Rama Angel - Los Dictadores Latinoamenricanos

1. La narrativa como reconocimiento. Desde que Luis Alberto Sánchez diera forma de tesis (enAmérica, novela sin novelist

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1. La narrativa como reconocimiento. Desde que Luis Alberto Sánchez diera forma de tesis (enAmérica, novela sin novelistas) a lo que tan frecuentemente se habían preguntado los latinoamericanos, en particular aquéllos acuciados por los problemas de sus sociedades, a saber, jpor qué esos fabulosos personajes y esas increíbles situaciones que cotidianamente vivían los pueblos del continente no eran abordados por los narradores, si no fuera posible en el nivel de la objetiva realidad, al menos procurando apresar los rasgos esenciales de las vivencias y esforzándose por interpretar sus originales condiciones? desde entonces podemos considerar avivado un debate que es casi tan prolongado como los años de vida independiente que lleva América Latina. Dicha discusión ha estado demasiado inficionada por las cartillas programáticas que con frecuencia se agitan fente a los escritores, demandándoles que ofrezcan a sus correspondientes comunidades imágenes válidas de sus vicisitudes y, sobre todo, esquemas concretos y vívidos que les pwmitierah comprender esos fenómenos que los ciudadanos cultos comunes no pueden

incorporar a una visión coherente del universo. Sólo para quienes desconocen los grandes debates de la vida intelectual del xix esto puede parecer novedad. Incluso puede percibirse, en ellos, la persistencia de una problemática que los neoclásicos del X V I ~ Ihicieron suya y que los románticos del XIX transportaron a la concepción del "poeta civil", para que luego la recibieran los realistas y naturalistas finiseculares y levantara cabeza con nuevas vestiduras en el regionalismo del xx y en la subsiguiente narrativa social. Si se rastrean los orígenes del debate, se percibe que éste ha venido versando sobre un reducido número de tópicos, donde persisten viejas tesis decimonónicas que adquirieron su forma teórica en el naturalismo; la panoplia de las tesis tainianas y en general del cientificismo del XIX; la lección del positivismo, que a veces simplemente se enmascara de marxismo sin tener de éste más que una convencional etiqueta. Esos tópicos hablan de "reflejar" el medio, de "retratar" la realidad ambiente; de "contribuir" al proceso de transformación, sobre todo si se aspira a .la revolución o a la construcción de algún nuevo tipo de sociedad (sea burguesa o proletaria o campesina). La buena intención de todos ellos, incluso la justeza de muchas de sus demandas a los escritores, naufragó frecuentemente: a

causa de sus planteas elementales, que se circunscribían a fijar un catálogo de asuntos preferentemente sociales; a causa de su ajenidad respecto a los verdaderos procesos de la creación estética y del funcionamiento del imaginario artístico, y sobre todo por responder a las premuras políticas y sociales del respectivo momento que formulaban los conductores de movimientos, quienes, por no percibir la sutil composición del arte y su profundo y rico funcionamiento social, fueron llevados muchas veces a rechazar las que eran mejores -por más nuevas, originales y perspicacescontribuciones de los escritores a la vida social, prefiriendo en cambio los productos ya consolidados pero por lo mismo pasatistas, a los que se reclamaba simplemente un cambio de signo ideológico. En verdad, lo que se ha demandado frecuentemente es un nuevo Facundo, pero con una tesis exactamente inversa a la propuesta por Sarmiento; o un nuevo Los de abajo, pero con una ideología que se oponga a la desalentada que allí manifiesta Mariano Azuela; o una nueva Doña Bárbara, pero empleando una simbología que se adapte a los requerimientos de nuevos sectores emergentes en el horizonte social, en reemplazo de la pequeña burguesía progresista cuya ideología instrumenta narrativamente Rómulo Gallegos. Tal

contradictorio manejo de los modelos dio nacimiento a literaturas programáticas donde se presenció el espectáculo de una contradicción entre soterradas perspectivas idealistas y los afanes realistas explícitamente pregonados. Transportar la pugna al seno de la obra literaria resultaba la mejor forma de empobrecer sus posibilidades creativas, de disminuir ese poderoso aliento de reinterpretación del universo que está en la base de las mayores obras de arte. De los diversos tópicos de esta demanda ninguno más insistentemente reclamado que el correspondiente a uno de los más singulares, si no el más singular, de los padecimientos latinoamericanos: las dictaduras, más o menos paternalistas, de los hacendados elevados a la primera magistratura y que durante decenios rigieron sus países como lo hacían con sus vastas haciendas, o de los militares que intentaban trasladar la conformación del cuartel a las formas de la convivencia social, o incluso de aquellos raros profesionales inbuidos de mesiánica e ilustrada fe en que habían sido ungidos como protectores, guías y únicos intérpretes de la voluntad popular. Todos ellos se mantuvieron en el poder contra las deducciones lógicas de los analistas intelectuales, sus ajedrecísticas demostraciones de que tal situación era aberrante y no se compadecía

con los legítimos intereses de las sociedades americanas. Para estos analistas (y es entre ellos que se sitúan, por razones de oficio, los escritores), resultaba casi incomprensible el fenómeno: era un escándalo de la razón y de la civilización. El hecho de que estos grupos sociales obedecían a las líneas avanzadas de la modernidad universal, se habían educado en el comercio de los más recientes libros europeos y de sus formas de sociabilidad, las cuales devenían el modelo ideal, eran ejercitantes asiduos de las teorías del derecho y de los principios humanistas, permitió que avizoraran lo anacrónico y retardatario de los sistemas políticos de gobierno que pusieron en práctica los dictadores, aunque al principio no fueron capaces de establecer una vinculación entre esa estructura política y la social y económica de sus respectivos países. Como las dictaduras, contra toda crítica razonable, persistían y aún persisten hoy (aunque dentro de otras perspectivas socio-económicas) los grupos intelectuales se transformaron en la punta de lanza de un empeñoso movimiento para trasladar de cualquier manera los modelos extranjeros a tierras americanas, lo que en algunos puntos del continente (Argentina) se consiguió con ingente esfuerzo y respondió en buena parte a la disciplinada tarea de sus intelectuales, apoyándose en los intereses

comunes que tenía con países europeos. E l giro que se produjo en la interpretación del fenómeno sobrevino a fines del xix y en cierto modo respondió a la lucidez interpretativa de José Martí, aunque su solución equilibrada e intermedia no fue la misma de la que ofrecieron otros intelectuales dentro del clima instaurado por el positivismo en las últimas décadas del siglo pasado. En su ensayo Nuestra América, Martí reclamó una nueva perspectiva para comprender la realidad de las sociedades latinoamericanas, para poder interpretar con mayor fidelidad (y también humildad) la verdadera situación de los pueblos americanos, recomendando que se partiera de la vida convivida a la búsqueda de las interpretaciones teóricas y de las soluciones prácticas, obviando así el figurín importado, por bueno y codiciable que fuera. "Por esta conformidad con los elementos naturales desdeñados, han subido los tiranos de América al poder y han caído en cuanto les hicieron traición. Las repúblicas han purgado en las tiranías su incapacidad para conocer los elementos verdaderos del país, derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar con ellos." Si para la ardiente fe en el hombre, de Martí, este cambio en la perspectiva interpretadora de las dictaduras permitía avizorar con confianza el futuro, en la mayoría de los inte-

lectuales, exactamente al revés, provocó el mayor desaliento. Si el dictador no era una aberración sino el producto de una relación profunda con la sociedad latinoamericana a la que expresaba cabalmente, en especial respecto a las vastas masas incultas que constituían la inmensa mayoría, no había entonces esperanzas de redención, vistas las características que esos intelectuales observaban en sus pueblos. El "pueblo enfermo" fue la consigna que en César Zumeta, en Alcides Arguedas, en Octavio Bunge, obtuvo teorizaciones y llegó a determinar comportamientos personales, generando el pesimismo de los intelectuales del periodo que designamos como "modernista" o su secreto hermano gemelo, el "utopismo", que puso en el futuro, donde se pudiera producir la palingenesia de ese pueblo, la eventualidad de la sociedad democrática. Ambas perspectivas, sin embargo, confirieron un nuevo sitial a la figura del dictador, aunque sólo dentro del círculo bastante estrecho de los intelectuales. Fue necesaria la incorporación de las fi losofías socialistas a América Latina desde la década del veinte, pero sobre todo la intensa tarea de los historiadores revisionistas que muchas veces provinieron de un reavivado concepto nacionalista escasamente fecundado por el marxismo, para que se ampliara el círculo de quienes

examinaron con ojos nuevos el fenómeno del caudillismo y de la dictadura. El grado en que estos comportamientos sociales aún siguen poniendo su marca sobre América Latina puede rastrearse en algunos textos que, enmascarados por una terminología moderna que otorga un airecillo universal y persuasivo a sus argumentos, reitera conceptos ya expresados y confirma estas formas de conducción política que son tan antiguas como toda nuestra historia independiente. La sorpresa que en su momento produjo el folleto de Régis Debray Revolución en la revolución?, consistía en el descubrimiento, vestido con el léxico de un intelectual francés moderno, de la vieja fórmula del caudillismo, una cosa tan nuestra y tan dolorosamente entrañada en América Latina que parecía imposible que se nos la devolviera dentro de estructuras intelectuales signadas por el marxismo. La misma sorpresa (y aun el escándalo) que hubiera suscitado en sus fieles lectores, que se aproximara esa tesis a la que formulara Vallenilla Lanz en E l cesarismo democrático para justificar la concentración del poder en manos de Gómez. Al punto que la honrosa autocrítica que Debray hiciera posteriormente de su folleto no ha hecho sino corroborar su progresivo adentramiento en la realidad americana, aunque ya ella no era otra cosd que un

reconocimiento de esta América Latina, más que una modificación -que se pretendió revolucionaria- del pensamiento socialista. Porque en ese texto no se hacía sino corroborar la persistencia del fenómeno caudillista y proporcionarle, en una perspectiva ideológicamente renovada, una justificación teórica, lo que desde luego podía presentarse como desconsolador para los intelectuales aferrados a las tesis tradicionales del pensamiento socialista europeo. Se'volvía a corroborar que, aun en las sociedades del continente que se ofrecían como ideológicamente modernizadas, la realidad viviente de los pueblos seguía siendo fiel, más que en sus aparatosas capitales en la intrasociedad que llenaba su vasta área rural, a las configuraciones personales donde todo el poder quedaba en manos de un hombre providencial. Y que de allí él extraía, como pensaba Marti, el apoyo necesario para mantenerse en el poder, más que del terror, del ejército o la Iglesia. Reconocer esto es muy duro, quizás imposible, para los hombres cultos que han luchado férreamente contra la sanguinaria conducta de los dictadores, para quienes han padecido el desorden, la ignorancia encaramada, la estulticia de los oficiantes del poder, el desprecio de las vidas humanas, la incapa-

cidad para desarrollar las riquezas propias, la constante venta del patrimonio al extranjero, el desprecio a la inteligencia o la subversión de la razón, porque todas éstas también han sido condiciones propias de múltiples dictadores latinoamericdnos y a manos de sus hampones murieron muchos intelectuales y escritores. Se hizo necesario un nuevo tiempo, una nueva perspectiva, para que la luminosa frase de Marti pudiera leerse comprensivamente: "Con un decreto de Hamilton no se le para la pechada al potro del Ilanero. Con una frase de Sieyes no se desestanca la sangre cuajada de la raza india." Este nuevo tiempo implicaba una reinserción en las condiciones propias del pueblo latinoamericano, reviviendo su original manejo del imaginario así como sus concretas demandas socioeconómicas; implicaba también un cierto grado de incredulidad respecto a las tan sacralizadas estructuras jurídicas y legales; porque ellas escondían la ilegalidad y la injusticia y aun las instituían; por último, se nutría de las nuevas circunstancias históricas que vivían el mundo y la comarca.

2. Un arquetipo latinoamericano. Todo eso contribuyó a que fuera posible una nueva mirada sobre las características de esos hombres que concentraron todo el poder en sus manos: los dictadores. En esta Iínea, como en tantas otras, hay que conceder la primacía a Miguel Ángel Asturias. Por controversial que sea ya, para nosotros, su percepción del dictador centroamericano, es forzoso reconocer que la publicación de El señor Presidente (1 946) es un punto de partida de obligada mención, por lo que implica de intento de abordar la realidad latinoamericana presente a través de una figura clave que podría procurarnos la comprensión del conjunto social. En una conversación con Elena Poniatowska (en Palabras cruzadas), Alejo Carpentier subrayó que la razón que explicó en 'su momento el éxito de la novela de Asturias fue que se había atrevido a presentar "un arquetipo latinoamericano". O sea que había operado una literatura de reconocimiento, pero no al nivel de las manifestaciones externas de la sociedad sino de sus formas modelantes, de las energías inconscientes que adquirían

forma y expresión a través de precisas imágenes, como en la proposición junguiana sobre los arquetipos. En ese sentido, el dictador se le presentaba, al futuro autor de El recurso del método, como una figura que tanto decía sobre sí mismo como sobre la composición del imaginario de los hombres latinoamericanos. Incluso el onirismo que impregna la novela, la manera indirecta de abordar el personaje, el estilo encantatorio de su escritura, la reconstrucción de una ciudad fantasmagórica con sus mendigos, sus esbirros, sus añosas construcciones; la inconexión privativa de pesadilla de su articulación narrativa y aun los ocasionales ejercicios de escritura automática, se nos presentan hoy como las únicas soluciones viables para que, a esa altura de la conciencia histórica del escritor latinoamericano, fuera posible rodear la mítica figura del dictador. Lo mismo puede decirse de otro texto de la misma Iínea, que es el primero que dentro de Colombia procede a un similar abordaje: me refiero a El gran Burundún-Burundá ha muerto, de Jorge Zalamea, porque sus formas rapsódicas, la construcción del relato como un poema reiterativo hasta la obsesión, el manejo de repeticiones que evocan la fórmula

retórica del pantum, resultan también probatorios de este progresivo avance de los escritores para introducirse en la significación abavcadora de una experiencia humana que no podía ya reducirse simplemente a la aventura de un villano de western sino que debía investigarse como la coyuntura de una sociedad, a veces hasta de una naturaleza tropical. Cualquiera de estas creaciones resultaron mucho más ricas, más comprensivas de la realidad profunda, que los innumerables volúmenes de diatribas contra las dictaduras bajo formas romanceadas o versificadas que han pululado en el continente. Estas obras son los primeros y tímidos intentos de no quedarse en la airada (y justificada) denuncia que llenó las páginas de la narrativa política y social latinoamericana, algunos de cuyos parsimoniosos catálogos temáticos ha establecido Luis Alberto Sánchez. Estas denuncias fueron obras de combate, justificadas en tal medida; fueron panfletos historiando atrocidades y quedaron marcadas por el perspectivismo militante que las generaba, por su estricta función programática. Pero del mismo modo que si hoy alguien quiere tomar contacto con el universo indígena andino, más que a Huasipungo, de JorgeIcaza, consultará Los ríos profundos, de José María Arguedas, del mismo

modo la innumerable acumulación de narrativa antidictatorial largos catálogos de, crímenes-, no surte los efectos que las obras de Asturias o Zalamea si se trata de comprender no s6lo lo que hicieron los dictadores sino lo que ellos fueron y por qué lo fueron. La mera enumeración de sus errores y desmanes se enriquece con el intento de comprender al ser humano que de ellos fue responsable y, por otra parte, con el esfuerzo para reinsertarlo dentro de su medio histórico y social. Pues si se lo encara al nivel de arquetipo (y al margen del debate sobre este concepto puesto en circulación por Jung), no se buscará crear una imagen individual, o sea una biografía, sino que los elementos componentes de ella deberán absorber otros planos de significación, al menos dos: uno de ellos será histórico, económico y social, para cumplir con el carácter representativo de la totalidad humana que veía Martí en el tirano ("El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país"); otro tendrá una órbita más vasta porque traducirá las tendencias espirituales, las demandas psíquicas de una determinada colectividad, y acaso lo que no nos atreveríamos a llamar constantes sino formas específicas de un determinado es. tadio del desenvolvimiento de la cultura, uti-

lizando la palabra en su plena acepción antropológica. Con respecto al primero de esos planos, puede evocarse el desconsuelo que a cualquier hombre algo documentado en filosofía marxista pudo provocar en su momento la inicial explicación oficial acerca de la conducta sanguinaria de Stalin.&i tal fenómeno podía explicarse simplemente por razones psicológicas -un mórbido libertinaje del poder- resultaban automáticamente inútiles las tesis de Marx y de Engels así como la paciencia de sus exégetas, ya que se habría desechado un intento de explicación científica, social y económica, en aras de un retorno a las tesis del romanticismo de comienzos del xix. La explicación de la aventura del poder concentrado en las manos de un hombre que, como dice la fórmula tradicional, "es dueño de vidas y haciendas", ya no parece posible mediante apasionantes biografías, sutiles análisis de psicología profunda, como si esos seres hubieran existido dentro de batiscafos de cristal, separados de la comunidad que regían e indemnes a sus normas. Sólo puede intentarse recolocándolos en sus propias sociedades, vistas con lucidez y comprensión, en las coordenadas del poder verdadero que establece la dependencia de los centros ex-

tranjeros, en el nivel de desarroMo de sus economías y en la comtitución de la estructura social que ello inspira. Pero al mismo tiempo, todos esos factores no pueden considerarse en una simple exposición estadística de tipo socio-económico, porque esos basamentos reales engendran formas culturales específicas dentro de las cuales se mueven los hombres. Tales formas mantienen vivas múltiples tradiciones, incluso muy arcaicas como ha visto con frecuencia Carpentier; fijan comportamientos propios de cada región y, sobre todo, actúan sobre la constitución de lo que podría llamarse el "imaginario" de las sociedades latinoamericanas. Aun otorgando una génesis socioeconómica a estos valores, no es posible ignorar su capacidad para funcionar autónomamente'y para motivar la conducta de los hombres. No es necesario recurrir a una explicación religiosa sobre constantes colectivas actuando en el inconsciente humano para reconocer que el "imaginario" de los pueblos maneja imágenes que están cargadas de significación, donde se superponen diversos sentidos que responden a incitaciones personales o grupales o incluso colectivas de conformidad con el sistema de valores de una cultura. En ese venero pueden rastrearse esos "arque-

tipos" entre los cuales está la imagen del "Caudillo", del "Padre", del "Sabio", del "Señor Presidente", del "Primer Magistrado", del "Supremo", del "Patriarca", del "Bienhechor", del "Generalísimo", del "Conductor", del "Guía", del "Jefe", del "Protector", del "Comandante", del "Déspota Ilustrado", serie vastísima que se ordena sobre un eje paradigmático autorizando las incesantes variaciones de un modelo. Estos dos planos son los que se conjugan y se superponen sobre aquei individual en que se retraza la vida y el comportamiento de un hombre concreto, el dictador, proporcionándole amplitud (una verdadera caja de resonancias de mayor o menor hondura) a cual. quiera de los actos o expresiones de esa vida particular, y constituyéndole en una figura magna que entonces sí puede alcanzar una dimensjón hiperbólica. Más que un hombre es entonces una sociedad entera la que en él funciona, o las demandas verdaderas aunque soterradas de una cultura.

3. €1 art deco en América Latina. Ni esto es fácil, porque las heridas no han cicatrizado y el perspectivismo de toda escritura literaria es muy determinado por este padecimiento, ni el fenómeno, por más cambios que haya experimentado autorizando una distancia interpretativa más coherente, tampoco se ha extinguido, ni la empresa de reconocer en esta nueva forma a la figura del dictador deja de tener sus peligros en el campo de la militancia política y sociar La visión rica, compleja y sobre todo objetiva de la realidad, parece más una ilusión metodológica que una eventualidad del arte, puesto que éste siempre responde a una concepción (una "cosmovisión", diría Goldmann) donde el emisor del mensaje está incluido, y con él su clase, su cultura, su tiempo y circunstancia. De tal modo que si aspiramos a explicar las causas de una sorprendente y rica floración de grandes retratos de dictadores, dentro de la cual pueden ya incluirse tres libros capitales como E l recurso del método, de Alejo Carpentier, Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos y E l otoño del patriarca, de Gabriel García 'Márquez, pero también visiones colindantes que tienen

que ver con los efectos del poder personal (dentro de las cuales habría que poner la Conversación en la Catedral, de Mario Vargas Llosa, o los Hombres de a caballo de David Viñas) tendremos que considerar forzosamente el tiempo y la circunstancia en que estos escritores construyen sus obras, buscar explicaciones en las nuevas circunstancias que vive este continente pero también este universo, pues esas son las dos coordenadas con que se tejen las obras. La interrelación característica del siglo XX, con su prodigiosa expansión e imposición de las concepciones propias de los grandes centros del poder industrial (y sus pertinentes culturas), expansión que es un elemento adquirido por debajo de las particularidades sociales o económicas de los respectivos centros, ha hecho más estrecha que antes la inserción de América Latina a las normas de evolución intelectual que recibe del exterior, aun en el momento en que también se ha hecho más visible y robustecido su afán de independencia. Del mismo modo que el tan pregonado boom de la narrativa latinoamericana no puede explicarse coherentemente sin tener en cuenta esta expansión de la "unidimensionalidad" del mundo occidental presente y el más elevado grado de integración a sus leyes que viene imponiéndose a "Nuestra Amé-

rica" (muchas veces a contrapelo de las reales demandas de los pueblos), del mismo modo no puede comprenderse cabalmente esta renovada mirada sobre los dictadores de ayer, sin considerar una orientación muy decidida del arte europeo y norteamericano actual que ha sido bautizado con las palabras art deco y que es parte de la nostalgia y la idealización del pasado inmediato. Dentro de esa onda, que s i bien adquirió aspectos polémicos en los productos masivos del cine, también ha venido constituyéndose en la literatura como un modelo de recuperación y revisión, pueden situarse estas creaciones que recuperan a los dictadores de las décadas pasadas. Cuando no es así y se vuelve a las figuras casi mitológicas del siglo pasado, cpmo en el admirable libro de Roa Bastos, es su concepción de la escritura, marcada por las condiciones estructurales de la lingüística moderna, la que corrobora esa presenqia, que en él se alía estrechamente a los productos de una larga tarea intelectual de la región que desde hace tres décadas despliegan los historiadores revisionistas del Plata para desmontar la concepción oligárquica de la historia que impuso el mitrismo. Del mismo modo que el surrealismo europeo de los veinte fue una vía determinante para que una generación de poetas (de Ne-

ruda a Paz, de Molina a Aimé Césaire) pudiera redescubrir una entraña latinoamericana al tiempo que coordinaba su escritura con una teoría artística de voluntaria universalidad y de democratización de la concepción del escritor, cosa que asimismo ocurriera con los narradores (Miguel. Angel Asturias, Alejo Carpentier, Jorge Luis Borges, Oswald de Andrade) que se formaron en el medio propicio de la lost generation latinoamericana, del mismo modo los poetas y narradores maduros de las generaciones posteriores procuraron ahondar el camino de un adentramiento en las sociedades de "Nuestra América", manejando a la vez los recursos que las circunstancias forzadamente expansivas de los centros mundiales les procuraron, en la medida en que tales recursos implicaban operaciones estructuralmente emparentables con las condiciones específicas del continente, y por lo tanto aprovechables con utilidad. Si esa tarea mediadora admite muy diversos grados, que van del inútil mimetismo a la mayor concentración sobre la tradición regional, su punto óptimo se ha situado en el manejo de aquellas incitaciones teóricas externas que se han revelado más productivas para la recuperación renovada de las formas, situaciones, fenómenos idiosincrásicos de nuestras sociedades. El art deco, que obedece a múltiples y en-

