Rodriguez Grez-responsabilidad Contractual

INTRODUCCION La responsabilidad constituye, en este momento, un tema recurrente entre abogados, jueces y académicos. Es

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INTRODUCCION

La responsabilidad constituye, en este momento, un tema recurrente entre abogados, jueces y académicos. Esta materia ha experimentado, en los últimos años, una notable evolución, al extremo de que ha surgido una rama especializada denominada “derecho de daños”, que se aparta de las ideas que tradicionalmente inspiraron las legislaciones de este continente. No cabe duda que en muchos aspectos la ley ha quedado rezagada, lo cual se advierte en forma clara si se observa el contenido y la dirección que ha tomado la regulación jurídica de las actividades modernas (bioquímica, aeronáutica, producción atómica, ecología, informática, etc.). Al parecer, en el futuro se seguirá legislando con la misma filosofía, de suerte que junto al derecho tradicional se irá formando un derecho nuevo que introducirá principios e instituciones más acordes con las aspiraciones y tendencias de la hora actual. Creemos que este libro revela que no es conveniente intentar una teoría unitaria de la responsabilidad, ya que los dos grandes bloques, la responsabilidad contractual y la responsabilidad extracontractual, presentan diferencias sustanciales, razón por la cual su confusión induce a equívocos e inconsistencias que degradan y restringen el estudio de esta cuestión. Desde luego, la responsabilidad es consecuencia del incumplimiento de una obligación preexistente. Pero mientras la obligación contractual se encuentra perfectamente acotada en la ley o el contrato, lo cual permite dar a la antijuridicidad, al factor de atribución y al daño un tratamiento especial (la antijuridicidad está implícita en el incumplimiento, la culpa se gradúa y se aprecia in abstracto, y el daño está delimitado por la “prestación”); la obligación general de carácter social (“no causar daño culpable o intencionalmente a nadie”), en que se funda el deber de indemnizar en la responsabilidad extracontractual, 7

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ofrece caracteres absolutamente diversos (la antijuridicidad es elemento esencial, el factor de atribución no se gradúa y se aprecia in concreto, e impera el principio de la reparación integral del daño). A lo anterior hay que agregar una marcada diferencia en lo relativo a la relación de causalidad, puesto que en un caso se trata de determinar cuál es el hecho que causa el daño, y en el otro establecer si otro hecho, diverso del incumplimiento, fue la causa del daño. Lo anterior nos lleva a afirmar que las teorías sobre la causalidad incorporadas en nuestros textos doctrinarios sólo sirven en el ámbito de la responsabilidad extracontractual, quedando este problema sin resolver en el área contractual. Por eso creemos necesario enfrentar este tema con ideas renovadas. Nuestro planteamiento, desarrollado a través de este libro, se funda en la noción de obligación como “deber de conducta típica”, lo cual nos obliga a repensar varias instituciones que hasta hoy no han sido suficientemente tratadas. En esta materia, estimamos nosotros, nuestro Código Civil es mucho más perfecto de lo que se ha creído. De aquí que rechacemos toda posibilidad de introducir en él la categoría de “obligaciones de resultado”. A nuestro juicio, toda obligación es “de medio”, porque el deudor sólo responde de la diligencia y el cuidado que ha comprometido al obligarse. Esta y otras cuestiones aparecen explicadas en estas páginas. No sería justo si no reconociera que muchas de estas materias surgieron para mí hace muchos años, particularmente en un curso de Derecho Civil profundizado dictado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile por don Fernando Mujica Bezanilla, maestro que sembrara en nuestra generación tantas inquietudes y un acendrado amor por el Derecho. A su memoria dedico este trabajo que, estoy seguro, habría celebrado generosamente si lo hubiere conocido. EL AUTOR

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I. DE LA RESPONSABILIDAD EN GENERAL

1. La responsabilidad, en general, es la aptitud de la persona o sujeto de derecho para asumir las consecuencias de sus actos. Es responsable aquel que, frente a un daño proveniente de su actividad (activa o pasiva), está forzado a repararlo, si ello obedece al incumplimiento de una obligación preexistente. Como no todos los sujetos son responsables, existen personas que están sometidas a la vigilancia o control de otras, las cuales responderán de los daños que aquéllas causen, no como autores del daño, sino por la omisión o deficiencia del deber de cuidado. 2. La responsabilidad es siempre personal, incluso, como se dijo, en aquellos casos en que debe responderse de la conducta de un tercero, ya que esto sólo ocurre cuando el autor directo del daño está sometido a un régimen excepcional de vigilancia y cuidado por parte del llamado a repararlo. Constituye un error, a nuestros juicio, afirmar que existe responsabilidad por el “hecho ajeno”. Para que pueda responderse por el daño causado por un tercero es necesario que entre éste y la persona responsable exista un vínculo de dependencia o un deber legal de cuidado que, real o presuntivamente, se ha quebrantado, imponiéndose al infractor la obligación reparatoria. La responsabilidad por el “hecho ajeno” debe entenderse como una mera referencia a la circunstancia de que el daño surge causalmente en forma directa de la conducta del tercero sometido a un régimen excepcional de cuidado o vigilancia. 3. Jurídicamente la responsabilidad consiste en el deber de indemnizar los perjuicios causados por el incumplimiento de una obligación preexistente. Esta obligación puede derivar de una relación contractual, o del deber genérico de comportarse con pru9

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dencia y diligencia en la vida de relación, o de un mandato legal explícito. En el primer caso hablaremos, de responsabilidad contractual, en el segundo de responsabilidad extracontractual, y en el tercero, de responsabilidad legal. La clasificación propuesta surge, entonces, del origen y naturaleza de la obligación incumplida. 4. En consecuencia, lo que determina la responsabilidad es el incumplimiento de aquel proyecto conductual que denominamos “obligación” y que consiste, a nuestro juicio, en un deber de conducta tipificado en la ley. Dicho de otro modo, toda obligación impone siempre al sujeto pasivo o deudor el deber de comportarse de una manera determinada en beneficio del sujeto activo o pretensor. Este comportamiento está descrito en la ley, la cual establece, en cada caso, precisamente, qué grado de diligencia, cuidado y atención debe poner el deudor en el desarrollo de la conducta a que se ha comprometido o le es exigible. La responsabilidad surge, entonces, cuando no se despliega la conducta que se ha asumido o no se pone en ella el deber de cuidado, diligencia y atención que establece la ley. 5. En un plano teórico podemos afirmar, siguiendo nuestro pensamiento, que la norma consagra una hipótesis (descriptiva), de la cual se sigue una consecuencia (prescriptiva). La obligación consiste, precisamente, en la realización de aquella consecuencia ordenada en la ley y que se hace exigible luego de la producción del hecho descrito como hipótesis (el cual corresponde a la fuente de la obligación). De aquí que no sea errado afirmar que, en definitiva, la única fuente de la obligación es la ley, porque en ella se describe la hipótesis (el delito, el cuasidelito, el contrato, el cuasicontrato, la declaración unilateral de voluntad) y en ella se prescribe la conducta que debe desplegarse (la obligación). En suma, la ley (norma) ordena imperativamente que a la producción de una hipótesis (un hecho del hombre o de la naturaleza) se siga un deber de conducta que debe desplegarse, como se dijo, de la manera descrita en ella. 6. La responsabilidad hace posible, entonces, obtener el cumplimiento de la obligación por un medio sustitutivo o conducta de reemplazo, puesto que el deber de conducta (la obligación) no se desarrolló de la manera en que estaba programado en la norma jurídica. Desde este punto de vista, la responsabilidad consiste en la imposición de una conducta de reemplazo (sanción) que susti10

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tuye el cumplimiento de la obligación, reconstruyendo el proyecto social descrito en la norma. Yendo más lejos, podemos decir que la obligación expresa un “proyecto social”, ya que la norma está construida sobre la base de que a la realización de un antecedente (hipótesis) debe seguirse una consecuencia (obligación). Es éste el comportamiento previsto y querido por la norma. Si él no se realiza, surge la responsabilidad, la cual implica la imposición coercitiva de una conducta distinta que sustituye a aquella otra preterida por el sujeto pasivo de la obligación. La responsabilidad, por consiguiente, es la continuidad jurídica del incumplimiento de la obligación que surge, a su vez, cuando se desencadena la hipótesis que sirve de antecedente a su nacimiento. Podría decirse, entonces, que la responsabilidad aparece luego de la ocurrencia de dos hipótesis contrapuestas: la primera, que desata la existencia de la obligación (deber de conducta), y la segunda, que consiste en la infracción de aquella obligación (no realización de la conducta debida). 7. Señalábamos en lo precedente que la obligación, atendiendo a su origen, puede ser creada mediante una convención, en el amplio marco de que disponen los particulares para generar las reglas jurídicas a las cuales atenerse en sus relaciones intersubjetivas (autonomía privada). En este campo no existe otro obstáculo que no sea una expresa prohibición legal (en el silencio de la ley existe, como es sabido, una permisión en el campo del derecho privado). Sin embargo, numerosas disposiciones, sin importar prohibiciones expresas, regulan los elementos esenciales de la convención (el artículo 1444 del Código Civil alude a los elementos esenciales del contrato, como “aquellas cosas sin las cuales o no produce efecto alguno, o degenera en otro contrato diferente”). De suerte que la fuerza vinculante de un contrato deriva de que éste no vulnere una prohibición legal y reúna, además, cuando corresponda, los elementos esenciales contemplados en la ley. Si la obligación generada en la convención es incumplida por el sujeto llamado a darle satisfacción, estaremos en presencia de la responsabilidad contractual. Los particulares, en el ejercicio de la autonomía privada, son creadores de “leyes privadas”, ya que conforme lo señala el artículo 1545 del Código Civil, “todo contrato legalmente celebrado (lo cual equivale a decir suscrito sin contravenir las normas jurídicas) es ley para los contratantes, y no puede ser invalidado sino por su consentimiento mutuo o por causas legales” (Pacta sunt servanda). 11

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8. En el evento de que la obligación surja de una hipótesis genérica: existencia de un perjuicio causado intencionalmente o por la falta de cuidado, diligencia o atención en el comportamiento social del dañador, sin que medie un vínculo contractual entre el hechor y la víctima, nos hallaremos frente a la responsabilidad extracontractual o aquiliana. No cabe duda que todos, por el solo hecho de formar parte de la sociedad civil, estamos sujetos al deber de respetar a los demás, tanto respecto de sus bienes como de su persona. Cualquier daño que pueda atribuirse a un descuido, desatención, negligencia o liviandad, obliga al autor a repararlo, siempre que se hayan sobrepasado los estándares generales de cuidado predominantes en la sociedad de que se trata, atendidos sus niveles culturales, sus costumbres y hábitos ciudadanos. La sociedad sólo puede exigir a sus miembros aquel cuidado que habitualmente emplean los hombres en su vida de relación, atendiendo a su nivel cultural y sus condiciones personales. Esto implica medir el cuidado que se demanda de cada uno conforme los estándares generales que imperan en su tiempo y sector social. No todos, por consiguiente, pueden ser medidos por la misma vara. La sociedad exige diversos niveles de cuidado atendiendo a los factores indicados. 9. Por último, si la obligación incumplida se encuentra directamente impuesta en la ley en términos explícitos y formales, nos encontraremos ante la responsabilidad legal. Aclaremos, desde ya, que cuando la ley opera en el silencio de las partes (leyes supletorias de la voluntad) no nos encontramos con obligaciones legales, sino contractuales. Ello porque presumiéndose el conocimiento de la ley, la circunstancia de celebrar un acto o contrato guardándose silencio respecto de algunos de sus efectos, implica aceptar anticipada y tácitamente que en aquella materia rige plenamente el mandato normativo. Todo contrato se celebra en el marco del ordenamiento jurídico, por lo mismo, a éste corresponde llenar los vacíos y solucionar las imprecisiones en que incurren las partes al darle vida. 10. Esta triple distinción de la responsabilidad nos plantea varias interrogantes. Como antecedente para la creación de una teoría unitaria de la responsabilidad (como lo postulan varios autores que citaremos más adelante), podemos invocar que ésta nace, como se dijo, de un mismo hecho: el incumplimiento de una obligación 12

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preexistente, así ella esté contenida en la convención o en la ley. Si la responsabilidad implica la imposición de una conducta de reemplazo, tal consecuencia se sigue de la infracción de cualquier tipo de obligación (contractual, extracontractual o legal). A la inversa, una teoría dualista de la responsabilidad se fundará en el hecho de que la obligación preexistente tiene rasgos muy diversos, según se trate del incumplimiento de una obligación contractual o del incumplimiento de una obligación impuesta en la ley, sin atender, por ahora, a las diferencias que se observan en materia de factor de atribución, extensión del daño reparable y antijuridicidad. 11. Desde esta perspectiva, nos inclinamos a admitir que las diferencias sustanciales entre uno y otro tipo de responsabilidad justifican un tratamiento diferenciado (así lo han postulado la doctrina tradicional y la dogmática), facilitando un análisis más profundo y acabado. ¿Cuál es la nota distintiva de ambas clases de responsabilidad? Al parecer ello proviene de la descripción normativa de una y otra. Mientras la responsabilidad contractual se funda en la graduación del nivel de diligencia que se impone al obligado, mediante un sistema de apreciación in abstracto, y dejando a los contratantes la posibilidad de regular por sí mismos los grados de cuidado que deben poner en su obrar, en la responsabilidad extracontractual y legal se trata de una graduación fundada en estándares medios, que se aprecian in concreto, y en que la voluntad (no así las características) del obligado no juega ningún papel. Ambas cosas, como resulta fácil advertir, son no sólo distintas, sino en algunos aspectos divergentes. 12. En efecto, las obligaciones contractuales están tipificadas en la ley, atendiendo a la utilidad que el contrato reporta al acreedor o al deudor (artículo 1547 del Código Civil), sobre la base de que el deber de diligencia puede ser extremo (cuando se responde de culpa levísima), medio (cuando se responde de culpa leve) o mínimo (cuando se responde de culpa grave). Todo ello conforme lo dispone el artículo 44 del mismo Código. Sin embargo, con escasas limitaciones, pueden las partes fijar la medida de la diligencia y cuidado que se impone a los contratantes en lo relativo al cumplimiento de las obligaciones asumidas, de acuerdo a lo ordenado en el inciso final del artículo 1547 antes citado, que permite expresamente determinar el grado de diligencia que deberá emplearse al ejecutar la conducta impuesta en el contrato. Para establecer 13

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la responsabilidad, el juzgador debe elaborar un “modelo”, atendiendo a si se trata de una persona negligente y de poca prudencia en la gestión de sus negocios propios, o de una persona que actúa como “buen padre de familia” en la gestión de los mismos, o de una persona juiciosa en la administración de sus negocios importantes (artículo 44 del Código Civil). Una vez elaborado el “modelo”, el cual contendrá las mismas características generales del sujeto cuya conducta se valoriza, el juzgador lo aplicará al caso concreto que debe resolver, deduciendo de ello, comparativamente, si se ha obrado con la diligencia debida. Veremos, más adelante, que se trata de modelos que varían, atendiendo a la situación social, el nivel cultural, las circunstancias que rodean el contrato, etc. Como puede apreciarse, para establecer si la obligación se ha incumplido es previo resolver cuál es el grado de diligencia, cuidado y atención que el deudor (obligado) debió poner en el desarrollo de su conducta. Desde este ángulo, forzoso resulta reconocer que el derecho no impone recetas generales y rígidas, él se va adaptando a cada caso en función de las características de cada sujeto. En esto consiste, creemos nosotros, la grandeza del sistema jurídico y de su funcionamiento. 13. La responsabilidad extracontractual se funda en otro esquema. La diligencia que se exige al obligado (para dar cumplimiento al deber de prudencia y cuidado) se desprende de los estándares medios imperantes en la sociedad; es ella, en definitiva, la que determina los deberes de la vida en comunidad. Nadie puede imponer a los imperados niveles de cuidado y diligencia ajenos a los hábitos, costumbres, tratos y comportamientos ordinarios en la sociedad. No se responde, como suele decirse, de cualquier nivel de culpa, incluso del más mínimo descuido. Con ese criterio viviríamos en un país de héroes. Pero tampoco puede dejar de responderse de aquella diligencia que es frecuente y ordinariamente exigible en las relaciones sociales. No hay, por lo mismo, una graduación general de la culpa aquiliana, sino la construcción de una síntesis a partir de la forma en que se comportan socialmente los integrantes de la comunidad. Tampoco el juzgador construirá modelos para determinar si se ha infringido el deber de no causar daño negligentemente a otra persona, él apreciará este hecho concretamente, en cada caso, sólo en atención a los estándares de cuidado que predominan en la sociedad. En este tipo de responsabilidad, la voluntad del dañador y de la víctima carece de toda significa14

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ción, salvo en cuanto esta última se haya expuesto intencional o imprudentemente al daño. No resulta difícil concluir que en este tipo de responsabilidad el papel que desempeña el juez es determinante. En cierta medida, él es un barómetro que va midiendo la evolución de las costumbres y dando cuenta, a través de sus sentencias, de los estándares culturales y morales que predominan en la sociedad. 14. Por último, nosotros creemos que la responsabilidad legal se rige por el estatuto de la responsabilidad extracontractual, porque no cabe graduar el nivel de diligencia exigible, ni interviene directamente la voluntad de quienes están ligados por la disposición legal, ni puede apreciarse in abstracto el grado de culpa en que se ha incurrido. No es ésta la opinión mayoritaria, pero, atendidas las razones expuestas, nos parece la más ajustada a los factores antes mencionados. 15. Réstanos, en relación con la obligación, aclarar qué papel juega en la “prestación” objeto de la misma. Suele decirse que es ella la que determina, definitivamente, si la obligación se ha cumplido o no se ha cumplido, tomando pie de lo previsto en el artículo 1547 del Código Civil antes invocado. Nuestra opinión es diferente. La “prestación” proyectada por las partes al celebrar el acto o contrato, puede alcanzarse o no alcanzarse, independientemente del cumplimiento de la obligación. Ella, más bien, es el fin querido y proyectado de la obligación, el mismo que debe alcanzarse con la conducta debida (tipificada en la ley). La “prestación” es el objeto último de la obligación, vale decir, la conducta comprometida unida a la ejecución del proyecto que se exige del deudor. Si la “prestación” no se realiza, se presumirá el incumplimiento de la obligación, sin perjuicio de que el obligado pruebe que ha empleado la diligencia y el cuidado debidos, caso en cual quedará exonerado de responsabilidad. El artículo 1547 del Código Civil, luego de describir en cada caso de qué manera se “tipifica” el grado de diligencia que se exige al deudor, establece que “La prueba de la diligencia o cuidado incumbe al que ha debido emplearlo”. ¿Qué implica esta disposición? Indudablemente que no incumple la obligación aquel que, no obstante no haber logrado realizar la prestación, ha empleado la diligencia y cuidados debidos. En otras palabras, que siendo la obligación un deber de conducta típica, la prestación es una “referencia” para determinar 15

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si aquel deber se cumplió de la manera que estaba convenido. ¿Qué sucede si el deudor prueba haber empleado el cuidado y la diligencia debidos y no se ha alcanzado con ello la prestación descrita en la convención? ¿Puede sostenerse que en este supuesto hay responsabilidad y el deudor debe reparar los perjuicios que derivan de la ausencia de la prestación, a pesar que él no estaba obligado a comportarse sino de la manera en que lo hizo? Cabe aún preguntarse ¿qué hay más allá del deber de conducta descrito en la ley respecto de cada obligación? Esta última pregunta, a nuestros juicio, debe responderse recurriendo a una expresión acuñada en otra disciplina: inexigibilidad de otra conducta. Nadie puede exigir al deudor un comportamiento diverso de aquel al cual se comprometió. Si desplegando ese comportamiento no se alcanza a realizar la prestación convenida, no se incurre en responsabilidad. De lo señalado se infiere que la “prestación” no es más que una referencia para medir provisionalmente el cumplimiento de la obligación, el antecedente que permite presumir el incumplimiento (presunción simplemente legal), sin perjuicio de acreditarse, como dice la ley, que se ha empleado la diligencia y el cuidado debidos. Más de alguien dirá que con esta concepción se abre paso la posibilidad de que el deudor, para burlar al acreedor, se asile probando que cumplió el deber de conducta, perjudicando con ello al acreedor. Sin perjuicio de que es esto último lo que dispone la ley, no existe manifestación alguna que implique una burla para el acreedor, porque al generarse la obligación se determinó el medio idóneo para conseguir la “prestación”, y si éste no fue suficiente para el objeto propuesto, no puede exigirse al deudor una conducta que no se consideró ni se convino al surgir el contrato. En todo caso esta materia quedará entregada a la decisión judicial, ya que será el juez el llamado a resolver si el deudor ha empleado la diligencia debida y, por lo tanto, ha cumplido la obligación. Con todo, conviene advertir que, por lo general, pero no siempre, la ausencia de la prestación es consecuencia de la falta de la diligencia y cuidado comprendidos en la obligación. Más aún, si las cosas no fueren de la manera en que quedan expuestas, no se divisa qué objeto tendría imponer al deudor un determinado grado de diligencia y hacerlo responsable de culpa grave, leve o levísima. Si lo que interesa, en definitiva, es sólo la ejecución de la prestación, todo el sistema de responsabilidad subjetiva en materia contractual carecería de sentido y utilidad. Una concepción diversa transforma al derecho en una ciencia fría, aje16

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na a la conducta humana, y a la responsabilidad contractual en responsabilidad objetiva. Ello resulta simplemente inaceptable a la luz de las disposiciones legales que rigen esta materia. 16. El sistema de responsabilidad en nuestro derecho es subjetivo. Ello implica que sólo se responde por un obrar doloso, negligente o descuidado y que es este “juicio de reproche” el fundamento último de la responsabilidad. En nuestro derecho no se responde, sino por excepción, de la ejecución o producción de un hecho al margen de la actitud interna de su autor. La regla general entre nosotros está representada por actos y conductas que conllevan un juicio de reproche, lo cual significa un obrar doloso o culpable y, en este último caso, siempre que se incurra en el grado de culpa asignada en la ley al obligado. Esta tendencia se ha atenuado, en nuestro tiempo, por la aparición de casos más frecuentes de responsabilidad objetiva, en la cual no interesa el juicio de reproche a quien causa el daño, sino su existencia o producción. El fundamento de este sistema, entonces, no es el juicio de reproche, sino la creación de un riesgo, que justifica imponer al autor del daño la obligación de repararlo. No se responde, por consiguiente, por un hecho doloso o culposo, sino de la sola circunstancia de haber creado o interactuar en un escenario en que aumenta la factibilidad del daño. Podría decirse que se trata de un nuevo tipo de culpa, mucho más sutil y complejo, en la cual el agente, en lugar de actuar intencional o descuidadamente causando un daño, construye o aprovecha un escenario en que las probabilidades de provocarlo son racionalmente más elevadas que las normales. La responsabilidad se afinca en la creación de un riesgo, lo cual equivale a decir en la predisposición al daño. 17. La responsabilidad objetiva es una creación moderna o, como se ha dicho, la respuesta que el derecho ha dado a la sociedad industrial (hoy tecnológica). No cabe duda que ella ha intensificado las probabilidades de sufrir daños, así se trate del campo contractual o extracontractual. Es cierto que los códigos decimonónicos contienen disposiciones que consagran este tipo especial de responsabilidad (verbigracia, el artículo 2327 del Código Civil), pero sólo excepcionalmente. En nuestro tiempo estas disposiciones han proliferado, como recurso para asegurar la cobertura de daños que no tienen como antecedente inmediato el hecho doloso o culposo de quienes lo provocan, sino el riesgo que conlleva la 17

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actividad en la cual se producen. Muchos daños en la era moderna tienen como antecedente la actualización de un riesgo creado y no la conducta del agente dañador. De aquí la necesidad de alterar las reglas tradicionales de la responsabilidad. Las grandes empresas, el uso de la máquina pesada, la producción en serie, la explotación de yacimientos mineros en que laboran miles de personas, los trabajos realizados en el mar o en el espacio, etc., han aumentado los riesgos de sufrir un daño asociado a estas actividades. Como lo hemos planteado en otros trabajos, para sancionar estos daños y obtener su reparación es necesario retroceder en la cadena causal, ya que el hecho inmediato sólo se activa en el escenario del riesgo creado. Por esta razón es posible prescindir del juicio de reproche interno al autor del daño y fundar la responsabilidad en la creación del riesgo. 18. Con todo, la responsabilidad objetiva está más ligada a la responsabilidad extracontractual que a la responsabilidad contractual, lo cual no implica que en ella no exista. Así, por vía de ejemplo, la hallamos en el transporte aéreo, en algunos contratos de empresas de servicios públicos, en el expendio de fármacos, etc. Todo parece indicar, por otra parte, que en el futuro este tipo de responsabilidad aumentará, habida consideración de la tendencia a extender la cobertura de los daños y favorecer a la víctima de los mismos. Sin embargo, sigue siendo la responsabilidad subjetiva la regla general dentro de nuestro derecho y sólo por excepción, en presencia de una norma expresa que lo prevea, es admisible la responsabilidad objetiva. 19. La existencia de diversos tipos de responsabilidad ha dado lugar al llamado cúmulo u opción de responsabilidad. Este consiste en la posibilidad que se abre a la víctima del daño, en algunos casos, de escoger el tipo de responsabilidad que quiere hacer valer para conseguir la reparación de los daños sufridos. Puede el incumplimiento de una obligación encuadrarse tanto en los términos de la responsabilidad contractual como en los términos de la responsabilidad extracontractual. Así, por ejemplo, el incumplimiento de un contrato puede atribuirse a dolo o culpa del deudor, configurando un ilícito civil (delito o cuasidelito civil). ¿Puede el dañado escoger entre uno y otro estatuto? La elección puede justificarse a la luz de la diferente reglamentación de uno y otro tipo de responsabilidad. Si nos encuadramos en la responsabilidad extracontrac18

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tual, perderemos la posibilidad de invocar la presunción de culpa consagrada en el artículo 1547, pero sustituiremos el grado de culpa de que responde el deudor por el estándar general de cuidado predominante en la sociedad. Asimismo, los plazos de prescripción no son los mismos, en un caso será de cuatro años a contar de la perpetración del acto dañoso, en el otro, de cinco años a partir del incumplimiento. ¿Puede el dañado escoger el estatuto a que debe ajustarse su pretensión indemnizatoria? ¿Puede trasladarse de un estatuto a otro en procura de obtener mejores condiciones para hacer efectiva su pretensión? 20. La respuesta es negativa. Se ha entendido que si dañado y dañador están ligados por un contrato, vale decir, sujetos a las obligaciones nacidas y reguladas en él, no pueden desentenderse de esa relación y someterse a un estatuto distinto forjado para el caso que no exista vínculo jurídico preexistente. En otros términos, no pueden las partes ligadas contractualmente obrar como si la convención no existiera y quedar sujetas al deber genérico de no causar daño culpable o dolosamente a los demás. Esta interpretación hace prevalecer la obligación contractual por sobre la obligación general de prudencia y diligencia reservada para el caso que no exista una obligación convenida especialmente por los interesados. De suerte que frente a un incumplimiento contractual no existe otro medio para obtener la reparación que no sean las normas de la responsabilidad contractual que nos proponemos examinar en este trabajo. 21. De cuanto llevamos dicho se desprende que hay dos sistemas de responsabilidad (contractual y extracontractual), fundados en presupuestos y reglas distintos. De aquí nuestra convicción en orden a que no puede estudiarse la responsabilidad como un solo todo, capaz de envolver su caracterización en un mismo estatuto. Creemos nosotros que existen diferencias muy marcadas en lo tocante a la obligación preexistente, al factor de atribución en que se fundan una y otra (culpa intencional y culpa no intencional), al daño, a la antijuridicidad, incluso, a la capacidad legal que se exige para incurrir en ellas. En suma, es errado, a la luz de estas diferencias, postular, como se ha hecho ya tradicional, una teoría monista de la responsabilidad, puesto que con ello se debilita considerablemente la fisonomía propia de cada uno de ambos tipos de responsabilidad. 19

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22. Para algunos autores la responsabilidad civil no es una sanción, sino una reparación. “La responsabilidad civil no supone ya un perjuicio social, sino un daño privado. Por eso, ya no es cuestión de penar, sino solamente de reparar. Mientras que la responsabilidad penal constituye una sanción, la responsabilidad civil es una reparación. Así, pues, no se mide, en principio, por la culpabilidad del autor del daño, sino por la importancia de ese daño. ¿Quiere eso decir que todo análisis de la conducta del autor del daño sea ajeno a la responsabilidad civil? De ninguna manera. Pero ese análisis no debe llevar consigo un examen subjetivo; no se trata ya de saber, como en materia de responsabilidad moral o penal, si la conciencia del agente le reprocha algo, sino de averiguar cómo se habría comportado, en las mismas circunstancias, otro individuo; hace falta entregarse a un examen objetivo del error de conducta. Se comprobará, no obstante, que el análisis subjetivo del error de conducta conserva partidarios aún. Puesto que no se trata de penar, sino tan sólo de reparar un daño, no es necesario que un texto legal prevea especialmente el perjuicio sufrido por la víctima para que ésta pueda pedir reparación: el legislador puede contentarse con establecer un principio general de responsabilidad civil”.1 De más está señalar que discrepamos sustancialmente con estos comentarios. A nuestro juicio, la responsabilidad, en cuanto supone el incumplimiento de una obligación, así sea determinada o general de prudencia y diligencia, importa una sanción y ella consiste en la reparación del daño causado, sin perjuicio de otras sanciones establecidas para la misma conducta (penal, administrativa, política, etc.). Prueba de lo que señalamos es que la reparación es una conducta de reemplazo que se impone coercitivamente, con el auxilio de la fuerza que proporciona el Estado. No existe responsabilidad, en general, sin un reproche subjetivo al autor del incumplimiento o sin imputarle la creación o el aprovechamiento de un riesgo (peligro de daño) calificado en la ley en el contexto de la llamada responsabilidad objetiva. Es cierto que el reproche se hace sobre la base de cómo se habría comportado, en las mismas circunstancias, otro individuo, pero es igualmente cierto que este razonamiento tiene por objeto evaluar el error de conducta del infractor que no ha procedido como debía y como lo dispone la ley o el contrato.

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Henri, Léon y Jean Mazeaud. Lecciones de Derecho Civil. Ediciones Jurídicas Europa-América. Buenos Aires. 1960. Pág. 9.

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Finalmente, digamos que la obligación es un deber de conducta impuesto imperativamente en la norma jurídica y que, en caso de omitirse o de burlarse, sobreviene una reacción (reparación) que se logra con el concurso del Estado. Como puede observarse, no es la concepción transcrita la que nosotros abrazamos y que dejamos plasmada en las páginas anteriores. A todo lo anterior debería agregarse, aún, la circunstancia de que es posible ampliar el ámbito de la reparación, como sucede, por ejemplo, tratándose de las llamadas “astreintes” o penas conminatorias, o las llamadas “penas punitivas”, en las cuales la reparación excede el perjuicio para incentivar el cumplimiento voluntario de la obligación. Todos estos efectos dejan en claro que al incumplimiento de la obligación sobreviene una sanción reparatoria, y como tal una consecuencia asignada en la norma al quebrantamiento de la conducta debida. A juicio nuestro, por lo tanto, la obligación es un “deber de conducta” que puede cumplirse espontáneamente o dejarse de cumplir. En este último evento, la “reparación” no expresa más que el contenido de la sanción (reacción del ordenamiento jurídico), que, insistimos, constituye una conducta de reemplazo apoyada en la coerción. Por consiguiente, la responsabilidad civil y la responsabilidad penal son especies del mismo género, aun cuando ambas tengan ámbitos diversos y estén establecidas en función de la restauración de intereses también diferentes (en un caso intereses particulares, en el otro intereses públicos). 23. Otros autores enfocan más claramente la responsabilidad, en la perspectiva propuesta, como sanción jurídica. Ripert y Boulanger, al tratar del principio general de responsabilidad civil, dicen que “La regla expuesta en el art. 1382 (del Código francés) tiene un carácter general. Contempla todo hecho del hombre y obliga a la reparación a toda persona que haya cometido una falta, sin que el legislador se haya tomado el trabajo de definir la falta. La regla general aparece así como la sanción de la regla moral que prohíbe causar daño a un tercero (neminem laedere). Es una regla de conducta. El legislador se esfuerza en atacar a todos los actos perjudiciales a fin de hacer reinar el orden y la moral en la sociedad. Esto nos parece tan natural que no se nos ocurre pensar que se han precisado muchos siglos para llegar a tal concepción. Por lo tanto, el progreso ha sido sumamente lento”. Más adelante, aclarando aún más lo planteado, señalan: “El Código Civil contempla en el art. 1382 ‘todo acto del hombre’ que constituya una falta. La 21

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regla expuesta puede ser resumida en la siguiente fórmula: toda falta obliga a reparación. La equivalencia de las faltas, en cuanto creación de una obligación de reparación, simplifica la tarea del juez. Su función se limita a verificar y calificar el acto culpable. Es de notar que la ley dicta la sanción, que es la obligación de una reparación; no presenta a la regla bajo la forma que le da la moral: no cometer faltas. Pero la fórmula era impuesta por la técnica del derecho de las obligaciones. El Código enumera las diversas fuentes de las obligaciones: la obligación de reparar el daño nace del delito”.2 Creemos que es ésta la recta doctrina. La responsabilidad, invariablemente, representa una sanción que sobreviene como consecuencia del incumplimiento de una obligación y, como tal, deberá ser aplicada por el juez con el apoyo de la coerción que fuere necesaria. 24. En síntesis, la responsabilidad sobreviene cuando se ha incumplido una obligación preexistente, en el sentido indicado, esto es, como deber de conducta tipificado en la ley, con todo lo que ello significa y dejamos sentado en lo precedente; la obligación preexistente puede ser determinada (contractual) o general de prudencia y diligencia (extracontractual); en cuanto sanción, la responsabilidad consiste en una conducta de reemplazo que específicamente tiene un objeto reparatorio que sustituye el cumplimiento de la obligación como estaba programado; nuestro sistema de responsabilidad tiene carácter subjetivo, esto es, sólo responde quien actúa dolosa o culpablemente y, en casos excepcionales, se responde de un resultado dañoso, sin necesidad de un juicio de reproche subjetivo al dañador, cuando la ley así lo establece en razón de un riesgo creado. Finalmente, digamos que no es dable aceptar la elección del estatuto de responsabilidad por parte de la víctima del daño, ya que existiendo una obligación contractual, ella prima por sobre la obligación general de prudencia y diligencia, y que la llamada responsabilidad legal se asimila a la responsabilidad extracontractual que representa la regla general aplicable en nuestro derecho.3 25. A partir de estas ideas desarrollaremos la materia de este trabajo. Siempre hemos creído necesario insertar las diversas insti2

Georges Ripert y Jean Boulanger. Tratado de Derecho Civil. Según tratado de Planiol. Editorial La Ley. Buenos Aires. 1963. Págs. 15 y siguientes. 3 A este punto dedicamos un largo análisis en nuestra obra Responsabilidad Extracontractual. Capítulo I. Letra C. Nº 3.

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DE LA RESPONSABILIDAD EN GENERAL

tuciones jurídicas en los conceptos que informan la estructura y el funcionamiento del ordenamiento normativo, esto es, en una teoría general. De aquí emana la necesidad de precisar que no hay responsabilidad sino en presencia de una obligación incumplida y que la reparación tiene por objeto sustituir el cumplimiento resistido por el obligado. Como señalamos en otros trabajos, la obligación está impuesta en una “regla” fundada (particular y concreta) que se crea a partir de una “norma” (general y abstracta) fundante. Si el mandato contenido en la primera no se cumple, surgirá otra “regla” que, invocando la fuerza, monopolio del Estado, impondrá al deudor el comportamiento debido. Esta última regla es la que expresa la sanción, esto es, la responsabilidad.

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II. PRESUPUESTOS DE LA RESPONSABILIDAD

26. Es curioso observar que en esta materia no existe desacuerdo entre los autores, siguiendo todos ellos, más o menos, las mismas pautas. Así, por ejemplo, Henri y Léon Mazeaud y André Tunc sostienen que deben concurrir tres condiciones previas para que exista responsabilidad contractual: es preciso que exista un contrato, que se trate de un contrato válido (sin perjuicio de la responsabilidad en caso de contrato nulo), y que el contrato haya sido concluido entre el responsable y la víctima.4 Agregan estos autores, además, que para que exista responsabilidad contractual, el daño debe resultar del incumplimiento del contrato. En consecuencia, serían la concurrencia de estos elementos lo que determinaría el surgimiento de la responsabilidad contractual. 27. Para Ripert y Boulanger, la responsabilidad contractual supone una “falta” (la que consiste en “una violación de una obligación preexistente”), un daño y relación causal entre la falta y el daño. Estos son, en general, los elementos de la responsabilidad civil.5 28. Un autor español, Mariano Yzquierdo Tolsada, sigue el mismo esquema, aludiendo, como presupuestos de la responsabilidad civil, a la existencia de un contrato, a que el contrato sea válido, a que el contrato vincule al responsable con la víctima y que el daño resulte del incumplimiento del contrato.6

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Henri y Léon Mazeaud y André Tunc. Tratado Práctico de la Responsabilidad Civil Delictual y Contractual. Ediciones Jurídicas Europa-América. Buenos Aires. 1961. Págs. 152 y siguientes. 5 Georges Ripert y Jean Boulanger. Obra citada. Págs. 47 y siguientes. 6 Mariano Yzquierdo Tolsada. Responsabilidad Civil Contractual y Extracontractual. Ediciones Reus S.A. Madrid. 1993. Páginas 90 y siguientes.

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RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL

29. En casi los mismos términos se expresa el colombiano Javier Tamayo Jaramillo, según el cual para que haya responsabilidad contractual, es necesario que concurran las siguientes condiciones: “Que haya un contrato válido, que haya un daño derivado de la inejecución de ese contrato y, finalmente, que ese daño sea causado por el deudor al acreedor contractual”.7 30. Un autor francés, Christian Larroumet, sostiene que “El primer elemento necesario para que haya responsabilidad contractual es un hecho imputable al deudor que no ha ejecutado o ha ejecutado mal su obligación contractual. Sin embargo, puesto que se trata de responsabilidad civil y por consiguiente de la reparación de un daño sufrido por el acreedor en virtud de la inejecución o de la mala ejecución, se requiere de un daño que tenga su origen en un hecho imputable al deudor. En consecuencia, frente a este hecho no puede haber motivo para la responsabilidad del deudor sino cuando hay un daño y un vínculo de causalidad, es decir, de causa a efecto entre la acción del deudor y el daño. Se necesitan tres elementos, los cuales son inherentes a la noción de responsabilidad”. Acto seguido se examinan: “A) El hecho imputable al deudor contractual”, “B) El daño” y “C) La relación de causalidad entre el hecho imputable al deudor y el daño”.8 31. Finalmente, Jorge Mosset Iturraspe afirma que “la responsabilidad civil es una en nuestro Derecho, puesto que participa, al menos ordinariamente, de los mismos presupuestos: 1) Autoría; 2) antijuridicidad; 3) imputabilidad; 4) dañosidad; y 5) relación de causalidad entre el hecho antijurídico o imputable y el daño”.9 32. En la legislación civil chilena, la responsabilidad contractual supone la concurrencia de cinco requisitos, en los que quedan comprendidas todas las exigencias para que proceda lo que hemos llamado una conducta sustitutiva que por equivalencia reemplaza la ejecución del proyecto conductual que representa la obligación.

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Javier Tamayo Jaramillo. De la Responsabilidad Civil. Tomo I. Editorial Temis S.A. Santa Fe de Bogotá-Colombia. 1999. Pág. 67. 8 Christian Larroumet. Teoría General del Contrato. Editorial Temis S.A. Santa Fe de Bogotá-Colombia. 1993. Tomo II. Págs. 16 y siguientes. 9 Jorge Mosset Iturraspe. Responsabilidad por Daños. Tomo II. El incumplimiento contractual. Ediciones Rubinzal-Culzoni. Buenos Aires. Año 1988. Pág. 12.

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PRESUPUESTOS DE LA RESPONSABILIDAD

En primer lugar, es necesaria la existencia de una obligación de carácter contractual, esto es, nacida de un contrato. En segundo lugar, que el deudor no realice la conducta convenida del modo en que está consagrado en el contrato. En tercer lugar, que la inejecución de la conducta debida esté acompañada de un reproche subjetivo u objetivo al obligado en los términos descritos en la ley. En cuarto lugar, que la omisión de la conducta debida cause daño al acreedor. En quinto y último lugar, que entre el incumplimiento (inejecución de la conducta debida) y el daño exista relación de causa a efecto. Consecuentes con lo ya manifestado, no creemos posible nosotros asimilar los elementos de la responsabilidad extracontractual (un hecho del hombre, imputabilidad, antijuridicidad, daño y relación causal)10 a los elementos de la responsabilidad contractual. Ello porque el hecho del hombre (autoría), queda comprendido en la obligación contractual preexistente; la antijuridicidad, subsumida en la inejecución de la conducta debida; el juicio de reproche, en cada tipo de responsabilidad, tiene rasgos propios que nacen de las características especiales del factor de atribución; y el daño indemnizable, una extensión muy diversa. Lo anterior, sin perjuicio de las diferencias sustanciales que se advierten en la naturaleza de la obligación preexistente. Es claro que estos elementos tienen factores comunes, pero diferencias específicas que dan fisonomía propia a cada uno de estos tipos de responsabilidad. En efecto, si concurre una obligación contractual, ello implica que existe un acuerdo de voluntades proveniente de personas capaces, cuyo objeto consiste en regular una conducta en función de una prestación previamente definida. A su vez, la inejecución de la conducta debida, así se trate de un acto positivo o de una omisión, representa un acto contrario a derecho (antijuridicidad), en tanto el daño reparable será “total” en un caso y “programado” (acotado) en el otro. 33. La recta sistematización de esta materia, por consiguiente, exige analizar cada uno de los elementos descritos, ya que sólo cuando todos ellos están presentes surge la responsabilidad, esto es, la sanción que permite sustituir la conducta incumplida por otra conducta de reemplazo que llamamos resarcimiento o reparación y que,

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Cabe recordar que los elementos indicados están analizados en nuestro obra Responsabilidad Extracontractual. Editorial Jurídica de Chile. Año 1999.

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RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL

como se explicó, importa obtener por un medio equivalente la “prestación” convenida. Por eso sostenemos que la obligación es un programa conductual amparado por el derecho, que impone a una persona el deber de comportarse de la manera descrita en la ley y al acreedor la facultad de exigir, amparado por la fuerza que proporciona el Estado, el desarrollo de aquel comportamiento. Estimamos que la determinación de los elementos que configuran la responsabilidad contractual es de fundamental importancia. Se trata, ni más ni menos, que de precisar los presupuestos que deben concurrir para que se desencadenen los efectos de la responsabilidad. Por lo tanto, una cosa es la procedencia de la responsabilidad y otra diferente, sus efectos. Estos son, entonces, los dos grandes temas de este trabajo. 34. Especificando todavía más nuestro pensamiento, creemos que es útil desde una perspectiva dogmática hacer el distingo entre responsabilidad contractual y extracontractual. Cuando al referirnos a la primera aludimos a la “existencia de una obligación contractual”, estamos admitiendo que ella está inserta en un contrato, vale decir, en una regla jurídica creada por dos o más sujetos de derechos en el marco establecido en las normas de gestación. Para que el deber de conducta allí dispuesto constituya un mandato amparado por el derecho (dotado, por lo mismo, de coercitividad) es necesario que se haya elaborado cumpliendo todas las exigencias contempladas en el sistema normativo y, particularmente, haya sido asumido por o en representación de persona capaz de soportar un efecto jurídico. En consecuencia, la conducta que contraría aquel mandato o, lo que es lo mismo, la infracción de la obligación contractualmente asumida, será, por lo general, imputable al obligado (salvo cuando concurra una causal de exoneración de responsabilidad), y constituirá una acción antijurídica. No cabe, por lo mismo, incorporar como elementos de la responsabilidad contractual la antijuridicidad (porque ella está implícita en el incumplimiento). De aquí nuestra convicción de que no podemos estudiar de la misma manera los presupuestos de ambos tipos de responsabilidad. Estos son diferentes a partir de la naturaleza de la obligación preexistente, de la manera en que ella se gesta y se incorpora al sistema jurídico. 35. La regla general en materia de responsabilidad contractual está dada por el artículo 1445 del Código Civil. Esta disposición fija 28

PRESUPUESTOS DE LA RESPONSABILIDAD

los requisitos para que nazca una obligación. Se trata, por lo mismo, de una norma programática que contempla cuatros elementos básicos: la capacidad, el consentimiento, la licitud del objeto y la licitud de la causa. Concurriendo todos ellos, existirá una obligación. “Para que una persona se obligue a otra por un acto o declaración de voluntad es necesario: 1º que sea legalmente capaz; 2º que consienta en dicho acto o declaración y su consentimiento no adolezca de vicio; 3º que recaiga sobre un objeto lícito; 4º que tenga una causa lícita”. La obligación implica una limitación voluntaria de la libertad de que goza una persona. Lo que hace el sujeto al obligarse es restringir su autodeterminación, quedando vinculado a un “deber de conducta”, que puede reclamar la persona en cuyo favor está establecido, acudiendo, incluso, al apoyo de la fuerza proporcionada por el Estado para lograrlo (coacción). La obligación, entonces, integra el estatuto jurídico que corresponde al deudor y al acreedor, en sentido pasivo y en sentido activo, respectivamente. De aquí que en el evento de que el obligado no despliegue el deber de conducta a que se encuentra afecto, surja una consecuencia fundamental: deberá desarrollarse otra conducta, que sustituya o reemplace la conducta incumplida, cuyo contenido representará un cumplimiento por equivalencia. En esto consiste la responsabilidad. Suele decirse que se trata de reparar el incumplimiento, pero, en verdad, lo que ocurre es la imposición de otra conducta (equivalente a aquella otra que se dejó de cumplir), que se haya destinada a reconstruir los intereses lesionados por el comportamiento del deudor. 36. El estudio de la responsabilidad, entonces, tiene dos fases diversas. Por una parte es necesario analizar las condiciones que deben concurrir para que una persona se encuentre obligada para con otra (pese sobre ella un deber de conducta a favor del acreedor) y, por la otra, analizar los presupuestos que permiten concluir que el “deber de conducta” se ha quebrantado y, por tanto, ha surgido otro “deber de conducta”, consecuencial, sucesivo, sustitutivo y destinado a restaurar los intereses afectados (reparación). 37. En el terreno de las definiciones podríamos decir que la responsabilidad contractual es “la imposición de una conducta de reemplazo que surge cuando se ha dejado de cumplir o se ha cumplido imperfectamente una obligación preexistente de carácter contractual, y que tiene por objeto restaurar los intereses afectados y reparar los perjuicios 29

RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL

que puedan haberse seguido de ello”. En esta definición están contenidos los elementos distintivos de la responsabilidad: obligación contractual preexistente; imposición de una conducta de reemplazo; finalidad restauradora de los intereses afectados y reparadora de perjuicios causados. De más está advertir que los elementos o presupuestos de la responsabilidad quedan perfectamente comprendidos entre los cinco requisitos enumerados en lo precedente. Examinaremos, a continuación, cada uno de los requisitos que deben concurrir para que surja la responsabilidad y los efectos que de ellos se siguen en la configuración de la responsabilidad, en tanto método destinado a imponer un cumplimiento por equivalencia, capaz de sustituir el proyecto conductual pendiente.

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III. PRIMER PRESUPUESTO DE LA RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL Existencia de una obligación contractual

A. EL CONTRATO 38. La responsabilidad contractual supone la existencia de una obligación nacida del contrato. Nuestro Código Civil lo define en el artículo 1438, diciendo que “Contrato o convención es un acto por el cual una parte se obliga para con otra a dar, hacer o no hacer alguna cosa. Cada parte puede ser una o muchas personas”. Esta definición ha sido objeto de muchas y justificadas críticas. Desde luego, se dice, confunde el objeto del contrato con el objeto de la prestación. El objeto del contrato es la prestación convenida, el objeto de la prestación son los derechos y obligaciones que se crean, y el objeto de estos últimos, las cosas y los bienes que se tratan de dar, hacer o no hacer. Tampoco la definición legal aclara en qué consiste precisamente el contrato, ya que alude a “un acto”, expresión que es, indudablemente, demasiado vaga como para proyectar una concepción aceptable. Por último, la convención no es sinónimo de contrato, sino su género, ya que existen convenciones que no son contratos (todos aquellos actos destinados a modificar o extinguir derechos). 39. Aclaremos, desde luego, que la “prestación” es el proyecto que los contratantes quieren alcanzar, mediante la conducta que una o ambas partes se comprometen a desplegar. Lo que se persigue es la creación de una nueva situación intersubjetiva, la cual se describe en el contrato como meta final del mismo. Nótese que los derechos y obligaciones son instrumentales, puesto que siendo la “prestación” un proyecto que supone un comportamiento o deber de conducta ligado a un resultado objetivo, el derecho es el medio de que dispone el acreedor para conseguir aquel resultado, y la 31

RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL

obligación, la descripción de la conducta que permite lograrlo. Esta materia es fácil de confundir, como consecuencia de que el proyecto (“prestación”) se logra a través de diversas etapas, comenzando por la adquisición de derechos y la imposición de obligaciones, siendo la ejecución de éstos lo que conduce a la realización última, la “prestación”. La ejecución de la “prestación”, por lo mismo, tiene un alcance dinámico, ya que para llegar a ella es necesario transitar por etapas intermedias, que consisten en la adquisición de derechos y la imposición de obligaciones (lo que ocurre al perfeccionarse el contrato), y en el ejercicio de aquéllos y en el cumplimiento voluntario o forzoso de éstas. Pero no cabe duda que lo que interesa a las partes que intervienen en el contrato es la consumación o realización de la “prestación”, en tanto creación de una nueva situación intersubjetiva. Así, por ejemplo, quien celebra un contrato de compraventa está interesado en la adquisición de un bien determinado. Para lograrlo adquiere los derechos que corresponden al comprador, lo que le permite exigir la tradición de la cosa comprada y, por este medio, hacerse del dominio como estaba proyectado en la “prestación”. La “prestación” no se agota con el nacimiento de los derechos y obligaciones que nacen de la compraventa, sino con la realización del proyecto propuesto, en este caso con la transferencia del dominio de manos del vendedor a manos del comprador. 40. Larroumet, refiriéndose a la noción de contrato, dice que “es un acto jurídico que tiene por objeto crear un vínculo de obligación entre acreedor y deudor. Es, pues, la voluntad la que se encuentra en el origen de la creación del vínculo de obligación. Muy a menudo se trata de la voluntad de dos personas interesadas, es decir, de la voluntad del acreedor y de la voluntad del deudor. En una hipótesis de esta naturaleza, se habla de convención o, mejor, de contrato. En efecto, en una concepción restrictiva, el contrato es una convención que tiene por objeto crear un vínculo de obligación entre un acreedor y un deudor. Aunque la distinción entre convención y contrato no tiene ningún interés en la práctica, se considera, generalmente, que la primera es el género al cual pertenece el segundo, que aparece como especie”.11

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Christian Larroumet. Obra citada. Tomo I. Pág. 59.

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41. Concordamos en que la creación del vínculo obligacional es la finalidad esencial del contrato y ello corresponde a lo que nosotros denominamos “deber de conducta típica”. La voluntad de dos o más personas, mediante un acto jurídico bilateral (en el cual intervienen dos o más partes), enlaza a los contratantes en términos de generar una relación jurídica que se resuelve dando a una (el acreedor) el poder o facultad de exigir a otra (el deudor) que se desarrolle una determinada conducta en función de la prestación proyectada. Por consiguiente, el contrato genera un deber de conducta (obligación), limitando la libertad del deudor (forzado jurídicamente a comportarse de la manera convenida) en provecho del acreedor. El contrato expresa una relación de intereses que se equiparan, así se trate de ligar beneficios materiales o meramente morales (liberalidad). En el contrato, por lo tanto, hay una composición interdependiente de intereses. Son éstos los que ponen en movimiento a la voluntad de cada parte y lo que motiva a que ella se manifieste. De aquí la necesidad de especificar cuál es su naturaleza y dirección. Todo aquel que contrata asumiendo el compromiso de cumplir una obligación restringe su libertad (puesto que se verá forzado a desplegar un determinado comportamiento a favor del sujeto activo o acreedor), en función de un beneficio equivalente (al menos para él). En consecuencia, tras el contrato subyace la consecución de intereses que se logran a cambio de una limitación a la libertad personal. Esto explica que pueda oponerse a la pretensión del acreedor, cuando se trata de contratos bilaterales (aquellos que crean recíprocamente obligaciones para ambas partes), la llamada excepción del contrato no cumplido, contemplada en el artículo 1552 del Código Civil, conforme al cual “en los contratos bilaterales ninguno de los contratantes está en mora dejando de cumplir lo pactado, mientras el otro no cumple por su parte, o se allana a cumplirlo en la forma y tiempo debidos” (exceptio non adimpleti contractus). La existencia de intereses correlativos, como se verá más adelante, condiciona, incluso, la causa o motivo que induce a la celebración del contrato. 42. Mosset Iturraspe caracteriza el contrato diciendo que “la noción de contrato se afirma como acto o negocio jurídico, bilateral, patrimonial, inter vivos y causado, destinado a producir efectos en materia de relaciones jurídicas obligacionales e intelectuales, por sí mismo, y unido a los modos tradición e inscripción registral, en 33

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tema de relaciones reales.12 Como puede comprobarse, este autor pone acento en la producción de relaciones jurídicas obligacionales. En tanto, José Puig Brutau sostiene que “En sentido amplio, pero más preciso, el contrato es toda convención o acuerdo de voluntades por el que se crean, modifican o extinguen relaciones jurídicas de contenido patrimonial y que se hallan al alcance de la autonomía de la voluntad. Con sentido más estricto la palabra contrato hace referencia al acuerdo de voluntades de dos o más partes por el que se crean, modifican o extinguen relaciones pertenecientes al derecho de obligaciones”.13 43. En síntesis, todos los autores citados ponen acento en el hecho de que el contrato es un acuerdo de voluntades cuyo destino es la creación de un vínculo obligacional, esto es, una relación en que, en función de intereses contrapuestos, ambas partes o a lo menos una de ellas, comprometen la realización de una prestación en favor de la otra. En consecuencia, el contrato es un acto jurídico bilateral, causado, que se desarrolla en función de una “prestación” que, a través de los derechos y las obligaciones que de él emanan, tiene por objeto la constitución de una nueva situación intersubjetiva, cuya finalidad última es la articulación de los intereses en juego. La obligación (y su contrapartida el derecho), por lo mismo, es el producto esencial del contrato y el medio a través del cual se articulan los intereses de quienes le dan vida. No hay contrato sin derechos y obligaciones, ni hay derechos y obligaciones sin intereses que se procuran alcanzar por quienes dan vida al contrato. De allí que el contrato sea un acto jurídico causado, como se analizará en detalle más adelante. Si la responsabilidad contractual supone la existencia de una obligación, es bien obvio que esta última, a su vez, supone la existencia de un contrato válido. Ello implica reconocer el antecedente jurídico del cual se deduce la existencia de un “deber de conducta” que puede exigirse por medio de la fuerza (coerción) que proporciona el Estado.

Jorge Mosset Iturraspe. Obra citada. Pág. 9. José Puig Brutau. Fundamentos de Derecho Civil. Tercera Edición. Bosch, Casa Editorial, S.A. Barcelona. Año 1988. Págs. 9 y 10. 12 13

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B. PRESUPUESTOS DE VALIDEZ DEL CONTRATO 44. En general para que un contrato sea válido deben concurrir varios requisitos que comentaremos muy brevemente. a. SE REQUIERE LA PRESENCIA DE A LO MENOS DOS SUJETOS DE DERECHO, SEA QUE INTERVENGAN POR SÍ O REPRESENTADOS POR UN TERCERO ( CASO EN EL CUAL SE HALLARÁN NECESARIAMENTE LOS INCAPACES ABSOLUTOS). CAPACIDAD Como es sabido, la capacidad es la regla general (artículo 1446 del Código Civil). Por lo mismo, no hay más incapacidades que aquellas consagradas expresamente en la ley (artículo 1447 del Código Civil). No está de más recordar que en un solo caso la ley civil contempla la posibilidad de que un incapaz relativo pueda representar válidamente a un contratante plenamente capaz. Se trata de lo dispuesto en el artículo 2128 del Código Civil, según el cual: “Si se constituye mandatario a un menor adulto, los actos ejecutados por el mandatario serán válidos respecto de terceros en cuanto obliguen a éstos y al mandante; pero las obligaciones del mandatario para con el mandante y terceros no podrán tener efecto sino según las reglas relativas a los menores”. Nos hallamos ante una disposición fundada en el principio de protección de los incapaces. En efecto, si una persona capaz constituye mandatario a un relativamente incapaz, no cabe brindarle amparo o protección alguna, pero si se trata de obligaciones asumidas por este último (como si ejecutara el encargo a nombre propio o se obligara el incapaz solidaria o subsidiariamente con el mandante en beneficio de un tercero), sí que corresponde proteger al incapaz, así sea por medio de la nulidad relativa y de lo previsto en el artículo 1688 del Código Civil. 45. No dejan tampoco de ser sorprendentes dos cuestiones que, si bien son accesorias, no por ello son menos curiosas. La primera consiste en que el artículo 1447 del Código Civil, en su inciso final alude a “incapacidades particulares que consisten en la prohibición que la ley ha impuesto a ciertas personas para ejecutar ciertos actos”. La ley se refiere a prohibiciones que no constituyen incapacidades. Así, por ejemplo, en el contrato de compraventa los artículos 1796 y 1798 mencionan algunas prohibiciones 35

RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL

que, por cierto, no constituyen incapacidades, el artículo 412 respecto de los tutores y curadores, el artículo 2144 relativo al mandatario, etc. No hay, por consiguiente, incapacidades especiales, sino prohibiciones legales para ejecutar ciertos actos. La terminología legal, en este punto, no es afortunada. Las incapacidades suponen una ineptitud intelectual, física o funcional para actuar en la vida jurídica y es por ello que el legislador, en resguardo de los intereses de las personas afectadas por estas deficiencias, establecen dichas inhabilidades. En el caso que analizamos nada de ello ocurre, se trata simplemente de prohibiciones para ejecutar ciertos y determinados actos en razón de intereses incompatibles o para precaver fraudes, abusos o perjuicios.14 Sin embargo, reconocemos la existencia de tres incapacidades especiales: a) para celebrar el contrato de matrimonio civil (según lo dispuesto en el artículo 4º Nos 3 y 4 de la Ley de Matrimonio Civil); b) para otorgar testamento (artículo 1005 Nos 4 y 5 del Código Civil); y c) para ser curador (artículos 450, 504 y 497 y 498 del Código Civil). La segunda cuestión es todavía más curiosa. El artículo 472 del Código Civil se refiere al fin de la curaduría del sordomudo, la cual cesa cuando éste es capaz de entender y darse a entender por escrito. Si tal ocurre, parece evidente que termina la incapacidad absoluta y el sordomudo pasa a ser plenamente capaz. Sin embargo, el artículo mencionado señala que “cesará la curaduría cuando el sordomudo se haya hecho capaz de entender y ser entendido por escrito, si él mismo lo solicitare, y tuviere suficiente inteligencia para la administración de sus bienes, sobre lo cual tomará el juez los informes competentes”. (Lo destacado es nuestro). O sea, no basta con que el sordomudo que no puede darse a entender por escrito supere este impedimento, a ello debe agregarse una decisión del juez sobre que goza de “suficiente inteligencia” que lo habilite para la administración de sus bienes. De lo dicho se sigue que existe otra categoría de incapaz, ya no basada en la imposibilidad de dar a conocer la voluntad (puesto que éste es el fundamento de la inhabilidad), sino en la capacidad intelectual para la gestión de los negocios propios. 46. Finalmente, digamos que todo sujeto de derecho por la sola circunstancia de ser persona puede ser titular de derechos y obliEsta materia está tratada en nuestro libro Inexistencia y Nulidad en el Código Civil Chileno. Editorial Jurídica de Chile. Año 1995. Pág. 258. 14

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gaciones (capacidad de goce) y que, como tal, puede actuar en la vida jurídica, así sea personalmente cuando es capaz, o autorizado por su representante legal cuando es relativamente incapaz, o directamente representado por aquél cuando es absolutamente incapaz. Por lo mismo, una obligación puede pesar sobre cualquier sujeto de derecho y generar responsabilidad a su respecto cuando la conducta comprometida no se realiza de la manera en que se encuentra convenida. La capacidad sólo afecta a la fuente de la obligación, no a la obligación misma, ya que de ella puede ser titular toda persona, cualquiera que sea su condición jurídica. b. SE REQUIERE QUE EL CONSENTIMIENTO (CONCURSO REAL DE VOLUNTADES) SE EXPRESE DE LA MANERA QUE LA LEY LO ESTABLECE Y QUE ESTÉ EXENTO DE VICIOS

47. Para estos efectos debe distinguirse entre contratos consensuales (en que basta la sola expresión de la voluntad por cualquier medio para que el contrato surja a la vida jurídica), o reales (en que se requiere la entrega o tradición de la cosa objeto de la prestación), o solemnes (en que la voluntad sólo puede expresarse por el medio o instrumento que la ley prevé). Esta clasificación no contempla los contratos denominados forzosos heterodoxos, en los cuales, según Jorge López Santa María, hay una “pérdida completa de la libertad contractual. La fisonomía del contrato tradicional desaparece íntegramente, pues el legislador constituye el contrato de un golpe; no hay que distinguir etapas, ya que el contrato no precisa intercambio de voluntades. Tanto el vínculo jurídico como las partes y el contenido negocial, vienen determinados heterónomamente por un acto único del Poder Público”.15 Se citan a este respecto varios casos, tales como el artículo 2081 del Código Civil, 129 de la Ley Nº 18.171 sobre Quiebras, 71 del Código Tributario, 662 del Código de Procedimiento Civil, etc. Este tipo de contratos plantea, a nuestro juicio, un problema importante. No se trata, creemos nosotros, de contratos que se tengan por celebrados por el solo ministerio de la ley, sino de ciertas situaciones en que los derechos y obligaciones se crean por man-

Jorge López Santa María. Los Contratos. Parte General. Tomo I. Editorial Jurídica de Chile. Año 1998. Pág. 168. 15

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dato legal, bajo la apariencia de una convención. Así, por ejemplo, cuando el artículo 2081 del Código Civil dice que “No habiéndose conferido la administración a uno o más de los socios, se entenderá que cada uno de ellos ha recibido de los otros el poder de administrar con las facultades expresadas en los artículos precedentes…”, no está suponiendo la existencia de un contrato, sino de un efecto legal que genera derechos y obligaciones por mandato expreso del legislador. Lo propio ocurre en el artículo 129 de la Ley de Quiebras al disponer que “los bienes que integran la unidad económica enajenada se entenderán constituidos en hipoteca o prenda sin desplazamiento, según la naturaleza de ellos, por el solo ministerio de la ley…”. El artículo 546 del Código de Procedimiento Civil recurre a una fórmula semejante: “Los bienes retenidos por resolución ejecutoriada serán considerados, según su naturaleza, como hipotecados o constituidos en prenda para los efectos de su realización y preferencia a favor de los créditos que garantizan”. Como puede comprobarse, la ley asimila en ciertos casos efectos jurídicos establecidos en la norma con efectos propiamente contractuales. No se trata, por ende, de obligaciones nacidas de un contrato, sino de la ley. 48. En suma, no debemos confundir el contrato con las obligaciones dispuestas en la ley, aun cuando el legislador, en ciertos casos, las homologue con los efectos propios de una convención. Diferente es la situación de los llamados contratos forzosos ortodoxos, puesto que ellos “se forman en dos etapas: interviene, en primer lugar, un mandato de autoridad que exige contratar. Más tarde, quien lo recibió procede a celebrar el contrato respectivo, pudiendo, generalmente, elegir a la contraparte y discutir con ella las cláusulas del negocio jurídico. La segunda etapa conserva, pues, la fisonomía de los contratos ordinarios: la formación del consentimiento sigue implicando negociaciones o, cuando menos, intercambio de voluntades entre las partes. La autonomía contractual subsiste en cierta medida”.16 Tampoco en este tipo de contratos hallamos especial singularidad, ya que se trata de la exigencia impuesta en la ley para que una persona goce de una determinada situación, como sucede, a título de ejemplo, en los artículos 374 y 775 del Código Civil. De lo dicho desprendemos, entonces, que en todo contrato es esencial el concurso real de voluntades, libre de 16

Jorge López Santa María. Obra citada, Tomo I. Pág. 168.

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vicios y manifestada en la forma prescrita en la ley atendida la naturaleza del contrato.

b.1. Caso de los llamados contratos benévolos 49. Se ha planteado el problema de conocer el alcance de algunos contratos en los cuales la voluntad no parece estar dirigida a la creación consciente de derechos y obligaciones. Los autores tratan este tema a propósito del llamado “transporte gratuito” o “transporte benévolo”. Para resolver si existe o no contrato se recurre a la distinción de varias situaciones. Desde luego, existiría un contrato “cuando ninguna de las partes ha querido prestarle a la otra un servicio gratuito. Así, el carnicero que transporta a una persona para que ésta le informe sobre los animales susceptibles de ser comprados, mediante una comisión por cabeza de ganado…”17 No cabe duda que en este caso hay un vínculo contractual “por extensión”, ya que la intención de contratar se proyecta a esta relación accesoria, incluso en el evento de que se transporte al propietario del ganado que se trata de comercializar. Puede que no prospere el primer contrato (compraventa), pero la intención de contratar se proyectó al segundo (transporte), dándole vida propia. Por consiguiente, el transportador resulta obligado y en el evento de causar un daño al transportado deberá responder conforme a las normas de la responsabilidad contractual. ¿Qué ocurre cuando el transportista es el único que obtiene interés del transporte? Los autores citados expresan: “Así, el carpintero que, graciosamente, acepta subir en el coche de un comerciante de muebles, para ayudarle a efectuar una entrega…, el amigo del propietario de un automóvil que le presta el servicio de reemplazar al chófer que no está disponible…”. Más adelante, concluyen: “También en estos casos, el transporte aparece tan sólo como accesorio de una convención o de relaciones extracontractuales más generales. Al igual que en las especies precedentes, tampoco hay que averiguar, pues, si el transporte constituye un contrato; sino analizar en su conjunto el negocio jurídico considerado y ver si el mismo es una convención o no… El carpintero…, el conductor… ¿han prometido gratuita-

Henri y Léon Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo I. Volumen I. Pág. 155. 17

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mente sus servicios?, ¿han querido asumir verdaderamente una obligación? En la afirmativa, por ser el transporte accesorio de la aceptación de ese compromiso, la obligación puede ser contractual; en la negativa, no podrá existir en ello sino una responsabilidad delictual”. Finalmente, los mismos autores se plantean lo que estiman el problema más delicado, en los siguientes términos: “la última situación que queda por considerar: aquella en que el transportista no tiene ningún interés en el transporte que consiente en efectuar; aquella en que obra a título puramente benévolo. En esta ocasión, el transporte está separado de cualquier otro negocio jurídico: ya no es algo accesorio, sino la finalidad misma que se ha propuesto. ¿Puede verse en este transporte un contrato: si no es contrato ordinario de transporte, de suponer que ese contrato sea esencialmente oneroso, al menos un contrato innominado a título gratuito? ¿Qué es, pues, un contrato? Es un acto jurídico que origina una o varias obligaciones. Toda la cuestión consiste entonces en determinar si en el transporte gratuito se encuentra al menos una obligación. Ciertamente no se encuentra ninguna con cargo al transportado, ya que él no debe suministrar contrapartida. Pero ¿existe alguna por el lado del transportista? ¿Asume éste la obligación de efectuar el transporte? Todo reside en eso. Parece difícil dar una respuesta absoluta. Resulta necesario, de nuevo, examinar las situaciones de hecho y distinguir entre ellas”.18 Hagamos notar que la jurisprudencia francesa, profusamente citada por los Mazeaud y Tunc, se ha uniformado en el sentido de que en este último caso no cabe admitir una responsabilidad contractual, simplemente porque no hay contrato. Los ejemplos relativos al transporte pueden multiplicarse en otros ámbitos, tales como espectáculos deportivos gratuitos, exposiciones y difusión artística, etc. 50. Del análisis que precede podemos extraer una conclusión: la voluntad para que genere un contrato debe estar dirigida a la creación de una o más obligaciones, lo cual importa la intención de comprometer una determinada conducta en términos de que si ella no se despliega, pueda exigirse su realización por medios coercitivos. Ausente esta intención, no existe obligación contractual y, por lo mismo, no puede reclamarse su incumplimiento en el mar-

Henri y Léon Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo I. Volumen I. Págs. 154 y siguientes. 18

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co de este tipo de responsabilidad. Por lo general, se tratará de una cuestión fáctica susceptible de acreditarse. Si una persona, por lo tanto, ofrece a otra, sin que medie contrapartida alguna, la ejecución de un servicio o prestación, existirá obligación cuando por las circunstancias que rodeen la promesa pueda desprenderse el deber de comportarse de la manera ofrecida. A la inversa, no existirá obligación si el ofrecimiento es meramente una cortesía o un consejo. La gratuidad, sin duda, será un elemento importante a considerar (ya que la presencia de una contrapartida indudablemente evidenciará la intención de obligarse), pero no el único.

b.2. Poder de la voluntad para alterar la forma en que se perfecciona el contrato 51. Materia interesante es definir si pueden los contratantes alterar las normas que establecen la forma en que se perfeccionan los contratos. En otros términos, si pueden ellos disponer que un contrato consensual se perfeccione por medio de una solemnidad o por medio de la entrega de la cosa. Excluimos de plano la posibilidad de transformar un contrato solemne en consensual o en real, ya que si la ley dispone el cumplimiento de una formalidad especial, está comprometido el orden público. Existen actos y contratos que, atendida su importancia, requieren de una formalidad especial para la expresión de la voluntad. Por consiguiente, esta materia no queda sujeta a la autonomía privada. En ausencia de la formalidad que sirve de cauce a la voluntad, el acto o contrato no existe, se trata, por lo mismo, de una mera tentativa que puede tener efectos autárquicos o fijados especialmente en la ley, pero no se genera contrato alguno.19 52. No ocurre lo mismo con la posibilidad de transformar un contrato consensual en solemne, ya que ello está expresamente contemplado en el artículo 1802 del Código Civil, aun cuando sólo referido a la compraventa y con una salvedad importante, cualquiera de las partes puede retractarse del contrato mientras no se otorgue “la escritura o no haya principiado la entrega de la cosa vendida”. Si

En esta materia nos remitimos a nuestro libro Inexistencia y Nulidad en el Código Civil Chileno. Editorial Jurídica de Chile. Año 1995. 19

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la ley no prohíbe alterar la forma en que debe entenderse perfeccionado un contrato, no vemos dificultad alguna en convenirlo sobre las mismas bases indicadas en otros casos. Lo anterior porque se trata de integrar una laguna legal y resulta forzoso recurrir, en este evento, a la analogía, los principios generales de derecho y, finalmente, como elemento de clausura, a la equidad natural. Por consiguiente, puede transformarse un contrato “consensual” en “real” y acordarse de que éste sólo se perfeccionará mediante la entrega de la cosa (el arrendador puede estipular con el arrendatario que el contrato se entenderá perfecto sólo cuando se entregue la cosa objeto del contrato) y, a la inversa, transformarse un contrato “real” en “consensual” (el comodante puede convenir con el comodatario que el contrato quedará perfecto cuando concurran ambas voluntades), sin embargo, no podrá convenirse esto último cuando la entrega constituya tradición, porque en este supuesto el acuerdo de voluntades no transfiere el dominio y el contrato quedaría siempre inconcluso (el mutuo, por ejemplo, que se perfecciona por la tradición de la cosa). Dejemos en claro, desde luego, que el pacto que analizamos no conforma un contrato preparatorio (promesa), sino un contrato definitivo que los interesados acuerdan dar por perfecto. 53. En consecuencia, vemos sólo dos casos en que la autonomía privada no puede alterar las normas legales, en su mayoría supletorias de la voluntad de las partes: los contratos solemnes y los contratos reales cuando ellos se perfeccionan por la tradición de la cosa.

b.3. La autocontratación 54. Interesa analizar, además, la llamada autocontratación. Este fenómeno se presenta cada vez que una misma persona comparece en representación de ambos contratantes, o bien por sí y en representación del otro contratante. ¿Es posible celebrar un contrato en representación de ambas partes o de todas quienes intervienen en él? El problema dice relación con el contrato de mandato y con los casos de representación legal. 55. Tratándose del mandato, puede el mandatario representar a ambos contratantes, siempre que concurran los siguientes requisitos: que el acto no se encuentre prohibido en la ley; que el man42

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dante haya autorizado expresamente al mandatario para autocontratar; que el mandatario se ciña rigurosamente a los términos del mandato; y que obtenga para las partes, a lo menos, el beneficio y el gravamen designado por cada uno de los mandantes al formularse el encargo. 56. Analizaremos cada uno de estos supuestos.

b.3.1. Casos de prohibición legal Existen casos excepcionales en que el autocontrato se encuentra prohibido en la ley. Tal ocurre, por ejemplo, en el caso señalado en el artículo 412 inciso segundo del Código Civil, que dispone que no puede el tutor o curador, en caso alguno, “comprar los bienes raíces del pupilo o tomarlos en arriendo; y se extiende esta prohibición a su cónyuge, a sus ascendientes o descendientes”. Se cita, además, el caso del artículo 1796 del Código Civil, según el cual “es nulo el contrato de compraventa entre cónyuges no divorciados perpetuamente, y entre el padre o madre y el hijo sujeto a patria potestad”. En este caso estamos en presencia de una nulidad textual (expresamente ordenada en la ley) que no sanciona, en las hipótesis en que puede darse la autocontratación, esta figura, sino una prohibición legal.

b.3.2. Autorización expresa dada por el mandante No puede un mandatario obrar por dos o más contratantes, o por sí y por el mandante, si no está autorizado expresamente por quienes le formulan el encargo. Para arribar a esta conclusión hay que tener en consideración lo previsto en los artículos 2133 inciso 2º y 2144 del Código Civil. El primero limita los efectos de la cláusula de libre administración a “aquellos actos que las leyes designan como autorizados por dicha cláusula”, entre los cuales no se encuentra la posibilidad de representar a ambas partes contratantes; el segundo se refiere a un caso de autocontratación (en el cual interviene el mandatario por sí y en representación del mandante), para lo cual la ley exige “aprobación expresa del mandante”. Además, el artículo 271 del Código de Comercio, el más explícito sobre la materia, expresa que “se prohíbe al comisionista, salvo el caso de autorización formal, hacer contratos por cuen43

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ta de dos comitentes o por cuenta propia y ajena, siempre que para celebrarlos tenga que representar intereses incompatibles. Así, no podrá: 1º. Comprar o vender por cuenta de un comitente mercaderías que tenga para vender o que esté encargado de comprar por cuenta de otro comitente; 2º. Comprar para sí mercaderías de sus comitentes, o adquirir para ellos efectos que le pertenezcan”. De lo señalado se sigue que, siendo el contrato un acto de composición de intereses contrapuestos, es dable que una misma persona actúe en representación de ambas partes, o por sí y como representante del otro contratante, pero siempre que ello esté autorizado en términos formales y explícitos por quien formula el encargo. 57. Se citan otros casos especiales de autocontratación independientes de la representación. Uno de ellos consiste en que la mujer aporte a la sociedad conyugal derechos sobre un bien raíz que posee en comunidad con un tercero y, posteriormente, con recursos de su patrimonio reservado adquiera los derechos que en la comunidad pertenecían al tercero. En este evento, se dice, puede la mujer realizar una partición consigo misma, a fin de determinar qué parte del inmueble corresponde a la sociedad conyugal y qué parte a su patrimonio reservado. Digamos, desde luego, que es dudoso, en el día de hoy, que la mujer pueda aportar derechos inmuebles a la sociedad conyugal, ya que, como se recordará, la Ley Nº 18.802 derogó el Nº 6 del artículo 1725 del Código Civil, que permitía expresamente a la mujer aportar a la sociedad bienes raíces apreciados para que se restituyera su valor en dinero al momento de la liquidación. Si este aporte fuere posible hoy, en atención a que se trataría de un pacto lícito que puede incorporarse a las capitulaciones matrimoniales (art. 1717 del Código Civil), nosotros estimamos que no puede la mujer realizar esta partición consigo misma, ya que la comunidad subsistiría entre la sociedad conyugal (titular de los derechos aportados) y la mujer con patrimonio reservado. Por consiguiente, en la partición debería intervenir el marido como “jefe” de la sociedad conyugal (artículo 1749 del Código Civil) y la mujer en su calidad de titular de su patrimonio reservado. No piensan así otros autores, entre ellos Jorge López Santa María, que cita este caso entre aquellos de autocontratación independientes de la representación.20 20

Jorge López Santa María. Obra citada. Tomo I. Pág. 220.

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El otro caso que se señala es el contemplado en los artículos 86 y siguientes del Código Civil: “el heredero a quien se ha concedido la posesión provisoria de los bienes del desaparecido únicamente tiene el usufructo legal de dichos bienes, por lo cual no puede enajenarlos libremente. Si el heredero era copropietario o comunero con el desaparecido en uno o más bienes, tiene interés en que se precise de cuáles bienes comunes puede disponer libremente. Para esta finalidad, o sea, para determinar los bienes en los que es propietario y aquellos en que únicamente es usufructuario, por hallarse bajo posesión provisoria, es también factible la partición consigo mismo”.21 Tampoco nos parece posible esta situación, ya que existen derechos incompatibles entre el usufructuario (heredero provisional) y la sucesión del desaparecido. El heredero provisional no puede intervenir en la participación de los bienes que poseía en común con el desaparecido, ya que está sujeto a las restricciones dispuestas en el artículo 88 del Código Civil, que, si bien no se refiere específicamente a esta materia, revela la existencia de limitaciones en defensa de los intereses generales de la sucesión y del propio desaparecido. Para ejecutar válidamente la partición deberá darse al ausente (desaparecido) un curador de bienes en conformidad a lo previsto en los artículos 473 y siguientes del Código Civil. Por consiguiente, descartamos la posibilidad de que pueda presentarse un caso de autocontratación totalmente independiente de la representación.

b.3.3. El mandatario debe ceñirse rigurosamente a los términos del mandato 58. El tercer requisito para que tenga valor la autocontratación consiste en que el mandatario se ajuste estrictamente a los términos del mandato. El artículo 2131 del Código Civil expresa que “El mandatario se ceñirá rigorosamente a los términos del mandato, fuera de los casos en que las leyes le autoricen para obrar de otro modo”. Lo anterior implica que si el mandante ha dado algún tipo de instrucción que directa o indirectamente se refiera a esta materia, el mandatario deberá acatarla con especial celo y cuidado. Así, 21

Jorge López Santa María. Obra citada. Tomo I. Pág. 221.

