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Nuestras raíces culturales sinaloenses: esplendor y ocaso María Esther Sánchez Armenta

Nuestras raíces culturales sinaloenses: esplendor y ocaso María Esther Sánchez Armenta

NUESTRAS RAÍCES CULTURALES SINALOENSES: ESPLENDOR Y OCASO María Esther Sánchez Armenta Todos los derechos reservados Registro en trámite en la Dirección General de Derechos de Autor de la SEP Primera edición: Consejo Ciudadano para el Desarrollo Cultural Municipal de Salvador Alvarado 700 ejemplares. Creativos7editorial: Baila 871. Col. Gral. Antonio Rosales Culiacán Rosales, Sinaloa, México C.P. 80230 Tel. 01667-4556615 E-mail: [email protected] Diseño editorial: Natalia E. Ojeda Osuna Portada: “Huellas profundas del ayer”. Oleo sobre tela. María Elena Torres Sánchez Corrección: Teresa Gaxiola López Esteprogramaesdecarácterpúblico,noespatrocinadonipromovidoporpartido políticoalgunoysusrecursosprovienendelosimpuestosquepagantodoslos contribuyentes. Está prohibido el uso de este programa con fines políticos, electorales,delucroyotrosdistintosalosestablecidos.Quienhagausoindebido delosrecursosdeesteprogramadeberáserdenunciadoysancionadodeacuerdo con la ley aplicable y ante la autoridad competente. “Los libros hacen hombres libres”. Hecho en Sinaloa-México Printed in Sinaloa-México

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Presentación

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odos los pueblos del mundo poseen sus propios rasgos que los definen, es decir, guardan en sus entrañas una cultura que les es propia y que es el resultado tanto de las creaciones internas, como de las influencias que devienen de otros grupos sociales. El concepto cultura ha atraído la atención de los grandes pensadores que ha dado la humanidad. De esa forma, mientras que el diccionario la define como un conjunto de valores, creencias, tradiciones, instituciones, lenguaje, etc., que una sociedad elabora para transmitirlos a las generaciones venideras, los antropólogos Tyler, Gauss, Levi Strauss, entre otros, se apegan a una respuesta que tiene que ver con lo instrumental. En otra de las caras encontramos a los filósofos como Hegel y Dilthey quienes la piensan como reacción espiritual del sujeto en donde se incluyen nociones de proceso y valor. También se encuentran definiciones que nos llevan a entenderla como el conjunto de conocimientos que una persona ha adquirido durante el proceso de socialización. La ideología dominante en las sociedades, aboga por una definición que se apegue a lo que se difunde por los medios masivos de comunicación; la cultura de fumar, de beber vino o cerveza, de usar tal o cual artículo o moda. La palabra cultura es ampliamente usada en distintos sectores de la sociedad; por ello se escucha “cultura física”, que son conocimientos que se posee sobre cómo desarrollar armónicamente el cuerpo humano, “cultura científica”, para designar a un pueblo que impulsa el desarrollo de las ciencias en toda su plenitud. “Cultura lingüística” refiere a usuarios que hacen buen uso del lenguaje y que poseen un conocimiento profundo de su idioma. Se habla de una “cultura gastronómica” cuando se tiene un coMaría Esther Sánchez Armenta

