Resumen Siglo XIX

Primera mitad del siglo XIX Luego de la derrota de Napoleón en 1814 se buscó, en los distintos estados, disolver todos l

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Primera mitad del siglo XIX Luego de la derrota de Napoleón en 1814 se buscó, en los distintos estados, disolver todos los movimientos revolucionarios; en esta etapa se da el proceso conocido como Restauración, en el que se retornó al Antiguo Régimen (monarquía y privilegios feudales). Pero la semilla revolucionaria que tiempo atrás se había gestado ahora se extendía por toda Europa y más allá, pues los ideales liberales y nacionalistas poco a poco empezaron a tomar fuerzas y ninguna monarquía pudo hacerles frente. Las guerras napoleónicas cambiaron para siempre el mapa territorial del continente, al aparecer nuevos estados, y al generarse conflictos políticos entre las mismas potencias vencedoras (Rusia, Prusia, Austria e Inglaterra) y con la derrotada Francia. Para solucionar estos conflictos se convocó el famoso Congreso de Viena, bajo la presidencia del canciller Metternich. En el congreso Rusia y Prusia formaron un bloque para asegurarse, respectivamente, los territorios de Polonia y Sajonia; Austria, Inglaterra y, posteriormente, Francia se aliaron para impedir esto. Inglaterra realizó por completo sus propósitos de mantener el equilibrio europeo y evitar cualquier eventual política imperialista de Francia. Polonia se dividió entre Rusia, Prusia y Austria, quedando un pequeño territorio como República libre (Cracovia). Además, Austria, recobrados sus límites de 1797, recibió parte de Italia. El Reich alemán no fue restablecido, pero se estableció una Confederación Germánica (compuesta por 38 estados soberanos, entre los que se encontraban el imperio de Austria y Prusia). Inglaterra fue reconocida como la potencia hegemónica de los mares, obteniendo el domino de varias islas estratégicas; por otra parte, logró su propósito de bloquear la frontera oriental de Francia con estados tapones (el reino de Saboya-Piamonte, la Prusia renana y el nuevo reino de los Países Bajos). El congreso de Viena intentó estructurar el continente europeo en una forma que hiciera viable la restauración de los principios políticos, tal como los había concebido el antiguo régimen. En síntesis, en 1815 se trató de poner un dique poderoso a los progresos de la Revolución. La reorganización territorial y política de Europa era definida por Metternich como el “principio de la legalidad, la paz y la conservación”. Para ello fue necesaria la formulación de una ideología y de un sistema político que respaldara el proceso; a este espíritu respondía tanto la Santa Alianza como el llamado Sistema Metternich. El zar de Rusia Alejando I, para salvaguardar los intereses legítimos de las dinastías frente a la Revolución, redactó un texto que debía constituir la carta ideológica del nuevo régimen, el fundamento político y moral de la Restauración. Así, los soberanos de Rusia, Prusia y Austria se unían en una Santa Alianza, que instituía un régimen patriarcal en el gobierno de los pueblos y postulaba el mantenimiento del sistema absolutista y elevaba la guerra a instrumento de justicia internacional contra los movimientos revolucionarios (obteniendo así el poder de intervenir en los demás estados). Esto fue ratificado por el Sistema Metternich, que legitimaba la intervención extranjera en caso de que un estado rompiera el orden establecido en Europa, además de imponer la religión Católica, la monarquía absoluta como forma de gobierno y la idea de la reunión de congresos periódicos (entre las grandes potencias: Austria, Rusia, Prusia, Inglaterra y Francia) destinados a examinar la situación política y social de Europa para tomar medidas en caso necesario. La Restauración tuvo como base ideológica un movimiento (el Romanticismo), que se oponía a los principios de la Ilustración, sustituyendo la experiencia del Estado “racional” (república) por valores buscados en la realidad del pasado: el historicismo, la “legitimidad” de las monarquías absolutas, el idealismo, la renovación del espíritu católico y demás valores propios de la nobleza en el Medioevo. La vibración del alma en el impulso religioso, junto con la reacción contra la filosofía ilustrada y racionalista, forman el soporte profundo de la política de la Restauración. Sin

