Postales

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eduardo b. m. allegri

postales

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3 eduardo b. m. allegri

postales

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Dos palabras sobre las Postales

Estas breves páginas breves tuvieron originalmente el nombre de Postales en una columna radiofónica para el programa Tiempo cancionero que, unos años antes de terminar los '90, amaneció en Radio Esperanza de Bella Vista y atardeció luego en Radio Mi País de la vecina Hurlingham. Conducía con gracia el entrañable Francisco Polito Díaz, Dios nos lo guarde, y la locución era de su hija Gabriela, que las leyó al aire con dicción que las mejoraba. Más tarde, algunos de los escritos aparecieron en una sección Pinceladas pueblerinas -en números sucesivos desde marzo de 1997 hasta octubre del 2001- de la revista El Juglar de Bella Vista, que un servidor dirigió algún tiempo a principio de la última década del siglo XX, desde septiembre de 1991, cuando vio la luz. Hay aquí todas las postales leídas en la radio y, además, unos artículos que también aparecieron en El Juglar, algunos un tiempo más tarde y cuando vivió un período digital, ya como diario. Como el pago chico fue la ocasión de estas letras, se juntan ahora rememorando así tiempos pasados de la comarca que fueron mejores, no porque lo diga la tradición lírica, sino porque es verdad.

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1 REYES Bella Vista es un lugar chico. Casi como un pesebre. Si uno lo camina entero, en un día de no mucho calor lo recorre. Casi de punta a punta, si no se pierde en los campos del oeste. O no se queda durmiendo una siesta al lado del río. Parece mentira que en un lugar tan chico -chico como un pesebre chico- los Reyes Magos tengan tanto trabajo. Mañana por la noche, mucha magia se va a ver por acá. Y el lunes a la mañana se va a ver mucha cara de chico sorprendido, gratamente sorprendido por la magia de un domingo a la noche trajinado de camellos, de agua y de pasto, de carbón y zanahorias. Lo que pasa es que en Bella Vista hay muchos chicos. Es algo que muchos dicen y que cualquiera puede notar a simple vista. Y no está mal que en un lugar no muy grande haya muchos chicos. Como en los pesebres. Para eso están los pesebres. Siempre hay Niños en los pesebres. ¿O no? Y si hay chicos y hay pesebre, tiene que haber Reyes. Hace mucho que sabemos que donde hay chicos tiene que haber Reyes Magos. Es cierto que aquellos Reyes, los que estuvieron por primera vez en un Pesebre, llevándole regalos a aquel Niño, eran mucho más que Magos. Eran hombres Sabios y bastante Poderosos, que iban a

8 llevarle en homenaje al Niño que buscaban, los regalos de sus riquezas, de su poder, de su sabiduría para arrodillarlos a los pies de un Niño que era más rico, más poderoso y más sabio que ellos mismos. Mañana a la noche, en nuestro pueblo, la historia se va a repetir una vez más. Sería algo bueno de ver que cada uno de los muchos chicos de Bella Vista, nuestro pesebre, tuviera su Rey Mago. Arrodillado a los pies de cada chico de Bella Vista un Rey Mago, poniendo a sus pies su riqueza, su poder, su sabiduría y ofreciéndosela a él, al pequeño rey de la Creación. A ese chico que como decía el poeta “es la humanidad recién salida de la divinidad”. Está la tradición de que los Reyes regalen juguetes a los chicos. No es mala esa tradición. Un juguete es un regalo feliz. Pero los Reyes hacen también regalos curiosos. No son solamente magos con la magia que el juguete tiene para los chicos. Pueden regalar cosas que los chicos quieren. Pueden regalar cosas que los chicos necesitan. Son Reyes Sabios. Tienen que ser sabios. Y tienen cosas entre sus riquezas, en su poder y en su sabiduría, que a los chicos les vienen muy bien. Los chicos de Bella Vista tienen que recibir mucho más que juguetes. Porque sólo juguetes, grandes o chicos, caros o baratos, puede regalar cualquiera. Pero un Rey, un verdadero Rey Mago, un Rey Sabio y Poderoso, no regala solamente juguetes. Un verdadero Rey, se arrodilla a los pies de un Niño y le ofrece lo mejor que tiene. Así sea toda su vida.

2 POSTAL DE LA POSTA

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Uno se sienta ante la hoja blanca...Con estas palabras comienzan miles de escritos. Es un lugar común de los que se sientan ante una hoja en blanco para escribir algo. Y con esa frase comienza un muy curioso y particular sufrimiento que termina no bien se han llenado las primeras líneas. Después, ya se está en la tarea. Vienen las ideas, fluyen las imágenes, metáforas que corren, que se traban, quedan inconclusas. Aparece algún desierto de inspiración. Se lo cruza, se sigue adelante, se ve la hoja llenarse, las líneas que se completan, las palabras que se enlazan y un mundo que se va pintando como solo. En cierto sentido, Bella Vista es un mundo de papel. Tengo -y debo usar la primera molesta persona- muchos conocidos y amigos que conocen el “mal de la hoja blanca”. Bella Vista está llena de escritores y de escribidores, de talentos y de entusiastas. También está repleta de lectores benévolos de hojas que no hace mucho fueran hojas en blanco. De lectores de escritores y de pacientes lectores de escribidores. Hay un lugar, entre otros en Bella Vista, al que sé que van a parar muchas horas de hojas en blanco, y lo sé con la certeza que da la experiencia vivida. No conozco otro sitio igual. No conozco lugar tan homogéneo y tan heterogéneo, al mismo tiempo. Gente tan distinta que haga cosas tan parecidas y que se junten en un mismo lugar para decirlo.

10 El bar de Roberto es una tertulia literaria, un programa de radio, una sala de redacción, un bufete para intercambio de jurisprudencias, una antesala para el comentario de diarios, letras de tango que se pasan unos a otros, jugadas de ajedrez que se estudian con un paty de por medio. El bar de Roberto es sin duda un lugar único. Tiene la ventaja de ser un lugar de paso. Sé que no pocos buscan allí las fuerzas para el día. Muchos, que tienen que hacer algo importante en Buenos Aires, pasan primero por allí. Muchas veces para confrontar con otros sus ideas brillantes y ver cómo suenan. Si pasan ese examen están listas seguramente para salir al gran mundo. Sé que muchos de los que inician un viaje ven en Bella Vista una última cara amiga. Y si el viaje es penoso se suaviza. Y si el viaje es placentero lo es más. Y Roberto, en medio de un lugar de paso, es el ancla para todos. Ancla y capitán de un barco que no se mueve. Moderador de discusiones, coordinador de debates, confidente de penas, intermediario de hojas que alguna vez estuvieron en blanco y que deben llegar de un parroquiano escritor a otro parroquiano lector. Roberto es tenedor de libros, bibliotecario, agenda, oficina de informes, secretaría de turismo, asesor de empresas imposibles, testigo de cargo en humorosas discusiones inútiles. No será ésta la última vez que hablemos del bar de Roberto. Muchas postales hay en ese lugar. Y no debe perderse la memoria de estas cosas.

11 Pero hoy es preciso iluminar la figura de este Olimpo de los entusiastas. De esta posta a la que llega siempre con alegría esa nutrida legión bellavistense de los que enfrentan las hojas en blanco con coraje.

3 LA CALLE Como la anterior, como tantas otras más adelante, esta “postal” pertenece a una Bella Vista que ha dejado de existir. O casi. Fue pensada cuando estaban por terminar de asfaltar Munzón, antes del hiriente diluvio de cemento, que no cesa. Después vinieron San Martín, Corrientes, esto y aquello, pequeñas y grandes. Algunos me dicen que Francia, la dulce Francia, la doncella, peligra amenazada. Antes de que sea obligatorio elogiar el desastre, mando esta postal vieja a la imprenta. Como un relámpago. Así fue la visión. La sorpresa siempre está en la frontera. No es la alegría serena que se conquista de a poco. No es la impresión desagradable que sobreviene como un golpe súbito. Pero por un momento vi la calle Munzón asfaltada cruzando todo el pueblo como un río desbocado, ancho, caudaloso. Y me impedía vadearlo una corriente de troncos, ramas y piedras móviles, desechos de una tormenta de autos, de motos y hasta de chicos navegando -más rápido que de costumbre- en rollers y bicis. Para llegar a la orilla vecina -a la vereda del vecino de enfrente- tuve que esperar. Tuve que mirar pasar el río un rato, a las siete de la tarde, a la caída del sol, como un curso de deshielo imparable.

12 Del otro lado, aislado de mí, estaba ese otro yo, mirando desde los barrotes de la reja de su portón, un chico de cinco años. No hace mucho, ese chico jugaba en la calle, salía a buscar una pelota, caminaba por esa frontera indefinida entre el pasto y el macadam, que a fuerza de baches desanimaba el rally y hacía andar al paso. Él tenía en los ojos una tristeza que se parecía bastante a mi perplejidad. Porque yo pensaba si esa vía de comunicaión no nos había alejado a ambos, uno de otro. La calle había comunicado puntos del mapa. Muñiz, ahora, iba a llegar rápido hasta Morris. Pero él y yo, íbamos a tener que esperar que Muñiz llegara rápido hasta Morris, para llegar con temor de un lado a otro, de una vereda a la otra vereda. El me miraba con algo que a mí me parecía nostalgia. Quizás envidia. Desde su metro de estatura miraba mi metro ochenta y se daba cuenta de que yo podía bajar el cordón de la vereda -el cordón cuneta- con una libertad, con una casi indiferencia, con un arrojo que a él no le estaban permitidos. La calle me favorecía. Antes éramos casi iguales en esa libertad de movimientos. Los dos teníamos un mismo territorio de juegos. Ahora, no. Ahora -heredero involuntario- yo me había quedado con casi todo. El tenía por delante una larga lista de trámites burocráticos en la dirección-general-de-permisos-maternos-para-salir-a-la-vereda. Yo, no. El tenía un duro peaje de recomendaciones para sacar alguna vez la bici. Yo, no. La calle tiene todavía restos de su anterior existencia. No tiene la suciedad vieja de una calle muy transitada. Tiene la tierra y los desechos de la calle nueva. Montículos y cortes que permiten módicas

13 aventuras sobre montañas improvisadas. Pero también ellas están destinadas a que un plegamiento geológico, con forma de Caterpillar con pala mecánica, las haga desaparecer. Y una mañana, al despertar, no habrá más indios, enemigos intergalácticos o quién sabe qué carrera de motocross a pedal. El me miraba -la ñata contra el hierro- y yo miraba la calle. El progreso se había llevado a una distancia infinita de 15 metros-luz, la figura diminuta del dueño de la calle. Me sonaban en el aire aturdiéndome las voces de los hombres-prácticos-y-sensatos. Me iban a mirar con una mirada indulgente, generosa, implacable. Iban a pensar que mi moción está definitivamente fuera de cuestión. Decidí entonces que no tenía que abrir la boca. Que no tenía que decir nada en contra del asfalto. ***

Pero, el progreso –comodón, demasiado conveniente, tan políticamente correcto– ha dejado por todas partes, y como suele hacer, una cosa informe, rápida, peligrosa, fea. Tanto, que decidí cambiar mi decisión.

4 ABRILES Decir «25 abriles», como dice el tango, es decir juventud, plenitud, ascenso. Algo de aquello que no volverá. También las «veinte primaveras» son una forma de nombrar el mes de abril, la primavera,

14 la juventud fugaz. Garcilaso, el poeta español, habla de lo mismo: «todo lo mudará la edad ligera/ por no hacer mudanza en su costumbre...». Es la edad, el tiempo que, por su misma naturaleza, se define por su fugacidad. Nada nos parece tan irremediablemente pasajero como la juventud. Nada tan cerca de lo efímero como la septentrional metáfora de abril. Lo que no es tan fácil de saber es por qué nuestras metáforas, al sur del Ecuador, hablan de «abriles» cuando quieren nombrar la edad dorada, la edad que se considera plena, fresca y perfecta. Nuestro abril es dorado, pero por razones distintas: es dorado como es dorado el ocaso, la caída del sol, el atardecer. Y es el otoño la estación que se enseñorea sobre nuestro abril de un modo absoluto, si un cataclismo inquietante no corrompe la sucesión de meses y de días. El otoño que es dorado también. La estación que los ingleses llaman con el poético nombre de «caída», y la llaman «fall» en su lengua bárbara y musical. Y es evidente que el nombre que los ingleses le dan es apropiado. Si algo representa nuestro abril es la caída. El otoño es la edad de la madurez que se aproxima a la vejez. Y una bruma de vida que se retira, de brillo que se va desluciendo, termina por cubrir todas las cosas cuando el verano se va. El otoño es el tiempo del regreso, es el tiempo vespertino, es el reposo. Es probable que Bella Vista haya sido hecha para ser vista más bella en abril, en nuestro otoño. Y para ser vista, en su esplendor dorado de abril, a la hora del regreso, al atardecer.

15 Los que prefieran otra estación tendrán sus motivos. Pero, no es exagerado decir que para saber cómo es Bella Vista hay que verla en abril. Cuando todavía nada es inútilmente extremo. Ni el extremo calor ni el frío extremo. Ni la presunta paz del verano, apoltronada e indiferente, ni la quietud acobardada del invierno que congela. Es arriesgado, pero podría decirse que abril en el sur -en este sur nuestro de Bella Vista- es la cara oculta del abril del norte. Un lugar con nombre semejante, un lugar que proclama que toda su belleza va hacia la mirada, es un lugar que pide que la luz no sea excesiva ni escasa. Que la luz ilumine, que no enceguezca, que alcance para ver nítidas las formas y los colores. Pero que deje un lugar para el misterio. Y abril tiene la luz justa. La dorada luz apacible del otoño leve, los reflejos rojizos pero levemente opacos de los robles que van camino al sueño gris del invierno, y el amarillo y el ocre hirientes pero nostálgicos de las hojas caducas de paraísos, de fresnos y de álamos. Un sol benévolo se está filtrando entre la bruma húmeda del tiempo de abril. La bruma se entrevera con el humo perezoso de hojarascas secas y sube en un aroma vegetal, el aroma seco y levemente amargo de paraísos, aroma penetrante de eucaliptus, ácido pero refrescante de las agujas de pinos y casuarinas. El pasto se vuelve perezoso también y crece con desgano, economiza esfuerzos; los brotes en las coronas de novias y en los ligustres se están acurrucando. En el suspenso sereno del otoño en abril, Bella Vista está de fiesta. Más que nunca.

