Reino de Dios

1 EL REINO DE DIOS (Original: THE KINGDOM OF GOD) by John Bright Traducción por Roberto C. Fricke, PhD Prefacio Tal co

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EL REINO DE DIOS (Original: THE KINGDOM OF GOD) by John Bright Traducción por Roberto C. Fricke, PhD

Prefacio Tal como lo indica su título, este libro se trata de una idea de importancia central para la teología de la Biblia. Este libro busca trazar, para el beneficio del lector común de la Biblia, la historia de esa idea y la relevancia contemporánea de ella. Se espera que por este medio se pueda hacer una contribución para la comprensión de las Escrituras. Esto, porque el concepto del Reino de Dios, en un sentido real, involucra el mensaje total de la Biblia. No tan sólo ocupa un lugar prominente en las enseñanzas de Jesús; se halla, de una forma u otra, a lo largo y lo ancho de la Biblia—por lo menos si lo contemplamos por los ojos de la fe neotestamentaria—desde Abraham, que salió en busca de “la ciudad... cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Hebreos 11:10; véase también 12:1ss.) hasta el cierre del Nuevo Testamento con “la santa ciudad, la nueva Jerusalén que descendía del cielo de Dios”. (Apocalipsis 21:2) El captar lo que significa el Reino de Dios es arrimarse al mismo corazón del evangelio bíblico de la salvación. Pero el libro tiene una mira mayor: es la de captar, de ser posible, una de las razones fundamentales por la desatención actual de la Biblia. No es necesario comprobar que existe, aun entre creyentes, una ignorancia bíblica; también es demás lamentar ese hecho como desastroso. De hecho, no es una exageración decir que el Protestantismo no sobrevivirá para siempre si no se toman las medidas para remediarla. No debemos olvidar que todas las iglesias protestantes comenzaron con una protesta muy bíblica, siempre han tenido la Biblia como la última fuente de autoridad, y nunca han permitido que jerarquía alguna se interponga entre el creyente y la Biblia para impedir su acceso a ella u obligar que se imponga su interpretación particular de ella. Desarraigados de la Biblia, no tenemos ningún lugar correcto donde pararnos; de hecho, así no podríamos ser protestantes. Por lo tanto, no es cosa insignificante que la Biblia llegue a ser un libro tan extraño para el miembro de la Iglesia común, y peor todavía para muchos pastores también. Ahora bien, sin duda, las razones para esto son múltiples, y no podemos detenernos aquí para analizarlas. Pero seguramente muchos lectores se quejarán diciendo que la Biblia es un libro sumamente confuso, de distintos grados de interés, y un contenido tan variado que no se puede encontrar un hilo que lo atraviese. Mucho del contenido de la Biblia apenas es inteligible, mucho nos deja perplejos y muchas partes llanamente aburridas. (¡Cuántas personas se habrán propuesto leerla “de tapa a tapa” solo

2 para dejarla a mediados del libro de Levítico!) Aun la narración, contada emocionantemente, tiene un sabor muy antiguo. El lector siente que mucho de su contenido no le dice nada a él, y se siente tentado a abandonar la lectura. Al final, si persiste en leer su Biblia, se limita a trocitos favoritos encontrados acá y allá. De todos modos, resulta que hay dentro de la Iglesia, junto con una total desatención a la Biblia, un peligroso uso parcial de ella. Como Iglesia declaramos que la Biblia es la Palabra de Dios, y no distinguimos entre sus partes. Pero en la práctica confinamos nuestro uso casi completamente a secciones selectas—los Evangelios y los Salmos, porciones de Pablo y los profetas—e ignoramos el resto como si nunca se hubiese escrito. El resultado es que no tan sólo desatendemos mucho que tiene valor sino que, y peor todavía, perdemos el significado más profundo de las mismas partes que utilizamos, porque los sacamos de su contexto mayor. No se evidencia más agudamente que en lo que se refiera a la relación entre el Antiguo Testamento y el Nuevo. Se separan tajantemente en nuestra Biblia tanto como en la mente de la mayoría de los lectores. Además, ya que el Nuevo Testamento habla de Cristo, es muy natural y correcto que el cristiano lo lea primero y más a menudo para encontrar allí la fuente última de su fe. Pero eso suscita una pregunta: ¿En qué sentido tiene autoridad el Antiguo Testamento sobre el cristiano siquiera? Su ley ceremonial ha sido echada a un lado en Cristo, y ya no es obligatoria. Su esperanza profética, se afirma, se cumplió en él. En cierto sentido, pues, ¿no ha sido suplantado el Antiguo Testamento de alguna manera? ¿Qué relación sostiene con el Nuevo Testamento en el canon de las Sagradas Escrituras? Si esta pregunta es un enigma para el laico, puede consolarse en que les ha sido difícil para los estudiosos de igual manera. Actualmente, parece que la Iglesia no está segura en cuanto a su respuesta. Seguimos afirmando que las escrituras del Antiguo y Nuevo Testamentos son la Palabra de Dios, y vagamente creemos que esto es cierto; pero se teme que no tengamos una idea clara de lo que queremos decir por esta afirmación. En la práctica tendemos a relegar el Antiguo Testamento a una posición de poca importancia y lo tenemos, como quien dice, por una escritura de segunda clase. Una forma ambigua y no oficial de neo-Marcionismo ha surgido. La cuestión de la unidad de la Escritura tiene que tomarse en serio si se va a salvar la Biblia del desuso y el abuso. Pero no es una cuestión que puede ser rechazada por medio de una respuesta fácil. En un sentido la Biblia exhibe más diversidad que unidad. Es un libro muy variado; más bien, no es libro como tal, sino una literatura completa. Se escribió durante un período de más de mil años por hombres de carácter y circunstancias muy diversos; sus partes hablan a toda clase de situación; contiene toda clase de literatura concebible. El nivelar la Biblia, así como si se le impusiera una unidad artificial o igualdad de valor que hiciera caso omiso de esta diversidad maravillosa, sería fabricarle una camisa de fuerza. Además, se dejaría sin contestar la pregunta, ¿En qué sentido es Cristo la corona y la norma de la revelación? Pero ¿Hay en la Biblia algún tema unificador que pueda servir para juntar todas sus partes diversas en un todo? ¿Hay alguna continuidad esencial dentro de su reconocida discontinuidad? Hay quien encuentra muy poca. Uno no puede sino pensar en los eruditos, menos hoy que anteriormente, que trazarían a través de la Biblia el curso del desarrollo del hombre en el campo de la religión (o concebido teológicamente, el progreso de la revelación divina); éste desarrollo comenzaba con el dios tribal y la fe primitiva del Israel antiguo, avanzaba por los profetas en el monoteísmo ético, y finalmente alcanzó su culminación en las enseñanzas de Jesús.1 No se puede dudar del efecto atomizador sobre la Biblia de este enfoque. Claro, se mantenía cierta continuidad, pero estribaba en el mismo patrón evolucionario, no en la Biblia. Se separaba la religión bíblica en sus varias etapas de desarrollo, la última 1Así

la mayoría de los eruditos críticos de la pasada generación. Un ejemplo excelente de este enfoque en lenguaje popular es Harry Emerson Fosdick, A Guide to Understanding the Bible, the Development of Ideas Within the Old and New Testaments (New York: Harper & Bros., 1938).

3 de la cual no tenía nada en común con la primera. Era imposible hablar, siquiera, de una teología bíblica. Ahora bien, sería deshonesto mofarnos de esta erudición crítica, porque produjo mucho por el cual debemos estar agradecidos. En particular, nos recordaba que la revelación no es un museo de cuadros artísticos sino un proceso histórico. ¡Por supuesto, hubo progreso! Pero el esquema de una evolución directa se imponía sobre la Biblia desde afuera, y se ha comprobado ser demasiado rígido para acomodar todos los datos. No puede traer ninguna solución al problema de la Escritura. Pero, uno que ha sido educado en la línea abierta de la teología de la Reforma puede encontrar una respuesta sencilla: la unidad de la Escritura está en Cristo. Al proceder, confío en que se aclarará que esto en un sentido verdadero es cierto. Para la mentalidad de la fe neotestamentaria, no tan sólo toda la Escritura sino toda la historia se centran en Cristo. Empero, por cierto que este hecho sea, tiene que expresarse con bastante cuidado a no ser que en nuestro celo por hacer que Cristo sea todo en todo, seamos culpables de imponerlo a él arbitrariamente sobre el Antiguo Testamento. Esto solía hacerse en el pasado, y se teme que los haya actualmente que pasan de la raya en este sentido.2 Si esto se hace consecuentemente, el Antiguo Testamento simplemente llega a ser un libro cristiano, y la teología bíblica asume una cualidad estática que contradice su misma naturaleza. En manos sin cuidado los estudios antiguotestamentarios tienden a degenerarse en un juego del cual el objetivo es encontrar tipos de Cristo y alguna verdad anacrónica cristiana en lugares insospechados. Desde luego, esto descarta un buen método de la sana hermenéutica. Como cristianos leemos el Antiguo Testamento a la luz de Cristo, y predicamos a Cristo de él. Pero no se nos permite atribuir a los escritores bíblicos ideas que ellos mismos no concebían; nos toca descubrir hasta donde sea posible lo que ellos realmente querían decir. El salvaguardar el Antiguo Testamento por leer en él ideas que no contiene es un precio demasiado caro. Este libro surge de una preocupación por los problemas ventilados. Aunque no debemos minimizar la complejidad de la Biblia, este libro se hace con la convicción de que existe a lo largo de ella un tema unificador sin que éste se imponga de manera artificial. Es un tema de redención, de salvación; y se centra particularmente en aquellos conceptos que giran en torno a la idea de un pueblo de Dios, llamado éste a vivir bajo su gobierno y la esperanza concomitante del Reino de Dios venidero.3 Esta es una nota que está presente en la fe de Israel desde los tiempos más remotos en adelante y la cual se halla, de una manera o de otra, en casi toda parte del Antiguo Testamento. También, une inquebrantablemente el Antiguo Testamento al Nuevo. Porque ambos tienen que ver con el Reino de Dios, y el mismo Dios habla en los dos. Por supuesto, es imposible subsumir todo lo que la Biblia tiene que decir bajo un solo lema, y no se ha hecho ningún intento por lograrlo aquí. El título no implica que el concepto neotestamentario pueda imponérsele al del Antiguo; tampoco procura enmascarar el hecho de que la idea del gobierno de Dios sufriera un desarrollo considerable dentro del mismo Antiguo Testamento. Pero las ideas siempre son más grandes que las palabras que las expresan. Las raíces de esta idea comienzan en el período más primitivo de la historia de Israel. No se puede negar el desarrollo, pero éste debe verse, menos como una evolución progresiva desde formas inferiores a superiores que como un desarrollo hacia fuera de un concepto normativo en la fe de Israel desde el principio en adelante. Era un concepto que por su misma naturaleza señalaba más allá de sí mismo y exigía su cumplimiento. Como se dijo en el principio, este libro se dirige principalmente al lector general de la Biblia.

Wilhelm Vischer tal vez sea un ejemplo: véase Das Christuszeugnis des Alten Testaments (7ª edición, Vol. I; 2ª edición, Vol. II; Zurcí: Evangelishche Verlag, 1946); traducción inglesa Vol. I de la 3ª edición alemana, ed. A. B. Crabtree, The Witness of the Old Testament to Christ (London: Lutterworth Press, 1949). 3 Desde luego, este concepto no es original. Debo reconocer mi deuda a W. Eichrodt cuyo Teologie des Alten Testaments (1ª ed., Vol. 1, Leipzig: J. C. Hinrichs, 1933; 3ª ed. Vol. I, Berlin: Evangelische Verlagsanstalt, 1948; véase p. 1) fue lo que me hizo pensar en su importancia. 2

4 Por esta razón, aunque se espera que ninguna postura indefendible se haya tomado, se hizo todo lo posible para que el texto del libro quedara libre de discusión técnica; así, se espera que el lector pueda seguir el hilo del argumento sin que tenga que perderse en un montón de tecnicismos de erudición. La mira a lo largo del libro ha sido la claridad. Desde luego, no ha sido posible evitar notas bibliográficas. El lector que no quiera leerlas, fácilmente las puede ignorar. Las notas bibliográficas se han incluido, ya que se espera que el libro sea útil para maestros y estudiantes avanzados; es así también, porque la candidez exige que se reconozcan las fuentes de información junto con áreas importantes de desacuerdo con dichas fuentes. Siempre que haya sido posible, se ha hecho el esfuerzo por referirse a obras que ayuden al estudiante en su lectura adicional. En virtud de la limitación de espacio, no se ha hecho ningún intento por dar una bibliografía completa. El acercamiento histórico se ha escogido, porque, en último análisis, la teología bíblica no puede tratarse de otra manera. Si se le hace abstracta, si se le discute como un sistema de ideas divorciadas de la historia, ya no constituye teología bíblica. Sin embargo, se espera que el acercamiento histórico, lejos de consternar al lector, lo ayude para que haga encajar, particularmente a los profetas del Antiguo Testamento, dentro de su perspectiva histórica correcta. Si este libro hiciera que de alguna forma la Biblia se entendiera mejor o estimulara el interés de alguno para que la estudie, me sentiría profundamente gratificado. Además, si llegara a ser el medio por el cual alguien escuchara de nuevo el llamado a la ciudadanía en el Reino de Dios, sería más que exitoso. John Bright

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Reconocimiento La preparación de un libro es una tarea ardua, y es probable que pocos la hayan llevado a cabo completamente sin la ayuda y aliento de otros. Este libro no ha sido una excepción. Por lo tanto, debo expresar mi agradecimiento a aquellos amigos que me han ayudado en el camino. Primero, doy gracias al Rev. Dr. Barclay Walthall y al Rev. Dr. Holmes Roston, ambos de la Junta de Educación Cristiana de la Iglesia Presbiteriana, USA, Richmond, Virginia. Fue la invitación de ésta a que diera una serie de conferencias bíblicas en un congreso de liderazgo para laicos en Montreat, Carolina del Norte en el verano de 1950 la que estimuló mi pensamiento en torno al tema de este libro y su presentación oral. Si no hubiera sido por el interés e insistencia de la Junta, la labor de la hechura de este libro posiblemente nunca se hubiera emprendido. También, debo agradecerle al Dr. Henry M. Brimm, bibliotecario del Seminario Teológico Union, Richmond, Virginia, que me llamó la atención al concurso de la publicadora Abingdon-Cokesbury, y cuyo aliento me permitió entrar al concurso. Agradecimiento especial se debe al Profesor G. Ernest Wright del Seminario Teológico McCormick, Chicago, Illinois, que leyó el manuscrito terminado e hizo varias sugerencias para mejorarlo. El libro presente es mucho mejor por su ayuda tanto como la del Profesor W. F. Albright de la Universidad John Hopkins que hizo sugerencias adicionales. No obstante, debe enfatizarse que defectos que quedan son míos propios. En especial, debo agradecimiento a mi esposa—sin cuya ayuda en la mecanografía y la corrección—el manuscrito nunca hubiera estado listo a tiempo. Citas de la Escritura, a no ser que se indique al contrario o que sea aventurada mi propia traducción del original, siguen la R. S. V. (Nota del traductor: Cualquier cita directa de la Biblia será tomada de la Reina Valera Actualizada, publicada por la Casa Bautista de Publicaciones.)

6 Contenido I.

El pueblo de Dios y el reino de Israel

II.

Un reino bajo juicio

III.

Un remanente se arrepentirá

IV.

El pacto quebrantado y el nuevo pacto

V.

La cautividad y el nuevo éxodo

VI.

La comunidad y el reino apocalíptico

VII.

El reino está cerca: Jesús el Mesías

VIII.

Entre dos mundos: el reino y la Iglesia

IX.

Hasta el fin de la era

El pueblo de Dios y el reino de Israel

7 El Evangelio de Marcos comienza la historia del ministerio de Jesús con estas palabras significantes: “Jesús vino a Galilea predicando el evangelio de Dios, diciendo: ‘El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado. ¡Arrepentíos y creed en el evangelio!’” (1:14-15) Así, Marcos aclara que el peso de la predicación de Jesús era el anunciar el reino de Dios; que éste era el tema central que lo ocupaba. Una lectura de las enseñanzas de Jesús tal y como se encuentran en los Evangelios solo sirve para confirmar esto. En todas partes, el reino de Dios está en sus labios, y siempre es asunto de suprema importancia. ¿Cómo es el reino? Es como un sembrador que sale a sembrar; es como una perla costosa; es como una semilla de mostaza. ¿Cómo entra uno al reino? Uno vende todo lo que tiene para dárselo a los pobres; uno llega a ser como niño. ¿Es asunto de gran importancia? ¡Claro que sí! Sería mejor que uno se mutilara y entrara así mutilado que no entrar. De hecho, de tanta importancia era la noción del reino de Dios para la mente de Jesús que no se podría captar el significado de él sin tener alguna comprensión del reino. Pero, por mucho que mencionara el reino de Dios, Jesús nunca lo definió. Tampoco, ningún oyente jamás intentó interrumpirlo para preguntar: “Maestro, ¿qué significan estas palabras que tú usas tan a menudo, “el reino de Dios?”. Al contrario, Jesús usaba el término como si pensara que la expresión se entendería, y en efecto, así era. El reino de Dios formaba parte del vocabulario de todo judío. Era algo que entendían y anhelaban ardientemente. Para nosotros, al contrario, es un término extraño, y es necesario que le demos contenido si es que lo hemos de entender. Debemos preguntar de dónde vino esa noción y qué significaba para Jesús y para aquellos a quienes hablaba. Es aparente inmediatamente que la idea es más amplia que el término, y tenemos que buscar la idea donde el término esté ausente. De hecho, puede sorprendernos que fuera de los Evangelios la expresión “reino de Dios” no sea muy común en el Nuevo Testamento; no aparece, siquiera, en el Antiguo Testamento. Pero el concepto de ninguna manera se limita al Nuevo Testamento. Como veremos, aunque sufrió una mutación radical en labios de Jesús, tenía una historia larga, y está, de una forma u otra, ubicua en el Antiguo Testamento tanto como en el Nuevo. Involucra la noción entera del gobierno de Dios sobre su pueblo y particularmente, la vindicación de ese gobierno y pueblo en gloria al final de la historia. Ése era el reino que los judíos esperaban. Ahora bien, los judíos esperaban, en particular, a un Redentor o Mesías que estableciera victoriosamente el reino de Dios. Y, ya que el Nuevo Testamento declaraba que Jesús era ese Mesías que había venido para establecer su reino, se nos obliga a volver al Antiguo Testamento para considerar la esperanza mesiánica de Israel. Pensamos particularmente en Isaías que dio la esperanza del venidero Príncipe del linaje de David su forma clásica. Allí brotan las palabras que se leen como lección navideña: “Porque un niño nos es nacido, un hijo nos es dado;...Se llamará su nombre: Admirable Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz.”. (Isaías 9:6) Pero, ya que la expectación de la redención venidera se expresa repetidamente en el Antiguo Testamento en pasajes que no hacen mención explícita del Mesías,4 es claro que se trata de un tema tan amplio como la escatológica esperanza mesiánica de Israel en su totalidad. Es así, porque la esperanza de Israel era la esperanza del venidero reino de Dios. Pero no podemos considerar esa esperanza como si estuviera en un vacío, analizándose así los varios pasajes que la expresan. Esa esperanza tenía sus raíces en la fe e historia de Israel, y debemos intentar trazarlas. Una reflexión, aun momentánea, demostrará que la cuestión de la esperanza no era una mera curiosidad. Por ejemplo, aunque Isaías dio a la esperanza del Príncipe Mesiánico su formulación definitiva, y aunque podemos declarar que seguramente Dios le inspiró Propiamente dicha, la esperanza mesiánica es la esperanza del Príncipe venidero. (El Ungido del linaje de David, tal y como se ve en el pasaje que acabamos de citar.) Un pasaje mesiánico, pues, es el que menciona específicamente al Mesías. Sin embargo, en un sentido más popular y menos rígido, “mesiánico” llegó a designar a todos los pasajes que hablan de la esperanza futura de Israel, menciónese al Mesías o no. 4

8 para que así lo hiciera, el profeta no formuló su idea de la nada. Aquí, como siempre, la revelación era orgánica a la vida del pueblo, y su forma fue resultado del crisol de la experiencia trágica. Antes de que pudiera haber la esperanza de un Príncipe del linaje de David, primero hubo de haber un David. Antes de la esperanza de un reino mesiánico, tenía que haber el reino de Israel. En breve, antes de que la esperanza de Israel del reino de Dios pudiera asumir tal forma, primero tuvo que construir un reino sobre esta tierra. Por lo tanto, tendremos que retrocedernos para considerar el surgimiento del estado Davídico y las ideas que éste implantó en el alma hebrea. Sin embargo, el estado Davídico sería un lugar pobre para comenzar, porque éste no creó la fe de Israel ni la noción del reino de Dios. Por cierto, amoldó y coloreó poderosamente a ambas para el futuro, pero la fe de Israel ya había asumido su forma normativa mucho antes de que David naciera. La idea del gobierno de Dios sobre su pueblo ya estaba ahí. Por cierto, el estado Davídico mismo experimentó bastante la influencia de esta idea, y había algunos, como veremos, que pensaban que fundamentalmente éste contradecía aquél. De modo que nos vemos obligados a retroceder a ese formativo período más primitivo de la historia de Israel en el que el pueblo tanto como la religión se formaron. Allí, en la heredad de Moisés mismo, encontraremos los comienzos de su esperanza del Reino de Dios. Porque esta no era una idea recogida sobre la marcha por medio de una influencia cultural, ni era la creación de la monarquía y sus instituciones; tampoco era el resultado de la frustración de la ambición nacional, por mucho que todos estos factores pudieran haberle matizado. Al contrario, esta esperanza está ligada a la noción plena del concepto de Israel de sí mismo como el escogido pueblo de Dios; a su vez, ésta estaba tejida dentro de la textura de su fe desde el comienzo. Solo así pueden explicarse su tenacidad y su tremendo poder creativo en el Antiguo Testamento tanto como en el Nuevo. Hemos abierto un tema tan amplio como la fe antiguotestamentaria misma; es un tema que difícilmente podremos hacerle justicia de una manera tan breve. Pero, no nos queda más alternativa que esbozarla. No queda otra. HI Debemos comenzar nuestra historia en la segunda mitad del siglo trece A. de J. C., porque fue entonces que Israel comenzó su vida como un pueblo en la Tierra Prometida. Veamos primero al mundo de ese día. El largo reinado de Rameses II (1301-1234)5 iba finalizándose, y el gran período de imperio de Egipto estaba para acabar. Egipto ya era un país antiguo con casi dos mil años de historia. Unos trescientos años antes, bajo los faraones dinámicos de la XVIII Dinastía, había entrado en el período de su poderío militar más grande; en el apogeo de su poderío ella regía sobre un imperio que se extendía desde la cuarta catarata del Nilo hasta la gran curva del Éufrates. Los instrumentos del poder estaban en sus manos, y ella sabía emplearlos. Su ejército, basado en el carro jalado por caballos y el arco compuesto, poseía una movilidad y potencia de fuego que pocos podían resistir. Su marina regía los mares. Y, a pesar de una debilidad temporal en la primera parte del siglo catorce, mientras la XVIII Dinastía iba siendo desplazada por la XIX, y pese a la presión Hitita en el norte, el imperio se había mantenido casi intacto. Rameses II, en sus

Para lograr consecuencia, las fechas que se dan para este período de la historia de Egipto seguirán las que encontramos en W. F. Albright, From the Stone Age to Christianity (Baltimore: Johns Hopkins Press, 1940), las cuales son las de L. Borchardt. Si la cronología de M. B. Rowton (Journal of Egyptian Archaeology, 34 [1948], 5774) tiene razón—y Albright mismo se inclina a aceptarla ((American Journal of Archaeology, LIV-3 [1950], 164, 170)—la fecha para Rameses II debe reducirse a 1290-1224, la de Rameses III a cerca de 1180-1150, y así otros por el estilo. 5

9 batallas contra los Hititas, pudo llegar a un sangriento punto muerto en Siria y así terminar sus días en paz y gloria—y bastante vanagloria. Pero el gran Rameses murió, y bajo sus sucesores la gloria de Egipto se disipó. Su hijo, Marniptah, ya un viejo, llegó al trono, y en su reinado corto (1234-1225) tuvo que luchar dos veces por la vida de Egipto. Hordas de pueblos extraños, llamados por los egipcios “los pueblos del mar”, estaban amenazando la tierra por la ruta de invasión desde Libia, la ruta más recientemente tomada por las fuerzas del “Afrika Korps” del famoso Rommel. Sólo por medio de esfuerzos gigantescos pudo repelerlos el faraón. Luego Marniptah murió, y sobrevinieron veinte años de debilidad y anarquía, seguidos éstos por un cambio drástico. Aunque la XX Dinastía tomó el poder y restauró el orden, los problemas no cesaron de ninguna manera. Rameses III (1195-1164), a quien se le puede llamar el último de los grandes faraones de Egipto, necesitaba toda la fuerza posible para poder lidiar con otras invasiones por “los pueblos del mar” de Libia, llegando éstos desde el rumbo de la Palestina y por mar. “Los pueblos del mar” representan un tema intrigante que no podemos explorar.6 Sus nombres: Ruka, Tursha, Aqiwasha, Sardina, Perasata, etc. demuestran que eran pueblos originarios de cerca del mar Egeo, uniéndose a un gran movimiento migratorio racial. Nos interesan principalmente, porque en la Perasata (Pelasata, la Peleshet bíblica) reconocemos a los filisteos—de quien hablaremos luego. Aunque Egipto pudo salvarse, estaba enfermo por dentro. Desangrado por guerras incesantes, su ejército dependía cada vez más de mercenarios; el impulso que lo había sostenido por tantos siglos prácticamente terminaba. Aparentemente, el deseo de imperio se había perdido. De todos modos, bajo los sucesores de Rameses III, los Ramesides fútiles (IV-XII), todo vestigio de imperio se esfumó para no recobrarse nunca más. Para finales del siglo once, Egipto era sólo un recuerdo en Asia—un recuerdo poderoso, tal como la historia posterior ilustra. En la frontera nordeste de Egipto está la Palestina, el escenario del drama con el cual nos interesamos. Por siglos la Palestina era una provincia egipcia. Ella no había desarrollado ninguna unidad política; Egipto no permitía tal cosa.7 Su población, predominantemente cananea, estaba organizada en un mosaico de pequeños estados-citadinos, cada uno con su rey, sujeto éste al faraón. Además, los gobernadores egipcios, juntos con sus guarniciones y cobradores de impuestos, se ubicaban en distintas partes, formando así una especie de control dual. Ya que la burocracia egipcia era notoriamente corrupta y rapaz, la tierra iba de mal en peor. Y cuando por fin el último poder del faraón se disipó, quedaba un vacío político. Dejados así sin jefe, los reyes cananeos se encerraban detrás de los muros de sus aldeas. Virtualmente cada hombre se peleaba contra su vecino a tal grado que resultó en una historia tan sórdida de rivalidades sobre pequeñeces que la historia apenas toma nota. No existía ninguna unidad, y Canaán era incapaz de crearla. Ahora bien, la Palestina es geográficamente indefensible, tal como lo saben todos los que la han visto en el mapa.8 No tan sólo queda emparedada entre las grandes potencias del Nilo y el Éufrates y condenada, por su ubicación y tamaño pequeño, a ser un peón entre ellas; también está abierta al desierto por el este. Toda su historia ha sido un relato de infiltración intermitente por ese sector. Comenzando por lo menos por el siglo catorce, si no más temprano en el dieciséis, y continuando progresivamente al siglo trece, tal proceso sucedía. La Palestina y las tierras circunvecinas recibían una nueva población. Las Cartas Amarna del siglo catorce, en donde se les Para ver la discusión más reciente, véase el artículo de Albright mencionado anteriormente: “Some Oriental Glosses on the Homeric Problem,” American Journal of Archaeology, LIV-3 (1950), 162-176. 7 La poca unidad que había existido aparentemente fue destruida por la invasión de los Hyksos siglos antes; véase A. Alt, Di Landnahme der Israeliten in Palästina (Leipzig: Druckerei del Werkgemeinschaft, 1925). 8 Para todo asunto de geografía bíblica, se le recomienda al lector a que consulte a G. E. Wright y F. V. Filson, The Westminster Historical Atlas to the Bible (Philadelphia: The Westminster Press, 1945). 6

10 llama a algunos de los invasores Habiru9, atestiguan este proceso; para el siglo trece los edomitas, los moabitas, y los amonitas se habían establecido en sus tierras al este del Río Jordán. Aparentemente, los egipcios no podían impedir estas incursiones, o no quisieron hacerlo. Sin embargo, en las décadas después de 1250 A. de J. C. una tremenda catástrofe golpeó la Palestina. La población cananea sufrió uno de una serie de golpes que a la larga le costaría nueve décimos de sus tierras en la Palestina y Siria. Esta es la historia que podemos ver por los ojos del libro de Josué. Es una historia de guerra sangrienta; el humo de pueblos incendiados y la peste de carne podrida se guindan sobre sus páginas. La historia comienza cuando los hombres tribales israelitas, habiendo éstos barrido con los reinos amorreos de la Palestina oriental, están en la ribera del Jordán a plena vista de la Tierra de Promisión. De repente, ya cruzaron el río en seco, las murallas de Jericó caen con el sonido de la trompeta, y los corazones cananeos se paralizan de terror. Luego, enseguida, hay tres arremetidas—por la parte central de la tierra (capítulos 7-9), por el sur (capítulo 10), por el norte lejano (capítulo 11)—y toda la cordillera de la Palestina es suya. Si no hubiera sido por los carros de hierro que ningún soldado a pie podía encarar (Jueces 1:19), habrían conquistado la llanura de la costa también. Habiendo ocupado la tierra, la dividieron entre sus tribus. Es una tierra convertida en desierto: los habitantes han sido masacrados, las ciudades incendiadas. ¿Sabrían los cananeos quiénes eran estas gentes? Probablemente las considerasen Habiru (hebreos) como otros que las habían precedido. Es posible que supieran que éstas se llamaban Bené Yisra’el, los hijos de Israel. Tal vez supieron también—primero con humor y después con horror— que estos hombres del desierto tenían la noción fantástica de que su Dios les había prometido esta tierra, y que ¡habían de conquistarla!. Desde luego, no debe imaginarse que la conquista de la Palestina fuera tan sencilla, tan rápida, o tan completa como una lectura somera de Josué nos haría pensar. Al contrario, ese libro sólo da un parcial relato esquematizado de un proceso increíblemente complejo. Como hemos visto, nueva sangre había estado en el proceso de infiltrarse en la Palestina por siglos. Muchos de estos pueblos, sin duda de cierto parentesco (Habiru) con el pueblo de la conquista, se pusieron de acuerdo con éste y fueron incorporados dentro de su estructura tribal.10 Tampoco hemos de suponer que cuando se terminó la conquista, desaparecieran los habitantes originales ni que toda la tierra fuera ocupada por israelitas. Una lectura cuidadosa de los anales mostrará que los cananeos seguían en control de las llanuras, y aun ciertos enclaves en las montañas, tal como Jerusalén. (Véase Jueces 1.) Los israelitas se veían obligados a vivir a la par de estos pueblos. La ocupación de la Palestina era así parcialmente un proceso de absorción, cosa que perduraba, por lo menos, hasta que David consolidó toda la tierra. Por esto, se hace claro que la nación Israel, la que posteriormente llegó a ser, no se componía exclusivamente de los descendientes de los que salieron de Egipto, cosa que explica en parte su vulnerabilidad ante las nociones paganas. Aun así, con estas modificaciones, la historicidad de una acometida concertada durante el siglo trece ya no puede cuestionarse, dada la Las Cartas Amarna fueron escritas por algunos reyes vasallos de la Palestina y Siria para la corte de Amenophis IV (1377-1360) en el Tell el-Amarna, en donde se descubrieron. El nombre Habiru (en otros textos ‘Apiru o Khapiru) parecen ser etimológicamente equivalentes a hebreo, aunque este punto es controversial. Pero la presencia del nombre por un período de siglos en lugares tan lejos como Nuzi en Mesopotamia, Bogas-Köi en Asia Menor, Ras Shamra en el norte de Siria, tanto como en Egipto, impide que igualemos los dos términos así no más. Habiru parece haber sido una clase social, no una designación racial. Aunque los hebreos de la Biblia sin duda eran Habiru, el término posterior incluía muchísimo más que los hebreos bíblicos. 10 Josué 24 parece reflejar claramente la integración de nueva sangre en la liga tribal israelita. Ha de notarse que algunos de los participantes, a diferencia de los israelitas del Éxodo, eran todavía paganos. (véase v. 14ss.) Que algunos cananeos también fueran gradualmente absorbidos es atestiguado por una variedad de evidencia: por ejemplo, las ciudades cananeas, tales como Siquém (Génesis 34), Hefer, y Tirsa (Josué 12:17, 24) aparecen como clanes menores de Manases. (Josué 17:2-3) 9

11 abrumadora evidencia arqueológica.11 Fue entonces que la Palestina llegó a ser el hogar de Israel. El libro de Josué cuenta de manera particular la historia de esa fase climática de la conquista. II De modo que Israel comenzó su historia como un pueblo en la Tierra Prometida. Éste en sí mismo fue un evento de poca importancia, y la historia no lo habría recordado siquiera si no hubiera sido por el hecho de que estos hombres tribales trajeran consigo una religión inusitada. La fe de Israel era un rompimiento drástico, racionalmente inexplicable, con el paganismo antiguo.12 El padre de esa fe fue Moisés. La naturaleza exacta de la religión mosaica es, desde luego, una cuestión escabrosa, y no podemos emprender una discusión extendida de ella aquí. Empero, es importante que pausemos para señalar sus características sobresalientes. 1. La fe de Israel era única en muchos sentidos. En primer lugar era un monoteísmo.13 Hay solo un Dios, y el mandamiento, “No tendrás otros dioses delante [es decir, aparte de] de mí.” Solemnemente prohibía al israelita a adorar a otro cualquiera.14 Que el israelita durante este período en realidad negara la existencia de otros dioses o no es algo que ha ocasionado mucho debate. Ciertamente, el monoteísmo, así tan temprano, no era una doctrina lógicamente formulada; igualmente cierto, las implicaciones plenas del monoteísmo tardaron siglos en formarse. Además, debe reconocerse que la práctica israelita, especialmente al ponerse en contacto Israel con la población mayor de Canaán, era a menudo cualquier cosa menos que monoteísta. No obstante, el que la fe de Israel no tan solo exigiera la exclusión de otros dioses de Israel, sino que también les privara de toda función y poder en el universo y así los convirtiera en nulidades ciertamente merece llamarse un monoteísmo. Y todo esto lo hizo la fe Mosaica. Su Dios es único. Es Él, aun en la más Pueblos tales como Betel, Laquis, Eglón, y Debir (mencionados todos en Josué 10 o Jueces 1), se sabe que fueron incendiados y ocupados de nuevo en este tiempo. Jericó y Hai (Josué 6-8) presentan problemas particulares, pero no pueden usarse para negar la esencial historicidad de la narración en Josué. Para una declaración de esta evidencia, véase W. F. Albright, “The Israelite Conquest of Canaan in the Light of Archaeology,” Bulletin of the American Schools of Oriental Research, 74 (1939), 11-23; véase también, idem. The Archaeology of Palestine (Harmondsworth: Pelican Books, 1949), pp. 108-109. Para un popular resumen excelente, véase G. E. Wright, “Epic of Conquest,” The Biblical Archaeologist, III-3 (1940), 25-40; también, idem. “The Literary and Historical Problem of Joshua 10 and Judges 1,” Journal of Near Eastern Studies, V-2 (1946), 105-114. La más reciente y la discusión más completa de todo el problema del Éxodo y la conquista es la de H. H. Rowley, From Joseph to Joshua (London: Oxford University Press, 1950). Mis opiniones se expresan con más detalle en la Introduction and Exegisis of Joshua en The Interpreter’s Bible, Vol. II (New York and Nashville: Abingdon-Cokesbury Press, 1953). 12 Para una introducción excelente a la mentalidad del paganismo antiguo, señalando así su diferencia radical a la de Israel, véase H. Frankfort, ed., The Intellectual Adventure of Ancient Man (Chicago: University of Chicago Press, 1946). Una declaración espléndida de la naturaleza peculiar de la fe de Israel es la de G. E. Wright, The Old Testament Against Its Environment (Chicago: Henry Regnery Co., 1950). 13 Ya no es posible ver la fe de Israel como una religión tribal que paulatinamente evolucionó en el monoteísmo, tal como estaba en boga en la escuela de Wellhausen; recientemente, I. G. Matthews, The Religious Pilgrimage of Israel (New York: Harper & Brothers, 1947). La declaración autoritativa de la evidencia de un monoteísmo Mosaico es la de W. F. Albright, From the Stone Age to Christianity, capítulo iv. Sin deseos de definir la religión Mosaica como más que un incipiente monoteísmo, pero sí afirmando la unidad de la fe de Israel, son, por ejemplo, W. Eichrodt, Theologie des Alten Testaments (3ra edición: Berlín: Evangelische Verlaganstalt, 1948), I, 1-6, 104ss., et passim; en lenguaje popular es el de H. H. Rowley, The Rediscovery of the Old Testament (Philadelphia: The Westminster Press, 1946), capítulo v. 14 El Decálogo, en una forma que subyacía las versiones paralelas en Éxodo 20 y Deuteronomio 5, en la opinión del que escribe, tiene que tenerse por la misma carta del Mosaísmo. Véase para una fuerte defensa: P. Volz, Mose und Sein Werk (Tübigen: J. C. B. Mohr, 1932), pp. 20ss. En inglés, H. H. Rowley, “Moses and the Decalogue” (Bulletin of the John Rylands Library, 34 [septiembre, 1951] para una bibliografía completa. 11

12 antigua historia de la creación (Génesis 2:4ss.), el que creó todas las cosas sin ayuda ni intermediario; su mismo nombre, Yahvé, afirma para él esta función.15 Ningún panteón lo rodea. No tiene consorte (el hebreo ni tiene una palabra para “diosa”) ni progenie. Consecuentemente los hebreos, en contraste marcado con sus vecinos, no desarrollaron ninguna mitología. Sin duda, su celo por esta fe recién hallada explica su furia casi fanática durante los días de la conquista. Además, la fe de Israel era iconoclasta: su Dios no podía ser representado ni en pintura ni en imagen. Las palabras del Segundo Mandamiento, “No te harás imagen”, hacen claro esto. Ningún paganismo antiguo hubiera dicho esto. Sin embargo, es consecuente con el testimonio total del Antiguo Testamento el que, por mucho que hable acerca de la adoración a los dioses falsos, no ofrece ninguna referencia clara a intento alguno por hacer una imagen de Yahvé. Que un sentimiento fuerte en contra de hacer tal cosa existiera en Israel durante todas las etapas de su historia es ilustrado por el hecho de que la arqueología aún no encuentra ni una sola imagen masculina en ningún pueblo israelita bajo excavación. Sólo a la luz de tal tradición iconoclasta, monoteísta, y de siglos de existencia se puede entender el odio feroz de los profetas para con todo dios e ídolo pagano. Pero hay otro punto, en muchas maneras el más llamativo de todos: Israel creía que su Dios podía controlar, y de hecho controlaba, los eventos de la historia, que en ellos revelaba su justo juicio y su poder salvador. He aquí, la más aguda rotura concebible con el paganismo. Todos los paganismos antiguos eran politeístas, con docenas de dioses arreglados en panteones complejos. Estos dioses, en su mayoría, eran personificaciones de las fuerzas de la naturaleza, sin ningún carácter moral particular. Su voluntad podía ser manipulada en el rito (el cual dramatizaba el mito) con el fin de que éstos otorgasen al adorador lo que deseara en beneficios tangibles. En tales religiones no era posible una interpretación moral de eventos, ni siquiera una interpretación consecuente, ya que ningún dios gobernaba la historia. El Dios de Israel es de otro género totalmente. Controla el sol, la luna, y las estrellas; trabaja ora en el fuego, ora en la tempestad—pero no se identifica con ninguno de éstos. No tiene ningún lugar fijo de morada en el cielo o en la tierra, pero viene para socorrer a su pueblo y exhibe su poder donde quiera, sea en Egipto, en el Sinaí, o en Canaán. No es ninguna personificación de fuerza natural para que sea aplacado por el rito (en la fe de Israel la naturaleza está “des-mitologizada”); él es un Ser moral que controla la naturaleza y la historia, y en éstas revela su voluntad justa y llama a los hombres para que la obedezcan. Esta noción de Dios no es un desarrollo tardío en Israel, sino que es muy antigua. Hasta en la antigüedad más remota de los registros bíblicos, vemos al Dios que tiene poder sobre la naturaleza y la historia.16 Es el que, habiendo creado todas las cosas, dispone de los destinos de todas las familias de los hombres y llama a Abraham para que realice su propósito. Es el que humilla hasta al polvo la soberbia del faraón y ahoga su ejército en el mar. Él libera su pueblo de todos sus enemigos, les provee sostenimiento en el desierto, detiene el flujo del Jordán, hace que los muros de Jericó se Jehová (hebreo: Yahvé) parece ser parte de una fórmula (Véase Éxodo 3:14) que significa “El que ocasiona que sea lo que llega a existir.” Véase W. F. Albright, From the Stone Age to Christianity, pp. 197-198. 16 Una parte mucho más grande de literatura se remonta al período más primitivo (el siglo diez y antes) que se pensaba antes. Ésta incluye poemas—por ejemplo, el Canto de Débora, (Jueces 5; Josué 10:12-13; la Bendición de Jacob (Génesis 49); la Bendición de Moisés (Deuteronomio 33; véase Cross y Freedman, Journal of Biblical Literature, LXVII [1948], 191-210; los poemas de Balaam (Números 23-24; véase Albright, idem., LXIII [1944] , 207-233); el Canto de Moisés (Éxodo 15; véase Albright, Studies in Old Testament Prophecy, H. H. Rowley, ed. [Edinburgh> T. & T. Clark, 1950], pp. 5-6; numerosos salmos (por ejemplo, 29, 67, 68). Además de éstos está la biografía Davídica (2 Samuel 9-20; 1 Reyes 1-2) y sin duda otros de los ciclos Samuel-Saúl-David. Es más, aunque fuéramos a conceder que las historias de los Patriarcas, el Éxodo y la conquista (en su recensión más antigua, llamada comúnmente la Yahvista) recibieran su forma final sólo en el siglo nueve (el escritor prefiere una fecha más temprana), hay que presumir que contienen materiales antiquísimos que están incluidos en una cadena de tradición que se remonta a siglos anteriores. 15

13 tumben y paraliza a los cananeos con terror. Los poderes oscuros de las plagas hacen su voluntad, así también las aguas del mar y el viento (Éxodo 15:1-17), el sol y las estrellas (Josué 10:12-13; Jueces 5:20), y la lluvia (Jueces 5:4, 21). También, es él que hace que las batallas vayan en su contra y entrega Israel a los enemigos (Josué 7; 1 Samuel 4) cuando peca su pueblo. 2. El Dios de Israel está delante de nosotros como un Dios—invisible, Creador de todas las cosas, Regidor de la naturaleza y la historia—absolutamente único en el mundo antiguo. Pero eso no es todo. Israel no creía tan sólo que tal Dios existía; estaba convencido que este Dios, en un acto histórico, la había escogido, había entrado en pacto con ella, y la había hecho pueblo suyo.17 No podemos encontrar ningún período en su historia en que Israel no creyera que era el pueblo escogido de Yahvé. Y esta elección había tenido lugar dentro de la historia. La historia bíblica traza esta historia de elección hasta Abraham, pero fueron los eventos en torno al Éxodo en los que Israel veía su verdadero comienzo como un pueblo.18 El recuerdo del Éxodo embargaba la conciencia nacional para siempre. Los profetas volvían a él repetidamente. He aquí el ejemplo inolvidable del poder y la gracia de Dios (Amós 2:9-11); Miqueas 6:2-5; Ezequiel 20:5-7), He aquí, en el Éxodo, llevaba al recién nacido Israel como si fuera un niño (Oseas 11:1), también, se casó con Israel en la ceremonia del pacto y reclamó para siempre su lealtad. (Oseas 2; Jeremías 2:2-3) Pero esta no era ninguna noción esotérica promulgada por los líderes espirituales; el pueblo estaba saturada de ella. De hecho, tan confiados estaban de ser el favorecido pueblo elegido de Dios que la predicación profética de la perdición sólo les parecía una tontería. Era una soberbia que los profetas, desde Amós hasta Jeremías, encontraban imposible de penetrar. Una confianza tan profundamente enraizada solo puede haber tenido su origen en la memoria de los mismos eventos del Éxodo. La actitud hipercrítica hacia la narrativa del Éxodo, tan popular anteriormente, ya no se puede sostener.19 No puede haber ninguna duda que un grupo de hebreos estuvo esclavizado en Egipto; que Moisés, bajo el ímpetu de una tremenda experiencia religiosa, los llevó a experimentar algunos sucesos tan estupendos que jamás se olvidaron; y que ellos luego llegaron a la montaña en el desierto donde tuvieron lugar aquellos eventos que los convirtieron en un pueblo y les dieron esa religión distintiva que amoldaría el curso entero de su historia. De modo que los orígenes de Israel están ligados a eventos históricos tanto como los del Cristianismo. Mientras Israel absorbía nueva sangre en su estructura tribal, la tradición del Éxodo se extendía y se hacía normativa para todos, aun para aquellos cuyos ancestros no habían participado en el Éxodo.20 Ya que es así, muchísimo más importante que los mismos eventos es la interpretación que Israel les dio a la luz de su fe. El Éxodo se veía como un puro acto de la gracia de Dios. Las señales y maravillas en Egipto, el viento que hizo que las aguas se retirasen, la liberación del ejército de faraón—todas son ilustraciones de esa gracia (hesed). Eran productos de pura gracia, porque eran absolutamente inmerecidas. El Antiguo Testamento nunca sugiere que Israel fue escogido por algún mérito propio; al contrario, las narrativas del Éxodo se cuidan para describir a un pueblo cobarde, La idea del pacto es tan importante que W. Eichrodt, op. cit. ha reconstruido la teología del Antiguo Testamento en su derredor. El escritor está de acuerdo fundamentalmente. Es cierto que la palabra “pacto” se usa raras veces en las fuentes más primitivas, pero la idea es más grande que la palabra. Está ligada con la noción plena de elección de Israel y con la misma estructura de la liga tribal. Véase Wright, op. cit., pp. 54-68. 18 Con respecto a la idea antiguotestamentaria de elección, véase H. H. Rowley, The Biblical Doctrine of Election (London: Lutterworth Press, 1950); también, Wright, op. cit., capítulo 2. Las narraciones patriarcales no deben verse con el hipercriticismo que antes estaba en boga: véase Albright, From the Stone Age to Christianity, pp. 179189; Rowley, “Recent Discovery and the Patriarcal Age” (Bulletin of the John Rylands Library, 32 [septiembre, 1949] con amplia bibliografía. 19 Véase Albright, From Stone Age to Christianity, pp. 189-196 para la evidencia. 20 Tal vez de modo semejante que las tradiciones de la temprana América llegaron a ser normativas para los americanos, aun los recién llegados. De modo que el hijo de padres inmigrantes puede hablar, y correctamente—de nuestros Padres Peregrinos. 17

14 ingrato, y plenamente indigno. El Éxodo fue el acto de un Dios que eligió para Sí a un pueblo para que éste le escogiera a Él. El pacto que se llevó a cabo en el Sinaí, entonces, podía entenderse en la teología hebrea como una respuesta a la gracia; la hesed del hombre por la hesed de Dios.21 El pacto del Antiguo Testamento siempre se veía, al igual que el del Nuevo Testamento, un pacto de gracia. Esto debe tenerse presente. Los comentarios negativos de Pablo y otros (Véase Gálatas 4:24-25; Hebreos 8) en contra de un pacto de obras, por justificables que fuesen, eran mucho más aplicables al Judaísmo de su propio día que a la fe del Antiguo Testamento. Porque Israel había comenzado su historia como nación, llamado por la gracia de Dios para que fuera su pueblo, para servirlo solo a Él, y para obedecer la ley del pacto. La noción de un pueblo de Dios, llamado para vivir bajo el gobierno de Dios comienza justo aquí, y juntamente con ella la noción del Reino de Dios.22 3. Estas ideas eran tremendamente dinámicas y creativas. Por un lado, una nota profundamente moral se inyectaba en la noción de Israel respecto a su lugar como un pueblo escogido la cual nunca se le hizo posible olvidar, por mucho que intentara. En cambio, se encendió una esperanza viva que no la podía borrar nada. Esta nota se oye en la narrativa más antigua del Éxodo, y no es demás decir que la predicación profética completa se basa en ella: “Ahora pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi pacto, seréis para mí un pueblo especial entre todos los pueblos.” (Éxodo 19:5) En esta oración y en la fe que la produjo están los gérmenes de la predicación profética de la perdición tanto como de su esperanza escatológica. Acondicionado por esta fe, Israel nunca podía dar por sentado su estatus como pueblo escogido; era moralmente condicionado. Ella no era ninguna raza superior, favorecida porque se lo mereciera. Su Dios no era una especie de genio nacional, de parentesco sanguíneo con ella, cuya adoración y favor estuvieran puestos en el esquema de las cosas. El suyo era un Dios cósmico que en un acto histórico la había escogido, y a Quien ella, en un libre acto moral había escogido. El lazo de pacto entre ellos no era ni eterno ni mecánico. Aunque no podía llamarse un acuerdo—ya que no se llevaba a cabo entre iguales—no obstante esto, tenía matices de un acuerdo en que era un pacto bilateral. Dios daría a Israel un destino como su pueblo, lo defendería y establecería, pero siempre y cuando Israel lo obedeciera. El pacto imponía demandas fuertes sobre Israel. Específicamente, exigía hesed, una completa y agradecida lealtad al Dios del pacto, excluyendo a todos los demás dioses. Igualmente, demandaba una obediencia estricta a las leyes del pacto en cuanto a todas las relaciones humanas dentro de la fraternidad del pacto. En virtud de estas demandas, Israel tenía que vivir continuamente bajo juicio. Los profetas pronunciaban ese juicio, y es a la luz de esta teología que debemos entender su veredicto sobre la nación. Pero al mismo tiempo, esta idea de pacto-pueblo impartía a Israel un tremendo sentido de destino y una confianza perdurable. Cada lector sabe que la fe del Antiguo Testamento albergaba una gloriosa esperanza la cual ninguna tragedia, por grande que fuera, podía opacar. También, el lector cuidadoso sabe de un popular optimismo fatuo que no tenía porqué existir, pero ante el cual el puño de la palabra profética se veía impotente para sofocar. La fe de Israel tenía una orientación La palabra hesed no puede traducirse con exactitud. La rendición normal en la Biblia inglesa (“bondad amorosa”, “misericordia”), etc. es muy inadecuada. La palabra se relaciona íntimamente a la idea del pacto. Cuando la palabra se usa para referirse a Dios, viene siendo casi el equivalente de “gracia”. Alude al favor de Dios que llamó a Israel a que entrase en pacto, y el amor persistente que le tiene aun a pesar de su condición inmerecida. Cuando la palabra alude al hombre, la palabra denota aquella respuesta correcta ante la gracia la cual viene siendo una absoluta lealtad al Dios del pacto y obediencia a su voluntad. Véase N. H. Snaith, Distinctive Ideas of the Old Testament (Philadelphia: The Westminster Press, 1946), capítulo 5, y, más brevemente, idem., A Theological Word Book of the Bible, ed. (New Yhork: The Macmillan Co., 1951), pp. 136-137. 22 Véase Eichrodt, op. cit., I, 8, et passim. Esto no significa que podemos leer anticipadamente en esta teocracia primitiva la doctrina neotestamentaria ni los conceptos más tardíos del reinado de Yahvé en el Antiguo Testamento. 21

15 fuertemente escatológica, porque para la mentalidad hebrea, la misma historia también era orientada escatológicamente; era guiada por Dios a un destino. Y esto le daba al israelita una robusta confianza en cuanto al futuro. Tampoco es esto un desarrollo tardío. Claro que una noción definida tocante a “las últimas cosas” emergió sólo hasta un período más tarde, y puede ser engañoso el uso de la palabra “escatología” en conexión con la fe del Israel primitivo. Pero los gérmenes de ella están ahí. Se puede observar en la literatura más antigua que tenemos (véase la nota bibliográfica número16) la confianza de que los eventos conducen hacia un destino, un fin más allá del cual no se puede ver. La vemos en la antigua epopeya de los patriarcas, contada ésta por siglos alrededor de fogatas nómadas y en altares peregrinos: hay una buena tierra “que fluye leche y miel” prometida a nosotros por nuestro Dios (Éxodo 3:8, 17); hay una poderosa nación que algún día formaremos. (Génesis 12:2) Dios nos defenderá de todos nuestros enemigos (Números 23:21-24; 24:8-9) y hará que seamos grandes. (Números 23:9-10; 24:5-7) Hará que vivamos en una paz y prosperidad inimaginables (Génesis 49:25-26; Deuteronomio 33:13-17), hasta que aparezca el líder, enviado por Dios, a quien todas las naciones servirán. (Génesis 49:10; Números 24:17-19) Nos ha llamado a un destino para servir sus propósitos en el mundo. (Génesis 12:3; 18:18; 22:18) Podemos creer que tal fe llenaba el futuro con luz y hacía que Israel venciera obstáculos infranqueables para entrar a la Tierra Prometida. De modo que se debe enfatizar que el esperar grandes cosas para el futuro estaba en la misma naturaleza de la fe de Israel desde los comienzos. Ya que Dios es el Señor de la historia y realiza su voluntad en ella, y ya que escogió a Israel para servir sus propósitos, entonces Él verá que sus propósitos se realicen. También, ya que exige a Israel una plena obediencia en el pacto, promete que si obedecen, los defenderá, y los establecerá en la Tierra Prometida. Además, Él es poderoso, y su palabra es fiel. Entonces, ¿qué resultado puede haber en la historia sino el cumplimiento de la promesa, el establecimiento del pueblo escogido bajo su gobierno de paz? El futuro conduce hacia adelante para la victoria del propósito de Dios. Las semillas de esa confianza tenaz respecto al venidero Reino de Dios yacen aquí en la fe que hizo a Israel un pueblo.23 III Pero regresemos al Israel tal y como emerge primero en la historia dentro de la Tierra Prometida en el siglo trece A. d. J. C. 1.Debe comprenderse que el Israel de los días tempranos en la Palestina no era como una nación, tal y como nosotros entendemos el término. Al contrario, ella era una liga tribal, una confederación no muy estrecha de clanes, que se unían los unos con los otros en torno a la adoración a un Dios en común.24 No había estado o gobierno central de ninguna clase. Los clanes Para ser honesto con el lector, se debe decir que hay una amplia divergencia de opinión tocante a los orígenes de la escatología israelita. W. Eichrodt (op. cit., I, 240-257) ha expresado espléndidamente lo que es esencialmente la postura mía la cual se expresó brevemente en un artículo, “Faith and Destiny” (Interpretation, V-1 [1951], 9-11. Los intentos de Gunkel, Gressmann, Breasted, y otros (véanse las referencias en susodicho artículo) para explicar la escatología antiguotestamentaria como un “préstamo” de Egipto o Babilonia me parecen a mí infructuosos—así, también, los de Mowinckel y otros para encontrar sus orígenes en un anual Festival de Coronación que se suponía se daba durante la monarquía. Aunque la escatología hebrea tiene paralelos superficiales en textos paganos, y aunque una ideología real y la frustración de esperanzas políticas la estimulaban y le daban forma, sus orígenes deben buscarse en la naturaleza de la misma fe de Israel. 24 Ella era muy semejante a una anfictionía griega, tal como la liga Délfica. Se conocen muchos ejemplos, muchos de ellos con doce miembros. La discusión básica es la de M. North, Das System der zwölf Stämme Israels (Stuttgart: W. Kiohlhammer, 1930); en inglés, W. F. Albright, Archaeology and the Religion of Israel (Baltimore: Johns Hopkins Press, 1942), pp. 95-110. 23

16 eran unidades independientes en sí mismos. Dentro de los clanes había reconocimiento de la autoridad moral de los jeques o ancianos, pero faltaba una autoridad organizada. Además, la sociedad no exhibía ninguna distinción de clases, ninguna separación grande entre los ricos y los pobres, entre el gobernante y el súbdito; más bien, había una democracia un tanto completa, característica de la vida nómada. El punto focal de los clanes era el santuario del Arca el cual se desplazaba de lugar en lugar hasta que finalmente llegó a Silo. (1 Samuel 1-4) Aquí los hombres tribales se reunían en los días festivos para buscar la presencia de su Dios y renovar su lealtad a Él. Esta estructura tribal corresponde perfectamente a la idea del pacto-pueblo, y se puede presumir que es resultado de ella. La liga del pacto era una hermandad; era gobernada solo por la ley del Dios del pacto. Se puede ver mejor cómo el orden primitivo de Israel funcionaba por leer el libro de Jueces. Aquí vemos a los clanes manteniendo una existencia precaria, rodeados por enemigos pero sin gobierno, autoridad central, u organización estatal de ninguna clase. En tiempos de peligro, surgía un héroe, llamado juez (shofet), sobre el cual el espíritu de Yahvé posaba. (Jueces 3:10; 14:6) Éste reunía a las tribus cercanas para lidiar contra el enemigo. Aunque sus victorias, sin duda, le producían prestigio, no era rey de ningún sentido. Su autoridad no era absoluta sobre todo Israel ni permanente; en ningún caso era hereditaria. La fuerza del juez en batalla dependía de su habilidad para evocar la cooperación voluntaria de los clanes; no tenía ejército fijo, ninguna corte, ninguna maquinaria administrativa alguna. Su autoridad radicaba únicamente en esas cualidades dinámicas que lo convertían en el hombre de la hora. A esta clase de autoridad se le ha llamado correctamente “carisma”.25 Y carisma caracterizaba bien el primitivo Israel teocrático: era el gobierno directo de Dios sobre su pueblo por medio de su representante designado. 2. Ahora bien, esta teocracia tribal tenia un patrón increíblemente terco y tenaz. No se vencía fácilmente. Es cierto que la conquista introdujo a Israel a una situación completamente nueva. Significaba un cambio de la vida nómada a la agrícola. Y aunque este cambio no era nada uniforme (en las orillas del desierto nunca se completó), Israel rápidamente se convirtió en una nación de pequeños agricultores. Esto significaba alguna mejora económica, tal como la arqueología demuestra bien. Por cierto, justo por esto, el nómada codiciaba la tierra. También, significaba el comienzo de ese largo adaptación a la cultura superior material—y la religión—de los cananeos la cual sería tan portentosa para Israel. Pero Israel no abandonó de inmediato el orden antiguo. Al contrario, por unos doscientos años después de la conquista (por el período de los jueces), persistía el orden antiguo. Israel permanecía como una liga tribal racial (si a tal liga en el Israel primitivo se le puede llamar racial), una unidad religiosa, no una unidad geográfica o política. El principio de liderazgo permanecía “carisma”. No formó ningún estado ni hizo intento por hacerlo. Específicamente, no buscó imitar el patrón ciudad-estado de Canaán. Esto no fue ningún accidente. Al contrario, la idea de la monarquía era rechazada concientemente. Esto se ilustra en las palabras con las que el Gedeón fuerte desdeñó la corona: “Yo no os gobernaré a vosotros, ni tampoco os gobernará mi hijo. Jehová os gobernará.”.26 Hace eco en la fábula contada por Jotam (Jueces 9:7-21), y comprueba que solo un hombre sin valor, sin empleo digno, aspiraría a ser un rey. En ambos habla el espíritu del Israel antiguo, o sea, la liga tribal. Sólo a

25 Véase especialmente a A. At, Die Staatenbildung der Israeliten in Palästina (Leipzig: A. Edelmann, 1930). El término es de Max Weber. 26 Encuentro imposible el estar de acuerdo con aquellos comentadores (véase G. F. Moore, Judges [International Critical Commentary, New York: Chas. Scribner’s Sons, 1895, 1923], p. 230) que piensan que el versículo refleja un tardío sentimiento antimonárquico. Procede de una narrativa impecablemente antigua.

17 la luz de tal sentimiento enraizado puede uno entender la conducta de Samuel, siendo éste el padre de la monarquía, cuando el pueblo demandaba un rey. Oímos al viejo profeta cuando castiga la noción de la monarquía como una imitación tallada de los caminos paganos y un rechazo flagrante de Yahvé. (1 Samuel 8)27 3. Así se habrían quedado las cosas por tiempo indefinido si no hubiera aparecido una nueva amenaza: los filisteos. De origen egeo (véase Amós 9:7), eran uno de los “pueblos del mar” que habían golpeado la puerta de Egipto durante los reinados de Marniptah y Rameses III. Eran parte de una gran migración racial (con nexo a la historia de la Ilíada) que había invadido todo el imperio hitita y la costa de Siria. Presuntamente, se instalaron sobre la costa de la Palestina después de su derrota por Rameses III en 1188 A. de J. C.28 De modo que su llegada sería dentro del medio siglo después de la de los israelitas. Los filisteos pusieron a prueba el carisma de los israelitas de forma nueva y más agudamente. La conquista israelita había sido posible, humanamente hablando, porque los pequeños estados cananeos no ofrecían ninguna resistencia unificada. Y la liga tribal había podido sobrevivir en la Palestina, porque sus enemigos—reyes insignificantes o asaltantes beduinos—eran tales que una reunión informal de los clanes podía deshacerse de ellos. En breve, el carisma había sobrevivido, porque a Israel nunca se le había requerido enfrentar un estado militar bien organizado. Pero los filisteos eran justamente eso. Eran un pueblo bien unido, bien armado, bien disciplinado. Paulatinamente empezaban a dominar la Palestina. Era su meta heredar la hegemonía sobre la tierra que hacía poco se le había escapado de las manos de los faraones. Era una emergencia que amenazaba a Israel con la esclavitud permanente. El golpe decisivo, del cual leemos en 1 Samuel 4, sucedió alrededor de 1050 A. de J. C., aunque escaramuzas fronterizas, como las que se describen en las historias de Sansón, tenían años de existencia. Fue una derrota total. A Israel se le despedazó; el Arca—el objeto sagrado de la liga antigua del pacto— resultó cautivo; Ofni y Fineas, sacerdotes a cargo del Arca, fueron matados; y Silo, con su santuario destruido. (Tal y como la arqueología nos informa.) Fue la humillación militar y espiritual más profunda. Desde allí en adelante vemos guarniciones filisteas en el mismo corazón de Israel (1 Samuel 13:4), e Israel mismo desarmado y su capacidad para hacer la guerra destruida. (1 Samuel 13:19-23) El carisma había fracasado; al pueblo de Yahvé se le había aplastado. 4. Ante esta emergencia, el primer paso hacia la formación del estado se dio. Se dio de muy mala gana, y terminó en fracaso. Ahora bien, no nos sorprende el que se diera ni que se diera de mala gana. Se dio, como ya dijimos, por la necesidad misma. La desorganizada milicia mal entrenada no podía con el ejército filisteo. Era cuestión de hacerlo o ser esclavizado, y para el israelita nacido libre la opción era clara. Empero, esta era una opción difícil, porque representaba un paso hacia una autoridad totalmente extraña para la tradición de Israel. A la luz de esta tensión, podemos entender la figura enigmática de Samuel que ora aparece como el patrocinador de Saúl (1 Samuel 9), ora como amargamente reticente (1 Samuel 8), ora como el que abandona y quebranta a Saúl cuando éste no le hace caso. (1 Samuel 13:8-15; 15) Saúl es una figura fascinante. De estatura gigantesca y de buen parecer, (1 Samuel 9:2; 10:23), ferozmente valiente (11:1-11), modesto (9:21), de espíritu magnánimo (11:12-13), sin embargo, había en él una mancha de inestabilidad mental y emocional que fue su ruina. No nos es posible trazar aquí En 1 Samuel 8-13 el historiador ha entretejido dos historias paralelas del surgimiento de Saúl (véanse los comentarios), una de ellas tácitamente a favor de la monarquía, la otra amargamente hostil. El capítulo 8 pertenece a la última. Pero no por eso hay que tenerla por una producción tardía, siquiera del exilio. (así, por ejemplo, H. P. Smith [International Critical Commentary; New York: Chas. Scribner’s Sons, 1899, 1909], p. 55) reflejando así una desilusión con el estado. Al contrario, las dos historias reflejan atinadamente la tensión que existía desde el comienzo. 28 Véase la nota bibliográfica número 5. Puede ser que una fecha quince años más tarde sea más correcta. 27

18 su historia. El lector la encontrará en 1 Samuel 9-31. Ahí leerá de victorias iniciales (13-14) que quebrantaron el control de los filisteos sobre la parte central de la Palestina; también, del rompimiento con Samuel que de verdad nunca estuvo de acuerdo; de sus celos contra David que al fin volvieron loco al rey y al suicidio. Ahora bien, Saúl, aunque rey, representaba muy poco cambio del orden antiguo. Surgió de la forma antigua, como un hombre carismático sobre el cual el espíritu de Yahvé descendió con poder. (1 Samuel 11:6-7) Por cierto, apenas se diferenciaba de los jueces, excepto que se le proclamó rey29 “para la duración” (11:15), y “la duración” sobrevivió la misma vida de Saúl. (14:52) Tampoco cambió Saúl la estructura interna de Israel. Aunque, sin duda se esforzó por unir a Israel más 30, en ningún sentido formó un estado. No tenía una maquinaria administrativa, no cobraba impuestos, y su corte era tan modesta que apenas merece el nombre. (1 Samuel 22:6) Es cierto que empezó a formar en su derredor un cuerpo de guardaespaldas compuesto por soldados esforzados (14:52, pero aunque esta era una innovación que llevaba dentro de sí las semillas de un ejército fijo, difícilmente pudiera considerarse más que una sencilla necesidad militar. Y cuando Saúl murió, suicidándose en el campo de batalla en Gilboa (1 Samuel 31), todo lo que se había anhelado se perdió. Su ejército se dispersó, sus tres hijos fueron matados y sus cadáveres, junto con el suyo propio, fueron expuestos avergonzadamente; el único hijo sobreviviente—Isboset—huyó como refugiado a oriente del Jordán. (2 Samuel 2:8-10) Los filisteos volvieron a tomar control, y sus guarniciones se veían de nuevo en la tierra. (2 Samuel 23:14) La noche ya volvió a Israel. IV David fue el que salvó a su pueblo, cambiando así dramáticamente su fortuna, y le trajo al pueblo niveles de gloria jamás soñados. La historia conocida de su carrera no puede trazarse aquí. El “niño lindo” de la corte de Saúl, el héroe militar y matador de gigantes provocó por sus hazañas la adulación popular y los celos de Saúl a tal grado que se vio obligado a huir; huyó primero a las regiones desérticas de Judá y luego a los brazos de los filisteos. Al morir Saúl, David llegó a ser rey sobre Judá en Hebrón con el consentimiento de los filisteos. (2 Samuel 2:4) 31 Cuando al fin se le quitó a Isboset del trono, siendo éste asesinado, David llegó a ser rey sobre todo Israel. (2 Samuel 5:1-5) Con David un nuevo y diferente Israel emerge. 1. Ahora bien, David también era de la tradición antigua: era hombre de carisma. Sus hazañas brillantes eran evidencia para todo Israel que el espíritu de Yahvé estaba con él. De hecho, la gente empezó a decir en efecto que él, no Saúl, era el verdadero carismático: “¡Saúl derrotó a sus miles! ¡Y David a sus diez miles!” (1 Samuel 18:7)

29 Es interesante que la narrativa antigua de 1 Samuel 9 se abstiene de usar la palabra “rey” (melek), prefiriendo así la palabra “líder” (nagid). Véase Eichrodt, Israel in der Weissagung des Alten Testaments (Zurcí: Gotthelf-Verlag, 1951), p. 22; véase también 2 Samuel 5:2. 30 Su servicio para la gente de Jabes-Galaad aseguró la lealtad de ésta para siempre. (Véase 1 Samuel 11; 31:1113) Tal vez la campaña contra Amalec (1 Samuel 15) fue realizada en parte para ganar la buena voluntad de Judá. De todos modos, había algunos en el sur que preferían a Saúl en lugar de David. (1 Samuel 23:19-23; 26:1-2) 31 David había sido un vasallo de los filisteos (1 Samuel 27), y a duras penas pudiera haber dado tal paso sin por lo menos la anuencia tácita de ellos. Sin duda, los filisteos deseaban mantener a Israel dividido entre David y la casa de Saúl. Un Israel unido era la última cosa deseada por ellos. (2 Samuel 5:17)

19 Saúl se daba cuenta perfectamente que esto era equivalente a decir que David debía ser su caudillo, porque dijo: “¡No le falta más que el reino!”. Sin duda, esta sensación de que el “espíritu” se le iba sirvió para acelerar su desintegración, aunque esa misma desintegración, junto con los éxitos continuos de David, sólo servía para convencer al pueblo que el “espíritu” efectivamente se le había pasado a David. Se debe enfatizar que el Israel primitivo sólo reconocía y seguía el carisma. El mismo lenguaje en que el pueblo proclamaba a David como rey ilustra esto. (2 Samuel 5:1-2) David nunca pudiera haber llegado a ser rey si no se le hubiera considerado como hombre de carisma. La herencia no valía nada, tal como el destino triste de Isboset comprueba. (2 Samuel 2-4) Aunque era el hijo de Saúl, y aunque era proclamado rey por su tío Abner, Isboset aparentemente era débil. El pueblo nunca lo siguió, fuese hijo del rey o no, y cuando Abner se peleó con él y lo dejó, no le quedaba nada al títere fútil sino el asesinato. Empero, al mismo tiempo, David distaba mucho del orden antiguo. Si bien no pudiera haber ascendido si no fuera por las cualidades carismáticas, su ascendencia no se puede achacar a éstas únicamente. Por un lado, tenía un ejército privado fuerte, y sus victorias contribuían a su prestigio. Al principio era una pandilla ilícita de cuatrocientos hombres (1 Samuel 22:2); más tarde llegó a ser de seiscientos (1 Samuel 27:2), y subsecuentemente se convertiría en una legión considerable compuesta por extranjeros. (2 Samuel 8:18; 15:18) 32 De modo que creó un ejército fijo que respondía sólo a él. Tampoco debemos descontar la sagacidad con la que David adrede pretendía heredar todo lo de Saúl. Hacía mucho que procuraba ganar el afecto de Judá. (por ejemplo, 1 Samuel 30:26-31) Se había casado con la hija de Saúl, y cuando llegó a ser rey en Hebrón, exigió su regreso (2 Samuel 3:12-15), aunque es muy evidente que no se querían el uno al otro. (2 Samuel 6:20-23) Y aunque escrupulosamente se negaba a hacerle daño a Saúl y lo honraba públicamente, no por esto desistió de asentir a la ejecución de los sobrevivientes de la familia de Saúl (2 Samuel 21:1-10) con la salvedad del hijo de Jonatán, el cojo Mefiboset, a quien había hecho pensionado de su corte. (2 Samuel 9) Fuesen los motivos que fueran, la casa de Saúl sólo podía considerar esto como un craso cinismo político. (2 Samuel 16:5-8) Basta decir que David representaba un cambio del antiguo orden. Era un carismático que, ayudado por su ejército privado, su agudeza política, fue proclamado rey en una elección considerada. (2 Samuel 5:1-5) 2. Tan pronto como llegó a ser rey, David emprendió la tarea que al fin transformaría completamente a Israel. Los pasos por los cuales hizo que el pueblo israelita fuese una nación unida sólo los podemos esbozar. Primero, desde luego, la amenaza filistea tenía que atenderse, y David la atendió terminantemente. Los filisteos no podían tolerar un Israel unido. De hecho, su política había sido la de fomentar la fricción entre David y la casa de Saúl bajo el rubro de “dividir y conquistar”. Así que cuando, con la muerte de Isboset, David fue proclamado rey sobre todo Israel, fue la señal para que atacaran. (2 Samuel 5:17) Pero la victoria fue de David. Con dos golpes aplastantes, ambos dados cerca de Jerusalén (“ Samuel 5:17-25), David hizo que los filisteos, tambaleándose éstos, bajasen de las montañas de Judá. Cómo David obró después de esta victoria no sabemos, pero en la tierra los filisteos son subyugados y hechos tributarios de Israel. (2 Samuel 8:1) Nunca más serían los filisteos una amenaza seria. David siguió de victoria en victoria. Viendo la necesidad de unificar al país, tomó para sí una nueva capital—Jerusalén (2 Samuel 5:6-10), una ciudad anteriormente no israelita—ubicada céntricamente entre el norte y el sur y no era propiedad de ninguna de las tribus (un paso que puede Los queleteos y los peleteos se mencionan varias veces. (2 Samuel 8:18; 20:23; 15:18) Tal y como los nombres indican, estos eran contingentes reclutados de entre los pueblos egeos de la llanura costera. En una ocasión se mencionan juntamente con ellos (2 Samuel 15:18) a seiscientos geteos (hombres de Gat, una ciudad filistea). 32

20 compararse con el de nuestros padres nacionales que escogieron la sede de Washington, D. C.). Hemos de notar que David la tomó con su ejército particular (5:6). Era su propiedad personal, y la llamaba “la ciudad de David” (5:9). Subsecuentemente, conquistó, uno por uno tal y como la arqueología nos comprueba, los otros pueblos cananeos que hasta entonces habían resistido a Israel; los incorporó en su estado. El clímax de su gloria militar llegó por medio de una serie de campañas, increíblemente brillantes (2 Samuel 8; 10-12) en la que conquistó a los reinos moabitas, amonitas, y edomitas de la Transjordania y los hizo tributarios; después, extendió sus victorias sobre los estados arameos de Siria. Cuando se acabaron las guerras, David gobernaba un imperio que se extendía desde el Golfo de Akabah en el sur hasta la parte céntrica de Siria en el norte lejano. Los reyes aun más al norte se apresuraron para hacer las paces con él (2 Samuel 8:9-10) Sería difícil imaginar un cambio de fortuna más dramático. Dentro de unos pocos años Israel había dejado de ser una liga desorganizada de tribus que luchaban por su misma existencia para convertirse en la nación más poderosa de la Palestina y Siria. 3. Las conquistas de David habían puesto los fundamentos para una prosperidad económica sin par, y Salomón tenía el genio para aprovecharse de ella. Israel ahora controlaba las rutas comerciales desde Egipto hasta el norte, desde la litoral fenicia hasta el interior y desde Damasco, bajándose por la Transjordania hasta el Hedjaz. Salomón no engrandeció más el país, pero, pese a problemas con Edom y Aram (1 Reyes 11:9-25), pudo salvaguardar la unidad de la estructura. Esto lo hizo por la fortificación de puntos clave de defensa (1 Reyes 9:15; 17-19), por el desarrollo de un formidable carro de guerra (1 Reyes 4:26; 10:26)33—cosa inusitada en Israel (véase 2 Samuel 8:4)—y por un programa de alianzas sabias. Éstas, normalmente selladas por un matrimonio de conveniencia, sirven para explicar el número asombroso de esposas que tenía Salomón. (1 Reyes 11:1-3) La más destacada de éstas no era otra sino la hija del faraón (1 Reyes 3:1) que trajo como dote la ciudad filistea de Gezer (1 Reyes 9:16)34 la cual el ejército egipcio tomó para entregársela a Salomón. De todas las alianzas ninguna era más provechosa que la de Salomón con Hiram, rey de Tiro, una alianza ya sellada por David. (2 Samuel 5:11) Los cananeos (llamados fenicios por los griegos) a estas alturas estaban entrando al apogeo de su expansión comercial de ultramar, el que haría que fuesen el pueblo comercial más notable del mundo antiguo. Salomón se aprovechó de esta expansión. Los materiales fenicios y los arquitectos fenicios servían para sus proyectos de construcción (1 Reyes 5:1-12, 18); marineros fenicios suplían el conocimiento para las nuevas venturas comerciales desde Ezión-geber por el Mar Rojo, trayendo de vuelta los productos exóticos del sur a la corte real. (1 Reyes 9:26-28; 10:11-12, 22) Tal vez provocada por esta actividad, la Reina de Saba vino desde Arabia para visitar a Salomón (1 Reyes 10:1-13), sin duda por su interés en la ruta de caravanas terrestres comerciales que recién comenzaban. Israel se llenaba de riqueza como nunca antes ni después. Un comercio próspero en caballos y carros entre Egipto y Cilicia (1 Reyes 10:28-29) 35 llenaba los cofres reales. Vastas fundiciones de

Una de las ciudades conocidas por sus carros de guerra, Meguido (1 Reyes 9:15), ha sido excavada por arqueólogos del Instituto Oriental. Grandes establos para caballos se descubrieron. Para una discusión popular, véase Robert M. Engberg, “Megiddo—Guardian of the Carmel Pass,” Part II, The Biblical Archaeologist, IV-1 (1941), 11-16; véase G.E. Wright, “The Discoveries at Meggido, 1935-39,” ibid., XIII-2 (1950), 28-46. 34 W. F. Albright dice que “Gezer” posiblemente sea una corrupción de “Gerar” (de apariencia muy similar en el hebreo), un pueblo cerca de la frontera egipcia con la Palestina. (Génesis 26:1); Albright, Archaeology and the Religion of Israel, p. 214, y sus referencias. 35 Leyendo del hebreo en 1 Reyes 10:28, “Y la fuente de los caballos que Salomón tenía era ... Coa [Cilicia]; los mercaderes del rey los compraban en Coa a precio fijo.” Véase algo más reciente, W. F. Albright, Journal of Biblical Literature, LXXI (1952), 249. 33

21 cobre, las más grandes del mundo antiguo, arrojaban su humo al cielo de Ezión-geber.36 Grandes obras públicas proporcionaban empleo para miles. Aparte del templo y las instalaciones militares mencionadas antes, había el palacio para el rey—cosa que tardó más para construir que el templo (véase 1 Reyes 6:37-38; 7:1)—un arsenal (7:2), la corte real (7:7), un palacio para la hija del faraón (7:8), y muchas otras cosas. La Biblia no se cansa en hablar sobre la riqueza y el esplendor de la corte de Salomón. (1 Reyes 10:11-29) V Que todo esto representaba un cambio fundamental es obvio, y es importante que lo evaluemos.37 Era un cambio que afectaba toda la estructura de la sociedad israelita. El pueblo de Yahvé se había hecho el Reino de Israel, ciudadanos del estado Davídico. 1.Quedaba poco del orden antiguo. La liga tribal había sido suplantada por un estado centrado en su rey. Tal desarrollo era inevitable cuando David conquistó las ciudades cananeas para así incorporar sus poblaciones en la estructura israelita, y luego siguió para conquistar un imperio polígloto. Había necesidad de un ejército de planta, una maquinaria administrativa y judicial, la cobranza de impuestos, si tal estado iba a ser gobernado. Pero la liga tribal no tenía tal maquinaria. De hecho, David, no la liga tribal, creó la estructura. Se centraba en David, y le tocaba a él mantener su cohesión. Aun la ciudad capital, Jerusalén, era propiedad personal de él. Era menester que el estado fuese organizado bajo la corona. Sin duda, el censo de David (2 Samuel 24) era un paso, un paso muy resentido, para el reclutamiento militar y la cobranza de impuestos—ambas cosas anatemas para Israel. El proceso llegó a su clímax cuando Salomón virtualmente abolió la liga tribal, suplantándola por doce distritos administrativos sujetos a la corona. (1 Reyes 4:7-19) Dos de los gobernadores de distritos eran los yernos del mismo rey. (4:11, 15) El pueblo del pacto de Yahvé se había convertido en el pueblo del estado de Salomón. En el proceso el carisma cedió lugar a la dinastía. Esto, también, era un cambio gradual e inevitable. Saúl había sido un héroe carismático, proclamado rey. David, también, era un carismático; pero un ejército privado y considerable destreza política habían promovido su auge hasta que al fin fue elegido rey formalmente. Empero, el estado que construyó David era tan propiamente suyo que hacía falta un heredero de David que lo mantuviera unido. Para cuando David envejeció, la cuestión no era si su hijo lo sucediese sino sólo cuál de ellos lo haría—y el lector de la historia de la corte de David (2 Samuel 9-20) se da cuenta de la clase de rivalidad que hubo. Cuando Salomón llegó al trono (1 Reyes 1), fue por un complot palaciego, sin referencia siquiera a cualidades carismáticas o a la voluntad del pueblo. El carisma no volvería nunca a ser factor en la selección de un caudillo en Jerusalén. El líder designado por el espíritu de Yahvé había cedido lugar al hijo ungido de un rey ungido. Tampoco quedaba mucho de la antigua simplicidad tribal. Israel, que había pasado de la vida nómada a la agraria durante la conquista, ya se estaba convirtiendo en una sociedad comercial con bastante estructura industrial. Había riqueza; algunos se enriquecían, mientras otros, con contraste marcado, se empobrecían. Había los comienzos de un proletario. Había príncipes, y también había esclavos. Y por encima de todo estaba la corte espléndida de Salomón con su ejército de planta, sus Éstas se conocen por las excavaciones de Nelson Glueck. Sorprendentemente, la Biblia no las menciona. Véase N. Glueck, The Other Side of the Jordan (New Haven: American Schools of Oriental Research, 1940), pp. 89-113. 37 La obra de A. Alt, Di Staatenbildung der Israeliten in Palästina, es básica. Para una discusión breve del estado Davídico en inglés, véase mi artículo, “The Age of the King david,” Union Seminary Review, LIII-2 (1942), 87109. 36

22 funcionarios y burócratas, su harén, y los pequeños príncipes, productos de éste. Persistía el ideal nómada, y seguiría persistiendo, pero era cada vez menos una realidad. Tal estado jamás podría existir sin tensiones, tensiones que más de una vez producían rebelión abierta. Crecía en el corazón de muchos el sentimiento que: “¡Nosotros no tenemos parte en David!”. (2 Samuel 20:1) 2. Sin embargo, el estado produjo el Siglo de Oro de Israel. Nunca más vería semejante cosa. En una sola generación breve se había transformado de una liga tribal desorganizada, que luchaba por su vida, en una nación unida, consciente de sí misma como de alguna importancia en el mundo. La mayor parte de la tierra que antes se consideraba “prometida” ya estaba por primera y última vez en manos de israelitas—un hecho que nunca olvidó. La literatura y la cultura florecían como nunca antes, y había una prosperidad económica inusitada. Era cosa orgullosa ser israelita en el siglo diez A. de J. C. De modo que el estado Davídico hizo una impacto inolvidable. Debía de haberles parecido a muchos que el destino de Israel se había realizado en él, mucho más allá de lo que jamás se había soñado: que la promesa a Abraham—“Yo haré de ti una gran nación”(Génesis 12:2)—había sido plenamente cumplida, y que Dios, de hecho, había establecido su Reino en paz bajo su ungido. Como quiera que sea, de aquí en adelante tendremos que tener muy en cuenta a la “idea de David”. En los tiempos difíciles que el futuro traería, se experimentaba un anhelo nostálgico para “los días buenos de David”. El mismo David sufrió una transformación; ya que el pueblo se olvidaba del mal que había cometido, se le recordaba como el hombre según el corazón de Dios cuya casa regiría para siempre. (2 Samuel 7:16; 23:5) La era de David llegó a considerarse no menos que la Edad de Oro perdida. Sería imposible que un hombre de Judá pensara en el Mesías venidero salvo como un David revivido, un nuevo David. Esto tiene que haberse intensificado cuando David y Salomón centraban los sentimientos religiosos nacionales en el Monte Sion. Ahora bien, la religión del antiguo Israel nunca se había centralizado estrechamente. El adorador podía, sin el más mínimo sentido de pecado, ofrecer sus sacrificios, al igual que Samuel, en cualquiera de los varios santuarios. Y sin embargo, el corazón de la liga tribal siempre había sido el santuario del Arca cuya última ubicación había sido Silo. (1 Samuel 1-4) Pero hacía mucho que éste había estado en ruinas, y el Arca había sido desatendido en Quiriatjearim. (1 Samuel 7:1-2) Al fin, era David el que hizo que el Arca se trasladara a Jerusalén (2 Samuel 6) y puso una tienda por santuario allí, comisionando a Sadoc y Abiatar (éste de la casa de Elí) como sacerdotes. (2 Samuel 20:5) Era un paso de inteligencia consumada. De este modo David unió su estado al Arca, a Silo y la liga tribal, a la heredad Mosaica, y se proclamó el patrón y protector de esa heredad. El templo magnífico que Salomón construyó sólo podría haber servido para dar realce a Jerusalén como el lugar de reunión de la fe nacional, la misma morada de la presencia de Yahvé en la tierra.38 Desde luego, no se excluían otros santuarios, pero eran eclipsados por el de Jerusalén. Ya había comenzado el proceso por el cual toda la esperanza de Israel quedaría fincada en Jerusalén, la ciudad santa. 3. Empero, debe decirse que esto acarreaba un peligro mortal. Se había creado una religión oficial, patrocinada por el estado; donde tal cosa exista, hay un inmenso peligro de que ésta se ponga enteramente al servicio del estado, y que comience a venerar al estado en el nombre de su Dios. Claro, había factores que impedían que Israel deificara al estado al nivel que se hacía en otras partes del antiguo Oriente Cercano. El rey no era un dios como en Egipto. Tampoco podía ser Para lectura adicional sobre la arquitectura y simbolismo del templo, véase: W. F. Albright, Archaeology and the Religion of Israel, pp. 142-155; G. E. Wright, “Solomon’s Temple Resurrected,” The Biblical Archaeologist, IV-2 (1941), 17-31; idem., “The Significance of the Temple in the Ancient Near East,” Part III, ibid., Vii-4 (1944), 6577; P. L. Garber, “Reconstructing Solomon’s Temple,” ibid., XIV-1 (1951), 2-24; también F. M. Cross, “The Tabernacle,” ibid., X-3 (1947), 45-68. 38

23 considerado como un mediador ungido de la “salvación” nacional, o sea, una especie de “Mesías viviente”, como en Babilonia. El estado israelita se asemejaba demasiado a sus orígenes para que así hiciera. El estado no había existido desde la eternidad. Aun vivían hombres que podían recordar que el estado había sido formado por la acción de sus propios padres, y que había reemplazado el antiguo orden de la liga del pacto. Para muchos de ellos, el orden antiguo les parecía preferible y normativo; el nuevo orden era una innovación peligrosa. Israel nunca podría, con conciencia limpia, venerar al estado como una institución divina. No obstante, inevitablemente el estado y el culto se integraron el uno con el otro. No debemos olvidar que el santuario sobre el Monte Sion era una instalación real; David lo había fundado, y Salomón había prodigado toda la riqueza y el prestigio del estado sobre él. Allí, se les ordenó como sacerdotes a los hijos del mismo David. (2 Samuel 8:18 [Hebreos]. Aunque no están claros los detalles para nosotros, es muy probable que el rey mismo jugara un papel central en el culto. (Por ejemplo, 2 Samuel 6; 1 Reyes 8) A la vez, en el rito al rey se le proclamaba como el hijo (adoptivo) a quien Dios seguramente defendería de sus enemigos. (Salmo 2:7; 89:27; 2 Samuel 7:14) No se puede determinar con exactitud cuánta ideología real pagana Israel absorbiera o cuán rápidamente se hiciera. Pero al absorber extranjeros la monarquía y al estar en contacto con pueblos extranjeros, debió de haber asimilado ideas extranjeras también.39 Podemos creer que muchos en Israel se acostumbraban ver al estado con ojos paganos. De todos modos, la tentación estaba insidiosamente presente a que la religión se pusiera al servicio del estado. Que el rey tenía poder sobre el clero es ilustrado por el hecho de que el sacerdote veterano Abiatar, por recibir consejos muy malos y así seguir una línea política equivocada (1 Reyes 1:7, 25), fue sumariamente despedido por Salomón (1 Reyes 2:26-27) sin importar un fiel servicio en el pasado. Era inevitable que al pasar los años, las metas del estado y las de la religión coincidieran cada vez más; el estado sostenía el culto, y, a su vez, el culto existe para el estado. Era el trabajo del culto interceder por el estado con la Deidad, utilizando así su rito para mantener un equilibrio armonioso que protegiera al estado de problemas internos tanto como externos. Siempre que esto se hiciera, el estado no tenía nada que temer, porque era el “reino” de Dios, integrado por el pueblo escogido de Dios, regido por su “hijo” ungido, el rey; así, Dios defendería eternamente al estado. De este modo, todos los propósitos de Dios en la historia se hacían equivalentes al orden existente y hechos realizables por medio de él. Tal era la tentación. ¿Sucumbiría Israel a ella totalmente? ¿Sería transferido su sentido de destino como el pueblo de Dios completamente al estado?¿Quedaría satisfecho ese sentido cohesivo de “pueblo” que era el suyo por el privilegio de ciudadanía en el Reino de Israel? ¿Se cumpliría esa robusta confianza en el futuro que la había activado, que la había impulsado hacia una Tierra Prometida y escrita en su espíritu—tal vez sin que ella se diera cuenta de ello—la visión de una ciudad no hecha de manos, ... se cumpliría en la ciudad de Jerusalén y la abundancia material que Salomón proveía? En otras palabras, ¿se equivocaría Israel en pensar que el estado Davídico era el de Dios, y pensar así que Dios ya había establecido su Reino en él? Así era la pregunta de Israel. No es una pregunta antigua nada más y, por lo tanto, sin pertinencia actual. Es cierto que no podemos compararnos con el pueblo de Israel en todos los Algunos argumentos fuertes han sido propuestos, especialmente por eruditos escandinavos, en cuanto a la existencia en Israel de la noción del rey divino y un Festival de Coronación Anual, usando por patrón el Año Nuevo de Babilonia. El discutir este asunto complejo no nos es posible, pero la evidencia para tal cosa me parece a mí muy dudosa en extremo. Véase los comentarios sabios de G. E. Wright, The Old Testament Against Its Environment, pp. 62-68. Véase también H. Frankfort, Kingship and the Gods (Chicago: University of Chicago Press, 1948), pp. 227-344; A. Alt, “Das Königtum in den Reichen Israel und Juda,” Vetus Testamentum, I-1 (1951), 19-22; M. Noth, “Gott, König, Volk im Alten Testament,” Zeitschrift für Theologie und Kirche, 47-2 (1950), 157-191. 39

24 pormenores. Pero nosotros, al igual que ellos, somos un pueblo no muy distanciado de sus orígenes, de los patrones del pasado y la gran fe del pasado—y sin embargo, muy lejos de verdad. Como Israel, somos animados por una visión y una promesa: una tierra de abundancia, de libertad y dignidad humana. Y perseguimos esa meta como si fuera esa Tierra Prometida que “fluye con leche y miel”. Hemos creado una nación más grande que la de David, una prosperidad jamás soñada por Salomón, y con ella una metamorfosis completa de carácter nacional. Unos cuantos años han traído muchos cambios. Así que, la pregunta que nos está por delante no es muy diferente a la que la monarquía representaba para Israel. Tal vez, hasta ahora, es sólo una pregunta. Pero es una pregunta que no puede evadirse, e importa mucho cómo la contestamos. El destino de nuestra nación que se llama cristiana ¿se contentará con la prosperidad económica y el poderío militar que hemos creado? ¿No buscaremos una salvación más grande que el orden actual pueda proveer en términos de más ingresos, más automóviles y televisores? Peor todavía, ya que tenemos iglesias y formas políticas que favorecen su crecimiento, ¿presumiremos que el orden actual sea el orden establecido por Dios, y ya que Dios es justo, podremos esperar que lo defienda siempre? El pueblo que conteste la pregunta así siempre tendrá como la única función de la religión la de venerar en el nombre de Dios sus propios intereses materiales. Pero, nunca comenzará, siquiera, el significado del Reino de Dios. Por lo tanto, nos interesa ver cómo esa pregunta fue contestada por Israel. A eso nos dedicamos ahora.