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nocimiento y buen uso de los alimentos. Como se puede observar, todos estos usos apuntan a las diferentes aportaciones que los miembros de una colectividad entregan a su sociedad como un nuevo saber. De esa forma, para muchos estudiosos de la sociedad, principalmente para los antropólogos, la palabra cultura se define como todo aquello que no nos ha entregado la naturaleza y prestan atención a lo que el grupo social elabora o construye. Por ejemplo, las mujeres de las sociedades primitivas se convirtieron en mejores organizadoras que los hombres de aquellas épocas, ya que éstas tenían que hacerle frente a los problemas que enfrentaban al cuidar de sus crías y alimentarlas, sin el apoyo de su pareja que se encontraba de cacería; descubrieron que llevándose a sus hijos a zonas altas, los protegían más fácilmente de las fieras y de las inundaciones; se dieron cuenta que en las cuevas se conservaban mejor algunos de sus alimentos y que allí mismo tenían más confort para soportar las bajas temperaturas del invierno o el calor de un verano. Por otra parte, el hombre aprendió que era más fácil la cacería en grupo, que el animal se atrapaba con mayor facilidad una vez que se había agotado de tanto correr. Al llevar una vida en comunidad, tuvieron que construir sus casas, elaborar variados utensilios que la misma vida cotidiana les exigía: lanzas, piedras talladas, trampas para aves pequeñas y para animales más grandes, piezas de cuero para cubrirse el cuerpo, formas de comunicación que iban desde sonidos guturales hasta señales, etc. Todo esto fue conformando una cultura específica de esos grupos. Por ello los historiadores expresan que civilizaciones antiguas como los mayas, poseían una cultura de las matemáticas muy adelantadas para su tiempo, pues inventaron el cero y un calendario muy preciso para medir el paso de los años. Los apaches en los Estados Unidos de Norteamérica fueron arraigando en sus descendientes una cultura guerrera que los caracterizó por mucho tiempo; construyeron puntas de flecha, lanzas y otros artefactos para enfrentar a sus enemigos. Los fenicios fueron grandes comerciantes con todo el mundo de la antigüedad, y por ello tuvieron que idear formas administrativas, convenios comerciales, formas de pago, etcétera. Los indígenas de nuestro México precolombino eran poseedores de una vasta herencia cultural; construyeron grandes pirámides, desaMaría Esther Sánchez Armenta

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rrollando con esto una importante cultura arquitectónica; tenían un conocimiento muy extenso sobre las propiedades medicinales de las plantas, una cultura guerrera que les permitió hacer frente a los conquistadores españoles, una cultura artística que todavía es posible apreciar en los muros pintados y en las figuras arqueológicas que como legado cultural conservamos los mexicanos. Como una conclusión de los párrafos precedentes, podemos decir con toda seguridad que no existe pueblo carente de cultura, es decir, la frase “es un pueblo que no tiene cultura” constituye una propuesta que carece de sentido, toda vez que en cualquier asentamiento humano es fácil detectar los rasgos definitorios de su propia cultura. En tal sentido, esa frase tiene algo de “racismo”, ya que el que la expresa considera que la palabra “cultura” debe de definirse partiendo desde la perspectiva de su entorno cultural. Un ejemplo puede ilustrar esta idea; se sabe que en Alvarado, Veracruz la grosería forma parte viva de la forma de comportarse lingüísticamente, las “malas palabras” andan en boca de todos y cuando un visitante educado en los buenos modales, escucha las expresiones altisonantes, no puede dejar de criticar a ese pueblo de “inculto”. Esas creaciones lingüísticas son parte de la cultura de ese espacio, no hubo entidad alguna que haya venido a indicarles que deberían de expresarse de una manera determinada, fueron los propios usuarios los que “idearon” comunicarse con esos sonidos y, si esa manera les sirve a sus propósitos comunicativos, podemos considerarla como correcta. Esta obra literaria cuyo título es por demás sugerente, va al encuentro con los aspectos cotidianos del ayer y hoy; la autora de Raíces culturales sinaloenses: esplendor y ocaso, como buena emprendedora del rescate cultural, entiende muy bien que el ser humano es una entidad creativa por naturaleza y, por ello, se ha propuesto agudizar sus sentidos para percibir del entorno cotidiano la multiplicidad de creaciones culturales que se gestan en cualquier lugar donde exista un asentamiento. Seguramente el lector se dará cuenta que en ese afán de reflexionar sobre la vida cotidiana, María Esther encontró que la mujer sinaloense ha desarrollado una cultura de economizar, al describirnos con una claridad poco usual cómo la pedacería de telas sobrantes en las actividades de costura se deben de