embargo, las cancillerías europeas estaban empeñadas en frenar lo irrefrenable (nacionalismo, liberalismo económico y político, y constitucionalismo). Pero la atmósfera conservadora de la Restauración no logró eliminar las ideas revolucionarias, surgiendo sociedades secretas. Estas se dividían en tres grupos: Los liberales de ascendencia enciclopedista (seguidores de Voltaire), los nacional-liberales con ideales romántico-naturalistas (seguidores de Rousseau) y los socialistas (partidarios del socialismo utópico, pues aún no existía el socialismo científico de Marx y Engels). El desarrollo de las sociedades secretas cobró tanto mayor fuerza cuanto el triunfo sobre Napoleón había provocado en Europa no sólo la restauración de las monarquías “legítimas” en el poder, sino, en muchos casos, el simple retorno a las fórmulas del Antiguo Régimen. Estos monarcas buscaron a toda costa sofocar los ideales liberales y democráticos, imponiendo a la fuerza, en muchos casos, el absolutismo (aunque en países como Francia e Inglaterra se mantuvo una monarquía parlamentaria) y además reprimiendo y elaborando leyes en beneficio de la nobleza. En Rusia se manifestó con mayor fuerza este intento represor y dictatorial por parte de la monarquía absoluta, luego de levantamientos revolucionarios en la segunda década del siglo XIX. Entre 1820 y 1823 se gestaron importantes cambios en la política en los estados mediterráneos, que parecían inclinarse hacia el liberalismo. En España el monarca se vio obligado a aceptar la Constitución liberal, votada por las Cortes de Cádiz en 1812, luego del triunfo de un levantamiento militar. En Portugal, en 1822, se impuso un Estatuto liberal. En Italia, en 1820, los oficiales del ejército napolitano imponían la constitución española al monarca. Los países integrantes de la Santa Alianza (además de Inglaterra y Francia) se reunieron en un congreso, decidiendo la intervención para controlar los movimientos revolucionarios en los países del Mediterráneo. El fracaso de estas insurrecciones no fue sólo gracias a la intervención, sino también debido a que eran obra de una minoría (el pueblo no los acompañaba) y aparte porque los liberales no lograron constituir un gobierno firme, sino que imperó la anarquía. En Inglaterra poco a poco empezó a tomar fuerza la burguesía, por lo que este país en 1823 se separó del Sistema Metternich, reconociendo, junto con Estados Unidos y Francia, la independencia de las anteriores colonias españolas. Así, Francia también seguía los pasos de Inglaterra y se iba distanciando del Sistema Metternich. Pero la brecha decisiva en la Santa Alianza y el sistema Metternich fue abierta por la cuestión planteada por el levantamiento nacional de Grecia contra el dominio turco. Se extendieron movimientos nacionalistas por toda la península balcánica. Las naciones europeas intervinieron a favor de los griegos para hacerle frente al poderoso Imperio Otomano; los liberales de Occidente veían en la insurrección griega la plasmación de sus doctrinas y los conservadores (los monarcas, la Iglesia Católica y la nobleza) la defensa del Cristianismo contra el Islam. Metternich, viendo la gravedad de la amenaza que la revolución griega hacía cernir sobre su sistema, logró convencer al zar de Rusia, preocupado de mantener la Santa Alianza, de que aquella revuelta era de la misma índole que las de España e Italia. Al principio el zar Alejandro I cedió ante las demandas del canciller austríaco, pero por presión del pueblo ruso desistió de su decisión. Así, la Santa Alianza de desmembraba, mientras Inglaterra mantuvo una neutralidad benévola para los griegos, y Rusia (bajo el mando del nuevo zar Nicolás I, intervino en los Balcanes a favor de los griegos). Francia, Inglaterra y Rusia se enfrentaron al Imperio Otomano y lo derrotaron, obteniendo enormes beneficios en los Balcanes. Así, en 1830 se reconoció la plena independencia del estado griego. Pese a los tenaces propósitos de Metternich, la Santa Alianza y su sistema estaban en crisis; más aún, disueltos de hecho. Esta constatación tiene suma importancia, ya que explica el triunfo de la ideología liberal en el Occidente de Europa a partir de 1830. La Restauración no