CAPÍTULO DOS Un reino bajo juicio Ya vimos cómo la misma naturaleza de su fe del pacto dio a Israel un profundo sentido de destino como el pueblo de Dios y, con él, la esperanza y la confianza de que Dios la bendijera y estableciera su regencia sobre ella en la Tierra Prometida. También, hemos visto cómo el surgimiento de la monarquía Davídica, aunque alteró drásticamente la estructura tribal de Israel e hizo cambios que afectaron cada aspecto de su sociedad—cambios amargamente resentidos por algunos—pudo, de todos modos, hacer realidad mucha de esa esperanza. Efectivamente, Dios había establecido su pueblo, y lo había hecho grande. Esto nos dejó la pregunta: Toda la esperanza y todo

25 su sentido de destino, ¿se transferiría completamente al estado Davídico y así encontrar su cumplimiento en él? En breve, ¿sería el Reino de Israel lo mismo que el Reino de Dios? I El peligro era muy real, pero tal no iba a ser el caso. La heredad de Israel era tal que jamás se contentaría con una identificación tal. Al contrario, había muchos en Israel que tenían el estado Salomónico por intolerable: no tan sólo no era un reino establecido por Dios; ni siquiera era compatible con el ideal israelita. 1. Había una enfermedad grave en el estado: el cisma de la sociedad había comenzado, y había una severa tensión social. Como ya mencionamos anteriormente, la democracia sencilla del orden tribal tuvo gran dificultad en mantenerse por los cambios ocasionados por la monarquía. La brecha entre los ricos y los pobres se hacía más grande ineludiblemente. Para estas alturas, la corte real había dado origen a una generación completa, nacida en la aristocracia; mientras Salomón consolidaba el poder bajo la corona, hay evidencias de nepotismo y favoritismo que se esperaría.40 Se produjo una clase privilegiada, aislada del sentir popular e imbuida de la noción de que el pueblo era súbdito para ser posesionado cuerpo y alma; el príncipe Roboam y sus secuaces (1 Reyes 12:1-15) son una ilustración del hecho. También, crecía en el corazón de muchos israelitas el sentimiento: “¿Qué parte tenemos nosotros con David?”. (1 Reyes 12:16) Esta tensión sólo era acentuada por una crisis económica que se dio. Su explicación era tan simple como sólo la aritmética puede comprobar: la corte de Salomón, su harén, sus obras públicas y su ejército tenían que ser pagados. Parece que David sostenía al estado por el botín y el tributo que podía sacar de pueblos conquistados. (2 Samuel 8:2-12; 12:30-31) Que sepamos, nunca cobraba impuestos sistemáticos a su propio pueblo, aunque su censo (2 Samuel 24), sin duda, era un preludio a tal cosa tanto como al reclutamiento militar. Pero ya con Salomón, el estado dejó de crecer; no había tierras nuevas para saquear, y, había—aun en esos días, sin duda—un tope en cuanto al botín que podía tomarse de pueblos ya conquistados. Mientras tanto, podemos imaginarnos, los gastos excedían las entradas. De todas maneras, Salomón trataba a su pueblo con mano de hierro. Su reorganización de la tierra (1 Reyes 4:7-19), basada, sin duda, en el censo de David, ciertamente era con la mira de cobrar impuestos y el reclutamiento, cosas inusitadas en Israel. Peor todavía, para poder reclutar obreros que se necesitaban para las obras públicas, introdujo el odiado corvée. Aunque al principio esto se aplicaba únicamente a los no israelitas (1 Reyes 9:20-22),41 subsecuentemente se extendió a los israelitas también. (1 Reyes 5:13-14; 11:28; 12:18), y extenuaba la fuerza laboral. 42 ¡No se puede imaginar una cosa más amarga para un israelita, nacido libre! Como si esto fuera poco, Salomón cedió ciertos pueblos en Galilea a Hiram, rey de Tiro, para poder recaudar fondos muy necesarios. (1

Esto puede sospecharse más que comprobarse. Una corte y una harén, como las de Salomón, inevitablemente habían engendrado el favoritismo. Ciertamente, Salomón no privó a nadie de su casa de lujos. Esposas favoritas, tales como la hija del faraón, naturalmente recibían un trato especial. (1 Reyes 7:8-12) Aunque no sabemos nada de los méritos de los dos yernos a quienes se les hizo gobernadores de distrito (1 Reyes 4:11, 15), su presencia ciertamente indica un deseo por consolidar el poder en la familia. 41 David había sometido a pueblos conquistados a labor forzada también. (2 Samuel 12:31) 42 En 1 Reyes 5:13 se habla de la conscripción de treinta mil israelitas. Se ha estimado que esto sería equivalente a cinco millones de americanos hoy. Véase W. F. Albright, “The Biblical Period,” The Jews: Their History, Culture and Religion, L. Finkelstein, ed. (New York: Harper & Brothers, 1949), p. 28. Incidentalmente, este artículo se recomienda como un esbozo breve de la historia de Israel. 40

26 Reyes 9:10-14)43 ¡Una parte de la Tierra Prometida empeñada a un cananeo! Es increíble que esta pudiera haber sido una transacción popular. Tampoco era el estado Salomónico ideal desde la óptica religiosa. Porque, a pesar de su patrocinio lujoso de la religión nacional, se acomodaba a menudo al mundo pagano, y era muy tolerante de él. Por cierto, la posteridad lo recordaba por el templo edificado en Jerusalén a Yahvé, el Dios de Israel. Pero, al mismo tiempo, para realizar su política comercial, se abría al mundo exterior para hacía pactos y alianzas con muchos pueblos extranjeros. Desde luego, el más rentable de todos era el que se llevó a cabo con Tiro, el emporio del mundo y el centro de la cultura cananea. Ahora bien, el aislacionismo religioso difícilmente pueda ir de la mano con el internacionalismo en el comercio y la política. Tampoco lo pudo hacer Israel. Las alianzas de Salomón eran selladas principalmente por matrimonios juiciosos, y Salomón no exigía que sus bien-nacidas esposas extranjeras dejaran sus religiones nativas al llegar a Jerusalén. ¡Esa hubiera sido una política muy pobre, de verdad! Al contrario, lograba que el estado auspiciara estas religiones (1 Reyes 11:4-8)— muy en contra de los deseos de los puristas, por cierto. Y ¿había algunos que cuestionaran la validez de ese templo magnífico en el Monte Sion? Al fin y al cabo, se construyó con planos cananeos, por arquitectos cananeos, sobre un antiguo lugar alto.44 Casi con certeza se podía encontrar hombres en Israel que pensaban que el templo era una estructura chillona y advenediza: Yahvé, el Dios de los ancestros moradores de tiendas, no tenía necesidad de un templo de cedro y piedra. (2 Samuel 7:5-7) 2. Como quiera que sea, no nos sorprende que hubiera una reacción violenta contra el estado de Salomón. La monarquía nunca había podido escaparse de una tensión. El antiguo sentimiento antimonárquico de Gedeón, Jotam, y Samuel nunca se disipó. El sentimiento persistía en muchos lugares que el nuevo orden era una desviación, o en el mejor de los casos, un compromiso con el destino correcto de Israel. Este sentimiento, nutrido por las quejas populares, había alimentado las rebeliones de Absalón y Siba aun durante la vida de David. (2 Samuel 15-20) Aun los profetas que estaban en buena relación con el estado eran conscientes de estos peligros y hacían lo posible por frenarlos. Gad, el veedor, pronunció los juicios de Dios sobre David por haber hecho el censo. (2 Samuel 24:11-13) Cuando David había logrado la muerte de su fiel siervo, Urías el hitita, para poseer la esposa de éste, el profeta Natán habló a la cara de David, llamándole un asesino. (2 Samuel 12:115) Le recordó que ni el rey podía burlarse de la ley del pacto con impunidad. Para estos hombres, había un orden más antiguo y más alto que el estado, el orden de Dios, al que el estado tenía que doblegarse. Pero la tensión continuaba, y la política opresiva de Salomón hizo que el vaso rebasara. Esta tensión era especialmente severa entre las tribus norteñas. Hasta qué punto el favoritismo de Salomón para con su propia casa, o sea, Jerusalén y Judá, resultara en oposición no es claro45, pero un sentido de profunda alineación de la casa de David se propagaba en el norte.

El trasfondo de esta transacción no es nada claro. Una lectura somera deja la impresión de que las ciudades fueron cedidas a Hiram para pagar algunos materiales recibidos (v. 11), pero el v. 14 (¡Hiram le paga a Salomón¡) muestra que el propósito verdadero era el de recibir dinero en efectivo. Véase más recientemente J. A. Montgomery, The Books of Kings (International Critical Commentary [New York> Chas. Scribner’s Sons, 1951], p. 204; éste cree que los pueblos fueron empeñados por un préstamo en efectivo. 44 Tocante al templo, véase el capítulo 1, nota número 38. 45 A. Alt (“Israels Gaue unter Salomo,” Alttestamentliche Studien Für Rudolf Kittel: Beiträge aur Wissenschaft des Alten Testaments, 13 [1913], 1-19 argumenta que Salomón hizo acepción de su propia tribu, Judá, de su organización de distritos. W. F. Albright (The Administrative Divisions of Israel and Judah,” Journal of the Palestine Oriental Society, V-1 [1925] no está de acuerdo. El debate gira en torno al versículo muy ambiguo de 1 Reyes 4:19. No obstante cuál sea la lectura correcta del versículo, es dudos que Salomón pudiera haber favorecido su propia tribu a tal extremo. 43

27 El corvée era el meollo de su oposición, tal como eventos subsecuentes demostrarían. (1 Reyes 12:4, 18) El líder del descontento era un tal Jeroboam, un capataz de obreros forzados para las tribus de Efraín y Manasés; probablemente estuviera muy disgustado con su trabajo. Aunque la policía de Salomón supo del complot, tanto así, que Jeroboam se vio obligado a huir a Egipto (1 Reyes 11:40), todos los elementos para una explosión estaban ahí. La muerte de Salomón la provocó. Los hombres de las tribus norteñas, con Jeroboam por jefe, presentaron sus peticiones ante Roboam (1 Reyes 12:1-4) para que aliviara las cargas, y cuando éste de forma insolente se negó (vs. 6-15), se separaron del estado. El capataz a cargo del tributo laboral de la corte, Adoniram, fue ahorcado en el acto. (v. 18) Ahora bien, debemos entender que esta no era una simple revolución social, aunque quejas económicas la hicieran estallar. Tenía un fuerte respaldo de los profetas. Se recuerda que un profeta, Ajías de Silo (1 Reyes 11:26-39), fuel el que incitó a Jeroboam a que se rebelara contra el sur. Cuando Roboam preparaba sus tropas para sofocar la rebelión, otro profeta—Semaías (1 Reyes 12:21-24)— le mandó que desistiera, declarando así que la rebelión era la voluntad de Dios. Es fácil adivinar lo que estos profetas esperaban lograr. Por seguro se oponían a los excesos del nuevo orden y esperaban una disminución de ellos; probablemente preferían un retorno al principio carismático en contra de la dinastía Davídica; también es probable que no les gustara la tolerancia del estado respecto a los cultos extranjeros y deseaban que éstos se quitasen.46 Debe notarse que en todo esto no había un rechazo de la institución de la monarquía en sí. El norte mismo puso una monarquía. Pero había una convicción profunda en el norte, un sentimiento reflejado en Deuteronomio (17:1417), que un rey debe parecerse lo menos posible a Salomón. En breve, la mayoría de los israelitas no concebían que el estado Salomónico fuese el cumplimiento del destino de Israel. Al contrario, se creía que Israel podía encontrar su destino sólo por la corrección, prefiriéndose un patrón más antiguo. Y existía la creencia que esto podía realizarse por medio de la acción política. 3. Pero no necesitamos que se nos diga que una mera revolución pudiera lograr el destino de Israel como pueblo de Dios. El precio de esta revolución fue un absoluto desastre político del cual Israel nunca se recuperó. El cisma fue seguido por unos cincuenta años de guerra intermitente entre las distintas secciones, sin que hubiera una conclusión. A lo largo de estos años, la tierra sufrió un golpe fuerte de parte de Egipto cuyo faraón era Sisac—un noble libio y fundador de la XXII Dinastía. Sisac invadió la Palestina, aparentemente con deseos de recobrar el poder egipcio en Asia, y posiblemente en respuesta a un ruego de parte de Jeroboam—que había encontrado asilo en su corte una vez. (1 Reyes 11:40)—a que le ayudara en contra de Roboam. Sus ejércitos se desplazaban por muchas partes, asolando a Judá y sus dependencias, saqueando así Jerusalén. (1 Reyes 14:25-28) Si de verdad se involucró Jeroboam, después tenía por qué arrepentirse de sus acciones, porque luego los egipcios procedieron a devastar al estado norteño también.47 Una locura suicida llegó a su clímax una generación después cuando Asa de Judá (913-873),48 amenazado por Baasa (900-877), compró la ayuda de Ben-hadad—rey del estado arameo de Damasco. Éste con gusto saqueó mucho del norte de Galilea. (1 Reyes 15:16-22) Durante el curso de este fratricidio, el imperio que David Véase J. Morgenstern, Amos Studies I (Cincinnati: Hebrew Union College Press, 1941), pp. 202-205. La extensión de la depredaciones de Sisac se conocen por su propia inscripción, hallada en Karnak, la cual menciona más de 150 lugares—muchos de ellos en el norte de Israel y Edom tanto como en Judá. Véase Albright, “The Biblical Period”, p. 30. El lector encontrará extractos de la lista de Sisac convenientemente en G. A. Barton, Archaeology and the Bible (7ª ed.; Philadelphia: American Sunday School Union, 1937), pp. 456-457. 48 Las fechas que se dan para los reyes de la Monarquía Dividida son las de W. F. Albright y se encontrarán en forma de tabla al dorso del artículo reimpreso mencionado en la nota bibliográfica número 42. Véase idem. “The Chronology of theDivided Monarchy of Israel,” Bulletin of the American School of Oriental Research, 100 (1945), 16-22. 46

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28 había construido se derrumbó como una casa de naipes. Damasco asumió el papel dominante, poseso anterior de Israel. Dos siglos más tarde Isaías aún podía recordar el cisma como el peor desastre jamás experimentado por su pueblo. (Isaías 7:17) En tal situación Jeroboam no podía, aunque quisiera, lograr lo que sus partidarios proféticos esperaban. Difícilmente pudieran esperar una disminución de impuestos y reclutamiento en tiempo de guerra. Al contrario, los gastos tienen que haberse aumentado. También, el volver al liderazgo carismático sólo hubiera aumentado el desastre. Jeroboam buscaba fundar una dinastía para lograr estabilidad para su estado. Pero aparentemente el norte no deseaba una dinastía. Tan pronto como Nadad, el hijo de Jeroboam, ascendió al trono (901-900) fue asesinado por Baasa. Luego, cuando el hijo de Baasa, Ela (877-876), intentaba suceder a su padre fue asesinado a su vez por un oficial de caballería llamado Zimri.49 Ambos complots fueron por inspiración profética. (1 Reyes 14:6-16; 15:25-29; 16:1-12) Peor todavía, Jeroboam se veía obligado a establecer su propio culto estatal como rival de él del sur. Es claro (1 Reyes 12:26-29) que Jeroboam se daba cuenta del enorme prestigio del templo de Salomón—alojando así el sagrado Arca de la liga tribal—y sabía que si no distanciara su pueblo de él, lo perdería. De modo que puso un santuario rival en Betel. Ahora bien, este santuario era un templo de Yahvé, Dios de Israel (a pesar del lenguaje del v. 28), y los becerros de oro que lo adornaban no eran ídolos sino que—como los querubines en el templo de Jerusalén—eran pedestales para el trono del invisible Yahvé.50 Pero el motivo de los becerros aparentemente se asociaba demasiado de cerca al simbolismo del culto a Baal para el gusto de los puristas. Sin duda, gente ignorante venía para adorarlos. Jeroboam viviría en los corazones de la posteridad como el hombre que “hizo que Israel pecara”. (1 Reyes 15:34) Su culto probablemente fuera la cuña partidora para que entrase toda clase de paganismo. De hecho, prácticas paganas se colaron (como el lector de Oseas bien sabe). Lo que era peor, Yahvé—el Dios de Israel—llegó a asemejarse demasiado a Baal en la mente de muchas personas, De manera que el estado norteño no tuvo éxito alguno en romper con el nuevo orden. Se separó de la dinastía Davídica—y nunca dejó de intentar la fundación de una dinastía. Se rebeló contra la política Salomónica para recaudar impuestos—sólo para seguir exactamente el mismo patrón administrativo, tal como la ostraca de Samaria comprueba.51 Se divorció del culto estatal de Salomón—sólo para recibir el de Jeroboam. Llegaría el día en que a los profetas se les callaran a nombre de ese culto. (Amós 7:10-13) Y el cisma de la sociedad no se frenó. Para el tiempo de Amós, vemos una sociedad totalmente dividida. II

A. Alt (“Das Königtum in den Reichen Israel und Juda,” Vetus Testamentum, [1951], 2-22 últimamente atribuyó la incapacidad del estado norteño para lograr una dinastía estable a una tradición carismática que había allí. Me parece que Alt tiene razón. Pero la estabilidad dinástica de Judá no puede ser explicada por una supuesta carencia de tal espíritu carismático en el sur. El prestigio fuerte de la casa Davídica, y la influencia creciente de la “idea Davídica” tiene que tomarse en cuenta. 50 Sobre la función de los querubines y los toros alados véase a Graham and May, Culture and Conscience (Chicago: University of Chicago Press, 1936), pp. 248-260; W. F. Albright “What were the Cherubim?” The Biblical Archaeologist, I-1 (1938), 1-3. 51 La ostraca de Samaria son pedazos de barro, inscritos con listas de cantidades de aceite y vino, recibidas éstas como ingresos para la corte. Se remontan al reinado de Jeroboam II (un contemporáneo de Amós), pero el sistema administrativa que representan puede considerarse como mucho más antiguo. Véase W. F. Albright, Archaeology and the Religion of Israel (Baltimore: Johns Hopkins Press, 1942), pp. 141-142. Para una traducción de algunas de ellas con bibliografía, véase Ancient Near Eastern Texts Relating to the Old TestamentI, J. B. Pritchard, ed. (Princeton, N. J.: Princeton University Press, 1950), p. 321.

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29 1. Por lo tanto, en el estado del norte, hasta el fin de su existencia, había una tensión entre el orden antiguo y él del nuevo. La crisis más grave llegó a mediados del siglo nueve A. de J. C. El muy capaz Omri (876-869) se apoderó del trono (1 Reyes 16:15-28), para luego ser sucedido por su hijo notorio, Acab (869-850). Estos reyes procuraban recaptar algo de la prosperidad de Salomón, y para hacerlo tenían que recrear su política. Esto demandaba una unidad interna, una mano fuerte en la Transjordania—particularmente contra Damasco—y, sobre todo, una relación estrecha con Fenicia. Omri y Acab lograron su meta por una serie de pasos que no podemos trazar ahora. Baste decir que en una sucesión de victorias a los arameos (sirios) se les reprimió, mientras la alianza con Fenicia fue sellada por el casamiento entre Acab y Jezabel, la hija de Etbaal, rey de Tiro. (1 Reyes 16:31) 52 Mientras tanto, la querella fraticida con el estado del sur fue enmendada por el matrimonio de Atalía, hija de Acab y Jezabel con Joram, hijo de Josafat—rey de Judá. (2 Reyes 8:18, 26) Que el propósito de esta alianza fuera comercial en parte es demostrado por el intento abortivo de recrear la ruta comercial del Mar Rojo desde Ezión-geber. (1 Reyes 22:48)53 Todo esto podría haber sido para el bien si no hubiera sido por Jezabel. Nacida y criada como adoradora del Baal de Tiro, se le permitía de parte de Acab—ya que era la costumbre y porque no éste no era intolerante—seguir en su religión nativa en Samaria; además, se le construyó un templo de Baal allí. (1 Reyes 16:32) Pero eso no fue todo. Jezabel era una mujer terca que parece haber sido una misionera para su dios. Enfurecida por los que se oponían a ella (principalmente Elías), dirigía todas sus medidas represivas contra ellos, aun la pena de amenaza de muerte. (1 Reyes 18-19) La pregunta era, ¿quién debía ser el Dios de Israel?, ¿Yahvé o Baal? (18:20-24) El peligro para Israel era inmenso. Mientras más sepamos del paganismo cananeo, más claro se hace.54 He aquí, un paganismo de la forma más degradante. Sus dioses y diosas—Baal, Astarte, Asera, Anat, y los demás—mayormente representaban esas fuerzas y funciones de la naturaleza que tienen que ver con la fertilidad. Su mito se relacionaba estrechamente a la muerte y el renacimiento de la naturaleza. Su culto se preocupaba por controlar las fuerzas de la naturaleza por medio de su rito, y así lograr la fertilidad anhelada en la tierra, en las bestias y en el hombre. Como en todas las demás religiones semejantes, se involucraban la prostitución sagrada de ambos sexos y otras prácticas estáticas y orgiásticas de la forma más vil. Claramente, la pregunta, ¿Yahvé o Baal?, no era trivial. Los hombres modernos tendemos a verlo como si fuera una especie de querella denominacional, y así pensar que la hostilidad profética a Baal un poco fanática y limitante. Pero nos equivocamos, porque estas no eran religiones rivales, la una superior a la otra; eran religiones totalmente diferentes; no podían verse entre sí. Hay que entender que la misma existencia de Israel como el pueblo de Dios estribaba en su confianza de que Yahvé la había llamado, había entrado en pacto con ella, la había creado para vivir en obediencia a su ley justa, y le había dado un sentido de destino como su pueblo. Al contrario, Baal sería destructivo para esa misma fe que hacía que Israel fuera lo que era. He aquí, una religión que no llamaba a los La Biblia habla del padre de Jezabel como “el rey de los sidonios.” El poder de los fenicio-sidonios (cananeos) estaba en su cenit. Tiro era la ciudad principal. Véase Albright, “The Biblical Period,” p. 33. Para una excelente discusión de la civilización fenicia, idem, “The Rose of the Canaanites in the History of Civilization,” Studies in the History of Culture (Menasha, Wis.: Banta Pub. Co. 1942), pp. 11-50. 53 Véase el Capítulo I. 54 En absoluto, la fuente más rica para nuestro conocimiento son los textos descubiertos en Ras Shamra sobre la costa siríaca durante la década antes de la II Guerra Mundial. Para una introducción útil, véase C. F. Schaeffer, The Cuneiform Texts of Ras Shamra-Ugarit (London: Oxford University Press, 1939). Para una traducción completa de los textos, véase C. H. Gordon, Ugaritic Literature (Rome: Pontifical Biblical Institute, 1949); véase idem, The Loves and Wars of Baal and Anat (Princeton, N. J.: Princeton University Press, 1943) para un enfoque popular.Para una excelente discusión breve de la religión cananea, véase Albright, Archeology and Religion of Israel, capítulo III. 52

30 hombres para que vivieran más allá de su naturaleza animal sino que la fomentaba; una religión, lejos de tener demandas morales, proveía para los hombres un rito externo con miras de aplacar a la deidad y así manipular los poderes divinos para sus propios fines materiales; era una religión no tan sólo incapaz de crear comunidad sino que, al apelar a los deseos egoístas del adorador, era destructivo para la verdadera comunidad. Entonces, como ahora, el paganismo no era cosa trivial. Ya que los hombres asumen el carácter de los dioses que adoran, importa mucho quiénes sean estos dioses. Si Israel hubiese abrazado a Baal, habría sido su fin; ya no habría vivido como el pueblo particular de Dios. Ni rastro de su heredad habría sobrevivido. Desde luego, la amenaza de Baal no era cosa nueva con la venida de Jezabel. Había estado allí desde la conquista, cuando Israel confrontó por primera vez la superior cultura material de Canaán; Al tomar su tierra, tomó también su modo agrario de vida, sus ciudades y sus santuarios. Siempre estaba presente la tentación de pensar que la adoración a los dioses de la fertilidad era necesaria como parte de la vida agraria. Muchos eran prestos a apostatarse a Baal o a dirigirse a Yahvé como si fuera Baal. La incorporación de sangre nueva en Israel55, sin duda más rápida que la posibilidad de asimilarla, junto con la actitud tolerante de Salomón y otros al respecto, sólo puede haber acelerado el proceso. Baal no era extraño para Israel. Sin embargo, no debemos permitir que esto ofusque la magnitud de la amenaza de Jezabel. Ya, por la primera vez, había un intento abierto de parte del estado para imponer un paganismo extranjero por la fuerza. Como ya hemos dicho, Jezabel recurría a la persecución, y ésta tenía grandes alcances. Caía con fuerza especial sobre los profetas de Yahvé. (1 Reyes 18:4; 19:14) Por primera vez en Israel el profeta encaraba represalias por hablar la palabra de Yahvé. Ante esta presión, algunos se doblegaban y se rendían ante el estado. Después, vemos grupos de profetas, pagados por la corte o el santuario, amontonándose alrededor del rey para lamerle la mano y para decir—unánimemente—lo que el oído real deseaba oír. (1 Reyes 22) Pero también vemos una sucesión de solitarios individuos que como Miqueas, porque se negaban a comprometer su palabra profética, cada vez más era alienada no tan sólo del estado sino también de sus compañeros profetas. Para estos profetas, Yahvé estaba en contra del estado. 2. Que la política de Jezabel produjera una reacción violenta era inevitable. Porque no tan sólo era intolerable para los israelitas conservadores sino que también aún persistía la idea de que el estado podía ser depurado, devuelto a su destino por la acción política. El hecho de que la reacción se demorara hasta que Acab tanto como Elías habían desaparecido de la escena, no resultó en disminución alguna de la violencia. El lector encontrará la historia en 2 Reyes 9-10. Es un relato de purga sangrienta con pocos paralelos en la historia respecto a la brutalidad. Jehú, un general que aspiraba a ser rey, la llevó a cabo. No terminó hasta que el Rey Joram había sido matado por una flecha, Jezabel había sido arrojada por una ventana, y la casa entera de Acab exterminada hasta el niño más pequeño. Acabó con Ocosías—rey de Judá—que visitaba a su primo, Joram, y a otros también de su familia. La purga llegó a su clímax sangriento cuando Jehú citó a los adoradores de Baal a su templo en Samaria para que sus soldados hicieran una carnicería con ellos, matando así hasta al último. De verdad es un relato feo. Pero, aunque promovía las ambiciones políticas de Jehú y las de otros oportunistas, de ninguna manera era principalmente un trastorno político o social. Era más bien un aumento considerable del espíritu del Israel conservador contra la corrosión del espíritu nacional, ocasionada por la política de Acab. Los exponentes de la purga sangrienta eran hombres del orden antiguo. El padre de éste fue Elías mismo (1 Reyes 19:15-18), aunque ya no vivía. Elías era de Galaad (1 Reyes 17:1), un hombre de la orilla del desierto donde el orden antiguo aun persistía. Su apariencia (2 Reyes 1:8) nos recuerda del Bautista (Mateo 3:4); ambos usaban la 55

Véase Capítulo I.

31 vestimenta nazarea, un vestido de pelo y un cinto de cuero. En el nombre del Dios de Israel, declaró la guerra santa contra Acab y su estado pagano, su reina pagana y su dios pagano. Cuando Jezabel buscaba matarlo, huyó a Horeb, el monte del comienzo del pacto (1 Reyes 19): una huida al desierto y al pasado para encontrar al Dios de las costumbres antiguas. Y, al final, lo vemos llegando al Jordán y yendo al desierto en el oriente (2 Reyes 2) para no ser vistos más nunca por ojos mortales. Elías era la misma personificación del orden antiguo y todo lo que representaba. Él y los profetas que se reunían en su derredor no podían descansar nunca mientras Jezabel estuviera en el trono. Estos órdenes proféticos, “los hijos de los profetas”, son una ilustración adicional del hecho de que la purga de Jehú se nutría del orden antiguo. Elías tanto como Eliseo tenían relaciones con ellos al igual que Samuel mucho tiempo antes. Ellos eran los que aguantaban lo peor de la ira de Jezabel. Y, aunque algunos se rendían, de este grupo (2 Reyes 9:1-10) salió el que ungiría a Jehú para que emprendiera su tarea sangrienta. Estos profetas presentan un cuadro intrigante.56 Profetizando así en grupos, a menudo con acompañamiento musical (1 Samuel 10:5-13; 2 Reyes 3:15), a menudo con un frenesí desbordado (1 Samuel 19:18-24), representan un estático substrato “pentecostal” de la fe de Israel, psicológicamente parecido a las manifestaciones similares en otras religiones. (véase Hechos 2:1-13; 1 Corintios 14:1-33) Imbuidos de la furia divina, incitaban a los hombres a pelear en las guerras santas de Yahvé contra sus enemigos. Apareciendo por vez primera durante la crisis con los filisteos en el tiempo de Saúl, el apogeo de su actividad posterior coincidía con las guerras arameas de Acab. Acompañaban al ejército en el campo de batalla (2 Reyes 3:10-19; 2 Crónicas 20:14-18); no tenían piedad para los enemigos de Yahvé. (1 Reyes 20:31-43)57 ¡Eliseo era un sostén tan fuerte para la moral israelita que se le llamaba “los carros de Israel y sus jinetes”! (2 Reyes 1|3:14) ¡El hombre valía más que muchos soldados! Una tradición tan fuertemente nacionalista no podía llevarse con cosas extranjeras. Luego, estaba Jonadab hijo de Recab. Era él que (2 Reyes 10:15-17) apoyaba y ayudaba físicamente a Jehú en la matanza de los adoradores de Baal en Samaria. No puede haber una ilustración más clara de la naturaleza intensamente conservadora de la reacción contra la casa de Acab. Que Jonadab tanto como su clan entero eran nazareos aprendimos en Jeremías 35. Habían hecho votos (vs. 6-7) de no tomar nunca el vino ni cultivar viñedos ni arar la tierra sino morar siempre en tiendas al igual que sus ancestros. Esto no debe entenderse como una lección sobre la templanza. Más bien, era una renunciación simbólica de la vida agraria y todo lo que ésta encerraba. Resultaba del sentir que a Dios había que encontrarlo en los modos antiguos, los modos puros del desierto. Además, Israel se había alejado de su destino al estar en contacto con la cultura contaminante de Canaán.58 Para estos, Jezabel era el peor anatema. La purga, pues, no era una mera maniobra política; era un esfuerzo para corregir a Israel a la luz de una norma antigua. Había una creencia muy profunda de que la política de Acab había pervertido el destino de Israel y que, por lo tanto, Dios estaba en contra del estado. Sin embargo, al mismo tiempo, el rechazo al estado no era total, porque se creía que el estado podría ser purgado por la revolución, y que así iba a ser. 56 Para una discusión cabal de los órdenes proféticos, véase A. R. Jonson, The Cultic Prophet in Ancient Israel (Cardiff: University of Wales Press Board, 1944). 57 Que uno de ellos pudiera maldecir a Acab por no matar a Ben-hadad se puede explicar únicamente a la luz del fuerte prejuicio nacionalista y aislacionista de los profetas primitivos. La clemencia de Acaba normalmente se vería no tan sólo humanitaria sino también sabia en vista de la inminente amenaza de los asirios. 58 Aunque los mismos profetas clásicos no iban tan lejos, algunos de ellos—especialmente Oseas y Jeremías— hasta cierto punto simpatizaban son sus sentimientos. Después de todo, Jeremías elogiaba su lealtad a sus principios: véase Jeremías 35; 2:1-2; Oseas 9:10ss.; 11:1-7. Véase W. F. Albright, “Primitivism in Western Asia,” in A Documentary History of Primitivism, Vol. I (A. O. Lovejoy and G. Boas, Primitivism and Related Ideas in Antiquity [Baltimore: Johns Hopkins Press, 1935]), pp. 421-432.

32 3. Pero se pregunta: ¿Esa purga logró que Israel se convirtiera en el Reino de Dios? ¿Le restauró a ella su destino como pueblo de Dios? ¡Claro que no! Pareciera que ninguna acción política, por extensiva que fuera, no podía lograr tal cosa. Por cierto, si fuéramos a llamar esta purga un crimen y un tremendo error, tendríamos el respaldo de un profeta de estatura tan grande como la de Oseas. (Oseas 1:4) Ciertamente, el odio producido por la purga era tan grande que tiene que haber dividido a Israel por muchas generaciones. La crema y nata del liderazgo nacional había perecido, porque casi toda persona de importancia en Israel se había contaminado por la influencia de Jezabel. Además, las alianzas con los fenicios por un lado y con Judá por el otro, cosas que eran la base de la prosperidad, colapsaron de inmediato. No quedaba más remedio. Después de todo, Jezabel era de la casa reinante de Tiro, y su hija, Atalía—cuyo hijo, Ocozías, también había muerto en el baño de sangre—era la reina madre en Jerusalén. Las alianzas políticas no sobreviven tales cosas. En todo caso los arameos una vez más se aprovecharon de la oportunidad para humillar a Israel hasta el polvo. Durante el reinado de Jehú (842-815), Hazael, el nuevo rey de Damasco, le quitó a Israel todos sus territorios al este del Jordán (2 Reyes 10:32-33), y se desplazó por la llanura costera hasta llegar a las ciudades filisteas. (2 Reyes 12:17) En la siguiente generación se empeoraron las cosas. Los arameos tenían al hijo de Jehú, Joacaz (815-801), a su merced a tal extremo que le permitían tener sólo un ejército equivalente a una fuerza policíaca (2 Reyes 13:7) de cincuenta jinetes, diez carros, y diez mil soldados de infantería. (Acab se disponía de dos mil carros de guerra cuando luchó contra los asirios en 853.) Lo que era peor, la purga no purgó de verdad. Por cierto, Israel se salvó de una conversión plena a Baal, cosa no trivial. Pero es claro que Jehú era un oportunista sin un verdadero celo por un Israel purificado. La Asera, símbolo de la diosa más alta del culto a Baal, permanecía en Samaria. (2 Reyes 13:6) Un paganismo extranjero se había ahogado en sangre con tal que una clase autóctona pudiera florecer sin impedimentos.59 Que sea posible aplastar físicamente un paganismo para luego rendirse ante una forma más sutil de él en el espíritu, es una verdad trágica. Así hizo Israel. La creencia de que el estado se hubiera depurado llevó a muchos profetas a hacer las paces con el estado, cuando no lo habían hecho anteriormente. Su fervor patriótico se puso al servicio del estado, porque ahora el estado era de Dios. III La última mitad del siglo nueve A. de J. C. trajo días muy negros para Israel. El estado arameo de Damasco estaba en el apogeo de su poder, e Israel no podía con él. Pero el siglo ocho produjo un cambio de fortuna. Una combinación providencial de circunstancias le dio a Israel otra oportunidad. 1. Un nuevo y terrible poder mundial llegó al escenario: Asiria. Esta era una nación antigua. Era un estado de importancia, remontándose hasta el tiempo de Abraham y aun antes. Ella poseía el balance de poder en la parte occidental de Asia más o menos cuando los israelitas entraban a la Palestina. Pero por siglos, plagada por la presión aramea desde el desierto y por una debilidad interna, no había asumido gran importancia. No obstante, ahora una vez más empezaba a tener ambición de imperio. Tan temprano como 850 A. de J. C. Asur-nasir-pal II había arrasado toda la parte superior de Mesopotamia y atravesó el Éufrates con crueldad insensible. Su sucesor, Salmanasar III (858-824) siguió en sus pisadas. En el año 853 éste tuvo que confrontar en Qarqar Albright, “The Biblical Period,” p. 38, señala que los nombres propios, compuestos con Baal, se hallan a menudo en la ostraca de Samaria en el siglo posterior. En todo caso, solo una lectura de Oseas basta para mostrar que la adoración a Baal distaba mucho de ser desarraigada. 59

33 sobre el Orontes una coalición de reyes sirios y palestinos, incluyendo a Ben-hadad de Damasco y Acab de Israel. Estos momentáneamente habían dejado a un lado sus querellas ante un peligro mayor.60 El Asirio hizo alarde de una gran victoria, pero es claro que se le puso en jaque. De inmediato, Aram e Israel renovaron su pequeña guerra fútil, y tres años más tarde (850) Acab murió. (1 Reyes 22) Los próximos cincuenta años trajeron triunfo para Aram y humillación para Israel. El enérgico Hazael, que había usurpado el trono en Damasco (2 Reyes 8:7-15), tuvo que aguantar por lo menos dos invasiones más de parte de Salmanasar, pero nunca capituló. La última de éstas vino en 837, después de la cual quedó plagada Asiria de desórdenes internos por una generación. Por ende, no marchó al occidente del Éufrates. Esto le dio a Hazael el respiro que necesitaba, y la empleó, como ya vimos, para humillar vilmente a Israel. Pero la sombra de Asiria aún posaba sobre el occidente. Para 805, ésta había vuelto, esta vez bajo Adad-nirari III, y dentro de pocos años Aram estaba quebrantada, y pagaba muchos tributos al conquistador. En cambio, Israel se escapó del golpe. Es cierto que en una ocasión Jehú pagó tributo al Asirio,61 pero fue cosa mínima, y no significaba una subyugación permanente. Tampoco invadieron los ejércitos de Ad-nirari a Israel, pero sí arrasaron a Damasco subsecuentemente. Es más, los éxitos de Ad-nirari no tuvieron seguimiento. Después de sus campañas, y por cincuenta años después, Asiria entró en una adicional etapa de debilidad durante la cual apenas podía mantener un punto de apoyo al oeste del Éufrates. Tenía que haberle parecido a muchos israelitas que la Providencia había intervenido: que Asiria no podía ser otra cosa sino la herramienta empleada por Dios para salvar a Israel y castigar a sus enemigos, porque Israel era el “reino” de Dios. 2. Como quiera, esta era la señal para el resurgimiento de Israel. Joás (801-786) lo comenzó. Atacó al Aram tambaleante y en tres victorias recobró todos los territorios que su padre, Joacaz, había perdido. (2 Reyes 13:25) Al mismo tiempo, cuando Amasías—rey de Judá (800-783)—se dispuso a reanudar la querella crónica entre los dos estados, procuró disuadirlo al principio, pero cuando Amasías no quiso escuchar, le dio una paliza. (2 Reyes 14:8-14) Pero fue Jeroboam II cuyo largo reinado (786-746) llevó a Israel al cenit de su gloria. Por medio de una acción agresiva extendió las fronteras de Israel más al norte; desde el tiempo de Salomón, no se habían extendido tanto. (2 Reyes 14:25) Mientras tanto, el igualmente duradero y capaz Uzías de Judá (783-742), que sucedió al trono después del asesinato de su padre, Amasías (2 Reyes 14:19), se hizo un pleno partícipe en este programa agresivo. Las conquistas de Uzías igualaron las de Jeroboam en el norte y se extendieron desde la llanura filistea en el oeste hasta Amón y el Hedjaz en el sur y el este. (2 Crónicas 26:6-8) Excepto por el hecho de ser una nación dual, casi llegaba al tamaño del imperio de Salomón. Procedía también una prosperidad sin par que no se veía desde Salomón. Las rutas comerciales que Salomón controlaban estaban de nuevo en manos israelitas. El puerto de Eilat (¿Ezión-geber?) sobre el Mar Rojo se restauró (2 Reyes 14:22), y presumiblemente el comercio de ultramar para el sur florecía de nuevo. Probablemente esto significa que los fenicios, aún en el apogeo de su prosperidad, se incluyeran de nuevo en el programa. Los recursos económicos del país se desarrollaban (2 Crónicas 26:10).62 Israel podía recordar pocos períodos comparables a los de a mediados del siglo ocho A. de J. C. El hecho de que fuera la gloria de la puesta del sol de la nación La Biblia ni siquiera menciona esta batalla, pero sabemos de ella por las inscripciones de Salmanasar mismo. El estar consciente del peligro que el asirio representaba para ambos es la mejor explicación del deseo de Acab de hacer las paces con Ben-hadad. (1 Reyes 20:31-34) Para una traducción de porciones relevantes de los textos, véase Pritchard, op.cit., pp. 278-279. 61 En 841 A. de J. C. Esto también se descubre en las inscripciones de Salmanasar; véase Pritchard, op. cit., p. 280. 62 Esto ha sido parcialmente ilustrado por la arqueología; véase Albright, “The Biblical Period,” pp. 39-40. 60

34 no disminuía su esplendor. El marfil y los grandes palacios que los arqueólogos han descubierto en Samaria comprueban que Amós no exageraba en cuanto a la riqueza que disfrutaba la tierra. 3. Pero, otra vez, como en el tiempo de Salomón, la sociedad está enferma. Nada más que ahora es una enfermedad fatal. El lector de Amós contempla el cisma social en cada línea. Hay una riqueza inaudita que conoce cada lujo que el dinero pueda comprar, y hay una amarga pobreza sin esperanza. Hay avaricia y venalidad sin conciencia que valora la propiedad más que a los hombres o a Dios. Y la religión es igualmente enfermiza. Los santuarios están muy ocupados, ricos y concurridos por adoradores. (Amós 4:4-5; 5:21-23) Pero la religión es una mecánica quid pro quo, un intento nauseabundo por comprar favores materiales a Dios con dádivas materiales. Ella tolera la más crasa inmoralidad (Amós 2:6-8; Oseas 4:4-14): no ofrece ningún regaño—¡siempre que uno sostenga a su iglesia! Está totalmente al servicio del estado, y no permite ninguna crítica de él. (Amós 7:10-13) Claramente, esta es la enfermedad mortal de una nación. Sin embargo, y a pesar de ella, florecía una terca confianza en el futuro más allá de toda comprensión. Sin duda, esto surgió en parte del orgullo de una nación victoriosa que confiaba en su propia fuerza. (Amós 6:13)63 y de la favorable situación política más allá de la cual hombres miopes no podían ver. Pero también debe verse como una enfermedad de teología. La fe de Israel siempre le había enseñado que esperase grandes cosas para el futuro. Se creía que la historia se movía adelante, hacia la victoria del propósito de Dios, el establecimiento de su reinado sobre su pueblo en gloria. Vendría el escatológico día de triunfo, el Día de Yahvé, cuando el victorioso Reino de Dios se convertiría en realidad. Tampoco dudaba Israel que ella era el pueblo de Dios, el reino escogido y defendido por él. Así que encaraba el futuro con confianza y aun se atrevía a anhelar el Día de Yahvé (Amós 5:18), porque sería el día de su triunfo también.64 IV Amós hablaba a esta prosperidad y a esta enfermedad. El primero de esa sucesión de profetas cuyas palabras se preservan para nosotros en la Biblia, Amós era algo completamente nuevo en Israel. Empero, es igualmente claro que era una voz del antiguo orden. De su vida no sabemos casi nada. Un pastor de la orilla del desierto de Judea (1:1),65 se le presentó la ocasión para viajar al reino del norte. No le gustaba para nada lo que veía allí, y se dio rienda suelta en el gran santuario de Betel. Sin ser ni sacerdote ni profeta profesional (7:14), 66 su única autenticación era la Palabra de

63 La mayoría de los comentaristas ven en las palabras crípticas de Amós 6:13, “poca cosa” (hebreo Lo-debar) y “cuernos” (hebreo Carnaim) los nombres de dos lugares que se sabe por otras referencias en la Biblia que existían en la parte norte-central de la Transjordania. Este versículo se leería entonces, “Vosotros que os alegráis por Lo-debar, es decir, ‘¿No es por nuestra fuerza que hemos tomado Carnaim para nosotros mismo?’” Presumiblemente, estas son alusiones a las victorias de Joás o Jeroboam sobre los arameos. 64 Estoy de acuerdo con aquellos que piensan que la noción popular del Día de Yahvé es escatológica, es decir, el tiempo cuando Yahvé irrumpiría en la historia para juzgar a sus enemigos y establecer su reinado. Véase mi artículo “Faith and Destiny,” Interpretation V-1 (1951), 9ss. 65 Su hogar estaba en Tecoa (1:1), un sitio que aún lleva su nombre antiguo (Kirbet Tacú, a unos cuantos kilómetros al sureste de Belén, mirando al declive empinado hacia el Mar Muerto. 66 Es difícil estar de acuerdo con aquellos—últimamente A. Haldar, Associations of Cult Prophets Among the Ancient Semites (Uppsala: Almqvist & Wiksells, 1945), p. 112; Milos Bic, “Der Prophet Amos—Ein Haepatoskopos,” Vetus Testamentum, I-4 (1951), 292-296—que sostienen que las palabras (1:1; 7:14) noqed y boqer (pastor) denotan un funcionario. Aun accediendo a que ocasionalmente las palabras tengan un significado cúltico, esto no comprueba que siempre sea así. El hecho de que los profetas primitivos se ligaran estrechamente al culto no debe llevarse a tal extremo. El sentido de Amós 7:14 es que Amós no era un religionista cuando se le llamó;

35 Yahvé que le había llegado, exigiendo que se pronunciara. (7:15) Así, era hombre de carisma como los jueces de antaño Aunque ahora el carisma no se sometía al liderazgo del estado sino que era su más severa censura. 1. El mensaje de Amós le parece al lector sencillo pero también emocionante. Es la clásica protesta ética. Es clásica, porque todo profeta después de Amós lo asumiría; es clásico, porque nunca se pronunció de mejor manera—no podría haberse pronunciado mejor. Con un enojo salvaje, Amós arremete en contra de aquellos que valoran la ganancia más que la rectitud: Vosotros que convertís el derecho en ajenjo y echáis por tierra la justicia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . .. . . . . . . . . . . . . Ellos aborrecen al que les amonesta en el tribunal,67 y abominan al que habla lo recto. Por tanto, puesto que pisoteáis al pobre y tomáis de él tributo de granos, aunque hayáis edificado casas de piedra labrada, no las habitaréis. Plantasteis hermosas viñas, pero no beberéis del vino de ellos. Porque yo conozco vuestras muchas rebeliones y vuestros grandes pecados: que hostilizáis al justo, que tomáis soborno y que hacéis perder su causa a los pobres en el tribunal. (5:7, 10-12; véase 2:6-16; 8:4-10) Pero Amós sabía que el pecado de la sociedad era mucho más que una abierta malicia y avaricia. Era también una comodidad, amante del lujo, que valoraba su propio confort más que los seres humanos y que se desinteresaba del profundo cisma en el orden social. ¡Cómo el profeta se mofa de las damitas del reino, llamándolas “vacas de Basán” de Samaria! (4:1) ¡Cómo denuncia a la sociedad que se entretiene antes del diluvio! ¡Ay de los que viven reposados en Sion, y de los confinados en el monte de Samaria, señalados como los principales de las naciones, y a quienes acuden los de la casa de Israel! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . Vosotros suponéis que el día malo está lejos, y acercáis la sede del terror.68 Dormís en camas de marfil, os extendéis sobre vuestros lechos y coméis los carneros del rebaño y los terneros de engorde. Improvisáis al son de la lira e inventáis instrumentos musicales, al estilo de David.69 véase H. H. Rowley, “¿Was Amos a Nabi?” Festschrist Otto Eissfeldt, J. Fück, ed. (Halle: Max Nieyeyer, 1947), pp. 191-197. 67 Literalmente, “al que reprueba en el portón.” El portón de la ciudad, como sabemos por numerosas referencias en el Antiguo Testamento, era donde los ancianos se reunían para administrar la justicia. De modo que, esto corresponde a la corte, según nuestro concepto actual. 68 Literalmente, “y acercáis el asiento de la violencia.” Parece que se refiere a las cortes en las que la violencia en lugar de la justicia se dispensa. Pero el sentido no es claro; véase los comentarios. 69 El hebreo, seguido por el inglés, reza así, “como David inventan para sí instrumentos de música.” Para muchos comentaristas, esto no les parece, porque (a) aunque David era famoso como compositor de

36 Bebéis vino en grandes copas y os ungís con los más finos perfumes, y no os afligís por la ruina de José. (6:1, 3-6) Tampoco es posible que una sociedad tan quebrantada se sane por la mucha religión. La religión hacendosa de un pueblo que incumple toda justicia no vale nada para Dios; es más, es una ofensa para él. ¡Nadie mejor que Amós para expresarlo! “Aborrezco, rechazo vuestras festividades, y no me huelen bien vuestras asambleas festivas. Aunque me ofrezcáis vuestros holocaustos y ofrendas vegetales, no los aceptaré, ni miraré vuestros sacrificios de paz de animales engordados. Quita de mí el bullicio de tus canciones, pues no escucharé las salmodias de tus instrumentos. Más bien, corra el derecho como agua, y la justicia como arroyo permanente. (5:21-24) De modo que era un tiempo cuando la sociedad necesitaba desesperadamente la censura, y sin embargo, la religión establecida no podía dar esa censura, ni siquiera criticarse a sí misma; la protesta tenía que proceder desde fuera de la iglesia organizada. Y eso, desde luego, era cosa horrenda. El propósito del mensaje de Amós, pues, es claro—tan claro como un golpe en la cara. Tampoco hay necesidad de decir que es un mensaje pertinente para todas las épocas; es desesperadamente pertinente. Nos dice lo que necesitamos oír; que una sociedad que valora más el grano que la honra, que valora más su nivel de vida que a Dios, está agonizante; que una iglesia que no tiene ninguna censura para la sociedad, que demanda un sostén exorbitante antes que una conducta justa, no es una iglesia verdadera sino una farsa. Amós nos dice que ninguna cantidad de actividad religiosa ni lealtad a la iglesia puede hacer que sea apático ante la conducta del hombre en el comercio y la sociedad. Tampoco puede un credo correcto reemplazar una plena obediencia a la voluntad divina en todos los aspectos de la vida. Nos dice que la iglesia que haga una dicotomía entre la fe y la ética, a tal grado que minimice la última, está bajo el juicio de Dios al igual que la sociedad de la que se ha hecho una parte. 2, ¡Claramente pertinente! Pero uno puede preguntarse ¿qué tiene esto que ver con la esperanza del Reino de Dios? El mensaje de Amós es de una perdición sin remedio. Por cierto, pedía el arrepentimiento (5:4, 14-15), y al penitente le ofrecía esperanza. Pero es claro que no esperaba que se diera el arrepentimiento: la perdición era segura y pronta. Israel era un tambaleante muro mal construido que estaba fuera de la línea de la plomada de Dios (7:7-9)--¡qué se derrumbe! A Israel se le dejarán “las migajas de la comida de león.”70—dos piernas y la punta de la oreja. (3:12) Tan real era la ruina venidera para Amós que empezó una endecha sobre la nación perdida como el muerto: canciones, nunca leemos que inventase instrumentos musicales; y (b) el contexto habla de banquetes con música, el lugar donde cancioncitas pudieran improvisarse, pero difícilmente se inventaran instrumentos musicales. La enmienda, propuesta por Nowack, etc., sólo cambia una letra hebrea. De todos modos, es una conjetura. 70 La expresión es de George Adam Smith en The Book of the Twelve Prophets (edición revisada; New York: Harper & Brothers, 1928), I, 148.

37

¡Cayó la virgen de Israel para no volverse a levantar” Sobre su suelo yace abandonada, y no hay quien la levante. (5:2) Puede que uno pregunte ¿qué tiene que ver una perdición tan funesta al tema nuestro? Pero nos equivocaremos en grande respecto a Amós y otros hombres del siglo ocho si no entendemos que su predicación es una poderosa reactivación de la fe del pacto. Está enraizada y fundamentada en ese sentido de la relación íntima entre Dios y el pueblo la cual era el corazón de toda la creencia israelita. Se dirige al pueblo como nada menos que el pueblo de Yahvé, los súbditos de su regencia y partícipes de su pacto; les recuerda lo que significa esa relación. Ahora bien, no debe suponerse que a Israel de verdad le hacía falta que se le recordara de su elección. Al contrario, era una idea fija para ella; ella la creía demasiado bien. Toda su tradición afirmaba con voz unánime que Dios la había escogido de entre todas las naciones para ser su pueblo, y ella atesoraba esa creencia con todo el corazón. Yahvé era su Dios, y ella, su pueblo; por lo tanto, Yahvé la había bendecido así continuaría. Como el pueblo propio de Yahvé, ella podía encarar el futuro sin temor y aun mirar hacia adelante con confianza para el Día de Yahvé (5:18) cuando él intervendría en la historia para juzgar a sus enemigos y establecer su regencia sobre la tierra. ¿Por qué no tendría Israel plena confianza? ¿No es el establecimiento de la regencia de Dios lo mismo que el de su pueblo? Al fin y al cabo, el estado de Israel es el pueblo de Dios. En breve, la entera noción del pacto y la elección se había hecho una cosa mecánica, la profundamente nota moral inherente en ella se había distorsionado y oscurecido. Se había olvidado que el pacto era una obligación bilateral, exigiendo así a su pueblo la adoración sólo a Dios y la más estricta obediencia a su justa ley en todas las relaciones humanas. O, si se acordaba de ella siquiera, se creía que el sacrificio y el sostenimiento de los santuarios la cumplían. El lazo entre Dios y su pueblo así se convertía en una estática cosa pagana, basada en sangre y culto—una perversión total de la idea de pacto. También, a la religión se le daba una función cabalmente pagana: la de coaccionar el favor de Dios por la tenaz manipulación del rito para lograr la protección y los beneficios materiales para el individuo y la nación. Amós rechazaba rotundamente esta noción mecanizada del pacto. Pero esto no implicaba que Amós y los demás profetas repudiaran la creencia en Israel como pueblo escogido de Dios. Al contrario, éstos lo afirmaban una y otra vez. De hecho, a Amós le parecía que toda el pasado nacional no había sido otra cosa sino una historia de la gracia de Dios—una gracia repagada con la más crasa de ingratitud. (2:9-12) Pero, según Amós, el ser escogido no quiere decir ser mimado; más bien, es el llevar una doble responsabilidad. El pecar contra la luz de la gracia es un delito compuesto, aun más, es un crimen. Todas las naciones, incluso Israel, están igualmente ante el tribunal de la justicia de Dios. (Capítulos 1-2) No hay naciones favoritas o razas selectas: “Oh hijos de Israel, ¿Acaso no me sois como los hijos de los etíopes? ... ¿No hice yo subir a Israel de la tierra de Egipto, a los filisteos de Caftor y a los sirios de Quir?. (9:7) La elección es para que haya responsabilidad. ¡Con qué lógica razona Amós, y sin embargo, una lógica demasiado dura para la comprensión de un pueblo favorecido! Se mueve desde una premisa básica hacia una conclusión inaudita. Esta es la premisa: “”Solamente a vosotros he conocido (es decir, escogido) de todas las familias de la tierra.” Y esta es la inexorable conclusión: “Por tanto, os castigaré por todas vuestras maldades.” (3:2) Pero al decir esto Amós sólo vuelve a una noción pervertida del pacto a la verdadera. El pueblo de Dios es una comunidad, unidos los unos a los otros por su lazo con el Dios del pacto. Es una hermandad, por dentro de ella todas las relaciones humanas son reguladas por la justa ley de ese Dios; y todos están igualmente bajo esa ley. El pacto no es mecánico ni automático; es un bilateral

38 acuerdo moral y puede ser anulado. El maltratar a un hermano es anularlo, porque el que incomoda a su hermano escupe en la ley de Dios y, por eso, no guarda el pacto con él. En breve, Israel es el pueblo de Dios, pero sólo a la medida en que ella guarda su ley y exhibe su justicia. Ya que Israel no lo hizo, sino que violó extraordinariamente la hermandad del pacto, ¡Israel no es el verdadero pueblo de Dios! Tenemos que entender la predicación ética de Amós a la luz de esta teología. Es importante que nos fijemos en esto, porque muy a menudo se pierde. Reconocemos el ataque ético sin darnos cuenta del patrón ideológico sobre el cual se basaba, y ese ataque llega a ser una iracunda cosa bulliciosa—y así deformamos el carácter de Amós. No era un revolucionario, arengando a las masas subyugadas a las barricadas. No era ningún humanitario, conmovido por la condición de los pobres, que predicase un programa de reforma social para así sanar el mal nacional. No nos equivoquemos—no era ningún maestro de una nueva ética que transformara la deficiente moral popular para elevarla a las alturas del monoteísmo ético tal y como nos solían decir los libros de texto. Amós no era un innovador sino un hombre del orden antiguo. Su protesta ética bebía de una fuente profunda de más de quinientos años. La suya era la ética del Decálogo; de Natán que llamó asesino a la cara de David; (2 Samuel 12:1-15) de un tosco Elías que descendió a Jezreel para encontrar a su enemigo, Acab, y así maldecirle por su crimen contra Nabot. (1 Reyes 21) Sin embargo, por mucho que se arraigara en el pasado, Amós no era nazareo ni recabita que pensaran curar las enfermedades de la sociedad, huyendo a un pasado que nunca hubo. Amós, simple y sencillamente, era un hombre del pacto que denunciaba toda la avaricia, la inmoralidad y la iniquidad social como pecados contra el Dios del pacto. No proponía ninguna cura para el cisma de la sociedad salvo una restauración de la hermandad del pacto la cual había creado la sociedad israelita desde el principio: ¡Buscad el bien y no el mal, para que viváis; Así estará con vosotros Jehová Dios de los Ejércitos, como decís. (5:14) 3. Justo aquí está la tremenda contribución de Amós en torno a la noción del Reino de Dios. Con Amós, el rechazo de esa blasfema identificación del pueblo y el Reino de Dios con el estado israelita se había hecho total. La resistencia a esa identificación, como ya se dijo, no era nueva. Se remontaba a la convicción de que la monarquía no era el orden de Dios, y, aunque se le viera como un tolerable orden necesario, era preciso que éste se sometiera al orden de Dios. Era este sentimiento el que daba origen a purga tras purga, revolución tras revolución las cuales habían roto por generaciones la vida política de Israel. Pero antes de Amós persistía la esperanza de que el estado pudiera convertirse en el orden de Dios, o por lo menos que se le hiciese compatible por la acción política. Amós desistió de esta idea totalmente. De hecho, después del horror de Jehú, así opinaría cualquier hombre pensante. Es cierto que a Amós se le veía como un revolucionario, otro nabi conspirador que predicaba la sedición contra el estado (7:10-13), pero su negación airosa (7:1415) se comprueba por los hechos. He aquí, una cosa nueva: nunca más, que sepamos, intentó un profeta reformar el estado por la acción política directa. Pero ciertamente no podemos contemplar en esto una aminoración de la tensión con el estado sino un aumento de ella. No hay ningún intento por purgar el estado, porque éste queda fuera de posibilidad alguna de corrección externa. Está bajo el juicio de Dios. El lazo entre Israel y Dios ha sido roto por la idolatría, la inmoralidad crasa, y la no-fraternal avaricia en el ámbito nacional. “Ponle por nombre Lo-ammí, porque vosotros no sois mi pueblo, ni yo soy vuestro Dios,” dijo Oseas. (1:9) Y ya que Israel rompió relaciones con Dios, de verdad ya no es su pueblo, toda confianza exuberante en el futuro es falsa. Ella no tiene ningún futuro sino que la ineludible ruina

39 total. Así fue que Amós se aprovechaba del deseo popular respecto al Día de Yahvé, el día cuando Yahvé intervendría para establecer su reino y juzgar a sus enemigos. Israel no podía esperar nada en cuanto a ese día—porque Israel mismo se halla entre los enemigos de Yahvé: ¡Ay de los que anhelan el día de Jehová! ¿Para qué queréis este día de Jehová? Será día se tinieblas, y no de luz; Será como el que huye de un león, Y choca con un oso; Entra en casa y apoya su mano en la pared, Y le muerde una serpiente. ¿No será el día de Jehová para él tinieblas y no luz, oscuridad y no resplandor? (5:18-20) He aquí, la nota más asombrosamente nueva en toda la profecía del siglo ocho: que Dios pueda desechar su pueblo, y de hecho lo haga. Esta nota se extiende a lo largo de la predicación de Amós, y sube a un crescendo enorme: “He aquí, los ojos del Señor Jehová están contra el reino pecador. Yo lo destruiré de sobre la faz de la tierra.” (9:8ª) ¡Dios ha rechazado el estado israelita, y lo ha rechazado rotundamente! Esto significaba que la esperanza del establecimiento del Reino de Dios—la esperanza incorporada en el sueño del Día de Yahvé—empezó a divorciarse del estado israelita, y lo excedió. El reino del norte está bajo la sentencia de muerte; las esperanzas de Israel nunca más pueden cumplirse en términos de ese reino. Si redujéramos el mensaje de Amós a una sola idea, ¿no sería ésta?: “¡El Reino de Israel no es el Reino de Dios!”. No puede ser ese reino ni tampoco lo puede heredar. No puede ser el Reino de Dios, porque incumplió las leyes de Dios, y violó la hermandad del pacto. El Reino de Israel está bajo el juicio de Dios—y ¡este juicio es ejecutado por la historia! 4. No supongamos que las palabras de Amós sean palabras antiguas. Son muy modernas. Nos hablan a nosotros y exigen nuestra atención. No nos atrevemos a no escuchar, porque ya es muy tarde. Ciertamente, no somos nosotros nada semejantes al antiguo Israel en cuanto a las cosas externas. No obstante esto, en nosotros está escrita su esperanza, pero también su delusión y su fracaso. Nosotros, también, hemos anhelado, y aún anhelamos, el Reino de Dios, pero días oscuros sólo aumentan el anhelo. Desde luego, los tartamudos que somos en cuanto al lenguaje de fe, nunca lo expresaríamos así. Hablaríamos de poner fin a la guerra y el temor, de una comunidad de naciones, del triunfo de la justicia y la hermandad, o sea, un orden mundial moral. Pero esencialmente hay poca diferencia entre lo que nosotros anhelamos y la esperanza del Israel antiguo porque el pueblo de Dios algún día se estableciera bajo su regencia para vivir así sus días en paz y abundancia. Ardientemente deseamos el Reino de Dios, aunque no sabemos qué nombre ponerle. Con nada más que la recordación de la recordación de los padres de la fe de los abuelos en ese reino, lo anhelamos porque no podemos evitarlo. Pero podemos preguntar ¿hasta qué grado la crítica severa de Amós de la sociedad nos es aplicable hoy? En un sentido, la respuesta es obvia: es totalmente aplicable. No hace falta ninguna destreza, ni siquiera una conciencia muy aguda, para señalar que nuestra sociedad, al igual que la del antiguo Israel, está plagada de los mismo crímenes que Amós denunciaba: la injusticia y la avaricia, la inmoralidad, la comodidad amante del placer, y la venalidad. Tampoco hace falta que uno sea una Cassandra para comprender que estas cosas representan una enfermedad para la sociedad, cuya

40 cuenta de médico tendrá que pagarse. La crítica severa de Amós es una acusación contra toda sociedad, inclusa la nuestra. ¿Pero hemos de aplicar directamente a nuestra sociedad la negación fuerte, dada por Amós, a la esperanza del reino de Israel? ¿No nos queda nada que anticipar sino una inminente perdición bien-merecida? Hay un sentido en que el decirlo no sería justo. Admitir que somos culpables ante de la acusación de Amós es sólo decir la mitad de la verdad. Porque, comparada nuestra sociedad a sociedades que han existido y a algunas que existen aún, la nuestra no es una sociedad mala sino muy buena. Somos una nación fundada sobre principios cristianos; nuestras instituciones políticas y nuestro dogma nacional de los derechos y la dignidad del hombre han brotado de estos principios. Tenemos tantas iglesias, y éstas tienen tantos miembros activos que podemos llamarnos una nación cristiana. Es más, la sombra de la Iglesia y sus enseñanzas posan sobre la nación y el carácter nacional más poderosamente de lo que nos damos cuenta. La acusación de Amós, la de los profetas y la de Cristo en cierta medida se han tomado en serio: esfuerzos gigantescos se han hecho para mejorar la vida de la humanidad; se han corregido algunas injusticias, y seguirán corrigiéndose. La nuestra es una sociedad está entre las mejores que han existido. Debemos ser agradecidos por ella. A pesar de todas sus faltas, merece que se le defienda; si no la defendemos, somos mil veces ciegos. ¡Seguramente hemos de pedir la dirección de Dios al hacerlo! Pero, ¿cometeremos el error fatal? Al igual que Israel, ¿pensaremos que nuestro destino está con Dios, y los propósitos de Dios en la historia han de ser realizados por medio de la sociedad que hemos creado? La tentación es muy sutil. Después de todo, puede ser que reclamemos una heredad cristiana de la cual las libertades hayan brotado; tenemos iglesias y las sostenemos ricamente; pero el comunismo, por ejemplo, es totalmente ateo y tan destructivo de todo lo que sea noble en el hombre que difícilmente se pueda decir algo bueno acerca de él. Entre las dos cosas, apenas hay comparación. Si Dios es justo, seguramente prosperará nuestros esfuerzos y nos defenderá de sus enemigos y los nuestros--¡porque somos su buen pueblo cristiano! En lo que respecta a nosotros, trabajaremos y oraremos para que el mundo sea ganado para Cristo y la victoria de su Reino— porque la disyuntiva está entre esa clase de mundo o un caos en el cual nada de lo que valoramos estaría a salvo. Y si la victoria de Cristo—que tendemos a hacer equivalente a nuestros propios intereses—parece remota, nos ocuparemos en más actividad, porque no sabemos otra cosa. ¡Seguramente, si así le servimos enérgicamente, Dios nos protegerá y nos dará la victoria! A esta esperanza Amós pronuncia un rotundo ¡No!. Entendamos sus palabras claramente: en ese sentido, Dios no tiene un pueblo predilecto. Ningún estado terrenal es establecido por Dios, garantizado por Dios ni identificado con sus propósitos. Tampoco ningún orden terrenal, por bueno que sea, tiene los medios para establecer el orden de Dios en términos de sus propios intereses. Al contrario, toda sociedad está bajo el juicio del orden de Dios, y las que han sido favorecidas con su luz, ¡así doblemente! De hecho, antes de que podamos tener esperanza alguna de un orden justo establecido por Dios, al igual que Israel, tenemos que aprender que nuestro orden no es de Dios y hemos de acatar el Suyo o pereceremos. Amós dice que dondequiera que el cisma de la sociedad prevalece, allí la sociedad muere. Dondequiera que los hombres que conocen la justicia hablen únicamente de sus intereses propios; dondequiera que los hombres que conocen la hermandad cristiana se porten como si creyeran en razas predilectas; dondequiera que los hombres que han recibido un llamamiento más elevado se pongan indolentes por la comodidad que el dinero puede comprar—allí la sociedad está bajo juicio. Y el juicio se lleva a cabo en la historia. No importa mucho, para los que tengan que encararlo, que la herramienta bárbara de ese juicio sea Asiria o Rusia. ¿Entonces, no deja Amós ninguna esperanza para la sociedad? Para la sociedad pecaminosa como tal, ¡ninguna! El desorden del hombre no puede heredar el Reino de Dios, sino que, al contrario, debe vivir siempre bajo el juicio de la historia. La misma esperanza de la paz ha de

41 permanecer para él un sueño utópico, cada vez más ilusorio. Tampoco hay medios externos por los cuales una sociedad injusta pueda evitar el juicio que le espera. Ciertamente, la actividad febril de su religión, y la precisión formal de su adoración de nada sirven. Aunque Amós no lo menciona, es cierto que una nación por maniobras políticas y fuerza militar puede postergar el juicio y así sobrevivir por siglos. Ya que es así, no son irrelevantes las políticas que persiga una nación; y debemos orar para que nuestro país escoja sabiamente su camino. Sin embargo, a Amós no le interesan las realidades políticas sino las morales. Y su veredicto permanece: una sociedad que incumple las justas leyes de Dios no es de Él, y no puede durar para siempre. Por cierto, no hay ningún consuelo en esas palabras, pero la humanidad tiene que encarar la alternativa. Y si esa alternativa parece echar a un lado las realidades políticas que acondicionaban la supervivencia de Israel y la que gobierna la nuestra, se le puede dar una relevancia más profunda. De modo que la selección ante el hombre permanece así: entrar de nuevo en pacto con Dios para vivir como su pueblo bajo su regencia—o el juicio de la historia sin fin. Así que Israel anhelaba el Día de Yahvé, el día de la victoria para el Reino de Dios. Y semana por semana, nuestra oración sube: “Venga tu reino.” Es bueno que así oremos; es una oración correcta. Pero, ¿cómo nos atrevemos a hacerla salvo como sus hijos obedientes? Si hemos de orar “Venga tu reino,” también debemos aprender a orar en serio, “Sea hecha tu voluntad como en el cielo, así también en la tierra.”

CAPÍTULO TRES SE ARREPENTIRÁ UN REMANENTE El ESTADO ISRAELITA, AUNQUE SE ENORGULLECÍA POR SER EL PUEBLO ESCOGIDO DE DIOS, COMPROBABA POR SU CONDUCTA SER CUALQUIERA COSA menos eso. Después de que fallaron repetidos intentos para purgar el estado por la acción política directa, vimos cómo Amós lo tenía por caso perdido y pronunció la perdición sobre él: el estado israelita no es el Reino de Dios, y Dios no lo defenderá como si lo fuera. De modo que la esperanza

42 de Israel empezó a divorciarse irrevocablemente de la nación, y llegó a ser algo no realizable por ella. No obstante, no era cosa que se lograría rápidamente sino por un proceso largo. Debemos considerarlo más detenidamente. I La perdición pronunciada por Amós llegó con una velocidad increíble. Un desastre total cayó sobre Israel durante la segunda mitad del siglo ocho A. de J. C., destruyendo así totalmente al norte y dejando al sur hecho trizas. Sin embargo, por paradójico que parezca, era por los profetas de este período—particularmente Isaías—que la esperanza del Reino de Dios se transfiguraba y se le daba una forma definitiva. 1. El fiasco de Israel es una historia funesta, pero corta. El gran Jeroboam II murió en 746, y dentro de veinticinco años el estado norteño había sido borrado del mapa. El cuadro que pinta 2 Reyes 15-17 es de una anarquía casi total. Un rey fútil tras otro, seis de ellos en ese cuarto de siglo, se sucedían, usualmente por un complot o asesinato. No había ni rastro de estabilidad. Zacarías, el hijo de Jeroboam, sucedió al trono de su padre para luego ser asesinado dentro de seis meses por un tal Salum, hijo de Jabes. (15:8-10) Salum, por su parte, duró sólo un mes antes de que fuera acuchillado por Menajem, hijo de Gadi. (15:13-14) Este último asesinato tuvo lugar durante una guerra civil bien recordada por sus atrocidades indecibles. (15:16) La Biblia nos dice poco acerca de Menajem, pero lo dicho no es favorable. (15:17-22) Casi lo único que sabemos de él es que pudo permanecer en el trono un poco más que sus predecesores. (745-738), y que pagó tributo a Pul, rey de Asiria. Este tributo lo pudo recolectar por medio de un impuesto sobre todos los terratenientes en el país. Por el lenguaje en el v. 19 sabemos que el significado de este acto de Menajem es muy claro: había comprado el apoyo asirio para que se mantuviera en su trono tambaleante, y había vendido su país a que estuviera en servidumbre política por precio. Sabemos que este Pul no era otro sino el gran conquistador asirio, Tiglat-pileser. (746-727) Sus propias crónicas nos dicen que recibió tributo de Menajem de Samaria,71 y que, habiendo conquistado a Babilonia, reinó allí con el nombre de Pul. Era él que, llegando al trono en el año de la muerte de Jeroboam, despertó a Asiria de su letargo que había permitido al mundo medio siglo de paz; hizo que Asiria se pusiera en el camino hacia el imperio. Pareciera, también, que Pul instituyó una política de portento ominoso que sería copiado por todos sus sucesores: deportar y reubicar las poblaciones conquistadas y así incorporar sus territorios como provincias asirias. Aparentemente, se esperaba que este método despiadado sirviese para erradicar todo vestigio de sentimiento nacional que fuera capaz de fomentar la resistencia. Israel, a su vez, aprendería el significado de la política. A lo largo del próximo siglo el nombre de “Rey de Reyes, el Gran Rey, el Rey de la tierra de Asur” sería odiado y temido por todo la Asia occidental. Que Menajem no pudiera haber resistido tal coloso como Asiria es obvio. Sin embargo, su política de aplacamiento difícilmente fuera popular con los israelitas patrióticos, pero, al contrario, tiene que haberse resentido amargamente. Como sea, cuando murió Menajem pronto y fue sucedido en el trono por su hijo, Pecaías, éste fue asesinado sin mucha demora por Pécaj, un general del ejército. (15:23-25) Es posible que una querellas seccional jugara un papel en este golpe de estado, porque Pécaj fue ayudado en este hecho sangriento por una pandilla de Galaad (v. 15), pero era más importante que eso. Este era un golpe por un cambio de política; y cuando Pécaj tomó el trono,

Una traducción de la inscripción de Tiglat-pileser en que menciona a Menajem se halla convenientemente en Pritchard, op. cit., p. 283. 71

43 pronto emprendió una campaña para formar un grupo contra Asiria para lograr la independencia. Esto desencadenó una reacción desastrosa. 2. De no menor amenaza que la situación internacional era la descomposición de Israel. El libro de Oseas es el mejor comentario sobre ella, y merece todo un capítulo. Ya que Oseas vivió el colapso entero, le desgarraba el corazón.72 Pinta gráficamente el vacío político, las artimañas locas para el poder, el colapso de la ley y el orden, la anarquía civil en la que la vida ya no es segura. (por ejemplo, 4:1-2; 7:1-7; 8:4; 10:3) Peor todavía, el corazón de la fe religiosa se ha ido, y hay un completo decaimiento moral. Los sacerdotes burócratas que no pronuncian ningún regaño moral, sino que, por las prácticas que permiten y promueven, son los corruptores de la religión. (4:8-9; 5:1;6:9-10) La instrucción de la verdadera religión ha expirado, y junto con ello, todo conocimiento del Dios de Israel; la tierra está saturada del veneno del paganismo. Los padres ponen un ejemplo de la inmoralidad, sólo para después ser aventajados por sus hijos. (4:6:11-14) No puede haber un cuadro más repugnante o verdadero de lo que la desaparición de la religión realmente significa. Tampoco sabía esta enfermiza nación cómo curarse salvo por las maniobras políticas. (5:13) Pero, aun aquí era evidente su bancarrota. Ajustaban su política extranjera según las exigencias del momento, y siempre se equivocaban, porque moralmente andaban mal. Israel era una torta medio horneada (7:8); “una paloma incauta y tonta” (7:11), aleteando y arrullando con pánico por acá y por allá; un libertino gastado que no se da cuenta de su propio envejecimiento. (7:9) ¡Israel ya está finiquitado! Claramente, ¡no podía haber paz entre Oseas y tal nación! Pero el ataque de Oseas era diferente en algo al de Amós. Aunque partía de la misma teología, se pronunciaba de forma distinta. Oseas habla menos de la comodidad lujosa y la conducta no-ética—aunque está bien enterado de tales cosas. Después de todo, hablaba, no a la prosperidad nacional sino al colapso nacional, y su mensaje era amoldado por su propio temperamento particular. El blanco de su ataque era la idolatría, la adoración a Baal, la apostasía. Este es el meollo de la enfermedad, el pecado que da origen a todo pecado, el veneno en la vida política nacional. Era esto lo que separaba a Israel de su Dios, y es la causa de toda su calamidad. Una nación apóstata no puede ser el pueblo de Dios. Más interesante que nada es la formulación que Oseas dio al lazo pactuario que ligaba a Israel a su Dios. Es una formulación que se hizo clásica, la cual fue tomada por muchos profetas subsecuentes—particularmente Jeremías y Ezequiel. El pacto es un matrimonio; en éste Dios “se casó” con Israel e hizo que ella fuera su “esposa”. Adorar a otros dioses, tal y como Israel hacía, era plenamente el “adulterio”, y, si no se daba una reconciliación sincera, el resultado sería el “divorcio”—la ruina nacional. Dios demandaba de su pueblo el hesed,73 esa lealtad total que es la única respuesta correcta al hesed de Dios, su favor pactuario. Ninguna cantidad de protestaciones de lealtad por medio de formas externas de la religión pueden reemplazarlo. Porque misericordia quiero yo, y no sacrificios; y conocimiento de Dios, más que holocaustos (6:6)

Que Oseas comenzara su ministerio antes de la muerte de Jeroboam en 746 es evidente en 1:4 que pronuncia perdición sobre la dinastía de Jehú. Pero el tenor completo de sus profecías (especialmente del capítulo 4 en adelante) refleja el caos que prevalecía subsecuentemente. En cambio, hay poca evidencia convincente de que Oseas viviera para ver la caída del estado norteño. Estaba activo, entonces, justo antes de 746 y durante los quince o veinte años después. 73 Véase Capítulo I, nota 21, 72

44 Ahora bien, es claro, con base en los capítulos 1-3, que esta formulación del asunto era amoldada por la propia experiencia trágica de Oseas. Se había casado con una criatura débil que, pese a su amor por ella, resultó no ser mejor que una prostituta.74 Parece que ella le dio unos niños sin nombre.75 El rogar con ella no resultaba eficaz, y finalmente no quedaba más remedio que divorciarse de ella. Luego, con dolor en el alma, se le aclaró a Oseas que Dios le había dicho que se casara con esta mujer (1:2) para que, por medio de su sufrimiento, pudiera aprender lo que quería comunicar: Israel era como Gomer, un adúltero. (2:2-13) El mismo arrepentimiento de éste era como la zalamería de Gomer; su hesed era “como la nube de la mañana y como el rocío que muy temprano se desvanece”. (6:4) No había dentro de ella el enderezarse. (5:4) Por lo tanto, Oseas rechazaba a la nación israelita tan rotundamente como Amós. Cuando un pueblo adora a dioses falsos (2:8, 12), se apropia de la moralidad de los dioses falsos (4:11-14), y luego procura salvarse sin Dios (5:13)—no hay ni pueblo de Dios ni Reino de Dios. “”Ponle por nombre Lo-ammi, porque vosotros no sois mi pueblo, ni yo soy vuestro Dios.” (1:9) Pese a la naturaleza amorosa de Oseas, éste arremete contra su pueblo con una ferocidad que rehuye descripión. (Véase 9:11-17) ¡Ay de ellos, porque se apartaron de mí! ¡Destrucción sobre ellos, porque contra mí se rebelaron! Yo los redimiría, pero ellos hablan mentiras contra mí. (7:13) El estado estaba perdido. Aunque Oseas no estaba seguro cuál de las naciones sería el agente de esa perdición (véase 8:13; 11:5; 9:3), la realidad de ella era una certidumbre moral. La esperanza en pro de la fruición del Reino de Dios de ese modo se divorcia completamente del estado israelita.76 Pero no por eso se disipa. Al contrario, empieza a asumir una forma nueva. Aunque Dios tiene que divorciarse de su pueblo y destruirlo, aún les ofrece un futuro. Pareciera, en parte, que esta confianza emanaba del gran corazón de Oseas. Porque su amor para Gomer se extendía más allá de su pecado y tragedia para así cortejar y restaurarla. (Capítulo 3)77

La relación precisa entre Oseas y Gomer, y el carácter verdadero de ésta, se han discutido mucho. El lector debe consultar los varios comentarios para los detalles. Se ha sugerido que la experiencia total era una alegoría o una visión, pero el sentido pleno del lenguaje está en su contra. Se ha argumentado que Gomer era una prostituta común, una prostituta sagrada o una mejor de carácter irreprensible. Lo último, de nuevo, me parece contrario al sentido claro del capítulo 1; la palabra que se usa para describir a Gomer eshet zenunim, (1:2) no se usa comúnmente para una prostituta callejera (zonah) ni para una prostituta sagrada (quedeshah). Pero aunque me inclino a creer que era simplemente una esposa que, como Israel, se apartó para vivir una vida de inmoralidad, es imposible estar seguro. 75 Compárese el lenguaje del 1:6, 8 (y también 2:4) con 1:3. En 1:3 se nos dice que el primer hijo es de Oseas, pero tal declaración parece omitirse adrede en el caso de los dos otros. 76 Pareciera, basándonos en 13:9-11, que Oseas iba tan lejos como para denunciar a la monarquía por ser una institución pecaminosa. Si así hacía, estaba de acuerdo con un sentimiento antiguo; pero otros profetas, especialmente Isaías, no iban tan lejos. 77 El capítulo 3 nos cuenta cómo Oseas compró de nuevo a una mujer de baja moral para ponerla así a prueba en su casa. Normalmente se piensa que esto es una secuela de los capítulos 1-2; Oseas, habiéndose divorciado de Gomer por causa de su mala conducta, y ahora por el mandato de Dios, la compra de nuevo. Pero la relación del capítulo 3 a los capítulos 1-2 es muy controversial. El capítulo 3 no tan sólo no menciona a Gomer por nombre, también ocupa la primera persona; mientras que el capítulo 1 está en el tercero. Por lo tanto, se ha sugerido que el capítulo 3 no es la secuela, sino un paralelo, del capítulo 1. En cambio, la palabra “de nuevo” en 3:1 indica (interprétese como se interprete) que el capítulo se refiere a algo que ha sucedido antes. Sea como fuere, es claro, aunque sea por el lenguaje de 2:14-23, que se contempla una restauración de Gomer. La 74

45 ¿Sería Dios menos misericordioso que Oseas? ¿No restauraría a su pueblo errante? La fe de Oseas en Dios no permitiría que creyese de otro modo. Puede que el hesed del hombre falle, pero el de Dios ¡nunca!. ¡Precisamente por ser Dios y no el hombre que no acabará totalmente con Israel! (11:8-9) Por cierto, la perdición sigue ineludible, y a Israel se le quitará todo lo que tiene (2:3, 9, 12-13), se le desterrará, enviado literalmente a sus días de vagaciones en el desierto sin nada. Pero allí ella aprenderá de nuevo su pureza antigua y lealtad (2:14-15), olvidada desde hace mucho. (9:10;11:14;13:4-6) Desde allí tendrá un recomienzo, un nuevo casamiento con su Dios. “Te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y derecho, en lealtad y compasión. Yo te desposaré conmigo en fidelidad, y conocerás a Jehová. (2:19-20) He aquí, Israel: ¡la verdadera desposada de Dios! Aquí están las semillas de asuntos de los cuales escucharemos mucho más: la esperanza más allá de la tragedia de un nuevo éxodo, un nuevo comienzo, un Nuevo Pacto. 3. Pero, volvamos a nuestra historia. Pécaj (737-732),78 usurpando el poder por el asesinato del hijo de Menajem, era el que puso en movimiento la marcha al desastre. Había llegado al trono, aprovechándose de una ola de sentimiento contra Asiria, y su política precipitó la guerra contra Judá. Se gestionó una coalición, sin duda por la insistencia de Egipto, cuyos líderes eran Israel y el estado arameo de Damasco; el rey de éste era un tal Rezín. Para tal tipo de coalición, hacía falta la unanimidad, y a los opositores hay que forzarles a conformar. Ya que Judá—gobernado entonces por Jotam, hijo de Uzías (cerca de 742-735),79--no quería tener nada que ver con ella, los confederados ponían presión para que Judá se aliara. (2 Reyes 15:37) Le fue muy mal para Judá. Cuando Acaz (735-715) llegó al trono, la situación se había puesto seria. Las tropas arameas habían tomado todos sus territorios al oriente del Jordán, al sur del Golfo de Acabah (2 Reyes 16:6), y los aliados estaban aproximándose a la misma Jerusalén (16:5) Era su intención deponer a Acaz y reemplazarlo en el trono con un arameo, un tal ben Tabeel. (Isaías 7:6) Acaz estaba preocupadísimo, y no hallaba qué hacer. “Y se le estremeció el corazón y el corazón de su pueblo, como se estremecen los árboles del bosque a causa del viento.” (Isaías 7:2) Le parecía que no le quedaba más remedio que apelar a Asiria a que lo ayudase. Un día, mientras el rey inspeccionaba el abastecimiento de agua, pensando en lo peor (Isaías 7:3, le llegó un profeta joven llamado Isaías;80 éste le rogaba encarecidamente a que no diera tal paso. ¡Qué el rey tuviera fe! Rezín y Pécaj son sólo dos cabos de tizón (Isaías 7:4), pequeños don nadie; Asiria pronto se ocuparía de sugerencia de que la mujer del capítulo 3 sea otra y no Gomer, no es recomendable. Va en contra del tenor general del libro. Dios nos se divorcia de un pueblo para luego recibir de nuevo a otro. 78 2 Reyes 15:27 dice que Pécaj reinó por veinte años, pero esto es imposible, y hay que presumir algún error. Samaria cayó en 721, menos de veinte años después de que Pécaj comenzó a reinar, y el total de años entre la muerte de Jeroboam (746) y la caída del estado norteño es sólo veinticinco. Véase W. F. Albright, Bulletin of the American Schools of Oriental Research, 100 (1945), 22, nota 26. 79 Los dieciséis años que se le atribuyen a Jotam (2 Reyes 15:33) tienen que incluir los años cuando servía como regente por su padre enfermo (v. 5); véase ibid., p. 21, nota 23. 80 Presumiblemente Isaías estaba aun joven. Recibió su llamado al ministerio en el año de la muerte de Uzías (742), unos ocho años antes. Pero, ya que siguió activo hasta tardíamente en el reinado de Ezequías (éste murió en 687), tiene que haber sido un hombre bastante joven cuando su llamamiento. Sus profecías se hallan en los capítulos 1-39 del libro que lleva su nombre. Respecto a los capítulos 40-66, véase el capitulo V.