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por ejemplo, si manifestare el mandante que puede su apoderado adquirir sólo una parte de los bienes que le ha ordenado vender, o permutar determinados bienes de su propiedad por determinados bienes del mandatario, o tomar en arrendamiento bienes inmuebles de su propiedad en ciertas condiciones, deberá siempre el mandatario ajustar sus actos a las órdenes impartidas por aquél. Si bien la norma que citamos tiene carácter general, debe aplicarse con especial celo al caso de la autocontratación, atendido el hecho de que su validez depende de la voluntad del mandante. Confirma lo que comentamos lo previsto en el artículo 268 inciso 1º del Código de Comercio, según el cual “El comisionista deberá sujetarse estrictamente en el desempeño de la comisión a las órdenes o instrucciones que hubiere recibido de su comitente”. Agrega el inciso final de la norma: “En ningún caso podrá obrar (el comisionista) contra disposiciones expresas y claras de su comitente”. Sin embargo, siempre predomina en esta materia el interés del mandante (comitente), ya que en el evento de que el comisionista estimara que cumpliendo “a la letra” las instrucciones “debe resultar un daño grave a su comitente, será de su deber suspender la ejecución y darle aviso en primera oportunidad” (inciso 3º). 59. Queda demostrado, entonces, que siempre, y particularmente en los casos especiales de autocontratación, el mandatario está obligado a ceñirse, como dice el Código Civil, rigorosamente a los términos del mandato.

b.3.4. Beneficios y gravámenes proyectados por el mandante 60. Finalmente, para que tenga plena eficacia la llamada autocontratación, es también necesario que el acto a ejecutarse proporcione los beneficios e imponga los gravámenes que ha considerado quien confiere el mandato. Esta exigencia surge de lo previsto en el artículo 2147 del Código Civil, que dice que “En general, podrá el mandatario aprovecharse de las circunstancias para realizar su encargo con mayor beneficio o menor gravamen que los designados por el mandante; con tal que bajo otros respectos no se aparte de los términos del mandato. Se le prohíbe apropiarse lo que exceda al beneficio o minore el gravamen designado en el mandato. Por el contrario, si negociare con menos beneficio o más gravamen 46

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que los designados en el mandato, le será imputable la diferencia”. Este requisito, a primera vista, podría confundirse con el anterior, puesto que el mandatario debe “ceñirse rigorosamente a los términos del mandato”, pero no es así. En efecto, quien recibe el encargo (mandatario o comisionista) no sólo debe seguir formalmente las instrucciones del mandante o comitente, sino alcanzar los fines que éste ha previsto en orden a los beneficios y los gravámenes proyectados. En el supuesto de que advierta que el cumplimiento riguroso de las instrucciones resultará un daño grave para quien hizo el encargo, está obligado el mandatario a suspender la ejecución y dar noticia de ello al mandante. 61. Concurriendo estos cuatro requisitos, la autocontratación surte plenos efectos. En ausencia de los primeros dos (autocontratación prohibida en la ley, y ausencia de autorización expresa dada por el mandante), el autocontrato es inexistente o absolutamente nulo. Ello porque no ha concurrido la voluntad de una o de ambas partes, según el caso, puesto que sólo hay voluntad cuando ésta se expresa en términos formales y explícitos por el mandante al conferir la autorización exigida en la ley y siempre que no exista una prohibición legal que lo impida. En el supuesto de no concurrir los dos últimos requisitos (vulneración de las instrucciones dadas por el mandante, y menores beneficios o mayores gravámenes de aquellos previstos por el que hace el encargo, la sanción es la indemnización de perjuicios, ya que el acto se ejecutará con todos los requisitos legales, pero el mandatario infringirá lo estipulado en el contrato de mandato. Esta última sanción operará incluso en el evento de que una de las partes sea el mandatario. Así, por ejemplo, si el mandante autorizó al mandatario para adquirir los bienes que él ordena vender, y el mandatario infringe sus instrucciones vendiendo a un tercero por un precio inferior, o el contrato le reporta un menor beneficio o un mayor gravamen que el proyectado, el contrato será válido, pero dará origen a una acción reparatoria. 62. Se ha discutido entre los autores cuál es la naturaleza jurídica del autocontrato. Hay quienes afirman que se trataría de un acto jurídico unilateral, ya que no concurre en él más que una persona que detenta la representación de ambos contratantes o la representación de la persona que contrata consigo misma. En este sentido se pronuncian Arturo Alessandri, Avelino León, David Stitchkin. A la inversa, hay quienes afirman que se trata de un con47

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trato propiamente tal, esto es, un acto jurídico bilateral en que concurren dos o más voluntades. Así lo afirman, entre otros, Luis Claro Solar y Jorge López Santa María. Por nuestra parte, nos inclinamos por esta segunda posición, fundados en el hecho de que en verdad, si bien interviene físicamente una sola persona en la celebración del acto, ésta, jurídicamente, detenta la representación de dos o más contratantes o, al menos, expresa su propia voluntad y la voluntad del otro contratante (su mandante). Por lo tanto, son dos o más voluntades las que se exteriorizan y las que efectivamente están presentes en la celebración del autocontrato. Descartamos que existan aquellas situaciones en que la autocontratación se dé al margen de la representación, como ha quedado explicado en lo precedente.

b.4. Los vicios del consentimiento 63. No basta para la existencia y validez del contrato y, por ende, de la obligación contractual, que concurran dos o más partes, y que la voluntad sea seria en el sentido de que efectivamente tenga por objeto crear una obligación en cuanto deber de conducta, es necesario, también, que esté exenta de vicios. Como es sabido los vicios de la voluntad son el error, la fuerza y el dolo, los cuales examinaremos someramente.

b.4.1. El error 64. El error, en general, consiste en el falso concepto que se tiene de la realidad. En el ámbito contractual lo que caracteriza al error es que éste no es inducido por el otro contratante, sino por la inexperiencia, falta de cuidado, incompetencia o ignorancia de quien lo sufre o, bien, es obra de un tercero ajeno a la relación jurídica generada por el contrato. Avelino León Hurtado dice a este respecto: “El error es el falso juicio que se tiene de una cosa, de un hecho, de una persona o del principio jurídico que se presupone. De aquí que el error pueda ser de hecho o de derecho. El error y la ignorancia tienen el mismo valor para el derecho, y aun en el hecho se confunden a veces. El error supone un juicio o concepto falso. La ignorancia implica sólo el desconocimiento de la realidad; pero como este desconocimiento puede llevar a una suposición o 48

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concepto equivocado, decimos que en el hecho se pueden confundir. En todo caso, para el derecho ambos conceptos son idénticos”.22 Lo que interesa en nuestro planteamiento es que el error, así sea un falso juicio que tenemos de la verdad o la ignorancia acerca de ella, distorsiona la voluntad o la proyecta en un sentido diverso de aquel que pretende darle su titular. Pero el error no vicia siempre el consentimiento, sino en aquellos casos especialmente contemplados en la ley. b.4.1.1. El error de derecho 65. Como principio fundamental digamos que, en materia contractual, el error de derecho no vicia el consentimiento y, por lo tanto, no acarrea la nulidad del contrato, así lo dispone el artículo 1452 del Código Civil. Surge a este respecto una cuestión interesante. En materia contractual la mayor parte de las disposiciones legales son supletorias o supletivas de la voluntad de las partes (dicho en otros términos, ellas operan en el silencio de los contratantes). Si un contratante incurre en el desconocimiento de este tipo de normas, ¿puede alegar el error para invalidar el consentimiento? La respuesta es ciertamente negativa. La ley se supone conocida de todos desde su entrada en vigencia (artículo 8º del Código Civil) y quien celebra un contrato, por lo mismo, conoce las disposiciones legales que complementan la expresión de su voluntad, de suerte que su silencio implica una remisión voluntaria a aquellas normas. 66. Recordemos que, en materia contractual, existen sólo dos casos en que es posible alegar desconocimiento de la ley: tratándose del pago de lo no debido (artículo 2299 del Código Civil) y de lo dado por causa u objeto ilícito a sabiendas (artículo 1468 del mismo cuerpo legal). Sin embargo, quien, en cumplimiento de un contrato, da lo que no debe, teniendo “perfecto conocimiento de lo que hacía, tanto en el hecho como en el derecho” no puede repetir alegando error de derecho. Lo propio ocurre si se da o se paga “por un objeto o causa ilícita a sabiendas”. La hipótesis contemplada en el artículo 2297 excluye, ciertamente, una relación

Avelino León Hurtado. La Voluntad y la Capacidad en los Actos Jurídicos. Editorial Jurídica de Chile. 1963. Pág. 201. 22

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contractual, ya que el supuesto es la inexistencia de una obligación, incluso natural. b.4.1.2. El error de hecho 67. En el campo contractual el error de hecho puede recaer en la especie del contrato, o sobre la identidad de la cosa específica de que se trata, o sobre la substancia o calidad esencial del objeto, o sobre una calidad cualquiera de la cosa, siempre que ella sea el motivo principal por el cual se contrata y este motivo sea conocido por la contraparte, o, finalmente, acerca de la persona con la que se tiene la intención de contratar y esta consideración sea la causa principal del contrato. Como puede observarse, existen varios errores que vician la voluntad. Los revisaremos resumidamente. b.4.1.2.1. El error obstáculo u obstativo 68. El artículo 1453 del Código Civil trata de dos hipótesis distintas: se yerra en la especie del contrato (la ley pone como ejemplo que una entienda que está celebrando un contrato de empréstito y la otra de donación) o sobre la identidad de la cosa específica sobre que versa el contrato (como si una persona entendiera que está comprando una motocicleta y la otra una bicicleta). Como es obvio, en este supuesto, no existe concurso real de voluntades. Lo que se ha expresado por las partes no tiene un punto de encuentro en el cual converjan ambas voluntades. En el contrato dos o más voluntades se complementan, haciendo surgir derechos (facultades) y obligaciones (deberes), en función de una prestación (individual o recíproca, según se trate de un contrato unilateral o bilateral), que no es más que un proyecto que se procura alcanzar definiendo el “deber de conducta típica” que se asume. 69. Por consiguiente, en este error, no hay consentimiento, ya que las voluntades que se expresan no tienen un punto de encuentro, no se complementan ni son capaces de formar el consentimiento ni de crear derechos y obligaciones. En otros términos, cada una sigue un destino diverso. De aquí que la sanción que procede sea la inexistencia (por ausencia de un elemento esencial) o la nulidad absoluta (tesis que sostendrían quienes afirman que en la legislación chilena no cabe la inexistencia como sanción). Nosotros optamos por la inexistencia, sin perjuicio de los efectos autárqui50

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cos que puedan atribuirse a la expresión de las voluntades, porque no puede existir un contrato si no hay acuerdo o concurso real de voluntades (consentimiento). b.4.1.2.2. El error substancial 70. El artículo 1454 del Código Civil plantea una hipótesis distinta de la anterior. Se trata de un error que recae sobre la substancia o calidad esencial del objeto sobre que versa el contrato. En este evento hay un encuentro o concurso de voluntades que recae sobre el mismo objeto, pero mientras una cree estar contratando sobre una cosa de una condición o calidad especial, la otra entiende que aquella condición o calidad no es el móvil que impulsa la voluntad contraria. Puede suceder también que ambos contratantes sufran el error creyendo que la calidad o substancia esencial del objeto concurre en la especie. La ley pone como ejemplo que una de las partes suponga estar contratando sobre “una barra de plata, y realmente es un masa de algún otro metal semejante”. En este evento hay un desencuentro que tiene origen más bien en la causa ocasional (psicológica) que impulsa a una de las partes a contratar. En efecto, la voluntad de una de las partes se manifestó en función de una calidad para él esencial (la adquisición del retrato de un deudo, la obra de un pintor famoso, una reliquia histórica, una joya de piedras preciosas, etc.). Nótese que no ha intervenido engaño en el otro contratante, quien ha observado una posición pasiva al respecto. 71. ¿Cuál es la sanción en este caso? La cuestión es discutible. Algunos autores aplican el inciso final del artículo 1682 del Código Civil, que sanciona con la rescisión “cualquier otra especie de vicio” diverso de aquellos referidos en los incisos 1º y 2º de la misma disposición. Otra interpretación postula incorporar el error substancial como requisito prescrito en la ley para el valor de ciertos actos y contratos en consideración a la naturaleza de ellos, caso en el cual la sanción sería la nulidad absoluta. Las divergencias anteriores se intensifican a la luz de lo previsto en la primera parte del artículo 1454 del Código Civil, que dice: “el error vicia asimismo el consentimiento cuando la sustancia o calidad esencial del objeto sobre que versa el acto o contrato, es diversa de lo que se cree…”. ¿El adverbio “asimismo” implica, acaso, que se asimila la sanción en el caso del error obstáculo y del error sustancial? Creemos que esta posición es insostenible. En efecto, el adverbio tiene 51

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por objeto, claramente, reiterar que el error también vicia el consentimiento cuando recae en la calidad esencial del objeto. Ninguna de estas normas (artículos 1452 a 1455) se refieren a la sanción, la cual resulta de coordinar dichas disposiciones con las que regulan la nulidad. Este argumento, en consecuencia, extrema la literalidad de la norma, dándole un alcance que no tiene. ¿Cuál es, entonces, la sanción en caso de error substancial? 72. A nuestro juicio, existen varias razones para sostener que el error en la “sustancia o calidad esencial del objeto sobre que versa el acto o contrato” está sancionado con la nulidad absoluta. i) Desde luego, el objeto es un requisito establecido en consideración a la naturaleza del acto y no a la calidad o estado de las personas que intervienen en él. ii) El objeto debe ser aquel que ha motivado la expresión de la voluntad de las partes. Si se trata de un objeto distinto (porque uno de los contratantes incurre en un error substancial), la voluntad se ha expresado al margen del objeto proyectado en el contrato o sobre un objeto diverso, no comprendido en dicha manifestación. iii) El artículo 1460 del Código Civil dice que “Toda declaración de voluntad debe tener por objeto una o más cosas que se trata de dar, hacer o no hacer”. El error substancial equivale a la ausencia del objeto, ya que lo que se trata de dar en el contrato que adolece de error substancial es algo diverso de aquello a que se refiere la “declaración de voluntad”. Comentando el artículo 1454 del Código Civil, Arturo Alessandri y Manuel Somarriva dicen que “Substancia es la materia de que se compone el objeto sobre que recae la obligación. Cualidades esenciales son las que dan al objeto una fisonomía propia que lo distingue de los demás”. Más adelante agregan: “El error substancial puede recaer no sólo sobre la substancia de la cosa, sobre su composición, sino también sobre cualquier otra cualidad que es determinante para celebrar el contrato, como la antigüedad o el valor artístico de un objeto. Por eso el error substancial se define como el error que versa sobre cualquier cualidad del objeto que mueve a las partes a contratar, de tal manera que si falta ella no habría consentimiento”.23 Arturo Alessandri y Manuel Somarriva. Curso de Derecho Civil. Editorial Nascimento. Santiago de Chile. Año 1961. Tomo I. Volumen I. Parte General. Pág. 333. 23

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iv) Si la falta de objeto conduce a la inexistencia o la nulidad absoluta, según se admita o no la primera, el error substancial no puede conducir sino a la nulidad absoluta, ya que si bien concurre el objeto, este es distinto de aquel comprendido en la declaración de voluntad. v) Finalmente, el artículo 1444 del Código Civil, refiriéndose a los contratos, distingue aquellas cosas que son de su esencia, de su naturaleza o puramente accidentales. “Son de la esencia de un contrato aquellas cosas sin las cuales no produce efecto alguno, o degenera en otro contrato diferente”. Indudablemente el objeto es de la esencia del contrato y si éste es diferente de aquel al cual se refiere el consentimiento, no produce efecto alguno respecto del objeto sobre el cual se quería contratar, o bien degenera en otro contrato diferente, referido a un objeto no comprendido en el acuerdo de voluntades. En otros términos, o el contrato no produce efecto alguno respecto del proyecto elaborado por las partes, o bien produce efectos respecto de un objeto diverso del comprendido en el consentimiento. 73. Señalábamos que no es esta la opinión mayoritaria, pero esta última, a nuestro juicio, está fundada en razones demasiado apegadas al tenor literal de los artículos 1682 y 1454 del Código Civil, sin considerar los argumentos que conducen a otra conclusión. b.4.1.2.3. El error sobre una calidad accidental 74. El Código Civil regula esta materia en el artículo 1454 inciso final, que expresa: “El error acerca de otra cualquiera calidad de la cosa no vicia el consentimiento de los que contratan, sino cuando esa calidad es el principal motivo de una de ellas para contratar, y este motivo ha sido conocido de la otra parte”. 75. El error sobre una cualidad accidental no afecta la identidad intrínseca del objeto. El contrato versa sobre el objeto comprendido en la declaración de voluntad de ambas partes. De allí que sólo vicie el consentimiento cuando concurren dos requisitos: que la calidad sobre que recae el error sea el motivo principal (no único) que impulsa a una de las partes a contratar; y que esta circunstancia sea conocida del otro contratante. Como resulta fácil advertirlo, nos aproximamos peligrosamente al dolo, ya que uno 53

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de los contratantes actúa a sabiendas de que el objeto carece de la calidad que impulsa a su contraparte a celebrar el contrato. Pero difiere de él en que el error es propio, no provocado por el que se aprovecha del mismo. 76. El ejemplo clásico que se pone para explicar el alcance de este error consiste en la adquisición de un caballo para destinarlo a un carruaje de tiro. El color del animal es una calidad accidental, pero si el comprador pretende que ambos caballos de tiro tengan una apariencia semejante, el color puede ser el principal motivo para contratar. Como parece natural, esta circunstancia sólo anula el contrato cuando el vendedor conocía la circunstancia que motiva a su contraparte a comprar. 77. No hay duda en la doctrina sobre que en este evento la sanción es la nulidad relativa, por cuanto el consentimiento se encuentra viciado y no existe una causal distinta que pueda deducirse de las normas en juego. Se aplica, entonces, el inciso final del artículo 1682, que establece la rescisión como sanción genérica cuando el requisito no mira el valor del contrato en consideración a su naturaleza. 78. ¿Cabe en este caso demandar la reparación de los perjuicios que pueda haber experimentado el comprador? Aun cuando la ley no lo dice expresamente, estimamos que nada impide reclamar cualquier daño que haya podido causarse al comprador. Lo anterior en virtud de lo previsto en el artículo 1458 inciso 2º del Código Civil. En efecto, decíamos en lo precedente que esta situación se aproxima peligrosamente al dolo y, sin duda, lo constituye, si se tiene presente que el contrato se celebró sabiendo el vendedor que el motivo que impulsaba al comprador era la calidad accidental del objeto del contrato. Al silenciar la verdadera calidad para impulsar la voluntad del comprador, puede incurrirse en dolo y, en tal caso, es aplicable lo previsto en el artículo 1458 del Código Civil antes citado. En consecuencia, el conocimiento que se tenga de la ausencia de la calidad requerida es un antecedente determinante para ejercer la acción reparatoria antes mencionada. b.4.1.2.4. El error en la persona 79. Finalmente, la ley reglamenta un cuarto tipo de error: en la persona del contratante. Este error en principio no vicia el con54

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sentimiento, así lo señala el artículo 1455 del Código Civil, que dice que “El error acerca de la persona con quien se tiene la intención de contratar no vicia el consentimiento…”. Agrega la disposición invocada “salvo que la consideración de esta persona sea la causa principal del contrato”. Para la aplicación de este precepto debe hacerse una distinción importante, según se trate de contratos intuitus personae (aquellos que se celebran en atención a la persona del otro contratante) o de contratos de “libre elección”. Para considerar intuitus personae un contrato es necesario que ello esté establecido en la ley o se desprenda inequívocamente de la reglamentación legal (tal ocurre con la sociedad, el mandato, la transacción, el matrimonio, el arrendamiento de servicios, etc.). En los contratos de “libre elección” puede también reclamarse la nulidad por error en la persona cuando ésta carece de las calidades o habilidades que fueron el motivo que impulsó a una de las partes a contratar (lo mismo que ocurre en el error substancial). Don Avelino León Hurtado expresa sobre este particular: “Al igual que en el error en la substancia, si se yerra en una calidad personal determinante, pero no en la identidad física, habrá error en la persona. Así, si se encomienda una gestión a una persona que se la supone especialista en una materia y resulta no ser tal, habrá error en la persona”.24 80. ¿Qué diferencia se advierte entre uno y otro tipo de contratos para los efectos de aplicar el error en la persona? En los contratos intuitus personae el error en la identidad física de la persona basta para anular el consentimiento, cualesquiera que sean las aptitudes y condiciones de la persona con la cual se contrató; en los contratos de “libre elección” es necesario acreditar que el cocontratante no tenía las aptitudes y condiciones que constituían el motivo principal para celebrar el contrato. En otras palabras, cuando la ley habla de que sea “la consideración de esta persona la causa principal del contrato”, debe entenderse que ello ocurre siempre que se yerra en la identidad física de la persona, tratándose de contratos intuitus personae; a la inversa de lo que sucede en los contratos de “libre elección”, en que el error debe recaer no en la identidad física de la persona, sino en sus aptitudes y

Avelino León Hurtado. La Voluntad y la Capacidad en los Actos Jurídicos. Obra citada. Pág. 242. 24

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siempre que sean estas últimas las que impulsaron a la parte que sufre el error a contratar. 81. Nuestra posición está avalada en la jurisprudencia nacional. El artículo 33 de la Ley de Matrimonio Civil dispone, entre las causales de nulidad, que falta el consentimiento libre y espontáneo en los casos siguientes: “Si ha habido error en cuanto a la identidad de la persona del otro contrayente”. Tratándose del matrimonio, contrato esencialmente intuitus personae, la jurisprudencia ha entendido que dicha “identidad” está referida sólo a la identidad física y no moral de los contrayentes. 82. Cabe preguntarse ¿puede demandarse la nulidad de un contrato intuitus personae, sosteniendo que no existe error en la identidad física sino en la identidad moral (vale decir en las calidades y aptitudes) del otro contratante? Nuestra respuesta es negativa. Tratándose de contratos que, conforme a la ley, se celebran en consideración a una persona determinada, sólo pueden anularse cuando el error recae en la identidad física de la persona. En los demás casos (contratos de “libre elección”) deberán acreditarse dos cosas: que el contrato se ha celebrado teniendo en cuenta las condiciones y aptitudes personales del otro contratante, y que esta circunstancia ha sido “la causa principal del contrato”, como reza la ley. En suma, en los contratos intuitus personae el ámbito es más estrecho, pero la prueba más liviana; en los contratos de “libre elección” el ámbito es más amplio, pero la prueba más exigente. 83. No existe discusión sobre que el error en la persona cuando anula el consentimiento está sancionado con la rescisión, en aplicación del inciso final del artículo 1682 del Código Civil. 84. Finalmente, digamos que tratándose de este error, la ley contempla expresamente el derecho de la persona con la cual se contrató, para demandar indemnización de perjuicios. Pero este derecho sólo procede siempre que el tercero con que se celebró el contrato haya obrado de buena fe. Queda, por lo tanto, excluida toda reparación si se tuvo conocimiento anticipado del error en la identidad física (contratos intuitus personae), o en la carencia de las condiciones y aptitudes que se sabía eran la causa principal del contrato por la otra parte (contratos de “libre elección”). El inciso 2º del artículo 1455 expresa: “Pero en este caso (error) la per56

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sona con quien erradamente se ha contratado, tendrá derecho a ser indemnizada de los perjuicios en que de buena fe haya incurrido por la nulidad del contrato”. Sin duda se trata de resarcir a un contratante de buena fe que ha sufrido un daño como consecuencia de un error ajeno en el cual él no ha tenido intervención. 85. Advierten algunos autores que estos tipos de error (substancial y en la persona) recaen en los motivos esenciales que tuvieron las partes para contratar. Recordemos que el artículo 1454 del Código Civil, al tratar del error en las calidades accidentales, se refiere al “principal motivo de una de ellas para contratar, y este motivo ha sido conocido de la otra parte”; y que el artículo 1455, al reglamentar el error en la persona, alude a “la causa principal del contrato”. No hay duda, entonces, que en esta parte hay una clara confusión entre el error y la causa del contrato, materia a la cual nos referiremos más adelante al estudiar ese elemento. Con todo, atendida la similitud que existe entre las disposiciones del Código Civil francés y del chileno en la reglamentación del error como vicio del consentimiento, conviene reproducir algunos párrafos que sobre esta materia contiene la obra de Christian Larroumet: “Por el momento nos basta con indicar que lo que es esencial para un contratante es lo que corresponde a la utilidad que él espera del contrato. Todo contrato tiene por objeto satisfacer una necesidad, y esta satisfacción debe corresponder a lo que busca quien celebra el contrato, es decir, a lo esencial para él. No es posible determinar lo que es un elemento esencial del contrato sin tomar en consideración el fin perseguido por cada contratante. Ahora bien, este fin constituye justamente la causa. Por lo demás, el mismo Código Civil deja entender muy claramente las estrechas relaciones que existen entre el error y la causa, cuando el artículo 1110 afirma, a propósito del error sobre la persona, que sólo ocasiona la nulidad cuando la consideración de la persona del cocontratante fue la causa principal de la convención. Lo mismo ocurre cuando se refiere al error sobre las cualidades de la cosa que constituye el objeto de una prestación que resulta del contrato. Por ejemplo, si el comprador de una obra de arte la adquiere solo porque se le garantiza que es auténtica, de allí se deduce que la autenticidad es la causa principal de la convención. De la misma manera, la afirmación de la constructibilidad de un terreno induce en error al comprador, cuando la compra tenía por objeto realizar una construcción sobre el terreno donde en realidad no se puede construir. La cons57

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tructibilidad es también la causa principal de la convención. Si la causa permite tener una concepción amplia de la sustancia de que se trata en el art. 1110 del C.C., ella permite también determinar en qué casos el error sobre un elemento sustancial o sobre una cualidad sustancial, es susceptible de acarrear la nulidad del contrato”.25 De este comentario puede inferirse la estrecha relación que existe entre el error y la causa, lo cual quedará en evidencia al tratarse de esta última como presupuesto de validez del contrato. Sin que ello implique anticipar un juicio, digamos que frente a la concurrencia de dos normas que tratan de una misma situación, el intérprete debe dar preferencia a aquella que la reglamente específicamente (en este caso al regular el error), en desmedro de la norma genérica (la que define la causa). b.4.1.3. Condiciones objetivas de contratación 86. Para concluir el estudio del error, nos referiremos a lo que hemos denominado “condiciones objetivas de contratación”. Ello implica la existencia de un marco jurídico establecido, al interior del cual se desarrolla el proceso que da nacimiento al contrato. Decimos que son condiciones objetivas porque están al margen de la voluntad e intención de las partes, debiendo éstas respetarlas forzadamente y acatar sus efectos. 87. Dos instituciones conforman estas “condiciones objetivas de contratación”. Por una parte el llamado error común y, por la otra, la lesión enorme. Trataremos ambas materias separadamente. b.4.1.3.1. El error común 88. La doctrina del “error común” tiene origen romano. Se dice que a raíz de las sentencias dictadas por el Pretor Barbarius Philippus, el cual fue designado creyéndolo ciudadano romano, no obstante tratarse de un siervo fugitivo. “Destituido de su cargo, surgió la cuestión de saber si eran válidas esas sentencias dictadas por quien no había podido ser Pretor. El buen sentido de los romanos calificó de válidas esas sentencias, ya que las partes no habían sido negligentes al reconocer como todo el público la calidad de Pre25

Christian Larroumet. Obra citada. Volumen I. Pág. 253.

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tor a quien había sido nombrado para ese cargo”.26 De aquí surgió el proverbio jurídico “error comunis facit jus”, que se traduce como el “error común hace derecho”, lo cual equivale a sostener que es legítimo aquello que se hace al amparo de un error generalizado y justificado. 89. Existen varias disposiciones legales y casos de jurisprudencia que se han resuelto a la luz de esta doctrina. Así, por ejemplo, el artículo 1013 del Código Civil, relativo al testigo putativo en el testamento, es un caso típico de error común. Como es sabido, el artículo 1012 del Código Civil establece qué personas no pueden ser testigos en un testamento solemne (inhabilidades especiales). El artículo siguiente, refiriéndose a ellos, dispone que “Si algunas de las causales de inhabilidad expresadas en el artículo precedente no se manifestare en el aspecto o comportación de un testigo, y se ignorare generalmente en el lugar donde el testamento se otorga, fundándose la opinión contraria en hechos positivos y públicos, no se invalidará el testamento por la inhabilidad real del testigo”. El inciso siguiente del mismo artículo limita este efecto a un solo testigo. Otro caso es el contemplado en el artículo 704 inciso final del Código Civil cuando dice: “…al heredero putativo a quien por decreto judicial se haya dado la posesión efectiva, servirá de justo título el decreto; como al legatario putativo el correspondiente acto testamentario que haya sido judicialmente reconocido”. Esta norma se complementa con el artículo 1269 del mismo Código, según el cual “El derecho de petición de herencia (acción) expira en diez años. Pero el heredero putativo, en el caso del inciso final del artículo 704, podrá oponer a esta acción la prescripción de cinco años”. Otro caso importante está expresado en el artículo 94 Nº 4 del Código Civil, que señala los efectos que produce la rescisión (en verdad revocación) del decreto de posesión definitiva de los bienes del desaparecido: “En virtud de este beneficio (revocación del decreto) se recobrarán los bienes en el estado en que se hallaren, subsistiendo las enajenaciones, las hipotecas y demás derechos reales constituidos legalmente en ellos”. Otro caso de error común está representado por el artículo 122 del Código Civil sobre el “matrimonio putativo”, que, no obstante tratarse de un

Avelino León Hurtado. La Voluntad y la Capacidad en los Actos Jurídicos. Obra citada. Pág. 245. 26

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matrimonio nulo celebrado ante oficial civil, produce los mismos efectos que un matrimonio válido, “respecto del cónyuge que, de buena fe, y con justa causa de error, lo contrajo; pero dejará de producir efectos civiles desde que falte la buena fe por parte de ambos cónyuges”. Finalmente, se cita el artículo 1576 inciso segundo del Código Civil, que se refiere al acreedor aparente en los siguientes términos: “El pago hecho de buena fe a la persona que estaba entonces en posesión del crédito, es válido, aunque después aparezca que el crédito no le pertenecía”. En todos los casos indicados hay un denominador común: el triunfo de la apariencia por sobre la realidad. 90. La jurisprudencia da cuenta, también, de casos en que esta doctrina ha sido recogida. Así, por ejemplo, en varios fallos se ha convalidado lo obrado por funcionarios irregularmente designados (notarios y jueces), haciendo prevalecer la apariencia por sobre la realidad.27 Como puede comprobarse, la médula de la cuestión consiste en reconocer que aquello que se realiza al amparo de un marco jurídico aparente tiene plena validez, como si no existiere la objeción. 91. ¿Cuáles son los requisitos que deben concurrir para que sea procedente el llamado error de derecho? Esta cuestión admite una distinción fundamental. En aquellos casos en que existe un texto legal expreso sobre la materia, deberán reunirse las exigencias contempladas en la norma respectiva (así, tratándose del matrimonio putativo, deberá concurrir la buena fe y la justa causa de error; de los actos ejecutados por el heredero aparente, el decreto de posesión efectiva de la herencia; o de quien es declarado poseedor definitivo de la persona declarada presuntivamente muerta, la resolución judicial que otorga tal calidad, etc.). En aquellos casos en que no existe un texto expreso sobre la materia, la cuestión es más relativa. Don Avelino León Hurtado señala que “para que el error común valide el acto nulo, debe reunir, en opinión de la doctrina, los siguientes requisitos: a) debe ser común; b) debe tener un motivo justo; y c) debe haber buena fe en el que lo padece”.28 27 Revista de Derecho y Jurisprudencia. Tomo XXXVI. Segunda Parte. Sección 1ª. Pág. 286. Revista de Derecho y Jurisprudencia. Tomo XLI. Segunda Parte. Sección 1ª. Pág. 547. 28 Avelino León Hurtado. La Voluntad y la Capacidad en los Actos Jurídicos. Obra citada. Pág. 246.

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Por nuestra parte, estimamos que estos requisitos no son suficientes para acoger esta doctrina, más allá de los casos contemplados expresamente en la ley. 92. En primer lugar, el error debe ser generalizado, esto es, compartido por la comunidad (nacional o local) en que se produce. En segundo lugar, el error debe provenir de un acto de autoridad, no siendo suficiente un error fundado en actos de los particulares. En tercer lugar, quien alega el error común debe confundir la apariencia con la realidad (buena fe). En cuarto y último término, debe existir una razonable proporcionalidad entre el error y sus consecuencias. Analizaremos sumariamente cada uno de estos requisitos. 93. Respecto de la generalidad, ella consiste en que el error sea compartido por todos quienes forman parte de la comunidad local o nacional, en su caso. Esta exigencia transforma el error en el marco institucional objetivo en que se desarrolla la actividad jurídica (ejecución del acto o celebración del contrato). El artículo 1013 del Código Civil alude a él en forma expresa, al exigir que la inhabilidad que afecta al testigo testamentario “se ignore generalmente en el lugar donde el testamento se otorga”. Lo que caracteriza esta doctrina, insistimos, es el hecho de que el error es compartido y, por lo mismo, conforma el ámbito en que se desarrolla la actividad que da vida al acto o contrato. 94. En cuanto a que el error provenga de un acto de autoridad, surge como requisito atendido el hecho de que es ella –la autoridad– la que configura el marco en que se desenvuelve la actividad jurídica, no los particulares. En aquellos casos en que existen disposiciones legales fundadas en el error común, la figura se satisface con los presupuestos consagrados en la norma, pero en los demás casos, cuando se alega el error común como causal genérica para eludir la nulidad, se requiere que el error provenga de quien está encargado de definir el marco en que opera la autonomía privada. Este requisito aparece en disposiciones tales como las relativas al matrimonio putativo, a los poseedores de los bienes del desaparecido que ven revocado el decreto de posesión definitiva, al heredero putativo que ha obtenido reconocimiento judicial, etc. Reiteremos que esta exigencia no tiene cabida en aquellos casos 61

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en que es la ley la que establece qué requisitos deben concurrir para alegar el error común. Si se aceptara el error común basado en los actos de los particulares, se introduciría la posibilidad de alentar el incumplimiento de la ley fundado en su desconocimiento. Muy distinta es la situación si el error común proviene de un acto de autoridad, ya que el ejercicio de la actividad jurídica supone, necesariamente, la creación de lo que hemos llamado el “marco” en que es posible obrar (ministros de fe, resoluciones administrativas o judiciales, instructivos, autos acordados, etc.). No es una casualidad, entonces, que nuestros tribunales hayan sancionado el error común, en aquellos casos no contemplados expresamente en la ley, tratándose de actos jurídicos celebrados ante notarios mal designados, o ante jueces que carecían de nombramientos válidos, o ante funcionarios públicos que sólo tenían la apariencia de tales. 95. En relación a la exigencia que quien alega el error confunda razonablemente la apariencia con la realidad, cabe señalar que es un tipo particular de buena fe. Lo que aquí interesa es que la persona subjetiva y razonablemente crea que lo aparente corresponde a lo real. En otros términos, que el marco en que actúa es efectivamente el que aparece externamente, y que no existe razón ni antecedente ostensible para ponerlo en duda. Por ejemplo, si se presenta como notario un varón de 15 años o como jueza una mujer de 13 años, no puede justificarse razonablemente la existencia de un error. 96. Por último creemos que debe existir proporcionalidad entre el error que se alega y las consecuencias que de él se siguen. De lo contrario, podemos encontrarnos con situaciones en que concurriendo los requisitos señalados, la alegación del error común conduzca a situaciones aberrantes y absurdas. Un ejemplo aclarará lo que señalamos: si por error en el Diario Oficial se publica como ley de la República una norma que autoriza la resciliación del contrato de matrimonio de las personas separadas de hecho, quienes se amparen en ella no podrían alegar error común para hacer prevalecer los efectos de esta convención y dar por extinguido (convencionalmente) su matrimonio. Las consecuencias de este error común serían desproporcionadas, porque afectarían un vínculo cuya disolución está estrictamente reglamentada en una ley de orden público. Lo propio podría decirse si el error de publicación estuviera referido a la autorización del matrimonio entre personas 62

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del mismo sexo y argumentando error común se quisiere alegar la validez de dicho vínculo. 97. Sólo concurriendo estos cuatro requisitos, creemos nosotros, es dable alegar el error común para eludir la nulidad de un acto o contrato, cuando no existe una norma que, fundada en este principio, lo autorice expresamente. No cabe duda, por consiguiente, que los casos en que puede alegarse error común revelan la existencia de condiciones objetivas de contratación que configuran el marco institucional en el que se realiza la actividad jurídica. b.4.1.3.2. La lesión enorme 98. La otra institución relacionada con las condiciones objetivas de contratación es la llamada lesión enorme. Su calificación, en todo caso, no es pacífica. Existen dos concepciones diferentes sobre la lesión: una subjetiva y otra objetiva. La primera afirma que se trata de un vicio del consentimiento y se funda en que ambos contratantes en un pie de igualdad se procuran concesiones recíprocas equivalentes. Si este equilibrio se rompe groseramente (habiendo un contratante más débil y otro más fuerte), ello no puede ser sino fruto de un vicio de la voluntad, sea que se trate de error, dolo, inexperiencia, alteración de las facultades mentales, etc. “Por lo tanto, la nulidad por lesión la absorbe en realidad la nulidad por vicio del consentimiento o por incapacidad y entonces será necesario que la víctima pruebe dos cosas: primero, el vicio del consentimiento o la incapacidad, y segundo, un perjuicio que resulte del desequilibrio de las prestaciones creadas por el contrato”.29 La segunda concepción (objetiva) parte de un supuesto diverso, que consiste en relacionar la lesión con la causa de la obligación. “En efecto, hay lesión independientemente de toda debilidad de la voluntad o de todo vicio del consentimiento, desde el momento en que haya una falta de equivalencia entre las prestaciones, lo que supone que las dos voluntades se han puesto de acuerdo definitivamente. En realidad, en esta concepción, la lesión se puede reducir a la teoría de la falta parcial de causa”.30 Como puede apreciarse, el autor citado pone acento en la conmutatividad del contrato, lo cual 29-30

Christian Larroumet. Obra citada. Volumen I. Pág. 323.

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determina la causa de la obligación y de esta raíz arranca la naturaleza objetiva de la lesión. 99. A nuestro juicio, en el derecho chileno la lesión no tiene relación alguna con la voluntad ni los vicios del consentimiento, sino que se trata de sancionar el desconocimiento de las condiciones objetivas de contratación consagradas en la ley. Es la norma la que establece, sólo en ciertos casos, que la conmutatividad es un requisito de validez del acto o contrato. Por lo mismo, se trata de mantener los equilibrios más esenciales, haciendo anulables aquellos casos en que la ruptura de la conmutatividad resulta “enorme”, vale decir, grosera. De aquí que, por lo general, la equivalencia de las prestaciones no comprometa la validez de los contratos y convenciones. Ello ocurre en los casos específicos establecidos en la ley. Por eso el error “sobre el valor” no constituye, por lo general, un vicio del consentimiento. “En otras palabras, cuando el error sobre el valor es consecuencia de un error sobre la cualidad sustancial de la cosa o sobre un elemento sustancial del contrato, tal error no es indiferente. El error indiferente es aquel que se refiere al valor de la cosa independientemente de una cualidad sustancial que no falta. La razón por la cual el error principal sobre el valor no se toma en consideración obedece a que él permitiría, en caso de ser admitido, la nulidad por lesión de manera general y por fuera de los límites previstos, por todos los sistemas jurídicos, por la ley. Ahora bien, no es posible tomar en cuenta la lesión, esto es, la desproporción entre las prestaciones, sin encerrarla dentro de los límites estrechos, so pena de acabar con la seguridad en las transacciones. Por lo tanto, en lo tocante al error sobre el valor, se debe sostener que, o bien revela un error sobre una cualidad sustancial de la cual sólo es la consecuencia, o bien se confunde con la lesión de la cual es sólo una manifestación. Tales son las razones por las cuales el error sobre el valor no se toma en cuenta por sí mismo”.31 100. Tan excepcional es la lesión como causal de rescisión (nulidad relativa), que siempre existe la posibilidad de hacer subsistir el acto o contrato, restableciendo la conmutatividad de las prestaciones. Este derecho –generalmente denominado “derecho de res31

Christian Larroumet. Obra citada. Volumen I. Pág. 262.

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cate”– revela que es posible, no obstante la ruptura grosera de la equivalencia de las prestaciones, mantener el vínculo jurídico si se ajusta el valor de las prestaciones. 101. Los casos de lesión son, reiterémoslo, de derecho estricto, debiendo, por lo mismo, aplicarse sólo cuando el texto legal lo permite en términos formales y explícitos. Tal ocurre, por ejemplo, en el contrato de compraventa de bienes raíces (artículo 1891 del Código Civil), cuando el precio que recibe el vendedor “es inferior a la mitad del justo precio de la cosa que vende”; y el comprador “cuando el justo precio de la cosa que compra es inferior a la mitad del precio que paga por ella” (artículo 1889 del Código Civil). Las mismas reglas son aplicables en contrato de permuta, en conformidad al artículo 1900 del mismo cuerpo legal. La lesión está contemplada también en la partición de bienes, la cual, como es sabido, tiene una doble naturaleza jurídica, ya que resulta de una sentencia judicial (laudo y ordenata) y una convención que el juez partidor va formando a medida que se desarrolla el proceso particional. El artículo 1348 del Código Civil dispone que “Las particiones se anulan o se rescinden de la misma manera y según las mismas reglas que los contratos. La rescisión por causa de lesión se concede al que ha sido perjudicado en más de la mitad de su cuota”. La ley contempla, además, la lesión tratándose de actos jurídicos unilaterales. Tal ocurre con la aceptación de una asignación hereditaria. El artículo 1234 inciso 1º del Código Civil dice que “La aceptación, una vez hecha con los requisitos legales, no podrá rescindirse, sino en el caso de haber sido obtenida por fuerza o dolo, y en el de lesión grave a virtud de disposiciones testamentarias de que no se tenía noticia al tiempo de aceptarla”. El inciso 3º, por su parte, agrega que “Se entiende por lesión grave la que disminuyere el valor total de la asignación en más de la mitad”. En dos de los casos expuestos (que son realmente de lesión) es posible atajar la acción rescisoria y hacer subsistir el acto o contrato. Así lo dispone la ley en la compraventa y la permuta en el artículo 1890 del Código Civil (el comprador enterando el justo precio con deducción de una décima parte y el vendedor restituyendo del precio recibido sobre el justo precio aumentado en una décima parte). En la partición el artículo 1350 permite a los otros partícipes atajar la acción rescisoria “ofreciéndole y asegurándole el suplemento de su porción en numerario”. Finalmente, tratándose de la nulidad de la aceptación de una asignación hereditaria, el rescate no tiene sen65

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tido, ya que mal podría enterarse al heredero una asignación diversa de aquella ordenada en la ley o el testamento.32 102. Como puede observarse, la lesión, en los casos regulados en la ley, constituye una verdadera condición objetiva de contratación, ajena absolutamente a la voluntad de las partes, y que tiene por objeto evitar la ruptura de la conmutatividad en ciertos actos y contratos. Incluso en el supuesto de que un contratante manifieste su voluntad a ciencia y conciencia de que lo que paga o lo que recibe excede lo permitido por la ley, habrá lugar a esta acción, porque ella está instituida como condición objetiva en la ley. De más está decir que tratándose de la rescisión no cabe aplicar el artículo 1683 del Código Civil, que niega la acción de nulidad absoluta a aquel que ejecutó el acto o celebró el contrato sabiendo o debiendo saber el vicio que lo invalidaba, ya que no se trata de un caso de nulidad absoluta, sino de rescisión, ni de un vicio del consentimiento. Tampoco tiene aplicación lo previsto en el artículo 1468, porque no se trata de causa u objeto ilícito. 103. Para concluir analizaremos un problema complejo que nace a propósito del pacto de retroventa reglamentado en los artículos 1881 y siguientes del Código Civil. Esta disposición señala que “Por el pacto de retroventa el vendedor se reserva la facultad de recobrar la cosa vendida, reembolsando al comprador la cantidad determinada que se estipulare, o en defecto de esta estipulación lo que le haya costado la compra”. ¿Cabe la lesión enorme en el pacto de retroventa de un bien raíz, si la cantidad determinada que se estipula excede en más de la mitad el justo precio de la cosa? En otras palabras, se trata de resolver si se aplican a la retroventa las normas del contrato de compraventa que, tratándose de bienes raíces, establecen, como se dijo, una condición objetiva de contratación. 104. A nuestro juicio, en este evento no tiene cabida la lesión enorme, por las siguientes razones: i) el pacto de retroventa no da lugar a un nuevo contrato de compraventa, el vendedor no recom32 Otros casos de lesión están regulados a propósito de la cláusula penal enorme en el artículo 1544 del Código Civil; en el contrato de mutuo con interés y en el depósito irregular reglamentado en los artículos 2206 y 2221 del mismo Código y en la Ley Nº 18.010 sobre operaciones de crédito; y en el contrato de anticresis en el artículo 2443 del Código Civil.

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pra la especie vendida, sino que la “recobra” pagando una suma estipulada o restituyendo lo que ha recibido; ii) el derecho del vendedor, dice el artículo 1883, consiste en que se le “restituya” la cosa vendida con sus accesiones naturales y a que se le indemnicen los deterioros imputables a hecho o culpa del comprador; iii) el vendedor está obligado a pagar las expensas necesarias, pero no las invertidas en mejoras útiles o voluptuarias que se hayan hecho sin su consentimiento; y iv) se trata de un derecho personalísimo que no es susceptible de cesión. De estos efectos se sigue que el vendedor no “recompra” la cosa vendida, sino que el contrato se resuelve como consecuencia de operar una condición resolutoria ordinaria que consiste en la manifestación de la voluntad del vendedor de enterar la suma estipulada o restituir el precio percibido. Lo anterior queda de manifiesto si se tiene en consideración que se aplica en este caso, por disposición del artículo 1882, lo previsto en los artículos 1490 y 1491 del Código Civil, que regulan los efectos de la resolución de un contrato. 105. Si, como piensan algunos, se celebrara un nuevo contrato de compraventa, no tendría sentido que se ordenara “restituir” la cosa vendida, sino “entregarla”; ni que se impusiera al comprador la obligación de indemnizar los deterioros causados en la cosa (puesto que habrían sido provocados por el dueño de la misma); y que el vendedor estuviera obligado a pagar las expensas necesarias y no lo invertido en mejoras útiles y voluptuarias que se hayan hecho sin su consentimiento. Todo ello es absolutamente incompatible con la celebración de un nuevo contrato de compraventa. En consecuencia, no es posible invocar en este caso la lesión enorme, porque no existe contrato de compraventa que permita invocar los artículos 1888 y siguientes del Código Civil.33 Hasta aquí el análisis de lo que hemos llamado condiciones objetivas de contratación y que corresponden, como queda dicho, al marco o escenario en que se despliega la actividad jurídica de los particulares.

En el mismo sentido se pronuncia Arturo Alessandri Rodríguez. La Compraventa y la Promesa de Venta. Imprenta-Litografía Barcelona. Santiago, 1918. Tomo II. Págs. 967 y siguientes. En igual sentido Aubry et Rau, Planiol, Huc, Laurent, Ricci, etc. 33

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b.4.2. La fuerza 106. La fuerza como vicio del consentimiento supone que la voluntad de un contratante se exprese por efecto del temor de recibir un daño irreparable y grave. En tal caso existe voluntad, pero ella está condicionada por el temor proveniente de una amenaza que, razonablemente y conforme a los estándares generales, causa en el contratante una distorsión entre sus deseos y la expresión de la voluntad. Como muy bien se ha dicho, la fuerza es un atentado contra la libertad del consentimiento. 107. Conviene, desde luego, distinguir entre violencia física y violencia moral. En la primera no hay voluntad, sino una apariencia que se crea como consecuencia de emplear coerción sobre la víctima (si se impulsa la mano por una fuerza externa para que se estampe la impresión dígito pulgar, o para que se incline la cabeza en uno u otro sentido, etc.). En tal supuesto, a juicio nuestro, el contrato es inexistente, porque no hay voluntad, sino una falsa apariencia forjada por la fuerza física. En el segundo supuesto, hay voluntad, pero ella es fruto de la coacción que se ejerce sobre quien la manifiesta. La fuerza que vicia el consentimiento supone que éste exista, que sea real, que efectivamente la voluntad se manifieste por parte de quien la expresa. Por lo tanto, la fuerza que vicia el consentimiento se ejerce a través del temor, de la intimidación, de la pérdida de la libertad para autodeterminarse. 108. No todos los autores están contestes con lo manifestado. Así, por ejemplo, Larroumet señala que “En cuanto a la naturaleza de esta coacción, contrariamente a lo que a veces se ha sostenido, no parece que haya lugar para distinguir entre coacción física y coacción moral. En efecto, según ciertos autores la violencia física produciría una falta total de consentimiento, sancionada con la nulidad absoluta, mientras que, por el contrario, la violencia moral sólo daría lugar a un vicio del consentimiento. Sin embargo, esta concepción no parece que se deba admitir, no sólo porque la falta de consentimiento se debe sancionar con la nulidad relativa, sino también porque lo que resulta afectado, tanto en la violencia física como moral, es la libertad del consentimiento. Por lo tanto, con respecto a la violencia, como a la demencia o a la edad, no hay que distinguir entre el consentimiento inexistente y el consen68

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timiento que no es libre”.34 No nos parece posible asimilar la situación del demente que expresa su voluntad con la de la persona físicamente coaccionada que exterioriza una voluntad. El demente expresa una voluntad real que jurídicamente no tiene efecto por tratarse de una persona enferma. Quien es objeto de coacción física exterioriza una voluntad sólo aparente, que no corresponde a la realidad. Concordamos en este aspecto con lo que dice don Avelino León Hurtado sobre este particular: “La fuerza o violencia, como también se denomina, es el constreñimiento ejercido sobre la voluntad de un individuo, mediante coacción física o amenaza, que le produce un temor de tal magnitud que le obliga a consentir en un acto jurídico que no desea. La presión en la voluntad puede ejercerse mediante amenaza de un mal futuro, o bien por un mal trato o sufrimiento físico actual. En ambos casos la voluntad está presionada por el temor al sufrimiento futuro, sea porque se cumpla la amenaza o porque continúe el sufrimiento actual”. Más adelante afirma que “El vicio de la voluntad no está propiamente en la fuerza (que viene a ser la causa), sino en el miedo (efecto), que es el que determina que se exprese conscientemente una voluntad que no corresponde al verdadero querer del sujeto. La fuerza de que tratamos puede ser, pues, física o moral, según se empleen vías de hecho o amenazas, respectivamente, pero en todo caso tiene por finalidad infundir temor; de manera que el que la sufre manifiesta una voluntad sólo aparente por falta de libertad. Si la fuerza física no solamente presiona la voluntad, sino que la anula totalmente –vis absoluta– como si se guía violentamente la mano de una persona para que aparezca firmando un documento, ya no hay sólo vicio de la voluntad, puesto que la víctima no ha manifestado voluntad alguna, sino ausencia total de ella, y, por consiguiente, no hay acto jurídico”.35 En el mismo sentido se pronuncian Planiol y Ripert y Saleilles, citados por este autor. 109. Finalmente, digamos que la exclusión de la vis absoluta como constitutiva del vicio de fuerza resulta evidente en nuestra legislación si se atiende a la definición dada en el artículo 1456 del Código Civil, que comentaremos en lo que sigue.

Christian Larroumet. Obra citada. Volumen I. Pág. 276. Avelino León Hurtado. La Voluntad y la Capacidad en los Actos Jurídicos. Obra citada. Págs. 253 y 254. 34 35

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b.4.2.1. Definición legal de la fuerza 110. Nuestro Código Civil contiene una definición específica de la fuerza. El artículo 1456 dice que ella consiste en “una impresión fuerte en una persona de sano juicio, tomando en cuenta su edad, sexo y condición”. Por consiguiente, en la legislación chilena la fuerza, en cuanto vicio del consentimiento, se produce cuando una persona experimenta una “impresión fuerte”, lo cual implica sufrir una brusca alteración que afecta el ánimo, desequilibrando racionalmente a la persona y haciéndola perder su capacidad para autodeterminarse. La fuerza se aprecia in concreto, considerando, en cada caso, la edad, el sexo y la condición de la persona afectada. Como es obvio, no es igual la capacidad de resistencia de un hombre o de una mujer, de un anciano o de un joven, de una persona culta y de un analfabeto. La expresión “condición” debe ser entendida con la mayor latitud, a fin de recoger todas aquellas características que puedan influir en la producción de la “fuerte impresión”. Un mismo hecho puede ser constitutivo de fuerza para un anciano y no serlo para un individuo joven. Asimismo, una persona inculta puede estar expuesta a amenazas o presagios que para otra resultan simplemente ridículos. En consecuencia, el juez deberá estimar todos estos factores y decidir, respecto de cada individuo, si ha experimentado aquella conmoción que altera su ánimo en términos de afectar su capacidad de decisión. 111. Cabe observar que la ley se refiere a una “persona de sano juicio”, lo cual importa excluir de este vicio del consentimiento a las personas privadas de razón, esto es, los dementes. A su respecto no tiene sentido hablar de “fuerza” para calificar la legitimidad de la expresión de su voluntad. Todos los actos ejecutados por ellos adolecen de nulidad absoluta por imperativo expreso del artículo 1682 del Código Civil en relación al artículo 1447 del mismo cuerpo de leyes. 112. De esta definición se sigue que la fuerza, entonces, estará siempre basada en el amedrentamiento y la amenaza, creando un estado de ánimo en el cual el afectado pierde la libertad para autodeterminarse. Por lo mismo, como se dijo, no tiene cabida la “vis absoluta”, ya que en esta hipótesis no existe voluntad, sino apariencia, no se sufre una “impresión”, sino una “imposición”. Nótese que la disposición legal citada (artículo 1456 del Código Civil) comienza 70

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diciendo que “la fuerza no vicia el consentimiento, sino cuando es capaz de producir una impresión fuerte…”. De ello se sigue que la expresión de la voluntad debe ser efecto de la alteración que provoca la amenaza. Por lo mismo, el juez sólo puede declarar viciado el consentimiento si llega a la conclusión que la manifestación de la voluntad es fruto del estado de ánimo creado por la impresión a que fue sometido uno de los contratantes. En suma, la fuerza, en cuanto vicio del consentimiento, resguarda la libertad para consentir, no la existencia de un elemento (la voluntad) que integra el consentimiento. b.4.2.2. Requisitos que debe reunir la fuerza para viciar el consentimiento 113. La doctrina destaca que la fuerza debe reunir varios requisitos para viciar el consentimiento: debe ser grave, injusta y determinante. Por nuestra parte, agregaremos un cuarto requisito que se infiere de algunos comentarios doctrinarios sobre estas exigencias: la fuerza debe, además, ejercerse con el fin de arrancar el consentimiento, esto es, ella debe ser intencional. 114. Fuerza grave. El artículo 1456 del Código Civil alude a una “fuerte impresión”. Ello importa reconocer que sólo tiene relevancia jurídica la fuerza cuando por la entidad de la amenaza y la persona que la sufre, es capaz de provocar, como dijimos, una conmoción o alteración grave en el ánimo del contratante. Esto dependerá de numerosos factores subjetivos, que varían entre una y otra persona, dependiendo, como la misma norma dice, de su sexo, su edad y su condición. Esta última característica envuelve una serie de factores, como la profesión, los intereses, los afectos, los valores, etc., de la persona que experimenta la fuerza. 115. Aclara este concepto una presunción de gravedad contenida en la misma norma. “Se mira como una fuerza de este género todo acto que infunde a una persona un justo temor de verse expuesta ella, su consorte o alguno de sus ascendientes o descendientes a un mal irreparable y grave”. Este recurso constituye una ayuda formidable para el juez, a la hora de decidir si ha habido fuerza que vicie el consentimiento. Comencemos por decir que se trata de una presunción de derecho que no admite, en consecuencia, prueba en contrario (artículo 47 inciso final del Código Civil). Acreditado que sea que la persona que alega la fuerza ha sido ame71

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nazada con provocarle a ella, a su cónyuge, a sus ascendientes o descendientes un mal irreparable y grave, el juez debe estimar que se ha producido la fuerte impresión constitutiva de fuerza. No requiere, en este evento, acreditarse que efectivamente la conmoción anímica se ha producido y que fue en razón de ello que se manifestó la voluntad. No resulta difícil comprender que los términos de la presunción son amplísimos, ya que en verdad se sustituye la prueba de la “impresión fuerte” por el “temor” de hallarse expuesto a un mal irreparable y grave. La misión del juez, entonces, queda reducida a la apreciación de dos cosas: si hubo o no un justo temor (comprensible aprensión), y si la amenaza implicaba un mal irreparable y grave, por la magnitud, verosimilitud e inminencia del daño. Fuera de estos supuestos, quien alega el vicio de fuerza deberá acreditar que ha sido víctima de una fuerte impresión que ha anulado su resistencia a manifestar el consentimiento para la celebración de un acto o contrato. 116. Fuerza injusta. La fuerza, esto es, la impresión fuerte, debe ser ilegítima o contraria a derecho. Así lo reconoce la doctrina. La amenaza de ejercer un derecho, así se desencadene con ello un escándalo, no sería constitutiva de fuerza, porque la amenaza estaría amparada por el derecho. “La doctrina es uniforme en estimar que el ejercicio legítimo de un derecho no puede constituir fuerza, aun cuando con ello se produzcan actos de violencia, como la prisión del deudor, el desalojo de la propiedad, etc. Un contrato celebrado en estas condiciones es válido, puesto que la ley autoriza al acreedor para obtener compulsivamente la satisfacción de su derecho”.36 117. Con todo, el problema no parece tan simple. Para apreciar la justicia o legitimidad de la fuerza es necesario, a juicio nuestro, examinar el acto o contrato celebrado como consecuencia de la amenaza de ejercer un derecho. Si ese contrato se limita a reconocer o ejecutar dicho derecho, no podría existir fuerza, porque la amenaza queda amparada por el ordenamiento jurídico, ya que los derechos se ejercen para obtener la realización de los intereses protegidos por él mismo. Así, por ejemplo, si el deudor, por el te-

Avelino León Hurtado. La Voluntad y la Capacidad en los Actos Jurídicos. Obra citada. Págs. 259 y 260. 36

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mor a que se inicie en su contra un juicio ejecutivo, da en pago de la deuda una propiedad por el valor de la obligación pendiente, nadie podría sostener que la amenaza hecha por el acreedor es contraria a derecho. Pero si la amenaza o el ejercicio de un derecho sirve para doblegar la voluntad del obligado y hacerlo consentir en un contrato distinto, que amplía los beneficios y ganancias del titular del derecho, entonces la amenaza se transforma en ilegítima, aun cuando ella consista en el ejercicio de un derecho que efectivamente se tiene. 118. Don Avelino León Hurtado, citando a Josserand y Coviello, aclara este punto en los siguientes términos: “Pero bajo la apariencia del ejercicio legítimo de un derecho puede ejercerse la fuerza para obtener un beneficio ilegítimo y, entonces, la demanda judicial o la amenaza de intentarla dejan de ser el ejercicio de un derecho y se transforman en un abuso, en un medio de hecho que constituye fuerza, vicio del consentimiento. Es decir, el ejercicio de un derecho no constituye fuerza si con él sólo se persigue la prestación o abstención que la ley le atribuye; pero si el ejercicio o la amenaza de ejercitar un derecho tienen el deliberado propósito de ‘gravar de manera ilícita la condición del amenazado’ para obligar, por ejemplo, al deudor a pagar intereses usurarios, o a hacer dación en pago de una cosa de valor muy superior a la deuda, o bien con el fin de obtener el consentimiento en una obligación diversa o la renuncia de un derecho, habrá violencia injusta, y, por consiguiente, vicio del consentimiento en el acto que se celebre bajo esas condiciones”. 119. La claridad de estos conceptos ahorra mayores comentarios. La cuestión, entonces, deberá resolverse apreciando la entidad de la amenaza y la subsecuente contratación. Si esta difiere sustancialmente de la satisfacción del derecho que se reclamaba, otorgando a su titular un beneficio manifiestamente superior a los intereses protegidos por aquél, la amenaza de ejercer un derecho que efectivamente se tiene puede llegar a conformar el vicio de la fuerza. Aclaremos que esta cuestión nada tiene en común con el llamado “abuso del derecho”, figura en la cual, a juicio nuestro, se actúa al margen del derecho, excediendo los intereses jurídicamente protegidos. Tampoco es posible sostener que el titular del derecho no puede ejercerlo por el riesgo de incurrir en un vicio del consentimiento. Lo que está en juego es algo diverso: la validez del 73

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contrato que provocó la amenaza de ejercer un derecho cuando aquél (el contrato) excede sustancialmente la satisfacción de los legítimos intereses protegidos por el ordenamiento. 120. Nuestro Código Civil se encargó de dejar sentado que el denominado “temor reverencial”, esto es, “el solo temor de desagradar a las personas a quienes se debe sumisión y respeto, no basta para viciar el consentimiento”. Difícilmente esta norma tendría aplicación en el día de hoy, pero en otro tiempo el respeto por los ascendientes, principalmente, era muy profundo. Para evitar la posible alegación de que contradecirlos podía acarrear una fuerte impresión en el descendiente, que lo hiciera consentir contra su verdadera intención, se agregó este inciso. Se ha sostenido que la disposición citada –inciso final del artículo 1456 del Código Civil– se refiere al “solo temor”, razón por la cual concurriendo los demás requisitos generales, el acto sería anulable. No creemos que éste sea el sentido de la disposición. Lo que la ley ordena es descartar el “temor reverencial” como factor capaz de provocar en una persona una “impresión fuerte” en los términos del artículo 1456 del Código Civil. En otras palabras, este justo temor no será nunca constitutivo del vicio de fuerza, así concurran los requisitos generales de este instituto. 121. Finalmente, es conveniente aclarar que el llamado “estado de necesidad” no puede encuadrarse en el vicio de la fuerza. Ello porque la fuerza debe provenir de una de las partes o de un tercero, vale decir, de un hecho del hombre, no de un hecho de la naturaleza o de la composición casual de las circunstancias (artículo 1457 del Código Civil). Como bien se ha sostenido, la aplicación de la teoría de la causa o de los vicios del consentimiento es necesariamente restrictiva, atendida la necesidad de garantizar la seguridad de los intercambios económicos. De aquí que no puedan atacarse los efectos del “estado de necesidad” invocando el vicio de la fuerza. 122. Fuerza determinante. No es clara la doctrina en este punto. Que la fuerza sea determinante consiste en que ella haya sido “la” razón por la cual se manifestó la voluntad y no una entre varias razones. En otros términos, si se sustrae la amenaza constitutiva de fuerza, la voluntad del amenazado no se habría manifestado y, por lo mismo, el contrato no se habría celebrado o se habría celebrado en términos sustancialmente distintos. 74

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123. No todos los autores interpretan este requisito de la manera indicada. Para Avelino León Hurtado sólo habría fuerza cuando se ejerce con el deliberado propósito de arrancar el consentimiento a la contraparte. “Por eso, la sanción de este vicio del consentimiento obedece tanto a que la voluntad está presionada por el temor, como al castigo que merece el hecho ilícito de ejercer actos de violencia para determinar consentir. La sanción de este vicio del consentimiento tiene, pues, por fundamento primero el castigo del acto ilícito. Y por ello, siguiendo la doctrina clásica, no es nula la obligación que se contraiga por temor si éste no se ha producido mediante la fuerza ejercitada conscientemente para obtener ese efecto. Son ejemplos clásicos los del que promete una suma excesiva para que se le salve la vida en un naufragio, o para que se le libere de manos de unos bandidos”.37 No piensa lo mismo Larroumet, para quien “puesto que es un vicio del consentimiento, la violencia, como el error y el dolo, debe haber determinado el consentimiento. Deja de tener influjo sobre la validez del contrato si no fue determinante, y los jueces deben investigar si se cumple dicha condición. De la misma manera que con respecto al error y el dolo, el carácter determinante de la violencia debe apreciarse in concreto, como se deduce del art. 1112 del C.C.”.38 En el mismo sentido José Puig Brutau, quien refiriéndose a la fuerza expresa: “El mal con que se amenaza ha de ser inminente y grave, según el mismo art. 1267, y en todo caso determinante del consentimiento prestado por el contratante que experimenta el temor racional y fundado. Entre la amenaza y el consentimiento ha de haber mediado un nexo eficiente de causalidad”.39 Este autor aborda el problema de la relación causal entre la fuerza y la expresión de la voluntad. Aquí, creemos nosotros, radica lo esencial de este requisito. La fuerza sólo vicia el consentimiento cuando ella ha sido la causa eficiente de la expresión de la voluntad. 124. En síntesis, que la fuerza sea determinante significa que ella ha sido la causa que impulsa a expresar la voluntad. De lo an37 Avelino León Hurtado. La Voluntad y la Capacidad en los Actos Jurídicos. Obra citada. Pág. 263. 38 Christian Larroumet. Obra citada. Págs. 278 y 279. 39 José Puig Brutau. Fundamentos de Derecho Civil. Editorial Bosch, Casa Editorial S.A. Barcelona. Tomo II. Volumen I. Tercera Edición. 1988. Pág. 104.

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terior se infiere que eliminada la fuerza, la voluntad no se habría manifestado o se habría manifestado en términos sustancialmente diversos. 125. Fuerza intencional. Por último, por nuestra parte, agreguemos que la fuerza debe ser intencional. Esta exigencia implica que la presión que ella genera ha sido empleada por una persona con el fin preciso de obtener que se manifieste la voluntad para la ejecución de un acto o la celebración de un contrato. Como se señaló en lo precedente, Avelino León Hurtado puso acento en este requisito, aun cuando entendió que él correspondía a que la fuerza fuera determinante. No es ésa nuestra posición, por las razones anotadas. 126. Para que pueda alegarse fuerza como vicio del consentimiento es necesario que cualquier persona haya empleado la amenaza o presión moral sobre otra persona, pero con el fin de arrancarle el consentimiento y no con otra finalidad. El artículo 1457 del Código Civil lo establece claramente: “Para que la fuerza vicie el consentimiento no es necesario que la ejerza aquel que es beneficiado por ella; basta que se haya empleado la fuerza por cualquier persona con el objeto de obtener el consentimiento”. De esta norma se desprende que la fuerza puede ser ejercida por cualquier persona, sea que se trate de quien es beneficiado por ella o por un tercero ajeno a la relación jurídica que se crea; y que la fuerza debe ejercerse con el objeto de obtener el consentimiento. 127. Los ejemplos clásicos sobre esta materia ayudan a desentrañar la cuestión planteada. Si una persona es víctima de un naufragio, puede, para salvarse, contratar el salvamento con el tercero a quien ofrece una determinada recompensa. En este caso estamos frente a un “estado de necesidad” y la validez de lo estipulado dependerá de la posición que se adopte a este respecto, pero la cuestión no tiene relación alguna con la fuerza, porque, si bien la voluntad de la persona en peligro está presionada por las circunstancias, no se ejerce fuerza por parte del beneficiado con la recompensa. Cambia la situación si el sujeto encargado del salvamento condiciona su ayuda a la obtención de un determinado beneficio, porque, en este caso, no ha creado las condiciones que determinan la presión ni emplea la fuerza para coaccionar la voluntad de la persona en peligro. 76

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128. Los contratos y convenciones que se celebran como consecuencia de hechos o situaciones ajenos a la actividad de las personas y que, de alguna manera, puedan afectar la libre expresión de la voluntad de quienes intervienen en ellos, no son constitutivos de fuerza en cuanto vicio del consentimiento. Para que tal ocurra no sólo debe tratarse de una situación creada por el hombre, sino que, además, creada con la intención precisa de “obtener el consentimiento”, como lo señala la letra de la ley. Como bien se ha sostenido, este vicio del consentimiento se ha establecido, principalmente, como sanción frente al hecho ilícito de emplear la fuerza para obtener el consentimiento y sólo para amparar a la persona que es víctima de la presión para hacerla expresar una voluntad que no tiene. 129. Esto no quiere decir que aquellos casos en que exista fuerza, pero sin que ella haya sido empleada para arrancar el consentimiento, estén al margen de una regulación jurídica. Lo único que nos interesa aclarar es que no cabe alegar, en esta hipótesis, el vicio de fuerza. Algunas legislaciones, como la alemana, por ejemplo, contienen normas genéricas para sancionar este tipo de situaciones. El artículo 138 del Código Civil alemán señala: “Será nulo todo acto jurídico contrario a las buenas costumbres y en particular aquel por el cual, explotando cualquiera la desgracia, la ligereza o la inexperiencia de otro, se haga prometer o dar por él o por un tercero, en cambio de una prestación, de tal modo que, según las circunstancias, las ventajas estén en enorme discordancia con ella”. Es indudable que una norma de esta especie facilita considerablemente la tarea de los jueces, constreñidos, muchas veces, por normas demasiado rígidas y reglamentarias. 130. En resumen, podemos sostener que la fuerza para que vicie el consentimiento debe ser grave, ilegítima, determinante e intencional, y que dichas exigencias estén contempladas en nuestra ley o se desprenden de los principios generales que informan la dogmática jurídica civil. b.4.2.3. Extensión de la nulidad por vicio de fuerza 131. Se ha discutido entre los autores si es anulable todo el contrato cuando la fuerza sólo ha intervenido en una o más cláusulas específicas o, bien, sólo son anulables aquellas estipulaciones obtenidas al amparo de la fuerza. 77

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132. En esta materia debe imperar, a nuestro juicio, el principio de la subsistencia del acto jurídico, fundado en la intangibilidad de las convenciones. Esto implica privilegiar la eficacia por sobre la nulidad, siempre y cuando concurran los requisitos para que una convención esté dotada de los elementos que determinan su existencia y validez en general. Si se ha empleado la fuerza para obtener el consentimiento y ella sólo ha incidido en una cláusula accidental que no afecta las demás cláusulas del contrato, es perfectamente posible sostener la subsistencia del contrato con exclusión de las cláusulas obtenidas por medio de la fuerza. 133. Abona esta posición lo establecido en algunas disposiciones aisladas del Código Civil. El artículo 1007, sobre la validez del testamento, señala: “El testamento en que de cualquier modo haya intervenido la fuerza, es nulo en todas sus partes”. El artículo 2453 sobre el contrato de transacción dice que “Es nula en todas sus partes la transacción obtenida por títulos falsificados, y en general por dolo o violencia”. No cabe duda de que estos artículos tratan de un acto y de un contrato, respectivamente, que tienen íntima relación entre cada una de sus cláusulas. Ahora bien, si las disposiciones transcritas han necesitado decir rotundamente que es nulo todo el testamento o toda la transacción en que ha intervenido la fuerza, es porque en los demás casos es posible sustentar la validez respecto de aquella parte en que la fuerza no ha tenido efecto alguno, siempre que, insistimos, concurran los requisitos de existencia y validez consignados en la ley. 134. Un ejemplo aclarará esta posición. Si se celebra un contrato de prenda y el acreedor ha empleado la fuerza para conseguir el consentimiento del deudor a fin de “servirse de la prenda” (usar la cosa mueble entregada para asegurar el cumplimiento de la obligación), puede subsistir esta garantía real, no obstante declararse nula la estipulación obtenida por medio de la fuerza que permite al acreedor servirse de la especie dada en prenda. Pero si ha habido fuerza para obtener la entrega de la cosa mueble, todo el contrato será nulo, porque la fuerza incide en un elemento esencial del mismo. 135. Por consiguiente, en esta materia tiene aplicación el principio de subsistencia de los actos jurídicos, con tres calificadas excepciones: cuando una norma legal ordena la nulidad de todo el acto o contrato; cuando la fuerza se ha ejercido respecto de un ele78

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mento esencial o que se halle directa o indirectamente en relación con él, sea porque lo modifica o lo complementa; y cuando la cláusula nula se propaga a las demás cláusulas del contrato en razón de que unas y otras están entrelazadas de modo que el consentimiento no puede apreciarse separadamente. 136. Avelino León Hurtado sostiene que “Según una doctrina generalmente aceptada, si se ha ejercido fuerza, pero sólo en relación con una parte del acto jurídico, sólo será anulable en esa parte (se cita sobre este particular la opinión de Planiol y Ripert). No habrá causa alguna para invalidarlo en su totalidad, salvo que desapareciendo la cláusula u obligación viciada, no pueda subsistir el acto”. Enseguida señala: “Pero no debe olvidarse que para que se forme el consentimiento es necesario que haya acuerdo sobre todos los elementos del contrato y, en consecuencia, la fuerza que se haya ejercido para obtener la aquiescencia sobre cualquier punto de la convención, viciaría el consentimiento en su totalidad. Por eso estimamos que sólo será aceptable la anulación parcial cuando la declaración de voluntad viciada de fuerza sea accesoria a un acto jurídico convenido en su totalidad, o constituyendo una estipulación de él, se probare que las partes habrían celebrado el contrato en iguales condiciones. Si no se acredita de manera fehaciente esa circunstancia, deberá estarse por la nulidad del acto en su totalidad”.40 No obstante que este criterio se aproxima a nuestro pensamiento y de su inobjetable claridad, creemos que este autor extrema las cosas. No es necesario, a nuestro juicio, que la estipulación anulable sea “accesoria”, sino “independiente” de los elementos esenciales del contrato, ya que de ello dependerá que la nulidad se “expanda” al resto del acto. Asimismo, no es necesario acreditar que excluida la cláusula anulable, las partes habrían celebrado el contrato en las mismas condiciones, puesto que se trata de una deducción que deberá hacer el juez a la luz del texto completo de la convención. Volvamos a los ejemplos para aclarar lo que señalamos. El mismo autor pone como ejemplo el contrato de arrendamiento, deduciendo que todo el contrato es nulo si la fuerza incide en la estipulación que determina el precio o renta de arrendamiento. Pero si la fuerza incide en una cláusula que consigna el lugar en que debe pagarse la renta, o sobre la forma en que el arrendatario Avelino León Hurtado. La Voluntad y la Capacidad en los Actos Jurídicos. Obra citada. Pág. 267. 40

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debe hacer llegar las rentas devengadas al arrendador, o sobre el día del mes en que este pago debe realizarse, la nulidad sólo afectará a la cláusula anulable, dejando a salvo el contrato. Se dirá que las citadas son cláusulas accesorias, pero más precisamente son independientes del elemento esencial (la fijación del precio), que está presente y no contaminado por la fuerza. b.4.2.4. La fuerza puede provenir de una parte o de un tercero 137. Para concluir digamos que la fuerza puede provenir de una de las partes contratantes, la cual, por cierto, la ejercerá para obtener beneficios indebidos, o bien puede provenir de un tercero ajeno a la relación jurídica generada. En ambos casos el acto es igualmente anulable, ya que lo que interesa es sancionar un acto o contrato en que el consentimiento se ha manifestado por intermedio de la violencia. El artículo 1457 del Código Civil lo señala inequívocamente al prescribir que no es necesario que la fuerza “la ejerza aquel que es beneficiado por ella”. 138. ¿Para qué efectos tiene importancia distinguir de quién proviene la fuerza? Sin duda para los efectos que se derivan de la obligación de reparar los perjuicios que se hayan causado. En la hipótesis de que el autor de la fuerza sea un tercero, éste estará obligado a reparar los perjuicios conforme a las reglas de la responsabilidad extracontractual, sin que sea posible accionar contra el contratante beneficiado. Más complejo es definir qué ocurre si el tercero ha obrado con conocimiento y, aun, con la aquiescencia tácita o por encargo de la parte que se beneficia de la fuerza. A juicio nuestro, en este caso responde quien es parte del contrato, en virtud de las normas sobre responsabilidad contractual, y el tercero, bajo el imperio de las normas de la responsabilidad extracontractual. De aquí que no sean solidariamente responsables, cada uno se hará cargo del daño causado. Hasta aquí lo que dice relación con el vicio de la fuerza.

b.4.3. El dolo 139. El dolo es otro vicio del consentimiento. La teoría unitaria del dolo lo presenta en tres áreas distintas: como vicio del consentimiento, como circunstancia agravante en el incumplimiento 80

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de las obligaciones, y como elemento de la responsabilidad extracontractual (por delito civil). En todas estas áreas el concepto de dolo es distinto, pero tiene una raíz común, que consiste en la “mala fe” o intención de causar daño (injuria) a otra persona o a los bienes de otra persona. De aquí que el dolo sea el mismo, pero que opere en diversos ámbitos del quehacer jurídico. b.4.3.1. Definición del dolo como vicio del consentimiento 140. El dolo como vicio del consentimiento ha sido definido como el conjunto de maquinaciones engañosas que uno de los contratantes ejecuta para arrancar el consentimiento del otro contratante, el cual no habría consentido de no mediar el engaño. Esta definición debe entenderse comprendida en el concepto que de dolo da el inciso final del artículo 44, que dice: “El dolo consiste en la intención positiva de inferir injuria a la persona o propiedad de otro”. 141. Los autores no discrepan en torno a esta definición. Así Puig Brutau dice que “En sentido amplio, la palabra dolo es sinónimo de mala fe, pero en sentido estricto significa la maquinación o artificio de que se sirve uno de los contratantes para engañar al otro”.41 En términos análogos lo define Larroumet cuando dice: “El dolo es una maniobra desleal o fraudulenta, cometida por un contratante en detrimento del otro para llevar a este último a la celebración del contrato”.42 Avelino León, por su parte, define el dolo “como la asechanza o artificio empleado con el propósito de inducir a error a una persona o mantenerla en el error en que se encuentra, a fin de decidirla a consentir”.43 Diez-Picazo y Antonio Gullón, citando el artículo 1269 del Código Civil español, dicen que “…hay dolo cuando, con palabras o maquinaciones insidiosas de parte de uno de los contratantes, es inducido el otro a celebrar un contrato que, sin ellas, no hubiera hecho. Por tanto, la esencia de dolo in contrahendo radica en la insidia productora de un engaño, causada por la conducta de una de las partes del contrato”.44 José Puig Brutau. Obra citada. Tomo II. Volumen I. Pág. 92. Christian Larroumet. Obra citada. Volumen I. Pág. 265. 43 Avelino León Hurtado. La Voluntad y la Capacidad en los Actos Jurídicos. Obra citada. Pág. 270. 44 Luis Diez-Picazo y Antonio Gullón. Instituciones de Derecho Civil. Editorial Tecnos S.A. 1995. Madrid. Volumen I. Pág. 424. 41 42

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142. Palabras más, palabras menos, todos los autores están contestes en que el dolo como vicio del consentimiento está conformado por una serie de maniobras fraudulentas que despliega uno de los contratantes para inducir a error a la contraparte, obteniendo un beneficio que en condiciones normales no habría conseguido. La intención positiva de inferir injuria a la persona o propiedad de otro consiste, en este caso, precisamente, en obrar de modo de arrancar el consentimiento que no se habría prestado al margen del engaño. El contratante doloso, entonces, es aquel que para beneficiarse, usando artimañas y asechanzas, consigue engañar a la contraparte, arrancándole una voluntad divorciada de la realidad y que no se manifestaría en conocimiento de la verdad. 143. Entre el dolo y el error hay una identidad genérica. En el error hay un falso concepto de la verdad, pero ello no es imputable a la contraparte, sino que se produce por descuido, mala información, falta de preparación u otros factores semejantes, independientes de la conducta del otro contratante. En el dolo el error es inducido, provocado y proyectado por el otro contratante, el cual coloca a su contraparte en un escenario falso que posibilita y hace posible la manifestación de su voluntad sobre bases erróneas. 144. En otro trabajo nuestro, para explicar el alcance de lo previsto en el artículo 44 del Código Civil, que en forma tan contundente habla de la “intención positiva de inferir injuria a la persona o propiedad de otro”, al analizar el dolo como vicio del consentimiento, decíamos: “El dolo, como es natural, supone que el autor prevea la consecuencia dañosa que su acción u omisión provocará en el patrimonio del sujeto que lo sufre. Puede suceder que el daño sea mayor o menor que el proyectado o querido, pero la responsabilidad del autor cubre todo el perjuicio producido. La responsabilidad no queda limitada a la previsibilidad del daño. Pero si el dolo no es la medida de la responsabilidad, sí que exige la conciencia de que éste se producirá, vale decir, la certidumbre del autor de que su acción es idónea para causar el daño que se propone consumar. Es obvio y no requiere de mayores explicaciones, que si el autor del daño intenta provocarlo con su acción u omisión, ha debido preverlo anticipadamente. No hay dolo, por lo tanto, sin previsión del daño que se producirá, aun cuando éste no llegue a 82

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consumarse”.45 A nuestro juicio, la “intención positiva” de que habla el artículo 44 inciso final del Código Civil, al definir genéricamente el dolo, se satisface con la previsión del daño, de allí que hayamos sostenido que la previsibilidad absorbe la intencionalidad, ya que ella está subsumida en la aceptación del daño que, a ciencia y conciencia, aunque no se desea, se sabe que ocurrirá y se admite este resultado. De aquí que, luego de un análisis más extenso, lleguemos a la conclusión de que los requisitos genéricos del dolo, aplicables en las tres áreas antes indicadas, sean los siguientes: acción u omisión del agente que incurre en responsabilidad (dolo positivo o dolo negativo); representación mental del daño que con certeza o probablemente puede provocar su acción (dolo directo y dolo eventual); y daño efectivo o real que se traducirá en un perjuicio en la persona o en el patrimonio del sujeto afectado. 145. Por consiguiente, tratándose del dolo in contrahendo, el contratante prevé el daño que causará al otro contratante y acepta este daño como cierto o probable en función del provecho que procura para sí. En consecuencia, quien ejecuta maniobras engañosas destinadas a obtener el consentimiento de una persona respecto de un contrato que presume no se celebraría de no mediar estas maquinaciones, obra dolosamente, porque prevé un daño cierto o meramente probable y lo acepta. b.4.3.2. Requisitos del dolo 146. Para que el dolo vicie el consentimiento debe reunir dos requisitos: ser obra de una de las partes y ser determinante. Así se infiere de lo establecido en el artículo 1458 del Código Civil, según el cual “El dolo no vicia el consentimiento sino cuando es obra de una de las partes, y cuando además aparece claramente que sin él no hubieran contratado”. b.4.3.2.1. Dolo obra de una de las partes 147. ¿Cuándo debe entenderse que el dolo es obra de una de las partes? Existen tres hipótesis posibles: a) cuando uno de los contratantes ha intervenido en los hechos destinados a inducir a enPablo Rodríguez Grez. La Obligación como Deber de Conducta Típica. Facultad de Derecho. Universidad de Chile. 1992. Págs. 33 y 34. 45

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gaño a su contraparte, como quiera que ello ocurra (si el dolo ha sido fraguado por varias personas entre las cuales se encuentra un contratante, se imputará a él la responsabilidad derivada del vicio del consentimiento, porque sin su participación el engaño no se habría consumado); b) cuando el engaño se produjo por encargo del contratante que se aprovecha de él (inducción); y c) cuando, conociendo el error que sufre el otro contratante, su contraparte se abstiene de advertir y despejar el error. La reticencia constituye, en este caso, un acto (omisivo) doloso, puesto que debiendo el contratante hablar (advertir el error), calla en provecho de sus intereses. En otros términos, existe un aprovechamiento del escenario en que se genera el consentimiento. 148. En la primera hipótesis hay una participación directa. En la segunda hay participación por inducción. En la tercera hay una reticencia o infracción al deber de lealtad contractual. Ninguna duda cabe de la autoría del dolo en los dos primeros casos indicados, respecto del tercero se trata de un dolo por reticencia. “El hecho de callar cuando se sabe algo revela mala fe, lo mismo que cuando se dice una mentira. Por lo tanto, el dolo puede estar constituido por una omisión o por una reticencia. En efecto, desde el momento en que se haya admitido en derecho positivo que el dolo puede ser el resultado de una simple mentira, no será posible excluirlo ante una reticencia. Por eso la jurisprudencia, dentro de la lógica de la equiparación del dolo a la mala fe, ha tenido en cuenta el dolo por reticencia, no sólo cuando proviene de una colusión fraudulenta que supone una maquinación, sino también cuando consiste simplemente en el hecho de ocultar una realidad que la lealtad o la buena fe obligan a revelar”.46 En consecuencia, tan autor de dolo es aquel que lo fragua, como el que lo encarga o en conocimiento del mismo se sirve de él, callando a sabiendas del error que afecta al otro contratante. 149. ¿Qué ocurre si el dolo proviene del mandatario que celebra el contrato? Sea que el dolo provenga del mandatario o del mandante, el acto será siempre anulable y el dolo, obra de una de las partes. Pero en el evento de que el dolo sólo sea imputable al mandatario, éste, y no el mandante estará afectado por la acción 46

Christian Larroumet. Obra citada. Volumen I. Pág. 269.

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de perjuicios que nace en favor del contratante víctima de la mala fe. Lo anterior en razón de que el dolo es personalísimo y sus efectos no pueden extenderse a un tercero ajeno a su gestación y ejecución. No nos cabe duda que el acto será anulable en el evento de que el contrato sea celebrado por el mandatario, pero el dolo fraguado por el mandante. Si bien es cierto que en este caso el consentimiento se forma por la voluntad del mandatario y no por la voluntad del mandante, la maquinación dolosa imputable a este último debe ser tenida como obra de una de las partes. De lo contrario, el mandato serviría para encubrir la mala fe de uno de los contratantes, lo cual no es dable aceptar. La expresión “obra de una de las partes” debe entenderse en sentido amplio, de modo de comprender en ella tanto al mandatario como al mandante en lo que dice relación con la autoría del dolo. 150. Lo que se dice sobre el mandato debe entenderse referido al representante legal, con la salvedad de que tratándose de incapaces, éstos quedarán al margen de la responsabilidad civil en el evento de que hayan intervenido como inductores de dolo, sin perjuicio de la anulabilidad del acto o contrato. 151. ¿Qué ocurre si el dolo no es obra de ambas partes? En este evento el acto no es anulable, ya que el artículo 1458 del Código Civil establece como requisito que el dolo sea obra de una de las partes y el fin último de la norma es proteger al contratante que es víctima del engaño. Si ambos contratantes se engañan recíprocamente, no cabe el amparo legal y, en cierta medida, ambos dolos se compensan. Ahora, si en el contrato intervienen varias partes y el dolo es obra de dos de ellas, por ejemplo, podrá reclamar la nulidad aquella que no haya intervenido en las maquinaciones engañosas. En suma, siempre el contratante inocente podrá demandar la nulidad en contra de aquel o aquellos otros contratantes que lo han fraguado. b.4.3.2.2. Dolo determinante 152. El artículo 1458 del Código Civil exige, además, que aparezca claramente que sin el dolo “no hubieran contratado”. De este requisito se desprende que el dolo debe ser el factor que determinó la manifestación de la voluntad de contratar o, más claramente, que de no haber éste existido no habría habido consentimiento. 85

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Nótese que la ley exige que aparezca claramente, vale decir, que sea manifiesto y evidente que sin la mediación de las maquinaciones engañosas constitutivas de dolo no se habría manifestado la voluntad. 153. En la mayor parte de los contratos quienes intervienen exageran las ventajas que se ofrecen al otro u otros contratantes. A tal punto llega esta realidad, que los romanos hablaban de “dolus bonus” y de “dolus malus”. El primero no es más que la exagerada ponderación de la mercadería o los beneficios que se ofrecen a la contraparte. El segundo es mucho más que eso y está representado por la mentira, esto es, la falsa representación consciente de la realidad. Si uno de los contratantes deforma la realidad, al punto de hacer caer a su contraparte en un error que lo induce a contratar, estamos en presencia del dolo malo. Es paradójico que se hable de dolo “bueno”, porque el dolo es siempre malo. En verdad se trata de un exceso lo suficientemente expresivo como para significar los habituales recursos que se emplean en el comercio y en el tráfico jurídico en general. 154. Si el dolo ha determinado o no la celebración del contrato o si aparece claramente que sin él no se hubiera contratado, es una cuestión de hecho que deben apreciar soberanamente los jueces del fondo y que escapa, por lo tanto, al tribunal de casación. Nuestra ley es drástica en esta materia, al exigirle al juez que sólo dé lugar a la nulidad en el evento de que aparezca claramente que en ausencia de las maquinaciones engañosas no se hubiera contratado. Tan evidente es el espíritu de la ley en esta parte, que el artículo 1458 empieza diciendo que “el dolo no vicia el consentimiento”, para luego, excepcionalmente, disponer que lo vicia cuando concurren los dos requisitos examinados: que sea obra de una de las partes y que sea determinante. Esta especial ordenación nos lleva a pensar que en esta materia la ley debe interpretarse restrictivamente, ya que el dolo como vicio del consentimiento es siempre excepcional. 155. ¿Cuál es el ejercicio mental que debe realizar el juez para decidir si el dolo es determinante? Debe suprimir de la negociación precontractual las maquinaciones engañosas ejecutadas por uno de los contratantes y deducir qué habría ocurrido si ellas no hubieran estado presentes. Sólo así le será posible justificar una decisión adecuada. 86

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b.4.3.3. Efectos del dolo cuando no es vicio del consentimiento 156. La presencia del dolo, aun en los casos en que no se reúnen los requisitos para que éste sea vicio del consentimiento, puede surtir efectos en el ámbito contractual. Así se desprende de lo preceptuado en el inciso 2º del artículo 1458 del Código Civil. Esta disposición empieza diciendo que “En los demás casos el dolo da lugar…”. Es decir, la presencia del dolo, así no sea obra de una de las partes o no sea determinante surte efectos importantes. 157. Si el dolo no es obra de una de las partes, la ley permite al contratante afectado accionar en contra de la persona o personas que lo han fraguado o en contra de quienes se han aprovechado de él. Contra los primeros reclamando todos los perjuicios sufridos, y contra los segundos hasta concurrencia del provecho que han reportado del dolo. En este caso se ha convertido en un delito civil (artículo 2314 del Código Civil) que obliga a sus autores a reparar todos los perjuicios causados. En el evento de que sólo exista aprovechamiento del dolo ajeno, es aplicable la norma del artículo 2316 inciso 2º, conforme al cual “El que recibe provecho del dolo ajeno, sin ser cómplice en él, sólo es obligado hasta concurrencia de lo que valga el provecho”. Las mismas reglas deben aplicarse en la hipótesis de que el dolo, siendo obra de una de las partes, no sea determinante, o siendo determinante, no sea obra de una de las partes. Nótese que lo previsto en el inciso 2º del artículo 1458 del Código Civil está recogido en los mismos términos en el artículo 2316 del mismo cuerpo legal, al tratar de la responsabilidad extracontractual, situación en que se hallará tanto el tercero que sin ser parte en el contrato ha fraguado el dolo, como el tercero que sin haber intervenido en él se ha aprovechado del mismo. 158. En suma, el dolo siempre puede tener efectos. Si es determinante y obra de una de las partes, será vicio del consentimiento. Si no es determinante o no es obra de una de las partes, dará lugar a una acción de perjuicios contra quienes lo han fraguado o contra quienes se han aprovechado de él. Pero los daños causados por el dolo no quedan en la impunidad y tienen siempre como sanción la reparación indemnizatoria.

