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Prisionero del más allá Por Paul Feranka

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A María Elena mi esposa, participe de cada una de estas experiencias.

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Índice LIBRO 1 .................................................................................4 LA PÉRDIDA ........................................................................4 CAPÍTULO 1 .............................................................................5 CAPITULO 2 ...........................................................................28 CAPITULO 3 ...........................................................................45 CAPITULO 4 ...........................................................................63 CAPITULO 5 ...........................................................................76 CAPITULO 6 ...........................................................................87 CAPITULO 7 .........................................................................101 CAPITULO 8 .........................................................................121 CAPITULO 9 .........................................................................141 CAPITULO 10 .......................................................................153 LIBRO 2 .............................................................................170 LA BÚSQUEDA................................................................170 CAPITULO 1 .........................................................................171 CAPITULO 2 .........................................................................199 CAPITULO 3 .........................................................................216 CAPITULO 4 .........................................................................240 CAPITULO 5 .........................................................................253 CAPITULO 6 .........................................................................275

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LIBRO 1

LA PÉRDIDA

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CAPÍTULO 1

– ¿Estás seguro que éste es el lugar? No veo el menor indicio de gente. Tal vez no van a venir. – Estamos en el sitio correcto. No deben tardar. – Ojalá así sea, me estoy congelando –replico pablo con voz muy suave mientras se subía las solapas cubriéndose el cuello. La oscuridad era casi absoluta. Apenas podía distinguir sus propias siluetas en la negrura del bosque y sentía cada músculo del cuerpo entumido por el frío y la pesada humedad que los envolvía con su manto helado. – ¿Qué hora es? –escuchó preguntar a su ayudante, preocupado por el silencio que los rodeaba, y que hacía presagiar los siniestros acontecimientos que estaban a punto de desencadenarse. – Van a dar las nueve, y según tus informaciones todo iba a empezar hace una hora. Pablo iba a hacer uno de sus cáusticos comentarios, cuando se escuchó un ligerísimo rumor a un lado del sitio donde estaban escondidos al tiempo que un leve resplandor apareció en la distancia. – ¡Mira...! ¡Parece que ahí vienen...! por lo que más quieras, no hagas el menor movimiento. Nos estamos jugando la vida. ¿Tienes la cámara? – Sí... espero que todo salga como lo tenemos planeado, y que logremos las escenas que quieres. – ¡Silencio...! aquí se acercan. Empieza a grabar. Instantes después los miembros de la secta satánica empezaron a pasar en silenciosa procesión, como sombras heladas apenas visibles, casi rozándolos, profundamente inmersos en su rito, con sus hábitos negros, encapuchados, portando hachones encendidos, dejando tras ellos una amenazante aura de malévolas vibraciones. Al fin, se concentraron en un pequeño claro del bosque, a unos cuantos metros, y la voz sepulcral de su líder resonó en silencio, rompiéndose en mil ecos fantasmagóricos:

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– ¡Oh, señor de las tinieblas...! Aquí estamos nuevamente contigo, para ofrecerte un magno sacrificio. Recibe esta ofrenda destinada a unirse místicamente contigo en las regiones de la inmortalidad. Es una doncella impúber deseosa de formar una sola carne y un solo espíritu contigo, ¡Oh, señor del averno...! Nosotros somos tus siervos. Un estremecimiento recorrió el cuerpo aterido de Pablo, mientras su mente horrorizada no salía del estupor producido por las palabras del emisario de satán. ¡En pleno siglo XX y ante su propia vista se iba a producir un sacrificio humano...! Volteo angustiado hacia donde José Luis compartía con él el horror de lo que estaban presenciando. – ¡¿Qué hacemos, Pablo...?! ¿Qué podemos hacer para salvar a esa jovencita del destino terrible a que esos malditos la han condenado...? Pablo no pudo responder. Todo en su interior se rebelaba contra esa monstruosidad, pero comprendió que nada podían hacer. El destino de la chiquilla estaba sellado. De pronto, una gran fogata empezó a arder, con llamas que rápidamente alcanzaron una gran altura. Entonces, toda la magnitud de ese acto monstruoso apareció ante sus ojos. Los hombres, habían colocado una mesa de piedra, a manera de altar de sacrificios, y hacia ella condujeron a la víctima, de escasos trece años, vestida con una túnica de gasa negra y transparente, que dejaba traslucir sus apenas sugeridas formas. Estaba visiblemente drogada y su estado le impedía rebelarse contra sus captores, ni darse cuenta de la terrible muerta a la que estaba destinada. Después, los asistentes formaron círculos humanos, primero lentamente, luego con movimientos más acelerados, entonando un cántico espeluznante que hizo a Pablo enchinársele la piel, mientras veía como la chiquilla era colocada sobre la negra ara del sacrificio. Las voces se elevaron más y más hasta convertirse en verdaderos aullidos desenfrenados, llamando a su líder espiritual, danzando al parejo de las voces con movimientos sexuales, lascivos, en los que se ofrecían físicamente a su dios en paroxismos de concupiscencia histérica. Cuando Pablo logro reaccionar, pregunto a José Luis con voz ronca, que surgió de su garganta como un susurro angustioso: – ¿Estas filmando todo? Con la impresión reflejada en el rostro, José Luis sólo atinó a responder: – Sí, jefe... desde su llegada. De pronto, haciendo a un lado sus escrúpulos, resurgió en Pablo el instinto potente y helado de reportero, y sobreponiéndose a su horror, se acercó aún más a su asistente, ordenando en voz baja: – Quiero una secuencia que empiece con una toma completa de todo el grupo, y luego un acercamiento al director de la secta. Después otra

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toma completa de la chica, y te acercas con un close up de su cara. Trata de captar hasta el último detalle. Súbitamente, el terrible cántico terminó, casi tan abruptamente como se había iniciado. La inmensa hoguera, que proyectaba a su alrededor todo un mundo de sombras confusas y aterrorizantes, lo transformo ahora en una procesión de espectros dolientes, proyectándose sobre el piso como si se tratara de una pintura abstracta, en que monstruos sin rostro devoraban todo a su paso en un dantesco aquelarre. Los miembros de la secta, a una voz de su líder espiritual, iniciaron una letanía sostenida ensalzado a su amo negro, pidiéndole su protección. Finalmente, una bellísima mujer, vestida totalmente de negro, la sacerdotisa de la orden, surgió de entre las sombras, con un puñal en forma de cruz. Se acercó hacia la víctima, en un acto teatral de concentración suprema, destinada a sacudir a cada uno de los asistentes, y levantando los brazos con una cruz negra en lo alto, profirió un cántico breve al amo de las tinieblas: – A ti, solo a ti, maestro, estamos dedicados en cuerpo y alma. Un alma que es tuya, como será tuya para toda la eternidad la de esta niña que preservamos para ti. Entonces, lentamente movió los brazos amenazantes sobre el cuerpo de la chica. Los llevó primero a la garganta, donde simplemente apoyó la punta del cuchillo contra la suave y pálida piel. Después recorrió los brazos hasta la altura del corazón, mientras murmuraba con voz extraviada: – Haznos uno contigo... ¡Señor...! En ese instante, la chiquilla pareció salir de su letargo y contempló aterrorizada la escena que se desarrollaba a su alrededor. Un agudo grito brotó de su garganta, cortado de pronto por el golpe mortal que segó su vida, provocando en Pablo un espasmo de vómito, mientras José Luis, con lágrimas rodándole por las mejillas y tratando de controlar sus sollozos convulsos, no perdía detalle de la tétrica ceremonia. Fue entonces cuando el líder espiritual tomó el lugar de la sacerdotisa que acababa de consumar el macabro sacrificio, y quitándose la capucha, dijo a su grey con una mirada perturbada: – ¡Perezcan para siempre los enemigos de nuestro señor satán! Al reconocer el rostro del líder espiritual, Pablo abrió los ojos con expresión de incredulidad, al tiempo que sus labios dejaban escapar una exclamación de asombro: – ¡Dios santos...! Ese hombre... su líder... ¡Es Fernando Betancourt...! Tómale un gran close up.

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En ese momento, una inmensa pira de fuego surgió de la mesa de los sacrificios, empezando a consumir el cuerpo virginal. De pronto, un grito de alarma resonó como un disparo en medio del silencio del bosque. – ¡Hay alguien espiándonos... por ahí, entre los árboles! Un hombre encapuchado señalaba en dirección de Pablo y José Luis, que al verse descubiertos emprendieron la fuga, cargando con el equipo y su invaluable grabación. El temor de conocer el destino que les esperaba si eran capturados, los hizo volar, más que correr, resguardados por las sombras, hacia un lugar, resguardados por las sombras, hacia el lugar donde había dejado oculto su auto. Sin embargo, las voces y gritos de sus perseguidores se oían cada vez más próximos, y sus imprecaciones y blasfemias podían escucharse claramente, pareciendo surgir de todo el bosque. Incapaz de orientarse en la oscuridad, José Luis preguntó aterrorizado: – ¡El coche...! ¡¿Dónde diablos está?! – No lo sé –respondió Pablo, tratando de recobrar el aliento–. Tendré que prender la lámpara para localizarlo. Al hacerlo, un potente chorro de luz cruzó como un relámpago la negrura de la noche, ayudándolos a descubrir al auto, semiescondido a menos de cien metros de distancia. Rápidamente Pablo apagó la luz, mientras los dos corrían desesperados hacia el vehículo. Pero sus perseguidores habían descubierto su posición. Con un rugido de furor se lanzaron hacia los fugitivos, viendo que tenían su presa al alcance de las manos. Pablo y José Luis corrieron con desesperación, logrando subir al coche apenas por unos segundos antes que llegaran sus perseguidores. Con verdadera angustia. Pablo trató de meter la llave al switch de la marcha, pero los nervios lo traicionaron. Y antes de poder arrancar el auto, se vieron rodeados de fanáticos enfurecidos, armados de palos y piedras, con los cuales empezaron a destrozar el parabrisas y los vidrios de las ventanas, al tiempo que proferían injurias y gritos espeluznantes. A la luz de las antorchas las figuras enloquecidas parecían danzar alrededor de los dos reporteros, en un baile desenfrenado y siniestro, pero al fin, tras algunos segundos que a ellos les parecieron siglos, el motor arranco, y metiendo Pablo la primera velocidad hizo salir disparado el vehículo contra sus agresores, en un acto de violencia rabiosa e inmisericorde, arrollando a algunos de los hombres, al tiempo que se escuchaban varias detonaciones y los proyectiles se incrustaron en el respaldo del asiento, a escasos centímetros de su cuello.

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Después, el auto emprendió una frenética huida, seguida de las maldiciones de los encapuchados y del resplandor de las teas, que fueron quedándose atrás, en un alejamiento fantasmal. El recorrido por pleno campo en medio de la oscuridad, pareció una pesadilla, que terminó al llegar a la carretera principal. No detuvieron su carrera desenfrenada, sino al entrar una hora más tarde, al estacionamiento de la televisora. Esa misma noche, en una de las salas de post producción. Pablo y José Luís revisaban las escenas que acaban de grabar. Al terminar ambos permanecieron en silencio. El contenido era demasiado deprimente y constituía una verdadera bomba. – Esto es terrible, Pablo. ¿Estás consciente de lo que vamos a provocar….? – Sí, –respondió su jefe–. Vamos a desenmascarar públicamente a uno de los hombres de empresa más importantes de nuestro país, quien por años ha creado la imagen de ser uno de los hombres más generosos y filantrópicos de nuestra sociedad, donde es considerado una de sus grandes figuras. – Y que además tiene una gran fuerza política –añadió José Luís con preocupación–. ¿Ya pensaste en la repercusión que tendrá el transmitir este reportaje dentro de un programa de televisión? – Eso es precisamente lo que estamos buscando, ¿no? –dijo Pablo exaltado–. Aunque te confieso que nunca imaginé que un hombre como Betancourt pudiera estar metido en algo tan sucio como esto. – ¡Es… inconcebible…! José Luís permaneció un momento pensativo. Después, mientras terminaba de sacar una copia en la videograbadora, preguntó: – ¡¿Vas a enseñarle esto al director, o piensa lanzarlo al aire y dejar que estalle la bomba?! – No… no podemos hacer una cosa así. La dirección tiene que estar enterada, de lo contrario podemos desatar algo que tal vez no podríamos detener. Además ellos tienen que compartir el riesgo con nosotros, así que los dejaremos tomar la decisión, aunque en este momento, no es eso lo que me preocupa – dijo Pablo con cierto tono de tensión en la voz. – ¿Entonces…? – Estoy seguro que Betancourt ya descubrió quiénes fueron los intrusos que filmaron su ceremonia satánica. Debe estar muerto de miedo y de rabia, y hará todo lo posible por detenernos. Y ya sabemos de lo que es capaz.

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Un estremecimiento de terror recorrió el cuerpo de José Luís al sólo pensar en la clase de gente que se había echado de enemiga. No estaba seguro si su posición en la televisión valía la pena como para arriesgarse hasta este grado. Pero después de todo, ¿no era esa su profesión…? Y este programa, sin duda era el más importante que jamás había realizado, y era para él, y para Ana, la otra asistente de Pablo, la gran oportunidad de su vida. – Te estás atemorizando –dijo Pablo, como si estuviera leyendo el pensamiento de su joven amigo–. Te aseguro que si Betancourt tiene un gran poder, la estación tiene aún más. Y si no lo crees, esperemos un poco, no tardará mucho este pillo en ponerse en contacto con nosotros para pedir un arreglo. Por lo pronto, guarda esta grabación en un lugar seguro. – No te preocupes –repuso José Luís más tranquilo–. La meteré en el escritorio de tu oficina, y quedará bajo llave. – Y ahora… vámonos a dormir, estoy exhausto. Nos vemos mañana temprano. Será un día muy agitado, te lo puedo asegurar. En su oficina, Fernando Betancourt gritaba furioso, tratando de esconder su miedo, tal como Pablo lo había pronosticado y descargaba su furia contra Mario Romero, su brazo derecho. – No podíamos saber que alguien se atrevería a espiarnos, –exclamó Mario tratando de escurrir el bulto. – Ese es un lugar sagrado para nosotros, y nadie debió profanarlo. Betancourt dio un puñetazo en su escritorio al tiempo que gritaba hecho un energúmeno: – ¡¿Te das cuenta de lo que esto significa para mí?! Esta gente tratará de hacerme pedazos y tiene todas las armas para hacerlo. Debemos recuperar esa grabación a como dé lugar. – Pero… ¿cómo sabemos que realmente grabaron el sacrificio? – preguntó el ayudante, tratando de aligerar su responsabilidad. – ¡Imbécil…! ¿A qué otra cosa pudieron ir llevando una cámara de televisión con ellos? Si no fuera… Su voz fue interrumpida por el timbre del teléfono, cosa que evidentemente Betancourt estaba esperando. Se dirigió a él ansioso. – Betancourt –dijo– ¿quién es? – Gómez, jefe –contestó la voz–. Hice lo que me pidió. – ¿Tienes la información…? Preguntó Betancourt exaltado. – Sí, jefe, las placas pertenecen al coche de un productor de televisión, y parece que… – ¡Su nombre! es todo lo que necesito.

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– Pablo Bórquez, señor… – ¡Maldición…! Era todo lo que me faltaba; hubiera querido que se tratara de un hombre menos importante. En fin ya pensaré lo que debo hacer. Mantente en contacto conmigo, tal vez pronto tengas un importante trabajo que… realizar. – Está bien, jefe, lo que usted diga. El rostro del empresario estaba lívido de rabia. La imagen de Bórquez llegó a su mente con toda claridad. Era un periodista dinámico y decidido, que continuamente aparecía en televisión, conduciendo uno de los más importantes programas periodísticos de la actualidad: “Tras la pista de la verdad”, en el cual, más de tres personalidades importantes habían sido denunciadas por manejos dudosos. ¡No!, no era un contrincante fácil con quien tendría que enfrentarse, sino un enemigo de peligro. Giró hacia Mario, que conociendo bien el humor de su jefe no se atrevía ni a pestañear. – Habla con Rafael Delgado. Dile que venga de inmediato –hizo una pausa. Y mientras su ayudante salía del cuarto, murmuro amenazante: – ¡Muy bien, Pablo Bórquez… con todo y su fama… yo te enseñaré a no entrometerte en mis asuntos…! – ¿Bueno…? Señor Betancourt, habla Delgado. Recibí un mensaje urgente, del señor Romero, su ayudante, y me estoy reportando a su llamada. – Bien, ya podía haber sido mucho más pronto, lo que quiero decirle es muy urgente. Necesito verlo de inmediato aquí en mi oficina. Delgado lo maldijo interiormente. Cada vez que hablaba con Betancourt se sentía disminuido en todos sentidos. No podía negar que el magnate lo impresionaba a tal grado, que difícilmente podía ser dueño de sus ideas. Lo odiaba por eso, pero le temía y lo necesitaba, por lo que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de tenerlo contento. – Lo siento, señor Betancourt, ahora mismo debo estar en una junta y no sé en cuanto tiempo… – ¡Me importa un carajo sus juntas y sus problemas! Lo espero en mi oficina antes de media hora. Delgado sintió la respuesta de Betancourt como un latigazo que le cruzara la cara y no tuvo más alternativa que disculparse servilmente. – Lo siento señor, haré lo que usted quiere. En unos minutos estaré con usted. – Muy bien, eso está mejor. No me gusta que se discutan mis órdenes. Antes de poder hacer el menor comentario, el sonido seco de la bocina al ser colgada repercutió en el cerebro entumecido de Delgado y se odió

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a sí mismo por humillarse a tal grado, pero todo era válido con tal de seguir teniendo su protección y ayuda, y eso duraría todo el tiempo que Betancourt lo considerara necesario, así que trató de dominar la repugnancia que el hombre le causaba y se dispuso a ir a su encuentro. Bórquez tendría que esperar esta vez. Entretanto, en la sala de juntas, Pablo discutía acaloradamente con Paco Larios, el Gerente del canal. Estaba dispuesto a hacer lo necesario con tal de transmitir el programa lo antes posible, pero Larios se había negado a tomar él solo semejante riesgo. – ¡Tienes que entender que es precisamente lo que la serie necesita! – gritó Pablo exasperado –. Todo el tiempo me estás presionado para sacar temas más y más fuertes, que impacten al público por lo inesperado y por la denuncia que representan. ¡Pues ahora tenemos las escenas más fuertes que jamás se hayan filmado en México…! ¡El asesinato de una jovencita a manos de una secta satánica! ¡Y descubrimos a su líder, que es nada menos que el más hipócrita de los hombres: Fernando Betancourt, a quien todos consideran casi un santo! ¿Te das cuenta de la conmoción que vamos a provocar? Larios tragó saliva sintiendo el peso de la responsabilidad sobre sus hombros, una responsabilidad tal que no quería compartir. Y aunque sentía el desprecio en la mirada de Bórquez, tomó la única solución posible para quedar cubierto en el asunto. – Lo siento, Pablo, pero esto requiere una decisión más importante que la mía. Quiero que sea el propio consejo el que dé su aprobación. Betancourt es un pez demasiado gordo para desafiarlo como tú quieres hacerlo, pero ya tratándose del canal… Furioso ante la debilidad y cobardía de Larios, Pablo dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta, diciendo con sarcasmo: – ¡Es increíble que no seas capaz de tomar una decisión importante en tu vida, si eso implica arriesgar un milímetro de tu cuello…! Avísame lo que se decida, yo estaré editando el programa para tenerlo listo en caso de que quieran transmitirlo mañana mismo. Salió furioso, dando un portado de rabia, haciéndolo sentir a Larios su total inconformidad ante su falta de carácter, pero Larios se sintió aliviado al no tener la presencia acusadora de Bórquez frente a él. Casi al mismo tiempo, apareció por la puerta Rafael Delgado, quien con aspecto compungido se disculpó por no haber estado en la junta. – ¿Algo importante…?

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– Sí, demasiado importante, como quiere hacerlo parecer Pablo en todos sus asuntos. Pero esta vez se está excediendo. Tiene un reportaje muy explosivo que puede causarnos graves problemas, y… De pronto, Larios se detuvo. No quería revelar el contenido del programa de Pablo, porque éste se lo había exigido y porque no confiaba demasiado en Delgado, que trabajaba en el canal apoyado por alguien seguramente poderoso, porque había superado varias crisis personales en las que debió ser rápidamente despedido. Trató de cambiar el tema de conversación y preguntó: – ¿Ya está listo el editorial de esta noche? – Lo siento, jefe, apenas lo estoy escribiendo. – Muy bien. Lo necesito antes de una hora. – ¿…Una hora? Perdóneme señor Larios, pero debo salir a ver a alguien muy importante, el señor Fernando Betancourt. Acaba de llamarme y… – ¡¿Fernando Betancourt…?! ¡Dios santo! ¿Tan pronto se enteró? Nervioso, el Gerente del canal se sintió atrapado por los acontecimientos, que parecía desencadenarse sobre su cabeza. Maldijo a Pablo por haber provocado esta situación y preguntó tanteando el terreno: – ¿Le dijo Betancourt para qué lo quería…? – No –respondió Delgado, buscando la forma de darse importancia al notar el respeto que el nombre de Betancourt provocaba en su jefe–. Pero debe ser algo urgente, porque el señor Betancourt estaba muy alterado y no me hubiera llamado para algo intrascendente. Y debido a la confianza que tiene en mí, seguramente me quiere consultar. – Está bien, pero tenga cuidado, y no comprometa a nada a nombre del canal. ¿Entiende…? – Pues… francamente no… ¿Hay algo que debiera yo… saber…? – Pues… tal vez… ¡No…! –rectificó rápidamente Larios–. Vea de qué se trata, y después lo discutimos. Ya rumbo a su encuentro con el empresario, Delgado se insultó mil veces por haber soltado la lengua frente a Larios. ¡Y todo por darse importancia ante ese imbécil…! Mientras, en la sala de edición, Pablo y José Luís estaban enfrascados en la post producción del programa. En ese momento, una atractiva mujer, de aspecto moderno y juvenil, hizo su aparición junto a ellos, con una expresión intrigada en el rostro. – Buenos días – dijo jovial, recibiendo un gruñido de Pablo por toda respuesta. La chica, no acostumbrada a tan frío recibimiento, preguntó extrañada a su jefe:

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– Hey… ¿qué está pasando aquí…? ¿Por qué este misterio? Pablo detuvo un instante la videocasetera, apartó los ojos de la pantalla del monitor, y miró intrigado a su guapa ayudante. – ¿A qué te refieres…? – A que por todas partes se comenta que traes entre manos algo muy gordo. Y a tus ordenes de que no entrara nadie a esta sala. Incluso a mí el policía de la puerta no me quería dejar pasar ¿se trata de la grabación de la ceremonia? – Sí –repuso Pablo secamente–. Logramos un material sensacional. Tanto, que Larios se atemorizó y no quiere que lo usemos. Ven… te lo pondré desde el principio –dijo, echando a andar la videocasetera. Al terminar, el rostro lívido de la chica denotaba el impacto que le causó la terrible grabación. Quiso hablar, pero las palabras no acudieron a sus labios. Al fin en un sollozo, logró murmurar: – ¡Malditos…! ¡Es… una infamia lo que hicieron con esa pobre chiquilla…! ¡Dios santo, Pablo, esos hombres tienen que ser castigados…! La indignación y su angustia, impidieron a la joven seguir hablando, y permaneció en silencio, respirando agitada, haciendo un esfuerzo para impedir las lágrimas que luchaban por brotar de los ojos almendrados. – ¿Identificaste al líder de la secta? –preguntó Pablo incisivo. – ¿Al líder…? –preguntó a su vez la chica, desconcertada–. No, creo que no me fijé bien en él… ¿Podrías poner de nuevo esa parte? José Luís retrocedió el casette hasta el momento en que el líder se despojaba de su capucha. Ahí detuvo la imagen. – ¡Ese hombre…! –gritó Ana excitada–. Juraría que lo conozco… – Lo conoces –dijo Pablo secamente–, es Fernando Betancourt hace dos años le hiciste una entrevista. – Pero… no puede ser posible… ¡Es verdad…! ¡Es Fernando Betancourt…! –dijo la asistente impresionada–. ¿Sabe él que lo tomaste en plena ceremonia…? – Sí. Uno de ellos nos descubrió y estuvieron a punto de asesinarnos. Escapamos de milagro, pero estamos esperando su zarpazo en cualquier momento. No se va a quedar sentado, esperando que lo descuarticemos. Te lo aseguro. En su lujoso despacho del piso veinte de un céntrico rascacielos, Betancourt se paseaba como fiera enjaulada. Por instantes sentía que su furia crecía y deseaba con todas las fuerzas de su alma aniquilar a Pablo Bórquez. Ya no sólo le preocupaba el parar a tiempo todo el asunto, ahora se había desatado en él la imperiosa necesidad de destruir al

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periodista, de humillarlo y acabar no sólo con su carrera, si con su vida, y sabía que no descansaría hasta lograrlo. Se volteó hacia Rafael Delgado, que seguía muy atento sus movimientos, y preguntó con un tono amenazante: – ¿Entonces… harás lo que te pedí…? Delgado tragó saliva nervioso, y respondió con voz ahogada: – Trataré de hacerlo, señor Betancourt. Hoy mismo… – ¡No es eso lo que te estoy pidiendo! –rugió el magnate–. No quiero que trates… sino que lo hagas, sin excusas, sin posibilidad de errores. ¡No me importa lo que tengas que hacer para conseguir ese video tape…! ¡Así tengas que matar a Bórquez y a medio personal de la televisora! –con cada frase, la vehemencia de Betancourt iba en aumento, y la furia congestionaba su rostro, casi siempre apacible, al menos para la mayor parte de la gente. Después hizo una pausa, y acercándose a Delgado lo miró fijamente. – ¡¿Has entendido lo que quiero…?! – Creo… es decir… sí, don Fernando. – Qué bueno que al fin no entendemos, porque si no tienes las agallas necesarias, encargaré a uno de mis hombres este trabajo, y ya sabes lo que esto significa para ti. Delgado volvió a tragar saliva, y logró balbucir… – ¿Me está amenazando, señor Betancourt…? El magnate dio pasos hacia su visitante, y tomándolo de las solapas lo acercó hasta unos cuantos centímetros de su rostro, murmurando roncamente: – No amenazo, Delgado… ¡Aplasto a los gusanos que se cruzan en mi camino…! Recuérdalo siempre y decide si estás conmigo, o contra mí. Aterrorizado, el periodista afirmó con palabras entrecortadas: – Usted sabe que… estoy con usted… incondicionalmente. – Muy bien –respondió Betancourt con una sonrisa de cruel satisfacción–. Entonces… demuéstramelo con hechos. ¡Hoy mismo…! Puedes irte. Como resorte, saltó delgado al oír la frase de despido de su interlocutor y abandonó la habitación sintiendo que se ahogaba. Cerró la puerta al salir y se apoyó en ella, maldiciendo a Betancourt y tratando de reponerse. Después, un poco más tranquilo se dispuso a entrar en acción. Esa noche, los pasillos de la estación lucían tétricamente desolados. Toda la actividad febril de horas antes había desaparecido. Delgado recorrió con pasos ligeros la distancia que lo separaba de la oficina de

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Pablo. Acercó el oído a la puerta y escuchó con atención buscando alguna señal de movimiento en el interior. Después, tocó suavemente, sin obtener respuesta, trató de abrir, pero comprobó que la puerta estaba cerrada con llave. Masculló una maldición y sacó una pequeña ganzúa y tras asegurarse que nadie podía sorprenderlo, empezó a forcejear con el picaporte, que tras algunos intentos fallidos, saltó, permitiéndole el acceso a la oficina. Presa de angustia, que crecía por segundos, Delgado se introdujo con agilidad, sabiendo que la grabación tenía que estar bajo llave en el armario, o en el archivo de video cassettes. Tras una búsqueda infructuosa en ambos sitios, se decidió probar en el escritorio de Pablo. ¡Tenía que estar allí…! Después de varios minutos logró abrir la cerradura de los cajones, en unos de los cuales apareció el casette que buscaba. Con manos temblorosas, sintiendo que el corazón le retumbaba en los oídos, tomó el casette y se dispuso a salir, cuando de pronto una voz furiosa lo detuvo en seco. – ¡¿Qué demonios crees que estás haciendo?! Tomado por sorpresa, Delgado no pudo contestar. Aspiró fuerte viendo a Pablo parado frente a él con una expresión de rabia que nunca había visto en el periodista, quien empezó a acercarse con gesto amenazante. Delgado sintió verdadero miedo y logró musitar unas palabras de disculpa: – Siento que… bueno… lo que pasa es que… quería ver la grabación de la que todos están hablando, y… – ¡Mentiroso…! La palabra estalló como una bofetada en el rostro lívido de Delgado, que quiso protestar, pero no tuvo oportunidad. Pablo extendió su brazo hacia él, al tiempo que decía con voz helada: – Dame ese casette. Delgado comprendió que todo estaba perdido para él. Ésta era su única oportunidad y tenía que aprovecharla. Trató de recobrar su sangre fría y respondió con acento conciliatorio: – Por favor, sé que hice algo indebido, pero mi curiosidad de reportero fue más grande que mi… ética. Por favor… déjame verlo. – Antes pasarás sobre mi cadáver, Delgado. No había comprendido qué o quién te protegía, pero ahora lo veo muy claro. ¿Es Fernando Betancourt, verdad…? Y sabiendo a lo que se exponía te mandó recuperar el material que va a acabar con él. ¿No es así…? Bien, puedes decirle que su intento fracasó lamentablemente. Debió mandar a uno de sus hombres y no a un pobre diablo como tú. Dame ese casette… – Ven a tomarlo –dijo Delgado, mirando instintivamente hacia la puerta, sin perder de vista a su oponente.

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Pablo con un movimiento felino, le cerró el paso y asiéndolo por un brazo lo obligó a quedar de frente a él. Furioso, Delgado disparó un potente golpe que alcanzó a llegar a su destino desbalanceando por un momento a Pablo, que rápidamente se repuso y se le fue encima, acribillándolo con una serie de golpes que desmadejaron materialmente a su contrario, quien se derrumbó cayendo en el pasillo, por el que ya no venía corriendo el policía de vigilancia alarmado por el ruido de la pelea. – ¡¿Qué pasa, señor Bórquez, puedo ayudarlo en algo…?! –preguntó sorprendido al comprobar la identidad del hombre caído–. ¡Pero… si es el señor Delgado…! –volteó desconcertado hacia Pablo que sólo respondió: – Lo encontré robando esta grabación de mi escritorio. Haré una formal acusación contra él, y quiero que usted me sirva de testigo. En ese momento, Delgado empezó a recobrar el conocimiento, incorporándose lentamente. – Pagarás por esto, Bórquez, ¡te lo juro…! – Tú serás quién pagará caro el intento de robar las pruebas que incriminan a Fernando Betancourt. ¡Haré que te echen del canal! – Veremos quién echa a quién –terminó Delgado furioso, dirigiéndose hacia la salida. El policía miró indeciso a Pablo, y luego preguntó: – ¿No va a tratar de detenerlo…? Si quiere, yo… – No… déjelo ir. Sabe que nada puede hacer, no se preocupe, y gracias por su ayuda. De inmediato, Pablo se comunicó con Paco Larios, al que localizó en el momento en que salía de su casa, acompañado de una actricita principiante, su conquista del día. De momento, al saber que era Pablo el que llamaba, intento negarse, pero pensándolo mejor decidió contestar. – Con este Bórquez nunca se sabe lo que está pasando –se dijo–, y más vale no arriesgarme a una sorpresa. Rápidamente Pablo lo puso al corriente de lo había sucedido con Delgado y pidió su despido inmediato, lo que perturbo profundamente a Larios, sabiendo que a alguien muy importante no le iba a gustar. – Mira, Pablo –trató de conciliar–, tal vez si lo cambiamos a otra área sea suficiente. El que tú y él no sean compatibles no es motivo para su despido. – ¿De modo que tú piensas que esto es una cosa personal? –resonó furiosa la voz de Pablo–. Pues estás equivocado. Pasaré a verte mañana temprano. Buenas noches.

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Sin más, el productor colgó la bocina, dejando a Larios molesto y con la bocina en la mano. – ¡Lo sabía, sabía que iba a amargarme la noche! –gruñó. Y así había resultado. Por eso decidió no salir, había perdido por completo el deseo de divertirse. Se quedaría en casa, y se metería a la cama temprano. Se acercó a la chica, que lo esperaba sonriendo. – Lo siento, preciosa, pero los planes cambiaron. He decidido meterme a la cama ahora mismo… ¿Me acompañas…? La jovencita sintió el rubor intenso que le subía por el rostro, pero Larios era para ella una buena oportunidad para colocarse en el medio artístico, y no debía desperdiciarla. – Sí, mi amor, me quedaré contigo –concluyó con un gracioso gesto de su naricilla respingada. 8:30 de la mañana. La inmensa limousina negra con los vidrios polarizados en negro, entró al estacionamiento de la televisora. Pasaron diez minutos sin que en el impresionante vehículo se efectuara el menor movimiento. En ese momento, el auto deportivo de Pablo hizo su aparición en la entrada del estacionamiento y se dirigió a su lugar habitual. De inmediato el chofer de la limousina descendió y se acercó al coche de Pablo. – Por favor, el señor Betancourt quiere hablar con usted, ¿Quiere acompañarme…? Pablo sintió el golpe de sangre caliente presionando sus sienes. La ola de indignación que había llevado consigo desde el momento del cruel asesinato de la niña, resurgió de pronto con toda su fuerza. – Sí, ya lo creo que quiero acompañarlo. Sin que el matón pudiera impedirlo, Pablo se dirigió al policía de la entrada, haciéndole una señal. – Por favor, voy a hablar con un hombre que podría resultar… peligroso. Estaremos en ese coche negro. No quite los ojos de él, y no permita que trate de salir conmigo a bordo. – No se preocupe, señor Bórquez, lo tendré continuamente vigilado. Después, Pablo se acercó a la limousina y abrió la puerta con decisión. Su rostro adquirió una dureza irónica, mientras decía: – ¡Vaya, vaya…! El importantísimo señor Fernando Betancourt en persona. Betancourt dominó un gesto de rabia y entornando una sonrisa respondió: – Tenía que venir a verlo. Las cosas urgentes, requieren medidas urgentes, y ésta es una de ellas.

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– ¿Y asesinar a niñas indefensas es otra… de ellas…? El rostro del magnate adquirió un tono violáceo ante el insulto y respondió en forma amenazante: – Por mucho menos que eso, ha habido gente que se ha arrepentido. – Sí, me lo puedo imaginar. Después de haber visto que hizo usted en esa… ceremonia, puedo imaginar de usted cualquier cosa. Betancourt, haciendo un esfuerzo casi sobrehumano, logró controlarse y dijo con voz muy suave. – Puede estar seguro que nadie ha lamentado más que yo lo sucedido esa noche. Todo se debió a un infortunado malentendido –suspiró profundamente y continuó–. Le puedo jurar que no sabía lo que iba a ocurrir. Todo se había planeado de una manera inocente, pero de pronto, la mujer que dirigía la ceremonia pareció enloquecer. Cuando me di cuenta de sus verdaderas intenciones, quise detenerla, pero fue demasiado tarde. ¡Ya había descargado el golpe fatal…! ¡Le aseguro que le daré un castigo terrible, que nunca jamás lo olvidará…! – ¡Caramba…! No hubiera yo podido pensar en una generosidad mayor –respondió Pablo con tono burlón–. Así la chiquilla no tiene que preocuparse más, ni pedir justicia desde el fondo de su tumba. El señor Betancourt pondrá a su asesino un castigo ejemplar. – Mira, Bórquez –respiró furioso Betancourt–, dejémonos de agresiones y vamos al grano. – Perdóneme Betancourt, pero quiero darme el lujo de ser muy directo con usted. Y nunca le he dado la menor indicación de que puede hablarme de tú. Si le parece bien seguiremos con las formalidades. El rostro de Betancourt volvió a palidecer. – Muy bien, así lo haremos. He venido a decirle que quiero que esa grabación desaparezca y no vuelva a saberse de ella nunca jamás. – Entiendo –la voz de Pablo sonó fría y muy lacónica–. Y a cambio de ese “pequeño favor”, está usted dispuesto… ¿A qué…? – ¡A todo…! Y le aseguro que cuando digo… “a todo”, exactamente eso quiero dar a entender. – Pongamos un ejemplo, para… entender mejor. – ¿Le parece bien… cien millones de pesos…? ¿Un puesto político que lo deje satisfecho para el resto de sus días…? ¿O quizá… la posición de director general de radio, televisión y cinematografía de nuestro país? Usted es el que tiene la voz cantante, amigo Bórquez. Y como alguien dijo: ¡pide y se te concederá…! Pablo a su vez respiró fuertemente, antes de responder. – Lo siento Betancourt, se quedó corto. Nada de lo que me ha ofrecido me resulta interesante. Creo que tengo ya una mejor recompensa.

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– ¿Ah sí…? ¿Podría saber de qué se trata…? – Desde luego. Nada me dará mayor placer que desenmascararlo públicamente y despojarlo de ese halo de respetabilidad del que se ha rodeado. Es usted un hombre asqueroso, al que veré algún día refundido en prisión pidiendo misericordia, la que no tuvo con esa pobre jovencita y adivinar con cuantas personas inocentes más. Después de hablar con tanta vehemencia, Pablo hizo una pausa, impresionado por la expresión del rostro de Betancourt, que se transformó en una horrible mascara. Todo su odio retenido afloró a la superficie en una mueca espantosa, como una clara muestra de lo que el magnate era en su interior. Después, habló con voz ronca y entrecortada por la rabia. – Está bien… tú lo has querido, maldito. Crees que tiene los ases en la mano, pero yo voy a demostrarte que no es así. Y si alguna vez juré que alguien se arrepentiría por desafiarme, eso no fue nada comparado con el odio que siento por ti. ¡Nos veremos las caras…! Pablo bajó de inmediato del coche, embargado por un estremecimiento de terror involuntario. ¡Jamás había visto un gesto de ocio rabioso tan grande en una persona! Y supo que realmente se había echado en contra al enemigo más peligroso. Al bajar, hizo una seña al policía, que respondió con una sonrisa y un ademán de alerta. Casi inmediatamente, la limousina arrancó violentamente, dirigiéndose contra el productor, que apenas tuvo tiempo de librarla. Al auto macabro serpenteó, al tomar la salida y se alejó como una flecha por la avenida. – Te tengo buenas noticias, Pablo. Delgado acaba de ser despedido. Después de todo te saliste con la tuya. Pablo miró a Larios con una expresión un poco despectiva. – Te repito que no era cosa personal. Creo que el departamento salió ganando con su despido. – Aquí entre nos, Pablo, ¿te hubieras ido si Delgado hubiera permanecido con nosotros? – Te puedo asegurar que hoy mimo te habría presentado mi renuncia con carácter irrevocable. Y hubiera mandado al consejo una explicación de la causa. Sabes perfectamente que no acostumbro fanfarronear. – Bien –contestó Larios sintiéndose un poco inquieto–, estoy a la expectativa en relación al video tape. Espero que esta misma semana sepamos lo que vamos a hacer. – ¡¿Esta misma semana…?! ¿Están locos? –dijo Pablo por todo comentario, y abandonó sin más la habitación.

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Al salir, se topó de pronto con Delgado, que no pudo disimular la expresión de rabia que lo embargaba. – ¡Te vas a acordar de mí, Bórquez, te lo juro…! – Desgraciadamente tengo muy buena memoria, Delgado, y tú eres una de las cosas desagradables que están archivadas en ella, pero no te preocupes –añadió son sorna–, haré todo lo posible por desaparecerte de mi mente lo más pronto posible. Y sin esperar respuesta de contrincante, Bórquez siguió su camino, sintiendo en su espalda el peso de la mirada asesina que Delgado le dirigió. A varios kilómetros de distancia, en el Covent Garden de Londres, el público que llenaba el teatro escuchaba embelesado la soberbia interpretación de la sonata Apàssionata de Beethoven, que estaba realizando al piano Philip Ryan. Entre público y artista había surgido esa comunicación espiritual que muy pocas veces se produce y en el ambiente flotaba ese halo tan especial de las grandes ocasiones. Las notas vibrantes de la melodía parecían llenarlo todo, el escenario, los muros que lo rodeaban, los cuerpos y los espíritus. En la sala, en medio de un silencio total, había parecido en toda su dimensión el genio del intérprete. Al terminar, el público permaneció en silencio, como si no se atreviera a profanar el divino mensaje que acababa de recibir. Después, reaccionado, la aclamación impresionante surgió incontenible, contagiando por igual a la gente y al artista. La ovación se prolongó por varios minutos, exigiendo el público la presencia de Ryan una y otra vez en el proscenio, convirtiendo su debut en Londres, su ciudad natal, en una apoteosis. Más tarde, ya en su casa, Jos Maylart, su representante lo abrazaba eufórico. – Te lo dije, Philip, todo lo que necesitabas era presentarte aquí, en tu propia ciudad, para triunfar como lo has hecho en otras partes de Europa. Mira – dijo mostrando varios telegramas –, tengo contratos para varios países, en especial para Estados Unidos, donde nos ofrecen una gira sensacional por las ciudades más importantes. Se estás de acuerdo, podemos iniciar en Nueva York en menos de una semana y continuar por toda La Unión Americana, al menos durante tres meses. ¿Qué te parece…? –preguntó feliz. La cara de Philip adquirió una expresión seria, previendo un estallido de su representante. – Lo siento, pero tendremos que esperar un poco. – ¿Esperar…? ¿Estás loco…? ¿Por qué tenemos que esperar? ¡Te quieren ahora, en el momento de tu triunfo, cuando las noticias de este

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gran éxito recorran el mundo y se liguen con el que seguramente tendrás en este país! – Es que… no puedo ir a Estado unidos antes de un mes. – ¡¿Un mes…?! –exclamó Jos sin entender–, pero… ¿por qué? – Ya te dije que voy a correr en el Gran Premio de México –dijo Philip entusiasmado–. Tengo el compromiso con el equipo y no lo puedo abandonar. Mañana empezamos a probar los nuevos autos. – ¡Pero… eso es absurdo…! ¡¿Cómo puedes seguir pensando en esas estúpidas carreras, cuanto te has convertido en el pianista del momento…?! ¿No te das cuenta de que es lo que deseaste siempre? ¡Pues bien, lo has conseguido! No puedes dejar que nada se interponga en tu camino, y menos una tonta actividad que puede costarte la vida, o dejarte inválido para siempre. – No te preocupes, no me pasará nada. Unas cuantas carreras más y abandonaré el automovilismo para siempre. Y entonces sí, me dedicaré en cuerpo y alma a la música como quieres, pero no antes. – Así que volvemos al punto de partida –respondió Maylart congestionado por la rabia–, creí que ya habíamos dejado bien claro este asunto. – Lo siento, Jos, entiendo tu preocupación, pero las cosas se harán como yo las decida. Firmaré tus contratos para la gira después de correr en México, y es mi última palabra. Jos furioso, aventó los contratos a la cubierta del piano y salió rápidamente del salón, exclamando mientras lo hacía: – Pues consíguete otro representante que te admita tus caprichos y al que no le importe otra cosa que ganar dinero contigo. Ryan lo vio alejarse, sin hacer el menor intento por detenerlo. Conocía bien a su amigo y sabía que en unos días regresaría para discutir nuevamente la situación. Después, sintiendo el peso de la fatiga acumulada durante varios días, se dejó caer en su poltrona favorita, aspirando largamente su habitual tabaco rubio. Mientras, casi en la puerta que daba el inmenso jardín, Jos se topó con Helen que entraba en ese momento, feliz por el éxito obtenido. Al ver la cara congestionada del escocés preguntó desconcertada. – ¿Volvieron a pelear…? ¿Qué fue esta vez…? – A ver si como su novia, tú puedes convencerlo de que se comporte como un ser inteligente, y no como un adolescente inmaduro. Quiere seguir arriesgando su vida en esas estúpidas carrera de autos y mañana empezará a entrenar. Se detuvo exasperado y soltando una sonora exclamación abandonó la casa.

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Al entrar al estudio, Helen se quitó lentamente los guantes y el abrigo y se dirigió al encuentro de Philip, que arrellanado en su poltrona, tenía la mirada perdida a través del ventanal de la estancia, con su maravillosa vista panorámica de Londres. Al verla, se puso de pie y la abrazó amorosamente, permaneciendo así por varios minutos. Después, ella se acercó al pequeño bar situado a un lado del piano y sirvió dos copas de coñac. – Por el gran éxito que tuviste esta noche, Phil, y porque ésta sea al fin tu consagración. – Escuché a Jos hablando contigo. ¿También tú vas a tratar de disuadirme? – ¿No crees que realmente sería lo mejor…? Tu vida está muy definida, mi amor, te debes a tu música y al público, ¿Por qué arriesgarlo todo en una actividad tan… peligrosa…? – Porque así ha sido siempre mi vida. Sé que es un poco incongruente al querer continuar con dos profesiones tan… opuestas, pero ambas me apasionan y el prescindir de una de ellas me haría sentir incompleto. ¿Tampoco tú lo puedes entender? Helen suspiró profundamente. Sabía que nada de lo que dijera podría hacerlo cambiar de opinión. Lo tomó de la mano y lo hizo sentar nuevamente en la poltrona. Después, con gran suavidad empezó a darle masaje en el cuello, cerca de la nuca tratando de relajarlo. Philip la atrajo hacía sí, sentándola sobre sus piernas para besarla, mientras sus manos se deslizaban por su espalda con gran sensualidad y desabrochaban su blusa, para acariciar ardientemente ambos senos. Ella cerró los ojos y respiró ansiosamente, sintiendo el vértigo al que casi siempre el músico la conducía, mientras inmensas oleadas de placer recorrían cada centímetro de su cuerpo. Dos horas más tarde, ambos dormían abrazados estrechamente, después de haber vivido una noche de amor apasionada. – Pablo, ¿Puedo hablar contigo…? La voz de Ana sonó un poco apremiante, muy distinta de su tono habitual, ligero y juvenil. Pablo dejó por un momento el guión que estaba leyendo y giró la cara hacia su ayudante. – ¿Qué pasa Ana? ¿Te ves preocupada…? – ¿Preocupada…? Estoy francamente asustada. Todos dicen que estás en grave peligro. Desafiaste a Fernando Betancourt, y te echaste encima un enemigo muy peligroso. Después de lo que pasó, se dice que estás sentenciado.

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– ¡Por favor…! No te preocupes. No creo que este hombre sea tan tonto como para intentar algo, sabiendo que todos están enterados de sus intenciones. – ¿Y si dejamos las cosas como están…? Después de todo, hay muchos temas interesantes para nuestra serie. – ¡Eso es lo que no podemos hacer! –exclamó Pablo furioso–. No nos vamos a dejar manejar por ese asesino. Voy a transmitir el programa tal como está, dejando la escena donde se despoja de la capucha y la cámara hace un acercamiento sobre su rostro, captando su mirada sádica, y su expresión malvada. ¡Lo voy a hacer pedazos! – ¿Y si trata de… matarte…? –preguntó Ana asustada. – ¡Qué lo intente…! Estoy esperando su próximo movimiento. Mientras tanto, daremos mañana una conferencia de prensa, anunciando nuestra nueva serie. Cerca de las diez de la mañana del día siguiente, un nutrido grupo de periodistas esperaba la aparición de Pablo Bórquez en el pequeño salón donde se efectuaría la conferencia de prensa que el productor había concedido a los medios especializados. Los más encontrados rumores habían corrido con motivo del nuevo programa, que al parecer sería sensacional. Entre la concurrencia, dos hombres, con anteojos ahumados, fumaban, al parecer impávidos, un poco alejados de los demás. Eran hombres de Betancourt, enviados para conocer los planes de Bórquez sobre el asunto. Sus instrucciones eran muy claras. Si Pablo Bórquez seguía adelante con sus planes, ellos entrarían en acción. Entre tanto, en una oficina contigua al salón donde la prensa esperaba, Pablo y Ana daban los últimos toques al mensaje que en pocos minutos daría a conocer. Ana, midiendo sus palabras preguntó: – ¿Ya estás más calmado? Todos están en el salón. Pablo no respondió. Sus facciones denotaban la furia que lo embargaba desde la llamada de Larios, avisándole que detendrían la grabación de Betancourt hasta nuevo aviso. Aparentemente se estaban produciendo presiones muy fuertes de gente muy poderosa, queriendo proteger al magnate. Muy nerviosa, Ana volvió a insistir, tratando de suavizar la responsabilidad que su jefe se estaba echando sobre los hombros. – Pablo… ¿No sería mejor no hablar de este programa, sino de tus planes en general…? Creo que te estás arriesgando demasiado y si Betancourt se da cuenta de que no tienes el apoyo total de la estación, podría envalentonarse y darnos un buen susto.

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– No, linda. El susto se lo va a llevar él, te lo aseguró. ¡Cuando lea los periódicos, ya lo verás…! Al mismo tiempo, en Inglaterra, Philip Ryan estaba en la pista, probando el nuevo Maxon Special, prototipo de fórmula uno, y sus primeras impresiones eran magníficas. El auto parecía devorar el asfalto, y vuelta tras vuelta el piloto adquiría mayor confianza en su nuevo bólido. En los pits, Robert Maxon cronometraba cada vuelta y al terminar la última, saltó jubiloso. – ¡Magnífico…! Ryan bajó dos segundo el mejor tiempo que ha conseguido en esta pista. ¡Creo que en poco tiempo estaremos listos y que volverá a vernos con respeto…! Los mecánicos compartían el entusiasmo de su jefe. Llevaban juntos varios años y nunca como ahora habían sentido que tenían grandes oportunidades de dar la pelea. Todo dependía de Ryan y Taylor, los mejores pilotos del equipo. Cada vez más emocionados, se concentraron en las maniobras de Ryan que con una frialdad impresionante parecía dispuesto a acabar con todos los récords en este entrenamiento. – Es la hora, Pablo, nos están esperando, van a dar las diez. Pablo respiró profundamente, apretó las mandíbulas y tomando sus notas se dispuso a enfrentarse a la prensa, fueran cuales fueran las consecuencias. Al entrar al salón, un fuerte murmullo de expectación pareció llenar el lugar. De inmediato Pablo tomó su lugar en el pequeño pódium y con una sonrisa que disimulaba por completo la fuerte tensión que lo embargaba, saludó a los reporteros y empezó su explicación. – Como todos saben “TRAS LA PISTA DE LA VERDAD”, ha constituido un resonante éxito, gracias a que hemos tratado de ofrecer en cada una de las emisiones, temas verdaderamente álgidos tocados con sinceridad, valentía y honestidad –hizo una breve pausa, y prosiguió–. Ahora iniciaremos una nueva etapa, en la que sacudiremos profundamente a la opinión pública con asuntos candentes, en los que estamos dispuestos a desenmascarar a todos aquellos que de alguna forma son seres nocivos para nuestra sociedad y para nuestro país, cubriéndose bajo una apariencia positiva, honesta e incluso filantrópica. Estoy seguro que el primer programa de la serie causará un tremendo impacto en todos los medios de la sociedad mexicana, porque descubriremos la verdadera identidad de un malvado, que nos ha

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engañado a todos, fingiendo ser un hombre muy distinto al que realmente es. Después, con voz cada vez más firme, Pablo continuó hablando de la serie por espacio de diez minutos más. Al terminar, empezaron las preguntas de los reporteros, mientras al fondo, los dos hombres con los lentes negros abandonaban sigilosamente el salón, dirigiéndose a uno de los teléfonos que estaban en el pasillo exterior. Rápidamente, uno de ellos marcó un número y de inmediato la voz de Betancourt surgió a través de la línea electrónica. – ¿Y bien… qué pasó…? – Todo, jefe. Bórquez tiene la intención de seguir adelante. ¿Qué quiere que hagamos con él? – Lo que ya se habló. A estos bastardos sólo se les puede cerrar la boca de una manera, así que ya sabes lo que debes hacer. – Despreocúpese, jefe. ¡Bórquez es hombre muerto…! Ryan salió de la recta y entró derrapando el auto a la curva del fondo. De pronto se dio cuenta en una fracción de segundo de que algo no estaba bien. El vehículo experimentó una violenta sacudida sal desprenderse la rueda delantera derecha. Con un rechinido espeluznante, el auto perdió su trayectoria y empezó a dar una serie de aparatosas volteretas, disparándose al fin como un proyectil hacia el muro de contención, en el cual se estrelló con gran fuerza, convirtiendo el flamante automóvil en un montón de fierros retorcidos y humeantes. A lo lejos, se escuchaban los gritos angustiados del público, mientras sus ayudantes corrían desesperados a rescatar el cuerpo del piloto. El coche empezó a incendiarse en el preciso momento en que el cuerpo inerte de Ryan era sacado del vehículo. Al ser conducido hasta el prado situado a la orilla de la pista, recuperó por breves instantes el conocimiento. – ¡Ayúdenme…! –murmuró–, ¡tenemos que ir a México…! Después… la negrura de la inconciencia lo envolvió como si fuera un manto tétrico del que no podría librarse nunca más. Simultáneamente, en México, Pablo, Ana y José Luís caminaban por el estacionamiento rumbo a su automóvil, comentando sobre la conferencia de prensa que minutos antes había terminado. De pronto, ante ellos aparecieron dos hombres armados, uno de los cuales abrió fuego. Pablo sintió un rozón ardiente en la frente y por instinto se arrojó a los pies por delante contra su agresor, al que alcanzó de lleno con un terrible golpe de karate en la cara y el cuello. El hombre

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se derrumbó como un fardo inerte y sin vida. Sin detenerse, el productor hizo un giro violento y se lanzó contra el segundo hombre, pero en el giro fue alcanzado por dos disparos más, hechos a quemarropa, que lo proyectaron como muñeco desmadejado a casi dos metros de distancia. Sin perder un instante, el asesino corrió entre las columnas de concreto del estacionamiento, perdiéndose entre ellas. Segundos después, un auto negro cruzaba violentamente frente a los cuerpos caídos, ante uno de los cuales Ana estaba hincada, con expresión de terror en el rostro. Como sonámbula, levantó los ojos asombrados hacia José Luís, que paralizado no atinaba a moverse. – ¡Dios santo…! –logró balbucir la chica–, creo que Pablo ¡está muerto…!

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CAPITULO 2 En la sala de operaciones del Memorial Hospital de Londres, la situación era crítica. Las lesiones internas de Ryan eran gravísimas, y los médicos luchaban desesperadamente por salvarle la vida. – La presión está bajando al mínimo, doctor –dijo la enfermera angustiada, al tiempo que preparaba una inyección de adrenalina. De pronto el corazón del piloto dejó de latir y la pequeña sala de operaciones se convirtió en un pandemónium. El asistente se acercó rápidamente hasta Ryan con el resucitador al tiempo que el doctor Lancer propinaba fuertes golpes en el pecho del herido tratando de estimular el músculo cardiaco. Un instante después, los electrodos fueron colocados y la primera descarga eléctrica sacudió el cuerpo inerte tendido en la plancha. – Aumente el voltaje al máximo –dijo el doctor Lancer con urgencia. Dos segundos después, otra potente descarga eléctrica crispaba dramáticamente el cuerpo recién fallecido, sin obtener el menor resultado positivo. – Es inútil, doctor, no responde. Creo que lo hemos perdido. Por varios minutos más los médicos intentaron lo que parecía imposible. ¡Devolver la vida al cuerpo exánime que yacía en la mesa de operaciones! Finalmente dejaron de luchar. Philip Ryan estaba muerto. Al mismo tiempo, en el Hospital Metropolitano de la Ciudad de México, Pablo estaba siendo operado de emergencia. Sin embargo, desde el principio los médicos mostraron un franco escepticismo. La condición del herido era desesperada y su vida pendía apenas de un hilo, disminuyendo por instantes sus signos vitales. Uno de los proyectiles había rozado apenas la parte superior de la frente, otro, el más peligroso se incrustó en el pecho, muy cerca del corazón. Un tercer proyectil produjo una herida de cedazo en el antebrazo izquierdo. A pesar de los esfuerzos de un grupo de los mejores médicos del país, el estado del herido se deterioró rápidamente. De pronto se produjo un paro cardiaco ante la alarma y conmoción de los médicos que lo

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atendían. Pablo Bórquez, el famoso comentarista y productor de televisión acababa de morir. Todos los esfuerzos posteriores que se hicieron para volverlo a la vida, fueron inútiles y la dura realidad se hizo presente entre los desalentados especialistas, que aun así seguían luchando por reanimar el cuerpo exánime del periodista. Un túnel largo y oscuro se abrió ante los ojos atemorizados de Philip Ryan, al tiempo que una fuerza inexplicable lo obligó a avanzar. A lo lejos, empezó a surgir una luminosidad que fue creciendo en intensidad hasta convertirse en una luz radiante, que ejercía una poderosa atracción sobre el artista, el cual embargado por una sensación de paz inefable, no opuso la menor resistencia, dejándose conducir mansamente hacia ella. De pronto, un ligero movimiento a su izquierda llamó su atención, comprobando con sorpresa que no estaba solo. Otro hombre compartía su destino, caminando por el túnel y dirigiéndose también hacia el origen de la luz. Por un momento, intercambiaron sus miradas asombradas, después, la atracción de la luz se intensificó y ambos volvieron sus pasos hacia ella, caminando sin temor, sabiendo que iniciaban una nueva etapa en su existencia, sin entender cómo es que sabían una cosa tan extraña, pero estando seguros de que así era. Poco a poco, la luz empezó a adquirir distintas tonalidades, todas ellas maravillosas, que provocaron en ambos caminantes un estado de placidez cada vez mayor, deseando estar ya en el centro mismo de la luminosidad, para envolverse en sus rayos como en un manto blando y sublime. Intercambiaron otra brevísima mirada, a manera de despedida, disponiéndose a penetrar a la hermosa luz que los esperaba, pero cuando estaban a punto de dar el paso decisivo, un relámpago negro se interpuso en su paso, al tiempo que surgía una masa obscura y amenazante que parecía buscar su destrucción. De pronto, un destello incandescente cayó sobre la horrible negrura, desintegrándola por completo, mientras todo a su alrededor empezaba a vibrar desde sus cimientos, haciéndolos perder el equilibrio. Completamente desorientados, Philip y Pablo se sintieron perdidos y profundamente angustiados, mientras una fuerza espiritual pareció modificar sus instrucciones subliminales, ordenándoles regresar al punto de partida. De inmediato, se produjo un silencio interno tan estremecedor como los acontecimientos que acababan de ocurrir ante sus ojos asombrados, y ambos titubearon por un momento, espantados ante la idea de tener que regresar. Finalmente, los dos se sintieron obligados a hacerlo. Angustiados quisieron gritar que no deseaban volver, que querían continuar su camino hacia la luz, pero al parecer nadie los estaba

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escuchando. ¡La orden cósmica había sido dictada y nada podía oponerse a su cumplimiento! En su camino de regreso todo un universo en movimiento pareció cruzar ante sus ojos. Órbitas y planetas en espacios infinitos parecieron precipitarse sobre ellos, como si quisieran devolverlos. Pero la luz incandescente los envolvió nuevamente con su manto protector, permitiéndoles seguir su camino. Finalmente ambos espíritus regresaron al mundo de los vivos, sintiendo que habían perdido algo muy importante, manteniendo la esperanza de volver a reencontrarlo algún día. En la mesa de operaciones, el cuerpo de Pablo experimentó una ligerísima vibración, que sólo fue captada por el osciloscopio, sin que nadie del personal médico lo detectara. Sin embargo, segundos después, una nueva vibración en los párpados del periodista fue notada por una de las enfermeras. – ¡Dios mío… el señor Bórquez movió los parpados…! Un gesto de incredulidad se reflejó en el rostro del doctor Valdez al oír la exclamación de la chica. – No es posible, enfermera –dijo, mientras sus ojos se fijaban en el osciloscopio inerte–. El paciente lleva más de siete minutos muerto. – ¡Le juro que lo vi…! –exclamó la joven emocionada–. ¡Mire…! Volvió a hacerlo. Ahora varios rostros se acercaron a la cara de pablo, tratando de detectar el menor signo vital en el cuerpo exánime, pero nada sucedió. De pronto, otro ligerísimo movimiento ocular, casi imperceptible se produjo, provocando una gran conmoción en la sala de operaciones. – ¡Este hombre está vivo! –gritó Valdez, al tiempo que colocaba el estetoscopio a la altura del corazón, mientras en el osciloscopio empezaba a aparecer el ritmo cardiaco. Al instante, todo el personal médico entró en acción, sobreponiéndose al asombro que flotaba en el ambiente. Poco después, el estado del herido empezó a estabilizarse, permitiéndoles proseguir la intervención. Sin embargo, la expresión del rostro de Valdez era sombría. Al terminar la operación, el médico murmuró con tristeza. – Creo que a este hombre más le valía haber muerto. Después de más de siete minutos sin irrigación sanguínea en el cerebro, los daños pueden ser irreparables. – Sí –repuso su ayudante preocupada–, es muy factible que permanezca en estado vegetativo por el resto de sus días o que quede paralítico y gravemente dañado de sus capacidades mentales.

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Valdez se quedó pensativo. Su ayudante estaba en lo cierto. Suspiró tristemente. ¡Cómo era posible que éste fuera el destino de un hombre tan brillante como Pablo Bórquez, con su impresionante trayectoria en el mundo de la televisión! La voz de su asistente lo hizo salir de sus meditaciones. – ¿Decía usted, doctor Ponce? – Preguntaba si hay indicación especial para el paciente. – Desde luego. Quiero una observación continua, después de pasarlo a terapia intensiva. Independientemente de su posible estado mental, su estado físico sigue siendo delicado. Cualquier variación que se produzca, quiero que se me notifique de inmediato. Al mismo tiempo en Londres, los médicos, que rodeaban asombrados a Philip Ryan, estaban viviendo la misma experiencia. De improvisto, Ryan había vuelto milagrosamente a la vida, sin que los médicos encontraran una explicación lógica. – No puedo entenderlo –murmuró el doctor Lancer–. Este hombre no debería estar vivo, después de permanecer muerto por más de siete minutos. Dudo mucho salga del estado de coma en que se encuentra. – Es muy irónico que haya vuelto a la vida para convertirse en un vegetal –comentó tristemente la jefa de enfermeras–. Era un hombre maravilloso, y un gran pianista. Al terminar la operación, los médicos abandonaron la sala de operaciones y el cuerpo inmóvil de Philip fue llevado a la unidad de terapia intensiva donde permanecería sujeto a una vigilancia extrema. En México, Ana y José Luís esperaban nerviosos el resultado de la operación. Al fin, el doctor Valdez se acercó hacia ellos, mostrando en sus facciones la preocupación que lo embargaba. – ¿Cómo está, doctor? –preguntó Ana con voz llena de ansiedad. El médico permaneció breves momentos en silencio, como buscando las palabras apropiadas. – Lo siento, señorita, pero no puedo darle buenas noticias. Su estado es crítico, agravado por un paro cardiaco que sufrió durante la intervención. De pronto, no creímos poder salvarlo. Es un verdadero milagro que haya reaccionado, pero… desgraciadamente… – ¿Qué quiere usted decirnos doctor...? La angustia de la chica acabó por confundir al médico, que después de prender un cigarrillo continuó: – Quiero ser muy claro con ustedes. El señor Bórquez estuvo muerto varios minutos. Aun si logra salir del estado de coma en que se

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encuentra, cosa que dudo, es muy posible que su cerebro quede dañado en forma permanente, y… – ¡Dios santo…! ¡No puede ser…! ¿Está sugiriendo que Pablo va a quedar mal de la cabeza…? ¡¿Es eso, doctor…?! –preguntó la chica casi histérica. – Pues… no lo podemos asegurar, pero mucho me temo que así sea. Siento tener que hablar con esta crudeza, pero tal vez deban hacerse a la idea de que el Pablo Bórquez que ustedes conocieron… no existe más. – ¡Dios mío, más le valdría estar muerto…! –exclamó Ana horrorizada. – Sí… así es –repuso Valdez con expresión grave y añadió–: desgraciadamente es la verdad. Mientras estaban hablando, ninguno observó que cerca de ellos un hombre seguía con verdadero interés cada detalle de la plática. Después, sigilosamente se levantó y salió del lugar, tratando de pasar desapercibido. Al llegar a la puerta del hospital, una sonrisa torva de satisfacción apareció en sus labios, sin dejar de murmurar visiblemente satisfecho: – Muy bien, Bórquez, encontraste lo que buscabas. Don Fernando estará contento. Pero Betancourt estaba muy lejos de estar contento. Con grandes zancadas se paseaba por su inmenso despacho como fiera enjaulada. Mario Romero, su hombre de confianza se atrevió a comentar: – Pero jefe, ¿qué más podía hacer el Zurdo…? Le metió tres plomazos en el cuerpo. Sólo por suerte pudo salir con vida. – Esto no es cuestión de suerte. Si hubieras empleado a profesionales ahora estaríamos tranquilos. – Pero si ya sabe lo que dijo el médico. Bórquez ha dejado de ser una amenaza para nosotros. – No estoy muy convencido. Quiero estar a salvo de posibles… milagros de la ciencia. Sabes muy bien que hay muchas fuerzas físicas y espirituales que se oponen a nuestra misión, ¡y no voy a permitirlo…! así que asegúrate de que esta amenaza desaparezca definitivamente El tono de su voz se convirtió en una especie de susurro amenazante que a Mario le pareció el silbido de una víbora. – Si no… algo muy malo te puede pasar, Mario y ya sabes de que se trata. El rostro de Mario palideció intensamente, reflejando el temor que lo embargaba. Respiró muy hondo tratando de darse valor y sin conseguir apartar los ojos de la mirada demoníaca de su jefe logró balbucir:

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– Está bien, jefe… nos encargaremos de mandarlo al infierno… En Londres, Helen y Jos permanecían en silencio, sumidos en la profundidad de sus amargos pensamientos. Horas antes, los médicos que atendían a Philip se habían confesado la terrible realidad. El herido estaba inconsciente, en estado de coma, y su estado, al igual que el de Pablo en México, les hacía prever los más pesimistas resultados. Helen no podía creerlo. Sus sueños se habían venido abajo en un instante, destruyendo de golpe lo que tanto esfuerzo les había costado construir. Todo estaba perdido. Nunca más se volverían a escuchar las notas brillantes de su piano. Sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas, que se deslizaron lentamente por sus mejillas sin llevar al espíritu de la joven el consuelo reconfortante que tanto anhelaba. – Por favor, Helen, tranquilízate… recuerda las últimas palabras del médico. “Nunca debemos dejar de esperar un milagro.” – ¡Tienen que estar equivocados, Jos, Philip no puede terminar su vida convertido en un vegetal…! Dios tiene que ayudarlo, si no, para qué le devolvió la vida en la mesa de operaciones. Al fin, después del intenso ajetreo del día, la calma invadió el hospital donde Pablo se encontraba. Desde hacía un buen rato las luces habían bajado de intensidad y los pacientes en los distintos piso trataban de dormir. Sin embargo, en el pasillo que conducía a la unidad de Terapia Intensiva, donde Pablo yacía inconsciente, dos sombras hicieron su aparición, deslizándose lenta y cuidadosamente por el pasillo. Al fondo, un policía vigilaba el lugar como una medida de protección. Durante varios minutos, las sombras acecharon cada uno de los movimientos del policía esperando el momento de entrar en acción. De pronto, tratando de ahogar un bostezo, el guardián se puso de pie y tomando un vaso que tenía cerca de su silla se dirigió hacia la cafetera situada al fondo del pasillo. De inmediato, uno de las sombras apresuró sus movimientos, deteniéndose en la puerta de la sala abandonada por el guardia. La mano enguantada hizo girar el picaporte, abriendo la puerta silenciosamente. Adentro, en su sueño inerte, Pablo parecía muy ajeno a lo que estaba sucediendo a unos cuantos pasos. Con movimientos felinos, el hombre se acercó al herido. Decidido, desconectó el suero que tenía conectado a la vena. Después, con pleno conocimiento de lo que estaba haciendo, cerró la llave que controlaba el paso del oxígeno. De inmediato, una ligera agitación apareció en la respiración de la víctima. El hombre satisfecho disponía a retirarse, cuando las órdenes

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de Betancourt resonaron en su cerebro. “No quiero que haya el menor error. Cuando logres llegar hasta él… ¡elimínalo…!” Reaccionando molesto, los ojos del hampón recorrieron el lugar hasta detenerse en la almohada que estaba en una silla cercana. Con rapidez, se apoderó del inocente instrumento de muerte y con frialdad volvió a la cama del herido. Afuera, el policía estaba regresando a su lugar y notó que la puerta estaba ligeramente abierta. Extrañado se disponía a comprobar que todo estaba bien, cuando el segundo maleante apareció tras él, descargando un golpe en su cabeza. La ágil reacción del policía lo hizo fallar parcialmente, quedando aturdido, de espaldas a la pared, tratando de desenfundar su arma, instante que aprovecho el maleante para darle un violento empellón, derribándolo y gritando una advertencia a su cómplice, al tiempo que emprendía una rápida huida. De inmediato el policía comprendió lo que estaba pasando en el interior del cuarto y entró en el momento en que el hombre apretaba la almohada sobre la cara de Pablo, impidiéndole respirar. Sorprendido, el asesino arrojó la almohada contra la cara del vigilante, al tiempo que desenfundaba su arma y disparaba contra él. Herido ya punto de derrumbarse, el policía disparó a su vez varias veces, alcanzando de lleno al malhechor, que con pasos tambaleantes se dirigió a la puerta, con la angustia de la muerte impresa en el rostro. Al llegar a la puerta, con un profundo estertor final, cayó como fulminado por un rayo, quedando retorcido contra sí mismo. Los gritos de las enfermeras empezaron a llenar el lugar, mientras una de ellas se acercó nerviosa a Pablo, comprobando aliviada que seguía con vida. De inmediato varios médicos atendieron al policía herido, llevándolo rápidamente a la sala de emergencia. Por segunda vez, Pablo había salvado milagrosamente la vida. Entretanto, en Inglaterra, el estado de Ryan se agravó súbitamente y su recaída hacía prever entre sus médicos un inmediato desenlace, descartándose ahora la posibilidad de una mejoría. Al comprobar el estado de su paciente, el doctor Lancer decidió hablar con Helen, a la que llamó a su oficina en el hospital. – ¿Algún cambio, doctor? –preguntó la joven al verlo aparecer. El médico la miró con expresión compasiva, y respondió: – Desgraciadamente sí. Su estado se ha vuelto crítico, y… esperamos un desenlace funesto en cualquier momento.

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– ¿No hay la menor esperanza…? –preguntó ella, buscando aferrarse a la más remota posibilidad, sintiendo que al irse él, estaba perdiendo la parte más importante de su vida. El médico segó tristemente con la cabeza. Se acercó al sillón de su escritorio y se dejó caer en él. Tomó un cigarrillo y después de prenderlo dio una fumada honda, dejando escapar lentamente el humo de los labios. – Al menos… ¿puedo verlo? –preguntó la chica con voz apagada. – Está bien, pero muy brevemente. Y debo advertirle que él no la verá, ni sabrá jamás que estuvo ahí. El estado de Philip era impresionante, lleno de aparatos que lo mantenían con vida artificialmente. Su respiración era pesada, con un angustioso estertor de agonía. Aterrada ante el cuadro, Helen salió llorando, sin detenerse sino hasta llegar a su auto, mientras Philip, solo en su cuarto libraba una lucha desesperada contra la muerte. Era la mañana del quinto día posterior al atentado. El cambio de turno del hospital acababa de iniciarse. Isabel, la enfermera que atendía personalmente a Pablo, tras leer el expediente de la noche anterior, se acercó a él, que continuaba inerte, ajeno por completo a los cuidados que le prodigaban. – ¿Cómo amaneció hoy nuestro enfermo? –preguntó la enfermera con afecto, sabiendo que en realidad estaba hablando consigo misma y cuando se disponía a tomar su presión arterial, los ojos de Pablo se abrieron de par en par, con una mirada vacía, que impresionó profundamente a la enfermera, quien no daba crédito a lo que estaba sucediendo. De inmediato, los ojos del herido volvieron a cerrarse y la enfermera pudo reaccionar, saliendo en busca del médico de turno, con el cual regresó, discutiendo acalorada: – Le juro que el señor Bórquez abrió los ojos, doctor Ponce, los clavó en mí con una mirada extraña y volvió a cerrarlos de inmediato. – Por favor, Isabel, eso no es posible. Estos enfermos no reaccionan así, usted debe saberlo –dijo Ponce con severidad. – De acuerdo, doctor, pero no me diga que no es verdad lo que acabo de ver. Él abrió los ojos, y yo… Sus palabras fueron interrumpidas por un quejido del paciente, que simultáneamente hizo un ligero movimiento con la cabeza. – ¡¿Lo vio, doctor…?! ¡Está reaccionando…!

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Por toda respuesta el médico colocó el estetoscopio en el pecho de Pablo, escuchando los latidos de su corazón. Después, levantó uno de sus párpados, mirándolo con atención. Sacó una pequeña linterna de la bolsa de la camisa y dirigió la luz hacia la inerte pupila, que registró una ligerísima contracción. El médico profirió una exclamación de sorpresa. – ¡Es verdad… está empezando a reaccionar…! ¡Avisen de inmediato al doctor Valdez…! Poco después, éste estaba al lado de Pablo, haciéndole una serie de pruebas de sensibilidad. El herido, aún inconsciente, seguía dando muestras de una mayor actividad cerebral y pequeños movimientos en su rostro marcaban claramente su reacción. – ¿Qué podemos esperar, doctor? –preguntó Ponce–, ¿cree que salga de este estado? – Francamente no lo sé –repuso el interpelado–. Le confieso que no tenía la menor esperanza de que nuestro paciente saliera de la inconsciencia, pero por lo visto este caso está rompiendo con todos los antecedentes, así que podemos esperar cualquier cosa. Sin embargo, parece que ahora vamos a enfrentar el momento de la verdad. En su oficina, Betancourt estaba más furioso que nunca. El fracaso del nuevo atentado contra Bórquez lo tenía convertido en un energúmeno. – ¿Te das cuenta que no tendremos otra oportunidad de acercarnos a él? –preguntó a Mario, quien casi no se atrevía a levantar los ojos. – Lo siento, pero mataron a nuestro hombre antes de poder acabar con Bórquez. ¿Qué más podíamos hacer? – Mucho más –murmuró su jefe con rabia–. Debiste ir tú mismo a cerciorarte de que esta vez no fallaran. No puedo detener por más tiempo a los de la televisora y hay mucha gente que está presionando contra mí –hizo una pausa y añadió con voz preocupada, que tomó por sorpresa a su cómplice, quien nunca lo había visto atemorizado–. Eso me obliga a hacer algo que quería yo evitar a toda costa: salir a la luz. Por su culpa debo hablar con el estúpido de Larios. Llegó el momento de darle un susto. Esa misma noche, la limousina negra entró al estacionamiento de la televisora. A unos cuantos metros estaba el auto de Larios, un deportivo rojo, llamativo como su dueño. Tras una pequeña espera, Larios salió acompañado de una de sus secretarias. Al llegar cerca de su coche, la chica se despidió sonriendo y Larios se dirigía a su vehículo, cuando fue interceptado por el chofer de Betancourt.

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– Le suplico que me siga, por favor. Mi patrón quiere hablar un momento con usted, señor Larios. – ¡¿Y quién diablos es su patrón?! –preguntó Larios molesto, tratando de seguir de largo. El chofer lo detuvo en seco, respondiendo con un tono de voz no muy amistoso: – Una persona que no admite que se contradigan sus órdenes, así que… por favor acompáñeme –dijo, mientras le mostraba una pistola, empequeñecida en su inmensa manaza. Sin oponer la menor resistencia, Larios siguió al hombre hasta la inmensa limousina negra, sintiendo que las rodillas se le doblaban. Al llegar, la puerta se abrió y una mano lo invitó a subir. – Siento haberlo asustado de esta manera, señor Larios, pero como comprenderá era muy urgente para mí venir a… saludarlo. Tratando de adaptar sus ojos a la penumbra del interior del auto. Larios logró distinguir las facciones de su acompañante, iluminadas con el resplandor de la lumbre de su cigarrillo. Al reconocerlo exclamó asombrado: – ¡¿Señor Betancourt…?! ¡¿Qué hace usted aquí?! – He venido a pedirle un pequeño favor y estoy seguro que no me defraudará, ¿verdad? – Pues… no sé… ¿De qué se trata…? – Quiero que detenga todo este asunto del programa de Bórquez. Ha sido un malentendido que empieza a fastidiarme, así que me dije… “Hablaré con el buen amigo Larios y el resolverá mi problema.” Además, quiero la grabación que originó todo el problema. – Yo… –balbuceó Larios, tratando de no comprometerse–. No sé… creo que no me será posible… Su frase fue interrumpida por la sonora bofetada con que Betancourt cruzó el rostro del asustado gerente, al tiempo que un hilillo de sangre brotaba de la comisura de sus labios. Betancourt acercó su rostro cruel hasta ponerlo muy cerca de la cara de Larios. Su expresión lívida resaltaba lúgubremente contra el fondo negro de la obscuridad que los rodeaba. – Le advierto que se está jugando la vida en este momento, Larios, ¡Quiero una respuesta afirmativa de su parte, o no saldrá vivo de este auto! ¡Se lo juro…! Sintiéndose desfallecer, Larios no supo hacer otra cosa que murmurar con una voz entrecortada por el temor: – Está bien, señor Betancourt, trataré de ayudarlo. Yo…

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Otra bofetada que lo cimbró hasta sus cimientos, cruzó nuevamente el rostro congestionado del funcionario, reventándole esta vez el labio inferior. – No trates… Larios… ¡Hazlo…! De lo contrario, sabes bien lo que te espera, y no me traiciones. Me obligarías a hacer contigo algo que a ninguno de los dos nos gustaría, te lo aseguro. Tratando de aparentar la calma que estaba muy lejos de sentir, Larios esperó a que el personal del área de Pablo abandonara las instalaciones. Después, furtivamente se dirigió por los pasillos hasta la oficina de Pablo, sintiéndose como un malhechor. En medio de una gran tensión, abrió fácilmente con su llave maestra y buscó con meticulosidad en cada rincón de la oficina, sin lograr encontrar la maldita grabación. – ¡¿Quién está ahí…?! La voz del policía de guardia resonó como un disparo en los oídos de Larios, haciéndolo desfallecer. – ¿Eh…? Ah, es usted, teniente, me asustó. El uniformado, al reconocer a su jefe, se disculpó apenado. – Lo siento, señor, no lo vi entrar. Creí que ya todos habían salido, y al oír ruido… pensé que algún ladrón… – No se preocupe, teniente, sólo soy yo –murmuró Larios, sintiéndose enrojecer–. Estaba buscando una grabación que necesito, pero no la encuentro. Deben haberla guardado en otro lado. Buenas noches. El policía se retiró vivamente intrigado. No podía comprender la actitud nerviosa del gerente, que se comportó como si hubiese sido sorprendido en un delito. – Deben ser figuraciones mías –pensó. Mientras, Larios regresó a su oficina preso de un ataque de histeria. La amenaza de Betancourt pesaba sobre su cabeza como una mole de piedra, haciéndolo presagiar mil muertes atroces. Precipitadamente escribió una nota a su secretaria avisándole que se ausentaría por varios días. Después, sintiendo que cada uno de sus movimientos eran vigilados, abandonó el edificio tratando de pasar desapercibido. En Inglaterra, la enfermera de turno realizaba su recorrido de rutina por la sala donde Ryan se encontraba. De pronto, el silencio fue roto por un quejido, saliendo de los labios inertes del herido. Al voltear a verlo, la enfermera sintió un súbito sobresalto. ¡Los ojos de Ryan estaban

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abiertos…! De inmediato, corriendo la chica salió en busca del médico, en el cubículo de junto. – ¡Pronto, doctor…! ¡El señor Ryan ha recobrado el conocimiento! En efecto, al llegar ambos junto a Philip, éste tenía los ojos abiertos. Por un momento, pareció tratar de decir algo, pero la debilidad se lo impidió. Aun así, logró emitir un sonido exótico, que ninguno de los dos logró entender. Después, agotado por el esfuerzo, volvió a cerrar los ojos, entrando en un sueño profundo. Sin embargo, era evidente que estaba recobrando el conocimiento. – Debemos avisar de inmediato al doctor Lancer. Creo que le dará gusto saber que su paciente está saliendo del estado de coma y que incluso está tratando de hablar. – ¿Se fijó en lo que dijo, señorita…? – No creo que haya dicho algo –respondió la mujer–, aunque si no sonara absurdo podría jurar que fue alguna palabra en español. – ¿Cómo dice? –preguntó el médico extrañado–. Yo más bien creo que fue un quejido de dolor. Dios quiera que sea un principio de recuperación, aunque sabemos muy bien que en este caso no podemos tener grandes esperanzas. Al mismo tiempo, en México, varios médicos rodeaban la cama de Pablo, quien desde hacía algunos momentos había dado muestras de cierta actividad, lo que tenía conmocionada a la gente que lo atendía. De pronto, ante la sorpresa de todos, abrió nuevamente los ojos, mientras sus labios emitían sonidos guturales casi inaudibles. El doctor robles, su médico personal, amigo suyo desde hacía muchos años, se acercó a su lado tratando de tranquilizarlo. – Por favor, Pablo, no hagas esfuerzos. Ya tendrás todo el tiempo del mundo para reponerte. Evidentemente el enfermo no lo reconoció, y al oír las palabras de Robles, una repentina ansiedad pareció apoderarse de él. De inmediato, el médico pidió a los presentes dejar solo al herido ante la excitación que estaba mostrando. Después, él mismo abandonó la sala, al comprobar que Pablo empezaba a caer nuevamente en un profundo sopor. Fue entonces cuando el doctor Ponce se acercó a él con expresión de extrañeza en el rostro. – ¿Se dio cuenta de las palabras que dijo el paciente, doctor Robles? – Pues… francamente… no alcancé a oírlo bien. ¿Por qué…? – Porque… aunque podría yo estar equivocado, creo que el señor Bórquez habló en inglés.