46 ellos de todas maneras. (Isaías 7:7-9; 8:4) En cuanto a Asiria, si Acaz procurara afeitarse con esta “navaja alquilada”, Dios le “afeitaría” con la misma navaja y ¡bien afeitado!. Cortejar a Asiria sería un camino seguro a la esclavitud. Pero Acaz no quiso escuchar; el sendero estrecho de la fe no era para él. Ya estaba decidido, y no quería ninguna Palabra de Dios. (Isaías 7:10-12) De modo que dio el paso fatal, enviando así a Tiglat-pileser un gran tributo y una súplica de socorro. (2 Reyes 16:7-8) Sin duda, este era el pretexto que Tiglat-pileser esperaba. En 733 A. de J. C. sus ejércitos, esquivando a Aram, le quitó a Israel toda Galilea y la Transjordania (2 Reyes 15:29) tanto como la llanura costera. Todos estos territorios se anexaron de inmediato al imperio asirio. Al año siguiente, se tomó a Damasco (2 Reyes 16:9) y su tierra, a su vez, se incorporó como provincias asirias. A Israel se le dejó sólo un fragmento de sí mismo; sus territorios se confinaban a la cordillera central desde la Llanura de Esdraelón hacia el sur, hasta la frontera con Judá. Podemos estar seguros que Tiglat-pileser hubiera regresado para destruirlo totalmente si no hubiera sido por el oportuno asesinato de Pécaj por un tal Oseas hijo de Ela (2 Reyes 15:30) que se sometió de inmediato a los asirios y les pagó tributo. Pero el progreso loco de Israel hacia la ruina no se detenía. Oseas (732-724) no había cooperado con el bloque asirio por gran amor al Gran Rey, sino sólo porque no le quedaba otra alternativa. La lealtad suya, pues, no duraría más de lo que el poder asirio le exigiera. De hecho, no duró hasta la muerte de Tiglat-pileser (727), sucedido éste por Salmanasar V. (727-722) Salmanasar debía de haberle parecido a Oseas más suave que su predecesor, porque, después de algunos años con el aliento de los egipcios (2 Reyes 17:4), dejó de pagar tributo. Este era un paso de absoluta fatuidad, y era fatal. Egipto, que estaba desarrollándose una reputación bien merecida de ser un “bastón de caña cascada” (Isaías 36:6), estaba en esta ocasión menos capaz de proporcionar ayuda que lo normal.81 Al contrario, Salmanasar invadió de inmediato al estado rebelde. Oseas, fuera por rendición o captura, resultó preso. (2 Reyes 17:4) Aunque la ciudad capital de Samaria resistía el poderío de Asiria, con lo que tiene que haber sido una heroica terquedad sin par en la historia, de nada sirvió. Es verdad que Salmanasar murió antes de terminar su trabajo, pero su sucesor, Sargón II, lo terminó. En 721 A. de J. C. Samaria cayó, y el estado norteño llegó a su fin. La crema y nata de la población—27, 290 en número82--fue deportada a la región norteña de Mesopotamia (2 Reyes 17:6); allí al fin perderían su identidad, mientras deportados de Babilonia y otras partes (17:24) eran traídos para mezclarse con la población que quedaba. Lo único que quedaba de Israel era una provincia asiria con una población bastarda (que sería a la postre los samaritanos) y la esperanza, conmovedoramente expresada por Oseas y perpetuada por Jeremías (31:1-6, 15-22), que Dios en su misericordia de alguna forma le daría a Efraín una segunda oportunidad después de esta tragedia. II 1. Toda la esperanza del pueblo de Dios ahora estaba fincada en Judá. Pero, aunque Judá había podido escapar de la catástrofe física, ella estaba muy mal. Acaz había traicionado su libertad. El precio que cobró Asiria por salvarle de la coalición no era menos que tal pérdida, tal y como aclara el lenguaje de 2 Reyes 16:7-8. Acaz era un títere. Peor todavía, esto involucraba numerosas concesiones en cuanto a la religión del capataz, aunque fuera por la cortesía diplomática. Se El Rey So de 2 Reyes 17:4 figura en las inscripciones asirias como Sib’e, pero de otro modo es prácticamente desconocido. Aparentemente, a estas alturas Egipto se había desintegrado en un número de estados pequeños. Como quiera, Sargón derrotó rotundamente a Sib’e cuando éste procuró cumplir con su promesa de ayuda más tarde. Véase la inscripción de Sargón, J. B. Pritchard, op. cit., pp. 284-285. 82 La cifra es tomada de la inscripción de Sargón. Véase las referencias en la nota 81. 81

47 introdujeron innovaciones asirias en el templo de Jerusalén. (2 Reyes 16:10-18) No tan solo eso. El paganismo engendra el paganismo, y la política de Acaz, como se pudiera esperar, le llevaba al pueblo deYahvé a copiar las costumbres y cultos extranjeros. (2 Reyes 16:3-4; Isaías 2:6-8 Tampoco estaba libre Judá de la descomposición moral que había destruido a Israel. Aunque no es probable que la deterioración social hubiese sido de la magnitud que se experimentó en estado norteño, había mucho en necesidad de reforma. Por lo menos, una lectura del pequeño libro de Miqueas afirma que había algunos que así pensaban. No sabemos quién era Miqueas salvo que era un aldeano de la parte suroeste de Judá. (1:1)83, pero arremetió contra la injusticia social con toda la fura de un Amós. Le parecía que el golpe que había matado a Israel forzosamente tenía que aplastar a Judá también (1:5, 9)—¡y bien lo merece ella! Una avaricia carente de toda hermandad desposee (2:1-2, 9); los jueces son veniales y han hecho de las cortes instrumentos de la injusticia. (3:1.3) Los profetas son farsas que falsifican la Palabra divina, y hacen que sus oráculos cuadren con el precio pagado (3:5); y los sacerdotes no son mejores. (3:11) Y sin embargo, esta gente se sienta en medio del pequeño mundo que ella misma echa a perder con la más desvergonzada autocomplacencia: porque son el pueblo de Yahvé, y Yahvé es su Dios, y el templo—la habitación terrenal de Yahvé—está con ella en Sion. La única palabra de Miqueas para todo esto es ¡no!. Este no es el pueblo de Yahvé ni el reino que ésta ha de proteger. Al contrario, en virtud de sus hechos Jerusalén, con su templo, llegará a ser un montón de ruinas en el bosque. (3:12) De nuevo, el rechazo al estado es intransigente. Pero Acaz murió, sucedido por su hijo, Ezequías (715-687) un hombre de estirpe totalmente diferente. Aunque Acaz escogió el sendero de la sumisión a Asiria, Ezequías favorecía una política de independencia y nacionalismo. Al hacerlo, probablemente estuviera acorde con los sentimientos de la mayoría de sus súbditos patrióticos los cuales tenían que odiar su condición vergonzosa. Y el tiempo parecía propicio. En los primeros años de su reinado Sargón estaba demasiado ocupado en otras partes para poner mucha atención a la Palestina y Siria. Numerosas campañas en las montañas norteñas, especialmente contra el reino de Uratu,84 eran necesarias para consolidar el poder de Asiria en esas partes. Mientras tanto, Babilonia, bajo el patriota Marduk-apal-iddina (el Merodac-baladán bíblico: 2 Reyes 20:12; Isaías 39:1) había expulsado a los asirios de sus fronteras y se había independizado. Le costó a Sargón unos doce años para recobrar el control. Al mismo tiempo, se puede imaginar que Egipto continuaba cantando su canción de Lorelei, alentando a los estados palestinos a resistir, siempre con promesas de ayuda que nunca se materializaron en cantidades suficientes. Como podemos esperar, este movimiento independista tenía aspectos religiosos. Al igual que la sumisión política de Acaz conllevaba el sincretismo religioso, el nacionalismo de Ezequías resultó en reforma: que Judá sea Judá religiosamente también. Aunque es imposible decir con exactitud Ezequías tomó los varios pasos que se le atribuyen, es claro que hizo un profundo intento por eliminar todos los objetos y prácticas religiosos del culto pagano, aun hasta centralizar la adoración en Jerusalén. (2 Reyes 18:1-5) Según 2 Crónicas 30:1-12, se envió una invitación al antiguo estado norteño, ya convertido en provincias asirias, para que participasen en este programa. 85 Aunque el A Miqueas (1:1; véase Jeremías 26:18) se le llamaba un “moresita”. (traducción del inglés; no figura en las versiones españolas.) Por lo tanto, su hogar probablemente era Moréset-gat (mencionado en 1:14), aunque el cercano Maresa (mencionado en 1:15) es una posibilidad. Véase Wright y Filson, op. cit., p. 110 y Pl. IX. 84 Esta tierra, el nombre del cual es equivalente al Ararat bíblico (Génesis 8:4; Jeremías 51:27), se ubicaba en las montañas de Armenia en lo que hoy es parte de Turquía, parte de Rusia y parte de Irán. Véase ibid., Pl. XI. 85 No existe ninguna razón para no confiar en el relato de esta reforma, tal como algunos comentaristas hacen, particularmente el relato del cronista: véase W. A. L. Elmslie, The Books of the Chronicles. (The Cambridge Bible [2da edición: New York: Cambridge University Press, 1916]), p. 308; E. L. Curtis, The Books of Chronicles (International Critical Commentary [New York: Chas. Scribner’s Sons, 1910] ), pp. 470-471; En general, el 83

48 esfuerzo sólo era parcialmente exitoso,86pareciera que el sueño de un Israel reconstituido bajo el trono de David en Jerusalén no desaparecía. Empero, aunque la reforma se alimentaba del sentimiento nacionalista, y, sin duda, de la revulsión popular en cuanto a los excesos de Acaz, no se debe obviar que recibía fuerte apoyo en la predicación de los profetas, especialmente en la de Miqueas (Miqueas 3:12; Jeremías 26:16-19) y sin duda en la de Isaías también. Como quiera, Ezequías era un yahvista sincero, la clase de hombre con quien Isaías podía hablar. Sin embargo, la decisión se postergaba mientras viviera Sargón. Por ahora no trazaremos la historia de las rebeliones, las sublevaciones intentadas, las revueltas abortadas que sacudían la parte occidental del imperio durante este período. Aunque Judá estaba bien involucrada en éstas, pareciera que no estaba tan profundamente comprometida como para no poder salirse del fragor y así evitar la ira de Asiria. Si así era, se debía en parte a la oposición persistente de Isaías al asunto. ¡El profeta que se había opuesto a la sumisión a los asirios ahora se oponía a la rebelión contra ellos! Cuando irrumpió la rebelión en Asdod (711 A. de J. C.), y se hizo un intento para que Judá se les aliara,87 Isaías caminó por toda Jerusalén “desnudo y descalzo” (Isaías 20) como un símbolo del desastre que tal curso provocaría. Aquí, como previamente (Isaías 7:3-9) subsecuentemente (28:14-22; 30:1-5), su carga no sólo era que la ayuda de Egipto era una gran delusión, sino que el único sendero en que Judá tenía que andar era el de la fe: “En arrepentimiento y en reposo seréis salvos; en la quietud y en la confianza estará vuestra fortaleza.” (Isaías 30:15) 3. Pero cuando murió Sargón (705) y llegó al trono su hijo, Senaquerib, el feroz patriotismo del pueblo ya no podía detenerse. De nuevo, el tiempo parecía oportuno. En Babilonia Merodac-baladán, a quien Sargón al fin pudo aplastar, ya dio un nuevo golpe en pro de la libertad, y, aunque falló, le daba a Senaquerib mucho problema. Mientras tanto, se formaba una coalición en el occidente apoyado por Sabaco, faraón de la recién formada XXV (etíope) Dinastía. Varios estados sirios y palestinos se unieron, y una diputación de Merodac-baladán mismo invitó a Ezequías (Isaías 39:1-8; 2 Reyes 20:12-19) 88 Haciendo caso omiso de las advertencias de Isaías, Judá se une a la coalición. Los opositores son obligados a unirse, y esta vez es Judá el que ocupa el palo.89 Empero, a pesar de esto Isaías no pronunció un mensaje de perdición totalmente. No creía—al contrario del veredicto de Amós sobre el estado norteño (9:8ª)—que su nación fuera destruida irremisiblemente. Creía que el linaje de David continuaría, y que podía anticipar un Príncipe venidero que estableciera la regencia de ese linaje para siempre. (Isaías 9:6-7) Así que, aunque Amós (Amós 5:18-20) describió el juicio del Día de Yahvé como “día de tinieblas, sin un solo rayo de luz” para Israel, Isaías podía ver “una gran luz” que irrumpía sobre “la tierra de sombra de muerte”. (9:2) Y aunque Amós rechazó totalmente el culto en Betel (Amós 9:1), y aunque Miqueas a su vez rechazó el de Jerusalén (Miqueas 3:12), Isaías podía apreciar el Monte de Sion como la misma patrón de la reforma de Ezequias era semejante al de Josías un siglo más tarde. (2 Reyes 22-23) y podemos estar seguros de que tenía el mismo fin. Asiria a estas alturas tenía dificultad para domar la población israelita en Samaria, y Ezequías se aprovechaba de esta situación. Véase W. F. Albright, “The Biblical Period”, p. 42. 86 2 Crónicas 30:10 implica tal cosa. Albright liga esto a la reorganización del santuario en Betel por los asirios. (2 Reyes 17:27-28) La destrucción de santuarios antiguos causaría resentimiento inevitablemente, al igual que medidas similares de Josías iban a hacer. (2 Reyes 23:8-9) Los asirios buscaban aprovecharse de este resentimiento. (2 Reyes 18:22) 87 Esto lo descubrimos en la inscripción de Sargón (Prichard, op. cit., p. 287), tanto como en Isaías 20. 88 Esta es la fecha más lógica para las propuestas de Merodac-baladán a Ezequías, pero una fecha temprana en el reinado de Ezequías no se descarta. 89 Senaquerib nos dice en su inscripción cómo Ezequías apresó a Padi, rey de Ecron, por rehusar su cooperación; véase Pritchard, op. cit., p. 287. Tal vez la referencia a las campañas de Ezequías en Filistia (2 Reyes 18:8) aluda a los mismos eventos.

49 habitación del trono del Reino de Yahvé, fundado éste por él y defendido por él. (6:1-5; 14:32; 28:16; 31:4-9) Isaías ilustraba esta confianza dramáticamente al estar encerrado durante el sitio de Jerusalén. No olvidamos que el profeta había urgido a Acaz a que no se rindiera a Asiria desde el principio. Y aun cuando esto se hizo, y se planeaba una rebelión, Isaías se oponía a ella. Éste también había anunciado al asirio como el garrote de la ira vengativa de Dios. (10:5-6) Empero, cuando la marea asiria tocaba las mismas murallas de Jerusalén, él solo tenía el increíble optimismo para declarar que los asirios jamás tomarían la ciudad: Dios defendería la ciudad por amor de sí mismo y por amor a David. (37:33-35) Por cierto, hace falta explicar eso. Suena como una recaída ante la teología popular. Como quien dijera, suena demasiado confianzudo—como si dentro de la crisis Isaías se comprobara ser más patriota que profeta. Bien se le podía haber entendido como si dijera exactamente lo que la gente quería escuchar: Dios salvaría a Sion a como diera lugar—aquí están el pueblo de Dios, el rey ungido de Dios y el reino de Dios. Debe entenderse que, en generaciones posteriores, las palabras de Isaías fueron entendidas así, como bien sabía Jeremías, mucho a su pesar. (Jeremías 7; 26) Por mucho que sepamos que a Isaías esto le habría molestado mucho si lo hubiese sabido, hay que reconocer que las palabras de Isaías dieron pie para tales conceptos. 2. Pero estaríamos muy equivocados si creyéramos que esta confianza tenaz de Isaías fuera sólo una expresión de sentimientos patrióticos, o que su esperanza mesiánica fuera únicamente una proyección hacia mejores tiempos venideros del anhelo frustrado nacional. Por cierto, la importancia de estos factores—y la de muchos más—para la intensificación y la formación de la esperanza nacional de Israel no deben ser descontada de ninguna manera. E Isaías era patriota. Al fin y al cabo, era ciudadano de Jerusalén y de una buena familia aparentemente. Tenía fácil acceso al rey, si no era de hecho miembro pleno de la corte. Y las memorias de David se centraban en Jerusalén y en esa corte. Aquí se fincaba toda la confianza en la eternidad del linaje Davídico. (véase 2 Samuel 7:13-16;23:5); aquí, el rey reinante (¡aunque fuera un Acaz!) era Davídico, y por ende, representante de algo más grande que él mismo. En el rito de coronación a cada rey se le vitoreaba como el “hijo” adoptivo de Yahvé (por ejemplo, Salmo 2:7) y, además de las ceremonias que conocemos, las promesas hechas a David era mantenidas vivas por la imaginación popular.90 En este semillero de fe las expectaciones mesiánicas se nutrían. Tampoco hemos de olvidar que fue en el templo—que hospedaba el Arca sagrado, el símbolo más santo de la heredad israelita—donde Isaías mismo tuvo la visión de Dios que lo convirtió en profeta. (capítulo 6) Habría sido muy extraño si el mensaje de Isaías no hubiese sido matizado por estas cosas, y más extraño aun si las hubiera desechado sin piedad. Pero, por importante que fueran estos factores, no podemos explicar la esperanza profética únicamente en estos términos. Hemos de recordar que la esperanza albergada por los profetas se enraizaba, no menos que su condenación del pecado nacional, en la misma naturaleza del Dios en quien creían y en su sentir respecto a la relación de pacto que unía Israel a Dios y viceversa.91 El Dios de Israel es el Señor de la historia. Como Creador de todas las cosas, todas las cosas están en sus manos; en los eventos de la historia realiza su propósito. Y los sucesos de la historia son suyos también; la historia se mueve hacia su victoria, o sea, el establecimiento triunfante de su regencia sobre su pueblo. Por cierto, Dios Se piensa especialmente en Salmos tales como 2; 45; 72; 89:3-4, 19-37; 110; y 132. No podemos debatir la cuestión dubitable del lugar del rey en la teología y culto israelitas, pero la evidencia para una creencia en la eternidad del linaje real es inequívoca. 91 Véase Capítulo I. 90

50 llamó a Israel a que fuera el pueblo bajo su regencia, e Israel fracasó flagrantemente y está bajo condenación. Pero, para la teología profética eso no podía anular la victoria de Dios, porque eso haría que el fracaso del hombre fuera el de Dios también. Ningún profeta jamás habría soñado con tal cosa. ¡Mucho menos Isaías! El suyo era el Dios de Israel, y jamás alguien pintó a Dios con mayores pincelazos. He aquí, el tres-veces santo Dios de la primera visión (Capítulo 6) cuya gloria llenó el templo, estremeció el templo, claramente no podía ser contenida por ningún templo hecho de manos. Ante él el orgullo del hombre no es nada (2:11-22); los ojos mortales no pueden verlo y vivir. (6:5) Las potencias de esta tierra, aun la gran Asiria, no son sino meros utensilios en sus manos; silba para que vengan (7:18-19); las ocupa y luego las desecha. (10:5-19) ¡Es claro que no tendrían ningún poder si Dios no se lo diera! Es verdad que Israel es juzgado por ese Dios santo, y no puede eludir el castigo; pero Dios tiene un propósito en la historia, y no lo abdica—ni siquiera a Asiria. Dios realizará su propósito en la historia, y lo hará por el Israel terco: ¡salvará a algunos para su propósito! Ya que el estado norteño no existe, ¿con quién podría esto hacerse sino salvo con Judá y Jerusalén? El futuro está en Dios: aunque todo lo demás sea inseguro, ¡esto es inquebrantablemente seguro! También, además de esto, había el sentimiento en Isaías de que, pese a sus errores, Judá no quedaba totalmente irredimible. De hecho, hay evidencia de que el estado sureño nunca se rebajó a tales niveles de apostasía y deterioro social como su hermana norteña.92 Jamás hubo un tiempo en Judá sin que hubiera hombres buenos, aun reyes, que estuvieran anuentes a la predicación profética y dispuestos a recibir la reforma. Ezequías, aunque se le puede llamar indocto políticamente, era a todas luces un buen hombre valiente que no merecía una plena condenación. Isaías nunca perdía confianza en que hubiera una “simiente santa” (6:13)93 en el país, un buen elemento sobre el cual Dios podría regir siempre y cuando se le pudiera separar de los demás. Pudiera ser que una calamidad terrible dejara a la casa de David como un árbol cortado; pero había sabia en el tronco, y ésta resultaría en un “retoño”. (11:1) De modo que Isaías nunca podía hablar del juicio sobre el estado como una destrucción total. Se vería como una disciplina, una purga de la que saldría el Remanente puro del pueblo de Dios. La nación desciende al horno de fuego, pero saldrá un metal puro—un pueblo limpio. ¡Cómo se ha convertido en prostituta la ciudad fiel! Llena estaba de derecho, y en ella habitaba la justicia; pero ahora la habitan homicidas. Tu plata se ha convertido en escoria; tu vino está adulterado con agua. Tus magistrados son rebeldes y compañeros de ladrones; cada uno ama el soborno y va tras las recompensas. No defienden al huérfano, ni llega a ellos la causa de la viuda. Por ejemplo, los nombres propios, compuestos con Baal parecen haber sido mucho menos frecuentes en el sur que en el norte—un hecho que indica una resistencia más fuerte ante las tendencias paganas. También, hay evidencia de que la riqueza no se concentraba en las manos de pocos tanto como en el norte. Véase Albright, “The Biblical Period”, pp 38, 41. 93 El texto de Isaías 6:13 es sumamente oscuro, pero la evidencia prohíbe la omisión de las palabras en cuestión. Así últimamente, I. Engnell, The Call of Isaiah (Uppsala Universitets Arsskrift, 1949:4 [Uppsala: Lundequistka Bokhandeln, 1949], pp. 14-15. Para bibliografía adicional, H. H. Rowley, The Biblical Doctrine of Election (London: Lutterworth Press, 1950), p. 73, notas 4 y 5. 92

51 Por tanto, dice el Señor Jehová de los Ejércitos, el Fuerte de Israel: “¡Ah! Tomaré satisfacción de mis adversarios y me vengaré de mis enemigos. Volveré mi mano contra ti; te limpiaré de tus escorias en el fuego94 y quitaré toda tu impureza. Luego restauraré tus jueces como al principio, y tus consejeros como al comienzo. Y después serás llamada Ciudad de Justicia, Urbe Fiel.” (1:21-26) La noción de un Remanente puro del pueblo de Dios, limpiado por una prueba de fuego y hecho así ameno al propósito de Dios, es una de las ideas más características de Isaías. (4:2-4; 10:20-22; 37:30-32) y tendría una influencia profunda sobre su pueblo durante los siglos venideros. De hecho, era tan básico para el pensamiento de Isaías que hasta nombró dos de sus hijos (7:3: 8:1) Maher-salal-jas-baz (“El Botín se apresura; El Pillaje llega pronto”) y Sear-yashuv (“Un Remanente volverá; es decir, “Se arrepentirá”)95 3. ¡Siempre habrá un Remanente! Esto no significa, valga la repetición, que Isaías pudiera identificar el estado existente o cualquier otro grupo con el verdadero pueblo de Dios sobre el cual éste establecería su reino. Al contrario, la esperanza del Reino de Dios está divorciada drásticamente del estado existente. Isaías habría dicho tan categóricamente como sus predecesores que no era posible que el estado se convirtiera en el Reino de Dios, dadas sus características actuales. Pero no se podía ni dejar de esperar ni dejar que la esperanza existiera vagamente o sin forma. Por lo tanto, se proyectaba la esperanza al futuro y se fincaba en el estado ideal del Mesías, el Israel del Remanente. En el proceso a la esperanza mesiánica de Israel se le dio su expresión clásica. Por seguro, la imagen del Remanente y la purga se tomaban del amargo presente. Después de todo, comparado con las glorias de David y Salomón—especialmente como la memoria anhelante las había idealizado—el estado de Ezequías era un remanente, y bastante pobre. De hecho, Isaías veía el cisma del estado cuando la muerte de Salomón como la calamidad peor del pasado (7:17), porque la estructura valiente construida por David se destruyó. También, hemos de recordar que en 733 Tiglat-pileser redujo el estado norteño a una sombra de lo que era y en 721 Sargón lo destruyó completamente. Al mismo tiempo, el estado sureño se salvó únicamente por un vergonzoso servilismo, y al intentar liberarse, había sido masacrado por Senaquerib. Al cuerpo político se le había dejado como una masa de heridas infestadas, y si no fuera por la misericordia de Dios que dejó un pequeño remanente, se habría quedado como Sodoma y Gomorra en el olvido total. (1:5-9) Judá era el remanente. Y, sin embargo, como ya dijimos, Isaías no podía identificar así no más el esperado Remanente con su diezmada nación. Por cierto, hay razón como para creer que le hubiera gustado hacerlo. Pareciera que había esperado que cada golpe sucesivo fuera la disciplina necesaria para purificar a su pueblo y hacerles volver a Dios. Por lo menos, Esta enmienda es aceptable para muchos comentaristas. El cambio involucra sólo las transposición de dos consonantes hebreas. (bkr por kbr) El texto actual, “Te limpiaré tu escoria como con lejía” es un poco torpe. 95 Algunos piensan que el nombre es una amenaza: “Sólo un remanente volverá.” Así, por ejemplo, Sheldon H. Blank (Journal of Biblical Literature, LXVII [1948], 211/215. Pero en ambos casos la idea de un grupo de sobrevivientes está presente. El negar a Isaías la noción de un Remanente purgado, tal como lo hace Blank, involucra una anulación de la evidencia. 94

52 es interesante que la gran proclamación del Príncipe Mesías de 9:1-7 se dirige justamente (v. 1; Hebreos 8:23) a aquellas regiones asoladas por Tiglat-pileser. (2 Reyes 15:29) 96 Por cierto, el lenguaje de 37:30-32 indica el profeta esperaba que aquellos que escaparan del sitio de Senaquerib resultaran en el Remanente bendecido por Dios. Pero si albergaba tales esperanzas—esperanzas de que la crisis presente purificase a la nación—quedó bien desilusionado. Al observar la conducta de su pueblo en ese feliz día en que el ejército asirio quitó el sitio (22:1-14)97—en las azoteas, locos de gozo, en banquetes, en orgías, celebrando, pero sin nunca pensar ni siquiera en Dios que les había salvado ni en el arrepentimiento que Dios procuraba provocar—el viejo profeta ya no podía contenerse. ¡Este no es ningún remanente limpio! ¡La purga no ha purgado! Con las palabras más amargas que encontramos en sus labios, prorrumpe (22:14): “Ciertamente este pecado no os será perdonado hasta que muráis.” La esperanza en cuanto al Remanente, pues, no podía tener nada que ver con la nación actual, sino que tendría que esperar para su fruición en el estado ideal que Dios produjera en el futuro. De modo que la esperanza se proyecta más allá de la nación existente. Pero junto con esta mira hacia delante hay una mirada nostálgica hacia el pasado perdido. Sobre este Remanente, que habrá algún día, gobernará el Príncipe Mesiánico del linaje de David. Ahora bien, los hombres siempre han quitado la mira del sufrimiento del presente para imaginarse con anhelo los “días buenos” del pasado. Desde luego, muchos en Israel idealizaban los días del comienzo de Israel en el desierto, y esto siempre creaba una tensión con el presente. Pero Isaías es de Jerusalén, y Jerusalén es la ciudad de David, donde la “idea Davídica” vivía con poder tenaz. La época de David era el Siglo de Oro de Israel. ¿De qué mejor manera, pues, se podría describir la dicha del futuro que el reino de un David transfigurado? La esperanza de Isaías del Reino de Dios venidero no ha de explicarse, como ya dijimos, meramente como hijo de la “idea Davídica”; más bien, surge de las corrientes principales de la teología de Israel. Pero no es nada extraño que Isaías usara la ideología del David real para expresarla. Vendrá un nuevo David, un David revivido; él gobernará sobre un nuevo Israel redimido. (9:1-7; 11:1-5; compárese con Miqueas 5:2-4) Porque un niño nos es nacido, un hijo nos es dado, y el dominio estará sobre su hombro. Se llamará su nombre: Admirable Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz. Lo dilatado de su dominio98 y la paz no tendrán fin sobre Así piensan muchos comentaristas. Una buena defensa reciente de esta fecha y de la autenticidad de este pasaje es la de A. Alt, “Jesaja 8:23-9:6, Befreiungsnacht und Krönungstag” (Festschrift für Alfred Bertholet [Tübingen: J. C. B. Mohr, 1950], pp. 29-49). Alt aun contempla en el pasaje un rechazo del reinante rey Davídico, Acaz. El esfuerzo reciente de H. L. Ginsberg )”Judah and the Transjordan States from 734 to 582 A. de J. C.” Alex Marz Jubilee Volume, S. Lieberman, ed. [New York> Cambridge University Press, 1925], pp. 347368) por relacionar Isaías 9:1-6 al reinado de Josías (pp. 357ss.) no convence. 97 Aunque la mayoría de los comentaristas asignan Isaías 22:1-14 al período de la invasión de Senaquerib, las circunstancias exactas son controversiales. Estoy de acuerdo con aquellos que ven aquí el júbilo sobre la liberación: véase J. Skinner, Isaiah (The Cambridge Bible [New York: Cambridge University Press, 1925] ), I, 175< G. B. Gray Isaiah (International Critical Commentary [Edinburgh: T. & T. Clark, 1912], p. 364. 98 (Nota del traductor: el autor en la versión inglesa traduce “lo dilatado” en “grande”: la siguiente nota bibliográfica explica sus razones.) Así piensan muchos comentaristas. Las dos primeras consonantes de la primera palabra (lmrbh) parecen ser una ditografía de las dos últimas de la última palabra del versículo anterior (nótese que la m se escribe tal y como debe ser una letra final). El versículo, pues, principia ...”Grande es ...” (rabbah). 96

53 el trono de David y sobre su reino, para afirmarlo y fortalecerlo con derecho y con justicia, desde ahora y para siempre. El celo de Jehová de los Ejércitos hará esto. (9:6-7; hebreo vs. 5-6) Sin embargo, es claro que esto es algo que queda mucho más allá del estado existente, por mucho que Isaías esperara respecto a tal estado. Más bien, es el Reino de Dios hacia el cual toda la historia se mueve.99 Allí reinará la justicia (11:3-5), habrá una paz inquebrantable. (Isaías 2:2-4=Miqueas 4:1-3) Allí, al fin, Israel cumplirá su destino de ser bendición para el mundo entero. (Isaías 2:3=Miqueas 4:2; compárese con Génesis 12:3) Dios es el verdadero regente de ese Reino. El Príncipe del linaje de David está imbuido del espíritu de Dios, y por ese espíritu rige; él es el carismático de Dios mismo. (11:2) Se pone delante de nosotros, no como un guerrero feroz, sino como un niño pequeño (9:6), puesto en su regencia por el poder de Dios. (9:7) Rige sobre un pueblo transformado por su obediencia a la Voluntad divina. Es el Reino de Dios, y durará para siempre. (9:7) Luego, con un cambio de imagen, a ese Reino se le describe, no como una época transfigurada de David, sino como una recuperación de la dicha perdida del Edén. Una paz como la de Edén rige en toda la tierra (11:6-9): una paz entre los hombres, una paz en la naturaleza, una paz con Dios. El equilibrio en la creación, trastornado por el pecado hace tanto tiempo, ahora se restaura—porque la ley de Dios es suprema. Si el profeta hubiera dicho que habría un nuevo Edén y un nuevo Adán, no sería sorprendente.100 Desde luego, no lo hizo, pero la idea está allí. ¡Téngalo presente! Oportunamente oiremos de un nuevo Adán en quien todos son revividos. (1 Corintios 15:22, 45-49) 4. La influencia que estos conceptos majestuosos ejercía es incalculable. La esperanza de Israel se ligaba firmemente al linaje de David, a Jerusalén y al templo, y se le daba una forma que jamás perdería. De este modo se creó una poderosa fe que nada podría despedazar. De hecho, mientras más oscuros los días, más brillante era su llama. Porque el Mesías no viene a una nación orgullosa, glorificándose en su fuerza, sino a una nación derrotada, un nación cortada como un tronco, una nación probada en el horno de la aflicción. Ninguna humillación fuera tan vil, ninguna tortura tan brutalmente severa que la fe no susurrara: “¿Quién quita que este sufrimiento sea la purga que ya está produciendo el Remanente puro? ¿Quién quita que venga mañana el Mesías, el Príncipe del linaje de David?” No hace falta decir que no todo era positivo. Significaba que mientras el estado durara, cada rey, para la mentalidad popular, era un Mesías potencial--¡y cuán indignos eran Al concepto del Mesías no se le puede negar una cualidad escatológica. Puede ser que no satisfaga la definición de la escatología en la teología judía y cristiana tardía (“fin del mundo”), pero la regencia de Yahvé sobre su pueblo significaba para el profeta y el pueblo la meta efectiva de la historia. No se pensaba en nada que existiera más allá de ella. El hecho de que el lenguaje pudiera haberse tomado de fuentes cúlticas y el hecho de que los israelitas pudieran haber esperado que cada rey Davídico sucesivo fuera el Mesías no cambia nada. 100 Yo considero que 11:6-9 es una parte íntegra de la profecía. Algunos han argumentado (por ejemplo, A. Bentzen, Messias-Moses redivivus-Menschensohn [Zürich: Zwingli Verlag, 1948], pp. 37,42, etc.) que el concepto del Mesías se relaciona estrechamente al del Urmensch (el hombre primitivo). Si así fuera, la esperanza en cuanto a la venida del Mesías sugiriese ineludiblemente un retorno a una paz como la del Edén, y la presencia de tal cuadro en un pasaje mesiánico sería muy natural. Aunque no estoy convencido de que hubiera una conexión aparente en la mente del profeta entre el Mesías y el Hombre Primitivo, el lenguaje empleado puede haber tenido una prehistoria. La fe de Israel se acostumbraba a pedir prestado el lenguaje mítico para darle un significado totalmente nuevo. 99

54 aun los mejores entre ellos para esta distinción! Sólo ayudaba para que la delusión nacional se perpetuara: que aunque Judá se diezmara, Jerusalén y el estado Davídico nunca podrían destruirse—una delusión que rompería el corazón de Jeremías. Significaba que las expectaciones mesiánicas se adherirían patológicamente a cientos de fingidores, desde Zorobabel hasta Bar-Kokhba. Significaba que cuando el verdadero cumplimiento de ese anhelo apareciera, los hombres demandarían de él cosas que no podía dar por su propia naturaleza: “¿Señor, restituirás el reino a Israel en este tiempo?” (Hechos 1:6) No obstante, este concepto iba a proveer para la fe un lugar seguro aunque pasara por el exilio, la humillación, y la frustración de esperanza. Ninguna calamidad podría erradicarlo—porque el Reino del Mesías viene justamente más allá de la calamidad de un pobre Remanente. Se introducían en el alma hebrea ideas poderosas que a la larga produjeran fruto. Es cierto que aquí Isaías no habla de un Mesías sufriente sino de un Rey reinante. Empero, es una figura inusual de un rey: de orígenes humildes e improbables (Miqueas 5:2), un retoño del tronco de un árbol anteriormente poderoso (Isaías 11:1), cuyo poder no estriba en la espada sino sobre los espíritus de los hombres. Y a su Reino entran los humillados—ese pequeño Remanente que por medio del sufrimiento y la tragedia ha aprendido a obedecer la voluntad de Dios. Aquí yacen cosas poderosas, aunque en germen.101 Oiremos más de otra figura, desfigurada y sin embargo dentro de su desfiguración, como rey, que era “una raíz de tierra seca” (Isaías 53:2); de un rey, un rey humilde, que viene “montado sobre un asno”. (Zacarías 9:9) Oiremos de Uno, todo un Rey, que llamaba a los pobres en espíritu a su Reino (Mateo 5:3): claramente un Reino al cual “no muchos sabios ...ni muchos poderosos ... ni muchos nobles” sean llamados. (1 Corintios 1:26) Sin embargo, tal vez otro punto sea aun más importante: dentro de la doctrina de Isaías del Remanente, la esperanza del Reino de Dios empieza a modificarse marcadamente en énfasis desde la nación de Israel a una “iglesia” dentro de la nación. No debe imaginarse que Isaías fuera el primero en percatarse de una distinción entre los pocos fieles y la mayoría pecaminosa.102 Empero, hasta ahora hemos tratado con Israel como nación. Israel es el pueblo de Dios del pacto, el pueblo escogido de su elección, los herederos de sus promesas. Hemos visto cuán fácilmente esta idea podía prostituirse por la imaginación popular, identificando así el pueblo de Dios con el estado, y la victoria del propósito de Dios con la glorificación del estado. También, hemos visto que los profetas se veían obligados a rechazar tal identificación totalmente. Pero, el rechazo no era completo, porque nunca los profetas podían pensar que el fracaso de Israel involucrara un fracaso de Dios. Dentro de la noción del Remanente, sin embargo, se empieza a distinguir entre el Israel físico y el verdadero Israel, el Israel en la carne y el Israel ideal. La noción empieza a echar raíces en la teología hebrea de que el Israel en la carne no heredará el Reino de Dios—que visión siempre estará más allá de su alcance. Sin embargo, con todo, permanece la confianza de que algún día brotará un verdadero Israel, disciplinado para acatar la voluntad de Dios, digno de ser el instrumento de su propósito. Es un Israel, no por nacimiento, sino de opción individual en pro del llamamiento de Dios. Sobre este verdadero Israel, y únicamente sobre él, reinará Dios—porque este es el pueblo de su Reino. Esta noción de un nuevo Israel espiritual, prefigurada en la doctrina de Isaías del Remanente, no se entendía cabalmente desde el comienzo, sino que sería presentada en 101 Véase especialmente la conferencia excelente de W. Eichrodt, Israel in der Wseissagung des Alten Testaments (Zürich: Gotthelf-Verlag, 1951), pp. 35-37. 102 Véase especialmente a Elías y el remanente de los siete mil que no doblaron las rodillas ante Baal. (1 Reyes 19:18) Sobre el Remanente, véase a H. H. Rowley, op. cit., pp. 69ss.

55 varias formas por los profetas después de Isaías. En todos éstos la noción del Remanente aparece, aun si el término no se usa. Como veremos más tarde, era precisamente como este nuevo Israel que la iglesia neotestamentaria se entendía. IV Pero ¿qué tiene que decir Isaías a nosotros, los que somos el pueblo de esa Iglesia, los que con orgullo afirmamos ser los herederos de esa misma promesa? Mucho más de lo que podemos mencionar aquí. Por cierto, ya no anticipamos la venida del Rey Mesiánico. Como cristianos tenemos que afirmar que esa esperanza ha sido cumplida ampliamente en Aquel, nacido de la casa y del linaje de David y vitoreado en burla como “¡Rey de los judíos!”. Pero la visión profética del Reino de Dios aun queda por delante. El lenguaje bíblico es antiguo, y nunca lo expresaríamos así, pero cuando leemos de espadas convertidas den rejas de arado, del fin de toda guerra, del reinado eterno de la paz y la justicia (Isaías 2:24; 9:6-7; 11:1-9), reconocemos nuestro anhelo más profundo. Puede ser que seamos tan modernos que no hemos oído ni de Isaías ni del Reino de Dios, pero no podemos escaparnos de ese anhelo más de lo que podemos escaparnos de nosotros mismos. Deseamos un mundo de paz, un mundo de orden moral. Procuramos crearlo de mil maneras mutuamente anuladoras; porque sabemos si no lo logramos, o siquiera parcialmente, pereceremos. Isaías nos dice cosas que necesitamos saber, pero son cosas olvidadas. Un orden moral es inconcebible e imposible salvo por la sumisión a la justa regencia de Dios. De hecho, vendrá el tiempo—así afirma la fe—cuando “No harán daño ni destruirán en todo mi santo monte, porque la tierra estará llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el mar.” (Isaías 11:9) La paz para el hombre es el Reino de Dios, y no hay otra. Por tanto, no produciremos ese gobierno de paz ni entrar en él tal como somos. El estado no lo puede lograr por medio de sus políticas—aunque el contenido de esas políticas no es impertinente. La civilización no podrá alcanzarlo por medio de una escalera compuesta por máquinas lavadoras o autos nuevos. La religión organizada no puede abrir las puertas al Reino por sus programas más acelerados; tampoco puede ésta “cristianizar” la sociedad de tal modo que entre al Reino. No poseemos ningún programa externo que nos lleve a esta paz idílica. Se le da finalmente sólo a un mundo que se someta al gobierno del Rey Divino de hecho y de verdad: no hay atajos. Nuestros programas, por buenos y sabios que sean, son meros recursos provisionales. Los mejores de éstos tal vez produzcan una aproximación de esa paz; los peores son una travestía de ella. Sólo tendremos la paz cuando los hombres entreguen sus mentes y sus voluntades al Reino de Dios: “Qué sea hecha la voluntad tuya y no la mía.” Eso llega a ser un llamado a nosotros a que leamos las lecciones de la historia correctamente. La historia es un juicio sobre el pecado. Si el profeta así declarase, no haría falta una gran fe para estar de acuerdo con él. Por lo menos, ciertamente parece que la enfermedad incurable del mundo se debe a un total fracaso colectivo del hombre en cuanto a la justicia, más que una causa económica. El hombre no conoce ninguna ley moral, o si la conoce, no la obedece. Y por eso está siendo castigado severamente. Pero la historia es una advertencia tanto como una disciplina. Que los hombres hagan caso de esta advertencia quizá sea esperar demasiado. Pero la advertencia se pronuncia cada día con una claridad perfecta: que lo mejor que ofrecemos no basta; que hemos de encontrar alguna justicia más alta, alguna ciudadanía más alta, o perecer. La historia demuestra cada día la bancarrota de todos los estados terrenales para que nos veamos obligados a buscar la redención en algún

56 lugar superior. Sin ocupar la palabra, la historia nos está señalando al Reino de Dios y diciéndonos que ya es hora. ¿No será posible que seamos llevados a reconocer que los tiempos que nos parecen malos sirven para un mejor propósito que los tiempos buenos? Puede ser que esto sueñe raro, pero contiene mucha verdad. Los tiempos buenos que deseamos son tiempos libres de molestias—un tiempo en que el hombre pueda leer su periódico sin preocuparse, adelantarse en el negocio, tener gasolina para su auto y los placeres y lujos que todos disfrutamos. Aquellos, diríamos, son los tiempos buenos. Pero, tal vez, desde la óptica de Dios no lo son. Porque el propósito de Dios para nosotros no es el confort del cuerpo o la preservación de nuestros intereses, sino la disciplina de nuestros espíritus para que lleguemos a ser verdaderamente su pueblo. ¿Quién puede decir cuáles de los tiempos sirven mejor para ese propósito? Qué se entienda que no hay nada de un optimismo ciego, ninguna minimización de la tragedia de nuestros tiempos, en esa declaración. Nadie que haya visto siquiera un poco de esta tragedia puede participar en un moralizar barato acerca de las virtudes del sufrimiento. Empero, qué nunca se olvide, es precisamente en el sufrimiento que el pueblo de Dios es escogido; en el sufrimiento se les conoce. Por lo tanto, la tragedia de nuestros tiempos llega a ser para nosotros un llamamiento personal a optar por el llamamiento de Dios, y servirlo dentro de la tragedia. No tendremos paciencia alguna para una alegría falsa. Pero, aprenderemos el significado de este himno que se basa en las palabras de Isaías: Cuando por las pruebas de fuego lleve tu sendero, Mi gracia, todo-suficiente, será tu manantial, La llama no te dañará; sólo hago Que tu escoria se queme, y tu oro se refine. Pues, permitamos que Isaías hable a nuestra fe. Al igual que Isaías miraba con anhelo hacia el Siglo de Oro de David, y luego hablaba del David transfigurado venidero, así miraremos hacia atrás a un Príncipe del linaje de David que no necesita que lo idealicemos; luego miraremos hacia delante con Isaías, a la iglesia neotestamentaria y toda la cristiandad, al Cristo reinante y triunfante al cierre de la historia. Y, aunque no podamos ver cómo ese Reino pudiera pronto, o siquiera probar que vendrá luego, enfrentaremos el futuro oscuro con fe y oración en pro de su venida. Y nos alentaremos. Al ser echadas la civilización, la propiedad material, las naciones y las iglesias al caldero de la historia y ser así destruidas aparentemente, reflexionaremos sobre las palabras de Isaías: siempre hay un Remanente, un pueblo de Dios, una verdadera iglesia. Y con éstos Dios realiza su voluntad. A ellos les dice: “No temáis, manada pequeña, porque a vuestro Padre le ha placido daros el reino”. (Lucas 12:32) Ciertamente, éstos ya lo han recibido y han entrado en él por su gracia, aquí y ahora. CAPÍTULO CUATRO El pacto roto y el nuevo pacto LA ÚLTIMA PARTE DEL SIGLO OCHO A. DE J. C. TRAJO DESTRUCCIÓN AL ESTADO NORTEÑO, SEGUIDO POR EL CASI ANIQUILAMIENTO DE JUDÁ a manos de Senaquerib durante el cierre del siglo ocho y el principio del séptimo. Empero, vimos cómo los mismos años trajeron, en labios de los profetas que predicaban entonces, una nueva esperanza de que surgiera de la disciplina de la catástrofe un Remanente justo al cual Dios pudiera bendecir. Junto con esto observamos un anhelo más grande porque viniera el Príncipe Mesiánico del linaje de David que estableciera su regencia justa y pacífica sobre el

57 pueblo del Reino de Dios el cual duraría para siempre. La esperanza en pro del Reino de Dios, divorciada progresivamente del entonces estado existente, se proyectaba así sobre el estado ideal del Mesías. Es a ese estado futuro, y a solo a él, que toda la dicha del Reino se dará Ahora necesitamos saltar—con demasiada rapidez—a otro siglo, a los días del colapso final de Judá y la caída de Jerusalén. Sobre la marcha, descubriremos otros profetas103, entre quienes está uno que—por una compasión fuerte y una sensibilidad tierna, por agonía del espíritu y un valor absoluto—se destaca como hombre de distinción: el profeta Jeremías. Por muchas razones, pero especialmente por su comprensión de la interna naturaleza espiritual de la relación del hombre con Dios, tiene pocos rivales en la historia de la religión. I 1.Judá era tributario a Asiria, y permaneció así por cien años. Como recordaremos, Acaz fue el primero en poner su país en esa posición. Al ser amenazado durante los primero años de su reinado (735-715) por la confederación anti-asiria, encabezada ésta por los reyes de Damasco e Israel, había implorado la ayuda de Tiglat-pileser y había entregado su libertad como precio. Y aunque Ezequías dio un nuevo golpe en pro de la libertad y Judá fue librado providencialmente de la total destrucción, de ninguna manera pudo ganar su independencia. Ezequías terminó su vida siendo un vasallo asirio, y su hijo—Manasés (687-642)—continuó toda su larga vida en la misma posición.104 Por hecho, no pudiera haber sido de otra manera. Nunca tuvieron los estados menores de Asia occidental ni la más mínima esperanza de ganar su independencia de su amo asirio. A estas alturas, Asiria estaba en el cenit de su poder. A Senaquerib se le asesinó en 681, pero fue sucedido por su hijo Asurbanapal. (cerca de 669-630)105 Durante los reinados de los dos últimos, el Imperio Asirio alcanzaba mayores dimensiones que las de cualquier otra potencia conocida sobre la tierra. La victoria por todas partes era de Asiria. Babilonia había sido pacificada momentáneamente, ya que la rebelión perenne había plagado a Sargón tanto como a Senaquerib. Para 670 el ejército asirio había emprendido una ventura, soñada muchas veces, sin duda, pero nunca intentado: la invasión a Egipto. Ante su poder, Egipto no podía resistir, y aunque Esaraddon murió antes de finalizarse la victoria, dentro de pocos años Sofonías, Nahúm, Habacuc, y especialmente Ezequiel, todos están en este período. Sofonías (véase 1:1) prosperó durante el reinado de Josías, y por lo tanto era contemporáneo del joven Jeremías. Nahúm profetizaba un poco antes de la caída de Níneve en 612. Habacuc parece haber estado activo durante el reinado de Joaquín (609-598), justo cuando la amenaza caldea empezaba a hacerse sentir (1:6); Ezequiel (según 1:2) comenzó su ministerio en el quinto año de la cautividad de Joaquín (593) y seguía activo hasta bien después de la deportación final de 587. (véase 40:1) Aunque la mayor parte de estas fechas han sido cuestionadas, me inclino fuertemente, por razones que no se pueden ventilar aquí, a aceptarlas. A Joel también se le coloca en este período (A. S. Kapelrud, Joel Studies, Uppsala Universitets Arssdrift 1948:4 [Uppsala: Lundequistska Bokhandeln, 1948], pp. 191-192, pero la mayoría de los eruditos ubican este libro mucho después del Exilio. 104 2 Crónicas 33:11 parece insinuar una rebelión de parte de Manasés de la cual no dice nada el libro de Reyes. Podría ser que la rebelión de Samas-sum-ukin contra Asurbanapal (652-648) hubiese tentado a Manasés a que diera un paso semejante (Albright, “The Biblical Period,” p. 44; R. Kittel, Geschichte des Volkes Israel [7ª edición; Stuttgart: W. Kohlhammer, 1925], II, 399. Esdras 4:2, 10 habla de un reasentamiento de población en Samaria por Esaradon y Asurbanapal (Osnappar). Tal vez un descontento en la Palestina la provocara. De todos modos, la rebelión de Manasés, si hubiera tal cosa, no fue exitosa. 105 La fecha de la muerte de Asurbanapal no es incierta. Fechas tan temprano como 633 y tan tarde como 626 se dan. Véase Albright, “The Biblical Period,” p. 44 y la nota número 104. 103

58 Asurbanapal había marchado bien al sur en Egipto. En 663 fue cautivada y destruida Tebas. (Véase Nahúm 3:8) Ahora bien, Egipto había sido la única nación en el occidente capaz de mantener siquiera un poco de balanza de poder contra Asiria. Su caída significaba no tan solo la destrucción de esta balanza sino que la única nación capaz de apoyar la rebelión en la Palestina ya no estaba. Era, por un tiempo breve, un mundo único—un mundo asirio. Rebelarse hubiera sido fútil y un suicidio. Bajo Manasés, por ser títere de Asiria, Judá bajó a niveles de apostasía sin rival. Esta no es una mera coincidencia. Principalmente era una pura necesidad política, porque en el mundo antiguo la servidumbre política siempre involucraba por lo menos un reconocimiento de los dioses del amo. Por ende, no nos sorprende leer que Manasés, como previamente bajo Acaz, las deidades asirias empezaban a adorarse en Jerusalén. (2 Reyes 21:3b-5). También, la adivinación y la magia (v. 6) estaban de moda, porque estas prácticas eran populares entre los asirios como nunca antes, y aun eran patrocinadas por la misma corte real. Esto no era todo. La laxitud ineludiblemente conduce a la laxitud, y junto con el paganismo extranjero, la variedad doméstica, severamente reprimida por Ezequías, empezó a florecer de nuevo. (vs. 3ª, 7) Se construían altares a los cuerpos celestes en el mismo tempo judío (v. 5),106 así como también los objetos sagrados del culto a la fertilidad. Prostitutas sagradas empezaron a realizar su trabajo odioso. (2 Reyes 23:7) Aun el rito bárbaro del paso por fuego, si no el mismo sacrificio humano, se practicaba (2 Reyes 21:6ª), como en los días de Acaz. (2 Reyes 16:3)107 El historiador que nos dio los libros de Reyes clasifica a Manasés como el peor de los gobernantes que se sentaron sobre el trono en Jerusalén (2 Reyes 21:9, 11), y declara que su pecado era tal que nunca podría ser perdonado; su pecado solo era suficiente como para explicar la ruina nacional. (2 Reyes 21:11-15; 24:3-4; compárese con Jeremías 15:4)108 2. Pero el Imperio Asirio, por mucho poderío que luciera, no estaba en una condición saludable. Cuando mucho, era una estructura mal hecha, sostenida por la fuerza bruta. Aun durante la vida de Asurbanapal, si no antes, un observador inteligente pudiese haber detectado fácilmente las rajaduras que empezaban a presentarse. La presión de las repetidas campañas necesarias para mantener los pueblos conquistados bajo control, apenas ninguno de los cuales tuviera más que el odio para Asiria, ciertamente tiene que haberse hecho sentir. También, había tensiones internas, una de las cuales brotó en una guerra civil desastrosa. Samas-sum-ukin, un hermano de Asurbanapal que servía como el gobernante asirio en Babilonia, se rebeló. Por cierto, se sofocó la rebelión, y Samas-sum-ukin optó por el suicidio. Pero la lucha fue muy sangrienta, durando así cuatro años (652-648), y estremeció el imperio hasta los cimientos. Mientras tanto, Egipcio—ahora bajo el enérgico Psammetichus I (663-609), el primer faraón de la XXVI Dinastía—se había aprovechado de la confusión para liberarse una vez más. Parece que Asiria era impotente para evitarlo. Además de todos estos peligros, justo como en los últimos días de Roma, unos nuevos pueblos bárbaros tales como los Scythians y los Cimmerians, que habían aparecido por primera vez durante el siglo Parece que durante este período el sol, la luna y las estrellas eran considerados ampliamente como formando la asamblea celestial, y así se les adoraba—una cosa intolerable para los puristas. (véase Jeremías 19:13) Véase G. E. Wright, The Old Testament Against Its Environment (Chicago: Henry Regnery Co., 1950), pp. 30-41 para una excelente discusión del asunto. 107 El significado exacto de “pasar por fuego” no se sabe. Tal vez era alguna clase de prueba para aplacar a la deidad, pero Jeremías 7:31 parece hablar de un verdadero sacrificio humano. (Véase 2 Reyes 17:31) 108 2 Crónicas 33:12-17 habla de un arrepentimiento del cual Reyes no dice nada. Desde luego, es posible que tal persona como Manasés pudiera arrepentirse, si se asustaba bastante, o si la situación política parecía favorable, pero sería un arrepentimiento superficial. Es claro que el arrepentimiento que fuera no era permanente; los abusos por los cuales era responsable seguían hasta que Josías las quitó. (2 Reyes 23) 106

59 anterior, llegaban a ser una amenaza para las fronteras norteñas del imperio. Los asirios se percataban del peligro, y, como harían los romanos más tarde, intentaban usar a uno de los pueblos bárbaros como una salvaguarda contra los demás, y así canalizar la inundación de migración racial para otras partes. Pero el observador sensible bien pudiera haberse preguntado ¿qué pasaría si se rompiera el dique? Después de la muerte de Asurbanapal (cerca de 630), el imperio extenuado ya no podía postergar lo inevitable. Con una rapidez increíble la estructura gigantesca se desmoronó y desapareció de la faz de la tierra. No nos ocuparemos de los detalles de la historia, en todo caso, una historia muy breve. Asurbanapal fue seguido en sucesión por dos de sus hijos, ninguno de los cuales dio la talla en cuanto a la emergencia. Tal vez nadie pudiera haberla dado; porque Asiria, al fin, estaba a raya, asediada de enemigos por fuera y cansancio por dentro. El principal entre estos enemigos eran los Medos, ahora amos de un dominio considerable en las sierras del Irán occidental, y los Babilonios, libres al fin de su despreciado amo bajo el patriota Nabopolasar. (625-605) Entre estos dos se libró un ataque de dos puntas contra la patria asiria. Justo en este punto tuvo lugar un giro de 180 grados. Egipto—por siglos el peor enemigo de Asiria, y recién invadido y ocupado por ella—¡se halla luchando por los asirios! Pareciera que el faraón Psammetichus percibía que la misma civilización de la formaba parte estaba peligrando, y él prefería que una Asiria debilitada siguiera en existencia para servir como salvaguarda contra fuerzas más poderosas. También, como parte del precio de su ayuda, esperaba asegurarse de acceso a la esfera histórica de Egipto—la Palestina y Siria. Pero la ayuda egipcia, tal y como la ayuda egipcia siempre parecía ser, era demasiado poca y demasiado tarde. A pesar de unos éxitos iniciales, pronto era claro que el tiempo de Asiria se acababa. En 614 la capital antigua de Asur cayó ante los Medos, y en 612 los Medos y los Babilonios lanzaron el ataque final sobre la misma Níneve. Cayó la ciudad; Sin-sar-iskin, el hijo de Asurbanapal, murió un suicida en las llamas; y un grito de júbilo brotó de la gente pequeña de la tierra que Níneve, esa “ciudad sanguinaria” (Nahúm 3:1), esa “prostituta de bella apariencia” (Nahúm 3:4), ya había caído. A nadie le pesaba esto para nada. (Nahúm 3:7, 19) Por cierto, Asiria no murió fácilmente; habiendo vivido por la espada, ella optó por morir por la espada. El Príncipe Asur-ubalit, junto con un remanente del ejército asirio, con una resistencia terca, regresó a Haran; y luego forzados a salir de allí, pero luchando aún, fueron obligados a cruzar el Éufrates, cayendo en manos de los egipcios. Pero de nada sirvió. Ya Asiria se acabó. Esto nos interesa, porque significaba que Judá estaba libre. Porque dentro de pocos años, después de la muerte de Asurbanapal, Asiria perdía el dominio sobre la parte occidental de su imperio, aunque tardaría Egipto unos cuantos años en apoderarse de lo que quedaba. Mientras tanto, estaba en el trono de Jerusalén un joven llamado Josías. El nieto del apóstata Manasés, Josías había llegado al trono en 640 siendo un niño de ocho años; ascendió al trono cuando la muerte de su padre, Amón. (2 Reyes 21:19-22:1)109 Para cuando Josías llegó a la mayoría de edad, el dominio sirio sobre su tierra iba desapareciendo rápidamente, y para el decimoctavo año de su reinado el país prácticamente era independiente. En ese año (621, véase 2 Reyes 22:3) se lanzó una de las principales reformas de Judá.

No nos interesan los detalles. Aparentemente, Amón había continuado la política de su padre, Manasés (vs. 20-21), y su asesinato reflejaba un descontento creciente con ella. Sin embargo, el hecho de que a los asesinos se les castigó de inmediato (v. 24) puede indicar que muchos creían que un cambio de política a esas alturas no era sabio. 109

60 II La reforma del Rey Josías fue un evento sumamente importante en la vida de Israel, y sin embargo, su verdadero significado se escapa muy a menudo del lector bíblico. 1.La historia de la reforma se encuentra en 2 Reyes 22-23, y es claro, partiendo del capítulo 23, cuáles eran sus pretensiones. Era una purga completa de toda clase de paganismo. Mencionados específicamente son algunos cultos extranjeros recién importados por Manasés, incluso el del valle de Hinón donde los ritos bárbaros se llevaban a cabo (vs. 10-12); los distintos cultos paganos de origen doméstico, muchos de los cuales se practicaban desde hacía mucho tiempo (vs. 4, 6, 13-14), junto con sus objetos sagrados; el personal de estos ritos odiosos, particularmente los sacerdotes eunucos (v. 5)110 y los prostitutos de amos sexos (v. 7). Pero aun más drástico que esto, leemos (vs. 8-9) que Josías, tal como Ezequías había intentado antes, abolió aun los santuarios de Yahvé—el Dios de Israel—en las aldeas circunvecinas, procurando así centralizar toda la adoración en Jerusalén.111 2. Tal y como leemos en el capítulo 22, la reforma era orientada por un libro de la ley que se encontró en el templo (v. 8) durante la hechura de unas reparaciones allí. Al llamársele la atención a Josías (vs. 10-13), el libro despertó en el joven rey la más profunda consternación. Le parecía a él que si esta era de verdad ley de Dios, entonces ¡Ay del país!; porque había sido descuidada flagrantemente. Al asegurársele de que en verdad era la ley (vs. 14-20), el rey convocó a todo el pueblo al templo (vs. 23:1-3), les leyó la ley, e hizo pacto con él ante Dios para que se implementaran sus demandas con acción apropiada. A partir de este acto, la reforma empezó a tomar forma. Ahora bien, desde hace mucho el consenso es que este libro de ley era una forma del código de Deuteronomio.112 Deuteronomio es una ley de reforma. De hecho, bien se le podría llamar una edición reformada de la ley antigua Lex Mosaica. Sin tener en cuenta cuándo se le diera su forma definitiva, sus leyes se remontan a orígenes muy primitivos (probablemente por medio del Israel norteño) y reflejan cabalmente el espíritu de la heredad Mosaica. Como quiera que sea, la acción tomada por Josías corresponde bien a las demandas Deuteronómicas. Con una vehemencia sin paralelo Deuteronomio exige la destrucción de todos los cultos extranjeros (por ejemplo, Deuteronomio 12:1-3) y hace que la idolatría sea un crimen capital. (Capítulo 13) Entre todos los códigos del Pentateuco, Deuteronomio es el único que prohíbe explícitamente la adoración a Yahvé en los varios sitios y ordena que el sacrificio se haga únicamente en el lugar que Dios escoja. (12:1314; 16:5-6) Además, declara una y otra vez con una elocuencia resonante que la misma existencia nacional depende de la lealtad con la que el pueblo sirva al Dios del pacto y cumpla su voluntad. (6:1-15; 8:11-20; 11:26-28; 28; 30:15-20) Empero, un mero libro de ley nunca lograba una reforma—al igual que la presencia de una Biblia polvorienta en la sala no puede de por sí crear buen carácter. Notemos, de hecho, que la

110 La palabra kemarim, traducida en la Biblia inglesa en “sacerdotes idolátricos”, realmente significa “eunucos”; Véase W. F. Albright From the Stone Age to Christianity (Baltimore: Johns Hopkins Press, 1940), p. 178. 111 Que los sacerdotes de 2 Reyes 23:8-9 fueran sacerdotes de Yahvé es evidente por el hecho de que se les invitara a Jerusalén. Si hubieran sido funcionarios de cultos paganos, se le habría ejecutado. El pasaje debe compararse con la ley de Deuteronomio 18:6-8. El v. 9 aclara que la medida encontró cierta resistencia—como se esperara. 112 Deuteronomio era relacionado con la reforma de Josías por varios de los padres de la iglesia (por ejemplo, Jerónimo), y ésta, cada vez más, es la postura aceptada desde que W. M. L. DeWette la desarrolló hace 150 año. Para una discusión reciente de la cuestión con bibliografía, véase H. H. Rowley, “The Prophet Jeremiah and the Book of Deuteronomy,” Studies in Old Testament Prophecy, H. H. Rowley, ed. (Edinburgh: T. & T. Clark, 1950), pp. 157-174.

61 reforma ya había comenzado cuando el libro de la ley se descubrió.113 La motivación para la reforma ya estaba presente en el corazón del pueblo. En parte, la reforma era una faceta de las grandes esperanzas que brotaron de la independencia y el nacionalismo resurgente. Sin duda, había una revulsión popular ante los excesos de Manasés; había un deseo de echar a un lado toda recordación del dominio extranjero, el religioso tanto como el político. La oscilación entre la apostasía y la reforma no es accidental. Como Acaz el vasallo había sido apóstata, como Ezequías el rebelde había sido reformador, y Manasés el vasallo de nuevo había sido apóstata, no es coincidencia que Josías, el rey de la libre Judá, caminara por el sendero de la reforma. Pero las ambiciones de Josías iban más allá de la mera independencia. Justo al norte de Jerusalén estaba el territorio del antiguo estado norteño, por un siglo una provincia asiria, pero ahora prácticamente un vacío político. Que Josías extendiera su reforma al norte, destruyendo así las instalaciones cúlticas allí—particularmente el santuario en Betel (2 Reyes 23:15-20)—puede significar una sola cosa: de facto ya había anexado el territorio de Samaria.114 Este era un día de gran esperanza y gran promesa: tal vez el ideal Davídico pudiera realizarse de nuevo, un Israel libre unido una vez más bajo el trono de David, ¡el “bohío caído” (“tabernáculo” en la RVA) de David (Amós 9:11) remendado y restaurado! Pero la cosa era más profunda que eso. A pesar de las esperanzas que la situación engendraba, esta era un tiempo cuando un optimismo fácil era imposible. Con el colapso de Asiria, los mismos cimientos de la civilización antigua estaban rajándose, y ¿quién sabía qué traería el futuro? En todas partes del mundo antiguo podemos detectar un anhelo nostálgico por los días más seguros del pasado, no en menor grado en Judá que en otras partes.115 El libro de Deuteronomio está repleto de tal anhelo. No tan sólo cuenta las glorías de la heredad Mosaica, sino que de forma insistente afirma que la misma esperanza de la supervivencia nacional estriba en el asirse de esta heredad, en espíritu tanto como en letra. En esto la teología de Deuteronomio coincide con la corriente principal de la predicación profética de los siglos pasados, reforzada, sin duda, por las voces de Sofonías y el joven Jeremías. Isaías tenía razón: había una minoría que pensaba correctamente, una “simiente santa”, en la nación que tomaba en serio la predicación profética, que sabía que el paganismo apenas dejaba a Israel como pueblo de Dios; más bien, lo dejaba merecedor de juicio. Sin duda, había muchos que pensaban que tal vez Dios hubiese destruido a los asirios y había permitido así este momento de libertad para que hubiera una última oportunidad para el arrepentimiento. (Véase Sofonías 3:6-7ª; 3:1-3) Si Israel fuera a cumplir con su destino como pueblo de Dios, más bien, si fuera a sobrevivir, debía deshacerse de los dioses falsos para así adorar únicamente a Yahvé. Si Israel va a ser el pueblo de Dios--¡tiene que reformarse! 2. Es en este contexto que topamos con Jeremías por la primera vez. De la vida temprana de Jeremías no sabemos mucho o casi nada. Nacido dentro de una familia sacerdotal en Anatot, una aldea de unas tres millas al norte de Jerusalén,116 probablemente fuera un mozalbete cuando la independencia de su país se hizo realidad. Por lo menos, cuando sentía el llamado para ser profeta, cerca del año 626 (Jeremías 1:2), protestaba que era demasiado joven. (1:6) Tempranamente en su Josías había dado órdenes (2 Reyes 22:3-8) para que el templo se reparase, y sólo era durante este proceso que se halló el libro. Pero la reparación del templo era en sí el principio de un esfuerzo reformador. 114 2 Crónicas 34:6 dice que Josías extendió la reforma hasta Galilea (es decir, la provincia asiria de Meguido) también. Esto no es increíble, si es que recordamos el esfuerzo similar de Ezequías. (véase capítulo III) La casa real desde entonces se había mantenido en contacto con Galilea. Las madres de ambos, Amón (2 Reyes 21:19) y Joaquín (2 Reyes 23:36) eran de origen galileo: véase Albright, “The Biblical Period,” p. 45. 115 Para evidencia de tal cosa, véase Albright, From the Stone Age to Christianity, pp. 241ss. 116 Los sacerdotes en Anatot posiblemente afirmaban ser descendientes de Abiatar a quien Salomón desterró para ese lugar (1 Reyes 2:26-27) por su complicidad en el fallido golpe de estado por Adonías. Si esto es cierto, significaría que Jeremías trazara su linaje hasta la casa de Elí (véase 1 Reyes 2:27; 1 Samuel 22:20; 14:3), los antiguos encargados del Arca en Silo. 113

62 vida parece que le embargaba una premonición de perdición, cosa que más tarde llegaría a constituir su carga completa. (1:11-16) Su predicación más temprana indica que estaba profunda y negativamente impactado por el paganismo de su país.117 Le parecía que toda la historia nacional había sido una historia de ingratitud. (2:4-8) Israel ha buscado dioses falsos con la pasión no-retenida de un animal (2:23-25); su pecado es una mancha que no se lava (2:22); ha convertido el carácter nacional en una cosa extraña. (2:21) ¡Jamás hubo en el mundo una apostasía tal! Aun los paganos no desertan a sus dioses, aunque éstos, de hecho, no son dioses de verdad. (2:10-11) ¡Pero Israel, sí! Ella ha abandonado la “fuente de aguas vivas” (2:13) por las cisternas rancias de la idolatría—y ¡son cisternas agujeradas! Con el espíritu y el lenguaje de Oseas, Jeremías declara que la nación es una “ramera” que ha traicionado a su divino esposo, y le espera el “divorcio”. (3:1-5, véase vs. 6-10) 118 Sin embargo, como en el caso de Oseas, la denunciación airada acompaña un ruego apasionado por el arrepentimiento. (3:12-13, 21-22) Sólo por medio de un arrepentimiento sincero se le perdonará a Israel; solo así encontrará de nuevo su destino histórico como el pueblo escogido de Dios. (4:1-2; véase Génesis 12:2; 18:18)119 La actitud precisa de Jeremías referente a la gran reforma, la cual tuvo lugar unos cinco años después del comienzo de su ministerio, debe quedarse en misterio. Los registros son bastante ambiguos al respecto, y hay un total desacuerdo entre los eruditos. No sabemos si él participara activamente en ella o no. Pero es un tanto inconcebible que no aprobara enérgicamente el esfuerzo por abolir el paganismo contra el cual había predicado sin reserva. De todos modos, su admiración para Josías, a quien consideraba casi un rey ideal, era sin límites—lo cual no habría sido así si hubiese desaprobado de la mayor acción del reinado de ese rey. Aun parece que mientras Josías llevaba a cabo su programa político en el norte (2 Reyes 23:15-20), se despertaba en el corazón de Jeremías la esperanza viva de que pronto Efraín volviera al rebaño (3:12-14: 31:2-6, 15-22) y que adorara a Dios sobre el Monte Sion (31:6) al que Judá—una actitud que revela por lo menos un poco de simpatía para con la política del rey.120 En los años posteriores los hombres de la reforma y sus hijos eran los que apoyaban a Jeremías y le salvaron la vida. (26:24; 36:12, 19, 25; véase 2 Reyes 22:12) 121 Pero pensara lo que pensase Jeremías acerca de la reforma al principio, no tardó mucho en reconocer lo hueca que era.122 Lo único que había producido era una gran nube de humo de incienso Aunque los capítulos 2-3 contienen material del período después de la muerte de Josías y la victoria egipcia de 609, tales versículos como 2:14-17, (véase v. 16), 29-37 (véase v. 36), la inmensa mayoría de comentaristas encuentran en la poesía de estos capítulos un ejemplo de la predicación de Jeremías antes de la reforma. 118 La versión inglesa traduce 3:1, 4 malamente. Ninguno de los dos versículos es súplica a que vuelva, sino denunciaciones airadas. El v. 1 debe leerse como la American Standard Version, anotaciones del margen. El v. 4 comienza, “No acabas de llamarme [es decir, aun bajo las circunstancias de tu conducta infiel]; es decir, Israel, aunque infiel a Dios, continúa dirigiéndose a él como un padre y así piensa contar con su perdón. (v. 5) 119 Jeremías 4:1-2 debe leerse como el margen de la American Standard Version. La selección de palabras en v. 2b es un tanto sorpresiva (debiéramos esperar leer “en mí” o “en ti” en lugar de “en él”), y esto ha ocasionado que algunos (por ejemplo, A. S. Peake, Jeremiah [The New-Century Bible (Edinburgh: T. C. & E. C. Jack, 1910) ], I, 116) conjeturen una cita directa de Génesis 18:18. Aunque esto no puede probarse, es probable que el autor quisiera hacer una alusión a la promesa de Abraham. 120 Estos pasajes deben ubicarse en el período más temprano de Jeremías, aunque la vasta mayoría de comentaristas piensan al contrario. Véase G. A. Smith (Jeremiah) [4ª edición; New York: Harper & Brothers, 1929], pp. 297-303) y J. Skinner (Prophecy and Religion [Cambridge> The University Press, 1922], pp. 299-305), que ubican 31:2-6, 15-22 en 587. 121 Se dice a menudo (por ejemplo, en gran detalle por A. F. Puukko, “Jeremias Stellung zum Deuteronomium,” Alttestamentliche Studien Für Rodolf Kittel: Beitgräge zur Wissenschaft des alten und neuen Testaments, 13 [1913], 126-153) que la similitud entre los nombres en 2 Reyes 22 y Jeremías 26; 36 es una coincidencia. La coincidencia, sin embargo, es demasiado extraordinaria como para explicarse de ese modo. 122 La mayoría de los estudios en torno a Jeremías, ya que ningún oráculo de él puede fecharse con seguridad durante la última parte del reinado de Josías, proponen un largo período de silencio de su parte desde la 117

63 y grandes multitudes de adoradores en el templo, pero no había ningún retorno a los senderos antiguos. (6:16-21) Los hombres siempre se han reformado así: ¡eliminando las inmoralidades mayores y participando más activamente en la obra de la iglesia! Continúan los pecados sociales que son la enfermedad de la sociedad (5:23-29), y el clero se ha ajustado a estas condiciones para la mayor satisfacción de todo el mundo. (5:30-31) No hay un verdadero arrepentimiento. Al contrario, el pueblo sigue por el camino de la ruina como un caballo que corre locamente en batalla. (8:4-6) Por mucho orgullo que tengan en la posesión de la ley (8:8), no tienen el sentido de siquiera las bestias silvestres; éstas por lo menos obedecen instintivamente las leyes que gobiernan su existencia. (8:7) Empero, por encima de todo se oye la voz del clero anunciando ciegamente que ya la paz con Dios se ha ganado (6:13-14=8:10-11)—¡y esto es pura mentira! En breve, Jeremías veía que hacía falta más que la reforma de Josías para convertir a Judá en el pueblo de Dios. ¡Cuán extraña la delusión de ella, sin embargo cuán familiar! Anhelamos una sociedad cristiana, pero no sabemos lograrla salvo por fijar reuniones, financiar programas, legislar leyes, y cerrar los establecimientos de una apariencia más grosera en cuanto a la moralidad. Israel anhelaba un pacto de paz con Dios—y cerraba los santuarios falsos, y se ponía muy ocupada en el templo. Nosotros no condenaremos las medidas de reforma más que Jeremías. Por cierto, medidas continuas de reforma hacen falta. Pero Jeremías nos dice que si no tenemos más que medidas de reforma, sólo estamos cortando las cabezas de Hidra, podando las hojas y ramas de la debilidad mortal, sin tocar siquiera el tronco. Jeremías le decía a su pueblo que el lazo del pacto no se restaura sólo externamente. El profeta arremetía contra su observancia ajetreada de la ley cúltica (7:21.23), y le apelaba, no desde lo externo de la ley, sino del corazón de ella. Le dijo: “A Dios no le importa con cuanto cuidado lleve a cabo la adoración pública. Sea que ofrezcan el sacrificio de una forma o de otra—¡es lo mismo para Dios! Porque el corazón de la demanda de Dios no es la religión fastidiosa sino la obediencia. Sólo un pueblo obediente puede permanecer ligado en pacto con Dios; sólo sobre un pueblo obediente regirá Dios. En cuanto a este pueblo, tiene que arrepentirse desde el corazón (4:14); tiene que circuncidarse del corazón de nuevo para estar en una relación de pacto—o encarar el fuego: Porque así ha dicho Jehová a los hombres de Judá y de Jerusalén: “Abrios surcos y no sembréis entre espinos. Circuncidaos para Jehová; quitad el prepucio de vuestro corazón, oh hombres de Judá y habitantes de Jerusalén. No sea que por la maldad de vuestras obras mi ira salga como fuego y arda, y no haya quien la apague.” (4:3-4; véase Deuteronomio 10:16) El pueblo de Dios es pueblo de corazón limpio. Pablo (Romanos 2:25-29) declararía un día que era precisamente esta circuncisión espiritual que caracteriza el miembro del verdadero Israel. III reforma (621) hasta la muerte de Josías (609) o un poco antes. Yo encuentro esto increíble. No se puede dar un argumento detallado aquí, pero, aunque debe admitirse que pocos de los oráculos de Jeremías pueden fecharse con certidumbre, yo creo que muchos de ellos encajan mejor precisamente entre 621 y 609. No harían falta muchos meses para que Jeremías reconociera la superficialidad de la reforma. (véase A. C. Welch, Jeremiah: His Time and His Work [London: Oxford University Press, 1928], pp. 76-96; W. A. L. Elmslie, How Came Our Faith? [New York> Charles Scribner’s Sons, 1949], p. 316).

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1. Fuesen los recelos que fueran los de Jeremías respecto a la reforma durante la vida del buen rey Josías, la muerte de éste resultó en la realización de sus peores temores. La muerte de Josías fue trágica, y tiene que haber sido un duro golpe. Como ya dijimos, Josías había deseado unir todo Israel una vez más bajo el cetro de David. Desde luego, Asiria ya no podía impedirlo. Pero Egipto—bajo Psammetichus I y su hijo, Necao (609-594)—tenía ambiciones conflictivas. Era el sueño de estos faraones recrear el antiguo imperio que Egipto había tenido en la Palestina y Siria durante el apogeo de la XVIII Dinastía, casi un milenio antes Por esta razón, corrieron para socorrer a la tambaleante Asiria. Como bien podemos imaginarnos, Josías no quería trocar un amo asirio por otro egipcio. En 609 A. de J. C. cuando Necao marchaba hacia al norte para ayudar a los asirios para que éstos, en un último intento fallido para retomar Harán a los Babilonios, Josías intentó interceptarlo en el paso de Meguido. En este intento perdió la vida. (2 Reyes 23:28-30)123 Este era el fin de la independencia de Judá, y apenas había durado unos quince años. Al hijo de Josías, Joacaz, se le hizo rey apresuradamente, sólo para luego ser depuesto por el faraón y llevado a Egipto al exilio. Faraón luego puso a Joacím en el trono como rey y exigía grandes tributos. (2 Reyes 23:31-35) Judá ya era dependencia de Egipto. Lo que hacía peor la cosa era el carácter de Joacím. Aparentemente el pueblo no lo quería, cosa evidenciada por el hecho de que cuando la muerte de Josías, lo dejaron pasar, prefiriendo así a Joacaz—aunque éste era menor. (2 Reyes 23:31- 36) Todo lo que sabemos de Joacaz nos hace pensar en una persona de carácter frívolo, indigna de ser rey. Nos revela su carácter uno de sus primeros actos como rey. Con todo y el tributo pesado que cobraba Egipto y con la condición política a punto de estallar, lo encontramos—habiendo decidido que el palacio de su padre no le servía—malgastando sus recursos para construir uno nuevo y más fino, y ocupando trabajo forzado para hacerlo. (Jeremías 22:13-14) Desde luego, esto provocó en Jeremías una denuncia cálida. “¿Acaso reinarás porque compites con cedro? (22:15ª) Luego, después de aconsejar a este joven malcriado a que pensara en su propio padre si quisiera saber lo que de verdad hace que uno sea rey (vs. 15b-16), termina declarando que algún día Joacím sería sepultado con toda la pompa y el honor de un asno—arrastrado y echado en el basurero sin que nadie se lamentase por ello. (vs. 18-19) ¡Claramente Jeremías y Joacím no se llevaban! Bajo Joaquín (609-598) colapsaron los últimos vestigios de la reforma. El hecho de que el rey fuera espiritualmente superficial y sin convicción tendría algo que ver. Pero podemos imaginarnos que más perjudicial todavía era un sentir popular que las bendiciones prometidas por Deuteronomio a un pueblo arrepentido no se realizaran. La ley demandaba la reforma por precio para que no viniera la perdición; se hizo la reforma, ¡pero vino la calamidad de todas maneras! En breve, la reforma colapsó porque no parecía resultar en lo esperado; ¿qué pueblo paganizado, sea antiguo o moderno, se interesa en quedarse con una religión que no resulte provechosa en términos tangibles? En todo caso, volvieron los cultos paganos con fuerza. (Jeremías 7:16-18; Ezequiel 8) Empero, paradójicamente (y sin embargo, no es una paradoja, porque nosotros también sabemos portarnos como puros paganos, y a la vez, nos jactamos de ser una nación cristiana—porque ¡tenemos iglesias!) la reforma persistía en una forma indebida: en la forma de una confianza ciega de estar bien con Dios. (Jeremías 2:35) Tenemos el templo de Dios (7:4) y la ley de Dios (8:8); somos el pueblo santo de Dios, y Dios no permitirá que ningún mal se nos acerque—así los profetas asalariados les aseguraba repetidamente. (5:12; 6:14; 8:11; 14:13) Jeremías no podía decir nada que destruyera este engreimiento suicida. Persistió hasta el fin. El v. 29 dice que Necao subía “contra” Asiria. Pero la evidencia es incontrovertible que Egipto luchó por Asiria y no contra ella. La preposición ‘al (traducida en “contra”) debe leerse “a”, tal como sucede unas palabras después: “al río Éufrates.” 123

65 2. Es claro que no podía haber ninguna paz entre Jeremías y Joaquín. Jeremías rompió relaciones con la nación corrompida y pronunció para ella la perdición. El estado, al permitir que se cancelara la reforma, quebrantaba el pacto con Dios y perdía así toda pretensión de su misericordia. Este retroceder a la laxitud pagana no era otra cosa sino una conspiración contra el Rey divino (11:911), y es a la luz de esto que se explica la vergonzosa subyugación a Egipto: si “los hijos de Menfis y de Tafnes te rompieron el cráneo”), te lo buscabas al abandonar a Yahvé. (2:15-17124 Pero es una fatuidad ponerse cómodo bajo el yugo relativamente ligero de Egipto para así pensar que los problemas podrían quitarse de encima tan fácilmente. (2:36-37) Un enemigo mil veces peor viene, el espantoso adversario del norte—el babilonio. (Véase 5:14-17; 4:5-9; 6:22-26) 125 Él destruirá sin piedad, y será tu fin. Esta será una crisis teológica para ti también, porque aprenderás que no hay paz entre tú y el Dios a quien rehúsas obedecer. (4:8-10) ¿Pero no es esta nación el pueblo de Dios? Su templo—su habitación terrenal—¿no está con su pueblo? ¿No hay seguridad por eso? ¡Un No rotundo! ¡Esa religión no es ningún baluarte! Confiar en la mera presencia del templo es una gran mentira! (7:4) Ese templo no tiene el tamaño como para ocultar de los ojos de Dios el corrupto comportamiento impenitente, falto de hermandad del pueblo que adora allí. (7:8-10) Dios no queda tan cegado por el humo del incienso como para no ver. (7:11) Y si no crees que Dios puede destruir las casas donde los hombres cantan sus alabanzas, entonces piense de nuevo en ese otro templo que estuvo una vez en Silo—el santuario del antiguo liga tribal—para ver qué le pasó. ¡Dios puede, por el juicio de la historia, destruir aun iglesias! (7:12-15; 26:6) Desde luego, esas palabras eran una gran blasfemia; tan pronto como las pronunció Jeremías, una muchedumbre, agitada por el clero, arremetió contra él para lincharlo. (26:8)126 Si no fuera por ciertos nobles (26:16-19)—notablemente Ajicam hijo de Safán, uno de los hombres de la reforma de Josías (v. 24; véase 2 Reyes 22:12)—que tenían la noción antigua de que no se le podía matar un profeta por hablar la Palabra de Dios, este hubiera sido el acabose de Jeremías. Desde allí en adelante, la vida de Jeremías se caracterizaba por la persecución. No se puede trazar los pormenores del complot contra él, pero eran muchos. (véase 18:18-20; 20:10) Su suerte consistía en mofas y censuras. (20:7;15:10, 15-18) En una ocasión, no sabemos cuándo, sus conciudadanos hicieron planes para matarlo (11:18-23) 127, ocultando así sus designios cobardes con palabras de amistad. (12:6) Jeremías declara que se sentía (11:19) “como un cordero manso que llevan a degollar.” En otra ocasión, habiendo roto una vasija de barro (19:1-2, 10-13) y habiendo dicho que así mismo Jerusalén sería rota sin remedio, un funcionario del templo lo agarró para Véase la nota número 117. Por el lenguaje en 5:14-17 es claro que se trata de un pueblo como el babilónico. Se solía presumir que el trasfondo de estos poemas (mayormente en los capítulos 4-6) era un invasión por los Scythians que se supone tuvo lugar alrededor de 625. Más tarde, los enemigos, se entendía, eran los babilonios. Esta idea, popularizada por B. Duhm (Das Buch Jeremia, Kurzer Hand-Commentar zum Alten Testament [Tübigen: J. C. B. Mohr, 1901] ), fue aceptada por la mayoría de los comentaristas. Pero una evidencia para tal invasión es mínima, y a partir de la fuerte crítica de F. Wilke, “Das Scthenproblem im Jeremiabuch” (Alttestamentlich Studien für Rudolf Kittel; Beiträge zur Wissenschaft des Alten und Neuen Testaments, 13 [1913], 222/254, la idea ha perdido su popularidad. Pero aunque el enemigo norteño sea Babilonia, no hemos de olvidarnos de que posiblemente una premonición del mal desde el norte pudiera haber preocupado a Jeremías por años antes de que la amenaza babilónica apareciera. 126 Que 7:2-15 aluda a la misma ocasión del capítulo 26 es la opinión de todos los eruditos con unas pocas excepciones (Véase Smith, op. cit. p. 147). Por lo tanto, su fecha (26:1) es 609 A. de J. C. El contenido de los dos discursos es esencialmente el mismo, aunque el biógrafo (capítulo 26) nos da una forma abreviada de ello. 127 Si Jeremías de verdad fuera partidario activo de la reforma, el odio de parte del pueblo de Anatot—cuyo santuario local hubiera cesado—sería comprensible. (Véase Peake, op. cit. I, 182) Pero la incertidumbre es demasiado grande como para ser dogmático. 124 125

66 ponerlo en el cepo toda la noche. (19:14-20:6) Es posible que por un tiempo se le prohibiese la entrada al templo. (36:5) 3. Joacím llegó al trono en 609, y permaneció por cuatros un vasallo de Egipto. Después de 605 se iban empeorando las cosas. Ese año presenció un cambio dramático en el equilibrio mundial de fuerzas. El faraón Necao esperaba reinstituir el antiguo imperio egipcio, y al sucumbir Asiria, ocupaba la Palestina y Siria hasta la gran curva del Éufrates. Por unos cuantos años pudo mantener el terreno ganado. Pero en 605 el Príncipe Nabucodonosor—hijo del gobernante babilónico, Nabopolasar—arremetió contra el ejército egipcio en Carquemis sobre el Éufrates, y lo derrotó de tal manera que nunca pudo reponerse.128 Aunque Nabucodonosor no pudo aprovecharse de esta derrota de inmediato por causa de la muerte de su padre que tuvo lugar justo durante este tiempo y se vio obligado a retornar a Babilonia, se abrió el camino y no había nada que lo detuviera. Se puede imaginar que había mucha consternación en todas partes de la Palestina y Siria. Se harían las preguntas: ¿cuándo avanzaría Nabucodonosor? ¿Con quién deberían aliarse? Joacím, un vasallo egipcio, encaraba una decisión muy dura. En ese año Jeremías hizo un último intento por advertir a su rey (capítulo 36). Por habérsele prohibido la entrada al templo (v. 5), dictó su mensaje a su amigo, Baruc, el escriba, y envió a éste a que lo leyera públicamente. (v. 6) Así lo hizo Baruc. Los nobles del gabinete del rey se enteraron (v. 12), y llamando a Baruc, le pidieron que lo leyese de nuevo. (vs. 14-15) Quedaron tan impresionados que se veían impelidos a informarle al rey. (vs. 16, 20) El rey demandó que se lo leyera (v. 21), ¡pero no con la intención de acatar el mensaje! Al leérsele cada tres o cuatro columnas (v. 23), agarraba el rollo de las manos del lector, cortaba la porción acabada de leerse con una cortaplumas y la echaba al fuego—hasta que no quedaba nada.129 De ese modo un hombre pequeño desdeñaba cosas mucho más grandes que él. Si Baruc y Jeremías no se hubieran escondido tal como los magistrados les amonestaban (vs. 19, 26), habría significado la muerte para ambos. Por esto Jeremías se desesperó respecto al estado. Dejó de pedir el arrepentimiento ni tampoco esperaba que se diera. El estado se había comprobado ser más allá de la eficacia de la oración (15:1; 7:16; 11:14; 14:11)—aunque podemos presumir, en virtud de la misma repetición del mandato a que no oraran, que Jeremías mismo nunca dejó de orar. La destrucción del estado es cosa segura; será erradicado—y eso sin remanente. (8:13) Mirando hacia el futuro, Jeremías sólo contemplaba una ruina de proporciones atómicas, como si la creación hubiese sido cancelada e imperara de nuevo el caos primitivo: Miré la tierra, y he aquí que estaba sin orden y vacía. Miré los cielos, y no había en ellos luz. Miré las montañas, y he aquí que temblaban; todas las colinas se estremecían. Miré, y he aquí que no había hombre, y todas las aves del cielo habían huido. Miré, y he aquí que la tierra fértil era un desierto. 128 A. Dupont-Sommer (Semitica, I [1948], 57ss.) sostiene que Necao fue derrotado rotundamente en 609. Yo opto por seguir la fecha tradicional; véase W. F. Albright, “The Seal of Eliakim and the Latest preexilic History of Judah” (Journal of Biblical Literature), LI [1932], 77-106. 129 Las versiones inglesas K. J. V. (La versión del Rey Jaime) y la A. S. V. (la versión Americana) no sacan a relucir el verdadero sentido del v. 23. Se le da al lector la impresión de que el rey escuchaba únicamente a tres o cuatro columnas para luego, en un berrinche de ira, cortarlas y arrojarlas al fuego. El hebreo pinta un cuadro aun más feo de su conducta. Reza así: “Y, al leer Jehudí tres o cuatro columnas, él (es decir, el rey) las rasgaba con un cortaplumas, y las echaba al fuego.” El rey no hacía esto en un berrinche de ira sino con una impudencia deliberada.

