Resumen Educacion Superior

Las instituciones de educación superior en las ciudades modernas. Sus vínculos con la sociedad. Introducción. Según la

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Las instituciones de educación superior en las ciudades modernas. Sus vínculos con la sociedad.

Introducción. Según la encuesta realizada por el centro de opinión pública LAUREATE México y DATA (opinión pública y mercado) sobre la perspectiva de los mexicanos sobre los estudios profesionales, arroja que sin duda la educación superior en México enfrenta retos importantes como ofrecer alternativas que respondan a las necesidades del país y de los estudiantes, de manera que esa oferta favorezca el crecimiento profesional de sus estudiantes, amplíe y mejores sus opciones de empleo y con ello potencialice el desarrollo del país, con una clara contribución en materia de movilidad social. A continuación comprenderemos, reflexionaremos el desarrollo y los rasgos fundamentales del Sistema de Educación Superior Mexicano, sus características, políticas y organización, así como los sistemas de gestión.

2.1 Características generales de la Educación Superior en México. La educación superior inicia en México inicia en el siglo XVI, cuando la Corona Española crea la Real y Pontificia Universidad de México por Cédula Real el 21 de septiembre de 1551 siendo las primeras en provincia, en San Luis Potosí, Puebla y Guadalajara. Las cátedras abarcaban teología, filosofía, derecho y medicina. A finales del siglo XVIII, se crearon el Colegio de Minería y el Jardín Botánico (1772). Cuando se logró la independencia surgieron los colegios de San Ildefonso, San Juan de Letrán y Minería, la escuela de Medicina, la Academia de San Carlos y el Colegio Militar, muestra suficiente del poder intelectual y político centrado desde entonces, en la capital del país, inspirado en las ideas del Dr. José María Luis Mora para desplazar la educación clerical e impulsar una nueva educación científica y abierta al progreso, de esta forma fue suprimida la Real y Pontificia Universidad de México y en su lugar se propusieron los Establecimientos de Estudios Superiores, medida que posteriormente Santa Anna omitió. Los hechos sucesivos de la historia impidieron un avance para la educación superior en México. El triunfo de la República fue el reinicio de una nueva vida para los proyectos de desarrollo

intelectual de los científicos y pensadores que deseaban facultarse en la ciencia a favor de una renovada visión cultural del país. La Ley Orgánica de Instrucción Pública, emitida el 2 de diciembre de 1867, a cargo de Gabino Barreda, reguló una nueva escuela básica, universal, gratuita y obligatoria, creando así la Escuela Nacional Preparatoria, fuente de saber y progreso intelectuales, adosada a las bases de la filosofía dominante desde Europa. La ley, modificada en 1869, estuvo orientada a la creación de estudios profesionales y dirigida a la formación en jurisprudencia, medicina, agricultura y veterinaria, ingeniería civil, topografía de las minas, mecánica y otros. El positivismo, como doctrina reinante, mantuvo los principios sistémicos de planes y programas educativos durante el siglo XIX y parte inicial del XX. Durante su gobierno, Porfirio Díaz benefició el fortalecimiento del sistema educativo nacional apoyando, en 1878, la creación de la Escuela Nacional de Jurisprudencia y en tiempos próximos a esta década y a la siguiente, otorgó las facilidades para fundar las escuelas normales de Guadalajara, Puebla y Jalapa, así como el Instituto Geológico Nacional y el Instituto Médico Nacional, dando paso a las primeras investigaciones formales en el ramo de la biomedicina y la minería. Con Justo Sierra, su principal colaborador en materia educativa, se respaldó la creación de la Secretaría de Instrucción y Bellas Artes, en 1905. Con la promulgación de la Ley Constitutiva de la Escuela de Altos Estudios, expedida el 22 de septiembre de 1910 se crea la Universidad Nacional de México, la máxima casa de estudios donde, a partir de ese momento, se gestarían notables profesiones que habrían de asistir a las necesidades sociales del país y generar nuevos conocimientos a favor de la ciencia, la tecnología, el arte y la cultura. En los períodos siguientes y durante los breves momentos de Francisco I. Madero y Victoriano Huerta, no hubo grandes avances para la educación. Fue hasta el Congreso Constituyente de 1917 cuando “el litigio de la educación entre las fracciones constitucionales se centró en la cuestión del laicismo y la participación de la iglesia católica”, el Artículo 3º Constitucional se promulgó como garantía social para el progreso de la nación en desarrollo, abrogando la Secretaría de Instrucción Pública al tiempo de convertir algunos centros de investigación en departamentos universitarios autónomos, con cargo al Gobierno Federal. Con esta disposición y la introducción de los instrumentos técnicos, se creó la Escuela Práctica de Ingenieros Mecánicos y Electricistas, la Facultad de Química y la de Comercio. En 1921 se crea la Secretaría de Educación Pública (SEP), nombrando a José Vasconcelos para dirigirla. En su labor realiza el primer proyecto educativo global para atender, con especial esmero la situación iletrada del pueblo mexicano. Funda asimismo, en 1922, la Escuela de Salud Pública y al año siguiente, la Escuela Nacional de Agricultura en Chapingo, Estado de México. Al tiempo de avanzar por la línea de la tecnología e impulsar el desarrollo industrial del país, se creó el Instituto Politécnico Nacional (IPN) en enero de 1936, uniendo los cuadros de obreros (pre vocacionales), técnicos (vocacionales) y profesionales (Escuelas superiores y nacionales) para promover las carreras de Ingeniería, Administración y Economía, entre otras. Con el mismo carácter socialista, se fundó la Universidad Obrera para dar oportunidad de estudio a la masa de trabajadores y a sus hijos. Y en la misma época se fundó el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH). Los sectores importantes de la iglesia, la burguesía y las clases políticas gobernantes permitieron —con el debate y sus propias versiones políticas— el retorno de la tendencia eclesiástica a la educación, con especial influencia en el nivel superior, motivo que dio origen a las universidades privadas, así surgieron la Universidad Autónoma de Guadalajara (UAG) y la Universidad Iberoamericana en 1935, y el Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM). Para 1950, el país tenía 8 universidades públicas: la UNAM y las de Sonora, Sinaloa, San Luis Potosí, Guadalajara, Yucatán, Puebla, y la Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.