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b.4.3.4. Prueba del dolo 159. La regla general es que el dolo debe ser probado, salvo los casos en que éste se presume. El artículo 1459 del Código Civil señala que “El dolo no se presume sino en los casos especialmente previstos en la ley. En los demás casos debe probarse”. Comencemos por destacar que no existe presunción de dolo en materia contractual. Los casos de presunción de dolo están referidos a otras materias (artículos 94 Nos 5 y 6, 706 inciso final, 907 inciso 3º, 968 Nº 5 del Código Civil). Por consiguiente, no hay casos en que la ley presuma el dolo como vicio del consentimiento. Podría pensarse que hay presunción de dolo tratándose de la llamada “lesión enorme”, ya que la rescisión sobreviene por el solo hecho de que exista un desequilibrio grosero en las prestaciones convenidas. Pero, a juicio nuestro, esta tesis es insostenible, ya que la lesión enorme no constituye un vicio del consentimiento, sino una condición objetiva de contratación, como quedó explicado en las páginas precedentes. 160. El artículo 1459 del Código Civil ha dado lugar a una errada interpretación. Se piensa que al decir la ley que “el dolo no se presume”, queda excluido el medio probatorio llamado “presunción”, debiendo recurrirse para acreditarlo a los demás medios de prueba contemplados en la ley (artículos 1698 del Código Civil y 341 del Código de Procedimiento Civil). En verdad lo que la ley establece es que para presumir el dolo, sin necesidad de probarlo por cualquier medio, debe existir una norma expresa que así lo determine. Como bien advierte Avelino León Hurtado, excluir las presunciones impediría, en la mayor parte de los casos, probar el dolo, ya que la prueba indirecta es la única efectiva, atendida la naturaleza de este vicio. Por lo tanto, para probar el dolo, en cuanto vicio del consentimiento, puede recurrirse a cualquier medio probatorio, incluidas las presunciones, pero para alegarlo al margen de las pruebas legales se requiere de una norma que expresamente así lo señale. b.4.3.5. Dolo de los incapaces 161. El dolo del incapaz tiene especial importancia en materia contractual. A él se refiere el artículo 1685 del Código Civil, que dice: “Si de parte del incapaz ha habido dolo para inducir al acto o contrato (o sea el vicio del consentimiento), ni él ni sus herederos o cesionarios podrán alegar nulidad. Sin embargo, la aserción 88

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de mayor edad, o de no existir la interdicción u otra causa de incapacidad, no inhabilitará al incapaz para obtener el pronunciamiento de nulidad”. Se trata, sin duda alguna, de los incapaces relativos (menores adultos e interdictos por disipación), ya que los incapaces absolutos no pueden intervenir en la vida jurídica sino representados por su guardador. 162. En verdad esta disposición tiene poca o ninguna importancia. En efecto, si de parte del incapaz ha habido dolo para inducir a la celebración del acto o contrato, ello implica que el incapaz ha obtenido un beneficio o provecho que, ciertamente, querrá conservar. No tendrá, por lo mismo, interés alguno en demandar la nulidad. De suerte que esta norma sólo interesará en caso que el incapaz, no obstante haber obrado dolosamente, haya sufrido perjuicios con la celebración del contrato y él o su representante quieran demandar la nulidad. Sin duda se trata de casos muy excepcionales. Pero esta norma no impide que la nulidad la reclame el que contrató con el incapaz, en cuyo caso estará sujeto a lo previsto en el artículo 1688 del Código Civil en cuanto a los efectos de la nulidad. 163. Agreguemos, por otra parte, que la razón de ser de esta sanción impuesta al incapaz está fundada en el hecho de que la protección que le dispensa la ley no puede hacerse extensiva a los actos o maniobras dolosas del incapaz. Claro está que aquellos actos y maniobras deberán ser serios y trascendentes. No revisten estas características la mera aserción de mayor edad o la de no existir la causa de la incapacidad. En otras palabras no bastan los dichos del incapaz, es necesario que éste ejecute maniobras engañosas para inducir a contratar a su contraparte. b.4.3.6. Sanción consagrada en la ley para el dolo como vicio del consentimiento 164. La ley consagra dos sanciones civiles diversas para el dolo como vicio del consentimiento. La nulidad relativa o rescisión y la indemnización de perjuicios. No existe controversia alguna sobre que el dolo está sancionado con la nulidad relativa, atendida la naturaleza del vicio, lo previsto en los artículos 1682 inciso final y 1691, ambos del Código Civil. Esta última disposición reglamenta la rescisión y alude precisamente al dolo. 89

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165. Tampoco merece duda el hecho de que declarada la nulidad el contratante doloso deberá pagar los perjuicios en que hizo incurrir a su contraparte. Las disposiciones aplicables serán las relativas a la responsabilidad extracontractual. Ello porque declarada la nulidad debe entenderse que el contrato no existió (se retrotrae la situación al mismo estado en que las partes se encontraban antes de la celebración del contrato), y los daños provocados por el obrar doloso se rigen por las disposiciones contenidas en los artículos 2314 y siguientes del Código Civil. Sería absurdo, creemos nosotros, que se pretendiera aplicar las normas de la responsabilidad contractual cuando el contrato anulado se considera en la ley como no celebrado (artículo 1687 del Código Civil). 166. Por lo tanto, si se declara la nulidad del acto o contrato por existir dolo como vicio del consentimiento, debe entenderse que quien incurre en este vicio ha cometido un delito civil, sujeto en todo a la responsabilidad extracontractual. c. SE REQUIERE QUE EL CONTRATO NO ADOLEZCA DE OBJETO ILÍCITO

c.1. Concepto de objeto 167. Para que exista una obligación contractual es necesario que el contrato que la genera tenga un objeto lícito. El tratamiento que la ley da al objeto en nuestro Código Civil no es claro. Comencemos diciendo que se confunde en el artículo 1438, al definirse el contrato, el objeto de éste con el objeto de las obligaciones y derechos que él genera. Lo propio ocurre en el artículo 1460, que dice: “Toda declaración de voluntad debe tener por objeto una o más cosas que se trata de dar, hacer o no hacer. El mero uso de la cosa o su tenencia puede ser objeto de la declaración”. 168. En consecuencia, el objeto del contrato son los derechos que él crea y no las cosas que se trata de dar, hacer o no hacer. A su vez, las “cosas” son el objeto de los derechos y las obligaciones. Esta confusión resulta explicable a la luz de lo previsto en los artículos 565 y siguientes del Código Civil, conforme al cual “Los bienes consisten en cosas corporales e incorporales” y estas últimas están definidas en el inciso final de la misma norma como aquellas “que consisten en 90

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meros derechos, como los créditos y las servidumbres activas”. Como puede observarse, desde este ángulo, podría sostener que el objeto del contrato son las cosas incorporales, esto es, los derechos que, en su aspecto pasivo, comprenden correlativamente las obligaciones. 169. Recordemos que la ley permite a los particulares realizar todos los actos que estimen convenientes, sin otra limitación que las prohibiciones expresamente contenidas en la ley (autonomía privada). Este principio es uno de los pilares del derecho civil y la garantía más importante de la libertad individual. Para hacerlo realidad, la ley indica, específica y genéricamente, sobre qué materias no puede contratarse o, si se quiere, sobre qué materias no pueden versar los actos y contratos que se pretenden celebrar. Paralelamente, una serie de disposiciones legales indica qué elementos deben concurrir para que un contrato surta efectos. No se trata de prohibiciones, sino de mandatos imperativos para dar eficacia a ciertas convenciones. Ambas cuestiones, aunque diferentes, están entrelazadas, puesto que ambas miran a la eficacia del vínculo jurídico. Estas últimas –las normas imperativas–, en algunos casos, legitiman el objeto de la convención (así, por ejemplo, hay objeto ilícito en los pactos sobre sucesión futura, pero puede admitirse que el causante convenga con algún heredero legitimario, mediante escritura pública, no disponer de la cuarta de mejoras, caso en el cual el pacto surte efecto entre ellos, desapareciendo la ilicitud del objeto). 170. Creemos nosotros que es útil distinguir entre el objeto de la obligación y el objeto del contrato, porque, como se demostrará, las cosas en sí mismas no son lícitas o ilícitas para los efectos de crear un vínculo jurídico. Lo único que puede ser calificado como tal es el derecho o la obligación que se pretende crear a su respecto. Todos los casos de objeto ilícito descritos en los artículos 1462 a 1466 del Código Civil están referidos a conducta humana: a lo que se conviene, a lo que se intenta realizar, a las obligaciones (en cuanto deber de conducta) que se han contraído, etc. En consecuencia, lo que la ley descarta es crear derechos y obligaciones que contraríen las disposiciones legales que describen los casos de objeto ilícito. Probablemente un ejemplo aclarará nuestro pensamiento. El artículo 1466 señala que hay objeto ilícito en la venta de “estatuas obscenas”. Cabe preguntarse, entonces, si es nula la compraventa de este tipo de objetos cuando ello tiene por finalidad fundirlos para recuperar el metal en que fueron construidos o el 91

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mármol que se usó para su elaboración. Creemos que en este caso no hay objeto ilícito, ya que la venta sancionada en la ley debe estar dirigida a hacer circular estas especies y, de modo alguno, a impedir el aprovechamiento del material empleado para su construcción. Lo propio podría decirse de los “libros cuya circulación es prohibida por la autoridad competente, las láminas y pinturas” y “los impresos condenados como abusivos de la libertad de la prensa”, como reza el artículo 1466, todo lo cual es susceptible de aprovecharse en un proceso de reciclaje fabril. 171. En resumen, podemos afirmar que el objeto ilícito en un contrato consiste en una conducta calificada de antijurídica (contraria a derecho), en razón de quebrantar las disposiciones que limitan la autonomía privada. 172. Señalemos, además, que el objeto ilícito sólo alcanza a los particulares que actúan en el campo del derecho común. Ello queda de manifiesto tratándose de “las deudas contraídas en juego de azar”. Si una ley especial, como sucede en casinos, hipódromos, loterías, etc., autoriza este tipo de actividades, las deudas que ellas generan son perfectamente lícitas y darán derecho para reclamar la ejecución forzada de la conducta debida o la correspondiente conducta de reemplazo (sanción) cuando aquélla no pueda ejecutarse. 173. Algunos autores, no sin razón, ponen acento en los intereses que implica el objeto del contrato (recordemos que el derecho subjetivo es un “interés jurídicamente protegido”). Diez-Picazo y Antonio Gullón dicen a este respecto: “Teniendo en cuenta que el contrato es expresión de una autorregulación por las partes de sus propios intereses, una idea bastante aproximada de su objeto es la que lo identifica con los intereses que el negocio está llamado a reglamentar (Betti). No obstante, si tenemos en cuenta la realidad última que es apreciada por los contratantes, diremos que el objeto es un bien susceptible de valoración económica que corresponde a un interés de aquéllos”.47 Más claro aún es Puig Brutau, cuando escribe “El objeto inmediato del contrato es la creación de esta relación jurídica que determina la conducta que han de se-

Luis Diez-Picazo y Antonio Gullón. Instituciones de Derecho Civil. Volumen I. Editorial Tecnos. Madrid. Año 1995. Pág. 411. 47

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guir los contratantes. En este sentido cabe decir que las palabras ‘objeto del contrato’ son una expresión abreviada del siguiente proceso: a) existe un acuerdo de voluntades, b) del que resulta uno o varios derechos personales o de crédito, c) que impone determinada conducta a los contrayentes, d) conducta que se refiere a la manera de proceder con determinada cosa, objeto o servicio. Tienen objeto, propiamente, los derechos y obligaciones nacidos del contrato, pero este objeto de la relación jurídica creada lo enumera el Código como un requisito del contrato mismo”.48 174. Conforme nuestro planteamiento, el contrato no es más que una regla, emanada de la “potestad regulatoria” denominada “autonomía privada”, conforme a la cual los particulares, respetando las normas jurídicas que la reglamentan, generan mandatos particulares de conducta. Por lo mismo, el objeto del contrato, como queda demostrado, no es más que el conjunto de derechos y obligaciones que éste crea y que condicionan el comportamiento de quienes les dan vida y sus causahabientes.

c.2. Principios que rigen el objeto ilícito en la legislación chilena 175. En la geografía del Código, el objeto ilícito está tratado, en general y sin perjuicio de otras disposiciones dispersas, en los artículos 1461 y 1462 a 1466 del Código Civil, normas que enuncian los grandes principios sobre esta materia. Afirmamos, en consecuencia, que la ley expresa principios generales que deben singularizarse respecto de cada caso, sobre ciertas bases que intentaremos sistematizar. i. Hay objeto ilícito en todo lo que contravenga el derecho público chileno y, por extensión, en el día de hoy, en todo lo que contravenga el orden público, que es el estado o situación que genera el derecho público (artículo 1462); ii. Hay objeto ilícito en los llamados pactos sobre sucesión futura, esto es, el derecho a suceder a una persona viva por causa de muerte (artículo 1463); José Luis Puig Brutau. Fundamentos de Derecho Civil. Tomo II. Volumen I. Editorial Bosch. Barcelona. Año 1988. Pág. 109. 48

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iii. Hay objeto ilícito en los actos o contratos que versen sobre cosas que no están en el comercio humano (incomerciables), derechos y privilegios personalísimos, cosas embargadas por decreto judicial o cuya propiedad se litiga, en los dos últimos casos sin cumplirse los requisitos legales (artículo 1463); iv. Hay objeto ilícito en la condonación del dolo futuro y, en razón de lo previsto en el artículo 44 inciso 2º, en la condonación de la culpa grave (artículo 1465); v. Hay objeto ilícito en las deudas contraídas en los juegos de azar, en la venta de libros e impresos cuya circulación está prohibida por la autoridad competente, de objetos obscenos, y de impresos condenados como abusivos de la libertad de prensa (artículo 1466); vi. Hay objeto ilícito en todos los contratos prohibidos en la ley, sin perjuicio de que ella misma establezca otro efecto que la nulidad (artículos 1466 última parte y 10 ambos del Código Civil); y vii. Hay objeto ilícito en los hechos físicamente imposibles (contrarios a la naturaleza) y moralmente imposibles (prohibido por las leyes, o contrario a las buenas costumbres o al orden público, según el artículo 1461). 176. De los casos propuestos surge una distinción fundamental: el Código Civil no trata de la misma manera el objeto ilícito cuando está referido a las cosas materiales que cuando está referido a los hechos, así sean positivos o negativos (abstenciones). En el primer evento, para que una cosa adolezca de objeto ilícito es necesaria una disposición legal expresa que así lo declare. En el segundo caso, hay una exigencia genérica que consiste en que el hecho sea física y moralmente posible, especificando la ley cuándo ocurre una u otra cosa. Hay, por ende, un tratamiento dual del objeto en el Código Civil. Lo anterior resulta perfectamente explicable, ya que es posible prever qué cosas materiales, cuando son objeto de derechos y obligaciones, son constitutivas de objeto ilícito, pero no ocurre lo mismo tratándose de hechos, puesto que ellos pueden ser infinitos, superando cualquier capacidad de prevención y síntesis. Para llegar a esta conclusión, basta con detenerse en el artículo 1461, ubicado, precisamente, al comenzar la reglamentación del objeto en el Código Civil. A ello nos referiremos más adelante. 94

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c.3. Cuestiones que suscitan las disposiciones que reglamentan el objeto ilícito 177. La primera cuestión que suscita la enumeración de estos principios es la posibilidad de interpretar dichos artículos restrictiva o extensivamente. La cuestión que planteamos tiene importancia, ya que en la primera hipótesis (interpretación restrictiva) se reduce considerablemente el ámbito de este instituto, limitándolo rigurosamente a los supuestos contemplados en cada disposición. En la segunda hipótesis (interpretación extensiva), a la inversa, se amplía la aplicación del objeto ilícito, ciertamente, dentro de los límites consignados en cada norma. Es incuestionable, por otra parte, que una interpretación restrictiva resguarda la autonomía privada al permitir a los particulares crear reglas de conducta sin otra limitación que la derivada de la letra estricta de la ley. Una interpretación extensiva, si bien restringe la autonomía privada, permite a los jueces adaptar cada uno de los principios enunciados a las exigencias éticas y valóricas que predominen en cada período de la vida social. 178. ¿Cuál es nuestra posición en esta cuestión? Nosotros creemos que los principios enunciados, en cuanto reglamentan el objeto ilícito en relación a los derechos y obligaciones que versan sobre las cosas materiales (todos los cuales corresponden a disposiciones legales expresas), deben interpretarse y, por ende, aplicarse extensivamente. Para llegar a esta conclusión hemos tenido presente que las disposiciones legales indicadas son muy amplias, abarcan muchas situaciones, al punto de constituir principios generales sobre la materia. Así, por ejemplo, cuando se dice que hay objeto ilícito en todo lo que contraviene al derecho público chileno, la ley civil se remite a un área jurídica muy extensa, que, ciertamente, admite una interpretación extensiva o por analogía. Ello queda de manifiesto si se tiene en consideración que el concepto de “orden público” se entiende comprendido en esta disposición, no obstante que nadie puede discutir que éste no es sólo una manifestación del derecho público (lo anterior reforzado por el artículo 1461). Lo mismo puede decirse del alcance que debe darse a “las cosas que no están en el comercio” o a las “cosas embargadas por decreto judicial”. Respecto de estas últimas se ha resuelto, uniformemente, que aquellas cosas que han sido objeto de una medida precautoria deben ser asimiladas a las cosas embargadas, dando 95

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a la norma aplicación analógica. Por otra parte, el artículo 1683 del Código Civil revela que el objeto ilícito es un instrumento puesto en manos del juez para moralizar las relaciones jurídicas. Prueba de ello es que tratándose de la nulidad absoluta, ella puede pedirse por el ministerio público en el solo “interés de la moral y de la ley”. De más está agregar que tratándose de hechos (positivos o negativos) no cabe discutir la forma en que debe interpretarse la ley, puesto que el objeto ilícito, en este supuesto, consiste en la imposibilidad física y moral del hecho y ello, a su vez, en que éste no sea contrario a la naturaleza, ni esté prohibido en la ley, o sea contrario a las buenas costumbres o el orden público. 179. En síntesis, los casos de objeto ilícito contemplados en la ley constituyen, más propiamente, grandes principios que el juez debe aplicar mediante una interpretación extensiva que le permitirá sancionar situaciones analógicas, cumpliendo, de esta manera, su deber de moralizar las relaciones jurídicas. 180. La segunda cuestión interesante, aun cuando no de trascendencia práctica, es determinar qué diferencia existe entre el “objeto ilícito” y el “objeto incomerciable” o si, por el contrario, se trata de lo mismo. La doctrina, se dice, ha distinguido tres grupos de cosas que no están en el comercio humano: i) las que por su propia naturaleza no pueden ser objeto de actos jurídicos, como el aire, la alta mar y aquellas que son comunes a todos los hombres (artículo 585 del Código Civil); ii) las que en razón de su destinación no pueden ser objeto de actos jurídicos, como los bienes nacionales de uso público (artículo 589 del Código Civil), las destinadas al culto divino (artículo 586), las sepulturas y los mausoleos (hoy sujetos a otra reglamentación legal); y iii) las cosas excluidas del comercio por razones de orden público, o en resguardo del orden público, la moral y las buenas costumbres. Resulta evidente que las dos primeras no están en el comercio atendida su propia naturaleza o la destinación –al menos temporal– que se les ha dado. No sucede lo mismo con las últimas, que están en el comercio, pero se limita la disposición de las mismas, sujetándolas al cumplimiento de ciertos requisitos. Esto ha llevado a don Avelino León Hurtado a sostener que “Los conceptos de ilicitud y de objeto ilícito son diversos y mucho más amplios que el de incomerciabilidad. La cosas pueden ser incomerciables, es decir, no ser objeto posible de posesión o dominio de los particulares, y, en consecuencia, toda 96

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convención que verse sobre tales cosas tendrá un objeto ilícito; pero no toda convención ilícita o con objeto ilícito hace que la cosa sea incomerciable. El concepto de ilicitud es, pues, mucho más amplio, como lo confirma el art. 1464, que señala entre varios casos de objeto ilícito el de la enajenación de las cosas que no están en el comercio. En conclusión: debemos entender por cosas que están fuera del comercio las que por su naturaleza o destino tengan este carácter, según lo que acabamos de expresar, es decir, que no puedan ser objeto de propiedad privada o de posesión. Respecto de aquellas que para su enajenación se requiere de ciertos requisitos, o cuya enajenación está prohibida, debe entenderse que no están fuera del comercio, sin perjuicio de que los actos que a ella se refieran puedan invalidarse por contravención de la prohibición, o por omisión de esos requisitos”.49 181. Tomando pie de esta opinión, digamos, entonces, que el objeto incomerciable es una especie dentro del género del objeto ilícito, y que se caracteriza porque atendida su naturaleza él no puede ser objeto de actos jurídicos desde el momento en que no admite ni posesión ni dominio. De aquí que el artículo 1464 del Código Civil diga que “Hay un objeto ilícito en la enajenación: 1º. De las cosas que no están en el comercio”. Con ello se abarcan todas las cosas que, atendida su naturaleza, no son susceptibles de transacciones jurídicas. Por consiguiente, un objeto ilícito puede dejar de tener este carácter atendida una modificación legal, pero si se trata de un objeto incomerciable ello no será posible, porque su condición está impuesta por la naturaleza misma de las cosas. El artículo 1461 del Código Civil recoge plenamente esta posición. “No sólo las cosas que existen pueden ser objetos de una declaración de voluntad, sino las que se espera que existan; pero es menester que las unas y las otras sean comerciables, y que estén determinadas, a lo menos, en cuanto a su género”. En este primer inciso se alude a las cosas incomerciables, excluyéndolas de entre aquellas que pueden ser objeto de un acto jurídico. El inciso tercero de la misma disposición, aludiendo a un hecho (obviamente los hechos no pueden ser incomerciables), exige que éste sea física y moralmente posible, señalando: “Es físicamente imposible el que es contrario a la naturaleza, y moralmente imposible el prohi49

Avelino León Hurtado. El Objeto en los Actos Jurídicos. Obra citada. Págs. 27 y 28.

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bido por las leyes, o contrario a las buenas costumbres o al orden público”. En suma, la ilicitud del objeto de las cosas incomerciables está recogida en el artículo 1464 Nº 1 y se extiende a todas aquellas cosas que por su naturaleza o la afectación dispuesta en la ley no pueden ser objeto de un acto jurídico. Queda así demostrado, creemos nosotros, que entre objeto ilícito y objeto incomerciable hay una relación de género a especie. Compartimos lo manifestado por el profesor León Hurtado cuando dice que el objeto ilícito es mucho más amplio que el objeto incomerciable, reservado para aquellas cosas que por naturaleza no son susceptibles de posesión ni dominio. 182. Finalmente, una tercera cuestión exige un análisis más detenido. El objeto ilícito en la legislación chilena no está reglamentado de la misma manera cuando se trata de cosas materiales que cuando se trata de hechos positivos o negativos (abstenciones). En el primer caso, el objeto ilícito requiere de una disposición expresa que lo declare, y así se desprende de lo previsto en los artículos 1462 a 1466 del Código Civil antes comentados. Cuando se trata de hechos la regla está dada por el artículo 1461, que exige que éste sea física y moralmente posible. En consecuencia, es ilícito, siguiendo la fórmula expresada en la ley, el hecho “contrario a la naturaleza”, o “prohibido por las leyes, o contrario a las buenas costumbres o al orden público”. Hay, por lo tanto, una diferencia fundamental en el tratamiento dado al objeto ilícito en uno y otro caso. Para que una cosa material sea excluida del tráfico jurídico se requiere de una norma que expresamente lo disponga, aun cuando ella pueda ser interpretada extensivamente (por analogía). Para que un hecho sea excluido del tráfico jurídico basta que éste sea contrario a la naturaleza o esté prohibido en la ley o sea contrario a las buenas costumbres o al orden público. En este último supuesto no tiene mayor sentido sostener que la ley se aplica extensivamente. Al reglamentar este elemento del acto jurídico el autor del Código debió tropezar con un hecho evidente. Las cosas materiales son susceptibles de calificarse específicamente como objeto ilícito, señalándolo. Tal sucede, por ejemplo, con aquellas cosas incomerciables por naturaleza, con las cosas embargadas por decreto judicial o sobre cuya propiedad se litiga, etc. Pero resulta racionalmente inútil intentar describir, caso a caso, los hechos que adolecen de objeto ilícito. De allí que en este último supuesto el Código Civil se limite a exigir que el hecho sea física y moralmente posible, de98

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terminando que lo primero ocurre cuando el hecho no es contrario a las leyes de la naturaleza y, lo segundo, cuando el hecho no es contrario a la ley, las buenas costumbres y el orden público. Se podrá advertir que entre los casos de objeto ilícito a que se refieren los artículos 1462 a 1466 del Código Civil, se deslizan hechos. Ello es efectivo, pero no altera en nada nuestra posición. Resulta explicable que en esta materia el autor del Código no haya mantenido una posición excesivamente rigurosa, facilitando el trabajo de la doctrina.

c.4. Nulidad de que adolecen los contratos con objeto ilícito 183. Para concluir este párrafo digamos que los actos o contratos que adolecen de objeto ilícito están sancionados en la ley con la nulidad absoluta, todo de conformidad a lo previsto en el artículo 1682 del Código Civil. Esto implica que el legislador haya elevado la licitud del objeto a un alto rango para los efectos de determinar la eficacia del acto o contrato. Recordemos, sin embargo, que la circunstancia de que el objeto ilícito esté sancionado con la nulidad absoluta no constituye una circunstancia de agravamiento, si ello se aprecia a partir de la declaración judicial de nulidad. Las nulidades absoluta y relativa tienen los mismos efectos, salvo excepciones muy calificadas. Su diferencia esencial está representada por el estatuto que regula a una y otra nulidad, lo cual se traduce en características concretas, tales como cuáles son las causales de nulidad en uno y otro caso, quién puede reclamarla, en qué plazo se extingue la acción de nulidad, qué facultades tiene el juez para declararla de oficio, en qué casos opera la suspensión de la prescripción a su respecto, cómo se sanea la nulidad, etc. Pero una vez pronunciada judicialmente la nulidad, sus efectos, consagrados en los artículos 1687 y 1689 del Código Civil, son exactamente los mismos, así se trate de la nulidad relativa o de la nulidad absoluta. 184. Lo que sí no puede omitirse es el hecho de que nulidad absoluta está establecida en beneficio de la moral y de la ley. Ello queda en evidencia a la luz de lo previsto en el artículo 1683 del Código Civil, ya que en casos calificados la nulidad puede ser pronunciada de oficio por el juez (cuando aparece de manifiesto en el acto o contrato), pedirse su declaración por el ministerio públi99

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co en el interés de la moral y de la ley, no puede el acto o contrato afectado ser saneado por la ratificación de las partes, y la acción de nulidad perdura por el plazo de 10 años (se discute cuál es el alcance jurídico de este plazo, si se trata de una causal de saneamiento o se trata de la prescripción adquisitiva de los derechos que generó el acto o contrato). En suma, la nulidad absoluta se caracteriza por hallarse establecida en función del interés social, de la moral y de la ley. d. SE REQUIERE QUE EL CONTRATO NO ADOLEZCA DE CAUSA ILÍCITA

d.1. Concepto de la causa 185. La causa, como elemento del contrato, es, quizás, uno de los temas más difíciles de comprender en la teoría general de los actos jurídicos. Definida en el artículo 1467 del Código Civil, como “el motivo que induce al acto o contrato”, ha sido objeto de varias y disímiles interpretaciones. 186. Desde luego, se discute por los autores si la causa es un requisito del contrato o un requisito de la obligación. La redacción del artículo 1467 se presta para confundir las cosas en este aspecto, ya que comienza diciendo que “No puede haber obligación sin una causa real y lícita; pero no es necesario expresarla. La pura liberalidad o beneficencia es causa suficiente”. Sin embargo, en el inciso segundo del mismo artículo, la causa está claramente referida al acto o contrato (“el motivo que induce al acto o contrato”). La mayoría de la doctrina nacional sostiene que la causa es elemento de la obligación. Entre otros don Arturo Alessandri Rodríguez y don Leopoldo Urrutia afirman que la causa está referida al contrato y no faltan autores, como don Luis Claro Solar, que sostienen que esta discusión carece de importancia práctica. 187. Nosotros creemos que esta materia es importante y que debe comenzarse por dilucidar si la causa a que se refiere el artículo 1467 del Código Civil es un requisito del contrato o un requisito de la obligación. Digamos que resulta evidente que para calificar la causa como lícita o ilícita, no da lo mismo remitirla al 100

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contrato o a la obligación. La causa del contrato es, como dice la ley chilena, el motivo que induce a él, esto es, la fuerza que impulsa a la voluntad a contratar (causa ocasional). La causa de la obligación es la fuente de la relación obligacional (causa eficiente). Como se explicará más adelante, la llamada causa final –idéntica en todo contrato de la misma especie–, en cuanto causa del contrato, queda subsumida en la causa ocasional. 188. Comencemos por señalar que la causa de la obligación es la fuente de la cual ella emana. Así, la fuente de la obligación contractual es el contrato y la fuente de la obligación extracontractual es la ley. La razón o motivo de la existencia de la obligación no puede ser otra cosa que su fuente, que, por cierto, es anterior a su aparición y se proyecta como efecto de la misma (fuente). Por consiguiente, la causa de la obligación será siempre la llamada causa eficiente, idéntica en todos los actos y contratos de la misma especie. Lo que señalamos queda en evidencia al constatar que no hay obligación sin una fuente (artículos 1437 y 2284 del Código Civil). ¿Cuál es, entonces, el papel que corresponde a la fuente en el proceso de creación de la obligación? Ciertamente, ha de tratarse de la causa, ya que sin ésta, aquélla no habría podido surgir al mundo jurídico. Por otra parte, la obligación no es más que un efecto de la fuente de la cual emana (no hay obligación contractual sin un contrato previo). Por lo mismo, la única causa de la obligación reside en la fuente de la cual surge como efecto. 189. El problema de la causa, por consiguiente, debe estar referido al contrato tratándose de obligaciones que emanan de este tipo de convenciones. En esta materia se advierte una fuerte influencia histórica a partir del Derecho Romano, que originalmente, como es sabido, no reconoció a la causa como elemento de los actos jurídicos. Fueron los canonistas de la Edad Media quienes la introducen para los efectos de evitar las inequidades que derivaban de las obligaciones abstractas o no causadas, a las cuales los romanos atribuían pleno valor, arrastrados por su adhesión al cumplimiento de la formalidad (verba), la entrega de la cosa o el cumplimiento de la fórmula (factum), como lo recuerda Avelino León Hurtado en su obra sobre esta materia. Antes de consagrarse la teoría de la causa, los pretores romanos idearon un conjunto de acciones para amparar al deudor, ya que la obligación quedaba perfecta y debía cumplirse aun 101

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en ausencia de una contraprestación correlativa (especialmente en los contratos sinalagmáticos). La teoría de la causa surge, entonces, en el siglo XVIII por obra principalmente de Domat y de Pothier. Son ellos los que ponen acento en la causa final, afirmando que la causa es el “fin o propósito inmediato e invariable del acto” o “la razón o interés jurídico que induce a obligarse”. “En este sentido es el fin que se propone lograr el deudor al obligarse y que es idéntico siempre en contratos de la misma especie. Por ejemplo, el mutuario siempre estará obligado a restituir en razón a que el mutuante le hizo entrega de la cosa prestada. La causa de su obligación será invariablemente ésta, en todos los contratos de mutuo que se celebren”.50 190. El sostener que la causa a que se refiere el artículo 1467 del Código Civil es la causa final, desligada absolutamente de los motivos psicológicos que inducen a contratar (causa ocasional), implica reconocer que ella no puede ser ilícita, si como tal se considera la causa prohibida por la ley o contraria a las buenas costumbres o al orden público, según la terminología empleada en la citada disposición legal. De allí que un autor diga que la causa final “es neutral desde el punto de vista de la moral y del orden público” y que “la nulidad por ilicitud de la causa no aporta nada nuevo en relación con la nulidad por ilicitud del objeto, y tanto más en cuanto que la nulidad es de orden público y cada uno de los contratantes tiene derecho a invocarla”.51 191. Avelino León Hurtado, para salvar esta elemental contradicción, adhiere a lo que se ha llamado la teoría dual de la causa, sostenida tanto en la jurisprudencia francesa como chilena: “O sea, cuando se trata de causa lícita, el legislador sólo se refiere a la causa final, a la causa preestablecida, constante, invariable y abstracta en contratos de un tipo determinado. Pero cuando los motivos que determinan a contratar (causa impulsiva o determinante) son ilícitos (contrarios a las buenas costumbres o al orden público), el juez tiene que considerarlos en concreto, es decir, juzgar los motivos individuales: la causa ocasional”. 52

Avelino León Hurtado. La Causa. Obra citada. Pág. 25. Christian Larroumet. Obra citada. Tomo I. Pág. 392. 52 Avelino León Hurtado. Obra citada. Pág. 30 50

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192. De la manera señalada se mantiene la teoría clásica de la causa, no obstante no aducirse una sola razón jurídica que permita sostener esta dualidad en el tratamiento que nuestro Código da a la causa. Tampoco se advierte por qué razón, para apreciar la existencia de la causa, deba recurrirse a un concepto de ella (causa final) y para juzgar su licitud deba recurrirse a otro concepto (causa ocasional). Finalmente, si para determinar la existencia de la causa debe atenderse a la causa final, se confunde la causa con el objeto, esto es, con los derechos y obligaciones que nacen del contrato. En suma, la teoría dual de la causa, si bien salva las contradicciones analizadas, no representa utilidad alguna en la teoría del contrato. 193. ¿Cuál es nuestra posición a este respecto? Desde luego, reiteremos que la causa está referida al contrato, no a la obligación contractual, que tiene siempre la misma causa, idéntica en todos los contratos o actos de la misma especie (causa eficiente), atendido el hecho de que no es más que un efecto de su fuente generadora. Si bien la redacción del artículo 1467 del Código Civil induce a error, no cabe duda que la causa considerada por nuestro Código Civil es la causa ocasional, definida como el motivo que induce a contratar, o los motivos individuales que impulsan a ejecutar el acto o celebrar el contrato. Son estos motivos los que la ley exige que no sean contrarios a la ley, las buenas costumbres y el orden público. La causa, en esta perspectiva, es algo distinto del objeto, porque no mira la licitud de la conducta humana comprometida y que debe realizarse, sino los fines que se tienen presentes para contratar o ejecutar un acto. 194. Existe, entonces, un doble control de eticidad. Por una parte, la ley exige que los motivos que inducen a contratar no sean contrarios a la ley, las buenas costumbres y el orden público y, por la otra, que la conducta que debe desplegarse corresponda a un deber jurídico legítimo, en cuanto tenga como contrapartida la existencia de una obligación correlativa o la realización de una mera liberalidad. Cabe advertir que la conducta que se ha comprometido puede ser perfectamente lícita, pero no los motivos que inducen a asumirla. Así, por ejemplo, si se celebra un contrato de compraventa de estupefacientes destinados a su comercialización, o un contrato de donación para obtener los favores sexuales de una persona menor de edad, las obligaciones que nacen de estos contratos son 103

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jurídicamente neutras desde la perspectiva de la causa, ya que de la compraventa nacerá el derecho del vendedor de reclamar el precio y el derecho del comprador de reclamar la entrega de la especie vendida (efectos idénticos en todos los contratos de compraventa), y del contrato de donación la obligación del donante de hacer tradición de la cosa donada (efecto también idéntico en todo contrato de donación). Si la causa (final) llegare a faltar, no habrá obligación, ya que el vendedor sólo está obligado a entregar lo vendido, porque el comprador está obligado a pagar el precio, y el donante a hacer tradición de la cosa donada por haber consignado su intención de realizar una liberalidad al momento de perfeccionarse el contrato. Por el camino de la causa final no se llega al control ético de la actividad jurídica. Ello sólo ocurre atendiendo a la causa ocasional o motivos que inducen a contratar. En el primer caso (compraventa) hay causa ilícita, porque se trata de un contrato prohibido en la ley, contrario a las buenas costumbres y el orden público; en el segundo (donación) habrá también causa ilícita por las mismas razones. Lo único susceptible de calificarse de contrario a la ley, la moral y el orden público son los motivos que inducen a contratar, no las obligaciones que nacen del contrato, si ellas corresponden a los efectos jurídicos propios y universales del acto o contrato. 195. Esta materia ha sido objeto de confusión, a juicio nuestro, porque la ilicitud de la causa ocasional (motivos que inducen a contratar) se proyecta al objeto de las obligaciones, perdiéndose de vista que éstas (las obligaciones) no son más que efectos jurídicos que surgen de un “instrumento” (el acto o contrato) que se pone en movimiento en virtud de la causa ocasional (impulso causal). Proyectando el ejemplo anterior, podrá parecernos, a primera vista, que es contrario a derecho entregar un cargamento de estupefacientes o reclamar una especie donada en razón de haber prestado un servicio sexual, pero tales conductas no son ilícitas en razón de la causa, sino en razón de provenir de un acto o contrato contrario a la ley, a las buenas costumbres y el orden público, ya que nada de ilícito tendrá entregar el mismo cargamento de estupefacientes a un laboratorio para la elaboración de medicamentos, ni reclamar la entrega de una especie donada en virtud de una convención. 196. Más claro aún. Pensamos que la causa sólo interesa para dos efectos: calificar la licitud de los motivos que impulsan a con104

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tratar (causa ocasional) y para cuidar de la correlación de intereses ínsita en todo acto o convención (causa final). El contenido ético y licitud de la obligación no está controlado por la causa, sino por el objeto. De allí que a través de la causa puedan examinarse los motivos que inducen a contratar o ejecutar un acto, pero no el contenido de la conducta en que consiste la obligación. Esto último sólo concierne al objeto, o sea, al deber de conducta que se ha forjado. La causa se agota con la celebración del contrato o la ejecución del acto, a partir de ese estadio entra a funcionar el objeto. 197. En síntesis, creemos nosotros que es esencial distinguir entre causa del contrato y la causa de la obligación y que nuestro Código Civil, en el artículo 1467, se refiere a la primera y no a la segunda. Asimismo, creemos que respecto de las obligaciones sólo cabe hablar de causa eficiente o fuente generadora del efecto. La causa final, en tanto interés jurídico que induce a obligarse o fin o propósito inmediato e invariable de un acto o contrato, no es más que la descripción de los efectos propios del mismo y, por lo tanto, neutra en lo tocante a su licitud o ilicitud. Por último, la causa del acto o contrato de que trata nuestra ley civil es la causa ocasional (motivos psicológicos que impulsan a contratar), debiendo estos motivos no estar prohibidos en la ley, ni ser contrarios a las buenas costumbres o el orden público. De aquí que nos adscribamos a la teoría del “doble control de eticidad”, que asigna a la causa final la misión de justificar jurídicamente el surgimiento de las obligaciones proyectadas en el acto o contrato y a la causa ocasional la misión de dar valor a dichas obligaciones atendiendo a su origen. Si falta la causa final, las obligaciones no existirán, porque no se da la correlación que jurídicamente las justifica o no se da la mera liberalidad que las hace posible. Si falla la causa ocasional por ser los ilícitos los motivos que inducen a contratar, las obligaciones no serán válidas. 198. Para comprobar lo que sostenemos, basta indicar que si en un contrato no existe una obligación correlativa (siendo bilateral), o una prestación previa (si es real y unilateral), no habrá obligación alguna (artículo 1444 del Código Civil), puesto que si el vendedor no tiene derecho a exigir el precio, no estará obligado a entregar la cosa; y si el comodatario no entregó la cosa prestada, no tendrá derecho a exigir su restitución. En el evento de que el contrato de compraventa tenga por objeto transferir un cargamento 105

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de estupefacientes para su comercialización en el mercado, el contrato será nulo por ilicitud de la causa y las obligaciones del comprador y vendedor existirán (se insertarán provisionalmente en el sistema jurídico), pero serán también ineficaces (nulas) por ilicitud del objeto. La ausencia de causa final conduce a la inexistencia de las obligaciones por una insuficiencia jurídica, en tanto la causa ocasional, a la nulidad del contrato. 199. En el mismo sentido Larroumet nos dice: “Para apreciar la validez de la causa frente a la ley o la moralidad pública, hay que ir más allá de la causa de la obligación, para tomar en cuenta los motivos, yendo en contra de lo que estableció la doctrina clásica. En efecto, únicamente los motivos que impulsan a un individuo a comprometerse son los que pueden tener matices morales. Esto es lo que hace la jurisprudencia cuando anula contratos con el pretexto de que uno de los contratantes o ambos persiguen un fin inmoral. La jurisprudencia efectivamente va más allá de la causa de la obligación tal como la hemos explicado, para tener en cuenta los motivos. Ahora bien, son precisamente estos motivos los que constituyen la causa del contrato, por oposición a la causa de la obligación”.53 Creemos que este breve comentario ahorra mayores explicaciones. 200. Para terminar estas reflexiones digamos que la causa aparece al momento de celebrarse el contrato o ejecutarse el acto. Ella se agota en ese momento y no es dable proyectarla a las obligaciones que nacen, porque éstas están controladas por el objeto. El contrato, no las obligaciones, será nulo por ilicitud de la causa. La dificultades con que tropieza esta materia son consecuencia de los equívocos a que arrastra el texto de la ley y al hecho de que hemos querido proyectar la causa a las obligaciones, invadiendo el ámbito del objeto.

d.2. Utilidad de la causa 201. De las reflexiones que anteceden puede desprenderse que la noción de causa, en la forma antes planteada, cobra una enor53

Christian Larroumet. Obra citada. Tomo I. Pág. 393.

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me importancia. Los autores destacan que esta utilidad nace de dos vertientes: por una parte, permite el control judicial sobre la conformidad del acto o contrato con las buenas costumbres, la ley y el orden público y, por otra parte, sirve para justificar la nulidad por vicio del consentimiento, especialmente por error. 202. No cabe duda que el juez para apreciar la causa del contrato deberá remontarse a los motivos que dieron impulso a la voluntad, sea que se trate de contratos a título oneroso o a título gratuito. De esta manera, apreciará in concreto, en cada caso particular, las razones que se tuvieron para asumir las obligaciones que generó el acto o contrato. Como es obvio, los motivos son infinitos, de modo que el juez deberá, en cada caso sometido a su consideración, determinar si ellos se ajustan a las exigencias legales, al orden público y a las buenas costumbres (mínimum ético predominante en la sociedad), o los contravienen. Nótese que conceptos tales como las “buenas costumbres” van evolucionando en la sociedad al margen del derecho y adaptándose a las costumbres sociales. De esta manera se renueva la regulación jurídica sin que sea necesaria una innovación legislativa. Como puede comprobarse, en esta materia el juez juega un papel determinante, lo propio sucede con la jurisprudencia, llamada a actualizar el mandato legislativo y fijar los precedentes que habrán de orientar el comportamiento jurídico de los particulares. 203. Entregar a los tribunales de justicia la determinación de la validez jurídica, a través de la apreciación de la licitud de la causa, es una buena fórmula para asegurar que la autonomía privada no se preste para abusos y excesos y, sobre todo, para moralizar la actividad jurídica de los particulares. 204. Además de lo dicho debe considerarse que para determinar el objeto del contrato y, en ciertos casos, la persona con que se quiere contratar, es necesario atender a los móviles que impulsan a las partes a hacerlo. Así se trate del error obstáculo, substancial o accidental (en los supuestos en que este último error anula el consentimiento), todos ellos están condicionados por la causa en tanto fuerza que impulsa a asumir las obligaciones que genera el contrato. La identidad de éste, la calidad del objeto o la selección de la contraparte (tratándose de contratos intuitus personae), será fruto de la causa ocasional, porque de ella dependerá que cada uno 107

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de dichos elementos se ajuste a los móviles que se persiguen al concluir el contrato. En el fondo, entonces, el error sobre la especie u objeto del contrato o sobre el cocontratante recae en la causa ocasional, aun cuando atendiendo a una proyección más remota. No obstante lo señalado, el error sobre la causa no tiene sanción en la ley, en tanto este error no se trasmite al objeto o la persona que interviene en el acto o contrato. De aquí que el error sobre la causa no afecte la licitud de la misma. 205. En el mismo sentido opina Larroumet, cuando dice: “En realidad, el tener en cuenta el error por cuanto vicia el consentimiento no se puede comprender si no nos referimos a la causa del contrato. En efecto, sabemos que la nulidad del contrato no puede ser declarada sobre la base de un error cometido por un contratante, sino cuando este error ha recaído sobre un elemento esencial del contrato (deben entenderse determinantes para este autor aquellos casos en que el error provoca la nulidad). Ahora bien, un elemento sólo se puede considerar como tal cuando corresponde a lo que busca una de las partes mediante la celebración del contrato. En otros términos, es el fin perseguido por un contratante lo que permite determinar lo que es un elemento sustancial. Este fin no es más que la causa impulsiva o determinante. Por lo demás, el error debe haber sido determinante del consentimiento para producir la nulidad del contrato. Cuando el error determinante del consentimiento ha recaído en un elemento sustancial del contrato, ocasiona la nulidad de éste. En otras palabras, la nulidad por error sobre la sustancia no es más que la aplicación de la teoría de la causa del contrato”.54 206. Queda así demostrado que la causa indirectamente desempeña un doble papel en el contrato: vela porque los motivos que inducen a su celebración se ajusten a la ley, las buenas costumbres y el orden público, y determina la presencia de los elementos sustanciales de la convención al ser ellos seleccionados atendiendo a los fines que se persiguen al manifestar la voluntad.

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Christian Larroumet. Obra citada. Tomo I. Pág. 400.

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d.3. Nulidad por causa ilícita 207. Para concluir es necesario dejar sentado que el Código Civil prescribe que la nulidad que proviene de causa ilícita es absoluta (artículo 1682). Se trata, por consiguiente, de una sanción específica, no genérica, establecida en la ley. Esta sanción confirma que tras ella existe un compromiso con la ley, el orden público y la moral (la cual se manifiesta a través de las buenas costumbres). De allí que pueda ser declarada por el juez cuando aparece de manifiesto en el acto o contrato o pedirse su declaración por el ministerio público en interés de la moral o de la ley, según reza el artículo 1683 del Código Civil. 208. Nuestro Código Civil ha velado por que los imperados no se aprovechen de su propio dolo, aun a costa de dejar sin sanción los casos en que se incurra en causa u objeto ilícito. Así se desprende de lo previsto en el artículo 1683, que niega la acción de nulidad absoluta al que ejecuta el acto o celebra el contrato “sabiendo o debiendo saber el vicio que lo invalidaba”, y del artículo 1468, que dispone que “no podrá repetirse lo que se haya dado o pagado por un objeto o causa ilícita a sabiendas”. Creemos, por lo mismo, que estas disposiciones revelan que, por encima del control ético de los actos y contratos (encargado al juez), se ha situado el principio de que nadie puede aprovecharse de su propio dolo. A juicio de nuestro legislador, ello envuelve una infracción moral todavía más grave que la contravención a la ley, el orden público y las buenas costumbres. Las disposiciones indicadas, por lo mismo, constituyen, por sí solas, una sanción extrema al privar a la persona perjudicada del derecho a atacar los actos que adolezcan de causa y objeto ilícitos. 209. Distinta es la situación en el evento de que un determinado acto carezca de causa. Sobre este particular, los autores se dividen entre quienes afirman que se trataría de un acto o contrato inexistente y quienes sostienen que se trataría de un acto o contrato absolutamente nulo. Nosotros sostenemos la primera tesis. La causa es un elemento de existencia del acto jurídico, por lo tanto, su inconcurrencia implica que éste no se ha completado, que no existe sino como una tentativa, razón por la cual no ha surgido a la vida jurídica o, como lo sostenemos en otros trabajos, que el acto no se ha insertado en el sistema jurídico y, por lo mismo, no está 109

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dotado ni siquiera de validez provisional. Tratándose de la causa, la cuestión nos parece aun más clara. La causa es el impulso que mueve a la voluntad, la fuerza que nos arrastra a manifestar lo que efectivamente queremos. Si falta la causa, la voluntad, aun cuando se exprese, está desprovista de realidad y no puede ser sino fruto de un error, puesto que ella no corresponde a lo que efectivamente se desea. Hay, por ende, un abismo entre la voluntad y aquello que la determina y la impulsa. No puede medirse de la misma manera una causa inexistente que una causa ilícita. En este último evento, la voluntad existe, pero está impulsada por un propósito antijurídico. De allí que la ausencia de causa nos coloque frente a un acto meramente tentado, incompleto, que no reúne los presupuestos que permiten que el acto surja a la vida del derecho y se inserte provisionalmente en el sistema normativo. En tal supuesto, el acto es inexistente.

d.4. Actos abstractos o no causados 210. Para concluir analizaremos brevemente los llamados contratos abstractos o no causados. Se trata de casos excepcionales en los que la validez de la relación no está subordinada a una causa real y lícita. Decimos que es excepcional, puesto que el artículo 1467 del Código Civil dispone que “No puede haber obligación sin una causa real y lícita; pero no es necesario expresarla”. Se cita a este respecto la delegación, la estipulación a favor de otro, la obligación asumida por el fiador frente al acreedor y los llamados títulos negociables. En estas hipótesis la causa no juega papel alguno, al menos en lo que dice relación con las obligaciones que surgen de estas convenciones. 211. En todos estos casos aparece la necesidad de reforzar, como dice don Avelino León Hurtado, la “seguridad y certeza jurídicas”. De lo que se trata es dar a las obligaciones la mayor estabilidad posible para reforzar los negocios jurídicos. Analizaremos brevemente cada uno de estos casos. 212. La obligación que el fiador asume frente al acreedor es abstracta. No interesa investigar qué motivos lo inducen a obligarse. Esta motivación (causa) deberá existir en la relación entre el deudor y el fiador, pero no respecto del acreedor. ¿Qué se consi110

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gue con ello? Indudablemente dar al compromiso asumido por el fiador una mayor seguridad, desvincular su obligación de una causa real inmediata, real y lícita, e impedir que el obligado subsidiariamente pueda exonerarse de la obligación alegando la existencia de una causa contraria a la ley, las buenas costumbres o el orden público. Lo anterior no significa que la obligación principal (entre deudor y acreedor) no deba reunir todos los requisitos establecidos en la ley, entre ellos la concurrencia de una causa real y lícita. 213. Lo propio ocurre en la delegación. Esta figura ha sido definida como “una operación jurídica, en virtud de la cual una persona que toma el nombre de delegado, a petición de otra, llamada delegante, o con acuerdo suyo, se obliga para con un tercero, llamado delegatario. Y se habla de operación jurídica, porque aun cuando el punto mucho se discute, hay algo esencial en la delegación, el acuerdo entre delegante y delegado, y coetáneamente o con posterioridad la intervención del delegatario. La delegación supone, en todo caso, la intervención de tres personas: el primitivo deudor, que se llama delegante, quien acuerda con el delegado que éste se obligue con el delegatario. El delegado, que es quien se obliga frente al delegatario, y éste, que es el acreedor y recibe de parte del delegado la promesa de pago, o el pago acordado entre delegante y delegado”.55 Ahora bien, la obligación asumida por el delegado es abstracta respecto del delegatario, esto es, no requiere de causa, la cual habrá sí de existir entre delegado y delegante, mas no respecto del delegatario. Dicho de otro modo, el delegado (nuevo deudor) no podrá oponer al delegatario (acreedor) como excepción la inexistencia o la ilicitud de la causa en la relación entre delegado y delegante. De esta manera se reafirma la existencia de la obligación que asumió el delegado. 214. Otro caso es la estipulación en favor de un tercero, instituto regido por el artículo 1449 del Código Civil. “Cualquiera puede estipular a favor de una tercera persona, aunque no tenga derecho para representarla; pero sólo esta tercera persona podrá demandar lo estipulado; y mientras no intervenga su aceptación expresa o tácita, es revocable el contrato por la sola voluntad de

René Abeliuk Manasevich. Las Obligaciones. Editorial Jurídica de Chile. Año 2001. Cuarta Edición. Tomo II. Pág. 1010. 55

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las partes que concurrieron a él”. En este caso intervienen tres personas: el beneficiario (persona que recibirá el provecho o prestación acordada), el prometiente (persona que contrata en favor del beneficiario) y el estipulante (persona que acuerda que un tercero ejecute una prestación a favor del beneficiario). Es bien obvio que en la relación entre estipulante y prometiente debe existir una causa real y lícita de acuerdo a las normas generales de derecho, pero no cabe cuestionar la causa en la relación entre prometiente y beneficiario. A su respecto la obligación es no causada. El beneficiario adquiere el derecho sin consideración a la causa, que, como se señaló, queda remitida al contrato entre estipulante y promitente. 215. Finalmente, los llamados títulos negociables (cheques, letras de cambio, pagarés, etc.) generan obligaciones no causadas. Se trata de instrumentos que se emiten con el propósito de que ellos puedan circular libremente, sea a través de la entrega material (títulos al portador) o del endoso (títulos a la orden). “La ‘seguridad del tráfico’ ha obligado a configurar estos actos como abstractos de causa. Y de este modo el acto es válido aunque la causa no exista o sea ilícita, pues en este supuesto la seguridad jurídica ocupa el lugar de la justicia, respecto del portador legítimo y de buena fe”.56 Nadie puede negar la importancia que en el proceso económico tiene este tipo de instrumentos. Nadie, tampoco, puede ignorar los esfuerzos constantes que hacen los juristas por agregar nuevas creaciones destinadas a permitir un circulación más amplia y segura de los créditos (derechos personales). Como bien lo advirtió don Andrés Bello, de la libre circulación de los bienes deriva la prosperidad de las naciones. Las llamadas obligaciones no causadas son una manifestación de este esfuerzo. 216. Conviene precisar que la circunstancia de que pueda prescindirse de la causa en algunos casos constituye una calificada excepción que requiere, por lo mismo, de un texto expreso de la ley. De lo contrario todo acto o contrato, y por consiguiente toda obligación, puede ser declarado nulo si éste o aquél carece de causa o adolece de causa ilícita (sin perjuicio de que la falta de causa puede ser sancionada con la “inexistencia” jurídica, según sostienen quienes postulan que es esta sanción la que corresponde conside56

Avelino León Hurtado. La Causa. Obra citada. Pág. 43.

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rar cuando no concurren los elementos de existencia de un acto jurídico). El artículo 1467 del Código Civil señala que “No puede haber obligación sin una causa real y lícita; pero no es necesario expresarla. La pura liberalidad o beneficencia es causa suficiente”. La exoneración del deber de expresar cuál es la causa del acto o contrato no tiene otro alcance que liberar del peso de la prueba a quien alega la existencia y validez de los mismos, pero no inhibe a quien sostiene la ausencia o la ilicitud de la causa para impugnar la existencia o validez del acto o contrato del cual emanan las obligaciones. Para que el acto o contrato sea efectivamente abstracto y no se considere a su respecto la concurrencia o ilicitud de la causa, debe existir una autorización expresa de la ley en tal sentido. Es ello lo que sucede en los casos antes analizados. C. LOS DOS ELEMENTOS ESENCIALES DE LA OBLIGACION CONTRACTUAL 217. Para concluir el estudio del primer presupuesto de la responsabilidad contractual (existencia de una obligación contractual), debemos destacar que este requisito encierra la imposición de un deber jurídico que consiste en comportarse de una determina manera respecto del sujeto activo de la relación (acreedor). La doctrina ha llamado a esta conducta prestación y, como dice el artículo 1438 del Código Civil, consiste en “dar, hacer o no hacer alguna cosa”. De lo anterior se sigue que los contratantes, al perfeccionar este vínculo jurídico, proyectan un resultado o una meta que aspiran alcanzar. Lo que se trata de dar, hacer o no hacer, por lo mismo, no es más que un programa que expresa un resultado que ambos contratantes comparten. 218. Hemos afirmado, y lo analizaremos más adelante en detalle, que toda obligación (en cuanto efecto de un contrato), además de la prestación, describe un comportamiento que las partes se proponen desplegar. No existe obligación, en consecuencia, si ella no especifica la prestación (como proyecto o resultado propuesto y aceptado por las partes); o no describe la conducta que debe desarrollar el sujeto pasivo de la relación, lo cual se consigue a través de la determinación del grado de culpa de que responde el deudor. La obligación, por lo mismo, describe una meta (prestación) y una conducta (culpa de que se responde). 113

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219. Esta cuestión nos plantea un problema medular. ¿Qué relación existe entre la prestación y la conducta asumida? ¿Qué ocurre si la conducta descrita en el contrato no es suficiente para lograr la prestación? ¿Se responde siempre y en todo caso de la ejecución de la prestación, así la conducta convenida en el contrato sea insuficiente para lograrla? La respuesta a estas interrogantes, generalmente eludidas en la doctrina jurídica contemporánea, nos ha colocado en fronteras muy alejadas de la opinión mayoritaria. Se sostiene a este respecto que las obligaciones pueden ser de medio y de resultado, afirmando que las primeras imponen un deber de conducta que no asegura el logro de la prestación (el deudor se obliga sólo a realizar sus mejores esfuerzos para alcanzarla), y las segundas imponen el deber de lograr la prestación cualquiera que sean las exigencias que ello demande. A juicio nuestro, todas las obligaciones contractuales son de medio, nunca de resultado, ni siquiera cuando el deudor asume derechamente y a todo trance el deber de ejecutar la prestación. Todo ello será analizado en lo que sigue. Sin embargo, atendida la naturaleza de este planteamiento, creemos fundamental poner énfasis en el hecho de que la obligación contractual describe dos antecedentes sin los cuales la responsabilidad contractual no podría concebirse: la prestación y la conducta debida por el deudor para alcanzarla.

C.1. La prestación 220. Decíamos que la prestación consiste en la descripción de las metas que los contratantes proyectan alcanzar. La prestación, entonces, da cuenta de qué debe darse, hacerse o no hacerse en favor del acreedor. Se trata, por lo tanto, de un objetivo material referido a transferir el dominio de una cosa corporal o incorporal (dar), a la ejecución de un hecho (hacer) o a una abstención (no hacer) que implica renunciar a una actividad lícita que el deudor está facultado a ejecutar. En consecuencia, toda prestación expresa la realización de un proyecto o programa que los contratantes aspiran alcanzar. 221. La ley establece las exigencias que debe reunir la prestación cuando la obligación consiste en dar una cosa: 1. El artículo 1461 del Código Civil dispone que “no sólo las cosas que existen pueden ser objeto de una declaración de volun114

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tad, sino las que se espera que existan”. Por consiguiente, la prestación en tanto proyecto no está circunscrita a las cosas actuales (presentes), sino también a las cosas futuras. En tal caso el contrato puede ser aleatorio, cuando se contrata sobre la suerte (un alea o contingencia incierta de ganar o perder), o condicional, cuando se contrata subordinado al hecho futuro e incierto de que la cosa llegue a existir. 2. Es necesario que las cosas comprendidas en la prestación sean comerciables, esto es, susceptibles de ejecutarse a su respecto actos jurídicos. 3. Las cosas, además, deben estar determinadas, así se trate de especies o cuerpo ciertos o de cosas genéricas. En este último supuesto, a la especificación del género debe unirse la cantidad precisa sobre que recae la prestación o, siendo la cantidad incierta, el contrato contener los datos necesarios que sirvan para determinarla. 4. La prestación no puede comprender un objeto ilícito, materia ya analizada en las páginas precedentes. 222. Si la prestación consiste en la realización de un hecho, así sea positivo (acción) o negativo (omisión), la ley exige: a) Que el hecho sea físicamente posible, esto es, que no sea contrario a las leyes de la naturaleza. Es bien obvio que si se contrata sobre un hecho que contraría las leyes de la naturaleza, no existe voluntad seria de obligarse. b) Que el hecho sea moralmente posible, esto es, que no sea contrario a las buenas costumbres, al orden público o prohibido por las leyes. c) Que el hecho no adolezca de objeto ilícito, cuestión ya comentada. 223. Concurriendo estos requisitos, la prestación se ajustará a derecho, en caso inverso no dará lugar a una obligación jurídicamente válida. Nótese que todas estas exigencias están referidas a un proyecto enunciado en el contrato, que ambas partes comparten y se obligan a alcanzar. 224. Como veremos más adelante, la descripción de la prestación reviste enorme importancia, ya que, tratándose de obligaciones contractuales, si ella no se ejecuta de la manera convenida, se presume la culpa del deudor y, por ende, su responsabilidad. Esta 115

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presunción, sin embargo, es simplemente legal y admite prueba en contrario. De ello se sigue, como lo comentaremos más adelante, que siempre las obligaciones son de medio y no de resultado, puesto que si así fuere, ésta no sería una presunción simplemente legal, sino de derecho (no se admitiría prueba en contrario).

C.2. La conducta debida 225. El segundo elemento de la obligación contractual y, sin duda, el más importante desde una perspectiva jurídica, es la conducta debida. Este elemento, a juicio nuestro, está referido tanto al deudor como al acreedor, lo cual implica reconocer que el contrato describe (tipifica) la conducta que se exige al deudor para ejecutar la prestación y la conducta que paralelamente debe desplegar el acreedor a este respecto. 226. Reiteremos que el derecho reglamenta conducta humana o, dicho de otro modo, prescribe de qué manera debe comportarse una persona para el cumplimiento de las obligaciones que le afectan. 227. No existe obligación alguna en derecho cuyo cumplimiento no esté referido a un determinado grado de culpa. Esto implica afirmar que toda conducta humana impuesta por el derecho define, con precisión, cómo debe cumplirse. Para estos efectos la ley se encarga de determinar el grado de culpa de que responde cada contratante, o sea, la negligencia, descuido y desatención que le están permitidos y, de modo correlativo, el cuidado, diligencia y atención que debe emplear para cumplir el compromiso contraído. 228. Nuestra ley hace un distingo fundamental a este respecto. En la llamada responsabilidad contractual la culpa se gradúa. En conformidad al artículo 44 del Código Civil, la culpa puede ser grave o lata (aquella que consiste en no manejar los negocios ajenos con aquel cuidado que aun las personas negligentes y de poca prudencia suelen emplear en los negocios propios), leve (aquella diligencia y cuidado que los hombres emplean ordinariamente en sus negocios propios), y levísima (la falta de aquella esmerada diligencia que un hombre juicioso emplea en la administración de sus negocios importantes). La apreciación de estos niveles de diligencia y cuidado se hace in abstracto. Esto signifi116

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ca que para determinar si se ha incurrido en culpa es necesario construir un modelo ideal y luego compararlo con la persona a la cual se juzga. Creemos nosotros que este modelo no es único ni sirve para todos los casos imaginables. El modelo debe estar referido al nivel cultural, intelectual, madurez y demás particularidades del obligado. De lo contrario se incurriría en injusticia manifiesta. 229. ¿Quién fija el nivel de culpa de que responde el obligado? Esta determinación corresponde, en primer lugar, a las partes contratantes. Así lo consigna el inciso final del artículo 1547 del Código Civil. En segundo lugar, a lo que sobre el particular dispongan las leyes especiales, las cuales, incluso, pueden privar a los contratantes de la facultad de hacerlo. En tercer lugar, a lo previsto en el artículo 1547 precitado, que, en consecuencia, tiene el carácter de supletorio o supletivo de la voluntad de las partes contratantes. Para estos efectos la disposición señalada distingue tres situaciones diversas: i) el contrato sólo es útil para el acreedor, en cuyo caso el deudor que carece de un interés propio en el cumplimiento responde de culpa grave, esto es, de la diligencia que las personas negligentes y de poca prudencia suelen emplear en sus negocios propios; ii) el contrato accede en beneficio recíproco de las partes, en cuyo caso responde de culpe leve, esto es, la diligencia y cuidado que los hombres emplean ordinariamente en sus negocios propios; y iii) el contrato reporta beneficio exclusivamente al deudor, en cuyo caso responderá de culpa levísima, esto es, la esmerada diligencia que los hombres juiciosos emplean ordinariamente en sus negocios importantes. Como puede apreciarse, el elemento diferenciador es la “utilidad o beneficio” que reporta el contrato. ¿En qué consiste este “beneficio”? Indudablemente en un provecho o utilidad económica o patrimonial. Para los efectos de fijar el nivel de culpa de que responde el deudor, en consecuencia, debe, a falta de una ley especial o de una estipulación expresa de las partes, atenderse a quién favorece económicamente el contrato y, a partir de esta premisa, establecer el grado de culpa de que responde el deudor. 230. Muy diversa es la situación tratándose de la responsabilidad extracontractual, que, como es sabido, sobreviene cuando se infringe el deber general de no causar daño o perjuicio en la vida social. En este caso la obligación que pesa sobre todas las personas 117

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consiste en emplear el cuidado debido en todos los actos de la vida de relación de modo de no dañar a nadie. El deudor, en este supuesto, es todo quien participa en la comunidad, estando, por lo mismo, sujeto a una obligación universal y permanente impuesta en la ley. No hay entre deudor y acreedor una relación contractual previa, sino una relación social permanente de la cual puede derivar la responsabilidad. ¿De qué nivel de culpa se responde en el ámbito de la responsabilidad extracontractual? Se ha sostenido que se responde de toda culpa, por mínima que ésta sea, puesto que este tipo de culpa no admite graduación. Creemos nosotros que esta respuesta es inaceptable, ya que exigiría a todas las personas un comportamiento casi heroico en su vida de relación, lo cual resulta tanto más absurdo si se pesan las características singulares de la sociedad de masas hoy imperante. 231. La culpa extracontractual, por lo tanto, está determinada por los estándares generales aceptables en la comunidad. Esto implica que hay un cierto grado de diligencia que debemos respetar, atendiendo a los usos y costumbres que rigen en la sociedad. La culpa extracontractual se aprecia in concreto, vale decir, en cada caso y sin necesidad de construir un modelo previo. Será, por lo tanto, el juez el llamado a decidir cuándo se incurre en culpa y, por lo mismo, en responsabilidad, y cuándo ello no sucede. 232. Fácil resulta comprender que entre la responsabilidad contractual y la responsabilidad extracontractual existen diferencias fundamentales. En una predomina, como elemento estelar, una obligación construida por las partes al contratar, con todas sus especificidades y caracteres; la otra gira en función de una obligación general y permanente impuesta en la ley y establecida sobre la base de los intereses sociales y comunes a todas las personas. 233. Se diría que la responsabilidad contractual nace de un traje hecho a la medida por los contratantes, el cual describe tanto la prestación como la conducta debida. Esta característica nos ha hecho decir que la obligación contractual, en tanto vínculo jurídico, es un deber de conducta tipificado en la ley. 234. Para concluir este capítulo digamos, entonces, que toda la responsabilidad contractual gira en torno de un elemento esencial: una obligación nacida del contrato, que se caracteriza por des118

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cribir detalladamente su objeto (prestación) y el comportamiento que impone (conducta debida). 235. La responsabilidad, en cuanto deber de reparación, no es más que consecuencia del incumplimiento. Pero resta por saberse si el incumplimiento consiste en no ejecutar la prestación, como parece haberse entendido por la dogmática jurídica hasta este momento, o en no desplegar la conducta debida y tipificada en la ley. A ello dedicaremos los próximos capítulos de este libro.

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IV. SEGUNDO PRESUPUESTO DE LA RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL Inejecución de la conducta comprometida

236. El segundo requisito de la responsabilidad contractual consiste en que el sujeto pasivo de la obligación (deudor) no realice la conducta convenida del modo en que está consagrado en el contrato. Se trata, entonces, de un requisito objetivo, cuya presencia o ausencia deberá verificarse comparando la conducta debida con la conducta ejecutada. Dicho de otra manera, se trata de homologar lo proyectado con lo realizado tras aquel objetivo. 237. Tres conceptos juegan en esta tarea comparativa: la obligación asumida, la prestación y la conducta efectivamente desplegada por el obligado. Destaquemos que no es lo mismo la obligación asumida que la prestación, pero existe entre ambos conceptos una relación o interdependencia insoslayable. Aquí, creemos nosotros, reside una de las causas que oscurece esta materia. Trataremos separadamente cada una de estas categorías. A. LA CONDUCTA ASUMIDA 238. La conducta asumida consiste en el grado de culpa o deber de diligencia que pesa sobre el deudor. Toda obligación conlleva un determinado grado de diligencia que está dado por la culpa de la cual se responde. Tratándose de la responsabilidad contractual, la ley distingue tres tipos diversos de culpa: la grave, la leve y la levísima. Cada una de ellas está representada por un modelo abstracto que describe la ley, el cual debe adecuarse al tipo de persona cuya conducta se trata de juzgar. En otros términos, el modelo no puede ser el mismo para toda la población, puesto que en ella subyacen diferencias a veces sustanciales. No puede ser igual el com121

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portamiento que se exige a una profesional que a un trabajador rural, a un científico que a un albañil. Por lo tanto, el juez a la hora de construir el modo referido en la ley, debe comenzar por ubicar el medio o estamento al cual pertenece el deudor y a partir de esta premisa proceder de la manera ordenada en la norma. a. LA CULPA GRAVE 239. El artículo 44 del Código Civil define la culpa grave, negligencia grave o culpa lata, diciendo que consiste “en no manejar los negocios ajenos con aquel cuidado que aun las personas negligentes y de poca prudencia suelen emplear en sus negocios propios”. Por lo tanto, en sentido positivo, quien responde de culpa lata, para no incurrir en ella, debe emplear la diligencia que se exige a las personas negligentes y de poca prudencia en la gestión de sus negocios propios. Se trata, entonces, de un cuidado mínimo, pero común en una determinada calidad de personas. Quien ni siquiera emplea esta mínima diligencia responde de culpa lata. 240. Nuestra ley contiene algunas normas especiales sobre este tipo de culpa. Desde luego, ella en materia civil “equivale al dolo”, dice la última parte del inciso primero del artículo 44 precitado. Esta declaración implica imponer al deudor que incurre en culpa grave todos los efectos que se siguen para el deudor doloso. Por consiguiente, responderá de todos los perjuicios directos del incumplimiento, sean ellos previstos o imprevistos (artículo 1558 del Código Civil). 241. Surge, a propósito de esta cuestión, un problema interesante. Conforme lo ordena el artículo 1459 del mismo Código: “El dolo no se presume sino en los casos especialmente previstos por la ley. En los demás debe probarse”. Recordemos que, a la inversa de lo que sucede con el dolo, la culpa se presume si el deudor no ejecuta la prestación convenida, puesto que el artículo 1547 del Código Civil señala que “La prueba de la diligencia o cuidado incumbe al que ha debido emplearlo”. Esta presunción es una de las grandes ventajas que aprovecha al acreedor contractual. ¿Si la culpa grave equivale al dolo, implica ello que debe probarse como consecuencia de que se asimila íntegramente al estatuto del dolo? Si así fuere, el artículo 44 del Código Civil estaría, en alguna medida, perjudicando al acreedor que es víctima de esta infracción, al im122

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ponerle el peso de la prueba. A nuestro juicio, la recta interpretación de la última parte del inciso primero del artículo 44 obliga a precisar que cuando la ley dice “equivale”, no significa que se dé a la culpa grave la misma reglamentación que al dolo, tanto en lo sustantivo como en lo adjetivo. Una cosa es la “equivalencia” y otra muy diferente la “asimilación” o “confusión”. La equivalencia, por consiguiente, es material y se refiere a los efectos sancionatorios que establece la ley. Por lo tanto, si se incumple una obligación, incurriendo el deudor en culpa grave, deben aplicarse al infractor las mismas sanciones que proceden contra el deudor doloso. A mayor abundamiento, el sentido exacto de “equivalencia”, de acuerdo al Diccionario de la Real Academia Española, es “igualdad en valor, estimación, potencia o eficacia de dos o más cosas”, lo cual difiere de asimilación o confusión. 242. A la inversa de lo que sostienen algunos comentaristas, el acreedor que es víctima de un incumplimiento con culpa grave está en mejores condiciones que el acreedor que es víctima de un incumplimiento doloso, ya que se presumirá la culpa y el infractor deberá sufrir las sanciones que proceden contra el deudor de mala fe. La explicación frente a esta aparente dicotomía es relativamente simple. Si una persona procede dolosamente en el cumplimiento de una obligación (con la intención de inferir perjuicio a otra), es paralelamente un deudor que incurre en culpa grave, ya que, respecto de la obligación procede sin la más mínima diligencia (falta la intención de cumplir). En consecuencia, el juez deberá considerarlo como deudor culpable para todos los efectos (presunción de culpa y sanciones materiales). De aquí que el deudor doloso sea, además, un deudor culpable que incurre en culpa lata, ya que, como se dijo, no emplea en el cumplimiento de la obligación ni siquiera el cuidado que las personas negligentes y de poca prudencia aplican en la gestión de sus negocios. Resulta de toda evidencia, a juicio nuestro, que quien incumple una obligación para causar daño al acreedor, no sólo no ha empleado el cuidado o diligencia mínimo, sino que intencionalmente no ha querido cumplir. Por consiguiente, el dolo absorbe la culpa grave. De lo anterior se sigue que la “equivalencia” en los efectos sea perfectamente consecuente con la realidad de las cosas. 243. Otro problema interesante resulta de lo previsto en el artículo 1547 inciso final del Código Civil, que autoriza a los contra123

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tantes para estipular el grado de culpa de que responde el deudor. Esta facultad, sin embargo, no es absoluta, ya que no puede exonerarse al deudor de la responsabilidad por culpa grave. Esta imposibilidad surge, precisamente, de lo previsto en la última parte del inciso primero del artículo 44, conforme al cual la culpa grave en materia civil equivale al dolo. Gracias a ello, se aplica a la culpa grave el artículo 1465 del Código Civil en su última parte, que dice: “La condonación del dolo futuro no vale” (hay objeto ilícito en ello). Si el perdón anticipado del dolo no vale, tampoco vale el perdón anticipado de la culpa grave. Más allá de los textos legales, cabe agregar que la exoneración de la culpa grave importaría transformar, en la práctica, una obligación pura y simple en una obligación sujeta a una condición simplemente potestativa, ya que el deudor cumpliría sólo si quiere hacerlo, dejando de estar sujeto a responsabilidad ulterior. En efecto, al liberarlo del cuidado que las personas más negligentes y de poca prudencia suelen emplear en sus negocios propios, se lo dejaría en situación de cumplir sólo si quiere hacerlo, sin que de ello se siga responsabilidad alguna, puesto que no respondería de ninguna culpa. 244. Dijimos que el juez aprecia la culpa in abstracto y que ello implica la necesidad de construir un modelo (en este caso de una persona negligente y poco prudente), a fin de compararlo con la conducta observada por el deudor. Surge sobre este tema una cuestión crucial. ¿Debe este modelo ser común para todos los sectores que conforman el espectro social? Nosotros creemos que ello no corresponde a la intención de la ley. Quien está llamado a decidir sobre si una conducta se ajusta o no las exigencias legales, debe construir un modelo que se ajuste a las condiciones de la persona que se trata de juzgar. Por lo mismo, deberá basarse en un sujeto arquetípico del medio a que pertenece el obligado cuya conducta se examina. Así, por ejemplo, el modelo será distinto si el deudor es un profesional, un artista, un trabajador rural, un albañil, etc. De no procederse en la forma indicada, se generarían situaciones intolerablemente injustas. No puede exigirse el mismo deber de diligencia a una persona de alto nivel cultural que a un analfabeto. Si el arquetipo fuere el primero, se elevaría de modo intolerable el deber de cuidado al segundo; a la inversa, si el arquetipo fuere el segundo, se aliviaría, también injustificadamente, el nivel de cuidado del primero. Ciertamente no es éste el espíritu de la ley. Las categorías que permiten medir el ni124

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vel de diligencia y cuidado de las personas obligadas contractualmente, deben ajustarse a la situación de cada una de ellas en el sector, grupo o ámbito en que ellas se desenvuelven. Esta materia queda entregada por entero a la decisión del juez, ya que será éste el llamado a determinar el ámbito en que interactúa el obligado y las características del modelo. Se trata, en todo caso, de una cuestión de hecho que escapa a la revisión por medio del recurso de casación en el fondo. 245. Decíamos que en materia contractual son las partes las llamadas a fijar el grado de culpa de que responde el deudor, y sólo en el silencio de los contratantes, la ley resuelve la materia. Así se desprende de lo preceptuado en el artículo 1547 del Código Civil, que, como se explicó precedentemente, impone responder de culpa grave al deudor cuando el contrato accede en beneficio exclusivamente del acreedor, de culpa leve cuando el contrato accede en beneficio de ambas partes, y de culpa levísima cuando el contrato accede en provecho exclusivo del deudor. La utilidad o provecho que reporta la relación contractual es el elemento que permite una justa distribución de las culpas (o imposición de responsabilidad). También se dijo que, por excepción, las partes no pueden exonerar de culpa grave a un contratante, porque ello importaría aceptar la condonación del dolo futuro. Ahora bien, si las partes pueden alterar las normas legales sustituyendo el grado de culpa dispuesto en la ley, es discutible determinar si ellas pueden imponer otros modelos diversos de aquellos definidos en el artículo 44 del Código Civil. Nosotros estimamos que no es lícito a las partes redefinir los modelos consagrados en la ley, y que sobre esta materia existe un principio de orden público, pues se trata de una de las bases fundamentales del ordenamiento jurídico en materia contractual. Todo el sistema de responsabilidad gira sobre el mismo eje, de suerte que sería irregular y anárquico alterar esta realidad. Algunas disposiciones legales parecen demostrar este aserto. El artículo 2222 del Código Civil, por ejemplo, permite que las partes en el contrato de depósito puedan estipular que el depositario responda de toda especie de culpa. Agrega este artículo que a falta de estipulación responderá solamente de culpa grave, pero responderá de culpa leve en dos casos que se enuncian en la misma norma. Ello deja en claro que el supuesto es siempre el mismo: tres categorías de culpa, sobre la base de tres modelos distintos. 125

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246. Lo anterior no significa que no puedan las partes, por ejemplo, definir otros grados intermedios entre la culpa grave, leve y levísima, ya que ello ocurre en algunas disposiciones legales. El artículo 2129 del Código Civil, a propósito de la responsabilidad del mandatario, dispone que “El mandatario responde hasta la culpa leve en el cumplimiento de su encargo”. El inciso segundo agrega que “Esta responsabilidad recae más estrictamente sobre el mandatario remunerado”. O sea, el mandatario remunerado responde más allá de la culpa leve, pero sin llegar a la culpa levísima. El inciso tercero dice que “Por el contrario, si el mandatario ha manifestado repugnancia al encargo, y se ha visto en cierto modo forzado a aceptarlo, cediendo a las instancias del mandante, será menos estricta la responsabilidad que sobre él recaiga”. O sea, el mandatario que accedió al cargo forzadamente responde en menor grado de culpa leve, pero sin llegar a la culpa grave. Si la ley ha permitido esta graduación intermedia, no existe razón alguna para negarles a las partes el derecho a hacerlo. 247. En suma, la culpa grave supone un cuidado o diligencia mínima. Ella corresponde a la actividad con que las personas negligentes y poco prudentes administran sus negocios propios. Se responde de este grado de culpa cuando así se estipula entre quienes son parte de un contrato o así se dispone en leyes especiales. A falta de estipulación, la ley fija la diligencia que se impone al deudor, atendiendo a la utilidad o beneficio que el contrato reporta a cada contratante. Por lo tanto, si el contrato sólo es útil para el acreedor, porque sólo a él reporta beneficio, al deudor no puede exigírsele una actividad que sea superior a aquella que desarrolla una persona negligente y de poca prudencia en la gestión de sus propios negocios. b. LA CULPA LEVE 248. La culpa leve constituye la regla general. Así se desprende de lo que señala el inciso tercero del artículo 44 del Código Civil, cuando dice que “Culpa o descuido, sin otra calificación, significa culpa o descuido leve”. De modo que siempre que la ley habla de culpa sin más, se está refiriendo a este tipo de culpa. 249. La culpa leve, descuido leve, descuido ligero, como la llama la ley, “es la falta de aquella diligencia y cuidado que los hombres em126

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plean ordinariamente en sus negocios propios”. Agrega la misma norma que “Esta especie de culpa se opone a la diligencia o cuidado ordinario o mediano”. En otros términos se trata de la diligencia común o estándar general predominante en la sociedad. 250. Se responde de culpa leve en cuatro casos: cuando así lo estipulan las partes contratantes (inciso final del artículo 1547); cuando lo dispone la ley en una norma especial (artículos 2093, 2179, 2351, etc.); cuando la ley no califica explícitamente la culpa de que responde el deudor (artículos 1826, 2242, etc.); y, en subsidio de todos estos supuestos, cuando el contrato accede en utilidad o beneficio de ambos contratantes (artículo 1547 inciso 1º). En el primer caso hay un acuerdo de voluntades, en el segundo y tercero, un mandato expreso o tácito de la ley, y en el cuarto una norma general subsidiaria. 251. El derecho parte de una idea principal: las personas en el cumplimiento de sus obligaciones no se comportan como héroes ni tampoco como villanos. Ellos emplean el mismo cuidado, diligencia y actividad con que gestionan habitualmente sus negocios. De aquí que la culpa leve sea la regla general. De modo que al momento de contratar con una persona cualquiera, el acreedor espera no la realización de actos heroicos en su provecho, sino el comportamiento que ordinariamente el deudor despliega en la gestión de sus negocios. Esto implica que la ley, por lo general, no formula una exigencia desmedida, pero tampoco permite una degradación de la diligencia que habitualmente emplea una persona en su vida de relación. Lo que decimos es importante, porque para apreciar estas circunstancias se recurre, como se explicó precedentemente, a modelos que en cierta medida estandarizan los comportamientos sociales, pero atendiendo a las características de cada grupo en que se divide la comunidad. c. LA CULPA LEVÍSIMA 252. Finalmente, en esta división tripartita la culpa levísima aparece como la más exigente. El artículo 44 se refiere a ella diciendo que “culpa o descuido levísimo es la falta de aquella esmerada diligencia que un hombre juicioso emplea en la administración de sus ne127

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gocios importantes. Esta especie de culpa se opone a la suma diligencia o cuidado”. Como puede apreciarse, para determinar el grado de cuidado y diligencia que se impone al deudor sujeto a este grado de culpa, la ley recurre a dos conceptos paralelos que extreman el celo que se reclama de él: que se trate de un hombre juicioso y que la actividad esté referida a sus negocios importantes. Lo primero importa una cualidad personal, lo segundo, una cuestión objetiva. El hombre juicioso es prudente, responsable, capaz de representarse y evitar circunstancias riesgosas o perjudiciales. A su vez, los negocios importantes son aquellos que mayor significación tienen para su patrimonio. Ambos conceptos se enlazan en la descripción de la conducta que se examina, de manera de acrecentar y precisar el nivel de diligencia exigido. 253. Reiteremos que para determinar si concurre este grado de culpa en el sujeto obligado, deberá construirse un modelo abstracto, tomando en consideración a un hombre juicioso en el marco de su actividades, su medio, su cultura, sus especialidades, etc., y confrontarlo a lo que serían sus negocios importantes, todo ello en el plano hipotético o ideal. Este comportamiento deberá compararse con la conducta impugnada. Puede, entonces, ocurrir una de dos cosas: que ambas conductas sean congruentes o que la conducta realizada sea más cuidadosa que la conducta ideal, caso en el cual no existe responsabilidad; o bien que la conducta ideal exceda en rigurosidad y celo a la conducta desplegada, caso en el cual existirá responsabilidad, porque el deudor no se comportó de la manera requerida. 254. Para que una persona responda de este grado de culpa debe ello estar estipulado en el contrato; o dispuesto expresamente en la ley; o desprenderse de un contrato hecho en utilidad o beneficio exclusivo del deudor (obligado). Resulta lógico y equitativo que si un contrato accede en provecho exclusivo del deudor, soportando el acreedor el gravamen, se le imponga el máximo de diligencia. Tal ocurre, por ejemplo, tratándose del comodato o préstamo de uso y en el depósito, mientras la relación favorece sólo a una de las partes. Pero si ella deviene en beneficio de ambos o en provecho sólo del acreedor, la regla se invierte, reemplazándose la culpa levísima por culpa leve o, incluso, por culpa grave. Así se desprende de lo establecido en los artículos 2178, 2179 y 2222 del Código Civil. 128

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255. Para concluir digamos que el problema de la determinación de la culpa sólo se presenta en una hipótesis, como se analizará en lo que sigue, cuando el deudor con su actividad no ha ejecutado la prestación. Si la prestación se alcanzó, no cabe analizar desde el punto de vista de la culpa la conducta del deudor. La ejecución de la prestación clausura, por así decirlo, toda posibilidad de impugnar lo obrado por la persona obligada. Esto quedará en evidencia en el párrafo siguiente. 256. Del análisis que precede se desprende que la conducta debida se describe a partir del grado de culpa de que se responde y, lo que es más importante, no existe obligación contractual en que no esté definido y determinado el grado de culpa de que responde el deudor. Esta es una de las características más peculiares de la obligación contractual: siempre en ella hay una referencia precisa sobre el grado de culpa y, por lo mismo, sobre la diligencia y cuidado que se exige al deudor. Por otra parte, no puede imponerse a todos los deudores el mismo grado de diligencia, ni siquiera categorías uniformes, puesto que existen niveles culturales muy distintos. Las disposiciones indicadas superan ambas limitantes, haciendo posible que la diligencia de que se responde sea congruente con los beneficios que lleva aparejado el contrato y las características del deudor. B. LA PRESTACION 257. Como se señaló en las páginas precedentes, la prestación es la descripción del proyecto que se pretende alcanzar con el vínculo contractual. El artículo 1438 del Código Civil dice que el contrato “es un acto por el cual una parte se obliga para con otra a dar, hacer o no hacer alguna cosa”. Esta definición pone acento en la prestación, que, por cierto, debe hallarse descrita en el contrato. Nótese que no hay en la ley una clara referencia a la conducta debida, sino a la prestación, esto es, lo que se procura alcanzar desplegando la conducta debida. 258. Lo que interesa destacar es que el contrato no sólo contiene una descripción del proyecto que se procura lograr (prestación). Además de ello, existe un mecanismo jurídico que permite establecer, en cada caso, la conducta comprometida (por medio de 129

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la imposición de un determinado grado de diligencia y cuidado, atendiendo a la culpa de la cual se responde). En consecuencia, todo contrato tiene dos elementos estructurales: la prestación y la conducta. 259. No dio la ley, sin embargo, una pauta clara sobre la relación que existe entre prestación y conducta debida, dejando margen a las especulaciones doctrinarias y, por qué no decirlo, a un marcado confusionismo teórico. 260. La prestación, entonces, se nos aparece desvinculada de la conducta debida, como una detallada descripción del resultado que se proyecta alcanzar con el contrato y, concretamente, con aquello que se trata de dar, hacer y no hacer. En general, esta trilogía encierra el contenido de toda prestación, como se señaló precedentemente. La obligación de dar comprende la de transferir el dominio, por ende, implica el desarrollo de todos los actos que sean necesarios para lograrlo. En consecuencia, la obligación de dar importará el otorgamiento de un título traslaticio de dominio, todos los actos encaminados a que opere un modo de adquirir y el deber de velar por la posesión tranquila y pacífica de la especie transferida. La obligación de hacer comprende la ejecución del hecho convenido de la manera en que las partes lo han descrito y entendido. La obligación de no hacer implica el deber de abstenerse de un hecho que sería legítimo ejecutar si no existiera este impedimento. Por lo mismo, el hecho negativo debe especificarse circunstanciadamente, porque representa una restricción a la libertad, lo cual será siempre excepcional. 261. Además de la naturaleza de la obligación, la prestación lleva implícito otro elemento: el plazo o término en que debe desplegarse la conducta exigible. Toda obligación, en tanto deber de conducta, está referida a una época determinada, dentro de la cual habrá que desarrollar los actos que la integran. Puede ocurrir, como se verá más adelante, que este plazo sea expreso o tácito o se desprenda como una exigencia impuesta por el acreedor (requerimiento). Pero el plazo o término de que dispone el deudor para ejecutar la conducta debida será siempre determinado o determinable y este elemento (el plazo) formará parte de la prestación. 130

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262. En suma, la prestación no es más que un proyecto convencional, en el cual se describe lo que los contratantes pretenden alcanzar desarrollando aquella conducta que han asumido. En otras palabras, el señalamiento de un horizonte óptimo que se quiere alcanzar por medio de la actividad desplegada por el deudor. C. RELACION ENTRE PRESTACION Y CONDUCTA DEBIDA 263. Probablemente sea éste uno de los problemas más complejos que presenta el estudio de la responsabilidad contractual. Se trata de fijar con claridad qué limites existen en una y otra cosa y cómo se relacionan ambos términos. Más difícil aún puede aparecer el determinar qué prima cuando se da cumplimiento a un elemento (la conducta debida) y no se logra el otro (la prestación). 264. Comencemos por señalar que la obligación es esencialmente conducta humana. Como se explicó en las páginas precedentes, la obligación es un deber de conducta tipificada en la ley. No existe obligación si no se especifica el grado de culpa de que responde el deudor, lo cual importa, correlativamente, establecer la diligencia, actividad y cuidado que deben desplegarse en el cumplimiento de la obligación. 265. Así las cosas, la prestación, en tanto proyecto que ambos contratantes pretenden alcanzar, no es más que una referencia, una meta ideal, una proyección de los resultados de la conducta debida. Por lo tanto, si la prestación se logra (se da, se hace o no se hace en los términos convenidos), la obligación se tendrá para todos los efectos por cumplida, cualquiera que sea la conducta que el deudor desplegó para lograrlo. En otros términos, realizada la prestación, así sea como consecuencia de un acto fortuito o casual, la obligación se extingue por el pago (se ha prestado lo que se debe). 266. De lo dicho se sigue que lograda la prestación en la forma convenida, no puede alegarse incumplimiento. La realización de la prestación constituye, por así decirlo, una verdadera presunción de derecho de que se ha obrado como es debido, lo cual excluye toda pretensión de reclamar un eventual incumplimiento. 131

