PEREZ_VILLAHOZ_Antonio-Formar bien es posible

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INTRODUCCIÓN “Yo no creo para nada en Dios... me siento traicionada. Y creo que esta respuesta tiene sólo un poco, un poco poquito de razón. No siento alguna necesidad de creer en un ser superior para que me resuelva la vida. He aprendido que no se requiere ese tipo de creencias para sobrellevar tu existencia, aunque sea dura. En mi caso, Dios me traicionó y se llevó a lo que mas quería. Entonces que se pudra y gracias Dios por haberme hecho tan infeliz. Total, suficientes desgracias caen en mí todos los días como para preocuparme en algo que no puedo ver y con el que no puedo hablar…Esta es la respuesta de una chica de 17 años cuando le preguntan si cree o no en Dios. Poco después aparece escrito lo que piensa un chico de 16 años sobre esta misma cuestión: “No creo en Dios porque en la vida, gracias a lo que hemos sabido por la ciencia, el mundo se puede dividir entre personas inteligentes y otras que creen en un dios...” Ahí va otra, de un chico recién llegado a la Universidad: “Existen muchas razones por las cuales los jóvenes no creemos en un Dios. Una de estas es porque hemos crecido bajo la influencia de una educación laica, es decir alejada de la instrucción religiosa. Otra posibilidad es que los muchachos de hoy no necesitan tener creencia en un Dios en particular ya que su atención está centrada en los medios y los avances tecnológicos. Mi motivo de no creer en Dios se centra en el uso de la razón por encima de la fe. La fe no me da respuestas concretas sobre muchas cosas y parte de supuestos no comprobables, mientras la razón me pone los pies en la tierra y me permite experimentar”. Hay otras muchas respuestas, pero me he quedado con estas tres porque explican de algún modo algunos aspectos del rechazo masivo de muchos jóvenes a vivir la fe cristiana. Las iglesias están vacías de adolescentes y muchos se enorgullecen de tener una vida descreída. No es este libro un tratado sobre sus causas y posibles soluciones, pero hay que volver una y otra vez a una realidad muy patente: ¡hemos dejado solos a muchos de estos adolescentes en su búsqueda de Dios! Familias rotas, afectividades agujereadas, fracaso escolar a espuertas, medios de comunicación que prostituyen la conciencia de inocentes, sociedades deshumanizadas, egoísmos de los poderosos, estructuras de negocio que sólo generan esclavitud sexual y ese aire de superioridad que ridiculiza todo lo

relacionado con lo espiritual… Todo ello explica en parte lo que ocurre. Pero no menos cierto es que al otro lado, en la orilla donde se instalan los que quieren acercar las almas a Dios, se encuentran muchas veces las actitudes más farisaicas y los pecados más imperdonables. Y es que estamos muy acostumbrados a escandalizarnos por tanto descreimiento de los jóvenes, a saltar a la yugular de los que pretenden arrinconar a Dios, pero la respuesta correcta es ponerse a trabajar, cambiarse el traje de yuppi aburguesado y ponerse el mono de currante de Dios. Lo que necesitan nuestros jóvenes son ejemplos atrayentes, de gente que viva lo que dice, que sea normal porque es normal, que sepa querer, ayudar, servir y que muestre a ese Dios que, cuando se le conoce, sólo genera ganas de estar más y más con Él. Es obvio que la familia es la clave de esta desazón por la vida religiosa, pero este libro –dirigido a todos los que quieren ayudar en la formación cristiana de adolescentes– pretende mostrar que esta tarea entusiasmante de formar bien es difícil… pero es posible.

CONSCIENTES DE NUESTRA RESPONSABILIDAD “Sois los brazos de Dios y la voz de Dios para miles de personas”. Esta frase pronunciada por un buen sacerdote en una homilía de domingo bien puede dar comienzo a este libro. Formar en su vida cristiana a jóvenes adolescentes es una tarea maravillosa. Y formar bien es posible aunque es difícil. Lograr que un alma joven se enamore de Jesucristo –única tarea que atañe al director espiritual– sobrepasa la capacidad de cualquier hombre, por muy interesado que esté en lograrlo. Sólo la ayuda divina es capaz de remover nuestras almas. Y ese Dios que todo lo puede, ata sus manos a nuestras manos y su voz a nuestra voz para remover a las personas que El mismo ha querido poner a nuestro lado. Por eso, ¡qué gran responsabilidad la nuestra y qué grande la misión! Un joven de hoy en día es una persona presionada por multitud de huracanes que dinamitan su vida cristiana. Su familia, su colegio y sus amistades –junto a la influencia de la televisión, internet, la música y el cine– determinan prácticamente su vida entera. Pretender hacer germinar la semilla de la fe cristiana en un entorno familiar alejado de esa fe, es tarea prácticamente imposible. Lograr que un adolescente alcance un equilibrio natural donde crezcan a la par su vida humana y su vida cristiana, en medio de unas amistades que le transmiten unos valores muy alejados del cristianismo, no es tarea baladí. Y lograr la perseverancia en esos deseos de amar a Jesucristo rodeado de un ambiente cultural hedonista, sensual y relativista es una misión que bien puede antojarse como utópica. Por ello, formar bien no es fácil… es más bien muy difícil. Y si no fuera porque el cielo está empeñado en ello, bien podríamos afirmar que es una tarea imposible. Ahora bien, quien se dedica a la formación de adolescentes, ha visto jóvenes que lo han logrado. Jóvenes que, rodeados de las mismas dificultades que otros, han metido a Jesucristo en sus vidas. Y por mucho que rebusquemos, no podremos afirmar que eso se deba a que nacieron en un ambiente familiar concreto o a que fueron a tal colegio o a tal otro. Sin duda, las circunstancias ayudan o estropean mucho esta tarea, pero es falso afirmar que todo eso lo determina. ¡Cuántas historias podrían contarse! Y cuántas sorpresas se llevaría aquel que tuviera este esquema en su forma de pensar.

Todo influye, eso es cierto. Pero a estas edades, en plena adolescencia, lo que más afecta es encontrar una mano amiga que dé respuestas creíbles a muchas dudas y a muchos interrogantes. Todo joven, en su interior, pasa por una crisis que parece apagar el deseo de Dios, si es que alguna vez lo tuvo. Esta es una de esas ocasiones en que casa a la perfección que quien tiene un amigo tiene un tesoro… cuyo valor, visto con la perspectiva del tiempo, es incalculable. Por eso, aceptar la responsabilidad de ser director de almas, consejero o acompañante espiritual o como queramos llamarlo, implica unos deberes que no pueden pasarse por alto. No es tarea de este libro abordarlos, pero nunca hay que darlos por sabidos ni por adquiridos. Nadie da lo que no tiene. Quien pretenda llevar a otros a Jesucristo ha de tenerlo muy dentro de sí, y ha de contar que su tarea es eminentemente espiritual… y eso es algo que todos –pero especialmente un adolescente– sabe detectar con sorprendente facilidad. Nada genera más rechazo en una persona joven que la falsedad, la hipocresía y la falta de autenticidad. Los discursos huecos, prefabricados y con tintes de café para todos, sólo logran más cerrazón en las almas. Muchas veces, además, sólo se tiene una oportunidad. Y aquí las tácticas no sirven para nada. Lo único que atrae a un alma para dejarse ayudar es el ejemplo de la propia vida, el estimulo que surge de sus palabras, el cariño que se traslada a los ojos del que escucha. Es muy grande el bien que puede hacer un buen director de almas pero también es grande el mal –sin pretenderlo– que puede causar aquel que pretende entrar a un alma adolescente con actitudes altivas, poco sinceras o con sensación de trámite y sin rectitud de intención. De ahí que abordemos ahora lo que hemos llamado las “Diez claves en la formación de un adolescente”. Podrían haber sido sólo cinco o quince o veintitrés, o incluso otras diez claves diferentes. Sería de una estupidez supina intentar abarcar la formación de un ser humano en cuatro eslóganes baratos, como si fuera uno de esos anuncios de aprenda usted inglés en seis semanas. Pretende ser sólo una guía de ayuda, unas pautas que ojalá den luces a quienes las lean. Son ideas escritas a vuela pluma, sacadas de la experiencia propia y de la de muchos otros que han sabido acertar en este trabajo muy mal remunerado pero cuyas satisfacciones no tienen comparación.

PRIMERA CLAVE: SER ALMA DE ORACIÓN Se ha comentado ya en la introducción de este libro: Nadie da lo que no tiene. No podremos ayudar a que otros se enamoren de Jesucristo si no estamos nosotros enamorados de Él. Parece una perogrullada pero es la cosa más cierta del mundo. Un director espiritual –en su misión– es algo muy parecido a un padre de familia. Sabe, como dice el mismo Jesús en el evangelio, que su cometido es apacentar y confirmar a los que tiene encomendados. Y esa es una tarea –como le ocurre a un buen padre que quiere ayudar a sus hijos– que es consciente de que le sobrepasa. Sabe que no está a la altura, y que nunca lo estará. Pero su seguridad no está en su capacidad. Conoce que es Dios quien hace las cosas. Nosotros, por mucho que nos empeñemos, nunca podremos tener el mismo deseo de Dios porque un alma se salve y sea feliz, por mucho que la queramos. El director espiritual no es un agente especial que lucha contra todos… es un instrumento de Dios. Si luchamos por estar cerca de Dios, lo daremos a conocer, aunque ni eso pretendiéramos. Su misión es educar en la fe a las personas que atiende, no darles consignas. Y eso sólo se consigue con el atractivo que supone ver encarnados esos valores. Por eso los santos nos llevan a Dios, nos hacen atractivo el amor de Dios que vemos en sus vidas. Y eso es lo más importante… lo único importante. Porque todo lo demás se deriva de esto. Saber que es Dios quien hace las cosas, querer escuchar a Dios, enamorarse de Dios y darlo a conocer. Por eso hay que creerse que la labor de formación de la gente joven nos la jugamos en como cuidamos nosotros nuestros tiempos de oración, de dialogo con Dios, de amistad personal nuestra con Jesucristo. Ahí radica nuestra eficacia, que no es nuestra sino de Dios. Por eso, aunque parezca asombroso, la misión más importante de un director de almas es la de no estorbar. La de no estropear la acción de Dios en las almas que tratamos. Y la estropeamos muy de veras cuando nuestro corazón está lejos de ese Dios al que queremos mostrar. Y saber de nuestra profunda miseria personal, de que somos sólo pecadores que procuran ayudar a otros pecadores, será la señal más clara de que vamos por el buen camino. Ni somos, ni lo seremos nunca, personas a la altura de su misión. Sólo Dios puede… y sólo Dios basta. Y si Él ha querido apoyarse en

nosotros como instrumentos, sólo nos queda apoyarnos en Él, confiar en Él, mostrar a los demás los mismos sentimientos de Dios. Esa es nuestra seguridad y la única manera de llevar a buen puerto nuestra misión. Por eso la primera pregunta obligada es saber cuánto y cómo rezo por las almas. ¡Qué diferencia rezar por devoción que por necesidad! Querer ayudar a otro supone rezar no porque sea bueno o aconsejable. Se reza porque se necesita rezar. Se trata de llevar a Dios a las almas para llevar las almas a Dios. Se reza porque se busca hacer feliz por quien se pide. Se reza porque sé que sin Dios no se puede. Se reza porque soy yo quien necesita saberse cerca de Dios para llevar a ese Dios a otros. Eso es rezar por necesidad. Y esa es posiblemente la única oración que posibilita ayudar a otras almas en su encuentro con Dios. Y es que un director espiritual que no reza es muy fácil que se equivoque, y es muy fácil que no aguante el ritmo que supone ayudar a un alma adolescente. Un director espiritual –conviene insistir en ello– no es un comercial de Dios, que vende un producto con más o menos éxito. De lo que se trata es de mostrar el rostro de Dios, el corazón de Dios, los sentimientos de Dios y el amor desinteresado de Dios por esa alma a la que se pretende ayudar. Por eso esta tarea de formar no es nada fácil. Y quien no reza de verdad, quien no procura llevar a Dios muy dentro de sí, no aguantará el desgaste lógico de una dirección espiritual bien hecha, no será capaz de ser sobrenatural, de transmitir en sus palabras y en su mirada la necesidad que tiene ese joven adolescente de entenderse y de entender a Dios. Por eso lo primero es ser alma de oración, alma que trata a Dios, alma que lleva a Dios, alma que se deja guiar por el Espíritu Santo... Alma, en definitiva, que busca ayudar a otros porque sabe que es Dios quien ayuda y que procura no estropear y no entorpecer ese hacer de Dios en las almas. Y ese no entorpecer supondrá también luchar por adquirir los conocimientos necesarios y la actitud correcta que propicie el buen entendimiento con las almas que dirige. Trabajamos con personas concretas, de carne y hueso, con sentimientos encontrados, situaciones muy diversas y una forma de pensar muy ceñida a la edad en la que se encuentran. De ahí que Dios cuente también con ese clima preciso que hemos de crear para facilitar a las almas su crecimiento personal. Sentirse y saberse instrumentos no nos excusa de poner todos los medios que faciliten la acción de la Gracia en las almas. Es más, Dios cuenta habitualmente con esos medios y nos pide, no sólo que los conozcamos, sino que los llevemos a la práctica. No sólo hay que querer ser buen director de la vida cristiana de un adolescente, sino que también hay que serlo y hay que parecerlo.

Ahí nos jugamos mucho.

SEGUNDA CLAVE: CONFIANZA Y SINCERIDAD Hablar de confianza es hablar de una palabra muy seria. Confiar en otro es algo que no se logra por llevar en el pecho la chapa de director espiritual. Nadie se fía enteramente de otra persona simplemente por su cargo o posición. Es verdad que la predisposición del otro es a la confianza –como la del enfermo cuando acude al médico por primera vez–, pero esta hay que ganarla y conservarla, y esa es tarea complicada cuando enfrente se tiene a un adolescente, que por definición es variable en sus juicios y a veces muy severo en sus percepciones. ¡Cuántos jóvenes aprietan al botón de apagado por percibir que el otro no habla su lenguaje ni percibe que sea fiable! ¡Cuántos directores espirituales que son muy buenas personas y que hablan de muchas cosas buenas, no son escuchados porque simplemente han olvidado a quien tienen delante! Un adolescente habla mucho más por los gestos que por sus palabras. Muchas veces no sabe ni lo que le pasa y menos sabe cómo explicarlo. Sólo la confianza –que es la otra cara de la amistad– abre la puerta a la escucha, al deseo de cambio, a fiarse del otro, a querer poner por obra lo que le aconsejan. Es tarea primordial del director espiritual conocer muy bien al alma que pretende ayudar. Y para eso se necesita tiempo, dedicación, contacto, confidencia de amigos. Y para llegar a ese grado de confianza hay que hablar el mismo idioma. No vale decir sólo cosas que son ciertas. Hay que decirlas con el alma entera y comprobar que entran en el alma del que escucha. Una buena dirección espiritual es aquella que cambia al otro, no por nuestros méritos o nuestra cara bonita, sino porque la acción de Dios en nosotros siempre cambia a las almas cuando somos buenos instrumentos. La Gracia nunca cae en saco roto. Pero a veces lo parece. Y es que, en ocasiones, olvidamos a la persona que tenemos enfrente. Y nos olvidamos tal vez de quien es, porque nos hemos preocupado muy poco por conocerla. Percibir ese cambio del adolescente en la dirección espiritual no tiene nada que ver con efusiones externas o mejoras espectaculares. La acción ordinaria de Dios se parece más a unas gotas de agua que calan poco a poco que a un tsunami incontrolable. Pero ese cambio se percibe en la mirada… se percibe el deseo de querer el bien, de querer cambiar, de querer enamorarse más de Dios. Y si eso no se ve, es difícil afirmar que esa dirección espiritual es auténtica y eficaz.