contradas proposiciones pues unifica líneas casi opuestas, ha permitido volver la mirada hacia un pasado reciente que sigue vivo, dentro del cual aún nos movemos, mucho más en estas ciudades latinoamericanas que se construyeron en la vorágine urbana de la especulación edilicia de los treinta y los cuarenta hasta parecer todas ellas enormes dioramas deco donde cada cornisa, ventana o monumento no parece haberse desprendido aún de los hombres que allí vivieron, del dictador que inauguró ese obelisco, esa estela, esa carretera. Como siempre, América Latina ofrece, en estos casos, una imagen más acentuada que la extranjera: si los muy discutibles conceptos del "real maravilloso" de Carpentier o de la "escritura automática" de Asturias (hijos directos del surrealismo francés), más que en los maniquíes o "cadáveres exquisitos" de París, se recuperaban vivientes entre las creencias de los negros haitianos o en la algarabía de los mendigos guatemaltecos, el deco no es entre nosotros nostalgia de juventudes pasadas que al llegar a la madurez y a la inminencia de la muerte se vuelven a atrapar en el consabido caleidoscopio, sino permanencia de cosas que están viviendo. De ahí que su condición ornamental, gozosa y libre, no pueda desprenderse de la pasión con que se la padeció: hay en esos objetos mucha

sangre que no ha secado todavía, lo que explica que la polémica que cualquier recons- 4. La intimidad del trucción de este tipo puede ocasionar será hombre-poder. entre nosotros dotada de mayor beligerancia y acidez. No obstante, hay que hacer un sitio aparte, En los casos de novelas sobre dictadores, dentro de esta tarea de reconstrucción, a los comprender es dar un salto en el vacío, sobre narradores (y también a la crítica histórica y esa inmensa distancia entre el ejercitante del sociológica que está revisando esos periodos poder y los hombres gobernados que lo han pasados cerrados a candado por la "divisa" y contemplado desde fuera. Los ciudadanos suel "rencor") para distinguir su proyecto de la frieron prolongadas dictaduras que, por ser demasiado fácil tendencia a la celebración tales, implicaron la concentración del poder consagratoria del dictador que en las nuevas en un muy reducido grupo de personas, a sociedades latinoamericanas se viene cum- veces en un solo hombre, tal como se ha pliendo. Los narradores no buscan incorporar venido pensando con cierto simplismo resal panteón de las glorias nacionales a los dic- pecto a la estructura de dominación. A ese tadores y a sus esbirros, sino que pretenden grupo o a esa persona no tuvieron acceso los comprender un pasado reciente cuya sombra escritores, ni en general los intelectuales, ni la se proyecta hasta hoy. Aunque tal empresa, inmensa mayoría de la población; de él sólo como ya había sospechado Nietzsche, aca- conocieron los que para algunos fueron nerrea imprevistas consecuencias: de compren- fandos crímenes y para otros una protección der a perdonar, el camino se hace más corto. derramada desde lo alto, efectos dispares de Pero a la vez, si no se comprende, mal se la acción de un hombre que por lo tanto llegó puede avanzar en el adentramiento en nuestra a ser la suma de los enigmas. En los textos de realidad, en sus auténticas condiciones y sin- Asturias y de Zalamea es visible esta lejanía gularidades, lo que es indispensable para el que los obliga a contemplar desde afuera a proyecto de su transformación. esas figuras enigmáticas, introduciéndose tímidamente en la intimidad del palacio presidencial. Los nuevos narradores, en cambio, dan el

salto en el vacío: no sólo entran a palacio, husmean sus rincones, revisan las variadas guaridas del gobernante, sus residencias europeas, sino que se instalan con soltura en la conciencia misma del personaje y de ese modo ocupan el centro desde donde se ejerce el poder y ven el universo circundante a través de sus operaciones concretas. Se trata de una drástica inversión de la visión. Por eso, sean cuales fueren los rasgos particulares que adoptan los diversos dictadores, la unidad de los actuales textos narrativos sobre ellos radica en que interrogan directamente el poder omnímodo, ven su pleno funcionamiento, descubren los motivos ignorados de sus acciones, las benéficas y las perversas, diseñan los mecanismos de su terca y en apariencia ilógica continuidad histórica. En esta búsqueda se trasunta la situación de la cual parten, porque lo que les atrae es un rasgo que me parece más propio de nuestras acrecidas sociedades latinoamericanas (en demografía, en complejidad estructural, en robustecimiento del poder) que de las patriarcales comunidades que, como extensas haciendas, rigieron los dictadores evocados. Rasgo que siendo difícil de abordar a nuestro nivel actual, puede en cambio ser asumido por la nueva literatura en su versión prece-

dente, cuando la totalidad de los resortes de un estado podían ser aparentemente pulsados por un solo hombre y por lo tanto podían ser examinados a través del comportamiento de este hombre. El punto de mira es semejante al que orientó la pesquisa de Kafka, salvo que éste vio el poder a través del desconcierto del homo domesticus y ahora lo que nos pregund tamos es directamente cómo funciona, aunque todavía no podamos aspirar a revisar nuestro actual estado de poder, sino un homólogo más simple. Cuando Bertolt Brecht intenta acometer frontalmente el asunto, en su novela Los negocios delulio César, aunque de hecho está revisando el funcionamiento de la City, apela asimismo a un ejemplo del pasado que le permite una composición persuasiva pero más sencilla. En las novelas recientes sobre dictadores latinoamericanos, percibimos el poder a través de esa figura carismática que lo ejerce, la cual dispone en apariencia de toda la potestad humana. Nuestra percepción del poder es la de la persona que lo ha conquistado y a él se aferra hasta ser nada más que eso, poder. Otro nivel, probablemente más complejo y más abstracto, será necesario para que un escritor intente ofrecer a la mayoría de los ciudadanos

el panorama de las fuerzas que actúan y se combinan para dominarlos, sin tener que percibirlas reunidas y absorbidas por una conciencia humana solitaria. Pero además, en este modo de aprehensión del personaje parece registrarse la tardía respuesta al reproche que formulaba Ciro Alegría a la novelística latinoamericana, de no ser capaz de crear ese elemento clave de la narrativa europea deci monónica: el personaje. Aunque el debate ha perdido interés y la galería de figuras ofrecidas por la narrativa del continente en los últimos decenios compensa de todas las posibles ausencias anteriores, sin contar que el problema mismo ha tenido superación con el planteo más reciente sobre la novela sin personajes, es cierto que en' estas creaciones se percibe esa pasión del personaje que es otro más de los múltiples testimonios del rico conservadurismo que es peculiar aun de la más renovada creación novelesca en América Latina. Aunque esto no place a los escritores, quienes siguen rotando sobre las aporías de la vanguardia y por lo mismo ambicionan ser considerados como avanzadas en la conquista de nuevas tierras de la narrativa, la verdad es que lo peculiar de la'nueva novela latinoamericana ha sido su capacidad de revivir el género, restaurando dentro de un

nuevo lenguaje literario algunos de sus distintivos pasados, entre ellos la capacidad de construirse totalmente en torno a un personaje como en las brillantes épocas flaubertianas o stendhalianas. El personaje, como producto de una sociedad que en él se recupera simbólicamente y cuyos debates dentro de él se registran como en perfeccionado sismógrafo de lo humano, ha sido la pieza constitutiva de la gran narrativa del XIX europeo: con nuevo esplendor revive en estas creaciones nacidas en la periferia de la cultura europea, las cuales, como casi todo el arte que ella ha proporcionado en el último siglo transcurrido, pueden definirse con la insignia de Rubén Darío: "muy antiguo y muy moderno".

5. La desilusión del civilismo. En una reciente discusión sobre algunos filmes del art deco europeo (en los Cahiers du Cinéma), Michel Foucault explicaba esta orientacicón artística como un producto de la nueva sociedad tecnificada, burguesa, pactista, como una derivación del horizonte con-

sewador que ella promovía, pretendiendo la reconciliación del cuerpo social dentro de un estrecho economicismo. Los remedos de tal tipo de sociedad son tan débiles y superficiales en América Lafina (algunas capitales con desarrollados sectores terciarios subsidiados por los servicios estatales, superfetaciones que esconden mal la debilidad de las estructuras industriales incipientes) que cuesta ver en ellos el origen del movimiento similar que recorre el continente y tampoco es posible atribuirlo meramente a una actitud imitativa si se considera la excelencia artística de los productos ya obtenidos. Quizás haya que ver aquí esa maduración interna a la que aludíamos, en el sentido de recuperar en toda su amplitud las enigmáticas fuerzas que han movido la historia latinoamericana, como en otro orden lo ha testimoniado la poderosa corriente nacionalista del revisionismo histórico que, aunque nacida en la Argentina, es ya propia de todos los países y ha venido desmontando la concepción liberal de nuestro pasado. Pero también una generalizada desconfianza acerca de las explicaciones que la burguesía liberal y civilista dio mecánicamente de las dictaduras (en especial militares) que cubrieron el continente. Las diatriba~sobre los dictadores sólo podían haber

persuadido a los ciudadanos si las nuevas sociedades, creadas a la caída de aquellos, hubieran cumplido con las promesas formuladas. En muchos casos lo que vino después no era mejor que lo que había antes y la distribución del poder dictatorial omnímodo entre rapaces grupos económicos no podía resultar solución satisfactoria para las mayorías que, en muchas ocasiones, continuaron su tradicional viacrucis. Con la sola variante, en menos, de un mayor desamparo, porque ni siquiera se les ofreció la compensación ilusoria de que había allá lejos un "padrecito" que quizás velaba por ellas. En la medida en que la sociedad continuá siendo, en líneas generales, la misma, no se produjo la mutación de su orden económico y social y por lo tanto no se le concedió a los vastos conglomerados mantenidos en la marginalidad y el infantilismo, la posibilidad de ingresar a la participación y a la vida adulta, al simpre prometido y siempre postergado "orden democrático" que sólo puede ser afianzado por lo que en los textos de 1810 se llamaban "los derechos del hombre y del ciudadano", mal se podía entonces continuar con la diatriba mecánica sobre el poder personal. La gran sorpresa posterior a la caída de algunos grandes dictadores (Perón, Vargas,

Rojas Pinilla, Pérez liménez, etc.) fue la nostalgia de ellos que llegb a provocar la aglutinaci6n de enormes masas de desposeídos que reivindicaban su retorno al poder. A esto puede agregarse una también generalizada desconfianza por las tradicionales formas de la estructura jurídica del Estado, particularmente en aquellos países donde los políticos fueron arrastrados a los mismos intereses económicos de los grupos oligárquicos, perdiendo así el aura moral que los circundara en el xix y en buena parte del xx, cuando todavía eran los austeros "doctores" que guiaban a los pueblos. S i todavía se recuerda que el mismo ejército o el poder despótico asumieron rasgos populistas y que fuertes sectores del pensamiento de izquierda, como el castrismo latinoamericano surgido del ímpetu de la Revolución cubana, adoptaron un ostensible desdén por las instituciones y los códigos constitucionales, se podrá comprender algo de las ingentes modificaciones ideológicas que respaldan esta investigación actual sobre los antiguos dictadores y que ha dado estudios sociológicos, políticos, económicos, ha proporcionado una considerable masa de revisión de la historia y ahora ha venido a depararnos un ciclo de grandes novelas. Si es común el impulso que recorre América Latina, permitiendo que Cipriano Castro o el Doctor Francia o Rosas o Perón o Vargas o Estrada Cabrera o Trujillo (iy cuándo Porfirio

Diaz, Gómez, Machado?) sean revisados, no son iguales entre sí estas figuras como no son iguales las áreas culturales en que surgieron y a las que expresaron. América Latina es una y múltiple, acechada por formas semejantes, padeciendo sufrimientos similares, pero viviéndolos dentro de culturas regionales específicas, claramente delimitadas. En ellas, hasta la denominación del tirano varía: tenemos dictadores, patriarcas, caudillos, conductores, déspotas, generalísimos y hasta "Supremos". S i Alejo Carpentier opta, con justificadas razones derivadas de su cultura y de su reiterado proyecto de exploración de las relaciones Europa-Latinoamérica, por el arquetipo del déspota ilustrado educado por el modernismo y el positivismo epigonales, pero bragado como hombre de armas tomar, Roa Bastos lo hará por la mítica figura del hombre que se constituye en la nacionalidad misma dentro del estilo neoclásico y a la vez alucinatorio de los orígenes revolucionarios de la América independiente; y Gabriel García Márquez, que ha sido el fiel historiador del Caribe concebido como una sola nación desparramada sobre las islas y las costas del continente, por el "patriarca" isleño que se pudre centenario aferrado al poder sobre el cual ha sido abandonado como un trasto inservible por los marines norteamericanos. Si cada uno hace una opción diferente es porque reconocen las tradiciones específicas de su respectivas áreas culturales con las cuales nutren su obra y la circunstancia histórica desde la cual formulan su mensaje. Es allí donde se funda su autenticidad artística.

1. Una construcción totalizadora. Un monumento narrativo. Una de esas invenciones fuera de la serie consabida de la novela a que estamos habituados, suerte de monstruo o animal mitológico de los que algunas -pocas- veces irrumpen en la literatura latinoamericana, la desbordan con su excepcionalidad algo aberrante y al tiempo dan la medida de sus potencialidades. Una eventualidad creativa que el siglo xix parecía haber agotado con obras como Os Sertdes o el Facundo, y que el siglo xx, ya tan disciplinadamente profesional, no se había atrevido a encarar hasta la irrupción de la más reciente narrativa, cuando ésta comenzó a hacer trizas los modelos recibidos y decidió asumir virilmente la contradictoria totalidad cultural del continente. Tampoco hay antecedentes en la producción narrativa de Augusto Roa Bastos, y a pesar de que esta obra se encadena con su excelente novela anterior Hijo de hombre (a la cual se refiere el Doctor Francia en una de sus libres previsiones, casi censurándola bajo el rótulo de literatura de los emigrados), convirtiendo retrospectivamente aquel libro de

1960 en un tímido abordaje del asunto magnificente a que se consagra Yo el Supremo, (Buenos Aires, Siglo XXI, 1974) la literatura anterior del novelista paraguayo no permitía inferir esta desmesurada invención, este inclasificable libro (historia, novela, ensayo sociológico, filosofía moral, biografía novelada, panfleto revolucionario, documento justificativo, poema en prosa, confesión autobiográfica, debate sobre los límites de la literatura, cuestionamiento del sistema verbal) que es en los hechos una infatigable requisitoria nacida de una conciencia en vilo, revuelta y convulsionada como su tiempo, a la que pone en llaga viva haber asumido todos los conflictos de un hombre latinoamericano. No bien publicado, se constituye en un obligado punto de apoyo de la literatura latinoamericana, o, más exactamente, en un testimonio clave sobre la cultura original de "Nuestra AméLa obra anterior de Roa Bastos se ordena en torno de este sol como un servicial sistema planetario, para que podamos percibir de dónde procedía la fragmentaria energía que, por repentinos chispazos, animaba su escritura; cuál era la fuente de su contenida y opacada vitalidad que ahora se conquista mediante un esfuerzo que podría adjetivarse de sobrehumano porque se trata de asumir

en un personaje hist6ric0, en un escritor que también pertenece a la historia, pero la de nuestro tiempo- el movimiento secular de una cultura clara y concretamerite enraizada en un pueblo, en un medio físico, en sucesivas circunstancias de su terca voluntad de perviwncia y de creatividad. Porque es forzoso reconocer que esta obra individual -hija del talento de un hombre- es un país, un pueblo, la cultura que pacientemente elaboró a lo largo de muchos siglos, es el Paraguay entero, esa madre de naciones como alguna vez se la llamó, el soterrado corazón de la América meridional a la cual procreó y alimentó y donde, por primera vez en tierras sudamericanas, se constituyó un pueblo nuevo, hijo de una fusión de las culturas tupí-guaraní y la del conquistador hispánico, ímprobo esfuerzo para constituir una nacionalidad americana original. Tal proyecto fue sin cesar frustrado y comprimido por las potencias ribereñas del océano Atlántico (Brasil, aunque principalmente Buenos Aires), dóciles trasmisores de los imperios extranjeros, que se aplicaron a destruir sus propios orígenes mestizos y a aniquilar el testimonio vivo de lo que pudo ser una "otra América". También contribuyeron a esa sujeción los muchos gobiernos ineptos que se abatieron sobre el país y que desde 1947 forzaron el exilio de muchos de sus intelectuales, pero es comprensible que el emigrado Roa Bastos no atienda en esta ocasióc a esa parte contemporánea y se diría que menuda de la historia política paraguaya, cuando está revisando un panorama de quinientos años desde una perspectiva casi antropológica, lo que obliga a una drástica jerarquización en la importancia de los sucesos políticos y sociales. Sin contar que, puesto en tal perspectivismo secular, estos mismos hechos contemporáneos comienzan a trasladarse, a alterar los signos valorativos con que se los tenía$sujetos, pasan a ser debatidos dentro del gran enjuiciamiento del pensamiento liberal que desde hace dos décadas se registra en América Latina y se asumen como una subrepticia autocrítica. El afán de totalidad, en los más variados campos del pensamiento y el arte, rige la composición de la obra, en lo cual se advierte el indisimulado desdén del autor por tantos productos menores, artificiosos y ahogantes como vinieron cubriendo la literatura latinoamericana, especialmente en los mayores enclaves urbanos donde poderosos y alienados sectores les han prestado un desmesurado patrocinio. La literatura convertida en un pa-

satiempo menor para consumo de enajenadas élites, no obstante la calidad artística de muchos de sus productos, pareció subvertir el poderoso aliento creativo que distingue las mejores tradiciones literarias del continente y, sobre todo, contribuyó a una minuciosa fragmentación de la sociedad, destruyendo así los vínculos que a través de las creaciones literarias buscaban religar la comunidad nacional e interpretar sus grandes cometidos históricos. Una literatura de mandarines que habrían renunciado a toda eventual conducción de sus sociedades, transformándose en convalidadores subrepticios de las peores formas del statu quo opresivo vigente, ha alcanzado predicamento suntuoso en Buenos Aires, Mkxico o Sao Paulo, estableciendo una cesura inoportuna con las tradiciones culturales regionales a las que pretendió opacar o simplemente negar, Lo que se pretendió negar, implícitas mente, fue la existencia de una totalidad de la cual es parte central el mismo pueblo latinoamericano en sus más variados estratos: la visible falta de percepción de este pueblo que anima muchos de esos productos.como una forzada coartada para poder legitimarlos, el desdén o la ignorancia por el robusto pasado latinoamericano (que incluso ha llegado a posesionarse de algunos grupos de la avanzada revolucionaria), sobre todo el descreimiento en la capacidad creativa del hombre, en su papel protagónico dentro de las sociedades, son algunos de los elementos de esta elisión de la totalidad cultural. Retroceder ciento cincuenta años para retornar a los orígenes revolucionarios de las sociedades americanas, a ese momento del pueblo en armas que se reconoce a sí mismo como protagonista de la historia y funda la primera independencia, postula un retorno a las fuentes vivas de esta totalidad humana y por ende cultural, para recuperar un impulso que está muy lejos de haber muerto y que sólo ha sido preterido o escamoteado en esos numerosos productos de la literatura alienada contemporánea (que no es lo mismo que la literatura de la alienación); implica restablecer la comunicación con el conjunto de la sociedad y sus más urgidas demandas y volver por los fueros de las capitales funciones del escritor, las que hacen de él un avezado intérprete de la singularidad cultural. El tono iracundo que anima todo el volumen no es sólo el del Doctor Francia enfrentado a las dificultades del momento, a la pugnacidad de los enemigos, a los desfallecimientos de sus propios acompañantes, sino tam-

bién el del autor cuyo combate no se establece con la sociedad sino con la literatura y con el medio intelectual (Buenos Aires) en el que ha vivido cerca de treinta años de exilio. Dos grandes debates se superponen y se confunden en este libro: el del "Dictador Supremo" que trata de salvaguardar una doctrina trasmutándola en la vida de un pueblo, encarnándola en un proceso histórico que se expande hacia el futuro y defendiéndola de enemigos embozados o confesos, y el de Augusto Roa Bastos, procurando llevar adelante su convicción de una literatura viva, moderna e inserta en la sociedad, defendiéndola de la nube de confusiones y engaños en que vive circundada la operación literaria actual, proyectándola hacia un porvenir abierto y transformado. Siendo combates muy distintos, hay entre ellos un paralelismo que ha permitido a Roa Bastos trasfundirse por un momento en su personaje (para de inmediato distanciarse y verlo críticamente) y dotarlo de un erizado espíritu be1igerante que establece un imprevisto y original sistema de equivalencias entre el dirigente político y el escritor militante: cada uno de ellos cumple su.propia lucha, en sus específicos campos, pero esas tareas son estructuralmente afines y concurren a resultados emparentados. La explicación de esta concurrencia de ambos, se extrae de que tanto el dirigente político como el escritor (cuando éste visualiza con tal amplitud su cometido creativo) son los que tienen que verse con la totalidad social desde un sitio realmente privilegiado, puesto que ocupan el centro de su funcionamiento dinámico, registran su multiplicidad, su desbordante complejidad, detectan las leyes que principalmente operan en el conjunto, se aproximan a la perspectiva histórica y cumplen la acción más notoria en la aceleración del proceso. Tal equivalencia entre el dirigente político y el escritor está en la base de los muchos conflictos que los han enfrentado (y seguirán enfrentando) cuando se produce una divergencia entre sus interpretaciones de la totalidad. Cuando en cambio estas interpretaciones son convergentes a partir de los separados y específicos campos de trabajo, podemos decir que estamos en presencia de una coherente, eficaz, productiva animación de la totalidad social y cultural. Es ese el caso de Yo el Supremo, donde el combate moderno del escritor dentro de la literatura es equivalente al combate antiguo del dirigente dentro de la sociedad. Como estamos en presencia del punto inicial y el por el momento último de

un fragmento histórico que tiene ya siglo y medio de existencia y ha estado ocupado por la tarea de un pueblo, es la continuidad, permanencia y creatividad de éste la que resulta certificada por tal equivalencia. El aura revolucionaria que circunda esta construcción artística en su intrínseca especificidad literaria, "dice" con precisión otra aura revolucionaria, la del pueblo, la de su cultura original, que la sola existencia de esta obra certifica cumplidamente.