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– ¿En inglés? –preguntó robles sorprendido–, pero… ¿por qué…? Debe haber oído mal. – Sí, es muy posible, pero estoy casi seguro que eso fue lo que hizo. – Creo que tiene mucha imaginación, doctor. Lo más seguro es que no haya podido hablar, tal como lo habíamos temido. En unas horas más lo sabremos. Ana, feliz de saber que Pablo había empezado a reaccionar, logró la autorización para permanecer al lado de su jefe, que durante dos horas, mantuvo casi la misma postura. De pronto, un suspiro profundo del herido la sacó de su ensimismamiento. En forma sorpresiva, Pablo volvió a abrir los ojos, recorriendo el cuarto con la mirada, hasta detenerse en la figura ansiosa de la chica. Ella, feliz, de verlo despierto se acercó a él, tomándole la mano con amor, mientras exclamaba emocionada conteniendo las lágrimas: – ¡Gracias a Dios, Pablo…! ¡Has recuperado el sentido…! La cara de Pablo adquirió una expresión de extrañeza. – ¿Dónde… estoy? –preguntó claramente en inglés. Ana, desconcertada por el idioma que Pablo usaba, no supo que contestar. Después, logrando controlarse, respondió: – Estás en un hospital, Pablo, reponiéndote de las heridas que recibiste. Con un visible esfuerzo, Pablo trató de concentrarse en lo que la chica decía, mientras miraba su mano que tenía frente a él. Molesto ante la actitud cariñosa de la joven, retiró violentamente la mano, mientras exclamaba furioso, siempre en inglés. – No la entiendo. No hablo bien el español. ¡¿Quién diablos es usted…?! Por unos segundos, Ana se quedó pasmada, sin entender lo que estaba sucediendo. Después, indecisa dijo tímidamente: – N… no te comprendo, Pablo… Éste, tan violento como antes, volvió a preguntar, cada vez más exaltado: – ¿Por qué… me está hablando en español? – ¿Yo…? Pues… –desconcertada, Ana no supo que contestar. Volteó hacia la puerta, como buscando ayuda. – Lo siento, Pablo, pero… ¿En qué otra forma quieres que te hable? El rostro de Pablo se congestionó por la rabia que lo embargaba. No sabía quién era la intrusa, pero era evidente que estaba tratando de burlarse de él. Sin embargo, al oírla llamarlo por el nombre de Pablo, algo en su interior resonó como un eco en su cerebro, inquietándolo y terminando por enfurecerlo. Con un grito ahogado exclamó: – ¡¿Qué está tratando de hacer conmigo…?! Mi nombre no es Pablo.

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Ana desesperada y sin comprender lo que estaba sucediendo, se acercó a él suavemente, mientras murmuraba con ternura: – Por favor, tranquilízate… todo va a estar bien… sólo tienes que descansar un poco más y… Exasperado, Pablo la miró con una expresión de odio que la hizo estremecer, y con voz trémula de furia exclamó, siempre en inglés: – ¡Váyase de aquí… y déjeme descansar…! – Pero Pablo, por favor… – ¡Lárguese…! ¡¿No entiende?! ¡No sé lo que pretende, pero déjeme sólo…! El gesto denotaba tanta rabia, que Ana abandonó el cuarto, sollozando desconsolada, en tanto que Pablo volvía a sumirse en un sueño profundo. Muy ajenos a la situación que estaba ocurriendo en México, en Inglaterra Philip estaba viviendo una experiencia similar, empezando a tener pequeños lapsos de aparente lucidez, pero comportándose de una forma muy extraña. Apenas logró murmurar algunas palabras aisladas, pero siempre en un idioma extranjero, al parecer italiano o español, enfureciéndose cuando la hablaban en inglés. Además, una extraña imagen de sí mismo viéndose acribillado a balazos lo obsesionaba continuamente en sus sueños, hablando dormido, y siempre en otro idioma, que aparentemente hasta antes del accidente desconocía. – Tal vez esté sucediendo lo que nos temíamos, doctor Lancer –dijo el doctor Jones, el médico de guardia–. Es muy posible que el señor Ryan haya quedado muy dañado de sus facultades mentales y éstas sean las primeras manifestaciones. – Sin embargo, está reaccionando mucho mejor de lo que esperábamos –dijo Lancer optimista. – Pero doctor… –preguntó Jones confundido–, ¿cómo explica esa absurda insistencia en hablar en español? Se me hace algo… increíble… y lo que dice acerca de que fue víctima de un atentado… – Yo tampoco lo entiendo. A veces la mente nos juega bromas muy pesadas. En este caso… podría ser que en sus neuronas tuviera grabada esa información –dudó un momento y se disculpó–. Lo siento, no tengo una explicación posible. Después cambiando bruscamente el tema, ordenó: – Por lo pronto, vea que trasladen al señor Ryan a su habitación, no tiene por qué seguir en esta unidad de cuidados intensivos. – Muy bien, doctor, Lancer, así lo haremos.

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La mejoría de Pablo, era el tema de actualidad en el hospital y los periodistas que hacían guardia en la sala de espera habían hecho un detallado informe de los últimos acontecimientos, felicitando al productor por su rápida evolución a una semana del atentado. Esto provocó que Fernando Betancourt se sintiera cada vez más inseguro. Además, la inesperada desaparición de Larios, el gerente de la televisora, a quién creía tener bien controlado, había sido sin duda un rudo golpe para su tranquilidad. Así lo creía Mario, preocupado además por la redoblada seguridad que la policía había desplegado ante el cuarto de Bórquez, para prevenir cualquier nuevo intento de agresión, – ¡Maldito asunto! –exclamó de pronto el magnate, pasándose furioso la mano por los cabellos–. Y lo peor de todo es que estamos detenidos, sin la menor posibilidad de hacer algo drástico, esperando buenamente a que sean estos estúpidos los que hagan el siguiente movimiento. – Sin embargo, jefe… es posible que hayan decidido parar todo el escándalo –sugirió el ayudante–. De lo contrario estarían haciendo mucho ruido, y por lo menos de momento están completamente callados. Tal vez la gente que lo está apoyando a usted ha logrado cerrarles la boca. – No… no lo creo. Están callados, porque esperan la recuperación de Bórquez. – Sí, tiene razón. No sé cómo vamos a hacerlo, pero vamos a acabar con él. Es la única solución. Al ser trasladado a su cuarto, Philip salió del sueño profundo. Todo lo que estaba sucediendo lo tenía cada vez más desconcertado. Mientras más esfuerzos hacía por comprender, más confusa le resultaba la situación. Desesperado trató de incorporarse, pero una gran debilidad en todo su cuerpo lo hizo desistir. Furioso, tocó el timbre para llamar a una enfermera, que de inmediato hizo su aparición, sonriendo con amabilidad. Philip se sintió aliviado al ver la expresión tranquilizadora de la mujer, pero al oírla hablar en inglés preguntándole cómo se sentía, un odio profundo la sacudió desde sus entrañas y la increpó con violencia: – ¡Maldita sea…! ¡¿Quiere explicarme de una vez por qué todos me están hablando en inglés…?! La enfermera abrió los ojos sorprendida y atemorizada al ver la expresión furiosa del enfermo. Después, indecisa, respondió: – Lo siento, señor, pero… no entiendo… el español. ¿Es en lo que usted está hablándome, verdad…?

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Philip lívido de rabia respondió ahora en inglés, idioma que dominaba perfectamente. – ¡Claro que hablé en español…! ¿Qué tiene de extraño, siendo la lengua que se habla aquí, en México? Nuevamente la enfermera reaccionó con gran confusión. Desvió la mirada de los ojos de Philip, que parecían traspasarla y titubeante repuso: – Perdóneme, señor, pero… no comprendo. Nosotros… no estamos en… México –logró balbucir. – ¡¿Ah, no…?! ¡Entonces podría decirme en dónde diablos se supone que estamos…! – En Londres, desde luego, en el Memorial Hospital –repuso la chica extrañada. Por un instante Philip permaneció en silencio, pasmado ante la aparente seguridad de la joven. Sin embargo su confusión le hizo murmurar atemorizado: – ¿En Londres…? Pero… no puede ser… ¡yo soy mexicano! Tenemos que estar en la Ciudad de México, donde me hirieron… ¿Qué tengo que hacer en…Londres? – Pues… no sé, yo creí que usted era inglés. Al menos eso dice en su expediente, señor Ryan. – ¡¿Señor Ryan…?! ¡Ése no es mi nombre…! Yo me llamó Pablo Bórquez y nada tengo que hacer fuera de mi país… –gritó desesperado, al tiempo que entraba al cuarto el médico de guardia, muy alarmado. – ¿Qué sucede señorita Johnson? – ¡Eso es lo que quisiera saber! –gritó Ryan furioso, hablando esta vez en inglés–. Esta mujer acaba de hacer una serie de afirmaciones fantásticas, asegurándome que no estamos en México, sino en Inglaterra, y que mi nombre no es Pablo Bórquez, sino Philip Ryan. El médico y la enfermera cambaron una mirada desconcertada, que no pasó desapercibida por el herido, pero cuando iba a protestar, el doctor lo detuvo diciendo: – Lo siento, señor Ryan, pero lo que la enfermera ha dicho es verdad. Estamos en Londres, en el Memorial Hospital, a donde fue usted traído después de un grave accidente automovilístico. – ¡¿Accidente automovilístico…?! ¡¿Está usted loco…?! Me trajeron aquí por los disparos que recibí después de la conferencia de prensa, y… –se detuvo al ver la cara de asombro del médico. – No es posible, señor Ryan… creo que hay en todo esto una gran confusión. Dice que recibió varios disparos… y no es verdad. Tiene fracturado el brazo derecho y varias lesiones internas que pudieron

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costarle la vida, así como un traumatismo directo en la parte posterior de la cabeza, pero no tiene ninguna herida de bala. Compruébelo usted mismo. Philip se palpó la frente, sin encontrar la menor huella de bala que recordaba claramente haber recibo. Extrañado, se palpó el pecho, donde estaba seguro de haber recibo el segundo impacto y estupefacto, comprobó que también está herida había desaparecido. – N… no entiendo… ¡¿Qué están haciendo conmigo?! –gritó en español, mientras una oleada de pensamientos confusos penetraban en su mente angustiada. Después, se dejó caer, agotado por la tensión, dejando escapar un profundo suspiro de temor por sus labios entreabiertos. Horas después, el doctor Lancer discutía el caso con David Marlow, amigo y médico personal de Ryan y con Donald Pew, uno de los más eminentes psiquiatras de Inglaterra. – Todos los síntomas parecen indicar que el señor Ryan tiene una profunda perturbación mental, cosa que… desde luego esperábamos – dijo Lancer–, pero, sin embargo… habla tan claro y… lo hace como si estuviera completamente seguro de lo que dice. – Lo que no puedo entender –repuso Pew reflexivo–, es la razón por la que sigue hablando español. No hay nada que justifique un hecho tan… insólito. ¿Y dice que lo habla a la perfección? – Sí –repuso Lancer–. Por lo menos es lo que dice el doctor Garcés, uno de los residentes del Hospital procedente de Chile. – Pues sí que tenemos un caso extraordinario –concluyó Pew–. Estoy impaciente por conocerlo e iniciar su estudio. Tengo la sospecha de que estamos a punto de hacer un descubrimiento verdaderamente sensacional en el mundo de la psiquiatría. Ojalá y no me equivoque.

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CAPITULO 3 Al día siguiente, Helen llegó muy temprano al hospital. De inmediato, habló con el médico de guardia, el doctor Jones, quien brevemente la puso en antecedentes de lo que estaba sucediendo. – ¿Puedo verlo…? –preguntó la joven impresionada–. Estoy segura que a mi si me reconocerá. – Pues… no comparto esa seguridad, pero… está bien, pase a verlo, aunque debo pedirle que trate de no excitarlo demasiado. Cuando entró al cuarto de Philip, éste tenía los ojos cerrados. Al oír ruido, los abrió, clavándolos con fiereza en la recién llegada. – Gracias a Dios que has recobrado el conocimiento –exclamó la joven feliz de verlo despierto, acercándose a él y besándolo suavemente en los labios. – ¡¿Qué diablos cree usted que está haciendo…?! –gruñó Philip en español, demostrando claramente su furia. – N… no entiendo, Philip… ¿Qué sucede…? –preguntó Helen desconcertada al oírlo hablar en español–. ¿Acaso… no me… reconoces…? – ¿Debo hacerlo…? –volvió a preguntar Philip furioso, sintiendo que la recién llagada era parte de la misma conjura–. ¡Por favor, déjeme en paz…! ¡Y le suplico que me hable en español, y no en ingles! – Pero…, Phil… –murmuró ella sin comprender una palabra–, no entiendo lo que dices. – ¡Entonces lárguese y déjeme en paz…! –gritó Philip exasperado, hablando esta vez en inglés–. Me molesta su presencia y no quiero volver a verla en este lugar. ¡¿Me entiende…?! Desesperada y sin entender lo que estaba sucediendo, Helen a duras penas logró controlar sus lágrimas. Trató de acercarse a él, pero instintivamente Philip reaccionó con violento desagrado, mientras la increpaba nuevamente. – ¿No entiende que se vaya…? Y no se atreva a aparecer nuevamente por este lugar.

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Impactada por el odio que su novio reflejaba en su mirada, la chica retrocedió aterrorizada y salió finalmente casi corriendo, sollozando con desesperación. Al contemplar el rostro dormido de Pablo, el doctor Robles no pudo dejar de emocionarse. Habían sido amigos desde niños, incluso compañeros de escuela, donde compartieron por años las mismas experiencias. El impacto que el atentado produjo en la mente del médico, fue mayor, por haber sido testigo de la muerte en el quirófano de su amigo, así como de su milagrosa recuperación. En ese momento, Pablo abrió lentamente los parpados, como presintiendo la observación de que era objeto y miró al médico sin dar la menor señal de reconocerlo. – ¿Cómo te sientes hoy, Pablo? – Persisten en hablarme en español, ¿no es así? Está bien, si creen que me van a enloquecer, están equivocados. No me voy a dejar por ustedes, ni les voy a seguir el juego. – Bien, Pablo, sí quieres hablar en inglés, así lo haremos. – ¡Con un demonio… mi nombre es Philip Rayan…! ¿Por qué insisten en llamarme…Pablo? – Es que algo muy raro está pasando contigo –dijo Robles, quien al ver el gesto de impaciencia de su amigo lo detuvo con un gesto. Luego añadió hablándole de usted, decidió a llevarle la corriente–. Por favor no se exalte. ¿Qué le parece si empezamos por el principio? Olvidémonos que nosotros creemos que es Pablo Bórquez y hablemos de la persona que afirma ser. ¿De acuerdo…? – Esta bien –exclamó Pablo exasperado–. Mi nombre… es Philip… Philip Ryan… nací en la ciudad de Londres, donde he pasado casi toda mi vida. Soy músico, concertista de piano. He tocado en varias partes del mundo, Alemania, Francia, Italia y en mi país, Inglaterra, donde toque hace unos días. Pasmado, Carlos lo dejó continuar. Cuando su amigo hizo una pausa, preguntó: – ¿Y… podría decirme la causa… por la cual está internado en este hospital…? Pablo lo miró fijamente, tratando de descubrir algún indicio de ironía en la pregunta. Después respondió con seguridad. – Estoy seguro que lo sabe muy bien. Además de pianista soy parte del equipo Maxon de fórmula uno. Estaba entrenando para mi próxima carrera y tuve un accidente en la pista –al hablar, un gesto de angustia cruzo por su rostro convulsionado y prosiguió–. No recuerdo bien lo

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que paso. Todo iba bien hasta que mi auto empezó a girar sin poder controlarlo. Al final choque con algo y perdí el conocimiento. No sé qué pasó después. Al abrir los ojos me encontré en este lugar espantoso, rodeado de gentes que no conozco, que me hablan en un idioma que no es el mío y que están tratando de hacerme enloquecer. La exaltación de Pablo al efectuar su relato había ido en aumento, hasta terminar en un grito angustiosos que estremeció al médico, quien escuchaba asombrado, tratando de mostrarse impasible. – Créame que no quiero poner en duda lo que acaba de decirme, pero… no lo entiendo. Usted no resultó herido en un accidente automovilístico, fue víctima de un atentado en el que recibió tres disparos en distintas partes del cuerpo. Pablo abrió los ojos, asombrado. – ¡¿Qué dice…?! ¡¿Está usted loco…?! ¡¿Tres disparos…?! – Así es, uno en la cabeza, que solo fue superficial. Otro en el brazo derecho, y un tercero en el pecho, cerca del corazón…, como puede comprobar ahora mismo. Si lo desea, empezamos por su brazo para demostrarle que estoy diciéndole la verdad. Acto seguido, Robles empezó a remover con cuidado la venda que cubría su brazo derecho ante los ojos asombrados de Pablo, quien al comprobar la veracidad de las palabras del doctor, volteó a mirarlo con el estupor reflejado en sus facciones. – Ahora veamos la herida en el pecho –prosiguió el médico, después de volver a vendar el brazo dañado. Ante la evidencia, Pablo permaneció mudo durante varios minutos, incapaz de hacer el menor comentario. “¡¿Cómo era posible…?! ¡Ahí estaban las marcas de los disparos…! Sentía el dolo en las heridas y eso era algo que no admitía la menor discusión… pero… ¡¿Cómo… podía ser cierto…?! Él nunca fue herido, excepto en el choque automovilístico, cuyas heridas había desaparecido en forma inexplicable.” Cada vez más confundido, apenas pudo balbucir: – No… no puede ser… debo estar enloqueciendo… Después, con gesto angustiado se aferró a los brazos de Robles, mientras exclamaba desesperado: – ¡¿Qué me está sucediendo, doctor…?! No recuerdo nada de lo que dice. A mí nunca me habían disparado… ¡Tiene que creerme…! Robles estaba impresionado. La vehemencia del herido era tal, que si no hubiera sido su amigo y supiera la verdad le habría creído sin la menor vacilación. Entonces… ¿Qué había sucedido en su mente…? ¿Cómo

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podía haber sustituido el recuerdo de los acontecimientos con otras imágenes tan ajenas a la realidad? Ayudó a Pablo a acomodarse en la cama y poniéndole una mano en el hombro, dijo en inglés, con voz suave y persuasiva: – Por favor, haz lo posible por controlarte. Tanto tú como nosotros estamos enfrentando un problema fuera de lo común. Por tu parte, estas seguro de hablar con la verdad. Yo por la mía, te aseguro que todo lo que te hemos afirmado es absolutamente cierto. Tú eres Pablo Bórquez, ciudadano mexicano, productor de Televisión, ampliamente conocido. Hemos sido amigos desde niños y compartido la mayor parte de nuestra vida, y lo puedo demostrar de mil manera, ¡todas irrefutables! – ¡Eso es absurdo, doctor y perdóneme si no le creo una sola palabra…! Ni crea que va a envolverme con sus mentiras –hizo una nueva pausa y finalizó visiblemente fatigado–. Ahora déjeme descansar… sus patrañas me han agotado… necesito pensar… El doctor Donald Pew, llamado a dirigir el estudio que iban a efectuar con Philip, era uno de los más eminentes psiquiatras de Inglaterra, con renombre mundial. Cuando estuvo frente al paciente, éste acababa de salir del sopor provocado por el tranquilizante que le habían inyectado antes de dormir. Al ver entras al doctor Lancer, acompañado de otro médico desconocido, se puso inmediatamente a la defensiva, pero Lancer lo saludó amablemente y explicó la identidad de su acompañante: – El doctor Pew es un gran amigo mío y una verdadera personalidad en el mundo de la psiquiatría. Estoy seguro que no será de gran ayuda en su caso y ha aceptado encargarse de su… tratamiento. Philip no contestó. Simplemente se limitó a observar a recién llegado. A pesar de sus prejuicios, le dio cierta impresión de confianza y cierta seguridad. Sin embargo, estaba tan confundido, que no pudo evitar el sarcasmo en sus palabras. – Seguramente ya lo habrán convencido de que estoy loco, ¿no es así? – Pues… no, realmente no. Según parece… el caso se reduce a que usted… no es quien debería ser. No tiene las heridas que cree haber recibido y aparentemente ha olvidado su propio idioma. Si a eso agregamos que no reconoce a algunos de sus antiguos amigos, entre ellos a su novia, pues… creo que no podemos sacar otra conclusión que algo, incompresible está sucediendo en su mente resultado de los golpes que recibió en el accidente. Y eso precisamente de lo que yo voy a ocuparme, si es que tengo la cooperación de usted, desde luego.

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El tono reposado y la expresión tranquila de Pew lograron transmitirle la calma desde hacía varios días había perdido. – Esta bien, doctor y aunque creo que también es parte de una conjura contra mí, estoy dispuesto a hablar con usted. Poco a poco Philip empezó a sentirse menos tenso. Hablar con Pew resultó una experiencia totalmente diferente a lo que había vivido los pasados días. A petición del médico volvió a narrar su versión tratando de mantener la paciencia que en cada momento parecía abandonarlo, pero era evidente que Pew conocía su negocio y se mostraba mucho más dispuesto a comprender sus puntos de vista. Durante cerca de una hora, Pew escuchó la narración del herido, cada vez más sorprendido, sobre todo al escuchar respuestas de Philip a varias preguntas que le hizo sobre su vida y su país, las que contestó con gran aplomo y seguridad, terminando con una afirmación rotunda: – Con esto creo que quedan más que contestadas sus preguntas y si lo que quiere es comprobar mi identidad, estoy dispuesto a responder cualquier otra cosa que desee saber, incluyendo el número de mis tarjetas de crédito. – Bien –concluyó Pew–, mañana vendré a verlo. Créame que nuestra conversación ha sido provechosa. Ahora descanse, relájese, y olvídese de mí. Una vez solo, Philip se dejó caer en la almohada. Estaba exhausto, pero con el sentimiento optimista bullía en su interior: ¡Este hombre le había creído, está seguro! Al menos sintió que podía confiar en él y que al fin, después de tantos días de angustia, había encontrado un aliado. Esa noche, por primera vez en mucho tiempo, pudo conciliar el sueño como lo había hecho siempre, al menos antes del atentado. Después de la entrevista con Ryan, el doctor Pew estaba tan confundido como el resto de sus colegas. El caso era excepcional. La seguridad mostrada por el enfermo al responder sus preguntas era verdaderamente pasmosa. Por lo pronto, para comprobar lo dicho por Ryan, llamó al licenciado Obregón, embajador de México en Inglaterra. Era conocido suyo y seguramente le sería de gran utilidad. En su cama del hospital de México, Pablo se sentía cada vez más agitado. ¡¿Cómo era posible que tuviera tres heridas de bala… y no recordaba cómo se habían producido?! ¿Por qué no mostraba ninguna de las heridas que recibió al chocar su auto contra el muro de contención…?

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La aparición de Ana en el marco de la puerta corto en seco sus meditaciones. La vio mirarlo con actitud cautelosa y al no ver en él una reacción negativa, se animó a entrar. – Hola, jefe –dijo con voz jovial, hablando en inglés–, ¿puedo pasar…? – Creo que ya lo hizo –respondió lacónico –, ¿porque dice que soy su jefe? Puedo garantizarle que hasta hace unos días, jamás la había visto. – Por favor, no te exaltes de nuevo –la chica hizo una breve pausa, como buscando las palabras apropiadas–. Lo siento Pablo, lo más fácil sería llevarte la corriente, pero no voy a hacerlo. No puedo fingir que no te conozco sabiendo que aun estas en peligro. – ¿En peligro…? ¿A qué se refiere…? – A que los hombre de Betancourt pueden intentar matarte nuevamente. – ¿Usted… vio lo que pasó…? –preguntó interesado, dándose cuenta que iba a descorre uno de los velos que envolvían el misterio… – ¿En realidad no lo recuerdas? –preguntó asombrada. – Le puedo asegurar que no. Todo lo que pueda decirme será una revelación. ¿Estaba ahí en el momento del… supuesto atentado? – Sí, estábamos los tres. Tú, José Luis y yo –su cara se congestiono de temor al recordar el momento de los disparos–. ¡Fue horrible…! De pronto los hombres aparecieron frente a nosotros y dispararon sin que pudiéramos hacer nada. Después, cuando creí que estabas muerto… Atormentada por el trágico recuerdo, la chica se detuvo. Gruesas lágrimas aparecieron en sus ojos al revivir los dramáticos momentos en que creyó perderlo para siempre. Avergonzada, logró controlarse y continuó su relato con voz muy suave: – Cuando llego la ambulancia y uno de los médicos dijo que aún estabas vivo, sentí que yo también había vuelto a vivir. Se hizo un pesado silencio entre los dos, Ana revocando la terrible experiencia, Pablo, extrañado ante la aparente conmoción de la chica, que evidentemente no podía estar fingiendo, a menos que fuera una extraordinaria actriz. – ¿Saben quién fue el autor del atentado…? – ¡Claro que sí! –respondió la joven con vehemencia–. Fueron los hombres de Fernando Betancourt a quien desenmascaraste en un reportaje que hicimos unos días antes. Juró que te mataría. – Todo parece encajar… –murmuro Pablo confuso –, menos mis recuerdos y el hecho de que yo no soy la persona que quieren hacerme creer. Cerró los ojos fatigado y después de un momento volvió a abrirlos, diciendo con voz cansada:

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– Por favor, déjeme solo. Son demasiadas emociones para un herido al que quieren robar su identidad. Ana hizo un gesto de resignación, sin alcanzar a comprender lo que pasaba por la mente trastornada de su jefe. – ¿Puedo volver a visitarte…? –preguntó con inquietud. – Sí… ¿Por qué no? Tal vez, si es verdad que quiere ayudarme, podamos encontrar una respuesta lógica a todo lo que está sucediendo. Al día siguiente, el doctor Pew se puso en contacto con el embajador de México en Inglaterra, Antonio Obregón, a quien visitó dos horas después. Desde el principio, el diplomático, se apasiono por el caso de Ryan y se ofreció incondicionalmente a colaborar con el médico. – ¿Conoce personalmente a Pablo Bórquez? –preguntó Pew al tiempo que tomaba algunas notas. – Pues… sí, he sido entrevistado por él en varias ocasiones. – ¡Eso mismo dijo él! –exclamó Pew emocionado. Luego continúo con sus preguntas–: ¿Recuerda cómo es, físicamente? – Bastante alto, moreno, bien parecido y con gran éxito entre las mujeres –dijo el embajador sonriendo–, hasta donde sé, es un verdadero atleta, poseedor de un carácter enérgico y muy dinámico. Además, es un verdadero profesional en el campo de la televisión. En fin… ¡Todo un triunfador! – Sin embargo, niega rotundamente ser quien es. ¡¿Por qué?! ¿Qué misterio se envuelve en su negativa? – ¡Caramba…! Pues sí que es un caso apasionante. Le suplico que me tenga informado del resultado –pidió el diplomático cada vez más interesado. – No solo eso, licenciado Obregón. Le estoy pidiendo su ayuda, porque estoy seguro que detrás de todo esto, hay algo misterioso y extraño… que aún no acabo de definir. Este no es el caso psiquiátrico común y corriente, es mucho más que eso, y por ello quiero profundiza en él lo más posible, siguiendo hasta la más mínima pista que pueda llevarme al conocimiento pleno de su mente. – ¿Y cree que hay algo que yo pueda ayudarlo? – Desde luego. Por lo pronto, necesito una serie de preguntas que solo un verdadero mexicano pueda conocer. ¿Me explico? – Claro que sí –respondió Obregón entusiasmado–. Prometo que mañana mismo tendré lo que me pide. – Perfecto –exclamó Pew satisfecho–, se lo agradezco mucho. Dos días después, armado con una serie de preguntas, Pew se presentó ante Ryan, que lo esperaba impaciente. Al ver entrar al médico, el

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convaleciente lo abordo entusiasmado, sabiendo que en unos minutos más le daría una lección. . ¿Trae las preguntas que le dio el embajador? –preguntó con un dejo de sarcasmo en la voz. – Sí, tal como lo dije ayer, Philip. Estoy convencido que esta sesión será de gran interés para los dos. ¿Qué le parece si empezamos de inmediato? – Estoy a sus órdenes, doctor. El médico, con una mueca de satisfacción, dio lectura a la primera pregunta, mientras Ryan pensaba lo maravilloso que iba a ser el borrarle la antipática sonrisa de la cara. – La alameda central es un hermoso parque de la ciudad de México. ¿Puede decirme que famoso teatro esta frente a él…? La respuesta de Philip fue contundente: – El palacio de Bellas Artes, el teatro más importante de México, construido en los años treinta. Tiene uno de los telones de cristal más hermosos del mundo, en el cual están pintados dos maravillosos volcanes de nuestro país: El Iztaccíhuatl y El Popocatépetl. Pew se quedó mirando estupefacto, impactado por la exactitud de la respuesta. Después, dio lectura a la siguiente pregunta: – Señor Ryan… ¿recuerda que es…“La candelaria de los Patos”? ¿Un restaurante, un poema famoso o tal vez… un hotel…? – No, desde luego que no. Es un antiguo barrio muy pintoresco, por cierto, situado en la parte antigua de la ciudad. Después, el reto de la preguntas fue contestado de la misma forma, amplia y documentada, demostrando un absoluto conocimiento de la ciudad, de sus costumbres y su historia. – ¿Qué pasa, doctor…? Lo veo desconcertado. Nunca esperó que yo estuviera diciendo la verdad, ¿no es así…? Apenado al ser tan transparente, Pew trató de controlarse, sabiendo que Ryan estaba en lo cierto. – Le confieso que tiene razón. Me parece increíble que usted haya contestado con tanta exactitud. Necesito meditar. Entretanto, cuídese y empiece a hacer un poco de ejercicio. Camine por el pasillo y trate de estar en la cama lo menos posible. Una vez solo, Philip se sintió menos deprimido y por primera vez desde que recupero el conocimiento, su habitual optimismo empezó a hacer su aparición, levantándole el ánimo. De inmediato, decidió poner en práctica los consejos del médico. Con este esfuerzo, se levantó y dio unos pasos. Un poco mareado, se apoyó en la cama y tomo una profunda reparación en busca de mayor energía. Después avanzo otro

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poco más. Cerca de la puerta, vio su imagen reflejada en el espejo y un grito casi inhumano broto de su garganta enronquecida, al tiempo que el doctor Pew regreso precipitadamente a su lado, atraído por los gritos. – ¡Dios santo! –logro balbucir Ryan, con vos entrecortada por el espanto, mientras señalaba incrédulo hacia el espejo–. ¡Mi cara! ¡Esa no es mi cara…! Asombrado, el médico no supo que decir. Los acontecimientos se estaban precipitando como si se hubiesen entrado en un boomerang absurdo, desquiciando todo a su paso. – ¿Qué es lo que está diciendo…? –pregunto desconcertado. – ¡Esa cara!... no es la mía… ¡le juro que nunca antes la había visto…! Después, preso del pánico, se aferró desesperado a las solapas del saco de médico, que contagiado por su angustia sólo atinó a sujetarlo por los brazos, mientras Philip se dejaba caer sin fuerzas en el piso, perdiendo el conocimiento. – ¿Puedo pasar –la voz de Ana sonó tímida al entrar al cuarto de Pablo, que hundido en sus meditaciones no pudo evitar un gesto de impaciencia. – Pues… estaba a punto de dormirme un rato –repuso tratando de mantener la calma. – Lo siento, Pablo –replicó ella sintiéndose rechazada y disponiéndose a retirarse –, sólo vine por si se te ofrecía algo, pero ya veo que no es así. Con permiso. – Espera –dijo Pablo pensando que después de todo en la chicha tendría un aliado que podría ayudarlo en la realización de su plan –. ¿Realmente puedo confiar en ti…? – Por favor, Pablo… ¿Cómo es posible que me preguntes una cosa así…? – Está bien… demuéstramelo. Antes que nada, dime dónde estamos. – La realidad es que… estamos en México, como todos ya te lo hemos dicho, y… – ¡¿Otra vez esta estúpida historia…?! –gritó Pablo furioso –. ¿Qué es lo que esperan obtener con esta farsa…? – ¿Farsa…? Espera, Pablo, creo que hay algo que puede ayudar a convencerte. Ven… trata de levantarte y mira por ti mismo a través de la ventana. Te darás cuenta que no estamos en la ciudad de Londres, como dices, sino en México. – ¿Ah, sí…? –replicó Pablo en tono triunfal –. ¡Ahora vamos a verlo…! Con cierta dificultad, logró incorporarse. Con ayuda de Ana, bajó de la cama y con piernas temblorosas avanzó titubeante hacia la ventana que

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estaba a un lado del cuarto. La chica apartó las cortinas y al ver hacia el exterior, la cara de Pablo adquirió una expresión de incredulidad. – ¿Qué es esto…? –logró murmurar al comprobar que la ciudad que se extendía ante su vista era totalmente desconocida para él. – ¿Ya te convenciste de que estamos diciendo la verdad? De pronto, al dejar caer las cortinas obscuras, el vidrio de la ventana reflejó la cara de Pablo, que al verse en el cristal palideció intensamente, sin dar crédito a lo que sus ojos estaban viendo. Anhelante, con la angustia impresa en cada línea de su cara, volteó desesperado hacia el espejo situado en el otro extremo del cuarto, dirigiéndose tambaleante hacia él. La imagen que devolvió el espejo lo llenó de un terror indecible. Se llevó las manos al rostro desencajado, repasando con los dedos las líneas de su faz como queriendo borrar esos rasgos que no eran los suyos, mientras sus labios murmuraban casi en silencio una negativa angustiosa, hasta que de su garganta brotó un grito ronco y aterrador que llenó el cuarto y los oídos de Ana, quien estaba petrificada en su sitio, sin atreverse a hacer el menor movimiento, mientras las palabras de Pablo surgían llenas de espanto y horror: – ¡N… no puede ser… ésa… no es mi cara! ¿Qué han hecho conmigo? –desesperado volteó hacia la chica, con una expresión de incredulidad reflejada en el rostro moreno, queriendo saber, con el terror marcado en los ojos – ¡le aseguro que esa no es mi cara…! ¡Dios santo! Ese hombre no soy yo… A punto de desplomarse, logró apoyarse en la cama ayudado por Ana, que permaneció en silencio, incapaz de efectuar el menor movimiento. Después, se aferró a él, llorando desesperada, volcando en ese instante todo el amor y la pasión que sentía por su jefe. Ryan permaneció varias horas tendido en su cama, sumido en un profundo estupor. Tras la crisis nerviosa sufrida al comprobar que su rostro era completamente diferente del suyo, quedó anonadado, incapaz de reaccionar, incluso de gritar. Después, con el correr de las horas, un pensamiento obsesivo empezó a apoderarse de su cerebro: “¡Estaba loco…! ¡No había otra explicación posible! A causa del atentado o del accidente, ya no estaba seguro de lo que había sido, sus facultades mentales estaban afectadas.” El ruido de la puerta al abrirse, no logró sacarlo de su abstracción. Sólo al oír la apremiante voz del doctor Pew pudo volver a la realidad. – ¡Por favor, Philip… escúcheme…! – Lo siento, doctor Pew… estaba… distraído.

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– Sí, lo entiendo muy bien –murmuró el médico con voz calmada –, recibió un fuerte shock emocional. – No doctor –dijo Ryan con voz monótona –, no creo que pueda entenderlo. Nadie podría hacerlo –después, preso de una súbita vehemencia, preguntó desesperado –. ¡¿Estoy loco, doctor…?! ¡¿Realmente he perdido la razón…?! – No, señor Ryan, no creo que esté loco, pero si me pregunta que es lo que está pasando, no le podré contestar, porque no lo sé. Todo su pensamiento y sus procesos razonativos son normales, dentro de una anormalidad inexplicable: usted me ha demostrado que mentalmente es el Pablo Bórquez que afirma ser. Pero… contra todo eso, está otra realidad que no podemos negar. Físicamente usted es Philip Ryan, el artista, el corredor de coches, conocido ampliamente por miles de personas de nuestro país. Al tiempo que hablaba, le extendió un ejemplar del periódico, donde se veía una fotografía de Philip Ryan, tomada unos cuantos días antes, vestido de etiqueta, sonriendo después de su último concierto. Ryan miró la foto con expresión apagada y leyó la fecha con cuidado. Después levantó los ojos hacia el médico con una pregunta angustiosa impresa en ellos. – ¿Entonces… que está sucediendo…? ¿Por qué mis pensamientos no corresponden a la personalidad de Philip Ryan, sino a la de Pablo Bórquez, el hombre que soy? – No lo sé, Philip –contestó con voz apesadumbrada –. Pero sí sé que no podemos dejarnos vencer por aquello que no entendemos. Por eso… ¡Tiene que luchar…! Que enfrentarse a una realidad inquietante e incomprensible, pero que es indudable. – Pero… ¡¿Cómo puedo actuar sin saber siquiera qué es lo que busco?! – El equilibrio, Philip y el reencuentro con su identidad. – ¿Un trago, doctor Marlon…? – Whisky en las rocas, por favor Pew se sirvió lo mismo, después se sentó en su butaca favorita, donde se arrellanó cómodamente. – Sé que usted y Ryan han sido amigos desde niños –dijo. – Sí, fuimos compañeros en el colegio desde que teníamos seis o siete años, y hemos mantenido nuestra amista hasta la fecha. – ¿Cómo era Philip de pequeño…? Quiero saber todo aquello que en alguna forma puede darme una idea clara de su personalidad. – Fue un chico inquieto, un líder nato. Por muchos años fue el capitán del equipo de cricket, a través del cual se convirtió en el ídolo del

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colegio. Siendo ya un joven participó en las regatas contra Cambridge, compitiendo por Oxford, claro. Siempre se sintió atraído por todo lo que implicaba un riesgo y le confieso que yo siempre fui una buena mancuerna para él. Juntos aprendimos a vivir y juntos vivimos nuestras primeras citas amorosas, hasta que un buen día nuestros caminos se separaron. Él se dedicó en cuerpo y alma a la música y yo entré a la escuela de medicina. – Doctor… ¿Estuvo Philip alguna vez en la Ciudad de México…! – Bueno, hace varios años hablamos de pasar dos semanas en México, pero nunca pudimos hacerlo. – Entonces, ¿cómo se explica que su amigo haya contestado una serie de preguntas que sólo un mexicano podría conocer? – Pues… francamente no lo entiendo. – Otra cosa que me ha extrañado es su afirmación de ser un buen pintor. ¿Es cierto eso? – ¡¿Philip, pintor…?! –exclamó Marlon escandalizado –, pero si jamás en su vida pudo manejar un lápiz de color y mucho menos un pincel. – Pues dadas sus afirmaciones acabo de sugerirle que dedique parte del tiempo de su convalecencia a pintar un poco. Y debo confesarle que no sólo estuvo de acuerdo, sino que la idea pareció tranquilizarlo, por primera vez desde su accidente. – Eso tengo que verlo –dijo Marlow divertido, y después dando un giro completo a la plática, preguntó – Dr. Pew… ¿Qué vamos a hacer con Phil…? Sus heridas están lo suficientemente curadas como para permitirle abandonar el hospital. Si usted está de acuerdo, quisiera llevarlo de regreso a su casa. – Sí, desde luego –respondió Pew con seguridad –, posteriormente seguiremos su tratamiento psiquiátrico en un lugar menos agresivo que el hospital, rodeado de médicos y enfermeras que lo miran como un bicho raro. Si lo desea mañana mismo puede salir. – Perfecto, doctor Pew. Así lo haremos. Por su parte, Pablo también se había dejado dominar por el impacto de su descubrimiento. ¡Había perdido no sólo su identidad, sino su rostro… su vida entera…! Horas después de haberse mirado al espejo, logró recuperarse un poco, volvió a la ventana y llevaba un buen rato mirando la ciudad, tan distinta a su Londres amado. – ¡De modo que es cierto todo lo que esta gente ha dicho…! –pensó –. Era yo el que estaba equivocado todo el tiempo. Pero… ¡¿Por qué…?! ¿Qué puede haber provocado mi pérdida no sólo de memoria, sino de todo lo que soy… y lo que tengo…?

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Cada vez más angustiado comprendió que ahora era un simple desconocido para el mundo, que nunca aceptarían su palabra, considerándola como la obsesión de un pobre loco que afirmaba ser un artista que no existía. La noche cayó sobre la ciudad y sobre el hospital Metropolitano donde Pablo se encontraba. Un silencio profundo reinaba en el interior y únicamente en la isla de las enfermeras se advertía una cierta actividad. De pronto, la puerta que conducía a las escaleras de servicio se abrió por una fracción de segundo y un hombre se deslizó por ella, dirigiéndose cautelosamente hacia el cuarto de Pablo, con el rostro congestionado por la tensión. Se detuvo un momento al oír los pasos de una enfermera que entró al cuarto de uno de los pacientes, para salir casi de inmediato, egresando a su lugar. Después, tras un instante de vacilación, el hombre siguió su camino. Con gran sigilo, al dar vuelta hacia el pasillo lateral donde estaba el cuarto de Pablo, la imagen de un policía sentado cerca de la puerta lo hizo detener nuevamente sus pasos, para proseguir de inmediato con movimientos felinos. El policía, muy ajeno a lo que estaba sucediendo a escasos centímetros de él, parecía dormitar, pero súbitamente su sexto sentido lo alertó, girando alarmado hacia el intruso, que con impresionante frialdad apretó el gatillo de su arma, dotada de silenciador, justo en el instante en que el uniformado desenfundaba. El disparo dio de lleno en el policía, que casi simultáneamente alcanzó a disparar hiriendo a su agresor en un costado, a la altura del corazón. Lentamente el cuerpo del guardián pareció encogerse en un estertor final, derrumbándose sobre el piso, donde quedó desmadejado, sin vida. Entonces, el hombre herido de muerte y presa de un gran frenesí, abrió la puerta que lo separaba de Pablo, listo para acribillarlo, viendo con sorpresa que no estaba solo, sino acompañado de una mujer, la que se arrojó instintivamente contra él. Con un golpe violento, se la quitó de encima, sintiendo que la vida se le escapaba. Después, el asesino, levantó el arma apuntando al pecho de Pablo, con una expresión de odio profundo hacia el hombre que había puesto en peligro la existencia de la secta de satán, su amo espiritual. Por un instante, Pablo y Ana se quedaron congelados ante la terrible amenaza. Sin embargo, un instante después, la mirada del pistolero pareció perder su brillo siniestro, tornándose opaca y helada. El hombre estaba muerto antes de caer sobre el piso, donde permaneció con el rostro vuelto hacia arriba, con una mueca rabiosa en los labios inertes.

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Súbitamente, todo el hospital pareció enloquecer llenándose se voces aterrorizadas por el ruido de los disparos. Poco después, aparecieron varios hombres en el cuarto, con la marca de la incomprensión en los rostros. En pocos segundos, el lugar se volvió un centro álgido, rodeado de acción. Médicos auscultando los cuerpos, policías queriendo averiguar lo que había sucedido y pacientes histéricos reclamando la presencia de los médicos de guardia. En ese momento, Pablo decidió aprovechar la confusión reinante. Rápidamente tomó el brazo a su ayudante, diciendo con acento decidido: – ¡Vámonos de aquí, es nuestra oportunidad! La chica volteó a verlo asombrada, pero acostumbrada como estaba a obedecer las órdenes de su jefe, sólo murmuró: – Está bien, Pablo, como tú digas. En la puerta, a un lado de la silla, estaba el abrigo del policía herido, Pablo lo recogió y se lo puso, al tiempo que salían caminando sin prisa por el pasillo, hacia la escalera de servicio del hospital. Minutos después, a bordo del auto de Ana, se alejaban a gran velocidad. – ¿A dónde nos dirigimos…? –preguntó Pablo con curiosidad. – A un lugar donde no te buscarán. Ahí podrás estar en paz por unos días, hasta que todo esto pase y podamos pensar con calma lo que vamos a hacer. – ¿Conoces bien ese lugar…? – Sí, desde luego, y tú también. Es mi departamento. Al día siguiente, los periódicos destacaban con grandes titulares la noticia del nuevo intento de asesinato sufrido por Pablo Bórquez y su misteriosa desaparición, temiéndose que en la confusión pudiera haber sido secuestrado. Eso mismo era transmitido en los principales noticieros de la televisión, que estaban siendo vistos por Ana y Pablo, quienes al mirar su imagen en la pantalla electrónica no pudieron dejar de estremecerse. – Por lo visto, realmente soy una persona conocida –dijo –. Y tal parece que me he convertido en tema de conversación. – Pablo… ¿Realmente no recuerdas nada de tu vida pasada…? – Siento desilusionarte, Ana, la recuerdo íntegramente, pero no la de Pablo Bórquez, sino la de Philip Ryan, mi verdadera vida, y la que quiero recuperar. – Pero… ¿Y entonces Pablo Bórquez? ¿Qué sucederá con él? – Perdóname, linda, pero debe decirte que me importa un comino lo que pase en el futuro con Pablo Bórquez –respondió Pablo lacónicamente –. Creo que ése será su problema y no el mío.

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– ¡Pero tú eres Pablo Bórquez…! –exclamó la chica desesperada – ¡¿Cómo puedes hablar así de él, si eres tú mismo?! – No, querida, yo soy Philip Ryan, al que este Bórquez, a quien tú pareces amar enloquecidamente, me ha robado mi cuerpo. ¡Y te juro que lo odio por eso…! – Por el amor de Dios, Pablo… no puedes hablar así ¡¿No te das cuenta que esto que está pasando podría durar toda la vida?! – ¡No!... No sucederá. Voy a encontrar una respuesta. No se cómo ni en qué forma, pero voy a volver a mi cuerpo verdadero, ¡aunque me lleve media vida el conseguirlo…! – ¡Resérvame boletos de avión para el próximo vuelo a España…! – gritó Fernando Betancourt a Mario, instantes después de haber visto las noticias de los periódicos y una vez que terminó de hablar con su abogado. Éste, insistió en que no había una acusación en su contra, y aunque la hubiera, no tenían pruebas que pudieran incriminarlo. – ¡¿Te das cuenta de lo que estás diciendo…?! –preguntó Betancourt furioso mirando con rabia al abogado ¡Hay una película en la aparezco al frente de un grupo de fanáticos que acaban de asesinar a una jovencita! ¡¿Y tienes la osadía de decir que no hay pruebas que puedan incriminarme…?! – Aun así, Fernando, te suplico que no te precipites, tanto por ti como por la orden. No debes permitir que tus temores personales se antepongan al bien de la secta. – ¡Estúpido…! –gritó el magnate, sintiendo deseos de despedazar con sus manos al abogado –. ¡Yo soy la secta…! ¿No comprendes que me van a crucificar?, y aun así te atreves a pedirme que me sacrifique por… ella. – Sí. Aun así. Para eso eres el jefe máximo, y el guía. Todos confían en ti y más que nadie… el maestro. – ¡No me vengas con sermones en este momento…! Y por favor, déjame solo, tengo cosas urgentes que dejar arregladas. – De acuerdo, haz lo que quieras. Espero que pronto te pongas en contacto conmigo y que sepas bien a quién dejas al frente de… las cosas. – A ti, desde luego. ¿En quién más podría confiar a estas alturas…? Más tarde, a solas con Mario, una vez que los boletos de avión quedaron confirmados, Betancourt habló confidencialmente con su asistente.

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– Quisiera llevarte conmigo, Mario, pero en este momento no es posible. Te voy a confesar algo que nadie sabe: No confío en los manejos de mi abogado. Ibarra es un hombre débil y fácil de atemorizar. Vigílalo muy de cerca y si es necesario lo hacemos a un lado… permanentemente, ¡¿Entiendes?! – Sí, jefe, claro que entiendo, como siempre. – Bien, puedes irte. Y recuerda que es urgente encontrar a Bórquez y una vez localizado, sabes bien lo que debes hacer. Esta vez no esperes ninguna confirmación. – No se preocupe, jefe. Bórquez está marcado. No se va a escapar. – Tengo una buena noticia que darle, Philip, –dijo el doctor Pew a Ryan, después de haberlo saludado. Ryan lo miró con expresión apática, de acuerdo al estado de ánimo que lo dominaba desde hacía dos días. – ¿Ah, sí? ¿De qué se trata…? – Hice arreglos necesarios para que salga del hospital. Podrá irse a su casa. – ¿Quiere decir que estoy… curado? –preguntó con una marcada ironía en la voz. – Así es, Philip, al menos de sus heridas, lo cual hace innecesaria su permanencia en este lugar. Seguiremos el tratamiento en mi consultorio, durante el tiempo que sea necesario. Philip permaneció en silencio unos instantes. Mil incógnitas se arremolinaban en su cerebro, pero sólo logró preguntar con la voz enronquecida por la emoción: – ¿Qué me espera de aquí en adelante, doctor Pew, a qué tengo que enfrentarme…? – Quisiera darle una respuesta concreta, Philip, pero no la tengo. Sin embargo, necesito su colaboración y sobre todo, su paciencia, para ayudarme a encontrar una solución a su problema. – Ya ve –murmuró Ryan con voz apagada –. Puedo prometerle mi colaboración, pero no mi paciencia. Creo que… voy a resultar un paciente demasiado difícil para usted. – Bien… por lo pronto prepárese para salir. En cualquier momento llegará David Marlow por usted y en una hora más estará nuevamente en su hogar. La niebla se cernía espesamente sobre el aeropuerto de la Ciudad de México, imposibilitando el despegue del avión de Betancourt con destino a España. Sentado en un rincón apartado de uno de los bares del

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aeropuerto, el magnate esperaba impaciente el anuncio de la reanudación de los vuelos. La aparición de Mario a su lado lo sacó de sus pensamientos con lo cual regresaron sus temores de ser apresado en cualquier momento. – ¿Qué pasó? –preguntó con voz ansiosa, mirando con recelo hacia la puerta. – Bórquez no ha aparecido. Parece habérselo tragado la tierra. – ¡Imbéciles…! –explotó Betancourt con el rostro congestionado de furia –, todo lo hacen mal. ¡Estoy rodeado de una manada de ineptos, empezando por ti…! – Perdóneme jefe, pero por primera vez lo voy a contradecir. Durante muchos años he cumplido con usted en todo lo que me ha pedido. Estuve con usted en las buenas y en las malas, y bien sabe que jamás le fallé. Lívido de rabia, Betancourt lo tomó de las solapas y le habló amenazante: – ¿Estás seguro…? Pues déjame decirte que por tu culpa estoy huyendo del país. Por tu culpa he perdido el respeto de los miembros de la secta y el favor del maestro. Dale gracias a no sé quién de que te haya permitido seguir vivo, después de que tus estupideces están causando mi ruina. ¡Pero hay de ti, Mario, si esta vez no cumples mis mandatos…! De pronto, la voz femenina del altoparlante anunció la salida del vuelo de Aeroméxico con destino a España, lo que cortó de golpe la angustiosa situación. – ¡Al fin…! –gruñó el empresario, que salió rápidamente del lugar, seguido por su atemorizado esbirro hasta la puerta de la sala de espera. Por toda despedida, Betancourt giró hacia él, y apuntándolo con el dedo murmuró: – No me falles… – ¡Maldito… mil veces maldito…! –gritó Mario en su pensamiento, al tiempo que su jefe desaparecía de su vista. Aún permaneció fijo en su lugar, sin atreverse a retirarse, y gruñó por el odio profundo que en ese momento sentía. – Adiós, Fernando Betancourt… que te pudras. Al abrir los ojos, Pablo se sintió completamente desubicado. Nada en la habitación en que se hallaba le resultaba familiar. Cerró un momento los ojos, tratando de situarse, hasta que confusamente vinieron a su memoria los acontecimientos del día anterior, desde el momento en que

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abandonó el hospital. Recordó como habían llegado al departamento de Ana y la súbita debilidad que lo envolvió. Después… debió quedarse dormido. Ahora se encontraba en una cama con la misma ropa que usaba en el hospital, cubierto con un grueso cobertor que seguramente la chica debió ponerle. Al momento de incorporarse, la puerta se abrió, apareciendo Ana tras ella. Al verlo despierto se acercó sonriendo. – ¡Vaya…! al fin despertaste –dijo graciosa –, dormiste cerca de once horas, dormilón. Creo que nunca lo habías hecho antes. – Francamente… debo haber estado muy cansado. – ¿Ya decidiste lo que vamos a hacer…? Pablo se le quedó mirando en silencio, con expresión desconcertada y pareció buscar una respuesta inexistente. Finalmente respondió con lentitud: – No… no tengo la más remota idea. Tal vez… si pudiera tomar un avión y regresar a Inglaterra… – Eso no es posible, por el momento. ¿Cómo podrías volver a Inglaterra, teniendo una cara distinta de la que todos conocen…? Jamás te aceptarían en tu país y pensarían que estás loco. En cambio, aquí en México, hay muchas cosas que puedes hacer. Tienes una casa, bienes, dinero, y todo lo que necesitas hacer es ir por ellos y utilizarlos y tratar de hacer después tu vida normal. – ¡¿Mi vida normal…?! –exclamó Pablo furioso –. ¡¿No te das cuenta de que todo eso que has mencionado no es mío…?! Pertenece a Pablo Bórquez. – ¡Es que tú eres Pablo Bórquez! –exclamó la chica exasperada –. ¡Tienes que entenderlo…! Y aunque estés pasando por un momento de descontrol, eso no cambia los hechos. Todo lo que tienes te lo has ganado a pulso, te pertenece legalmente y nadie tratará de impedir que hagas lo que quieras con ello. – Lo siento, Ana, pero no me convences. Si te hiciera caso me sentiría como un ladrón, apoderándome de lo que a otro le corresponde. – Está bien, Pablo, haremos lo que tú digas –aceptó ella, saliendo del cuarto moleta con el giro que estaban tomando los acontecimientos. Si bien era cierto que la apariencia del hombre que estaba con ella era la de siempre, al mismo tiempo parecía diferente. En sus gestos, en sus expresiones, en la forma de hablar, en la ironía marcada de sus palabras y en la mirada penetrante de sus ojos, que la desconcertaban continuamente.

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Al pensar en todo ello, una sorda angustia le atenazó la garganta y por primera vez sintió miedo al comprender que habían desafiado al poder maléfico del rey de las tinieblas.

CAPITULO 4 A bordo del auto que lo conducía a su casa en los suburbios de Londres, Philip miraba impactado a través de las ventanillas, comprobando que viajaban por una ciudad desconocida para él. De pronto, el coche disminuyó la velocidad y se detuvo ante una hermosa casa situada al fondo de un jardín. Entró, cruzando una impresionante verja y finalmente llegó hasta la puerta de la inmensa mansión. – Bien, hemos llegado –dijo el doctor Pew. – ¿Quiere decir… que ésta es mi casa? –preguntó Philip asombrado. – Sí, así es –respondió David Marlow –. Aquí has vivido casi toda tu vida. Esta casa ha estado en poder de tu familia desde hace varias generaciones. ¿No lo recuerdas? – Es hermosa, pero te aseguro que jamás la había visto –afirmó Philip, mientras descendía lentamente del vehículo. Al acercarse a la amplia puerta de madera labrada, su firmeza disminuyó y frenó un poco su paso, en el momento en que la puerta se abría para mostrar a un grupo de personas, de la servidumbre, acompañadas por Helen, que lo esperaban festivos. Philip, volteó angustiado hacia David, quien comprendiendo su desconcierto le aclaró: – Son Lomax y Jeanet, tu mayordomo y ama de casa, además de Helen quienes te esperan con verdadera impaciencia. – Helen… ¿Qué hace aquí esa mujer? –murmuró en voz baja –, creí que había sido muy claro cuando le pedí que me deje en paz. – Por favor –murmuró David entre dientes en el momento en que llegaban a la puerta. La joven, con expresión feliz aunque al mismo tiempo un poco temerosa, se acercó a recibirlo.

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– Bienvenido a casa, Phil… espero que lo que pasó en el hospital haya quedado en el olvido. Por un instante, Philip permaneció en silencio, visiblemente desconcertado. En ese momento los dos sirvientes, se acercaron emocionados a saludar al jefe de la casa, a quien habían cuidado desde niño. Philip, cada vez más desconcertado volteó nuevamente hacia David, en demanda de auxilio. Después, giró hacia los dos ancianos y con voz afectuosa los saludó: – Me temo que tendrán que ser pacientes conmigo –dijo –, ya saben lo que estoy pasando y de momento… siento decirles que no recuerdo nada de mi vida pasada. De cualquier forma… agradezco su cariñoso recibimiento y… espero… que nuestra relación siga siendo tan grata como estoy seguro que debe haber sido siempre. La anciana no pudo responder. Sus sollozos entrecortados no impidieron su manifestación de devoción para Philip, que contagiado de la emotividad del momento la abrazó con ternura. Después poniendo con afecto una mano en el hombro del anciano, avanzó por el espacioso hall admirando sin reconocer la espaciosa mansión donde pasaron su infancia y su juventud. A la derecha del inmenso hall, una puerta abierta dejaba ver un hermoso piano de cola. Sobre él, una fotografía suya con Helen llamó poderosamente su atención, acercándose a ella. – Nos la tomaron al terminar tu último concierto. ¿No lo recuerdas? – dijo Helen, arrepintiéndose de inmediato de haber hablado al ver la reacción furiosa de Philip. – No, Helen… no lo recuerdo. Ni tampoco recuerdo el haber sido concertista en algún momento de mi vida. – Bien, Philip, creo que debes descansar –comentó Pew. – Sí… creo que sí… estoy un poco fatigado. Me gustaría recostarme un momento. Cuando lo dejaron solo, Philip empezó a relajarse. Sus ojos recorrieron el estudio, tratando de recordar, pero no encontró en su mente eco del pasado, aunque era evidente que lo que todos afirmaban era verdad, las fotografías que adornaban los muros no podían mentir: Helen y él sonriendo felices después de una partida de tenis; él y David montando a caballo en una hermosa campiña, varios retratos suyos tocando en diferentes escenarios. Se acercó al piano, lo abrió y acarició torpemente el teclado, sin que el sonido produjera en su mente otra cosa que un absoluto rechazo. Permaneció unos momentos con la vista clavada en las teclas negras y blancas y se sintió embargado de una necesidad desesperada de salir huyendo de ese lugar. Sin control, se dirigió a la puerta lateral que daba

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al jardín, cuyo pasto recién cortado despedía un intenso aroma que revitalizó sus pulmones. Permaneció así, inmóvil, contemplando la belleza del inmenso espacio verde que se abría ante sus ojos, llenándose el espíritu de la paz que tan desesperadamente necesitaba. Esa noche, Pablo y Ana estaban haciendo un resumen de los acontecimientos sucedidos desde el atentado, cuando súbitamente, Pablo preguntó: – ¿Sabes cuál es una de las cosas que más extraño desde que recuperé la conciencia en el hospital? Mis pipas. No lo había sentido antes, pero ahora tengo una verdadera necesidad de fumar. La chica lo miró asombrada, sin estar segura de haber oído bien. Pablo, que siembre había aborrecido el cigarro y que tantas veces la había regañado por su desagradable hábito de fumar, ¿estaba pidiendo su pipa? – ¿Lo estás diciendo en serio…? ¿Realmente lo deseas…? – No sé de qué te extrañas. Siempre he fumado, al menos desde que lo recuerdo. David Marlow y yo nos escondíamos en el sótano de mi casa cuando teníamos doce… o trece años y fumábamos cigarrillo tras cigarrillo sin que nadie nos viera. Después cambié el cigarrillo por la pipa, que me gustó mucho más. – Pues… si tú lo dices… –murmuró la joven con expresión dubitativa –. ¿Quieres un cigarro…? –preguntó, mientras le acercaba la cajetilla. – Desde luego –dijo Pablo, encendiendo un cigarrillo y dándole una poderosa fumada, lo que constituyó una experiencia extraña para Ana, muy consciente del odio que Pablo manifestó siempre por el cigarro. – Bien, creo que ahora descansaré un poco. ¿No te importa…? – No… claro que no, Pablo. Nos vemos más tarde. Al día siguiente, Philip se encontraba en el jardín, su lugar favorito desde que había regresado a la casa, cuando Lomax, el mayordomo, se acercó para anunciarle la presencia de Helen. – Por favor, dígale que estoy aquí. – Ah, aquí estás –escuchó la voz de Helen al acercarse –. Pensaba encontrarte acostado y me da gusto verte levantado y casi restablecido. La voz animosa de la joven lo obligó a mirarla con desagrado. – Sí… estoy casi restablecido –dijo irónico –, a no ser por el insignificante detalle de haber perdido mi identidad. Helen no supo responder. El tono agresivo que Philip había empleado la desconcertaba por completo. Y por más que David le hubiera pedido que fuera paciente con él, su carácter se rebeló y respondió furiosa:

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– Siento mucho todo lo que estás pasando, Phil, pero no veo por qué descargas en mí tu resentimiento. Yo… no soy culpable de la situación, y te aseguro que si pudiera… –el tono de su voz empezó a flaquear y sintió que las lágrimas acudían a sus ojos, por lo que haciendo un gran esfuerzo trató de dominarse –. Lo siento Phil, creo que esto está resultando difícil para todos nosotros, no sólo para ti, pero… ¿Por qué no nos damos una oportunidad de adaptarnos a la situación hasta que el doctor Pew y David encuentren una solución…? – ¡Santo Dios…! Qué fácil es pedir paciencia a alguien que está desesperado. ¡¿Es que no lo entiende…?! – Bien ¿Qué es lo que “usted” sugiere…? –preguntó Helen con voz ronca, enfatizando intencionadamente el tratamiento de… “usted”–. Yo lo único que te pido… es… que me dejes estar a tu lado, ya sé que por ahora piensas que no me soportas, pero te prometo no intentar el menor acercamiento sentimental contigo. Estoy profundamente enamorada de ti, Phil, pero te juro que nunca más volverás a oírlo de mis labios a menos que tú me lo pidas. Le dirigió una mirada casi suplicante y continuó: – Si quieres, trátame como a una mujer agradable a la que acabas de conocer, que está dispuesta a ayudarte y con la que no tienes el menor compromiso. Fuera de eso… no pido nada a cambio –hizo una breve pausa y concluyó –. Como ves, tienes todas las ventajas y ninguna desventaja, y no podrás negar que siempre es bueno contar con una amiga en la que puedes confiar, o con una secretaria, si así prefieres considerarme. ¿De acuerdo…? Philip permaneció pensativo durante algunos instantes. Después su rostro se relajó y adquirió una expresión más amable mientras sus labios esbozaban por primera vez una ligera sonrisa. – De acuerdo –murmuró finalmente. Esa misma tarde, Philip recibió la visita del doctor Pew, quien de inmediato se dio cuenta de lo que pasaba por la mente atormentada de su paciente. – Por lo visto aún se siente muy angustiado –comentó –, creo que voy a darle un medicamento que lo va a tranquilizar. – ¡No…! –exclamó Philip rabioso –, lo que me tiene desesperado es la terrible inactividad en la que me encuentro. – Lo que necesita es encontrar algo que le ayude a ocupar su tiempo mientras define lo que será su profesión en el futuro. – Sí, es cierto –repuso Philip indeciso –, yo mismo me he repetido mil veces que tengo que hacer algo, pero…

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– Tengo una idea –lo interrumpió Pew interesado –, trate de pintar. Usted dice que puede hacerlo, aunque todos afirman que usted jamás fue capaz de dibujar una línea en toda su vida. Al menos será una forma de probar de una manera objetiva lo que afirma. – Pues… sí… puede que tenga razón… –murmuró Philip dudoso. Súbitamente su expresión se transformó. Era evidente que la idea de pintar lo entusiasmaba. – Hay otra cosa que quiero pedirle, Philip. Su caso ha despertado una gran polémica en los medios psiquiátricos. Muchos lo han tachado de ser un farsante que está actuando por razones… digamos… publicitarias. Yo quiero demostrarles que están equivocados y que usted está plenamente convencido de la veracidad de sus palabras, aunque a todos les parezca increíble. – ¿Y cómo piensa conseguirlo? – preguntó Philip tenso. – Bueno… podríamos empezar sujetándolo a una prueba en el detector de mentiras. Si pasa la prueba, eso sería un importante avance y lograríamos que muchas grandes personalidades del campo médico se interesasen en usted. Y créame que necesitamos su ayuda, porque le confieso que su caso sigue siendo un verdadero enigma para mí y para los doctores con los que he consultado este asunto. ¿Cuento con usted…? – Sí, –dijo Philip con frialdad –. Si debe convertirme en un animal de laboratorio para convencerlos, está bien, estoy dispuesto. Empezaremos cuando usted me lo indique. – ¡Perfecto…! –exclamó Pew visiblemente satisfecho –. Empezaremos mañana mismo –hizo breve pausa y concluyó –: Bien, lo llamaré más tarde. Pablo estaba cada vez más desesperado, sintiéndose como un verdadero prisionero entre las paredes del pequeño departamento de Ana. Tres días de total inactividad era mucho más de lo que su temperamento inglés podía soportar. Se acercó al pequeño bar que estaba en el rincón de la salita y se sirvió un vaso de whisky, lo bebió de un trago y se sirvió una nueva dosis. El licor le produjo una inmediata sensación de bienestar. Después, pensativo, descorrió la cortina de la ventana que daba a un hermoso parque y se quedó mirando los árboles, añorando con desesperación la belleza del jardín de su casa, en Londres. De pronto, una fuerza irresistible lo embargó. ¡Tenía que salir de este encierro que lo estaba ahogando…! Decidiéndose, tomó la llave que le dejara Ana para cualquier emergencia y salió del departamento, dirigiéndose al parque.

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Rápidamente, su estado de ánimo mejoró. Se sentó en una banca solitaria y se quedó mirando embelesado a un pequeño pájaro que recogía ramitas con el pico, los que transportaba hasta lo alto de un árbol, donde estaba construyendo un nido. Sintiéndose más tranquilo, respiró profundamente, llenándose los pulmones del olor a pasto recién cortado y caminó por una de las veredas, cubierta de hojas secas. Lentamente, empezó a fraguar un plan a seguir. Sabía que no podría soportar por más tiempo el prologado encierro al que estaba confinado y que tenía que desarrollar una actividad que le permitiera desahogar toda la energía que sentía volver a su cuerpo. La necesidad de volver a tocar el piano y de correr un auto de carreras estaba resurgiendo en su interior como un torrente avasallador. Finalmente, después de analizar fríamente su situación tomó una serie de resoluciones y se dirigió de regreso al departamento, dispuesto a discutirlas con Ana – ¡Dios mío… estás bien…! –exclamó Ana, visiblemente alterada, cuando Pablo abrió la puerta y entró al departamento. Él, asombrado por estado de exaltación de la joven, se acercó a ella titubeante. – Pues claro que estoy bien. Lo que pasa es que me sentía aprisionado entre esas cuatro paredes y salí a respirar un poco de aire fresco. Y como tú también habías salido… – Pero al menos pudiste dejarme una nota avisándome –dijo ella desahogándose. – Tranquilízate, no pasó nada –le dijo Pablo al tiempo que ponía sus mano sobre los hombros de la chica, que nerviosa se refugió entre sus brazos, desbordando su angustia y clamor que sentía por él y que había mantenido tanto tiempo reprimido. Sin poder controlar las lágrimas, sollozó convulsivamente, al tiempo que murmuraba su desesperación. – Fue horrible entrar y ver que habías desaparecido. No sabía si te habías sentido mal o los hombres de Betancourt te habían secuestrado – ahogó un nuevo sollozo y un poco más calmada continuó –: ¡No vuelvas a hacer eso, nunca más…! Pablo la miró con ternura, comprendiendo el estado de ánimo de la bella muchacha. – Está bien –murmuró conmovido –. Te prometo no volver a hacerlo, aunque ahora que caminaba por el jardín he pensado varias cosas. – ¿Cómo qué…? –preguntó la chica un tanto temerosa. – Físicamente, estoy casi repuesto de las lesiones que sufrí. Y aunque mi vida sigue siendo un terrible caso, no puedo permanecer inactivo por

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más tiempo. Tengo que hacer algo, volver a tocar o… no sé. ¡Algo! – exclamó exasperado. – ¡¿Tocar…?! Pero… si tú nunca has tocado antes. Además creo que es demasiado peligroso que estés en las calles, sabiendo que un grupo de fanáticos te quiere matar. – Por favor, Ana, no empecemos nuevamente con todo eso y si te digo que soy pianista es porque sé perfectamente lo que soy. Por lo pronto, creo que debo empezar a asumir la personalidad de Pablo Bórquez. Necesito dinero y una identidad, aunque sea robándose a otro. – ¿Ahora eres tú el que va a empezar con eso de nuevo…? Con una sola firma, puedes retirar millones de pesos del banco… – ¡¿Con una sola firma…?! –exclamó Pablo sorprendido –. ¡Dios Santo…! ¿Te das cuenta de que aunque quisiera no podría hacerlo? ¡No sé firmar como Pablo Bórquez! – ¿Ah, no…? Entonces… ¿Cuál es tu firma? Pablo tomó la pluma y la pequeña hoja de block que la joven le extendió y trazó con firmeza una firma ilegible. Después repitió varias veces la misma firma y se la entregó a la muchacha, que lo miraba intrigada. – Ésta es la firma de Philip Ryan y si tienes alguna duda, mándala a comprobar a Inglaterra. De pronto, toda su expresión se transformó. – ¡Dios Santo! –dijo –. ¿Cómo no lo pensé antes? De inmediato se dirigió al teléfono. Titubeó un momento, y dijo con voz ansiosa: – Préstame el directorio telefónico –después añadió para sí mismo –: ¡Es increíble…! ¿Cómo se puede ser tan estúpido…? – con verdadera nerviosidad, hojeó el directorio, hasta encontrar lo que buscaba –. Aquí está. El número lada de Londres. Tomó la bocina y marcó el número de su casa, esperando ansiosamente la respuesta desde Inglaterra. – ¿Halo? –dijo una voz en inglés a través de la bocina. – ¿Eres tú, Lomax…? –balbuceó Pablo, visiblemente emocionado. – Sí, señor, ¿Quién habla…? – ¿No me reconoces…? –replicó Pablo nervioso –. Soy el señor Philip, tu patrón. – ¿Está usted bromeando…? El señor Philip acaba de salir de la casa, con el doctor Pew. – ¡Por favor! –exclamó Pablo angustiado –. ¿Cómo puede estar alguien viviendo en esa casa, si yo estoy aquí…? Te juro que ese hombre es un impostor, Lomax… yo soy el verdadero Philip Ryan… y…

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– Por favor, señor… tengo demasiados problemas para que me quite el tiempo con estas tonterías. Buenas tardes, señor. Antes de que Pablo pudiera detenerlo, el mayordomo había colgado. – ¡No puede ser…! –murmuró –. Hay otro Philip Ryan en Londres… ¿Dios mío…? ¡¿Qué va a ser de mí…?! –exclamó desconcertado, mientras Ana lo abrazaba ansiosa al ver su desesperación –. Entonces… –murmuró Pablo – si hay un Ryan en Londres… aquí en México… ¿Dónde está el verdadero Pablo Bórquez…? – Enfrente de mí –dijo Ana perdiendo la paciencia –. Pablo Bórquez eres tú… ¡Entiéndelo de una vez por todas…! Mira, vete en el espejo, preséntate en tus círculos habituales y te darás cuenta de que todos te reconocen y te aprecian. – Todos, ¡Menos yo…!, qué sé perfectamente quién soy en mi interior. Iré a Inglaterra apenas acabe de sanar, mientras haré lo que dices: asumiré la personalidad de Pablo Bórquez. Viviré en su casa, utilizaré su firma y su identidad. Por lo tanto necesito cualquier documento donde aparezca su firma. Tengo que imitarla y practicar hasta que parezca autentica. – No te preocupes mucho por eso. Ya te dije que el Gerente del Banco es amigo tuyo y sabiendo que tienes una herida en el brazo derecho, autorizará cualquier cheque que le presentes. – Sí, sólo hay un pequeño detalle que no has tomado en cuenta yo no soy derecho, ¡Soy zurdo…! – ¡¿Qué dices…?! Tú siempre has escrito con la mano derecha… – ¿Estás… segura…? De inmediato empezó a escribir con la mano izquierda con gran soltura y rapidez, mientras la joven lo miraba incrédula. – ¡Es… increíble…! ¿Puedes escribir algo con la derecha…? – Desde luego que puedo hacerlo, pero sólo lograré hacer unos cuantos garabatos –lo cual era evidente después de intentarlo –. ¿Estás convencida…? –inquirió con un gesto de satisfacción en los labios. – No sólo eso. Estoy asombrada. Cada vez… entiendo menos… ¿Se lo dijiste a tus médicos…? – Pues… no… francamente no se me ocurrió… pero… ya habrá tiempo de volver a hablar con ellos. Por lo pronto vamos a empezar a actuar. ¡Tráeme la firma de Bórquez…! Esa mañana, los titulares de los periódicos comentaban en un tono violentamente agresivo la inutilidad de la investigación policíaca, que no había descubierto el paradero de Pablo Bórquez, cuya desaparición

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se había convertido en uno de los misterios más sensacionales de los últimos tiempos. Uno de los diarios hacía señalar la ineficacia de la protección que el cuerpo de policía había presentado al célebre periodista, desconociéndose si había sido secuestrado y quizás…. Asesinado. Al mismo tiempo, en el Bureau de Investigaciones de Scotland Yard, el doctor Pew acompañado de David Marlow, estaba efectuando con Philip la prueba ante el detector de mentiras. Los electrodos estaban colocados en sus manos y su cabeza. – Bien, señor Ryan –dijo el doctor Pew –, vamos a iniciar con las preguntas. Conteste por favor con voz clara y firme. – ¿Podría decirme quién es usted y cuál es su nombre…? Sin denotar la menor emoción, Ryan respondió lacónicamente: – Soy Pablo Bórquez, de nacionalidad mexicana y estoy aquí porque resulté herido en un atentado contra mi vida. Los ojos de Pew y Marlow no se separaban de la aguja del instrumento, cuyos trazos, acompasados y uniformes denotaban la veracidad de la respuesta. – Señor… Ryan… ¿es usted pianista…? – No –fue la rotunda negativa. Contra lo esperado, la aguja no mostró la menor reacción. – ¿Es usted amigo de David Marlow, aquí presente, como él afirma? – No. Lo conocí en el hospital hace cuatro días –respondió Philip en tanto se acomodaba en la silla, visiblemente incómodo por los cables que salían de su cuerpo. Donald Pew no hizo ningún comentario a la afirmación de Ryan y siguió con su interrogatorio. – Señor Ryan… ¿es usted corredor de autos de carrera…? – No, claro que no. Soy periodista y productor de programas de televisión. La prueba se prologó unos minutos más para terminar con una pregunta más compleja. – Señor Ryan, ¿sabe usted lo que está sucediendo en su mente…? Philip lo miró fijamente, con la rabia reflejada en el fondo de los ojos. Impulsivamente, iba a replicar, pero logró controlarse. – Doctor Pew, si supiera lo que está sucediendo le aseguro que no estaría aquí perdiendo mi tiempo. Estoy convencido que todo se debe a un problema mental que me aterroriza y espero que sea usted el que muy pronto encuentre la soluciona mi problema.

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Pablo había estado despierto desde la madrugada. La misma pesadilla que se repetía una y otra vez lo despertó, empapado de sudor. Después no pudo volver a pegar los ojos. Cuando Ana se levantó a las siete de la mañana, Pablo ya estaba bañado y vestido y había preparado café. Mientras desayunaban juntos, comunicó a la chica su decisión de regresar a su casa ese mismo día. Al principio, Ana quiso protestar, pensando en el peligro al que su jefe se exponía, pero todos sus argumentos fueron inútiles. – Está bien, Pablo, has lo que quieras, aunque creo que te estás precipitando. La gente de Betancourt está esperando que vuelvas a la circulación para actuar, y… – ¡Y lo seguirá haciendo mientras yo no aparezco…! Y no voy a pasarme la vida escondido. Le haré frente de una vez por todas. La joven permaneció callada. Después dio un brusco cambio a la conversación. – ¿Cómo va tu firma, ya lograste hacerla parecida? – Más o menos –contestó Pablo sonriendo. – Bien, lo sabremos dentro de unos minutos. ¿Quieres que te acompañe al banco…? – Desde luego. Y también a… “mi casa”, aunque te confieso que me sentiré en ella como un intruso, que está apoderándose flagrantemente de algo que no le pertenece. Poco después estaban en el banco. Preso de gran tensión, Pablo se acercó al gerente, que al verlo, se levantó para saludarlo. – ¡Señor Bórquez! Pensé que… había usted desaparecido, pero veo que afortunadamente fue sólo una falsa alarma. ¿Ya se recuperó de sus lesiones? – Más o menos –repuso Pablo con la tensión marcada en los músculos de la cara –, pero ya es el momento de volver a la circulación –hizo una breve pausa y preguntó, tratando de no mostrar la nerviosidad que lo dominaba –: ¿Podría cambiarme este cheque…? El funcionario bancario sacó su pluma fuente y puso su firma de autorización en el frente del cheque. – Claro –dijo –. Todo lo que usted necesite. Pase por favor a mi oficina, mientras se lo tramito. Pablo dirigió una mirada triunfal a su joven acompañante, mientras veía al gerente tramitando el pago del cheque, sintiendo que empezaba a tranquilizarse. – ¿Ya estás convencido de que no tendrás problema alguno con tu dinero? –preguntó la chica con una sonrisa de complicidad.

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–Sí –repuso él riendo –, y te aseguro que lo siento mucho por Pablo Bórquez, porque no me voy a tenar el corazón para esquilmarlo. Minutos después, a bordo del automóvil compacto de Ana, se dirigieron a la casa del productor, que no acababa de entender plenamente la dirección del tránsito de México. – Yo soy un gran piloto de automóviles, pero te aseguro que no podría manejar en esta ciudad, con la gente conduciendo como locos y del lado derecho de la calle, no del izquierdo, como lo hacemos en Inglaterra. Ana frunció el entrecejo, denotando el nuevo impacto que el comentario le había provocado. Decidió que era otro detalle importante que el doctor Robles debía conocer. Finalmente, la joven estacionó su vehículo al frente de una soberbia mansión. – ¿Es… aquí…? –preguntó Pablo interesado. – ¿Estás seguro que no la recuerdas? – No puedo recordar una cosa que es la primera vez que veo –comentó él con dureza, exasperado por la insistencia de la muchacha. Se quedó mirando la magnificencia de la construcción y continuó: – ¿Quién se supone que me va a recibir…? – Desde luego tu ama de llaves, Marta de la Parra. Es una mujer encantadora que tiene una verdadera adoración por ti. Y está Pedro, tu chofer, y el resto de la servidumbre. – Bien –dijo Pablo sonriendo con tristeza –. Al mal paso darle prisa. Después de todo será una interesante experiencia, pero te aseguro que va a ser más difícil para ellos. Iba a abrir la puerta del coche, cuando Ana lo detuvo. Sacó un pequeño aparato electrónico de la cajuelita de guantes y la dirigió contra la enorme reja, que se abrió automáticamente. Pablo hizo una mueca de entendimiento con los labios, mientras el vehículo penetraba al jardín para estacionarse a un lado de la residencia. Aún no terminaba de descender, cuando Marta, el ama de llaves se acercó casi corriendo, emocionada, con los brazos abiertos para recibir a su patrón. – ¡Pablo…! Estás en tu casa, ¡gracias a Dios que ya todo pasó! No sabes la angustia en que estábamos todos. Un poco desconcertado, Pablo se dejó abrazar contagiado de la euforia de la mujer, que separándose un poco lo miró con expresión alarmada. – Pero… ¡Mira cómo estás….! –exclamó consternada al advertir sus facciones demacradas –. Lo que necesitas es un buen descanso y olvidarte de tantas preocupaciones. – Sí… creo que es verdad –murmuró Pablo sin dar mayores explicaciones –. Por lo pronto quiero conocer la casa.

