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CASAPUENTE Carlos Ríos 1 BASTA UNA OLA DESPRECIABLE para que la embarcación salga del agua. Hay un paisaje y la cabez

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CASAPUENTE

Carlos Ríos

1

BASTA UNA OLA DESPRECIABLE para que la embarcación salga del agua. Hay un paisaje y la cabeza del hombre adherida como una mancha de petróleo al acrílico blancuzco. Un pescador nativo lleva el fruto de su trabajo a la costa; las maderas del asiento harán de mostrador donde dar curso al fileteo y la preventa. La escena documental podría eternizarse pero se interrumpe cuando cinco hombres armados aparecen de la nada y se arrojan sobre él, cerrándose como las pinzas de un cangrejo. El que lleva puesta una zunga con las iniciales PFA en el medio del culo suelta órdenes a los de garibaldina azul y borceguíes de plomo. Revisan el bote. En la orilla la gente va acercándose y configura, acaso sin saberlo –o sabiéndolo de antemano y haciéndose la que no sabe–, el contorno de la escena del crimen.

–Acá la encontré –dice uno y levanta una redecilla roja que contiene cuatro o cinco paquetes grandes como los de cualquier marca de galletitas.

Esposan al pescador, que alcanza a tirar un nombre al aire. Meten el paquete en una bolsa de consorcio y buscan un par de testigos. Todos quieren. Sacan fotos. La gente también se pone a sacar fotos hasta que el de la zunga les dice que dejen de sacar.

–¡Cuatro tres dos ocho ocho siete! –dice el pescador.

Y a los policías, pinzas atolondradas de cangrejos azules idénticos a los

que viven en la bahía de Chesapeake y que migraron a la costa atlántica por los últimos desajustes climáticos:

–No tengo nada que ver. El bote lo alquilé en San Lucas, eso me pasa por no revisarlo…

Desde un médano baja al derrape un jeep. Los polis suben el bote al tráiler y como llegaron, se van. La gente que miraba se dispersa con un dejo de resignación. Un gordo alcanza a levantar unas corvinas que se fueron cayendo del bote. Los perros también quieren, pero no saben cómo hacer para reducir a cero el hilo de vida que tironea en cada bicho; muerden algo que no sangra, eso los desconcierta y se terminan yendo.

Otros llegan tarde y les preguntan a los que ya se van.

–¿Es una película?

–No sabemos. Debe ser para la tele.

–Porái…

Los que estuvieron desde el comienzo exageran. Hay pista abierta para la consagración de lo extraordinario. La demanda de precisiones se siente en el aire o puede leerse en los ojos de los preguntones; hay que cumplir expectativas y por eso saltan tres o cuatro, entreveran las voces en los gritos y tienen que decir tres o cuatro veces lo mismo para que alguien los entienda.

–Agarraron a un tipo con cinco kilos de droga, la traía en un barquito desde esos buques pesqueros que se ven allá. Son chinos. La droga de la mafia china es peor que la que viene de Estados Unidos.

–Iba metiendo la droga en las panzas de los pescados. ¡Sin abrirlos, eh!

Traía un cuchillo tipo Rambo con el que casi despanzurra a un cana.

–Lo sueltan, seguro que lo sueltan en un rato. ¡La droga se la quedan ellos!

En diez, quince minutos, la playa retoma su aspecto natural. Reno estudia a la gente que tiene alrededor. Mira las huellas del jeep. El episodio lo sorprendió porque nunca había visto un operativo policial de cerca. Es como en las películas y no es.

–La realidad tiene siempre menos presupuesto –dice Reno.

En un segundo regresa a su objetivo, la playa.

Se acerca a una pareja y pide si le pueden cuidar el morral mientras se da un chapuzón.

–Andá tranquilo –dice el hombre.

–Quedate en el agua todo lo que te parezca –dice la mujer–. A nosotros nos pasó lo mismo.

–¿Qué cosa?

–Tener ganas de ir al agua y no tener a alguien a quien pedirle que nos cuide las sillas.

–Bueno, voy, me meto y después van ustedes, si quieren –dice Reno–. ¿O quieren ir ustedes primero?

–No, no –dice la señora.

–Ella va a buscar el agua para el mate. Siempre la trae fría, es de no

creer. Por eso va y viene como tres veces en el día, por lo menos.

–El agua está siempre a punto, el que falla es el cebador –dice la mujer sin tomarse el trabajo de mirarlo.

–Gracias por cuidarme las cosas –dice Reno.

Pone las alpargatas en la arena húmeda, después hace un ovillo con la remera pero se arrepiente y no la mete en el morral; primero pone en línea las alpargatas, apoya el morral, le ata las tiras y después pone arriba la remera echa un ovillo, nada más para crear una ilusión de seguridad. Está a punto de irse al agua cuando se da cuenta de los anteojos. Saca la remera, desata las tiras, abre el morral, pone con delicadeza los anteojos en su estuche y vuelve a repetir las acciones, esta vez al revés. Observa la modesta torre con satisfacción. Es lo que tiene y eso le alcanza para estar donde está.

Agradece al hombre y encara hacia el mar. No le es tan fácil llegar porque hay mucha gente. Mete el cuerpo en la primera ola. El agua está deliciosa, aunque tenga su base llena de basura, hojas, ramas y bolsas que la última tormenta llevó por los ductos de la alcantarilla. Eso no le impide saborear la superficie espumosa y algo dulce que invita a una flotación permanente.

Cinco meses atrás Reno ni siquiera soñaba con estar en Casapuente, lejos de su barrio, de su trabajo, de la gente que lo rodeaba gran parte del año. Su jefe le había dicho que esperase ahí, después le mandaría la carpeta de clientes por correo electrónico.

–¿Qué hago mientras? –dijo Reno.

–Hacé la plancha –dijo el jefe, y le dio un sobre con los pasajes abiertos y la dirección del hotel.

En eso también quiere ser obediente. No puede. La plancha no le sale bien porque las olas lo dan vuelta. Igual qué importa. Estira los brazos como si estuviera nadando. Definitivamente, el mar no es lo suyo. Igual está bueno.

Al salir mueve la cabeza como hacen los perros cuando les molesta el agua. Busca a la pareja y no la encuentra, por allá ve a unos que se le parecen.

–¿Y si me robaron? –dice para nadie.

Trata de localizar su remera. La encuentra enseguida. Eso es lo que tiene que hacer, en este lugar y en todos los lugares, guiarse nada más que por las cosas conocidas.

