gabriel Navarro se tiene la impresión -falsa por otra parte- de que la Compañía de Quito no es sino una versión más de San Ignacio de Roma. En historia del arte no basta con emplear una estructura parecida o aceptar un mismo partido; queda siempre y por último el “contexto”, los detalles diferentes que, al acumularse, llegan a cambiar no sólo el aspecto sino hasta el contenido de un programa que parece a primera vista paralelo. La solución adoptada primero en San Francisco y más tarde en la Compañía no hace sino recordar lejanamente15 el modelo de las iglesias jesuitas romanas citadas. De ninguna manera puede hablarse de copia. Si bien se imita la forma general y algún procedimiento técnico fácil, hay que reconocer que los maestros de obras españoles, flamencos y hasta indios, llegaron a crear monumentos que en su aire general como en sus detalles son de naturaleza fundamentalmente diferente de esas iglesias europeas. Quizá por eso mismo, un estudio profundizado de ese tema podría un día justifìcarse plenamente. Si al exterior de esas dos iglesias experimentamos la impresión de recordar soluciones europeas transportadas por arte de magia bajo el cielo tropical y a casi tres mil metros de altura, en el interior de esos mismos monumentos nosgsentimos aun más despistados. Estamos, sí, en las Indias -de América-, pero tenemos la impresión de encontrarnos en las verdaderas Indias asiáticas, hasta tal punto la decoración se nos impone como recargada, explosiva y al mismo tiempo inmóvil (fig. 8). 45

Fig. 8. Interior de la iglesia de San Francisco (foto D. Bayón). Interior “en gruta" de la iglesia, resultado de varias campañas constructivas (mediados del siglo XVI a fines del XVIII). Básicamente, al tiempo de la construcción debía existir solamente un decorado de placas y cartelas dentro del gusto flamenco de Vredeman de Vries, el todo recubierto por un magnífico artesonado mudéjar.

Al quemarse parte de este te46

cho en el siglo XVIII (se salva-

ron el coro y el crucero), se sustituyeron las partes desaparecidas por planchas de madera talladas en fuerte relieve y doradas a la hoja. El lujo pone de manifiesto la riqueza-de la región quiteña en que los particulares competían por destacarse en sus donaciones de retablos. La decoración "viste" una caja de muros bastante

seca como es típico en Sudamérica.

Esos interiores reclaman por sí mismo un examen más comleto. Tal como Navarro lo ha visto muy bien, San Francisco representa un

./erdadero punto de partida en la arquitectura sudamericana. Sólo algunos templos bizantinos habían llegado a este derroche de dorados, a ese verdadero delirio en el lujo. En general cuando fenómeno semejante se ha producido fuera de Europa ello ha tenido lugar siempre en el Cercano Oriente. En América este horror al vacío va a dar -a través de más de dos siglos, hay que aclarar- estos interiores “en gruta” que tendrán gran éxito no sólo en las colonias españolas sino sobre todo en las portuguesas, de donde por un movimiento de eco volverán a Europa. Es curioso que el fenómeno en América del Sur empiece a mediados del siglo XVI, es decir, antes del barroco, digamos oficial, que es del XVII como todo el mundo sabe. En Quito, a fines del siglo XVI, se empezó a recubrir quizá por primera vez un simple templo catóIico -tirando a pobre en su estructura- con una decoración en madera tallada, dorada y en policromía "cálida", puesto que son los fondos rojos sombríos y el oro en hojas lo que predomina en la impresión de conjunto. Un efecto teatral de la mejor clase asombra a quien entra por vez primera en San Francisco de Quito. El largo paralelepípedo de la nave principal se presenta a la vista como una forma primaria bastante reposada. Desde la entrada se sospechan apenas las capillas que comunican con la nave por arcos de medio punto tallados en el espesor de un muro que es, literalmente, portante. Los ojos resbalan a lo largo de los arabescos, de la extraordinaria complicación de ramazones, volutas, flores estilizadas, cartelas, figurinas bastante difíciles de comprender en el detalle pero que ¡mpresionan justamente en su totalidad. Llegamos al fin al crucero donde se levantan cuatro “arcos de triunfo", cuatro verdaderas ojivas que, temiendo la altura, prefieren más bien ser potentes aunque un tanto aplastadas. Este cuadrilátero, punto privilegiado de encuentro entre la nave y el crucero, remata no en una linterna ni en una cúpula sino simplemente en un magnífico artesonado mudéjar donde dominan las líneas rectas y los polígonos estrellados característicos de esta clase de ebanistería. En realidad la iglesia entera estaba recubierta por una techumbre realizada en ese procedimiento; un desdichado incendio en el siglo XVIII sólo respetó los artesonados que cubren respectivamente el crucero y el coro sobre la entrada, a los pies del templo. No nos engañemos en lo que respecta a la presencia de las ojivas. No caigamos tampoco en la trampa de la clasifiación por "estilos". El Kunstwollen -de los alemanes-_, la “voluntad de arte" no ha consistido jamás, en América del Sur, en “hacer” gótico, manierista, barroco o neoclásico. Yo creo que hay que abordar el problema de manera completamente diferente: no hay más que procedimientos, expedientes más o menos válidos. Si por ejemplo un fraile es capaz de dirigir una construcción empleando la bóveda de crucería tendremos la destruida iglesia de Sañaifi, en el Perú. ¿Existe entre los conquistadores o colonos uno que sea mudéjar y conozco la bella y complicada ebanisteria de sus antepasados? La comunidad podrá entonces 47

