Perder La Piel

AMAR ES PERDER LA PIEL Cuentos de amor para adolescentes AMAR ES PERDER LA PIEL Cuentos de amor para adolescentes Rola

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AMAR ES PERDER LA PIEL Cuentos de amor para adolescentes

AMAR ES PERDER LA PIEL Cuentos de amor para adolescentes Rolando Rosas Galicia Moisés Zurita Zafra Arturo Trejo Villafuerte Miguel Ángel Leal Menchaca Eduardo Villegas Coordinadores

Mario Calderón

Raúl Orrantia Bustos

Mauricio Carrera

Raymundo Pablo Tenorio

Patricia Castillejos Peral

Emiliano Pérez Cruz

Silvia Castillejos Peral

Vicente Quirarte

José Francisco Conde Ortega

Rolando Rosas Galicia

Marcial Fernández

Eusebio Ruvalcaba

Miguel Ángel Leal Menchaca

Vicente Francisco Torres

Gildardo Montoya Castro

Ignacio Trejo Fuentes

Gonzalo Martré

Arturo Trejo Villafuerte

Miguel Ángel Morales Aguilar

Eduardo Villegas

Queta Navagómez

Moisés Zurita Zafra

Molino de Letras arte S C Serie Malitzin México, 2013

Este libro cuenta con apoyo del proyecto Historia y vida cotidiana de la Escuela Nacional de Agricultura a la Universidad Autónoma Chapingo 2013.

Primera edición, 2013

ISBN-978-607-9304-03-4 D.R. © Los autores D.R. © Molino de Letras arte S C Miguel Negrete 336 L. 15 C. 39, Ex Hacienda Xolache, Texcoco, Méx. C.P. 56110 Edición: Rolando Rosas Galicia, Moisés Zurita Zafra, Arturo Trejo Villafuerte, Miguel Á. Leal Menchaca y Eduardo Villegas Diseño de interiores: Patricia Castillejos Peral Diseño portada: José Luis Delgado Impreso en México Printed and made in Mexico

Amar es perder la piel Vicente Quirarte

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CONTENIDO AVISO

9

Yo soy mexicano, muy... .Mario Calderón

11

Pequeño Pushkin. Mauricio Carrera

21

Antes del sueño. Patricia Castillejos Peral

31

Mañana se acaba el mundo. Silvia Castillejos Peral

35

El destino de la musa. José Francisco Conde Ortega

51

Jeroglíficos pintados a tinta. Marcial Fernández

57

La hora mágica. Miguel Ángel Leal Menchaca

71

Dicen que las gringas son frías. Gonzalo Martré

79

Martha Alicia. Gildardo Montoya Castro

87

Graffiti amuroso. Miguel Ángel Morales Aguilar

89

La Genoveva. Queta Navagómez

95

Agustín Jaime. Raúl Orrantia Bustos

101

Será inútil cerrar la puerta. Raymundo Pablo Tenorio

109

Por el amor de una dama. Emiliano Pérez Cruz

113

1973. Vicente Quirarte

121

Solamente una vez. Rolando Rosas Galicia

127

El paraíso. Eusebio Ruvalcaba

133

Diez de junio. Vicente Francisco Torres

141

Caravanas con poema ajeno. Ignacio Trejo Fuentes

147

7

Mi vida con las mujeres: Cuca o la muerte chiquita. Arturo Trejo Villafuerte

159

Los pequeños soñadores. Eduardo Villegas

167

Romperemos un pilar, para ver a doña Blanca. Moisés Zurita Zafra

175

Noticias de los autores

185

8

AVISO

P

erder la piel forma parte del proyecto “El oficio de vivir” cuyo objetivo es fomentar el gusto por la lectura en los estudiantes de nivel medio y superior. Pensar en la adolescencia y luego en los temas que la agobian, la confunden, la excitan y la enloquecen, no es fácil. Los cuentos que conforman este volumen se rigen por un común denominador temático: el amor. Nada más atractivo en la búsqueda, ni más peligroso en su definición: infinidad de pensamientos y palabras lo han rondado y se han quedado fuera, no han logrado, a pesar del cerco, retratarlo en su totalidad. Los autores de las historias contenidas en esta selección sólo dan su versión. Escuchamos sus voces llamando al lector. Porque si el amor es una atalaya en la adolescencia, la lectura nos obliga a revivir la esperanza que ésta representa. Toda selección busca la pluralidad, tanto en el pensamiento como en la forma; la pretensión de mostrar una temática en diferentes cuadros y con distintas perspectivas, siempre será la vocación de quien reúne a varios escritores en un libro. Ojalá el joven lector se retrate en estas líneas, las haga suyas y las comparta. 9

YO SOY MEXICANO, MUY… Mario Calderón Para Herminio Martínez “Una piedra del camino me enseñó que mi destino era rodar y rodar” José Alfredo Jiménez

…A

poquito llegaron dos patrullas y yo de tonto no

me pelé. –What is your name? –No, pues no. –¡Sabés inglés? –No. –No, pues entonces… ¡Papeles! –Pues qué, qué, qué, –¿No? –Nada. –Véngase.

11

Mario Calderón

Me echaron para este lado. A Laredo. Quise regresarme; pero yo solo ¿cómo chingaos? Me vine. Traía algunos dólares que había ganado esa semana. Me subí al tren y ya acá llegando a Guanajuato se subió una muchacha rancherita, así, de unos quince años o dieciséis; más o menos bonita con su vestido largo. Oí que le dijeron sus papás: –Te cuidas, pues, mucho hijita. Se sentó casi junto de mí. Ella solita y el tren llevaba poca gente. Era una mañana, temprano. Me comencé a tomar unas cervecitas, venía acuidadado. Ya me había bebido algunas y medio picadillo le hice nada más con la botella a la muchacha que si quería una. No, dijo que no. –¿Me voy contigo? Dijo que no. ¿Cómo pinches no? Pensé, y que me cambio con ella. Ella volteaba la cara, pero allí se chingó. Luego pasó el de la cerveza. Vendía pura Carta Blanca. Pedí dos. Ella que no quería y que no quería y sorbiéndola… y se la echó. Tomamos esa y pedí otra. No, como a las dos cervezas se empezó a emborrachar poquillo. Ya íbamos bien juntitos y platicando. Me dije yo acá entre mí: Ahora sí ya aquí Dios está bajito. Me platicó que se quería casar con un muchacho y que los tíos del muchacho estaban ricos y que no la querían a ella. Que por eso mejor se iba a México unos días. –No, pues yo también soy soltero –le dije– si quieres yo me caso contigo. Estaba medio tomadillo. No, ella no respondió nada. La quería abrazar, le eché el brazo al cuello y sí se dejó; pero luego la quería acariciar y no aceptaba, volteaba la cara para la ventanilla y ya nomás no había nada. Luego quería mano12

Yo soy mexicano, muy...

searla, pues, poquito y no dejaba que metiera la mano más para abajo; pero aguantaba, no decía nada. Yo tenía que bajarme en Celaya; pero no… vi que ya le tenía la batalla ganada. Pensé: Me bajo pura madre, me voy hasta México. Cuando pasamos la estación de esta ciudad me dijo: –¿Para dónde vas? –Yo también voy para México. –¿No que ibas a Celaya? –No te creas, nomás que hasta aquí había sacado el boleto, pero voy a México también. Sí, ya se dejó acariciar, y la llevaba bien apretadita. Le ofrecí que yo me casaba con ella llegando a México y le conté una historia bonita: Que yo tenía muchos tíos en México, que era muy trabajador y que tenía un ranchito, con animalitos. Yo… para que cayera. Ya cayendo, qué chingaos. Seguí tras de la potranca: –Me echaron por mojado, pero qué pendiente, yo soy riquillo, y muchacho sin compromiso de nada. Se ilusionó algo, era de esas rancheras medias tontillas. Ella tenía que bajarse en una estación que se llamaba Lechería que está por una colonia que se llama Santa María, al entrar. Se hicieron como las ocho de la noche y el tren llegaba más o menos a las nueve hasta México. El tren se paró en Lechería y yo me quedé silencito. Ella iría dormida o se iría haciendo pendeja, pero el tren pasó la estación y ella no se bajó. Yo no quería que se bajara. Me dije: ¡Qué carajos, que no se baje! No, no se bajó. De repente preguntó a uno de los que revisan los boletos: –¿Ya llegamos a la parada Santa María? –Ya quiaqué la pasamos, ya vamos llegando a la terminal de Buenavista. 13

Mario Calderón

–¡Uh! ¿Cómo le voy a hacer? ¿A qué horas pasa el tren otra vez para acá? –No, pues, hasta mañana a las nueve de la mañana. Si tú quieres, te quedas aquí con nosotros, mañana te llevamos otra vez de balde. A mí ya se me había quitado algo lo pedo, ya hasta me había arrepentido. Me había dicho yo mismo: Tenía que seguir mi hombría, pero ¡ay qué mala gente fui por no haberle dicho que se bajara allá! Iba arrepentido, pero cuando oyí al empleado, me dije: No, de que se quede con este cabrón a que se quede conmigo… Entonces yo ya tratando de ser buena gente, sin malicia, le hablé: –¿Cómo le hacemos, pagamos un hotel o qué? Yo no llevaba mucho dinero. Venía tomando, pero le tantié el agua a los camotes. Pensé: Me gasto los centavitos y luego qué hago. No, mejor ya no. Yo llevaba poco dinero y ella yo creo que no llevaba nada. –No –dijo que no. –Tengo un tío en la colonia Argentina. –¿Vamos allá? Pensé: En esa colonia no hay casi gente del Timbinal. Si me la llevo al Valle de Guadalupe, mañana la paisanada me hace un escándalo, aunque no sea cierto nada. Sentía la necesidad de alivianarla buenamente, sin ventaja. Quería llevarla y decir a mi tío: Se perdió, mañana vamos a llevarla. Como buenos amigos o como a alguien a quien había que ayudar por la fatalidad que había pasado. Comencé a pensar acá en mis problemas: Yo tengo allá mi mujer, tengo un niño, no tiene caso que… –¿O vamos a un hotel? –No, vamos a la casa del tío tuyo. 14

Yo soy mexicano, muy...

Llegamos con mi tío Chucho. El me conocía, teníamos como dos años de no vernos, pero sí sabía que ya me había casado y que tenía un niño. Tocamos. Salió una mujer que estaba rentando una vivienda allí donde él vivía: –¿Mi tío Chucho? –Sí, por ai'stá. Orita le hablo. Fue, le habló. Salió mi tío. No, pues abrazando: –¿Qué milagro? ¿Qué milagro que trajiste a tu señora? La muchacha se puso media triste, media pensativa. –¿Y tu chamaquito qué? ¿A poco lo dejaste? –Pues sí hombre. Él, bien contento, hablando rápido y yo ni cómo decirle nada. Quería que ella le dijera, a mí me daba pena, y a ella, pues yo creo que también le daba. –Tu suegro, ¿cómo está? –¿Tu papá y tu mamá? A que la jodida, pensé y ¿ahora? –Pásense, pásense. Cómo vamos a estar platicando aquí en la calle. Pásense para adentro, vámonos. Llamó a la señora: –A ver, Esther, prepárate un chocolate o algo para que cenen.Ahora que vino, pues, mi sobrino y que trajo a su señora atiéndemelos bien, porque han de venir cansados. Y le decía mi tío: –¿Cómo está tu papá? –Bien. –Y ¿tu mamá? –No, pues bien. Yo estaba todo avergonzado y ella igual. Yo esperaba que ella dijera y ella yo creo que yo. ¿Cómo le hacemos? Nomás nos mirábamos uno al otro y pues ¿qué hacer? Nada. Y seguía: 15

Mario Calderón

–No, con tu papá éramos tan amigos, vieras cómo éramos de amigos, andábamos juntos por donde quiera. Ella hasta la boca abría. Él era re amigo con su papá y ella no hallaba ni qué hacer. –¿Verdad que a tu papá le dicen “El treinta”? –Pues sí. Por apenados de mala gana nos comimos un pan y platicamos un rato allí: todos los familiares se habían quedado bien, los de ella y los míos también. De repente le dijo a su señora: –A ver Esther, prepárales el cuarto de tu mamá. Ahora tu mamá no está, anda prepárales el cuarto de ella, porque ellos vienen cansados. –¿O cómo vienen señora? –No, pues sí. Nomás le contestaba muy pocas palabras y yo, igualito. Él trabajaba en ese tiempo en el hipódromo. Me propuso: –Mañana vamos al hipódromo a ver si puedo arreglarte trabajo. Te hablo mañana en la mañana. –Pues como quiera tío, pues ya qué. –Ya váyanse a dormir porque vienen cansados. Hice el ánimo y nos fuimos a dormir. La cama estaba angosta. La muchacha se sentó en una silla y comenzó a llorar cuando cerró mi tío. –¿Ahora por qué lloras? –Cómo eres mentiroso. Ya ves lo que me habías dicho y estás casado, tienes un niño. ¡Ah qué mentiroso eres! –Y sí, ya ves que la lucha le hice yo a agarrar algo y qué más podía hacer. Se descubrió, ni modo, qué quieres que haga. –No, pues no eres buen hombre. Siguió llorando quedito. 16

Yo soy mexicano, muy...

–Yo me voy a dormir. Yo sí vengo bien cansado. Tenía algo de miedo, pero siempre allí con la muchacha sentía bonito. Pensé: ¿Cómo le hago? Está bonita, ¿Cómo le hago? Me acosté. –Nomás que yo no puedo dormir vestido. Tengo tanto día de venir caminando, me voy a desvestir. Me quité mi pantalón, me quité mi camisa, playera, me quedé nomás en calzoncillos. Aventé la ropa. –¿No te vas a dormir aquí? –No. –Ai'stá esa cobija. Duérmete en el suelo si quieres, vengo bien cansado, no voy a bajarme al suelo. Tú le hubieras dicho la verdad, pues… –No, pero me daba pena. –Pues a mí qué crees que me daba, a mí también. Ella se quedó en la silla sentada, lloriqueando y yo no podía dormir. Me voltié para la pared y… piense y piense. Luego me voltié para el otro lado y me tapé. A veces me tapo y duermo bien arropado, nomás hago un puro agujerito para resollar. Ese día sí hice un agujerito más grande. Hice un espacio para resollar y otro para estarla siempre viendo. De repente vide que levantó la cobija que yo le había tirado al suelo, la subió a la cama y se sentó en la orilla. –¿Mañana me llevas con mis familiares? –Sí, mañana te llevo. –¿De veras? –Sí, te llevo mañana. Esta cosa tampoco yo la hubiera querido, pero pues ya, ya pasó. Yo pensé que tú, a lo mejor te habías pasado de adrede. –No, yo no sabía. –Mañana te llevo. No podía dormir de ningún modo. Estaba mal. Ya tenía 17

Mario Calderón

como unas tres semanas que no estaba con naiden y estaba mal. Que miro que se para y se comienza a desvestir. Me dije: ¡En la madre! No podía estar silencito, muéveme y muéveme. Se quitó su vestido, su fondo y nomás se quedó en puro brasier y calzoncitos. Vi que se sentó otra vez por un lado así y que le abro las puertas. Levanté mi cobijita y… –Vente si quieres. Era de esas mujeres que el cuerpo siente lo que recibe. . Amaneció. Mi tío Chucho llegó y me habló. –Tío pues, mañana tío, mejor mañana vamos. Estaba en un problema muy duro, porque no sabía qué camiones tomar para ir a llevarla. Sabía dónde trabajaba otro tío, mi tío Serafín. Pensé que fuéramos con él hasta la colonia Narvarte. Le dije a ella: –Ven, vámonos. Traiba una bolsa de frijol y no sé que otras cosillas que llevaba a sus parientes. –Tía, pues vamos a llevar estas cosas, luego venimos. Y mi tía como con ganas de que le hubiéramos dado un puñito de frijol o algo, pues. Pero ¿cómo?, si nada era mío, nada. Sentía re'feo, pero qué chingaos hacía. Nos fuimos y llegamos a la bodega donde los barrenderos se juntan para salir a barrer. Estaban unos tomándose un tequilita. Me les arrimé y: –¿No está mi tío Serafín? –¿El camello? –Sí, “El camello”. Y otro dijo: –¿El burro? –Sí, ése, mi tío Serafín. Burro o camello, lo que quieran, ése es. 18

Yo soy mexicano, muy...

–Pueque no esté, hombre. La muchacha se había quedado en una esquina y la estaban viendo. Me dijeron: –¿Es tu señora? –No. Saben, pasó este problema… y no sé dónde vive. Anda perdida y quiero llevarla ya. Me dijo uno: –¿Das chanza de llevarla yo? –Órale. Si te vale, te la llevas, qué chingaos. Éste salió por detrás, por otra puerta que había, y que se le tiende a la muchacha. –No, señor. Allí está mi marido adentro y si sale, pues se van a disgustar. –No pues que… –No, no. Y no, no le dio ninguna oportunidad. Él dio la vuelta y se metió por la otra puerta de aquella bodega. –No, es re'apretada, vieja cabrona. Me dijeron dónde estaba mi tío Serafín. Le dije a la muchacha: –Vamos, vente. Mi tío Serafín es relajo. Él ya sabía que yo estaba casado y todo, pero me vido y: –¡Ah! Qué milagro, hombre. ¿Qué sorpresa me trajeron ahora? ¿Cuándo se van a casar pues? –No, tío, pronto. Ya después, retiraditos, le dije: –No se crea tío. Ella sabe la verdad. Llegamos en ca mi tío Chucho y pues, sabe que soy casado y todo. ¿Cómo le hago para llevarla? –Mira. Agarran un camión para La Villa y de La Villa sale otro para allá. Nos dio un refresco, estuvimos charlando un rato y luego 19

Mario Calderón

nos despedimos. Él todavía nos gritó: –Cásense. Llegamos a La Villa y allí tomamos el otro camión como nos habían dicho. Me platicó en el camino que ella se iba a quedar allí, que cuando quisiera visitarla podía ir y que salía conmigo a donde quisiera. Pensé: no, mi madre. Estuve una noche con ella y si al rato sale mal o eso o lo otro, todo va a valer madre. De repente dijo: –Ya merito llegamos. –¿Ya conoces aquí bien? –Sí. –Entonces aquí me bajo. –No, pero… –Aquí me bajo.

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PEQUEÑO PUSHKIN Mauricio Carrera A Alejandro Rossi Yeats trató de aprender esgrima a los cuarenta y cinco años. Tiraba el florete como una ballena. A veces daba la impresión de ser más idiota que yo mismo. Ezra Pound

S

oy un hombre de acción, me gustan las aventuras. Desde pequeño lo supe: los safaris, los viajes en globo, las tormentas en alta mar, la lucha contra el tiburón, los disfraces del agente secreto, el fuego de las metralletas, el morir por una causa justa o una mujer hermosa, regularían cada uno de mis actos, mi vida entera. Cosa de risa, si se quiere: gordo como soy, y bajo de estatura, mi imagen no es precisamente la de un aventurero. Mi editor tiene razón. Los lectores se desilusionarían si llegaran a conocerme; y si quiero continuar en la lista de best-sellers, debo ocultarme, evitar que me conozcan. No asisto a conferencias o presentaciones literarias. La editorial se encarga de mantener mi identidad secreta y de con21

Mauricio Carrera

testar los cientos de cartas que a la semana recibo por parte de mis admiradores. Por supuesto, no falta quien, deseoso de conocerme, se las ingenie para conseguir mi dirección, mi teléfono. Sucedió con Natalia. Ya he dicho que estoy gordo. Me gusta comer y lo hago a todas horas. Quiero decir, mientras escribo. Una compulsión, como le llaman los médicos, feliz a mi modo de ver, que comenzó cuando era niño. Por aquel entonces, recluido en cama por mi naturaleza frágil y enfermiza, mi querida mamá, al tiempo que procuraba alimentarme con deliciosos y nutritivos manjares, se esmeraba también en leerme, una tras otra, novelas de aventuras. Tenía la idea, educada en un ambiente militar —con mi padre y mi abuelo, los dos excelentes deportistas y soldados, muertos en la Segunda Guerra—, que su hijo llegaría a convertirse en un hombre fuerte y valeroso, tanto o más como lo habían sido ellos. No se equivocó, por lo menos en parte. De ese niño débil que fui, mis aventuras son hoy conocidas en el mundo entero y mi nombre es sinónimo de acción o de suspenso. Soy escritor. Una variante que si bien mamá no esperaba, terminó por aprobar y mirar con orgullo: escribo y soy famoso, eso le gusta. Pero al tiempo que avivó en mí la sed de aventuras, despertó también mi muy especial apetito. Ahora no puedo escribir sin comer. De ahí mis veintitrés novelas y, claro, mis ciento ochenta kilos de peso. Desde que mamá cayó enferma, sin embargo, las cosas han cambiado. Paralítica como está, víctima de esa embolia que por poco le cuesta la vida, no puede cocinar; yo, en consecuencia, no escribo. Una tragedia nacional, al decir de mi editor. Pensamos rápido; lo primero que se nos ocurrió fue “restaurantes”. Pero esta idea, que en el fondo era buena, te22

Pequeño Pushkin

nía sus inconvenientes. El servicio a domicilio era simplemente desastroso: acostumbrado a la sazón de mamá no me gustaban los platillos, o lo que es peor, los comía fríos; y si acudía personalmente, la clientela no dejaba de murmurar: “Mira a ese gordo que escribe y escribe”, con el peligro, que aterraba a la editorial entera, de llegar a ser descubierto. Pensamos en otra solución: una cocinera. Una cocinera que resultó Natalia. Ella siempre lo negó. Estoy seguro, sin embargo, que supo con quién trabajaría y que hizo hasta lo imposible por ganarse ese puesto. Qué casualidad, me digo, que profesara tal admiración por mis novelas. Las había leído no una sino dos, tres veces, y se moría por conocerme. El primer día se mostró discreta y reservada; después, impaciente, comenzó con las preguntas: que si era alto, bien parecido, que cómo lo conocí, que si estaba de viaje, que si regresaría pronto y que cuánto tiempo tenía yo de ser su secretario. Eso pensaba de mí. Cuando le dije la verdad, por poco y se va de espaldas. Pensó que la engañaba. Se negaba a creer que ese “gordo-enano”, como me llamó, fuera el mismo autor de Furia en Tanganyka o de novelas tan renombradas como Aventuras en la capital del hielo y El misterioso personaje de la calle Norte. Me imaginaba viril y bien parecido. Insistía en saber dónde estaban los trofeos y las medallas que debían decorar la casa, o en cómo había cicatrizado la herida que suponía en mi espalda por el zarpazo de Killer, el tigre de Bengala, el mismo que había atacado a Richard Roundtree en Camino a Bombay, la última y más gustada de mis novelas. La escuché fascinado y ofendido. Me fascinaba que tal interés despertaran mis novelas y me ofendía que me creyera incapaz de escribirlas. Sé que hice mal, en esos momen23

Mauricio Carrera

tos, por no haberla despedido. Me hubiera ahorrado molestias y dos o tres explicaciones. Pero Natalia, además de excelente cocinera, cuidaba bien de mamá. Eso la salvó... por lo menos un tiempo. Y, aunque ofendida, sintiéndose engañada, tampoco quiso renunciar. Primero, con la esperanza de ver cruzar por la puerta al apuesto escritor que esperaba, y después, convencida de mis palabras, por el orgullo que representó saber mi misterio. Así pasaron los meses: Natalia, feliz de leer antes que nadie mis aventuras, y yo, primer lugar en ventas, más gordo y contento que nunca. Un buen día, sin embargo, sucedió lo inevitable. A Natalia se le ocurrió decirme: —Escribirías mejor si, en lugar de imaginarlas, vivieras en carne propia tus aventuras. Una idea absurda, me pareció. Se lo dije pero no hizo caso. En vez de eso, preguntó misteriosa: —Tu próxima novela, ¿de qué va a tratar? —Es de capa y espada —respondí inocente. —¿Y sabes montar a caballo? —No. —¿Esgrima? —Tampoco. Natalia pareció decir: “Lo sospechaba...”. Sentenció: —Pues vas a aprender. De eso me encargo. ¿Qué hubiera pasado si en lugar de capa y espada mi novela hubiera sido de ciencia-ficción y naves intergalácticas? No lo sé. El caso es que se puso en huelga de cocina y tres días, no más, aguanté sin su comida. Al cabo de ese tiempo había encontrado un maestro de esgrima con el que, me amenazó, comenzarían mis clases. —¡Imagínate lo mucho que se enriquecerá tu novela! Para mí era una tontería. Pero era eso o quedar hambrien24

Pequeño Pushkin

to. Así que con el estómago vacío, derrotado, me vi forzado a tocar a las puertas de esa Academia y conocer a Georges, mi maestro de esgrima. Un hombre musculoso y de cintura breve, que vestía de negro y blandía un florete en la mano. Abrió la puerta de golpe, como enojado: —¿Quién carambas...? —comenzó a decir. Después suavizó la voz y se quitó la careta. “Madame, prier de m’excuser”, hizo una reverencia y le besó la mano a Natalia. Ella enrojeció de inmediato. “Practicaba un poco”, explicó el maestro. Tenía unos bigotes largos y puntiagudos, que no cesaba de afilar con delicadeza. “Hay que estar en forma”, agregó, “por lo que pudiera ofrecerse”. Se inclinó hacia Natalia, y justo cuando creí, y ella también, que iba a besarla, Georges dio un rápido salto hacia atrás, se puso en guardia y comenzó a repartir estocadas que acompañaba con un touché! o un merde!, según le fuera en su imaginario combate. Natalia, emocionada, casi aplaudía. Yo, molesto y con hambre, saqué una galleta de mi bolsa y la engullí de un bocado. Cuando al fin se cansó, Natalia pudo explicarle el motivo de nuestra visita. Georges pareció no entender; tomó a Natalia de la cintura y la llevó aparte: —¿Quieres decir que...? —insinuó, sin dejar de señalarme. Natalia, embobada, dijo sí. La carcajada de Georges resonó por toda la Academia. A mis oídos llegaron frases como: “Es una broma”, “No lo puedo creer”, “Imposible, con esa panza...” Atrajo a Natalia contra su espigado cuerpo y preguntó, con seductora sonrisa: —Cariño, ¿por qué no mejor lo mandas al demonio y te quedas conmigo? 25

Mauricio Carrera

Natalia me sorprendió: —No puedo, es mi marido... Con la boca llena de galletas me fue imposible protestar. Georges, en cambio, pareció interesarse: —Tu marido, ¿eh? —sonrió burlón e intrigante—. Bien, si eso quieres: le daremos una lección al gordito. ¡Vaya que me la dio! Pasé una semana en cama, por completo adolorido; lo peor, sin poder escribir. Natalia, que me miraba como si la hubiera salvado de algún peligro, se esmeraba en animarme: —No te preocupes —decía—, que es apenas el principio. ¿El principio? Ni soñarlo. El asunto para mí estaba concluido. No volvería a hacerle caso y mucho menos a poner un pie en esa Academia de Esgrima. Bastante había soportado a Georges, sus ejercicios, sus burlas. No, jamás volvería a verlo. Pero Georges, el difunto Georges, tenía otros planes: —¡Hola! —se apareció un día en mi propia casa— ¿Cómo sigue el enfermito? Su voz, que llegué a odiar, era dulce y melosa, lo mismo que sus maneras; por supuesto, en presencia de Natalia, porque cuando ella nos dejaba solos, no dejaba de insultarme: —No aguantas nada, panzón, gordo-cerdo-pedazode-cacho-de-rebanada... O bien: —Eres una bola de grasa inmunda, ¿lo sabías, escritorcito? Aquel día se despidió: —A ver cuándo vas a la Academia por otra leccioncita... y a bajar unos cuantos kilos, que te sobran por todas partes. Atendí a su invitación un mes después, aunque por otros motivos. Fue Natalia, la que entusiasmada con Georges, 26

Pequeño Pushkin

aceptó empezar de inmediato con las lecciones: —Voy a tirar —me decía, con la expresión común en el argot de la esgrima. Más que a tirar, iba a que se la tiraran... Sus ausencias se hicieron cada vez más frecuentes y prolongadas. Faltaba a sus labores y no nos daba de comer ni a mí ni a mi mamá. Llegó al extremo de decir: “Compras en el súper lo que necesites...” Lo peor, sin embargo, estaba por venir. Georges, que para ese entonces entraba y salía de mi casa cuando le viniera en gana, un buen día me saludó: —Hola, pequeño Pushkin... Después agregó: —Natalia es mía, pequeño Pushkin... Yo no entendí nada. Si me veía comer, alejaba la charola de los pasteles. Decía: —No comas tanto; por eso estás como estás: gordo, pequeño Pushkin... Si me veía escribir, lo mismo: —¿Qué escribes? ¿Otra de tus novelitas, pequeño Pushkin? Pushkin, Pushkin, Pushkin para todo. ¿Por qué? Natalia explicó: Georges leyó que a Pushkin, el escritor ruso de aventuras, lo había matado un francés de nombre Georges no-sé-qué, en un duelo por el amor de la esposa de Pushkin, que para colmo se llamaba Natalia. En su cerebro de hormiga todo coincidía: él era el famoso duelista, yo Pushkin y Natalia, claro, el motivo de nuestra discordia. A mí me parecía un absurdo. Ella estaba fascinada. Llegó a preguntarme: 27

Mauricio Carrera

— ¿Serías capaz de batirte en un duelo por mí, como Pushkin? Pensé en sus pasteles, en sus guisos, estuve a punto de decirle que sí, pero me detuve. Recapacité: cocineras había muchas; si quería a Georges, que se largara con él. Esa fue mi respuesta. Natalia, lloriqueante, salió de casa jurando no volver nunca. Al día siguiente, sin embargo, aún sin animarme a contratar a una nueva cocinera o regresar a los restaurantes, terminaba de alimentar a mi pobre mamá cuando Natalia y Georges irrumpieron en la recámara. Georges, de rigurosa etiqueta, se plantó desafiante; Natalia, solemne, me entregó una tarjeta: — Georges te reta a duelo. Mañana a las cinco en la Academia... Balbucí asombrado y temeroso: — No, no entiendo... ¿Qué pasa? — Un duelo —recalcó Georges—, por el amor de Natalia. —¡Tonterías! —dije sin pensarlo. Claro, sucedió lo inevitable. Georges me abofeteó con sus guantes. Me llamó “¡Cobarde!” Agregó: “Mañana a las cinco, pequeño Pushkin”, dio la media vuelta y desapareció llevándose a Natalia. Nada hubiera sucedido, nada en verdad, si mamá no hubiera estado presente. Pero ahí estaba. Lo vio todo, y aunque no podía hablar ni moverse, supe por cierto brillo en su mirada lo que había sentido ante tamaña ofensa. Había escuchado cómo me llamaban cobarde. Ella, que toda su vida había luchado por hacer de mí un valiente... Puntual, acudí a la cita. 28

Pequeño Pushkin

Georges, para mi sorpresa, me recibió con evidentes muestras de afecto: —Pasa, pequeño Pushkin, pasa... Natalia, en cuanto me vio, se echó en mis brazos: —¡Sí viniste! ¡Cuánto me alegra verte! —exclamó. Yo, sin comprender, traté de apartarla. —Vengo a un duelo —les recordé. Ambos se rieron. Georges, burlón como siempre, le guiñó un ojo a Natalia, tomó dos floretes y me ofreció uno. —¿Un duelo? —preguntó—. Bien, pequeño Pushkin, tú lo pides y aquí lo tienes: ¡En guardia! Tiró mi florete al piso, y cada vez que yo hacía el intento de recogerlo, lo pateaba fuera de mi alcance. —¿Qué te pasa, pequeño Pushkin? Le pedí, cortés, que no me llamara así. —¿Que no te llame cómo? ¿Pushkin? ¿No te gusta ese nombre? Demuestra que no lo eres. Anda, ponte en guardia. Pushkin, Pushkin... —repetía y me golpeaba el cuerpo con el florete. No pude más. De la bolsa de mi abrigo saqué una de las dos Berettas que llevaba para el duelo y le disparé en pleno pecho. —¡Trágate esto! —grité, como Joe Snake, el villano de Cuando la selva lanzó alaridos.

Aún tuvo tiempo de decir: —No, Pushkin, no —antes de caer sobre la dura y pulida duela del gimnasio, con una cara de asombro que era para mí como un trofeo. —Pushkin murió de un balazo —expliqué. Pero Georges, que acaso se hubiera sorprendido, no escuchaba. Quedó por completo despatarrado, ridículo en su traje de payaso, recargado sobre su hombro derecho y con los bra29

Mauricio Carrera

zos grotescamente doblados por el peso de su propio cuerpo. Los ojos, que quedaron abiertos, miraban incrédulos algo en el piso; su rostro, con el puntiagudo bigote apuntando hacia abajo, tenía un aire triste, como desolado. Parecía, con el florete entre las piernas, que con él se hubiera tropezado. Sólo esa mancha roja a mitad del pecho delataba lo que en verdad había sucedido. Lo vi moverse, o quizá sólo fue mi imaginación, y le disparé una vez más: frío, calculador, con la experiencia que da la práctica literaria. Natalia, que hasta ese momento había permanecido petrificada, estalló en sollozos: —¿Qué hiciste? ¿Qué hiciste? —repetía histérica y desencajada. La hubiera perdonado pero terminó por confesar: —Era una broma. Queríamos jugarte una broma... ¿Una broma? No podía llegar con mamá y decirle: “Fue una broma”. Le disparé hasta agotar la carga. —¡No! —gritó con las manos por delante— ¡No lo hagas! Demasiado tarde. Cayó, cual pesada era, a un lado de Georges. —Finitum est —dije, como el asesino culto de La enciclopedia del terror. Soplé al cañón de la pistola y la guardé en la bolsa de mi abrigo. Como tenía hambre, me fui a cenar.