Ni bien lo ve, el hombre lanza un grito de decepción.

–¡Andá, andá al agua! No sé qué hacés acá, con lo linda que está.

–Vengo por un poco de sol –dice Reno.

El hombre insiste en quedarse solo. Tiene un celular en la mano y a Reno le resulta obvio que está llamando a escondidas de su mujer.

–Cuando venga Emilia nos metemos nosotros. Andá un poco más, si querés. Mirá que para mañana está pronosticado lluvia.

El cambio de tono es convincente.

–Bueno –dice Reno, y vuelve al agua.

El segundo chapuzón es más largo que el primero; Reno se siente

incómodo, hasta le da un poco de frío, pero sale recién cuando ve llegar a la mujer con el termo y un paquete de facturas.

–Sentate, nene, no te quedés parado. Usá esta silla, la amarillita, es más cómoda que la otra –dice Emilia.

–Atame la malla, gorda –dice el hombre.

Emilia hace el intento. No hay caso; el cordón cede ni bien se lo aprieta.

–Es que ponés mal el dedo.

–No lo pongo mal, tu panza no me deja ver bien…

–Mirá, no hablemos de panzas que con la tuya ya tenemos bastante –dice el hombre.

Reno se hace el distraído y saca de su morral unas fotocopias.

–Sentate. Usá cualquiera de las sillas. Ahora venimos –dice el hombre, un poco resignado a entrar al agua con una malla de elásticos vencidos.

A mitad de camino, el hombre se da vuelta. Reno lo mira. Segundos antes miraron lo mismo: una mujer con un vestido de bambula, sin nada abajo. El hombre le había guiñado un ojo y Reno le correspondió con un saludo, como si en la respuesta evadiera el código para no hacerse cómplice de un deseo que no era el suyo o que en poco y nada se le parecía.

En el micro que lo había llevado a la costa, Reno escuchó una conversación entre dos mujeres. La recuerda ahora, tan clara que podría recitarla de memoria, incluso con su propia voz. Una de las mujeres ponía a su hijo como el centro de la conversación. Mi hijo esto, mi hijo lo otro.

–Imaginate, se va a Brasil solo, tiene ese lomazo de jugador de rugby, cómo querés que la novia no esté celosa.

–Es que cualquier mujer, dejame que te lo diga pero te lo tengo que decir, y vos sabés que a tu hijo lo quiero como si fuera mío, la mujer, digo, antes de casarse con un mujeriego tiene que pensarlo dos veces.

–Y sí, por ahí tenés razón. No es porque sea mi hijo y quiera defenderlo, Gumi es un ser humano y tiene sus errores, como todos, no, pero es tan fachero…

–Dejame decirte que esa relación no terminaba de empezar y ya se venía a pique, esto te lo digo con el cariño que le tengo a Gumi, que me dice tía de acá y tía de allá. Si te sirve de consuelo, es lo que va hoy, son los tiempos de ahora, y una tiene que acomodarse.

–Ya le dije el otro día que no me las presente más. Porque una se encariña, viste. Bueno, de esta ni me alcancé a encariñar porque la vi seis, siete veces, en dos semanas. Un hola y un chau, en el medio él se la llevaba a su pieza y aparecían nada más que para abrir la heladera. Decí que Ernesto se había ido a pescar, a él no le gusta que Gumi use la casa como un hotel alojamiento. Acá entre nosotras, a mí no me molesta, es más, me da seguridad. Qué se yo. Suena raro porque es tu hijo el que está ahí, haciendo sus cosas, viste. Es como raro y es incómodo. –La mujer hizo un globo con el chicle, lo estiró en la superficie de la lengua como si fuera una camiseta musculosa y remató–: Vos me entendés…

–No sabés cómo te entiendo.

–¿Te digo algo? Eso, el hecho de que él esté ahí con esa piba, no sé cómo decírtelo, alborota toda la casa, a nosotros ni te cuento. Hasta los animales se dan cuenta que algo pasa, ¿entendés? Te lo cuento y mirá

cómo se me pone la piel.

–Dicen que eso pasa cuando es el cuerpo el que capta todo antes de que llegue al cerebro.

–Qué locura.

Antes de la bambula y del recuerdo de esas dos mujeres calentándose con el relato sobre el hijo seductor, la pareja forcejea a metros de Reno.

–No pasa nada. A ver –dice el marido de Emilia, y saca un cuchillo.

–¡Es nueva! No te atrevas, ya hiciste lo mismo con el jean. Ahora se te da por despedazar la ropa –dice Emilia.

–Qué nueva ni nueva, decile a Papá Noel que para la próxima me traiga una malla como la gente. Encima blanca, ¿entendés? Se me marcan los huevos cuando está mojada.

–Basta, te ponés insoportable por nada. Fijate que el cuchillo tiene torta, vas a llenar el cordón de la malla con dulce de leche. Guarda…

El marido no le hace caso y ella aparta la cabeza porque ya se viene el corte. ¡Cric! El cuchillo parte el cordón sujetador y el hombre, ansioso, hace dos o tres nudos. Le da el cuchillo a Reno. Emilia se lo saca de las manos y lo mete en la canasta.

A orillas del mar, Emilia y su esposo parecen ejercitarse en las quebraduras de una danza, pura discusión corporal. Vení, no voy, entrá, no entro nada, y así. Un ratito antes, en medio del episodio de la malla, Reno los había escuchado beligerar entre dientes. Luego confirmaría que era el tono en el que dialogaban; una discusión inconclusa, peor que eterna, exasperante porque siempre empataban.

–Desde ya te digo que no me vas a hacer meter hasta donde vas vos. Si querés ahogarte, es tu problema.

–Gorda, nadie se ahoga por tener el agua hasta la cintura.

–Hacé como te parezca, pero no me vas a tironear hasta lo hondo.

–Siempre lo mismo, vos.

Ahí están con el mar hasta las rodillas, él tironeándola hasta lo hondo y Emilia protestando, aunque por los gestos también podría estar riéndose. Salen hasta la orilla, vuelven a entrar. Él le tira un poco de agua en la espalda y ella se afloja. Tarda en aflojarse, pero al hacerlo lanza grititos como de nena, descompuesta de felicidad.

En media hora vuelven al sitio donde están sus cosas. Reno duerme de espaldas al sol. Se secan con un toallón de Naruto, comen un par de facturas y se van a caminar en dirección al muelle.