acumular hasta que se calcule que puede elaborarse una “sobrecama”, que es una especie de colchoneta que sirve para cubrir la cama. Las circunstancias de vida específicas de la vida en la región, han llevado a muchas amas de casa a darle vuelo a la imaginación para sortear la carestía que se les presenta en un tiempo y en un espacio determinados; éste es un ejemplo que se expone cómo se gesta una aportación cultural más, misma que vendrá a resolver una necesidad social y a pasar a la lista de aspectos de la vida que nos dan identidad como pueblo. Es en esta parte última, donde la autora nos habla acerca del papel que juega la cultura como medio que nos identifica con un espacio y que nos hace plegarnos a nuestra ancestral forma de vivir. Añoramos “las raspadas” o “gordas”, que son las tortillas hechas de nixtamal untadas con “asientos” de puerco. Una verdadera delicia gastronómica que conjuga algo del arte culinario indígena con la tortilla de maíz y la herencia dejada por los conquistadores españoles con los guisados de puerco. Algunos de nuestros paisanos que se van vivir a otras latitudes, expresan que cuando regresan al pueblo o a la ranchería que los vio crecer, y conforme van acercándose al lugar, la emoción crece tanto que hasta “su alma va delante de ellos”, porque ésta también ya quiere estar en el calor de hogar, disfrutando de horas de conversación, mediada por esporádicos momentos de disfrute de los alimentos que han dejado de formar parte de su dieta alimenticia. Así como esta gran obra nos lleva de la mano por las delicias que añora nuestro paladar, nos hará rememorar muchos aspectos ya olvidados de nuestra vida cotidiana; sacudirá la memoria de los viejos y asombrará a los de las nuevas generaciones hasta dejarlos perplejos, cuando nos lleve detalle a detalle cómo resolvíamos los problemas nocturnos de las necesidades fisiológicas, haciendo uso de un utensilio al que llamábamos vasenica; es obvio decir, que éstas no eran del brillante oro como una de las que hace su aparición en la obra cumbre de Gabriel García Márquez, Cien Años de Soledad. Esa vida de antes fue, para muchos, momentos vividos que consideran el esplendor de una gran época en la cual se vivió “muy a gusto”, a diferencia de los tiempos actuales, que se vive un deterioro de las bases más sensibles de nuestra sociedad.

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Para comprender la cultura de nuestra comunidad, como lo hace la autora de esta obra, se requiere una verdadera formación académica y un trabajo constante en las entrañas mismas del pueblo. Esto ya lo habían avizorado los antropólogos; es imposible describir una cultura desde fuera de la comunidad, tal como lo haría un forastero que cree comprender totalmente la realidad a partir de una breve estancia en la “tribu”; no, lo que realmente se necesita es que el estudioso se convierta en un verdadero “nativo”, en un elemento más de ese escenario, para que pueda tener la perspectiva de cómo se ve desde dentro. Es el caso de la autora de este material; sus estancias prolongadas en los diferentes rincones de la geografía sinaloense le han permitido robustecer una fina comprensión de su entorno cultural, sintiendo en carne propia los sentimientos, creencias y los valores que asumen los hombres y las mujeres de estas tierras. Es por esas razones que el Consejo Ciudadano para el Desarrollo Cultural de Salvador Alvarado se congratula de la publicación de la presente obra, que, seguramente, representa una invaluable aportación a la cultura regional. Francisco René Bojórquez Camacho Coordinador del Consejo

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Prólogo

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n 1976 apareció el libro Sinaloa: la forja de un pueblo, escrito por el licenciado Francisco Gil Leyva. El autor lanzó un reto: que no se aplace más el momento en que el sinaloense sepa que su presente y él mismo son una obra de siglos y el resultado de un esfuerzo multirracial. Que el sinaloense sepa de dónde viene como pueblo. Todas las razas, los peregrinos de los continentes, se dieron cita en Sinaloa. Llegaron los españoles de Europa y los negros de África. Siglos después los blancos consolidaron su empuje con las corrientes migratorias de estadounidenses, franceses, alemanes, ingleses, italianos y griegos. Un poco más tarde, Asia envía una marejada impetuosa de chinos y japoneses. Y de la amalgama de todos los colores: el cobrizo del aborigen, el blanco del europeo, el amarillo del asiático y el negro del africano, surgió un hombre nuevo: el sinaloense. ¿Cómo y cuándo, bajo qué circunstancias se llevó a cabo el cruzamiento racial, ese maridaje múltiple y vario? ¿Cómo, a resultas de una cita histórica, llegó a forjarse un pueblo: el pueblo sinaloense? Y, el licenciado Gil Leyva le otorga a cada una de esas preguntas una respuesta que se acomoda como anillo al dedo. Y narra, con sabor, con hondura, con conocimiento, sobre el Sinaloa nativo cuya civilización se aposentó en las orillas de sus ríos abundantes. En esas pequeñas porciones de tierra se retenía una humedad precaria, el natural de la tierra sembró el maíz y el frijol y esperó tranquilo a