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5 CALOR A veces, como en un juego, el mundo puede dividirse en dos. Trazar una línea invisible y transformar cualquier cosa en una realidad binaria. Por ejemplo: dividir el mundo entre los que aman los jardines o los que no soportan el verde. Los que no pueden vivir sin el tren o los que no pueden sufrir las vías, las máquinas, los vagones. Y seis mil millones de personas quedarían así divididas en dos enormes masas humanas, sin recurso a la indiferencia, por cualquier razón, no importa si es trivial. Con el sol reverberando en el aire, los árboles agitando un aire caliginoso, el suelo ardiente, la cigarra recitando un solo verso monocorde, el mundo podría dividirse entre el calor y el frío, sin términos medios. Lo que no es calor, es frío. Lo que no es frío, es calor. Esa es la sensación de este enero en Bella Vista. Porque Bella Vista se transformó en este enero en un lugar indefinido de un territorio imaginario: el calor. Las fronteras de este nuevo país con el país del frío están en las ráfagas de la tardecita, cuando baja un poco el sol. Hay fronteras en la sombra de los árboles, en una mojadura que refresca y nos hace pasar por un momento al otro territorio deseado. Visitas breves, intervalos, para volver al país caliente, revuelto por las paletas cansinas de un ventilador de techo, enfriado artificialmente por un acondicionador de aire, para quien prefiera el frío seco y envasado. Hay veces que cruzamos las fronteras cuando un amigo se va al Sur, a la playa, o cuando vemos en la pantalla gordos muñecos humanos de nieve, caminando sobre el blanco interminable de un

17 temporal, engordados a lana, los ojos entrecerrados, los gorros peludos, las narices encedidas. Los chicos no lo saben. Ellos parecen atérmicos. Son “internacionales” que pasan de un país a otro sin pasaportes ni trámites. Suben a los árboles, juegan al fútbol, van y vienen, se bañan, se secan al sol, se tiran a la sombra. Cada día, sin embargo, muchos de ellos, sienten que han sido atrapados en ese tránsito ilegal entre el frío y el calor y condenados a la siesta fresca, en el cuarto oscurecido y batido por el ventilador. En la habitación de al lado, tirado sobre una cama de sábanas frescas, boca arriba, las manos debajo de la cabeza, mirando el techo blanco pintado de rayos que se filtran por la cortina que apenas se mueve cada tanto, uno, que lleva encima la edad de cuatro de esos chicos, piensa en esa otra división del mundo: los que tienen hasta doce años y los que tienen más de doce años. Uno está de este otro lado. Los oye reírse en la habitación contigua, correr furtivamente por los pasillos de mosaicos fríos, esperando el reto. O esperando que se haga la hora de salir de esa prisión en el país del fresco, para correr como liberados. Faltan muchos años para que disfruten como nosotros, en la habitación de al lado, mecidos por el sueño que gira fresco. De tanto en tanto, hay una invasión abrupta. El país del frío se levanta en las nubes que se arman rápidamente. Con un zarpazo tronante, húmedo, pavoroso, se viene el cielo abajo, hecho agua que abre surcos inundados en las calles de tierra, como si alguien vaciara las piletas del cielo con furia. O, mejor dicho, con misericordia para los prisioneros del país caluroso. Pero, en Bella Vista, nadie se engaña. El frío justiciero va a tardar.

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6 LA CASA EN EL ÁRBOL Es un lugar común ya histórico: Bella Vista es la “ciudad del árbol”. Pero hay que ponerse rápidamente a resguardo de cualquier tentación. El árbol -si vale la pena que a él se le dedique una ciudadtiene que ser inseparable de la figura humana. Sin hombre a su lado, el árbol es una creatura como cualquier otra. Portadora de simbolismos, la figura del árbol, para ser simbólica, necesita una referencia fuera de sí misma. Es necesario que el árbol sea algo más que sólo árbol. Se lo puede contemplar en los colores, en las formas, en los dibujos caprichosos de su copa rala o abundante. En las ramas retorcidas, en su vejez, en su porte. En su dominio sobre otros árboles, en las “sombras amargas”, como dice mi madre, o en las buenas sombras. Hasta en sus enfermedades, como el abrazo mortífero de los claveles del aire. Majestuoso, como el ombú de Ameghino y Sourdeaux; adolescentes, como los álamos de Santa Fe hecha boulevard, entre Munzón y Entre Ríos; doblados por los años, como los de San Martín. Es cierto, peculiaridades y motivos de maravilla, el árbol tiene a montones. Pero es el árbol en sí, el árbol solo. Como paisaje del hombre, el árbol es otra cosa. En la vereda de enfrente, mis hijos, algunos amigos ocasionales o primos visitantes, han ido construyendo una “casita” en la horqueta de un viejo paraíso.

19 El árbol se portó como un abuelo paciente. No le han hecho ningún ultraje, es cierto. Pero las horas más diversas pasan, el sol calcina la siesta, la lluvia moja tímidamente las hojas que gotean, la noche va llegando y el buen árbol se llena de cachivaches: maderas, hierros, restos de hamacas, ramas secas, cañas. Un día y otro, desde hace ya varios días. Por primera vez, mis hijos han desobedecido una orden expresa de su madre y aprovechando el silencio después del almuerzo, se han colado fuera de la casa, reclamados por chicos de la cuadra y se han ido a jugar al árbol. El año pasado, un episodio de pandillas tuvo como epicentro un deslucido arbolito de un baldío, en los fondos de casa. La intervención de uno no tan chico -y posiblemente ya consumidor de noticieros y revistas- hizo que las llamas quemaran lo que comenzaba a ser un piso amueblado con toda clase de “porquerías” que los grandes desechamos. Quedó un regusto. La obra inconclusa, el árbol silencioso mutilado, restos de cortinas quemadas y un olor a querosén que era el grito post mortem y desafiante de la malicia y el desamor. En medio de la calle, ahora, los chicos siguen construyendo su casa en el árbol. Una casa como he visto muchas en Bella Vista. Son el signo inequívoco de la presencia infantil. Pero son el detalle humano que alcanza para darle una dimensión totalmente diferente al árbol. Así como cuando se dice la “ciudad del árbol” uno piensa en sus árboles, cuando yo digo “árbol” mis hijos, seguramente, piensan en su árbol, en su casa en el árbol. Algo probablemente tan viejo como la humanidad misma y que prueba, por una vía rara, que las cosas han sido hechas para el hombre.

20 Y esto, creo, no depende tanto de lo que el árbol nos dice, sino de lo que nos muestran los juegos de los chicos.

7 EL HINCHA Si tuviera edad suficiente, diría aquello de que “ustedes no sé si acordarán, pero los más viejos seguramente...”. Esto es para justificarme porque he visto más de una vez una película de Enrique Santos Discepolo, llamada “El hincha”. Y, por cierto, no es una película reciente. La historia, que tiene por protagonista al memorable “Mordisquito”, cuenta la pasión de un muchacho de barrio, con sus amores y odios de pueblo chico. El lugar es Victoria y el epicentro de la acción, un club de fútbol . El hincha no soporta que se hable mal del equipo y mucho menos de su amigo, Suárez, el crack de una formación que gracias a él crece. Ganado por el éxito, Suárez se mete al asfalto y se encandila con las luces del centro y los vividores. Alguna vez habrá de volver a Victoria para rescatar al club, vencido por la devoción inarrugable del hincha, su antiguo amigo. No hace mucho, un día de estos, un interlocutor -mirando hacia otro lado mientras hablábamos- suelta una salvedad, que sonaba y estaba dicha como una benevolente acusasión: “Claro, lo que pasa es que vos sos hincha de Bella Vista”.

21 La palabra hincha me llevó a la película. Me veía desaforado, la corbata mal puesta, el traje mal ajustado, pateando tachos por la calle si mi equipo perdía, eufórico en el bar con los muchachos, si ganaba. Parado en el zaguán de mi novia eterna o volviendo a casa silbando contento, sobre los adoquines desparejos del suburbio. Y esa misma imagen me hizo ver que mi amable interlocutor estaba equivocado. No se es hincha de un lugar, como se puede ser hincha de un club de fútbol. En cualquier caso, el afecto por un lugar se parece más al que se siente por una novia. Se la extraña cuando uno se aleja, se cuentan las horas hasta volver a encontrarla, se la contempla serenamente, se la mira a veces embobado. Pero sobre todo, uno ve el lugar al que se tiene afecto entrañable con una mirada que no es la mirada con la que se mira un partido. Uno está en un lugar. El espacio nos rodea y se nos mete en el alma, por los ojos, por los aromas, por los sonidos. Las caras conocidas son parte del paisaje, el saludo mecánico y habitual, es parte del paisaje. El sonido de un tren en la noche, es parte del paisaje. El silbato de una fábrica -cuando suena a las 11 de la mañana, o cuando ya no suena más- es parte del paisaje. Y el paisaje está vivo, late, acompaña, se mueve, se extraña. Cuando algún amigo tiene que irse, mudarse, pienso que se desvanece, que al haberlo perdido de vista en el paisaje se ha transportado a otra dimensión, en la que ya no puede ser visto. Un lugar es un amor. Uno ama un lugar por lo que es. Pero también por lo que ese lugar ha hecho de uno y por lo que uno ha hecho gracias a él.

22 Al menos yo, no seré hincha de Bella Vista, como quería mi amigo. Él está convencido de que sí, diga yo lo que dijere. Pero no se puede ser hincha de la mujer de uno, ni de sus hijos, ni de los amigos, ni de la profesión que se ejerce. O de Dios y la religión. Se está en todo eso, se arraiga en todo eso uno, se vive en eso y por eso, se respira eso, se desea eso. Y, en muchos sentidos, se es eso.

8 TODO SECO La sequía siempre ha tenido el aire de una maldición. Una maldición histórica, bíblica. En la vida de la naturaleza la falta de agua es sinónimo de falta de vida. Y en la vida artística, intelectual también. Un cerebro seco, una cabeza seca, una mano seca, es síntoma de falta de vida en este orden como en el otro. En la vida espiritual y religiosa, la cuestión es levemente distinta. Es cierto que el agua viva es una figura de fertilidad espiritual, de vivacidad del alma, algo que el alma necesita para vivir. Pero es cierto también que hay sequedades que son para el alma como atenciones de Dios. Pruebas les llaman y se dice que Dios prueba así a los que ama. Sin consolaciones ni lágrimas, algo que el alma no siempre agradece, pero que la prepara y la beneficia con bienes mayores que vendrán después.

23 Nada de agua, ni siquiera el agua salada del llanto. Y esto, en la literatura espiritual, pasa por ser -y es verdaderamente- una señal de crecimiento, aunque pareza paradójico el hecho de que la falta de agua, cierto tipo de sequía espiritual, sea una señal de crecimiento. No hace mucho, apenas una semana (y aquí aparecerá el molesto “yo”), volví de una tierra seca. El invierno en México es seco, muy seco. Pero me llamó la atención la actitud de los habitantes de una gran ciudad mexicana que varias veces al día, todos los días, se hacían de agua para regar plazas, jardines, veredas con pasto, bulevares y árboles y arbustos y flores. Una tierra rodeada de cactos de decenas de variedades, una tierra colorada o gris, seca, aparentemente marchita, que reverdece con dificultad, cada vez que un poco de agua, de agua escasa, la toca, la acaricia. Pasó el mes de febrero, en el que vi una sola lluvia en esa tierra, una lluvia que la tierra reseca se bebió como si nunca hubiera existido. Cuando llegué a Bella Vista, el cielo amenazaba tormentas, y amenazó un día y otro día y nunca llovió. Me dicen que casi no llovió durante mi ausencia. Pasé de la sequedad a la sequía. Nuestro verano es ampuloso, polvoriento, verdeante. En tiempos secos como estos días, se nota todavía más el calor. Si sopla el viento del sur, las noches y las mañanas se hacen frescas -algunas frías- pero las hojas de los árboles no nos dejan engañarnos: se baten al viento y sueltan su carga de fino polvo que inunda el aire.

24 Esa falta de agua, ese exceso de tierra seca y polvo fino y volátil, creo que le dan a los ojos -y a los ojos del alma- un paisaje duro, difícil. Un paisaje ante el cual los hombres ponemos algún gesto de resignación. La sequedad nos cansa, nos fatiga, nos hace agachar la cabeza y caminar con obstinación, cansinamente. Regar, regar mucho si se puede, aunque no compense del todo la sequedad o la sequía, le hace bien al pasto, aplaca el polvo, limpia los arbustos, hace revivir a las plantas y la flores. Pero también le hace bien al hombre. No solamente muestra su solidaridad con la tierra sedienta y con las plantas. No solamente muestra su asociación con las creaturas. Cuando el hombre riega, se riega. No sólo mejora lo que sus ojos van a ver, en un acto gratuito, por el gusto de ver verde lo que estaba seco. Un hombre regando es una figura de la esperanza. Y la esperanza no es resignación, ni obstinación. Es fortaleza.

9 PARECIDO NO ES LO MISMO Lo vivo se mueve. Las cosas inertes, muertas, solamente se mueven por impulso de otros, por factores externos, empujadas por fuerzas que ellas mismas no poseen. Lo vivo, en cambio, puede moverse y mover. Para algunos ese movimiento es sinónimo de cambio y dicen que cambiar es vivir, que quedarse es morirse. Pero la mera inquietud, el mero bullicio, la absoluta movilidad no es sinónimo de vida, necesariamente. El mero cambio es el signo de una imperfección.