Tal vez el problema esté en la otra persona, pero es mucho más saludable pensar en dónde fallo yo, qué parte de mí no está siendo buen conductor de la Gracia. Y aquí caben muchas posibilidades. Mencionaré, tan solo, aquellas que me parecen más relevantes a la hora de hablar de la formación cristiana de adolescentes: 1. El contenido de mi conversación es superficial. No hay nada tan absurdo y contradictorio, si pretendemos ayudar a un joven, como no tomárselo en serio. Hablar con un adolescente desde la tarima es garantía de no ser escuchado. Si nuestra conversación no sobrepasa el cómo te portas en casa o cómo te haces la cama, el joven percibirá pronto que no sabemos interesarnos por lo que lleva en el corazón o le hace estar preocupado o alegre. Hay que lograr entrar, porque él nos conduzca, al santuario de su personalidad, a la antesala de sus sentimientos, al cuarto de estar –tal vez desordenado– de su forma de pensar y al trastero de su afectividad. Y eso, sin duda, son cosas serias que no se logran hablándole como a un niño. El joven no entiende que un adulto, que pretenda ayudarle, adopte posturas infantiles o tonos de voz que no corresponden a su edad. El adolescente lo que quiere –aunque él no sea capaz de expresarlo con palabras– es que el otro vaya al fondo y se muestre auténtico, tal como es, sin afecciones ni chiquilladas. 2. Hablar pensando que se nos escucha Dar por sentado que nuestras palabras interesan al otro es dar mucho por sentado. Sin pretenderlo, el adolescente lo que quiere es ser convencido, y si no nos ganamos su atención y su interés, ocurrirá que nuestra palabra caerá en tierra de nadie. Las conversaciones largas agotan. A veces, sobre todo en las primeras conversaciones, el joven sólo asiente y habla con gestos. No sabe expresarse, no sabe lo que le pasa. Somos nosotros quienes tendremos que aprender a ganarnos su interés y su atención. Hay dos máximas que no fallan: mostrar nuestra amistad y nuestro deseo sincero de ayudar y escuchar. Ése es el camino más sencillo para llegar a la hondura de la dirección espiritual. 3. Hablamos muy bien pero no hablamos su idioma El adulto, para un adolescente, de primeras puede resultar sospechoso. La adolescencia tiene algo de gueto, de sitio prohibido para los “mayores”. Sólo cuando comprueban que el otro resulta alguien interesante para mí, entonces es cuando escuchan. Tiene algo de egoísta, pero es así. Y somos interesantes si sabemos hablar su idioma, no si sabemos hablar muy bien. Hablar su idioma no

es decir palabras que, por nuestro carácter, no nos pegan ni con cola. Hablar su idioma es que perciban que les entendemos, y si les entendemos, entonces ellos percibirán que nuestro lenguaje se acerca al suyo. ¡Cuántas frustradas homilías de domingo o charlas estupendamente preparadas caen en saco roto porque, tal vez, estemos más pendientes de escucharnos a nosotros mismos, de lucirnos ante el público, que de llegar al corazón de los que hablamos! Tomarnos en serio a los adolescentes que pretendemos ayudar, saber ganarnos su interés, hablar su propio idioma son parte de la definición de la palabra confianza. Y lo que logra la confianza es que el otro se haga vulnerable, receptivo a lo que le decimos, con interés en poner por obra los consejos recibidos. Esa vulnerabilidad no es síntoma de falta de personalidad. Es lo referido antes con respecto al médico. Cuando acudo a la consulta voy confiado, vulnerable, receptivo porque me fío de la capacidad del otro. Ahora bien, esa confianza inicial dura lo que dura (si es que alguna vez existió). Hay que ganársela y renovarla en cada trato con el adolescente. Por eso, un error, a estas edades, siempre se paga muy caro. Ahora bien, ¿cuánto ha de fiarse un director espiritual del adolescente? La respuesta de libro sería totalmente y del todo. Pero también sería muy ingenuo, además de poco pegado a la realidad, hablar de una confianza universal y gratuitamente adquirida del joven por el mero hecho de ser joven. Entonces, ¿confiamos en el otro sabiendo que procurará hacer el bien en sus acciones sin necesidad de ser controlado? ¿Qué hacer con esa confianza si sabemos que ese joven miente y que sus hechos no concuerdan con sus palabras? ¿Vamos a descubrir ahora que dar la sinceridad por sentado en un adolescente está muy desprestigiado por cualquier estadística medianamente seria? Qué cierto es que cuando uno no se fía de otro, lo quiera o no, lo acaba transmitiendo por medio de unas ondas invisibles que calan hasta la medula del alma del que escucha. Entonces, ¿qué hacer? ¿Fiarse o no fiarse? ¡Cuántas amarguras las del director espiritual que acaba descubriendo la insinceridad y doble vida de los adolescentes que trataba… y cuántas lágrimas más amargas todavía han atragantado a aquél que, a base de ser desconfiado, se ha encontrado, finalmente, en la más completa soledad y ve su vida vacía e infecunda! Pienso, entonces, que llegamos a uno de los puntos clave de la dirección espiritual con adolescentes. Todos estamos de acuerdo en que sin confianza no habrá jamás eficacia en la dirección espiritual, que muchas veces habrá que saber callarse aunque sepamos que no se dice la verdad, que habrá que saber

esperar el momento adecuado, que tendremos que dar confianza sin esperar recibirla por la otra parte, porque sólo esa actitud acaba creando los puentes necesarios que generan la confianza del otro, pero pienso que sólo hay dos ingredientes que conducen a la confianza verdadera: el tiempo y la sinceridad del director espiritual. Sólo cuando pasa algo de tiempo y se han solventado tormentas en el trato y algunas tempestades en la relación, entonces y sólo entonces, puede hablarse de haber adquirido la verdadera confianza entre el director espiritual y el adolescente. ¿Por qué ocurre que jóvenes que parecían bien anclados en su vida cristiana, en cuatro días como quien dice, se adentran en caminos de insinceridad, de hedonismo y de un egoísmo verdaderamente molesto? ¿Por qué chicos o chicas que aparentaban una fe sólida se vuelven descreídos, posesos de diversión y críticos con lo que hace poco tiempo vibraban y aparentemente querían? ¿Cómo puede ser que quien hace sólo unos días hablaba de su trato con Dios con ilusión ahora piense que ir a Misa es cosa de viejas? Sencillamente porque esa confianza era teórica, de libro de coaching, pero a la que le faltaba la experiencia de la vida, el contacto del tiempo, la realidad de aparentes desencuentros, de dudas generadas y resueltas de uno hacia otro. En definitiva, le faltaba haber puesto a prueba esa confianza. Era necesario que esa aparente confianza hubiera sido tentada para, al salir de la prueba, acrisolarse en la autenticidad. Por eso –entiéndase bien– no es mala una cierta dosis de desconfianza buena (también del joven hacia su director espiritual) hasta que el tiempo la confirme. Existe el peligro de que ésta se rompa antes de que se asiente, pero esta es la realidad de la vida. Con adolescentes no caben los términos medios. O se fían o no se fían. Y esa confianza hay que ganársela. Ahora bien, ¿cuál es el camino que despeja todas esas dudas y certifica la confianza? Pues la sinceridad. Y me refiero a la sinceridad mutua. La del adolescente también hay que conquistarla, pero la del director espiritual se da demasiadas veces por supuesta, y eso, lamentándolo mucho, no está tan claro. ¿Y qué es ser sincero con aquella persona a la que pretendemos ayudar? ¿Decirle sus fallos y errores sin alma ni comprensión?, ¿disculparlo todo por el hecho de ser jóvenes? No hay nada que moleste más a un adolescente que le tomen por niño… y eso que muchas veces se comporta como tal. Si queremos ser eficaces, tratémosles como lo que son… niños que quieren dejar de serlo y hombres cuyas responsabilidades no se atreven a asumir. Tratémosles seriamente, porque esto de la dirección espiritual es un asunto muy serio.

Por eso, lo primero es ganarse la confianza del otro con el ejemplo de la propia vida, con la autenticidad de nuestra conducta, y lo segundo es mostrarse muy sincero con ellos. Decir lo que pensamos por su bien pero poniéndonos en su pellejo. Exigirles como nos gusta ser exigidos nosotros. Que sepan –y lo comprueben– que jugamos en su equipo, que su vida nos importa y mucho, que sus problemas son nuestros problemas, que, en cierto modo, sus errores en su mejoría son nuestros fracasos como director espiritual. Comprometerse de verdad con su lucha cristiana. Comprometerse de verdad con su crecimiento espiritual, cueste lo que cueste, haya que sudar lo que haya que sudar. En ese clima, y sólo en ese, cabe una sinceridad exigente. Sólo en el equilibrio entre las dos cuerdas de la exigencia y del cariño puede lograrse el crecimiento perfecto. Y esa tarea, efectivamente, no es nada fácil. Y esa confianza exige darnos al máximo sin esperar nada a cambio. Esa gratuidad nuestra será lo que confirme nuestra rectitud de intención. No damos para recibir, damos porque hemos recibido. No nos fiamos de ellos para que se fíen de nosotros. Nos damos a ellos, y al darnos, se genera la confianza nuestra en ellos y, después, la de ellos en nosotros. Por eso, presuponer la confianza es un error muy grave. A ésta sólo queda conquistarla.

TERCERA CLAVE: SER FORMADORES LAS 24 HORAS DEL DÍA Lo que necesita la Iglesia, lo que necesita un joven adolescente para mejorar en su vida cristiana, no son ni hombres-montaje ni hombres-circo, sino hombres formadores. Y ser hombres formadores, por paradójico que resulte, tiene mucho que ver con ser hombres alegres. Decía Salvador Canals que “nada prepara mejor al alma para la Gracia, como la alegría” (Ascética meditada). La dirección espiritual, o se genera en un entorno de alegría, o es imposible que cuaje, que se realice correctamente. La alegría no es felicianismo barato. La alegría es amor al bien, al propio y al del otro. La alegría se nota, la nota el que nos escucha. Y cuando se crea ese entorno de alegría es cuando construimos los puentes que conducen a la confianza. ¡Qué triste es la sensación de algunos de que la dirección espiritual es una especie de juzgado de lo social al que acudimos para justificar nuestros actos! Sólo sentirse muy libre y amar la libertad del otro, poder decir lo que uno piensa, saber que confían en nosotros y ser exigidos con lealtad y sentido común y sobrenatural, puede crear ese ambiente de alegría imprescindible. ¿Nos hemos preguntado alguna vez por qué un adolescente huye de la dirección espiritual? ¿Por qué no acude cuando hemos quedado con él, por qué regatea el contacto con nosotros, por qué cuando lo tenemos delante parece que sólo desea que esto acabe cuanto antes? Pueden ser muchas las causas, pero una de ellas, sin duda, es que no se encuentra a gusto. No está rodeado, tal vez, de ese clima de amistad, de ese saberse querido y no meramente juzgado, que hace amable la dirección espiritual. Por eso, ser formadores las 24 horas del día es huir de ese estereotipo acartonado de que ayudar a un adolescente en su vida cristiana es colocarle consejos con cara de serio que ya ha oído a sus profesores un millón de veces… Ser formadores a día completo es ser yo mismo en todas las circunstancias y dejar al otro ser también él mismo. No podemos encasillar la dirección espiritual, amoldarla a nuestros gustos, ser nosotros los protagonistas, cumplir un papel o representar lo que en verdad no somos. Por eso ser formadores es darle muerte al propio yo para mostrar a Cristo a las almas, y, a la vez, quererme como soy, porque así me ha querido Dios, y no pretender engañar a nadie. Ser formadores

es ser auténtico, como lo son los santos, como son aquellas personas a las que de verdad admiramos. Ser formadores no es hacer las cosas de un modo porque hay un adolescente delante y luego hacerlas al contrario cuando te da la espalda. ¡Cuánto bien hace, a menudo, que vean también nuestros errores, que sepan que necesitamos, como ellos, toda la ayuda de los demás, que vean nuestras victorias y nuestras derrotas por tratar mejor a Dios, que vean que nos equivocamos y que sabemos pedir perdón! Ser formadores es ser muy humanos para poder ser muy divinos. No ayudamos a los otros por ser mejores que ellos; les ayudamos porque todos necesitamos ayuda, y nosotros los primeros. Saberse pecador me lleva a la comprensión, y saberme necesitado de ayuda me lleva a exigir lo mejor al otro. Y eso es experiencia de vida, amor a los demás. Procuraré luchar en lo que exijo… eso es ser buen formador… pero muchas veces veremos que ni estamos ni estaremos nunca a la altura. Nuestra misión no es nuestra… es de Dios. Si quiero a las almas procuraré ir por delante, y si las quiero sabré exigirlas aunque vaya por detrás… y muchas veces veremos que esos chicos jóvenes nos dan lecciones que removerán nuestras almas. Un buen director espiritual lo que procurará siempre es ser coherente con su palabra y con sus acciones, y, cuando no lo sea, sabrá examinarse y sabrá enmendarse. Y cuando se equivoque sabrá pedir perdón. Eso es lo único que nos dará seguridad para poder ayudar a otros. Si es que al final mucho de esta ciencia se resume en saberse muy hijo de Dios e hijo muy pecador que procura convertirse. ¿Quiere esto decir que da igual cómo me vean hacer la genuflexión, si dejo bien ordenada una habitación después de usarla, o que es indiferente dejar limpio o sucio un cenicero, o tratar de forma destemplada a otra persona? Efectivamente no, pero querer ser formativo las 24 horas del día no es ir tensos por la vida evitando fallos delante de los demás. Eso no forma, eso genera rechazo porque se ve que es artificial. Lo que ayuda, lo que forma, es ver nuestra lucha alegre por mejorar, por procurar ir por delante y saber rectificar cuando nos equivocamos… porque nos equivocaremos y no una vez sino muchas… La autoridad en la dirección espiritual no queda disminuida por tener que pedir perdón cuando uno se ha equivocado. Además de ser justo, eso hace más humana y más sobrenatural la ayuda que ofrecemos. Si hay verdadero cariño a las almas, procuraremos luchar nosotros en nuestra mejora personal, en nuestro trato con Dios, y ese esfuerzo nuestro –muchas veces imperceptible– y esos errores que se ven y que procuraremos enmendar, serán muchas veces lo que

atraerá a las almas a Dios, porque verán autenticidad en nuestras vidas, verán la alegría de rectificar, verán el deseo de ser mejores aunque muchas veces no lo logremos. Sin darnos cuenta, y sin pretenderlo, generaremos admiración, deseo de emular nuestro comportamiento… querrán esos adolescentes tener esa misma sencillez en su pelea, verán asequible su lucha porque la ven asequible en nosotros. Ser uno mismo, tal y como soy, sin ropajes artificiales que sólo generan agobio, desconcierto y rechazo. Luchar por ser coherente, por vivir lo que se dice, aunque se esté lejos de lograrlo. Y transmitir la alegría de una vida de lucha por estar cerca de Dios, aunque queden patentes nuestros errores de carácter, nuestra falta de piedad, nuestros fallos diarios. Esas tres actitudes son, sin duda, el mejor antídoto contra la vanagloria personal y, a su vez, la mejor formación que podrán recibir. Es el ejemplo lo único que arrastra, lo único que hace entender muchas cosas que no se comprenden porque son sólo teorías… Quien se sabe querido y recibe un ejemplo de lo que se desea transmitir, tiene recorrido la mitad del camino. Y un adolescente, que sabe fotografiar muy bien y distinguir lo real de lo artificial, se dejará ayudar por aquellos que viven auténticamente su vida, por los que sabe que son fiables porque se muestran tal y como son. ¡Cuántos adolescentes buscan, en el fondo de su alma, ejemplos de vida que se puedan imitar! No buscan personas a las que admirar, buscan seres de carne y hueso que sean imitables. Con errores, con fallos… pero con el sello de que son auténticos y que, por lo tanto, valen de verdad la pena. Y pienso que eso, y sólo eso, es alguien que pretenda llamarse cristiano. No podemos construir ejemplos de escayola desconchada. Eso nunca fueron los santos. Los santos más atractivos son los santos más imitables. “La juventud no está hecha para el placer, sino para el heroísmo”. Esta frase de Paul Claudel refleja cómo son la mayoría de las chicas y de los chicos. Es cierto que existen adolescentes desilusionados y hundidos en su desaliento, que beben hasta la borrachera o se drogan sin valorar sus consecuencias; pero los más, atraídos por la belleza y la bondad, sueñan con ser valientes, generosos, audaces, optimistas y alegres. Detestan falsear su propia vida y ansían ser auténticos. Los adolescentes saben que están llamados a ser personas valiosas. Ambicionan destacar en todo: en las actividades deportivas, a las que se entregan con ardor; en la amistad, queriendo ser los mejores amigos; en el prestigio intelectual y humano... Todo lo bello, bueno y positivo tiene en ellos cabida.