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267. A la inversa, si la prestación no se logra, no significa ello que la obligación se ha incumplido, ya que es posible que el deudor haya desplegado la conducta debida, ejecutando todos los actos que quedan comprendidos en el nivel de diligencia y cuidado a que estaba comprometido. En este evento, hay una discrepancia entre prestación y conducta debida. En otros términos, a pesar de haberse desarrollado el comportamiento a que estaba obligado el deudor, no se alcanzó con esta conducta a realizar la prestación. 268. ¿Qué efecto jurídico acarrea la inejecución de la prestación? De acuerdo a lo previsto en el artículo 1547 del Código Civil, la ausencia de la prestación hace presumir la culpa del deudor. De suerte que al no alcanzarse la prestación, se invierte el peso de la prueba, quedando el deudor obligado a probar que ha empleado la diligencia y el cuidado debidos, o sea, que no ha obrado con culpa. De lo señalado se sigue que ejecutada la prestación, la obligación se tiene por cumplida, sin que sea procedente reclamo ulterior; y que su ausencia (vencido el plazo que se tiene para lograrla) constituye una presunción simplemente legal de incumplimiento de la obligación, imponiendo el peso de la prueba al deudor. 269. ¿Cuándo, entonces, la obligación debe entenderse incumplida? Ciertamente cuando no habiéndose ejecutado la prestación, el deudor ha incurrido en culpa, como consecuencia de no haber obrado con el grado de diligencia y cuidado impuestos en la ley del contrato. 270. De cuanto queda expuesto se desprende que la prestación no es más que un programa o referencia que permite medir en forma transitoria y provisional si el deudor ha desarrollado la actividad a la cual se ha comprometido. La prestación no constituye por sí sola la obligación, es un elemento que la integra y que hace posible especificar con mayor precisión la conducta debida. Esta última se despliega en función de aquélla, pero su inejecución no implica que la obligación se ha incumplido, para que tal ocurra, será necesario que a la ausencia de la prestación se una la culpa del deudor (la falta de la diligencia y cuidado a que se obligó el deudor). 271. La inejecución de la conducta debida, por lo tanto, es una cuestión objetiva que requiere la concurrencia de dos elementos: 132

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la ausencia de la prestación y la falta de la diligencia y cuidado que debe desplegar el deudor en función de la prestación. Reiteremos, con todo, que éste es sólo uno de los requisitos de la responsabilidad, ya que, aun concurriendo ambos presupuestos, puede no haber responsabilidad. 272. Refuerza lo expresado la letra del artículo 1547 precitado: “La prueba de la diligencia o cuidado incumbe al que ha debido emplearlo; la prueba del caso fortuito al que lo alega”. ¿Cuándo deben probarse la diligencia y cuidado debidos? Como ya se señaló, cuando no se alcanza la prestación. Así las cosas, la culpa se presume toda vez que la prestación no se cumple. A partir de ese instante, el deudor sólo puede exonerarse de responsabilidad probando que ha desarrollado la conducta debida, lo cual implica probar que ha cumplido la obligación, aun cuando no se haya logrado el resultado proyectado. 273. De aquí nuestra aseveración en el sentido de que todas las obligaciones son de medio y no de resultado. Nadie, como lo demostraremos más adelante, puede obligarse a un resultado determinado, ni siquiera cuando así lo asegura y estipula convencionalmente, puesto que puede no alcanzarse ese resultado por culpa grave o dolo del acreedor, y en tal hipótesis no hay responsabilidad. Podrán entonces restringirse las excepciones y defensas del deudor, pero jamás eliminarse absolutamente, si se considera que no es posible condonar el dolo futuro ni la culpa grave en materia civil. Es erróneo, por lo tanto, sostener que existen obligaciones de resultado en que la responsabilidad tiene como única medida la realización de la prestación. La obligación es un deber de conducta y la responsabilidad sólo surge cuando él se vulnera o se burla. 274. Surge, a propósito de esta materia, una cuestión crucial. Es lógica y sobre todo justa la ley al dar a la prestación un alcance meramente referencial o programático, cuya finalidad última es medir provisionalmente si la conducta debida (en que consiste la obligación) se ha cumplido del modo que las partes lo han estipulado. ¿Qué sucede si aquello que los contratantes proyectaron (prestación) no puede ejecutarse con el nivel de cuidado que se estipuló o, en ausencia de estipulación contractual, la ley dispone? En otros términos, puede establecerse un fin ambicioso, como ejecutar una obra de arte, reparar una estructura compleja, realizar una investi133

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gación científica, etc., y disponerse, paralelamente, que el deudor sólo responderá de culpa grave (lo cual equivale a imponerle un cuidado y diligencia mínimos, aquellos que las personas negligentes y de poca prudencia suelen emplear en sus negocios propios). Lo más probable, en este contexto, será que el fin proyectado (prestación) no se cumpla, ya que el deudor, obrando con la diligencia debida, no alcanzará el fin proyectado. Desde luego, en esta hipótesis no hay responsabilidad si el deudor prueba, al tenor de lo previsto en el inciso tercero del artículo 1547 del Código Civil, que empleó la diligencia debida, a pesar de no haber logrado ejecutar la prestación. 275. En el ejemplo propuesto se visualiza claramente un error de proyección, ya que el medio convenido para lograr la prestación no es idóneo a este fin. El contrato, sin embargo, es perfectamente válido, ya que no existe a su respecto ningún vicio del cual desprender su ineficacia. Lo mismo sucede, a la inversa, cuando se estipula que se responderá de culpa levísima para ejecutar una prestación simple que no requiere de mayores esfuerzos ni cuidados. En este supuesto se alcanzará fácilmente la prestación, ya que el compromiso de conducta (obligación) es superior a las dificultades que ofrece su ejecución. ¿Qué efectos jurídicos se generan en los casos propuestos? A juicio nuestro, lo que hemos llamado error de proyección no genera efecto alguno en el vínculo contractual, pero sí que tiene un efecto práctico importante a la hora de decidir las consecuencias que se siguen de la inejecución de la prestación, ya que para determinar la responsabilidad deberá estarse a la conducta debida y no al fin querido y proyectado por los contratantes. 276. Suele sostenerse que este planteamiento en buena medida favorece al deudor y perjudica al acreedor, al desvincularse la conducta debida de la prestación y dar a esta última menor importancia. En esta materia se confunden los efectos prácticos con los efectos jurídicos. Cuando se celebra, por ejemplo, un contrato de compraventa, es muy difícil (si no imposible) excepcionarse de pagar el precio o de entregar la cosa, alegando que se ha empleado la diligencia debida, ya que el vendedor debe ser dueño o poseedor de la cosa vendida y el comprador prever la manera de disponer del dinero suficiente, cualquiera que sea el grado de culpa de que responda. Pero aun así, la destrucción de la especie o cuerpo 134

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cierto por culpa o hecho ajeno exonerará al vendedor de entregar la cosa (artículos 1670 y 1590 del Código Civil). Lo que la ley dice en esta materia es claro: si la prestación no se logra, no obstante haberse empleado la diligencia y el cuido debidos, no hay incumplimiento y, por lo mismo, no hay responsabilidad. Claro está que esta cuestión deberá ser apreciada por el juez en cada caso, aplicando las normas y los principios invocados. 277. No puede negarse, tampoco, que es mucho más perfecto y más justo imponer al deudor, en la relación contractual, un deber de conducta que un resultado. En el primer caso se humaniza el vínculo jurídico, en el segundo se objetiviza, pudiendo llegarse a excesos inadmisibles. Toda proyección de resultados es hipotética, depende de una infinidad de factores, muchos de los cuales no están al alcance de la voluntad ni de la capacidad de previsión de quien asume una obligación. De aquí que no sean los resultados los que determinan la responsabilidad, sino la conducta y el comportamiento del deudor sobre la base de los padrones antes analizados. D. CONDUCTA ASUMIDA, PRESTACION Y TIEMPO 278. Existe un elemento común entre el comportamiento asumido (deber de conducta) y la prestación (proyección del resultado que se aspira alcanzar por los contratantes). Ese elemento es el tiempo. Tanto la ejecución de la conducta debida como la prestación deben alcanzarse en la época prefijada por las partes. Un retardo, aun en el supuesto de que la conducta se despliegue y la prestación se logre, hace incurrir en responsabilidad. 279. Toda obligación debe ejecutarse en un cierto lapso. Este lapso puede hallarse definido por las partes, establecido en la ley o depender de la actividad del acreedor. Como se analizará más adelante, el sistema jurídico prevé todas estas posibilidades para prefijar la oportunidad en que debe desarrollarse la conducta debida y, eventualmente, alcanzarse la prestación. 280. El tiempo forma parte de la obligación, es un elemento inherente a sus otros componentes. Lo que no puede existir es una obligación sin plazo determinado o determinable. Es más, los llama135

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dos “contratos de ejecución instantánea” no suponen un cumplimiento coetáneo a su celebración, sino la exigibilidad de la conducta estipulada inmediatamente a continuación de su perfeccionamiento. Pero siempre mediará un espacio de tiempo entre el contrato y el cumplimiento de las obligaciones que nacen del mismo. 281. En consecuencia, el tiempo es un elemento que forma parte de la obligación, que está indisolublemente unido al deber de conducta típica en que ella consiste. Este elemento se traducirá a la hora de reclamar la reparación de los daños en uno de los requisitos de la indemnización de perjuicios: la constitución en mora del deudor. Para comprender la utilidad de este instituto basta con señalar que no pueden reclamarse los perjuicios que se siguen de la inejecución de la conducta debida mientras esta última no sea exigible y permanezca incumplida. La mora, por lo mismo, es el retardo culpable de la obligación, o sea, la inejecución de la conducta estipulada en el contrato más allá del término en que ella debió haberse ejecutado. Como ya se explicó, siempre la obligación debe cumplirse después de perfeccionado el contrato, aun cuando medie un espacio de tiempo insignificante entre el contrato y el cumplimiento de las obligaciones que él genera (de lo contrario no estaríamos frente a una obligación contractual). La ley prevé esta situación configurando tres hipótesis que determinan la época a partir de la cual se presume antijurídico (culpable) el incumplimiento: i) cuando se fija un plazo dentro del cual debe ejecutarse la prestación (plazo expreso); ii) cuando la época en que debe ejecutarse la conducta debida se deduce de la naturaleza de la prestación (plazo tácito); y iii) cuando no existiendo un plazo expreso o tácito se requiere judicialmente al deudor (se lo emplaza a ejecutar la conducta debida). Estas son las tres hipótesis contempladas en el artículo 1551 del Código Civil. Sólo a contar del momento prefijado por cualquiera de estas circunstancias, puede decirse seriamente que la conducta debida no se ha ejecutado. 282. Pero ni aun en estos casos puede estimarse que hay un retardo culpable (imputable al deudor) cuando las partes del contrato revisten, simultánea y recíprocamente el carácter de deudor y acreedor. En tal caso la reciprocidad se impone por sobre los presupuestos contemplados en el artículo 1551 antes citado. No puede considerarse que existe retardo en el cumplimiento de una obligación contractual cuando la causa (final) de la misma (repre136

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sentada por la obligación que correlativamente pesa sobre la otra parte) está incumplida. En otros términos, el retardo de uno de los obligados sólo es antijurídico cuando la contraparte ha cumplido o se allana a cumplir en la forma y el tiempo debidos. Si así no fuere, o ambos contratantes estarían en mora o uno de ellos estaría en situación de ventaja sobre el otro. Lo anterior supone, como es obvio, que ambas obligaciones sean simultáneamente exigibles, ya que si una es exigible y la otra está pendiente, en razón de una modalidad, por ejemplo, sólo hay retardo por parte de quien, debiendo cumplir, no lo ha hecho. 283. El principio de la “igualdad de condición de todos los acreedores” (par conditio creditorum) es el que mejor explica, a nuestro juicio, que se dé primacía a la reciprocidad tratándose de contratos sinalagmáticos. Es cierto que este principio se enunció y se admite sobre la base de que todos los acreedores son, por lo general, de igual condición frente al deudor. Pero no es menos cierto que también debe existir esta igualdad entre deudor y acreedor cuando ambos, simultánea y correlativamente, tienen idéntica condición. La excepción del contrato no cumplido (exceptio non adimpleti contractus) está recogida en nuestro Código Civil en el artículo 1552, que dice: “En los contratos bilaterales ninguno de los contratantes está en mora dejando de cumplir lo pactado, mientras el otro no lo cumple por su parte, o no se allana a cumplirlo en la forma y tiempo debidos”. Diez y Gullón señalan a este respecto: “Ninguna de las partes de una obligación sinalagmática puede demandar el cumplimiento de la obligación contraria sin cumplir o ofrecer el cumplimiento de la propia obligación. Nuestro Código Civil (español) no ha consagrado con carácter general esta ‘excepción’, aunque ha hecho múltiples aplicaciones concretas de ella. La doctrina y la jurisprudencia no tienen inconveniente por ello en generalizar el principio que en ellas se expresa”. Más adelante, refiriéndose a los requisitos que deben concurrir para alegarla, agregan: “Para que proceda la excepción de incumplimiento es necesaria la existencia de los siguientes requisitos: a) una relación obligatoria sinalagmática; b) la falta del deudor al cumplimiento de su obligación; c) la inexistencia de la contradicción de la buena fe en la alegación de la excepción por el demandado. Como casos en que la alegación de la excepción puede ser contraria a la buena fe se citan los siguientes: 1º Cuando el que la invoca ha motivado, el mismo, el incumplimiento de la otra. 2º Cuando el in137

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cumplimiento se refiere a prestaciones secundarias o carece de suficiente entidad o envergadura para justificar una negativa de la prestación demandada. Si el incumplimiento no es simultáneo, la parte primeramente obligada a cumplir no puede oponer en rigor la excepción a la otra, cuya prestación debe cumplirla posteriormente, pero en la hipótesis de que corra el riesgo de no recibirla en su momento puede suspender la ejecución”.57 En nuestro Código Civil la situación comentada está expresamente reglamentada en el inciso final del artículo 1826, que se pone en el supuesto de que el vendedor deba entregar la cosa vendida después de celebrado el contrato, habiéndose estipulado plazo para pagar el precio. En tal caso, dice este inciso: “Pero si después del contrato hubiere menguado considerablemente la fortuna del comprador, de modo que el vendedor se halle en peligro inminente de perder el precio, no se podrá exigir la entrega aunque se haya estipulado plazo para el pago del precio, sino pagando, o asegurando el pago”. De la manera señalada se resguarda la posición del vendedor que, conforme a los principios enunciados, debería hacer entrega de la cosa sin que le sea admisible alegar la excepción del contrato no cumplido, en razón de que la obligación del comprador no es exigible simultáneamente con la obligación del vendedor. 284. Por consiguiente, la mora es un requisito de la indemnización de perjuicios, porque ella sólo procede cuando el deudor no cumple la obligación en el tiempo debido, pudiendo este tiempo prolongarse, incluso más allá de lo estipulado por las partes, como consecuencia de la interrelación de las obligaciones nacidas de los contratos sinalagmáticos (bilaterales definidos en el artículo 1439 del Código Civil). De esta manera, un nuevo ingrediente se introduce en el incumplimiento contractual: el equilibrio que debe existir en la relación. En el esquema general de la responsabilidad, la mora no es más que un elemento del incumplimiento, que, como queda explicado, apunta a fijar la época en que la obligación debe cumplirse (ejecutarse la conducta debida), suspendiéndose la exigibilidad de la misma cuando se rompe el equilibrio contractual, lo que sucede si el comportamiento de los contratantes, tratándose de contratos sinalagmáticos, no es equivalente. De aquí nace el principio que se expresa diciendo “la mora purga la mora”, lo cual 57

Luis Diez-Picazo y Antonio Gullón. Obra citada. Volumen I. Pág. 565.

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implica que no hay mora si una de las partes no cumple o se allana a cumplir, en el supuesto de que ambas resulten obligadas por el contrato. El artículo 1552 del Código Civil dice: “En los contratos bilaterales ninguno de los contratantes está en mora dejando de cumplir lo pactado, mientras el otro no lo cumple por su parte, o no se allana a cumplirlo en la forma y tiempo debidos”. 285. El principio analizado tiene un claro fundamento de equidad, ya que existiendo obligaciones recíprocas, nacidas de un mismo contrato, sería injusto exigir a uno de los contratantes el cumplimiento mientras el otro se resiste a cumplir por su parte. De aquí que el artículo 1552, antes transcrito, exija que quien demanda el cumplimiento, por su parte cumpla o se allane a cumplir en tiempo y forma debidos. Para constituir en mora al deudor y dar paso a la ejecución forzada o la resolución del contrato (artículo 1489 del Código Civil), y a la indemnización de perjuicios subsecuente, debe existir una clara manifestación de voluntad en orden a cumplir o disponerse a cumplir, en términos que la sanción impuesta a un contratante no redunde en beneficio del otro contratante también incumplidor. 286. De esta cuestión se desprenden varias otras consecuencias. Desde luego, cabe observar que para que la relación contractual tenga efectos se requiere que, a lo menos, una de las partes persista en el contrato y esté dispuesta a cumplir. Si tal no ocurre y ambos contratantes se resisten a desplegar “la conducta debida”, la relación quedará en suspenso hasta que las obligaciones se extingan por la prescripción. Asimismo, en este estado de cosas, no existirán perjuicios que puedan atribuirse al retardo (indemnización moratoria), porque ninguna de las obligaciones será exigible, quedando lo estipulado por las partes subordinado al cumplimiento de las obligaciones contraídas. 287. Puede hablarse, entonces, con propiedad, de “equidad contractual”, si se tiene en consideración que instituciones tan importantes como la teoría de la causa y la “mora” están fundadas precisamente en este valor. Sostenemos, por lo mismo, que no es admisible en nuestra ley una obligación desvinculada de su contrapartida, lo cual demuestra la preocupación de la ley por el equilibrio o contrapeso en la regulación de la relación contractual. Tan claro es lo que señalamos que, incluso, en el contrato de donación 139

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el legislador establece “deberes” que impone al donatario y cuyo incumplimiento puede acarrear la revocación de la donación por ingratitud (artículo 1428 del Código Civil, que define la causal de ingratitud como “cualquier hecho ofensivo del donatario, que le hiciere indigno de heredar al causante”, remitiéndose a los artículos 968 y siguientes del mismo Código) y “obligaciones propiamente tales”, como sucede cuando la donación es cuantiosa, caso en el cual el donante tiene derecho a cobrar alimentos al donatario (artículo 321 Nº 5 del Código Civil). Toda esta regulación revela una voluntad clara de la ley en orden a establecer siempre una interrelación dependiente entre las obligaciones que nacen de un vínculo contractual, incluidos casos de contratos que, por su naturaleza, sólo consagran obligaciones para una sola parte, como sucede por regla general con el contrato de donación irrevocable.58 288. El incumplimiento, en consecuencia, elemento constitutivo de la responsabilidad contractual, no sólo está referido al deber de conducta típica en que consiste la obligación, sino también a la época en que ella debe realizarse. Así como el grado de diligencia y cuidado que debe desplegar el deudor lo establecen las partes, en subsidio de la ley, la época del cumplimiento puede estar estipulada por las partes contratantes, derivar de la naturaleza de la obligación o de la voluntad del acreedor que requiere judicialmente al deudor, todo ello sin perjuicio de que, por razones de equidad, no estará en “mora de cumplir” el contratante cuando su contraparte, tratándose de contratos bilaterales, no cumpla o no se allane a cumplir en tiempo y forma debidos.

A esta materia dedicamos el Capítulo Segundo del libro La Obligación como Deber de Conducta Típica, antes citado. Págs. 113 y siguientes. 58

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V. TERCER PRESUPUESTO DE LA RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL El reproche subjetivo u objetivo al infractor (factor de imputación)

289. La responsabilidad, en general, supone siempre un reproche subjetivo u objetivo al infractor. Algunos autores incluyen, separadamente, el denominado deber de garantía (responsabilidad por el hecho ajeno o por el hecho de las cosas), lo cual, a juicio nuestro, no corresponde más que a la extensión de la responsabilidad por culpa o en razón del riesgo creado. La antijuridicidad de la conducta da paso al deber de reparar, y encuentra aquí su sentido y justificación. Por consiguiente, la antijuridicidad en la responsabilidad contractual se satisface con la censura subjetiva u objetiva de la conducta infraccional. De aquí que no consideramos que la antijuridicidad sea un elemento de la responsabilidad contractual, como sucede en la responsabilidad extracontractual. En este caso ella está implícitamente contenida en el factor de imputación: el juicio de reproche. En otros términos, la antijuridicidad en la responsabilidad contractual queda absorbida por el factor de atribución, ya que de éste se deriva la oposición de la conducta con el ordenamiento jurídico, puesto que no puede ser conforme a derecho comportarse de mala fe, negligentemente o contravenir normas que obligan a reparar en función del riesgo. 290. Ahora bien, el juicio de reproche puede estar referido a la actitud interior del sujeto responsable (lo cual implica una calificación del fuero íntimo del dañador, a fin de descubrir cuál fue su actitud ante el deber de conducta infringido) o, bien, ser el resultado de la confrontación de la conducta con un resultado objetivo del cual surge directamente la responsabilidad, cualquiera que sea la posición interior del infractor. En el primer caso, hablamos de culpa y dolo (responsabilidad subjetiva), en el segundo, de riesgo (responsabilidad objetiva). 141

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291. Tratándose de la responsabilidad contractual, la censura es, por lo general, subjetiva, sólo excepcionalmente objetiva. Por otra parte, nadie puede negar que tras esta cuestión subyace un problema moral. Parece justo imponer el deber de reparar a quien se ha comportado mal o incurrido en un error de conducta, en el entendido de que ha desplegado un comportamiento censurable. Desde esta perspectiva, la indemnización de perjuicios se nos presenta como una sanción respecto de un obrar reprochable. Pero la sociedad moderna conduce, como se analizará enseguida, a otra realidad. A. NOCION DE CULPA NO INTENCIONAL (CONTRACTUAL) 292. La doctrina jurídica distingue la culpa intencional y la culpa no intencional. En la responsabilidad contractual, la primera se llama dolosa, y en la responsabilidad extracontractual, delictual. No es ésta la noción de culpa que nos interesa. Para nosotros la culpa supone la producción de un daño que conscientemente no se ha querido causar. Por lo tanto, esta culpa se denomina cuasidelictual en el campo de la responsabilidad extracontractual y no dolosa en el campo de la responsabilidad contractual. La noción que procuramos describir está referida a esta última categoría (la culpa no dolosa). 293. La culpa no dolosa en el ámbito contractual se nos presenta asociada a imprudencia, descuido o negligencia. Ella consiste, entonces, en comportarse sin la prudencia, cuidado y atención que debe ponerse al desarrollar la conducta comprometida. En otros términos, obra con culpa quien no se comporta con el cuidado, la diligencia y la prudencia que la ley le impone en cada caso. Como se dijo y se describió en lo precedente, cada obligación se encuentra descrita en la ley (deber de conducta típica), señalándose qué grado de diligencia y cuidado se impone al obligado. Así las cosas, la culpa consiste en comportarse sin la diligencia que la ley impone al deudor de una obligación contractual. En otras palabras, la culpa implica faltar al deber de cuidado que trae consigo la constitución de la obligación. Quien incumple una obligación con culpa, sin tener la intención de dañar a nadie, deja de comportarse en la forma y con la atención que la ley le exige. 142

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294. La definición de la culpa ha sido un tema tradicionalmente discutido, especialmente en el derecho francés. Así, por ejemplo, Ripert sostenía que no sólo no había una definición de culpa, sino que “ni siquiera cabe intentar dar una definición de culpa”. Mazeaud y Tunc, por su parte, tratando el mismo tema, sostienen que “Planiol, el más ardoroso defensor de la idea de culpa, ha afirmado que ‘la palabra culpa es proteo; representa una noción de formas múltiples’. No cabe señalar mejor el porqué de la dificultad que según lo hizo nuestro amigo y colega Légal, en el umbral de su hermoso estudio sobre La négligence et l’imprudence comme source de responsabilité civile: ‘La palabra culpa es una de esas expresiones que nada tienen propiamente de jurídicas, que se toman del lenguaje de todos los días y que apelan a la imaginación, a la intuición, mucho más que a la razón. Tales términos despiertan en el espíritu ideas complejas y vagas, de las que por eso mismo es muy difícil darse cuenta exacta; y, por ese motivo, cabe llamarlas palabras de evocación, por oposición a las palabras de precisión, que designan instituciones cuyos rasgos característicos están determinados: tutela, usufructo, hipoteca, por ejemplo’”.59 Los mismos autores, luego de un exhaustivo análisis en que examinan las definiciones que conducen a la negación de la culpa, o que confunden la culpa y el vínculo de causalidad, o la culpa y el perjuicio; y aquellas definiciones que carecen de precisión, pasando por las propuestas por Demogue (“de acuerdo con la jurisprudencia, parecen indispensables dos requisitos: el uno objetivo y el otro subjetivo; un atentado contra el derecho y el hecho de haber advertido o podido advertir que se atentaba contra derecho ajeno”), por Planiol (“la culpa es una falta contra una obligación preexistente”), por Lévy (“la culpa es la legítima confianza engañada”), proponen una definición unitaria, útil tanto para el campo de la responsabilidad contractual como extracontractual, en los siguientes términos: “La culpa cuasidelictual es un error de conducta tal, que no lo habría cometido una persona cuidadosa situada en las mismas circunstancias ‘externas’ que el autor del daño. Es una definición que conviene no sólo al caso en que el autor de la culpa estuviere sujeto a la obligación general de prudencia y diligencia (agreguemos nosotros que se refiere, por cierto, a la responsabilidad extracontractual), sino también cuan-

Henri y Léon Mazeaud y André Tunc. Tratado Teórico y Práctico de la Responsabilidad Civil. Tomo I. Volumen II. Pág. 37. 59

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do la ley haga que recaiga sobre él una obligación determinada; porque una ‘persona cuidadosa’ cumple evidentemente con las obligaciones precisas que la ley pone a su cargo, salvo circunstancias de fuerza mayor”.60 295. Conviene preguntarse en qué consiste el “error de conducta”. Se trata de una conducta que vulnera aquella debida conforme al derecho, sea porque se ha incumplido la obligación general de prudencia o diligencia de que trata el artículo 2329 del Código Civil (responsabilidad extracontractual), sea porque se ha incumplido una obligación contractual. La única conducta socialmente aceptable es aquella que se ajusta al cumplimiento de las obligaciones que pesan sobre el sujeto que vive en comunidad, haciendo posible la “coexistencia de las libertades”, como Kant definía el derecho. Dicho de otro modo, todo sujeto que vive en sociedad debe comportarse de “manera social” y ello sólo ocurre cuando se respetan los deberes que impone el derecho. Es correcto sostener, entonces, que la culpa supone un “error de conducta”, lo cual equivale a decir “incumplimiento de una obligación”. De aquí que este incumplimiento dé lugar a la responsabilidad extracontractual o a la responsabilidad contractual, dependiendo de la obligación infringida. 296. La definición que examinamos pone acento, además, en que el error tiene una medida, puesto que en éste no habría incurrido una persona cuidadosa, lo cual implica remitirse al grado de diligencia que en materia contractual se impone al deudor (culpa grave, leve y levísima) o a los estándares generalmente aceptados en la sociedad en el campo de la responsabilidad extracontractual. En consecuencia, debe tenerse como cuidadosa a la persona que emplea la diligencia debida, la que, insistimos, no es la misma en el campo de la responsabilidad contractual y en la responsabilidad extracontractual. De lo anterior se sigue que una misma conducta puede ser culposa tratándose de un contrato y no culposa tratándose de otro. Ello porque en el ámbito de responsabilidad contractual la diligencia impuesta al deudor es diferente, según se desprende de lo previsto en el artículo 1547 del Código Civil.

Henri y Léon Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo I. Volumen II. Pág. 85. 60

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297. Finalmente, la definición que nos ocupa alude a que la persona cuidadosa que no habría incurrido en el error de conducta debe estar situada en las mismas circunstancias “externas” que el autor del daño. Este elemento nos remite, esta vez, a la apreciación in abstracto de la culpa, ya que, como se explicó con antelación, para medir si concurre la culpa es necesario comparar al sujeto infractor de la obligación con un modelo abstracto. 298. En síntesis, la conducta culposa se aparta de la conducta jurídicamente debida, constituyendo, por lo mismo, un error en el cual no habría incurrido un persona cuidadosa, entendiendo como tal aquel modelo abstracto que emplea, en las mismas circunstancias en que se encuentra el deudor, la diligencia y el cuidado que la ley le impone en cada caso. Lo medular de esta concepción radica en el hecho de que la culpa es un error de conducta, lo cual excluye la culpa intencional (dolo), que se configura al incumplirse una obligación (no ejecutar la prestación asumida), y sobre la base de un modelo abstracto que da la medida de la conducta que se exige. 299. Enneccerus, Kipp y Wolff, al tratar este tema, comienzan recordando que la antigua doctrina sobre la culpa, influida por la ideología naturalista del siglo XIX, definía la culpa como un estado psicológico, “dolo y negligencia constituían la culpa, cuya nota esencial se veía en una determinada relación síquica del agente con el resultado causado. Sin embargo, no tardó en reconocerse que esta relación psíquica que se supone presente en ambas clases de culpa no puede ser la culpa misma. El concepto psicológico de culpa se reveló ya inutilizable por el simple hecho de que en la negligencia inconsciente aquella relación psíquica está totalmente ausente y lo que en ella se da es sólo una valorización del ordenamiento jurídico. La culpa tampoco podía ser el contenido de la voluntad y la conciencia que constituye el dolo”.61 Más adelante, se procura una definición de la culpa en los siguientes términos: “La doctrina y la jurisprudencia reciente del derecho penal han abandonado con razón la concepción psicológica de la culpa y han definido –hasta aquí unánimemente– la esencia de la culpa como un juicio

Ludwig Enneccerus, Theodor Kipp y Martin Wolff. Obra citada. Volumen Segundo. Segunda Parte. Págs. 900 y siguientes. 61

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de valor que el ordenamiento jurídico emite acerca del agente (concepción normativa de la culpa). Con el juicio reprobatorio se recrimina al agente que no se ha conducido conforme a derecho, sino que ha preferido obrar contra derecho, a pesar de que hubiera podido conducirse lícitamente y pronunciarse a favor del derecho. La culpa presupone, pues, un acto contrario a derecho, que es achacado personalmente al agente, porque descansa sobre una motivación de éste conculcadora del deber. Culpa es, por tanto, la condición de un acto antijurídico que da pie a un reproche personal” .62 No cabe duda que la posición de estos autores aporta un juicio importante para definir la culpa: ella encierra un juicio de valor a partir de los deberes que el ordenamiento jurídico impone al sujeto pasivo de una obligación. De aquí la legitimidad de calificar el incumplimiento como un “error de conducta”. 300. Un autor argentino, Jorge Joaquín Llambías, al referirse a los elementos de la culpa, expresa: “La culpa es un tipo de imputabilidad que se caracteriza por dos elementos, ambos de contenido negativo: a) En primer lugar, aparece en la actividad del agente una omisión de diligencia apropiada, he ahí la razón del reproche que se formula. b) En segundo lugar, se tipifica esta conducta por la ausencia de la mala fe o mala voluntad. En nuestro caso el deudor no se ha propuesto incumplir la obligación y si ha llegado a ello no ha mediado malicia de su parte. Es justo, pues, que esto se compute a su favor para merecerle un tratamiento más benigno o menos desfavorable que si hubiese obrado a designio el incumplimiento de la obligación. Es de advertir que el primer elemento de la culpa es el que da lugar a la responsabilidad del deudor, el segundo elemento permite ubicar esa responsabilidad en un grado relativamente benigno. El primer elemento de la culpa funciona contra el deudor, y el segundo elemento, habida cuenta del primero, a su favor. El primero origina la responsabilidad del deudor, el segundo la limita a una cuantía definida”.63 Conviene recordar que el Código Civil argentino define la culpa en los siguientes términos: “La culpa del deudor en el cumplimiento de la obligación consiste en la omisión de aquella diligencia que exigiere la naturaleza de la obligación, y que corres-

Ibídem. Pág. 902. Jorge Joaquín Llambías. Tratado de Derecho Civil. Obligaciones. Tomo I. Editorial Perrot. Buenos Aires. 1983. Págs. 188 y 189. 62

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pondiese a las circunstancias de las personas, del tiempo y del lugar” (artículo 512). 301. De los conceptos que anteceden podemos, por nuestra parte, conceptualizar la culpa sobre las siguientes bases: a) el comportamiento social de una persona conlleva el acatamiento de los deberes impuestos por el sistema jurídico, lo cual se traduce en el cumplimiento de las obligaciones que pesan sobre ella, así se trate del deber general de no causar daño a otra persona (responsabilidad extracontractual), o de dar cumplimiento a las obligaciones asumidas (responsabilidad contractual); b) el ordenamiento jurídico consagra un determinado grado de diligencia y cuidado que se exige al deudor respecto de cada obligación (obligación como deber de conducta típica); c) el incumplimiento culposo de una obligación importa la inejecución de la prestación convenida en razón de no haberse empleado la actividad y diligencia debidas, sin que mediara la intención de perjudicar o causar daño al sujeto activo de la relación; d) la culpa supone la comparación entre el hipotético comportamiento de un modelo abstracto y la conducta que se quiere juzgar; y e) la culpa constituye un reproche o censura que el ordenamiento jurídico formula a quien no ejecuta la conducta debida (imputabilidad). Por consiguiente, la culpa puede definirse diciendo que es un reproche jurídico que se funda en un error de conducta, que consiste en no ejecutar la actividad que hipotéticamente habría desplegado un modelo de persona cuidadosa (entendiendo como tal a aquella que se comporta como es debido), y que tiene por objeto imputar al infractor las consecuencias de sus actos. Creemos nosotros que el deudor de una obligación sólo incurre en culpa cuando no se comporta con la diligencia, el cuidado y la atención que le impone la respectiva obligación, independiente de la circunstancia de lograr el objeto propuesto (prestación). De aquí que la obligación sea siempre un “deber de conducta” que se proyecta en función de una “prestación” (resultado), pero que no se halla subordinado a ella. Por consiguiente, cumple el que se comporta como corresponde (sin incurrir en culpa grave, leve o levísima, atendiendo a los diversos tipos de obligaciones), independientemente de que con aquella conducta se alcance la prestación convenida. 302. Finalmente, sobre este punto, digamos que la culpa es un factor subjetivo de imputación, porque se funda en una actitud in147

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terna del sujeto que, conociendo los deberes que ha asumido para con otra persona, los infringe por descuido, tedio, negligencia, etc. No hay en él malicia, sino desidia e indiferencia por la suerte que corra su acreedor. B. NOCION DE CULPA INTENCIONAL (DOLO) 303. Abordaremos, ahora, la noción de la llamada culpa intencional o dolo. Este factor de imputación, también de carácter subjetivo, plantea varios problemas. Desde luego, existe una definición genérica del dolo en el inciso final del artículo 44 del Código Civil: “El dolo consiste en la intención positiva de inferir injuria a la persona o propiedad de otro”. Como es sabido, este daño puede ocurrir a propósito de la celebración de una convención (vicio del consentimiento), o del cumplimiento de una obligación contractual (factor de agravamiento de la responsabilidad) o de la comisión de un delito civil (responsabilidad delictual). Pero el dolo es el mismo y, tal como dice la norma, es una intención positiva, esto es, un designio consciente de causar daño o perjuicio a la persona o la propiedad de otro. 304. Es difícil, aun cuando no imposible, concebir esta actitud maligna de parte de un sujeto que obra, según la definición, con el propósito manifiesto de causar daño y valiéndose para ello de la celebración de un contrato, del cumplimiento de una obligación o de la ejecución de un hecho. Lo más probable y usual es que la intención indicada sea consecuencia de un provecho correlativo que se procura alcanzar a pesar de que con ello se acarree un perjuicio a otra persona. Sostener que el dolo implica causar un daño por el solo afán psicológico de provocarlo no parece posible, al menos en el plano de la racionalidad. En otros términos, una conducta dolosa sólo puede explicarse razonablemente en función de la consecución de un beneficio que se logra a cambio de un daño indebido que se causa a otro sujeto. Por otra parte, es difícil probar la intencionalidad de una conducta, puesto que ello implica indagar el fuero interno del autor del dolo para establecer sus deseos y propósitos más íntimos. Cabe preguntarse, entonces, cuál es el alcance preciso del inciso final del artículo 44 del Código Civil. 305. La primera cuestión que surge dice relación con la previsibilidad del daño cuando está ausente la intención de causar148

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lo. Más precisamente se trata de determinar qué responsabilidad asiste a quien, advirtiendo que su acción u omisión causará inevitablemente un daño cierto, lo acepta, pero sin el propósito de que éste se produzca. Nos hallamos ante el denominado dolo mediato o directo. ¿Está este tipo de dolo incluido en la definición transcrita? A primera vista, atendiendo a los términos de la definición legal, pareciera que, ausente la intención positiva de causar daño, esta figura queda excluida del dolo. A nuestro juicio, sin embargo, esta figura queda comprendida en los términos del artículo 44 del Código Civil, por las siguientes razones: a) Si una persona tiene perfecta conciencia que su acción u omisión producirá un daño cierto, inevitable y real, al aceptar este resultado admite, paralelamente, que el daño se produzca. De aquí que hayamos escrito, en otro trabajo nuestro, que “la previsibilidad absorbe la intencionalidad, ya que ella está subsumida en la aceptación del daño que, a ciencia y conciencia, aunque no se desea, se sabe que ocurrirá y se admite este resultado” ; b) Si un sujeto, como integrante o partícipe de una relación jurídica, tiene conciencia de que se producirá un daño como consecuencia de su acción u omisión, y está en situación de atajarlo cumpliendo los deberes que le impone el ordenamiento jurídico, al no hacerlo se integra a la cadena causal intencionalmente, esto es, de manera cierta, efectiva y verdadera, cualesquiera que sean sus deseos más íntimos; c) La intención de que trata el artículo 44 del Código Civil no consiste en el “deseo” de que una determinada situación se produzca, sino en la conformidad consciente del sujeto con un resultado que sobreviene como consecuencia de un acto u omisión propios; d) La intención, en este caso, consiste en la aceptación de un resultado cierto, producto de una actividad positiva o negativa que despliega una persona voluntariamente; e) Por último, cabe preguntarse ¿qué diferencia existe entre desear un resultado y aceptarlo a sabiendas que éste es una consecuencia necesaria e inevitable de la actividad propia? 306. El obrar doloso se nos representa, entonces, como el resultado de una conducta propia que se autodetermina, a conciencia de que ella es ilegítima y que provocará un daño injusto a otra persona. Los componentes del dolo, por lo mismo, son tres: a) la conducta autodeterminada; b) la conciencia de la ilicitud de la misma; y c) la convicción de que ella provocará inevitablemente un daño injusto. 149

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307. Cuando nos referimos a la una conducta autodeterminada, lo hacemos sobre la base de un designio previo, cuyo objetivo es lograr un beneficio indebido que no podría obtenerse si el sujeto se comportara conforme a derecho, dando cumplimiento a las obligaciones asumidas. Así, por ejemplo, si el sujeto no está objetivamente en situación de cumplir una obligación (porque carece de los medios para pagar), por sobre su designio se instala un supuesto que neutraliza el designio anterior. Analicemos un caso. Si el deudor, disponiendo de los medios para pagar una deuda de dinero, prefiere invertir estos fondos en un negocio en la convicción de que con ello obtendrá un provecho superior a los perjuicios que para él pueden derivarse del incumplimiento de la obligación, obra dolosamente. A la inversa, si carece de los medios para pagar, aun cuando hubiere preferido invertirlos en un negocio más lucrativo en caso de contar con ellos, no hay dolo, porque el impedimento se sobrepone al designio. 308. La ilicitud de la conducta importa una transgresión al proyecto que pesa sobre todas las personas de comportarse como en derecho corresponde. ¿Qué significa comportarse “como en derecho corresponde”? Cumplir con los deberes que el ordenamiento jurídico impone, sean ellos de carácter general (como no causar daño a nadie, obrar de buena fe, proteger a los incapaces, etc.) o de carácter específico (como el cumplimiento de las obligaciones que se hayan contraído). Se trata de una exigencia objetiva que resulta de comparar la conducta ejecutada con los mandatos que el ordenamiento contiene sobre la forma en que debemos proceder. 309. Finalmente, la convicción de la ocurrencia del daño implica, como se dijo, la capacidad del sujeto para deducir razonablemente que de su conducta se seguirá un daño real, que aun cuando no se desee, se acepta como inevitable. 310. De lo dicho se desprende, entonces, que el llamado dolo mediato o directo se halla incluido en la definición de dolo contemplada en el Código Civil. Tratándose del dolo en el cumplimiento de las obligaciones, creemos que deben agregarse las exigencias mencionadas, porque no puede considerarse doloso al deudor que carece de los medios para satisfacer la obligación (así ello sea consecuencia de su negligencia o falta de cuidado), o incumple sin procurarse con ello y para sí un beneficio indebido que resulta de 150

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colocarse al margen de la juridicidad, o no tiene conciencia del daño que se generará para el acreedor. 311. La segunda cuestión que se suscita dice relación con el llamado dolo eventual. Esta cuestión, en el ámbito de la responsabilidad contractual, es más compleja. En materia de responsabilidad extracontractual, nos inclinamos por incorporar este tipo de dolo, instando, de esta manera, por una fórmula más exigente y moralizadora de las relaciones sociales. En todo caso, anticipemos que la cuestión no tiene una significación muy especial si se considera que la responsabilidad por la comisión de un delito civil es la misma que tratándose de un cuasidelito civil. Por lo tanto, se trata de un problema más doctrinario que práctico. En el campo de la responsabilidad contractual, las cosas cambian radicalmente, ya que el incumplimiento doloso conlleva una reparación más extensa (el contratante incumplidor responde de los daños directos previstos e imprevistos, lo cual no sucede cuando se incumple con culpa). De aquí que, en el orden práctico, distinguir entre el incumplimiento culpable y el incumplimiento doloso tenga consecuencias muy importantes. 312. El dolo eventual se caracteriza porque el sujeto se representa el resultado de la acción u omisión voluntaria, pero sólo como posible, no como inevitable y cierto. Dicho de otro modo, el resultado dañoso se considera entre los efectos probables, pero no ciertos, de la conducta (incumplimiento). La diferencia con el dolo mediato es clara. Mientras en el dolo mediato el autor prevé las consecuencias ciertas y necesarias de su acción, en el dolo eventual, aun representándoselas, las estima meramente posibles, pero no inevitables. La incerteza del daño, por lo mismo, constituye una barrera moralmente menos enérgica para la ejecución de la conducta. Sin embargo, nos inclinamos por la tesis según la cual en materia contractual el dolo eventual queda comprendido en la figura descrita en el artículo 44 inciso final del Código Civil. Lo anterior porque el agente que provoca el daño está en situación de interrumpir la cadena causal que, por el solo hecho de considerar probable el daño, conoce y domina. En el dolo eventual, como es natural, deberán concurrir los mismos requisitos indicados en lo precedente para el dolo mediato, salvo la certeza de la ocurrencia del daño, que se sustituirá, en esta hipótesis, por la probabilidad del mismo. 151

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313. Para reafirmar nuestro punto de vista transcribiremos un caso hipotético incluido en otro trabajo nuestro sobre la misma materia.64 “Una persona encarga a otra la adquisición de un paquete accionario que será rematado en la Bolsa de Comercio (contrato de mandato regulado en los artículos 2116 y siguientes del Código Civil). En cumplimiento de sus obligaciones, el mandante proporciona al mandatario los medios necesarios para que adquiera dichas acciones. Este último resuelve no ejecutar el encargo, porque estima que el alza de precio de las acciones es improbable, que los precios en la bolsa están de baja y que la sociedad a que se refiere el negocio no goza de una situación expectante en el mercado. Por estas razones incumple el mandato. A los pocos días las acciones experimentan un alza espectacular, que duplica el precio. ¿De qué responde el mandatario? ¿Su incumplimiento ha sido doloso o culpable? A juicio nuestro, estamos en presencia típicamente de un dolo eventual, ya que el autor del daño –que incumple el encargo– se representa la posibilidad de que las acciones suban de precio, pero la califica como remota, poco probable, tomando sobre sí el riesgo que ello representa. Aquí no hay negligencia, ni descuido, ni desidia. Por el contrario, hay cuidado, estudio, análisis de la situación y, lo que es más importante, un incumplimiento consciente cuyas consecuencias se asumen. ¿De qué perjuicios responde el mandatario? Desde luego, deberá indemnizar el mayor precio de las acciones. Pero, además, en el supuesto de que antes de pagar la indemnización (diferencia de precio) se dictara una ley que da a los accionistas de la empresa un beneficio tributario, deberá también compensar dicho beneficio y, aun, si durante el período que media entre la fecha en que debieron adquirirse las acciones y el cierre de los registros de la sociedad –sin que se haya pagado la diferencia de precio– las acciones devengaron dividendos, también deberán pagarse al mandante dichos dividendos (frutos civiles). Pero nada deberá pagar el mandatario si las acciones, lejos de subir, bajaron de precio (en lugar de daño hay beneficio y el dolo es jurídicamente intrascendente), salvo que las partes hayan estipulado una cláusula penal en los términos establecidos en el artículo 1542 del Código Civil. Es éste el único caso en el cual el dolo, aunque no cause daño o, incluso, cause beneficio, compromete la responsabilidad del autor”.

Pablo Rodríguez Grez. La Obligación como Deber de Conducta Típica (“La teoría de la imprevisión”). Facultad de Derecho Universidad de Chile. 1992. Pág. 38. 64

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314. Como puede apreciarse, en este caso no existe por parte del mandatario la certidumbre del daño, sino sólo una noción de probabilidad, sin embargo de lo cual acepta el resultado y renuncia a interrumpir la cadena causal, lo cual depende de su sola voluntad. ¿Hay una intención positiva de inferir daño al momento en que se adopta la decisión de no realizar la inversión, asumir el riesgo consiguiente y obtener un lucro indebido para sí? Nosotros estimamos que hay intención positiva de inferir daño, porque en la decisión adoptada (no realizar el encargo) va implícita la posibilidad de causarlo, posibilidad que se acepta como probable aun cuando no cierta. En otros términos la “intención positiva” cubre no sólo los resultados o efectos ciertos, sino también aquellos probables, porque todos ellos dependen causalmente del infractor. Más claro aún, creemos que abriga una “intención positiva” todo aquel que representándose el resultado de su acción como meramente probable y pudiendo interrumpir voluntariamente la cadena causal, persiste en la actividad dañosa. 315. Es probable que esta posición choque con el voluntarismo literal de nuestros jueces, que insisten en aplicar la ley ateniéndose a las palabras de que se vale el legislador, sin considerar, muchas veces, su intención y espíritu y los fines y propósitos que animan el establecimiento de la norma. Creemos nosotros que una reflexión más profunda sobre estas instituciones permite ir modernizando el mandato legal, a través de una interpretación creativa y socialmente más avanzada. 316. Particularmente interesante nos resulta lo manifestado a propósito de esta materia por Doménico Barbero, profesor de Derecho Civil en Milán: “El ‘dolo’ consiste en la preordinación del hecho al evento dañoso. Pero es discutible, al menos en materia civil, si se necesita propiamente volición del daño o basta la conciencia de que al hecho seguirá el daño; es decir, si se necesita el animus o basta la scientia nocendi. La cuestión aquí se entrecruza con el problema de la llamada ‘culpa con previsión’: problema de límites, se ha dicho, entre la culpa y el dolo. Para resolver el cual es necesario haber tratado antes acerca de la ‘culpa’ en sí y haber establecido su diferencia con el ‘dolo’”. Luego, bajo el epígrafe “II. LA CULPA. La ‘culpa’ excluye la preordinación del hecho al evento dañoso, pero contiene, sin embargo, la volición del hecho, cuyos efectos dañosos son imputables a la voluntad (en cuanto sean pre153

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visibles) a causa de la negligencia, incuria o imprudencia, impericia o inobservancia de leyes, reglamentos, órdenes y disciplinas (art. 43, Cód. Pen.). Caracteres, por tanto, de la culpa son la voluntariedad del hecho y la previsibilidad del evento. Y entonces, para atenernos a la cuestión indicada hacia el final del apartado anterior, nos parece que la volición del hecho con la previsión del evento, o en otros términos, con la ciencia de que ocurrirá el daño, si el hecho no está justificado por la necesidad de defensa (art. 2045), implica sustancialmente, en la volición de su causa, la volición del evento, y así confina con el dolo. En efecto, me pregunto qué es lo que falta para integrar el dolo, si uno, sin necesidad, lanza deliberadamente un ladrillo entre la muchedumbre, protestando que no quiere irrogar daño a nadie: o es un loco o es un delincuente. Para estar en el ámbito de la ‘culpa’ se necesita excluir la previsión y retener solamente la previsibilidad; de lo contrario la volición del hecho o es lícita, si está justificada, o si no, nos parece dolosa”.65 317. Otro autor, el argentino Llambías, al analizar el concepto de dolo en el incumplimiento de las obligaciones, expresa que él “consiste en la deliberada inejecución de la obligación. Cuando el deudor puede cumplir, pero no quiere hacerlo, incurre en dolo en el cumplimiento de la obligación, v. gr., si el propietario de un departamento compromete la venta del inmueble a favor de una persona y luego lo enajena espontáneamente a otra persona: habría allí un incumplimiento doloso de la obligación de dar una cosa cierta con el fin de transmitir el dominio de ella. No basta para configurar el dolo obligacional la mera conciencia del deudor de no cumplir la obligación. Se requiere que el deudor tenga la posibilidad de cumplir y no quiera hacerlo, cualquiera que sea el motivo que lo lleve a obrar de esa manera”. Agrega este autor que “No se requiere intención de dañar. Salvat exige para que quede configurado el dolo del deudor que éste haya obrado con la intención de perjudicar al acreedor. Pero la ley no contiene esa exigencia y no hay razón que obligue a suponerla. Con el criterio de Salvat se trata con excesiva benignidad al deudor que incumple la obligación deliberadamente, pero sin el propósito específico de dañar los derechos del acreedor”.66 Rescatamos de este autor dos cuestiones 65 Doménico Barbero. Sistema del Derecho Privado. Tomo IV. Contratos. Ediciones Jurídicas Europa-América. Buenos Aires. 1967. Págs. 701 y siguientes. 66 Jorge Llambías. Obra citada. Tomo I. Págs. 181 y 182.

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importantes: sólo incumple dolosamente el deudor que pudiendo cumplir no lo hace, y el dolo se caracteriza por constituir una manifestación deliberada de voluntad. Justo es reconocer, sin embargo, que el Código Civil argentino no contiene una definición de dolo semejante a la del inciso final del artículo 44 del Código Civil chileno. 318. Quizás sean Enneccerus, Kipp y Wolff quienes con mayor penetración analizan los planteamientos antes expuestos. En el derecho alemán, el dolo no se encuentra definido, asumiendo esta explicación la doctrina. Para los autores citados “el dolo es el querer un determinado hecho con conocimiento de todas las circunstancias del mismo. Por consiguiente, el concepto dolo exige tres cosas: 1) El dolo debe referirse a un hecho determinado, por ejemplo, la lesión de una persona o el menoscabo de una cosa. 2) El hecho lleva consigo un resultado exterior, por ejemplo, la lesión corporal o el daño de una cosa. También este resultado debe ser querido. Pero esto sólo en cuanto al mismo resultado contrario a derecho, por ejemplo, en cuanto a la afirmación de un hecho contrario a la verdad, que pone en peligro el crédito… El daño que por ello se produce (independientemente de su cuantía) no es menester que sea querido. Sólo por excepción se exige una intención dirigida a producir el daño mismo. 3) Ahora bien, sólo se quiere un resultado contrario a derecho cuando el autor sabe que concurren las características (de hecho o de derecho) a que el ordenamiento jurídico condiciona la prohibición de ese acto”. A la hora de tratar la segunda exigencia, estos autores dicen: “Se discute mucho si el resultado (contrario a derecho) tiene que ser querido. Según la llamada teoría de la representación, es suficiente que haya sido previsto, esto es, que el agente haya tenido conciencia de la relación causal de su acto. Por el contrario, según la llamada teoría de la voluntad, es indispensable querer el resultado. Para resolver esta cuestión, que es muy importante para deslindar el dolo, es menester considerar por separado los diversos casos. a) Es indudable que el dolo abarca el resultado que el agente se ha representado como seguro y ha deseado. Antes bien, es indudable que el dolo abarca también aquellas consecuencias a que no se tendía, acaso incluso muy poco deseadas, que el autor considera indisolublemente unidas con el resultado apetecido. Si uno quiere matar a A, pero sabe que no puede hacerlo sino mediante un acto por el que también resultará la muerte de B, y lo ejecuta, aunque con gran pesar por lo que afecta a B, tiene indudable con155

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ciencia de que su acto causará la muerte de B. Pero ha querido también esta circunstancia, ya que se ha representado el conjunto de las consecuencias de su acto (muerte de A y de B) como un todo inseparable, habiéndose resuelto a producir esta consecuencia total, porque no podía producir por sí solo el único resultado que deseaba (la muerte de A). b) El caso de a) constituye el dolus directus. La solución es más difícil cuando el autor es consciente de que su acto, en lugar del resultado (contrario a derecho) directamente deseado, o conjuntamente con éste, de un modo no seguro pero posible, producirá acaso otro resultado también contrario a derecho: por ejemplo, el agente sabe que el tiro dirigido al corzo puede alcanzar al vaquero que se encuentra en la misma dirección, o que el incendio de la casa posiblemente tendrá por consecuencia la muerte de las personas que en ella duermen. En tal caso, según la teoría de la voluntad, hay que distinguir: si el agente deseaba ese posible resultado, es indudable que también lo ha querido. Lo mismo ocurre cuando le era indiferente o desagradable que el resultado se produjese o no, pues entonces se ha representado el resultado total incierto, cualquiera que fuese, y su voluntad se ha dirigido a determinar el resultado como quiera que fuese. En estos casos se habla de dolus eventualis. Pero ahora bien, si ha obrado con la esperanza, para él decisiva, de que aquel resultado posible, para él desagradable, no se produciría, o si ha intentado incluso evitarlo, por ejemplo, haciendo ruido para despertar a los moradores de la casa en llamas, no hay dolo con relación a este resultado posible, sino sólo la llamada negligencia consciente (luxuria). Esta distinción se ajusta perfectamente a la realidad, pues la culpabilidad moral en los primeros casos es mucho más grave que en el último. La teoría de la representación, al no remontarse a la voluntad, hace imposible separar estos casos, pues la representación del autor sobre el nexo causal de su acto es exactamente la misma que en los tres casos, ya que en todos ellos es consciente de que su acto posiblemente producirá la consecuencia. Por tanto, es preferible la teoría de la voluntad, toda vez que sólo ella hace posible decidir estos casos de un modo conforme a la realidad”.67 319. Es efectivo, como se señaló, que la teoría de la voluntad hace posible distinguir diversos grados de responsabilidad moral, Ludwig Enneccerus, Theodor Kipp y Martin Wolff. Obra citada. Tomo I. Segunda Parte. Págs. 883 y siguientes. 67

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pero la responsabilidad social, que es la que de preferencia interesa al derecho, se satisface más plenamente con la teoría de la representación, que imputa un comportamiento doloso no sólo al que intencionalmente busca un resultado contrario a derecho, sino al que, sin abrigar esta intención, se representa un resultado como cierto o, aun, como posible, y lo asume voluntariamente. La conciencia del resultado antijurídico deriva del conocimiento de la cadena causal y del hecho de estar en condiciones de interrumpirla, de suerte que, en definitiva, el resultado producido estará subordinado a la decisión del agente. Como es explicable, se ha puesto acento en la representación de las consecuencias del acto, pero, en cierta medida, se ha desdeñado el control que el agente tiene sobre la cadena causal y su capacidad para interrumpirla. Si se unen estos factores (representación y control sobre la cadena causal) resulta obvio y justo imputar el resultado a todo aquel que, sin desearlo positiva y directamente, se lo representa y no interrumpe la cadena causal pudiendo hacerlo. Sobre estas bases debe construirse la noción de dolo en la legislación chilena. 320. Para concluir este párrafo digamos que entre la responsabilidad contractual y la responsabilidad extracontractual advertimos una diferencia esencial: la primera supone el incumplimiento de una obligación nacida del contrato, siendo de destacar que este tipo de obligaciones puede ser infinito en su número y en su contenido, puesto que son creadas libremente por los imperados ajustándose a un marco legal preestablecido, en virtud del principio de la autonomía privada; la segunda supone el incumplimiento de un deber general de carácter social que se expresa en la obligación de no causar daño a nadie en la vida de relación. En ambas clases de responsabilidad los factores de imputación (o atribución) no operan ni se comportan de la misma manera. Tal como se explicó en lo precedente, en las obligaciones contractuales la ley establece en cada caso de qué grado de culpa responde el obligado, atendiendo a la estipulación de las partes o a la naturaleza del contrato (artículo 1547 del Código Civil). Tratándose de la obligación general de no dañar a nadie en la vida social, el grado de culpa de que se responde es el mismo, aun cuando deba aplicarse in concreto sin desconocer las características personales de cada individuo (artículo 2329 del Código Civil). En la responsabilidad extracontractual los efectos de la culpa y del dolo son los mismos, de modo que la distinción entre los diversos factores de imputación no tie157

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ne una consecuencia práctica específica. En la responsabilidad contractual el dolo obligacional, como se le denomina, trae consigo un agravamiento de la responsabilidad al extenderse el deber de reparar a los daños previstos al tiempo de celebrarse el contrato o que pudieron preverse y a los daños imprevistos. Ahora bien, en la concepción del dolo extracontractual influye poderosamente el deber social de no perjudicar a nadie, razón por la cual la inclusión en dicho concepto del dolo mediato o directo y del dolo eventual resulta justificada a esta necesidad superior (la paz social). Pero no aparece tan claro tratándose del dolo contractual, aun cuando, en esta hipótesis, la circunstancia de que el contratante incumplidor sea el gestor de la obligación infringida impone a éste, con mayor rigor, el deber de reparar cuando se ha representado el perjuicio que provocará, aun cuando ello no sea más que una probabilidad, no una certeza. De aquí que la correcta interpretación de este instituto nos lleve a sostener que en la definición de dolo civil cabe tanto el dolo mediato como el dolo eventual. Volveremos sobre esta materia más adelante al analizar otros elementos de la responsabilidad contractual. C. NOCION DE RIESGO (COMO FACTOR DE IMPUTACION) 321. La vida moderna, especialmente a partir de la revolución industrial, demostró que la responsabilidad no podía quedar reducida sólo a los factores subjetivos de imputación (culpa y dolo). Muchas actividades productivas fueron creando situaciones de peligro que multiplicaban la probabilidad de que las personas sufrieran daños. En otras palabras, se produjo una alteración en la estructura del medio en que la comunidad se desenvolvía, mejorando las condiciones de vida (movilización, suministro de electricidad, agua potable, producción en serie, etc.), pero aumentando considerablemente los peligros de sufrir daños y perjuicios. El incremento del riesgo hizo necesaria una revisión de la legislación en materia de responsabilidad. Nace así la llamada responsabilidad objetiva, basada en la asunción del riesgo como factor de imputación. 322. Como es obvio, el riesgo está asociado a determinadas actividades (industriales, aéreas, biológicas, energéticas, etc.), creándose sectores de peligro en que no es difícil enfrentar accidentes y 158

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sufrir daños. Creemos nosotros que los creadores de riesgo incurren, por así decirlo, en una nueva forma de culpa, que no consiste en comportarse negligente o descuidadamente, sino en generar, a ciencia y conciencia, condiciones que objetivamente favorecen la producción de accidentes y daños. En otros términos, para aumentar las ganancias y utilidades que provienen de actividades productivas, se incrementa el peligro de exponer a los trabajadores y al público en general a sufrir daños. El mejoramiento de las condiciones de producción va unido, correlativamente, al aumento de las contingencias que hacen posible que se desencadenen daños que en otro escenario no se habrían producido. Como lo analizaremos más adelante, esta situación podría explicarse a la luz de la relación causal, ya que la responsabilidad surge de una etapa más remota que aquella aceptada hasta hoy, la cual enlaza el daño con el hecho que lo genera. En nuestra opinión, tratándose de la llamada responsabilidad objetiva, la causa se busca en una fase anterior al hecho que directa e inmediatamente provoca el daño. 323. ¿Cómo reacciona el derecho frente a la creación del riesgo? Superpone el peligro creado a la acción dañosa y transfiere la responsabilidad al autor del riesgo. De esta manera surge la responsabilidad objetiva, que se impone al sujeto que generó el peligro, independiente de su actitud subjetiva. No interesa, entonces, si ha habido dolo o culpa, el único fundamento de la responsabilidad es la situación generada que predispone a las personas a sufrir un daño no querido. Decíamos en lo precedente que la revolución industrial multiplicó los riesgos a que estaban expuestos los trabajadores. Este solo hecho abrió camino a la responsabilidad objetiva, al hacer que los patrones y empresarios pasaran a responder en razón del riesgo creado, cualquiera que fuera su diligencia y cuidado y su intención íntima. Posteriormente, actividades tales como el transporte aéreo se consideraron riesgosas en sí mismas, imponiendo al transportador la obligación de reparar los daños en caso de accidentes, con independencia de la actitud subjetiva del empresario. Los códigos decimonónicos no ignoraron la responsabilidad objetiva, pero la limitaron a casos excepcionales. Así, por ejemplo, el Código de Bello, en el artículo 2327, dispone que “El daño causado por un animal fiero, de que no se reporta utilidad para la guarda o servicio de un predio, será siempre imputable al que lo tenga, y si alegare que no le fue posible evitar el daño, no será oído”. El mismo principio, la creación del riesgo, se aplica 159

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posteriormente a toda actividad considerada peligrosa, constituyéndose en otra vertiente de la responsabilidad, más allá del juicio de reproche subjetivo al autor del daño. De esta manera se extiende la responsabilidad objetiva en la vida moderna. 324. Nos interesa analizar cuatro casos, contenidos en leyes modernas, que privilegian la responsabilidad objetiva por sobre la responsabilidad subjetiva. a) La Ley Nº 19.613, de 8 de junio de 1999, reemplazó el artículo 99 bis de la Ley General de Servicios Eléctricos (Decreto con Fuerza de Ley Nº 1, de 1982). Esta disposición establece que el Ministerio de Economía, Fomento y Reconstrucción puede dictar un decreto de racionamiento eléctrico, “en caso de producirse o proyectarse fundadamente un déficit de generación en un sistema eléctrico, a consecuencia de fallas prolongadas de centrales eléctricas o de situaciones de sequía”. En tal caso se impone a las empresas generadoras de energía eléctrica la obligación de pagar a sus clientes distribuidores o finales sometidos al sistema de regulación de precio, “cada kilowatt-hora de déficit que los haya afectado, determinado sobre la base de sus consumos normales, un valor igual a la diferencia entre el costo de racionamiento y el precio básico de la energía”. La ley determina cada una de estas variables (“consumo normal”, “costo de racionamiento”, “precio básico de la energía”). El inciso 4º de esta disposición prescribe: “Para los efectos de este artículo, las situaciones de sequía o de fallas de centrales eléctricas que originen un déficit de generación eléctrica que determina la dictación de un decreto de racionamiento, en ningún caso podrán ser calificadas como fuerza mayor o caso fortuito”. Fácil resulta comprender que tanto la sequía como las fallas en las centrales eléctricas pueden ser causa de hechos imprevistos, ajenos al generador e imposibles de resistir, sin embargo de lo cual los daños que de ellas provienen son asumidos por este último, por disposición expresa de la ley. Respecto de la sequía se ha discutido cuándo ella puede ser considerada imprevista, ya que existen cálculos y cuadros que detallan el comportamiento de esta variable a través del tiempo, siendo previsible sólo en algunos casos excepcionales, un pronóstico relativamente certero. Con todo, la ley no contiene distinción alguna e impone responsabilidad al generador cualquiera que sea el comportamiento de los índices pluviométricos históricos. Se trata, entonces, de un caso de responsabilidad ob160

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jetiva en que para reclamar la reparación ordenada y fijada en la ley, sólo es necesario probar la falta de suministro, independientemente de la posición subjetiva del generador y de las circunstancias que hayan determinado el incumplimiento. Más aún, en este caso es la misma ley la que fija la reparación, mediante un sistema también objetivo consagrado en la misma disposición (artículo 99 bis de la Ley Eléctrica). b) Otro caso de responsabilidad objetiva está consignado en la Ley Nº 19.496, que establece normas sobre la protección de los derechos del consumidor. Citaremos dos normas que, aun cuando pueda discutirse, consagran este tipo de responsabilidad. El artículo 20, inciso primero, prescribe: “En los casos que a continuación se señalan, sin perjuicio de la indemnización por los daños ocasionados, el consumidor podrá optar entre la reparación gratuita del bien o, previa restitución, su reposición o la devolución de la cantidad pagada… c) Cuando cualquier producto, por deficiencias de fabricación, elaboración, materiales, partes, piezas, elementos, sustancias, ingredientes, estructura, calidad o condiciones sanitarias, en su caso, no sea enteramente apto para el uso o consumo al que está destinado o al que el proveedor hubiese señalado en su publicidad”. Nótese que en este caso quien expende el producto no puede exonerarse de responsabilidad aduciendo que ha empleado la diligencia y el cuidado debidos, o que ha intervenido la acción de un tercero, o que no estaba en condiciones de detectar la mala calidad del producto. El consumidor sólo deberá acreditar la deficiencia indicada para ejercer los derechos que otorga la ley. Otra disposición interesante está contenida en el artículo 47 de la misma ley, ubicado a propósito de los productos potencialmente peligrosos para la salud o la integridad física de los consumidores o para la seguridad de sus bienes. Dicha norma dice: “Declarada judicialmente o determinada por la autoridad competente de acuerdo a las normas especiales a que se refiere el artículo 44, la peligrosidad de un producto o servicio, o su toxicidad en niveles considerados como nocivos para la salud o la seguridad de las personas, los daños o perjuicios que de su consumo provengan serán de cargo, solidariamente, del productor, importador y primer distribuidor o del prestador del servicio, en su caso”. O sea, basta la declaración de peligrosidad del producto o servicio y este solo hecho determina la procedencia de la reparación de los perjuicios. Puede resultar inductivo a error lo consignado en el inciso segun161

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do del mismo artículo cuando agrega: “Con todo, se eximirá de la responsabilidad contemplada en el inciso anterior quien provea los bienes o preste los servicios cumpliendo con las medidas de prevención legal o reglamentariamente establecidas y los demás cuidados y diligencias que exija la naturaleza de aquéllos”. Podría pensarse, entonces, que el fundamento de la responsabilidad reside en el hecho de no dar cumplimiento culpablemente a las medidas de prevención contenidas en la ley y los reglamentos. A nuestro juicio, la norma del artículo 47 es un caso típico de responsabilidad objetiva, basada en el riesgo creado, el cual compromete no sólo al productor, sino también al importador y distribuidor del producto y al prestador del servicio peligroso, todo ello sin perjuicio de excusar la responsabilidad cuando se han seguido, respecto de este tipo de productos o servicios, las medidas y resguardos ordenados en la ley y los reglamentos. c) El caso más frecuente y citado de responsabilidad objetiva está representado por el Código Aeronáutico. Citemos a este respecto el artículo 146 de dicho texto legal, conforme al cual el transportador aéreo sólo puede liberarse de pagar indemnización en caso de muerte o lesiones causadas a los pasajeros durante su permanencia a bordo de la aeronave o durante la operación de embarque o desembarque, en tres casos: cuando el daño producido se debe al estado de salud del pasajero (el daño proviene de las condiciones de salud del pasajero); cuando la víctima del daño es quien lo causó o contribuyó a causarlo; y cuando es consecuencia de un delito del que no sea autor un tripulante o dependiente del transportador o explotador. Conviene recordar que la responsabilidad está cuantitativamente limitada en la ley, fijándose el monto máximo de que se responde. Con todo, esta responsabilidad objetiva deja paso a la responsabilidad subjetiva si el afectado “probare dolo o culpa del transportador, del explotador o de sus dependientes, cuando éstos actuaren durante el ejercicio de sus funciones” (artículo 172 del Código Aeronáutico). Este cuerpo legal establece también responsabilidad objetiva en caso de daños que “se causen a personas o cosas que se encuentren en la superficie, por el solo hecho de que emanen de la acción de una aeronave en vuelo, o cuanto de ella caiga o se desprenda” (artículo 155 del citado Código). El monto de estas indemnizaciones se encuentra limitado en la ley, atendiendo al peso de la aeronave y rige a su respecto lo previsto en el artículo 172 en el evento de que la víctima del daño pruebe 162

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dolo o culpa del transportador, del explotador o de sus dependientes, en cuyo caso la indemnización no tiene límites. Estas y otras disposiciones permiten sostener que la legislación aérea está fundada en los principios de la responsabilidad objetiva, con una interesante particularidad, que consiste en la facultad del afectado para traspasarse –por así decirlo– a la responsabilidad subjetiva, caso en el cual recae sobre él el peso de la prueba del factor subjetivo de imputación. d) Finalmente, citemos la Ley Nº 18.302, sobre Seguridad Nuclear. El artículo 49 de este estatuto dispone que “La responsabilidad civil por daños nucleares será objetiva y estará limitada en la forma que establece esta ley”. Esta normativa define a las personas responsables (artículos 50 a 55), los casos de exenciones de responsabilidad (artículos 56 a 59) y los límites de responsabilidad (artículos 60 y 61). Como puede apreciarse, las leyes modernas recurren con frecuencia a la responsabilidad objetiva en defensa del consumidor, desamparado frente a los productores de bienes altamente sofisticados o que surgen de procesos especializados a los cuales el hombre medio no tiene acceso ni conocimientos; de las personas expuestas a riesgos creados por la explotación de actividades peligrosas; o de industrias que implican la asunción de riesgos importantes. 325. Los autores no discrepan en cuanto a la naturaleza de la responsabilidad objetiva. Enneccerus, Kipp y Wolff, partiendo de la base que los daños indemnizables proceden de “una conducta contraria a derecho y culposa del agente”, agregan que “El progreso de la moderna vida económica y la creciente complicación del tráfico ha traído consigo la aparición de muchos riesgos especiales que amenazan a todos los individuos, sin que éstos dispongan de protección suficiente. Sólo una pequeña parte de los actuales daños causados por accidente es debida a una conducta antijurídica y culpable de otra persona. Las más de las veces se trata de accidentes del trabajo o del tráfico, explicables por riesgos especiales y propios de determinadas industrias o actividades que de suyo son perfectamente lícitas. Tales daños, cuando son inevitables, es decir, consecuencia de aquellas actividades permitidas aunque peligrosas, que no pueden ser eliminadas por más que se observe la debida diligencia (por ejemplo, canteras, minas, industrias químicas, tráfico 163

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de carreteras, ferroviario y aéreo), no pueden incluirse en la categoría de antijuridicidad; son el riesgo permitido de una actividad permitida. Por consiguiente, el traspaso del daño debe hacerse sobre otros principios de imputación que los de la antijuridicidad culposa. Estos casos sitúan al legislador ante la necesidad de liberarse de los principios de la responsabilidad delictual y crear criterios de afectación completamente nuevos, basados todos ellos en la idea de que aquel que ocasiona un riesgo para la vida social, por desarrollar una actividad conforme a derecho pero que implica peligros típicos, debe responder también de estos peligros (principio de responsabilidad por riesgo). En especial nadie debe explotar una industria a riesgo de otro, pues su responsabilidad por riesgo es sólo una parte del coste de explotación industrial”.68 Como puede apreciarse, los autores citados insisten en calificar el riesgo como un nuevo principio de imputación, ajeno a la antijuridicidad culposa. No se quiere reparar en el hecho de que la creación del riesgo es una licencia que el derecho da a quienes organizan actividades peligrosas, pero en el supuesto de que precisamente por ello se hacen responsables de los daños que se produzcan. Estamos, entonces, frente a un nuevo tipo de culpa, no vinculado a la negligencia, sino a la creación de un peligro que, en caso de actualizarse y desencadenar un daño, hace al sujeto civilmente responsable. La actividad de la cual proviene está jurídicamente autorizada (lo propio ocurre por lo general en los casos de responsabilidad subjetiva), pero el daño es antijurídico, en razón de derivarse causalmente, aun cuando en forma más remota, del peligro creado. 326. Una posición semejante plantea Alterini en Argentina, cuando dice: “Un destacado fenómeno del Derecho contemporáneo es el retorno a formas primitivas de imputación de responsabilidad, prescindentes de la exigencia de la culpabilidad en el sujeto para atribuirle las consecuencias de los hechos de que es autor material. Se trata de la teoría del riesgo creado, cuyo paradigma de imputación estriba en atribuirle el daño a todo el que introduce el elemento virtual de producirlo”. Creemos nosotros que es errado describir esta teoría como un “retorno a formas primitivas de imputación de responsabilidad”, porque es evidente que ella nace frente a un desa-

Ludwig Enneccerus, Theodor Kipp y Martin Wolff. Obra citada. Tomo I. Segunda Parte. Pág. 928. 68

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rrollo industrial y tecnológico que enriqueciendo a los empresarios aumenta considerablemente la posibilidad de dañar a las demás personas. Acto seguido el autor citado afirma: “Esta teoría prescinde de la subjetividad del agente, y centra el problema de la reparación y sus límites en torno a la causalidad material, investigando tan sólo cuál hecho fue, materialmente, causa del efecto, para atribuírselo sin más. Le basta la producción del resultado dañoso, no exige la configuración de un acto ilícito a través de la sucesión de sus elementos tradicionales –que arrancan de la ilicitud objetiva del obrar y se continúan con la culpabilidad del agente–, y se contenta con la transgresión objetiva que importa la lesión de un derecho subjetivo ajeno”. En esta parte, Alterini se desentiende del hecho que los casos de responsabilidad objetiva están expresamente tipificados en la ley, puesto que se trata de actividades de suyo peligrosas que imponen a quien las realiza la obligación de reparar los perjuicios que de ellas se derivan. Por lo mismo, el agente que causa el daño asume una responsabilidad específica que conoce previamente y que conlleva la ejecución de los actos descritos en la ley. Sigue nuestro autor: “La adopción de dicha teoría –que cuenta con adeptos en número elevado– pone en quiebra el sistema jurídico de responsabilidad, que se sustenta en la idea de culpabilidad en cuanto ésta deriva de la voluntariedad del acto”. No nos parece que lo anterior ocurra si se tiene en consideración que la responsabilidad objetiva enriquece la teoría de la responsabilidad al adaptarla a las nuevas exigencias que nacen del desarrollo de la ciencia y de la técnica. Prosigue Alterini afirmando: “En pureza terminológica no puede decirse ‘responsable’ a quien se imputa el deber de reparar prescindiendo de la culpabilidad; porque estrictamente la responsabilidad presupone la voluntariedad, y pretender armarla con esa base semeja a un hombre sin cabeza, un automóvil sin motor, o un silogismo sin premisa, en el decir de Esmein. Se trata de supuestos en los cuales tan sólo se imputa normativamente a un sujeto la obligación de reparar”.69 Nuestro desacuerdo es evidente. La imputación en razón del riesgo, reiteramos, constituye una nueva especie de culpa, que se caracteriza porque el sujeto asume la ejecución de una conducta que el legislador estima peligrosa. Si bien no hay negligencia y falta de cuidado, sí hay aprovechamiento de una permisión legal que le impo-

Atilio Aníbal Alterini. Responsabilidad Civil. Editorial Abeledo-Perrot. Buenos Aires. 1987. Págs. 106 y siguientes. 69

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ne, en cambio, el deber de reparar los perjuicios que se causen. El sujeto responsable conoce los presupuestos de esta responsabilidad y es libre, por consiguiente, para decidir si asume o no asume las consecuencias de sus actos, todas ellas perfecta y previamente definidas. De aquí que no sea menor recordar que sólo cabe la responsabilidad objetiva en aquellos casos preconfigurados en la ley, lo cual constituye una garantía que despeja la idea de que este tipo de responsabilidad “pone en quiebra el sistema jurídico de responsabilidad”, como equivocadamente, a nuestro juicio, afirma Alterini. No puede, tampoco, preterirse el hecho de que esta responsabilidad ha neutralizado los inconvenientes que el desarrollo científico y tecnológico acarrean para la mayoría de las personas, expuestas, como nunca, a experimentar daños injustos. En otros términos, hay un área reservada para la responsabilidad objetiva, que delimita los principios tradicionales de la responsabilidad subjetiva, en razón de la necesidad de encarar con realismo la transformación del ámbito en que se desenvuelve la actividad productiva en sentido lato. Este es el alcance último de la responsabilidad basada en el riesgo. 327. Los hermanos Mazeaud y Tunc, en un análisis muy lúcido sobre la teoría del riesgo, describen las razones que sustentan quienes pretenden abolir la culpa como elemento constitutivo de la responsabilidad civil y, particularmente, el “criterio del acto anormal y criterio del provecho”. Veamos cómo se configuran ambos criterios: “En lugar de establecer una diferenciación entre el hecho culposo y el hecho no culposo, algunos autores distinguen entre el acto anormal y el acto normal, por ser el primero el único susceptible de comprometer la responsabilidad de su autor. Con ello, como ha hecho observar con precisión DEMOGUE, uno ‘se acerca mucho a las ideas de DURKHEIM, que pone como ideal el acto normal; es decir, aquel que, para un tipo social dado y considerado en una fase determinada de su desarrollo, se produce en el promedio de las sociedades de esa clase y la fase correspondiente de su evolución’. En el ámbito jurídico, la tesis ha sido defendida principalmente por RIPERT. La descubrió al estudiar un capítulo particular de la responsabilidad: el de la responsabilidad entre vecinos. Son muchísimos los que estiman que el propietario de un fundo es responsable del daño que cause a sus vecinos, sin que haya de averiguar si ha incurrido en culpa o no, desde el instante en que su actividad es anormal. RIPERT creyó entonces que podía extender esa fórmula a todos los supuestos de responsabilidad: ‘El 166

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acto comprendido en los límites legales compromete no obstante la responsabilidad de su autor, que, por aprovechar los beneficios del derecho, debe soportar los riesgos del mismo. Pero el titular del derecho no puede ser considerado como el autor responsable del acto más que si no ha obrado según las condiciones normales de su época y de su ambiente… La irresponsabilidad está creada, no por el ejercicio del derecho, sino por el hecho de que se obra en las condiciones normales de su época y de su ambiente…’”.70 Más adelante, los autores citados explican el criterio del provecho, en los siguientes términos: “…la mayoría de los que, por rechazar la culpa, sienten la imposibilidad de admitir que todo hecho dañoso obliga a su autor a repararlo, se pliegan a otra distinción. Entre los hechos dañosos, comprometen la responsabilidad de su autor aquellos que son para él una fuente de provecho. Ubi emolumentum, ibi onus (Donde el beneficio, allí la carga); es la teoría denominada del ‘riesgo provecho’”. Luego examinan el contenido de la expresión provecho, para concluir: “Por eso, se da al término ‘provecho’ un sentido más restringido. El que ‘aprovecha’ es el que ‘especula económicamente’; el que, al crear para los otros un riesgo, crea para él mismo una fuente de riqueza: tal el que instala un equipo industrial”.71 No resulta difícil descubrir los inconvenientes de ambos criterios, si se considera que tanto la “normalidad” como el “provecho” son conceptos muy relativos, casi imposible de aprehender con un mínimo de objetividad y que no pueden concitar un acuerdo general. 328. Los comentarios anteriores nos llevan a adherir a lo que se ha llamado “teorías mixtas”, que hacen un lugar a la culpa y al riesgo como fundamento de la responsabilidad. Pero tampoco existe un criterio unificado entre los autores. Hay diferencias importantes, a la hora de deslindar el campo de la culpa y del riesgo, entre Josserand, Demogue, Bettrenieux, Savatier y Esmein. Para nosotros, sin embargo, la cuestión es fácil, la delimitación entre la responsabilidad fundada en la culpa y la responsabilidad fundada en el riesgo está dada en la ley, puesto que la regla general está representada por la culpa y la excepción por el riesgo. Lo anterior Henri y Léon Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo I. Volumen II. Págs. 8 y 9. 71 Henri y Léon Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo I. Volumen II. Pág. 10. 70

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se traduce en el hecho de que no hay responsabilidad objetiva entre nosotros sin una norma expresa que así lo disponga. En esta parte, Enneccerus, Kipp y Wolff apuntan correctamente: “Con toda razón el C.C. ha prescindido de incorporar a la ley el principio general de que todo el mundo debe responder por una conducta que, siendo de suyo legítima, implica peligro para los demás, pues los límites entre instalaciones e industrias peligrosas y no peligrosas son extraordinariamente dudosos y fluidos; hasta ahora no se ha encontrado una fórmula utilizable para la dificilísima tarea de delimitar los riesgos en los que el principio del riesgo justifica un traspaso del daño, y qué daños deben aceptarse en la vida social. Por falta de una cláusula general que abarque todos los casos permitiendo tenerlos todos a la vista, está también por resolver el problema de cómo pueden diferenciarse adecuadamente las consecuencias jurídicas en los distintos tipos de casos. El derecho vigente muestra que semejante diferenciación es necesaria. Así, por ejemplo, cuando la responsabilidad es delimitada distintamente según la causa. En cuanto a su extensión, la responsabilidad está también en estrecha relación con la medida de los peligros causados por el empresario. Por todo ello parece justificado el diferenciar las cantidades máximas de indemnización para los distintos supuestos de hecho, como se ha hecho ya en el derecho vigente por la peligrosidad causada por la conducción de un automóvil, por la peligrosidad de la explotación de un ferrocarril y como está previsto hacer por los riesgos causados por instalaciones atómicas. Por ahora, al menos, el mejor medio de obtener un progreso seguro y aplicable será el desarrollo de una legislación especial y progresiva, en el sentido de la ley de responsabilidad civil y disposiciones análogas. Hasta ahora, el principio de responsabilidad por riesgo ha sido reconocido por la ley, o plenamente o con restricciones más o menos importantes, en los siguientes casos” (se citan al empresario de ferrocarriles; el titular de una instalación de energía, para la conducción y suministro de electricidad y gas; el empresario de una mina, cantera o fábrica; el tenedor de un vehículo a motor; el tenedor de un avión; el armador y, en la navegación interior, el propietario de un buque; y el empresario de una industria que implique un peligro general).72 Como puede apreciarse, la situación en

Ludwig Enneccerus, Theodor Kipp y Martin Wolff. Obra citada. Tomo I. Segunda Parte. Pág. 929. 72

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la legislación alemana es en todo semejante a la que existe en Chile, ya que los casos de responsabilidad objetiva deben hallarse contemplados en la ley, perdurando en materia de responsabilidad, como regla general, la responsabilidad subjetiva. 329. De cuanto llevamos dicho se infiere que entre los factores de imputación debe considerarse el riesgo, como base de la responsabilidad objetiva, lo cual determina que está obligado a indemnizar el autor material del daño (o quien responde por él), desplazándose la determinación de la responsabilidad exclusivamente a la relación causal. Pero este factor de imputación es aplicable sólo en aquellos casos autorizados por el legislador, siendo éste el único llamado a medir el riesgo y los efectos que se siguen del mismo. Desde un punto de vista, la responsabilidad objetiva alivia el peso que soporta la víctima (obligada sólo a probar el daño sufrido y el hecho que lo provoca) y, desde otro punto de vista, se hace soportar al autor del daño las consecuencias de sus actos en consideración al provecho hipotético que representa para él la creación del riesgo. 330. Para concluir este capítulo cabe preguntarse ¿por qué creemos nosotros que el riesgo representa una expresión moderna de la culpa y qué implica ello? Desde luego, en la culpa hay negligencia, descuido, falta de atención; en el dolo hay intención (sea que se quiera un resultado, o se represente como cierto y se acepte, o se represente como posible y pudiendo evitarse se deja que se produzca). ¿Qué hay en la creación del riesgo? A nuestro juicio, un aprovechamiento consciente de circunstancias útiles para el agente y peligrosas para los terceros vinculados a ella. Por lo tanto, si bien puede el agente no ser indiferente al daño, incluso tratar de evitarlo, lo acepta hipotéticamente como consecuencia de las condiciones que prevalecen en la actividad que desarrolla. Por otra parte, el conocimiento de las normas que informan la responsabilidad objetiva (normas especiales que regulan este tipo de actividades), coloca al autor del daño en una situación especial, ya que controla el escenario en el cual actúa, de suerte que asume conscientemente la posibilidad de causar un daño a cambio de un provecho legítimo que la ley le reconoce, pero haciéndolo responsable de los perjuicios que puedan producirse. La posición subjetiva del dañador no es la misma en la responsabilidad subjetiva por culpa y en la responsabilidad objetiva. En la primera no hay conciencia 169

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ni representación ni aceptación remota del daño; en la segunda hay conciencia, representación y aceptación de un daño improbable pero posible. Por consiguiente, quien responde objetivamente ha desplegado una actividad jurídicamente peligrosa, que si bien no es ilegítima y está expresamente autorizada, impone, como contrapartida, el deber de reparar los perjuicios que puedan seguirse de esta actividad. Es indudable, entonces, que la responsabilidad objetiva es el tributo que debe pagar el sistema jurídico por la realización de actividades peligrosas, pero necesarias para el desarrollo y el progreso de la humanidad. De aquí nuestro planteamiento en orden a que, atendiendo a la posición subjetiva del dañador, el riesgo es una nueva forma de culpa, más tenue que esta última, pero con un denominador común: la conciencia y probabilidad (aun cuando remota) del daño. De lo dicho se sigue que si bien en la culpa hay un reproche subjetivo, en la creación del riesgo hay, a lo menos, un atisbo de ese reproche, aun cuando no un error de conducta. 331. Cada día son más numerosas las disposiciones legales que consagran casos de responsabilidad objetiva. El contrato de transporte aéreo, el contrato de suministro eléctrico, la ley del consumidor, etc., están inspirados en estos nuevos principios, como una forma de amparar a la parte más débil en la relación contractual y facilitarle la reparación de los daños que puedan experimentar. D. PRUEBA DEL FACTOR DE IMPUTACION 332. La prueba del factor de imputación interesa sobremanera para los efectos prácticos. No son iguales las normas que informan la prueba de la culpa no intencional, de la culpa intencional (dolo) y del riesgo. Analizaremos separadamente cada una de estas materias. a. LA CULPA NO INTENCIONAL 333. La prueba de la culpa no intencional está regida, fundamentalmente, por lo previsto en el artículo 1547 del Código Civil. Como se ha señalado, al constituirse el contrato se describe la prestación, vale decir, el proyecto que se pretende alcanzar, a través del conjunto de derechos y obligaciones que nacen del mismo. El objeto de la prestación es aquella cosa que, como dice el artículo 1438 170

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del Código Civil, se trata de dar, hacer o no hacer de acuerdo al vínculo contractual. Por lo tanto, el cumplimiento de la obligación tiene por objeto el ejecutar la prestación acordada. En consecuencia, si se da, se hace o no se hace lo debido de la manera que fue convenido, no cabe tratar de la prueba de la culpa, porque ella es un presupuesto de la responsabilidad y ésta sustituye la prestación. La prueba de la culpa se plantea en el evento de que el deudor no ejecute la prestación (en cuanto proyecto) de la manera estipulada, ya que sólo en este evento deberá reemplazarse la prestación original por una prestación equivalente (indemnización de perjuicios). En otros términos, la responsabilidad abre paso a la reparación que constituye un cumplimiento equivalente o de reemplazo, llamado a sustituir a la prestación original. 334. Ahora bien, por el solo hecho de no ejecutarse la prestación originalmente acordada, se presume que el incumplimiento es culpable, esto es, que el deudor ha incurrido en un error de conducta que le es imputable. El artículo 1547 antes invocado dice: “La prueba de la diligencia o cuidado incumbe al que ha debido emplearlo”. Por lo tanto, del hecho de no ejecutarse la prestación se sigue que el deudor ha incurrido en culpa y, por ende, es responsable. La ley, en consecuencia, invierte el peso de la prueba, ya que el artículo 1698 del Código Civil señala que “incumbe probar las obligaciones o su extinción al que alega aquéllas o ésta”. 335. Frente a la inejecución de la prestación el deudor está obligado a probar que ha empleado la diligencia y cuidado debidos, no que ha dado, que ha hecho o no ha hecho aquello a que se obligó. Por consiguiente, atendida la circunstancia de que la culpa se aprecia in abstracto, como se explicó detalladamente en lo precedente, deberá probar que, habiéndose comportado según el modelo de hombre negligente y de poca prudencia (culpa grave), o de buen padre de familia (culpa leve), o de hombre juicioso (culpa levísima), según el grado de culpa de que responda, y no obstante haberse empleado la diligencia y cuidado debidos, no habría podido ejecutar la prestación. Más claro, el deudor deberá acreditar que la conducta que se comprometió a ejecutar y ejecutó no fue suficiente para lograr el objeto de la prestación, el cual quedó fuera de su alcance. Como puede apreciarse, en el evento de que con la diligencia y cuidado debidos no pueda ejecutarse la prestación, ha habido un error de contratación, porque las partes se han remitido a una conducta que no 171

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calza con el objeto querido. Al hablar de error nos referimos a un falso concepto de la verdad, en el cual de buena fe y conjuntamente han incurrido las partes, como se analizará más adelante. Se trata, entonces, de un error compartido que redundará en perjuicio del acreedor, el cual calculó erradamente que con la diligencia impuesta al deudor era posible alcanzar la ejecución de la prestación. Las disposiciones legales en juego nos parecen claras. Tradicionalmente, se ha entendido esta materia de manera errada, ya que se ha creído que frente a la inejecución de la obligación sólo cabe probar una imposibilidad absoluta por parte del deudor (caso fortuito), en circunstancias de que aquella imposibilidad es relativa, puesto que está referida a un cierto grado de diligencia y cuidado. Esto, como se explicará en las páginas siguientes, ha confundido las cosas, dando lugar a una interpretación también errada del sentido y alcance del llamado caso fortuito o fuerza mayor. Ahora bien, es posible también que el deudor induzca al acreedor a creer que la diligencia que le imponen las obligaciones es suficiente para ejecutar la prestación. Tal sucederá, por ejemplo, cuando exalta sus méritos si se trata de una obligación de hacer que supone una aptitud personal, o la cuantía de sus bienes cuando se compromete el derecho de prenda general (artículo 2565 del Código Civil), o el dominio de una especie cuando se trata de una obligación de dar (transferir el dominio de la misma), etc. En tal caso hay una actuación dolosa del deudor que le impide alegar que ha empleado la diligencia debida, porque nadie puede valerse de su propio dolo, sin perjuicio de demandar la nulidad del contrato por vicio del consentimiento (que esta vez recaerá, precisamente, en la inducción al error de que es víctima el acreedor respecto de la situación del deudor en lo que dice relación con la posibilidad de cumplir desplegando la conducta convenida). Finalmente, puede el acreedor inducir a error al deudor haciéndolo contratar, no obstante la certeza de que el cumplimiento, con la diligencia estipulada o establecida en la ley, no será posible. Esta situación suele ir unida a la constitución de una garantía, que se procura hacer valer como consecuencia del incumplimiento de la obligación. Esto es, justamente, lo sucedido con una empresa financiera que ponía a disposición de personas modestas elevados créditos con garantía hipotecaria, con cabal conocimiento de que sus deudores no podrían cumplir, obteniendo, de esta manera, la ejecución de la garantía y, casi siempre, haciendo uso del derecho consagrado en el artículo 499 del Código de Procedimiento Civil (que permite al acreedor cuando 172

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no hay postores en la subasta adjudicarse el bien embargado en los dos tercios del avalúo). También en este caso existe una actuación dolosa del acreedor, que le impide ejecutar al deudor por la misma razón antes anotada (“nadie puede valerse de su propio dolo”), sin perjuicio de que se demanda la nulidad de la obligación por dolo del acreedor. 336. Para determinar si el deudor ha incurrido en culpa (porque no ha desarrollado la conducta debida) deben distinguirse las obligaciones de dar, hacer y no hacer. Si se trata de una obligación de dar y del texto de la obligación se infiere que quien asumió el deber de transferir el dominio era dueño del objeto debido al momento de celebrarse el contrato, para acreditar un incumplimiento no culpable será necesario probar un hecho sobreviniente, imprevisto e independiente de la voluntad del deudor, que haga imposible desplegar la conducta debida (transferir el dominio). El ejemplo clásico sería la expropiación de bien por acto de autoridad. Pero muy diversa será la situación si en el contrato se estipula que el deudor no es el dueño de la cosa que se obliga a transferir y que ella deberá ser adquirida por éste en un plazo determinado, puesto que en tal evento, para su adquisición, sólo deberá emplear la diligencia que corresponde al tenor de la obligación. Tratándose de una obligación de hacer y de no hacer, deberá apreciarse el incumplimiento a la luz de los mismos principios. Si el hecho debido (positivo o negativo) depende sólo de la voluntad del deudor, éste podrá exonerarse de responsabilidad acreditando, como se dijo, un hecho sobreviniente, imprevisto e independiente de su voluntad, que le impida ejecutar la prestación a pesar de desplegar la conducta debida. Un ejemplo aclarará lo dicho. Si un pintor se compromete a ejecutar un cuadro, pero una dolencia reumática le provoca grandes dolores al realizar este ejercicio, será necesario, para establecer su responsabilidad, determinar si la enfermedad existía al tiempo del contrato, si era presumible su ocurrencia, y si la diligencia asumida era mínima, media o suma. En el supuesto de que la enfermedad (recuérdense las dolencia de Renoir) fuere sobreveniente, imprevista y el pintor respondiere de culpa grave, no cabe duda que el incumplimiento no le será imputable. En suma, cada caso tiene aristas y rasgos propios, correspondiendo al juez fijar la responsabilidad sobre la base de los parámetros antes consignados. Lo que nos interesa es demostrar que lo planteado no conduce a un relajamiento de la obligación, ni podría servir de 173

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pretexto, como muchos piensan, para que personas inescrupulosas se valgan de estas ideas para eludir el cumplimiento de sus obligaciones.73 337. No faltará quien sostenga que es la ley, generalmente, la que determina el grado de culpa de que responde el deudor, sea por medio de la fórmula genérica establecida en el artículo 1547 del Código Civil o de una disposición legal expresa en casos excepcionales. Sin embargo, esta argumentación tiene una importante contrapartida en lo señalado en el inciso final del mismo artículo 1547, el cual agrega, luego de lo que hemos llamado fórmula genérica para consagrar el grado de culpa de que responde al deudor en los diversos contratos, “Todo lo cual, sin embargo, se entiende sin perjuicio de las disposiciones especiales de las leyes, y de las estipulaciones expresas de las partes”. De lo dicho se desprende que los contratantes están siempre habilitados por la ley para fijar el grado de culpa de que responde el deudor, pudiendo, incluso, creemos nosotros, fijar padrones más exigentes que aquellos que informan la culpa levísima, pero no menos exigentes que aquellos que informan la culpa grave, ya que respecto de esta última está comprometido el orden público. Así se desprende de lo previsto en el inciso segundo, última parte, del artículo 44 del Código Civil, que dice, refiriéndose a la culpa grave, “esta culpa en materia civil equivale al dolo”, y del artículo 1465, última parte, que agrega que “la condonación del dolo futuro no vale”, porque adolece de objeto ilícito. De lo dicho se sigue que es la voluntad de las partes contratantes la que, en definitiva, fija el grado de culpa de que responde el deudor, sea por medio de una estipulación expresa, sea porque en su silencio se someten a una norma supletoria o supletiva de su voluntad. 338. La prueba de haberse empleado la diligencia y el cuidado debidos, como puede observarse, no es fácil, ya que el deudor deberá acreditar que ha desplegado todo el esfuerzo que le impone el grado de culpa de que responde, y que las condiciones objetivas bajo las cuales contrató hacían posible ejecutar la prestación, Así nos hizo ver, equivocadamente a nuestro juicio, el profesor Francisco Merino S., recientemente fallecido, a quien la posibilidad de ampliar los recursos de los deudores inescrupulosos le provocaba un justificado rechazo. Disipar esta duda resulta, por lo tanto, fundamental. 73

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sin perjuicio de lo dicho a propósito del error de contratación, o de la estipulación dolosa del deudor o del acreedor. Para ello podrá valerse de todos los medios de prueba que consagra la ley, sin restricción alguna. La prueba, decimos, versará sobre tres aspectos: la diligencia empleada, el contenido de la prestación, y las condiciones objetivas bajo las cuales se celebró el contrato. Los dos primeros aspectos no requieren de mayores explicaciones, no así el tercero. En efecto, si el obligado alega estipulación dolosa del acreedor, deberá acreditar que éste, a ciencia y conciencia, lo indujo a asumir un deber que era imposible desplegar (caso analizado del acreedor que induce a contratar para aprovecharse de la ejecución de la garantía).74 A la inversa, si es el acreedor quien alega estipulación dolosa del deudor, deberá éste acreditar que el obligado lo indujo a considerar que con la conducta estipulada era posible dar cumplimiento a la prestación. Finalmente, si hubo error de contratación, el acreedor deberá estarse a lo dispuesto en la ley y el deudor se exonerará probando que ha empleado la conducta debida, aun cuando no se haya alcanzado la prestación. b. LA CULPA INTENCIONAL (DOLO) 339. La culpa intencional, vale decir, el dolo debe ser probado y no se presume sino en aquellos casos excepcionales establecidos expresamente en la ley. Existe a propósito de esta materia un mandato explícito del artículo 1459 del Código Civil, que dice: “El dolo no se presume sino en los casos especialmente previstos por la ley. En los demás debe probarse”. En verdad la presunción de dolo es muy excepcional, ya que se trata, ni más ni menos, de dar por establecida la mala fe, como consecuencia de antecedentes de tal gravedad que inducen a suponer que uno de los contratantes actúa con el ánimo de dañar al otro. Desde luego, el dolo suscepti74 Este caso ha sido muy comentado en los tribunales nacionales a propósito de una empresa financiera (Eurolatina) que presumiblemente ofrecía créditos hipotecarios a modestos propietarios de inmuebles con el fin de ejecutar, posteriormente, la garantía y hacerse de los inmuebles hipotecados en conformidad al artículo 499 del Código de Procedimiento Civil. Lamentablemente la defensa judicial de esta situación se encauzó por la vía criminal. Se trata, creemos nosotros, de un caso típico de estipulación dolosa del acreedor que impedía la ejecución forzada de la obligación (“nadie puede valerse de su propio dolo para obtener un provecho”) y, eventualmente, la nulidad de la obligación.