25 Cuando algo no es algo tiene que moverse, tienen que cambiar, pasar de una cosa a otra, de algo que no es a algo que es. Cambiar por cambiar, moverse por moverse, no es signo por sí mismo de nada bueno. Perdón, Pero Grullo, pero si algo cambia quiere decir que cambió. No quiere decir necesariamente que mejoró. Alguien estaba sano. Después cambió y se enfermó. No por eso está mejor que antes. La perfección absoluta es ya no tener más ninguna necesidad de cambiar. Que no me falte nada, que lo tenga todo, que sea todo lo que debo y puedo ser, significa que ya no he de cambiar más. Y eso es mejor que no tener todo lo que podría tener, que no ser todo lo que debo y puedo ser. Los seres creados, los que no se dan la existencia a sí mismos -y los hombres somos esa clase de seres-, estamos sujetos al movimiento y al cambio en el tiempo. Todo busca consumar su perfección. Perfección que significa aspirar a esa estabilidad absoluta y gozosa de no tener que cambiar más, de llegar a ser todo lo que estoy llamado a ser. Las ciudades de los hombres tienen algo de parecido con los mismos hombres. Son como imágenes de los hombres que las hacen y las constituyen. Las ciudades -como los hombres- cambian. Pero, como les pasa a los hombres, que cambien no necesariamente quiere decir que mejoren. Un cuerpo muerto, en descomposición, también es un bullicio de movimientos. Algo, muchas cosas, se mueven en un cuerpo muerto.

26 Incluso, lo que se mueve en él, hace que el cuerpo cambie y se modifique. Pero en ese cuerpo en el que hay cambio y movimiento, no hay mejoría ninguna. No deja de estar muerto sólo porque en él un bullicio constante y permamente dé la impresión de que está lleno de vida. La imagen es fuerte, eso lo sé, pero me parece clara. Las ciudades pueden ser similares a ese bullicio aparente de vida, de movimiento y cambio que parece vida genuina y no lo es. Las ciudades de los hombres, cuando no son saludables, por más bullicio, movimiento y cambio que tengan, son como cuerpos muertos. Y una ciudad tienen necesariamente que ser vivificante para que sea buena. Si su movimiento mejora la vida, el hombre que la habita mejora. Si sus cambios perfeccionan al hombre que la habita, la ciudad sirve como un cuerpo vivo y sano le sirve al hombre al cual pertenece ese cuerpo. Si no, ese cuerpo será una prisión muerta para el hombre que la habita. Y el hombre que la habita, en vez de vivir y mejorar en ella, languidece, se atosiga de ruidos y movimientos que son mera inquietud y bullicio. Y muere en ella aunque camine por ella. ¿Y por qué digo todo esto? Alguien, hace unos días, con la mirada perdida a través de la ventanilla del auto, me decía: “¡Cómo está cambiando Bella Vista!”. Sí, es cierto. Cambiar, cambia. Que mejore, eso es otra cosa. No es lo mismo. 

10 UN ASUNTO PEQUEÑO

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¿Cuántos modos hay de definir a una comunidad? Miles. Millones, si se quiere. Una sociedad puede definirse por muchos parámetros. Según trate a los perros y a los gatos, así será la sociedad; según trate a las ballenas; según trate a los árboles y a los jardines, así será esa comunidad que los alberga. Podemos considerarnos protectores del ambiente, custodios del progreso, amantes de la tecnología, propulsores del trabajo, paladines de la justicia, cultores de la música o de las artes, guardianes de los libros. Según lo que amemos, así seremos, en cierta medida. No tiene por qué ser un solo amor, pueden ser concomitantes, pueden ser concurrentes los varios intereses que dominan nuestro interés. Podemos tener varios amores. De hecho los tenemos. Pero parece que, por definición, cada amor es en cierto sentido excluyente. Busca estar solo en la cúspide de la pirámide de los amores. También es cierto, por ello mismo, que los amores tiene –necesitan– una jerarquía. No quiero decir que los amores se comporten perfectamente, no quiero decir que seamos infalibles en la elección de nuestros amores principales. No quiero decir tampoco que los objetos que amamos sean los más amables en absoluto y siempre. Quiero decir algo que cualquiera puede ver: de las muchas cosas que amamos, algunas son más amadas que otras y son las que, al fin, nos definen. Nos definen quiere decir, en este caso, que nuestras acciones están guiadas, en

28 último término, por ese amor dominante. Cuando debemos elegir, la última palabra la tiene aquello que más amamos y por lo cual hacemos lo que hacemos. Con las sociedades pasa lo mismo. Puede haber una identificación colectiva -y no necesariamente por imitación, sino por convicción- con un mismo objeto amable, al cual muchos prefieren respecto de otros. Y, personal y colectivamente, esos muchos toman decisiones y llevan adelante acciones con ese amor a la vista, y en el fondo del corazón. Me preguntaba, especialmente en las últimas semanas, cuál es el amor que nos define. Qué es lo que ocupa habitualmente nuestras conversaciones, que es un modo de saber cuál es nuestro interés dominante. Por aquello que solía repetirme un amigo: “cada cual termina hablando, al final, de lo que le interesa”. No importa de qué comience hablando, termina habitualmente en aquello de lo que verdaderamente quiere hablar, porque es lo que más le importa. Y he advertido que, en buena parte de Bella Vista, los niños, los hijos –propios y ajenos–, la familia –más generalmente considerado el asunto– son nuestro tema dominante. Y si nuestra ecuación se cumple, ese parece ser nuestro amor comunitario dominante. Nuestra preocupación por tener o no tener hijos, por educarlos aquí o allá, por ver qué hacen, por ver si juegan al fútbol o al rugby o al hockey, o al basquet, o al volley. Por si van a fiestas. O por si no van a fiestas. Por si estudian inglés o no, por si estudian música o no... Si esto es –como pienso– verdadero, en cierto sentido estamos a la moda. Viendo lo que pasa en estos tiempos de genomas manipulados para niños futuros, de clones, de guarderías que maltratan a los niños, padres que los encadenan, hijos que maltratan a sus padres; en tiempos de especialistas en evitar niños, en tiempos de abortos y de

29 reformas educativas; tiempos de extrañas parejas que buscan hijos por métodos extraños, de madres que quieren hijos sin padres, de padres que quieren hijos con padres que hagan de madres, o de madres con madres que hagan de padres; en tiempos así, en fin, Bella Vista –con su interés dominante por los hijos y por los niños y por la familia–, parece estar a la moda. Personalmente, celebro que este pequeño asunto sea nuestro amor dominante. Y celebro que, ahora sí hablando en serio, en este pequeño asunto no estemos realmente a la moda.

11 OCTAVO DÍA Hay una experiencia que muchos dicen haber tenido. La llaman la depresión del domingo a la tarde. Acabo de oír a un escritor explicar por la radio que un poeta sirve para paliar esa depresión. Que leyendo poesía a esa hora, ese día, uno recupera el tono vital, se repone de la angustia que le provoca la semana que comienza. Un día como de aburrimiento, una tarde como de hastío, de insatisfacción. Pero, para muchos, el domingo es también -como lo dice la etimología de su nombre- “el día del Señor”. Y la misa del domingo es el centro de ese día. He visto que a muchos les pasa compartir ambas situaciones. La tarde del día que consideran “el día del Señor” les resulta hastiante, vacía, desesperante.

30 Los días de la semana son siete, como creemos; en esos días Dios -según el relato del Génesis- creó todas las cosas, ángeles y hombres incluidos, y esa creación duró seis días, de 24 horas o de mil años, tanto da. El séptimo, descansó. Pero el séptimo día es el sábado, según la misma tradición que dice que Dios creó al mundo en seis días. También para nosotros el primer día es el domingo y el séptimo es el sábado. Pero nuestro día para la celebración, para la fiesta, para el descanso no es el sábado y sí el domingo. Nuestro Dies Domini. El "octavo día". Esto significa, según algunos, que entendemos que todo comienza y termina en domingo, todo empieza y termina en Dios. Es el día de la Resurrección. Y nadie debería entristecerse ese día. Es probable, casi cierto, que la depresión del domingo por la tarde sea un mal de ciudad. Un mal de cemento, un mal de vacío, un mal de media luz sobre un asfalto siempre ruidoso, que de pronto toma la forma de un silencio de piedra, un silencio que pide bullicio, fiebre, actividad, gente. Y que lo único que da y muestra a esa hora serena del atardecer, del atardecer de un día para no hacer nada útil, es ansiedad. A muchos la caída del sol en el campo, en esa especie de suspenso vespertino, les produce melancolía. No pocos, sin motivo aparente, se largan a llorar. La inmensidad del llano, la bruma o la limpidez de una tarde cualquiera les hace vibrar quién sabe qué en el corazón. Y les viene una nostalgia de no saben qué y una ansiedad extraña

31 que no parece tener consuelo. Y que se va con la mañana. En el campo, no hace falta que sea domingo. Es simplemente la tarde, cualquier tarde. Bella Vista, como la figura de Jano, tiene dos caras. Aspectos y hábitos de ciudad, aunque no de megápolis; y aspecto y hábitos de campo, aunque no de campo afuera, por cierto. Sin embargo, ya están pujando, ya están en lucha. En lo que ambas formas de ser tienen de irreductible, Bella Vista sufre el tironeo de su aspecto de ciudad y de sus hábitos suburbanos, casi campesinos. Todavía, personalmente -pero sé de otros- no veo que la depresión del domingo a la tarde haya echado raíces entre nosotros. Más allá de lo que digan las normas urbanas municipales, es probable que todavía no seamos una ciudad, en el nefasto contrasentido y en la paradoja enfermiza de sufrir la depresión de un día de fiesta, y sufrir porque es un día de fiesta. Cuando se instale entre nosotros la depresión del domingo a la tarde, ya seremos una ciudad. Dios, el que resucitó un domingo, no lo permita.

12 SOCIEDAD ANONIMA Hacía frío. Eran las 6 de la tarde. Es inmóvil la tarde fría. Uno es perfectamente consciente de los pasos que da. Uno por uno, atentamente, esperando que cada pie se caliente mientras avanza, las manos en los bolsillos de la campera.

32 Pasó una mujer arrebujada, con una antigua pañoleta tapándole la cara, cubriéndole la cabeza, los ojos entrecerrados, el aliento hecho humo. Ella iba concentrada, la vista hacia adelante. Demasiado adelante, con determinación obsesiva. Eso hace el frío con la gente, pensé. La calle estaba vacía, el sol se había escondido en algún lugar, no sé donde, no recuerdo. Probablemente no hubiera sol, o hubiera un cielo nublado. Con esas nubes grises, bajas, rápidas. De las casas ya salía un humo blanco por las chimeneas. En cada casa un consistorio: fumatas, pensé, y me sonreía de mis ocurrencias papales. Veía venir a la mujer desde la esquina. En algún lugar a mitad de la cuadra nos habríamos de encontrar. Sin anteojos, a veces no distingo muy bien las caras. Adivino, en todo caso. La calle estaba vacía. Podría haber sido uno de esos duelos de calle polvorienta, de viento lleno de arena o tierra seca, o polvo, en algún pueblito salvaje. Sin embargo, había árboles a los costados. Plátanos, paraísos, deshojados, amarillentos todavía. Unos charcos sin secar, humedad en el aire y en la tierra, sobre el macadam. La mujer taconeaba, dándose ánimo quizás, esquivando baches. Una mujer grande, medio chueca, me pareció. Se balanceaba. Iba pensando en cualquier cosa, en lo que tenía que hacer cuando llegara a casa, en que los chicos llegaban del colegio a esa hora y había que ayudar a darles el té, algo caliente y unos panes con manteca... El frío que iba a hacer en mi escritorio, lo cansada que está mi pobre mujer con tantos chicos. El mayor que se iba solo en bicicleta a lo de un amigo, cruzando Gaspar Campos, que es un peligro. Y Sourdeaux, ahora, o Senador Morón, o la autopista San Martín o cualquier calle. Sí, los voy a dejar ver el partido. Hay que cortar el pasto, pero no crece mucho con algo de frío todavía, así que puede esperar.

33 Otra vez el frío y la mujer arrebujada detrás y adentro de su pañoleta y su sacón. ¿Es azul, es negro, es marrón oscuro? Es una mujer conocida. Es una viejita. ¿Quién es? Bella Vista es linda con frío, en una calle cualquiera, tranquila, a la caída del sol. Un pueblito aterido, parece, cordial, como un chico jugando en la calle con frío y con la nariz colorada y las mejillas paspadas, las manos agrietadas y resecas. Estoy parado en la estación. No voy a viajar. Voy al bar de Roberto, a la posta. Tengo que ver si encuentro a un amigo que me va a llevar un encargo a Buenos Aires. El andén no está repleto de gente, ni vacío. No me gusta andar saludando como en un desfile. Apenas si levanto la cabeza, miró el piso. Hay bastante gente. No se ve nadie conocido. Me doy cuenta de que aunque fuera para saludarlo o ignorarlo, sería bueno que hubiera alguien a quien querer saludar, o no querer saludar. En lo de Roberto, por lo menos está Roberto. La calle se oscurece rápidamente. La mujer ya viene al encuentro. Pasa de largo, la mirada más concentrada que nunca en el futuro. Es inútil, no tengo por qué hacerle siquiera una leve inclinación de cabeza. Ni sé quién es. No la conozco. Estoy a la vuelta de mi casa y pasa una mujer que vive cerca y no saludo. Hay gente que cree que una sociedad anónima es algún tipo de empresa. Antes, en realidad, es un pueblo que está dejando de serlo. 

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13 EL TREN Es frecuente la arbitrariedad hablando de cosas íntimas. Y el tren lo es, sin ninguna duda. Para quien ya haya comenzado a dejar crecer su escándalo, tengo algunas cifras a mi favor. Desde hace muchos años –la coquetería impone, según parece, ocultar cuántos– estoy ligado a las vías del San Martín. Cuando era el San Martín. No llegué a conocer el viejo BAP (Buenos Aires al Pacífico), ahora un nombre remozado para la línea de carga. En las playas de Palermo y Retiro se ven los nombres grabados en la mampostería aún. Para mí, el tren es el San Martín, los demás son como réplicas, ensayos de modelos anteriores o posteriores al San Martín. Conocí las máquinas a vapor, viajé en asientos de madera y otras antiguallas simpáticas de las que muchos de los lectores tendrán mucho más que yo para decir. Tengo una vida, de largo a largo, en los pasillos de los vagones, viajando de punta a punta, pues la familia tiene una casa en Manzanares, que era la de los veraneos desde que nací, y antes de ver la luz todavía. Y qué decir de los kilómetros. Voy a contar nada más que los últimos 25 años y diré que por parte muy baja –es decir contando sólo dos horas diarias durante cinco días– por lo menos 13.000 horas de mi vida transcurrieron allí. A un promedio bajo de 35 kilómetros por día transitados sobre las vías, llego a la conclusión de que he recorrido por lo menos 227.500 kilómetros últimamente. Y más, pero no los cuento.