Reno abre los ojos y busca a la pareja en la orilla. No los ve. Se distrae un rato más con la fotocopia de la empresa. La playa empieza a aburrirlo. Hay tanta que es como si no hubiera nadie. Se pierden los detalles, los gritos se entrelazan y a Reno, que le gusta escuchar las conversaciones ajenas, la información le llega como desde una radio en el centro de una tormenta. La música del balneario suena sucia. Saca el celular de su morral. Las siete. La gente empieza la retirada.

Se hacen las ocho menos cuarto. Pasa una avioneta. A las ocho y media el cielo y el mar son la misma pasta oscura, tirante, como si estuviese hecha de nylon reforzado.

A las nueve y media aparece un hombre.

–¿Vos estás con una señora que se llama Emilia? Me mandó su marido, estoy en un remís. Agarrá las cosas y vení que la internaron de urgencia.

2

APENAS RENO TRASPASA LA PUERTA DE LA CLÍNICA, la mujer que atiende en la recepción lo para en seco. Tiene su misma edad; podrían ser novios, ver la vida de la misma manera, pero no.

–Señor, las cosas de la playa afuera.

–Es una urgencia.

La mujer mira la hora. Diez y diez de la noche. Lo mira a Reno y él entiende que ella está cansada de ese trabajo y de los turistas que por estupideces acuden a los centros de salud en verano.

–Por ahí podés dejarlas en la estación de servicio de acá a la vuelta.

–Ok, gracias. Decime antes dónde queda internaciones.

No hay respuesta de la mujer, que se pone a hablar por teléfono de espaldas a él. Reno aprovecha y se desliza hasta el ascensor. En el segundo piso lo espera el marido de Emilia. El hombre abre la silla playera y se sienta, sin darse cuenta de que está en una clínica. O sí, pero qué le importa.

–Pibe, disculpame, te dejé de seña... no sabía lo que podía pasar... ella es… es... ¿cómo decirte? No lo vas a entender. Emilia es una mujer diferente. No sé cómo explicártelo. No lo vas a entender.

Reno trata de acordarse de los asuntos propios, como una forma de despegarse de los quilombos ajenos y de escaparle a la tristeza de los días perdidos.

–Ella me lleva la contra en todo, ¡en todo lo que diga!

Hace el gesto de llevarse las manos a la cara, pero algo lo detiene. Tal vez están sucias. Visto así, parece un hombre trasplantado del centro de la playa a un complejo sanitario para concebir una representación. Una comedia proyectada para poner de buen humor a los familiares de los pacientes.

–A quién se le ocurre caminar entre las piedras en ese estado… quería ver la playa del otro lado, le dije que no tenía sentido porque era igual de ese lado que del otro, ¡estas playas son todas iguales, la misma mierda!

Van hasta el buffet a ver si consiguen cotonetes. Terminan con dos porciones de ravioles en las manos. El hombre continúa quejándose, ahora explica que un golpe de ola le tapó el oído derecho. Reno escucha otros detalles sobre la tozudez de Emilia. Cansado, pone la charla en dirección correcta.

–¿Qué le pasó? ¿Se golpeó?

–No, le agarró un dolor tremendo en la panza, seguro que le cayó mal la salsa esa que hizo al mediodía, le dije que le pusiera menos aceite, ella usa el aceite como si fuera agua…

–Bueno, puede ser una indigestión.

–Ojalá, no sé. También la golpeó una ola. ¿Puedo pedirte un favor?

–Sí.

–¿Me llevarías las cosas? Es acá cerca, en la Treinta y Cinco y la Ocho, un chalecito que tiene en la entrada un buzón de madera con una sirena arriba, en la pared del porche unos pescaditos hechos con pedazos de azulejos. De paso podrías lavar el mate y traérmelo… acá tenés las llaves. Gracias, pibe, es una bendición que estés acá, nosotros no tenemos, viste…

Demasiado tarde para decir que no. Reno agarra las llaves, levanta los bártulos. Le pregunta al hombre si quiere quedarse con la silla playera.

–Dejamelá por si las moscas.

En el cielo de Casapuente las nubes bajas resplandecen, atacadas por las luces de la costanera. Reno camina hacia la Treinta y Cinco. El chalecito no quedaba tan cerca como le había dicho el hombre. Unas quince, diecisiete cuadras hacia un barrio sin luces. En el trayecto hace dos paradas y acelera cuando un par de perros salen de un taller mecánico con intenciones de morderlo. Con la silla playera del marido de Emilia los mantiene a raya, hasta que uno estrella sus dientes en el aluminio; lanza un gemido, se repliega y termina bajo el chasis de un camión destartalado.

Todas las indicaciones que le dio el marido de Emilia fallan; en vez de una sirena, Reno ve un buzón coronado por una ninfa. Los peces hechos con azulejos apenas se adivinan, ocultos por los brochazos de cal que le dieron al chalecito para que no se viera tan venido abajo. A duras penas Reno puede leer el nombre en la pared: “Niní”. ¿Así le dirían a Emilia? ¿O se trataba de una hija? ¿Y si al hombre le habían asignado un apodo

femenino? ¿Cómo se llama el marido de Emilia?

Prende la luz de la cocina. El interior del chalecito es como una casa de muñecas. Mucha madera pintada y firuletes por todos lados: en las tazas, en los manteles y los estantes. La casa de un fileteador. O de un colectivero. Mira el reloj de pared. La una. En su celular, la una y cuarto. Lo apaga. Se pone a mirar unos impuestos que están en un aparador. No le sirven para saber el nombre del marido de Emilia porque la luz está a nombre de Elías Oscar Saturno y el cable a nombre de un tal Julián Benigno Corvo. Como sea, eran nombres de gente vieja. Uno de los dos era el hombre. Reno cierra los ojos, pasa los sobres de mano en mano y tira uno sobre la mesa. Ese era el hombre. Abre los ojos. El ganador es Saturno.

Regresa a la cocina, lava el mate. Pone la pava. El calor de la hornalla es insignificante. Buscando la yerba encuentra licor de menta. Saca la tapa y toma de a sorbitos. Está bueno. ¿Será casero? En la etiqueta dice que lo hacen las monjas de Marana-tha, esas mujeres que desde hace años no tienen contacto con el exterior, aunque les está permitido ver televisión o escuchar la radio. Abre la heladera; está prendida pero vacía. La cubetera descansa en la pileta. Reno la olfatea. Está limpia. Saca agua de un bidón, la carga a medias y la pone en el congelador.