Sólo en la consecución de estas metas encuentran su autoestima y su paz interior. Esta tarea de construirse a sí mismos no es nada fácil: los adolescentes, inseguros por naturaleza, necesitan modelos de carne y hueso para encontrar lo que buscan, para vencer las dificultades y para comenzar de nuevo tras cada derrota. “El joven —afirma Almudena Malmierca—, escoge siempre lo mejor si se lo explicamos bien.” Es evidente que la vida de los santos es el mejor modo de mostrar imágenes reales que sirven de modelo y de estímulo. A través del ejemplo, los adolescentes “ven” el ideal, el modo de conquistarlo y la belleza e importancia de lo que les ilusiona, de lo que sueñan, de lo que les hace felices. Por eso, cuando se les muestra una vida cristiana vivida en plenitud, los adolescentes encuentran su propia vida. Y el ejemplo actúa de estímulo capaz de enardecerlos y arrastrarlos hacia la consecución de la meta elegida, por difícil que ésta sea.

CUARTA CLAVE: EL SECRETO ES LA DEDICACIÓN Si algo necesita un adolescente para mejorar en su vida cristiana es precisamente tiempo… Y tiempo no sólo entendido como el necesario transcurrir de las semanas y los meses para que pueda madurar y mejorar, sino que es necesario dedicarle mucho tiempo en su atención. Horas contantes y sonantes. Lo que mata a muchos jóvenes en su trato con Dios, lo que ahoga su vida cristiana es precisamente la soledad. Un adolescente hace muchas cosas, pero muy pocas le llenan y muchísimas le matan. Hoy en día hemos dejado a muchos jóvenes absolutamente solos ante realidades que son muy difíciles de combatir. Internet, sin ir más lejos, se ha convertido en el compañero de muchos. Las dificultades a las que hoy tienen que enfrentarse son, objetivamente hablando, mucho más complejas de las de hace sólo quince o veinte años. Y ante realidades nuevas se exigen respuestas nuevas. No sé muy bien cómo trasladar este asunto al papel, pero tal vez sea suficiente con afirmar que muchos jóvenes saldrían adelante en su vida cristiana tan solo dedicándoles algo más de tiempo. Es verdad que ese tiempo tiene que ser de calidad, efectivo, real… pero es que muchas veces lo que no se dedica es el tiempo suficiente, y la atención que necesita un adolescente es mucha. Por eso esta tarea requiere grandes dosis de paciencia y dedicación. Nunca he visto a un joven adolescente que mejore solo en su vida cristiana. No digo que no existan, digo que nunca los he visto. Si existen, bienvenidos sean; pero a los que yo conozco, o se les dedica tiempo de verdad, o ahí se acaba la película. Hay que convencerse de que la gente necesita que les dediquemos mucho tiempo. Cada uno tendrá su forma de ser, y unos precisarán un trato muy intenso, y con otros bastará un trato más diferido, pero nuestra cercanía con ellos tiene que ser muy constante, sea de un modo o de otro. Comprometernos con su lucha cristiana y que ellos sepan que estamos a su lado, exige tiempo, horas concretas… no meras frases de compañía barata. Lejos, eso sí, de mi intención, animar a nadie a convertirse en escolta personal, en agobiar con una presencia que no se desea, en ser machaconamente insistentes cuando está claro que rehuyen nuestro trato. Nada más lejos de la auténtica dirección espiritual que la de un comercial desesperado que llama a tu puerta todas las mañanas… Es más, ese trato frecuente, muchas veces, lo irá

marcando el propio interesado; pero no podemos dejar a las almas solas, no podemos ser tan ingenuos de pensar que con un par de consejos acertados a la semana aquí está todo resuelto. Recuerdo a un buen padre desesperado con la actitud indomable de su hijo, que insistía una y otra vez con dejarle en casa sin salir a nada ni con nadie. Ante mi insistencia de que su hijo así nunca mejoraría, y que necesitaba el trato con los demás y el poder administrar su libertad responsablemente, este padre me insistía en que sólo le dejaría asistir a algún medio de formación y a hablar con el sacerdote una vez por semana. Que con eso tenía que bastar. No sé el tiempo que me llevó convencerle que eso sólo le haría estar más de uñas todavía, que el rezar y el cura no podían formar parte de su castigo. Que lo que ese adolescente necesitaba era un clima adecuado que le llevara a querer cambiar, que conociera a otros chicos que lo habían logrado y que, fruto del trato y de la amistad sincera, fuera abriendo su alma y, poco a poco, dejándose ayudar. No vale con decirle a un adolescente esto es lo que tienes que hacer y ahora venga y ponte a hacerlo. Por eso, si hubiera que añadir una nueva virtud al catálogo de la moral cristiana, yo propondría la virtud de la pillería. Como supongo que no estará definida dogmáticamente, me permito explicarla como aquella virtud que logra que el otro haga lo que tú deseas pensando que es él mismo quien lo desea. Y ser pillo en el trato con un adolescente es vital para la propia supervivencia. Muchas veces la dirección espiritual irá bien si sabemos ganarnos el corazón de esos adolescentes. Y para eso se necesita pillería de la buena. Aquí no valen marcas blancas. Y será esa pillería la que nos llevará a preocuparnos por ellos sin agobiar, dejando los espacios de libertad necesarios para que cada uno desarrolle su propia personalidad. Agobiar no forma. Lo que forma es sentirse libre hacia el bien. Y para eso hay que dedicar tiempo. Muchas veces bastará leer sus caras para saber qué necesitan. En unas ocasiones nos estarán pidiendo a gritos hablar con ellos, otras habrá que saber desaparecer y dejar que amaine la tormenta, otras bastará con que sepan que estamos ahí, que les comprendemos. Y en todas, que sepan que son queridos como son, que al error le llamamos error, pero el pecador que los comete siempre es alguien a quien querer y a quien ayudar. Y en esto conviene estar muy atentos, porque llegar tarde muchas veces tiene una factura impagable. Y se llega tarde cuando no se está, no sólo cuando a uno no se le llama. Llegar tarde pienso que es sinónimo de falta de interés, de tarea burocrática, de funcionario que cierra la ventanilla a su hora y allá tú con tus

papeles… Por eso un adolescente necesita mucha atención personal. Es verdad que uno en esto hace lo que puede, que el tiempo es limitado para todos y que hay muchas ocupaciones que nos absorben y nos quitan muchas horas, pero es igualmente cierto que hoy se tiene la ventaja de llegar a otros con medios que antes eran impensables. ¡Cuántos problemas son capaces de arreglar un correo electrónico o un watsapp enviado desde el móvil! Parece mentira cómo ayuda a veces ese sentirse acompañado, ese no sentirse solo, ese saber que hay al otro lado alguien a quien le intereso. Está claro que esto no es la esencia de la dirección espiritual pero no por ello deja de ser importante. Y algo más importante aún es saber tratar a esos adolescentes fuera de los cauces oficiales de la dirección espiritual. Saber compartir con ellos el tiempo en actividades de todo tipo, generar un trato fluido en la convivencia común. No se trata de infiltrarse en su mundo sino de formar parte de su mundo. Por eso, cuando un adolescente se acerca, pregunta, incordia y se revuelve en nuestro espacio vital, es entonces cuando formamos parte de su vida real. Hemos sido aceptados. Y para eso se necesita tiempo y dedicación de nuestro tiempo. Importante es huir de esa actitud que tenemos los adultos de querer conformar a los otros a nuestro gusto y semejanza. Enfadarse por el comportamiento de un adolescente cuando se comporta como un adolescente es algo irrisorio. Ellos esperan que reaccionemos, no quieren que aplaudamos sus payasadas, pero si ven que les corregimos sin estar dentro de su mundo, nos rechazarán como a un objeto extraño. De ahí que no se pueda tratar a un adolescente queriendo que se comporte como un adulto. La adolescencia es una etapa obligada de la vida que tiene sus normas, aunque algunas nos parezcan insufribles. Aceptarlos como payasos, inconstantes, rebeldes, pesados o distantes es el único modo de acercarse a ellos. Pero no nos disfracemos de indios para entrar en sus batallas, no nos pintemos la cara para poder dialogar con ellos. Seamos nosotros mismos y así podremos ayudarles. No hay cosa que peor acepte un adolescente que un adulto infiltrado en su mundo con la cazadora vaquera que usaba cuando era joven. Sólo la autenticidad convence. Sólo ser uno mismo acaba siendo el reclamo para dejarse ayudar. Y, por último, convendrá estar atentos en alejar de nuestra cabeza problemas que nada tienen que ver con la atención de ese joven. Hay que saber dejar en la puerta –por fuera– nuestras circunstancias profesionales, sentimentales, familiares o de cualquier otra índole si queremos estar receptivos a lo que ellos tienen que decirnos. Hay que tomarse en serio a la gente y hay que tomarse en serio lo que ellos nos dicen. Todos tenemos nuestros problemas, pero lo que

necesitan los demás es una persona que sabe olvidarse de sí misma, que sabe sonreír, ser amable, comprensiva y que sabe estimular con su palabra. Si nos ven ocupados por otros temas que no son ellos, lo detectarán muy pronto y se sentirán rechazados. Por lo tanto, seamos serios en la constancia en la dirección espiritual de los adolescentes. Ellos, desde luego, muchas veces no lo facilitarán. No es maldad, es pura inconsciencia, puro rechazo a someterse a horarios prefijados. Eso lo irán adquiriendo con el tiempo. Lo que a nosotros nos atañe es estar cercano a ellos, buscar su trato, estar al quite para poder ayudarles cuando lo precisen, y mantener siempre una conversación lo más fluida y cercana posible. Eso nos permitirá llegar a tiempo. Y esto no se improvisa. Se trabaja cada día con una lucha decidida por ayudar a todos. La dedicación de tiempo nos permitirá afirmar, sin necesidad de sonrojarnos, que los conocemos de verdad, que sabemos leer sus caras, que sabemos cómo y por qué se desaniman, cuáles son sus puntos fuertes y débiles, que tendencias presentan, por donde pierden la fuerza, que peligros y circunstancias son los que más daño les hacen; conoceremos su carácter, sus reacciones, sus dificultades concretas, lo que les alegra y lo que les desanima. Y en ese clima podremos ejercer una dirección espiritual eficaz. Ser personas rezadoras, hombres y mujeres constantes, será lo que diferencie una labor mediocre de una labor bien hecha.

QUINTA CLAVE: FE EN LOS SACRAMENTOS Y EN LOS MEDIOS DE FORMACIÓN CRISTIANA Parece una perogrullada hablar de la necesidad de los sacramentos para la formación en la vida cristiana de un adolescente, pero conviene insistir en ello. Lo mismo ocurre con aquellos medios de probada eficacia que posibilitan la adquisición de virtudes humanas, como por ejemplo las visitas a gente necesitada u otros medios de formación como pláticas o charlas doctrinales que se han impartido desde hace mucho tiempo, de mil modos diversos, en la vida de la Iglesia. Y es que en esta tarea de acercar a las almas a Dios hay que repetirse una y mil veces que es una tarea sobrenatural, que sólo la Gracia de Dios logra asentar y perseverar en la lucha por la santidad Y si algo tenemos los cristianos para llenarnos de gracia son precisamente los sacramentos instituidos por Jesucristo. Y en la vida de cualquiera, también en la de un adolescente, tienen especial relevancia el sacramento de la Eucaristía y el de la Confesión. ¿Cuántos jóvenes ven la Misa como un aburrimiento mayúsculo y la confesión como una práctica arcaica propia de abuelas beatas? Pues unos cuantos la verdad, pero si queremos hacer crecer a un joven en su trato con Dios, o sabemos explicar la importancia de estos dos sacramentos o nuestra ineficacia está asegurada. A este respecto cuenta Timothy Radcliffe en su libro “¿Por qué hay que ir a la Iglesia?” que una mañana de domingo una madre sacude a su hijo para despertarle, informándole de que tiene que ir a la iglesia. No surte el menor efecto. Pasados diez minutos, la madre insiste de nuevo: “Sal inmediatamente de la cama y ve a la iglesia”. “Madre, no tengo ganas. ¡Es tan aburrido! ¿Por qué tengo que molestarme en ir?”. “Por dos razones –contesta la madre–: porque sabes que tienes que ir a la iglesia los domingos, y en segundo lugar, porque eres el obispo de la diócesis”. No creo que nos ocurra como a esta buena madre, pero es bien cierto que hay que saber explicar bien el sentido de los sacramentos y para eso, como en casi en todo, es preciso echarle horas. Aunque lo que más convence no son las palabras y los argumentos, sino vivirlo. Resulta primordial tener la pericia de hacer de estos jóvenes almas de eucaristía y almas que se sepan perdonadas en el

sacramento de la confesión, pero la necesidad de estos dos sacramentos se entienden más cuando se viven que cuando se explican. Por eso no nos preocupemos si de inicio van a Misa o se confiesan con frecuencia sin aparente sensación de cambio en sus vidas. En poco tiempo se verá como la acción de la Gracia actúa en ellos. Nuestra meta es poner a estos jóvenes delante de Dios. El hará el resto. Y lo hará eficazmente. Conviene, eso sí, ayudarles a vivir mejor la Santa Misa y que sepan porqué es muy adecuada la confesión frecuente. Acudir a este sacramento con la periodicidad oportuna –no sólo cuando se tiene un pecado mortal–, es un síntoma claro de madurez en la lucha de un adolescente por alcanzar la amistad plena con Jesucristo. Hay que esforzarse por saber explicarles cómo pueden hacer mejor la confesión; que vayan adquiriendo dolor de amor por sus fallos y errores, que entiendan que el día de la confesión es un día muy especial porque Dios le ha perdonado del todo y para siempre, que Dios sólo quiere perdonarles y que ellos mismos deben saber perdonarse a sí mismos. No hay mayor adquisición de esperanza, de optimismo y de alegría, que la obtenida en la confesión. En todo y para todo, hemos de mostrarles la primacía de la Gracia de Dios. Esta puede más que la adolescencia. Hay que enseñarles a avanzar en sus caminos de vida interior, y el primer peldaño, sin duda, es que quieran vivir en Gracia. Hasta que un adolescente no entiende el sentido de vivir en Gracia no estamos construyendo en ellos una verdadera vida cristiana. Recuerdo a un adolescente que no arrancaba en su vida cristiana. Lo suyo era dos pasos hacia delante y diez hacia atrás. La desesperación por ver que no acaba de tirar iba haciendo mella en su vida. Lo suyo parecía un querer y no poder. Y la tentación de decir basta se iba reflejando cada vez con más fuerza en su rostro. Hasta que un día –uno de esos que parece que no va a pasar nada– ese chico, haciendo su oración frente al Sagrario, se repitió a sí mismo un montón de veces ese “antes, Señor, morir que pecar”. Cuando tuvo la valentía de decírselo a Jesucristo, me contaba después que eso fue lo que cambió todo. Se sentía valiente por pedirle al Señor un rechazo total al pecado. Y, desde entonces, todo fue más fácil de lo que se imaginaba. No desapareció ni una de las antiguas dificultades pero sí el modo de afrontarlas. De ahí que quitarle el respeto debido al pecado, al error, es el único cáncer incurable de la vida interior. Cuando a un adolescente le importa ofender a Dios, cuando le duele por amor y no por quedar mal (por la soberbia del sabor del propio fallo), es cuando tiene el arma invencible contra las adversidades de su

vida cristiana. Generar esperanza en un alma no es negarle su condición pecadora, es saber que Dios le ama con locura y le perdona siempre y del todo. Querer a la propia madre es algo más que luchar por no escupirle. Quien busca amar, huye de pecar. Es el amor lo que hace no quitarle ni un gramo de gravedad a la ofensa, y lo que permite luchar para no ofender a Dios. Y junto a los sacramentos, requiere especial atención para la formación de un adolescente, muchos de esos medios tradicionales de formación cristiana que se han vivido desde siempre. Me refiero, por ejemplo, a las tandas de ejercicios espirituales que se realizan en tantos sitios, a las visitas de solidaridad a gente necesitada, velas al Santísimo, o las meditaciones o platicas sacerdotales para jóvenes, o a esas charlas de formación cristiana que han de estar impartidas con profesionalidad, simpatía y que calen en los jóvenes que escuchan con el fin de que saquen propósitos concretos en los que luchar (sin olvidar nunca que lo breve y bueno, dos veces bueno). Todos esos medios son eficacísimos para ayudar a los adolescentes en su formación cristiana, y en muchos casos son los medios ordinarios que Dios les da para que puedan perseverar en su lucha diaria. Por eso han de ser ellos los que los deseen, los que se comprometan en su asistencia y aprovechamiento. Y para hacer una labor eficaz, hay que hacer a los adolescentes generosos con su tiempo. Si no saben darlo a los demás o no desean emplearlo en su propia formación, la capacidad de crecimiento interior se desvirtúa y se hace casi inaccesible. Esos medios de formación son, muchas veces, si están bien dados, la hojarasca de la que Dios se sirve para encender el fuego de sus corazones a favor de la vida cristiana. Y ese empeño por lograr que asistan y que los aprovechen bien, cansa y cansa mucho. Pero hay que tener fe en su eficacia. Es lo que hicieron muchos santos para ayudar a muchos jóvenes. Si se hacen bien, si hay empeño, si hay fe… habrá eficacia sobrenatural para sus vidas. No perdonemos, por tanto, ese empeño por exigirles la asistencia y el aprovechamiento de esos medios de formación. Siempre habrá motivos para decir que hoy me viene mal, pero quien exige en este aspecto está apostando por un camino seguro. Esta pelea será muchas veces ardua, pero su eficacia está más que probada. Hay que empeñarse en sacarlos de su comodidad, de su aburguesamiento, de su pereza casi innata a todo lo que suponga esfuerzo y compromiso, pero a la larga –y a la corta– esa será una de las claves para que mejoren en su vida cristiana.