darse el lujo de un artesonado con todas las de la ley. Artesonado que como la bóveda de crucería -aunque por otros motivos- resulta muy aconsejable en región de terremotos. En fin, ¿hay acaso a mano algún maestro fuerte en estereotomía? Tendremos entonces una magnífica bóveda cuando no una cúpula prestigiosa. En Europa y, en general, en todo territorio muy “trabajado”

por la cultura, los sistemas constructivos pasados de moda son dejados de lado para seguir lo que en ese momento “se estila". En zonas marginales en cambio, donde las condiciones materiales son difíciles, los mismos problemas -hay que admitirlo- no se plantean del mismo modo. Para mí, la decoración interior de San Francisco es no solamente muy pintoresca y valiosa sino también algo muy revelador como instrumento de trabajo”. El hecho de encontrar cuatro arcos en ojiva recubiertos por una decoración manierista sirviendo de apoyo a un artesonado mudéjar constituye, de por sí, un dato que nos informa enormemente sobre los constructores mismos y sobre los procedimientos téc-

nicos y decorativos de Ios que se podía echar mano en el Quito de fines del siglo XVI.

Somos nosotros, los modernos, quienes tememos las mezclas por un gusto quizá no muy seguro, y en todo caso exacerbado precisamente por la noción de estilo, por la historicidad de esas formas que vemos mezcladas cuando pretendemos pensarlas siempre en estricto orden cronológico. Los antiguos en general eran ahistóricos (a, prefijo negativo). Se abastecían donde querian para lograr un propósito definido. Esos constructores quisieron hacer grande y hermoso, se propusieron impresionar a una clientela de españoles ricos o pobres, de indios apenas convertidos. No se contentaron, pues, con construir iglesias antisísmicas sino que pretendieron también dotarlas de nobles fachadas, de interiores de un lujo delirante en que un suntuoso artesonado sea capaz de lucir como un trofeo traído de lejos. Si debemos admitir que tenían que contentarse con los medios locales -tanto en lo que respecta a los materiales como a la mano de obra- hay que reconocer que los resultados son más que sorprendentes. 't

Si los muros laterales impresionan sobre todo por el detalle, cuando miramos hacia el fondo quedamos impresionados por dos grandes efectos teatrales: el primero consiste en la zona de sombra del crucero con su artesonado octogonal en cubeta, realizado en ebanisteria oscura. En seguida y más allá de esta zona sombría descubrimos una luz alta que proviene- de una fuente luminosa, oculta para el espectador, y que se encuentra en la nave principal. Esa luz se derrama literalmente sobre un altar mayor cuyo respaldo lo forma un retablo “total”, en el sentido de que no se contenta sólo con llenar el muro testero sino que lo desborda incurvándose para llegar a formar como un gigantesco y resplandeciente nicho a escala colosal. Los laterales, ya lo he dicho, están formados por una serie de capillas individualeslfi, cada una dotada de su pequeña cupulita-linterna que 48

sirve para iluminar los retablos de arriba a abajo, lo que da siempre un resultado bastante dramático. En una palabra, a partir del último tercio del siglo XVI vemos aplicar en San Francisco de Quito, al menos a su parte interior, esa técnica “escenográfica” que tendrá más tarde tanto éxito en las iglesias de la Compañía de Jesús. Aquí estamos en casa franciscana, pero hay que reconocer que son ellos quizá quienes primero inventaron la glorificación de los santos de la orden en un marco deslumbrante, hecho para la plegaria individual ante cada altar. No se trata ni de una iglesia de peregrinación ni de una iglesia procesional. Está destinada a un culto estacional que sólo necesita de un espacio amplio, un campo visual sin pilares ni columnas en donde la vista pueda perderse o distraerse a riesgo de no poder seguir los oficios o escuchar bien' el sermón. Esto es quizá lo que más nos interesaba dejar sentado a propósito de San Francisco de Quito: su función social, que pasa por un saber psicológico agudo del pueblo fiel, por el cumplimiento de unas necesidades de orden religioso que son típicamente las del siglo XVI avanzado y las (de la Contrarreforma. No creo que ello sea -como con optimismo nacionalista alguien pueda pensar- una obra maestra comparable a las más hermosas iglesias del mundo occidental. No se trata tampoco de atribuirle un sitio más o menos elevado en un “concurso absoluto" en el que, por otra parte, nunca he creido. Me parecía útil tratar de desentrañar cómo podía llegar a crearse un edificio eclesiástico: procedimiento constructivo, fachada, decoración interior en el último tercio del siglo XVI en una comarca alejada, perdida en las montañas que figuran entre las más altas de la tierra. Habría sin embargo que agregar, para comprender mejor el problema, que la región de Quito fue desde sus comienzos extremadamente rica. Casi al mismo tiempo que el imperio español atravesaba una de sus crisis económicas más terribles19, Quito se permitía el lujo de construir un templo en ladrillo y piedra, recubierto de maderas talladas y doradas y con un artesonado digno de un palacio oriental. En lo que respecta a la mano de obra, había que contentarse -bien que mal- con lo que se podía encontrar in situ. El caso se repite con la llegada del arquitecto español Francisco Becerra que, yendo de México al Perú parece tuvo tiempo en el Ecuador de dar las trazas de dos otras iglesias de Quito: Santo Domingo y San Agustín. Becerra no podrá tampoco escapar a la servidumbre de esa manera local de construir que en San Francisco habia demostrado ya ser posible. La excepción sería el cubrimiento del coro de San Agustin, que consiste en unas bóvedas góticas de traceria renaciente. Tanto el público como los historiadores parecen olvidar demasiado a menudo todas las dificultades que un maestro de obras puede encontrar en esa época y en semejante lugar apartado del resto del mundo. Existe la tentación de aplicar sólo juicios de valor a las obras cuando habría ante todo que ponerse de acuerdo con las posibilidades mismas de los encargos en un momento dado de la historia. 49