35 Esto sólo son 61 vueltas completas alrededor de la Luna y 17 alrededor de la Tierra. Eso es una amistad íntima. Y no es la única ni la más vieja que tiene el tren. Uno termina conociendo cada nuevo y viejo traqueteo, cada parada obligada. En una época fue el puente de Juan B. Justo, antes de Palermo. Otra vez, durante mucho tiempo, el puente sobre el camino de Cintura, entre Hurlingam y El Palomar. Los viejos rápidos con improvisados cowboys jineteando vagones, parados inconscientemente en los techos. Vi cómo la línea llegaba siempre a Cabred, cómo se acortaba después hasta Pilar, como se detenía en José C. Paz y casi no iba más lejos. Uno termina conociendo cada guarda, hasta puede distinguir máquinas, vagones, maquinistas. Hubo un tiempo en que la retahila de vendedores ambulantes no era todo lo interminable que es hoy. Adocenados, fatigantes, improvisados. Necesitados. Quedan honrosos casos de profesionales de la venta, siempre vendedores, siempre voceadores de libros, de ofertas de ocasión. Personajes del tren, connaturales con él, incorporados a él. Cómo algunos ciegos, algunas viejecitas, algunos guitarreros, que ahora se ven poco. Desde hace unos años, advertí que los espacios y los asientos se volvían más angostos (ay, para los de piernas largas), que al “reciclar” los vagones estaban mejor pintados, mejor tapizados, más limpios. No siempre más cómodos. Los “muchachos” siguen jugando al truco ruidosa y festivamente en el furgón. En un tiempo todos los vagones fueron “para fumar”, después algunos sí y otros no. Ahora, ‘el aire puro viaja en tren’.

36 Y todos los fumadores hemos terminado yéndonos a fumar al furgón, como corresponde. Esas vueltas a Bella Vista al atardecer, a la tarde-noche, a la noche. Esos encuentros casuales. O esos desencuentros intencionados que permite el tren. Para un poco de charla en los asientos enfrentados, o un libro en la semiluz de los vagones. Completar un sueño incompleto a la ida. O el sueño de la vuelta, que nos lleva quién sabe a qué otra estación de la vida, que no es la nuestra. Esa discreción para la huída o esa ocasión para la vida social transeúnte no obligatoria, ese mundo completo que es el tren, personalmente me resulta inigualable. Me dicen que se va a y se vuelve de Buenos Aires por otros medios. Sé que existen los mitos y en cierto modo a algunos de ellos les tengo respeto. De modo que puedo creer sin dificultad en charters, combies y otros animales mitológicos. Animal por animal, prefiero el dragón humeante, que en materia de mitos creo que es el más respetable de todos. Y para más intimidad, de sus dominios rescaté una princesa, como en los cuentos.

14 HOJAS SECAS Parece que hay dos escuelas. Una ha establecido un tratamiento ceremonial para las hojas secas caídas de los árboles. Se trata de no quemarlas, apilarlas, llenar baches de calles de tierra, o pozos del jar-

37 dín, o esperar que alguien se las lleve de la vereda o de la calle. La escuela contraria -no menos piadosa y ritual en lo que a ceremonias se refiere- tiene la pasión del fuego. Ambas se ven sometidas a la disciplina de juntarlas, como se pueda: escoba, escobilla de acero, escobillón, rastrillo. Tarea de niños a regañadientes para los días sábado; tarea para el abuelo, a cualquier hora -y si es con sol mejor-; tarea para el padre residente de los fines de semana en su pueblo dormitorio de lunes a viernes. Eventualmente tarea para madres, en las veredas o patios acaso. O para empleadas o para jardineros, profesionales del asunto. Hay una legión de juntadores de hojas secas. Anónimos, desganados, industriosos. Improvisados o concienzudos, pero en general eficaces. Con todo, hay un pecado en el mundo de las hojas secas. Eliminar el árbol para que no las produzca. Se conocen casos así: "los árboles son sucios", es la consigna. De allí muchas veces viene la poda criminal. La tala, la mutilación. Sin embargo, ese es otro capítulo. Grave en materia de vegetación, pero que ahora no viene a cuento. Ahora, la cuestión es que las hojas secas dividen el mundo. Hay que ser honesto. Me encuentro entre los quemadores de hojas. Soy del número de los que, con primitiva fascinación, ven levantarse las breves llamitas, el hilo de humo difuso y anémico, un humito que toma vigor efímero para perderse en la humedad de las infiltradas hojas semiverdes, esas que se pasan al bando de las secas absolutas, con sólo caerse de las ramas. Un humo que resulta perdurable, al fin, de un día para otro.

38 Debe respetarse en cierto sentido a los que militan en la escuela apiladora. Pero no debe llevarse ese respeto tan lejos como para no advertir que los apiladores parecen preocuparse más por juntar y apilar que por darles a sus pilones un último destino. Cuando han terminado su tarea se les abre un horizonte desdibujado. ¿Qué hacer con los pilones de hojas? Muchos dan vuelta la cara, de espaldas a su obra, ya huérfana de gloria, sin meta. Creo que el fuego es mejor. Puede ser que haya razones en los libros de botánica. Puede ser que los sacerdotes de la religión del medio ambiente tengan un decálogo con mandamientos tales como "no quemarás" y cosas por el estilo. Puede ser que haya coincidencia entre los botánicos, los custodios del ambiente y los ediles y sus reglamentos municipales. Creo, sin embargo, que cuando todavía no había libros de botánica, sino plantas y árboles; cuando aún no había ambientalistas, sino mundo; cuando ni siquiera había municipalidades, ni municipales; creo, digo, que ya había hojas secas y hombres -y sobre todo niños- y había fuego. Tres cosas que se unieron naturalmente. Estoy del lado de los niños en esta materia. Y los chicos están entre los quemadores de hojas secas o, mejor aún, entre los espectadores gozosos del fuego y del humo de las fogatas de otoño. En esas tardes ya casi frías, un poco húmedas, mientras se vuelve de algún lugar, cuando ya pocos andan por afuera, en la perspectiva de una calle cualquiera, se ven brumas de humedad mezcladas con las brumas del humo de las fogatas de hojas secas. Y uno siente por alguna razón antigua, que ha llegado a casa. Y el humo leve le dice, por alguna razón más vieja que la ecología, que hay alguien en casa, esperándolo.

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15 ENCERRADOS AFUERA No es cuestión de discutir: es un hecho. No es cuestión de negar su existencia. Están allí y crecen en número, cada vez hay más. Se puede tratar el asunto con absoluta prescindencia. Se puede contar cuántos son, cuáles son sus características, su tamaño, sus límites, si tienen árboles viejos o nuevos, si tienen golf, polo, tennis o no, club house o no, cerco verde o no, casas lindas o no, seguridad o no, asfalto o grava. Y así. Pero existen y se multiplican. Son los llamados “barrios cerrados”. No son de ninguna manera exclusivos de Bella Vista, los hay por todos lados, y se los cuenta por cientos en torno a Buenos Aires. Cada ciudad, cada lugar tiene los suyos. Y no solamente aquí, también en otros países, por lo que he visto. Y son muy parecidos a los que se ven por estas tierras. Sociólogos, arquitectos, filósofos, políticos los analizan, los describen, los critican y los ponen a su turno bajo los moldes de cada una de sus lupas. Las inmobiliarias los alaban a coro. Son uno de sus negocios predilectos. Comprar terrenos, cercarlos, “raviolarlos”, darles los servicios, poner las casillas de seguridad, “parquizarlos”, vestirlos como de domingo y sacarlos a la venta. Son la panacea de los que quieren huir de la ciudad a otra pequeña ciudad artificial en medio o cerca de otra ciudad natural, más chica que la ciudad de la que huyen. Como si dijéramos un poco de ciudad envasada y perfumada, sin las excrecencias de la ciudad real, sin las notas bullentes, variadas, agradables y desagradables de la vida real.

40 Se puede ser ascéptico: un modo de vivir al final de los ‘90. Al final del siglo y del milenio. Un modo como cualquier otro de vida en sociedad. Con la excepción de que afuera queda todo lo demás. Adentro, un mundo para disfrutar sin dolor –no porque no vaya a haberlo, sino porque no se espera que lo haya, reduciendo al mínimo posible sus causas–, un mundo para disfrutar sin líneas de horizonte quebradas por la pobreza o la irregularidad de lo diverso y gris, propio del reino de este mundo. Un mundo seguro, ordenado, sonriente, brillante, podado siempre, regado siempre, limpio siempre. Un mundo de publicidad de auto nuevo, de familia tipo, de sociedad espartana dispuesta a eliminar lo deforme, lo irregular. Lo demás queda afuera. Debe quedar afuera. Encerrado afuera. De Bella Vista, siempre me gustó ese aire a mezcla que tenía casi sin querer. Me parecía que la diversidad de casas, quintas y casitas de barrio, tierra y asfalto, de albañiles y abogados, de más o menos ricos y más o menos pobres, de más o menos lindos, toda esa multiplicidad no alcanzaba a afectar una cierta unidad. No le impedía –y en todo caso acentuaba– un carácter, que siempre me pareció propio de nuestro pueblo. Me parecía que la uniformidad no impedía la variedad. Que lo característico no cercenaba las características. Para más datos me parecía un curioso rasgo de la vida tal como es y por ese lado, me parecía un rasgo cristiano de Bella Vista, quizás, seguramente, no intencional siempre. Quizá como un resabio, quizá no perfecto. Pero un resabio deseable.

41 A mi gusto, el barrio cerrado arruina el paisaje social, crea una privacidad artificial por lo que tiene de comunitario más que por lo que parece tener de egoísta. Por lo que tiene de diseño intencional de una sociedad arquitectónicamente perfecta. Empalagosamente perfecta, pretenciosamente perfecta. Bella Vista tiene motivos para lamentar la llegada del progreso del asfalto invasivo, del humo invasivo, de la velocidad invasiva, del ruido invasivo. El progreso de la privacidad invasiva también llegó a Bella Vista, de la mano de los “buenos negocios”, de la mano del talante presuntuoso que parece que nos es tan característico a los hombres de este fin de siglo. Lástima.

16 FIN DE CURSO Hay varios modos de ver el fin del año. Unos hablan de balances y se llenan de cifras, adrenalina de pérdidas y de ganancias, para ver si el año valió la pena. Otros llegan con el furor de los proyectos, porque saben que está ese tramo impune, irresponsable, que no pide nada, hasta marzo o abril, y que no hay obligación de llevarlos inmediatamente a la práctica. Para algunos, el fin es el fin del trabajo por un rato. Para muchos de ellos con el fin vienen los lugares de vacaciones, que no son

42 solamente las vacaciones, sino elegir el lugar adonde se estará de vacaciones. Como si quedarse y no salir fuera morirse y no trabajar no fuera descansar. Calor, residuos de cansancio, fin. Las mañanas distendidas, sin apremios, sin reloj. Desayunos lentos, piletas refrescantes, partiditos de fútbol súbitos, asaditos arreglados la tarde anterior. Brindis inmotivados, siestas motivadoras. Tiempos baldíos. Libros demorados. El diario leído de la primera hasta la última página, no por interés, sino porque hay tiempo. Con todo –y antes de que el fin sea todo el fin–, hay un rubro lleno de vida, lleno de colorido en Bella Vista. No es una novedad que son muchos los chicos que viven aquí. Muchos no es un figura ni una metáfora, es un número casi exacto. Muchos son muchos. Y donde hay chicos hay colegios. Y donde hay muchos chicos hay muchos colegios para muchos chicos. Y en Bella Vista hay de verdad muchos chicos y un número proporcional de colegios. Con una población normal para una ciudad de las características de la nuestra, la proporción de menores de 18 años es altísma. Si cuento al azar, entre diez familias de amigos y conocidos se suman con facilidad setenta u ochenta niños, casi todos menores de 18. Esos chicos en su casi mayoría van al colegio en Bella Vista. Y para casi todos, el fin de año es una seguidilla de actos, representaciones, obras de teatro, muestras de gimnasia, conciertos, bailes, disfraces, escenografías, aplausos, vivas, silbidos, gritos, nervios de último momento, sonrisas, filmaciones, fotos. Y todo con la consecuente preocupación y ocupación de madres costureras –muchas de ellas por un día, o una noche–, de madres improvisadamente escenógrafas, coreógrafas, tramoyistas, directoras y hasta actoras. Abuelos y padrinos. Y padres con o sin celular –sensa-

43 tamente apagados o insensatamente prendidos–, en mangas de camisa, recién llegados de Buenos Aires o de quién sabe dónde, la corbata a medio ajustar, con la cabeza todavía en el negocio, en el expediente, en el problema, en el sueldo peleado, en la discusión con el jefe, con el socio. Y con los ojos en los chicos, o con los ojos en la máquina de fotos o en la filmadora, y la sonrisa en los labios. Muchas veces tratando de entender que ése que está allí es su hijo, aquella es su hija. Y que en ese patio, en ese jardín, en esa silla o butaca, por un momento él es un invitado de su hija o de su hijo, que lo convoca para mostrarle otro modo de entender y decir fin de año. Y el mundo de padres y de madres y de chicos y de maestras y maestros, por un par de horas, se vuelve un teatro con retazos de hadas, de gauchos, de magos, de paisanas, de robots, de árboles, de olas, de dragones, de vacas, de títeres vivientes. Y hay que ver la seriedad de los chicos. Mirando a las plateas en donde –y Dios no permita lo contrario– están los únicos pares de ojos que les interesan. En Bella Vista, para mí como para muchos, ese territorio del vértigo y el cansancio acumulado que llamamos fin de año –mucho antes que los planes y las fiestas, y las vacaciones y un irse o un quedarse– es un pueblo de chicos con disfraces, es un escenario, es un aplauso tras otro, en un lugar o en otro, un día tras otro, durante un breve tiempo. Antes del fin.