Cinco universidades privadas: la UAG, la Femenina de México, el ITESM, la Iberoamericana y el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM). A finales de los cincuenta, Jaime Torres Bodet refuerza los propósitos y actividades del Instituto Federal de Capacitación del Magisterio y, en el ámbito de la educación superior, reestructura los programas de estudio en la mayoría de las carreras de la UNAM y el IPN para adecuarlas a las necesidades del país. Por su parte, El Colegio de México (COLMEX) inauguró, en 1961, sus Centros de Estudios Históricos, de Relaciones Internacionales, Lingüísticos y Literarios, Económicos y Demográficos, solicitando la participación de especialistas internacionales.10 Durante la década de 1960 la educación progresó, principalmente en materia artística, expresiones de las Bellas Artes y fomento de una educación cultural más abierta y participativa. Más adelante se crearon el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT) en 1974, la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) con tres campus, y la Universidad Pedagógica Nacional (UPN), 28 nuevos institutos tecnológicos regionales, 17 institutos tecnológicos agropecuarios en zonas rurales, y 3 de ciencia y tecnología del mar para las ciudades costeras. En 1980 comenzó una baja considerable en la infraestructura y atención de la educación superior. Se le dio preferencia a las universidades particulares y mayor cuidado a una serie de museos de resguardo nacional y cultura histórica, como el de las Culturas Populares y el del Templo Mayor de la ciudad de México. Finalizando esta década, se inicia una renovación del sistema educativo nacional desde su marco político y sus funciones sociales. Con la administración de Carlos Salinas de Gortari surge el Plan Nacional para la Modernización Educativa y se expide la Ley General de Educación —que sustituye a la Ley Federal de Educación—, enfocada a los requerimientos del Tratado de Libre Comercio (TLC), suscrito con Estados Unidos y Canadá. Desde el final el siglo pasado y en el inicio de éste se continúan los programas y vigorizaron otros para mejorar las relaciones internacionales y articular su estructura académica con el mercado laboral y los procesos de calidad exigidos en la globalización imperante, considerando que, para lograrlo, es imprescindible adoptar en la vida de las instituciones los procesos de Acreditación y Certificación Institucionales como ejercicio permanente en la calidad de los servicios y la profesionalización de la función educativa compatible con las exigencias de desarrollo del nuevo milenio. La universidad de hoy y todas las Instituciones de Educación Superior (IES) del país han de concertar sus principios en constante renovación con las novedades científicas y los avances tecnológicos —de la mano con las transformaciones y exigencias internacionales—, para integrar sus propósitos y metas al concierto global de una sociedad moderna, activando los procesos de investigación y producción académica, actualizando sus desempeños, vigorizando su calidad, evaluando sus resultados y reestructurando sus planeaciones. Nada es estático, todo es versátil. La universidad fue creada por la necesidad de la sociedad por adquirir conocimientos que le dé un mejor desarrollo de sus habilidades y capacidades que les harán personas íntegras, pero también aportar en la vida social. “Un profesional no se hace experto para su beneficio personal, para realización egoísta, se hace profesionalismo cuando el ejercicio de su profesión sirve al entorno social.” (Méndez García 2009, p. 21).

Los asuntos administrativos de Educación competen al Poder Fereral atendidos por la SEP. Ésta define a las IES: Organismo que desempeña labores de docencia, investigación y difusión

Con el fin de formar profesionistas en las diferentes ramas del conocimiento y preervar, crear y transmitir los bienes de la cultura en relación con el interés social.

Pública, Privada y Autónomas

Licenciatura

Educación Normal, Univesritaria, Tecnológica y Técnico Superior Universitario.

Posgrado

Especialidad, Maestría y Dotorado

2.2 Las Políticas Públicas hacia el Sistema de Educación Superior. Hace una década Gilberto Guevara Niebla (1992) publicó un libro intitulado La catástrofe educativa. Hoy quizá pocos recuerdan que este título expresaba un consenso muy amplio: el que la educación en México era una zona de desastre, heredada de la crisis de los años ochenta, que no sólo fue una crisis económica sino una crisis de un modelo de crecimiento y de instituciones y de expectativas, entre ellas las educativas. No había consenso en cómo hacerlo pero todos coincidían en que era necesario cambiar el rol del estado en la educación. De hecho, muchos se preguntaban si el Estado acaso jugaba algún papel o tenía algún propósito eficaz en sus complejas y caóticas interacciones con las instituciones de educación superior. Algunos se preguntaban por la pérdida de capacidad estatal para fijar prioridades públicas y coordinar tan vital sector de la sociedad mexicana (Kent, 2001; Grindle, 1995). Una propuesta influyente de la época, expresada por el entonces Subsecretario de Educación Superior e Investigación Científica, Antonio Gago (1989), afirmó que era necesario crear un contexto de exigencias de cambio para instituciones educativas estancadas, sin futuro y con un pasado desprestigiado que no servía más como referente y seña de identidad. El maestro Gago hizo las siguientes propuestas, las cuales se convertirían en programas de gobierno: • Instalar la evaluación como práctica constante, de las instituciones, los profesores y los alumnos. • En la gestión de las instituciones había que evaluar más los resultados que los medios y los insumos, mostrando sus resultados a la sociedad. • El gobierno debía propiciar la competencia entre instituciones e impulsar la creación de nuevas instituciones tanto públicas como privadas. • Someter la política laboral (contratación y promoción de académicos) a la evaluación, y vincular su salario a la calidad de su desempeño. • Regular la admisión de estudiantes a las instituciones. • Fortalecer el posgrado y la investigación. • Establecer estímulos fiscales para el desarrollo tecnológico en empresas y su vinculación con las instituciones de educación superior. • Profesionalizar la gestión de las instituciones, poniéndola en manos de personas moral y académicamente probadas. Si escucháramos esto hoy en día, tal vez diríamos “¡Pues qué triviales propuestas! ¿No está sugiriendo lo que toda institución de educación superior debería hacer de manera normal y cotidiana?” Al decir esto, nos daríamos cuenta de la distancia que nos separa de aquellos momentos de grave crisis de la educación superior mexicana. Y nos daríamos cuenta de que la política del Estado consistió, en primer lugar, en poner a operar a las instituciones sobre una base elemental, mínima, de decoro académico y administrativo. Recuperar la funcionalidad básica de las universidades e institutos fue en sus inicios el objetivo de la reforma de la educación superior. Este primer objetivo, entonces, consistió en poner las bases de un sistema operante de educación superior a partir del revoltijo de instituciones que fueron surgiendo a lo largo del siglo XX. Ello significó establecer normas y estándares comunes para el ingreso y la obtención de los títulos, establecer y legitimar procedimientos de control y aseguramiento de la calidad (en cuya ausencia habían florecido las instituciones entonces existentes), y desarrollar las funciones propiamente superiores como la investigación y el posgrado (en instituciones que se habían centrado