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ble de presumirse es el dolo directo o mediato, no el dolo eventual. Analicemos algunos casos de presunción de dolo. El artículo 706 del Código Civil, ubicado en el Título “DE LA POSESION”, en sus incisos 3º y 4º señala: “Un justo error en materia de hecho no se opone a la buena fe. Pero el error en materia de derecho constituye una presunción de mala fe, que no admite prueba en contrario” (presunción de derecho). Se ha discutido sobre el alcance este artículo. ¿Tiene él aplicación general o sólo limitada a la materia posesoria? Quienes sostienen una aplicación general citan en su apoyo lo previsto en el artículo 8º del Código Civil, que, regulando la promulgación de la ley, estatuye que “nadie podrá alegar ignorancia de la ley después que ésta haya entrado en vigencia”. Es obvio que si está vedado alegar ignorancia de la ley, quien contraviene este mandato ha de tener una sanción y ella consiste, precisamente, en que se presume de derecho que ha obrado dolosamente. Quienes sostienen una posición contraria aluden a la importancia que el autor del Código atribuyó a la posesión, atento a su espíritu de reglamentar adecuadamente la propiedad raíz especialmente. De allí la severidad con que trató el error de derecho en lo concerniente a la posesión, muchas veces antesala de la propiedad. Este último parece ser el sentido de la disposición invocada, en especial si se considera el encabezamiento del artículo, que dice: “La buena fe es la conciencia de haberse adquirido el dominio de la cosa por medios legítimos, exentos de fraude y de todo otro vicio”. Como puede apreciarse, la presunción contenida en el inciso final del mismo artículo está en estrecha relación con el derecho de dominio. Un caso interesante de presunción de dolo, atendida la manera en que se halla construido, está contenido en las normas sobre “Prestaciones mutuas” (Párrafo 4º del Título XII del Código Civil). La ley no dice en términos formales que se consagra una presunción, pero ella se infiere del tenor de algunas disposiciones, particularmente de los artículos 907 incisos 3º, y 909 inciso 1º y 4º. Como es sabido, las prestaciones que se deben las partes de un juicio reivindicatorio, en que el poseedor es obligado a restituir la cosa a su dueño, están basadas en la buena o mala fe. (Las mismas normas se aplican en caso de que se “rescinda” –más bien se resuelva– una donación con carga, según el artículo 1426 del Código Civil.) De las normas que contiene este párrafo, especialmente de los artículos citados, se desprende que una vez contestada la demanda de reivindicación, se presume la mala fe del poseedor vencido. No exis176

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te tampoco recurso o excepción susceptible de alegarse para demostrar que, no obstante haberse contestado la demanda, el poseedor (que pudo haber actuado representado por un mandatario que no le dio cuenta de la notificación de la demanda) no estaba de mala fe. Por consiguiente, se trata de una presunción de derecho. Finalmente, examinemos el caso del artículo 2510 del Código Civil. Quien alega prescripción extraordinaria no requiere de título alguno y se presume de derecho la buena fe, sin embargo de la falta de un título adquisitivo de dominio. Agrega el Nº 3 de la citada disposición: “Pero la existencia de un título de mera tenencia hará presumir la mala fe, y no dará lugar a la prescripción, a menos de concurrir estas dos circunstancias: 1º. Que el que se pretende dueño no pueda probar que en los últimos diez años se haya reconocido expresa o tácitamente su dominio por el que alega la prescripción; 2º. Que el que alega la prescripción pruebe haber poseído sin violencia o clandestinidad ni interrupción por el mismo espacio de tiempo”. Se trata, entonces, de una presunción simplemente legal susceptible de destruirse probando las dos circunstancias descritas en la ley. 340. La prueba del dolo admite todos los medios probatorios contemplados en la ley, pero serán, sin duda, las presunciones judiciales las más empleadas para estos fines. Es muy difícil acreditar directamente la intención de una persona, ello sólo puede lograrse si de un conjunto de hechos se desprende que el contratante ha obrado de mala fe, en el sentido que hemos dado al dolo directo o mediato. De allí que, salvo las escasas normas que consagran presunciones de dolo, esta prueba resulte una carga demasiado pesada para el que alega un incumplimiento doloso. La prueba del dolo eventual, por ejemplo, obligará a acreditar que el deudor previó como posible el daño que causaría con su conducta y aceptó este resultado. c. EL RIESGO 341. Finalmente, la prueba del riesgo como factor de imputación plantea algunos problemas de interés. Comencemos por señalar que en el día de hoy este tipo de responsabilidad presenta dos facetas distintas: o se trata de situaciones expresamente descritas (tipificadas) en la ley; o bien el riesgo, en determinadas activi177

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dades, se constituye como factor objetivo de imputación. Por lo mismo, en ciertos casos (la mayoría) no corresponde acreditar el “riesgo”, cuestión que califica el legislador al dar vida a la norma que impone la responsabilidad objetiva. Sin embargo, en casos especiales, debe acreditarse la “peligrosidad”, porque la norma legal alude a este factor de imputación genéricamente (no referido a una situación determinada). Tal ocurre, por ejemplo, con el artículo 47 de la Ley Nº 19.496, sobre protección de los derechos del consumidor. En este supuesto es necesario acreditar la “peligrosidad de un producto o servicio, o su toxicidad en niveles considerados como nocivos para la salud o seguridad de las personas”. En consecuencia, en este momento, la responsabilidad objetiva tiene dos vertientes diversas: por una parte, se establece en casos típicos (expresamente descritos por el legislador), y genéricamente como factor de imputación (la responsabilidad surge como consecuencia de acreditarse que el daño proviene de una situación de peligrosidad). Creemos que este tratamiento abre camino a que en el futuro en muchas otras áreas del quehacer social se incluya el riesgo como factor de imputación, ampliando el campo de la responsabilidad basada en la creación de situaciones de peligro. En tal hipótesis cabe preguntarse ¿seguirá la responsabilidad fundada en el riesgo siendo objetiva o deberá considerarse como otro cauce de la responsabilidad subjetiva? Nosotros nos inclinamos francamente por la segunda de estas posibilidades. Ello porque la responsabilidad no surgirá directamente, por el solo hecho de desplegar la actividad calificada de peligrosa por el legislador, sino como consecuencia de acreditarse que se ha ejecutado una actividad peligrosa que es la causa, aunque no inmediata, del daño sufrido por la víctima. El problema que planteamos estará directamente determinado por la relación de causalidad, ya que no bastará con acreditar la existencia del daño y la situación de peligro en que éste se generó. Será necesario, además, probar la relación de causalidad entre la peligrosidad y el daño sufrido. En otros términos, o la responsabilidad surge del hecho de que el daño proviene de una conducta peligrosa calificada por el legislador, caso en el cual sólo basta con acreditar el daño (responsabilidad objetiva) o la responsabilidad surge del hecho de haber ejecutado una actividad peligrosa debidamente probada, existiendo relación causal entre la conducta desplegada y el daño (responsabilidad subjetiva). De aquí nuestra proposición en orden a que el riesgo, en el futuro, se nos aparece como una nueva especie de culpa moderna, a la cual llegamos re178

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trocediendo en la cadena causal (teoría de la relación causal diferida). No es vano agregar que la responsabilidad objetiva deviene en responsabilidad subjetiva como consecuencia de transformar el riesgo en una nueva forma de culpa. 342. Planteadas así las cosas, fuerza reconocer que el riesgo es una especie nueva de culpa. Esta afirmación se basa en el hecho de que desarrollar una actividad peligrosa compromete la responsabilidad, aun cuando ella esté expresamente autorizada en la ley, puesto que quien la realiza acepta y asume el deber de reparar los daños que de ella provienen. La cuestión, entonces, está vinculada a la relación causal, ya que el daño no surge directa e inmediatamente sólo del hecho ejecutado (como ocurre en la responsabilidad objetiva), sino de un hecho más remoto: la creación del riesgo o la participación en una actividad peligrosa debidamente acreditada. De más está insistir en la importancia que atribuimos a esta materia. 343. Si se admite que el riesgo representa una nueva manifestación de la culpa, cabe observar que éste (el riesgo) sólo opera en los campos expresamente definidos en la ley. Tal ocurre, por ejemplo, como se dijo, con la Ley Nº 19.496, cuyos artículos 1º y 2º fijan precisamente el ámbito de su competencia. Lo anterior tiene importancia porque la generación de situaciones de riesgos no autorizadas en la ley pueden crear otro tipo de responsabilidad, como sucede, por vía de ejemplo, con el artículo 4º de la Ley Nº 18.302 (Ley de Seguridad Nuclear), que dispone que “Para el emplazamiento, construcción, puesta en servicio, operación, cierre y desmantelamiento, en su caso, de las instalaciones, plantas, centros, laboratorios, establecimientos y equipos nucleares se necesitará autorización de la Comisión (Comisión Chilena de Energía Nuclear), con las formalidades y en las condiciones que se determinan en esta ley y en sus reglamentos”. La infracción de esta disposición hace incurrir al autor en sanciones penales, administrativas y civiles. 344. En síntesis, cuando se invoca la responsabilidad objetiva la prueba se reduce a acreditar el hecho del cual emana el deber de reparar y los daños producidos, siendo admisibles todos los medios probatorios autorizados en la ley; cuando se invoca el riesgo como factor de imputación, en los casos expresamente previstos en la ley, la prueba comprende la peligrosidad de la actividad de la cual se 179

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desprende la responsabilidad, los daños y la relación causal que vincula la conducta y el resultado dañoso, siendo admisibles, igualmente, todos los medios de prueba. 345. Hasta este momento la responsabilidad objetiva sólo se ha considerado como derivada de un texto legal excepcional que elimina el factor de atribución, imponiendo el deber de reparar el daño al que lo provoca. Nuestro planteamiento, como queda expuesto, va mucho más lejos. Creemos nosotros que es posible considerar otra fase. Se trata de ligar, a la responsabilidad del autor del daño material, la responsabilidad del creador del riesgo, porque no siempre se trata de una misma persona. De esta manera, se amplía el campo de la responsabilidad, dando a la víctima la posibilidad de perseguir tanto al que se aprovecha de un escenario riesgoso como al que lo genera. E. CAUSAS EXTRAÑAS A LA RELACION OBLIGACIONAL QUE ELIMINAN LOS EFECTOS DEL FACTOR DE IMPUTACION 1. EL CASO FORTUITO O FUERZA MAYOR

1.1. Concepto, requisitos y alcance 346. El estudio de este tercer presupuesto de la responsabilidad contractual nos remite a las causas “extrañas” a la relación obligacional que eliminan los efectos del factor de imputación o atribución. En primer lugar, cabe analizar, a propósito de esta materia, el caso fortuito o fuerza mayor, causal de exoneración de la responsabilidad civil que excluye, como se dijo, la intervención de un factor de imputación. Este instituto se encuentra definido en el inciso final del artículo 45 del Código Civil, que dice “Se llama fuerza mayor o caso fortuito el imprevisto que no es posible resistir, como un naufragio, un terremoto, el apresamiento de enemigos, los actos de autoridad ejercidos por un funcionario público, etc.”. Desde luego, nuestra legislación hace sinónimos caso fortuito y fuerza mayor, sin embargo de lo cual la doctrina reserva el primero para los hechos de la naturaleza y el segundo para los actos de la autoridad. Esta distinción, entre nosotros, carece de importancia. Asimismo, la definición legal coloca cuatro ejemplos clásicos (un naufragio, un terremoto, el apresa180

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miento de enemigos y los actos de autoridad), ninguno de los cuales aparece directamente vinculado a la obligación contractual. Empero, los efectos de los hechos indicados pueden ser determinantes en el cumplimiento de una obligación contractual. 347. Comencemos por señalar que el caso fortuito o fuerza mayor se configura sobre la base de cinco elementos: es un hecho, es sobreviniente, independiente de la voluntad de las partes, imprevisto, e irresistible. Decimos que es un hecho, porque él siempre implica una transformación del escenario en que se ha contraído la obligación. Se trata entonces de un hecho positivo, que implica una alteración que rompe el marco fáctico en el cual se contrató. La continuidad de una situación fáctica no puede ser nunca constitutiva de caso fortuito o fuerza mayor, aun cuando las partes hayan contratado sobre la base de que aquella situación debe cambiar. Intimamente relacionado con lo anterior está el carácter sobreviniente del caso fortuito o fuerza mayor, puesto que él aparece sorpresiva e inesperadamente, alterando la situación de los contratantes. Este instituto supone, por lo tanto, que la obligación existe, nació a la vida del derecho y conforma un deber de conducta para las partes. Se trata, además, de un hecho independiente de la voluntad de las partes, esto es, ajeno a la actividad de éstas y que se ha desencadenado independientemente de la intención y conducta de los contratantes. La imprevisibilidad implica que las partes no se representaron su ocurrencia ni imaginaron su producción al momento de contratar. La obligación tiene un fundamento último: la intención de los contratantes. Así se desprende de los artículos 1560 y siguientes del Código Civil, relativos a la interpretación de los contratos. La disposición referida señala que “Conocida claramente la intención de los contratantes, debe estarse a ella más que a lo literal de las palabras”. Esto revela que los límites de la obligación están dados por la dirección de su voluntad (intención), debiendo ella establecerse a través de las reglas interpretativas antes citadas. Nótese que todas las normas que integran el Título XIII del Libro IV del Código Civil apuntan en la misma dirección, esto es, extraer la intención de los contratantes, descubierta la cual, quedan delimitados los contornos de las obligaciones convenidas. Es posible que uno o ambos contratantes hayan pensado en la posibilidad de que ocurriera, durante la relación obligacional, un hecho constitutivo de caso fortuito o fuerza mayor, pero si éste no se manifestó de manera alguna al perfeccionarse el contrato, aquella reticencia, si existió, 181

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carece de toda significación e importancia. Finalmente, el caso fortuito o fuerza mayor, o sea, el hecho en que consiste, no es posible resistir. ¿En qué consiste la irresistibilidad ? ¿Se trata, acaso, de una imposibilidad física (un terremoto, un naufragio, el apresamiento de enemigos) o de la imposibilidad jurídica de desarrollar la conducta impuesta por la obligación? El problema es más arduo si se atiende al hecho o a los efectos del hecho irresistible. Es aquí, a nuestro juicio, en donde se halla la llave para la correcta comprensión de esta institución, generalmente mal entendida. 348. La distinción que proponemos es fundamental. El hecho mismo en que consiste el caso fortuito o fuerza mayor es irresistible, pero sus efectos pueden ser atajados en algunos casos. Lo que el artículo 45 del Código Civil estima irresistible es el hecho, no los efectos que este hecho genera en la obligación contractual. Por lo mismo, la definición legal es correcta, ya que alude a un hecho que, atendidas sus características, no puede evitarse, como un naufragio, un incendio, un terremoto, pero esta definición en parte alguna se refiere a los efectos del hecho irresistible. La doctrina, lamentablemente, ha confundido ambas cosas (la imposibilidad de resistir el hecho y la imposibilidad de resistir sus efectos), en circunstancias de que la ley dice, precisamente, lo contrario. ¿Cuándo una obligación se extingue por caso fortuito o fuerza mayor? En la enumeración contenida en el artículo 1567 del Código Civil, el caso fortuito o fuerza mayor sólo está referido a la extinción de obligaciones de especie o cuerpo cierto (el género no perece), o pérdida de la cosa que se debe, lo cual corresponde a la imposibilidad en la ejecución (“a lo imposible nadie está obligado” o, como decían los romanos, “impossibilium nulla obligatio”). El artículo 1670 del mismo Código entiende que la obligación, en general, se extingue, no cuando ocurre el caso fortuito o fuerza mayor, sino “cuando el cuerpo cierto que se debe perece, o porque se destruye, o porque deja de estar en el comercio, o porque desaparece y se ignora si existe”, salvas, empero, dice la ley, “las excepciones de los artículos siguientes”. En dichas normas se reglamentan los casos en que el deudor toma sobre sí o la ley le impone los efectos del caso fortuito o fuerza mayor. En consecuencia, el caso fortuito o fuerza mayor no extingue la obligación por su sola ocurrencia, ello sucede cuando el hecho en que consiste hace perecer la cosa debida, sea porque se destruye, deja de estar en el comercio o desaparece y se ignora si existe. Por lo tanto, puede ocurrir un hecho imprevisible, sobrevi182

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niente, independiente de la voluntad de las partes e irresistible y no afectar de modo alguno la obligación. En plena concordancia con el artículo 1670 se encuentra el artículo 1558, ambos del Código Civil. Este último, en el inciso 2º, dispone que “La mora producida por fuerza mayor o caso fortuito no da lugar a indemnización de perjuicios”. De ello se sigue que si el caso fortuito impide el cumplimiento de la obligación no cabe responsabilidad para el deudor, así se trate de obligaciones de especie o cuerpo cierto o de obligaciones de género. En verdad, concurriendo un caso fortuito que impide el cumplimiento de la obligación, no existe mora, presupuesto ineludible de la indemnización reparatoria, la cual, como se ha dicho, constituye un estatuto jurídico especial, en el cual debe hallarse el deudor responsable y que se caracteriza por ser un retardo culpablemente en el cumplimiento de la obligación, habiendo mediado requerimiento del acreedor o requerimiento implícito de la ley. 349. En el entendido que el caso fortuito o fuerza mayor es irresistible en cuanto hecho, pero no respecto de sus efectos, es necesario clasificar la imposibilidad que él produce en absoluta y relativa. En el primer caso (imposibilidad absoluta), no cabe duda que la obligación se extingue por un impedimento físico o jurídico que el deudor no puede despejar. En otros términos, es imposible ejecutar la prestación, porque un hecho externo a la obligación, ajeno a la voluntad del deudor, imprevisto e irresistible, ha mediado entre la constitución de la obligación y su cumplimiento. En el segundo caso (imposibilidad relativa), los efectos del caso fortuito o fuerza mayor pueden atajarse, no obstante la inevitabilidad de su ocurrencia. Surge entonces el problema de saber cuándo el deudor es responsable o, más precisamente, cuándo está obligado a atajar los efectos del caso fortuito. Un ejemplo aclarará esta cuestión. Si se produce un naufragio (hecho irresistible), es posible, por lo general, salvar algunas especies de este siniestro. ¿En qué caso el deudor está obligado a salvar la especie debida? Indudablemente, atendiendo al grado de diligencia y cuidado que le impone la obligación. Frente a los efectos del caso fortuito o fuerza mayor, el deudor debe emplear la diligencia y el cuidado que corresponde y a que se ha obligado para con su acreedor. Así las cosas, si responde de culpa grave, la diligencia que le impone la ley será menor; si responde de culpa leve, deberá emplear en el salvamento de la especie la diligencia del “buen padre de familia”; y si responde de 183

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culpa levísima, una diligencia esmerada. Esto es, por lo demás, lo que dice expresamente la ley en el artículo 2178 del Código Civil al regular el contrato de comodato. Recordemos que en este contrato el deudor responde de culpa levísima en atención de que es él quien reporta el beneficio. El texto de esta disposición despeja todas las dudas posibles: “El comodatario es obligado a emplear el mayor cuidado en la conservación de la cosa, y responde hasta de la culpa levísima. Es por tanto responsable de todo deterioro que no provenga de la naturaleza o del uso legítimo de la cosa; y si este deterioro es tal que la cosa no sea ya susceptible de emplearse en su uso ordinario, podrá el comodante exigir el precio anterior de la cosa, abandonando su propiedad al comodatario. Pero no es responsable de caso fortuito, si no es, 1º Cuando ha empleado la cosa en un uso indebido o ha demorado su restitución, a menos de aparecer o probarse que el deterioro o pérdida por el caso fortuito habría sobrevenido igualmente sin el uso ilegítimo o la mora; 2º Cuando el caso fortuito ha sobrevenido por culpa suya, aunque levísima; 3º Cuando en la alternativa de salvar de un accidente la cosa prestada o la suya, ha preferido deliberadamente la suya; 4º Cuando expresamente se ha hecho responsable de casos fortuitos”. Si se examina esta disposición, se llegará a varias conclusiones. Desde luego, el legislador, en el Nº 1º alude al “deterioro o pérdida por el caso fortuito”, de lo cual se sigue que puede éste no producir el deterioro o la pérdida de la cosa debida. Si el caso fortuito determinara siempre la imposibilidad absoluta en la ejecución, esta oración contendría un pleonasmo impropio de la lógica rigurosa del autor del Código. Es indudable, por otra parte, que el sustantivo “accidente” que se emplea en el Nº 3º está referido a un caso fortuito o fuerza mayor, ya que el inciso segundo reglamenta la responsabilidad que puede derivarse, precisamente, de la ocurrencia del caso fortuito. Ahora bien, en tal supuesto, la ley exige al comodatario, enfrentado a la posibilidad de salvar una cosa propia o la cosa dada en comodato, preferir esta última. Es incuestionable, por consiguiente, que el caso fortuito o fuerza mayor permite atajar, en ciertos casos, sus efectos y que ello dependerá del deber de cuidado y diligencia que corresponde emplear al deudor. Aclara aún más el sentido de este artículo lo que se señala en el artículo siguiente (2179) cuando dice: “Sin embargo de lo dispuesto en el artículo precedente, si el comodato fuere en pro de ambas partes, no se extenderá la responsabilidad del comodatario sino hasta la culpa leve, y si en pro del comodante solo, hasta la culpa lata”. De ello se infiere que en estas hipótesis, frente a la alternativa de salvar del caso fortuito una cosa propia o la cosa dada 184

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en comodato, el deudor podrá optar por la primera, ya que las reglas del artículo 2178 están fundadas, como lo señala el inciso 1º del mismo, sobre la base de que el comodatario responde de la culpa levísima. 350. De lo expuesto se desprende que la doctrina clásica sobre esta materia ha confundido la “irresistibilidad” del caso fortuito (imposibilidad del deudor de evitar su ocurrencia) con la “imposibilidad” de ejecutar la prestación convenida. Asimismo, se ha confundido la “imposibilidad absoluta” con la “imposibilidad relativa”, desconociéndose que los efectos del caso fortuito pueden y deben atajarse en algunos casos, lo que dependerá de la diligencia y cuidado de que responda el deudor. Por lo mismo, considerar el caso fortuito como generador de una imposibilidad absoluta de ejecutar la prestación, no sólo importa ignorar el mandato legal, sino asimilar la situación de todos los deudores, cualquiera sea el grado de diligencia que les imponga la ley o de la culpa de que respondan. Paralelamente, con ello se transforma la obligación en una conducta destinada a obtener una prestación sin atender a la diligencia que el contrato o la ley imponen al deudor. No existe en la ley civil ninguna norma o principio que consagre la interpretación que se ha dado tradicionalmente al caso fortuito. Pero sí existen disposiciones que demuestran que los efectos del caso fortuito pueden atajarse, dependiendo del grado de culpa de que responde el deudor. Es erróneo, a juicio nuestro, confundir los requisitos del caso fortuito con los requisitos que deben concurrir para que la obligación se extinga en virtud de él (que la obligación esté pendiente, que se haga inexigible la prestación atendido el grado de culpa de que responde el deudor, y que el caso fortuito no sea de su cargo). Puede, en consecuencia, concurrir un caso fortuito y no por ello extinguirse la obligación si el deudor, habida consideración del grado de culpa de que responde, está obligado a atajar sus efectos. De la misma manera, puede suceder que producido el caso fortuito el deudor no esté obligado a atajar sus efectos, no obstante la posibilidad fáctica de hacerlo, en atención a que este deber no cae en la órbita de la obligación.75

75 Esta materia ha sido latamente examinada en el libro La Obligación como Deber de Conducta Típica (La Teoría de la Imprevisión), antes citado. Particularmente se dedican a ello los capítulos primero y tercero.

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351. Algunos autores tratan esta materia, aun cuando en forma tangencial. Diez-Picazo y Gullón, al analizar la liberación del deudor como consecuencia de la “imposibilidad sobrevenida de la prestación”, dicen que “Hay una estrecha conexión entre la imposibilidad sobrevenida y la diligencia exigible al deudor para dar cumplimiento. Cierto es que una destrucción de la cosa que se deba entregar por el rayo, por ejemplo, extingue la obligación de entregarla, pero la liberación del deudor no se efectúa si no ha tomado las precauciones usuales para evitar aquel fenómeno. Incurrirá entonces en culpa por no haber realizado el deber de esfuerzo que le es exigible, desde el nacimiento de la obligación, para vencer los obstáculos que se detecten, en juicio de previsibilidad, como impeditivos del cumplimiento de la obligación”.76 No hay duda que nuestro planteamiento parece plenamente recogido en esta cita, en la cual se alude, además, al deber de cuidado que afecta al deudor desde el nacimiento de la obligación, y que le impone, atendiendo a la diligencia debida, adoptar las medidas de resguardo que procedan para evitar la ocurrencia del caso fortuito. Un autor colombiano –Javier Tamayo Jaramillo– especialmente importante para nosotros atendida la similitud de ambas legislaciones civiles, aborda este tema con particular claridad. Partiendo de la distinción entre obligaciones de medio (obligaciones de contenido mínimo que consisten en realizar una conducta) y obligaciones de resultado (obligaciones de contenido máximo que consisten en la obtención de un resultado buscado por el acreedor), formula interesantes observaciones. Dejemos desde ya sentada nuestra posición en el sentido de que todas las obligaciones son de medio –como intentaremos demostrarlo más adelante–, lo cual no excluye que, atendida la autonomía privada, se dé mayor o menor énfasis a la conducta que se impone al deudor para la ejecución de la prestación (resultado). Hecha esta salvedad, el autor citado expresa: “En primer lugar encontramos algunos contratos en los que el deudor sólo tiene la obligación de emplear un determinado grado de diligencia y cuidado en la conservación de la cosa que se debe, si bien el legislador en el artículo 1730 del Código Civil presume que cuando la cosa debida perece, lo fue por culpa del deudor. Esta obligación de diligencia y cuidado se deduce de lo dispuesto en el artículo 1604 del Código Civil, que gradúa las culpas, según vimos, en 76

Luis Diez-Picazo y Antonio Gullón. Obra citada. Volumen I. Pág. 540.

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relación con algunos casos, entre los cuales encontramos varias hipótesis de la pérdida de la cosa que se debe”. Por nuestra parte, digamos que, con mayor o menor rigor, dependiendo de la naturaleza del contrato y de lo estipulado por las partes, toda obligación impone al deudor una conducta, no un resultado (la “prestación” no es más que una referencia proyectiva), aun cuando en algunos casos la posibilidad de exonerarse de responsabilidad alegando haber desplegado el cuidado y la diligencia debidos sea prácticamente remota (tal sucederá, por ejemplo, cuando una persona se obliga a pagar una suma de dinero, ya que en este caso siempre existirá la posibilidad de obtener los recursos si, como se dijo en lo que precede, al momento de contratar ha debido tenerse la certeza de contar con los medios de pago). El autor citado sigue diciendo: “Pero en tales casos el deudor está autorizado a exonerarse de la presunción de culpa que pesa en su contra demostrando que obró con diligencia y cuidado. Es lo que establece el legislador, por ejemplo, cuando al referirse a la obligación del arrendatario de restituir la cosa arrendada al final del arrendamiento, en el inciso 4º del artículo 2005 del Código Civil establece que ‘En cuanto a los daños y pérdidas sobrevenidos durante su goce, deberá probar que no sobrevinieron por su culpa, ni por culpa de sus huéspedes, dependientes o subarrendadores, y a falta de prueba, será responsable’. Es ésta una clásica obligación de medio, pues el deudor, si bien se compromete a conservar la cosa, de todas maneras tal compromiso no es irrefragable y absoluto, ya que pereciendo la cosa, cesa su responsabilidad si prueba diligencia y cuidado, lo que demuestra que realmente su obligación no era la de necesariamente conservar la cosa, sino la de poner toda la diligencia y cuidado posible para que ella no pereciera, y no habiendo perecido, allí sí, entregarla al acreedor. Cosa distinta sería si la cosa pereciera para el deudor o si este sólo se exonerase probando una causa extraña, porque entonces, como veremos más adelante, su obligación de conservar la cosa sería de resultado. Como puede verse, una cosa es obligarse a poner diligencia y cuidado para que la cosa no perezca (obligación de medio) y otra muy diferente es obligarse a que no perezca (obligación de resultado)”. Acto seguido, Tamayo Jaramillo expresa: “No obstante, algunos autores colombianos (cita a Ricardo Uribe Holguín) y chilenos (cita a Arturo Alessandri Rodríguez), pese a que defienden a capa y espada la graduación de la culpa y la posibilidad de que el deudor pruebe diligencia y cuidado para exonerarse en caso de pérdida de la cosa que se debe, terminan, sin 187

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embargo, exigiendo que el deudor pruebe una causa extraña para que pueda liberarse de la responsabilidad por pérdida de la cosa debida. Si esta situación fuera válida, tendríamos que también en estos casos la obligación del deudor sería de resultado, pues, según se ha dicho, cuando se exige causa extraña, la obligación violada es de resultado”.77 Como puede observarse, el autor citado concuerda con nuestro planteamiento, al menos en lo relativo a las llamadas “obligaciones de medio”, que, como señalamos, a juicio nuestro, sólo existen en razón de una cuestión de onus probandi. Lo concreto es que toda obligación impone una conducta, perfectamente tipificada en la ley, y que la prestación no es más que una proyección o programa que puede adolecer de un error de contratación o de dolo del deudor o del acreedor, como se explicó precedentemente. 352. En síntesis, el caso fortuito en cuanto hecho es irresistible, y puede hacer imposible la ejecución de la obligación en la medida que el deudor no esté en situación fáctica y jurídica de atajar sus efectos. Decimos fáctica, ya que existen situaciones en que el caso fortuito, por su naturaleza, impide toda posibilidad de salvamento o cumplimiento de la obligación (el pintor que pierde en un accidente sus manos, o la destrucción por hecho de la naturaleza de la especie o cuerpo cierto debido). Decimos jurídica, porque la actitud del deudor frente al caso fortuito dependerá del grado de culpa de que responde, lo cual conlleva una determinación precisa de la diligencia y cuidado que debe desplegar. Como conclusión agreguemos, aún, que tratándose de una obligación de especie o cuerpo cierto, el caso fortuito extingue total o parcialmente la obligación en los supuestos contemplados en el artículo 1670 del Código Civil (sea porque la cosa se destruye, deja de estar en el comercio, desaparece y se ignora si existe). Tratándose de obligaciones de género, opera el artículo 1558 inciso 2º del mismo Código, conforme al cual “la mora producida por fuerza mayor o caso fortuito no da lugar a indemnización de perjuicios” (insistimos en que en verdad no hay mora), y, por lo mismo, no hay responsabilidad para el deudor. Esta disposición abre la posibilidad de que si el impedimento que genera el caso fortuito es temporal, esta causa

Javier Tamayo Jaramillo. De la Responsabilidad Civil. Tomo I. Editorial Temis. Año 1999. Págs. 369 y siguientes. 77

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extraña, como la llama la doctrina, sólo justifique un retardo en el cumplimiento y no la extinción de la obligación.

1.2. Situaciones en las cuales el deudor responde del caso fortuito 353. Existen situaciones en las cuales el deudor responde del caso fortuito o, dicho de otro modo, sobre él recaen los efectos del caso fortuito. Tal ocurre en las siguientes hipótesis: i. Cuando el acreedor toma sobre sí los efectos del caso fortuito En esta materia predomina el principio de la autonomía privada, consignado en el artículo 1547 del Código Civil. El inciso 2º de dicha norma expresa que “El deudor no es responsable del caso fortuito…”, y el inciso final agrega: “Todo lo cual, sin embargo, se entiende sin perjuicio… de las estipulaciones expresas de las partes”. Por su lado, el artículo 1673 señala que “Si el deudor se ha constituido responsable de todo caso fortuito, o de alguno en particular, se observará lo pactado”. En consecuencia, puede el deudor, mediante pacto expreso, asumir los efectos del caso fortuito, caso en el cual el deudor, cualquiera que sea el grado de culpa de que responda, no podrá exonerarse de responsabilidad alegando esta “causa extraña”. Se trata de una situación excepcional que requiere pacto expreso y que debe interpretarse restrictivamente. No existe impedimento en imponer al deudor los efectos de cualquier caso fortuito, lo cual, por cierto, agravará considerablemente su obligación. ii. Cuando el caso fortuito sobreviene hallándose el deudor en mora El artículo 1547 del Código Civil, antes citado, prescribe que “El deudor no es responsable del caso fortuito, a menos que se haya constituido en mora (siendo el caso fortuito de aquellos que no hubieran dañado a la cosa debida, si hubiese sido entregada al acreedor)”. De esta disposición se infieren varias cosas. En primer lugar, ella está limitada a las obligaciones de especie o cuerpo cierto, puesto que, como se dijo, el género no perece ni está expuesto a sufrir deterioros, salvo que se trate de un género limitado y que el caso fortuito o fuerza mayor afecte a todo el género. En esta hipótesis, la obligación ha de considerarse de especie o cuerpo cierto. En segundo lugar, no se trata de una sanción por la mora, como podría parecer a primera vista, sino de una cuestión de equidad, 189

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ya que si el deudor no hubiere retardado culpablemente el cumplimiento de la obligación, la cosa no habría perecido ni sufrido daño. En tercer lugar, esta materia está reglada más detalladamente en el artículo 1672 del Código Civil, según el cual: “Si el cuerpo cierto perece… durante la mora del deudor, la obligación del deudor subsiste, pero varía de objeto: el deudor es obligado al precio de la cosa y a indemnizar al acreedor”. Nótese que en este evento opera una subrogación real (cambia el objeto de la obligación) y la obligación de especie o cuerpo cierto se transforma en obligación de género (dinero). El mismo artículo agrega: “Sin embargo, si el deudor está en mora y el cuerpo cierto que se debe perece por caso fortuito que habría sobrevenido igualmente en dicho cuerpo en poder del acreedor, sólo se deberá la indemnización de los perjuicios de la mora. Pero si el caso fortuito pudo no haber sucedido igualmente en poder del acreedor, se debe el precio de la cosa y los perjuicios de la mora”. Como es fácil constatar, se trata de una norma construida sobre la base de una muy refinada equidad. En efecto, si la cosa hubiera perecido por caso fortuito que igualmente hubiera ocurrido estando la cosa en poder del acreedor, no se ha causado a éste un daño cierto (por ejemplo, se debe un animal de raza que perece por efecto de una epidemia que también habría afectado al animal así estuviere en manos del acreedor), no obstante ello no exonera al deudor de responder por el retardo en la entrega y compensar cualquier provecho que hubiere podido obtener el acreedor estando en poder de lo debido. En el supuesto de que el caso fortuito no hubiere afectado a la cosa estando ella en poder del acreedor, el deudor es responsable del precio de la cosa y de los perjuicios de la mora (si la epidemia que afectó al animal no le habría alcanzado en las dependencias del acreedor). En esta hipótesis, la causa inmediata de la destrucción de la cosa debida es el caso fortuito, y más remotamente la mora, pero en términos que la destrucción no habría ocurrido sin la mora. La mora determina la ocurrencia del caso fortuito. Obsérvese que en este artículo se adopta la política de retroceder en la relación causal, ya que la mora, por sí sola, no es la causa de la destrucción, pero ella determina la ocurrencia del caso fortuito. No existe inconveniente en aplicar los mismos principios a las obligaciones de hacer, ya que la norma impone al impedido asumir en idénticos términos el deber de indemnizar.

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iii. Cuando la ley impone al deudor el caso fortuito Existen leyes, antes analizadas, en que se imponen al deudor los efectos del caso fortuito. Tal ocurre con la Ley de Servicios Eléctricos, el Código Aeronáutico, la Ley sobre Protección de los Derechos del Consumidor, la Ley sobre Seguridad Nuclear, etc. Por regla general, estas leyes tienden a amparar y proteger al acreedor en situaciones de claro menoscabo. Así sucede, por ejemplo, en los contratos de transporte aéreo o de material nuclear, con los productos que conllevan riesgos específicos, con la generación y distribución de energía eléctrica. La ley puede imponer el caso fortuito al deudor de dos maneras diversas: imperativamente, en términos que no cabe estipular una exención de responsabilidad por esta causa (se considera que existen en este caso razones de conveniencia social e interés público en ello), o supletoriamente, esto es, en el silencio de las partes, quedando éstas autorizadas para estipular lo contrario. En otras palabras, puede el legislador disponer, en algunos contratos, que el deudor responde a todo evento del caso fortuito o bien imponerlo si las partes nada estipulan sobre el particular. iv. Especies hurtadas y robadas El artículo 1677 del Código Civil contempla un caso muy especial relativo a las cosas que han sido sustraídas, sea por la comisión de un delito de hurto o de robo. Se trata, sin duda, de ampliar la sanción que debe sufrir el delincuente que incurre en este tipo de ilícitos. La norma citada dice: “Al que ha hurtado o robado un cuerpo cierto, no le será permitido alegar que la cosa ha perecido por caso fortuito, aun de aquellos que habrían producido la destrucción o pérdida del cuerpo cierto en poder del acreedor”. Es curioso observar que, en la hipótesis descrita en esta disposición, el acreedor resultará favorecido, ya que el cuerpo cierto habría perecido para él en caso de no haber mediado el delito. Se trata de una figura semejante a las penas punitivas, por lo general ajenas a nuestra legislación. Los casos de responsabilidad objetiva conllevan, como es natural, en la mayor parte de los supuestos, la imposición del caso fortuito al deudor, pero existen excepciones a este principio. Así, por ejemplo, en el transporte aéreo, el transportador puede liberarse de la obligación de indemnizar “si el daño es consecuencia de un delito del que no sea autor un tripulante o dependiente del transportador o explotador”. 191

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Hasta aquí los casos en que el deudor responde de la fuerza mayor. 354. Existe un quinto caso que, a pesar de estar contemplado en la ley, estimamos que no conforma una excepción a la regla general de que el caso fortuito permite al deudor exonerarse de responsabilidad. Se trata de la situación contemplada en el artículo 1547 del Código Civil y reiterada en otras disposiciones, como ocurre en el artículo 2178 Nº 2º, antes transcrito, en que se señala que trata del caso fortuito que haya sobrevenido por culpa del deudor. En esta hipótesis, no estaríamos frente a un caso fortuito, puesto que el hecho que lo constituye no es imprevisto, sino provocado por quien lo alega y, en ciertos casos, no sólo previsto, sino querido y proyectado. Coincidimos plenamente, en esta parte, con Tamayo Jaramillo, quien advierte el mismo error en el Código Civil colombiano, inspirado en el Código Civil chileno: “En la confusión sobre la compatibilidad entre fuerza mayor o caso fortuito (causa extraña) y la culpa del deudor también ha incurrido Andrés Bello, pues a través del Código encontramos múltiples ejemplos en los cuales se refiere a la fuerza mayor o caso fortuito imputables a culpa del deudor, siendo que, según vimos, ambos conceptos son excluyentes”. Más adelante agrega: “No obstante, desde el punto de vista de la lógica jurídica, el señor Bello barruntó su contradicción y, a pesar de la confusión en que incurrió, de todas maneras en varios de los artículos del Código muestra cómo cualquier evento que sea imputable a culpa del deudor compromete su responsabilidad, aunque aparentemente tal circunstancia constituya un caso fortuito, con lo que, pese a la equivocación de términos usados, el insigne maestro consagra el criterio de que culpa y caso fortuito son incompatibles, en el cual coincidimos”. Concluye estas observaciones, más adelante, señalando: “Obsérvese, pues, que para don Andrés Bello, desde el punto de vista de la terminología utilizada, los casos fortuitos pueden ser imputables a culpa del deudor. Pero en el fondo, y esto es lo importante, para nuestro codificador, cada vez que ese ‘caso fortuito’ sea imputable a culpa del deudor, éste no se exonera de su responsabilidad. En sana lógica jurídica, lo que ocurre, pura y simplemente, es que en los casos contemplados por el Código Civil, no es que haya fuerza mayor o caso fortuito imputable a culpa del deudor, sino que la fuerza mayor o caso fortuito no existen, puesto que en ellos hubo culpa, así sea levísima, del deudor, y por tanto no se reúnen 192

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las características de exterioridad e irresistibilidad propias de la institución”.78 Compartimos los comentarios del autor citado y, en defensa del redactor del Código Civil chileno, sólo cabe agregar que el error que se señala no tiene trascendencia práctica de ninguna especie. En el fondo de esta cuestión subyace otro problema. Al parecer Andrés Bello entendió siempre que debía hacer una distinción entre el hecho constitutivo de caso fortuito, irresistible e imprevisto, y sus efectos. Al disponer que no exoneraba de responsabilidad el caso fortuito que sobrevenía por culpa del deudor, clausuró los efectos de un hecho externo que tenía caracteres de caso fortuito. En esta perspectiva coincide plenamente con nuestro planeamiento sobre la materia.

1.3. Prueba del caso fortuito o fuerza mayor 355. La prueba de este instituto ofrece algunas particularidades. Desde luego, la prueba debe recaer en la ocurrencia del hecho que lo constituye (un incendio, un naufragio, un accidente carretero, etc.) y en los efectos que este hecho tiene en el cumplimiento de la obligación (atendida la diligencia y cuidado que ésta impone al deudor). No se trata de acreditar sólo el hecho material representativo de caso fortuito, además debe probarse cómo aquel hecho impide total o parcialmente el cumplimiento de la obligación. Por ejemplo, si se afirma que la especie o cuerpo cierto adeudado fue destruida en un incendio, deberá acreditarse la ocurrencia del siniestro y la circunstancia de que la especie no pudo ser salvada con la diligencia y cuidados debidos. Asimismo, si se trata de una obligación de género (pagar una suma de dinero o entregar una tonelada de un grano determinado), deberá acreditarse que, al momento de hacerse exigible la obligación, la cantidad del género que el deudor había destinado a este efecto se destruyó (física o jurídicamente), lo cual permitirá, al menos, exonerarse de responsabilidad por el retardo. Sin embargo, la ocurrencia del accidente puede presumirse si se tratare de un hecho de pública notoriedad. Nuestra legislación es muy pobre en este aspecto, ya que esta presunción, cuyo sentido práctico resulta manifiesto, sólo se 78

Javier Tamayo Jaramillo. Obra citada. Tomo I. Págs. 296 y 297.

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infiere de lo previsto en el artículo 89 del Código de Procedimiento Civil. Cabe señalar, en todo caso, que la interlocutoria de prueba debe establecer los hechos sustanciales, pertinentes y controvertidos (artículo 318 del Código de Procedimiento Civil) y que, ciertamente, los hechos de pública notoriedad, como una inundación, un terremoto u otro fenómeno natural, difícilmente serán objeto de controversia. 356. El profesor Fernando Fueyo, al referirse a los puntos que debe comprender la prueba del caso fortuito, dice que “La prueba del deudor que alega el caso fortuito comprenderá: a) Efectividad del suceso al cual se atribuye esa calidad; b) Relación de causa a efecto entre el suceso y el resultado: nexo de causalidad; c) Concurrencia de los requisitos que caracterizan el suceso como caso fortuito; ch) La diligencia o cuidado que ha debido emplear el deudor, especialmente el de especie o cuerpo cierto. ‘La prueba de la diligencia y cuidado incumbe al que ha debido emplearlo; la prueba del caso fortuito al que lo alega’, como dice el inciso 3º del artículo 1547. Y no solamente en este tipo de obligaciones, las de dar. También en las de hacer, como prestar un servicio, resultando un pasajero dañado por un choque de tranvías, o accidentado en un tren” (se cita jurisprudencia).79 A nuestro juicio, sin embargo, los dos presupuestos señalados (el hecho y su consecuencia) subsumen los puntos indicados por el autor citado, sin perjuicio de destacar que ellos apuntan en la misma dirección. 357. Tratándose de obligaciones de especie o cuerpo cierto, el artículo 1671 del Código Civil dice que “siempre que la cosa perece en poder del deudor, se presume que ha sido por hecho o culpa suya”. Por consiguiente, de la destrucción o desaparición de la cosa será presuntivamente responsable el deudor en cuyo poder se hallaba la cosa debida. Se trata, por cierto, de una presunción simplemente legal que exige la concurrencia de dos requisitos: que la cosa haya perecido, y que ella se encontrara en poder del deudor. ¿Qué significa que la cosa se encuentre en poder del deudor? A nuestro juicio, que ella haya debido estar bajo su cuidado y tenencia o de sus dependientes o de las personas por las cuales él res79 Fernando Fueyo Laneri. Cumplimiento e incumplimiento de las obligaciones. Editorial Jurídica de Chile. Año 1991. Segunda Edición corregida y aumentada. Págs. 401 y 402.

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ponde. Si, con autorización o consentimiento expreso o tácito del acreedor, la cosa debida estaba en manos de un tercero, esta presunción no tiene aplicación. 358. Ahora bien, el artículo 1547 del Código Civil, inciso 3º, última parte, dice que “la prueba del caso fortuito (incumbe) al que lo alega”. Por su parte, el artículo 1674, tratándose de obligaciones de especie o cuerpo cierto, agrega que “El deudor es obligado a probar el caso fortuito que alega. Si estando en mora pretende que el cuerpo cierto habría perecido igualmente en poder del acreedor, será también obligado a probarlo”. 359. En consecuencia, el caso fortuito o fuerza mayor debe probarse por quien lo alega. La presunción de que trata el artículo 1671 del Código Civil, al reglamentarse las obligaciones de especie o cuerpo cierto, opera de la misma manera en las obligaciones de género en virtud de lo previsto en el artículo 1547, inciso 3º, del Código Civil. La ley no restringe los medios probatorios que pueden emplearse en la prueba del caso fortuito o fuerza mayor, razón por la cual todos ellos son idóneos para estos efectos.

1.4. Efectos limitados del caso fortuito o fuerza mayor 360. El caso fortuito o fuerza mayor puede extinguir total o parcialmente la obligación y exonerar al deudor de responsabilidad por el incumplimiento y el retardo de la obligación o solamente por el incumplimiento o por el retardo. 1.4.1. Si el caso fortuito destruye la especie debida estando pendiente la obligación, ésta se extingue y no cabe responsabilidad alguna al deudor. 1.4.2. Si la cosa debida perece durante la mora del deudor por un caso fortuito que igualmente habría sobrevenido estando la especie debida en poder del acreedor, sólo se deben los perjuicios por la mora (retardo de la obligación), así lo indica el artículo 1672 del Código Civil. 1.4.3. Si el caso fortuito se produce estando pendiente la obligación, pero sólo afecta a una parte de lo debido, la obligación subsistirá, debiéndose la especie en el estado en que se halle. El 195

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artículo 1590 del Código Civil, relativo al pago, consagra el principio general de que el acreedor debe recibir la especie o cuerpo cierto “en el estado en que se halle”. Si éste ha sufrido deterioros o menoscabos provenientes de un caso fortuito, la obligación subsiste y la especie se deberá en el estado en que se encuentre. 1.4.4. Si estando en mora el deudor, la especie debida sufre daños y menoscabos, que habría igualmente experimentado la cosa en poder del acreedor, éste tiene derecho a reclamar indemnización por la mora, siempre que pruebe que ha sufrido perjuicios por el retardo (como si la cosa dejara de prestar la utilidad que ofrecía antes de sobrevenir el caso fortuito). 1.4.5. Si el caso fortuito sólo impide la entrega oportuna de la especie debida, el deudor no debe indemnización alguna por la mora, pero estará obligado a entregarla tan pronto cesen los efectos del impedimento. Como puede comprobarse, es posible que se den varias hipótesis, todas ellas reguladas en la ley. 2. EL HECHO DE UN TERCERO 361. El hecho de un tercero constituye otra causa “extraña” que elimina la imputabilidad del obligado, exonerándolo de responsabilidad. En nuestra legislación, esta causa se asimila al caso fortuito o fuerza mayor, así se desprende de lo previsto en el artículo 1677 del Código Civil, según el cual “Aunque por haber perecido la cosa se extinga la obligación del deudor, podrá exigir el acreedor que se le cedan los derechos o acciones que tenga el deudor contra aquellos por cuyo hecho o culpa haya perecido la cosa”. Por su parte, el artículo 1590 del mismo Código, en su inciso 3º, dispone, a propósito de las obligaciones de especie o cuerpo cierto, que “Si el deterioro (de la cosa) ha sobrevenido antes de constituirse el deudor en mora, pero no por hecho o culpa suya, sino de otra persona por quien no es responsable, es válido el pago de la cosa en el estado en que se encuentre; pero el acreedor podrá exigir que se le ceda la acción que tenga su deudor contra el tercero, autor del daño”. De estas disposiciones se sigue que la obligación se extingue cuando sobreviene imprevistamente la acción de un tercero que destruye la cosa debida. Puede ocurrir también que un tercero culpablemente cree obstáculos para el cumplimiento de una 196

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obligación de género y que éstos –los obstáculos– sean de tal envergadura que el deudor no esté obligado a superarlos con la diligencia y cuidado que le impone la ley. En tal caso, tiene aplicación la misma norma y deberá el deudor, si así lo exige el acreedor, ceder los derechos que le correspondan en contra del tercero. Dos principios concurren en esta solución: el enriquecimiento sin causa, y el bocardo jurídico según el cual “donde existe la misma razón debe existir la misma disposición”. 362. Para que el hecho del tercero extinga la obligación del deudor deben cumplirse los siguientes requisitos: i. El tercero debe ser persona independiente del deudor. Esto implica que no puede tratarse de un dependiente del deudor o de una persona que se halla bajo su cuidado y por la cual éste responde civilmente. El artículo 1679 del Código Civil dice que “En el hecho o culpa del deudor se comprende el hecho o culpa de las personas por quienes fuere responsable”. En este caso se encontrarán, entonces, las personas enumeradas en los artículos 2320, 2321 y 2322 del Código Civil. ii. El deudor no puede haberse valido del tercero para dar cumplimiento a la obligación, cualquiera que sea el acuerdo que exista entre ellos. Si el deudor encomienda a otra persona que cumpla la obligación o que coopere con él para su cumplimiento, será plenamente responsable ante el acreedor de los hechos y culpa del tercero y la obligación cambiará de objeto debiendo pagarse la indemnización respectiva. En tal caso tiene aplicación el artículo 1672 del Código Civil, “la obligación subsiste, pero varía de objeto; el deudor es obligado al precio de la cosa y a indemnizar al acreedor”, pudiendo, por cierto, perseguir la responsabilidad del tercero con el cual contrató de acuerdo a las normas generales. “Cuando el deudor ejecuta su obligación recurriendo a los servicios de otro, el que ejecuta la obligación toma el lugar del deudor o está por cuenta del deudor y no es una tercera persona cuya acción pueda constituir una causa extraña”.80 iii. La acción del tercero debe ser sobreviniente, imprevista y generar un obstáculo de tal entidad para el cumplimiento de la obligación que el deudor no esté obligado a atajarla. Los autores

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Christian Larroumet. Obra citada. Tomo II. Pág. 175.

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se inclinan por sostener que el hecho del tercero debe reunir los mismos presupuestos que el hecho fortuito o fuerza mayor. De aquí que no interese establecer si el hecho del tercero es o no culpable. “Cuando el hecho del tercero cumple las condiciones de la fuerza mayor, tal hecho produce, como la fuerza mayor, la exoneración total de la responsabilidad del deudor. Por ello, es preciso que el hecho del tercero sea exterior a la actividad del deudor, lo que equivale a exigir, en otra forma, que estamos en presencia de una persona extraña al deudor. En efecto, el hecho del supuesto tercero no es exterior a la actividad del deudor, si se trata de una persona a la cual éste acudió para la ejecución de la obligación. Es preciso también que el hecho del tercero haya sido imprevisible para el deudor. Es preciso, finalmente, que el hecho del tercero haya sido irresistible, en el sentido que haya impedido totalmente ejecutar su obligación. Cuando se cumplen las tres condiciones de la fuerza mayor, el hecho del tercero tiene que ser, por las mismas razones referentes a la fuerza mayor, la causa exclusiva del daño. En estas condiciones, no es necesario exigir culpa al tercero. Un simple hecho no culpable basta para producir una exoneración total de responsabilidad en virtud de que el hecho del tercero, cuando cumple las condiciones de la fuerza mayor, demuestra que la inejecución de la obligación no es imputable al deudor”.81 En otros términos, la acción del tercero debe ser sobreviniente, esto es, presentarse una vez que la obligación ha nacido a la vida del derecho y no consistir en un hecho coetáneo a su perfeccionamiento; debe ser imprevisible para los contratantes, lo cual implica que los contratantes no tuvieron posibilidad ninguna de representárselo al momento de contraerse la obligación; y debe generar un obstáculo o impedimento que el deudor no está obligado a despejar con la diligencia y cuidado que le impone la obligación. Concurriendo estos requisitos, el hecho del tercero elimina la imputabilidad, desplazando la responsabilidad al tercero, sea en el ámbito de la responsabilidad contractual o extracontractual, atendiendo a si existe vinculación entre el tercero y el deudor.

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Christian Larroumet. Obra citada. Tomo II. Pág. 176.

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2.1. El hecho de un tercero como exoneración total o parcial del deber de cumplimiento 363. El hecho de un tercero puede exonerar totalmente de responsabilidad al deudor. Ello ocurrirá cuando la prestación se haga imposible (en el sentido de que el deudor no está obligado a atajar sus efectos), sea como consecuencia de la pérdida de la cosa debida si ella es una especie o cuerpo cierto, o porque el deudor está privado de la aptitud para ejecutar lo debido (obligaciones de hacer que suponen una aptitud o condición especial del deudor, como pintar un cuadro, ejecutar una intervención quirúrgica, componer una partitura, etc.). Pero el hecho del tercero puede sólo limitar la responsabilidad, lo cual ocurrirá en el evento de que éste sólo retarde el cumplimiento de la obligación, o la imposibilidad de ejecutar la prestación (en el sentido indicado) se refiera a una parte de la misma. En estos casos, la exoneración de responsabilidad estará limitada por los efectos del factor que limita la imputabilidad. No hay en esta materia sino la aplicación de las reglas generales ya analizadas a propósito del caso fortuito o fuerza mayor.

2.2. Prueba del hecho del tercero 364. Finalmente, incumbe la prueba del hecho del tercero a quien lo alega para eximirse o limitar la responsabilidad. Se aplica a este respecto el artículo 1698 del Código Civil, puesto que no existe norma especial sobre este particular y la asimilación al caso fortuito refuerza esta interpretación. Al efecto, podrán invocarse todos los medios de prueba que la ley franquea. 3. HECHO Y CULPA DEL ACREEDOR 365. Finalmente, elimina el efecto del factor de atribución (imputabilidad) el hecho o culpa del acreedor. Nuestro planteamiento sobre esta materia difiere de la doctrina en general. Comencemos por señalar que el acreedor puede poner obstáculos o tropiezos al deudor para que cumpla la obligación, el problema consiste en establecer cuándo el deudor está obligado a despejar esos obstáculos y cuándo está exento de responsabilidad como consecuencia de ello. 199

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366. Lo anterior nos induce a resolver una cuestión previa. ¿De qué grado de culpa responde el acreedor en relación a la generación de escollos o tropiezos impuestos al deudor para el cumplimiento de la obligación? ¿Cualquier obstáculo impuesto por el acreedor es suficiente para exonerar al deudor de responsabilidad? En relación con la primera cuestión, nosotros creemos que el acreedor sólo exonera de responsabilidad al deudor si genera un impedimento que este último no está obligado a despejar y ello ocurre si sobrepasa el grado de diligencia y cuidado de que responde. En otras palabras, respecto de la actividad de su deudor, el acreedor está obligado a guardar una cierta diligencia y cuidado, y si ella es sobrepasada, el deudor queda eximido de responsabilidad.

3.1. Culpa del acreedor 367. Así como el deudor responde de un cierto grado de culpa (lo cual implica imponerle un determinado nivel de diligencia y cuidado), también el acreedor responde ante el deudor de un grado de diligencia de cuidado, el cual, como es lógico, estará referido a la generación de dificultades, escollos y obstrucciones en el cumplimiento de la obligación. 368. Para resolver este problema debe partirse del grado de culpa de que responde el deudor. Ello porque, a juicio nuestro, toda obligación es una relación definida y tipificada en la ley, la cual, por lo tanto, describe la conducta de quienes intervienen en ella, fijando la diligencia y cuidado que debe emplearse al ejecutarse la conducta debida. Esta última (la conducta debida) no sólo está referida al deudor, también al acreedor, que debe observar un determinado comportamiento en armonía con el que cabe al deudor. De aquí que sea propio hablar del grado de culpa de que responde el acreedor, de lo cual se extraerá el nivel de diligencia y cuidado que es dable exigirle. Si el deudor responde de culpa grave en el cumplimiento de la obligación, el acreedor responderá de culpa levísima. Ello porque el deudor sólo estará obligado, por su parte, a sortear aquellos impedimentos que las personas negligentes y de poca prudencia enfrentan en sus propios negocios. En este contexto, es bien obvio que el deudor estará excusado de cumplir ante un escollo que le fuerce a emplear un cuidado que vaya más allá de lo que una per200

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sona descuidada y negligente pone en el cumplimiento de sus obligaciones. Así, por ejemplo, si en el contrato de depósito (recordar que el depositario responde de culpa grave, salvo estipulación en contrario, conforme el artículo 2222 del Código Civil), el depositante crea cualquier obstáculo que dificulta la entrega de la cosa y que una persona de poca prudencia y negligente no despejaría, el depositario quedará exonerado de responsabilidad. Si el deudor responde de culpa leve, el acreedor responderá también de culpa leve. Tal sucede en el contrato de compraventa. Si el comprador crea un obstáculo que dificulta la entrega de la cosa, el vendedor quedará exento de responsabilidad si el escollo no puede despejarse con una diligencia y cuidado ordinario. Es esto lo que se desprende del artículo 1827 del Código Civil, el cual trata del comprador “que se constituye en mora de recibir” y la mora, como es sabido, es el retardo culpable de la obligación. De suerte que el comprador no se constituirá en mora de recibir, si por hecho o culpa del vendedor se genera un obstáculo que él no está obligado a despejar con la diligencia y cuidado que una persona pone ordinariamente en sus negocios. Finalmente, si el deudor responde de culpa levísima, el acreedor responderá de culpa grave. En otros términos, el acreedor podrá crear a su deudor todos aquellos obstáculos que sea posible despejar con una diligencia extrema, aquella esmerada diligencia que las personas juiciosas emplean en la gestión de sus negocios importantes. Tal sucederá en el contrato de comodato si el comodante pone tropiezos y dificultades para la restitución. 369. Así las cosas, la obligación se nos representa como una correlación, que describe tanto el deber de conducta que corresponde al sujeto activo como al sujeto pasivo, todo ello debidamente definido (tipificado) en la ley. Otra interpretación conduce al absurdo de desligar al acreedor de todo deber, como si pudiera mantenérsele excluido del esquema obligacional.

3.2. Mora del acreedor 370. Lo anterior está estrechamente ligado a la llamada mora del acreedor, denominada también mora accipiendi. Ella supone, de acuerdo a lo anterior, el retardo en el cumplimiento de la obligación como consecuencia de los actos del acreedor o por oposición 201

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del acreedor. Fernando Fueyo dice a este respecto: “La he definido como el retraso del cumplimiento motivado por la falta de cooperación indispensable del acreedor, o bien su negativa a la aceptación de la prestación que le ofrece el deudor”.82 371. La mora accipiendi no está reglamentada en nuestro Código Civil, pero se refieren a ella varias disposiciones, a saber: El artículo 1548 del Código Civil, referido a las obligaciones de especie o cuerpo cierto, que dice “La obligación de dar contiene la de entregar la cosa; y si ésta es una especie o cuerpo cierto, contiene además la de conservarlo hasta la entrega, so pena de pagar los perjuicios al acreedor que no se ha constituido en mora de recibir”. La ley, como puede observarse, alude genéricamente a la “mora de recibir”, sin otro elemento de juicio. El artículo 1680 del Código Civil, a propósito de la pérdida de la cosa que se debe, como modo de extinguir las obligaciones, señala que “La destrucción de la cosa en poder del deudor, después que ha sido ofrecida al acreedor, y durante el retardo de éste en recibirla, no hace responsable al deudor sino de culpa grave o dolo”. De esta norma se desprende que el deudor se descarga de la diligencia y cuidado debidos, como consecuencia de que el acreedor se ha resistido a recibir la cosa después que ella le fue ofrecida. En tal caso sólo responde de dolo o culpa grave, cualquiera que sea la diligencia que le impone el contrato. Finalmente, el artículo 1827 del Código Civil, antes citado, ubicado en el título de la compraventa, dispone que “Si el comprador se constituye en mora de recibir, abonará al vendedor el alquiler de los almacenes, graneros o vasijas en que se contenga lo vendido, y el vendedor quedará descargado del cuidado ordinario de conservar la cosa, y sólo será ya responsable de dolo o culpa grave”. 372. A partir de estas disposiciones, como lo reclama Fernando Fueyo, es posible elaborar una teoría general sobre la mora del acreedor, ya que los principios en que se sustentan los artículos transcritos parecen ser los mismos: i) En efecto, en todos ellos se habla de “mora” o “retardo” por parte del acreedor. Ello implica, como se señaló precedentemente, remitirse a un “estado jurídico” especial que se configura por un retraso culpable en el cumplimien82

Fernando Fueyo Laneri. Obra citada. Pág. 441.

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to de un deber jurídico. Recuérdense el artículo 1552 del Código Civil, que consagra el principio de que “mora purga la mora”, y el artículo 1558 del mismo Código, según el cual “la mora producida por fuerza mayor o caso fortuito no da lugar a indemnización de perjuicios” (ya se explicó que en verdad en este caso no hay mora). ii) Tanto en el artículo 1680 como en el artículo 1827, precitados, se descarga al deudor de la diligencia que le corresponde, pero se mantiene la responsabilidad por dolo o culpa grave. iii) Finalmente, queda patente el derecho del deudor de reclamar los perjuicios, como lo recalca el artículo 1827. 373. El tratamiento mencionado permite sostener que la “mora del acreedor” supone, necesariamente, el incumplimiento culpable del deber que asiste a éste de no enervar u obstruir la ejecución de la conducta debida por el deudor. Por lo mismo, debe establecerse, previamente, de qué culpa responde el acreedor, ya que no todo escollo que oponga al cumplimiento, por mínimo que sea, lo constituye en mora. En consecuencia, la mora del acreedor exige la concurrencia de los siguientes requisitos: 1. Disposición del deudor para cumplir la obligación pendiente; 2. Impedimento emanado del acreedor que retarda u obstruye la ejecución de la prestación; y 3. Culpa del acreedor. Para que exista “mora del acreedor” deberá el deudor manifestar por hechos positivos su disposición de cumplir, vale decir, ejecutar la prestación convenida en el contrato. Si el deudor mantiene una actitud pasiva y no expresa de alguna manera objetiva su voluntad de cumplir, el acreedor no puede ser constituido en mora. Esta voluntad deberá manifestarse a partir del momento en que la obligación se ha hecho exigible. Así se desprende de la aplicación al acreedor de lo previsto en el artículo 1552 del Código Civil. De la misma manera, es necesario que el acreedor haya creado un obstáculo que dificulte al deudor la ejecución de la prestación, sea porque la retarda o porque la hace imposible. Se trata de un hecho imputable al acreedor que éste o quienes dependen de él han generado voluntariamente. Por último, es necesario la culpa del acreedor, esto es, la falta del cuidado y diligencia que éste debe observar a fin de no obstruir la actividad del deudor interesado en ejecutar la prestación. 203

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Sería absurdo pensar que cualquier dificultad que el acreedor oponga al deudor constituye al primero en mora. Insistamos en que el acreedor puede legítimamente oponer dificultades al deudor (esto será, sin duda, lo más frecuente), siempre que ellas deban ser removidas por éste atendiendo al grado de diligencia y cuidado que debe poner en el cumplimiento de la obligación. Aquí juega una perfecta correlación entre la diligencia del deudor y la diligencia del acreedor, como se demostró en el párrafo anterior. A mayor diligencia del deudor, menor diligencia del acreedor; a menor diligencia del deudor, mayor diligencia del acreedor. Ambas culpas están sometidas al mismo régimen y deben ser apreciadas in abstracto. 374. Los efectos de la mora del acreedor son los siguientes: 1. Hace al acreedor responsable de todos los perjuicios que se causen al deudor y que sean consecuencia directa y necesaria del incumplimiento o del retardo en el cumplimiento. 2. Descarga al deudor de la diligencia y cuidado debido, quedando exclusivamente responsable de culpa grave y dolo: 3. Exonera al deudor de responsabilidad por la mora (si, por ejemplo, la obligación se ha hecho exigible por el cumplimiento del plazo estipulado, se aplicará el artículo 1552 del Código Civil, según el cual la mora purga la mora). 375. Nuestro planteamiento no es compartido por los autores. Fernando Fueyo, al referirse a los requisitos de la mora del acreedor, señala los siguientes: 1. “Que al deudor sea lícito ejecutar la prestación y, además, pueda hacerla”. 2. “Que el ofrecimiento sea efectivo y conforme a la prestación en todo”. 3. “Falta de aceptación del acreedor, o la omisión de la cooperación indispensable para consumar el cumplimiento”.83 Para Larroumet, “la acción del acreedor constituye para el deudor un caso de fuerza mayor”, supuesto en el cual se produce una exoneración total de responsabilidad. “Cuando la culpa de la víctima no es imprevisible ni irresistible para el deudor, ella no podrá ocasionar una exoneración total de la responsabilidad civil de éste. Esto no quiere decir que el deudor esté obligado a la reparación íntegra del daño. En efecto, si la víctima incurrió en una culpa que parcialmente fue el 83

Fernando Fueyo Laneri. Obra citada. Págs. 445 y 446.

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origen de su daño, es ilógico e inequitativo obligar al deudor a la reparación total”.84 Diez-Picazo y Gullón, por su parte, dicen: “Aunque falta en el Código Civil una disciplina general de la figura (la mora del acreedor), no se encuentra ausente de él. La doctrina, inspirándose en los principios generales del derecho de obligaciones, puntualiza que los requisitos necesarios para que el fenómeno se produzcan son: 1º. El deudor puede objetivamente cumplir la obligación y ejecutar la prestación puesta a su cargo, lo que supone que existe la obligación exigible y vencida y que el deudor ha realizado cuanto estaba en su mano para que el resultado (la prestación) pudiera ser alcanzado. 2º. La prestación que el deudor está dispuesto a cumplir es la programada en la obligación y no otra. 3º. Debe existir un ofrecimiento de pago hecho por el deudor como oferta real de la prestación o como pura comunicación. La mora credendi no exige, sin embargo, ninguna especial intimación o interpelación, como la mora del deudor, además de aquel ofrecimiento. 4º. La credendi tampoco exige ninguna especial culpabilidad del acreedor moroso, sino simplemente la negativa sin razón a recibir”. Luego los mismos autores analizan las consecuencias más importantes de la mora del acreedor: “1º. Se compensa la mora del deudor si estuviere incurso en ella y se excluye para lo sucesivo. 2º. Se modifica el sistema normal del riesgo por la pérdida de la cosa o por la imposibilidad sobrevenida fortuita, que pasa a cargo del acreedor. 3º. El deudor de la prestación de dar puede quedar liberado de la obligación mediante la consignación”.85 376. Como puede apreciarse, las diferencias con nuestra posición son bien radicales. Los autores citados parecen influidos por la regulación legal del “pago por consignación”, que procede contra la voluntad del acreedor (artículos 1598 y siguientes del Código Civil) y que, si bien encierra un caso de “mora accipiendi”, se reglamenta en la ley civil desde una perspectiva procedimental, no sustantiva. De allí, creemos nosotros, surgen algunos de los requisitos generalizados en los comentarios citados. Lo que interesa para que se configure la “mora del acreedor” es que el deudor esté en disposición de cumplir, ello significa que, al hacerse exigible la obligación, se encuentre en situación de cumplir y quiera hacerlo. Si

84 85

Christina Larroumet. Obra citada. Tomo II. Págs. 179 y 180. Luis Diez-Picazo y Antonio Gullón. Obra citada. Volumen I. Págs. 551 y 552.

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así no fuere, la “mora del acreedor” carece de toda significación, porque ella constituye un excepción que hace valer el deudor y que, atendido el carácter de tal, deberá acreditar por los medios de prueba que le franquea la ley. Es precisamente por ello que la “mora del acreedor” debe fundarse en un obstáculo que el acreedor pone al deudor y que impide que este último pueda ejecutar la prestación. Es aquí en donde surge la diferencia fundamental con los autores citados, ya que ellos no consideran la culpa del acreedor ni la culpa del deudor para configurar la “mora del acreedor”. A nuestro juicio, ambas culpas juegan un papel determinante. Desde luego, es el acreedor quien genera un escollo o dificultad que obstruye la intención de cumplimiento por parte del deudor, lo cual importa incurrir en dolo (si se procede con la intención positiva de evitar el cumplimiento) o incurrir en culpa (si se procede sin la diligencia o cuidado debido). A su vez, frente a este escollo generado por el acreedor culpable o dolosamente, el deudor puede hallarse obligado a despejarlo, atendiendo a la diligencia y cuidado de que responde. Por consiguiente, la “mora del acreedor” exige la concurrencia de un factor de imputación, lo que queda de manifiesto si atiende a que ella –la mora del acreedor– genera responsabilidad. No es correcto, entonces, sostener que no se atiende a la culpa del acreedor. Un ejemplo clarificará lo que señalamos. Para cumplir una obligación es necesaria, generalmente, una serie de gestiones de muy diverso carácter (administrativo, bancario, transporte, desplazamiento, actos, material, etc.), muchas de las cuales puede facilitar o entorpecer el acreedor (a quien no se encontró oportunamente, o no proporcionó la correcta ubicación de su domicilio, o no suscribió los documentos y guías necesarios, etc.). ¿Con qué criterio se excusa o se condena al deudor? ¿Cuándo el acreedor pone un obstáculo que el deudor no esté obligado a despejar? Con el criterio sustentado por la doctrina, esta materia queda entregada al arbitrio del juzgador. 377. La interpretación de los autores, a nuestro juicio, incurre en un error manifiesto, ya que la obligación pierde la simetría y coherencia que la caracteriza. Ello porque se desdeña la idea central, en orden a que la obligación es un deber de conducta típica que supone siempre el establecimiento de un determinado grado de diligencia y cuidado que debe desplegar tanto el deudor como el acreedor. De allí que sea posible asignar a uno u otro, según el caso, responsabilidad, esto es, el deber de reparar los perjuicios que 206

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se causan cuando no se desarrolla el comportamiento debido. Es a propósito de esta materia en donde la teoría de las obligaciones acusa su mayor falencia.

3.3. El hecho o culpa del acreedor como exoneración total o parcial de responsabilidad 378. De la misma manera que en el hecho del tercero, el hecho o culpa del acreedor puede exonerar al deudor total o parcialmente de responsabilidad. Lo exonerará totalmente si la obligación no se cumplió en razón de un obstáculo creado por el acreedor que el deudor no estaba obligado a despejar con la diligencia y cuidado que le correspondía emplear para ello. La exención será parcial si el obstáculo sólo retrasó el cumplimiento o afectó exclusivamente a una parte de la prestación. Las reglas son las mismas que las antes expuestas a propósito del hecho del tercero.

