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Educar la inteligencia emocional se ha convertido en una tarea necesaria en el ámbito educativo y la mayoría de los padres y docentes considera primordial el dominio de estas habilidades para el desarrollo evolutivo y socioemocional de sus hijos y alumnos. No obstante, hay muchas formas de llevarlo a cabo y, desde nuestro punto de vista, es muy importante enseñar a los niños y a los adolescentes programas de IE que de forma explícita contengan y resalten las habilidades emocionales basadas en la capacidad para percibir, comprender y regular las emociones, como destaca el modelo de Mayer y Salovey (Grewal y Salovey, 2005; Mayer y Salovey, 1997).

La inteligencia emocional según Mayer y Salovey, (1997) se define como:

Habilidad para percibir con precisión, valorar y expresar emoción; la habilidad de acceder y/o generar sentimientos cuando facilitan pensamientos; la habilidad de comprender la emoción y el conocimiento emocional; y la habilidad para regular las emociones para promover crecimiento emocional e intelectual. (p.4).

Para Mayer y Salovey la Inteligencia Emocional se considera como una habilidad la cual esta centrada en el procesamiento de la información emocional que se encarga de unir las emociones y el razonamiento, permitiendo utilizar nuestras emociones para facilitar un razonamiento más efectivo y pensar de forma más inteligente sobre nuestra vida emocional.

Salovey (en prensa) resalta que en el contexto escolar los alumnos se enfrentan diariamente a situaciones en las que tienen que recurrir al uso de las habilidades emocionales para adaptarse de forma adecuada a la escuela. Por supuesto, los profesores deben también emplear su IE durante su actividad docente para guiar con éxito tanto sus emociones como las de sus alumnos. En la década de los noventa, se comenzó a observar que existía un grupo de habilidades y características sociales y emocionales que podían explicar por qué no siempre el éxito que una persona puede alcanzar en su vida se corresponde con un coeficiente intelectual elevado (Bermúdez, Álvarez y Sánchez, 2003). Esta nueva mirada, junto al creciente desarrollo de las neurociencias y las nuevas tecnologías de imagen cerebral, dieron lugar a un auge en el estudio de las emociones y sus relaciones con el pensamiento.

Dentro de este contexto, surgió el concepto de Inteligencia Emocional (IE). Si bien Daniel Goleman popularizó la temática en el mundo no especializado, unos de los primeros investigadores en mencionarla y trabajar desde un marco científico fueron Mayer y Salovey en 1990 (Fernández-Berrocal y Extremera, 2009). Estos autores postularon un modelo de IE que la considera un conjunto de habilidades cognitivas para el uso adaptativo de las emociones, divididas en cuatro dominios de aptitudes.

Este enfoque ha sido denominado Modelo de Habilidades Cognitivas y su énfasis está puesto en el procesamiento de las emociones y el conocimiento y utilidad de la información relacionada con ellas. Al considerar la IE como un conjunto de habilidades cognitivas para el procesamiento de información emocional, es de suponer que la destreza en dicha habilidad se vea modificada por la edad, pues el crecimiento implica el desarrollo de estructuras neurológicas, el aumento de las capacidades lingüísticas, la ampliación de la acción de las funciones ejecutivas y mayores experiencias educativas formales y no formales (Clemente y Adrián, 2004; Palomera, 2009). La inteligencia no es solo un conjunto de aptitudes que se miden por un test, tal y como coinciden en afirmar hace unos años psicólogos y educadores (Gardner, 1993; Goleman, 1998; Bisquerra, 2003; Marrodán, 2013), sino que constituye una capacidad muy genérica que engloba a su vez distintas capacidades cognitivas. Dichas capacidades pueden llegar a relacionarse incluso con la dimensión emocional, afectiva y social, a la que hoy en día también conocemos como Inteligencia Emocional (González-Ramírez, 2007). De acuerdo con Boix (2007), el hecho de que la clase, el colegio o la vida de las de las personas sea un paraíso o un infierno depende de las emociones que se vivan allí; y es que si hay algo por lo que realmente merece la pena desarrollar nuestra I.E. es porque ésta es un factor fundamental en nuestra realización como personas y nuestra felicidad personal, objetivo principal en la vida de cualquier ser humano. Además, según González Ramírez (2007), el mundo de los sentimientos y de las emociones nos permite adaptarnos mejor al mundo social, tener una comunicación eficaz, motivación personal, lograr objetivos, resolver Por tanto, el éxito no depende exclusivamente del cociente intelectual, la I.E. juega un papel indudable (Goleman,