En efecto, no es lo mismo construir una capilla sobre la meseta peruana del Collao en el siglo XVI que erigir una iglesia jesuítica en Quito

en pleno siglo XVIII. En cierta medida es casi todo lo contrario. Por no decir nada de lo que va de México a Colombia o las misiones del Paraguay. Las condiciones geográficas, climáticas y humanas son diferentes en cada caso. Es esa justamente la maravillosa labor del historiador: la de tratar de desentrañar la significación de los monumentos en relación a esos imperativos. El “querer hacer” se apoya fatalmente -no sólo en América del Sur sino en todas partes- sobre lo que llamaríamos el “poder hacer”. Si pretendemos descubrir las obras que marcan más un momento histórico, las más válidas, las más hermosas también (no hay que temer esta noción de belleza) debemos estudiarlas siempre, eso sí, a la luz de lo posible. Y en ese concurso hipotético al que hacíamos alusión, los primeros lugares no irán forzosamente a las grandes catedrales -copiadas muchas veces y bastante sosas- ni a los templos en que la acumulación de riquezas es más evidente. A veces ese “premio” recaerá en simples iglesias o capillas que pueden ser modestas pero que, al mismo tiempo, revelan una voluntad de hacer diferente que las justifica: de ahí la noción de cabeza de serie. No es la originalidad por la originalidad misma; es más bien el esfuerzo -por medio de la imaginación- de crear algo nuevo a partir de condiciones locales restringidas. Con ese espíritu quise presentar aquí en primer término -dentro de estos análisis concentrados de pocos monumentos-cIave- la iglesia de San Francisco de Quito. Si San Francisco constituye, pues, una verdadera iniciación, veamos ahora el caso de la Compañía, que se inscribe naturalmente en lo que he. llamado la “serie”, sin ningún carácter despectivo. En la Compañía resulta obvio que no asistimos a un nuevo punto de arranque, al esfuerzo combinado para crear con elementos dispares una nueva realidad. Por eso justamente -pese a sus diferencias de edad - quise comparar y oponer estos dos templos quiteños. La catedral de Quito o la iglesia de Santo Domingo hubieran, en principio, podido ser también ejemplos válidos; desgraciadamente ambas construcciones han sido demasiado retocadas -en el mal sentidopara que puedan servirnos hoy en una demostración que se quiere, ante todo, auténtica (fig. 9). En el caso de San Francisco hemos visto que los autores disputaban sobre todo por cuestiones de detalle. En el caso de la Compañía las cosas se presentan de manera aún más compleja desde el punto de vista histórico. Navarro parece a primera vista haber sido la autoridad más notoria; aun Marco Dorta -el otro gran especialista- le confiere ese título aceptable sobre todo a la luz de sus estudios de detalIe2°. No hay duda de que Navarro ha sabido más cosas que nadie sobre Quito; lo que está en tela de juicio no 50

Fig. 9 y 10. Plantas de/ convento y la iglesia de La Compa-

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ñía, Quito. El esquema de San Francisco se repite pero enriquecido con bóvedas y pe-

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netraciones. El efecto buscado

va a ser "total" y nadie tendrá derecho a separar visualmente lo constructivo de lo decorativo. La planta resulta funcional en el sentido en que favorece lo que la comunidad jesuita debía proponerse, es decir, impresionar por la calidad de la talla, el policromado y el dorado más que por una complejidad constructiva imposible de obtener en Quito a lo largo del siglo XVll Iltanto la fachada como la decoración interior son del XVIII).

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