fundamentalmente en la función de enseñanza profesional). Pero a este objetivo le acompañó otro, el de espolear a la educación superior mexicana hacia el siglo XXI, con todo lo que el discurso actual afirma al respecto: mejorar la calidad, rendir cuentas, promover la competitividad, contribuir al desarrollo científico y tecnológico, aportar cuadros flexibles y adaptables a una economía internacionalizada, entre otros objetivos parecidos. El Estado enfrentó la necesidad de resolver simultáneamente dos retos que históricamente en los países “centrales” o “desarrollados” se habían dado de manera consecutiva, en momentos diferentes. En la dificultad de resolver dos dilemas históricamente consecutivos de manera simultánea reside la problemática de fondo que enfrenta la educación superior de países “en transición” como México. Al mismo tiempo, no hay que olvidar el cambiante escenario político y administrativo en el México de los años noventa. La democratización, la descentralización y la apertura económica son algunos de los rasgos que marcaron este proceso. Todo el tablero se agitó al mismo tiempo. Los gobiernos de la modernización han intentado cumplir estos objetivos mediante una serie de estrategias que han evolucionado en espiral. El sentido general de esta evolución ha sido el movimiento hacia una creciente ingeniería social. La peculiar mezcla de instrumentos de políticas, típicos del neoliberalismo, con una creciente presencia estatal en las instituciones de educación superior configura este híbrido panorama. Afirmaremos más adelante que la etiqueta de nueva gestión pública podría caracterizarlo. Buscaremos poner de manifiesto las distintas lógicas que se tensionan en este escenario. En efecto, en el clima de la época se pensaba que estas instituciones habían desviado su función de desarrollar nuevo conocimiento. No estaban cumpliendo con su tarea elemental de formar nuevas generaciones a la altura de la contemporaneidad. Era indispensable removerlas, pero no había ya fe en su potencial interno de reformabilidad propia. Se había agotado el discurso de la reforma universitaria, históricamente promovido por la izquierda. Fue entonces el Estado quien tomó la batuta reformadora de las instituciones públicas de educación superior. En cuanto a las instituciones privadas, éstas habían demostrado su adaptabilidad a los tiempos, ofreciendo carreras profesionales tradicionales (Derecho, Administración) a los vástagos de las élites que huían de las universidades públicas. Pero nada más: no parecían ofrecer otra visión de la universidad como institución dedicada a impulsar las fronteras del conocimiento, a cuestionar las realidades para imaginar otras, para emprender tareas intelectualmente audaces y difíciles. La equidad tampoco era un tema preocupante para ellas, como no podía ser de otra manera en un esquema de mercado. Porsu parte, los institutos tecnológicos se habían vuelto poco imaginativos, engranajes que giraban en torno a la gran burocracia federal centralizada que los enmarca pero perdiendo de vista la contribución que idealmente se podía esperar de ellos, la vinculación con empresas y el impulso al desarrollo regional. En suma, al final de la década perdida de los años ochenta, los principales modelos institucionales en la educación superior mexicana habían llegado a sus límites. No sólo se sufría de una carencia financiera evidente en el sector público, sino que mostraban signos de agotamiento en tanto que modelos educativos; o más precisamente no habían desarrollado plenamente sus respectivas funciones en un sistema educativo que se diferenciaba cada vez en lo formal sin ofrecer una real diversidad de opciones educativas (Gago, 1989; Moura Castro y Levy, 1998). Las decisiones tomadas Había que hacer algo. Y el único agente disponible para iniciar estos cambios era el Estado. Para alivio de unos y escándalo de otros, recurrió a una combinación heterodoxa de instrumentos de mercado y de minuciosa ingeniería estatista. En el sector de universidades públicas, se incrementó, mediante fondos competidos, la urgente inversión en infraestructura y servicios académicos básicos, devastados por los años de crisis. Se desarrollaron programas de mejoramiento y evaluación de la calidad y los esquemas de competitividad en la asignación de estímulos salariales a los académicos. Se promovió la diversificación de fuentes de ingreso y sometió la asignación de subsidios a un control cada vez más minucioso.

La evaluación figuró desde el principio de la década de los noventa como un tema nodal, y quizá por ser motivo de intensa oposición inicial por parte de las universidades públicas, su desarrollo real fue desigual y un tanto accidentado. A pesar de lo afirmado por Antonio Gago, al principio el énfasis se puso en la evaluación de insumos y procesos, y puesto que esta manera de hacer las cosas demostró ser menos amenazante de lo que temían algunas instituciones, la evaluación se fue legitimando progresivamente. Hay también actualmente una serie de controles financieros sobre el gasto que las instituciones deben de acatar. No obstante, el asunto clave –la evaluación de resultados y sobre todo su articulación con decisiones financieras– fue continuamente aplazado. Un asunto de preocupación en este sentido fue la evidencia creciente de que los criterios de asignación financiera seguían obedeciendo, en su mayor parte, a criterios poco claros que no siempre se basaban en los resultados de las evaluaciones (Kent et al., 1998). Diversificar el sistema fue otro eje fundamental de esta política. Por un lado, fue cancelada la expansión del sector universitario público (salvo escasas excepciones). Por otro se crearon a lo largo de los años noventa más de 150 instituciones públicas de educación superior tecnológica. En este esfuerzo considerable, por cierto poco apreciado y a menudo desdeñado por la literatura académica por no corresponder al formato universitario, apareció un nuevo sector de instituciones tecnológicas de dos años de estudios con un esquema curricular y de gobierno diferente al tradicional. La nueva oleada expansiva de los institutos tecnológicos de cuatro años se alejó del viejo modelo de gestión centralizada, colocando en manos de los gobiernos de los estados la facultad de co-financiarlos y coordinarlos. A partir de la administración de Vicente Fox, aparecen nuevas instituciones llamadas universidades politécnicas, que a diferencia de antaño son planeadas e instaladas a petición de los gobiernos estatales con financiamiento compartido entre la federación y los estados. Los impactos sociales y los problemas operativos de este nuevo universo institucional están por conocerse. Por su parte, el sector privado, el de mayor pujanza en este periodo (como en casi todos los países en desarrollo), recibió un trato gubernamental de laissez-faire por el Estado. Sólo a principios de la actual década se ha venido a colocar en la agenda la regulación del sector privado; pero es un fenómeno reciente, ya que durante más de una década las instituciones privadas de educación superior, con toda su consabida variedad de estilos y calidades, han crecido a galope. Algunas, al no verse obligadas a satisfacer criterios mínimos de calidad, se acomodan a una demanda estudiantil creciente, producto del cambio demográfico y la expansión del bachillerato. Otras, las universidades privadas académicamente consolidas dan la batalla también, extendiendo su alcance regional (e incluso continental, como el caso del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey) y ofreciendo programas académicos en ocasiones innovadores pero sobre todo status y capital social: egresar de una buena universidad privada permite sobreponerse a las limitaciones de un mercado profesional estancado y cada vez más segmentado3 (De Garay, 2002; Bartolucci, 2002; Muñoz Izquierdo, 1996; López-Acevedo et al., 2000). Una parte de la creciente demanda estudiantil ha buscado pero no ha encontrado lugar en las instituciones públicas, y ha emigrado hacia las instituciones privadas de menor costo, no obstante que carecen de información sobre el servicio ofrecido (Coronel, 2004; Peña, 2005). Este mercado expansivo y no regulado es hoy motivo de debate y crítica por parte de rectores de universidades públicas y privadas, que piden al Estado una intervención reguladora. En efecto, un asunto clave que emerge actualmente es el de proporcionar información al cliente sobre calidades y precios en el mercado de educación superior que se ha vuelto diversificado y complejo. Un nuevo escenario: cambios enlos campos político y cultural de la educación superior. Así, el tablero de actores resultó marcadamente transformado. La autoridad federal dejó de ser el único actor gubernamental al incorporarse cada vez más los gobiernos de los estados al financiamiento, la planeación y la evaluación de la educación superior. Desde principios de la