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ANTES DEL SUEÑO Patricia Castillejos Peral Para Amaranta

H

asta tu apartamento llega el ruido de los carros que siguen su ruta por la gran avenida, imaginas a los conductores con caras serias, indiferentes o contrariadas, moviéndose como si fueran parte de las máquinas que manejan. Esperas inquieta, algo te sobra en el cuerpo. Con manos temblorosas enciendes un cigarro, lo aspiras una, dos veces y contemplas los sensuales movimientos del humo hasta que desaparecen. Un escalofrío te recorre la espalda y eriza tu piel. Miras el reloj, el momento se acerca. Te sirves una copa de vino blanco y al saborearlo, un oleaje atraviesa tu garganta. La luz es tenue y se proyecta desde un rincón. Colocas un disco y haces funcionar el aparato: Muddy Waters inunda la sala con la cadencia de un blues. Te acercas a la ventana, corres la cortina, contemplas la luna e intuyes la presencia. Comienzas a moverte con suavidad siguiendo las notas musicales. Apagas el cigarro. Bebes un poco más y todo tu cuerpo recibe pequeñas llamaradas. Diriges tus pasos hacia 31

Paticia Castillejos Peral

el gran espejo de la sala: te contemplas, te apruebas. Sigues bailando. Llevas las manos a la cabeza y con suavidad sueltas el listón que sujeta tu larga cabellera negra. Te acaricias la cara, el cuello e introduces tus manos en el pelo con movimientos de abajo hacia arriba, mientras imaginas que es el viento meciendo los árboles. Bebes y el calorcillo aumenta. Deslizas la mano por un pecho hasta que el rosado botón se eleva orgulloso. La música llena tus poros y te invade. Aflojas la blusa, sueltas uno a uno los botones y dejas que resbale. Acaricias tus brazos, los lames, los recorres una y otra vez. Entrelazas los dedos largos y delgados, colocándolos detrás de la nuca y continuas la danza. Te tocas la cara, dibujas tu boca; la lengua húmeda y tibia juega con tus dedos, los muerdes y contrastas el sabor del vino con la sal de tu piel. Cierras los ojos y sientes una brisa cálida. Desabrochas el sostén que haces girar en tu mano hasta que se desprende y cae. Contemplas con agrado tus blancos senos liberados de la presión y los amasas con las manos una y otra vez, calibrando las puntas con tus dedos. Ardes. Desabotonas la falda y sientes el delicado roce en tus caderas al descender. Acaricias tus piernas envueltas aún en la oscura pantimedia y el contacto con la tela te excita como si fuera otra piel la que tocaras: giras y flexionando una pierna arrojas un zapato y luego el otro. Tocas tus nalgas firmes, las aprietas y decides bajarte las medias. Sorbes un trago, lo paladeas, imaginas que es la humedad de otro cuerpo. Mojas los dedos en la copa y los pasas por los pezones, que al contacto con el vino frío se yerguen aún más. Mojas la cavidad del ombligo y dejas que el líquido resbale. Deslizas la pantaleta. La tibieza de la desnudez te envuelve. Inquietas, las manos recorren todo tu cuerpo, pasando de la tierra al pastizal. Hurgas en la entrepierna, una savia ardiente inunda tu 32

Antes del sueño

sexo palpitante, que se desgrana en latidos como los del corazón; tus dedos se mueven como algas en el fondo del mar. El sudor aparece en tu piel. Respiras con el aire entrecortado y algunos sonidos escapan de tu garganta, prolongas el momento, tus movimientos se vuelven oscilantes, cierras los ojos y una infinidad de luces aparecen. Te desbordas y todo tu cuerpo se estremece voluptuoso. La placidez te derriba en la alfombra y ahí te quedas, laxa, tranquila. La música llega a su fin. Te incorporas y te diriges nuevamente a la ventana, un leve movimiento de las cortinas del departamento de enfrente revela su presencia. Sonríes, envías un beso y te dispones a soñar con la vecina.

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MAÑANA SE ACABA EL MUNDO Silvia Castillejos Peral

L

a noticia se dio primero en la televisión. Después, la misma gente extendió el rumor. La versión oficial era que la Tierra se desintegraría por completo en unos cuantos días o tal vez horas. Los científicos afirmaron que el planeta estaba sufriendo un calentamiento debido a un secreto accidente nuclear. Es un hecho, decían los expertos, que el mundo se va a acabar; sin embargo, nadie había visto señales que confirmaran la teoría, aunque, eso sí, desde el día del anuncio se suspendieron las clases y muy pocos seguían trabajando. Edmundo vivía con su tía Amalia, una anciana que jugueteaba cotidianamente con sus recuerdos de modo que, cuando atrapaba una hebra, era muy difícil sacarla de su ensimismamiento. Cuando supo la noticia, Edmundo corrió a su lado. – Tía, se va a acabar el mundo. Nos vamos a morir todos, pero todos, hasta los gatos y las moscas, los presidentes y los curas. – ¿Quién dice? – Toda la gente. 35

Silvia Castillejos Peral

– La gente inventa cada cosa. – Lo anunciaron en la televisión. El planeta se calienta cada día más. – Eso es cosa de los gringos, hijo. Ha de ser alguna propaganda para vender cachivaches. – No. Fíjate, en la tele salió un satélite tomando fotos de la Tierra y… La tía interrumpió a Edmundo con una mirada de compasión: – Bueno, de veras se necesita tener tu edad para ser tan inocente. Esos son trucos. ¿Tú crees que a mí me van a engañar? Tengo noventa y dos años, no nací ayer. – Pero te vas a morir mañana –dijo Edmundo, derrotado por esa persistente incredulidad. – Mañana o pasado. Eso sólo Dios lo sabe. Amalia salió al patio y continuó hablando sola. Edmundo estaba convencido de que ella había perdido la facultad de creer las cosas ciertas, porque en lo que sí creía era en la aparición de los muertos, de los santos y de los duendes. El sobrino pensaba que esa confusión era lo que le impedía entenderse con ella. Él, en cambio, sí estaba viviendo realidades, como ese amor germinal que sentía por Ludmila. Estudiaban en la secundaria, ella en tercero y él en segundo grado, y aunque eran amigos, Edmundo se mantenía a la distancia exacta que marcaba la notable belleza de la adolescente. Lo aniquilaba su mirada aguamarina, su cabellera rojiza, sus piernas cubiertas por un vello dorado, y una sonrisa cuya sensualidad apenas era perceptible. En las tardes, mientras repasaba alguna lectura, su mente iba despojando a la bella de su ropa, al mismo tiempo que la cubría con atributos divinos. Entonces sentía una voltereta en el estómago y el escalofrío consiguiente le nublaba la visión. Pero sus prácticas alucinantes se interrumpieron por esos 36

Mañana se acaba el mundo

días, con el revuelo que causó la noticia del fin del mundo. El tema era la muerte. Al principio, la gente casi enloqueció; se abrazaban y lloraban despidiéndose varias veces al día, pero luego, al ver que no pasaba nada, se acostumbraron a la idea de morirse cada noche y revivir en las mañanas. Muchos se burlaban de la noticia fatal. Otros, en cambio, se pasaban el día arreglando sus cosas para no ser sorprendidos por el instante final; eso era incomprensible para Edmundo, ¿qué cosas arreglan? –se decía– si todo se va a desintegrar y sólo quedarán pelusitas flotando en el espacio. Al menos eso fue lo que le explicó Alber, su maestro de matemáticas. A sus cuarenta años, parecía ser la única persona del pueblo que realmente estaba triste y no porque se fuera a morir él, sino por el exterminio de la naturaleza. Desde que dieron la noticia, se paseaba como sonámbulo por las calles, recogía una piedra, una rama de pirul, miraba extasiado la lluvia y los geranios. – Mira –le dijo a Edmundo–, este eucalipto maravilloso lleva cientos de años sobre la Tierra. Nos da su sombra, su aroma, su figura perfecta; es feliz, no tiene prisa, no se enoja, no sufre por ser lo que es. En cambio, nosotros vivimos acicateados por el tiempo, ansiosos por alcanzar metas que ignoramos. El tiempo… ahora que estamos a escasas horas de abandonar la vida, empezamos a darnos cuenta de lo que vale: quisiéramos disfrutar cada segundo que pasa, detener el tiempo que hemos desperdiciado y que no recuperaremos jamás. Y tú, Edmundo ¿qué sientes? Alfileres, alfileres en la garganta sentía el muchacho al oírlo hablar así. Hubiera querido cerrar los ojos y abrirlos en otra época que no estuviera amenazada por una tragedia universal. Quiso explicarle sus sensaciones, pero nunca conseguía darle forma a sus mejores ideas antes de que saliera de sus labios una trivialidad. 37

Silvia Castillejos Peral

– Yo sólo pienso en Ludmila, profesor. Alber conocía su secreto. Hubo tardes en que Edmundo lloró frente a él, eredado en los misterios de un bigote incipiente, urgencias nocturnas inexplicables y apremiantes miradas a la bella. Después de suspirar, concluía sus confesiones negándose a pasar la prueba de la declaración de amor, sugerida por el confidente. Alber lo observó unos instantes, indeciso, como quien se dispone a dar un diagnóstico funesto. Al fin soltó la frase: – Ludmila. No la verás nunca más. Lo dijo así, tan fácil. Vaya manera de sentenciar al prójimo. ¿No se daba cuenta de que sus palabras le hacían un agujero en el cuerpo, le desgarraban la piel y los huesos? Claro que la humanidad estaba al borde de la muerte, ese ya era un lugar común, pero fue hasta ese instante cuando cayó en la cuenta de que no viviría para ver a Ludmila, y que ella misma iba a esfumarse con todo y planeta. Sintió un terror inmenso y pudo escuchar en su alma el ruido de una puerta que se abría y dejaba entrar un torrente de angustia. En la soledad de su cuarto, Edmundo escuchó sus propios sollozos. Necesitaba arrojar ese líquido caliente que lo ahogaba. Repetía: nunca, nunca más. Lloró toda la noche y tuvo el presentimiento de que no vería el sol del día siguiente. Su última oportunidad de encontrarse con su amiga terminaba en la madrugada, seguro. Qué tonto había sido ¿por qué no la fue a buscar antes? ¿Cómo es que dejó pasar el tiempo sin correr a su lado para hablarle de amor? Tengo que verla –pensó con furia–, no había otra manera de morir feliz. Amaneció. Con verdadera sorpresa vio el nuevo sol entrando a su recámara. El sol. El sol de siempre. Marcado por el desvelo, se levantó y puso sus manos en el rayo luminoso, tibio, como un manantial sin peso. Ese sol tan suyo. Sus pul38

Mañana se acaba el mundo

mones se llenaron con el aire fresco que entró al abrir la ventana. Fue un instante de absoluta armonía. Su cuerpo y la vida. Sus sentidos y el mundo. Su pensamiento y la realidad. De pronto, despertó en plena vigilia. Ludmila… santo Dios, el mundo podía acabarse en cualquier momento. Se estremeció. Tuvo el impulso de ir a buscarla antes de que estallara la catástrofe. Cada minuto era sagrado, cada segundo podría ser el último. Pero algo más fuerte que el miedo a morir, más fuerte incluso que el miedo de no ver a Ludmira nunca más, lo frenó de golpe. ¿Qué iba a decirle? Ella, diecisiete años; él, catorce; ella, una belleza inconcebible; él, un adolescente sin atractivos, padeciendo aún los titubeos de la pubertad. No, por supuesto que no. Jamás se acercaría a ella, por más que lo animara su profesor. Ante lo imposible, decidió no pensar más en la muerte de Ludmira. Después de todo –se dijo, cerrando la ventana, como si de esa manera excluyera todas las tentaciones– tal vez el mundo no se acabe. Los días transcurrieron sin que hubiera cambios en la Tierra. Todos estaban pendientes de que el sol saliera a sus horas, de que lloviera lo justo, de que los animales se comportaran con naturalidad. La gente se fue tranquilizando y hasta les había dado por divertirse más que antes. Veía la televisión todo el día para matar el tiempo. El programa de mayor éxito era uno en el que entrevistaban a las personas para que dijeran qué tenían pensado hacer con el tiempo que les quedaba de vida. La respuesta más ingeniosa ganaba premios en efectivo. Era una época de agitación febril. Surgieron nuevos oficios, todos referidos a la muerte inmediata. Proliferaban los adivinos que jamás coincidían en sus predicciones, pero la gente insistía en que se le revelara un futuro promisorio aunque sólo fuera de cinco minutos Los que estaban con39

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vencidos de que no habría más vida en este mundo, iban en busca de un buen lugar en el otro, el del más allá, para lo cual pagaban grandes sumas de dinero a expertos en vender el mejor viaje astral. Tampoco faltaron aquellos que se hicieron ilusiones con la promesa de importantes compañías de trasladarlos a otros planetas con todo y sus recuerdos, decía la publicidad. En una ciudad tan pequeña como la que habitaba Edmundo, bien se podía vivir ajeno a la locura desatada en la Tierra desde que se anunció su fin. Y, sin embargo, Alber no perdonaba el disimulo. Convencido de que era verdad aquello que parecía una broma siniestra, se dedicaba a contemplarlo todo. Por aquellos días lo visitó su joven amigo. Estaba en el jardín de su casa, sentado en el suelo, bajo la lluvia. – Está usted empapado, profesor –le dijo, y al no recibir respuesta, decidió sentarse a su lado. Mojarse juntos en los aguaceros, era un matiz de su amistad, Alber rompió el silencio: – Llueve con tanta inocencia. Edmundo comprendió que su maestro se estaba despidiendo de la naturaleza, así que tuvo que esperar a que, más tarde, en la sala y con una taza de té, le preguntara: – ¿Has visto a Ludmila? – No, ya no se va a acabar el mundo –dijo, sin convicción. El profesor sonrió ante la evasiva. – ¿Qué no se va a acabar? Mira, si acaso hubiera alguna duda, ningún científico, gobernante o magnate lo hubiera revelado. ¿Para qué conmocionar a millones de seres indefensos ante una amenaza irremediable? Bien podrían seguirlos explotando en tanto el dinero y el poder tuvieran sentido.

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Mañana se acaba el mundo

Edmundo asintió. Al parecer, no había manera de eludir esa conversación. Alber se paseaba, pensativo. – Precisamente porque el fin es universal e inevitable, se ha dicho con toda claridad. Que los pobres seres humanos hagan lo que les dé la gana con la poca, escasísima vida que les queda. ¿Te das cuenta? Claro que se daba cuenta. Un terror instantáneo se apoderó de su voluntad y tuvo ganas de arrojarse en sus brazos pidiéndole protección. Pero no se movió. Hubiera querido que le explicara cómo vivir, qué hacer para no desperdiciar su breve existencia. – ¿Me escuchas? –inquirió Alber, intrigado por su silencio. – Sí, pero yo ya no quiero tener miedo. – No lo tengas. Actúa. Necesitamos hablar de cosas importantes para ti, pero primero relájate. Quiero que sientas la confianza de estar con tu mejor amigo. A punto de llorar, Edmundo abrazó a su maestro. Alber no tenía miedo, quién pudiera ser como él. – Te conozco muy bien y sé que tu felicidad tiene la gracia de residir en una persona. De verdad que eres afortunado. Vence todas tus dudas. Mira, búscala ahora mismo, pásate el día entero con ella y háblale de amor. El discípulo sonrió, tristón. – ¿Y? –dijo Alber. – Es cierto. Nada me importa más que ella, pero eso de decirle que la quiero, es imposible, no me atrevo. – Entonces, no la amas. – Tanto, que el tiempo que me queda de vida se lo daría a Ludmila para que viviera el doble. – ¿Lo ves? ¿Qué pasa? No puede ser que una barrera invisible te impida realizar tu máximo deseo. No estás encadenado, Edmundo. 41

Silvia Castillejos Peral

– Pero soy demasiado chico. Ella ya se volvió mujer, ¿no se da cuenta de la diferencia? Alber lo miró con cierto detenimiento; sin embargo, a pesar de lo razonable que pudiera ser el argumento de Edmundo, no cambió el tono: – Escucha. Antes, las diferencias de edad, de condición social, de costumbres o de valores, importaban, le importaban a la sociedad. Pero ya no hay sociedad. ¿A quién le importa lo que tú hagas cuando todos estamos tratando de vivir intensamente nuestra propia vida? Genial. Era tan sencillo resolver los problemas de los otros, pero ¿a que Alber tampoco era capaz de hacerlo? Ya lo quería ver enfrente de ella diciéndole: ¿Sabías que te amo?, claro, no como profesor, sino como un hombre de catorce años. Qué ganas de explicarle ampliamente estas ideas tan lúcidas como irrebatibles, pero Edmundo se limitó a decir: – No puedo. Alber se levantó del asiento, en donde se había instalado para escuchar pacientemente a la timidez andando. – Estamos perdiendo el tiempo –dijo. Y decir eso en tales circunstancias, era un reclamo terrible. Edmundo se dirigió a la puerta, apenado. La voz conciliadora del profesor lo detuvo. – Edmundo, Ludmila está yendo a la casa de la cultura a las seis, todos los días. El muchacho miró su reloj. Eran las seis y media. Una súbita energía transformó toda su expresión. Salió corriendo. En la calle, alguien trató de detenerlo y sólo alcanzó a gritarle que la Tierra se estaba calentando. Edmundo no quiso oírlo; no quería saber nada de condenados a muerte con boleto para viajar a Saturno. Quería verla a ella, a su flor de un día, a la divinidad que estaba a punto de perder. 42

Mañana se acaba el mundo

Entró al recinto. En un salón muy grande descubrió a Ludmila tocando el piano. Estaba concentrada en la partitura, ajena a la catástrofe inminente. La luz del crepúsculo atravesaba su cabellera, dándole a su rostro un toque de santidad. Edmundo, único visitante, percibió esa aura de pureza que la hacía intocable. La música no surgía del piano, no, la música estaba naciendo de la misma piel de Ludmila. El movimiento de sus dedos era en realidad un sortilegio que hacía fluir una acuática melancolía. Dios, ahí estaba. Podía contemplarla libremente, pero no tocarla, y menos –de veras Alber– hablarle de amor. Al finalizar el ejercicio, ella lo miró. Una sonrisa chispeante transformó su cara de ángel en un cachorro juguetón. Se acercó a él con gran desenvoltura. Edmundo tuvo la sensación de haberse congelado. Su sonrisa, como la de una estatua defectuosa, se quedó en el intento. – Edmundo, hace días que no te veo. ¿Qué has hecho? Pensar en ti, hubiera sido la única respuesta verdadera, pero no la dijo. No podía decir nada que acortara la distancia que había entre los dos. Optó por el rodeo convencional. – Escucho lo que dice la gente. – ¿Y qué dice? – Pues, que se va a acabar el mundo, ¿no? –contestó, dudando. Su propia turbación lo colocaba en desventaja: esa temida disparidad que no había logrado vencer frente a ese lirio impasible que parecía flotar en un sueño. Ludmila sonrió, indulgente. – ¿Qué piensas tú de eso, eh? –se atrevió a preguntarle, ensayando un gesto de persona mayor. –Nunca he pensado en la muerte. No puedo imaginarme cómo es. ¿Y tú? – La muerte… bueno, la muerte…

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Imbécil, se dijo, mientras se prolongaba su silencio. Hubiera sido tan sencillo explicarle que él sí se podía imaginar la muerte; que la muerte era la palabra NUNCA, que morir era no ver a Ludmila NUNCA MÁS. Él sí sabía qué decir; es más, era un experto en aquello de renacer cada mañana, pero su sabiduría no brotó por ninguna parte. Dios, qué ridículo debía parecerle a ella. Era un estúpido, y lo peor, un estúpido con pretensiones de enamorarla. El vocerío de insultos y sarcasmos que, no sin crueldad, articulaba su mente, se vio interrumpido por un hecho insólito. La bella tocó, con las suyas, sus manos. Él las retiró, asustado, como si fuera culpable de la transgresión. Ella rió, simple. El salón se llenó con un eco de cristales. Volvió a tomarle las manos, cálida, cercana, viva ante el hálito fúnebre de Edmundo. – Estás helado. – Perdóname –dijo él, sin saber en absoluto lo que estaba diciendo. Caminaron hacia el patio, agarrados de las manos. A Edmundo le pareció que todo estaba muy lejos, que la silueta que acompañaba a Ludmila se había desprendido de su cuerpo. La imagen era completamente incierta. Llegaron al jardín. En el agua de la fuente se paseaban unos peces rojos entre el musgo y las piedras. Sentados en la orilla de cantera, el muchacho miró profundamente a Ludmila, como queriendo descubrir el secreto de su perfección, pero sólo encontró un rayo de luz que sucumbió en su alma, fugaz. Una extraña corriente pasó de sus dedos a los de ella, y por el brillo instantáneo de su mirada, comprendió que la joven había descifrado los signos anhelantes de su corazón. Cauta, pero decidida, se acercó, le dio un beso en los labios y se fue sin despedirse. Edmundo se quedó parado junto a la fuente, escuchando a las golondrinas que volvían a sus nidos. Miró el color explosivo de los geranios y el sol púrpura hundiéndose en el 44

Mañana se acaba el mundo

horizonte. Nunca sintió a la naturaleza tan cerca, tan fiel a sus emociones. Oscureció en el preciso momento en que Edmundo se dio cuenta de su desamparo. Debería estar feliz con las caricias de Ludmila, pero la sensación que de ellas aún guardaba su piel, lo condujo al descubrimiento inesperado de la soledad. Ahora sí que la necesitaba; el aroma, el calor de esa piel, eran imprescindibles para la respiración de su cuerpo. Cuando las lágrimas desataron el nudo que tenía en la garganta, supo que ser feliz en el amor lo volvía irremediablemente desdichado. Esa noche, Edmundo se acostó con la esperanza de ver a Ludmila otra vez, aunque sólo fuera en sueños, pero no pudo dormir. Ese beso lo tenía enfermo. Su sangre estaba alborotada y le dolían los huesos. Al día siguiente fue a casa de Alber para contarle todo. Nunca vio al profesor tan entusiasmado. – ¿Por qué no te casas con ella? – ¿Qué? – Sí, cásate con Ludmila, ¿qué esperas? – ¿A mi edad? – Nada tiene de extraordinario ahora que ya nadie cumplirá años. – ¿Y si no se acaba el mundo? Alber soltó una carcajada. – Vaya preocupación. El maestro se fue poniendo serio. – La situación es grave, Edmundo. Los expertos aseguran que el calentamiento aumenta a gran velocidad. Sinceramente creo que estamos muy cerca del final. Este es el momento propicio para tomar grandes decisiones. Casarse, por ejemplo. – Ludmila nunca se casaría conmigo. – Se casará. 45

Silvia Castillejos Peral

– ¿Cómo lo sabe? – Es cosa de que se lo pidas. Confía en mí. Ambos rieron. ¿Así que el maestro tenía ganas de jugar, eh? Edmundo, aceptó el reto. – ¿Casarme por la iglesia? – Por las leyes naturales, que son las únicas vigentes en estos tiempos. Vaya, ese sí que era un juego novedoso –pensó, y no pudo evitar ponerse serio. – ¿Me está proponiendo que haga el amor con ella? – Te estoy diciendo que seas feliz a tu manera. Alber lo tomó de los hombros, paternal. El tono de su voz le indicó que no estaba bromeando. – ¿Sabes? La gente tiene una idea muy vaga de la felicidad. Se mueren sin haber alcanzado el objetivo de sus sueños. Aplazan sus búsquedas porque ignoran cuánto tiempo van a vivir. Ahora ya lo sabemos, Edmundo. ¿Qué hay que hacer ante esta espectacular revelación? Pues apropiarnos de ese objeto que nos hace dichosos, si está a nuestro alcance y si tenemos la fortuna de saber cuál es. – Pero el amor de Ludmila no está a mi alcance. – Bueno, bueno, tú siempre vas a decir eso. Sin embargo, yo voy a poner todo mi empeño en conducirte al paraíso. Tengo un plan. Si todo sale bien, te casarás mañana. Fantástico. Final feliz. ¿En dónde están los actores? Edmundo suspiró, divertido. Alber había resuelto su destino. – ¿Qué hay que hacer? –dijo, recuperando los hilos de las marionetas, cuyo libreto estaba a cargo del profesor. – Vente hoy en la tarde y nos ponemos de acuerdo. Entra por la puerta del jardín. Debes llegar a las seis en punto.

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Sintiéndose cómplice de una dicha ilusoria, Edmundo le dio la mano, sin imaginar, ni remotamente, que esa era la última vez que veía a su buen amigo Alber. El día se le hizo interminable. Los minutos se alargaban acentuando su ansiedad. Como era domingo, acompañó a su tía a la misa de doce. A la hora de hincarse, la gente empezó a decir que el piso estaba tibio, y todo el mundo salió de la iglesia con un mal presentimiento. La verdad es que él no sintió nada, más que una extraña urgencia en el estómago cuando Ludmila pasó a su lado acompañada de sus padres. Ahí va mi esposa, pensó. Por la tarde se fue a nadar al ojo de agua. El fondo azul brillaba más que nunca y el agua estaba caliente. Recordó a su profesor: qué misterioso se había portado. ¿Qué se proponía exactamente? Tal vez el maestro había perdido la razón en esos últimos días, porque aquello de que Ludmila se casara con él, era un disparate. Claro que, como Alber decía, en esa época ya nada era normal. Edmundo estaba resuelto a casarse mientras no se vio desnudo, pero ahora que su cuerpo flotaba en el estanque, lo invadió la desolación. ¿Y tú eres el caballero que va a desposar a Ludmila? Señoras y señores, con ustedes el flamante novio. Era delgado, muy blanco, lampiño, y su sexo parecía un duende dormido. Más vale que todo sea una broma –se dijo–, porque si me desnudo frente a la bella, me muero, me muero dos veces. Al cuarto para las seis, salió corriendo de su casa, sin responder al llamado de la anciana, quien se limitó, como era su costumbre, a enviarle una bendición, signo que se convertiría, sin que ninguno de los dos lo advirtiera, en la despedida definitiva y curiosamente trivial. Agitado por su incontenible prisa, llegó al jardín de Alber. La angosta reja estaba abierta. Su respiración se tranquilizó con los olores frescos de las plantas; los pájaros re47

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voloteaban en lo alto de los árboles. Abrió la puerta de la cocina. – ¿Alber? –Gritó, pero no obtuvo respuesta. Pasó a la sala. Todo estaba en orden. Le llamó la atención un ramo de crisantemos arreglado cuidadosamente. Tenía una tarjeta. Edmundo leyó: Cumplí. Aquí y ahora empieza vuestra felicidad. ¿Vuestra? ¿Qué significaba eso? – Edmundo… Ni siquiera un balazo lo hubiera asustado tanto como lo hizo la voz que escuchó. Era Ludmila, vestida con una túnica blanca. Mil interrogantes lo asaltaron. ¿Qué hizo el profesor? ¿En dónde estaba? ¿Por qué este encuentro tan sorpresivo con su amiga? No, esas no eran las reglas acordadas, lo había dejado solo, solo ante el peor de los peligros, qué injusticia, estaba viviendo una pesadilla, y no por la joven que ahora tenía una apariencia de gaviota indefensa, sino por él, que estaba agarrotado, que era incapaz de mover una mano para tocarla. – ¿Qué sucede? ¿Hice mal? –dijo la bella, desilusionada. Sin esperar respuesta, continuó: – Vine a casarme contigo. Esas palabras, casi suplicantes, rompieron de golpe la perplejidad de Edmundo. Se lanzó a sus brazos y le dijo todo lo que la amaba en un segundo. Sin pensarlo, la besó en la boca. El beso que él había imaginado en sus fantasías vespertinas, era suave, lento, tibio. Éste, no. Éste era un beso violento, jugoso como una fruta destrozada, y Ludmila respondía no como un querubín, sino como un felino muerto de sed. La tranquila brisa del tiempo se transformó en un huracán vertiginoso; no supieron cómo se habían desprendido de sus alas. Sus cuerpos núbiles se acoplaron en un prolongado abrazo que parecía surtidor de fuego. La habitación les pareció envuelta en un incendio. Edmundo concibió su es48

Mañana se acaba el mundo

queleto como un carbón encendido. Fue en ese instante, al penetrar en el templo abrasador de Ludmila, cuando sintió claramente que el mundo se estaba acabando.

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EL DESTINO DE LA MUSA

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José Francisco Conde Ortega

iempre se sintió orgulloso de sus musas. O por mejor decirlo. De lo que habían llegado a ser después de haberse relacionado, real o imaginariamente, con él. Hombre apacible y bien intencionado, Adán tenía muy pocas cosas de que presumir. Pero no se angustiaba. Vivir ya era más que suficiente. Pero se sentía orgulloso del destino de sus musas. Una soberbia del tamaño del mundo lo inundaba cuando sabía algo nuevo de ellas. O cuando, en esos delicados ardides de la memoria, le llegaban, renovadas, escenas que parecían preludio de ese destino. Y las volvía a vivir intensamente porque siempre pensó que él había sido el artífice de esas existencias victoriosas. Quizás su mayor orgullo era Alejandra, esa muchachita delgada de cabello tiernísimo y ojos de almendra, de talle delicado y lunar arriba de los labios, de andar de gacela y voz quisquillosamente musical. Esa suave muchacha que los domingos asistía a misa de siete, y que fue su novia durante quince días de su ardorosa adolescencia. Y quien muy pronto dio señales de su destino promisorio. 51

José Francisco Conde Ortega

Sí, Alejandra pronto se hizo famosa en el barrio porque –decían— era la principal animadora de las orgías que alguien organizaba con frecuencia. Y era como si él la siguiera viendo. Cree que la última vez que la vio en el barrio ya era, casi, lo que sería después con plenitud. Sentado en el quicio de la tienda de Aurora, sorprendió en su amigo esa mirada traviesa que invariablemente preludiaba ocurrencias memorables. Y así fue. —Pinche vieja ojos de gato, qué ridícula te ves.., dijo el Kalúa. —Te vale verga.., escuchó Adán mientras veía la esbelta cabeza voltear, iracunda, para contestar la afrenta. Ya no escuchó la respuesta, albur de por medio, de su amigo. Sólo miró el cuerpo esbelto de Alejandra alejarse airosamente. Su minifalda, su talle, sus ojos de almendra, su fama rápidamente ganada quedaron un poco en segundo plano ante la cadencia de esa voz, infinitamente igual, pero con nuevos matices apenas insospechados. “Te vale verga” quedó resonando en su cabeza como una canción de amor. Y no la volvió a ver. Cuando menos físicamente. Años después, en uno de los teatros de burlesque por el rumbo de Garibaldi, vio la foto de Alejandra. Una especie de orgullo de plata le recorrió todo el cuerpo. Sí, era Alejandra. Y desnuda. La misma mirada dulcísima; el mismo mechón sobre la frente y el lunar intacto sobre el labio superior. Y unos senos desbordantes, como regalo adicional al cumplirse sabiamente su destino. Hace poco supo que ella trabaja en el Barba Azul. Y que es una gran puta. Que no deja cliente sin atender. Que su dulce sonrisa le permite que la esperen sin protestar. Que todos los juegos sexuales son sabia, pronta y jubilosamente 52

El destino de la musa

practicados en su cama promisoria. En verdad está orgulloso de Alejandra. Elenita era otra cosa. Un poco mayor que él, exhibía con pudor extraño una rara sabiduría en los escarceos amorosos. Cuando viajaban en camión, después de salir de la prepa, ella siempre se las arreglaba para acariciarle el pene. Primero, cuando caminaban, la seria Elenita dejaba suelto su rítmico braceo para encontrarse con su miembro desde antes dispuesto a la batalla. Ya en el transporte, la joven sabia lo hacía palidecer de codicia y de sueños de poder. La forma en que ella untaba su cuerpo no lo ha vuelto a ver en ninguna mujer. No pocas veces él se vino en pleno camión, en medio de estruendosas rechiflas celestiales. Ella, entonces, comprensiva, le prestaba su suéter para que se cubriera la mancha en el pantalón. Y lo envolvía en su mirada de dulce comprensión, mientras ensayaba una sonrisa de cómplice reproche. La despedida era lo mejor. En la esquina de su casa, el desasosegado chasquido de los besos. Ella le acariciaba, otra vez, lenta, rigurosa, afanosamente su, de nueva cuenta, erguido miembro. Ahora, a la distancia de los años, se atreve a confesarse —nada más a sí mismo— que las cosas con ella no pasaron de ahí. Que todo quedó en calenturas de adolescente. Y no pocas veces lamentó su inexperiencia. Pero supo de ella cosas que, por su forma de entender el mundo, lo resarcieron con creces de esos coitos anunciados y nunca llevados a mejor fin. Supo que la formal Elenita se casó con un abogado que le resultó homosexual. Pero eso no es lo importante. Lo que vale la pena contar —él lo cree firmemente— es que puso un café internet en la sala de su casa. Y que hace trabajos escolares en computadora. Esto le ha permitido conocer a 53

José Francisco Conde Ortega

muchos jóvenes. Y ejercer con ellos su cada vez más depurados artificios para acariciar penes. Con el marido siempre fuera, ella se da vuelo con los muchachos. Los inicia suavemente en los preámbulos del sexo, pero nada más. Sigue sin pasar de allí. Solamente, cuando la carne apremia, una que otra felación es la recompensa para los mejores dotados. Pero nada más. Ella respeta a su marido. La historia de Rosario es algo diferente. Adquirió matices inesperados. La conoció en un cine del sur de la ciudad. Era muy bella y algo tímida. Le llamó la atención por su aire distraído y su cara de llegar de todas las sorpresas. Adán nunca fue un buen ligador, pero con Rosario practicó la única técnica que sabía. Y le resultó. Fingir un choque accidental no fue problema; tampoco comenzar una conversación a propósito de los descuidos y las torpezas de las películas mexicanas. De inmediato quedó deslumbrado. Ella era estudiante de letras en la Ibero. Y sabía dibujar. Adán nunca pensó en conocer a una mujer como Rosario: hermosa, delicada, sencilla y sin prejuicios. Y la amó desesperadamente desde el principio. Y guarda todos los poemas y todos los dibujos que ella le dedicó. Y son un tesoro mayor ahora que volvió a saber de ella. Un día, de repente, ya no la vio. Sólo le entregaron una carta bellamente escrita en la que le avisaba que se iba a Europa. Le decía que no la olvidara; que iba a regresar; que era una buena oportunidad para ella. Que le escribiría. Y así fue durante un año más o menos. Recordar que las cartas se fueron espaciando le parece ocioso y un lugar común indigno para recordarla. Sobre todo cuando volvió a saber de ella. Hace muy poco alguien le dijo que la había visto en un café del centro histórico. Y que estaba más bella, más enco54

El destino de la musa

nadamente hermosa. Que la edad la había favorecido. Y que con la madurez había conseguido una rara serenidad en la mirada. Y que había regresado de Europa con el amor de su vida: una muchacha italiana joven y bonita. Pero lo peor le ocurrió con María. Y ella sí fue, para decirlo de la manera más simple, su verdadero amor. Y la amó 28 años, seis meses y cuatro días. Qué chocante resulta pensar en fechas tan precisas. Parece ocioso y torpe; sin embargo, hay una razón para ello. Fue su novia casi seis años. Cuando se separaron, él aceptó resignadamente el asunto. Ya había descubierto que nada dura toda la vida. Ni siquiera el amor. No obstante, aunque pensó que no la volvería a ver, se hizo el propósito de no dejarla de querer. Así, por más que se enamoró de otras mujeres, un espacio intocable en su memoria, dedicado enteramente a ella, le servía de resguardo y ofertorio. Y pensó que así sería toda la vida. Pero la vida no es muy seria en sus cosas. Y tuvo la oportunidad de comprobarlo. Una tarde de junio de este año vio a su musa —su Musa— nuevamente. Y entendió lo precario de la existencia humana, la veleidad de la fortuna, la caducidad de la vida y demás zaranjadas que había leído, escuchado y desoído aquí y allá. Es que no vio a su musa. Vio una caricatura de esa muchacha dulce y serenamente bella. Gorda, gordísima, no parecía que fuera ella. Además, estaba masticando chicle y se reía a carcajadas y con aspavientos. Seguramente trabajaba en alguna de las oficinas cercanas a ese restorán de medio pelo, donde un reducido grupo de burócratas comía de prisa, entre risas escandalosas. No podía ser ella, se dijo en un principio. Desde el ventanal no debió haber visto bien. Sin embargo, ciertos rasgos, algunos gestos, una como distinción natural permanecían en ella, inamovibles. Y su cara seguía siendo muy 55

José Francisco Conde Ortega

bonita. Pero estaba gordísima y masticaba grotescamente su chicle. Y se reía a carcajadas. Y estaba mal vestida. Entró al establecimiento para verla de cerca y cerciorarse. Sí, era ella. Salió rápidamente del lugar. No quería que lo viera. Caminó hacia cualquier lado. Su orgullo, el mayor motivo de su orgullo se había ensombrecido. No pensó, nunca, sentirse tan avergonzado del destino de la musa. Ni de esos 28 años, seis meses y cuatro días.