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17 PESEBRE

Según dicen los que saben, el pesebre tiene su origen en San Francisco de Asís. No parece que haya que tener pasión desmedida por la historia científica. Si hay una venerable tradición hay que respetarla. Algún motivo tiene. Y así será en este caso, más allá de que la historia confirme o no lo que dice la leyenda. Doy por bueno, con la autoridad de otros, el origen franciscano del pesebre y de esa representación del Nacimiento. Porque parece de una sabiduría honda recordar cuáles son los orígenes del cristianismo. No tengo intención de hacer un debate teológico sobre este punto. Pero es cierto que la vida del cristiano tiene en esas pobres maderas, en esa económica caverna o casucha, poblada de ovejas y cabras, de asnos y de bueyes, un recordatorio inmejorable de cómo lo grande y lo glorioso, lo enorme y divino, aparece casi siempre a los hombres como despreciable, como mínimo, insignificante. Como falto de brillo y hasta de interés. El cristianismo es pura paradoja para los ojos mundanos, para los que se enceguecen con los relumbrones de la riqueza, del poder y de la fama. El cristianismo trata de decirle al hombre, de todas las maneras posibles, dónde está lo que verdaderamente vale, dónde el verdadero Señor, dónde el verdadero Rey. Y trata de decirlo con realidades y con simbolos. Y el Pesebre, además de haber sido una realidad, es un símbolo. Quiere decir precisamente que el cristiano sirve y ama a un Dios

45 invisible que cuando se hace visible no quiere ser amado porque haga prodigios, cosas fastuosas, impresionantes, deslumbrantes. Aunque también tiene un sentido material, esto está más propiamente en relación con lo espiritual que con lo material. Estas consideraciones tienen algún fundamento por estas horas en dos hechos. El primero se refiere a la cantidad de pesebres –vivientes y artísticos– que suelen organizar, en estos días, madres, catequistas y sacerdotes en Bella Vista. Niños que se ilusionan con disfraces de Magos, de pastores, y hasta de ovejas. La ilusión de las chicas por llegar a hacer de Virgen María, la dignidad con la que se paran pequeños barbados junto al pesebre haciendo de San José. El desafío de encontrar un niño de verdad que haga de Jesús Niño. Y en Bella Vista, como ya se sabe, niños no faltan. Hay una pasión aquí por los pesebres vivientes y muchas casas se alborotan por estos días para reproducir la escena del Nacimiento. Y uno alcanza a ver dos o tres por semana, si tiene suerte. Y tiempo. Pero hay otro hecho curioso. No hace mucho tiempo –y, en realidad, no sé con cuáles fundamentos, pero para el caso tanto da– Bella Vista designó un patrono para la ciudad. La elección recayó precisamente en San Francisco de Asís. De algún modo la coincidencia vale la pena. Y vale la pena que haya muchos pesebres en la ciudad que se ha encomendado a quien la Tradición le atribuye la representación de aquellos Nacimientos teatrales, hechos para homenajear al Niño y para hacer entender por símbolos lo que todo cristiano debe entender. Sea como fuere.

46 Ojalá que ambas cosas sigan siempre juntas en nuestra ciudad. Y que San Francisco, patrono de los pesebres y patrono de Bella Vista, nos haga cada vez mejores actores. Dios quiera que nos haga mejores burros o bueyes, si es que tenemos que ser burros o bueyes, que nos haga mejores ovejas, mejores Reyes, que nos haga mejores pastores y hasta mejores estrellas o camellos. Pero que cada uno sea además, no importa lo que le toque, mejor Niño Jesús, más parecido a Él. Que para hacernos mejores y más parecidos a Él es que vino. Y quizás por eso también –y aunque no lo sepamos– haya resultado San Francisco de Asís patrono de Bella Vista. Para que termine resultando una ciudad llena de niños, una ciudad llena de Pesebres, una ciudad verdaderamente cristiana.

18 CARAS EXTRAÑAS Seguramente estas son palabras de un tango para muchos. Para otros, son el tono de Bella Vista desde poco antes de la Navidad y hasta poco antes de las clases. No se trata de criticar y lamentar la presencia del “extranjero”, ni de cerrarse en nuestro modo habitual y peculiar de ser. Pero es cierto que para los que nos quedamos en enero y febrero, el transitar por los lugares comunes y corrientes como si estuviéramos en otro lugar, no es agradable.

47 Presencias fugaces detrás de las que se adivinan otras costumbres y otros hábitos, otros modos de salir a la calle, de ir a misa, de salir a comprar, de pedir y dar las cosas de todos los días, hasta de vestirse. Autos desconocidos, con calcomanías desconocidas y portaequipajes nunca vistos. Niños diferentes –siempre chicos, pero diferentes–, madres de otro estilo, padres de otro modo. Siempre familias, habitualmente, pero otras. Es como un sueño raro. Se nota en las calles, en los lugares de la comunidad, en las mañanas recorridas por los corredores sudorosos de stress o de kilos de más. Gordos y cansados que uno ya conoce, ahora se transforman en nuevos. Insisto, no se trata de odio al otro, a lo distinto. Sobre todo porque en este caso lo distinto es nada más que distinto, la mayor parte de las veces, y simplemente son desconocidos. Y no anormales o perversos. Pero nada quita la impresión de que por unos sesenta días Bella Vista es una ciudad ocupada por tribus trashumantes, nómades, que precaria y momentáneamente se asientan en nuestra comarca. De esas oleadas migratorias he visto muchas veces quedarse remanentes. Algunos creen descubrir algo que les encanta y se vuelven a sus lugares de origen con el gusanito de volver e instalarse definitivamente, por el aire, por la gente, por los chicos. O vaya a saber por qué, porque es más barato que otros lados lindos y es lindo también, porque está cerca del centro por las autopistas, por esto o aquello. Y así como se los ve distintos, con el tiempo muchos de los que vienen y terminan quedándose van transformando lo conocido y habitual en algo distinto también. Y de distinto a veces pasa a extraño. Quizás sea una ley de la historia de las ciudades como las nuestras, quizás sea el curso de las cosas que por cientos y cientos de años

48 ha hecho que un lugar que no era España terminara transformándose en España, por oleadas de distintos que pasaron y se quedaron; o así se hizo Italia, Grecia, Roma y el mundo entero. Puede ser. Pero verlo ocurrir es distinto. En un libro de historia, con mapas e ilustraciones, el maravilloso movimiento de la humanidad buscando pasturas, agua, tierras nuevas en la Tierra, bajando de las montañas a los valles, es un espectáculo para la imaginación. Pero eso es en los libros de historia. En la vida de todos los días, la geografía del pueblo cambia y se transforma brutalmente en asfaltos veloces, en árboles talados, en casas nuevas, en calles que no existían, en gigantes supermercados, en estaciones de servicio. Y en medio de todo ello, por dos meses al año, tribus que emigran, pasan, y se asientan temporariamente. Eso es nada más que caras extrañas. No es historia, no son mapas coloridos, no son ilustraciones de razas y pueblos perdidos. Son gente común y corriente, pero extraña. Y que yo sé que ahora vendrán.

19 FRANCESCA Los franceses –algunos franceses– estuvieron entre los fundadores del pueblo de Bella Vista en la versión ciudadana que hoy conocemos. Antes, posta de carretas en el camino a Rosario, traza de ferrocarriles que no fueron, enlace con el antiguo Morón, río noble de épocas de Reconquista y Defensa en tiempos de invasiones inglesas beli-

49 cosas, Bella Vista es muchas cosas al mismo tiempo. Superpuestas, olvidadas, rescatadas. En todo caso, puede decirse que Bella Vista es tan francesa como Hurlingham es inglesa y El Palomar es alemana. No lo son stricto sensu, pero bien puede considerárselas así. Tiempo atrás, el pueblo de los franceses eligió un patrono. Se supone que un custodio que protegiera y un modelo para imitar. Y eligió un santo: San Francisco de Asís. La primera curiosidad a propósito de esto es que según una piadosa historia el santo que eligió Bella Vista no se llamaba como lo llamamos. Se llama hoy como le decían. Francisco parece que en realidad se llamó Juan, hijo de Pedro, de la familia de los Bernardone, en Asís. Francesco –Francesito o Francesillo– le dijo su padre quizás por primera vez, después que, habiendo viajado por negocios a la Francia, volvió fascinado con el país y la cultura de los francos. Así que parece que con el mismo nombre lo apodaban sus amigos y conocidos, pues el joven vivía recitando la poesía de los troubadours franceses o provenzales, tan de moda en aquellos días del siglo XII. Juan, era un Francesco, un afrancesado, en épocas en que Francia tenía algo más y mejor que perfumes, modas, la férrea Tour Eiffel, champagne. Tenía poetas gloriosos, profetas curiosos y reyes sabios y santos. Enormidades que después –tal vez después de la hoguera en la que quemaron a Juana de Arco– fue más difícil encontrar en la Douce France de la Chanson de Roland, o en la Fille Ainée de l’Eglise de Carlomagno o San Luis. Es probable que por aquellos años el patrono de Bella Vista pensara más en los poetas y en las hazañas de este mundo y que su entusiasmo fuera de una cierta alocada ingenuidad.

50 Pero, un día, todo cambió y sus afanes mundanos y guerreros se volvieron con él a su casa en forma de mística mortificación y oración. Primero una especie de caída en su camino a Damasco –en realidad hacia una guerra con la vecina Perugia–, además de sueños, voces y apariciones, hicieron del joven afrancesado un curioso ejemplar que miraba las cosas del mundo con una mirada que espantaba a los sensatos y hacía sonreír con benevolencia a los prudentes. Para peor, miraba las cosas divinas con la misma mirada. Y allí también los sensatos y prudentes se espantaban y sonreían. Y el Francesito de Asís inauguró un tiempo y un modo de ser cristiano incomparable. Como su Rey y su Señor, la vida de Francisco antes y después de la muerte estuvo sujeta a tironeos. Muchas veces, los que lo proponen con una sonrisa seráfica, inocente, naïf, olvidan al hombre estigmatizado, con las heridas de Jesucristo en la carne de un simple hombre, abrazado del principio al fin a los chancros de los leprosos. Quienes lo quieren ver sólo viviendo en la pobreza real con un pan de alegría no ven que no era la ideología de ser pobre, sino la felicidad de una imitación de Cristo. Se lo tironean los ecológicos porque estaba hermanado a la naturaleza. Pero él vivía esa hermandad con minúsculas, pues con mayúsculas pensaba en el Padre que los hacía místicamente hermanos. En fin, hay mucho para saber y para pensar en torno a San Francisco de Asís, según me parece el apropiado patrono reciente de Bella Vista. Una Bella Vista francesca. Quizás franciscana, que es un modo de ser cristiano, exigente y humilde, alegre y sufrido. Porque así creo que se sentía Francisco. No creo que quisiera ser franciscano. Sencillamente cristiano. Que no es poco.

20 EL AÑO QUE VIENE

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Hoy es 28 de diciembre de 1999. Para todos, creo que para todos, el año que viene es un año diferente. Va a dar un poco de impresión escribir la cifra, después del 1º de enero. No es el caso discutir un hecho, porque dos mil años son dos mil años. Pero, quizás –también creo–, estamos ante el caso de una más de estas obras maestras del consumismo. Estamos consumiendo una cifra, como si fuera un fetiche; estamos consumiendo una ansiedad –insisto, sobre la base de un hecho cierto: es la primera vez que asisto a un cambio de siglo...y de milenio–; estamos consumiendo un miedo, un hambre de profecías inconsistentemente terribles y de esperanzas inconsistentemente optimistas. Es un hecho cierto, como decíamos, el que los milenios impresionen al hombre que los enfrenta. Pero no es menos cierto que no estamos enfrentando ni el año 3.000, ni 5.000, ni diez mil: estamos ante dos mil años de alguna historia. Y algún minuto habría que dedicarle a lo que ocurrió en el primer minuto de esta sucesión que celebramos. Si no lo hiciéramos, celebraríamos la cifra por la cifra misma, como para jugarle unos pesos a la quiniela. No, esto es más que soñar con un número, es más que un lindo número (porque es un número redondo). Esto no es solamente un número. Y como tal hay que tratarlo, aunque más no sea para no sentirnos tan huérfanos de sentido en las cosas que hacemos.

52 Usted, usted o usted, cualquiera de nosotros, ¿por qué miramos estos 2.000 años con esta mirada expectante? Debe haber una razón para que podamos calibrar de un modo sensato esto que habrá de ocurrir. Y para lograr zafar de la trampa del fetiche, del mero consumo, de la fiesta vacía de sentido, no solamente hay que instalarse en el tercer milenio, en el 2.000. Hay que mirar para atrás. Lo que ocurrió hace dos mil años –y que marca el tiempo de todo el mundo hoy por hoy, cuenten los años como los cuenten (ni los chinos, ni los rusos, ni los árabes, ni los judíos, ni muchos otros pueblos cuentan como nosotros)–, es para los cristianos el hecho más importante de la historia completa, y no solamente de la historia reciente. Toda la historia, y no estos años solamente, son un tiempo que los cristianos miramos de un modo atento. Y por ello consideramos que el episodio de la encarnación del Verbo –así se llama a la aparición de Jesucristo en la historia– es el centro y el eje de la vida humana. Y esto ocurrió hace dos mil años. Sin eso, los dos mil años no significan nada. ¿Nos atreveremos a fijar nuestra mirada en esos hechos? ¿Nos atreveremos a un alegría más grande que la mera risa? El 2.000 es una ocasión para recordar nuestra historia y nuestro verdadero destino. Festejar por festejar, uno bien podría preferir el mejor motivo. Parece lo mejor. Pero, ¿nos atreveremos a mirar el origen de estos dos mil años? Dios quiera que el corazón entienda y sienta una alegría más grande, mejor, más verdadera, que la simple acumulación de ceros, de números en la hoja del calendario. 