década pasada, mediante la introducción de mecanismos como los estímulos al desempeño académico y otros, fue desactivado el sindicalismo universitario, actor que había jugado un papel fundamental en el periodo anterior. Con el énfasis creciente en la reforma de la gestión institucional, la planeación estratégica y la rendición de cuentas, las autoridades ejecutivas de las instituciones cobran mayor relevancia frente a los cuerpos colegiados de las instituciones (López Zárate, 2003). Los organismos de evaluación y acreditación que hoy operan, generalmente en forma independiente de las instituciones, constituyen un actor de creciente importancia al fortalecerse progresivamente la exigencia de control de calidad y rendición de cuentas. Los medios masivos de comunicación han incrementado notablemente su presencia en el debate educativo, influyendo sobre la formación de la agenda de políticas. En suma, el panorama actual es irreconocible para un observador que se hubiese dormido en 1990 para despertar en 2005. Es relevante hacer notar que todo esto ocurrió sin cambios en la legislación federal y, salvo algunas excepciones importantes, sin que fueran alteradas en lo sustancial las estructuras de gobierno de las IES públicas (Kent, 1998; Ornelas, 1998). A este reacomodo político e institucional corresponde por supuesto un cambio cultural. El clima social es actualmente muy distinto al de fines de los años ochenta. Sobre todo hay que resaltar el contraste entre el pesimismo educativo de hoy y el optimismo reformador de antaño. Sin duda, los cambios en el entorno cultural constituyen una variable fundamental en la explicación de las políticas educativas, al legitimarse unos valores e ideas, que desplazan a otros. Hoy en día no hablamos de transformar a la sociedad mediante una reforma universitaria promovida por instituciones autónomas, críticas y combativas; hablamos de vencer las inercias universitarias para modernizar la economía, promover la transparencia y la cercanía con el mundo empresarial. En el curso de esta transformación cultural, se produjo la desaparición de unas figuras y la aparición de otras nuevas. En muchos casos se trata de un real desplazamiento de unos agentes por otros distintos, pero también los hay que supieron despojarse del viejo discurso para adoptar el nuevo y así sobrevivir a los cambios. En este desplazamiento, los profetas progresistas de la reforma universitaria pasan a la sombra y vienen a ser sustituidos por los nuevos emprendedores de la modernización educativa. Kerr (1986) nos dice: “La educación superior puede y debe ser mejor gestionada, planeada, organizada, evaluada; y esto para esto se requieren expertos en planeación y administradores capaces, no líderes carismáticos ni intelectuales críticos. El estudiante es un cliente y el profesor un empleado especializado del que se pide productividad, no imaginación o criterio independiente”. Las demandas de la sociedad y la economía son ahora los principales referentes externos para el campo académico, cuya identidad se ve desdibujada y subordinada a un discurso economicista, producido por los campos político y económico. La dialéctica de la modernización desilusionada Sin duda, era necesario ser más eficientes, mejorar las relaciones con las empresas, evaluar y medir el mejoramiento de la calidad, en suma era necesario cambiar el viejo modelo académico. Ahora bien, se impone la duda si la efervescencia modernizadora de los años noventa ha producido los efectos esperados por el relato optimista de los gurús del management, o si ha engendrado efectos no esperados y perversos. Quiero sugerir que subyacente a este clima hay un escepticismo hacia lo que se ha logrado. Ha ido emergiendo una opinión crítica acerca de los resultados de los programas gubernamentales aplicados a las instituciones públicas y la aparente ausencia de políticas hacia el sector privado. Varias investigaciones recientes afirman que a la sombra de los programas gubernamentales se observan cambios poco felices en el tejido académico de la docencia y la investigación (Arechavala y Solís, 2001; Acosta, 2002; Bartolucci, 2002; Chavoya, 2002; Kent et al., 2003), en los criterios que guían decisiones en materia de contratación y promoción de académicos (Comas, 2003), y en las formas de asignación interna de