SEXTA CLAVE: ENTRAR A FONDO EN LA DIRECCIÓN ESPIRITUAL Si ya hemos visto por activa y por pasiva que la dirección espiritual personal es un medio para ayudar a la acción de la Gracia del Espíritu Santo en el alma de los adolescentes, es obvio que este medio es como el eje de toda la amalgama que constituye el edificio de la vida interior de los jóvenes. Y esa dirección espiritual, ha de sostenerse, por parte de quien la imparte, en cinco pilares básicos: 1. Somos instrumentos: esta conciencia es fundamental, pues nos pone en nuestro sitio: nos hace perder protagonismo, al mismo tiempo que sentimos el deber de ser buenos instrumentos. También nos hace conscientes de que en realidad nosotros, propiamente, no vamos a resolver nada. Es más, es mejor que no tengamos la mentalidad de resolverle la vida a nadie: lo nuestro es ayudar a la Gracia, ayudar al adolescente. Pretender sólo –que es mucho– hacer que el alma quiera. Si pretendemos nosotros convertirnos en un tipo resuelve-problemas, acabaremos por generar desaliento, porque esa no es la misión del director espiritual. 2. Junto a esto: conciencia del poderío de la Gracia. Fe, mucha fe, pero no en nosotros, sino en la acción de la Gracia. La Gracia es mucho más fuerte que la adolescencia. 3. Tenemos que escuchar al Espíritu Santo y para eso es necesario escuchar a la persona que atendemos. A través de esa escucha al otro, el Espíritu Santo nos hace ver “sus planes”. Es necesario, también cuando se trata de adolescentes, o precisamente porque se trata de adolescentes, hablar menos y escuchar más. 4. Por otro lado, siendo instrumentos, ayudamos más de lo que a veces conseguimos saber o nos puede parecer. Y, al revés, cuando tenemos conciencia de que nosotros estamos siendo eficaces, quizá es todo más efímero de lo que pensamos. 5. La dirección espiritual es un negocio de almas, con todo lo que ello

supone. Almas con la misma riqueza y divinidad cuando son adolescentes que en la edad madura, con la misma capacidad de amar a Dios y de ser santos. Por eso es muy importante preguntar a los jóvenes, en esas confidencias de amigo, ¿qué te ha dicho el Señor esta semana, qué crees que te está pidiendo concretamente a ti? Evidentemente la actitud del director espiritual debe ser ante todo sobrenatural, pero no podemos entender esto como un desapego de las preocupaciones concretas y reales de las personas, o como una actitud distante que parece tratar sin interés lo que les ocurre. Más bien es todo lo contrario: es esa actitud sobrenatural la que logra que el otro perciba que todo lo suyo nos interesa. No somos ánimas del purgatorio que sólo necesitan que recen por ellas. Si un joven tiene un problema (el que sea, físico, sentimental o en sus estudios), eso influirá en el resto. No podemos pretender que un adolescente, cuando acaba de perder un partido de fútbol en el que pretendía destacar, esté en disposiciones de escucharnos como si eso no tuviera que afectar a su vida. Hay que saber situarse y que sepan que nos interesa de verdad lo que les ocurre. Por ello debemos, de verdad, “creer” en cada uno de ellos y tenerles cariño (sobrenatural, que es también humano). Dios tiene un camino para cada uno de ellos: ninguna de las personas que se acerca a nosotros es un anónimo a los ojos de Dios. Y creemos en ellos por la misma razón que alguien en su día creyó en nosotros. No pienso que lo hicieran por lo bien que hacíamos las cosas. Creer en otro es creer en la capacidad que tiene Dios de cambiarle si el otro le deja. Creer en las personas es una de esas inversiones de la que se acaba sacando un gran rendimiento. Y eso, como casi todo, no se improvisa. Y si no creemos en ellos –o no les queremos– no les podremos ayudar de verdad y corremos el peligro de establecer una dirección espiritual burocrática. Eso es lo que hacemos con aquellas almas que nosotros juzgamos que no dan para más. No creemos en ellos y las despachamos rápidamente. ¡Qué terca es la tozuda realidad de esta verdad de perogrullo! Y creer en ellos tiene como consecuencia que animaremos siempre: el desánimo propio o de las almas que tratamos es peor que los pecados o miserias, porque el desánimo paraliza e inmoviliza, y por tanto cierra las posibilidades de volver a luchar. Si el desánimo nos afecta a nosotros, anularemos la posibilidad de ayudarles, aunque les demos muy buenos consejos. Y si ese desánimo se injerta en el alma del adolescente ya podemos dar por perdido el partido. Quien

ayuda, necesariamente, ha de estimular, saber tirar para arriba, sembrar optimismo en el alma de quien escucha. Detrás de cada buena dirección espiritual hay más ganas de luchar, de volver a intentarlo de nuevo. Para ello, nuestra actitud clave será la de escuchar: no somos dadores de consejos, sino personas que escuchan. Habrá que poner los medios para que ellos hablen más y nosotros menos. Las conversaciones no deben ser largas. Ocasionalmente pueden serlo, pero en la mayor parte de los casos la conversación se alarga por lo que nosotros decimos. Dicho en castellano limpio, no nos extrañemos luego que cansemos a los demás y que no quieran volver. Si queremos escuchar de verdad, tenemos que contar con la posibilidad de que haya cosas de las que no hablen porque no quieren hablar o porque no saben de qué hablar. Es muy bueno que sepan que pueden no hablar de cosas si no quieren. Este es un buen camino para ayudarles a ser sinceros. Si tienen que hablar de lo que nosotros queremos o de lo que nosotros nos empeñamos, podemos forzar su insinceridad. Eso no quita que si deseamos que un adolescente sea sincero, hay que saber preguntar bien, con cariño, porque muchas veces no es que no quieran hablar o deseen ser insinceros, sino que sencillamente no saben qué decir o cómo decirlo. Esta mezcla de cariño sincero, respeto y exigencia amable, logrará ese ambiente respirable tan necesario en la dirección espiritual con adolescentes. Para que una dirección espiritual entre a fondo en un adolescente hay que saber adivinar lo que quieren decirnos. Un joven, por definición, es una persona que no se conoce y, además, se inquieta y se asusta por cosas que no tienen importancia. Necesitan seguridad, optimismo, esperanza. A veces habrá que dar por sabidos aspectos de su vida. Ellos piensan, muchas veces, que lo que les pasa no le ha ocurrido nunca a nadie. Su yo está entrando en el mundo y el choque puede ser brutal. Entrar con hondura en la dirección espiritual implica también saber adelantarse. Explicarles con antelación los obstáculos que se van a encontrar en su afectividad, o en las dificultades del ambiente, o el poder del relativismo reinante o la dictadura del me apetece. Hay que saber llegar a tiempo. Por eso nuestra iniciativa es clave en su mejora personal. Es verdad que ser un buen director espiritual no se improvisa, no es algo que se logre de la noche a la mañana, pero al ser la nuestra una tarea sobrenatural, hay que volver una y otra vez a la seguridad de que es Dios quien hace las cosas. Por eso, poner cariño en las almas ya es señal cierta de estar en el camino correcto.

Con el fin de hacer que esa conversación con el adolescente tenga continuidad en su vida diaria, convendrá mucho concretar los consejos que recibe, porque de lo contrario, con frecuencia se liarán y no sabrán muy bien donde luchar. La profundidad de la dirección espiritual implicará, a su vez, que los protagonistas sean los propios adolescentes, no nosotros. Hemos de promover su protagonismo. Sugerir metas más que dárselas hechas: que las trabajen, las concreten: así van sacando ellos las conclusiones en las que luego se tienen que aplicar. Ese protagonismo del adolescente en su dirección espiritual generará propósitos personales, genuinos, intransferibles, con los que se sentirán plenamente identificados. Los propósitos “envasados al vacío” no mueven a la lucha. Y la lucha es lo que hay que alentar, no la eficacia. Su protagonismo, en buena parte, es que hablen de sus luchas: sus metas, sus dificultades, no de lo que han conseguido y qué no han conseguido, que en muchas ocasiones, sin darnos cuenta de ello, es lo que les pedimos: resultados. Sin protagonismo propio, sin metas interiorizadas por uno mismo y sin una clara conciencia del valor de la lucha –más que de los éxitos–, la dirección espiritual acaba siendo onerosa, aburrida y dificulta enormemente su regularidad. A muchos adolescentes les ayuda enormemente saber de qué hablar, tener un pequeño guion orientativo. En todo caso, no podemos nunca encorsetar a las almas. Toda dirección espiritual tiene mucho de sorpresa. Hay que enseñarles a que se conozcan, a saber examinarse para que no centren toda su conversación en el último cabreo, en la última sensación o en el actual estado de ánimo. Ayudarles a examinarse les dará más perspectiva, más conocimiento propio, más iniciativa personal. Y, finalmente, entrar a fondo es saber abordar los temas de fondo. No podemos ser superficiales. O entramos a su cabeza y a su corazón, o estaremos siempre en los consejos de ayuda más en casa y hazte la cama todas las mañanas, y eso no atrae a nadie. Entrar a fondo exige sinceridad mutua, confianza y hablar de los temas que de verdad inciden en la vida cristiana de un adolescente. Entrar a fondo es lo que todos deseamos pero pocos consiguen. Entrar a fondo es, primero, conocerlos bien y tener una idea clara de adonde pretendemos conducirlos. Eso supone sinceridad mutua, un clima de confianza adecuado, saber exigir, dedicar mucho tiempo, saber adelantarse, acompañarles en su pelea cristiana… y estar dispuesto a sufrir, porque si algo tiene un adolescente –con

escasas excepciones– es que casi nunca da tregua en esto de hacer sufrir…

SÉPTIMA CLAVE: ESTAR DISPUESTO A SUFRIR POR LAS ALMAS Estar dispuesto a dirigir la vida cristiana de un adolescente es lo mismo que estar dispuesto a sufrir por ellos. Es verdad que ese sufrimiento, cuando es realmente sobrenatural, es un sufrimiento sereno… pero no por ello se deja de sufrir. Es más, querer dejar de sufrir por las almas es el camino más rápido para convertirnos en esa caricatura de funcionario de almas, que, en el fondo, ni le va ni le viene. Los sentimientos de Cristo por las almas es patrimonio de los que se han transformado en Cristo, y El sufrió por sus amigos, por todos los hombres… lloró por Lázaro, por la viuda de Naim, por todos aquellos que andaban como ovejas sin pastor. Y querer ser buen pastor de un alma adolescente trae casi siempre la factura de tener que sufrir por ellos. Y se sufre porque atenderlos bien cansa mucho, y porque hay que ser sinceros con ellos y saber exigir… ¡y exigir cuesta cuando el otro no quiere dejarse exigir! Y se sufre cuando se ve que el otro no responde, que se muestra en apariencia indiferente a la acción de la Gracia, cuando ve que ese joven toma elecciones que se sabe que acaban mal y son muchas veces irreversibles. Y se sufre cuando adolescentes de gran corazón, con un gran potencial, son engañados por cuatro desaprensivos que han hecho de la vida un negocio, en el que para forrarse de verdad dejan a muchos tirados en la cuneta. Y se sufre porque se tiene corazón y hay cariño por las almas. Y esas son lecciones que no se pueden enseñar; le toca a cada uno aprenderlas en su vida real. Por eso no hay que huir del sufrimiento por las almas, ni dejarse tampoco abatir por ese sufrimiento porque entonces será señal cierta de que hemos humanizado nuestra ayuda. Nunca nos puede doler que no nos hagan caso, que no nos tengan en cuenta, que no contemos en sus vidas. Sólo nos ha de importar su felicidad, que es su cercanía con Dios. Como el médico no puede dejar de ayudar a otros enfermos por el fallecimiento de un paciente, un director espiritual no puede bloquearse o paralizarse por un alma que no quiera corresponder. Cada uno tiene su camino y cada uno tiene sus tiempos. Nosotros siempre estaremos ahí para ayudar y nunca se sabe cuándo volverán si por nuestra parte ven cariño real y rectitud de intención. No somos dueños de las

almas. Somos instrumentos y muchas veces instrumentos inútiles. Y aunque todo ello no nos deje de llevar al sufrimiento, éste siempre ha de ser por el otro, y por ese Dios que ama con locura a esas criaturas, pero jamás por el propio yo herido. Eso sólo nos hará inadecuados para asumir el encargo de ayudar a las almas. Y estar dispuesto a sufrir es también gastarse cada día por ellos sin buscar premio humano alguno. Es muy difícil que un adolescente alcance a darse cuenta de la inestimable ayuda que recibe. El hecho de ayudarles casi nunca lleva agradecimiento por su parte. No es maldad, es pura adolescencia que se cree con derecho a tener unos padres que le quieran y le cuiden y unas personas que velen por él gratuitamente. Ya se darán cuenta de ello más adelante. Lo nuestro es trabajar sin pedir nada a cambio. Gratis lo recibimos, luego démoslo gratis. Y estar dispuesto a sufrir es ayudarles con constancia. Y eso supone mucho señorío interior, mucha paciencia de buen labrador, mucha delicadeza materna y mucha mortificación personal para estar ahí una y otra vez… arando la tierra, sembrando a voleo, regando a cualquier hora, abonando las plantas y protegiéndolas de tanto vendaval huracanado que busca arrancar las tiernas raíces que parecen asomar en esa joven alma. Y querer sufrir por ellos, muchas veces será, en lo que nos toque, pelear por ellos. ¡Cuántos vencimientos personales se logran por el mero hecho de pensar que esos jóvenes necesitan de nuestra ayuda! ¡Cuántas duchas frías se alargan cuando se tiene a las almas en el corazón! ¡Cuántas visitas al Santísimo se hacen cuando un alma nos preocupa de verdad! Eso es autenticidad de nuestra dirección espiritual. Hay un fenómeno, difícil de definir, que conocen muy bien los viejos directores espirituales. Y es el comprobar que cuando yo pongo más empeño en mi vida interior, en mi trato con Dios, entonces las almas mejoran antes, más y mejor. Es la bendita comunión de los santos, que hace que nuestra lucha tenga una incidencia real y eficaz en las almas que tratamos de ayudar. Por eso sufrir por las almas es sinónimo de crecimiento personal, de mayor santidad en nuestras vidas. Hay que probar de verdad este camino: luchar más nosotros ahí donde vemos que otros han de mejorar. Es una receta cierta y segura en el empeño por hacer santos a los demás. Y estar dispuesto a sufrir es huir de los aplausos. Las tormentas interiores por las que pasa un adolescente son abundantes y a veces impredecibles. No podemos mendigar el aplauso ajeno a cambio de ocultar la verdad para sus vidas. Es más cómodo, muchas veces, callarse, no decir lo que se piensa por miedo a contristar; ser uno mismo marioneta de sus propios caprichos, pero ese es un

gran mal que haremos a las almas por el único motivo de no querer sufrir por ellas. Tener que pronunciar, en ocasiones, la palabra no, exige una gran dosis de fortaleza. Habrá que dulcificar las formas, tendrá que estar todo envuelto en el apetecible y vistoso papel-regalo del cariño, pero no podemos callarnos por miedo a ser rechazados, a ser abandonados o a caer de la hornacina en la que nos había puesto un adolescente. Eso es cobardía, eso es ser mal pastor que huye cuando vienen los lobos. Y bien cierto es que cuando uno sabe aguantar el tipo, apretar los dientes, hacerse violencia de la buena a uno mismo, luego, cuando las aguas vuelven a su cauce, los adolescentes se dan cuenta de que sólo queríamos su propio bien, no el nuestro. Hay una ciencia de saber esperar que nos conviene mucho aprender a todos. Y por eso puede muy bien ocurrir que haya temporadas que podríamos llamar tensas en nuestra relación con un adolescente. No es malo que eso ocurra, cuando existe verdadera rectitud de intención. Las relaciones idílicas, llenas de paz mientras se atraviesan prados verdes, son más propias de las películas. Un adolescente es, a menudo, un monta pollos profesional. Y sólo cuando va ganando en madurez y en actitud crítica consigo mismo, logra darle la auténtica importancia a las cosas. Por eso, habrá ocasiones de aparente fricción, de objetiva disconformidad. Será la hora de ayudar con esmero, de ser claros, de dar razón de lo que decimos; pero también de no tener jamás miedo a la libertad, de decir lo que pensamos dando margen a que el otro pueda equivocarse, de alentar el tú verás, yo te digo lo que pienso para tu bien, pero tu vida la has de construir tú. Hay que hacerles responsables de sus actos. A veces se equivocaran como nos hemos equivocado y nos seguimos equivocando muchas veces nosotros, pero lo que necesitan es la verdad, la orientación segura, desinteresada, firme. No se trata de ser inamovibles, pero no podemos engañar a nadie. A la larga, este planteamiento es el único certero. Cuando no exigimos a las almas las acabamos defraudando. Cuando edulcoramos la exigencia de la vida cristiana, por miedo a que se vayan o a que no quieran, entonces les estamos engañando. No existe nadie con más cintura que los santos, pero pretender hacer creer que el camino de la vida de un cristiano es un camino fácil es la peor falsedad que puede decirse. Ser cristiano es un camino maravilloso que hace feliz a la persona, pero nadie ha dicho nunca que sea un camino cómodo. Por eso, es lógico que surja el rechazo a la exigencia, al darse más, sobre todo cuando alrededor, la calle lo que grita es todo lo contrario. Por eso hay que ser fuertes en nuestra dirección espiritual. Y eso supone estar dispuesto a sufrir por los demás.