La cocina casi no tiene gas. Reno sale al patio y mueve la garrafa. No se da cuenta de si está vacía porque jamás movió una garrafa llena, es algo que vio hacer a su padre hace años y si duplica el movimiento es para honrar esa fracción de memoria. Vuelve a la cocina. La llama es de un azul oceánico y a la vez débil como el agua de un vaso. Reno apoya la pava. Inspecciona las habitaciones y no ve nada que le llame la atención. Va hasta el sillón y se sienta con intenciones de prender la tele. No encuentra el control remoto. Se le van cerrando los ojos frente a la pantalla vacía.

Lo despierta un ruido de llaves cayéndose de la cerradura. De la cocina le llega un olor a casa de repuestos. Le cuesta darse cuenta de en dónde está. Mira la pava sin agua y el aluminio agujereado en la base.

–Quedate quieto –dice alguien desde el comedor–. Dejá la pava en el piso y levantá las manos.

–Esperá…

–Tomaste la casa equivocada. Ahora mismo llamo a la policía…

La voz de la mujer suena suave, como si no quisiera despertar a alguien. En la mano derecha tiene un revólver. Reno jamás había visto uno de cerca, solamente el del guardia de la empresa, siempre un vistazo de refilón a la cartuchera en la cintura. En las manos diminutas de la mujer, que lo mira con fiereza debajo de un flequillo navajo, el revólver crece, se hace más peligroso de lo que aparentaba ser un segundo antes.

Reno trata de decir algo que cambie la situación.

–Emilia está internada.

–¿Qué? ¿Qué decís? Decime quién sos.

–Los conocí en la playa. El marido de Emilia me mandó a buscar el mate, él está en la clínica. La que queda en el centro.

–Acá hay una sola clínica.

–Qué sé yo. Estoy acá por laburo.

–Ya veo –dice la mujer, y Reno recién puede verle la cara. Tiene el pelo atado y los pómulos desvanecidos. En el brazo del revólver se estira el

tatuaje de una serpiente–. ¿En qué trabajás?

–Soy corredor… levanto pedidos.

–¡Ya sé lo que es un corredor! ¿Para quién trabajás?

–En Rey Goma –dice Reno.

La mujer escupe una risita. Después una carcajada. Y otra, y otra más. Cruza los brazos sobre el estómago. Si se le escapa un tiro me lo da en el pecho, dice Reno con una voz casi inaudible.

–Qué nombre pelotudo –dice ella. Ahí está la risa deshilachada, como un recorte de aire siniestro. Una risa fingida, ¿para quién? Reno mueve la cabeza. Se niega a festejar la ocurrencia. No era la primera vez que se reían de Rey Goma. Ese nombre ridículo había sido un triunfo de la mercadotecnia porque una vez dicho nadie se lo olvidaba. Por eso Reno lo defendía.

–No te enojés –dice la mujer. Con la punta del revólver señala el pelo de Reno–. Sos lindo…

–¿Vos sos algo de Emilia?

–La hija. ¿No ves que somos parecidas? Decime qué le pasó.

–Bueno, pero bajá ese revólver.

Reno le cuenta todo desde el momento en que le había pedido a la pareja que le cuidara el morral en la playa para darse un chapuzón.

–Vamos –dice la mujer.

Llegan a la clínica. El marido de Emilia espera en la planta baja. Reno saca de su morral un pulóver escote en V. El hombre se lo pone con dificultad. Es un pulóver rosa. Reno lo había sacado de la habitación pensando que le podía servir a Emilia. ¿En una clínica, en pleno verano? Cuando el pulóver se ajustó al cuerpo del hombre pudo verla, sirviéndose un vasito de agua fresca en el dispenser.

–¿Qué hacés acá?

–¡Vos decime qué pasó con mi vieja!

–Andate. Emilia ya te dijo que no te quería ver más.

–Si le hiciste algo te mato acá mismo.

–Ya la mataste a tu vieja hace rato, reventada de mierda. No te tengo miedo. Por tu culpa perdimos todo. Andate y dejanos vivir la vida en paz.

Reno mira a la mujer. El revólver construye una montañita en el bolsillo de su pantalón. Yendo para la clínica le había preguntado por qué andaba con un revólver encima.

–Es por la inseguridad.

Y como si leyera la mente de Reno le dijo entre risitas:

–La inseguridad de los otros…

Ahora el marido de Emilia se muestra inflexible con la mujer. Con disimulo, ella tantea el arma. Reno trata de interponerse pero ellos van corriéndose, igual a una coreografía, como si quisieran seguir el numerito fuera de la clínica.

–Andate, querés. ¿Qué viniste a hacer? ¡Vos estás muerta y enterrada para nosotros!

Reno va al otro piso y de casualidad encuentra la habitación 207. Ve a Emilia leyendo una Radiolandia. La mujer le pide que entre.

–Hola, nene.

–Señora.

–Gracias por lo que hiciste...

–No es nada.

–¿Viste a mi marido? Seguro que está perdido por ahí. Estas situaciones lo desbordan, en el fondo es un hombre que nunca supo cómo bajar de un barco. Igual es un compañero de lujo…

–Fue a la farmacia –dice Reno–. Me voy, paso otro día.

Cuando sale de la clínica se choca con el marido de Emilia.

–La muy turra me robó el celular y las cuatro lucas que había sacado del cajero… ¿podés creer que tenía un revólver? Seguro que venía a matarla a Emilia, ¿por qué le dijiste que estábamos acá? Ahora que nos encontró nos va a destruir… mañana nos vamos para Montevideo. La próxima nos mata. ¿Le dijiste a Emilia que la hija estaba acá?

–No, para nada.

–Andate, pibe. ¿No te hizo nada? ¿Vos sabías que tenía una pistola? Decime, ¿sabías o no?

–No. Cómo voy a saber…

¿Cómo distinguir una pistola de un revólver? ¿No son lo mismo? Bueno, en los dos casos hay una bala y un gatillo. Suficiente con eso.

–Disculpame. Ya no sé ni lo que digo. Dame las llaves de la casa.

–Las tiene ella…

–La puta madre... Nos tiene cercados. Hacé una cosa: andate mientras puedas, andate ahora mismo.

Reno amaga con abrazarlo. Le pone una mano en el hombro.

–¡Si estás vivo es porque Dios es grande!

3

RENO SALE DEL AGUA. Está a punto de llegar a su posición, donde había envuelto las cosas con una esterilla, cuando una nena le da la mano. Después de lo que había pasado con Emilia y el marido –por no hablar del encuentro con la hija–, eligió dejar sus cosas solas, bajo riesgo de que se las robaran.