3.4. Prueba del hecho o culpa del acreedor 379. Por último, la prueba del hecho o culpa del acreedor corresponderá, conforme a las normas generales, a quien lo alega para eximirse total o parcialmente de responsabilidad, pudiendo hacer uso de todos los medios de prueba que franquea la ley. No hay sobre esta materia norma especial que altere los principios sobre onus probandi. F. FALSO DILEMA ENTRE LAS OBLIGACIONES DE MEDIO Y LAS OBLIGACIONES DE RESULTADO 380. Concluiremos este capítulo con un análisis sobre lo que estimamos un falso dilema entre las obligaciones de medio y las obligaciones de resultado. Comencemos por decir que esta clasificación supone la existencia de dos tipos diversos de obligaciones: unas que se contraen en función de un resultado y otras que se contraen sólo en función de un compromiso de diligencia y cuidado. Las primeras han sido conceptualizadas, citando a Philippe Le Tourneau, en los siguientes términos: “En ciertos contratos el deudor sólo se obliga a po207

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ner al servicio del acreedor los medios de los cuales dispone: de hacer toda diligencia para ejecutar el contrato. Se le llama a veces obligación de prudencia y diligencia. El contenido de la obligación de medios no es exactamente un hecho; es el esfuerzo del hombre, un esfuerzo constante, perseverante, tendente a la adopción de una actitud frente a sus propias cualidades para aproximarse a una finalidad deseada. Si el deudor no se compromete a alcanzar una meta determinada, se compromete por lo menos a tratar de alcanzarla. Si un evento de fuerza mayor impide al deudor alcanzar la finalidad prevista, habría ejecutado su obligación, puesto que por hipótesis su obligación es de comportamiento”.86 El mismo autor conceptualiza las obligaciones de resultado en los siguientes términos: “En algunos contratos el deudor se compromete a procurar al acreedor un resultado determinado y preciso. La obligación de resultado a veces es denominada obligación determinada. El deudor de una obligación de resultado es condenado a indemnizar, si el hecho prometido no se produce. El contenido de la obligación parece ser el resultado mismo. Una carga de esta naturaleza supone evidentemente que el deudor pone en movimiento todos los medios para obtener el resultado, pero éstos por sí solos no se toman en consideración”.87 La distinción enunciada, a juicio nuestro, siendo útil en la perspectiva del onus probandi, no tiene asidero alguno en la legislación y, lo que nos parece más grave, desvirtúa la esencia misma de toda obligación, confundiendo sus elementos esenciales. Para llegar a esta conclusión, resumidamente, dejaremos sentadas las siguientes premisas: 381. a. El derecho regula conducta humana. Esto significa que toda norma jurídica está referida al comportamiento de los sujetos de derecho, sea en relación a las cosas, a los hechos de la naturaleza o a los demás sujetos. b. La obligación, por lo mismo, impone un deber de conducta, el cual se encuentra debidamente descrito (tipificado) en la norma jurídica. Quien se obliga, como quiera que lo haga, se compromete a comportarse de una determinada manera, a desplegar una con-

Philippe Le Tourneau. Citado por Javier Tamayo Jaramillo. Obra citada. Tomo I. Pág. 290. 87 Philippe Le Tourneau. Citado por Javier Tamayo Jaramillo. Obra citada. Tomo I. Pág. 292. 86

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ducta perfectamente acotada por el derecho, pudiendo incurrir en responsabilidad si no procede de esa manera. De aquí que toda obligación lleve unida, como la sombra al cuerpo, el grado de diligencia y cuidado que se le impone al sujeto, sea por estipulación expresa de las partes, tratándose de las obligaciones contractuales, o por disposición de la ley en los demás casos. c. Toda obligación se contrae sobre la base de un proyecto o programa conductual (la prestación), que puede expresarse de diversas maneras, sea haciendo referencia a un resultado (dar, hacer o no hacer algo) o, lo que es lo mismo, comprometiéndose a desplegar una cierta diligencia, actividad o esfuerzo en función de un objetivo. Pero siempre se proyecta, así sea implícita o explícitamente, un objetivo, que algunos llaman resultado. Toda obligación liga al deudor a un resultado, pero no como fin necesario e ineludible, sino como proyección de una conducta. Así, cuando el abogado que se obliga a defender un juicio, o el cirujano a practicar una intervención quirúrgica, o el libretista a escribir un guión cinematográfico, lo que el acreedor y el deudor persiguen es tener éxito (ganar el juicio, sanar al paciente, obtener un buen guión), aun cuando este resultado quede sujeto a tantas contingencias que para expresar el proyecto se acuda a la diligencia y el cuidado debidos más que a la descripción del resultado querido. Lo propio sucede en una obligación de dar, aun cuando, para precisar el proyecto (prestación), se recurra a la descripción del resultado proyectado. En el fondo se trata de una diferencia semántica, que se magnifica por la forma en que se expresa y se describe la prestación proyectada. En otros términos, la obligación gira en torno a un eje central que se denomina prestación, la cual describe el objetivo que se procura alcanzar con la conducta que ambas partes se comprometen a desplegar. Si las partes contratantes no señalan, ni expresa ni tácitamente, en qué consiste la prestación, no existe la obligación, porque la conducta comprometida está descrita en función de aquélla. d. La obligación gira sobre un mismo eje: la prestación (aquello que se trata de dar, hacer o no hacer en virtud del contrato). Al describirse la prestación puede ponerse más énfasis en el resultado que se procura alcanzar, o en los medios con que cuenta el deudor para lograrlo. Pero esta descripción no altera la naturaleza de la obligación, que sigue siendo un deber de conducta típica en función de un proyecto mutuamente compartido por los contra209

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tantes. La clasificación en obligaciones de medio y obligaciones de resultado no tiene otro fundamento que el mayor o menor énfasis que las partes han puesto en la diligencia que debe emplear el deudor en toda clase de obligaciones. La descripción de la prestación no está sujeta a fórmulas sacramentales. Por lo mismo, las partes pueden especificar la meta o el resultado que se empeñan en alcanzar o bien poner énfasis en la diligencia que debe emplearse para lograrlo. Sin embargo, siempre, necesariamente, debe estar presente el proyecto (representado por la prestación), elemento que bien puede trasuntar el destino de la diligencia que se impone al deudor. De más está señalar que la diligencia que los contratantes describen tiene un objeto preciso, que puede expresarse en el contrato o desprenderse de la materia a que se aplicará la diligencia y cuidado debidos. Así, cuando se contrata a un médico para realizar una intervención quirúrgica, es bien obvio que lo que se pretende y se “proyecta” es sanar al paciente intervenido. En esta hipótesis nadie podría sostener que la diligencia y cuidado que el médico se compromete a emplear no tiene destino ni finalidad alguna, y que se agota por el solo hecho de cumplir. e. No existe ninguna obligación de resultado, en el sentido de que éste deba alcanzarse siempre, en todo caso, inexorablemente y bajo todo supuesto. Ello porque si bien el deudor puede asumir el máximo de diligencia posible, asumir, asimismo, todo caso fortuito o hecho de un tercero, no puede, sin embargo, hacerse responsable del dolo o culpa grave del acreedor en el evento de que éste obstruya el cumplimiento de la obligación, puesto que ello implicaría condonar el dolo futuro y, por lo tanto, dicha estipulación adolecería de objeto ilícito (artículo 1465 del Código Civil). Esto demuestra que no hay manera de generar una obligación que conduzca siempre y necesariamente a un resultado. f. Si la prestación consiste en hacer el máximo esfuerzo (dentro de los parámetros fijados, atendiendo al nivel de culpa de que se responde), ello deberá estar siempre referido a un proyecto (ganar un juicio, sanar a un paciente, escribir un buen guión), aun cuando éste se deduzca del contexto general del contrato. No tiene sentido afirmar que el deudor cumple haciendo su mejor esfuerzo, si esto no está vinculado a un fin o a un objeto preciso. La prestación, entonces, como quiera que se exprese o se describa, apunta a un objeto que se proyecta como el fin que las partes procuran alcanzar. La diligencia y cuidado es un medio, en tanto la 210

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prestación es un fin. En el supuesto que las partes expresen el medio (describan la diligencia que debe emplearse), para que la obligación exista deberá, a lo menos, deducirse el fin que se pretende lograr. Afirmar que hay obligaciones de medio es, entonces, un contrasentido que despoja a la obligación de su elemento medular. g. Toda obligación, cualquiera que ella sea, establece con cierta precisión un determinado nivel de diligencia y cuidado y un mecanismo para medir si aquel se ha alcanzado, lo cual ocurre como quiera que se describa la prestación. No hay obligación cuyo cumplimiento se mida, exclusivamente, en función de la prestación descrita en el contrato. Por lo mismo, no hay obligaciones de resultado, todas ellas son de medio. Más claro, nadie puede obligarse a un resultado, sólo a un proyecto susceptible de alcanzarse con una determinada actividad y diligencia. Cumple la obligación aquel que aplica esta diligencia y actividad, así se logre o no se logre ejecutar la “prestación”, porque la obligación es en su esencia compromiso de conducta, no de resultado. h. El papel que corresponde a la prestación en la relación contractual es bien preciso. En tanto proyecto o finalidad que se procura alcanzar con la diligencia y cuidado debidos (comprometidos), sirve para medir provisional o presuntivamente si la conducta que debió desarrollarse efectivamente se desplegó de la manera que correspondía (porque estaba estipulado o porque la ley así lo ordenaba). Si la prestación (objeto último de la obligación) se logró, no cabe entrar a analizar si el deudor empleó el cuidado y diligencia debidos. Si la prestación no se logró, será el deudor quien deberá probar que ha empleado el cuidado y la diligencia debidos, presumiéndose, entre tanto, su culpa. En caso alguno, como se explicó, es posible convenir que la inejecución de la prestación determine, por sí sola, la concurrencia de responsabilidad, ya que en tanto ello implique condonar el dolo o la culpa grave del acreedor, dicha estipulación sería absolutamente nula, por adolecer de objeto ilícito. i. No hay en nuestra ley ninguna disposición que haga referencia a las obligaciones de resultado al margen de lo que hemos señalado en torno a la prestación. No obstante, la interpretación ha llevado a formular este distingo, fundamentalmente, para efectos probatorios. Se sostiene a este respecto que cuando las partes han descrito la diligencia y cuidado comprometidos, soslayando el objeto que se quiere lograr, quien alega el incumplimiento debe probar que se 211

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ha faltado a dicha diligencia y cuidado. A la inversa, cuando las partes han descrito la prestación aludiendo al objetivo y finalidad perseguidos, la culpa se presume y será el deudor, como lo ordena el artículo 1547 inciso 3º del Código Civil, quien deberá probar que ha empleado la diligencia y cuidado a que estaba obligado. Lo que sucede en este caso es relativamente claro. Cuando las partes al contratar ponen énfasis en la diligencia y cuidado que se impone al deudor, sin una referencia precisa a la finalidad última que se procura alcanzar, se confunde el fin con el medio y se da la falsa imagen de que la prestación (el fin) consiste en la diligencia y cuidado que se imponen al deudor (el medio). De allí que, por el solo hecho de que se haya ejecutado la conducta, se entienda presuntivamente cumplida la obligación, trasladando al acreedor el peso de la prueba. A nuestro juicio, ello no es correcto. Si se encarga a un médico una operación o un tratamiento y éste no tiene éxito, debería presumirse su culpa, debiendo el deudor probar que ha empleado la diligencia y cuidado debidos. Lo propio debería proceder respecto de los abogados, los guionistas, y demás actividades similares. j. Todo lo anterior, con algunas prevenciones, es aplicable a los casos de responsabilidad objetiva. La responsabilidad fundada en el riesgo, a juicio nuestro, no es más que una nueva y más sutil concepción de la culpa. Ello porque existen áreas que, en razón de la peligrosidad creada, imponen al sujeto un mayor grado de cuidado y diligencia, a tal extremo que cualquier daño que se produzca es imputado al riesgo y, por lo mismo, hace responsable a quien lo ha creado. Nótese que en estos casos el responsable es el autor del riesgo o quien se aprovecha del mismo, y ello importa, por sí solo, incurrir en una nueva especie de culpa que justifica la reparación a quien es víctima del daño que proviene de él. El esquema clásico de la responsabilidad subjetiva ya no es excluyente, lo cual no impide reconocer las directrices generales de la responsabilidad en tanto regla general. Así, entonces, si el sujeto afectado prueba que no ha creado el peligro descrito en la ley ni se ha aprovechado de él, quedará exonerado de responsabilidad objetiva, sin perjuicio de que en muchos casos, como se explicó en lo precedente, es dable probar en el campo de la responsabilidad objetiva que el daño no proviene causalmente del riesgo, sino del caso fortuito o fuerza mayor (artículo 146 del Código Aeronáutico). k. En síntesis, como quiera que se analice este problema, se llegará siempre a la conclusión de que toda obligación, en cuan212

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to deber de conducta típica, está referida a un determinado grado de diligencia y cuidado, el cual se determina atendiendo a la culpa de que se responde (tanto por el deudor como por el acreedor). Por consiguiente, en todas ellas, como quiera que se exprese o describa la prestación, el deudor y, en su caso el acreedor, podrán exonerarse de responsabilidad probando que han empleado la diligencia y cuidado debidos. Lo anterior puede resultar difícil en determinadas obligaciones, pero ello no significa que el deudor quede privado del derecho de eximirse de responsabilidad, probando ya sea una causa extraña que elimina el factor de imputación, o el haber desplegado la conducta debida, aun cuando la prestación no se haya alcanzado. Sostener la existencia de obligaciones de resultado y privar con ello al deudor de su derecho de eximirse de responsabilidad probando no haber incurrido en culpa, representa, a nuestro juicio, negar la estructura misma de la obligación y darle a ésta un contenido y connotación de los cuales carece. 382. Curiosamente, entre nosotros no se ha suscitado un debate acerca de la existencia de las llamadas obligaciones de medio, aun cuando ellas hayan sido reconocidas sólo para efectos probatorios (invirtiendo el peso de la prueba y haciéndolo caer en el acreedor, no obstante no haberse ejecutado la prestación). En otros países, como Colombia, por ejemplo, este debate se ha planteado, siendo de destacar la opinión de Guillermo Ospina Fernández, quien ha manifestado, luego de un análisis de la materia: “En suma, a nuestro modo de ver, cualquiera que sea la naturaleza de la obligación, el deudor puede exonerarse de responsabilidad demostrando que el incumplimiento no le es moralmente imputable por una de las dos vías que le ofrece el art. 1604 del C.C. (Código Civil colombiano): la prueba de la diligencia debida o el hecho extraño impidiente. La solución propuesta por Demogue para las obligaciones de resultado, o sea la de que la frustración de este haga siempre responsable al deudor, requeriría entonces una estipulación expresa, conforme a la cual dicho deudor respondiera de toda culpa, estipulación que es válida y que conduce a erigir el caso fortuito en única causa de exoneración”.88

Guillermo Ospina Fernández. Régimen General de las Obligaciones. Nº 169, transcrito por Javier Tamayo Jaramillo en obra citada. Tomo I. Págs. 358 y 359. 88

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383. Como puede observarse, respecto de las mal llamadas obligaciones de medio y obligaciones de resultado existen, al menos, dos alcances. Las obligaciones de resultado no admitirían eximirse de responsabilidad probando que se ha empleado la diligencia y cuidado debidos, razón por la cual el deudor sólo podría alegar una causa extraña para lograrlo. Por su parte, en las obligaciones de medio se invertiría el peso de la prueba, debiendo el acreedor probar que el deudor no ha empleado la diligencia y cuidado debidos. Lo que hemos llamado el primer alcance resulta inadmisible, puesto que borra de una plumada el juicio de reproche que inspira nuestra legislación en materia de responsabilidad (necesidad de concurrencia de un factor de imputación). El segundo alcance es una cuestión meramente práctica, destinada a aliviar al deudor de la prueba de haberse comportado como correspondía (con la diligencia y cuidado debidos), y haciendo recaer la prueba en el acreedor. Probablemente esta aclaración despeje muchas dudas. Podemos aceptar, para los efectos del onus probandi, la existencia de las obligaciones de medio, pero no podemos aceptar, bajo pretexto alguno, las obligaciones de resultado, en cuanto eliminan la necesidad de concurrencia de un factor de imputación en la responsabilidad.

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VI. CUARTO PRESUPUESTO DE LA RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL El daño

A. CONCEPTO DE DAÑO CONTRACTUAL 384. La responsabilidad supone la concurrencia del daño y tiene por objeto, precisamente, resarcir este efecto, de modo de compensar a la víctima del incumplimiento, el menoscabo y privación patrimonial que se sigue de la infracción de la conducta debida. Por lo mismo, no hay responsabilidad sin daño, aun cuando exista incumplimiento. El concepto de daño en la responsabilidad contractual no es el mismo que el aplicable a la responsabilidad extracontractual. En esta última constituye daño indemnizable toda pérdida o menoscabo, perturbación o molestia de un interés legítimo ante el ordenamiento normativo, así dicho interés, atendido su reconocimiento y amparo jurídico, represente o no un derecho subjetivo.89 A nuestro juicio, este amplísimo concepto no es aplicable al daño contractual, el cual aparece circunscrito en la ley al menoscabo efectivo experimentado por el patrimonio del acreedor (daño emergente), a las ganancias y utilidades que pudieron devengarse en su favor (lucro cesante) y que causalmente el incumplimiento no hizo posible obtener y, aun cuando resulte discutible, al menoscabo extrapatrimonial o moral que, en ciertos casos, se sigue del incumplimiento. Así se desprende de lo previsto en los artículos 1556, 1558 y 1559 del Código Civil. Si estas disposiciones se analizan comparativamente con lo dispuesto en el artículo 2329 del mismo cuerpo legal, se llegará a la conclusión de que en materia contractual impera el

En estos términos lo definimos en nuestro libro Responsabilidad Extracontractual. Editorial Jurídica de Chile. Año 1999. Pág. 260. 89

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principio de “reparación limitada de los daños provenientes del incumplimiento” y en materia extracontractual el principio de la “reparación integral de la víctima”. De lo anterior se desprende que para el legislador es más grave la infracción del deber de no dañar a nadie en la vida social, que la infracción de las obligaciones que se asumen en virtud de un contrato. 385. El daño en materia contractual (relevante para los efectos de la reparación indemnizatoria) puede conceptualizarse diciendo que “es el menoscabo o detrimento real o virtual que experimenta el patrimonio del acreedor como consecuencia del incumplimiento de una obligación emanada de un contrato e inejecución de la prestación convenida”. Dejemos sentado, desde ya, que utilizamos el adjetivo “virtual” en el sentido de que se trata de aquello que “tiene la virtud de producir un efecto, aunque no lo produce de presente”, como lo define el Diccionario de la Real Academia Española. Asimismo, la definición propuesta alude a la causa que desata el daño, lo cual nos parece indispensable para acotarlo al área contractual. De la manera señalada, dejamos establecido que el daño contractual es diverso del daño extracontractual en lo que a la reparación indemnizatoria se refiere. Se trata, entonces, de dos especies diferentes de un mismo género. Es más, el daño contractual es un daño programado, ya que, como se explicó en las páginas anteriores, los contratantes han descrito la “prestación” (aquello que se trata de dar, hacer o no hacer). Por lo mismo, el daño contractual estará necesariamente referido a la inejecución de la prestación y al menoscabo que deriva para el acreedor de la circunstancia precisa de no alcanzarse la meta o programa descrito en el contrato. El daño contractual, por lo mismo, tiene normalmente límites bien precisos que están dados por la descripción que las partes hicieron en el contrato de la “prestación”. Dicho de otro modo, podría sostenerse que el daño proviene necesariamente de la circunstancia de no ejecutarse la “prestación” de la manera en que estaba convenido. 386. Es indudable que el legislador intentó circunscribir el daño contractual, restringiendo su ámbito, a la inversa de lo que ocurre con el daño extracontractual. Otra clara manifestación de ello es la distinción que se contiene en el artículo 1558 del Código Civil, que sanciona excepcionalmente el incumplimiento doloso. 216

CUARTO PRESUPUESTO DE LA RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL. EL DAÑO

Esta disposición hace responsable al deudor, en general, “de los perjuicios que se previeron o pudieron preverse al tiempo del contrato” (perjuicios previstos), y al deudor que incumple dolosamente “de todos los perjuicios que fueron una consecuencia inmediata o directa de no haberse cumplido la obligación o de haberse demorado su cumplimiento” (perjuicios imprevistos). Por lo tanto, el deudor culpable sólo responde de los daños que “se previeron o pudieron preverse al tiempo del contrato” y el deudor doloso de todo daño directo, así sea previsto o imprevisto. 387. Nos hemos referido al daño como un “menoscabo o detrimento” en el patrimonio de una persona. No está de más señalar que el patrimonio comprende, en su aspecto activo, todos los derechos del individuo susceptibles de evaluarse pecuniariamente y, en su aspecto pasivo, todas las obligaciones de la misma naturaleza. Por lo tanto, el daño contractual estará siempre circunscrito al menoscabo de un derecho o interés patrimonial del acreedor. Analizaremos oportunamente que la reparación se extiende, de manera excepcional, a los derechos extrapatrimoniales (con todas las dificultades que ello implica para los efectos de su evaluación), como consecuencia de que, en algunos casos, la lesión a un derecho patrimonial se expande hacia el fuero íntimo de la persona, dando lugar a la indemnización del daño moral. 388. En verdad, no hemos encontrado autores que distingan, a propósito del daño, los dos ámbitos de responsabilidad (contractual y extracontractual). Por el contrario, se tiende a la formulación de una teoría unitaria de la responsabilidad, en la cual el daño es un elemento común. No obstante, a nuestro parecer, esto es errado. Existen en el ordenamiento jurídico chileno disposiciones que, inequívocamente, limitan el daño contractual y amplían el daño extracontractual, lo cual es indicativo de que para el legislador no tiene la misma importancia el quebrantamiento de una obligación que nace del contrato (y que por lo tanto sólo afecta a quienes intervienen en la convención), que la obligación de diligencia y cuidado general destinada a no causar daño en el desarrollo de la vida social. 389. No hay, por consiguiente, una plena identidad en el daño indemnizable entre ambos estatutos (contractual y extracontractual), ni puede este elemento de la teoría general de la responsa217

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bilidad estudiarse como un solo todo. En las observaciones siguientes ello quedará de manifiesto. 390. En suma, en el campo de la responsabilidad contractual el daño indemnizable pasa siempre por el menoscabo de un derecho o interés patrimonial, aun cuando, como se dijo, excepcionalmente, pueda extenderse al menoscabo de un derecho extrapatrimonial, como consecuencia de que la lesión es de tal índole que traspasa la esfera del derecho afectado y alcanza el fuero íntimo de la persona, según se explicará. Esta última observación recoge nuestra posición en lo relativo a la indemnización del daño moral en el campo contractual. B. CLASIFICACION DEL DAÑO CONTRACTUAL El daño contractual admite varias clasificaciones, que examinaremos a continuación. 1. DAÑO REAL Y DAÑO VIRTUAL 391. Atendiendo a nuestra definición del daño contractual, aparece como primera clasificación la de daño real y daño virtual. El primero (daño real) consiste en el menoscabo o detrimento objetivo del patrimonio del acreedor a consecuencia del incumplimiento de la obligación contractual. Se trata, por lo tanto, de una cuestión objetiva, susceptible de acreditarse con la sola evaluación del derecho o interés lesionado antes y después del incumplimiento. Suele esta clase de daños ocasionar controversias. Así, por ejemplo, a propósito de la “pérdida de una oportunidad” (perte d’une chance), se ha discutido sobre la naturaleza y certidumbre de este daño. A juicio nuestro, se trata de un daño real, porque en la pérdida de la oportunidad está siempre implícita la lesión de un interés o derecho de cuyo resultado no se tiene certidumbre, pero que admite la posibilidad de concretarse en una ganancia o beneficio. Por ejemplo, quien incumple un contrato de transporte de un caballo de carrera que no se presenta a competir por un premio importante, o en un concurso se descalifica indebidamente a una persona que participa en él para la consecución de un cargo público. En ambos casos se les priva del derecho de participar y, 218

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con ello, de la posibilidad, aun cuando remota, de tener éxito. Todo ello constituye un daño cierto, que es susceptible de evaluarse, no obstante el hecho de que sean inciertos los beneficios que puedan seguirse del ejercicio del derecho. El segundo (daño virtual) no tiene existencia objetiva, pero es posible deducirlo del curso normal y previsible de los hechos que se seguirán del incumplimiento sin la intervención del acreedor. En otros términos, el incumplimiento genera un nuevo escenario en el que, de acuerdo a la secuencia regular de los acontecimientos, deberían razonablemente seguirse resultados dañosos. A esta categoría de daños pertenece el llamado “lucro cesante” y el “daño moral”, como se explicará más adelante. El daño virtual, por lo tanto, sólo existe potencialmente al momento de producirse el incumplimiento y debería concretarse, siguiendo el curso normal de las cosas, hacia el futuro. Es por lo tanto un daño cierto que debe evaluarse e indemnizarse. 392. Creemos nosotros que el daño contractual necesariamente debe encuadrarse en una de estas categorías y que, por lo tanto, el menoscabo patrimonial en que consiste o es real o es virtual. Nótese que el daño contractual afectará siempre derechos o intereses patrimoniales, aun cuando tratándose del daño moral afecte derechos extrapatrimoniales, pero siempre a condición de que éste se produzca como consecuencia de la lesión de un derecho o interés patrimonial. Volveremos sobre este punto. 2. DAÑO CIERTO Y DAÑO EVENTUAL 393. El daño cierto consiste en un menoscabo que se ha producido o que con certeza se producirá. Puede el daño derivar inmediatamente del incumplimiento, caso en el cual estará objetivamente presente, despejándose toda duda a su respecto. Pero puede suceder también que el daño no se haya producido, no obstante lo cual, atendidas las condiciones que derivan del incumplimiento, exista plena certeza de su ocurrencia, obedeciendo siempre al curso normal de las cosas. Podría decirse, entonces, que el daño cierto supone la concurrencia de tres requisitos: i) que se produzca en razón de una hipótesis (causa) necesaria, que conduzca inevitablemente al daño; ii) que la hipótesis (causa) se funde en el desarrollo normal de los acontecimientos; y iii) que la hipótesis 219

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fundante (causa) del daño, en el caso de la responsabilidad contractual, considere el incumplimiento como el primer eslabón de la cadena causal que lo provoca. Por consiguiente, la certidumbre del daño, como se advierte, está íntimamente ligada a la cadena causal del mismo. El problema de la certidumbre está referido, como resulta obvio, al daño futuro, ya que, una vez que éste se ha desencadenado y producido, no es difícil deducir los presupuestos antes enunciados. De aquí que en otra publicación hallamos entendido que es cierto el daño que, conforme a las leyes de la causalidad, sobrevendrá razonablemente en condiciones normales, a partir de su antecedente causal. Por lo tanto, al producirse el incumplimiento (causa fundamental y necesaria del daño) puede preverse que éste producirá efectos nocivos hacia el futuro. El problema, entonces, consiste no en determinar la causa principal del daño cierto en materia contractual (que siempre consistirá en el hecho del incumplimiento), sino en la serie de factores sobrevinientes, inesperados o imprevistos que pueden hacer desaparecer los efectos nocivos del incumplimiento. Como se observará más adelante, tratándose del daño contractual, hay una causa primaria, necesaria, siempre idéntica, sin la cual el daño indemnizable no existe: el incumplimiento. No sucede lo mismo en presencia del daño extracontractual, el cual estará abierto a cualquier hecho vinculado a la conducta del dañador. 394. El daño eventual, como dicen los autores, es meramente hipotético. ¿Qué significa esto? A juicio nuestro, que frente al incumplimiento surge una serie de hipótesis, algunas que afirman al daño y otras que lo niegan. Si no se puede establecer con precisión y como única hipótesis racionalmente posible aquella que conduce al daño, éste resulta ser sólo eventual y, por ende, no indemnizable. Si se aceptara la reparación, se generaría en favor del acreedor un enriquecimiento injusto, ya que se estaría obteniendo un beneficio en razón de un daño que razonablemente puede no producirse por causa del incumplimiento.

3. DAÑO DIRECTO Y DAÑO INDIRECTO 395. Intimamente ligado a lo anterior se encuentran los llamados daño directo y daño indirecto. El daño directo es aquel que deriva de una causa inmediata y necesaria, sin cuya concurrencia no se habría producido. Por con220

CUARTO PRESUPUESTO DE LA RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL. EL DAÑO

siguiente, sólo puede hablarse de daño directo en relación con una determinada causa previamente establecida. Así, por ejemplo, en materia contractual, el daño indemnizable es aquel que proviene inmediata y necesariamente del incumplimiento, aun cuando para que tal ocurra deban concitarse otras causas (condiciones). Si el daño tiene como antecedente una nueva causa que sucede al incumplimiento, el daño será indirecto en la medida que la nueva causa sea autónoma (independiente del incumplimiento) y no se siga necesariamente y conforme el orden natural de las cosas de aquél. Recurriendo a un caso antes expuesto, podríamos reproducirlo desde esta perspectiva. Si el propietario de un caballo de carreras contrata su transporte para presentarlo en un premio hípico, el acarreador que no cumple deberá reparar los perjuicios que se siguen de su incumplimiento, incluyendo la opción o “chance” desperdiciada, pero no pagará el premio ni las utilidades que habría obtenido el propietario en el supuesto de que el animal hubiere vencido en la competencia ni los trastornos de salud que sufra aquél como consecuencia de esta contrariedad. El daño directo (multas por la no presentación, pérdida de la opción, descrédito por el quebrantamiento de un compromiso asumido) surge inmediata y necesariamente del incumplimiento, aun cuando para que exista perjuicio deban concurrir otras condiciones (como que la reunión hípica no se suspenda, que el caballo no haya sido anticipadamente descalificado o no sea admitido a competir, etc.). 396. El problema que se suscita en lo relativo al daño directo dice relación con las concausas. A este respecto hay que aclarar que habitualmente el daño exigirá múltiples condiciones (concausas) para producirse. Por lo mismo, lo que interesa es identificar la causa esencial (tratándose de la responsabilidad contractual ello debe consistir en el incumplimiento). A partir de éste debe examinarse si el daño es consecuencia del incumplimiento, o si entre el incumplimiento y el daño ha surgido otra causa que, racionalmente desvinculada del incumplimiento, es capaz de producir el daño. Invoquemos nuevamente el ejemplo clásico sobre la materia. Si una persona compra un animal infectado de peste, a consecuencia de lo cual se infectan y perecen los demás animales del comprador, el vendedor, por lo general, responderá de este hecho e indemnizará el valor de todos ellos. Pero no le cabe responsabilidad por los perjuicios que se siguen para el comprador cuando, por falta de recursos imputable a estas pérdidas, no puede hacer frente a las 221

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obligaciones asumidas con un tercero. El daño indemnizable sólo alcanza al valor del animal infectado y de los animales contagiados, pero no a los daños que emanan de otras causas, aun cuando ellas estén ligadas o deriven del incumplimiento. Dicho de otro modo, el incumplimiento genera un nuevo escenario, cuyos efectos se irán concatenando indefinidamente en el tiempo. De manera que si el deudor respondiera en forma indefinida de los daños que causalmente se siguen de aquellos otros que derivan inmediata y directamente del incumplimiento, éste debería hacerse cargo hacia el futuro de la suerte del acreedor. 397. En consecuencia, el daño indirecto es aquel que deriva inmediata y necesariamente de una causa autónoma, independiente del incumplimiento, aun cuando entre éste y la causa directa del daño existe una secuencia lógica o enlace fáctico. En materia contractual no es difícil dilucidar este problema, porque el daño reparable debe provenir del incumplimiento y no de otra causa, de modo que basta con suprimir hipotéticamente la causa directa del daño para demostrar que éste no se habría producido si sólo concurre el incumplimiento. Aplicando este criterio al ejemplo clásico analizado se comprueba su veracidad. En efecto, la muerte del animal infectado es consecuencia del incumplimiento, lo propio ocurre con los demás animales infectados (nada de ello podría ocurrir si se descarta el incumplimiento). Pero la insolvencia del comprador frente a sus acreedores deriva de la existencia y condiciones del crédito, de la falta de reservas para hacer frente a esa obligación, de la oportunidad en que se comprometió a pagar, etc. Si se sustraen hipotéticamente estos hechos, ni la quiebra ni los demás efectos de esta situación se habrían producido. 398. Se ha discutido sobre si es posible estipular que el deudor responde de los daños directos e indirectos. A pesar de las opiniones en contrario, nosotros creemos que este pacto adolece de objeto ilícito. Ello porque de lo previsto en los artículos 1556 y 1558 del Código Civil se infiere que los únicos daños reparables son aquellos que provienen “de no haberse cumplido la obligación, o de haberse cumplido imperfectamente o de haberse retardado el cumplimiento”, y de que la sanción para el caso de que el incumplimiento sea doloso, consiste en responder de “todos los perjuicios que fueron una consecuencia inmediata y directa de no haberse cumplido la obligación o de haberse demorado su cumplimiento”. 222

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Por ende, constituye principio general de derecho que sólo se responde de los perjuicios directos y jamás de los perjuicios indirectos. Quien asume este último tipo de daños estaría apostando a la suerte, ya que nadie tiene el control de los acontecimientos ni podría siquiera prever la forma en que ellos se encadenan. De aquí que se trate de un contrato prohibido en la ley (artículo 1466 del Código Civil). 4. DAÑO ACTUAL Y DAÑO FUTURO 399. Esta clasificación parece ser redundante. Lo que interesa es determinar si el perjuicio es cierto o incierto o meramente eventual. Pero poco interés suscita el hecho de que el daño ocurra al momento de producirse el incumplimiento o posteriormente. Se llama daño actual aquel que se produce inmediatamente después de ocurrido el incumplimiento, y daño futuro aquel que se producirá con absoluta certeza hacia el futuro. Por lo tanto, ambos tipos de perjuicios son indemnizables, ciertos y directos. Si bien uno sigue inmediatamente al incumplimiento, el otro requiere de cierto espacio de tiempo para actualizarse. Como se analizará más adelante, el lucro cesante es un ejemplo típico de daño futuro, ya que atendida su naturaleza sólo puede existir hacia el futuro con posterioridad al incumplimiento, pero como consecuencia necesaria e inmediata de este último. Cabe señalar que esta clasificación puede tener importancia para los efectos de la prueba. Acreditar el daño actual no es difícil, porque está objetivamente presente. No ocurre lo mismo con el daño futuro, para cuya existencia será necesario acreditar los presupuestos que hacen cierta su ocurrencia. Más aún, lo que hemos denominado daño real es actual y lo que hemos denominado daño virtual es futuro. Esclarecedor nos resulta el siguiente párrafo de los Mazeaud y Tunc: “Al exigir que el perjuicio sea cierto, se entiende que no debe ser por ello simplemente hipotético, eventual. Es preciso que el juez tenga la certeza de que el demandante se habría encontrado en una situación mejor si el demandado no hubiera realizado el acto que se le reprocha. Pero importa poco que el perjuicio del que se queje la víctima se haya realizado ya o que deba tan sólo producirse en el futuro. Ciertamente cuando el perjuicio es actual, la cuestión no se plantea: su existencia no ofrece duda alguna. Pero un perjuicio futuro puede presentar muy bien los mismos caracteres de certidum223

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bre. Con frecuencia, las consecuencias de un acto o de una situación son ineluctables; de ellas resultará necesariamente en el porvenir un perjuicio cierto. Por eso, no hay que distinguir entre el perjuicio actual y el perjuicio futuro; sino entre el perjuicio cierto y el perjuicio eventual, hipotético. Los autores parecen estar de acuerdo sobre este principio, aun cuando suelen emplear ya sea uno u otro término, ya sea ambos concurrentemente: actual y cierto, futuro y eventual, lo cual no deja de crear cierta confusión”.90 400. En suma, el perjuicio cierto puede ser presente, cuando sobreviene inmediatamente después del incumplimiento, o futuro, cuando se sabe con certeza que él ocurrirá aun cuando medie un espacio de tiempo entre el incumplimiento y su ocurrencia. Por lo general, el daño emergente es un perjuicio presente (aun cuando pueda ser futuro), y el lucro cesante un perjuicio futuro (puesto que se presenta en el tiempo después del incumplimiento). De aquí que esta distinción no constituya un aporte significativo a la teoría del daño en materia contractual. 5. DAÑO PROBADO Y DAÑO PRESUNTIVO 401. Esta clasificación atiende a la forma en que ellos son establecidos en el proceso. La regla general está representada por la categoría de daños probados, vale decir, aquellos que sólo se ordena reparar en la medida que hayan sido acreditados en el proceso a través de los medios reconocidos para estos efectos. La excepción la constituyen los daños presuntivos, caso en el cual ellos se deducen en virtud de una disposición legal expresa. Tratándose de perjuicios presuntivos, es necesario no acreditar el daño que se reclama, sino los supuestos indicados en la norma para que se entiendan producidos. Así, por ejemplo, el artículo 1559 del Código Civil se refiere a la obligación de pagar una cantidad de dinero, caso en el cual no es necesario justificar los perjuicios “cuando sólo (se) cobra intereses, basta el hecho de retardo”. Por consiguiente, los daños derivados de la mora, tratándose de las obligaciones dinerarias, se presumen, siempre que se acredite el retardo culpable en el cum-

Henri y Léon Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo I. Volumen I. Pág. 301. 90

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plimiento de la obligación. Lo propio puede decirse de lo reglamentado en el Título IX del Código Aeronáutico, a propósito de la “responsabilidad en el transporte aéreo” en que se fijan las indemnizaciones que proceden por muerte o lesión del pasajero, o por retardo en la ejecución del transporte o por la destrucción, pérdida o avería de la mercadería durante el transporte aéreo. Por regla general, cuando la ley presume la ocurrencia de un daño, da derecho a la víctima para acreditar la existencia de mayores perjuicios, razón por la cual coexisten ambos tipos de perjuicios. Como resulta fácil comprender, los perjuicios presuntivos son absolutamente ciertos, tanto que el legislador creyó inoficioso tener que acreditarlos, al menos hasta el monto de lo determinado en la ley. 6. DAÑO PATRIMONIAL Y DAÑO EXTRAPATRIMONIAL 402. Todo perjuicio consiste, necesariamente, en la lesión de un derecho o interés de la víctima. Aun cuando pareciere que la lesión la sufren las cosas y las personas, en verdad el menoscabo afecta los derechos o intereses de estas últimas. Así, si se destruye una cosa corporal, la reparación tiene como fundamento la lesión del derecho que sobre ella tiene quien la detenta (dueño exclusivo, poseedor, coposeedor, mero tenedor, etc.) y cubre el detrimento experimentado por el derecho. Si la lesión afecta un derecho o interés susceptible de avaluarse en dinero, el perjuicio es patrimonial (puesto que menoscaba el activo del patrimonio al desvalorizar uno de los intereses y derechos que lo integran). Si la lesión afecta un derecho o interés que no es susceptible de avaluarse en dinero, el perjuicio es extrapatrimonial (puesto que no se menoscaba el patrimonio de la víctima). Cabe observar que ambos tipos de daños son indemnizables, aun cuando con fundamentos muy diversos. Aquí reside la causa de la controversia sobre la indemnización del daño moral, por medio de la cual se repara con dinero (patrimonialmente) un bien (derecho o interés no patrimonial), puesto que el derecho lesionado no es susceptible de apreciarse en dinero. Analizaremos esta cuestión al tratar del daño moral. Por ahora, nos limitaremos a sostener que si no procediere la reparación de los daños extrapatrimoniales en materia contractual, una parte de los derechos e intereses del ser humano, quizás si la más importante, quedaría a merced de aten225

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tados y detrimentos injustos. Si estos daños son reparables en materia extracontractual, como consecuencia de afectarse un derecho o interés de esa índole, no se divisa la razón de que no lo sea y con mayor razón cuando la obligación contractual incumplida y, por ende, la lesión, afecta también a un derecho o interés extrapatrimonial. Lo que en verdad ocurre en materia contractual es que ciertos atentados pueden afectar tanto derechos patrimoniales como extrapatrimoniales y, por cierto, todos ellos dar origen a una acción indemnizatoria, como lo analizaremos más adelante. Los perjuicios derivados de un incumplimiento contractual, por ende, pueden traducirse en la lesión de un derecho patrimonial o extrapatrimonial y, en ambos casos, dar lugar a una acción de indemnización de perjuicios, la cual se expresará siempre en una determinada suma de dinero. 7. DAÑO EMERGENTE Y LUCRO CESANTE 403. La clasificación más conocida de los daños distingue entre daño emergente y lucro cesante. El primero consiste en el detrimento patrimonial efectivo que experimenta uno de los contratantes con ocasión del incumplimiento (así se trate de no cumplirse la obligación o de retardarse el cumplimiento). Este tipo de daño genera, por lo tanto, un empobrecimiento real, esto es, la lesión de un derecho que integraba el activo del patrimonio del contratante. Este daño no es difícil de acreditar, aun en el supuesto de que sea futuro, ya que se traduce en un hecho positivo, concreto, cuyos antecedentes probatorios pueden rescatarse. La destrucción de una cosa, la ausencia de un servicio, el no pago de una suma de dinero, etc. En daño emergente, en consecuencia, es la diferencia que se produce en el activo del patrimonio de una persona, como consecuencia del incumplimiento contractual, entre el valor del derecho antes y después del incumplimiento. Aclarando este concepto digamos que si una persona es acreedora de una determinada suma de dinero en virtud de un contrato, este derecho forma parte del patrimonio de la misma, sobre la base de que la cantidad de dinero adeudada se incorporará al activo tan pronto se dé cumplimiento a la obligación. Si tal no ocurre, hay una lesión que equivale, precisamente, a la cantidad que se dejó de percibir en razón del incumplimiento y, por lo tanto, un empobrecimiento patrimonial equivalente. 226

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El lucro cesante es un concepto más complejo. Se trata siempre de un daño futuro y corresponde a la utilidad, provecho o beneficio económico que el contratante deja de obtener como consecuencia del incumplimiento. Consiste, entonces, en una proyección en el tiempo de los efectos del incumplimiento. En otros términos, el incumplimiento se transforma en un obstáculo que impide la percepción de un legítimo provecho económico que razonablemente, conforme el desarrollo natural de las cosas, ha debido obtener el contratante víctima del incumplimiento. La certeza y realidad del lucro cesante se deduce de una sucesión causal normal y previsible, aplicando los estándares ordinariamente aceptados en el medio respectivo. Por ejemplo, la destrucción de un vehículo destinado al transporte público implica la pérdida de las utilidades que se siguen de su explotación; o la demora en la entrega de una casa habitación, la pérdida de las rentas de arrendamiento que debieron obtenerse durante el tiempo de retraso; y el no pago de una suma de dinero, la pérdida de los intereses que habría devengado esta cantidad al depositarse a plazo. El lucro cesante, por ende, es una proyección causal que realiza el juez de los efectos del incumplimiento. Puede suceder que en el tiempo que media entre el incumplimiento y el provecho futuro sobrevenga un acontecimiento que elimine el provecho constitutivo de lucro cesante. Recurramos, para analizar este caso, a un ejemplo contenido en otro trabajo nuestro. Si se compra un sembrado que no se entrega (incumplimiento) y se reclaman las utilidades que éste habría rendido al madurar (lucro cesante), el vendedor podría aducir en su defensa que el sembrado habría perecido inexorablemente por efecto de una plaga inatacable que alcanzó a toda la zona e inutilizó el rendimiento. ¿Qué criterio debe emplear el juez ante esta alegación? Deberá ponderar la situación del comprador y establecer si éste, en el supuesto de hallarse en posesión del sembrado, pudo evitar su destrucción y, paralelamente, si la plaga es un hecho de inevitable ocurrencia, atendido el curso natural y previsible de las cosas y la diligencia de que responde el contratante incumplidor. Nótese que no se trata de acreditar un caso fortuito, sino los efectos de un hecho sobreviniente que altera causalmente el beneficio futuro que se reclama. De aquí que hayamos sostenido que el lucro cesante resulta de dos elementos: el desarrollo normal de la relación causal (que determina la causa y sus efectos posteriores) y la no interferencia de hechos ordinarios, conforme el curso natural y razonablemente previsible de las cosas. En otras 227

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palabras, el lucro cesante corresponde a una utilidad, provecho o beneficio que ordinaria y razonablemente habría obtenido el contratante víctima del incumplimiento de no mediar este hecho. 404. El establecimiento del daño emergente y del lucro cesante ofrece diferencias bien marcadas. Para acreditar el primero deberá estarse al empobrecimiento efectivo sufrido por el patrimonio del contratante que es objeto del incumplimiento, valorizando la lesión económica experimentada en sus derechos. Para establecer el segundo deberán acreditarse todos los elementos que permiten deducir el perjuicio patrimonial que se deriva de no obtener el beneficio que razonablemente y conforme el orden natural de las cosas debió conseguirse en el evento de que la obligación se hubiera cumplido de la manera en que estaba pactado. Así, si se resuelve un contrato de compraventa por incumplimiento del vendedor, deberá éste restituir las cantidades recibidas a cuenta del precio, los gastos del contrato y los intereses por el uso del dinero (daño emergente). Asimismo, deberá pagar las utilidades que dejó el comprador de obtener en el supuesto de que la cosa vendida hubiere estado en su poder desde la época prefijada en el contrato. El primero es un daño real y presente. El segundo, un daño virtual y futuro. 405. Esta clasificación de los daños es particularmente importante, porque se encuentra contemplada en forma expresa en el artículo 1556 del Código Civil, que dispone: “La indemnización de perjuicios comprende el daño emergente y lucro cesante, ya provengan de no haberse cumplido la obligación, o de haberse cumplido imperfectamente, o de haberse retardado el cumplimiento. Exceptúanse los casos en que la ley la limita expresamente al daño emergente”. De este artículo se sigue que todo daño contractual en nuestro derecho debe encuadrarse en los límites del daño emergente y del lucro cesante, lo cual equivale a sostener que en caso de reclamarse la reparación de la lesión sufrida por un derecho extrapatrimonial (daño moral), este perjuicio debe calificarse en una u otra categoría. La única respuesta interpretativa posible ante esta cuestión es sostener que el daño moral (compensatorio de una lesión extrapatrimonial) se proyecta presuntivamente a los derechos patrimoniales, provocando un daño que debe indemnizarse. Confirma esta interpretación lo expresado en el artículo 2331 del Código Civil, según el cual “Las imputaciones injuriosas contra el 228

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honor o el crédito de una persona (derechos extrapatrimoniales) no dan derecho para demandar una indemnización pecuniaria, a menos de probarse daño emergente o lucro cesante, que pueda apreciarse en dinero; pero ni aun entonces tendrá lugar la indemnización pecuniaria, si se probare la verdad de la imputación”. Se trata en este caso de una norma excepcional, referida a una conducta específica (imputación injuriosa contra el honor o crédito de una persona). En los demás casos, puede sostenerse que la lesión a un derecho extrapatrimonial se proyecta a todo el patrimonio de una persona, causando un daño presuntivo que admite reparación (con todos los inconvenientes que de ello se siguen). Volveremos sobre este punto. 8. DAÑO PREVISTO Y DAÑO IMPREVISTO 406. La doctrina en general ha descuidado esta clasificación, a pesar de que nuestra ley civil alude a ella en el artículo 1558. Con el fin de agravar el incumplimiento, la indicada disposición hace responsable al deudor a quien puede imputarse dolo de los perjuicios previstos e imprevistos (todos aquellos que sean consecuencia inmediata y directa de no haberse cumplido la obligación o de haberse demorado su cumplimiento). En tanto el deudor culpable responde de los perjuicios que se previeron o pudieron preverse al tiempo del contrato. La distinción, entonces, tiene importancia práctica. 407. Los perjuicios previstos son aquellos que resultan verosímiles o probables al tiempo de celebración del contrato, en atención a la relación causal que los determina. En otros términos, al momento de perfeccionarse el contrato y surgir la obligación, de acuerdo al desarrollo racional y normal de la causalidad, es posible representarse los perjuicios que probablemente se producirán en el evento de que ella –la obligación– no se cumpla. A la inversa, los perjuicios imprevistos son todos aquellos que se causan, a condición de que sean consecuencia necesaria e inmediata del incumplimiento. Para establecer estos perjuicios es indiferente la proyección que los contratantes hagan de los efectos que se seguirán del incumplimiento. Así, por ejemplo, si una persona se obliga a suministrar una determinada cantidad de combustible y éste se encarece considerablemente por efecto de una acción bé229

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lica en los países productores del mismo, para fijar la indemnización en caso de incumplimiento deberá considerarse si al momento de perfeccionarse el contrato, la dicha conflagración constituía una posibilidad que pudo representarse o se trata de un hecho entonces absolutamente ajeno a las proyecciones futuras. En el primer supuesto –la conflagración constituía una posibilidad, atendida la situación internacional– todos los daños que se siguen del encarecimiento del combustible serán daños previstos. En el segundo supuesto –si la conflagración que encarece el combustible no constituía una amenaza probable– todos los daños que se siguen del encarecimiento de combustible serán daños imprevistos. 408. Como puede constatarse, la condición de previstos e imprevistos de los daños está dada por la posibilidad de representárselos razonablemente a la hora de perfeccionarse el contrato, lo cual implica, como es obvio, estar en condiciones de descubrir la cadena causal que desemboca en la producción del daño. La representación del daño no puede tener otra explicación que no sea la conciencia del obligado de que existe una probable, mas no cierta, cadena causal que culmina en el perjuicio. La ley contempla, a este respecto, dos situaciones diversas: pueden los contratantes haber previsto (representado) el daño; o pudieron preverlo (representárselo) al tiempo del contrato. Ambas hipótesis están contempladas en el artículo 1558 del Código Civil. De ello se sigue que para probar un daño previsto puede recurrirse a los antecedentes del contrato (tratativas, acuerdos preliminares, documentos preparatorios, etc.) o bien al contexto histórico en que éste se celebró. En otros términos, puede probarse que las partes se representaron el daño al contratar o que existían las condiciones necesarias para que ello ocurriera en el fuero interno de cada contratante. Cabe señalar que el daño previsto en la responsabilidad contractual debe estar siempre acotado por la “prestación”. Esta es la pauta principal que permite desprender el perjuicio y lo que las partes han debido prever al momento de obligarse. La previsibilidad del daño, por lo tanto, debe analizarse en función de la “prestación”. La ausencia de ella es lo que determina si el daño causado por el incumplimiento pudo o no representarse al momento de contratar. Este es, entonces, un elemento que sólo interesa para los efectos de la responsabilidad contractual y que carece de toda significación tratándose de la responsabilidad extracontractual. 230

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409. Nuestra ley civil optó por esta distinción que, sin duda, puede tener un efecto importantísimo a la hora de fijar la reparación, para sancionar al deudor que deja de cumplir lo convenido dolosamente. Nos remitimos a lo manifestado a propósito de este factor en las páginas anteriores. 9. DAÑO COMPENSATORIO Y DAÑO MORATORIO 410. El daño contractual puede clasificarse en compensatorio y moratorio. El primero parte del supuesto de que la obligación no se haya cumplido o que su cumplimiento haya sido imperfecto. Su objeto, por lo mismo, es sustituir o reemplazar el incumplimiento, razón por la cual deberá corresponder económicamente a lo que el acreedor habría obtenido en el evento de que la obligación se hubiere cumplido del modo en que estaba convenido. El segundo (daño moratorio) está fundado en el retardo culpable de la obligación y tiene por objeto redimir el perjuicio que se sigue de ello, en el entendido que la obligación puede cumplirse en el futuro, así sea voluntaria o forzadamente. Ambos daños pueden concurrir a propósito de una misma obligación, de manera que la indemnización cubra el contenido de la prestación y los daños que se siguen por el hecho de no haberse dado cumplimiento en la oportunidad convenida. 10. DAÑO INTRINSECO Y DAÑO EXTRINSECO 411. Finalmente, algunos autores hablan de daño intrínseco para referirse a la privación del bien que es objeto de la prestación debida; y de daño extrínseco para aludir al daño que proviniendo del incumplimiento recae en sus otros bienes. Mosset Iturraspe sobre esta clasificación dice: “Estas especies (de daño) no guardan sinonimia con otras, tales como ‘daño directo’ y ‘daño indirecto’ y es discutible su equivalencia con la categoría de los ‘previsibles’ e ‘imprevisibles’. En el célebre ejemplo de Pothier: la venta de la vaca enferma, los gastos de curación o el valor del animal, si llega a morir, son daños intrínsecos y la pérdida resultante del contagio de la enfermedad a los otros animales es un daño extrínseco. En cambio, tanto uno como otro daño se estima ‘daño directo’, ‘porque son consecuencia inmediata y directa del incumplimiento’; la pa231

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ralización de las actividades agrícolas o la quiebra se estiman ‘daños indirectos’, porque ‘no son consecuencia absolutamente necesaria de la pérdida del ganado’, mediando además ‘otras causas’”.91 C. EL DAÑO MORAL EN LA RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL 412. Párrafo especial merece el daño moral en el ámbito de la responsabilidad contractual. A la inversa de lo que sucede en el campo de la responsabilidad extracontractual, en que impera el principio enunciado en el artículo 2329 del Código Civil sobre la reparación integral del daño (“por regla general todo daño que pueda imputarse a malicia o negligencia de otra persona, debe ser reparado por ésta”), en el campo de la responsabilidad contractual el artículo 1556 del mismo cuerpo legal limita la indemnización de perjuicios (“la indemnización de perjuicios comprende el daño emergente y lucro cesante”). En verdad, esta diferencia obedece a una cuestión de fondo. Mientras la responsabilidad extracontractual surge como consecuencia del quebrantamiento de la obligación genérica de “no causar daño a nadie” en la vida social, que corresponde al cumplimiento de un deber fundamental para la existencia y funcionamiento de la comunidad humana; la responsabilidad contractual surge del quebrantamiento de una obligación específica, generada libremente por las partes en ejercicio de la autonomía privada. Este antecedente explica que en un caso deban repararse todos los perjuicios, puesto que nadie pudo razonablemente proyectarlos en forma anticipada, y en el otro sólo los perjuicios que pudieron representarse al momento de contratar y, excepcionalmente, como sanción por la mala fe, todos aquellos que sean consecuencia inmediata o directa del incumplimiento. Esta materia está influida, a juicio nuestro, por el hecho de que toda obligación contractual se asume sobre la base de una “prestación”, a través de la cual las partes describen, al momento de celebrar el contrato, en qué consiste el objeto del mismo y cómo y cuándo debe ser alcanzado. No se trata, entonces, sólo de una obligación (descripción de una conducta típica), sino de una descripción detallada, completa y precisa de los resultados o consecuencias que se 91

Jorge Mosset Iturraspe. Obra citada. Tomo I. Parte General. Pág. 158.

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procuran lograr con la constitución de aquel vínculo jurídico. Por otra parte, la limitación que nace del artículo 1556 del Código Civil lleva a pensar que el daño emergente y el lucro cesante tienen un contenido esencialmente patrimonial, de modo que no cabe en ellos la lesión que sufre un derecho extrapatrimonial. Fernando Fueyo se hace cargo de esta observación en los siguientes términos: “La contraposición (del daño moral) con los daños patrimoniales no debe entenderse en sentido absoluto, esto es, que los daños morales no afectan al patrimonio. Ciertamente pueden afectarlo, y eso no les quita su carácter; pero sólo de manera indirecta es tal afectación. En verdad, los bienes personales menoscabados por el hecho ilícito poseen generalmente valor económico, y por lo mismo influyen en la capacidad productiva de quien sufrió el agravio. Tal baja de rendimiento produce efectos en el patrimonio. Pero dicho efecto no constituye daño moral. La valoración exacta de los daños morales no existe, puesto que su medición material es francamente imposible. Esto es una mera consecuencia de que los bienes personales afectados no admiten una valoración propiamente tal o estricta. Por lo mismo es que la reparación es satisfactiva, no compensatoria”.92 Como puede apreciarse, el autor citado se ocupa de explicar de qué manera la lesión a un derecho extrapatrimonial repercute o se proyecta hacia los derechos patrimoniales, haciendo necesaria alguna forma de reparación. El profesor Fueyo parece intuir que el daño moral al proyectarse a la responsabilidad contractual, atendidas la limitaciones impuestas a ésta en la ley, afecta la capacidad productiva de la víctima, dando lugar a una reparación patrimonial que viene dada por un daño extrapatrimonial. La dificultad (o imposibilidad) de compensarse un daño extrapatrimonial pecuniariamente lo hace desembocar en una solución lógica: dar a esta reparación el carácter “satisfactivo”. Pero queda en pie lo que hemos venido advirtiendo, en orden a que el daño moral es consecuencial o derivado desde una doble perspectiva: porque se sigue de la lesión a un derecho (en el campo contractual) o de un derecho o interés reconocido por el sistema (en el campo extracontractual); y porque se proyecta desde el fuero interno de la persona a su capacidad productiva, administrativa o intelectual.

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Fernando Fueyo Laneri. Obra citada. Págs. 365 y 366.

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413. Otro autor citado en este trabajo, Christián Larroumet, sobre el mismo punto escribe que “Constituye un daño moral el atentado contra los intereses del deudor (debió decir acreedor) distintos de los que son de orden patrimonial. A diferencia de los perjuicios económicos, el perjuicio moral, puesto que recae sobre intereses extrapatrimoniales, no es susceptible de ser objeto de una evaluación en dinero de una manera precisa. Es, por lo demás, una de las razones por las cuales con frecuencia se ha sostenido que el daño moral no se debe reparar. Constituyen daños morales el dolor que se deriva del ataque a la integridad física, la molestia o disgusto que se experimenta después de una mutilación o de heridas, el atentado contra el aspecto físico, el atentado contra sentimientos afectivos”. Más adelante, este autor expresa: “Muy rápidamente en el derecho francés la jurisprudencia admitió la reparación del daño moral en la responsabilidad extracontractual. Los obstáculos con que se tropezaba, ya sea por la consideración según la cual no se podía ganar dinero con intereses extrapatrimoniales, ya sea por la imposibilidad de la evaluación del daño moral, se han salvado sin mayor dificultad. Por el contrario, en lo concerniente a la responsabilidad contractual, la resistencia fue más tenaz, y fue por esto por lo que sólo muy tardíamente se admitió la reparación del daño moral sufrido por el acreedor en virtud de la inejecución de la obligación. Es cierto que podía haber una razón válida contra el daño moral en materia de responsabilidad contractual; a saber que el contrato tiene como efecto establecer una relación puramente económica entre los contratantes. Por lo tanto, únicamente las consecuencias económicas de la inejecución deberían dar lugar a la responsabilidad contractual”. Larroumet culmina estas observaciones con el siguiente planteamiento: “Si es cierto que el terreno preferido del daño moral es la responsabilidad extracontractual, esto no impide que la inejecución de una obligación contractual pueda ser fuente de daño moral para el acreedor. ¿Se debe excluir su reparación en virtud de que la relación contractual sólo puede considerarse en el campo económico? En realidad esta razón no tiene validez. En primer lugar, una cosa es considerar que el contrato establece una relación económica entre las partes y otra es reparar todas las consecuencias, inclusive no económicas, que resultan de la inejecución de la obligación imputable al deudor. Aquí no se trata de castigar al deudor. La función de la responsabilidad civil cuando permite la reparación del daño moral no es una función de orden represivo, contrariamente a lo que a veces se ha pretendido. Se trata de establecer hasta donde sea 234

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posible, por el pago de daños y perjuicios, el equilibrio roto en las relaciones entre acreedor y deudor, por la inejecución de la obligación y por las consecuencias perjudiciales que ha acarreado. Si entre estas consecuencias se halla el atentado contra los intereses extrapatrimoniales, debe dar lugar a la reparación. El hecho de que la relación entre el acreedor y el deudor sea puramente económica no podrá impedirlo, puesto que la ejecución ha atentado contra intereses, aunque estén por fuera del contrato. Como la ejecución por equivalencia no es más que una verdadera responsabilidad civil del deudor, ella debe permitir la reparación de todos los elementos del daño, sean económicos o no. Además, sabemos que un buen número de contratos dan origen a la obligación de no atentar contra la integridad corporal del acreedor, es decir, una obligación de seguridad. Hubiera sido arbitrario e inequitativo admitir compensación para estas consecuencias no económicas y la obligación de seguridad no hubiera cumplido plenamente su función. Sin embargo, no había en ello una razón para limitar la reparación del daño moral a la ejecución únicamente de las obligaciones de seguridad. A partir del momento en que se pudo considerar que no había obstáculo para la reparación del daño moral por la responsabilidad contractual, fue necesario admitir esta reparación de una manera general. Esta fue finalmente la solución de jurisprudencia”. Concluye Larroumet manifestando que la circunstancia de que el daño moral no sea fácil de evaluar no impide que proceda su reparación, ya que “la suma de dinero atribuida al acreedor tiene por objeto permitirle, en cuanto sea posible, olvidar las consecuencias no económicas de inejecución de la obligación”.93 No obstante la claridad de estos conceptos, no queda claro cuál es el fundamento jurídico último de la indemnización del daño moral en el campo contractual, ya que el contrato implica una relación económica, la ley limita (al menos en Chile) la reparación al daño emergente y el lucro cesante (ambos tipos de daños patrimoniales), y el derecho infringido tiene un carácter patrimonial. La sola existencia del daño moral en algunos tipos de incumplimiento contractual, por sí sola, no puede ser invocada como fundamento suficiente de la procedencia de este tipo de reparación. No advierte Larroumet que resulta ilógico y carente de justificación disponer la reparación de un daño extrapatrimonial con una cantidad de dinero, a pretexto de restaurar el 93

Christian Larroumet. Obra citada. Tomo II. Págs. 81 y siguientes.

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equilibrio roto. Este es el problema que plantea la indemnización del daño moral en el campo de la responsabilidad contractual. El desequilibrio que surge del incumplimiento del contrato es de carácter económico. El daño moral no altera una relación de esa índole. Por eso creemos nosotros que un perjuicio extrapatrimonial sólo puede repararse en la medida que éste se proyecte al área pecuniaria, lo que sucede al afectarse la capacidad del acreedor como administrador, productor, o sus facultades intelectuales que, por cierto, comprometen todas sus actuaciones. 414. Con mayor rigor los hermanos Mazeaud y Tunc sostienen la procedencia de la indemnización del daño moral en materia contractual, partiendo de disposiciones del Código Civil francés (artículos 1142 y 1149) que ordenan al deudor reparar los daños que genera el incumplimiento. Al aludir a la discusión que suscita esta cuestión, señalan que no existen razones para dar a esta materia un tratamiento distinto en el campo contractual y extracontractual: “Y tanto más por cuanto no existe ninguna razón para tratar de manera diferente, desde nuestro punto de vista, los dos órdenes de responsabilidad. Todos los argumentos invocados a favor de la reparación del perjuicio extrapecuniario en materia de responsabilidad delictual valen también cuando se trata del incumplimiento de un contrato. Tanto en uno como en otro caso, el abono concedido por daños y perjuicios desempeñará satisfactoriamente su papel. Y cabe incluso decir que sería más inicuo en materia contractual que en materia delictual negarle una satisfacción a aquel cuyo patrimonio moral ha sido lesionado; porque ha tenido cuidado de celebrar una convención para asegurarse una ventaja de orden extrapecuniario; con frecuencia ha prometido una contrapartida en dinero; por ese hecho, la evaluación del perjuicio se encuentra grandemente facilitada. ¿Cómo concederle el abono de daños y perjuicios al que padece sufrimientos por la culpa de un tercero y no por la de su médico o por la de su transportista? ¿Cómo negarle todo recurso al que haya comprado un retrato, precioso recuerdo de familia, so pretexto de que la pintura carece de valor pecuniario? ¿Cómo no condenar al pago de daños y perjuicios al que, por no querer cumplir un contrato relativo a las exequias, retiene los restos del difunto?”.94 En suma, en el derecho francés, haHenri y Léon Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo I. Volumen I. Págs. 467 y 468. 94

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bida consideración de la amplitud de las disposiciones en juego, la reparación del daño moral no ofrece tantas dificultades como entre nosotros. Pero tampoco estos esclarecidos autores apuntan en la dirección que estimamos correcta. Nada dicen de la contradicción que implica postular una reparación pecuniaria para resarcir un daño extrapecuniario, ni sobre la manera de restaurar un equilibrio económico con una prestación extrapatrimonial. 415. Nuestra posición sobre la materia es clara. Creemos nosotros que la reparación del daño extrapatrimonial tiene cabida en la ley chilena, no obstante las dificultades enunciadas, por las siguientes razones: a. El incumplimiento contractual lesiona siempre un derecho patrimonial. Como quiera que sea, el acreedor sufre un atentado que afecta derechos susceptibles de avaluarse en dinero, aun cuando este atentado comprometa también derechos o intereses extrapatrimoniales. En muchos casos el incumplimiento de una obligación susceptible de evaluarse en dinero acarrea trastornos no patrimoniales que comprometen la paz, la tranquilidad y la estabilidad psicológica y afectiva. b. La lesión al derecho patrimonial, atendida su gravedad y alcance y, especialmente, la naturaleza misma de la obligación incumplida, puede penetrar la esfera de la intimidad y afectar los sentimientos del acreedor (derechos extrapatrimoniales). Tal sucederá, por ejemplo, siguiendo a los autores antes citados, si una empresa funeraria abandona los restos de un ser querido sin prestar los servicios de sepultación contratados, o un depositario de objetos de gran valor de afección destruye aquellas reliquias o abandona su cuidado. En estos casos, el incumplimiento de la obligación contratada tiene una entidad tal que los efectos de la infracción traspasan la frontera del derecho patrimonial y alcanzan el ámbito de los derechos extrapatrimoniales (derecho a la dignidad, el prestigio, a la vida familiar, etc.). Nadie puede negar que en muchas obligaciones, por sobre su importancia económica, se encuentra su valor e importancia afectiva, pudiendo lo primero resultar insignificante ante lo segundo. c. Podría decirse que toda persona tiene una doble esfera. Externamente (en la vida social) se moviliza en función de sus derechos patrimoniales. Internamente (en su fuero íntimo) custodia sus derechos extrapatrimoniales. De aquí que pueda un mismo aten237

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tado (incumplimiento contractual) afectar ambas esferas, como consecuencia de que el daño causado a los derechos patrimoniales se proyecta (por la naturaleza de los derechos quebrantados y la entidad de la lesión) al campo de los derechos extrapatrimoniales. Este fenómeno explica que el daño moral se produzca conjuntamente con el daño material, a propósito del incumplimiento contractual. Este resultado explica, también, que en razón de un mismo acto puedan lesionarse derechos de diversa índole. d. Si bien es cierto que la ley civil limita, por regla general, la indemnización contractual al daño emergente y al lucro cesante (ambos elementos de naturaleza patrimonial), no lo es menos que el daño a los derechos e intereses extrapatrimoniales, en ciertos casos, se revierte, alcanzando las aptitudes y la capacidad patrimonial de la persona, extendiendo la cuantía del perjuicio. De suerte que, presuntivamente, el daño se amplifica al pasar de la esfera patrimonial a la esfera extrapatrimonial y de ésta a aquélla, autoalimentándose recíprocamente y haciendo imposible su separación. e. No puede perderse de vista que existe una unidad ontológica, que comprende todos los intereses jurídicamente protegidos del sujeto de derecho. Por lo mismo, nada tiene de extraño que una lesión patrimonial se proyecte hacia el campo de los intereses extrapatrimoniales y que el menoscabo de estos últimos se revierta nuevamente hacia el campo patrimonial, afectando las aptitudes y capacidades de la persona (lo cual tiene consecuencias económicas). f. El daño moral es siempre presuntivo, no existe manera de acreditarlo y de medirlo con certeza absoluta, porque se trata de una agresión que afecta la subjetividad de un individuo. Lo que en verdad es susceptible de probarse son los efectos o consecuencias del daño moral (el decaimiento, el desinterés por el ejercicio de las actividades normales, la pérdida de la capacidad laboral, los trastornos síquicos, los temores, la angustia, etc.). De aquí que sea siempre tan difícil establecer objetivamente la cuantía del daño moral y que los tribunales de justicia, ante esta dificultad, hayan optado por arrogarse una facultad discrecional de la que, ciertamente, carecen. g. No cabe duda que existen algunas obligaciones cuyo cumplimiento menoscaba más los sentimientos que los intereses económicos. Tal ocurre en los ejemplos antes propuestos. Si los daños indemnizables en materia contractual, como se dijo, son sólo el daño emergente y el lucro cesante (artículo 1556 del Código Civil), for238

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zoso resulta concluir que la reparación del daño moral (esencialmente extrapatrimonial) sólo es posible en la medida que ellos se proyecten hacia los derechos patrimoniales, afectándolos. Como tampoco es posible determinar con precisión la cuantía de este perjuicio, la reparación no puede ser compensatoria, sino satisfactiva. “La valoración exacta de los daños morales no existe, puesto que su medición material es francamente imposible. Esto es una mera consecuencia de que los bienes personales afectados no admitan una valoración propiamente tal o estricta. Por lo mismo es que la reparación es satisfactiva, no compensatoria”.95 h. La indemnización del daño moral debe fundarse en un supuesto inamovible. Todo menoscabo a los sentimientos íntimos de la persona (intereses extrapatrimoniales) repercute fatalmente en su personalidad, su capacidad productiva y su estabilidad emocional. No es posible establecer con exactitud matemática, como resulta obvio, en qué medida y con qué profundidad operará este efecto, pero sí que es posible deducir que ello provocará un deterioro en la capacidad laboral, de administración, de reflexión y análisis de la persona lesionada. ¿Se puede dejar indemne este perjuicio sobre la base de que no es posible una prueba acabada del daño? ¿Puede alguien negar que el daño moral limita las capacidades y aptitudes de la persona? El problema, entonces, no es de existencia, sino de prueba. Existe certeza de que el daño patrimonial existe (al revertirse el daño moral y afectar intereses pecuniarios), pero no existe certeza sobre la cuantía del mismo. Este es, a juicio nuestro, el gran dilema que plantea el daño moral y que sirve a sus detractores para rechazar su reparación. i. La posición que sustentamos sobre la indemnización de perjuicios en materia contractual (no sucede lo mismo en materia extracontractual, porque, como se dijo, en ella impera el principio de reparación total), transforma el daño moral en daño material (como consecuencia de afectar aptitudes y condiciones productivas de la víctima), sobre la base de una ficción, que consiste en dar por establecido que la afectación de los sentimientos más íntimos de una persona influye poderosamente en sus capacidades y aptitudes productivas. De aquí que el daño moral (aceptando esta dimensión) sea un daño virtual, futuro, derivado y propiamente una manifestación específica del lucro cesante. 95

Fernando Fueyo Laneri. Obra citada. Pág. 366.

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j. Creemos advertir una diferencia fundamental entre la indemnización del daño moral en materia contractual y en materia extracontractual. En esta última área del derecho, la reparación integral hace posible la indemnización de todo interés afectado por el ilícito civil, cualquiera que sea su naturaleza. Así se desprende de lo previsto en el artículo 2329 del Código Civil, que, explícitamente, dice que “todo daño que pueda imputarse a malicia o negligencia de otra persona, debe ser reparado por ésta”. En el incumplimiento de una obligación contractual se limita la indemnización de perjuicios al daño emergente y el lucro cesante, lo cual excluye la reparación de los intereses extrapatrimoniales afectados. Por consiguiente, en cumplimiento de esta disposición, nosotros postulamos la reparación del daño moral como consecuencia de que éste necesariamente afecta intereses patrimoniales en los términos ya expuestos. 416. La última jurisprudencia de nuestros tribunales superiores ha optado por hacer lugar a la indemnización del daño moral en materia contractual, aun cuando sin optar por una posición doctrinaria demasiado clara. En fallo de 20 de octubre de 1994, la Corte Suprema, en recurso de casación en el fondo, expresa lo siguiente a propósito de la procedencia del daño moral: “6º. Que, desde luego, al decir el artículo 1556 que la indemnización de perjuicios comprende el daño emergente y el lucro cesante, no excluye de un modo forzoso la reparación del daño meramente moral, como quiera que no se ha dicho allí que la indemnización sólo comprende o abarca los señalados rubros, caso en que quedaría marginada cualquier otra consecuencia lesiva derivada del incumplimiento o del cumplimiento imperfecto de deberes emanados de un contrato. ”7º. Que menos aún puede sostenerse que la ley haya prohibido este tipo de indemnización, fuera del ámbito de los delitos o cuasidelitos, por el contrario, los artículos 544 (en relación con el 539) y el 1544 del mismo Código abren la puerta a esta clase de reparaciones de daños no patrimoniales, uno en las relaciones de familia y el otro en el área de las convenciones. En efecto, el artículo 539 al referirse a los tutores y curadores dispone que éstos serán removidos, entre otras razones, ‘por conducta inmoral de que pueda resultar daño a las costumbres del pupilo’ y el artículo 544 prescribe que el tutor o curador removido deberá indemnizar cum240

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plidamente al pupilo. En cuanto al artículo 1554, deja a la prudencia del juez moderar el monto de la pena convenida respecto del incumplimiento de obligaciones que bien pueden estar al servicio de un interés ajeno a toda ventaja material o pecuniaria de la otra parte. ”8º. Que los bienes extrapatrimoniales de una persona, como el honor y la fama, tienen un valor que de ordinario sobrepasa el de los bienes materiales, con mayor razón si se trata de la salud o la integridad física o psíquica, de modo que si con respecto a los perjuicios o daños causados por un delito o cuasidelito civil, la jurisprudencia ha dado cabida desde hace tiempo a la indemnización del daño exclusivamente moral, no se divisa el motivo que justifique que se la niegue si la lesión a esos intereses extrapatrimoniales procede de la defección culpable o maliciosa de uno de los contratantes. ”9º. Que la jurisprudencia de la Corte Suprema ha tenido oportunidad de pronunciarse sobre el tema, por lo menos, en dos ocasiones en un sentido positivo. Por sentencia de 3 de julio de 1951, dictada en recurso de casación en el fondo, puntualiza en uno de sus considerandos: “…En consecuencia, es inconcuso que siendo indemnizable el daño material ocasionado por el accidente en cuestión también lo es el moral, dentro naturalmente del incumplimiento de una obligación emanada del contrato, cuando se produce por culpa del deudor, pues la ley positiva no hace sobre el particular ninguna distinción” (Revista de Derecho, tomo 48, 2ª parte, secc. 1ª, pág. 252). En una segunda sentencia, dictada el 14 de abril de 1954, también en un recurso de casación en el fondo, opina en términos que inclina a pensar que concuerda con esa tesis (Revista de Derecho, tomo 51, 2ª parte, secc. 1ª, pág. 74). ”10º. Que sobre todo no hay que olvidar que entre las orientaciones básicas que informan nuestra Carta Fundamental se halla el artículo 19 Nº 1, a través del cual se asegura no sólo el derecho a la vida, sino a la mencionada integridad física y psíquica de la persona. Esta última, como en el caso de autos, puede verse trastornada, precisamente, por la falta en que uno de los contratantes incurrió frente a los deberes que le imponía el contrato. El mismo comentario cabe hacer con referencia al Nº 4 del mismo artículo 19, que se pronuncia en el sentido de que la Carta garantiza con el mismo énfasis el respeto y protección de la vida privada y pública y la honra de la persona y de su familia. Se complementan y reafir241

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man dichas normas constitucionales con lo señalado en el artículo 1º de la misma Constitución Política, en cuanto declara que el Estado está al servicio de la persona humana y que su finalidad es promover el bien común, para lo cual debe contribuir a crear condiciones sociales que permitan a todos y cada uno de los integrantes de la comunidad nacional su mayor realización espiritual y material posible, con pleno respeto a los derechos y garantías que la Constitución establece. ”11º. Que esta concepción filosófica corresponde a una corriente del pensamiento universal, como se desprende de las declaraciones contenidas en diferentes acuerdos internacionales. Así, por ejemplo, en la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, el artículo 5º consigna: ‘Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra ataques abusivos a su honra, reputación y a su vida privada y familiar’. Lo propio hace el Pacto de San José de Costa Rica en su artículo 11, en cuanto a que toda persona tiene derecho al respeto de su honra y al reconocimiento de su dignidad. ”12º. Que, en otros países, la jurisprudencia ha sido más categórica y uniforme en este camino hacia la plena reparación. Así lo refiere el jurista Fernando Fueyo en su libro Cumplimiento e Incumplimiento de las Obligaciones (Editorial Jurídica de Chile, año 1991): ‘En Francia, por ejemplo, a partir de un texto que en términos generales contiene la idea de que debe repararse el daño (artículo 1382), la doctrina y la jurisprudencia han elaborado una acabada teoría sobre la indemnización, que comprende tanto el caso de la responsabilidad contractual como extracontractual y aun la precontractual… a contar de 1924 aproximadamente se advierte igual consideración de la materia de la reparación de este daño (moral) tanto en el campo extracontractual como en el contractual…”. Más adelante similar evolución tuvo la jurisprudencia en Bélgica y España. Sin contar con el Código suizo de las Obligaciones, que consagra de manera amplia este principio y lo mismo ocurre en Argentina. Sobre el particular, dice Eduardo A. Zonnoni (en su libro El Daño en la Responsabilidad Civil, Editorial Astrea, Buenos Aires): ‘De lege ferenda, el anteproyecto de 1954 admitía la indemnización del daño moral en caso de incumplimiento doloso de la obligación por el deudor (883), pero de no mediar tal incumplimiento doloso, los daños y perjuicios se limitarían al ‘valor del menoscabo sufrido y de la utilidad dejada de percibir, como con242

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secuencia inmediata y directa del incumplimiento. En cambio, en el Tercer Congreso Nacional de Derecho Civil (1961) se aprobó el despacho que recomendaba otorgar al juez la facultad de condenar a la indemnización del agravio moral tanto en los casos de responsabilidad contractual como extracontractual. El artículo 522 del Código Civil, substituido por la Ley Nº 17.711, recoge a la letra el texto de la mencionada recomendación: ‘En los casos de indemnización por responsabilidad contractual, el juez podrá condenar al responsable a la reparación del agravio moral que hubiere causado, de acuerdo con la índole del hecho generador de la responsabilidad y circunstancias del caso’. ”13º. Que a mayor abundamiento, desde otro ángulo, aun en el evento de que se estimare que el perjuicio indemnizable fuere tan sólo el patrimonial, es decir, el que representa una merma en el haber económico del sujeto, la conclusión sería idéntica, porque si la demandante además del disgusto, preocupación y angustia sufrió menoscabo en su buen nombre y prestigio profesional y comercial, y por lo tanto en su crédito, ya que ha visto deteriorada la confianza en su persona, y teniendo en cuenta también que es un hecho no discutido que la señora Rafart era socia en la Sociedad Comercial ‘Aldaz y Cía. Limitada’, no puede dudarse que la capacidad de un comerciante para contar con la fe de terceros para los efectos de celebrar compromisos o transacciones en su ramo constituye un bien de muchísima significación, tan real como potencial en el mundo de los negocios, por lo que su detrimento implica una disminución efectiva de su capital y patrimonio, apreciado éste como el conjunto de valores con traducción material y económica inmediata y directa en el área mercantil. En consecuencia, tampoco se habría violentado el artículo 1556 al acogerse la indemnización del daño moral, como se ha hecho, porque la anotada lesión de esos valores, que conforman con otros el capital comercial de la demandante, viene a ser un perjuicio asimilable al daño emergente”. (El fallo lleva la firma de los ministros Roberto Dávila Díaz, Adolfo Bañados Cuadra y Mario Garrido Montt y de los abogados integrantes Eugenio Valenzuela Somarriva y Mario Verdugo Marinkovic.) Como puede apreciarse, se trata de un fallo bien concebido y con acopio de antecedentes, constituyendo un esfuerzo laudable por sentar jurisprudencia sobre esta cuestión. Con todo, creemos nosotros que el artículo 1556 del Código Civil contiene una limitación precisa a la reparación en el ámbito contractual al establecer, 243

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de manera perentoria, que “la indemnización de perjuicios comprende el daño emergente y el lucro cesante”. Si la indemnización comprende los dos rubros indicados, ello implica que no cubre ni alcanza otro rubro. Una interpretación diversa lleva a la conclusión de que la norma carece de toda importancia y no es más que una manera, entre muchas otras, de ilustrar una consecuencia jurídica. Por otra parte, parece indudable, a la luz de las disposiciones que reglan la responsabilidad contractual, que el daño emergente y el lucro cesante son dos conceptos de carácter patrimonial, ajenos absolutamente al daño extrapecuniario. Nada convincente resulta la invocación a los artículos 544 (en relación al artículo 539) y 1544 del Código Civil. En ninguno de ellos aparece claro que la reparación deba extenderse a los perjuicios morales que sufre el pupilo o el deudor afecto a una cláusula penal. El artículo 544 si bien ordena indemnizar “cumplidamente al pupilo”, lo hace en el ámbito de la responsabilidad legal, que, a juicio nuestro, se rige por las disposiciones de la responsabilidad extracontractual (regla general).96 En relación al artículo 1544 del Código Civil, se trata de la reducción de un pacto celebrado entre el deudor y el acreedor cuando éste (el pacto), por razones de equidad, resulta enorme. En tal caso, se autoriza al juez para moderar la prestación (cláusula penal), si estaba en entredicho una obligación “de valor inapreciable o indeterminado”. No creemos que haya en ello un reconocimiento atendible de que la ley civil, por regla general, acepta la reparación del daño moral en el ámbito contractual. Los razonamientos encaminados a probar que concurre el daño moral en algunos casos de incumplimiento contractual son indiscutibles. Lo propio puede decirse del reconocimiento del mismo en la legislación y jurisprudencia extranjeras, en los tratados internacionales y en las normas y principios en que se sustenta la Carta Política Fundamental. Pero la existencia del daño no explica, por sí sola, el deber jurídico de indemnizar. De aquí que suscribamos plenamente este fallo sobre la base del considerando 13º, que demuestra que el daño moral deviene en daño material, al afectar algunas de las aptitudes y capacidades de la persona, lo cual, como es lógico, redunda en daños de naturaleza material. Esta es una razón justificatoria que concuerda con los principios contenidos en

Pablo Rodríguez Grez. Responsabilidad Extracontractual. Obra citada. Págs. 51 y siguientes. 96

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el artículo 1556 del Código Civil y que revela la procedencia de la reparación del daño moral cuando se afecta patrimonialmente a la víctima del incumplimiento, como consecuencia de la lesión en su fuero íntimo. 417. En otro fallo, pronunciado con fecha 20 de mayo de 2002 por la Corte de Apelaciones de Concepción, en el considerando 6º, se expresa lo siguiente: “Que también, como lo afirma el juez en su sentencia, si bien uno de los aspectos más discutidos en nuestro Derecho en materia de responsabilidad civil es el relativo a la procedencia de la indemnización civil por el daño moral derivado de un contrato, encontrando quienes niegan basamento en una lectura restrictiva de las normas resarcitorias, en particular del artículo 1556 del Código Civil, dado que éste únicamente ordena indemnizar el daño emergente y el lucro cesante, lo que los hace concluir que el legislador quiso excluir el daño moral, no es menos cierto que hoy en día lo señalado está siendo dejado de lado, a partir del fallo del Máximo Tribunal, de 20 de octubre de 1994, que sentó el principio de la plena resarcibilidad del daño no patrimonial producido por el incumplimiento de una obligación contractual. Se señala que el artículo 1556, al no referirse sobre la procedencia del daño moral, no permite excluirlo sin más. La procedencia de la reparación del daño moral derivado del contrato es un imperativo de la simple lógica y de toda equidad, al no existir fundamentos que autoricen a introducir una distinción tan radical en el seno de la responsabilidad civil, para considerarlo únicamente procedente en materia de responsabilidad extracontractual (Carmen Domínguez Hidalgo, “Aspectos modernos de la reparación por daño moral: contraste entre el derecho civil chileno y el derecho comparado”, Revista de Derecho de la Universidad del Norte, Sede Coquimbo, pág. 45)”. Este fallo lleva la firma de los ministros Guillermo Silva Gundelach y Eliseo Araya Araya y del abogado integrante Carlos Alvarez Núñez y se encuentra publicado en Gaceta Jurídica, correspondiente al mes de octubre de 2002, Nº 268, pág. 93. Como puede apreciarse, esta sentencia recurre a un argumento de autoridad, remitiéndose a lo resuelto por la Corte Suprema. Sin duda, es ésta la tendencia de la jurisprudencia actual. 418. Para concluir estas reflexiones dejemos constancia de que, a juicio nuestro, existe una marcada diferencia en la indem245

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nización de perjuicios en el campo de la responsabilidad contractual y en el campo de la responsabilidad extracontractual, diferencia que, por cierto, va más allá de la reparación del daño moral. En la responsabilidad contractual los daños indemnizables están acotados en la ley, son siempre patrimoniales, están circunscritos al daño emergente y al lucro cesante (definidos en lo precedente), provienen de una causa matriz (el incumplimiento) y son una proyección de la ausencia de la “prestación” definida por los mismos contratantes. En la responsabilidad extracontractual rige el principio de la reparación integral, se indemniza todo daño que corresponda a la lesión de un interés, así éste sea o no susceptible de evaluación pecuniaria y, aun, en el supuesto de que este interés no se halle protegido en la norma jurídica, sino sólo reconocido por el sistema. El daño moral, por lo mismo, se indemniza como tal tratándose de ilícitos civiles y como daño material tratándose del incumplimiento de las obligaciones nacidas del contrato (lo que ocurre porque el daño moral se transforma en daño material, según se analiza en lo precedente). Por lo mismo, es difícil sostener una teoría unitaria de la responsabilidad, al menos en este aspecto, ya que lo que determina la reparación (el daño indemnizable) difiere sustancialmente en uno y otro campo. Recordemos que el daño proveniente del incumplimiento de una obligación contractual está referido a la ausencia de la “prestación”, vale decir, a un hecho preciso que tiene efectos delimitados y que opera en un marco descrito en el mismo contrato. No sucede lo mismo en el ámbito de la responsabilidad extracontractual, puesto que el hecho ilícito puede operar en cualquier sentido y dañar, también, una serie ilimitada de intereses patrimoniales y extrapatrimoniales. Se visualiza, de esta manera, que la responsabilidad no tiene la misma proyección en uno y otro campo. 419. Agreguemos, por último, que para fortalecer la tendencia sobre la reparación del daño moral debe considerarse que a partir de la Constitución de 1980 se ha acentuado el reconocimiento de los derechos extrapatrimoniales, razón por la cual si el Código Civil originalmente no contemplaba su reparación, en el día de hoy ello debe entenderse como un imperativo insoslayable. El perjuicio mencionado, por lo tanto, debe estimarse en relación a los derechos consagrados en la Carta Política y, por este medio, complementada nuestra legislación civil. 246

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D. REQUISITOS DEL DAÑO PARA QUE SEA INDEMNIZABLE 420. Para que sea indemnizable el daño debe reunir varios requisitos que enumeraremos en lo que sigue: a. SÓLO ES REPARABLE EL DAÑO CIERTO Como se examinó en lo precedente, el daño cierto se opone al daño meramente conjetural, pero no se opone al daño futuro ni al daño virtual. En efecto, lo que la ley exige es la certidumbre de que el perjuicio se produzca de acuerdo al curso normal y el orden natural de las cosas. Ningún problema se presenta tratándose del daño presente (puesto que puede constatarse por los sentidos), pero no ocurre lo mismo con el daño futuro. Para que este último sea cierto, su producción debe deducirse de factores objetivos que, apreciados razonablemente y siguiendo el orden natural de las cosas, conduzcan necesariamente a su ocurrencia. Por ejemplo, si la obligación infringida consiste en la entrega de una partida de medicamentos, los daños que se siguen para los enfermos de un establecimiento sanitario deben tenerse por ciertos, aun cuando al momento de ser reclamados no se hayan producido, ya que la falta de tratamiento médico en la generalidad de los pacientes provoca determinadas consecuencias dañosas. La certidumbre del daño estará condicionada, por consiguiente, al tipo de enfermedad, a las propiedades del medicamento y a la oportunidad del tratamiento. Como puede constatarse, se trata de una cuestión de hecho que establecen soberanamente los jueces del fondo. Salvo que se trate de la obligación de pagar una cantidad de dinero, la apreciación de este daño se hace in concreto. “Al contrario de lo que sucede con las obligaciones de pagar una suma de dinero, cuyo retardo en la ejecución da lugar a una reparación basada en el daño presunto y evaluado en un monto fijo, y, por consiguiente, in abstracto, el principio que resulta de la inejecución, de la ejecución defectuosa o del retardo en la ejecución de una obligación distinta de la del pago de una suma de dinero, se aprecia in concreto en todos los elementos que debe probar el acreedor”.97 Se ha comentado especialmen97

Christian Larroumet. Obra citada. Tomo II. Pág. 77.

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te, a propósito de esta característica del daño indemnizable, sobre la pérdida de una oportunidad. Esta reparación es plenamente admisible, pero el daño no proviene de la realización positiva de la oportunidad, sino sólo de su existencia, quedando el resultado de la misma congelado y debiendo avaluarse sólo la posibilidad de lograr un beneficio. Larroumet cita, como ejemplo, el caso de un abogado que comete la falta de no presentarse a alegar oportunamente ante un tribunal de apelación, haciendo perder a su cliente la “oportunidad de que la sentencia fuere modificada en la apelación”. Lo que se evalúa como perjuicio no es el resultado del recurso (la modificación de la sentencia), sino la pérdida de la oportunidad, por lo tanto, como es obvio, ello corresponderá a una suma menor al beneficio que se seguiría de la revocación o modificación de la sentencia. Para cuantificar este daño tampoco puede considerarse la suerte seguida por el recurso, atendido el hecho de que no intervino el abogado y que resulta, por lo mismo, imposible deducir razonablemente las consecuencias que habría acarreado su participación en estrados. Hemos sostenido que para establecer y cuantificar el daño futuro y cierto debe realizarse un examen razonado sobre el curso natural de las cosas. Por lo tanto, no pueden incorporarse a esta cadena causal hechos extraordinarios, entendiendo como tales aquellos de ocurrencia excepcional, que ordinariamente no sobrevienen. Así, por ejemplo, no podrá alegarse por parte del proveedor de medicamentos de un establecimiento sanitario, que el tratamiento médico no suministrado al paciente no produjo daño, ya que después del incumplimiento sobrevino una epidemia de la enfermedad, por lo cual el establecimiento se vio impedido de atender a todas las personas afectadas de ese mal. Ello porque el daño futuro cierto debe deducirse al momento en que se produjo el incumplimiento y, en ese instante, no era previsible de acuerdo al curso normal de las cosas, que pudiera desatarse la epidemia. En suma, la certidumbre del daño consiste en la convicción o certeza, insistamos, razonablemente adquirida atendiendo al curso natural de las cosas, de que el daño se producirá en el futuro. Si el resultado dañoso es eventual, hipotético o meramente conjetural, el daño es incierto y, por ende, no indemnizable.