OCTAVA CLAVE: FORMAR EN LA LIBERTAD ¿Por qué algo que amamos tanto como es la libertad, nos da tanto miedo cuando la vemos en manos de un adolescente? Nadie, en su sano juicio, estaría dispuesto a entregar su libertad a ningún ser humano. La libertad la necesitamos como el respirar. Sin libertad somos incapaces de poder amar, de poder desarrollarnos, de sentirnos nosotros mismos. Se puede perder la libertad física pero nadie jamás podrá robarnos nuestra libertad interior. Por eso es un bien tan preciado… tan humano. Obviamente, nadie pretende ayudar a otro negándole su libertad por el mero hecho de que sin libertad no hay verdadero desarrollo. No habrá nunca avance en el amor a Dios si las cosas no se hacen libremente. Y si existe algún bien absoluto en la cabeza de un adolescente es precisamente el de querer sentirse muy libre, el de huir como de la peste de todo aquel que quiera mancillar su libertad. Y a su vez, la historia de cualquier fracaso de la vida cristiana de un adolescente está escrita por el mal uso de su libertad. ¿Cuántos han destrozado sus vidas por gritar como posesos por una libertad que jamás han sabido administrar? ¡Qué riesgo es, sin duda, en manos de un adolescente, el tesoro de la libertad! Y por ello, por la bomba de relojería que es la libertad, es sumamente importe que sepamos explicarles bien en qué consiste y como se administra. ¿Y cómo enseñar a un adolescente a actuar en libertad? Lo primero es perder el miedo a asumir el riesgo de que sean libres. ¡Cuántos padres tienen verdadero terror a la libertad de sus hijos y cuántos otros, por miedo a ser rechazados, dejan andar a sus retoños por el campo minado del mal uso de la libertad! Hay una cultura dominante, verdadera dictadura de las conciencias, por la que parece que a un adolescente hay que permitírselo todo por el mero hecho de que es libre. Parece que el mayor de los males es decirle a un joven que no. Ser un talibán es lo más parecido a decirle a un hijo o a una hija que a las once en casa por mucho que a tus amigos les dejen hasta las tres. Ya no te digo nada si el problema reside en que los centímetros de más que le faltan a la minifalda se convierten en materia de Estado. Ahora bien, todo eso son, lo queramos o no, parches de la formación en la libertad. No podemos pretender llenarnos la boca de la importancia de la libertad y luego saltar como cafres porque nuestros hijos no la

emplean como nosotros desearíamos… Y es que, probablemente, le hemos dado un valor a la libertad que posiblemente no tiene. La libertad no es un bien absoluto, alejado de unos deberes y de unas responsabilidades que van lapadas a ella. Si queremos formar en la verdadera libertad, hemos de formar primero en las responsabilidades que conlleva el uso de ese bien. En la hoja de instrucciones de la palabra libertad, el primer punto es saber que se puede perder muy fácil cuando se usa mal, que la garantía no está asegurada y que es capaz de hacernos muy felices si se sabe darle buen uso. Por todo ello, porque la libertad no se aprende a usarla hasta que no se usa, porque es maravillosa y está, a su vez, llena de trampas, porque a veces es preciso usarla mal para saber cómo se usa bien, es por lo que toda dirección espiritual de un adolescente debe estar impregnada hasta su fin de la necesidad de la libertad. Hay que hablar, y mucho, de la libertad, y hay que quitarse el miedo de que por animar a usarla, eso pueda perjudicar la vida cristiana de nadie. Una de las tareas esenciales de la formación de un adolescente es hacer de ellos personas de criterio. La palabra suena muy mal, pero bien entendida es, en definitiva, ser gente madura con firmeza de convicciones. Para llegar a esta meta es necesario abordar dos principios claros: 1. Conviene formar personas, no las circunstancias en las que viven. Un adolescente pasa por mil batallas interiores y por cuatrocientos mil sentimientos contradictorios. No tendremos nunca respuesta para todo ni tiempo para todo. Ellos han de aprender a resolver sus propios conflictos de la mejor manera que sepan. Y nuestro papel es el de enseñarles a pescar, no darles el pez cada vez que tengan hambre. Hemos de formar las convicciones, las pautas por las que una persona hace una cosa y no la otra, los valores que impregnan los deseos, los motivos que llevan a la acción. Y esa tarea, sin ser nada sencilla, es apasionante. Por eso, hay que huir del excesivo proteccionismo, de la vigilancia en corto, de las videocámaras del que sospecha de todo. A la larga, ese mecanismo sólo agota y produce frutos inmaduros. Cuando se es claro con las almas y ven que nos fiamos y actuamos por su bien, acaban respondiendo con lealtad, se convierten en adolescentes fiables aunque sean muchas sus miserias. La mejor manera, en definitiva, de lograr esa formación integral de la persona es que alcancen la unidad de vida. Que sean ellos mismos allá donde estén. 2. Formar personas que piensan. Pueden parecer términos contradictorios cuando se aplican a un adolescente, pero no es así. Un adolescente es alguien

sumamente perspicaz, que pilla mucho más de lo que parece y que almacena en su disco duro mucha información que poco a poco es procesada en su vida real. Y para ayudarles a pensar, además de servirse de charlas ascéticas y doctrinales que expliquen bien las cosas, hay que “obligarles” a pensar. No vale con decirle haz esto y lo otro. Tienen que saber por qué hacer esto o lo de más allá. Hasta que no lo entiendan, hasta que no sea algo propio, estamos construyendo sólo personas con piloto automático, pero no mucho más. Ahora bien, no podemos pretender que alguien entienda el porqué de algo si no lo pone primero en práctica. Es difícil que un adolescente entienda la importancia de hacer todos los días un rato de oración si antes no se pone a hacerla, aunque no entienda mucho el porqué. Por eso hay que crear hábitos, pero hábitos que vayan siendo comprendidos, entendidos, queridos y asumidos. Y para eso hay que gastar mucha saliva; que digan siempre lo que piensan, que se sientan libres para quejarse, para protestar, y hasta para negarse. Es el único modo de que la Gracia vaya conquistando sus corazones. Y para que esa formación en la libertad vaya germinando bien, es necesario, una vez más, el tiempo. No es bueno llevar a las almas a empujones, ni pretender que corran, cuando apenas pueden sostenerse. Forzar la máquina nunca es bueno por muy interesante que sea la meta. De ahí los planos inclinados, los sube-bajas, los tira y aflojas en la vida de todos. Y eso supone ojo clínico, saber lo que Dios quiere para un alma y lo que no quiere por muy bonito que sea. Finalmente, ofreceremos tres puntos que bien pueden servir en este formar en la libertad: 1. Formar es iluminar. Formar es lo más alejado a la imposición, al hazme caso porque yo lo digo, al haz esto o ahí te quedas. Formar tiene mucho más que ver con ese consejo amable y oportuno dicho al oído del amigo, con esa paz que se transmite al que escucha, con esa mirada que destila cariño y comprensión, por esa sensación de saber que no estoy solo en mis peleas, que se confía en mí y que se espera mucho de mí. 2. La obediencia debe ser inteligente. No existe, hoy por hoy, palabra más odiosa en la cabeza de un adolescente. Obedecer se asemeja a quedarse un fin de semana sin salir o a tener que tomar el pescado de la comida de hoy. Es la palabra más impresentable en la mente de un joven porque la ven como una derrota de la propia libertad. Por eso hemos de enseñar a obedecer con inteligencia, obedecer entendiendo lo que se pide y porqué se pide; dar razón de lo que se propone. Que luego guste más o menos es otra cosa, pero saber porqué se hacen las cosas ayuda mucho al hacerlas.

3. Aprender de los errores y ser positivos. Pretender que un adolescente use siempre bien su libertad es vivir en el mundo Heidy y la abeja Maya. Hay que saber tragarse muchas aparentes tragedias por el mal uso de la libertad. Pero venir con frases del tipo “ya te lo dije yo”, “mira como tenía razón”, “si es que no haces ni caso”…, sirve de muy poco. Caray, que el adolescente es joven pero no es imbécil. Él ya sabe que se ha equivocado, que ha metido la pata, pero lo que necesita es comprensión, darle otra oportunidad, dejarle rectificar. A veces basta una sonrisa cómplice para aprender una lección que no se olvidará nunca. Y dicho esto, procuremos formar en esa prima hermana de la libertad: saber tener iniciativa en la propia lucha. La vida interior tiene mucho de autodeterminación, y conforme se crece, esta es cada vez más importante. Así haremos jóvenes con unidad de vida y con sencillez en su carácter, que son dos consecuencias de una buena dirección espiritual.

NOVENA CLAVE: SER OPTIMISTAS Y SER INCONFORMISTAS No hay dificultades insuperables en la formación de un adolescente. Curiosamente, quienes más se creen esto son precisamente los que más hacen y los que más dificultades objetivas tienen. Y es que no hay peor partido de fútbol que aquel en que tu equipo sale ya con sensación de derrota. La paliza es de escándalo. Si para ayudar a quien sea es necesario ser optimista e inconformista, cuando se trata de un adolescente esto alcanza su categoría máxima. Y es que, muchas veces, habrá motivos más que justificados para tirar la toalla, para decir hasta aquí has llegado chaval, que venga tu madre y te aguante…, pero eso no conduce a nada. Hay que saber esperar y, sobre todo, hay que saber ser optimistas e inconformistas en nuestra actitud y en nuestros planteamientos. Gobernar es amar. Gobernar es transmitir alegría. Estas dos lecciones del buen gobierno son muy aplicables en la dirección espiritual de adolescentes. Hemos de ser capaces de transmitir verdadero optimismo en nuestro empeño por ayudar a un joven, sin caer por ello en mensajes vacíos y falaces que no buscan entrar a los problemas de fondo. Transmitir optimismo es mucho más que dar una palmadita en la espalda. Ser optimistas es ser realistas y al revés… porque somos hijos de Dios. La esperanza en la lucha diaria hay que aprender a no ponerla en uno mismo sino en Dios. Por eso, nuestros consejos, nuestro empeño por ayudar ha de estar regado de un profundo optimismo. Y eso es algo muy necesario en la vida de todo adolescente, porque suelen ser tristes andantes con careto de ser felices sin serlo. ¿Y a qué viene la necesidad de ese optimismo? Principalmente en que no hay nada más difícil que intentar formar a un alma triste. La tristeza es el peor enemigo de la lucha ascética y el más difícil de combatir. Por eso, transmitir alegría es un gran antídoto contra la tibieza, la apatía y el alejamiento de Dios. Y es que no hay nada más alejado de la santidad que el triste santo. Un adolescente, muchas veces, no sabe porque está triste o apático, pero no por eso deja de estarlo. Nuestra misión es transmitir buen humor, esperanza, optimismo en su lucha. Lo único bueno que tienen los bajones de un adolescente es que duran poco. Son efímeros. Así que no hay que darles mucha importancia.

Si ellos ven que nos preocupamos demasiado por sus estados anímicos les darán más importancia de la que tienen. Hemos de ayudarles, eso sí, a ir dominando sus ánimos y a no dejar que el egoísmo vaya arraigando en sus almas. Hay que enseñarles que la alegría está, muchas veces, fuera de uno mismo. Se alcanza en el interior dándose a los de fuera, a los que están en el exterior. Esa actitud nos llevará a meter en las almas optimismo del bueno, a que tengan ganas de recomenzar, a que ganen en más confianza en Dios y más confianza en ellos mismos. Eso es clave en su lucha porque, más de lo que imaginamos, el concepto de un adolescente de sí mismo suele ser muy bajo, y más en aquellos que se proponen hacer las cosas bien. Sus juicios contra ellos mismos son a veces despiadados. Por eso necesitan una mano amiga que les diga de vez en cuando quienes son realmente, lo mucho que son amados por Dios y lo contento que está El con ellos al ver sus luchas de cada día, aunque sean innegables los errores. Si hay optimismo habrá afán por recomenzar en sus peleas, por volver a empezar cuando se han equivocado, por darle la importancia justa a sus fallos, por aprender a perdonarse cuando saben que han metido la pata. Un alma optimista, en el fondo, es un alma humilde porque se fía de Dios. Y es que estamos todos muy inclinados a pensar que somos súper hombres hasta que la realidad de nuestra poquedad nos pone en nuestro sitio… Aprender a recomenzar es una lección que hay que saber vivir y a transmitir. La lucha cristiana es un continuo recomienzo con la Gracia de Dios. Y un adolescente, cuando se propone algo, de primeras cree que lo va a sacar adelante sin problemas. ¿Quién no se ha dicho después de unas malas notas, ahora sí que voy a estudiar de verdad y en la siguiente evaluación voy a sacar todo diez? Pero es que además se lo cree... No es una impostura. Es lo que de verdad piensa. Muchos jóvenes tardan en darse cuenta de que luchan sólo en aquello que no les cuesta, pero lo cierto es que hay muchos campos que es necesario lograr a base de recomenzar muchas veces, y no una vez sino muchas. Por eso es tan importante ser siempre optimistas, que es la gasolina de todo aquel que desea avanzar en su vida cristiana. Cuando un adolescente conoce su meta, el fin de su vida y tiene criterios claros de actuación, es fácil que cuando se equivoque, rectifique. Cuando uno no sabe dónde va, rectificar es una tarea harto complicada. De ahí la importancia de saber qué se quiere y cómo llegar. Y esa es misión de una dirección espiritual profunda, eficaz y tremendamente personal. ¿Y sobre el inconformismo? Esta es cuestión que merece su preámbulo…

Ser inconformista no es convertir la vida cristiana de un adolescente en una gymkana inacabable donde el más difícil todavía es el leitmotiv de sus vidas. Nada más alejado de la vida cristiana que un ir acumulando devociones. Así sólo construiremos monstruitos de la vida interior que acabaran agotados de ir haciendo miles de cosas sin sentido. Lo que hemos de formar es gente sencilla, descomplicada, que se siente muy libre y que no mide su cariño a Dios por el mero cumplir las cosas sino por el amor que pone en ellas. El inconformismo tiene mucho más que ver con esa tendencia del hombre a decir basta, y con esa confianza hacia ellos que nos lleva a pedirles más porque pueden dar más. Hay que pensar y hablar muchas veces a los jóvenes como nos gustaría que fueran, no como son. Todos podemos dar mucho más de nosotros mismos, y cuando nos tratan como si fuéramos incapaces de alcanzar nuevas metas, cuando detectamos que no se fían de nosotros, eso nos duele y nos humilla. No hay mejor motor para la superación personal que saber que el otro tiene la certeza de que puedo alcanzar lo que se me pide. El hombre ha sido hecho para amar y sentirse amado, y eso se palpa de algún modo cuando notamos en los otros que inspiramos confianza. Eso alienta enormemente la capacidad de superación. No asustarse por tener que exigir más si es que toca exigir más… Defraudamos cuando devaluamos el producto, cuando se nos nota que pensamos que el otro no da para más, cuando nuestra perspectiva de la capacidad del otro está empequeñecida. ¡Cuántas sorpresas nos llevaremos de lo que es capaz de lograr un adolescente! Si se les sabe orientar bien, su generosidad, su fortaleza y su audacia serán incalculables y muy superiores a la nuestra. Por eso ser inconformistas es, en verdad, un deber que tenemos hacia ellos.