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que la naturaleza fuera clemente en un territorio inhóspito y cicatero. Si no llovía o llovía poco ya sabía el itinerario del hambre: de cultivador de la tierra se convertía en cazador y en pescador. Tenía tanta habilidad por el imperativo de su necesidad simple de subsistencia. El aborigen estaba preparado para la guerra. Mantenía una rivalidad con tribus vecinas, que se disputaban las tierras más feraces cerca de arroyos y ríos, así como las salinas, porque la sal tenía un valor y hasta una gran significación religiosa. Las tribus defendían su propiedad del acoso constante de aquellas cuyos dominios se hallaban en la parte de la sierra. Sólo lograban prevalecer las más aptas para la guerra y las de más talento político. Pero un día llegó por el sur la primera columna de hombres blancos y barbados. Nuño de Guzmán impuso la fuerza del arcabuz y el caballo, la lanza y la armadura, y sojuzgó a los nativos confrontados entre sí y con ninguna cualidad para el combate. Pero el soldado español no llegó solo: le acompañó el misionero. Primero los franciscanos; luego, los jesuitas. Los franciscanos no soportaron el clima ni la pobreza de la región. El jesuita fue más resistente por la disciplina militar de San Ignacio de Loyola. En Sinaloa están frente a frente dos mundos diferentes: el mundo aborigen y el mundo español. Empieza a tenderse el puente del mestizaje. El licenciado Gil Leyva dijo que este puente de sangre no se produjo en andas del santo sacramento del matrimonio, sino a horcajadas de la lascivia y la pasión carnal. En 1519, en el inicio de La Conquista, había 25 millones 200 mil indígenas en el país. Tres años después la población había disminuido a 16 millones; luego, las cifras sufrieron un horrible desplome: en 1548 eran 6.3; en 1568, 2.6; en 1595, 1.3, y en 1605, 1.0. Hubo necesidad de traer africanos para reemplazar a los nativos muertos de fatigas y hambres espantosas en los repartimientos, encomiendas y obrajes. Fue, pues, el negro de África el primer aporte de sangre en la forja de un pueblo. María Esther Sánchez Armenta

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Después llegarían los europeos y, más tarde, los asiáticos. Pero mientras se fundían las sangres el indígena sinaloense no se atrevía a abandonar el calzón de manta, el petate a ras de tierra, la tortilla con sal, y era víctima de la muerte por “pasmo” o dolor de costado, y ponía en vilo su alma con el anuncio ominoso de la churea y el cataclismo de los eclipses. Fue largo el proceso de la gestación del mestizaje. Fue un cambio que se llevó siglos. Al mestizo lo que le era ajeno llegó a serle propio. A ese mestizo de cuño de siglos le correspondió tomar las armas al lado del padre Hidalgo luchando en favor de la libertad. Combatió a las huestes de Napoleón y Maximiliano. Estuvo al lado de Juárez. Respetó las ideas de Madero y se lanzó al campo de batalla enarbolando las banderas populares de Zapata y Villa. Explotó su sangre envilecida por los siglos de esclavitud del español, y se redimió. A ese pequeño libro, tan útil y tan indispensable a todo sinaloense, ahora ha surgido otro, fruto del talento y la ternura de María Esther Sánchez Armenta, llamado Raíces culturales sinaloenses: esplendor y ocaso. Hace 31 años, el licenciado Gil Leyva realizó este admirable esfuerzo para desenredar la personalidad del sinaloense. María Esther se guía por la misma huella para dar con el sendero que permita conocer la identidad del sinaloense, en sus gestos y ademanes. En las frecuentes hambrunas, los pobladores de la tierra han acudido al monte, despensa generosa. María Esther enumera los frutos del monte al que acudían los indígenas para paliar los malos tiempos del hambre. Dichos frutos naturales eran, en primer término, la pitahaya, y luego la tuna, la biznaga, la aguama, el papachis, el ayale, la guayaba, la nanchi, la ciruela y el guamúchil. Servían todas estas humildes frutas del monte para alimentar a los nativos en los arduos lances de la necesidad de años secos, en los que a falta de maíz y frijol se recurría a las semillas tiernas del mezquite y el huizache y a las raíces del camote. También la miel de enjambre fue otro recurso para burlar la urgencia del estómago con sus extraordinarias virtudes nutricias. A las frutillas del monte, el indígena agregó a su dieta de emergencia el venado, la tochi, el conejo y la iguana.