2. Revisión de la teoría de la novela. Para realizar su proyecto, Roa Bastos debió ante todo revisar la teoría vigente de la novela en América Latina. Desde que ésta adquiere autonomía, en tanto género literario, cosa que en nuestro continente sólo se alcanza en el filo del 900 por obra de los naturalistas (contemporáneos, al fin, de los "modernistas", que establecen la autonomía de la literatura, remitiéndola a una función "ideologizante" por encima de las restrictas divisiones partidistas políticas) y sobre todo de los regionalistas de las primeras décadas del xx, desde entonces es el concepto de una ficción orgánica y coherente (por más representativa de las vicisitudes contemporáneas que se la proponga) el que fija las condiciones del ejercicio narrativo. Éste se desprende progresivamente de las adherencias con otros géneros literarios, en especial los correspondientes a la ensayística política y social con los que estaba mixturado, hasta crear un orbe específico. Los intentos más recientes de construir formas literarias que se desentendían de las compartimentaciones de'géneros (las notas bibliográficas trasmutadas en cuentos por Borges, los poemas en prosa que devienen cuentos en el caso de Octavio Paz) no habían dejado de prescindir voluntariamente de la materia documental, de los análisis didascálicos o de las teorizaciones filosóficas, que parecían impertinentes a la literatura. En especial a la novela, a pesar de que ella, desde su origen, ha estado empedrada de esas largas disertaciones que, de Richardson a Tolstoi, detienen la fluencia de la acción y acumulan lo que Mary McCarthy definía como una "sabrosa salsa". La narrativa presente procuró desprenderse de esos materiales y reducirse a una pura ficción que por sí sola resultara "di-

cente" de la estructura ideológica que se proponía trasmitir, lo que sin embargo no dejaba de comportar un progreso respecto a la teoría de la poesía descendida del romanticismo y el simbolismo, donde el "discurso de las ideas" resultaba excluido de antemano, lo que ya motivara el enjuiciamiento de Galvano della Volpe en su Crítica del gusto (1960). Como ya parece privativo de los intentos de revisión de sistemas literarios vigentes, el camino que en esos casosse recorre pasa por un previo retorno a las fuentes lejanas, aquellas en apariencia obsoletas. Si con algo puede emparentarse la novela Yo el Supremo, es con los mixturados productos del siglo XIX cuya especificidad literaria ha sido. reiteradamente cuestionada. El mismo debate que ha acompañado al Facundo (1845) y a Os Sertdes (1902) puede rtponerse con respecto a la obra de Roa Bastos, aunque evidentemente en un nivel de más alta complejidad porque él, a diferencia de sus antecesores decimonónicos, es ya un narrador formado en las teorías contemporáneas de la especificidad de la novela. No pertenece a la época cultural latinoamericana en que las diversas funciones intelectuales (que desde el 900 comenzaron a independizarse, dándonos por separado el estudio sociológico, el planteo político, la ficción artística, el periodismo de actualidad) aún se encontraban reunidas en las pocas personalidades capaces de ejercerlas todas indistintamente y aun otras como la abogacía, la ingeniería, la diputación y hasta la presidencia. Del mismo modo que ha podido decirse que Gabriel García Márquez, para construir su original novela Cien años de soledad, ha debido retornar por los fueros del folletín por entregas del XIX o los de la paraliteratura popular, revisándolos desde un ángulo decididamente moderno (cosa que en cambio no consigue hacer plenamente Ariano Suassuna en su Romance d'a Pedra do Reino (1971 ), puede decirse de Augusto Roa Bastos que ha debido pasar por esa nutrida literatura testimonial, política y sociológica del xix que muchas veces los críticos deben rever cuidadosamente para poder incluirla en la ficción literaria tal como hoy día la concebimos, pero revisando ese nutrido y confuso material gracias a una perspectiva moderna y aún más, actualísima, de la creación literaria. Esa insignia que marca a tantos de los narradores latinoamericanos actuales a pesar de haber sido acuñada por Rubén Darío ("muy antiguo y muy moderno"), también puede aplicarse a la tarea cumplida por Roa Bastos. Ha retornado al

pasado, ha restaurado concepciones literarias del xix que parecían perdidas, ha revisado por lo tanto la teoría imperante de la novela en América Latina (la de la "nueva narrativa" o, en términos desdichados, del "boom narrativo") pero desde una perspectiva rigurosamente contemporánea. Aun cuando se refiere a un personaje de la primera mitad del XIX, aun siendo estrictamente fiel a la veracidad histórica, aun cuando se define a sí mismo como "compilador" para evitar el término "novelista" que apunta a la idea de ficción, estamos en presencia de una tarea que responde tanto a la más reciente revaloración histórica como las experimentaciones narrativas que debemos a la lingüística sistemática de hoy. Es conveniente deslindar las conexiones de la obra con los géneros literarios reconocidos, aunque a veces parezca un debate vano. Al que puede aproximarse es al de la "biografía novelada" por cuanto estamos ante un personaje histórico real, el doctor José Gaspar Francia, ante una época cronológicamente determinada y reconstruida (los primeros cuarenta años del siglo xix) y ante un país cuyos rasgos culturales están cuidadosamente atendidos (Paraguay). Pero nada aquí corresponde a los difundidos modelos de la biografía romanceada, sino que el material histórico y biográfico ha sido subsumido por una concepción estrictamente novelesca, ha sido puesto al servicio de sus exigencias y plasmado libremente de acuerdo a las necesidades internas de la construcción artística. De los dos términos (biografía-novela) que definen el género, el de mayor envergadura es aquí el narrativo, lo que se delata en dos operaciones capitales: primero, la decidida instalación del punto de vista narrativo en la conciencia parlante y sonante del personaje histórico, acumulando un conjunto de datos que sólo por libre inferencia pueden extraerse de los documentos históricos, o sea la central construcción de un personaje como autónomamente sólo es capaz de efectuar la novela en tanto género; segundo, la ordenación literario-ideológica de los materiales históricos, los cuales parten de un detalle minúsculo que sobreviene en las postrimerías del largo gobierno del "Supremo" -la investigación de un pasquín opositor aparecido en la ciudad de Asunción- para desencadenar una planificada serie de sucesos anteriores donde confesadamente los diversos episodios reales han sido rearticulados libérrimamente entre sí (ejemplo, la doble visita de los porteños, Belgrano y

Desde nuestra instalación en el arte de la Echeverría, y de los brasileños, con Correia da Camara) para responder a los propósitos de la segunda mitad del xx, esa preterición de lo mostración ideológica, más que al suceder "mezquino y anecdótico de la narración biocronológico de los hechos. Aunque también gráfica" puede fácilmente derivar al estereola biografía puede manejar muy libres formas tipo biográfico-narrativo que ha sido frede composición, en este caso ella responde de cuente en la exaltación de los héroes por parte modo perentorio a las necesidades de una de los diversos grupos de admiradores, porestructuración narrativa, poniendo a su servi- que el concepto de "ejemplaridad" y el de cio, en los momentos que estima oportunos, "representatividad" de los conflictos sociales el material documental, y haciéndolo depen- concluyen combinándose perniciosamente der de la explanación de una tesis político- para ofrecernos la galería de "modelos", más propios del zócalo del monumento público social. Es sabida la ojeriza con que Lukács vio este que de la verdad humana. Aun aceptando la género nuevo que en la literatura sólo fue sensata observación de Engels acerca de que posible bajo el impulso romántico, y su ma- es la época la que fomenta la aparición del nera de oponerlo al que inicialmente presentó gran hombre y que si no hubiera habido un la "novela histórica" de Walter Scott. Para corso llamado Napoleón Bonaparte hubiera Lukács, padecía de una excesiva supeditación sido "otro" quien cumpliera su acción históa lo particular e individual en desmedro de la rica, es obvio que ese "otro" tendría rasgos capacidad de representar los conflictos socia- individuales que no podrían ser asimilados al les que él parecía percibir mejor en la narra- que fuera cónsul y emperador de los francetiva del gentleman conservador inglés. En la ses. Cosa más flagrante cuando nos desplaobra de Scott encontraba ya en pleno funcio- zamos de los esquemas universalistas y tonamiento los "individuos históricos" que es- mamos en cuenta la perspectiva regionalista timaba la clave de una plena representación en que se desarrolla una personalidad, de lo de la totalidad social. S i hay una obra que que no siempre fueron conscientes los teoripuede invalidar esas objeciones es Yo el Su- zadores eurocéntricos. S i algo prueba insistenpremo, porque estando rígidamente concen- temente Yo el Supremo, es la singularidad del trada sobre un individuo cuyos menores mo- Doctor Francia, sobre todo si se la vincula a vimientos íntimos recorre y explora, con es- los dirigentes de la revolución en Buenos pecial dedicación a su "tesoro personal", es Aires y a sus propios compatriotas de la pedecir, a lo que en él había de original y único, queña burguesía local. También prueba fehanunca deja de manejar la perspectiva histó- cientemente el libro la "representatividad" de rica en que se mueve y que lo mueve, su que fue capaz con relación a su pueblo, pero capacidad para estar en el centro de la con- las soluciones que a ella dio responden a rasflictualidad histórica e interpretarla cabal- gos privativos de su asombrosa personalidad. mente. En este sentido es más un "individuo Sin contar que no estamos en presencia de histórico", como prefería Lukács, que un "hé- una "hagiografía" sino de un montaje crítico, roe individual" y se le puede aplicar la defini- donde ni todo es admitido ni los reconocición del crítico (en La novela histórica, Mé- mientos opacan las censuras. Todo ello fluye con naturalidad del manejo xico, Era, 1966), aunque reconociendo que Roa Bastos la ha hecho posible sin abandonar de plurales coordenadas: la histórico-social la perspectiva estrictamente individualista: no opaca la biográfica y ambas no imposibili"La configuración de los 'individuos históri- tan la narrativa, ni tampoco esa otra subrepticos' a través de sus victorias o de su fracaso en cia coordenada que es infaltable en la novela el cumplimiento de su misión histórica, eli- histórica, como el propio Lukács subrayara, y mina de los personajes todo lo mezquino y que está representada por .el perspectivismo anecdótico de la narración biográfica, sin que que mueve al escritor a partir de las circunspor ello su destino tuviera que renunciar a su tancias históricas en que él vive y de su pecuemotividad humana. Pues se han convertido liar sistema imaginario. Pasado y presente en 'individuos históricos' justamente porque, conviven estrechamente en la novela por musegún hemos visto, el más íntimo núcleo per- chas razones: el autor está dentro de ella, no sonal de su naturaleza, sus más apasionados como personaje o escondido tras un alter ego, afanes personales, se hallan vinculados estre- sino en tanto autor, haciendo un juego a la chamente a la tarea histórica que debían vista que explícitamente quiere romper el ilucumplir, porque sus pasiones más personales sionismo de la reconstrucción histórica; también dentro de la novela están la forma y tendían justamente hacia esa meta".

circunstancias en que fue compuesta, los materiales acopiados, los legajos revisados, los documentos manejados, los cuales son reconocidos como textos escritos y utilizados encuanto tales y no, como es habitual en la biografía novelada, como parte de una cocina que se escamotea cuando la mesa se sirve al invitado de honor, al lector; finalmente porque están en la novela la vida concreta de un emigrado paraguayo en tierras argentinas, los avatares de su desarrollo intelectual, las enseñanzas de la historia contemporánea, las contribuciones de una escuela moderna de investigadores e historiadores. Es decir: el punto de vista -personal, cultural, histórico, político; humano, en el plural sentido del término- es incorporado francamente a la novela, de tal modo que la artificiosidad propia de la biografía novelada (que comparte con el modelo narrativo del siglo xix en que nació), según la cual el lector se asoma "directamente" a otro tiempo pasado y a la intimidad de un hombre real, aquí es reemplazada por una artificiosidad más sutil y menos perceptible, porque el lector se asoma tanto al pasado del personaje como al presente del autor mientras él está escribiendo un texto que es reconocido, francamente, como una obra literaria. No puede sorprender que el Doctor Francia se refiera en ocasiones a hechos que estarían fuera del horizonte de su vida personal, más allá de esa fecha de 1840 en que muere, y que no son sólo datos políticos sino incluso alusiones literarias como la que hace al tema de un cuento de J O ~ OGuimaraes Rosa (A terceira margem do rio), visto que el autor a su vez se trasmuta en el "fiel de 'echos" y lo acompaña en su adusto gabinete de trabajo. La rotunda combinación, sin escamoteos, del pasado y del presente, la conjunción de las acciones del Doctor Francia durante la revolución de Independencia y las que cumplen hoy los conductores revolucionarios de América Latina, componen un juego a la vista que rompe el ilusionismo de la novela, con la imprevista consecuencia de permitir que nos asomemos a la continuidad histórica de un pueblo americano.

3. Tratado sociológico sobre la nacionalidad. Pero tampoco la obra puede ser reducida a una actualizada concepción de la biografía novelada, puesto que la amplia "representatividad" que en ella se procura implica, como en los ejemplos literarios citados del siglo pasado, el tratado sociológico, capaz de interpretar, en este caso, no un sector presuntamente atrasado de la sociedad como los que visualizaron Domingo Sarmiento o Euclides da Cunha, sino la totalidad de una nacionalidad. Si el personaje individual, el Doctor Francia, no abandona el punto focal de la creación y si no se desatiende su particularidad humana, desde su famosa hipocondría (que ya en 1880 permitía que José Ramos Mejía lo incluyera en su galería psicopatológica dedicada a Las neurosis de los hombres célebres) hasta sus complejas y elusivas relaciones amorosas y la serie de sus tesoneras venganzas personales que tanto material proporcionaron a los libelistas de su tiempo, esa atención por lo particular del hombre va acompañada de un examen constante del marco social, de sus propósitos de conductor político, de su proyecto sobre esa nacionalidad nueva y original como fue la paraguaya. Como en la utilización que hizo Sarmiento de Facundo para analizar la naturaleza de la población rural argentina, también aquí estamos en presencia de la personalidad privilegiada si se trata de considerar el problema de la nacionalidad a que se vieron enfrentados los países creados a consecuencia de la fractura revolucionaria del antiguo imperio español. El Doctor Francia se presentó a ojos de admiradores y enemigos como la encarnación de esa nacionalidad: ése fue su gran asunto histórico, del que tuvo la más alta y clara conciencia y al que aplicó sus energías. Su propósito central, a lo largo de los treinta años que dura su actividad al frente del gobierno fue, aún más que preservar, "constituir la nacionalidad paraguaya". Sobre el punto no hay discrepancias entre los historiadores, sean nacionales o extranjeros. Si para Julio César Chaves esa nacionalidad ya existía en agraz antes de la obra de Francia, no obstante a él se debe haberla dotado del marco independiente necesario a su desarrollo: "no fue el fundador de la independencia paraguaya pero sí fue su encarnación en horas decisivas y su más constante y

enérgico defensor" (El Supremo Dictador, Buenos Aires, 1958). Por su parte, George Pendle encuentra allí la justificación del famoso aislacionismo en que sumió al país durante tres décadas: "The Supremo's isolationist policy ruined Paraguay's externa1trade; but i t compelled the Paraguayans to develop and diversify their international economy; it increased their national consciousness and selfreliance; and by preventing the influx of aliens i t preserved the homogeneity of the people" (Paraguay, a Riverside Nation, London, 1954). Rota la sujeción a España, el problema que enfrentaron las antiguas colonias fue, aún más que la fijación de las nuevas fronteras que delimitaran sobre el borroso trazado de las viejas divisiones administrativas a los países independientes, el ajuste de tales fronteras con las incipientes nacionalidades que se habían ido forjando a lo largo de los siglos de vida colonial, cosa harto difícil en las circunstancias de una guerra revolucionaria, en La subversión de la estructura social preexistente, en la desembozada intervención de los imperios europeos rivales del español, en la lucha personalista o de facciones que acompañó todo el proceso. Por debajo de los encontrados intereses de los patriciados regionales, de los nuevos estratos sociales que encontraron en la milicia su eventualidad de ascenso y de las élites intelectuales urbanas, comenzó a definirse un nuevo lazo de solidaridad que la literatura militante de la época, manejando los conceptos ideológicos de la Europa nacionalista, llevó a los más desbordados extremos de ideologización: era la patria, que puntualmente se evoca en todos los himnos, era el localismo constituido en semilla de nacionalidad. La dificultad para fijar su radio, para proponerle una definición coherente y comprensible, y sobre todo para estatuirla realísticamente sobre un determinado territorio, lo que implicaba obtener la aceptación consensual de una vasta y desligada población, dio lugar a las más variadas y a veces frustrantes soluciones, de las cuales hemos heredado esta caprichosa compartimentación continental. De las muchas soluciones, la paraguaya fue de las más originales porque respondió a un proceso secular de mestización que había constituido, bajo la Colonia, lo que el antro-

pólogo brasileño Darcy Ribeiro considera "una proto-etnia capaz de madurar como etnia nacional", una verdadera matriz cultural donde los diversos procesos de transculturación arrojaron un producto nuevo y original que podía ser la base de una específica nacionalidad americana: "La matriz asunceña de los 'pynanbís' y la jesuítica de los 'misioneros', terminaron por fundirse dando nacimiento al neoguaraní moderno, que presenta todas las características de un 'pueblo nuevo', formado por la desculturación de las matrices originales y por la sujeción colectiva como área de dominación mercantil europea" (Las Américas y la civilización, Buenos Aires, 1972). Si esa proto-etnia se distribuye por toda la región sur del continente, desde Porto Alegre hasta Buenos Aires, sufriendo ingentes modificaciones gracias a ese impacto mercantil externo señalado, donde resulta en cambio resguardada y potenciada por el dr.ástico aislacionismo que impuso el Doctor Francia y parcialmente sus sucesores, fue en el primigenio centro asunceño que regía la provincia del Paraguay. Trasmutar esa sociedad original en un país independiente, confiriendo a una cultura específica el marco de una autonomía política y económica para que, de conformidad con las tendencias de la época, se constituyera en una nacionalidad, fue el principal cometido que se fijó el Doctor Francia y por el cual batalló decenios oponiéndose a los intentos anexionistas de Buenos Aires, ciudad en la que siempre (salvo el caso de Rosas) tuvo los mayores enemigos de su proyecto y también a los intereses del Imperio del Brasil deseoso de extender su protectorado sobre esa región. Lograr que el Paraguay fuera reconocido como república independiente por parte de las demás naciones americanas y europeas, sin desmedro de sus derechos como nación soberana, constituyó su terca' empresa a la que al fin coronó el éxito pero que pagó con el aislamiento y la militarización. Es éste el asunto central de lo que, en Yo el Supremo, hay de tratado históricosociológico. Puede anotarse ya cuánto este punto debe a las aportaciones nacionalistas del revisionismo histórico que hace suyas Roa Bastos. Pero si en esta concepción de la novela como tratado sociológico vuelven a estar presentes los modelos literarios del xix, la so-

-

"La política aislacionista del Supremo arruinó el comercio exterior de Paraguay; pero obligó a los paraguayos a desarrollar y diversificar su economía internacio-

nal; intensificó su conciencia nacional y su confianza en sí mismos; y preservó la homogeneidad del pueblo al impedir la entrada de extranjeros."

lución que al tema confiere el autor dista mucho de las formas primarias que aquéllos emplearon. El autor no intenta, como Domingo Sarmiento o Euclides da Cunha, establecer una tesis interpretativa que rodea, explicita y da sentido a la peripecia narrativa sino que, aplicando las posibilidades integracionistas de la novela moderna y las libertades conquistadas por los recursos literarios, remite todo el asunto al incesante discurso del Supremo, instala el problema en su conciencia, donde es debatido, fundado, defendido ardientemente. Sólo se complementa este "monodiálogo" con una serie de documentos justificativos cuya función es la de reforzar la verosimilitud del planteo y no permitir que el lector ignorante de la historia pueda creer que se trata de una ficción b una antojadiza concepción del narrador. El tratado sociológico deviene así la biografía intelectual del "individuo histórico" perdiendo toda eventual apariencia académica o pedagógica, propias del manual ensayístico, para constituirse en la existencia viviente de una conciencia intelectual. Dentro de ella se funden los plurales rasgos de una problemática socio-política, mezclándose con los humores del hombre, sus caprichos, sus cóleras

y sus pasiones, sus menudas ocupaciones administrativas. Lejos de estar escindido el ensayo intelectual respecto a la vida cotidiana, ambos se entremezclan, se apoyan mutuamente, de tal modo que el pensamiento queda fecundado tanto por la sociedad que trata de interpretar el Supremo como por su propio temperamento particular. Es como si Facundo o Antonio Conselheiro fueran capaces de proporcionarnos fundamentación intelectual de sus acciones, las pudieran concientizar y explicar racionalmente. Esa eventualidad, difícil en los ejemplos citados, se transforma en una posibilidad real en el caso del Doctor Francia, aprovechada sagazmente por el novelista. Estamos en presencia de un letrado y no de un simple y rudo jefe de montoneros, de modo que la verosimilitud biográfica exige que se presente al Doctor Francia como el hombre culto que fue, capaz de desarrollar una teoría sobre el país y racionalizar los proyectos políticos aplicados. A la vez, esa veracidad en la creación del personaje autoriza el traslado del tratado sociológico a la composición intima del personaje y por ende d e la novela. El Doctor Francia es abordado por la novela en su función de gobernante, cuando tiene

tras de sí la casi totalidad de su dictadura y cuando el ser humano que es ha devenido íntegramente el poder. La conocida austeridad de su vida, la dedicación exclusiva a su tarea, la falta de lazos amistosos o sentimentales, la implacable soledad en que vivió hacia el fin, disuelven otros aspectos de su existencia -salvo, en el presente, el corporal y espiritual trance de la enfermedad y la muerte; salvo, en el pasado, bajo las formas de la evocación, el recuerdo de juventud y años adultos- trasuntándolo en el ejercitante del poder, en el celoso guardián de la nacionalidad y en el ansioso capitán de su desarrollo. El tratado sociológico se transforma así en la contextura narrativa central de la obra, en su íntima articulación, pero su explanación no obedece a su conocida y peculiar estructura expositiva e intelectual, sino al movimiento de la realidad en que se engendra: es una teoría que vemos sin cesar naciendo de la' praxis, justificándose en los hechos históricds, reorganizándose de acuerdo a la lección viva de lo real. Tal tratado no es una mera reconstrucción del pasado. Responde también a un perspectivismo del presente. No nace en el vacío ni es un absoluto ahistórico sino que corresponde a

la circunstancia concreta de la escritura de la novela, la cual implica el tiempo desde el cual se escribe, la situación del universo contemporáneo. Hace tres décadas que los historiadores paraguayos vienen revisando la concepción histórica liberal (y además argentina) que había sido establecida ya en época temprana por Bartolomé Mitre cuando escribió su Historia de Belgrano (1858). Con orgullo, algo olvidadizo de la aportación de sus predecesores, Julio César Chaves prologa la tercera edición de su libro E l Supremo Dictador, publicada originariamente en 1942, diciendo que hasta esa fecha "el más importante y el más original sin duda de los personajes de la historia nacional, era conocido por sus compatriotas a través de los escritos de dos ingleses y dos suizos, y los comentarios de un tercer inglés". Esta alusión a los libros de los comerciantes ingleses Robertson, de los cirujanos suizos Rengger y Longchamp y al opúsculo de Thomas Carlyle, sirve para medir la ímproba tarea cumplida por él y también por Cecilio Báez, justo Pastor Benítez, Efraín Cardozo, entre otros, para restablecer una imagen del primer gobernante del país desde una perspectiva nacional. Estas contribuciones, que se integran dentro de la gran onda del revisio-