67 Todas sus ciudades habían sido devastadas ante la presencia de Jehová, ante el ardor de su ira. (4:23-26) Efectivamente, la ruina llegó pronto, pero no llegó inmediatamente con las dimensiones esperadas por Jeremías. Para 603/602 A. de J. C., los babilonios habían regresado para así remover de Asia todos los vestigios del poder de Egipto. Joacím tuvo la inteligencia como para someterse y transferir su lealtad a Nabucodonosor. Pero el sentido común no era una cualidad duradera de Joacím, y tres años más tarde se rebeló. (2 Reyes 24:1) Inmediatamente, Nabucodonosor envió contingentes de los estados vasallos circunvecinos (v. 2) para hostigar la tierra hasta que llegara el ejército babilónico. Al llegar éste, de inmediato se le sitió la ciudad de Jerusalén. Como de costumbre, la ayuda egipcia no se materializó, y pronto la ciudad estaba en condiciones desesperantes. Justo entonces, Joacím murió oportunamente. (v. 6) Es posible que se le asesinara. (véase Jeremías 22:18-19; 36:30) Su hijo de dieciocho años, Joaquín, ascendió al trono sólo para rendirse. (2 Reyes 24:8-17) Al instante, Nabucodonosor lo deportó a Babilonia junto con la familia real, los oficiales de la corte, y la crema y nata de la población. Luego puso al tío del muchacho—el hermano de Joacím, Sedequías—a que gobernara sobre el remanente en calidad de títere babilónico. A Judá aún le quedaban once años de vida. 4. Era este Sedequías (598-587) que presidía cuando el fin de la nación. Uno pensaría que el patriotismo chovinista hubiera aprendido su lección, pero no había aprendido nada. Dentro de cuatro años ya se hacía un complot para rebelarse.130 Emisarios de los reyes vasallos de Edom, Moab, Amón, Tiro y Sidón (27:3) se reunieron en Jerusalén para hacer planes. Probablemente hubiera también la promesa, o la esperanza, del apoyo egipcio. Pero había más. Los profetas optimistas habían creado un frenesí popular al declarar (28:2-4) que Dios ya había roto el yugo de Babilonia, y que traería al rey cautivo Joacím y los demás deportados a Jerusalén, junto con los vasos sagrados del templo—¡y todo eso dentro de dos años! Apenas puede haber otra explicación para tal fatuidad excepto que a esta gente se le había apresado la noción fantástica de que la purga predicha por Isaías ya hubiese sucedido, ¡y que los que quedaban fueran el Remanente puro sobre el cual Dios pronto establecería su Reino! (véase Ezequiel 11:14, 33; 24ss) Para Jeremías tanto como para Ezequiel, esta idea era la más grande tontería. Jeremías mismo albergaba la esperanza de que algún día hubiera un Remanente sobre el cual el Rey Mesiánico regiría. (23:5-6) Pero este rey, a quien se le llamaría “Yahvé es nuestra justicia” no tiene nada que ver con este Sedequías que tan indignamente lleva ese nombre.131 En cuanto a Sedequías y sus secuaces, son un montón de higos demasiado pasados para comer (capítulo 24); no son el pueblo de Dios, y el Reino de Dios no se establecerá sobre ellos. La calamidad de 598 no ha purgado nada (6:27-30), y es inútil seguir refinando un metal inferior. De modo que Jeremías se comparece ante los conspiradores (27:2-11), portando un yugo de buey sobre el cuello, y les dijo que se sometiesen al yugo de Nabucodonosor—porque era el juicio de Dios sobre un pueblo pecaminoso, y el rebelarse contra ello sería rebelarse contra Dios. Al mismo tiempo (29:1-14), escribió una carta a los cautivos en

La fecha en 27:1 es obviamente un error de escriba. Los eventos del capítulo 27 son de la misma fecha de los del capítulo 28 (véase 28:1; 27:2; 28:10), es decir, el cuarto año de Sedequías. Probablemente 27:1 fuera copiado erróneamente de 26:1 donde la fecha está correcta. La versión griega (la Septuaginta) omite el texto totalmente. 131 Aparentemente, hay un juego de palabras en 23:5-6 tocante al nombre de Sedequías. El nombre del rey ideal es “Yahvé es nuestra justicia” (Yahweh sidqenu) el cual viene siendo esencialmente igual al de Sedequías (sidqiyahu, “Yahvé es mi justicia”). La autenticidad del pasaje ha sido ampliamente cuestionada, pero véase la defensa de él por Peake, op. cit., I, 260; también W. Rudolph, Jeremia (Handbuch zum Alten Testament [Tübigen: J. C. B. Mohr, 1947], pp. 125ss. Estoy de acuerdo con Peake, en contra de Rudolf, que el rey en cuestión es el Mesías. 130

68 Babilonia diciéndoles que no hicieran caso a los profetas mentirosos que buscaban encender las pasiones al hablar de una libertad inmediata; debían acomodarse allí, porque la espera sería larga. Fuese por las palabras de Jeremías o por la lógica fría del poder político, cosa que los nobles de Sedequías entendían más, la sublevación de 594 fracasó, y Sedequías hizo las paces con Nabucodonosor. (29:3; 51:59) Pero dentro de pocos años la rebelión se propagó de nuevo. Psammetichus II (594-588) y su hijo, Hophra (588-569), nunca dejaban de fomentar la creación de una coalición contra Babilonia en la Palestina. Para 589, a Sedequías, que parecía saber mejor pero que no era suficientemente hombre para confrontar a sus nobles (véase 38:5), se le dio un toque para que se uniera a la coalición. Los babilonios reaccionaron velozmente, probablemente para el verano del mismo año. Para enero de 588 (52:4) Jerusalén estaba sitiado, y todos los puntos fuertes en los contornos fueron conquistados, salvo Laquis y Azeca. (34:7-8)132 Sedequías rogó que los egipcios lo ayudaran,133 cosa que se envió en el verano de 588 (37:5), y obligó que los babilonios levantaran el sitio. Empero la ayuda egipcia era de la calidad usual, y pronto fue derrotada. En el acto, se reanudó el sitio. Aunque la ciudad resistió casi un año más, hasta el verano de 587 (52:5-6), su destino ya estaba sellado. Cuando las tropas de Nabucodonosor abrieron una brecha en el muro, Sedequías huyó, sólo para que lo atraparan, puesto en cadenas, cegado y llevado cautivo. La destrucción de la ciudad y el templo, junto con una deportación adicional del poblado tuvo lugar. Durante todo esto, Jeremías sin fallar predecía lo peor. Le prometía a Sedequías, que hasta el final esperaba que Dios interviniera como en los días del buen rey Ezequías (21:2), que no habría milagro alguno. Al contrario (21:3-7), Dios activamente peleaba junto con los caldeos. Cuando se quitó el sitio por causa del avance de los egipcios (37:5-10) y las esperanzas aumentaban, prometió que no tan sólo volvería el enemigo sino que si el ejército caldeo consistiera únicamente en hombres heridos, aun éstos se levantarían para tomar la ciudad. Aun (y esto era demasiado) aconsejaba al pueblo a que desertara (21:8-10), y muchos acataron su consejo. (38:19; 39:9) Por esto se le metió en una cisterna (capítulo 38, y lo dejaron allí para que muriera. Habría muerto si no hubiera sido por la acción valiente de un esclavo negro, un tal Ebedmelec. Se le liberó sólo cuando cayó la ciudad. Hemos de dejar la historia aquí. Baste decir que Nabucodonosor instaló a un tal Gedalías, un noble judío (40:5), como gobernador sobre la tierra arruinada. Los conquistadores le ofrecieron a Jeremías la opción de ir a Babilonia o quedarse. Optó por quedarse. (40:4-6) Apenas tres meses más, algunos imprudentes asesinaron a Gedalías por colaborador. (capítulo 41 Aunque no se les implicó a los que acompañaban a Gedalías, temían la represalia babilónica, y no veían otra salida sino huir a Egipto. (capítulos 42-43) Protestando a viva voz, a Jeremías se le obligó a acompañarlos; murió en Egipto. IV Es posible que alguien diga, ¿no está todo esto ajeno al tema? Hablábamos de la esperanza del Reino de Dios, y pareciera que este más austero predicador de perdición bien pudiera no haber contribuido nada al respecto. ¡Pero, sí! De hecho, pocos hombres jamás contribuyeron más. La posteridad recuerda a Jeremías como “el profeta llorón”, pero si era tal, sus lágrimas eran una catarsis espiritual. Tal vez tal hombre, habiendo perdido toda esperanza, habiendo perdido confianza

Que Laquis y Azeca fueran los dos últimos puntos fuertes en perderse se ilustra dramáticamente por la Ostraca de Laquis (véase IV:10), una serie de cartas escritas sobre pedazos de cerámica, y, en su mayoría despachadas de un puesto avanzado militar al comandante del acantonamiento de Laquis en donde se descubrieron. Se remontan al último año antes de la caída de Jerusalén. 133 La carta número III:14-16 de Laquis habla de una comitiva enviada a Egipto ese año. 132

69 en todo lo que los hombres confían, era necesario para ver claramente la estructura perdurable de Dios. 1. Desde luego, el mensaje de Jeremías es un rechazo total del estado como vehículo del Reino de Dios. Esto no significa que fuera un revolucionario que apelaba porque el estado y la monarquía fuesen destruidos por ser instituciones pecaminosas. Al contrario—y esto es cierto respecto a todos los demás profetas—Jeremías nunca atacaba las instituciones existentes como tales ni abogaba por su reemplazo por otras instituciones. Daba por sentada la monarquía de rigor. Su Dios no santificaba ni condenaba las formas de gobierno. Realmente, le parecía que la monarquía tenía un destino bajo Dios (21:11-22:5) para lograr en la tierra una aproximación del orden de Dios, y si podía hacer esto, se justificaba su existencia. En Josías Jeremías veía a un rey agradable ante los ojos de Dios, hasta donde fuera posible para el hombre. (22:15b-16) Pero el estado que conocía, el de Joacím y Sedequías, era un estado sin Dios. Por causa de la injusticia y la idolatría que toleraba o promovía, era cualquier cosa menos que el pueblo del Reino de Dios. Dios no iba a defender semejante reino. Se había virado contra Dios con una bestia salvaje (12:7-8); por lo tanto, Dios debía odiar lo que había amado y entregárselo a las manos de los enemigos. Cualquier pacto que hubiera existido entre Dios y el estado está quebrantado, está finiquitado. El contemporáneo más joven de Jeremías, Ezequiel, poseía la misma convicción. En una de esas visiones exóticas a las que este profeta extraño fue sometido (Ezequiel 10-11), le parecía que veía la misma gloria de Yahvé—concebida en la teología hebrea como entronada la oscuridad terrible del Lugar Santísimo y símbolo de la Presencia viva de Yahvé entre su pueblo—saliendo del templo, posándose sobre él, y luego partiendo. ¡Yahvé ya no está con este pueblo y esta ciudad! Tampoco se mitigaba la penumbra de Jeremías, como se mitigó la de Isaías, por la confianza en una “simiente santa” dentro del pueblo que fuese purificada por la presente tragedia. Claro está, como hemos visto antes (23:5-6) y como veremos otra vez, Jeremías hacía mucho uso del tema del Remanente. Por mucha penumbra que Jeremías tuviera, nunca perdía esperanza de un futuro glorioso para el verdadero pueblo de Dios. Pero, al contemplar la escena actual, no podía encontrar a un solo grupo para decir: ¡He aquí, el Remanente limpio! Ningún grupo eludiría la destrucción. Jeremías sólo tenía el desdén más fuerte para Joacím y sus secuaces; Sedequías y sus nobles no eran sino higos podridos (capítulo 24); no servían para nada. Aunque creía que el verdadero futuro de la nación estribaba en aquellos deportados en 598 junto con el mozalbete rey, Joaquín (24; 29:10-14), éstos distaban mucho de serlo, porque hacía falta un cambio radical de corazón. En cuanto a la gente que conocía, en su opinión estaba carente de siquiera un rasgo favorable. Como Diógenes con su linterna (5:1-9), buscaba por las calles de Jerusalén un hombre honesto, pero no encontraba ni uno solo. ¡No valía la pena esperar que el metal puro fuese refinado de un mineral de tan baja calidad, es decir, de la escoria! (6:27-30) Es un pueblo podrido de corazón e incapaz del arrepentimiento: ¿Podrá el negro cambiar de piel y el leopardo sus manchas? Así tampoco vosotros podréis hacer el bien, estando habituados a hacer el mal. (13:23) Era este pesimismo total tocante al carácter moral de la nación que le impulsaba hacia una virtual traición contra ella. Por lo menos sonaba como un traidor. (21:8-10) Así sus conciudadanos lo entendían (37:13-14; 38:2-4); así mismo los babilonios, que creían que estaba de su lado, lo veían (39:11-12); y francamente, así entenderíamos nosotros también. Pero Jeremías no era ni cobarde ni pacifista ni un solitario quinta-columna de los babilonios. Más bien, era el hombre que le había hecho frente a la gran realidad de que Dios y lo moralmente correcto ya no estaban con su país. En

70 este sentido, era como un alemán anti-nazi o un ruso anti-comunista que, por mucho que amara a su país, se sentía obligado a romperse con él. Los dirigentes de su país, sin duda, lo tildarán de traidor, pero tal vez merece que se le dé un patriotismo de un rango superior. Jeremías no podía considerar a Babilonia excepto en términos de un vehículo del castigo de Dios sobre un estado pecaminoso. El estado tiene que someterse a ese juicio, porque el rebelarse es rebelarse contra Dios y así acarrear una segura destrucción. (27:5-11) Dios se ha divorciado del Reino de Judá, y guerrea contra ese reino. 2. El actuar así le ocasionaba a Jeremías una lucha terrible, tal como sus propias “confesiones” nos indican. La tentación a que digresemos es irresistible, porque estas pequeñas vislumbres que Jeremías nos ofrece de la parte más recóndita de su alma, no tienen precio. Aquí contemplamos un alma que guerrea contra sí misma y contra Dios; tanto así, porque Jeremías no vaciló en acusarle a Dios, de la forma más directa, de no ser justo. Es claro que el denunciar a su pueblo no le daba el más mínimo de placer. Le recordaba a Dios que nunca había querido el trabajo de profeta. (17:15-16) Quería abandonarlo (9:2); declaró que prefería vivir en una choza en el desierto más terrible que vivir entre un pueblo como el suyo. Por haber sido el recipiente de mofas y burlas, arremetió contra Dios con un lenguaje casi blasfemo, acusándole a Dios de haberlo “seducido” (20:7), y que se había dejado; había luchado contra su destino, pero Dios simplemente se le había sobrepuesto a él. ¡Qué victoria más grande para un Dios todopoderoso! De nuevo, censurado y solito, se sentía como un hombre que sufría de una herida incurable. (15:17-18) Cuando iba a Dios para recibir fortaleza, encontraba que ese mismo Dios a quien en una ocasión había llamado “la fuente de aguas vivas” (2:13) no era mejor que un arroyo seco. Ya no tenía recursos espirituales. Con todo, no podía desistir por mucho que intentara; la compulsión de la Palabra divina estaba sobre él: Digo: “No me acordaré más de él, ni hablaré más en su nombre.” Pero hay en mi corazón como un fuego ardiente, apresado en mis huesos. Me canso de contenerlo y (20:9)

no

puedo.

El espíritu humano no está hecho para resistir tanta tensión. Al final está la desesperación— una desesperación sin par, una desesperación que rehuye cualquier descripción, pero con todo, Jeremías encontraba palabras supremamente conmovedoras. Son palabras que pudieran haberse escrito para acompañar alguna symphonie pathétique en la cual le parece al que escucha que la música se apresura para abrazar la muerte. Jeremías no quería vivir: Maldito el día en que nací; no sea bendito el día en que mi madre me dio a luz. Maldito el hombre que dio a mi padre las nuevas, diciendo: “Un hijo varón te ha nacido”, causándole mucha alegría. Sea tal hombre como las ciudades que Jehová desoló sin misericordia. Oiga alarma de mañana y gritos de guerra a mediodía; porque no me hizo morir en el vientre. Así mi madre hubiera sido mi tumba; su vientre hubiera quedado encinta para siempre. ¿Para qué salí del vientre? ¿Para ver sufrimiento y tormento? ¿Para que mis días se consuman en vergüenza?

71 (20:14-18) Puede que alguien se sienta tentado a decir: He aquí, un gran cobarde, un alma que ha perdido totalmente su fe en Dios. ¡Lejos de ser así! Recordemos que no habríamos sabido de todo esto si Jeremías no nos lo hubiera dicho. Si tuviéramos solo las palabras dichas por él en público y un relato de sus hechos, nunca hubiéramos sabido que semejante lucha tuvo lugar. Se puede decir con toda seguridad que pocos de sus enemigos se enteraban de ella; no había nada en sus acciones que la revelara. Por dentro de Jeremías había una tempestad enorme; pero por fuera había un infranqueable “muro de bronce.” (1:18; 15:20) Por dentro, había toda clase de temor y desesperación; por fuera, que sepamos, ¡había un hombre que nunca cedió ni un centímetro! Aquí, de verdad, aprendemos que cosa la fe es en realidad: no esa fe satisfecha de sí misma que no teme las preguntas, porque nunca hizo ninguna, sino que esa verdadera fe que hace todas las preguntas sin que haya muchas respuestas, pero, con todo, ha oído el mandato: ¡Prepárate! ¡Cumple con tu deber! ¡Acuérdate de tu llamamiento! ¡Ten fe en Dios! Pareciera que en este sentido Jeremías refuta la popular noción moderna de que el propósito de la religión es una personalidad integrada, liberada de sus temores, sus dudas, y sus frustraciones. Ciertamente, Jeremías no tenía ninguna personalidad integrada. Es dudoso que hasta el fin de su existencia torturada jamás supiera el significado de la palabra “paz”. No tenemos evidencia de que su lucha interna jamás terminara, aunque sin duda el correr de los años traía una aceptación de su destino. Si sus “confesiones” son algún indicio, Jeremías necesitaba urgentemente una materia en la psiquiatría pastoral. No queremos denigrar la función de la fe en la creación de la salud mentalespiritual ni de las técnicas necesarias para lograr este fin. Sin embargo, no se puede eludir el hecho de que si Jeremías hubiera sido una persona integrada, ¡habría dejado de ser Jeremías! Un hombre en paz no podría haber sido un Jeremías. La salud espiritual es loable; la seguridad es buena. Pero el llamado de la fe no es a una personalidad integrada ni la disolución de todas las preguntas, sino a la consagración de la personalidad—con todos sus temores y preguntas—a su deber y destino bajo Dios. Jeremías salió de este Getsemaní interminable del espíritu como una figura extrañamente como Jesucristo. ¡No es que podamos hacer de Jeremías un santo cristiano! No sufría con mansedumbre sino con una indignación enojosa, y dentro de su ira sabía maldecir a sus enemigos. Por ejemplo, al leer 18:18-23 uno se da cuenta que Jeremías habla de sus atormentadores como una parodia de las palabras desde el Calvario: “Padre, no los perdones, ¡porque bien saben lo que hacen!” Eso no es como Cristo, pero muy semejante a ti y a mí.134 Empero, a pesar de sus muchas manifestaciones de la pasión humana, y pese a todas sus quejas amargas contra Dios y el destino, he aquí, un hombre que padecía el sufrimiento brutal por el Reino de Dios; un hombre que obedeció hasta la muerte, uno que, cuando flaqueaba su espíritu y hubiera querido huir, no obstante todo esto, le era posible decir, “Sea hecha tu voluntad y no la mía” (Lucas 22:42) para luego tomar su cruz. Además, he aquí un buen hombre que sufría a manos de un pueblo pecaminoso y, en su sufrimiento, confería un gran beneficio a toda la posteridad. También, he aquí un hombre que encontraba su más profundo sufrimiento en su compasión por aquellos cuyos pecados debía denunciar: El dolor se sobrepone a mí sin remedio, mi corazón está enfermo.135 Tanto es así que algunos eruditos, por puras razones sentimentales, se niegan a creer que Jeremías pudiera haber dicho semejante cosa (por ejemplo, Peake, op. cit., I, 234; Duhm, op. cit., pp. 158-159). Pero véase los comentarios de Smith (op. cit., pp. 329ss.) y los de Rudolph (op. cit., p. 107) sobre el asunto. No podemos crear a un Jeremías nuevo para que cuadre con nuestras ideas de la piedad. 135 La traducción inglesa del v. 18 es una adivinanza. La primera palabra en el hebreo no es traducible tal como está. Probablemente (véase Rudolph, op. cit., p. 54) debiera trasladarse al final del versículo anterior. Con una 134

72 ¡He aquí, la voz del grito de la hija de mi pueblo que viene de lejana tierra!136 ¿Acaso no está Jehová en Sion? ¿Acaso no está en ella su Rey? . . ..................................................... Ha pasado la siega, se ha acabado el verano, ¡y nosotros no hemos sido salvos! Quebrantado estoy por el quebranto de la hija de mi pueblo. Estoy enlutado; el horror se ha apoderado de mí. ¿Acaso no hay bálsamo en Galaad? ¿Acaso no hay allí médico? ¿Por qué, pues, no hay sanidad137 para la hija de mi pueblo? ¡Quién me diera que mi cabeza fuese agua y mis ojos manantial de lágrimas, para que llorara día y noche por los muertos de la hija de mi pueblo! (8:18-9:1 [8:18-23, hebreo] ) Tal compasión sólo se puede comparar a la de Otro que lloró por la ciudad pecaminosa de Jerusalén, diciendo que con gusto la habría tomado debajo de sus alas tal como una gallina cobija sus polluelos (Mateo 23:37)—pero ¡no quiso! 3. Ahora bien, estos factores en el carácter y mensaje de Jeremías son precisamente los que contribuyeron a la supervivencia de la fe de Israel. Tal vez, pues, encontraremos que nuestra pequeña digresión dentro del alma más recóndita de Jeremías no era digresión alguna. El que él y Ezequiel rechazaran el estado tan tajantemente ayudaba a que los israelitas vieran que los propósitos de Dios podrían continuar sin él. Este era un cojín eficaz contra el golpe de la desaparición del estado. ¡Supóngase que las únicas voces religiosas en esa hora hubieran sido la del profeta profesional, prometiendo una pronta liberación y la del sacerdote, proclamando la inviolabilidad de Sion! Pudiera haber resultado en una desilusión total. Esa religión cayó, junto con el estado, como humo y cenizas cuando la calamidad de 587. Si lo único que la fe de Israel pudiera dar eran promesas huecas, la caída del estado y el templo bien pudiera haberse visto como la derrota de Dios y la victoria del paganismo. Que muchos así la vieran veremos más tarde. Pero he aquí las mejores voces de esa fe anunciando la tragedia como el juicio de Dios, el vehículo de su propósito moral. Fue Dios quien dio el golpe; Dios estaba, y siempre estará en control de la historia. En labios de Jeremías y Ezequiel la fe de Israel se comprobó ser lo suficientemente grande como para sobrevivir aun la catástrofe más grande. Y que no olvidemos, la religión que no pueda abarcar toda la tragedia de la historia, que no pueda descender a las profundidades del infierno de la tragedia, sino que tiene que dejarla como una especie de signo de interrogación quejosa—esa religión no puede decir ni una sola sílaba ante la tragedia. No puede enfrentar la tragedia, y, ya que no puede, no puede encarar la historia ni sobrevivir en ella. Que la fe de Israel pudiera siquiera sobrevivir, que Israel pudiera tener esperanza alguna, se debía en gran parte a los profetas que despiadadamente destruían toda esperanza falsa. El Reino que Dios establecerá no pequeña variación el versículo se leería así: “...y te morderán de tal modo que no hay sanidad.” El v. 18 luego comienza: “’alay (=’alah) yagón alay”—“la tristeza me sobrepone.” 136 El inglés traduce meeres, marhaqqim en “de una lejana tierra”, pero el v. 20 indica que el golpe final no ha caído, y aún se espera la liberación. Para la lectura “por toda la tierra” (literalmente “desde una tierra de distancias”) véase Isaías 33:17; véase también los léxicos y los comentarios. 137 “Sanidad” literalmente es “la nueva piel” que crece sobre una herida.

73 es igual al Reino de Judá y su templo. Por lo mismo, la destrucción de ese estado y el templo no quiere decir la derrota de Dios. Es más, en su espíritu de soledad, Jeremías recalcaba el carácter interno e individual de la religión. Ahora bien, no debe decirse, como a menudo suelen hacer los manuales, que Jeremías o Ezequiel es el padre del individualismo dentro de la fe antiguotestamentaria. Es verdad que el hebreo siempre había tenido un fuerte sentido de la naturaleza colectiva de la sociedad (y lo dicho contiene una verdad que no debemos minimizar u olvidar), y también es cierto que los profetas retaban a la nación, dirigiéndose a ella como una totalidad a la luz de su posición como el pueblo del pacto. Pero la nación se componía de hombres individuales, y nunca había un tiempo cuando la mentalidad del Antiguo Testamento no estuviera consciente de ese hecho. Los mandatos: “no harás” del Decálogo se dirigían a la voluntad individual. La totalidad del ataque ético de los profetas oscilaba entre la condición de los hombres individuales y una agresión sobre las conciencias de aquellos individuos que los oprimían. Empero esto no debe cegarnos al hecho de que pocos enfatizaran más que Jeremías la naturaleza interna y personal de la relación del hombre con su Dios. Las circunstancias externas tal vez ayuden para explicar esto. Mientras el estado se desmoronaban en su derredor, mientras la religión estatal se ponía una cosa más horrorosa en la que no tuviera participación, era inevitable que un hombre como Jeremías se encontrase con Dios dentro de la privacidad de lo más recóndito de su alma, o, en su defecto, no encontrarlo nunca. Nunca para otro era la religión una cosa más intensamente íntima que para Jeremías. Ningún otro profeta enfatizaba más la naturaleza interna del arrepentimiento, el cambio de corazón, que él. Su predicación no era meramente un ataque contra el estado, era un llamado a los hombres individuales a que optaran por el Reino de Dios en lugar del Reino de Joaquín. Toda su vida era una ilustración del costo inmenso de esa decisión. Puede agregarse que Ezequiel, a su propio modo, siguió el mismo sendero. (Por ejemplo, capítulo 18) Pero esto abría el camino para la posibilidad de que la fe, divorciada del estado y el culto estatal, pudiera seguir viviendo en los corazones de los hombres individuales. La noción del pueblo de Dios en Jeremías se desvía totalmente del estado israelita. Aunque se retiene la fe de que un Remanente piadoso emergiera un día, no podría haber ninguna esperanza, tal como la que Isaías pareciera tener, de que un núcleo purificado de alguna forma se escapara de la catástrofe y que así continuara existiendo. Porque la catástrofe era total, y nadie se escapó. La noción del pueblo elegido de ese modo llega a ser cada vez más individualizada. Hombres individuales del residuo humillado de la nación que oyen la Palabra de Dios y obedecen, cueste lo que cueste—estos son el pueblo de Dios. Aunque se destruya la nación, y aunque el templo esté en ruinas, tal pueblo puede encontrarse con Dios dondequiera. (véase Jeremías 29:10-14; compárese a Ezequiel 11:16) Jeremías, tanto como Ezequiel, parecen haber considerado al grupo más humillado de todos, los cautivos en Babilonia, como este Remanente. Aquí, en la prueba más severa, Dios creará un pueblo puro. 4. Con es pueblo verdadero Dios algún día hará un Nuevo Pacto. Al fin llegamos a un concepto que únicamente Jeremías pudiera haber concebido. Porque sólo aquellos que hayan visto el fracaso total del orden terrenal para producir el Reino de Dios, y que hayan perdido los últimos vestigios de esperanza respecto a la capacidad humana, podrán asirse de una esperanza superior, podrán ver claramente una ciudad no hecha de manos. En un tiempo cuando un pueblo—cuya capacidad para ilusiones vanas era extraordinaria—a quien toda esperanza se le había quitado, Jeremías, que nunca se esperanzaba, jamás dejó de esperar. Esta esperanza, que pareciera muy inesperada en Jeremías138, se basaba firmemente en su teología. De hecho, la palabra “esperanza” no es la palabra correcta, porque no había nada en el 138

Tanto es así que se ha dudado que Jeremías tuviera esperanza alguna en cuanto al futuro.

74 escenario de Jeremías que permitiera la más mínima de esperanza. Más bien, era una fe inconquistable en Dios. El Dios de Jeremías era el Dios de Israel; y el Dios de Israel es el Único, el Creador todopoderoso, y el Regidor de todas las cosas. La historia está en sus manos, y por medio de la historia llevará a cabo sus propósitos. Si Jeremías hubiese quedado sin esperanza alguna, hubiera tenido que decir que la calamidad de Israel había frustrado y derrotado a Dios. No le era posible decir semejante cosa, y jamás la dijo. Además, aunque Israel ciertamente había roto el pacto, y por ende había pagado con su vida nacional, era una gran certeza para Jeremías que Dios jamás rompe el pacto. Era posible que el mundo entero de Jeremías se desmoronara en escombros, ¡pero más permanente que las estrellas era Dios! (31:35-37) Este Dios, con la compasión infinita de un padre que aun anhelaba por su primogénito, perdido desde hacía mucho, Efraín (31:15-22), ciertamente no se olvidaría de su propósito en la historia. Su propósito en la historia es el de crear un pueblo sobre el cual regir. A la luz de esto, no es extraño que Jeremías se asiera de la esperanza; habría sido inconcebible que lo hiciera. Así que Jeremías nunca podía creer que la ruina nacional fuera el fin. Por cierto, no veía nada que le provocara la esperanza, pero nunca perdía la esperanza, porque nunca perdía fe en Dios. El que esta fe venciera la desesperación fulminante es ilustrado dramáticamente por la conducta de Jeremías en el último año de la vida de Jerusalén, aunque él mismo estuviera encarcelado. (32:1-15) Cuando era bien claro que la tierra estaba perdida, cuando el ejército babilónico estaba golpeando los muros, ¡Jeremías hacía inversiones en bienes y raíces! Esto no lo hacía porque quería la propiedad o por un optimismo terco, sino para comunicar su fe en el futuro de la tierra. (v. 15) Empero, no era que Jeremías se atreviera a creer tal cosa. Para él, la acción le parecía una tontería, y se hizo en contra de sus mejores razonamientos (32:24-25), pero lo hizo, porque creía que Dios quería que lo hiciera. En breve, la esperanza era imposible para Jeremías, pero su fe en Dios (v. 27) hizo que actuara como si la tuviera. Es como si Dios le dijera, “¡Jeremías, todo es posible para Mí, aunque no puedas creerlo, aunque no puedas esperarlo siquiera, aunque todo el escenario actual lo niegue!” Pero esa esperanza es amoldada como sólo Jeremías pudiera amoldarla. No está ligada al estado israelita, porque Israel ha roto el pacto. Es demasiado tarde como para hablar de un Remanente de la nación que será salvado—aunque la idea es exactamente la misma. Aquí oímos de un nuevo Israel, un Israel espiritual al cual, algún día, Dios dará un Nuevo Pacto y un nuevo comienzo. Será un Israel completamente obediente a la ley de Dios, no porque ella se haya reformado (Jeremías bien sabía cuán poco una reforma externa podía lograr), sino porque la ley es interna, escrita sobre el mismo corazón. Aquí hay un Nuevo Pacto que ninguna obediencia externa pueda adquirir, pero el cual le es dado a un pueblo que haya entregado sus corazones a Dios y hayan recibido su gracia perdonadora: “He aquí vienen días, dice Jehová, en que haré un nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá. No será como el pacto que hice con sus padres el día que los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto, mi pacto que ellos invalidaron, a pesar de ser yo su señor, dice Jehová. Porque éste será el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice Jehová: Pondré mi ley en su interior y la escribiré en su corazón. Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Ya nadie enseñará a su prójimo, ni nadie a su hermano, diciendo: ‘Conoce a Jehová.’ Pues todos ellos me No podemos debatir la cuestión aquí, pero el asumir tal postura involucra el considerar los capítulos 30-33 (al igual que otras partes) como no de Jeremías. Es probable que la poesía de estos capítulos sufriera alguna expansión, pero lo esencial de ella debe atribuirse a Jeremías. El hecho de que algunas de las expresiones de esperanza más nobles (por ejemplo, el Nuevo Pacto 31:31-34) se redacten en el estilo de los sermones prosaicos no puede usarse para desacreditar su autenticidad. (véase mis aseveraciones en “The Date of the Prose Sermons of Jeremiah,” Journal of Biblical Literature, LXX [1951], 15/35).

75 conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más grande, dice Jehová. Porque yo perdonaré su iniquidad, y no me acordaré más de su pecado. (31:31-34) Ezequiel a su propio modo expresa el mismo tema. En una visión (capítulo 37) pareciera que veía una gran llanura cubierta de huesos emblanquecidos, y él sabía que eran los huesos de la nación difunta. No era posible ver cómo la nación muerta pudiera revivir. (vs. 3, 11) Pero Dios habló al profeta, y en su visión llamaba al mismo espíritu de Dios desde los cuatro vientos del cielo. Y el espíritu sopló sobre los huesos, y ellos “se pusieron de pie: ¡un ejército grande en extremo!” (vs. 9-10) Es una nación muerta en su pecado, revivida por la gracia de Dios. Es una nación purgada de su pecado en la cruz de la muerte nacional, viva de nuevo por el espíritu de Dios en su corazón. ¡He aquí, el pueblo de Dios y el Reino de Dios! (37:23-28; 11:19-20) Aquí, tal vez más que en ninguna otra parte, el Antiguo Pacto se extiende para anhelar el Nuevo. Aquí nos enteramos de todas las falsas esperanzas para la redención del hombre. El estado y sus políticas, su riqueza y su prosperidad, aun su religión y sus esfuerzos más nobles en pro de la reforma—éstos no pueden producir el Reino de Dios, no pueden crear el pueblo sobre el cual Dios rija. El orden terrenal, en el mejor de los casos, es sino una aproximación pálida del orden de Dios; en el peor de los casos, es una travestía de él. De ninguna manera puede el orden terrenal ser el Reino ni puede crearlo. Al contrario, el orden terrenal vive actualmente, como entonces, bajo el juicio de la historia. Pero aquí, también, nos enteramos de la verdadera esperanza. Estriba en la gracia de Dios el cual da un Nuevo Pacto—con su ley escrita en el corazón humano. El pueblo de este pacto son el pueblo del Reino de Dios, porque son los de corazón limpio, que han nacido de nuevo. El Antiguo Pacto señala hacia una solución más allá de sí mismo—la creación de un nuevo pueblo. ¡Quédese con estas palabras de Jeremías! Las oirá otra vez. Las oirá en un pequeño aposento alto; las oirá la próxima vez que se siente a la mesa del Señor: “Esta copa es el Nuevo Pacto en mi sangre”. (1 Corintios 11:25; Lucas 22:20) Y otra vez: “Bebed de ella todos”. (Mateo 26:27) CAPÍTULO CINCO La cautividad y el nuevo éxodo LA CASA DE JUDÁ CAYÓ PARA NO VOLVER A LEVANTARSE; JUNTAMENTE CON LA CAÍDA MURIÓ TODA ESPERANZA DE QUE FUERA EL REINO PROTEGIDO POR Dios y regido por él. La esperanza en pro del establecimiento del pueblo de Dios bajo su regencia o tenía que abandonarse o reinterpretarse como algo más espiritual, algo más duradero que el estado. Desde luego, esto es precisamente lo que generaciones de la predicación profética—culminando así en la de Jeremías y Ezequiel—había estado haciendo. Es cierto que el Exilio era un golpe fuerte para las expectaciones populares. Pero la fe de Israel probó, como lo ha hecho muchas otras veces, que tenía la pasta para sobrevivir. La esperanza del venidero establecimiento de la regencia de Dios era un parte integral de esa fe; ésta se ligaba inseparablemente a la noción completa del Antiguo Testamento en cuanto al Dios que lleva a cabo su propósito en la historia. Por lo tanto, no era abandonada esa fe, sino que se le asía; mientras más oscuros se ponían los tiempos, asombrosamente más florecía. De hecho, era durante el Exilio que se le daba su expresión más profunda. A eso vamos ahora.

76

I 1, Si la fe de Israel no se extinguía, no era porque la calamidad que acaeció a la nación fuera trivial. Al contrario, la caída de Jerusalén y el colapso del estado señalaron un trastorno en la vida de Israel de tal naturaleza que pocos hubieran podido sobrevivir. Ahora bien, tenemos que deshacernos de ciertas nociones populares respecto al exilio babilónico. Pudiera ser que pensemos en una deportación total de la población, docenas de miles de personas, llevadas en cadenas para ser puestas posteriormente en campos de concentración y allí ser sometidas a la más salvaje persecución. Pero los hechos no apoyan tal noción. El número de deportados a la Babilonia nunca era grande. En Jeremías 52:28-30 se mencionan tres deportaciones, y el total de las tres es sólo 4, 600. Aun si esto aludiera únicamente a varones adultos, el gran total de los cautivos difícilmente fuera más que tres veces ese número.139 Aunque las privaciones y la humillación que acompañan cualquier deportación masiva como ésta no deben tratarse con ligereza, no hay evidencia de que la suerte de estos cautivos fuera muy severa. Fueron llevados a la tierra babilónica, el mismo centro de la civilización mundial. Allí se acomodaban en los pueblos (véase Jeremías 29:7), se les permitía continuar cierto nivel de vida comunitaria (Ezequiel 8:1; 14:1; 20:1); aparentemente se les permitía codearse con la población babilónica y ganarse la vida como pudieran. No se les sometía a la persecución por su raza o religión. El Rey Joaquín, aunque a la postre se le encarceló, al principio se le recibió honorablemente como pensionista de la corte babilónica.140 Con el correr de los años, muchos judíos empezaban a trabajar en el comercio; muchos se hacían ricos.141 Bien podemos creer que la vida en Babilonia ofrecía muchas oportunidades que jamás hubieran tenido en la Palestina. No obstante esto, el Exilio era una calamidad de grandes proporciones para la pequeña nación, y su efecto en la vida judía no debe minimizarse.141 La tierra estaba deshecha. Prácticamente todo pueblo fortificado, incluso Jerusalén con su templo, había sido destruido por los babilonios y dejados en ruinas. La mayoría de ellos no se reconstruyó por Esta cifra y la que encontramos en Reyes requiere un poco de harmonización Jeremías 52:28 dice que el total para la primera deportación (598 A. de J. C.) era de 3,023, aunque Reyes (que no da un total para la deportación de 587 y no menciona la tercera) fija el número en 10,000 (2 Reyes24:14) o en su defecto, 8,000 (2 Reyes 24:16). Probablemente no haya ninguna discrepancia verdadera. Las cifras en Reyes parecen ser puros estimados. Además, tal y como Albright (“The Biblical Period,” p. 47) sugiere, una tremenda mortandad en camino pudiera explicar algo de la diferencia. 140 2 Reyes 25:27-30 nos informa que sólo Evil-merodach (el hijo de Nabucodonosor [562-560] puso en libertad a Joaquín, dándonos la idea de que hasta entonces había languidecido en prisión. No obstante, últimamente ciertas tablas impresas de Babilonia, una de las cuales se remonta a cerca de 592 (antes de la caída final de Jerusalén), estipulan que Joaquín y cinco de sus hijos estaban entre aquellos que recibían raciones de la corte real. Se le llama “el rey de Judá.” Así es claro que Joaquín sólo llegó a ser encarcelado posteriormente, probablemente por complicidad en alguna actividad rebelde. Estas tablas, publicadas primero por E. F. Weidner (“Joachin, König von Juda in Babylonischen Keilschrifttexten,” Mélanges syriens offerts a M. René Dussaud [Paris: Librairie Orientaliste Paul Geuthner, 1939], pp. 923/935, son discutidas por W. F. Albright “King Joiachin in Exile,” The Biblical Archaeologist, V-4 [1942], 49-55. Para tener una traducción, véase a Pritchard, op. cit., p. 308. 141 Para el siguiente siglo, nombres judíos cada vez más se mencionaban en documentos comerciales, especialmente los de Nippur. 142C. C. Torrey ((Ezra Studies [Chicago: University of Chicago Press, 1910]; Pseudo-Ezekiel and the Original Prophecy [New Haven: Yale University Press, 1930] ) y otros han argumentado que el Exilio es una ocurrencia grandemente exagerada, pero sus argumentos ahora han sido totalmente refutados por descubrimientos recientes. Véase Albright, From the Stone Age to Christianity, pp. 246-250. 139

77 mucho tiempo. Aunque el número de deportados no era grande, éstos representaban la crema y nata del liderazgo de la nación. También, podemos estar seguros que muchos fueron matados en batallas o habían muerto durante los rigores del sitio; otros miles huirían por sus vidas. Eran dejados sólo los campesinos más pobres para hacer el trabajo agrícola, ya que se creía que no eran capaces de rebelarse. (2 Reyes 25:12) Judá era una tierra limitada de población.143 Mucho del territorio en el sur de la Palestina empezaba a estas alturas a ser ocupado por una población edomita procedente de la región sureste del Mar Muerto (por ende, su nombre más tarde de Idumea). El área ocupada por los judíos setenta y cinco años más tarde era muy pequeña dentro de los contornos inmediatos de Jerusalén. De hecho, la Palestina no volvería a ser el hogar físico de la mayoría de los judíos. Estamos ante el principio de la primera gran Dispersión. De los judíos que se escaparon de la muerte o la deportación, un número aun más grande fijaron sus miradas para fuera de su patria destrozada para buscar oportunidades en otras partes. Había una tremenda migración hacia Egipto. Tan temprano como los tiempos de Jeremías, un buen número de judíos habían llegado allí (Jeremías 40-44), y se sabe que existían colonias judías a lo largo del período persa. (Véase Isaías 19:18)144 Era un proceso sin restricciones, y para el período griego, Egipto había llegado a ser un centro mundial para los judíos. Corrientes similares de migración se desplazaba para otras partes. Pronto el número de judíos que vivía fuera de la Palestina era mucho más grande que el número que se había quedado en la patria; finalmente, llegaría el tiempo cuando comunidades judías se encontraban en todas partes del mundo conocido. Aunque la Palestina permaneciera siendo la patria espiritual y Jerusalén, la ciudad santa, transfiguradas dentro de los sentimientos y la memoria, para la mayoría de judíos no habría un retorno. Cuando se les presentó la oportunidad a los exiliados en Babilonia para que volvieran, la mayor parte de ellos no quisieron. 2. Así es que la conquista babilónica de Judá era una calamidad total: la destrucción de la nación y la dispersión de su población. Pero era aun más. Era una crisis espiritual severa: una crisis en teología. La religión de Israel ya no podría continuar como una especie de iglesia nacional, sostenida por el estado y existiendo para fomentar el bienestar del estado y la sociedad. Tenía que ajustarse, tenía que reinterpretarse, o perecer. La caída del estado y el templo fue acompañada por el deceso del engreimiento popular que se había adherido a estas instituciones y contra el cual los profetas habían predicado infructuosamente. No podría haber resultado en menos que una profunda desilusión. La teología popular, predicada por el profeta profesional y el sacerdote y felizmente aceptada por un pueblo de vanas ilusiones, había dicho que no podía ser--¡Dios no lo permitiría! Este es su pueblo, este es su templo, y aquí está el eterno trono de David sobre el cual se sienta su “hijo” ungido, el rey: ¡Jamás permitirá Dios que se destruya su nación! Al contrario, ¡cuando el clímax del drama de la historia, la glorificará—porque es su Reino! Pero no resultó. La historia no había llegado a esa dramática intervención de Dios y el establecimiento de su Reino; más bien, había traído el fin de ese “reino” por medio de un ejército pagano que adoraba a dioses paganos. ¿No es esta la victoria del paganismo? Albright, “The Biblical Period,” p. 49, basándose en las listas de Esdras y Nehemías y otra evidencia, calcula que la población de Judá después del primero retorno era de aproximadamente 20,000 personas. 144 Especialmente en Elefantino, ubicado en la primera catarata del Nilo. Papiros, escritos en arameo y procedentes de esta comunidad a mediados del siglo cinco, se han descubierto. Arrojan una luz importante sobre sus circunstancias, sus costumbres, y sus prácticas religiosas. Véase Albright, Archaeology and the Religion of Israel, pp. 168-174. Para extractos traducidos, véase a Pritchard, op.cit., pp. 222-223, 491-492. 143

78 Muchos israelitas no podían llegar a otra conclusión sino que la victoria babilónica era prueba de que los dioses de Babilonia eran más fuertes que Yahvé. Tales hombres serían tentados gravemente a dejar totalmente la fe de sus ancestros. Otros, sin deseos de ir tan lejos, se quejaban de que Dios no era justo, porque había permitido que sus hijos fuesen castigados por los pecados de sus padres. (Ezequiel 18:2; Jeremías 31:29; Lamentaciones 5:7)145 Aun otros—aquellos que habían tomado en serio la predicación de los profetas— podía concluir que la perdición anunciada por los profetas efectivamente había llegado, que el pacto había sido roto, y su destino como pueblo de Dios acabado: “Nuestros huesos se han secado. Se ha perdido nuestra esperanza. Somos del todo destruidos.” (Ezequiel 37:11) Esta desilusión sólo podría haberse agravado al llegar a codearse los judíos con un mundo mucho más grande de lo que jamás soñaran. El suyo era un país pobre, mal ubicado, y pocos de ellos habían salido de sus fronteras. A todas luces, eran un pueblo de provincianos. Sin embargo, se enorgullecían al pensar que su ciudad fuera el centro del universo, porque Yahvé, el Dios de los Ejércitos, tenía su santa habitación terrenal en su medio. Pero ahora estaban desubicados y esparcidos por toda la tierra; la patria y su heredad estaban bien lejos, la ciudad orgullosa y su templo en ruinas. En dicho mundo conocían ciudades que hacían que Jerusalén pareciera como un pueblo de campo, cosa que efectivamente era. Presenciaban riquezas tales que ni el fabuloso Salomón jamás tuviera; veían potencias militares, templos de tal magnificencia que hacían que el del Monte Sion quedara en chico, donde reposaban las imágenes esplendorosas de Marduc, o Nabo (véase Isaías 46:1-2), o, tal vez, Amun-Re. Era un vasto mundo en que los horizontes se extendían. ¿Qué lugar había en este mundo para Yahvé, el protector de un pequeño estado desolado cuyo templo arruinado quedaba abierto al cielo sobre un monte en Judá? El tiempo era propicio para una pérdida de fe al por mayor. Desde luego, no era que se convirtieran los judíos en ateos (cosa desconocida en el antiguo Oriente), sino que adorasen a dioses más exitosos. El pagano, sea antiguo o moderno, piensa que la función de la religión es que ésta se le recompense materialmente por su adoración. Deseará esta comprensión cómoda con su dios: que sus oraciones le rendirán protección, su dinero en más dinero. Tampoco es probable que se quede con la religión que no resulte así. Por lo tanto, era una gran tentación a que el judío—en cuya mente paganizada Yahvé le era un fracaso—simplemente se identificase con su medio y dejar de ser judío. Sin duda, muchos así hicieron.146 La fe de Israel ya no podía continuar como la cosa tan provincial que sus adherentes la creían ser. El mundo se había hecho vasto y su tragedia muy profunda. La fe tendría que demostrarse ser lo suficientemente ancha y profunda como para abrazar ese mundo tanto como esa tragedia—o perecer. Ya no podía interiorizarse y sobrevivir, ocupándose de sus propios asuntos triviales. Aunque, por su naturaleza, nunca podría divorciarse del pueblo judío, el camino de regreso a lo que había sido antes ya estaba cerrado con candado, y no había manera de volver.

No nos sorprende que la cuestión de la justicia divina fuera a suscitarse durante este período como nunca antes; véase Jeremías 12:1-4; Habacuc 1:1-2:4; Ezequiel 18. Aunque la fecha del libro de Job, el cual nos da la discusión más primitiva del tema, es muy incierta, es probable que recibiera su forma actual dentro de un siglo del tiempo que nos ocupa ahora. 146 No hay evidencia directa, pero la polémica violenta en Isaías 40-48 contra los dioses de Babilonia apenas hubiera sido necesaria si muchos no estuvieran apostatándose por la adoración de estos dioses. Para evidencia de un período posterior, véase a A. T. Olmstead, History of the Persian Empire (Chicago: University of Chicago Press, 1948), p. 192. 145

79 3. Tal era el reto del exilio babilónico. La gravedad de ese reto apenas puede exagerarse. Sin embargo, es claro que la fe de Israel sí pudo con él. El Exilio era cualquier cosa menos que la extinción espiritual de Israel: había vitalidad; había un Remanente en ella. Que esto fuera así puede considerarse un milagro. Pero el milagro estribaba en la naturaleza de la misma fe de Israel; su Dios era el Señor de la historia, y mientras entendía a ese Dios, jamás podría ser derrotada por la historia. Por mucho que la mayoría malentendiese esa teología, había otros que no. Los profetas, particularmente Jeremías y Ezequiel, se habían preparado para la llegada de esa adaptación. Aunque otros dudaban que Dios estuviera en control, o se quejaban de que fuera injusto, estos profetas incansablemente afirmaban que era las dos cosas. Ellos insistían en que la calamidad era la hechura de Dios, y que era justa: era su juicio sobre los pecados de la nación, pecados en los cuales la presente generación había participado ampliamente, y mientras más pronto Israel se diera cuenta de esto, mejor. (por ejemplo, Jeremías 16:10-13; Ezequiel 14:12-23; 18) A sus voces se añadía la del historiador que nos dio los libros de los Rey.147 No tan sólo explicaba la calamidad final sino toda desgracia que jamás le aconteciera a Israel de la misma manera. Seguramente, este era una salvaguarda contra el golpe. Estos eran hombres de una intachable integridad, cuyas obras habían sido vindicadas por los eventos, que explicaban la tragedia precisamente en términos de la fe ancestral de Israel—y una tragedia explicada en términos de la fe nunca puede destruir esa fe. Por lo tanto, los israelitas sinceros no eran inducidos a la desesperación paralizante por la debacle nacional ni a las quejas contra Dios sino a un escudriñamiento de sus propios corazones. También, los profetas se habían preparado para el día cuando, habiendo sido arrasadas las formas externas de la religión, la fe tendría que continuar sin ellas. Para la mayoría de sus contemporáneos, le habría sido impensable que a Dios se le pudiera adorar sin sacrificio, sin rito, sin templo. Sin éstos no había adoración: porque Dios no puede ser adorado sin ellos, ni permite la ley la edificación de un templo sustituto en tierra extranjera.148 Si la noción popular hubiese sido correcta, bien pudiera haber terminado la adoración de Israel cuando el Exilio. Pero los profetas siempre habían dicho que la noción popular estaba equivocada. El sacrificio y el rito del templo, decían, no tan sólo no eran el corazón de la adoración sino que no eran esenciales siquiera para la adoración. (Jeremías 7:21-23) Lo esencial de la adoración es la obediencia y la rectitud, sin las cuales la adoración llega a ser un gran pecado. Un pueblo obediente encuentra a Dios en el corazón, y sus oraciones llegarán a sus oídos dondequiera que estén. (Jeremías 29:11-14; 31:31-34; Ezequiel 11:16-20; véase también, Deuteronomio 4:29-31) Para un pueblo obediente, limpio de corazón, Dios tiene un futuro—porque ellos son su pueblo y él, su Dios. Era por la destrucción de toda la esperanza falsa que los profetas podían mantener viva la verdadera esperanza de una clase superviviente. Así fue, paradójicamente, que el Exilio, lejos de ser el campo santo de la fe de Israel, era un tiempo de gran vitalidad espiritual. No podemos trazar los pormenores; de hecho, muchos de ellos son oscuros. Mucho cuidado se tenía para preservar los registros históricos del pasado, para que no se perdieran para siempre. Los dichos de los profetas eran 1471

y 2 Reyes—al igual que Josué, Jueces, 1 y 2 Samuel—comprenden una historia escrita desde la óptica de la ley deuteronómica. Procura demostrar que los principios dados en Deuteronomio han sido comprobados por los eventos. Es probable que todos estos libros fueron escritos por un solo hombre. 148 Los judíos en Elefantino de hecho construyeron un templo, pero es claro por los papiros que la comunidad en Jerusalén tiene que haberlo considerado ilegítimo. Su adoración era de una clase sumamente sincretista.

80 recordados y transmitidos de forma oral tanto como en pequeñas colecciones; aunque se nos escapan los detalles, se efectuó el proceso del coleccionar y editar que nos daría los libros de los profetas tales como los tenemos ahora.149 Después de todo, ¿no se comprobaron ser las palabras de los profetas las palabras de Dios por su veracidad? También, ¿No contenían éstas la única esperanza que el hombre pudiera tener? En particular, llegó a haber un interés más grande en la ley: había que codificarla, esquivarla, llevarla al corazón.150 Pero ya que la nación ya no existía, y el templo con su culto había cesado, ¿qué más quedaba para el judío sino la ley? Tal vez por guardar la ley era posible que Israel cumpliese su destino dado por Dios: ser el pueblo santo. (Levítico 19:2; 20:22-26; Éxodo 19:5-6) Ya, aquí en el Exilio, estaba en proceso de hacerse esa forma de fe con la que Israel se expresaría durante los siglos venideros—de hecho, la forma en la que, con muchas modificaciones, sobrevivió hasta el día de hoy. Israel estaba en transición de una nación con un culto nacional a la comunidad de ley del Judaísmo Nunca se perdió esperanza en cuanto a una restauración eventual. Hemos visto lo que los profetas hacían para mantener viva esa esperanza. Aunque es probable que muchos judíos anhelaban únicamente una reestablecimiento de la nación, es claro que la esperanza profética iba mucho más lejos. Como hemos visto, la de Jeremías enfáticamente rebasaba la esperanza nacional. Aunque Ezequiel también preveía la resurrección de la nación (capítulo 37), no esperaba un avivamiento de la antigua nación para que ésta continuara en los caminos antiguos, sino el nacimiento de una nación nueva con el espíritu de Dios en su corazón. Tal vez la expresión más grande de esta esperanza se halla en Ezequiel 40-48, un pasaje que bien pudiera llamarse la Civitas Dei de Ezequiel.151 De nuevo, vemos la tierra habitada y dividida entre las tribus, junto con el templo reconstituido en el cual la gloria de Yahvé mora una vez más. (Capítulo 43; véase también los capítulos 10-11) Y partiendo del templo, fluye una corriente de agua viva (capítulo 47) para rejuvenecer la tierra. Podemos estar seguros que los ojos de muchos judíos cautivos miraban hacia esa nueva Jerusalén y ese nuevo templo, aunque hasta ahora existían sólo por la fe. La esperanza no podía morirse en Israel, porque la esperanza era integral a la fe, y la fe era indestructible. 4. Sin duda, las expectaciones también eran alimentadas por factores externos. Es probable que la liberación de Joaquín de la cárcel en 561 (2 Reyes 25:27-30) despertara en muchos el sueño de una eventual restauración de la monarquía judía. La inestabilidad en extremo del Imperio Babilónico avivaba esta esperanza. De hecho, después de la muerte del gran Nabucodonosor (562 A. de J. C.), el imperio nunca más andaba bien. Siempre amenazado por el poder masivo de los Medos en el norte y el este, sufría de una disensión Los grandes profetas preexílicos no “escribieron” en realidad, como solemos pensar, los libros que llevan sus nombres, aunque sabemos que en algunos casos escribieron o dictaron algunas de sus profecías. (Por ejemplo, Jeremías 36) Los profetas daban sus oráculos oralmente. Cuando el mismo profeta no ponía sus oráculos en forma escrita, podemos presumir que eran recordados por sus oyentes, y puestos por escrito después de un intervalo corto o largo. Al principio estos dichos se circulaban, podemos creer, o separadamente o en pequeñas colecciones, y sólo después de un proceso largo y complejo eran editados en libros tales como los conocemos hoy. Estos libros, pues, presentan algo de la naturaleza de antologías de la predicación de los profetas más bien que libros escritos con sus plumas. Sin duda, la tradición oral jugó un papel, pero su importancia no debe exagerarse: véase las aseveraciones juiciosas de G. Widengren, Literary and Psychological Aspects of the Hebrew Prophets (Uppsala Universitets Arsskrift 1948:10 [Uppsala: Lundequistska Bokhandeln, 1948]. 150 Véase Capítulo VI. 151 Por el hecho de que el portón del templo, descrito en el capítulo 40, sea Salomónico, una clase de construcción que no se conoce en períodos posteriores, es muy arriesgado relegar el material de estos capítulos a una fecha tardía, como suelen hacer muchos eruditos. Estos capítulos tienen que atribuirse a alguien, como Ezequiel, que realmente recordaba el templo preexílico. 149

81 interna también. Dentro de siete años después de la muerte de Nabucodonosor el trono cambió de ocupantes tres veces, dos de ésta por la violencia. Apenas había reinado dos años el hijo de Nabucodonosor, Amel-marduk (éste es el Evil-merodac de la Biblia que liberó a Joaquín), cuando fue asesinado por su cuñado, Nergal-shar-usur (probablemente el Nergalsarezer que aparece cono un oficial babilónico en Jeremías 39:3, 13). Sin embargo, este último murió dentro de cuatro años, dejando así a un hijo menor sobre el trono quien fue matado casi inmediatamente por un tal Nabu-naid (Nabonidus). Bajo Nabonidus (555-539) llegó el final del poder mundial babilónico de corta vida. De hecho, ya estaba tambaleándose sobre sus cimientos. Nabonidus, aparentemente de una familia sacerdotal de la parte superior de Mesopotamia, seguía una política, cuyos detalles no nos interesan ahora, que hacía que el pueblo lo odiara amplia y amargamente. En particular, se ganada la enemistad de los poderosos sacerdotes de Maruk, el dios supremo de Babilonia, que se hubieran desecho de él con gusto. No sabemos porqué, pero por algunos años, se retiraba de Babilonia al oasis de Teima en el desierto arábico, dejando las responsabilidades del reino en manos de su hijo, Bel-sar-usur (a quien conocemos en el libro de Daniel como Belsasar). Ahora bien, como ya dijimos, la amenaza externa más peligrosa para el estado eran los Medos. Hemos de recordar que éstos en el siglo anterior se habían aliado a los babilonios para destruir el Imperio Asirio. Desde entonces, se habían apoderado de un tremendo territorio que se extendía desde la parte central de Asia Menor hasta lo que hoy conocemos por Irán. Tan grande era el temor de Nabonidus hacia los Medos que cuando uno de sus reyes vasallos, Ciro el persa, se rebelaba contra ellos, Nabonidus le alentó, e hizo un tratado con él. Raras veces un jefe de estado se equivoca tan grandemente. No tan sólo era Ciro victorioso, conquistando así al estado de los Medos, sino que en una serie de campañas asombrosas, lo engrandeció a dimensiones aun más colosales. Por su victoria sobre el famoso Croesus (546), extendió el imperio hasta el Mar Egeo. Luego arremetió contra Babilonia. Con un golpe poderoso despedazó los ejércitos de Babilonia tanto que en 539 su general pudo entrar a Babilonia sin batalla alguna. Babilonia ya estaba acabada, y Ciro el Persa regía el mundo. Temprano en su reinado (538) Ciro declaró un edicto de restauración de los judíos. El libro de Esdras nos lo preserva en dos versiones, una en hebreo (1:1-4) y la otra en arameo. (6:3-5) Su historicidad no puede dudarse.152 De hecho, no era un gesto aislado sino una parte de la política general de tolerancia de Ciro. Se ordenó que los utensilios del tempo fuesen restaurados y que se le alentara al pueblo a que volviera a casa. Se prometió una ayuda de la corte. (6:4) A un tal Sesbasar (1:8) se le encargó el proyecto; éste no era nada menos que el hijo del último rey legítimo de Judá, Joaquín.153 Cuando Sesbasar, por razones desconocidas—probablemente por la muerte—desapareció del cuadro, fue sucedido por Zorobabel (2:2; 3:2), su sobrino y un nieto de Joaquín. (1 Crónicas 3:19) No hay porqué afirmar que estos eventos despertarían en los pechos judíos la más grande esperanza.

La autenticidad de la versión hebrea se admite menos que la del arameo, pero para una defensa muy buena, véase E. Bickerman, “The Edict of Cyrus in Ezra 1,” Journal of Biblical Literature, LXV (1946), 244-275. Sea como fuere, es seguro que el edicto fue declarado. 153 Véase Albright, “The Biblical Period,” p. 49 y la nota bibliográfica 119. Sesbasar casi seguro es Senazar, hijo de Joaquín y mencionado en 1 Crónicas 3:18 (véase también Journal of Biblical Literature, XL, [1921], 108ss para una discusión ampllia). El nombre, como el de Zorobabel, es un buen nombre bablilónico. 152

82 II Otra de las grandes profecías del Antiguo Testamento hablaba a esta situación con toda su desesperación y una esperanza naciente. En muchos sentidos se le puede llamar la más grande de todas. Se halla en los últimos capítulos (40-66) del libro de Isaías. Es obvio para el lector cuidadoso que estos capítulos se diferencien del resto del libro. Sin duda, el mismo también está enterado de que es de opinión virtualmente unánime de los eruditos que, comenzando con el capítulo 40 ya no se trata de las palabras de Isaías, hijo de Amoz, sino de las de un profeta desconocido que vivió hacia finales del exilio babilónico y a quien se le llama convenientemente Segundo (Deutero-) Isaías. El debatir la cuestión aquí, desde luego, nos llevaría muy lejos de nuestro tema, aunque debe de decirse que las razones que han llevado a tantos hombres doctos a esta opinión son de verdad de peso.154 Pero la Palabra de Dios queda por encima del debate erudito. Habla por la boca del antiguo profeta, y nos llama de nuevo para oír y obedecer. Ya que estos capítulos son dirigidos a la situación del Exilio y la Restauración, es necesario que se les trate dentro de este contexto.155 Es de verdad imposible hacerle justicia a esta gran profecía. Uno se para delante de ella con humildad; uno la deja con la sensación de no haber dicho ni la décima parte de lo que debiera de haberse dicho. Es como si el profeta hubiese echado mano a las poderosas convicciones constantes de la fe de Israel y, con asombroso poder y hermosura, las hubiese llevado a sus últimas implicaciones. Se mueve delante de nuestros ojos, como con pasos agigantados, el Dios de la creencia histórica de Israel: el Único, el Todopoderoso, y el Poderoso para redimir. Como el Señor de la historia, hace que los eventos progresen hacia el triunfo de su regencia. También, está Israel, llamado hace mucho tiempo para servir el propósito de Dios en la historia. Éste, con la más profunda humillación, es llamado a un destino más allá de sus sueños más imposibles. Pero ahora, hace falta que se le diga lo que significa ser siervo de Dios en lo más alto y en lo más profundo. Pero junto con esto entran conceptos, previstos por cierto en el Antiguo Testamento y no del todo extraños para la mentalidad del mundo antiguo, que asumen una forma nueva y brotan con toda la fuerza de la revelación. Uno puede captarlos hasta cierto punto, y sin embargo, el corazón honesto no puede sino oír la pregunta de Felipe (Hechos 8:30): “¿Acaso entiendes lo que lees?” Y que respuesta puede darse salvo la del etíope, “¿pues, cómo podré Las alusiones históricas en estos capítulos son sin excepción a la parte tardía del sexto siglo. Jerusalén está en ruinas (44:26; 49:19; 51:3; 52:9; 54:3; 63:18; 64:10-11) y está así desde hace mucho. (58:12; 61:4) El pueblo está cautivo en Babilonia. (47; 48:14, 20; 51:14; 52:11-12) Ciro el persa llega al escenario (44:28; 45:1) Ha de notarse que en ningún caso están las cosas predichas; se presumen como hechos actuales. Además, los capítulos 40-66 no reclaman para sí el ser de Isaías en ninguna parte. (muy al contrario de los capítulos 1-39) También, hay diferencias marcadas de estilo y concepto. Que los escritores del Nuevo Testamento aludan a los capítulos 40-66 como “el libro del profeta Isaías” (por ejemplo, Mateo 3:3; Lucas 3:4; 4:17) no nos debe preocupar. Estos escritores que sin duda compartían las creencias de su día respecto a tales cosas, sólo se referían a la ubicación de los textos. No estaba en sus mentes el debatir cuestiones de la crítica. Mi convicción profunda es que la doctrina de la inspiración de la Escritura de ninguna manera es reducida por la discusión. Dios puede hablar por quien desee. 155 Los capítulos 55-66 constituyen un problema adicional. No estoy convencido de un Tercer Isaías; ni tampoco es necesario, como tantos suelen hacer, distribuir este material entre varios autores de fechas variantes. Aunque la defensa de C. C. Torrey de la unidad de los capítulos 40-66 (The Second Isaiah [New York: Chas. Scribner’s Sons, 1928] es demasiado nítida, y aunque su intento por fechar la profecía tardíamente en el Siglo 5 tiene que ser rechazado, la unidad fundamental de la obra puede defenderse (dejando campo para alguna expansión). Nada en estos capítulos necesita fecharse antes de alrededor de 540, y poco o nada mucho tiempo después de 516. 154

83 yo ... ?” Es como si todo lo que la historia hebrea de setecientos años hubiese tratado de decir por fin se dijera. Ya no queda más que decir hasta que Otro hable: “He acabado la obra que me diste que hiciera.” (Juan 17:4) 1.Hay una esperanza viva en estos capítulos. Desde el primero (40:1-11) hasta el último (65:17-25; 66:10-14) fluye dentro de ellos un matiz de gozo como las notas de una música triunfal. Las páginas están imbuidas de luz—luz como el sol que amanece (60:1-3). Es como si se hubiesen dejado atrás el infierno y el horror, y como que uno se escala un cenit asoleado hasta las mismas puertas del Reino de Dios. Hay buenas noticias que contar (40:9-11; 52:1-12): la noche de la humillación ya terminó, un futuro glorioso queda por delante. No se puede dudar que la venida de Ciro y el colapso inminente de Babilonia alimentaban esta esperanza. Pero estaremos bien equivocados si procuramos entenderla meramente como un optimismo desbordante por el dichoso devenir de los eventos. Al contrario, estribaba en una fe indomable en el poder y el propósito de Dios. Aquí encontramos al Dios de Israel, pintado con grandes pincelazos, fuera de quien todo lo demás no es nada. Se sienta en majestad incomparable muy encima de la tierra; las naciones son impotentes ante él; las mismas estrellas lo obedecen (40:21-26); no hay nada con que se le pueda comparar: ¿Quién midió las aguas156 en el hueco de su mano y calculó la extensión de los cielos con su palmo?157 ¿Quién contuvo en una medida158 el polvo de la tierra, y pesó los montes con báscula y las colinas en balanza? ¿Quién ha escudriñado al Espíritu de Jehová, y quién ha sido su consejero y le ha enseñando? ¿A quién pidió consejo para que le hiciera entender, o le guió en el camino correcto, o le enseñó conocimiento, o le hizo conocer la senda del entendimiento? He aquí que las naciones son como una gota de agua que cae de un balde, y son estimados como una capa de polvo sobre la balanza. Él pesa las islas como si fuesen polvo menudo. El Líbano no bastaría para el fuego, ni todos sus animales para un holocausto. Todas las naciones son como nada delante de él: son consideradas por él como cosa vana, y como lo que no es. ¿A qué, pues, haréis semejante a Dios; o con qué imagen le compararéis? (40:12-18) Ciertamente, ¿con qué le compararemos? Debe ser obvio que a un Dios tan grande no se le puede comparar con nada. En cuanto a los dioses paganos, ni siquiera existen. Son Esta lectura (me yam por mayim) sigue las recién descubiertos “Rollos del Mar Muerto” de Isaías. Véase The Dead Sea Scrolls of St. Mark’s Monastery, M. Burrows, ed. (New Haven: The American Schools of Oriental Research, 1950), Vol. I, Pl. XXXIII. 157 Literalmente, “con lo ancho”, es decir, lo largo de la distancia entre el dedo gordo abierto y el meñique. 158 Francamente, esta es una paráfrasis. El hebreo reza “con la salís” (la tercera parte de una medida). La salis normalmente se entiende como un tercio de una efa, y una efa equivale a una fracción de un almud. 156

84 un montón de trozos de madera y metal (46:5-7); no pueden realizar nada en la historia, porque no son nada (41:21-24) La polémica de siglos contra los ídolos llega a su clímax en una ráfaga de carcajadas. Con una ironía salvaje, el profeta zahiere a los dioses paganos por su inexistencia y satiriza la estupidez de quien tallara a un dios de un árbol (44:12-20)—¡el mismo árbol que proveyó el combustible para cocinar su cena! Lo expresado por el profeta es el más puro monoteísmo. El monoteísmo que era implícito en la fe de Israel desde Moisés y el que por años se iba haciéndose cada vez más explícito (por ejemplo, Jeremías 2:11; Deuteronomio 4:35), ya es una doctrina consciente de sí misma: hay un solo Dios, aparte de quien no existe ningún otro. (véase 44:6; 45:18, 22; 46:9) Pero si existe un solo Dios, entonces él está en control absoluto de la historia. Nunca antes se había expresado más claramente la noción antiguotestamentaria de Dios como Señor de la historia. Él es quien creó todas las cosas (45:12, 18), y todas las cosas están en sus manos. Desde la fundación del mundo, forjó un propósito, y llamó a Abraham y a Jacob como siervos de ese propósito. (41:8-10; 51:1-3) Es inconcebible que a mediados del devenir de la historia que fuera derrotado en la realización de ese propósito: eso representaría una deshonra inimaginable para su nombre. (48:11) Habiendo emprendido un plan, lo terminará. Él es el primero y el último (44:6; 48:12), el Señor del principio y el fin de las cosas. Por poder cumplir su propósito, lo hará. Qué Israel no piense que la calamidad que le ha venido sea otra cosa sino la penalidad bien merecida por su pecado. (42:24-25; 48:1719) No representaba una derrota para Dios sino la hechura de Dios; aun en esa calamidad él estaba en pleno control (cosa que Jeremías y Ezequiel habían dicho incansablemente). Y aún está en control. Aun el poderoso Ciro, sin que se dé cuenta, es el agente del propósito de Dios. (44:28-45:4) Dios lo llamó, Dios hizo que fuera victorioso (41:2-4, 25; 46:11), y su carrera redundará en la gloria de Dios. (45:6) Ya que todo esto es así, qué Israel deje de quejarse (40:27-31) y qué crea que Dios hará que la historia cumpla el fin para el cual creó el mundo, llamó a Abraham, y sacó a Israel de Egipto: es decir, el forjamiento de su pueblo. (51:1-16) 2. A la luz de esta fe inquebrantable que Dios, y solo Dios, es el Señor de la historia, la profecía entera está repleta de una expectación: Dios tiene un futuro para su pueblo; una “cosa nueva” está a punto de suceder, tan estupenda que eclipsará todo el pasado. (42:9; 43:19; 46:9; 48:3, 6-8)159 Israel ha de participar en esta cosa nueva, no por ningún mérito propio—ya que ella ha sido ciega y sorda ante el llamado de Dios (42:19) y totalmente contumaz (48:1-8)—sino por el mismo honor y propósito de Dios. (48:9-11) Pero, ¿qué es esta “cosa nueva”? Es evidente que la perspectiva de liberación del exilio babilónico sea lo primero en que pensaban. (48:14, 20-21; 52:11-12), pero es igualmente evidente que significaba más que eso. Al lector se le impresiona el motivo repetido de una calzada en el desierto, un desierto en que fluyen arroyos de agua viva (40:3-5; 41:18; 43:16-19; 48:21; 49:10-11) Apenas se requiere un poquito de reflexión para que se vea que esto es mucho más que una predicción literal de un maravilloso viaje de retorno a la patria. Está repleto de las imágenes del éxodo. En algunas ocasiones (51:9-11) se le liga a la referencia del éxodo (v. 10) una alusión al antiguo mito de la creación (v. 9), en el cual el dios (Marduk, en la versión babilónica) dio muerte al Monstruo del Caos (Tiamat, en la versión babilónica; pero aquí Rahab, en la forma semítica del occidente) para poder crear el Para una discusión reciente de este concepto, véase C. R. North, “The ‘Former Things’ and ‘The New Things’ in Deutero-Isiah,” Studies in Old Testament Prophecy, H. H. Rowley, ed. (Edinburgh: T. & T. Clark, 1950(, pp. 111/126< A. Bentzen, “On the Ideas of ‘the Old’ and ‘the New’ in Deutero-Isaiah,” Studia Theologica (Lund> C. W. K. Gleerup, 1947), Vol. I, Fasc. I-II, pp. 183-187. 159

85 mundo.160 Es como si el profeta quisiera decir, en lenguaje poético, que la lucha con el caos primitivo que comenzó en la creación y que se asumió de nuevo en el éxodo cuando Dios creó para sí un pueblo, ha de comenzar de nuevo. ¡Israel ha de experimentar un nuevo éxodo! Empero, el éxodo era visto por todo israelita como el principio nacional. Por lo tanto, hablar de un nuevo éxodo sólo podría significar un nuevo comienzo. Para Israel, pues, hay un nuevo comienzo nacional, un futuro más glorioso que el pasado.161 Dios establecerá a su pueblo bajo su regencia—ése era el propósito tanto de la lucha en la creación como el proceso histórico completo. (51:16) Pero el antiguo éxodo fue el escenario del pacto que hizo a Israel un pueblo. Por eso, era imposible hablar de un nuevo éxodo sin mencionar el pacto. Ahora bien, Israel ciertamente había roto ese antiguo pacto (véase Jeremías 31:32), y había razón para creer que Dios lo había rechazado. (49:14; Ezequiel 37:11) Pero aunque Jeremías hablaba de un Nuevo Pacto que se haría un día con un nuevo Israel (Jeremías 31:31-34), Isaías habla de un pacto revitalizado. No había un “divorcio” entre Israel y Dios: “¿Dónde está la carta de divorcio de vuestra madre, con la cual yo la he repudiado? ¿O cuál de mis acreedores es aquel a quien os he vendido?” (50:1) Con un lenguaje cargado de emoción, declara que el “divorcio”, descrito tan conmovedoramente por Oseas, era sólo un alejamiento momentáneo. En su eterna misericordia Dios ha tomado de nuevo a su “esposa”, Israel, y con ella ha hecho un eterno pacto de paz: “No temas, porque no serás avergonzada; no seas confundida, porque no serás afrentada. Pues te olvidarás de la vergüenza de tu juventud, y de la afrenta de tu viudez no tendrás más memoria. Porque tu marido es tu Hacedor; Jehová de los Ejércitos es su nombre, Tu Redentor, el Santo de Israel, será llamado Dios de toda la tierra. Porque Jehová te ha llamado como a una mujer abandonada y triste de espíritu, como a la esposa de la juventud que ha sido repudiada, dice tu Dios. Por un breve momento te dejé, pero con gran compasión te recogeré. Al desbordarse mi ira, escondí de ti mi rostro por un momento; pero con misericordia162 eterna me compadeceré de ti, dice tu Redentor Jehová. Esto será para mí como en los días163 de Noé: Como juré que las aguas de Noé nunca más pasarían sobre la tierra, 160 Véase J. Pedersen, Israel: Its Life and Culture (Copenhagen: Povl Branner, 1940), III-IV, 602; C. R. North, The Old Testament Interpretation of History (London: Epworth Press, 1946), pp. 48-49. Para una traducción del texto babilónico en cuestión, véase a Pritchard, op. cit., pp. 60-72. 161 El concepto de un nuevo éxodo no era del todo nuevo. Oseas (2:14-20), Jeremías (31:2-6, 15-22) y Ezequiel (20:33ss.) habían tocado el tema de maneras diferentes. 162 La palabra hebrea es hesed para la cual “bondad amorosa” (A. S. V.), “bondad” (K. J. V.) son traducciones inadecuadas. Véase capítulo 1, nota 21. 163 La mayoría de las versiones antiguas rezan así, y aparentemente los nuevos Rollos del Mar Muerto también. (véase Burrows, op. cit., Pl. XLV) “las aguas de Noé” y “como en los días de” contienen las mismas consonantes en hebreo.