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TUTTO IL MONDO É UN PAESE La frase la dejé de oír cuando murió mi padre y los hermanos de mi padre, después. Era un dicho que repetían mis abuelos italianos y mi padre y mis tíos la heredaron y yo de ellos–, uno de Parma y la otra del Piamonte y de allá trajeron el dicho. País y paese vienen de ‘pagus’, el pueblo chico, la zona, la región, el pago. En francés es igual que en italiano. País acá es toda la Argentina, y el pago es en general el pago chico, así que la traducción exacta sería “todo el mundo es un solo pago chico”. Se usa para decir dos cosas. Nuestro “qué chico es el mundo”, es una. Pero en realidad casi siempre se usaba para decir que lo que pasa en mi pago, es lo mismo que pasa en todo el mundo. Que en la castilla se dice “en todas partes se cuecen habas” (menos acá, que casi ni hay en las verdulerías). Pero si “todo el mundo es un solo pago chico”, “el pago chico es un poco todo el mundo”. Y así es. Como uno vive inmerso en lo propio diario y en lo que tiene dimensión subjetiva porque es propio y cercano, no se da cuenta del torrente de experiencias humanas que se repiten de algún modo. Y no siempre advierte el valor universal de lo particular. No siempre nos damos cuenta de cómo las personas y las situaciones, si bien son únicas e irrepetibles, tienen un valor típico también. Así, por decir lo menos, le sacamos el parecido a las personas. O así aprendemos a resolver problemas que se repiten por lo menos en lo substancial y que forman nuestra experiencia. “Esa cara ya la vi”, “esa actitud ya la conozco”, “ya pasé de algún modo por esta situación”.

54 Bella Vista, nuestro paese, es tutto il mondo. Y hay aquí de todo lo mismo que hay en el tiempo de la historia humana y en el ancho espacio del mundo. Siempre lo más interesante en la historia son las personas, más que los lugares solos. Uno se para en cualquier lugar del paese y ve personas y actitudes que le recuerdan cosas que ha visto, libros que ha leído, hasta películas. Las más pequeñas acciones cotidianas permiten ver ese histórico torrente humano, circulando por las calles que yo mismo transito. Cada casa es única, pero hay allí familias que viven situaciones que los griegos ya escribieron en tragedias y comedias, o en novelas picarescas los españoles, o en terribles escenas Dostoievsky. Hay historias de amor en el pueblo que ya trazó Shakespeare y hay preguntas teológicas o poéticas que le hacen a uno que ya se las hizo Dante o Virgilio mucho antes. Hay por las calles personajes bufonescos, graves, felices, ridículos, taciturnos. Que tal vez ni siquiera conocen a sus modelos históricos o literarios, aunque ellos mismos son en cierto sentido originales a su vez. Hay grandezas y miserias, pasiones desatadas o controladas, que uno ve, grandes o miserables, desatadas o controladas también en las Bellasvistas mexicanas, inglesas, somalíes o indonesias y en las otras Bellavistas que se pintan en las obras de Lope de Vega, de Pushkin, de Homero o en los cuentos persas. Entre nosotros, en el pago, hay Quijotes, y hay duques cobardes, hay soldados fanfarrones y otros heroicos, hay Otellos, hay Voltaires, hay Caperucitas Rojas desobedientes y hay Peter Panes que no quieren ser grandes. Hay Judas y hay Pedros, un poco cobarde, un poco mártir, siempre apóstol. Hay aprendices de brujos, y hay brujos, hay Madres Teresas y hay apóstatas, hay fariseos y hay samaritanos. Hay Nerones desesperados por el poder y el autoelogio, capaces de quemar Roma por gusto, y hay Tomases Moros, dispuestos a perder posición, prestigio, fortuna y buen nombre, por no decir sino la verdad.

55 Puede parecer una mirada fantasmagórica ver tantas cosas únicas y al mismo tiempo superpuestas. Estoy de acuerdo, pero además es cierto. También fascinante, y para nada aburrido, ir viendo en el pago tutto il mondo. Seguramente, no nos diría nada una canción, el arte, la historia, la literatura –o las Sagradas Escrituras– si no contuvieran modelos identificables. Y de algún modo aprovechables en lo que tienen de universales y para siempre. Y por lo mismo reconocibles por nosotros aquí y ahora. Así, entonces, resulta que ese tabernero de la estación es además “el” tabernero, y ese mendigo es “el” mendigo y esa madre viuda es “la” viuda y ese panadero es “el” panadero y ese cura es “el” cura y ese ateo es “el” ateo y esos novios son “los” novios. Es apasionante vivir en una paese que es tutto il mondo, en el que hay de todo lo humano, conocido y extraño, ya sabido pero al mismo tiempo nuevo y misterioso todavía. Claro que eso es posible, pienso ahora, porque todavía podemos saber de algún modo quién es quién y quién es qué. Y eso puede pasar en el pago, mientras es pago en cierto modo chico. Antes de que se vuelva anónimo e indistinto. Y, en vez de decir en Bella Vista con Terencio el romano, ”soy humano y nada de lo humano me es ajeno”, tengamos que decir en Bella Vista lo que el filósofo griego en medio de la plaza de Atenas llena de gente, “busco aunque sea un hombre”. Y no encontremos ninguno que podamos reconocer como tal. Pero, Dios, seguro, no va a querer eso. 

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22 ASOCIACIONES CULTURALES

Hablar de cultura es casi como elogiar al marido o a la propia mujer: no está mal, pero no queda muy bien. Habrá que hablar lo menos posible, entonces. La frase “estoy haciendo cultura”, es, cuando menos, presuntuosa y un poco fanfarrona, pero que las hay, las hay... Es cierto, por otra parte, que la cultura se hace. Y si hay algo, en rigor, que el hombre en cuanto hombre hace siempre, eso es precisamente la cultura. Lo otro es la mera naturaleza dada. Cultura es esa asociación de lo dado con la obra humana. Donde haya mano de hombre, hay cultura. Recordar que la palabra viene de “collere” (cultivar, trabajar la tierra) no es muy necesario, ya se sabe. En todo caso, quizás fuera más útil recordar que esa asociación con la tierra en el cultivo es para el hombre una relación física, a la vez que espiritual. El contacto físico del pie humano y de la mano humana con la tierra es de suyo un bien, tanto para el hombre como para la naturaleza, cuya vocación es estar en las manos del hombre. Poner algo entre ese pie y esa mano que impida o malverse el contacto, será cómodo o no, pero nos aleja de lo dado y de la relación debida con lo dado. Hacer símiles, digamos así, plásticos –y en cuanto símiles, posiblemente fallutos– de lo dado, mucho más. Pretender –con autosuficiencia infinita–obras meramente humanas es amar, como alguien ha dicho, una flor artificial: no le hace falta la luz, no puede crecer. Y aunque parezca bella, es un símil de belleza insípida. El colmo sería cultivar flores artificiales. Pero que las hay, las hay...

57 Para los cristianos, y en este mismo sentido, el mandato del día sexto es el origen de toda cultura: “creced y multiplicáos, henchid la tierra y sometedla...”. Las artes son una forma de cultura, pese a que cuando se habla de unas parece hablarse de la otra exclusivamente. Escribir, cantar, esculpir, bailar, leer, parece ser que está catalogado como cultura. Pero, no es lo único. Un modo de trabajar, de producir, de comerciar, de vivir, hasta un modo de hacer la guerra o de ver la vida, todo ello es tan cultura como lo que más. Hacer cultura le lleva al hombre milenios. Dejar huellas humanas perdurables es algo que no se hace de una sola vez. Y se hace, habitualmente y según muestra la historia, no sólo con espectaculares acciones multitudinarias o personales. Vale, en esta cuestión, el día a día, y el persona a persona, tanto como los grandes hitos arquetípicos. Hizo falta el edicto de Milán para que existiera la Europa cristiana. Pero no era suficiente. Fueron necesarios casi mil años día a día, además. Los magníficos vitrales tienen alrededor miles de piedras aparentemente anodinas que los sostienen. En tanto que la cultura es un signo de lo humano y que las sociedades son una especie de homogeneidad –una unidad en la que habita la diversidad personal, al mismo tiempo–, las sociedades generan conjuntos de signos homogéneos de lo que son: es aquello que llamamos culturas. Así es como decimos: “los argentinos somos así”, “típicamente oriental”, y frases como ésas. ¿Habrá una cultura mejor que otra? En mi opinión, sí la hay. Como hay un camino mejor que otro.

58 El hombre es el que está detrás de una cultura. Y si la cultura es signo de lo humano, y lo humano es algo determinado y no cualquier cosa, y esto que es se puede conocer, la cultura que signifique mejor lo humano –todo lo que el hombre es–, será mejor. Como el camino, la cultura debería llevar al hombre hacia algún lado: su plenitud. Pero esa debería ser la finalidad de toda forma de cultura: buscar significar lo humano lo más y mejor que pudiera hacerlo, llevarlo del mejor modo hacia el mejor fin. En la medida en que falle en ese propósito (si no acierta o si tergiversa), será menos y peor que la que acierta. Motivos semejantes, por poner ejemplos conocidos, parece tuvo Roma para echar sal sobre los cimientos humeantes de Cartago. O la Iglesia para evangelizar y al mismo tiempo civilizar. Roma era mejor que Cartago. Y el cristianismo mejor que el imperio romano. Y esto en cuanto a la concepción de Dios, y del mundo y del hombre y de sus obras, entre ellas, la vida social. ¿Y las asociaciones culturales? Se supone que cultivan y promueven el cultivar. Se supone que tienen como finalidad al mismo tiempo hacer un camino y hacer el caminar. Dan el ámbito para mostrar los signos propios de una comunidad y generan esos signos, a la vez: la hacen distintiva, la significan. Y, además de ayudar al hombre a que llegue a algún lugar, pretenden exhibir la concepción que tienen del hombre, de la sociedad que él forma, de la cultura que debe significarlo. Hasta de la propia asociación. ¿Y las asociaciones culturales en Bella Vista? Y, en Bella Vista, que las hay, las hay...

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SOBRE FICCIONES Y OTRAS PLUMAS Muchas veces se nota que el que escribe o habla no sabe de qué habla. Otras veces, no. Lo hace con tanta frescura, con una retórica tan pulida y florida, que la fronda oculta los huecos. Una definición que todavía recorre alguna que otra redacción, dice que el periodista es aquel que puede escribir sobre casi todo para gente que en general no sabe casi nada. Pero esto no es nuevo. Desde que tenemos memoria escrita sabemos que hubo plumíferos de todos colores. Y que algunos –como los famosos sofistas griegos, desde quinientos años antes de que comience nuestra edad– hacían fortunas con sus dotes de palabras sin respaldo. Como cheques sin fondos. “Alfareros de realidades ficticias”, así los llamaba su contemporáneo Platón. Claro que, más cerca de nuestros días, ha habido notables escritores, cuyas vidas serenas y pacíficas, hasta pueblerinas, no les han impedido ser los padres de aventuras infinitas. Dejemos de lado a aquellos que han viajado por el espacio exterior, porque se les puede admitir que no hubieran auscultado en persona las insondables profundidades intergalácticas. Dejemos de lado a los autores de deliciosas –o hasta los de las más absurdas– novelas policiales. ¿Quién les pediría que empuñaran un arma, y la usaran con éxito, nada más que para saber de qué están hablando?

60 Pero siempre llama la atención el caso de notables escritores que todavía, y pese a todo, hacen las delicias de sus lectores. Es el caso de, por ejemplo, Julio Verne o Emilio Salgari. Así fue que el francés con sus vueltas en globo, en submarinos, o al centro de la tierra, nos hizo alguna vez estremecer y nos fascinó las cabezas juveniles o adolescentes, llenándonos de detalles sobre extraños pueblos y costumbres, abarcando ancho mundo que jamás vio. Más curioso es el caso del italiano. El padre del magnífico Sandokán y sus tigres de Mompracem, en la Malasia, fue un incansable pirata y navegante, guerrero sin par, hombre de acción y de aventuras, que jamás salió de su lugar. Tenía la peculiaridad de que aprovechaba los beneficios del saber enciclopédico de su tiempo y así fue que animales, plantas y geografías exóticas, tenían un respaldo “científico” en las páginas que incansablemente fatigaba Salgari, para adornar con esmero sus aventuras de viajes, expediciones y piratas. Pero esto tenía sus ventajas notables: la imaginación iba y venía por un mundo de ficciones que merecía respeto como una notable invención. Es la vieja substancia del sueño y de las imágenes, del símbolo y de las metáforas, de seres que el hombre es capaz de hacer en su interior y que, vestidos para la ocasión, salen a poblar las páginas de miles y miles de novelas que en el mundo han sido, y que serán. Desde mi punto de vista, es tanta la realidad ficticia que se consume desde los primeros años de vida, tanto lo que desconfiamos de la verdad que crean o transmiten los noticieros y los diarios y los documentos “reales”, tanta la indiferencia frente a la línea que divide lo verdadero de lo simplemente inventado, que de algún modo esto ha tenido la desdichada consecuencia de hacernos perder el sabor picante de lanzarnos a un viaje de la verdadera imaginación. Es útil, también emocionante, la vida del corresponsal, del testigo a la distancia, del hombre en el terreno, que nos va contando –haciendo de sus ojos y oídos nuestros ojos y oídos– lo que vemos cuando él lo ve.

61 Sin embargo, es necesario que a cada cronista, a cada plumífero, corresponsal o simple escriba, le pidamos que ejerza su oficio de ojos y oídos del que está lejos de los miles de hechos del mundo, sin invadir el mundo mágico de la ficción narrativa. Es menester reivindicar a Salgari y a Verne, patronos de los abuelos que cuentan cuentos sabrosos, mientras se hamacan en un sillón. A los de su clase les debemos viajes, aventuras, selvas y pantanos, montañas y tribus, volcanes y cocodrilos, piratas y dirigibles. Su misión entre los hombres es antigua y noble. Al periodista podemos exigirle algo menos: que nos cuente simplemente lo que está pasando.