nismo histórico que llevaron a cabo los argentinos para desmontar la historia liberal oficial, fueron base del libro de Roa Bastos. Aunque él no trabaja exclusivamente sobre sus aportaciones, sino que retorna a las fuentes documentales y las complementa con investigaciones propias, es posible pensar que sin esa corriente historiográfica no habría sido posible su creación. Roa Bastos pertenece a la misma generación en que está Julio César Chaves, la cual intentó dotar al país de una historia y una literatura propias, originales, enraizadas en sus nativas condiciones. Pero esto no es suficiente para situar el perspectivismo del libro, que también se beneficia de la remoción política y social de nuestra época, de las enseñanzas derivadas de las revoluciones socialistas modernas, las que permitieron sorprender imprevistas analogías con las revoluciones burguesas del siglo pasado, con los problemas concretos a que tuvieron que hacer frente sus dirigentes, autorizando también a desembarazarse de un conjunto de mitos, cuando no de fetiches, que en su período civilista construyeron las sociedades posrevolucionarias. Del mismo modo que el valor artístico del barroco no se hizo perceptible a los ojos de la cultura europea sino cuando ésta hizo la experiencia del arte im-

presionista (como ha probado Arnold Hauser), del mismo modo los problemas y las soluciones adelantadas por el Dictador Supremo en la primera mitad del xix para un país remecido por la revolución, no adquirieron cabal dimensión sino a la luz de las similares situaciones que se vivieron en Rusia, en'china, en Cuba, al modificarse radicalmente la estructura social. Esto vale, principalmente, para el gran tema de la crítica liberal al Doctor Francia: su ejercicio del poder absoluto, su negativa a promover las formas parlamentarias, su reticencia para la estructuración jurídica de la nación, su desatención por la cultura superior. Ya en la época, con esa desembarazada actitud ante la historia que lo caracterizó, Thomas Carlyle se había desentendido del problema mediante una romántica pasión por las grandes individualidades encarnadoras de su tiempo e intérpretes más valederas que cualquier código, de las demandas de la comunidad. Pero sobre todo Carlyle percibió que las instituciones legales correspondían a estadios evolucionados de las sociedades, a situaciones de seguridad y estabilidad económicas, a su mayor complejidad y educación. En el opúsculo que consagró al Doctor Francia (en sus Critica1and Miscellanous Essays) enfrentó esa censura que se

había generalizado en Europa y que en América difundían los prohombres del liberalismo, diciendo: "Precisamente cuando la libertad constitucional comenzaba a ser comprendida y nos lisonjeábamos de que, con las correspondientes urnas electorales y las correspondientes comisiones de registro y los estallidos de elocuencia parlamentaria, se formaría en aquellos países algo así como un verdadero pariamento nacional, se levanta este bronceado, este descarnado, este inexorable Doctor Francia, traba embargo en todo aquello y en la forma más despótica le dice a la libertad constitucional: ¡Hasta aquí!" (Thomas Carlyle, E l Doctor Francia, Buenos Aires, Anales de la Facultad de Derecho y Ciencias, traducción de Luis M. Drago). Es probable que sin la desatención por las formas parlamentarias que ha caracterizado a los estados socialistas del xx, sustituyéndolas con un reforzamiento del poder ejecutivo apoyado por un partido único, sin la larga década sin instituciones de la Revolución cubana, sin el ejercicio de l o que se ha llamado dictadura del proletariado para unos y dictadura del partido para otros (o de sus élites dirigentes), no se hubiera accedido a esta nueva visión para considerar el problema de la ausencia de libertad constitucional en un

país que acababa de emerger de la revolución, que recién había roto el lazo con la metrópoli, que echaba dificultosamente a andar como república. Es probable que sin el Libro rojo del presidente Mao-tse Tung no se hubiera podido medir nuevamente el Catecismo patrio reformado que impuso el Doctor Francia como cartilla de educación básica a toda la población paraguaya, indios, mestizos, blancos y extranjeros, obligando a que se le recitara en las escuelas del país sustituyendo el tradicional Catecismo del padre Astete que sirvió a la orden jesuítica para esa misma educación básica. Es probable que sin la observación de los problemas concretos, graves y arduos, que plantea una revolución en un país sin recursos, sin tradiciones administrativas, sin equipos fieles, se pudiera medir cabalmente lo que significó construir en el Paraguay de entonces los cuadros administrativos, un ejército disciplinado (donde no se podía ascender más allá de capitán y donde estaban abolidos los uniformes de aparato), un equipo educativo de maestros de primeras letras malpagados, lo que significó poner freno a las ambiciones de los propietarios ricos y mantener una cierta igualdad nacional que protegiera a los más desamparados. El tratado sociológico que se reencuentra

en Yo el Supremo, responde en mucho a la experiencia moderna de las dictaduras revolucionarias socialistas. Lo que por los años veinte hicieron los indigenistas peruanos que acababan de aprender el marxismo, respecto al antiguo incario, es parcialmente lo que ha hecho Roa Bastos con el gobierno del Doctor Francia. El aporte del pensamiento y la praxis revolucionaria moderna han concurrido en el libro para desentrañar lo que ya Carlyle designaba como "una charada que todavía se está por descifrar". No significa esto que Roa Bastos esté convalidando la eliminación de las formas democráticas de gobierno, con lo cual estaría prestando argumentos a las demasiado numerosas dictaduras represivas que se reparten el mapa latinoamericano, y tampoco ninguna filosofía marxista puede apoyar la dictadura unipersonal relegando al pueblo de sus derechos inalienable~al ejercicio del poder. Del mismo modo que esta filosofía ha justificado la dictadura como una instancia temporaria del proceso revolucionario (y no vale la pena entrar aquí a debatir los riesgos ya demostrados de una concentración del poder que lo reserva al partido, cuando no a las élites dirigentes, hasta el punto de pervertirse por la ausencia de una participación popular real), en el libro de Roa Bastos la dictadura, como veremos, aparece íntimamente vinculada a la circunstancia histórica porque atraviesa una nación incipiente y es su expresión en el campo de la organización del Estado. Más que poner el acento en las estructuras impersonales del Estado, el tratado sociológico del libro atiende a la filosofía política y social que pone en práctica un hombre gobernante, mostrando cómo nace de las circunstancias de la nación e interpreta sus demandas populares. Lo que no hace sino remitirnos, nuevamente, a la personalidad del Doctor Francia, al "individuo histórico".

4. La dictadura en la revolución. iQuién fue en verdad José Gaspar de Francia, "Dictador Supremo" del Paraguay durante veintiséis años? Esta pregunta viene formulándose desde que era un joven estudiante en la Universidad de Córdoba, siempre con la misma perplejidad de parte de enemigos (que siempre lo parecieron más porque manejaban

la pluma) y de sus sostenedores. Esa figura se rehusó al encasillamiento simple, generando los mayores desconciertos. El pensamiento liberal que se encumbró en América Latina hacia mediados del siglo pasado, rigiéndola durante cien años, no supo qué hacer con esa extraña personalidad. Al pedestre nivel de los gacetilleros se le podía asimilar al dictador prototípico de tradición bárbara, pero al nivel intelectual no era posible homologar tales simplezas: ya Sarmiento percibió que no podía incluirlo en su transitado esquema de "civilización o barbarie" y que incluso la sola existencia del Doctor Francia cuestionaba esa interpretación de la historia americana: "No es un bárbaro creado en las estancias, en los suburbios de la civilización como su imitador Rosas: es un hombre educado, es un hombre de letras". Insólitamente, había de ser un hombre de letras que había estudiado teología y jurisprudencia, leído con devoción a los enciclopedistas franceses, acopiado la mejor biblioteca del país, un hombre apasionado de las ciencias naturales que había descubierto el xviii (el globo celeste, el telescopio, el teodolito, y aun ese meteoro que hizo traer desde el fondo de la selva para depositarlo en su gabinete de trabajo), quien aboliría las formas de convivencia política dentro del país, suprimiría la tarea de los intelectuales, impediría el desarrollo de la educación superior y clausuraría las fronteras patrias, constriñendo a sus habitantes de manera implacable a un servicio social del trabajo. Es ésta la primera de una larga serie de paradojas. Este hombre agnóstico, interesado en las ciencias ocultas y lector del abate Raynal, será quien instaure la libertad de cultos e imponga austeridad a la Iglesia católica del país, sujetándola a sus dictados como si fuera su poiitífice. Este intelectual, que jamás participó de una acción militar, habría de ser quien organizara un ejército que llegó a inspirar temor en los países vecinos, pues suplía sus escasos pertrechos bélicos con una destreza, lealtad y heroísmo que lo hacían invencible, pero ese ejército no logró constituirse en un poder, como en los restantes países suramericanos, y fue constreñido a la vigilancia de las fronteras y a la instauración de un férreo orden interno. Este hombre, cuya honradez, laboriosidad y austeridad personal nunca fueron cuestionadas, consigue mediante una implacable cruzada contra la corrupción, el desorden y el bandidaje, lo que ninguna otra república obtuvo: un clima de sosiego durante la primera

mitad del siglo xix. Ese mismo intelectual, sin embargo, confina al sabio naturalista francés Aimé Bompland en un pueblecito paraguayo durante casi diez años, hace caso omiso del clamor de los intelectuales y gobernantes europeos que piden su libertad; ni siquiera da respuesta a las apremiantes cartas de Simón Bolívar pidiendo la entrega de su antiguo maestro y, sabedor de su proyecto de organizar una expedición punitiva para derrocarlo y rescatar a Bompland, se apresta tranquilamente a la defensa del país. Este hombre, que es implacable con sus enemigos, a quienes persigue y destruye sin importarle los años transcurridos desde los agravios que le infirieran, a quienes tortura y ejecuta públicamente, cuyos bienes confisca y a cuyos familiares destierra, concluye sus casi tres décadas de gobierno sin que sus opositores puedan contabilizar la cifra de cien víctimas. Este hombre, que vivió amenazado por los caudillos regionales del antiguo virreinato del Plata, en especial por Artigas que planeó invadir el Paraguay, cuándo éste fue derrotado por el ejército portugués y reclamó asilo desde la frontera, se lo otorgó, lo confinó en un pueblecito y le confirió una pensión vitalicia. Podrían agregarse más "charadas". Sus orígenes fueron oscuros: el extraño personaje que fue su padre -2brasileño o francés?- a quien odió, con quien no quiso reconciliarse cuando entró en su larga agonía, es todavía mejor conocido que su madre, sobre quien nunca dijo palabra. Llega tarde a la vida política: en 1808, cuando tiene ya 42 años, es elegido alcalde de primer voto del Cabildo de Asunción. Para ese entonces sabe de desprecios porque la pequeña aristocracia provinciana es muy celosa de la limpieza de sangre que defiende sus prerrogativas. Abandona el poder cuando no consigue que se haga su política, se retira a su hacienda, vive estudiando; sólo sale de allí cuando es reclamado. Comparte las tribulaciones de las primeras juntas revolucionarias, estableciendo su rígida línea: independiencia absoluta, tanto de España como del Brasil y del virreinato del Plata. Cuando consigue ser designado dictador para un periodo de tres años, ya no permitirá que le sea arrancado el poder que ejerce como único, como "Supremo", para cumplir la misión que se ha asignado: defensor de la nacionalidad. Nada lo detiene en esta tarea. ~ a d alo distrae: no hay mujeres en su vida adulta, no hay vicios, no hay placeres, no hay codicias, no hay afanes de figuración: él es el "Dictador Supremo" del Paraguay y nada

más. Se trasmuta en el poder absoluto. Pero si por los aspectos formales de este poder, se le puede incluir dentro de la muy larga lista de dictadores de América Latina, por el contenido se le debe conferir un sitial muy distinto. Ante todo considerando la época en que lo ejerce, cuando la palabra dictadura no tenía las actuales connotaciones y podía presentarse bajo las tradicionales y disciplinadas concepciones del derecho romano (las cuales fueron resucitadas por la Revolución francesa al vestirse culturalmente a la romana) que la veían como un cargo público para el que un hombre era designado por acuerdo de los demás en circunstancias difíciles para el estado. Esta entrega del poder a un hombre (o a varios hombres) estaba prevista en la legislación romana como un áccidente de la vida institucional: así llegó al poder el Doctor Francia, designado para un período de tres años que correspondía a una emergencia del país, pero mediado ese tiempo transformó hábilmente su cargo en permanente y vitalicio sin por eso abolir las formas republicanas. Esta nueva forma, que fue fundamentada en las necesidades del bien público amenazado y que no hizo sino acendrarse a lo largo de los años hasta aniquilar toda participación directa de la ciudadanía en los órganos de decisión, si por una parte serviría de modelo a una larga descendencia latinoamericana de dictadores que llega a nuestros días, por la otra usaba a su vez como modelo el encumbramiento de Napoleón en la Francia posrevolucionaria. Con la diferencia de que el Doctor Francia no consiguió igual pronto reconocimiento póstumo de sus conciudadanos, ni quiso nunca abandonar el principio republicano, rechazando las tentaciones monárquicas que en un momento dominaron a los prohombres de la revolución americana, inquietos ante el desorden e inseguridad de sus países. Su dictadura fue por lo tanto expresión de una muy precisa y circunscrita situación política, social y económica y no puede considerarse si no es en la perspectiva revolucionaria de una incipiente nacionalidad que conquista la independencia. Esos tres elementos -independencia, revolución, dictadura- se presentan íntimame& enlazados y los tres desca-nsan sobre un determinado período de la historia (primera mitad del xix) y sobre una determinada sociedad (la de los hombres que se sentían asociados por su participación en una cultura paraguaya). Lo original de su obra radica en la conjunción que establece entre

estas puntas de una estrella en cuyo centro ét corporizó, íntegramente, el poder discrecional. No es necesario subrayar cómo esa situación es pasible de vincularse con otras similares producidas en las revoluciones del siglo xx, ya en su mayoría socialistas, ni en qué medida la lección de las revoluciones burguesas fue en su momento aprovechada por Carlos Marx para las proposiciones teóricas sobre el ejercicio del poder que posteriormente reelaboró Lenin en E l Estado y la revolución. Es el principio de "representatividad" de la colectividad lo que resultó objeto de nuevas teorizaciones y que comenzó con el derecho que se arrogaron los estratos burgueses para considerarse legítima representación de la sociedad, para lo cual debieron cuestionar a través del pensamiento dieciochesco la "representatividad" de la monarquía de derecho divino y al mismo tiempo declararse unilateralmente portadores de la "representatividad" de todo el pueblo en sus diversas clases, para así destruir el predominio de una minoría aristocrática. A partir de esta nueva concepción, se generarán las posteriores respecto a los detentadores del poder, de las cuales la más exitosa sería la que estatuyera al "proletariado" nacido de la revolución maquinista e industrial como su legítimo depositario. El Doctor Francia es un típico representante del pensamiento iluminista, como lo fueron en diverso grado la mayoría de los jefes de la revolución de Independencia, lectores de Rousseau y Montesquieu, l o que les permitió afirmar, frente al destronamiento del monarca español, que el poder había revertido al pueblo, el cual a su vez quedó representado por las élites ilustradas de las ciudades y por la burguesía mercantil criolla que se habían desarrollado bajo el reformismo borbón. Las constituciones nacidas de la estructuración jurídica de los nuevos estados americanos no harían sino justificar mediante variados artilug i o ~(voto sólo para alfabetos, para propietarios y profesionales, elecciones indirectas, etc.) el mantenimiento del poder entre las manos de una minoría, con lo cual se echarían las bases de las repúblicas oligárquicas, aunque, como ya observara Halperín Donghi, "es la debilidad misma del sufragio como fuente de poder la que hace irrelevantes sus modalidades; puesto que los ciudadanos electores son llamados sobre todo a legitimar una situación preexistente, y han descubierto ya qué razones de prudencia les aconsejan prestarse a hacerlo, es en el fondo indiferente a qué parte de la población es conferido ese

dudoso honor" (Hispanoamérica d e s w s de la Independencia, Buenos Aires, Paidós, 1972). Las "libertades constitucionales" de que hablaba Carlyle, en los puntos de América Latina donde se aplicaron (y son conocidas las restricciones que a ellas estimaba indispensables Simón Bolívar para desarrollar repúblicas estables) no fueron más allá de "ficciones jurídicas" que de ningún modo implicaron la real participación democrática del pueblo, ni, por lo mismo, sirvieron para alcanzar las situaciones de sosiego que exigía perentoriamente una América diezmada por la guerra y el caos. No se trata de forzar retrospectivamente una interpretación de ese tiempo a partir de una doctrina socialista que fue formulada posteriormente y que por largo tiempo resultó inaplicable a las circunstancias económicas de los países latinoamericanos (y puede sospecharse que a veces Roa Bastos cede inconscientemente a esa tentación, sobre todo cuando no atiende a la defensa de la propiedad que hizo el "Dictador Supremo" dentro de la concepción burguesa de su tiempo) sino de percibir la inadaptación a la época de las ideas liberales. El esfuerzo para mantenerlas sirviendo al proyecto económico procedente de los imperios europeos, creando a la vez sistemas de gobierno que las negaban, pues se trataba de organizaciones oligárquicas que daban el poder a un reducido grupo social, dio lugar a las contradicciones que poblaron el siglo XIX, cuando el pueblo fue exceptuado en todas partes del ejercicio del poder: "entró a padecer América y padece -decía Martí a fines del siglo pasado- de la fatiga de acomodación entre los elementos discordantes y hostiles que heredó de un colonizador despótico y avieso, y las ideas y formas importadas que han venido retardando, por su falta de realidad local, el gobierno lógico". Dentro de este panorama contradictorio, la dictadura del doctor José Gaspar Francia se nos presenta como un intento de coherencia, que se apoya en la naturaleza de los hombres americanos de entonces y en sus circunstancias reales: adapta las formas de gobierno a la realidad socio-económica del país, sirviendo al mismo tiempo, en la mejor forma posible, al ideario iluminista que alimentó la revolución. Todo eso dentro de las restricciones que imponía un estado especialmente dificultoso, un país paupérrimo, una situación confusa, cuya lista de prioridades era muy exigente y rígida, sin contar que no se disponía de los

equiplx indispensables para aplicarla. Quizás sea éste el reproche mayor que pueda hacérsele al dictador, o al menos el que le formula Roa Bastos: haber asumido personalísticamente todos los problemas y no haber procurado generar los hombres que los tomaran en sus manos y democráticamente fueran resolviéndolos. Son al menos esos reproches los que oye el "Dictador Supremo" que se le formulan cuando ya ha entrado en agonía: "iY cuál es la cuenta de tu Debe y Haber, contraoidor de tu propio silencio? pregunta el que corrige a mis espaldas estos apuntes; el que por momentos gobierna mi mano cuando mis fuerzas flquean del Absoluto Poder a la Impotencia Absoluta". Este "contraoidor" que escribe a más de un siglo de la muerte del dictador, repara en ese vértigo que lo dominó y que se llamó poder. "La pasión de lo Absoluto jah mal jugador! te ha herrumbrado y carcomido poco a poco, sin darte cuenta mientras vigilabas tus cuentas al centavo. Te has conformado con poco". Y más adelante, dentro de esa requisitoria contra el agonizante: "Dejaste de creer en Dios pero tampoco creíste en el pueblo con la verdadera mística de la Revolución; única que lleva a un verdadero conductor a indentificarse con su causa; no a usarla como escondrijo de su absoluta vertical persona, en la que ahora pastan horizontalmente los gusanos". "Todo movimiento verdaderamente revolucionario, en los actuales tiempos de nuestra República, única y manifiestamente comienza con la soberanía como un todo real en acto. Un siglo atrás, la Revolución Comunera se perdió cuando el poder del pueblo fue traicionado por los patricios de la capital. Quisiste evitar esto. Te quedaste a mitad de camino y no formaste verdaderos dirigentes revolucionarios sino una plaga de secuaces atraillados a tu sombra" (pp. 439 a 454). En este enjuiciamiento, donde se superponen los gobiernos populistas y verticales de hoy a la dictadura del Doctor Francia, no es por lo tanto la dictadura lo que está en cuestión. Eso es, exactamente, lo de menos. Lo central es la capacidad para llevar adelante el proceso de democratización que era el motor inspirador de la revolución. Con lo cual el Doctor Francia aparece como el gestor y defensor de la nacionalidad ("Me arrojo al Etnia de mi Raza"), quien cumplió una parte, sólo una parte, de lo que ella reclamaba, a saber, llevar la revolución "hasta más allá de sus límites si es necesario". Con lo cual su figura queda, al finalizar el

libro, suspendida en una inminencia de mayor realización que está por hacerse; él abrió un camino para el cual es necesario, ciento cincuenta años después, de otro que sepa seguir transitándolo hacia delante "hasta sus últimas consecuencias". Sólo en esta perspectiva es comprensible la dualidad "YO-€1" a la que alude constantemente el "Supremo" y que hace de su tarea un mero fragmento histórico de esa continuidad y grandeza que pertenece a "Él" "Yo es El, definitivamente. YO-Él-supremo. Inmemorial. Imperecedero". Dentro del juego de espejos "escriturarios" que despliega la novela, su personaje central, como el forastero de "Las ruinas circulares", es "escrito" por ese otro dentro del cual anida como dentro de un árbol: "Quien pretende relatar su vida se pierde en lo inmediato. Únicamente se puede hablar de otro. El Yo sólo se manifiesta a través del Él. Yo no me hablo a mí. Me escucho a través de Él (p. 6 5 ) y aun antes: "Sólo Él permanece sin perder un ápice de su forma, de su dimensión; más vale creciendo-acreciéndose de sí propio" (p. 52). Y después: "En este momento que escribo puedo decir: Una infinita duración ha precedido mi nacimiento. Yo siempre he sido Yo; es decir, cuantos dijeron Yo durante ese tiempo, no eran otros que YO-Él, juntos" (p. 297). Esta doble naturaleza, que hace de cada "Yo" un fragmento de un " Él" continuo, que impide que cada "Yo" sea subsumido por sí mismo, que bloquea la posible disminución de la otredad, que instaura la continuidad y la permanencia más allá de la corta vida de cada individuo, viene a proponer un nuevo absoluto en sustitución de los religiosos que rigieron, durante milenios, un absoluto que se levanta sobre las concepciones románticas del pueblo y de la nacionalidad, y aún más, sobre las de la sociedad comunitaria, y aún más, sobre las de la especie, y aún puede verse en el designio de los astros que se desentrañan en la "almastronomia", en el movimiento animado del universo, en la totalidad con la que sin cesar se convive, fundado entonces con mayor rigor el principio de "representatividad" que cualqier "yo" pueda aducir para poner en ejecución su tarea histórica. El "YO-Él" del Doctor Francja es repetido, armónicamente, por el "Yo-El" del escritor Roa Bastos: es en esa operación donde se identifican, donde también pueden fijar sus diferencias porque ellas son medidas por los distintos ángulos que establecen respecto a "Él", donde se reconocen como una conti-

nuidad que no es la de una orgullosa e individualista afirmación de sí mismo, sino la comprobación de la existencia a través del diálogo incesante que impone estq otredad, a través de la permanencia de ese "El" que no cesa. La operación es estrictamente equivalente a la que conformó las sociedades re1igiosas trad icionales y en ellas instauró el principio del servicio del hombre, no para sí sino para Dios; confirió dignidad superior a la calidad humana, la sacralizó sin pasar por la individuación egoísta y le dio una misión. Salvo que ese Dios ahora es "Él", aunque pienso que la concepción de Roa Bastos no sería mal vista por Teilhard de Chardin, quien sabría religarla a los orígenes. Desde este enfoque es visible que el problema de la dictadura ha pasado a un segundo plano. Lo que ocupa el centro de la escena es el asunto de las relaciones del "Yo" y el "Él", la capacidad del primero para existir a través y por el segundo, para que puedan realizarse en una dialéctica de la que surge la historia humana. En ella el diálogo ha sido elevado a condición esencial, un diálogo que la novela dispersa en múltiples posibilidades: es el incesante diálogo con el "fiel de fechos" Policarpo Patiño, es el tesonero diálogo con los conciudadanos a través de las circulaciones perpetuas, es el diálogo con el cometa-mujer, es el diálogo con los astros, es el diálogo con los enemigos, es el diálogo con el novelista, es, en fin, el siempre erizado diálogo con los dobles ("Todos los seres tienen dobles"). Sólo ese diálogo, que es enfrentamiento, salva del anegamiento en el propio "Yo" y fija el vasto radio de esa nueva pareja de dióscuros: "Yo-

Él',.