86 así he jurado que no me enojaré contra ti, ni te reprenderé. Aunque los montes se debiliten y las colinas se derrumben, mi misericordia no se apartará de ti. Mi pacto de paz será inconmovible, ha dicho Jehová, quien tiene compasión de ti. (54:4-10) En esta “cosa nueva” todas las esperanzas de Israel han de ser recogidas. En ella todas aquellas expectaciones que giraban en torno al linaje de David encontrarán su cumplimiento. (55:3-5) En ella, se realizará el anhelo de Jeremías y de Ezequiel de un pueblo depurado de corazón; porque entonces Yahvé derramará su espíritu sobre Israel, y ella estará orgullosa de ser su pueblo. (44:1-5) También, en ella llegará a hacerse una realidad la promesa antigua a Abraham de una descendencia más numerosa que las estrellas del cielo. Como Dios creó una nación poderosa de Abraham—quien era un solo hombre—así daría a este pequeñísimo Remanente una progenie increíblemente numerosa. (51:1-3; 49:20-21; 54:13) Aquí hay mucho más que un mero sueño por una restauración política; es la glorificación de Israel ante el mundo entero en el venidero establecimiento de la regencia de Dios sobre su pueblo: “¡Levántate! ¡Resplandece! Porque ha llegado tu luz, y la gloria de Jehová ha resplandecido sobre ti. Porque he aquí que las tinieblas cubrirán la tierra; y la oscuridad, los pueblos. Pero sobre ti resplandecerá Jehová, y sobre ti será vista su gloria. Entonces las naciones andarán en tu luz, y los reyes al resplandor de tu amanecer. Alza tus ojos en derredor y mira: Todos ellos se han reunido y han venido a ti. Tus hijos vendrán de lejos, y tus hijas serán traídas en brazos.164 Entonces lo verás y resplandecerás. Tu corazón se estremecerá y se ensanchará, porque la abundancia del mar se habrá vuelto a ti, y la riqueza de las naciones te será traída. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . “¿Quiénes son éstos que vuelan como nubes, y como palomas hacia sus palomares? Ciertamente, en mí esperarán las costas; y a la cabeza estarán las naves de Tarsis165 para traer de lejos a tus hijos con Literalmente “amamantado de lado”: aparentemente una alusión a la costumbre de llevar a los niños pequeños sobre la cadera; véase 66:12; 49:22. 165 Posiblemente la lectura (la inglesa, apegándose al hebreo) “las naves de Tarsis, antes que todas” ha de preferirse. Susodicha lectura goza del apoyo de un número de manuscritos y la versión siríaca, e involucra el agregado de una sola letra. Entonces, la alusión sería a armadas de barcos deTarsis, como Salomón solía tener. (1 Reyes 10:22) 164

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su plata y su oro, por el nombre de Jehová tu Dios y por el Santo de Israel que te ha llenado de esplendor. (60:1-5, 8-9) Tampoco el profeta podía creer que la victoria venidera de Dios y el establecimiento de su Reino fuera a tardarse mucho. Al contrario, estaba a la puerta. La historia se movía hacia su consumación; el gran drama escatológico está para comenzar. Era como si el profeta viera en el sufrimiento actual los dolores de parto de una nueva creación. (66:7-9) Con un lenguaje casi alarmante, habla del Dios Todopoderoso mismo como estando sufriendo los dolores de parto (42:14-16), como impaciente para que nazca la cosa nueva que ha preparado. A lo largo de la profecía, de tapa a tapa, corren dos motivos paralelos. Por un lado están las imágenes del juicio, el Día de Yahvé. Se ven en el cuadro terrible del capítulo 34: ruina, sangre, fuego, humo, peste y desolación.167 Al final, se nos deja con el gusano que no muere y con el fuego que no se apaga (66:24); véase también 63:1-6; 49:26; 50:2-3; 51:6. Por otro lado están las imágenes de la nueva creación, de la naturaleza rejuvenecida (35:1-2; 41:19; 55:13; 60:13) Habrá una vida larga y la paz (65:20-23), se acabará la guerra dentro de la naturaleza (65:25), y el compañerismo con Dios será restaurado. (65:24) La paz primitiva de Edén (51:3) vendrá a la tierra una vez más, y la regencia de Dios, largamente interrumpida por el pecado, será reestablecida. En este venidero triunfo de Dios, hacia el cual toda la historia se mueve, el pueblo de Dios encontrará su redención. Efectivamente, el profeta canta tan elocuentemente de un nuevo cielo y una nueva tierra. (65:17-19) que el autor del gran Apocalipsis neotestamentario, al hablar del triunfo final de Dios sobre todos los poderes del mal, no podía hacer más que pedir prestado el mismo lenguaje. (Apocalipsis 21:1-4) 3. Esta es una visión gloriosa y una gloriosa esperanza. Pero, ¿es más que la transfiguración del sueño de Israel de la gloria nacional? Pudiera parecer que no excepto por una cosa. El profeta llegaba a la conclusión lógica de la fe monoteísta e interpretaba toda la esperanza del Reino de Dios a la luz de ella: si hay un solo Dios, si este Dios rige sobre todos los hombres y toda la historia, si el juicio de Dios está sobre todo pueblo—entonces hay un solo Dios para todos los pueblos. El dominio de Dios es mundial. Que las naciones paganas examinen la falacia de la idolatría y vuelvan al único Dios que puede salvar: “¡Reuníos y venid! ¡Acercaos, todos los sobrevivientes de entre las naciones! No tienen conocimiento los que cargan un ídolo de madera y ruegan a un dios que no puede salvar. Hablad, presentad vuestra causa. Sí, que deliberen juntos. ¿Y quién ha anunciado esto desde la antigüedad? ¿Quién lo ha dicho desde entonces? ¿No he sido yo, Jehová? Estoy consciente de que muchos de los pasajes citados en este sentido no le son atribuidos a Segundo Isaías por muchos, pero cuestiono si la evidencia amerita tal cosa. No estoy seguro que los capítulos 34-35 sean las partes integrales de la profecía como Torrey (op. cit., pp. 122-126, 279-301) los contempla, pero estoy de acuerdo con la interpretación de ellos que Torrey hace. Encajan bien en el pensamiento del profeta, y hay fuertes ligaduras lingüísticas también. (véase R. B. Y. Scott, American Journal of Semitic Languages, 52 [1935-1936], 178, 191. A. T. Olmstead, idem. 53 [1936-1937], 178-191; Marvin Pope, Journal of Biblical Literature, LXXI [1952], 235-243). 167

88 No hay más Dios aparte de mí: Dios justo y Salvador. No otro fuera de mí. ¡Mirad a mí, y sed salvos, todos los confines de la tierra! Porque yo soy Dios, y no hay otro. Por mí mismo lo he jurado; de mi boca salió palabra en justicia, y no será revocada; que delante de mí se doblará toda rodilla, y jurará toda lengua.” (45:20-23) Con esto se llegan a las últimas implicaciones del monoteísmo. La fe de Israel se ha desbordado como un río en tiempo de inundaciones y se ha hecho digna de ser el vehículo de la religión mundial. Desde luego, no se debe imaginar que Segundo Isaías inventara este concepto universal o que tuviera un monopolio al respecto. Al contrario, este es un principio latente dentro del monoteísmo mismo. Se había insinuado en la antigua epopeya de los patriarcas (Génesis 12:1-3; 18:18), expresado claramente por Amós (Amós 9:7), y anunciado explícitamente por el autor de Reyes. (1 Reyes 8:41-43) Sin embargo, quedaba lejos de ser la noción popular. El pueblo estaba demasiado dado a identificar el Reino de Dios consigo mismo, e imaginarse que las naciones extranjeras—sus enemigos tanto como los de Dios—existieran únicamente para propósitos de juicio. Este engreimiento se ilustraba bien en la antigua esperanza popular del Día de Yahvé en el cual se esperaba que Dios interviniera en la historia para establecer a Israel y castigar los enemigos de ella. Se recordará que Amós combatía esa delusión (Amós 5:18-20), declarando que el Día de Yahvé también era un día de juicio sobre el Israel pecaminoso. Sin embargo, aquí se da otro paso. Aunque se retienen el simbolismo y la idea de la antigua noción, se le resta al concepto su carácter nacional, pero a la vez, se le amplía. Lejos de identificarse con la nación visible de Israel, el Reino de Dios incluye sólo a aquellos en Israel que le obedecen como sus siervos (65:13-15; a la vez, se extiende para incluir a aquellos de todas las naciones que le reconocen y se tornan a él. Dios se propone regir sobre todo la tierra, y se les invita a los extranjeros para que acepten esa regencia. (45:22-23; 49:6) Aunque los judíos no pierden su lugar de preeminencia, la adoración de los extranjeros será igualmente aceptada: A éstos yo los traeré al monte de mi santidad y les llenaré de alegría en mi casa de oración. Sus holocaustos y sus sacrificios serán aceptos168 sobre mi altar, pues mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos. El Señor Jehová, que reúne a los rechazados de Israel, dice: “Aun reuniré otros más con sus ya reunidos.” (56:7-8) No tan sólo recibirá Dios las oblaciones de los extranjeros y sus oraciones, sino que algunos de ellos aun serán recibidos para servir como sacerdotes y levitas. (66:18-21) 169 He aquí, una teología abierta

El verbo que carece en el hebreo masorético es suplido por los Rollos del Mar Muerto (véase Burrows, op. cit., Pl. XLVI). Torrey (op. cit., p. 429) ya había hecho la conjetura. 168

89 de verdad. Nada por el estilo se volverá a oír hasta que Otro declare (Mateo 8:11): “Y yo os digo que muchos vendrán del oriente y del occidente y se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos.” El verdadero Israel de Dios no es determinado por raza, sino que incluye a todos aquellos de cualquier raza que le obedezcan. El profeta ha dicho lo que el Nuevo Testamento reafirmará. III El Reino de Dios, pues, avanza hacia su victoria. Esa victoria es segura, porque Dios controla la historia; y es su propósito que al final del proceso de la historia se establezca su regencia sobre todo el mundo. Ni hay que esperar mucho. Los eventos marchan hacia su conclusión; el gran momento decisivo no tarda; la gloriosa “cosa nueva” pronto tendrá lugar. Es a la luz de esta expectación viva de la victoria inminente que podemos entender el abundante gozo con que la profecía está bañada. A Israel se le llama a caminar por este gozoso sendero victorioso. Pero su victoria ha de ser extraña, tan extraña que pareciera no ofrecer ni la más mínima razón para el gozo. Claramente no ha de ser una victoria comprada a poco precio, ni tampoco se le conferirá sin esfuerzo alguno sobre un favorecido pueblo espectador. Segundo Isaías sabía, al igual que todo profeta, que el llamado a ser un pueblo electo es un llamado al destino y demanda deberes. Así era que, a la luz de esta teología triunfante que llenaba la historia de sentido, el profeta llamaba a Israel de nuevo a su destino como el siervo de Dios. 1. Pero, ¿cuál es este destino, y qué clase de victoria traerá? ¡Ninguna victoria, según el entendimiento del mundo de tales cosas! Al contrario, es un destino de humillación, sufrimiento, derrota—y sin embargo, una victoria. Se pone delante de nosotros la figura más extraña, una figura casi sin ancestro o progenie en Israel, una figura tan cargada de ofensa que ni Israel ni nosotros sabemos qué hacer con él: el Siervo Sufriente de Yahvé. Tal vez sea justo decir que hasta ahora, por grande que sea la nobleza de sus conceptos, el profeta no ha dicho nada nuevo. El edificio más alto de la teología hebrea es suyo, pero otros habían puesto los cimientos. Pero el Siervo Sufriente es algo totalmente único. Y es en términos de ese Siervo que el profeta presenta tanto el destino como la victoria del pueblo de Dios, y los medios por los cuales Dios establecería su Reino. La figura del Siervo aparece en muchos lugares a lo largo de la profecía, pero la vemos con especial claridad en los así llamados “Poemas del Siervo”170 El Siervo anuncia que ha sido elegido desde antaño para un propósito y que ha sido reservado hasta la plenitud del tiempo. (49:1-2) Claramente, es Israel que habla (49:3), el instrumento de la gloria de Dios en el mundo. Y justo en ese momento cuando le parece que toda su labor ha sido de balde (49:4), se le revela la amplitud de su misión: no es únicamente para llamar a Israel para que vuelva a su destino bajo Dios, sino que también debe proclamar la verdadera fe en el mundo entero: Y ahora Jehová—quien me formó desde el vientre para ser El lenguaje no deja ninguna duda si se trata de judíos o extranjeros, pero esta interpretación es preferida por Torrey (op. cit., p. 471), J. Skinner (Isaiah: The Cambridge Bible [Cambridge> The University Press, 1922], II, 254), y otros. Si la referencia fuera a los judíos, no habría porqué expresarse. Muchos judíos en otras tierras ya eran sacerdotes y levitas por nacimiento. La idea, aunque extraordinaria, cuadra con la teología del profeta. 170 Aislados por primera vez por B. Duhm (Das Buch Jesaja: Handkommentar zum Alten Testament [4a edición; Gottingen: Vandenhoeck y Rupprecht, 1922], los límites de los poemas (42:1-4 [5-7]; 49:1-6; 50:4-9; 52:1353:12) y su relación al resto de la profecía se ha debatido mucho. Me parece a mí que ciertamente son una parte integral del pensamiento del profeta. Al siervo se le ve de forma igualmente clara en otras partes: por ejemplo, 61:1-3. 169

90 su siervo, a fin de hacer que Jacob volviese a él y lograr que Israel se adhiriera a él, pues yo soy estimado en los ojos de Jehová, y mi Dios es mi fortaleza—dice: “Poca cosa es que tú seas mi siervo para levantar a las tribus de Israel y restaurar a los sobrevivientes de Israel. Yo te pondré como luz para las naciones, a fin de que seas mi salvación hasta el extremo de la tierra.” (49:5-6) Una vez más en 42:1-7 vemos al Siervo cumpliendo su misión, trayendo luz y libertad a los gentiles. (vs. 6-7) Imbuido del mismo espíritu de Dios (v. 1) y sostenido por Dios, es seguro que será exitoso. Pero su progreso no es de conquista y gloria, sino de una quieta labor y paciencia infinita. (vs. 2-3) Empero, a pesar de la desilusión, no se rendirá hasta que se haya ganado la victoria. (v. 4) Proclamará las buenas nuevas de la redención de Dios (61:1-3), intercediendo a Dios en pro de la victoria de su propósito. (62:1, 6-7) Es seguro que su misión le traerá sufrimiento, pero, habiendo sido buen alumno en la escuela de Dios, la aceptará. (50:4-5) Luego, lo vemos, como si fuera una figura de la Semana de Pasión, azotado, atormentado, escupido (50:6)—y sin embargo, aguantando pacientemente, confiado en que Dios lo vindicará. (50:7-9) Pero en 52:13-53:12 se dice lo máximo del Siervo. Es verdad que lo que aquí se dice resulta lógicamente de lo que se dice en otras partes. Y sin embargo, es bastante único. Si no lo hubiésemos leído aquí, no habríamos tenido el derecho de inferir que el profeta jamás tuviera tal noción. Aquí leemos del sufrimiento y la victoria; aquí finalmente se nos hace entender qué es lo que el Siervo ha de ser. Es algo totalmente inusitado—tanto así que observadores (53:1; 52:15) gritan: “¿Quién ha creído nuestro anuncio?” He aquí, una figura inatractiva, burlado por los hombres y aparentemente maldito por Dios. (53:2-4) Pareciera increíble que en este lugar inesperado, en esta “raíz de tierra seca” (v. 2), que se manifestara el mismo poder redentor de Dios. (v. 1) Aguanta la persecución brutal (vs. 4-6), tan brutal que sólo tardíamente los hombres se dan cuenta que no pudiera haber cometido ningún pecado que la mereciera. Comprenden que sufre vicariamente por otros; carga con sus pecados. Finalmente, lo vemos siendo llevado como oveja al matadero, siendo matado vilmente, y sin embargo sin que se queje. (vs. 7-9) Es claro que ha sufrido inocentemente, de hecho ha hecho de su misma vida una ofrenda por el pecado de otros. (v. 10) Es una absoluta humillación y derrota. Pero justo cuando el Siervo se da a la muerte, Dios anuncia la victoria. Al Siervo, se le exaltará altamente (v. 12); se satisfará al saber que su sacrificio produjo fruto (v. 11); se le permitirá ver su “descendencia” (v. 10)—la progenie numerosa que ha engendrado para el Reino. La victoria del Siervo queda más allá del sufrimiento. De hecho, el cumplimiento de su misión es imposible sin el sufrimiento, porque el sufrir es el medio por el cual se cumple esa misión. 2. Ahora bien, este es un concepto sin paralelo o en el Antiguo Testamento o en los patrones de pensamiento del Oriente antiguo, tanto es así que no se puede explicar externamente como si fuera un desarrollo lógico de ellos. Desde luego, esto no quiere decir que no tiene antecedentes. De hecho, había bastantes conceptos comunes entre Israel y sus vecinos que pudieran haber abierto brecha para ello.171 Se piensa especialmente en el sistema sacrificial que, por complejo y primitivo Discusión en torno al tema ha sido voluminosa. Algunos recientes conceptos notables incluyen: J. P. Hyatt, “The Sources of the Suffering Servant Idea” (Journal of Near Eastern Studies, III-2 [1944], 79086); A. Bentzen, Messias-Moses redvivus-Menschensohn (Zurich: Zwingli-Verlag, 1948), pp. 42-71; I. Engnell, “The Ebed Yahweh Songs and the Suffering Messiah in Deutero-Isaiah” (Bulletin of the John Rylands Library, 31-1 [1948]; A. R. Johnson, “The Role of the King in the Jerusalem Cultus” (The Labyrinth, S. H. Hooke, ed. [London: S. P. C. K., 171

91 que fueran algunas de sus ideas y abierto para la forma más crasa de externalismo, era un recordatorio constante al pueblo de la enormidad del pecado. El pecado demanda la expiación; el pecado amerita la muerte. Y si la gracia de Dios no fuera lo suficiente para aceptar la sangre de un animal inocente, la vida del pecador peligraría.172 También, se piensa en ese sentimiento fuerte de la naturaleza colectiva de la sociedad que era tan prevaleciente en el mundo antiguo. Tal como el pecado del individuo traía pecado y una maldición sobre el grupo (véase Josué 7), así también la justicia de individuos podía procurar justificación para el grupo. (véase Génesis 18:22-33) 173 También, posiblemente debamos pensar en relación a esto el papel jugado por del rey Oriental como el representante cúltico de su pueblo, aun hasta el extremo de tomar sobre sí ritualmente sus pecados. Sin duda, había muchas otras cosas también, sospechadas más fácilmente que probadas. Sobre todo, podemos estar seguros que había mucha reflexión profunda de parte de los israelitas sobre el significado del sufrimiento nacional y el destino nacional, tanto como sobre los sufrimientos de individuos justos. Porque esta era una pregunta que exigía una respuesta. Empero, en ninguna otra parte se nos da como aquí la ineludible impresión de que la totalidad del mensaje es más grande las distintas partes que lo integran. Todas estas ideas en conjunto, toda la adaptabilidad de la fe hebraica, el discernimiento sensible del mismo profeta no conducen lógicamente aquí. No podemos sino concluir que al profeta, por la obra del espíritu de Dios, se le dio una mirada dentro del misterio de la Deidad. Conviene que uno esté descalzo desde el principio, porque uno reconoce que está en uno de esos lugares en los cuales el análisis lógico no basta, porque uno es llevado a la presencia del Misterio. Aquí aprendemos que es el propósito de Dios regir sobre un reino universal, al cual hombres de todas las naciones son invitados a unirse. Pero la victoria de ese reino, tan segura como Dios es seguro, no se logrará por la fuerza o poder espectacular, sino por la labor sacrificial del Siervo de Dios. Aquí llegamos a saber de la resistencia humana ante el Reino, una resistencia tan amarga que costará la sangre del Siervo. Pero aquí vemos a un Dios que provee como instrumento de la redención del hombre, no una expiación ritual o ley externa, sino el sufrimiento de ese mismo Siervo. Aquí la fe del Antiguo Testamento salta más allá de sí misma y camina a la par del Nuevo. 3. ¿Pero, quién es el Siervo? O, más bien, ¿qué representa? Esta es la pregunta mucho más importante. Ningún problema dentro de la exégesis antiguotestamentaria es más difícil.174 Desde luego, la iglesia siempre ha visto en el Siervo, particularmente en el capítulo 53, una profecía del Cristo. En un sentido muy real la veracidad de esto no puede dudarse; porque, como veremos, Cristo sí cumplió el patrón del Siervo. Sin embargo, no es tan simple como una mera predicción del Redentor venidero. La figura del Siervo es muy fluida; parece referirse ora a una cosa y ora a otra; 1937], pp. 73-111). Para un excelente resumen con una bibliografía completa, véase H. H. Rowley, The Servant of the Lord and Other Essays (London: Lutterworth Press, 1952), pp. 3-57. 172 Desde luego, no significa esto que el sacrificio en el mundo antiguo pudiera limitarse a éste o cualquier motivo singular. Pero, en muchos de sus aspectos, el sacrificio servía para restaurar o mantener esa “paz” con Dios sin la cual ni el individuo ni el grupo podría vivir. Por lo tanto, era un recordatorio constante de la gravedad de la separación de Dios, del pecado. Para una excelente discusión, véase Pedersen, op. cit.,III-IV, 299375. 173 Otros ejemplos numerosos podrían citarse: por ejemplo, Israel sufre una hambruna por causa del pecado de Saúl (2 Samuel 21:1-9); Israel sufre de una plaga, porque David hizo un censo (2 Samuel 24); Moisés ofrece su vida como propiciación por el pecado del pueblo. (Éxodo 32-32) Las mismas ideas subyacen Jeremías 15:1-4; Ezequiel 14:12-20. 174 Sólo el enumerar la literatura pertinente ocuparía páginas. La obra principal ahora es la de C. R. North, The Suffering Servant in Deutero-Isaiah (Oxford: Oxford University Press, 1948), la cual es un repaso muy completo y compendioso de virtualmente todo lo que se ha dicho sobre el tema hasta la fecha de su publicación. Para el lector que desee una discusión más breve pero comprehensiva, se recomienda la obra de H. H. Rowley, citada en la nota 171.

92 cualquier intento por interpretarla demasiado rígidamente hará violencia a la evidencia y casi por seguro distorsionará lo que el profeta quería decir. La figura del Siervo oscila entre el individuo y el grupo. En muchos lugares a lo largo del libro el Siervo es meramente Israel (por ejemplo 41:8; 43:10; 44:21; 45:4), tanto es así que el profeta puede decir que el Siervo es ciego y sordo (42:19)—ya que eso es exactamente lo que había sido Israel. En otros lugares, aunque al Siervo todavía se le identifica con Israel (49:3), es claro que él es algo más que el pueblo visible, porque su primer deber (49:5) es llevar a Israel mismo a su destino bajo Dios. Aquí es claro que el Siervo no es Israel mismo, sino el Remanente justo en Israel (44:1; 51:1, 7), el verdadero Israel que es obediente al llamamiento de Dios y un testigo de su poder en el mundo. (49:1-6, 8-13; 42:1-7) Pero, constantemente al Siervo se le describe en términos individuales. Y es claro que a veces esta figura sobrepasa todo lo que Israel, todo lo que el verdadero Israel, todo lo que cualquier individuo en Israel jamás fuera, y llega a ser una descripción de una figura ideal. Él es el Redentor venidero del verdadero Israel que en su sufrimiento hace posible el cumplimiento de la tarea de Israel; él es el protagonista en la “cosa nueva” que está para tener lugar; él es, como dijéramos, el “nuevo Moisés” den el nuevo éxodo que comenzará pronto. ¿El Siervo? Él es Israel; él es el leal Israel verdadero; él es el gran Siervo que será el líder del pueblo servidor—¡todo en uno!175 Pero aquí es el punto más importante: represéntese como se represente al Siervo, aun cuando se le concibe como el Redentor venidero, la misión del Siervo siempre se presenta ante Israel como su llamamiento y su destino. No basta describir al Siervo; se proclama el llamado: “¿Quién entre vosotros teme a Jehová y escucha la voz de su siervo? (50:10) Israel ha de ser el pueblo del Siervo; únicamente así será ella el pueblo de Dios. Al igual que el Siervo, como profeta, proclama la justicia de Dios ante el mundo, así tiene que hacerlo Israel; al igual que el Siervo, como sacerdote, media la salvación de Dios a los hombres por su sufrimiento, así mismo Israel. Al igual que el Siervo gana una victoria y un Reino por su sacrificio, así mismo Israel no ha de conocer otro sendero real. Israel ha de seguir al Siervo, tomar la cruz del Siervo, compartir la misión redentora del Siervo. El Siervo no puede separarse de Israel más que Cristo puede separarse de la iglesia a la que dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz.” (Marcos 8:34) De modo que a Israel se le prohíbe una vez por todas volver al camino antiguo. Ella ha de coger el camino del sufrimiento misionero, siguiendo así las pisadas del Siervo—porque únicamente éste es el sendero del Reino. 4. Aquí, al fin, hay una palabra suficientemente profunda como para alcanzar las profundidades de la humillación nacional y dirigirse a ella. He aquí, una palabra tan vasta como el mundo es vasto, capaz de indicarle a un pueblo perdido y errante su destino y su rumbo. Ciertamente es una interpretación del sufrimiento infinitamente más profunda que jamás se conociera antes. Los hombres siempre han querido una explicación para la tragedia, y aquellos judíos derrotados tienen que haberla necesitado desesperadamente. La creencia judía prevaleciente tiene que haber explicado el sufrimiento como castigo por el pecado. (55:4b), como lo hicieron los consoladores de Job. Los profetas habían explicado la calamidad nacional precisamente así, y Segundo Isaías había secundado la explicación. (42:24-25) Pero era obvio aun entonces que esta no era una respuesta totalmente satisfactoria. No siempre había una equiparación entre lo merecido y lo recibido tal como Habacuc veía a escala nacional y como Job veía a escala personal. Era fácil que el Que el Siervo sea un concepto fluido era aseverada muy persuasivamente hace mucho por Franz Delitzsch (Biblical Commentary on the Prophecies of Isaiah, traducción inglesa por James Martín [Edinburgh: T. & T. Clark, 1881], II, 174, etc.) y ha sido sostenido por una gama impresionante de eruditos con muchos detalles variantes: recientemente Torrey (op. cit., pp. 135-146); North (op. cit., pp. 207-219); Rowley (op. cit.); Bentzen (op. cit., pp. 4267); etc. Aunque se han dado otras explicaciones, la evidencia no parece admitir otra interpretación alguna. 175

93 judío sintiera que su pueblo, por pecaminoso que fuera, había sido castigado mucho más de lo que sus pecados merecían. Israel había “recibido el doble por todos sus pecados.” (40:2) ¿Cómo se explica esto? Ahora bien, la fe de Israel de hecho ya había alcanzado mucho más allá de una equiparación de sufrimiento y el pecado, aunque pequeñas mentalidades dogmáticas que les gustaban explicaciones nítidas para todo se aferraban tercamente a la ecuación. Era claro que había un sufrimiento que no procedía de haber pecado, sino que precisamente por haber hecho la voluntad de Dios. Los profetas habían sido ilustraciones vivientes de que el obedecer y declarar la Palabra de Dios costaba justamente el sufrimiento. Jeremías era un perfecto ejemplo reciente del costo de elegir el Reino de Dios por encima del Reino de Judá. Llegó a ser como el Siervo, usando sus propias palabras, “un cordero manso que llevan a degollar” (Jeremías 11:19; compárese Isaías 53:7) Hombres comprensivos de Israel ciertamente sabían esto. Pero, he aquí, algo mucho más grande. Porque el sufrimiento no es meramente la consecuencia de la tarea del Siervo—es el órgano de ella. Su obra redentora y su victoria universal no tan sólo serán a costo del sufrimiento como toda batalla resulta en heridos; no puede lograrse de otra manera que no sea el sufrimiento. La victoria del Reino de Dios es lograda por el sacrificio vicario del Siervo. A duras penas se podría imaginar un llamado más poderoso al pueblo de Israel. No era nada menos que una completa reinterpretación de su destino como el pueblo de Dios. Era un mensaje de confort, pero la clase de confort como solemos entender el término. Porque aquí no hay nada de un jarabe suavizante, nada de unas pastillas color de rosa para mitigar el temor, ninguna técnica para tratar el sentimiento de frustración, ninguna argumentación o respuestas para preguntas quejumbrosas. Aquí hay un llamado a que se paren de nuevo como pueblo de Dios y así tomarse para sí una tarea inmensa. Es la clase de llamado que hace que los hombres se conviertan en un pueblo, porque les llama al servicio de algo más grande que ellos mismos. El profeta se dirige a Israel como el pueblo del Siervo. Ustedes siempre se han creído ser un pueblo escogido por Dios con un propósito, y efectivamente, así fue. Pero Uds. se olvidaron de ese destino y fueron gravemente castigados, tan gravemente así que no lo podían entender y ponían en duda todo lo que habían creído. Ahora, ¡anímense! ¡No se acabó todo! Ante Uds. hay un nuevo comienzo y un mayor destino. Dios está llamando para sí un verdadero pueblo, el pueblo del Siervo. Les está llamando a Uds. a que sean ese pueblo y que sirvan para su propósito. Uds. han de ser los vasos de su redención, han de hacer que Israel se reintegre y proclamar así su salvación en todo el mundo. Claro que no encontrarán en este destino ninguna exención del sufrimiento, sino precisamente un llamado a éste. Empero, el sufrimiento será transfigurado: ya no les será una agonía bruta sin significado, sino el mismo instrumento de la redención. Por medio del sufrimiento participarán del mismo carácter del Siervo de Dios y compartir su propósito redentor. Por su agonía su destino original en Abraham para ser bendición para toda la humanidad está delante de Uds. La victoria es segura, porque Dios es seguro. Claramente, ninguna respuesta más profunda que ésta pudiera darse. No se explica el sufrimiento; se trasciende en destino como el pueblo del Reino de Dios. IV Pero hemos de cerrar con un anticlímax. No pediremos disculpas por esto, porque el anticlímax no lo hicimos nosotros; está escrito en la historia. El Siervo tenía poca progenie. Podemos suponer que la luz del Siervo era demasiado brillante para los ojos humanos, y los hombres no la podían contemplar. Por cierto, el gran mensaje misionero del profeta no se perdió. Éste encuentra eco en escritos posteriores (notablemente en el libro de Jonás), y el Judaísmo

94 ciertamente hacía prosélitos. Pero el Judaísmo nunca llegó a ser una religión misionera. Al contrario, tendía a ensimismarse cada vez más. Tampoco la idea del Siervo jamás logró una popularidad. Es cierto que la figura del Siervo se relacionaba con los sufrimientos de Israel; tanto así, que en alguna literatura posterior, notablemente en algunos de los salmos, “los pobres y los necesitados” llegaban a ser virtualmente un sinónimo para el verdadero pueblo de Dios. (Oiremos más acerca de “los mansos” que “heredarán la tierra”; Mateo 5:5.) Pero el Judaísmo no podía ver al Siervo como el Mesías. Aunque hay algunas intimaciones de un Mesías sufriente en cierta literatura posterior (por ejemplo, Zacarías 9:8, 12:10), son poquísimas. Los judíos no querían un Mesías que sufriera. Ellos, como nosotros, querían otras cosas. Así que el Siervo se hizo un concepto “subterráneo”, como se dijera, y se quedó allí en estado latente como la semilla bajo tierra congelada. “En la plenitud del tiempo” vendría Uno diciendo: “Hoy se ha cumplido esta Escritura en vuestros oídos” (Lucas 4:21; compárese con Isaías 61:1-2). Éste, en su labor sacrificial, su sufrimiento y su muerte, literalmente “tomó para sí la forma de siervo”. (Filipenses 2:7, versión inglesa del Rey Jaime) Cuando este mismo Jesús les dijo a sus discípulos, “Id por todo el mundo,” echaba sobre ellos, no más y no menos, el destino del Siervo. Por cierto, eso nos hace pensar. Porque como miembros de la Iglesia de Cristo nuestro llamado es el del Siervo. ¿Con cuánta seriedad lo recibimos? ¿Siquiera lo entendemos? La misión universal de la Iglesia la aceptamos. Creemos en un solo Dios; declaramos que su Reino es universal; enviamos misioneros para predicar el evangelio en tierras lejanas. Sin embargo, ¡cuán poco hemos deducido las consecuencias de esa gran teología! Creyendo que ese Dios Único es el Dios igualmente de todos aquellos que claman a él, ¡cuán a menudo buscamos limitar el Reino sectaria, nacional o racialmente—negando para aquellos que no encajan el compañerismo cómodo nuestro dentro de la Iglesia de Cristo! ¡Cuán a menudo, por la poca justicia que ofrecemos, restamos enormes áreas de vida del dominio del Reino de Dios! ¡Aun declaramos que la Palabra de Dios no tiene derecho a dirigirse allí! A través de los siglos el Siervo nos habla, demandando que nosotros captemos que el Reino de Dios no conoce limitación humana alguna. La iglesia que busque limitar, al igual que el Israel de antaño, el Reino a sí misma—sea la que fuere su teología oficial— simplemente no sostiene un monoteísmo puro, sino que adora a un pequeño dios extraño, hecho a su propia imagen. En cuanto a la cruz del Siervo, no nos es extraña. Tenemos a un Salvador crucificado. En eso, estamos con las corrientes principales de la fe cristiana desde el principio en adelante, y hacemos bien en hacerlo. Entronizamos a ese Salvador crucificado en vidrio teñido, en madera y en piedra—y en doctrina. A esa cruz miramos para la salvación. Pero de verdad, no queremos esa cruz. De hecho, quisiéramos que el propósito principal de la religión fuera alejar a cualquier cruz. Queremos un Cristo que sufra para que no tengamos que sufrir, un Cristo que pone su vida con tal de que no se pierda nuestra comodidad. El llamado a perder la vida para que se halle de nuevo, a tomar la cruz para seguirla, nos permanece misterioso y ofensivo. Por cierto, luchamos para traer los hombres a Cristo, y oramos: “Sea hecha tu voluntad”. Pero nuestra lucha la contemplamos como conquista y crecimiento, programas exitosos y dólares. ¿Será que buscamos edificar el Reino del Siervo—sin seguir al Siervo? Si es así, sin duda edificaremos una gran iglesia—pero, ¿tendrá algo que ver con el Reino de Dios? Que se nos recuerde, pues, que la tarea de la Iglesia no es otra sino la del Siervo. Oramos tal y como se nos enseñó a orar: “Venga tu reino”. Y la respuesta que recibimos es la del Siervo: “Si alguien quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.” Oramos de nuevo: “Venga tu reino”, porque no tenemos otra qué orar. Pero la repetimos con la confesión de pecado más profunda: ten misericordia de nosotros, ¡porque somos siervos inútiles!

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CAPÍTULO SEIS LA COMUNIDAD SANTA Y EL REINO APOCALÍPTICO Ya vimos cómo el exilio babilónico terminó en gran expectación de que la venida de Ciro y la esperada liberación de la cautividad indicarían la alborada de una “cosa nueva”, más allá de la cual estarían la victoria y el Reino de Dios. También, hemos visto cómo el gran profeta de ese período, a quien conocemos por Segundo Isaías, transfiguró esa esperanza, poniendo ante Israel la promesa de un nuevo comienzo y retándola con una gran misión nueva. Israel ha de ser el Siervo de Dios, y así, por la labor misionera y un espíritu sacrificial, ser el agente del establecimiento de su regencia hasta los fines de la tierra; ella ha de traer personas de todas las naciones de la tierra al Reino de Dios. Ahora nos incumbe inquirir qué pasó con esa abundante esperanza al chocar ésta con las realidades sombrías de la Restauración. I Es claro que la Restauración no hizo nada para cumplir con la promesa rebosante hecha por el Segundo Isaías. Tampoco estaba dispuesto Israel a abrazar el destino de Siervo. 1. Por cierto, podemos imaginar que el decreto de Ciro bien pudiera haber parecido ser el comienzo de ese cumplimiento. Ciro era uno de los verdaderamente hombres grandes de los

96 tiempos antiguos. Éste era un contraste refrescante con la sucesión monótona de conquistadores brutales que le precedieron a lo largo de las páginas de la historia. Su política era sorprendentemente moderada. Muy al contrario de lo que el asirio hubiera hecho, Ciro no se esforzaba para destruir la vida nacional en una orgía de pillaje, deportación, y represión cruel. Al contrario, de forma habitual respetaba las costumbres y honraban los dioses de los pueblos sujetados a él. Hasta donde le fuera posible, confiaba en sus gobernantes nativos. Aunque el gobierno persa mantenía un control férreo sobre toda la estructura, y la mantenía unida por una compleja maquinaria administrativa, un ejército muy eficiente, y un bien desarrollado sistema de comunicación, aparentemente era la política oficial que a los pueblos conquistados se les permitiera vivir sus propias vidas dentro del armazón del imperio hasta donde fuera posible. Sabemos que Ciro usaba esta política sabia con los mismos babilonios.175 Ni Babilonia ni ninguna de las otras ciudades de la tierra quedaron dañadas. A los soldados persas se les dio las más estrictas órdenes contra el pillaje u otros modos de abusar a la población. De hecho, Ciro, por la remoción de ciertos abusos, activamente se preocupaba por el bienestar físico del pueblo. La adoración a Marduk, el dios supremo de Babilonia, seguía sin interrupción, y Ciro mismo lo demostró al honrarlo públicamente. A varios pueblos deportados se les reubicó en sus tierras natales en paz, junto con sus dioses. Los dioses de las ciudades circunvecinas, traídos por Nabonidus a Babilonia, eran restaurados a sus santuarios con honor. De hecho, tan templada era la conducta de Ciro que muchos babilonios lo preferían en lugar del amargamente impopular Nabonidus, y lo vitoreaban como su libertador. No nos sorprende, pues, que leemos que él tuviera la misma política para con los judíos. Como ya vimos, él ordenó la devolución de los objetos sagrados que Nabucodonosor había tomado, alentándoles a los que quisieran a que volvieran a Jerusalén, y dejó órdenes que el templo se reconstruyera. (Esdras 1:1.4, 7-11; 6:3-5) Aun permitió que se usaran fondos de la tesorería real para sufragar muchos gastos. (Esdras 6:4) Es más—y esto, también, va acorde con su política general— puso al frente de todo el proyecto a Sesbasar, hijo de Joaquín, un descendiente de la casa regidora de Judá; éste, a su vez, era sucedido por su sobrino, Zorobabel, también de la misma casa real. Aunque la acción de Ciro hacia los judíos era simplemente una parte de su política global para con sus súbditos, bien podemos imaginarnos que muchos judíos lo veían como un libertador enviado por Dios. (véase Isaías 44:24-45:7) En cualquier caso, la Restauración de la comunidad judía a Jerusalén se hizo un hecho. 2. Pero los mismo eventos de la Restauración eran muy desilusionadores. En primer lugar, la respuesta de los judíos en Babilonia a la invitación de Ciro era cualquier cosa menos unánime.176 Era de esperarse. La Palestina era una tierra lejana que sólo los más viejos podían recordar. El viaje para allá era largo y peligroso, y significaba el cortar todas las relaciones y el correr un riesgo respecto al futuro. Para estas alturas, los judíos habían echado raíces en Babilonia; sus familias estaban allí, también sus hogares y trabajos. El llamamiento a volver era una invitación a dificultades y peligro que difícilmente pudieran verse como una perspectiva llamativa. Y para aquellos que sí volvían, los La conducta de Ciro y el entusiasmo con que se le recibió son descritos por su propio cilindro tanto como por el así llamado “Relato por versículo de Nabonidus” (especialmente pt. vi). Véase Pritchard, op. cit., pp. 314316. 176 La lista en Esdras 2 y Nehemías 7 que se supone debe fecharse como un siglo después del edicto de Ciro, calcula la población de la comunidad judía en poco menos de cincuenta mil. Albright (véase capítulo 5, nota 5) estima que la población después del primer retorno era un poco más de veinte mil. Si esta cifra, cosa que incluye a los judíos que volvían tanto como los que ya estaban establecidos en la tierra, es aun remotamente correcta, representa evidencia suficiente de que la respuesta al edicto de Ciro no fue unánime. Josefo (Antiquities, XI, I, 3) ciertamente tenía razón al decir que muchos “no estaban dispuestos a dejar sus posesiones.” 175

97 primeros años eran increíblemente difíciles. Tenían que comenzar de nuevo en una tierra nueva, y para el colmo, una tierra pobre. Eran perseguidos por una sucesión de malas cosechas y fracasos parciales. (Hageo 1:9-11; 2:15-19) Eran rodeados por vecinos que les tenían mala voluntad, y es dudoso que los mismos judíos que habían continuado viviendo en Jerusalén extendiesen una bienvenida a los inmigrantes. Además, les faltaba protección militar adecuada, resultando así que la seguridad pública no podía asegurarse. En cualquier caso, pasaron veinte años antes de que el templo pudiera construirse. Es cierto que el trabajo se comenzó y los cimientos puestos en el año después del primer retorno en 538 A. de J. C. (Esdras 3:8-10) Pero unos dieciocho años más tarde, como aprendemos en el libro de Hageo, poco o nada se había hecho. Abundan las razones a mano por el fracaso, y casi parece excusable. La gente estaba desesperadamente pobre, y la misma lucha para sobrevivir consumía sus recursos limitados. Tampoco tenemos porqué dudar que la prometida ayuda gubernamental (Esdras 6:4) no se diera. Al contrario, sus vecinos—particularmente los gobernadores y nobles de Samaria—que tenían a Jerusalén como parte de su distrito y que resentían amargamente que se les excluyera de los planes allí (Esdras 4:1-5), ponían obstáculo tras obstáculo en su camino; también repetidas veces procuraban meterles en líos con la corte persa. Sólo por medio de las exhortaciones más serias de Hageo y Zacarías permitieron en el año 520 A. de J. C. (Esdras 6:14; Hageo 1:1, 14-15; Zacarías 1:1) que se reanudara el trabajo. Sólo hasta cuatro años más tarde se terminó el templo. (Esdras 6:15) Aun así, era una estructura tan pobre que muchos no podían disimular su desilusión. (Hageo 2:3) Leemos (Esdras 3:12) que cuando primero se ponían los cimientos, los ancianos que recordaban el templo de Salomón no podían controlar sus emociones, sino que se echaban a llorar. 3. No puede haber duda de que esa desilusión se hizo sentir profundamente. No pudiera haber sido diferente. Aquí no hay ningún Reino de Dios, ninguna “monte de la casa de Jehová será establecido como cabeza de los montes” (Isaías 2:2), y defendido por Dios de todos sus enemigos; aquí está la medinah persa de Jerusalén, una pequeñísima parte del imperio más gigantesco de todos los tiempos. De hecho, no tenía, como ya dijimos, ni la más mínima seguridad, sino que estaba propenso a ataques por grupos enemigos repetidamente. (Esdras 4:23) Unos setenta y cinco años más tarde cuando Nehemías consiguió un donativo de Artajerjes I para reconstruir los muros de Jerusalén (Nehemías 1:1-2:8), la situación todavía era tan insegura que se veía obligado a mantener un grupo armado mientras otro trabajaba. (Nehemías 4:15-20) En todo caso el ánimo dentro de la comunidad estaba peligrosamente bajo. Podemos descubrir por una lectura de Hageo, Malaquías y Nehemías cuán poco eran estas gentes el pueblo purgado y purificado, obediente al servicio de su reino en todas las cosas.177 Los vemos preocupados, cada uno por sus propios asuntos, luchando para adelantarse, y mientras tanto, dispuestos a que la casa de Dios permanezca en ruinas. (Hageo 1:2-4) Los vemos, tan ocupados en sus quehaceres, tan reticentes para dejar que se pierda una ganancia, que ignoran por completo el Sábado. (Nehemías 13:15-18) Los vemos vendiendo animales enfermos y accidentados para ser sacrificados. (Malaquías 1:6-14) Los oímos quejándose de la supuesta injusticia de Dios (Malaquías 2:17), porque no existe evidencia de que recompense con prosperidad material a los que lo obedecen más que a los que no. Por tanto, no hay ningún provecho en servirlo. (Malaquías 3:14) Así siempre hablan los hombres que quisieran hacer que Dios fuese el siervo de sus propios pequeños intereses, un instrumento a su disposición, una especie de seguridad divina contra pérdidas o daños. Tales hombres siempre El libro de Hageo está fechado con precisión (1:1; 2:1, 10, 20) en el año 520. Malaquías no lleva fecha, pero, con base en evidencia interna, se ubica mejor aproximadamente a mediados del siglo cinco A. de J. C., tal vez un poco antes de la llegada de Nehemías. El libro de Nehemías es una parte de la gran historia del cronista (1 y 2 Crónicas, Esdras, Nehemías), pero tiene como una de sus fuentes las memorias a primera mano de Nehemías (capítulos 1-7; 12 [una parte];13), la autenticidad de la cual nunca ha sido cuestionada seriamente. 177

98 quedarán desilusionados con Dios. Porque no se dan cuenta de que Dios no está al servicio de ellos, sino que a la inversa, él los está llamando al servicio de su Reino. Pero este ánimo señalaba otro peligro aun más grave. Existía una verdadera posibilidad de que si algo no se hiciera, la pequeña comunidad fuera asimilada del todo en el mundo gentil. Después de todo, era sólo una insignificante isla en un mar de gente pagana. Su número total un siglo después del primer retorno apenas pudiera haber sido más de cincuenta mil.178 En el trato comercial era naturalmente inevitable que el pueblo tuviera contacto con los pueblos vecinos, (Nehemías 13:16), y el casarse con extranjeros llegaba a ser cada vez más frecuente. Tanto Esdras como Nehemías estaban muy molestos por este hecho (Nehemías 13:23-31; Esdras 9-10), porque les parecía que peligraba la misma existencia del pueblo. Nehemías, particularmente, estaba alarmado (Nehemías 13:23-25) cuando descubría que los niños, productos de matrimonios mixtos, en muchos casos no podían siquiera hablar el hebreo ancestral. De hecho, no hizo falta que pasaran muchos años sin que el hebreo dejara de hablarse como lengua viva; quedó reemplazado por el arameo, la lengua franca del imperio persa. ¿Moriría Israel junto con su idioma? El peligro era real, y no debía olvidarse. Es precisamente este temor a la asimilación que explica mucho de ese exclusivismo hermético de la comunidad pos-exílica que nos parece tan feo. 4. Dados la esperanza frustrada, la crisis en el ánimo, y el persistente temor a la asimilación, no nos sorprende que el gran ideal de la misión mundial del Siervo se oscureciera. Es cierto que no se perdió del todo. El Judaísmo era y permanecía fuertemente monoteísta; tampoco dudaba que Dios rigiera sobre el mundo. Vez tras vez la liturgia del templo anunciaba que Dios era Rey, como si efectuara y afirmara el triunfo escatológico. (Salmos 47; 93; 96-99) 179 Persistía el sentimiento fuerte, expresado por los profetas de la Restauración, que Dios se proponía incluir extranjeros también en su Reino. (Zacarías 2:11; 8:23; Malaquías 1:11) Difícilmente se pueda imaginar un libro que ataque más rigorosamente el exclusivismo, que rete más fuertemente a Israel a que asuma su misión mundial que el librito de Jonás.180 Que Israel deje de tratar de huir de su destino; que asuma ella su tarea de proclamar al verdadero Dios a las naciones, por desagradable que eso sea, porque Dios ama a los extranjeros también. (Jonás 4:11) Tampoco debe olvidarse que la ley—la cual somos dados a considerar como si fuera el mismo instrumento del particularismo—siempre hacía provisión para la recepción de prosélitos, y demandaba que éstos fuesen tratados igualmente como los judíos. (Levítico 24:22) Sobre todo, no olvidemos que el Judaísmo sí hacía prosélitos. Siglos después, cuando Pablo recorría el Imperio Romano, los encontraba en cada pueblo. En muchos casos éstos llegaban a ser la base de su éxito misionero. ¡Seguramente algunos judíos habían oído al Siervo llamando, y lo obedecían! Empero el Judaísmo nunca llegó a ser una religión misionera. Aunque tiene que haber habido algunos judíos devotos que se esforzaban por ganar convertidos para su Dios, no hay evidencia que el Judaísmo como religión jamás hiciera un esfuerzo para hacerlo.181 Probablemente sería correcto decir que aunque se aceptaban prosélitos con gusto, raramente se les buscaba. Y a Véase la nota número 176. La fecha y la situación cúltica de este tipo de salmo es una cuestión discutible; véanse los comentarios, por ejemplo, el de W. O. E. Oesterley, The Psalms (London: S. P. C. K., 1939), I, 44-55. La discusión más reciente is la de H. J. Kraus, Die Königsherrschaft Gotees im Alten Testament (Tübingen: J. C. B. Mohr, 1951). 180 Jonás era una figura histórica, un profeta que vivía durante el siglo ocho A. de J. C. (2 Reyes 14:25). Sin embargo, el libro de Jonás no fue escrito por él (ni tampoco pretende que así fuera), sino una historia cuyo protagonista era él. Con base en evidencia interna, debe fecharse después del Exilio, aunque la fecha exacta no se puede determinar. 181 Para una breve discusión excelente de la actitud del Judaísmo en cuanto a ganar prosélitos, con referencias para bibliografía adicional, véase H. H. Rowley, The Biblical Doctrine of Election (London: Lutterworth Press, 1950), pp. 87-94. 178 179

99 pesar del hecho de que tales convertidos eran recibidos en la comunidad de Israel, es probable que hubiera un sentimiento fuerte en contra de ponerlos en el mismo nivel que al judío sanguíneo. La verdad es que parece que nunca había un consenso dentro del Judaísmo respecto a los prosélitos. Aunque algunos deseaban ganarlos y perseguían ese fin, el Judaísmo como un todo tendía cada vez más a un fuerte particularismo. Algunos dirían, “¿No es una contradicción que un pueblo con un Dios tan universal y un sentido de destino tan glorioso se ensimismara tanto?” De hecho, era una contradicción, y una que el Judaísmo jamás pudo resolver. Podemos agregar que era una contradicción que vive aún. Porque es posible que una iglesia acepte la más universal de teologías, y sin embargo recaerse en la clase más nauseabunda del egocentrismo, creyendo ser la única y verdadera iglesia ortodoxa cuya tarea principal es la de guardarse contra la contaminación. Ya hemos dicho que esta tendencia exclusivista en el Judaísmo surgía precisamente por tal temor a la contaminación. También hemos dicho que este era un temor bien fundado desde los días del Exilio en adelante, y por lo tanto, no debemos burlarnos de él. Empero, éste inevitablemente conducía a un desdén por los extranjeros y a un realce del orgullo nacional que difícilmente pudiera haber sido favorable para la aceptación de la misión mundial.182 El lector del Nuevo Testamento se entera de ese prejuicio contra los gentiles que existía entre los judíos. Era un prejuicio que le costaba mucho a la iglesia naciente vencer. En tal ambiente no podía haber una aceptación general de la misión del Siervo. Es cierto que Israel estaba consciente de ese llamado; de hecho, la fe monoteísta lógicamente la exigía. Empero, en su contra siempre había el temor de que el asumir tal misión le costara a Israel la vida. El pensar en la participación plena de los gentiles en el Reino de Dios, y en una misión sufriente para ganarlos, lógicamente no podía lograr una amplia aceptación. La esperanza del Reino de Dios tenía que encontrar otras maneras de expresarse. Esto lo hacía, particularmente esmerándose en guardar la ley y recalcando esa expectación del fin venidero, cosa que a la larga resultó en la literatura apocalíptica. No podemos entrar en una discusión cabal de estas cosas ahora, ni tampoco encuentra la persona común y corriente que sea de interés. Pero es muy importante que tengamos por lo menos una idea de lo que se trata. II. Después del Exilio la profecía, tal y como la hemos conocido hasta ahora, paulatinamente dejaba de existir, y comenzaba a surgir en su lugar ese fenómeno que se conoce por el Apocalipsis.183 En éste la fe de Israel se expresaba en torno al Reino de Dios venidero. 1.Apocalipsis quiere decir “revelación”. Específicamente, es una revelación expresada en lenguaje críptico de los grandes eventos del fin. Cuenta cómo Dios intervendrá para finiquitar sus asuntos sobre esta tierra, para juzgar a sus enemigos y para establecer su Reino. El Apocalipsis, en el sentido correcto de esa palabra, es un desarrollo tardío del período del Antiguo Testamento, y gozó de su mayor popularidad entre el segundo siglo A. de J. C. y el primer siglo D. de J. C. Sólo dos Desde luego, las actitudes de judíos individuales hacia los gentiles variaban. Aunque algunos eran amargamente hostiles y despreciativos, otros no lo eran. Véase el artículo “Gentiles” en The Jewish Enciclopedia. ( 1916), V, 615ss., para una discusión balanceada y referencias. 183 No es posible mencionar siquiera las obras más importantes que tratan de la literatura apocalíptica, menos todavía de las que tratan de la teología y la literatura del Judaísmo entre los Testamentos. De todos modos, no convendría confundir al lector de este libro con una lista tan larga. El pequeño libro de H. H. Rowley, The Revelance of Apocalyptic (London: Lutterworth Press, 1944), que contiene una bibliografía excelente se recomienda altamente como una introducción. El estudiante serio, desde luego, fijará su atención en las obras clásicas de tales autores como E. Schürer, W. Bousset, G. F. Moore, R. H. Charles, E. Meyer, P. Volz, J. Bonsirven, M. J. Lagrange, y otros. 182

100 libros con estilo plenamente apocalíptico se encuentran en la Biblia, uno en cada Testamento: los libros de Daniel y Apocalipsis. Pero todos los que tienen algún conocimiento de la literatura no canónica del período intertestamentario y el del Nuevo Testamento, están enterados de que otros se escribieron que no fueron aceptados dentro de la Escritura. Que esta clase de literatura fuera tan popular durante ese tiempo, sin duda, es indicio de la fe viva, pero también, la frustración repetida y el profundo pesimismo tocante al escenario actual, que caracterizaban el período. Pero aunque la Apocalíptica conoció su primer gran florecimiento durante el segundo siglo A. de J. C., sería incorrecto considerarla como cosa nueva completamente. Aun menos se le debe considerar como un fenómeno, esencialmente hostil a la profecía que la precedía. Al contrario, la Apocalíptica es en un sentido real producto de la profecía. La profecía antiguotestamentaria, como la misma fe antiguotestamentaria, siempre había tenido una orientación escatológica. Es decir, ya que creía en un Dios que realizaba un propósito en la historia, creía que los eventos progresaban hacia delante para su fin designado—el triunfo del designio divino. No importa lo poco que esa fe pareciera a la escatología como la definiríamos, era siempre escatológica: anhelaba “las últimas cosas”, el final efectivo hacia el cual la historia se movía. Desde luego, la Apocalíptica se ocupa mayormente de la terminación de estas cosas. Pero, los profetas, por mucho que tuvieran una fe escatológica, se centraban en el presente—para atacar pecados presentes, para rogar un arrepentimiento presente, para anunciar el juicio de Dios en eventos presentes. No obstante, en los profetas tardíos se puede percatar cierto cambio de énfasis del presente hacia el futuro, del evento histórico al evento cósmico, cada vez más con una concentración sobre el drama escatológico. Era cuando esta esperanza viva vestía nuevos patrones, muchos de ellos prestados de fuentes ajenas, que nació la Apocalíptica. Así que la Apocalíptica es a la vez una intensificación y una reformación de la fe histórica de Israel en el triunfo de la regencia de Dios. Se caracterizaba por un lenguaje críptico, visiones extrañas pobladas por bestias impresionantes, números místicos que solo los iniciados pudieran entender. Era como si proveyera un libreto para el gran drama final con notas de programa exóticas. Y declara que los eventos presentes presagian y reflejan la gran lucha cósmica entre Dios y el mal que está para llegar a su punto máximo. ¡Pero pronto llega el Reino de Dios! Aunque el libro de Daniel es el único libro verdaderamente apocalíptico en el Antiguo Testamento, hay muchos otros escritos allí que exhiben tendencias similares y merecen ser llamados apocalípticos de carácter. De hecho, esa preocupación por el fin venidero que es el corazón de la Apocalíptica es característica del período pos-exílico entero, y es evidente en mucha de su literatura. Tenemos un ejemplo temprano en Ezequiel 38-39,184 una profecía que algunos piensan (¡muy equivocadamente!) será cumplida por la actual Unión Soviética. Aquí vemos a Gog de la tierra de Magog, encabezando a las miríadas paganas del misterioso norte contra el pueblo establecido de Dios. Pero Dios interviene para destruir a Gog con una espantosa matanza. Al Reino de Dios luego se le reivindica y es establecido ante todo el mundo. Es la victoria final de Dios sobre todas las malignas potencias paganas de esta tierra. Como ya dijimos, el anhelo porque Dios intervenga en el mundo para castigar sus enemigos y establecer su Reino es el mismo corazón de la esperanza apocalíptica. Pero más aun, se encuentra a lo largo de la escatología judía entera desde el Exilio en adelante, por diversas que fueran las formas asumidas por esa escatología. Claramente, ésta en sí no es una cosa nueva, sino que su origen está en la antigua esperanza del Día del Yahvé. Como ya señalamos, esta era una cosa muy primitiva en la teología de Israel,

Respecto a la interpretación de estos capítulos, véase los comentarios; entre los más recientes está el de G. A. Cooke, The Book of Ezequiel (International Critical Commentary [New York: Charles Scribner’s Sons, 1937] II, 406-424. Para una discusión breve, véase Rowley, Relevance of Apocalyptic, pp. 31-32. 184

101 arraigada como dogma en la mentalidad popular desde los tiempos más primitivos en adelante.185 Engendraba esa confianza fatua en el futuro seguro de Israel que, como blindaje alrededor de la conciencia nacional, amortiguaba la predicación profética de la perdición. ¡Qué cosa más loca este hablar de perdición! ¡Dios es nuestro Dios y nosotros su pueblo, y en su gran día intervendrá para vindicarnos! Recordamos que Amós ( Amós 5:18-20) rechazó de plano ese engreimiento—y así también todos los demás profetas—declarando que el pueblo de Dios también está bajo juicio. No obstante, el engreimiento no amenguaba sino que persistía tenazmente hasta que por fin cayó bajo los escombros de la Jerusalén arruinada. Uno pensaría que eso acabaría con él. Pero era una arrogancia extraordinariamente resistente, así de resistente, porque era producto—aunque producto abortivo—de la corriente principal de la fe de Israel en el Señor de la historia. Ésta sobrevivió el choque. También recordamos cómo Segundo Isaías la retomó y le impartió un nuevo sentido de inminencia, y sin embargo, la amplió a la vez y la moralizó más allá de líneas nacionales. Se teme que después del Exilio mucho de la antigua teología popular se colara de nuevo, a tal grado que la escatología llegó a ser en este sentido demasiado semejante a lo que había sido al principio. La expectación animada de ese gran día se retenía e intensificada por la desesperación, pero sin muy poco del amplio espíritu moral del profeta. Prevalecía el sentimiento que Israel se había purgado, habiendo pagado por su pecado con demasía, por la horrible calamidad. Al mismo tiempo, era difícil no sentir que las potencias paganas eran, después de todo, los verdaderos enemigos del pueblo de Dios y del Reino de Dios. Desde luego, esto no quiere decir que la misión de extender ese Reino para incluir a los gentiles se perdiera. Pero en general, imperaba una inquietud porque el juicio de Dios viniera sobre sus enemigos (es decir, los gentiles) y porque Dios estableciera su Reino sobre su pueblo (es decir, los judíos). 2. La esperanza del inminente Reino venidero ardía tempranamente en la comunidad de la Restauración, sólo para dar con una cruel desilusión. Si parece increíble que pudiera haber ardido siquiera, uno sólo tiene que tener presente la mentalidad del día. La esperanza escatológica siempre tiende a achicar su perspectiva para poder creer que “el tiempo está cerca”. Y el colapso de Babilonia, la política generosa de Ciro, y la esperanza de la “cosa nueva” que le acompañaba, habían fomentado la expectación de que sería pronto. Agréguese a eso la tenacidad de la nota dominante en la escatología profética del Antiguo Testamento: el Remanente. De una forma u otra, todos los profetas señalaban al Remanente puro: el verdadero pueblo de Dios, purgado por fuego, sobre el cual establecería su Reino. Desde Isaías, y siempre amado por la mentalidad judía, se ligaba a esta esperanza la figura del venidero Príncipe Mesiánico del linaje de David que regiría sobre ese Reino, como el virrey de Dios. Pero ahora, aquí en la pequeña comunidad de la Restauración, tiene que haberle parecido que las condiciones del Remanente ya se dieron. Una purga de proporciones monstruosas había ocurrido, dejándose únicamente un tronco de la casa de David con poquísima gente reprimida. Ya se acabó la purga; ¡nosotros somos el Remanente!186 ¡Y como nuestro líder no tenemos a otro sino a Zorobabel, el nieto de Joaquín, príncipe del linaje de David! De modo que a Zorobabel se le dirige en lenguaje mesiánico. Él es el “retoño del tronco de Isaí y vástago de sus raíces”, anunciado por Isaías (11:1): “He aquí, el hombre cuyo nombre es el Retoño”187 y él brotará de su lugar, y construirá Véase el capítulo II, p. 36. K. Galling (“The ‘Gola List’ According to Ezra 2=Nehemiah 7” Journal of Biblical Literature, LXX [1951], 149/158) ha argumentado con base en la forma de las listas en Esdras 2 y Nehemías 7 que la comunidad de la Restauración incorporó en su organización una reminiscencia de la antigua anfictonía tribal. Esto sería evidencia clara de que ellos se creían ser el “verdadero Israel”, es decir, el Remanente. 187 La palabra que se usa para “retoño” (es decir, brote) en Zacarías 3:8; 6:12 es semah. Por cierto, esta no es la misma palabra que se usa en Isaías 11:1 (hoter, neser), pero apenas puede dudarse que la idea es la misma. La 185 186

102 el templo de Yahvé. Sí, es él que edificará el templo de Yahvé, y es él que llevará la gloria (es decir, asumirá la majestad real), y se sentará sobre el trono para regir. (Zacarías 6:12b-13; véase 3:8)189 ¡En otras palabras se creía que el Reino de Dios estaba para establecerse entre el Remanente! Claro está, visto esto sobriamente, pudiera parecer una esperanza fantástica; porque el poder de Persia seguía en pie, y ciertamente la pequeña comunidad en Jerusalén no tenía ningún poder para romperlo. Pero ese no es el punto. Dios ha enviado sus “jinetes apocalípticos” por toda la tierra, y él sabe lo que ellos informan: que el poder pagano mundial goza de una paz sin interrupción. (Zacarías 1:7-11) Está disgustado y tiene miras de trastornar esa paz y así cumplir su propósito. (Zacarías 1:12-17) Dios está a punto de estremecer las naciones (Hageo 2:6-7); es tiempo del nuevo éxodo (Hageo 2:4-5), el gran drama final está para principiar: “Habla a Zorobabel, gobernador de Judá, diciendo: ‘Yo estremeceré los cielos y la tierra. Trastornaré el trono de los reinos y destruiré la fuerza del reino de las naciones. Trastornaré el carro y a los que suben en él. Caerán los caballos y los que montan en ellos, cada cual por la espada de su hermano. En aquel día, dice Jehová de los Ejércitos, te tomaré a ti, oh Zorobabel hijo de Salatiel, siervo mío, y te pondré como anillo de sellar, porque te he escogido,’” dice Jehová de los Ejércitos. (Hageo 2:21-23)190 Desde luego, esta esperanza fue cruelmente derrotada. Zorobabel no había de ser el Rey Mesiánico. Que él mismo creyera la esperanza popular que le rodeaba, no lo sabemos. No tenemos ninguna evidencia que la creyera, menos todavía que él participara activamente en la sedición contra Persia. Es un misterio el paradero de Zorobabel. No sabemos más de él después de este tiempo; es como si se desapareciera de la historia por una puerta falsa. Parece como que aun su nombre se removió del texto de Zacarías 6:9-15.191 Esto ha llevado a algunos a especular que Zorobabel o entró en un complot de rebelión o que los rumores de ello preocupaban tanto a las autoridades persas que lo quitaron. En cualquier caso, no amaneció la era mesiánica, y el Reino de Dios no llegó. Y el poder de Persia permaneció inquebrantable por doscientos años. 3. Uno pensaría que ante tales frustraciones la esperanza muriera. Pero no fue así. De hecho, la confianza en la victoria divina final era tan integral a la fe de Israel que no podía desaparecer sin que se perdiera la fe misma. Por su misma naturaleza, la fe continuamente pedía el cumplimiento. La frustración y la desilusión sólo intensificaban el anhelo. Así era que aunque el escenario presente, como la misma tierra, seguía negando toda esperanza, ésta se proyectaba más allá de la tierra y llegó a ser un anhelo desesperado porque hubiera una intervención catastrófica de Dios. Este esperado evento final llegó a ser virtualmente el exclusivo centro de interés—de hecho era casi una obsesión. El clímax llegó en la Apocalíptica en donde toda la atención se fijaba en el drama final y en un esfuerzo por discernir señales en el escenario actual de su comienzo. En la apocalíptica no canónica esto resultaría en nada menos que una exótica especulación fantástica. No palabra semah es usada por Zacarías como un término técnico para el Mesías. La misma palabra se usa en Jeremías 23:5. También aparece en Isaías 4:2, pero aparentemente no en el sentido técnico. 189 Es verdad que no se le llama explícitamente a Zorobabel “el retoño”, pero no puede haber mucha duda de que se refiere a él. Zorobabel fue el que edificó el templo (Zacarías 4:9; Hageo 1:12-2:9), y era el príncipe de la casa real. Es probable que, como dicen los comentaristas, el nombre de Zorobabel estaba originalmente en el texto de Zacarías 6:9-15, pero fue removido después. Las últimas palabras del v. 13 “entre ambos” indican que otro líder estaba al lado de Josué el sumo sacerdote, pero no se le nombra. 190 La esperanza expresada por Hageo tanto como por Zacarías, que las potencias del mundo pronto fuesen trastornadas, ha de leerse a la luz de la reacción en cadena de rebelión que Darío I encontraba al ascender al trono en 522. Cuando los profetas comenzaron su predicación en el año 520, parecía como si la rebelión en Babilonia pudiera ser exitosa. Véase Albright, “The Biblical Period”, p. 50. 191 Véase la nota 189.

103 es posible dar una descripción sencilla de este drama final, porque el Judaísmo nunca desarrolló un sistemático y consecuente dogma escatológico, sino que nos presenta los cuadros más variados imaginables. Con todo, parece que el sentimiento crecía en intensidad de que la intervención de Dios sería precedida por los ayes más indescriptibles: la acometida de todas las fuerzas del paganismo (Ezequiel 38-39; Zacarías 14:1-3; Joel 3:9-11), portentos en el cielo y la agonía sobre la tierra (Joel 2:30-31; 3:15). Pero Dios intervendría victoriosamente para establecer su Reino sobre todos aquellos que eran fieles. (Joel 2:32; 3:14-16; Zacarías 14)192 Las tinieblas presentes, pues, no podían extinguir la esperanza—porque se podía discernir en ellas precisamente las señales del Reino venidero. ¡Tal vez ésta sea la oscuridad que precede la aurora! Apenas hace falta decirlo, esto llegó a ser la patología del Judaísmo. Se movía en un mundo soñador en que se esperaba la llegada del Reino momentáneamente en las nubes y gloria; siempre escudriñaban los tiempos para señales del fin que vendría, haciendo diagramas de cómo llegaría el fin. En su defecto, esperaban al Mesías Davídico (aunque la Apocalíptica genuina no hablaba mucho del Príncipe Mesiánico, la esperanza persistía con viveza en el Judaísmo), pondría sus esperanzas en un pretendiente falso tras otro. Su pregunta frenética era: “¿Señor, restituirás el reino a Israel en este tiempo?” (Hechos 1:6) En ningún caso habría campo para un Siervo cuyo Reino “no era de este mundo” y que no venía con un “Mirad, aquí está! o “¡Allí está!” (Lucas 17:21) Dígase lo que se diga, pareciera que cuando los hombres se ponen a pensar en las cosas del fin, cuando fijan su interés sólo en esas cosas, excluyendo todo lo demás, resulta una enfermedad dentro de la fe. 4. Pero nuestra evaluación de esto no debe ser desigual.193 El señalar la patología es demasiado fácil. Es fácil reírse de las especulaciones huecas que, tanto entonces como ahora, encuentran señales del fin en los periódicos de cada día y encuentran la personificación del Gran Enemigo primero en este y luego en aquel personaje histórico. Es más fácil aun sentir irritación por lo que sólo puede llamarse la impudencia de los que hacen diagramas, y hasta fijan fechas, porque Cristo mismo ni los ángeles en el cielo no sabían“los tiempos y las sazones” —sino solo Dios. (Mateo 24:36; Marcos 13:32; Hechos 1:7) También podía señalarse que en esto hay un pesimismo fundamental tocante a esta tierra que pudiera cortar el nervio de todo esfuerzo por su redención, y de hecho, así ha resultado en ocasiones. Hasta uno podría decir que aquí hay algo que ni siquiera es moral; exhibe muy poca compasión, y, más bien, parece anhelar la destrucción de millones de impíos con tal de que unos pocos justos se salven. Empero, por extraña que esta “mentalidad apocalíptica” nos parezca, no debemos olvidar que vivía en ella una gran fe que aun aquellos que se burlan de ella harían bien en emular. Por grande que fuera su pesimismo fundamental respecto al mundo, era optimista en el sentido más profundo. En una época cuando el escenario actual promovía únicamente la desesperación, cuando el poder del mal estaba en su apogeo sin que la fuerza humana pudiera quebrantarlo, vivía una fe que la victoria de Dios era segura: Dios estaba en control de la historia; es el Dios del que viene el Reino. Que nosotros, a quienes la oración “Vénganos tu reino” haya llegado a ser una letanía para repetirse sin sentido, quienes hayamos encontrado que la Apocalíptica sea risible, y sin embargo que temblamos cada vez que un comunista hace un discurso—que notemos bien esa fe. Además, la Apocalíptica insiste en que la lucha mundial no sea ni política ni económica, sino un combate perenne entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas, entre el Dios Creador y el poder destructivo del caos; este Estos temas se desarrollan al máximo en literatura más tardía, notablemente la Pseudo-epígrafa. (por ejemplo, I Enoc 37-71) Los “ayes del Mesías” llegaron a ser una creencia fija (“ ...aprende esto y atesóralo, cuántos ayes vendrán al punto decisivo de los años”—Los oráculos sibilinos 3:562-563). 193 Para una apreciación más completa de los valores de la Apocalíptica que nos es posible aquí, véase Rowley, The Relevance of Apocalyptic; también el pequeño libro de R. H. Charles, Religious Developments between the Old and New Testaments (Oxford University Press, 1914; la reimpresión número 11, 1948). 192

104 combate llama a que uno se decida de parte de quién sea. No puede haber neutralidad. Quien decida por el bien, sin importar cuán humilde sea, ha dado un golpe en pro del Reino de Dios en una batalla de significado decisivo. En cualquier caso, había dentro de la Apocalíptica una fe que fortalecía a millares de hombres pequeños para que obedecieran hasta la muerte, confiados en que su recompensa estaba en Dios. (Daniel 12:1-4) Que se pregunten todos los que se mofan si su religión más culta redunda en tanto. Además, en la Apocalíptica hay un instinto muy sano el cual ignoramos a precio de nuestro propio peligro: es decir, el Reino de Dios no es creación de los hombres sino de Dios. Es posible que el desdén de estos escatológicos, respecto a lo que los hombres pueden hacer, fuese demasiado grande, y aun inocente—porque Dios sí usa a los hombres.194 Pero nos traen un necesario recordatorio que desesperadamente necesitamos oír: no podemos hacer que el Reino venga; solo Dios puede hacerlo. Por tanto, la Apocalíptica es un regaño a la hybris del hombre, el cual hace que siempre busque un perfecto orden mundial por sus maniobras políticas, su planificación social, y su preparación militar—sin pensar en Dios. Es un regaño al blasfemo hybris de la iglesia de Dios que “ganará el mundo para Cristo” y traer así el Reino por su predicación, sus congresos, y sus bienadministrados programas. Al pueblo de Dios se le llama a que se ponga de lado del Reino de Dios en la lucha cósmica; pero no puede producir el Reino por su propia actividad. Es verdad que la expectación apocalíptica de que pocos se salvarían bien puede parecer dura. Sin embargo, la tolerancia y la buena voluntad no deben tentarnos a negar la conclusión inexorable: el Reino de Dios viene únicamente para aquellos que son su pueblo y que lo obedecen. No puede tener otros ciudadanos. Verdaderamente, “angosto es el camino.” (Mateo 7:14) Por extraño que nos parezca, la Apocalíptica era un producto legítimo de la fe de Israel en el Dios, Señor de la historia. En tiempos de la desesperación más oscura, cuando los reinos de esta tierra ejercían su inquebrantable regencia tiránica, la Apocalíptica afirmaba y mantenía viva la confianza histórica de Israel en el Reino de Dios triunfante. Pedía un remedio para el dilema del hombre en términos de la intervención divina. Como toda la esperanza de Israel, apuntaba hacia una solución más allá de sí misma. III Pero la fe de Israel trajo otro desarrollo de igual importancia: la Comunidad Santa, basada en el guardar la ley. A ésta ahora debemos observar, porque ella también era expresión de Israel de su sentimiento en torno al gobierno de Dios sobre su pueblo. Durante y después del Exilio una serie de hombres piadosos y prácticos tomaron la fe de Israel y la convirtieron en el Judaísmo. Su ideal era una comunidad cuya función principal sería la de llegar a ser el pueblo santo de Dios por medio de la observancia escrupulosa de la ley. Si la Apocalíptica esperaba un Reino que solo Dios pudiera producir, puede decirse que la Comunidad Santa anhelaba un Reino que pudiera ser provocado por la justicia del hombre, aunque no lo pudiera producir. 1.No es ningún accidente que el Judaísmo pos-exílico llegara a ser una comunidad de ley; No era un movimiento abortivo sino un desarrollo muy lógico. Desde Moisés la obediencia a la ley había sido un asunto de gran importancia en Israel. Ya hemos visto que las dos obligaciones principales que el pacto exigía eran que el pueblo adorara a Dios y solo a él y que obedeciera Un ejemplo de esta actitud se puede ver en Daniel 11:34 donde, como concuerdan los comentaristas, las palabras “poca ayuda” se aplican a la insurgencia de los Macabeos. Por mucho que los apocalípticos hubieran querido simpatizar con Judas y sus hermanos, nunca podían ver en los hombres su salvación. Lo que los hombres pueden hacer, cuando mucho, es “poca ayuda”. 194

105 fielmente la ley del pacto dentro de la comunidad del pacto. También, hemos visto que el ataque ético de los profetas apuntaba precisamente al fracaso del pueblo en no darse cuenta que el pacto demandaba tal obediencia. Los profetas insistían en que la hermandad del pacto se demostrase en la conducta justa, y pronunciaban la perdición cuando esto no se daba. Inevitablemente el Exilio produjo un realce en la preocupación por este aspecto de la religión. Es totalmente compresible porque así fuera. Ya que los profetas, particularmente Jeremías y Ezequiel, tanto como la ley y las historias Deuteronómicas habían explicado la calamidad nacional como resultado de no tomar seriamente las demandas del pacto—un fracaso, en breve, de no obedecer la ley de Dios—era natural, una vez que el golpe se había dado y la Palabra profética había sido vindicada, que los sinceros hombres pensantes se apropiaran de la lección. ¿No debemos por lo menos aprender la lección y así recibir provecho de ella? ¿No debemos, de aquí en adelante, guardar la ley? Además de esto, estaba el hecho de que sola la ley permanecía para distinguir al judío, ya que la nación y el templo habían sido destruidos. El miembro de Israel no es el ciudadano de la nación israelita, porque ésta no existe ya; tampoco lo es uno que adora a Yahvé sobre el Monte Sion— porque el templo está en ruinas. Un israelita es el que se ha demostrado ser miembro del pacto por someterse al rito de la circuncisión, por guardar la ley—especialmente la del Sábado. (Isaías 56:2, 4, 6) En cualquier caso, durante los días del Exilio, los escribas se ocupaban en coleccionar, codificar, estudiar la ley, fijando así el modo en que Israel realmente podía mostrarse ser el Santo Pueblo de Dios. Así que, dentro de la comunidad de la Restauración, junto con un hambre y sed por la intervención catastrófica de Dios para establecer su Reino, había un énfasis creciente en guardar la ley. Ahora bien, debemos darnos cuenta de que estas dos corrientes de desarrollo—una que desembocó en la Apocalíptica, la otra en la comunidad de ley—no eran hostiles la una a la otra. No representaban grupos contrarios o divisiones dentro del Judaísmo.195 De hecho, habría sido posible que un individuo compartiera ambos puntos de vista. Ambos eran expresiones de la misma esperanza. Si bien la Apocalíptica anhelaba el establecimiento del Reino por la actividad directa de Dios, la ley expresaba el fuerte sentimiento que Dios no bendeciría ni establecería su Reino sobre un pueblo que no guardaba la ley. Palpamos esto fuertemente en los profetas pos-exílicos— particularmente Hageo y Malaquías—por su preocupación con el templo, el sacrificio y el diezmo. Parece que Hageo hace que la reconstrucción del tempo virtualmente sea la precondición de la intervención divina. (compárese con Zacarías 8:9-11) Los últimos capítulos de Ezequiel (40-48), los que pintan la Civitas Dei como una comunidad religiosa, centrada en el templo purificado y su culto, ya habían presagiado este ideal del pueblo santo de Dios. 2. Por encima de todos los demás que tenían parte en la formación de la Comunidad Santa era Esdras, el escriba. Es imposible que aquí empecemos el intento por reconstruir los pormenores de su carrera. Se involucra uno de los problemas cronológicos más difíciles del Antiguo Testamento. Hay poca concordancia entre los eruditos respecto a la relación de su trabajo con el de su contemporáneo, Nehemías; tampoco, siquiera, hay acuerdo si el Rey Artajerjes, en cuyo reinando trabajaba (Esdras 7:1-5), era el primero o el segundo en llevar ese nombre.196 Baste decir que Esdras Esto no niega que muchas sectas surgieran en el Judaísmo, por lo menos algunas de ellas con fuertes tendencias escatológicas. (por ejemplo, el grupo del cual procedieron los Rollos del Mar Muerto) Tampoco se niega que los fariseos se hicieran, cada vez más, más precavidos de los caprichos de la expectación mesiánica. Pero sería artificial dividir el Judaísmo en legalistas y apocalípticos. Los fariseos, como todos los judíos, tenían sus expectaciones escatológicas, mientras las sectas escatológicas (como la que se mencionó arriba) se preocupaban grandemente por la ley. 196 La postura tradicional, que Esdras llegó a Jerusalén en el séptimo año de Artajerjes I (458 A. de J. C.; Esdras 7:7-8), y Nehemías en su vigésimo año (445 A. de J. C.; Nehemías 2:1), goza de una lista impresionante de sus defensores. Para una clara declaración reciente de ella, véase J. Stafford Wright, The Date of Ezra’s Coming to 195

106 era “un escriba versado en la ley” (Esdras 7:6) que partió de Babilonia para Jerusalén con permiso del rey aproximadamente un siglo después del establecimiento de la comunidad de la restauración. Llevaba bajo su brazo “el libro de la ley de Moisés” y la reforma en su corazón. (Esdras 7:10; Nehemías 8:1) Desde una óptica positiva, su labor era la de establecer la Ley del Pentateuco 197 sobre la comunidad como la misma carta de su existencia. La historia dramática de la reforma de Esdras se nos da en Nehemías 8-10. Desde un púlpito de madera, construido en la entrada de la ciudad para ese propósito (8:4), Esdras leyó el libro de la ley al pueblo. La lectura comenzó al salir el sol y continuó hasta mediodía. (8:3) Mientras Esdras leía—aparentemente sección por sección—los levitas (8:7-8) se la explicaban a la gente para que entendieran. La lectura se continuó el día siguiente (8:13) ante un auditorio selecto de los ciudadanos principales; después tuvo lugar la celebración de la Fiesta de los Tabernáculos (8:16-{18) junto con la lectura adicional de la ley cada día. Luego había una gran confesión pública de pecado (capítulo 9) y una solemne promesa para guardar la ley. (capítulo 10) Que la obra de Esdras fuera acompañada por una emoción de “avivamiento” es evidenciado por otro incidente (Esdras 10) en que el pueblo, aquejado del problema de matrimonios con extranjeros, se paraba en los atrios del templo bajo un aguacero para escuchar a Esdras (vs. 9, 13) hasta que éste se apiadó de ellos y los despidió. ¡Que se fijen en esto aquellos que censuran el Judaísmo de Esdras por ser demasiado cerrado, pero que sólo asisten a sus templos cuando hace buen tiempo! También, como tenía que ser, un movimiento separatista; se caracterizaba por la repudiación de extranjeros. Ahora bien, no puede repetirse demasiado que esta xenofobia era realmente un temor a la asimilación. Era un temor justificable, y haríamos bien en pensar que si la asimilación hubiera sido sin frenarse, la probabilidad es que la comunidad hubiera desaparecido y con ella su heredad preciosa. Como hemos dicho, Nehemías (Nehemías 13:23-24) se asustó al enterarse que se perdía el idioma hebreo. En un pasaje de gran candidez (Nehemías 13:25-28) nos informa que formó un berrinche y maldijo, atacó y jaló las barbas de ciertas personas que estaban presentes. Al calmarse, prohibió que hubiera más matrimonios mixtos. Esdras era aun más drástico—aunque luciera más calmado. No tan sólo prohibía otros matrimonios mixtos, sino que pedía la disolución de los ya existentes. El sentimiento dentro de la comunidad era “Jerusalén para los judíos”. Zorobabel ya había rechazado la ayuda ofrecida por los samaritanos cercanos (Esdras 4:2-3), y la

Jerusalem (London: Tyndale Press, 1947). Sin embargo, provoca unos cuantos problemas. Una postura opuesta ha recibido un respaldo igualmente impresionante, avanzada ésta primero por van Hoonacker, en el sentido de que Esdras arribó en el séptimo año de Artajerjes II (397 A. de J. C.—van Hoonacker pensaba que esta era la segunda visita), habiendo llegado Nehemías en el vigésimo año de Artajerjes I. Para una reciente presentación muy hábil, véase H. H. Rowley, “The Chronological Order of Ezra and Nehemiah” (Ignace GoldziherMemorial Volume [Budapest: 1948], pp. 117-149; reimpresa en The Servant of the Lord and Other Essays [London: Lutterworth Press, 1952] pp. 129-159). Debe decirse que aunque esta postura resuelve muchos de los problemas, hace surgir otros. Una tercera postura, similar a la presentada antes por A. Bertholet y otros, ha encontrado un respaldo reciente en W. F. Albright (“The Biblical Period”, p. 53 y la nota bibliográfica 133). En esta postura Esdras llegó a Jerusalén tardíamente en el reinado de Artajerjes I (cerca de 428 A. de J. C. si “el séptimo año” [Esdras 7:7] es un error, debiéndose leer “el año treinta y siete”. Debo confesar que no he podido definirme respecto al problema. 197 Es cuestionable si el libro de la ley introducido por Esdras era el Pentateuco entero (véase Albright, “The Biblical Period”, p 54) o sólo esa porción conocida como El Código Sacerdotal (véase H. H. Rowley, The Growth of the Old Testament [London: Hutchinson’s University Library, 1950], pp. 34-35. La evidencia no nos permite una respuesta tajante. En cualquier caso, el Pentateuco tempranamente llegó a ser normativo para la comunidad judía.

107 política enérgica de Nehemías sólo aumentaba la enemistad.198 Es correcto encontrar los comienzos de ese cisma infranqueable entre los judíos y los samaritanos aquí. Esdras era una figura imponente. Aunque las leyendas que llegaron a circularse en su torno exageran grandemente su trabajo199 no es incorrecto reconocerlo como el padre del Judaísmo. Por supuesto, no inventó la ley, pero el impacto pleno de la ley sobre la vida del pueblo judío se remonta al movimiento en el cual él jugó un papel estelar. El Judaísmo, desde aquí en adelante, ha de ser una comunidad de la ley. El miembro del Israel verdadero es aquel que guarda la ley. La gran demanda profética de que la ley se obedeciera resultó en una Comunidad Santa cuya responsabilidad primaria era hacer justamente eso en todo detalle. 3. Es muy difícil para nosotros ver este aspecto del Judaísmo objetivamente. Es una actitud mental muy extraña para nosotros; no nos provoca simpatía. Tampoco se puede negar que no era un desarrollo sano del todo. Por un lado, claramente señalaba el fin de esa flor más hermosa del espíritu hebreo—el movimiento profético. De hecho, la ley usurpó la función de la profecía: la de declarar la Palabra de Dios. Cuando la Palabra de Dios está claramente escrita para que todos la lean, queda poco lugar o necesidad de que una voz profética la diga. También, la ley—aunque esto distaba mucho de la intención original de la ley y de la de sus mejores maestros—abría el camino para una atención excesiva a las cosas externas de la religión con la que el espíritu del profeta difícilmente se identificara. Porque si la voluntad completa de Dios está declarada en la forma de mandamientos sencillos, la religión va a tender a concretarse en guardar esos mandamientos—y ¿quién discernirá entre los trivial y lo importante, entre el cumplimiento mecánico y el espíritu dedicado? Aún quedaban algunas voces dentro de la comunidad de la Restauración que hablaban con acentos claros de la antigua profecía (por ejemplo, Isaías 58:1-12; 66:1-4; Zacarías 7:1-14; 8:14-23); siempre había rabíes que percibían el peligro de centrar la adoración en las cosas externas y luchaban en su contra; pero la comunidad de la ley no admitía que la profecía prosperara. Pronto llegó el tiempo cuando ya no surgían profetas. Con el pasar de los años, la exaltación de la ley seguía. Se creía que había sido ordenada por Dios desde la eternidad; ésta expresaba su voluntad completamente respecto a todas las cosas; cada letra era eterna y no debía ser cambiada.200 Ir más allá de la ley sólo podía verse como una herejía con pena de muerte. Así que, el Judaísmo se movía hacia una extraña posición paradójica: honraba a sus profetas muertos—de hecho, era el Judaísmo que preservaba los escritos proféticos para la posteridad—pero no le daba oído a ningún profeta vivo (Mateo 23:29-36), porque la era de la profecía había pasado. También, la ley llegó a ser la patología del Judaísmo. Toda la religión se reducía a lo que había en la ley; ser religioso era estudiar la ley, discutirla, enseñarla, guardarla. Y ya que cada ley No debe olvidarse que los adversarios de Nehemías—Sanbalat y Tobías—eran también adoradores de Yahvé, aunque podemos presumir que su Yahvismo era de una clase altamente sincrética. Que Tobías fuera un Yahvista es claro por su nombre y él de su hijo, Johanán, y otros de su familia, tanto como del hecho de que se sabe que sus descendientes eran judíos siglos después. Véase Albright, “The Biblical Period”, p. 52 y la nota 129. Desde luego, los samaritanos siguen siendo un pueblo de la ley hasta hoy. 199 Por ejemplo, la leyenda, originándose aparentemente en el libro apócrifo de II Esdras (IV Esdras en la Vulgata Latina) y repetida por un número de los padres de la iglesia, en la que se dice que Esdras pudo recrear la ley, habiendo sido ésta quemada cuando la destrucción de Jerusalén. En cambio, la tradición judía de que Esdras era el Cronista, rechazada por la mayoría de los eruditos, ha encontrado un defensor en W. F. Albright (“The Date and Personality of the Chronicler,” Journal of Biblical Literature, XL [1921], 104-124; en ese tiempo Albright fechaba Esdras cerca de 397); véase idem. “The Biblical Period,” p. 54 y nota 138. 200 Ciertamente esta era la postura del Judaísmo para los tiempos del Nuevo Testamento. Véase los comentarios sobre Mateo 5:18 en Strack-Billerbeck, Comentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch (Munich: C. H. Beck; Vol. I: Das Evangelium nach Matthaeus, 1922). Véase también el artículo “Torah” en The Jewish Enciclopedia (1916), XII, 196-197 para su discusión y referencias. 198

108 necesitaba aclararse para que el hombre pudiera saber cómo portarse en cualquier situación dada, y ya que siempre había el peligro de que, si ésta no se daba, la ley se quebrantara accidentalmente, siempre había la necesidad de fallos adicionales para proveer esa aclaración. Los rabíes suplían éstos, construyendo una “cerca” alrededor de la ley. Por este proceso, se multiplicaban las leyes a tal extremo que la vida se dificultaba por verse “sitiada” por cientos de ellas; la ley llevaba una carga de la casuística que hacía muy difícil que se tuviera una perspectiva adecuada. El espíritu de la ley tendía cada vez más a hundirse bajo la letra. Por supuesto, una ley hecha tan masiva no podía ser dominada por todo el mundo—el hombre común y corriente no tenía ni el tiempo ni la destreza para hacerlo—por ende, su cumplimiento se limitaba a una clase de escribas y maestros. Éstos sufrían la tentación del orgullo, ya que poseían un conocimiento y por ende una rectitud no asequible a la mayoría. La ley era suprema. Surgiría la noción que aun Dios dedicaba cierto tiempo al estudio de la ley201, y se creía que si Israel pudiera guardarla perfectamente durante un Sábado, el Mesías vendría.202 Dentro de este ambiente enfermizo no podría haber campo para Uno que declarara: “Moisés dice en la ley ... mas yo os digo ...” No hace falta ninguna pericia para criticar esta patología. De hecho, el cristiano sólo tiene que mirar en su Nuevo Testamento (por ejemplo, Mateo 23) para ver una crítica mucho más severa de la que él pudiera hacer. Es cuestión de hacer de la fe religiosa meramente actos externos; es depender de las obras de la ley las cuales no se justifica ninguna carne (Gálatas 2:16¸3:11). Por desdicha, no es una patología muerta aun en la iglesia cristiana. Porque aun hay aquellos para quienes la fe religiosa es principalmente un asunto de reglas, para quienes la esencia de la religión parece ser el abstenerse de ciertos hábitos y diversiones frívolas que se ven como pecaminosos o la cultivación de ciertas prácticas piadosas y la asistencia constante a la iglesia. Y se enorgullecen por estas cosas, porque por medio de estas cosas los justos se distinguen de los pecadores. 4. Empero, nuevamente nuestra evaluación no debe ser desigual.203 Es demasiado fácil y de mal gusto hacer de los escribas y los fariseos objetos de una censura demasiado dura e indebida, como suele hacerse desde muchos púlpitos. Nunca debe olvidarse que la ley albergaba y expresaba un gran ideal, y se esforzaba para que se realizara. La ley buscaba crear el verdadero pueblo de Dios sobre el cual Dios pudiera establecer su regencia. El fin de la ley nunca era guardar reglas por sí mismas; más bien, su fin era una obediencia total a Dios. Su énfasis sobre las trivial ofensas técnicas, a la par de las moralmente serias, no tenía la mira de hacer la una igual a la otra, sino para aclarar que cualquier ofensa contra Dios, por pequeña que fuera, era seria. (por ejemplo, IV Macabeos 5:20) Su apartarse del mundo no era una expresión de esnobismo—aunque éste se daba—sino del reconocimiento de que la obediencia estricta no podía llevarse con una tolerancia de toda clase de prácticas. (por ejemplo, los Salmos de Salomón 17:17-28; Jubileo 22:16; Aristeas 128ss.) No debe olvidarse que el Judaísmo daba la bienvenida a personas de afuera que estuvieran dispuestas a obedecer la ley, y les ofrecía la igualdad. (Levítico 24:22; Ezequiel 47:22) En la ley vivía el ideal original de Israel, es decir, ser “un reino de sacerdotes y una nación santa” (Éxodo 19:6), súbditos dignos de la regencia divina. También, en ella esa búsqueda por un Remanente—un verdadero Israel al cual todos los profetas habían mirado para la realización de la esperanza de Israel—se desarrollaba y se individualizaba. 201 Véase en el Talmud, Rab Judah en ‘Abodah Zarah, 3b. Para discusión adicional y referencias, véase el artículo en The Jewish Enciclopedia mencionado en la nota 200. 202 Es cierto que tenemos una ilustración clara de tal creencia únicamente en un período relativamente tardío: en el Talmud, véase a Rabí Johanan en Shabbath, 118b, que declara que el guardar perfectamente dos Sábados ocasionaría que viniera una redención inmediata. Para entender la importancia que el Judaísmo le daba al Sábado, véase el artículo “Sabbath” en la Jewish Enciclopedia (1916), X, 587ss. 203 Una evaluación cabal, desde luego, no es posible hacerla aquí. El lector encontrará una breve evaluación excelente en Rowley, The Rediscovery of the Old Testament, capítulo vii.

109 Nadie forma parte del pueblo de Dios sólo porque sea judío de raza; uno es el verdadero miembro del pueblo de Dios si asume la carga total de obediencia a la ley. Y debe decirse que, hablando humanamente, la ley no hacía otra cosa sino mantener viva la fe de Israel. Era la armadura que protegía esa fe para que no se extinguiera.204 Protegida por ella, toda la heredad de los profetas sobrevivió. No nos olvidemos que era el Judaísmo que preservaba los escritos de los profetas; sin el Judaísmo no los hubiéramos tenido. Preservaba los frutos de la predicación profética de igual forma. La ley era fuertemente monoteísta; no daba concesión alguna al paganismo. Era altamente ética—por lo menos en su expresión más noble—aun al nivel de la Regla de Oro. (Levítico 19:18) La ley era la tierra gélida, cubierta de nieve, que protegía la simiente hasta la plenitud del tiempo. Era una armadura, de hecho, muy rígida; pero podemos preguntarnos si una armadura más débil hubiera impedido que Israel fuese asimilado en el mundo gentil, y hubiera salvado su heredad de la disipación, como el agua que se vierte sobre la arena. También, vale la pena sugerir que la comunidad de ley tenía una lección que enseñarnos la cual no hemos querido aprender. Ahora bien, como cristianos nunca podemos regresar a la ley. Tampoco hemos de medir la justicia por cosas hechas o no hechas, como si la justicia pudiera lograrse aritméticamente por el sumar o el restar. Sin embargo, en un sentido estos maestros de la ley son un ejemplo para nosotros; si lo ignoramos es para nuestro daño. Por haber sentido repugnancia del legalismo, hemos llegado al punto de pedir disculpas por cualquier deber que la religión pida; es más, hemos ofrecido una religión sin que haya demanda alguna. ¿Será posible que, habiendo rechazado todo deber religioso, hayamos acabado sin ningún deber salvo a nosotros mismos? Es hora de que acatemos la lección de la Comunidad Santa: que la religión, independientemente de todo lo que haga a favor del hombre, le da al hombre un deber y demanda que lo haga. La fe cristiana sí involucra un deber. Y ese deber es que obedezcamos a Dios, no de forma general, no sólo cuando sea conveniente, sino en todo detalle y sin excepciones. Se teme que, en este sentido, el escriba y el fariseo entren al Reino de Dios antes que nosotros. La Comunidad Santa del Judaísmo era una expresión de esa nota dominante en la teología del Antiguo Testamento: la regencia de Dios sobre su pueblo. De hecho, la Apocalíptica y la Ley apuntaban a una paradoja ineludible dentro de la noción del Reino de Dios. Aquélla afirma que el reino queda más allá de la hechura humana. Ésta replica, no obstante, que es un Reino que demanda todo del hombre; expresa la profunda convicción que Dios regirá únicamente sobre un obediente pueblo justo. Era la mira de la Comunidad Santa lograr que ese verdadero Israel, ese Remanente, se realizara. La misma justicia, que tan varonilmente luchaba Israel para producir, era así el dedo que apuntaba hacia el Reino venidero. Pero ese Reino y esa justicia quedaban más allá de las posibilidades de la comunidad de ley. La ley, por lo tanto, tenía que apuntar hacia una solución más allá de sí misma—una nueva justicia. IV De todos modos, por restrictiva y fanática que parezca la comunidad de ley al observador antipático, cuando sufría sus pruebas más duras, la ley demostraba que tenía la pasta para sobrevivir. Podemos preguntarnos si nuestra religión infinitamente más agradable, más cortés puede hacer tanto. Porque en distintos lugares las pruebas ya comenzaron, y la pregunta, por lo menos, es pertinente.