1998). Incluso podríamos decir que la educación emocional es aquella que nos permite formar personas más responsables, ya que nuestras vidas no están solamente gobernadas por la lógica, sino que nuestro mundo emocional motiva y mueve nuestras decisiones y acciones (Freshwater & Stickley, 2004). Ante lo expuesto cabe preguntarse cómo se adquiere la I.E; si viene dada o si es posible desarrollarla con el paso de los años. Con respecto a estas cuestiones hay cierto consenso entre los diferentes autores. Según Goleman (1998, p. 21) “el grado de inteligencia emocional no está determinado genéticamente”. Este autor señala que es posible ir aprendiendo a ser más intelectuales emocionalmente a medida que vamos teniendo distintas experiencias. Gallego-Gil y Gallego Alarcón (2006), sí que opinan que la I.E. es un potencial con el que se nace, pero coinciden en que es posible seguir desarrollándolo a través de la educación. Mestre & Fernández-Berrocal (2007, p. 41) comparten con estos últimos autores las dos ideas, puesto que señalan que “la inteligencia emocional puede ser mejorada a través de la educación”; no obstante, la base de la que cada niño parte es diferente y ello hace que el aprendizaje emocional no sea el mismo para todos. Ahora bien, en este punto, ¿dónde aprendemos a desarrollar nuestra I.E.? El primer lugar donde el niño desarrolla su I.E. es en el seno familiar, ya que no se trata de un simple aprendizaje cognoscitivo, sino que está lleno de emocionalidad al producirse en un ambiente tan afectivo como es el hogar (Gallego-Gil & Gallego-Alarcón, 2006). Aunque es posible tener intensas experiencias afectivas fuera de este ámbito que beneficien o perjudiquen su desarrollo; es más, es posible que incluso reestructuren o suplanten el aprendizaje emocional aprendido en el hogar. Este entorno suele ser el escolar, razón que justifica el ámbito educativo para desarrollar la I.E. de un modo positivo (Gallego-Gil & Gallego-Alarcón, 2006).

Peter Salovey y John Mayer en 1990 (Dueñas, 2002), plantearon que la IE consistía en la capacidad que posee y desarrolla la persona para supervisar tanto sus sentimientos y emociones, como los de los demás, lo que le permite discriminar y utilizar esta información para orientar su acción y pensamiento.

Esta propuesta vino a cuestionar los modelos educativos que hasta finales del siglo XX insistieron en la construcción de una educación que privilegiaba los aspectos intelectuales y académicos, considerando que los aspectos emocionales y sociales correspondían al plano privado de los individuos (Fernández-Berrocal & Ruiz, 2008).

Posteriormente Salovey y Mayer en 1997 (Dueñas, 2002) reformularon su definición anterior para proponer que la IE conlleva la habilidad para percibir con precisión, valorar y expresar emociones, así como el poder acceder y/o generar sentimientos cuando estos facilitan el pensamiento, lo que posibilita conocer comprender y regular las emociones, lo que promueve el crecimiento emocional e intelectual (Salovey y Mayer, 1997, citados por Dueñas, 2002), planteándose la posibilidad de su educación.

Sin embargo, son diversos los estudios correlacionales que han documentado la relación autoestima - rendimiento académico con muestras importantes de adolescentes (DuBois, Bull, Sherman & Roberts, 1998; Owens, 1994). Sus resultados han sido consistentes con los registrados por otros realizados en las últimas décadas, en los que al comparar

estudiantes con alto y bajo rendimiento escolar, se ha encontrado que éstos últimos presentan baja autoestima y conducta delictiva y rebelde, sentimientos de ineficacia personal y ausencia de expectativas profesionales (Felner et al., 1995; Harter, 1993; HernándezGuzmán & Sánchez-Sosa, 1996).



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