–Soy Martina –dice–. Estoy perdida.

–¿Cómo te llamás?

La había escuchado, pero quiso que ella lo repitiera por fuera del susurro. Sacar la voz la calmaría. La nena lo mira con unos ojazos negros y martilla las sílabas de su nombre.

–Yo soy Reno. Decime, ¿de dónde venís caminando?

Una novia con la que mantenía una relación a distancia le había explicado que los chicos, cuando se pierden en la playa, caminan hacia donde los lleva el viento. A ella le había pasado; con apenas seis años caminó en una playa tapizada de piedras casi cuatro kilómetros, alejándose del enclave familiar. La encontraron acuclillada, observando un promontorio donde siglos atrás se juntaban los indios a despedir a sus seres queridos. Alguien, en el camino, le había regalado una hogaza de pan. Comía como un pájaro. Cada dos por tres, Reno la llamaba por teléfono para que le repitiera la historia.

A escala, Martina reproduce la escena. Sin pan, sin piedras ni promontorio, pero la intensidad es la misma. Reno trata de sentir cuál es la dirección del viento, un ejercicio inútil porque hay tanta gente que no deja circular el aire. Mira el mar, las olas desenrollándose derechas, como salidas de una máquina.

–Vengo de allá –dice Martina y señala la olla hirviendo de gente que se desparrama a su derecha hasta donde alcanza la vista.

–Ahá, y decime… ¿con quién estás?

–Con mi tía –dice Martina.

–¿Trajeron una carpa?

–Sí.

–¿Te acordás del color?

La nena parece cansarse enseguida del interrogatorio. Lo mira fijo.

–Azul, o roja… no me acuerdo, no sé. –Y se muerde el labio como si fuese a llorar. Reno entiende que no va a llegar mucho más lejos; su moscardoneo le agrega más angustia a la situación.

–Hagamos una cosa, vamos hasta el mangrullo de los guardavidas, desde lo alto seguro que ves a tu tía o tu tía te ve.

–Dale.

–¿Cuántos años tenés?

–Ya te dije. Ocho.

Los guardavidas la suben al mangrullo y la gente empieza a aplaudir. A pocos metros de distancia, los vivos de siempre entonan una canción de protesta:

–¡Qué padre! ¡Qué padre irresponsable!

Reno amaga con hacerlos callar. No puede, el cantito se disemina por un camino de sombrillas y se propaga hasta los sectores privados de las carpas amarillas. Baja los brazos. Es inútil. Martina parece no enterarse y se pone a hablar con los guardavidas, quienes repiten el cuestionario de Reno de un modo más “profesional”, aunque él les había repetido una por una las palabras que Martina le había dicho. Como él, no sacan nada en limpio. O peor, porque la nena se empaca y empieza a soltar una sola lágrima, muy larga y sostenida.

Una señora se acerca y le dice a Reno:

–Tendrías que ir a decirles a los del balneario que den la información por el altoparlante.

Reno mira a Martina, que permanece en el mangrullo de los guardavidas. Solita y llorando. Le hace una seña a Reno para que no se vaya.

–Vaya usted, si quiere.

–Te estoy diciendo a vos, porque es un problema tuyo –dice la mujer.

–El problema es de la nena y de sus padres, ¿no le parece?

–Cuando se perdió mi nieto en el shopping Abasto, no le pedí ayuda a nadie, me arreglé sola. Estuve tan angustiada porque lo primero que pensé es que le habían puesto en la nariz un pañuelo con cloroformo, como dicen que hacen, y después lo habían metido en el baño para cambiarle la ropa y raparlo. Bueno, al final fue una falsa alarma, porque estaba en la panchería. ¡Casi me mata de un infarto! No me entraba el aire en los pulmones para decirle todo lo malo que me había hecho pasar, no pude decirle nada...

Desde una carpita una chica se ofrece para avisar. Eso sí, le pide a Reno que le cuide el perrito.

–Es que Ponchi no sabe quedarse solo…

El animal se arquea y suelta un orín transparente que hace un microscópico cráter en la arena. La primera señora, la del shopping y el nieto, lo mira con asco.

–No soporto a los animales... no sé para qué los traen a la playa.

–Bueno, señora. Si no le gusta puede irse.

–Yo no me muevo de acá hasta que esa nena encuentre a su familia.

–¿No será al revés?

–¿Qué cosa?

–Que la familia encuentre a la nena.

La mujer mira para otro lado. La nena perdida sigue hablando con el bañero. Reno tira de la cuerda del perro. El animal obedece. Hay cosas que en el medio del caos a veces salen bien.

–No sé qué le ven a los perros –dice la señora del nieto.

–Un tiburón quiere comer; de mi pellejo no va a poder...

De cara al sol, fuera del segmento protector de la sombrilla, la tía de Martina espera que la nena deje de cantar y vuelva a la orilla. Entonces habla. Tiene la voz ligeramente ronca, una voz que exige parar la oreja para entender lo que dice. Reno escucha esa voz siempre a punto de perderse y ceba mate. Atrás quedó el susto por la pérdida.

Cuando la tía fue hasta el mangrullo, lo primero que vio fue que Martina no le soltaba la mano a Reno. Le preguntó si no quería ir con ellas un rato y él dijo que sí. Ahora los dos miran hacia adelante, hacia lo azul, con una secreta satisfacción. En el mar las dos miradas bailan, se aproximan, se ahogan juntas. Y renacen: van del cielo a la arena, corren tras el vendedor de pochoclos y, antes de ponerse a descansar, revisan que Martina esté cerca y a salvo. Les sale bien.

Cada tanto, la tía de Martina vuelve a un punto cero y agradece a Reno lo

que hizo, y Reno dice que no es nada, que hizo lo mismo que hubiera hecho cualquiera de las miles de personas que están en la playa.

–No sé. Hay personas y animales disfrazados de personas. Con el perdón de los animales, eh.

Se ríen. Miran el mar. Martina los saluda desde la orilla. Reno le pregunta cómo se llama, qué hace.

–Hace poco vivo en Casapuente. Por ahora no hago nada. Bueno, sí. Corto el pelo a domicilio. Digamos que soy mitad turista, mitad residente. ¿Vos?

–Ni una cosa ni la otra. Levanto pedidos para una casa de repuestos.

–¿Cuál?