204 A esto le fue dada expresión clásica hace mucho por J. Wellhausen en los últimos párrafos de su Geschichte Israels I (Prolegomena zur Geschichte Israels [Berlin: G. Reimer, 1878] ). Por mucho que uno no esté de acuerdo con la postura global de Wellhausen, en este discernimiento—como en muchos otros—tenía mucha razón.

110 1. Necesitamos brincar rápidamente hacia delante unos trescientos años. Desde su principio hasta su caída (539-332) los judíos permanecían súbditos de Persia. No haremos la lucha por trazar sus fortunas durante ese período: de todos modos, mucho queda muy oscuro.205 El Imperio Persa era una estructura gigantesca que se extendía, durante el apogeo de su poder, desde la cuenca del Egeo hasta el valle de los Indus, desde Egipto hasta muy dentro de las estepas transCaspianas de lo que hoy es la Rusia Soviética.206 Tempranamente, los persas habían echado ojo codicioso a la tierra de Grecia, y, en más de una ocasión, había buscado conquistar ese país. Pero en tales lugares como Maratón, Thermopylae y Salamis, los valientes griegos habían podido repulsarlos, y se vieron frustrados los persas. Tardíamente en el siglo cuatro, de repente las cosas cambiaron, y Persia tuvo que encarar el surgimiento meteórico de Alejandro de Macedonia. Todos saben cómo Alejandro saltó el Hellespont en 334 A. de J. C., y cómo en una serie de victorias brillantes—sobre el Granicus, en Issus, y en Arbela—sus falanges destruyeron los ejércitos poco manejables de Darío III. Dentro de tres o cuatro años vemos al joven conquistador llorando sobre la ribera del Indus, porque, según la tradición, no quedaban más mundos qué conquistar. Pero el imperio de Alejando el Magno era el más efímero de toda la historia. En 323, diez años después de su gran victoria en Issus, Alejandro estaba muerto. Su imperio finalmente se dividió entre cuatro de sus generales. De éstos, sólo dos nos interesan: Seléuco, que asumió el mando sobre Mesopotamia y Siria; y Ptolomeo que se hizo regidor sobre Egipto. La capital del reino Seléucido finalmente llegó a ser la recién fundada ciudad de Antioquia, mientras la de Egipto era Alejandría— construida por los Ptolomeos y nombrada, desde luego, por Alejandro mismo. En cuanto a la Palestina—porque la historia tiene una manera de cambiar todo, sin realmente cambiar nada— permanecía, como siempre, como un motivo de discordia entre el poder del Éufrates y el poder del Nilo. Podemos obviar los pormenores de la lucha.207 Después de algunas vicisitudes, la Palestina pasó a las manos de los Ptolomeos tardíamente en el siglo cuatro, y permaneció allí por más de cien años, aunque los seleucidas nunca desistieron de reclamarla ni de intentar retomarla. Por general, los mismos judíos parecían permanecer como espectadores pasivos. Aunque sin duda las lealtades estaban divididas entre los dos poderes, y, sin duda, éstas fluctuaban considerablemente, a la mayoría de los judíos le era indiferente quién ganara. Parece que mayormente los ptolomeos les daban a los judíos bastante libertad para arreglar sus propios asuntos, de hecho, los dejaba sin molestar, siempre y cuando siguieran como súbditos obedientes. Sin embargo, el poder de los ptolomeos terminó en la Palestina cuando Antíoco III (el Grande: 223-187) subió al trono seleucida. Este rey reanudó la reclamación de sus derechos sobre la Palestina y—después de una larga guerra entre las dos potencias, aventajándose primero ésta y luego aquella—en 198 A. de J. C. en Panium (Banias), sobre la fuente del Jordán, aplastó los ejércitos de Ptolomeo V y los botó de la tierra. Los judíos llegaron a estar bajo el control de Antioquia. Hasta recién, se sabía menos de los judíos durante el período persa que en cualquier otra época de su historia. Aunque ahora el siglo cinco A. de J. C. está siendo iluminado por nuevos descubrimientos, el siglo cuatro permanece en cero. Véase A.T. Olmstead, History of the Persian Empire (Chicago: University of Chicago Press, 1948). 206 Cuando su tiempo de más expansión, se incluían lo que hoy es Irán, Iraq, Siria, el Líbano, Israel, el Reino de Jordán, Egipto, Turquía tanto como partes de Grecia y los países bálticos, la Rusia Soviética, Afganistán y Pakistán. 207 La historia normativa por largo tiempo ha sido la de E. Schürer, Geschichte des jüdischen Volkes im Zeitaler Jesu Christi, 4 Volúmenes (3ª y 4ª ediciones; Leipzig: J. C. Hinrichs, 1901-1911); traducción inglesa por Macpherson, Taylor y Christie, 5 Volúmenes (Edinburgh: T. & T. Clark, 1890: New York: Charles Scribner’s Sons, 1891) Esto puede ser reemplazado ahora por F. M. Abel, Historie de la Palestine: depuis la conquete d’Alexandre jusqu’a l’invasion arabe (Paris: J. Gabalda, 1952, Vol. I). Para una breve reseña actualizada en inglés, R. H. Pfeiffer, History of New Testament Times with an Introduction to the Apochrypha (New York: Harper & Brothers, 1949) 205

111 2. Ahora bien, no nos interesaríamos en esa lucha si los aspectos culturales no fueran mucho más importantes que los políticos: la diseminación de la cultura helénica sobre todo el Oriente que ya empezó a realizarse. Como nunca antes, el mundo era un mundo. Las antiguas civilizaciones orientales se habían ocupado por siglos en la destrucción de sí mismas por una guerra tras otra. Persia, un recién llegado, había tenido éxito en la creación de la unidad política jamás conocida; la creó, basándose en los escombros de las potencias anteriores. Ahora bien, Alejandro no tan sólo sabía usar buenas tácticas y era un joven muy ambicioso; se veía a sí mismo como un misionero de la cultura griega. Se proponía formar un matrimonio entre la civilización griega y las demás culturas, logrando así una unidad harmoniosa. Por causa de su política y porque la unidad política que creó había destruido las fronteras culturales más antiguas para así lograr el libre intercambio como nunca antes, la cultura helénica—que ya se había hecho sentir en el Este—empezó a esparcirse velozmente.208 Además, Alejandro inauguró la política de instalar sus veteranos y otros griegos en colonias esparcidas por todos sus vastos territorios, resultando así en pequeñas islas del Helenismo por todas partes.209 Aunque los estados sucesivos perdieron la unidad política creada por Alejandro, permanecían en control los griegos, y todos éstos creían tener la misión de extender la cultura de Grecia. El Judaísmo no podía impedir el impacto de esa cultura. Desde luego, esto era doblemente cierto respecto a los judíos que vivían en las tierras cuyas playas daban al Mar Mediterráneo; a estas alturas representaban la mayoría numérica. Estos judíos desde hacía mucho habían perdido su hebreo, y ahora hablaban griego como su lengua natal. No tenían acceso a sus Escrituras que todavía existían únicamente en el hebreo. Era para satisfacer esta necesidad que, empezando a mediados del siglo tres A. de J. C. en Alejandría, se hacía una traducción al griego (el así llamado Septuaginta”.210 Por cierto, existía gran peligro de que muchos de estos judíos de habla griega se perdiesen para el Judaísmo, y es un tributo poderoso a la tenacidad de la fe que no fuera así. También, en la Palestina había una tensión muy severa. Por un lado, había aquellos que no querían ninguna relación con el Helenismo, y aumentaban sus celo por la ley para así demostrar su calidad judía. Por otro lado, había aquellos que, sin desear abandonar el Judaísmo, aceptaban plenamente la cultura griega. Aun los líderes religiosos eran persuadidos por ella. Oímos de sumo sacerdotes con nombres griegos (por ejemplo, Jasón, Menelaus). Por lo general era de moda copiar todo lo griego. En las calles de Jerusalén se podía ver a personas vestidas como los griegos, y en su gimnasio los jóvenes judíos participaban en toda clase de deporte griego. (1 Macabeos 1:15; II Macabeos 4:10-15) Todo llegó a un punto crítico cuando Antíoco IV (Epífanes: 175-164) ascendió al trono en Antioquia. Este rey era de carácter capaz, malévolo y complejo. Jamás hubo un hombre más fanáticamente helenizante. Es probable que así fuera, en parte por su propio celo al respecto, y también en parte por la necesidad de consolidar a su pueblo heterogéneo contra la amenaza grande del poder creciente de Roma; a estas alturas, Roma tenía suficiente poder para intervenir con mano dura en los asuntos internos del Oriente Cercano. Por supuesto, muchos judíos no habrían objetado la helenización para nada. Pero aun había más. Al igual que Alejando y otros anteriormente, Antíoco se presentaba a sí mismo como teso epifanes—la encarnación visible del Zeus Olímpico—y exigía que le adorasen. Éste, pues, era un hombre del tipo más peligroso, un tipo del cual la historia nos ha enseñado tomar con 208 Respecto al impacto de la cultura griega sobre el Oriente, se debe consultar a Albright, From the Stone Age to Christianity, capítulo vi. Véase también las obras mencionadas en la nota bibliográfica anterior. 209 El lector del Nuevo Testamento reconocerá que Decápolis (Mateo 4:25; Marcos 5:20; 7:31) es esta clase de ciudad. 210 La historia de su traducción, mayormente ficción, se da en la carta no canónica de Aristeas. Para una discusión conveniente de la versión griega, véase H. M. Orlinsky, “The Septuagint—Its Use in Textual Criticism” (The Biblical Archaeologist, IX-2 [1946], 22-42; también Bleddyn J. Roberts, The Old Testament Text and Versions (Cardiff: University of Wales Press, 1951), pp. 101-187.

112 toda seriedad; era un dios, y era el misionero del Kultur. Tal vez un pagano no hubiera objetado ni siquiera eso, porque Antíoco, al demandar la adoración de Zeus, no suprimía otros cultos sino que era tolerante de ellos—al fin y al cabo ¿qué más da que haya un dios más para el pagano? Pero para el judío monoteísta, a quien se le había prohibido adorar a ídolos por mil años de historia, era impensable que se le pidiera hincarse ante Zeus. La política de Antíoco hacia los judíos llegó a ser muy severa.211 Aunque ésta al principio era bastante pacífica, con el aumento de la resistencia se tornó en una verdadera represión. Es triste decirlo, pero los mismos judíos no carecían de culpa parcial por lo que les acontecía. La verdad es que la política judía que caracterizaba el período es una página fea en la historia judía. Rivalidades personales, jugadas sucias de parte del sumo-sacerdote hacían que Jerusalén estuviera en conflicto constante, y, sin duda, contribuía a que se provocara la ira de Antíoco. Llegó el clímax cuando (168 A. de. J. C.) éste hizo que sus tropas entraran en Jerusalén, profanó el templo al sacrificar un puerco sobre el altar, y virtualmente suspendió la práctica del Judaísmo. (I Macabeos 1:41-43) Se mandaron a destruir copias de la ley; se prohibió la observancia del Sábado; la práctica de la circuncisión o aun el poseer una copia de las escrituras llegó a ser una ofensa capital. Para el colmo, se estableció un altar al Zeus Olímpico dentro del templo, y ordenaron que la gente lo adorara. Esta es la “abominación desoladora” que se menciona en Daniel (9:27; 11:31; 12:11) y en I Macabeos. (1:54)212 Era una plena persecución, la primera entre muchas a las que la historia ha hecho sufrir a los judíos. Había que hacer concesiones como consentir a la profanación del templo, de la ley y la idolatría abierta—o morir. Algunos, por supuesto, siendo sólo seres humanos, se rendían y negaban su calidad judía. (I Macabeos 1:43) Pero muchos no lo hacían. Se negaban a sacrificar a Zeus, seguían circuncidando a sus hijos, y morían por ello. Se negaban a quebrantar aun la ley dietética más pequeña. (I Macabeos 1:62-63) Algunos guardaban la ley del Sábado tan estrictamente que cuando estalló la guerra, preferían ser matados por el enemigo que quebrantar el Sábado defendiéndose. (I Macabeos 2:29-38) ¡Se hizo necesario suspender esa parte de la ley hasta que terminara la guerra.!(I Macabeos 2:39-41) Entre aquellos que resistían las demandas de Antíoco, al principio pasivamente pero después con terquedad heroica, estaba ese grupo que se conoce por el Hasidim (es decir, los piadosos, los leales). Es probable que éstos sean los ancestros de los fariseos--¡una noble tradición! 3. La fe que daba a los judíos el valor para resistir puede verse más claramente en el libro de Daniel. Este libro evoca una serie de problemas, tocante a su composición tanto como su interpretación, que no podemos empezar a discutir aquí. Las historias de Daniel, por cierto, narran acerca de una figura que vivía durante el Exilio babilónico, y es probable que las historias escritas en arameo (Daniel 2:4b-7:28 están en arameo, el resto en hebreo) sean más antiguas que el resto del libro.213 Pero de forma general, los eruditos están de acuerdo en que el libro de Daniel en su forma actual pertenece a los días de la persecución de Antíoco Epífanes. Sea el origen de las historias de Véase la nota bibliográfica 207 para los pormenores. Respecto a la naturaleza del culto de Antíoco, véase E. Bickermann, Der Gott der Makkabäer (Berlín: Schocken-Verlag, 1937). Aparentemente, era un esfuerzo por amalgamar el Judaísmo con formas sirohelénicas. Algunos liberales líderes judíos estuvieron involucrados en ello. Las palabras que se usan en Daniel (hashshiqqus meshomemparecen, es decir “la abominación que hace desolación) ser un juego de palabras con ba’al hashshamayim, (Baal [es decir, Señor] del cielo). Véase J. A. Montgomery, Daniel (International Critical Commentary [Edinburgh: T. & T. Clark, 1927], p. 388. 213 De una forma u otra, esta es la opinión de la mayoría de los eruditos, pero eruditos importantes—por ejemplo, R. H. Charles (A Critical and Exegetical Commentary on the Book of Daniel (International Critical Commentary [Oxford University Press, 1929] y H. H. Rowley, (@The Bi-lengual Problem of Daniel,@ Zeitschrist für die alttestamentliche Wissenschaft Neue Folge 9 [1932], 256-268); recientemente, “The Unity of the Book of Daniel” (Hebrew Union College Annual, XXIII, [Cincinnati: 1950-1951], pt. I, pp. 233-273; reimpreso en The Servant of the Lord, pp. 237-268)—pueden encontrarse que argumentan que el libro entero sea producto de un autor durante el período macabeo. 211 212

113 Daniel el que fuere, sea la historia de su composición la que fuere, pareciera que un autor de dicho período amoldó todo en un mensaje de aliento para los judíos perseguidos. Daniel es uno de los primeros libros, y uno de los más grandes, que tiene el pleno estilo apocalíptico. Pero es un libro tristemente malentendido. Aunque muchos lo conciben así, no es un diagrama críptico de los eventos que van a venir, y siempre y cuando uno pueda dar con la clave, en él se podrá ver los planos arquitectónicos del futuro. El que intente hacer esto con Daniel comete un error garrafal en la interpretación bíblica: ignora por completo lo que el autor de Daniel quería decir. Al contrario, el libro de Daniel se dirige al tiempo propio del mismo autor, y es un poderoso llamado al valor y la fe en el lenguaje de la Apocalíptica. Dice: ¡Agárrense de la ley, de su calidad de judío, y de su Dios! ¡Porque Dios está allí! ¡El Reino de Dios está muy por encima de los reinos endebles de los hombres! ¡Aun ahora mismo, Dios se está preparando para intervenir, para destruir los poderes malignos de la tierra, y para establecer su Reino entre su pueblo fiel! A lo largo de las historias de Daniel respira la lealtad a la ley—una ilustración de cuán poca diferencia había entre los ideales de la Apocalíptica y los de la Comunidad Santa. La vemos en la historia (capítulo 1) de cómo unos jóvenes bien favorecidos tenían el valor de no profanarse con los manjares del rey (v. 8); y Dios les galardonó por su lealtad. (vs. 15, 17-20) También la vemos en la historia del intachable Daniel (capítulo 6) que, aunque le mandaban que orase únicamente al rey (v. 5-9), se negaba a hacerlo, sino oraba a su Dios aun si significaba para él la fosa del león—y Dios lo salvó. (vs.20-22) La vemos en la historia de Sadrac, Mesac, y Abed-nego (capítulo 3) que fueron al horno de fuego antes que hincarse ante el ídolo de Nabucodonosor. Su respuesta al rey (vs. 16-18) redunda en un reto para todos los hombres temerosos de Dios: “Oh Nabucodonosor, no necesitamos nosotros responderte sobre esto. Si es así, nuestro Dios, a quien rendimos culto, puede librarnos del horno de fuego ardiendo; y de tu mano, oh rey, nos librará. Y si no, que sea de tu conocimiento, oh rey, que no hemos de rendir culto a tu dios ni tampoco hemos de dar homenaje a la estatua que has levantado.” ¡Ese es puro desafío! Ese es el “no” categórico con el cual todo hombre hecho a la imagen y semejanza de Dios debe dar respuesta al dios falso del estado, ¡y aun a Epífanes! También hay aquí una plena confianza que el poder de Dios está por encima de todo poder terrenal. Allí hay esa imagen extravagante de la visión de Nabucodonosor (capítulo 2) con cabeza de oro, pecho de plata, vientre de bronce, piernas de hierro y pies de hierro mezclado con barro (vs. 3133), tipificando así la sucesión de poderes que dominan sobre el mundo. (vs. 36-45) Y allí está esa piedra sacada de la montaña sin la intervención de manos (vs. 34-35) que golpeó la estatua y la rompió. La piedra es el Reino de Dios: “Y en los días de esos reyes, el Dios de los cielos levantará un reino que jamás será destruido, ni será dejado a otro pueblo. Este desmenuzará y acabará con todos estos reinos, pero él permanecerá para siempre.” (v. 44)Luego, también está el orgulloso Nabucodonosor, gobernante de toda la tierra, comiendo la hierba como un buey (capítulo 4) hasta que aprenda (v. 25) quién realmente es rey sobre las vidas de los hombres. Y allí está el Príncipe Belsasar (capítulo 5) que ve la escritura sobre la pared, anunciando ésta su perdición, porque no reconocía el señorío de aquél que era más grande que él. (v. 23) La Apocalíptica grita a sus contemporáneos con voz fuerte: ¡Valor! ¡En los ayes actuales Uds. pueden indicios de que el gran drama final está para comenzar! ¡El Reino de Dios viene con poder y gloria sobre los reinos de los hombres! Los poderes del mundo, en forma de bestias misteriosas, aparecen desfilándose con aspecto fantasmagórico. Hay (capítulo 8) un carnero con dos cuernos (Medo-Persia; vs. 3-4, 20) matado por un macho cabrío de un cuerno grande (Alejandro; vs. 5-7, 21; véase 11:2-4) Luego el cuerno grande se quebró en cuatro (los cuatro estados sucesivos, vs. 8, 22), y de ellos sale un cuerno pequeño (vs. 9-12) que se hizo más grande que Dios (es decir, Antíoco). Otra

114 vez, (capítulo 7) hay cuatro bestias extraños y terribles (los cuatro estados del imperio de Alejandro),214 Que este sea Antíoco puede haber poca duda. Es él, el peor enemigo, el mismo prototipo del Anticristo. Blasfemará al Altísimo, perseguirá a los santos, profanará el templo, suspenderá los sacrificios y procurará abolir la ley (por ejemplo: 7:25; 8:9-13; 11:36). ¡Pero no teman! ¡Dios está en control! Este hombrecillo ha contrariado al Príncipe de los Príncipes, y ¡ ya no puede más! ¡Será quebrantado! (8:23-25) ¿No pueden ver los ojos de fe un trono más grande que el de Antioquia? Es el trono ocupado por el Anciano de Días con una majestad incomparable. (7:9-12) El Anciano de Días matará esta Bestia. Luego vendrá “con las nubes del cielo --- como un Hijo del Hombre” (7:13)215, y el Anciano de Días le dará un Reino sobre todos los hombres que nunca será destruido. ¡El triunfo del pueblo de Dios viene pronto! ¡Tengan valor! ¡No teman morir por ese Reino—porque Dios los resucitará a una vida eterna! (12:1-4) 4. Pero necesitamos agregar un epílogo. Es una historia del valor más grande, raras veces igualado en la historia. Antíoco intentó imponer su política, y los hombres ya no esperaban por Dios; actuaron. El oficial del rey llegó a la villa de Modin y trató de persuadir al sacerdote allí, un tal Matatías, a que pusiera el ejemplo, sacrificando al ídolo. (1 Macabeos 2:15-19) Matatías rehusó de plano. Cuando un judío se adelantó para hacerlo, Matatías le cayó encima, y lo acuchilló justo donde estaba, junto con el oficial del rey. Luego, gritando (1 Macabeos 2:27): “Que todo aquél que tenga celo por la ley y quisiera mantener el pacto, sígame”—y partió para la sierra. Ahora bien, Matatías tenía muchos hijos rústicos: Judas, Jonatán, Simón y los demás. Tomando para sí el nombre de Macabeo (¿“el martillo”?), emprendieron una guerrilla contra los ejércitos seléucidos, con ataques relámpagos, atacando y luego huyendo. Los judíos, en números cada vez más grandes, se unían a su bandera. Aun aquellos piadosos que esperaban que Dios actuara para salvar a los suyos y que dudaban de lo que los hombres pudieran hacer (véase Daniel 11:34), se veían animados a unirse a ellos. Cuando se veían derrotados, se levantaban de nuevo. Cuando contaban con mucho menos gente que el enemigo, cuando no tenían esperanza alguna, con un patriotismo heroico seguían luchando. ¡Y ganaron! Por la primera vez en más de cuatrocientos años Judá podía verse libre. Pero el Reino de Dios---¿lo produjeron?216 ¡Pues, no! Ellos produjeron el Reino de los Hasmoneanos. Y ése no era el Reino de Dios; ése era un estado singularmente feo, caracterizado por la intriga, el asesinato, y la politiquería egoísta. Su fin vendría a manos de las legiones de Cnaeus Pompey, y “ese zorro”, Herodes. Aun menos se abrieron los cielos para que el Hijo del Hombre viniera en gloria. Esa esperanza tendría que postergarse para otra fruición. De hecho, pareciera que el Reino de Dios no viene así. Cuan a menudo piensan los hombres que después de cada guerra viene un nuevo mundo de paz, justicia y hermandad—¡sólo para sufrir la Esta interpretación de las bestias (capítulo 7) es contraria a la de los comentaristas que ven una sucesión de poderes mundiales como los del capítulo 2. Pero esta interpretación ha sido apoyada magistralmente por H. Gressmann (Der Messias [Göttingen: Vandenhoeck & Rupprecht, 1929], pp. 344-345, 367). 215 Sería un error en un libro como éste avocarnos a entrar en una discusión larga de los orígenes y la naturaleza de esta figura. Hay un debate si el Hijo del Hombre aquí es una figura individual, o, como la mayoría piensa, una figura colectiva que simboliza los santos victoriosos de Dios. Pero en el libro no canónico de I Enoc un poco más tarde, aparece como el preexistente libertador celestial que regirá sobre el victorioso Reino de Dios. (para una opinión contraria, véase T. W. Manson, “The Son of Man in Daniel, Enoch and the Gospels” [Bulletin of the John Rylands Library, 32/2, March 1950]. Sea que al Hijo del Hombre se le identificase específicamente con el Mesías Davídico antes del tiempo de Cristo (tal como Albright argumenta en From the Stone Age to Christianity, pp. 290-292) es una cuestión debatible. Pero el Hijo del Hombre era visto como el salvador escatológico dentro de la teología del Judaísmo—por lo menos en el sentido más amplio del término. 216 Que la esperanza mesiánica sí se relacionaba con los Macabeos (los Hasmoneanos) puede deducirse de la apariencia (en Los Testamentos de los Doce Patriarcas) de la esperanza de un Mesías de la casa de Leví. Había poca mención de un Mesías Davídico en la literatura de este período. La casa Hasmoneana era de la tribu de Leví. 214

115 más terrible desilusión! La historia y nuestros sentimientos más profundos conspiran para enseñarnos que debemos estar dispuestos a luchar y morir por la libertad, por la conciencia, y por todo lo que consideremos de valor. Sólo así pueden conservarse esas cosas. Pero también se nos advierte que el Reino de Dios en totalmente diferente. No se puede guerrear por él; no se logra por las firmas en una mesa redonda. El Reino de Dios viene de una forma totalmente diferente. Y a eso nos toca ver ahora.

CAPÍTULO SIETE EL REINO ESTÁ PRESENTE: JESÚS EL MESÍAS HASTA AQUÍ HEMOS SEGUIDO UN MISMO TEMA ATRAVÉS DEL ANTIGUO TESTAMENTO, EL DEL PUEBLO DE DIOS. LO HEMOS TRAZADO DESDE SUS Raíces en la fe Mosaica; hemos visto cómo le fue dado forma por los golpes de la historia y por la palabra profética; lo hemos seguido hasta verlo solidificarse en la creencias y las prácticas del Judaísmo. Hemos visto que siempre le acompañaba la esperanza concomitante de la consumación del propósito de Dios y el establecimiento de su Reino. Aunque esta esperanza tomó muchas formas variadas, siempre era una. Aunque muchas veces era cruelmente frustrada, nunca se perdió. Nunca se perdió, porque estaba en la misma textura de la fe de Israel—de hecho, era el mismo meollo de esa fe; el cederla hubiera sido perderla. Mientras Israel mantuviera algún sentido de llamado como el pueblo de Dios, o alguna fe en la integridad y el poder de Dios como Señor de la historia, así seguiría viviendo la expectación viva de su Reino venidero. Pasamos ahora del Antiguo Testamento al Nuevo. Nos encontramos en “la plenitud del tiempo” ante Jesús de Nazaret, llamado el Cristo. Al hacerlo, es claro que nuestra discusión en torno al concepto bíblico del Reino de Dios ha llegado a su fase climática. Porque es la afirmación unánime del Nuevo Testamento que este Jesús no es menos que el Mesías largamente esperado, y que en él toda la esperanza de Israel ha encontrado su cumplimiento y se ha hecho presente. Por lo tanto, nos incumbe inquirir ¿en qué sentido es así? I Esto hace que encaremos frente a frente un tema tan amplio como el mismo Nuevo Testamento, y, antes que nada, debemos delimitar el campo un poco. Aunque nos hemos preocupado por ver el mensaje bíblico dentro del contexto de los eventos, no podemos intentar dar una reseña de la historia política de los tiempos del Nuevo Testamento. Es suficiente decir que un poco más de medio siglo antes de nacer Jesús (63 A. de J. C.) Pompey había anexado la Palestina

116 para Roma, terminando así la independencia judía. Después, la tierra era regida en parte por reyes herodianos, sujetos éstos al César, y en parte, directamente por procuradores romanos. Al mismo tiempo, virtualmente todas las otras tierras con las que el Nuevo Testamento tiene que ver también habían sido hechas sujetas a Roma, de modo que su historia se realiza completamente dentro de los marcos del imperio. Pero tenemos que obviar los pormenores. Aunque la sombra de César cae sobre sus páginas bastante, debe decirse que el Nuevo Testamento en general se preocupa menos por las vicisitudes políticas que los profetas del Antiguo Testamento. Para la mentalidad neotestamentaria, el evento escatológico era mucho más real que el evento político. Además, es claro que no podemos dedicarnos a reconstruir detalladamente la vida y el ministerio de Jesús. Esto involucraría un análisis pormenorizado de las historias evangélicas, y la discusión de una plétora de problemas críticos, cosa que nos llevaría mucho más allá de nuestras fronteras. No obstante, mientras procedamos, necesitamos mantener continuamente ante nuestros ojos la figura del Jesús histórico; sin él nada de lo discutido tendría existencia o importancia. Y debemos estar conscientes, aunque este no es el lugar indicado para discutirlos en detalle, de las cuestiones profundas involucradas; la que más nos interesa es la cuestión de cuán fielmente el Jesús que vemos en el Nuevo Testamento corresponde al Jesús que vivió en realidad. Aunque esta es una pregunta que es bien extraña para la mente del lector común y corriente de la Biblia, y aun una pregunta que los cristianos conservadores encuentran ofensiva, nos incumbe estar conscientes de su existencia y así estar preparados para tener una postura ante ella. Toda nuestra comprensión del Señor dependerá de la respuesta que demos.217 Nuestra preocupación es primordialmente con una pregunta fundamental: ¿Quién es este Cristo, y a qué vino para hacer? Ahora bien, si uno hiciera esa pregunta a muchos cristianos de hoy, probablemente se le diera tantas respuestas como personas involucradas. Aunque la mayoría de alguna forma o otra diría que Cristo es Salvador y Señor, cada uno expresaría su fe en él según su propia experiencia. El significado de Cristo no puede reducirse a una sola fórmula; es positivamente inexhaustible. Por tanto, cuando leemos el Nuevo Testamento, no nos sorprende encontrar una variedad de expresiones. Cada uno de los escritores del Nuevo Testamento hablaba a una situación particular, tenía características y experiencias exclusivas, y expresaba su fe en Cristo de una manera particular. El lector del Nuevo Testamento se percata de esto rápidamente. Al pasar por la aparente simplicidad de los Evangelios Sinópticos para luego leer el estilo elaborado y los razonamientos de Pablo, y tal vez luego al mundo de pensamiento de la literatura Juanina, no necesita que se le diga que hay diferencias. El Nuevo Testamento se centra en Cristo, pero expresa su fe en Cristo de muchas maneras diferentes. Pero ¿cómo, pues, contesta el Nuevo Testamento la pregunta: “¿Quién es Cristo, y qué vino para hacer?”? ¿No nos da una sola respuesta para que tengamos que contentarnos con una multiplicidad de repuestas? ¡De ninguna manera! Aunque ha diferencias manifiestas dentro del

217La

postura que se toma aquí, como se hará aparente por lo que sigue, es que el Cristo del evangelio de la iglesia corresponde esencialmente al Jesús de la historia. Si esta parece ser una postura conservadora y segura, sólo puede decirse que no se toma por capricho sino porque corresponde a lo que parece ser las mejores tendencias en la erudición neotestamentaria actual. (para una excelente introducción, véase A. M. Hunter, Interpreting the New Testament: 1900-1950 [London: S. C. M. Press, 1951] ). Es cierto que la crítica de las formas nos ha enseñado que Jesús, desde el principio, era objeto de la fe; y que la tradición evangélica, amoldada por la fe de la iglesia, nos da un Jesús en quien creía la iglesia. Pero es mucho más fácil creer que el Jesús real creó la fe en su derredor, por diversas las formas en las que se expresara, que esa fe creó a un Jesús a su propia imagen. Las fuentes evangélicas son demasiado unánimes respecto a los puntos esenciales y el lapso de tiempo demasiado breve entre los eventos y la escritura de los Evangelios más tempranos, para permitir que distorsiones tan grandes sean creíbles.

117 Nuevo Testamento que haríamos mal en quitar, podemos decir con confianza que hay una unidad fundamental en él. Y esta unidad estriba precisamente en su evangelio. Este evangelio, esta proclamación (kerigma) de la iglesia más primitiva forma el elemento más básico del Nuevo Testamento.218 Lo podemos ver particularmente en ciertos pasajes de Pablo (Romanos 1:1-3; 10:9; 1 Corintios 11:23-25; 15:3-7; Filipenses 2:6-11) en los cuales el apóstol da eco a confesiones de la primitiva fe cristiana, y también en ciertos sermones en Hechos (10:36-43; 3:1216). Era un evangelio muy sencillo y muy claro. Anunciaba que la Nueva Era proclamada por los profetas ya había comenzado; que el largamente esperado Mesías había venido, que no es nadie más que este Jesús que hizo actos portentosos, que murió, que resucitó según las Escrituras; que este Jesús ahora ha sido exaltado al cielo más alto para sentar a la diestra de Dios, del cual pronto vendrá otra vez “para juzgar a los vivos y a los muertos” (Versión del Rey Jaime) ¡Que los hombres se decidan por esta Nueva Era por el arrepentimiento y el bautismo para la remisión de los pecados! Esta proclamación primitiva es en un sentido real el elemento unitivo en la teología neotestamentaria.219 No tan sólo se hallan huellas de ella a lo largo del Nuevo Testamento, sino que nuestro más primitivo Evangelio de Marcos, puede decirse, es un desarrollo consciente del mismo tema. Es un tema que se resume en las palabras con las que Marcos introduce el ministerio de Jesús (1:14-15): “El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado. ¡Arrepentíos y creed en el evangelio!” Estas, pues, son las buenas nuevas que el Nuevo Testamento proclama con voz unánime: que Jesús es, de hecho, el prometido Mesías, cumplimiento de toda la esperanza de Israel, que vino para efectuar el Reino de Dios entre los hombres.220 Por variado que llegara a ser el mensaje del Nuevo Testamento, especialmente al adaptarse éste al gentil que no sabía nada de la esperanza de Israel, permanecía esa afirmación como el mismo corazón del mensaje de la iglesia. 1. Esa afirmación es de interés especial para nosotros, porque la unidad de toda la Escritura está claramente expresada; en ella el Nuevo Testamento está ligado inquebrantablemente al Antiguo Testamento, y así toda la teología bíblica se unifica. Porque al afirmar que Jesús es el Mesías, el Nuevo Testamento afirma que todo lo que la fe antiguotestamentaria había anhelado y hacia lo que había apuntado se ha dado en él: él es el cumplimiento de todo lo que la comunidad de la ley había procurado hacer, y todo lo que los profetas habían previsto.221 Ahora bien, tal como lo hemos estudiado, en un sentido muy real el Antiguo Testamento es un libro incompleto. En todas sus partes, respira la conciencia de que Dios rige su pueblo; se sostiene por la esperanza y el anhelo, expresados de muchas maneras divergentes, porque se establezca el Reino de Dios. Para el tiempo de Cristo esta esperanza, que digamos, se había cristalizado en ciertos patrones principales. Hay que recalcarse que estos patrones de ninguna manera eran contradictorios o mutuamente exclusivos, sino que eran expresiones del mismo anhelo y fe. Había la esperanza de la restauración política, de la independencia de Roma por la acción militar Este discernimiento se debe particularmente a C. H. Dodd, The Apostolic Preaching and Its Developments (London: Hodder & Stoughton, 1936, 1944). Hay un resumen conveniente en Hunter, op. cit., pp. 34-36) 219 Así dice Dodd, op. cit. Que haya una unidad esencial en el mensaje neotestamentario se reconoce cada vez más. Entre libros recientes que ilustran este hecho se pueden nombrar V. Taylor, The Atonement in New Testament Teaching (2ª edición; London: Epworth Press, 1945); F. V. Filson, One Lord, One Faith (Philadelphia: Westminster Press, 1943); A. M. Hunter, The Unity of the New Testament (London: S. C. M. Press, 1944). 220 Para discusión adicional de la idea neotestamentaria del Reino de Dios, véase el artículo “Baileus, etc.” en Theologisches Worterbuch zum Neuen Testament, G. Kittel, editor *Stuttgart> W. Kohlhammer, 1933(, I, 562/595. Otras obras 218

de ayuda incluyen: R. N. Flew, Jesús and His Church (2ª edición; London: Epworth Press, 1943); R. Otto, The Kingdom of God and the Son of Man (traducido de la edición alamana revisada por F. V. Filson y Bertram Lee-Woolf (London: Lutterworth Press, 1943); E. F. Scott, The Kingdom of God in the New Testament (New York: The Macmillan Company, 1931).

Nótese cómo el sermón de Pablo en Hechos 13:16-41 enlaza el mensaje evangélico a las promesas, especialmente las hechas a david. Véase el excelente estudio de G. E. Wright, God Who Acts: Biblical Theology as Recital (London: S. C. M. Press, 1952), p. 70. 221

118 dirigida por el Mesías. Esta esperanza la asociamos especialmente con ese grupo conocido por el nombre de Celotes, el partido nacionalista dentro del Judaísmo. También, había el ideal de la Comunidad Santa, el que prevalecía particularmente entre los fariseos. De igual manera éstos buscaban la exaltación del pueblo de Dios bajo la regencia del Mesías. Pero ellos esperaban esto por medio de la acción de Dios, no la de los hombres, y por consiguiente, eran especialmente precavidos en no seguir a aspirantes mesiánicos en la lucha contra Roma. Concebían como su deber el actualizar el ideal del Pueblo Santo de Dios por la observancia estricta de la ley, y si esto se hiciera, Dios enviaría y exaltaría a su Mesías. Finalmente, había la esperanza escatológica (como la que mejor se expresa en Daniel y I Enoc) de la intervención catastrófica de Dios, y de la venida del Hijo del Hombre en las nubes y gloria para recibir un Reino eterno. (Daniel 7:13-14) Desde luego, ninguna de estas expectaciones se había cumplido, ni podía hacerse por sus propios conceptos. La esperanza de una restauración política era, y tiene que permanecer así, el sueño ilusorio más grande. Israel estaba en las garras del poder más grande de todos, la Roma Imperial. Ese reino no vendría—¡César no lo permitiría! Sin embargo, esta esperanza era una patología crónica incurable. Producía falsos Mesías como que resultaba en un salpullido en la piel del cuerpo político. El celote y el sicarius pelearían vez tras vez por ese Reino, pero lograrían únicamente ocasionar las represalias de Roma con cada vez más severidad; finalmente ocasionaron la primera destrucción de Jerusalén y el templo a manos de Tito (70 A. D.) y el suicidio nacional ante las legiones de Hadrián. (132-135 A. D.) No habría ningún Príncipe Mesiánico que derrotara a Roma. Por supuesto, lo que esperaba el apocalíptico simplemente no se dio. Los cielos no se abrieron para revelar al Hijo del Hombre viniendo en las nubes para recibir el Reino del Anciano de Días. Además, nunca sucedería. Empero, uno siente detrás de las páginas de los Evangelios la morbididad frenética de ello: un pueblo que buscaba ansiosamente señales del fin venidero, escudriñando la escena actual para algún agüero o presagio que indicase que el gran drama final estaba para comenzar. (Mateo 12:38-42; 16:1-4; 24:3; Marcos 8:11-12; 13:4) Con gran avidez se lanzaban sobre cualquier indicio, gritando: “¡‘Mirad’ puede que lo vean! ‘¡Allí está’!, la prueba que no tardará en llegar!” (Lucas 17:21) Pero siempre se equivocaban—porque erraban en lo esperado. En cuanto al ideal de la Comunidad Santa, por mucha altivez y práctica diligente que tuviera, no precipitó la venida del Reino de Dios, ni siquiera produjo un pueblo muy santo. Desde la óptica cristiana, simplemente no lo podía hacer. Empero no dejó el esfuerzo, sino que lo intensificaron. Y, hay que admitirlo, fueron estos rabíes de la ley que lograron crear el Judaísmo normativo del residuo de la nación judía. La suya era una estructura de valor duradero que no se debe subestimar, porque el haberla construido no era cosa insignificante; pero el Reino de Dios que buscaban era totalmente otra cosa. La fe del Antiguo Testamento había engendrado una poderosa expectación de increíble vitalidad. Pero su esperanza no había encontrado fruición. Siempre tiene que apuntar hacia delante, más allá de sí misma, al gobierno del Dios triunfante. Pero esa fruición no sucedió, ni sabía Israel cómo lograr que sucediera. El Antiguo Testamento, pues, es un libro incompleto. Es una historia cuyo Autor aun no escribe el fin; es una señal que indica un camino que tiene una destinación—y seguramente su destinación es una ciudad, la Ciudad de Dios (Hebreos 11:10, 16)—la cual queda aun fuera de visión por muchas curvas. Es un edificio noble de verdad--¡pero le falta el techo! 2. Por su propia afirmación, el Nuevo Testamento pone ese techo al anunciar en Cristo el cumplimiento de la esperanza de Israel; es la terminación del Antiguo Testamento. Sin embargo, no debe olvidarse que el Nuevo Testamento no puede entenderse aparte del Antiguo Testamento. Si el Antiguo Testamento es un edificio sin techo, el Nuevo Testamento solo puede ser un techo sin edificio—y esa es una estructura muy difícil de entender, y ¡difícilmente se le sostiene! Es una estructura que puede servir para muchos usos, y puede incluir muchas cosas, pero es una estructura muy fácil de tumbar. Al decir esto, ciertamente no queremos decir que el Nuevo Testamento sea

119 únicamente un apéndice del Antiguo, o negar que Cristo mismo sea la piedra angular de un edificio poderoso (1 Corintios 3:11; 1 Pedro 2:4-7), pero sí queremos insistir en que no es posible aislar el Nuevo Testamento para así construir una religión puramente neotestamentaria sin tomar en cuenta la fe de Israel.222 El Nuevo Testamento descansa sobre el Antiguo Testamento, y está arraigado en él. Hacer caso omiso de esto es cometer un serio error en metodología, y es uno que tiene que conducir a un fundamental mal-entendido del mensaje bíblico. El que lo comete ya ha ignorado la afirmación central del mismo evangelio neotestamentario, es decir, que Cristo vino para realizar lo que había esperado el Antiguo Testamento, no para destruirlo y reemplazarlo con una nueva fe mejor. Por cierto, expresarlo así puede parecer al principio un tanto sorprendente, porque hay mucho que destaca el Nuevo Testamento del Antiguo; el lector se percata de ello rápidamente. Hay un lapso de tiempo considerable entre los dos; hay el hecho (¡cuántos seminaristas lo saben bien!) de que están escritos en idiomas totalmente diferentes. También, hay el hecho de que, aunque el Antiguo Testamento se ocupa casi únicamente de las fortunas del pueblo de Israel, el Nuevo Testamento pronto se sale de este limitado horizonte para abarcar otro más amplio. Es más, el Nuevo Testamento tiene a Cristo—y eso lo destaca del Antiguo Testamento tan agudamente que fácilmente pudiéramos creer ya no necesitar el Antiguo. Vemos a Jesús en conflicto con el Judaísmo, rompiendo el armazón del Judaísmo como vino nuevo en odres viejos. (Marcos 2:22) Vemos a Jesús rechazado por el Judaísmo, de cuyo rechazo se produce una nueva iglesia. Claramente, hay una “cosa nueva” en el Nuevo Testamento. Somos tentados a buscarla en una ética nueva, en alguna teología nueva o alguna religión que tiene que estar allí. De hecho, esto fue lo que hizo el así llamado Cristianismo liberal. Los que compartían esta óptica estaban muy acostumbrados a ver la Escritura como el registro del progreso ético-espiritual del hombre (o, como se dijera en el teísmo, el progreso de la revelación), la culminación de la cual se hallaba en Cristo y sus enseñanzas. El mensaje distintivo del Nuevo Testamento había que buscarlo en algún más elevado sistema de ética, o alguna idea más elevada de Dios que jamás se tenía antes. Cristo llegó a ser el gran maestro de la ética. En cuanto al Antiguo Testamento, aunque ciertamente tenía cierto valor histórico y contenía ciertos valores morales, sólo representaba los peldaños más bajos de la dolorosa subida del hombre y un nivel de religión ya superado. Para la mente de muchos cristianos, esto significaba que se podía prescindir de él. Pero uno no tiene que descontar el elemento del progreso en la fe bíblica para poder así afirmar que el precio de esta escisión entre los dos Testamentos era grande. Aparte de todo lo demás, aumentó el peligro de que lo “nuevo” en el Nuevo Testamento se buscara en lugares equivocados, y así perder su significado esencial. Porque si hay algo bien claro, es que Cristo no vino para contribuir una nueva ética. Nunca hubo una ética más alta que la suya, sin embargo, esencialmente era la ética del Judaísmo.223 Es verdad que entre los rabíes no encontramos en ninguna parte la concentración de altas instrucciones éticas como la que encontramos en las enseñanzas de Jesús. Sus demandas morales carecen de esa gran cantidad de reglas ceremoniales enfatizada tanto por el Judaísmo. De hecho, Jesús desdeñaba tales ceremonias triviales. Más importante aun, exponía sus requerimientos con un llamamiento a la obediencia radical, cosa que raras veces encontramos entre los maestros judíos. No obstante, si se 222 Véase los comentarios espléndidos de Wright, op. cit., pp. 111-112 con los cuales estoy totalmente de acuerdo. 223 Hay que enfatizar que no queremos decir por esta declaración que no hay nada que escoger entre las enseñanzas éticas de Jesús y las de los rabíes. Sobre esto, véase J. W. Bowman, The Intention of Jesús (Philadelphia: The Westminster Press, 1943), p. 100ss. Sin embargo, la ética de Jesús no era esencialmente nueva, sino una reorientación de otra ya existente. Sus enseñanzas pueden ser paraleladas, detalle por detalle, entre las de los rabíes, tal como la obra de Strack-Billerbeck (Comentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch, 4 volúmenos. [Munich: C. H. Beck, 1922-1928] ), G. F. Moore (Judaism in the First Centuries of the Christian Era, 3 volúmenos [Cambridge: Harvard University Press, 1927-1930], y otros.

120 comparan punto por punto las enseñanzas éticas de Jesús, se hallan sus paralelos en el Judaísmo y en la fe del Israel antiguo. Si Jesús mandaba que amáramos a nuestro prójimo como a nosotros mismos (Marcos 12:31), también lo hacía la ley levítica (Levítico 19:18). Si Jesús mandaba que la bondad amorosa se diera aun a los enemigos de uno (Mateo 5:44; Lucas 6:27; véase Romanos 12:20), también lo hacía la antigua sabiduría judía. (Proverbios 25:21) 224 El mismo ataque que hizo contra la justicia externa de los “escribas y fariseos, hipócritas” (Mateo 23) era el ataque antiguo de los profetas—Amós y Miqueas vivos de nuevo—en el cual la justicia actual era juzgada por una justicia más alta del Reino de Dios. Por cierto, Cristo dio una reorientación radical a la moralidad existente. Pero debe repetirse que no vino Jesús simplemente para enseñar al Judaísmo una ética más elevada; entender el Nuevo Testamento así es malentenderlo fundamentalmente. Tampoco era la misión de Jesús enseñar a su pueblo alguna nueva idea más alta de Dios. Por lo menos, ni Cristo ni su iglesia entendía que así fuera. No es nuestra intención negar en lo más mínimo que en Jesús se revelara, como en ninguna parte del Antiguo Testamento, el carácter y el propósito de Dios. Como cristianos tenemos que decir que no conoceríamos a Dios si no lo hubiéramos visto en la cara de Jesucristo. Pero Jesús no anunciaba a los judíos que ya estaba disponible una noción más elevada de Dios—sino que ¡su Dios ya había actuado! Sin minimizar la supremacía de la revelación neotestamentaria, no podemos crear un divorcio teológico entre los dos Testamentos como suele hacerse desde algunos púlpitos. No podemos decir que el Antiguo Testamento revela a un Dios de justicia e ira, mientras el Nuevo Testamento nos muestra en Cristo un Dios Padre de amor. Contrastarlos así es malentender al Dios del Antiguo Testamento. Además, estos dos aspectos de Dios se mantienen en equilibrio en el Nuevo Testamento tanto como en el Antiguo Testamento (¡aun en las enseñanzas de Jesús! Por ejemplo, Mateo 8:12; 13:36-43; 22:13; 24:51) Claro está, el Nuevo Testamento repetidamente contrasta el Antiguo Pacto con el Nuevo (Gálatas 3-4; Hebreos 7-9), y declara que el Nuevo es “mejor”. (Hebreos 7:22; 8:6) Pero no podemos deshacernos de la relación entre los Testamentos, diciendo que Cristo vino para reemplazar un pacto de obras con un pacto de gracia, como si se tratase de dos dispensaciones en las cuales Dios trataba s su pueblo de dos maneras esencialmente diferentes. A pesar de la poderosa fuerza argumentativa de este contraste entre los dos pactos, la lectura, por ejemplo, de Deuteronomio sería suficiente para convencernos de que el antiguo pacto mismo era visto precisamente como una respuesta agradecida ante la gracia inmerecida de Dios.225 Es más, todo el ataque profético se basaba en una impaciencia con las externas “obras” ceremoniales tanto como Pablo. Que hubiera un desarrollo en la fe bíblica, nadie puede negar; que Cristo sea la corona de la revelación, ningún cristiano puede negar. Pero no podemos describir la relación entre los dos Testamentos en términos de contrastes teológicos, o que el Nuevo sea meramente el último peldaño en la comprensión de Dios. Por cierto, Cristo vino para anunciar un acto redentor de Dios y para realizarlo. Pero no vino para informar al Judaísmo acerca de un nuevo Dios desconocido. El Nuevo Testamento, pues, no nos presenta una nueva religión que pueda estudiarse aisladamente. Tenemos que expresarnos aquí con cuidado, porque la Iglesia Cristiana no permaneció por mucho tiempo como una secta judía; de hecho no la era. Al contrario, emergió como una entidad separada que se alejaba cada vez más del Judaísmo, y, con el pasar del tiempo, desarrollaba sus propias doctrinas particulares, sus sacramentos, sus tradiciones y ceremonias. El Judaísmo y el Cristianismo tempranamente llegaron a ser dos religiones distintas, aunque sí, estrechamente relacionadas entre sí. No obstante, no debemos olvidar que Jesús y sus primeros discípulos todos 224 Aun hay un paralelo asirio que data del siglo siete A. de J. C. Véase Albright, From the Stone Age to Christianity, p. 303 y la nota bibliográfica 77. 225 Véase Capítulo I., p. 14.

121 eran judíos. Y es claro que Jesús no tenía la intención de fundar una nueva religión. Su misión era precisamente a “las ovejas perdidas de la casa de Israel”. (Mateo 10:6; 15:24) No vino para destruir la fe de Israel y así reemplazarla con otra, sino, más bien, llevarla a su cumplimiento. (Mateo 5:17) 226 Tampoco sus discípulos querían fundar una nueva religión. Al contrario, sólo rompieron con el Judaísmo cuando se les obligó a que lo hicieran, y luego de mala gana. De hecho, es el testimonio de los escritores del Nuevo Testamento que son ellos los que sí tienen el verdadero Judaísmo y el verdadero cumplimiento de la esperanza de Israel. Pese al hecho de que, mientras la iglesia tenía que adaptar su mensaje al mundo gentil, nueva terminología y nuevas formas de expresión se desarrollaban, el Nuevo Testamento permanece fundamentalmente un libro judío de carácter227 , relacionado orgánicamente a la fe del Antiguo Testamento. Tanto es así que la teología del Nuevo Testamento no puede entenderse aisladamente, sino sólo a la luz de toda la esperanza de Israel. 3. Los dos Testamentos están ligados orgánicamente. La relación entre ellos no es ni de un desarrollo ascendente ni de contraste; es una relación de comienzo y culminación, de esperanza y cumplimiento.228 Y el lazo que los une es el concepto dinámico de la regencia de Dios. Ciertamente, hay una “nueva cosa” en el Nuevo Testamento, pero estriba justamente aquí. El Antiguo Testamento está iluminado por la esperanza del Reino venidero, y ese mismo Reino está en el mismo corazón del Nuevo Testamento también. Pero el Nuevo Testamento ha introducido lo que podemos llamar un cambio de tiempo tremendamente significante. Para el Antiguo Testamento, la fruición y la victoria del Reino de Dios siempre eran cosas futuras, más aun, escatológicas, y siempre tenían que describirse con el tiempo futuro: “He aquí, vienen los días”; “Pasará en aquellos días”. Pero en el Nuevo Testamento encontramos un cambio: el tiempo siempre es un resonante presente del indicativo—¡el Reino está aquí! Y ésa es verdaderamente una “nueva cosa”: es evangelio—¡las buenas nuevas que Dios ha actuado! ¡Cuán real, cuán absolutamente céntrico, era el hecho actual del Reino de Dios para todos los escritores del Nuevo Testamento se hará evidente mientras procedemos. En ningún lugar se expresa mejor que en las palabras de Jesús con las que Marcos comienza la historia de su ministerio, y las que resumen, tal vez mejor que cualquier otra cosa, la misma esencia de su enseñanza: “El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado. ¡Arrepentíos y creed en el evangelio!” (Marcos 1:15)229 Lo que todas las eras deseaban ver ya está aquí—en este Jesús. (Lucas 10:23-24) En él el orden antiguo ya terminó y el nuevo orden ya comenzó.230

Véase F. V. Filson, The New Testament Against Its Environmnet (Chicago: Henry Regnery Co., 1950), pp. 15-16. Esta aseveración está de acuerdo con la tendencia actual de la erudición neotestamentaria. Respecto al trasfondo judío del pensamiento de Pablo, véase W. D. Davies, Paul and Rabbinic Judaism (London: S. P. C. K., 1948); C. A. A. Scott, ChristianityAccording to St. Paul (Cambridge University Press, 1927). En cuanto al Cuarto Evangelio, aunque la teoría de un original arameo (C. F. Burney, C. C. Torrey) no ha logrado mucha aceptación, su origen judío—y su fecha del primer siglo—sí se acepta bastante. “No hay ningún libro fundamentalmente helénico en el Nuevo Testamento.”: Filson, op. cit. p. 31. No debe olvidarse, sin embargo, que el Judaísmo mismo había sido influido grandemente por el Helenismo. 228 Véase el artículo excelente de W. Zimmerli, “Verheissung und Erfüllung” (Evangelische Theologie, 1952, Heft ½, pp. 34-59).1 229 ¿Significa el verbo engidzo (“se ha acercado”) que el Reino está cerca y vendrá pronto, o que ya llegó? Yo preferiría lo último con C. H. Dodd y otros (The Parables of the Kingdom [London: Nisbet & Co., 1935], pp. 4445; véase recientemente W. R. Hutton (Expository Times, LXIV [1952], 89-91). Sin embargo, esto no debe obligarnos a aceptar una “escatología realizada” completa. 230 Sobre la interpretación de este versículo (véase Mateo 11:12-13) véase los comentarios, convenientemente en T. W. Manson en Major, Manson and Wright, The Misión and Message of Jesús (New York: E. P. Dutton & Co., 1938), pp. 425-427. Incidentalmente, este libro debe recomendarse al estudiante que desea una cabal ayuda no técnica en el estudio de los cuatro Evangelios. 226

227

122 El Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento están unidos como dos actos de un solo drama. El Acto I apunta hacia su conclusión en el Acto II, y sin él el drama queda como cosa incompleta, insatisfactoria. Pero el Acto II tiene que leerse a la luz del Acto I, de otro modo se pierde su significado. Porque el drama es orgánicamente uno. La Biblia es un libro. Si tuviéramos que darle a ese libro un título, tal vez con justicia lo llamaríamos “El Libro del Reino Venidero de Dios”. De hecho, ese es el tema central en todas sus partes. En el Nuevo Testamento, sin embargo, hay esta diferencia: el Reino de Dios ya se hizo también el Reino de Cristo, y ese Reino en realidad está a la mano. Al estar en la sinagoga de Nazaret, Jesús leía del libro de Isaías uno de los pasajes del Siervo (Isaías 61:1-2)231 , y luego dijo (v. 21), “Hoy se ha cumplido esta Escritura en vuestros oídos.” No anunciaba que el acto final del drama comenzaría algún día o que estaba para comenzar; declaró que ya, de verdad, había comenzado: el Siervo está aquí y ha comenzado su obra. El Nuevo Testamento veía a Jesús—como, creemos, se veía a sí mismo—como el Cristo, el prometido Mesías, que había venido para inaugurar su Reino. Lo vitoreaba como el cumplimiento de la ley y la profecía. Afirmaba con una sola voz que toda la esperanza de Israel, con todos sus patrones variados, se había realizado en Cristo y su Reino. II Pero si el Nuevo Testamento aclamaba a Jesús como el Mesías, es evidente que los judíos no lo aceptaban como tal. De hecho, lo rechazaban de plano y lo mataron. Tampoco es difícil ver porqué no lo podían aceptar. De ninguna manera reunía las características que ellos esperaban en el Mesías. Aunque él afirmaba para sí ese papel y hacía uso de los varios títulos mesiánicos, concebía ese papel y usaba esos títulos de tal manera que se aseguraba su rechazo de parte de los judíos. Evidentemente era un Mesías de una clase diferente. 1. Ciertamente él no podía satisfacer a aquellos que esperaban a un Mesías que dirigiera la lucha por la independencia contra Roma, o que de alguna manera se hiciera gobernante sobre un reino terrenal de los judíos. La naturaleza de la conciencia mesiánica de Jesús es un tema muy debatido en el cual no podemos meternos. Es verdad que muchos eruditos han dudado que Jesús jamás afirmara para sí el papel del Mesías.232 Yo encuentro muy difícil estar de acuerdo con ellos. Al contrario, una convicción de mesiazgo era el hecho central de su ministerio. Aunque era de descendencia Davídica según las Escrituras, es verdad que nunca hacía alarde de ese hecho (aunque en algunas ocasiones permitía que otros lo hicieran: por ejemplo, Marcos 10:47-48). También es verdad que parecía ser muy reticente en cuanto al anuncio abierto de su mesiazgo—de hecho, pedía a sus discípulos que no lo hicieran (Marcos 8:29-30; Lucas 9:20; Mateo 16:15-20)—tanto así que en su juicio era difícil probar contundentemente que jamás afirmara tal cosa. Empero, parece seguro que se concebía a sí mismo como el Mesías. Ciertamente, sin duda la iglesia así lo concebían. Desde sus comienzos en adelante lo aclamaban a una sola voz como Jesús el Cristo (y “Cristo” es el equivalente griego de “Mesías” en hebreo, es decir, “el Ungido”). Esta convicción de la iglesia, creemos, no puede ser su 231 Yo considero que Isaías 61:1-3 es un pasaje del Siervo, junto con C. C. Torrey (The Second Isaiah [New York: Charles Scribner’s Sons, 1928], pp. 452-453) y otros. De todos modos, así claramente Jesús lo entendía. 232 Últimamente, por ejemplo, R. Bultmann, Theologie des Neuen Testaments (Tübingen: J. C. B. Mohr, 1948) I, 2533. La presentación de Bultmann del mensaje de Jesús siempre es brillante y a veces conmovedora, pero estamos en desacuerdo sobre muchas cosas. Véase también F. C. Grant, The Gospel of the Kingdom (New York: The Macmillan Co., 1940), que sostiene que Jesús no hizo ninguna afirmación al respecto. Yo tengo que aliarme, por razones que no pueden darse aquí, con los muchos eruditos recientes que han argumentado a favor de la conciencia mesiánica de Jesús: por ejemplo, Bowman, op. cit.; Wm Manson, Jesús the Messiah (Philadelphia: The Westminster Press, 1946); Filson, op. cit., capítulo 1; Albright, op. cit., pp. 304ss.

123 propia creación, sino que tiene que estribarse en la auto-conciencia y los reclamos de Jesús mismo. Es significante que sea el testimonio unánime de los Evangelios de que cuando Pilato le preguntó directamente, “¿Eres tú el rey de los judíos?”, su única respuesta franca fue “Tú lo dices”. (Marcos 15:2; Mateo 27:11; Lucas 23:3; Juan 18:33-37)—que, aunque críptica, no era una negación. Ante el sanedrín su respuesta a la misma pregunta fue un tajante “Yo soy” (Marcos 14:62) Esto significaba que la antigua esperanza de un Príncipe del linaje de David, que debiera reinar en paz sobre el Remanente de Israel, Jesús la veía cumplida en sí mismo. Se recordará que esta esperanza fue expresada clásicamente por Isaías (Isaías 9:2-7; 11:1-9), y desde hacía mucho había calado profundamente en los corazones de los israelitas leales. Pero el que Jesús admitiera de manera alguna que era el esperado Hijo de David, el Rey de los judíos, conllevaba cierto peligro. La esperanza Mesiánica se había convertido en un anhelo por la independencia política. Ésta había sido frustrada por muchos impostores mesiánicos, afirmándose ser el Mesías, prometían justamente eso. Si Jesús se hubiera identificado con esa esperanza, pudiera haber ganado para sí una hueste de seguidores que esperarían de él algo que no podía ni deseaba lograr. De hecho, algunos lo seguían por este motivo. Se nos dice que intentaron hacerle rey (Juan 6:15). Aun sus discípulos eran capaces de preguntar, y eso después de la lección de la Pasión y la Resurrección, “Señor, ¿restituirás el reino a Israel en este tiempo?” (Hechos 1:6). Para aquellos que albergaban tales esperanzas, Jesús simplemente no podía ser aceptable. Nunca dijo una sola palabra respecto al reestablecimiento del reinado Davídico o de la restauración de las doce tribus de Israel por medio de la acción militar; es claro que tal cosa era la más remota de sus intenciones. Todo esfuerzo por aclamarlo como un caudillo político lo rechazaba. Cuando Juan reporta las palabras de nuestro Señor a Pilato: “Mi reino no es de este mundo” (Juan 18:36), expresa la profunda verdad de que la noción del Reino mesiánico de Jesús no se parecía en nada a la popular. Sin duda, precisamente porque Jesús sabía cuán diferente era su entendimiento en torno al oficio mesiánico de la expectación popular que era reticente en anunciarse como el Mesías; no quería que lo malentendieran. Ciertamente no era ningún Mesías popular. De hecho, su “Dad a César lo que es del César” (Marcos 12:17; Mateo 22:21; Lucas 20:25), por listo que fuera en eludir que lo atraparan, tiene que haber parecido a muchos patriotas judíos una salida barata. De todos modos, es claro que Jesús no tenía intención alguna de establecer un reino terrenal. Al contrario, repetidas veces advertía que los logros materiales de este mundo eran una trampa, y recomendaba los tesoros espirituales del cielo. (Mateo 6:19-34; Marcos 10:23-25; Lucas 12:16-21) Y, supremamente, Jesús sabía que el ser el Rey de los judíos conllevaba la necesidad de que él sufriera. Como veremos luego, esta era una extraña combinación totalmente nueva. Un Rey Mesiánico que sufriera y muriera era la última cosa en el mundo que esperaba o deseaba el nacionalismo judío. Empero, es claro que Jesús concebía su reinado, no como un oficio guerrero, sino de humildad y paz. La historia de la Entrada Triunfal (Mateo 21:1-11) claramente identifica el cuadro mesiánico de Jesús con la figura de un rey humilde, montado sobre un asno. (Zacarías 9:9); es difícil creer que Jesús no pretendiera que su acción fuese entendida así.233 En cualquier caso, selló su reclamo mesiánico al permitir que se le crucificara, y en su cruz se escribieron las palabras burlonas: “Jesús, el rey de los judíos”. Para un patriota judío no podría haber una prueba más contundente de que aquí no había ningún Mesías, sino sólo otro de aquellos Mesías falsos de los cuales ya había más de la cuenta. 2. En cuanto a aquellos judíos que habían sido imbuidos de la esperanza apocalíptica, sólo podemos decir que Jesús no se asemejaba en nada a lo que esperaban. Éstos esperaban una intrusión repentina del Reino de Dios en las nubes del cielo. Muy ligada a esta esperanza era la figura del Hijo Véase H. D. A. Major, en Major, Manson y Wright, op. cit., pp. 138-140; también A. H. McNeile, The Gospel According to St. Matthew (London: The Macmillan Co., 1915), p. 297. 233

124 del Hombre. Encontramos al Hijo del Hombre por primera vez, recordaremos, en Daniel (7:9-14), donde lo vemos viniendo en los cielos para recibir el Reino del Anciano de Días (Dios). Se ha debatido mucho si el Hijo del Hombre tal y como aparece en Daniel debe verse como un individuo, el representante o caudillo del Reino victorioso, o como un símbolo colectivo o personificación de ese Reino. Pero en el libro no-canónico de I Enoc claramente parece vérsele como un Ser preexistente, residiendo desde toda la eternidad con Dios en los cielos, que aparecería en los últimos tiempos como el libertador divinamente enviado. Obviando la pregunta discutible de cuán definida fuera la identificación de esta figura y la del Mesías Davídica en la teología judía antes del tiempo de Cristo, podemos decir que el Hijo del Hombre era—por lo menos en el sentido más amplio del término—una figura mesiánica.234 Pero, aquí había uno que afirmaba ser ese Hijo del Hombre. De hecho, este era el título que se aplicaba a sí mismo más que ningún otro.235 Aunque las palabras “hijo del hombre” en los Evangelios algunas veces significan simplemente “un ser humano” o “un hombre” (como en Ezequiel a menudo), se usan mayormente como el título que Jesús se aplicaba a sí mismo.236 Y ciertamente lo entendía como un título mesiánico. Cuando el sumo-sacerdote le preguntó si era el Cristo (es decir, el Mesías), replicó: “Yo soy. Y además, veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Poder y viniendo con las nubes del cielo.” (Marcos 14:61-62)237 Jesús, pues, afirmaba ser el esperado y eternamente existente representativo (si no la misma incorporación) del Israel verdadero, el pueblo de Dios. Afirmaba ser el Hombre celestial. Pero Jesús claramente no era el Hijo del Hombre que se esperaba. No clamaba que los cielos se abriesen y enviasen legiones de ángeles para destruir a los adversarios del Reino. Por cierto, declaró que tenía el poder para hacer justamente eso (Mateo 26:53-54), pero que si lo hiciera, no cumpliría la Escritura. Al contrario, fluye a lo largo de su enseñanza, como un tema siempre repetido, la aseveración de que el Hijo del Hombre tendría que sufrir (Marcos 8:31; 9:12, 31; 10:33, 45).238 El Hijo del Hombre ha de ser victorioso, por cierto, pero sólo después de la más vil Véase el Capítulo VI, nota 215. Entre escritores recientes que argumentan que tal identificación sí se había hecho están: Albright, op. cit. pp. 290ss.; W. D. Davies, Paul and Rabbinic Judaism (London: S. P. C. K., 1948), pp. 279-280; Wm Manson, op. cit., pp. 144-145; Bowman, op. cit., p. 125. H. H. Rowley ha estado entre los más enfáticos en argumentar lo contrario; recientemente, The Biblical Doctrine of Election (London: Lutterworth Press, 1950), pp. 156-157; idem, “The Suffering Servant and the Davidic Messiah” (Oudtestamentische Studiën VIII [Leiden> E. J. Brill, 1950], p. 127 y nota 107 allí. 235 Abrumadoramente así, como muestra la tabla en Bowman, op. cit., p. 131. Lo que igualmente nos llama la atención es que los escritores evangélicos nunca colocan estas palabras en labios de nadie, aun cuando se le dirigía la palabra a Jesús. Claro está, hay quien niega que Jesús jamás usara el término: B. H. Branscomb, The Gospel of Mark (The Moffatt New Testaqment Commentary [New York y London: Harper & Brothers, s. f.], pp. 146159. 236 Para una discusión breve de los diferentes accidentes del término “hijo del hombre” en los Evangelios, véase, por ejemplo, a Bowman, op. cit., pp. 121ss., 142ss.; Wm Manson, op. cit., pp. 158-167; T. W. Manson, “The Son of Man in Daniel, Enoch and the Gospels” (Bulletin of the John Rylands Library, 32-2 [1950], 171-193. El último encuentra que el Hijo del Hombres siempre significa la entidad colectiva del Reino, pero en los Evangelios, está incorporado por excelencia en Jesús. 237 En este versículo y varios otros (Mateo 16:28; Marcos 9:1) Jesús parece hablar del Hijo del Hombre objetivamente como si fuera otro que aún habría de venir. Bultmann (op. cit. pp. 4, 26ss., 34ss.) y otros han argumentado que Jesús no se consideraba a sí mismo el Hijo del Hombre sino que él mismo esperaba su venida. Pero si el argumento de T. W. Manson (op. cit.) tiene validez—y yo creo que sí la tiene—entonces el Hijo del Hombre (como el Siervo Sufriente) podría fluctuar entre el individuo y el grupo. Así que el Hijo del Hombre debe sufrir (como el Siervo) para que el Hijo del Hombre (el victorioso Reino y su Líder) puedan venir en gloria. Véase Rowley, The Relevance of Apocalyptic, pp. 114-115. 238 Algunos argumentarían que las palabras de estos versículos revelan un conocimiento de la Pasión, y por lo tanto son vaticinia ex eventu (Bultmann, op. cit., pp. 30-31; Branscomb, op. cit., p. 153, etc.). Sin debatir el punto, no vemos ninguna razón para dudar que Cristo se diera cuenta de que sufriría, y así lo decía, fuesen las palabras 234

125 humillación auto-sacrificante. Así el Hijo del Hombre va a la cruz. Para aquél imbuido del sueño apocalíptico, eso enfáticamente no cumplía la Escritura.239 El mismo hecho de que sufriera y muriera era suficiente prueba para tal persona que Jesús no era el Hijo del Hombre de manera alguna. 3. No se necesita decir que Jesús no podía ser aceptable para el escriba y el fariseo. Como ya dijimos, éstos, por muchas faltas que tuvieran, eran motivados por un ideal noble: la realización del verdadero pueblo de Dios, “un reino de sacerdotes y una nación santa” (Éxodo 19:6) por medio de guardar la ley meticulosamente. Creían que si esto pudiera hacerse, Dios enviaría su Mesías para establecer su Reino. Ahora bien, por supuesto el Mesías era concebido bajo una variedad de patrones que no se puede sistematizar. Pero parece que había una fuerte tendencia, por lo menos en algunas partes, de concebir al inaugurador de la nueva era, o por lo menos, al heraldo de ella, como un profeta al estilo de Moisés—un nuevo Moisés, si no el Moisés revivido en realidad. Sin duda, esto resultó en parte por la tremenda importancia de Moisés en la mente del pueblo judío. Fue una gran figura; y el pensamiento judío lo había magnificado como el más grande de los más grandes, el que había compartido los secretos de Dios como ningún otro.240 ¿Con qué términos más elevados se podría concebir al Libertador venidero? También, es posible que el profeta, anhelando un “nuevo éxodo” (especialmente en Segundo Isaías) y un “nuevo pacto” (especialmente en Jeremías), haya jugado un papel. Si la redención ha de ser un nuevo éxodo, ¿no precisa un nuevo Moisés que lo dirija? Sin embargo, en parte la esperanza parece haber sido nutrida por la profecía en Deuteronomio 18:15-19 donde se promete un profeta “como” Moisés.241 De todos modos, había durante el tiempo de Jesús una esperanza muy difundida en cuanto al “profeta” (Juan 1:21, 25), cuya venida significaría la redención de su pueblo.242 Se nos dice que muchos estaban anuentes a clamar a Jesús como ese profeta. (Juan 6:14; 7:40) Ciertamente sus seguidores desde los tiempos más tempranos lo creían tal. Pedro, en un discurso temprano registrado en Hechos (3:22-26), lo identificaba expresamente con el profeta esperado de Deuteronomio 18:15. En particular, Mateo parece deseoso de aclarar que Jesús es un nuevo Moisés. ¿No presentó sus enseñanzas sobre un monte como en el Sinaí? (Mateo 5-7) Y en esa ocasión, ¿no reinterpretó las leyes de Moisés como que daba una nueva ley? (Mateo 5:17, 21-23, 27que fuesen que empleaba. Véase A. E. J. Rawlinson, St. Mark (Westminster Commentaries [7a edición, London: Methuen & Company, 1949] ), p. 113. 239 Aunque algunos han argumentado al contrario, parece que había poco o nada en la Escritura o en la creencia judía que preparase a los judíos para la noción de un Hijo del Hombre sufriente. Para un argumento convincente con una completa bibliografía, véase el artículo de Rowley citado en la nota 234 (ahora reimpreso en The Suffering Servant and Other Essays [London: Lutterworth Press, 1952], pp. 61-88. Por cierto, como Wm Manson señala (op. cit., pp. 235-236, el Siervo, el Hijo del Hombre, y el Mesías Davídico tienen predicados en común, y se puede estar de acuerdo en que todos eran aspectos de la idea mesiánica (en el sentido amplio), pero esto dista mucho de una identificación de los tres. 240 Alusiones en la literatura judía han sido coleccionadas convenientemente por P. Volz, Die Eschatologie der jüdischen Gemeinde im neutestamentliche Zeitalter [Tübingen: J. C. B. Mohr, 1934), pp. 193-195. Aparecen las figuras de Moisés, de Elías (véase Malaquías 4:5), de los dos juntos, o de algún otro. 241 Véase los comentarios sobre Juan 1:21, 25; 6:14; 7:40: por ejemplo, E. C. Hoskyns, The Fourth Gospel, F. N. Davey, editor (London: Faber & Faber, 1947), pp. 169, 281, 324; R. H. Strachan, The Fourth Gospel (3ª edición; Dondon: S. C. M. Press, 1941), pp. 112-113, 180-181. 242 El profeta anhelado no es siempre una figura escatológica. (1 Macabeos 4:44-46; 14:4 [?]; véase 9:27; Salmo 74:9). Pero tenemos un número de ejemplos en Josefo de falsos profetas que, pareciera, prometían recrear los días del éxodo. Un tal Theudas (Antiquities, XX, V, 1) se declaraba un profeta y prometía llevar al pueblo sobre el Jordán en seco. Un tal egipcio (Antiquities, XX, VIII 6; véase Hechos 21:38) prometía hacer que los muros de Jerusalén se cayeran (¿cómo los de Jericó?). Otro (Antiquities XX, VIII, 10) prometía la liberación a todos aquellos que lo siguieran al desierto (¿a un nuevo éxodo?). Hechos 21:38 hace que el egipcio dé una invitación semejante.

126 28, 33-37, 38-39, 43-44) Aun se ha sugerido que Mateo agrupara las enseñanzas de Jesús en cinco segmentos grandes (Mateo 5-7; 9:36-11:1; 13:1-53; 18:1-19:1; 24-25) para paralelar adrede los cinco libros de la antigua Torá.243 La comparación de la obra de Cristo con la de Moisés está muy presente en el pensamiento de Pablo. De hecho, podríamos decir que para Pablo, el cristiano, al morir y resucitarse de nuevo con Cristo, participa en el Nuevo Éxodo y, al confrontarse con las enseñanzas de Jesús, está en la falda de un nuevo Sinaí.244 Pero el mismo pensamiento se encuentra en otros escritores neotestamentarios también. En efecto, Cristo es un nuevo y mejor Moisés. (Hebreos 3:16) Le da a su pueblo una nueva y mejor maná, porque él es el pan de vida (Juan 6:48-51); le conduce a un nuevo y más glorioso éxodo, y le provee un nuevo y mejor pacto. (Hebreos 12:18-24) Pero si hubiera dentro de la comunidad judía algunos que buscaban un nuevo Moisés, ¿cómo podría satisfacer sus expectaciones jamás? Es cierto que se sabía la ley como pocos, de tal forma que era imposible que le confundieran al respecto. Ciertamente, merecía que se le llamara “rabí”. Pero era liberal con respecto a la ley. No guardaba el Sábado muy estrictamente (Marcos 2:23-28; Mateo 12:1-14); no se preocupaba por la limpieza ceremonial (Marcos 7:1-15; Lucas 11:37-41); se llevaba con la peor clase de gente—¡cobradores de impuestos, prostitutas y otros pecadores! Y desde que Jeremías habló en el templo, nadie había dado a la religión oficial una pelada verbal como éste. (Mateo 23) De hecho, decía que toda la esperanza de la Comunidad Santa era delusoria. No tan sólo no podía, por medio de guardar la ley, precipitar el Reino de Dios, ni siquiera podía producir una justicia suficientemente grande para que el hombre pudiera entrar: “a menos que vuestra justicia sea mayor que la de los escribas y de los fariseos, jamás entraréis en el reino de los cielos.” (Mateo 5:20) En breve, ciertamente hablaba como un nuevo Moisés, ¡pero un nuevo Moisés venido para “abolir la ley”! (Mateo 5:17) ¡Qué osadía la de este hombre con sus repeticiones de “Moisés dijo en la ley, ... mas yo os digo”! De hecho, reducía la ley a tal grado que pareciera que toda la ley podía cumplirse amando a Dios y al prójimo. (Marcos 12:28-31) Ahora bien, los fariseos no objetaban únicamente porque Jesús hiciera esto, porque muchos de sus propios maestros habían hecho igual. Tampoco protestaban—como muchos han hecho después—que su enseñanza acerca de volver la otra mejilla, de ir la segunda milla, y de dejar el manto con aquél que quisiera quitarle la túnica. (Mateo 5:38-42) que fuera una cosa impráctica. Objetaban que en esta reorientación de la ley, hubiese hecho de los pormenores de ella no esenciales, y que los hubiera abolido virtualmente. Y esto lo concebían sólo como la destrucción de la ley. Por cierto, Cristo declaraba que no se proponía destruir la ley, sino cumplirla. (Mateo 5:17)245 Lejos de abolir sus demandas de justicia, las recalcaba. La justicia no es cuestión de guardar reglas, sino de una consagración total a la voluntad del Padre. Y la voluntad positiva del Padre puede resumirse en esa palabra difícil, “amor”. (Marcos 12:28-31; Romanos 13:8-10); Gálatas 5:14; Santiago 2:8) Por lo tanto, ya la justicia no es una obediencia externa sino una internamente motivada obediencia que “cumple” la ley. No, Cristo no destruyó lo que la ley simbolizaba. Pero en un sentido, los fariseos tenían mucha razón: las enseñanzas de Jesús representaban un rompimiento radical con la ley ceremonial del Judaísmo; el “yugo” de Cristo reemplazaba el “yugo” de la ley. 243 Sobre estos cinco discursos, véase B. W. Bacon, Studies in Matthew (New York: Henry Holt & Co., 1930), pp. xv-xvii; F. W. Green, The Gospel According to Matthew (The Clarendon Bible [Oxford> Clarendon Press, 1936], p. 5. La sugerencia de un “Pentateuco Cristiano” es tan antigua como la de Papías (segundo siglo A. D.) 244 Davies, op. cit., p. 146. Véase ibid., pp. 111-176 para una discusión cabal de este rasgo del pensamiento de Pablo. Véase ahora también idem, Torah in the Messianic Age and/or the Age to Come (Philadelphia: Society of Biblical Literature, 1952). 245 Algunos (por ejemplo, Bultmann, op. cit., p. 15) no creen que Mateo 5:17-19 sea auténtico. Sin embargo, en mi opinión, cualesquiera problemas surjan de los versículos 18-19 (puede ser que pertenezcan a otro contexto), no se presenta ninguno en el v. 17. Véase McNeile, op. cit., p. 58; W. C. Allen, The Gospel According to St. Matthew (International Critical Commentary [New York: Charles Scribner’s Sons, 1907], pp. 45-46.