En el tierno relato de María Esther, el maíz ocupa un espacio especial. El maíz es el alimento básico de las tribus mexicanas. En México se dan 2 mil variedades agrupadas en 25 razas. Al maíz tostado se le llama en el interior del paíz izquitl; en Sinaloa, esquite. Sancochado en agua con cal se le llama nestamalli o nixtamal que se muele en metate o en molino de mano para hacer tortillas. Al maíz tostado y molido se le llama pinolli o pinole. El pinole era usado como alimento ideal en viajes largos o en tiempo de guerra porque hecho polvo sólo basta agregarle agua. El mayo sinaloense comía el maíz tostado como uno de los alimentos principales. Dicho maíz tostado, sin moler, le proporcionaba una gran energía. Lo comía a puños. El atole de maíz era otro alimento indispensable en la mesa del indígena. Se molía el maíz en nixtamal y se le añadía leche o agua. Había que tomar el atole con mucho cuidado porque conservaba el calor de las buenas hornillas alimentadas con palo de brasil. Cuentan las mujeres de Mocorito que un joven se fue a trabajar a Estados Unidos. Duró 20 años en volver. Al regresar, la madre siempre amorosa le preparó un buen atole de maíz endulzado con panocha. El muchacho preguntó extrañado: ¿Qué es esto? La madre, que había visto al hijo mover la taza para enfriarlo, le contestó: es atole blanco de maíz, m’ijito. Con él te criaste. Ahora ya no sabes qué es un atole de maíz blanco, pero no se te ha olvidado el meneadito. Pero así como el maíz convertido en pinole y atole mantenía el gusto por la vida, así el maíz fermentado y macerado producía una bebida embriagante que entre los tarahumaras de Chihuahua se conoce como tesgüino. Es la más antigua, y se le hace de la siguiente manera: se pone a fermentar el maíz por ocho o más días humedeciéndolo hasta que germine. Se muele y se pone a hervir. Al hervir puede romper una olla de barro. Las tribus indígenas del interior del país le añadían trozos de tuna de nopal para mejorar su sabor. En tiempo remoto las casas no tenían drenaje. Se usaba el excusado de cajón. Este retrete primitivo fue causante de graves problemas de salud, principalmente entre la niñez. Aquel estigma fue liquidado al aparecer el excusado inglés y cuando los gobiernos, afortunadamente,

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emprendieron un vasto programa para el control de las aguas negras. Al excusado de cajón se le agregó la ignominia de la bacinica, que era un recipiente de peltre que se fabricaba en Monterrey, y que servía, en la noche, para defecar y orinar. Naturalmente, que tal recipiente despedía un mal olor que ingenuamente se le combatía poniendo algo encima. En las viejas poblaciones coloniales sinaloenses, como en El Fuerte, al excusado de cajón se le llamaba “el trono del rey”, para excusar su uso denigrante. “El trono del rey” tenía tres orificios, uno para el hombre, otro para la mujer y otro más para el niño. En las antiguas mansiones de las familias criollas el lugar de “el trono del rey” era un espacio segregado de la casa por su lamentable uso y, como es natural, siempre se desprendía de aquel lugar un mal olor, que ponía en evidencia la gallardía y alcurnia de las familias pudientes. María Esther se ha propuesto revivir los buenos y malos tiempos platicando con ancianos de mente lúcida, no abochornada por el Alzheimer, reconstruyendo estampas ya olvidadas de la tierra sinaloense. Estos viejos que no han perdido la memoria comparten sus recuerdos de un mundo que ya no existe, de un mundo arrastrado por eso que llamamos el progreso. Son esos viejos algo parecido al alfiler que nos une al pasado. Ha registrado su memoria el tiempo feliz en que no existían los supermercados ni los Oxxos ni los Flash. En que la gente adquiría sus modestas cosas para la casa en el abarrote, llamado también chumilco y tendajón. Sus compras eran envueltas por el abarrotero chino en papel de estraza con una gracia artística, que le confería una gran dignidad a la harina y el frijol, el café en grano de Coatepec, y las galletas de animalitos que llenaban de fantasía a los niños. En la canasta el ama de casa acomodaba los mazos de cilantro, los ejotes, las calabacitas y las papas para el cocido de la comida del mediodía, luego muy temprano fue al mercado para comprar un buen trozo de carne de res con gorduras. No había papel higiénico. Esos viejos se ríen del delicado papel higiénico, y por una buena razón: antiguamente el olote o un manojo de hierba verde hacían las veces del papel; también el papel de estraza y el