Iba a decir Rey Goma, pero se contuvo.

–Vendo cosas de Pirelli…

–¡Ah, sí! La de las ruedas.

–Esa.

Martina pide entrar en el agua. La tía le dice que no y la nena se pone a gritonear hasta que Reno se ofrece a llevarla. Juegan un rato en el mar.

–Mi tía es como mi mamá.

–Qué bien –dice Reno.

Al salir, la tía los espera con toallones y más facturas. Reno se seca, saca

del morral remera y buzo pero los deja ahí a la mano, para cuando haga más frío. Luci le cuenta que en pocos meses supo quién era quién en el balneario y que eso todavía no le sirve para nada, mientras que a otros les sirve para llenarse de guita.

Que no hay que hacer nada para saber de todo porque los chismes vienen de todos lados (como flechas: te lastiman, dijo Reno que le dijo Luci).

Que Casapuente se llama así en honor a un arquitecto que diseñó entre médanos un complejo turístico de unidades funcionales conectadas por puentes colgantes.

Que esa construcción era una copia de un sistema de casitas diseñadas para presos y que fue devorada por el mar en el cincuenta y cinco.

Que los hijos de las familias ricas viven en un mundo de película: sobredosis, robos, internaciones, accidentes viales, embarazos no deseados, muertes y migraciones forzadas.

Que las últimas oleadas poblacionales trajeron la resaca social del conurbano bonaerense (no lo dijo así, pero eso quiso darle a entender).

Que el hijo del intendente es adicto a un psicotrópico que se consigue solamente en Filipinas.

Que una vidente murió luego de dar aviso a la policía de que iban a aparecer diecisiete cuerpos en el mar.

Que el perfil de los primeros habitantes se borró y no hay archivos para rescatar esa memoria, como también se perdieron los hombres de campo que con su apariencia de bebés rosados aparecían en locales de compra todos los días de la semana o en parques de diversiones (esto parece más una invención de Reno).

Que un día estos paisanos se fueron y nadie dijo nada, o uno sí: dijo que ya no se sentía olor a bosta mezclada con salitre.

Que los miembros de las comunidades europeas que fundaron este balneario murieron y también esa memoria quedó, como quedan las cosas en este balneario, en la nada misma.

Tanta palabra los hace desembocar en un silencio de cajas selladas. La charla, en vez de acercarlos o profundizar el primer entusiasmo del encuentro los deja ahí, como botellas vacías en la arena.

–Bueno... me tengo que ir.

–Ufa –dice Martina.

–Esta noche festejamos un bautismo, ¿no querés venir? –dice la tía.

–No. Bueno, no sé. Podría ser. Me fijo. ¿Dónde es?

Luci agarra un papelito de propaganda y saca una birome.

–Tomá, con esto no te vas a perder.

Reno lo mira como si pudiera adivinar quién es ella por su letra; más tarde buscará el papel en el morral y no lo va a encontrar.

A Martina le cambia la cara. Reno no sabe bien de qué está hecha su expectativa; tal vez la novedad de que un desconocido entre en la órbita familiar.

–Ah, voy a ver.

–Dale, vení que va a estar bueno.

–Gracias por los mates.

–No, gracias a vos por encontrar a Martina.

4

EN EL PATIO LA FIESTA BRILLA, hace brillar la noche desde abajo.

Antes, en el camino desde el hotel hasta el grupito de casas que arracima chapas y ladrillos sin disimular bajo capas de pintura o alisados de cemento, Reno quiso cortar camino y para eso se metió en Casapuente. Lo interceptó un hombre vestido de negro con una gorra que tenía, en contornos amarillos, la cabeza de un zorro.

–Disculpe, señor, no puede pasar por acá.

Los dos tendrían la misma edad, como la chica de la clínica, pero el guardia igual le decía “señor”.

–Voy al barrio que queda atrás –dijo Reno. Y como el otro levantó un poco el arma, trató de gestionar un gramo de confianza desde donde arrancar.

–Voy a la casa de una amiga.

–Ah. Tené cuidado. Si no sos de ahí te sacan hasta las medias. Los

conozco porque tengo un tío que vive en el barrio. Igual los van a sacar, los dueños de Casapuente ya hablaron con un par de concejales. En cualquier momento los vuelan de acá. Por mí que se queden, pero siempre están entrando para robar en las casas vacías.

–Un garrón.

–Sí. Hay que tener cuidado. Conmigo no se meten porque me conocen, aunque siempre me andan tirando la lengua porque piensan que estas casas –dijo y en abanico, con la punta de la escopeta, señaló la multipropiedad– están llenas de guita, pero yo les digo que no, que no la traen, no vienen a gastarla acá.

A Reno le pareció que no hacía falta que le tirasen de la lengua. El guardia hablaba solito, sin que le preguntaran. En todas partes hay gente así. Quieren protagonizar algo, lo que sea. Un perfecto buchón.

–¿Sale un cigarrillo? Tengo hasta las diez de la mañana acá.

Reno le dejó el atado por la mitad y el guardia lo dejó pasar.

–Metete por aquel alambrado que está pegado a los tamariscos. Guarda con los perros del otro lado.

Una decena de personas giran alrededor de dos corderos abiertos en canal y estirados en sus respectivos asadores. Al fondo hay un freezer de campo que es una fuente inagotable de cervezas. Suena la música y el viento se la va llevando para el lado del mar.

Primero encuentra a Martina. Está corriendo con otras pibas y lo saluda de lejos, con desinterés. Como si no supiera que ese que acaba de llegar a la fiesta es el que la llevó al mangrullo cuando estaba perdida en la playa.

Está mirándola cuando de atrás aparece Luci.

–Pensé que no ibas a venir.

Lo lleva hasta la madre del recién nacido. El bebé tiene cara de adulto. Es muy parecido al padre, dice Luci, y Reno no sabe si esto es un motivo de orgullo o de resignación. Se acercan a los corderos donde tres paisanos mueven los asadores como si manejaran una nave espacial.

Reno se suelta, Luci le habla al oído o le grita. Reno toma en silencio su cerveza. El magnetismo de las brasas instala un misterio ocasional. Dice que sí con la cabeza, sin escucharla.

–Con todas esas cosas que pasan acá no me dan ganas de quedarme, ¿entendés? Ya me estaba por ir cuando pasó lo de la madre de Martina. Y bueno, tuve que quedarme con la nena. Es que no aprendo más, tengo el sí fácil –dice, y toma el resto que le quedaba del vasito con fernet. Por encima del plástico mira a Reno. Le brillan los ojos. Reno puede ver el fuego de los corderos reflejado en los ojos de Luci.