DÉCIMA CLAVE: AYUDARLES A DESCUBRIR SU VOCACIÓN No sé porque hay tanto miedo, hoy en día, a la palabra vocación divina. Enchufa uno la tele, busca en internet, habla con cuatro padres y sale enseguida un cóctel de ideas del tipo “son demasiado jóvenes”, “eso es un engaña bobos”, “hay que probar antes muchas otras cosas”, “no son todavía maduros para decidir” y un sinfín de alabanzas semejantes. Es como si algunos, en su vida cristiana, quisieran eliminar del vocabulario de la Iglesia esta palabra por considerarla demasiado fuerte o demasiado osada. ¿No ocurre que la palabra vocación divina, al lado de la palabra adolescente, despierta unos miedos tremendos, como si fuera un mal que hubiera que alejar de nuestros jóvenes? El trasfondo de esta realidad innegable no es otro que el de negar, más o menos veladamente, que un adolescente pueda tener vocación, como si Dios sólo pudiera llamar a un alma cuando se alcanza una edad en la que uno ya no es capaz ni de levantarse de la cama. Y el Evangelio, por otro lado, les lleva una y otra vez la contraria. Cristo adolescente, con sólo doce años, les hace ver a sus padres que ha de cumplir la voluntad de Dios. El ángel busca a la Virgen cuando no tendría más de catorce o quince años, Juan es elegido cuando es un imberbe a los ojos de los hombres. El Señor llama al joven rico cuando era eso, un joven. Y es que la historia de la Iglesia está llena de jóvenes que han entregado su vida a Dios. El miedo de muchos radica en pensar, lisa y llanamente, que Dios no es capaz de colmar enteramente el corazón humano. De ahí, tantos y tantas que alejan a sus hijos de esta posibilidad por el miedo a que fracasen, por el terror a que no sean felices y a que no sean normales. ¡Vaya percepción de la vida cristiana, vaya percepción del amor de Dios por sus hijos! Ver la vocación como un mal, con esa visión humana que lleva a pensar que no da la felicidad total, que es una jugarreta de Dios contra algunos, impedirá siempre tomar conciencia de que un joven no nos pertenece. Son de Dios. Pero más grave y más perversa es esta realidad cuando quien la patenta no son unos padres asustados sino un director espiritual desamorado. Nadie tiene poder en la tierra para dar o quitar vocaciones, para señalar quienes sí y quienes no son llamados por Dios, pero qué grave error alejar al adolescente del deseo de

saber que quiere Dios de su vida, que quiere de él en particular. Por eso es tarea, y tarea grave, de una labor apostólica bien hecha, de un buen director espiritual, el poner a las almas delante de Dios, el saber discernir las señales o no de una posible vocación en esos adolescentes a los que tratamos. La Iglesia ya se ha cuidado muy bien en fijar unas medidas de gran prudencia y discernimiento para poder abrazar una vocación determinada, pero alejar a las almas de la posibilidad de descubrir su vocación es un contrasentido enorme de quien pretenda llamarse cristiano. Y aquí nuestra misión consistirá en ofrecer a los adolescentes, con una gran rectitud de intención, todas las respuestas que precisen en su camino personal por descubrir su vocación. No se puede huir de este tema como si en nada nos atañera. No podemos ser tan cobardes como para decirle al adolescente que no te conozco cuando nacen en él verdaderos deseos de corresponder a la llamada de Dios. ¿Y cómo ayudar a un joven a descubrir lo que Dios quiere de él? Por curioso que resulte, lo primero es hablar con él de este asunto sin convertirlo en un tema tabú o en una conversación para cuando sea más mayor. De verdad que hay que quitarle mucha literatura a este asunto y hablar de estos temas como se hablan de muchos otros. La vocación no es el culmen de la vida cristiana, no es el premio de un esfuerzo personal, no es la gratificación que se obtiene por tomarse a Dios en serio. La vocación es una elección divina que incluso algunos descubren, precisamente, estando lejos de Dios. Si nos creemos que la vocación es algo de Dios, pues será Dios quien tome la iniciativa en esas almas. Da igual lo que hagamos los hombres en nuestro empeño por dar o quitar vocaciones, pero una mala actitud por nuestra parte bien puede matar ese deseo de Dios en el alma de un joven. Por eso, nuestro único camino es acercar a las almas a Dios, y si Él quiere algo muy particular de alguno, nuestro papel será el de no estorbar en ese encuentro personal entre Dios y el alma que es llamada. Y dicho esto, lógicamente, habrá que hablar de ser prudentes, de ayudar a discernir un sentimiento pasajero de una auténtica vocación, a evitar precipitaciones que no son de Dios. Y si hemos de ser prudentes también deberemos ser audaces, para alejar los miedos de las almas que se sienten por Dios interpeladas, por acallar los egoísmos que se alzan en quien siente que Dios le pide más. Y habrá que enseñar y acompañar a aquellos que desean saber cómo llama Dios, cómo se escucha su llamada en un mundo que grita lo contrario a la generosidad que comporta decirle a Dios que sí. Y si nos sentimos sólo

instrumentos, procuraremos hacer al alma honrada, generosa, deseosa de Dios. El hará el resto, pero es nuestra obligación no acallar las llamadas de Dios por miedo a molestar al otro, por una mala entendida injerencia en la vida de los demás. ¡Pero cuantos y cuantas han descubierto la felicidad de sus vidas porque han sabido tener al lado a un consejero fuerte, sobrenatural, enamorado de Dios, que les ha alejado del miedo a decir a Dios que sí, que han actuado con la rectitud de intención necesaria que exige esta situación! Y es que la cosecha es abundante y los obreros son pocos… y menos todavía los que se atreven a ayudar de verdad a las almas en este camino hacia su vocación. Y la vida cristiana de un adolescente quedará incompleta si evitamos hablar de este tema, como quedaría incompleta si no habláramos de la vida de Gracia, o de la necesidad de la oración o de tener verdaderos deseos apostólicos para ayudar a sus amigos. Y es que en un mundo como el de hoy, que una sola alma se plantee el deseo sincero de entregar su vida a Dios es un milagro de grandes dimensiones. ¡Qué orgullo tan grande encontrar a alguien que esté dispuesto a ello en medio de un clima que rechaza de tal manera a Dios! ¡Qué generosidad la de aquellos que, muchas veces remando a contracorriente, son capaces de decirle a Dios que sí! Por eso, un buen padre, una buena madre, un buen director espiritual, debe primero situarse en el clima sobrenatural necesario para agradecer a Dios la generosidad de esa persona, valorar su grandeza, ser conscientes de nuestra responsabilidad ante Dios con esa alma, y luego después habrá que juzgar con prudencia, con moderación, viendo las cosas tal vez un poco de tejas para abajo, pero jugando en el equipo correcto, buscando la voluntad de Dios, no nuestro deseo egoísta, que tal vez no sólo esconda nuestros miedos humanos… A veces lo que no queremos reconocer es que la decisión de entrega de ese joven es una bofetada a nuestra propia falta de generosidad. Recuerdo una lección que recibí hace muchos años que ni he podido ni he querido olvidar. Hablaba con unos padres sobre la vida cristiana de su hijo de apenas quince años. La madre se mostraba muy activa, hablaba de las cosas que a ella le preocupaban, y cómo pensaba que había que actuar. El padre estaba callado. No decía nada ni expresaba ninguna idea. Me extrañó esa frialdad ante la vida concreta de un hijo suyo. Unos días después, pude hablar a solas con él. Ayudado por la confianza que genera un poco de alcohol compartido, me confió lo siguiente: “Mira, yo veo como mi hijo está mejorando en casa, en su estudio, con sus hermanos y amigos y en su vida cristiana y no puedo olvidar que cuando tenía más o menos su edad me planteé seriamente entregar mi vida a Dios.

Ahora tengo 48 años –me decía entonces– y ni un solo día de mi vida he olvidado que le dije a Dios que no”. Obviamente mantuvimos otras conversaciones, y ese padre –honrado, porque honrado es reconocer lo que reconoció– aprendió a no ver a Dios como un juez implacable y rencoroso, pero lo que no se me olvidará nunca es la cara de pena con la que me contó lo que me contó, y es que la llamada de Dios no es una cosa humana, no es una ilusión pasajera… es el camino de felicidad para el alma que es llamada. No tratemos este tema de manera frívola porque nos jugamos mucho. Como me decía otro buen amigo: “Muchas veces nos olvidamos de quienes somos. Dios es Dios, y con eso no se juega”. Por eso, es necesario ser valientes, ser directores espirituales que lleven a los adolescentes a su encuentro personal con Dios. Y saber actuar con la sabiduría del buen consejero… con la Gracia de Dios. *********

ANEXO

0. INTRODUCCIÓN La única pregunta verdaderamente con valor es aquella del joven rico del Evangelio: ¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna? La cual conduce a otras pregunta: ¿Cómo puedo alcanzar la santidad en esta vida? o ¿Quién es Dios para mí? Las respuestas de Dios para estas preguntas pueden darse por distintos caminos. Simplemente siguiendo los Diez Mandamientos como están escritos en nuestros corazones, es un buen comienzo tal y como Jesús aconsejó al joven rico. También podemos ver la Revelación Divina que nos llega por la Sagrada Escritura y la tradición –los consejos de la Iglesia a través de la enseñanza autorizada y los sacramentos–. Luego podemos ver el estado de nuestra vida actual y las experiencias de nuestra vida pasada para tener buenas indicaciones sobre lo que Dios quiere de nosotros en el momento presente. Sin embargo, para encontrar las respuestas a estas cuestiones, es muy conveniente tener un director espiritual. Como San Josemaría Escrivá señaló: “No se te ocurriría construir una buena casa para vivir en la tierra sin consultarle a un arquitecto. ¿Cómo quieres levantar sin un Director el alcázar de tu santificación para vivir eternamente en el cielo?” Esto es verdad para todo el mundo, no sólo para el pobre, el simple o analfabeto sino aún más para el satisfecho con su éxito. Cada persona es un singular hijo de Dios con su particular código genético, temperamento y experiencias de vida. Dios tiene un plan específico para cada uno. Discernir este plan particular debería ser el continuo fin de todo cristiano serio. Como Dios normalmente prefiere trabajar a través de causas secundarias, surge directamente de los tiempos apostólicos, la práctica de buscar una dirección espiritual personal de una persona sabia y prudente quien pueda guiarnos a lo largo del camino a la santidad con todas sus inesperadas vueltas y cambios. ¿Y de qué hablo en mi dirección espiritual? Una pregunta como esta nos surge a todos ante el hecho de contar a otro nuestra intimidad, nuestros defectos, nuestras luchas y todo lo que engloba la vida de un cristiano. La dirección espiritual es un asunto de tanta importancia que no merece la pena reducirlo a un simple cambio de impresiones, más o menos coherentes, o a la respuesta en batería a un montón de preguntas. Te proponemos aquí un modelo de los temas para tu conversación con el sacerdote o con ese amigo con el que compartes, para que te ayude, tu lucha

diaria. Gracias a Dios, la interioridad de las personas es mucho más amplia que un guión. Son cientos los matices de circunstancias por las que atravesamos y son otros cientos las consecuencias que se derivan de ellas (alegrías, penas, sufrimientos, sinsabores, desánimos, descubrimientos, etc), por eso, y no por otra razón, conviene “acotar” nuestros temas de conversación, sabiendo ir al grano de nuestros problemas pero sin perder esa perspectiva amplia y maravillosa que engloba toda la vida de un cristiano. No te limites a leer estas páginas como quien lee una revista de ocio. Más que leerlas te pido que las pienses, que veas de verdad en qué pueden ayudarte. No ha de darnos miedo comprobar lo lejos que estamos de una auténtica dirección espiritual. Eso sí, pongamos un esfuerzo mayor para aprender la tarea de conocerse a sí mismo para darse a conocer.

1. ¿QUÉ ES LA DIRECCIÓN ESPIRITUAL? Antes de nada es importantísimo resolver dos asuntos. Uno consiste en saber exactamente qué es la dirección espiritual (porque de lo contrario no la valoraremos nunca) y el otro es encontrar qué persona puede ser el director de nuestra alma. Estas dos condiciones nos permitirán afrontar con éxito el camino de la dirección espiritual. Entenderlas convenientemente y ponerlas en práctica es un asunto en el que nos jugamos mucho. Les llamo a propósito “condiciones” porque sin ellas es imposible lograr una auténtica dirección espiritual. PRIMERA CONDICIÓN: SABER LO QUE ES LA DIRECCIÓN ESPIRITUAL Las intensas lluvias caídas provocaron serias inundaciones. Alarma general. Todo el mundo sale de sus casas para salvarse de la riada. Protección Civil y Cruz Roja enviaron lanchas de salvamento a las personas necesitadas. A la puerta de una casa hay un señor viendo como el agua se introduce peligrosamente en su hogar. Aparece unas de las lanchas con intención de socorrerle. Este señor les dice: No, no; id a recoger a otros, que a mí la Providencia me salvará. Al cabo de un rato, la casa ya medio inundada, aparece otra vez la Cruz Roja y le insiste en llevárselo, pero este señor vuelve a insistir: No, no. Socorred a otros que de mí ya se encarga la Providencia. Cuando la riada se hace mayor y el agua llega al cuello de este señor, vuelve a aparecer la tercera lancha para salvarlo, pero él vuelve a insistir: No, no, de mí ya se encarga la Providencia. A los pocos minutos, muere ahogado. Su entrada en el cielo la hizo entre protestas: “San Pedro, yo confiando en la Providencia, y ya ves, morí ahogado: la Providencia no hizo nada”. La respuesta de San Pedro fue inmediata: “¿Cómo que nada...? ¡Tres lanchas te he enviado!” La Providencia no consiste en nada raro ni extraordinario, como al parecer pensaba este señor del chiste. Cada una de estas tres lanchas era el modo en que Dios actuaba. Nos equivocamos si pensamos que estas lanchas eran exclusivamente iniciativa de los hombres. Dios habla con los hechos. Dios habla con las circunstancias. Dios habla con cada cosa que nos ocurre. Dios habla con cada persona que pone a nuestro lado, y Dios habla, de una forma muy especial, con esas personas que nos ayudan a mejorar en nuestra vida de cristianos a

través de la dirección espiritual. Las lanchas de salvamento son la dirección espiritual. Es decir, Dios ha querido que a través de otras personas podamos salvar nuestra vida cristiana de todos los peligros que la acechan. Pero no lo olvides, Dios quiere servirse de otras personas para ayudarnos, como se sirvió de la Cruz Roja y de Protección Civil para intentar socorrer a ese señor que no entendió que la Providencia actuaba a través de personas humanas. Un libro espiritual explica: “Cualquiera comprende sin dificultad que, para realizar la ascensión de una montaña, es necesario un guía; lo mismo sucede cuando se trata de la ascensión espiritual...; y tanto más, cuanto que en este caso hay que evitar los lazos que nos tiende el demonio, muy interesado en impedir que subamos” (Las tres edades de la vida interior). La vida de un cristiano se hace día a día, semana a semana, pero para ello hay que saber dónde queremos ir, dónde tenemos que luchar y qué obstáculos hay que vencer. Y eso amigo, habitualmente, no se hace solo. Tal vez sirva de ejemplo lo que en una homilía le oí comentar a un obispo: “Dios tiene sus manías: lo que puede hacer con otro nunca lo hace solo”. Y eso es la dirección espiritual: ese otro que nos ayuda a andar por el camino de nuestra vida de cristianos. Es necesario que tú quieras andarlo (nadie lo va a hacer por ti), pero no es suficiente. Necesitamos que alguien ya experimentado y trabajado en estas luchas del alma, nos sostenga en la pelea, nos de claridad en la lucha y nos aparte de los muchos peligros con los que nos vamos a encontrar. Afirma Fernández Carvajal que “nadie puede, ordinariamente, guiarse a sí mismo sin una ayuda especial de Dios. La falta de objetividad, el apasionamiento con que nos vemos a nosotros mismos, la pereza, van difuminando nuestro camino hacía Dios (¡tan claro, quizá, al principio!). Y cuando no hay claridad viene el estancamiento espiritual, la mediocridad aceptada, el desánimo, la tibieza”. ¿Entiendes ahora la importancia de tener dirección espiritual? SEGUNDA CONDICIÓN: ELEGIR NUESTRO DIRECTOR ESPIRITUAL ¿Y quién puede ser esa persona? Dice este mismo autor que “es una gracia de singular importancia encontrar a ese director espiritual que nos enseñe el camino de Dios. Y Dios, de una manera sencilla y natural nos pondrá cerca de esa persona que nos ayude a construir nuestro propio edificio espiritual”. Por eso piensa tú quién de las personas que te rodean, por su ministerio y cercanía de