5. Las palabras y las cosas. Es posible imaginar un momento de la preparación de este libro en que el autor creyó que estaba a punto de convertirse en un fantasma, desligado del tiempo y el espacio, en que creyó que se había convertido en una rata de biblioteca o en una polilla devoradora de papeles, en que cdmenzó a no estar seguro de si él escribía o escribían otros por él. La acumulación del material histórico necesario a los fines de su proyecto literario, significó por una parte la aparentemente inagotable compulsa de libros, documentos, papeles, infinita sucesión de textos escritos que eran el único testimonio concreto y real de la eventual exis-

tencia de hombres de carne y hueso que habían ocupado una tierra y un tiempo de la historia; pero además, las particularidades del personaje que procuraba, un "letrado" como había dicho Sarmiento, lo ponían en presencia de un gobernante muy especial que como principal instrumento de su acción ejerció la escritura y dirigió a un país casi analfabeto dictando infinitas circulares, órdenes, recomendaciones, dictámenes, instrucciones, papeles y más papeles con los cuales atendía los asuntos más nimios junto a los que vigilaban la historia de la nacionalidad o daban consejos para enfrentar los enemigos. No fue afecto a los discursos de la plaza pública sino a la empecinada y oscura tarea del gabinete donde día a día dictaba a sus diversos "fieles de fechos", el último de los cuales fue Policarpo Patiño. Por último debe considerarse la singularidad misma del oficio de escritor que redacta la novela, pues ésta, como alguna vez observó Paul Vaiéry, ha seguido siendo dentro del universo moderno y técnico actual, el ejercicio de una tarea artesanal y aparentemente arcaica: para el escritor su oficio sigue siendo el de un hombre que sobre un papel va produciendo una escritura, la que se elabora a partir de otras escrituras anteriores o simultáneas, respecto a las cuales y contra las cuales se sitúa. Esta construcción de un nuevo texto, que el lector pudiera no percibir en una novela cualquiera por sentirse atrapado en su ilusión de realidad, en Yo el Supremo ha sido destacada, mostrada en su íntima progresión, elevada a asunto primordial de la obra. De ahí que el tema central de la novela sea, simultáneamente con la vida del dictador, la producción de su texto narrativo. Por lo tanto asistimos sobre tres niveles (que dentro de la novela se superponen y confunden) a la producción del texto: en el correspondiente a la recopilación del material histórico indispensable; en el de la actividad escrituraria del personaje central; en el de la escritura de la novela por el autor, por cuanto ésta se define como la armazón (o la compilación) de un texto global a partir de una suma de textos fragmentarios. En el primer nivel se nos proporciona un inmenso y heteróclito material que recoge tanto los escritos de los Robertson, de los Rengger y Longchamp, de los pasquineros de la época, de los primeros historiodores del Paraguay colonial (Lozano), de los historiadores posteriores (Mitre, llamado el "Tácito del Plata", Chaves, etc.) como los documentos diplomáticos, los tratados internacionales, las cartas políticas, las memorias

de los testigos, los testimonios de supervivientes, conjunto éste que es trasfundido al texto narrativo o remitido a las notas aclaratorias al pie; en el segundo nivel se recogen las presuntas circulares perpetuas del dictador, sus anotaciones en el llamado "cuaderno privado", las órdenes, resoluciones administrativas y más que nada un incesante monólogo que, según indicación expresa, es dictado a su secretario, luego releído, enmendado y corregido por el "Supremo" ("Mientras yo dicto tú escribes. Mientras yo leo lo que te dicto para luego leer otra vez lo que escribes. Desaparecemos los dos finalmente en lo leídolescrito"); en el tercer nivel, aunque a veces percibimos la directa intervención de un autor que fantasmagóricamente convive las peripecias narrativas, enfrentándose al dictador o siguiéndolo como un impertinente testigo, la acción escrituraria se trasfunde intersticialmente dentro de la totalidad de los materiales anteriores, resolviéndolos dentro de un sístema dinámico que no es otra cosa que la producción manifiesta del texto literario dentro de una confesada intertextualidad que maneja todas las disciplinas que utilizan la palabra. La definición que Julia Kristeva proporcionaba del "texto cerrado" parece aplicarse rigurosamente a la obra, por su voluntaria instalación intertextual y por su esfuerzo de reconstrucción de una lengua manejando sus eventualidades con una libertad propia de la tarea de escribir: "un appareil translinguistique qui redistribue I'ordre de la langue, en mettant en relation une parole communicative visant I'information directe, avec différents types d'énoncés antérieurs ou synchroniques. Le texte est donc une 'productivité', ce qui veut dire: 7, son rapport 2 la langue dans laquelle il se situe est redistributif (destructivo-constructif), par conséquent ilest abordable 3 travers des catégories logiques plutdt que purement linguistiques; 2, ilest une permutation de textes, une intertextualité: dans I'espace d'un texte plusieurs énoncés,

pris 2 d'autres textes, se croisent et se neutralisent" {Semeiotiqué. Recherches pour une sémanalyse. Paris, 1969). Esta operación de intertextualidad que efectúa el autor es, en el pensamjento de Julia Kristeva, la que religa la obra con el conjunto social, por lo tanto aquella en que se trasunta la actividad ideológica que confiere "contextura" a la novela: "L'idéologeme est cette fonction intertextuelle que I'on peut lire 'matérialisée' aux différents niveaux de la structure de chaque texte, et qui s'étend tout au long de son trajet en lui donnant res coordonnées historiques et sociales". Pero no se trata exclusivamente de la construcción que cumple el autor, sino que éste remite este mismo asunto a la novela bajo la forma de una articulación narrativa que sirve para desencadenar la peripecia y para ligar las diferentes instancias novelescas: efectivamente, la obra se abre con el texto de un pasquín que ha aparecido clavado en la puerta de la Catedral de Asunción y en el cual, imitando los edictos del "Supremo", se anuncia lo que pasará con su cadáver y el destino que aguarda a sus colaboradores administrativos. Este pasquín será el texto paradigmático que sirva de motivo y de conjuntación a lo largo de la novela. Será sometido a un minucioso análisis, procurando desentrañar la personalidad de su autor por los rasgos de la escritura, por el estilo, por la sintaxis, por el papel utilizado, por las modalidades de su aparición, por el objetivo que procura, etc. Se trata de una normal operación de "textología" que se efectúa sobre un escrito suficientemente enigmático como para que parezca emanado directamente del "Supremo" a pesar de que su significación le es radicalmente opuesta. La ambigüedad.de la producción de la escritura se puede detectar en ese texto, el cual, por lo tanto, puede considerarse representativo, ya que no simbólico, de la operación que rige a todo el texto literario novelesco y a los plurales textos que dentro de él se entrecruzan. Si el pasquín parece emanado de la pluma

"Un aparato translingüístico que redistribuye el orden de la lengua, poniendo en relación una palabra comunicativa dirigida hacia la información directa, con diferentes tipos de enunciados anteriores o sincrónicos. El texto es pues una productividad', lo que quiere decir que: 1, su relación con la lengua en la que se sitúa es redistributiva (destructivo-constructiva), por consiguiente es más abordable a través de categoría lógicas que de categorías puramente lingüísticas; 2, es una permutación de

textos, una intertextualidad: en el espacio de un texto muchos enunciados, tomados de otros textos, se cruzan y se neutralizan." "El ideologerna es aquella función intertextual que se puede leer 'materializada' en los diferentes niveles de la estructura de cada texto, ,y ue se extiende a todo lo largo de su trayectoria, dándo e sus coordenadas históricas y sociales."

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del "Supremo" o del "fiel de fechos", comportando no obstante una significación que lo contradice o que lo invalida, se puede inferir que los textos acopiados y dispersados por la novela así como el de la misma novela, no sólo deben referirse al proceso de elaboración sino a otro paralelo: la hermenéutica. Se trata de dos funciones concomitantes y convergentes en la medida en que se refieren a un objeto único. De hecho son los dos obligados extremos de la consideración de cualquier mensaje: el que corresponde al emisor del texto, donde hay un autor y un productor, y el que corresponde al receptor del texto, donde hay un lector y un intérprete. Cada uno de esos extremos existe dentro del entrecruzamiento de una pluralidad de textos que aspiran a alcanzar una información sobre la realidad, y al aplicarse de ambos lados al mensaje propuesto, proceden a una construcción/destrucción que no se agota en sí misma, aunque si agota y disuelve el mensaje, sino que implica sucesivas recomposiciones de los significados y paralelas destrucciones de ellos. No sólo la producción ha sido insertada dentro de la novela como asunto narrativo sino también la hermenéutica, que se constituye en un tema capital de la periferia. El "Supremo" procede al análisis infatigable del pasquín, comunica a Patiño cuáles son los métodos apropiados para la interpretación y pone a sus numerosos escribientes a la tarea: a$ queda fijado el hilo conductor del argumento de la novela, el modelo al cual se ajustará, pues por debajo de él, imitándolo, se superpone una pluralidad de ejercicios similares que llenan el ámbito de la obra con la hermenéutica de todos los textos referidos al gobierno, a la persona del dictador, a la vida política, social y económica del país. No sólo el autor efectúa la exégesis de los innumerables textos (la mayoría diatribas) referidos al dictador, sino que éste asume personalmente esa tarea de exégesis hasta el punto de aplicarla a textos que se publicarán después de que él haya muerto. Todos los textos que se le someten son vistos inicialmente por el dictador con desconfianza que implica incredulidad respecto a la información visible que proporcionan y luego son objeto de interpretación que los corrige y enmienda. Los textos carecen aquí de inocencia, la palabra misma deja de ser inocente, pues bajo su piel engañadora hay otra comunicación, otro orden de informaciones, otro sentido. Si ésa es posiblemente la labor principal que ha debido llevar a cabo el autor para rescatar, bajo la

montaña de viejos papeles, la verdad sobre el dictador, ésa es también la tarea que ejerce monomariíacamente el personaje de la obra, el Doctor Francia, en un típico acto de "letrado jurista" que sabe que toda ley o todo código son pasibles de interpretación. Las promesas de amistad de los vecinos, las exaltaciones patrióticas, las adhesiones de los oligarcas, son trampas verbales que ocultan amenazas o peligros. De las dos operaciones que rigen la novela -la producción y la exégesis- es la última la que ocupa mayor espacio y adopta las formas de la acción narrativa, como si hubiéramos recuperado la iniciación de la época moderna en el barroco posrenacentistaecuando entran en conflicto las apariencias y las realidades en el modelo cervantino. La hermenéutica que aquí encontramos puede incorporarse cómodamente a esa gran línea de los desmitificadores del siglo xix para quienes la interpretación, como piensa Paúl Ricoeur, fue un "ejercicio de la sospecha": Marx, Nietzsche, Freud. "La verdad como mentira, tal sería la fórmula negativa bajo la cual se podrían colocar esos tres ejercicios de la sospecha" (Paul Ricoeur: De I'interprétation, Paris, 1965). Tal concepción inplica el reconocimiento de la opacidad del texto, del equívoco que guardan las palabras y por lo mismo la existencia de una "falsa conciencia" procreadora que al tiempo de generar el texto engañador, provee sin embargo de las ocultas señales indispensables para "descifrar" el mensaje, las cuales son corroboradas por el proceso de la intertextualidad que lo sitúa en relación estrecha con otros textos vecinos. Para una hermenéutica desmitificadora, los textos no son meramente falsos, sino engañadores, proveen de una apariencia que no corresponde a sus subterráneas intenciones: como los sueños, como las ideologías, como las religiones, pueden ser forzados por una segunda lectura que sea capaz de arrancarles el mensaje verdadero que transportan pero que enmascaran. La novela transita de la producción del texto a la hermenéutica del texto, de tal manera que su proceso de construcción es paralelo al de destrucción. "Ninguna historia puede ser contada", dice el "Supremo", ante el espectáculo de este incesante tejer y destejer de los significados. Pero si ellos se invalidan y. destruyen, el proceso que para tales fines cumplen, es el que da nacimiento y consigue desarrollar la constrcicción de un texto. La exégesis destruye los significados de un mensaje para develar otros ocultos que son

estimados tos verdaderos, con lo cual nos provee de un nuevo texto interpretativo: aporta un objeto textual que será pasible de la acción devorante de los significados que acarree una nueva interpretación, la cual también nos entregará otro texto. Las olas sucesivas que se encaraman unas sobre las otras, aniquilándose, son sin embargo las que construyen un inmenso mar. Sólo que no pueden, dada la ley dinámica que las rige, fijarle límites. Mucho más que voluntarios ejercicios de "obra abierta", la novela Yo el Supremo queda planteada como una obra abierta por el principio de composición que la rige. La agonía y la muerte del personaje son ficciones de un cierre puramente aparencial, pues su materia íntegra está abierta a esta intertextualidad que la proyecta al infinito y de la cual estas páginas de comentario no son sino un fragmento, que se aprovecha de la coyuntura dinámica que la mueve y que serán devoradas por otras exégesis que las destruirán y seguirán construyendo. El autor ha encontrado una mecánica que confunde a la'obra con la dialéctica. Pero además están las pafabras con que se compone un texto, las que surgen como aves de rapiña de la realidad. Cuando el impulso creativo lleva al autor a la búsqueda de las grandes conmociones que alimentan a una comunidad de hombres, cuando procura desentrañar a la nacionalidad y al hombre que a ella se asocia como un doble, lo que encuentra son las "palabras, palabras, palabras" que alucinaban al héroe shakesperiano. Ellas se imbrican, se superponen, se desmienten, se copian, se rebaten, se parecen para negarse, se insubordinan, de tal modo que parecen radicalmente desprendidas de las cosas, criaturas enajenadas y furiosas, soliviantadas, incapaces de circundar y precisar las cosas pero siempre empeñadas salvajemente en tal propósito. Componen un tejido de sonidos que se emparentan, se desintegran gradualmente, se entremezclan, desplazando las significaciones, ocultándolas, para al fin revelarlas sólo mediante un retorcimiento y un erizamiento en que parecen haber sido acogotadas. ("Mi inexpugnable eremitorio-eretorio", "hambre de hombre", "paje a mano", "literatología de antífonas y contra-antífonas. Cópulas de metáforas y metáforas", "Te enseñaré el difícil arte de la ciencia escriptural que no es, como crees, el arte de la floración de los rasgos sino de la desfloración de los signos".) En este tema de las palabras, vuelven a asociarse: una cultura históricamente cir-

cunscrita, una cualidad verosímil del personaje, una actitud del autor que corresponde a una problemática de su tiempo. El período de la cultura de Occidente dentro del cual se inscribe la gestación de las nuevas sociedades americanas bajo la Colonia, fue marcado por el estilo barroco que, difundido desde la metrópoli, hizo las delicias de las cortes virreinales limeña y mexicana y propició el "juego del vocablo". Los americanos disfrutaron con los acercamientos de parónimos y antónimos, con las esquivas sinonimias, con los arabescos de las aliteraciones, con las embozadas etimologías que autorizaban segundas lecturas, sin contar los mundanos ejercicios de acrósticos, anagramas, charadas, adivinanzas, y los más codiciados por más enrevesados, esos palindromas que, escuelas jesuíticas mediante, han sido capaces de trasmitir hasta nuestros años que "dábale arroz a la zorra el abad" puede leerse igual del revés. El barroco, que signó a la cultura colonial americana con exponentes del virtuosismo de Sor Juanaen México o el "Lunarejo" en Lima, pareció contaminar a todo círculo intelectual con su pirotécnico manejo de la palabra que venía autorizado por la metrópoli con la cortesana "agudeza de ingenios" que nos deparó versos como los Villamediana: "Diamantes que fueron antes 1 de amantes de su mujer". Ni siquiera el austero siglo xviii pudo desprenderse del manierismo de la escritura y lo reencontramos en los letrados neoclásicos y en los burgueses patricios del xix: no fue ajeno a la prosa del Doctor Francia, quien cultivó el esmero de la escritura hasta el punto de incluir entre sus múltiples funciones de gobernante, el puesto de corrector de estilo de sus subordinados. En una comunicación al delegado de Itapúa, el 1 de noviembre de 1834, lo amonesta: "El añadir sin necesidad continuamente 'al' y 'el' a los nombres de los que citas, es una continuada impertinencia, y no te corresponde ni cae bien en vos usar en los partes al gobierno ese estilo desdeñoso de apocamiento y desestimación". Por eso hay verdad histórica en la escritura obsedida de palabras con que el novelista registra el dictado del dictador, haciéndole decir: "Deyanira me trae la túnica empapada de sangre del río-centauro Neso. Neso: anagrama de seno. Criaturas anfibio-lógicas las mitológicas". Pero no es sólo por esa verdad de la reconstrucción, sino por la perspectiva de una escritura actual y contemporánea, donde la palabra ha sido objeto de reflexión en la conciencia, que el novelista dota al per-

sonaje de una voracidad de las palabras, de una incesante pugna entre sus significantes y sus significados, contra la cual al mismo tiempo insurge con ardorosas invectivas: "Tu estilo es además abominable. Laberíntico callejón empedrado de aliteraciones, anagramas, idiotismos, barbarismos, paronomasias de la especie pároli/párulis; imbéciles anástrofes para deslumbrar a invertidos imbéciles que experimentan erecciones bajo el efecto de las violentas inversiones de la oración, por el estilo de : Al suelo del árbol caigome; o ésta otra más violenta aún: Clavada la revolución en mi cabeza la pica guíñame su ojo cómplice desde la plaza. Viejos trucos de la retórica que ahora vuelven a usarse como. s i fueran nuevos". Este "ahora" es ya el del novelista que escribe, cuando la reaparición de tales trucos en la escritiira culta hereda una lección reciente europea, la cual habría podido buscarse en la poesía folklórica americana que sigue manejando charadas barrocas utilizando la inversión estrófica del XVII, la décima. Por lo cual no se trata de una fiel reconstrucción histórica sino, otra vez, de descubrir en una característica de la época que se está revisando, una coyuntura para poner en funcionamiento una problemática estrictamente contemporánea. No se trata de reconstruir la versión americana de los conceptos lingüísticos propios de un período del pensamiento occidental (episteme que Michel Foucault detecta en la aportación de Port Royal) sino de escribir desde una perpectiva postsaussuriana. tl desprendimiento del signo lingüístico respecto a las cosas para trasmutarse efectivamente .en un signo binario que representa y que por lo tanto autoriza la libre estructuración propia del disccirso, el cuestionamiento de la significación que desarrolló el siglo pasado, la pugna de formalización y exégesis que cubre el tiempo actual, componen ese estrato del saber que no ha dejado de influir sobre las experiencias de narradores latinoamericanos actuales (Fuentes, Goytisolo) pero que no había alcanzado la madurez que muestra en una novela como Yo el Supremo, donde es al

mismo tiempo recusado, pretendiendo recuperar la armonía de la palabra y la cosa, aunque ya no en su ingenua aceptación sino mediante el combate con las palabras. La novela transita sobre una conflagración del lenguaje que es atizada por la continuada reinterpretación de significados, cuestionándolos, disolviéndolos pero no para cancelarlos sino para aspirar a la recuperación, tras esta incineración general, de la verdad nuda de las cosas. ("Escribir es despegar la palabra de uno mismo. Cargar esa palabra que se va despegando de uno con todo lo de uno hasta ser lo de otro. Lo totalmente ajeno"). Si pareciera que ella cumple el designio mallarmeano de constituirse en el ser bruto de la palabra, simultáneamente se rebela, iracunda, contra el mismo proyecto que pone en funcionamiento. La novela se inscribe en esa concepción de la literatura que es para Foucault un producto del siglo xix ("La littérature, c'est la contestation de la philologie -dont elle est pourtant la figure jumelle-: elle ramPne le langage de la grammaire au pouvoir dénudé de parler, et la elle rencontre I'etre sauvage et impérieux des mots", "elle n'a plus alors qu'a se recourber dans un perpétuel retour sur soi, comme s i son discours ne pouvait avoir pour contenu que de dire sa prope 'forme: elle s'adresse a soi come subjectivité écrivante, ou elle cherche a ressaisir, dans le mouvement qui la fait naitre, I'essence de toute littérature; et ainsi tous ses fils convergent vers /a pointe la plus fine -singuliere, instantanée, et pourtan t absolument universelle- vers le simple acte dlécrire".* Les mots et les choses, Paris, 1966) pero propone explícitamente, bajo la forma de apelaciones furiosas, la insubordinación contra ese camino que encuentra trazado ya por la época cultural a que pertenece -y que no deja de recorrer- pretendiendo volver a decir las cosas, la verdad propia de las ciencias humanas, promoviendo por lo tanto un combate contra el mismo sistema literario que pone en ejecución. Es la literatufa la que queda hurgada, revisada, incriminada, y finalmente negada a través de esta construcción que es obligadamente literaria. "No te

"La literatura es el cuestionamiento de la filología -de la que es, sin embargo, la figura gemela-; lleva de vuelta al lenguaje de la gramática al severo poder de hablar, y allí se encuentra con el ser salvaje e imperioso de las palabras", '*entonces no le queda si no replegarse en un perpetuo retorno sobre s i misma, como si su discurso no pudiera tener más contenido que el decir su propia

forma: se dirige a sí misma como subjetividad escribiente, en la que trata de volver a captar, en el rnovimiento que le da origen, la esencia de toda literatura; y así todos sus hilos convergen hacia la más fina punta -singular, instantánea, y sin embargo absolutamente universal-, hacia el simple acto de escribir."

estoy dictando un cuenticulario de nirnieda-

rrecer esa trasrnutactón del ho&e

en pala-

des. Historias de entretén-y-miento. No estoy bras, y de todos los hombres en un solo libro dictándote uno de esos novelones en que el escritor presume el carácter sagrado de la likratura. Falsos sacerdotes de la letra escrita hacen de sus obras ceremonias letradas. En ellas. los personajes fantasean con la realidad o fantasean con el lenguaje. Aparentemente celebran el oficio revestidos de suprema autoridad, mas turb6ndose ante las figuras salidas de sus manos que creen crear. De donde el oficio se torna vicio". Así vocea el dictador, negando la literatura, lu que a veces le lleva a añarar un lenguqie animal donde no haya engaño de las al abras v. m r último. a abo-

de lo diuino: "Miserable honor el de entregar el ansia de inmortalidad a las palabras, qw son el símbolo mismo de lo perecedero", sermonea el melancólico deán. Luego contrasermonea: "Toda la humanidad pertenece a un solo autor. Es un solo volumen". Para el rumiante dictador que está agonizando, para el escritor que lo está escribiendo, y a pesar de que ambos sólo existen por las palabras, "lo único nuestro es lo que permanece indecible detrás de las palabras", mensaje postrero que nos traen, otra vez, siempre, las palabras.