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JEROGLÍFICOS PINTADOS A TINTA Marcial Fernández

Natalia bosqueja suicidio

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n el año del Mundial, la familia de Nat se viene a vivir a México, a la colonia Nochebuena Mixcoac, donde su padre, acupunturista, puede trabajar sin que el Estado lo persiga so cargos de brujería. Natalia tiene doce o trece años y es de tez blanca, casi transparente, cabello negro y ojos amielados. Además, es silenciosa, por lo que muchos de sus conocidos jamás se enteran de su nacimiento y primera infancia en Venezuela. Los unen circunstancias comunes: ambos estudian en el Colegio Madrid, cuando se trata de una escuela para hijos de refugiados españoles: los republicanos, los transterrados, los “esta semana muere Franco”, los de la izquierda dogmática, supuestamente liberales, aunque más estalinistas que el propio Stalin… Decía, Nat y tú estudian en el mismo colegio: ella, porque el azar la lleva al barrio del Madrid, y tú, porque allí estudiaron tu padre y tu hermano, y allí, que ya no es ahí, en 57

Marcial Fernández

Extremadura y Revolución, y ya no existe el castillo —vieja casa de campo de la familia Limantur—, ni la covacha del sordo, ni Juanito el jardinero mentiroso, ni nada de lo que había entonces, todavía estudian tus sobrinas. Cursan el mismo año escolar, en la misma clase y con todo y que todos los días ella dice “presente” al escuchar su nombre, tú no sabes de Natalia hasta que Ximena, una amiga chilena de ambos, te comenta: —¿Qué te parece Nati? —¿Quién es Nati? —respondes con tu sangronería habitual. —¿Cómo que quién es Nati? —Sí, ¿quién es? —Pues ella —y señala a una niña muy bien vestida en su uniforme azul marino, cabello corto y rostro alargado como pintura del Greco que, sentada en una banca, come junto con otras compañeras el lunch de mediodía. —¿Que qué me parece? Pues... —Le gustas. —Ah —y Ximena se echa a correr. Y te quedas en el centro del patio hecho un idiota, sin saber qué hacer, pensando “y a mí qué me importa”, aunque al parecer te importa, pues si antes has visto por casualidad a Natalia, desde aquel momento ya no la quieres ver más, y tienen que pasar uno o dos años, y que al Madrid lo trasladen a Villa Coapa —una colonia en las afueras de la ciudad— para saber otra vez de su existencia.

Te gusta leer a Nietzsche, Baudelaire, Papini, Borges; escuchar óperas de Wagner; el rock pesado —lleno de viudas negras— de Cooper; el progresivo de Gong, Pink Floyd, Tangerine Dream, King Crimson; escribir cuentos e ir todos 58

Jeroglíficos pintados a tinta

los sábados y domingos a ver películas en el CUT —Kurosawa, Bergman, Taner... En aquellos tiempos ya no juegas futbol en el Centro Asturiano; ya tampoco te divierten tus amigos de la colonia Del Valle; calzas suecos, tenis; vistes pantalones de mezclilla rotos, camisas guinda de hilo jamaiquino; tienes el pelo largo... Una mañana, en el patio de la secundaria del nuevo Madrid, mientras Alfredo —con el rostro cubierto por una máscara que te parece diabólica— toca la guitarra y otros y otras, sentados en el pasto, cantan The answer is blowing in the wind, se te acerca Raúl, un subnormal de tu generación que solamente se lleva con las mujeres y con los pollos de prepa. —Mis amigos están muy enojados contigo —dice. —¿Sí? —Paco es el más enojado de todos. —¡Ah! —Dice que eres una mala influencia para Nati. —¡Mmm! —Y además dijo que si Nati sigue cambiando, en la dirección se van a enterar que eres un drogadicto, aunque a lo mejor ya lo saben... —Bueno, bueno, tanto así como drogadicto... Me parece una exageración; dile por favor a Paco, a la dirección o a quién se te pegue la gana, que sí, que me gustan algunos efectos, otros no, del tetrahidrocanabinol... ¿Sabes qué es el tetrahidrocanabinol?... ¡No! Pues mira, es la sustancia de la Cannabis indica que... —Estás avisado. Y el imbécil te deja con la palabra en la boca, aunque, a decir verdad, no te interesa explicarle nada, ni las diferencias entre la colombiana Pelo Rojo y la Acapulco Golden, ni 59

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de Nat, a quien no ves desde hace tiempo. En eso, Alfredo termina de rasgar las cuerdas, se quita la máscara y pregunta: —¿Qué quería? —Amenazarme. —¿Por? —Asesinato. —¿Asesinato? —Sí, dice que yo... Y tú... Y Alejandro y las chicas estamos matando miles y miles de neuronas cada vez que nos fumamos un Flavio, cosa de la que tiene toda la razón del mundo. Y cómo padece delirios de policía, de ahí la amenaza. —¿Y por qué no me amenazó a mí o a Alejandro o a las chicas? —Porque los cree drogos sin remedio, locos furiosos. —¿Y a ti? —Me sabe pacifista. —¿Y por qué te amenaza? —Por... Por... Oye Alfred, ¿por qué mejor no se lo preguntas a él y de paso le rompes la madre? —¿No que eres pacifista? —Yo sí, pero tú no. —De acuerdo. —¿Entonces le vas a romper la madre? —Sólo si te hace algo. —Por cierto, Alfred, ¿conoces a Nat? —¿La de ojos verde olivo? —Amielados. —Verde olivo. —Bueno, ella —aceptas. —Sí, es amiga de Andrea y cuando la invocas...

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Jeroglíficos pintados a tinta

Natalia, más interesante que guapa, trae el cabello largo, lentes negros, colgajos en cuello y muñecas; suéter cayéndole a las piernas, pantalón de mezclilla lleno de jeroglíficos pintados a tinta y se acerca con un cigarrillo en la boca, sí, viene fumando por enmedio del patio, lo que significa que de ser sorprendida la pueden suspender hasta tres días. Entonces piensas en Raúl, en el tal Paco y te ríes para tus adentros. Nat se sienta en la rueda y saluda de beso a Andrea —la novia de Alfredo— y los mira a todos. En ese momento te das cuenta de que otras veces también ha estado con ustedes, es decir, contigo, con Alfredo, Alejandro y las chicas, pero que está sin estar, o por lo menos sin que te des cuenta, pues siempre permanece callada. —Oye Nat —la cuestiona Alfredo—, ¿de qué color tienes los ojos? —Rojos —musita riéndose al tiempo que se levanta las gafas—: estoy pachequísima —y sigue sonriendo mientras los observa. —¿Me regalas un cigarro? —le pides, más por nervios que por ganas de fumar. —Sí —vuelve a musitar y te ofrece su cajetilla de Commander y un encendedor. Prendes el cigarro y cuando vas a dar la segunda calada, suena la chicharra. Apagas el Commander. —Tengo taller de Literatura, luego la vemos —y huyes corriendo. Alfredo, luego de besar a Andrea, sale disparado tras de ti, y ya en la clase, te pregunta: —¿Sabes que Nat quiere contigo? —Sí. —¿Y? 61

Marcial Fernández

—¿Y qué? —contestas un poco molesto sin saber por qué. —¿Pues qué onda? —Nada, que yo no quiero con Nat. Esa tarde, sin embargo, aceptas después del colegio ir a comer a casa de Alfredo, quien también invita, y en tus narices, a Natalia y Andrea. Alfredo vive con su mamá en Villa Olímpica. Llegan a su casa y, por supuesto, no hay comida. O mejor dicho: comida sí hay, pero no está preparada. —Qué más da —dice Alfredo, y sabedor de tus habilidades, te pide: —Hazte algo —y él y Andrea y Nat se van a dar un Flavio a la sala, de donde, al poco rato, se escuchan carcajadas, música y remembranzas imaginarias de los sesenta, época que ninguno de los tres ha vivido. Cocinas espagueti al tomate de lata, condimentado con aceitunas sin hueso —también de lata—, anchoas y champiñones salidas de otras latas, hierbas finas y cuanta especie encuentras en las latas de la mamá de Alfredo. Nat sirve el banquete —en ese tiempo hasta un sandwich de avión es un banquete— en el comedor. Andrea cierra las cortinas y prende velas. Alfredo abre una botella y todos acaban bebiendo los transparentes sueños del vodka y fumando cuanto hay que fumar en el cuarto del anfitrión, quien se pone a tocar la guitarra. Andrea, entonces, luego de bailar dos o tres canciones a la manera hindú y como poseída por una multitud de ángeles, so pretexto de calor y ante tu desconcierto, se quita la playera de la manera más natural posible y teoriza en torno a la idea de que todos, hombres y mujeres, son iguales... —Iguales, lo que se dice iguales... —dices intentando 62

Jeroglíficos pintados a tinta

mantener la mirada por lo menos arriba de su barbilla—: No. —¿Por qué? —levanta un poco el pecho. —Porque como dice Orwell: “Unos son más iguales que otros”. Alfredo se ríe y sigue tentando las cuerdas mientras Andrea, sin hacer caso, de pronto, como no queriendo, se te deja caer encima. Y al mismo tiempo que te besa, dice: —Todos somos iguales, por eso debes de querer a Nat, igual que yo te quiero a ti. —Sí, pero... —buscas con el rabillo del ojo a tu amigo, pues una cosa es que todos sean iguales y otra que, por esa igualdad, te zumbes a su novia. Alfredo, no obstante, con su máscara quesque diabólica en el rostro se hace el disimulado toque que toque melodías medievales, y tú, nervioso, ya no sabes qué decir, qué hacer, de modo que guiado por mero instinto empiezas a desabrocharle el pantalón a Andrea. —Nel —dice y se hace a un lado—. Tú a la que quieres es a Nat. “Yo no me quiero ni a mí mismo”, piensas en espera de alguna respuesta de Natalia. Pero nada. Nada de nada. Ni una palabra. Nat ni los ve. Tan sólo contempla a Alfredo con ojos de quien está perdida en un bosque de gnomos, doncellas encantadas, centauros... —Mírala —susurra Andrea—, es hermosa —y sin esperar réplica te acerca un pecho a los labios, y antes de que puedas atraparlo, dice: Nat —y con el índice le pide que se les una. Natalia, entonces, con una dulcísima sonrisa se levanta de la alfombra y le acaricia el cabello a Andrea, quien le da un beso rápido en la boca para después, suavemente, desabrocharle uno a uno todos los botones de la camisa. Luego, 63

Marcial Fernández

la misma Andrea los abraza e invita a que los tres se toquen y, en un momento dado, se les desprende y se va a acurrucar al lado de Alfredo, quien deja de tocar la guitarra. Desde aquella tarde Nat empieza a tener sueños volados, es decir, sin sentido. Contigo apenas si habla. Pero con sus amigos, puta madre, con sus amigos —y no me refiero a Alfredo, Alejandro, Andrea o las chicas— se rompe la cabeza creando paraísos violentos, historias de robos, secuestros, peleas, tanto que en cierta ocasión en que de casualidad te topas con el cretino de Raúl, medio aterrorizado te dice: —¡Déjame en paz! No contestas, pues en tu opinión él es el que debe dejarte en paz. Sin embargo, su miedo te da valor y te le quedas viendo a los ojos, en plan de perdonavidas, justo como su amigo Paco te mira cada vez que de casualidad te tiene enfrente. —Estarás muy contento de haber convertido a Nat en una de las tuyas, ¿verdad? —recrimina— ¡Ahora qué! —grita fuera de sí—: Me vas a matar o qué: no, no te tengo... Y antes de que concluya la frase, tú, muy serio, impasible y en voz baja, como crees que amenazan los malditos, contestas: —Sí, sí, te voy a… —te le acercas poco a poco, y antes de que te tenga a su alcance, das media vuelta— Pero ahora no, a su tiempo. Y sales del área de fuego sin dejar de pensar: “Paco me va a romper la madre, soy hombre muerto”. Pero pasan los días y del tal Paco ni sus luces. Alejandro empieza a salir con Nat y te parece fantástico. Más todavía: en época de vacaciones tú visitas a Natalia por las mañanas: 64

Jeroglíficos pintados a tinta

le cuentas tus cuentos, van a un jardín de una iglesia cercana a su casa, le hablas de cuanta tontería culterana se te ocurre y ya, de regreso, en la sala, se besan, se acarician y descubren lo que hay que descubrir a esa edad, mientras que por las tardes, Alejandro hace lo propio: la visita y le muestra sus dibujos, van al jardín de la iglesia, le habla de cuanta tontería culterana se le ocurre y ya, de regreso, se besan, se acarician y descubren lo que hay que descubrir. Son casi perfectos. Digo casi, porque cierto día, Alejandro, en una noche de reventón y pastillas psicotrópicas, te confiesa: —Estoy clavado de Nat. Te quedas pensativo. —Sí, me estoy clavando y no me quiero desclavar. En eso se acerca Natalia y los abraza a los dos y, entre risas, comenta que le gustaría “ganar” —es decir, “perder”— su viginidad en un menage a trôis. Música. Rock pesado. La fiesta está en su cúspide. Miras a Alejandro, quien, con un gesto apenas perceptible, niega con la cabeza, y te das cuenta de que la sorpresa le cae de maldición: es la viva imagen de un Adán resistiéndose a la manzana. No, no crees que la idea del menage le disguste, de hecho es idea de ambos, sino que le empieza atormentar todo aquello que atormenta cuando uno se enamora. Por camaradería decides ocultarte en los extravíos del ron con coca, de las azules y rojas y dejar, al menos por un tiempo, de ver a Nat. Regresan a clases y la fórmula del desdén no sirve. Peor: confirma una frase de Laçan que te dice Miguel 65

Marcial Fernández

Ángel Merodio, y no es que Merodio juegue algún papel en esta historia, sino que simplemente comenta la frase: —“El amor es todo aquello que no poseemos”. Cuando abandonas a Nat, ella abandona a Alejandro. ¿Por qué? Porque “el amor es todo aquello que no poseemos”. Más claro ni uno de esos peces transparentes que tiene Alfredo en su casa. Nat deja de contestarle las llamadas telefónicas a Alejandro mientras que tú dejas de contestárselas a ella. “Una paradoja”, piensas con tu insuficiencia habitual, “una paradoja que no es paradoja, puesto que tiene solución”. Craso error. Es entonces cuando Nat organiza aquella fiesta, la que los divide para siempre. Ese día, Alejandro y tú planean durante toda la mañana y tarde la estrategia a seguir. Y la perfeccionan poco a poco, primero en el Burger Boy —en donde comen unas hamburguesas que a la postre te salvan la vida—, después durante una película que van a ver al CUT y, por último, en el bar del Samborn’s entre Bloody Marys y Tom Collins. En la fiesta pondrían en práctica la fórmula favorita de Andrea: uno seduce, en este caso tú, y a la hora de la hora, Alejandro se integra y el supuesto seductor desaparece. Nat, de esta manera, no sólo le vuelve a hablar a Alejandro sino, en el remoto caso de que no se enamore, al menos lo recordará para siempre. No hay pierde. Sin embargo, cuando borrachos y felices llegan a la casa de Nat padecen una sorpresa: no se trata de una fiesta heterodoxa, sino ortodoxa, vamos, no es un reventón, sino un collage entre tipos de una sola especie: pollos de la prepa y demás orangutanes que no conocen ni les interesa conocer. 66

Jeroglíficos pintados a tinta

—No importa —le comentas a Alejandro y buscan a la anfitriona. Al encontrarla, no obstante, se llevan la segunda sorpresa: Nat se está besando y algo más con Raúl; sí, se besa y algo más con ese subnormal de IQ de menos 3. Sin pensarlo, te les acercas y le ofreces la mano al idiota, y con una sonrisa en los labios dices lo primero que se te ocurre: —Si no te pierdes, te rompo la madre. Aquí la tercera sorpresa: Raúl no sólo no se pierde, sino que se te va encima a golpes, y aquello, por unos instantes, tiene visos de batalla campal: saltan dos o tres de sus amigos a defenderlo. Sin embargo, gracias a un puñetazo de suerte, lo derribas y, cuando lo tienes en el suelo, Alejandro logra separarlos y te dice: —¡Vámonos! —¡Qué! —¡Qué nos vamos! —¿Y Nat? —No importa. —¿Cómo que no importa? —Ya la chupó el diablo. Ante la frase, más venida de Alejandro, aceptas salir del lugar. Ya en la calle, preguntas: —¿A dónde? —A Tepoztlán. Allá están Alfredo, Andrea y las chicas en una fiesta de Gabriela, que acaba de llegar de Argentina. —¿Y cómo vamos a ir? —Camilo trae coche, nos espera. —Yo paso. —¿Por? —Me duele el estómago. —Te pegaron. —Sí, en el Burger Boy. 67

Marcial Fernández

—¿Entonces no vas? —No. Y Alejandro te pregunta que si quieres aventón a tu casa. Y contestas que nel, que te vas caminando, que se diviertan. Y se despiden con un beso de hermanos... El lunes siguiente, estás en clase de matemáticas cuando Ximena, la amiga chilena de Nat, entra al salón. Se le acerca a la maestra, le explica no sé qué, y luego te piden que salgas al patio. Ahí Ximena dice: —Hubo un accidente. No contestas. —Murió Alejandro. El sábado anterior, después de que te despides de Camilo y Alejandro, tus amigos toman Avenida de los Insurgentes rumbo a la carretera vieja a Cuernavaca. En el camino se detienen a comprar unas chelas, o una botella de ron, dos o tres refrescos, papas, y continúan el viaje. Luego, mientras que en las bocinas del Caribe retumba Devil´s sympathy de los Rolling Stones prenden un Flavio y hablan de todo lo que se les ocurre: el desaire de Nat, la pelea y el próximo reventón. Y en esas andan cuando Camilo se sale en una curva y el coche va a estrellarse contra un árbol y luego cae a un barranco. Una vez que el auto se detiene, Alejandro se empieza a reír, a carcajearse. Pero Camilo le replica: —Estás sangrando. Alejandro se toca la cabeza, el rostro y, en efecto, está bañado en rojo. Entonces minimiza: —Sólo es un raspón. Pero no lo es, tan así que cuando intentan subir a la carretera, Alejandro se convierte en piedra.

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Jeroglíficos pintados a tinta

Es un velorio triste, como casi todos los velorios. Nat no asiste y tampoco asiste a clases las dos semanas siguientes. Alfredo, con su impertinencia habitual, se coloca su máscara en el momento en que los sepultureros bajan el ataúd a su tumba. El gesto te desconcierta, como desconcierta a todos los presentes, aunque la anécdota es tomada de buen talante. Pero esa imagen, atroz, espantosa, siempre te acompaña. Por eso, cuando vas al hospital a visitar a Nat, y ésta te enseña las marcas de la navaja en las muñecas, tú sólo piensas en las muecas imperturbables de ese rostro diabluno que gusta mostrar tu amigo, y comentas: —Si en verdad te quieres suicidar, la navaja debe de cortar la vena de manera vertical, no horizontal. Y recuerda, el secreto no está en el corte, sino en el agua caliente que aplicas a la herida para que la sangre fluya, fluya, fluya…

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LA HORA MÁGICA Miguel Ángel Leal Menchaca Para Gildardo Montoya

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ran las 11:45 de un día miércoles, cuando los Diablos Rojos del México y los Broncos de Reynosa estaban trenzados en un duelo de 15 entradas, empatados a 5 carreras, las autoridades decidieron suspender el encuentro porque, según el reglamento, no se podía abrir un inning después de las cero horas. El anuncio lo hacía Kid Alto, el cronista oficial de “La pandilla roja”, nuestro equipo favorito. Mis hermanos y yo nos veíamos de frente, sin disimular la emoción contenida y el malestar que nos provocaba la noticia. Mi madre nos miraba con una dulce conmiseración, porque en ese momento ella hubiera querido hacer algo, no sé, llamar al estadio, escribir una carta, explicarnos que las cosas no eran tan graves, que no iba a acabarse el mundo porque un juego de pelota quedaba sin decisión. Pero no lo hizo. Argumentamos que el béisbol no admitía empates, alguien tenía que ganar; sin embargo, ella no le dio mayor importancia al comentario, simplemente nos dijo que era hora de ir a dormir porque al día siguiente debíamos levantarnos temprano. 71

Miguel Ángel Leal Menchaca

Mis hermanos y yo, desangelados, cogimos nuestro cuaderno en donde anotábamos el box score, le dimos una última revisada: Reynosa 5, México 5 y anotamos a un lado: “Suspendido por límite de tiempo”, luego: “Continuará mañana, si la lluvia lo permite”. Acto seguido, nos fuimos a dormir, no sin antes comentar las mejores jugadas, sobre todo el gran relevo que había hecho el zurdo Alfredo Ortiz, quien entró a rescatar al otro zurdo, Aarón Flores, desde la tercera entrada y había tirado casi 13 innings, aceptando sólo una carrera, también la hombrada que había hecho el México, cuando en la novena perdía 5 a 2 y empató gracias a un jonrón, con dos en base, de Harry “Petacas” Simpson. Lo demás era, como decían los cronistas, sólo la frialdad de los números, siempre sin descontar la emoción hasta el paroxismo que vivíamos mis hermanos y yo todos los días pegados al pequeño radio Majestic de cinco bulbos, que mi padre había adquirido por $125.00 y que nos prestaba a las 7:30, la “Hora mágica” en que iniciaba el béisbol. Éramos muy pobres, lo confieso sin resentimiento, pero también sin orgullo, asistíamos a una escuela que estaba casi a tres kilómetros de distancia, era la colonia más grande del D.F., llamada Agrícola Oriental, y efectivamente que era agrícola, porque recuerdo que cuando llegamos a vivir ahí no había calles trazadas, menos automóviles. El camión llegaba hasta “La Reyna”, una de las pocas misceláneas que abastecían a los colonos y que estaba como a kilómetro y medio de distancia del terreno que adquirió mi padre en once mil pesos. Luego, era caminar y caminar a través de un sinnúmero de zanjas, casi no había construcciones con techo de concreto, por eso los aironazos y las lluvias lastimaban las casas terriblemente: los primeros les arrancaban los techos, que eran de lámina de cartón, de esa acanalada que se cubre con aceite; mientras que los segundos las dejaban como coladeras, 72

La hora mágica

al grado que no nos alcanzaban los recipientes para las goteras. Como los pisos eran de tierra, debajo de las camas crecía el pasto, y cuando por casualidad llegaban a visitarnos los parientes de mi padre, que vivían en la colonia Roma, la broma más socorrida era: –Lo bueno de vivir aquí, Tobías, es que puedes sembrar debajo de las camas, al rato vas a tener tus borregos y vacas dentro de las recámaras. A mí, con mis nueve o diez años, me molestaban esos comentarios, pero no podía contestar nada, pues los niños no teníamos voz ni voto, menos para defendernos de los parientes que considerábamos ricos y que siempre nos socorrían con la ropa que ya no usaban sus hijos. Además, al parecer, sus condición social les daba un sobrado derecho a ese tipo de bromas. Sin embargo, nosotros nos habíamos hecho a la tarea de ser felices, por lo menos ahí vivíamos mejor que en la oprobiosa vecindad, en donde rentamos un cuarto cuando llegamos a México. La verdad esa vecindad sí me daba miedo, pues las piezas de renta daban hacia adentro del patio, mientras que hacía fuera, a la calle, eran accesorias comerciales, ahí había una cantina y una lonchería en donde una enorme sinfonola tocaba a todo volumen canciones de Julio Jaramillo, Olimpo Cárdenas, la Sonora Santanera, Pérez Prado o Enrique Jorrín; los comensales y bebedores bailaban y se emborrachaban alegremente, pero no faltaba el pleito, el cuchillo, la pistola o las piedras. Las noches sabatinas concluían frecuentemente con un saldo rojo. En esos largos diez meses que habitamos ahí, vivimos con la zozobra de que algo les pasara a mis hermanas o a mi papá. Por eso cuando mi padre nos dio la noticia de que había comprado un terreno en cómodas mensualidades, en una colonia de las orillas, a nosotros nos dio mucho gusto. Así 73

Miguel Ángel Leal Menchaca

llegamos aquí, en donde no había servicios de ninguna naturaleza; la llave de agua más cercana nos quedaba como a medio kilómetro, teníamos que acarrear tres viajes diarios con unos botes cuadrados de veinte litros, los cuales cargábamos sujetos con lazos o cadenas a un palo que se llamaba aguantador y que nos poníamos sobre el hombro. Con ello nos alcanzaba para la comida y para asearnos. En esas condiciones, apenas llegábamos de la escuela mi madre nos daba cualquier cosa de comer o un poco de agua fresca y cogíamos el aguantador y los botes para hacer nuestros “tres viajes”, luego tendíamos la cama y medio barríamos, hasta que mi madre nos llamaba a comer: caldo de res o sopa de fideo, arroz, un trozo de carne cocida y frijoles, además de unos tacos de tuétano con tortillas que hacía mi madre, con una masa amarilla que traíamos de unos molinos ubicados en las colonias Tepalcates y Rodeo; la primera, de lado de la calzada Zaragoza, en donde todavía pasaba un tren que venía de San Lázaro, exactamente ahí, en lo que ahora es la Central Camionera de Oriente; la segunda, junto a la recién inaugurada Ciudad Deportiva. Cuando terminábamos de comer, nos tirábamos en la cama o nos poníamos a hacer la tarea, hasta que alguien iba a buscarnos para que saliéramos a jugar canicas, trompo, hoyitos, caballazos, coleadas, trébol, burra entamalada o, simplemente, a “echar batazos”. Le llamábamos así al ejercicio de que uno bateara la pelota y otros, a la distancia, trataran de atraparla. “Tres rolas o un fly” se llamaba el juego, así quien atrapaba tres bolas rodantes, sin cometer error o cachara una de aire (sin que tocara el piso la bola) se iba a batear. Como no había suficientes manoplas, algunos fildeaban o cachaban a mano limpia, y lo peor que podía pasar era que uno sin guante desbancara al bateador, pues ahora le tocaría fildear a mano pelona. Eso sí, antes de las siete nos 74

La hora mágica

metíamos, aunque no nos llamaran y le pedíamos prestado el radio a mi papá, porque se acercaba la “Hora mágica”. Nos sentábamos en la cama con nuestros cuadernos, previamente cuadriculados para anotar el orden al bat de cada uno de los equipos contendientes, así como las posiciones que ocupaba cada jugador. A veces pienso que escuchar los nombres para anotarlos era un acto ocioso y rutinario, pues, por lo menos, de los Tigres y de los Diablos, nos sabíamos de memoria cada uno de los jugadores, además leíamos en La Afición, el periódico beisbolero por excelencia, los rosters de cada uno de los equipos, así como los porcentajes, por equipo e individuales. Por si eso fuera poco, mi hermano Tobías, que era el mayor, ya trabajaba y compraba las revistas Hit y Super Hit, las cuales literalmente devorábamos. Luego entonces, estábamos bien enterados de todo lo que pasaba en el llamado, con mucha justicia, “Rey de los deportes”. Recuerdo que mis hermanos pequeños y yo (yo era el más grande de los chicos y el más chico de los grandes, o sea, el mediano), le íbamos al México, mientras que los mayores, incluso mis hermanas, le iban al Tigres. Entonces cuando jugaban estos dos equipos, que era lo que llamaban los cronistas “La guerra civil”, regularmente en fin de semana, nos tocaba un banquete de emociones y de disputas, alegando con los mayores, denostando a los jugadores o haciendo caricatura de su pobre rendimiento. Siempre quien ganaba la serie, que regularmente era de cuatro juegos (viernes, sábado y el domingo, doble juego) hacía mofa del que perdía, como si los seguidores tuvieran alguna culpa del bajo rendimiento de los equipos. Además, el periódico servía como comparsa, pues publicaban caricaturas alusivas. Los cronistas también hacían su trabajo, pues recuerdo que Pedro, “el Mago Septién”, era un acérrimo seguidor de 75

Miguel Ángel Leal Menchaca

los Tigres, hasta parecía que le pagaban por alabarlos, hacía verdaderas apologías de Fernando Remes, que jugaba el short stop y a quien apodaban “el Pulpo”, de Arnoldo Castro, Armando Murillo y del zurdo Rubén Esquivias. Él los bautizó en ese tiempo como “el cuadro del millón”. Nosotros nos reíamos mucho por la exageración de sus comentarios, pues no había jugada protagonizada por su equipo, en que no resaltara, viniera al caso o no, la grandeza de sus jugadores. Por ejemplo, cuando Ricardo Garza, el llamado “Corazón de Tigre”, daba un jonrón, el Mago se deshacía en elogios al “poder” del también llamado “Chamaco”, de la vista felina o de la facilidad con que quebraba las muñecas para echar la pelota del otro lado de la barda. En cambio cuando Miguel Becerril Fernández o el Diablo Montoya, que eran del México, se volaban la cerca, el Mago se entretenía contando la forma en que saltaban Manuel Ponce, Ultus Álvarez o Ricardo Garza, jardineros del Tigres, intentando atrapar una pelota que era inatrapable. Lo menos que decíamos, mis hermanos menores y yo, era que el Mago estaba vendido a los Tigres y que un cronista así no era fiel a la crónica beisbolera, pero los mayores lo defendían y alegaban que ese sí era un verdadero profesional, apasionado del deporte. Ahora me cuesta trabajo entender cómo podíamos llevar una vida tan feliz, alejados de todas las preocupaciones que se nos iban a agolpar apenas pisáramos la adolescencia. Asimismo, me pregunto qué pasó con todas aquellas personas que iluminaron nuestra infancia e hicieron más llevadera la pobreza en que vivíamos, pues ahora, cuando suelo compartir con mis hijos estos recuerdos, parece que les hablo de la prehistoria. Actualmente, todo mundo habla de fútbol, quesque el deporte del hombre; con todo y eso, no hay cronistas respetables, parece que con la muerte de 76

La hora mágica

Ángel Fernández se fue el último comentador grande que tenía este deporte, y si realmente quienes se dedican a este oficio tuvieran un gramo de vergüenza y quisieran hacerle un homenaje al fallecido cronista, debían pedirle disculpas al público y retirarse. Sin embargo, creo que mis hijos piensan diferente, creen que el Perro Bermúdez o Carlos Albert inauguraron la crónica futbolística. Los escuchan como si fueran la Biblia. El Rápido Esquivel, Eduardo Orvañanos, Enrique Llanes y Kid Alto, ya se nos adelantaron; el Mago Septién sólo aparece ocasionalmente, pues casi está retirado de este oficio. Trato de explicar a mis hijos, pero ellos, o no me entienden o me dicen que este tipo de nostalgias es normal cuando se llega a los sesenta.