Dios, es la más indicada para esta divina aventura a lo humano. Habitualmente se tratará de un sacerdote o un buen amigo que Dios pone cerca de ti, y que por su formación y su experiencia, te llevará, acertadamente, por donde Dios quiera llevarte. Aún así, Carvajal señala una “prueba del diez” para dar con esta persona: “Hay un punto clave para saber si hemos acertado en la elección: si nos ayuda, con comprensión, a encontrar al Señor en todos los sucesos de nuestra vida, y a identificar nuestra voluntad con la voluntad divina, aunque nos cueste sacrificio”. Lo que nos certificará que hemos dado con la persona adecuada es comprobar que tras nuestra conversación con él estamos un poquito más cerca de Dios, aunque suponga esfuerzo luchar en donde nos indica. Todos conocemos lo que ocurre cuando dos personas reunidas durante un largo tiempo en una habitación cerrada, se ven interrumpidas por un extraño ajeno a esa reunión y que comenta: ¡qué cargada está la habitación!. Los allí presentes no eran conscientes de ello porque estaban metidos dentro. Hubo de ser el que estaba fuera el que comprobó este hecho. Algo análogo ocurre en nuestra vida. El transcurrir de los días, los mil avatares, las preocupaciones, el estudio, nuestros planes, etc pueden impedirnos ver que tenemos el alma cargada. Por eso necesitamos de ese tercero (el director espiritual), que nos ayude a percibir lo que nosotros no percibimos. Decía Santa Teresa que “Dios requiere amigos fuertes para sustentar a los flacos”, por eso hemos de dar gracias a Dios por haber encontrado a esta persona, a la que hemos de agradecer, con nuestra lucha, el esfuerzo que hace por ayudarnos. Y ahora que ya conocemos en qué consiste la dirección espiritual y quién puede ser esa persona que nos ayude, vamos a entrar un poco más de lleno en las claves del éxito y en los temas qué podemos ir tratando. No te asustes si todavía te ves lejos. Léelo con atención y déjate ayudar. Y lo que es más importante: ve comentado con Jesús lo que vas leyendo. El si que te enseñara cómo valorar y hacer muy bien la dirección espiritual.

2. CLAVES DE ÉXITO Son muchas las claves que permiten afirmar que estamos ante una auténtica dirección espiritual. Aquí hemos elegido sólo cuatro de ellas, con el fin de concretar los peligros que pueden alejarte de esa ayuda que otro nos da, para que andemos acertadamente por el camino de nuestra vida de cristianos. De nosotros depende, en gran parte, la eficacia de este medio de formación cristiana que durante tantos siglos lo han vivido multitud de cristianos. Eso sí, no basta con tener un director espiritual, ni siquiera saber de qué vamos a hablar con él. Es importante que previamente conózcanos nuestras disposiciones y el modo de afrontar esa conversación. Aquí te doy cuatro claves que harán muy eficaz tu dirección espiritual. PRIMERA CLAVE: EXAMEN Qué difícil resulta acertar cuando uno tiene que hablar de algo que no conoce. Por eso, tu primera tarea consistirá en examinarte de lo que vas a contar en la dirección espiritual. Parece algo lógico, pero cuando acudimos al sacerdote o al amigo sin haber preparado nuestra conversación, resulta fácil equivocarse, porque serán muchos los temas que dejemos en el candelero o nos centraremos tan solo en lo último que nos ha cogido la cabeza, en nuestro último enfado, nuestra última pena o nuestro último examen, y eso no es la dirección espiritual. Examinarse quiere decir saber qué vamos a contar, de qué temas vamos a hablar. Y para esa tarea, no lo olvidemos, se necesita emplear el tiempo. Te aconsejo que tomes como norma de conducta utilizar un rato de tu oración delante del Sagrario para preparar esta conversación, porque así tu primera dirección espiritual, tu primera charla, la harás con el Señor. ¡Qué fácil resulta entonces ser sincero, darse uno cuenta de sus defectos, saber en lo que ha fallado y huir de autoexcusarse! Además, convendrá muchas veces que este examen lo hagas por escrito, así evitarás olvidarte de las cosas importantes. Bastará que apuntes las ideas que luego contarás en tu conversación y rompe después ese trozo de papel. A veces, medios tan básicos son los que no empleamos por el pequeño esfuerzo que nos supone.

SEGUNDA CLAVE: SINCERIDAD Parece una tontería acudir a la dirección espiritual con la intención de mentir en algún punto de nuestra lucha, pero hay que estar precavidos de todos los peligros. No debe extrañarte que sean muchas las ocasiones en que te cueste decir la verdad de todo lo que te pasa. Siempre nos costará ser sinceros porque siempre tendemos a quedar bien y precisamente si a algo vamos a la dirección espiritual es a contar todos nuestros defectos y nuestra falta de lucha y eso se asemeja bastante a lo que coloquialmente llamamos “quedar mal”. Que nos cueste ser sinceros no tiene porque suponer el no serlo. Precisamente si cuesta es que tiene valor hacerlo, y algo semejante nos ocurre, por ejemplo, con el estudio. ¿Y qué es ser sincero? Algo muy sencillo de decir: contar toda la verdad, no casi toda la verdad o “nuestra verdad”. Por eso, primero hacemos la dirección espiritual con el Señor, para ver nuestra vida tal como la ve Él y para mejorar en donde Él dice que hay que mejorar. No se trata de hacer una mera introspección interior de lo que nos ocurre, sino de comparar nuestra vida y nuestra lucha con la vida de Jesús con el fin de arrancar y de quitar todo lo que no va, todo lo que nos aparta de Dios, y para eso hay que ser sincero. Es necesario que facilitemos al máximo la ayuda que nos prestan en esta charla espiritual, sin disfrazar la verdad y sin esperar que sea el otro quien a base de preguntas nos sonsaque todo lo que llevamos dentro. De lo contrario, puede pasarnos como a ese chaval, gran aficionado a las películas de detectives de la televisión, que se encontraba con un fuerte dolor de oídos. La madre llamó al doctor, y éste le dijo al pequeño paciente: A ver, ¿qué oído te duele?, y el joven le dijo: Eso tiene que averiguarlo usted; yo no soy un “soplón”. ¿Qué dirías tú de un paciente que acude al médico afirmando que sufre terribles dolores de cabeza cuando en realidad lo que le duele es el estómago?. Pues que realmente no quiere curarse porque no cuenta todos sus síntomas. Pues eso mismo trata de evitar la sinceridad. Hay que decir siempre lo que realmente nos duele, por mucho que nos cueste contarlo. Si quieres un buen remedio para luchar por ser sincero, empieza a contar siempre lo que más te cuesta. Di primero aquello que te gustaría que nadie supiera y así habrás vencido contra algo que a todos nos supone esfuerzo: que nos conozcan tal como somos, no como a nosotros nos gustaría que nos conocieran, al precio de no ser sinceros. Son precisamente, además, las personas que dicen la verdad en su dirección espiritual las que realmente quedan bien. ¿O

piensas que el sacerdote con el que hablas, o el amigo que te escucha, no conoce que el hombre tiene los pies de barro y que son muchas las miserias que llevamos dentro? Será a base de ser sinceros, una y otra vez, como iremos venciendo esa tendencia a ocultar nuestros defectos. Que no te dé miedo contarlo todo y si alguna vez piensas que hay algo que, por lo que sea, no serás capaz de decir porque te da mucha vergüenza, exponlo así en tu dirección espiritual: “Oye mira, que hay un asunto que no me atrevo a contarte ¿Puedes ayudarme?” Tenlo por seguro: has comenzado ya a ser sincero. Que no nos avergüence tener que acudir cada semana a la dirección espiritual con los mismos defectos. Nunca se cansarán de escucharte, ni de alentarte, ni de ayudarte para superar esos problemas. Será la sinceridad, no lo olvides, el mejor modo de empezar a vencer en tus dificultades. TERCERA CLAVE: DOCILIDAD ¿Y eso qué es? Pues también te lo explico sencillamente. Se trata de que después de haberte examinado de lo que vas a contar en tu dirección espiritual y de ser muy sincero a la hora de contar todo, pues que te propongas seriamente luchar en esos puntos que te indican en la dirección espiritual, y que van encaminados a mejorar tu vida cristiana. Pensarás que eso es pan comido, pero es que además de la tendencia a no ser sinceros también tenemos la tendencia de la soberbia y de la pereza. La primera nos impide aceptar como propios los consejos recibidos. Es decir, lo que nos dicen no lo valoramos o por lo menos, de una forma seminconsciente, no estamos dispuestos a ponerlo por práctica. Ese es el peligro de la soberbia; considerar que los demás no acaban de acertar en los consejos que nos dan o que no nos comprenden del todo o que nos exigen demasiado. Si no fuéramos de verdad a dejarnos exigir (y para eso hay que ver al Señor detrás de esos consejos) faltaría la rectitud de intención y pretenderíamos entonces acudir a la dirección espiritual para que la autoridad del sacerdote o el amigo justifique nuestra falta de lucha o nuestro egoísmo. Y al comprobar que esas personas buscan el querer de Dios y nosotros fallar, por tanto, en nuestras disposiciones, podría venir enseguida el pensamiento de buscar otro director para nuestra alma que nos pida menos. Este es el peligro de no ver al Señor tras esas exigencias. Y habremos entrado derechos al camino de no vivir según el querer de Dios, sino según lo

que nos dicta el capricho y la comodidad. Tu director espiritual está obligado siempre a indicarte qué has de mejorar y qué has de cambiar, aunque eso le lleve consigo perder el aplauso de los hombres y la estimación ajena. Decía Santa Teresa de Lisieux hablando de las monjas que dirigía espiritualmente: “Si no me quieren, ¡peor para ellas! Yo digo siempre toda la verdad; si no quieren saberla, que no vengan a buscarme!”. El soberbio jamás podrá ser dócil, porque dejarse ayudar supone muchas veces aceptar otras ideas diferentes a las nuestras, y porque para aprender hay que estar convencido de que son muchas las ocasiones en que nos equivocamos y que es necesario que alguien nos enseñe a avanzar en nuestra vida cristiana. Hemos de tener mucha visión sobrenatural, porque de lo contrario difícilmente dejaremos que la Gracia de Dios penetre hasta lo más hondo de nuestra alma. En eso consiste precisamente la humildad: en dejarnos llevar y corregir, y pulir y cambiar ¿y para qué? Para ir pareciéndonos un poquito más al Señor, para, como decíamos en otro apartado, apartar de nuestra vida todo lo que nos aparte de Dios, y para eso hay que ser humildes. El otro gran peligro, no lo olvides, es la pereza. Es como si después de ir al médico y contarle lo que nos ocurre, nos dijera que tomáramos una medicina cada ocho horas y nosotros decidiésemos tomarla cada tres días. Así no nos curaremos nunca. Hemos de luchar, cada día, para poner en práctica los consejos recibidos, sin dejarnos llevar por la desgana o los “olvidos”, que tanto daño hacen a nuestra vida interior. Por eso, será muy importante que revises con frecuencia los puntos de lucha con los que saliste de la dirección espiritual. No te canses nunca de luchar. Para que la pereza no logre destruir los buenos propósitos de la charla, puede servirte tomar nota de todo lo que te indican. De este modo, podrás volver una y otra vez, en tus ratos de oración y de examen, a sacar nuevas luces de esos consejos. CUARTA CLAVE: CONSTANCIA Así como cuando se padece una enfermedad muchas veces no basta con acudir al médico una sola vez, para ir puliendo nuestra alma es necesario que acudamos con la frecuencia debida a la dirección espiritual. Un coche ha de pasar constantes revisiones a lo largo de su uso porque de lo contrario, sencillamente, dejará de andar. Algo semejante nos ocurre en nuestra lucha de cristianos. Hay que volver una y otra vez a recomenzar, a reparar las pequeñas “averías” que

ocasionan el transcurrir de los días y de las circunstancias por las que atravesamos. Te servirá mucho concretar esa charla con tu director espiritual en día fijo y a hora fija, así no dejarás que las innumerables ocupaciones que tienes acaben retrasando tu conversación para cuando tengas una ocasión oportuna, que por otro lado casi nunca la tendrás. Pregunta tú cuál es la periodicidad más conveniente para tu alma, dadas tus circunstancias y sométete a ese horario con la ilusión de no fallar nunca a esa cita. Ser constante te servirá, además, para no acostumbrarte a luchar según sople el sentimiento. Son en esas ocasiones en que te cuesta más dejarte ayudar, o tienes más pereza en acudir a la dirección espiritual, o atraviesas por momentos de especial dificultad o estás más agobiado por los exámenes, cuando más necesitas de la ayuda que te proporcionará el sacerdote o el amigo. No olvides nunca que para avanzar en la vida hace falta tiempo. Tu vida de cristiano, ser santo, no se improvisa de un día para otro. Hacen falta derrotas (que nos ayudarán a ser humildes) y pequeñas victorias (que nos permitirán ver que no todo era tan inasequible como pensábamos). Hay que comenzar y recomenzar muchas veces sin desánimos, aunque a veces pensemos que vamos como los cangrejos, siempre andando hacía atrás. Si hay constancia en tu dirección espiritual ten por seguro que ya estás poniendo los medios para luchar y mientras luchemos y nos levantemos, la vida cristiana va hacia adelante. Llegamos al meollo del interrogante que plantea este libro: ¿Y de qué hablo en mi dirección espiritual?