recursos. Otros autores señalan las disparidades en las respuestas de distintas instituciones a los programas gubernamentales (Loría, 2003). Algunas universidades públicas han respondido con agilidad; otras lo han hecho medianamente y no pocas han respondido en lo mínimo. Es válido, asimismo, preguntarse si las instituciones que respondieron positivamente se encuentran ya en sus límites de reforma dentro de sus esquemas organizacionales actuales, y otras no tienen esperanzas de empezar a responder. Y algunas de las respuestas institucionales más visibles podrían ser catalogadas como reflejos condicionados de un modernismo irreflexivo, un modernismo chato que se limita a implantar en lo mínimo los requerimientos gubernamentales con el fin de obtener recursos financieros adicionales. No es posible tampoco cerrar los ojos a la persistencia del síndrome de los enseñaderos, que ahora se manifiesta claramente en la efervescencia del posgrado, nuevo escenario de la “masificación” que se creía superada. Así, en el giro más reciente hacia la planeación estratégica se aprecia una cierta frustración con la primera generación de políticas de modernización de la última década. Se han sucedido los programas de evaluación, de Mejoramiento del Profesorado (PROMEP), de fondos competidos para mejorar las instalaciones y la infraestructura académica, de exámenes de ingreso y egreso, y de acreditación. Es innegable que estos esfuerzos fueron necesarios y que han tenido el efecto de levantar el piso, así sea desigualmente, de la educación superior pública. Sin embargo, se puede decir que la apuesta por el efecto de la acumulación de insumos no ha producido los beneficios esperados. Había que dar otro paso. El giro hacia la planeación estratégica A partir de 2001 se introduce el Programa Integral de Fortalecimiento Institucional (PIFI) que integra en un solo proceso los diversos programas existentes y obliga a las universidades públicas, con énfasis en sus facultades y departamentos, a elaborar planes a mediano plazo con sus respectivos indicadores de desempeño. La documentación del PIFI 3.0 pone énfasis en los siguientes aspectos (SESIC, 2003): • Las dos primeras etapas del PIFI constituyeron la fase de transición entre los diferentes programas de apoyo a las universidades públicas que se crearon en la década de los noventa, y el PIFI 3.0 que busca consolidar la planeaciónparticipativa e integral en sus tres niveles (institucional, DES y CAPE) poniendo énfasis en la planeación del desarrollo de las DES y sus protagonistas principales, los cuerpos académicos (CA), así como en el cumplimiento delos compromisos adquiridos. • El PIFI 3.0 debe concentrar su atención en el fortalecimiento académico de las DES [facultades y escuelas]. . .donde es necesario ahora concentrarse en un ejercicio de Planeación Estratégica. • Para ello se deben repasar y actualizar, en su caso, los objetivos generales y particulares, sus estrategias y proyectos que permitirán a la institución y a sus DES alcanzar su visión a 2006. Al mismo tiempo se analizarán los indicadores de desempeño institucional y se establecerán metascompromiso • El PIFI actualizado (3.0) debe contener proyectos cuidadosamente calendarizados cuyos objetivos y estrategias deben permitir: lograr las visiones a 2006 de la institución y las de sus DES; mejorar y, en su caso, asegurar la calidad de la oferta educativa y de la gestión; cerrar brechas de calidad al interior de las DES y entre las DES y cumplir con las metas- compromiso en los ámbitos institucional y de las DES, en los tiempos previstos. • La asignación de recursos extraordinarios para el desarrollo del PIFI 3.0 tomará en cuenta la evaluación del comité dictaminador que para tal propósito se conforme y el esfuerzo de superación académica y de gestión que la institución esté dispuesta a realizar en el periodo 2003-2006 (ídem). La exigencia de una planeación cada vez más minuciosa, ahora llevada a nivel de los departamentos, escuelas y facultades, viene acompañada de la descripción de las características del Paradigma de un Programa Educativo de Buena Calidad (ídem): • Una amplia aceptación social por la sólida formación de sus egresados;

• Altas tasas de titulación o graduación; • Profesores competentes en la generación, aplicación y transmisión del conocimiento, organizados en cuerpos académicos; • Un currículo actualizado y pertinente; • Procesos e instrumentos apropiados y confiables para la evaluación de los aprendizajes; • Servicios oportunos para atención individual y en grupo de los estudiantes; • Infraestructura moderna y suficiente para apoyar el trabajo académico de profesores y alumnos; • Sistemas eficientes de gestión y administración y; • Un servicio social articulado con los objetivos del programa educativo. En suma, se describe lo que dicta el sentido común para un programa de enseñanza universitario, lo que elementalmente debería atender una institución de educación superior. No parece trivial que se dé por supuesto que una universidad mexicana requiera auxilio del gobierno para definir un programa educativo de buena calidad. La precisión del discurso expresa la desazón con que se ha diagnosticado el limitado alcance de las reformas intentadas en los años anteriores. Se atribuye el origen del déficit de calidad a una gestión institucional defectuosa de variables muy elementales del proceso académico ¿Por qué persisten tales defectos elementales a una década de haberse lanzado la modernización de la educación superior? Ciertamente se podría argumentar que la introducción de la planeación estratégica obedeció a la necesidad de racionalizar e integrar la profusión de programas federales que fueron surgiendo en los años noventa. En efecto, bien podría ser el caso. Todo apunta a una más puntual y selectiva asignación de recursos en función de la calidad demostrada al nivel de la dependencia académica (como el discurso modernizador designa a los departamentos y facultades). Se puede justificar esta vuelta de tuerca en términos del reconocimiento de que las instituciones de educación superior son generalmente organizaciones de base pesada (Clark, 1990) donde la autoridad académica se encuentra instalada en el nivel de los centros de trabajo disciplinarios y profesionales. Así, se estaría impulsando un formato de planeación que respeta las características peculiares de las instituciones académicas. No son argumentos menores. Pero quiero insistir aquí en que otra faceta de la decisión de proceder hacia una ingeniería más precisa residiría en una frustración creciente ante los pobres resultados obtenidos anteriormente con programas de la modernización. Me permito usar la canción de Silvio Rodríguez, “Sueño con serpientes”, como metáfora de la dialéctica de la modernización desilusionada: se buscó matar a la serpiente, pero inevitablemente aparecía una mayor y tal vez más infernal.

Las paradojas del control estatal en tiempos de libre mercado ¿Cómo nos podemos explicar esta creciente presencia gubernamental en las instituciones universitarias? ¿No es cuando menos paradójico que esto suceda en una época que favorece las soluciones de mercado en vez del intervencionismo estatal? Para responder, es ilustrativo mirar hacia la experiencia europea y lo que se ha llamado la “revolución de la nueva gerencia pública” (new public management) en la educación superior de varios países del continente europeo. La nueva gerencia pública (Merrien, 2000; Dima, 2001) apuesta en teoría por el “timoneo a distancia” de las instituciones, enfatizando la planeación estratégica, la descentralización, la desregulación y la rendición de cuentas. Es una aparente retirada del modelo jerárquico de la coordinación estatal y un movimiento haciaun modelo contractual. También implica el abandono de las formas de gobierno democráticas o colegiales, pues claramente se favorecen estructuras gerenciales fuertes y eficaces. Así, de las instituciones universitarias se esperaría que asuman la responsabilidad de su propio destino. Deben por tanto formular sus propios planes estratégicos,