1. El tirano ilustrado. Si bien forman legión las noveias acerca de las luchas de hombres y partidos democráticos de América Latina contra sus dictadores, éstos en cambio han dispuesto de innumerables panegiristas palaciegos y no menos innumerables detractores libelistas, pero de escasos biógrafos críticos (un ejemplo de tal excepcionalidad es el libro de Benjamín Carrión sobre García Moreno) y de muy, pero muy pocos narradores. E l éxito de E l señor Presidente en su momento (1946) no sólo pudo atribuirse a la renovación literaria que aportaba sino a su intento de abordar lo que Carpentier ya entonces definiera como un "arquetipo" de la cultura latinoamericana; el dictador obsesivo que no conforme con martirizar las vidas de sus súbditos puebla sus sueños de atroces pesadillas, como habría de contarse en una novela obligadamente onírica. Mostrar los efectos de la dictadura resultó más fácil para el autor que hacer del dictador mismo un personaje de novela. A pesar de la comprensible curiosidad de los escritores, encabezando la curiosidad de sus pueblos, acerca de quiénes eran, cómo actuaban, qué pensaban, cuál era la clave de las personalidades de sus dictadores, la.dificultad

para responder a esas interrogantes bajo forma narrativa quedó demostrada desde la propia novela de Asturias. En ella "el señor Presidente" se esfuma constantemente, se pierde en las sombras, en los sueños, en las palabras que dibujan un paisaje enmarañado y neblinoso por donde pasa el escritor sin llegar a la conciencia de su personaje. Más que un personaje histórico, es un mito, soñado y no pensado, odiado y no analizado, y "nada camina tanto en este continente como un mito", habrá de decir el Presidente de Carpentier. En esa concepción inicial pueden filiarse las versiones que muchos escritores adocenados dieron del dictador, sin conocimiento ni intuición de su portentosa variedad intelectual y humana en estas diversificadas tierras americanas, transformándolo en un estereotipo que incluso perdió, en manos de ellos, lo que tenía en Asturias: su misteriosa opulencia verbal. Alejo Carpentier ofrece en E l recurso del método (México, Siglo xxt, 1974) la segunda gran versión artística del personaje y no hay duda que es como si lo hubiéramos puesto a foco: la elusión y la vaguedad con que se nos escapaba en las páginas de Asturias han devenido precisión y nitidez en las de Carpentier, empezando porque es él, el mismo señor presidente (o el "Primer Magistrado", como

prefiere llamárlo Carpentier), quien nos cuenta su propia vida de dictador, nos explica cómo derrota las incesantes revueltas de sus lugartenientes, cómo hace sus negocios, cómo enfrenta la oposición estudiantil, cómo se hace reelegir en comicios "libres" y más que nada cuánto disfruta de sus viajes a París, ciudad donde concluirá sus días de desterrado, tal cual tantos otros dictadores cuyo modelo fue Porfirio Díaz. Claro está que este dictador no es igual al de Asturias y puede provocar más de una sorpresa porque en él nada se encuentra de la "lodosa alpargata" que podría esperarse. Del mismo modo que el guatemalteco prefirió no darle nombre ni ubicación precisa a su estado, sin por eso escamotear que estaba hablando de Estrada Cabrera que rigió los destinos de Guatemala hasta 1920, también Carpentier apela al sistema de las generalizaciones, aprovechándose de esa tendencia sincrética tan característica de la visión europea sobre nuestra América, que tiende a homologar las más dispares formas culturales de nuestras regiones en un solo y caótico producto. Así, en el nivel lingüístico, Carpentier acumula términos de diversas áreas ("huipiles, bohíos, y liquiliquis", "tamales, ajiacos y fejoadas", "buitres, auras y zamuros"), y hasta sus personajes, desbordándose, son capaces

de pedir, en un apuro, "una soga, una reata, una cabuya, una correia". Con todo, la base es otra vez proporcionada por Estrada Cabrera, ese increíble personaje que instituyó en Guatemala el culto a Minerva, aunque sobre tal cuño se depositan las informaciones procedentes de dos figuras cubanas simbióticamente unidas, Menocal y Gerardo Machado, y hasta hay datos que vienen de la Dominicana de Trujillo o de la Venezuela de Juan Vicente Gómez. Es normal que el narrador cubano extraiga de su historia patria el grueso de las peripecias narrativas, al punto que cualquier divertido lector de la revista habanera Social, que estuvo al servicio de la high life de 1918 a 1936, habrá de vivir el permanente júbilo del re-conocimiento, con episodios como el de la temporada de ópera de Caruso a lo largo de cuyas funciones explotaron bombas en el teatro y se derrumbaron los precios internacionales del azúcar, y en la cual la ciudad entera deviene "Capital de la Ficción" que impulsan las clases altas. Aunque el procedimiento sincrético tenga sus evidentes peligros no sólo en el plano lingüístico sino en el narrativo y de hecho depare una acumulación indiscriminada de datos, generando contradicciones dentro de la lógica narrativa, también le sirve al autor para ajustar su concepción privativa del personaje

por el régimen de seleccion y rechazo de la montaña de informaciones a su disposición. Esa concepción es la originalidad de la novela, bien opuesta a la manejada hasta el momento, aunque irregurlarmente expuesta y, por lo apuntado, contradictoria. Pero un enorme progreso en el sentido de una elaboración más adulta y comprensiva de lo real. El "Primer Magistrado" de Carpentier no es el bruto encumbrado en el poder sino que es el tirano ilustrado que se engendró en la época modernista y que fue deteriorándose en las primeras décadas del xx, cuando conquistó el poder. Dueño de una cultura pasatista, que le abandonaron los poetas modernistas que fueron sus iniciales servidores, amante de las artes académicas y sobre todo de la ópera (el proyecto faraónico que Idígoras le legó a Guatemala como una ruina moderna), protector de la literatura que en nada afectase su poder, devoto de la "Ciudad Luz" donde estaban las buenas comidas, los bellos objetos, las fortunas personales y sobre todo las francesas, pero al mismo tiempo hombre bragado, general improvisado y brutal déspota, negociador de la hacienda pública, servidor de los intereses imperiales aunque con cautela y desconfianza, orador tremolante y padre de la patria, este singular personaje tiene su apoteosis en la novela de Carpentier.

2. La reconstrucción histórica. Es evidente que el escritor rehúsa tesoneramente los esquematismos de la literatura social en blanco y negro y que, construyendo un personaje al que sin cesar enjuicia el propio decurso narrativo, no deja de procurarle verdad, sabrosura íntima, gracia y toques cordiales, en un sutil juego de modelado como cabe a un escritor veraz. Es evidente también que no consigue objetivarlo por un pecado de exceso: abarrota a su personaje con demasiadas informaciones que son ajenas a su carácter, con las lecturas del hombre altamente cultivado que es el autor y con una superfetación de "curiosidades" culturales de época: s i fue el padre de Léon-Paul Fargue quien hizo los mosaicos de un vestíbulo de París, si la ópera de Reinaldo Hahn se basa en Loti, si es americanizada la versión de Peleas y Melisande que canta Mary Garden en el Metropolitan de New York para exasperación del

'Primer Magistrado" etc. Estos matariales pertenecen a la escritura de toda la novela, no sólo a la composición del personaje y son los recursos característicos del arte de Carpentier para la reconstrucción de épocas pasadas. Han hecho de él, a mediados del siglo XX, un maestro de la novela histórica, a quien debemos grandes frisos sobre la vida antillana de los siglos XVIII y XIX, pero también calas en tiempos remotos europeos o americanos. Esos recursos implican el manejo de datos poco conocidos, anecdóticos y pintorescos (el reino del fait drvers) para dar ambientación y crear la atmósfera del tiempo perdido, construyendo un diorama vivaz sobre.el cual proyectar o con el cual a veces suplantar las acciones de las criaturas narrativas y en cualquiera de los casos cotmar con evidente agorafobia. Con relación a los ejemplos anteriores, en esta novela hallamos un crecimiento desmesurado de la importancia del diorama de época: es minuciosamente recubierto de informaciones, datos y curiosidades, en una suerte de filatelia cultural. A pesar de sus pintoiesquismos y del disfrute que sin duda proporciona a los cultos y a los coleccionistas de rarezas, torna farragosa la lectura y, más que nada, es visiblemente desproporcionado con el desarrollo del argumento, las coordenadas de la acción y sus agentes, la elaboración de los significados que procura en nivel superior el discurso narrativo. Es probable que la desproporción se deba a que Carpentier ha abandonado el pasado remoto para reconstruir uno cercano: la novela transcurre en los años que van, aproximadamente, de 1910 a 1925 o sea una época a la que se asomó siendo adolescente, la que vio la prolongación indebida del novecentismo y que ha sido prácticamente olvidada por las actuales generaciones (pienso que ni los cubanos puedan evocar con certeza las dos presidencias de Menocal durante la primera Guerra Mundial) pero que Carpentier hace brotar del olvido con tal acopio de rutilantes luces, con tal gozo de la sensibilidad recuperada, que es comprensible que ceda a su sortilegio, que no sepa embridar el irrefrenable flujo de "curiosidades" y parezca olvidado de la novela, tejiendo el cañamazo de sus memorias. Algunas página memorables, como una noche y un amanecer en La Habana antes de 1914, admiten el desafío con las páginas equivalentes de Le monde des Guermantes. Es un tiempo perdido a cuya búsqueda se echa el autor, pero es también la imantación

de los temas queridos-que se insertan como incrustaciones, caprichosa o débilmente motivadas, dentro de la estructura general del libro, adquiriendo autonomía. Así, el capítulo sexto se consagra casi íntegramente a un agente consular norteamericano cuya función en la novela es poco clara y en todo caso menor: dice ser sobrino nieto de Gottschalk y el lector atento de Carpentier descubre que está en presencia del propio Luis Moreau Gottschalk, redivivo en sus descendientes, ese músico del siglo XIX cuyo fascinante retrato ya había hecho en La música en Cuba. Bajo tales personajes se esconde un arquetipo que ha seducido siempre a Carpentier y al cual todavía no le ha concedido el libro fabuloso que él podría escribir: el aventurero americano, moviéndose en el vasto mundo. Su utilización, parcial, en una novela consagrada a otro asunto, desperdicia el material y perjudica la novela. No tenemos en América escritor más avezado para hacer surgir el pasado apelando a una comida típica, al refrán de una canción, a un episodio escandaloso de la buena sociedad, a una rareza literaria, logrando que esos materiales, que parecen provenir del bric-abrac vulgar del periodismo como en García Márquez, se dignifiquen y sean buenos conductores de una electricidad sensible, epidérmica, superficial y gozosa. Es un ejercicio del talento tropical -vivacidad, breve gozo, novelería- cuya condena -el olvido- ha sido redimida por la memoria universal de este europeo de adopción que es Alejo Carpentier. El recurso del método lleva esta sabiduría literaria a su más extremada aplicación, pues reconstruye paralelamente, bajo forma de diálogo, la vida latinoamericana y la vida parisina de la segunda y tercera décadas del siglo; es como si alternáramos la lectura de Social con las páginas de L'lllustration, puesto que son las culturas oficiales las que se nos muestran a un lado y otro del océano, ésas que las jóvenes generaciones desconocen porque descienden de la hetedoroxia vanguardista que en la época se encubría bajo el modernismo epigonal americano, el d'annunzianismo y el barresismo europeos, el lujoso pompier pictórico que está reapareciendo ahora bajo las invocaciones del arte "retro" en curso, la popularización de la moda liberty que desembocaría en la revolución moderna de fines del veinte. Al oficialismo cultural francés responde, en esta novela, el culturalismo del tirano ilustrado, que es a un tiempo servidor de los desechos galos y de los

rapaces intereses yanquis. Pero del mismo modo que bajo sus pies surge una incomprensi ble literatura de agitación política con títulos tan enigmáticos como Crítica de los programas de Gotha y de Erfurt o Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica dlemana, que lee y revisa sin comprender absolutamente nada a pesar de su pregonada cultura, del mismo modo se abre la tierra para que surja un arte vanguardista que le es todo ajeno pero que provoca el desmoronamiento íntegro de su parnaso (ópera italiana, libros de Bourget y Anatole France, estatuas monumentales de Nardini). Carpentier es fiel, otra vez, a sus orígenes, que se sitúan justamente en esta época: la revolución social y el arte vanguardista son la misma cosa. Así pensaron los jóvenes de Amauta encabezados por Mariátegui, así los jóvenes renovadores de la cultura cubana que escribieron en la Revista de Avance.

3. El método universal y sus recursos particulares. El "Primer Magistrado" oscila entre el "allá" y el "aquí", París y la capital de su pequeña república. A un lado lo convocan el hedonismo meteco, el placer cultural; al otro las revueltas de sus lugartenientes, las revoluciones de los estudiantes pero también los sabores, las energías profundas de su ambiente, "la pulsión visceral de un mundo en gestación" que es el elemento que lo redime y el que completa su imagen auténtica. En este deambular se nos dibuja una trama que ya ilustrara Carpentier en sus obras, porque el tema obsesivo que ha dado nacimiento a su narrativa es el diálogo Europa-América que se definió en E l reino de este mundo, recorrió sus posteriores novelas y en ésta alcanza un nuevo y riesgoso nivel de su problemática. El título de la novela evoca el más famoso del Discurso de Descartes, pieza clave del racionalismo moderno que, descubierto por Europa en edad temprana, sirviera a su triunfo universal al constituirse en instrumento de dominación y también de humillación para todas aquellas culturas marginales (incluida la nuestra americana) dirigidas en diversos grado por un pensamiento mítico. Un académico convencional con quien el "Primer Magistrado" dialoga en París y quien lo asesora a cambio de prestaciones económicas, vuelve a

recitar la cartilla del pensamiento racional, puesta bajo la advocación de la latinidad para claro, prudente, equilibrado, de la Francia apoteosis del grotesco cultural. Puede tam"eterna" en oposición a la desmesura, la bar- bién realzar los quebrantos que el propio barie, la crueldad, la incoherencia y el caos texto de Descartes, tan venerado, hace a la de las sociedades latinoamericanas: "Y es lógica de una racionalidad mas pretendida que, según él, por carecer de espíritu carte- que real, visto que tras ella se parapetó la siano (es cierto: no crecen plantas carnívoras, dominación sobre ese inmenso resto irracioni vuelan tucanes ni caben ciclones, en El dis- nal del planeta. Manejando con perversidad curso del mgtodo. . .) somos harto aficionados el Discurso del método, Carpentier se coma la elocuencia desbordada, al pathos, la place en destacar discutibles aserciones, utilipompa tribunicia con resonancia de fanfarria zándolas como epígrafes de los capítulos de la romántica. . ." A Carpentier le resultará fácil, novela: "Los soberanos tienen el derecho de como buendescendiente de la revolución su- modificar en algo las costumbres"; "Todas las rrealista que es, realzar la insuficiente aplica- verdades pueden ser percibidas claramente, ción de ese concepto de racionalidad en la pero no por todos, a causa de los prejuicios; propia cultura francesa. Le bastará con evocar "Mejor es modificar nuestros deseos que la irónicamente la "logomaquia profesoral" de ordenación del mundo", etc. Por este camino es posible subrayar la bivaRenan en su Plegaria del Acrópolis, que abasteció la oratoria de los presidentes cal igi nosos lencia de la enseñanza racionalista, que si pero también el estilo pompier de Rodó; el bien ya ha pretextado el discurso negativo de pensamiento de los nacionalistas y racistas los irracionalistas contemporáneos, puede franceses, a la cabeza Gobineau, que hizo sorprender en Carpentier y exige aclaración. suyo la oligarquía americana para justificar su El método racional no es sólo un discurso, explotación de indios y de negros; la masacre sino asimismo un conjunto de "recursos" que de los comuneros que dispusiera el muy eru- de él se derivan y se aplican en la realidad dito historiador Thiers y que puntualmente inmediata, sirviendo para sostenerlo. De allí imitaran respecto a sus obreros los gobiernos proceden numerosas enseñanzas que los euamericanos; el general desvarío que llevó a la ropeos racional istas impartieron al universo, carnicería de la primera Guerra Mundial, entregándoles esos "recursos" de aplicación

práctica, más que las normas de su pensamiento modernizado, aunque los tales recursos fueran la sucia cocina donde se preparaban los manjares que se servían en el pulcro comedor e implicaran justamente la invalidación del método, como se ve en esta brevísima parábola: "Y habría que perseguir por tales tierras al general Hoffman, cercarlo, sitiarlo, acorralarlo, y, al fin, ponerlo de espaldas a una pared de convento, iglesia o cementerio, y tronarlo: 'ifuego!' No había más remedio. Era la regla del juego. Recurso del método". Con lo cual quedaría probada la secreta vinculación entre las crueldades e irracionalidades de la vida latinoamericana y el magisterio dominante de los europeos con su educación en un método y en sus recursos básicos, porque, citando otra vez a Descartes, "la enredadera no llega más arriba que los árboles que la sostienen". La operación de Carpentier no es sin embargo antirracionalista. Ni podría serlo en un escritor que, a pesar de sus invocaciones al "maravilloso" bretoniano, no ha dejado de moverse siempre dentro del rígido círculo "mágico" del racionalismo, incluso con acep tación de su mecanicidad y de su logicidad. Carpentier reitera una operación que desde hace siglos viene haciendo una estirpe de es-

critores de tierras americanas, al punto que es posible evocar, en este caco, a uno de sus más antiguos ejempos: el lnca Garcilaso de la Vega que en el siglo xvii, penetrado ya de la influencia petrarquista europea y del platonismo de León Hebreo, se pusiera a escribir los admirables Comentarios reales sobre sus antepasados los empetadores del incanato. E l lnca Garcilaso no se oponía a la cultura y a la religión europeas llegadas con la invasión española y, a pesar de sus acumulados errores estaba dispuesto a reconocer sus virtudes y, desde luego, su poder. Pero su situación de marginal, de dominado y despreciado, le permitía ver con una claridad no exenta de desdén, la contradicción en que estaba situado el pensamiento europeo, donde una teoría (religiosa, filosófica, etc.) se oponía a una práctica enteramente divorciada, que le era contraria. La incoherencia del pensamiento europeo es la misma que ahora evidencia Carpentier en E l recurso del método, pero no con el propósito de eludir o renunciar a la proposición intelectual europea, sino con el deseo de conferirle rigor y universalidad. Carpentier no se opone al racionalismo que, por lo demás, es el secreto sostén de su escritura, como tampoco a su descendencia doctrinal entre la que se encuentra la incorpora-

ción del marxismo a América Latina en los años veinte, sino que procura salvarlo de sus imperfecciones. Para eso debe ajustar una teoría a una praxis y ambas deben poder funcionar, como la petición de sus principios lo reclamaba, para los hombres de cualquier lugar del planeta, de cualquier situación, en igualdad de condiciones. Desde este ángulo es posible preguntarse entonces dónde se ubica ese "real maravilloso" que teorizara hace veinticinco años y al que consagrara sus diversas novelas; dónde se sitúa el pensamiento mágico de los pueblos latinoamericanos con cuyos productos ha enriquecido sus novelas confiriéndoles esa liviana máscara sobrerreal y si es posible atribuirles alguna función diferente de la simple ilustración pintoresquista de la vida de América Latina, tal como ocurría, en la vieja y denostada narrativa del regionalismo, con sus numerosos elementos folklóricos. Con lo cual se quiere decir que E l recurso del método reinstala, y de manera más categórica, la contradicción que rige e! arte de Carpentier: ahora la novela viene acompañada de un discurso intelectual exptícito, más coherente que en los casos anteriores y que, por lo mismo, torna inversamente incoherente el dis-

curso literario-narrativo que da base a la obra. El arte de Carpentier parece emparentarse con la literatura y pintura de los viajeros europeos que recorrieron América en la segunda mitad del XVIII, siendo los heraldos de la nueva cultura burguesa en proceso de expansión: en sus obras se encuentra siempre la admiración, la alegría y la codiciosa nostalgia que les infunde el universo mítico con que toman contacto, la sensación rousseauniana de sumergirse en la vida natural o primitiva con sus deslumbrantes curiosidades, la expectativa de ignorados placeres de los sentidos. Pero a l mismo tiempo, en las estructuras lingüísticas o literarias de sus escritos o en las formas y ordenaciones de sus dibujos, lo que encontramos es la sociedad racionalizada a la que pertenecían; descubrimos una óptica que es propia del dominador extranjero y del hombre racional; incluso en su valoración de los presuntos paraísos perdidos con que puebla -inventivamente- las exóticas tierras americanas, hallamos los sistemas de pensamiento que clasifican y ordenan de acuerdo a las pautas de una civilización que, definitivamente, ha renunciado al mito. Una contradicción similar queda instaurada en la narrativa de Carpentier y no se la ha visto resuelta con el pasar de los años. Pero si

intelectualmente es posición insostenible, en cambio rinde beneficios en el campo de la creación artística: conjuga atracciones opuestas, extrae de ese combate acercamientos vívidos a lugares prohibidos por la razón. Se trate de la licantropía de los negros haitianos o del delirante grotesco de los dictadores cultos de América Latina, ráfagas del pensamiento mítico vienen a ser capturadas por una mentalidad racionalista, por estructuras literarias de un barroco burgués severamente disciplinado por la inteligencia, por una organización de los órdenes narrativos que recuerda la concepción ciecimonónica y que se sitúa cerca de lo que Lukács habría llamado el realismo crítico si el modelo manniano en que pensaba el crítico húngaro se hubiera revestido de las galas de la sensualidad. Pero eso el "real maravilloso" de Carpentier está siempre en los argumentos, en los asuntos de las obras que escribe, pero resulta desmentido por las estructuras artísticas, por la escritura que los manifiestan. La prolongación de ambas líneas muestra creciente divergencia; más aún, una cancelación mutua. De ahí que los descendientes de la narrativa de Carpentier se hayan afiliado a sus estructuras artísticas. a su escritura, a su capacidad para

reconstruir la vida pasada sobre abundantes documentos (es el caso de Lisandro Otero) y hayan abandonado el "real maravilloso" a los verdaderos descendientes del surrealismo, tan fructífero en América Latina y que en la zona cubana prefieren llamarse lezamianos (es el caso de Reynaldo Arenas).