127 (Mateo 11:29-30)246 Como Pablo correctamente vería, aquí no hay ley sino la abrogación de la ley y su reemplazo por la regencia de Cristo en el corazón del creyente. Dijo: “Haya en vosotros esta manera de pensar que hubo también en Cristo Jesús.” (Filipenses 2:5) Según Pablo, Cristo tomó el lugar de Moisés, y eso es la destrucción de la ley ritual. Y para el fariseo, el que destruye la ley no es “el profeta”, un nuevo Moisés, sino un falso maestro y un falso profeta merecedor de la muerte. 4. Mucho más serio todavía, Jesús iba más allá los límites de la blasfemia y afirmaba ser divino. Ahora bien, es cierto que Jesús en ningún lugar dijo que era Dios, ni formuló su afirmación de ser divino como un teólogo sistemático hubiera hecho. No obstante, nuestras fuentes evangélicas todas afirman que él se sentía en una relación de hijo con el Padre como ningún otro. Ciertamente, se dirigía a Dios como su Padre en una manera mucho más íntima que nosotros nos atreveríamos a hacer al usar el término. (Marcos 8:38; Mateo 10:32; 11:27; Lucas 10:22; 22:29) Él era el Hijo de Dios en un sentido que nadie más podría afirmar, y Dios era su Padre de una manera inasequible a los hombres. Era tan característico de él dirigirse a Dios como Su Padre que la palabra aramea Abba (Padre) empleada por él persistía en la liturgia de la iglesia de habla-griega. (Marcos 14:36; Romanos 8:15; Gálatas 4:6-7)247 De una nueva forma sutil su modo característico de dirigirse avala su afirmación de hablar con autoridad divina. Mientras los antiguos profetas habitualmente habían introducido sus oráculos con “Así dice el Señor,” esa forma de hablar se transforma en los labios de Jesús en “De cierto, de cierto yo os digo.” Aquí es como si Dios afirmara hablar directamente, en su propia persona.248 En cualquier caso, la iglesia neotestamentaria con voz unánime clamaba a Jesús como Cristo el Señor e Hijo de Dios. Aunque estos títulos puedan encontrar su origen en los del rey antiguotestamentario, es claro que la iglesia concebía a Jesús como más que un hombre. Él es el Hijo de Dios en quien el Poder de Dios se revela de forma única (muy a menudo en los Evangelios sinópticos). Fue comprobado ser el Hijo de Dios por el milagro de su resurrección (Romanos 1:3-4); más aun, es el Hijo preexistente que “se despojó a sí mismo” para asumir forma humana. (Filipenses 2:6-8) Él es la misma imagen de la sustancia de Dios, muy por encima de los ángeles, que se sienta a la diestra de la Majestad Divina. (Hebreos 1:1-4) Él es el Logos Cósmico que existe desde la eternidad con Dios. (Juan 1:1-3) Mas, él es Dios. (Juan 1:1; 20:28; Tito 2:13; 2 Pedro 1:1) Tal era la fe de la iglesia. Y aunque esto daba a la deidad de Jesús una expresión mucho más precisa que Jesús mismo jamás diera, y así ponía la base para la teología subsecuente de la Cristiandad ortodoxa, no podemos creer que fuera una invención de la iglesia. Al contrario, al creer la iglesia así sólo desarrollaba la afirmación de Jesús mismo de ser el rey Mesiánico.249 Pero para el Judaísmo esta era una afirmación intolerable. El Judaísmo correctamente había rechazado a esos hombres-divinos, reyes divinos, “Mesías vivientes” con los cuales el mundo antiguo se inundaba. ¡De hecho, un siglo y medio atrás los judíos habían luchado hasta la muerte para no hincarse ante uno de ellos (Antíoco Epífanes)! Es cierto que el Mesías que esperaban los El llamado de Jesús a tomar su “yugo” ha de ser comparado con el de ben Sirach y el “yugo” de la Sabiduría (Ecclus. 51:26); también “el yugo del Reino de los Cielos,” “el yugo de los mandamientos”, “el yugo de la ley,” en la Mishnah (por ejemplo, Berakoth 2, Pirke Aboth 3). 247 Véase E. D. Burton, The Epistle to the Galatians (International Critical Commentary [Edinburgh: T. & T. Clark, 1921], p. 224. 248 La expresión parece ser sin paralelo entre los rabíes; Véase Strack-Billerbeck, op. cit., I, 242-244. Respecto a los indicios de la afirmación de Jesús de la deidad, véase J. Bonsirven, Theologie du Nouveau Testament (Paris: Aubier, 1951), pp. 39-41. 249 Que Jesús fuera aclamado, aun antes de Pablo, Señor e Hijo de Dios está ampliamente reconocido. (por ejemplo, Bultmann, op. cit., pp. 120-132). Pero no puedo concordar con aquellos (Bultmann, Dibelius, etc) que encuentran el origen de estos títulos en el medio helénico. Ambos se desprenden de la terminología real (mesiánica) del Antiguo Testamento, y si Jesús afirmaba ser el Mesías, se le aplicarían naturalmente de parte de sus discípulos judíos. Véase Wm. Manson, op. cit., pp. 146-154. 246

128 judíos no se concebía como un mero humano. Ciertamente, el Hijo del Hombre tal como aparece en I Enoc, por ejemplo, se le concebía como un Ser celestial, preexistente con Dios desde antes de la creación del mundo, y por lo tanto, divino o semi-divino. También, en el Antiguo Testamento hay pasajes (por ejemplo, Salmos 2:7; 89:27) donde al rey israelita se le dirige como al “hijo” (adoptivo) de Dios, y estos pasajes tenían matices mesiánicos. El Mesías, tal como Isaías lo pinta (Isaías 9:6), claramente está dotado de cualidades divinas, y es más que un mortal ordinario. No obstante, pareciera que el Judaísmo, tal y como la fe del antiguo Israel, en un sentido mantenía un equilibrio entre el Dios que redimía y el Mesías redentor; nunca unió sistemáticamente a los dos en un DiosMesías. Tenemos poca o casi nada de evidencia de que el Judaísmo estuviera acostumbrado a hablar del Mesías como el Hijo de Dios.250 En cualquier caso, los judíos veían a Jesús únicamente como un hombre, no como alguna preexistente figura celestial, y que un mero hombre afirmara que era a la vez divino y el Mesías, sólo podía ser considerado por ellos una blasfemia. Para tal, sólo podían tener una respuesta: “Nosotros tenemos una ley, y según nuestra ley él debe morir, porque se hizo a sí mismo Hijo de Dios.” (Juan 19:7) ¿Y qué más necesitaban para probar que tenían razón que, afirmando ser Mesías e Hijo de Dios, en realidad sufrió y murió? ¡Eso lo demuestra ser el blasfemo que es! Porque si fuera Mesías y divino, como afirma ser, no habría permitido que esto sucediera; ¡se bajaría de la cruz! (Mateo 27:4143) De hecho, para un judío nada podía ser más absurdo que uno que afirmara ser el Hijo del Dios Viviente sufriera y muriera. En conclusión, pues, vemos que Cristo asumió y tomaba para sí los conceptos del mesiazgo. Pero los imbuía del concepto del sufrimiento. Y esto, si no otra cosa, aseguraba su rechazo. Verdaderamente, la cruz era “para los judíos tropezadero”. (1 Corintios 1:23) III Sin embargo, pese al hecho de que los judíos no lo aceptaran así, es claro que Jesús se afianzó sólidamente en lo que correctamente era una tradición mesiánica—específicamente la del Siervo Sufriente. De hecho, pareciera que él concienzudamente adoptaba el patrón del Siervo, e imbuía todos los demás patrones mesiánicos de él. l. He aquí, una de las cosas sorprendentemente nuevas que Jesús hizo. También, tal vez sea una de las razones más profundas por su rechazo. Porque el Judaísmo nunca había concebido al Siervo como una figura mesiánica. Como ya vimos, es cierto que la figura del Siervo, tal y como aparece en Isaías 40-66, no puede entenderse meramente como una figura mesiánica. Al contrario, era un concepto compuesto que significaba a veces el pueblo de Israel, a veces los elegidos de Israel, el verdadero Israel. Pero, también como ya vimos, era difícil eludir la conclusión de que el profeta en otras ocasiones veía al Siervo como un individuo: el redentor de su pueblo, el caudillo del verdadero Israel—por ende, una figura mesiánica, por lo menos en el sentido más amplio del término. Pero el Judaísmo no había entendido el término así. Aunque los judíos tenían un conocimiento pleno del hecho de que a menudo los justos tienen que sufrir y que el sufrimiento era eficaz, siempre interpretaban al Siervo como un tipo de los sufrimientos de la nación o de ciertos individuos justos dentro de ella. Hay poca evidencia convincente de que los judíos antes del tiempo Aunque el Judaísmo interpretaba tales pasajes como los Salmos 2:7; 89:27 mesiánicamente, usaba la palabra “hijo” figuradamente (como “es como un hijo mío”); véase Wm. Manson, op. cit., p. 149) y las ilustraciones de los Targúmenes allí. También, la literatura rabínica evita la apelación “Hijo de Dios” al hablar del Mesías (véase Strack-Billerbeck, op. cit., III, 15-21), pero tal vez en parte como una reacción contra el uso cristiano del término. Hay pasajes en los Apócrifos y la Pseudoepígrafa (por ejemplo, II [IV] Esdras 7:28; 13:32; I Enoc 1052) donde aparece la apelación, pero muchos piensan que estas sean glosas cristianas. En cualquier caso, no son muchas. 250

129 de Cristo tuvieran expectación alguna de un Mesías sufriente.251 Por rechazar al Siervo como un patrón mesiánico, también rechazaban a Aquél que lo cumplía. Desde luego, apenas es necesario señalar que hay paralelos llamativos entre la figura del Siervo y el Cristo a quien conocemos en los Evangelios. De hecho, tales paralelos se destacan en números tan grandes que sería imposible mencionarlos todos. Si el Siervo era “una raíz de tierra seca” (Isaías 53:2), “¿No es éste el hijo del carpintero?” (Mateo 13:55), y “¿De Nazaret puede haber algo bueno?” (Juan 1: 46). Si el Siervo (Isaías 42:6-7; 49:6) iba a traer luz a aquellos que estaban en tinieblas, aquí había uno que era llamado “la luz del mundo” (Juan 8:12), y que declaraba que sus seguidores habían de ser lo mismo. (Mateo 5:14) Si el Siervo desempeñaba su misión quietamente sin ostentación (Isaías 42:2), aquí había uno que repetidamente procuraba ocultar sus obras poderosas, uno que nunca hacía alarde de sí mismo, y que de mil maneras, por ejemplo y precepto, inculcaba la lección de la humildad. Si el Siervo (Isaías 42:3) era tierno para con “la caña cascada” y “la mecha que se está extinguiendo” de la fe, aquí había uno que era capaz de ver la chispa del bien en las personas más improbables, que siempre buscaba las ovejas perdidas, y que era increíblemente paciente con sus discípulos muy humanos que parecían no entenderlo nunca. Y, finalmente, aquí había uno que aprendía en la escuela de Dios y “no era rebelde” (Isaías 50:4-5), sino que dijo: “Padre ... no se haga mi voluntad ... sino la tuya” (Lucas 22:42); era uno que “entregó [su] espalda a los que [le] golpeaban ... que no escondió [su] cara de las afrentas ni de los esputos.” (Isaías 50:6); uno que permitió que le crucificasen “como un cordero, fue llevado al matadero” (Isaías 53:7) ¡Pero basta! La iglesia claramente concebía a su Señor como el gran Siervo Sufriente. Ella sólo podía agregar a la historia de su pasión el epílogo de la fe: “Por lo cual también Dios lo exaltó hasta lo sumo”. (Filipenses 2:9-11; véase Isaías 53:12) ¡Pero seguramente el entendimiento de la iglesia de su Señor no era ninguna coincidencia! ¡Al contrario! En mi opinión, es el hecho más seguro la crítica del Nuevo Testamento que Jesús entendía el paralelo entre su ministerio y el del Siervo y que se proponía que así fuera.252 La iglesia concebía a Jesús como el Siervo, porque así Jesús se concebía a sí mismo. No tan sólo leyó de Isaías 61 en la sinagoga de Nazaret (Lucas 4:17-21) y luego anunció que la profecía estaba siendo cumplida en él, sino que cuando Juan el Bautista envió sus discípulos para indagar si Jesús era efectivamente el Cristo (Mateo 11:2-6), contestó con palabras que eran virtualmente una paráfrasis de Isaías 61:1. Sus enseñanzas, particularmente el Sermón del Monte, exhiben paralelos a los pasajes del Siervo (especialmente Isaías 61) que son extraordinarios.253 La premonición de la muerte que embargaba su ministerio, la certeza de que tendría que sufrir (Marcos 10:45), que tenía “un bautismo con que ser bautizado” (Lucas 12:50)254 son indicios de ello. Sabía que su ministerio acabaría en muerte, porque sabía que era el Siervo. Pero, a la vez, tenía que haber tenido la confianza de que su muerte no sería el fin, porque para él, al igual que con el Siervo, más allá del sacrificio estaba la gloria. Las palabras

Claro está que hay quien argumente al contrario, pero, en mi opinión, la declaración es cierta. Para la declaración más clara del caso, con plena bibliografía y un argumento contra una noción pre-cristiana de un Mesías sufriente, véase el artículo de H. H. Rowley mencionado en las notas 234 y 239. 252 Este es un concepto principal de Bowman (op. cit.) con el cual estoy básicamente de acuerdo. Una postura similar ha sido sotenida por una larga lista de eruditos capaces, aunque no falta quién sostenga lo contrario. (véase Bultmann, op. cit., pp. 30-31; F. C. Grant, op. cit., pp. 63-64, 157, etc.) Para bibliografía adicional, véase Rowley, The Servant of the Lord, p. 55. Me parece seguro que la identificación de Jesús con el Siervo se había hecho en los días más tempranos de la iglesia. Es mucho más fácil atribuir tal discernimiento a Jesús mismo— que, cuando menos, tenía una de las mentes más creativas de la historia—que a sus primeros discípulos; éstos, en su mayoría, eran hombres humildes y muy ordinarios. 253 Para más detalles, véase Wm Manson, op. cit., p. 115ss. 254 De nuevo, este versículo no es una ex post facto creación de la iglesia. Véase la nota 238. 251

130 de la última oración que registra Juan debe reflejar esta confianza perfectamente: “Yo he acabado la obra que me has dado que hiciera. Ahora pues, Padre, glorifícame” (Juan 17:4-5) 2. De todos modos, es claro que Cristo llamaba los hombres al Reino del Siervo. Es un Reino de los mansos y los humildes en el cual el líder es él que esté dispuesto a ser “el último de todos y el siervo de todos” (Marcos 9:35), o, como Juan lo registra (Juan 13:14-17), él de tan poco orgullo que consienta a lavar los pies de sus colegas. ¿Quiénes son los llamados a ese Reino? Pues, todos las almas fatigadas y cargadas que estén dispuestas a llevar el yugo fácil del Siervo. (Mateo 11:28-30) El Reino da la bienvenida a todos los hombres humildes y bondadosos que “tienen hambre y sed” de él y que estén dispuestos a servirlo hasta lo último. (Mateo 5:3-12; Lucas 6:20-23) La riqueza no comprará la entrada al Reino; de hecho, la riqueza ha impedido la entrada a muchos. (Marcos 10:17-25) La rectitud externa no sirve como boleto de entrada; los escribas y los fariseos la poseían sobremanera, y es cierto que los criminales y las prostitutas entrarán al Reino antes que ellos. (Mateo 21:31) En último análisis, el Reino pertenece a aquellos que se han despojado de todo orgullo—sea de puesto, de sabiduría o de rectitud—y que han llegado a ser como niños (Marcos 10:14)—dispuestos a recibir. Cuando Pablo dijo “No muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles” son llamados a ese Reino (1 Corintios 1:26), ¡tenía mucha razón! Tampoco es el llamado a ese Reino un llamado al honor o a la victoria, según el mundo comprende esos términos, sino a la absoluta auto-negación. Una y otra vez oímos del tremendo precio de él. Al ser llamado, se tiene que dejar al padre y a la madre, al hogar y a la familia (Marcos 10:29; Mateo 19:29; Lucas 18:29), y al hacerlo, se puede estar seguro que será como su Señor, un peregrino sin tener dónde acostarse. (Mateo 8:20; Lucas 9:58) Uno será despreciado (Marcos 13:13; Mateo 10:22), más todavía, será perseguido. (Lucas 6:22; Mateo 5:10-11) Pero no habrá ninguna venganza—sólo el volver de la mejilla. (Mateo 5:39; véase Isaías 50:6) El que atiende el llamado del Reino no tiene otro destino salvo tomar su cruz para seguir al Siervo. (Mateo 10:38; Lucas 14:27; Marcos 8:34) Pero a los llamados, no se les da otra cosa sino la misión del Siervo: proclamar el evangelio del Reino a todas las naciones de la tierra. Por cierto, esta misión tiene que comenzar, así como la del Siervo (Isaías 49:6), con “las ovejas perdidas de la casa de Israel”. (Mateo 10:6; 15:24) Sin duda, esto explica porqué Jesús limitó su ministerio casi completamente a su propio pueblo, y porqué, cuando primero envió a sus discípulos a que predicasen, los envió con la misma misión. También, es interesante que fuera la costumbre de Pablo, al llegar a una nueva ciudad durante sus viajes, de comenzar su predicación en la sinagoga, a los judíos. (Hechos 13:13-50) Pero la misión no era únicamente a los judíos. Jesús ya había declarado que “muchos vendrán del oriente y del occidente y se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos, pero los hijos del reino serán echados a las tinieblas de afuera”. (Mateo 8:11-12) Jesús había previsto el tiempo cuando los invitados al banquete (es decir, los judíos justos), habiendo desdeñado la invitación y no habiendo suficientes pobres (es decir, otros judíos) en la ciudad para sentarse a la mesa, sus siervos “salieron por los caminos” (es decir, al mundo) para buscar otros huéspedes. (Mateo 22:1-10; Lucas 14:1524)255 De hecho, sus siervos son como el Siervo (Isaías 42:6; 49:6), una luz para el mundo. (Mateo 5:14) Si la iglesia recordaba las palabras finales de su Señor terrenal como un mandamiento a que predicasen el evangelio en todo el mundo (Mateo 28:19-20; Marcos 16:15; Lucas 24:47; Hechos 1:8), era que entendían perfectamente su intención: la de darles la tarea del Siervo.256 255 Como T.W. Manson (Major, Manson and Wright, op. cit., p. 422) señala, puede ser que a la parábola se le considere un midrash sobre Isaías 49:6 256 Desde luego, por las varias formas en las que la poseemos, es imposible determinar con exactitud cuáles fueran las palabras de la Gran Comisión. No ha faltado quién dudara de su autenticidad de plano. Pero, en mi opinión, el que Jesús haya dado a sus discípulos tal comisión es totalmente cierto, de no ser así difícilmente

131 3. Por lo tanto, Cristo cumplió la profecía del Siervo de Yahvé. Pablo da a esta verdad profunda su expresión clásica en Filipenses 2:5-11. A este gran pasaje se le puede llamar un comentario cristiano sobre Isaías 53. (véase Isaías 45:23)257 Pablo, al hacer este comentario, no tan sólo estaba de acuerdo con la mentalidad entera del Nuevo Testamento sino también con la intención de Jesús mismo. Cuando dijo que Jesús tomó para sí la forma de un Siervo, no tan sólo tenía razón, sino que se debe leerle muy literalmente. Porque ese era el patrón que Cristo adoptó concientemente. De hecho, Cristo cumplió la esperanza profética de Israel. Él anunció que en su persona todo lo que el Antiguo Testamento había presagiado y predicho se había realizado. Pero esta predicción y cumplimiento no son cosas mecánicas y externas como mucha gente suele pensar. No es como si Cristo se escondiese a diestra y siniestra en el Antiguo Testamento, de modo que se pueda encontrar “tipos” de él, según nuestro gusto, en los personajes e instituciones del Antiguo Testamento. Tampoco podemos leer en las palabras proféticas cumplimientos literales hechos por Jesús, detalle por detalle, en su vida y muerte, probando así positivamente que la Biblia es inspirada divinamente, y que él era lo que afirmaba ser. Hacer esto es ver toda la cuestión de profecía antiguotestamentaria y cumplimiento neotestamentario de una manera totalmente artificial. Es como si convirtiéramos el Antiguo Testamento en un libro que se escribió únicamente para predecir a Cristo, y a los profetas en poco menos que estenógrafos que escribiesen palabras cuyos significados no podían entender, pero sin embargo, que contaban incidentes en la vida de aquél que había de venir. Además viola todos los principios de la exégesis sana. Porque no se nos permite imponer significados sobre la Escritura, y no podemos ver a Jesús en todo el Antiguo Testamento arbitrariamente. La lealtad al sentido exacto de la Escritura prohíbe tal cosa. Ningún celo por exaltar a Cristo ni para defender la inspiración de la Biblia puede justificarlo. No obstante, el Antiguo Testamento, de la forma más auténtica, prevé a Cristo y apunta hacia él. Pero ese presagio es mucho más que una cuestión de aisladas predicciones detalladas; más bien, es algo orgánico para la misma fe de Israel. El Antiguo Testamento en sus partes está sostenido por un profundo sentido de la regencia de Dios sobre el pueblo del pacto. Ya que Israel creía que su Dios era el Señor de la historia que realizaba su propósito en la historia y llamaba a Israel a ser el siervo de ese propósito, ella no podía concebir ningún otro fin para la historia que el establecimiento victorioso del pueblo de Dios bajo esa regencia. La fe del Antiguo Testamento, por su misma naturaleza, apuntaba hacia delante y anunciaba el Reino de Dios venidero. Luego, aguardaba su cumplimiento. Ahora bien, ya observamos—aunque de ninguna manera es siempre el caso—una fuerte tendencia en el Antiguo Testamento de cristalizar la esperanza en torno al Reino venidero en la figura del Redentor enviado por Dios. Los profetas concebían a ese Redentor, y predecían su venida bajo una variedad de patrones—Mesías Davídico, Hijo del Hombre, Siervo Sufriente—pero todos eran facetas de la misma esperanza. Seguramente, el Dios cuyo Reino viene no dejará ese Reino sin líder, sino que ¡logrará su propósito por medio de su representante designado! Los patrones mesiánicos no son predicciones aisladas, sino expresiones de fe en el Dios Redentor, amoldadas por hubieran llegado a ser tan enérgicamente misioneros. Además, si Jesús se concebía a sí mismo como el Siervo, sigue la comisión misionera necesariamente—porque era parte de la tarea del Siervo. Véase a Rowley, The Biblical Doctrine of Election, pp. 143-144 para una evaluación espléndida y referencias bibliográficas. 257 Filipenses 2:6-11 tal vez es una adaptación de un primitivo himno cristiano. Bultmann (op. cit., pp. 27-28) argumenta que al pasaje no se le da ningún significado mesiánico y que esto es otra prueba de que Jesús nunca tenía conciencia mesiánica. Es verdad que el cuadro aquí no es del Rey Mesiánico usual. Pero si Jesús concebía su misión como el cumplimiento de la esperanza mesiánica según el patrón del Siervo, entonces el pasaje aclama a Jesús como el Mesías, porque lo aclama como el Siervo.

132 los modos de pensamiento y las experiencias del antiguo Israel. De todos estos patrones el más profundo, aunque los judíos no lo veían como tal, es el del Siervo. Y éste es mucho más que una mera predicción; es una comprensión del carácter del Dios de Israel y la naturaleza de su propósito redentor. Cuando se le concedía al profeta ver quien era su Dios, se le hacía entender que tal Dios establecería su Reino, no por medio de batallas, gloria y victoria nacional, sino por la devoción, la abnegación, el sacrificio vicario de su Siervo. Y esa esperanza, también, aguardaba su cumplimiento—la aparición del Redentor de forma visible. Aunque ningún judío habría soñado en expresarlo así, Israel aguardaba su encarnación. Entonces, la esperanza antiguotestamentaria de la redención era un producto de su comprensión del carácter del Dios de Israel. Se dio su cumplimiento, porque su comprensión era correcta, y porque Cristo era Cristo. Por un lado, Cristo (creemos que él mismo era la imagen exacta de Dios) comprendía bien la naturaleza de Dios el Padre y, porque así era, entendía que el Siervo era el final patrón más verdadero. Por otro lado, ya que Jesús era movido por una profunda vocación mesiánica, sabía que debía asumir para sí la forma del Siervo. A Israel se le había llamado a que realizara ese patrón, pero no lo pudo hacer como tampoco nosotros lo podemos hacer; ningún individuo en Israel lo pudo hacer tampoco. Sin embargo, Cristo tomó para sí el patrón del Siervo, lo amalgamó con otros patrones mesiánicos, y lo llevó a cabo hasta la muerte. Él cumplió la esperanza mesiánica de Israel al encarnarla en la forma del Siervo. Este cumplimiento era real, y de parte de Cristo, era muy intencional. Cristo tomó para sí el patrón del Siervo, cumplió la profecía en torno al Siervo, porque entendía que era su llamamiento mesiánico el hacerlo. El anhelado Príncipe Mesiánico debía venir como el Siervo Sufriente. La justicia que buscaba crear la ley tenía que ser cumplida por la obediencia sacrificial del Siervo. La gloria inefable del Hijo del Hombre y la de los victoriosos santos de Dios han de ser alcanzados por medio de la cruz del Siervo. Aquel verdadero y purificado Israel con el cual se hará un Nuevo Pacto—es justamente el pueblo del Siervo. Toda la esperanza de Israel, y todos los patrones que asumía, son uno, y están cumplidos en el Siervo. Que Jesús fuera o no el primero en combinar todos estos conceptos mesiánicos bajo la figura del Siervo es una cuestión debatida, aunque parece muy probable que lo era. Lo importante, sin embargo, es que lo hizo, y más aun, declaró que el Siervo había venido: “Hoy se ha cumplido esta Escritura en vuestros oídos.” (Lucas 4:21) He aquí, el Siervo Sufriente de Dios, el Mesías del Remanente. Como tal la iglesia lo aclamaba en palabras griegas que son virtualmente equivalentes: Salvador Crucificado, Señor de la Iglesia.258 Todas estas palabras están empreñadas de significado, y necesitamos investigarlas más todavía. Particularmente, debemos preguntar ¿qué clase de Reino es el que este Mesías vino para establecer?, y ¿quién es el Remanente a quien se le da?

258

Véase Bowman, op. cit., pp. viii, 81.

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CAPÍTULO OCHO ENTRE DOS MUNDOS: EL REINO Y LA IGLESIA EL NUEVO TESTAMENTO ANUNCIA CON UNA SOLA VOZ Y CON SEGURIDAD ABSOLUTA QUE TODA LA ESPERANZA DE ISRAEL ES UN HECHO ACTUALIZADO en Jesucristo. Hace esta aserción, porque creía que el Mesías prometido había llegado en él. En el capítulo anterior se tomó la postura de que el Nuevo Testamento así testifica, porque Jesús mismo creía así y así afirmaba; también se ha sostenido que si Jesús no era aceptado como Mesías por los judíos—y es obvio que así era—fue porque vino como un Mesías extraño y no como el tipo que esperaban. Rechazando los patrones mesiánicos populares, aceptó para sí un patrón que, aunque en la intención del antiguo profeta efectivamente era de carácter mesiánico, no había sido aceptado por lo judíos como tal: el del Siervo Sufriente de Yahvé. De forma consciente e intencional adoptó el patrón como el suyo, e, imbuyendo los otros patrones con él, anunciaba el cumplimiento de la esperanza profética de Israel en la forma de un Redentor que tenía que sufrir. Pero si Jesús de verdad sea el Mesías, eso nos presenta otra pregunta: ¿cuál es la naturaleza de su Reino? Es una pregunta que sigue inevitablemente. Aclamar a alguien como Mesías es anunciar en él la venida del Reino de Dios, porque era precisamente la tarea del Mesías el establecimiento del Reino. El Mesías no puede ser separado del Reino. Ciertamente, la fe del Antiguo Testamento tanto como la del Judaísmo hablaba frecuentemente del Reino triunfante sin mención del Mesías, pero nunca se pensaba en el Mesías aparte del Reino: cuando venga el Mesías, el Reino viene. Un Mesías que viniera sin establecer ningún Reino sería una verdadera anomalía. Por lo tanto, si Jesús es Mesías en sentido alguno, entonces ha venido para realizar la regencia victoriosa de Dios sobre su pueblo, cosa largamente esperada por la fe de Israel. Y el Nuevo Testamento declara que Jesús ha hecho justamente esto. Pero, ¿en qué sentido lo hizo? O para expresarlo de otra manera, ¿qué cosa es su Reino? ¿Quién lo hereda? ¿Cómo llega su victoria? Ahora nos toca abordar estas preguntas. No es cuestión fácil, y la respuesta no es obvia. I El mismo corazón del mensaje evangélico es la afirmación que el Reino de Dios de un sentido muy real se ha hecho presente, aquí y ahora. Ya hemos comentado sobre el cambio dramático del tiempo usado por el Nuevo Testamento al hablar del Reino. El tiempo futuro del Antiguo Testamento (“he aquí, vendrán días”, y por el estilo) ya se ha hecho un presente enfático: “El reino de Dios se ha acercado”. (Marcos 1:15) El acta final del drama ya ha comenzado, la era mesiánica ya amaneció; uno más grande que Salomón, más grande que Jonás (Lucas 11:31-32), más aun, más grande que el templo y la ley está aquí. (Mateo 12:6-8) El Siervo ya se hizo presente (Lucas 4:17-21), y sus obras pueden ser vistas por todos. (Mateo 11:2-6) Este es el día que todo el pasado anhelaba ver, pero no pudo. (Lucas 10:23-24) No se necesita estar buscando frenéticamente por las

134 señales de la venida inminente del Reino: ya está “entre vosotros”. (Lucas 17:21)259 En la persona y la obra de Jesús el Reino de Dios ha invadido al mundo. 1.La convicción de la veracidad de esto es ilustrada espléndidamente por la actitud de los escritores evangélicos—y, podemos creer, de Jesús mismo—hacia los milagros realizados por Jesús. Ahora bien, los milagros son un tema difícil para muchas personas. A menudo han llegado a ser un tropezadero para la fe y una fuente de escepticismo. Por cierto, muchos de ellos, a la luz de todo lo que se sabe acerca de las relaciones psicosomáticas, son muy creíbles, y aun el agnóstico más grande tiene poca dificultad en creerlos. Pero otros de los milagros rehuyen todo esfuerzo por racionalizarlos. No se pueden explicar en términos de la causalidad natural, tal y como nuestras mentes finitas la entienden, y tienen que aceptarse o rechazarse por lo que son. Muchos libros—la mayoría de ellos fútiles—se han escrito sobre el tema de los milagros, procurando probar o que se dieron exactamente así, o que no es posible que hayan tenido lugar jamás. De hecho, meternos en ese tema nos despistaría mucho. Es un tema que debe ser abordado con honestidad (porque no se nos ha dicho que hayamos de dejar atrás nuestro intelecto al entrar al Reino de Dios) y con humildad. Después de todo, ¿quién puede determinar lo que sea posible para Dios? Pero hay que aclarar aquí que, sea la que fuere la postura tomada en torno a los milagros, no se puede eludir el hecho de que eran una parte integral de la fe neotestamentaria en su Señor. El que los considere como algo superfluo dentro de las historias evangélicas, la expresión de las creencias de una era supersticiosa que necesitan ser depuradas para poder así llegar a Jesús tal y como realmente era, de hecho podrá recobrar a un Jesús aceptable para el intelecto racional—pero puede estar seguro que no será el Jesús de la fe del Nuevo Testamento. Tampoco se puede considerar los milagros, como muchos que los aceptan sin más tienden a hacer, como si fueran más o menos manifestaciones periféricas del poder de nuestro Señor, realizados para probar la autenticidad de lo que afirmaba ser. Por cierto, la iglesia primitiva encontraba tales pruebas en ellos (Hechos 2:22), pero Cristo mismo consistentemente se negaba a usar sus poderes para tal propósito. De hecho, dijo que cualquier persona cuyos oídos eran sordos a la Palabra evangélica de plano no creería tal prueba, ni siquiera la resucitación de los muertos delante de su propia vista. (Lucas 16:29-31) Para la fe neotestamentaria, los milagros hechos por Jesús no eran incidentales ni periféricos, sino integrales a su persona. Y eran entendidos escatológicamente.260 Es decir, eran ilustraciones del hecho de que en Cristo la nueva era aun en ese tiempo estaba invadiendo el presente: el poder del Reino de Dios estaba presente en ellos y forcejeaba con el poder maligno de esta era. Por lo menos, en el lenguaje de los Evangelios Sinópticos nunca se habla de los milagros como “señales y maravillas” (simeia kai terata), es decir, manifestaciones con auto-autenticidad del poder divino diseñadas para avalar las afirmaciones de Jesús ante el pueblo. De hecho, tales “señales” (es decir, maravillas) eran precisamente la clase de cosa que Jesús se negaba a hacer. (Marcos 8:11-121; Mateo 12:38-40) Los Mesías falsos eran los que hacían alarde de sus “señales y maravillas” (Marcos 13:22; La fuerza exacta de Lucas 17:21 se debate tanto que tal vez fuera más cauteloso no citarlo en este contexto. La lectura “entre vosotros” parece ser preferible sobre “en vosotros”, aunque argumentos casi igualmente fuertes pueden darse para cualquiera de las dos lecturas. (véase Major, Manson, and Wright, The Mission and Message of Jesus [New York: E. P. Dutton & Co., 1938], pp. 36-37, donde el Profesor Major prefiere “dentro,” y pp. 595ss. Donde el Profesor Manson argumenta fuertemente por “entre”) Pero ¿significa Jesús que el Reino ya está en medio de ellos (de tal modo que no hace falta anticipar su venida), o ¿significaba que vendría repentinamente? (sin señales) Se puede hacer un caso fuerte para cualquiera de las dos ideas, y la opinión de los eruditos está dividida. Aunque no puedo dar aquí mis razones, tentativamente he preferido la lectura de “en medio de”. 260 Para mayor discusión sobre el tema, véase a F. C. Grant, An Introduction to New Testament Thought (New York y Nashville: Abingdon-Cokesbury Press, 1950), pp.148-159, 200; J. W. Bowman, The Intention of Jesus (Philadelphia: The Westminster Press, 1946), capítulo 3. 259

135 Mateo 24:24), y si Jesús hubiera hecho igual, por lo menos desde ese punto de vista, habría desmentido su afirmación de ser el verdadero Mesías. Al contrario, sus milagros son “obras portentosas” (“poderes”, dunameis) del Reino de Dios, el cual advierte su presencia en ellos; son un sorbo de “los poderes de la era venidera”. (Hebreos 6:5) En ellos las garras del Adversario—que esclavizaban los hombres en la enfermedad, la locura, la muerte y el pecado—empiezan a abrirse. Cuando los fariseos acusaban a Jesús de sacar fuera a los demonios por el poder de Satanás, replicó que si eso fuera verdad, entonces la casa de Satanás estaba dividida y no permanecería; “Pero si por el dedo de Dios yo echo fuera los demonios, ciertamente ha llegado a vosotros el reino de Dios.” (Lucas 11:20; Mateo 12:28) En las obras portentosas de Jesús el poder de ese Reino ha invadido al mundo; Satanás ya encontró su igual (Lucas 10:18; Marcos 3:27); la final lucha cósmica ya ha comenzado. El Reino de Dios, pues, es un poder ya presente en el mundo. Es verdad que sus comienzos son pequeños, y puede parecer increíble que el ministerio humilde de este galileo oscuro pudiera ser el alba de la nueva era de Dios. ¡Sin embargo, así es! Lo que ha sido comenzado aquí seguramente se concluirá; nada lo puede detener. Y la conclusión es victoria. Una y otra vez este motivo aparece en las enseñanzas de Jesús. Puede que una pizca de levadura sea pequeña, pero una vez que se le ponga a trabajar, leudará una gran cantidad de masa. (Mateo 13:33) Una semilla de mostaza de hecho es una simiente pequeñísima, pero se siembra, llegará a ser uno de los árboles más grandes. (Mateo 13:3132) Si se siembra un campo, se ponen en moción fuerzas que inevitablemente producirán la cosecha un día. (Marcos 4:26-29) Y el Reino de Dios es justamente así. Es pequeño ahora, pero en estos pequeños comienzos se esconde su victoria.261 Y esa victoria alcanzará a toda la tierra, porque “toda potestad ... me ha sido dada” (Mateo 28:18). 2. Pero si el Reino de Dios en un sentido real ya entró al mundo, entonces los hombres son llamados al servicio de ese Reino. Porque el Reino no es un dominio vacío, equis cantidad de millas de territorio con fronteras geográficas—es, más bien, gente. O, para decirlo de otra manera, el Mesías nunca aparece como una figura solitaria, gobernando en una majestad solitaria sino siempre con cualidades colectivas. Él rige sobre su pueblo; él llama a personas a su regencia. Entonces, ya que Jesús es el Mesías, ¿dónde está el Remanente? Ya que Jesús es el Hijo del Hombre, ¿dónde están los santos de su reino glorioso? Ya que él es el nuevo Moisés que da una nueva ley, ¿dónde está el nuevo Israel que la reciba? Ya que él es el Siervo, “¿Quién entre vosotros teme a Jehová y escucha la voz de su siervo?” (Isaías 50:10) Cristo, pues, ha venido para llamar los hombres a su Reino. Su misión no era instruir a los hombres en una mejor y más espiritual ética, impartir a los hombres una comprensión más clara del carácter de Dios, atacar aquellos abusos que habían hecho de la ley judía la sofocación del espíritu religioso y sugerir así ciertas enmiendas para esa ley—en breve, señalar a los hombres el camino para ser hombres mejores. Todo esto, sí lo hacía y ¡con ganas! Pero lo hacía a la luz refulgente del Reino venidero. El suyo era un llamado de tremenda urgencia, un llamado a una decisión radical en pro de ese Reino. El Reino está justo allí, “a la mano”. Está en la puerta y llama (Lucas 12:36, Apocalipsis 3:20) ¿Quién abrirá y dejarlo entrar? ¿Quién dirá Sí a su venida? Una y otra vez en los Evangelios viene la urgencia radical de su llamado. Es una perla de gran precio; tú vendes todo lo que tienes El énfasis de estas parábolas no parece estar en la cantidad de tiempo involucrada, como si enseñaran que el Reino viene por un proceso de crecimiento, no sobre el contraste entre los comienzos pequeños y los grandes resultados. (véase A. H. McNeile, The Gospel According to St. Matthew [London: The Macmillan Co., 1915], pp. 198-199), aunque este rasgo bien puede estar presente, sino sobre el hecho de que se han puesto en moción fuerzas que inevitablemente se mueven hacia su fruición. Véans los comentarios: T. W. Manson en Major, Manson and Wright (op. cit., pp. 415, 596-597). C. H. Dodd, sin embargo, (The Parables of the Kingdom [London: Nisbet y Co.,1935], pp. 175-194), siguiendo su “escatología realizada,” argumenta que las parábolas hablan de una fruición presente, no futura. 261

136 con tal de conseguirla. (Mateo 13:45-46) Tú dejas al padre, a la madre, a la esposa y a la familia, como si los odiases, cuando se hace el llamado. (Lucas 14:26) El Reino trasciende todos los intereses de esta vida. (Mateo 6:33) Si fuera cuestión de escoger entre el sacar un ojo y entrar ciego al Reino o quedarse con dos ojos y ser excluido de él, sin vacilación tú te mutilarías con tal de poder entrar. (Marcos 9:47) No es un llamado con el cual se puede jugar—¡como el hombre que pone su mano en el arado y sigue mirando atrás! (Lucas 9:62) ¡No es un llamado al cual se le responde con un poco de mejora moral, una ráfaga de celo, unas cuantas resoluciones de Nuevo Año de vivir una mejor vida! Es un llamado a una total y radical obediencia, a una justicia totalmente imposible, a ser perfecto como lo es Dios (Mateo 5:48): en breve, es un llamado a la justicia del Reino de Dios el cual ningún hombre puede lograr, pero sí puede dar la respuesta de fe. Porque decir Sí al Reino y someterse a su regencia es la fe. (Marcos 1:15; véase Romanos 3:22) Y es la naturaleza de la fe clamar, “Señor, creo; ayuda mi incredulidad.” (Marcos 9:24) Este llamado a una decisión radical en pro del Reino Cristo lo extendió a los hombres. Y aquellos que lo atienden, ya entraron al Reino, es más, son el Reino. Más que ninguno de los profetas que lo precedieron, Cristo se dirigía a los corazones de hombres individuales. Porque el verdadero Israel—el verdadero pueblo del Reino—no son los israelitas de raza, ni aquellos que pertenecen a ese grupo elite en Israel que conocen y guardan una ley externa, sino aquellos hombres individuales, por humildes y débiles que sean, que han profesado de corazón y obra obediencia al llamado de Dios. ¡No es que esa obediencia, en el sentido de la realización de ciertos deberes, se haga la condición de entrada al Reino! Ningún escritor neotestamentario pudiera haber soñado con decir semejante cosa. Al contrario, que el que juzgue la autenticidad de la fe cristiana en términos de la hechura de deberes, de reglas guardadas o rotas, lea de nuevo a Pablo al declarar éste la bancarrota de todas las “obras” religiosas.” Las obras de la ley están muertas: no pueden producir la justicia, sino que sólo, cuando mucho, despertar nuestra conciencia al pecado. (Romanos 3:20) Volver a la ley es encadenarnos (Gálatas 5:1) y caer de la gracias de Cristo (Gálatas 5:4); porque la redención es puramente cuestión de la gracia de Dios en Cristo Jesús, recibida por la fe sola. (Romanos 3:22-26; 5:1-2) Tampoco, al decir estas cosas, se equivocaba Pablo respecto a las enseñanzas de Cristo. Porque Cristo mismo libremente daba la bienvenida al Reino a personas desagradables que no tenían ninguna justicia aparente, mientras declaraba que los doctores de la ley que tenían justicia en abundancia jamás podrían entrar. (Mateo 5:20; 21:31) La obediencia, pues, no es la condición de entrada al Reino de Dios. No obstante, en otro sentido, sí es la condición de entrada en que por ella se revela la disposición y el deseo de entrar. Es más, es el sello de aquél que ya entró. De hecho, podemos decir que atraviesan el Nuevo Testamento dos temas paralelos que superficialmente pudieran verse como contradictorios. Por un lado, oímos, particularmente en Pablo: ¡sólo por la gracia de Dios, recibida ésta por fe, sin relación a las obras de la ley! Por otro lado: ¡no sin las obras, porque el que no hace las obras de Cristo es un cristiano farsa y no es miembro de la Iglesia de Cristo! Esto último, desde luego, encuentra su mayor expresión en la Epístola de Santiago: el hombre es justificado precisamente por sus obras (2:24); la fe sin obras es muerta (2:14-18), porque las obras son los indicios de la fe. De hecho, como leemos en otra parte (1 Juan 4:20), el hombre que profesa su devoción a Dios y no hace tales buenas obras, es claramente mentiroso sin un ápice de verdad en él. No obstante, haríamos mal en exagerar este aparente contraste. Por mucho que Santiago pudiera haber diferido de Pablo en su teología, en este punto él y Pablo están de acuerdo: Pablo demandaba el buen comportamiento del cristiano no menos que Santiago.262 Ambos están acordes con los énfasis fundamentales del evangelio.

Sobre la relación de Santiago a Pablo, véase los comentarios: J. H. Ropes, The Episle of St. James (International Critical Commentary [Edinburgh: T. & T. Clark, 1916], pp. 28-39. Cualesquiera que hayan sido las limitaciones de 262

137 En todo caso, se insiste repetidamente en los Evangelios que los miembros del Reino de Cristo son aquellos que lo obedecen. Los de Cristo son aquellos que han alimentado a los hambrientos, han vestido a los desnudos, han mostrado misericordia al preso y al marginado—los que, en breve, han hecho las obras de Cristo. (Mateo 25:31-46) Los que no, tengan la profesión y credo que tuvieren, sencillamente no son de él. No importa que le digan: “Señor, Señor”, para así honrar su nombre en doctrina, himno y oración, si no lo obedecen. (Mateo 7:21-23) Pero, el que lo obedezca, sea quien fuere, es su hermano y pariente. (Marcos 3:35) 3. Es a la luz del llamado del Reino de Dios que la ética neotestamentaria ha de ser entendida. Es sumamente importante que nos demos cuenta de esto, y es conveniente que pausemos un momento para subrayarlo. Jesús no presentaba sus enseñanzas éticas como un programa en que él esperara que el orden secular de su día o el nuestro lo llevara a cabo. Al principio, puede que esto suene un poco sorprendente. Porque Cristo ciertamente quería que sus enseñanzas fuesen tomadas seriamente, y él ciertamente creía que las sociedades injustas de este mundo estaban bajo el juicio de Dios. Empero, queda el hecho de que no se proponía reformar la sociedad, sino hacer mucho más: él llamaba los hombres al Reino de Dios y a su justicia. Y sus enseñanzas éticas son la justicia de ese Reino. Como tales, desde luego, nos incumben a todos los siervos del Reino. Pero, del mismo modo, quedan más allá de aquellos que no reconocen su señorío. Por lo tanto, es un error garrafal pensar en el evangelio cristiano como un programa de reforma para que la sociedad, tal como es actualmente, lo cumpla. Este ha sido el error del cristianismo “liberal”.263 Claro está, debemos agradecer a los “liberales” por recordarnos—de lo que necesitábamos ser recordados—que las demandas de Cristo son precisamente éticos. También, es verdad que la predicación de la ética cristiana a lo largo de los años ha impactado la sociedad secular, y ha hecho que sea un mejor lugar donde vivir. De hecho, no nos gustaría pensar en lo que la sociedad sería sin la influencia de la moralidad cristiana. Pero presentar el evangelio cristiano meramente como un programa de justicia social es malentender fundamentalmente al Cristo de los Evangelio y traza un sendero de frustración y desilusión. Porque un mundo no-cristiano no pondrá por obra la ética de Cristo ni puede hacerlo por mucho que insistamos. En un mundo no-cristiano las enseñanzas de Jesús simplemente no son “prácticas”, como suele decirse a menudo. Para poder realizar la ética del Reino, primero es necesario que los hombres se sometan a la regencia de ese Reino. Pero el hecho de que la ética de Jesús sea la ética del Reino de Dios y por lo tanto no puede convertirse en un programa para los reinos de esta tierra, no puede usarse como pretexto para absolvernos de la carga de ella. Tal pretexto se da a menudo. Habrá el milenarista (y a menudo uno topa con tal) que, cuando confrontado con el hecho de que ciertas acciones o ciertos patrones sociales no están acordes con la enseñanza de Jesús, lo admite libremente, pero luego declara que puesto que la ética de Jesús es la ética del Reino, no se espera que se practiquen hasta que llegue el Reino milenario. Si esto tiene tinte de caricatura, sólo puede decirse que no es peor que el cristiano que tiene mucho celo por la propagación de la fe y que se consuela que, si esto se hiciera, la cuestión de la ética cristiana social se resolvería naturalmente; por su comportamiento demuestra que no considera la ética cristiana muy práctica. En cambio, no podemos escaparnos del dilema por tildar la ética de Jesús una “ética interina” como Schweitzer y otros han hecho.264 Éstos creen que las la teología de Santiago (¡no menciona la cruz!), no deben exagerarse las diferencias. Sobre todo, no podemos tildar la epístola de Santiago, juntamente con Lutero, “una epístola de paja”. 263 La evaluación de Bowman (op. cit., pp. 192-196) sobre este aspecto del cristianismo “liberal” es altamente recomendable. Sobre las enseñanzas de Jesús y su relación al Reino, véase T. W. Manson, The Teaching of Jesús (2ª edición; Cambridge University Press, 1935), especialmente, pp. 285ss. 264 Albert Schweitzer, cuyo nombre es conocido por todos, en su Geschichte del Leben-Jesu Forschung (2ª edición; Tübingen: J. C. B. Mohr, 1913; Traducción inglesa por W. Montgomery, The Quest of the Historical Jesús [London:

138 enseñanzas de Jesús seguramente eran demasiado exigentes para la vida humana normal, y por lo tanto, tienen que haber tenido la mira de proveer un patrón de conducta para los cristianos durante el interino breve que era esperado por la iglesia primitiva (¡y Jesús) antes del fin. Pero si eso fuera verdad, ¿qué autoridad tendrían sus enseñanzas para nosotros hoy, los que vivimos a gran distancia de ese interino esperado? La ética de Jesús es la ética del Reino; y Jesús esperaba que sus seguidores las tomasen en serio, no tan sólo en su generación sino en todas las generaciones. Porque en la teología del Nuevo Testamento el Reino de Dios no es tan sólo la meta de toda la historia y la recompensa de todos los creyentes, no tan sólo la norma por la cual se juzga toda conducta humana, sino que es un nuevo orden que irrumpe en el actual, y llama a los hombres a que sean su pueblo. Su llamado demanda una respuesta, y esa respuesta es la obediencia y la justicia aquí y ahora. Cristo tenía la intención de que sus seguidores vivieran cada día a la luz del Reino que está irrumpiendo en el mundo, que vivieran cada día como si mañana fuera el fin. Es un llamado al “vivir escatológico”, si se nos permite usar el término. En este sentido la ética del Nuevo Testamento es como las demandas éticas del Antiguo Pacto que se daban en los labios de los profetas: la ética es el medio por el cual los hombres demuestran que son el verdadero pueblo del Reino de Dios. En el Nuevo Pacto, tanto como en el Antiguo, si no hay obediencia, entonces ¡“vosotros no sois mi pueblo”! (Oseas 1:9) Justamente aquí es donde encontramos la relación del evangelio social al evangelio de la salvación individual, y es importante que lo veamos. No se debe separar las dos cosas, como suele hacerse tan a menudo, porque son dos aspectos de la misma cosa. De hecho, su relación es tan íntima como las dos caras de la misma moneda. Ya no podemos predicar, como suelen hacer “los liberales”, la ética de Jesús e ignorar su persona y su obra como si fuera una abultada carga teológica superflua. Por lo menos, si así hacemos, no predicamos al Jesús de la fe neotestamentaria. Tampoco podemos hacer, como nosotros los “conservadores” solemos hacer, mofarnos del “liberal” por no predicar un evangelio completo y luego, ya que predicamos la salvación por la fe, no ver la necesidad de confrontarnos a nosotros mismos y a nuestro pueblo con las demandas de la justicia del Reino. Esto, también, es no predicar al Cristo del Nuevo Testamento, sino a un Cristo incompleto. No tenemos dos evangelios, la social y la personal, que luchen entre sí para estar en el candelero. Poseemos un evangelio, el evangelio del Reino de Dios, y es ambas cosas. Simplemente, no tenemos más qué predicar. Podemos estar seguros que somos llamados a obedecerlo en todas nuestras relaciones dentro de la Iglesia de Cristo, y también más allá de la Iglesia dondequiera que encontremos a nuestro hermano. ¡No es ninguna consolación que Cristo nos haya dicho que tal como tratamos a nuestro hermano, así le hemos tratado a él! (Mateo 25:31-46) II Cristo, entonces, anunciaba que el Reino de Dios había irrumpido en el mundo, y llamaba hombres a ese Reino. El Nuevo Testamento afirma con una sola voz que los que han obedecido el llamado de Cristo son su verdadera Iglesia, y son herederos de todas las promesas dadas a Israel (Romanos 4:13-15; Gálatas 3:29; Tito 3:7; Santiago 2:5) A. & C. Black, 1910 (2ª edición 1922); reimpreso New York: The Macmillan Co., 1948] presenta una crítica devastadora del Jesús “liberal” que llegó a ser un punto de referencia para los estudios neotestamentarios. Pero, en su celo por recalcar el carácter escatológico del ministerio de Jesús, fue demasiado lejos—aun hasta el grado de argumentar que Jesús esperaba que el Reino viniera antes de que sus discípulos hubieran terminado su primera gira de predicación (Mateo 10:23); y que al desilusionarse en esto, subió a Jerusalén con la intención deliberada de precipitar el Reino por su propia muerte. Según esta teoría, ya que Jesús esperaba el Reino en cualquier momento, sus enseñanzas se dieron para gobernar la conducta de sus discípulos sólo durante el breve interino que quedaba. Hoy Schweitzer encontraría pocos seguidores de su postura radical

139 1. Ahora bien, no podemos apartarnos para discutir ampliamente la cuestión del sentido en que Jesús se proponía fundar una iglesia. No falta quien dude que jamás tuviera tal intención.265 Es verdad que la palabra “iglesia” se pone en los labios de Jesús raras veces (Mateo 16:18; 18:17), y aun así en pasajes sumamente difíciles.266 Pero creemos que más allá de toda duda, Jesús debe verse como el fundador de la Iglesia. Es cierto que no se proponía fundar una nueva religión, y ciertamente no estableció la organización de ninguna iglesia en particular—¡ni la de su propia denominación! Es correcto y justo juzgar nuestras instituciones eclesiásticas por las enseñanzas de Jesús y los apóstoles, y nada más. Pero un intento por probar que éstas, y éstas solamente, tuvieran sus orígenes y autenticaciones en ellas produce muy a menudo resultados sorprendentes tanto como cómicos—un bastante trágicos. Es muy dudoso que el Señor de la Iglesia aprobara tal procedimiento. En ese sentido de la palabra, Jesús no fundó iglesia alguna. Pero la Iglesia es mucho más que eso. Jesús no fundó ninguna organización eclesiástica, ni la más sencilla, pero como el Mesías vino para llamar fuera al Remanente. En ese verdadero Israel, obediente a su llamado, están las simientes de su Iglesia, su ekklesía (es decir, los llamados fuera). Por tanto, no hay necesidad de preguntar por los orígenes de la Iglesia como si se fundase en un día dado, digamos, cuando la confesión de Pedro (Mateo 16:16-17) o cuando el Pentecostés. (Hechos 2, véase 1:8) La Iglesia no fue fundada en una fecha determinada, y por lo tanto, no puede observar un aniversario formal. Ella comenzó en aquellos pocos en el derredor de Jesús que eran obedientes al llamado del Reino. Es más, comenzó en el Antiguo Pacto mismo y en el anhelo del Antiguo Testamento por el verdadero Israel del propósito de Dios.267 El Nuevo Testamento declara que en la Iglesia se cumple todo el anhelo por un Israel digno de heredar el Reino prometido—un anhelo resumido mejor en el concepto del Remanente. Ahora bien, Israel era sostenido por la confianza de que era el pueblo elegido de Dios. Ella creía que Dios había entrado en pacto con ella, y que se había propuesto establecerla bajo su regencia de paz en el punto decisivo de la historia. Pero tempranamente Israel había dado evidencia por su conducta que no era ningún verdadero pueblo obediente de Dios. Ella, por lo tanto, no podía heredar las promesas, sino que estaba bajo juicio—tal y como anunciaban repetidamente los profetas. De modo que recordamos que, por lo menos desde el siglo ocho A. de J. C. había una tendencia creciente de divorciar la idea del pueblo de Dios del pueblo físico de Israel. Empero, al mismo tiempo se mantenía la confianza de que emergería de la tragedia de la historia un núcleo justo de Israel que fuera el verdadero pueblo de Dios el cual heredaría el Reino prometido. Isaías dio a esta esperanza su expresión clásica cuando preveía un Remanente puro, depurado por fuego, sobre el cual regiría el Por ejemplo, A. von Harnack, The Misión and Expansion of Christianity (New York: G. P. Putnam’s Sons; 2a edición; London: Williams & Norgate, 1908), I, 407; última y aparentemente, R. Bultman: Teologie des Neuen Testaments (Tübingen: J. C. B. Mohr, 1948), I, 8 en donde se puede encontrar bibliografía adicional sobre la cuestión. M. Goguel (L’Eglise Primitive [Paris: Payot, 1947], p. 16) cita a A. Loisy (L-Evangile et L-Eglise, p. 152) en el sentido de que Jesús anunciaba el Reino de Dios, pero era la Iglesia que vino. Pareciera que se trata de un asunto de definición: ¿qué quiere decir “iglesia”? Podemos estar de acuerdo en que Jesús no se proponía fundar una religión nueva, ni tampoco deseaba la organización de ninguna de las iglesias que llegaron a existir, pero si, como Mesías, venía para llamar fuera al verdadero Israel, la idea de la Iglesia está inevitablemente presente. Véase la discusión excelente de R. N. Flew, Jesus and His Church (2ª edición; London: Epworth Press, 1943), pp. 17-88. 266 Estos dos versículos contienen las únicas veces en que la palabra “iglesia” se ve en los labios de Jesús, y ambos textos no son considerados como palabras propias de Jesús por muchos. No se puede discutir la cuestión crítica aquí. Parece razonable que Jesús empleara una palabra aramea (¿kenishta?), el evangelista seleccionó la palabra griega ekklesia (iglesia) por ser la traducción más inteligible para sus lectores. Véase McNeile, op. cit., pp. 241-242; M J. Lagrange, Evangile selon Saint Matthieu (3a edición; Paris: Librairie Lecoffrre, 1927), pp. 324-325; Flew, op. cit., pp. 89-98. 267 Véase Grant, op. cit., pp. 268-270 sobre esta cuestión. 265

140 Príncipe Mesiánico. Pero este anhelo por un Remanente se encuentra en todos los profetas aunque no se use la palabra. La visión de Jeremías del nuevo Israel con el cual Dios haría un Nuevo Pacto (Jeremías 31:31-34), la visión de Ezequiel de la nación resucitada (Ezequiel 37), y la descripción por Segundo Isaías del pueblo que obedecen al Siervo—todos son variaciones de la misma esperanza. De hecho, Israel heredará el Reino de Dios, pero tiene que ser un nuevo Israel espiritual. Pero, he aquí Uno, hemos argumentado, que adoptó concientemente el patrón del Siervo y lo cumplió, que llamó hombres a la compañía humilde del Siervo, y les dio la misión del Siervo de la proclamación del evangelio en el mundo. Aun éste llamó a doce apóstoles, como si fuera símbolo de las doce tribus de Israel. (Mateo 19:28)268 Es como si Jesús quisiera explicar por una parábola viva que en su persona, su obra, y su llamado a los hombres estaba poniendo los cimientos de un nuevo Israel, dándole su verdadero destino. Esa esperanza por el verdadero Israel del Remanente, que tan a menudo por puro orgullo humano se había identificado con este o aquel grupo fragmentario en Israel—fuese Joaquín y los deportados de 598 A. de J. C., fuese Zorobabel y la comunidad de restauración, o lo que fuera—por la cual la Comunidad Santa había luchado por realizar, ya estaba aquí. Aquí en Jesús y la comunidad de sus seguidores está el verdadero Israel. Y, vale la pena notarlo, según Jesús es una comunidad ya divorciada de los lineamientos nacionales. (Mateo 8:11; 21:43; Lucas 14:15-24). Está formada exactamente como Segundo Isaías la veía. En la obra de Pablo y otros esa intención llegó a realizarse de verdad.269 En todo caso, el Nuevo Testamento triunfalmente describe a la Iglesia como el Israel según el espíritu, el verdadero heredero de la esperanza de Israel. No podemos discutir de forma adecuada siquiera el uso que Pablo hace de esta noción.270 Israel no es tal simplemente porque puede ufanarse que es del linaje de Abraham (Romanos 9:6-8), ni es el hombre judío sólo porque haya sido circuncidado; el verdadero judío es aquél que se ha rendido a Dios en su corazón. (Romanos 2:2829) Israel es un árbol, algunas de sus ramas se han cortado por la incredulidad; y ahora nuevas ramas están injertadas. (Romanos 11:17-19) La Iglesia es el verdadero “Israel de Dios” (Gálatas 6:16), “un remanente, escogido por la gracia”. (Romanos 11:5) Todos los que son de Cristo son del linaje de Abraham y herederos de la promesa. (Gálatas 3:29)271 Pero si Pablo es enfático, sólo hace eco de los sentimientos de toda la iglesia neotestamentaria. La Iglesia es las verdaderas tribus de Israel. (Santiago 1:1) Es “un linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido” (es decir, el verdadero Israel) cuya misión es exhibir ante el mundo la gloria del Dios que lo llamó a ser su pueblo. (1 Pedro 2:9-10); compárese a Isaías J. Weiss (Das Urchristentum [Göttingen: Vandenhoeck & Rupprecht, 1917], pp. 33-34) y otros han argumentado que el número 12 representa el esfuerzo por la iglesia de esquematizar el número de los discípulos de Jesús para vaya acorde con las tribus de Israel. ( Lucas 22:30; Mateo 19:28) Yo creo que Jesús mismo escogió doce discípulos por la misma razón simbólica. (véase Bowman, op. cit., pp. 209ss.). K. Lake y H. J. Cadbury (The Acts of the Apostles [The Beginnings of Christianity, Pt. I, F. J. Foakes Jackson y K. Lake, editors (New York y London: The Macmillan Co., 1933, IV, 12) sugieren que los 120 discípulos de Hechos 1:15 representan 12 multiplicado por 10, siendo 10, según la Mishnah, el número necesario para formar una congregación. 269 Sobre la intención misionera de Jesús, véase p. 139. 270 Para una discusión completa, véase W. D. Davies, Paul and Rabbinic Judaism (London: S. P. C. K., 1948), capítulo 4; para una excelente pero breve resumen de la evidencia en general , véase Rowley, The Biblical Doctrine of Election, pp. 144ss.; Flew, op. cit., 100-104, 158, etc.; T. W. Manson, op. cit.,pp. 171-191. 271 Debe decirse que algunos (por ejemplo, W. D. Davies, The Epistle to the Galations [International Critical Commentary (Edinburgh: T. & T. Clark, 1921) ], pp. 155-159, 358, etc.) argumentan que estos términos (por ejemplo, “Israel de Dios” Gálatas 6:16) no aluden a la iglesia sino a los fieles, aunque todavía sin luz, en Israel. No podemos debatir la cuestión aquí, pero tengo que estar de acuerdo con la mayoría de los eruditos cuyas obras he consultado que Pablo creía que la iglesia era el Remanente. Además de las obras mencionadas anteriormente, especialmente James Moffett, Grace in the New Testament (London: Hodder & Stoughton, 1931), p. 117 para una discusión de la postura de Burton. 268

141 49:6) Es “un reino de sacerdotes” (Apocalipsis 1:6; 5:10): es decir, es “el reino de sacerdotes” y la “nación santa” (Éxodo 19:6) que fue llamado a ser. Es más, como el Israel en lenguaje de los profetas (por ejemplo, Oseas 1-3; Jeremías 3:1-5; Isaías 54:4-7), era la esposa de Dios, así la Iglesia es la novia de Cristo. (Efesios 5:22-23; Apocalipsis 21:2, 9-11) Y lo más grande aun, al igual que la figura antiguotestamentario del Siervo se amalgama con sus seguidores, tanto así que a veces nos cuesta determinar si se trata de un individuo o un grupo, así Cristo y su Iglesia llegan a ser un solo cuerpo colectivo: “Vosotros sois el cuerpo de Cristo.” dice Pablo. (1 Corintios 12:27) O, como lo expresara Juan, la Iglesia es las ramas de la vid que viene siendo Cristo. (Juan 15:5) O, de nuevo, como repetidamente Pablo lo expresa (Romanos 12:5; 1 Corintios 1:30; Colosenses 1:28), el cristiano está “en Cristo”: es decir, está relacionado orgánicamente a Cristo y a su hermano creyente en la comunidad del nuevo pueblo de Dios, el cuerpo cuya cabeza es Cristo.272 Pero ese lazo por el pacto no se había mantenido. De hecho, era el meollo del ataque profético contra Israel: Israel, por su conducta idolátrica y carencia de hermandad, claramente había quebrantado el pacto repetidas veces, y había demostrado que no era el verdadero pueblo del pacto. Simple y sencillamente no había nada en Israel que lo permitiera guardar el pacto. No obstante, los profetas no podían creer que Israel, por grande que fuera su fracaso, pudiera frustrar el propósito de Dios para su pueblo y su Reino. ¡Seguramente, de los escombros de Israel, Dios levantaría un Israel puro, un Remanente, para hacer con ellos un Nuevo Pacto! Esa confianza se expresa en el Antiguo Testamento de muchas maneras distintas. Está en la esperanza repetida del nuevo éxodo del desierto de la catástrofe; está en la figura del Siervo que ha de ser el representante del pacto (Isaías 42:6-7; 49:8-10; 55:3) y a cuyo pueblo se le promete un eterno pacto de paz. (Isaías 54:9-10) Pero encuentra su expresión máxima en aquellas grandes palabras de Jeremías (31:31-34): “He aquí, vienen días, dice Jehová, en que haré un nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá ... Pondré mi ley en su interior y la escribiré en su corazón. Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo ... Porque yo perdonaré su iniquidad y no me acordaré más de su pecado.” Es en un pequeño aposento alto que el Nuevo Testamento nos permite oír de nuevo las palabras de Jeremías. Pero ellas también han sufrido el cambio característico de tiempo del Nuevo Testamento. Ya no hay un futuro predictivo; en su lugar está el presente del indicativo: “Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre.” (1 Corintios 11:25; Lucas 22:20) Ahora bien, las palabras exactas originales del sacramento presentan un problema textual que no nos interesa aquí.273 Es verdad que en Marcos (14:24) y Mateo (26:28) la palabra “nueva” no figura en los mejores manuscritos. Pero, es innegable que la iglesia, aun desde los tiempos más tempranos274, veía aquí la inauguración del Nuevo Pacto. (Hebreos 8:6-13; 2 Corintios 3:4-6) Nos es imposible no creer que Jesús quería que 272 Véase, por ejemplo, a C. A. A. Scott, Christianity According to St. Paul (Cambridge University Press, 1927), pp. 151-158; J. Knox, Chapters in a Life of Paul (New York and Nashville: Abingdon-Cokesbury Press, 1950), pp. 111-159. 273 Tenemos las palabras de la institución de la Cena del Señor en la forma Paulina (1 Corintios 11:23-26) en la forma Marcana (Marcos 14:22-25) y la Lucana (Lucas 22:15-20). El relato en Mateo 26:26-29 concuerda con el de Marcos con pequeñas diferencias. Para ver los detalles, véase los comentarios; hay una discusión conveniente en Wm Manson, op. cit., pp. 185-201. Hay quienes declaran que las palabras “mi sangre del pacto” (Marcos 14:24) no son auténticas. (B. H. Branscomb, The Gospel of Mark [The Moffett New Testament Commentary (New York and London: Harper & Brothers, s. f. ) ], pp. 258-264) Nosotros sólo podemos estar de acuerdo con James Moffatt (The First Epistle of Paul to the Corinthians [idem, s. f.], p. 164, que cita a A. D. Nock cuando asevera que si estas palabras no son auténticas, pocas palabras registradas en la historia pueden afirmarse ser auténticas. 274 La palabra “nueva” está en la versión Paulina que tal vez sea la más primitiva de todas. Y el lenguaje de 1 Corintios 11:23 claramente indica que Pablo heredaba la tradición de fuentes aun más primitivas las cuales, dice Pablo, se remontan a Jesús mismo. Sobre la relación que guarda este relato con los demás, véase V. Taylor, Jesus and His Sacrifice (New York: The Macmillan Company, 1937), pp. 201-217.

142 sus acciones se entendieran así. Aquí en el Aposento Alto encontramos el Nuevo Pacto predicho por Jeremías, anunciado y actualizado por los demás profetas. Aquí entre los seguidores del Señor está el Nuevo Israel al cual se le ha dado una nueva ley de corazón. (Mateo 5:17-20)275 Aun más, aquí hay el nuevo Moisés que da la nueva ley y que hace el Nuevo Pacto; aquí está el Siervo que lo mediará en su sufrimiento. De modo que toda la mejor esperanza de Israel está recogida y realizada en esas palabras sacramentales. Ahora bien, creemos que la Última Cena era una comida del pacto. No nos podemos meter en los problemas difíciles que giran en torno a la hora y la naturaleza exactas de esa comida. 276 Pero sea su naturaleza la que fuere, parece claro que simbolizaba un compañerismo—de hecho el compañerismo del Reino—en el cual los doce discípulos se unían los unos a los otros y a su Señor. Al igual que el pacto en el Sinaí unía las doce tribus en torno al servicio del Dios en común, así esta comida del pacto. En ella Cristo hizo que sus discípulos se identificasen con él: el pueblo del Señor Dios de Israel se ha convertido en el Nuevo Pacto el pueblo del Siervo. También, aquí el número doce es significante; cuán importante era se hizo claro por la rapidez con la que se eligió a otro para tomar el lugar de Judas (Hechos 1:15-26), porque había que conservar el simbolismo del Nuevo Israel. Y si un pacto tiene que se sellado por un sacrificio, aquí el sacrificio es el mismo Siervo: “Esta copa es el Nuevo Pacto en mi sangre.” Era correcto y natural que la iglesia identificase a Jesús con el sacrificio pascual (1 Corintios 5:7) y aclamarlo como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. (Juan 1:29; Hebreos 12:24; 1 Pedro 1:19; 2:24; véase también Isaías 53:7, 10) La totalidad del sistema sacrificial del Antiguo Pacto ha sido cumplida y suplantada por su sacrificio. Pero, como Jeremías hablaba del Nuevo Pacto escrito en los corazones de los hombres, este pacto es exactamente eso. Como ya dijimos, su ley es del corazón. (Mateo 5:17-19) Al Nuevo Pacto se entra al ser crucificado con Cristo y al vivir Cristo en uno (Gálatas 2:20); se entra al bautizarse en su muerte y al resucitarse a novedad de vida (Romanos 6:1-11); se entra al llegar a ser una nueva creación en Cristo (2 Corintios 5:17); es necesario despojarse del viejo hombre, y ponerse el hombre nuevo (Colosenses 3:9-10); tambien, es necesario vivir como si naciesen de nuevo. (Juan 3:3) Sus miembros son aquellos que están “en Cristo” (2 Corintios 5:17; Romanos 16:3), que no dependen de ninguna ley externa sino que tienen la mente de Cristo (Filipenses 2:5): este es el pueblo del Nuevo Pacto. III El Nuevo Testamento, pues, habla del Reino de Dios como si fuera en realidad una cosa presente. También, declara que Cristo es el Mesías Prometido que ha venido para establecer su Reino entre los hombres; en él y en su Iglesia se cumple toda la esperanza de Israel respecto al verdadero Remanente y el Nuevo Pacto. La fe del Nuevo Testamento, pues, es una fe triunfante. Empero, era inevitable que con ese cambio de tiempo con el cual el Nuevo Testamento habla del La conexión entre la moralidad interna del Sermón del Monte y la ley interna del Nuevo Pacto anunciado por Jeremías ha sido señalada últimamente por Wm. Manson, op. cit., p. 124; Rowley, op. cit., p. 142. 276 Los Evangelio Sinópticos ubican la Última Cena en la tarde del primer día del pan sin levadura (Marcos 14:12; Mateo 26:17, 19; Lucas 22:7, 13) cuando el cordero pascual era sacrificado. Sin embargo, Juan la ubica el día anterior (Juan 13:1, 29; 18:28)—es decir, antes de comerse la Pascua. El problema es real, y poco se gana por una harmonización artificial. Por el momento, tengo que quedarme sin opinión. Los eruditos están muy divididos sobre la cuestión, y el lector puede encontrar sus argumentos en los comentarios: C. J. Wright en Major Manson y Wright, op. cit., pp. 866ss. Que la comida fuera la misma Pascua, la Qiddush o comida preparatoria, u otra clase de compañerismo religioso también ha ocasionado debate. Pero, sea lo correcto que sea, la sombra de la temporada pascual imbuía la Semana de la Pasión, y la iglesia tempranamente aclamaba al Cristo crucificado como el sacrificio pascual. 275

143 Reino de Dios se diera una tensión severa. Por un lado, ese Reino es una realidad presente y victoriosa; por otro lado, es una cosa del futuro y lejos de ser victoriosa. 1. De ninguna manera significa esto que se mermaba la confianza gozosa que sostenía a la iglesia primitiva. Al contrario, había toda seguridad de victoria. Si la Iglesia es el verdadero Israel, el pueblo del Reino de Dios, entonces es heredera de todas las promesas, y su victoria está bien segura. De hecho, el Nuevo Testamento hasta declaraba que la victoria ya había sido ganada. Cristo y sus obras portentosas habían señalado el irrumpimiento en el mundo del poder de la era venidera, del Reino de Dios. Este poder había forcejeado con el poder de Satanás, y éste había dado con su igual y había huído en derrota ignominiosa. Es cierto que parecía que la cruz era una derrota, porque allí a Cristo se le entregó a las garras de los poderes de este mundo, y fue “crucificado, muerto y sepultado”. ¡Pero no se engañe! La cruz no era una derrota para el poder de Dios, sino precisamente su victoria. El Nuevo Testamento afirma que en la Cruz y la Resurrección, a los poderes del Maligno se les ha dado un golpe decisivo. ¡Allí Satanás sufrió una derrota sin esperanza; se le rompió la espalda, está derrotado, está acabado! Puede ser que la lucha siga por unos años más, pero el resultado no se duda. La obra del Siervo ya se hizo; ¡la victoria ya se ganó! De modo que la Cruz para la fe del Nuevo Testamento es el mismo pivote de la historia. Es el punto de en medio desde el cual todos los eventos han de ser fechados. (Y es un instinto sano, aunque no es evidencia de la profunda fe cristiana, que dividamos toda la historia entre A. de J. C. y D. de J. C.277 Porque la Cruz es el principio de la nueva era y el fin de la antigua. Aquí Cristo puso su vida por el pecado, y rompió el poder del pecado. (Hebreos 2:14) Luego, resucitándose en el tercer día, demostró que aun ese “último enemigo” (la muerte) había sido conquistado. (1 Corintios 15:2022) De hecho, Pablo declaraba que en los eventos de la Semana de Pasión y la Resurrección toda la historia de la humanidad desde Adán había sido cambiada totalmente. (1 Corintios 15; Romanos 5:12-21) Al igual que Adán en su pecado impartió al mundo la heredad venenosa de rebelión contra Dios, y , por medio de ello, la sentencia de la muerte, así ahora ha venido el nuevo Adán, un Adán celestial (1 Corintios 15:45-49)—un Hijo del Hombre278—que trae la vida por ser obediente hasta la muerte. ¡Por ende encontramos la fe neotestamentaria en la victoria! Esa fe declara que el creyente puede participar aquí y ahora en esa victoria. De hecho, la nueva era ya amaneció, y la iglesia está viviendo en esa era. El milagro del Pentecostés es prueba de que ya comenzó los últimos tiempos, por el derramamiento del espíritu del que habla Joel ya tuvo lugar. (Hechos 2:16-21; Joel 2:28-32; 2 Corintios 1:22; Efesios 1:13-14) El cristiano ha sido liberado de la actual era maligna (Gálatas 1:4), ha “probado --- los poderes de la era venidera” (Hebreos 6:5), ha transferido su ciudadanía a la nueva era. (Filipenses 3:20) El creyente ha sido liberado del poder demoníaco del maligno (Colosenses 1:13) para entrar al Reino del Hijo. Su enemistad natural contra Dios le ha sido removida, porque ha sido reconciliado en Cristo a su Padre Celestial y Rey. (2 Corintios 5:19; Romanos 5:10-11) Ha sido adoptado como hijo en la familia de Dios (Gálatas 4:5-7), ha sido contado como justo por su fe. (Romanos 5:1-5) De hecho, al encontrarse cara a cara con su Cristo como el que contempla la gloria de Dios en un espejo, él mismo asume esa imagen. (2 Corintios

O. Cullmann, Christus und die Seit (Zürich: Evangelische Verlag, 1946), pp. 15ss. Véase la traducción inglesa por F. V. Filson, Christ and Time (Philadelphia: The Westminster Press, 1950.) 278 Respecto a la relación entre el concepto de Pablo del segundo u Hombre celestial y el del Hijo del Hombre, véase T. W. Manson, The Teaching of Jesus (2ª edición; Cambridge: The University Press, 1935), pp. 233-234; Wm. Manson, op. cit., pp. 216ss, 250ss. Tocante al pensamiento de Pablo en torno al primer y segundo Adán, véase Davies, op. cit., capítulo iii. 277

144 3:18) El hombre, hecho a imagen de Dios (Génesis 1:27), halla que esta imagen ha sido restaurada—es decir, al fin llega a ser aquello para lo cual fue creado—estar en el Reino de Cristo.279 En el servicio del victorioso y ya presente Reino de Dios a la iglesia se le da una gozosa tarea triunfante. La iglesia del Nuevo Testamento se veía a sí misma, como ya dijimos, como el pueblo de ese Reino, la “comunidad escatológica” que ya vivía en la era venidera. Entonces, había que ocuparse en aquellos últimos días entre la Resurrección y el esperado fin en la proclamación del Reino al mundo entero y en el llamar los hombres a su regencia. En las páginas del Nuevo Testamento hay un gran énfasis en la expansión. A lo largo del Antiguo Testamento el lector se percata de un énfasis cada vez más centrípeto. Comienza con el gran lienzo de la creación y cuenta de las relaciones de Dios con toda la raza humana (Génesis 1-11); luego, se reduce al pueblo de Israel al cual Dios llamó para ser los siervos especiales de su propósito; luego se reduce aun más en la búsqueda de un Remanente puro dentro de Israel que fuera el vehículo de la intención divina. En el centro del drama de la Biblia el énfasis se reduce a un solo hombre: el Mesías, el Cristo. Pero a partir de Cristo el énfasis se amplía más hacia fuera—primero al nuevo Israel el cual es su Iglesia, y luego, por medio de esa Iglesia, se extiende al mundo entero.280 A la Iglesia se le llama a que asuma el destino del verdadero Israel, o sea, el Israel como Siervo, y así llegar a ser el pueblo misionero del Reino de Dios. Y esa misión no es una esperanza desesperanzada destinada a la derrota, sino que es un llamado victorioso. De hecho, la victoria ya ha sido ganada en la “lucha final” de la cruz. La lucha cósmica continúa, por cierto, con una aparente furia sin tregua, pero esta lucha está en sus etapas finales, como una acción de retaguardia. No hay ninguna duda. El Reino de Dios se mueve hacia su inevitable triunfo: la rendición incondicional del Enemigo, la restauración de toda la creación bajo el dominio divino (Hechos 3:21), y la sumisión de todos los poderes del cielo y de la tierra al nombre de Cristo. (1 Corintios 15:24-28; Filipenses 2:10; Isaías 45:23) La Iglesia marcha en ese ejército victorioso del Reino. ¡No es que la iglesia primitiva jamás soñara con producir esa victoria, trayendo así el Reino! Esa es una delusión de grandeza moderna que la iglesia primitiva simplemente no habría comprendido. Más bien, a la Iglesia se le envió en calidad de testigo misionero de un Reino ya establecido, un testigo de lo que Cristo ya había hecho. (Hechos 1:8) Como el Siervo, en esa misión daría con toda clase de persecución, tendría muchos heridos. Pero no hay ni la más mínima sugestión de derrota—porque ésta es la Iglesia, y las mismas puertas del Infierno no prevalecerán contra ella. (Mateo 16:18) Tampoco marcha sola esta pequeña compañía, porque el Cristo invisible les acompaña a cada paso: “He aquí, yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo.” (Mateo 28:20) Para el llamado de esa fe victoriosa, la Iglesia podía tener una sola respuesta, y ésta triunfante: “Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Romanos 8:31; Isaías 50:7-9) 2. De modo que la confianza de la Iglesia en una victoria segura—de hecho una victoria ya lograda—del ya presente Reino de Dios. Pero también encontramos las semillas de una tensión extrema. Porque era igual y amargamente claro que el Reino no había venido, y la victoria no había sido ganada; desde la óptica humana, tampoco había forma de producir esa victoria. ¡He aquí, la paradoja! ¿Qué cosa es este Reino que ya vino, pero no, que ya es victorioso pero luce cualquier cosa menos victorioso? Desde la óptica humana, el Reino ciertamente no era victorioso. El poder del estado terrenal seguía con su control sin detenerse. La iglesia del Nuevo Testamento tuvo que vivir toda su vida en Sobre la noción bíblica de la Imagen de Dios y el uso de ella que hace el Nuevo Testamento, véase el excelente artículo de F. Horst, “Face to Face: the Biblical Doctrine of the Image of God”, Interpretation, IV-3 (1950), 259-270. 280 Cullmann, op. cit., pp 99.103 hace énfasis en este punto. Este libro es un relato muy importante de la postura bíblica de la historia. 279

145 las garras de la Roma Imperial. Y Roma no estaba en lo más mínimo sujeta al Reino de Dios, ni tenía la intención de estar así. Para estas alturas, Roma era un estado totalitario. Aunque al principio el gobierno romano no se inclinaba a ser intolerante de los cristianos, había en la religión estatal un factor que a la postre tendría que ocasionar conflicto.281 Éste comenzó cuando Augusto, para poder fomentar el patriotismo con el respaldo religioso, deificó al muerto Julio César y declaró que el “genio” aun de los emperadores vivientes debía ser adorado. Es verdad que Augusto mismo no afirmaba ser Dios, pero la línea entre el “genio” del emperador y el emperador era sólo un pelito. Sólo faltaba un loco tal como Nerón o Domiciano que tomara la afirmación en serio para que la orden se diera que se le adorase al emperador; eso sería la prueba del patriotismo de uno. Por ende se presentaba el dilema de todos los tiempos: lealtad a Cristo o al César. Entonces al creyente se le pondría ante el fuego; porque no podría adorar a ningún Rey sino Dios, y era claro que Roma no permitiría dos reyes. Como siempre pareciera ser, tendría que decidirse en sangre cuál de los dos fuera supremo. Simplemente, la iglesia no tenía forma de derrotar el poder de Roma y asegurarse así de la victoria prometida. Ella podía obedecer la Gran Comisión: podía predicar, podía testificar, podía hacer discípulos para el Reino. Ella aun podía afirmar su fe en ese Reino hasta la muerte. Pero, no lo podía producir. Aunque no hay indicio alguno de derrotismo o pasividad desesperante tocante a su misión dentro de la iglesia primitiva, debe subrayarase una y otra vez que en todo el Nuevo Testamento no hay ninguna palabra valiente en cuanto a ganar el mundo para Cristo o de hacer entrar su Reino—¡ni siquiera una sílaba! De hecho, la actitud de la iglesia neotestamentaria para con el estado y la sociedad fácilmente puede parecer extraordinaria. No hay ni atisbo de un ataque contra la tiranía de Roma, ningún indicio de un programa para ganar el estado para Cristo. Ciertamente es verdad que el evangelio de la Iglesia era un fermento en la sociedad romana que a la postre la abriría de par en par, pero nunca se predicaba el evangelio con esa intención sutil en mente. Tampoco hay ataques contra los abusos con los que la sociedad romana estaba atestada, abusos totalmente contrarios a la enseñanza de Jesús. Por ejemplo, Pablo da por sentado (Filemón) la institución de la esclavitud sin discusión, aunque el evangelio que predicaba no podía llevarse con tales cosas contra el hermano. Pablo aun amonestaba que se obedeciera al estado. (“los poderes que hay están dados por Dios” (Romanos 13:1-4) lo cual puede parecer, si se sigue lógicamente (¡y de hecho así ha sido!) un apego a las ideas de Erasto que a la postre vendería la iglesia al estado. Parecería que la iglesia primitiva no tenía ninguna esperanza de reformar al estado o que se le hiciera ajustarse al Reino de Dios. Sus consejos para sus seguidores se ven claramente, por ejemplo, en 1 Pedro, y pueden resumirse así: recuerden que son el pueblo santo de Dios y que se porten así (2:9-12); estén firmes, pero vivan de tal modo que no ocasionen ofensas de ser posible (2:13-15); desháganse de toda característica indigna (2:1-3) para que por su manera de vivir puedan ser refutaciones vivientes de las cargas de los que les acusan (2:12, 15; 3:16); entreguen el alma a Dios y aguarden su recompensa cuando Cristo venga. (1:7, 13)282 Entonces, el cuadro de la iglesia del Nuevo Testamento es el de una frágil iglesia débil, lejos de ser victoriosa. En su comienzo es un grupo de iletrados campesinos galileos que huyen como liebres de las autoridades judías. Al finalizarse la historia neotestamentaria, ha crecido en número y ha atraído para sí muchas personas de importancia; es más, ha cobrado un coraje férreo. Pero aún es El lector encontrará una reseña útil de las religiones del mundo grecorromano, incluyendo la religión oficial de Roma en S. V. McCasland, “New Testament Times I: The Greco-Roman World,” The Interpreter´s Bible (New York and Nashville: Abingdon-Cokesbury Press, 1951), VII, 88-94. 282 Tal vez la mayoría de los eruditos atribuyen 1 Pedro a una mano posterior a la del Apóstol (últimamente, F. W. Beare, The First Epistle of Peter [Oxford: Basil Blackwell, 1947] ), pero su autenticidad ha sido defendida muy capazmente por otros. Entre ellos están E. G. Selwyn (The First Epistle of St. Peter [London: The Macmillan Co., 1946] ). Para mí, no hay ninguna objeción convincente a una fecha durante el reinado de Nerón. 281

146 una pequeña minoría lastimosa, compuesta mayormente de personas de baja posición (1 Corintios 1:26-28), los marginados y los desechados del imperio. Esta era su paradoja: siendo la Iglesia de Cristo contra la cual las puertas del Infierno no prevalecerían (Mateo 16:18), pero sin poder prevalecer contra la Roma de César. Esta era su paradoja aun más profunda: siendo el verdadero Israel, el pueblo del ya existente Reino de Dios, y sin embargo una iglesia imperfecta con su cuota completa de hombres pecaminosos que habían sido liberados imperfectamente del poder de esta era. (1 Corintios) Expresándolo de otro modo, aunque el Nuevo Testamento nos enseña que el pueblo del Reino de Cristo es sus seguidores obedientes, o sea su Iglesia, nunca hay el más pequeño indicio de que la existente iglesia visible pueda ser o producir ese Reino. No hay ninguna tendencia en el Nuevo Testamento que identifique a la iglesia visible con el Reino de Dios. La iglesia que haga tal identificación pronto invitará a Dios a que acepte sus propias políticas y prácticas, identificará el pueblo de Dios con aquella gente buena que comparte sus creencias particulares y participa en sus cultos; además hará que el avance del Reino iguale su crecimiento numérico. ¡Pero no será la iglesia neotestamentaria! Tal identificación es una tremenda trampa, tal como los profetas desde Amós nos han dicho. Sólo engendra el engreimiento fatuo de la justicia con Dios por medio de la obediencia externa; también engendra la igualmente fatua expectación de la protección divina—¡pretendiendo ser su iglesia! La Iglesia ciertamente es el pueblo del Reino de Cristo, pero la iglesia visible no es ese Reino. Al contrario, le incumbe tener mucho cuidado, ¡no vaya a ser que por su conducta se convierta en agua tibia que Dios tendrá que vomitar de su boca! (Apocalipsis 3:16) Qué viva con el claro conocimiento de que ella, también, está bajo el juicio de Dios. (Romanos 2:5; 14:10; 1 Corintios 3:13; 4:5; 2 Corintios 5:10) ¡También ella, el nuevo Israel puro, tiene que ser purgada! La iglesia es como un campo de trigo en el cual han brotado la cizaña. (Mateo 13:24-30) El trigo y la cizaña crecen juntos en este campo, pero Dios (¡y solo Dios: vs. 28-29!) sabrá distinguir entre ellos. En virtud de estas cosas la iglesia neotestamentaria nunca podría ser una orgullosa iglesia conquistadora, tal como el mundo entiende esos términos. Ha de permanecer la Iglesia del Siervo Sufriente, una iglesia mártir. No le quedaba otro camino sino el de Cristo: beber de su copa (Marcos 10:38-39), tomar para sí su cruz. (Marcos 8:34) En los libros tardíos del Nuevo Testamento la vemos “preparando su mente” (1 Pedro 1:13) para su martirio. ¿Victoria? Bien podían esperar que, habiendo salido de la gran tribulación y habiendo “lavado y emblanquecido sus vestidos en la sangre del Cordero” (Apocalipsis 7:14), quedaran aprobados algún día ante el Trono Eterno. Empero, sobre la tierra no tendrían ninguna victoria salvo la del Siervo—más allá de la Cruz. 3. A la luz de lo que se ha dicho está claro que el Reino de Dios tiene que entenderse de manera doble: ya vino, y aun ahora está en el mundo; también aún ha de venir. La iglesia tiene que vivir con la tensión entre las dos, y siempre tendrá que vivir así, en calidad de “la comunidad escatológica”. Esta manera doble de hablar, empleada por el Nuevo Testamento, no es del todo extraña. En cierto modo lo podemos observar en el Antiguo Testamento tanto como en las enseñanzas de los rabíes judíos. Siempre se creía que la regencia de Dios era un hecho presente, ya que nunca se dudaba que Dios a todo tiempo estaba en control, juzgando la conducta de los hombres dentro del contexto de la historia, llamando así los hombres a su servicio. Por otro lado, esa regencia siempre se veía como una cosa futura que sería consumada en el evento escatológico al final de la historia.281 En

281 Véase P. Volz Die Eschatologie der jüdischen Gemeinde im neutestamentliche Zeitalter (Tübingen: J. C. B. Mohr, 1934), pp. 165-167. El mismo hecho de que los contemporáneos de Jesús hablasen del Reino bajo ambos aspectos es una advertencia fuerte contra la remoción de la historia evangélica del aspecto presente del Reino (por medio de una interpretación puramente escatológica de Jesús) o de su aspecto futuro (por medio de una

147 el Antiguo Testamento y en el Judaísmo, estos dos aspectos se mantienen en equilibrio; en Cristo los dos aspectos se unen: el futuro evento se hace presente, el Reino está presente aquí y ahora, uno puede entrar a él y conocer su victoria. Además, así declara el Nuevo Testamento, Cristo—por medio de su ministerio, su muerte y resurrección—ha asegurado el triunfo de ese Reino. El Reino victorioso ya no es una cosa que se espera pasivamente, sino una cosa dinámicamente activa. Pero es precisamente eso lo que introduce la nota de extrema tensión tan característica del Nuevo Testamento. Porque, aunque el ministerio de Cristo se entendía escatológicamente como el principío de una nueva era, esa esperanza escatológica no podía realizarse completamente en la carrera terrenal de Jesús.282 La victoria prometida, aunque no podía dudarse, claramente no se había cumplido. De modo que el Nuevo Testamento asume, como tiene que ser, una visión doble del Reino: ya vino (“el reino de Dios está a mano”); aun queda por venir (“Venga tu reino”). Entonces, si se pregunta si el Nuevo Testamento contemplaba el Reino como un hecho presente o una esperanza futura, la única respuesta es ambas cosas. Así que, aunque declaraba que el Reino estaba presente y victorioso, también miraba hacia delante con un anhelo cada vez mayor por el regreso del Señor. (Hechos 1:11; 1 Tesalonicenses 4:15-17; Tito 2:13) y por la victoria final. (1 Corintios 15:25; Filipenses 1:6; Hechos 3:21) No se dudaba de esa victoria, sino que se le esperaba ardiente e inminentemente. La iglesia primitiva creía vivir en los últimos días y el tiempo era corto. Como ya dijimos, se veía en calidad de “la comunidad escatológica”. Ahora bien, esta expectación ardiente de la iglesia infantil por el regreso del Señor no debe exagerarse, como si los cristianos primitivos pasaran su tiempo mirando fijamente a las nubes con una especulación morbosa.283 Al contrario, iban haciendo su trabajo con energía dinámica y gozo rebosante. Pareciera, sin embargo, que su gozo era sostenido por el pensamiento que la victoria se daría pronto. Pablo claramente tenía tales expectaciones. Cada día lo acercaba más (Romanos 13:11); vendría como un ladrón en la noche (1 Tesalonicenses 5:1-2); estaba tan cerca la hora que no valía la pena casarse. (1 Corintios 7:29) De hecho, parece seguro, basándonos en el lenguaje de Pablo (1 Corintios 15:51; 1 Tesalonicenses 4:17), que éste esperaba estar vivo para presenciar el día. Es probable que ciertas palabras en los labios de Jesús mismo (Marcos 9:1; 13:30; 14:62)284 contribuyeran a esta expectación de un fin inminente. En todo caso, la iglesia estaba convencida de que el tiempo era corto. (1 Pedro 1:5; 4:7; Hebreos 10:25; Apocalipsis 1:3; 22:6-7, 20)

escatología “realizada”). Véase los comentarios oportunos de F. V. Filson, The New Testament Against Its Environment (Chicago: Henry Regnery Co., 1950), pp. 66-67; también Cullmann, op. cit., p. 8, et passim. 282 Es la postura de la así llamada “escatología realizada” de C. H. Dodd The Parables of the Kingdom [New York: Chas. Scribner’s Sons, 1935] ) y otros que en la carrera terrenal de Cristo el Reino había venido, y los propósitos de Dios se habían realizado. Para una breve discusión de argumentos al contrario, véase F. C. Grant, The Gospel of the Kingdom (New York: The Macmillan Co., 1940), pp. 145-146; también los comentarios de Filson, op. cit. 283 Véase la cautela de R. H. Strachan, “The Gospel in the New Testament,” The Interpreter’s Bible (New York and Nashville: Abingdon-Cokesbury Press, 1951), VII, 6-7, que habla en contra de una exageración de este aspecto. Es verdad que “la idea de una fecha temprana para la venida de Cristo no domina el pensamiento de los apóstoles,” siempre y cuando esto signifique que no era el corazón de su evangelio. Empero, aunque probablemente sea verdad que la esperanza de la Parusía aumentaba proporcionalmente a la intensidad de la persecución, y por lo tanto no debe exagerarse, tampoco se le debe minimizar. Porque parece que la iglesia primitiva generalmente esperaba la pronta venida del Señor, y eso con gran entusiasmo. (1 y 2 Tesalonicenses) 284 Respecto a los problemas críticos tocantes a estos y otros pasajes de la misma clase, el lector debe consultar los comentarios. Pareciera, por lo menos, que los escritores del Nuevo Testamento pensaban que el Señor había enseñado la pronta consumación de todas las cosas, y sería durante la vida de las personas vivientes de ese día.