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DICEN QUE LAS GRINGAS SON FRÍAS Gonzalo Martré “Una pesadilla vemos con piel negra y pelo ensortijado”

L

a lancha rompía las olas esparciendo espuma violentamente. Tadeo empuñaba el volante de la Carol I, atento a un punto de la costa cercano al hotel de Las Brisas. Bailón, su compañero, se entretenía arreglando los cables de remolque y los esquís. Viajaban también dos jóvenes norteamericanas, bellas y bien conformadas, satisfechas de su veraneo, felices de encontrarse en Acapulco, de contemplar la famosa bahía, de beber su viento, vivir su ambiente internacional, sumirse en el paisaje y decorarlo con su presencia. La embarcación dejó lejos la orilla, las chicas se quitaron el brassier del diminuto bikini y ante los asombrados ojos de Tadeo desafiaron al viento dos pares de senos lechosos y rosados. El muchacho descuidó el volante. El maxilar inferior le colgó y los ojos se le pusieron cuadrados. La lancha dio un bandazo y las gringas gritaron. Bailón tomó la conducción porque Tadeo no podía separar la vista de los torsos desnudos. 79

Gonzalo Martré

Tadeo tenía la absoluta certeza de que toda la frialdad de los polos se concentraba en esas mujeres extranjeras, por lo general rubias, bonitas y de Estados Unidos, conocidas por el mote de “gringas” (yanquis no, gringas sí). A excepción del simbolismo de frigidez, las palabras “gringa” o “rubia” no le sugerían algo concreto porque nunca había visto una cabellera dorada, unos ojos azules y una boca femenina pronunciando el inglés. En el supersubdesarrollado Coajinicuilapa –pueblo donde nació en petate, creció entre milpas y alcanzó una adolescencia pletórica de deseos no cumplidos– los coterráneos eran más prietos que un zopilote. Tadeo mismo, sin sus delgados labios de mestizo, hubiera pasado como oriundo de Camerún. La existencia de las gringas le fue revelada mediante dos fuentes que Tadeo Juzgó de insospechable honestidad: primera, los antiquísimos westerns, de la época puritana de Hollywood cuya máxima expresión erótica se traducía en el infalible beso mojigato, premio al galán en el tradicional happy end. Esas películas, vistas a intervalos de cinco años en viajes efectuados a Ometepec, le dieron una idea sobre el físico y maneras de las gringas, confirmando los dichos de aquellos hombres del pueblo, consuetudinarios visitantes de Acapulco, vertidos bajo juramento por lo más sagrado de la Costa Chica: ¡Por el Cristo de Ometepec! Esas afirmaciones, segunda fuente de su conocimiento, las oía a diario, en la plaza, en el billar, en la tienda, a cualquier hora: –Las únicas que saben besar son las mexicanas –machaca sin cortapisas su primo Caritino. Él había pasado diez años en Acapulco. –Casándose con una mexicana no hay necesidad de más –asegura su tío Aburto, orgulloso de la gran raza de ardientes mujeres. Tiene tres concubinas y ocho hijos con cada 80

Dicen que las gringas son frías

una, lo cual, unido a sus temporadas en Acapulco, dota a su palabra de veracidad monolítica. –Las mexicanas son infatigables en la cama –mantiene pícaramente el viejo Procumo y lo demuestran cuarenta y seis hijos, noventa y tres nietos y ciento ochenta biznietos. –Las gringas lo hacen dos veces por mes y no saben moverse –confiesa el presidente municipal en turno. Contaba en su corta gestión, treinta viajes políticos a Chilpancingo haciendo escalas obligatorias en Acapulco. –¡Para eso las mexicanas! –vocifera en la plazoleta José Refugio Nogueda, connotado ladrón acapulqueño–. He tenido más de diez gringas y no las cambio a todas juntas por la bizca Nemoria. A los dieciocho años y tres meses, Tadeo estaba ya inmune a los aparentes encantos de las gringas. En cambio, se derretía mirando a las prietas coajinicualipenses. También se derretía bajo los cuarenta grados a la sombra, cotidianos en la Costa Chica y, ambas cosas, lo traían calurosamente desazonado. Sin embargo, su ansia de comprobar el tórrido comportamiento sexual de sus paisanas, se veía sujeta a ciertas barreras, al parecer inexpugnables. Maxine le rogó a Tadeo que le untara crema bronceadora en la espalda. El contacto con ese escapulario de tentaciones lo dejó hecho una lástima, como si lo hubieran sometido a una serie de choques eléctricos. Atracaron en una playita escondida, provistos de toallas, cocos, ginebra y hielo en termo. Para su primera tentativa en lides amorosas se fijó en María Encarnación, prototipo de la joven costeña: dieciséis años cargados de prejuicios y tradición regional (¿o nacional?). La conquista de Encarnación se inició dentro de las normas habituales. Después de tres meses de asiduo cortejo la chica aceptó ser su novia. Aunque la carencia de energía 81

Gonzalo Martré

eléctrica propiciaba los escarceos juveniles, los obstáculos interpuestos eran casi insalvables: cuando la enlazó por la cintura, Tadeo se llevó siete pellizcos de uñita y estuvieron enojados un mes. Al darle el primer beso, ella se dio vuelta y el ósculo fue depositado en el occipucio, fuerte en aromas de jabón corriente: la Chona le retiró el habla durante ocho semanas. La noche que le apretó un seno recibió una sonora cachetada y el disgusto los mantuvo alejados noventa días. Después de la reconciliación le pidió una prueba de amor: ¡la ruptura fue definitiva! Deducción lógica: poseer a Chona significaba matrimonio. Sin tener siquiera un pulgoso catre, ganando esporádicamente míseros jornales, la boda era tan inalcanzable como la paz en Vietnam. Supuso que en una casada sería menos difícil la verificación de las bondades eróticas de sus paisanas, y pasó revista mental a las mujeres del pueblo. Desechó a las jóvenes reacias y las viejas repulsivas. De las maduras eliminó rollizas o magras. Del resto descartó las de maridos agresivos y quedó como finalista de su particular concurso “Prieta Correteable y Seducible 1971”, la atractiva Sinforosa Abarca: insaciable esposa de un senil nonagenario que pedía chopas y puertas más anchas porque su cornamenta obstruía las angostas. Previa amistad con Ladybird, la perra sarnosa guardiana de corral y honor del viejo Abarca, granjeada a base de suculentas piltrafas, Tadeo se introdujo mediando una madrugada hasta el lecho del matrimonio. Sinfo, temerosa pero vehemente, se arrojó de la hamaca y en la cocina se refocilaron. Sinfo nunca se desvestía por completo y jamás tomaba la iniciativa, no obstante, Tadeo, novel en goces sexuales, te82

Dicen que las gringas son frías

nía aquello como la perfección misma. A los tres meses espaciados y furtivos arrechuchos, el otro amante de Sinfo recibió un anónimo y de repente el aire de Coajinicuilapa se tornó en extremo malsano para la salud del muchacho. Vientos más benignos soplaban en Acapulco. Hacia allá emigró. Ya en la Perla del Pacífico, se sorprendió al constatar que la mayoría de las gentes eran rubias y hablaban inglés. El español era casi desconocido. Atónito veía los nombres de tiendas, restoranes y hoteles escritos en idioma extranjero. Arribó en plena temporada y consiguió trabajo como motorista en una lancha remolcadora de esquiadores. Los primeros días, era un altoparlante emisor de ayes y suspiros vertidos en recuerdo de su negra Sinfo. Exclamaciones melancólicas intensificadas por las inevitables comparaciones con las paliduchas y blandas gringas que pululaban por la Costera. A la segunda mañana al frente de la Carol I, alquilaron sus servicios un par de esas güerejas pecosas, alharaquientas y flacancias. Bailón, otro costeño tan negro como él, las instruía para el arranque: Tadeo veía como las manos de Bailón mariposeaban el extenso espacio de blanca piel disponible entre las prendas del bikini. Miraba la manera de repegárseles al asegurar la salida, y la familiaridad del manoseo sobre los senos. A los iniciales despegues las gringas caían. Los recorridos se iban haciendo más largos conforme la instrucción avanzaba. Dos horas de aprendizaje y súbitamente Bailón suspendió las clases. Tadeo recibió órdenes de ir delante de Pichilingüe. Los cocos desbordaban gin y pronto los cuatro estuvieron eufóricos. Las chicas botaron la prenda inferior del bikini y sus blancos glúteos quedaron expuestos al sol 83

Gonzalo Martré

bronceador. Bailón también se desnudó (obviamente no necesitaba broncearse, imposible tostar el negro pellejo del experimentado lanchero), y a la asombrada vista de Tadeo, se acostó junto a la compañera de Maxine. Tadeo permaneció de pie, inmovilizado, mientras Maxine le sonreía invitadora. El ronco grito de su amigo lo desensimismó: –¿Qué esperas? ¡Anda! No se hizo repetir la orden. Al principio estuvo torpón; Maxine, sin necesidad de hablar el español, le enseñó más en ese encuentro que la prieta Sinfo en todos los anteriores. Siguieron bebiendo ginebra. Intercambiaron compañera. ¡Ese par de gringas no eran témpanos sino volcanes en plena erupción! De regreso en Acapulco, después de haberse entregado plenamente, abrieron sus bolsas: ¡les obsequiaron una propina presidencial! Su fe en la ardiente mexicana se vio resquebrajada como piñata, cuando repitió la experiencia con otras gringas de diversas edades. ¡Desde las adolescentes de trece años hasta las ancianas de ochenta hacían el amor apasionadamente y sin inhibiciones! Su vanidad de macho mexicón, de latin lover pues, quedó muy halagada al arrancar “la flor de la virginidad” (para ellas deleznable y estorbosa florecilla) a tres pimpollos de Texas, Alabama e Idaho, mediante un día de diferencia entre cada una. ¡Mejor marca nadie la había impuesto en Acapulco! Sería difícil superarla. Las gringas tenían plutonio fisionado en su interior, no hidrógeno líquido como malévolamente le contaron en su pueblo. En dos meses, Tadeo aprendió el mínimo inglés requerido para entenderse con ellas. Por las mañanas ligaba en su envidiable ocupación de lanchero y en las noches se le veía acompañado de alguna rubia, morena o pelirroja en el fabuloso-increíble Tiberio’s, el exclusivo Armando’s o el lujoso y frío Duomo. 84

Dicen que las gringas son frías

Trescientas diez fornicaciones más tarde, Tadeo acudió a las fiestas del santo patrono de su pueblo. Primero Encarnación, célibe aún, y luego Sinfo, feliz viuda, le hicieron la misma pregunta: –¿Es cierto que hay muchas gringas en Acapulco, que son muy bonitas, pero muy desabridas? –Cierto, completamente cierto, girl. Hay muchas. Pero son very cold y en los mexicanos ni siquiera se fijan. ¿Nos vemos esta noche?

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MARTHA ALICIA Gildardo Montoya Castro

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oy he vuelto a pasar por tu casa. Cada vez que visité a mis padres procuré no tentar ese recuerdo: “Vámonos por Constitución”, me decían los amigos. “Ahorita los alcanzo”. Le anduve huyendo como pude a esa nostalgia, a mi niñez de amores no dichos. Tuve miedo de encontrarme con tu mirada sin disturbios, con tu voz trepadora: “Qué tanto me miras?, ¿te parezco guapa?” , y yo con mi silencio enamorado. Sentí de nuevo el gozo de perseguirte por todos los rincones, los tantos cajones-murallas de ropa usada que tu madre vendía. “Te regalo esta playera, pero escóndetela bien”. Me emocioné al pensar que podrías acariciar como entonces, mi cabeza de pelos parados, sentado junto a ti, tratando de transmitir ánimo al coyote que batallaba en los horizontes televisivos, para atrapar a la fémina huida de un correcaminos sin fin; pero mis esfuerzos eran fallidos, pues al poco rato mis ojos se posaban como al descuido en tu vestido desparramado que ofrecía, más allá de unas piernas morenas que nunca toqué, la ternura de unos calzones blancos con bolitas azules; y también reviví, la piel se me encabritó, el día que tu madre me acusó del robo aquel de las 87

Gildardo Montoya Castro

tijeras. “¿Tienes pruebas, mamá?”. “Cállese, metiche”. Mi cuerpo se estremeció al presentir que llegarías una vez más a la librería de papá para decirle, tocándome la barbilla: “Don Alfonso, ¿me lo presta un ratito?”. Y mi padre me prestó a ti cuantas veces fue necesario. Algo intuía el viejo. Yo sabía que... ¿no te importaban? mis pasos ateridos por las calles de la noche; embebido en apurar el dulce misterio de tu voz, de un amor sin remedio: “Mira el fuego que sale de esa casa, es como si estuvieran quemando sus desgracias”; “oye el lloriqueo de los perros, seguro no tiene quien los quiera”; “agárrame de la mano que tengo miedo”. Hoy, pues, pasé por tu casa luego de tantos años, y al fin me llegó el arrojo, temple a prueba de infortunios para, ahora sí, lo juro, declararte todo el amor que fui guardando, lo mucho que te quise; pero la casa y la tienda de ropa usada ya no existen: iguanas, latas de cerveza, un montón de piedras, un desnudo eucalipto...

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GRAFFITI AMUROSO

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Miguel Ángel Morales Aguilar

odos mis sueños comienzan y terminan contigo, Marialuisa. Así le amaneció a Marialuisa, la bonita, un sol distinto en la pared más sorprendida del barrio. Las señoras que salieron a barrer temprano la calle no cabían en sus ojos. Los niños de escuela que pasaron por allí pronto se pusieron a deliberar lo absurdo de ese alarde de mala nota: se trataba de la obra de un loco. Las amigas ni tardas ni perezosas le llevaron la noticia a la afortunada; y el Malévolo, que a esas horas regresaba ojeroso y maltratado de su penúltima borrachera, se tambaleaba tratando de enfocar la leyenda más popular del amanecer, y cuando pudo deletrear lo que en esa pared alguien escribió sin que le temblara la tierra ni la mano, no tardó en denunciar al presunto escriturón de tan hermosa fechoría: ése es el Garrincha, dijo, para luego desplomarse de purititas nalgas y cerrar pestaña al pie del más pesado y rudo sueño. El Garrincha, porque en toda la cuadra no había otro carnal que pateara tan bien el balón, Garrincha porque cojeaba de la pierna izquierda, pero era dueño de un toque de pelota que los cuates admiraban y aplaudían como digno de llevar un mote tan espectacular: el Garrincha de la Bolívar, el compa del toque brasileiro, ahora graffitero del 89

Miguel Ángel Morales Aguilar

amor, el poeta de la colonia Moderna. Pero el Malévolo ni tantito así que iba a tener un sueño con el sello y escudo garrinchista. Le decían el Malévolo porque juró a la catequista del sector haberle visto sus pechos a la virgen. Se persignaba más de diez veces frente a cualquier imagen de la morena. Pecador, hipócrita y puñetero le escupían las señoras de la vela perpetua. Porque el canijo rondaba a las muchachas del barrio, por más pelos y señales: sus hijas, con la cochina intención de levantarles las faldas. El pinche cabrón siempre metió mano con esos ojos largos y más saltones que un chapulín a las piernas fabulosas de Marialuisa. Quiero, gritaba cuando la veía pasar toda armoniosa y encantadora por las calles de su amargura. Malévolo mordiéndose un costado ante el más auténtico de los graffitis. Rendido allí bajo un sueño de dos toneladas de rudeza: soñaba con su cuartito de hojasé pisándole los talones: este liverpul si amarra chido, grita que grita, no como los pinches bitles: Malévolo observa que Marialuisa le reclama algo al Garrincha: se acerca a ofrecer un trago para la bilis, órale: Marialuisa acepta la minúscula botella y se la parte en la cabeza al Garrincha, luego él le da una cachetada. Sí, los sueños del Garrincha estaban muy lejos de aparecer con semejante rudeza y borrones. Porque el nombre de su Marialuisa se podía pronunciar entre relámpagos y en medio de la más airada de las tormentas sin que perdiera su fina y adorable resonancia. Porque Marialuisa se podía escribir en el muro, y su nombre podría ser más grande que ese muro, y de cualquier modo se podría leer. Porque su nombre amaneció en esa pared de seis por cuatro y fue trazado con la tinta de la luz, como si dios mismo lo hubiera escrito allí. Ah, Marialuisa... Era Marialuisa la flor de ese domingo. Quienes la vieron salir toda olorosa a lavanda, con su cabello mojado y chane90

Graffiti amuroso

lísimo, resuelta a mirar con sus propios ojos lo que tanto se comentaba entre cuchicheo de verduleros o ya fuera a voces de regocijo, les bastó verla a los ojos para darse cuenta del tamaño de su amor: es infinita. Infinita, porque de todas las chiquillas con la edad de la frescura y rayando los dieciséis abriles, era dueña de una exquisitez y una espalda muy derecha que a la gente del barrio les parecía fuera de este mundo, y por los mismo la más inalcanzable, la que sólo se dejaba consentir en los puros sueños. Por eso al enterarse de que un pelado al que le decían el Garrincha había hecho público su nombre y a la vista de todos que ella era la protagonista de sus ilusiones, es decir, de ilusiones que lindaban con la aparición más que con la realidad, se sintió muy incómoda al principio, pero al reflexionar acerca de ese amor callado y dormilón despertado a gritos de repente, conmoviendo los corazones de amigos y extraños con ese estilo tan intrépido; ese amor secreto ahora con las venas abiertas; ese amor sin engaño escrito sobre una pared con un coraje de ser que había inspirado ternura; ah, ese amor valiente que ya no le parecía tan raro, que la hizo suspirar muy hondo, sentirse más tranquila, y ya más relajada hasta le dio gusto saberse no tan imposible. Sonrió, y muy adentro de su corazón comenzó a aborrecer a todos los demás muchachos de la cuadra que nomás la miraban y la miraban sin atreverse a decirle un piropo o algo más bonito; algo como me gustas mucho, Marialuisa, ¿quieres ser mi novia?, y no esas cosas tan ridículas como usté está rechula y bien acá, de esos chavales que ya iban a la prepa; o esos vagales que querían ser mosquitas nomás de hocicones parados en la esquina. El asunto es que Marialuisa era bonita. Era la flor de esa mañana. Día con sol. Domingo. Regresó a casa para ponerse su vestido blanco, el que a ella tanto le gustaba. Doña Delfina, su madre, que en esos momentos remendaba la 91

Miguel Ángel Morales Aguilar

ropa ajena, no se cansó de decirle: es muy temprano para irte, hija, mira que me estoy poniendo vieja y no quiero quedarme sola. Marialuisa no estaba dispuesta a darle falsas esperanzas a nadie, y mandó a decir con unos chiquillos de su confianza a las canchas de fútbol que necesitaba hablar lo más pronto posible con el autor de semejante mensaje a todas luces distinto y descaradamente original. Garrincha recibió el recado sin dar crédito a lo que leía. Te espero en casa de Fani a las doce, atentamente: Marialuisa. Garrincha sintió que el corazón se le hacía más y más grande. Marialuisa no estaba dispuesta a darle falsas esperanzas a nadie, y se puso a pensar en su madre como una flor que no debe ser cortada. A él se le salía el corazón por las orejas, por quién sabe más donde. No tenía fuerzas para ponerse a pensar, pero, en adelante, iba a mirar de frente fuera lo que fuera. Garrincha trató de ver un sol que en esos momentos sentía encima de sus hombros. Encandilamiento y ceguera: duro instante. Marialuisa era infinita. Eran casi las doce. Estaba a punto de morirse la ternura y nacer las buenas tardes entre la gente. Nos vemos en la casa de Fani, la mejor amiga de Marialuisa. Una letra estricta, decidida, como para ponerse a temblar. Las palabras más claras que una clara de huevo. Y él acercándose a su destino. Ella esperándole a la puerta de su mejor amiga. Los vecinos lo vieron llegar. De inmediato un río de rumores se precipitó por toda la Bolívar. Ella con el gesto resuelto y armonioso embelleciéndole el rostro. Él con el corazón más, más y más grande, rasgándole la camisa. No era temor, no era incertidumbre, no era nada parecido a nada. Los que fueron testigos del suceso dicen que el Garrincha llegó hasta la niña de sus sueños. Marialuisa con una seña más fría que el hielo le indicó pasar. El caso es que luego salió Fani y se plantó en la puerta como si vigilara algo o a alguien. 92

Graffiti amuroso

Entonces las campanas de la iglesia de “La Soledad” empezaron a repicar como nunca anunciando al Angelus. Dicen que Garrincha y Marialuisa no se hablaron, no se dijeron nada, que pusieron de espaldas a la virgen que en esos instantes los espiaba desde un rincón de la cama, e hicieron el amor. Luego de un rato, los vecinos vieron salir al susodicho enamorado con una cara que se les hacía familiar, pero todavía más feliz. Garrincha se veía como si hubiera anotado el golazo de su vida. Nadie lo podía creer. Sólo el Malévolo al mirarlo así quiso levantarlo en hombros y gritar a todos en la calle: este es el Garrincha, cabrones, y es mi cuate.

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LA GENOVEVA Queta Navagómez

S

í señores, ella se previno como para una fiesta. Andaba por los lavaderos hasta muy tarde, echando en blanqueador los manteles y las servilletas. Nadie supo de dónde agarró tantas fuerzas, pero todos vimos cuando encaló las paredes de adobe, arregló el alambre de los gallineros, compuso los botes de las macetas y fue al monte por varas, para cercar la huerta destartalada. Fue hace como diez años, pero yo recuerdo aquella tarde como si lo que les cuento hubiera pasado ayer merito. La Genoveva tocó a la puerta de mi casa y en cuando abrí se me abrazó con fuerza. —¡Crucita, ayúdame! ¡No sé ni qué pensar! ¡Dice mi papá que me debo casar con el Silvestre! —estaba fría, sus brazos me apretaban hasta lastimar. —¡Mi papá no oye razones! Silvestre le dijo que yo ya fui suya y que quiere cumplirme como hombre que es. Tú sabes que nunca le hice caso a ese desgraciado; que quiero a Ramiro con toda el alma y ya hasta nos hicimos la ilusión del casorio. Nos queremos Crucita ¡Deveras! —las palabras se le quebraron aquí, junto a mi oreja. —¡Ese infeliz no tenía derecho a decir tantas mentiras! 95

Queta Navagómez

—siguió chillando mientras yo le decía que todo se iba a componer. Ustedes bien que lo oyeron, saben que no estoy inventando nada: todos pensábamos que el Silvestre estaba embrujado, que a lo mejor la Genoveva le dio a tragar alguna mala yerba, porque se fue secando hasta quedar hecho un bulto de huesos que ya no pudo ni enderezarse en la cama. ¡A poco no daba lástima! Poquita cosa entre tantas cobijas, tullido, pálido, mientras la Genoveva hacía los preparativos para el velorio. Desde chiquillas éramos amigas la Genoveva y yo, nos contábamos todo. Ella conocía mis cosas y yo las suyas, por eso otra vez la abracé cuando se puso a llorar junto a las nopaleras, mientras me contaba que la boda quedó apalabrada para agosto, que el Ramiro también pidió su mano y esto acabó de enchilar a don Eugenio, que le dijo que era una cualquiera por meterse con dos al mismo tiempo. Ahora sí, por los puros calzones de don Eugenio, la Genoveva se tenía que casar con el Silvestre. Se notaba desguanzada, ojerosa, la voz se le rompía entre pedacitos de cansancio y lágrimas. Se casaron en agosto... Todos estábamos en el atrio, esperando a que salieran de la iglesia. Ella arrastraba su vestido blanco tapándose la cara con el velo, para disimular los lagrimones que le escurrían hasta el pescuezo. Se quedó parada hasta que el Silvestre la tomó del brazo, como para recordarle que ya era suya. Iba como borracha; como sin voluntad. Don Eugenio iba detrás, tieso y corajudo como siempre. La banda los seguía: platillos, cornetas y tambores resonaban bonito. Tocando fuerte cada nota, para que creyéramos en la alegría que iban desparramando por las calles 96

La Genoveva

empedradas. Todos nos amargábamos por la novia desanimada que lloraba bajo un velo de tul. A lo mejor el Silvestre de veras la quería, eso nadie lo sabe a estas alturas, pero fueron años de aguantar desprecios, pleitos y odio. Se fue secando de las puras muinas. Poco a poquito se le olvidaron las chanzas y las carcajadas, se volvió agrio y exigente: igualito a don Eugenio. De nada le sirvió a la Genoveva la muerte de su padre: el Silvestre era el retrato del muerto. Cuando los males del marido se complicaron, la Genoveva se volvió incansable. A lo mejor ustedes la vieron bajarse del camión jalando el costal de arroz, de frijol o de chile pasilla. A leguas se veía que pensaba dar mole para la misa de los nueve días. Ella jamás aceptó la boda. Esto no lo sabe nadie más que yo, por eso quiero pedirles que no lo cuenten mucho. Como al mes de casada fue a mi casa, traía el rebozo tapándole la cara. Cuando se destapó ¡Ay Dios!, le vi los moretones en los carrillos, en el pescuezo y en los brazos. Con la boca hinchada por los golpes me dijo: —Ora sí me desgració el Silvestre. Yo no le había permitido nada. Todas las noches me llevaba a mi tía Chona para que se durmiera entre los dos. Con el pretexto de cuidarla porque está viejita, me le abrazaba fuerte. El Silvestre nomás se aguantaba las ganas. Hasta ayer soportó... Corrió a mi tía a puros gritos. Cuando se me acercó me defendí mucho, nomás me llovían las guantadas y en una de esas me desmayé —lloró mucho rato antes de seguir: —Ya perdí la esperanza de escaparme con Ramiro, por eso vengo a pedirte que lo aconsejes para que no siga to97

Queta Navagómez

mando hasta quedarse tirado en las esquinas. ¡Se está muriendo igual que yo! ¡Ayúdalo!, dile que tenga fe, que lo quiero mucho. Algún día Dios va a mirar nuestro sufrimiento y me va a dejar viuda para que vuelva con él. Te juro Crucita que cuando eso pase, nadie va a impedir que el Ramiro y yo seamos felices —no dijo más, se tapó con coraje los moretones y subió la loma, rumbo a su casa. Ya no podía disimular las ganas de quedarse viuda, por eso, la enfermedad del marido la esperanzó y desde tempranito prendía el radio a todo volumen. Las canciones alegraban la loma y su corazón. Dicen que cuando lo vio más malo se sentó junto a la cama a desvenar el chile mulato: “No te puedes quejar, te voy a hacer mole para tu misa de difuntos”. Dizque por eso el Silvestre se murió más rápido.

La Genoveva tuvo la culpa de todo lo que pasó, señores, si no, ¿para qué me encargó que cuidara del Ramiro? Por ella empecé a hablarle, a aconsejarle que dejara la tomadera y él, a mirarme con ojos tristísimos. Poco a poco me di cuenta de que era verdad lo que ella decía: Ramiro tenía bonitos ojos, bonitos modos y bonita risa. Ramiro traía el corazón amargo y necesitaba amistades ¡Quién sabe qué me pasó! Era como si todo el amor que ella sentía por él hubiera volado desde la loma para caerme encima. Sus ansias me hervían en la sangre; su desesperación me hacía buscarlo y extrañarlo. Un día lo topé allá por el río, estaba sentado, nomás mirando correr el agua, así le correrían las aguas de sus angustias, amargándole las venas. Para consolarlo, puse las manos en sus hombros y no me aguanté las ganas de besarlo. Lo animé a soñar, sin importarme que a ratos me llamara con el nombre de ella. Desde que me casé con Ramiro, le agarré miedo a la Genoveva. 98

La Genoveva

Cuando las campanas de la iglesia soltaron los dobles, todo el pueblo se puso a compadecer al Silvestre y a maldecir a la Genoveva. Nadie se acordaba ya de sus moretones. Unos decían que no podía tener hijos por tanto golpe, y otros decían que los tiraba, la muy perra. Las campanadas volaban sobre las tejas, levantando rezos por el difunto. La gente, después de persignarse, compró velas para el muerto y pidió el descanso eterno del muchacho bueno que se casó por amor y sólo recibió desprecios.

Para el entierro, la Genoveva no llevaba luto, al contrario: se vistió como para una fiesta, escandalizando a las mujeres con su desvergüenza. Traía el contento en la boca y la cabeza levantada, como retándonos. Su pisada era firme, como si cada paso hacia el camposanto la rejuveneciera y recuperara la sangre, la ilusión; la vida. A los treinta años ninguna mujer es vieja y menos cuando mira las esperanzas delante de sus ojos. A mí me empezó a morder la angustia: la Genoveva era un río por desbordarse; un torrente que iba a soltarse desde la loma para arrastrar mi casa. Yo sabía que me iba a buscar, por eso no me halló desprevenida. Por eso, cuando me encontró en los lavaderos, ni le saqué la vuelta ni bajé los ojos. Cuando me enseñó el cuchillo, yo también le enseñé el mío y nos revolcamos resoplando como mulas, defendiendo nuestro derecho a la felicidad. Pudo más mi miedo a dejar solitos a mis hijos. El diablo me dio fuerzas para hundirle el cuchillo hasta adentro y apretarlo hasta que se le apagara la mirada rencorosa. Todavía alcanzó a pedirme que cuidara a su Ramiro... ¡Ya déjenme en paz, señores! ¡Ya no quiero que me recuerden cómo fue la cosa!.