4. Las vicisitudes de la revolución. Desde esta perspectiva pueden adquirir significación algunas peculiares operaciones estructurales de la narrativa de Carpentier que han pasado desapercibidas en su tesitura formal, pero que en cambio han dado lugar a múltiples interrogaciones ("buena y mala intención, entusiasmo sonoro y envidia subterránea, todo bella cosecha") acerca de sus concepciones del tema de la revolución, el cual sería, sobre el plano argumenta1 de la obra de arte, el equivalente de las conformaciones estructurales. La construcción de El recurso del método se asemeja al primer modelo narrativo de

Carpentier, E l reino de este mundo, que a su vez se reencuentra en Los pasos perdidos, en tl siglo de las luces, así como en algunos cuentos ("Semejante a la noche","El camino de Santiago") de Guerra del tiempo. De todos se podría decir que ilustran el principio de los desplazamientos narrativos, de tal modo que la elaboración de la novela es la suma de una serie de segmentos de intensidad creciente que, cuando llegan al remate, promueven el desplazamiento hacia otros segmentos, que son colaterales respecto a ellos y desentroncados respecto a sus materiales, donde vuelve a reconstruirse el proceso de intensificación que conduce a idénticos resultados. En cada uno de estos segmentos se nos cuenta una historia semejante (para un análisis funcional del tipo de los de Propp) según la cual un agente entra en conflicto con un medio al que intenta modificar, plegándolo a su proyecto, violentamente, para acabar siendo derrotado. Este modelo se distingue del previsible del Sturm und Drang porque la derrota se compensa con un cambio de registro en el medio afectado por la acción. La unidad narrativa en que se produce la conflagración a que tienden las intensificaciones, corresponde por lo común, en Carpentier, al tema de la revolución que viene reapareciendo en sus libros, de tal modo que lejos de poder definirlos como "la historia de una revolución fa1lida" deben definirse como "la historia de varias y sucesivas revoluciones fallidas", sistema acumulativo que remite la interpretación general de la obra no a los elementos repetitivos de la serie de segmentos narrativos, sino a la correlación que se trace entre todos ellos hasta descubrir sus diferencias. Es a partir de ellas que se podrá valorar lo ycie obligadamente debe definirse como un proceso. No debe olvidarse que la visión de Carpentier es, como cabe al más importante novelista histórico de nuestra época, historicista. Y ello en un grado como no se encontrará en ningún otro escritor americano (salvo algunos momentos del primer Carlos Fuentes), lo que implica que su esfuerzo cognoscitivo de lo real descansa sobre la diacronía. En un nivel estilístico se torna muy evidente esta inclinación: su poderosa capacidad descriptiva conquista sus mejores momentos cuando se ataca a una génesis (así, en esta novela, la trasmutación de la gran aldea en capital moderna, que se cuenta en el capítulo 4) y se complace en mostrar de manera impecable una emergencia y su evolución progresiva. El ser humano

es siempre visto como ser histórico y su modificación eventual sólo puede alcanzarse mediante una serie de secuencias donde es condición sine qua non la repetición de un esquema básico para que pueda medirse a cabalidad la diferencia que se registra respecto a las anteriores. (Las variantes sólo son perceptibles respecto a las invariantes.) La proposición de un conflicto implica que su desenlace dependerá de la cualidad y tensión de los ingredientes que entran en el conflicto y que estará obligadamente a su nivel, más que al ilusorio de las puras expectativas. Pero ese desenlace servirá de trasvasador de la energía a otro plano en que intentará alcanzar, por vías semejantes, más altos logros. La revolución se presenta entonces como lo que es, un medio de aceleración histórica estrechamente ligado a sus elementos componentes, que ni puede entenderse candorosamente como la panacea universal, ni puede desprestigiarse aduciendo que no soluciona de una vez todos los problemas humanos, cuyas virtudes radican, justamente, en la extensión en que se proyectan sobre el período futuro. La serie de revoluciones sucesivas y frustradas de €1 reino de este mundo, vuelven a reaparecer en €1 recurso del método, haciéndose más explícitas por contemporáneas, porque utilizan una gramática y un léxico conocidos. Carpentier procede además a trazar las etapas que atraviesan, aprovechándose de los materiales de su propia experiencia personal pero sometiéndolos, como haría cualquierade los maestros decimonónicos de la tendencia historicista, al modelo de los estadios progresivos dentro de la concepción del tiempo lineal. La novela muestra cuatro procesos revolucionarios sucesivos. A algunos correspondería el nombre de revueltas, como la que encabeza el general Galván y luego el general Hoffmann, pero aun así no dejan de cumplir ostensiblemente una función de di namizadores históricos. La tercera revolución, que es el centro del volumen, desembocará en la ascensión al poder del doctor Luis Leoncio, derrotando al "Primer Magistrado", en una sustitución apalabrada por los representantes diplomáticos norteamericanos que parece evocar la ascensión al poder del gobierno moralizador de Zayas, en Cuba, y los muchos ejemplosde sustitutos democráticos para dictadores desgastados. Simultáneamente queda trazada la vía correspondiente a una figura mítica nueva, "El Estudiante", a quien corresponderá el tramo posterior hacia una revolución que seefectuará en la realidad mera y ya no dentro de la narración,

segiin un conocido sistema elusivo y de suspenso. El diálogo que Julio Antonio Mella mantiene en Europa con "El Estudiante" sobre las situaciones políticas de sus respectivos paises, el cubano iniciando la lucha contra Machado que llevaría casi una década y el otro ¡niciando la lucha contra el gobierno blandegue que sustituía al dictador pero convalidaba su sistema socio-econámico, ilustra la concepción del proceso: "Cae uno aquí, se levanta otro allá", dijo "El Estudiante". "Y hace cien años que se repite el espectáculo". "Hasta que el público se canse de ver lo mismo". Presenciamos una interpretacion finalista de la historia, gobernada a su vez por un proceso dialéctico. Al tiempo de buscar no quedarse encerrado en una mecanicidad sim-

plista, Carpenticr procure resguardar el principio evolutivo que estima central de la humanidad a traves de sus ciclos transformadores. En tal concepciOn vuelve a estar presente un racionalismo doctrinario que, a l o largo de doscientos años, no hace sino hihtanar su propia continuidad, tal como lo viera Delta Volpe revisando el pensamiento de Juan Jacobo Rousseau. A dos siglos del maestro, es un descendiente americano quien trata de reiterar su mensaje, utilizando sus mismos buenos salvajes ornados de plumas, sus mismos civilizados perversos, apelando a su lucidez pero no a su confesionalismo. Pero es desde el otro lado del Atlántico que formula su discurso o, en el peor de los casos, navegando indeciso y prudente por el océano de Lautréamont.

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1 Conmiseración por la bestia solitaria. E l misterio que plantea el ansia de poder absoluto que manifiesta un ser humano, esa pasión voraz y arrasadora que no deja sitio en el alma para ninguna otra resecando la entera vida espiritual y que se paga con una terminante soledad, más aún, con el descaecimiento del hombre en una categoría casi animal porque el delirante enclaustramiento que origina destruye todo posible valor, elimina todos los placeres de los-sentidos hasta que nada sobrevive a ese abrazo con un poder que concluye vacío de los atractivos que alguna vez ofreciera, la historia de esa pasión aniquiladora ha sido contada más de una vez por la literatura. Contada con asombro, con perplejidad, incluso con terror. El espectáculo del hombre a quien ciega el poder para poder devorarlo mejor, sirvió a los escritores para aproximarse a una medida justa de lo humano, pues pronto comprendieron que la entrega a esa pasión destruía progresivamente, una a una, las fibras sensibles de quien, sin embargo y como todo ser humano, había sido "amamantado con la leche de la ternura humana", de tal modo que el ascenso y la per-

manencia en el poder absoluto era simultáneamente el proceso de la deshumanización. El paradigma de este teorema fue establecido por William Shakespeare en la madurez de su carrera, cuando presenció, a lo largo de la conspiración de Essex, la sangrienta disputa por la corona a la cual consagró su obra más austera: Macbeth. Allí vemos a un hombre que va perdiendo todo -respeto amigos, mujer, "la joya de la vida eterna", la humanidad misma- porque desde el principio clama que "nada existe para mí sino lo que no existe todavía", esa corona que cuando se ajuste sobre su cabeza certificará, como un círculo má~ico,la inhumanidad. Ese es el modelo literario, fuera de la lección viva de la historia latinoamericana, que concurre a señalar el rumbo de la obra de Gabriel García Márquez El otoño del patriarca (Buenos Aires, Losada, 1975): y la chispa motivadora que él ha confesado, el espectáculo del hombre que abandona el palacio presidencial, allá en 1958 a la caída del dictador venezolano Pérez Jiménez, no hace sino situar, como en el caso del maestro isabelino, una creación artística; la historia de un hombre como la historia del poder y de sus aniqu iladores efectos. Aunque, mientras en el pensamiento renacentista el orden humano siempre vuelve a instaurarse, los engaños

concluyen y la verdad resplandece al fin desvirtuando el falso pronóstico de inmortalidad que Macbeth recibiera de las brujas (no en balde una burguesía que comienza su carrera histórica mira al futuro con confianza y cree en sus fuerzas) en el pensamiento de un latinoamericano que ha venido presenciando toda la vida la persistencia del hombre aferrado al poder, ayer, hoy, al parecer siempre, no hay prácticamente orden humano a la vista que sea capaz de instaurar los valores pertinentes. Sólo queda sitio para la reposición de uno más oscuro, el único orden cierto que se percibe, que es el biológico: éste dice que algún día, fatalmente, el hombre morirá, a los cien, a los doscientos años, porque lo propio del ser vivo es tener un tiempo finito y morir. Como recordaba Huxley en su sarcástica parábola de Viejo muere el cisne: and Time

must be a Stop. Colocándose en el centro del poder, es decir, en la conciencia misma del personaje que lo ejerce (no obstante los sucesivos narradores colaterales que va empleando y que no son sino servidores de la explanación y del deambular de esa conciencia actuante) la novela no deja sitio, ni presta atención a los eventuales instauradores de los valores humanos: no hay aquí un Malcolm o un Cara de Ángel que, triunfante uno y fracasado el otro, porten las

principios del orden humano, el cual por lo tanto se disgrega. Mal pueden portar sus principios los cazurros ministros o compadres del "patriarca" incapaces de dar un mínimo testimonio válido sobre ese otro orden posible (como de una manera impertinente y didascálica lo hacía "El Estudiante", de la novela de Alejo Carpentier) ya que aparecen como meros reemplazantes de la misma pasión devoradora del poder en sus más inhumanos aspectos. Por lo tanto ese orden humano queda remitido a la conciencia del lector, a la cual se apela como en un subrepticio test moral. Sólo desde ella se podrá medir la ignominia o la perversión, lo que deberá servir para atemperar la serie de funambulescas invenciones narrativas poniendo un escudo protector a la fascinación que ejercen, a la disolución de todo pronunciamiento moral en la pirotecnia del lirismo y del humorismo. Esta doble polarización generará esa zigzagueante intermediación entre la ira, la admiración, el rencor, el vituperio, el agradecimiento, el feliz reconocimiento, que es la propuesta inspirada por la novela. Porque ella pone a prueba, como en el famoso ejemplo balzaciano del mandarín y la campanilla, la conciencia moral del lector. Quien está presente y solo -asoladoramente solo- es el dictador. Colocado en el

centro de la arena de un vasto circo cuyas gradas ocupan, como espectadores, los lectores del libro, nosotros, quienes por primera vez nos asomamos a su faena y a quienes se nos pide, más que cualquier sentimiento extremo e irreflexivo, la com,prensión, tanto vale decir, la compasión. Aquel tenaz esfuerzo de García Márquez, que en los días de la literatura de la violencia colombiana surgida impetuosamente desde la paz de 1953, pedía que la narrativa que se le consagraba no se detuviera en el simple catálogo macabro de sus crímenes sino que buscara sus raíces, y que en La mala hora las detectaba en cierta perversión o enfermedad de las almas que a su vez era el correlato de una injusta estructura de la sociedad, aquí se concentra en el estudio de una pasión viciosa que llega a dominar una personalidad hasta devenir su único elemento constituyente. De tal modo que parecemos retornar a la teoría de los estigmas de la personalidad o teoría de las pasiones que hizo suya Balzac: la avaricia de Gobseck, el arribismo de Rastignac, la paternidad de Goriot, el dominio económico de Birotteau. Dentro de esa misma línea, García Márquez designa como una "andina" ansiedad del poder a esta voluntad, aun refiriéndose a un dictador isleño del Caribe y no a la serie de dictadores venezolanos surgidos de las montañas como Gómez. La fijación del foco narrativo sobre los efectos que tiene sobre un ser humano tal estigma, nos conduce a la recuperación del espíritu que qnimara varios cuentos del período realista del autor en los cuales se asistía a la instauración subrepticia de una justicia inmanente. Gracias a ella se pagaba en vida, se apuraba la misma copa envenenada que previamente se había ofrecido a los otros, tal como hace siglos intuyera Macbeth. En El otoño del patriarca el déspota paga el desorden humano que él impone, mediante su propio aniquilamiento espiritual. Éste es connotado por los innumerables rasgos que revelan su soledad, el desamparo afectivo en que vive, su mezquino acomplamiento con las mujeres, la búsqueda incesante de la madre, la incapacidad de la amistad, esa manera suya de entregarse desvalido al sueño como a la muerte, tirado sobre el piso de losas con el brazo cruzado bajo la cabeza. De ahí que el libro abra una puerta imprevisible a la conmiseración. Pero tal condición deriva también del manejo del tiempo que puede percibirse en la historia contada por la novela así como en los

mecanismos narrativos que son puestos a su servicio. Sólo en la perspectiva que ofreciera un tiempo abierto, progresivo, que se desplegara creativamente hacia el futuro, es posible situar la eventualidad de la reconstrucción del orden humano conculcado y es eso lo que ha venido preconizando cada vez con mayor insistencia el utopismo sobre el cual rota una parte considerable de la sociedad occidental. Ocurre sin embargo que en esta novela el tiempo ha sido subvertido. Presenciamos una dictadura aparencialmente infinita, que se sucede a sí misma mientras se sustituyen las diversas generaciones humanas, las cuales -para agravar más esta situación- carecen de memoria histórica como es tan típico de las zonas subdesarrolladas de nuestra América ("el subdesarrollo es la falta de memoria", decía Desnoes) y creen rotar siempre en torno de los mismos hechos, girar alrededor del mismo personaje inmutable al cual parece prometida la inmortalidad. La novela lleva a su punto extremo un principio que había sido apuntado en los Cien años de soledad, aunque en este caso respecto a una sola aventura que duraba puntualmente esos cien años: el de un tiempo cíclico que encadena un fin con un comienzo anterior y que por lo tanto sugiere la repetición de un homólogo invariante. El sistema narrativo de El otoño del patriarca cumple parsimoniosamente su función de apoyo al principio del tiempo cíclico: el primer capítulo, que vale como un módulo para los restantes, parte de la muerte del patriarca en el palacio semidestruido y devorado por las vacas y los gallinazas, para proceder a la reconstrucción de un ciclo ya transcurrido de su existencia, el cual concluye en la milagrosa supervivencia del dictador gracias al artilugio de su doble, generando así el ciclo de muerte, evocación y resurrección que es definitorio de la figura; el último capítulo se abre con el cadáver en la sala de honor del palacio y conjuntamente con la generalizada incredulidad acerca de que haya llegado, efectivamente, el fin definitivo, con lo cual el módulo cíclico fijado inicialmente y trasladado a lo largo de la novela por su eje paradigmático consigue sobrevivir a la misma muerte, esta vez verdadera, del dictador. A lo largo de los seis capítulos de la obra se despliega, sin embargo, la historia lineal de una .vida que comporta por lo tanto sucesivos cambios, y que por lo mismo es regida por un tiempo progresivo y abierto. Pero tal historia y tal tiempo correlativo, quedan férreamente incrustados dentro de un sistema repetitivo

que busca traducir la alucinación de eternidad del poder absoluto. El autor ha buscado tensamente esta concepción cíclica y es posible que ello acarree en el lector la pérdida de la hilación cronológica de los sucesos, con lo cual se cumpliría el propósito visible de la novela: conseguir que el lector deambule por el más dificultoso de los laberintos posibles, que ya no será meramente explicado como es habitual en el arte intelectualizado de Borges, sino vivido sensorialmente en la experiencia de la lectura. Un laberinto que se construye mediante un tiempo que parece avanzar y aun genera la ilusión de la peripecia sucesiva para desembocar repentinamente en los mismos puntos de que partió. Sus vericuetos están fijados con precisión mediante el manej'o de múltiples indicios (la venta del mar) mucho antes de que se produzcan los hechos; gracias a la superposición de una serie de decursos repetidos (las conspiraciones) que se van trasmutando en uno solo de incesante reiteración, fijo, invariante, donde los variables personajes son subsumidos por el esquema de la acción; merced a la presentación de decorados (el palacio con leprosos, mendigos, jaulas de pájaros, vacas) que al igual de lo que ocurría en los Cien años son destruidos y reconstruidos idénticos a sí mismos; manejando por último una sabia reiteración de elementos narrativo~(esa clausura del palacio al caer la noche) que resultan abolidores del tiempo. Es cierto que existen dos tiempos dispares en la novela y que tanto se expresan en la historia que se cuenta como en los recursos de la narración, pero el que autoriza el avance cronológico ha sido trabado por el otro de tipo cerrado y cíclico, destinado a figurar la obra como una incesante repetición en que se traduce la percepción ingenua y popular de la dictadura. El riesgo que ello implica ha sido aceptado de antemano por el autor: confusión de líneas, tedio de la lectura, isotopías que desdibujan los efectos narrativos, aflojamiento de las expectativas, etc. El único modo eficaz de superar esos. ,riesgos que pueden comprobarse en el lector común, consiste en asumir una lectura que sea de la misma naturaleza que el texto, es decir, igualmente cíclica. Cuando se enlazan entre sí las lecturas de la novela de modo que también el texto, y no sólo la historia que en él se cuenta, funciona cíclicamente, comienza a tornarse transparente la construcción de estos círculos infernales, superpuestos unos sobre otros. Se perciben entonces las calculadas regularidades, las variantes que entran como repentinos

movimientos dentro de series invariantes, el régimen contrapuntístico que actúa dentro de un sistema cerrado y le confiere una dinámica mayor, el crecimiento que va cumpliéndose mediante las abusivas formas repetitivas hasta sobrecargarlas y concluirlas. A lo cual contribuye una pericia nueva de la escritura de García Márquez que hasta ahora parecía exclusividad de Cortázar: el arte de la transición. Las cincuenta y tres páginas del último capítulo desarrollan una única oración donde tienen cabida decenas de narradores que son incorporados velozmente, sin anuncio, y del mismo modo desaparecen, al servicio de decenas de situaciones distintas que deambulan por el tiempo, van y vienen como en la maraña mental del patriarca decrépito, transitan vertiginosamente de una a otra y concluyen tejiendo un discurso que sólo puede situarse fuera del tiempo, en una ficticia eternidad, la del discurso mismo cuya incoherenciaes su buscada significación, cosa que ha sido posible por la sabiduría de la escritura que corre y corre, entrevera las aguas, vuelve atrás, se empoza, muda de rumbo, se precipita por fin cuando se anuncia la irrupción de la muerte que trae las mismas verdades que en Cien años de soledad: el poder es la soledad y la falta de amor, sólo se levanta sobre esas carencias, como concluyó percibiendo Aureliano Buendía, y no permite vivir y gozar la vida, cosa que le está reservada al oscuro y renovable demos. Pero a esta altura de la mostración, esa soledad que otorga el poder ha sido equiparada a la gloria, es el merecido castigo que para Pirandello se recibía Cuando se es alguien, o que el propio García Márquez había identificado en un cuento subrepticiamente biográfico, Blacamán el bueno vendedor de milagros, como parte de la justicia inmanente para quien se exceptúa del común de la especie y adquiere una conciencia individual. La conmiseración que rechaza pero que se le otorga igualmente al anciano chapoteando en el pantano de su senilidad, es aquella de que es capaz la generosidad de la especie para con el hombre que ha desertado de ella pero sigue viviendo en la nostalgia permanente de ese paraíso perdido cuya puerta jamás nunca podrá reencontrar. La huella de una self-pity ampara este dilema que parece tan propio del imaginario de las comunidades tradicionales latinoamericanas y sitúa la cosmovisión de García Márquez dentro de sus coordenadas, en el centro de sus contradictorias proposiciones.

2. Las cuentas del collar fabuloso.

E l rasgo de la narrativa de García Márquez que mejor ilustra su reinmersión en las formas del contar tradicional (las que groseramente llamamos populares) ha sido la supervaloración de la peripecia con la cual, en los Cien años de soledad, planteó un desafío a las Iíneas tendenciales de la novela moderna que seguían los centros internacionales y se trasfiindían a algunos núcleos urbanos latinoamericanos. La renovada confianza en la sucesión de hechos anecdóticos, siempre novedosos y siempre por lo mismo variables, que ya había hecho la fortuna de la comedia plautina, del cuento milyunanochesco, pero también, visiblemente, del folletín del xix y el xx, atravesando así la historia entera de la cultura como corriente subterránea donde se abastecía la mayoría de la sociedad humana, aun a pesar de que en un determinado momento perdió la sanción aprobatoria de los rectores culturales y sólo pudo continuarse en las manifestaciones espurias del narrar folletinesco o de la telenovela, esa confianza revivió en García

Márquez asumiendo en él modos extremados. Le fueron debidos a la fecundación que les concedió la estética del ultraísmo y del surrealismo, que volvieron a conferirle dignidad artística, como hicieron con la novela gótica o la policial de Fantomas, con lo cual esas corrientes demostraron que respondían a las demandas de los grupos sociales emergentes que se incorporaron a la sociedad civil del xx y, por l o mismo, habrían de conquistar una frondosa descendencia dentro de las comunidades latinoamericanas en que esos grupos eran más nutridos y ocupaban un ancho ámbit0 de las culturas. La peripecia fue recuperada como un valor positivo. Pero al mismo tiempo, y bajo el ¡mpacto de las nuevas estéticas, fue disuelta en sus irreductibles átomos constitutivos, debilitándose la hilación tradicional que ya era caprichosa y errátil, débilmente motivada. Así se la presentó bajo la forma de golpes de efectos, situaciones breves y autónomas, explosiones lingüísticas, chistes bruscos, réplicas absurdas, pases limpios de prestidigitacion, separables unos de otros, donde el que seguía suplantaba al precedente, venciéndolo no por ser su consecuente sino por una más alta dosis de intensidad propia y generaba, no la continuidad en otro, sino simplemente la expectativa de otro pase más brillante. El que José