3. UN GUIÓN PARA NO PERDERSE Muchos sabemos que hablar con el sacerdote o con una persona de confianza hace mucho bien a nuestra alma, y que si somos sinceros y dóciles, y además constantes y con un buen espíritu de examen, entonces nuestra dirección espiritual va por buen camino. Ahora bien, en ocasiones no sabemos de qué hablar, no se nos ocurren los temas y acabamos contando nuestra última preocupación de esa mañana o nos sometemos a una batería de preguntas de un tercero que ni antes hemos pensado, ni sabemos muy bien cómo responder. Por eso, de lo que se trata es de saber qué temas puedo tratar en mi dirección espiritual. Aquí exponemos un breve guión orientativo, con el fin de que te sirva de pauta para tu charla espiritual. No pretende ser más que una falsilla que te ayude precisamente para eso: no perderte. Preocupaciones, tristezas y alegrías Cuenta todo lo que desde tu última conversación más te preocupa, te hace sufrir o te ha alegrado. Habla de lo que llevas en la cabeza y en el corazón, de lo que habitualmente piensas cuando estás en la calle o en casa, de lo que te quita la paz, de lo te hace sonreír, de lo que te desanima y de lo que te anima, de cuales son tus ilusiones. Piensa también si esas penas que tienes son más bien fruto de tu egoísmo, de pensar sólo en tus cosas; si habitualmente acudes al Señor para contarle esas alegrías diarias. Habla de tus preocupaciones familiares o de algún amigo en especial o de algún asunto que llevas últimamente más en la cabeza y por el que estás intranquilo. En definitiva, se trata de dejarle hablar, sobre todo, al corazón. Presencia de Dios ¿Tienes presencia de Dios? Es decir, con qué frecuencia piensas en Dios, en sus cosas, en lo que a El le interesa y le “preocupa”. Puede ayudarte hacer examen pensar cuántas visitas al Señor procuras hacer a una iglesia cercana o a la Capilla del colegio, con qué frecuencia repites jaculatorias (frases de cariño) con las que te diriges al Señor y cuántas “industrias humanas” (pequeños despertadores de la

Presencia de Dios) utilizas para acordarte más de Él. Piensa también si te acuerdas de Jesús cuando te dan una alegría o cuando hay algo que te contraría, o si ofreces el estudio. ¿Qué ratos del día te olvidas más frecuentemente de Dios?, ¿en la calle, en el colegio, en el lugar de trabajo, en casa, haciendo deporte? Y qué lucha estás poniendo para evitar estos descuidos. Pregúntate con sinceridad cuánto cuenta Dios en tu vida y cómo se refleja eso luego en el día a día. Fe Parece este un apartado para “especialistas de la vida interior”, pero no es así. En la fe hemos de hablar, entre otras cosas, de si hemos tenido alguna duda de fe en algún aspecto de la doctrina cristiana. Cuenta en qué consiste, cómo se ha producido y a causa de qué. Bastará exponer estos asuntos con sencillez para que te ayuden a formarte bien y a comprender mejor el por qué de las cosas que creemos. También te será útil examinarte de cuánto te fías de Dios; hasta cuánto estás dispuesto a creer en todo lo que Él nos ha dicho (en el poder de la oración, el valor del sufrimiento, a la hora de hacer apostolado, etc). Examínate de cómo rezas, de si te diriges a Dios con la seguridad de saber que Él te va a ayudar, de si sabes abandonarte cuando llegan los malos momentos porque te fías de Dios. Piensa si tienes fe en los consejos que te dan en la dirección espiritual. Cuenta también cómo aprovechas los medios de formación cristiana a los que asistes, si de verdad pones los medios para formarte bien. Santa Pureza Llegamos a uno de esos temas de los que aparentemente sería más cómodo no hablar. Al contar tu lucha por vivir limpiamente, no te olvides de esa clave de la sinceridad. Trata a fondo y sin miedo cuáles son tus mayores descuidos en esta virtud. Examina porqué piensas que se producen esas caídas graves o no, y esos descuidos en la guarda del corazón, y a qué se deben (quedarse sólo viendo el televisor, descuidar la vista por la calle, modo de leer el periódico o las revistas, acudir a lugares donde sabes que es difícil vivir esta virtud, dejarte llevar por el capricho o por la apetencia, dejarte llevar por malas amistades, estar perdiendo el

tiempo, no querer cortar de raíz con las tentaciones, usar Internet inconvenientemente, etc). Habla de tus tentaciones, de cómo luchas por evitarlas, de tus afectos desordenados, de lo que te tira para abajo en concreto, de cómo son las conversaciones con los amigos, de cómo cuidas tu pudor. Habla de tu vanidad, del alto concepto que tienes de ti mismo, de lo que te gusta ser admirado por los demás. Que no te de miedo contar esos detalles vanidosos que van englobando el día (de cómo te miras al espejo, de cómo eliges la ropa para que se fijen, de cómo recibes los halagos de los demás, etc). Cuenta los medios que pones para cuidar esta virtud y no te asustes de nada. Tenemos los pies de barro y en la juventud son muchas las pasiones que despiertan y que hay que aprender a dominar. Piensa siempre que vivir la santa Pureza, como decía San Josemaría Escrivá, es “una afirmación gozosa”; es decir, no es una lista inacabable de noes, sino una lucha constante por tener sólo amores limpios. Vocación Pensarás que si no eres ni sacerdote ni monja poco podrás hablar de este asunto, pero lo cierto es que todos, sí todos, tenemos vocación. Si eres de los que ya la has descubierto y hubo un día en que decidiste apostar tu vida en una maravillosa aventura divina, cuenta entonces cómo agradeces y cuidas esa vocación, si has admitido alguna duda y cómo has luchado contra ella, si le das gracias todos los días a Dios por esa llamada que te hizo y si procuras cada jornada volver a entregarte de nuevo. Cuenta si hay algo que te preocupa, alguna dificultad extraordinaria o algún aspecto concreto de tu vocación que estas descuidando especialmente. Habla también de cómo se manifiesta tu vocación en los ambientes por los que te mueves: si te da miedo que tus amigos conozcan que estás entregado a Dios, o si rehuyes hablar de ello con naturalidad y si en casa eres más servicial, si te ven alegre y contento. Cuenta si ahora te sientes y te sabes más querido por Dios y aprecias mejor todo lo que El hace por ti; si te duelen más tus faltas de generosidad y si procuras aplicar el “omnia in bonun” (todo es para bien) en lo que te ocurre, y si de verdad afrontas cada circunstancia, favorable o desfavorable, con la seguridad de que “como tengo vocación, la venceré”. Si, por el contrario, en tu caso no hay, lo que podríamos llamar, una

“decisión de entrega en concreto”, habla en tu dirección espiritual de los medios que pones para “descubrir” tu vocación, si de verdad estás dispuesto a darle a Dios un cheque en blanco, si le preguntas a Él lo que espera de ti. La llamada de Dios es, sin duda, exigente pero no huyas de este aspecto tan importante. Saber lo que espera Dios de ti es tal vez la respuesta a la pregunta más importante de tu vida. Prácticas de piedad Seguramente tendrás concretado el cumplimiento de unas pequeñas prácticas de piedad que tendrás repartidas a lo largo del día o de la semana (la asistencia a la Santa Misa, el rezo del Rosario, hacer un rato de oración, acudir a la Virgen, etc). Es buen momento entonces para comentar si las estás cumpliendo y qué cariño, puntualidad y exigencia hay detrás de cada una de ellas. Puede servirte mucho concretar cuales no has cumplido y por qué y con qué dificultades te encuentras a la hora de luchar en estas prácticas de piedad (ofrecimiento de obras, oración, Santa Misa, el Rosario, la lectura del evangelio, etc). Será este un buen momento para hablar también de esos puntos de lucha especiales que fijaste con el sacerdote o el amigo en tu última conversación. Di sinceramente qué empeño has puesto en esos puntos y cómo has luchado para ponerlos en práctica e ir avanzando en tu vida de cristiano. Habla también de tu devoción a la Virgen, de cómo acudes a Ella a diario, de tu cariño hacia Ella y de cómo puedes mejorar. Estudio y trabajo También de tu estudio o del modo de realizar tu trabajo profesional conviene hablar en la dirección espiritual. Habla de si has cumplido el horario que tenías previsto de estudio, si había presencia de Dios en tu trabajo, de si te has servido de algún “truco” para ofrecer el estudio (un crucifijo, una estampa de la Virgen, etc). Cuenta tus pequeños agobios ahora que se acercan los exámenes, y si estudias habitualmente con otros compañeros o amigos, cuenta si además de estudiar dejas estudiar. Especifica tus manifestaciones de pereza a la hora de ponerte delante de los libros y di cómo es tu lucha, o si por el contrario te dejas llevar por el capricho o

la perdida del tiempo. Habla también de tus inquietudes culturales (libros que estas leyendo, hobbies que fomentas, etc). Será buena ocasión para que hables de cómo procuras encontrar a Dios en medio de tus ocupaciones (entre tus libros, en la oficina, en las tareas del hogar, etc). Mortificación El que algo quiere, algo le cuesta. Por eso, en tu vida nunca puede faltar el sacrificio ¿O no te cuesta estudiar, o vivir bien la Santa Pureza, o hacer todos los días la oración? Por eso la mortificación es imprescindible para el que decide tomar en serio su vida de cristiano ¿o acaso no murió Cristo en la Cruz... sufriendo? No se trata de un sufrir masoquista, sino de saber negarse en miles de pequeñas cosas para hacer la vida más agradable a los demás y hacer realmente lo que tenemos que hacer, con ganas o sin ellas. Pregúntate entonces si tienes una pequeña lista de mortificaciones que luchas por cumplir, qué sacrificios has hecho por los demás (hacer los encargos en casa, no enfadarse, sonreír cuando cuesta, hablar de lo que a los otros les interesa para hacerles pasar un rato agradable, el aprovechamiento del tiempo, tener el armario ordenado, estudiar lo previsto, etc). No sólo has te contar aquí tus pequeñas mortificaciones activas sino también aquellas que aparecen sin buscarlas: de cómo son tus reacciones ante un cambio de planes, de cómo aceptas un mal resultado deportivo, o una pequeña enfermedad que te ha estropeado la excursión, o un compañero que te pide ayuda justo cuando te ves falto de tiempo para preparar tus exámenes, etc. Fraternidad El cariño a los demás no es sólo un asunto que favorezca o complique el modo de ser de cada uno, ya que entonces sólo los de carácter afable podrán vivir esta virtud. Se trata aquí de hablar en tu dirección espiritual de cómo es tu lucha en el campo del cariño y la preocupación por los demás. Examínate de cómo peleas por modelar tu carácter para hacer la vida un poquito más agradable a los que te rodean (si procuras no herir en tus comentarios, si no hablas mal de nadie, si tienes detalles de servicio, si sabes “perder el tiempo” para explicarle a otro una asignatura que no domina, si

prestas tus apuntes, si corriges con cariño, etc). Pregúntate cuántas veces has procurado adaptarte a los planes de los demás, cuántas veces has reñido con tus hermanos o en cuantas ocasiones te has dejado llevar por la envidia y has juzgado con dureza a tus amigos; si eres noble con los que te rodean y les dices las cosas a la cara, con afecto. Mira a ver en qué crees que deberías mejorar en este aspecto para hacer la vida más agradable a los demás, y en concreto, habla también de cuanto rezas y te sacrificas por los tuyos, pues esa es señal clara de verdadero cariño. Apostolado El apostolado no es una opción en la vida de un cristiano. Fue Jesús quien dijo: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a todas las gentes”. Así que el apostolado es un mandato del Señor, pero un mandato amable que sólo busca “hacer feliz, muy feliz a la gente”, que es una buena definición de apostolado. Y se es más feliz, no lo olvidemos, cuánto más cerca se está de Dios. A la hora de tratar este asunto en tu dirección espiritual, habla de tus planes apostólicos en concreto, de qué oración y pequeños sacrificios has hecho antes de lanzarte a conversar con un amigo, de si te han vencido los respetos humanos (el miedo al “qué dirán”) a la hora de hablar de Dios y de las cosas de Dios a un compañero, y de si antes hablas con el Señor de ellos para saber lo que espera Él de cada uno (que se confiesen, que estudien más, que acudan a un medio de formación, etc). Piensa si procuras darles buen ejemplo (que es el mejor apostolado) y de si tienes concretados (después de haberte comprometido con Jesús) planes apostólicos para los próximos días. Cuenta también si procuras hacer planes con tus amigos que te lleven a quererles más (estudiar con ellos, hacer deporte juntos, acompañarles a Misa el domingo, hablarles de la confesión, facilitar unos apuntes, etc).

4. POSIBLE ESQUEMA PARA LA DIRECCIÓN ESPIRITUAL – Preocupaciones. Tristezas. Alegrías. – Fe – Pureza – Vocación – Prácticas de piedad – Estudio y trabajo – Mortificación – Fraternidad – Apostolado Recuerda: 1. No olvides preparar esta conversación delante del Señor en el Sagrario. Así evitarás el peligro de caer en generalidades y de callar aquello que más te cuesta. 2. Sé sencillo y plenamente sincero. No intentes “dorar la píldora”. Quedar bien es quedar mal. 3. Al acabar tu dirección espiritual y tomar nota de los consejos recibidos, acude al Señor pidiéndole su ayuda para llevar a cabo esos propósitos.

5 TEXTOS SOBRE LA DIRECCIÓN ESPIRITUAL La dirección espiritual es la asistencia o ayuda positiva que una persona recibe de otra que está especialmente cualificada, por educación, experiencia y santidad personal, para discernir la voluntad de Dios. El proceso de dirección busca la aplicación de la voluntad de Dios a la vida personal contando siempre con la asistencia del Espíritu Santo, que es el principal director de las almas. La dirección espiritual debe partir de una búsqueda voluntaria de quién se compromete a progresar en la unión con Dios. La Iglesia, por su larga experiencia, reconoce la necesidad de la dirección espiritual ya que, como consecuencia del pecado, el hombre se confunde con facilidad, arrastrado por sus pasiones y con frecuencia llega a justificar sus errores. El director espiritual, nos ayuda a ser objetivos, separándonos de los apegos que ciegan al alma, para poder ver con claridad la verdad aunque no nos guste. Te señalo aquí algunos textos de la Sagrada Escritura, de los Papas y los santos que bien pueden ayudarte a entender mejor este medio de formación. Puedes usarlos para tu meditación personal y comentarlos con el Señor. Trata a un varón piadoso, de quien conoces que sigue los caminos del Señor, cuyo corazón es semejante al tuyo y te compadecerá si te ve caído. Y permanece firme en lo que resuelvas, porque ninguno será para ti más fiel que él. El alma de este hombre piadoso ve mejor las cosas que siete centinelas en lo alto de una atalaya. Y en todas ellas ora por ti al Altísimo, para que te dirija por la senda de la verdad. (Ecl. 37, 15-19). ***** Mas valen dos que uno solo, porque mejor logran el fruto de su trabajo. Si uno cae el otro le levanta; pero ¡ay del que está solo, que, si cae, no tiene quien le levante! (Ecl 4, 9-10). ***** Sigue el consejo de los prudentes y no desprecies ningún buen consejo. (Tob 4, 18). ***** Dijeron los discípulos de Emaús: ¿No es verdad que nuestro corazón se enardecía cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba la Escritura? (Lc 24, 32). *****

Para ir hacia el Señor necesitamos siempre una guía, un diálogo. No podemos hacerlo solamente con nuestras reflexiones. Y éste es también el sentido de la eclesialidad de nuestra fe, de encontrar esta guía. En esta época sigue siendo válido para todas las personas, sacerdotes, consagrados, laicos y especialmente para los jóvenes recurrir a los consejos de un buen padre espiritual, capaz de acompañar a cada uno en el conocimiento profundo de si mismo y conducirlo a la unión íntima con el Señor, para que su existencia esté conforme con el Evangelio. Benedicto XVI (alocución, 16.IX.09) ***** En la propia vida no faltan las oscuridades e incluso debilidades. Es el momento de la dirección espiritual personal. Si se habla confiadamente, si se exponen con sencillez las propias luchas interiores, se sale siempre adelante, y no habrá obstáculo ni tentación que logre apartaros de Cristo. Juan Pablo II (Carta a los seminaristas de España, Valencia 8-XI-1982). ***** El Espíritu Santo da a ciertos fieles dones de sabiduría, de fe y de discernimiento dirigidos a este bien común que es la oración (dirección espiritual). Aquellos y aquellas que han sido dotados de tales dones son verdaderos servidores de la Tradición viva de la oración: Por eso, el alma que quiere avanzar en la perfección, según el consejo de San Juan de la Cruz, debe “considerar bien entre qué manos se pone porque tal sea el maestro, tal será el discípulo; tal sea el padre, tal será el hijo”. Y añade: “No sólo el director debe ser sabio y prudente sino también experimentado... Si el guía espiritual no tiene experiencia de la vida espiritual, es incapaz de conducir por ella a las almas que Dios en todo caso llama, e incluso no las comprenderá. (Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 2690). ***** Una de las cosas más arduas y dificultosas que hay en esta vida es saber ir a Dios y tratar familiarmente con Él. Por esto no se puede este camino andar sin alguna buena guía. San Pedro de Alcántara (Tratado de la oración y meditación, II, 5). ***** Y adviértase que para este camino, a lo menos para lo más subido de él y aún para lo mediano, apenas se hallará a un guía cabal según todas las partes que ha menester, porque, además de ser sabio y discreto, es menester que sea experimentado. Porque para guiar el espíritu, aunque el fundamento es el saber y la discreción, si no hay experiencia de lo que es puro y verdadero espíritu, no

atinará a encaminar al alma en el [camino que lleva hacia Dios], cuando Dios se lo da, ni aún lo entenderá. San Juan de la Cruz. ***** Conviene que conozcas esta doctrina segura: el espíritu propio es mal consejero, mal piloto, para dirigir el alma en las borrascas y tempestades, entre los escollos de la vida interior. Por eso es Voluntad de Dios que la dirección de la nave la lleve un Maestro, para que, con su luz y conocimiento, nos conduzca a puerto seguro. (San Josemaría Escrivá, Camino, n. 59) ***** La tarea de dirección espiritual hay que orientarla no dedicándose a fabricar criaturas que carecen de juicio propio, y que se limitan a ejecutar materialmente lo que otro les dice; por el contrario, la dirección espiritual debe tender a formar personas de criterio. Y el criterio supone madurez, firmeza de convicciones, conocimiento suficiente de la doctrina, delicadeza de espíritu, educación de la voluntad. (San Josemaría Escrivá. Conversaciones, 93).