papel entintado de periódicos y revistas. Se ríen los viejos recordando el olote, y tienen razón. ¡Qué tiempos! ¿No hiciste tú un tirador con una horqueta de cacaragua? Ningún niño puede privarse de ese placer de hacer un tirador con una horqueta de cacaragua, igual que tampoco puede desdeñar hacer una jara con batamote y una huichuta de alambre. ¿Qué mujer que hornea pan no ha barrido las brasas con una escoba de cacaragua? ¿Qué niño ha dejado de probar la cacaragua y la bebelama que escalda la boca como la aguama? En las trágicas hambrunas de los indígenas sinaloenses el camote fue una bendición de la naturaleza. Se da en los cerros y en las tierras bajas. Se reproduce con facilidad, no requiere de cultivo. Un camote con un vaso de leche engala el paladar, igual que una zaya que alivió tantas penurias. El sinaloense se enorgullece de ocupar los primeros lugares en la producción agrícola, empezando por el maíz, pan de los mexicanos. Pero también se ufana de la alegría de su carnaval mazatleco, de su música de tambora y de la calidad de su beisbol, y de la exquisitez de su cocina, en la que los mariscos y pescados ocupan un lugar muy especial. La cocina sinaloense no oculta su origen rural. No obstante la incorporación de otras cocinas, especialmente la china, norteamericana e italiana, mantiene su fidelidad campirana. No obstante la aparición del chop suey chino y la pizza italiana, Sinaloa no ha desdeñado su cocina original, sencilla, frugal, del medio campesino. No han desaparecido, por lo tanto, el pollo a la plaza, el cocido, el asado, la machaca, la cazuela, las albóndigas. Nuestras matronas sinaloenses no se han dejado convencer por los platillos extraños y recurren, en su diaria permanencia frente a las hornillas, a las antiguas maneras de comer que implantaron las madres y abuelas. A pesar del tiempo que se vive no ha desaparecido de la mesa el atole blanco con un buen pedazo de panocha de Cosalá, una tortilla de comal hecha burrito empujada con leche recién ordeñada, un plato de

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quelites con su asadera y su juguito de limón, una tortilla caliente con asientos de puerco, las tortillas con manteca de res, el caldillo con minúsculas hebras de carne en un océano de caldo con la compensación de un huevo, el frijol con hueso, el pozole hecho de frijol y maíz en tiempo crítico en que el ama de casa recurría a su imaginación para dejar contentos los estómagos de familias muy numerosas y de buen apetito. Pero era una cocina pobre en sabor y poder alimentario. En tiempo reciente apareció el marisco, que dio una variedad y le dio un prestigio a la cocina sinaloense que no tenía. Se apropió del zarandeado, nayarita de origen, y lo tituló propio. Hizo un coctel de camarón y pulpo muy favorecido. Hizo una fritura del pargo y la corvina la destinó para el caldo reconstituyente. Tomó al camarón y lo sirvió al mojo de ajo o empanizado. Hizo del callo de hacha con su salsa de La Guacamaya y su limón el más apetecido. Así como se adueñó del zarandeado nayarita, se apropió también de la carne asada y la machaca de Sonora. En las bodas de otros tiempos se estilaba ofrecer a los invitados el estofado hecho de gallo viejo, así como chocolate y bizcotelas. Tal costumbre desapareció para la mala fortuna, apareciendo la barbacoa y en las bodas de postín el tibon steak, y los camarones cubiertos con una gruesa capa de queso francés. Hubo cosas de comer que se convirtieron en armas de persuasión política. Por ejemplo, ¿qué político sinaloense de poder no fue halagado con un buen chilorio de Mocorito? ¿Qué personaje sobresaliente no fue honrado en su vanidad con unas buenas barcinas de camarón seco de Escuinapa? Más recientemente, ¿cuál ciudadano de nombradía no fue elevado mucho más arriba de la azotea de su mansión con un buen lote de lichis, esa exquisita frutilla china que trajo a Eldorado, Alejandro Redo? Tales ofrendas a los poderosos en turno cumplieron con su objetivo al respaldar triunfales carreras políticas. A los hombres y mujeres de mejor jerarquía se les contentaba con palomas asadas de Mocorito acompañadas de atole de maíz. Muchas de esas personas encumbradas por el recurso de los neMaría Esther Sánchez Armenta