Bergamín había designado como laberinto de la novelería, fue recorrido por un tren fantasma, como en los espectáculos de feria, el cual tropezaba a cada recodo con un fogonazo, sorpresivo, restallante, enceguecedor, encajado con mayor o menor fortuna dentro del decurso general, pero siempre puntualmente deslumbrante. La sutil liviandad y la artificiosa ingenuidad con que los utilizó García Márquez permitieron que se incorporara de pleno derecho a la novela urbana moderna, más que lo que llamamos el "fantástico" y que es inherente desde su versión poeiana a la narrativa contemporánea, eso que preferimos seguir llamando "maravilloso", cuya tradición es secular y aun milenaria y que André Breton junto a sus compañeros surrealistas trataron de pesquisar como a un animal que sobrevivieraedentro de las ya rígidas estructuras culturales de su país. No es necesario subrayar que ese recurso renovado fue una de las claves del éxito que alcanzaron los Cien años de soledad entre los millones de lectores latinoamericanos, ni tampoco es necesario destacar que tal entusiasta acogida por los dones "maravillosos" de una peripecia débilmente encadenada, testimoniaba la permanencia entre ellos de una concepción inestructurada del mundo, revelaba una manera de asomarse a la realidad

que se detiene en los particulares y pierde de vista la organicidad general que en ella siempre busca descubrir un pensamiento articulado, daba pruebas de esa falta de memoria que tanto en los Cien años como en E l otoño del patriarca son concepciones obsesivamente anotadas porque son previas y obligadas al asombro que promueve la repentina emergencia del fenómeno dentro de un horizonte que siempre está vaciándose y recuperando su constitutiva inocencia. Estos modos de percepción, cuya realidad en el seno de América Latina (y en otros muchos sectores del universo) ha quedado atestiguada por la narrativa de García Márquez, son previos e históricamente anteriores a la visión que aportó la burguesía y nos proveyó del florecimiento de la novela decimonónica, tal como podemos registrarlos siguiendo las historias europeas del arte. García Márquez volvió atrás y se situó adelante: esa fue su revolución, que, como la de los astros, implica un retroceso y un avance. Esa jubi losa aceptación de los dones espectaculares propios de los átomos de peripecia demostró su pervivencia, no sólo en las capas populares y analfabetas, sino. también en un nivel medio de la educación social, por debajo del barniz de la cultura burguesa que estaba lejos de haber sido definitivamente ad-

quirido; puso un corrosivo a la unidad y coherencia del proyecto narrativo que había mont4do la burguesía y que se prolonga en sus múltiples hijos, incluyendo los rebeldes y parricidas; propuso un sutil pacto entre las fuentes siempre vivas del imaginario popular a-histórico y los órdenes estructurados rígidamente que tanto el pensamiento burgués como su heredero, el proletario, han venido sosteniendo. Este pacto es tan decisivo, para el éxito de los Cien años de soledad, como lo fue el redescubrimiento de una incesante peripecia. Ello se obtuvo mediante dos poderosos tensores que religaron la dispersa sucesión de efectos, los causalizaron y les otorgaron motivación y significado, actuando por debajo de su fluencia brillante y aparencialmente caprichosa. Fueron: la ordenación histórica (decalcada sobre un siglo de vida colombiana o de cualquier otro país latinoamericano) con la peculiar praxis de un procesamiento económico y social que podía adaptarse flexiblemente a una teoría moderna sobre el avance de la sociedad y la estructuración familiar con sus diversos juegos de potarización entre tipos alternos (los Ayreliano y los Arcadio, por ejemplo, o las Ursula-Pilar Ternera en oposición a las adolescentes del amor) que prestaban igualmente una teoría organizativa del suceder histórico componiendo bajo las inventivas creaciones una estructura reguladora. Ambos descubrimientos ya los había hecho la narrativa (y la sociedad) del siglo XIX, permitiéndoles tanto la elaboración de la saga histórica (de Watter Scott en adelante) como la saga familia (de Tolstoi en adelante), sumándose al otro previo descubrimiento hijo del individualismo que aportaba la época: la vida humana como estructura narrativa que otorgaba coherencia y significado a los materiales sueltos. Los dos primeros, que son de naturaleza social y que ya apuntan a ese nuevo planteo donde el valor absoluto emergente es la sociedad, son los utilizados por García Márquez como las vigas de acero necesarias para modelar el vasto edificio de los Cien años de soledad. S i n ellos, la novela hubiera sido la pirotecnia deslumbrante de

sus miles de hallazgos, la explosián de efectos dispersos, el caos multicolor de personajes y de situaciones; gracias a ellos, la prodigiosa riqueza de ese material dispersivo, cálidamente elaborado en el venero del imaginario popular cuyo imperio testimonia, se estructura en un proyecto coherente que responde al modelo racionalizado que ha traído el pensamiento burgués abriendo el camino a la modernidad. El pacto así establecido robustece las ganancias que por sí solas hubieran podido obtener cada una de las partes aisladas. Enfrentado a El otoño del patriarca es visible que García Márquez se ha retraido ante este chorro creativo de inagotable apariencia, pero también es visible la seducción que sigue ejerciendo sobre él: lo rehúsa y lo recibe, alternativamente. Las bisagras narrativas, las articulaciones que sirven para proyectar hacia adelante el relata, responden a ta puntual visita de uno de estos hallazgos, cuya sabrosura no tiene por qué encarecerse, pero los desarrollos evitan muchas veces la casi procaz imantación de estos pases mágicos. Aunque. no tengan siempre el mismo nivel de eficacia; si hay algunos que responden a la pura maravilla de una imaginación en libertad (la difusión de los bonetes rojos que marca la llegada de las tres carabelas del descubrimiento, vistas ahora por el envés nativo) otras resultan más convencionales (el general Rodrigo de Aguilar servido al horno, que parece venir de la sirena del acuario de Nápoles ofrecida por los norteamericanos en bandeja, tal como fue contado por Curzio Malaparte). Pero el problema no radica en la mayor o menor felicidad de estos hallazgos, sino en su correlación con los tensores que sostienen y dan forma al relato, ya que éstos resultan debilitados por el sistema circular puesto en funcionamiento que, si por una parte recupera la vieja proposición de la vida de un hombre como estructuración narrativa, disuelve sus peculiares valores con su organización en sucesivos círculos superpuestos. En estas condiciones los átomos de peripecia tienden a independizarse de su vinculación con los restantes y a recobrar su plena autonomía. Es como si se rompiera el hilo del collar: entre las manos nos quedan perlas. Ni más ni menos. Podrá decirse que estas perlas son, como hubiera poetizado Jorge Guillén, "suficiente maravilla" y sin duda hay buena cantidad de ellas, pero ese irisamiento maravilloso se conquista en desmedro de la continuidad narrativa, la cual se debilita y empoza.

Del mismo modo que cada uno de los capí- de un lugar a otro de la obra porque disponen tulos del libro, por su peculiar armazón, de una débil causación interna, la cual sobre tiende a ser autosuficiente en un importante todo atiende a aquel esquema que ya manejagrado, del mismo modo se observa que los ron los antiguos sobre las etapas de la vida particulares narrativos pueden ser trasladados humana. Aquel golpe mágico de las maripo-

sas amarillas que circundaban a Meme funcionaba como una transposición simbólica -de rara originalidad- de la historia de una pasión amorosa plena, o sea que allí se hacía necesario y se fatalizaba en la narración. Muchos de ellos vuelven a encontrarse en E l otoño del patriarca -los guantes de raso, por ejemplo- pero hay ocasiones en que se incorporan al relato como vivificadores más que como impostergable; necesidades de la narración. Es probable que aquí pueda inferirse una dificultad casi invencible a la que tuvo que hacer frente el autor. Otra vez, ante esta novela, pudo repetir que él no inventó nada, que fue la realidad la que le proporcionó la materia prima toda. Pero ésta era, en verdad, inagotable y eso mide la desmesura del proyecto. No habrá país de América Latina que no crea que se está contando en el libro la historia de sus dictadores particulares, pues de Perón a Trujillo, de Gómez a Estrada Cabrera, de Machado a Somoza, aquí hay referencias a todos, episodios en que cada uno queda retratado, comportamientos que cada pueblo conoció y padeció. Si bien parecen más numerosas las referencias a Juan Vicente Gómez y a Rafael Truji llo, otros muchos dictadores pueden ser convocados por estas páginas, incluyendo algunos que están fuera del ámbito latinoamericano, como el generalísimo Francisco Franco. Sin duda ha debido ser drástica la poda efectuada dentro del material acopiado, pero asimismo la seducción de tantos hechos variados y originales se intuye en su incorporación a alguna altura del relato por lo que tienen de pintorescos y anecdóticos, mientras que aquellos chispazos que a veces resultan los menos históricos de todos los datos y por lo tanto los más propios del talento creativo del autor, resultan los más necesarios a la organización de la novela. Entre el tiempo detenido por su condición cíclica y esta libertad en que funcionan múltiples invenciones de la peripecia, puede percibirse una conexión: al paralizarse aquél y revertir sobre sí mismo, éstas pierden su posición dentro de una escala de significaciones progresivas y causalizadas y por lo tanto recuperan su pura condición gratuita, autónoma y feliz. Estas cuentas del collar evocan la mitología de la Conquista; no sus hechos reales sino el modo como fueron contados o imaginados por las generaciones humanas, proporcionándonos esa verdad que no es la del acaecer histórico sino la de la vivencia siempre presentizada de lo que ya ha pasado y por

lo tanto puede ser objeto de apropiación francamente subjetiva. El deslumbramiento ante las cuentas de colores de lo que nos habla es de la imaginación popular, de su concepción de los valores, de sus métodos de apropiación y debe reconocerse que sobre ese campo, tan poco desbrozado por las literaturas cultas, es grande la sabiduría de García Márquez. El es también un "hacedor de milagros", un descubridor de "cuentas" maravillosas bajo cuyos reflejos parece erizarse y levantar vuelo la imaginación.

3. Poesía verbal y poesía de situaciones. Desde La hojarasca, lo que tienta a García Márquez es la poesía. Es la nostalgia de todo narrador, si él acecha al mundo como a un misterio en la innlinencia de su oscura revelación. Faulkner decía que escribía largas'novelas sólo porque no era capaz de encontrar las palabras justas que pudieran inscribirse en la cabeza de un alfiler. García Márquez, que pertenece a su estirpe, no ha hecho sino merodear la poesía, creando sucedáneos, formas de reemplazo que mal escondían el subyacente deseo de la justa palabra poética. Sobre todo ha merodeado esa onda magnificente que abrió el Pablo Neruda de Residencia en la tierra y que se desbordó en la pléyade de surrealistas latinoamericanos que no por casualidad recuperaron (como Enrique Molina, como Aimé Césaire, como ÁIvaro Mutis) el universo tropical, los puertos ardidos del Caribe, la naturaleza viviente y descompuesta, perfumada y concreta de las islas antillanas, que se les ofrecieron como las materias propicias que reclamaba su poética. Esa onda lírica es la que desarrollaron sus estrictos contemporáneos, formando el paisaje, el clima, la atmósfera donde se sitúa también su obra narrativa, embebiéndola con sus filtros y su magia. La historia de la obra narrativa de García Márquez puede seguirse, prácticamente, como un movimiento isócrono respecto a esa atracción mayor a la que se acercó inicialmente, de la que se alejó en su período realista con la misma voluntad de asepsia que hacía decir al último Lorca "Realidad, realidad, ni una gota de poesia", a la que retornó, pero ya ahora en una instancia superior que contabilizaba la antítesis de su período realista, en sus grandes libros, Cien años de sole-

dad o La increíble y triste historia de la cán- sin cesar sobre sí misma y repite un mismo dida Eréndira y de su abuela desalmada. Ahí procedimiento como si quisiera concentrar en está presente la pulsión secreta de su arte y los catorce signos de un haiku la entera signipor ello es posible vincularlo a una familia de ficación. Es esa frustración que anotábamos, narradores del área antillana fuertemente sig- la que explica la incesante acumulación que nados por la impronta del surrealismo. Para va construyendo un eje paradigmático en que todos la ambición más alta ha sido la de escri- todas se equivalen, pueden ser sustituidas bir el poema que absorba la realidad íntegra, unas por otras, fuera de las imposiciones del la mantenga viviente dentro de un texto su- orden cronológico o de la causación Iógicoplantando el descaecimiento fatal que acecha narrativa, pues no son sino las infinitas posibial mundo, y que ese milagro se cumpla nave- lidades de la equivalencia que la forzada hilagando siempre en el fluir de las palabras, en ción diacrónica obliga a poner una tras otra su poder encantatorio y no sólo en su capaci- cuando en cambio deberían leerse unas sobre dad para significar o para referirse a la reali- otras, como proposiciones eventualmente susdad. Que se haga viviente en el murmullo titutivas. envolvente, como de hojarasca o de viento o El procedimiento preferido es el que fue de mar que hacen los sonidos y que parecen ilustrado por ese largo impulso reiterativo de remitirnos a oscuros, profundos, indiscerni- la poesía de Neruda: es la concentración sobre un único punto focal que, por resistirse bles sentidos otros. E l otoño del patriarca cumple con esa larga a la plena penetración, por rehusarse al agoy postergada ambición y quiere ser -es- un tamiento por obra de la palabra exacta, mopoema, un largo poema cuya extensión no es tiva largas series de imágenes que irradian de hija de la narratividad como era de uso entre él y lo trasmutan en una constelación -varialos poetas de gran aliento del XIX (Víctor ble y a la vez fija- en torno de un "sol negro" Hugo) sino de la empecinada y siempre frus- del cual reciben la poderosa e invisible enertrada tentativa de decir una única y breve cosa gía y al cual circundan prestándole resplandacon las palabras justas, la que se rehúsa y se res visibles a través de los cuales redescubrirlo escapa y exige nuevos abordajes. Si es un de manera indirecta. En la escritura de €1 largo poema por las condiciones antes apun- otoño del patriarca los hechos narrativos son tadas relativas a su estructura y a la ordena- voluntariamente inmovil izados porque se les ción de los materiales narrativos, lo es mucho percibe como "soles negros", esos agujeros más por su escritura. En las antípodas de E l que irradian energía misteriosa, y entonces, coronel no tiene quien le escriba y también de mediante la acumulación de sucesivas frases los Cien años de soledad, aquí es la palabra, a dependientes, de series de imágenes alternas, la cual la imagen pone en libertad, la que es de cadenas adjetivales, de sustituciones adpiedra constitutiva del vasto edificio. verbiales, de verbos superpuestos para ir desSi se desmontara pacientemente el texto se menuzando una sola acción, se los dota de podría comprobar que descansa sobre un con- largas y ondulantes caudas resplandecientes, junto voluntariamente restringido de recursos cuyo brillo multicolor es arrastrado por un que, por momentos, se sitúan en las antípo- vacío. Por momentos la novela es un entredas de las que se han considerado por lo cruzado volar de quetzales de los cuales sólo general condiciones propias del encadena- son perceptibles las colas desplegadas que se miento narrativo, aunque tal precepto ya ha mezclan, se arraciman, se agitan en todas disido cuestionado por el arte de Miguel Angel recciones y ocultan las cabezas y los cuerpos Asturias. Con sagacidad apuntaba Roman Ja- a los cuales prolongan. kobson que de un punto de vista lingüístico lo En algunos precedentes narrativos consapropio de la narrativa realista consistía en grados al arquetipo dictador (en Asturias, en apoyarse en los sistemas combinatorios y en Zalamea) y en algunas novelas del neobalos deplazamientos de la significación que rroco antillano (Jacques Stéphen Alexis, José son peculiares de esa figura retórica que se Lezama Lima, Luis Cardoza y Aragón) habíadesigna como la metonimia, en tanto que la mos encontrado sistemas semejantes de escripoesía lírica apelaba a otra figura, a la reina tura. Pienso que aquí rozamos una sensibilide los tropos: la metáfora. Y bien: E l otoño del dad de la palabra que parece muy peculiar de patriarca está construido como una incesante un área cultural originalísma de América Laacumulación de metáforas y la obra entera tina: la caríbica o antillana. Pero no obstante, quiere ser una metáfora que reúna y absorba a ese procedimiento no rinde en García Mártodas ellas, de tal modo que la obra se vuelve quez lo que en otros de sus compatriotas cul-

turales, quizás por la posición dual que él ocupa respecto a dos áreas culturales del continente. Ese procedimiento había sido ya ensayado, con más frescura y menos sabiduría, hace veinte años, en La hojarasca, pero luego de la austera inmersión realista de los años siguientes, había salido al escribir Cien años de soledad a otra solución que se ofreció como una síntesis eficaz de la antítesis de ambos períodos iniciales. Se trató de una solución más afín con sus peculiares virtudes creativas y que consistió en trasladar el estado poético de las palabras a la situación narrativa misma, considerando que el hecho poético no debía reposar sobre la sugerencia multisémica de las palabras, sino sobre los datos desequilibrados que componían una situación narrativa y de los que se desprendería un poderoso y enigmático impulso lírico. Si algo mide la distancia que va de la inicial proposición de Asturias (en las Leyendas de Guatemala) a la obra de García Márquez en los Cien años de soledad, es esa sustitución mediante la cual el joven colombiano, manejando materiales comunes y hasta triviales, es capaz de construir situaciones poéticas de fuerte impacto, reemplazando el sistema del maestro guatemalteco que se parecía mucho a una hiedra adherida exteriormente al edificio narrativo, pues lo envolvía ardientemente pero nunca llegaba a trasmutarlo en un hecho poético. Algo parecido había andado Cortázar respecto a la escritura de Güiraldes en Don Segundo Sombra, recogiendo la lección del surrealismo acerca de un traslado de la poesía para que ella naciera del azar objetivo que la descubría en las calles, "en sitio" y más aún, "en acto". Efectivamente, la estética surrealista había hecho estallar la armónica construcción de la poesía simbolista mediante una radical alternación de los principios de la creación artística: actos poéticos, no palabras poéticas, fue lo preconizado, lo que permitía detectar la presencia poética en los rincones insólitos, en los actos insanos, en las manifestaciones del subconsciente, etc. En E l otoño del patriarca es muy fácil detectar esta precisión creativa de la poesía de situaciones: la vaca que se asoma al balcón presidencial es un acto poético, como en los Cien años de soledad lo era la ascensión milagrosa al cielo de Remedios la Bella. Pero del mismo modo que en este ejemplo, si se lo lee con atención, se percibe en el contorno del acto una escritura poética adosada, convencional, rezago de la escritura poética de los treinta, del mismo modo en El otoño del pa-

triarca se encuentran muchas veces los vestigios de Neruda, las comparaciones que agotó el surrealismo latinoamericano y hasta formulaciones retóricas de escasa invención renovadora. La poesía verbal a que apela el autor es inferior a su poesía de situaciones y la perjudica porque no le permite brillar con esplendor intacto al sumergirla en un palabrero vuelo febril. Esta poesía verbal que construye comparaciones y metáforas sin cesar, responde más a las orientaciones de la poesía culta de la gran onda surrealista latinoamericana, pero sin traspasarla, enriqueciéndola por momentos o descansando otras veces en sus hallazgos, en tanto que las situaciones, que muestran una capacidad de implantación más rigurosa, contienen un aliento poético más antiguo y más moderno porque responden de una manera viviente a esas peculiaridades del "imaginario" latinoamericano que García Márquez ha sido de los primeros en aprovechar sabiamente. Es cierto que la síntesis que implicó Cien años de soledad, si consideramos que estamos ante un autor en constante proceso creativo , debía transformarse en la tesis de un nuevo planteo artístico, a la cual esta nueva obra da una respuesta que necesariamente promueve una oposición. Pero esta situación dilemática no queda resuelta, por lo mismo, e incluso puede adelantarse que la antítesis que se ofrece a los Cien años no alcanza a presentarse como un cuestionamiento a fondo de los principios artísticos que en aquella novela se exponían. Convendría de todos modos aguardar la nueva obra que permitiera situar con exactitud el nivel en que la oposición se sitúa por el momento y que no puede apreciarse con entera latitud.

4. "Triste de fiestas". Nada sale de las manos de Gabriel García Márquez que no represente una contribución de primer orden a la cultura del continente. Él no es sólo de los grandes creadores de la hora actual, sino además de aquellos que acuciosamente procuran el rescate de sus tradiciones propias, por humildes y soterradas que sean, a las cuales, como en la conocida divisa académica, pule, limpia y da esplendor. Cualquiera de sus obras no es simplemente una construcción artística válida sino un punto de referencia en el adentramiento en la identidad latinoamericana, en los laberintos de su ín-

tima constitución, por l o tanto en la forja de su cultura tradicional al nivel de la modernidad en que hoy puede operar. Y en esta obra, aún más que en los Cien años, se está sirviendo al conocimiento de esa cultura dentro de los modos específicos del arte literario, porque se enfrenta un arquetipo que parecía agotado por el periodismo y la literatura militante ahora desde una perspectiva audaz cuya clave se encuentra en el narrador de la historia. Desde que la obra comienza y tropezamos en el segundo párrafo con la mención "Sólo entonces nos atrevimos a entrar", el interrogante que se nos ofrece es el de saber quién está contando, pregunta a la cual una sucesión que por momentos parece infinita de narradores diversos no hace sino tornar más enigmática. Como de mano en mano y construyendo una larguísima cadena, vamos pasando de soldados a ministros, de madres a mujeres de la calle, de niñas a mendigos, de tal modo que la sucesión de voces van componiendo otro personaje de la historia, más oscuro y menos perceptible que el que ocupa la escena, el dictador, pero no por eso menos existente. Un personaje que no puede ostentar, como el patriarca, una individualidad única y cerrada, sino que se disuelve en las voces que por breves momentos -a veces una sola frase- rozan los acontecimientos, los miran y tratan de desentrañarlos y los pierden, se pierden en otras voces que se sustituyen sin aparente concierto. La continuidad que se opera entre ellas no es la de la memoria, ni la del juicio moral, ni la de las doctrinas políticas, sino las de un modo de "decir" la realidad en el instante presente en que surge y se toma contacto fugaz con ella. Cuando el volumen concluye estas voces se amalgaman nuevamente en la primera persona del plural y se atreven a afirmar "nosotros sabíamos quiénes éramos mientras él se quedó sin saberlo para siempre" y percibimds entonces que es el pueblo mismo, abigarrado, variable, confuso, multitudinario, el que ha estado contando la historia, al desgaire de sus infinitas posibilidades de ser, siempre diversas e ines-

peradas, que es el coro que conforma la espe cie por el solo heho de su terca continuidad vital el que ha compuesto el paema de la bestia solitaria que se mueve en medio de la arena del circo. Tal figura es, entonces, más que el objeto de su análisis escrutador, el producto de su imaginación, el sueño que han soñado juntamente todos los hombres por separado a lo largo de un tiempo en apariencia infinito. La variedad y la incoherencia de las sucesivas imágenes es la que corresponde al soñar de cada uno y de todos ellos. De tal modo que el personaje, como en el conocido cuentecillo, hubiera podido repentinamente enfrentarlos para decirles que no era él sino ellos los que debían resolver, porque eran ellos quienes estaban soñándolo. Y el sueño de una comunidad es la construcción de un "imaginario" en que él considera que se encuentra, más verdadera y placenteramente, que en la imagen que le devuelve el espejo. La imagen de este azotado hombre solitario, implacable en la crueldad y desamparado como un niño, junto a las mujeres que lo circundan -madre y esposa, esposa y madre-, la imagen de esa isla iridiscente desde cuyo balcón se otea el Caribe todo, el esplendor del trópico que irrumpe y se corisume , la inmovilidad del tiempo, la mirífica sucesión de pases mágicos, todo eso es este narrador colectivo, desmembrado, cuyas desperdigadas voces ha tratado de escuchar el escritor. Todo eso es nuestra América vivida sustancialmente, dolida en su empinado disfrute sensorial, desperdigada como islas, anacrónica y urgida, tradicionalista con desespero de modernidad, desgarrada por alucinaciones que figuran realidades, movida por impulsos que sin cesar desatienden o cuestionan la realidad desaprensivamente, todo esto es la Am& rica de la leyenda, de la invención fabulosa y del desamparo, porque de este libro se sale, como en el verso del poeta solitario Rubén Darío, que por él deambula como un pordiosero desconocido, "triste de fiestas".

este libro se acabó de imprimir el dia 15 de julio de 1976 en los talleres de litoarte, s. de r.l., ferrocarril de cuernavaca 683, méxico 17, d.f. se tiraron 20,000 ejemplares y en su composición se utilizaron tipos óptima 12113 puntos