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AGUSTÍN JAIME Raúl Orrantia Bustos

S

Día 3

altillo, Coah., noviembre, 1933. La tarde de ayer la estación de comandancia local recibió una llamada reportando un homicidio en la cantina La Pasadita. El difunto fue identificado como Agustín Jaime o Agustín Jaimes (aún está por confirmarse). El asesino, aprehendido esta madrugada, aceptó los cargos pero se rehusó a revelar los motivos del crimen. Responde al nombre de Óscar Parra, mejor conocido como el Coyote. “Solían venir juntos”, declaró el cantinero, “eran buenos amigos, o al menos eso parecían”. Misteriosamente, horas después de la detención de Óscar Parra, fue hallado el cuerpo sin vida de María Sánchez, quien fuera la novia del hoy occiso, Agustín Jaime(s). Se presume que Óscar Parra haya sido el autor intelectual y material de ambas muertes. Agustín Jaime(s) dejó de existir el día de ayer alrededor de las once de la noche, cuando una estocada le atravesara el pecho; María, horas más tarde, de tres impactos de bala. Descansen en Paz. 101

Raúl Orrantia Bustos

Día 2 Viene caminando por el callejón, cabizbajo, meditabundo. Se detiene. Mira su sombra: soy un hombre acabado. Retoma el paso, entra en la cantina, busca la mesa más escondida; oculta su mirada bajo el sombrero: ¡Un tequila! La música de acordeón, aunque incesante, parece disminuir poco a poco hasta ausentarse por completo. Ahora Agustín Jaime únicamente se escucha a sí mismo. Las mesas que lo circundan han desaparecido. El vacío absoluto. Solloza. Vamos, no debo llorar, no es el fin del mundo… ¿qué no eres hombre, Agustín Jaime? Piensa bien las cosas, repasa lo ocurrido, algo debiste de haber hecho. Agustín Jaime bebe el tequila de un trago y pide otro. Con dos dedos comienza a afilarse la nariz mientras vuelve a la reflexión. Está bien, de acuerdo, tú eres hombre, Agustín Jaime; esto nos duele, nos asombra, nos irrita, está de la chingada, ¡carajo!, pero debe de haber una explicación… Empecemos por repasar la jornada sin alterarnos, ¿okey?, para no tomar decisiones precipitadas. Veamos: María terminó conmigo… pero ¿por qué?: una noche estamos bien, igual que siempre, y a la otra me termina, sin explicaciones, sin argumentos, sólo dice que esto ya no estaba funcionando… Un momento, recapacitemos… A ver: hoy en la mañana me levanto, alimento a los animales, apilo la paja, acomodo la leña, reparo el cerco del corral, regreso a comer, me baño, me visto, ensillo mi caballo, bajo a Saltillo a ver a María, me saluda indiferente, rehúsa mis besos, dice que tiene algo importante que decirme y, de sopetón, termina conmigo… y ahora estoy aquí, triste y encabronado, ¡hablando solo como un idiota! 102

Agustín Jaime

Agustín Jaime bebe el segundo vaso. Pide el tercero. Escupe una flema hacia el suelo: la talla con la suela de la bota. ¿Y si María ama a otro hombre? ¿Si hay otro?... No, eso no, la conozco bien, no es de ésas… aunque en este último mes cambió mucho, parecían aburrirle las cosas que antes disfrutaba… ¡Eso es, Agustín Jaime! María sí te ama, sólo que caíste en la monotonía; se ha fastidiado. Pero aún estás a tiempo. Reconquístala, enamórala por segunda ocasión, hazlo una, dos, tres veces; nuestro trabajo será enamorarla por el resto de nuestras vidas. Que cada día sea diferente. Hay tantas actividades que podemos improvisar, que podríamos compartir, y yo aburriéndola con lo mismo, debía de haberlo sospechado antes… pero ahorita mismo voy y se lo digo, le hago saber que ya no me importa más el rancho, ya no más los animales, ya no más el temporal, ya nomás: tú eres mi nuevo oficio, María, tu felicidad es mi mayor preocupación… Agustín Jaime se acomoda el sombrero correctamente. Al instante reaparecen los demás comensales, la cantina se vuelve a poblar de conversaciones y polcas. Se revisa de arriba abajo y de abajo a arriba: las botas, sin manchas; el pantalón, planchado; la camisa, fajada. Todo en su lugar. Las puertas de la cantina se abren. ¡El Coyote! Agustín Jaime se percata y lo invita a su mesa. Da unos pasos. Después, el estruendo: vasos quebrándose contra el piso, una mesa que se desploma incapaz de soportar el cuerpo inerte de Agustín Jaime. Silencio. Nerviosos, sorprendidos, quizá con arrepentimiento, aquellos dedos pierden su fuerza, dejan de sujetar la daga: el ruido de su caída es un eco constante. Óscar Parra sale corriendo. 103

Raúl Orrantia Bustos

Día 1 –¡Carolina! –gritó María desde la reja– ¿Tienes tiempo?, necesito platicarte algo urgente. Minutos antes, María Sánchez había dado las buenas noches a su novio. Desde la ventana de la casa, esperó a que el caballo desapareciera por el sendero. Estaba muy exaltada, se lo tenía que contar a alguien. Carolina, su vecina, era la única persona en quien confiaba. –¿Qué gritos son esos, María? Hasta pensé que te había pasado algo malo. –Perdón, Carola, es que tengo una angustia que no puedo con ella. –Tranquilízate. Calma. Sabes que soy tu amiga, puedes confiar en mí. –Gracias, eres como la hermana que nunca tuve. –Qué sensible estás hoy, María… debe ser algo importante. –¡Vaya que lo es! No sé ni cómo empezar, es un secreto enorme. –¿Secreto? ¿Desde cuándo me escondes secretos? –Nunca, sólo éste… –Vamos, entonces deja que yo también cargue con parte de tu angustia, ¿o a qué has venido entonces? –…me voy a fugar con Óscar Parra. –¿Qué? –Es cierto, Óscar y yo tenemos algo a escondidas desde hace tiempo y hemos decidido fugarnos. El rosto de Carolina empalideció. Las palabras se le revolvieron en el estómago como un malestar gástrico. –¿No te quedes callada, por favor? –dijo María. –Sí, sí, disculpa, la noticias me sorprendió… ¡cómo es posible!, ¿y Agustín Jaime? ¿Cómo piensas hacerle esto? 104

Agustín Jaime

–Lo sé, lo sé. Conozco su carácter: cuando se entere no parará hasta encontrarnos y entonces ya será de Dios. –Déjate de eso, ¿no sabes lo que sufrirá? –Pero ya no lo amo… y la resolución no la tomé yo, sino Óscar. –El Coyote. Nunca lo imaginé de él ¿Qué te dijo? –Pues que ya estaba suave, que no soportaba saber que en las noches me veía con Agustín Jaime. –Es tu novio, cómo no lo ibas a ver. Además Óscar Parra es el mejor amigo de Agustín, no lo entiendo, ¿cómo fueron capaces? –No me culpes, por favor. ¿Crees que no lo he pensado?, ¿crees que no reprocho mis sentimientos?... Nunca debí aceptar. –¿Aceptar qué? –Debí ser más firme, contárselo a Agustín desde el principio. –¿De qué hablas? –Óscar Parra pasó años pretendiéndome. –Imposible –interrumpió Carolina–, yo sé bien que tenía una relación. –Sí, yo también lo sé, me lo dijo. Era en secreto (para variar); pero sólo fue cosa de una borrachera y no supo después cómo deshacerse de ella… pobre mujer. –Pobre, sí. Ella sufrirá igual que Agustín. –Lo sé. –¿Y aún así…? –Es que a mí Óscar no me gustaba, Carolina. Siempre me fue antipático. Aún más cuando me declaró su amor. Soy novia de tu mejor amigo, recuerdo que le dije aquella ocasión, cómo te atreves siquiera a imaginarlo. Sé de quién eres novia, ¿piensas que no lo sé, que no lo he repasado, que no he previsto las consecuencias de mi amor? Créeme que he 105

Raúl Orrantia Bustos

tratado de reprimirlo, María, que me he dicho a mí mismo que esto es una canallada. ¡Qué tan profundos deben ser mis sentimientos para que, incluso sabiendo sus posibles repercusiones, esté aquí, posado a tus pies, confesándotelos! Eso me dijo. –Si no te gustaba por qué le hiciste caso, por qué ahora te fugas con él. –El tiempo pasó y él continuó insinuándoseme discretamente. Resultó ser muy atento y amable. Yo sabía que esto estaba mal, pero si se lo contaba a Agustín Jaime, ¡válgame Dios, de lo que hubiera sido capaz! –Ya veo. Tanto va el cántaro al pozo, hasta que se rompe. –No fue así precisamente. Primero dejé de amar a Agustín, luego comenzó a gustarme Óscar. –Con qué facilidad lo dices. –Al contrario, no hay nada más horrible para una novia que darse cuenta, de una noche a otra, que ya no amas a la persona con la que un día imaginaste pasar el resto de tu vida. Lo sospechas desde antes, pero rehúsas creerlo hasta que finalmente terminas por aceptar que aún lo quieres pero ya no hay amor. –¿Así de fácil? –¡No, Carolina, no es nada fácil! Es que no sé cómo expresarlo. Necesitarías haberlo sentido alguna vez para que me entendieras: ya no amas a tu novio, pero lo quieres y no deseas lastimarlo. –¡Pues qué forma de no querer lastimarlo! –No digas eso, Carolina, por favor. Ya me he torturado mucho yo sola y he llegado a la conclusión de que yo también tengo derecho a ser feliz, no sólo Agustín. Por eso me fugo. –Pienso que lo mejor hubiera sido ser sincera con él.

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Agustín Jaime

–¿Cómo, si Agustín está tan férreamente enamorado de mí? –Con más razón, para que no continúe ilusionándose. Además, está la chica de Óscar Parra. –Lo dices muy fácil, Carolina, pero en verdad no sabes de lo que es capaz Agustín Jaime. Él jamás permitiría que yo terminara nuestra relación. –Ya veo… Así que le temes ¿eh? Con que siempre le has temido. –¡No! –¡Cómo no! Vamos, mírame a los ojos y dime que no le temes. María depositó la mirada en el piso. –¿Cómo puedes temerle a la persona que amas? –Una se enamora y permite que ocurran muchas estupideces. Cuando se percata de la realidad, ya es demasiado tarde. –Nunca es tarde. –Quizá no para otras mujeres, para mí ya lo es. Mañana por la noche, después de la clásica visita de Agustín, me fugaré con Óscar Parra. –Está bien, haz lo que quieras, fúgate, pero al menos ten el coraje de terminar tu noviazgo. Ya sabrá Agustín cómo reaccionar y será su problema entonces. No te estoy diciendo que le confieses todo, sólo sé sincera y dile que ya no lo amas. –¿En verdad piensas que es lo mejor, Carolina? –Sin duda. –Gracias, amiga, gracias. Día 4 –Fuiste tú, debí de haber sospechado desde el principio que habías sido tú. 107

Raúl Orrantia Bustos

–¿De qué hablas? No sé cuál era tu malvada intención al asesinar a Agustín Jaime y a María. –Sabes que a ella yo no la asesiné. Fuiste tú, Carolina. –Piensa lo que quieras, aquí en la cárcel tendrás mucho tiempo para hacerlo. Sólo vine a despedirme… “Amor secreto”: ¡bah!, ¿cómo pude creerte esas patrañas? Me das asco, Óscar Parra.

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SERÁ INÚTIL CERRAR LA PUERTA Raymundo Pablo Tenorio

Y

a no sé a qué sabe la soledad, si es que la estúpida soledad sabe a algo. Tal vez sí, tal vez ese sabor como de agruras en que termina la mezcla de sollozos y suspiros sea el sabor de la soledad. De la maldita soledad. Y debe de ser, porque cada que me abandona me la paso inventando sollozos y suspiros. A menudo, los suspiros se me convierten en un hipo intolerable. Entonces intento todos los remedios de mi mamá. “Toma agua al revés”. “Contén la respiración”. “Párate de cabeza”. “Ven, te voy a asustar”. Luego me pongo a ver las fotos de “ellas” y las de los niños. O me pongo a oír cursis melodías instrumentales, viejas muy viejas y simples: Pasos en la nieve,Good bye Manhattan, Lluvia de primavera cualquier otra de Bebu Silvetti. En esas ocasiones hago trabajar horas extra a mi grabadora; ella toca, y yo suspiro y sollozo. Así me dan las cuatro o cinco de la mañana oyendo, hipando, suspirando, sollozando. Y también fumo; pero fumo de los de sus marcas preferidas. Menos de los que terminó fumando la primera de mis esposas. La razón por la que no fumo de ésos es porque esa marca se la enseñó a fumar ese 109

Raymundo Pablo Tenorio

tipo mariguano con quien se largó al abandonarme, ¿De dónde sacarían que unos cigarros disimulan mejor que otros el olor de la mota? ¿Sería sólo el latigazo de su incontenible desprecio a todo lo que soy? “Mira lo que hago con tus puercos cigarros de vaquero”. Y los metió al microondas pulsando 20 minutos en high power. Después de que dio el portazo (¿por qué toda la gente enojada tiene que azotar la puerta?) me puse a oír mis discos de swing toda la noche. Suspira y suspira; solloza y solloza, pero sin fumar, por razones obvias. Aquella noche escribí un largo poema sobre la hipocresía y el desprecio. Me acuerdo que el último verso decía algo así como "gracias por el intento". Cuando regresó la calma, me tomé un té, seguí escuchando música, y volví a casarme. La segunda de mis esposas me enseñó lo corto del olvido y lo largo del infierno. ¿Sabes qué, Guillermo?, ya no te aguanto, fue su original despedida. Yo quise defender mi orgullo con un “yo tampoco”, pero creo que no lo oyó por aquello del portazo. Por lo menos ella no se fue con nadie, ni me dejó sin cigarros. Lo malo de la soledad es que cuando empieza parece algo deseable; tiene un extraño parecido con la libertad. Libertad de gritar y de hacer ruidos sucios sin ningún recato. Libertad de prender todas las luces, de encender la tele y el estéreo a todo lo que dan al mismo tiempo. Pero es todo lo contrario. Sí, la soledad es canalla. Lo hace a uno hacer cosas patéticas. Crea rutinas esquizofrénicas, trágicas y ridículas. Ayer, por ejemplo, estuve hablando con los trastes. Les preguntaba si no extrañan las manos de ella, o si los tallo como los tallaba. Con las plantas no se diga, hasta he llegado a dormir abrazado a una maceta. No quiero hacer nada. Quiero que las cosas de la casa no extrañen su aroma ni su deambular de director de orquesta. 110

Será inútil cerrar la puerta

Deseo llegar y no tener que saludar a los muebles. ¡Hola casa! Pero la casa ahora está sucia y desarreglada. ¡Qué grande es la casa! Alguna cualidad debe tener el abandono que al que se queda lo va empequeñeciendo. Anteayer me dormí sobre la almohada; no mi cabeza, sino todo mi cuerpo. Hace una semana tocaron a la puerta dos personas de ésas que preguntan si uno lee la Biblia. Yo les pregunté qué vendían. Me dijeron que nada. Les dije que si sus mochilas traían algo para el olvido y el dolor de cabeza. Uno de ellos me respondió, a gritos, que eran unos trabajadores de la palabra y de la luz. Yo sólo entendí lo de “la luz”, y les hice saber “el medidor está entrando al patio a la derecha”, y les cerré la puerta. Cuando salí de bañarme todavía estaban allí, platicando entre ellos. Pensé que ésa era una de las peores maneras de matar la soledad, pero no dije nada. No sé si sigan en la entrada de mi casa porque tiene cuatro días que no salgo para nada. He estado comiendo lo que dejó mi esposa: frijoles y arroz. “Moros contra cristianos, again”, decía siempre que no cocinaba. Algún día tendré que ir a surtir la despensa. Ya hice la lista: aceite, leche, huevos, cinco charolas de carne molida, jabón, galletas, cloro, champú para la caspa, crema para los hongos de los pies, un paquete de cigarros y otro de hojas de papel bond de 36 kilos, y el último disco de Maná para acordarme de ella. Le voy a encargar todo a Wendy. Ella es muy limpia y muy discreta. Menos cuando mete a su amante a copular en la alfombra de la sala; por las mañanas toda la casa huele a orines. Wendy es mi gata, y sospecho que está por abandonarme. Será inútil cerrar la puerta.

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POR EL AMOR DE UNA DAMA Emiliano Pérez Cruz Para Irma García V.

P

ero manito, trabajar ¿pa’ qué? Si ya tengo lo que quería. Esa fue una mala racha y una humillación, es cierto y lo sostengo aquí y donde sea. Caí en ese vicio porque me hacía falta el bisnes, el bisnes, ñis. Los papás de ella no me querían, por vago. Pero pus cuál vago, la neta, cuál vago, si lo único que quería era ir a las tardeadas los domingos y entre semana al cine y en la nochecita al billar; antes, me alivianaba unos sopecitos y un atole de masa en la puerta del mercado. Puta, ese atole de masa que hace doña Chaquetona le sale pero si divino, es cierto. Una vez le pregunté la receta y como a ella le encantaba el cotorreo, y es buena anciana, me cae, dijo que le salen bien los guisados y los atoles porque se la tienta a la hora de cocinar. Sí, me cae que sí se la ha de tentar, porque a lo mero machín que le sale a todas márgaras el atole. Yo no trabajo, pa’ qué, si de todos modos estoy como estoy, y así seguiré de por vida. A mí la lana me vale gorro, y me vale gorro ganarla también. Prefiero que sean otros los que se soben el lomo por mí. Mi única chamba, aunque yo 113

Emiliano Pérez Cruz

no la considero así, tan terriblemente, es treparle al camión cuando va repletito, como lata de sardinas; si ando en plan de buena gente, pus nomás le doy baje al cobrador o hago que se quede atrás. Sueno las láminas y vámonos, chof, esto está hasta la madre. El cobrador se queda abajo sin saber qué onda; entonces, yo cobro por él y el chofer, es pendejo el chofer que escojo siempre, cree que es su canchanchán quien va recogiendo las monedas. Luego, me bajo. Eso cuando ando en plan serio, pero cuando no, nomás pago mi pasaje y me corro hasta la puerta de bajada; tengo suerte, en el trayecto siempre me topo con dos que tres billeteras, hartos morlacos pa’ cotorrearla buen rato. Los sábados es cuando más cargados andan. Como ves, no hay necesidad de camellar. Otros son los que se joden por mí. Y es que es la de ai, si me voy a partir el lomo en la soba, nunca voy a hacer varos, que ni los quiero, eh, porque desalivianan a la gente. Cuánto pendejo no hay que es capaz de trabajar lo menos ocho horas de rigor y siguen de pránganas. Sueñan con hacerla en grande. La joroba, ésa sí la van a hacer. Por eso no camello, por simple humanidá. ¿Aquella vez? Fue por pura conveniencia. Te digo que yo la quería, y la quiero. Por eso pasaba largos ratos haciendo guardia frente a su casa o en el taller. El chingo de humillaciones pasé para que me hiciera caso, por Dios, pero ora va la mía. Porque de verdad la quiero y la quiero y la quiero y la quiero y no me da vergüenza reconocerlo; cuántos no hay que le sacan a decir lo que sienten: dicen que si le confías a alguien tu amor, de ahí se va a agarrar pa’ tenerte cinchado. Puras piñas, puras piñas, me cae. Cuando de verdá quieres a alguien, no hay purrún, y si la haces efectiva, pus mejor. Si no, mala pata. Casi dos años, compa, dos años tras sus güesos, y ella se sabía querida y con buena nalga y defensas delanteras de 114

Por el amor de una dama

primera, aunque usa parabrisas, es medio cegatona, pero la carrocería vale la pena, lo que sea de cada quien. La fachada la tiene un poco estropeada, por eso le decían Chata. Pero pus qué pedo ¿no? Si era a mí a quien le gustaba, no a los criticones. Y te digo, machín, yo le entraba a lo que cayera, por eso los malos recuerdos; le entraba a los colados o que un cablecito que tender o que tráigame dos viajes de agua pa’ tomar o que cámbieme mi lavadero. Ya van, a todo le entraba. Y es que quería hacérsela buena a la Chata. Pensaba retirarme del dos de bastos. Deja buena lana, y es un oficio como todos, con sus riesgos, sus ventajas. Dicen que es pa’ gente güevona, sin oficio ni beneficio. Pendejos no saben ni lo que dicen. Porque se necesitan tanates y experiencia, y ésta sólo se logra en la práctica o los dedos se te ponen tiesos, torpes, cualquier rozoncito te lo notan, y aparte viene la onda de la sicología: si no te sabes controlar, luego luego se las güelen y la pueden armar de tos. Por eso hay que saber hacerla. Subes al bus; si va repleto es menos bronca, te haces disimulado, como que la cotorreas con un ñis, qué onda. Ya me voy al camello. Los güeyes van dormitando, colgados de los pasamanos, y tú haces: quihúbole, manito, tanto tiempo sin verte, de qué la haces. El puro iris, nomás, la finta pa' que puedas pasar hasta‘l fondo y de pasada metiendo mano, calmado, sin agüitarse; pides la parada y ai nos vemos, qué bueno que no hubo pedo. Por fin se me hizo con la Chata, esa Chata, tanto que me le anduve rindiendo. La invitaba al cine y no aceptaba, o cargaba con todos sus hermanitos. A la tienda, a la paletería, a la fonda, y nomás tragaba y tragaba y adiós, que te vaya bien. ¿Cuándo nos vemos? Cualquier día. Me cae que gastaba la buena luz con ella, todo pa’ que ni en cuenta. Hasta que por fin, su corazoncito cayó a mis pies. No, no son paveadas 115

Emiliano Pérez Cruz

ni eso. Se enamoró, qué crees, y a los dos meses nos comimos la torta antes del recreo, y ella se lo contó a su familia. El hermano la quiso hacer de emoción, pero le dije que ni la armara, que yo pa’ los putazos me arrugaba, que por las buenas arreglábamos tocho, que si quería, pues al tambo, pero a ver qué van a hacer con un chilpayate sin padre, a ver, si pa’ hacerla de pedo es fácil, pero los resultados, a ver los resultados; ai sí se les frunce. Ni madres, ñis, a la chamba ya no le entro ni por equivocación. Cuando quise conseguir una de planta, qué crees: me la negaron, nunca me la quisieron dar porque qué sabía hacer; no, pus de todano. No, aquí necesitamos obreros especializados. Pus yo soy de ésos. No quisieron, los ojetes. Pero nomás buscaba pa’apantallar a la Chata, ya ves. Si tienes buena chamba, la haces. Y yo la hice, quiere decir que no soy tan pendejo, ¿no? Y a la Chata la rendí. Fue muy buena onda, porque siempre era gacho hacer guardias frente a su casa, a sol y sombra, lloviera o tronara, y espantando a los moscones que andaban tras ella, porque, aunque lo duden, la Chata sí valía, no como otras. Todavía, te dije antes ¿o no?, me tocó romper, era quintonil, pa’ qué más que la verdá, por eso me vi obligado a matrimoniarme. Pero eso sí, casado pero no capado. No, si no son echadas, es la neta. ¿Ya ves la Laura? Paquetote que se da porque estudió en una academia comercial y su novio tiene coche y la viene a dejar diario hasta acá. Si es una gatígrafa, nomás. Pus ya me la refiné. Sí, si nomás son las apariencias. Es más mujer mi Chata que la Laura. Ésa nomás se presta pa’ los agasajos y, de vez en cuando, pus al cinco letras, pero es muy fría, cuando estoy con ella es mejor hacerse una pajita con un bistec, me cae que sí. No es que tenga algo contra las léidas y escrebidas, las que se las dan de acá y tocho, pero lo que sea, mi Chata es única y, aparte, es mi vieja. Ya viste el 116

Por el amor de una dama

bodoquito que hicimos, y fue entre los dos. Esa carita, no es porque sea m’hija, pero sí la hicimos con amor, ¡ay sí!, a fondo, nada de remilgos de que voy a perder la línea o cosas así, nel. Por eso a la Chata he tratado de serle fiel, porque no se anda con rodeos. Cuando soltera, pus tenía razón, porque tenía que defender su acá, ¿no? Ora es mía, carnal, no contra ella, porque estaba al mando de la superioridá, de sus jefes. Su carnal es como los perros que muerden... el aire. Perro que ladra no muerde, puro irigote. La hermana, la que la malaconsejaba contra mí, ya ves, le hicieron el favor y ora está ahí, arrimada con los vetarros. Por eso, me cae, por eso me siento a toda madre, ellos ya no pueden decir nada. Mis hermanas, mano, ahí tienes que las trataban de putas y fajadoras y la madre y media, ya ves todo lo que decían de ellas, pus han salido de blanco. Y la Chata no, pus nomás porque soy ojo y me comí la torta antes, pero yo sí quería sacarla bien acá, chida. Pero pus no había otra, si no le hago así cuándo me la sueltan. Hasta el dueño del taller de costura la vigilaba, pinche rabo verde. Nelson, compa, lo que es al camello ya no le entro. Ai será otro día, pero ahora no. Mira, el plan es entrarle con fe a lo mío, hacer buena lana, cotorreármela como hasta ahora y poner un negocito, que al fin es lo mismo, sólo cambia de nombre: ahorita soy caco ¿no? Pus al rato seré comerciante y quien quita hasta funcionario, ahí sí la puedo hacer gacha y casi sin riesgos. Y puede que hasta haga que la Laura vuelva a cabulear conmigo. ¿Ya sabes por qué? Pus porque le gusta la marmaja. Por eso orita anda con el policarpo. Siendo él de la tira, tiene más meneadas, con más facilidad. Pero lo que es la Laura, deja que encuentre algo mejorcito y da el cambiazo, así es ella, por eso al principio me aburrió, porque me metía a los mejores restaurantes y pedía como pelona de hospicio, le ponía fe la chava y dos o trescientos pesos 117

Emiliano Pérez Cruz

se me esfumaban y ella no aflojaba la verija, nomás calando. Y pus así era la meneada. Pa’ entonces ya había dejado el camello, tenía tiempo de sobra pa’ dedicarme a ella. La esperaba a la salida de la oficina. Llegaba el policarpo y la llevaba a comer bien acá, en su mustang, que yo creo que era del patrón. Yo esperaba detrasito de las bancas, ahí por Paseo de la Reforma, y cuando ella bajaba del cuaco, jálale pa'cá, morena, a darle gusto al gusto mientras el tirano iba a fajarse con sus sagrados deberes. La Laura no lo sabe, o se hace, pero el tira es casado y tiene cuatro hijos; y me imagino a la Laura, así como le gusta la pescuezona y la buena vida, haciéndose cargo de los bodoques del tirano. Pero él no es pendejo, de maje se divorcia, si fue el suegro quien le consiguió la chamba y gracias a él come, ¿cómo le va a abandonar a la hija? Pobre tirano, le tengo lástima porque ni pa’lla ni pa’ca. Y peor: fíjate, su ñora le pone los cuernos y la Laura, que ya antes había sido mía, otra vez anda con melón y andará de nuez. Pobre tirano, le tengo lástima, le ponen los cuernos por los dos frentes; deberían apodarle El Venadito o Reno o algo así por el estilo, porque lo que es de güey ya se pasó. Esas ondas me las pasa el velador del condominio donde él vive. Ni pedo, yo por eso tengo a mi Chata. Pero ya. Te dije que no la hago. El camello se hizo pa’ otro tipo de gentes, no pa’ mí. Quiero seguir así, sin camello, librecito. Claro, mientras la tira no me apañe. Aquí, en mi oficio, con uno o dos golpecitos tengo pa’uno o dos meses o una quincena. Porque eso sí, soy poquitero, nomás robo lo necesario, no me gusta atesorar, ¿pa’qué?, si me lleva la güesuda no voy a cargar con nada. Y mi vieja, pus ella ya encontrará un sánchez o cualquiera otro que le haga el favor, pero de hambre no se muere. La ventaja, al casarme con ella, fue que por fin dejé de hacer guardia frente a su casa. 118

Por el amor de una dama

Ése sí era un mal pedo, y en cualquier rato hasta la tira me hubiera levantado, por sospechoso, y como que no va, como que no. Era un trabajo, y pos por eso digo que el trabajo es un vicio y viceversa. Pero todo por el amor de una dama.

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1973 Vicente Quirarte

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oy a decirlo todo de nuevo, pero sólo a usted, señor, porque sólo usted no se ha portado como los otros. Está bien que uno esté jodido, que sea de lo peor, pero no es justo que nos traten a punta de chingadazos ni hay derecho a que nos bañen con agua fría como si estuviéramos locos. Está bien, ya me tranquilizo, pero usted debe decirles que no busquen más, que se están haciendo pendejos. Mire, señor agente, nosotros éramos cuatro, igual de desgraciados, igual de pobres, igual de amigos. ¿A poco no es cierto que uno casi siempre se junta con amigos que la pasan igual de jodidos que uno? Y no digo jodidos por falta de lana, porque nunca nos faltaba qué comer, sino de una joda más por dentro. Los cuatro éramos solos en el mundo, y no nos teníamos más que a nosotros mismos, como amigos. Éramos Salvador, Isaías, yo y Mario. Si viera a ese condenado de Mario cómo lo queríamos y cómo lo respetábamos. Hasta yo, así como me ve de viejo y de maleado, siempre hacía lo que nos decía, y eso que le doblaba la edad. Era el único de nosotros que había hecho tantita escuela; usted quiere que le diga sobre los familiares de Mario porque no acaba de creerme, ¿verdad?, y menos va a creerme si le digo que no conocía121

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mos ni nuestros apellidos. Lo más que sabía de Mario es que había empezado a estudiar para radiotécnico, aunque nunca terminó porque no pudo seguir pagando la escuela. Él fue quien nos animó a meternos de peones de vía en Buenavista, cuando nadie nos quería ocupar. No sé si usted leyó hace cinco años sobre el maistro que asesinó a un inge del gobierno; pues ese maistro resultó ser el nuestro, y por eso nos corrían como apestados de todas las obras. Si viera que al principio no nos gustaba la nueva chamba, pero todos seguíamos al Mario y pensábamos que con el tiempo nosotros también acabaríamos por poner la cara de lelo que tenía cuando pasaban los trenes. Una noche, me acuerdo muy bien, como si fuera ahora, fumábamos un cigarro entre los dos, después de la última corrida. Me dijo que hubiera querido ser maquinista. A veces hablaba muy bien, yo no sé repetir lo que decía, pero desde esa noche empezó a gustarme más esto de los trenes. Nomás dése una vuelta alguna noche por Buenavista, allá hasta el fondo de los andenes, y va a ver que tranquilo se mira el cielo y los trenes que se alejan con quién sabe quiénes dentro. Lo mejor es cuando hay estrellas, porque entonces la noche se ilumina con chispas blancas en el cielo y los faros de señales en las vías. Y todo eso lo aprendí del Mario, cómo no le iba a tener estima al muchacho. Hasta llegó a gustarme más esta chamba que la de yesero. Lo que no sé es por qué cuando las cosas van mejor, tienen que pasar las peores desgracias, y precisamente a los que no la deben. La noche que le digo habíamos rayado, y aunque ganábamos poco la pasábamos bien, porque fíjese, no gastábamos ni en camiones de la casa a la estación desde que dejamos de vivir en la vecindad de la colonia Guerrero para irnos con todas nuestras chivas al Museo del Chopo, cuando Mario se dio cuenta de que estaba abandonado. Al 122

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principio no nos gustaba ese edificio frío y grande como una iglesia, pero pronto nos acostumbramos. Además no se crea que fue fácil: tuvimos que vérnoslas con borrachos que, como nosotros, se habían dado cuenta de que nadie se fijaba ya en ese museo y que también querían su lugarcito. Una vez tuvimos bronca con ellos, mire, todavía me queda la cicatriz del vidrio que me encajó en la panza uno de esos desgraciados. Pero como entre pobres todos nos entendemos y se venía la temporada de lluvias, pronto cada quién señaló sus límites. Entre nosotros cuatro hicimos una casita en medio del museo. Juntamos varias vitrinas abandonadas y las cubrimos con todo lo que encontramos. Desde que Isaías y Salvador se volaron unas lonas plastificadas de un vagón de carga, el frío nos hizo los mandados. Lo que más nos gustaba eran las mañanas, porque al correr las mantas nos encontrábamos con un solesote. Isaías y Salvador se encueraban toditos y hacían como que la luz los bañaba. Afuera del museo había una llave con agua, así que ni eso nos faltaba. Teníamos todo sin pagar renta, sin tener que aguantar a viejas chismosas ni escuincles chillones. Además, ni vieja ni familia teníamos, no le digo que en eso nos parecíamos los cuatro. Cuando trabajábamos de yeseros, Isaías se había juntado con una señora, pero supo que lo hacía buey y se separó de ella. La mujer de Salvador murió por la misma época, y eso sirvió para que Isaías no pensara en vengarse de su vieja. Había veces en que los teporochos no llegaban. A lo mejor se morían de frío de puro briagos en la calle, porque a muchos de ellos no volvimos a verlos. No me vaya a tomar por mal alma; para mí que era mejor que se murieran, pobres diablos, para qué vivían si casi parecían muertos en vida, arrastrando su cobija por el frío del museo. Pues aque123

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lla noche que le digo, cuando regresamos de la chamba, no estaba ninguno de los teporochos. Ya le dije que habíamos cobrado, y como teníamos algo de dinero alzado, Salvador empezó a picarnos para que celebráramos, llevando botellas y viejas. ¿Usted cree que una mujer iba a querer meterse con nosotros en ese museo tan oscuro y frío por las noches? Además, no me gustaba que llevaran a nadie al museo, usted sabe, un chisme y luego se lo cargan. Total, no muy conforme, el Salvador se salió con Isaías a comprar unas tortas. Mario sacó su guitarra y se puso a tocar boleros. Después se quedó callado, mirando al techo. Como el frío nos calaba, hicimos una fogata con la madera de una de las vitrinas, con el riesgo que llegara el velador de la cuadra. No nos quería. Pero lana es lana y con unos billetes en la mano y unos tragos en la panza, se iba como si nada. Ya nos empezaba a apretar el hambre y Mario iba a salir a buscar a los muchachos, cuando entraron Isaías y Salvador, cada uno con una vieja y dando la patada a alcohol. Apenas miré a las mujeres. Tomé a Salvador por la camisa y le dije que las sacara inmediatamente, pero había tomado mucho y me tumbó de un madrazo. Quiso patearme pero Mario lo detuvo. Las mujeres chillaban como ratas. Mario y Salvador cayeron al suelo; Isaías, también perdido de borracho, reía como un idiota. Sólo entonces vi en la mano de Salvador la hoja relumbrante del cuchillo. Luego, escuchamos el lamento apagado de Mario, que caía boca abajo. Después de esa noche me pelé, tomé un tren a Tampico y allá pude, con la recomendación de un compadre, trabajar en el vagón del correo durante dos años, hasta que me regresaron a Buenavista y volví a la vecindad de la colonia Guerrero. Allá en Tampico no me había ido tan mal, hasta me había juntado con una mujer y me la había traído. Ahora espera un escuincle mío. Pero qué cree: una vez que volvía a la 124

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casa vi desde lejos las torres del museo, y las vi distintas, como más nuevas y brillantes. No paré de correr hasta llegar al edificio. Me di cuenta de que lo estaban arreglando y que empezaban a llevarse la basura y los escombros. Afuera había gente que decía que habían hallado montones de bolsas con dinero. El arquitecto no podía controlar a los albañiles que buscaban dinero por todas partes. Y yo que pensé que ya nadie se acordaría de ese museo y que con el tiempo lo tumbarían o se caería de puro viejo, para que ya no fuera refugio de borrachos ni jodidos como nosotros. Yo le dije al arquitecto que dejaran las cosas como estaban, que no iban a encontrar nada más. Les grité que debían largarse pronto y dejar por la paz a ese maldito edificio. Como me quise ir encima del arquitecto, entre tres albañiles me agarraron. Llamaron a la patrulla y aquí me tiene. Y como usted no ha sido como los otros, como sólo usted ha querido oírme, le voy a decir que no hay necesidad de que busquen más. Las famosas joyas que han encontrado son las baratijas que traían puestas las mujeres que llevaron Salvador e Isaías, y los sacos con dinero son los ahorros que guardábamos en distintas partes del museo. Si quieren el resto de la lana, no lo van a tener porque sólo a usted le voy a decir que en la esquina derecha, bajo todo ese montón de vigas que aún no han levantado están los cinco cadáveres y el dinero. A las viejas, a Isaías y Salvador que se los vuelva a llevar el diablo. El dinero no es mucho, pero alcanzará para enterrar decentemente lo que quede del Mario. Si no me cree, hasta le digo cómo coloqué los cadáveres. Además ahí va a encontrar el pico con el que los maté a todos y el cuchillo que mató a Mario en la mano de Salvador.