24 CADA CUAL ATIENDE SU JUEGO Cuando los chicos jugaban al Antón Pirulero cantaban aquello de “Antón, Antón, Antón Pirulero, cada cual, cada cual, atiende su juego, y el que no, y el que no, una prenda tendrá”. ¿Hay que ser muy viejo para acordarse de eso? Si es así, perdón por la memoria y perdón por deschavar a alguno que no quiere que pasen los años. A veces me acuerdo de eso cuando veo a Bella Vista –la Bella Vista que yo veo, al menos– como un gran patio de colegio o como un juego de chicos –de chicos chicos–, donde cada cual, cada cual, atiende su juego. ¿Estará mal que cada cual atienda su juego, su idea, su plan, su visión de las cosas, su modo de hacerlas? No parece, a primera vista,

62 que estuviese mal. Uno le pone su estilo a lo que hace, porque somos individuales. Claro que como estamos abiertos a la otridad, también descubrimos que somos o podemos ser como el otro, pensar como el otro, hacer las cosas como y por lo tanto con el otro. En algún punto, sin embargo, debemos acordar –sentir con el mismo corazón– sobre las mismas cosas para que el juego sea común, sin que nuestra participación en el juego deje por eso de ser personal, hasta personalísima. Generalmente, conviene que los acuerdos sean sobre lo fundamental. Tiene valor, aunque bastante menor, el acuerdo sobre lo accidental. Supongamos que un matrimonio tuviera acuerdos sólidos respecto de su gusto común por el color marrón claro, aunque difirieran profundamente sobre el valor de la fidelidad conyugal. Suele pasar que la suma de desacuerdos accidentales provenga de desacuerdos más hondos y fundamentales. Por eso, muchas veces se busca, por ejemplo en el ámbito político o diplomático, poner “bajo un paraguas” los asuntos más graves, precisamente para que la convivencia sea llevadera, a la espera de resolver lo que de verdad importa. O la verdad que importa. A veces es un estilo deliberado esquivar los asuntos graves cuya definición puede abrir una brecha profunda, para poder nadar siempre a flote sin peligro. A veces es un estilo deliberado también buscar definir en lo accidental lo que no lo es. Como si dijéramos que el marido le dice a la mujer: “si no nos ponemos de acuerdo en el marrón claro, no creo que pueda serte fiel”. Suena a excusa.

63 Personalmente, y en los últimos tiempos, he visto en Bella Vista una difusión notable del Antón Pirulero. En no pocas actividades, destinadas por definición y en principio a ser comunes, han aparecido a la luz pluralidad de juegos jugados a la vez, casi siempre cada uno de ellos jugado de modo excluyente. A veces por razones fundamentales, otras por razones accidentales. La cuestión sin embargo es que en cada oportunidad lo que aparece con mayor claridad y antes que después, es que las diferencias se dirían profundas, y los desacuerdos raigales. Proporcionalmente, los debates se hacen más recios. ¿Esta es la última postal? Puede que así sea.

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AUGURI (UN SALUDO FINALA LA REVISTA EL JUGLAR)

Non bis in idem, dice el derecho romano. No dos veces lo mismo, ni en los juicios ni en las firmas (porque hay leyes no escritas en los escritos y una dice que en lo posible no hay que firmar dos veces en una misma publicación). Pero, cuando ya se habían entregado las páginas habituales que van al final de esta edición, una invitación obliga a reincidir: el decenio de El Juglar. Y entonces hay que firmar otra vez unas líneas. Podrían ser de circunstancia (sin pompa), o de oficio (no oficialista). Pero no es posible. No con lo que es entrañable (y no se ha dicho propio). Si se vio nacer a la revista, si se la vio dar unos pasos primeros, si se participó siquiera algo de la sorpresa y la alegría que causó su aparición, no es posible. Y si hay que hablar, será para decir apenas dos cosas. Bastante simples, por otra parte. Una revista es un modo de decir. De modo que mientras la revista tenga algo para decir, está justificada. Cuando ya no haya nada que decir –y no se diga que siempre hay que decir algo– será el tiempo de callar: “haz que tu palabra sea de tal suerte que justifique quebrar el silencio”. Y eso es lo segundo: si hay que decir algo, que sea la verdad. Toda la que se pueda. Toda la que haya disponible. ¿Y qué es la verdad? Esa pregunta está mejor en boca de Pilatos. El Juglar no es, ni ha sido, ni más ni menos que lo que es. En una enciclopedia de la historia general de los siglos, quizás no se mencione su existencia. Ni falta que hace. Es posible que haya nacido

65 con el simple propósito de acompañar a una comarca buenamente, sencilla y pequeña en su paso por la historia, durante un tiempo. Como lo haría un juglar illo tempore con los buenos caminantes y peregrinos. Tal vez por aquello de que “un nombre es un destino”. Detrás de estos diez años hay mucho trabajo. Muchos nombres. Cada uno merece una historia y un párrafo. No ahora, no aquí. Se los recuerda igual. Es como el vino. ¿Cuántas uvas llenan una copa? No importa tanto si el vino es bueno. El homenaje, al fin y al cabo, ellas lo reciben igual cuando el que bebe alegra su corazón. ¿Larga vida a El Juglar? Sí, ¿cómo no? ¡Larga vida a El Juglar! Pero, buena: ¡Buena vida a El Juglar! Y a Bella Vista, que en algo se beneficia de la vida buena que tenga todo lo que vive en ella.

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OTROS ESCRITOS

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LA SOMBRA DE LAS DUNAS No hay que lustrar las alas de los planeadores. No lo aconsejan ni la tradición ni la superstición del aire. Para otros se cuartean cuando el sol y la altura combinados resecan la fibra dúctil de los silenciosos aparatos. Igual es inútil esta explicación para conocer la suerte de “La Balandra”, el planeador de C. K. R. Que volaba una regata sobre el desierto del Sahara, esa madrugada helada de marzo. C. K. R. Miraba a media altura desde su monoplaza, la interminable línea amarilla y semicurva del horizonte. Una neblina como de vidrio ya comenzaba a levantarse desde las primera arenas que el sol reverbera a sus espaldas. Media o baja altura según las térmicas y un silencio interminable, duro. Frío adelante y el sol amenazante detrás, como un galope que viene, como un viento que se anuncia y va a llegar inexorable. C. K. R. no mira hacia atrás. Por ahora solamente repasa el sencillo funcionamiento de esa soledad levantada que es el planeador. Poco instrumental. De pronto, recuerda que incluyó una pequeña radio portátil de largo alcance para este viaje. No la prueba todavía pero enciende el dispositivo que anunciará en la base que el contacto puede establecerse en cualquier momento. Más lejos y abajo, el sol comienza a mostrar que la extensión del desierto no es plana y las dunas se muestran como un paisaje coloreado distraídamente y que ha quedado mal pintado. Surcan la arena manchas pardas que deja el rayo de luz al recorrer la superficie del desierto.

69 Los pilotos saben que cuando el sol se eleve habrá que evitar el aire frío que se estaciona sobre la sombra de las dunas y, en cambio, buscar el caliente que sube desde la arena calcinada. Sin embargo, aquel era el año y el día en que el sol se aproxima más a la Tierra en muchos, muchísimos años. Y la particular disposición del desierto esa mañana -mucho tuvo que ver el viento sostenido de la tarde anterior- hacía que casi no hubiera sombras. A veces suelen formarse en esos hondones con forma de taza con hasta kilómetros de diámetro. No este día. No esta mañana casi única en siglos. Lo primero fue una clara sensación de que nada impedía deslizarse a varios cientos de metros de altura sin esfuerzo. Después fueron algunos miles. No era que los simples controles no respondieran, sencillamente parecía que no eran necesarios y C. K. R. dejó hacer a la combinación de viento leve y caliente, sol erguido y avión liviano... y además sin sombras. Lo que siguió algunos lo reconstruyen así, porque nunca encendió la radio. El día fue largo, el sol intenso, el viento caliente y C. K. R. comenzó a darse cuenta de que todo era una corriente ardiente y azul en medio de un cielo que lo custodiaba como a un prisionero. Subió y subió imparable. Debe haber empleado alguna maniobra, sin éxito. Con la base, como se ha dicho, nunca llegó a hablar. Curioso, ese día corría solo él sobre el Sahara, los demás lo seguían o antecedían, en otras etapas. A la meta no llegó, y a ninguna otra parte aparentemente. De los rastreos posteriores -el año pasado hubo uno más, que no dejó ningún resultado- se sabe solamente que el desierto nunca estuvo tan silencioso y “limpio”. Como el cielo ese día.

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IDA Y VUELTA Hace muchos años ya, escribimos acerca de una posada, de una posta de viajeros. Estaba en la estación de Bella Vista, en el andén descendente, el de los que van a Retiro. Y celebrábamos su presencia. Valía por sí misma lo que valía. Pero, valía además por lo que significaba y permitía, en términos difíciles de traducir a cifras. Estaba, sí. Ya no está. En su lugar, hay unas ruinas, una curiosa escultura que conmemora de un modo extraño los tiempos que han pasado. Y los que están transcurriendo. Podríamos considerar lo que quedó como un emblema de nuestros días, en más de un sentido. Muchas cosas han cambiado desde que nos referimos a aquel lugar, al “bar de Roberto” . Lo cierto es que quedó un vacío allí y nada lo reemplazó. Quedó un vacío de calidez, de cordialidad, de amistad. La estación se ha hecho más impersonal, más inhóspita también. Ahora nos queda el deambular de una punta a la otra del andén, nos queda cierta intemperie, nos queda asomarnos a las vías, mirar hacia la calle. Nos queda esquivar a alguien o ir a su encuentro, según el ánimo del día. Pero todo lo que significaba aquel lugar tan humilde como mágico, se nos ha ido. El tren, ya se sabe, tampoco es el mismo, el modo de viajar, la inseguridad, la incomodidad. Es bueno y saludable viajar bien. Pero es probable que uno se confunda y crea que ese módico bienestar

71 (tampoco era un lujo asiático) alcanzaba para catapultarnos al grado de opulencia autosuficiente. Nos pasó hace poco viajar en vagones “nuevos”, recién y mal pintados, de asientos duros, terribles, incómodos, ascéticos. Lo más curioso era que cada fila de asientos, a cada lado del pasillo, tenía una posición fija, una opuesta a la otra. Si el tren iba a José C. Paz, una fila iba de frente y la otra de espaldas. A Retiro, viceversa. Un diseño curioso, grotesco. Y ésa parecía la parte buena. Lo demás era un clima espeso, un aire de desilusión, de pobreza. Como trasladados de pronto a otra realidad, los que viajamos poco a la ciudad, aparecimos en otro mundo. Si nos hubiéramos ido hace unos años en tren de Bella Vista, habríamos salido de un país en muchos sentidos irreal, pretencioso, una copia de mala calidad de sociedades que se consideran a sí mismas ricas, confortables, seguras (a muchos no les importa mucho más). Si corriendo el tiempo hubiéramos vuelto hoy, traídos por el mismo tren, habríamos entrado a otra realidad tan diferente. En el cambio, en la diferencia entre la ida y la vuelta (y un poco en cada una), perdimos bastante de lo bueno. Por ejemplo, nuestra humilde posada de la estación, la que ya era un monumento raro antes. Ahora, ya no está. Y, en su lugar, queda un recordatorio. Tal vez un recordatorio de que no se puede ir de cualquier manera a ninguna parte, por lo que se puede perder de valioso en la aventura. O un recordatorio de que, al volver de viajes extravagantes, tendremos que pensar seriamente en reconstruir aquello que de veras vale la pena, aquello que nos da una identidad, algo que sea nuestro y propio, y bueno. Aunque sólo a nosotros nos importe y a nadie más en el mundo.

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1832 “Es preciso convenir que hay una cosa que trabaja los nuevos estados de América y sobre todo el nuestro, que les impide gozar de los bienes anexo a la tranquilidad y orden. Unos lo atribuyen a que las instituciones no se hallan en armonía ni con la educación que hemos recibido ni con el atraso en que nos hallamos, algunos a la desmoralización consecutiva a una revolución que todo lo ha transformado; no falta quien dé por causa el espíritu belicoso que imprime a una nación una guerra dilatada, pero en mi pobre opinión lo que prolonga esta serie de revoluciones es la falta de garantía que tienen los nuevos gobiernos...” “...El foco de todas las demostraciones ha sido Buenos Aires, allí se halla la cuna de la anarquía, de todos los hombres inquietos y viciosos, de los que viven de trastornos porque no teniendo nada que perder todo lo esperan ganar con el desorden.” Así veía el general José de San Martín a nuestro país a comienzos de la década de 1830. Le escribía desde Europa a Tomás Guido. Unos pocos años antes, en 1828, había querido regresar a la Argentina. No pasó de Montevideo. Por entonces, lo fusilaban al coronel Manuel Dorrego. Se volvió a Europa. Y no volvió hasta que repatriaron sus restos cincuenta años más tarde. Pero, siempre al tanto de cómo seguían las cosas, escribía éstas y otras muchas líneas.

73 Son, sin duda, aprovechables. Hay motivos para creer que San Martín sabía de lo que hablaba cuando se quejaba del modo en que la dirigencia política y social perdía el tiempo y las oportunidades frívolamente, inquietos y viciosos, sin nada que perder (para sí mismos, al menos); y con mucho que ganar (para sí mismos, por lo menos) en medio del desorden que ellos mismos provocaban, con sus revueltas, conspiraciones, zancadillas. Él mismo los había padecido. Los había visto inútiles, mezquinos, inoperantes, traidores, entregados a intereses extranjeros, codiciosos y cholulos, timoratos o al servicio de ideas secretas (de adentro o de afuera), inconfesables. Sabía cuánto habían colaborado a entorpecer la marcha de la independencia, como habían jugado en los salones del puerto con la vida y la sangre de los que peleaban en todas las fronteras, cómo se burlaban con sus conciliábulos de los sacrificios de aquellos como Belgrano, Güemes, el propio San Martín. Estas advertencias y durezas en el juicio de San Martín, probablemente sean tan importantes como sus esfuerzos y triunfos militares. Y a veces, más. Podrían considerarse parte de un extensísimo análisis que nunca dejó de hacer, durante los 12 años de sus campañas en el país y mucho más después, hasta su muerte. Parece que San Martín consideraba que mucho más grave, urgente y fundamental que completar las operaciones militares era completar la tarea política, la arquitectura profunda de la nación. Y parece que murió sin estar seguro de que esa tarea tuviera quiénes la quisieran llevar a cabo. O quiénes pudieran, si llegaban a querer. Parece que 170 años después de aquellas líneas amargas pero certeras, San Martín va a tener que seguir esperando. Y muchos con él. Casi todos.