–¿La madre de Martina es tu hermana?

–En realidad una hermanastra.

–¿Qué le pasó?

–No sabemos. Se la tragó la tierra. Ahora están investigando en el Chaco, alguien dice que la vio por allá. Yo no sé qué pensar. No sé, me da mucha tristeza esto.

–Por mí contame, no me molesta.

–Gracias. Ni te conozco, igual podría decir que sos bueno… sos una

buena persona.

–Yo no diría lo mismo, eh.

Ella sonríe. Se limpia las lágrimas.

–Dicen que se la llevaron.

Eso le contaron a Luci los cuatro o cinco personajes que apenas la conocían en Casapuente, esos que ven a alguien y se le ponen a hablar de cualquier cosa como si todos estuviésemos en la obligación de escuchar todo. A ella le hablaban porque se dieron cuenta de que no era de ahí, y aunque algunas cosas de las que decían sonaran como disparates, por ejemplo que se había metido en quilombos con el hijo de un concejal. No es que Luci creyera cualquier cosa que le decían; eran tantos los rumores que iban y venían que en un punto las verdades y las mentiras se mezclaban, enredándose, hasta armar una mata espesa y por eso nadie sabía dónde las cosas empezaban y menos que menos –por no decir nunca– irían a terminar.

–Vení que te quiero mostrar algo –dice Luci. Le agarra la mano y lo lleva a la casilla que está al fondo, en lo oscuro.

Una luz diminuta ilumina el piso de la casilla. Es un obrador. Las palas cuelgan de la pared. Una manguera arma un garabato y se pierde detrás de unos baldes; hay que hacer un esfuerzo para no relacionar la mezcladora de cemento con un gliptodonte.

Luci agarra de la campera a Reno. Le da un beso suave y medio lamido en el cuello.

–Disculpame que sea así, tan directa, pero hace rato que no estoy con nadie. Desde que me separé…

Corre el pestillo y se baja el short. Reno se queda ahí mirándola, y es ella la que le agarra las manos y se las deja debajo de su remera.

–Tenés las manos frías.

Reno le toca las tetas como si quisiera masajeárselas o descubrir de qué están hechas. ¿Era así como había pasado? No, no fue así, me parece, imagino que sucedió así o que Reno me dijo que había sido así o asá, tal como me contaría, mucho tiempo después y en una playa de Floripa, que el movimiento de las manos en las tetas estaba dirigido menos a calentarla a ella que a calentar la punta de sus dedos. Ese detalle lo recuerdo bien porque elogié de Reno la doble estrategia de calentarse las manos y encender a la mina, o al revés. Él puso blanco sobre negro:

–Me prendí fuego también, eh.

En la tarde de playa la anécdota traía la otra playa, la de Casapuente y la falsedad mediterránea de sus casas, y en ese perímetro el narcopescador, los canas, la señora enferma, el marido y la otra minita, la del revólver. Se mezclaban las personas y los hechos mientras fumábamos, es posible que eso que me decía quisiera decir algo semejante a lo que había pasado y ahora esté haciendo un corte y pegue con las cosas que me contó, las cosas que yo escuché, las que iba imaginando en paralelo mientras escuchaba su relato y las que ahora cuento, después de tanto tiempo de nuestra charla en Floripa y después de mucho tiempo de lo que le pasó a Reno en Casapuente, esas cosas que ahora ya no puede contarme porque ya no puede venir hasta el presente y decirme “tengo algo para contarte, no sabés”.

La cuestión es que Reno empezó a darme detalles sobre ese polvo con una mina mucho más grande que él y me hice un ovillo en la arena para que no se diera cuenta de que me estaba calentando con lo que me

contaba.

–Ella me dijo “tenés las manos heladas” y sí, tenía cubitos en las puntas de los dedos. La tocaba y sentía cómo la piel se ponía tensa como la de un tambor.

Reno dijo “tambor” pero escuché “tambo”, cualquier cosa. Pensé en las vacas lecheras y en esas máquinas para ordeñar y sus pezoneras frías como los dedos de un cyborg.

Sobre el círculo del pezón Reno bosqueja una serie de caracteres que no son indiscernibles, las letras de su nombre pero al revés; hacia la izquierda primero, luego hacia la derecha; los borra con los mismos dedos, a veces los borra aplastando el pezón. Luci suelta aire, inspira, resopla y al soltar el aire de su boca sale un soplo que no llega a concretarse en eso que escuchamos como gemido. Como a cualquiera de nosotros cuando nos pasa algo por el estilo: tocamos y dejamos que nos toquen.

Ella le da un forro fluorescente. Reno se lo pone y la verga, verde y tiesa, parece flotar en el aire de la casilla. “Se lo saqué de la mochila a mi hermana”, dice Luci. “Está bueno. Parezco un marciano”, dice Reno. Luci da media vuelta y su cara queda enfrentada a la ventana de la casilla. Le pide a Reno que la penetre en esa posición.

–No, no usó esa palabra. No dijo “penetrame”, dijo más bien “hacelo desde ahí así puedo ver por la ventanita si alguien viene”.

Reno le hace caso; también está caliente, tiene ¿ocho, nueve semanas? sin garchar. Hace entrar su verga despacio, un brazo sujeta el cuerpo de Luci por el hombro, estira el otro brazo por el costado para tocarle las tetas y esa mano le trae un compás diferente al de su verga ganándose un espacio; es el compás del corazón. Saca la mano porque del corazón hay

que irse rápido y se deja llevar por el latido de la vagina; aunque siente la pija dura y a la vez en capas, como si los genitales intercambiaran roles y lo duro, lo hueco, la carne blanca y la dureza desbaratase cualquier idea previa sobre qué cosa es coger sin el deseo de engendrar.

–No se puede explicar, esa guacha, lo bien que me cogía…

Reno me dijo también que ella no se había bañado después de la playa porque entre piel y piel se sentía el roce de la arena; “como en las películas, como pasa siempre cuando las parejas cogen en la playa, la arena lija y manda”, dijo, y levantó el puño y dejó escapar la arena despacito, como si fuese la reencarnación de un reloj. En vez de arena, vi cenizas. Había cenizas también en Casapuente, dijo Reno. Los tipos azotaban los corderos con las ramas de sauce para darle más sabor a la carne; algunos dicen que sirve nomás para ablandarla. Por encima de los corderos, el humo y las cenizas formaban una estola que el viento se llevaba para el lado del mar. Aunque la noche estaba para dormir afuera, los del complejo turístico cerraron las ventanas y los postigos para evitar que el olor a carne mezclada con la cumbia pastillera se adueñara de sus ambientes.