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SOLAMENTE UNA VEZ Rolando Rosas Galicia

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lguien nos lo contó. Los había visto y oído. Ellos se pusieron de acuerdo en el solar de don Ventura. Primero fueron bromas entre el albur y el conquián. Luego todo se transformó en apuestas al as, al rey, voy a la sota y si gano estreno. Se la jugaron en una brisca. La partida estaba pareja, pero lo cabrón estuvo en el arrastre. Allí se vio lo chingón que siempre había sido el Guapo. No era posible que con un juego tan mierda, ganara así como así. Con las espadas de triunfo le mandó el cinco de bastos y le tronó el as de espadas. Después le pidieron oros con el rey y no dio nada con su siete de orejas. Lo demás fue ganancia, pura abundancia cuando extendió la mano con el tres de espadas embarrado en la palma, invitando a entregar el as de copas. Caray, en el arrastre y sólo con un triunfo, llevarse veintiún puntos: estuvo de pelo, me cai. Al Poca hasta le dieron ganas de llorar, pero ni modo, tú ganaste, le dijo, y estamos en lo dicho. Allí lo planearon todo. Esperaron a que la última tortillera terminase de lavar el comal, cepillar el piso y se marchara. Cuando la Guacha estuvo sola, entraron. Uno cerró la puerta de la entrada; otro, la del patio trasero. Luego 127

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se confundieron en un cuerpo múltiple, violento, virgen. La Guacha no gritó, ni dijo nada. Se estuvo quietecita, tiemble que tiemble, mirando al Guapo sin mirarlo, dejándose restregar los cuerpos sudorosos; el jadeo y la bufadera. Por aquellos tiempos, leía a López Velarde, Baudelaire, Efrén Rebolledo y estaba enamorado de mi prima. Además la espiaba. Puntual, ella asistía a sentarse en el retrete de madera y yo podía mirar como se levantaba el vestido y bajaba su calzoncito de manta. La poseía toda. En la incertidumbre y el ansia de saber del otro cuerpo, era un fantasma iluminado por el sol intenso de las tres de la tarde. Sentía un sutil escozor en la lengua, una fina arena al tallar mis dedos y el violento tum tum de mi corazón. Y el miembro vigoroso crecía más y tenía la certeza de existir. Algo turbio había en mí; un amasijo indefinido entre las palabras de mi profesora de Moral y los placeres. Cómo explicar ahora que no me arrepiento. Todo es una deliciosa nostalgia diluida en ese tiempo y espacio escurridizos. Y decir que sólo quedaba la sensación del sueño, su constancia en la humedad lodosa; el batimiento de la mano o el tieso calzón al otro día cuando aquello se había secado, pero sobre todo el olor particular de un cuerpo púber impregnando los cobertores para siempre. ¿De dónde nace este placer? Porque al paso de los años aún veo a la Guacha como entonces, llena de cuerpo, carnosa, en cada parte que uno mire. Lindo su cabello cobrizo, un poco ensortijado. Y esos labios abundantes de besos, hinchados, cachondos, como si toda la noche se los hubiera mordido. La Guacha no dijo nada; el Sardo, su pretendiente, fue quién se preguntó y contestó a sí mismo que de seguro habían sido esa bola de cabrones. Ni se despidió de la Guacha, la dejó a un lado de la puerta de la tortillería, más jodida, tristísima, y además apechugando con ese mugre apodo. 128

Solamente una vez

Días después al Guapo, al Poca y a los otros les cayeron los judas y ¡zas!, pa’dentro. En Santa Martha fincaron su residencia, pero solamente por un tiempo pues los familiares sacaron dinero de no sé dónde para pagar la fianza. El Guapo dijo no, él se quedaba allí, a pesar de las lágrimas de la tía Seve, su madre, quien llore y llore, truene y truene sus dedos, arrugaba el escapulario con lágrimas y sudor y los ¡ay Dios mío cuida a este muchacho! El tío Cupertino, trabados los dientes, sólo movía la cabeza: “Cabrón muchacho, cabrón”. Con la única que habló el Guapo fue con su hermana Eufemia. A ella le dijo que lo dejaran allí y no lo visitaran: así está bien, no se preocupen, al fin y al cabo el viejo todavía está fuerte, dile al Candelario que le ayude con los borregos y los toros. Y no dejen empastar las chinampas. No les va a ir mal, pero no llores, Eufe, pues ya pasó y ni modo. Así se hizo. Lo supimos cuando corrió el chisme, primero rápido, luego, lento hasta detenerse en el charco del olvido. A pesar de las murmuraciones a la salida de la tortillería, la Guacha volvió a jalar el mango de la prensa, a balancear sus pechos en cada apretón. Nosotros a imaginar que mordía nuestra lengua y la jugaba con la suya. Bebíamos su saliva dulce y apaciguábamos la inmensa sed que amenazaba con partir nuestros labios cuando nuestra mano iba de arriba hacia abajo en el ritmo frenético del sube y baja, y le dábamos más duro, todos, sentados en el borde de la banqueta, frente a la tortillería, impregnándonos del olor a nixtamal y masa, a eso de las once de la noche, apenas iluminados por el único lamparín de la esquina. Sentíamos a la Guacha hacernos aquello. Nos sumergíamos en ese mar sedoso, probado por el Guapo, el Poca y los otros. Y nos sentíamos Guapos, puñeteros navegantes en un infinito cuyo límite era el ¡ya! jubiloso de alguien. Manteníamos los ojos cerrados, tensos los músculos. Tallábamos los dedos apresando una 129

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fina arena, un delicioso pezón, una agua limpísima. Abríamos los ojos y corroborábamos quién había lanzado más lejos el esperma: mocos, cabrón. Las cosas suceden y por ocio uno las explica. Si lo hacemos fluyen por el eco de un río que va, viene, va, se detiene, crece, se reproduce, regresa, huye, hasta formar parte del se dice, a mí me lo contaron. Un domingo, el día de visita en Santa Martha, la Guacha apareció con el cesto lleno de comida. Esperó al Guapo. “Te traje esto”, le dijo. Comieron en silencio, encontrándose en ese amor del no me importa lo que hicieron, aunque no entiendo por qué si tú sabías que me gustabas. Te quería y me iba a ir contigo cuando me lo pidieras. El Guapo no escuchó nada, sólo miraba a una muchacha sin pies ni cintura, ni caderas, ni pechos, no manos; sólo ojos por donde entraba a la calenturienta oscuridad, las terribles noches revolviéndose bajo las sábanas, solitario. Hacía crujir las tablas de la cama, como si tuviera chincual. Se perdía y andaba a tientas, adivinando al puro tacto la cara del Poca y los otros. Era un titiritero que jalaba los hilos para que masticasen las palabras en ese mecánico y estúpido subir y bajar de la quijada: “Carajo, si está re’buena”, “Si entro ahí me quedo, que se me acabe la vida”, “Ay biscochito mío, rico para mover mi chocolate” o el “Suave que me está matando...” El Guapo se perdía en ese tanteo. No era él o el Poca, sino el cuerpo deseoso de la Guacha; un par de ojos que devoraban sus nalgas; manos que apretaban agónicas, negándose a apartarse de ese par de senos; un solo corazón latiendo fuerte, y que empujaba duro. Los suspiros; ay si tú quisieras, Guacha. Una boca múltiple que llevó y trajo lo que todos veíamos asombrados. La Guacha lo esperó afuera de Santa Martha, lo vio salir después de tres años y se colgó de su brazo.

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El tío Cuper y la tía Seve no soportaron tanta vergüenza, carajo, mi hijo con esa puta. El Guapo y la Guacha aguantaron todo, se hicieron de oídos sordos. No recuerdo desde cuándo adquirieron la carnicería que ahora atienden. Hoy he visto a la Guacha sentada frente a la vitrina. Con un mechudo de papel periódico espanta a las moscas que revolotean sobre los aguayones y filetes. Y, al igual que hace tanto tiempo, he vuelto a sentir tembloroso el cuerpo. Mi lengua se pone tensa, no tengo saliva y mis ojos brillan con el amarillo cristal del sanguazo. ¡Ah, si el hueso fuera el mismo, qué caray!

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EL PARAÍSO Eusebio Ruvalcaba

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a cosa es que lo hice en mis cinco sentidos. Y punto. Claro, ustedes lo pueden dudar, tienen todo el derecho, diría. Pero no, estaba yo en mis cinco. Quiero insistir en esto porque es muy importante porque siempre que lo cuento me dicen que de seguro estaba yo borracha o drogada, pero no, qué va, yo a esa edad nada de eso, les doy mi palabra. Así estaba yo en mis cinco cuando lo conocí. Ustedes ya saben que era el novio de mi hermana. Lupe hasta me presumía de él. Un día me enseñó unas fotos que él se había sacado en cueros. Ustedes han de decir: ay, si eso es lo más normal, pero no crean... en Guadalajara no, como que esas cosas no son vistas con tanta naturalidad, si yo creo que ni aquí. Pero qué chulote se veía. Tenía un pito bien grande. Mi hermana me decía “ni modo, Mati, así lo hizo Dios”. Bueno, mi hermana Lupe siempre presumía de sus novios, de todos, era una vieja costumbre. Total, con esos ojotes tan grandotes y verdes —el verde lo heredó de mi tío Juan porque mis papás los tienen negros pero mi tío Juan bien verdes, bien bonitos. Decía que con esos ojos se conquistaba a cualquiera de los que rondaban el kiosco los jueves o los domingos por las tardes hasta entrada la nochecita, con la banda que dirigía el 133

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Güero González tocando “Cielito Lindo” o “Bésame Mucho” o “Por un amor” mientras uno por acá se deleitaba con unas palomitas o una dona de chocolate o un raspado de grosella. Mi mamá bien que sabía que Lupe se iba al ligue. Yo digo que eso todas las mamás lo saben. Mi mamá nomás veía que empezaba a entrar la tarde y órale, nos decía: “Niñas, váyanse a dar una vuelta al centro y cuéntenme si Guadalajara sigue igual de bonita”. Y en menos de que se los cuento agarrábamos un Oblatos-Colonias ya bien peinaditas, bien lavaditas de la cara y con nuestros veinte pesos en la bolsa y a lo mucho diez minutos ya estábamos bajándonos en la esquina de Morelos y Colón, donde había un cine muy famoso que se llamaba Rex. Yo siempre la hacía de chaperona. Así no había problema si llegaba mi papá de jugar dominó con sus amigos y preguntaba muy enojado por Lupe. No está orita, le decía mi mamá, se fue con la Mati a platicar con sus primas o a saludar a su abuelita o en fin, cualquier mentirilla que se le ocurriera. Total, eso siempre pasaba los domingos, y por la tarde, cuando nadie tiene ganas de hacer nada ni de meterse a preguntar nada. También mi mamá le sacaba la vuelta a mi hermano Jorge, es que él estaba bien dado y era bien duro para los golpes y ya iban como cinco novios que le espantaba a Lupe nada más a punta de puros fregadazos. Pues fue en una de esas escapaditas a la Plaza de Armas que conocimos al Gus. Lupe se entusiasmó desde un principio cuando lo vio. Yo no. Se me hacía muy chocante, la pura verdad. Llevaba unos pantalones pegaditos, sobre todo de ahí en medio, como para que le resaltara más. También me acuerdo que llevaba una camisa de cuadros rojos, abierta como cuatro botones para que se le vieran tantísimos pelos que tenía en el pecho. Ah, por cierto, también me acuerdo 134

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que le brillaba bien bonito una medallita plateada que llevaba colgando, era de la virgen de San Juan de los Lagos. Desde luego a la que le habló fue a la Lupe. Yo tenía no más que unos 15 años, Lupe 18. Hola, les disparo una nieve, ¿quieren? Bueno, porque está duro el calor, contestó la Lupe en el acto. Yo me dije, achis, y ‘ora, qué mosco le picó a ésta, ya no se hace del rogar, y más de éste que ni siquiera está guapo. No, yo no quiero, prefiero oír la música, contesté. No, no, vente tu también, me dijo la Lupe, si a ti la música ni te gusta. Y ya se pueden imaginar: dos muchachas comiendo nieve de tamarindo y nieve de guanábana en la Polo Norte con un muchacho. No tiene nada de especial . Yo lo oía platicar y me dije, bueno, pues no es tan tonto. Nos dijo que estaba en el primer año de derecho en la universidad del estado, que ya estaba trabajando con unos licenciados y que su mira era ser gobernador del estado. Que pues él no era de Guadalajara sino de Yahualica, la tierra de mucha gente talentosa, dijo. Que vivía solo en la Perla Tapatía y que realmente necesitaba a alguien con quien platicar, ir al cine, dar la vuelta, pues. N’hombre, los dieciocho años de mi hermana se alborotaron reduro. Luego luego le dio entrada. Para qué decirles que a la otra semana ya eran novios. Mi mamá se enteró porque Lupe le tenía mucha confianza y a cada ratito, ya se imaginarán: “Mati, acompaña a tu hermana”, “Mati, no te separes, ¿eh?” Y todo iba bien, con los desayunos domingueros en el mercado de San Juan de Dios, las visitas al Agua Azul para ver los animales y los nombres de los músicos y las escapadas a los Camachos para asolearnos un ratito, hasta que conocí las fotos donde el Gus estaba en pelotas. Tenía un pitón loco, creo que ya se los dije, fácil como de unos veinticinco centímetros. Bien parado. Los huevos se le veían duros, tiesos, bonitos. En la mano izquierda tenía un vaso y en la de135

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recha una botella. Se estaba riendo como diciendo gócenme, miren nomás qué pitote tengo. Mi hermana me llamó al baño y me dijo: “Te voy a enseñar un secreto pero no se lo vayas a enseñar a nadie, ¿eh?” No, Lupe, por Diosito lindo que no, le respondí. Mira, y órale que me enseña las fotos. Eran dos. Újule, tamaños ojotes que se me han de haber puesto porque mi hermana me dijo ¿te gusta?, ¿bien que te gusta, no es cierto? Pues es que, no sé, yo nunca había visto un hombre sin ropa. Ay, Mati, te voy a decir lo que me dijo. Que esto es maravilloso, que cuando viera las fotos me pusiera la mano en mi cosita y que sintiera cómo empezaba a palpitar y a palpitar y que me apretara cada vez más duro y que cada vez iba a sentir cómo aumentaban las palpitaciones. ¿Y es cierto?, le pregunté. Claro, prueba tú. Y pa’ qué les cuento. Que agarro la foto, que me bajo los calzones —ay, quien sabe por qué siento tan bonito cuando digo que me bajo los calzones—, y que me empiezo a tallar mi cosita, así, de la manera más natural, una y otra vez, hasta que empecé a perder la cabeza y no podía parar y cada vez me tallaba más fuerte y que suelto la foto y ya nomás con los ojos cerrados imaginándomelo con esa cosota bien parada y tálleme y tálleme y sentía que mis manos se empezaban a resbalar y que mis dedos se me iban para dentro y empecé a gemir Gus, Gus... y entonces mi hermana que me sacude y que me dice que ya está bueno, ya está bueno, cálmate... Pufff, sentí que había entrado al paraíso. A la mañana siguiente fuimos al Parque Alcalde. Gus nos llevó a la remada. Le habló temprano a Lupe y le dijo que si iba a salir temprano, como a eso de las diez. Bueno, nos vemos como a eso de las once, en la entrada del parque, chao. Hubieran visto la sorpresa que se llevó cuando me vio llegar con mi hermana Lupe. Preguntó que por qué había ido yo, y mi hermana le respondió que ella sin mí no iba a 136

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ningún lado y que además yo ni molestaba porque para eso llevaba mi estuche de costura, para atender eso y no molestar. Bueno, si no hay más remedio, vamos, dijo el Gus. Primero pasamos por el puesto de don Matías, el que tiene ahí siglos, y el Gus se puso guapo y nos disparó un pepino con chile, limón y sal. Después nos sentamos a ver el reloj más grande de Guadalajara, el que está en el piso y está hecho de flores. Yo, como si nada, se los juro, cose y cose. Pero entonces vi que Lupe sacó de su bolsa las fotos y me señaló como diciéndole al Gus “mira, ella también te gozó”. Y pa’ luego es tarde. Se paró el Gus y nos dijo a las dos, muy encarameladito, que ni qué: “Muchachas, vamos a la remada”. Ahora sí, ahí mero pude comprobar que los hombres cuando quieren cambiar, cambian en serio. Primero nos ayudó a levantarnos a las dos, luego empezamos a caminar y él se puso en medio con nosotras dos a su lado. Pasamos frente al fotógrafo que está a un ladito de la fuente principal y le dije al Gus, nomás pa’ tantearlo, si los tres nos sacábamos una foto juntos. Claro, Mati, Matita, no faltaba más. Fuimos y nos sacamos una donde nuestras caras se ven atrás de las ventanas de un avión. Ustedes a la mejor no las conocen porque no en todas partes hay. Miren, les voy a explicar. Es como un cartón inmenso que tiene dibujado un avión volando entre las nubes y donde van las ventanas tiene agujeros para que uno se pare atrás del cartón y parezca que vas de pasajero, no sé si me entiendan. Hay un surtido a todo dar. Está el hombre fuerte sin cabeza, no más para que llegue el flaquito y ponga la cabeza en su lugar donde va la cabeza del fuerte y salga retratado como Jorge Rivero con calzoncito de Tarzán. También está el charro con la china poblana y el novio cargando a la novia. Hay de todo para el que quiera un bonito recuerdo.

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¿Qué, no vamos a la remada? —preguntó Lupe. Claro —dijo el Gus. Alquilamos una de veinte pesos la hora. “La número veinticinco”, me acuerdo que dijo el encargado, “está hasta el final”. ¿Qué se imaginan ustedes, que el Gus se iba a poner a remar? Pues no; nos dijo: “Muchachas, remen para su sultán y llévenlo a pasear por el Mar Negro”. El Gus se sentó atrás de nosotras y nos empezó a decir un-dos, un-dos. Y nosotras ahí, como pudimos, le fuimos dando hasta alejarnos de la gente y quedarnos solitos por la otra orilla. Entonces, en un tono muy galán, que nos dice —y de esto sí me acuerdo muy bien porque estaba yo en mis cinco, como si lo estuviera viendo—: “Mamacitas, volteen muñecotas”. Bueno, y que volteamos y nos llevamos la sorpresa del año: el Gus se había bajado los pantalones y los calzones hasta las rodillas y nos estaba enseñando un pito grande, bien parado y bien tieso. Lupe no supo ni qué decir, nomás suspiró bien hondo. Yo sí. Le dije: ¿me dejas tocarlo? Pero con cariño, mamacita, me dijo. ¡No, yo primero!, y se abalanzó mi hermana. Y lo empezó a acariciar a morir y a mí me entraron unos celos enormes y una desesperación espantosa y les dije que me dejaran tocarlo, que por favor, que me estaba volviendo loca. Espérate, mi reina, que tu hermanita lo está gozando ahorita, no estés jodiendo, me gritó el Gus. Y me desesperé más y entonces me dije: debe compartirlo, a fuerzas. Y entonces me acordé y abrí mi estuche de costura, saqué las tijeras y les grité que o me daban chance o que por Diosito que está en los cielos que se las enterraba. Cálmate, espérate, sí, cómo no, dijo el Gus. Tranquila, tranquila, me siguió diciendo, me dijo que soltara las tijeras, que con esas cosas no se jugaba. Apartó a la Lupe y con mucha tranquilidad, sin dejar de mirarme —porque tenía una mirada, así, como que imponía—, se fajó, fue hasta mí, me las quitó y las hechó al agua. Y la Lupe como siempre, como burra, sin 138

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decir ni hacer nada. Entonces el Gus dijo que había sido suficiente, que ahí moría, que a él no le gustaba tener problemas porque él era un buen chico —así lo dijo, un buen chico—, y que nosotras dos íbamos a acabar por ser un problema para él y que se podía venir abajo su asunto de la gubernatura del estado que tenía pendiente. Entonces se sentó y se puso a remar para atrás y mi hermana le preguntó muy quejumbrosa que si ya no eran novios y el Gus le dijo qué novios ni qué naranjas, que si mejor no quería su nieve de limón. Y entonces yo me armé de valor y le pregunté que qué pasó con la promesa del pito y él me dijo que al carajo, que qué pito ni que madres, y que no siguiera molestando que ya había tenido suficiente susto, y que nos lo repetía, que ahí moría, que él era hombre de una sola palabra. ¿Ah sí? A mí me vas a dar porque me das, le dije. Y en un santiamén me subí la falda y me bajé los calzones y n’hombre, orita no, nunca, forguerit, fue su comentario. ¿No?, y que me empiezo a tallar, pero ora sí con más fuerza y más cariño porque lo tenía enfrente y al ratito noté cómo le empezaron a cambiar los ojos, y yo cada vez más mojada y por fin el Gus que suelta los remos, que dice “hija de tu madre, mira nomás qué buenota estás”, y que me la deja ir hasta adentro, así, sin más ni más. Quién carajos se iba a acordar de mi virginidad en ese momento. Pobre Lupe, quién sabe qué habrá pensado.

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DIEZ DE JUNIO Vicente Francisco Torres

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as instalaciones de la Escuela Nacional de Maestros de la ciudad de México abarcan una irregular y gigantesca superficie con forma de protozoario que incluye, además de albercas, gimnasio y pistas de atletismo, una escuela primaria y una secundaria. Años atrás, contaba con una torre clavada en medio de sus alas frontales en forma de semicírculo; hoy ha desaparecido y sólo nos queda su recuerdo, preso en el símbolo de la estación del metro que hay en su entrada principal, guardada por un busto del maestro Lauro Aguirre que mira con osadía hacia la esquina donde concluyen dos avenidas pletóricas de automóviles, ebrios de velocidad: Avenida de los Maestros y Ribera de San Cosme. Frente al costado de la Escuela que limita con Ribera de San Cosme hay un cine donde, más que películas, proyectan cortos. Pero esto no tiene importancia, es barato y ahí van las parejas de estudiantes. Casi frente al cine está la entrada de la escuela primaria, llamada Anexa porque está dentro de la Normal y es una especie de laboratorio con sus cámaras de observación, donde los aprendices de profesor llegan a mirar por las ventanas en forma de escotilla o a pararse, por primera vez, delante de un ejército de cincuenta diablos. 141

Vicente Francisco Torres

—Ándale, vámonos de pinta. Hoy es jueves y le toca venir al practicante; seguro que faltará el maestro. —Pero pasa lista y mañana va a preguntar el maestro lo que nos enseñaron. —No seas sacón, ya sabes que siempre llega con lo mismo: piedritas, animalitos, frijolitos, una bola de cartulinas y los calzones cayéndosele de miedo. —Bueno, pero a dónde vamos a ir, para que valga la pena. —Aquí cerquita, sin salirnos de la Normal. Mira, nos vamos a babosear a las canchas, a regresar balones y, si no te da miedo, nos vamos a la casa de la conserje; dicen que aquí tiene a la mascota de los maestros, que es un perrote buldog blanco, grandote y hocicón, así como tu carnal. —¡Órale!, con la familia no se meta porque le arrimo un soplamocos. —Ya señora, no te enojes ¿Sí o no jalas conmigo? —Pues vamos, pero con una condición. —¿Cuál? —Que nos atravesemos a la iglesia que está enfrente, junto al cine. ¿No ves que hoy es día de las mulas y traen a los chamacos vestidos de inditos, con chicos guacalotes desparramados de fruta? ¡Quién quita y nos alcancemos a pepenar algo! —Pues vamos, y perdón por no haberte felicitado antes. —¿Cómo que felicitado, por qué? —¡Ah! ¿cómo se te entiende? ¿No que hoy es día de las mulas? Donde nos tardemos y pase mi mamá a recogerme antes de que regresemos, me arrima una zurra. Si nomás me pinto de colores por no aburrirme en el salón con el practicante. Siempre es lo mismo: pelón y de tacuche, con la corbata colgándole como lengua de perro. Él solito haciéndose pelotas 142

Diez de junio

y sobándose las orejas porque no le entendemos. Y sus compañeros, los demás practicantes, espiándonos sin que nosotros los podamos ver desde abajo, desde las bancas. Los encierran allá arriba, detrás de unas ventanas acostadas. ¡Qué chiste! Ellos ven y oyen todo lo de acá abajo, pero nosotros ni nos las olemos, porque no se ven. Esto va muy divertido. Nos metimos al gimnasio y estuvimos grito y grito hasta que llegaron dos entacuchados con sus novias y nos corrieron, dizque porque nos apestaban las patas. Les dijimos hartas groserías y nos echamos a correr para la iglesia, que estaba llena de chamaquitos con toda la jeta pintada; con unas barbas y unos bigotes re’ feos, de puro tizne. ¡Huy y qué porquería no se hacían de la cara cuando estaban de chillones y con los mocotes embarrados! Andaban muchos señores tomando y vendiendo fotografías. Como las mamás habían bañado y encostalado a sus críos, pues los querían retratar: que comiendo una ciruelita, que saludando con el sombrerito de palma, que abrazando a la hijita de la vecina, que dándole un besito en la trompita, que con la patita sobre el guacal, que arriba del burrito, que... ¡qué bien jorobaban a los escuincles! Luego empezaron a cerrar todo. Cuando nos salimos de la iglesia a ver las mulitas que andaban vendiendo, de palma y de barro, con dulcecitos amarrados sobre el lomo, cerraron como de rayo. La señora que vende chicles y garapiñados afuera del cine, en un carrito de esos que les regalan a los ciegos, se echó a correr tapándose con el puestecito, regando toda la mercancía. Entonces fue cuando vi a David, que iba a recoger unas cajitas rojas, de chicles de canela. Que comienzan a bajar las cortinas del cine, a cerrar la tortería y con las carreras que le botan a una señora la penca de plátano en que traía prendidas las mulitas que andaba vendiendo; ni tiempo le dieron para alzar el hule donde te143

Vicente Francisco Torres

nía paradas las mulitas grandes, las de barro. Empecé a pelar los ojos para ver qué pasaba y fue cuando comenzó a oírse el griterío. Desde la estación del metro venían corriendo para el cine hartos muchachos con sus libros, pero daban el ranazo a media calzada y ya no se paraban. Cuando sus amigos se detenían para levantarlos, también se iban de hocico y nadita que se movían. Afuera de la estación del metro había un pleitote: unos muchachos de playeras blancas golpeaban con unos palos largos a la bola de mitoteros que venían por Avenida de los Maestros con unos trapotes largos y pintarrajeados. A los correlones que venían por la Ribera de San Cosme les estaban disparando otros muchachos, también de playera blanca, que estaban hincados en la calzada, con unos rifles largos y prietos. Ya había un montón de libros, cuadernos y reglas regados a media calle, pero me quedaban muy lejos todavía y me dio miedo de ver cómo los sacones pegaban el respingo y ya no se movían. En esto que veo a la chiclera pegando la carrera, escondiéndose detrás de su carrito, regando todas las cajas de chicles. Que busco entonces al gordo, a Carlos, y lo veo ya del otro lado de la calzada, pelándome chicos ojotes y que le grito: “No le saques marrana parada, vamos a recoger los chicles”. Pero se metió por una de las rejas de la Normal, donde ya se estaba armando la bronca: unos pelones de tacuche querían cerrar la reja y una bola de correlones la empujaban para meterse, y ¡ya ni la amuelan!; igual que los señores andaban retratando en la iglesia a sus chamacos vestidos de inditos, también ellos estaban retratando, escondidos atrás de un muro, a los sacones que habían dado el ranazo a media calzada. ¡Ay ojeras de perro! Cuando me agaché a recoger las cajitas de chicles, al quererme parar, se me doblaron las piernas y sentí toda la cabeza caliente. Empecé a ver bien chistoso adentro de mi cabeza, en el cráneo, una lucesota roja y 144

Diez de junio

deslumbrante, pero ¡híjole!, el chicle que tenía en la mano empezó a crecer, se me empezó a hacer grandote y ya ni con mis dos ojos lo alcanzo a ver completo. Yo a media calle, en cuclillas, con mi chiclote en la mano y sin poderme levantar.

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CARAVANAS CON POEMA AJENO Ignacio Trejo Fuentes Para don Rubén, por supuesto

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I

e contó Juan Bañuelos que hace años, cuando Jaime Sabines vivía en una pensión del centro del D.F., acostumbraban recorrer juntos las prodigiosas cantinas del sector, y por las noches meterse a los más sórdidos refugios de las putas para embriagarse de penumbra, alcohol, ruido, música y aromas de pecado. Y me contó que una de esas noches se metieron a un lupanar de aquéllos con el poco dinero que le había prestado la casera de Jaime y que bebieron como beben los santos bebedores: hasta el hartazgo y sin preocuparse por la cuenta. Y que ahí, en medio del estruendo y la furia nocturnos, llegó a su mesa una anciana incomprensible y mágica a ofrecerles en venta algunos libros. Uno de ellos era El cuervo de Edgar Allan Poe, y sin ninguna duda Sabines lo compró al precio que la anciana pidiera y además le dio como propina el resto del dinero que tenía. Me dijo Juan que Jaime se embebió en la lectura del poema, y que leyó en voz alta con ese timbre y esa fuerza pecu147

Ignacio Trejo Fuentes

liares en él, y que sacuden. Dijo que al rato la música cesó, se hizo un silencio absoluto alrededor y sólo se escuchaba la palabra de Jaime. Y que las putas los rodearon, se convirtieron en arrobados ángeles que escuchaban poesía. Me contó Juan que nada interrumpió la lectura, que putas y parroquianos continuaron escuchando al poeta, y que al terminar su magistral lectura se desataron estruendosos aplausos y hurras desmedidos y cálidos en medio de la noche. Me dijo Juan que inoculados del veneno mortal de la poesía, putas y clientes exigieron que Jaime continuara. ¿Pero cómo, de qué manera, si había leído ya completo el poema de Poe! Al final les tomó la palabra y dijo versos suyos, les endilgó sus poemas completos, y juró Juan que aquello era la locura, porque luego de cada texto el público noctívago exigía: “Otra, otra, otra” y aplaudía y se mostraba arrebatado de pasión. Me contó Juan que Jaime y él se olvidaron de su pobreza monetaria y siguieron bebiendo como locos felices y emborrachando a su auditorio a puros versos. Y me dijo que incluso el dueño del lugar les condonó la cuenta y puso sobre la mesa una nueva botella. Contó Juan –y juró– que ya no hubo música de la otra, ni baile: que todo mundo se congregó en torno de ellos para escuchar poesía: Cuando Sabines se extenuó, Juan entró al quite: dijo poemas suyos y se plagió de otros poetas los que más le gustaban, sobre todo amoroso. Y otra vez quitó la estafeta, y volvió a jurar Juan que las putas lloraban. Por mi parte, ignoro si en ese tiempo Sabines ya había publicado “Los amorosos”, o si al menos tenía en la cabeza ese poema. Quiero creer, en todo caso, que en efecto dijo a su público versos como éstos:

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Los amorosos buscan, los amorosos son los que abandonan, son los que cambian, los que olvidan. Su corazón les dice que nunca han de encontrar, no encuentran, buscan. Los amorosos andan como locos porque están solos, solos, solos, entregándose, dándose a cada rato, llorando porque no salvan al amor. Esperan, no esperan nada, pero esperan. Saben que nunca han de encontrar. El amor es la prórroga perpetua, siempre el paso siguiente, el otro, el otro. Los amorosos son los insaciables, los que siempre –¿qué bueno! – han de estar solos. Porque eso explicaría que parroquianos y putas se hayan muerto del llanto, y exigieran casi furiosos que el poeta siguiera. Explicaría también que a plena luz del día Jaime y Juan hayan sido llevados a la pensión de aquél, literalmente en hombros, como inverosímiles toreros, en parte por la gloria y en parte por la borrachera demencial que se pusieron. II Hace unos años, Rubén Bonifaz Nuño fue invitado a hacer una lectura de poemas en la cantina Las Américas. Y fue increíble ver cuántos adoradores del poeta acudieron a oírlo. El lugar, amplio y limpio, se vio atestado por los amigos de 149

Ignacio Trejo Fuentes

Rubén y de los fieles insobornables de la buena poesía. Y eso provocó un primer incidente: algunos parroquianos habituales no comprendían que esa turba pretendiera apagar el televisor en que miraban un juego de futbol: “Váyanse con sus mamadas de poesía a otra parte –dijeron–, esto es una cantina”. El dueño del lugar los persuadió y aceptaron llevarse el aparato a un rincón. La fiesta de versos comenzó. Don Rubén, inclemente, nos asestó muchos poemas de los suyos, de esos que hacen temblar al más sereno. Mi rubia y linda acompañante, tan joven, tan provinciana e inocente, ella que nunca había visto a un poeta, que jamás había escuchado versos de ese calibre, dijo: “Mira, ya me puse chinita”. Y su piel erizada complementaba el baño acuoso que las lágrimas tendieron en sus ojos. “¿Qué esperabas? –le dije–, para eso se inventó la poesía”. Y era sensacional y embriagador mirar que no tan sólo esa rubita linda y provinciana padecía los efectos de la inclemencia del poeta: si uno veía alrededor, se encontraba con que casi todos los asistentes tenían puesto aquel velo. Otro incidente singular fue advertir que incluso los parroquianos que miraban futbol dejaron aparte el aparato y se agregaron a la fiesta de versos. Cuando llegó la hora de hacer preguntas al poeta, éste dio cátedra: cada respuesta suya hacía temblar, y era que de su boca brotaba tanta sabiduría. Alguien le preguntó que cómo era posible que aceptara decir versos tan lindos en un lugar lleno de ruido, tan impropio de la magia poética. Don Rubén contestó, más o menos, que la cantina es el ámbito natural del poeta, que ahí es donde nacen los mayores poemas, y contó que sus primeros versos nacieron precisamente en ese entorno, y dijo que siempre se había dicho que no podría llamarse a sí mismo poeta hasta no escuchar un poema suyo 150

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dicho en una cantina. Alguien del público pidió la palabra (mi acompañante rubia fungía como edecán improvisada, y enfundada en una minifalda perfecta que hacía lucir sus muslos que eran sendos poemas le llevó el micrófono a su mesa). Con evidente voz de medios chiles dijo: “Si me permite, maestro Bonifaz, recitaré algún poema suyo”. Y dijo un poema tras otro con una voz perfectamente calibrada, y nos sacudió a todos. Y juro que esta vez era don Rubén quien lloraba. III Desde hace por lo menos seis años me reúno con mis amigos, los lunes y sin falta, en alguna cantina del centro, casi siempre la misma por largas temporadas. Cofrades fidelísimos son cuando menos diez, pero cada semana se agregan nuevas gentes y se van, vienen otras y reaparecen unas más. Se trata de periodistas y escritores, actores, músicos, fotógrafos, pintores… De manera que las mesas que los meseros reservan para el grupo integran a veces hasta veinte borrachos. Predominan los chistes: pareciera que el buen sentido del humor es la carta de entrada. A veces se habla de negocios, de libros y esas cosas, pero lo que jamás se extraña son las canciones y los versos. Transcurrida la tarde, y a veces bien entrada la noche, los cancioneros se dan vuelo, y eso les encanta a las mujeres: nuestras reuniones son adornadas casi siempre por mujeres hermosas, casi nunca poetisas, sólo musas. Y entonces las jaurías se desatan: los cofrades dedican canciones sin parar, las cantan ellos mismos, y algunos lo hacen de la mejor manera. Pero eso es apenas el preámbulo: la fiesta se hace en grande cuando empiezan los versos. Casi todos conocen poemas primorosos: 151

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unos dicen los propios, y los más se fusilan a Alberti, a Vallejo, a Neruda…; y parece haber algunos caballitos de batalla: Chumacero, Lizalde, Sabines y Rubén Bonifaz: peregrinos, zorras, amorosos y amigas que se aman desfilan cada noche de lunes. Y sus efectos son devastadores: con varios litros entre mesa y espalda aplaudimos rabiosos al final de todos los poemas, sin importar que cada quien se los sepa hasta en sueños. Hemos visto cómo los otros parroquianos aplauden desde lejos y nos dicen salud y nos invitan copas; algunos han llegado a pagar nuestras enormes cuentas, o nos han dado dinero en efectivo para seguir la fiesta. Pero lo portentoso es el efecto de la poesía en las damitas lindas, esencialmente entre las jóvenes: se cimbran, lloran cuando alguien dice “Los amorosos”, y piden más. Y entonces, al ver su entrega sin reservas, viene el golpe final, certero e invariable: “Amiga a la que amo: no envejezcas” de Rubén Bonifaz Nuño. Amiga a la que amo: no envejezcas. Que se detenga el tiempo sin tocarte; que no te quite el manto de la perfecta juventud. Inmóvil junto a tu cuerpo de muchacha dulce quede, al hallarte, el tiempo. Si tu hermosura ha sido la llave del amor, si tu hermosura con el amor se ha dado la certidumbre de la dicha, la compañía sin dolor, el vuelo, guárdate hermosa, joven siempre.