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– ¿Conocer la casa? –preguntó el ama de llaves sumamente extrañada –. Pero… no entiendo. – Lo entenderás cuando hablemos, Martita –intervino Ana con un acento terminante. – Bueno, pues… bienvenido nuevamente y pasen, por favor –dijo la señora de la Parra, cada vez más desconcertada. – Es una casa preciosa –exclamó Pablo al recorrerla, sintiéndose entusiasmado cuando entró al pequeño estudio de grabación donde Pablo grababa y editaba los videotapes de sus programas. – Lo único que aquí falta es un piano, para poder grabar mis ensayos y mejorar mi técnica. Ana y doña Marta intercambiaron una mirada inquisitiva, que no pasó desapercibida por Pablo. – Creo que es el momento de darle una explicaron, señora… De la Parra. – ¡¿Señora De la Parra?! Pero… ¡¿Qué es esto…?! –exclamó la mujer escandalizada –. ¡Desde cuándo me has llamado así…! ¡¿Quieren explicarme qué es lo que está pasando?! –preguntó angustiada. Brevemente, Pablo hizo un relata escueto de lo sucedido. Al terminar, la mujer preguntó desconcertada. – ¿Quieres decir que no recuerdas nada de tu vida…? ¿Ni siquiera te acuerdas de nosotros? – Lo siento, señora, pero… así es. No sólo no recuerdo, sino que estoy convencido de ser otra persona, con la apariencia de su jefe, Pablo Bórquez, aunque sé que le será muy difícil entenderlo. – Tranquilícese, doña Marta –dijo Ana cariñosa –. Esta noche, el doctor Robles vendrá para darnos algunas indicaciones. ¿De acuerdo? – Pues… sí… creo que sí… –murmuró doña Marta totalmente desconcertada, aterrada ante la posibilidad de que Pablo, al que adoraba como a un hijo, se hubiera vuelto loco. El joven, que permanecía en silencio mirando a las dos mujeres, intervino impaciente: – Si le parece bien, señora De la Parra… quisiera descansar un poco. ¿Podría prepararme un poco de café…? – S… sí, desde luego, pero… por favor, Pablo… no me digas señora de la Parra, dime Martita, como siempre lo has hecho. – Está bien, Martita, como tú quieras –contestó Pablo con voz suave –. Creo que tenemos una larga temporada de adaptación por delante, y que vas a tener que acostumbrarte a una serie de situaciones incomprensibles. Te suplico que seas paciente conmigo y me ayudes a

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salir adelante. ¿De acuerdo? –finalizó, al tiempo que le pasaba cariñosamente un brazo por los hombros. – Sí, claro que sí –respondió doña Marta tratando desesperadamente de controlar las lágrimas que amenazaban con aparecer en sus ojos y dando media vuelta salió precipitadamente del salón. Pablo se quedó mirando la puerta, después giró hacía su asistente y le ordenó definitivo: – Quiero comprar un piano de concierto y empezar a practicar de inmediato. Necesito soltar nuevamente los músculos que deben estar atrofiados por tantos días de inactividad. ¿Podrías encargarte de conseguirlo? – Pues… si eso es lo que quieres, empezaré a buscarlo –dijo la chica con un acento escéptico –. Pero… ¿estás seguro de que puedes tocar el piano.

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CAPITULO 5 El sonido del teléfono interrumpió los pensamientos de Carlos Robles, quien después de la misteriosa desaparición de su amigo desde hacía dos días, esperaba con angustia el resultado de las pesquisas policíacas. – ¿Sí…? Habla el doctor Carlos Robles. – Gracias a Dios que te encuentro, Carlos. Habla Ana Miranda. – ¡Ana…! ¿Tienes noticias de él…? –preguntó el médico exaltado. – Sí, pero Pablo no quiere que nadie lo sepa, desde hoy al mediodía está en su casa y quiere verte lo antes posible. – ¿Se encuentra bien…? –inquirió ansiosamente. – Sí, está bien, pero está pasando cosas muy extrañas que debes conocer. – ¿Por qué… ha habido algún cambio en su estado mental…? – No, absolutamente ninguno. Por el contrario, cada vez parece reafirmarse más en la personalidad del… hombre ese, Philip Ryan. Y además… –la chica se interrumpió arrepintiéndose de hablar por teléfono–. Mejor velo por ti mismo, Carlos. – Está bien, salgo en este momento para allá. – Y por favor, Pablo no quiere que se avise a la policía. – Pues… no lo entiendo. ¿Qué motivos puede tener para ocultarse de ella? – Muchos. Esta vez estoy de acuerdo con él. Tengo la seguridad de que Betancourt tiene infiltrados a varios hombres en la policía y sabemos que esta gente lo sigue buscando. – Está bien. Ana. Nos vemos en unos minutos. El olor a pintura y del aceite de linaza, produjo en Philip ese extraño sentimiento de euforia que tanto extrañaba. Al principio, pensó en pintar un rincón del jardín, con sus verdes profundos, el colorido de las flores y la mansedumbre del estanque de agua. Sin embargo, casi sin darse cuenta, se encontró dibujando con trazos firmes las líneas perfectamente definidas de un rostro…. ¡Su propio rostro!, pero no el que todos podían mirar, de Philip Ryan, si no el rostro de su personalidad perdida, Pablo Bórquez.

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De pronto, de sus hábiles manos empezó a surgir sobre el blanco fondo de la tela el gesto firme característico de Pablo, con su mirada penetrante emanando de los ojos obscuros y la actitud decidida adivinándose en la dureza de su mandíbula. Rápidamente movido por un estado casi febril, termino el bosquejo y empezó a aplicar el color, sin darse cuenta siquiera de las horas transcurridas. Fue en ese estado mental en el que el Donald Pew y Helen lo encontraron. Pew se acercó en silencio, admirando la obra que Philip estaba realizando. ¡Así que realmente sabia pintar…! ¡Y la obra era verdaderamente extraordinaria…! Tan impactante como la fuerza que el artista había impreso a ese rostro moreno de expresión inescrutable, rodeado de una aureola de fuerza y poder impresionantes. Súbitamente, Philip pareció salir del estado de trance artístico en que se hallaba y se mostró sorprendido de la presencia de sus visitantes. Se limpió las manos con el lienzo empapado de aguarrás y se acercó al médico, que mantenía un silencio casi reverente, aún demasiado desconcertado ante el sesgo que estaban tomando los acontecimientos. – Hola, doctor, no está mal, ¿verdad…? – ¿Mal…? Yo diría que es en verdad extraordinario –respondió el galeno con sinceridad–, pero… ¿No me dijo que iba a pintar un paisaje, o un rincón del jardín…? – Sí, doctor Pew, pero de pronto sentí una necesidad impresionante de pintar mi rostro… – ¿Su rostro…? –preguntó el médico sin entender –. ¿Quiere decir que esta cara…? – Ese hombre… ¡Soy yo…! –exclamó Philip con firmeza –. Este es mi verdadero rostro. ¡Él es…Pablo Bórquez…! El hombre que se esconde tras la identidad de Philip Ryan. Helen permaneció en silencio, sin atreverse a hacer el menor comentario escuchando incrédula las afirmaciones de Phil. Pew se acercó a la pintura, más interesado que nunca. Miró con detenimiento cada detalle del imponente retrato, en especial la profundidad de la mirada. – ¿Cree usted, Philip, que logró un verdadero autorretrato? – Pues… yo diría que sí. Estoy seguro que cualquiera que me conozca, me reconocería con facilidad. – Bien –replicó el médico complacido –, quisiera que adelantáramos varias sesiones que tenemos pendientes. – Pues… por mí está bien. Mientras más pronto mejor.

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Ana espero en el recibidor la llegada del doctor Robles. Al verlo se dirigió ansiosa hacia él, hablando un poco precipitada. Rápidamente, lo puso al tanto de lo más importante que había sucedido y de los extraños hábitos recién adquiridos por Pablo. – Por lo pronto, prepárate a encontrar un hombre completamente distinto del que fue tu amigo. – Bien, vamos a verlo –dijo el médico, dirigiéndose a la puerta que daba al jardín. Ana prefirió permanecer en el estudio, para darle al médico la oportunidad de hablar a solas con su jefe. – Así que aquí te habías escondido, querido Pablo –dijo Carlos, acercándose a él –. ¿Cómo te sientes…? – Mal, muy mal –replicó Pablo molesto por la forma con que el médico insistía en tutearlo –. Le confieso que todo esto es cada día más insoportable, no solo por el dolor físico que aún tengo, sino porque no parece existir nada para mí en el futuro. ¡Tenemos que hacer algo drástico, doctor…! ¡Algo que me saque de este maldito infierno en que estoy hundido y me devuelva mi música y mi vida normal! – Desgraciadamente tienes que tener un poco de paciencia –repuso el médico sombrío –. Quisiera poder decirte que ya encontramos el camino, pero la realidad es que no es verdad. – ¡¿Y qué es lo que están esperando?! –exclamó Pablo desesperado. – Pablo…quiero ser sincero contigo –dijo el médico con dificultad –, es necesario que entiendas que es muy posible que tengas que permanecer en el estado actual en que te encuentras el resto de tu vida. Pablo, furioso, se levantó de la silla y empezó a pasearse por el piso adoquinado de la terraza, tratando de controlarse y de no pensar en la posibilidad de pasar toda su vida convertido en un extraño, cuya existencia le era cada vez más insoportable. Después, se acercó a Robles terriblemente angustiado. – ¿Qué puedo hacer, doctor…? ¡Por el amor de Dios, tiene que ayudarme! No puedo quedarme sentado viendo que el mundo mueve a mi alrededor mientras yo permanezco inerte, convertido en un muerto en vida… – Por favor, no tienes por qué seguir en la inactividad. Empieza a moverte. Vuelve a los estudios, prosigue con tus programas. Todo lo que necesitas es tomar la decisión y actuar, hoy mismo si lo deseas… – ¡¿Es que no han escuchado una sola de mis palabras?! –furioso, Pablo dio un puñetazo en la mesa donde estaban las bebidas haciendo añicos uno de los vasos –. ¡Entiéndame de una vez por todas, doctor…! ¡Soy un concertista, no un productor de televisión!

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– ¿De modo que insistes en lo mismo…? – No solo insisto –gritó convertido en un energúmeno –. ¡Estoy dispuesto a demostrárselo en este mismo instante…! – Muy bien Pablo. Vas a hacerlo. Un primo mío tiene un piano de concierto. No tendrá inconveniente en permitirte tocar. ¿Quieres que vayamos a verlo…? – ¡Claro que quiero…! Es lo que debimos hacer desde el principio. Media hora después, Pablo, Ana y Robles, llegaban a las casa de Mauricio Robles, que los estaba esperando con una sonrisa amistosa. Después de las presentaciones, Robles los invito a pasar a la sala de música. La expresión de Pablo se transformó al ver el piano. Se acercó y acaricio con reverencia su brillante cubierta, mientras Ana y Robles lo miraban expectantes. Después, casi como si formara parte de un ritual, Pablo se sentó ante el teclado, se froto las manos como tratando de desentumecer los dedos entorpecidos por la inactividad de tantos días. Giro el rostro sonriente hacia el médico que aún mantenía una expresión de pena y franco escepticismo y dio un solo acorde, largo y prolongado, que resonó brillantemente en el salo. Robles empezó a sonreír creyendo que Pablo estaba a punto de desistir, pero de pronto, su amigo puso nuevamente las manos en el teclado y empezó a tocar. Las notas brotaron lentamente al principio, después parecieron cobrar vida y surgió el genio del maestro, quien poco a poco se dejó llevar por la emoción de su propia interpretación, en medio del estupor de Ana y Robles que escuchaban sin dar crédito a lo que ante sus ojos estaban sucediendo. La imagen de Pablo, se había transfigurado y se veía recia, vibrante, entregada vitalmente a su interpretación. Robles giro el rostro asombrado hacia Ana, por cuyas mejillas rodaban gruesas lágrimas de emoción e incredulidad. – ¡No puede ser…! –gritó el médico en el silencio de su mente –. ¡Esto no puede estar sucediendo…! Cuando la Sonata termino, los cuatro asistentes permanecieron inmóviles, como queriendo capturar el eco de las ultimas notas que parecían no querer extinguirse. Después Pablo giro el rostro hacia el médico con una sonrisa de triunfo. Fue entonces que Mauricio se levantó y empezó a aplaudir, dando rienda suelta a su entusiasmo. Finalmente, Robles se levantó y se acercó a su amigo. Las palabras salieron difícilmente de su garganta, enronquecida por el concierto.

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– N… no lo comprendo…Pablo. Acabo de escucharte, y… te juro que no puedo entenderlo –suspiro emocionado, sabiendo que este hombre, había dicho la verdad. Este no era su amigo. Era otra persona que de alguna forma había atravesado el tiempo y el espacio para penetrar en la mente de Pablo mediante un proceso que no podía comprender. – ¿Esta ahora convencido de que todo lo que dije era verdad? ¿Qué no soy Pablo Bórquez, si no otro hombre, llamado… Philip Ryan? – Pues… en cierta forma sí. Tal parece que estas asumiendo una doble identidad. Una física, la de Pablo Bórquez que todos conocemos, la otra espiritual, a la que solo tú tienes acceso. Después, fue Ana quien se acercó, tímidamente, con un dolor profundo empañando sus pupilas, sabiendo que ese hombre no era su hombre, que al probar sus argumentos, tal vez ella acababa de perderlo. – Al menos has probado lo que decías, y yo… –los sollozos ahogaron sus palabras y cuando se retiraba avergonzada, Pablo la retuvo tomándola de los hombros, turbado a su vez, sin saber cómo consolarla. – Dijiste que de cualquier manera me ayudarías, siendo o no la persona que decía yo ser. ¿Recuerdas…? –levanto tiernamente la barbilla para mirar sus ojos empañados por las lágrimas, y pregunto suave tono de voz –: Ese ofrecimiento… ¿Aún sigue en pie…? Ella trato de sonreír, sin lograrlo, y respondió afirmativamente, con un breve movimiento de cabeza. – Bien, he probado mi palabra y les juro que a partir de este momento, no me detendré hasta haber recuperado mi identidad. – ¿Qué quieres decir? – Que perdí mi identidad, pero sigo siendo un pianista, así que he decidido dar algunos conciertos, utilizando mi verdadero nombre: Philip Ryan. En América nadie me conoce personalmente si no a través de mí música y de la fama que he logrado alcanzar. – Pero… eso sería peligroso. Alguna gente de Betancourt podría reconocerte… y… – ¡No…! No lo harán –interrumpió Pablo convencido –, porque no tocaré en México. – Pues… podría ser una buena solución –aprobó Carlos –, sobre todo para darnos tiempo para encontrar una respuesta a tu situación. Tal vez unos meses… – ¡O años…! –interrumpió Pablo con un rictus de fiereza en el rostro, y añadió –: Hoy mismo me pondré en contacto con la gente de Nueva York. Espero que aun tengan interés en contratarme.

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Los días para Philip empezaron a pasar lenta y difícilmente. Sólo cuando pintaba salín un poco de su depresión, para volver a caer en ella inmediatamente. Pew se mostraba cada vez más preocupado, por lo que llamó a Helen en demanda de ayuda. –De momento pienso que usted es la única que puede ayudarlo, porque nosotros por ahora no podemos hacer nada y no quiero llenarlo de estimulantes. – Pero yo… ¿qué puedo hacer, doctor? –preguntó la chica angustiada –. En todo momento me demuestra no quiere nada conmigo. – Hable con él, pero trate de modificar su propia actitud mental. Por lo pronto, olvídese de que es su prometida y de lo mucho que significó en su vida. En este momento es casi una extraña, pero puede convertirse en una amiga invaluable para él, en quien apoyarse y en la cual puede confiar. – Todo eso suena muy bien –exclamó la joven exasperada –, pero después de media hora de estar juntos siento que voy a explotar. – Por favor… no considere los desaires de Philip como algo personal. – ¿Entonces, qué puedo hacer…? –exclamó la chica presa de angustia. – Darle tranquilidad. No lo presione, sea para él la compañera, la amiga en la cual puede confiar, el lazarillo que guíe sus pasos de ciego espiritual. Y tal vez entonces… el siguiente paso es el redescubrimiento del amor. – ¿Y si no es así? –preguntó la muchacha con una sombra de angustia en los ojos. – Al menos tendría la satisfacción de haber luchado por conquistar lo que ama. Pero, por favor, no seamos pesimistas, ni estemos dispuestos a perder las batallas antes de haberlas peleado. – Sí doctor, le prometo que así lo haré… y… muchas gracias por su ayuda. Casi al mismo tiempo, Philip había recibido la visita de Jos Maylart, su representante artístico, a quien al fin, después de tantos días, recibió en el estudio. – Hola, Philip, te veo mucho mejor de lo que imaginaba. ¿Ya estás listo para la nueva serie de conciertos…? Philip lo miró con gesto de violenta contrariedad. – Antes que nada, señor Maylart –dijo con un tono de rabia contenida –, permítame decirle que jamás había tenido el gusto de verlo por lo que me resulta un perfecto desconocido. – ¿Es… una broma… o algo… así…?

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– Le aseguro que no estoy para hacer bromas a nadie y menos a una persona que es un completo extraño para mí. – ¡¿Un completo extraño para ti…?! –gritó Maylart enfurecido –. ¿Acaso es esto un sucio truco para deshacerte de mí ahora que estas convirtiéndote en un artista famoso? El rostro de Philip palideció ante el insulto. Después, haciendo un gran esfuerzo, repuso con voz artificialmente calmada. – Mire, señor… Maylart, quiero dejar bien claro este asunto. No soy un artista famoso, jamás he tocado el piano, aunque todos lo afirmen, y puedo garantizarle que no voy a hacerlo nunca. Y si es verdad que en el pasado fue mi representante, a partir de este momento cualquier relación que podamos haber tenido queda terminada definitivamente. ¡¿Quedó claro…?! Maylart se quedó petrificado. La sorpresa le impidió articular el menor sonido. La actitud amenazadora de Philip, lo desconcertó por completo. – Por favor… Philip… lo que pasa es que… francamente no entiendo… nuestras relaciones en el pasado han sido siempre muy amistosas. Después de todo… yo tuve fe en ti y logré que tu nombre llegara a situarse al lado de los grandes concertistas, y ahora de pronto resulta que no quieres volver a tocar. Y no sólo eso, sino que prácticamente me estás echando de tu casa. ¡¿Por qué, Philip, por qué?! – Porque vuelvo a repetirle que no sé tocar. Nunca lo he hecho. ¡¿Es que no pueden entenderlo…?! ¡Por el amor de Dios… déjenme en paz…! Sumamente nervioso, Maylart juzgó que era el momento de salir de ahí. La actitud irascible del pianista lo estaba aniquilando. Decidió dejarlo todo para mejor ocasión, cuando hubiera hablado con los médicos que atendían al músico, porque era evidente que su amigo había perdido la razón. Se despidió lo más breve que pudo y salió de la casa. Suspiró tristemente, porque a pesar de considerar a Philip como buena fuente de ingresos, también había llegado a sentir afecto por él, como persona, y admiración por el músico. Pero… ¿Y si era cierto que todo no era sino una maniobra para deshacerse de su contrato…? No, definitivamente no daría cabida a ningún sentimiento compasivo. Tendría en el futuro una estrecha vigilancia de Ryan, para convencerse de que no le estaba haciendo una sucia jugada. Esa tarde, al llegar a casa de Pablo, Ana lo encontró visiblemente entusiasmado. Estaba en el bar del estudio, preparándose un whisky con

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soda, lo que extrañó a la joven, que conocía el desagrado de Pablo por esa bebida. – ¿Tú tomando whisky…? Pero si nunca… Pablo la miró con gesto de impaciencia. Terminó de servir su vaso y le dio un trago grande, disfrutando del sabor. – ¿Tenemos que volver a lo mismo a cada instante…? – Perdona, Pablo… tienes razón –sonrió y tratando de cambiar la conversación preguntó –: Cuando entré, te veías muy contento. ¿Qué pasa, hay buenas noticias? – Acabo de recibir este telegrama de Nueva York. Dentro de unos meses empezaré una gira por los Estados Unidos, tocando en las principales salas del país. ¿No te parece extraordinario? – Pero Pablo… ¿Qué pasará con el verdadero Philip Ryan…? Cuando se dé cuenta que alguien está usurpando su nombre. – ¡Philip Ryan soy yo…! –gritó Pablo furioso –. Nadie puede usurpar un nombre que sólo a mí me pertenece. Y lo voy a demostrar con esta serie de conciertos. – Pero… Ryan es famoso en todo el mundo. ¿Cómo puedes pensar que no van a darse cuenta de que eres diferente al pianista que ellos conocen? Puedes ir hasta la cárcel por suplantación de personalidad. – ¡¿A mí me hablas de suplantación de personalidad…?! ¡¿A mí…?! ¿Es que no te das cuenta de que soy el mayor experto en el mundo de esta materia…? Ana permaneció inmóvil, sin atreverse a pronunciar otra palabra que pudiera desatar un nuevo estallido de su jefe. Después, se sirvió un poco de coñac, controlando el deseo desenfrenado de llorar. Tras un prolongado silencio, que creó una atmósfera difícil entre ambos. Pablo empezó a prepararse un nuevo trago. – Lo siento, Ana –murmuró apenado –, siento que hayas sido tú la que tuvo que soportar mi… mal genio. – No importa –repuso la chica, tratando de dominar el temblor de su voz –, no te preocupes por mí, estoy acostumbrada a tu… temperamento, aunque esta vez haya sido el de… Philip Ryan. – ¿No estás de acuerdo con los conciertos, supongo…? – No es eso, Pablo –trató de explicar la joven –, es la forma en que estás haciendo las cosas. Escogiste el medio más peligroso. – ¡Por el amor de Dios…! ¿No te das cuenta que no existe para mí otra alternativa? Si me presento bajo el nombre y la apariencia de Pablo Bórquez, ¿crees que alguien va a tomarme en serio…? El nombre de Philip Ryan es conocido en el mundo entero, el otro no existe. Por eso

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prefiero arriesgarme y actuar. Depuse, si es necesario, enfrentaré cualquier problema. – ¿Pero por qué no esperas un poco…? Tal vez… – ¡No…! Eso es lo que no voy a hacer más… llegó el momento de actuar. No voy a quedarme sentado esperando… ¡¿Esperando qué?! ¿Un milagro…? Perdóname, Ana, pero no creo en ellos. No hay mejor milagro que el que producimos nosotros mismos con nuestro esfuerzo y nuestra voluntad. La voz de Carlos Robles interrumpió la vehemencia de Pablo desde la puerta del estudio. – ¿Qué pasa…? desde la entrada escuché sus gritos. ¿Sucede algo…? Rápidamente, la joven puso al médico al tanto de las intenciones de Pablo, buscando un apoyo que detuviera la acción temeraria que intentaba, pero para su sorpresa, Carlos dio a su amigo toda la razón. Se acercó a él entusiasmado, poniéndole una mano en el hombro. – Estoy totalmente de acuerdo contigo, Pablo. Tal vez sea arriesgado, pero tú jamás has evadido el peligro. Y yo estoy dispuesto a apoyarte médicamente en todo. Además –agregó Carlos Robles mirando fijamente a su paciente –, es una situación interesante, como un juego en el que todos arriesgamos algo importante. Tú, Pablo, estás poniendo en juego tu futuro. Yo, por mi parte, estoy arriesgando mi prestigio profesional, abalanzando una afirmación que a todas luces parece ser un absurdo. ¡Un hombre que jura haber tomado posesión de otro! Y parece estarlo demostrando. – Creo que ambos están locos – dijo Ana furiosa –, y que muy pronto se van a arrepentir. – Philip, ¿Qué te parece si me llevas a cenar…? Hace una noche espléndida y creo que ambos necesitamos un cambio, salir… y distraernos un poco. – Pues… no sé, Helen… francamente… estoy un poco cansado. Claramente la actitud de Ryan demostraba su renuencia a salir, pero Helen insistió, tratando de mostrar un entusiasmo que estaba muy lejos de sentir. – Precisamente por eso. Has estado pintando todo el día –se acercó a él cariñosa y suplicó –. Anda, di que sí, nos vamos a divertir. – Bien… si eso es lo que quieres –accedió Philip finalmente –. ¿Te parece que pase por ti a las ocho…? – Claro que no –repuso ella sonriendo –, yo seré quien pase por ti a esa hora.

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La suave penumbra del restaurante no podía opacar el brillo de la mirada con que Helen estaba correspondiendo a las atenciones de Philip, un Philip que ella desconocía por completo. Desde que llegó por él, totalmente transformada, con un atrevido vestido rojo cuyo escote llegaba hasta más allá del nacimiento de los senos, advirtió el interés que su figura había despertado en él. Después, su galantería y un encanto que francamente Helen desconocía, habían hecho de esta noche una de las más hermosas de su vida. Por primera vez él había olvidado su agresividad hacia ella, mostrando un maravilloso interés por su feminidad. Después, cuando la invitó a bailar en la pista, lo sintió vibrar de pasión al tenerla entre sus brazos, al sentir su cuerpo estrechamente pegado al suyo. Y al comprender que la emoción que ella sentía era compartida intensamente por él, la chica no pudo evitar temblar. – Estás temblando, Helen – dijo, besándole con suavidad el lóbulo de la oreja –. ¿Puedo suponer que es por… mi… cercanía? La joven no pudo contener un suspiro entrecortado y sin responder acercó aún más su rostro hacia él, escondiéndolo en la curva viril de su cuello, donde el aroma de su loción despertó en ella una profunda excitación, que no trató de ocultar. Lentamente, él recorrió la frente femenina y las mejillas con los labios, que dejaron en su piel una huella ardiente hasta terminar en sus labios, que fueron absorbidos por el beso intenso de Philip en una forma que jamás había conocido, provocando en ella una respuesta muy diferente a cualquiera que hubiera tenido con él en el pasado. Después, no hicieron ningún comentario pero ambos sabían lo que vendría. Como en un tácito acuerdo dejaron el restaurante y subiendo al auto de ella, se deslizaron ansiosos por las calles mojadas por la lluvia pertinaz. Más tarde, en la quietud del estudio, ante el fulgor del fuego de la chimenea, sus besos se tornaron cada vez más sedientos, reclamando la entrega. Lentamente, con la sabiduría del conocimiento pleno de lo que hacía, Philip la condujo al paroxismo de la excitación, una excitación que él compartía. Con gran suavidad, la despojó del incendiario vestido, después, acompañado de besos y tiernas caricias en los senos y los hombros, el sostén quedó a un lado del vestido mientras las manos ávidas y temblorosas acariciaban la redondez de los senos y los labios trémulos jugaban con las rosadas puntas de los pezones.

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Ella reaccionó violentamente y unió su cuerpo desnudo al cuerpo de Philip, arqueando profundamente su cintura hacia él, en el acto de innata ofrenda. Ninguno de los dos esperó más. Cuando al fin la poseyó, la cadencia de sus cuerpos moviéndose al unísono en un ritmo perfecto, los remontó a las más altas cimas de la excitación, a la cual llegaron en plena armonía, sintiendo que sus cuerpos tensos estallaban en un placer sublime, hasta entonces desconocido para ambos. Después, descendieron lentamente hacia la lasitud de la ternura, compartiendo suavísimos besos en silencio, mientras el fuego proyectaba sus sombras contra los muros, en una danza acompasada y silenciosa.

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CAPITULO 6 La mansión de Ryan lucía como en sus grandes ocasiones. Al fin, Helen y Pew habían convencido a Philip de recibir a un grupo de amigos, aunque para él sólo sería una colección de desconocidos, bajo el pretexto de mostrarles la pintura que finalmente estaba terminada. Por supuesto, sólo estaban invitados los amigos más íntimos del músico, además de George Belton, dueño de una conocida galería de pintura y desde luego, del embajador de México en Inglaterra, que aún no se había presentado. Precisamente era Helen quien hablaba en este momento con Philip y Pew, frente al cuadro que estaba admirando. – Qué extraño –dijo Benton –, esta cara me resulta familiar. Juraría que la he visto en alguna parte, aunque no estoy plenamente seguro. – Por favor, trate de acordarse –suplicó Ryan –, se dará cuenta de la gran importancia que esto tiene para mí. – Claro, lo entiendo perfectamente, pero… ¿En dónde vi a este hombre…? – ¿Quizá en su galería de pintura…? –intervino Pew. – Podría ser, pero… no lo creo –respondió Belton inseguro. – Tal vez… ¿en México…? –preguntó Philip tratando de no manifestar su gran emoción. – No –repuso Belton de inmediato –, nunca he estado en ese país. Más bien, creo que fue aquí, en la ciudad de Londres y si no me equivoco, fue en un congreso de comunicación que hubo hace unos tres o cuatro años, aunque… no puedo asegurarlo. – ¡Claro… el congreso de comunicación…! –exclamó Philip emocionado –. Fue hace tres años. Yo fui uno de los participantes David lo miró con extrañeza. Después comentó mientras hacía un ademán con la cabeza: – No… no pudiste estar ahí. En ese tiempo estabas fuera del país, en una gira por los Países Bajos. – ¡Pero Pablo Bórquez sí estuvo…! –exclamó Philip con vehemencia –. ¿Acaso no lo entiendes…? Fui uno de los ponentes de México, con motivo del futuro lanzamiento del satélite Morelos.

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La respuesta de David se perdió en el vacío por la llegada del invitado de honor, el embajador de México, quien se acercó al doctor Pew con una sonrisa y expresión de culpa en el rostro. – Buenas noches, doctor Pew, siento mucho haberme retrasado, pero usted sabe cómo son los asuntos de la embajada… Después de hacer las presentaciones y ante la visible impaciencia de Philip, fue directamente al asunto. – Como le dije hace algunos días, el señor Ryan acaba de terminar un retrato de una persona sumamente conocida en México, a quien usted debe haber tratado. ¿Podría identificarla…? El embajador se acercó al cuadro y una amplia sonrisa de satisfacción apareció en sus labios, al tiempo que decía con gran seguridad: – Claro, es un periodista muy famoso de México, el señor Pablo Bórquez. Horas más tarde, Philip, Pew y Marlow discutían a solas lo sucedido. – ¿Se da cuenta, doctor Pew…? Todos han confirmado mis declaraciones. Belton recuerda haberme visto en el congreso mundial de comunicación y el licenciado Obregón reconoció claramente la identidad de Pablo Bórquez, el hombre que realmente soy, pintado en cuadro. – Sí… es verdad –reconoció Pew –. Todo parece indicar que usted realmente es Pablo Bórquez, metido por alguna razón incomprensible en el cuerpo de Philip Ryan. El problema es… ¿Cómo se metió en él, y sobre todo qué fue lo que pasó para que este hecho tan insólito pudiera producirse? – Es por eso, que el doctor Pew y yo pensamos que el siguiente paso es ir a México –intervino David –. Ahí podremos ponernos en contacto con este… Bórquez. – ¡¿Es que no han entendido nada…?! –estalló Philip –. ¿No se dan cuenta de que en México no existe ningún Pablo Bórquez…? ¡El único que existe está ante sus ojos…! Permaneció callado por un tiempo y luego murmuró con una voz casi inaudible: – De cualquier forma, tienen razón. Iremos a México. Tal vez sea mi última esperanza. Ese mismo día, todos los diarios deportivos de México comentaban profusamente la llegada de los primero equipos de Fórmula Uno que en pocos días participarían en el Gran Premio de México y destacaron la presencia de las mejores escuderías, autos y pilotos en una gran carrera que podría definir el campeonato mundial.

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Intempestivamente, sin avisarle a nadie, Pablo hizo su aparición en el autódromo de la Magdalena Mixhuca, donde se llevaría a cabo la carrera y donde los diferentes equipos estaban ya entrenando. Las graderías estaban bastante concurridas de un público expectante, ávido de presenciar los entrenamientos de sus ases favoritos. Haciendo uso de su gafete de periodista de televisión, Pablo logró introducirse hasta los pits, donde Robert Maxon estaba dando las últimas instrucciones a Lawrence Taylor, el piloto número uno de la escudería y compañero entrañable de Philip. Por un instante Pablo se sintió inseguro, sintiendo que estaba cometiendo un error y estuvo a punto de retirarse, pero un sentimiento de rebeldía volvió a apoderarse de él y avanzó hacia Maxon completamente decidido, ignorando el gesto de impaciencia del inglés al ser interrumpido por un miembro de la prensa en el momento más inoportuno. – Lo siento, señor… Bórquez –dijo, después de leer el gafete de prensa que portaba Pablo –, pero en este momento no puedo conceder ninguna entrevista. Quizá más tarde, cuando hayamos terminado… Pablo sonrió, un poco embarazado. Conocía perfectamente la proverbial reticencia de su amigo a ser entrevistado. Después, recobró el dominio de sí mismo y se enfrentó a su ex-compañero. – Lo entiendo, Bob, pero yo no estoy aquí para hacerte una entrevista. Esto es mucho más serio y tengo que hablar contigo. Visiblemente molesto por el tuteo de que era objeto por parte del periodista, Maxon se excusó balbuceando unas palabras casi ininteligibles y se dio la vuelta, dispuesto a alejarse, pero la mano de Pablo lo detuvo en seco, impidiéndole seguir su camino. Sorprendido por la poderosa fuerza de su interlocutor, el inglés giró furioso, dispuesto a responder a lo que consideró una agresión, pero rápidamente Pablo lo detuvo. – Sé que no me reconoces Bob, pero te aseguro que en el pasado he sido uno de tus amigos más queridos. El perfecto inglés londinense del periodista, hizo reaccionar sorprendido al capitán del equipo, que se le quedó mirando con una expresión de total desconcierto. – Discúlpeme, pero… creo que no entendí bien, yo nunca antes lo había visto. – ¿Estás seguro, Bob…? ¿Y si te dijera que aún conservo en Londres el amuleto que me diste antes de empezar la carrera de Monza para que me diera suerte…?

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– Lo siento –murmuró Maxon cada vez más desconcertado –. ¿Cómo sabe de ese amuleto…? Yo se lo di a un gran piloto y amigo mío, Philip Ryan, en su reaparición después de sufrir un accidente. – Así es, Bob, tienes buena memoria. Me lo diste en los pits para darme valor. ¡¿No lo entiendes…?! –gritó desesperado –. Estoy tratando de decirte que… ¡Yo soy Philip Ryan…! Sé que es muy difícil de entender, pero te juro que es la verdad. Maxon palideció intensamente, pensando que estaba ante un loco peligroso y volteó a su derredor en busca de ayuda. – ¿Philip…Ryan...? Ah, claro –dijo, esforzándose por sonreír –, perdona, pero no te había… reconocido. Tú sabes… con la tensión… – Por favor, Bob, no me sigas la corriente –exclamó Pablo cada vez más angustiado –. Lo que te estoy diciendo suena absurdo, pero es la verdad. Después del accidente en Inglaterra fui llevado al hospital. Cuando recobré el conocimiento, me encontré de pronto en otra ciudad y en un cuerpo que no era el mío. Pero aunque yo mismo no me reconozco, te juro que yo soy Philip Ryan, tu amigo y tu piloto de fórmula uno. ¿Me puedes creer…? – ¡¿Está usted loco…?! ¿Cómo piensa que puedo creer una afirmación tan… estúpida…? – Porque es la verdad y te lo puedo demostrar. Hay algo que tú me diste cuando gané el Premio de Mónaco: Una medalla. Nadie lo supo, porque estábamos solos. Esa medalla tenía grabada la imagen de un dragón irlandés. Lo cargo en cada una de mis carreras. Bob lo miró estupefacto y preguntó interesado: – ¿Cómo sabe eso…? Yo nunca se lo dije a nadie. – Meses después, cuando estuvimos en Alemania, te salvé de casarte con Frida Schulemberg, una austriaca por la que pareciste enloquecer. Eso tampoco lo supo nadie, únicamente tú y yo. – ¡¿Qué es esto…?! –exclamó Maxon furioso –, ¿se trata de una broma, verdad…? Acaso… ¿Está Philip aquí…? Exasperado, Pablo lanzó una maldición, en tanto que Maxon parecía cada vez más desconcertado. ¿Cómo era posible que este hombre supiera tanto de su amigo y de él mismo…? Se controló y dijo sarcástico: – Un día, estaba yo nadando en la casa de Philip, en Inglaterra, y me preguntó por una marca que tengo en una parte del cuerpo. ¿Recuerda en qué lugar…? – ¿Una marca…? –preguntó Pablo indeciso –. Pues… no… francamente no lo rec… ¡Sí, tienen una marca en la espalda, cerca de la cintura…!

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Dijiste que era algo así como… un sello de familia, o algo por el estilo, ¿No es verdad…? Esta vez Maxon se quedó mudo, estupefacto, sin atinar a responder. Después murmuró con voz trémula: – ¡Santo Dios! ¿Cómo puede saber una cosa así…? Pablo, cada vez más exaltado, empezó a hablar atropelladamente, dejando que se desbordara toda la excitación que lo embargaba. – ¿Te das cuenta que soy realmente Philip Ryan…? El rostro de Maxon adquirió una palidez cadavérica. Trató de hablar, pero su asombro era tan grande que no pudo articular palabra. Finalmente logró murmura. – N… no… esto no puede ser… es lo mismo que él dijo… y… – ¡¿A qué te refieres…?! –explotó Pablo sacudiéndolo por los brazos, desesperado. – Cuando fui al hospital a ver a Ryan, después del accidente, y empezó a recobrar el conocimiento, Philip empezó a delirar, jurando ser otra persona y hablando en español, cosa que desconcertó a todos los médicos, quienes pensaron que… había perdido la razón. Pablo, en el paroxismo de su excitación, aun sujetándolo por los brazos preguntó: – ¿El nombre…? ¡Dime el nombre de la persona que afirmaba ser! – Pues… n… no creo recordarlo… –dijo Maxon, impresionado por la vehemencia de su visitante. – Por favor – exclamó Pablo sumamente nervioso – ¿No sería…Pablo Bórquez…? – ¡Ése…! ¡Ése era el nombre, Pablo Bórquez…! Ahora lo recuerdo – dijo, mientras sus ojos se clavaban en el gafete que Pablo portaba en el pecho con su nombre –. ¡Usted… usted es ese hombre…! – No… yo soy Philip, tu amigo, el que por lo visto intercambió su personalidad con ese hombre de Londres, que debe estar pasando por el mismo infierno que yo estoy viviendo aquí. Hizo una pausa y preguntó: – ¿Puedes ahora creer en mis palabras…? Sin saber qué contestar y sintiéndose en medio de un torbellino de emociones, Maxon sólo atinó a murmurar: – Juro que no entiendo una sola palabra de todo lo que hemos hablado. Yo creí en ese momento que Philip se había vuelto loco, pero ahora, después de lo que usted acaba de decirme… ya no sé qué creer. – Cree en mí Bob, en la amistad que hemos conservado durante todos estos años, en las confirmaciones que te darán los médicos que me han atendido. ¡Yo soy Philip, tu piloto número dos…! El que quiere correr

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uno de tus carros para demostrarte que cada una de mis palabras es la verdad. ¡Déjame manejarlo…! – ¡¿Está loco…?! ¿Sabe lo que cuesta un armatoste de esos…? – Por favor, Bob… déjame hacerlo. Hace varios años tú me diste mi primera oportunidad y sabes bien que te la pagué con creces. No quiero recordarte que me debes la vida y que nunca te he pedido un favor a cambio. Bien… ahora te lo pido. Déjame manejar uno de tus autos y quedamos en paz. – Pero es que… es absurdo… yo… – Por favor – suplicó Pablo. – Está bien, hazlo. Debo estar loco yo también para permitirlo, pero… Sólo espero no estarte mandando a la muerte para arrepentirme después por el resto de mi vida. Sin más, se acercaron a los pits, donde Maxon habló una breves palabras con uno de sus ayudantes, que sorprendido de la orden de su jefe, llevó a Pablo el equipo necesario para conducir, mirándolo con extrañeza. El piloto, después de ponerse el uniforme y con el casco en los bazos, subió al auto, con la desenvoltura de quien está totalmente familiarizado con este tipo de vehículos, se apretó el cinturón de seguridad y después de colocarse el casco dio vuelta al encendido. El motor rugió con toda su potencia y a los pocos segundos el Maxon Special arrancó, tomando velocidad de inmediato. En los pits, Maxon y todo el equipo seguían expectantes cada uno de los movimientos de Pablo en la pista, azorados de que su jefe, que era tan estricto, soltara uno de sus inapreciables bólidos a un desconocido. Sin embargo, minutos después, sus expresiones eran de franca admiración al reconocer la pericia demostrada por el piloto, que acababa de hacer el mejor tiempo que el equipo había realizado en los tres días del entrenamiento. Poco después, nuevamente a solas los dos, Pablo preguntó: – ¿Y bien… ya estás convencido…? Maxon, con el estómago aún encogido por la tensión nerviosa, sólo acertó a contestar: – Únicamente porque lo he visto puedo creerlo. – ¿Podemos hablar después del entrenamiento? – No. Véame en mi hotel a las 8:30. Ahí podremos hablar. – ¡Eso que me pide es imposible…! –exclamó Maxon consternado. – Por ningún motivo le permitiría participar en esta carrera. Lo dejé manejar el auto porque me sorprendió y se aprovechó de mí. Pero aunque fueras el mismísimo Philip Ryan lo pensaría mucho antes de

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volver a poner una de mis máquinas en tus manos después de tu accidente. ¿No te das cuenta que mentalmente aún no estarías preparado para esta prueba…? Pablo permaneció callado por un tiempo tratando de encontrar los argumentos que convencieran a su amigo. – Bob… eres uno de los pocos hombres en el mundo que pueden ayudarme. No me niegues esta oportunidad. Si tuviera el menor accidente, te ofrezco hacerme cargo de todos los gastos –se acercó a él y poniéndole una mano sobre el hombro, con gran humildad le suplicó –: ¡Por favor Bobby…! ¡Déjame hacerlo…! No me niegues la oportunidad más importante de mi vida. Maxon se levantó de su asiento y caminó por el salón, evitando mirar a su visitante, que no se había movido de su posición implorante. Después, volvió lentamente hacia él y murmuró: – Está bien… serás mi segundo piloto, si es que logro conseguirte la licencia, cosa que dudo. No comprendo cómo has podido convencerme, pero… acepto tu palabra. Para mí tú eres desde ahora Philip Ryan. Pablo no dijo nada. Se levantó y abrazó fuertemente a su amigo. Ambos estaban profundamente conmovidos. Permanecieron así un instante, y Pablo sólo preguntó: – ¿A qué hora debo estar en la pista…? – A las 8:00 en punto –respondió Maxon –, y sabes cómo exijo puntualidad. Te espero a esa hora para acelerar tu entrenamiento. De acuerdo a su cable de la semana pasada, confirmado el contrato del señor Philip Ryan para gira por Unión Americana. Inicia el 5 de octubre en Carneghie Hall. Acuse recibo. Firmado Lewis Brighton. Con un gesto de rabia, Jos Maylart estrujó el cable que acaba de recibir y lo arrojó al piso. Así que después de todo, el músico lo había traicionado, pero no iba a permitir que el pianista jugara así con él. Lleno de rabia, recogió el papel arrugado, lo metió al bolsillo y salió furioso dispuesto a tener una aclaración con su representado. Media hora más tarde lo encontró en su estudio, ocupado en el bosquejo de una nueva pintura. La mirada de recibimiento de Philip no fue nada cordial, pero no le importó. Ésta no era una visita de relaciones sociales. – Y Bien, Maylart, ¿qué se le ofrece ahora…? Creí que la vez pasada había quedado bien clara nuestra situación. Esta vez Jos no se dejó amilanar. Sacando el cable, se lo acercó furioso a Philip, mientras gritaba con voz aflautada: – Entonces explícame qué significa este cable.

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Por primera vez el rostro de Philip evidenció una cierta sorpresa. Alargó el brazo y tomó el papel que mantenía cerca de su cara su enojado visitante. Después de leerlo, un destello de interés cruzó por los ojos, al tiempo que devolvía el papel despectivamente. – Esto es una tontería. Yo no he enviado ningún cable a esta gente ni tengo la menor idea de lo que implica. Maylart se quedó inmóvil, sintiendo acrecentarse en su interior toda la cólera acumulada desde hacía muchos días. – ¿De qué se trata, Ryan…? ¿Qué clase de juego estás jugando conmigo…? Porque si crees que vas a salirte con la tuya, estás equivocado. No te librarás de mí con una patraña tan absurda. Desde el principio pudiste haberme hablado con la verdad y te habría dejado libre de cualquier compromiso, pero no así, por ningún motivo. ¡Y estoy dispuesto a llegar hasta los tribunales si es preciso! – ¿Eso es todo Maylart…? puede hacer con el cable y con sus amenazas lo que se le pegue la gana. El representante respiró profundamente, quiso decir la última palabra, pero no supo cual emplear. Dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta. Al llegar a esta, giró hacia Philip y arrojó furioso el papel al piso, mientras exclamaba ahogándose de rabia. – No te perderé de vista, Ryan, te lo prometo. Después pareció recapacitar. Recogió con parsimonia el estrujado papel y dando un portazo abandonó la habitación. Ana estaba verdaderamente consternada. – No puedo creerlo, Pablo, no puedes hacer una cosa así. Tú no eres un corredor, ni estás en la forma física para hacerlo. – Como de costumbre, no has entendido nada, ¿verdad…? – ¿A qué te refieres? –repuso ella sintiéndose enrojecer. – A todo lo que a mí concierne –después, sentándose junto a ella la tomó de las manos, hablándole con ternura, como lo haría con un niño – . Ana… ¿No entiendes que soy un piloto de autos de carreras? Y el próximo domingo podrás comprobarlo, como lo hizo hoy Bobby Maxon, el dueño del equipo, que después de verme correr creyó en mis palabras y se arriesgó conmigo, porque le demostré que no estaba hablando con un loco, sino con Philip Ryan, su amigo. – Pero… ¿Y tus heridas, Pablo? – Te aseguro que muchas veces ya ni acuerdo de ellas. Hizo una breve pausa y tomándola de la barbilla le alzó la cara con ternura

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– ¿De acuerdo? ¿Cuento contigo para esto de la misma forma con que me has apoyado en todo momento hasta ahora? Ella trató de sonreír, excitada por el contacto de la mano en su rostro, sintiendo un ardiente deseo de tener sus labios posados en los suyos. Instintivamente, sin casi darse cuenta, lo besó suavemente. Después, cuando las bocas se separaron, se quedaron mirando en silencio, sin atreverse a romper el momento casi mágico que los envolvía. Él fue el primero que habló, destruyendo la ilusión que entre los dos se había creado por un instante. – Estás conmigo, ¿verdad? – Está bien, Pablo, no puedo impedirlo. Sea como sea tú eres el dueño de tu vida y puedes arriesgarla en la forma que quieras. – Bien –replicó él, dando por terminado el tema –. Entonces estaremos mañana juntos en los entrenamientos. – ¡Espera…! –gritó la chica de pronto, visiblemente preocupada –. ¡No puedes correr…! – ¿Y ahora qué es lo que pasa? – Los hombres de Betancourt te están buscando. Si te metes en ese coche de carreras te convertirás en un blanco perfecto para esos asesinos. Es justamente lo que están esperando. – ¡¿Y qué es lo que supones que debe hacer, esconderme por el resto de mi vida?! Tal vez ha llegado el momento de dar la cara y obligarlos a hacer el siguiente movimiento. Eso ayudará a la policía a movilizarse. – ¿Pero no a costa de tu propia vida? –exclamó la joven aterrorizada. – Lo siento, Ana, no puedo huir así. Simplemente… no puedo hacerlo. La idea de ir a México, había germinado en el cerebro de Philip hasta convertirse en una obsesión. Una vez tomada la decisión, hizo rápidamente los preparativos para el viaje. – Tiene usted razón, doctor Pew, no tiene caso permanecer por más tiempo en Inglaterra, sabiendo que en México podemos encontrar otras soluciones y principalmente porque allá estaré en mi país, donde todo me es familiar y no aquí, donde todo me es ajeno, hasta el mismo idioma. – ¿Cuándo piensa partir? –preguntó el médico, mientras sacaba de la cajetilla un cigarrillo. Después, con su parsimonia acostumbrada lo encendió, dándole una vigorosa fumada. – De inmediato. Podemos estar en México el próximo domingo, porque… ¿Usted irá con nosotros, no es así?

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– Sí, desde luego, aunque no sé si sea conveniente la presencia de Helen en el viaje. – Sí, estoy de acuerdo con usted –repuso Philip pensativo –, pero ella insiste en acompañarnos y después de toda la ayuda que me ha brindado no puedo pedirle que se quede. El que desgraciadamente no podrá venir, al menos por el momento, es David. Está preparando una ponencia para un congreso en el que va a participar, aunque tal vez pueda alcanzarnos allá, si es que la situación lo requiere. Philip hizo una pausa y dejó escapar un largo suspiro de preocupación. Después, dijo con una voz que parecía murmullo: – Le confieso que tengo miedo, doctor Pew, un miedo atroz de que las cosas no resulten como espero y que finalmente todo quede como está. Pew lo miró con un poco de pena. Movió pensativamente la cabeza y asintió: – Sí… es una posibilidad. Sin embargo, de la ciencia podemos esperar todo. – Dios lo quiera, doctor –exclamó Philip profundamente emocionado. En el autódromo, Robert Maxon estaba feliz. Tras dos días de entrenamiento, el hombre que decía llamarse Philip Ryan estaba destrozando los tiempos realizados por los demás competidores, ante la sorpresa del público, de su propio equipo y de la prensa especializada, para quien la presencia de Pablo Bórquez causó sensación, y más aún cuando descubrieron que sería parte del equipo Maxon, no habiendo el menor antecedente sobre su experiencia como piloto. Al terminar el entrenamiento se acercó sonriente al piloto y lo abordó de inmediato. – Philip… o Pablo… todavía no sé cómo llamarte. Aún excitado por la velocidad que acababa de imprimir a su bólido, Pablo respondió eufórico: – Philip, desde luego. Ése es mi nombre. ¿Querías decirme algo? – Sí… Philip. Quería decirte que siempre tendrás tu lugar en el equipo y que contamos contigo para la carrera de Sudáfrica. – Lo sé –dijo Pablo lacónicamente y después esbozó una sonrisa de oreja a oreja. Rápidamente, el Boening 727 ganó altura, convirtiendo las luces de Londres en pequeño puntos luminosos que luchaban por sobresalir de la ligera niebla que empezaba a derramarse sobre la ciudad. En su asiento, Philip se mostraba sumamente nervioso ante las situaciones que le esperaban en México y que en unos cuantos horas más iba a enfrentar.

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– ¿Se da cuenta, doctor, que estoy viajando a mi país y que sin embargo llegaré a él como un extranjero? ¿Y que si no llevara pasaporte inglés, no me dejarían entrar? ¡Es… ridículo…! No puedo volver a mi casa con mi gente, ni con mis amigos, para quienes seré un perfecto extraño. ¿Usted me aceptaría, doctor Pew? ¿O tú Helen? La chica permaneció pensativa por unos segundos antes de responder. – Pues… francamente no lo sé. Es posible que no. Con el tiempo… – Pues eso es lo que me espera. Después se hundió en su asiento, con expresión malhumorada, porque sus amigos permanecieron también en silencio, refundidos en sus propios pensamientos. El Maxon Special con el número 23 de Pablo se deslizaba por las pistas a toda la potencia que daba la máquina, haciendo contener el aliento del público, especialmente al entrar en la curva poniente. Desde los pits, Robert Maxon hacía sus anotaciones y llevaba un minucioso registro de cada pequeño detalle que observaba, cuando fue abordado por Carlos y Ana, para hablar con él, de su nuevo piloto. – Lo siento –dijo Maxon disculpándose –, pero en este momento no puedo atenderlos. Como ven, ahora es muy inoportuno y… – Por el contrario –lo interrumpió Carlos decidido –, creo que es el mejor momento para hablar, ahora que Pablo no nos escucha –se detuvo al ver el gesto de contrariedad que apareció en el rostro del inglés, pero rápidamente continuó –: Mi nombre es Carlos Robles, señor Maxon, soy el médico de Pablo. Es urgente que me escuche, antes de que una desgracia pueda ocurrir. – ¿Una… desgracia? –repitió Maxon con un gesto de extrañeza –. ¿De qué está usted hablando? – Como tal vez sepa, Pablo fue herido de varios disparos hace poco más de un mes. Y no estoy muy seguro de que esté totalmente restablecido de esas heridas, que estuvieron a punto de causarle la muerte. – Además –interrumpió Ana con voz nerviosa –, los hombres que hirieron a Pablo están esperando la menor oportunidad para terminar lo que iniciaron. ¡Tiene usted que impedir que se siga exponiendo, señor Maxon…! – Pero… ¿Cómo voy a hacerlo? No puedo ahora excluirlo del equipo, porque lo necesitamos. ¡Mírelo…! Vea la forma como el público sigue cada uno de sus movimientos. Le aseguro que en muy poco tiempo será un verdadero ídolo en todo el mundo. Además… yo no puedo tomar por él una decisión que sólo a él le incumbe.

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– ¡Por favor…! –exclamó Ana desesperada –. Es posible que lo esté mandando a una muerte horrible… Le suplico… – Yo le suplico a usted que no insista, señorita. Y con su permiso… –se detuvo al ver la expresión angustiada de la chica y concluyó con un tono definitivo –: Lo único que puedo prometerle, es hablar con Phil y exponerle lo que acaba de decirme. Si él… – ¡No, por favor…! No le diga que venimos a verlo. Pablo no me lo perdonaría. Si le parece bien, hágalo como cosa suya. ¿De acuerdo…? A regañadientes por estar participando en este asunto contra su voluntad, Maxon finalmente aceptó. – Está bien, señorita, hablaré con él. Después de la violenta discusión tenida con Philip, a quien había representado por cerca de cinco años, Jos permaneció rumiando su rabia durante varios días. Finalmente decidió partir hacia Nueva York y hablar personalmente con Lewis Brighton, director de Musical Enterprices, la empresa que había contratado a Philip. – Puede usted pasar –dijo la secretaria que lo había atendido –, el Señor Brighton lo recibirá en su privado. Las oficinas del director impresionaron a Maylart, que por un momento se sintió inseguro del asunto que había venido a tratar, así que haciendo acopio de valor, trató de aparentar una serenidad que estaba muy lejos de sentir. – Finalmente podemos hablar en persona, señor Maylart –dijo Brighton a manera de saludo, esbozando una agradable sonrisa, e invitándolo a tomar asiento. Después sacó un expediente del que extrajo el contrato de la gira la cual extendió hacia Maylart, acompañado de una carta firmada por Philip. – Aquí tiene el contrato, señor Maylart, sólo falta su firma. En dos o tres días le entregaré sus copias, si es que está en la ciudad o bien la semana próxima, cuando el señor Ryan ha prometido venir, como dice en su carta y como seguramente usted está enterado. – S… sí… desde luego –repuso Jos leyendo rápidamente la carta con la firma de Phil, lo que probaba sin lugar a dudas el engaño del cual el músico lo estaba haciendo víctima. Tratando de no demostrar el nerviosismo y la rabia que lo dominaba, el representante logro sonreír y devolvió los papeles después de haber estampado su firma en ellos –. Aquí tiene, señor Brighton, aunque quizá… – ¿Algún problema? –preguntó el empresario. – N… no creo… sin embargo… quizá Philip no esté perfectamente recuperado para la próxima semana.

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– Pues no es eso lo que dice en la carta –repuso Brighton desconcertado –y preguntó –: ¿Es por eso que su cliente está en la Ciudad de México? – ¿Cómo…? –exclamó Maylart sinceramente sorprendido –. ¿En México? –y tratando de serenarse dijo rápidamente, buscando dar a sus palabras un tono casual –: Estos artistas… usted sabe bien cómo son. Me había dicho Philip que quería viajar, pero por lo visto aprovechó mi ausencia para tomarse más libertades de las que nos permitimos –sonrió ligeramente y dijo, dando por terminada la entrevista –: Bueno, un poco de diversión es tal vez lo que necesita para olvidarse de sus problemas – y haciendo una breve pausa, se levantó despidiéndose –. Gracias, señor Brighton. En unos días más estaremos con usted. Una vez fuera del edificio, Jos se dirigió hacia su hotel, muy ajeno a la grandiosidad de la ciudad que lo rodeaba y al hecho de estar en plena Quinta Avenida, la calle donde soñaba tener algún día su propia empresa de representaciones artísticas. Sin embargo, en ese momento un solo pensamiento ocupaba su cerebro: ¿Cómo podía Philip haber escrito esa carta desde hacía una semana en México, si Jos estaba seguro que el músico no se había movido de Londres desde el momento del accidente? Desconcertado y sin poder encontrar la solución al extraño enigma, llegó al Warwick, el tranquilo hotel al que acostumbraba llegar cuando venía a Nueva York y poco después, al entrar en su cuarto, se dejó caer pesadamente en la cama, sumido en sus profundas especulaciones. Súbitamente un pensamiento cruzó por su mente: ¡El gran premio de México…! ¡La carrera en al que Philip iba a participar…! Instintivamente tomó una resolución: abordaría el próximo vuelo a la Ciudad de México. Después de todo, las cosas empezaban a tener sentido y él no era ningún tonto para dejarse engañar. – ¡Ya lo verás Ryan… ya verás quién ríe al final…!´ – ¿De dónde has sacado esta ridícula obsesión paternal? –preguntó Pablo a Bobby Maxon mientras se quitaba el traje de piloto después del último entrenamiento previo a la carrera –. Desde ayer estás sumamente extraño, mirando hacia todos lados y preguntándome a cada momento si me siento bien. ¡Claro que estoy bien…! De lo contrario, ¿Crees que iba a arriesgarme en una carrera como la de mañana? – Lo que pasa es que… bueno, no deja de preocuparme lo que han publicado los diarios sobre el atentado del que fuiste objeto. Y algunos se preguntan si no te estás convirtiendo en un blanco perfecto para estos hombres que están desesperados, como para atreverse a disparar a un periodista tan conocido como tú.

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– Bien… no puedo negar que eso me preocupa un poco, pero ¿no crees que si pensaran intentarlo de nuevo hubieran escogido hacerlo durante los entrenamientos, casi sin testigos, y no el día de la carrera, en la que además de los miles de espectadores, habrá una sobrevigilancia de la policía? – ¡Por favor…! –exclamó Maxon –. ¡No me vengas con la vigilancia de la policía…! ¿Cuándo han impedido un atentado bien preparado? sólo recuerda cuántos políticos famosos han sido asesinados en las narices de cien policías. ¿No mataron así a los Kennedy y balacearon al mismo presidente Reagan? Incluso al Papa Juan Pablo II. Hizo una mueca sarcástica y prosiguió. –Esta vez no tendrás más protección que la delgada capa de metal de tu auto y tu velocidad. ¿Y dices que no debo preocuparme? – Sí –repuso Pablo –, eso mismo es lo que te pido. Dejemos que las cosas sigan su curso y nosotros dediquémonos a tratar de ganar esta carrera. ¿De acuerdo? – Pues… sí, pero no dejo de reconocer que esta chica y el doctor tenían razón. – ¡¿Esta chica y el doctor?! ¿Estás hablando de Ana Miranda…? Y al ver el gesto afirmativo de Maxon añadió: – ¡Debía habérmelo supuesto! ¿Cómo se iban a quedar con la boca cerrada? Bueno, al menos no influyeron en tu decisión de dejarme correr. – Pues te confieso que aún no estoy tan seguro de haber tomado la decisión correcta. En fin, ya no podemos echarnos para atrás. ¿O sí? – ¡Claro que no…! –exclamó Pablo con vehemencia –. ¡Es increíble que se hayan atrevido a…! –hizo una pausa y pareció recapacitar –. Bueno, después de todo es posible que lo hayan hecho pensando en mi bien y eso no se los puedo reprochar. Por lo visto, son amigos incondicionales de Pablo Bórquez. – Philip… desde hace días quiero hacerte una pregunta. Toda esa historia que me contaste… todo ese relato… fantástico de tu cambio de personalidad… ¿es cierto, o fue tan sólo una muy bien planeada artimaña para conseguir un lugar en el equipo? – Creí que te había convencido, Bobby, porque te hablé con la verdad. Cada una de mis palabras ha sido una horrible realidad que no quisiera estar viviendo. ¿Me crees, Bobby…? Su amigo, visiblemente emocionado, afirmó lentamente con la cabeza. – Sí, Philip, te creo y nunca más volveré a dudar de tu palabra.

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CAPITULO 7 – ¿Tienes todo listo? –preguntó Mario, el lugarteniente de Betancourt, a uno de los hombres –. Ya sabes lo que te estás jugando si fallas. – Tranquilo, Mario, todo está listo. Este hombre es el mejor tirador del mundo. Esta vez Bórquez no lo va a contar. – Más te vale, Zurdo, porque no te quiero perder. – Además, con los rifles que nos acaban de llegar no podemos fallar. Con ellos podemos darle a una mosca a quinientos metros. – Recuerda que su coche irá a una gran velocidad. – Pero en las curvas tiene que frenar y ahí lo acabaremos. Si desde el principio me hubieran dejado hacer el trabajo, Bórquez estaría desde hace mucho haciendo reportajes a los angelitos. Al terminar de hablar, el Zurdo rió a plenos pulmones, muy satisfecho de su sentido del humor. Mario lo miró fijamente sin compartir su entusiasmo. Después, con tono presagioso replicó. – Por tu bien espero que así sea, porque de lo contrario muy pronto serás tú el que estarás en el otro mundo, rindiéndole cuentas a Satán. Una hora antes de llegar a su destino, Philip aburrido, pidió a la azafata un periódico de México. Poco después, sus labios dejaron escapar una exclamación de sorpresa. – ¡Santo Dios…! ¡Miren lo que dice este periódico! Helen y Pew, que estaban adormilados, saltaron como resortes al oír el grito de su compañero. – ¿Qué sucede? –preguntó la joven, alarmada por la expresión que aparecía en el rostro de Philip. – ¡Miren, véanlo por ustedes mismos…! Con las manos temblorosas por la excitación, Ryan les entregó el periódico, que con grandes titulares hablaba del Gran Premio automovilístico de México, acompañando sus notas con una gran profusión de fotografías del autódromo, de los automóviles y los pilotos participantes. De momento, ni Helen ni Pew parecieron comprender, pero Philip señaló una de las fotos, mientras su exaltación iba en aumento.

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– ¡Vean…! ¡El hombre que aparece en la foto…! ¡Soy yo…! ¡¿Se dan cuenta…?! Él es Pablo Bórquez, y va a correr en el Equipo de Maxon. ¿Por qué…? ¿Qué está sucediendo? Mientras Philip hablaba casi desbocado por la emoción, sus amigos miraban ávidamente la imagen de Bórquez, que realmente era muy parecida a la del cuadro que había pintado Philip en Londres. Pew, sin casi poder articular palabra, sólo alcanzó a murmurar: – Es… asombroso… con esto no contábamos. – Pero… ¿Cómo puede haber otro Pablo Bórquez si ese soy yo…? Tenemos que verlo y descubrir lo que está pasando –dijo Philip desconcertado, mientras en su cara podía leerse claramente el estupor que lo dominaba. – Pero… ¿Qué pasará cuando ambos se encuentren? Este hombre no sabe nada de lo que estás viviendo y cuando te le pares enfrene y le digas que tú eres el verdadero Pablo Bórquez… ¿Qué va a suceder? – preguntó Helen horrorizada. – Si yo estoy seguro de ser el verdadero Pablo, él no puede serlo. No pueden existir dos seres iguales al mismo tiempo. ¡No puedes ser! – No, no es lógico –afirmó Pew –, pero… ¿Qué ha sido lógico desde que empezamos este caso…? ¿Qué es lo que vamos a encontrar en la Ciudad de México? – No lo sé –repuso Philip con una voz inescrutable –, pero estamos muy cerca de averiguarlo. En las tribunas del autódromo todo era excitación y movimiento. El público entusiasmo esperaba el banderazo de salida. ¡El Gran Premio de México estaba a punto de empezar! Opacando el clamor de la gente, el rugido ensordecedor de los motores aumentaba por segundos al acelerarse las máquinas, anhelantes de devorar el asfalto de la pista. En unos momentos más se pondrían en movimiento, dispuestos a volar por la gloria o quizá por la muerte. En la primera fila de las gradas, apenas un poco arriba de los pits, Ana y Carlos esperaban ansiosos el inicio de la prueba, desalentados al no haber podido impedir la participación de Pablo en la carrera. – Dios quiera que salga bien librado de esta locura. Estoy aterrada con sólo pensar en la posibilidad de un atentado. – Tengamos confianza. Hay decenas de policías apostados entre la gente y en cada uno de los rincones del autódromo. Es muy difícil que los hombres de Betancourt puedan intentar algo –dijo Carlos no muy convencido, mientras recorría con la vista las tribunas abarrotadas, en un vano esfuerzo por descubrir cualquier situación amenazadora.

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– Carlos… ¿Es cierto que un accidente u otro golpe muy fuerte podría ayudar a Pablo a recuperar su memoria? Carlos sonrió compasivo. – No, claro que no. Al menos no en el caso de nuestro amigo. Otro golpe podría resultarle fatal. De pronto, el griterío de la gente y el rugido de los bólidos opacaron la voz del médico. El juez había dado el banderazo de salida y los estruendosos aparatos salieron disparados, buscando desde el principio una buena colocación en la pista. El Maxon número 23 de Pablo se situó de inmediato en los primeros lugares, casi al parejo de su compañero de equipo, Lawrence Taylor, seguido del 12 de Ayrton Senna da Silva, el brasileño que corría por los colores de la escudería Lotus. Adelante, apenas a unos metros de ellos, Gerhard Berger y Alain Prost peleaban furiosamente el liderato. En la mente de Pablo sólo había una obsesión: ¡Ganar esta prueba a toda costa! En los pits, la emoción corría al parejo que la adrenalina y que la velocidad frenética que Pablo y Taylor estaban imponiendo a la carrera, empujando a los líderes, y Maxon casi no se atrevía a respirar viendo como el bólido de Pablo cortaba el terreno para ganarle fracciones de centímetro a las curvas. Entretanto, en el aeródromo de la Ciudad de México, el avión de la British Airways tomó pista y se dirigió a la zona del descenso de pasajeros. Philip Ryan, preso de gran nerviosismo, fue el primero en salir del aparato, seguido por Helen y Pew y una vez pasadas las formalidades de migración alquilaron un auto y enfilaron con rumbo al autódromo En el rostro de Philip se podía ver claramente cómo la tensión iba en aumento a medida que se acercaban al escenario de la carretera. ¿En unos cuantos minutos se enfrentaría a Pablo Bórquez y descorrería el velo del misterio que lo envolvía? – ¿Estás seguro de que vamos en la dirección correcta…? –pregunto Pew. – ¡Por favor…! –exclamó Philip con tono irascible –, ¿se olvida que estamos en mi ciudad? he venido a este lugar una docena de veces. Ni Helen ni Pew se atrevieron a hacer comentario alguno. Minutos más tarde, los tres penetraban por los túneles de acceso que llevaban a las tribunas centrales, donde las exclamaciones del público y el rugir de los motores resonaban con mil ecos estentóreos. Al entrar al autódromo, Philip comprendió que era demasiado tarde para hablar con Pablo Bórquez. La carrera acababa de empezar.

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Después, al ver la forma temeraria en que Pablo conducía, un estremecimiento recorrió su espina dorsal, mientras seguía angustiado cada movimiento del piloto, con los ojo entrecerrados, incapaz de apartarlos un solo instante del bólido blanco y rojo que llevaba en el lado izquierdo la bandera de Inglaterra. Por su parte, Helen y Pew seguían de igual manera el desarrollo del evento, compartiendo la angustia de Philip y sabiendo todo lo que estaba en juego, empezando por el enfrentamiento de dos hombres desesperados, que defenderían hasta la muerte su propia identidad. Al centrar a la última de las quince curvas de que consta el circuito, Pablo cambió violentamente de velocidad, sentándose de golpe el automóvil, para sacarlo de inmediato rumbo a la recta del fondo, cambiando nuevamente la velocidad al tiempo que hundía el acelerador hasta el fondo. El bólido salió disparado con toda su potencia, mientras a través de la visera de su casco pasaban como ráfaga mil imágenes multicolores alrededor de su centro focal más importante: la pista de asfalto y las ruedas cada vez más cercanas del Williams de Nelson Piquet, que estaba a punto de sucumbir a su ataque sostenido y que se mantenía precariamente en el tercer lugar de la carrera. Philip, al voltear hacia Pew, percibió de golpe a lo lejos la figura de una mujer que lo dejó pasmado. Arriba de los pits, y a escasas filas de donde él se hallaba, estaba Ana, su ayudante. Y junto a ella, Carlos Robles uno de sus mejores amigos. Se disponía a salir hacia donde la chica estaba sentada, cuando fue detenido por Pew, que no comprendía la razón de su intempestivo movimiento. – ¿Qué pasa… a dónde vas? –preguntó mientras trataba de seguir la dirección de la mirada de Philip. – ¡Ahí delante de nosotros! Esa chica… es Ana, mi ayudante… ¡Tengo que hablar con ella! – Espera, por Dios, ¿Qué es lo que vas a decirle, que tú eres Pablo Bórquez y no el que está corriendo dentro de ese auto? Además, estará ahí toda la carrera, así que piensa con calma lo que vas a decir. Philip pareció aceptar la sugerencia del médico y se dejó caer en su asiento, mientras su atención seguía fija en la chica, que no perdía detalle de lo que estaba pasando en la pista. De pronto, casi involuntariamente, se escuchó a sí mismo gritando: – ¡Ana…Ana Miranda!... Al fin sus gritos fueron escuchados por la chica, que giró extrañada al oír su nombre, después de localizar entre la multitud al hombre que la llamaba y le hacía señas, se sintió desconcertada al verse requerida con

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tanta familiaridad por un extraño. Entonces, la joven le sonrió levemente, contestando con una ligera inclinación de la cabeza y volteó nuevamente a la pista. Pero otra insistente llamada del extraño la obligó a voltear de nueva cuenta, extrañada por tanta insistencia, se levantó de su lugar, dirigiéndose desconcertada hacia donde Philip seguía llamándola, tratando de identificar al desconocido. Incapaz de mantenerse esperando, Philip salió a su encuentro, profundamente exaltado, tratando de controlar su nerviosismo exacerbado. – ¡Ana… gracias a Dios que te encuentro…! –exclamó al llegar junto a ella, en perfecto español. La chica, confundida, esbozó una sonrisa insegura, al tiempo que trataba de disculpar su mala memoria. – Lo siento, señor, pero… francamente… no lo recuerdo. ¿Se supone que nos hemos conocido antes? – Sí, Ana, desde luego que nos conocemos y mucho más de lo que puedes suponer, aunque… – Pues… lo siento –repitió la joven –, pero le aseguro que… no puedo recordarlo. Helen y Pew presenciaban la escena, mudos de asombro. Entonces, sonriendo, el médico se acercó, hablando en inglés, por su desconocimiento del español. – ¿De modo que…efectivamente su nombre es…Ana Miranda? La chica, cada vez más confundida, respondió en inglés. – Pues… sí, así es, pero no me diga que también usted me conoce. – ¡Por el amor de Dios, Ana…! ¿No te das cuenta de quién soy? Ana empezó a sentir un intenso miedo ante la vehemencia que mostraba el desconocido. Sin embargo, algo había en sus movimientos que le eran familiares, pero de una manera vaga y atemorizante. – Francamente, no, aunque hay algo que me resulta familiar. Ahora… si me disculpan, quisiera volver a mi lugar. Mi jefe está corriendo en este momento y quiero ver la carrera –concluyó, disponiéndose a regresar a su sitio. Sin embargo, antes de poder hacerlo, Philip la detuvo por el brazo con firmeza, mientras perdía el control por completo. – ¡No…Pablo no está corriendo…! ¡Pablo Bórquez soy yo! ¡Yo soy el hombre herido por Fernando Betancourt…! Con los ojos desmesuradamente abiertos y una terrible angustia atenazándole la garganta, Ana forcejeó desesperada para desasirse de la mano de Philip, al tiempo que emitía un agudo chillido de terror. De

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inmediato, el doctor Pew intervino interponiéndose entre Philip y la joven, que miró a los tres desconocidos con verdadero pavor, mientras Una ola de comentarios se producía entre los espectadores cercanos. – Por favor, señorita Miranda –dijo Pew apenado –, le suplico que perdone al señor Ryan y que al terminar la carrera nos reunamos un momento. Le aseguro que es algo de vital importancia para todos, incluyendo al señor Bórquez. Aterrorizada y perdiendo el control, Ana salió corriendo y volvió a su lugar buscando la protección de Carlos, quien ajeno a lo que estaba sucediendo, no separaba la vista del auto en el que su amigo estaba corriendo. Philip, furioso, estaba a punto de seguirla, pero fue nuevamente detenido por Pew. – Por favor, Philip, déjala en paz. ¿No te das cuenta que lo que acabas de hacer fue demasiado violento para la pobre mujer? Tuvimos suerte que no armara un escándalo. – Sí… tal vez, pero no pude contenerme al verla huir de mi aterrorizada, mirándome como si fuera un loco. – ¿Y qué otra cosa podía pensar al encontrar a un hombre que jamás ha visto y de buenas a primeras a afirma que es su verdadero jefe y no el que va a bordo del automóvil? Ante el peso de las palabras del médico, Philip terminó por aceptar, comprendiendo la amarga realidad: Era un desconocido para su propia gente. ¡En su propio país! Al verla regresar agitada y temerosa, Carlos le preguntó lo que había sucedido. – Tengo miedo, Carlos –respondió asustada –, creo que algo muy malo está sucediendo con esa gente. No lo vas a creer, pero… el hombre que me llamó… acaba de decirme que él es Pablo Bórquez. – ¡¿Qué…?! –exclamó el médico estupefacto –. ¡¿Él dijo eso…?! ¡Dios santo! Tenemos que hablar con ellos. – Pero… puede tratarse de un truco de la gente de Betancourt –protestó ella cada vez más angustiada –. De ese hombre podemos esperar cualquier cosa. – No… no creo… no parece gente sospechosa. Se levantaba de su asiento para dirigirse hacia el grupo de extraños, cuando un alarido de horror del público lo hizo permanecer en su lugar, con los ojos clavados en la pista, donde se había producido una espectacular carambola de tres autos, que después de dar varios vuelcos aparatosos, quedaron diseminados en el asfalto, convertidos en humeante chatarra. Con el alma suspendida en un hilo, Carlos y Ana

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trataron de identificar los números de los autos accidentados, rezando porque entre ellos no estuviese el Maxon 23 de Pablo. Poco después, a través de las bocinas resonó la voz del locutor de la carrera dando los datos de los vehículos involucrados, mientras se escuchaba a lo lejos el ulular de las sirenas de las ambulancias que se dirigían al lugar del accidente, en auxilio de los pilotos heridos. – El Lotus de Jim Grant, el Mc. Laren de Bruno Malta y el Matra de Luigi Grimaldi, han quedado fuera de la competencia. Un suspiro de alivio escapó de los labios de Ana y el grupo de Philip. ¡Pablo Bórquez seguía en la carrera…! Minutos más tarde, los altavoces anunciaron que los accidentados sólo habían sufrido golpes que no revestían mayor gravedad. De inmediato, la bandera verde apareció, hincando que se reanudaba la competencia, a la cual le quedaban cerca de quince vueltas, estando Pablo Bórquez aún en tercer lugar seguido de cerca de su compañero de equipo, Lawrence Taylor, con el número 22. En el tercer piso del pequeño edificio adyacente a la pista, cerca de la entrada a la pista, Mario Romero, el asistente de Betancourt, se acercó sigilosamente al francotirador, quien protegido por las cortinas de la ventana esperaba el momento de entrar en acción. En sus manos, empuñaba un fusil de alto poder, por cuya mira telescópica de alta precisión seguía la trayectoria del auto de Pablo, manteniendo en el centro de su retícula la cabeza de su odiado enemigo. Sólo esperaba la orden de su jefe para disparar. – ¿Por qué no quiere que le meta la bala en la cabeza, jefe? Sería mucho más seguro que darle a la llanta. – Hazlo como te ordené –gruñó el otro hampón con una mirada cruel –. Eso lo hará aparecer como un accidente y dejarán en paz a don Fernando. – Pero no es tan seguro. Ya vio que los que acaban de chocar no se mataron. – De todos modos, hazlo como te lo ordeno –finalizó Mario, haciendo sentir en todo momento su autoridad –. Por lo pronto, no lo pierdas de vista y está preparado para disparar. – No se preocupe, jefe. Considere a Pablo Bórquez muerto desde este momento. – Más te vale, porque es tu vida contra la de él –murmuró el lugarteniente de Betancourt con una sonrisa siniestra en los labios.

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Una extraña euforia se fue apoderando del cerebro de Pablo al acercarse a la final de la carrera y decidió jugarse el todo por el todo. Al entrar a la curva aperaltada, aceleró y rebasó por el lado izquierdo al Mc Laren de Alain Prost, que no pudo evitar la audaz maniobra del Maxon Special. Ya dueño del segundo lugar, Pablo entró como un bólido en la recta del fondo y se acercó lentamente al Beneton de Gerhard Berger, que al verlo venir aceleró al máximo, dispuesto a defender su liderato. Al entrar en la curva principal, antes de la recta más larga de la pista, las marcas de los neumáticos de ambos vehículos quedaron marcadas en el asfalto al derrapar a esa velocidad vertiginosa. Pablo, enloquecido, no retiró un milímetro el pie del acelerador, en un último instante casi suicida que le permitió ir disminuyendo lentamente la distancia del coche que lo precedía. Cinco metros…. Cuatro… tres… En las tribunas, el público enronquecido por los gritos miraba el dramático duelo puesto en pie, mientras la voz del locutor gritaba de emoción y calificaba este final como el más impactante de todos los ocurridos en este autódromo. En la pista, los dos bólidos avanzaban como ráfagas sin dar ni pedir cuartel, dispuestos a salir con la victoria. A unos cuantos metros de distancia, el dedo asesino estaba apoyado en el gatillo, dispuesto a disparar al hacer su aparición el auto 23. Intempestivamente, los dos bólidos aparecieron ante la vista del hampón corriendo lado con lado, pero el auto de Berger cubrió al de Pablo, impidiendo al zurdo efectuar su disparo y arrancando una exclamación de rabia en Mario, al ver lo que estaba sucediendo. – ¡Maldición! Era lo único que nos faltaba –vociferó incrédulo el francotirador, mientras se limpiaba el sudor con el dorso de la mano. – ¿No te dije que el tipo tiene más vidas que un gato…? – No sé quién lo está protegiendo, jefe, pero esto es… increíble… – Cállate y prepárate para disparar, sólo queda otra vuelta, y si es necesario, vuélale la tapa de los sesos… pero sólo que no puedas darle a la rueda. ¡¿Entiendes…?! –rugió la voz estentórea del hampón. – Sí, jefe… claro que sí, entiendo perfectamente –y esta vez su voz sonó como una sentencia. Abajo, en la pista, los dos vehículos estaban entrando a la última vuelta. Pablo, decidido a ganar, hundió a fondo el acelerador, en la curva y con un manotazo, cambió la velocidad. El auto salió proyectado hacia delante haciendo todo lo posible por reducir la ventaja, pero Berger a su vez, con un alarde de su gran experiencia, entró a la primera curva, conservando su liderato.

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Avanzaron zigzagueando por las curvas a toda la velocidad que permitían las máquinas, que parecían a punto de reventar y después de pasar por la tribuna principal, que ardía en ebullición, entraron como expresos a las curvas del fondo, donde el asesino, con una mirada helada los estaba esperando. Rápidamente, los autos entraron a su campo visual. Esta vez el coche de Pablo se descubrió por una fracción de segundo. El centro de la mira se ubicó en el neumático delantero. El dedo oprimió el gatillo en el momento justo, y el neumático pareció estallar en mil pedazos, haciendo perder a Pablo el control del vehículo, que viajaba en ese instante a más de doscientos kilómetros por hora, saliendo disparado hacia el frente, salvándose de milagro de estrellarse con el coche de Berger, que casi no se percató de lo sucedido. Después, el bólido de Pablo inició una serie de trompos aterradores, en medio de los cuales el piloto vio desfilar todo un mundo de angustiosas imágenes frente a sus ojos, mientras las tribunas se convertían en un solo grito de terror. Finalmente, el auto de Pablo se proyectó violentamente contra el muro de contención, saliendo rebotado en medio de una nube de polvo hacia el centro de la pista, donde quedó convertido en un montón de escombros humeante, con peligro de ser arrollado por los carros que le precedían. Un profundo silencio se hizo entre el público horrorizado, mientras las sirenas empezaban a ulular a la distancia y la bandera amarilla hacía su aparición entre los jueces. De pronto, un hombre se desprendió de la tribuna, corriendo como loco en dirección al lugar del accidente, invadiendo la pista y sorteando peligrosamente los autos que aún permanecían en movimiento. Era Philip, que enloquecido llegó al lado del auto despedazado, dentro del cual no se apreciaba el menor signo de vida. Lleno de angustia, logró sacar el cuerpo exánime de Pablo, semiinconsciente, abrió los ojos y los fijó asombrado en el rostro que aparecía sobre el suyo, mirando con una expresión anhelante, como si quisiera decir algo. Después, la negrura volvió a invadir su mente y cayó en el fondo inmenso de la inconsciencia. Súbitamente, un grito de alarma se escuchó entre los hombres que ya estaban ayudando a levantar el cuerpo inanimado de Pablo. – ¡Cuidado… el auto va a explotar…! Sin pérdida de tiempo. Pablo fue subido a la ambulancia, a la que Philip también intentó subir, siéndole negado el paso. – Lo siento, pero no puede subir… ¡Y aléjese… esto va a explotar!