y se les invita a demostrar el uso efectivo de los recursos y las evidencias de que sus objetivos se están alcanzando. El control de calidad y la rendición de cuentas forman, en consecuencia, parte integral de la estrategia gerencial. Además, el modelo de la nueva gerencia pública implica un nuevo equilibrio entre los grupos de interés (stakeholders) implicados en la operación de las universidades: los estudiantes, los académicos, las empresas, los grupos comunitarios, y las dependencias del gobierno. En este enfoque, los modos tradicionales de mando jerárquico o de gobierno colegiado son hechos a un lado. En concreto, según el paradigma contractual entre gobiernos e instituciones de educación superior, aquellos definen los servicios a contratar, mientras que éstas se comprometen a generarlos de acuerdo con ciertas normas de cantidad y calidad. A cambio de recibir fondos, la universidad define autónomamente su manera de operar; tiene la facultad de modificar su organización interna y reglamentación. A la institución se le juzgará por sus resultados. Ahora bien, según algunos analistas (Merrien, 2000), en la práctica este paradigma ha tenido consecuencias importantes no previstas por la teoría. Como era previsible, se ve reforzada la estructura ejecutiva de la universidad, en desmedro de la toma de decisiones colegiada. Los directivos universitarios y sus mandos intermedios se ven sometidos una fuerte presión para generar resultados y, en consecuencia, impulsan cambios internos acordes con los planes estratégicos produciendo información ad hoc para los evaluadores. Se reduce el margen de maniobra financiero, al incrementarse relativamente la proporción de financiamiento etiquetado para programas específicos. Las universidades se esfuerzan por establecer formas de cooperación con empresas, si bien el alcance real de este esfuerzo varía mucho entre instituciones y regiones. Aunque el discurso reafirma una actitud distante por parte del Estado, en algunos casos se produce al contrario un mayor control estatal sobre los procesos universitarios. Esto viene a limitar la autonomía sustantiva y procedimental5 de las universidades, o más precisamente los márgenes dentro de los cuales puede ser ejercida la autonomía. No deja de ser reveladora la cercanía de esta descripción de los efectos de la nueva gerencia pública en algunas universidades europeas con la experiencia mexicana relatada anteriormente. En efecto, desde la óptica de tal propuesta de gerencia, no existe la paradoja señalada en la pregunta inicial de esta sección. Si lo que se está produciendo en las políticas de educación superior mexicanas es un giro al timoneo a distancia, la metodología contractual aquí descrita representaría la creación de pseudo-mercados en el sector público de la educación superior. Sería la respuesta a una frustración creciente a lo largo de los años de la modernización con los diversos experimentos realizados en materia de evaluación, programas de estímulos, financiamiento focalizado y reformas administrativas. No obstante, hay diferencias importantes entre el caso mexicano y el europeo. La primera diferencia radica en el monto de recursos que se juegan en los contratos entre gobiernos e instituciones de educación superior. Si dicho monto es una proporción significativa de los ingresos de una institución, el efecto será importante. Pero si, como en el caso mexicano, asciende entre 5% y 7% de dichos ingresos, es poco lo que se puede esperar de la planeación estratégica. La segunda diferencia estriba en los ciclos de planeación. En el caso mexicano son anuales, sometiendo a las instituciones a un ritmo intenso y continuo de preparación de documentos e indicadores en plazos cortos. Esta metodología tiende, en la práctica, a minar la fuerza de la planeación estratégica, creando una situación en la que los costos podrían anular los magros beneficios obtenidos y los ciclos de maduración de cambios académicos vendrían a ser atropellados por la necesidad gubernamental de mostrar resultados en plazos cortos. Es necesario señalar también que, a contrapelo de la intención del PNE 2001-2006 de impulsar la innovación y la flexibilidad, en el esquema del PIFI permanece incuestionada la estructura académica tradicional de disciplinas y profesiones. Incluso se ve reforzada por la operación del PIFI, de los Comités Interinstitucionales de Evaluación de la Educación Superior

(CIEES) y de las diversas formas de acreditación y certificación de programas que están en marcha. Habría que preguntar si la apuesta por la evaluación, la certificación y la acreditación – ingredientes claves del proceso PIFI– no solamente vendrían a desinflar la búsqueda de la innovación sino a robustecer los moldes académicos tradicionales en el sistema de educación superior. ¿Estaría la planeación estratégica en vías de reforzar las expectativas y “misiones” tradicionales que se plantean los directivos académicos? El sistema de ES en México se caracteriza por su gran magnitud y diversidad, además es complejo y heterogéneo debido al tamaño y las particularidades que lo integran, así como por las características del profesorado. El marco normativo básico de la educación superior en México lo conforman: 1. Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, 2. Ley General de Educación, 3. Ley para la Coordinación de la Educación Superior, 4. Reglamentaria del Artículo 5to. Constitucional, 5. Leyes estatales de educación superior, 6. Reglamento Interior de la Secretaría de Educación Pública (SEP), 7. Leyes orgánicas de las universidades públicas autónomas y no autónomas, 8. Decretos gubernamentales de las universidades no autónomas, 9. Acuerdos 93, 243, 279, 286 y 328 de la SEP, 10. Convenios de coordinación, operación y apoyo financiero entre la Federación, estados e instituciones, 11.Ley Federal del Trabajo que rige las relaciones de trabajo en las IES.

La gobernabilidad y los sistemas de gestión La gobernabilidad de las instituciones de educación superior. La gobernabilidad de una institución de Educación Superior tiene que ver con la existencia o inexistencia de estructuras que permitan el logro de la misión y objetivos que se propone y con la distribución del poder y de la autoridad en ella. La gobernabilidad no es otra cosa que una forma de alcanzar resultados. Para ello el diseño institucional debe ser coherente con los fines propuestos, según el carácter académico y jurídico de la organización. En el caso de una Universidad, tales objetivos tienen que ver con sus funciones fundamentales de satisfacer la necesidad de profesionalización del país, la producción de conocimiento, la articulación con las demandas sociales y el incremento del nivel cultural de cada país. Gobierno y gobernabilidad se complementan mutuamente. Puede existir el primero sin la segunda. La distribución del poder se hace visible en la existencia de órganos diferentes tanto personales como colegiados que posean la autoridad institucional para la toma de decisiones y que sean accesibles a los miembros que integran la institución.

Es útil, para entender analíticamente el problema de la gobernabilidad, hacer una distinción entre gobernabilidad interna y externa. Es decir entre la dimensión de la relación de las instituciones con el Estado y aquella referida a lo que ocurre en el interior de las organizaciones educativas. En relación con la primera, ya han sido estudiados con alguna profundidad en la literatura los denominados modelos clásicos, a saber: el gobierno colegiado; el gobierno burocrático y el gobierno político. Sus características son diferentes: En el gobierno colegiado, se trata de un esquema colectivo con base en el respeto al conocimiento en sí mismo y a la especialización. Con gran tendencia a la igualdad y el consenso. Suele propiciarse la existencia de comités que permiten y favorecen la participación y el seguimiento por parte de todos de reglas de juego que hacen viable el proyecto institucional. Aunque existen instancias de autoridad claras, se da un interés compartido por todos los estamentos en el “bien común” de la organización; y la institución como un todo tiende a ser horizontal. La manifestación de este estilo de gobierno consiste en la predilección de: Toma de decisiones colaborativa. Toma de decisiones consultadas. Aunque las decisiones permanezcan en quien mantiene el cargo, se consulta y respeta en buen grado la opinión de los académicos y otros organismos, según el caso. Existencia de grupos específicos que son responsables de temas específicos. En el gobierno burocrático, la estructura de la organización conserva una jerarquía formal. Los cargos tienen poder y lo ejercen y canales de comunicación formales. Entre sus características principales podemos encontrar las siguientes, entre otras: Los cargos se definen en función de competencias. Las personas son nombradas y no elegidas. El rango de cada persona se reconoce y respeta. La carrera es exclusiva. El estilo de vida de las personas está centrado en la organización. Existe estabilidad laboral y esta está mediada por el ordenamiento profesoral o carrera académica. El gobierno político consiste en un estilo de gobierno integrado por juntas directivas, consejos, entre otros, que involucran a los miembros de la institución tanto como a personas externas. Casi siempre se inspiran en modelos teóricos, que a su vez ofrecen la base para considerar la institución como un reflejo de la sociedad en que se encuentra; y al menos en alguna de sus vertientes, el conflicto, la existencia de grupos de intereses y la oposición entre éstos constituyen la médula organizacional y matiza, por ello mismo, el rostro propio de la institución. Pesan mucho, en su dinámica interna los conflictos sociales externos y en ocasiones reproducen la lucha de grupos de intereses exteriores a la institución. Una característica central de este modelo consiste en el predominio de los