De este lado de la casilla el amor sigue; Luci clava los codos en una mesita llena de latas de pintura y desde ahí mira hacia afuera, hacia el lugar en donde los corderos arremolinan a los hombres y mujeres que se pasan la jarra de fernet mientras cortan ensaladas y retan a los chicos que revolotean alrededor de los fogones. La verga de Reno se inflama dentro del capuchón, hay sincronía; cada movimiento concentra en sí mismo un gramo de charla en la playa, la gracia de un acuerdo accidental. Ahí está Reno, duplicándose en mi cabeza: el relato de los hechos en Floripa y la cogida en Casapuente. La imagen de su glande gestionándose todo el espacio rosado de la concha lo excita más, le quema la cabeza. Abre, la pija avanza con esa imagen como un objetivo a seguir, los planos inmensos que uno diseña en su mente porque nunca estará ahí para

mirarlos en detalle. No es un gemido lo que suena ni el grito que hay que contener porque la gente que más allá golpea con varitas de sauce a los corderos no puede enterarse de que en la casita de atrás hay dos que cogen.

Bueno, el anónimo no importa; sí importa, en cambio, que Luci esté encerrada con otro hombre que no es su novio, ese hombre que mucho más temprano tenía puesta una zunga en la playa y que ahora entra con la hija de Emilia. Ese novio que Luci ve entrar cuando siente que Reno eyacula dentro del forro fluorescente y ella acaba también, con un gemido que transforma en palabras, primero en un “uy”, luego la contracción de la vagina, y otra vez el “uy”, en vez del “ah”. Reno le pregunta si le duele algo. Luci evita la referencia al novio y prefiere una vía menos comprometida: “es que cayó mi ex marido, todo mal”, y a su vez Reno se pierde en un último arrastre de placer cuando quiere decirle que si la mina que está con su ex marido lo llega a ver ahí se pudre todo, que esa mina está calzada porque la montañita que le dibuja el bolsillo del pantalón no es la de un llavero, es la de un revólver.

–Ese fue el fin –dijo Reno con aires de telenovela.

Y tenía razón: estaba diciendo eso –un “se acabó”, “ese fue el fin”, “listo”, “ya fue”–, en múltiples versiones el adiós salía de su boca mientras empinaba una cerveza en Pontal del Sul; yo quedé conmovido, dentro del bote donde nos habíamos acostado para fumar. Cuando recuperé la palabra, en vez de preguntarle cómo había hecho para escaparse de ahí porque tuve miedo de que me dijera “no me escapé, todavía estoy ahí, en eso”, lo adulé un poco y después dejé de hacerlo, le dije que cogerse a una mina mayor que uno no tenía mérito porque la mujer se lo había cogido a él; Reno me dijo que sí valía porque era linda, no tan linda en lo físico, más bien era linda como son lindas las mujeres cuando te hacen levitar. Le pregunté qué quería decir con eso. ¿Con qué? Con levitar, dije. ¿Nunca te hizo flotar una mina?, preguntó. Nunca, dije.

¿Cómo es? Es raro, dijo Reno. Es algo muy raro. Te agarran de los huevos y te suben, flotás como si fueras un astronauta, ¿entendés? Brindamos por eso y después chocamos las latas de cerveza sin saber por qué teníamos que brindar, ¿por todo lo que veíamos?, ¿por los astronautas agarrados de los huevos?, ¿por la gente que uno encuentra y después pierde en las playas del Atlántico? Por todo eso y mucho más, tantas cosas que ya ni me acuerdo. Recién paramos cuando sentimos el crac de una cresta de aire que azotó el mar ahí nomás, a unos metros de donde estaban nuestras zapatillas. Reno dijo, con otras palabras, que supo que ese hueco de agua abriéndose en la oscuridad era una señal inequívoca de que había comenzado el fin, eso dijo y siguió tomando su cerveza, sin hablar, la cara más oscura que antes.

Meses después supe que ese finalísimo final de los finales tenía extensiones en personas que no dejarían de perseguirlo y digitar sobre él, con la potencia de las olas que arrastran un cuerpo y lo castigan contra las piedras, sin motivo aparente, hasta borrarlo del mundo.

Y de eso sí que no sé nada.

CARLOS RÍOS nació en Santa Teresita, Buenos Aires, en 1967. Es autor de los libros de poemas Media romana (2001), La salud de W.R. (2005), La recepción de una forma (2006), Nosotros no (2011) y Perder la cabeza (2013); de las plaquetas Códice Matta (2008) La dicha refinada (2009) y Háblenme de Rusia (2010); de las novelas Manigua (2009) y Cuaderno de Pripyat (2012); y de los relatos A la sombra de Chaki Chan (2011) y El artista sanitario (2012).

En 1994, fue finalista en el Concurso Nacional para Jóvenes Narradores

Haroldo Conti. Recibió el Primer Premio del Concurso de Poesía Ginés García, provincia de Buenos Aires, y una mención en el Concurso Nacional de Poesía Fundación Octubre, ambos en el año 2001. En 2004, obtuvo el Primer Premio del Concurso Universitario de Poesía en el estado de Puebla, México, por su libro La recepción de una forma.

En 2005, fue declarado Visitante Distinguido por el Ayuntamiento de Huejotzingo y seleccionado para integrar el Anuario de Poesía Mexicana del Fondo de Cultura Económica.

También en Puebla –donde vivió entre 2002 y 2009– coordinó el Taller de Iniciación a la Novela y dio clases sobre técnicas narrativas en la Escuela de Escritores-Puebla de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM) y el Taller de Creación Literaria de la Universidad Iberoamericana Golfo Centro. En 2008, integró la Comisión Técnica del Programa de Estímulo a la Creación y al Desarrollo Artístico, encargada de seleccionar proyectos en el área de Letras por el Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Puebla (FOESCAP).

Sus poemas, entrevistas y reseñas fueron publicados, en su mayor parte, en medios argentinos y mexicanos. Desde hace dos décadas dirige talleres de lectura y creación literaria. Actualmente integra el consejo editor del sitio BazarAmericano.com, es coeditor de la editorial platense El Broche y coordina talleres literarios en cárceles bonaerenses.