había podido salir indemne del juego de los grandes intereses nacionales de las potencias legitimistas. En sus primeras fases, el Romanticismo había sido un elemento de choque contra el racionalismo de la Enciclopedia, y en este sentido constituyó una de las plataformas ideológicas de la Restauración. Pero en su fase final, el Romanticismo marchó al lado del liberalismo. Así, al hablar de Romanticismo siempre es preciso distinguir entre sus dos corrientes esenciales: la conservadora-histórica, que recoge los fenómenos iniciales, aún equilibrados, de lo romántico (siendo base ideológica de la Restauración); y la liberalprogresista, que se apoya en el naturalismo del siglo XVIII y se orienta hacia los ideales liberales. Primero en Francia, y luego en los demás países, triunfa la corriente liberal-progresista del Romanticismo, orientada hacia la burguesía. Pero, además de imponerse, suscita en todas partes el regionalismo, y aún el nacionalismo literario, precursor del nacionalismo político de la época posterior. Así, el triunfo del Romanticismo coincide con un resurgir de los factores revolucionarios, ya liberales, ya nacionales. La disgregación del bloque de las potencias legitimistas ante la independencia de Grecia, coincidió con la revivificación de las aspiraciones políticas de la burguesía europea, en particular en los países de Occidente, de economía capitalista más desarrollada. La clase burguesa fue exigiendo al Estado que diera cabida a sus aspiraciones en el orden económico y político. El librecambismo y los principios democráticos y liberales (capitalistas) de la revolución francesa fueron las banderas que alzaron los burgueses frente a la Restauración. Entre 1830 y 1848 la burguesía se apodera paulatinamente del poder en los estados europeos, imponiendo en la sociedad y la economía pública sus gustos y tendencias espirituales. En 1848 (dieciocho años desde la conmoción liberal de 1830) hay un movimiento revolucionario general en Europa, a excepción de los Países Escandinavos, Rusia, Turquía, Inglaterra y la península Hispánica. Las clases propulsoras del movimiento democrático son, en esta ocasión, la pequeña burguesía y los grupos de obreros adeptos a la ideología socialista. En Italia, Alemania y el Imperio austríaco la agitación adquirió formas netamente nacionalistas. Estas revoluciones de las masas proletarias pedían el sufragio universal, la libertad de expresión, la reducción de las desigualdades sociales y el establecimiento de la república como forma de gobierno. Los obreros eran explotados por la burguesía dominante, y además, estaban en una situación crítica en 1847, ya que se había dado una crisis de la producción agrícola que fue causa de hambruna. Pero la libertad, pedida por los revolucionarios de 1848, era vista, desde los ojos de los demócratas burgueses en el sentido político, liberal y jacobino; no en el sentido oculto de “seguridad” e igualdad al que aspiraban las masas. Ésta era una discrepancia fundamental que explica, desde sus mismos orígenes, el fracaso de la revolución de 1848. El descontento de las masas —la pequeña burguesía reclamaba la ampliación de los derechos políticos; los obreros, una modificación del régimen económico-social— forzó el sistema censitario o legitimista por el lugar de mínima resistencia: Francia. La monarquía de Luis Felipe era sostenida por la alta burguesía y su democracia censitaria; pero estallaron revueltas obreras y pequeño-burguesas en reclamo de la ampliación del derecho electoral. El monarca fue derrotado y los sublevados, dueños del Ayuntmiento y de la Cámara de los Diputados, proclamaron la República: la democrática, Lamartine; la socialista, Luis Blanc. El gobierno provisional, confiado al primero, fue la encarnación del triunfo de una minoría audaz (la burguesía) sobre la masa proletaria. La revolución en París se propagó rápidamente por Europa. Así, hubo dos grandes oleadas subversivas: la primera afectó a Austria e Italia; la segunda, a Alemania central y Prusia. En Viena la juventud burguesa se manifestó en las calles, y el gobierno de Fernando I, atemorizado por aquella inesperada actitud, impuso la dimisión del canciller Metternich, el hombre que había encarnado el espíritu de la Restauración durante medio siglo. En la capital

los revolucionarios obtuvieron la concesión de ciertas garantías liberales: libertad de prensa, guardia nacional, constitución; pero deseando ampliar más estas ventajas de orden político, la juventud burguesa impuso al emperador la convocación de una Asamblea nacional constituyente, elegida por sufragio universal. Al día siguiente (16 de mayo de 1848), Fernando I y la corte huían de Viena. En la Península Italiana la sublevación se dio de manera similar, aunque con fuertes ideas nacionalistas, luego de la caída de Metternich en Austria. La segunda oleada tuvo por escenario Alemania Central y Prusia, en donde se levantaron revueltas que ocasionaron que el rey Federico Guillermo IV anunció la reunión de una Asamblea nacional prusiana para discutir una constitución de tipo liberal. Así, en cuestión de días los baluartes más firmes del absolutismo monárquico en Italia, Alemania y Austria tuvieron que humillarse ante las fuerzas revolucionarias. En dos meses el mapa constitucional de Europa cambió por completo. Sin embargo, la explosión popular, carente de disciplina y sin verdaderos jefes de prestigio, no tardó en ser combatida, arrinconada y reducida por una alta burguesía de enorme poder adquisitivo, que terminaría siendo la clase social que llevaría las riendas de Europa Occidental hasta la actualidad.