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Sin más, la ambulancia se puso en movimiento, entre las carreras de los presentes que trataban de ponerse a salvo del estallido, que se produjo segundos después, provocando una ola de espanto en las tribunas aún sacudidas por el impacto emocional del accidente. Mientras esto sucedía, los asesinos habían aprovechado la confusión para deslizarse sigilosamente hacia el exterior del edificio que les sirvió de parapeto, dirigiéndose hacia una de las calles cercanas, donde habían dejado su vehículo. Una vez a salvo, rumbo a su madriguera, el rostro de Mario adquirió una expresión de gran satisfacción. – Bien hecho, Armando, hiciste un buen trabajo. No creo que esta vez nuestro odiado enemigo se haya salvado. No después de cómo quedó su flamante carrito de carreras. – Sí –sonrió malévolamente su ayudante –. Tanto el coche como el piloto quedaron convertidos en… chatarra. – Espero que así sea, pero tenemos que asegurarnos. – Despreocúpese, jefe, estoy seguro que ya se terminaron sus problemas. Además, nadie se dará cuenta de que la llanta del coche no se reventó sola, ya lo verá. Todos creerán que fue un accidente, que era lo que quería el señor Betancourt. – Más nos vale –murmuró Mario, mientras un escalofrío recorría su cuerpo al recordar las amenazas del líder de la secta satánica si existía un nuevo fracaso –. No quiero tener que huir como conejo asustado a otro país, donde por lejos que esté nunca me sentiría a salvo del rencor de don Fernando. – Por eso quería meterle el plomazo en la cabeza. Ésa era una muerte segura. – Pero no lo aceptó nuestro jefe. Y no voy a discutir con él. Después ambos permanecieron en silencio, sumidos en sus obscuros pensamientos. En los pits, todo era confusión. Lawrence Taylor consiguió situarse en el tercer lugar general de la carrera, pero ahora todo había pasado a segundo término ante la nube de periodistas que acosaban a Maxon con sus preguntas. – Por favor –exclamó éste, consternado por que acababa de suceder – .Daremos una conferencia de prensa esta noche con todo lo que ustedes quieren saber. Ahora, lo único que quiero es ir al hospital para conocer el estado de nuestro piloto. – Eso quería preguntarle, señor Maxon –dijo Rubén Delgado, el hombre de Fernando Betancourt –. ¿Cómo es que permitió que un novato corriera como miembro de su equipo?

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– ¡¿Novato…?! Bórquez hizo una de las carreras más extraordinarias que he visto en años, como todos se habrán dado cuenta y si finalmente no se llevó el triunfo fue debido a su lamentable accidente, del cual espero salga con bien. Y ahora, si me lo permiten, debo dejarlos. Pero el señor Matters queda con ustedes para contestar sus preguntas. – ¡Maldito seas…! –murmuró Delgado en sus pensamientos al ver desaparecer a Maxon dentro del paddok. Y después de una breve investigación sobre el hospital a donde el herido había sido trasladado, se dirigió rápidamente a él, deseando con todo su corazón que su odioso rival estuviera muerto. A la llegada de Pablo al hospital, los médicos se mostraron alarmados, especialmente debido a sus antecedentes, que todos conocían. Y mientras era atendido de emergencia, afuera la situación era igualmente dramática, por la presencia de Philip Ryan, quien al fin había logrado encontrarse con Ana, la que después de lo sucedido en el autódromo miraba con profundo temor al extraño visitante. – ¡Dios santo! –exclamó la chica desesperada, al ver el silencio que guardaban los médicos sobre el estado de salud de su jefe –. Lleva casi una hora ahí adentro y no sabemos nada. Su nerviosismo era compartido por Philip, que veía incrédulo cómo después de encontrar al hombre que llevaba su cuerpo, estaba a punto de perderlo. Finalmente, decidió acercarse nuevamente a Ana, para quien evidentemente su presencia resultaba atemorizante. – Por favor, Ana, sé que lo que dije en el autódromo debió ser un choque para ti, pero es la verdad. ¡Yo soy Pablo Bórquez…! – ¡¿Está usted loco…?! –exclamó la joven aterrada. – Es… absurdo… lo sé –repuso Philip amargamente –, nadie mejor que yo puede saberlo. Sin embargo, he demostrado en Inglaterra que realmente soy Pablo Bórquez, y hay algunas personas, como el doctor Pew que está conmigo, que está dispuesto a confirmarlo. – Por favor… –murmuró Ana confundida – cada vez entiendo menos. Philip iba a replicar, cuando apareció Carlos Robles por el pasillo, dirigiéndose a ellos. Ana saltó de su lugar y corrió a su encuentro. – ¡¿Cómo está…?! –preguntó ansiosa, mientras se aferraba con desesperación al brazo del médico de Pablo. – Bueno… –repuso éste fatigosamente –, al menos no tan mal como parecía. En realidad su vida no corre peligro, pero está fuertemente golpeado. Aún permanece en estado de shock, y sufre una conmoción cerebral, por lo que estará en reposo por dos o tres días. Hemos

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prohibido toda visita y lo mejor que puedes hacer es retirarte a descansar. Yo te mantendré informada. – Está bien –repuso la chica, aliviada –. Gracias a Dios que está bien. Incluso, por un momento pensé… – Anda… vete a tu casa… y no piense más tonterías. Te llamaré después. Las palabras de la chica murieron en su garganta al ver que el extraño se dirigía hacia ellos, con una actitud anhelante. Y mientras Ana prácticamente huía, Philip se detuvo junto a Carlos quien sin más preámbulos preguntó: – ¿De modo que usted afirma ser Pablo Bórquez…? – Sí, Carlos así es. Del mismo modo que puede asegurarte que tú eres Carlos Robles, médico psiquiatra y que hemos sido amigos desde que éramos niños. El rostro de Carlos se demudó por la sorpresa. La voz de Philip resonó con una seguridad absoluta, hablando de un hecho definitivo, no de una posibilidad. Y antes de poder pronunciar palabra, el visitante continuó: – Como le dije a Ana, no puedo explicar lo que me ha pasado, solo puedo decirte que después de ser herido por los hombres de Betancourt perdí el conocimiento y cuando lo recobré, era yo otro hombre, en un cuerpo distinto y estaba en un hospital en Inglaterra. ¡Y lo peor es que nadie me creyó…! –exclamó con vehemencia –. ¡Y todos pensaban que yo había perdido la razón…! – Es extraordinario… –musitó Carlos moviendo la cabeza con incredulidad –, es… lo mismo que ha afirmado Pablo Bórquez, quien desde hace casi dos meses, jura y perjura que no es Pablo Bórquez, sino Philip Ryan. – ¡Y tiene razón, Carlos! Él y yo lo sabemos. Hizo una breve pausa y agregó, tomando del brazo al médico y llevándolo hacia donde Helen y Pew esperaban, con la expectación pintada en sus rostros. – Carlos, quiero presentarte al médico que me ha tratado en Londres y que me ha acompañado hasta México, pensando que aquí podríamos esclarecer este misterio. Al llegar hasta la pareja, Philip explicó brevemente lo que estaba sucediendo y relató lo que Carlos le había comunicado, y cómo Pablo estaba experimentando exactamente la misma situación que él estaba viviendo. Al terminar, todos se sintieron menos aislados, más unidos, sabiendo que compartían un fenómeno único en la historia del mundo y sintiendo

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que por primera vez contaban con elementos para desentrañar uno de los grandes misterios médicos del siglo. – Bien, –dijo Pew –. Es un hecho que nuestros pacientes, por alguna razón que desconocemos, intercambiaron sus personalidades, pero… ¿Por qué…? ¿Qué fue lo que provocó este cambio tan… insólito? Hizo una corta pausa y continuó, casi hablando consigo mismo. – Creo que si descubrimos la causa, podremos llegar a revertirlo, y hacer que ambos vuelvan a su estado original. Pocas horas después, los médicos del hospital efectuaron varias pruebas a Pablo, tratando de determinar su estado general, ante la exasperación del piloto, que a pesar de los golpes recibidos exigía que lo dieran de alta de inmediato. – Por favor, señor Bórquez –explicó el doctor del Valle –, tiene que entender que los golpes que acaba de recibir pudieron costarle la vida. Aún no sabemos si los traumatismos que recibió en el abdomen no produjeron alguna lesión interna. – Ya me sacaron una docena de radiografías, me hicieron un examen neurológico y varios análisis clínicos. ¿Qué más quiere hacer…? ¿No tiene otros pacientes para distraerse en sus ocios…? Quiero salir inmediatamente de este lugar y si es necesario atenderme después por mi cuenta – Lo siento, señor Bórquez, creo que debería ser usted más razonable – dijo el médico, mientras preparaba una jeringa y se disponía a inyectarlo. – ¿Y eso, para qué es…? –gruño Pablo furioso. – Es tan sólo un tranquilizante. Con esto dormirá usted profundamente. Le aseguro que en dos días más podrá irse a su casa y este nuevo accidente habrá pasado a la historia. Pocos minutos después, Pablo empezó a hundirse en un profundo sopor, en medio de mil imágenes que cruzaban por su mente con rapidez vertiginosa. Entre ellas, vio un rostro que se acercaba al suyo en el momento de salir del coche destrozado. El rostro, pareció flotar frente a él, hasta queda r colocado a escasos centímetros del suyo. Fu entonces cuando descubrió que ¡era su propio rostro…! ¡El rostro de Philip Ryan mirándolo de frente…! ¡Philip Ryan había estado a su lado en el momento mismo del accidente…! Trató de comprender, pero el efecto del sedante le hizo perder la coherencia de sus pensamientos y lentamente se hundió en la inconsciencia, a pesar de los esfuerzos desesperados que hizo por evitarlo.

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Furioso por no haber conseguido un vuelo más temprano, Jos Maylart viajaba de Nueva York a México, mientras su cerebro revolucionado trataba de encontrar las causas por las que Ryan había decidido terminar con su asociación. – Bien, es cierto que en la hora del triunfo se conoce a los amigos – pensó con amargura, recordando tristemente las vicisitudes que ambos tuvieron que afrontar para llegar al sitio que Ryan ocupaba en este momento. Reaccionó con rabia, sintiéndose ultrajado en sus pensamientos, en su amistad hacia Philip y en su actividad profesional. – ¡No…! – decidió. No lo iba a permitir. Lucharía con todas sus fuerzas pero Ryan no se saldría con la suya. Al llegar a México, los encabezados de los diarios hablaban del resultado del gran premio automovilístico de la Ciudad de México y del accidente sufrido por Pablo Bórquez, corriendo por el equipo inglés. Esto confirmaba la causa de la presencia de Philip en este país, en la fecha de la carrera de Fórmula Uno en la que debió participar. Al menos ahora tenía un indicio del lugar donde podría encontrar a su representado. Sin pérdida de tiempo, después de salir del Aeropuerto, tomó un taxi y se dirigió al autódromo Esperando no equivocarse en sus suposiciones, Jos llegó al estadio y se dirigió hacia los pits. Instantes más tarde, el rubicundo director del equipo lo recibió, reconociéndolo de inmediato como el representante de Philip, con el que se había encontrado en varias ocasiones en Inglaterra y en otras partes del mundo. – ¿De modo que está seguro de no haberlo visto…? –preguntó Jos desconcertado –, estaba seguro de que sería usted al primero que vendría a saludar al llegar a México. – Es que… han ocurrido muchas cosas extrañas desde que llegué a este país, y le aseguro que la más extraña de todas está relacionada con Ryan. De inmediato, Maxon relató cómo Pablo, un desconocido demostró un conocimiento increíble de cosas relativas a Philip que sólo éste hubiera podido conocer. – ¡¿Y dice que asegura ser Philip Ryan…?! –preguntó Jos confundido. – Y no sólo lo aseguró –repuso Maxon –, sino que además me lo demostró en la pista, corriendo uno de mis autos en una forma que ni el mismo Philip hubiera hecho mejor, puedo jurarlo. – Es evidente que aceptó la palabra de un lunático, por lo visto muy hábil y que supo embaucarlo.

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– No… no lo hizo. No sé cómo, pero de alguna forma él es Philip Ryan, estoy seguro. Si usted lo hubiera oído, también lo hubiera creído. – ¡Por el amor de Dios…! Claro que no. Por el contrario, lo hubiera desenmascarado inmediatamente, como voy a hacerlo si logro encontrarlo. – Pues muy fácil hacerlo. Está en el Hospital de la Cruz Roja donde fue llevado de emergencia. Rubén Delgado estaba satisfecho. Había conseguido hacer una cita con Robert Maxon esta misma noche y su olfato de periodista le decía que allí había un buen asunto y si lo sabía manejar con inteligencia, podría utilizarlo en contra de su odiado enemigo: Pablo Bórquez. Llevaba ya un buen tiempo esperando a Maxon, cuando este hizo su aparición, tratando de esbozar una sonrisa de disculpa. – Siento mucho haberme tardado, señor Delgado, pero tenía cosas urgentes que resolver y de no hacerlo así no hubiera podido recibirlo, porque debo salir mañana temprano para Inglaterra. Delgado sonrió hipócritamente, estrechando la mano que Maxon le tendió y lo saludó efusivamente. – No se preocupe –dijo en un inglés detestable –, sé lo ocupado que debe estar y no tengo mayor prisa. – Bien, usted dirá –dijo Maxon, sintiendo una instintiva antipatía por el periodista. – Iré al grano directamente, señor Maxon, ¿Cómo es que permitió correr en su equipo a un desconocido, sin la menor experiencia en este tipo de eventos tan importantes y sobre todo tan…peligrosos? Yo conozco bien a Pablo Bórquez y le puedo asegurar que jamás había participado en carrera alguna. Y de pronto, usted lo anuncia dentro de su equipo. ¿Por qué…? – Bien –dijo Maxon con actitud un poco despectiva –. Después de ver la forma en que Bórquez condujo uno de mis autos en la prueba, decidí darle una oportunidad. ¿Qué tiene eso de extraño…? – Mucho. Especialmente porque Bórquez apenas se está reponiendo de un… digamos accidente que sufrió no hace mucho tiempo y según muchos de los médicos que lo atendieron, aseguraron que había quedado perturbado de sus facultades mentales. Delgado, viéndolo titubear, quiso insistir, tratando de extraer toda la información posible y regresó a su punto de partida. – Se ha quedado usted muy pensativo. ¿Se está convenciendo ahora de que tengo razón…? Ese hombre jugó con usted y lo engañó vilmente. Debería ayudarme a descascararlo.

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– No… no… Pablo Bórquez sólo merece mi respeto. Sea lo que sea que exista en su mente, habló con la verdad, y demostró en todo momento su sinceridad y su hombría. Jamás haría yo nada que pudiera perjudicarlo y le repito a usted lo que ya a él le prometí: si él quiere, tiene un sitio muy bien ganado en mi equipo de carreras. ¡Y ojalá que lo aceptase…! Pero desgraciadamente va a dar una serie de conciertos en Nueva York y tal vez no siga corriendo. – ¿Va a dar una serie de conciertos…? ¿Está usted loco…? Bórquez jamás ha tocado una nota, se lo puedo asegurar –exclamó Delgado escandalizado. – Pues según usted, tampoco había manejado nunca un auto de carreras y lo hizo como un verdadero maestro. ¿Tiene alguna explicación…? – No. No la tengo –aceptó el periodista con una expresión malévola en el rostro –. Algo muy extraño está pasando aquí y lo voy a descubrir. Esta vez Bórquez no se saldrá con la suya. – Ya me imaginaba que tenía algo personal en contra de él –murmuró Maxon preocupado –, y su odio me lo confirma, porque eso es lo que siente por él, ¿verdad…? – Sí… –aceptó Delgado –. ¡Lo odio intensamente…! –y su voz sonó como el silbido de una serpiente a punto de atacar –. Y le juro que lo voy a ver destruido, como él trató de hacer conmigo. Al día siguiente, los periódicos publicaron la noticia con caracteres sensacionalistas: “Los peritos encontraron una bala incrustada en la masa de la rueda del auto de Pablo Bórquez.” Se confirma que el productor de televisión fue víctima de un nuevo atentado, que estuvo nuevamente a punto de costarle la vida. Por su parte, Pablo estaba furioso. Después de enterarse del atentado por la televisión, decidió abandonar el hospital la menor oportunidad, de la misma forma que lo hizo la vez anterior, aunque ahora la vigilancia era mucho más estrecha. Mientras tanto, Philip, Helen y Pew, estaban afuera, esperando anhelantes la llegada de Carlos Robles. Sin embargo casi dos horas habían transcurridos y el médico no había parecido. Sumido en un sillón, en la sala de espera, el impaciente inglés miraba a los periodistas sintiéndose cada vez más irritado, muy ajeno a la vigilancia de Rubén Delgado, que no perdía uno solo de sus movimientos, ni los de sus acompañantes. Finalmente, olfateando algo raro en la presencia de esos extranjeros frente a la puerta de Pablo, Delgado se acercó lentamente al doctor Pew, con quién entabló conversación.

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– ¿Así que ustedes también son amigos de Pablo Bórquez…? –preguntó en su deficiente inglés tratando de parecer indiferente. – Pues… no… no exactamente –repuso Pew mientras encendía su enésimo cigarrillo –. Sin embargo… De pronto, Philip levantó la cabeza y al ver al recién llegado reconoció inmediatamente a Rubén Delgado, el hombre al que prácticamente había corrido del canal de televisión y quien era su acérrimo enemigo. Furioso, se levantó y se acercó a él, con una actitud hostil que desconcertó a Helen y Pew por lo inesperado. – ¡¿Qué haces aquí?! –preguntó furioso, al tiempo que tomaba a Delgado por las solapas –. ¡Aquí no hay nada que pueda interesarte, así que déjanos en paz…! Sorprendido, Delgado no atinó a hacer el menor movimiento para defenderse. Después reaccionó y soltándose trató de recuperar su dignidad. – ¿Q…Qué le pasa, amigo…? ¿Por qué me está… agrediendo…? –dijo asustado. – ¡Largo de aquí…! –repitió Philip amenazante, al tiempo que Delgado retrocedía nervioso, sin entender lo que estaba pasando. Después, hizo un visible esfuerzo por recupera la calma, mientras Helen se interponía entre los dos hombres, tan desconcertada como Delgado. – Por favor, Philip, ¿Qué sucede…? El nombre de Philip pronunciado por la chica, fue como un relámpago que penetró de golpe en la mente de Delgado. – ¡¿Dijo usted…Philip…?! ¿De casualidad…Philip…Ryan…? – preguntó Delgado, olvidando las precauciones, y mirando con profundo interés a su agresor –. Usted es el hombre que tanto mencionó Pablo Bórquez, ¿no es así…? Ya se me hacía que aquí había algo extraño, pero… ¿De qué se trata? Al oír las palabras del periodista y dándose cuenta que estaba provocando un escándalo que a toda costa quería evitar, Philip sólo respondió con voz entrecortada por la rabia, en un tono bajo que sólo ellos pudieron escuchar: – Está… equivocado… déjenos en paz… – Por favor, ya lo oyó… retírese por favor, señor –repitió Helen angustiada. – Muy bien –exclamó triunfal Delgado, viendo que el hombre llamado Philip había perdido como por encanto su actitud agresiva –, ya me voy, pero les aseguro que ni ustedes ni Pablo Bórquez se van a librar de mí.

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Después, se alejó, manteniendo a toda costa un aire de dignidad al acercarse al grupo de periodistas, que miraban lo sucedido con curiosidad. – ¿No crees que deberíamos irnos y verlo mañana? –preguntó Helen tratando de calmar la ira de Philip, que aún se traslucía en sus facciones. – ¡No…! En cualquier momento el doctor Robles estará aquí. Tengo que hablar con Pablo Bórquez esta misma noche. ¡¿No lo comprendes…?! ¿Cómo podría posponer un momento que es quizá el más importante de mi vida? – Sí –repuso la chica con voz apagada –, creo que tienes razón. En ese instante Carlos hizo su aparición por el otro extremo del pasillo y se dirigió a ellos rápidamente. Dio una breve disculpa por su retraso y se dirigió al cuarto de Pablo, acompañado de Philip, cuyo corazón golpeteaba furiosamente ante el pensamiento de que en pocos segundos se enconaría con el hombre que de alguna manera estaba usurpando su personalidad y ante el cual estaba a punto de descorrerse uno de sus velos del misterio que los envolvía. Los dos hombres pasaron entre la nube de fotógrafos que estaban apostados en la salita de espera, y Carlos abrió sigilosamente la puerta, tratando de hacer el menor ruido para el caso de que Pablo estuviera dormido, pero se quedó boquiabierto ante lo que vio: ¡El cuarto estaba vacío…! ¡Pablo había desaparecido…! – No está… –pudo apenas murmurar, al tiempo que Philip daba un violento empellón a la puerta, para comprobar por sí mismo las palabras del médico. Después, sin entender lo que estaba pasando, salió corriendo hacia el mostrador de las enfermeras y del médico de guardia, quienes al escuchar la noticia quedaron estupefactos. Fue en ese preciso momento cuando Jos Maylart hizo su aparición en el otro extremo del pasillo del hospital, topándose de golpe con Philip Ryan, que junto con Helen y el doctor Pew, discutía con Carlos Robles el posible paradero de Pablo. Jos, al verlo, gritó furioso contra él, ante la sorpresa de Ryan y de Helen, que a quien menos esperaban encontrar en este lugar era al representante. – ¡¿De modo que era cierto…?! –gritó éste –. ¿Realmente estabas en México, como me dijo en Nueva York el empresario con el que firmaste el contrato para presentarte allá? – ¡Gran Dios…! –exclamó Philip perdiendo finalmente la paciencia –. Por favor, Maylart… ¡Déjeme en paz!

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– ¡Ah, no…! –exclamó Jos furioso, avanzando y tomando a Philip por las solapas del saco, en un movimiento irreflexivo –. No te vas a salir con la tuya, Ryan, te lo voy a demostrar. Philip furioso, logró soltarse de las mano que lo aferraban, y ante el gesto amenazante de Jos, le propinó un recto a la mandíbula que lo derribó al suelo, dejándolo momentáneamente atontado. Con dificultad logró levantarse, con la ayuda de Helen y del doctor Pew, que hasta ese momento no había intervenido en la acalorada discusión. – ¡Te arrepentirás de esto, Philip…! –murmuró Jos con voz ahogada por la rabia –. Después de lo que acabas de hacerme, no habrá un empresario en el mundo que quiera contratarte, ¡ya lo veras…! Sin dignarse siquiera a mirarlo, Philip se arregló las solapas y dirigiéndose a sus amigos, indicó con voz autoritaria: – Por favor… ¡Vámonos de aquí…! Y tomando a Helen por el brazo caminó rápidamente hacia la puerta de salida mientras Jos era rodeado por varios periodistas, entre ellos Rubén Delgado, que inmediatamente se percató de que lo sucedido podría estar relacionado con todo el asunto de Pablo Bórquez. Minutos después, a borde de su automóvil, Delgado, acompañado de Jos, escuchaba el relato de la traición de Philip Ryan, haciéndose eco de la indignación del representante y ofreciéndole la ayuda de su periódico, olfateando una vez más que algo muy importante se ocultaba detrás de todo lo que estaba sucediendo. Después, cada vez más excitado, se enteró de toda la historia de Philip. – ¿De modo que irá a los Estados Unidos, eh…? –preguntó Delgado en tono pensativo y agregó cada vez más entusiasmado por sus descubrimientos –: Es curioso, lo primero que hizo Ryan al llegar a México, fue tratar de hablar con Pablo Bórquez. ¿Por qué…? – No lo sé, pero ese tuvo que ser el único motivo de su viaje. – Lo increíble es que al verme, se me echó encima como una fiera sin razón, ya que nunca antes nos habíamos visto. – Tiene razón… es un hecho muy raro. – Al que debemos seguir la pista, señor Maylart, hasta aclararlo totalmente. ¿Lo llevo a algún lado…? – Pues… estoy alojado en el Camino Real, si no es mucha molestia. – En absoluto. Lo dejaré ahí y muy pronto volveremos a estar en contacto. Creo que en el futuro, usted y yo haremos una buena mancuerna.

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Delgado se sintió feliz. Todo estaba saliendo a la medida de sus deseos. Se vengaría de Pablo Bórquez, y tal vez escribiera un reportaje que lo podría colocar en los cuernos de la luna. Ahora lo importante, era encontrarlo y no volver a soltarlo hasta verlo destruido.

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CAPITULO 8 Minutos más tarde, Philip se paseaba como fiera enjaulada por la salita de la suite que acababa de alquilar en el Hotel Reforma Chapultepec. Los demás, lo miraban con aprensión, dejándolo tranquilizarse. – ¡Cómo es posible que todas las cosas salgan de este modo…! – exclamó incrédulo, sabiendo que había estado a punto de ponerse en contacto con Pablo Bórquez y de pronto el hombre se había esfumado ante sus ojos, dejándolo sumido en este terrible estado de ánimo. Sus palabras fueron interrumpidas por un llamado en la puerta. Rápidamente Helen se apresuró a abrir, apareciendo Carlos y explicando sin más preámbulo: – No tengo muchas noticias, pero al menos parece ser que un barrendero vio algo, aunque estaba a demasiada distancia como para saber con exactitud lo que pasó. Dice que vio salir a un hombre por una de las ventanas del Hospital, aunque no sabe si lo hizo por su propia voluntad o por la fuerza. Sin embargo, también vio a una mujer que manejaba un pequeño auto rosa, en el que ambos se alejaron. Como ven, no existe el menor indicio de que Pablo haya sido secuestrado, ni se encontró en el cuarto señal alguna de violencia. Por lo visto, no nos queda sino esperar a que buenamente reaparezca. – Menos mal –comentó el doctor Pew –, esperemos que eso sea muy pronto. – Mientras tanto –dijo Carlos acercándose a él –, ¿podríamos hablar de todo lo que ha sucedido en Inglaterra? Yo a mi vez les explicaré lo que aquí en México Pablo ha tenido que enfrentar. – ¡Por todos los santo…! –exclamó Philip –. Déjame decirte de una vez por todas, Carlos, que soy tu íntimo amigo, con el que has convivido desde que éramos niños, el que conoce todos y cada uno de los hechos más importantes de tu vida y no pocos de tus secretos, como el que fuiste tú quien puso aceite de ricino en la ensalada del profesor de Anatomía en vez de aceite de oliva y provocaste una estampida al baño de todos sus invitados. Evidentemente impresionado por la exactitud de sus palabras, y sabiendo que nadie sino el propio Pablo sabía lo que había hecho en sus

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tiempos de estudiante, el médico preguntó, tratando de reponerse de la sorpresa. – Y me supongo que recuerdas cuando te regalé el escudo de nuestro equipo, el día que cumpliste diecisiete años. – Sí, lo recuerdo bien, sólo que te equivocaste en una cosa. Tú fuiste quien cumplió años, y yo quien te dio ese escudo. ¿O no es así…? – Sí… es… cierto –reconoció Carlos, pasmado al comprobar la verdadera identidad de su interlocutor. Después, con una voz balbuceante por la emoción agregó –: Así que… realmente… tú eres Pablo Bórquez, mi amigo… en tanto que el hombre que posee tu cuerpo… – Es el verdadero Philip Ryan –dijo Philip –, con el que intercambié mi cuerpo, como seguramente debe haberlo gritado él en todos los tonos, al igual que yo lo hice en Inglaterra. – Es verdaderamente increíble… –murmuró Carlos –. No entiendo lo que pasó. – Nadie puede entenderlo. – Por alguna causa extraña nuestros dos pacientes murieron y una vez muertos, contra toda lógica, ambos volvieron a la vida, pero equivocaron el camino y tomaron cuerpos diferentes. ¿Por qué…? ¿Qué pudo provocar un error de esta naturaleza…? Y lo más importante, ¿Cómo podemos revertir este insólito fenómeno…? – No lo sé aún –confesó Carlos con voz apagada –, pero espero que trabajemos juntos y que uniendo nuestros esfuerzos logremos encontrar la solución. Pero… ¿Qué había sucedido con Pablo Bórquez…? ¿A qué se debía su extraña desaparición…? Furioso por la discusión con el médico de guardia y ante la perspectiva de pasar dos días más en el hospital, tomó el teléfono y marcó el número de Ana, a pesar de la hora tan temprana. La voz de la chica tenía un tono de alarma cuando respondió. – Sí… ¿Quién es…? – Pablo –respondió éste secamente –. ¿Puedes estar por mí en media hora? Quiero abandonar este maldigo lugar y no me dejan hacerlo. Tráeme algo de la ropa que se quedó en tu departamento y… estaciónate justo en mi ventana. – Pero Pablo ¿Por qué no esperas un como más…? – ¡¿Vas a dejar de discutir cada cosa que te pido…?! –rugió su amigo –, si no quieres hacerlo, dímelo y me iré yo solo. – No… no lo hagas. Estaré ahí en el tiempo que me pediste.

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Después, tras de lo que le pareció una eternidad. Pablo escuchó el claxon del auto de Ana y recibió la ropa con la que rápidamente se vistió, saliendo sin dificultad por la ventana y después de asegurarse de no ser visto, abordó el automóvil de su asistente, alejándose a toda velocidad rumbo a casa de Pablo. – No… a mi casa no, esta gente no me dejaría en paz. Tal vez me convendría salir unos días de la ciudad. – ¿Quieres que vayamos al campo…? Tengo mi cabaña en Amecameca y ahí podrías descansar sin que nadie nos moleste. – Entonces… ¿Qué estamos esperando…? –dijo Pablo tratando de sonreír a pesar del dolor que lo dominaba –. Tal vez sea el lugar ideal para desaparecer por unos días. Ana volteó a mirarlo al verlo tan desvalido y quejumbroso como un niño. – ¿No la recuerdas…? Estuvimos ahí hace menos de un año, cuando filmamos… –súbitamente se detuvo, dándose cuenta de que estaba a punto de caer en el mismo error –. ¡Está bien…! Ya lo sé. Tú no pudiste estar ahí porque eres Philip Ryan, no Pablo Bórquez. Como ves, ya me sé perfectamente la lección, aunque por momentos no acabe de hacerme a la idea. El vehículo salió de la ciudad y se encaminó hacia la antigua carretera de Puebla, que mostró la increíble belleza de sus panoramas. –Siempre me ha gustado venir a este lugar, especialmente cuando me enfrento a algún problema. Ahí puedo pensar y tomar mis decisiones con tranquilidad. Estoy segura que te va a gustar. – Sí –repuso Pablo que se estaba quedando adormilado –, espero que sí. La joven lo miró de reojo, preocupada por el aspecto de cansancio que se marcaba en cada una de las líneas de su rostro. Después, se concretó a conducir, sintiéndose revitalizada por el frío, que arreboló sus mejillas y por la belleza del ambiente que la rodeaba, pero sobre todo, por la proximidad del hombre que amaba. Sin embargo, muy pronto sus pensamientos derivaron hacia otro rostro, el rostro de Philip Ryan mirándola angustiado, repitiendo una y otra vez la misma historia: “Yo no soy Philip Ryan, sino Pablo Bórquez, tu jefe, el hombre con el que has compartido muchos años de tu vida.” Y esa imagen se repetía una y otra vez hasta convertirse en una obsesión aterradora, arrojándola a una sima profunda en la que se sentía perdida y desolada. Nuevamente hizo un esfuerzo por controlarse y logró serenarse. Sin embargo, una pregunta iba y venía por su cerebro sin darle la tregua que tanto necesitaba: ¿De quién estaba enamorada, del cuerpo físico de

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Pablo, con que aparentemente había compartido lo más importante de su vida, o de su espíritu, ahora presente en un cuerpo desconocido, cuyo corazón no reconocía…? Sintió que las lágrimas pugnaban por salir de sus ojos, e hizo un violento esfuerzo para dominarse, impidiendo que Pablo se diese cuenta de su angustia. Al fin, después de una hora más de camino, llegaron a la cabaña, ayudando a Pablo a bajar del auto y entrar al acogedor interior de la casita. Casi de inmediato, su jefe se apoderó de la única cama que había, y dejándose caer en ella, se quedó profundamente dormido, manteniéndose así por más de 24 horas. El día siguiente fue de gran actividad. Philip empezó su búsqueda desesperada de Pablo Bórquez suponiendo que estaba con Ana, tal como Carlos pensaba. Después, los tres efectuaron un interminable recorrido de los lugares que Pablo y Ana podían frecuentar sin el menor resultado. Al fin de la jornada, regresaron exhaustos al hotel, descorazonados, esperando encontrar al menos algún mensaje que pudiera darles alguna esperanza. Pero todo fue en vano. A Pablo parecía habérselo tragado la tierra. Incluso la policía, a la que llamaron en busca de noticias, les manifestó su ignorancia sobre su paradero. De pronto, una idea cruzó por el cerebro de Philip. – ¡Claro…! –exclamó –. ¡¿Cómo no se me había ocurrido antes…?! – ¿De qué se trata Philip? – preguntó Helen. – Nos mudaremos a mi casa, es decir, a la casa de Pablo Bórquez. – Pero… ¿Cómo vamos a hacerlo…? No nos recibirán. – ¡Claro que lo harán! – aseguró Philip convencido –. Le escribiré una carta a Marta de la Parra, mi ama de llaves firmada por mí. Ella conoce perfectamente mi letra y mi firma. Y siendo una invitación del dueño de la casa, no podrá negarse a recibirnos. Al mismo tiempo, en el periódico, Rubén Delgado fue llamado por su jefe con relación a la desaparición de Pablo Bórquez. Delgado hizo un poco de tiempo para llamar a Mario, el hombre fuerte de Fernando Betancourt, y saber a qué atenerse con respecto a su desaparición Fue el mismo maleante el que contestó a su llamada, reconociendo su voz de inmediato. – Mario, habla Delgado. ¿Qué hay del asunto… que nos interesa? – Nada –respondió lacónico el pistolero –. ¿No se ha averiguado su paradero…?

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– No, claro que no –dijo Delgado –. Pensé que ustedes lo habían… “invitado” a acompañarnos. ¿Estoy equivocado…? – Tú siempre estás equivocado. ¿no es así…? Esta vez se nos adelantaron, pero apenas lo agarremos… – Sí –repuso irónico el periodista –, ya conozco tu extraordinaria eficiencia. No cabe duda que tu patrón desde Europa, ha de estar muy satisfecho de tu… habilidad. Y cuando hable con él… – ¡Ten mucho cuidado con lo que haces, Delgado…! Nunca has sido santo de mi devoción, pero si don Fernando se entera por ti de lo que sucedió, ya sabes lo que te espera. Así que… ¡Anda con cuidado! Después de colgar, Delgado corrió a la oficina de Zavala, el jefe de redacción, que al oírlo entrar levantó la cabeza y preguntó: – ¿Ya tienes algo nuevo en el caso de Bórquez? – No, jefe, sigue desaparecido. Sin embargo, estoy seguro de que algo muy gordo se está cocinando y tengo al hombre que nos va a abrir las puertas para una gran exclusiva. Ya lo verá. – Más te vale, Delgado, porque si en un par de días no tienes nada, te voy a quitar del caso. Desde el exterior de la cabaña de Amecameca, rodeada de pinos que daban al aire un aroma delicioso, Ana y Pablo miraban embelesados el panorama que los rodeaba. Veinticuatro horas de sueño, habían hecho milagros en él, que ahora se sentía mucho más tranquilo y deseoso de disfrutar de su casi obligado descanso. Frente a ellos, la majestad de los bellísimos volcanes, con sus picos coronados de nieves eternas, se enseñoreaba del lugar, mientras por el lado opuesto, el sol estaba ocultándose, tiñendo las nubes con mil colores distintos, rojos, anaranjados, verdes y violetas, que al impulso del viento se desplazaban lentamente por el firmamento, llenado sus espíritus de la paz que tanto necesitaban. Permanecieron así por mucho tiempo, sin decir una palabra, embebidos en su contemplación y en sus pensamientos. De vez en cuando, Ana volvía los ojos hacia Pablo, en una muda admiración de cada uno de sus rasgos, que daban a su rostro una firmeza y una decisión impresionantes. La contemplación de su persona hizo surgir con más fuerza que nunca el sentimiento que había tratado de mantener oculto, pero al ver ese cierto rictus de dolor en sus labios, deseó con toda el alma sentirse estrechada y ser amada intensa y apasionadamente por él. Al imaginarse los fuertes brazos rodeando su cuerpo, un estremecimiento la recorrió, movimiento que fue captado por Pablo, que atribuyéndolo al aire frío que empezaba a soplar, se acercó instintivamente a la chica y la abrió con sus brazos. Ella no pudo

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contener el temblor que su proximidad le provocó, ante la sorpresa de Pablo, que rozando suavemente con los labios el cabello de la chica, preguntó casi en susurro: – ¿Tienes frío…? Tomada por sorpresa, no supo que responder. Sólo murmuró quedamente un “no” casi ahogado por su propia emoción. Él comprendió de pronto todo el sentimiento que la embargaba y contagiado de la magia del momento, la hizo girar suavemente hasta tenerla de frente, a escasos milímetros de él, entremezclando sus alientos, envueltos súbitamente en una ola de deseo, de una necesidad mutua ineludible. Muy lentamente, sus bocas recorrieron la pequeñísima distancia que los separaba, hasta fundirse casi dolorosamente en un beso, muy dulce al principio, después violento y desesperado, tomando sin medida, conquistando sin tregua, encendiendo el fuego de sus cuerpos, mezcla en Pablo de deseo, necesidad de sentirse protegido, desahogo espiritual y válvula de escape a todas sus tensiones. Para Ana, fue la culminación deseada de un amor largamente negado, aún a sí misma, de una pasión indomable que ahora al fin se desbordaba sin freno, pleno de reconocimiento y sinceridad. Como un torrente de energía ardiente, se aferró con toda su fuerza al cuerpo de Pablo, acariciándole sensualmente el cuello y la espalda. Enardecido, Pablo la levantó entre sus brazos, olvidando los dolores de su cuerpo y entró con ella en la cabaña, depositándola con suavidad en la mullida alfombra que cubría el piso de madera. Con movimientos lentos cargados de una gran sensualidad, que hicieron enloquecer a la chica llena de impaciencia, abrió los botones de la blusa y sus manos penetraron hasta los senos vírgenes, cubiertos por el satín del sostén, abriendo el camino a los labios sedientos que después de recorrer la redondez se apoderaron de los erectos pezones, arrancando gemidos de placer a los labios entreabiertos de Ana, segundos antes de que los hábiles dedos hicieran caer los tirantes del sostén para juguetear dulcemente con los enardecidos capullos, sedientos de caricia y de violencia. Ella, instintivamente abrió los botones de la camisa de Pablo, descubriendo el pecho no muy velludo, posando de inmediato los labios en la dura piel, que la atraía como un imán ardiente. Así, envueltos en una aureola de lujuriante voluptuosidad, los cuerpos de ambos fueron revelándose, hasta que la chica, incapaz de contenerse, arqueó su cuerpo lleno de fuego hacia Pablo, que procedía con una lentitud enloquecedora, haciéndole gritar con cada parte de su ser, su necesidad de posesión. Aún más lentamente, las manos sabias empezaron ahora un

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reconocimiento del territorio conquistado, partiendo del cuello, recorriendo en un sendero de fuego la curva de los senos, jugueteando nuevamente con los dulcísimos pezones, bajando con una lentitud exasperante por la cavidad del vientre, rozando la penumbra ensortijada del vello oscuro, hasta apoderarse del interior de los muslos como un reflejo imposible de detener, se abrieron voluptuosamente revelando la anhelante y húmeda intimidad. Nuevamente el cuerpo de Ana se arqueó incontenible en su inminente demanda, acariciando casi con rabia el cuerpo descubierto de Pablo, clavando ansiosa las uñas en su espalda, exigiendo y entregándose en una capitulación total de su voluntad, entre violentos estremecimientos y gemidos de placer, que se vieron colmados al momento de la completa posesión. En un instante, sus sensaciones, atenazadas por el ardiente deseo, se fundieron en una, al ritmo acompasado de sus movimientos, hasta elevarlos al más puro y sublime éxtasis, en una sensación que parecía estar a punto de arrebatarles la vida, para dejarlos caer después en una lasitud profunda, increíblemente profunda, que los envolvió con su manto pleno de negrura, como si tuviera miedo de que alguno de los dos comprendiera las cumbres de la pasión que habían escalado. Después, los dos quedaron inmóviles, dormidos, refugiados entre sus brazos, en la inconsciencia maravillosa del sueño sin límites, terminando así su maravillosa noche de amor. El lujoso automóvil rentado por Philip se detuvo ante la reja del jardín de la enorme mansión, situada en el Pedregal de San Ángel, una de las zonas residenciales más exclusivas de la ciudad. Al anunciar su presencia por el interfón, las rejas se abrieron electrónicamente, dando paso al elegante vehículo. Poco después, la puerta de la casa se abría, apareciendo Marta de la Parra, que miró con clara desconfianza a los recién llegados. – Pues… francamente… lo siento, pero don Pablo no está, y… bueno, él es muy especial cuando no está en la casa, y… – Sí –contestó Philip sonriente, deseando poder abrazar y besar cariñosamente a su fiel compañera de tantos años. Después sacó la carta escrita por él y la entregó al ama de llaves. – Lo sé perfectamente. El mismo Pablo me lo advirtió y me dio esta carta para usted. Como verá, le pide que nos dé alojamiento mientras vuelve, cosa que sucederá tal vez en… un par de días. Sorprendida la mujer abrió el sobre y leyó nerviosamente, tras lo cual esbozó una sonrisa forzada, mientras decía: – Pues sí… esta es su letra y desde luego su firma.

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Pareció meditar sobre las consecuencias de lo que iba a hacer y con un ademán cordial los invitó a pasar, llamando a Pepe, su sobrino, para que ayudara a los recién llegados a meter sus equipajes. – ¿Cuánto tiempo dijo que estaría aquí…? –preguntó la señora aún confundida… – Hasta que regrese el señor Bórquez – repitió Philip, admirando el interior de su casa tan amada, de la que había estado ausente desde el día del atentado –. Espero que no seamos una carga pesada para usted – añadió pasando afectuosamente el brazo por los hombros de la mujer, lo que la sorprendió de gran manera, por ser la forma en que Pablo la trataba y porque había un algo, que no podía definir, que le era familiar en este recién llegado, que instintivamente le inspiraba confianza, cosa que muy pocas veces sentía por los desconocidos. – ¿Usted nunca ha estado antes aquí, verdad señor…? –preguntó visiblemente desconcertada, como tratando de recordar. – Pues… no… y… sí, pero eso ya lo discutiremos más adelante y le aseguro que la voy a sorprender, Martita. – ¿Martita…? Qué extraño –repuso ella –, sólo Pablito, es decir… el señor Bórquez me dice así. – Sí… estoy seguro de ello –respondió Philip conmovido –. ¿Podría mostrarnos nuestras habitaciones…? Ha sido un día sumamente pesado y quisiéramos darnos una ducha antes de… cenar. El ruido del timbre cortó sus explicaciones. Era Carlos, que llegaba apresurado. – Siento mucho no haber estado aquí para recibirlos, pero… al menos veo que ya se han presentado. – Sí –dijo Philip divertido –, hemos sido recibidos por esta mujer que es un verdadero… “talismán de la suerte” –añadió con tono intencionado, lo que produjo una nueva reacción de sorpresa en la mujer, que con el ceño fruncido exclamó: – ¡Eso mismo me dice don Pablo, que soy su talismán de la buena suerte…! ¿Cómo lo supo? – Coincidencias, simplemente coincidencias –repuso Philip sonriendo, sabiendo que la mujer jamás aceptaría la versión de que estaba ante Pablo, el dueño de la casa. Más tarde, los recién llegados se reunieron en la espaciosa estancia, donde Philip empezó a explicar la procedencia de algunos de los objetos que decoraban el lugar, ante la conmoción de Carlos Roblés, que aún conservaba una cierta reticencia de aceptar por completo las afirmaciones del inglés sobre su verdadera identidad.

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– Esta pieza –dijo Philip mientras mostraba un pequeño koala –, nos fue entregada en Australia después de hacer un reportaje sobre unos niños que padecían una rara enfermedad, que sólo en México había sido curada. Y dije “nos fue entregada”, porque Carlos recibió una igual, ya que él fue el médico que realizó los trabajos que culminaron con la erradicación de esa enfermedad entre los nativos del norte del Lago Eyra. ¿Recuerdas, Carlos? – Sí, desde luego –repuso el aludido un poco sorprendido –. Por cierto, debo confesar que Pablo se mostró “más que interesado” con una de las nativas de la tribu, una mujer de excepcional belleza. ¿La recuerdas…? – Sí, creo que sí… –contestó Pili, dándose perfecta cuenta de la intención que llevaba la pregunta –. Creo que se llamaba Eyra, como el propio Lago donde vivía, cuyo padre es el jefe de la tribu. Después, Philip señaló una fotografía, donde Pablo aparecía con su amigo en uniforme de futbolistas, cuando apenas eran unos jovencitos. La miró con una gran sonrisa en los labios y queriendo remarcar perfectamente la identidad, volvió a preguntar a Robles: – ¿No te trae grandes recuerdos esta fotografía…? –después giró hacia Helen y Pew y explicó con un tono de nostalgia en la voz –: Teníamos dieciséis años y acabábamos de ganar el partido final del campeonato. Esta foto fue la última que tomó mi padre antes de morir. Pocos días después, sufrió un terrible infarto y murió. – Lo que a mí me decidió a convertirme en médico –confirmó Carlos Robles apesadumbrado, sin cuestionar en lo más mínimo las explicaciones de su amigo. Se hizo un silencio en la sala y finalmente el joven doctor añadió: – Es increíble lo que está sucediendo con nuestros amigos, doctor Pew. – Sí, es innegable que lo que ambos afirman es completamente cierto. Ahora lo importante es decidir lo que debemos hacer. El frío de la montaña se filtró por las rendijas de la cabaña, provocando en Ana un estremecimiento y buscó refugio en los brazos de Pablo, pero su lugar estaba vacío. Sorprendida, alzó la cabeza, buscando en las penumbras de la estancia y lo vio de pie, mirando el hermoso amanecer a través de la vidriera de la ventana. Arrebujándose en la gruesa cobija que la cubría y sintiéndose frustrada por su ausencia, Ana se levantó, manteniendo la cobija para cubrir su cuerpo desnudo, y se acercó cariñosa al lado de Pablo. – ¿Qué sucede, te sientes mal…? – No, simplemente estaba admirando el amanecer. Es un bello espectáculo. Francamente hacía mucho tiempo desde la última vez que

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vi una cosa semejante –añadió, pero en su voz, la joven percibió un tono que la puso en guardia. – Por favor –insistió –, sé que algo no está bien. ¿De qué se trata…? Él la miró con dulzura, pero en el fondo de sus ojos, Ana percibió un ligero velo que enturbiaba su mirada. – No sé si pueda explicarme, o si tú puedas entenderlo, Ana, porque yo no acabo de entenderme a mí mismo. Yo… quiero… decir… lo de anoche fue maravilloso. Me hiciste sentir algo, que jamás me había dado mujer alguna. Te diste… a ti misma, con una verdad y una entrega total que me avergüenza, porque no actué de la misma forma limpia y pura que tú. – ¡No… no es verdad…! El amor que me hiciste sentir no pudo ser fingido… –exclamó la chica angustiada. – Claro que no, porque no lo fue. Fui contigo tan integro como pudo serlo Philip Ryan. ¿Entiendes…? Porque el hombre que fue tan feliz contigo fue realmente él y no Pablo Bórquez, de quien tú estás enamorada… y aunque fue una de las más hermosas experiencias de mi vida, nunca pude suponer que tú… fueras… – ¿Virgen…? –completó la frase con voz dolorida. – Sí… tú guardaste esa ofrenda para otro hombre, al que a veces he llegado a odiar con toda mi alma, por haberme arrebatado mi verdadera identidad. Pero… ¿Cómo podrías entenderlo, si eso llevaría aparejado el reconocimiento de tu error? – Te equivocas, Pablo… o Philip… o como quieras llamarte. Yo te amo a ti, al hombre que tengo en mis brazos, aunque hayas surgido de pronto, casi como un sueño, o como una aparición –su voz adquirió un tono suave, lleno de ternura, que se convirtió casi en una súplica –. Por favor… no me dejes… tú… mi amor, quien quiera que seas. – ¡¿Pero no te das cuenta de que estás enamorada de un imposible…?! Yo… no existo… en realidad. ¡Pablo tampoco…! Los dos somos parte de una existencia equivocada, que tal vez viva en este momento, pero de pronto, se podría esfumar ante tus ojos, si logramos resolver nuestro problema, y tú… te quedarás amando a un ser inexistente, que vivió fugazmente y desapareció de este mundo, sin la menor esperanza de volver a encontrarlo. – ¿Y si… las cosas no vuelven nunca a su normalidad…? ¿Si nunca vuelves a ser el Philip Ryan que aseguras ser…? – En este caso te habrás enamorado de un ser amargado, que tal vez maldecirá cada instante de una existencia falsa y quien quizá podría no tener sitio en su alma… para el amor…

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– Entonces… yo estaré a tu lado, para infundirte nuevamente ese amor, amor por la vida, fuerza para ayudarte a encontrar el valor de vivir a pesar de la adversidad, que te llenará de la ternura necesaria para conmover tu espíritu amargado por esta situación absurda que estás viviendo. Ahí, y a cada instante me encontrarás, y algún día no podrás negar que mi amor logró redimirte. Pablo permaneció en silencio. Incapaz de herir sus sentimientos, le acarició suavemente el cabello, mientras la miraba con una gran dulzura. – Eres una mujer buena, Ana y no te merezco, pero voy a tratar de no defraudarte nunca, aunque no quiero que tomes mis palabras como un compromiso. – Está bien, Pablo –respondió la joven con voz muy queda, conteniendo a duras penas las lágrimas que pugnaban por salir –. Estoy de acuerdo. Sólo te pido que seas siempre muy sincero conmigo, sientas lo que sientas y suceda lo que suceda. – Claro que sí, Ana… querida Ana… así será… te lo prometo. Dos horas más tarde, Ana regresaba del pueblo cercano después de haber comprado algunas provisiones, cuando descubrió a Pablo tomando el sol en el pasto, en un rincón del jardín. Después de dejar las cosas en la alacena, salió a su encuentro y descubrió que estaba profundamente dormido. Empezó a alejarse tratando de no hacer ruido, pero fue detenida por el tobillo y obligada a regresar. – Lo siento, creo que… te desperté. – No estaba dormido –repuso Pablo sentándose y atrayendo a la chica hacia él –. Estaba recordando el momento del accidente. Pasó algo muy extraño, que no acabo de explicarme. – ¿Por qué, de qué se trata…? – Después del choque, al detenerse el auto, quedé completamente aturdido, incapaz de efectuar el menor movimiento. Pero mi mente me gritaba que me saliera del auto, porque en cualquier momento podría estallar. Aun así, hice un gran esfuerzo para incorporarme y no pude hacerlo. Creo que en ese momento empecé a perder el conocimiento, porque todo se volvió negro a mí alrededor. No sé cuántos minutos pasaron, pero cuando volví, al abrir los ojos, estaba acostado en el suelo en la pista, a un lado del coche hecho pedazos. ¡Y de pronto, al alzar los ojos, un hombre estaba hincado junto a mí, mirándome asombrado, y tenía mi propio rostro, que me miraba con una expresión atónita! –hizo una pausa y continuó –: ¡Te juro que es verdad…! Yo estaba frente a mí mismo, con mi verdadero rostro, el rostro de Philip Ryan, tratando de decir algo que no comprendí, porque volví a quedar inconsciente.

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Después, en el hospital, esa cara apareció una y otra vez en mis sueños, acusándome de haberme apoderado de su espíritu y exigiéndome que se lo devolviera. Fue… una pesadilla espantosa, que cada noche se vuelve a repetir… –hizo una pausa y se mostró atormentado por las imágenes que a toda costa quería alejar de su memoria –. ¡Es terrible, Ana…! – Ese rostro… el rostro del hombre que viste, no es producto de tu imaginación –dijo Ana nerviosa –, él estuvo realmente en el autódromo el día de la carrera. – ¡¿Qué dices…?! –preguntó Pablo exaltado, atrayéndola violentamente hacia sí., casi sin control de sus actos. – Pues… poco después de haber empezado la carrera, apareció un hombre… Dijo que él era… Pablo Bórquez. Yo… me asusté y corrí, sin entender lo que sucedía. – ¡¿Qué pasó después…?! –exclamó Pablo cada vez más exaltado. – Cuando ocurrió el accidente, el hombre corrió hasta donde estaba tu coche despedazado. Él fue quien te salvó. – Entonces… –murmuró Pablo azorado – lo que vi fue real, no producto de mi imaginación, ni una pesadilla que vuelve a mi mente en cada momento. ¡Ese hombre está aquí… en México…! – Sí, así es. Estuvo después en el hospital para verte. Él también estaba muy exaltado y volvió a decir que él era el verdadero Pablo Bórquez. Yo estaba tan aturdida, que no pude hablar con él, pero Carlos sí lo hizo. – ¡¿Carlos…?! ¡¿Él habló con el…?! ¿Y qué le dijo? – No lo sé. No volví a verlo después de eso. A la mañana siguiente me llamaste, es decir, ayer, y… al verte tan mal me olvidé y… – ¡¿Te olvidaste…?! –protestó Pablo furioso –. ¡¿Te das cuenta de lo importante que es eso para mí…?! ¡Tenemos que volver a la Ciudad de México y localizar a ese hombre inmediatamente…! ¡Él también ha de estar loco de angustia tratando de encontrarme! ¡Dios santo…! ¿Cómo pudiste callar una cosa así…? Al verlo levantarse con un movimiento casi felino, ella hizo lo mismo y corrió para alcanzarlo al momento que entraba en la cabaña. – ¿Qué vas a hacer…? –preguntó nerviosa, viéndolo dirigirse hacia el teléfono y marcar con rabia un número. – Hablaré a mi casa, para decirle a Marta que voy de regreso y que localice urgentemente a Carlos. Poco después, la voz de Marta sonó por el otro extremo de la línea. Al oír a Pablo, la señora suspiró aliviada, sin poder interrumpir el torrente de palabras que su jefe le dirigió. – ¿Entendiste, todo lo que te dijo, Marta…? –preguntó Pablo ansioso.

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– Sí, Pablito, pero… hay algo que debes saber y no me has dejado hablar –replicó la señora de la Parra –, y como tú no estabas… – Nada más importa, Marta, por favor, sólo haz lo que te pedí. – Es que hay algo que tienes que saber y para mí… es muy urgente. Por favor, déjame hablar. – ¡Con un demonio, Marta, ya me lo dirás cuando llegue…! – Bueno… está bien, de cualquier modo, le diré a los señores que invitaste a tu casa que ya vienes para acá. – ¡¿Los señores que invité a la casa…?! Pero… ¿De qué diablos estás hablando…? ¡Yo no invité a nadie a la casa…! ¿Quiénes son esas gentes? –preguntó, pensando en los esbirros de Betancourt y poniéndose inmediatamente en guardia. – Unos ingleses –respondió ella nerviosa –, me enseñaron la carta que escribiste y como… era tu letra… y tu firma… y parecen tan decentes… pues yo… creí… – ¡No creas nada…! Habla de inmediato a la policía y pide ayuda sin que esos hombres se den cuenta de lo que haces. – Está bien – dijo ella angustiada –, pero no te preocupes, el señor Philip no está, creo que te sigue buscando. – ¡¿El señor Philip…?! ¿Philip Ryan…? ¿Es ese el hombre que está en la casa…? –volvió a preguntar Pablo casi a gritos, más exaltado que nunca. – S… Sí… ése… y una muchacha… Helen… y… – ¡Por favor...! –exclamó enloquecido –, detenlos… no permitas por ningún motivo que se vayan. Y olvídate de la policía. Yo llegaré en una hora. ¡Dile a Carlos que lo espero con nosotros! – ¿Y si no vuelve el señor Philip? – ¡Tiene que volver! –exclamó Pablo angustiado –. ¡Creo que lo encontramos, Ana! –gritó emocionado cuando colgó la bocina –. ¡Está en mi casa! ¿te das cuenta…? Dos minutos después, el pequeño automóvil se dirigía vertiginosamente hacia la Ciudad de México conducido por Pablo, en lo que a la joven le pareció una nueva edición de la carrera donde Pablo había estado a punto de perder la vida. – ¡Viene para acá…! –gritó el Zurdo a su cómplice, en el interior del poderoso auto negro estacionado cerca de la reja de la casa de Pablo Bórquez, donde el hampón acababa de interceptar la llamada de Pablo a Marta de la Parra.

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– ¿Estás seguro de que era él? –preguntó el hombre sentado junto al Zurdo, un hombre de aspecto patibulario y dueño de una expresión desalmada. – El mismísimo Bórquez habló, así que le daremos una buena… recepción. El Güero sonrió con una mueca torva, mostrando varios huecos en la dentadura al hacerlo. Sacó un revólver y lo revisó cuidadosamente. Después, satisfecho, volvió a guardarlo y se hundió en su asiento. – Esta vez no fallaremos –murmuró el Zurdo, con su forma de hablar silbante, que hacía recordar el silbido de las víboras. – No te preocupes, Zurdo, ésta vez no se va a salvar, aunque como tú dices, este Bórquez parece tener más vidas que un gato. Pero también los gatos se mueren. Lentamente, el Zurdo acercó el coche a una zona que estaba sumida en una profunda oscuridad, desde donde dominaba toda la reja de la casa. Volvió a mirar la hora con impaciencia y sabiendo que aún tenía que esperar cerca de una hora, se hundió también en su asiento, para no llamar la atención de los escasos transeúntes. Después, a su vez, sacó su automática y revisó el cargador. Todo estaba listo para recibir al odiado enemigo de don Fernando y esta vez no dudaba del resultado de su intervención. En el bar Chapulín del Hotel Reforma Chapultepec, se encontraban Philip y sus dos acompañantes tras otro día de búsqueda infructuosa. – Es increíble como la vida está empeñada en jugar conmigo, especialmente ahora que estaba a punto de encontrar a… “mi complemento… físico”. – Por favor… no debes considerarlo un rival. – ¿Y no es eso exactamente lo que somos? Ambos tenemos algo vital que pertenece al otro y no sabemos si al final uno de los dos tendrá que sacrificarse por el bien del otro. – ¿Sacrificarse…? –preguntó Helen atemorizada –. ¿Por qué…? – No lo sé –respondió Philip con tono siniestro –, pero últimamente he tenido ciertos presentimientos que no he podido desechar, como si algo me dijera… que dentro de poco todo habrá terminado para mí. – No digas eso –exclamó Helen aterrada –. Te vas a curar y después regresaremos a Inglaterra y… – ¿Regresa a Inglaterra?, pero… ¿A qué…? –interrumpió Philip –. ¡Entiéndelo de una vez…! Inglaterra es lo extraño para mí. Ahí nadie me conoce. En cambio aquí en México, muy pronto volveré a recuperar el prestigio que llegué a tener.

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– Pero… ¿Y yo…? –preguntó Helen angustiada –. ¿Yo no cuento para ti? Philip movió la cabeza con tristeza. – Claro que sí Helen, pero… no quiero hacer ningún plan para él futuro hasta no saber lo que va a suceder cuando lo que tenga que pasar haya terminado, entonces será el momento de hablar de nosotros. Antes… creo que sería injusto hacerlo, especialmente para ti. ¿Lo entiendes, verdad…? – No lo sé, Philip… nunca pensé que nuestra vida futura dependería de un tratamiento médico, pero a pesar de todos los problemas que tengamos que enfrentar, estaré incondicionalmente a tu lado, mientras que de alguna forma me necesites. ¿Estás de acuerdo? – Está bien, pequeña, como tú quieras. Hizo una pausa y evadiendo el tema, se levantó de su asiento para buscar un teléfono y llamar a Marta de la Parra. Regresó breves minutos después, visiblemente excitado. – ¡Pablo llegará en cualquier momento a la casa! ¡¿Se dan cuenta…?! Al fin, en pocos minutos nos encontraremos cara a cara. – Tranquilízate, Philip, y deja que las cosas sucedan como tiene que suceder. – ¿Vamos…? –dijo Pew poniéndose de pie. – Vamos –asintió Philip, con la tensión marcada en cada una de las líneas de su rostro. Quince minutos después, Philip se paseaba nerviosamente por la sala de la casa ante la tardanza de Pablo, que ya debería haber llegado. – ¿Está usted segura de que dijo que venía para acá? –preguntó por enésima vez a Marta de la Parra, que estaba sentada al lado de Helen. – Sí, eso fue lo que él dijo. Estoy segura que no debe tardar. – Es que llamó hace más de dos horas y desde la cabaña de Ana se hace cuando mucho hora y media. Algo debió sucederles. – Estás demasiado exaltado, Philip –dijo Pew tratando de no contagiarse de la tensión de su amigo. Philip lo miró sin responder. Después, prendió un cigarrillo y tras darle apenas dos ansiosas fumadas, lo machacó contra el cenicero. En el asiento del pequeño automóvil, Pablo estaba desesperado, atorado por el intenso tráfico de la ciudad. Después de estar casi media hora detenido sin moverse en uno de los habituales congestionamientos, al fin los vehículos empezaron a avanzar.

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– Tal parece que todo se confabulaba para impedirme encontrarme con ese hombre –exclamó furioso, mientras doblaba por una esquina, saliéndose del tráfico y enfilando por una avenida de alta velocidad. – Relájate –pidió Ana, que sentía en la boca del estómago todo el impacto de la situación –, en unos minutos habremos llegado. Después, continuaron el viaje en silencio, cada uno refundido en sus propios pensamientos. – ¿Qué pasará? –se dijo Pablo nervioso –. ¿Servirá realmente de algo el encontrarnos…? O simplemente el problema será ahora de dos, tan desorientado como antes. Y en su interior se sentía dominado por el temor, temor al futuro, y a encontrarse con el ser que la había robado su personalidad. Hundió con rabia el pie hasta el fondo del acelerador y el pequeño automóvil dio un respingo y salió disparado a la cita con su destino, muy diferente del que Pablo pensaba. Las luces del auto que se acercaba iluminaron por un momento la reja de la casa de Pablo, haciendo pegar un salto de sus asientos a los dos maleantes. – ¡Ahí viene…! –gritó el Zurdo, disponiéndose a entrar en acción, mientras su cómplice tomaba la pistola y entreabría la portezuela trasera. Instantes después, el coche conducido por Pablo se estacionó frente a la entrada, tocando repetidas veces el claxon. Impaciente, el periodista bajó del automóvil y se dirigió a la reja, con las llaves en la mano, sin notar que dos sombras se habían deslizado por uno de los lados. – ¡No hagas el menor movimiento y síguenos tranquilamente, si no quieres que a ti y a tu… amiguita, les volemos la tapa de los sesos…! Pablo, sorprendido, se quedó congelado por un instante, después pareció un volcán en erupción. Con una violenta patada golpeó al Zurdo cerca del cuello, haciéndolo caer de rodillas, pero el Güero logró asestarle un golpe en la cabeza con la cacha de la pistola, aturdiéndolo por un momento. Después lo encañonó con el arma dispuesto a abrir fuego. En ese preciso instante el maleante recibió un certero golpe en pleno rostro con la bolsa de Ana, que rápidamente había reaccionado al ver lo que estaba sucediendo. El hampón, giró hacia ella furioso y descargó un violento puñetazo en el lado derecho de su cara, desmadejándola por completo y haciéndola caer. Logrando incorporarse, Pablo se arrojó contra el Güero, estrellándolo contra el auto, pero no vio venir el golpe que le tiró el Zurdo en la cabeza, mientras le gritaba con la rabia pintada en las facciones:

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– ¡Maldito seas Bórquez…! ¡Haz otro intento y te descerrajo de tiro aquí mismo, frente a ella…! ¡Anda…! no sabes cómo quiero que lo hagas… Pablo permaneció inmóvil, al tiempo que Ana gritaba aterrorizada. – ¡Sube al auto y no te pases de listo, si no quieres que le toque también a la mujer…! Sin ofrecer mayor resistencia, Pablo fue conducido a empellones al auto de los maleantes, seguido por el Zurdo, que murmuraba una serie de maldiciones hacia su agresor. De inmediato y antes de que Ana pudiera ver las placas del siniestro vehículo, éste arrancó violentamente, dejando las marcas de los neumáticos embarrados en el pavimento. No se había perdido aún el ruido del auto alejándose a la distancia, cuando salieron los visitantes de la casa, alarmados por el ruido y por los gritos de la chica, cuya boca y nariz estaba sangrando. – ¡¿Qué pasó?! –gritó Philip exaltado –. ¡¿Dónde está Pablo…?! – ¡Nos atacaron…! –logró balbucir Ana en medio de sus sollozos entrecortados –. Eran los hombres que lo han estado persiguiendo y estaban armados… Los sollozos histéricos interrumpieron su explicación al tiempo que una terrible angustia la envolvía. – ¡Dios Santo, lo van a matar! Rápidamente la chica corrió hacia el interior de la casa y llamó al teniente Antillón de la policía Metropolitana, amigo de ella y de Pablo. Pocos segundos después, terminó de explicar al teniente lo sucedido y éste se movilizó de inmediato, mandando cubrir toda la zona y avisando también a la policía Federal de Caminos, para que vigilara estrechamente la salida a la carretera de Cuernavaca. Dentro del coche que se desplazaba a una gran velocidad, Pablo luchaba por conservar la serenidad, sabiendo que le quedaban unos cuantos minutos de vida. Tratando de ganar un poco de tiempo, preguntó al hombre que iba en el asiento de adelante, junto al conductor. – ¿Pueden darme un cigarrillo, por favor…? El maleante más cercano, el Güero, sonrió torvamente, al tiempo que le alargaba una cajetilla casi vacía. – Toma –dijo receloso –, a un condenado no se le puede negar un último cigarrillo, nomás no te pases de listo. – ¡Pendejo…! ¿Qué crees que estás haciendo…! –exclamó el Zurdo furioso, al tiempo que botaba de un manazo la cajetilla de la mano del

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Güero –. ¿No te das cuenta que es un hombre peligroso…? No dejes que se te acerque un milímetro. Lleno de rabia, el Güero estuvo a punto de reclamar, pero conociendo el carácter violento del Zurdo se tragó su rabia, maldiciendo entre dientes. – Ni modo, mano, si al jefe no le parece, te quedaste sin cigarro –luego sonrió con su característica mueca torva y dijo, burlándose del Zurdo –. Ahora me doy cuenta del pavor que le tienes a Betancourt. Por lo visto te tiene bien tomada la medida. – ¡Cállate…! –rugió el Zurdo furioso –. Nadie te está pidiendo tu opinión. Pablo decidió jugarse su última carta y tratando de evitar el temblor en su voz dijo a los hampones. – Muchachos, yo sé que deben estar haciendo esto por… dinero, pero yo… no quiero morir. Les daré el doble o el triple de lo que les están pagando… puedo darles todo lo que ustedes quieran, pero déjenme ir. – Ahora sí la estás viendo de veras. ¿Eh… infeliz…? –dijo el Zurdo divertido –, pero cuando te pidió don Fernando que te callaras, no lo hiciste, ¿verdad? Así que… ¡Anda…! Ponte a llorar y a suplicarnos que te dejemos vivir… ¡Maricón…! – ¿No se dan cuenta que éste puede ser el día más afortunado de sus vidas…? ¡Pidan lo que quieran, yo de los daré…! Si desperdician esta oportunidad, les aseguro que con… Betancourt, jamás la tendrán. ¡Dinero…! ¡Mujeres…! ¡Posición…! Todo lo que siempre han querido tener en la vida… ahora pueden tenerlo. – ¡Dije que te callaras, cabrón…! ¡O te mato aquí mismo…! Además, no sabes lo que dices. A don Fernando, no se le traiciona nunca, o es capaz de hacer las cosas más terribles –hizo una pausa y sonrió como aliviado de su decisión –. No… sería como estar muerto en vida. – Pero podemos pelarnos y nunca nos encontraría… –dijo el Güero cuyos ojos brillaron llenos de codicia. – No hay lugar en el mundo donde la gente de Fernando Betancourt no pueda encontrarte. No… gracias, prefiero seguir viviendo tranquilo – hizo una pausa, y continuó –. Y tú Bórquez, te lo advierto… una palabra más… y te mueres antes y no te falta mucho. La angustia de Ana iba en aumento al transcurrir lentamente los minutos. Pegada al teléfono, esperaba ansiosamente la llamada del teniente Antillón, sabiendo que cada segundo que pasaba había menos posibilidades de que Pablo saliera con vida. Algo similar estaba pasando por la mente de Philip, que aún no lograba reponerse del impacto que le había causado el rapto de su… otro yo,

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precisamente cuando había estado a punto de encontrarlo. Sin embargo, se acercó cariñoso a la afligida chica, tratando de calmarla. – Tú yo hemos pasado momento tan difíciles como este, ¿recuerdas? Y siempre hemos salido bien –acarició el cabello de Ana, que seguía sentada junto a él, mirando sin ver el teléfono que estaba cerca, de su rostro enrojecido por las lágrimas. – ¡Perdóname, pero en este momento Pablo debe estar muerto…! Esos hombres son unos desalmados que no se tentarán el corazón para matarlo. El automóvil se orilló a un lado de la carretera, entrando por una ladera de poca inclinación. Después de recorrer unos cuantos metros y de asegurarse de que no podían ser vistos desde el camino, el Zurdo detuvo el auto y apuntó hacia Pablo, con una expresión feroz en el rostro. – ¡Bájate…! Y ten mucho cuidado con tus movimientos… cúbrelo, Güero, mientras yo me bajo. Pablo buscó una posibilidad de huir, aprovechándose de los movimientos del pistolero, pero no pudo hacerlo. La puerta trasera del vehículo se abrió sin darle la menor oportunidad de intentar algo. Bajó lentamente, sintiendo un terrible hueco en el estómago ante la presencia de la muerte. Como una ráfaga pasó por su mente el pensamiento de que no era la primera vez que moría y que tal vez en este último momento podría recuperar definitivamente su identidad. De pronto, el Zurdo le dio un violento empellón por la espalda que estuvo a punto de derribarlo. Pablo trató de arrojarse contra él, pero fue recibido por un golpe con la cacha de la pistola, en el nacimiento del pelo, cerca de la frente. Con un tono helado, el Zurdo le ordenó: – Camina hasta el árbol, infeliz y muévete pronto, o te haré sufrir como nunca lo has imaginado y créeme que nada me daría más gusto. Pablo obedeció, sabiendo que nada podía hacer. La sensación terrible que tenía en la boca se intensificó. ¡Tenía una sed espantosa y sentía la piel del estómago tocando casi su espina dorsal! Al llegar al árbol, el Zurdo lo detuvo, con un gesto violento, al tiempo que dijo casi en un susurro: – Hasta aquí llegaste, desgraciado. Así es como don Fernando se cobra todo lo que le hiciste. Sin más explicaciones, con un movimiento mecánico, el Zurdo cortó cartucho, en el instante en que Pablo, jugándose el todo por el todo, disparó una imprevista patada que tomó de desprevenido al maleante. Simplemente la pistola desapareció de su mano, en el momento en que

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Pablo cayó sobre él, haciéndolo perder el equilibrio. Pero reaccionando, el Zurdo conectó un potente gancho a la quijada de Pablo haciéndolo retroceder con la fuerza del impacto. – ¡Dispara, imbécil… mátalo…! Gritó el Zurdo a su cómplice, que por una fracción de segundo se quedó congelado ante lo imprevisto de la acción de Pablo. Como un acto reflejo, el Güero disparó su automática y una ráfaga de siete disparos a quemarropa cruzó el breve espacio que lo separaba de su víctima. Pablo, al ver el fogonazo, cerró los ojos instintivamente, sintiéndose caer en el vacío, mientras una bocanada de bilis brotaba de su garganta. Sin embargo, para su sorpresa, nada pasó. Abrió los ojos y vio al Zurdo, aún de pie, con los ojos saliéndose casi de sus órbitas estupefactas. El hampón, pareció flotar por un momento en el espacio, para derrumbarse finalmente en el suelo mojado con las entrañas destrozadas. – Lo siento, Zurdo –dijo el Güero con sorna, viendo a amigo en el suelo, pero nunca me gustó la forma como me mandabas. Después, recogiendo el arma de su compañero muerto, se volvió hacia Pablo, que miraba la escena sin alcanzar a reaccionar. Entonces, el Güero se acercó lentamente a Pablo con su acento aguardentoso y dijo, con un tono cínico en la voz: – Ora sí, don Pablo… hablemos de negocios.

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CAPITULO 9 A pesar de la hora avanzada, el Procurador Gustavo de la Bárcena, aceptó recibir a Pablo Bórquez cuando su presencia le fue avisada en su domicilio. Rápidamente saltó de la cama y poniéndose su bata bajó al salón donde lo esperaba el conocido periodista, acompañado de un hombre de aspecto patibulario. Al entrar el Procurador, los dos hombres se pusieron de pie, sorprendiendo al abogado el cansancio que se adivinaba en el rostro de Bórquez, al que siempre había conocido como un hombre jovial y dinámico. Pero después, tras haber escuchado la narración de Pablo, el procurador se paseó nervioso por el espacioso salón, mirando al hampón que acompañaba a Pablo con clara muestra de desagrado. – Yo no puedo sostener esa promesa, Pablo, este hombre es un delincuente y tiene que pagar por sus delitos. El Güero palideció hasta ponerse lívido y volteó hacia Pablo con gesto suplicante. Pablo entonces repitió: – Es cierto, pero yo le di mi palabra, y sea lo que sea, me salvó la vida. Además, en realidad no tenemos grandes cargos que hacerle, exceptuando mi secuestro, claro. – ¿Y le parece poco…? Además asesino a su cómplice sin la menor conmiseración. – Para salvarme la vida, licenciado. De lo contrario estaría yo muerto. Y el pacto incluye una confesión total de los delitos cometidos por esta banda satánica, que pondrá al descubierto todas las actividades criminales de su jefe, don Fernando Betancourt. El procurador permaneció pensativo, analizando las palabras de Pablo, así como el golpe publicitario que representaría para la Procuraduría y para él la detención de esta banda. – Está bien, le daré inmunidad. Llamaré al Subprocurador para que este hombre haga su declaración. Más adelante necesitaré su presencia para firmar como testigo, Pablo, y creo que lo mejor es que se vaya a descansar. Tiene usted un aspecto terrible.

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– Ni más ni menos que como me siento –reconoció Pablo agotado. Después se volvió hacia el Güero y comento –: Bien, Güero, ya cumplí con mi palabra. Ahora cumple tú con la tuya. – Así lo haré –repuso el gánster, mientras sus ojos brillaba una sonrisa inquieta –, pero no se olvide de… lo… “otro”, que acordamos –dijo intencionado –. Cuando salga de todo esto pasare a visitarlo. – Ya sabes donde vivo –concluyó Pablo con desprecio y después de despedirse del funcionario salió de la residencia y se dirigió a la patrulla de policía que lo llevo hasta su casa. A través de la reja del jardín, Ryan fue el primero en ver los flashes azul y rojos de la patrulla que se acercaba, levantándose como resorte de su asiento, mientras la reja se abría al fondo. – Es una patrulla –exclamó nervioso mientras se dirigía a la puerta seguido de los presentes, tan ansioso como él de tener alguna noticia de lo sucedido. Al llegar al hall, abrió la puerta, disponiéndose a salir hacia el jardín para recibir a los visitantes, pro en el quicio se topó de golpe con la figura de Pablo, que hizo su aparición en ese momento. Los dos hombres se quedaron estupefactos al encontrarse frente a frente, mirándose en silencio, profundamente desconcertados, sin atinar a hablar ni efectuar el menor movimiento. Atrás, sus amigos se veían tan emocionados como ellos, esperando su reacción. Al fin, después de unos segundos angustiosos, Philip exclamó con amargura: – Tú… tienes mi cuerpo… Como única respuesta, Pablo murmuró con voz ronca. – No… tú tienes el mío… En ese instante, Ana rompió la emotividad del momento, arrojándose en los brazos de Pablo, al tiempo que exclamaba sollozando: – ¡Estás vivo…! ¡Gracias a Dios estás vivo…! – Claro que estoy vivo. ¿Acaso pensaste que después de todo lo pasado alguien podría acabar conmigo? Sin embargo, Pablo no podría quitar los ojos del hombre que estaba frente a él, conteniendo a duras penas su impaciencia. En ese momento, hizo su aparición Marta de la Parra, cuyas demostraciones de afecto obligaron a todos a refrenar su impaciencia, conmovidos por las lágrimas de la mujer al ver vivo al hombre que quería como a un hijo.

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– Mujer de poca fe… ¿Creías que te ibas a deshacer de mí tan fácilmente? Pues ya ves que no fue así. Y terminando de hablar con estos señores, lo haremos tú y yo… ¿Te parece bien…? – Claro que sí Pablito –dijo Marta sorbiéndose las lágrimas. Poco después, el grupo se encontraba reunido en el amplio salón y era Philip el que tenía la palabra. – Es innegable que tú y yo nos encontramos en un verdadero callejón sin salida que tal vez nunca podremos superar. – Sí –respondió Pablo dolorosamente –, tenemos que hacer algo y no quedarnos con los brazos cruzados. – Pero… ¿Qué…? Toda nuestra vida y nuestro mundo profesional se han destruido. – No… tal vez no. ¿O acaso si no recuperamos nuestras personalidades te quedarías con los brazos cruzados, resignado a convertirte en un amargado que no mire más hacia el futuro? Pues yo no, te lo aseguro. – Entonces… ¿Qué tienes pensado…? ¿Cuáles son tus planes…? – Reanudar mi vida normal hasta donde sea posible. Ya participé en el Gran Premio de México y la semana próxima saldré hacia Nueva York, donde daré una serie de conciertos. Yo… estaba pensando que tú y nuestros médicos vinieran con nosotros. Ahí podríamos continuar nuestro tratamiento y tendríamos la oportunidad de consultar a otros especialistas. Por primera vez el Doctor Pew intervino. Había estado escuchando la conversación de ambos hombres, analizando cada palabra que pronunciaban. – Creo que el señor Bórquez tiene razón. Yo jamás me opondría a buscar una nueva opinión. De hecho, estoy en contacto con el doctor Mathews, quien desde el principio del problema ha estado conmigo. Primero en Londres y ahora en América. Desgraciadamente, Mathews a pesar de ser uno de los grandes psiquiatras del mundo, tampoco ha encontrado una posible solución, así que tenemos la obligación de abrir todas las puertas. – Yo estoy de acuerdo, doctor Pew –aceptó Pablo –. Y estoy dispuesto a lo que sea con tal de recobrar mi identidad. – Yo también –dijo Philip a su vez –. Después de todo… no tenemos ya nada que perder. Exactamente en este momento, Rubén Delgado acababa de ser informado del secuestro de Pablo y del desenlace del suceso. Rabioso de saber que su mortal enemigo había logrado escapar con vida, llamó inmediatamente al lugarteniente de Betancourt.

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– ¿Ya sabes lo que ha sucedido, Mario? –preguntó el periodista –. No sólo Bórquez escapo del atentado, sino que el Zurdo resultó asesinado y el Güero está soplando toda la historia a la policía. – ¡¿Estás seguro…?! –preguntó el maleante alarmado –. ¿No será una más de tus ridículas invenciones? – Claro que no. Te avisé para que salgas del país lo más rápidamente posible, antes de que la policía te detenga. – Bueno… ya nos veremos. Gracias… por el pitazo. “¡Fernando Betancourt, el prominente hombre de negocios, desenmascarado como el líder de una organización criminal!” ¡El importante hombre de negocios acusado de espantosos crímenes! Casi todos los encabezados de los periódicos matutinos, destacaban con grandes titulares la noticia del momento y volvían a revivir el descubrimiento hecho por Pablo Bórquez, que amenazaba con convertirse en la nota más sensacional del año. Las noticias, relataban también la forma misteriosa en que Betancourt y Mario Romero, su lugarteniente, habían logrado escapar de las manos de la justicia. – ¿De modo que tú fuiste el hombre que descubrió las verdaderas actividades de Betancourt e inició toda esa cacería? –preguntó Pablo admirado, a Philip, que seguía atentamente el noticiero de televisión. – Sí, así es, pero por lo visto más me valía no haberme metido en este asunto. Mira a lo que nos ha conducido. Su conversación fu interrumpida por la llegada del doctor Pew, acompañado por Carlos Robles, que acudían a la cita hecha la noche anterior, para discutir los próximos pasos a seguir. – ¡Es increíble…! –exclamó Carlos impactado –. Al hablar el doctor Pew y yo esta mañana sobre nuestros casos, hemos descubierto algunas coincidencias verdaderamente asombrosas. – ¿Sabían que el accidente de Pablo, se produjo casi al mismo tiempo que el de Philip…? Y en ambos casos fueron llevados de emergencia al hospital, en donde se les operó, con muy pocas esperanzas de éxito. Y aquí viene lo más extraordinario de todo: Poco después de haber empezado las operaciones, los dos murieron de idéntica manera, debido a un paro cardíaco y así permanecieron por casi siete minutos, exactamente en el mismo momento. Pablo a las 10:37 de la mañana de México, y Philip a las 5:37 de la tarde hora de Londres. – ¿No les parece increíble…? Después, tú, Pablo, volviste a la vida a las 10:42 y Philip lo hizo a las 5:42. Si descontamos la diferencia de horarios entre Londres y México, todo sucedió exactamente a la misma hora.