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FIERRO El asunto parece difícil. Y es difícil. Porque no debe de haber uno más difícil en el orden social y político. Los argentinos estamos desde hace años al borde del abismo. Y siempre a punto de dar un paso al frente. Más ahora. Más en estos últimos años en los que parece que hemos llegado a tocar fondo. Para muchos, todavía faltan épocas peores. Para algunos, nuestro deterioro político y económico es tal que no se saldrá de este pantano así como así. Algunos hablan de años, otros dicen que será por lo menos una generación. En fin, no es fácil saber cuánto duran las cosas humanas que dependen de tantas cosas. Incluida la intervención de lo divino en lo humano. Lo que fuere que vaya a pasar, en parte ya está pasando. Pobreza, hambre, desempleo, inseguridad, violencia. Y todo ello con la secuela que deja en el tramado social y la huella que deja en cada uno de los argentinos, personalmente, no importa cuál sea su situación actual. Seguramente muchos piensan hoy en día cuántas virtudes económicas tendrá que tener quien asuma la conducción del estado. Cuántas buenas recetas económicas y financieras, cuántos planes de reactivación industrial, comercial, productiva y laboral.

75 Hasta se piensa en términos de carismas personales, simpatías, sonrisas, encuestas e intenciones de voto. Especialmente, porque está instalado el hastío, el descreimiento, la sospecha. Sin embargo, pese a lo urgente de las soluciones en materia económica, pese a la necesidad de contar con gente confiable a la que confiarle la nave del estado, hay algo más hondo. Aunque suene extraño, las adversidades pueden templar el corazón, pueden fortalecer el temple de una persona, como el de una nación. Ahí está la historia para demostrar en cuántos casos a lo largo de años y hasta de siglos, pueblos enteros han soportado las situaciones más tristes y hasta abyectas, para resurgir más allá del dolor continuo de la pobreza, hasta de la miseria y de la persecución. Tenemos entre nosotros un ejemplo. Nuestro caso emblemático es el de Martín Fierro. Habrá que volver a leerlo para saber qué le pasa a un hombre después en diez años de infortunio, cómo queda después de perderlo todo: casa, trabajo, hijos, mujer, amigos, un lugar en la sociedad, hasta un lugar en el mundo. Y habrá que volver a leer especialmente sus consejos, al final, en los últimos capítulos de la segunda parte del poema, concretamente en el canto 32, aquello que empieza con “Un padre que da consejos...” ¿Para qué? Para mirarnos en un hermano nuestro, en otro argentino, y con él en muchos. Para no sentirnos inéditos del todo, para no olvidar nuestra raíz, hecha también de infortunios muy parecidos a los que vivimos hoy, causados también por dirigentes políticos, económicos y sociales que no tienen siempre en claro qué somos, qué podemos ser, qué debemos ser como Nación.

76 Pero miremos a Fierro también por otra razón. Podremos ver el temple al final. Podemos ver cómo es deseable pasar a través del infortunio y el dolor. Pero, más importante todavía, qué tiene que quedar de nosotros después del dolor, cómo nos tiene que quedar el alma: serena; dolida, sí, pero sabia; fuerte, sin resentimientos, sin odio; segura de que preservó lo más importante, aunque no le haya quedado nada material. Y lo más importante en el hombre es el corazón limpio, lúcido, fuerte. No gobiernan para eso los gobernantes, desgraciadamente, no incluyen esto en sus discursos y en sus programas de gobierno, tienen a veces ese falso pudor de no meterse con las cosas del espíritu, o tienen el desatino o la malaintención de meterse para mal. Pero aun si los que deberían preocuparse y ocuparse no lo hacen, cada uno puede hacerlo. Verán muchos que no defrauda. Habrá, y hay, textos y reflexiones más consoladores, más hondamente sanantes en medio de semejante crisis como la que corre entre nosotros. Pero nuestro poema nacional, nuestro Martín Fierro, por exótico que pueda parecer, es un compañero de ruta nada despreciable, si lo que importa al final es cómo debe quedar el hombre interior, le pase lo que le pasare. 

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PANCHO HUANUCO Hace unos quince años, cruzando de Tucumán a Salta por los Valles Calchaquíes, a caballo y a mula, cerros arriba, valles abajo, me encontré con un paisano: Pancho Huanuco. Tenía unos inverificables setenta y tantos años. Criador de cabras y ovejas en los cerros. Haciendo trueque, cuando bajaba al pueblo, de lana y quesos por yerba y tabaco. Pocas veces lo vi de a pie, casi siempre montado. Como si fueran una sola figura el caballo y él. Montaba un zaino. Por unos días nos hizo de baquiano porque estábamos buscando caballada. Era analfabeto, pero me recitó fragmentos del Martín Fierro de memoria que le había enseñado un fraile, mientras lo preparaba para la primera comunión, y que, como era despierto, aprendió rápido y nunca olvidó. Una noche de ésas, bajo una morera (que era el comedor de turistas de un curioso “hotel” tapera en medio de los cerros), junto a un viejo amigo, colega y compañero de caminos, comíamos los platos del día. Habíamos invitado a la mesa de mantel de hule a Pancho Huanuco (un apellido indígena, común como otros desde el norte del Perú hasta Tucumán). Había vino. Pancho miraba una luna blanca, llena, brillante, de enero. Hacía bastante frío por la noche. Al fin, como quien se saca de encima un peso, se animó y nos preguntó (más bien, afirmando) si no era cierto que era imposible que hubieran llegado a la luna, como algunos decían

78 en el pueblo. Que allá, a esa moneda de plata, alta en el cielo, alta sobre los cerros que ya son muy altos, no se puede llegar. Animado por la primera confesión, atacó la segunda. Tiempo atrás había sido guía de un ingeniero que andaba por la zona viendo de hacer un camino. Mucho habían andado juntos. Mucho asado, chivito. Muchas mañanas y noches. Hasta que un día, el ingeniero tuvo que irse. Había enfermado. Quiso despedirlo Pancho. Se ofreció a hacerle un asado. El ingeniero le dijo que no podía ya comer carne ni tomar vino, algo del corazón, grave. Nos cuenta, entonces, que un par de años más tarde, más o menos, bajando al pueblo lo volvió a ver. Y dio la casualidad que estaba en el obrador, comiendo asado con otros. Se enojó Pancho. ¿Había rechazado su despedida con una excusa tan tonta y ofensiva? ¿Qué es eso de que tuvieron que hacerle algo al corazón, casi cambiarle el corazón? ¿Por qué no quiso comer con él y ahora estaba comiendo y tomando con otros? No es posible. No está bien. ¿Por qué dijo eso? No se puede cambiar el corazón. No se toca el corazón, sentenciaba Pancho. No importa qué le dijimos. ¿Qué podíamos decir nosotros, sentados a la mesa generosa y pobre del “hotel” de Carmen Vidal (era un varón Carmen), bajo el zumbido y la luz de un farol colgado de una rama de una morera, entre los cerros oscuros, a mitad camino entre San Pedro de Colalao y Hualinchay? ¿Qué hubiéramos podido decir nosotros que no sonara a una pedantería, a un saber nuevo, prendido con alfileres? A esa altura, y por las miradas que nos cruzábamos, Pancho era ya para nosotros una metáfora. Así lo entendimos. Y lo oíamos,

79 fascinados, civilizados, instruidos, perplejos, ignorantes, como si fuera una metáfora viviente, antigua, honda. Un hombre salido del torrente de los hombres. Ya no interesaba tanto la física del espacio, la cirugía compleja. Ahora estábamos frente a un hombre. Un hombre común. A un hombre eterno. Hablaba del corazón de carne y del que no es de carne. El corazón es el corazón. Es la sangre, y la vida y es también la entraña, lo entrañable. El corazón es el amor, y es lo que duele con la traición, o lo que salta con la alegría, con el miedo. ¿De qué corazón estaban hablando estos hombres? Y miraba la luna como la ha visto siempre la humanidad, hasta que un día la fue a mirar de cerca (nadie sabe del todo bien para qué). La luna diosa, límite de la tierra, vigía del cielo, melancólica y cómplice para el enamorado y el solitario, luz en la noche, paisaje, la luna de la poesía, la de queso. Así la miraba Pancho. Así la veía: luz y cara. Así hablaba del corazón y de la amistad. Todo junto, una misma cosa. Me parece recordar que no quisimos ser docentes (mi amigo el filósofo y yo), ni civilizados, ni científicos. Nos pusimos, creo, más bien de su parte. Es probable que supiéramos más cosas que él. O que creyéramos saberlas. No. No era Pancho el buen salvaje, ignorante, incontaminado por la nefasta civilización. No había diálectica ninguna en aquel hombre. Él estaba del lado de las cosas. Del lado de la poesía de las cosas, creo. Podíamos decirle las cosas nuevas que habíamos oído decir del corazón y de la luna.

80 Pero él era más antiguo que nosotros, más permanente. Y creo que tenía más razón que la que él mismo sabía. Para cuando los hombres dejemos de toquetear el software de las cosas, los límites de las cosas. Para cuando nos aburramos de husmear lo más lejano y lo más hondo, todavía va estar allí Pancho, sobre los cerros, bañados de luna, madurando en su corazón quién sabe qué cosas simples que ahora que somos más sabios, no podemos entender del todo. 

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CARTÓN PINTADO La vida está llena de metáforas. De eso se da cuenta Mario Ruoppolo, el memorable personaje de la película Il Postino. Y se da cuenta de que, en un sentido muy serio, además de ser lo que realmente es cada cosa, ella vale también por una metáfora, significa de un modo peculiar otra cosa además de lo que ella misma es. Como si dijéramos que una montaña es además de una montaña una figura de lo que significa el ascenso. Y una caverna es además de una caverna una figura de lo que significa el descenso. No hace falta ser filósofo, poeta o artista. No se dio cuenta de eso el cartero por ser filósofo o poeta. Tampoco por ser cartero. Se dio cuenta de ello por estar atento, por mirar con atención. Hacer una buena metáfora requiere talento, don natural, y arte. Percibirla requiere de atención, de mirada, mirada penetrante. El mundo es también una metáfora. Y las cosas que pasan también. Cada vez que nos enfrentamos a un hecho, a un paisaje, vemos lo que hay y lo que significa lo que hay. O tenemos esa posibilidad, por lo menos, si prestamos atención. Después podremos discutir el mejor entendimiento de lo que significa, o de qué cosa es metáfora lo que estamos viendo. Pero que la hay, la hay. También podemos mirar nuestro tiempo y las cosas de nuestro alrededor de este modo. Verles la cara tal y como la tienen. Pero también

82 lo que tienen de figura, de metáfora. Cómo significan lo que hay y lo que pasa. El título de estas líneas tiene un sabor inequívoco. No hace falta mucha astucia y penetración para darse cuenta de que vivimos en un tiempo que parece signado por el cartón. Por muchos lados el cartón es el emblema de estos días que vivimos. Rueda por las calles, viaja en los trenes, crea adjetivos, gentilicios y patronímicos. Es apellido, ocupación, modo de vida, de trabajo. Es presente, es futuro. Se llama pobreza, último recurso, y se llama también ganancia (y ganancia más o menos inmediata, día a día), oportunidad, comida, plata. Se llama calle y andar y andar la calle. Se llama carrito, changuito, bicicleta. Se llama intemperie. Y así se podría seguir. Podemos ir un poco más allá, también. Podemos hablar de la consistencia del papel y del cartón. De su grisidad, u ‘ocridad’, de su opacidad, de su debilidad. De su asociación metafórica con lo pasajero, con lo de poca consistencia, con la fugacidad: ser cartón pintado, ser de cartón. Solemos asociarlo con la fachada teatral sin volumen, sin profundidad, sin consecuencias, decorado, mirada plana, envoltorio, caja vacía y, como tal, decepción. Nada digo de la honestidad de quienes prefieren juntar y vender cartones antes que robar. No se me ocurriría. No digo que sea fútil y banal que alguien, familias enteras, “cartoneen” para vivir. Será una solución, pero tiene como solución la consistencia misma del cartón. Digo que mirarnos en esa metáfora, entender esa metáfora, tiene que decirnos algo. Tiene que empujarnos a algo mejor y más consistente.

83 Casas de cartón. Soluciones de cartón, vidas de cartón. Pintado o no. No hace diferencia. Se cartonee o no. Se esté obligado a cartonear o no. Podemos pensar en algo mejor. Debemos pensar en algo mejor. Y buscarlo siempre. Será necesario, será hoy por hoy lo único o una de las pocas cosas posibles, será lo que fuere para muchos argentinos. Pero siempre que lo veamos como una metáfora deberíamos verlo con la inconsistencia que nos grita esa fibra que se quema fácil, ese material sobre el que es difícil construir algo sólido, duradero. Y deberá empujarnos a más y mejores cosas. Y querer más. Y hacer más. Y aspirar a más. Y que no nos gane el cartón. Pintado o no. Hasta que, un día, Dios quiera, el cartón vuelva a ocupar su lugar, que, creo, es lo más deseable que puede pasar. Hasta que, en todo caso, vuelva a envolver lo que vale la pena. Que no nos pase que tiremos el anillo y guardemos la cajita en la que viene sostenido y envuelto. Que no nos pase. Que no nos tenga que pasar. Que nadie nos convenza de eso. Que no lleguemos a convencernos de eso. Porque el cartón, aun el mejor cartón, siempre será el envoltorio, lo exterior, lo de afuera, lo menos importante. Y estamos hechos, estoy seguro, para algo mejor.

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ÍNDICE 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20. 21. 22. 23. 24.

Reyes, 7 Postal de la posta, 9 La calle, 11 Abriles, 13 Calor, 16 La casa en el árbol, 18 El hincha, 20 Todo seco, 22 Parecido no es lo mismo, 24 Un asunto pequeño, 27 Octavo día, 29 Sociedad anónima, 31 El tren, 34 Hojas secas, 36 Encerrados afuera, 39 Fin de curso, 41 Pesebre, 44 Caras extrañas, 46 Francesca, 48 El año que vine, 51 Tutto il mondo é un paese, 53 Asociaciones culturales, 56 Sobre ficciones y otras plumas, 59 Cada cual atiende su juego, 61 Auguri, 64 OTROS ESCRITOS La sombra de las dunas, 68 Ida y vuelta, 70 1832, 72 Fierro, 74 Pancho Huanuco, 77 Cartón pintado, 81

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Este libro se terminó de componer el 25 de abril de 2017, en la ciudad de Bella Vista Provincia de Buenos Aires República Argentina

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