grupos de intereses y el poder corporativo en la fijación de políticas, que con frecuencia, una vez establecidas no se cumplen. La negociación cumple un papel importante en la identificación de procesos y funciona, de manera análoga a un sistema político. Identificados estos esquemas básicos de estilo de gobierno, es importante poder identificar las variables básicas de una buena gobernabilidad. Entre estas debemos tener en cuenta las siguientes: Corresponsabilidad en la conformación de los programas académicos yen la calidad de los mismos. Esto exige que la institución posea un PEI y un Plan de desarrollo bien preciso y compartido. Existencia de mecanismos de rendición de cuentas de todos los estamentos de la institución. Disponer de una estabilidad financiera institucional para garantizar la viabilidad de la misma. Existencia de prácticas democráticas en la toma de decisiones. Existencia de reglas de juego compartidas y observadas (reglamentos y Estatutos). Existencia de procesos de elección y nombramiento basados en la competencia de las personas (directivos, profesores y estudiantes). Condiciones laborales adecuadas. Inteligencia del entorno. Eficiencia de las políticas y adecuada conducción de las mismas. Existencia de múltiples alternativas para la toma de decisiones. Existencia de condiciones para crear confianza entre los miembros y estamentos de la organización. Pero, ¿qué tan gobernables son nuestras instituciones de Educación Superior en la Región? Existen pocos estudios al respecto; aunque la percepción dominante es que las limitaciones en materia de efectividad de la cual se acusa a la universidades, sobre todo del sector público, vincula la ineficiencia a no gobernabilidad, con una marcada incidencia sobre las condiciones extremas en materia de financiamiento Una mala gestión (asociada a no gobernabilidad), en situación de recesión generalizada, pone a las instituciones en una situación de extrema penuria. Casos hay en que el poder corporativo, al reducir su lucha a la conservación de privilegios logrados en materia pensional u otros, tienen secuestrada la Universidad. Volvamos la mirada sobre la gobernabilidad externa; es decir, aquella que tienen que ver con la relación de las instituciones de Educación Superior con el Estado. En esta dirección, es reconocida por todos la crisis existente. Según José Joaquín Brunner, hasta el presente el esquema que se ha seguido se mueve entre dos extremos: o bien se establece una relación sobre la base de un Estado benevolente que otorga recursos y no se preocupa por la relación costo/beneficio; o bien, se suprime la autonomía

de las instituciones y se interviene de modo autoritario y sin miramiento alguno. Se señala igualmente, que entre los extremos se podría distinguir una tercera posición caracterizada por la posición del Estado como “Estado evaluador”. Posiciones todas que guardan íntima relación con el contexto propio de cada país en un momento determinado. A modo de ejemplo, el primer esquema parece coincidir (hacia los años 60) cuando el tamaño del sistema no permitía hablar de masificación y cuando la sociedad en general reconocía el papel de la Universidad en formar una elite, otorgando por la misma razón legitimidad a su tarea. Pero hacia la década 70-80 el escenario es diferente: la matrícula en el sector se multiplica de modo inesperado en razón del surgimiento de las clases medias, del ingreso de la mujer a la educación superior con la consiguiente multiplicación de instituciones, de programas académicos, de docentes sin que hubiere habido una planeación indicativa sectorial. Hoy la situación es más aguda aún, los problemas estructurales de calidad, equidad, pertinencia, eficiencia y financiamiento se mantienen frente a un escenario cada vez más exigente, con nuevas demandas y menos legitimidad en un mundo ya globalizado y a pesar de los desarrollos logrados en materia de consolidación de grupos de investigación y de acreditación. Así las cosas, no puede mantenerse el esquema del Estado benevolente ni optar por la alternativa de un Estado desregulador que incentive el mercado, privatizando e induciendo a las instituciones para que diversifiquen sus fuentes de ingreso; quizá se podría avanzar hacia la figura de un Estado-evaluador que buscaría orientar desde la distancia a través de la acreditación voluntaria de programas académicos; de la acreditación de instituciones con carácter obligatorio; del monitoreo de instituciones con carácter de seguimiento y apoyo para la consolidación de las instituciones y a través de la creación de un sistema Nacional de Información. Se trataría de acciones que asumen como criterio que la intervención del Estado, exigida por la carta Política, descansa sobre bases tales como: fijación de prioridades, existencia de una autonomía responsable, rendimiento de cuentas, metas pactadas con las instituciones para la fijación de recursos, creación de incentivos y valoración, por parte de las instituciones, de costos/beneficios. Así las cosas, la regulación del Estado respecto del conglomerado de las instituciones podría ser fuerte pero atento a las exigencias del ejercicio de una autonomía responsable. Inclusive, hay quienes sostienen que el Estado podría intervenir menos sin ser por ello menos fuerte, articulando su acción sobre la base de la capacidad de autorregulación de las instituciones, favoreciendo y estimulando el rendimiento de cuentas y facilitando una mayor intervención de la sociedad civil en la fijación de las políticas. La excesiva intervención, vía la normatividad, termina ahogando la creatividad y autonomía universitaria. Lo que queremos subrayar es el mutuo condicionamiento entre la gobernabilidad interna y externa, así como la necesidad de mirar la situación singular de cada país al respecto, dada la heterogeneidad de los sistemas de Educación Superior en la Región, y de las instituciones. Pero, ¿qué podríamos hacer en términos generales para mejorar el grado de gobernabilidad y por ende cualificar la gestión de nuestras universidades?