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gocios y la política, probablemente olvidaron un paso ominoso en que el quelite y la asadera calmaron ansias impostergables de los intestinos. ¿Es una desvergüenza recordar el caldillo de papas o el colachi hecho con calabacitas tiernas rescatadas de los surcos del maizal? Seguramente no hay industria más antigua en Sinaloa que el trapiche. María Esther dedica tiempo y espacio a esta industria primitiva en lo que puede llamarse el nacimiento del instinto industrial del sinaloense. Al trapiche habría que agregarle las curtidurías que aprovechaban los cueros de res para transformarlos en huaraches, principalmente, y después en aperos de labranza, sillas de montar, cantinas y cojinillos. Fue el cultivo de la caña de azúcar uno de los primeros en Sinaloa, aprovechando las escasas superficies con posibilidad de riego en arroyos y ríos. Fueron, pues, el trapiche y la tenería, los pioneros de la industria. No había azúcar blanca. El café se endulzaba con panocha. El azúcar a cuadritos apareció cuando Benjamín F. Johnston montó la United Sugar Company en Los Mochis. Era común que la gente del campo comiera frijol con panocha. ¿No era el noroto la golosina fugaz y deleitosa de la feliz niñez? Se le envolvía en hojas de maíz como un tamal. Tal trapiche propició otra industria pequeña: el envasado del papayo o la cáscara de limón. Se le llamó conserva y era el postre necesarísimo al yantar campesino. Pido perdón por extenderme demasiado. No es culpa mía. Es culpa del texto sugerente y acaparador de María Esther. Podía haberme dedicado a escribir las dos o tres cuartillas que requiere un prólogo sobrio y justiciero con el tiempo valioso de lector, pero no pude, francamente. Me atrajo tanto esta idea de la autora, de retener, de no permitir que tropiece el olvido con las cosas que nos son tan entrañables porque están ligadas por un lazo muy fuerte a nuestras propias vidas, que no supe medir los golpes de mi fiel Olympia. El libro de María Esther tiene ese destino: el de recordar lo que olvidamos; por esa razón es un libro que sirve de mojonera para delimitar los dominios del olvido. En un texto tan bien logrado, la autora nos reprocha con alguna María Esther Sánchez Armenta

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ternura nuestra omisión rural. Somos un pueblo rural vuelto citadino por la descomunal mala distribución de la riqueza nacional. No podemos, por lo tanto, olvidar el origen y tener presente que en el patio de un hogar campesino ha sido sepultado nuestro ombligo con la ciega fe de nuestra progenitora de no desvincularnos de la tierra que nos parió, igual que ella. No voy a causarle más molestia al lector, y me esfumo como por arte de magia y lo dejo en el mundo de María Esther, que con maestría y ternura nos habla de los usos, ademanes y gestos del sinaloense en su mero jugo, es decir, en los dominios de su casa. Herberto Sinagawa Montoya Cronista, escritor e investigador sinaloense