148 Dentro de esta expectación tensa del fin inminente la iglesia neotestamentaria vivía. Es cierto que el fin no llegaba tan pronto como algunos de los cristianos primitivos esperaban. De hecho, aún se demora. Mientras los años se convertían en décadas y las décadas en siglos, era inevitable que algo de la tensión se perdiera, si no desechada del todo. Pero la iglesia neotestamentaria nunca podía escaparse de ella. En sus libros tardíos, cuando ya el tiempo se alargaba más de lo esperado, aún oímos el grito ansioso de una iglesia que estaba a la merced de las fechorías del César: “¿Hasta cuándo, oh Señor?” (Apocalipsis 6:10) También oímos la respuesta susurrada: “¡Paciencia!”. (Santiago 5:7; Hebreos 10:36; 2 Pedro 3:4, 8) Esa esperanza sostenía a la iglesia cuando pasaba por el fuego. Era una iglesia débil, impotente ante César, sin poder hacer nada. Pero como la “comunidad escatológica” ella podía saber que lo que hacía no era cosa insignificante, sino que con cada acto de firmeza en la fe, con cada hecho semejante a los de Cristo, con cada acto de testimonio obediente, por pequeño que fuera, participaba a favor del Reino de Dios en la gran lucha cósmica. Hasta el fin subía su oración: “Maranata”—“Ven, Señor”. (1 Corintios 16:22) Por medio de esa oración anunciaba su fe que su labor no estaría de balde. 4. La iglesia del Nuevo Testamento, pues, tenía que vivir con una tensión entre su confianza que la victoria del Reino de Dios ya se había realizado en Cristo, y su expectación entusiasta de la victoria que ningún ojo humano podía ver todavía. Era una tensión severa que no podía ignorarse fácilmente. La iglesia no podía escaparse de esa tensión salvo por la pérdida total de esperanza para el futuro. Y eso la iglesia no podía hacer, porque eso hubiera significado la pérdida de su Dios y su Cristo; el deshacerse del elemento escatológico que había sido indígena a su evangelio—como también había sido indígena a la fe de Israel desde el principio. Si la iglesia lo hubiera hecho, se habría traicionado a sí misma y habría probado que no era ningún heredero verdadero de la esperanza de Israel. Tampoco podía la iglesia resolver la tensión por sus propios esfuerzos, porque no poseía ningún medio para ganar la victoria sobre el poder de Roma ni tenía medio alguno para producir el Reino de Dios sobre la tierra. Era una tensión que sólo podía resolverse escatológicamente, es decir, por la actividad divina. La iglesia tenía que aguardar esa actividad divina. Por lo tanto, es muy correcto que el canon del Nuevo Testamento se cerrara con un Apocalipsis, y el más grande de todos: la Revelación. Éste es un libro de proporciones tan magníficas que casi le deja a uno sin respiración. También es un libro que ha sido convertido en un verdadero campo recreativo en donde toda clase de disparatadas especulaciones se dan. Es obvio que aquí no podemos darnos el lujo de entrar en una discusión larga del libro, particularmente las varias interpretaciones milenarias que se le han dado.285 Aunque fuera posible, sería gratuito hacerlo. Baste decir que el Apocalipsis no es un libro de rompecabezas el cual, si sólo se pudiera hallar la clave, proporcionaría al curioso el programa exacto que los eventos futuros tienen que seguir. Que cuente del drama del fin es cierto; que lo haga en el lenguaje críptico de la Apocalíptica que necesita bastante descifre también es verdad. Pero intentar hallar en ella un programa exacto y aun una fecha exacta del fin del mundo es hacerle gran violencia. También, el hacer eso exhibe una curiosidad enfermisa que raya en la insolencia; porque cuando Cristo mismo estaba en la tierra, declaraba que ni él estaba enterado de tales cosas (Mateo 24:36), y aun más, no le competía al hombre saberlas. (Hechos 1:7) Pero, aunque el Apocalipsis no nos da un programa exacto de futuros eventos, es un llamado poderoso a todos los creyentes de todo tiempo a que permaneza fiel en la fe con una confianza plena de que el propósito de Dios se va a realizar. También es un recordatorio a los

Uno tiene que consultar los comentarios. El comentario crítico más exhaustivo es el de R. H. Charles, Revelation (International Critical Commentary [New York: Chas. Scriber’s Sons; and Edinburgh: T. & T. Clark, 1920, 2 Vols.] ), menos técnico, M. Kiddle, The Revelation of St. John (The Moffatt New Testament Commentary [London: Hodder & Stoughton, 1940] ). Hay una discusión valiosa en Rowley, The Relevance of Apocalyptic, pp. 117-128. 285

149 cristianos que no hay ninguna neutralidad en la lucha cósmica, que en todo lo que hace es necesario hacer opciones—en pro del Reino o en su contra. El Apocalipsis presenta un cuadro tal que sólo el lenguaje de la Apocalíptica puede sirvir. El habla sobria no hubiera sido adecuada. Por un lado están desplegados ese antiguo Satanás (20:2), sus ángeles, y su Anticristo,286 todos los poderes del Mal visibles e invisibles, sobre la tierra y más allá de ella. Los poderes malignos de la tierra parecen personificarse en la figura del indecible Nerón, el número 666 (13:18),287, la Bestia. Sin embargo, no se trata meramente de Nerón, Domiciano, Hitler, o Stalin. Más bien, es cualquiera de ellos, todos ellos, o ninguno de ellos. Es, más bien, todos los poderes terráqueos, quiénes sean o cómo sean, que obedezcan la voluntad del Adversario, los que se han hecho antidioses y anticristos. Es como si fuera el eterno Nerón—el Nerón revivido—que camina por la tierra en muchas encarnaciones. Es la suma total del mal, y lanza un último ataque demoníaco contra el Reino celestial: contra el Cordero, el Hijo del Hombre, y él que se sienta sobre el Trono. También, ventila su ira con una furia malévola contra los santos de Dios que viven sobre la tierra. Para ellos es hora de decisión: junto con la revelación de Cristo ha venido también, como es menester, la revelación del Anticristo, y se tiene que optar por el uno o el otro. Es una lucha terrible, una lucha imposible de describir con vocabulario común. Hay portentos en el cielo, tormento y tribulación sobre la tierra, mientras el mal se lanza contra el Reino de los santos. Pero el escritor nos hace clara una cosa: jamás hay duda respecto al desenlace. Ya se ganó la batalla en el calvario por él que, en su sacrificio, había tomado hombres de todas las naciones para convertirlos en el verdadero pueblo de Dios. (5:9-10); Éxodo 19:5-6) Mientras tanto, venga lo que venga, que haga el ocupante del trono de César—o del Kremlin—lo que hiciere, una cosa es segura: “Reina el Señor nuestro Dios Todopoderoso “. (19:6) Los poderes malignos simplemente no pueden ganar; ¡ya han sido derrotados! Puede ser que la lucha se arrecie, pero, por un lado, es sólo los últimos esfuerzos agónicos de la Bestia; por otro lado, es los dolores de parto de una Nueva Creación (Marcos 13:8: “Estos son principio de dolores”). La visión termina con la Nueva Creación (capítulos 21-22), y con ella, el canon del Nuevo Testamento. Es como si el veedor hubiese sido proyectado más allá del sufrimiento actual con todos los ayes y males del mundo, y se le permitiese contemplar ese no consumado evento final, la victoria del Reino de Dios. El poder del Mal Cósmico de hecho está alejado. El Diablo y su secuaces, la Bestia y todos los que le obedecían están consignados a las llamas. (20:7-10)288, y los libros de juicio están abiertos ante él que se sienta sobre el Gran Trono Blanco. Es entonces que esta cansada creación antigua es restaurada. Hay Nuevos Cielos y una nueva tierra (21:1-4; véase Isaías 65:17-19); la misma Ciudad de Dios, la nueva Jerusalén, ha bajado del cielo para ocupar su lugar entre los hombres. En ella hay gozo inefable; toda tristeza, todo dolor, todo mal han desaparecido. Es un gozo que reta todo vocabulario mortal; ¡ninguna joya o piedra preciosa es lo suficientemente brillante para describirlo, no hay ningún sol cuya luz no quede pálida ante su gloria! El gozo se El vocablo “Anticristo” no se usa en Apocalipsis para denotar el terrenal Archi-Enemigo de Cristo. De hecho, no aparece fuera de 1 y 2 Juan, en donde se usa tanto del archi-Enemigo como de los falsos maestros que lo obedecen (1 Juan 2:18). Pero “Anticristo” es sólo uno de varios nombres que expresan el mismo concepto: por ejemplo, la Bestia (así en Apocalipsis), “el hombre de iniquidad”. (2 Tesalonicenses 2:3) 287 El número 666 parece lograrse por el uso de las letras hebreas que se ocupan para escribir César Nerón (nrwn qsr), dándoles sus valores numéricos. (Los hebreos usaban las letras del alfabeto como números también) El total sería 666. Así, la figura de 666 una especie de Nerón revivido (véase Charles, op. cit., I, 366-367). La práctica de designar a personas con números en esta forma no era inusual. Una frase escrita sobre una pared en Pompeya que rezaba: “Yo amo a la muchacha cuyo número es 545.” Véase M. Burrows, What Mean These Stones? (New Haven: American Schools of Oriental Research, 1941), p. 270. 288 No podemos pausar aquí para tratar la cuestión del milenio. Haría falta todo un capítulo para eso solamente. Apocalipsis 20 es el único pasaje en la Biblia que habla de él, y sea su interpretación que fuere, provee una base muy endeble para las teorías complejas y exactas que se han fabricado sobre él. 286

150 agolpa sobre gozo en un poderoso crescendo de lenguaje hasta que el lenguaje ya no puede más, y surge un gran “Coro de Aleluya”: “¡y reinarán por los siglos de los siglos!” (22:5) Es el Reino de Dios, triunfante y eterno al final de la historia. Y la iglesia fijaba sus ojos anhelantes en esa Ciudad no-vista y el Reino, y su oración subía (Apocalipsis 22:20), “Amén, ¡ven Señor Jesús!” Así, la Biblia se cierra con un eco del tema que ha sido dominante en ella de principio a fin: el Reino de Dios venidero. Es imposible hablar de esto sin el sentimiento de que alguien está hablando de una cosa extraña, una cosa totalmente ajena a la mente moderna. No quiero decir, ni tampoco es sorprendente, que el simbolismo de la Apocalíptica nos sea extraño. Es la misma tensión escatológica de la iglesia del Nuevo Testamento la que es extraña. No la entendemos ni un poquito: esta iglesia sufriente, viviendo a la luz del Reino venidero, esperando la victoria de Dios. No somos esa clase de iglesia, ni tampoco deseamos serla. Hace tanto que nos alejamos de esa tensión, y tan completamente, que ya no nos acordamos de qué cosa sea. La victoria se ha demorado tanto que ya no creemos que venga, y nos contentamos en nutrirnos a nosotros mismo, a ver si sobrevivimos. O, en su defecto, nos hemos llenado de tanta confianza insolente de que la victoria estaba dentro de nuestras posibilidades—siempre y cuando lanzáramos suficientes programas enégicos para así ganarla—como si por programas esperáramos conquistar al mundo, y lograr la clase de mundo en que podamos llevar a cabo cómodamente esos programas. Pero de la tensión del Nuevo Testamento no sabemos nada. ¿Quién nos dirá que en este escapar de la tensión del Reino nos hemos engañado a nosotros mismos? Empero, ¿es esta sobrevivencia que se ha acomodado al orden secular, sin tensión, y sin un ápice de ese Otro Orden que siempre irrumpe menos que un auto-engaño? O, ¿es el Reino una cosa tan pequeña que la podamos crear por nosotros mismos, siempre que nos dediquemos a ello? No, no podemos despojarnos de la mente esta pavorosa inminencia y el reto radical del Reino, no podemos reducirlo a una figura del habla, o tal vez un sinónimo pálido de la suma total de la bondad humana; no podemos hacerlo y permanecer la Iglesia del Nuevo Testamento. Por la Iglesia del Nuevo Testamento es el pueblo del Reino de Dios. Y ese Reino aún “esta cerca”, invadiendo el orden terrenal. Podemos entrar a ese Reino, podemos acatar sus órdenes, podemos testificar de su poder, podemos orar por su victoria, podemos (¡Qué Dios nos ayude!) prepararnos a sufrir por él. Pero no podemos eludir su tensión. Porque es un Reino que ni podemos crear ni abandonar—y seguir siendo la Iglesia. Por lo tanto, nos compete encontrar, ahora en este tiempo, la tensión del Nuevo Testamento. Tal vez, si así hacemos, podamos ser aprobados como buenos y fieles siervos.

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CAPÍTULO NUEVE AUN HASTA EL FIN DE LA ERA HEMOS LLEGADO AL FINAL DE LO QUE NOS PROPUSIMOS HACER. EL CONCEPTO DEL PUEBLO DE DIOS Y LA EXPECTACIÓN CONCOMITANTE DEL REINO DE DIOS han sido trazados desde sus raíces en la fe Mosaica hasta la visión concluyente del Nuevo Testamento de “la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo de parte de Dios.” (Apocalipsis 21:2) Se ha procurado demostrar que esta idea, tan dinámica y tan creativa, es la nota unificadora de la Palabra bíblica. Cuan exitoso haya sido lo debe juzgar el lector. No podemos, sin embargo, permanecer con el tema más. Empero, no podemos dejarlo sin hacer algún esfuerzo para aclarar que la doctrina bíblica del Reino de Dios, el tema unificador de la Biblia, es aún la fuerza motivadora de la Iglesia viviente. La Iglesia neotestamentaria, como ya dijimos, ocupaba una posición peculiar entre la era actual moribunda y la nueva era que lucha por nacer. Estaba convencida de que la victoria sobre todos los poderes oscuros de la antigua era ya había sido realizada en Cristo, tanto así que se podía hablar del Reino como algo presente. Sin embargo, estaba dolorosamente conciente de que el Reino permanecía como cosa inconsumada del futuro; aun aguardaba su venida en poder. Dentro de esta tensión entre las dos cosas la iglesia neotestamentaria vivía y esperaba. Era una tensión entre ls victoria ganada y la victoria lejos de ser ganada, entre el Reino presente y el Reino invisible e irrealizado, entre el poder de Dios y el poder del César, entre la sufriente iglesia militante y la Iglesia triunfante. A esa tensión, a ese dilema nos avocamos ahora; porque en ella nosotros, también, hemos de permanecer—como la iglesia neotestamentaria. I Entendámoslo claramente: la iglesia, por muchas formas que tenga, no ha cambiado ni un poquito. Aún somos la iglesia neotestamentaria—¡o no somos ninguna iglesia! Claro está, para nosotros es cosa difícil, y en un sentido de la palabra, imposible. No podemos desarraigarnos de esta era para así caminar por los siglos y vivir en esa era; tampoco pueden nuestras iglesias, tan complejas y tan establecidas, volver a ser la sencilla comunidad de ese aposento alto o las catacumbas romanas. Eso sería un movimiento arcaizante, un intento futil de devolver las manos del reloj, separarnos de la realidad. Es más, somos seres modernos y pensamos como modernos; no podemos pensar como los antiguos. Tal vez sea demasiado que se nos pida que expresemos nuestra fe con exactamente los mismos términos que eran tan naturales y tan significantes para la iglesia primitiva. La iglesia primitiva, como ya dijimos, se veía a sí misma como la sucesora de Israel, el verdadero Remanente y el pueblo del Nuevo Pacto; entendía su misión como la del Siervo en la proclamación del Reino y la extensión del pacto al mundo; se veía a sí misma como el pueblo del Mesías que vivía en los últimos tiempos, una “comunidad escatológica.” Todos estos modos de expresión son más que extraños para nuestros oídos, tanto así que se nos dificulta entendernos en tales términos. Especialmente, y sobre todo, la tensión escatológica de la iglesia primitiva nos es extraña. Nos cuesta adentrarnos en ella. Ya que pasaron los siglos y el fin no es aun, cuando cada predicción milenaria del día y la hora ha sido desmentida ¿cómo podemos compartir la expectación tensa de la venida del Señor? ¿Cómo podemos vivir como si el fin fuera mañana?

152 El que descarte estas cosas o las minimice, no tiene comprensión alguna del problema. No podemos arcaizar a la Iglesia. Sin embargo, somos la iglesia neotestamentaria, y hemos de permanecer así. Somos la misma iglesia, y tenemos el mismo evangelio—el evangelio del Reino de Dios. Nuestra tarea no ha cambiado, y no ha perdido nada de su urgencia. Además, al realizarla, vivimos bajo la misma tensión—por mucho que intentemos olvidarla—porque nosotros, también, vivimos en ese tiempo final entre una victoria ganada en Cristo y una victoria lejos de ser ganada, entre un Reino que está presente y al cual podemos entrar y un Reino que no podemos ser ni crear. 1. A la predicación de la iglesia neotestamentaria se le dio una intensa urgencia por la convicción de que el tiempo era corto y que los últimos días habían llegado. Tal nota de urgencia nunca debe faltar en mensaje de la Iglesia, menos hoy, porque se desprende de un sentido de juicio inminente. Y la sensación de que el juicio está cerca oprime a los hombres hoy. Por lo menos abunda en el mundo, aun entre aquellos que no hablan el idioma de la fe, una premonición inquietante de perdición, y con ella un hambre y sed por la salvación que no se conoce completamente, empero clama casi frenéticamete por satisfacción. Al decir esto, debemos evitar el peligro de arcaizar a cada paso. Pocos hoy encuentran que sea posible vivir con esta tensa expectación del Señor que vuelve exactamente como lo hacía la iglesia primitiva. Haya sido la fe de la iglesia primitiva que haya sido, y cuán profundamente compartamos esa fe y anhelemos su cumplimiento, no tenemos ninguna seguridad, tal como ellos sentían, de que estemos, de hecho, viviendo en los últimos días. Es más, encontramos sumamente difícil pensar en los patrones escatológicos de la Biblia. Pareciera que hay poca preocupación entre nosotros por el juicio en el sentido estrictamente escatológico apocalípticos, y los libros estarán abiertos ante el Gran Trono Blanco. Tampoco hay mucho temor del infierno que tanto espantaba a nuestros ancestros y que les hacía huir de la ira venidera por medio del arrepentimiento angustioso. Pero no hemos podido escaparnos de la urgencia escatológica. Todavía hay entre nosotros un nuevo sentido de juicio inminente y un anhelo desesperante por una salvación de intensidad escatológica. Le da a nuestro mensaje un sabor neotestamentario. No siempre era así. Había un tiempo cuando el antiguo sentido escatológico nos parecía tan extraño, por no decir basto, que por poco nos deshacíamos de él totalmente. Es que involucraba ideas que creíamos indignas del hombre civilizado y del Dios del hombre civilizado, de modo que las extirpábamos de nuestra mente si no de nuestra teología. Eran los esqueletos de nuestro closet teológico que no deseábamos que nadie se enterara. El pecado, el juicio, la salvación—todas estas palabras las usábamos, pidiendo disculpas. Se le tenía al hombre como esencialmente bueno. Por cierto, tenía sus faltas, y si uno quisiera, podía llamarlas pecados; pero realmente tenían la naturaleza de una ignorancia disculpable, y les competía a la educación, la civilización y la instrucción ética la remoción de ellas. No había posibilidad del juicio, porque el futuro del hombre era de un progreso ilimitado; y el progreso y el juicio no tienen nada que ver el uno con el otro. El hombre no necesitaba de una salvación que no pudieran proveer el bienestar físico, la mejora moral, y la paz mental— y todos éstos eran posibles. Expresarlo así tal vez sea una caricatura, pero no dista mucho de la verdad. Creamos una religión carente de un sentido escatológico para la cual la tensión del Nuevo Testamento parecía, cuando más, una aberración lamentable que se debía ignorar en silencio. Desde luego, esa delusión nebulosa ya no existe. La piedra angular de la historia cayó encima de ella, y llegó a ser un herido moribundo. Se nos aclaró que habíamos sobreestimado al hombre y habíamos subestimado su dilema. Se hizo evidente que el hombre necesitaba alguna salvación que las comodidades de la civilización no podían proveer; porque aunque se ponía en sus manos todas las herramientas para crear un nuevo

153 cielo y una nueva tierra, procedió de inmediato para crear un nuevo infierno. Llegó a ser muy claro que su problema era grave. Mientras aclamábamos su bondad, gruñía como una fiera; y veíamos con nuestros propios ojos un mal no-erradicado en él, infinitamente merecedor del juicio que no creíamos que necesitara. El pecado—esa palabra anticuada, desdeñosa, y acusadora—cobró una nueva importancia. Aprendimos que nuestro problema no se trata de pecados: una lista de los errores más obvios que no comete el hombre bueno de todas maneras o de los cuales puede desistir por fuerza de voluntad. Se trata del pecado del hombre: el fracaso total colectivo en cuanto a la justicia, un fracaso que impide para siempre un mundo de la justicia y la paz, como si fuera algún Edén perdido custodiado por la espada ardiente de un querubín. Ciertamente es algo totalmente más allá de la reformación; es el dilema ineludible del hombre. Para ese pecado hay juicio; de eso estamos bien seguros ahora. La historia es un juicio, y en ella la civilización se juzga. El antiguo sentido profético del juicio de Dios en la historia ya no parece irrelevante en lo más mínimo o una exageración. A no ser que seamos ciegos, sabemos que la sociedad ha incumplido la ley de Dios y ha colocado la ganancia por encima de la rectitud; el hombre ha adorado una procesión lamentable de dioses falsos, vestidos éstos de botas militares, que han violado a la criatura hecha a la imagen divina, que ha sido vagamente religioso de una manera sentimental, empero no ha buscado sino su propio confort material—todo esto está bajo juicio. ¡Esa sociedad ahora tiene que dar razón a la historia si piensa tener el derecho de seguir existiendo! Este juicio guinda sobre nosotros; no sabemos salvarnos a nosotros mismos de él, por frenéticamente que intentemos. Es dentro de este contexto de desesperación que la Iglesia habla hoy. 2. Ella habla y proclama su evangelio. No hay duda en cuanto al contenido de ese evangelio: es el evangelio del Reino de Dios. Ese es el mensaje de la salvación que la iglesia primitiva predicaba con la urgencia de los últimos tiempos. Los poderes demoníacos de las tinieblas y sus secuaces terrenales han esclavizado al mundo. Pero, ¡buenas noticias! ¡El Reino de Dios está cerca! ¡El poder de la nueva era ya irrumpió, ya forcejeó con el poder maligno, lo derrotó en la Cruz, y ahora se desplaza hacia su triunfo final! ¡Que se les llame a los hombres a que vivan en esa nueva era! ¡Qué renuncien sus antiguas lealtades y encuentren la vida como ciudadanos del Reino del Hijo de Dios! Claro, ese es lenguaje del Nuevo Testamento, no el nuestro, y puede ser que no lo expresemos exactamente así. Pero no podemos tener otro evangelio. Nosotros, también, hemos de proclamar la regencia de Dios, hemos de llamar hombres a que se sometan a él por la fe, hemos de anunciar que en el Reino de Dios es posible la salvación que hace tanto buscamos. Ahora bien, la predicación del Reino de Dios no caerá sobre los oídos del hombre moderno como una cosa totalmente extraña. Más bien, hace eco de su anhelo más profundo, aunque no se dé cuenta de ello. Claro está, no se da cuenta que desea ese Reino, porque la misma palabra es para él un cántico teológico que le es incomprensible, aunque la haya oído alguna vez. No obstante, justo es por el Reino que anhela; aun millares que jamás cruzaron el umbral de una iglesia lo buscan sin saber porqué. Porque la esperanza de él está grabada en la misma necesidad de la naturaleza del hombre, y no puede escaparse de ella más de lo que puede escaparse de sí mismo. De hecho, hay una coincidencia extraordinaria entre la visión del Reino de Dios tal como los profetas lo veían y esa meta que los hombres más profundamente desean hoy. Si el profeta hablaba de la conversión de espadas en rejas de arado y un fin absoluto de la violencia y la guerra (Miqueas 4:3; Isaías 2:4; 11:9), esa misma cosa es aún el objeto de nuestro anhelo más desesperado. Si el profeta preveía un desierto que “se alegrara o floreciera como una rosa” (Isaías 35:1), o sea, un tiempo de bonanza jamás soñado (Amós

154 9:13-15), nosotros también podríamos desear un fin para la oprimente pobreza y una libertad de la necesidad. Si el profeta declaraba que en aquel día los hombres “se sentarían debajo de su vid y debajo de su higuera --- y no habría quién los amedrentara” (Miqueas 4:4), eso sólo hace eco de nuestro deseo más frenético porque estemos libres del espectro del temor que camina en las noches de nuestro espíritu. Cuando el profeta habla de ese reino justo del Príncipe Mesías (Isaías 9:7; 11:2-5), nosotros, los que nos hemos cansado de los hombres increíblemente pequeños que gobiernan sin concepto alguno de la rectitud, sólo deseamos presenciar su venida. En verdad, el deseo de la humanidad es un deseo por Reino de Dios sin que se dé cuenta. Por mucho que nos afanamos por la abundancia material, es claro que deseamos más que eso; deseamos un orden mundial moral. Un orden mundial moral debe ser la finalidad de la historia--¡o bien puede ser el fin de la historia! Aun para esta delicada generación, en general un tanto quisquillosa acerca de cosas de la fe, encuentra esta meta sumamente pertinente. De hecho, estamos anhelando el Reino de Dios, estamos mirando por las ventanillas del Reino de Dios, pero no sabemos entrar. No sabemos entrar, porque somos idólatras. Pidiendo prestado el lenguaje neotestamentario, el mundo está en las garras de poderes demoníacos que impiden paso a la salvación. Es el error principal del hombre moderno que desee un orden mundial moral y dependa de dioses falsos para que se lo den. Y tales dioses falsos no pueden hacer tal cosa. Al contrario, este es un tiempo cuando los dioses falsos han anunciado abundantemente su bancarrota. El mismo vocablo “ídolo”, desde luego, es anticuado, y puede parecerle poco relevante a una generación que jamás hizo un ídolo ni lo ha visto fuera del museo. La antigua polémica profética contra el paganismo le parece, por tanto, cuestión de arqueólogos. ¡No es así! Dioses falsos—como el Baal de antaño—parecen gozar del poder de la resurrección, y muchos dioses falsos, muertos por siglos, caminan sobre la tierra cubiertos de moho del sepulcro, encontrando para sí adoradores. Porque todo aquello que el hombre desee para su bienestar final, su salvación, y del cual deriva sus normas de conducta—ése es su dios. ¡Y no faltan! Pero los dioses-ídolos, prometan lo que prometan, simple y sencillamente no pueden producir un orden mundial moral. Por ejemplo, había el ídolo del progreso material, y su culto prosperaba. Y tenía matices definitivamente mesiánicos: pensábamos salvarnos por la buena atención médica, televisores e inodoros interiores. Pero debiera haber sido obvio que cualquier bendición que este “mesías” nos pudiera dar (y sólo un tonto niega que sean muchos), no podría crear un orden mundial moral. Porque herramientas materiales, sean cuchillos de cocina o bombas atómicas, no tienen moralidad. Sólo pueden asumir la rudimentaria moralidad de sus usuarios que necesitan desesperadamente una ley moral que les controle. El dios falso del estado y la ideología del partido es peor. Seguramente estos siniestros dios-hombres, cuyo evangelio es propaganda y cuya salvación es una celda de esclavo, no pueden producir ningún orden mundial moral—por la sencilla razón de que es su costumbre escupir sobre la moralidad. Tampoco podemos esperar que alguna superorganización de naciones, algún gobierno mundial, llámese como se llame, podrá en sí mismo liberarnos. Por buenas intenciones que tengan tales esquemas, y por mucho que oremos sinceramente por su éxito, sentimos que son salvadores muy anémicos. Si no se le apoyan, pronto se caen. No pueden crear un orden mundial moral; cuando más, sólo pueden esforzarse por hacer que se cumpla la moralidad relativa de sus constituyentes. Hay muchos dioses, y todos tienen los mismos pies de barro. A un mundo engañado desde hace mucho por mesías falsos y esclavizado por lealtades falsas, la iglesia proclama su antiguo mensaje de salvación. Finca su esperanza sólidamente sobre la esperanza bíblica, porque sabe que no hay otro lugar para colocarla;

155 anuncia el Reino de Dios como la meta de la historia y la única esperanza para la redención del hombre. Afirma que nunca puede haber un orden mundial moral hasta que los hombres renuncien su lealtad a poderes menores y dioses falsos y someterse así a una universal ley justa y moral. Porque a no ser que los hombres encuentren alguna comunidad redentora capaz de resolver el cisma de la sociedad y unir la cultura Occidental y la Oriental—y todas las razas y clases en ellas—bajo su regencia justa, un mundo de paz y justicia deberá permanecer para siempre sólo un sueño. La Iglesia afirma que hay una sola comunidad redentora, y no es ni los Estados Unidos ni ninguna otra nación, ni gobierno de naciones, sino la comunidad todo-abarcadora del Reino de Dios. Ese es la esperanza de la historia. La Iglesia apunta hacia ese Reino y llama a los hombres a que por la fe se sometan a su regencia benévola como sus ciudadanos. Entonces, y sólo entonces, es posible la justicia. Pero no tan sólo eso. La Iglesia no anuncia al Reino de Dios como meramente una posibilidad, o como una cosa deseada; ella lo anuncia como un hecho, actualizado en Jesucristo, trabajando ya en el mundo, edificándose en los corazones de los hombres. ¡Y es un Reino victorioso! Toda la historia se desplaza hacia él; todo el futuro le pertenece: ¡es un Reino que viene! Es en calidad de emisario de ese Reino que la Iglesia se atreve a hablar. 3. Pero mientras más seriamente la Iglesia tome su tarea, más profundamente siente la tensión completamente neotestamentaria. Se teme que sea una tensión que ella no ha comprendido completamente y de la que no quiere saber; sin embargo, es inherente a la misma naturaleza de su evangelio, y ella no puede escaparse de ella. La tensión estriba en estar entre su enajenación de la era actual y su encarcelamiento por ella, entre una victoria declarada y una victoria que la iglesia encuentra imposible producir. Por un lado, ella afirma que en Cristo el poder del pecado y la muerte ha sido roto; ella declara que el Reino es un hecho presente, dinámicamente activo en el mundo y moviéndose irremisiblemente hacia su triunfo final. Además, ella labora tal y como se le manda hacer para lograr esa victoria, predicando su evangelio con una urgencia desesperada ante los fuegos del juicio de la historia como la única esperanza de salvación, y urgiéndoles a los hombres a que lo acepten y que se sometan al yugo del Reino de Cristo. Por otro lado, por mucho que proclame el triunfo de ese Reino, ella encuentra pocas señales de su presencia inminente y su victoria venidera; y ella, pese a sus esfuerzos estupendos, no puede hacer que esa victoria llegue. Decir que ella es incapaz de hacerlo no es una palabra alentadora: sabe a la futilidad y la negación del llamamiento misionero de la iglesia. Porque ciertamente Cristo mandó a sus discípulos a que predicasen el evangelio a todo el mundo, y él esperaba que tomasen en serio esa comisión. Tampoco la veía como una ventura fútil. Entonces, pues, ¿no le compete a la Iglesia laborar energéticamente ganando a los hombres para Cristo para que por medio de sus esfuerzos la promesa que ante él “toda rodilla se doblará” encuentre cumplimiento y que venga su Reino? Había un tiempo, tal vez, cuando eso nos parecía muy posible. Claro está, no minimizábamos la dificultad de la tarea—pero ¿no era la misma dificultad un reto para que nos preparáramos? ¡Qué lanzara la Iglesia un tremendo esfuerzo, “ganar al mundo para Cristo” y “hacer venir el Reino”! Esa es su deber, y lo podría hacer, ¡siempre y cuando se esforzara! Sugerir lo contrario sólo se tomaría como el indicio de una seria falta de fe. Ahora bien, esa era una confianza presuntuosa, y no tiene caso decir que era totalmente inocente. Era más: rayaba peligrosamente en ser una auto-deificación eclesiástica. Si la Iglesia pudiera haber tenido éxito, si pudiera haber ganado a todo hombre para su feligresía, habría sido una iglesia grande de verdad (y un mejor mundo que ahora), pero no podría haber sido el Reino de Dios. Porque la Nueva Era no puede ser producida por las iglesias visibles en términos de acción agresiva; las mismas iglesias son presas de la era presente.

156 En todo caso, tenemos que encararlo: actualmente no estamos ganando tal victoria. Al contrario, pese a nuestro gran tamaño y riqueza, somos tan impotentes ante los poderes de este mundo como la iglesia naciente. Los problemas que nos confrontan son horribles y no les son suficientes las respuestas de una teología memorizada. La desesperación nos deprime. Desplegada contra nosotros está una nueva idolatría demoníaca, sostenida por un poder físico mucho más fuerte que el de la Roma imperial. Una iglesia tan pequeña, tan débil, tan dividida--¿qué fuerza o programa tiene ella para contrarrestar el poder brutal de un César tan grande y lograr así una cosa remotamente semejante a un mundo justo? De hecho, pareciera que se le ha detenido, se le ha puesto en jaque, se le ha derrotado. La tarea sin hacer es enorme: una iglesia a la cual pertenece apenas la mitad de las personas en esta tierra favorecida, ella es una minoría lastimosa entre los millones de personas en el mundo. Por aquí y por allá ella está detrás de cortinas de hierro como una iglesia mártir, habiendo regresado a las catacumbas en donde nació. Pese a su evangelio triunfal no se puede vislumbrar ninguna victoria, ni parece saber qué hacer para producirla. Miles, aun de sus propios hijos, toman esto como un indicio de su futilidad y han llegado a esperar muy poco de ella respecto a la salvación. De modo que nos encontramos en tensión. Es una tensión entre dos mundos: entre el Reino de Dios victorioso sobre todos los poderes y la Iglesia de Dios a merced de los poderes de este mundo. Se parece bastante a la tensión neotestamentaria, pero a diferencia de la iglesia neotestamentaria, no estamos resignados a vivir en ella. No nos gusta para nada. Pensamos que no debe haber tal tensión, que no es una posición correcta para que la Iglesia se halle en ella. Desesperadamente deseamos eludirla, porque admitir que no podemos hacerlo viola nuestro sentido de misión como iglesia tanto como nuestro orgullo. Pero eso precisamente nos arroja dentro del dilema. Porque fundamentalmente hay solo dos concebibles medios de escape: podemos perder toda esperanza y responsabilidad por este mundo, retirarnos de él, y dejarlo que vaya por su propio camino suicida a la perdición; o podemos por la acción agresiva conquistarlo para Cristo. Pero ninguno de los medios es posible. Aquél sí nos aliviaría la tensión, pero sería una crasa cobardía y un rechazo del mandato de Cristo. En cuanto a éste, confesamos no saber cómo hacerlo. Sin embargo, nos sentimos compelidos a continuar el esfuerzo. De modo que seguimos tanteando entre los métodos de acción probadas y encontradas faltas y los métodos que aun no se prueban que nos ubiquen en el camino correcto. El grito de la iglesia aun se da. No es el grito de la iglesia neotestamentaria, “Maranta”—“Ven, Señor” (1 Corintios 16:22); Apocalipsis 22:20), sino una pregunta un tanto frenética, ¿qué hacer? Pero es una pregunta legítima, y urge una respuesta. II ¿Qué, pues, debemos hacer? Si hacemos esa pregunta al Nuevo Testamento, recibiremos una respuesta a primera vista un tanto decepcionante, casi negativa. Nos gustaría encontrar allí algún curso de acción sugerido, pero no hay ninguno. No se traza ningún programa de conquista mundial (aunque se predique enérgicamente el evangelio); no se sugiere siquiera ningún programa de acción socio-política; no se promueve ninguna organización ecuménica (una palabra modera, por cierto) que fomente la solidaridad cristiana ante el peligro. Por cierto, se da mucho respecto a lo que el cristiano ha de creer, de cómo ha de vivir, de cómo ha de testificar del evangelio. Pero no hay ni pizca de consejo sobre cómo la Iglesia pueda escaparse de la tensión escatológica, ni pizca de evidencia de que deba escaparse. Al contrario, se asume que esa tensión es el ambiente natural de la iglesia: qué permanezca firme en esa tensión la iglesia. Entonces, llegamos al Nuevo Testamento

157 preguntando qué hacer, buscando un programa de acción , ya la respuesta del Nuevo Testamento es: no se dará ningún programa—¡salvo que sean la Iglesia! Pero eso puede sonar como un juego de palabras. El jugar con palabras es un lujo que el teólogo se puede dar, pero es un lujo que ya no podemos costear. No podemos decir simplemente que la Iglesia ha de ser la Iglesia; debemos preguntar ¿qué es lo que la iglesia del Nuevo Testamento se creía ser?, y ¿qué significa eso para nosotros? 1. Ahora bien, la postura del Nuevo Testamento en torno a la iglesia es bastante sencilla, por extraño que esto nos suene. La Iglesia es “las doce tribus de la dispersión” (Santiago 1:1); ella es “el Israel de Dios” (Gálatas 6:16), un remanente elegido por la gracia (Romanos 11:5), un reino de sacerdotes (Apocalipsis 5:10), “un pueblo escogido, un real sacerdocio, una nación santa --- el pueblo de Dios” (1 Pedro 2:9-10), y mucho más por el estilo. En breve, ella es la santa comunidad de Dios, el verdadero Remanente, el pueblo del Nuevo Pacto, y la sucesora del llamado y el destino de Israel. Ahora bien, Israel era un pueblo del pacto, un pueblo peculiar. Era su fe la que lo destacaba, nada más. En tamaño era un estado insignificante, indistinguible de todos los demás estados insignificantes del mundo antiguo. Tenía poca riqueza. Su cultura material no difería esencialmente de la de sus vecinos. Pero ella tenía a un Dios y una fe que la separaba totalmente de su contexto; ella era el pueblo de ese Dios, unida en la hermandad del pacto con el fin de que obedeciera sus leyes justas. Como el verdadero Israel, la Iglesia ha de llevar a cabo la misión de Israel, y, como Israel, ha de ser el santo pueblo escogido de Dios. Resistir esta noción es resistir la supervivencia, porque la fe sobrevive en encontrar para sí un pueblo y encarnándose en él. ¡No es que el pueblo de fe sea perfecto! Israel no lo era, tal como hemos mostrado una y otra vez. Pero Israel, pese a todos sus serios fracasos, hospedaba y mantenía viva una fe que no pudiera haber sobrevivido de otra manera. Al hacerlo, ella misma era mantenida viva, no pudiendo haberlo hecho de otra manera. De hecho, así mismo sobrevive toda idea y fe, sea verdadera o falsa. El Comunismo, por ejemplo, seguramente es más que muchas armas del Ejército Rojo y ciertamente no es una abstracción que existe en un vacío: es hombres que encarnan una fe—y seguirá viviendo mientras este Anticristo particular encuentre gente en quién encarnarse. De igual manera, la democracia es más que el Monumento a Washington o un documento escrito por el Sr. Jefferson. Es hombres que “tienen estas verdades como auto-evidentes,” y sobrevivirá mientras tales hombres sobrevivan—ni diez minutos más. Por lo tanto, es cierto que la fe cristiana vivirá en un pueblo peculiar que se dedica a ella, y es igualmente cierto que ese pueblo vivirá como pueblo, siempre y cuando sea de verdad un pueblo de fe. Hablar de la Iglesia como el Nuevo Israel, pues, es correcto: ella, como Israel, ha de preservar y propagar la fe al hacerse su pueblo y encarnándola. La Iglesia, pues, no es en ningún sentido una organización, ni menos la suma total de todas sus organizaciones: es un organismo; es el pueblo de la fe, el pueblo del Reino de Dios. Hablamos ahora, no de las iglesias, sino de la Iglesia—y de un sentido mucho más elevado de pueblo que la mayoría de nosotros hayamos conocido. No somos el pueblo de la iglesia del Rev. Dr.____, mantenidos allí por la potencia de la oratoria del Rev. Dr.___o pese a ella, por una terca lealtad. No somos el pueblo de las iglesias Presbiterianas, Metodistas o Bautistas, estimulados por los programas dignos de estas iglesias, encontrando compañerismo en ellas. No somos los hombres de buena voluntad, preocupados por los fundamentos de la sociedad, concientes de que éstos son las dádivas de la religión a la sociedad, y por lo tanto, sostenedores de nuestras iglesias. Somos el pueblo del pueblo de la Iglesia.

158 Y la Iglesia es mayor que las iglesias. Al igual que el verdadero Israel del propósito de Dios no era idéntico a la nación israelita, así la Iglesia del Señor Jesucristo no es lo mismo que las iglesias cristianas. Ella está en cada una de ellas, empero más que todas ellas—tanto así que ninguna iglesia puede afirmarse ser la Única Verdadera Iglesia sin que se deifique a sí misma y por ende, la blasfemia. La Iglesia es una cosa invisible. Está en las listas de membresía de las iglesias sin que estadístico eclesiástico alguno pueda cuantiarla, y se extiende para incluir a los más improbables publicanos y pecadores. Respira por dentro y por fuera de las formas y las normas de las iglesias como el viento que sopla “de donde quiere”: de hecho, uno de verdad puede “oír su sonido,” pero no se puede saber “de dónde viene ni a dónde va.” (Juan 3:8) La Iglesia es una comunidad supra-mundana que trasciende el tiempo y el espacio. En ella uno se sienta con el Padre Abraham y los Doce, con los hermanos cristianos en las bancas y con el hermano cristiano en la China. Es la comunidad de todos aquéllos que han oído el sonido del Reino de Dios que se acerca, y han respondido que Sí a su venida. Es el Nuevo Israel, el nuevo pueblo de Dios, Una Santa Iglesia Universal. No es por esta Iglesia que hemos temido. Al contrario, hemos temido, porque no la veíamos, y, al no verla, veíamos únicamente las iglesias visibles. Es por éstas que hemos temido. Nos hemos quedado horrorizados por sus deslices, desmoralizados por sus flaquezas. No tienen poder para redimir la sociedad y hacer de ella el Reino de Dios, porque ellas mismas están ligadas a la sociedad, envueltas en la sociedad, y partícipes de sus pecados. No pueden ganar la victoria de Cristo, porque no tiene sentido imaginarse que el Reino de Justicia de Cristo pueda lograrse por medio de actividades y metas de hombres sólo relativamente justos. Ninguna iglesia visible, ni siquiera todas ellas en sesión ecuménica, pueden producir ese Reino, ni por cinco minutos. Al contrario, las iglesias visibles están condenadas a estar a la merced de César. Él puede hacer que ellas obedezcan o, en su defecto, destruirlas. Pero ésta no es la Iglesia. Porque por encima de todas estas endebles iglesias frágiles se eleva esta otra Iglesia, la Iglesia Invisible. Ella es una nueva raza de hombres cristianos. Para ella, el Nuevo Testamento no tiene ningún temor, ni tampoco debemos nosotros. Ella no teme la Roma de César, porque ella sobrevivirá a ambos, César y Roma, y todos los estados sucesores de la Roma de César. Las iglesias visibles pueden ser torturadas, doblegadas o destruidas; pero no pueden matar a la Iglesia. Ni el ejército de Nabucodonosor ni las legiones del César, ni el Gestapo ni la MVD tiene ese poder. La Iglesia es el nuevo Israel—el pueblo de fe, el pueblo del Reino de Dios. Y un pueblo, siempre que siga siendo pueblo, es indestructible. Ésa es la iglesia del Nuevo Testamento que somos llamados a ser. 2. ¡Pero, no somos llamados únicamente a ser sino a actuar! Si la Iglesia es el Nuevo Israel, entonces a ella se le da el destino y la misión de Israel; ésa no es una cosa pasiva, sino un llamado misionero. Esto se remonta a la intención de Jesús mismo. Mucho antes de Jesús, el profeta (Isaías 40-66) había declarado que era el destino propio de Israel de ser el siervo de Dios y de proclamar la verdadera fe al mundo gentil. Por destino duro que fuera y lleno de la promesa de sufrimiento, urgía a su pueblo a que lo aceptara. Aunque es cierto algunos atendían ese llamado, Israel en general no aceptaba ese destino para llegar a ser un pueblo misionero; tampoco entendía al Siervo como una figura mesiánica. Pero, Jesús no tan sólo se veía a sí mismo como el Mesías prometido, sino que aceptaba su mesiazgo en calidad de Siervo. Así fue que cuando llamaba para sí al verdadero Israel, su Iglesia, les daba a ellos el verdadero y propio destino de Israel. El llamado misionero del Siervo, pues, fue legado a la Iglesia. En todo caso, así la Iglesia entendía la cosa: la historia del Nuevo Testamento es una historia de misiones.

159 Por lo tanto, la Iglesia no se equivoca cuando comprende que su tarea es misionera de carácter. De hecho, su único error es que no lo haya entendido lo suficiente. Ella no ha de hacer misiones como una de sus muchas actividades; ella tiene en todas sus actividades una misión; ella es un pueblo misionero—si no lo es, no es la Iglesia. Su evangelio declara, como ya dijimos, que la salvación del hombre estriba únicamente en el Reino de Dios, y ella anuncia esa salvación al mundo. Pero, ella no lo declara meramente como un hecho objetivo, sino que llama los hombres a ella. Ella es una Iglesia que tiene que esperar un Reino que ella no puede producir; pero le es vedado el esperar pasivamente. Ella es la Iglesia Militante; ella lucha por los espíritus de los hombres; ella capta a los hombres para el compañerismo redentor del Reino de Cristo. El mensaje de la Iglesia es, por lo tanto, esencialmente un llamado a la fe. Y éste responde a la necesidad más apremiante del hombre: llegar a ser miembro de un pueblo misionero. De hecho, somos hombres incompletos hasta que encontramos algo más allá de nosotros mismos que imparta a la vida significado y propósito. Somos impedidos por nuestra misma naturaleza vivir egocéntricamente; se nos impele a que dediquemos la vida a algo, a que reposemos la fe en algo. Ser un pueblo de la nada, no someterse a nada—es condenación. Porque entonces, no teniendo amo ni hermano, nos arrodillamos ante nosotros mismos o a cualquier otra cosa que prometa diez dólares más. O, perdidos y solos, atendemos a los dioses falsos que dicen: Vengan conmigo y sean mi pueblo, y yo les salvaré. Y ésa es una doble condenación. Porque, de hecho, hemos visto cómo estos dioses falsos convierten a los hombres en un pueblo y después les degradan hasta lo sub-humano y lo bestial, mutilando así la misma imagen divina en ellos la cual les constituía en hombres. No hay esperanza para el hombre hasta que pueda encontrar una ciudadanía más alta que la impartida por la lealtad nacional, los intereses de clase y la ideología política. La salvación del hombre aguarda precisamente su decisión respecto a quién pertenezca, respecto a qué cosa merece su lealtad última, respecto a en quién repose su fe. El hombre tiene que darse con una comunidad salvadora. Y le compete a la Iglesia declarar que hay tal comunidad, y sólo una: el Reino de Dios y su Cristo. El evangelio de ella declara que no hay salvación para el hombre hasta que se someta a su regencia; es la tarea de la iglesia llamar al hombre para que así haga por medio de un acto de fe. Se dice una verdad cuando se afirma que la salvación es por la fe. Pero—entendámoslo—la fe que redime no es la mera aceptación de ciertas proposiciones tocantes a Dios, tocantes a Cristo, y tocantes al futuro de la humanidad; tampoco es cuestión de creer por fuerza de la voluntad para ya no cuestionar más. Ésa es una travestía de la fe. No requiere ninguna fe creer lo que se sostiene universalmente. Al contrario, la fe es la entrega de la vida a aquello que no se ve, y más allá de toda prueba. La fe salvadora es la que se ve en el hombre que se arroja sobre el Dios que se hizo visible en Cristo; no importa cuán poca seguridad tranquila tenga, qué se someta al yugo del Reino de Cristo y se entregue a sí mismo, sus herramientas y su voluntad a él. En ese acto encuentra la justicia, porque en ello reconoce a su Señor y vira la espalda a todos amos impositores. La Iglesia ha de llamar los hombres a este acto de fe salvadora en Cristo y su Reino. La tarea misionera de la Iglesia, pues, es de importancia urgente. Si la redención del hombre requiere su fe en Cristo y su Reino, entonces el llamar hombres a esa fe no es acto de metiche; es la actividad pivotante de la historia. De hecho, es posible decir que es la única esperanza de la humanidad. Porque la humanidad no tiene esperanza salvo en una raza redimida de hombres. Puede que eso luzca una cosa vaga, pero es el realismo más sobrio. Debemos saber ya que unos atajos bien planificados que prometen un orden mundial justo por medio de programas externos son siempre una delusión. Desde luego, esto no quiere

160 decir que ciertos programas socio-políticos no se requieran, o debamos descartar el bien que pueden hacer. El cristiano no es partidario de un consentimiento pasivo a los males de la sociedad. Pero quiere decir que todos los esquemas para producir un orden mundial justo sólo por medio de programas externos tienen que fracasar por la sencilla razón de que es imposible construir un orden mundial cambiado por hombres que no han sido cambiados para nada. Esperar que tal pueda ser el caso es la ingenuidad más grande imaginable. La redención del hombre requiere precisamente el nacimiento de una nueva raza redimida de hombres. Y el Reino de Dios es esa nueva raza de hombres, la Iglesia viviente de Dios. En ella está ese Reino que siempre viene. Por cierto, el crecimiento del Reino no se puede medir en términos del progreso estadístico de las iglesias visibles. Éstas no son la Iglesia. Cuando más, están repletas de pecado y orgullo; son sólo la aproximación más pálida del cuerpo de Cristo. Dios sabe—y también la mayoría de sus hijos—que su voz a menudo es irrelevante, claramente aburrida, e inspira poca confianza. Algunas veces llama los hombres a no se sabe qué. Sin embargo, la misión de la Iglesia debe ser realizada por las iglesias visibles, y no conviene deshacernos de ellas. Al igual que el leal y verdadero Israel servía los propósitos de Dios dentro del contexto de la nación existente, así el Reino de Dios obra por medio de las iglesias—aunque, a veces, a pesar de ellas. Por lo tanto, no podemos retirarnos de esas iglesias para ubicarnos en alguna imaginada Iglesia Invisible, mofándonos de sus actividades desde allí. La propagación del evangelio del Reino permanece la esperanza de la historia. Y, ya que este fisurado y roto cuerpo de Cristo—esta iglesia visible—es el único cuerpo que intenta, siquiera, realizar esta tarea, no pedimos disculpas por ella, sino que nos quedamos con ella, y la la apoyaremos con todo lo que tengamos. Mientras ella labora para ganar hombres para su evangelio, colaboraremos con ella para que, al crecer ella, se pueda edificar una estructura más duradera en y por ella: el Reino de Dios. ¿Qué, pues, es la Iglesia? El Nuevo Testamento la entendía simplemente como el verdadero Israel, el pueblo-siervo del pacto de Dios, llamado éste a demostrar la justicia de su Reino ante el mundo, encargado de la proclamación de ese Reino en el mundo y llamando los hombres a su compañerismo del pacto. A esa Iglesia son dadas todas las promesas. Y esa es la Iglesia que somos llamados a ser. III Pero nuestras preguntas prácticas no se han contestado. Llegamos al Nuevo Testamento con nuestra impotencia y desesperación, preguntando ¿qué debíamos hacer, y qué curso de acción debíamos seguir? No encontramos ninguna respuesta para esa pregunta, sino sólo una muy definida noción de la Iglesia y su llamado. ¿Podemos, pues, sacar algunas sugerencias de eso que puedan guiar a la Iglesia contemporánea mientras ella lucha con los múltiples problemas tangibles que confronta? Tenemos derecho a hacer esa pregunta. La iglesia necesita dirección si ella ha de formar bien sus programas. ¿Dónde mejor tiene derecho a buscarla que en las páginas de sus Escrituras? Pero el Nuevo Testamento aún tercamente rehúsa contestar. Si respuesta es aquella misma, y nos suena demasiado simple, casi infantil: ¿Qué ha de hacer la iglesia? ¡Ha de ser la Iglesia! Ya que no hay un curso de acción trazado para nosotros, se nos deja en la oscuridad como antes. Pero, está bien que así sea. Si todas nuestras preguntas se contestasen, nos satisfaríamos con eso, y nunca confrontaríamos la pregunta más profuna a la que el Nuevo Testamento nos impulsa. Y esa pregunta es: ¿Somos, de verdad, la Iglesia, el pueblo del Nuevo Pacto que somos llamados a ser, o somos siervos inútiles, indignos de heredar ese Reino prometido?

161 Por lo tanto, nuestro programa inmediato es dejar de hablar de programas y ocuparnos en un auto-examen y confesión de pecado. Hemos de colocarnos ante la iglesia del Nuevo Testamento y recibir así corrección. Todo ha cambiado, y la Iglesia ha cambiado; sin embargo, ella no ha cambiado ni un poquito. Aún somos la iglesia neotestamentaria—o no somos ninguna iglesia. Si somos esa Iglesia, entonces no tenemos ningún programa salvo su programa: ser y producir en el mundo el verdadero Israel del propósito de Dios, el pueblo del pacto de su Reino. Pero si no somos esa Iglesia, entonces nada de lo que dice el Nuevo Testamento acerca de su destino y victoria tiene que ver con nosotros—somos una organización eclesiástica bajo el juicio de la historia, tal como el culto del templo en el Monte Sión. 1. Por cierto, eso no nos da ningún programa. Empero nos provee un programa amplio, porque demanda de nosotros todos nuestros programas y más: es un programa en el cual todos los programas consisten y que da a todo programa dirección. Ahora bien, debe ser claro por lo que se ha dicho que nuestra intención no ha sido denigrar los programas dignos de la iglesia. Se ha hecho de moda en ciertos medios hacer esto y burlarse de las iglesias activistas que los promueven, como si actividad en el nombre de Cristo fuera fútil o vulgar. Las actividades de la iglesia sólo representan sus esfuerzos por laborar para Cristo, y, por huecas, builliciosas e ineptas que sean, burlarnos de ellos sería la cosa más baja e injusta imaginable. No tan sólo son necesarios programas de acción sino que logran mucho bien. Es inútil que una iglesia ore por la victoria de Cristo y esperar que se le otorgue como si fuera un título honorífico. De hecho, la iglesia que no quiera involucrarse en actividad dinámica para el Reino ha confundido la fe con la futilidad: Simplemente ha envuelto su talento en una servilleta y nunca oirá al Señor decir: “Bien hecho, buen siervo fiel.” Dios nos ha mandado que laboremos en su nombre, y es cierto que no construirá ningún edificio en o por nosotros si no lo hacemos. Hacerlo implica programas. Pero no necesitamos que el Nuevo Testamento nos los dé. Después de todo, un programa adecuado para ese día difícilmente nos sirviera hoy; en todo caso, se tiene gran confianza en la habilidad de los creyentes americanos para idear y llevar a cabo programas que crean pertinentes. Es mucho más importante y precisamente lo que necesitamos, que se nos recuerde para qué son nuestros programas: son los medios tangibles por los cuales la iglesia desempeña la función para la cual fue comisionada, demostrando así ser la Iglesia. Ambas cosa, la Iglesia y los programas existen para que la fe cristiana se predique a los hombres, propagándose si quiera, y de que por este medio la regencia de Cristo se extienda en el mundo. Es muy necesario que esto se mantenga presente, a no ser que nuestros programas lleguen a ser fines en sí mismos y un gran gasto de energía. Para este fin un continuo autoanálisis a la luz de nuestro llamado es necesario. Si esto no se hace, existe el peligro de que no nos percatemos del gran abismo que existe entre la Iglesia visible y la invisible; y se nos hará demasiado fácil identificar nuestras iglesias con el Reino de Cristo, entender el progreso de ese Reino en términos de su crecimiento numérico, y asumir que cualquier programa que fortifique nuestra organización automáticamente extiende el Reino. Una vez hecho eso, la mira principal de nuestras actividades llegará a ser-¡edificarnos a nosotros mismos! Entonces lanzamos programas vigorosos de visitación y evangelismo para que la matrícula muestre un aumento, la asistencia a los cultos dominicales mejore, y el presupuesto sea alcanzado. Ciertamente, esta nunca es nuestra meta profesada, pero a veces (¡la voz es la de Jacob!) cuesta no ser así. Luego, habiendo establecido organizaciones para nutrir una raza de pueblo cristiano, nos encontramos haciendo carreras locas para encontrar gente que nutra las organizaciones. Luego, nos es posible, al convertirnos en un verdadero hormiguero de actividad, producir una generación de juventud

162 y adultos ignorantes de los primeros principios de la fe cristiana. ¡Y eso es dejar de ser la Iglesia! Nuestro primer programa es pararnos ante la noción bíblica del pueblo de Dios y recibir así corrección. Qué se repita: esta no esta una negación de la validez de programas, sino un programa para dar dirección a los programas. Requerirá de nosotros todos los programas que podamos confeccionar y más. Porque la tarea que queda delante no es pequeña: ser y nutrir un pueblo separado para que viva bajo la regencia de Dios como receptores de su gracia y exhibir ante el mundo una semejanza del universal compañerismo redentor de su Reino, mientras activamente llamamos los hombres a ese Reino en fe. Esa es la tarea de la Iglesia, y no tenemos otra. 2. La Iglesia, pues, es llamada a ser el pueblo sobre el cual Dios rige, que exhíbe la justicia de su Reino ante el mundo. En otras palabras, ella ha de testificar por medio de su conducta distintivamente cristiana del hecho de que es un pueblo separado por Dios. Esta es una aseveración que puede parecer obvia, pero no es superflua. Porque justamente en esto hemos sido mucho menos que la Iglesia; es un área de nuestro más profundo fracaso—un fracaso tal que ninguna cantidad de programas puede ocultar. El miembro del nuevo Israel ha de distinguirse radicalmente de su mundo tanto como el antiguo Israel se distinguía de su medio pagano. Es así, porque el cristiano se ha sometido a Cristo, habiendo recibido su gracia, y se ha colocado bajo la ley del Reino de Cristo. Al igual que el miembro del antiguo Israel, ha entrado en pacto, y debe responder al pacto en obediencia. La fe se comprueba en la conducta: este es el motivo principal de la exhortación neotestamentaria a la moralidad y las buenas obras. Por esto Santiago declaraba que la fe sin las obras es muerta. Por esto Pablo exhortaba a los corintios recién paganos a que dejaran su lujuria pagana, sus pleitos y que vivieran recordando que ya no pertenecían a sí mismos sino a Cristo. Por esto Pedro rogaba a los creyentes que vivían en la sombra de persecución que se purgaran de sus vicios paganos, que por su conducta impecable pudieran refutar las acusaciones de sus enemigos. El Nuevo Testamento estaba convencido que la Iglesia había de exhibir su fe por una conducta distintivamente cristiana; de no ser así, fracasaría en ser la Iglesia. Ahora bien, parecería, ciertamente, que la Iglesia no necesitaba que se le recordase de esto. Ella siempre ha demandado la pureza de carácter. Ella siempre ha hablado contra el vicio y la ebriedad, las malas palabras, y la deshonestidad. Lo ha hecho tan consistente y exitosamente que puede decirse con verdad que los asistentes a la iglesia son, en general, un corte por encima de la sociedad en cuanto al comportamiento personal—cosa que debe ser. Pero es muy probable que nuestro éxito en este campo hay ocultado nuestro fracaso. Hemos recalcado tanto cuestiones de rectitud personal que la demanda cristiana se reduce a eso. El resultado ha sido una pequeña justicia lograda negativamente por el restar y uno que otro logro, cosas que nos han cegado a nuestra injusticia abismal. Dejamos nuestros hábitos inmorales, y llegamos al templo—y llegamos a ser buenos demasiado fácilmente. Pero la dinámica justicia del Reino de Dios, que haría que toda la sociedad obediente a la voluntad de Dios, la rechazamos. Aun nos atrevemos a decir que a la Palabra de Dios no le compete inmiscuirse en tales asuntos. Ciertamente, por su justicia limitada esta iglesia será juzgada. Orar, “Venga tu reino,” es orar precisamente que la regencia de Dios triunfe en todas partes. Es una oración que simplemente no se puede hacer si declaramos que hay áreas de la vida donde la voluntad de Cristo no puede reinar, sino sólo nuestro antiguo prejuicio. La Iglesia ha de exhibir la justicia de Cristo no meramente en la moralidad privada sino en todas las cuestiones de relaciones humanas. La iglesia que “se limita al evangelio” y no tiene ninguna palabra de juicio o

163 exhortación contra el pecado de la sociedad, no es ninguna iglesia profética, y, peor todavía, predica un evangelio incompleto. El Reino de Dios es supremo sobre el orden terrenal y por su justicia pronuncia juicio y llama al arrepentimiento. La Iglesia es el pueblo de ese Reino y debe ser su voz terrenal. Ella testificará de su fe en el Dios cuyo Reino viene por salir al encuentro con ese Dios en obediencia. En todo caso, ¡ay de la iglesia que se amalgama tanto con la sociedad que ya no hay diferencia! Tal iglesia no producirá ninguna calidad de comportamiento más allá de lo que la sociedad produce en general. Asumirá los prejuicios de la sociedad, y aun demandar que su evangelio apoye esos prejuicios. Se convertirá en una herramienta de la sociedad cuya tarea principal es proteger y dignificar los intereses creados de sus constituyentes. ¡Y esa es la tragedia cruda! Su fin es ser una pobrísima iglesia que no pronuncia ninguna Palabra, que no declara ninguna demanda, que no llama a ningún destino—sino que tiene una miríada de actividades que disfrutar. Y tal iglesia no es el pueblo peculiar del Reino de Dios: ha fracasado en ser la Iglesia y ocupa espacio de balde. 3. Pero si la Iglesia es un pueblo señalado y separado como el pueblo del Reino de Dios, por eso mismo es llamada a exhibir ante los hombres la hermandad de ese Reino. ¡Ella es un solo cuerpo en Cristo! Por cierto, hacemos esa aseveración a menudo y con cierta unción, pero nos quedamos bajo juicio por nuestras propias palabras. Porque se teme que a menudo nos hayamos mostrado ser el peor ejemplo posible del compañerismo redentor del Reino de Cristo. Antes de poder hablar del programa de la Iglesia, hemos de convertirnos aquí, como en otras partes, más en una aproximación de la Iglesia de la intención de Cristo. Somos un cuerpo en Cristo. Al igual que el antiguo Israel se unía en una hermandad bajo la ley del Dios del pacto, así la Iglesia está unida en Cristo por el compañerismo del Nuevo Pacto. Y el lazo de ese compañerismo es el amor, el ágape cristiano. La Iglesia, pues, es un pueblo que encarna su fe cristiana en una hermandad cristiana. La iglesia del Nuevo Testamento, apenas hace falta recalcarlo, era una Iglesia. No sabía nada de iglesias. Las pequeñas iglesias esparcidas por el imperio desde Jerusalén hasta Roma y de vuelta no eran unidas por ninguna organización eclesiástica formal, pero sabían que eran un cuerpo en Cristo. Por cierto, existían luchas partidarias, y había semillas de cisma—porque estos hombres eran tan humanos como tú y yo. Pero ni una vez reconoció Pablo ni ningún otro apóstol, que fueran correctos tales procederes, porque para ellos era un principio cardinal que Cristo era indivisible. (1 Corintios 1:10-17) Para ellos, una iglesia que no fuera una Iglesia habría sido una contradicción de términos. Desde luego, eso no puede interpretarse como una demanda de que todas las barreras denominacionales y credos se quiten—y eso para mañana o pasado mañana cuando más. Eso ni es posible, ni, si se me admite un opinión personal, es sabio. Qué se quiten las diferencias triviales lo más rápidamente posible, pero no sigue que una gran super-iglesia sea una Iglesia, mucho menos una iglesia santa. Tampoco hemos de encontrar en el Nuevo Testamento una fácil solución para todos los problemas complejos de raza y clase. Estos son hechos reales, y aunque es nuestro deber encararlo como cristianos, no tiene caso fingir que no los hay. De una forma creciente, uno llega a desconfiar en soluciones fáciles; no las hay. Pero por lo menos queremos decir esto, y claramente: existan las divisiones que existan en la sociedad, y sea la solución de ellos la que sea, tales divisiones no tienen relevancia de ninguna clase. En la Iglesia de Cristo no hay ni judío ni griego, ni esclavo ni libre (1 Corintios 12:13): todos son uno, sin excepción. Es más, no es así porque bondadosamente hayamos llegado a un acuerdo sobre ello, sino porque todo el pueblo de Cristo es siervo del mismo Señor, conciudadanos del mismo Reino, herederos de la misma esperanza. Si estamos en Cristo, no hace falta que seamos hechos uno; ya somos uno. Si rehusamos ser uno, no

164 somos miembros de su Iglesia a la medida en que rehusemos serlo. ¡Ay de la iglesia que fragmente el cuerpo de Cristo! Ese es un crimen para el cual no hay perdón. Repito, no quiero decir que ya no debemos adorar a Dios en compañía de personas que piensan igual que nosotros. Pero, ¡ay de la iglesia que ponga a otros cristianos—sean de otras razas, otras clases u otras comuniones—más allá de su compañerismo, ¡más allá su compañerismo pleno! ¡Ay de aquella iglesia que se llame a sí misma la Única Verdadera Iglesia, ¡como si el Señor Dios Omnipotente fuera un reflejo de sus prejuicios! Dios tiene sino un solo pueblo—el Nuevo Israel, su Iglesia. Por lo tanto, no debe haber una rotura del cuerpo de Cristo, ningún cisma en su Reino. Puede que vivamos en distintos rincones de él, pero todos tenemos la misma ciudadanía los que somos miembros de la Iglesia viviente. La Iglesia ha de exhibir ante el mundo una clase de comunidad que trascienda todas las barreras eregidas por la sociedad humana para que los hombres vean en ella un reflejo de la comunidad redentora de Dios. Además, ella ha de extender sus buenas obras y su compasión fraternal más allá de sí misma en el mundo; porque la Iglesia no puede retener para sí su ágape (amor) más que puede retener para sí su evangelio. También, ella tiene que salir a la sociedad para estificar del Reino venidero. 4. ¡Salir para testificar! Hemos señalado largo y tendidamente que la iglesia del Nuevo Testamento era llamada a que asumiera el destino del Nuevo Israel, y que éste era el destino del Siervo: la Iglesia ha de ser el pueblo misionero de Dios. Al fin, aquí hablamos de programas tangibles, y no hace falta argüir acerca de ellos. Que a la iglesia se le diera un llamado misionero es reconocido por virturalmente toda denominación, afirmado—por lo menos en teoría—por la mayoría de los creyentes; grandes sumas de dinero se gastan anualmente en el esfuerzo para llevarlo a cabo. Tanto así que el hablar de ello no provoca ningún reto nuevo. Empero aquí, también, al igual que en la necesidad de corrección ante la iglesia del Nuevo Testamento, es claro que mucho más se nos requiere al respecto. Debemos dejar de jugar con nuestra tarea histórica—si no lo hacemos, corremos el riesgo de perder nuestra razón de ser. ¡Por supuesto, hemos de ser una Iglesia más misionera! Hoy estamos envueltos en una lucha ideológica; ideas dinámicas guerrean por la mente de los hombres. No podemos divorciarnos de esta lucha—y participar en ella es hacer misiones. El evangelio cristiano es más redentor que nunca, pero no redimirá a nadie a no ser que atiendan su llamado. Y millones no lo han atendido. Es difícil que no nos encontremos a diario con tales personas en el trabajo cotidiano. No es suficiente que sostengamos económicamente las misiones con el dinero; si fuéramos a sostenerlas diez veces más que ahora, no bastaría. Cada uno tiene que responder a su llamado; hemos de llegar a ser un pueblo misionero. La Iglesia que no contienda por el espíritu de los hombres no es un verdadero Siervo; no sobrevivirá ni lo merece. Estamos de acuerdo en que debemos ser testigos de esa fe cuyo pueblo somos. ¡Pero cuán enclenques somos al hacerlo! Vamos al culto los domingos siempre y cuando no haya nada más que hacer—vamos a un programa para escuchar a un orador los martes, para tomar té después—damos un dólar para las misiones, pero francamente me aburren--¡y misioneros son la gente más rara! Sabemos bien que la iglesia tiene que extenderse a la comunidad y atraer gente nueva para su compañerismo. Para eso está, y la criticamos si no es así. En cuanto a nosotros, siempre estamos dispuestos a comunicar algún nombre al pastor. Nos alarmamos y estamos desconcertados por la manera en que el Comunismo infiltra y se apodera de la mente de los hombres, y sentimos que simplemente algo tiene que hacerse para detenerlo. Pero nunca podemos vencer nuestra opinión como gente bien-educada que

165 el discutir nuestra religión con otros es un tanto vulgar. Creemos que es noble que los misioneros den sus vidas en la predicación del evangelio en tierras distantes—pero si uno de nuestros seres queridos fuera a pensarlo, le imploraíamos que no fuera tan quijotesco. Somos una iglesia misionera que desea que la propagación del evangelio sea llevada a cabo por otro. Simple y sencillamente tenemos que ser una Iglesia más grande; ese es nuestro programa primordial. Que no se equivoque: la historia nos está probando para ver qué clase de gente seamos. Qué no diga nadie que el Cristianismo está siendo probado. ¡No es así! Nosotros somos los probados. El cristianismo sobrevivirá, no tema. Ha sobrevivido algo peor antes, y sobrevivirá algo peor otra vez. Somos nosotros los probados, y falta por verse si somos un pueblo digno de ser los vehículos de una fe tan grande—tenerla en los labios, llamarnos sus siervos. La historia, en la forma del Comunismo Marxista, nos enseña ahora que hemos de tomar en serio nuestro llamado a ser Siervo. Como una Iglesia y como individuos, debemos aprender, y de inmediato, que la propagación vigorosa del evangelio es la sangre de la Iglesia. No podemos atender la antigua misión de la Iglesia con con un resonante “demasiado poco, demasiado tarde” y sobrevivir así el juicio de la historia. Simplemente, no tenemos dónde ubicarnos salvo como los siervos de la fe cristiana. Mientras esa fe se prepara para luchar en la historia, nos incumbe estar con su pueblo, testificar con voz y vida de su victoria venidera y su poder presente. Al hacerlo, participamos en la lucha escatológica, y cada cosa que hacemos, por pequeña que sea, llega a ser un acto de significancia decisiva para el Reino de Dios. Vinimos, pues, al Nuevo Testamento pidiendo un programa de acción por el cual pudiéramos adelantar la victoria de Cristo, y ya recibimos nuestra respuesta: Yo no les doy ningún programa, sino un llamado—¡a que sean La Iglesia! Y ese es un llamado a ser una Iglesia infinitamente más grande de la que somos ahora. Es un llamado a nada menos que seamos la Iglesia del Señor Jesucristo y que entremos a la historia como el pueblo de su Reino. Ser y hacer eso es la suma de todo programa; y si no lo podemos hacer, no tiene caso que hablemos de victoria o programas. Porque no se nos promete ninguna victoria salvo la del Reino—y ésa pertenece a su pueblo, ¡La Iglesia! La Iglesia que no sea ese pueblo no sabrá nada de ello, mas tendrá que sufrir para siempre el juicio de la historia del cual ninguno de sus programas la puede salvar. IV Qué no se piense que hablamos de la iglesia en desperación. Al contrario, nos atrevemos a echar mano a esa fe bíblica que por los siglos apuntaba por las tinieblas hacia su consumación; y no hablamos de la desesperación sino de la victoria. Porque cualquiera que haya sido el fracaso de las iglesias, tenemos la confianza de que al igual que en la nación de Israel siempre había un Remanente justo, así en las iglesias siempre habrá un nuevo Israel— una verdadera Iglesia. Y a ella se le da la victoria; a ella se le da el Reino. Sin embargo, no nos imaginemos que hablamos de una victoria común y corriente. El camino de la Iglesia hacia la victoria no es ningún camino triunfante que vaya de conquista en conquista hasta que todos los hombres hayan sido ganados para Cristo. Tampoco se nos promete al andar por él ninguna inmunidad de los golpes de la adversidad o aun de la derrota física. Al contrario, es un camino por el cual hay que andar en esa tensión continua de la que hemos hablado y la que encontramos tan extraña: una tensión entre lo que se nos ha prometido y mandado que hiciéramos y lo que no somos y no podemos hacer. La iglesia neotestamentaria vivía precisamente en esa tensión, y no encontraba otro curso qué seguir salvo el abnegarse y el tomar su cruz. De hecho, ese era el camino correcto a

166 seguir. Porque si la Iglesia es el Nuevo Israel al cual se le ha dado la misión del Siervo en la proclamación de la verdadera fe al mundo, entonces también ella ha de asumir la cruz del Siervo. Y es en esa Cruz que esta tensión, de la que ella no puede escaparse, se resuelve y se gana la victoria. ¡Porque la cruz del Siervo y la victoria del Siervo son inseparables! 1. La victoria de la Iglesia, pues, es la victoria de la Cruz. Esto, también, está en la intención de Jesús mismo. Hemo argumentado que Jesús interpretaba su misión mesiánica en términos del Siervo Sufriente de Yahvé. Vimos que la figura del Siervo, recordaremos, en los últimos capítulos de Isaías, era una figura paradójica. Por un lado, a él se le dio una tarea conquistadora y se le prometió una victoria.: había de proclamar la ley de Dios hasta los fines de la tierra, y no cesaría hasta las tierras lejanas sirvieran a esa ley y se hincaran ante ese Dios. Por otro lado, era cualquier cosa menos victorioso: era despreciado, rechazado, escupido, golpeado, muerto como un criminal común. Claramente, su victoria era la victoria de la Cruz. Si se preguntara cómo era ésta una victoria para el Siervo, sólo podría decirse que no era su victoria; era la victoria del Reino de Dios en él y por él que a la postre se hizo su victoria. Por su sacrificio, una progenie innumerable se engendró en el Reino, y él se satisfizo por eso. (Isaías 53:10-11) Fue este patrón que el profeta puso ante Israel como el destino correcto del pueblo de Dios. Era este mismo patrón que Jesús no tan sólo tomó para sí, sino que también se lo dio al nuevo Israel—su Iglesia—a la cual, como Mesías, le competía llamar. En “la forma de un siervo” Jesús complió su destino. Su misma auto-entendimiento de sí mismo condujo a su crucifixión, y no buscó otra salida. Como el Siervo, hacía su labor sin ostentación; de manera consistente rehusaba la aclamación y el honor. Afirmándose ser el Mesías y el Hijo del Hombre, fijó su mirada hacia Jerusalén, convencido de que era necesario para él sufrir—porque sin la rendición total del Siervo no podría haber ninguna victoria del Reino. “De cierto, de cierto os digo que a menos que el grano de trigo caiga en la tierra y muera, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto.” (Juan 12:24) De modo que lo vemos a la merced de los poderes de esta tierra—crucificado, muerto y sepultado. Pero si el Nuevo Testamento afirma que esa Cruz no era derrota sino victoria total, la misma historia, en su propia manera, asiente a esta afirmación. Porque sin esa Cruz la victoria que Cristo ganó sobre el espíritu humano hubiera sido inconcebible. Es verdad que los poderes de esta tierra tenían el poder para matar el cuerpo. Pero el poder de Dios no estaba ni muerto ni derrotado--¡se le soltó! Y nosotros lo vemos vivo, moviéndose sobre los huesos pudridos de los poderes de esta tierra, edificando un Reino no hecho de manos. Lo vemos, por su sacrificio supremo, soltando en los corazones de los hombres arroyo redentor, del cual todos hemos gustado. Tampoco dio Cristo a su Iglesia ningún otro destino. Él que comisionó a su nuevo Israel a la misión del Siervo en la predicación del evangelio al mundo también dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.” (Marcos 8:34) La Cruz, pues, ha sido y tiene que ser el camino de la Iglesia para la victoria. Y sabemos que la Iglesia ha sido grande cuando ella se arriesgaba todo, obedeciendo a su Maestro. Cuando ella se pone gorda y procura evitar la Cruz, no es ni grande ni puede producir grandeza. El llamado a la Iglesia, pues, no es un llamado fácil. La Iglesia cuyo llamado sea fácil no es iglesia ni ningún agente del evangelio de la redención. Porque la redención del hombre involucra una cruz. No es cuestión de conquista o ganancia, ni menos de aparatos y comodidades; es, más bien, el Dios Todopoderoso, sacrificándose para producir una nueva criatura a su imagen. Por lo tanto, el Reino de Dios es victorioso por medio de la Cruz y se le entra por la Cruz. Y el Reino es mediado al mundo sólo por una Iglesia que se niega a sí misma para asumir esa Cruz. La redención del hombre es una nueva

167 creación en el espíritu. Al igual que toda creación tiene sus dolores de parto, la nueva creación de Dios tiene su Cruz. Por lo tanto, ¡el que nos ofrezca la victoria de Cristo a una mínima de inconveniencia para nosotros nos induce a la adoración de un dios falso! 2. Pero esto requiere un reajuste grande en nuestra manera de pensar. Aún la Cruz nos es una ofensa e insensatez; no es para nada la victoria que teníamos en mente. Claro está, no tenemos ninguna intención de abandonar la Cruz. Es el pilar de toda fe ortodoxa. La salvaguardamos en las ventanas de vidrio en colores, en nuestra doctrina; nos arrodillamos ante ella en oración. Pero no queremos nada que ver con ella. Somos presos de la idea de que la Cruz es para Cristo, una cosa sucedida-una-vez-por-todas en el pasado con poca relación al destino de la victoriosa Iglesia militante. De hecho, creemos que es el negocio de la iglesia y la religión mantener alejadas las cruces. De modo que nuestra fe en el Cristo crucificado llega a ser para nosotros una especie de talismán que nos protege de las adversidades de la vida. Concebimos la victoria del Reino de Dios en términos de engrandecimiento eclesiástico, para que, por medio de la acción enégica, ganemos hombres para una cruz que ya no simboliza sacrificio sino un progreso establecido. Deseamos que Dios y la religión sean lo que el antiguo Israel deseaba: protección para nosotros mismos y nuestra nación. Qué Dios con su gran poder nos proteja, ¡porque somos su pueblo! ¡Qué la Cruz marche adelante contra el martillo y la hoz! Qué la Iglelsia hacer cruzadas para Cristo, predicando su palabra profética, organizando sus programas de avance, para que Cristo sea victorioso--¡y que no haya cruces para sus siervos! Es esencial que entendamos que ninguna victoria tal se nos dará, ni la promete la fe cristiana. Quiero que se me entienda: pido diariamente por la paz de esta nación; yo amo sus instituciones libres y no desearía vivir bajo otra; si llegara a ser nuestra necesidad trágica, debemos batallar por aquellas cosas que tenemos por sagradas. Además, como ciudadano tanto como cristiano, detesto el ídolo marxista más allá del poder de mi vocabulario para expresarlo, y pido a Dios que tal ídolo sea removido. No obstante, los propósitos de Dios no son iguales que la paz y prosperidad de ninguna nación, ni el bienestar físico de ninguna iglesia o individuo. Tampoco está aquí nuestra fe cristiana para protegernos de la historia, sino para guiarnos en su valle oscuro y a través de él. En todo caso, la historia con su tragedia amarga nos aguarda, y no hay modo de escaparla; no hay ninguna magia en la religión que la disipe. La cuestión no es si encaremos la historia, sino cómo: lo haremos como topos temblando en nuestro refugio a prueba de bombas, aguardando la detonación final, o como hombres hechos a la image de Dios que conocen el significado de la fe. No se nos dará ninguna victoria de Cristo que proteja nuestra comodidad, y no debemos ser tan fatuos como el antiguo Israel, esperándola. Todo esto dice que hay un sentido en que no podemos evitar de manera alguna la Cruz. No se necesita ninguna gran catástrofe: el sendero de la vida está, por placentero que sea, plagado de cruces que los hombres necesitan cargar. La cuestión no es si las llevaremos, porque de hecho las llevaremos; más bien, la cuestión es qué clase de cruces será para nosotros: ¿será una cruz cristiana o la de un malhechor? ¿Encontraremos en ellas una agonía bruta o las cosas de la redención? Se nos está aclarando ahora en tiempos trágicos una lección que no quisiéramos oír: que el propósito de Dios para nosotros no es darnos cuerpos gordos en esta sociedad terrenal, sino disciplinar nuestro espíritu—aunque sea a costa de nuestro cuerpo—para hacernos siervos obedientes de su Reino. Nos compete servir el propósito de Dios en este contexto histórico como su pueblo, y entregarnos a él con obediencia total. Puede ser que la cruz que la historia nos impone, a primera luz como castigo de nuestros pecados, llegue a ser también en cierta medida el compartir de la cruz del Siervo.

168 3. Somos llamados a ser una Iglesia más grande, si hemos de conocer el significado de la victoria cristiana. Pero, qué se repita, no nos engañemos con la noción de que podemos llegar a ser esto por una mera intensificación de nuestros esfuerzos, o quizá por una reorganización de nuestros programas. Hemos de estar ante esa Cruz que es, y ha de permanecer así, nuestra redención. En esa cruz encontraremos nuestro verdadero destino como el pueblo-siervo de Dios, y también nuestra victoria—porque la Cruz es la victoria del Reino de Dios en nosotros, y únicamente por una Iglesia que la conoce es posible en el mundo la proclamación victoriosa del Reino Pero tengamos cuidado en deshacernos de clisés. La Cruz no es ninguna abstracción doctrinal a la cual el hombre puede creer pasivamente, como si hubiera alguna magia en eso. Tampoco demanda de nuestra parte un deseo malsano de sufrir—eso sería una parodia de llevar la cruz. Tampoco involucra una pasividad ante el mal—creo que eso confundiría la Cruz con la futilidad. Aun menos hemos de imaginar que nuestro sufrir valiente sea sinónimo de la cruz cristiana. Al contrario, hemos de echar mano a algo muy esencial y esencialmente compartible—la cruz de Cristo. Porque esa Cruz no era sólo cierta cantidad de madera y clavos—la cruz del malhechor tenía éstos. Tampoco era el mero hecho de una muerte dolorosa—miles han muerto de forma igualmente brutal, cosa que no nos redime. Antes de que la cruz del Calvario fuera eregido, había otra crucifixión interna por la que esa Cruz era aceptada. Tuvo lugar cuando la misma justicia de Dios se entregó sin reserva para servir el propósito de Dios en la historia. En Getsemaní, habiendo orado porque pudiera eludir la Cruz, dijo: “Pero no sea como yo quiero, sino como tú.” (Mateo 26:39) En esa hora la Cruz fue creada; sin ella, nunca hubiera sido creada. Ésa sería nuestra Cruz también. Porque la Cruz es esencialmente un hecho que debe conocerse, que demanda la participación, en la que—hablando metafóricamente—el yo es crucificado, y, en esa crucifixión, es redimido. Por cierto, sólo podemos seguir la justicia de Cristo a distancia. El Pero (Mateo 26:39) de la fe puede repetir sus palabras después de él. Ella puede decir con Pablo “Con Cristo he sido juntamente crucificado; y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí.” (Gálatas 2:20) Ésta, pues es nuestra cruz: que dejemos nuestra injusticia y nuestra justicia fácil que viene siendo nuestro peor pecado, para que la justicia del Reino de Dios pueda regir en nosotros; que dejemos todo orgullo y prejuicio para que la hermandad del Reino nos envuelva; que dejemos nuestro temor, que es básicamente egoísta, para que el poder redentor del Reino pueda verse en nosotros; en breve, que en la purga ardiente de la historia nos muriéramos a nosotros mismos y resucitáramos como un pueblo de fe más grande que nosotros. Esta es nuestra cruz: nuestra entrega total por la fe al Reino de Dios. También, es nuestra victoria, porque la Cruz y la victoria son una. Esta no es ninguna victoria pequeña, ni es una figura del habla. No es menos que la victoria de la fe que “vence al mundo” (1 Juan 5:4); es la victoria del Reino de Dios en nosotros. Por la fuerza de esa victoria, nos aparejamos para asumir la misión del Siervo. Ya no clamaremos: ¡sálvame, salva mi iglesia, salva mi patria! Sino: úsame, usa mi iglesia, usa mi patria—hasta el sumo para tus propósitos que son correctos y buenos. En esa cruz y en esa victoria se resolverá nuestro ineludible dilema. Laboraremos, y aguardaremos los frutos de nuestra labor en fe. Y ya no temeremos. Es más, llegaremos a ser--¡la Iglesia! 4. Hemos hablado hasta ahora de una victoria presente. Hemos dicho que como Cristo por su cruz triunfó sobre todos los poderes de esta tierra, también nosotros, por compartir esa cruz, podemos compartir su triunfo y podemos saber que el Reino de Dios de hecho “está cerca”, puede entrarse aquí y ahora. Pero de esa victoria final que anuncia la fe, el Reino que viene en poder, hemos dicho poco. De hecho, en un sentido, hay poco que puede decirse; porque es una victoria que no puede verse aun; tampoco sabemos cuándo

169 vendrá, o cómo. Y es difícil para nosotros evitar que una pregunta se haga: ¿hay prueba o seguridad que Cristo jamás será victorioso? ¿Cómo sabemos que no laboramos en una causa perdida—aunque noble, por cierto? Si se hace tal pregunta, sólo puede decirse que es muy natural, y es una que no se puede ignorar con un gesto o, peor todavía, con una respuesta dogmática. Porque, de hecho, no tenemos prueba. Todo hombre honesto tiene que sentir cierta timidez en ese punto en la religión donde la razon y los datos probados no pueden ir más lejos, y uno, o tiene que deternerse—o continuar solo. Es posible que en ese punto luchemos toda una noche oscura, como lo hiciera Jacob, sin lograr la más mínima bendición. Aunque es cierto que la fe cristiana no nos llama a creer aquello que contradice la razón, es igualmente cierto que las cosas más céntricas a las que nos llama permanecen más allá de la vista y más allá de la prueba científica. Tienen que ser recibidas por la fe. No hay nada que asegure esa victoria venidera del Reino de Dios salvo la fe de los escritores bíblicos y la nuestra. Pero, entendamos de lo que hablamos. La fe no es, y nunca ha sido, algo que se establece sobre datos científicos y matemáticos. Si fuera así, ¿dónde estaría el reto? No es, contrario a la opinión popular, una creencia que empieza sólo después de contestarse todas las preguntas; tampoco es una credulidad ingenua que no tiene preguntas, porque nunca las ha hecho. La fe es esencialmente la entrega de la vida a cosas que a menudo son no-vistas y más allá de la prueba matemática, pero a las cuales el mismo ser de uno lo llama. La fe en Dios es de esta clase. Aunque es verdad que es más fácil creer que Dios exista que dudarlo, a Dios no se le puede demostrar en una proposición, sino que tiene que permanecer más allá de la prueba. Pero cuando un hombre dice, yo he oido la voz de Un Altísimo, hablando en mi conciencia, y yo la obedeceré; ya no obedeceré más a mí mismo ni a una ninguna voz menor—eso es fe en Dios. De igual manera, sería muy difícil probar que nosotros somos esencialmente diferentes a los animales—aunque con una inteligencia superior. Empero, hay aquello en nuestra naturaleza que nos veda vivir como un animal-hombre, nacido para propagar y morir; todo lo que nos constituye en hombres nos llama a estar cara a cara con Aquél Más Alto, y así vivir como hombre hecho a su imagen. El aceptar ese llamado es la fe, y en esa fe nosotros llegamos a ser hombres. Rehusarlo es negar lo más alto de nuestra naturaleza, y retroceder al nivel de la bestia, llegando así a ser menos que hombre. Así mismo es el llamado del Reino de Dios. No se puede probar su victoria, y en tiempos de descorazonamiento es muy fácil para nosotros, mortales frágiles, preguntarnos, ¿cómo podrá convertirse en realidad? Pero la fe, surgiendo de esa misma imagen divina en el hombre, cosa esencial para ser hombre, cargada ésta de todas sus necesidades más desesperadas y sus anhelos más apasionantes—le dice sí a esa victoria, y nunca cesa de trabajar y orar porque venga. Dígase lo que se diga de la venida del Reino de Dios, esto es cierto: el que rehusa su llamado ha dicho No a su mismo ser propio. Pero esto, también, podemos afirmar: el que toma este paso en falso, saliendo para no sabe dónde, pero buscando una Ciudad “cuyo aquitecto y constructor es Dios” (Hebreos 11:8-10), ciertamente será tenido por simiente de Abraham, esa raza escogida, ese Israel espiritual en que toda la tierra es bendecida. Tampoco el que anda por el sendero de la fe caminará en tinieblas. Es verdad que no puede ver la gloria inefable de la regencia de Dios triunfante sobre la tierra; tampoco pueden todos sus esfuerzos hacerlo venir. Pero, ya que tiene fe, ha dicho sí al llamado de Cristo, entenderá el misterio del Nuevo Testamento cuando dice “el Reino de Dios está cerca”: la victoria futura ha llegado a ser para él un hecho actual. A la luz de esa seguridad laborará, haciendo esas tareas que se le dan en la confianza de que no labora en vano; porque suena en sus oídos, como si fueran las palabras del Señor de la victoria: “He aquí, yo estoy con

170 vosotros todos los días hasta el fin del mundo.” Y de nuevo: “No os dejaré huérfanos: volveré a vosotros.” ¿Qué importa que por su labor sólo puede construir una iglesia visible de madera y piedra y hombres motales? Sus ojos podrán divisar, muy por encima de ella, las paredes de otra estructura invisible la cual por sus labores han sido construidas las mismas murallas de la Ciudad de Dios. Sabrá que no podría haber gastado su vida en un trabajo mejor. El futuro lo dejará con el Dios que es el Señor también de los problemas de la historia. El sendero del futuro es bien oscuro, y puede que no se vea el final. Pero, ya que nos ha sido concedido el oír el llamado del Reino de Dios que nos llega aquí y ahora, lo encararemos sin temor y con la oración de toda la Cristiandad en nuestros labios: Venga tu Reino; sea hecha tu voluntad. - - - - - - - - -- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -- - - - - - - Porque tuyo es el Reino, el poder y la gloria para siempre. Amén