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Pew se veía tan exaltado como su colega. – ¿Aún les parece una coincidencia…? Pues a nosotros no. Alguna fuerza los tiene que haber hecho volver, y por alguna razón que desconocemos, regresaron a los cuerpos equivocados. – Pues… sí, tal vez lo es – aceptó Pablo sin saber a qué los llevaba su descubrimiento –, pero… ¿eso en qué nos beneficia…? – No lo sé –intervino nuevamente Carlos Robles –, pero al menos estamos penetrando un poco en el misterio que envuelve su caso. – ¿No será que sus vidas estaban ya ligadas de antemano de alguna forma que no alcanzamos a comprender y que por algún designio extraño… fueron llevados al punto… que podríamos considerar… de partida, para una nueva existencia? La idea era tan impactante, que los cuatro permanecieron callados, enmudecidos por la incógnita que se abría ante ellos. Pablo fue el primero que habló, negando enfáticamente con la cabeza. –No… no puede ser posible… Esto tiene que ser una simple coincidencia… ¿Quién podría estar interviniendo para unir nuestras existencias…? ¿ Dios…? ¿O tal vez una fuerza maligna…? Lo siento, pero yo no creo en la existencia ni del uno ni del otro. Sería demasiado cruel para ser verdad. Ya deben tener demasiadas ocupaciones con sus ángeles, o sus demonios, para perder su tiempo en dos infelices criaturas como nosotros. ¿No estás de acuerdo conmigo, Philip? – Pues… francamente no sé qué creer. Tampoco puedo negar que desde pequeño he creído en la existencia de Dios y aunque hubo momentos en mi vida en que estuve muy alejado de él, en otros tuve una necesidad imperiosa de encontrarlo. Y ahora casi inconscientemente he vuelto los ojos hacia él, pidiendo lo que sería un verdadero milagro, ya que la ciencia casi se ha declarado impotente para conseguirlo: Mi curación… y la tuya. – ¿Milagros…? ¡Bah…! –exclamó Pablo despectivamente –. No recuerdo que hayamos tenido muchos milagros en Inglaterra y jamás esperaría que uno de ellos me devolviera la personalidad que de alguna forma tú me has usurpado… –dijo con cierto tono de resentimiento en la voz. Y añadió –: Porque… ¿Eso es lo que realmente está pasando, no es así…? ¡Tú me robaste mi identidad…! – ¡De la misma forma que tú me robaste la mía…! –replicó Philip, en tono agresivo. – Lo siento –se retractó de inmediato apenado –, no debí decir eso. Ninguno de los dos tenemos la culpa de lo que está sucediendo y lo peor que podemos hacer es atacarnos entre nosotros.

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– Bien –terció el doctor Pew –. Me alegro que estén de acuerdo, porque me temo que ésa será la relación que les espera. Una sociedad casi indisoluble por el tiempo que dure su recuperación. Casi con horror los dos asintieron, captando de golpe todo el significado de las palabras de Pew y mirando ese futuro del que hablaba como un presagio de terribles pruebas, que en ese momento ni siquiera podían imaginar. A unos cuantos metros de donde ellos se encontraban, Ana recorría lentamente los leves promontorios del jardín y se detuvo en la orilla del pequeño lago, mirando casi sin ver las evoluciones de un grupo de hermosos cisnes, muy ajenos a las preocupaciones de la joven. Después del encuentro de Philip y Pablo, donde se confirmaron plenamente sus afirmaciones, todo su mundo se había derrumbado, y un solo pensamiento volvía una y otra vez a su mente atormentada. ¿Quién era realmente el hombre que amaba, al que hacía apenas unas noches se había entregado plenamente en su ofrenda de amor…? Los brillos del sol reflejados en la superficie del agua atrajeron su atención, y se quedó mirando sus destellos como hipnotizada, sin sentir la llegada de Helen, que al verla tan abstraída no se atrevió a interrumpir sus pensamientos. Cuando Ana salió de su ensimismamiento, se sorprendió ante la presencia de la joven inglesa, que la miraba con afecto, sabiendo que compartían sentimientos muy similares. – ¿Es una situación terrible, no es así…? –preguntó Helen con voz muy queda, sintiendo un enorme hueco en la boca del estómago –. Lo peor es que no sabremos lo que nos tiene reservado el destino. – ¿Tú crees en ese destino…? –preguntó Ana atormentada –. Yo… ya no sé qué creer. Hace dos días creí haber descubierto la felicidad, hoy… tal parece que todo se ha perdido. – ¿Lo amas, no es así…? ¿Quiero decir a…Pablo? – ¿Acaso no estás en el mismo dilema? ¿Amas a un hombre y no sabes realmente a quién de los dos estás queriendo? Ana rió con amargura, conteniendo difícilmente las lágrimas que pugnaban por salir. Después dijo con tristeza: – Pablo me acaba de pedir que tratáramos de hacer un alto en nuestra relación, hasta que todo pasara, y pudiéramos definir nuestros verdaderos sentimientos. ¡Dios santo…! ¿Qué vamos a hacer…? – No lo sé, Ana… Quizá lo más sensato sería esperar a que todo esto se resuelva, aceptando con resignación lo que tenga que suceder.

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– ¡No…! Yo no quiero resignarme. Estoy dispuesta a luchar y a… hacer lo que sea necesario. – No, Ana, estás equivocada. No puedes luchar por una causa perdida. Eso tendrán que resolverlo Philip y Pablo, y nadie más. – Es que me desespera el no poder hacer nada, sino esperar y que sean las circunstancias ajenas las que finalmente van a decidir mi vida. Eso… me parece muy injusto. – Sí… a mí también… –murmuró Helen, mirando fascinada los brillos en el agua. Después, ambas permanecieron en silencio, hasta que Ana se atrevió a interrumpir sus pensamientos. – Helen… ¿podrías decirme con sinceridad de cuál de los dos estás enamorada…? – Yo… no estoy segura. Desde luego, Philip sigue siendo el mismo, físicamente, pero en su interior… es un completo extraño para mí. Te confieso que anoche… estuve tentada a huir y no volver a saber nada de toda esta situación, que está acabando conmigo. ¡Es horrible…! Las dos chicas se quedaron mirando tristemente. Luego, como sintiéndose cohibidas ante la idea de que podrían convertirse en rivales, apartaron la vista y volvieron a clavarla en el pálido reflejo de la luz en el agua, que con el paso de los cisnes, se rompió en mil formas caprichosas, acordes con el futuro incierto que les esperaba. Nuevamente las declaraciones sensacionalistas de José Gómez, “El Güero”, fueron destacadas a ocho columnas por los diarios del país, que seguían explotando morbosamente la personalidad de Betancourt, el cual, al mismo tiempo que encabezaba una serie de organizaciones, encubría a un ser tan perverso como los acontecimientos lo estaban revelando. Philip y Ana, en el estudio, miraban atentos uno de los reportajes que se estaba transmitiendo por televisión y en la cara de él apareció un gesto de desaprobación al terminar el comentario del locutor. – Algo está pasando –dijo Philip extrañado –. Estoy seguro que se está manipulando toda esta información. No sé cómo o quién, pero alguien muy importante debe estar presionando para que la investigación le reste importancia al asunto de la secta satánica y en cambio estén enfatizando los crímenes y los robos que cometió su organización. ¡Esto tenemos que cambiarlo y hacer que Betancourt quede no sólo como un criminal, sino como el dirigente de esa maldita secta satánica!

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– Lo que no entiendo –interrumpió Ana molesta –, es por qué el canal no ha presentado la grabación con el asesinato de la niña. Eso sería lo que terminaría por hundirlos. – Pero nosotros lo haremos. Yo tengo una copia del original. Saca cinco copias más de esa grabación y me las traes hoy mismo. Vamos a darle a todo este asunto su verdadera dimensión. – ¿Qué vas a hacer con ellas…? – Las enviaré a los principales periódicos y a la Procuraduría. Alguno de ellos hará explotar la bomba. Una peligrosa expresión apareció nuevamente en el rostro de Philip, que Ana recordaba muy bien haber visto innumerables ocasiones y se estremeció cuando Philip concluyó: – Te aseguro que esta noche no se hablará de otra cosa que de esta grabación, y le habremos dado un golpe de muerte a esta secta satánica y a sus seguidores. Tres horas más tarde, las copias habían sido enviadas a su destino. Philip tomó el teléfono y marcó el número privado de Larios. – Diga –se escuchó la voz de Larios del otro lado de la línea. – Escucha Larios –dijo Philip lacónicamente –, es Pablo quien te habla para informarte que mandé cuatro copias de la grabación de Betancourt a la prensa y una más a la Procuraduría. Te aseguro que se transmitirán esta misma noche, así que si no quieres quedarte atrás, sé el primero en transmitirla. De lo contrario, te quedarás fuera, como siempre. El grito de terror de Larios resonó a través de la bocina del teléfono, mostrando el pavor que había invadido al gerente del canal. – ¿Te das cuenta de lo que has hecho…? –exclamó aterrorizado –. Acabas de condenarme a muerte… estos… malditos… nunca creerán que no fui yo quien… – ¿Quién los traicionó…? Entonces… ¡Haz algo…! si es que quieres salvar la vida –finalizó Philip con sorna –. De todas maneras puedes decirle que fui yo quien la envió. Así quedarás a salvo… si es que te creen. Y si no… pues… estás a tiempo de huir del país. – ¡Me las pagarás, Bórquez…! ¡Te juro que te vas a arrepentir por esto…! Cuando la comunicación concluyó, Philip se quedó mirando la bocina con un dejo de burla en la mirada. – Bien… ya encendimos la mecha, Ana… esperaremos a que llegue a la dinamita. Casi al mismo tiempo, los abogados de Betancourt desmentían en la Procuraduría todas las declaraciones del Güero, tachándolas de simples

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fantasías de un enajenado y achacándole a los enemigos de Betancourt el haber urdido toda esa patraña. Sin embargo, pocas horas después, el Procurador en persona dio órdenes de aprender a Gustavo Ibarra, el abogado principal de Betancourt, a quien sin mayores preámbulos hizo conducir a su despacho. – Y Bien, licenciado – comentó el Procurador dirigiéndose a él –. ¿Aún insiste usted en la inocencia de Betancourt y de usted mismo…? – ¡Claro que insisto, licenciado De la Bárcena…! ¡Ya le dije que todo es una maniobra de gentes sin escrúpulos que quieren hundirnos…! Sin añadir comentario alguno, De la Bárcena hizo una seña a su ayudante, que estaba a un lado de una grabadora, quien encendió el interruptor. – Entonces, quizá usted pueda explicarme esto, Ibarra, –dijo el Procurador mirando con desprecio a su interlocutor, que miró desconcertado la pantalla del pequeño monitor de televisión que estaba frente a él. – ¿Q…Qué es esto…? –pregunto azorado. – Ahora mismo lo va a saber –respondió escuetamente De la Bárcena sin quitar los ojos del abogado, en el momento en que aparecía la imagen de la grabación. Al verla, Ibarra palideció intensamente, con los ojos desorbitados por el espanto, permaneció mudo, sin poder separar la vista de las terribles escenas. Primero, la procesión de encapuchados que avanzó hasta llegar al claro del bosque, amparados por el anonimato de sus tétricas vestimentas y por la oscuridad de la noche que apenas permitía distinguir las negras siluetas. Después, al acercarse a la hoguera que ardía vivamente frente al burdo altar, las imágenes se volvieron muy nítidas, revelando cada detalle con toda claridad. Cuando la jovencita que iba a ser sacrificada, apareció en la escena conducida por un grupo de sectarios, los labios de Ibarra no pudieron impedir un gemido angustioso. De inmediato, la casi niña fue desnudada y colocada encima del altar, mientras una hermosa mujer se acercaba, al ritmo de un canto malévolo ensalzando a satán, el amo de la secta. La maligna sacerdotisa del mal, levantó su brazo y en su mano destelló un extraño puñal, ondulado, similar al que usan en la India las sectas Tugs, adoradores de la diosa Kali, y con habilidad lo hizo descender con violencia, para clavarse en el pecho de la víctima, cuyos senos apenas incipientes mostraban claramente su escasa edad. La chiquilla, después de un espasmo espantoso, se desmadejó, yaciendo inmóvil.

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Poco después, dos hombres, aún encapuchados, se acercaron al frente de la secta y descubrieron sus rostros. ¡Y ahí, claramente, sin dejar la menor duda, apareció el rostro de Fernando Betancourt y junto a él, la cara fanática de Gustavo Ibarra, recibiendo el saludo de la secta. Un grito de horror volvió a escapar de los labios del abogado, mientras se cubría la cara con las manos, sollozando desesperado. – ¡Yo no quería…! ¡Se lo dije a Betancourt, pero no quiso hacerme caso! Yo… le juro que aunque estuve ahí… soy inocente… nada tuve que ver en el asesinato de esa niñita. – ¿Está usted dispuesto a declarar, aún insiste en negar su culpabilidad y la de Fernando Betancourt…? – ¡Hablaré…! Diré todo lo que usted quiere saber, pero por favor –gritó angustiado –. ¡Paren esa maldita grabación…! –sus nervios fallaron estrepitosamente y se derrumbó sollozando sin control. Philip colgó la bocina, visiblemente conmocionado, después de haber hablado con el Procurador de Justicia de la Nación. Junto a él, Ana esperaba con expresión inquieta, ansiosa por saber lo que había sucedido. – Ibarra lo confesó todo después de ver la grabación. Está dispuesto a entregar toda la documentación de las empresas y reconoció por completo la responsabilidad de Betancourt, a quien acusa del asesinato de la niña y de otras mujeres más en estas ceremonias demoníacas. – ¡Maldito…! –exclamó horrorizada la joven, al recordar la escena del crimen ritual –. ¿Sabes a qué hora se transmitirá la grabación…? – No, Ana, no se transmitirá. El Procurador no lo considera conveniente, y pensándolo bien yo estoy de acuerdo con él. Es… demasiado fuerte para el público. Sin embargo… cumplió su cometido: La secta y sus líderes han quedados destruidos. Y lo más importante: Se tratará de localizar a Betancourt para extraditarlo a México y que pague por sus crímenes. – ¡Gracias a Dios que ya todo terminó…! – exclamó la muchacha. – No… no es así –replicó él con voz atormentada –. Esto sólo terminará el día que Pablo y yo recuperemos nuestro estado normal. De lo contrario, en cierta forma Betancourt me habrá derrotado, y eso jamás lo voy a permitir, pase lo que pase y sin importar los sacrificios que tenga que hacer. – Debido a tantas similitudes existentes en los casos de ustedes –decía el doctor Pew –, tanto el doctor Robles como yo pensamos reanudar de inmediato nuestras sesiones hipnóticas. Es muy importante saber lo que

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sucedió en las mentes de ambos en el momento de sus respectivos accidentes y si es posible, llevarlos hasta los instantes que precedieron a su muerte. Les confieso que puede ser una experiencia un tanto traumática, pero sin duda necesaria. – ¿Y… no será eso peligroso…? –preguntó Pablo no muy convencido – . He oído de ese tipo de regresiones y sé que alguna vez una mujer a la que se le hizo una de ellas, no salió nunca del trance que la llevó al pasado y si no mal recuerdo, después enloqueció. – ¡Por favor…! –exclamó Pew un poco impaciente –, el doctor Robles y yo somos profesionales. Todo saldrá bien, se los aseguro, aunque no puedo negar que una regresión efectuada por simples aficionados podría implicar algunos riesgos, pero nunca tan dramáticos como lo que acabas de decirnos. – ¿Cuánto tiempo se llevarán estas sesiones, doctor? –preguntó Pablo –. Recuerde que debo salir hacia Nueva York la próxima semana. – Honestamente no lo sé, pero podremos continuar en esa ciudad. Desde luego, si Philip y yo, como habíamos convenido, vamos con ustedes a esa gira. – ¡Claro que iré! –exclamó Philip interesado –. Mi presencia podría servirle a Pablo como testimonio cuando se presente como Philip Ryan y si no –bromeó divertido –, al menos tendrás a alguien que te visite en la cárcel, por impostor. – No creas que me haces mucha gracia –repuso Pablo tratando de alejar de su pensamiento esa posibilidad. Después, se volvió hacia Pew y dijo decidido –: Por mí, doctor Pew, pueden empezar con sus sesiones mañana mismo si lo desean. – Entonces –afirmó Carlos optimista –, empezaremos mañana temprano en mi consultorio. Esa noche, Philip no pudo conciliar el sueño. Las ideas relampagueaban por su cerebro, desordenadamente, obligándolo a permanecer despierto. Poco a poco el cansancio pareció vencerlo y sintió que sus párpados empezaban a cerrarse. Entonces, las imágenes de Ana y Helen aparecieron simultáneamente en su sueño, superponiéndose una contra otra. De pronto, su mente voló presurosa a Inglaterra y ante sus ojos desfiló una serie de imágenes fijas, sin el menor orden ni relación, como si hubiera caído en un tobogán confuso y agobiante. Primero, apareció la cara del embajador, luego, el cuadro que había pintado, sus ojos penetrantes, Pew brotando de la penumbra llevándolo a la hipnosis y luego, en una sucesión de imágenes confusas,

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nuevamente el rostro angustiado de Helen suplicando, y las lámparas del quirófano girando sin ton ni son. Súbitamente, la procesión de encapuchados surgió de la negrura, acercándose amenazadora, descubriéndose los rostros al llegar frente a él y mostrando en vez de caras, horrendas calaveras de miradas crueles, que al verlo estremecer prorrumpieron en odiosas carcajadas con sus lamentos tristes, al tiempo que reiniciaban su lóbrega procesión, con sus cirios encendidos y sus quejidos desgarradores, mientras una densa oscuridad lo invadía todo, hasta terminar por apoderarse también de su propio espíritu, convirtiéndose después en un abismo hondo… muy hondo, infinito… sin límites… en el cual se veía caer, girando grotescamente, sin llegar jamás al fondo inexistente, que lo llamaba y lo atraía… Despertó gritando aterrorizado, bañado de sudor, aferrado con desesperación a las cobijas que lo sofocaban, respirando con movimientos entrecortados, hasta que finalmente se dejó caer agotado y yació exhausto, debilitado por la angustia y el temor. – ¡Esto es inconcebible, Mario…! –gritó Betancourt con la furia reflejada en las facciones –. Cuando me llamaste para decirme que las cosas no habían salido como esperábamos, jamás imaginé que hubieran llegado a este extremo. Se paseó como fiera enjaulada, una forma de desahogo que Mario conocía muy bien. Y después se acercó a su ayudante, con los ojos enrojecidos y un brillo horrible en ellos. – Si creen que han acabado con nosotros, se equivocan. No hemos empezado siquiera a luchar. Nuestro maestro ¡Es el poder…! El rey de todo lo malévolo que existe y te aseguro que no permitirá ver su obra aniquilada. Avanzó con una expresión de fanatismo maligno en los ojos y en la boca, que semejaba las fauces babeantes de una serpiente a punto de devorar a su víctima. – Pero esta vez… utilizaremos otros medios… más sutiles… y efectivos. Bórquez se arrepentirá de haber nacido… lo juro… ¡Por satán…!

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CAPITULO 10 Lentamente, las palabras del doctor Pew empezaron a alejarse y a perderse en el infinito, mientras Philip sentía que se hundía sin temor en la penumbra gratísima de su subconsciente. Como en un eco distante, las orientaciones del psiquiatra siguieron llegando, cada vez más débiles pero ineludibles, permitiéndole deslizarse hacia un estado de relajación profunda, en el que ya había aprendido a situarse. – Toma otra respiración profunda –continuó –, y entra a un nivel más profundo… más y más profundo cada vez. Para este momento, la mente de Philip estaba plenamente relajada, y sentía su conciencia expandida en su totalidad, dispuesta a recorrer el universo si era necesario, de acuerdo a las instrucciones del médico. Suavemente, la voz monótona lo empezó a llevar hacia el pasado, reviviendo cada momento de su vida sin la menor vacilación, hasta llegar al instante del atentado. Philip, empezó a agitarse claramente en el sillón del consultorio. – ¿Qué sucede ahora…? ¿Puedes describirme lo que ves…? La agitación de Philip fue en aumento, empezando a respirar con dificultad, al tiempo que sus dedos se aferraban con tal fuerza a los descansos del sillón que sus nudillos se tornaron blancos por el esfuerzo. La voz de Philip resonó dramática: – Los dos hombres armados aparecieron de pronto frente a nosotros; yo… sé que no tengo la menor oportunidad de escapar, pero me arrojo contra el más cercano… ¡Toma maldito…! –gritó –, tomándolo desprevenido con uno de mis golpes de karate. El hombre se derrumba a mis pies. ¡Ahora el otro!, pienso enardecido y giro con violencia hacia él, pero no tengo tiempo suficiente… el hombre dispara varias veces, al momento que empezaba mi viaje hacia él. ¡Dios santo…! Estoy herido… pero no sé en donde… sólo siento un dolor muy agudo en la frente. De pronto, todo me da vueltas y… ¿Qué pasa…? Estoy en el piso… y mi cara está sobre el concreto helado… trato de moverme, pero no puedo hacerlo… Creo que voy a morir… pero no puede ser… yo… no siento nada… ni dolor… ni rabia… sólo una gran impotencia y esta oscuridad que trata de envolverme… ¡No…! ¡Alejen de mí esa

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horrible tiniebla…! Por favor, ¿Dónde estoy…?... Después… el espantoso sonido de una sirena se mete en mis oídos, y no me deja pensar… ¡Por favor…! ¿A dónde me llevan…? ¡Alguien dijo que estoy… muerto…! ¡No… no estoy muerto…! ¡Estoy vivo…! ¡Escúchenme estúpidos…! ¡Estoy vivo…! – Ahora proyéctate al quirófano del hospital, veinte minutos después – sugirió Carlos… llevando al paciente hipnotizado a este dramático momento. De inmediato, el rostro de Philip se marcó con un gesto angustioso, y las palabras parecieron perder la fluidez. Por un momento, los dos médicos pudieron adivinar con toda claridad la inmensa pugna existente en su interior. Después se aflojaron sus músculos y poco a poco la respiración empezó a volver a la normalidad. – Yo… estoy aún en el quirófano, pero… ¡No puede ser…! ¡Estoy como flotando…! Sí… estoy flotando… cerca del techo… sin embargo… puedo ver mi cuerpo en la mesa de operaciones. Uno de los médicos dice que todo es inútil… que estoy… muerto ¡No…! ¡No es cierto…! Les grito que es mentira, que aún estoy vivo ¡Mírenme…! ¡Estoy vivo…! Pero no me hacen caso… No quieren oírme… yo… siento que sigo flotando, pero ahora no sé realmente en qué lugar me encuentro, sólo sé que estoy volando, y casi podría decir que… ¡Sí…! Es como una luz… que está conmigo… y me acompaña. De pronto, todo a mí alrededor parece girar… y girar y siento un vértigo que me hace caer… pero no… ya pasó y estoy en una especie de mar negro… como suspendido en el espacio y no hubiera ni arriba ni abajo, ni antes ni después. ¡Y tengo miedo, un miedo atroz a lo desconocido…! Ahora, otra vez aparece muy lejos una lucecita… muy tenue, a la que empiezo a acercarme. Y ahora mi miedo ha desparecido y me encuentro muy bien, porque ahora la luz se puede ver claramente… es… como si entrara a la boca de un inmenso túnel… y yo voy hacia la luz, a la que quiero llegar, porque me está llamando… ¡Aquí voy…!, quiero gritarle, pero las palabras no acuden a mi garganta… me siento más y más ligero, y yo mismo me sorprendo de sentirme… feliz… muy feliz, como jamás me había sentido, y sé que si alcanzo la luz, habré encontrado una absoluta felicidad. Me siento tan feliz, que hasta creo oír una música extraña, hermosísima… y todo a mí alrededor parece como si empezara a iluminarse con los reflejos de la luz que me rodea. Hay luces violetas y azules, de una maravillosa intensidad… también dorados etéreos que se confunden con unas franjas ocres y naranja maravillosas. Pero… ¡¿Qué pasa…?! Junto a mí acabo de descubrir a otra persona… me estorba, y también se dirige a la luz igual que yo… no quiero hacerle

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caso, sólo quiero abandonarme en medio de la luz, pero no puedo, vuelvo a ver a mi acompañante, y por una fracción de segundo, su rostro me parece conocido, pero no quiero verlo, sólo quiero seguir la luz, a pesar de sentir que hemos compartido muchas cosas en el tiempo, a lo largo de los siglos… de pronto, quisiera decirle algo, pero la luz se hace más y más intensa y me olvido de Ryan… ¡Ryan…! ¡Es él…! ¡Dios mío…! ¡¿Qué es eso…?! A un lado, ha aparecido algo, como una masa negra y horrible que me atrae, impidiéndome llegar a la luz, me dice que debo volver a mi mundo porque aún no es mi tiempo. ¡Están equivocados!, quiero decirle, pero no puedo… tengo que obedecer la voz, que me ha dicho: “Tranquilízate, algún día estarás nuevamente conmigo.” Y lo mismo le está pasando a mi compañero. También él está regresando. No sabemos qué hacer y volteamos a mirarnos, aterrados, buscando ayuda, sin encontrarla. De pronto, siento que estoy perdiendo el control y empiezo a girar sin poder detenerme. Una gran energía negra me hace rebotar, y él y yo chocamos uno con el otro y perdemos el camino. Algo ha salido mal… lo sé… quiero detenerme y corregirlo, pero es imposible, la fuerza me obliga a continuar. “¡Espera…!” le gritó, pero ya es inútil. Ninguno de los dos podemos detenernos. Él me mira por un instante, mostrándose tan asombrado como yo. En este momento, un remolino inmenso nos está separando y nos perdemos nuevamente en el tiempo y el espacio, mientras se escucha una carcajada horrible desde el fondo del universo burlándose de nosotros. Ahora me siento como si hubiera sido atrapado por la punta de un huracán, azotado con violencia contra un muro inexistente de niebla blanda y espesa. Nuevamente parece desfilar ante mí, un torrente de luces incandescentes que me ciegan por completo. Quiero cerrar los ojos, y descubro que los tenía cerrados. Y debajo de mí, mirándome con compasión, el grupo de médicos que se disponía abandonar la pequeña sala de operaciones, se detiene, por culpa de un grito que retumba en mis oídos, sacudiéndome hasta el infinito. “¡Dios mío… está vivo…!” Confusamente, los médicos están volviendo con precipitación al lado de mi cuerpo, mientras yo desde el espacio sigo flotando sobre ellos, mirándolos extrañado, sintiéndome al mismo tiempo dentro y fuera de un cuerpo que no es el mío. “¡Está vivo…! ¡Está vivo…! ¡Está vivoooo…!” El grito sigue retumbando en mis oídos, mientras gruesas lágrimas interiores brotan y ahogan toda posibilidad de reacción, y los dejó trabajar, incapaz de detenerlos. ¡Estoy vivo… y nuevamente la vida me atrae y adquiere su verdadero significado…! Y al mismo tiempo siento una gran felicidad que me envuelve una sensación extraña, como si hubiera perdido algo maravilloso… pero… ¡¿Qué…?!

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Si algo encontré, lo perdí irremisiblemente, dejándome tan sólo una indefinible sensación de vacío y de pérdida de algo que no puedo recordar. Mientras hablaba, por el rostro de Philip rodaban gruesas lágrimas y una angustia desesperada acordonaba sus cuerdas bucales, impidiéndole seguir hablando. Alarmados, Pew y Robles intercambiaron una mirada de preocupación, y el inglés decidió sacar del trance a su paciente dejando para más tarde el llevarlo en otra regresión hasta su más tierna infancia. Poco después, tras ordenar a Philip que descansara en la salita adjunta, donde no podría escuchar lo que los médicos hablaban, la sesión de hipnosis se reanudó, pero ahora con Pablo, que sentado en el mismo sillón que ocupara Philip momentos antes, fue llevado de inmediato hasta el momento de su muerte, y posteriormente a su regreso al cuerpo equivocado. Esta vez, ambos médicos procuraron llevar la sesión a base de preguntas concretas, sin permitir que Pablo llegara al estado de exaltación febril alcanzado por Philip. Sin embargo, las respuestas fueron idénticas. Las experiencias vividas después de la muerte y el ingreso al enorme túnel en busca de la luz maravillosa que se proyectaba en el fondo, fueron similares, que ambos se sintieron llenos de un verdadero asombro científico. Incluso, la extraña luz que acompañó a Philip hacia el túnel, había sido vista por Pablo, con idénticos resultados. Poco después, tras una breve deliberación, los dos médicos decidieron continuar con la regresión y siguieron profundizándolo, llevándolo hacia su vida pasada, retrocediéndolo cada vez un espacio de cinco años. – Ahora, Philip –dijo Pew a Pablo –, tienes veinticinco años… y estás en un día como hoy… 15 de octubre a las diez de la mañana, pero de mil novecientos setenta y cinco. ¿Puedes decirme que estás haciendo…? – ¿Por qué…? ¿Acaso no lo ves…? Estoy preparándome para presentar mi examen profesional, que será dentro de una hora. – ¿De qué vas a recibirte…? –preguntó Pew interesado. – De concertista en el Music Studio de Londres. – Perfecto –continuó Pew, visiblemente satisfecho de la forma como el paciente estaba respondiendo –. Voy a contar nuevamente del uno al tres y haré un sonido con mis dedos, entonces te vas a proyectar cinco años antes, es decir al 15 de octubre de mil novecientos setenta. Son las diez de la mañana y tú tienes veinte años. ¡Uno…dos…Tres! – ¿En qué año estamos…? ¿Lo puedes decir…? – Sí… claro… –respondió con voz agitada –. Estamos en mil novecientos setenta.

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– ¿Quieres decirme en dónde estás y que estás haciendo…? – Pues… aquí… en el gimnasio –respondió con la respiración entrecortada por la fatiga –. Acabo de terminar la prueba con la que me otorgarán mi cinta negra de Tai Kwan Do, por eso estoy tan agitado. Y después, daremos una exhibición ante el Director de esta disciplina en Japón. – Muy bien Pablo… aunque realmente eres Philip, ¿no es así…? – Claro, Philip Ryan, ése es mi nombre –repuso Pablo sin la menor vacilación. – Bien –continuó Pew cada vez más interesado –, voy a dejarte un momento, relájate y descansa, y en unos minutos estaré nuevamente contigo. Hizo una seña a Carlos Robles, que estaba a su lado y le pidió que lo acompañara al saloncito situado al lado del despacho, donde Helen esperaba. – Helen –dijo Pew –, tú conoces perfectamente la vida de Philip, porque fueron amigos desde la infancia. ¿Todo lo que ha dicho ha sido correcto? – Cada palabra –corroboró Helen –. Yo estaba con él el día de su examen. – ¿No recuerdas algún suceso importante, que le ocurriera a Philip de chico, digamos… con cierto carácter… paranormal…? – Pues… francamente no, aunque de vez en cuando tenía algo así como corazonadas, que casi siempre resultaban ciertas. – ¿Corazonadas? ¿A qué te refieres…? – No sé… por ejemplo, un día al pasar por un edificio donde había una escuela, dijo que se habían caído dos chicas desde el tercer piso. Lo extraño fue que al día siguiente sucedió realmente lo que Philip había inventado. – ¿Qué edad tenía en esa época…? –intervino Carlos – Pues… no sé… tal vez unos diecisiete o dieciocho años. – ¿Y alguna otra experiencia que podría ser importante…? – No, creo que no, aunque su mamá muchas veces contó que de muy niño jugaba todo el tiempo con un amigo inexistente, y que cuando tenía apenas unos tres años, despertaba en la noche, se sentaba muy rígido en la cama con los ojos muy abiertos, y decía: “Ya se abrió el libro, mamá”. Y de inmediato, empezaba a hablar sobre cosas y personas que habían vivido hacía más de treinta o cuarenta años y que Philip no tenía por qué conocer y menos siendo casi un bebe. La pobre señora se aterrorizaba cada vez que lo hacía, porque todo lo que Philip decía era absolutamente cierto.

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– ¡Vaya…! Esto es algo realmente interesante y puede ser una pista importante. Veamos si podemos llevarlo a esa temprana edad. Sin pérdida de tiempo, ambos regresaron al lado de Pablo, que permanecía en su profundo estado de relajación, con un semblante de paz y tranquilidad. De inmediato, Pew reanudó la regresión. – Muy bien, Philip… vamos nuevamente a retroceder en el tiempo. – Nos trasladaremos al día que cumpliste diez años… uno… dos… tres. –tronó los dedos y ambos advirtieron un cambio significativo en la expresión de Pablo, como si se hubiera posesionado de su edad. Entonces, Pew continuó –: Ahora contaré nuevamente del uno al tres y tú te proyectarás al día que cumpliste… cinco años, a las ocho de la mañana. Uno… dos… tres… ¿Podrías decirme que día es hoy Pablo…? – Yo no me llamo Pablo –repuso éste con una forma de hablar totalmente infantil, al tiempo que su expresión se transformaba, actuando como un auténtico chiquillo de cinco años –. Me llamo Philip y estoy muy enojado. – ¿Ah, sí…? –replicó Pew divertido –. ¿Y por qué…? – Porque como es el día de mi cumpleaños, mi papá me regaló este tren eléctrico tan bonito, pero no me dejaron que faltara al colegio y yo quiero jugarlo todo el día. Por eso estoy muy enojado con mi mamá… y ahora papá me dijo que ya dejara mi tren, porque se me hace tarde para la escuela. – ¿Quieres mucho a tu mamá? – Claro, y ella también me quiere mucho, pero no me dejó jugar con mi tren. – Pero dices que estás jugando. ¿No estás desobedeciendo? – No, porque ya estoy listo y sólo estoy esperando a que Lomax me lleve al colegio. – ¿Lomax…? ¿Quién es Lomax? – El mayordomo, claro – respondió Pablo de inmediato. – Bien, Philip… voy a contar nuevamente del uno al tres y en ese momento, te proyectarás a la edad de tres años. Vas a estar durmiendo, y de repente vas a ver que “ya se abrió el libro”, ¡Uno… dos… tres…! Pablo pareció enderezarse aún más de lo que estaba. Entonces abrió los ojos desmesuradamente y empezó a relatar las escenas que veía. – Ya se abrió el libro, mamá… y está un señor muy viejo con la señora que tienes en tu fotografía, contigo, cuando también eras una niñita. El señor es tu tío y está muy enojado con ella –hizo una pausa y pareció exaltarse, porque su rostro se congestionó de risa –. ¡Es el tío Robert…!

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Y… mira… Ma… –rió divertido– mira ese coche tan feo… es verde, como mi perico y tiene una raya roja muy chistosa. De pronto, Pablo empezó a llorar desconsolado. Mientras gritaba furioso. – ¡No lo dejes, Papá…! ¡Quieren cortar mis árboles… tan bonitos! ¡Por favor, pégales para que se vayan y dejen mis árboles! Súbitamente, en forma tan imprevista como empezó a llorar, se calmó, y cerrando los ojos, se quedó dormido. – Bien, Philip… voy a contar de nuevo del uno al tres, y tú, al oír el ruido de los dedos, vas a proyectarte a cualquier situación extraña, donde hayas oído alguna voz que nadie más oyó, o visto cualquier cosa que nadie más que tú puedes ver, a pesar de estar junto a ti. ¡Uno… dos… tres…! – ¿Me sigues oyendo bien, Philip…? – Sí… muy bien… – ¿Puedes decirme dónde estás…? – Aquí, en el cuarto de juegos, pero estoy solo, porque mis amigos se fueron a su casa. – ¿Estás seguro que no hay alguien más contigo…? – ¿Tú también puedes verlo…? Qué chistoso, porque nadie más lo ha visto nunca, ni mi mamá ni mi papá lo ven, y cuando les platicó no me creen. – ¿Y qué es lo que ves…? – Pues a mi amigo secreto, pero a veces parece como si fuera de luz, y otras lo veo como a toda la gente. Carlos y Pew se voltearon a ver con la sorpresa dibujada en el rostro. – ¿Dices que tu amigo a veces parece de luz…? ¿Estás seguro…? – Claro, ¿no dices que tú también puedes verlo…? Pues míralo… ahora está brillando mucho, y… no quiere decir nada. A lo mejor es porque tú estás conmigo. – ¿A él le gusta que juegues con otros niños…? – ¡Uy, sí! le gusta mucho, sólo se enoja cuando me porto mal o digo palabras feas. A él no le gusta que las digamos. Pero lo quiero mucho. – ¿Y tiene un nombre como nosotros…? – Sí, claro. Él dice que se llama Arder, pero nunca me dice de dónde viene. Lo malo es que cuando le hablé de él a mi papá, se enojó mucho, y dijo que esas cosas no existían y que no me imaginara cosas tan tontas. Y mi mamá todo el tiempo me regañaba por eso. Y un día le dije a mi amigo Arder que mejor se fuera y desde ese día ya no viene. Pero hoy sí vino conmigo. ¿Quieres que le pregunté algo…?

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– Sí –repuso Pew vivamente interesado –, pregúntale quién es, y por qué está contigo. – No me contesta y ya se fue, pero a lo mejor vuelve pronto. – Sí… –murmuró Pew con voz muy suave, mientras pensaba en lo extraordinaria que había resultado la regresión. Entonces decidió regresar a Pablo hacia el presente, haciéndolo sentir maravillosamente descansado. – Y bien doctor… ¿encontró algo interesante…? – Sí, Pablo, así es. Ya hablaremos más tarde de lo que descubrimos. Ambos médicos estaban asombrados. La experiencia paranormal vivida por Pablo, fue también compartida más tarde por Philip, con una exactitud extraordinaria que los dejó perplejos. ¿qué eran esos seres de luz que habían aparecido en su niñez y que nunca habían detectado en otras personas? – Francamente, yo nunca he creído mucho en este tipo de seres, doctor –dijo Carlos aún impactado –, pero entonces… ¿Qué pueden ser? ¿Únicamente la fantasía de dos niños con mentes calenturientas…? – No lo sé. Tal vez nos estamos enfrentando a algo mucho más profundo de o que en un principio pensamos. Pero… ¿A qué…? ¿Qué extraño enigma se nos está revelando a través de la mente de estos hombres…? ¿Se da cuenta que toda esta regresión implica casi sin lugar a dudas, la existencia de una vida, posterior a la muerte? –hizo una pausa como si estuviera valorando el peso de sus palabras y añadió –: Bien… quizá haya llegado el momento de hacer algo que… no me atrevía a intentar –finalizó con voz cansada. – ¿A qué se refiere, doctor Pew…? – A qué tal vez sea oportuno hablar con uno de los parapsicólogos de los que cometamos hace algunos días. Yo… no me había decidido a hacerlo, más que nada por el casi nulo conocimiento que tengo de esta nueva ciencia, pero podría llegar a convertirse en una nueva posibilidad… ¿No lo cree usted así, Carlos…? – Pues… sí –concedió Carlos visiblemente confundido –. Sí lo cree necesario, acudiré al padre Lorenzo, que fue superior en las Carmelitas descalzas, y que ha estudiado este fenómeno por algún tiempo. – ¡Magnífico…! –exclamó Pew contento –. Tal vez él pueda orientarnos al respecto, si es que cree en lo que le digamos. En el rincón oscuro de una capilla negra, Fernando Betancourt miraba la imagen maléfica del amo de las tinieblas que tenía frente a él, denotando en sus facciones la violencia de las emociones que lo

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dominaban. Después, caminó por el lugar, tratando de controlarse, sin lograrlo. Finalmente, el torrente de rabia que pugnaba por salir fue más fuerte que él, y acercándose hacia un líder espiritual lo encaró furioso y lleno de rencor. – ¡Tú me prometiste tu protección y ayuda¡ Y sabes que te he entregado mi vida incondicionalmente. Por ti lo he sacrificado todo: ¡mis hijos, mi familia, mi posición, todo lo que tengo! Respiró profundamente, sintiendo que se ahogaba por la rabia que se le desbordaba por todos los poros y con voz atormentada continuó: – Eres el ser más poderoso de la creación, y sin embargo… has permitido que ese hombre se haya burlado de ti y de mí y no has hecho nada por impedirlo. ¡Pablo Bórquez es tu enemigo! y lo has dejado destruir la obra a la que dediqué más de veinte años de esfuerzos, sin que nada ni nadie pudiera detenerme y de pronto… nada hemos podido contra él –hizo una pausa e increpó a su amo espiritual –: ¡¿Por qué…?! ¡¿Qué fuerza más poderosa que la tuya lo protege…?! Cada vez que hemos estado a punto de acabar con él, esa fuerza ha aparecido destruyendo nuestros planes. ¡¿Por qué lo has permitido…?! ¿Eres acaso impotente para vencerla…? Permaneció mirando a su maléfico Dios con una mirada retadora. Luego, lentamente su fuerza pareció declinar, y se derrumbó poco a poco, hasta humillar el suelo polvoso con su frente. Varios minutos después, levantó humildemente el rostro hacia la figura aterradora que parecía haber adquirido mayores dimensiones. – Perdona mi furia, señor… pero nunca antes me había sentido abandonado por ti… o… ¿Acaso… esto es sólo un castigo que me has enviado para probarme…? Sí es así… perdóname… si no lo es… dame la fuerza necesaria para destruir a Bórquez y vencer su osadía de enfrentarse a tu poder. – Bien –dijo Philip a Ana, mientras se paseaba nerviosamente por la sala –. Como lo discutimos Pablo y yo, cada quién tendrá que reiniciar su vida, tratando de adaptarnos a nuestras nuevas circunstancia. Él… iniciará la próxima semana su gira de conciertos en Estados Unidos. Y aunque lo acompañaré, creo que podríamos empezar con los preparativos de la serie que teníamos planeada. ¿Estás lista…? – Sí… claro –repuso ella –, aunque… francamente no estoy segura de que los directivos del canal te lo permitan, ni que tus ayudantes acepten órdenes tuyas, teniendo la apariencia de Philip y no de Pablo. Yo misma… aún no acabo de hacerme a la idea y… creo que a ellos les costará mucho más trabajo que a mí, el… acostumbrarme.

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– ¿Es eso cierto…? ¿Realmente te costaría mucho trabajo el volver a acostumbrarte a mí? –preguntó Philip con cierto dejo de tristeza en la voz –. Sé que en el pasado muy pocas veces hablamos de nosotros, pero siempre, muchas veces vi una mirada de ternura en tus ojos, cuando me veías, y creías que no me daba cuenta. ¿No es verdad…? –dijo, tomando las manos de la chica con dulzura –. ¿Vas a negarlo, Ana…? ¿Vas a negar que me has querido… un poco? Ana desesperada, evitó mirarlo a los ojos y no pudo contestar. En este momento reconocía las palabras de Pablo, y en cierta forma, su manera de ser tan especial, pero no estaba segura de que él fuera el hombre al que amaba. – Creo que… tal vez… deberíamos hablar de todo esto… en otra ocasión –logró decir, sintiendo que se ahogaba. ¡Dios santo…! ¿De quién estaba enamorada…? ¿De un hombre que no existía, como dijo Pablo en la cabaña…? – Está bien, Ana, esperaremos otra ocasión, cuando tu espíritu se haya serenado y el mío haya recobrado su identidad. ¿No es eso lo que deseas…? – Sí, Philip –dijo ella avergonzada, sin atreverse a mirarlo a los ojos –. Tal vez entonces… podamos saber claramente lo que hay en el fondo de nuestros corazones, y entonces… – Por favor… no digas más… –dijo Philip poniendo sus dedos sobre los labios trémulos de la chica –. Sólo quiero que pienses una cosa y voy a decirla, aunque sé que no tengo el derecho de hacerlo. ¿Has pensado lo que sucederá si no volvemos a recobrar nuestra identidad…? – ¡Por favor…! –exclamó Ana a punto de estallar –. Esa pregunta no es justa. No sé qué contestarte, Philip, te juro que… no lo sé… Él, conmovido, la acercó suavemente a su pecho, tratando de confortarla, sabiendo la tormenta que había desatado con sus preguntas. ¿Acaso él mismo no estaba pasando por lo mismo…? ¿No se había entregado a Helen en Londres, sabiendo que aceptaba el amor de una mujer que no le pertenecía…? Fue en ese momento cuando se sintió sucio por dentro, por haber aprovechado para él, la entrega que Helen le estaba haciendo a otro hombre. Angustiado, permaneció en silencio, sin atreverse a romper el abrazo para que Ana no pudiese mirarle la cara. Después, ya más dueño de sí, preguntó tratando de dar un giro completo a la conversación: – Entonces… ¿Volvemos al trabajo…? Sé que no será fácil hablar con Larios y su gente, pero debemos intentarlo. De nuestro equipo, no te preocupes, yo sabré convencerlos.

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– Bien –aceptó la joven no muy convencida –. ¡Hoy mismo iré a verlos! Tal vez al principio haya un gran descontrol, pero poco a poco se normalizaran las cosas. – Bien –concluyó Philip sintiendo que nuevamente el optimismo lo invadía –. ¡Manos a la obra…! – ¡No…! Yo jamás haré una cosa semejante –gritó Carlos consternado ante la sugerencia del doctor Trapp, del Colegio Alemán de Psiquiatría, y uno de los más eminentes médicos del mundo –. ¿Se da cuenta usted de lo que está proponiendo, doctor? – Escúcheme doctor –respondió Trapp –, hemos estudiado perfectamente el caso y ninguno de nosotros ha encontrado la menor solución. Incluso el doctor Mathews, que amablemente voló de Boston para estar esta noche con nosotros, comparte nuestra impotencia y debo advertirle, doctor Robles, que él mismo consultó el caso con varios de los mejores psiquiatras de Estados Unidos, con los mismos desalentadores resultado. Por eso creo que mi propuesta tiene una base lógica. Si queremos revertir todo el proceso, tenemos que reproducir las cosas que lo provocaron. ¿Cómo…? Llevando a ambos pacientes a un nivel mental tan profundo, por medio de drogas, que ambos entren en la muerte clínica, donde es posible que obliguemos a sus “espíritus”, a salir de su cuerpo y una vez desplazado de los cuerpos equivocados, provocar el regreso de sus cuerpos verdaderos a través de choques eléctricos. – ¿Pero quién se va a arriesgar a efectuar un tratamiento semejante? – exclamó Carlos furioso –. ¿Acaso hay algún antecedente que nos pueda dar el menor margen de seguridad…? – No exactamente –repuso Trapp –, pero al menos es una posibilidad que podremos controlar clínicamente. Claro que no podemos descontar la probabilidad de un… accidente, pero no encuentro otro medio para curarlos que no implique un riesgo de esta naturaleza. Después de todo, cientos de pacientes han muerto en la mesa de operaciones y vuelto a la vida con choques eléctricos, ¿No está de acuerdo conmigo doctor Pew…? – Francamente no me gusta, aunque no veo otra opción. De cualquier forma, pienso que deberán ser los propios pacientes los que tomen la decisión, sabiendo lo que están arriesgando. Después de oír Philip y Pablo la proposición del doctor Pew, que les hizo ver los pros y los contras, la cuestión quedó totalmente desechada.

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Sin embargo, en la mente de Philip quedó flotando la idea, que más adelante germinaría, y que tantos problemas les iba a provocar. En cambio en Pablo la decisión fue definitiva y no le dedicó más tiempo después de haberse decidido por una negativa. – Francamente, no voy a arriesgar un pelo en un proyecto tan… absurdo. Prefiero quedarme como estoy –comentó, y dando por terminado el asunto continuó: – Bien… por lo pronto debemos prepararnos para nuestro viaje a Nueva York. En tres días estaremos en esa ciudad. ¿Ya lo habían olvidado…? – Qué fácil parece todo para ti, Pablo –recriminó Philip a su amigo con amargura –. ¡“No quiero arriesgar nada, así que… sigamos como estamos”, y que Philip se aguante con los despojos…! Después de todo tú tienes tu música y lograste embaucar a Brighton, el empresario americano. – ¿Qué dices…? –preguntó Pablo mientras todo a su alrededor se tornaba de un rojo intenso, sintiendo la necesidad imperiosa de desahogar con Philip toda su irritación –. ¿Te estás queriendo convertir en la víctima inocente de todo este asunto…? Pues déjame decirte que los dos estamos igual, así que si tienes una idea mejor, dila de una vez y deja de estarte lamentando… Y si te sientes tan infeliz, has lo que yo: busca una ocupación que te permita estar activo y prepárate para el futuro, sin tener que estar molestando a los demás con tus quejumbres. Furioso, Philip perdió el control, dejando aparecer su fuego latino y se arrojó con violencia sobre Pablo, que sorprendido ante el ataque inesperado cayó sobre el enorme ventanal, haciéndolo añico, arrastrando a su agresor con el impulso de la caída. Rabiosos, se golpearon furiosamente, desahogando en cada golpe toda la inmensa tensión que llevaban contenida, a pesar de los esfuerzos que hacían Pew y Carlos por separarlos. Al oír el escándalo, entraron las dos jóvenes, gritando despavoridas y lograron detenerlos, mientras los médicos trataban de calmarlos y volverlos a la cordura. Casi al mismo tiempo, apareció Marta de la Parra, seguida por dos sirvientes alarmados. – ¡¿Qué pasa…?! –gritó la mujer impresionada al ver a los dos hombres, cuyos rostros ensangrentados tenían un aspecto aterrador, mientras se acercaba ansiosa a Pablo, dispuesta a prestarle ayuda. – ¡Por Dios…! ¿Cómo han podido ustedes portarse de esta manera? – dijo escandalizada, pero al ver el estado del rostro de su jefe, volteó angustiada hacia Carlos, en espera de sus indicaciones.

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– No te preocupes, Martita, es menos grave de lo que parece. Por favor, trae un poco de algodón y algún desinfectante. De inmediato la pobre mujer obedeció las órdenes y pocos minutos después, todo había vuelto a la normalidad. Sin embargo, el ambiente estaba muy tenso y entre ellos persistía un silencio pesado, como si nadie se atreviese a hablar. Fue Philip quien rompió la tensión del momento, levantándose de su sitio y acercándose al lugar donde Carlos hacía las últimas curaciones a Pablo. – Lo siento –dijo apenado –, creo que me dejé llevar por mi frustración. Cuando me di cuenta, ya te había golpeado. – ¡Bah… olvídalo…! –repuso Pablo –. No pasó nada. Creo que necesitábamos un desahogo. Por mí todo está olvidado. – Y por mí también –convino Philip. Después giró hacia los demás, que no se atrevían a intervenir, y esbozó una sonrisa apenada –. Perdónenme ustedes también –dijo con voz grave –, no sé cómo pudo ocurrir. – Pues… francamente… debo decirles que no me extraña que esto haya pasado –dijo Pew –, es más, desde hace varios días lo estaba esperando, y creo que fue bueno que haya sucedido. Los dos semejaban una hirviente olla de presión lista a explotar. Con esto, se aliviará la tensión entre ustedes, porque es un hecho el que inconscientemente cada uno culpa al otro de haberle robado su personalidad. – Sí… es verdad –reconoció Philip con sinceridad –. Aunque sé que él no tiene la culpa de lo que me pasa, no puedo dejar de sentir que él dispone de lo más valioso que tengo. Mi persona ¡Todo lo mío…! – Por lo visto ambos sentimos igual, y aún sin poder evitarlo, he sentido en momentos un intenso resentimiento hacia ti, pero te ofrezco controlar ese sentimiento que es injusto –se detuvo un momento, y tras poner brevemente la mano en el hombro de su “rival” se excusó –. Creo que voy a descansar un poco. Si no les importa, hablaremos del viaje a Nueva York más tarde… ¿De acuerdo…? – ¿Aún piensas acompañarnos…? –preguntó Pablo un tanto apenada. – Desde luego –bromeó Philip sonriendo –, no creas que te vas librar tan fácilmente de mí. Además, estoy seguro que algo muy importante va a suceder en esa ciudad, y… no sé, pero presiento que incluso, podría ser el inicio de nuestra curación. – Ojalá así fuera –intervino Pew –, pero no quisiera que se hicieran muchas ilusiones. – De cualquier manera, debemos mantener un espíritu optimista y recordar que la fe, ha sido la fuerza que ha movido al mundo.

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– Fe… –murmuró Pablo con tono amargo casi para sí –. Quisiera saber en dónde encontrarla… Por su parte, Delgado no había perdido el tiempo. Comprendiendo que tenía en sus manos el reportaje de su vida, visitó el hospital donde Pablo había estado internado y entrevistó eufórico a los médicos y enfermeras que lo habían atendido. El resultado fue verdaderamente asombroso. ¡Los casos de Bórquez y Ryan eran idénticos! Pero lo más interesante de todo, fue el descubrir que Betancourt y sus secuaces habían estado enfocando una víctima equivocada. ¡El verdadero enemigo ya no era Pablo Bórquez! sino el músico inglés: ¡Philip Ryan…! ¡Él era ahora el verdadero Bórquez…! Volvió a reunirse con Jos, con el que había seguido en contacto, sin revelarle sus descubrimientos, dispuesto, como siempre, a sacar el mayor partido de esta nueva relación. – ¿Tienes ya el día del debut de Ryan en Nueva York…? –preguntó insidioso. – Sí. Se presentará en el Carneghie Hall la próxima semana y ten la seguridad de que ahí estaré yo para impedirlo. – Y yo también, Jos, ya le dije que puedes contar con mi ayuda, y si es necesaria, con la de mi periódico. – ¡Perfecto…! –exclamó Jos complacido –. Yo le voy a demostrar a Ryan que no es tan fácil burlarse de mí. Delgado estaba feliz por la forma como todo se estaba desarrollando. Y si al principio se sintió indeciso sobre si ir con Jos al concierto, o permanecer en México, finalmente se decidió: ¡Iría a Nueva York! Las notas del piano llenaron la casa y calmaron los negros presagios que embargaban el espíritu de Pablo. Atraída por la música, Marta de la Parra entró al estudio, y se sentó en silencio, procurando no llamar la atención de Pablo, que llevado por su inspiración parecía deslizarse por el espacio, al parejo de la notas que fluían sabias de sus manos. Al terminar la interpretación, Pablo se sorprendió al verla tan cerca de él, mirándolo en forma tan tierna y cariñosa con que lo hacía cada vez que estaban juntos. – Es maravillosa la forma como tocaste, Pablito, pero… aun no entiendo cómo es que de pronto… haz empezado a tocar. Pablo se acercó a ella, le levantó suavemente el rostro y le hizo una caricia. – Creo que te ha sido muy difícil entenderlo, ¿verdad, Martita…?

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– ¿Entender… realmente qué, Pablo…? –preguntó ella a su voz sin saber de lo que él estaba hablando. – Que no soy… “tu” Pablo. Que soy otro hombre nacido muy lejos, en tierras inglesas. Pero no… por favor… no te inquietes, no quiero insistir más en convencerte de una cosa que nadie entiende. De cualquier forma, te agradezco el cariño que me tienes, la ternura que me das, y que en unos cuantos días me has hecho compartir. – Pero Pablo –interrumpió la mujer. – Shhht… no digas nada, simplemente sígueme queriendo como hasta ahora, y déjame decirte que tú también me inspiras un gran cariño, un cariño, que hacía mucho había olvidado, y que me recuerda el que me tenía mi madre. – Es que ella me pidió que así te quisiera, Pablo y yo he tratado de hacerlo. – No, Marta… tú no tienes que tratar, tú simplemente abres tu alma y llenas de amor a todos los que te rodean. Y me llame Pablo o Philip, reconozco la belleza espiritual donde se encuentre y yo la he encontrado en ti, aunque también ése sea un cariño que estoy usurpando del verdadero Pablo. Le hizo una caricia y levantándose, se dirigió nuevamente hacia el piano, reanudando su práctica, sintiéndose en paz por primera vez desde hacía mucho tiempo. – Hay algo que cada vez me desconcierta más –dijo Pew a Carlos –. Se trata de las luces que nuestros pacientes vieron después de su muerte. – Y que según ellos, los acompañaron hasta el extraño… túnel, de donde fueron regresados. ¿A ésas se refiere…? – Exactamente. Por más que he pensado que podrían ser, no encuentro una explicación lógica. – Yo tampoco lo entiendo, aunque muchas religiones y filosofías hablan de… ángeles, o de santos e incluso de una especie de… maestros espirituales, que están en un contacto e inspirándonos pensamientos e ideas positivas, y buscando que cada ser humano descubra el amor, a la humanidad, a la naturaleza… y a Dios. Yo… francamente nunca he creído en esas cosas, pero… por lo visto, ya no sé qué creer y qué dudar. Tal vez ésa sea la explicación de esas luces que los acompañaban en su viaje… al más allá. – Pero hablando desde un punto de vista científico, todo eso no pasa de ser una simple fantasía, y sin embargo… es indudable que Pablo y Philip las vieron, con idénticas características, o no hubieran hablado de

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ellas en sus regresiones. Es más, ¿no tendrían alguna relación con los seres de luz que ambos veían cuando eran niños…? – Francamente no lo sé –murmuró Carlos azorado –. Pero creo que deberíamos hablar de ello con Mathews y Trapp cuando nos reunamos con ellos, mañana en Nueva York. En su habitación, Helen miraba a través de la ventana que daba al jardín, sintiendo que para ella, había llegado el momento definitivo. Por varios días se había propuesto hablar con Philip, pero ya no podía callar más. Esta noche lo haría. Lo vio entrar al estudio, y decidió aprovechar la ocasión para tenerlo a solas. Bajó lentamente la escalera, sintiendo como si cada paso lo acercara al patíbulo, y entró al estudio, donde Philip estaba hojeando un libro de pintura. – ¿Podemos hablar un momento, Phil…? –preguntó con un hilo de voz, tratando de controlar la debilidad que sentía en las piernas. Philip la miró con extrañeza, perturbado ante su aspecto demacrado y los ojos enrojecidos. – ¿Qué sucede?... Tal parece que has estado llorando. – … Creo que sí… un poco. He estado pensando mucho durante todos estos días y he decidido regresar a Inglaterra. – Pero… ¿Por qué? Pensé que irías con nosotros a Nueva York, mañana. – No… no lo haré. Esta vez se irán sin mí. – No entiendo… en nada ha cambiado nuestra relación desde que llegamos a México. – Te equivocas, Phil, ha cambiado por completo. Cuando decidimos venir, tenía yo la esperanza de reencontrarte, de que aquí volverías a tu estado normal y regresaríamos después a Inglaterra, para reponer el tiempo perdido, pero… ya ves… las cosas no han salido así… tú cada vez te alejas más de mí… –y al ver que Philip iniciaba un movimiento de protesta, ella lo interrumpió –. ¡No… no digas nada…! Yo no te estoy reprochando nada, simplemente… no quiero presionarte más, sino darte plena libertad para que tú… te encuentres a ti mismo, sin tener que soportar la carga que yo significo para ti. – ¿Realmente es lo que quieres…? –preguntó Philip con tristeza. – Sí, Phil…y sé que tú lo quieres también. Tal vez… tú no eres el hombre del que estoy enamorada y yo… no soy la mujer que tú amas, sino la intrusa, a la que has llegado a aceptar en tu terrible soledad y nada más.

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Al llegar a este punto, las lágrimas empezaron a brotar suavemente, en un llanto silencioso y patético. – No, por favor, no llores –dijo él, conmovido, recordando esa noche en Londres, en que juntos compartieron un momento de amor inolvidable. La abrazó con ternura, permitiendo que se desahogara en su llanto silencioso. La sentía convulsionarse entre sus brazos y no supo qué hacer para ayudarla. – Yo… no sé qué decirte. Quisiera negar todas tus palabras, pero no puedo hacerlo, porque cada una de ellas es verdad. Yo… te quiero mucho, Helen y te estaré agradecido toda la vida por los momentos que me has dado. Tú… me ayudaste a salir de la horrible depresión en que me hallaba y compartiste cada instante de mi angustia. – Por eso ahora, ha llegado el momento de volver a Londres. Ahí… esperaré a que todo haya terminado. Pase lo que pase, te estaré esperando. Después, aferrándose a Philip lo besó apasionadamente, despidiéndose de él quizá para toda la vida y salió corriendo del estudio, sin poder ocultar sus lágrimas y su humillación.

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CAPITULO 1

Desde el piso cincuenta y dos del altísimo rascacielos donde se encontraba el Music Center Corporation, la compañía que lo había contratado, Pablo y Philip esperaban la llegada de Lewis Brighton, el director de la empresa. Maravillado, Pablo observaba el extraordinario espectáculo que se ofrecía a sus ojos, un conglomerado de importantes edificios, que se extendía hasta donde alcanzaba su vista. Abajo, sobre la misma Quinta Avenida donde se encontraban, la calle se perdía al llegar a Central Park, con el hermoso bosque extendiéndose a un lado de la calle más famosa del mundo. – Siempre desee llegar a este lugar –dijo Pablo emocionado –, y hoy, por fin lo he logrado, aunque desgraciadamente en estas extrañas circunstancias. – Lo importante es que estás aquí –repuso Philip optimista –. Si todo sale como tú quieres, no habrá el menor problema con Brighton, y en unos cuantos días estarás debutando en el Carneghie Hall. En ese momento apareció Lewis Brighton por la puerta, visiblemente apurado. Se disculpó brevemente por su retraso, equivocándose al dirigirse a Philip en vez de hacerlo con Pablo. – Me da mucho gusto conocerlo personalmente, señor Ryan. Estados Unidos va a ser todo un acontecimiento. Visiblemente turbado y angustiado ante la posibilidad de que Brighton conociera su personalidad, Philip respondió tratando de ocultar su nerviosismo. – Me temo que nos ha confundido, señor Brighton, el señor Philip Ryan es él –dijo señalando a Pablo –. Mi nombre es Pablo Bórquez. Ambos intercambiaron una mirada de desconcierto, ante la sorpresa del empresario, que confundido, se disculpó inmediatamente. – Oh, lo siento muchísimo. Pero… al verlos nunca lo hubiera adivinado, teniendo usted un tipo tan… británico. En cambio usted, Philip, parece ser claramente latino.

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– No se preocupe, señor Brighton –dijo Pablo, recuperando su sangre fría –, también a mí me da mucho gusto saludarlo y decirle que es un gran placer el estar en esta ciudad. – Después de su primer concierto, que será el próximo viernes, permaneceremos tres días más en Nueva York y volaremos hacia Boston, Detroit, Chicago, Washington y Houston. Finalizaremos en las ciudades de San Diego, Los Ángeles y San Francisco. Dieciocho conciertos en un mes. Desgraciadamente, por la premura del tiempo, no pudimos arreglarle un itinerario más favorable –hizo una pausa y preguntó satisfecho –: ¿De acuerdo…? – Sí, Sr. Brighton, me parece muy bien –repuso Pablo, ya repuesto del susto inicial. – Por cierto, Jos Maylart, su representante, estuvo aquí hace días y parecía furioso cuando usted confirmó la gira sin su conocimiento. ¿Ha surgido algún problema entre ustedes? Pablo y Philip intercambiaron una mirada de preocupación. – Me temo que sí. Nuestra sociedad ha terminado, por lo que le suplico que no trate nada con él relacionado conmigo. – Perfectamente, Sr. Ryan, le aseguro que así lo haré. Y ahora… pues… me gustaría compartir el día con ustedes, pero varias juntas de trabajo me lo impiden. Sin embargo, quisiera que nos acompañara a una recepción que le daremos dentro de dos días en la casa del señor Vanderfelt y pedirle que sea tan amable de tocar para la concurrencia. Desde luego, será un grupo sumamente selecto de la mejor sociedad neoyorkina. Contrariado, Pablo no tuvo más remedio que aceptar, obligado por las circunstancias. – Bueno –finalizó Brighton –, entre tanto, me encantará invitarlos a cenar. Si les parece bien pasaré por ustedes a su hotel esta noche, a las ocho en punto. Poco después, en el lujoso restaurante donde comían, ambos comentaban aún nerviosos la confusión de Brighton. – Cuando te saludó con tal seguridad, pensé que conocía tu identidad y que estábamos perdidos. – Yo también. Sin embargo, me preocupa mucho lo que dijo de Jos. Lo conozco muy bien y estoy seguro que puede darnos problemas. No es hombre al que se le puede quitar de en medio tan fácilmente y no será nada extraño que lo veamos aparecer en cualquier momento. Y con mayor razón si se da cuenta de que el que va a tocar con el nombre de Philip Ryan soy yo y no tú. Él nunca aceptará lo que supondrá una vil suplantación, por eso me preocupa tanto esa reunión que tendremos con

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Brighton en la que me comprometió a tocar. Si por alguna razón Jos se presenta, te aseguro que toda la gira quedará arruinada. – Sí… es importante que no se dé cuenta de nada. Incluso la noche del concierto debemos estar juntos hasta el momento en que entres al escenario. Yo mismo te acompañaré tras bambalinas, para que si Jos aparece por ahí piense que seré yo quien va a tocar, y al darse cuenta de que eres tú quien lo hace, no tenga tiempo de impedirlo. Después, yo me encargaré de él y si es necesario, soy capaz de secuestrarlo en el camerino, hasta que todo haya terminado. – Bien –dijo Philip excitado –, vayamos al teatro a ensayar y demos así inicio a una nueva etapa de nuestras vidas –y añadió con un tono presagioso –: Lo que tenga que ser… ¡Será…! Dos días más tarde, el avión donde llegaban Jos Maylart y Delgado, hizo su arribo en el aeropuerto de la Guardia. De inmediato, los dos hombres se dirigieron al hotel WarWick, donde habían hecho sus reservaciones. Después de instalarse, Jos se puso en contacto con la secretaria de Brighton, quien le informó que el empresario aún no regresaba de comer. – Es extraño –dijo Jos a Delgado –, pero me dio la impresión de que me lo estaba negando. Creo que será mejor que vaya personalmente a verlo. Es urgente que hable con él hoy mismo, porque mañana es el día del concierto. – ¿Quieres que te acompañe…? –preguntó Delgado que estaba a punto de meterse a la regadera. – No, prefiero verlo yo solo. Después podemos reunirnos en el bar del último piso del edificio Panam, para decidir cuál será nuestro siguiente movimiento. ¿Aún piensas que algo raro está pasando…? – Sí –repuso Delgado –, te lo podría apostar. Media hora después, el representante se acercaba a la despampanante recepcionista para preguntar por Lewis Brighton. Ésta, por completo ajena a la ardiente mirada de admiración del inglés le pidió que hablara con la secretaria del director. – ¿Es usted el señor Maylart…? –preguntó la secretaria cuando Jos pidió hablar con él –. Lo siento, pero el señor Brighton no podrá hablar con usted. Tiene una junta con un grupo de artistas y después tendrá una reunión con varios miembros del sindicato de músicos y eso le llevará toda la tarde. – ¡Pero es indispensable que lo vea…! ¡Tengo que hablar con él! Volé desde México exclusivamente para verlo.

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– Lo siento señor Maylart, pero hoy será totalmente imposible. Ya le expliqué las causas. Si quiere hacer una cita para pasado mañana. – ¡¿Pasado mañana…?! –explotó Jos furioso –. Pasado mañana será demasiado tarde. Voy a verlo ahora mismo aunque tenga que derribar esa puerta –gritó cada vez más exaltado. Nerviosa, la secretaria tocó sutilmente un botón y de inmediato hizo su aparición un inmenso hombre de vigilancia. – El… señor insiste en ver al señor Brighton, a pesar de haberle indicado que eso no será posible, pero él… – ¿Sería usted tan amable de retirarse? –preguntó el guardia con paciencia, mientras en su rostro aparecía un aspecto amenazador que amedrentó a Maylart, quien rabioso en su impotencia, no tuvo más remedio que aceptar. – Está bien –aceptó con voz ahogada por la furia – ,pero esto no va a terminar aquí, se lo aseguro. Después de verlo salir, acompañado por el guardia, la secretaria apretó el botón del intercomunicador. – Señor Brighton, el señor Maylart estuvo aquí. Yo, siguiendo sus instrucciones, no le permití verlo, pero… – No se preocupe, Susan –respondió el magnate –, oí el escándalo desde aquí. Si mañana vuelve, tampoco quiero hablar con él. La lujosa mansión donde se celebraba la recepción, estaba resplandeciente. Un gran número de elegantes asistentes de la mejor sociedad neoyorkina, ocupaban ya su lugar, dispuestos a escuchar a Pablo, que se hallaba sentado ante un majestuoso Steinway de concierto, mientras los murmullos se apagaban lentamente a su alrededor. El músico estaba tranquilo. Los acontecimientos de los últimos días habían salido perfectos y el propio Brighton se había encargado de que el artista no tuviera el menor contratiempo. Finalmente, una vez que el silencio terminó por imponerse, las luces bajaron suavemente, dejando únicamente la zona donde Pablo se disponía a iniciar su audición, mientras Philip y Brighton esperaban expectantes. Las notas suaves de la Sonata Claro de Luna de Beethoven, surgieron vibrantes de los dedos hábiles de Pablo, imponiéndose desde el primer momento a los asistentes, muchos de los cuales, verdaderos conocedores de música, sintieron que estaban ante un auténtico maestro, que dominaba su arte a la perfección.

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Al finalizar la sonata, la aclamación de los asistentes sacó de golpe a Pablo del mundo en el que se había confinado. Después, se puso de pie agradeciendo el homenaje de la concurrencia. Minutos más tarde, Brighton eufórico preguntó: – ¿Cómo le ha ido con su director…? Tengo entendido que Rosenfranz es un hombre muy duro en ocasiones y que ha tenido ciertos problemas con algunas de las orquestas que ha dirigido. – Afortunadamente no hemos tenido la menor fricción, excepto al ensayar el primer movimiento del concierto. Quería mayor énfasis en un pasaje, y yo lo prefiero más lento. Al fin, lo comprendió, aceptó mi sugestión. Y eso ha sido todo. – Bien… muy bien… –repuso Brighton visiblemente complacido –. ¡Estoy seguro que el concierto de mañana, será un acontecimiento memorable…! – Así lo espero, Lewis –dijo Pablo mientras un estremecimiento recorría su cuerpo al pensar en una posible intervención de Jos –. Por el éxito de mañana, y por todo lo que nos espera. Levantaron sus copas y brindaron, poniendo su alma en ese brindis, pensando que en él, estaba encerrado todo su futuro. Entretanto, Jos seguía furioso. Por la tarde había estado nuevamente en la oficina de Brighton, con idéntico resultado. Finalmente, se dio cuenta de que no iban a recibirlo y regresó al hotel echando chispas. – Ni siquiera me permitieron verlo –gritó exaltado, respondiendo a la pregunta de Delgado –. Tal parece que hay consigna de no recibirme. – ¡¿Es que no te das cuenta de que todo es parte de un complot contra ti entre tu… pianista, y Pablo Bórquez…?! Créeme que me indigna lo que están haciendo contigo –exclamó tratando de enardecer a Maylart para que no soltara a su presa, lo que tendría como consecuencia la destrucción de su enemigo –. ¿Estás de acuerdo conmigo…? – ¡Claro que lo estoy…! –respondió el representante –. No descansaré hasta vengarme de Ryan y de su gente, te lo juro. Por lo pronto, mañana estaré en el Carneghie y si es posible, detendré ese concierto. – Eres un ingenuo, Maylart. Te estás enfrentando a algo superior a tus fuerzas, y como siempre, te vencerán. Estos hombres sólo entiende con la violencia, metiéndoles miedo, matándolos si es necesario. – ¿Matarlos…? –preguntó Jos asustado –. No… eso no… yo no soy un criminal, sólo quiero que se me haga justicia. – ¿Y si no la consigues…? ¿Sí sólo logras que se burlen de ti, vas a quedarte con los brazos cruzados…? ¿Eres acaso un pobre diablo…?

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– No… claro que no… pero matarlo… no… no… podría… Sin embargo, la malévola idea ya había sido sembrada en la mente de Jos Maylart y Delgado se dio cuenta del efecto que sus palabras habían causado. Ahora sólo tenía que acicatearlo y quizá este pobre inglés se convirtiese en el instrumento de su venganza, y la de Fernando Betancourt. Al día siguiente, los periódicos hacían la reseña de la recepción ofrecida por los señores Vanderfelt, y comentaban elogiosamente la presentación de Philip Ryan, el pianista inglés, que había deslumbrado a la elegante concurrencia con una maravillosa interpretación. – ¡Maldición… –exclamó Jos Maylart al verlo – no sé cómo, pero no se va a salir con la suya…! – ¿Y qué vas a hacer, quemar el teatro para impedirlo…? Maylart no contestó, pero un extraño brillo apareció en sus ojos. – Toma, lleva esta arma, al menos con ella lograrás atemorizarlo –dijo Delgado –, si es que eres lo suficientemente hombre para manejarla. – No… ya te dije que no quiero llegar a esos extremos. Hay otras formas de conseguir lo que busco. – Tonterías, insisto en que la lleves. De cualquier manera yo estaré a tu lado, y… no pierdes nada con tenerla. – Ya lo sé, Delgado –replicó Maylart atemorizado –, pero no quiero ofuscarme y cometer una tontería de la que luego me puedo arrepentir. – ¡Bah…! Sólo tenla contigo, te dará seguridad. Yo no te estoy aconsejando que la uses con Ryan, pero esto lo hará pensar dos veces antes de volver a traicionarte. Ya lo verás. Sin hacer caso de las protestas de Maylart, metió el arma en la americana de su compañero, quitándole toda la importancia con un último comentario. – Si la necesitas, la puedes usar, si no… nadie sabrá que vas armado. Total, no tienes nada que perder. – Está bien, pero… no acaba de gustarme. En la primera vez que voy armado y no me gusta lo que siento. – No te preocupes, Jos, ya te acostumbrarás. Lentamente, la inmensa sala empezó a llenarse. Preparado desde hacía casi una hora antes, Pablo había salido media docena de veces hasta la cortina del escenario, buscando la presencia de Jos en alguna parte del impresionante teatro. Estaba casi seguro de que en cualquier momento su ex representante aparecía, gritando estentóreamente:

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“Paren este concierto. Los están engañando. Ese hombre no es Philip Ryan.” Toda la noche había soñado la misma escena, una y otra vez. Ahora, el temor no le permitía tranquilizarse y deseaba ardientemente que el concierto diera principio. Después, tendría al público en la bolsa y lo que dijera Maylart no tendría tanto impacto. – ¡Por el amor de Dios, descansa un poco…! –exclamó Philip, contagiado por el nerviosismo del pianista –. Si algún problema se presenta, nosotros lo detendremos, aunque no creo que se atreva a intentar algo. – ¡Te equivocas, ya lo creo que lo hará…! De otra manera, ¿Para qué iba a venir a Nueva York a hablar con Brighton…? Algo está intentando, lo sé, puedo sentirlo claramente, pero… ¿Qué? – ¿Realmente lo crees…? – Sí, Philip. Y cuando vea quién está sentado ante el piano se pondrá a gritar como un poseído que soy un impostor… – No, porque ahí estaré yo para impedirlo – ¡Dios santo, que ya den las nueve y empiece este maldito concierto…! –exclamó por último Pablo y se dejó caer agotado en el amplio sofá. – Faltan tan sólo diez minutos –replicó Philip y salió del camerino en busca de aire fresco. Se dirigió a la cortina y por el mirador recorrió la sala, ahora casi llena, en busca de Maylart, sin obtener el menor resultado. Después, salió por las bambalinas y se dirigió a la puerta del acceso al escenario y a los camerinos, donde nuevamente habló con el encargado. – ¿Nadie ha tratado de entrar? – No, señor –replicó el hombre, extrañado ante la insistencia de Philip. – Ya le dije antes que nadie entrará, y en caso necesario, lo llamaré al palco del señor Brighton. – Bien… gracias nuevamente. Sé que puedo confiar en usted. 8:55 La sala estaba completamente llena. En sólo cinco minutos el concierto daría inicio. El rostro de Pablo parecía haber vuelto a la normalidad, pero estrujaba sus dedos aun nerviosamente, como única señal de la tensión que lo dominaba. Volvió a mirar su reloj y lentamente se lo quitó, dándoselo a Carlos. Después, saco su pañuelo y se limpió el sudor del rostro. – ¿Por qué no ha vuelto Philip…? –preguntó en voz baja, en forma casi inaudible para sus amigos. – Aquí estoy –dijo éste, entrando por la puerta que daba hacia el pasillo que conducía al escenario –. La orquesta ya está en su lugar. Creo que es el momento.

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– Sí –asintió Pablo, poniéndose de pie –. No entiendo que ha pasado con Jos. Tal vez éste ha sido su juego, ponerme nervioso y lo ha conseguido. – Que tengas suerte, muchacho –dijo el doctor Pew acompañándolo a la salida, seguido de Carlos y Philip, y deteniéndose a un lado de los espesos cortinajes del escenario. – Bien, parece que lo hemos conseguido –murmuró Pablo, mientras se ajustaba el saco del frac. –. Falta un minuto para las nueve. – ¡¿Estás loco, Jos…?! –gritó Delgado furioso, en el palco del primer piso en que se hallaban –. Vociferas durante tres días jurando vengarte de este hombre y a la mera hora vas a quedarte con los brazos cruzados… ¡Aún es tiempo de actuar…! ¡Muévete…! – No… –dijo Jos con voz cansada –. Acabo de comprender que no puedo hacerlo. Después de todo, han sido muchos los años que he compartido con Philip y creo que aún podemos arreglar las cosas. – ¡No…! –exclamó Delgado viendo incrédulo como se escapaba nuevamente la posibilidad de una venganza –. ¡Tienes que hacer lo que pensabas…! Al menos crear un escándalo para que este infeliz no se salga con la suya. En ese preciso instante, las luces empezaron a atenuarse y el telón se abrió. La orquesta, en su sitio, esperaba la aparición del solista y del director. Cuando Pablo hizo su entrada, un fuerte aplauso lo acompañó hasta su lugar ante el piano. Delgado y Jos permanecieron mudos de asombro al ver que el pianista era Pablo, y no Philip como ellos esperaban En ese momento, Franz Rosenfranz, el director de la orquesta entró al escenario, en medio de la atronadora ovación del público. Y en el momento en que Jos iniciaba una protesta, la orquesta entera dio inicio al primer movimiento. En ese preciso instante, Pablo, sentado ante el piano, vio a Jos en el palco. Notó claramente su intención de protestar y sintió un inmenso vacío en la boca del estómago, cerró los ojos, esperando el grito de su representante tal como lo había visto tantas veces en su sueño. Pero Philip también lo había descubierto, acompañado de Delgado, su mortal enemigo. De inmediato comprendió que estaba a punto de suceder. De diez zancadas subió hasta el primer piso y entró como una exhalación en el palco, en el momento en que Jos gritó con voz estentórea: – ¡Detengan esta farsa, ese hombre no es Philip Ryan…! No pudo decir más. Con violencia, fue tomado por la parte posterior del saco y arrastrado hacia fuera del palco, en medio de los murmullos del

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estupor del público, que rápidamente fueron callados por la orquesta. Pocos segundos después, todo parecía haber vuelto a la normalidad, mientras se iniciaba el solo del piano, que llenó la sala con su melodía vibrante. En el pasillo exterior de los palcos, Jos miraba confundido a Philip sin entender lo que estaba pasando y sin atinar a articular el menor sonido, como si su garganta se hubiera convertido en un bloque de concreto. Después, girando hacia la figura de Delgado que en ese momento salía del palco, preguntó aún azorado. – ¿Q…qué sucede… Phil… por qué no estás tocando…? – Estoy tocando, señor Maylart –dijo Philip, decidido a evitar el escándalo a toda costa, sin perder de vista a Delgado –. Es decir, el verdadero Philip Ryan está tocando, como puede usted oírlo. – ¡Te dije que algo malo estaba pasando, Maylart, peor no quisiste hacerme caso! Aquí están las consecuencias –gritó Delgado. De inmediato, varias personas hicieron su aparición en el lugar, con expresión de pocos amigos en los rostros. Eran los encargados de la vigilancia, que rápidamente impusieron silencio a los tres hombres. Simultáneamente, Lewis Brighton apareció tras ellos. – ¡¿Qué está pasando…?! –alcanzó a decir, pero creyendo comprender la situación, ordenó furioso mientras señalaba a Jos y a Delgado –. ¡Saquen a estos hombres…! no les permitan hacer el menor ruido, o ustedes también serán despedidos. – ¡Espere…! Lo están engañando. El hombre que está tocando el piano, no es Philip Ryan, es… Pablo Bórquez! –vociferó Delgado cuando ya los hombres los estaban obligando a salir. Luego, con un rápido movimiento, logró zafarse y tomando del brazo a Brighton exclamó: – Es cierto… ¡Este hombre que está con usted es Philip Ryan…! dígale que lo niegue, si se atreve. Yo soy periodista y sé lo que digo. Aquí está mi credencial de prensa, y si no me hace caso, ¡Haré a través del periódico el mayor escándalo de su vida y acabaré con usted…! Impresionado por la seguridad con la que hablaba, Brighton giró desconcertado hacia Philip y preguntó balbuceante: – ¿Qué está sucediendo, señor Bórquez…? ¿Qué es lo que dice este hombre…? – ¡¿Bórquez…?! –gritó Delgado furioso –. Este hombre es Philip Ryan y si no lo cree, pregúnteselo a su representante –encaró a Jos y le gritó – : ¡Anda cobarde, di la verdad…!