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Casi siempre es el mismo cofrade quien lo dice, pero a menudo cambia quien usufructúa la magia del poema y sus efectos. Hemos visto, innumerables veces, cómo las lindas damas se arroban al convencerse de que la amiga a quien aman es justamente ella, y que quien recita es el autor de esos primores. Y se dejan amar, completamente convencidas de que eso es necesario para que la poesía jamás vaya a morir, para que ellas mismas permanezcan en su papel de musas. Y hasta parece clave: cuando alguien quiere asestar amorosas puñaladas traperas pide silencio a la tertulia y empieza a recitar: No quiero ni pensar lo que tendría de soledad mi corazón necesitado si la vejez dañina, perjuiciosa cargara en ti la mano, y mordiera tu piel, desvencijara tus dientes, y la música que mueves, al moverte, deshiciera. Guárdame siempre en la delicia de tus dientes parejos, de tus ojos, de tus olores buenos, de tus abrazos que me enseñas cuando a solas conmigo te has quedado desnuda toda, en sombras, sin más luz que la tuya, porque tu cuerpo alumbra cuando amas, más tierna tú que las pequeñas flores con que te adorno a veces. Y es infalible el resultado: la “musa” se va con el “poeta” segura que desde ese momento jamás habrá de envejecer. 153

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IV Y ya sabemos que el poema de don Rubén no sólo causa estragos en cantinas: opera exactamente igual en fiestas familiares, en los jardines, en el Metro, en el cine… Lo comprobamos una vez más en Culiacán, hace unos meses. Nos invitaron a la entrega de un premio literario. Fueron los ganadores y fuimos los jurados. Luego del acto oficial, los organizadores nos invitaron a una cena magnífica: comimos y bebimos como mandan los dioses, hasta entrada la noche. Al salir del restaurante alguien propuso ir a los lugares nada santos, donde habitan las putas. Los escritores que se toman en serio no siguieron el juego y se fueron a dormir al hotel. Otros, en cambio, entusiasmados y felices, fuimos con los amigos y con los anfitriones al encuentro de un mundo alucinante de bellezas dispuestas al pecado. ¡Qué cosas hace Dios! Recorrimos los numerosos laberintos de la zona de tolerancia y decidimos instalarnos donde vimos putas que son como poemas: estaban que se pudrían de buenas. Fue un agasajo para los ojos y un tormento del alma (por eso de la amenaza de las enfermedades, por la fidelidad, por esas cosas tan amargas…). Y recordando lo que contó Bañuelos propuse que en lugar de bailar con las putas, de acostarnos con ellas, dijéramos poemas. César Ibarra dijo algo de Nandino, yo lo seguí con un poema de Esquinca (ese que al final dice: “No despiertes aún, yo he pasado por ti la noche en blanco”), Jesús Hidalgo recitó “Algo sobre la muerte del mayor Sabines” (¡qué irreverencia!), Sigfrido propuso, con el mismo Sabines, “Canonicemos a las putas”… Retomamos el turno una vez y otra vez, continuó la sesión de poesía y el resultado fue el que esperábamos. Las putas se acercaron a oírnos, se acomodaron tímidas (supe que la poe154

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sía puede volver tímida a una puta) y nos pidieron que siguiéramos. Y seguimos. Confesaron después que era magnífico y hasta desquiciante encontrar en esos metederos gente como nosotros que decíamos poemas, que eso contrastaba con el furor violento de los borrachos sombrerudos que noche a noche se encargan de hostigarlas. Juro que cooperaron para invitar otra botella a los poetas, juro que fuimos invitados a decirles poemas a cada cual, a solas y al oído y de gratis; y juro por la madre de ellas que ninguno aceptó, y que una lloró cuando Conde le asestó impunemente “Amiga a la que amo…” En la alta madrugada salimos del cabaret, dejando la promesa a las putas de que la noche por venir regresaríamos para decir poemas, y haciendo caso de lo que siempre digo (“Me voy al mar porque en la tierra no hay justicia”) llenamos de cerveza la cajuela del auto y nos fuimos al mar. Amanecimos en El Tambor, en el Pacífico, despachando cervezas que se llaman igual: recitábamos poemas en envases vacíos y los lanzábamos al mar para que los oyeran las sirenas. Cuando quisimos volver a la ciudad el auto se averió, y caminamos bajo el rabioso sol varios kilómetros, crudos y diciendo poemas. Al salir de la brecha arenosa, en el entronque civilizado con Altata, nos refugiamos en un pequeño abarrote para saciar la sed. Permanecimos César, Conde y yo: los otros se marcharon para pedir auxilio, para encontrar quién rescatara el automóvil. Quien despachaba los refrescos era una adolescente que parecía no existir de tan bonita, y encarrerados, le dijimos poemas. La pobre niña se ponía de todos los colores y oía con atención. Y como siempre: Conde la apuñaló con el poema de Rubén

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Guárdame en la alegría de mirarte ir y venir en ritmo, caminando y, al caminar, meciéndote como si regresaras de la llave del agua llevando un cántaro en el hombro. Y cuando me haga viejo, y engorde y quede calvo, no te apiades de mis ojos hinchados, de mis dientes postizos, de las canas que me salgan por la nariz. Aléjame, no te apiades, destiérrame, te pido; hermosa entonces, joven como ahora, no me ames; recuérdame tal como fui al cantarte, cuando era yo tu voz y tu escudo, y estabas sola, y te sirvió mi mano. La niña desapareció súbitamente, y nosotros caminamos rumbo a Altata. En el trayecto, César juraba que en realidad la ninfa jamás había existido, o que acaso la materializó aquel poema. Luego, se entretuvo en un rudimentario cementerio para deshacerse de sus fantasmas fisiológicos, y al alcanzarnos iba jurando que los muertos le habían hablado y que les contestó con versos. No pudo continuar con sus historias: se puso pálido y tartamudeó al ver a un camello en plena carretera; se daba bofetadas y decía: “No es posible, me estoy volviendo loco”. Su convicción se hizo mayor cuando estuvimos ante un elefante. “Pinche calor: ya me hizo loco, loco”, decía alarmadísimo. “No es el calor ni son delirios de tu mente loca –le dijimos–, son sólo animales que se escaparon de algún circo”. Y así era: a lo lejos podía mirarse una carpa de circo. Les dije a unos niños que rodea156

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ban al elefante: “A ver, plebes, vamos a cantarle una canción al elefante”. Y le cantamos esa de “un elefante se columpiaba sobre la tela de una araña, y como vieron que resistía fueron a traer otro elefante. Dos elefantes…” Los dejamos en veinticinco elefantes, y llegamos a Altata a refugiarnos del delirio frente a la brisa fresca y los mariscos y cervezas. El pobre César no bebió, convencido casi de su propia locura: la niña inexistente, los muertos, los animales… Al día siguiente, en Culiacán, comentó César: “Oye, qué a toda madre está el poema de Conde, el de la magia”. Le dije que era de don Rubén, y me pidió que le diera una copia para memorizarlo. Supe después que ahora César recorre su ciudad en busca de las ninfetas más hermosas (o hay dificultad: todas lo son, y abundan), que las detiene y les asesta con total inclemencia Amiga a la que amo: no emputezcas. Que se detenga el tiempo sin tocarte…

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MI VIDA CON LAS MUJERES: CUCA O LA MUERTE CHIQUITA Arturo Trejo Villafuerte Para mi tía Ángela Villafuerte (a) la Chata, (i. m.) por los Oranchitos Mundet y las flautas en la lonchería de doña Chela, a un lado del cine Bondojito, por todo lo que me enseñó, por todo lo que le debo y por el cariño de siempre. El recuerdo embellece lo que toca Rosario Castellanos No sé si moriremos… Carlos Pellicer

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i universo era enorme: todas las habitaciones de la casa de mis abuelos maternos, el patio y la azotea. Los cuartos eran la selva del Amazonas, con animales feroces acechando; también eran el Polo Norte y yo un gran explorador que buscaba nuevas rutas. Armado de un palo de escoba, mi rifle, buscaba a las fieras salvajes para darles su merecido. El patio siempre se me hacía un espacio grandioso, y en él había un mundo lleno de aventuras: armaba casas de campaña, con sábanas y toallas, en medio del desierto, donde yo 159

Arturo Trejo Villafuerte

era un miembro de la Legión Extranjera esperando el ataque de los árabes y beduinos; luego corría en mi triciclo como si fuera una Harley-Davidson y yo Steven McQueen en El gran escape, brincando cercas, arroyos y obstáculos para escapar del campo de concentración de los nazis y conseguir la libertad; después abordaba mi carro de pedales, que ahora era un auto Fórmula Uno, para devorar kilómetros y kilómetros, tomar las curvas peraltadas del Autódromo a toda velocidad, como lo hacían Pedro Rodríguez o Moisés Solana. Después organizaba las paradas y formaciones militares, gracias al primer Marx que conocí en mi vida: “Plastimarx” (más tarde conocería a Groucho, Harpo, Chico y Karl), con mis soldados de plástico, aviones, tanques, lanchas, trenes. Mi abuelo cada semana llegaba con una bolsa con seis o siete muñecos de plástico de esa marca, reproducciones muy bien hechas de soldados de la Guerra Civil norteamericana, de la Segunda Guerra Mundial, o que podían ser romanos, vikingos, normandos, indios, vaqueros. También dibujaba o formaba grandes carreteras para mis autos y camiones a escala. Me acostaba en el patio y, a la par que movía los pequeños vehículos, mi imaginación volaba para irse por carreteras llenas de curvas, cruzar fronteras y llegar a otros países. Luego, vestido como piloto aviador, con mi overol azul y mi casco blanco con gogles, al estilo de “El Águila Negra” —una historieta que narraba las aventuras de los aviadores gringos en la Guerra de Corea—, me subía al Pontiac 1936 de mi abuelo estacionado en el patio que, automáticamente, se convertía en un avión caza de combate con propulsión a chorro. Por las tardes, antes de que oscureciera, me subía a la azotea —nuestra casa era una de las más altas de la zona— para ver, al sur, las habitaciones en construcción de la colo160

Mi vida con las mujeres

nia La Joya; desde ahí, al oriente, el Río Santa Coleta; la milpa del terreno de al lado, casi el paraíso terrenal; hacia el norte los llanos de la Gertrudis Sánchez, los campos alfalferos de San Pedro el Chico y el lejano pueblo de San Juan de Aragón. Posiblemente tendría cuatro o cinco años —luego de tantos años, las evocaciones se juntan y ya no se distinguen las edades sino los acontecimientos—, acababa de ingresar a un jardín de niños religioso, católico, el “Luz del Tepeyac”, donde me volvería ateo gracias a Dios, porque me enseñaban puras madres —Sor Teo, Sor Presa, Sor Tilegio, Sor Ye Ye y otras—, cuando vino la iluminación y la catástrofe. Hasta ese momento mis juegos eran inocentes, infantiles, tranquilos, beatíficos. Aún no descubría los senderos tortuosos de la calle y nuestra casa era tan grande que no los necesitaba. Por ser el nieto, hijo y sobrino mayor, yo era el consentido y mi vida transcurría siempre rodeado de música y mujeres: la primera porque mi abuelo materno siempre tuvo mucho gusto por ella, tenía un excelente aparato de sonido —que luego sería cambiado por una consola Stromberg-Carlson que parecía caja de muerto— y decenas y decenas de discos de —todavía— 78 revoluciones por minuto, además de los ya modernos de 33 y 45 rpm, de todos los géneros musicales; y las segundas porque yo, por ser el único hombre que luego estaba en la casa, tenía que bailar con todas ellas: con mi tía Ángela, la Chata, aprendí a bailar Boogi-Woogi, mi tía Teresa me enseñó el Swing, mi mamá Mambo y Cha-cha-chá, con mi tía Sara y Aurora los rudimentos del Rock and roll. Pero mi relación con la música y las mujeres también se daba en otras formas: dos sobrinas lejanas de mi abuela 161

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—Beatriz y la Negra—, se encargaban de bañarme y vestirme y, mientras lo hacían, escuchábamos anuncios y música —además de que ellas siempre cantaban los éxitos rancheros y románticos del momento, que se sabían muy bien, gracias al Cancionero Picot— que brotaban de un aparato que siempre he creído sensacional, fabuloso: el radio. Era un pequeño artefacto, marca Universal, color crema, que recién habían adquirido mis padres. Después Beatriz se casó con Panchito, un primera cuchara, ayudante de un tío mío, maestro de obras y la Negra un día dijo que se iba, aunque nunca supimos si para su pueblo, Moroleón, Guanajuato, o rumbo al norte. Porque la casa era muy grande, mi abuela siempre tenía muchachas que le ayudaban a mantenerla limpia, en orden y también a cocinar. La larga lista de muchachas, trabajadoras domésticas, criadas, sirvientas o gatúbelas que pasaron por ahí sería inmensa, muchas de ellas salieron de ahí sólo para casarse, otras estaban tan a gusto en la casa que salieron de ella, ya maduras, para regresar a sus pueblos con el dinero que habían logrado ahorrar luego de años de trabajo. Entonces llegó ella: Cuca, con sus doce, trece o catorce años, su pelo y ojos negros, su cuerpo ya desarrollado y turgente, pero a quien yo veía como una más de las muchachas que ayudaban en la casa y a las que estaba acostumbrado. Pero todo comenzó a cambiar. Las tardes y algunos días se volvieron distintos y ella se había vuelto el centro de atención de mis miradas, de mis atisbos, a partir de un juego y de una tarde a solas. Cuca vivía casi enfrente de nuestra casa, en un cuarto edificado en terreno enorme y pedregoso, era una de las integrantes de una familia numerosa —casi quince y ella era una de las más pequeñas— y con la que mi familia tuvo algo qué ver en un asunto desagradable: se decía que uno de sus 162

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hermanos mayores, Urbano, se había suicidado con raticida porque una de mis tías, cuando le pidió que fuera su novia, no le hizo caso. Recuerdo nebulosamente el velorio y el sepelio, el portón de madera vieja, la gente pobre del barrio arremolinada en torno al cadáver, los múltiples comentarios; pero esa misma oscuridad que me obnubila para recordar detalles de ese acontecimiento, se abre de par en par ante la claridad de mi evocación de las tardes con Cuca (¿Refugio?), porque cambiaron radicalmente mis diversiones, espacios y tiempos. Era una de esas tardes —como muchas otras— en que nos encontrábamos solos en el espacio infinito de la casa. Ella lavaba los platos de la comida y a mí me acababa de dejar el autobús de la escuela, e inmediatamente subí a mi recámara. Mis abuelos, lo sabía, se iban a ir al Centro, mis padres con mis hermanos menores a la Feria del Hogar y yo, porque el autobús del colegio me dejaba hasta casi las tres de la tarde, llegué unos minutos antes de que ellos salieran y Cuca entrara a trabajar. Recuerdo que llegué, subí a mi cuarto a quitarme el uniforme azul marino, short y suéter, la camisa y calcetas blancas. Me vestí de vaquero como Gastón Santos o “El llanero solitario” (cuyo nombre entre los blancos era John Reid y entre los indios Kemo sabay, que pronunciábamos “Quimosabi”) y me dispuse a cabalgar en mi potro de madera y cartón, pero de pronto surgió la voz, oí el canto, como posiblemente, me imagino, lo oyera Ulises y sus marinos cuando cantaron las sirenas para ellos: “Una hiedra en el campo se seca,/ nunca vuelve jamás en la vida,/ como la hoja del árbol caída,/ nunca vuelve jamás a su ser./ Te mostraste mujer orgullosa,/ con el hombre que tanto te amaba,/ cuando estabas conmigo, llorabas,/ me abrazabas y me ha163

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cías suspirar./ Me dejaste al pie de un jardín,/ donde había muchas rosas y flores,/ me dejaste rodeado de amores,/ más ninguno ha de ser para mí”. El sonido, venía de la cocina y no puedo recordar si la voz estaba afinada o desafinada, sencillamente me llamó la atención, porque era una canción muy vieja que cantaba un dueto llamado Las jilguerillas, Amparo e Imelda quienes además eran amigas de mi familia, y que también interpretaban mis abuelos, pero además porque la muchacha, a quien yo veía mucho más grande que yo, casi una adulta, la cantaba a voz abierta, sintiéndola, acaso pensando en que estaba sola. Entré a la cocina y la vi en el fregadero, haciendo su labor y concentrada en el canto. ¿Tendría doce, trece o catorce años? No lo recuerdo, pero sí recuerdo sus pechos ya bien desarrollados y turgentes, sus caderas frondosas y sus piernas morenas, largas y fuertes. Y así estuvo, cante y cante, hasta que sintió mi presencia y volteó. No hubo sorpresa ni asombro en su mirada, su primera exclamación fue “Ven, acércate” y así lo hice, como hipnotizado, obnubilado, como si un designio más fuerte que mi prudencia y candor me guiara. Y ahí me instalé, al lado de ella, haciendo algo que nunca había hecho en mi corta vida: lavar trastes y secarlos. Atrás de mí estaban los territorios por descubrir, los otros paraísos, el jardín del edén, el enorme patio, la selva, los cuartos, el amazonas, las aventuras significativas para mi vida infantil y, del otro lado, ella, y un futuro que tendría nombre y presencia de mujer, situaciones y formas que no me imaginaba. Con esa sencillez que tienen las cosas trascendentes, tomó mi mano y me condujo al espacio reducido de su cuerpo y su regazo, a los límites verdes de las paredes de la cocina, de los cuales ya no salí ni me despegué durante muchos 164

Mi vida con las mujeres

días. Con ella comencé a jugar a la casita, a la mamá y al papá, ensimismados. Durante las continuas ausencias de mis abuelos y padres, mis territorios se habían hecho pequeños, breves, reducido, del tamaño del cuerpo y el canto de Cuca; ya todas las tardes eran jugar solo con ella. Mi tiempo ahora era de otra manera y tenía otro sentido, pero el acabose fue cuando, jugando a la mamá y al hijo, me ofreció a mí, que en ese momento era su bebé, el duro pecho izquierdo: al palparlo y besarlo, como ella me pidió, sentí que caía en un pozo sin fondo, en una tumba oscura y fría, luego sobrevino un estremecimiento, un escalofrío, un desvanecimiento y la oscuridad total. Descubrí, en esos instantes, lo que después sabría que era la “muerte chiquita”, que mi camino ya estaba marcado y me llevaba felizmente al placer de la vida y al encuentro con el erotismo, y que, hiciera lo que hiciera, nunca podría salvarme ni huir porque para eso había nacido. Ahí murió el niño que era yo, a los cuatro o cinco años de edad, y nació el hombre que ahora soy, el que hasta la fecha sigue buscando, cada día y mientras tenga vida, la esquiva muerte chiquita que es un signo de la vitalidad, de la existencia, según aprendí en esas primeras y placenteras tardes con Cuca y su joven cuerpo moreno.

Iztapalapa, D.F., 10 de octubre de 2001.

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LOS PEQUEÑOS SOÑADORES Eduardo Villegas

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espués de asistir a un concierto de rock con mi banda, conocida como Los pequeños, retornaba al barrio. En el trayecto la mayoría de los cuates nos separamos, porque unos abordaron autobuses y otros se fueron a patín. Habíamos acordado encontrarnos en la glorieta del Metro Insurgentes. Pero sólo llegaron Luisa y el Monqui, como andaban de novios no quisieron separarse, pues pasaban todo el tiempo en el agasajo. Así inició la tristeza de Luisa y del Monqui, cerca de la entrada del Metro Insurgentes, mientras esperaban a que llegaran los demás cuates de la banda. Cuando se cansaron de esperar, y ante el temor de no encontrar transporte para llegar a sus casas, decidieron irse solos. Creyeron que nos habíamos ido a seguir el reventón a otra parte. Lo mejor del concierto fue cuando todas las bandas sacaron los encendedores. Las luces que prendimos en el concierto nos hermanaron. Claro que al salir a la calle esta unión se acabó. Ya en el interior del Metro Luisa y el Monqui abordaron un vagón para dirigirse a Observatorio. Como a esas horas pasan vacíos, aprovecharon el trayecto para acariciarse y besarse. –¿Qué me vas a regalar en mi cumpleaños? –le preguntó 167

Eduardo Villegas

Luisa al Monqui– ¿O ya se te olvidó que dentro de tres meses es mi cumpleaños? –Voy a regalarte el disco que más te gusta. Además, te llevaré al Paraíso. –Oye, Monqui, ¿tocan buena música en ese lugar? –No es un lugar de tocadas... Bueno, en cierta forma sí; es un hotel. Quiero llevarte para hacerte feliz en tu cumpleaños. Claro, si decides acompañarme. El Monqui le preguntó al oído si aceptaría la invitación y, antes de que Luisa respondiera, alguien los asustó golpeando la ventanilla del vagón y les gritó: ¡cochinos! Ya tenían rato acariciándose y por la plática no se dieron cuenta de que ya habían llegado a la estación y unos cuantos pasajeros los vieron en plena acción. Se repusieron de la sorpresa cuando las puertas del vagón se cerraron y el Metro siguió su trayecto. Cuando salieron de la estación Observatorio, el Monqui se detuvo un momento y le preguntó a Luisa si lo acompañaría al Paraíso a celebrar su cumpleaños. Ella contestó que sí, que sin lugar a dudas sería el cumpleaños más inolvidable de su vida. Monqui la abrazó entusiasmado y juntos se dirigieron a los peseros. Como sólo quedaban tres combis en la fila de los que iban para su colonia, se dieron cuenta de que habían llegado en el último recorrido del Metro. Abordaron una de las combis, que arrancó de inmediato y fue dejando pasajeros por las calles cubiertas de oscuridad. A medio recorrido sólo permanecían dentro de la combi Luisa y el Monqui, además de un hombre que se mantenía en silencio absoluto. En determinado momento la combi abandonó el trayecto del recorrido y se internó en una calle oscura. ¿Por qué abandonan el camino?, preguntó el Monqui, pero el hombre que iba junto a ellos le dio como respuesta un puñetazo en el rostro. Enseguida los amenazó con 168

Los pequeños soñadores

un cuchillo y les pidió que se callaran. Luisa, llena de miedo, guardó silencio, aunque el silencio no ayudaba en nada. La combi avanzó despacio y con las luces apagadas, mientras el Monqui pensaba que era un asalto. La combi se detuvo más adelante y entre el ayudante y el chofer bajaron al Monqui amenazándolo con una pistola. El hombre que vigilaba a Luisa la amenazó con el cuchillo y le dijo que se desnudara. Al darse cuenta de cuáles eran sus verdaderas intenciones, el Monqui trató de impedirlo sin darle importancia a la pistola, pero no pudo contra los dos hombres, que lo golpearon hasta dejarlo inconsciente y tirado en el suelo. Luego el ayudante se subió al sitio de los pasajeros, donde estaba Luisa, y el chofer del pesero se colocó frente al volante. La combi se alejó del lugar y pronto se perdieron también los gritos de Luisa. Al día siguiente un taxi llegó a la casa de Luisa. El señor que conducía la unidad tocó a la puerta. Preguntó si allí vivía Luisa. Doña Licha fue quien abrió la puerta y contestó que sí. El señor, junto con su esposa, ayudaron a bajar a Luisa y se la entregaron a su madre. Le explicaron que la encontraron muy golpeada cerca de su domicilio y que, como la Cruz Roja no fue a recogerla, ellos mismos decidieron llevarla a su casa. Luisa pudo entrar gracias a la ayuda de su madre y en su rostro sobresalían los moretones y una infinita tristeza, que parecía aumentar el temblor de su cuerpo. Doña Licha la llevó a su cuarto y después llamó al Tortas, el hermano mayor de Luisa, que todavía estaba durmiendo. A causa de los gritos el Tortas se levantó alarmado y encontró a su madre ayudando a Luisa. En seguida pensó que el culpable de la golpiza era el Monqui. Así que después de acostar a Luisa, el Tortas se puso la playera y salió a buscarlo. Luisa, presa de una tristeza inmensa, no pudo explicarle a su hermano nada de lo sucedido. 169

Eduardo Villegas

El Tortas llegó a casa del Monqui. Lo recibió su mamá, la señora Chabela. Enseguida le preguntó si se encontraba en casa su cuate. Sí está –dijo la señora Chabela–, pero no puede salir a verte. Necesito hablar con él –insistió el Tortas–. Vuelve más tarde –dijo la señora Chabela–; ahorita no puede hablar con nadie. El Tortas se enfureció y pasó haciendo a un lado a la señora Chabela. Llegó al cuarto y encontró acostado al Monqui y mirando hacia la pared. El Tortas lo volteó violentamente. ¿Qué le hiciste a mi hermana? Le preguntó. El Monqui se despertó sobresaltado. El Tortas observó el mal estado en que se encontraba y comprendió que era inocente. Así que el Monqui, sin tratar de evitar sus lágrimas, le confesó que no pudo proteger a Luisa. El Tortas, aguantándose la tristeza, hizo las paces con el Monqui. Si hubiera sido posible defenderla, le dijo, lo hubieras hecho. El Tortas dejó que su cuate descansara también de la golpiza. Cuando iba de salida, la mamá del Monqui le preguntó si no sabía por qué su hijo había llegado tan golpeado. No, señora Chabela, no lo sé –respondió el Tortas y, lleno de pesares, abandonó la casa. Esa noche el Tortas se reunió con nosotros. Los cuates de la banda siempre nos juntamos en la esquina de la clínica. Estábamos sentados en las jardineras. El Tortas llegó y comenzó a platicarnos lo sucedido. Todos quedamos en silencio y como apachurrados después de enterarnos de la desgracia de Luisa y del Monqui. Nos pasamos un buen rato dando ideas para encontrar a los culpables. No me interesan los culpables –dijo el Tortas– sólo quiero encontrar algunos culeros que me las tienen que pagar. Después de tomarse varias caguamas, comenzó a reprocharse el haber dejado solos a Luisa y al Monqui, insistía en que la banda había fallado. Nadie pudo calmarlo esa noche y no dejaba de repetir que tomaría venganza por lo que le hicieron a su hermana. 170

Los pequeños soñadores

Una semana después, precisamente el sábado, Luisa se encontraba ayudándole a su madre en las labores de la casa. Cuando terminaron de cocinar, su papá le pidió que le comprara unas cervezas. Como la tienda está muy retirada de su casa, Luisa se negó a salir a la calle. El padre pensó que era un capricho de Luisa y quiso obligarla a que fuera por su mandado. Luisa, sin decirle nada y presa del llanto, se refugió en su cuarto. Fue la señora Licha la que tuvo que explicarle todo, pues en un principio le habían dicho que los golpes se los dieron en una riña entre pandillas. Después de enterarse de lo sucedido, el padre se reprochó por no brindarles mayor seguridad a sus hijos. Trata de brindarles tu comprensión –dijo la señora Licha–, en lugar de seguir tomando cervezas. Tu cariño puede ayudarlos a sobrevivir en el barrio–, sentenció, pero por las borracheras que le hemos visto a su esposo, seguramente no le hizo mucho caso. El Tortas y el Monqui, por su parte, no creían ni en la comprensión ni en el cariño. Se reunieron para encontrar a los que manejaban la combi. Estuvieron varias horas vigilando cada uno de los peseros. Cuando por fin creyeron descubrir al chofer de aquella noche, abordaron la unidad ante la protesta de los pasajeros que estaban formados en la fila. Tenían la intención de atacarlos más adelante. Así que esperaron a que bajaran los pasajeros. Después, cuando lo creyeron conveniente, amagaron al chofer pero no pudieron cumplir su objetivo porque todavía era muy temprano y sobre la calzada circulaban otros peseros que, al percatarse del peligro que corría su compañero, se detuvieron para ayudarlo. Total que el Tortas y el Monqui sólo se ganaron una buena golpiza a manos de los choferes. Todos los vimos regresar al barrio, ya muy entrada la noche, sin encontrar la venganza deseada. Los cuates de la banda tratamos de alivianarlos. Benito, 171

Eduardo Villegas

otro cuate de la banda, les dijo que se tenían bien merecida esa golpiza por tratar de cobrar venganza en lugar de ayudar a Luisa. Benito trató de convencerlos de que con la violencia no se logra nada bueno. Sería mejor, dijo, reunir nuestros ahorros para darle un buen regalo a Luisa el día de su cumpleaños. Nos pareció buen cotorreo. Hasta propusimos organizarle una fiesta para divertirnos tochos morochos y para que Luisa comenzara a olvidar lo sucedido. Su plan fue ganando terreno, hasta el Tortas y el Monqui decidieron ponerse a trabajar para juntar una lana. Entre todos hicimos el compromiso de festejarle su cumpleaños con un buen regalo. Nos quedaban dos meses para cumplir lo que parecía un sueño. Sólo teníamos que robárselo a la realidad. Pronto llegó el día en que Luisa cumplió sus 18 años. Ninguno de nosotros podrá olvidar que el Monqui le entregó el regalo principal y que, cuando Luisa lo destapó, encontró una grabadora enorme que sonaba como un equipo modular. De volada estrenamos el aparato y bailamos unas cuantas rolas en las que participaron todos los presentes, incluyendo uno que otro ruco que no se amilanó. Seguramente me dirán que platico la fiesta de Luisa sin mucha emoción, esto no quiere decir que no estuviéramos contentos. Se debe a que durante esos tres meses también sucedieron otras cosas de las que no puedo olvidarme. Historias tristes que lo mismo vienen y se van, pero a las que uno nunca termina de acostumbrarse. Aquí en el barrio uno sueña y hasta hace lo posible por llevar la vida en paz, pero otros hacen la guerra. Ahí tienen el caso de David, el Panzas, que consiguió una chamba de gran altura: limpiar vidrios en los edificios más altos del centro de la ciudad. Apenas tenía una semana y al estar colocando las garrochas, se vinieron abajo los mecates y los fierros y cayeron sobre el parabrisas de un carro. Su patrón le dijo que tenía que pagar los daños 172

Los pequeños soñadores

y mi cuate David le dijo que se los iría pagando con trabajo. Pero el ruco siguió vociferando y en una de esas que le dice tarado al Panzas y mi cuate, endeudado y todo, no se aguantó la humillación y que le acomoda un buen puñetazo y el ruco se quedó con los dientes en la mano y sentadito de nalgas en el piso. A mi cuate, claro está, se lo llevaron a la delegación. Cuando uno va por el buen camino, tampoco falta quien rompa nuestros sueños. Ahí tienen a la señora Petra, la jefa del Gato Félix. Andaba muy orgullosa porque su hijo ya tenía un mes limpiando escaleras y pasillos en el Metro; ganaba una miseria si ustedes quieren, pero la cuestión es que ya tenía empleo. Entonces, una verdulera en el mercado ofendió a su hijo, que antes andaba de motorolo por las calles de la colonia y que a últimas fechas se las daba de buen trabajador. Doña Petra no se aguantó la hablada y que se desgreña con la verdulera. Félix, el Gato, tuvo que soltar un buen billete para que dejaran libre a su mamá. Total, que tanta chamba de mi cuate no sirvió de nada porque se quedó sin sus ahorros. Para terminar este asunto de los sueños, ahí tienen el caso de Benito, el cuate más tranquilo de la banda. Ese valedor siempre mete paz cuando los cuates nos andamos peleando. Pues Benito tenía un carnalillo que se la pasaba pegado a las maquinitas, moviendo palancas y golpeando botones se sentía el mejor jugador. Pero este morrito llegaba con dos que tres monedas y se las acababa de volada. Entonces empezaba a pedirles a los demás chavitos y, cuando estaban más enanos que él, de plano se las quitaba. Al principio, cuando nos enteramos de sus abusos, decíamos que qué bueno que el chavito se pusiera al tiro. Pero su carnal Benito decía que nel, que si continuaba así, tarde o temprano le pondrían un hasta aquí. Uta, Benito parece que 173

Eduardo Villegas

conoce el futuro, pues una tarde nos enteramos de que ya lo habían enfierrado justo afuera de las maquinitas. Quién los viera, ¿verdad? Hasta los enanos ya saben cómo defenderse, menos uno que se quedó con los sentimientos de otros tiempos estacionados en el corazón. Por eso cierro los ojos y sólo me gusta acordarme de lo bueno. Vamos entrando a la casa de Luisa desde temprano. Unos cargan las cajas de refrescos. Otros las tortillas o las bolsas con los pollos rostizados. Alguien más no se olvidó de llevar el pomo. Entre las chavas prepararon la ensalada y los postres. Así es que todos pasamos al patio y vamos entregando los regalos. Lo mejor es cuando Luisa, ya lo dije pero me gusta repetirlo, se llena de alegría y su sonrisa nos ilumina a todos. Expectantes vemos cómo abre la caja que contiene la grabadora y cuando la saca todos aplaudimos sin parar. De inmediato le pedimos que la conecte y, aunque a muchos no nos gustan las cumbias, de todos modos nos ponemos a bailar, pues más tarde tocaríamos todo el rock del mundo. De esta forma, recordando el baile y la sonrisa de Luisa, quiero terminar mi relato. Cierro los ojos y hago lo posible por dormir. Pese a que los sueños siempre están juntos, casi hermanados con las pesadillas, a mí no se me olvida que siempre tendremos un chance para despertar. ¿Para qué soñar –se preguntan los cuates de la banda– si siempre lo botan a uno a la realidad? Lo que digo yo –otros piensan igual– es que los sueños son necesarios. Pudiera ser que una noche arranquemos un poco de felicidad de algún sueño y esa es una oportunidad que no debemos desperdiciar.