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b. SÓLO ES REPARABLE EL DAÑO DIRECTO Hemos sostenido en lo precedente que el daño reparable debe ser consecuencia inmediata y necesaria del incumplimiento. Se trata aquí, entonces, de un problema causal. Lo que debe determinarse objetivamente es si del incumplimiento se sigue una consecuencia dañosa de manera inmediata y necesaria. Todo incumplimiento genera un nuevo escenario fáctico. Por lo mismo, si la causa del daño consiste en un efecto generado a partir del incumplimiento o, más precisamente, la causa surge después del incumplimiento y tiene como presupuesto la situación forjada por aquél, el daño debe considerarse indirecto. El daño indemnizable exige que éste se produzca como consecuencia inmediata, necesaria y directa del incumplimiento. Siguiendo el ejemplo clásico, diremos que si se vende un animal infectado que contagia a otros del corral del comprador, el vendedor responderá de la pérdida del animal vendido y de la pérdida de los demás animales infectados (resultado necesario e inmediato del incumplimiento), pero no responderá de que el comprador deje por ello de pagar sus deudas y de las consecuencias dañosas que se sigan de esta circunstancia, porque la causa es un efecto remoto del incumplimiento. Creemos nosotros que no es posible pactar que se responde del daño indirecto, ya que ello adolecería de objeto ilícito por contrariar el orden público y la moral. En el fondo se estaría contratando sobre una cadena interminable e imprevisible de consecuencias. Los daños indemnizables en materia contractual se limitan, estrictamente, a aquellos que derivan causalmente del incumplimiento y no alcanzan a aquellos otros que tienen como causa los efectos ya producidos del incumplimiento. Podría decirse que el daño directo, en general, es siempre previsible (esto significa que es racionalmente posible representarse el resultado al momento de contratar), en tanto el daño indirecto es siempre imprevisible (puesto que nadie razonablemente puede al momento de contratar representarse la cadena causal que en forma indefinida seguirá al incumplimiento). Volveremos sobre este tema al tratar de la relación causal como elemento de la responsabilidad contractual. c. SÓLO ES INDEMNIZABLE EL DAÑO AVALUABLE EN DINERO El daño que proviene del incumplimiento contractual sólo es indemnizable cuando él puede avaluarse en dinero. Si el daño que 249

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provoca el incumplimiento no es susceptible de apreciación pecuniaria, no procede la indemnización de perjuicios. En las páginas anteriores nos referimos latamente al daño moral, dejando sentado que éste sólo se indemniza como consecuencia de que el daño extrapatrimonial se transforma en daño patrimonial al afectar la estabilidad psíquica y emocional de la persona, menoscabando con ello la capacidad laboral, administrativa e intelectual de la víctima del incumplimiento. Quedan, por lo mismo, al margen de la reparación una serie de numerosos intereses que no pueden avaluarse pecuniariamente, porque no es posible proyectar sus efectos a las indicadas capacidades (laboral, administrativa e intelectual). En el campo de la responsabilidad extracontractual se habla hoy día de daño subjetivo (daño a la persona) y de daño objetivo (daño a las cosas). El primero cubre todos los aspectos de la persona humana en sus múltiples facetas. Entre estos daños se enuncia, por ejemplo, “el daño a la vida de relación”, “el daño estético”, “el daño sexual”, “el daño al proyecto de vida”. En general, estimamos que ninguno de estos daños tiene cabida en el campo contractual. Si un deudor no hace entrega de un automóvil en la oportunidad convenida, por ejemplo, no puede reclamarse que por efecto del incumplimiento se afectó su vida de relación, o su proyecto de vida, o el atractivo sexual del sujeto. Si estos daños son susceptibles de repararse tratándose de la comisión de un ilícito civil, se descarta de plano que puedan serlo cuando ellos derivan de un incumplimiento contractual, salvo, por cierto, si el contrato incluye estos intereses al definirse la prestación (como si se contrata a un relacionador público para mejorar la posición social del acreedor). Pero no cabe la indemnización de este tipo de daños si ellos son atribuidos directamente al incumplimiento, porque no es posible avaluarlos en dinero, con la sola excepción indicada (que el derecho afectado esté contenido en la descripción de la prestación). d. SÓLO ES INDEMNIZABLE EL DAÑO REAL O PRESUNTIVAMENTE ACREDITADO

Para que proceda la reparación de un daño proveniente del incumplimiento es necesario que éste se encuentre debidamente acreditado, sea por los medios de prueba en el proceso respectivo o presuntivamente en razón de una disposición legal que lo establez250

CUARTO PRESUPUESTO DE LA RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL. EL DAÑO

ca. Ya mencionamos que en este último caso se encuentran las obligaciones dinerarias (artículo 1559 del Código Civil y Ley Nº 18.010) y algunos casos relativos al contrato de transporte aéreo regulados en el Código de Aeronáutica o en la Ley Eléctrica, sin perjuicio de otras leyes especiales. La tendencia actual es amparar al consumidor, siempre en situación desventajosa respecto de productores y comerciantes. Es, por lo mismo, previsible que estos casos de daños presuntos se irán multiplicando con el correr del tiempo en procura del equilibrio contractual, no siempre debidamente garantizado con otras tendencias como el dirigismo contractual o el abuso del derecho. e. SÓLO ES INDEMNIZABLE EL DAÑO NO REPARADO Finalmente, digamos que sólo puede repararse el daño no indemnizado. En derecho es inaceptable una doble reparación, porque ello constituiría un enriquecimiento sin justa causa. En esta materia está comprometida, entonces, una cuestión de orden público, puesto que si así no fuere, se incitaría a las personas inescrupulosas a obtener un provecho indebido con ocasión del incumplimiento. Toda reparación procura restaurar el equilibrio que existe entre los contratantes a la hora de perfeccionar el vínculo jurídico que los une. Este equilibrio se rompe en dos supuestos: cuando no se cumple lo pactado y cuando la reparación excede el perjuicio que provoca el deudor incumplidor. El artículo 517 del Código de Comercio expresa que “Respecto del asegurado, el seguro es un contrato de mera indemnización, y jamás puede ser para él la ocasión de una ganancia”. Confirma este principio el artículo 532, que señala que “No es eficaz el seguro sino hasta concurrencia del verdadero valor del objeto asegurado, aun cuando el asegurador se haya constituido responsable de una suma que lo exceda”. En el supuesto que el seguro sólo recaiga en una parte del valor del objeto asegurado, el inciso 2º agrega que “No hallándose asegurado el íntegro valor de la cosa, el asegurador sólo estará obligado a indemnizar el siniestro a prorrata entre la cantidad asegurada y la que no lo esté”. De estas normas se sigue que el legislador descarta de plano que por medio del seguro se obtenga un lucro. Tan evidente es este principio que el artículo 534 del mismo cuerpo legal señala que “Aunque el valor (de la cosa asegurada) haya sido formalmente enunciado en la póliza, 251

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el asegurador o asegurado podrán probar que la estimación ha sido exagerada por error o dolo”. Los incisos siguientes regulan los efectos que se siguen cuando la estimación ha sido errónea o dolosa. En el primer caso, la suma asegurada y la prima “serán reducidas hasta la concurrencia del verdadero valor de los objetos asegurados”. En el segundo, el asegurado no puede exigir el pago del seguro en caso de siniestro, ni excusarse de abonar al asegurador la prima íntegra, sin perjuicio de la acción criminal. En este último caso estamos, sin duda, frente a una pena punitiva, ya que el asegurador experimentará un enriquecimiento, lo cual tiene por objeto mantener la difusión del riesgo que constituye el fundamento del sistema de seguros. De las disposiciones transcritas se desprende con claridad un principio general, conforme al cual la indemnización de perjuicios no puede convertirse en fuente de lucro para la víctima del incumplimiento. Si ello opera en el contrato de seguro, lo mismo debe operar en los demás contratos. A mayor abundamiento, recordemos que tan arraigado está el principio enunciado, que el artículo 553 del Código de Comercio fija uno de los efectos esenciales del pago del siniestro: “por el hecho del pago del siniestro, el asegurador se subroga al asegurado en los derechos y acciones que éste tenga contra terceros, en razón del siniestro”. Esta disposición aleja toda posibilidad que pueda aceptarse la acumulación de indemnizaciones. En síntesis, constituye un principio general de derecho que la indemnización de perjuicios no es fuente de enriquecimiento ni puede ella acumularse con otra reparación que haya mitigado total o parcialmente el daño causado. E. PRUEBA DEL DAÑO a. D AÑO MATERIAL 421. Decíamos que sólo es indemnizable el daño probado. En otros términos, no puede condenarse a nadie a la reparación de los perjuicios causados por el incumplimiento contractual, si éstos no se hallan legalmente acreditados ante el juez que conoce del proceso. Los perjuicios que provienen del incumplimiento deben estar reconocidos en sentencia judicial ejecutoriada o mediante un acuerdo explícito celebrado entre deudor y acreedor. Este acuerdo puede ser anterior al incumplimiento (cláusula penal) o poste252

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rior al incumplimiento (transacción). En este último caso el acuerdo puede celebrarse durante el juicio (avenimiento) o antes del juicio para precaver el litigio. Finalmente, como se señaló, los perjuicios pueden estar establecidos en la ley, caso en el cual hablaremos de perjuicios presuntivos. 422. Ahora bien, tratándose de daños materiales establecidos por sentencia judicial, ellos deben acreditarse por los medios de prueba que consagra la ley y fijarse su cuantía precisa por parte del tribunal. Se trata de una cuestión de hecho que no puede ser revisada por la Corte de Casación, salvo que se impugnen las leyes reguladoras de la prueba en lo que concierne a la fijación del monto de la indemnización. El daño emergente, así sea presente o futuro, no ofrece muchas dificultades, puesto que se fundamenta en hechos objetivos que, tratándose del incumplimiento de un contrato, quedan relativamente patentes en su propio texto al enunciarse la prestación comprometida (en tanto proyecto descrito en el contrato). Este componente de la indemnización puede establecerse mediante prueba directa o indiciaria. Más difícil es probar el lucro cesante, puesto que sólo puede deducirse de otros elementos que conduzcan a la conclusión de que el acreedor ha perdido una ganancia, beneficio o utilidad que con certeza habría podido obtener en el supuesto de haberse dado cabal cumplimiento a la obligación contraída. Por consiguiente, el lucro cesante sólo puede establecerse sobre la base de una presunción, nunca de una prueba directa. Será el juez el encargado de fijar las bases sobre las cuales se deduce presuntivamente la existencia del lucro cesante, en el entendido de que ello no es más que una proyección ideal de un hecho que no ha ocurrido (el cumplimiento de la obligación). 423. Las partes son libres para fijar la indemnización de perjuicios una vez que el incumplimiento ha ocurrido, los tribunales sólo proceden en subsidio de un acuerdo formal entre los interesados. Se trata de una cuestión que mira su solo interés individual y que pueden acordar sometiéndose, como es obvio, a las exigencias contenidas en los artículos 1445 y siguientes del Código Civil. Además, debe darse cumplimiento a las exigencias impuestas, a propósito de la transacción, en el Título XL del Libro IV del Código Civil. Asimismo, las partes están facultadas para fijar el monto de la indemnización para el caso de incumplimiento, mediante una cláusula penal. 253

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Definida en el artículo 1535 del Código Civil como una caución, la cláusula penal constituye una evaluación anticipada de los perjuicios que producirá el incumplimiento de la obligación. Es posible, también, estipular una pena para el caso de incumplimiento, la cual deberá pagarse por este solo hecho. En tal hipótesis, dice el artículo 1537 del Código Civil, no puede el acreedor demandar la pena y el cumplimento de la obligación principal, “sino cualquiera de las dos cosas a su arbitrio; a menos que aparezca haberse estipulado la pena por el simple retardo, o a menos que se haya estipulado que por el pago de la pena no se entiende extinguida la obligación principal”. Si la pena, compensatoria de la obligación, pudiera reclamarse junto al cumplimiento forzoso de la misma, habría un doble pago, lo cual la ley repudia. Conviene recordar que tratándose de la cláusula penal, no cabe alegar que los perjuicios no se han producido. Por el solo hecho del incumplimiento queda comprometida la responsabilidad del deudor. El artículo 1542 del Código Civil dice, a este respecto: “Habrá lugar a exigir la pena en todos los casos en que se hubiere estipulado, sin que pueda alegarse por el deudor que la inejecución de lo pactado no ha inferido perjuicio al acreedor o le ha producido beneficio”. Por consiguiente, en este supuesto prevalece la autonomía privada por sobre el principio de reparación de los perjuicios. Agrega el artículo 1543 que “No podrá pedirse a la vez la pena y la indemnización de perjuicios, a menos de haberse estipulado así expresamente; pero siempre estará al arbitrio del acreedor pedir la indemnización o la pena”. Con todo, el legislador sanciona la llamada cláusula penal enorme. Esta limitación está referida a las obligaciones dinerarias que emanan de contratos bilaterales, cuando la pena consiste también en el pago de una cantidad determinada de dinero. La definición legal es confusa. El artículo 1544 del Código Civil dice que “Cuando por el pacto principal una de las partes se obligó a pagar una cantidad determinada, como equivalente a lo que por la otra parte debe prestarse, y la pena consiste asimismo en el pago de una cantidad determinada, podrá pedirse que se rebaje de la segunda todo lo que exceda al duplo de la primera, incluyendo ésta en él”. La confusión deriva de la última parte de la oración: “incluyendo ésta en él”. Al parecer se trata de una redundancia innecesaria. Lo que la ley ordena es rebajar la pena en la parte que exceda al duplo de la obligación. Al ordenar que se incluya la obligación en el duplo, no hace más que repetir lo ordenado. Tratándose del contrato de mutuo, la ley, en el mismo artículo, ordena la reducción 254

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de la pena “en lo que exceda al máximum del interés que es permitido estipular”, y en las obligaciones de valor inapreciable o indeterminado, “se deja a la prudencia del juez moderarla (la pena), cuando atendidas las circunstancias pareciera enorme”. 424. Finalmente, recordemos que en las obligaciones de dinero, como se señaló en lo precedente, se aplica el artículo 1559 del Código Civil y la Ley Nº 18.010 sobre operaciones de crédito y otras obligaciones de dinero. El referido artículo 1559 se encuentra modificado por la Ley Nº 18.010, como consecuencia de haber desaparecido el llamado “interés legal” (que ascendía al 6% anual) y ser sustituido por el “interés corriente”, y de haberse derogado la prohibición de aplicar el llamado “anatosismo” (que consiste en cobrar interés sobre los intereses adeudados). Por consiguiente, esta disposición debe entenderse redactada en los siguientes términos: “Si la obligación es de pagar una cantidad de dinero, la indemnización de perjuicios por la mora está sujeta a las reglas siguientes: 1ª. Se siguen debiendo los intereses convencionales, si se ha pactado un interés superior al corriente, o empiezan a deberse los intereses corrientes, en caso contrario; quedan sin embargo en su fuerza las disposiciones especiales que autoricen el cobro de los intereses corrientes en ciertos casos. 2ª. El acreedor no tiene necesidad de justificar perjuicios cuando sólo cobra intereses; basta el hecho del retardo. 3ª. Podrá estipularse el pago de intereses sobre intereses, capitalizándolos en cada vencimiento o renovación. En ningún caso la capitalización podrá hacerse por períodos inferiores a treinta días. Los intereses capitalizados con infracción de lo dispuesto en el inciso anterior se consideran interés para todos los efectos legales y especialmente para la aplicación del artículo precedente. Los intereses correspondientes a una operación vencida que no hubieren sido pagados se incorporarán a ella, a menos que se establezca expresamente lo contrario. 4ª. Los intereses atrasados no producen intereses. Esta regla se aplica sólo a toda especie de rentas, cánones y pensiones periódicas”. Expliquemos brevemente las razones por las cuales entendemos que el artículo 1559 del Código Civil queda redactado en la forma transcrita. El artículo 9º de la Ley Nº 18.010 permite pactar anatosismo y regula la forma en que esto puede hacerse, pero el artículo 26 de la misma ley limita este pacto a las operaciones de crédito (incluido el mutuo de dinero). No es permitido el anatosismo, en consecuencia, tratándose de saldos de precio de compraventa de 255

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bienes muebles o inmuebles, así lo prescribe expresamente el citado artículo 26. Por otra parte, la regla 3ª del artículo 1559 (que prohíbe el anatosismo) “se aplica a toda especie de rentas, cánones y pensiones periódicas” (así lo ordena la regla 4ª del artículo 1559), materia que no queda comprendida entre las obligaciones reguladas por el artículo 9º de la Ley Nº 18.010. De lo anterior se sigue, entonces, que el anatosismo sólo puede pactarse en las obligaciones emanadas de las operaciones de crédito y que los saldos de precio provenientes de compraventa de bienes muebles e inmuebles y de toda clase de pensiones periódicas, rentas y cánones siguen regidos por la regla 3ª del artículo 1559 del Código Civil. 425. Se ha discutido si en las obligaciones dinerarias procede cobrar otros perjuicios fuera de los intereses señalados en el artículo 1559 precitado. Esta interpretación toma pie del tenor literal de la regla 2ª, que dice que “el acreedor no tiene necesidad de justificar perjuicios cuando sólo cobra intereses; basta el hecho del retardo”. La redacción del artículo da a entender claramente que si se cobran otros perjuicios, que no sean los intereses, es necesario justificar los perjuicios, lo cual coincide con la aplicación de los principios generales antes analizados. No cabe duda que puede el acreedor cobrar otros perjuicios provenientes directamente del incumplimiento de una obligación y, en tal caso, la ley sólo presume como daño los intereses que correspondan. Así, por ejemplo, si se celebra un contrato de promesa de compraventa y se adelanta el precio convenido, el acreedor, frente al incumplimiento, no sólo podrá reclamar la restitución de lo pagado con más intereses, sino también los demás perjuicios que sean consecuencia necesaria e inmediata del incumplimiento (encarecimiento de las especies que se prometían vender, gastos efectuados para preparar su custodia y almacenamiento, contratos celebrados para su refacción y mejoramiento, etc.). Ahora, si la demanda se limita a reclamar la restitución del precio y los intereses, es obvio que sólo debe probarse el anticipo del precio. Pero tratándose de operaciones de crédito, en las cuales sólo existe entre las partes un intercambio dinerario, afirmar que a título de lucro cesante pueden demandarse otros perjuicios fuera de los intereses, nos parece inaceptable, porque la ley presume que el retardo en el cumplimiento de la obligación de pagar una suma de dinero sólo produce intereses y éstos están regulados en la misma ley (interés corriente y máximo convencional). Otra interpretación conduce al absurdo de obtener por el dinero 256

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un rendimiento superior al que es permitido y eludir las sanciones civiles y penales que la ley consagra, precisamente, para desincentivar esta conducta. Más claro, el rendimiento máximo del dinero está representado por los intereses y en ello está comprometido un principio de orden público que se extrae de lo previsto en los artículos 6º, 8º, 9º de la Ley Nº 18.010 y del artículo 472 del Código Penal. Esta última disposición sanciona el delito de usura, en el cual el bien jurídico protegido es la propiedad. Resulta absurdo pretender legitimar la pretensión de reclamar, a título de perjuicios, una suma superior a los intereses en las obligaciones dinerarias, prescindiendo de los valores amparados por la ley y de disposiciones civiles condenatorias de dicha conducta. b. DAÑO MORAL 426. La prueba del daño moral ofrece múltiples dificultades, comenzando por definir previamente en qué consiste, cuestión analizada en las páginas que preceden. Desde ya, digamos que el daño moral no es el precio del dolor (pretium doloris). Esta ha sido una de las tendencias más generalizadas sobre su naturaleza y contenido. La ausencia de una concepción sólida y generalizada sobre este tipo de daños ha dificultado, todavía más, la prueba y fijación de la reparación subsecuente. Tan anárquica ha resultado esta materia que los tribunales de justicia se han arrogado la facultad de determinar el daño moral discrecionalmente, invocando una atribución que la ley no sólo no les concede, sino que les niega expresamente en numerosas disposiciones (artículos 1698 del Código Civil, 170 y 341 y siguientes del Código de Procedimiento Civil, 451 y siguientes del Código de Procedimiento Penal, etc.). Pocos son los elementos que sirven para la fijación y prueba del daño moral. Desde luego, el daño moral no puede identificarse en materia contractual y extracontractual. A juicio nuestro, en el campo contractual sólo cabe hablar de daño moral en la medida que el incumplimiento de una obligación de esta índole (lesión de un derecho patrimonial) provoca un daño en el fuero íntimo de la persona (lesión de un derecho o interés extrapatrimonial), en razón de la naturaleza de la obligación y la gravedad del atentado, el cual se revierte afectando la capacidad laboral, administrativa e intelectual del individuo. La indemnización del daño moral en el campo extracontractual obedece a otros parámetros, ya que ellos son causados por 257

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un ilícito civil que puede afectar un derecho patrimonial o extrapatrimonial o un mero interés reconocido por el ordenamiento jurídico. Por consiguiente, la reparación del daño moral en el campo contractual está delimitada a un solo efecto (el deterioro de la capacidad laboral, administrativa e intelectual de la víctima) y proviene de una sola causa (el incumplimiento de una obligación nacida del contrato). 427. La prueba del daño moral, desde esta perspectiva, comprende los siguientes elementos: a) Naturaleza de la obligación contractual (el incumplimiento de las obligaciones contractuales no siempre se proyecta hacia el fuero interno del individuo, ello sólo sucede en ciertos casos, cuando lo que se trata de dar, hacer o no hacer tiene un valor de afección para el acreedor); b) Gravedad del incumplimiento (no puede juzgarse de la misma manera el incumplimiento culpable que el incumplimiento doloso, ni darse a todas las motivaciones la misma importancia); c) Efectos psíquicos, emocionales y somáticos que provoca en el acreedor el incumplimiento. A partir de estos tres elementos es posible probar el daño moral en la responsabilidad contractual. Desestimamos de plano la pretensión de una valoración discrecional por parte del tribunal, ajena, como más de alguien ha postulado, a todo medio probatorio reconocido en la ley, porque ello constituye simplemente una arbitrariedad procesal. El juez debe apreciar en qué medida se ha deteriorado la capacidad laboral, administrativa e intelectual de una persona y sobre estas bases medir el perjuicio patrimonial que ello irrogará al acreedor. Otra solución escapa de la legalidad vigente y vulnera todas las pautas a que se halla obligado un tribunal de derecho. Admitimos que en el campo contractual no se indemniza propiamente el daño moral, sino los efectos que este daño tiene en la capacidad de la víctima. Pero lo propio ocurre en el campo extracontractual, en que tampoco se indemniza el daño moral, sino que se busca una fórmula “satisfactiva”, como la llama la doctrina, para mitigar el menoscabo de derechos e intereses extrapecuniarios. 428. La determinación del daño moral ha dado origen a numerosas doctrinas, que mencionaremos muy sucintamente.98 Mu98 A esta materia hemos dedicado el párrafo 4.4.4 del capítulo 4 de nuestro libro sobre la Responsabilidad Extracontractual, ya citado, pág. 327 sobre “Criterios de valoración del daño moral”.

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chas de estas doctrinas resultan aplicables a la indemnización en materia contractual.

b.1. Doctrina que determina el daño moral en función del daño patrimonial causado Esta doctrina postula una relación directa entre el daño material y el daño moral. Por lo mismo, el juez debe fijar la indemnización por daño moral atendiendo al daño patrimonial sufrido por la víctima. De ello se sigue que a mayor daño material, mayor será también el daño moral. Esta posición es inaceptable, tanto más tratándose de obligaciones contractuales, ya que en ellas un perjuicio pecuniario mínimo puede provocar una lesión extrapecuniaria máxima. Piénsese, por ejemplo, en la destrucción por parte de un restaurador de un cuadro de escaso valor pictórico que representa el único recuerdo de un familiar próximo, o en el incumplimiento del depositario de especies de enorme valor afectivo, pero escaso valor económico. En todos estos casos no hay relación alguna entre el daño material causado y el daño moral que éste provoca. Por efecto de estas falencias, la doctrina citada carece de adhesión entre los autores.

b.2. Doctrina que determina el daño moral en función de la gravedad del incumplimiento No todos los incumplimientos tienen la misma gravedad, intensidad y trascendencia. Si bien en materia extracontractual este criterio no sirve para medir la cuantía del daño moral, en algún grado sí que puede ser útil en materia contractual. Ello porque un incumplimiento doloso, con repercusión pública, que coloca al acreedor en una situación difícil en el medio en que se desenvuelve, puede ser un antecedente que permita deducir los efectos que este hecho tendrá en su capacidad laboral, administrativa e intelectual. Debe reconocerse, parodiando a los penalistas, que existen hechos que agregan ignominia a los efectos propios del incumplimiento y que ello habrá de afectar más severamente a quien lo sufre.

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b.3. Doctrina que determina el daño moral en función de criterios puramente subjetivos del juzgador Lamentablemente, es esta la doctrina que predomina en la jurisprudencia nacional. Los jueces, por lo general, se arrogan la facultad de fijar discrecionalmente la cuantía del daño moral, atendiendo a los hechos establecidos en el proceso y a sus circunstancias. Para estos fines se invoca, como sacrosanta razón, la equidad natural, vale decir, la intuición de justicia que abraza el propio juez, al margen de padrones objetivos. Esta tesis adolece de un simplimismo abismante, razón por la cual ha sido ácidamente combatida por los autores, además de haber generado una verdadera anarquía a la hora de fijar un criterio común sobre la materia. Todos los comentarios de los autores se refieren a la indemnización del daño moral en materia extracontractual, en donde, sin duda, tiene una mayor aplicación. En el campo contractual existen escasos fallos sobre este tipo de reparación, siguiéndose, equivocadamente a juicio nuestro, iguales lineamientos. Por lo mismo, no nos parece justo reproducir aquí las críticas que hemos dejado sentadas a la prueba y determinación del daño moral a propósito de la comisión de un ilícito civil. Siguiendo la tesis sustentada sobre la naturaleza y alcance del daño moral en materia contractual, es bueno señalar que, siendo el incumplimiento de una obligación contractual una cuestión eminentemente patrimonial (toda obligación contractual es susceptible de apreciarse pecuniariamente), no puede el daño moral apreciarse y medirse de la misma manera que en el campo de los ilícitos civiles. En un caso (responsabilidad extracontractual), el daño moral surge del atentado a un derecho o interés reconocido y amparado en el ordenamiento jurídico, siendo la lesión a ese derecho o interés afectado lo que sirve de base para establecer la medida de la reparación. En el otro caso (responsabilidad contractual), el quebrantamiento de la obligación se proyecta al fuero interno del acreedor y lesiona su capacidad laboral, administrativa e intelectual. En consecuencia, no cabe otorgar una facultad discrecional al juez al margen de toda regulación razonable. De más está decir que esta doctrina, aplicada para fijar la indemnización en los casos de ilícitos civiles, se ha prestado para abusos y excesos que no deben mantenerse.

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b.4. Doctrina que determina el daño moral en función de la gravedad objetiva del menoscabo causado Los partidarios de esta teoría afirman que el dolor, la pena, la angustia, el temor, la inseguridad, etc., son elementos que permiten medir objetivamente el daño que se ha causado. Por lo tanto, puede el juez valorar el daño moral considerando esta serie de parámetros. De aquí que hayamos sostenido, comentado esta tesis, que se trata de encontrar los hechos y circunstancias objetivas que permitan medir, a través de manifestaciones exteriores, un daño que se aloja en el fuero interno de la persona. Las evidencias externas permiten cuantificarlo si se atiende cuidadosamente a todas ellas. Es indudable que esta doctrina sirve los fines que nos proponemos encontrar, puesto que si de las circunstancias que rodean el incumplimiento contractual, se deducen efectos tan evidentes como los indicados, es racionalmente aceptable que ello haya deteriorado la capacidad laboral, administrativa e intelectual de la víctima del incumplimiento contractual. Resulta evidente que en el campo contractual la indemnización por daño moral es manifiestamente más restringida que en el campo de los ilícitos civiles.

b.5. Doctrina que determina el daño moral atendiendo a los llamados placeres satisfactivos En verdad esta doctrina apunta a los fines u objetivos de la indemnización más que a la determinación de su cuantía. Sin embargo, se afirma que la cuantía está condicionada por el financiamiento de placeres y satisfacciones que en alguna medida sean capaces de mitigar el perjuicio causado. Como señala una sentencia argentina, lo que se pretende al hacer ingresar una determinada cantidad de dinero al patrimonio de la víctima no es encontrar un equivalente al valor del dolor sufrido, “porque se estaría en la imposibilidad de tarifar en metálico los quebrantos morales, sino de procurar al lesionado otros goces que sustituyen al perdido”. Es indudable que esta tesis introduce un nuevo factor, partiendo del supuesto que no es posible cuantificar el daño moral, sino sólo equilibrarlo con un placer paralelo que por lo menos atenúe lo que los autores llaman “modificación disvaliosa del espíritu”. Creemos que esta proposición se ajusta a una realidad insoslayable, puesto que por su propia naturaleza el daño moral no puede compensar261

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se en dinero, razón por la cual se busca otra vertiente para lograr un justo equilibrio, roto, en este caso, por el incumplimiento contractual. Si se trata de indemnizar propiamente el daño moral, es bien obvio que es ésta la doctrina más apegada a la realidad, atendida la naturaleza del valor afectado y del poder liberatorio del dinero.

b.6. Doctrina que atiende a la falta y la entidad objetiva del daño Esta tendencia se ha calificado como “funcional o mixta” del daño. Se afirma por sus seguidores que el monto de la indemnización podría elevarse por sobre el perjuicio causado, cuando en razón del dolo o el grado de culpa del dañador, se estime que éste debe ser sancionado (daño punitivo). Del mismo modo, la indemnización puede disminuir atendiendo a un grado menor de reproche al autor del daño. Por lo tanto, para la determinación del daño moral debe medirse tanto la gravedad del hecho (incumplimiento) como la entidad objetiva del daño causado, debiendo ponderarse ambos factores. Claro está que con esta doctrina la indemnización de perjuicios se transforma en un arma de política legislativa que no tiende a la restauración del equilibrio contractual, sino a generar factores correctivos de las relaciones jurídicas. 429. El análisis de estas doctrinas demuestra que nos hallamos ante una cuestión de suyo compleja. Ello porque se busca la manera de reparar un daño extrapatrimonial con una prestación patrimonial, lo cual resulta imposible si la reparación tiene por objeto compensar el daño y reconstruir la situación de que gozaba la víctima antes de la producción del daño. Es, por lo mismo, aceptable la doctrina que califica esta indemnización como “satisfactiva” y no compensatoria. Sin embargo, dentro de nuestra concepción del daño moral en el campo contractual, esta dicotomía no aparece. Si el daño moral que sufre el acreedor como consecuencia del incumplimiento se proyecta al fuero interno del mismo, ello sólo puede ser indemnizado en la medida que, atendida la naturaleza de la obligación (de valor de afección) y la entidad del incumplimiento, provoque un daño patrimonial (futuro y virtual), que consistirá en la pérdida o menoscabo de las facultades laborales, administrativas e intelectuales del acreedor. 262

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Por lo tanto, los presupuestos que deben considerarse para fijar la cuantía de la indemnización deben consistir en la naturaleza de la obligación, la gravedad del incumplimiento y los efectos psíquicos, emocionales y somáticos que producirá en el acreedor el incumplimiento de la obligación. De lo que destacamos se desprende que sólo una escasa proporción de las obligaciones dará lugar a este tipo de indemnizaciones. Ello sólo sucederá con aquellas cuya prestación contenga una carga emocional o afectiva que sea capaz de influir en el fuero íntimo de la persona afectada (tal ocurrirá, por ejemplo, en las prestaciones profesionales de los médicos, abogados, psicólogos, empleados de confianza, etc.). Por otro lado, la entidad del incumplimiento será otra manifestación elocuente de la proyección que puede tener éste en el ánimo o fuero íntimo del acreedor (un incumplimiento doloso o con culpa grave, con alcance y escándalo público, proveniente de una persona ligada afectivamente al acreedor, etc.). Por último, sin duda, lo determinante será la manera en que los elementos anteriores influyan en la psiquis del afectado, o en su sensibilidad emocional, o en sus funciones orgánicas. De esto dependerá que se deteriore la capacidad laboral del acreedor, o sus facultades para administrar sus bienes y relaciones de familia, o sus aptitudes intelectuales, todo lo cual redundará necesaria y fatalmente en una caída de su rendimiento y en perjuicios de orden patrimonial. Podemos sostener, entonces, que el daño moral se indemniza en el ámbito contractual sólo cuando ello afecta patrimonialmente al sujeto, lo que ocurre como consecuencia de proyectarse el daño moral al ámbito patrimonial y afectar la capacidad de quien es víctima del incumplimiento. No se nos escapa que no se trata, entonces, propiamente de la indemnización del daño moral, sino de una consecuencia patrimonial del daño moral. De aquí que el reconocimiento del daño moral sea escaso y esté reducido sólo a situaciones excepcionales, a la inversa de lo que sucede cuando se trata de reparar ilícitos civiles. 430. La fijación del daño moral, por tanto, es una tarea extremadamente difícil. El juez deberá concluir, según el mérito general del proceso, si efectivamente, por efecto del incumplimiento contractual, se ha producido la reversión que culmina con el detrimento de las capacidades del acreedor y, en tal caso, valorizar y compensar esta pérdida. Desde este ángulo, la reparación del daño moral en materia contractual –si es que se puede llamar daño moral– es más objetiva, real y coherente que tratándose del daño mo263

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ral en la responsabilidad extracontractual, en donde cabe el pago de una reparación “satisfactiva” para atenuar los efectos de un menoscabo a los derechos e intereses extrapatrimoniales. F. PROCEDENCIA DEL DAÑO MORAL EN LOS CASOS DE RESPONSABILIDAD OBJETIVA POR DAÑOS PRESUNTOS 431. Un punto interesante es determinar si procede la indemnización por daño moral cuando se trata de la responsabilidad objetiva en que la misma ley presume el monto de la indemnización. Concurren en esta hipótesis dos factores: la presunción de responsabilidad y la presunción del daño. En tal caso se encuentra, por ejemplo, lo previsto en los artículos 144 y 148 del Código Aeronáutico. El primero dice: “La indemnización estará limitada a una suma que no excederá de cuatro mil unidades de fomento por muerte o lesión de cada pasajero. No obstante, podrá estipularse una suma superior a la señalada en el inciso precedente”. El segundo, por su parte, señala que “La destrucción, pérdida o avería del equipaje que se produjere durante el transporte aéreo de éste, o el retardo en su transporte, serán indemnizados con una cantidad equivalente a cuarenta unidades de fomento por cada pasajero”. A las disposiciones transcritas habría que agregar el artículo 172 del mismo cuerpo legal, que prescribe: “En todo caso, el afectado por el daño podrá demandar una indemnización superior a los límites señalados en el Código, si probare dolo o culpa del transportador, del explotador o de sus dependientes, cuando éstos actuaren durante el ejercicio de sus funciones. Cualquier estipulación en contrario para fijar límites de indemnización inferiores a los establecidos en este Código, se tendrá por no escrita”. Interpretando armónicamente estas normas, se llega a la conclusión que, en esta rama del derecho, existen dos sistemas de reparación, pudiendo optar libremente el perjudicado por uno u otro. Si se asila en la presunción legal de responsabilidad (responsabilidad objetiva), estará obligado a reclamar sólo la cantidad fijada en la ley (cuatro mil unidades de fomento por muerte o lesión o cuarenta unidades de fomento por pérdida o retardo en el transporte del equipaje). Nótese que si se trata de la muerte o lesión del pasajero la ley establece un límite, de suerte que el juez puede fijar una suma inferior al máximo establecido. Pero si se trata de la destrucción, pérdida o 264

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avería del equipaje, o el retardo en su transporte, la indemnización asciende precisamente a las cuarenta unidades de fomento. Si el pasajero atribuye al demandado (transportador, explotador o sus dependientes) dolo o culpa, podrá reclamar todo perjuicio, incluido el daño moral, al margen de los mínimos consagrados en la ley. En definitiva, será el demandante quien se acoja al régimen de responsabilidad objetiva o bien al régimen jurídico de responsabilidad subjetiva, presumiéndose el perjuicio en el primer caso y debiendo probarse en el segundo. Queda, por lo tanto, de manifiesto que ambos sistemas de responsabilidad conviven cuando se trata de casos de responsabilidad objetiva, el cual se ha establecido a favor de la víctima del daño, pero para el solo efecto de facilitar una pretensión indemnizatoria cuando ella se formula sobre la base de determinados límites. G. APLICACION DEL ARTICULO 173 DEL CODIGO DE PROCEDIMIENTO CIVIL 432. En el ámbito de la responsabilidad contractual no existe discusión alguna sobre que es aplicable la reserva de derechos que consagra el artículo 173 del Código de Procedimiento Civil. Dicha norma se refiere al hecho de que alguna de las partes sea condenada a la devolución de frutos o a la indemnización de perjuicios y se haya litigado sobre su especie o monto. En tal caso, dice la ley, “la sentencia determinará la cantidad líquida que por esta causa deba abonarse, o declarará sin lugar el pago, si no resultan probados la especie y el monto de lo que se cobra, o, por lo menos, las bases que deban servir para su liquidación al ejecutarse la sentencia”. En el evento que no se haya litigado sobre la especie y el monto de los frutos o perjuicios, “el tribunal reservará a las partes el derecho de discutir esta cuestión en la ejecución del fallo o en otro juicio diverso”. De manera que quien demanda indemnización de perjuicios puede probarlos en el juicio respectivo o reservarse el derecho a hacerlo en la ejecución del fallo o en un juicio diverso. Alguna jurisprudencia limita el ejercicio de este derecho a los casos de responsabilidad contractual, desestimándolo cuando se trata de la responsabilidad extracontractual. Lo anterior en razón de que para que se entienda configurado un ilícito civil es necesaria la concurrencia del daño, lo cual impondría al demandante el deber de probar los perjuicios para que se dé lugar a la demanda. 265

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No compartimos este criterio por las razones que se consignan latamente en nuestro libro sobre la responsabilidad extracontractual. Si bien para que se configure un ilícito civil debe probarse el daño, ello no implica que éste sea acreditado en forma circunstanciada, en detalle y en su precisa cuantía, basta, para que se entienda consumado el delito o cuasidelito civil, probar genéricamente que concurre el daño. Hasta aquí las cuestiones principales que plantea el cuarto elemento de la responsabilidad contractual (el daño). Creemos que de su estudio se desprende que no puede confundirse el daño indemnizable cuando éste se produce como consecuencia de la infracción de una obligación contractual, con el daño que se sigue de la obligación general de no causar daño a otro por obra de un acto doloso o culpable. A la hora de hacer un estudio comparativo entre ambos tipos de responsabilidad, dejaremos consignadas las diferencias que se advierten entre una y otra.

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VII. QUINTO PRESUPUESTO DE LA RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL La relación causal

433. Este último requisito de la responsabilidad contractual tiene por objeto establecer que existe una relación de causa a efecto entre el incumplimiento y el daño. En otros términos, debe demostrarse que el daño que determina la reparación indemnizatoria tiene como causa inmediata y necesaria el incumplimiento. Este elemento de la responsabilidad ha sido objeto de numerosas discusiones y teorías, muchas de las cuales se remontan a otras disciplinas, como el derecho penal, en donde este tema se ha trabajado muy profundamente. En nuestro libro sobre Responsabilidad Extracontractual abordamos latamente esta materia, enunciado y resumiendo algunas de las muchas teorías que se han formulado a este respecto. 434. Siguiendo a Puig Brutau, diremos que “La relación de causalidad es el enlace objetivo entre dos fenómenos, de manera que no sólo sucede uno después del otro, sino que aquél sin éste no se hubiese producido. Las ciencias naturales explican cuándo un fenómeno es el efecto de otro, pero en ámbito jurídico no es posible hacer depender de criterios físicos o naturales la determinación de la persona o personas obligadas a indemnizar un daño. El derecho ha de tener su propio método para saber cuándo un sujeto es responsable. Esta responsabilidad depende de que se pueda establecer una imputación razonable entre acto u omisión del demandado y el daño sufrido por el demandante”.99 Se advierte, entonces, una evidente diferencia entre la causalidad física y la causalidad jurídica. Hemos sostenido, y creemos haber demostrado, que no existe rela99

José Puig Brutau. Fundamentos de Derecho Civil. Tomo II. Volumen III. Pág. 92.

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ción de causalidad jurídica si está ausente la causalidad material o física. Pero si el acto material esta absolutamente desvinculado del factor de imputación (culpa, dolo o riesgo), es causalmente neutro en el plano jurídico. Cuando ambos se unen (factor material y factor de imputación), entonces es posible indagar si ese hecho desencadenó el daño. De aquí que hayamos escrito para conceptualizar la relación de causalidad en el ámbito jurídico, que es necesario unir a la causalidad material o física los ingredientes de la causalidad jurídica, de suerte que esta última resulta de la combinación de ambos elementos. Queda de esta manera establecido que la relación de causalidad une dos términos de diversa índole: por una parte, la causalidad física (no hay causalidad en ausencia del hecho que genera el daño) y el factor de imputación (culpa, dolo o riesgo). Es por ello que, siendo distintas la causalidad física y jurídica, no surge ésta en ausencia de aquélla. De aquí probablemente nazcan los problemas que plantea este elemento de la responsabilidad. 435. El problema de la causalidad se enturbia considerablemente por dos factores: las llamadas concausas (el daño no es consecuencia de una sino de varias causas que concurren a su producción); y la presencia entre el hecho y el daño de factores extraños que pueden atenuarlo o suprimirlo (interrupción total o parcial del nexo causal). Si la interrupción es total, desaparece la relación causal jurídica, y si es parcial (presencia de concausas), se produce un desplazamiento hacia otro centro de imputación, atenuándose el daño indemnizable respecto del demandado. El tema que analizamos es particularmente difícil si se considera que en la naturaleza ningún hecho ni acción humana se da aisladamente, todos ellos se entrelazan en una sucesión de acontecimientos recíprocamente condicionados. Siendo la vida humana una cadena de hechos unidos y enlazados en un proceso continuo de causas-efectos, antecedentesconsecuencias, no es fácil asignar un determinado resultado con certeza a una acción también determinada. Lo que interesa, entonces, es determinar, en este cuadro, qué hecho o hechos son la causa jurídica de un daño que debe imputarse a una persona. Por consiguiente, lo que se procurará es cortar en algún punto la relación causal que, como se señaló, comienza con la existencia misma del hombre, ante el hecho de que ninguno de sus actos puede generarse o concebirse aisladamente. Analizaremos a continuación, muy someramente, las principales teorías que se han enunciado 268

QUINTO PRESUPUESTO DE LA RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL. LA RELACION CAUSAL

sobre la relación de causalidad, sin perjuicio de fijar nuestra posición en el campo de la responsabilidad contractual. A. PRINCIPALES TEORIAS SOBRE LA RELACION CAUSAL 436. Reconoce la doctrina que sobre esta cuestión existen dos grandes tendencias o sistemas que se expresan en la llamada teoría de la equivalencia de las condiciones y en la teoría de la causalidad adecuada. 1. TEORIA DE LA EQUIVALENCIA DE LAS CONDICIONES Se conoce también como la teoría de la condición sine qua non. Originalmente inspirada por Stuart Mill, fue formulada por el alemán Von Buri en la segunda mitad del siglo XIX. Su planteamiento podría reducirse a una simple fórmula “si el demandado (en este caso el deudor) no hubiere obrado (incumplido la obligación), ¿se habría producido el daño?”. Si el daño no se hubiere producido sin el incumplimiento, este hecho es la causa del daño y el deudor debe repararlo. De lo dicho se sigue que todos los hechos que han concurrido a la producción del daño son causa del mismo y, desde el punto de vista de la responsabilidad, son equivalentes y no puede hacerse distinción alguna entre todos ellos, no pudiendo considerarse unos y desestimarse otros. Por consiguiente, para Von Buri todo hecho o acontecimiento sin el cual no se habría producido el daño es la causa jurídica del mismo. Los efectos de esta teoría podrían resumirse en la siguiente forma: i) Todos los hechos o acciones que concurren a la producción del daño son causa de él y tienen una significación equivalente; ii) Cada causa lo es de todo el daño producido, razón por la cual el autor no puede pretender que se reduzca su responsabilidad por el hecho de que hayan concurrido otras causas (la única reducción posible sería la exposición de la víctima imprudentemente al daño); iii) Si entre las causas se presentan hechos ilícitos atribuibles a terceros, el obligado a reparar tiene acción para repetir total o parcialmente contra sus autores; iv) Las llamadas “predisposiciones”, esto es, las particularidades inherentes a la persona de la víctima o su estado de salud, no tienen influencia alguna en la responsabilidad del autor. 269

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Esta teoría ha sido rechazada con justa razón por la doctrina jurídica, puesto que conduce a excesos insalvables al hacer equivalentes todas las condiciones que concurren a la producción del daño. A nuestro juicio, el error principal de ella estriba en que se opta por la causalidad física o material, con prescindencia de la causalidad jurídica y ello explica que se hayan unido causalmente todos los hechos que materialmente concurren a la producción del resultado. Para paliar las críticas han surgido algunas teorías correctivas, entre ellas las formuladas por Von Liszt y Thyrén, ninguna de las cuales ha conseguido superar sus deficiencias. Esta teoría, llevada al ámbito de la responsabilidad contractual, obligaría, por ejemplo, a considerar responsable al contratante que incumplió la obligación y al tercero (proveedor) que no le proporcionó las especies debidas al deudor, no obstante sus requerimientos. De la misma manera, al transportista que no ejecutó el encargo y a todos quienes impidieron el cumplimiento de esta obligación, al chófer del vehículo que no se presentó a trabajar, al mecánico que no lo reparó oportunamente, incluso a la autoridad que sancionó al transportista y clausuró sus instalaciones. Todas estas conclusiones resultan inaceptables desde una perspectiva civil. 2. TEORIA DE LA CAUSA PROXIMA Para sus autores, la observación de la realidad permite descubrir que, por lo general, el último de los sucesos encadenados determina la producción del resultado o, al menos, lo determina directamente. Por lo tanto, para establecer la causalidad se debe individualizar el último suceso, atribuyendo a él una importancia preponderante en el resultado. Acidamente criticada, esta doctrina conduce también a excesos inaceptables. La proximidad del hecho a la ocurrencia del daño no es un antecedente que permita determinar la causa del mismo. La proximidad cronológica no puede confundirse con la idoneidad de la causa para generar el daño. Llevada al ámbito contractual, esta teoría genera situaciones inaceptables. Así, por ejemplo, si el mandatario a quien se encarga la adquisición de un paquete accionario incumple el encargo, los perjuicios derivados de su encarecimiento por efecto de actos especulativos no serían causados por el deudor (el mandatario), sino por los agiotistas. En una perspectiva civil esta conclusión carece de toda consistencia. 270

QUINTO PRESUPUESTO DE LA RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL. LA RELACION CAUSAL

3. TEORIA DE LA CAUSA EFICIENTE Los autores de esta teoría (Birkmeyer y Kohler) admiten que el resultado dañoso proviene de la totalidad de las condiciones, pero sólo algunas de ellas se elevan a la categoría de causas. La finalidad de esta teoría es introducir una distinción entre condición, causa y ocasión. La causa es la productora del efecto, la condición lo hace posible o elimina un obstáculo, y la ocasión se limita a favorecer la operatividad de la causa eficiente. Se critica esta teoría porque, si bien es cierto que funda la responsabilidad en una causa eficiente del daño, no proporciona un criterio que permita determinar cuál es la causa eficiente del efecto dañoso. Es cierto que puede distinguirse causa, condición y ocasión, pero ello no va necesariamente unido al descubrimiento de la causa que determina el daño. 4. TEORIA DE LA CAUSA MAS EFICAZ O MAS ACTIVA Esta teoría se esmera por seleccionar la causa más eficaz y activa del daño. Se trata de encontrar una condición, la más activa, entre todas aquellas que concurren al resultado. Atilio Aníbal Alterini recurre a un ejemplo para describir esta posición: “Si una persona proporciona fósforos a otra, y ésta causa un incendio, ambas acciones –la del que suministró las cerillas y la del incendiario– son condiciones inexcusables para que se produzca el efecto; pero debe considerárselo causado por el hecho de quien provocó el fuego, por ser la condición más activa o eficaz del efecto”.100 Se objeta esta teoría porque no es siempre posible atribuir a una condición un papel más eficaz y activo, ya que el rol que a cada una de ellas corresponde depende de varios factores. En el ejemplo propuesto es posible que las cerillas se proporcionen a una persona que por su estado y condición se sepa interesada en desatar un siniestro. Tampoco esta teoría ofrece un criterio que sirva para fijar la condición más eficaz y activa, razón por la cual sólo puede decidirse mediante un juicio empírico. En el orden contractual no cabe duda que entre todas las condiciones que concurren al daño será preponderante el incumplimiento, como se analizará más adelante. Atilio Aníbal Alterini. Responsabilidad Civil. Editorial Abeledo-Perrot. 3ª Edición. Año 1987. Págs. 148 y 149. 100

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5. TEORIA DE LA CAUSA ADECUADA Esta teoría es la que recoge mayor adhesión en este momento. Fue planteada en la segunda mitad del siglo XIX por Von Kries. Según ella, un acontecimiento no puede ser considerado causa de un daño por el solo hecho de que se haya probado que sin su ocurrencia el perjuicio no se habría producido. Todos los hechos que concurren a la generación de un daño son condiciones de él, no son su causa, desde el punto de vista de la responsabilidad civil. Sólo es posible considerar causa de un daño los acontecimientos que deberían producirlo normalmente. La relación entre el hecho y el daño que resulta de él debe ser adecuada, no simplemente fortuita. “En otros términos, el que haya cometido una culpa debe reparar todo el perjuicio que era propio que produjera según el curso natural de las cosas y que ha producido efectivamente”.101 Una buena síntesis de esta teoría la aportan algunos autores ingleses más modernos. Según ellos, deben ser reparados los daños que un hombre razonablemente habría considerado como consecuencia natural o probable de su imprudencia o una negligencia. Sólo son causa del daño “los acontecimientos que deberían producir normalmente ese daño; dicho de otro modo, los únicos acontecimientos de los que era normalmente previsible la consecuencia dañosa”.102 Por consiguiente, a la producción de un daño concurre una serie de condiciones, pero no todas ellas juegan el mismo papel respecto del daño. De aquí que la jurisprudencia francesa hable de causas que desempeñan un papel activo y causas que desempeñan un papel pasivo; en tanto para otros autores la causa del daño son sólo aquellos acontecimientos que pueden producirlo normalmente, vale decir, aquellos en que era normalmente previsible la consecuencia dañosa. A fin de no perder la perspectiva de que la relación causal es un dato objetivo y no subjetivar el problema, hemos planteado que la previsibilidad no está relacionada con el autor del daño, sino con los estándares generales que, en alguna medida, introducen un deber social del que nadie puede sustraerse.103 101 Henri y Léon Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo II. Volumen II. Pág. 21. 102 Idem. Pág. 21. 103 Esta teoría se examina detalladamente en nuestro libro Responsabilidad Extracontractual, ya citado, Págs. 382 y siguientes.

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QUINTO PRESUPUESTO DE LA RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL. LA RELACION CAUSAL

Desde la perspectiva de la responsabilidad contractual, esta teoría conduce necesariamente a un hecho como causa del daño: el incumplimiento. Es éste y no otro acontecimiento el que provoca normalmente el efecto dañoso. Es evidente que sin él, el daño no habría podido producirse. Asimismo, el daño causado por el incumplimiento se encuentra tácitamente previsto en la descripción de la “prestación”, como se analizará más adelante. Con todo, siendo esta teoría la que más certeramente contribuye a una respuesta coherente sobre la causalidad, no puede dejarse de lado que ella se funda en la experiencia empírica, en el curso natural de las cosas y los estándares generales, todo lo cual amplía considerablemente las facultades del juez para determinar la causa del daño. 6. TEORIA DE LA PREPONDERANCIA Esta teoría afirma que son causa de un resultado las condiciones positivas en su preponderancia sobre las negativas. Para explicarla se parte de una constatación: cuando se desencadena un movimiento para procurar un determinado fin y se logran superar los obstáculos que se oponen, se persigue provocar una variación en el mundo real. Se afirma entonces que el núcleo causal es la actuación voluntaria del hombre, quien pasa a desempeñar el papel de autor del hecho. De aquí que “el concepto de autor es el que delimita el concepto de causa; autor puede serlo el que quiere el todo del tipo delictivo y no sólo el que quiere una condición. Tanto es así que cuando el derecho quiere responsabilizar por el todo al que sólo ha puesto una condición, crea figuras especiales y excepcionales, como la del homicidio en riña” (Binding). Como puede constatarse, esta teoría introduce un nuevo elemento; el autor. Sin embargo, no constituye ella un aporte esclarecedor del problema, tanto menos en el área de la responsabilidad contractual, en donde la causa es siempre una misma (el incumplimiento) y el autor también uno (el deudor). 7. TEORIA DEL SEGUIMIENTO O DE LA IMPRONTA CONTINUA DE LA MANIFESTACION DAÑOSA Se dice que esta teoría complementa la “causa adecuada”. Se comienza diciendo que el problema es relativamente simple cuan273

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do el daño tiene como antecedente varios hechos contemporáneos. Pero se complica cuando el antecedente del daño se presenta en forma sucesiva a través del tiempo, derivándose un mal de otro mal. Se trata de dilucidar los daños que se producen “en cascada”, caso en el cual debe investigarse cada uno de los eslabones de la cadena causal hasta llegar al punto en que algunos de estos hechos sean considerados causa idónea del resultado dañoso. “Es aquí donde la teoría del seguimiento continuo de la manifestación dañosa tiene verdadera importancia”.104 Para el análisis de esta teoría de ponen ejemplos prácticos, como lo que sucede con un paciente que se interna en una clínica para que se le practique una intervención a consecuencia de lo cual muere (pudiendo ser la causa la afección de que padecía o una mala praxis del personal médico que lo atendió), o de un accidentado que llega a la misma clínica y que muere durante los auxilios que se le dispensan (pudiendo haber muerto por efecto del accidente o por una mala atención de urgencia). En ambos casos la teoría de la causa adecuada no da una respuesta precisa. Es aquí en donde aparece la teoría del profesor Dejean De La Batie. “Dice el autor de esta teoría que debe seguirse sin discontinuidad la marcha del mal y partiendo del daño final es necesario remontar la cadena de las causas explicando cada hecho defectuoso por la defectuosidad del hecho precedente hasta la aparición eventual de una ruptura en la cadena causal. Se debe seguir siempre, según la expresión del autor, l’empreinte continue du mal en remontant despuis le dommage fait ou faute, o sea, el hecho o la culpa de la cual debe responder el damnificado”.105 Esta teoría, en consecuencia, tiene importancia en la medida que se complementa la de la “causalidad adecuada” en lo que dice relación con los daños que se producen en cascada, para los cuales la señalada teoría no tenía una respuesta certera. Hasta aquí las principales teorías que se han enunciado sobre la relación de causalidad y que analizamos en detalle en el libro Responsabilidad Extracontractual, en cuyo campo ellas tienen, como se examinará a continuación, mayor importancia que en el campo contractual.

104 Jorge Bustamante Alsina. Responsabilidad Civil y Otros Estudios. AbeledoPerrot. Buenos Aires. 1995. Pág. 168. 105 Idem. Pág. 170.

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QUINTO PRESUPUESTO DE LA RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL. LA RELACION CAUSAL

B. NUESTRA POSICION: TEORIA DE LA CAUSA NECESARIA 437. Como queda de manifiesto al describir las teorías que se han planteado, lo que la relación de causalidad debe desentrañar es la forma en que se enlaza el hecho imputable (doloso, culpable o riesgoso) y la consecuencia dañosa. En otras palabras, hasta qué punto un hecho antijurídico provoca necesariamente un efecto dañoso y en qué medida. En la vida práctica el daño obedece, casi siempre, a numerosas causas que se entrelazan dinámicamente desencadenando el efecto perjudicial. Por lo mismo, ante la pluralidad de causas es indispensable hallar un método o una fórmula que sirva para seleccionar aquella causa capaz de explicar el efecto que la ley sanciona. 438. Creemos nosotros que entre la responsabilidad contractual y la responsabilidad extracontractual existen diferencias fundamentales que obligan a dar a esta materia un enfoque diverso. Todas las teorías formuladas parecen estar concebidas pensando en la responsabilidad delictual o cuasidelictual, lo cual, unido a la tendencia que postula la unificación de ambas áreas de la responsabilidad, omite las particularidades que corresponden a la responsabilidad contractual. En este ámbito se observan tres diferencias insoslayables que conducen a conclusiones distintas en lo que concierne a la relación de causalidad. 439. En primer lugar, en materia contractual hay un hecho que es la fuente necesaria de la responsabilidad: el incumplimiento contractual. Todo daño contractual ha de estar fundado en el hecho de no haberse desplegado la conducta asumida por el deudor en el contrato. En consecuencia, hay una causa necesaria, sin la cual no surge responsabilidad alguna. Esta característica difiere absolutamente de la responsabilidad extracontractual, en cuyo campo cualquier hecho imputable al demandado, ejecutado dolosa o culpablemente o en contravención con un mandato legislativo expreso, puede generar responsabilidad para su autor. Por consiguiente, la causalidad en el campo contractual está referida a un hecho matriz que no puede estar ausente y que consiste en la infracción de un comportamiento perfectamente descrito en la fuente de la obligación. Por lo mismo, el problema de la causalidad en esta área no consiste en hallar un vínculo entre el hecho y el daño, sino en 275

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determinar si el incumplimiento contractual es la causa del daño que se reclama. En otras palabras, la causalidad en materia contractual consiste en determinar si el daño que se demanda fue provocado por el incumplimiento o por otra causa. Ocurre en esta materia lo contrario de lo que sucede en el campo de la responsabilidad extracontractual, en la cual la causalidad tiene por objeto determinar qué causa produjo el daño. De lo dicho se sigue que la relación causal tiene en materia contractual un sentido propio, negativo y de exclusión, ya que apunta a fijar el efecto dañoso del incumplimiento, más que a la determinación de la causa productora del daño. 440. En segundo lugar, la conducta comprometida en el contrato al momento de generarse la obligación se halla descrita (tipificada) en el acuerdo concluido entre las partes o, en subsidio, por disposición de la ley. Ninguna obligación contractual se contrae en el vacío, siempre ella se gesta sobre la base de un determinado grado de diligencia y cuidado que el deudor está forzado a observar al desplegar su conducta. No acontece lo mismo en la responsabilidad extracontractual, puesto que existe un deber general de cuidado, de carácter social, que se manifiesta en la obligación genérica de no causar daño a nadie en el desarrollo de la vida social. 441. En tercer lugar, la obligación contractual contiene siempre un proyecto que expresa las metas que se procuran alcanzar y que sirve, incluso, para medir provisionalmente el cumplimiento de la obligación (función de la prestación), lo cual no sólo delimita el ámbito y contorno de la conducta debida, sino que el daño que determina la obligación de reparar. 442. Estas tres diferencias permiten formular una teoría especial sobre la relación de causalidad, sólo aplicable a la responsabilidad contractual. Ella se plantea en los siguientes términos: la causa principal y necesaria del daño contractual radica en el incumplimiento, esto es, en el hecho de no desplegarse por parte del deudor la conducta debida y descrita en el contrato; los daños están referidos a las metas descritas en el contrato, los cuales pueden agravarse o atenuarse, pero no diversificarse; y la concurrencia de otras causas imprevistas justificativas del daño (concausas) sólo agravan el incumplimiento doloso (responsabilidad por daños imprevistos), nunca el incumplimiento culpable (responsabilidad por daño previsto). En consecuencia, el problema 276

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causal en la responsabilidad contractual se resuelve con el simple expediente de suprimir mentalmente el incumplimiento de la relación obligacional: si el daño perdura, el incumplimiento no es la causa del mismo; en caso contrario, la causa del efecto dañoso es el incumplimiento. Sobre estos supuestos es posible formular una nueva teoría, circunscrita a la responsabilidad contractual, que junto con establecer la causa necesaria del daño lo delimite en función del proyecto que sirvió de base a la gestación de la obligación. Examinaremos separadamente cada una de estas premisas. 443. Incumplimiento. A lo largo de este trabajo hemos demostrado que la obligación es un deber de conducta típica. De aquí que el deudor se obligue a desplegar la conducta descrita, ya sea en el contrato o, en subsidio, en la ley (artículo 1547 del Código Civil). Por lo mismo, el deudor no responde sino de los perjuicios que se siguen de la inobservancia de la conducta debida, cuando ella causa daño a la contraparte (el acreedor). Al contratar, el deudor limita su libertad en el sentido de imponerse un deber de comportamiento. Ello en virtud de un provecho material o moral que él ha aceptado como contrapartida de la obligación que asume. Si el deudor no cumple, sin perjuicio de ser forzado compulsivamente a comportarse como debía, deberá restaurar el equilibrio patrimonial que generó la nueva situación intersubjetiva creada por el contrato. En consecuencia, el daño tiene una sola causa, que consiste en la infracción al deber de conducta asumido. Todos los daños, por lo mismo, deben provenir de esta inobservancia (error de conducta) que desliga al deudor del deber que libre y voluntariamente asumió al celebrar el contrato. 444. Daños programados. Los daños que se siguen del incumplimiento contractual están previamente programados en cuanto a su naturaleza, entidad y extensión. Recuérdese que el contrato contiene una descripción de los fines que se procuran lograr con la conducta comprometida por el deudor. El papel que corresponde a la “prestación” es doble. Por un lado, determina la meta que el acreedor está interesado en alcanzar (lo que se trata de dar, hacer o no hacer) y, por el otro, sirve como medida provisional de cumplimiento (el hecho de no alcanzarse la prestación constituye una presunción de incumplimiento que altera el peso de la prueba, imponiendo al deudor el deber de probar que ha obrado con el cuidado y diligencia debidos). Por consiguiente, el daño que se 277

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sigue del incumplimiento deberá estar enmarcado en los términos de la “prestación”, puesto que es esta última la que da cuenta de los beneficios que el acreedor aspira lograr al celebrar el contrato. Los daños provenientes del incumplimiento, por ende, no pueden ser normalmente superiores al valor patrimonial de la prestación (beneficio al cual aspira el acreedor), ya que la indemnización tiene por objeto restaurar el equilibrio que rompe el incumplimiento. La prestación, en consecuencia, acota o delimita el marco de los perjuicios, no pudiendo ellos desbordar los beneficios que para el acreedor representa el “proyecto obligacional” expresado en aquélla (la prestación). No obstante lo manifestado, atendido el carácter que atribuimos al daño moral, es posible concebir un perjuicio al margen de la “prestación”, cuando la lesión a los valores y derechos extrapatrimoniales se revierte y se transforma, como se explicó, en daño material. Sólo en esta hipótesis nos parece posible exceder los parámetros aportados por la “prestación” para la determinación y valorización de los perjuicios que se siguen del incumplimiento. En efecto, el daño moral, en cuanto afecta la capacidad laboral, administrativa o intelectual del acreedor (siendo por ello posible su reparación), escapa al provecho que se procuraba alcanzar con la ejecución de la “prestación”, haciendo extensiva la indemnización a bienes que estaban fuera de la órbita del contrato. La indemnización, en general, tiende a dejar al acreedor en la misma situación, como si la prestación se hubiera cumplido. 445. Concurrencia de otras causas (concausas). Comencemos por decir que las concausas pueden clasificarse en el campo contractual en dos categorías que provocan consecuencias distintas. Las primeras son aquellas que operan después del incumplimiento determinando un aumento o una atenuación del daño que aquél produce. Las segundas son aquellas que aparecen coetáneamente con el incumplimiento y que contribuyen a que éste se produzca. Creemos que el tratamiento de ambos tipos de concausa es diverso tratándose de la responsabilidad contractual. Analicemos las primeras. La concurrencia de concausas en la producción del daño puede agravar la responsabilidad cuando el incumplimiento es doloso, haciendo al deudor responsable de todos los perjuicios, incluidos los imprevistos. Se plantea, a propósito de esta cuestión, un problema interesante. ¿Puede el perjuicio imprevisto exceder el beneficio que la “prestación” acuerda al acreedor? Creemos que ello es posible, pero siempre en la perspectiva 278

QUINTO PRESUPUESTO DE LA RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL. LA RELACION CAUSAL

del daño directo, nunca en la perspectiva del daño indirecto. Un ejemplo puede aclarar lo que señalamos. Si se celebra un contrato y el deudor se obliga a suministrar una partida de productos al acreedor, partida que éste, a su vez, está comprometido a transferir a un tercero, ¿qué daños comprende la reparación? Si el incumplimiento es doloso, debe restituirse la cantidad anticipada a cuenta del precio si lo hubo; pagarse el interés que se haya devengado durante el período en que esa cantidad de dinero estuvo en manos del contratante incumplidor; las multas e indemnizaciones en que incurra el acreedor para con el tercero; la utilidad que para el acreedor habría representado el cumplimiento del contrato con el tercero; o bien, en caso de que la mercadería hubiere aumentado considerablemente su valor entre la celebración del contrato y el incumplimiento, la diferencia de precio ocurrida en el dicho lapso (en este último capítulo nos hallamos frente a una concausa del daño, ya que éste no sólo proviene del incumplimiento, sino del hecho de terceros que determinan el encarecimiento de las mercaderías). Todos estos perjuicios son directos, ya que emanan necesaria e inmediatamente del incumplimiento, pero no todos ellos son previstos. Sin embargo, siempre los perjuicios enumerados se encuentran acotados por el beneficio que para el acreedor representa el contenido en la “prestación” (la entrega de la partida de mercadería acordada). Ahora, en la hipótesis de que el incumplimiento sea culpable (el deudor incurre en culpa leve o levísima, atendiendo a lo dispuesto en el contrato), las partidas reparatorias indicadas precedentemente serán otras: no corresponderá pagarse ni las multas en que incurra el acreedor con el tercero (salvo que ellas hayan sido dadas a conocer al deudor antes de contratar), ni el aumento del precio experimentado por las mercaderías debidas entre la celebración del contrato y el incumplimiento, puesto que se trata de perjuicios que no pudieron preverse al contratar. En todo caso, insistimos, los perjuicios que deben indemnizarse están delimitados por la “prestación” y son una consecuencia, previsible en un caso e imprevisible en otro, de no haberse realizado aquella “prestación”. En resumen, las concausas pueden agravar la responsabilidad, afectando al deudor cuando éste incumple dolosamente, ya que la concausa, en el campo contractual, es generalmente imprevisible. Si el incumplimiento es culpable, las concausas sólo deben considerarse en el supuesto de que ellas hayan sido previstas o hayan debido preverse al tiempo de celebración del contrato. 279

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Más difícil es resolver si una concausa puede atenuar la responsabilidad del deudor incumplidor y, en tal caso, sobre qué bases. Es indudable que puede el daño, cuyo antecedente original se encuentra en el incumplimiento, aumentar o ampliarse en virtud de una concausa. Así, por ejemplo, si un médico incumple un contrato y culposamente daña la salud del paciente, es posible que este daño se profundice y extienda en el tiempo por una mala atención hospitalaria, o de los paramédicos u otros servicios de apoyo. El médico tratante no puede asumir la plenitud de la responsabilidad si los daños no provienen necesaria e inmediatamente del incumplimiento imputable. En esta hipótesis, el daño indemnizable se reduce sobre la base de asignar al médico los daños que corresponden a la pérdida de los beneficios descritos en la “prestación”, excluyendo los daños que provienen de otros hechos anexos al incumplimiento. ¿Cómo debería proceder el juez? Para calcular los daños imputables al deudor, deberá suprimir hipotéticamente los hechos atribuibles a los terceros (concausas) y proyectar el daño que provoca el incumplimiento como si aquellas concausas no hubiesen operado. Siguiendo este método, en verdad no se atenúa la responsabilidad del deudor, sino que se la pondera en la medida que corresponde, esto es, acotando los daños a los efectivamente provocados por el incumplimiento. Quizás sea por esto que, en el día de hoy, se asigna una responsabilidad solidaria a todos quienes intervienen en el equipo médico, incluido el establecimiento hospitalario en que se realiza el tratamiento que da origen a la responsabilidad. El planteamiento hecho ofrece una dificultad adicional. El daño que obedece a varias causas, cuando ellas se unen para producirlo, no puede ser fraccionado, ya que la concausa sólo tiene carácter de tal ligada a otras causas. En ausencia de estas últimas, la concausa no habría provocado daño ninguno. Siguiendo el ejemplo, si el paciente hubiere sido bien intervenido, la tarea de los paramédicos no habría aumentado el daño, ni los servicios hospitalarios habrían acusado fallas adicionales. Sin embargo, esta objeción tiene una respuesta lógica. Producido el incumplimiento, este pasa a integrarse como un dato más de la realidad, razón por la cual se transforma en una condición del daño como cualquier otra. Así las cosas, la concausa actúa como si fuere independiente y autónoma respecto del incumplimiento. Nada tiene de particular, entonces, que pueda dividirse la dañosidad entre las diversas concausas que intervienen, como se señala. 280

QUINTO PRESUPUESTO DE LA RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL. LA RELACION CAUSAL

Analicemos las segundas (aquellas que operan coetáneamente con el incumplimiento). El tratamiento legal de estas concausas es distinto. A juicio nuestro, no hay concausas del incumplimiento que puedan alegarse para atenuar o mitigar la responsabilidad. Si un hecho impide que el deudor despliegue la conducta debida, puede alegar la interrupción del nexo causal (caso fortuito, hecho de un tercero o culpa del acreedor), pero no una concausa generadora del daño. Pero el incumplimiento no admite concausas. O el deudor desarrolla la conducta debida o no la desarrolla y, en este último caso, o se exime de responsabilidad ante la imposibilidad de cumplir o reclama contra el tercero que le impidió cumplir, sin perjuicio de responder a su acreedor. Tampoco opera en la responsabilidad contractual el principio de compensación de culpas contemplado en el artículo 2330 del Código Civil. Lo anterior tiene una sola excepción, si bien es discutible que tenga este carácter. Fácil resulta advertir las diferencias que en lo concerniente a la relación de causalidad existen entre la responsabilidad contractual y la responsabilidad extracontractual. En esta última, la causa del daño puede ser cualquier hecho ilícito sin ninguna exclusión (incluso hay quienes sostienen que el ejercicio del derecho en ciertos casos puede conformar un delito o cuasidelito civil), y los daños que deben repararse cubren todos los derechos e intereses reconocidos por el ordenamiento (impera el principio de la reparación integral del daño). Por lo mismo, la relación de causalidad es más abierta, requiere de un método más amplio, capaz de cubrir todos los hechos y todos los daños sin que existan factores que acoten o restrinjan la responsabilidad. Carece de sentido, igualmente, aludir a la previsibilidad o imprevisibilidad del daño, categorías que no desempeñan papel alguno a la hora de fijar los rubros y cuantía de la indemnización. Tampoco interesa distinguir entre el daño causado dolosamente y el daño causado culpablemente, ya que la consecuencia indemnizatoria es la misma, así se trate de un delito o cuasidelito civil. Es curioso comprobar que los autores no han reparado en las diferencias que se registran en lo precedente y traten de la relación de causalidad sin formular distinción alguna. Es cierto que aplicando las teorías enunciadas puede llegarse al mismo resultado, puesto que el juez deberá considerar, a la hora de fijar los perjuicios, sólo aquellos que, en alguna medida, sean consecuencia de la ausencia de la “prestación”. Pero el análisis puede también conducir a equívocos y desembocar en un error. La aplicación de la teoría que postulamos preserva al tribunal de incurrir en excesos. 281

RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL

Creemos que la teoría que hemos denominado de la “causa necesaria” pone acento en que los daños que se reparan contractualmente provienen de un hecho basal y están determinados por la estructura misma de la obligación en cuanto deber de conducta típica, la cual gira en función de una proyección de resultado (la prestación), nada de lo cual ocurre en los demás ámbitos de la responsabilidad. De aquí que no sea posible, como se ha intentado, unificar todos los sistemas de responsabilidad. Si ello se lograra, teóricamente se uniformarían dos institutos diversos en su esencia. C. INTERRUPCION DEL NEXO CAUSAL 446. La interrupción del nexo causal implica que entre el hecho y el daño actúa una “causa extraña” que interfiere la relación causal. En otras palabras, el daño no puede ser atribuido al deudor, porque él (el daño) no proviene causalmente de su acción, sino que de otro hecho. En el fondo, la interrupción del nexo causal implica reconocer que no ha sido el hecho del deudor el que provocó el perjuicio, quedando, por lo mismo, este último exonerado de responsabilidad. 447. Nuestra ley no resuelve este problema de manera sistemática, sino que en diversas disposiciones que, en todo caso, permiten elaborar una teoría coherente sobre la materia. Diversa es la situación en el derecho francés, ya que el artículo 1147 del Código Civil dispone que el deudor está obligado a reparar el daño sufrido por el acreedor “siempre que no justifique que la inejecución proviene de una causa extraña”, y el artículo 1148, que “no hay lugar a indemnización por daños y perjuicios cuando, a causa de fuerza mayor o caso fortuito, el deudor se vio impedido de dar o hacer aquello a que estaba obligado o hizo lo que le estaba prohibido”. En nuestro Código Civil los artículos 1547 inciso 2º, 1558 inciso 2º, 1672 inciso 2º, 1677 y 1827 conducen a la misma conclusión. En todas estas disposiciones hay una clara referencia a la interrupción del nexo causal, sea que se produzca por efecto del caso fortuito, la acción de un tercero o el hecho de acreedor. En esta última hipótesis, la solución dada en nuestra ley a la interrupción del nexo causal por hecho del acreedor es especial. En efecto, a propósito del contrato de compraventa y la obligación del vendedor de entregar la cosa vendida, se dice: “Si el comprador se constituye en mora de recibir, abonará al 282

QUINTO PRESUPUESTO DE LA RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL. LA RELACION CAUSAL

vendedor el alquiler de los almacenes, graneros o vasijas en que se contenga lo vendido, y el vendedor quedará descargado del cuidado ordinario de conservar la cosa, y sólo será responsable del dolo o de la culpa grave”. Como puede observarse, el hecho del acreedor genera dos consecuencias, ya estudiadas en las páginas anteriores (Capítulo III letra E. 3.1): el derecho del deudor a obtener la reparación de los daños y la descarga al deudor de la culpa de que responde. Sobre estos principios puede plantearse, en lo concerniente a la relación de causalidad, la interrupción de este nexo. a. HECHOS QUE INTERRUMPEN EL NEXO CAUSAL 448. Las causas extrañas que interrumpen el nexo causal son, entonces, tres: el caso fortuito o fuerza mayor, el hecho de un tercero, y el hecho o culpa del acreedor. Al aparecer en cualquiera de estas circunstancias, desaparece, correlativamente, la relación de causalidad que une al hecho (incumplimiento contractual) con el daño que éste provoca. De aquí que se trate de causales de exoneración de responsabilidad. Más allá de las consecuencias jurídicas que se siguen de la concurrencia de una “causa extraña”, cuestión que se analizará más adelante, lo que interesa es constatar que el daño queda vinculado a un hecho ajeno al deudor, perdiendo el incumplimiento toda capacidad de producir el daño que debe repararse. 449. Estimamos nosotros que una correcta sistematización de esta materia obliga a reconocer que una causa extraña hace desaparecer o neutraliza desde una perspectiva jurídica el factor de imputación. Es por ello que hemos tratado del caso fortuito, el hecho del tercero y la culpa del acreedor en el Capítulo III (El reproche subjetivo u objetivo al infractor. Factor de imputación), Párrafo E (Causas extrañas a la relación obligacional que eliminan los efectos del factor de imputación). Es allí en donde, a nuestro juicio, corresponde su análisis, ya que estas causas extrañas hacen desaparecer la culpa (intencional y no intencional). 450. Sin perjuicio del tratamiento que a esta materia hemos dado en el lugar que corresponde, conviene dejar sentado que las “causas extrañas” que interrumpen el nexo causal y exoneran de responsabilidad son las mismas, cualquiera que sea el factor de imputación, así se trate de la culpa o del riesgo. Si el incumplimien283

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to ha sido provocado por caso fortuito o fuerza mayor, es evidente que el daño que sufre el acreedor no sobreviene por efecto del incumplimiento, sino del hecho que lo desencadenó. Nótese que el incumplimiento existe (se ha dejado de desarrollar la conducta debida), pero éste ha sido consecuencia de otro hecho que el deudor no estaba obligado a atajar con la diligencia y cuidado debidos. De aquí que sea correcto decir que ha habido interrupción del nexo causal. Por ejemplo, si la “prestación” convenida en el contrato no puede ejecutarse en la forma convenida por efecto de un terremoto o de una inundación, desaparece el nexo causal entre el incumplimiento y el daño (el daño no se debe al incumplimiento, sino al terremoto o a la inundación). Lo que ha sucedido, en el fondo, es que la causa del daño se retrotrae a la causa del incumplimiento y, al desaparecer el factor de imputación, el incumplimiento pasa a ser un hecho jurídicamente inidóneo para producir el daño. O sea, la causa extraña elimina el factor de imputación al provocar la interrupción del nexo causal. 451. Lo propio ocurre cuando actúa el hecho de un tercero. La única particularidad consiste en que no se trata de un hecho de la naturaleza o una decisión de la autoridad, sino de una acción proveniente de cualquier otro sujeto. Es esta actividad la que impide el cumplimiento de la obligación, como sucede cuando, por ejemplo, un tercero destruye la cosa debida o impide de hecho que el deudor despliegue la conducta comprometida. De aquí que el tratamiento que nuestra ley da al hecho del tercero sea el mismo que se da al caso fortuito. Finalmente, si es el acreedor el que con su conducta imposibilita el cumplimiento de la obligación (mora del acreedor), es evidente que la causa del daño no puede ser imputable al deudor. Sobre este último punto, conviene precisar que, a juicio nuestro, los obstáculos que el acreedor pone al deudor para el cumplimiento de la obligación deben ser de tal naturaleza que exoneren al deudor del deber de despejarlos, actuando con la diligencia y cuidado debidos. No cualquier escollo puesto por el acreedor permite al deudor eximirse de responsabilidad, sólo aquellos que efectivamente excedan el deber de diligencia de que se responde para el cumplimiento de la obligación. Así, por ejemplo, la ausencia momentánea del acreedor del lugar en que debe pagarse, el cambio de domicilio, el desconocimiento de la cuenta en que debe depositarse el precio, etc., no constituyen una interrupción del nexo causal ni exoneran de culpa, tanto más cuanto que 284

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todas estas circunstancias están previstas en la ley (pago por consignación). En suma, el hecho del acreedor importa la presencia de un obstáculo de tal entidad, que el deudor no esté obligado, en razón de la diligencia y cuidado de que responde, a despejarlo. b. EFECTOS SECUNDARIOS QUE PUEDE PRODUCIR LA INTERRUPCIÓN DEL NEXO CAUSAL

452. Si por cualquiera de estos hechos se interrumpe el nexo causal, puede surgir otra obligación conforme a las reglas generales de derecho, pero, en todo caso, autónoma de la anterior. 453. Extinguida la responsabilidad del deudor por caso fortuito o fuerza mayor, es posible que, atendida su naturaleza, surja una nueva obligación. Por ejemplo, si el caso fortuito fue un incendio, puede el autor del mismo (persona diferente del deudor y del acreedor) estar obligado a indemnizar los perjuicios al acreedor. Si la causal que extinguió la responsabilidad del deudor fue la fuerza mayor (acto de autoridad), la Administración puede estar obligada a reparar los daños si la autoridad se excedió en el ejercicio de sus funciones, etc. 454. Lo mismo ocurre tratándose del acto de un tercero, caso especialmente contemplado en el artículo 1677 del Código Civil. La responsabilidad del deudor se extingue, pero el acreedor puede exigir “que se le cedan los derechos o acciones que tenga el deudor contra aquellos por cuyo hecho o culpa haya perecido la cosa”, dice la ley. Es bien obvio que en la misma hipótesis (hecho de un tercero como elemento de interrupción de la relación causal) existirán casos en que los derechos y acciones corresponderán directamente al acreedor. Asimismo, la norma citada está referida a la destrucción de la cosa debida, pero ello es igualmente aplicable a cualquier otro supuesto en que el hecho del tercero impida el cumplimiento de la obligación. 455. Finalmente, como queda patente en las páginas anteriores, en el evento de que el elemento interruptivo sea la culpa del acreedor, deberá éste pagar los daños que se causen, situación que, como puede constatarse, está expresamente contemplada en el artículo 1827. 285

RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL

456. ¿Qué relación existe entre la obligación incumplida y la nueva obligación, en los casos en que efectivamente esta última pueda surgir? En este punto la cuestión es muy relativa. Habrá situaciones en que será muy importante la antigua obligación, como cuando los perjuicios estén representados por la “prestación” que no se alcanzó a ejecutar. En otros casos, será menos importante o carecerá de toda significación, como cuando el acreedor deba pagar perjuicios al deudor por los obstáculos que impuso para cumplir. 457. Finalmente, digamos que en otros tantos casos de la interrupción del nexo causal no se seguirá otra u otras consecuencias jurídicas. Así sucederá, casi siempre, de la ocurrencia de un caso fortuito (hecho de la naturaleza), cuyos efectos se agotarán con la extinción de la obligación. Todo lo cual no importa desconocer que, en ciertos casos, la misma ley dispone algunos efectos especiales para resolver estos problemas. Tal ocurre, por ejemplo, con lo previsto en el artículo 1675 del Código Civil, en el cual se reglamenta lo que sucede cuando la especie o cuerpo cierto perdido reaparece. En tal evento, puede el acreedor reclamarla, restituyendo lo que hubiere recibido en razón de su precio. Lo propio sucede en lo previsto en el artículo 1590 del Código Civil, cuando dice: “Si el deterioro (de la especie o cuerpo cierto debido) ha sobrevenido antes de constituirse el deudor en mora, pero por hecho o culpa suya, sino de otra persona por quien no es responsable, es válido el pago de la cosa en el estado en que encuentre; pero el acreedor podrá exigir se le ceda la acción que tenga el deudor contra el tercero, autor del daño”. Como puede comprobarse, las soluciones del legislador están enmarcadas en los mismos principios. c. INTERRUPCIÓN DEL NEXO CAUSAL EN LA RESPONSABILIDAD OBJETIVA

458. Como se ha explicado latamente en las páginas precedentes, la responsabilidad objetiva en Chile exige de un texto expreso, que imponga la obligación de indemnizar por la sola ocurrencia de un hecho dañoso, sin que sea necesario invocar la existencia de un factor subjetivo de imputación (culpa intencional o no intencional). Se trata, entonces, de una responsabilidad excepcional, que altera los requisitos generales de la responsabilidad civil y que, en contados casos, afecta también a la responsabilidad contractual. 286

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Hemos afirmado que este tipo de responsabilidad está fundado en una especie de culpa moderna que corresponde al riesgo creado. Ya no se trata de sancionar al deudor de mala fe (doloso) o que no se comporta con la diligencia y cuidado debidos (culposo), sino a quien causa un daño en el desarrollo de una actividad peligrosa, cualquiera que sea su disposición interior y por el solo hecho de producir el daño. En otros términos, existen ciertas actividades en que todo daño, causalmente imputable al sujeto, debe ser reparado por éste, sin otro antecedente que provenir de una actividad riesgosa (aeronáutica, nuclear, etc.) Más claro aún, se ha sustituido el elemento subjetivo de la responsabilidad por un elemento objetivo que lleva implícito un riesgo (situación de peligro que posibilita la ocurrencia de daños). 459. En este tipo de responsabilidad, que supone la existencia de una norma especial que califique la actividad, sólo se exigen tres elementos: la existencia de la obligación contractual (estamos en el campo de la responsabilidad proveniente del incumplimiento de una obligación emanada de un contrato), el daño y la relación causal. Para imponer el deber de reparación se deberá, por ende, acreditar la obligación contractual, el daño y la relación de causalidad entre uno y otro. 460. Cabe preguntarse: ¿De qué manera puede interrumpirse la relación de causalidad por obra de las “causas extrañas” antes mencionadas? La respuesta obliga a formular algunas distinciones. Desde luego, el caso fortuito o fuerza mayor sólo interrumpe el nexo causal, cuando la ley, en términos formales y explícitos, lo permite. En el silencio de la ley, no cabe alegar este tipo de interrupción. Lo anterior porque el caso fortuito o fuerza mayor elimina la imputabilidad subjetiva, la cual, como quedó explicado, no es presupuesto de la responsabilidad objetiva. De suerte que el caso fortuito o fuerza mayor pasa a ser una excepción calificada por la ley sólo en ciertos casos. Así ocurre, por ejemplo, en el artículo 146 del Código Aeronáutico, que dispone que “El transportador sólo podrá liberarse de la obligación señalada en el artículo 143 (deber de indemnizar en caso de muerte o lesiones causadas a los pasajeros durante su permanencia a bordo de la aeronave o durante la operación de embarque o desembarque): c) si el daño es consecuencia de un delito del que no sea autor un tripulante o dependiente del transportador o explotador”. Nótese que en este caso 287

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ni siquiera existe la posibilidad de alegar cualquier caso fortuito, sino sólo el delito ajeno a los dependientes de quienes ejecutan el transporte o lo explotan. 461. Tratándose del hecho de un tercero, no se entiende interrumpido el nexo causal, salvo que la ley lo disponga expresamente, como sucede en el Código Aeronáutico. En consecuencia, la norma es la misma. Para que el deudor no responda será necesario que la misma ley que impone la responsabilidad objetiva permita excepcionarse por esta causal. 462. Finalmente, cuando la causa del daño es el hecho propio del acreedor, la cuestión es diferente. En este caso, la relación causal se interrumpe, por regla general, y sólo podría persistir la responsabilidad del deudor si la ley así lo estableciera expresamente. Creemos que esto no puede ser de otro modo, porque se estaría imponiendo al deudor la obligación de indemnizar los daños que ha provocado el propio acreedor, razón por la cual la causa del daño radicaría en la actividad de quien sufrió el perjuicio. Esta figura rompe todos los principios generales comprometidos en esta materia: “nadie puede enriquecerse sin una causa real y justa”, “nadie puede valerse de su propia culpa”, “los contratos deben ejecutarse de buena fe”, “nadie puede proceder contra sus propios actos”, etc. El Código Aeronáutico, que hemos seguido para ejemplarizar esta situación, prescribe en el artículo 170: “Será causal para eximir o atenuar la responsabilidad, el hecho de que la víctima del daño fuere quien lo causó, contribuyó a causarlo o se expuso a él imprudentemente”. Esta norma está ubicada en el Capítulo V del Título IX del Código Aeronáutico, sobre “Disposiciones Generales” relativas a la “Responsabilidad Aeronáutica”, razón por la cual tiene plena aplicación en los contratos que se celebran para el ejercicio de esta actividad. De lo dicho se infiere, entonces, que interrumpe el nexo causal el hecho del acreedor, salvo, como se dijo, que exista una norma expresa en contrario. 463. Por lo tanto, las “causas extrañas” que interrumpen el nexo causal no actúan siempre de la misma manera en el campo de la responsabilidad subjetiva que en el campo de la responsabilidad objetiva, aun cuando en ambas áreas tiene una importancia trascendental para los efectos de establecer la responsabilidad contractual.