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– Es cierto, señor Brighton. El hombre que está tocando en este momento, es un impostor –después, señalando a Philip, afirmó –: Él es el verdadero Philip Ryan. Lo han engañado. Brighton sintió que caí en un hoyo negro del que jamás volvería a salir. Le pareció ver su nombre en los encabezados de los periódicos, cuyos letreros sensacionalistas explotaban a ocho columnas: “Lewis Brighton autor de un fraude. Timo en el Carneghie Hall.” – ¿Es cierto eso…? –preguntó a Philip, aterrorizado. – Claro que no –repuso éste con voz firme –. Le aseguro que estos hombres no saben lo que dicen. El hombre que está tocándole piano es Philip Ryan. Y si no me cree, simplemente óigalo usted. ¡Y tú lo sabes, Maylart…! –dijo con fiereza, al tiempo que encaraba al inglés –. ¡Escúchalo…! Sabes que nadie sino Philip hace estos acordes. ¡Óyelo…! Las notas del piano resonaron en el pasillo, confirmando las palabras increíbles de Philip. Pero después de un momento de vacilación, Jos repitió. – No puede ser, señor Brighton. Le juro por mi honor que este hombre es Philip Ryan. – ¡Sí… claro que lo es…! –volvió a gritar Delgado –. Aún es tiempo para usted, señor Brighton. Detenga el concierto y dele una explicación al público del fraude de que usted ha sido objeto. Sólo así salvará su reputación, se lo aseguro. – Quizá sea lo mejor –aceptó Brighton confundido –. ¡Dios…! No sé qué hacer. – ¡Sea lo que sea no detenga el concierto…! –suplicó Philip –. Ellos no saben lo que está sucediendo. Permita que el concierto termine y entonces, haremos las aclaraciones que considere convenientes. ¡Escuche, todo el público está arrobado, oyendo al mejor Philip Ryan que escucharán jamás! – Creo que… tiene razón, señor Bórquez… pero al terminar tenemos que aclarar esta situación. Yo… lo estoy arriesgando todo. Mi nombre, mi prestigio… y mi posición. – ¡Le advierto que si permite que el concierto termina, sabiendo que es un fraude, usted será cómplice y yo lo acusaré de haber estafado al público! –rugió Delgado furioso, viendo que su enemigo se escapaba nuevamente de sus manos. – Terminaré el concierto –dijo Brighton sin hacer caso de la amenaza y mirando a Philip como si fuera su última tabla de salvación –. Espero que no me defraudará y que estos… caballeros, no tengan la razón. Les

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suplicó señor Maylart, que entren conmigo a mi palco y que guardemos el silencio que el público merece. – Como quiera, Brighton –concluyó Delgado tragándose su rabia, y sentenció –: Después de todo… es su funeral. Y mientras los otros permanecían en el palco, el periodista se dirigió hacia las bambalinas, donde su fotógrafo, Jim Collins esperaba órdenes. – Quiero que tomes grandes acercamientos del pianista, Jim, para demostrarle a todo el pueblo de Estados Unidos que este hombre no es el que anunciaron, sino un aventurero, llamado Pablo Bórquez. – Sí señor Delgado –contestó el fotógrafo –, haré que las revelen inmediatamente. – ¡Perfecto…! –exclamó Delgado –, también toma algunas del hombre que está en ese palco, junto a Lewis Brighton –dijo señalando a Philip Ryan –. Vamos a impedir que esta gente se salga con la suya, incluyendo al imbécil de Brighton. Y mientras se dirigía al fondo del teatro, las notas del piano seguían majestuosas, brillantes, desbordadas de la emoción más intensa que Philip Ryan jamás había puesto en una interpretación. Al terminar el concierto, el público entusiasmado se puso de pie, ovacionando al pianista con delirio, tributándole un ferviente homenaje, conmovidos ante su soberbia interpretación Junto a él, en el Pódium, Rosenfranz, el director, también aplaudía emocionado ante la extraordinaria interpretación del pianista. Pablo, lentamente se puso de pie, compartiendo con su público la misma emoción, agradeciendo con sencillez la gran ovación que se prolongó por varios minutos, hasta que el telón se cerró. De inmediato, el proscenio se llenó de gente entusiasta que deseaba felicitar al artista, mientras a unos cuantos metros, en el palco de Brighton, la escena era muy diferente. El empresario estaba sentado, con los ojos hundidos, aterrado ante el problema que tenía ante sí. – ¿Se convence de que hubiera sido un grave error suspender el concierto…? –interrogó Philip al momento en que Brighton se ponía de pie. – Le confieso que aún no acabo de entender lo que está pasando, señor Bórquez. Le suplico acompañarme a mi despacho, en este mismo piso. Pediré a alguno de mis ayudantes que conduzca al señor Ryan allí. Espero por el bien de todos nosotros que las cosas se puedan aclarar como usted lo afirma, de lo contrario la prensa nos hará pedazos, y yo me habré convertido en el hazmerreír del mundo artístico.

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En este momento, Delgado había terminado un vitriólico editorial que aparecería en los principales periódicos de Nueva York, con el cual esperaba destruir de una vez por todas a Pablo Bórquez y de paso a todos sus amigos. Rabiosamente contento, se dio cuenta que esta vez tenía un gran asunto entre las manos, que haría que su nombre recorriera el planeta, abriéndole de golpe las puertas de la fama y el dinero. Cuando se lo presentó a Michael Grant, el director del Manhattan Diary, éste, después de leerlo, alzó los ojos y los clavó en el rostro pálido de Delgado, escudriñando su semblante. – ¿Es esto cierto…? –preguntó con un tono casi amenazador. – Cada letra –respondió Delgado eufórico –, fácilmente lo podrá comprobar. Pablo Bórquez es un aventurero, que trabaja en la televisión de México y aunque sea un farsante, mucha gente lo conoce y estoy seguro que algunas personas de las cadenas de aquí, lo reconocerán. Además, he cablegrafiado a mi país y en cualquier momento empezaremos a recibir fotografías de Bórquez, que probarán cada palabra que he escrito. – ¡Perfecto…! Si esto se confirma tenemos entre manos un reportaje sensacional, que puede hacer historia –dijo Grant, pareciendo abandonar su escepticismo inicial y la antipatía instintiva que Delgado le inspiraba. En ese momento se abrió la puerta y entró Jim Collins con las fotografías que había tomado en el teatro. – Aquí tiene, señor Delgado. – ¡Mire, Michael! –exclamó el periodista eufórico –, aquí en el palco, junto a Lewis Brighton, está el verdadero Philip Ryan con Jos Maylart, su representante. Todos ellos son cómplices en este fraude, y ahora nada podrá salvarlos. – Lo que usted parece estar disfrutando mucho –replicó el editor con sarcasmo. – ¡Sí… desde luego…! ¡Mucho más de lo que se podría imaginar! He perseguido a Pablo Bórquez tratando de desenmascararlo –mintió Delgado con desfachatez –. ¡Y ahora por fin lo tengo en mis manos y lo voy a ver retorciéndose de desesperación, se lo aseguro! – Bien –dijo Grant escuetamente, mientras llamaba a su secretaria por el interfón –. Liz, dile a Ransome que venga, y a Mark, que tenga todo listo para cambiar las ocho columnas de la primera plana. Tenemos una noticia sensacional. – Por favor, tranquilícese, Brighton –dijo Philip con voz imperativa al empresario, que con el rostro sudoroso y una expresión de angustia se

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hundió en su sillón, incapaz de razonar con claridad después de escuchar las explicaciones de Philip y Pablo. – Pero… ¡Ustedes están locos…! –gimió casi llorando, sabiendo que enfocas horas su nombre sería enlodado por un periodista sin escrúpulos, que no se detendría ante su desesperación. – ¡Ese hombre tenía razón…! ¡Ustedes me engañaron…! – ¡No… no es así…! –exclamó furioso Philip Ryan –, ya le explicamos lo que Pablo y yo hemos vivido estos últimos meses. – ¡¿Y piensan que yo voy a creer esa fantástica historia?! ¡Por favor! aunque hayan logrado engañarme no soy estúpido. – ¡Claro que no lo es…! Y todo el mundo está de acuerdo con usted. Piense que esta noche ha obtenido un triunfo extraordinario, presentando a un artista que podría considerarse un gran descubrimiento. ¿Acaso no escuchó a la gente mientras aplaudía delirante…? Sólo recuerde cuánto tiempo hacía que no tenía un triunfo semejante y que desde este momento, el éxito del resto de la gira está asegurado. ¡Todos querrán escuchar a Philip Ryan…! Y usted lo tiene bajo contrato exclusivo para Estados Unidos, no sólo en esta gira, sino durante dos años. ¡¿Se da cuenta de lo que esto significa para usted…!? – Pues… sí… claro, pero… cuando se sepa que usted no es Philip Ryan… sino… un desconocido llamado Pablo Bórquez… – Por favor… olvídese del nombre. En realidad soy Philip Ryan y varios de los más famosos psiquiatras del mundo estarán dispuestos a atestiguarlo. Nerviosamente, Brighton se levantó de su asiento y caminó por la oficina, valorando las afirmaciones de sus interlocutores, que al menos tenían un algo de razón: El concierto había resultado un éxito rotundo. Después de todo, la situación no estaba del todo mal. Y acaso, ¿no siempre había sido esa su vida, un riesgo continuo en el que estaba acostumbrado a jugárselo todo? – Está bien. Ustedes ganan. Estoy de su lado. Si hay que dar la batalla, ¡qué demonios… la daremos…! No es la primera vez que tengo necesidad de luchar por lo que quiero. Los rostros de Philip y Pablo adquirieron de golpe una expresión de triunfo al oír las palabras del empresario. En ese momento, el ruido que provenía del exterior del despacho llegó hasta ellos y era producido por la gran cantidad de gente que quería saludar al artista. Entonces, Lewis Brighton se dirigió a la puerta y abriéndola de par en par, exclamó festivamente a la concurrencia:

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– ¡Señores, con ustedes el maestro…Philip Ryan…! o como muchos lo oirán nombrar dentro de muy poco tiempo… ¡Pablo Bórquez! Al día siguiente estalló la bomba. Mientras la mayor parte de las críticas, elogiaban entusiasmadas la presentación de Philip, el Manhattan Diary, publicaba a ocho columnas: ¡Fraude en el Carneghie Hall…! Y hacía una completa reseña del suceso, señalando a Pablo Bórquez como el culpable del vergonzoso hecho, poniendo a Lewis Brighton y a Jos Maylart como cómplices en el fraude hecho al público, que habían anunciado la actuación de Philip Ryan, el pianista inglés, suplantándolo con un musiquillo desconocido, como lo había demostrado Pablo Bórquez en su presentación. El reportaje terminaba, involucrando al Musical Center, que en forma indigna se había prestado a un acto tan vergonzoso y exigía una amplia explicación en beneficio de quienes habían asistido al concierto, vilmente engañados por la empresa. La reacción no se hizo esperar. De inmediato Lewis Brighton fue citado por el consejo de la compañía, escandalizada por verse mezclado en un asunto criminal, que amenazaba con destruir de golpe todo el prestigio que había logrado adquirir a través de los años. Esta vez, Brighton fue bien preparado y se hizo acompañar por ambos músicos, quienes detalladamente explicaron lo sucedido desde el momento de sus accidentes, hasta terminar con el concierto del día anterior. – Como ven –dijo Brighton en voz alta –, la presentación de Pablo Bórquez, o sea Philip Ryan, está plenamente justificada. Además, adjunto las firmas de tres famosos psiquiatras, que están llevando este caso. – Lo siento mucho, señor Brighton –intervino la señora Vanderfelt –. Usted y yo hemos sido buenos amigos desde hace muchos años, pero la sociedad vive del patrocinio de personas y empresas de altísimo valor moral, que dejarían de apoyarnos si nos préstamos a este tipo de maniobras. Yo no puedo exponer a este patronato, por defender un caso del que nada conocemos y que no nos interesa conocer. Así que después de discutirlo entre todos los miembros del consejo, hemos decidido cancelar la gira ofrecida al señor Ryan y al mismo tiempo pedirle a usted su renuncia, señor Brighton, después, claro está, de ofrecer una disculpa pública. – ¡¿Una disculpa…?! ¡¿Están ustedes locos?! ¡Por ningún motivo…! – protestó Brighton –. Creí que ustedes comprenderían, y que estarían conmigo. En cuanto a mi renuncia, estoy dispuesto a hacerlo, pero antes

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debo advertirles una cosa: Philip Ryan, ha tenido un gran éxito. Más que ningún otro pianista que haya patrocinado nuestra asociación, y ahora, después del artículo publicado por ese pasquín inmundo, estoy seguro que lo tendrá mucho más. Si ustedes cancelan la gira, yo crearé otra empresa y continuaré con ella y les aseguro que dentro de muy poco tiempo, todos ustedes lo estarán lamentando. – Aun así, en una decisión tomada por todos, señor Brighton y no la vamos a revocar. – Muy bien –aceptó el director con altivez –, tienen ustedes mi renuncia, y esta tarde la tendrán por escrito. Buenos días. Todo empezó al hacerse pública la noticia de la renuncia y la cancelación de la gira. De todas partes, empezaron a llegar telegramas y cartas de apoyo al músico y al empresario que tan valientemente lo había defendido. Y mientras por una parte, unos cuantos diarios amarillistas se ponían al alado del Manhattan Diary, otra gran cantidad lo hicieron a favor de Pablo y Brighton. Sorpresivamente, los teatros donde la gira había estado anunciada, vendieron sus entradas en menos de dos días, y la demanda de boletos empezó a crecer en forma exorbitante. El mismo Lewis estaba sorprendido y así se lo hizo saber al músico y a sus acompañantes. – Nos están lloviendo contratos de toda la Unión Americana. Yo… no he querido aceptar hasta hablar con ustedes, pero creo que es la oportunidad que todo artista espera en su vida. – ¡De acuerdo! –exclamó Pablo visiblemente contento –. Creo que debemos aceptar. Después de todo, tendremos toda la vida para buscar nuestra curación. – Yo no estoy de acuerdo –repuso Philip con actitud recelosa –. Después de todo y así lo acordamos antes de la gira, lo más importante es recuperar nuestra identidad. Y aunque en este momento Pablo esté disfrutando del éxito, yo creo que debemos pensarlo muy bien antes de tomar una decisión. Y si es necesario, suspender la gira. – ¡¿Suspender la gira?! ¡¿Estás loco…?! Tal vez no hablarías así de ser tú el que estuviera a punto de triunfar –respondió Pablo exaltado –. Quedamos en que deberíamos buscar la posibilidad de crearnos un futuro en nuestras condiciones actuales y al menos uno de nosotros ya empezó a lograrlo. – ¿Pero… y yo, Pablo…? –preguntó Philip, mirándolo con una mezcla de resentimiento y de sarcasmo –, lo que yo viva, ¿no tiene la menor importancia para ti…? – Escúchame, Phil –dijo Pablo agresivo –, hasta hace muy poco tiempo no sabía nada de ti, ni siquiera conocía tu existencia y aunque sé que

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estaremos muy ligados en el futuro, no voy a convertirme en tu niñera, ni tú en la mía. En este momento, yo estoy ante una gran oportunidad. Tú, si quieres… podrías iniciar de inmediato tu serie de televisión, aunque eso implique que debamos separarnos, porque no podemos vivir en el futuro como mellizos espirituales. – ¿De modo que eso es lo que piensas…? –preguntó Philip furioso –. Está bien, Pablo, quizá debí quedarme en México, en vez de acompañarte a esta estúpida gira. – ¡Sí, Philip, tal vez debiste hacerlo…! Después de todo, estás aquí porque tú lo quisiste. Nadie te obligó a venir. – ¡Perdóname, pero fuiste tú quien pidió mi ayuda para el caso de que tuvieras problemas y por si alguien me identificaba como el Philip Ryan que tú estás representando! – ¡Basta…! –se escuchó la voz imperiosa de Carlos Robles interrumpiendo la discusión –. En cierta forma tienes razón, Pablo, al querer aprovechar la oportunidad que se te ha presentado, pero… francamente no me gusta la forma en que le has hablado a Philip. Por otra parte, tú también tienes razón, Philip, porque antes de iniciar la gira, decidimos que lo más importante sería el tratar de encontrar la solución a su problema. Pero creo que en el poco tiempo que llevamos juntos, nos hemos convertido en amigos y como amigos debemos respetarnos y darnos nuestro lugar, especialmente ustedes dos, que deberán luchar unidos. Después, la propia vida les dirá lo que deben hacer. Creo que en eso ambos están de acuerdo. ¿No es así…? Los dos afectados se miraron inquisitivamente. Después, Philip repuso su actitud agresiva. Finalmente Pablo pareció relajarse y sonrió un poco apenado. – Lo siento, Philip, tienes razón. Creo que he estado rodeado de tanta tensión y temor, que me dejé llevar por la sensación de libertad en la que de pronto me encontré –suspiró y dando la espalda a su amigo se acercó a la ventana –mirando tristemente los inmensos rascacielos que se recortaban contra las nubes. Después, giró nuevamente hacia Philip – . De cualquier forma, no creo que perdamos nada si continuamos con la gira. Al menos como estaba planeada originalmente. Así daremos tiempo a los médicos de tratar de lograr algo, junto con Mathews y Trapp, aunque confieso que… ya no tengo muchas esperanzas. – Sí, por favor –intervino Brighton, que prudentemente había permanecido en silencio –. Creo que merezco su apoyo en este momento, ya que mi vez perdí por ustedes la magnífica posición que a base de esfuerzo logré adquirir en la empresa. Ahora con esta gira las cosas pueden convertirse en un gran golpe de suerte, que me colocará

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como uno de los promotores más importantes del medio y será una bofetada con guante blanco para la gente que no se tentó el corazón para eliminarlos –volteó a ver con mirada ansiosa a los dos contendientes y preguntó nervioso –. ¿Cuento con ustedes…? – Sí –aceptó Philip –, tiene razón… no podemos abandonarlo a su suerte. Terminando la gira, continuaremos nuestra búsqueda. – Gracias, Philip –dijo Pablo estrechando la mano de su amigo –. Algún día serás el que necesite mi apoyo y ahí estaré yo para brindártelo. Muy pronto, la historia de Pablo y Philip estaba en boca de todos, y lo sucedido empezó a trascender las fronteras, convirtiéndose en un tema de actualidad en todo el planeta. En los teatros donde Philip Ryan se presentaría, la demanda de boletos excedía varias veces el cupo de las salas y los empresarios en todo el país se disputaban el privilegio de presentarlo. Como resultado de la situación, los dos siguientes conciertos en el Carneghie Hall fueron apoteóticos, bloqueando miles de personas la entrada del teatro, esperando anhelantes la aparición del músico, para verlo aunque fuera de lejos, convirtiéndolo, aún sin conocerlo, en un verdadero ídolo al estilo de las grandes estrellas. También los críticos habían uniformado su criterio en la gran calidad artística de Ryan y aunque en general se mostraban inconformes con el escándalo que se había producido a su alrededor, estaban de acuerdo en que su talento y su soberbia digitación, lo convertían de buenas a primeras en una de las grandes figuras del momento en el mundo de la música clásica. – ¡Esto es intolerable…! –gritó Ana furiosa, al leer la reseña que aparecía en los periódicos de México, desde luego, escrita por Rubén Delgado, quien en forma totalmente amarillista, había desvirtuado por completo la realidad de lo sucedido en Nueva York, exagerando la actitud del Musical Center, a quien ponía como víctima de las maquinaciones de Pablo Bórquez y sus cómplices, hasta obligarla a despedir al corrupto director de la empresa, que en combinación con Bórquez, había estafado al público haciéndolo pasar por el eminente pianista inglés Philip Ryan. – Delgado sabe muy bien lo que está haciendo –protestó la chica –, especialmente ahora que Pablo no está para defenderse. – Es el momento exacto de sacar el programa –replicó José Luís –. Sí presentamos toda la historia, y hacemos un reportaje completo de la gira

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que están realizando, podremos desmentir a este hombre, que seguramente es un esbirro de Fernando Betancourt. – Desgraciadamente no tenemos pruebas que lo demuestre –dijo Ana preocupada –. Sí encontráramos alguna relación entre ellos, todo lo escrito por él se convertiría de golpe en un montón de cochambre y la gente se daría cuenta de la gente que es. – Por lo pronto, tienes que convencer a Pablo de que hagamos el programa. Ya no sólo por lo espectacular que resultará, sino para restablecer su imagen, que se está derrumbando. – Bien… hablaré con Pablo a Nueva York. Si no actúa de inmediato, después será demasiado tarde. – Las gentes del canal están listas para iniciar la serie en el momento que tú lo indiques, Philip, pero no están dispuestos a mover un dedo si tú no das el primer paso. – Desgraciadamente yo no me puedo mover de aquí, Ana. La gira se ha ampliado y yo acepté permanecer en Estados Unidos cuando menos un mes más. Y dadas las circunstancias, no puedo defraudar a Pablo. – ¡Pero tienes que hacer algo…! Si dejamos pasar más tiempo ya no tendrá caso hacerlo, y tu prestigio se habrá deteriorado para siempre. De pronto, la chica se detuvo, al ocurrírsele una idea brillante. Volvió a acercarse a la bocina y casi gritó alborozada: – ¡Ya lo tengo, Philip… ya lo tengo! – ¡Qué sucede, Ana…! ¿A qué te refieres…? – ¡Haremos el programa en Nueva York…! Estoy segura que allá nos darán todas las facilidades y aprovechando nuestros contactos con las cadenas, podríamos transmitirlo también en Estados Unidos, de costa a costa. – Puede que tengas razón –murmuró Philip pensativo –. Yo mismo podría hablar con varios de los altos ejecutivos de la televisión. Incluso podríamos hacer una coproducción. – Entonces… ¿Cuál será el siguiente paso…? –preguntó la chica ansiosa. – Antes que nada, debo hablar con Pablo y los demás. Él tiene que estar de acuerdo, porque está tan involucrado en esto como yo. De no haber ningún problema, me pondré en contacto contigo esta misma noche. – Bien, Philip… estaré esperando tu llamada. Hasta luego, y… por favor… cuídate, ¿quieres…? Y regresa pronto. – Sí, Ana. Además de toda la situación, hay varias cosas que todos nosotros tenemos que resolver.

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El timbre del cuarto sonó mientras empezaban a hablar del asunto. Extrañado por la posible presencia de algún visitante imprevisto, Carlos abrió, encontrándose ante la presencia de un desconocido, que al verlo, sonrió con amabilidad, mostrando sus claras intenciones de pasar. – Buenas noches –dijo el hombre, visiblemente nervioso –, debo hablar con el señor Lewis Brighton y el señor Philip Ryan. – Lo siento, pero… me temo que no es posible… En ese momento, Brighton llegó junto a él, mostrándose sorprendido al reconocer la identidad de su visitante. – ¡Mortimer Blistein…! Eres la última persona que esperaría encontrar en este lugar. ¿A qué se debe tu presencia…? – ¿Puedo pasar, Lewis…? Es importante que hablemos. – Desde luego –accedió el empresario –, pasa por favor. Un momento después, tras haber sido presentado como vocal del Musical Center, el recién llegado hizo uso de la palabra, con un aire de gran petulancia, que incomodó al resto de sus oyentes. – Como tú sabrás, Lew –inició –, yo me opuse terminantemente a lo que sucedió en la fundación. – ¿Ah, sí…? –murmuró Brighton con una sonrisa de sarcasmo en los labios –. Pues no oí que protestaras cuando me hicieron renunciar. – Es que no podía hacerlo, todos se me echaron encima cuando discutimos el asunto y decidimos que… quiero decir… el consejo decidió que habías creado un grave problema a la compañía, y… – De modo que tú vienes ahora a disculparte, ¿No es así…? – Bueno, no exactamente, pero cuando las cosas se enfriaron un poco volvimos a discutirlo y… hemos pensado darte otra oportunidad. – ¡Caramba…! Qué amabilidad de su parte, ¿Y en qué condiciones se supone que debo volver…? – ¿Con…diciones…? –inquirió el recién llegado nervioso –. No entiendo… desde luego, seguiríamos con la gira… tal como estaba planeado y… los pueda convencer de que te repongan en tu puesto de director. – Gracias, Mortimer –dijo Brighton complaciente –, pero desgraciadamente ya no es posible. Tengo otros planes… y la gira… – ¿Vas a cancelarla como dijimos…? Yo podría ayudarte, utilizando mis influencias… y quizá… si nos ofreces una disculpa… pues… – No, no, Mortimer, creo que no me has entendido. He formado mi propia empresa, y continuaré con la gira. Sólo que en vez de tocar únicamente en las plazas que teníamos planeadas, ahora lo haremos en toda la nación. Y grabaremos dos conciertos para la televisión, además de algunos álbumes de discos que nos han pedido y cuya realización

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estamos estudiando, porque son varias las empresas que quieren conseguir nuestra firma. Dile a tu… señora Vanderfelt… que esta vez no se salió con la suya y… gracias… por… tu… interés. –finalizó triunfal. – Ya veo –replicó Mortimer furioso –. Creo que esto no les va a gustar nada, especialmente a Virginia… cuando se entere de lo que has hecho… Bien –dijo el hombre, con la cara congestionada por su frustración –, creo que me retiro… y… felicidades, Brighton –logró concluir, ahogándose por la furia y la envidia que lo dominaba, tras lo cual dio media vuelta y salió, dando un fuerte portazo. – Después de todo –comentó Pablo con una expresión indescifrable en el rostro –, de algo está sirviendo nuestra presencia en este país, además de abrirme las puertas de la popularidad en forma insospechada. – Pero… ¿Qué pasará si contra lo que esperamos, al fin logramos recuperar nuestra identidad…? –preguntó Philip con acento grave –. La gente estará acostumbrada a verte como te ves en la actualidad y no como realmente eres. – De eso no te preocupes –dijo Brighton –. Si el público lo ha aceptado en estos momentos, llegado el caso le haremos una campaña maravillosa para informarles que el milagro se ha producido, y les aseguro que el país entero llorará de emoción junto a él y lo volverá a aclamar como uno de sus grandes ídolos. – ¡Dios Santo…! ¡Todo esto es repugnante…! –exclamó Pablo asqueado –. Está sucediendo lo que nunca quise, convertirnos en dos fenómenos de circo, en los que la gente está saciando su morbo y sus malas inclinaciones. – Sí… –convino Philip –, pero desgraciadamente no veo otra forma de manejar las cosas, dado el sesgo que han tomado los acontecimientos – los miró apesadumbrado y continuó: – Es por eso que he decidido realizar el programa de televisión, tal como lo planean Ana y José Luís: Narrar nuestra historia, dándole al programa un carácter científico, eliminado todo lo que podría ser tildado de sensacionalismo, si eso es posible, y haciendo intervenir a nuestros médicos y a los psiquiatras de todo el mundo. – Pues… no sé. ¿Creen que es el momento adecuado? – Estoy seguro –intervino el doctor Pew –. Con esto acabarán las especulaciones que se hacen a su alrededor y callarán la boca de… Delgado y su inmundo periódico. – Bien –aceptó Pablo –, por mí adelante. Espero que sea para bien.

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La gira siguió desarrollándose con un éxito inusitado. Las críticas eran cada vez más favorables y los ataques de la prensa empezaron a disminuir, manteniéndose sin embargo cada vez más exacerbados en el Manhattan Diary. Fue entonces, cuando Philip realizó el programa de televisión, contando con la ayuda de Ana y José Luís y en él se presentaba la historia de Pablo y Philip, desde el momento en que el primero era baleado, y el segundo resultaba herido en el accidente automovilístico. El programa terminaba con la gira musical de Pablo por Estados Unidos, donde se presentaban las declaraciones de los psiquiatras que llevaban el caso y culminaba con una apasionante incógnita. ¿Qué tenía el futuro reservado a estos dos hombres que lejos de derrumbarse por su insólita tragedia seguían en pie de guerra, luchando por su recuperación…? – ¡Esto es un gran golpe…! –gritó Ana emocionada al terminar la exhibición privada del programa que duraba una hora –. Estoy segura de que será un gran éxito en el mundo entero… – Sí –reafirmó Philip contento –, y ya tenemos solicitudes para presentarlo en Alemania, Francia y Japón, donde el caso ha despertado un gran interés. Pablo permaneció en silencio, al igual que Carlos y Pew, que sacó uno de sus habituales cigarrillos y después de encenderlo le dio dos poderosas fumadas. – Se han quedado callados –comentó Philip nervioso –. ¿Hay algo que no les gusta…? Aún estamos a tiempo de cambiarlo. – No… –repuso Pablo con voz apagada –, no es el programa lo que me preocupa, lo que pasa es que… ver tu vida, así como acabamos de hacerlo y darte cuenta que no hay nada que podamos hacer… es…. Aterrador. En cuanto al programa en sí no me cabe la menor duda que es… extraordinario, y que han hecho un magnífico trabajo, tú, Ana y José Luís… – De alguna forma, esto nos puede servir –intervino Pew un poco sombrío –. No sé… quizá en alguna parte del mundo haya alguien que pueda ofrecernos alguna alternativa, aunque no quiero tener demasiadas esperanzas. Sin embargo… – ¿Cuándo salimos al aire…? –preguntó Pablo. – Dentro de una semana –repuso Philip –, y será transmitido de costa a costa en Estados Unidos y simultáneamente se transmitirá en México y los demás países, vía satélite.

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– Bien –exclamó Pablo tratando de mostrarse entusiasta –. En muy pocos días seremos noticia mundial, pero no por nuestros éxitos, sino por ser un par de bichos raros que están en exhibición. – Eso no es verdad –replicó Philip muy serio –. Además, no puedes negar que esto te abrirá muchos mercados, mi querido compañero, lo que seguramente te endulzará un poco la amargura que te embarga, y que yo comparto contigo –hizo una pausa, y tratando de mostrarse optimista, añadió –: Bien… iremos a dar los últimos toques al programa. Como se esperaba, el programa constituyó uno de los más grandes impactos logrados por la televisión en los últimos años. Las cadenas querían a toda costa presentar una segunda parte, pero Philip y Pablo se opusieron rotundamente, decididos a no explotar comercialmente el caso, a pesar de que el programa les había reportado una cantidad exorbitante. Sin embargo, en todo el mundo se desató una euforia que no habían previsto. Además de las miles de cartas recibidas por el auditorio, como muestra de solidaridad, empezaron a llegar ofrecimientos de prestigiados científicos, así como de innumerables esoteristas y parapsicólogos, que se ofrecían a devolver a cada uno su identidad, utilizando métodos basados en el ocultismo y la magia. – A mí me gustaría probar –dijo Philip preocupado –. Cuando menos es mejor que permanecer con los brazos cruzados. Sin embargo… ¿Cuál sería el siguiente paso…? ¿Qué sabemos de este campo…? ¿O lo saben ustedes…? –preguntó a Carlos y Pew. – Yo francamente confieso mi ignorancia aunque sé que algunas de las más prestigiadas Universidades de Estados Unidos, están estudiando esta nueva… “Ciencia”, si podemos llamarla así. – Entonces… ¿qué creen que debemos hacer? –preguntó Pablo sin entusiasmo. – Esperar un poco –repuso Pew –, en unas semanas más la gira habrá terminado y entonces podremos tomar una decisión. Mientras tanto, estudiaremos las diferentes posibilidades. ¿Están de acuerdo…? Dos semanas después, el concierto en la Ciudad de Los Ángeles terminó con el mismo éxito extraordinario que tuvo en cada teatro donde el músico actuó. Esa misma noche, recibieron la visita de Brighton, que traía buenas noticias.

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– He logrado hacer magníficos contactos en varias partes del mundo – dijo entusiasmado, dirigiéndose a Pablo –. Están muy interesados en presentarlo en Canadá, en varios países de América Latina, en otros de Europa, y claro está, en México. Los rostros de Philip y Pablo mostraron de inmediato el efecto de la noticia. Fue el músico el que habló. – Creo que… por ahora tendremos que esperar. Yo… en realidad no me había percatado del cansancio tan grande que tengo. Es posible que todo se nos haya juntado, los accidentes… la tensión emocional… el peso de la gira, que francamente me ha dejado exhausto y después del próximo concierto en San Francisco, me sería imposible dar un concierto más. Tal vez en unos cuantos meses… – ¡¿Meses…?! –exclamó Brighton escandalizado –. ¡Por Dios, no podemos esperar tanto! ¡Tenemos que aprovechar la euforia del momento! – Sí… lo comprendo, Lewis –replicó Pablo con voz cansada –, pero aun así, prefiero que dejemos las fechas abiertas. – Entonces… ¿piensan regresar de inmediato a México…? – Sí –intervino Philip, quien intencionalmente había permanecido callado hasta ese momento –. Nuestros médicos consideran que tan pronto termine el segundo concierto en San Francisco, debemos regresar a México y continuar con el tratamiento. – Bien… en ese caso no quiero insistir más, pero recuerden que todo está listo para cuando ustedes decidan continuar. Más tarde, nuevamente solo, Philip comentó: – ¿Estás seguro de lo que haces, Pablo…? Como dijiste el otro día, quizá sea el momento de aprovechar la ocasión. Después de todo, es lo que estás buscando. – Sí, así es, pero debo pensar un poco en tu futuro, mi querido amigo y por lo tanto estoy dispuesto a… sacrificarme –concluyó bromeando, rompiendo en una sonora carcajada al ver la expresión confusa que apareció en el rostro de su compañero. Fue esa misma noche cuando todo comenzó. Estaba Philip a punto de acostarse, cuando sintió una extraña sensación de vacío en la boca del estómago, creció por momentos y empezó a apoderarse de sus piernas y sus manos, subiendo después por la garganta, amenazándola, e impidiéndole casi respirar. Sintiendo que se ahogaba, logró iniciar un grito apagado, en demanda de ayuda, al tiempo que Pablo llegaba asustado por el extraño aullido.

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Lo recibió la imagen de Philip, hincado en el suelo, retorciéndose de dolor y por la desesperación de tratar de llevar un poco de aire a sus pulmones. Con gran dificultad, logró acostarlo de espaldas contra el piso, aflojándole el cinturón, mientras preguntaba angustiado: – ¡¿Por Dios, Philip… qué tienes…?! Con los ojos desorbitados, Philip logró balbucir: –Me… a… hogo… no pue… do… res… pi… rar… Aughhh. Sin pérdida de tiempo, Pablo acercó su rostro al de su amigo y empezó a aplicarle respiración de boca a boca, mientras lo alzaba suavemente por la espalda, sin lograr devolverle el aliento. Desesperado, corrió al cuarto de junto, donde se alojaban Carlos y Pew, golpeando violentamente la puerta, que se abrió de inmediato. – ¡¿Qué pasa…?! –preguntó Carlos asustado. – ¡Pronto… vengan! Philip se está ahogando! –gritó Pablo mientras corría ya de regreso. Al llegar, la escena que vio lo dejó pasmado. Phil estaba perfectamente erguido, sin mostrar la menor huella de lo que acababa de sucederle. Pablo se acercó a él, desconcertado, al momento en que Carlos y Pew entraban corriendo, dispuestos a ayudar. – No… no entiendo –murmuró Pablo –, hace diez segundos estabas retorciéndote en el piso, diciendo que te ahogabas y ahora estás perfectamente, como si nada hubiera pasado. ¡¿Qué sucedió…?! – ¡¿Estás loco…?! –respondió Philip, sin entender las afirmaciones de Pablo, mirando extrañado hacia los dos recién llegados. – ¡Es que estoy diciendo la verdad…! –protestó Pablo –. Incluso tuve que darte respiración de boca a boca y al ver que no reaccionabas, corrí por ayuda. Lo que no entiendo, es cómo pudiste reponerte en tan poco tiempo. – Pablo… –exclamó Philip molesto –, ¿qué estás tratando de hacer…? Yo en ningún momento me he sentido mal. Se los juro, –dijo, volteando hacia los demás –. Estábamos hablando Pablo y yo… cuando salió del cuarto, dejándome con la palabra en la boca. De pronto los vi entrar a todos con expresión de pavor, como si hubiesen visto al mismísimo demonio. – No lo entiendo –murmuró Pablo casi hablando para sí –, dejé a Philip revolcándose en el suelo y a punto de asfixiarse… y… De pronto, sus palabras quedaron interrumpidas, al tiempo que una expresión de terror aparecía en su rostro, seguido de un rictus de dolor. Se llevó ambas manos al estómago, donde pareció estar sufriendo un intenso dolor que lo hizo doblarse sobre sí mismo para derrumbarse

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después sobre el piso, incrédulos, ambos médicos trataron de ayudarlo, mientras Philip asombrado permanecía en su sitio, sin saber qué hacer. Carlos salió rápidamente en busca de su estetoscopio, notando la forma violenta en que estaba latiendo el corazón de Pablo, mientras Pew y Philip trataban de llevarlo a un sofá. De pronto, de la misma manera que el dolor parecía haberse iniciado, desapareció, surgiendo en sus facciones una mueca de estupor, al ver a sus amigos mirándolo ansiosamente. – ¿Qué pasa…? –preguntó desconcertado, enderezándose de golpe. – ¿Cómo te sientes…? –preguntó a su vez Pew, asombrado por el cambio repentino. – ¿Yo…? Nunca me he sentido mejor –respondió Pablo extrañado –. ¡Por favor…! ¿Por qué me miran de ese modo…? En ese momento entró Carlos, con el estetoscopio en la mano, acercándose con rapidez, para detenerse de golpe, tan desconcertado como los demás, sin comprender lo que estaba sucediendo. Entonces Philip se acercó a Pablo, mirándolo con curiosidad. – ¿De modo que no recuerdas lo que te acaba de pasar…? – ¿Yo…? ¿Quieres decir que también…? –sin terminar la frase volteó estupefacto hacia los médicos sin saber que decir, mientras hacia un ademán de extrañeza. Pew se acercó a él, tomándolo del brazo. Examinó con detenimiento el fondo de sus retinas, que aún mantenían una contracción muy clara y con visible preocupación comentó. – Por lo visto… ambos acaban de vivir una experiencia… casi diría yo… inexplicable, que ninguno de los dos recuerda. Francamente… no lo entiendo, pero no podemos negar lo que vimos. ¿Qué fue lo que paso…? ¿Por qué surgió así, súbitamente, sin existir la menor razón…? Si no fuera porque lo vi, juraría que esto jamás existió. – Es… extraordinario –murmuró Carlos aún incrédulo –. Tu corazón estaba latiendo a una velocidad que nunca antes vi. Pensé que estabas al borde de sufrir un infarto. Es… increíble que te hayas podido recuperar así… tan rápido como lo has hecho… En ese momento, sonó el timbre de la puerta y su sonido les produjo una sensación indefinible de temor. Fue Pablo, que estaba más cerca de la puerta, quien abrió. Y lo que vio lo llenó de estupor. Frente a él estaba parado un hombre impresionante. Su rostro moreno aceitunado, una mezcla indefinible de blanco caucásico, hindú e indio americano, parecía cincelado en granito. Pero lo más impresionante eran sus ojos, tan negros como su pelo, que parecía emitir destellos azulados, y cuya mirada pareció traspasarlo. Su cuerpo, de gran estatura, que poseía una

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complexión delgada, denotaba una gran elasticidad y una poderosa musculatura, y estaba cubierto con las ropas usadas por los indios de ciertas regiones de Estados Unidos. – Ustedes me llamaron –dijo el hombre sin más preámbulo, mirando fijamente a Pablo –, y aquí estoy. – Lo siento –dijo éste, negando con la cabeza –, nosotros no hemos llamado a nadie. Seguramente está equivocado. – No… no estoy equivocado. Tú eres Pablo Bórquez. Y tú –continuó dirigiéndose a Philip que no se había movido de su sitio –, eres Philip Ryan, aunque ninguno de los dos reconozca su identidad – ¡¿Cómo sabe esto?! –rugió Philip acercándose hacia el hombre. – Es fácil saber las cosas si se tiene la capacidad de hacerlo. Yo estoy aquí porque ustedes me hicieron venir y yo obedecí su llamado. Rompiendo su inmovilidad, Pew se acercó, estudiando detenidamente al recién llegado. Finalmente lo hizo pasar. – ¿Quién le dijo que viniera…? ¿Alguien que nosotros desconocemos? ¿O lo hizo atraído por la publicidad…? – ¡Insensato…! –rugió el hombre, mirándolo fijamente a los ojos, con una fuerza tal, que Pew se vio obligado a desviar la mirada, incapaz de sostenerla por más tiempo en los ojos de su interlocutor –. Yo soy… Teomanas… sé lo que acaba de suceder en este lugar… siento aún la presencia del… maligno… y puedo ver en el fondo de sus miradas la energía negativa que acaba de poseerlos. Por eso sus espíritus pidieron mi ayuda y estoy con ustedes para dársela. Todos intercambiaron una mirada de asombro. ¿Cómo podía este hombre saber lo que no hacía ni cinco minutos acababa de suceder…? – Señor… Teo…manas… –dijo Pew recelos –. ¿A qué es a lo que vino…? ¿Cómo podría usted ayudarnos…? – Yo debo combatir el mal –afirmó categórico el extraño visitante –. Cuando dos ríos confunden sus aguas, no hay poder en el mundo que las vuelva a separar, pero Teomanas conoce el camino que lleva al fondo mismo de los espíritus, puede hablar su mismo lenguaje cósmico, y hacer que la gran fuerza del universo reconozca su creación original. Su esencia primitiva, para que después de haberlas fundido en una sola corriente, las separe nuevamente, y las lleve por su cauce debido. – Lo siento –intervino Philip receloso –, no entiendo bien lo que ha dicho. ¿Eso significa que usted podría… volvernos a nuestra identidad original…? – Sí. Teomanas lo hará –dijo, sin dar importancia al impacto causado por sus palabras. – ¿Qué tendríamos que hacer…? –preguntó Pablo.

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– Poner en juego su voluntad y su fe. El resto, Teomanas lo hará. Yo les enseñaré a descender a lo más profundo del espíritu hasta encontrarse con el gran poder. Después, deberán morir a la vida, para volver a vivir de acuerdo a su destino. Teomanas puede hablar el idioma de los cuerpos muertos y los espíritus vivos. Mañana a las once de la noche, trabajaremos, y yo… descenderé al infinito con ustedes. – ¿Mañana…? –exclamó Carlos –. No será posible. A esa hora estaremos en San Francisco. – A las once de la noche, aquí estaré. Si ustedes no se encuentran, será porque tomaron otra decisión y actuaron usando su libre albedrío. Adiós. – ¡Espere…! –gritó Philip al ver que ya el hombre iniciaba su retirada –. Por favor, no se vaya. Tiene que explicarnos lo que va a suceder. ¿Qué es lo que haremos, y cuál será el riesgo que tendremos que afrontar? porque…debe haber un riesgo ¿No es así…? – Cada acción del universo tiene una reacción en el espíritu de todos los seres. No se mueve una brizna de hierba en el mundo, que no tenga una causa, y un efecto. Ustedes recibirán energía divina y serán llevados a la pradera sagrada. Ahí, el gran espíritu hablará antes de que el sol aparezca nuevamente, Teomanas y ustedes habrán regresado del viaje negro, con una vida nueva, si así lo dispuso en gran espíritu, y estarán listos para cumplir su misión. Haciendo una pausa, los miró fijamente y continuó: – Cada uno de nosotros tiene una misión en el cosmos. Esto ya debían de saberlo. Si lo han olvidado, tal vez ésa sea la causa de su problema, porque no se puede ser siempre sordo al llamado del Más Grande, o quedaríamos condenados a retornar una y otra vez a este mundo de castigo, hasta que la conciencia vuelva nuevamente a nuestra esencia. Ahora… adiós. Teomanas ha hablado –dijo, encaminándose hacia la puerta y saliendo por ella, haciendo caso omiso de los llamados que el grupo le hacía. Al quedar solos, un vacío muy grande pareció apoderarse del lugar, mientras los cuatro permanecían mirando hacia la puerta por la que la imponente figura acababa de desaparecer. Minutos más tarde, aún se sentían invadidos de su presencia, desconcertados por sus palabras, asustados ante la experiencia desconocida que no sabían si deberían de afrontar. – Es increíble –dijo Pew –. ¿Cómo supo este hombre lo que ustedes acababan de pasar…? ¿Y quién lo hizo venir…? – No lo sé –repuso Pablo tratando de darse el valor que estaba muy lejos de sentir. Se acercó al pequeño bar situado en un rincón de la sala y se

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sirvió una generosa dotación del whisky –. Pero puedo asegurarles que nunca antes me sentí tan insignificante como cuando estuve frente a él – dio un sorbo a su bebida y preguntó: – ¿Estarías dispuesto a hacer lo que nos dijo, Philip…? – Francamente… no lo sé. – ¿Y si realmente tiene las capacidades que dice y nos puede ayudar a recuperar nuestra identidad…? Tal vez valdría la pena intentarlo. – No sé… a mí su solo recuerdo me produce escalofríos –dijo Pew estremeciéndose de temor –. Por otra parte… me intriga su personalidad. ¿Quién es él, y de dónde salió…? ¿Hasta dónde podemos confiar en un desconocido que surge de pronto de la nada…? Al menos me gustaría hacer una pequeña investigación. – Estoy de acuerdo con usted, Doctor Pew –dijo Carlos intrigado –. Por lo que este hombre dijo, lo que piensa hacer mañana es algo muy serio y no sabemos en las manos de quién estamos poniendo las vidas de nuestros pacientes. Tal vez… el doctor Mathews, o el mismo Brighton pudieran darnos alguna información. – Sí… es posible. Los llamaré de inmediato. Es urgente que antes de mañana tomemos una decisión.

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CAPITULO 2 – ¿Teomanas…? –preguntó Mathews, sorprendido –. ¿Cómo saben de ese hombre…? Según tengo entendido, es una especia de… leyenda entre los brujos indígenas, pero nunca creí que realmente fuera una persona de carne y hueso. ¿De dónde lo sacó, doctor Pew…? – Yo no lo hice, simplemente… apareció –acto seguido, el doctor Pew relató los extraños acontecimientos que acababan de suceder, desde el momento del llamado urgente de Pablo en demanda de auxilio, hasta la dramática experiencia sufrida por su paciente, incluyendo la espeluznante visita de Teomanas, como sacado de otro mundo. – Pues sí que ha sido una experiencia impresionante y no sé qué decirle. Sin embargo, me siento tan intrigado como ustedes. Aunque no podría darle datos concretos, alguien en alguna ocasión comentó que es un hombre… misterioso… algo así como un santo… que de alguna forma está en lucha permanente contra las fuerzas del mal… si es que éstas existen realmente. En fin… no creo poder ser de mucha ayuda, pero trataré de obtener alguna información, que de inmediato le proporcionaré. – Muchas gracias doctor Mathews. Lo tendré al tanto de lo que suceda. Sin embargo, nadie parecía saber más de lo que dijo Mathews. Al parecer este hombre era realmente un misterio, aunque, los hechos que se le atribuían eran impresionantes, e iban desde pequeñas curaciones, hasta los milagros más increíbles, apareciendo siempre de imprevisto en el lugar donde se le necesitaba y desapareciendo de la misma forma. Así que el reto había quedado establecido y después de los titubeos de un principio, la decisión fue finalmente tomada: Philip y Pablo aceptarían el reto. ¡Se pondrían en las manos de este desconocido, con la esperanza de su recuperación! 10:55 de la noche, Philip y Pablo se paseaban nerviosos por la espaciosa sala de la suite, esperando con ansiedad la llegada del extraño visitante. Durante todo el día habían seguido tratando de obtener alguna información adicional del hombre que los sacudió con su promesa, pero todo había sido inútil. A través de un consejero indígena, amigo de Brighton, recibieron algunos datos, tan vagos e indefinidos como los

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aportados por Mathews. Nadie sabía de dónde había surgido Teomanas, ni dónde podría ser localizado. Alguien afirmó que se le había visto en el desierto de Gila en Arizona, otro, en el gran Cañón del Colorado, y alguien más juro haberlo visto cerca de uno de los más impenetrables manglares de Florida. Sin embargo, la mayor parte de la gente, aseguraba que Teomanas no existía y que era sólo una leyenda surgida entre algunas tribus indias antes del año de 1800. – Es extraordinario… –murmuró Donald Pew después de volver con las manos casi vacías, tras un ajetreado día de investigación –. Muy pocos caben de su existencia y los que lo hacen, hablan de él con un temor supersticioso. Sacó un cigarrillo, lo prendió con deleite, dando una fumada profunda y siguió con la mirada las volutas de humo que subían por el aire. – El caso es que este Teomanas, parece haber salido de un cuento del más allá y yo mismo estoy empezando a dudar sobre si realmente lo vi, o fue sólo producto de mi imaginación. En ese momento sonó el timbre de la puerta. Eran las 10:57. El sonido, repercutió en sus cerebros como un verdadero mazo, y se voltearon a ver, indecisos, como buscando el apoyo de los demás. Esta vez fue Philip quien abrió la puerta. Frente a él, la figura impresionante de Teomanas le provocó un estremecimiento que no pudo disimular. – Así que… vino usted. – Veo que… decidieron aceptar mi ayuda –replicó el recién llegado por toda respuesta, entrando hasta el centro de la estancia. Poco después, Pablo y Philip estaban sentados en el suelo, con las piernas cruzadas, en una especie de posición de flor de loto. Sentado ante ellos, Teomanas los miraba fijamente, mientras pronunciaba una letanía extraña acompañada de un cántico espeluznante. – Tomen… coman –dijo, sacando de una alforja una pequeña vasija conteniendo una pasta rojiza –. Esto nos ayudará –dijo, al tiempo que él comía de la extraña sustancia. Pablo y Philip obedecieron con una mueca de asco, mientras Carlos y Pew, al fondo de la sala, eran mudos testigos de los acontecimientos, envueltos en una suave penumbra, a exigencia del hechicero. Sólo el resplandor de tres velas situadas frente a los tres participantes en el ritual colocadas en forma de triángulo, permitía ver lo que estaba ocurriendo en el centro de la sala. – Ahora… respiren profundo… muy profundo… –ordenó la voz de Teomanas, mientras con el cuerpo ejecutaba un extraño rito. Después, con las manos unidas, empezó una serie de movimientos rápidos

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alrededor de su plexo solar, mientras frases dichas en un lenguaje ininteligible resonaban lúgubremente a su alrededor. – Sigue respirando cada vez más profundamente… y siéntete… tranquilo… y tras él… tu energía vital, mientras sigues respirando profundo… muy profundo… cada vez más y más, hasta que sientas que vas cayendo en una niebla sin fin, que no te atemorizará. En ese momento, el cuerpo de Pablo se sacudió con furia, como si de sus entrañas tratara de desprenderse algo importante y su cuerpo se resistiera a dejarlo salir. Poco después, Philip experimentó la misma sensación estremecedora y delante de ambos, que se habían sentido obligados a cerrar los ojos, empezaron a surgir tenues colores frente a la negrura que los rodeaba, para penetrar lentamente a sus cerebros, hasta convertirse en verdaderos chorros de luz que empezaron a subir, lentamente, saliendo por la parte superior de sus cabezas y flotando brevemente cerca del techo. Al unísono los dos se sintieron obligados a seguirlos, a unirse a ellos, a fundirse con su esencia, para comprobar después, sorprendidos, que a pesar de haberse elevado sutilmente, sus cuerpos permanecían sentados en el piso, mientras la imagen de Teomanas flotaba junto a ellos. Poco después, siempre flotando, abandonaron el recinto, y salieron al espacio exterior, volando, creciendo… remontándose hacia horizontes desconocidos. De pronto, las luces que los acompañaban, desaparecieron y se vieron sumidos en un remolino vertiginoso que empezó a devorarlos, mientras la oscuridad se hacía más y más impenetrable. Ellos, aterrados, trataron de luchar contra la fuerza que los atraía, pero la voz de Teomanas profunda y dominante, los tranquilizó. – No luches. Déjate conducir con mansedumbre hasta el otro lado del valle de la vida… Rápidamente una negrura más intensa que las anteriores los envolvieron, proporcionándoles una gratísima sensación de paz interior, blanda y maravillosa. Después, en el fondo de esa oscuridad se dibujó una pequeña grieta, que empezó a crecer hasta convertirse en un abismo por el cual se precipitaron, girando en el espacio sin límites, provocándoles una sensación de vacío en la boca del estómago. Entonces, el miedo empezó nuevamente a invadirlos. De improvisto, apareció ante ellos un camino angosto que se perdía en el infinito. Indecisos, voltearon a su alrededor, buscando a su guía, quien hasta ese momento en ningún instante se había hecho visible. Ahora, como respondiendo a su llamado, apareció ante ellos, entrando en el camino, como invitándolos a seguirlo.

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Ambos lo hicieron, pero inesperadamente el camino pareció dividirse en mucho más, uno de los cuales deberían seguir, pues sólo uno era el correcto. Entonces en los dos surgió una extraña intuición, y sin la menor duda entraron por uno de los senderos, que se convirtió rápidamente en un túnel oscuro por el que avanzaron a tientas, cada vez con mayor dificultad, porque el suelo empezó a ascender, con una inclinación cada vez más pronunciada. Cuando el túnel terminó, un leve resplandor los iluminó y se encontraron subiendo por la ladera de una montaña, cuya cima, muy lejana, parecía inaccesible. Entonces, la suave luz empezó a extinguirse, quedando todo nuevamente en penumbras, de las cuales empezaron a surgir criaturas monstruosas, fantasmales, con muecas sarcásticas en las bocas horribles, extendiendo sus brazos asquerosos tratando de aprisionarlos. Al verlos, Pablo, espantado, se encontró corriendo sin control, huyendo atemorizado. Al fin se detuvo, jadeante, sintiéndose perdido en la desolación del infinito, acompañado siempre por la presencia de alguien que lo seguía. Aterrado, estaba a punto de reiniciar su frenética carrera, cuando la voz de Philip sonó muy suave a su lado. – Detente… soy yo… Al oírlo, comprendió que Philip había sufrido la misma experiencia angustiante. En ese momento, a lo lejos, descubrieron una figura humana sentada a un lado del camino, e instintivamente se acercaron a ella. Era Teomanas, que había encendido una hoguera, y quien les hizo la seña de sentarse. Apenas lo hicieron, innumerables siluetas informes, igualmente fantasmales, que parecían rodearlos, danzando un baile arrítmico y desordenado, el cual cesó de pronto, extinguiéndose de golpe, dejándolos sumidos en otra oscuridad total. Ese fue el inicio de todo. De los labios de Teomanas, surgió un lamento escalofriante que les cortó la respiración. Después, el lamento se transformó en un quejido doloroso al murmurar: – No… no… ¡Yo tengo que llevarlos…! ¡Soy… su guía…! No puedo fallar en esta misión que me he impuesto. Apenas dijo esto, permaneció en silencio, pero sus movimientos evidenciaban que estaba sufriendo un suplicio indecible, por la forma como su cuerpo se retorcía de dolor, ante el tormento aplicado por un verdugo invisible, infinitamente cruel. En ese momento, el cuerpo de Teomanas adquirió una rigidez extraña y cayó en un estado de trance profundo, mientras una luminosidad, aparecía por el contorno de su cuerpo. Al mismo tiempo, frente a él, empezó a conformarse otra silueta, mucho mayor, que despedía una

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extraña luz grisácea, con emanaciones rojizas, estableciéndose entre ambos una lucha de violentas energías, acompañada de espantosos chasquidos, mientras pequeñas chispas parecían surgir del centro mismo de sus entidades, como pequeños relámpagos que llenaron de pavor a Philip y Pablo. Por varios minutos prosiguió la terrible lucha sin cuartel, pero era evidente que la intensidad de la luz despedida por Teomanas, había aminorado, mientras su rostro adquiría una palidez de ultratumba. Como un estertor, brotó una orden dirigida a sus espantados compañeros en el viaje a la eternidad. – ¡Oren…! ¡Oren al creador por Teomanas…! ¡Y por ustedes mismos…! Instintivamente, los dos hombres se encontraron unidos en una oración silenciosa, desesperada, poniendo en cada palabra toda la fe que yacía aletargada en el fondo de sus conciencias. Tras un largo momento de incertidumbre, la energía del guía empezó a adquirir mayor luminosidad, mientras su oponente se disolvía lentamente en el espacio y se escuchaba una voz silbante que decía: – ¡Maldito seas, Teomanas…! Nos volveremos a encontrar en el cosmos… ¡Te lo juro…! Después, todo quedó sumido en un silencio ominoso y negro. Entonces, Teomanas, con voz muy suave, como si su existencia no hubiera estado a punto de ser aniquilada, les pidió: – Sigamos el camino. El primer gran obstáculo ha sido pasado. Ahora entraremos en la gran llanura sagrada. Poco después llegaron a una meseta inmensa, poblada de miles de árboles totalmente desprovistos de hojas, cuyas ramas parecían querer herirlos con sus puntas, en medio del silbido siniestro del viento que producía un lamento triste al pasar entre las ramas. En ese momento, advirtieron que Teomanas había desaparecido. Al terminar la meseta, llegaron a la orilla de un profundo desfiladero, por el que sintieron la necesidad ineludible de bajar. Al hacerlo, como si el viento hubiera desgarrado la nebulosidad que los envolvía, surgió la luz de la luna, pero no era una luna brillante, hermosa y plateada, sino un disco rojizo, amenazador, que parecía estar chorreando sangre a su alrededor y que al alumbrar con sus reflejos el fondo del abismo, descubrió un pequeño valle, árido y desolado, sin el menor rastro de vegetación, en el centro del cual se hallaba Teomanas sentado, avivando una segunda hoguera. Descendieron bordeando el peligroso desfiladero, caminando lentamente, casi a tientas, adivinando que eran acechados por miles de

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ojos de seres invisibles, que seguían cada uno de sus movimientos con miradas crueles, llenas de odio irracional. Al llegar junto a Teomanas, con un ademán silencioso fueron invitados a sentarse a un lado del fuego, mientras el hombre clavaba sus ojos en el centro de las llamas. – Estamos en los umbrales del más allá –dijo Teomanas con tono lúgubre –, pero antes de cruzarlo, deberán pasar la prueba del valor. ¿Están dispuestos? – ¿Prueba de valor…? –preguntó Pablo –. ¿En qué consiste…? – Deberán purificarse en el fuego, a manera de una iniciación. Pero no teman. Si tienen fe y sus espíritus están revestidos de nobleza, no sufrirán ningún daño. – ¿Y de lo contrario…? –peguntó ahora Philip. – Sufrirán tormentos atroces –hizo una pausa y los conminó –: Su momento llegó. ¿Han tomado la decisión…? Pablo y Philip intercambiaron miradas de temor. – Creo… que a eso hemos venido. ¿No…? –repuso Philip aterrorizado. Pablo, simplemente asintió con la cabeza, mientras sus mandíbulas se tensaban con fuerza. Entonces el brujo se levantó extendiendo los poderosos brazos sobre la hoguera, e inició un canto monótono y misterioso. Luego, con paso firme avanzó hacia la hoguera y se detuvo en el centro mismo del fuego. Por un instante, pareció arder entre las llamas, pero de pronto salió del otro lado de la hoguera. – ¡Vengan! –llamó –. El camino hacia el gran espíritu está abierto. Tras un instante de indecisión, Pablo avanzó, seguido de inmediato por Philip y se colocaron entre las llamas, esperando verse presos por ellas, sin embargo, nada sucedió, y poco después se vieron a sí mismos saliendo sanos y salvos del otro lado del fuego, donde Teomanas los esperaba. Entonces, el guía habló alzando sus brazos al cielo: – ¡Oh, gran espíritu…! Tus ritos han sido cumplidos… las almas de estos hombres claman por tu ayuda… De pronto, una sombra siniestra pareció surgir del horizonte y un viento negro se desprendió de ella, extinguiendo el fuego por completo, al tiempo que la sombra crecía más y más, hasta cubrirlo todo con su impenetrable oscuridad. Espantosos rayos empezaron a caer en sucesión vertiginosa a su alrededor, impidiéndoles efectuar el menor movimiento, mientras el viento parecía concentrarse en un pavoroso remolino que los devoró, alzándolos por el espacio, azotándolos unos contra otros sin

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misericordia, haciéndolos traspasar planos y dimensiones hasta proyectarlos a su lugar de partida, en la sala del hotel donde permanecían sus cuerpos inertes. Al regresar, los recién llegados prorrumpieron en un grito aterrador mientras el viento helado los acompañaba, apagando las velas, derribándolas, y provocando una terrible confusión en todo el cuarto, ante el asombro de los dos médicos, que no atinaban a comprender lo que estaba pasando. Súbitamente, el viento cesó, siendo substituido por un silencio tan atemorizante como el viento. Por varios segundos, todos permanecieron absolutamente estáticos, sin atreverse a efectuar el menor movimiento. Después, fue Teomanas quien rompió el impresionante momento al ponerse de pie, pálido y sudoroso, pero manteniendo la presencia de ánimo que siempre había mostrado. – Las fuerzas negras han cerrado el camino de la muerte y el paso hacia el gran espíritu, que les daría la vida. Esas fuerzas no podrán ser vencidas aquí. ¡Tienen que irse inmediatamente y regresar al país de donde vinieron sin pérdida de tiempo…! –exclamó impresionado. Sus palabras hicieron reaccionar a los dos amigos, siendo Pablo el primero que acertó a preguntar: – ¿Pero… qué debemos hacer…? ¿Esto quiere decir que estamos condenados a permanecer toda la vida en este estado…? Teomanas se acercó lentamente a él, mientras una tristeza profunda demudaba su rostro de piedra. – No, simplemente quiere decir que esta vez, Teomanas fue vencido por la fuerza del mal más poderosa que cualquier otra a la que jamás se haya enfrentado. Tienen ustedes enemigos muy poderosos, que sólo una persona en todo el mundo puede vencer. – ¡¿Sólo una persona…?! –exclamó Philip impactado –, ¡¿Quién…?! ¡Tiene que decírnoslo…! –… No puedo hacerlo. Ustedes mismos deberán encontrarlo, Adiós… la luz del amor quedé con ustedes… – Por favor… antes de irse, ¡díganos qué hacer…! – ¡Váyanse… ya…! Y vean al hermano Miguel, un hombre santo que vive en las orillas de una laguna, en Montebello. Él puede ayudarlos, si aún está con nosotros en este planeta. Es un verdadero hombre de poder. – ¿El hermano… Miguel… en Montebello…? –preguntó Pablo, ansioso –. ¿Y cómo podremos encontrarlo…? – “El que busca encuentra” –repuso Teomanas – y sin más, abandonó la habitación.

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Las palabras del brujo aún permanecían en las mentes de Pablo y Philip a la mañana siguiente, provocando en ambos un sentimiento de vacío. Cuando se reunieron con los dos médicos, comentaron la situación. – Creo que deberíamos regresar a México lo antes posible –dijo Philip nervioso, recordando la expresión de alarma que mostraban los ojos de Teomanas cuando les pidió regresar. – Pero no es posible irnos así. Cuando falta aún el último concierto en San Francisco. Después de eso, podremos regresar. – Perdóname Pablo, pero después de lo de anoche, no quisiera permanecer aquí un minuto más. Podríamos cancelar con Brighton, y… – ¡¿Cancelar…?! –arremetió Pablo furioso –. ¿Sólo por las palabras de ese hombre…? No creas que estoy muy de acuerdo con lo que nos hizo. Te aseguro que no olvidaré esta noche por el resto de mi vida. – ¿Y crees que yo sí podré hacerlo…? –preguntó Philip sintiendo que un escalofrío recorría su cuerpo –. Más que nunca, estoy convencido de que estamos en una verdadera guerra de muerte contra las fuerzas satánicas de Betancourt. – Entonces… –preguntó Carlos inquieto –. ¿Qué han decidido hacer? Philip y Pablo se miraron dudando. Pablo negó con la cabeza. Finalmente Philip, no tuvo más remedio que aceptar. – Está bien –dijo gravemente –, nos quedaremos a cumplir con el contrato. Dios quiera que no tengamos que arrepentirnos. Horas más tarde, Pablo ensayaba ante el piano, mientras Philip trataba de leer un poco. Lentamente el músico empezó a sentirse absorbido por su propia inspiración, embelesándose con la maravillosa melodía que brotaba de sus manos. De pronto, una aguda punzada pareció taladrar su cerebro, haciéndolo detener, llevándose dolorido las manos a la cabeza. – ¿Qué tienes…? –preguntó Philip, poniéndose de pie y acercándose a su amigo, que mantenía un gesto de dolor en el rostro. – No lo sé. Sentí una punzada terrible en la cabeza, pero creo que ya pasó –repuso Pablo, frotándose las sienes y disponiéndose a seguir. Sin embargo, a los pocos segundos de volver a hacerlo, el agudo dolor reapareció, aún más intenso. – ¿Qué es lo que pasa…? Apenas empecé a tocar volvió a aparecer el dolor. No sé si haya sido una simple coincidencia, o… Sin más preámbulo, Philip salió de la habitación, regresando unos minutos más tarde acompañado de los dos médicos. – ¿Persiste el dolor…? –preguntó Pew preocupado. – No, ya no… –repuso Pablo nervioso –, sólo aparece cuando empiezo a tocar.

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– ¿Puede volver a hacerlo? –preguntó Carlos, mientras buscaba un sobre en la bolsa de su saco. – Pues… sí, pero… Nuevamente empezó a tocar. De pronto sus dedos se crisparon y produjeron un acorde discorde, mientras las manos aporreaban las teclas una y otra vez con furia. – ¡Maldición…! –exclamó furioso –. ¡¿Qué diablos está pasando…?! – Tranquilízate –pidió Carlos, al tiempo que sacaba un calmante –. Te traeré un poco de agua. – ¿Por qué no descansas antes de volver a tocar…? –sugirió Pew –. No creo que sea nada importante. – Está bien, doctor, en media hora volveré a intentarlo. Durante la siguiente media hora, todo pareció transcurrir normalmente. Después, Pablo volvió a sentarse frente al piano. Se estrujó los dedos nerviosamente y atacó resuelto un pasaje dinámico. A los pocos segundos, su rostro denotó claramente la aparición de un nuevo trance doloroso. Sin embargo esta vez no se detuvo, continuó tocando, a pesar del terrible sufrimiento que esto le estaba provocando hasta que se detuvo, son la desesperación pintada en las facciones. Respiró profundamente y se dejó caer sobre su cuerpo, relajándose completamente, con un gesto de impotencia. – No lo entiendo –murmuró Pew cada vez más pensativo –. ¿Qué puede estar provocando este dolor…? ¿Una autosugestión…? – Doctor –dijo Philip indeciso –, cuando hicimos el viaje mental, la otra noche, en un momento en que la situación se volvía muy difícil, Teomanas nos pidió que hiciéramos una oración. ¿Lo recuerdas, Pablo…? ¿Recuerdas con qué fuerza y urgencia lo pidió…? – S… sí… creo que sí. – ¿Por qué ahora no hacemos una oración todos…? – insistió Philip. Sus tres interlocutores se miraron entre sí, sorprendidos, incluso un poco avergonzados. Sin atreverse a dar el primer paso. – Francamente –empezó Carlos –. Yo… hace muchos años que… no rezo y les confieso que… no creo en… ello. – Aun así –insistió Philip –, creo que debemos intentarlo. Sin embargo, Carlos se sentía apenado y ridículo. – Yo… no quiero ser un obstáculo, y… pues… les prometo hacerlo con toda mi buena voluntad. – Bien… sugiero que lo hagamos en silencio, en forma personal. Podemos iniciar tomando varias respiraciones profundas como lo hicimos ese día –concluyó Philip como última recomendación.

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Así lo hicieron. Pocos segundos después, los cuatro hombres estaban ensimismados en sus propios universos particulares. Entonces, Pablo se levantó, se sentó frente al piano, y comenzó a tocar. A los pocos segundos se evidenció en la contracción de ojos entrecerrados y en las quijadas fuertemente apretadas que el dolor había reaparecido. – ¡Por favor…! Pongamos toda nuestra alma en esta oración –gritó –, tenemos que vencer lo que causa este dolor. Sin interrumpirse, continuó tocando. Al poco tiempo, sus facciones contraídas empezaron a suavizarse. Finalmente, levantó las manos del teclado. Y todos se acercaron con gran expectación. – ¿Y bien…? –preguntó Philip ansioso, mientras el rostro de Carlos, como contraste, mostraba un claro escepticismo. – El dolor volvió con la misma intensidad –confesó Pablo –, pero poco a poco empezó a disminuir, hasta convertirse en un dolor soportable. Creo que al menos ha sido un principio alentador. ¿No lo creen? En ese momento, la puerta que daba al pasillo exterior se abrió intempestivamente y apareció la imponente figura de Teomanas en el marco de la puerta. – Les pedí que se fueran de aquí. Las fuerzas malignas se están concentrando para destruirlos. ¡Huyan…! Aún es tiempo, después… podría ser demasiado tarde. – ¡¿Pero por qué…?! –preguntó Pablo furioso –. ¿Qué hemos hecho para que se nos persiga…? – Uno de ustedes desafió al gran poder del mal y ese poder… jamás perdona, y menos a ustedes, que tienen un renombre mundial y a quienes quieren convertir en un ejemplo de su venganza. En este momento, esa secta maldita está trabajando con gran fuerza, y créanme, tiene un poder inconmensurable. Por eso, salgan de aquí y estén donde estén, protéjanse, física, mental y espiritualmente, pues corren un peligro inminente. – ¿De modo que también a nivel físico corremos peligro…? –preguntó con un dejo de sorna en la voz –. ¿Qué van a hacer… asesinarnos…? El indio lo miró con una expresión de reproche, que rápidamente fue sustituida por otra de compasión. Clavó sus ojos penetrantes en los de Pablo mientras decía: – Si sólo quisieran matarlos, no me preocuparía tanto. Pero hay cosas mil veces peores que la muerte física. Lo que ellos pueden hacer con la magia negra… a través de la mente… es terrible, y ya lo están sintiendo. Por eso, no deben exponer su espíritu a una destrucción eterna… a una muerte negra… ¡Váyanse de aquí… y no tienten a su suerte!

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Dicho esto, giró y desapareció por la puerta, tan silenciosamente como había entrado. – Francamente lo que dijo suena muy melodramático –dijo Carlos con una sonrisa burlona –, pero no creo que la cosa se tan… seria. – No lo sé –murmuró Pablo con voz queda –, estoy empezando a creer que el hombre tiene razón. De otro modo ¿Cómo explicas mi dolor de cabeza cada vez que empiezo a tocar y los desmayos que sufrimos hace días? – Entonces ¿Aceptas suspender el último concierto que te queda y regresar de inmediato, como él lo sugirió? –preguntó Philip. – No lo sé… –titubeó Pablo –, tal vez sería lo más sensato. Quizá nos estamos enfrentando a fuerzas superiores a las nuestras. – Perdóname, Pablo, pero creo que este… Teomanas sólo busca impresionarnos y nada más, con ciertos conocimientos superficiales que usa para pescar incautos, y… – No, Carlos… no lo creo así –dijo Philip preocupado –. Más bien creo que es un hombre con muchos conocimientos y buena voluntad que supo de nuestro problema y trató de ayudarnos. Pero se enfrentó a fuerzas más poderosas de lo que pensó y tuvo que retirarse. Por lo menos nos advirtió del peligro. – Estoy de acuerdo contigo –terció del doctor Pew –, y lo pienso así por todo lo que ha sucedido con ustedes desde el principio. Éste podría no ser un problema físico o puramente mental, sino tal vez espiritual. – ¿A qué se refiere…? –preguntó Carlos sin acaban de entender las palabras de su colega. – A la oración que realizamos cuando Pablo estaba tocando y al sorprendente resultado que obtuvimos. Jamás hubiera creído que una simple oración pudiera tener un resultado… tangible, o inmediato. Por lo pronto, tenemos que decidir en este momento si Pablo se presentará mañana, o cancelará su presentación. – Cumpliré con el contrato –dijo Pablo con cierto temor en la voz –. Después, creo que debemos regresar a México de inmediato, como lo pidió Teomanas. – Bien –concluyó Philip preocupado –. Espero que no tengamos que arrepentirnos. En la mañana del día siguiente, Pablo decidió practicar un poco pero al sentarse al piano renacieron nuevamente sus temores. Entonces Carlos se acercó a él para ayudarlo.

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– ¿Te parece bien que te someta a una ligera sesión de hipnosis…? Podemos introducir en tu mente una orden para que no aparezca más el dolor de cabeza cada vez que empiezas a tocar. – Me parece una buena idea. Creo que debimos hacerlo desde ayer mismo. De inmediato realizaron la programación. Después de comprobar que el pianista estaba en un trance profundo, Carlos sugirió a la mente de su amigo que no tendría más dolores de cabeza cada vez que tocaba el piano. Por el contrario, estaría muy tranquilo, muy dinámico, muy inspirado, sintiendo un gran placer al tocar. Después, sacó lentamente a Pablo del nivel hipnótico en que lo había sumergido, repitiendo la orden pos hipnótica antes de chasquear los dedos. Pablo abrió los ojos, sintiéndose ligeramente amodorrado. Estiró los músculos y se dirigió hacia el piano. Sus dedos recorrieron el teclado, en un suave y terso glisado, como preámbulo a su interpretación. Después, inició con el concierto, con los labios apretados firmemente, esperando que el problema hubiera terminado. Sin embargo, a los pocos minutos, su rostro se contrajo violentamente, mientras sus labios proferían un quejido de dolor y sus manos se detenían a unos centímetros del teclado, para llevarlos después a las sienes adoloridas, donde la intensa punzada había aparecido. – ¡Dios Santo…! –exclamó el músico –. ¡Aquí está otra vez! El rostro de Carlos mostró la sorpresa que lo dominaba. – No es posible… –murmuró – no debías sentir el menor dolor, a menos… – ¿A menos que… qué…? –preguntó Pablo sin comprender. – Que el dolor no esté siendo causado por autosugestión, sino… – ¡¿Sí…?! –demandó Pablo ansioso. – Sino por algo más, ajeno a ti, como lo advirtió el brujo antes de desaparecer. – Lo cual sólo nos deja la posibilidad de la oración. – ¿Quieres intentarlo ahora? –preguntó Carlos desconcertado. – No… no ahora. Lo comprobaremos esta noche a la hora del concierto. Esa noche, el teatro estaba pletórico de espectadores deseosos de presenciar la actuación de Philip Ryan, ahora famoso no sólo por su gran calidad interpretativa, sino por su extraño problema psíquico. Al hacer su aparición en el escenario, el público se puso de pie, tributándole una gran ovación.

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Después, el músico se sentó ante el piano, mientras las luces de la sala disminuían su intensidad hasta quedar únicamente iluminado el escenario, donde Pablo dio inicio a la Sonata Appasionata de Beethoven, con la cual abría la velada. El rostro del pianista marcaba claramente la tensión que lo embargaba sabiendo lo que le esperaba, pidiendo a Dios que esta vez el dolor no apareciera. Poco a poco la tensión lo abandonó, al no sentir el menor indicio de dolor. A unos cuantos metros de distancia, desde el palco del primer piso, Philip y sus amigos estaban sumidos en una profunda concentración, sin perder al mismo tiempo el menor detalle de la expresión del pianista. Al terminar el primer movimiento, la tranquilidad empezó a aflorar en sus rostros tensos. – Parece que todo va bien –dijo Philip dejando escapar un suspiro de alivio –. De haber dolor, hubiera aparecido desde el principio. En ese preciso momento, Pablo dio inicio al segundo movimiento y tocó con suavidad, dejándose llevar por la música de su sonata preferida. Confiado, estaba a punto de entrar a uno de los momentos culminantes de la obra, cuando la terrible punzada se clavó en el centro de sus ojos, estando a punto de hacerlo proferir un grito de agonía. Sin embargo, logró controlarse y continuó, atormentado por la intensidad del dolor, más fuerte que nunca. Al mismo tiempo, Philip en el palco, profirió una exclamación de angustia, mientras llevaba ambas manos a la frente. – ¡¿Qué pasa…?! –exclamó a su vez Pew, sorprendido por lo que estaba sucediendo a los dos amigos. – ¡Dios Santo!, es terrible –murmuró Philip jadeante –, tengo el mismo dolor que está sintiendo Pablo. De improviso, el dolor desapareció, como por obra de magia. Philip se relajó y Pablo recuperó el control, sin que el público llegará a advertir lo que estaba sucediendo. Poco después la obra concluyó, arrancando una verdadera exclamación del público, seguida por una ovación aún más entusiasta, que obligó a Pablo a salir repetidas veces al proscenio. Más tarde, en el camerino Pew preguntó preocupado por lo que había sucedido. – El dolor volvió –afirmó Pablo –, pero sólo duró unos cuantos segundos. Después, extrañamente desapareció, sin dejarme la menor huella. – ¿Sabes que esta vez Philip lo sintió también, en el mismo momento que tú…?

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– Y fue terrible, como si me hubieran clavado un hierro ardiente en medio de los ojos. – ¡Exacto…! –exclamó Pablo –. ¡Eso mismo sentí yo…! Pero además, algo extraño pasó. Mientras el dolor subsistía, la imagen de un rostro horrible apareció en mi mente, burlándose de mi sufrimiento con una sonrisa siniestra que a punto estuvo de hacerme detener el concierto. – S… ssí… es verdad… yo pensé haber visto algo muy similar – murmuró Philip azorado –, aunque lo vi muy velado, y creí que era sólo mi imaginación. – ¡¿Se dan cuenta…?! –exclamó Pablo –. Teomanas tenía razón. En ese momento, el controlador de escena tocó en la puerta mientras gritaba con voz aguda. – ¡Tres minutos, señor Ryan…! ¡Tres minutos…! Dentro del camerino se hizo un silencio ominoso. Pablo se secó el rostro sudoroso con una toalla y se levantó de su asiento. – ¿Vas a salir…? –preguntó Philip tenso. – Sí. Debo hacerlo. No puedo defraudar a esta gente que vino a escucharme –dijo Pablo con voz grave, adivinándose en su expresión la angustia que lo dominaba –. Espero que nada más suceda y que podemos terminar el concierto sin mayores problemas. – Bien… que sea como tú quieras –aceptó Philip nervioso –, pase lo que pase, estamos contigo. Mientras estaba punto de reiniciarse el concierto, en un palco muy cercano al que ocupaban Philip y los dos médicos, un hombre y una mujer seguían los movimientos de Philip hasta en sus menores detalles. Segundos después, al aparecer nuevamente Pablo en el escenario, un relámpago de ira cruzó por los ojos verdes de la mujer, mientras en el rostro del hombre se dibujaba una horrible mueca de rabia. – ¡Maldito…! –rugió él entre dientes –, pensé que iba a suspender la función. – Sí… –afirmó ella, furiosa. – Veremos hasta dónde pueden resistir y quién vence al final: La luz que tanto pregonan, ¡o el príncipe de las tinieblas…! –dijo el hombre, con un brillo fanático en sus ojos. – Por lo pronto, concéntrate y visualiza nuevamente al clavo de acero candente penetrando lentamente por la frente de Ryan, destrozando milímetro a milímetro la pie… los tejidos… los huesos y el cerebro, produciéndole un dolor espantoso… cada vez más y más intenso hasta volverse verdaderamente insoportable… ¡Ahora…!

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Ambos seres estaban concentrados hasta llegar casi a un trance profundo, visualizando en su pantalla mental cada detalle de lo que ella narraba, en tanto que sus ojos se clavaban como agudas agujas en la frente de Pablo, que ahora con la orquesta entera, había reanudado el programa. De momento, el músico no pareció resentir la energía maligna que ambos le estaban proyectando, pero súbitamente, sus rasgos se contrajeron de dolor, como le había sucedido antes. Simultáneamente, en el palco de Philip, éste volvió a quejarse desesperado, mientras sentía que en cualquier momento su cabeza iba a estallar. Frente al piano, los ojos de Pablo revelaban el tormento angustioso que estaba viviendo, mientras la orquesta seguía los movimientos enérgicos de Franz Rosenfranz. Inesperadamente, Pablo sintió que el terrible dolor desaparecía, en el preciso instante en que Philip dejaba escapar un suspiro de alivio, mientras en el palco cercano, la mujer en trance profería una nueva maldición. – ¡Es él…! ¡Está interviniendo nuevamente… lo siento… puedo verlo trabajando para estos dos malditos…! ¡Es… él…Teomanas… poniendo una muralla de luz entre ellos y yo…! ¡Maldito…! –gritó –. ¡Maldito sea…! De pronto, pareció desvanecerse en su asiento, agotada por el esfuerzo y por su impotencia frente al mago blanco, que nuevamente había destruido sus planes. Después, respirando agotada, logró incorporarse, con expresión amenazadora. – ¡Pues bien, Teomanas…! –rugió, casi echando espuma por la boca –. Tú mismo te has condenado a muerte. El juicio de Luzbel te envuelve en su venganza, contra la cual nada podrás hacer… ¡Lo juro…! Frente a ella, en el escenario, Pablo parecía haber adquirido nueva vitalidad, tocando como nunca antes lo había hecho, emocionando al público, que estático, era mudo testigo del rapto inefable que compartía con el pianista, mientras el propio Rosenfranz, conmovido casi hasta las lágrimas por la sublime interpretación de Pablo, se crecía enardecido para ponerse a la altura en un verdadero duelo de gigantes. Dos noticias aparecieron en los periódicos al día siguiente, casi juntas, sin que al parecer nadie las relacionara, con excepción de Pablo y su grupo, para quienes constituyeron una verdadera bomba de tiempo, que al estallar los dejó perplejos, incapaces de reaccionar.