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ROMPEREMOS UN PILAR, PARA VER A DOÑA BLANCA Moisés Zurita Zafra

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a había pasado una semana desde que le dije a doña Blanca que si quería ser mi novia y nada de nada, bueno, ella me había dicho: ¡ay, sí cómo no! Y se empezó a reír, pero cuando me vio en silencio, dijo: ¿de verdad, en serio?; yo sólo moví mi cabecita afirmativamente y ella dijo: ¡zaz, ya vas! Ya teníamos rato saliendo, bueno, encontrándonos en los bailes y en los eventos del municipio, a veces llevaban música el día de la Bandera, de Benito Juárez, de Miguel Hidalgo, el día de las madres, del padre, hasta el cumple del mero mero preciso. La fiesta del pueblo había sido tres meses atrás, pero desde antes ya andábamos, bueno, nos veíamos con el Marco, el Pepeluis, la Teresa, Estefanía, y los otros, los cuates de la cuadra. Ellos ya se habían dado cuenta que de pronto yo tomaba la mano de Blanca y le susurraba al oído cosas, creían que ya éramos novios, pero en realidad yo le decía: doña Blanca está cubierta de pilares de oro y plata, romperemos un pilar 175

Moisés Zurita Zafra

para ver a doña Blanca. Ella se reía y yo empezaba a mezclar los juegos: jugaremos en el bosque mientras doña Blanca no está, pues si la doña aparece a todos nos comerá. O bien amo a doña Blanca matarili rili ron. Pero a una semana de novios aún no había podido darle un beso. Pues así es, a veces uno no sabe y nada más; pero un día fuimos al río, y yo que me la llevé al río pensando que era mozuela... Eran los juegos de la primavera y se adornan las canoas, ya había poca gente como a eso de las seis, el sol se estaba poniendo y el cielo tomaba un colorcito amarilloanaranjado que se iba tornando en rojo, entonces, sucedió... Estábamos viendo el horizonte y de tener en mi mano su mano, mi mano pasó a tener su cintura, se juntaron nuestros cuerpos y puso su mejilla en la mía; eso es bonito, tener una piel tibia junto a la tuya. Nadie decía nada, por un momento mi cabecita se apagó, dejé de pensar, sólo entraban los colores por mis ojos y el calorcito de su cachete por el mío. Cuando el sol se fue, volteamos y nos quedamos viendo a los ojos, siempre en silencio, poco a poco se acercaron nuestras bocas y los labios quedaron juntos, pude sentir la suavidad de sus labios en los míos, recorrí sus labios con mi boca cerrada, de un lado a otro, lentamente, después abrí un poco y acaricié su labio de abajo, ella abrió ligeramente su boca y su tibieza se fundió con la mía: el primer beso sabe a miel, pero no cualquiera, esa miel que los chupamirtos sacan de las florecitas rojas o de plano la miel del desierto que las abejas juntan quién sabe cómo. Nos dimos un beso largo y de pronto me empecé a quedar sin aire, y es que como en todo, tomar aire en un beso tiene su chiste. Me separé para respirar y ya repuesto, va de nuez, mis labios buscaron los suyos. Mienten quienes dicen que ninguno como el primero, este fue mejor, y los que si176

Romperemos un pilar, para ver a doña Blanca

guen más, aunque es cierto, el primero es el primero y no se olvida. Con la noche, regresamos caminando, tomados de la mano, ella vivía en la última frontera, bueno estaba la carretera, pero después nada, del otro lado los cultivos, el monte. Una vez, cuando todavía no le había dicho nada, le llevé serenata. Su primo me dijo: ella duerme en esa ventana, la que da a la carretera y fuimos, su primo, Quiquito y yo. Aún salen de mi guitarra esos acordes: siempre soñé que tú vendrías a mí y hoy que es así me siento tan feliz, creo estar soñando... Pero esa noche nadie abrió la ventana, qué hacemos pregunté; pues otra dijo Quiquito, y le seguimos: Magia blanca tú tienes me has embrujado a mí... Pero nada, su primo dijo: si no sale a la tercera, es que nada de nada; y llegó la tercera y nada, regresamos en silencio por la calle de tierra, a lo lejos se oía el motor de un trailer que se acercaba, pasó por la carretera, junto a su ventana, seguro que sí escuchó eso, me dije, pero los cuates no hallaban qué decir. Gracias por la serenata, me dijo al otro sábado, me gustó mucho, no pude salir porque se me torció el pie; pero no era cierto, su primo me había dicho al otro día: le cantaste a la suegra, ella no estaba, se fue unos días con sus tíos del centro. Entonces dejé de sentirme miserable y estúpido. Pero ahora es distinto, la he dejado a unos pasos de su casa, la carretera está desierta y mi calle de tierra es otra, más alegre, hasta los perros están contentos, vengo caminando y a lo lejos se ve la luz de la única lámpara de la cuadra, ahí están Juanga, el Marco, Pepeluis, Quiquito y Rubén, juegan cartas, como siempre a esta hora, el conquián y el pócar se alternan, yo los veo, ya soy otro, llego tarde y a veces me dan chance, otras están las revanchas y 177

Moisés Zurita Zafra

no hay forma, me vuelvo de palo, como deben ser los mirones. Así avanza la noche, la una o las dos, me voy a dormir en estos días de tregua. Nunca pensé que me hechizaría el reloj, de una parte a esta fecha se ha vuelto indispensable, yo no tengo uno, pero veo el que está en la casa, una caja y en la parte superior un cuadro con un arreglo de flores de plástico con popotitos que antes se iluminaban de colores, ahora ni se iluminan ni dan vueltas, sólo sirve el reloj. Lo veo como avanza, es muy lento. Nos hemos quedado de ver a las siete, apenas oscureciendo, pero el reloj está casi parado, me he lavado la cara, me he peinado, me he puesto la camisa limpia y estoy listo desde hace media hora, pero el reloj está en suspenso, se ha detenido a las seis y media. Salgo a la calle, lo perros se han levantado y andan tras una perra pequinés, todavía hay luz, por eso los cuates no han salido, bueno, estuvieron afuera todo el día, apenas se metieron a comer, saldrán después de las ocho. Camino despacio, como quien no quiere la cosa, voy por la calle, mi calle de tierra que en los días de lluvia concentra unos charcos traicioneros donde se han quedado los camiones de refrescos y del gas. Llego a la esquina y espero, faltan unos minutos, y sale, con sus pantalones de mezclilla ajustados, una blusa de colores y una chamarra doblada en las manos. Viene caminando, se ríe, llega y me da un beso, sus labios apenas han tocado los míos. Vamos al jardín, al kiosco, al río; los sábados a un baile o toquín, y los domingos nos sentamos en la esquina, acaban de poner las guarniciones, dentro de seis años pondrán las banquetas y dentro de nueve el pavimento, ahora han puesto las guarniciones y nos sentamos en una.

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Romperemos un pilar, para ver a doña Blanca

Estamos llenos de palabras que de pronto salen, una tras otra se van atropellando, sin poder detenerlas poco a poco se desprenden e inundan mi calle; las palabras llenan las horas pero no queremos despedirnos, queremos seguir juntos, hasta que amanezca. Estamos de pie, ya está oscuro, ella está a punto de irse y mis labios buscan los suyos, entreabierta los espera su boca, el beso es intenso, no quiero separarme, mis manos acarician su espalda, su cintura, su cadera, entran debajo de su chamarra, buscan, encuentran sus senos duros, sus pezones levantados, ella se hace hacia atrás, mis manos regresan a su espalda y la aprisionan hacia mí, ella accede, un beso más y otro y otro, mis manos tímidas no volverán a sus senos, al menos en semanas. Cada tercer día va a ensayar en el grupo de danza de la casa de cultura, yo la espero a la salida, a las ocho, venimos abrazados, toda la calle es nuestra, media hora de andar pausado, llegamos a la cuadra, saludamos a doña Clara que viene del pan, a don Pedro, el de la tienda, a la Tencha y Juanga que están en su zaguán, el de ella, claro; a Marco y Pepeluis, Quiquito y Rubén, que están jugando cartas en parejas; llegamos a la esquina a unos pasos de su casa, nos abrazamos en silencio. Hoy no hubo ensayo, el grupo de danza se presentó en el ayuntamiento, es la fiesta de san Patricio, su madre se ha tenido que ir temprano con sus hijos pequeños. A lo lejos los truenos presagiaban tormenta, pero poco a poco se han alejado; ella trae la cara llena de maquillaje, se ve guapa, hermosa, le doy un beso pero se queda el bilé de sus labios en los míos, reímos, saca un pedazo de papel y me limpia, venimos abrazados por la calle, los árboles han unido sus ramas sobre nuestras cabezas, frondosos. 179

Moisés Zurita Zafra

Llegamos a nuestra cuadra, saludamos a todos, ya huele a mole, dice doña Clara, nos reímos. Ah, pues pue’que vaya a ser cierto, dice ella; ándale pues, dice doña Clara que ha ido a la tienda por azúcar. Llegamos a nuestro lugar, a unos pasos de su casa, en la esquina de mi calle y la carretera, saca un pedazo de papel y se quita el maquillaje, lo más que puede, me dice que los han invitado a bailar en la fiesta de santa Catarina, el día del músico, le digo que a toda la gente le gusta el baile, bueno, ver a los que bailan, se ríe, nos besamos. Estamos de pie, me abraza la cintura y apoya su cabeza en mi hombro, con una mano froto su espalda y con la otra acaricio su cabello, nos apretamos fuerte. Levanta la cara y nos besamos, sus manos bajo la chamarra se meten debajo de mi playera; le beso la oreja, el cuello, mis manos bajo su chamarra han subido poco a poco su blusa, ella sube mi playera; luego desprende su brasier y lo levanta, frota sus senos con mi pecho, estoy paralizado, su piel tibia me eriza, la aprieto contra mi cuerpo, acaricio su espalda, sus caderas, sus nalgas. Mis labios buscan su cuello, bajan en medio de sus senos, con la punta de la lengua toco el pezón izquierdo, siente mi humedad, mi tibieza, mi sexo se levanta como guerrero dispuesto a luchar hasta el fin. Luego la punta de la lengua baja el seno izquierdo y sube por el otro, llega al pezón que espera lo propio, pero mi boca se pega y chupa, primero suavemente, después golosa, con fuerza; va de un pezón a otro, en medio de los senos, el cuello, la oreja, la boca. Aprieto su cuerpo contra el mío, ella me acaricia la espalda, la cadera, las nalgas, las jala hacia su cuerpo, mi pene duro y caliente está aprisionado, ella aprieta más y empieza a mover su cadera, suavemente, en círculos; mis manos

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Romperemos un pilar, para ver a doña Blanca

aprietan sus nalgas y me muevo con ella, beso su cuello, su oreja, ella suspira, gime... Sus senos redondos, duros, calientes, están en mi pecho, se frotan; mis manos aprietan sus nalgas redondas, duras. Se mueve y tiembla... ay, ay, ay... Gerardo, Gerardo, Gerardo... dice y se aprieta duro, una humedad caliente inunda mi entrepierna. Luego el silencio, nuestros cuerpos se detienen uno del otro. Quiero hacer el amor contigo, le digo, ella guarda silencio, es otro día, estamos sentados, tomados de la mano, ella se ríe, no dice nada, ahora no sé qué decir, parece que lo tenía todo calculado, si me decía tal o cual cosa, pero no estaba preparado para su silencio; quiero hacer el amor contigo, bien, con calma, paso a paso, que nadie nos vea, que estemos solos. Tengo miedo, me dice, y qué hacer con el miedo, yo también quiero, que nuestros cuerpos estén juntos, suavemente, con calma, pero tengo miedo. En nuestro pueblo no hay hoteles, hay que ir lejos y son caros, pero ella no quiere oír nada de hoteles. ¿Y si me embarazo?, dice otro día y me saco de onda. Le digo que no se preocupe, que la quiero mucho y que con ella todo, me cai que sí me caso con ella. De cualquier manera pienso que lo mejor es llevarlo con calma y me dedico a conseguir un condón, creo que es lo mejor. Así que un día llego a la farmacia dispuesto a todo, sólo hay que pedirlo y ya, he visto en la tele Zico, Troya, y Diurex, así que pediré en ese orden, qué más, pero me recibe doña Micaela, prima del de la tienda: Gerardito, cómo estás, qué se te ofrece, y tu mamá, cómo ha estado. Salgo con mis pastillas vick en la bolsa del pantalón. Tengo que ir más lejos, me digo, y voy, es la botica, que está del otro lado del 181

Moisés Zurita Zafra

pueblo. Aquí seguro, toco el mostrador como si de veras. Está Lucía, fue conmigo en la secun el año pasado, salgo con otras pastillas vick. No quería, pero entonces le digo a Quiquito, ¿para qué lo quieres?, me pregunta, se me queda viendo y se ríe. No me digas... y me trae unos Diurex amarillos sabor plátano. ¡Ay no mames!, le digo. Pus no sé nada, me preguntaron y preguntaron y yo me dije pus a lo mejor de esos. Ya tengo un condón, le digo, estamos en nuestra calle sentados, tomados de la mano. Ella dice: no te creo. Sí, de verdad. A ver. Lo saco y se queda en silencio. No quiere hablar de eso, no quiere oír la palabra hotel o baño público. No quiero, no quiero. Bueno, sí pero en otro lugar, me dice otro día, nos vemos temprano. Salimos a mediodía, vamos caminando al campo, la milpa está creciendo, tendrá un metro si acaso, es suficiente, pero nos pueden ver entrar o salir, por eso caminamos más, un poco más allá hay árboles, ya llevamos mucho, alguna gente viene con leña, hay árboles cierto, pero poca yerba, nada le gusta, regresamos caminando a media tarde, en silencio. Ya tengo hambre, me dice, apuramos el paso. Hemos hecho cinco excursiones como ésta, todas terminan igual, ningún lugar le gusta. Estamos sentados en la guarnición, nuestro lugar desde hace meses, muchos meses; en silencio, no se me ocurre nada, tengo la vista clavada en el piso y ella me acaricia la cabeza. No hay nadie en mi casa, me dice, se fueron a un cumpleaños y regresan a las once. Se levanta y me lleva de la mano, yo voy temblando y en silencio, nunca he usado un condón, no sé como se usa, parece fácil pero tendrá su chiste ¿no? Por supuesto, todo tiene su chiste, cuando me lo quiero poner no se puede. Primero un pedo para abrirlo y luego lo 182

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pongo pero no baja; está oscuro, no quisimos prender la luz; le doy vuelta y trato de desenredarlo así una y otra vez. Si no se puede déjalo, me dice y me jala del brazo. Se tiene que poder, digo, ya casi está, tarda un poco más pero queda... Pero si me puse el condón, ¿cómo chingados se embarazó? no sé qué hacer, nunca sé qué hacer, menos ahora que hemos ido por sus resultados y dice positivo. Pienso en mi madre, se pondrá a llorar, como ella aquí que me dice, ¿Gerardo, qué hacemos?, todo va a salir bien le digo y pienso en mi padre, la abrazo y los dos temblamos. ¿Cómo volver el tiempo atrás?

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NOTICIAS DE LOS AUTORES MARIO CALDERÓN (Timbinal, Gto., 1951). Licenciado en Lengua y Literatura Hispánica y maestro en Literatura Iberoamericana por la UNAM. Ha publicado poesía: Después del sueño, Viaje a la otra parte del mundo, Lascas y poemas, Trueno de temporal y Hálito del origen; cuento: Si te llamaras Federico y Destino y otras ficciones; además de una Antología de la adivinanza; Investigación y crítica: El gran libro de la adivinanza, Historia y cultura mexicana a través del lenguaje, La luz del topacio, ensayos sobre cuento mexicano. Es profesor de posgrado en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. MAURICIO CARRERA (D. F., 1959). Escritor y periodista. Ha obtenido el Premio Nacional de Periodismo “Fernando Benítez”; en cuento el Premio Nacional “Agustín Monsreal”, el Premio Nacional “Inés Arredondo”, el Premio Nacional “Efrén Hernández”. En novela obtuvo el Premio Nacional “Jorge Ibargüengoitia”. También ha sido distinguido con El Premio Valladolid a las letras, Premio Nacional de Ensayo “Malcom Lowry”. Es autor, en cuento: La viuda de Fantomas, El tiburón de Cayos Holandeses, Saludos de Darth Vader, La muerte de Martí, Las hermanas Marx, Azar y El gigoló malayo; en novela: El club de los millonarios , Marilyn Monroe y otros familiares, Tormenta, La derrota de los días, La negra noche y El tigre de la luna. Se ha especializado en el estudio de la nueva narrativa mexicana; en ensayo: El centauro en el túnel, El minotauro y la sirena, Soy diferente: Emos, darketos y otras tribus urbanas (en coautoría con Marisa Escribano), Un rayo en la oscuridad: Jack London en México. Hizo la selección y la introducción de una antología de nuevos escritores mexicanos y cubanos: Relatos sin visa. 185

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PATRICIA CASTILLEJOS PERAL (D. F., 1954). Obtuvo el primer lugar en cuento y tercero en poesía en el premio Municipal “Nezahualcóyotl” 2000, convocado por el H. Ayuntamiento de Texcoco. Ha publicado cuento: Pese a todo, la noche es una fiesta, Música bajo la piel y en el libro colectivo: Tejedoras de historias; poesía: Toda la sal del mar e Insomnio de Luna. Fue becaria del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes 2002-2003. Es editora de la revista Molino de Letras. SILVIA CASTILLEJOS PERAL (Texcoco, Estado de México, 1957). Estudió Letras en la Universidad Autónoma Metropolitana. Sus cuentos han obtenido diversos premios, entre los que destacan: Primer lugar en el Concurso Internacional de Cuento de la revista “Marie Claire” (1994); Primer lugar en el concurso “Primero sueño” convocado por la Universidad del Claustro de Sor Juana (1994); Premio Nacional de Autobiografías de Mujeres Mexicanas, con el libro El Diario de Sili, convocado por DEMAC en 1996; Mención Honorífica en el concurso de cuento de la Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil (FILIJ) 2000. Ha publicado crónica: La internacional Sonora Santanera y El Diario de Sili; cuento: Debe ser una broma, Malos Amores (en coautoría con Rosa María Rodríguez Cortés) y El día que me volví invisible. Es profesora de tiempo completo en la Universidad Autónoma Chapingo. JOSÉ FRANCISCO CONDE ORTEGA (Atlixco, Pue., 1951). Estudió Letras Hispánicas en la FFyL de la UNAM. Colaborador del diario unomásuno. Ha publicado poesía: Vocación de silencio, La sed del marinero que regresa, Para perder tus ojos, Los lobos viven del viento, Intruso corazón, Imagen de la sombra, Rosa de agosto, Estudios para un cuerpo, Práctica de lobo, Fiera urgencia del día, Fiel de amor ensayo: Joaquín Arcadio Pagaza y el siglo XIX mexi186

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cano, Dramas románticos del siglo XIX, Diálogo de octubre, Diálogo inmediato, Diálogo en voz baja y Diálogo de espejos; crónica: Amor de la calle (colectivo), La esquina de los hombres solos, Que nada cambiará bajo tu piel y Asombro de silencios: Casi oro, casi ámbar, casi luz; Cuento: El destino de la musa. Es profesor titular de tiempo completo en la UAM-Azcapotzalco. MARCIAL FERNÁNDEZ (D. F.). Cronista de toros del periódico Unomásuno. Ha publicado crónica: En el umbral del miedo, Citar, templar, mandar, en colaboración con la fotógrafa Mónica Villa, Mano a mano en Bucareli: primer foto-reportaje taurino, en colaboración con Francisco Montellano Ballesteros y José Francisco Coello Ugalde; cuento: Andy Watson, contador de historias. Es director de la editorial Ficticia. Ha sido becario del FONCA. MIGUEL ÁNGEL LEAL MENCHACA (Fresnillo, Zac., 1950). Es licenciado y maestro en Letras Hispánicas por la UNAM. Ha publicado cuento: Ansiedad que persigue, Obituario, Mujeres abordando taxi, Doce de cal, De veras, maestro, Dolor qué callado vienes, A propósito de todo, La hora mágica y Mujeres frígidas. Es compilador de la antología: Veinte imprescindibles. Poetas latinoamericanos contemporáneos del siglo XX y colaborador en otras tantas: Mi mal es ir a tientas: poesía hispanoamericana del romanticismo al modernismo y La rasgadura del velo: narradores latinoamericanos del siglo XX. Es autor del libro de texto: Los cazadores de la palabra perdida. Es profesor investigador de tiempo completo en la Universidad Autónoma Chapingo y miembro del Programa de Investigación en Ciencias Sociales y Humanidades de la misma institución. GONZALO MARTRÉ (Metztitlán, Hgo., 1928). Ha publicado novela: Safari en la Zona Rosa, Jet Set, Coprofernalia, Los símbolos transparentes, El pornócrata, El 187

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Chanfalla, Entre tiras, porros y caifanes, ¿Tormenta roja sobre México?, Los dineros de Dios, Pájaros en el alambre, El cadáver errante, La casa de todos, El címbalo de oro, Cementerio de trenes, El retorno de Marilyn Monroe, Idilio Salvaje, Plutonio en la sangre y Bretón, la Valquiria y el último Nibelungo; cuento: Los endemoniados, La noche de la séptima llama, Apenas seda azul, Hazañas del mexicano en situaciones extremas y Tabasco: el diluvio que viene; ensayo: El movimiento popular estudiantil de 1968 en la novela mexicana. GILDARDO MONTOYA CASTRO (Sinaloa, 1959). Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad Autónoma Metropolitana; Maestría en Letras Mexicanas en la Universidad Nacional Autónoma de México. Es docente en la Universidad Autónoma Chapingo. Ha publicado poesía: El ladrón que sobornó a la luna y Armónica para desnudar el sueño. MIGUEL ÁNGEL MORALES AGUILAR (Torreón, Coah., 1967). Ha publicado en poesía: Celebración del Chamán, Círculo de luna, Los días en el jardín y Otra vez el paraíso; en narrativa: Cerro del Tezonco. Ha obtenido el Premio Estatal “Magdalena Mondragón” convocado por la Universidad Autónoma de Coahuila, Unidad Torreón. Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Coahuila, en la categoría de jóvenes creadores. QUETA NAVAGÓMEZ (Nayarit). Estudió la licenciatura en Educación Física. Ha sido ganadora de los concursos de cuento brevísimo convocado por la revista El cuento; del certamen de la revista Marie Claire y del Premio Nacional de cuento “Alica” de Nayarit, además obtuvo el segundo lugar en el V Premio de Cuento “Edmundo Valadés”. Ha publicado en poesía: Fantasmas de ciudad, Destiempo, Canto para desplegar las alas y Raíces de mangle; cuento: 188

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Aquí no ha terminado, Piel de niño, Hadas ebrias, Balón y astillas, y De mujer la hoguera; novela: Tukari Temai el hacedor de lluvias, novela huichola, El tigre del Nayar, novela histórica y Huichol, la rebelión del Máscara de oro. Es compiladora de la antología 100 cuentos brevísimos. RAÚL ORRANTIA BUSTOS (Cuernavaca, Mor., 1985). Estudió la licenciatura en Letras Italianas en la UNAM. Ha publicado el libro de cuentos Cuéntame un cuento pero de corrido y otras ficciones. Participa en los libros colectivos: Alguien te busca en el espejo y Antología de cuentos para chavos. Ha sido becario del FOCAEM. RAYMUNDO PABLO TENORIO (Atlixco, Pue., 1948.). Estudió la licenciatura en Periodismo y la maestría en Ciencias de la Comunicación en la UNAM. Fue director de la revista Universidad y Utopía. Ha publicado narrativa: La ciudad de Birrilín tirilín tirilín tin tin, La niña maíz, Diana y el silencio, El caballito de Benjamín, Historias de El castillo de Roma poesía: Un día más... y Ahínco que nada en el agua de los ojos; ensayo: Palabras en festín; libro de texto: Manual de redacción y Expresión oral y escrita: Elementos teóricos y analítica del discurso. Es profesor investigador de tiempo completo en la Universidad Autónoma Chapingo. EMILIANO PÉREZ CRUZ (D. F., 1955). Estudió Periodismo y Comunicación Colectiva de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Es colaborador en los principales diarios y revistas nacionales. Ha publicado, cuento: Tres de ajo, Si camino voy como los ciegos y Me matan si no trabajo y si trabajo me matan; crónica: Borracho no vale y Pata de perro, Un gato loco en la oscuridad y Si fuera sombra te acordarías; biografía: La vida: función sin permanencia voluntaria; novela: Reencuentro y Ladillas; reportaje: Noticias de los chavos banda. Obtuvo el “Pre189

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mio Nacional de Testimonio Chihuahua 2000” VICENTE QUIRARTE (D. F., 1954). Es licenciado, maestro y doctor en Letras por la UNAM. Ha merecido el Premio Nacional de Ensayo Literario “José Revueltas” 1990 y el Premio Xavier Villaurrutia 1991. Tiene publicados, poesía: Teatro sobre viento armado, Calle nuestra, Vencer a la blancura, Fray Filippo Lippi: cancionero de Lucrecia Buti, Puerta de verano, Bahía Magdalena, Fragmentos del mismo discurso, El cuaderno de Aníbal Egea, La luz que no muere sola (antología), El ángel es vampiro, ciudad de seda; relatos: El amor que destruye lo que inventa e Historias de la historia; cuento: Plenilunio de la muñeca; ensayo: La poética del hombre dividido en Luis Cernuda, Perderse para reencontrarse: bitácora de contemporáneos, El azogue y la granada: Gilberto Owen en su discurso amoroso, Viajes alrededor de la alcoba, Peces del aire altísimo: poesía y poetas mexicanos, Enseres para sobrevivir en la ciudad y Elogio de la calle: Biografía literaria de la ciudad de México; teatro: Retrato de la joven monstruo y Hay mucho de Penélope en Ulises. Es profesor de tiempo completo en la UNAM. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores y a la Academia Mexicana de la Lengua. ROLANDO ROSAS GALICIA (San Gregorio Atlapulco, D. F., 1954). Egresó de la Escuela Normal Superior de México e hizo estudios de maestría en Letras en la UIA. Ha publicado, poesía: Quebrantagüesos, El pájaro y la paloma, Herida cerrada en falso, Caballo viejo, Quimeras, Perversa Flor, Morder el polvo, Naguales, Mester de soltería, Tres pies al gato, El ruido de la infancia, Vagar entre sombras, Ojo por hoja, Caballo viejo y otros poemas y Quebrantagüesos y otros poemas; cuento: Pájaro en mano. Es profesor investigador de tiempo completo en la Universidad Autónoma Chapingo y miembro del Programa de Investiga190

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ción en Ciencias Sociales y Humanidades de la misma institución. EUSEBIO RUVALCABA (Guadalajara, Jal., 1951). Ha obtenido el Premio “Agustín Yáñez” 1992 para Primera Novela y el Premio Nacional de Cuento “San Luis Potosí” 1992. Ha publicado, novela: Un hilito de sangre, Desde la tersa noche, Música de cortesanas, Desgajar la belleza, Los ojos de los hombres,Temor de Dios y Todos tenemos pensamientos asesinos; cuento: ¿Nunca te amarraron las manos de chiquito?, Clint Eastwood hazme el amor, Cuentos pétreos, Las memorias de un liguero, Jueves Santo, Amaranta o el corazón de la noche, El sol le hace daño a los ancianos y Desde el umbral, antología personal; ensayo: Las cuarentonas, Primero la A, El hombre empuja al hombre y Chavos: fajen, no estudien (publicado por Molino de Letras, 2003); poesía: El argumento de la espada, Las jaulas colgantes y otros sonetos, Con olor a Mozart, Gritos desde la oscuridad y otros poemas místicos (1a. y 2a. parte), El diablo no quedó defraudado y Poemas de un oficinista. Es colaborador del periódico El Financiero. VICENTE FRANCISCO TORRES (D. F., 1953). Es licenciado, maestro y doctor en Letras por la UNAM. Ha obtenido el Premio de Periodismo Cultural 1986, convocado por el INBA, y el Premio Internacional de ensayo Literario “Alfonso Reyes” 1996. Es autor en ensayo: El cuento policial mexicano, Esta narrativa mexicana, Cuentos mexicanos de hoy; La otra literatura, Narradores mexicanos de fin de siglo; José Revueltas, el de ayer; La novela bolero latinoamericana y A la sombra de un palmar; crónica: Yo no olvido al año viejo; cuento: Ciudad al norte. Es profesor titular en la UAM-Azcapotzalco. IGNACIO TREJO FUENTES (Pachuca, Hgo., 1955). Es licenciado en Periodismo y Comunicación Colectiva por la 191

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FCPyS de la UNAM y maestro en Letras por New Mexico State University. Ha sido becario del Centro Mexicano de Escritores. Ha sido ganador del Premio Nacional de Periodismo Cultural “Comitán de Domínguez” 1988 y el Premio Internacional de Ensayo Literario “Sergio Galindo”. Colaborador permanente de la revista Siempre! Ha publicado, ensayo: Quetzalcoatl, Segunda voz (ensayos sobre novela mexicana), Faros y sirenas (aspectos de la crítica literaria), De acá de este lado: Una aproximación a la novela chicana, Lágrimas y risas (La narrativa de Jorge Ibargüengoitia) y Tres tristes tópicos: la narrativa de Sergio Galindo; crónica: Crónicas romanas, Amiga a la que amo, Aztecas en Kafkania, Loquitas pintadas, Besos del diablo, Amor al revés, así como La fiesta y la muerte enmascarada. El Distrito Federal de noche; novela: Hace un mes que no baila el muñeco; cuento: Mientras el lobo no está y Tu párvula boca. Maestro de Literatura de la UAM-Azcapotzalco y en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. ARTURO TREJO VILLAFUERTE (Ixmiquilpan, Hgo., 1953). Es licenciado en Periodismo y Comunicación Colectiva por la FCPyS de la UNAM. Ha publicado cuento: Olivia la chillonona y Mi vida con las mujeres; poesía: Doce modos, Mester de hotelería, A quien pueda interesar, Como el viento que pasa, Mirada atrás, Malas compañías, Homenaje a Álvaro Carrillo y otros boleros, Las prendas de tu amor, A través de los años, Mujeres perdidas seguido de las Letras de tu nombre, Lunas de octubre, Rituales, 21 cánticos de amor y un poema casi desesperado y Alas de lluvia; ensayo: Palabras de fe, Las buenas intenciones, La esponja y la lanza y Sombras de las letras; novela: Lámpara sin luz; antologías: Para tu exclusivo placer. Selección de poemas erótico-amorosos; crónica: Amor de la calle (colectivo). 192

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Es profesor investigador de tiempo completo y miembro del IISEHMER de la Universidad Autónoma Chapingo. EDUARDO VILLEGAS (Palmillas, Tams., 1962). Estudio Literatura Dramática y Teatro en la UNAM. Ha publicado en narrativa: El juego de los gusanos, El misterio del tanque, Orillas del asfalto, El blues del chavo banda, Acetato, Las aventuras de Eddy Tenis Boy y La noche de la desnudez; seis libros de cuento para niños: El baúl de los cuentos, Cuentos de magos para niños, Historias de piratas para niños, Historias de vaqueros para niños, Historias de policías y ladrones para niños, e Historias de fútbol para niños; manual de teatro: Titerecuenteando, muñecos educativos y divertidos y Caras y gestos. Ha recibido entre otras distinciones, el Premio Nacional de Testimonio 1987, convocado por el INBA y el Gobierno de Chihuahua, y el Premio Nacional de Literatura “Gilberto Owen” 1990, a través de DIFOCUR. Fue becario del FONCA. MOISÉS ZURITA ZAFRA (San Mateo Tunuchi, Oax., 1967). Estudió Sociología Rural en la Universidad Autónoma Chapingo y la Maestría en Lingüística Indoamericana en el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social. Ha publicado en cuento: Yo sí le pasé, Unos días en la escuela, Cuando me iba de pinta, Cierro los ojos, me voy y El Tavayuco; en poesía: Gotas de tinta. Es director y fundador de la revista de literatura y humanidades Molino de Letras. Es profesor de tiempo completo en la Universidad Autónoma Chapingo e integrante del Programa de Investigación en Ciencias Sociales y Humanidades de la misma institución.

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Perder la piel estuvo a cargo de Molino de Letras arte SC Se imprimieron 1000 ejemplares en septiembre de 2013 en Imprensel S.A. de C.V., Laguna del Ensueño 24, Col. Selene, Tláhuac, DF. Tel. (55)58661835 en papel bond de 80 gr con un tiraje de 1000 ejemplares. Se utilizó en su composición la familia tipográfica CG Times