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VIII. DERECHO DE PRENDA GENERAL

464. Una de las bases prácticas en que descansa la responsabilidad contractual es el “derecho de prenda general” consagrado en el artículo 2465 del Código Civil, que establece: “Toda obligación personal da al acreedor el derecho de perseguir su ejecución sobre los bienes raíces o muebles del deudor, sean presentes o futuros, exceptuándose solamente los no embargables”. De acuerdo a esta disposición, al contraerse una obligación, el deudor automáticamente compromete todo su patrimonio en el cumplimiento de la misma. De aquí que el artículo 2469 del Código Civil señala que “los acreedores, con las excepciones indicadas en el artículo 1618, podrán exigir que se vendan todos los bienes del deudor hasta concurrencia de sus créditos, incluso los intereses y los costos de la cobranza, para que con el producto se les satisfaga íntegramente si fueren suficientes los bienes, y en caso de no serlo, a prorrata, cuando no haya causas especiales para preferir ciertos créditos, según la clasificación que se sigue”. Acto seguido nuestra legislación señala en forma circunstanciada las causas de preferencia, que según el artículo 2470 son sólo dos: el privilegio y la hipoteca. En suma, entonces, el deudor al obligarse afecta la totalidad de su patrimonio, con la sola exclusión de los bienes inembargables (que no pueden subastarse), confiriendo al acreedor un derecho que garantiza el cumplimiento de la obligación. 465. El “derecho de prenda general” puede definirse como la afectación, por el solo ministerio de la ley, de la totalidad de los bienes embargables del deudor al momento de contraer la obligación, a fin de asegurar el cumplimiento de la misma, facultando al acreedor para exigir su realización y hacerse pago con las modalidades y preferencias consagradas en la ley. 289

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Debe comenzarse por destacar que se trata de una verdadera ficción legal, según la cual el deudor al obligarse afecta voluntariamente su patrimonio al cumplimiento de la obligación, pero sin perder la administración y facultad de disposición sobre todos sus bienes. Para explicar este fenómeno y el efecto dinámico que genera la administración del patrimonio, se recurre a la subrogación, ya que se supone que el deudor queda autorizado para enajenar y gravar sus bienes, todo lo cual es substituido por lo que recibe como consecuencia de ello. De esta manera, su patrimonio, al menos teóricamente, conserva su integridad original. Por consiguiente, la afectación de los bienes del deudor no entorpece el comercio jurídico ni conduce a entrabar su libre circulación, principio rector en nuestra legislación. 466. Los caracteres del derecho de prenda general son cinco: es universal, constituye una garantía, se funda en la igualdad de los acreedores, no entraba las facultades de administración y de disposición del deudor, y confiere un derecho de realización de los bienes del deudor incumplidor. Analizaremos brevemente cada una de estas características: 467. Universalidad. El derecho de prenda general, como lo señala el artículo 2465 del Código Civil, comprende todos los bienes del deudor, con la sola excepción de los bienes no embargables enumerados en el artículo 1618 del mismo Código. Esta norma debe entenderse complementada por el artículo 445 del Código de Procedimiento Civil, que conforma una versión más moderna de los bienes del deudor que no quedan afectos al cumplimiento de sus obligaciones. El fundamento de la inembargabilidad es esencialmente social. En otros términos, se trata de sustraer ciertos bienes de la afectación dispuesta en el artículo 2465 del Código Civil, atendido el hecho de que ellos son de vital importancia para la continuidad de vida del deudor y de su familia. De allí que no se trate de bienes incomerciables, que no sean susceptibles de realizar actos jurídicos a su respecto, sino de bienes que, atendida la titularidad de su dominio, no quedan afectos al cumplimiento de las obligaciones del deudor. La ley alude tanto a los bienes presentes como futuros, lo cual hace posible que opere al interior del patrimonio la subrogación, permitiendo que algunos bienes (los que salen del mismo) sean reemplazados por otros (los que entran al patrimonio). De esta manera, como se dijo, no se obstruye la libre 290

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circulación de los bienes ni se pierde el dinamismo que requiere su administración. Ciertamente, todo acreedor está expuesto a los vaivenes propios de la fortuna del deudor. Su enriquecimiento o empobrecimiento por causas fortuitas no pueden alterar la obligación. Tampoco la altera la administración descuidada o negligente del patrimonio, sin perjuicio de las medidas conservativas que es posible impetrar y a las que nos referiremos en el capítulo siguiente. Lo que la ley permite atacar son los actos dolosos, ejecutados con mala fe y encaminados a eludir el cumplimiento de la obligación, haciendo ilusorio este derecho de garantía, cuestión que también trataremos más adelante. En suma, el “derecho de prenda general” abarca todos los bienes del deudor (todo el activo del patrimonio) con la sola excepción de los bienes inembargables. 468. Garantía. El derecho de prenda general es una garantía legal instituida en favor del acreedor. Esto implica que es la ley la que, en términos generales, asegura la afectación de los bienes del deudor al cumplimiento de sus obligaciones. De allí que frente al incumplimiento puedan perseguirse los bienes del deudor, no aquellos que estaban en su dominio al momento de contraerse la obligación, sino los que éste tiene al momento en que ella se hace exigible. Cabe preguntarse ¿es posible que el deudor limite esta garantía a bienes determinados, excluyendo los demás del derecho de prenda general? Nosotros estimamos que ello no es posible, sino en los casos y con las exigencias impuestas en la ley. Toda limitación de responsabilidad (como sucede por ejemplo en las sociedades colectivas de responsabilidad limitada, o en las empresas individuales de responsabilidad limitada, o en las sociedades anónimas) debe hallarse autorizada expresamente en la ley, por la trascendencia que ello tiene en el comercio jurídico. Lo que sí pueden hacer los particulares es afectar otros bienes al cumplimiento de sus obligaciones o conferir preferencias a un acreedor para el pago de sus créditos, pero no sustraer bienes del derecho de prenda general. En tal caso se vulneraría un principio de orden público. 469. Igualdad. En principio todos los acreedores concurren en derecho de prenda general en igualdad de condiciones, sin atender al hecho de que una obligación se haya contraído antes y otra después. Ello no altera este instituto si se considera que por una ficción del legislador, al interior del patrimonio opera una subrogación, de suerte que los bienes que salen son reemplazados por 291

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los bienes que entran. Así, por ejemplo, si el deudor vende una casa, junto con salir ésta de su patrimonio, ingresa el derecho a cobrar el precio, cantidad de dinero que sustituye al bien raíz. Como el derecho de prenda general comprende todos los bienes presentes y futuros, puede presumirse que el patrimonio no ha experimentado un detrimento y que se mantiene incólume. La ley, para recalcar el principio de igualdad entre los acreedores, se coloca en dos hipótesis diversas: que los bienes del deudor sean suficientes para cubrir todas las obligaciones (caso en el cual no existe problema alguno); y que los bienes sean insuficientes para cubrir todas las obligaciones. En este último evento, se prorratean los medios de pago entre todos los acreedores (recibiendo cada uno el mismo porcentaje de sus acreencias). Sólo es posible reclamar una preferencia (privilegio o hipoteca) en los casos establecidos en la ley y concurriendo los requisitos consignados en ella. Sobre esta materia existe también un principio de orden público comprometido, razón por la cual no es posible pactar una preferencia que no sea en el marco legal. 470. Administración y disposición. Esta característica es, quizás, la más singular del derecho de prenda general. Si bien todos los bienes embargables del deudor quedan afectos al cumplimiento de sus obligaciones, esta afectación legal no entraba ni delimita la facultad de administración y disposición que corresponde al deudor sobre sus bienes. Estas facultades sólo pueden restringirse por medio de una medida conservativa expresamente dispuesta por tribunal competente. Ya hemos indicado que la justificación legal de este estatuto reside en la subrogación que opera al interior del patrimonio. Para paliar este carácter y proteger los derechos de los acreedores, la ley no sólo permite impetrar medidas conservativas (entre ellas, medidas precautorias), sino, además, atacar los actos ejecutados en fraude de los acreedores cuando el deudor se halla en estado de insolvencia (incapacidad para hacer frente a todas sus obligaciones) y los actos se ejecutan en perjuicio de los acreedores. El deudor no responde de la mala administración de sus bienes ni de los errores en que incurre en los actos de disposición. En tales casos, puede el acreedor, como se dijo, impetrar providencias conservativas o hacer uso de otros derechos excepcionales (como la caducidad del plazo, por ejemplo), pero de la mala administración no se sigue responsabilidad para el deudor. Indudablemente, es ésta la única manera de que puedan conciliarse el 292

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derecho de prenda general, la libre circulación de los bienes y las facultades del deudor para manejar su patrimonio. 471. Realización de los bienes afectos al derecho de prenda general. Finalmente, este derecho otorga al acreedor la facultad de exigir que todos los bienes embargables del deudor sean realizados y con su producido pagar los créditos pendientes. El efecto práctico del derecho de prenda general está representado por esta facultad de realización. No tienen los acreedores, en general, derecho a pagarse con preferencia ni a perseguir los bienes que hayan sido transferidos entre la constitución de la obligación y su incumplimiento. De aquí que no sea afortunada la denominación de este instituto, puesto que el derecho de prenda da preferencia (privilegio de segunda clase), facultad de persecución y de realización. Se ha discutido cómo expresa el deudor su voluntad para la venta de sus bienes cuando el acreedor exige la realización de ellos. La respuesta es obvia, al momento de constituirse la obligación y afectarse los bienes del deudor a su cumplimiento, éste expresa su voluntad y faculta al juez para representarlo. Existe, entonces, una suerte de voluntad tácita, puesto que la ley especifica qué ocurre al momento de contraer la obligación: afectación de sus bienes, autorización para venderlos, compromiso de administrar de buena fe, etc. (artículos 497 y 532 del Código de Procedimiento Civil y 671 inciso 3º del Código Civil). 472. Podemos afirmar, sin ambages, que la responsabilidad contractual, sin el derecho de prenda general, quedaría reducida a una expresión inútil. El acreedor hace valer su derecho sobre el patrimonio de su deudor, así se reclame un cumplimiento en especie o por equivalencia. En el primer caso, o el bien que se persigue está en el activo del patrimonio del deudor y el cumplimiento forzoso permite que sea transferido al acreedor; o, si no lo estuviera, se deberá la respectiva indemnización compensatoria, la que se hará valer sobre los demás bienes que componen el derecho de prenda general. Lo propio ocurrirá en las obligaciones de género. Por lo tanto, el derecho de prenda general es un concepto básico en el campo de la responsabilidad contractual que no puede omitirse para su estudio.

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IX. DERECHOS AUXILIARES DEL ACREEDOR Objetivos

473. Abordaremos, ahora, los llamados derechos auxiliares del acreedor. Los derechos principales del acreedor son el cumplimiento forzoso y la resolución del contrato (artículo 1489 del Código Civil), en ambos casos con indemnización de perjuicios. El cumplimiento forzoso, unido a la indemnización moratoria, destinada a reparar los perjuicios que se siguen del retardo culpable de la obligación, restablecen al acreedor en el pleno goce de los beneficios a que tenía legítimo derecho, puesto que se obtiene, por este medio, la ejecución de la prestación y la reparación del daño experimentado por el retraso en el cumplimiento. La resolución, unida a la indemnización moratoria y compensatoria, cumple también con el propósito de sustituir los beneficios a que tenía derecho el acreedor, pero mediante una conducta de reemplazo que debe satisfacer los mismos intereses que constituían la prestación. De aquí lo dispuesto en el artículo 1556 del Código Civil, que hace una expresa referencia a los componentes de la indemnización de perjuicios “de no haberse cumplido la obligación, o de haberse cumplido imperfectamente, o de haberse retardado el cumplimiento”. 474. Los derechos auxiliares del acreedor son sustancialmente cuatro: las medidas conservativas, la acción oblicua o subrogatoria, la acción pauliana y el beneficio de separación. Tratamos este tema al concluir este trabajo, porque todos ellos están directamente relacionados con la obligación de indemnizar los perjuicios que se siguen del incumplimiento, esto es, con la responsabilidad del deudor como consecuencia de no haber desplegado la conducta que le impone el contrato. En efecto, las medidas conservativas, en su mayoría, tienen por objeto, como se analizará, afectar los bienes del deudor al pago de los perjuicios derivados del incumpli295

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miento. A través de la acción oblicua o subrogatoria se procura ejercer los derechos del deudor, a fin de incrementar su patrimonio y con ello su “derecho de prenda general” consagrado en el artículo 2465 del Código Civil. Mediante la acción pauliana o revocatoria se intenta evitar que este “derecho de prenda general” disminuya en desmedro de las expectativas indemnizatorias del acreedor. Por último, con el beneficio de separación se impide que el patrimonio del deudor fallecido se confunda con el patrimonio de sus herederos en provecho de los acreedores de éstos y en perjuicio de los acreedores de aquél. 475. Como puede observarse, los derechos auxiliares del acreedor descansan sobre una base práctica, cual es hacer posible que el deudor repare los perjuicios causados y pague la indemnización a que sea eventualmente condenado. 476. Al obligarse, toda persona afecta la totalidad de sus bienes, en los términos del precitado artículo 2465 del Código Civil. Por lo tanto, ellos quedan bajo la tutela del juez, quien podrá disponer de los mismos (enajenarlos) por medio de una subasta pública y obtener los recursos monetarios que servirán para cancelar la indemnización (toda indemnización se paga necesariamente en dinero). Esto explica que embargados los bienes del deudor, pueda el juez transferirlos a nombre y en representación del deudor, suscribiendo el contrato y haciendo tradición de los mismos al adquirente. Esto también explica que los únicos bienes que quedan excluidos de esta afectación sean los inembargables (bienes que por disposición de la ley están excluidos del derecho de prenda general y que se enumeran en los artículos 1618 del Código Civil y 445 del Código de Procedimiento Civil). 477. De poco serviría instituir este “derecho de prenda general” (que, no obstante su designación, no confiere los derechos propios del acreedor prendario) en favor del acreedor, si no se dotara a éste, paralelamente, de las acciones necesarias para evitar que el patrimonio del deudor disminuya, así sea por obra de actos dolosos destinados a burlar al acreedor, o actos negligentes y descuidados en la administración de sus bienes, o de actos de terceros que puedan lesionar los bienes del deudor, o del efecto que se sigue en el patrimonio del deudor con ocasión de su muerte. Este es el fundamento en que descansan los derechos auxiliares del acree296

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dor y sin los cuales éste quedaría desprotegido respecto de sus pretensiones indemnizatorias. No puede ignorarse que, en determinadas circunstancias, el deudor puede perder interés en el ejercicio de sus derechos (si los beneficios que obtendrá serán perseguidos por sus acreedores); o bien, enfrentado a la pérdida de sus bienes, procure transferirlos a otras personas, ya sea para sustraerlos del derecho de prenda general o para beneficiar a otras personas; o bien, por último, se encuentre desincentivado de defenderlos de actos de terceros ante la inminencia de su persecución. Para reparar estas situaciones se han instituido estos derechos. A. MEDIDAS CONSERVATIVAS 478. Las llamadas “medidas conservativas” tienen por objeto mantener adecuadamente los bienes del deudor y evitar que ellos sean dañados mientras esté pendiente el cumplimiento de la obligación. Su fundamento se encuentra, entre otras disposiciones, en el artículo 1492 del Código Civil, cuyo inciso 1º expresa: “El derecho del acreedor que fallece en el intervalo entre el contrato condicional y el cumplimiento de la condición, se trasmite a sus herederos; y lo mismo sucede con la obligación del deudor”. El inciso final agrega: “El acreedor podrá impetrar durante dicho intervalo las providencias conservativas necesarias”. Es cierto que esta norma está referida a los contratos celebrados bajo condición, pero es igualmente cierto que mientras están pendientes las obligaciones derivadas de un contrato, está también pendiente la condición resolutoria tácita consagrada en el artículo 1489 del Código Civil y, “existiendo la misma razón debe existir la misma disposición”. Una serie de otras disposiciones del Código Civil se refieren a ellas. A saber: el artículo 761, relativo al fideicomiso, según el cual “El fideicomisario, mientras pende la condición, no tiene derecho sobre el fideicomiso, sino la simple expectativa de adquirirlo. Podrá, sin embargo, impetrar las providencias conservatorias que le convengan, si la propiedad pareciere peligrar o deteriorarse en manos del fiduciario”. Como puede comprobarse, en este caso, se ampara la existencia de un “interés” que aún no se ha transformado en derecho, lo cual sólo ocurre cuando se cumple la condición de la cual pende el fideicomiso. El artículo 1078, relativo a las asignaciones testamentarias, prescribe que “Las asignaciones testamentarias bajo condición suspensiva, no confieren al asignatario derecho 297

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alguno, mientras pende la condición, sino el de implorar las providencias conservativas necesarias”. Los artículos 1222 y siguientes reglamentan la denominada “aposición de sellos”, que se cita como el caso típico de una medida conservativa: “Desde el momento de abrirse una sucesión, todo el que tenga interés en ella, o se presuma que pueda tenerlo, podrá pedir que los muebles y papeles de la sucesión se guarden bajo llave y sello, hasta que se proceda al inventario solemne de los bienes y efectos hereditarios”. Este instituto está fundado en la existencia de un interés real o meramente presuntivo, el cual, sin embargo, justifica esta providencia conservativa, que deberá extenderse hasta la facción de inventario solemne, dejando, de esta manera, a buen resguardo los intereses en juego. El artículo 156, relativo a la acción de separación de bienes, expresa que: “Demandada la separación de bienes, podrá el juez a petición de la mujer, tomar las providencias que estime conducentes a la seguridad de los intereses de ésta, mientras dure el juicio. En el caso del inciso 3º del artículo anterior (causal de divorcio por ausencia sin justa causa por más de tres años), podrá el juez, en cualquier tiempo, a petición de la mujer, procediendo con conocimiento de causa, tomar iguales providencias antes de que se demande la separación de bienes, exigiendo caución de resultas a la mujer si lo estimare conveniente”. El artículo 155, si bien no está referido específicamente a una medida conservativa, tiene el mismo fin, al establecer una norma especial para el caso que se demande la separación de bienes por insolvencia del marido: “Si los negocios del marido se hallan en mal estado por consecuencia de especulaciones aventuradas, o de una administración errónea o descuidada, o hay riesgo inminente de ello, podrá oponerse a la separación prestando fianza o hipotecas que aseguren suficientemente los intereses de la mujer”. El artículo 1496 consigna un efecto especial en aquellos casos en que estando la obligación pendiente por efecto del plazo se deterioran las cauciones que aseguran el cumplimiento: “El pago de la obligación no puede exigirse antes de expirar el plazo, si no es: 2º. Al deudor cuyas cauciones, por hecho o culpa suya, se han extinguido o han disminuido considerablemente de valor. Pero en este caso el deudor podrá reclamar el beneficio del plazo, renovando o mejorando las cauciones”. El artículo 1826, ubicado en la compraventa, se pone en el supuesto que el vendedor deba entregar la cosa objeto del contrato, estando pendiente el pago del precio: “Pero si después del contrato hubiere menguado considerablemente la fortuna del comprador, de modo 298

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que el vendedor se halle en peligro inminente de perder el precio, no se podrá exigir la entrega aunque se haya estipulado plazo para el pago del precio, sino pagando, o asegurando el pago”. Finalmente, el artículo 2427, que reglamenta la hipoteca, dice: “Si la finca se perdiere o deteriorare en términos de no ser suficiente para la seguridad de la deuda, tendrá derecho el acreedor a que se mejore la hipoteca, a no ser que consienta en que se le dé otra seguridad equivalente; y en defecto de ambas cosas, podrá demandar el pago inmediato de la deuda líquida, aunque esté pendiente el plazo, o implorar las providencias conservativas que el caso admita, si la deuda fuere ilíquida, condicional o indeterminada”. Disposición similar se encuentra en el artículo 2391 a propósito del derecho real de prenda: “Si el dueño reclama la cosa empeñada sin su consentimiento, y se verificare la restitución, el acreedor podrá exigir que se le entregue otra prenda de valor igual o mayor, o se le otorgue otra caución competente, y en defecto de una y otra, se le cumpla inmediatamente la obligación principal, aunque haya plazo pendiente para el pago”. 479. A las numerosas disposiciones anteriores debe agregarse, especialmente, la reglamentación de las medidas precautorias contenidas en el Código de Procedimiento Civil. Estas medidas tienen carácter conservativo, ya que ellas no miran al ejercicio mismo de la acción deducida, sino a asegurarse el resultado de las mismas. El artículo 290 del citado Código expresa que “Para asegurar el resultado de la acción, puede el demandante en cualquier estado del juicio, aun cuando no esté contestada la demanda, pedir una o más de las siguientes medidas…” (se señala el secuestro de la cosa objeto de la demanda, el nombramiento de uno o más interventores, la retención de bienes determinados y la prohibición de celebrar actos y contratos sobre bienes determinados). El artículo 298 de este cuerpo legal agrega una norma especial que dice: “Podrá también el tribunal, cuando lo estime necesario y no tratándose de medidas expresamente autorizadas por la ley, exigir caución al actor para responder de los perjuicios que se originen”. Atribuimos a esta última norma una significación muy particular, porque ella da por establecido que el juez tiene facultades para decretar medidas cautelares innominadas, vale decir, cualquiera que ella sea, para asegurar las resultas de la acción. En otros términos, hay un amplio campo que hace posible adoptar todas las decisiones conducentes a asegurar el cumplimiento de las obligaciones que surgen de la sentencia. 299

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480. De las normas citadas puede desprenderse la existencia de un principio general de derecho que rige en esta materia. Este consiste en que siempre que exista un interés comprometido, su titular tiene derecho a que se adopten las providencias conservativas necesarias para asegurar el cumplimiento de la obligación, sea que esta última haya nacido o se encuentre pendiente, sin que se requiera de una norma especial que autorice al juez al efecto. La sola existencia del interés es razón suficiente para justificar las medidas cautelares encaminadas a proteger y amparar las pretensiones que haga valer su titular. Por ende, no es necesario invocar una norma especial que faculte al tribunal para decretar este tipo de providencias, basta con la existencia del interés y el ejercicio de la acción. Ello queda de manifiesto en lo prescrito en el artículo 298 del Código de Procedimiento Civil. Si se lee atentamente esta norma, podrá comprobarse que ella no autoriza al juez para dictar medidas precautorias innominadas (por lo tanto providencias conservativas), sino que da por establecida esta facultad, regulándose sólo el deber de exigir una caución, “cuando lo estime necesario”, ni siquiera siempre, para responder de los perjuicios que se originen. 481. Todas estas providencias conservativas están fundadas en el mismo principio: asegurar el derecho de prenda general de que goza el acreedor y sobre el cual se hará valer el cumplimiento de las obligaciones que pesen sobre él, evitando que el patrimonio del deudor disminuya en detrimento de los derechos de sus acreedores. B. ACCION OBLICUA O SUBROGATORIA 482. Así como los bienes del deudor pueden estar expuestos a sufrir menoscabo por cualquier circunstancia, disminuyendo la fuerza del derecho de prenda general de que goza el acreedor, así también puede suceder que el patrimonio sobre el cual pesa la obligación deba incrementarse con el ejercicio de un derecho, pero que no exista interés por parte del deudor en ello, atendido el hecho de que aquel incremento sólo favorecerá a sus acreedores. Mientras las medidas conservativas tienen por objeto evitar el menoscabo del derecho de prenda general, la acción oblicua o subrogatoria tiene por objeto instar por el incremento de este derecho. 483. Este derecho auxiliar del acreedor se traduce en la facultad que asigna la ley a los acreedores para ejercer, a nombre y en 300

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representación del deudor, los derechos de éste. Para que proceda la acción oblicua o subrogatoria deben concurrir varios requisitos, que analizaremos muy brevemente: i) el deudor debe ser insolvente; ii) el crédito debe ser puro y simple (salvo que siendo a plazo, por efecto de la notoria insolvencia del deudor haya caducado el plazo en conformidad al artículo 1496 Nº 1 del Código Civil); iii) que el ejercicio del derecho en que opera la subrogación debe encontrarse pendiente; y iv) las acciones y derechos que se hacen valer deben tener un contenido patrimonial directo. 484. Insolvencia del deudor. Como es obvio, lo que legitima la actividad de los acreedores es la debilidad del derecho de prenda general del deudor, el cual es incapaz de soportar el cumplimiento de las obligaciones que ha contraído. En el evento de que el activo del patrimonio sea superior al pasivo, los derechos del acreedor están debidamente resguardados y el deudor puede proceder en la administración de sus intereses como lo juzgue conveniente. Lo que restringe las facultades administrativas del deudor es la insuficiencia de su patrimonio para cubrir sus compromisos. Si tal no ocurre, sería injusto permitir que sus acreedores lo subrogaran en el ejercicio de sus derechos. 485. Naturaleza del crédito. El derecho del acreedor debe ser puro y simple, esto es, no puede estar afecto a condición suspensiva o plazo. En caso contrario, o el derecho no existe (sólo existe un germen de derecho, como dicen los autores), sino una mera expectativa, que sólo puede ampararse con una providencia conservativa, o el derecho no es actualmente exigible (por lo mismo, no puede reclamarse su cumplimiento). En este último evento, tratándose de un deudor insolvente y siempre que este estado sea “notorio”, puede reclamarse la caducidad del plazo, de conformidad al artículo 1496 Nº 1 del Código Civil y subrogarse en el ejercicio de los derechos del deudor. Lo que, en definitiva, no puede hacerse es intentar ejercer los derechos del deudor para cubrir un crédito condicional o antes de que éste sea actualmente exigible. 486. El derecho en el cual se subroga el acreedor debe estar pendiente. Para que un acreedor pueda ejercer el derecho de su deudor, solamente se requiere que éste esté pendiente y no se haya extinguido por cualquier medio legal. No es necesario, como más de alguien ha dicho, que el deudor sea renuente a ejercerlo y que 301

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así se declare. Basta con que el deudor deje de ejercer el derecho de que se trata para que pueda el acreedor interesado invocar la facultad de subrogarlo. En ninguna disposición legal relativa a esta materia se contempla la renuencia del deudor a ejercer sus derechos como requisito para que sus acreedores se subroguen en ellos, razón por la cual se satisface esta exigencia con la sola condición de que el derecho se encuentre vigente. 487. El derecho que ejerce el acreedor debe tener un contenido patrimonial directo. Este requisito surge de lo previsto en el artículo 2465 del Código Civil, conforme al cual el derecho de prenda general comprende “todos los bienes raíces o muebles del deudor, sean presentes o futuros, exceptuándose solamente los no embargables”. Por consiguiente, debe tratarse de un derecho de cuyo ejercicio se siga un incremento patrimonial que quede afecto al cumplimiento de la obligación. Lo anterior debe producirse de manera directa e inmediata. Así, por ejemplo, hay muchos derechos que indirectamente pueden redundar en un aumento en el activo del patrimonio, pero no de manera inmediata al ejercicio del derecho. Tal sucederá cuando se demanda la separación total de bienes por alguna de las causales legales. Lo inmediato será la substitución del régimen de bienes en el matrimonio y lo mediato la liquidación de la sociedad conyugal. Sin perjuicio de lo anterior, la ley, en algunos casos, excluye el ejercicio de la acción subrogatoria, como sucede con el “usufructo del marido sobre los bienes de la mujer, del padre o madre sobre los bienes del hijo sujeto a patria potestad, ni los derechos reales de uso o de habitación” (artículo 2466 inciso final). No obstante el contenido patrimonial de estos derechos, prima por sobre ellos su carácter intuitus personae. 488. El problema más difícil de resolver es el relativo a la extensión de la acción oblicua o subrogatoria. Los derechos en que el acreedor puede subrogarse ¿son todos aquellos de carácter patrimonial que corresponden al deudor renuente o sólo puede hacerlo en los casos expresamente contemplados en la ley? René Abeliuk sobre esta cuestión dice: “¿Procede en el Código Civil chileno la acción oblicua? Nuestro Código, como decíamos, no consideró una disposición análoga al art. 1166 del Código francés, lo que resulta llamativo, dado que el propio señor Bello reconoció ser en esta parte de las obligaciones tributario de aquél. Este silencio ha dividido a la doctrina en dos corrientes: 1º Para algunos autores, el Código 302

DERECHOS AUXILIARES DEL ACREEDOR. OBJETIVOS

si bien no establece la acción oblicua como regla general, contiene algunos casos particulares en que les permite a los acreedores su ejercicio. Pero ella no podría pretenderse en otros casos que los señalados por la ley, e incluso se producen profundas discrepancias cuando se trata de determinar las situaciones específicas en que se la acepta, según veremos al estudiar los principales. Ello significaría, por ejemplo, que no podrían los acreedores cobrar los créditos del deudor, interrumpir las prescripciones que perjudican a éste, etc. 2º Para otros autores, entre los que el más decidido es Claro Solar, en otros términos que en el Código francés, pero igualmente en forma general, la acción oblicua está contenida en los artículos 2465 y 2466. Esta última disposición la veremos en el número siguiente, y la primera la hemos analizado, pues otorgar a los acreedores el derecho a perseguir los bienes presentes y futuros del deudor que están en su patrimonio, y en éste indudablemente se encuentran sus derechos, y por ende, los créditos; el ejercicio de la acción oblicua no sería sino una forma de hacer efectivo dicho derecho de prenda general”.106 489. Reconociendo la complejidad del problema, nosotros optamos claramente por la doctrina que extiende la acción oblicua o subrogatoria a todos los derechos patrimoniales del deudor y no sólo a los casos ocasionalmente mencionados en las disposiciones legales que aluden a este tema. Nos inclinamos por esta interpretación atendiendo a las siguientes razones: i. Desde luego, el texto del artículo 2465 del Código Civil es amplísimo al caracterizar el “derecho de prenda general”. El se refiere a la facultad del acreedor de “perseguir” la ejecución de las obligaciones contraídas por el deudor en todos sus bienes, presentes y futuros, raíces y muebles. Los derechos patrimoniales del deudor están incorporados a su patrimonio y quedan incluidos en los límites consagrados en la norma. Por consiguiente, por mandato legal el acreedor puede “perseguir” los derechos del deudor que forman parte de su patrimonio. Tratándose de derechos, esta “persecución” puede hacerse mediante el ejercicio de dichos derechos o de su embargo. Existe, por tanto, una norma expresa que faculta al acreedor para ejercer los derechos del deudor, incrementar con ello su patrimonio y hacerse pago con estos recursos. 106

René Abeliuk M. Las Obligaciones. Obra citada. Tomo II. Pág. 628.

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ii. El artículo 2466 inciso 3º del Código Civil da una pista clara en orden a que existen ciertos derechos excluidos del ejercicio de la acción oblicua por tratarse de derechos personalísimos. ¿Qué sentido tiene que la ley excluya ciertos derechos si sólo pudiera ejercerse la acción subrogatoria en aquellos casos expresamente contemplados en la misma ley? Es cierto que esta disposición dice: “Sin embargo, no será embargable el usufructo del marido sobre los bienes de la mujer…”. Pero no puede perderse de vista que esta expresión está claramente referida al ejercicio de la acción subrogatoria. iii. Los incisos 1º y 2º del mismo artículo 2466 tienen por objeto aclarar algunos casos especiales, pero no limitar el ejercicio de esta acción. En efecto, el inciso 1º excluye del derecho de prenda general los bienes que estando en poder del deudor son de dominio ajeno, pero incorpora los derechos accesorios que sí pertenecen al deudor (usufructo, prenda, derecho legal de retención que pueden devenir en prenda o hipoteca). El inciso 2º aclara que puede ejercerse el derecho que corresponde al deudor como arrendador y arrendatario, lo cual resulta útil si se considera la remisión de esta disposición a los artículos 1965 y 1968 del Código Civil. El primero (artículo 1965) se pone en el caso de que los acreedores del arrendador traben embargo en la cosa arrendada y se substituyan en los derechos y obligaciones del arrendador. En tal caso, el inciso 2º del artículo 2466 permite que opere una segunda subrogación para el ejercicio de los derechos del arrendador subrogado. Si la ley no lo hubiera establecido, la cuestión resultaría dudosa. El segundo (artículo 1968) se pone en el caso de que la insolvencia declarada del arrendatario pueda invocarse como causal de terminación del arrendamiento, disponiendo que el acreedor o acreedores pueden hacer subsistir el arrendamiento, substituyéndose al arrendatario, prestando fianzas a satisfacción del arrendador. Lo que interesa, entonces, es la posibilidad de que perdure el arrendamiento no obstante concurrir una causal de extinción. Como puede comprobarse, estas normas tienen por objeto resolver situaciones puntuales y no, como se piensa, hacer posible el ejercicio de la acción oblicua. iv. Lo mismo puede afirmarse en relación al artículo 1677 del Código Civil, que reglamenta una situación también especial. Se trata de que la especie o cuerpo cierto debido perezca por hecho de un tercero; en este supuesto si bien la ley dispone que se extingue la obligación para el deudor (se asimila la acción del tercero con el caso fortuito), agrega que el acreedor tiene derecho a que 304

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se le cedan los derechos o acciones que tenga el deudor contra aquellos por cuyo hecho o culpa haya perecido la cosa. Fácil resulta comprobar que esta disposición no tiene relación directa con la acción subrogatoria, no procede sólo cuando el deudor es insolvente, sino siempre y es la forma de remediar la extinción de la obligación en favor de los acreedores. v. Otro caso que se cita como autorización para ejercer la acción oblicua es el descrito en los artículos 1238 y 1394 del Código Civil. Ninguno de ellos constituye sino la reglamentación de situaciones especiales que merecen ser aclaradas. El artículo 1238 hace excepción al artículo 1225, que dispone que “todo asignatario puede aceptar o repudiar libremente”. Ahora bien, la repudiación es un acto personal de carácter abdicativo que sólo puede realizar el asignatario (artículo 12 del Código Civil). Es por ello que la ley, excepcionalmente, permite que los acreedores del asignatario que ha repudiado en perjuicio de ellos, puedan “aceptar por el deudor”, autorizados para estos efectos por el juez. En el fondo se trata de la anulación de la renuncia (repudiación). De aquí que la disposición en análisis prescriba: “En este caso la repudiación no se rescinde sino en favor de los acreedores y hasta concurrencia de sus créditos; y en el sobrante subsiste”. En consecuencia, no hay aquí una autorización para ejercer la acción oblicua, sino la regulación de una situación especial en que se permite la rescisión, como dice la ley, de una renuncia parcial en favor de los acreedores del asignatario que repudia. Por su parte, el artículo 1394 está inspirado en los mismos principios. “No dona el que repudia una herencia, legado o donación, o deja de cumplir la condición a que está subordinado un derecho eventual, aunque así lo haga con el objeto de beneficiar a un tercero”. En estas situaciones, “Los acreedores, con todo, podrán ser autorizados por el juez para substituirse a un deudor que así lo hace, hasta concurrencia de sus créditos; y del sobrante, si lo hubiere, se aprovechará el tercero”. Nuevamente queda en claro que no se trata de autorizar el ejercicio de la acción subrogatoria, sino de reglamentar un caso bien singular en que se rechaza un beneficio en perjuicio de los acreedores, dando a éstos la posibilidad de hacer inoponible el acto hasta concurrencia del perjuicio que se causa. vi. Limitar el ámbito de la acción oblicua rompe las bases mismas del derecho de prenda general. ¿Cómo podrían perseguirse los derechos de que es titular el deudor para conseguir la ejecución de las obligaciones pendientes? La única solución sería em305

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bargando estos derechos y, por medio del juicio ejecutivo respectivo, subastándolos al mejor postor. Resulta ciertamente más lógico y práctico permitir que los derechos del deudor sean ejercidos, tanto más si ello no ha sucedido y los mismos son actualmente exigibles, incrementándose con ello el derecho de prenda y las expectativas de los acreedores. vii. Por último, digamos que si se puede embargar un derecho afectándolo al cumplimiento de una obligación, con mayor razón puede ejercerse en función del denominado derecho de prenda general. Desde esta perspectiva, quienes abogan por exigir una autorización expresa de la ley para el ejercicio de los derechos que el deudor no ha hecho valer, a pesar de ser exigibles, dejan al margen, por ejemplo, la cobranza de los créditos líquidos de que aquél es titular. En conclusión, creemos nosotros que la autorización genérica que da el artículo 2465 del Código Civil para perseguir la ejecución de la obligación en todos los bienes embargables del deudor, permite ejercer la acción oblicua o subrogatoria sin cortapisa alguna, salvo que se trate de derechos personalísimos o extrapatrimoniales, y que los casos que se analizan en lo precedente constituyen normas destinadas a resolver situaciones especiales que se entrelazan con otras instituciones requiriendo una definición legislativa. 490. No es ésta la opinión, entre otros, de René Abeliuk, quien afirma, a modo de conclusión, que: “1º Nuestro Código no ha establecido en parte alguna una norma general que permita el ejercicio de la acción oblicua, y siendo ésta contraria a las normas generales del derecho, que por regla general no toleran la intromisión de extraños en negocios ajenos, no es ella aceptable en términos generales. 2º Que los acreedores, en consecuencia, sólo podrán substituirse al deudor en los casos expresamente facultados, y cuya naturaleza jurídica en general es híbrida. No son, salvo los citados, propiamente de acción oblicua; normalmente los acreedores deberán conformarse con perseguir el embargo de los derechos del deudor que éste no ejercita. 3º Para una modificación del Código, creemos conveniente su establecimiento entre nosotros, pero sujeto a severa reglamentación para evitar sus inconvenientes, ya señalados”.107 Discrepamos con este autor, no obstante reconocer la solidez de sus argumentos, ya que creemos ver en el 107

René Abeliuk M. Obra citada. Tomo II. Págs. 633 y 634.

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artículo 2465 una autorización genérica amplia para subrogarse en el ejercicio de los derechos del deudor insolvente, cuando ellos, siendo exigibles, no se ejercen por su titular en desmedro del derecho de prenda general. Si los derechos del deudor son embargables, no vemos inconveniente que en lugar de perseguir estos bienes por ese medio se haga mediante una acción oblicua, que, como veremos, redunda en beneficio de todos los acreedores y no sólo de quien la pone en movimiento. Por último, la injerencia de los acreedores en la administración de los bienes del deudor es consecuencia del derecho de prenda general, de la insolvencia en que éste ha caído y de la renuencia en ejercer sus derechos en desmedro de los acreedores. Estas razones justifican sobradamente dar al artículo 2465 del Código Civil un sentido amplio, como sucede con el artículo 1166 del Código Civil francés, en que se inspiró el autor de nuestro Código. 491. Los efectos más importantes de la acción oblicua o subrogatoria son dos: el acreedor que ejerce el derecho lo hace a nombre y en representación del deudor; y el incremento que experimenta el patrimonio del deudor aprovecha a todos los acreedores, los que se pagarán de sus acreencias en el orden establecido en la ley sin que surja un privilegio a favor del acreedor que ejerce la acción subrogatoria. 492. Frente al primer efecto, cabe preguntarse de qué grado de culpa responde el acreedor que ejerce la acción oblicua. Nosotros creemos que son aplicables las normas del cuasicontrato de agencia oficiosa, ya que el acreedor que toma sobre sí el ejercicio de una acción del deudor, se comporta como tal, aun cuando ejerce los derechos como acreedor, puesto que se subroga en ellos. Por lo tanto, son aplicables los artículos 2287 y 2288 del Código Civil. En consecuencia, en el ejercicio de estas acciones y derechos responderá como buen padre de familia, ya que obra en beneficio propio y sólo en parte en beneficio de los demás acreedores. Es ésta la mejor garantía para el deudor, que verá a un tercero asumir su representación sin que haya expresa voluntad en tal sentido. Asimismo, el provecho que resulte del ejercicio de estas acciones y derechos no generará un privilegio especial para el acreedor diligente, de lo cual resulta que es posible, atendiendo a las normas sobre prelación de crédito, que el acreedor que se subroga y consigue incrementar el derecho de prenda general del deudor, no reporte 307

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beneficio alguno. Quizás sea esta característica lo que ha llevado a desincentivar a los acreedores a ejercer los derechos del deudor, ante la incertidumbre de los resultados prácticos. Por lo mismo, una futura modificación de la ley debería contemplar esta debilidad que ha transformado este derecho auxiliar en una institución con escasa aplicación. C. ACCION PAULIANA O REVOCATORIA 493. El tercer derecho auxiliar del acreedor es la acción pauliana o revocatoria, instituida en el artículo 2468 del Código Civil. Esta acción tiene, por cierto, el mismo objeto que los demás derechos auxiliares, esto es, mantener la integridad del patrimonio del deudor y evitar una disminución indebida de su derecho de prenda general. Esta vez se trata de evitar que los bienes del deudor salgan de su dominio en fraude de los acreedores, vale decir, impedir que el deudor eluda su responsabilidad distrayendo sus bienes en beneficio de terceros y en perjuicio del cumplimiento de sus obligaciones. 494. Desde luego, el presupuesto fundamental de los derechos auxiliares del acreedor consiste en neutralizar el peligro de que los bienes del deudor se deterioren (medidas conservativas), o que sus derechos no sean ejercidos (acción oblicua), o que ellos salgan de su patrimonio en fraude de los acreedores (acción pauliana). La causa es siempre la misma: el peligro en que se encuentran los bienes y derechos del deudor frente a las expectativas e intereses de los acreedores. 495. El artículo 2467 del Código Civil dispone que “son nulos todos los actos ejecutados por el deudor relativos a los bienes de que ha hecho cesión, o de que se ha abierto concurso a los acreedores”. Nos hallamos en presencia, entonces, de una nulidad expresa que impide que estos actos se inserten válidamente en el sistema jurídico, razón por la cual ellos carecen de todo efecto. Tanto la quiebra como la cesión de bienes se encuentran reguladas en la Ley Nº 18.175, que fija el texto definitivo de la Ley de Quiebras. 496. La acción pauliana es complementaria a la nulidad enunciada en el artículo 2467, ya que se refiere a los actos ejecutados 308

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por el deudor antes de la cesión de bienes o de la apertura del concurso. El artículo 2468 del Código Civil supone un requisito esencial: que los negocios del deudor se encuentren en mal estado. Esto implica que sus bienes no sean suficientes para el cumplimiento de sus obligaciones. No se trata, creemos nosotros, de que el deudor no disponga de la liquidez necesaria y que, como consecuencia de ello, deba postergar en el tiempo el pago de lo que debe. El “mal estado” consiste en una situación patrimonial deficitaria que se caracteriza por la incapacidad de su derecho de prenda general para hacer frente a sus obligaciones y esto ocurre cuando el pasivo de su patrimonio es superior al activo del mismo. 497. La acción pauliana está basada, además, en un concepto especial del dolo o fraude pauliano. No se refiere a la aplicación del artículo 44 inciso final del Código Civil, sino a una concepción distinta, fundada en el conocimiento que el deudor insolvente tiene del mal estado de sus negocios y de este mismo conocimiento tratándose de los terceros que a título oneroso contratan con él. De aquí que el fraude pauliano consista en los contratos onerosos en el conocimiento que del mal estado de los negocios tengan el deudor y el tercero que contrata con él; y en los contratos gratuitos en el conocimiento que del mal estado de sus negocios tenga el deudor que los celebra. Podría decirse, entonces, que del solo conocimiento del mal estado de los negocios que tengan el deudor insolvente y los terceros que contratan con él, se deduce un obrar censurable que hace presumir que los actos ejecutados han cedido en perjuicio de los acreedores. 498. Se han enunciado varias doctrinas sobre la naturaleza jurídica de esta acción: i) Tomando pie de la letra del artículo 2468 del Código Civil, que en su número primero alude al derecho de los acreedores “para que se rescindan los contratos onerosos, y las hipotecas, prendas y anticresis que el deudor haya otorgado en perjuicio de ellos…”, y en su número segundo, que dispone que “los actos y contratos no comprendidos en el número precedente, incluso las remisiones y pactos de liberación a título gratuito, serán rescindibles…”, se ha planteado que la acción pauliana sería una acción de nulidad. La expresión empleada por el legislador, se dice, es claramente indicativa de la naturaleza jurídica de la acción pauliana. ii) Partiendo del supuesto de que esta acción tiene por objeto sancionar a un deudor doloso (que actúa en fraude de los 309

RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL

acreedores) y que, por lo mismo, se estaría consumando un delito civil (ya que el acreedor no es parte del acto que se impugna), la acción pauliana sería de indemnización, puesto que sus efectos son el medio a través del cual se repararía el daño causado. iii) Finalmente, se ha planteado que el acto o contrato que se ataca por medio de la acción pauliana sería inoponible a los acreedores y perfectamente eficaz respecto de quienes lo otorgaron. Esta es la opinión de Abeliuk, quien dice: “Hay bastante de cierto que es una forma de reparación del perjuicio lo que se logra con la acción pauliana, pero veremos que ella afecta al adquirente a título gratuito, aunque no esté de mala fe. Respecto de éste, no hay acto ilícito y, sin embargo, procede la acción revocatoria. Por ello la opinión más aceptable es la que ve en el fraude pauliano un caso especial de inoponibilidad. Efectivamente, se dan las características y efectos fundamentales de ésta: el acto es perfectamente válido y oponible entre las partes, y en consecuencia no podrían ni el deudor que lo otorgó ni el tercero con quien se celebró impugnar el acto alegando que fue fraudulento. Pero el tercero, en cambio, puede desconocer el acto, privarlo de efectos respecto a él, como ocurre justamente en la inoponibilidad. En todo lo demás, el acto persiste, y en consecuencia sólo se le revoca en la parte que perjudica al acreedor que invoca el fraude, no más allá. La actual Ley de Quiebras justamente habló de inoponibilidad (arts. 76 y 80 de la Ley Nº 18.175 de 1982)”.108 499. Discrepamos nosotros de las teorías precedentemente expuestas. La acción pauliana no puede encuadrarse ni en la nulidad, ni en la inoponibilidad, ni entre las acciones de indemnización de perjuicios, aun cuando algunos de sus rasgos presenten similitud con aquéllas. Desde luego, rechazamos que el acto o contrato tenga plena validez y vigencia entre las partes. Rotundamente no. El acto afectado por esta acción queda sin efecto erga omnes y, por lo mismo, se extingue tanto para las partes como respecto de terceros. No se trata de un caso de nulidad por concurrencia del dolo como vicio del consentimiento, ya que en tal caso sólo podrían demandar la nulidad quienes intervinieron en el acto o contrato (artículo 1684 del Código Civil), ni se trata tampoco de un delito civil, ya que la revocación no exige el dolo de que tratan los artícu-

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René Abeliuk M. Obra citada. Tomo II. Pág. 639.

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los 2284 y 2314 del Código Civil. En consecuencia, justo es reconocer que la acción pauliana es sui géneris, caracterización bien poco precisa, pero que, en este caso, parece indispensable. Lo que sucede en los casos consagrados en el artículo 2468 del Código Civil es que, reunidos los presupuestos allí consagrados, el acto o contrato pierde su eficacia en función de los intereses de los acreedores. Estos intereses priman por sobre la validez del acto, en consideración, fundamentalmente, a que han sido ejecutados en conocimiento del perjuicio que ellos provocan. Se diría que la acción pauliana constituye una “nulidad especial”, ajena a los estatutos generales, que opera por la sola concurrencia de los requisitos que le son propios. Esta característica quedará de manifiesto al analizar los dos numerales del artículo 2468 del Código Civil. 500. Por medio de la acción pauliana pueden atacarse todos los actos y contratos ejecutados por el deudor insolvente, cualquiera que sea su naturaleza, siempre que ellos se hayan otorgado en perjuicio de los acreedores. ¿Qué implica la exigencia de que se hayan otorgado “en perjuicio de los acreedores”? Que por su intermedio se haya menoscabado el patrimonio del deudor y, correlativamente, el derecho de prenda general de los acreedores. De suerte que si los bienes y derechos que han salido del patrimonio del deudor tienen como contrapartida una prestación equivalente, no tiene cabida la acción pauliana, porque los intereses que se protegen no han experimentado detrimento alguno y, por lo mismo, no han podido afectar el derecho de prenda general de los acreedores. 501. Para los efectos de ejercer la acción pauliana, debe distinguirse entre actos y contratos onerosos y gratuitos. La distinción es esencial, porque la revocación del acto no procede en ambos casos de la misma manera. Tratándose de actos y contratos onerosos, sólo procede su revocación cuando están de mala fe el otorgante (el deudor) y el adquirente. Tal sucede cuando ambos están en conocimiento del mal estado de los negocios del deudor (el otorgante). El artículo 2468 del Código Civil dice: “1ª. Los acreedores tendrán derecho para que se rescindan los contratos onerosos, y las hipotecas, prendas y anticresis que el deudor haya otorgado en perjuicio de ellos, estando de mala fe el otorgante y el adquirente, esto es, conociendo ambos el mal estado de los negocios del primero”. Ahora, tratándose de actos y contratos gratuitos, basta con que esté de mala fe el deudor, cualquiera que sea la posición sub311

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jetiva del adquirente. El mismo artículo 2468 dice: “2ª. Los actos y contratos no comprendidos bajo el número precedente, incluso las remisiones y pactos de liberación a título gratuito, serán rescindibles, probándose la mala fe del deudor y el perjuicio de los acreedores”. Cabe observar que, como se señaló en páginas anteriores, la mala fe para los efectos de la acción pauliana consiste, precisamente, en el conocimiento que tiene el deudor y quienes contratan con él a título oneroso del mal estado de los negocios del primero. Asimismo, es conveniente destacar que la posición del adquirente en los actos o contratos gratuitos carece de toda significación para los efectos de la revocación del acto. La distinción expuesta es lógica. Si una persona contrata con un insolvente, provocando con ello perjuicio de sus acreedores, estará expuesta a sufrir los efectos de la revocación, siempre que haya conocido el mal estado de los negocios de aquél. Lo propio ocurre con el que recibe, por medio de un acto o contrato, una liberalidad del deudor, si este último estaba en conocimiento del estado de sus negocios y la disposición perjudica a sus acreedores. Se trata, por ende, de evitar que se debilite aun más el patrimonio afecto al cumplimiento de una obligación. 502. Se ha planteado el problema de precisar cuándo ha debido ejecutarse el acto alcanzado por la acción pauliana. Creemos que la ley en esta materia, no obstante algunas interpretaciones erradas, es clara. Desde luego, se trata de actos ejecutados antes de la cesión de bienes y la declaratoria de quiebra, como lo establece el artículo 2467 en armonía con el 2468 del Código Civil. Si el deudor es declarado posteriormente en quiebra, tienen aplicación los artículos 74 y 75 de la Ley Nº 18.175. El primero (artículo 74) sanciona con la inoponibilidad los actos o contratos a título gratuito que hubiere ejecutado o celebrado el deudor desde diez días anteriores a la cesación de pagos y hasta el día de la declaración de quiebra. Este plazo se extiende hasta 120 días cuando el acto fuere a favor de un descendiente, ascendiente o colateral dentro del cuarto grado, aunque se proceda por interposición de un tercero. Por lo tanto, estos actos son inoponibles de pleno derecho por la sola circunstancia de haberse otorgado en los plazos indicados. El segundo (artículo 75) prescribe que “Con respecto a los demás actos o contratos ejecutados o celebrados por el deudor en cualquier tiempo, con anterioridad a la fecha de la declaración de quiebra, se observará lo prevenido en el artículo 2468 del Códi312

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go Civil. Se presume que el deudor conocía el mal estado de sus negocios desde los diez días anteriores a la fecha de cesación de pagos”. De esta norma se sigue que pueden ser atacados todos los actos y contratos ejecutados antes de la declaratoria de quiebra por el deudor en estado de insolvencia, si ellos han perjudicado a los acreedores y siempre que concurran los presupuestos de la acción pauliana. Respecto de los actos y contratos ejecutados por un deudor que no fue nunca declarado en quiebra, rige el artículo 2468 sin excepción. Como puede constatarse, la circunstancia de que se declare en quiebra al deudor tiene importancia para los efectos de la acción pauliana, ya que i) por este solo hecho son inoponibles a la masa los actos y contratos gratuitos ejecutados 10 días antes de la cesación de pagos y 120 antes si se trata de actos y contratos en que interviene una persona unida familiarmente al deudor; ii) porque se presume que el deudor conocía el mal estado de sus negocios desde 10 días anteriores a la fecha de cesación de pagos; y iii) porque quedan subsistentes los derechos que el artículo 2468 del Código Civil confiere a los acreedores respecto de todos los actos y contratos que el deudor insolvente ha otorgado en perjuicio de sus acreedores conociendo el mal estado de sus negocios. 503. De lo que llevamos analizado se infiere que la acción pauliana ofrece algunas particularidades muy especiales. En efecto, se trata, como dijimos, de una acción sui géneris, con caracteres singulares, que participa de rasgos propios de varias otras instituciones, y que tiene un objeto bien preciso que consiste en proteger el derecho de prenda general de que gozan los acreedores. Sus fundamentos, por lo mismo, son la insolvencia del deudor, la ejecución de actos y contratos que acceden en perjuicio de los acreedores y que han sido ejecutados por el deudor de “mala fe”. Esta mala fe no encuadra en la definición de dolo contenida en el inciso final del artículo 44 del Código Civil, sino que tiene un sentido y alcance originales, puesto que consiste en los actos jurídicos onerosos en el conocimiento que el otorgante (deudor) y el adquirente (quien contrata con él) tienen del mal estado de los negocios; y en los actos gratuitos en el mismo conocimiento que el otorgante tiene de sus malos negocios. Por lo tanto, esta acción se distancia de las demás figuras jurídicas destinadas a privar de efectos a los actos y contratos. 504. Una de las cuestiones más difíciles de resolver es el efecto de la revocación respecto de los terceros adquirentes. ¿En qué 313

RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL

situación quedan los terceros que arrancan sus derechos de un acto o contrato otorgado por el adquirente del deudor insolvente? Desde ya, digamos que este problema no está resuelto en la ley. Abeliuk sostiene que no son aplicables en la especie las normas de la nulidad (artículo 1689 del Código Civil) y que esta materia debe resolverse siguiendo la siguiente fórmula: “si la revocación procede contra el adquirente, alcanzará al subadquirente a título gratuito, esté de buena o mala fe, pero al subadquirente a título oneroso sólo si está de mala fe”.109 En otros términos, se aplicarían al subadquirente los mismos principios en que descansa la acción pauliana. Nosotros discrepamos de esta solución por una simple razón, las normas que reglamentan la acción pauliana sólo alcanzan a quienes contratan o adquieren sus derechos del deudor insolvente, no a los subadquirentes de éstos. La solución de Abeliuk está en estrecha relación con la naturaleza jurídica que este autor atribuye a la acción pauliana, esto es, como acción de inoponibilidad. A juicio nuestro, no es ésta la solución que corresponde dar a esta situación. Creemos nosotros que si el acto ha quedado sin efecto por obra de la revocación que proviene de la acción pauliana, los subadquirentes carecen de todo derecho (puesto que su antecesor no lo tenía y nadie puede transferir más derechos que los que tiene), siendo aplicable, por analogía, el artículo 1689 del Código Civil. Por consiguiente, habrá acción reivindicatoria contra los terceros subadquirentes así sean de buena o de mala fe. La ley prevé las consecuencias que se siguen de esta situación en lo relativo a las relaciones entre quien adquirió del deudor insolvente y su continuador en el derecho. Salta a la vista, entonces, que la solución está vinculada a la naturaleza jurídica que se atribuya a la acción pauliana. 505. De lo que llevamos dicho se infiere que la acción pauliana es una acción sui géneris que pertenece, sin embargo, a la familia de la nulidad. Por lo mismo, el acto atacado queda sin efecto, erga omnes, los bienes vuelven al patrimonio del deudor insolvente, pudiendo ser embargados por el acreedor que interpuso la acción y por cualquier otro tercero que tenga créditos pendientes susceptibles de cobrarse. Para estos efectos, como se dijo, se aplicarán las normas que regulan las prestaciones mutuas (Párrafo 4º del Título XII del Libro II del Código Civil, artículos 904 y siguientes).

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René Abeliuk M. Obra citada, Tomo II. Pág. 645.

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DERECHOS AUXILIARES DEL ACREEDOR. OBJETIVOS

En el evento que el deudor o un tercero pague la deuda que invoca el acreedor para legitimarse activamente, se extingue la acción pauliana, porque ella se funda en el perjuicio que experimenta el demandante. Para quienes sostienen que la acción pauliana es de inoponibilidad las cosas son muy distintas. Desde luego, el acto ejecutado por el deudor insolvente y el tercero sería plenamente válido, pero sus efectos no alcanzarían al acreedor que obtiene sentencia favorable, quien podría perseguir el bien afectado, pero sólo hasta concurrencia del monto de su crédito. Por lo mismo, el acto subsistiría en todo lo que excede el monto del crédito correspondiente al acreedor que ejerció la acción pauliana. No se divisa qué texto legal existe para limitar los efectos de la acción pauliana y transformarla en una acción de inoponibilidad. El artículo 2468 del Código Civil emplea, repetidamente, términos que de manera inequívoca inducen a pensar que se trata, como hemos sostenido, de una acción sui géneris, pero perteneciente a la familia de la nulidad. No se trata, ciertamente, de la nulidad relativa (rescisión) de la manera en que la describe y reglamenta el Título XX del Libro IV del Código Civil, pero tampoco se trata de actos plenamente válidos que puedan subsistir parcialmente una vez acogida la acción pauliana. La intención de la ley nos resulta clara. Lo que se ordena es privar de efectos a un acto jurídico, cuando éste ha sido celebrado en fraude de los acreedores por un deudor insolvente respecto del cual no se ha abierto concurso. Sancionado el dolo pauliano, el acto queda sin efecto y los bienes que salieron irregularmente del patrimonio afecto al derecho de prenda general vuelven a él, pudiendo ser perseguidos por cualquier acreedor, respetando las preferencias legales si concurre más de uno. Decimos que se trata de una nulidad especial por varias razones, que han quedado patentes en las líneas anteriores. Desde luego, las causales que hacen procedente la acción pauliana son excepcionales. El concepto de dolo es también especial y el plazo para interponer la acción difiere del que corresponde a la nulidad absoluta o relativa. El artículo 2468 regla tercera dice que “Las acciones concedidas en este artículo a los acreedores expiran en un año contado desde la fecha del acto o contrato”. Pero el efecto que produce esta acción consiste en la extinción del acto o contrato erga omnes, lo cual aprovechará al acreedor demandante y a los demás acreedores, si los hay, y siempre que pongan en movimiento sus acciones para hacerse pago. Reiteremos que la expresión rescisión es errónea en estricto derecho, pero ella revela la intención última 315

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de la norma, que consiste en eliminar los efectos del acto o contrato alcanzado por esta acción. 506. De lo que hemos sostenido se desprende, entonces, que acogida la acción pauliana, el acto o contrato queda sin efecto, los bienes vuelven, por aplicación de las llamadas “prestaciones mutuas”, al patrimonio del deudor, pudiendo ellos ser perseguidos por cualquier acreedor conforme a las normas generales. No existe preferencia alguna en favor del acreedor que interpuso la acción pauliana, puesto que nada de esto se encuentra ordenado en la ley. Más aún, nada impide que cualquier acreedor ejerza los derechos del deudor en lo concerniente al cumplimiento de las normas sobre prestaciones mutuas, ya que ello corresponde, como se señaló precedentemente, al ejercicio de una acción oblicua o subrogatoria. Esta situación, por lo tanto, puede homologarse a la que se genera cuando se declara la nulidad absoluta o relativa de un acto o contrato del deudor. En tal caso, los bienes que salieron del patrimonio del deudor vuelven a él por disposición del artículo 1686 del Código Civil, quedando afectos al cumplimiento de todas las obligaciones que pesen sobre su derecho de prenda general. D. BENEFICIO DE SEPARACION 507. El último de los derechos auxiliares del acreedor es el llamado beneficio de separación. Se trata aquí de un derecho que corresponde a los acreedores hereditarios y testamentarios de una persona y que tiene por objeto evitar la confusión de los patrimonios del heredero y del causante, mientras no se cumplan las obligaciones de este último. Se encuentra definido en el artículo 1378 del Código Civil, que dice: “Los acreedores hereditarios y acreedores testamentarios podrán pedir que no se confundan los bienes del difunto con los bienes del heredero; y en virtud de este beneficio de separación tendrán derecho a que de los bienes del difunto se les cumplan las obligaciones hereditarias o testamentarias con preferencia a las deudas propias del heredero”. 508. El beneficio de separación, si bien es una derivación del derecho de prenda general, es una institución propia de la sucesión por causa de muerte, puesto que su objeto es amparar a los 316

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acreedores del difunto frente a los acreedores del heredero. De aquí que se encuentre tratado en el Libro III del Código Civil, relativo a la sucesión por causa de muerte y las donaciones entre vivos. A él nos referimos latamente en el Tomo II de nuestras Instituciones de Derecho Sucesorio.110 Nos remitimos a esa publicación, sin perjuicio de lo cual conviene tener presente que sus elementos esenciales son los siguientes: i) se trata de un derecho de los acreedores del causante para evitar que se confunda el patrimonio de éste con el patrimonio del heredero; ii) lo que se persigue es mantener el derecho de prenda general bajo cuyo estado se contrató con el causante y no recargarlo con las deudas del heredero; iii) su efecto fundamental consiste en que los acreedores del causante se paguen, en relación al patrimonio hereditario, con preferencia a los acreedores de los herederos. El beneficio de separación cobra importancia en un solo supuesto: que el heredero llamado a la sucesión esté recargado de deudas, de modo que al confundirse su patrimonio con el patrimonio hereditario, sus acreedores vean acrecentado su derecho de prenda general y, en la misma medida, menoscabado el derecho de prenda general de los acreedores del causante. Para evitar este efecto, se suspende la confusión de patrimonios (consecuencia de la aceptación de la herencia) y se da a los acreedores del causante preferencia para hacerse pago en los bienes de su deudor (el causante). Cabe destacar que este beneficio corresponde a los acreedores del deudor no a los acreedores del heredero (artículo 1381 del Código Civil). Se advierte en este punto una inconsistencia de la ley, ya que puede ocurrir que el causante tenga una sucesión recargada de deudas y su heredero acepte la herencia pura y simplemente, sin beneficio de inventario, en cuyo caso se afectará irremediablemente el derecho de prenda general de los acreedores del heredero. 509. Impetrado el beneficio de separación por uno de los acreedores de la sucesión, el artículo 1382 del Código Civil previene que “aprovechará a los demás acreedores de la misma que la invoquen y cuyos créditos no hayan prescrito, o que no se hallen en el caso del número 1º del artículo 1380”. De esta disposición se sigue que la indivisibilidad del beneficio de inventario tiene dos excepciones:

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Pablo Rodríguez Grez. Instituciones de Derecho Sucesorio. Segunda Edición. Tomo II. Págs. 173 y siguientes.

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no puede invocarse por los acreedores cuyos créditos se encuentren prescritos (se trataría de acreedores de obligaciones meramente naturales), ni por los acreedores que hayan aceptado expresa o tácitamente como deudor al heredero. 510. Una vez declarado el beneficio de separación, en resguardo del derecho de prenda general de los acreedores del causante, no pueden los acreedores de la sucesión perseguir los bienes del heredero, hasta que no se hayan agotado los bienes comprendidos en el beneficio de separación. En tal supuesto nace una especie de preferencia en favor de los acreedores del heredero, ya que éstos pueden oponerse a que los acreedores de la sucesión se paguen hasta que no se cubran los créditos personales del heredero (artículo 1383 del Código Civil). De esta manera, se mantiene un justo equilibrio entre ambos grupos de acreedores: los acreedores de la sucesión se pagan con preferencia sobre el patrimonio sucesorial y los acreedores del heredero con preferencia sobre los bienes del heredero. 511. El beneficio de separación debe ser declarado judicialmente. No estableció la ley un procedimiento especial para este efecto, razón por la cual creemos que esta petición debe someterse al procedimiento sumario, atendida su naturaleza y su finalidad. Puede el heredero atajar este beneficio pagando al acreedor o acreedores que lo han impetrado judicialmente, pero no pueden atajarlo los acreedores del heredero, pues está establecido a favor de los acreedores del causante. 512. Sobre la naturaleza jurídica de este beneficio de separación parece existir consenso. Se trata de una acción de inoponibilidad, puesto que el heredero sigue siendo tal, pero se suspende la confusión de los patrimonios en defensa de los acreedores de la sucesión. 513. En suma, este derecho auxiliar está referido a la sucesión por causa de muerte y por su intermedio se procura estabilizar el derecho de prenda general de una persona cuando, con ocasión de su muerte, sus bienes y derechos se confundirán con los bienes y derechos de sus herederos. Es por ello que su finalidad es suspender la confusión de patrimonios establecida en la ley y generar un sistema de preferencias entre los dos grupos de acreedores a 318

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fin de equilibrar la situación de unos y de otros respecto del derecho de prenda general. 514. Para concluir este capítulo, digamos que existe una marcada preocupación del legislador en orden a proteger el derecho de prenda general, a fin de que éste no se deteriore en perjuicio de los acreedores. La responsabilidad contractual tiene como garantía principal este derecho y de su integridad dependerá que efectivamente pueda restablecerse el equilibrio que inexorablemente rompe el incumplimiento de las obligaciones nacidas del contrato.

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X. CONCEPCIONES SOBRE LA RESPONSABILIDAD

A. LOS GRANDES SISTEMAS 515. Para concluir este trabajo, examinaremos las concepciones generales sobre la responsabilidad y, particularmente, las nuevas tendencias que han surgido sobre ellas. Creemos necesario aclarar este aspecto, porque de ello dependerá la orientación que en el futuro tenga esta materia tan trascendental en el derecho. Mosset Iturraspe propone una triple visión sobre la responsabilidad, que él sintetiza en la siguiente forma: “i. La clásica, adoptada por los juristas romanos, que, sintéticamente expresada, ve en el daño la ruptura del equilibrio entre las personas, y, en su reparación, la vuelta a la justicia; ”ii. La moderna, desarrollada a través de los siglos XVII, XVIII y XIX, receptada por el Code Civil y que, en pocas palabras, incorpora pautas moralistas con base en la idea de culpa; y ”iii. La actual, expuesta en los últimos cincuenta años, la de fines del segundo milenio, caracterizada por la atipicidad de los supuestos y la variedad de los factores de imputación”.111 516. El mismo autor describe las características preponderantes de cada uno de los períodos indicados. Sobre el Derecho Romano, dice lo siguiente: “a. Que dicho derecho es esencialmente de promulgación legal por su origen; lo cual no impidió la labor creadora de la doctrina en la materia; 111

Jorge Mosset Iturraspe. Responsabilidad por daños. Tomo I. Parte General. Editorial Rubinzal-Cuzoni. 1998. Págs. 13 y 14.

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”b. que ese derecho tuvo un marcado carácter casuístico; se señalaban las hipótesis de delitos y cuasidelitos, sin consagrar reglas o criterios generales; ”c. que la sanción civil aparece mezclada o, al menos, indiferenciada, con la sanción penal; las consecuencias de los ilícitos, sean delitos –daños causados a conciencia– o cuasidelitos –daños realizados por culpa o negligencia– son el castigo al autor y el resarcimiento del daño a la víctima; ”d. que el victimario debe ‘responder’ a la víctima, como el jurista romano a quien le consultaban. Y respondere, a su vez, remite a sponsio y a spondere. El sponsor es un deudor que se compromete a alguna prestación, y el responsor es la garantía de esa deuda, de su cumplimiento. De donde responder o ser responsable, para aquel derecho, ‘no implicaba en modo alguno la idea de falta, incluso tampoco el hecho de la sujeción’; ”e. que el leit motiv del régimen romano de reparación de los daños no es la culpa, sino la defensa de una justa reparación respecto de los bienes adjudicados entre familias; de un justo equilibrio; ”f. que no se encuentran rastros en el Derecho Romano de la distinción entre responsabilidad contractual y responsabilidad delictual o extracontractual. Los diferentes delitos, por los cuales la ley o el pretor conferían acción a la víctima, consistían tanto en la violación de un contrato como en la violación de una regla extracontractual, empero ‘esta circunstancia no ejercía, por ella misma, ninguna influencia sobre el régimen de sanción’; ”Sin embargo, los romanistas coinciden en que el ‘rol de la culpa aparece, en particular en el Bajo Imperio, principalmente en materia contractual. Fueron los juristas bizantinos quienes clasificaron la culpa y construyeron los criterios sobre ‘prestación’ de culpa o exigencia de un comportamiento más estricto en aquellos contratos que presentaban para el deudor una utilidad más importante’ (se cita a Michel Viney); ”g. finalmente, hay acuerdo entre los romanistas acerca del reconocimiento para aquel derecho, desde su fase más antigua –conviene recordar que el denominado ‘Derecho Romano’ cubrió aproximadamente mil años, desde 500 a. de C. hasta 500 d. de C.–, de la consagración de una responsabilidad individual; la mayoría de los derechos primitivos no conocieron sino una responsabilidad 322

CONCEPCIONES SOBRE LA RESPONSABILIDAD

colectiva; la misma que impusieran luego las leyes ‘bárbaras’ y que ellas legaran al ancien derecho francés”.112 517. Cabe destacar, al menos, dos rasgos determinantes en la evolución de esta materia. La circunstancia de que la responsabilidad contractual y la extracontractual aparecen confundidas en sus orígenes, y que la culpa, como la entendemos hoy día, tampoco estuvo presente en el Derecho Romano sino hasta el Bajo Imperio, introducida por los juristas bizantinos. El mismo autor, citando a Viney, concluye que no hay duda de que el derecho romano no distinguió completamente la “pena” de la “reparación”, por lo tanto la responsabilidad civil de la responsabilidad penal, no obstante la creación en la época clásica de acciones con fines indemnizatorios (“reipersecutorias”) y otras con miras a sancionar al autor del delito (“penales”). 518. Sobre las características de la visión moderna de la responsabilidad recepcionada en el Code Civil y los cuerpos legales que siguieron su modelo, se señala lo siguiente: “1. No hay responsabilidad, y por ende deber de reparar, sin un obrar voluntario de la persona humana; aunque por una interpretación extensiva se juzgara ‘obrar voluntario’ el hecho dañoso de los animales, la caída de un edificio, o el daño causado por un dependiente. ”2. El hecho involuntario dañoso no es fuente de responsabilidad, quedando asimilado a los hechos de la naturaleza, casuales o fortuitos. ”3. La responsabilidad es siempre individual, del hombre, quedando excluida toda responsabilidad grupal o colectiva, como también la de las personas morales o jurídicas. ”4. La imputación exclusiva es la subjetiva, con base en la culpabilidad, dolo o culpa. Se rechaza expresamente toda posibilidad de responder con base en criterios objetivos. ”5. Se juzga culposa la conducta que se aparta del comportamiento de un buen padre de familia. ”6. Para determinados supuestos la culpa es meramente presumida, con admisión en algunos de la prueba de la no culpa, y sin tal posibilidad, presunción absoluta e irrefragable, en otros. 112

Jorge Mosset Iturraspe. Obra citada. Tomo I. Parte General. Págs. 18 y siguientes.

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”7. El papel de la ‘antijuridicidad’ del obrar no aparece claro en la construcción francesa, siendo más tarde puesto de resalto por el Código Civil alemán. Una confusión semejante puede encontrarse en la responsabilidad del common law. ”8. La reparación debe alcanzar de una manera integral a todos los daños causados por el comportamiento culposo, sin admitir diferencias o distingos. ”9. Tanto la responsabilidad como la cuantía de la reparación nacen de la ley, sin que quepa al juez otro papel que el de aplicar la solución prevista por el legislador. ”10. La responsabilidad civil existe sin que sea presupuesta, al menos como regla, la prueba de la infracción penal. Empero, ciertos aspectos, como la reparación del daño moral, se condicionan a la demostración del ilícito penal”.113 519. Fácil resulta constatar que estas características recogen los rasgos fundamentales de la responsabilidad en nuestro Código Civil, sin perjuicio de los avances que se han producido por la doctrina y jurisprudencia. Destaca, en este aspecto, la circunstancia de que exista en este período un solo factor de imputación, la culpa intencional o no intencional, razón por la cual este sistema se adscribe a los sistemas de responsabilidad subjetiva. 520. Finalmente, sobre la visión de los tiempos actuales y que corresponde a las últimas décadas del siglo XX, el autor citado la caracteriza con los siguientes rasgos: “1. Los hechos involuntarios, sea por estar viciada la voluntad jurídica en el discernimiento, en la intención o en la libertad –elementos internos– pasan a ser base de la responsabilidad; su ‘autor’ responde por ellos, aunque sea un resarcimiento en equidad (art. 907, Cód. Civ. argentino). ”2. La frontera de la autoría se traslada, entonces, de la ‘voluntariedad’, donde la situó Vélez en seguimiento del racionalismo y jusnaturalismo, al hecho que, en alguna medida, refleja la personalidad de su autor, ‘suitas’ o ‘mismidad’. ”3. El caso fortuito, asimilado a la fuerza mayor –superados los distingos basados en la irresponsabilidad ‘del Príncipe’ soberano 113

Jorge Mosset Iturraspe. Obra citada. Tomo I. Parte General. Pág. 33.

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o Estado–, libera en tanto es un hecho extraño o ajeno: el hecho de la naturaleza extraordinario y, por tanto, imprevisible, irresistible; asimismo se descartan, como caso fortuito, los hechos originados dentro de la ‘estructura’ a cargo del dueño o guardián de la cosa. La investigación inteligente del origen de los daños ha sustituido a la atribución intuitiva –que acontecía en el incendio, por vía de ejemplo– y donde antes se veía un casus, la doctrina moderna observa un hecho propio o imputable a un tercero o al Estado. El requisito de la exterioridad ha ganado adeptos en la responsabilidad civil de la hora presente. ”4. Se abandona la antijuridicidad formal, estampada en los artículos 1066 y siguientes del Código Civil, para avanzar en el terreno de la antijuridicidad material, de los ilícitos que reconocen causas plurales: violación de la ley, de las costumbres con fuerza normativa, de los principios generales, de la buena fe, del orden público, sea político, social o económico. Hay consenso en considerar tanto a la antijuridicidad formal como a la material bases de la responsabilidad o, mejor, presupuestos. Como también en admitir al lado de la antijuridicidad subjetiva –originada en la toma de conciencia–, una objetiva, desprendida del hecho mismo y con prescindencia de la situación de su autor… ”5. Se enriquece el comportamiento contrario al plexo normativo, aceptando, al lado de los actos contra derecho, los realizados en abuso del derecho y en fraude del derecho. De este modo el catálogo se amplía y recibe otro enfoque el viejo principio acerca de que nadie está obligado a hacer lo que la ley no manda ni impedido de efectuar aquello que ella no prohíbe (arts. 19, Const. Nac. y 53, Cód. Civ. argentinos). El que contraría las finalidades que las normas jurídicas imprimen a la instituciones –puesto que son ellas las que tienen un propósito o buscan resultados valiosos, aunque a través de la normativa–, viola el ordenamiento jurídico. ”6. Se aceptan las causales de justificación que, provenientes del derecho penal, tienen la virtualidad de borrar la antijuridicidad: estado de necesidad, legítima defensa, ejercicio de un derecho, cumplimiento de un deber, etcétera. ”7. Se destaca que la omisión antijurídica es tanto aquella que no hace lo que la ley manda hacer, como la que se abstiene de efectuar lo que aparece dispuesto por la moral, la buena fe, los principios generales o el orden público. 325

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”8. Al lado de la imputabilidad subjetiva, de los factores culpa, dolo y malicia, se acepta la imputabilidad objetiva, con base en el riesgo creado o bien en el deber de garantía. Y ello no sólo para las ‘cosas riesgosas’, sino también para el obrar riesgoso –tal como se califica el del principal por el dependiente–, para la actividad empresaria riesgosa, el avance riesgoso en la intimidad ajena, el ejercicio riesgoso de los derechos subjetivos –caso del abuso–, los animales riesgosos, el riesgo del obrar de los hijos de la familia, etcétera. ”9. Se tiende a dejar de lado la tipificación de los daños, pretendida a través de la exigencia de que se viole un derecho subjetivo –daño jurídico– con menoscabo o desconocimiento de los daños de hecho, avanzando hacia un derecho al resarcimiento de todo daño: jurídico y de hecho, constituya o no violación de un derecho subjetivo. ”10. Se evoluciona firmemente hacia el reconocimiento de todo daño moral como daño indemnizable: se trate del nacido del incumplimiento de un contrato o de un acto ilícito; se origine en un obrar imputable subjetiva u objetivamente (arts. 522 y 1078 Cód. Civ. argentino). ”11. Se borran, poco a poco, las fronteras entre la responsabilidad contractual y la responsabilidad extracontractual, aquiliana o por acto ilícito. No, claro está, desde el punto de vista conceptual, que cada vez aparece mejor perfilado –con la admisión de sendas responsabilidades pre y poscontractuales– sino desde el ángulo de los daños resarcibles –qué consecuencias–, de la facultad judicial moderadora, e incluso de la prueba. ”12. Se ha pasado de una causalidad necesaria a una causalidad adecuada y se admiten matices infinitos, que se cierran en las consecuencias remotas; la too remoteness de los anglosajones (art. 906 Cód. Civ. argentino). ”13. Es dable apreciar, para los espíritus atentos, una reafirmación de la responsabilidad colectiva en desmedro de la responsabilidad personal. La reforma del artículo 43 del Código Civil y la amplitud con que se admite la responsabilidad de la empresa principal, que alcanza aun a los daños cometidos ‘con ocasión’ de la tarea encomendada, es prueba de ello. Se trata, tal vez, del reconocimiento de la ‘falla humana’ como último eslabón de una cadena que compromete a la organización, a las estructuras a las cuales pertenece ese ser que se equivoca. 326

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”14. El acercamiento entre la responsabilidad del derecho público y la del derecho privado es manifiesto, dejándose de lado diferencias muchas veces terminológicas. ”15. Se predica con firmeza la responsabilidad extracontractual del Estado por actos ilícitos. ”16. La independencia de lo civil respecto de lo penal, en orden a la responsabilidad, avanza hasta debilitar en gran medida la influencia de la decisión del juez penal sobre la cuestión civil… ”17. El derecho de daños hace suya la política de evitación de los daños, a través del mecanismo de previsión, general y especial…”.114 521. Hemos querido transcribir este texto porque en él quedan claras las tendencias actuales en materia de responsabilidad. De sus conclusiones se desprende que vivimos una renovación profunda en esta área del derecho y que ello compromete algunos de sus aspectos esenciales. Sin embargo, subsiste la duda sobre qué innovaciones afectan a la responsabilidad contractual y cuáles son propias de la responsabilidad extracontractual. Así, por ejemplo, carece de importancia que se amplíe el campo de la antijuridicidad en materia contractual si, como sostenemos nosotros, ella está implícita en el incumplimiento, poco interesa entonces que se pase de la antijuridicidad formal a la material; se aceptan las causas de justificación que provienen del derecho penal, lo cual sólo tendría aplicación en la responsabilidad extracontractual, puesto que en materia contractual ellas eliminan el factor de imputación por efecto de la interrupción del nexo causal; en lo relativo a la reparación de los daños en materia contractual, carece de significación que se abandone su tipificación, si se tiene en cuenta que ellos están, en cierta medida, “programados” por la “prestación”, con las limitaciones que de ello se derivan; en lo relacionado con la prevención de los daños, son pocas, si no inexistentes, las posibilidades de evitar preventivamente los daños contractuales; etc. Lo anterior reafirma nuestra opinión en el sentido de que no es posible ni presta utilidad alguna la unificación de ambos tipos de responsabilidad, y que esta tendencia afectará negativamente el estatuto de la res-

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Jorge Mosset Iturraspe. Obra citada. Tomo I. Parte General. Págs. 38 y siguientes.

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ponsabilidad contractual, que tiene especificidades que obligan a darle una fisonomía propia, en el amplio campo de la responsabilidad. En el curso de este trabajo hemos advertido el alcance de estas diferencias y la necesidad de profundizarlas todavía más para una mejor caracterización de ambos tipos de responsabilidad. B. NUESTRA POSICION SOBRE LA RESPONSABILIDAD 522. Sin perjuicio de lo manifestado en el curso de este trabajo, y con el objeto de dejar sentada nuestra posición, caracterizaremos la responsabilidad contractual en general sobre las siguientes pautas: 1. En la vida de relación todo sujeto ve limitada su plena libertad por el mandato legal (exógeno) y el mandato contractual (endógeno). El primero proviene directamente del Estado y su acatamiento es condición de su inserción en la sociedad. El segundo nace de su propia voluntad y constituye, por lo mismo, una autolimitación legitimada por el derecho. Por consiguiente, toda persona tiene una vida jurídicamente “programada”, cuyo marco está establecido por la ley y el contrato. 2. Esta “programación” coloca al sujeto como pretensor (acreedor) o como obligado (deudor), siempre en función de una determinada “prestación” que puede exigir o que debe ejecutar. Por lo mismo, frente a la ley o al contrato se sustenta una posición activa (cuando se detenta un derecho subjetivo) o una posición pasiva (cuando debe desplegarse una conducta en favor de otro sujeto). 3. Si la conducta “programada” no se realiza, sobrevienen dos posibles consecuencias: una sanción pública (pena en caso de que se haya incurrido en delito) y una sanción privada (indemnización de perjuicios o reparación de los daños que se siguen del incumplimiento). La primera tiene por objeto compensar a la sociedad por el daño causado, y la segunda, a la persona afectada en sus bienes o intereses. 4. Por lo tanto, la consecuencia señalada, así sea pública o privada, consiste siempre en una conducta de reemplazo destinada a substituir el quebrantamiento del mandato legal o el incumplimiento del contrato. Esta conducta tiende a restaurar el orden “programado” por la ley o el contrato, de manera que en definitiva se 328

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logren, por un medio equivalente, los mismos objetivos expresados en los instrumentos de programación. De allí que hayamos definido la sanción como el efecto que se sigue del incumplimiento y que consiste en la realización, por medios coercitivos, de una conducta de reemplazo que tiene por objeto restaurar el orden social quebrantado. Entendemos como tal el que surge del programa conductual antes mencionado. 5. La responsabilidad en este contexto, en la medida que se traduce en una conducta de reemplazo que se impone coercitivamente como consecuencia del incumplimiento, es, en sentido amplio, una sanción, puesto que sustituye por medio de la fuerza la conducta que se quebrantó y que debía desplegarse por mandato legal o contractual. Por lo mismo, es un medio alternativo para la consecución de los objetivos que se procuraba legítimamente obtener, esto es, la satisfacción de los intereses que era lícito alcanzar. 6. De lo anterior se sigue que en materia contractual, los intereses que legitiman la responsabilidad están representados por aquellos que se contienen en la descripción de la “prestación” y que el acreedor, por lo mismo, no puede aspirar a recuperar por esta vía otros beneficios que no sean éstos. Asimismo, la responsabilidad sólo cubre los daños y perjuicios que derivan inmediata y necesariamente del incumplimiento (daños directos), jamás aquellos cuya causa es el resultado o efecto del incumplimiento (daños indirectos). 7. La responsabilidad contractual tiene una sola causa: el incumplimiento. Este consiste en no desplegar la conducta debida, la cual, en todo caso, se halla siempre “tipificada” en la ley o en el contrato. Hemos insistido, a lo largo de este trabajo, que la “prestación” es sólo un proyecto, una mera referencia programática, cuya principal función consiste en establecer provisional y presuntivamente si ha habido incumplimiento. De aquí que siempre el deudor pueda excepcionarse probando que ha empleado la diligencia y cuidado debidos (artículo 1547 del Código Civil). 8. La responsabilidad civil exige la concurrencia de un factor de imputación. En este sentido se observa, como se dijo, una evolución importante, ya que al dolo y la culpa, factores de imputación subjetivos, se ha agregado el riesgo, factor objetivo de imputación. El riesgo se nos presenta como un nuevo tipo de culpa que se agota por el solo hecho de explotar objetos riesgosos o participar en actividades riesgosas, de suerte que el daño se atribuye a este sujeto por esta sola circunstancia. 329

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9. La responsabilidad contractual cubre siempre, por mandato expreso de la ley, sólo los daños materiales (daño emergente y lucro cesante). Sin embargo, puede el daño material extenderse en el incumplimiento de determinadas obligaciones y afectar derechos e intereses extrapatrimoniales. Sólo en esta perspectiva es posible instar por su reparación. 10. Existen entre la responsabilidad contractual y la responsabilidad extracontractual diferencias manifiestas e insoslayables. Por lo mismo, no resulta positivo intentar una teoría unitaria que pueda desdibujar a la primera frente a las renovadas exigencias de la segunda. Por el contrario, su tratamiento diverso permite profundizar aspectos que son propios de la responsabilidad contractual, superando una problemática que puede quedar subsumida en la responsabilidad extracontractual. 523. Entre las innovaciones que más golpean al estatuto de la responsabilidad extracontractual se encuentran la ampliación de la cobertura de daños indemnizables, el aumento de los factores de imputación, y la socialización de los daños. Creemos que ninguna de estas cuestiones tiene una incidencia particular en materia contractual. 524. Como es sabido, en materia extracontractual prima el principio de la reparación integral expresamente recogido en el artículo 2329 del Código Civil. En el campo contractual, a la inversa, rige el principio de la reparación programada a partir de la satisfacción de los intereses descritos en la “prestación”. Por lo mismo, lo que en un área del derecho se extiende, en la otra se restringe, haciendo prevalecer la voluntad e intención de los contratantes, elemento fundamental de interpretación de las convenciones (artículos 1560 y siguientes del Código Civil). 525. Los factores de imputación son comunes en ambos tipos de responsabilidad (dolo, culpa y riesgo), pero es indudable que en el campo extracontractual el “riesgo” juega un papel mucho más importante que en el campo contractual. Sólo por excepción y siempre que exista un texto expreso que lo permita, es posible invocar en el cumplimiento de los contratos la responsabilidad objetiva. No sucede lo mismo en las relaciones que surgen de la convivencia social, en la cual el riesgo ha pasado a ser un factor de imputación frecuente y de gran acogida en la jurisprudencia. 330

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526. La socialización de los daños, aspiración muy sentida de una parte de la doctrina, tiene ciertamente mayor acogida en la responsabilidad extracontractual, aun cuando la divulgación del seguro también socializa los daños provenientes del incumplimiento contractual. 527. La responsabilidad se nos presenta, en este momento de la vida jurídica, como un tema recurrente de enorme importancia práctica y estrechamente asociado al desarrollo económico y social de los pueblos. Por lo mismo, exige una preocupación constante de la doctrina, los legisladores y los jueces, a fin de modernizar sus estructuras y adecuarlas a las exigencias actuales.

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