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Primero, había sido la euforia, al leer las críticas, que consideraban el concierto de la noche anterior, como uno de los mayores acontecimientos de los últimos años. La otra noticia, era una nota escueta, que los llenó de terror y de zozobra y provocó que gruesas lágrimas brotaran de los ojos de Pablo al leerla, contagiando a los demás con su profunda pena y su temor. “En una humilde vivienda, situada entre las zonas más elegantes de Central Park, fue hallado el cadáver de un hombre, asesinado en medio de una espantosa orgía de sangre, con la cabeza casi separada del tronco. Se piensa que el crimen fue cometido por fanáticos religiosos, pues el cuerpo se hallaba sentado rígidamente, rodeado de tres enormes cirios blanco, uno de los cuales aún ardía al momento del macabro hallazgo, mientras los otros dos se hallaban en sus candelabros derribados, conservando una extraña simetría triangular.” “Se asegura que el hombre asesinado era una especie de mago blanco llamado Teomanas, uno de tantos extraños gurús que pululan por nuestro país.” Cuando Pablo terminó de leer la dolorosa nota, volteó a mirar apenado a sus amigos, que estaban llorando, sin tratar de ocultarlo, sabiendo que Teomanas había dado su vida por ellos. Aún no salían de su sorpresa, cuando sonó el timbre de la puerta, insistentemente. Extrañado por la molesta insistencia, Philip abrió la puerta con violencia, encontrándose frente a un pequeño, de escasos diez años, que al verlo le dijo con desparpajo: – ¿Usted es Philip Ryan… o Pablo Bórquez…? – Sí, así es, soy Philip Ryan. – ¿Y cómo sé que es cierto…? – dijo el chiquillo con desfachatez. – ¿Viniste aquí a buscarme, no es así…? – Pues, sí… pero… bueno, está bien, esto es para usted, –dijo y ante la sorpresa de Philip se echó a correr, desapareciendo antes de que pudiera reaccionar. Aún sorprendido, entró con el paquete en las manos y lo empezó a desenvolver, ante la curiosidad de los demás. Al abrir el paquete, encontró dos cruces egipcias de bronce, junto con una nota que cayó al suelo. Recogió la nota, más que manuscrita, garabateada y la leyó en silencio. Al hacerlo su cara demostró de inmediato el estupor que sentía y volteó a ver a Pablo, casi incrédulo. – ¿Qué dice…? ¿Quién lo envía…? Sin atinar a hablar, Philip se acercó a su amigo y le entregó la nota. – ¡Dios Santo…! –exclamó Pablo estupefacto –. Es de Teomanas…

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“Sé que mi tiempo se acerca. Lo supe al encontrarlos. Por eso pido que continúen en su búsqueda, sin claudicar. Y en esa búsqueda, encuentren al mismo tiempo la gran fuerza del bien, que en algún lugar está esperándolos. Estas cruces sagradas les servirán de protección. Consérvenlas con ustedes”. Firmaba: T. Al terminar Pablo de leer, los cuatro hombres permanecieron en silencio, incapaces de pronunciar palabra. Lentamente, Pew se levantó de su lugar y abandonó la habitación sin hacer el menor comentario. Poco después Carlos lo siguió. Pablo, se quedó inmóvil, como clavado en su sitio, repasando los rasgos de la nota, tan extraños como su dueño, en tanto que Philip miraba a través del espacioso ventanal, siguiendo con la vista el vuelo frágil de una pequeña gaviota, deslizándose veloz entre los inmensos rascacielos.

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CAPITULO 3 Al día siguiente estaban en México, en la apacible casa del Pedregal, rodeados de la tranquilidad de los árboles del jardín. La noche, estaba fresca, el cielo se veía completamente despejado, y sin embargo las estrellas aparecían pálidas en la inmensidad del espacio. Philip caminó un momento por las veredas, deteniéndose a la orilla del pequeño lago, mirando embelesado la majestuosidad de los cisnes que nadaban cerca de la orilla. La paz volvió lentamente a su espíritu y recordó sus días juveniles, pasados en esta misma casa, muy ajeno a lo que pocos años después el destino le tenía reservado. El sonido de los pasos de Pablo lo hizo voltear rompiendo sus recuerdos. – ¿Ya estás más tranquilo…? –preguntó el recién llegado. – No completamente. Espero que aquí, en México, las cosas sean diferentes y que estos… ataques, o lo que sean, desaparezcan para siempre. – Francamente… lo dudo. Creo que lo que nos sucedió en Nueva York, es apenas el principio de una venganza, la venganza de Betancourt, quien quiere demostrar su fuerza, y el odio mortal que siente por ti. – Sí,… lo comprendo… Después de todo, acabé con sus planes. – Y no sólo con sus planes. Acabaste con su prestigio, con su organización, su familia y su futuro, pero sobre todo, con la secta, y eso no te lo perdonará jamás. No sé realmente cuál sea su verdadera fuerza, pero mucha o poca, la empleará en todo momento contra ti y de paso contra mí, como ya lo está haciendo. – ¿Contra ti, pero por qué…? – Porque sigo conservando el rostro de Pablo Bórquez, un rostro que odia más que nada, aunque ya sepa que tú eres su verdadero enemigo, la mente y el espíritu que lo destruyó. – Sí, es cierto –dijo Philip débilmente, en tono pensativo –, lo peor de todo es que tenemos armas con qué combatirlo. No sabemos nada de ese mundo ni la forma de protegernos de sus ataques. Y no hablo de posibles hampones que mande contra nosotros, sino del tipo de ataques… espirituales, que nos ha venido enviando.

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– Tal vez el único hombre que pudo ayudarnos fue… Teomanas, a quién seguramente él mando matar. De otro forma, no comprendo su muerte terrible. – ¡Dios…! Si hubiéramos sabido realmente lo que estaba sucediendo. ¿Por qué no nos enseñó cómo defendernos…? – Tal vez pensaba hacerlo, pero no tuvo tiempo. Al ponerse de nuestro lado, selló su sentencia de muerte. – ¡Y él lo sabía… estoy seguro! ¡Por eso tenía tanta prisa de que nosotros saliéramos de Estados Unidos, porque sabía lo que le esperaba y no quería que quedáramos desprotegidos! ¡Dios mío, estaba yo ciego! ¿Cómo no le creí en ese momento…? Yo soy el causante de su muerte por no suspender ese último concierto. – ¿Realmente crees lo que estás diciendo…? –preguntó Philip asombrado. – Sí, Philip, ahora lo veo claro, y es más, estoy seguro que Teomanas sacrificó su propia vida por nosotros, por alguna razón que aún no podemos comprender. – Sí… es posible que tengas razón, pero ¿cómo podríamos saberlo? – ¿Sabes? –dijo Philip pensativo –… hace años, conocí a un jesuita, Fray Roberto, tal vez podría ayudarnos. – ¡Hablémosle…! –dijo Pablo esperanzado –. Él debe saber de estas cosas mucho más que nosotros. Y no olvidemos al brujo de Montebello, el hermano… Miguel. Al día siguiente, muy temprano, los dos amigos salieron rumbo a la casa de los jesuitas, situada en las afueras de la ciudad, sobre la antigua carretera de Cuernavaca, donde el Padre Roberto los había citado. La recepción del sacerdote fue muy cordial, invitándolos a pasar al estudio, donde pudieron hablar con plena tranquilidad. – Y bien –dijo dirigiéndose a Pablo –, me hablaste de un grave problema. – Me temo que en realidad, Pablo no soy yo… sino él, –dijo el aludido, señalando a Philip. Y acto seguido puso al tanto de la situación al religioso, que a pesar de su asombro no perdió detalle del relato de Philip. Al terminar, Pablo intervino. – Como ve, Padre, las cosas son muy difíciles para nosotros porque aparentemente están interviniendo ciertas fuerzas… malignas… que están trabajando contra nosotros y contra todo aquél que luche a nuestro lado, como sucedió con Teomanas.

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Fray Roberto permaneció en silencio después de haber escuchado el extraordinario relato, clavando sus ojos en uno y otro de sus visitantes, como si quisiera leer en sus rostros la absoluta verdad de sus palabras. – ¿Ustedes piensan que la muerte de este…Teomanas fue provocada por… alguien relacionado con esa secta…? – Estamos seguros Padre. Él mismo nos lo advirtió y nos mandó esta nota que escribió pocos minutos antes de morir –dijo Pablo, mostrándole la nota del mago blanco y las extrañas cruces. – Dos días antes, nos pidió que nos pusiéramos en oración para contrarrestar el efecto maligno de las fuerzas del mal y fue increíble el resultado que obtuvimos al hacerlo. – Sí, es… increíble, como ustedes dicen –dijo, mientras miraba detenidamente las cruces –, pero no deja de ser una verdad. El poder de la oración es inmenso, cuando oramos con verdadera fe y con toda nuestra voluntad puesta en que Dios nos escuche. Porque él, realmente lo hace. ¿Acaso no somos sus hijos…? – Francamente… yo nunca he sido muy religioso, Padre –dijo Philip –, pero ahora más que nunca estoy dispuesto a creer y necesitamos su ayuda con desesperación. – ¿Qué podemos hacer contra esas fuerzas, si es que realmente existen? – Desgraciadamente, es innegable que esas fuerzas son una realidad. Y que están actuando contra ustedes con un gran éxito, porque el espíritu y la mente de ambos están en plena desarmonía con sus respectivos cuerpos. Por eso no están en condiciones de presentar un verdadero combate, con posibilidades de éxito. – ¿Usted nos ayudará…? –preguntó Pablo con tono angustioso. – Desgraciadamente no puedo ofrecerles un éxito completo. – Lo que realmente necesitamos es que nos enseñe a protegernos, Padre. No sólo rezando, sino de alguna forma, tal vez más material, más directa. – Es que no hay mayor protección que la oración, que es un verdadero escudo contra el mal –dijo el sacerdote –. Además, el amor a Dios y a Cristo, la fe en ellos, son el mejor remedio para protegernos contra la malignidad. ¡Y créanme…! Esa fe da resultados, se ha comprobado mil veces, especialmente si ponemos en juego el arma más poderoso que Dios ha dado al hombre para convertirse en el titán de la creación: ¡El amor…! – ¡¿El amor…?! –preguntaron Pablo y Philip sorprendidos. – Así es… el amor, pero llevado a un estado dinámico y activo. Sientan amor por quien ustedes quieran, sus padres, una mujer… sus hijos… incluso por la naturaleza… Después, diríjanlo a Dios. Háganlo

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diariamente como si fuera un ejercicio, en forma de meditación. Después, cuando estén sintiendo ese amor, imaginen que con él llenan todo su cuerpo, de cabeza a pies, como si fuera un fluido y su cuerpo un vaso al que llenan con él. Créanme que es una protección maravillosa. Hagan la prueba. – Perdóname, Padre, pero… acaba de hablar como el sacerdote que es, y yo quisiera que ahora… hablara el intelectual, el hombre que ha estudiado campos de la mente y de las filosofías orientales. Dentro de esos campos… ¿no hay también protecciones de algún otro tipo…? – Tal vez sí –aceptó el sacerdote, de no muy buena gana –. Los yoghis de la india y los monjes tibetanos se aíslan y protegen de las fuerzas del mal visualizándose envueltos en un campo de energía, que ellos llaman un huevo áurico, que es una especie de esfera de luz, o de energía divina que ninguna clase de fuerza negativa puede penetrar. Inténtelo también, viendo como esa energía radiante baja hasta ustedes, hasta formar una esfera muy brillante, translúcida, que los envuelve y que irradia una luz muy diáfana que purifica todo lo que toca. Al mismo tiempo, llénenla con el amor del que antes hablé y tendrán una doble protección maravillosa. – Gracias, Padre –murmuró Philip emocionado –, creo que esta vez tenemos algo importante. Lo pondremos en práctica inmediatamente. Al día siguiente, una nueva prueba se llevó a cabo, utilizando las protecciones recomendadas por el sacerdote, manteniéndose Philip en el consultorio de Carlos mientras Pablo permanecía con el doctor Pew en la casa, ante el piano. A las diez y media en punto, ambos pacientes entraron en un estado de relajación profunda y tras una breve oración, visualizaron las esferas de energía circundándolos, al tiempo que se concentraban en la práctica del amor irradiado. Tras dos días de pruebas exhaustivas, los resultados no ofrecían la menor duda: ¡Las protecciones funcionaban! Contra todas las suposiciones de Carlos, que no encontraba una explicación científica. Al día siguiente, al reunirse con el jesuita, le comunicaron los fantásticos resultados del experimento. – ¿Pensó en lo que hablamos sobre ayudarnos a recuperar nuestras identidades? – Sí, lo pensé, pero desgraciadamente no tengo los conocimientos necesarios para hacerlo, ni creo que en este caso pudiera funcionar un exorcismo, si es que la iglesia se decidiera a realizarlo.

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– Entonces… ¿debemos resignarnos a permanecer como estamos por el resto de nuestra vida…? – Creo que deben acercarse a Dios, a través de la fe y el amor, como les he enseñado. Sólo él sabe cuáles son sus designios para ustedes –hizo una pausa y continuó –. Desgraciadamente, veo en sus rostros que no se resignarán y seguirán su búsqueda incesante –suspiró tristemente y terminó –: Bien, no se los puedo impedir, pero si lo hacen deben tener mucho cuidado. Hay fuerzas muy poderosas que el hombre ha desatado. Y ustedes, sin quererlo, pueden abrir puertas que después no sepan cerrar. Piensen en eso… y vayan en paz. Esa noche Philip y Pablo tomaron su decisión. ¡Irían en busca del hermano Miguel…! Ya que la ciencia y la religión no les daban los medios para volver a su estado original, quizá el hermano pudiera hacerlo. Cuando comunicaron a los dos médicos la decisión que habían tomado, Carlos se mostró radicalmente opuesto a la idea, en tanto que Pew pareció aceptarla con gran interés. – Definitivamente cuenten conmigo –afirmó Pew –. No me perdería esa entrevista por nada del mundo, y espero que usted también nos acompañe, Carlos. – En realidad no quisiera hacerlo. Tengo varios casos que requieren mi atención… y estando usted… – Por favor –dijo Philip –. Ven con nosotros… te necesitamos. – Es que... no creo que puedas encontrar ayuda en ese charlatán. Es gente sin escrúpulos que sólo los va a engañar. Y lo grave del caso es que si siguen así van a terminar acudiendo a cualquier sitio donde surja un vivales que sólo busca la forma de explotar incautos. Lo he visto antes en otros casos y no quiero verlo en ustedes. – Estoy de acuerdo contigo, pero te suplico que nos acompañes. Tengo el presentimiento de que algo muy importante va a suceder. ¿Irás con nosotros? Finalmente, con un gesto se asentimiento Carlos aceptó. – Está bien, Philip… iré con ustedes. Philip abrió los ojos, había pasado una noche difícil, con mil pensamientos que flotaban por su cerebro, volviendo obsesivamente una y otra vez, impidiéndole descansar. En especial, el rostro impresionante de Teomanas, que se acercaba más y más al suyo como tratando de decirle algo, buscando que nadie más se enterara.

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Ya plenamente despierto, intentó incorporarse y saltar de la cama, pero las piernas no le respondieron. Desconcertado, trató nuevamente de moverse, pero un intenso dolor recorrió cada músculo de sus pantorrillas, avanzando después hacia los muslos, subiendo sin cesar hasta el vientre, donde el dolor pareció incrementarse, sin dejar de ascender un solo momento. Después, el ritmo cardíaco empezó a acelerarse, mientras el dolor se apoderaba del corazón, extendiéndose por el pecho y recorriéndole el brazo izquierdo, como si fuera un típico caso de infarto, continuando su paso inexorable hasta atenazar su garganta, impidiéndole respirar y sintiendo desesperado que se ahogaba. Aterrado, trató de gritar, pero no pudo. Su cuerpo entero se negaba a responder. Lentamente, el dolor se deslizó como una serpiente venenosa hasta detenerse en medio del cerebro, martirizando los nervios que parecieron anudarse dentro de la cabeza, provocándole un sufrimiento tan intenso que por un momento clamó por el advenimiento de la muerte, como única ayuda. Finalmente, logró reaccionar, comprendiendo que estaba siendo objeto del ataque de fuerzas del mal y trató de concentrarse en un pensamiento fijo, plasmado a su alrededor su esfera de energía, mientras una plegaria surgía de su cerebro atormentado. Segundos después, el dolor pareció disminuir, aflojándose sus músculos, readquiriendo lentamente el control de su cuerpo, tranquilizando su angustia y sintiéndose de nuevo dueño de la situación. Al mismo tiempo en el cuarto de junto, Pablo fue despertado por una situación idéntica, sin saber lo que sucedía a su amigo. Al cesar el problema, con dificultad logró incorporarse, saliendo de la cama y dirigiéndose tambaleante al cuarto de Philip, en busca de ayuda, encontrándose los dos frente a frente con idénticas condiciones. – ¿Acabas de pasar lo mismo que yo…? –preguntó Philip con las huellas del sufrimiento claramente impresas en el rostro. – Sí… creo que sí. Fue terrible. Por un momento llegué a desear la muerte. – Yo también. Sin embargo, en el momento en que más fuertes sentía los dolores, algo muy extraño sucedió… como si alguien me hablara. Fueron apenas unas palabras, pero me hicieron reaccionar: “Resiste y ora, estoy contigo.” Eso fue todo, y ni siquiera estoy seguro de que no fue mi imaginación. – No, no lo fue, a mí me pasó lo mismo –dijo Philip asombrado –, yo también lo oí –hizo un gesto de desconcierto y preguntó –: ¿Qué nos está pasando, Pablo…? ¿En medio de qué fuerzas estamos, que parecen

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estar jugando con nosotros como si fuéramos un pequeño barco de papel en medio de un remolino…? – No lo sé…. –repuso Pablo impresionado –, pero tenemos que irnos mañana mismo en busca del hermano Miguel. – Sí… no podemos perder más tiempo. Si es verdad lo que dijo Teomanas, es posible que él sea el único que pueda ayudarnos. – ¿Y si no…? ¿Ya pensaste lo que harás después…? – No, no quiero pensarlo. Quiero creer que con él terminará nuestro calvario, y que regresaremos de Montebello curados. No te lo puedo explicar, pero desde que Teomanas nos habló de este hombre, una fe muy extraña me sobrecogió. Estoy seguro que el hermano Miguel hará por nosotros lo que nadie ha podido lograr. – Espero que tengas razón –respondió Pablo con voz opaca. La espesa vegetación de la selva lacandona, extiende su inmenso manto ver por miles de kilómetros cuadrados, constituyendo una de las zonas selváticas más grandes del mundo. La pequeña columna de humo habría pasado desapercibida para cualquier extraño poco observador, elevándose sobre las copas de los árboles frondosos. Abajo, confundida entre la espesa vegetación, una rústica cabaña servía de morada a un indio extraño, delgado y enjuto, de apariencia casi mística, que vivía completamente retirado del pueblo, situado a algunos kilómetros del norte y que sólo muy ocasionalmente visitaba. Sin embargo, el hermano Miguel recibía las visitas de los lugareños, que acudían a él en demanda de ayuda para sus diversos males, que incluían desde una yerba para calmar el dolor de estómago, hasta una limpia, o un horrible brebaje para curar el mal de ojo, porque aunque cada vez crecía en su interior el anhelo de alejarse por completo del mundo, sabía que nunca podría negarse a proporcionar ayuda a todo aquel que se la solicitaba. Esa mañana, el indígena estaba sentado frente al fuego, con los ojos fijos en las llamas que producía la fogata que acababa de encender. Su cuerpo, sentado rígidamente, no efectuaba el menor movimiento, estando profundamente concentrado en sus pensamientos, muy ajeno al ruido de los pasos que se acercaban, hasta detenerse ante la puerta de la cabaña. El recién llegado, un hombre gordo y sudoroso respiró con dificultad por la fatiga del viaje precipitado y permaneció un momento mirando la puerta, como dándose valor para entrar. Finalmente, abrió y penetró al interior, con visibles muestras de desagrado.

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El hermano Miguel, sin efectuar el menor movimiento, habló lentamente, pero su voz reflejaba el desprecio que el recién llegado, parado a sus espaldas, le provocaba. – ¿Qué quieres, Matías…? Sorprendido, Matías se le quedó mirando con rencor. – ¿Cómo sabes quién soy, si no me has visto? –preguntó rabioso, ahogando un deseo incontenible de destruirlo con sus propias manos, para saciar el odio inmenso que sentía por él. – Sólo las alimañas entran reptando, como tú lo has hecho. Además, puedo percibir claramente toda tu malignidad, que proyectas fuera de ti como una luz negra de la que hay que protegerse. Matías rió con su risa torva, que mostró una dentadura chimuela y sucia, y rodeó al dueño de la choza hasta ponérsele delante. – Ah, que Miguel… tú siempre con tus comentarios hirientes. Que conste que yo te ofrecí la paz desde hace mucho tiempo y tú no quisiste aceptarla, despreciando mi amistad una y otra vez. – No se juntan el gavilán y la paloma, ni tampoco el agua y el fuego. Y menos pueden juntarse el odio y el amor. Y ambos sabemos que eres carroña, Matías, que sólo vives para hacer daño a los demás. Y la gente del pueblo lo sabe y se da la vuelta cuando te encuentra por los caminos, para no contagiarse con tu maldad. El rostro de Matías se congestionó nuevamente de rabia. Nadie se atrevía a hablarle como este maldito indio lo hacía. Instintivamente llevó la mano al puñal que llevaba oculto bajo la manta blanca del pantalón, pero súbitamente se detuvo al oír las palabras del brujo. – No lo intentes, Matías. Sabes que no tendrías oportunidad contra mí. Estoy viejo y cansado, pero no eres rival para mí ni lo serás nunca. – ¡Te odio, maldito…! –rugió el hombre gordo con el odio deformando su cara y convirtiéndola en una máscara horrible –. Siempre te has atravesado en mi camino. De no ser por ti, sería obedecido y respetado en el pueblo entero, pero tú les has dicho no sé cuántas cosas de mí, y esos infelices te han creído. Pero no vine a decirte eso. He venido a algo más importante. – ¡Y mi respuesta es no…! –dijo el hermano con una seca firmeza en la voz –. Quien ha de verme, lo hará, y no puedes hacer nada por impedirlo. – ¿Cómo sabes lo que iba a decirte…? –murmuró el visitante cada vez más sorprendido –. ¿Y cómo sabes que alguien vendrá a buscarte…? Nadie más lo sabe. – Lo sabemos tú y yo y eso es suficiente.

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– Pero… si apenas acaban de avisarme, y tú… no puedes haber… –se detuvo a media frase y después lo amenazó –: ¡De cualquier forma… no veas a esos hombres…! ¡Te lo advierto…! Sabes que ellos nos pertenecen, están marcados y te estás jugando con ellos la vida y tu salvación. Y mi amo no perdona. – Tu amo es tan basura como tú. ¡Maldito seas por siempre, Matías y también lo sea tu amo, el rey de las tinieblas, por toda la eternidad! Palideciendo, el hechicero vio como el hermano Miguel se puso de pie. Al quedar casi a su altura, Matías fijo sus ojos en los ojos habitualmente bondadosos de Miguel pero que ahora parecían estar despidiendo fuego líquido que lo aterrorizó. Entonces, pareció iniciarse una lucha a muerte, sin cuartel, entre dos poderosas fuerzas que se atacaban inmisericordes, sabiendo que estaba en juego su supervivencia. Pero mientras en el rostro del hermano Miguel se adivinaba una gran paz, en la cara congestionada por la rabia de Matías empezaron a aparecer pequeñas gotas de sudor, perlando su frente y las inmediaciones de su boca, apretada con fuerza, hasta formar una línea lívida que contribuía a dar una expresión horrible, a las redondas facciones. Y entre tanto, ni una sola palabra, ni una sola exclamación, sólo el combate terrible entre dos voluntades acostumbradas a proyectar toda su fuerza psíquica, que lentamente empezó a debilitarlos. De momento, el poder de Matías pareció prevalecer, apareciendo en sus labios una risa siniestra, que lentamente empezó a desaparecer hasta convertirse en una mueca helada, mientras sus ojos se entrecerraban, impotentes para mantenerse por más tiempo fijos en la mirada cada vez más radiante de su enemigo. Al final, el malévolo visitante sintió perder toda su fuerza, y fue arrojado sin misericordia contra la pared de la choza, contra la cual chocó con todo el peso de su cuerpo, profiriendo una imprecación. – ¡Tú lo has querido… mil veces maldito…! ¡Tú y yo no cabemos ya en este lugar…! ¡Has desafiado el poder de la secta y del señor del mal, y con ello firmaste tu sentencia de muerte…! Furioso, pasó frente a Miguel, empujándolo al pasar, con la rabia derramándose por cada uno de los poros, saliendo por la puerta entreabierta y alejándose sin mirar atrás, reconociendo furioso la inmensa superioridad de su enemigo, con lo cual se avivó hasta lo infinito el odio que sentía por él. En el interior de la cabaña, Miguel permaneció unos minutos de pie, mientras la luz que parecía emanar de su rostro, empezó a crecer. Poco después, con un movimiento ágil que desmentía su débil figura, se sentó nuevamente en el mismo petate donde estaba sumido en su meditación antes de la llegada de su rival. Segundos más tarde, estaba

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profundamente inmerso en su universo espiritual, ajeno por completo al mundo malévolo que lo rodeaba. El avión de Aeroméxico aterrizó en el aeropuerto de Tuxtla Gutiérrez cerca de las siete de la noche, demasiado tarde para tomar la avioneta que los llevaría las lagunas de Montebello, decidiendo salir al día siguiente, a las ocho de la mañana. Esto produjo en Philip un profundo malestar realmente inexplicable. – ¿Qué pasa…? –preguntó Pablo, extrañado al ver a Philip tan molesto. – Realmente no lo sé, pero algo muy raro pasó por mi mente. Fue… como… un presentimiento… como una cierta advertencia de que algo muy malo va a pasar. Pero el mismo Philip, no tenía la menor idea de la verdad que contenían sus premoniciones y de las graves consecuencias que el retraso de su vuelo tendría en su futuro. La selva estaba tranquila, con el bullir casi silencioso de la vida nocturna. Sólo ocasionalmente, los gritos estridentes de algún animal rapaz rompían la monotonía del canto de los búhos. En su cabaña, el hermano Miguel dormía profundamente, con esa paz inmensa que tienen los hombres buenos, llenos de amor por quienes lo rodean, que se han desprendido del rencor y el odio, convirtiéndose en seres sencillos, plenos de sabiduría, que habiendo trascendido la materialidad que los envuelve, se han elevado hacia Dios. De pronto, una agitación extraña pareció apoderarse de su cuerpo, obligándolo a revolverse inquieto en su catre. Súbitamente, se sentó y abrió los ojos con una expresión de terror, manteniéndolos fijos en un punto situado más allá de las paredes de la choza. Después, pareció relajarse, y su rostro adquirió una nueva expresión de paz inefable, como si su espíritu se hubiera proyectado a un lugar ideal, lleno de amor y de bondad. Afuera, confundidas entre los árboles, unas sombras siniestras se deslizaban silenciosamente en dirección a la cabaña, acercándose lentamente a ella. Por un instante, la luna logró salir de entre las nubes, iluminando el rostro fanático de Matías, el hombre que los guiaba, haciendo destellar los afilados machetes que llevaban en sus manos. Sigilosamente, el hechicero se acercó a la puerta y escuchó con cuidado, después sonrió con crueldad, satisfecho del silencio que había en el interior. Hizo una seña a los hombres que esperaban unos metros atrás y abrió violentamente la puerta, penetrando a la cabaña, mientras sus secuaces lo seguían profiriendo gritos horrendos. Matías, blandiendo el pesado machete, dio tres pasos hasta quedar junto al hermano Miguel, y

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en el preciso momento en que iba a descargar el primer golpe, se escuchó un canto espeluznante, surgido de los labios del indígena sentado sus pies, haciéndolos detener súbitamente, mientras en las facciones de los intrusos, aparecía un terror supersticiosos que los hizo retroceder. Repuesto de la sorpresa, Matías blandió nuevamente el machete frente a la cara de su víctima, mientras sonreía en forma siniestra diciendo: – Te llegó tu hora, maldito… mi amo no perdona a quien se interpone en su camino. Una sonrisa inefable apareció en los labios de Miguel, mientras su cántico proseguía sin interrupción. Matías levantó el brazo, dispuesto a dar el golpe que segaría la vida de su odiado rival, pero no tuvo la fuerza suficiente para hacerlo. Volteó furioso hacia su gente y les gritó con rabia. – ¡¿Qué hacen ahí parados como unos cobardes…?! ¡¡Mátenlo…!! ¡Mátenlo malditos, si no quieren arder en el infierno…! De inmediato, la orgía de sangre comenzó. Segundos después, el cuerpo del hermano Miguel se fue inclinando lentamente hasta quedar tendido boca abajo, con los brazos abiertos en cruz. Hasta ese momento, Matías logró reaccionar, dando al cuerpo inerte que yacía frente a él, el último machetazo, para salir huyendo después con una mueca horrenda en el rostro, furioso de que el brujo no hubiera proferido la menor queja, ni siquiera suplicando por su vida. A la mañana siguiente, muy temprano, después de haber volado en una avioneta hasta el pintoresco pueblo de Comitán, Philip alquiló un Jeep para llegar a las lagunas de Montebello, tratando de averiguar donde podrían encontrar al hermano Miguel, pero a pesar de ser bastante conocido, nadie supo darle la ubicación exacta del lugar donde podían encontrarlo, hasta que un indígena que los miraba con ojos recelosos se animó a hacerlo. – Yo los puedo llevar por unos pesos que me den –dijo, mientras seguía mirándolos con aprensión –. Nomás quisiera que me dijeran pa qué lo quieren, porque si no, a lo mejor no los llevo. Después de explicarle que necesitaban su ayuda y que tenían buenas intenciones, lograron convencer al hombre para que los guiara. Una hora después, llegaron a un punto donde fueron detenidos por su guía. – Mejor dejan aquí su carrito, porque no puede entrar hasta donde está la casa del hermano Miguelito.

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– ¿Está muy lejos de aquí…? –preguntó Philip, mientras descendía del vehículo. – No mucho –respondió el indígena con su sonrisa bonachona –. Aquí nomás detrás de esos árboles que se miran por allá, a unos diez minutos de camino. Y ojalá que lo encontremos, porque a veces se va a andar por la selva, o vienen a buscarlo pa' alguna curación. – Esperemos tener suerte –repuso Philip siguiéndolo, porque ya el guía se había puesto en marcha. Diez minutos después, llegaron a un pequeño claro en el bosque desde donde se alcanzaba a ver la rústica cabaña. – Ha di andar por aquí –dijo el indio –, porque está abierta la puerta. Y de inmediato empezó a llamarlo mientras se adelantaba a sus acompañantes. Al llegar a la puerta, se detuvo, asustado ante el cuadro de horror que presenciaron sus ojos. Volteó hacia el grupo que llegaba en ese momento y dijo angustiado, mientras se santiguaba con lágrimas en los ojos. – Ora sí ya se lo echaron… miren nomás como quedó. Estupefactos, los recién llegados hicieron a un lado con violencia al aterrorizado indígena, mientras penetraban en la cabaña. Sobre el catre, estaba el cuerpo destrozado del brujo, en medio de un mar de sangre que había escurrido hasta el piso y salpicado las humildes paredes. En el suelo, se podían ver claramente las huellas de muchos hombres y las innumerables heridas dejaban adivinar el odio de quienes lo atacaron con tanta saña. De pronto, increíblemente, los labios del herido dejaron escapar un ligero gemido, casi imperceptible que fue escuchado por Pablo, quien se acercó rápidamente a él mientras gritaba: – ¡Aún vive…! De inmediato Philip llegó también a su lado, mientras el hermano Miguel con los ojos cerrados y los labios trémulos logró balbucear: – Los… esperaba… busquen… a… No pudo seguir hablando. Su respiración pareció detenerse ante la angustia de Philip, que había levantado la cabeza del herido y tenía el oído cerca de sus labios, sanguinolentos. Un acceso de tos brotó de la garganta del herido, y después en el estertor de su agonía murmuró: – Rama… charán… en el Ti… bet. Después, con un hilillo de voz casi inaudible… susurró: – Es… el hombre… de… Dios… que… Aughh… En este momento murió, quedando inerte entre los brazos de Philip. – Está muerto… tal parecía que sólo estaba esperándonos.

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– Eso fue lo que hizo –repuso Pablo –. No entiendo cómo es que supo que veníamos, pero es innegable que de alguna extraña forma se resistió a morir hasta decirnos lo que dijo. – Pero no logré entenderlo –murmuró Philip tristemente –… Fue algo así como… Remacha… algo… en el Tíbet… – Creo que el nombre fue Ramacharán –repuso Pablo –, pero tampoco estoy muy seguro. – ¡Miren…! Vean lo que acabo de encontrar… –exclamó Carlos, mientras mostraba un papel sucio y arrugado. – ¡Escuchen…! –dijo Philip al ver lo que estaba escrito. Y leyó en voz alta –: “Cuando dos corrientes unen sus aguas y forman un nuevo río, no hay poder humano que pueda volver a separarlos, pero el poder de Dios no tiene límite, y sólo él puede hacerlo.” Dejó de leer y levantó los ojos hacia sus amigos, y tomando los papeles, los metió a su bolsillo diciendo: – Por favor… salgamos de aquí. No puedo soportar más la vista de este pobre hombre. – ¿Y qué van a hacer con él patroncitos…? –preguntó el indígena que los había acompañado –. No podemos dejarlo así nomás. – No… claro que no –respondió Philip –. Tenemos que dar aviso en el puerto. Ellos tendrán que encargarse de lo que haya que hacer. Dos horas después, tras haber denunciado el asesinato del hermano Miguel y haber prestado sus declaraciones, los cuatro se hallaban en la cantina junto al hotel, tomando una copa y comentando lo sucedido. – Esto no puede ser una simple coincidencia –dijo Pew preocupado –. Me da la impresión de ser algo muy fríamente calculado y que de alguna manera, está relacionado con lo que le sucedió a Teomanas en Nueva York. – ¿Realmente lo cree, doctor Pew…? –preguntó Carlos intrigado. – Sí, definitivamente. Si no vean las coincidencias. Primero: Ambos eran brujos, o al menos tenían la fama de serlo. Segundo: Entraron en contacto con nosotros y el resultado fue su muerte. ¿Por qué? Tercero: Hay una gran similitud entre dos frases que ambos dijeron –dijo leyendo el arrugado papel que encontraron junto al cuerpo –: “Cuando dos corrientes unen sus aguas formando un nuevo río, no hay poder humano que pueda volver a separarlas.” Y Teomanas dijo algo similar. ¿Recuerdan…? – Sí –repuso Pablo – “Cuando dos ríos confunden sus aguas, no hay poder humano que las vuelva a separar.” – ¿No es extraordinaria la similitud…?

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– ¿Por qué…? –preguntó Philip atormentado –. ¿De alguna forma estaban en contacto, o hay fuerzas a nuestro alrededor que son utilizadas por estos hombres de la que ni siquiera sospechamos…? Por otra parte es evidente que al hablar de esos dos ríos y esas dos corrientes, Teomanas y el hermano Miguel estaban hablando de nosotros. – ¿Pero cómo supo que venían a verlo? –preguntó Carlos confundido. En ese momento, un chiquillo entró al bar con un papel en la mano. Se acercó nervioso a ellos y les entregó el papel. Era una nota que decía escuetamente: “No se vayan del pueblo sin hablar con el hermano Matías, les interesa.” Ninguna firma acompañaba la nota. Philip volteó hacia el chiquillo para pedirle información, pero el chiquillo había desaparecido. Intrigados, se miraron entre sí, desconcertados, sin saber cuál debería ser su siguiente movimiento. – Aún me pregunto lo que el hermano Miguel quiso decir en el momento de su muerte, si nos estaba previniendo de este… Remacha… rán… o pidiéndonos que lo busquemos. Después, dijo algo… como… Tíbet, y hombre de Dios, pero no puede entenderlo. – Nos pidió que lo buscáramos, es evidente. De otra forma para qué lo iba a mencionar en la última frase de su vida. Y estoy seguro también que nos estaba esperando, y que si no murió después de recibir tantas heridas, fue porque de algún modo sentía la obligación de ayudarnos, y lo hizo enviándonos al Tíbet, a un lugar o una persona llamada… Ramacharán. – Sí… puede que tengas razón, –aseveró Philip pensativo –. Pero… ¿Qué debemos hacer…? ¿Irnos al Tíbet…? – ¡¿Están locos…?! –exclamó Carlos Robles, pegando un grito que resonó por todo el bar, atrayendo la atención de las pocas personas que ahí se encontraban –. ¿No les advertí que esto podía pasarles…? ¿Qué terminarían yendo a cualquier parte donde un vivales les prometiera curarlos? ¡Por el amor de Dios, tiene que detenerse, antes de que sea demasiado tarde! – Pero… ¡¿Por qué…?! –explotó Philip –. Si somos honestos, ustedes no nos ofrecen ninguna esperanza. Así que… ¿Qué nos espera en el futuro, quedarnos como estamos y ser presa fácil de esas terribles fuerzas que nos están destruyendo…? No, gracias. Si es necesario, recorreré el mundo entero en busca de ayuda. – Y yo iré contigo –afirmó Pablo categórico. – Bien… ¿Qué hay de este… hermano Matías…? –dijo Pew tratando de calmar un poco los ánimos que amenazaban explotar. – Tampoco perderemos nada con verlo, ya que estamos aquí –dijo Philip.

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– De acuerdo –dijo Pablo –. Vayamos en su busca. En los pueblos pequeños, las noticias corren más rápido que los caballos. Cuando salieron de la cantina, había un buen número de personas esperándolos, pendientes hasta del menor de sus movimientos. Philip preguntó a uno de ellos la dirección del hermano Matías, pero el hombre no respondió. Se limitó a señalar hacia una dirección con la mano, mientras sus facciones y las de los demás mostraban una gran dureza. Cuando los fuereños se pusieron en marcha, todos los indígenas los acompañaron, sin pronunciar palabra, ansiosos de saber lo que sucedería con los extraños, que habían encontrado el cadáver del hermano Miguel. Caminaron así, silenciosamente, por algunas calles del pueblo, hasta que de pronto, el grupo de acompañantes se detuvo, mientras en sus rostros morenos aparecía una expresión de temor y empezaron a abrirse hacia los lados, en el momento en que al final de la calle hizo su aparición un hombre gordo, sudoroso y mal vestido, que se acercó viendo a los curiosos que rodeaban a los visitantes. Después, con un movimiento de sus brazos, los increpó furioso. – ¡Lárguense…! ¿No tienen que hacer…? –luego, se acercó lentamente a Philip y su grupo, mientras de reojo miraba a la gente que se alejaba temerosa de desobedecerlo. – Sé qué vinieron a hablar con el hermano Miguel –dijo al tiempo que sus labios dejaban aparecer una sonrisa siniestra. – Desgraciadamente, parece que él ya no podrá estar con ustedes, pero no debe importarles, Miguel no era sino un charlatán –susurró con rabia –, y no hubiera hecho nada por ustedes, porque no tenía el poder – después, pareció recapacitar y apaciguándose, les hizo una seña y dijo – : Síganme… debemos hablar. Sé por qué están en este lugar y lo que han venido a buscar. Philip y los demás se miraron indecisos, sin saber si acompañar al desagradable sujeto, pero finalmente caminaron tras él hasta llegar a las orillas del pueblo, sintiendo las miradas furtivas y llenas de curiosidad de los lugareños, que seguían cada uno de sus pasos sin dejarse ver. Finalmente, llegaron a una casucha miserable, en la que entraron, siguiendo siempre al brujo, todavía indecisos sobre si deberían seguir adelante. – En realidad… sólo Matías los puede ayudar –dijo el enorme hombre – , y fue un gran error de su parte meterse con el pobre Miguel, al que

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sólo le causaron la muerte, porque ustedes están marcados, y únicamente un verdadero hombre de poder podrá ayudarlos. – ¿Marcados, dijo, usted…? –preguntó Pablo receloso –. ¿Qué quiere decir? – Que nadie se atreverá a ayudarlos, porque eso equivaldría a… ¡la muerte…! Luego, giró hacia Carlos y Pew y señalándolos con el índice de la mano ordenó despectivo: – Que salgan estos hombres. Los interpelados reaccionaron furiosos, sin aceptar la orden dada por el brujo, pero éste se sentó en una silla desvencijada, cruzando los brazos en ademán de suficiencia, demostrando no estar dispuesto a pronunciar una frase más hasta que los dos salieran. – Está bien –dijo Carlos tragándose su rabia –, haré lo que quiere, pero no me gusta este hombre, Philip y espero que no cometan el error de ponerse en sus manos. – Por favor, Carlos –dijo Pablo tratando de aplacarlo –. Espérenos en el hotel mientras hablamos con él. Con gran reticencia, los dos médicos se alejaron molestos, desconfiando del brujo. – Bien –dijo Philip –, ya estamos solos. Dice que… ¿Sabe por qué estamos aquí? – ¡Matías lo sabe todo…! Y sólo él puede devolverles su verdadera identidad, pero tendrá que ser ahora, en este momento, en que las fuerzas están presentes –dijo, grandilocuente mientras se ponía de pie y alzaba los brazos con ademanes exagerados –. ¡¡Gran fuerza…!! –gritó con voz potente –, ¡manifiéstate ante la necesidad de estos hombres miserables… que claman por ti y esperan de tu magnanimidad…! ¡Obra en ellos según tu poder…! –dijo, postrándose de hinojos y besando el suelo. – Esto no me gusta –murmuró Philip al oído de Pablo, mientras el brujo seguía humillando el rostro en la tierra de la choza. Estaban a punto de levantarse para salir, cuando el hechicero se incorporó con un relámpago de ira en los ojos. Después, habló con voz jadeante: – El gran poder los ayudará a recobrar su identidad perdida, pero antes, deben decidir si realmente quieren hacerlo. ¡Ahora mismo…! – Pues… sí, claro que queremos –dijo Pablo tratando de convencerse a sí mismo –. Aunque en realidad… no pensábamos empezar de inmediato… y…

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– Tienen tres minutos para tomar una decisión –dijo el brujo mirándolos con frialdad –. Después… será demasiado tarde, y nadie jamás podrá ayudarlos, se los juro y deben creer en mis palabras. Los dos amigos intercambiaron una mirada furtiva. Luego se alejaron un poco del hombre gordo y discutieron en voz muy baja, imperceptible para el brujo. – Francamente, no tengo confianza en que este hombre pueda ayudarnos. – Ni yo –convino Pablo nervioso –, aunque… ¿Qué mal puede hacernos…? Podríamos seguirle la corriente, y… – No estoy muy seguro, puede ser peligroso. Sin embargo… si tú lo quieres, podríamos arriesgarnos. – Además, todos en el pueblo saben que estamos con él, y no se arriesgaría a intentar dañarnos. – ¡Han pasado los tres minutos…! –dijo Matías interrumpiéndolos. – Está bien, Matías… seguiremos adelante, si usted nos asegura que puede realmente ayudarnos. – Sí… ya lo creo que puedo –afirmó el hechicero con un brillo siniestro en los ojos, que les provocó un estremecimientos –. ¡Siéntense en esos petates…! y manténganse en silencio. Cuando los visitantes obedecieron, Matías los miró profundamente, abriendo los ojos que mantenía fijos en los de Pablo. – No se muevan… ni aparte sus miradas del centro de mis ojos… ni siquiera por un segundo… Lentamente, los ojos del brujo parecieron crecer… dejaron el rostro de Pablo y giraron hacia Philip, que miró fascinado como los ojos de Matías parecieron crecer más y más, clavándose con una fijeza aterradora en el fondo mismo de su alma. Lo mismo parecía estar sucediendo con Pablo, que lentamente sintió cómo su voluntad lo abandonaba, quedando a merced de la del brujo, que lo tenía dominado por completo. Poco después los ojos del hechicero adquirieron una mirada horrenda como si no fuesen sus propios ojos lo que ahora los miraban, sino los ojos mismos del demonio. – Están cayendo en un abismo sin fondo. Cada vez más negro… ¡del que nunca podrán salir, porque se atrevieron a desafiar al príncipe del universo…! ¡Al príncipe del mal…! ¡Al señor Luzbel…! Por eso… ¡Deberán perecer…! ¡¿Oyeron…?! ¡¡Serán destruidos…!! Y nadie en el mundo podrá salvarlos… porque desde el principio estaban marcados… y ustedes, ¡¡ciegos…!! No supieron acudir al llamado… y aun así… osaron rebelarse… Por eso… ¡Van a morir…!

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Al oír estas palabras, Pablo y Philip trataron aterrorizados de salir del pesado sopor que los envolvía, pero su lucha fue inútil. ¡Estaban totalmente dominados por la mente maléfica del brujo y por otras fuerzas malévolas terribles! Sonriendo satisfecho de su poder, Matías se profundizó en su trance, mientras masticaba unas hojas de olor nauseabundo. Entonces sus ojos parecieron cambiar de color, al tiempo que una energía extraña empezó a formase frente a él, arriba de su cabeza, como una niebla sutil que por instantes se fue condensando, hasta volverse totalmente visible, adquiriendo una coloración negra rojiza, que en forma casi imperceptible empezó a reptar, acercándose muy lentamente, hasta tocar casi las frentes de los dos amigos. De pronto, su movimiento se detuvo, ante la sorpresa del brujo, cuya respiración empezó a agitarse, al tiempo que pequeñísimas gotas de sudor aparecían en su frente, denotando el terrible esfuerzo mental que estaba desarrollando. En ese instante, una suavísima luminosidad surgió de la parte superior de las cabezas de Philip y Pablo, haciéndose más y más grande, hasta cubrir las cabezas de ambos. Poco a poco, se tornó más brillante, oponiéndose al paso de la niebla oscura que los amenazaba. Entonces, el rostro del brujo se congestionó de furia, estallando en mil imprecaciones maléficas, mientras se acercaba a sus víctimas, ajenas por completo al terrible combate a nivel cósmico que se estaba desarrollando ante ellos. Después, el mago negro se acercó aún más a sus rostros, haciendo una serie de extraños movimientos con las manos, que finalizaban siempre como si fueran puntas de lanzas que se clavaran en sus cuerpos exánimes. Finalmente, acercó con repugnancia su boca a sus caras y exhaló su vaho contra la nariz de ambos, que de pronto se retorcieron en su sitio, como si hubieran recibido un ácido corrosivo en todo su cuerpo, arrancándoles aterradores gemidos de dolor. De pronto, la luminosidad que envolvía sus cabezas creció hasta cubrir los cuerpos de los dos, bloqueando el avance de la neblina negra. Atemorizado ante la aparición de una ayuda imprevista, Matías empezó a retroceder hasta chocar con la pared, mientras veía como la luminosidad seguía creciendo, ganando terreno, reduciéndose por el contrario la sombra negra hasta disolverse casi imperceptible en el aire de la habitación. Congestionado por el miedo, el brujo tenía la respiración entrecortada, comprendiendo que una fuerza benéfica los estaba protegiendo, enfrentándolo a él abiertamente, agotándolo y dejándolo humillado delante de sus odiados enemigos. Al fin, perdido

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ya el control de la situación, sacó con furia un puñal ondulado, de extraordinario filo, y se acercó sigilosamente hacia Pablo y Philip, que permanecían inmóviles, sumidos aún en el profundo trance provocado por el brujo. Al llegar frente a Pablo, levantó con fiereza el brazo que empuñaba el arma, para descargarla en su corazón, pero una nueva fuerza invisible pareció detenerlo, desatándose entre ella y el hechicero una furiosa lucha de poder a poder. De pronto, su mano pareció torcerse, y el puñal empezó a girar hasta apuntar hacia su propio corazón, cuyos ojos desorbitados por el terror veían como la siniestra punta se acercaba a su cuerpo, sin que sus esfuerzos pudieran hacer nada por evitarlo. Finalmente, profiriendo un grito espantoso, logró soltar el arma, arrojándose con las manos crispadas contra el cuello de Pablo, al que asió con violencia tratando de estrangularlo, sacándolo de golpe del trance profundo y obligándolo a luchar desesperadamente por defenderse. Sintiendo que se ahogaba, a punto casi de perder el sentido, Pablo consiguió propinar un violentísimo golpe contra el bajo vientre del enorme hombre, que incapaz de reaccionar al inesperado dolor cayó de rodillas, aullando de impotencia, mientras todas las fuerzas de su cuerpo lo abandonaban. Entonces, Pablo incorporándose dificultosamente, se acercó a él y empezó a golpearlo con saña, incapaz de controlarse, hasta que fue detenido por Philip. – ¡Basta, Pablo… vas a matarlo…! Los dos forcejearon violentamente, mientras Pablo desahogaba inconscientemente su furia contenida por tantos meses, hasta que súbitamente se dejó caer de rodillas, sin fuerzas casi para respirar. Fue en ese momento cuando Carlos y Pew hicieron su aparición en la cabaña, seguidos de varios curiosos, asustados de ver el estado en que el brujo había quedado, santiguándose lentamente con el espanto reflejado en los rostros. – ¡Virgencita de Guadalupe…! Ya lo mataron, como hicieron con el hermano Miguel – dijo uno de los hombres, mientras su mano se dirigía hacia su machete, al igual que otros. Rápidamente Pew se dio cuenta de la situación y dio una voz de alarma a sus acompañantes, que empezaron a retroceder hacia la pequeña ventana. De pronto, Philip avanzó hasta donde estaba el brujo caído, y tomándolo de la camisa, lo sacudió con violencia, gritándole con rabia: – ¡Aquí está la gente del pueblo…! Dígales quién asesinó al hermano Miguel, en quien ellos creían. ¡Confiese que fue usted y su maldito

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maestro Satán…! –gritó furioso, mientras seguía sacudiéndolo violentamente. El brujo, al ver las caras hostiles de la gente mirándolo con expresión acusadora, perdió el control y empezó a dar alaridos, mientras trataba de salvarse. – ¡Yo no soy culpable…! ¡El diablo me obligó…! Tomó mi mano y la dirigió contra Miguel… y yo… no pude evitarlo… El rostro lívido del brujo era aterrador y de pronto sus palabras perdieron la coherencia, y empezó a babear, mientras se arrastraba por el suelo, como un reptil, lamiendo el polvo con la lengua, y entonando de pronto una tonada confusa, para terminar después convertido en un ovillo humano, con la mente perdida irremisiblemente, como si estuviera siendo la víctima de la venganza implacable de su amo ante el fracaso vergonzoso de su siervo. Aprovechando el estupor de los presente, los dos médicos tomaron del brazo a sus pacientes y atravesaron decididos entre la muchedumbre, que aumentaba a cada momento, atraída por los extraños acontecimientos. Una hora después, en su hotel, discutían la posibilidad de regresar a México de inmediato, pero Pablo y Philip se opusieron rotundamente, decididos a permanecer en las lagunas de Montebello al menos por dos días más, tomando un descanso que materialmente necesitaban, disfrutando de las increíbles bellezas del lugar, considerado como uno de los rincones más bellos del mundo. Sin embargo, esta vez Carlos decidió regresar, acompañado por Pew, después de discutir acaloradamente sobre la inconveniencia proseguir el viaje rumbo a la India en busca de Ramacharán. Al día siguiente, mientras los dos médicos viajaban de regreso a México, Philip y Pablo se dirigían a bordo de jeep por la carretera que los llevaba a las lagunas. Verdaderamente, el espectáculo que los rodeaba era sobrecogedor. La selva impenetrable se extendía a ambos lados de la carretera. Por momentos, la misma luz del día quedaba oscurecida por la densa vegetación que los cubría por completo, impidiendo el paso de los rayos del sol, que afuera caía a plomo sobre las copas verdes de los árboles. Abajo, la humedad del bosque tropical, aunada al terrible calor, los hacía sentir como si estuvieran en un verdadero sauna natural, manteniendo permanentemente una altísima temperatura. En ese momento, la primera laguna apareció ante ellos, extendiéndose hasta la orilla de un pequeño claro, bordeado de pinos, formando un contraste maravilloso con el verdor intenso de los árboles y el azul

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brillante del cielo y el agua, que parecía completamente tranquila, plena de mansedumbre, llenando de paz y de gratitud el espíritu de ambos hombres que sin hablar miraban embelesados el espectáculo grandioso que les ofrecía la naturaleza. – Que lugar más hermoso –logró decir Pablo, asombrado. – Es increíble que no se haya explotado turísticamente. Te juro que es uno de los sitios más bellos que he visto en mi vida. – Sí… tienes razón –repuso Philip rompiendo con contemplación –. Dan ganas de permanecer aquí por horas y horas, sin hacer otra cosa que admirar toda esta belleza. – Lo que más me impresiona, es la tranquilidad y la mansedumbre de las aguas. Parece un gran espejo. Después, caminaron un poco, hasta llegar casi al extremo de la laguna, donde las aguas se comunicaban a través de un desnivel, con una segunda laguna comunicada igualmente con una tercera, y así sucesivamente, formando una increíble cadena de lagunas, todas comunicadas, que en forma escalonada reciben el agua de la anterior, en un juego de agua espectacular de belleza incomparable. Poco después, regresaron a la orilla de la primera laguna, fatigados y sudorosos por el calor y la caminata. Philip propuso nadar, quitándose la ropa. De inmediato, Pablo lo siguió y momentos después ambos estaban nadando en las apacibles aguas. De pronto, poco después de haber entrado en el agua, ésta se empezó a arremolinar, mientras un fuerte viento pareció surgir de la nada, convirtiéndose, sin una explicación posible, en violentas ráfagas huracanadas que levantaron olas de regular tamaño, alrededor de ambos nadadores, sin que ellos lo advirtieran. La transparencia del agua era maravillosa y se sumergieron buceando, maravillados ante la flora que los rodeaba. Fue entonces cuando notaron por primera vez que algo raro estaba sucediendo. Ahora, las aguas, segundos antes tranquilas, se habían convertido como por arte de magia, en poderosas masas de agua rugiente, que producían un rugido aterrador, como surgido del centro de la tierra, mientras fuertes corrientes circulares los rodearon, creando remolinos que empezaron a jalarlos hacia el fondo, obligándolos a hundirse una y otra vez, a pesar de sus esfuerzos, desesperados por mantenerse en la superficie. Cada vez la orilla parecía más lejos y las aguas se desplazaban sin descanso produciendo olas inmensas que los revolcaron con más y más fuerza cada vez. Desesperados, al borde mismo de sus fuerzas, haciendo un esfuerzo supremo pidieron ayuda, suplicando angustiados por su vida, sabiendo

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que nadie sino Dios podría salvarlos. Súbitamente, el viento pareció amainar, disminuyendo al mismo tiempo la fuerza de las olas y el aterrorizante ruido submarino. Tras una lucha que pareció interminable, lograron traspasar la feroz corriente, y arrastrándose, salieron hasta la orilla de la laguna, donde se dejaron caer desfallecidos, sabiendo que sólo un milagro había salvado sus vidas. Así permanecieron por varios minutos, hasta que lentamente se recuperaron. Fue Pablo el primero en voltear hacia la laguna, extrañado por la súbita desaparición del viento y del ruido ensordecedor que producían las olas. En su rostro se marcó el asombro que lo embargó. Frente a él, el agua de la laguna parecía nuevamente un espejo, sobre el cual no se movía la menor brizna de aire, y prevalecía una calma chicha tan impactante como lo había sido la tormenta que los envolvió minutos antes. – N…no puede ser –murmuró asombrado –, esto no puede estar sucediendo. – Sin embargo, sucedió –repuso Philip –, y tú y yo lo vivimos, aunque nadie nos creería si lo contáramos –después, apretando los puños, gritó rabioso contra las fuerzas del mal, retándolas abiertamente, sin control. Philip simplemente lo dejó hacer, sin efectuar el menor movimiento. – ¿Hasta cuándo va a continuar esto…? ¿No nos van a dejar en paz? – preguntó Pablo con voz muy queda, sin fuerzas para reaccionar. – No lo sé, pero te aseguro que no pararé hasta que todo se defina, de una manera o de otra. – Sí… yo pienso lo mismo. Creo que debemos regresar a México de inmediato y salir después rumbo a la India a pesar de todo lo que pueda decir tu amigo. – ¿Y si está vez nuestros médicos no quieren acompañarnos…? – Nos iremos solos. Es nuestra vida la que está en juego, no la de ellos. De pronto, un ruido los sobresaltó, y al voltear hacia dónde provenía, apareció caminando hacia ellos un hombre muy viejo, de aspecto impresionante, con el rostro surcado de arrugas, el cabello largo y abundante completamente blanco, al igual que la barba y el bigote. Al llegar cerca de ellos, detuvo su paso cansado y los saludó sonriendo, con una sonrisa luminosa que pareció volverlos a la vida, después de la espantosa experiencia que acababan de vivir. Sin embargo, de momento, los dos se quedaron estáticos ante la inmensa profundidad de su mirada, que parecía surgir del fondo de los siglos. – Tranquilícense, ya todo terminó y salieron con bien –dijo el anciano. – ¿Cómo lo sabe…? –replicó Philip extrañado por las palabras del viejo.

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– Yo sé muchas cosas, amigo –afirmó el anciano con un tono enigmático –. Sé quiénes son ustedes y conozco su problema. Es una lástima que llegaran tarde para hablar con el hermano Miguel. Puedo asegurarles que era un hombre santo, pero créanme: Por el solo hecho de haber estado en su cabaña, ya han enriquecido su vida y su viaje no ha sido en vano. – Fue terrible la forma en que murió –murmuró Philip estremeciéndose. – No se preocupen, él está bien. Los maestros ya se lo han llevado. – ¿Los maestros…? ¿De qué habla…? ¿Quiénes son los maestros…? El viejo los miró de nuevo con esa mirada que jamás olvidarían y esbozó una dulce sonrisa. – Ellos son… los que son… –contestó, casi en un murmullo. Y después permaneció en silencio, como esperando alguna comunicación de los extranjeros. Philip lo sintió. Sabía que algo extraordinario estaba sucediendo, y aunque no alcanzó a comprender de qué se trataba, se dio cuenta de que no podía dejarlo ir sin saber. Por eso, aferrándose desesperadamente a la presencia noble del anciano, preguntó angustiado: – ¿Cómo es que sabe de nosotros… y del hermano Miguel? – Él… era mi amigo. Ya hace mucho tiempo, desapareció una vez. Años después, supimos que estuvo en el Himalaya, viviendo con un viejo lama, Ramacharán. Ahí aprendió durante mucho tiempo. Cuando volvió se había convertido en el extraordinario ser lleno de sabiduría que tanto bien hizo a esta gente. Pero como ustedes vieron, sólo nos lo prestaron por poco tiempo. Esta vez… no regresará. – ¡¿Ramacharán?! –preguntó Pablo exaltado –. ¡Es el nombre que pronunció el hermano Miguel antes de morir! ¿Y dice que está en el Himalaya? – ¡A donde ustedes deben ir sin pérdida de tiempo…! Los están esperando, pero si tardan mucho, puede pasar lo que pasó con Miguel y entonces… Incomprensiblemente el viejo interrumpió la frase. Después, giró lentamente disponiéndose a proseguir su camino, mientras decía: – Vayan… vayan a la India en busca de Ramacharán… ese… es su destino… – ¡Espere, por favor…! –gritó Pablo angustiado, al ver que el anciano se alejaba –. Usted parece saber mucho sobre nosotros pero… nosotros no sabemos nada de usted. ¿Cómo podemos volver a verlo…? – No se preocupe, amigo, ya nos encontraremos… en estos caminos de Dios. – Por favor –insistió Philip –, al menos díganos su nombre.

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– ¿Qué importa el nombre… o la envoltura corporal…? Lo único que importa es el espíritu. Busquen a Ramacharán, él saldrá para ustedes. – ¿Saldrá…? ¿De dónde…? –preguntó ahora Pablo sin entender. – Él ha estado en meditación, viviendo en una cueva por más de 20 años. Es uno de los hombres santos del mundo, cuya sabiduría está sosteniendo a toda la humanidad, especialmente en esta época terrible que estamos viviendo. Y déjenme decirles algo muy importante: No se lamenten de haber venido hasta aquí. Su esfuerzo ha sido bien empleado, porque largo y difícil es el peregrinar de los hombres que buscan a Dios. Recuerden que en el fin de cada camino, se encuentra el Señor… esperando por nosotros. Vayan y encuéntrenlo. Sin añadir una palabra más, el viejo se alejó, con paso lento, un poco encorvado, pareciendo cargas en sus espaldas el peso de los milenios. Ellos lo miraron alejarse, hasta perderse en la lejanía, sintiendo en sus corazones una tristeza inexplicable. Después, se dirigieron al pueblo, sin poder apartar de sus mentes la imagen bondadosa y recia del anciano. Más tarde, cuando buscaron información sobre él, todos los miraron extrañados. Nunca nadie había visto a un anciano con esa descripción. Desconcertados, lo siguieron buscando con desesperación, incluso recorriendo a caballo los alrededores, pero fue inútil. ¡Parecía habérselo tragado la tierra…! Sin embargo, estaban plenamente convencidos de sus palabras, y en ese momento decidieron hacer lo que el viejo les pidió: ¡Irían al Himalaya, en busca de Ramacharán…!

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CAPITULO 4 Al día siguiente, Pablo y Philip estaban de regreso en México. Agotados después de los acontecimientos vividos en Montebello, los dos se acostaron temprano, deseosos de tener una larga noche de descanso, pero ninguno de los dos lo consiguió. Cerca de las doce la noche, el fenómeno comenzó. Primero, una serie de ruidos extraños por toda la casa, que hicieron despertar sobresaltado a Philip, quien se quedó muy quieto, en su cama, mientras los ruidos parecían surgir por la salita adyacente a su cuarto. Súbitamente, se escuchó un gran estruendo, como si toda una vitrina de cristal se hubiera venido abajo. Rápidamente se incorporó de la cama y sacó la pistola que tenía en el buró, dirigiéndose sigilosamente hacia la escalera, en penumbras. Bajaba con gran precaución cuando tras de él resonó la voz de Pablo, tan asustado como él. – ¿Philip…? –llamó en voz muy baja. – Sí, soy yo. ¿Oíste el ruido…? – Tendría que haber estado sordo para no oírlo. Parecía que la casa entera se estaba cayendo. De pronto, la luz de la casa se encendió sola sin que nadie hubiera accionado los interruptores, para volver de inmediato a quedar sumida en las tinieblas. Cuando terminaron de bajar, entraron al comedor, esperando encontrarlo casi en ruinas, pero al prender la luz se quedaron pasmados. Todo estaba colocado en su sitio, sin la menor señal de desorden. – ¡No puede ser…! –exclamó Philip en voz baja –. Oí claramente como caía toda esta vitrina. – Sí, yo también, pero tal vez el ruido fue en la cocina. Sin embargo, tampoco la cocina mostraba señal alguna de desorden. Todo parecía impecablemente en su sitio, al igual que el resto de la casa, por lo que volvieron a sus cuartos, acompañados de nuevos rechinidos surgidos de varios lugares simultáneos, que trataron de ignorar. Poco después estaban dormidos, vencidos al fin por el intenso cansancio que los embargaba. Entonces empezaron otros ruidos, pero esta vez eran

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mentales, internos, como si provinieran del centro mismo de sus cerebros. Junto con ello, surgieron sombras oscuras que cruzaban vagamente por su espacio mental. Después, empezaron a definirse unas caras horrendas, irónicas, que sin cesar se burlaban de sus intentos de enfrentarse contra ellos, proyectándoles sus fétidos alientos, mientras sus bocas crueles murmuraban palabras soeces y amenazas inmundas, para formar después un desfile aterrador, efectuando actos lascivos y repugnantes, mientras esbozaban malévolas sonrisas. Despertaron casi simultáneamente, sobresaltados y sudorosos, con las imágenes de sus sueños perfectamente vívidas, permaneciendo indelebles en sus mentes asustadas. Pablo, haciendo un esfuerzo inaudito, logró levantarse y se dirigió al cuarto de Philip, al que encontró sentado en la cama, con los ojos muy abiertos, como si no pudiera alejar de su mente las pavorosas escenas. – Ya veo que te pasó lo mismo… –comentó al ver su rostro congestionado por el espanto. – Me imagino que sí –suspiró con voz apagada –. Y fue horrible. – ¿Qué piensas hacer…? – ¿Hacer…? No sé… lo que ya tenemos decidido. Pase lo que pase, y a costa de lo que sea, estos malditos no me van a detener. – ¡Maldito mil veces…! –rugió Fernando Betancourt al escuchar el relato de su asistente. – Es increíble lo que ha pasado, jefe, en especial desde que llegó el otro, el inglés. Le juro que no sé lo que han hecho, pero tal parece que hicieron pacto con el diablo, digo… perdón, jefe… pero ninguno de nosotros acaba de entender lo que ha sucedido. – Sí… ya lo supe también. Me habló Margeritte desde Nueva York diciéndome lo que había pasado, y cómo se vio obligada a deshacerse de ese tal… Teomanas. ¿Lo conociste…? – Sí… ya lo creo que lo conocí. Era un tipo impresionante que salió de no sé dónde para ayudarlos, cuando ya los teníamos enloquecidos. – ¡Inútiles…! Acaban de avisarme que encontraron muerto a Matías, uno de mis gentes de Montebello, donde estos imbéciles habían ido a ver a un tal… hermano Miguel. – Es lo que le dijo, jefe, Bórquez y el inglés están desesperados, a pesar de que tal parece que una fuerza extraña los protege. Por eso, están buscando la ayuda de cualquiera, con tal de librarse de los ataques que les estamos haciendo.

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Betancourt se le quedó mirando con una expresión de sorpresa. Después su rostro se iluminó con una sonrisa eufórica. – ¡Eso es…! ¡Ya lo tengo…! –gritó feliz, mientras su cara adquiría ahora un gesto diabólica –. ¡Esta vez… ya lo tengo…! Y sin poderse controlar, prorrumpió en unas estentóreas carcajadas. – Bien… muy bien… Ha llegado la hora de la venganza. Horas después, recibieron la carta del doctor Trapp, de Viena. En ella hablaba entusiasmado de un nuevo sistema, descubierto por el doctor Alphonse Laffeur, famoso psiquiatra y electrónico francés, que había dedicado sus últimos años de estudio a la parapsicología, y quien estaba muy interesado en su caso, estando seguro de poderlos ayudar a resolver su problema. Tentativamente, les había dado cita en París, en tres días más, el 20 de enero y Trapp les suplicaba su asistencia porque era muy difícil que Laffeur se involucrara en algún caso y era una suerte que se hubiera interesado en el suyo. – ¿Y bien, doctor, qué piensa usted…? –preguntó Pablo a Pew. – Francamente, creo que deberían aceptar. Primero, por el prestigio de mi colega, y segundo, porque si han recorrido sin descanso en busca de la ayuda de cualquier indígena con plumas, con mayor razón esta vez, que podremos volver al terreno científico. Y en caso de que este nuevo sistema del doctor Laffeur fallara, entonces iríamos al Himalaya. – Está bien, estamos de acuerdo –aceptaron Pablo y Philip de inmediato. – Entonces, si les parece bien, haremos los arreglos necesarios para salir a París mañana mismo. Creo que esta vez, el doctor robles estará de acuerdo en ir con nosotros, por lo que me gustaría llamarlo y ponerlo en antecedentes. ¿Están de acuerdo…? – Sí, doctor, totalmente. Sin embargo, cuando el médico salió, Philip se quedó mirando a su amigo dándose cuenta de que algo parecía no estar bien. – ¿Qué pasa, Pablo…? No parece interesarte mucho la idea. – No, no es eso, es que cuando Pew estaba leyendo la carta, sentí… algo muy extraño, uno de esos terribles presentimientos que desde hace tiempo, he tenido, advirtiéndome que nos esperan momentos muy difíciles en París. – ¿Pero… qué puede suceder…? –preguntó Philip extrañado. – No lo sé –respondió Pablo gravemente, hizo una pausa y se quedó pensativo. Después continuó con voz preocupada –: No te lo había comentado, Philip, pero estos presentimientos que estoy teniendo, casi

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siempre se están cumpliendo. Y esta vez, vi con toda claridad la imagen de la muerte. En Orly, el inmenso aeropuerto de París, una lujosa limousina esperaba a los viajeros de México, conducida por el chofer del doctor Laffeur. Y directamente, fueron conducidos al hotel Ritz, donde habían hecho sus reservaciones. Esa noche se acostaron temprano, para recuperarse del desgaste y del cambio de horarios. Al día siguiente, muy temprano, después de desayunar, cruzaban el espacioso lobby del hotel rumbo a su cita con el doctor Laffeur, cuando uno de los bellboys llamó a Pablo, a la administración. – Sigan ustedes –dijo a sus amigos –, los alcanzo en el coche en un momento. Se dirigió hacia el chico, que hablándole en inglés le dijo: – Llegó un mensaje urgente para usted, señor Bórquez, pero no lo encontré y lo dejé en su cuarto. La persona que lo trajo parecía muy ansioso de verlo y me pidió que si lo veía se lo dijese. – ¿Y dices que lo dejaste en el cuarto…? – Sí, señor –repuso el chico con una agradable sonrisa. – Bien… creo que iré por él. No sé de qué pueda tratarse, pero… más vale asegurarse. Unos segundos después abría la puerta de la suite, para recoger el mensaje. No supo más lo que pasó. De pronto, todo se volvió negro a su alrededor. Tres hombres se apoderaron de su cuerpo, después de haberlo golpeado en la cabeza. – ¡Pronto, por el ascensor de servicio! –dijo uno de ellos, mientras metían el cuerpo exánime en uno de los carritos de la ropa sucia, con el que entraron al ascensor, después de asegurase de que nadie los veía. Casi al mismo tiempo, el chiquillo había salido a la calle y se alejaba corriendo, perdiéndose rápidamente por las callejuelas vecinas. Poco después, un enorme auto negro, con el cuerpo inconsciente de Pablo, se alejaba a toda velocidad del Ritz, sin que nadie se hubiese percatado de su presencia. No habían pasado ni tres minutos desde el momento en que Pablo se separó de sus amigos, pero sin embargo, Philip se sentía sumamente inquieto, hasta que sin poder controlarse más, abrió la puerta del auto, exclamando angustiado mientras descendía del vehículo casi gritando: – ¡Algo le ha pasado a Pablo…tenemos que ayudarlo..! Carlos y Pew lo siguieron en el acto, sorprendidos por la extraña actitud de Philip, que parecía estar muy seguro de lo que decía. Al llegar al

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cuarto, lo encontraron abierto y una mancha de sangre se extendía en la alfombra, junto a los lentes de sol de su amigo, demostrando la exactitud del presentimiento de Philip. Éste corrió desesperado hacia el ascensor de servicio y cerca de la puerta, en la planta baja, encontró el carrito de ropa, manchado de sangre, casi frente a la puesta del estacionamiento. Sin embargo, las averiguaciones no dieron el menor resultado: ¡Nadie había visto nada…! Entonces, Philip recordó un rostro que le había llamado la atención el día anterior, cuando salían del aeropuerto de Orly. Era el rostro de un hombre que lo miraba fijamente y que había hecho una extraña seña al chofer de la limousina que los esperaba. – ¡Pronto…Carlos, detengamos al chofer, antes de que escape! –gritó Philip –. Mientras, llame a la policía, doctor Pew. Al llegar a la calle, nuevamente sus sospechas se vieron confirmadas. No sólo el chofer, sino el auto habían desaparecido. – ¡Vamos… tenemos que encontrar al doctor Laffeur de inmediato…! Estoy seguro que está involucrado en lo que está pasando –dijo Philip, mientras regresaba rápidamente al cuarto, en medio de la expectación del personal del hotel y de algunos clientes que se habían dado cuenta de lo que sucedía. – ¡¿Están locos?! –exclamó Pew al enterarse de la suposición de Philip –. El doctor Laffeur es un científico de una reputación intachable. Colgó la bocina del teléfono después de haber llamado a la policía y murmuró nervioso: – En un momento estarán aquí. – Lo siento, doctor, pero no los vamos a esperar. Deme la dirección de su colega y por favor, cuando estemos con él, no le hable, ni le diga nada. Justo al salir, el gerente del hotel entraba con el inspector Richaud, quien al ver la actitud de Philip trató de calmarlo. – Por favor, le suplico que nos acompañe –dijo Philip en un francés bastante fluido –. Es importante llegar cuanto antes al consultorio del doctor Laffeur. Quince minutos después, el grupo llegaba a la Rue Des Pines, donde estaba el consultorio del famoso psiquiatra, que se mostró grandemente sorprendido al enterarse de la noticia. – N… no es posible… –dijo conmocionado –. ¿Quién pudo haber hecho una cosa tan… absurda? – No lo sabemos, doctor Laffeur –repuso Philip con un tono violento –. Por cierto –preguntó receloso, al ver el maletín que el médico trató de

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ocultar –. ¿Iba usted a alguna parte…? Porque si no mal recuerdo, teníamos una cita con usted esta mañana, aquí en su consultorio. – ¿Yo tenía una cita con ustedes…? –preguntó Laffeur confuso –. Lo siento, debe haber un error. Es verdad que les di una cita, pero dentro de una semana. – ¿Una semana…? –preguntó Pew confundido, mientras buscaba el telegrama enviado por Trapp –. Mire, doctor, aquí dice bien claro que usted nos esperaba el día de hoy –extendió el telegrama a Laffeur, que no tuvo más remedio que tomarlo, denotando al hacerlo un ligero temblor en las manos. – Parece usted nervioso, doctor –acusó Philip. – ¿N… nervioso…? Claro que no. ¿Por qué había de estarlo…? – Eso es lo que yo me pregunto –replicó Philip receloso –. ¿Está usted seguro que no sabía nada de la desaparición de mi amigo…? – ¡Señor…! –exclamó Laffeur congestionado por la rabia –. ¿Está usted insinuando que tengo algo que ver con esa desaparición…? – Por favor, Philip –intervino conciliatorio el doctor Pew –… estoy seguro que mi colega… – ¡Doctor Pew…! –replicó Philip furioso hablando en inglés –, estoy seguro que en alguna forma él está involucrado y no pararé hasta aclarar toda la situación. – Es que… tengo urgencia de salir en este momento –dijo Laffeur exaltado –, y no por unos… ¡tontos…! Voy a suspender una visita que me es de primordial importancia. – Lo siento, doctor –dijo Philip amenazador –, pero usted no se mueve de este lugar hasta que nos diga dónde está Pablo Bórquez. En ese mismo instante, en el extremo opuesto de París, Fernando Betancourt se sentía feliz, al ver a su odiado enemigo inconsciente y encadenado frente a él. Cuando Pablo empezó a volver en sí, aún aturdido por la despiadada golpiza que acababan de propinarle, Betancourt sonrió con su risa siniestra y tomó a Pablo violentamente de los cabellos. – Como ves… el que ríe al último… ríe mejor. Te juro que te vas a arrepentir hasta de haber nacido, ¡maldito…! Vas a sufrir en cada milímetro de tu cuerpo, hasta que desees morir mil veces y me supliques que te mate en forma más… misericordiosa… pero no habrá misericordia para ti –nuevamente rió con su horrible risa, soltando los cabellos de su víctima y tomándolo de la barba le levantó la cabeza, provocando en su víctima una gran repugnancia al sentir en su piel esa mano viscosa.

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Con un gran esfuerzo, Pablo logró balbucear unas palabras. – Yo… no soy Pablo… Bórquez… yo soy… La terrible bofetada que Betancourt le propinó le reventó los labios, salpicando con su sangre la pared a la cual estaba encadenado. – ¡Silencio…! –gritó el magnate con rabia contenida, despidiendo chispas por los ojos. Después, tomó con sus manos la cabeza de Pablo, a la altura de las sienes y la apretó con saña, haciéndole sentir que le iba a estallar, mientras sus ojos parecían salirse de sus órbitas. El sufrimiento era tan agudo, que no pudo evitar una exclamación de dolor, ante el júbilo divertido de su verdugo. – ¿De modo que no eres Pablo Bórquez, eh…? Pues aun así, te juro que vas a convertirte en el mayor experto en sufrimiento que jamás hayamos conocido. Lo cual debe llenarte de orgullo. ¿No es así? –de inmediato inició otra serie de violentas bofetadas en el rostro y cuerpo de Pablo, disfrutando cada golpe, y cada quejido. – Se lo dije, jefe –intervino Mario, acercándose a Betancourt –. Este hombre no es Pablo Bórquez, aunque lo parezca físicamente. Este es el inglés. Déjeme traerle al otro, para que su venganza sea completa. – Sí… tal vez tengas razón, pero antes voy a acabar con el que tengo delante, ya habrá tiempo para el otro, y nuestro maestro recibirá un doble sacrificio. Después, con gran sadismo gritó a sus esbirros: – ¡Llévenselo, y prepárenlo para la ceremonia…! Al descolgarlo, aún hizo Pablo el intento de ofrecer resistencia, pero una nueva lluvia de golpes lo redujo a la impotencia y fue arrastrado fuera del salón, para ser preparado para el gran sacrificio, donde sería inmolado para la sacerdotisa del mal, aras del rey de las tinieblas. – ¡Exijo que me den una satisfacción inmediata y se marchen de aquí…! –gritó el doctor Laffeur furioso, fuera de quicio –. Le advierto, inspector Richaud que se está usted jugando el puesto, porque si no lo sabía, está usted hablando con un miembro de la Academia de medicina y miembro de honor del consejo de la Soborna. Y estoy dispuesto a llegar a lo que sea para obligarlos a retractarse de sus acusaciones absurdas. Lo exige mi prestigio como académico de Francia. Las palabras del médico, lograron su objetivo y el inspector Richaud pareció a punto de darle la razón. – Lo siento, doctor Laffeur –dijo visiblemente nervioso, pensando que se había dejado influir por Philip y el doctor Pew.