Ante todo, conviene precisar que no existe un prototipo de gobierno ideal; en cada caso, dependerá de la posible combinación lograda entre un principio burocrático y un principio colegiado; en virtud de la doble lógica que compone la organización universitaria. Cada uno de ellos puede tener su riesgo propio: la politiquería, del lado de la burocracia; y la ineficiencia del lado de la colegialidad. Hacia futuro, parece necesario hacer una renuncia colectiva en el universo de la Educación Superior de la intervención de los partidos o grupos de poder externos en la dinámica interna de las organizaciones; la politiquería le es funesta a la Universidad; asumir la eficiencia como valor en la gestión de las instituciones. Esta tarea exige afectar los intereses de las burocracias universitarias, modificar prácticas en la docencia y en las actividades de investigación, buscando ser más pertinentes frente a las diferentes demandas actuales. También es deseable llegar a algunos consensos frente a los principios que propician un alto grado de gobernabilidad, a saber: Propiciar la libertad académica; es decir, el derecho de cada integrante de la comunidad académica para desarrollar sus actividades propias en el campo de la docencia y la investigación. El reconocimiento de este principio no excluye el rendimiento de cuentas porque se trata de un principio que se basa en la autonomía responsable del saber, porque el servicio educativo es un bien público y porque el Estado debe velar por el bien común y la buena fe pública depositada en las instituciones que prestan este servicio. Ejercer una gobernabilidad compartida lo que exige que se propicie la participación de los diferentes estamentos en el proceso de toma de decisiones y del conjunto de las instituciones en la conformación de las políticas públicas en materia de educación. Definir con claridad las reglas de juego, responsabilidades y derechos de cada quien dentro de la organización y normas precisas y mínimas necesarias en la gobernabilidad externa. Respeto por el principio de la excelencia y el mérito frente a las presiones indebidas de cualquier sector que provengan. Estabilidad financiera que evite los cambios bruscos de política y reconozca adecuadamente las exigencias de la autonomía de las universidades, consagrada en la Carta Constitucional. Asumir la responsabilidad de rendir cuentas mediante procedimientos que permitan ver las condiciones internas de operación de las instituciones y los esfuerzos por incrementar la calidad de los servicios que ofrecen. En esta dirección, es necesario asumir el compromiso con lo público que tienen las instituciones de educación superior. Aceptar estos principios conduce a establecer mediante consenso un esquema de gobernabilidad interna que propicie cambios en la gobernabilidad externa; es decir que favorezca la expedición de un marco legal creíble, legítimo, realista y viable, sin olvidar acciones hacia afuera que favorezcan, a su vez, la gobernabilidad interna de las instituciones. Luis Enrique Orozco, pag. 187

El transitar de la educación superior desde una perspectiva de política pública nos lleva a reflexionar de qué manera es posible explicar el contenido y la dinámica de lo que implica en la práctica la educación superior como una política pública estratégica desde la perspectiva del desarrollo nacional o dentro de una nueva concepción de la administración pública como es la nueva gestión pública (NGP). Desde su aparición disciplinaria y profesional, la NGP tuvo como objetivo de conocimiento práctico aportar información y técnicas para mejorar la calidad analítica de la decisión y, por ende, impactar en la gestión de las decisiones. La nueva gestión pública (Aguilar, 2006) "pretende ser una propuesta estructurada y directiva de gobierno de administración pública con base teórica y no una situación organizativa que se afirma por la fuerza de los gobiernos o por el poder político financiero de los organismos internacionales o porque empata con la inclinación del tiempo" y no tratan de enfatizar que se gobierne con el poder, por el contrario, es dar validez a la acción del gobierno. Las universidades albergan la producción del conocimiento y un aprendizaje más especializado, retos que involucran las plataformas que ofrecen las políticas públicas educativas. Para comprender mejor esta postura, Chester I. Barnard (1938), en su texto The Functions of the Executive, establece que en las funciones a realizar en la gestión pública se debe ser hábil para generar cooperación que garantice la existencia de la organización a través de la aceptación de sus propósitos. Además, un gestor debe ser buen líder, es decir, tener la capacidad para tomar decisiones sobre la base de la calidad de la información de que disponga y la moralidad que permitan la coordinación de las entidades organizacionales y la formulación de propósitos. Ahora bien, ¿cómo se vuelve actor la universidad en la nueva gestión pública? León Corona (2007), en su artículo "La nueva gestión pública y el estilo personal de gobernar", cita un breve ejemplo: "En los últimos veinte se han experimentado importantes cambios en los modos de gobierno, a través de la gestión, del sistema universitario en México, a partir de las transformaciones que ocurren en todo el planeta como resultado de los procesos de la globalización y los programas internos de moderni-políticos y económicos". El sistema universitario también vive y padece mutaciones importantes como la relativa a la gestión institucional. Hoy en día, la gestión se dirige a atender aspectos específicos, de acuerdo con las características y el tipo de institución de que se trate, pero a todas se demanda superar la visión endógena que las caracterizó por mucho tiempo. De esta forma, la planeación y la evaluación institucionales surgen como instrumentos básicos de la gestión. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) sugiere que los principios de la NGP son extrapolables a cualquier país y no se toman en consideración sus principios políticos y administrativos. Para esto, nuestro sistema universitario se adaptaría a estos principios, así como a las propuestas del Centro Latinoamericano de Administración para el Desarrollo (CLAD,1998) centradas en: • Profesionalización de la alta burocracia. • Administración pública transparente y responsabilidad de los administradores ante la ciudadanía. • Descentralizar la ejecución de los servicios públicos. Delegación de funciones a los organismos descentralizados. • Orientación hacia el control de los resultados más que al de procedimiento. • Mayor autonomía gerencial de las agenciase y de sus gestores, la cual debe ser complementaria con nuevas formas de control como, por ejemplo, control por resultados.

Transferencia de la provisión de servicios públicos sociales al espacio público no estatal y regulación de este. • Orientación del suministro de servicios hacia el ciudadano usuario. • Mayores grados de responsabilidad del servidor público frente a la sociedad, a los políticos electos en términos de la democracia y a los representantes formales e informales de la sociedad. Desde la perspectiva del CLAD, se debe buscar la eficiencia en todas y cada una de las dimensiones de la administración pública. Los procedimientos de gestión empleados en las universidades públicas abren la perspectiva de la competencia entre instituciones universitarias inducida por la globalización y las nuevas exigencias profesionales y tecnológicas, ligadas a los requerimientos del capital humano que es demandado por las economías desarrolladas y, por otra parte, los nuevos requisitos de eficiencia y calidad institucional que son exigidos por el ciudadanocliente en las sociedades democráticas avanzadas. Ciencia UAT, pag. 4

ANUIES (2000), La Educación Superior en el Siglo XXI, México D.F. (disponible en http://www.anuies.mx/servicios/d_estrategicos/documentos_estrategicos/ 21/index.html).

Ciencia UAT, ISSN: 2007-7521 (disponible

en ).