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– ¡¿Quiere decir que va a creerle a este hombre…?! –preguntó Philip furioso, dando un paso hacia el médico, que retrocedió amedrentado –. Entonces… “Doctor”… ¿Puede decirme a dónde está el chofer que usted envió para recogernos…? – ¿El… chofer? –preguntó Laffeur titubeante – Pues… no lo sé… tal vez… entendió mal… y en lugar de recogerlos, fue a algún otro sitio… yo que sé… – ¿En lugar de recogernos, dijo usted…? Sin embargo hace unos minutos afirmó que la cita era hasta dentro de una semana, ¿Por qué? – Sí… tiene razón –aceptó el médico sintiéndose acorralado –, lo que pasa es que me están ustedes presionando, y… De pronto, por la mente de Philip cruzó una imagen horrible… que lo sacó de quicio. Vio en una forma vaga, a Pablo convertido en una masa sangrante, siendo torturado sin misericordia. La visión duro sólo un segundo, pero fue suficiente para llevarlo a un estado de violenta exasperación, comprendiendo que estaban perdiendo instantes preciosos, que podían costarle la vida a su amigo. Sin control, se arrojó contra el médico, asestándole una feroz bofetada ante el asombro del inspector Richaud, que a su vez se lanzó contra Philip para detenerlo. En el violento forcejeo, derribaron una mesita, llena de instrumentos, donde seguía semioculto el maletín médico de Laffeur, que al verlo palideció intensamente. Cuando Philip logró ser controlado, el inspector se disculpó con el académico francés, visiblemente turbado, tratando de suavizar la situación. – Por favor, doctor, le suplico que disculpe al señor Ryan. La desaparición de su amigo lo ha sacado de quicio. Perdónenos y… trate de olvidar todo este terrible asunto. Yo… Laffeur, sintiendo que había salido victorioso, trató de controlarse y de separar los ojos del maletín caído, que atraía su mirada como un imán. Sin embargo, logró dominarse, y alisándose los cabellos murmuró: – Está bien, inspector, entiendo la situación y tiene mi permiso para retirarse, aunque aún sabrán de mí, porque no estoy dispuesto a pasar por alto un incidente de esta naturaleza. Richard, tomando a Philip de un brazo en ademán conciliador, se disponía a retirarse, cuando súbitamente Philip tuvo una inspiración y giró el rostro hasta mirar de frente el maletín. Zafándose de la mano de la policía, se inclinó sobre el maletín, adelantándose a Laffeur, que en un ademán reflejo quiso impedirlo, y lo abrió, mientras el médico se dejaba caer de espaldas contra la pared, respirando agitado. Entonces Philip sacó la extraña tela negra que ocupaba todo el interior del estuche y ante el asombro de todos lo extendió, apareciendo una sombría

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capucha negras, similar a las del ku kux klan y una túnica larga y grotesca del mismo color. Entonces Philip giró hacia el aterrado médico, avanzando amenazador, empuñando las prendas hasta ponerlas a la altura del rostro de Laffeur. – ¡El vestuario de la secta demoníaca… maldito…! –dijo Philip rabioso. Después, murmuró sarcástico –: ¿O va a decirnos que iba a una fiesta de disfraces…? Laffeur se derrumbó. De pronto, el valor lo abandonó, sabiéndose perdido. Con un movimiento inesperado, sacó una cápsula del bolsillo de su chaleco, llevándola a la boca rápidamente. Pero Philip fue más rápido que él y detuvo su brazo, que retorció con una violencia hasta hacerlo crujir, en medio del alarido del médico, que cayó de rodillas. – Ahí tiene a su académico francés –dijo Ryan a Richaud con voz seca, tomando al científico de las solapas mientras lo sacudía violentamente gritando –: ¡¿Dónde está Pablo Bórquez…?! En las lóbregas penumbras de la antigua iglesia abandonada, que Betancourt convirtió en su centro ritual, la ceremonia satánica se estaba desarrollando, en medio de la veneración fanática de los numerosos asistentes, que en ese momento entonaban un canto espeluznante. Muchos de ellos, estaban totalmente desnudos, hombres y mujeres que se movían insinuantes, al ritmo del canto con movimientos sensuales y lascivos, formando por momentos verdaderas piñas humanas llenas de depravación. Otros, encapuchados, con sus túnicas negras que los cubrían por completo, avanzaban en círculos, formando largas hileras, profiriendo lamentos desgarradores. En el centro, colgado de un poste del que estaba encadenado, Pablo se encontraba totalmente desnudo, recibiendo las injurias y los golpes de todos los que pasaban junto a él. Su cuerpo, era una verdadera masa sangrante, cuyo sufrimiento lo tenía al borde de la inconsciencia. De pronto, Betancourt, encapuchado, hizo su aparición en el fondo, delante de un altar cubierto con una finísima tela negra, bordeada de delicados encajes, mientras atrás, en lo alto, una inmensa imagen maléfica presidía la ceremonia. Al hacer Betancourt su aparición, un murmullo de júbilo salió de las bocas de los asistentes, mientras el ritmo de la letanía empezaba a crecer hasta convertirse en un himno del mal, acompañado de alaridos posesos y movimientos convulsionados. En ese instante, en el otro extremo de la sala, apareció una mujer bellísima, vestida únicamente con un velo negro finísimo que dejaba traslucir cada una de las líneas maravillosas de su cuerpo, cuyos ojos

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despedían verdaderos relámpagos cargados de lujuria y malignidad, quien inició una danza sensual, que la acercaba cada vez más a la víctima. Súbitamente, a una orden expresa de su líder, cuatro hombres se acercaron a Pablo y descolgándolo del poste, lo colocaron en el altar, después de sujetarlo a él con unas cuerdas negras. El movimiento lo sacó lentamente del abismo profundo en el que estaba cayendo, percatándose de golpe de su dramática situación. Entonces, la mujer, dando un giro violento, quedó situada a escasos centímetros del ara, al momento que aparecía un puñal curvo en su mano derecha, que describió un gran círculo en el aire, seguido en todo momento por los ojos angustiados de Pablo, que veía fascinado como el puñal caía como una saeta en la parte superior de su pecho, en el cual se enterró con gran habilidad de su verdugo. Entonces la voz estentórea de Betancourt se alzó sobre el grito de dolor de Pablo y las exclamaciones de los asistentes, enardecidos por la excitación y el olor de la sangre. – ¡Es la primera de las treinta y tres heridas sagradas que deberás recibir antes de morir…! –gritó exaltado el jefe de la secta, haciendo una seña a la macabra danzarina que reinició su baile satánico por el salón, dirigiéndose al final hacia la víctima, mientras la luz hacía destellar el puñal ondulado que mantenía en la mano. Después, como si hubiera sido posesionada por una fuerza lasciva invisible, la mujer empezó a contorsionarse, con movimientos llenos de sensualidad hasta terminar en un verdadero orgasmo espiritual, en medio del clamor de la multitud, muchos de los cuales se revolcaban en el suelo, en un aquelarre desenfrenado, y la danza recomenzó con violencia, dirigiendo la sacerdotisa la punta del arma en amplios giros que la acercaban nuevamente al pecho de Pablo, que seguía fascinado el vuelo del puñal que se acercaba nuevamente en forma inexorable contra su cuerpo. De pronto, la mujer giró hacia él y lo abrazó, cubriéndolo con su cuerpo, al que simuló poseer como en una ofrenda para su amo y señor, cuya siniestra imagen, al fondo, pareció sonreír y con una expresión de crueldad inefable, lentamente levantó el puñal, jugando con él en el pecho de Pablo. En ese momento, al otro lado del salón se escuchó una serie de gritos de terror, iniciándose una confusa desbandada de los miembros de la secta, que huyeron despavoridos al hacer su aparición un pelotón de policías, disparando sus armas hacia el cielo, para obligar a los asistentes a rendirse.

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Desesperado, Betancourt comprendió lleno de rabia que no tenía escapatoria, al comprobar que los guardias tenían bloqueadas todas las salidas y gritó furioso a la sacerdotisa una orden que resonó por todos los rincones de la vieja iglesia: – ¡¡Pronto… mátalo…!! Pero la joven se quedó estática, incapaz de salir de la inmovilidad causada por la sorpresa. Entonces, con un movimiento violento Betancourt se arrojó hacia ella y le arrebató el puñal, dirigiéndose como un enloquecido contra Pablo, que hacía inútiles intentos por zafarse de sus ataduras. Súbitamente, surgió la figura de Philip, interponiéndose entre el líder de la secta y su víctima indefensa. Rugiendo furioso, Betancourt le tiró una feroz puñalada, logrando herirlo en uno de los brazos, obligándolo a retroceder, en el momento que una bala impactaba en el pecho del magnate, deteniendo su ímpetu maligno. Aún tuvo fuerzas para acercarse a Pablo, en un último estertor de su agonía, tratando de llevarse con él a su odiado enemigo. Llegó junto a él y levantó el espantoso puñal, haciendo un terrible esfuerzo, mientras su cara se convertía en una máscara diabólica casi igual a la de la figura que en el fondo parecía haber borrado la sonrisa de su rostro. Pero un nuevo disparo le partió la columna vertebral. – ¡Maldito seas, Bórquez…! –dijo, y cayó sin vida sobre el cuerpo horrorizado de Pablo, mientras la hermosa sacerdotisa gritaba enfurecida al ser detenida por los policías. – ¡Maldito seas, Bórquez…! No creas que te has salvado. Nuestra gente te seguirá donde quiera que vayas… en este mundo o en el otro, hasta destruir, no sólo tu cuerpo… ¡sino tu alma maldita…! Un mes más tarde, Pablo fue trasladado a su hotel, casi restablecido de sus heridas, y de inmediato se iniciaron los preparativos para el viaje a los Himalayas, realizados por Philip, Carlos y Pew, mientras Pablo, aún bastante débil por lo sucedido, planeaba desde el hotel el itinerario del viaje. Dos semanas después, el grupo quedó constituido y se contrataron los servicios de Raymond Coutie, uno de los más afamados guías franceses, que había realizado varias expediciones por el Tíbet y los Himalayas, siendo de los pocos hombres en la actualidad que habían logrado escalar el monte Everest, la famosa expedición de Sir Edmond Kurpensky. Muy pronto completaron el equipo necesario, y el itinerario final quedó decidido.

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Al día siguiente, el grupo a bordo el avión de Air India que los llevaría a la Ciudad de Nueva Delhi, desde donde partirían hacia el Himalaya en busca de una leyenda viviente: El Lama Ramacharán. El día amaneció esplendoroso y los servicios meteorológicos del aeropuerto a la hora del despegue pronosticaban un vuelo tranquilo. – Parece mentira que estemos viajando hacia los Himalayas – dijo Philip pensativo –. ¿Alguna vez pensaste que los conocerías…? – No, nunca –respondió Pablo impresionado ante las perspectivas que lo esperaban –. Te confieso que aún no acabo de creerlo, y que no tengo demasiadas esperanzas en el resultado de esta nueva aventura. – Sin embargo, ahora soy yo quien tengo el presentimiento de que esta vez pasará algo definitivo –repuso Philip presagioso. – ¿Te das cuenta de todo lo que hemos vivido en estos últimos meses…? Después de todo, tal vez lo que nos sucedió valió la pena vivirlo. ¿No crees…? – No lo sé. Mi vida era tal y como yo la quería, y nunca como en ese momento, las cosas me habían salido tan bien. Sin embargo, reconozco que todo lo que nos está pasando ha sido extraordinario. – Además, acabaste finalmente con la secta de Betancourt y el material que le mandaste a Ana fue sensacional. – Sí… creo que sí, aunque no me hago muchas ilusiones de haber acabado con la secta. Es demasiado poderosa para ser cierto, por más que le hayamos dado un fuerte golpe. En ese momento, empezaron los problemas. Como si las fuerzas del mal quisieran tomar venganza por la muerte de uno de sus líderes, las condiciones del tiempo variaron por completo. Densos nubarrones rodearon el avión de improviso, y el aparato pareció sumergirse en un mar de turbulencias implacables, que jugaban con él como si fuera una frágil hojita azotada por el vendaval. Primero, se desató una terrible tormenta eléctrica que se ensaño contra el aparato, cuyos rayos impresionantes parecían adivinar el rumbo de avión. Después, un verdadero huracán los envolvió, con ráfagas de viento que desplazaban al inmenso aparato, el cual daba tumbos impresionantes entre las nubes, mientras los relámpagos iluminaban dantescamente los rostros aterrorizados de los pasajeros. En el interior, el caos era inenarrable, confundiéndose los gritos histéricos de algunas mujeres, el llanto angustioso de los niños, y la desesperación de casi todos los pasajeros que presentían un inminente desastre, mientras las azafatas y el capitán de la nave, trataban de infundir algo de calma entre los viajeros, mucho de los cuales habían perdido por completo el control. De pronto, el aparato se precipitó en

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una interminable caída, descendiendo sin interrupción cientos de metros, que parecieron una eternidad a Philip y Pablo, los cuales cerraron angustiados los ojos, preparándose para lo peor. Sin embargo, el avión logró estabilizarse y recuperó lentamente la altura, deteniendo la atroz agonía de los 221 pasajeros. Pero aún faltaba lo peor. Apenas se había estabilizado el aparato, cuando un rayo cayó en una de las turbinas, provocando un incendio que aterrorizó a los pasajeros, recomenzando los gritos de histeria, mientras muchos de los viajeros exigían violentamente que el avión aterrizara de emergencia en el aeropuerto más cercano. Sin embargo, en pocos minutos el fuego fue sofocado. – Señores pasajeros –habló el capitán por el micrófono – les suplicó que conserven la calma. Hemos logrado controlar el desperfecto y esperamos terminar nuestro vuelo sin más inconvenientes. En una hora llegaremos al Cairo, donde el aparato será revisado minuciosamente. Philip y Pablo intercambiaron una mirada de entendimiento. Ellos sabían que todo lo sucedido no era una simple casualidad, sino un eslabón más de la cadena que tenía como fin el destruirlos. Sin embargo, ahora estaban seguros de que una fuerza mucho más poderosa que la del mal los seguía protegiendo, y que por ahora, el peligro había terminado.

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CAPITULO 5 Una semana después, estaban listos para iniciar el viaje final al Himalaya. Durante los últimos días, se habían dedicado a aprovisionarse de víveres y del equipo que aún les faltaba y contrataron a seis guías nativos que complementase a Raymond Coutie. Desde su llegada a la Ciudad de Nueva Delhi, situada en el norte de la India, se habían visto envueltos en una febril actividad, dividiéndose el trabajo y descargando en su guía principal el peso de avituallamiento, mientras Pablo y Philip por una parte, y Carlos y Pew por otra, investigaban el posible paradero del Lama Ramacharán, cuya existencia era negada por unos, en tanto que algunos otros aseguraban haber oído hablar de él, pero hacía muchos años ya, por lo que era muy posible que hubiese muerto. Sin embargo, un santón, que supo de su búsqueda, se interesó por su caso y después de sostener con ellos una larga platica, se ofreció a ayudarles. Tres días más tarde, recibieron un mensaje de un monje budista, pidiéndoles que lo buscaran en los jardines de uno de los templos del sur de la ciudad. Poco después, llegaron a la pequeña plaza situada frente al pórtico del templo, a uno de cuyos lados se extendía un vasto jardín. Al fondo, una serie de árboles frondosos cobijaban bajó su sombra a un anciano hombre santo, al que de inmediato se acercaron. Vestía una túnica blanca y llevaba la cabeza descubierta. El hombre, sonrió bondadosamente a los recién llegados, que hicieron el saludo tradicional de Namaskar, juntando las palmas de las manos y llevándolas a la frente. – Me enteré de su búsqueda, hijos míos. Y creo que hemos tenido suerte –dijo el religioso con una inefable mirada llena de bondad –. Un antiguo discípulo del maestro Puero Paramahansa, a quien tal vez ustedes hayan oído mencionar con el nombre de Yogananda, estuvo ayer conmigo. Él, recuerda haberse topado accidentalmente hace algún tiempo con el santo hombre que ustedes buscan.

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– ¡¿Es posible…?! –preguntó Philip emocionado –. ¿Y cree que podamos encontrarlo…? – No lo sabemos –repuso el anciano –. En aquel entonces, el Lama vivía en una zona agreste, en las faldas de una lejana montaña llamada Nanda Devi, aislado de todos, entregado a la meditación. – ¿Hace… cuánto tiempo de esto…? –preguntó Pablo, pensando que estaban hablando de unos cuantos meses. – Mi visitante asegura que no pueden ser más de seis o siete años. – ¡¿Seis o siete años…?! –exclamó Pablo sorprendido –. ¿Y cree que en todo ese tiempo, Ramacharán seguirá en el mismo lugar…? – Eso no lo sabemos, tendrán ustedes que averiguarlo. Sin embargo, si no ha muerto, es posible que aún permanezca en esa región, en la que ha vivido por más de veinticinco años. – ¿Sabe usted algo de él…? –preguntó a su vez Philip, contento por haber encontrado un primer indicio que podía llevarlos al encuentro del ermitaño. – Sí, desde luego –afirmó el hombre, esbozando una sonrisa –. El Lama Ramacharán, es un verdadero hombre de Dios. Aunque no se hayan encontrado ustedes ante la santidad, la reconocerán de inmediato al estar frente a él. Hay tanta bondad y tanta paz en su interior, que la energía que su cuerpo despide parece resplandecer a su alrededor, aunque no todos pueden verla. De cualquier forma, puedo asegurarles que si logran encontrarlo, será una de las más grandes experiencias de su vida, como lo fue para mí cuando lo conocí. – ¿Pero… por dónde empezar…? –inquirió Philip confundido –. El Nanda Devi es demasiado grande para poder encontrar a una persona como él. – Vayan a Sarahanpur, y después diríjanse a Dehradún. Ahí encontraran un tempo muy famoso, el templo de Ram Rai. Es posible que en ese lugar obtengan alguna información. De lo contrario, diríjanse hacia la montaña, con la seguridad de que si está en su Karma al encontrarlo, lo harán, aunque para ello daba aparecer una señal en el cielo que les indique la presencia del santo Ramacharán. Al terminar de hablar, el monje cerró los ojos, desconectándose por completo del mundo que lo rodeaba, dejando perplejos a sus interlocutores, quienes se alejaron después lentamente viéndolo permanecer en su sitio, profundamente inmerso en su búsqueda interior. Más tarde, en su hotel, apresuraron los preparativos para su partida, después de relatar a los dos médicos su encuentro con el religioso. Al día siguiente, la comitiva abandonó el tren, dirigiéndose a Dehradún, donde además de buscar nueva información sobre Ramacharán,

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terminaron de comprar los implementos necesarios para su expedición. Lámparas, azúcar y alimentos enlatados, y una buena cantidad de licor y carne seca, así como varios ponies, indispensables por su resistencia para un viaje bajo las peores condiciones climatológicas. A pesar de su optimismo, ninguno de los monjes que habitaban cerca del templo de Ram Rai, pudo dar mayor información del Lama que buscaban, mirándolos incluso con recelo, desconfiando del grupo de extranjeros tan interesados en encontrar a uno de los legendarios gurús de la India, al que casi todos consideraban muerto. Desalentados, emprendieron el camino al Nanda Devi, temerosos de estar iniciando una nueva aventura sin grandes probabilidades de éxito, pero al mismo tiempo confiando en la palabra del viejecito de Montebello, que con tanta certidumbre los envió a este viaje a los Himalayas. Durante los tres primeros días, el clima se mostró benigno, brillando el sol en todo su esplendor, en medio de un cielo azul y de una atmósfera purísima, aunque el frío los obligó a abrigarse desde el momento mismo de la partida. Pero el cuarto día, el cielo empezó a nublarse rápidamente, mostrando claros presagios de la tormenta que sobrevendría. Y así fue. Cerca de las tres de la tarde, el viento empezó a soplar, mientras los primeros copos de nieve y escarcha hacían su aparición. Muy pronto, el cielo se oscureció y violentas ráfagas huracanadas aullaban a su alrededor, obligándolos a buscar refugio en la ladera de la montaña, a la que apenas estaban empezando a ascender. Con grandes esfuerzos, lograron desplegar las tiendas de campaña, que la violencia del viento, derribó una y otra vez, hasta que al fin quedaron firmemente sujetas unas contra las otras, apoyadas contra un talud casi vertical de la montaña, que les ofreció una protección providencial. La tormenta se prolongó por varias horas, hasta alcanzar proporciones terribles, con rachas huracanadas de más de 140 kilómetros por hora, que sacudían violentamente las tiendas causando pavor entre sus ocupantes, que sentían que en cualquier momento saldrían despedidos hacia los abismos que los rodeaban. Sin embargo, lograron por el momento, sobreponerse a los elementos, gracias a la experiencia de los guías, que continuamente revisaban el estado del equipo y de los ponies, que se movían espantados por la lluvia y la luz de los relámpagos. Al día siguiente, después de una noche casi envela, el cielo amaneció despejado y el viento casi en calma. Sólo el frío de la montaña se enseñoreaba del lugar acosándolos la mayor parte del camino, hasta

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llegar a un dak bungalow, especie de caserío de aspecto miserable, donde al menos pudieron descansar y tomar una buena comida caliente, mientras los animales descansaban también. La habitación donde se encontraban, era inmensa, larga y mal ventilada pero el fuego que ardía en la chimenea les hizo olvidar la dureza del viaje que en realidad apenas empezaba. Los pocos viajantes que entraban en la posada, todos nativos de la región, los miraban desconfiados, con expresiones recelosas, y se mostraron ignorantes por completo de la existencia del Lama, sugiriéndoles que pidieran información en el monasterio “Del Espíritu Celeste” que estaba a una jornada de camino, hacia la parte noroeste de la montaña. Al día siguiente, después de dormir en el dak bungalow, partieron muy temprano, casi al amanecer, para adelantarse en lo posible a los rigores del clima, que nuevamente amenazaba tormenta. Llegaron a la meseta del Sindu, en medio de una terrible ventisca, que hacía volar la nieve en todas direcciones, como si un remolino gigante la enviara directamente contra sus rostros, casi congelados por el terrible frío, para proseguir después, cuando la tormenta amainó un poco, por un camino apenas visible en medio de la montaña rodeada de maravillosas cumbres nevadas, que daban al lugar una belleza incomparable. Habían avanzado a un promedio de unos veinte kilómetros diarios, sin rumbo fijo, pero ahora tenían un objetivo: El monasterio perdido en la montaña, que era sin embargo conocido por los guías. Alternándose los viajeros a veces descendían de sus monturas y avanzaban a pie para dar descanso a los sufridos ponies, que a pesar de todo, no parecían resentir el impacto de las pronunciadas subidas, como lo hacían los viajeros, que cada vez se veían más y más agotados por el esfuerzo, hasta que el sexto día divisaron el inmenso monasterio, al fondo de un pequeño valle, construido a un lado de un enorme desfiladero, sobre una imponente formación de rocas casi cortadas a pico. Casi al llegar, el camino hacía una gran curva y se bifurcaba en dos; uno de los cuales, cortado en plena roca, daba acceso al monasterio, manteniéndolo completamente aislado del mundo exterior. Se encontraban a unos cuantos metros de la inmensa puerta de hierro y madera que cerraba el lugar, cuando un fuerte sonido resonó en la montaña, rompiéndose en mil ecos distantes al rebotar contra los inmensos precipicios que se abrían ante ellos. Resultó ser el sonido de un inmenso cuerno de caza. De inmediato las puertas del monasterio se abrieron lentamente, flanqueándoles el paso. Poco después, al entrar en

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el patio de piedra que servía de gran recibidor, las puertas volvieron a cerrarse, aislándolos por completo del mundo exterior. Al momento, fueron recibidos por varios monjes, entre los cuales destacaba la figura de un anciano Lama, con su túnica amarilla y su capucha puntiaguda sobre la cabeza, que sin más preámbulos los hizo pasar a los viajeros a una habitación de regular tamaño, sumamente austera, mientras los guías eran llevados al lugar donde los ponies descansarían, acompañados de sus amos. – Mi nombre es… Sri Gupal, superior de este monasterio –dijo el Lama en perfecto inglés –, y creo que han llegado aquí en busca de algo importante. ¿No es así…? – Pues… sí –respondió Philip, mirando extrañado al superior del monasterio. Después preguntó a su vez –. ¿Cómo lo sabe…? Sin contestar, el religioso giró hacia una gran puerta de madera al tiempo que decía: – Síganme por favor. Los condujo por un largo y oscuro pasillo, apenas iluminado con pequeñas lámparas de aceite, hasta llegar a una habitación bastante grande, cuyas ventanas deban a un inmenso valle, situado varios cientos de metros abajo del lugar en que se hallaban. El salón era una completísima biblioteca, con pequeños bancos acojinados y forrados con piel de Yak, en los que invitó a sentar a los dos médicos y a Raymond Coutie, mientras con una seña, indicó a Pablo y Philip que lo siguiesen. Salieron por otra puerta, completamente disimulada en el muro, y llegaron a una pequeña habitación que servía de estudio y lugar de meditación, en cuya chimenea ardía un hermoso fuego. Después de invitarlos a sentar, dijo sin más preámbulos: – Es evidente que ambos se enfrentan a un grave problema y vinieron aquí en busca de información. ¿No es así…? – Sí, padre… –respondió Philip un poco confuso. – Estamos en busca de un lama llamado Ramacharán, que aparentemente, es el único que puede ayudarnos. – ¿Ramacharán, eh? –preguntó el monje sorprendido –. Es posible. El lama Ramacharán es un verdadero santo, cuya sabiduría ha trascendido los conocimientos de esta generación. ¿Puedo saber cuál es su problema…? Después de volver a intercambiar una mirada de duda, los dos visitantes relataron al Lama toda su historia, desde que perdieron sus identidades, hasta el dramático desenlace en París. Al terminar, el monje permaneció

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un momento en silencio, que ellos no se atrevieron a interrumpir. Después, el anciano habló a su vez. – Verdaderamente es una historia extraordinaria. Es evidente que ustedes se han visto involucrados en una lucha cósmica para la que aún no estaban preparados, al menos no en forma consciente, porque les aseguro que espiritualmente sí lo están, y de no haber entrado en conflicto con la secta demoníaca, como ustedes la llaman, tal vez nunca se habrían dado cuenta de que su momento ha llegado. – ¿Cómo dice, padre…? –preguntó Philip extrañado –. ¿A qué se refiere al decir que nuestro momento ha llegado…? – Lo siento, hijo, pero no es a mí a quien corresponde explicarlo, sino a Ramacharán, ante cuya presencia muy pronto estarán. – Entonces… ¿Usted lo conoce…? –inquirió Pablo excitado. – Sí… así es. Yo lo conozco y los ayudaré a encontrarlo, porque me he dado cuenta por su interior y por su aura, que no pueden causarle daño, al menos no voluntariamente, aunque… Ahí se detuvo, aparentemente impresionado por algo que vio mentalmente, sin atreverse a continuar sus palabras. – ¿Qué iba a decir padre…? –preguntó Philip receloso. – Los cielos y las estrellas pasarán, pero el destino de los hombres no dejará de cumplirse –dijo Sri Gupal enigmático, sin mayor explicación. Después añadió –: Deben proseguir su viaje mañana mismo, cuidándose en extremo de las tantras, los monjes magos negros, quienes tratarán de impedir que lleguen a su destino. Pero como les dije antes, yo los ayudaré. Es por eso que los estaba esperando. Se acercó a un mueble antiquísimo y sacó de él una pequeña caja de madera, de donde tomó una medalla con unos símbolos extraños. – Tomen –dijo dándosela a Philip –. No se aparten de ella en ningún momento. Dentro de unos días, encontrarán a Ramacharán, pero antes deberán sortear una serie de graves peligros… este talismán, es una medalla bendita que conserva una energía purísima. Ella los protegerá de otras energías negativas, negras, o demoníacas. Si como siento, sus intenciones están impregnadas de amor, bondad, justicia y un deseo ferviente de encontrar la paz, nada podrán esas fuerzas contra ustedes y su luz prevalecerá en el fondo del espíritu. Esta noche, quisiera que compartieran conmigo mi frugal alimento. – Pues… desearíamos continuar nuestro camino de inmediato, padre, pero… – Por favor –suplicó el monje con un extraño acento en la voz –. Duerman esta noche en el monasterio, mañana temprano se pondrán en camino. Les aseguro que no se van a arrepentir.

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– Está bien, padre… lo que usted nos diga está bien, aunque… mencionó usted dos cosas que me llamaron profundamente la atención. – Sí, lo sé –dijo el lama, sin necesidad de mayor explicación –. ¿Quiere saber sobre el aura, no es así…? – ¿Cómo lo supo, padre…? –preguntó Pablo sorprendido. Como era su costumbre, el monje no hizo la menor aclaración, sin embargo, respondió a la pregunta anterior. – El aura es la prolongación externa de nuestra propia energía interna, que sale del cuerpo y lo rodea por completo, como una especie de envoltura radiante. – ¿Y puede usted verla…? –volvió a preguntar Pablo cada vez más sorprendido. – Sí, desde luego. Muchos de los monjes que viven en este lugar, han sido preparados para hacerlo. De hecho, no es demasiado difícil, aunque para ustedes los occidentales, poco disciplinados en asuntos de la mente y el espíritu, lo es usualmente –hizo una breve pausa y continuó –: Respecto a los tantras o monjes negros, debo advertirles que son sus enemigos y que deben evitarlos a toda costa, porque no sólo está en juego su vida, sino… algo mucho más profundo, a nivel espiritual, que arrastrarían a través de las generaciones. – ¿Y cómo podremos evitarlos…? –preguntó Philip, impresionado por las palabras del religioso. – Simplemente tienen que ocultarse ante cualquier extraño que se cruce en su camino. Ellos van vestidos como nosotros, pero con vestiduras negras, y con capuchas del mismo color con las que cubren su cabeza. Aléjense de ellos, porque son muy poderosos y tratarán de impedir que lleguen hasta Ramacharán, de quienes son mortales enemigos. – ¿Y cómo es que no han terminado con él, sí son tan poderosos…? – Porque el santo Ramacharán lo es más. Nada han podido contra su fuerza, porque es la fuerza más poderosa del universo: La fuerza del amor y la bondad, contra las cuales ninguna fuerza podrá prevalecer, porque lleva en sí la energía sublime del creador. – No lo entiendo –dijo Philip confuso –, por favor… explíquese mejor. – No, hijo, llevaría demasiado tiempo el hacerlo. Simplemente llénate de amor por todo cuanto te rodea, seres humanos, animales, la naturaleza y por ti mismo, pero principalmente por Dios. Eso será suficiente para encausar tu vida y hacerte descubrir poco a poco las verdaderas maravillas que llevas en tu interior y que sólo los que verdaderamente aman llegan a encontrar. Hizo una pausa y se levantó del asiento, invitándolos a seguirlo.

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– Creo que ustedes y sus compañeros están cansados. Les mostraré sus habitaciones. Después de tomar algo vayan a ellas, ya que mañana apenas amanezca deberán ponerse en camino. Yo pondré un guía a su disposición para que los lleve hasta donde el honorable Ramacharán ha vivido por cerca de veinticinco años. – Gracias, padre –expresaron agradecidos por la ayuda desinteresada del religioso. – Sólo una cosa más –pidió Sri Gupal –, conserven la medalla que les di por tres días. Después de la tercera puesta del sol, durante la noche, deberán enterrarla en la montaña, antes de llegar ante Ramacharán. Para entonces, el talismán ya habrá cumplido su misión. Vengan conmigo. En silencio, los guió a través de un largo y oscuro corredor, seguidos por Carlos, el doctor Pew y el guía francés, hasta unas celdas pequeñas, donde les informó que dormirían. Después, los llevó hasta un refectorio, donde un grupo de monjes se disponían a tomar sus alimentos. Ahí, ante una amplísima mesa de madera, fueron invitados a sentarse y comieron en silencio, al igual que sus anfitriones: arroz en un pequeño cuenco de madera y una variedad de raíces no muy agradables, así como una especie de atole dulzón de consistencia viscosa, que rápidamente los hizo entrar en calor. Después de cenar, fueron conducidos a sus aposentos y minutos más tarde, dormían profundamente. Antes de las seis de la mañana, todos estaban listos. Minutos más tarde, los viajeros se encaminaron a la enorme puerta de madera del monasterio, donde Sri Gupal los esperaba. – Perdonen si los hice permanecer en este lugar el día de ayer, pero si se hubieran marchado, hubieran sido atrapados por un inmenso alud de nieve que los tantras les tenían preparado. Ahora pueden ir tranquilos. No olviden lo que les dije, y lleven un saludo de paz al honorable Ramacharán, a quien llevó en el corazón. Ese día transcurrió sin incidentes, ante sus ojos maravillados cruzaron los paisajes más espectaculares: Picos que recortaban sus siluetas majestuosas contra el cielo, de un azul purísimo, mientras un frío intenso les cortaba la piel de las mejillas, al cabalgar. Afortunadamente, el horrible viento de días anteriores no apareció, logrando avanzar cerca de treinta y cinco kilómetros en esa jornada. Sin embargo, durante la noche las condiciones del clima cambiaron bruscamente y cerca de la madrugada, se inició una nueva tormenta, que sacudía las tiendas levantándolas casi de sus lugares, mientras el aullido del viento ululaba entre las ramas de los árboles vecinos, azotando sin misericordia a las

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cabalgaduras, que fueron obligadas a echarse en el suelo, todas juntas, para soportar mejor el embate de la tormenta. Después, cuando a la mañana siguiente se pusieron nuevamente en camino, las ráfagas heladas parecían surgir de todas partes, flagelando violentamente los rostros, cegando sus ojos, helando la piel de las mejillas y provocándoles terribles dolores en la nariz y en los dientes. La tormenta de nieve duró varias horas, sin que lograran encontrar un refugio donde guarecerse, haciéndolos retrasar su marcha por las innumerables ocasiones en que las bestias se atascaron en la nieve, obligándolos a hacer esfuerzos sobrehumanos para librarlos de las grietas, donde frecuentemente se vieron atrapadas. Al fin, al anochecer, renació la calma. La furia del viento se aplacó y pudieron levantar las tiendas sin problemas, para caer rendidos después de tomar una cena frugal. Fue cerca de la medianoche cuando un extraño ruido alteró el profundo silencio de la helada montaña. Empezó como un ligero movimiento de cuerpos deslizándose suavemente entre los árboles, pero súbitamente, la calma fue rota por los espeluznantes alaridos de dos de los indígenas, que se vieron arrastrados por varios hombres, quienes rápidamente se esfumaron con sus presas como sombras en la oscuridad. Por breves instantes se oyó el sonido de un forcejeo desesperado de los desventurados, pero de pronto cesó, haciéndolos suponer lo peor. Entonces, mientras el resto de los hombres del campamento se ponían en pie, saliendo apenas del sopor del sueño, desde lo alto empezó a precipitarse un verdadero alud de piedras que provocó una estampida entre las cabalgaduras, que huyeron despavoridas, al igual que el resto de los sirvientes indígenas, seguido de inmediato por Pablo, Philip y los dos médicos, que salieron corriendo de la tienda, siguiendo la carrera desenfrenada de Raymond. Temporalmente, se pusieron a salvo detrás de unas rocas gigantescas, pero la mortecina luz del alba reveló una serie de sombras siniestras, que se movían sigilosas por la ladera de la montaña, arriba de sus cabezas. Entonces Raymond y los sherpas, que conservaban sus carabinas, abrieron fuego contra las siluetas que se acercaban lenta y amenazadoramente, hiriendo a varios de los agresores, que se alejaron en medio de maldiciones y gritos de dolor. Entre tanto, los demás miembros de la expedición se habían unido a sus guías, dispuestos a vender caras sus vidas, hasta que la luz del día demostró que están a salvo. Más tarde, por la gran cantidad de pisadas que encontraron, comprendieron el grave peligro que acababan de sortear y la sangre que se destacaba claramente en la nieve, demostró el

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número de heridos que sus disparos habían provocado. Finalmente, una negra capucha triangular, encontrada entre los arbustos, reveló la identidad de sus atacantes: Los tantras o monjes negros, de los cuales los había prevenido Sri Gupal. Sin embargo, no encontraron el menor rastro de los dos sirvientes raptados por los tantras, a los que era verdaderamente imposible buscar, lo que provocó la indignación de los viajeros y el terror en el resto de los sherpas. Consternados y después de reunir sus cabalgaduras, pudieron ponerse nuevamente en camino, hasta que el guía del monasterio les avisó que tal vez a la mañana siguiente llegarían a su destino. La noticia contribuyó a mejorar un poco el estado de ánimo general, terriblemente pesimista tras el ataque del que fueron objeto, temiendo siempre la siniestra aparición en cualquier momento de los encapuchados. Esa noche, Philip y Pablo se alejaron unos cuantos metros del campamento, dispuestos a enterrar la medalla que el lama les diera, siguiendo sus instrucciones. – ¿Crees que realmente nos salvó de morir por el ataque de los tantras…? –preguntó Philip, mientras sostenía la medalla en la palma de la mano. – ¿Quieres que te diga la verdad…? Sí… realmente lo creo. En estos momentos ya no me atrevo a dudar de nada –permaneció un momento pensativo y concluyó –: Bien, creo que es hora de enterrar la medalla, aunque es una pena tener que deshacernos de esta pieza, que aparentemente tiene un valor incalculable. – Permítemela un momento antes de enterrarlo –dijo Philip en un extraño impulso, sacando una navaja del bolsillo –. Quisiera grabarle nuestras iniciales antes de depositarla en la tierra. Poco después, había marcado en el dorso de la medalla las letras P.B Y P.R. – ¡Listo…! –exclamó –. Ahora esta medalla lleva nuestros nombres por toda la eternidad. Se disponían a enterrarla cuando llegó Raymond Coutie. – Tenemos problemas. Los hombres se niegan a seguir. Ya hablé con ellos, pero no logré convencerlos. Están aterrorizados y quieren regresar. – Pero… ¿por qué…? –preguntó Philip. – No quieren saber nada de los tantras ni seguir la suerte de sus compañeros desaparecidos. Están viviendo un verdadero infierno, y aseguran que si proseguimos nuestro camino los monjes nos matarán a todos.

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– Desgraciadamente podrían tener razón –confesó Pablo con voz apagada –. Al menos en lo de los tantras no están muy desencaminados. – ¡¿Están locos…?! –exclamó Raymond furioso –. Todo eso son meras supersticiones. Los hombres que nos atacaron fueron simples asaltantes y nada más. ¿De dónde sacaron el cuento de los… tantras? – Seguramente de la capucha que encontraron y del conocimiento que tienen de las gentes que habitan esta región –dijo Philip –. El mismo Sri Gupal, nos advirtió que los monjes negros tratarían de impedir que nos pusiéramos en contacto con Ramacharán, y ya lo ve, por poco logran su objetivo. – ¡Bah… pamplinas…! –gruñó Raymond furioso –. Nada de eso es cierto, y deberían ayudarme a convencerlos, o esta noche nos quedaremos sin sirvientes. – Bien, vamos en un momento. Dénos cinco minutos. Cuando Raymond se retiró, enterraron la medalla, acatando así la petición de Sri Gupal. Después regresaron al campamento, dispuestos a convencer a los syces de continuar con ellos hasta que encontrasen a Ramacharán, pero todo fue inútil. Aunque aparentemente lograron convencerlos, en la noche mientras dormían, toda la servidumbre desapareció silenciosamente, sin que nadie advirtiera su partida. Horas después, los rayos del sol aparecieron tímidamente a través de las cumbres nevadas del Nanda Devi, tiñendo de colores las nubes que coronaban a la impresionante montaña, de casi ocho mil metros de altura. El maravilloso espectáculo solo duró un momento, pues rápidamente las nubes cubrieron el lugar en su totalidad, dificultando aún más el ascenso. Discutían con Raymond sobre la acción a seguir debido a la desaparición de los guías, cuando se acercó a ellos tímidamente Shandir, el monje enviado por Sri Gupal, quien les aseguró que él los llevaría a salvo hasta el refugio de Ramacharán, donde ya había estado hacia algunos años. No tuvieron más remedio que aceptar, contra la oposición de Raymond, que sugería desviarse hacia una aldea situada a menos de un día de camino, para contratar otros guías. Pero su petición fue desechada. Estaban demasiado desesperados para prolongar aún más su agonía y una hora después se pusieron nuevamente en marcha, esperando entrar en contacto con el lama en cualquier momento. – Algo malo está pasando, Philip –dijo Pablo angustiado –. Según Sri Gupal debimos llegar al lugar esta mañana, y no fue así. ¿Quién nos dice que este monje no se desvió del camino, y estamos perdidos? Tal

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vez debimos hacerle caso a Raymond y haber ido por otros guías a la aldea. El estado de ánimo de Philip no era mucho mejor. Estaba seguro que Sri Gupal dijo que tardarían tres días en encontrar a Ramacharán, pero ya llevaban tres días y medio y el lama no aparecía. ¿Acaso había muerto en el largo tiempo que no lo habían visto, o quizá se fue a otro sitio, tal vez situado a miles de kilómetros de donde estaban…? Durante varias horas más prosiguieron su camino, sintiendo como su tensión iba en aumento. Y cuando la noche llegó y tuvieron que armar nuevamente el campamento, su estado de ánimo era peor que nunca. – ¡Por favor, Raymond…! pregúntale si está seguro de lo que está haciendo –suplicó Pablo señalando al monje, que por primera vez parecía preocupado. La respuesta del hindú fue más que elocuente. – Insiste en que vamos por buen camino y aunque aceptó hemos hecho más tiempo del esperado, está seguro que mañana llegaremos. – También estaba seguro que hoy lo haríamos –dijo Pablo suspirando –. Más vale que le creamos y tratemos de conservar el optimismo –pero su tono indicaba que él mismo no creía en sus palabras. La mañana siguiente fue una de las peores. Desde la madrugada se desató la tormenta y el ascenso fue más difícil que nunca. El camino se volvió angosto en extremo, y ante sus pies se abrió un profundo desfiladero por el que tuvieron que cruzar, cuidando cada uno de sus pasos para no ir a dar al fondo del abismo. Cerca del mediodía, la ventisca cesó y la espesa niebla empezó a abrir ligeramente, pero los viajeros estaban terriblemente agitados y en las peores condiciones anímicas. Cerca del atardecer, tras hacer una rápida comida, prosiguieron el penoso ascenso por una angosta vereda, limitada por una muralla de roca por un lado y un interminable precipicio por el otro. Después, el camino torció hacia un lado de la ladera y los viajeros, con grandes precauciones, llegaron a un recodo donde el camino se ensanchaba un poco. Súbitamente, como si una mano invisible hubiera rasgado la inmensa cortina de nubes, el azul del cielo se abrió ante ellos y apareció entre la niebla, un increíble arco brumoso, una maravillosa visión de dos cruces brillantes que ocupaban todo el cielo, formadas por la retracción del sol contra las nubes, como un arco iris de bellísimos colores, coronado por dos cruces espectaculares que parecían salir de la propia ladera de la montaña, a menos de quinientos metros de donde ellos se encontraban, como una señal de alianza entre ellos y el Creador,

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haciéndolos recordar el símbolo del que les hablara el monje, en el templo de Ram Rai: “Si en su karma está el encontrar a Ramacharán, lo encontrarán, aunque para ello deba aparecer una señal en el cielo que indique su presencia.” – ¡Allí…! –gritó Philip emocionado –. ¡Allí está el lugar donde encontraremos a Ramacharán…! tal como el monje nos dijo. Pablo no contestó. Estaba azorado, al igual que los demás, contemplando el increíble espectáculo que se alzaba ante sus ojos. Después, el grupo empezó a descender, siguiendo el curso de un riachuelo que serpenteaba frente ellos, perdiéndose en un recodo de la montaña. Y al dar vuelta por él, observaron, semicubierta por un grupo de pinos, la entrada de una inmensa cueva, que se perdía en las entrañas de la tierra. Indecisos, detuvieron sus pasos, y después de mirarse nerviosamente, avanzaron con lentitud hacia la boca de la caverna, sintiendo que sus corazones palpitaban desbocados por la intensa emoción, temerosos de no encontrar al hombre que buscaban. Sin embargo, poco antes de entrar, apareció ante ellos un anciano de aspecto impresionante, con el rostro surcado de arrugas, de cabellos largos completamente blancos, al igual que el bigote y la barba. Al verlos les dio su saludo de paz. – Que la paz y el amor de Dios esté con ustedes, hijos, y les dé la fortaleza para vencer el mal –después sonrió divertido y continuó –: Finalmente han comprobado que el que busca… ¡Encuentra…! Asombrados, Philip y Pablo advirtieron el gran parecido que tenía este hombre con el anciano de Montebello. – ¡No puede ser…! –exclamó Philip mirándolo con la boca abierta –. Usted es… quiero decir… se parece mucho a la persona que nos envió con usted. Además nos saludó con las mismas palabras. – ¡Sí…! –preguntó el recio anciano con expresión divertida –. No es extraño. Después de todo, hace años que los estoy esperando, aunque hayan tardado tanto tiempo en venir. – ¿Qué dice…? –preguntó a su vez Pablo confundido –. ¿Cómo puede estarnos esperando desde hace años, si nuestro problema empezó hace apenas hace unos meses… cuando ambos…? – Perdieron sus identidades –terminó el viejo por ellos, ante el asombro de todos –. Desde el inicio de esta era, nuestros destinos están marcados para encontrarse en este preciso momento de la eternidad. Y aquí estamos, cumpliendo esa cita cósmica. Vengan por favor. El anciano dio media vuelta y penetró en la cueva, seguido por los recién llegados, mientras Raymond y Shandir empezaban a descargar las cabalgaduras.

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Tras un principio oscuro, a medida que avanzaron por la cueva, ésta empezó a iluminarse con la luz que se filtraba por otra entrada lateral. Ramacharán los llevó hasta allí y los hizo salir por ella, mostrándoles el panorama que desde ahí se admiraba. Un bellísimo bosque de pinos, que se prolongaba hasta un pequeño valle interior, donde el clima era mucho más benigno. A lo lejos, los hermosísimos picos cubiertos de nieves perpetuas daban a este increíble rincón del mundo la apariencia de un pequeño paraíso. – Antes que nada, llenen su espíritu con la contemplación de la naturaleza, y aprendan a entrar en armonía con ella y con toda la obra del Creador. Deberíamos ser uno con él y con todo lo creado, como alguna vez lo fuimos, hasta que el hombre buscó nuevos caminos y perdió su inocencia. Pero aquí está –dijo, señalando hacia su derredor –. Es una infamia que toda esta belleza y la que en todo el mundo nos rodea, incluyendo la belleza interna del ser humano, esté siendo metódicamente destruida por fuerzas muy poderosas, que están diseminando el mal, el dolor y la angustia entre la humanidad, buscando por todos los medios alejar al hombre de su identificación con el Creador y su obra, de la que somos parte, haciéndolo olvidar la poderosa y magnífica fuerza que es el amor… ¡El amor, la gran fuerza que nos une a Dios…! contra la cual, el mal, nunca podrá prevalecer. Permanecieron unos minutos absortos en una muda contemplación hasta que Philip volvió al presente, al motivo por el cual habían venido a buscarlo. – Padre Ramacharán –dijo con respeto –, no entiendo cómo, pero usted parece saber lo que nos ha pasado y los sufrimientos que hemos vivido. ¿Cree usted que realmente puede ayudarnos…? El monje lo miró con una expresión cargada de bondad. – ¿En dónde estás en este momento? –preguntó por toda respuesta. Desconcertado, Philip no supo que contestar. – Aquí –dijo finalmente –, en este rincón del Himalaya, junto a usted. – ¿Y lo encuentras hermoso…? – S… sí, desde luego –respondió confuso. – Entonces… vive este momento, sin preocuparte del futuro, porque tal vez no tengas otra oportunidad de estar nuevamente aquí. Es importante que retengas ésta imagen para siempre. Y lo mismo debes hacer en cada nuevo momento de tu vida ¡Vivirlo intensamente!, sacando de él todo el provecho que puedas, sin preocuparte del momento que sigue, porque ése llegara a su tiempo, ineludiblemente. – Sí, padre –murmuró Philip, intuyendo la sabiduría ancestral del lama y no atreviéndose a insistir.

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– Deben aprender a tranquilizar las angustias de su espíritu, a ponerse en paz consigo mismos, a permitir que la voz de su conciencia aflore y se convierta en su propia guía. Esta suave meditación les ayudará grandemente en toda su vida futura, y en especial en los próximos días, cuando descendamos a las regiones oscuras de la muerte, de donde sólo regresan los fuertes de espíritu, y dulces de corazón. Después, el lama pidió a los dos médicos que esperaran ahí, mientras él se dirigía con Philip y Pablo hacia el interior de la cueva, perdiéndose en sus profundidades. Poco después, regresó a donde estaban Carlos y Pew, que al verlo acercarse lo alcanzaron con expresión expectante. – Sus amigos permanecerán aislados durante un largo tiempo –dijo el monje a manera de explicación –. Les sugiero que armen su campamento cerca de este lugar y les suplico que perdonen mi falta de hospitalidad, pero desgraciadamente carezco de espacio y de las comodidades a que ustedes están acostumbrados. – No se preocupe, padre –respondió Carlos nervioso –. ¿Podremos participar de la ceremonia, o de… lo que van a hacer? – No doctor, no podrán hacerlo. De hecho, no volverán a ver a sus amigos hasta después de haber terminado todo. Debo decirles que lo que vamos a hacer implica para ellos un riesgo terrible y que en ningún momento puedo garantizar que los dos, o incluso alguno de ellos salga con vida de este viaje al más allá. – ¡¿Quiere decir que están arriesgando sus vidas…?! –exclamó Carlos exaltado –. ¡De ningún modo permitiré una cosa así…! ¿Lo saben ellos…? – No, aún no. Pero tenga usted por seguro que lo sabrán antes de decidir si aún quieren llevar esto adelante. Ellos, deberán tomar su decisión, con plena conciencia de lo que están arriesgando. – Pero es… ¡absurdo…! –dijo Carlos furioso –. No creo que estén lo suficientemente lúcidos como para tomar una decisión de esta naturaleza, no después de todo lo que han pasado y que usted desconoce. – Se equivoca, conozco cada detalle de esos hechos. Pero respaldaré cualquier decisión que ellos tomen –hizo una pausa y preguntó a Pew, quien hasta ese momento había permanecido en silencio –. ¿Y usted, doctor, está de acuerdo con su colega…? Pew meditó un momento en la pregunta del religioso, después contestó con voz tranquila. – Creo que Philip y Pablo son los únicos que deben decidir lo que quieren hacer. Sólo ellos saben lo que han sufrido y aunque nosotros

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hayamos compartido muchos de sus problemas, no me atrevería a tomar esa decisión por ellos. – Así es doctor –afirmó Ramacharán –. Está usted viendo la realidad con toda claridad. Y ahora si me permiten, debo retirarme. Dentro de dos días, volveremos a vernos, sea cual sea el resultado. – Por favor, padre –suplicó Carlos –. ¿Al menos puedo hablar con ellos un momento…? – Lo siento, hijo, pero sólo podrán verlos, si alguno de ellos decide no seguir adelante. Buenas noches. – ¡Todo esto es una locura…! –gritó Carlos furioso en su tienda de campaña dos horas después de abandonar la cueva –. No sabemos si este hombre es un demente, o un fanático que va a asesinar a nuestros dos amigos… – Por favor… tranquilízate, Carlos –dijo Pew tratando de calmarlo –. Desde el principio supieron que esta disyuntiva tendría que presentarse. Yo… tengo confianza en Ramacharán, aunque… no sé por qué. – Yo les diré por qué –intervino Raymond –, porque este hombre es un santo, un Mahatma, como lo llaman los sherpas. Yo hace mucho tiempo había oído hablar de él, aunque confieso que siempre dudé de su existencia. Pero ahora al verlo, comprendí que está muy por encima de la mayor parte de los hombres. – ¡Pamplinas…! –exclamó Carlos furioso –. ¡¿Cómo podemos permanecer tranquilos sabiendo que hay posibilidades de no volver a ver a nuestros amigos con vida…?! ¡Debimos detenerlos…! – No, Carlos –dijo Pew tristemente –, no lo intentes siquiera. Ninguno de los dos te lo hubiera permitido. – ¡¿Y vamos a quedarnos con las manos cruzadas, sin hacer nada?! – volvió a gritar Carlos cada vez más agitado. – Sí –aceptó Pew suspirando profundamente –, vamos solamente a esperar, deseando con todo nuestro corazón que todo salga bien, y nada más. Durante varias horas, Pablo y Philip discutieron con el lama todos los ángulos del problema, las dudas que aún tenían sobre las fuerzas del mal y sobre el resultado final. – Todas las cosas tienen su razón y cada propósito, su tiempo en el cielo –explicó el religioso –. Nada se mueve en el universo sin la voluntad expresa del Creador. Si Él cree que ustedes aún tienen una misión que cumplir en este mundo, todo saldrá bien.

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– Perdóneme, padre, pero… ése es un argumento que no acaba de convencerme –confesó Pablo un poco apenado –, y tampoco estoy plenamente seguro de que en realidad usted podrá ayudarnos. – ¡Pablo…! –exclamó Philip escandalizado. – Es la verdad y debo decirla, porque así lo creo. Desde el principio nos hemos encontrado con personas de muy buena voluntad, pero que en el momento preciso, han fracasado. Entonces, sin decir nada, el anciano se acercó a una cajita muy antigua y sacó de ella un objeto que no alcanzaron a ver. Ramacharán se acercó a Philip y abriendo la mano, se la mostró. Era una medalla igual a la que les diera Sri Gupal. – ¡Qué curioso…! –exclamó Pablo sorprendido –. Es idéntica a la que… – ¡A la que enterramos anoche en la montaña…! –completó el lama la frase que Pablo dejara inconclusa –. Te falta fe, hijo. ¿Qué dirías si te dijera que ésta es la misma medalla que dejaste en la tierra…? – Diría que no es posible –dijo Pablo con firmeza –, y que se está burlando de nosotros. – ¿Estás absolutamente seguro…? –preguntó el lama con sorna. La firmeza de Pablo pareció desvanecerse. Casi con desesperación arrebató la medalla de la mano del anciano, que aún conservaba su sonrisa. – N… no es… posible… –murmuró Pablo atónito, al ver en el reverso de la medalla las iniciales PB Y PR que él mismo había marcado con su navaja. Después, levantó los ojos hacia el monje, sin entender, preguntándole con la mirada, mientras Philip tomaba la medalla de la mano de Pablo y la miraba con avidez. – Como dijo un famoso escritor inglés hace varios siglos –sentenció Ramacharán –: “Hay más cosas entre el cielo y la tierra, de las que sueñan las filosofías.” –después dirigiéndose a Pablo preguntó –: ¿Aún estás dudando de mí, Pablo…? Bien, tal vez tengas razón, pero te aseguro que no seré yo quien va a determinar tu destino. Ése ya está perfectamente definido y sólo Él lo sabe –dijo señalando hacia el cielo – . Como les dijo Teomanas en una ocasión: “para vivir, deberán primero morir” y la vida, solamente el Creador puede darla y del mismo modo, sólo Él puede quitarla. Por eso, debo advertirles claramente: Una vez que penetremos en el mundo del más allá, no podré garantizar que volverán. – ¿Quiere decir que… realmente podríamos morir en el intento…? – Sí, hijo, así es. Hay fuerzas malignas muy poderosas que han tratado de destruirlos. Ahora también lucharán contra ustedes en este momento

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crucial, porque no quieren que ustedes salgan victoriosos. Pero debo asegurarles que lo que aquí se haga será definitivo. Cuando todo haya terminado, la solución será permanente. ¡Habrán recuperado su identidad perdida, o habrán muerto en el intento! Sólo recuerden que el mismo Cristo tuvo que morir, para después resucitar en toda la gloria. Ambos jóvenes se miraron aturdidos. La decisión era demasiado fuerte para tomarla. Estaban pálidos, angustiados, indecisos como nunca antes lo habían estado en su vida. Y la perspectiva de tener que enfrentarse a esas fuerzas malignas que tanto daño les habían hecho en el pasado, los aterrorizaba. – ¿Y si decidimos no intentarlo…? –preguntó Philip con un hilo de voz. – Están en todo su derecho y no habrá pasado nada, aunque habrán perdido su gran oportunidad de recuperar su identidad y de dar un paso gigante en su evolución. Además… seguirán en su lucha continua contra las fuerzas del mal. Por otra parte, creo que para ustedes, ha llegado el momento de poner a prueba su fe. – ¿Tenemos que decidirlo ahora mismo…? –preguntó Pablo con voz apagada. – No. Ahora deben descansar y consultar esta noche con su propio espíritu. Él sabrá darles la inspiración debida. Mañana me dirán lo que finalmente decidieron. Sin decir más, Ramacharán los condujo hasta dos esterillas rústicas hechas de paja y lana, junto a las cuales había varias cobijas gruesas de lana tibetana. Varias horas más tarde, Pablo se revolvía ansioso en su lecho, sin poder dormir. El peso de la dramática decisión que tenía que tomar lo angustiaba cada vez más, impidiéndole descansar. Exaltado, saltó de la cama y se dirigió casi a tientas por el oscuro pasaje hasta la segunda salida de la cueva, embebiéndose en la contemplación del panorama que se extendía ante sus ojos, iluminado por el resplandor de la luna, que hacía brillar con un halo de luz casi mística los picos nevados y las siluetas de los pinos. Hacia el sur, el manto de estrellas se desparramaba en el cielo, destacando sobre el negro purísimo del firmamento. Respiró hondamente, absorbiendo el aroma de los pinos y el aire helado vigorizó sus pulmones, tranquilizando momentáneamente su espíritu. Permaneció así un buen rato, inmóvil, contemplando la soberbia belleza que se le entregaba, tratando de no pensar, y de evadir al menos por un momento más la decisión. – ¿Tampoco tú puedes dormir? –murmuró Philip a su lado, sobresaltándolo con el sonido de su voz.

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– No… –respondió Pablo en un susurro –. ¿Ya decidiste tú lo que vas a hacer…? – No lo sé… creo que sí, ¿y tú…? – Tampoco lo sé. Por una parte, siento una necesidad inmensa de recobrar mi identidad y el tiempo perdido, pero sabiendo que podemos quedarnos en el viaje, pues pienso que… después de todo las cosas ahora no están tan mal. Tal vez podríamos llegar a adaptarnos a nuestra nueva vida. – No… no estoy seguro –respondió Philip con voz apagada –. Hay demasiadas cosas en contra, sin contar con la amenaza de las fuerzas malignas que no han dejado de perseguirnos, aunque su líder, Betancourt haya desparecido. – Sí… eso es verdad. Sin embargo… me siento indeciso. – Te comprendo demasiado bien, pero aún creo que deberíamos arriesgarnos. Te confieso que siento verdadero pánico, pero como dijo Ramacharán, quiero mirar mi miedo de frente, para poder llegar a dominarlo, y si todo sale bien, vivir una vida mucho más plena que la que antes tuve. – Pablo… ¿Qué sucedería si a la hora de la verdad… uno de nosotros se niega a continuar…? – No lo sé, Philip. Creo que sería terrible para el otro, pero… nadie nos puede obligar a morir. Si tú decides permanecer como estamos, aunque me duela hasta el alma, respetaré tu decisión y te juro que no te guardaré rencor. Espero que tú actúes igual. Como si el peso de las palabras fuera demasiado para proseguir, ambos permanecieron en silencio, entregados a sus propios pensamientos. Bastante más tarde, Philip murmuró: – Bien… trataré de dormir. Hablaremos mañana. Pablo no contestó. Estaba demasiado angustiado para poder hacerlo. Apenas la luz del amanecer empezó a filtrarse al interior de la caverna, los dos se levantaron. Cuando llegaron hasta el aposento del lama, éste los estaba esperando. Los miró con una expresión melancólica, mezclada con esa maravillosa paz que lo rodeaba como una aureola en todo momento. – Veo que no lograron descansar. – No, padre, al menos yo no pude hacerlo, a pesar de que intenté relajarme –intervino Pablo con un tono ansioso en la voz –. ¿Está seguro que no hay otro camino para recuperar nuestras identidades? ¿Forzosamente tendremos que morir para volver a vivir… como usted dijo…?

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– Sí, hijo, así es. Ésa es la única forma de reintegrarse a sus cuerpos. Debo reconocer que ustedes traspasaron los umbrales de una muerte que aún no les correspondía y por eso fueron regresados, pero las siniestras fuerzas negras provocaron una alteración cósmica y por algún alto designio se permitió que esta aberración siguiera adelante. Ahora las fuerzas del bien lucharán junto con ustedes para reintegrarlos a donde pertenecen. – Entonces… ¿Estaremos en medio de un combate…? –preguntó Philip cada vez más atemorizado. – Sí, hijo, en un combate decisivo, en otra dimensión. No hay alternativa. Impresionados por la revelación del lama, ambos se quedaron callados, sin atreverse a hacer nuevas preguntas. Ramacharán respetó su silencio y permaneció inmóvil, en su postura de loto, al parecer sumido en profunda meditación. Los dos lo imitaron, manteniéndose así durante largo tiempo, hasta que la voz del monje los sacó de su silencio. – Y bien… hijos… ¿Han tomado ya su decisión…? Los dos se miraron angustiados a los ojos. Después, fue Philip el primero en hablar. – Está bien, padre –dijo con una voz casi inaudible –, estoy dispuesto a seguir adelante. Que sea lo que Dios quiera. Pablo no le quitaba los ojos de encima. Se veía claramente la tensión que lo dominaba y transpiraba fuertemente a pesar del intenso frío que había en el ambiente. Lentamente, el lama giró el rostro hacia él, esperando su respuesta. Pablo respiró anhelante, sintiendo que el aire le hacía falta. Después afirmó varias veces con la cabeza, antes de atreverse a hablar. – Está bien, honorable lama, seguiremos adelante. Acompañaré a Philip en este viaje aterrador. – No sólo con él, hijo, yo estaré con ustedes, compartiendo su suerte. – ¡¿Qué dice…?! –exclamó Philip sorprendido ante el ofrecimiento del bondadoso sacerdote –. Usted no tiene necesidad de arriesgarse… – ¿Necesidad…? –preguntó Ramacharán con su sonrisa inefable –. Por favor… ¿Quién habla de necesidad…? –hizo una breve pausa y continuó –: Yo seré su guía por esas regiones borrascosas que definen el destino de los espíritus. ¿Acaso pensaron que los dejaría solos, abandonándolos a su suerte? – ¡Pero esto podría causarle la muerte, padre…! –repitió Philip angustiado –. Aún tiene mucho que hacer en este mundo, con su bondad y su sabiduría.

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– Debo revelarles una cosa. Yo… durante muchos años he sido el guía espiritual de uno de ustedes. Estoy seguro que en algunos momentos sintieron mi presencia. Ahora estoy gustoso de compartir su destino. Al suceder lo que sucedió en el túnel, cuando murieron, yo mismo fallé, de alguna forma. Ahora tengo la oportunidad de contribuir a corregir ese error, para acelerar mi propia evolución y para que ustedes hagan consciencia de lo maravilloso que es la existencia. Si logran regresar a ella olviden para siempre la vida frívola y pasiva que ambos llevaron, sabiendo ahora que en gran parte se deben a los demás, porque los dos tienen una gran sensibilidad y están adquiriendo un poco de la sabiduría que a mí me ha sido dada a través de los años. ¡Lleven al mundo el mensaje del amor…! ésa será parte de la misión. Tú, Philip, a través de tu música… tú Pablo, utilizando tu profesión. Con ellas, hablen a la humanidad de su necesidad de hallar la paz y la armonía entre hombres. Ustedes podrán ayudar a millones de personas y crear una importante labor en este momento en que el mundo se debate en la angustia y el dolor, porque se ha olvidado de amar, cayendo en el materialismo y en la falta de fe. El rostro del anciano resplandecía en una beatífica belleza interior que se había sublimado mientras hablaba. Conmovido, Philip se acercó y tomando sus manos, las besó con devoción. El monje sonrió con su sonrisa suave y finalizó. – Esta tarde, a la cinco penetraremos los tres a la región del más allá. Mientras tanto, tranquilícense, y queden en paz. Lentamente, el anciano se puso de pie y se alejó. Philip se disponía a imitarlo, cuando Pablo lo detuvo. – ¡Espera…! Hay algo que quiero decirte. – ¿Qué pasa? Te ves muy pálido. – Tengo… un extraño presentimiento… –dijo Pablo –. Siento como si algo me dijera que no voy a volver de este último viaje…y que para mí… todo ha terminado. – ¡Por Dios, Pablo…! ¡N… no puedes pensar así! Todo saldrá bien, te lo aseguro… – Tal vez para ti, Philip, pero mucho me temo que todo terminara para mí… De cualquier forma, gracias por todo lo que hiciste en este tiempo por mí. – Por favor, no digas tonterías –replicó Philip profundamente emocionado, sin saber qué decir –. Tus presentimientos están equivocados. Ya oíste que Ramacharán nos cuidará y no nos permitirá morir.

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– Sólo que Ramacharán… no es Dios y no tiene poder sobre la vida y la muerte –finalizó Pablo con voz grave y una expresión extraña en la mirada, como si con ella estuviera penetrando ya en las regiones del más allá –. Bien –dijo de pronto, tratando de darse ánimos a sí mismo –. Lo que tiene que ser… será, y ahora estoy listo para enfrentarlo. Con gran emoción, ambos hombres se estrecharon en un ferviente abrazo y se dispusieron a iniciar con Ramacharán su viaje al infinito. A unos cuantos cientos de metros de distancia, Pew se acercó a Carlos, que no pudiendo soportar por más tiempo la espera, fumaba cigarrillo tras cigarrillo, desesperado ante la falta de noticias de sus amigos. – Tranquilízate, doctor, no pueden tardar mucho. – Eso quisiera, doctor Pew, pero no puedo hacerlo. Algo me dice que nunca más volveremos a ver a Pablo con vida. ¡Nunca debimos permitir este absurdo! no después de lo que sucedió en Nueva York… – Por favor, no compares a ese hombre con este santo –dijo Pew escandalizado –. En Ramacharán todo transmite paz, bondad y sabiduría. – Sea como sea, cada momento crece en mí la sensación de que alguno de ellos morirá en el intento. – Espero que estés equivocado –dijo Pew con voz temerosa –. Ahora sólo me resta pedir a Dios porque los traiga a ambos de regreso, sanos y salvos.

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CAPITULO 6 Eran las cinco de la tarde. Los rayos del sol acariciaban tímidamente las cimas del Nanda Devi, descomponiéndose en mil rayos caprichosos cuya luz penetraba por la puerta occidental de la cueva. En el interior, sentados en posición de loto sobre la gran plancha de piedra circular que sobresalía escasos centímetros del suelo, los tres viajeros a ultratumba estaban listos para partir, después del acondicionamiento mental y espiritual del lama. Al fin, tras varias respiraciones completas, entraron, con la ayuda del anciano, en un nivel de alta profundidad, en el que lentamente empezaron a perder la conciencia del lugar en que se hallaban, sintiendo que suavemente se despegaban del suelo, y cual ligeras cometas se elevaban hacia el cielo. Entonces la voz de Ramacharán se dejó escuchar, con un tono potente y firme, plenamente dueño de la situación que manejaba: – ¡Oh, ser supremo… todo poderoso… escucha las voces de nuestras almas…! Sabemos que debemos morir en la tierra, para poder renacer a la vida… ¡Pido que nuestros espíritus traspasen los reinos… las dimensiones… los planos… y se abran camino hacia la luz…! ¡La gran luz que ilumina las almas…! De pronto, Philip se vio despedido de su cuerpo, y sin el menor control, empezó a flotar por la caverna, saliendo después por la boca lateral remontándose hacia las alturas. Pronto se vio sobre la cima nevada del Nanda Devi, muy ajeno a los esfuerzos de Ramacharán por llevarlo nuevamente junto a ellos. Entonces, la imagen de Lama apareció flotando junto a él, que se hallaba embelesado en la contemplación del maravilloso espectáculo que ofrecía la imponente montaña, en cuyas nieves se reflejaban los rayos rojizos del sol al atardecer. – Debes volver con nosotros, Philip –dijo el lama con su sonrisa inefable –, están esperando por nosotros. – Es que esto es… increíble –murmuró el joven extasiado. Intempestivamente, una fuerza extraña obligó a Philip a dirigirse nuevamente a su viaje al infinito.

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Entonces, Ramacharán, después de tomar varias respiraciones profundas más, empezó a entonar una serie de notas musicales, muy prolongadas y monótonas, que proyectaron a sus dos discípulos al mundo fantasmal, que de inmediato empezó a poblarse de sombras, aún imprecisas, atraídas por su luminosidad. En ese momento, la voz del lama se elevó hasta alcanzar niveles impresionantes, que hicieron retumbar las paredes de la cueva. – ¡Oh santos maestros espirituales…! Protejan nuestros pasos por la senda de la muerte. Cuando nuestros cuerpos se separen de las almas, no permitan que éstas vaguen por los mares del más allá, flotando a la deriva. Ayúdennos a encontrar el camino que nos dirija a la luz… Oh, inescrutable Ser Supremo, escucha nuestras plegarias, recibe la oda que se eleva al cielo, al igual que el grito supremo de la materia al deshojarse el espíritu… ¡Estremécete, cielo… y derrama tu llanto para que la tierra ávida, quede satisfecha! Apenas había terminado su última frase, cuando se deslizaron hacia un inmenso hueco negro, por el cual penetraron a gran velocidad, iluminando suavemente con su propia claridad el lugar donde se hallaban. Destacando de las profundas penumbras, pudieron distinguir las tétricas paredes de una aterradora caverna, poblada de espíritus dolientes, sujetos a los muros, que a su paso estiraban sus flácidos brazos en actitud suplicante, mientras sus labios proferían quejidos desgarradores que estremecieron sus corazones. – No se detengan y sigan su camino –murmuró su guía, tratando de alejarlos lo más rápidamente posible del lugar. – ¿No podemos hacer algo para ayudarlos…? –preguntó Pablo conmovido. – No… no ustedes. Ellos mismos escogieron su destino quitándose la vida, y sólo el Ser Supremo puede decidir su destino, ustedes… deben seguir adelante. Así lo hicieron, llegando a la orilla de un lago helado, donde una pequeña barca parecía esperarlos. Sin una palabra, los viajeros abordaron la embarcación y de inmediato el barquero, luciendo una extraña capucha, empezó a remar, siempre en silencio, sabiendo lo que tenía que hacer. Poco después, llegaron a la otra orilla, que apenas podía percibirse en las penumbras, donde sin proferir palabra desembarcaron, ante la mirada inmutable del barquero y reemprendieron su camino, mientras la barca regresaba calladamente.

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Al salir de la lóbrega caverna, el escenario cambió. Y ante su vista apareció una imagen panorámica del universo, con sus millones de estrellas centellando y sus vastos espacios siderales esperando por ellos. Después, siempre siguiendo un orden establecido, parecieron dirigirse hacia el centro de una inmensa galaxia, cuyo núcleo resplandeciente rodeado de espantosos huecos negros, empezó a atraerlos con una fuerza imposible de resistir. Lentamente al principio, después con una velocidad increíble, se vieron precipitados hacia la luz intensa, mientras los enormes agujeros negros reclamaban sus espíritus como si fueran descomunales imanes que finalmente lograron sortear con la poderosa guía de Ramacharán. Al fin penetraron en la luz, llegando hasta su propio centro, donde permanecieron por breves segundos, sintiéndose a punto de incinerarse, para salir luego hacia una nueva zona oscura, viéndose a sí mismos resplandecientes, como si hubieran absorbido la luminosidad del núcleo incandescente que acababan de cruzar. – En este lugar, acaban de purificar su energía –explicó el lama –, y están listos para seguir el camino que los llevará hasta las zonas fantasmales, donde deberán llegar lo más protegidos posible, por las terribles fuerzas negativas que habrán de afrontar. Al continuar su camino, penetraron en un inmenso túnel negro cuyos confines parecían perderse en el infinito, adivinándose al otro extremo una diminuta salida que parecía un punto de luz. – A esa luz nos dirigimos –dijo Ramacharán lacónicamente –, este es realmente nuestro punto de partida –inmediatamente, entonó una nueva melodía, muy breve y muy hermosa, y al terminar levantó la voz e increpó a los cielos –: ¡Radiantes ejércitos celestiales… estamos en la búsqueda…! ¡Impidan que las huestes prevalezcan sobre la luz…! Al terminar su oración, los tres viajeros entraron en una total armonía con las grandes fuerzas del bien, y ante ellos empezó a formarse, con una intensidad jamás soñada, un maravillo arcoíris, como un símbolo de alianza de Dios con sus criaturas. Pero entonces, como respondiendo al reto cósmico, tras ellos surgió una gran masa de energía oscura, opaca y maligna, llena de poder, que oscilaba amenazante, despidiendo poderosas descargas en forma de rayos dirigidos contra ellos. De inmediato, Ramacharán se interpuso entre ellos y los rayos negros, que se estrellaron con violencia contra la energía protectora que los envolvía, y aunque lograron desquebrajarla no la pudieron penetrar. Después, los viajeros vieron aterrorizados como las terribles descargas negativas se proyectaban furiosas una y otra vez contra el arcoíris, en un

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combate extraordinario, de magnitudes sobrenaturales. Y al tiempo que el lama reiniciaba su canto impresionante, el enorme arcoíris pareció dividirse en millones de pequeñas luces incandescentes, ante el estupor de Philip y Pablo, que miraban cómo la masa negra avanzaba inexorable hacia ellos, cada vez más amenazadora, pareciendo estar a punto de devorarlos. En ese instante, junto a ambos surgieron varios seres de una luminosidad radiante, mientras los dos volteaban angustiados hacia su guía, que se mantenía sumido en una oración profunda. Después, con voz apremiante ordenó: – ¡Envuélvanse en ese halo de luz… y hagan oración, pronto…! De inmediato, como haciéndose eco de su orden, los seres de luz empezaron a crecer hasta confundirse en una inmensa masa de energía centellante que los envolvió por completo, bloqueando el paso a la terrorífica fuerza del mal que aún trataba de avanzar, fintando ataques y lanzando continuas estocadas que parecían explosiones de rayos láser. Así, las dos energías quedaron frente a frente, provocando una vibración descomunal, mientras un ruido empezó a crecer y a multiplicarse hasta semejar el estruendo de un mar embravecido. Súbitamente un inmenso estallido de energías incandescentes pareció envolverlo todo, y la fuerza negra se descompuso en mil fragmentos que se diluyeron lentamente en el cosmos, mientras la luz radiante se dividía a su vez en millones de pequeñas estrellas titilantes, que flotaban a su alrededor, al alcance de su mano, confundidas con las luces del arcoíris, que seguían cayendo lentamente. En ese preciso instante, los espíritus de Philip y Pablo sufrieron una violenta conmoción, al tiempo que en sus mentes espirituales surgía una orden imperiosa, imposible de eludir: – Regresen a sus cuerpos… ¡Ahora…! Indecisos, iniciaron el regreso, esperando que Ramacharán abriera el camino, pero este permaneció inmóvil, viéndolos partir. – ¡Por favor, lo estamos esperando! –dijo Philip angustiado. – En el universo no se da nada por nada –dijo el anciano con un brillo especial en la mirada –. Yo ofrecí permanecer en este lugar en vez de ustedes y mi ruego fue escuchado. Con ello mi misión en esta existencia ha quedado completa al reintegrarlos no sólo a sus cuerpos, sino a la vida de amor a cuya obra están destinados. – Pero… usted nunca nos dijo esto –murmuró Pablo conmovido, mientras la figura del lama empezaba a verse más y más sutil. – No se preocupen por mí. Hace mucho tiempo debí partir, pero quise esperarlos. Puedo irme ahora, sabiendo que la obra del Ser Supremo está siempre viva, y que fui el eslabón entre ustedes y su luz, porque son

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dos guerreros que habían perdido el camino. ¡Vayan… y descubran su misión…! “Que la paz, el amor de Dios y el espíritu guerrero, esté con todos los guerreros, luchando por un mismo fin, para alcanzar el perdón de nuestros errores…” De pronto, apareció ante ellos una luz de una suavidad maravillosa, totalmente diferente a todas las anteriores, que envolvió a Ramacharán con su inefable manto de amor. Intuitivamente, Pablo y Philip supieron que se encontraban ante una manifestación de la presencia divina, la cual empezó a atraerlos a ellos también con una fuerza maravillosa. Arrobados, y poseídos de una gran emoción, los dos avanzaron hacia ella, decididos a sumergirse en su esencia, olvidando por completo su deseo de recobrar sus identidades y de volver a la vida. Pero súbitamente, la voz de Ramacharán surgió del centro de la luz conminándolos a detenerse. – ¡Esperen…! No es su momento, tienen que volver… Si penetran a la luz… no podrán salir de ella jamás. Sin embargo, la atracción era tan poderosa que sus dos discípulos, no parecieron oírlo, y continuaron avanzando como en un trance extático hacia la dulcísimo energía. – ¡Por el amor de Dios… reaccionen…! –volvió a escucharse la orden angustiosa del anciano, sacudiendo el centro mismo de sus espíritus, haciéndolos reaccionar y tomar conciencia de la situación. Intempestivamente, otra poderosa fuerza negra apareció al otro lado, presentando en su centro una bellísima luz negra, que empezó a jalarlos con violencia. Ramacharán, ya dentro de la luz celestial veía desesperado como la poderosa fuerza negra estaba a punto de obtener la victoria, cuando parecía haber sido derrotada. Entonces, sobre los gritos aterrados de sus dos discípulos que miraban horrorizados como la enorme masa diabólica se acercaba, resonó la orden imperiosa del lama. – ¡Luchen…! ¡tienen que pelar su propio combate… pero recuerden que tienen la fuerza de Dios como escudo…! ¡Resistan… no se dejen vencer! Desesperados, ambos pusieron en juego toda su capacidad mental para oponerse a la fuerza terrible que los atraía, mientras resonaba a su alrededor una risa maléfica y una voz que los aterrorizó: – ¡Ilusos…! Nunca podrán oponerse a mi fuerza… ¡Nunca me vencerán…!

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Sin embargo, su avance hacia la malignidad se detuvo, mientras sentían el terrible esfuerzo que tenían que ejercer para contrarrestar la fuerza que seguía atrayéndolos. Y cuando estaban a punto de claudicar, la energía radiante que envolvía a Ramacharán entró en acción, envolviendo también a Pablo y Philip con su manto protector, creciendo hasta la inmensidad y convirtiendo la masa negra en un punto insignificante, hasta hacerla desaparecer por completo. – Es el momento de partir –indicó Ramacharán aún conmovido por lo que acababa de presenciar –. No deben perder un solo instante. ¡Vuelvan a sus cuerpos… y cumplan su misión…! – ¡No…! –exclamó Pablo rebelándose –. Nada podrá obligarnos a volver, no después de haberte encontrado, señor… por favor… no me hagas regresar… quiero permanecer en ti para siempre. – ¡No puede ser! –gritó Ramacharán desesperado –. No es aún tu tiempo. Algún día esta energía se abrirá también para ti. ¡Por favor, Philip y Pablo… regresen ambos al punto de partida…! Como si fuera una señal convenida, un gran clamor surgió de las inmensidades del tiempo y del espacio, pidiéndoles a ambos regresar, enfrentándose a la rebeldía irracional de Pablo, que se negaba a acatar la orden. De pronto cuando ya Philip obedecía, todo a su alrededor se transformó y se vio girando en el espacio, sin control, rodeado de la impenetrable oscuridad de la que había partido, buscando desesperado a su compañero de viaje, tratando de llamarlo, sin conseguir emitir el más leve sonido. Finalmente, de su garganta enronquecida brotó el grito potente que desgarró los universos de silencio que lo rodeaban. – ¡Pabloooooo…! Y el eco de su grito resonó solitario en el espacio hasta perderse en el infinito. La negrura de la noche sin luna se cernía sobre las cumbres nevadas del Himalaya. En el interior de la cueva, tres cuerpos inanimados se mantenían en su rígida posición de loto, apenas alumbrados por la luz de dos lámparas de aceite. De pronto, en forma casi imperceptible, los párpados de Philip vibraron por un instante mientras su pecho iniciaba una suave respiración. Pocos segundos después su cuerpo entero empezó a llenarse de vida. Respiró profundamente, y con lentitud abrió los ojos como si estuviera saliendo de un sueño prolongado. Permaneció en este estado durante varios segundos, hasta que súbitamente, su cuerpo se puso rígido al comprobar que estaba de regreso en la cueva y descubrir incrédulo que la experiencia había tenido éxito. ¡Había

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recuperado su verdadero cuerpo…! Nuevamente volvía a ser… ¡Philip Ryan…! Emocionado hasta las lágrimas, volteó hacia Pablo, sentado a su derecha y se sorprendió al ver que seguía totalmente inanimado. Con cuidado, procurando no hacer el menor ruido, se acercó al rostro de su amigo. Lleno de pánico al ver su inmovilidad, puso su mano a escasos milímetros de la nariz y comprobó que Pablo no estaba respirando. Indeciso y preso de una angustia que segundo a segundo iba en aumento, no supo qué hacer, si esperar a que su amigo volviera naturalmente del pasado, o sacudirlo para obligarlo a regresar. Esperó varios minutos, que le parecieron siglos, sin el menor resultado. Cada vez más aterrorizado, imploró con toda su alma por ayuda, sin que en el rostro de Pablo se produjera la más mínima reacción. Al otro lado, la exánime figura de Ramacharán parecía sonreír, como una esfinge, muy ajeno a la ironía de la situación. En ese momento, en su interior, pareció escuchar una voz que lo apremió a actuar y a tratar de sacar a Pablo del estado catártico en que se hallaba. Suavemente le tocó el hombro, al tiempo que murmuraba con voz baja. – Pablo… despierta… ¡Despierta, por favor…! Pero su llamado no tuvo el menor resultado: Pablo permanecía sumido en las profundidades de la muerte. Entonces empezó a sacudirlo con fuerza, mientras gritaba angustiado: – ¡Despierta, Pablo…! ¡Tienes que volver…! ¡Ya todo terminó…! Sin embargo, Pablo siguió inerte, perdido para el mundo de los vivos. Esta vez la angustia de Philip fue substituida por una furia rabiosa. Y tomando a su amigo por los hombros lo sacudió violentamente al tiempo que gritaba: – ¡Despierta, Pablo… tienes que hacerlo…! ¡No puedes morir después de que Ramacharán dio la vida por ti…! Furioso de no tener el menor resultado, empezó a abofetearlo con rabia, perdiendo completamente el control. – ¡Regresa maldito! ¡¿No me oyes…?! Hemos vuelto a nuestros verdaderos cuerpos… ¡Despierta… o soy capaz de volver a los infiernos para traerte arrastrando si es preciso…! –gritó desesperado, mientras golpeaba una y otra vez el rostro de Pablo, que empezaba a adquirir una palidez cadavérica. Finalmente, agotado por su impotencia al comprobar que todo era inútil, empezó a rebelarse por el cuerpo de su amigo, hasta quedar hincado con la cabeza en el suelo, sollozando desesperado, mientras repetía una y otra vez:

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– ¡Ayúdalo, señor… por favor… no permitas que muera…! Sus sollozos entrecortados retumbaban en toda la caverna, mientras pegaba en la piedra con los puños cerrados hasta hacerlos sangrar. – ¿Qué te pasa… qué tienes…? –se escuchó de pronto la voz de Pablo, y el sonido llegó a sus oídos como un verdadero trueno, que lo sacudió hasta sus cimientos. Se incorporó, sin poder detener las lágrimas, mirando ansioso el rostro de su amigo, al que tomo por las ropas convulsivamente, mientras su llanto se entremezclaba con sus carcajadas de alegría, que brotaban del fondo de su alma, al ver que Pablo había vuelto a la vida, en tanto que Ramacharán, con su sonrisa inefable, seguía manifestándoles su felicidad.

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