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Agradecimiento

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entir gratitud y no expresarla es como envolver un regalo y no darlo. Expresión que se quedó grabada en mi memoria al leerla un día, en algún lugar. Por ello, al surgir la idea de compartir estos textos, producto de mi recorrido por diversos rincones de la geografía sinaloense para hurgar entre el pasado y el ahora en un intento de que las vivencias no lleguen desvanecidas a las generaciones contemporáneas, donde algunas costumbres y tradiciones están en proceso de extinción y otras más ya desaparecieron, de inmediato se tornó un compromiso periodístico y moral inaplazable. Durante 15 años, es decir, de 1992 a la fecha, los directivos de EL DEBATE en Sinaloa, Ildefonso Salido Ibarra, José Isabel Ramos Santos, Benjamín Bojórquez Angulo, responsable de plaza Guamúchil, al cual se suma a esta cadena periodística Luis Javier Salido Artola, me han brindado su total respaldo y confianza en cada reto. Así, un día cualquiera encaminé mis pasos a esa búsqueda en el solar del noroeste del país, para llenar páginas en blanco y al entregarlas a los lectores, hacerlos testigos y partícipes del encuentro y reencuentro con su ser y hacer, donde hay mucho qué decir, conservar, resaltar y valorar. Hoy se comparte una pequeña parte de tanto que se ha encontrado, y que ejemplifica la herencia de la vida cotidiana de los pueblos y ciudades enclavadas en los 18 municipios de la sierra, costa y valle. Muchos a quienes agradecer su motivación que sin decir sus nombres, ellos y ellas saben quiénes son, amigos, amigas, familiares, informantes, gente campirana, académicos... Por supuesto, mi esposo Juan Ramón y mis hijos Joel, Melissa y Michelle, me expresaron su amor dejándose robar horas de dedicación. María Esther Sánchez Armenta

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Agradezco a Teresa Gaxiola López, su revisión, compañera laboral con alto sentido de la calidad. Y en este proceso resalta el apoyo de dos grandes apasionados de la cultura: el gran cronista e historiador sinaloense Herberto Sinagawa Montoya, y el prometedor escritor Francisco René Bojórquez Camacho, siempre presentes, rebosantes de energía, guiándome, impulsándome sin regateos. Porque somos, además, afortunados de compartir el amor por Sinaloa y su devenir, de creer que la dicha de ser lector, es regalarnos con libertad el tiempo suficiente para enriquecer nuestro universo personal, y de que todos y cada uno somos capaces de participar en la construcción de una sociedad que cada día valora, analiza y comprende que la cultura es patrimonio social de la humanidad, o lo que es decir, todo lo que nos rodea. Celebremos con la sencillez de estas crónicas, el vivir en un mosaico diverso, cambiante, en el campo, en la ciudad, y no olvidemos regocijarnos de las pequeñas o grandes cosas que encontramos a cada paso en esta tierra de oportunidades.

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Ademanes

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os gestos y algo más, definitivamente son un lenguaje universal. Los ademanes se convierten en efectivas expresiones simbólicas producto del cruzamiento racial que forjó al sinaloense. Al señalar que alguien tiene flojera o es muy flojo, ponemos las manos con el anverso hacia arriba y los dedos un poco contraídos, como si sujetáramos dos huevos de avestruz, y todavía movemos las manos hacia arriba y hacia abajo como si sintiéramos que la imaginaria carga está muy pesada. Los viajeros cuando van a un país en el que no hablan su idioma, se hacen entender a cómo dé lugar. Hablar de los ademanes no necesita gran explicación; su práctica es universal, es decir, todos los hacemos, algunos de manera moderada, otros con exageración. Pero ciertamente ese movimiento o acción de las manos y otras partes del cuerpo, tienen como objetivo principal dar énfasis a la palabra y llamar, indicar, suplicar, consolar, ordenar, alentar, inclusive insultar y amenazar a nuestros semejantes. Hay señas muy conocidas que se han generalizado y hasta un niño las entiende, como el pedir silencio cubriendo nuestros labios con el índice extendido; el abrir los brazos para significar una cosa grande, o juntar el índice con el pulgar dejando entre ellos un espacio pequeño, para representar una cosa chica. Para demostrar que huele mal y no se puede manifestar en ese momento con palabras, entonces fruncimos la nariz. ¡Ah!, pero si alguien le pone sal y pimienta a la expresión diaria, no María Esther Sánchez Armenta

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sólo con palabras sino al “hablar” con gestos, mímica, posturas y cara, son los nativos del norte de la República Mexicana, en especial los sinaloenses. Por supuesto el clima, ubicación geográfica, comida, bebida, música y hasta texturas y colores en su vestimenta, evidencian características especiales para su carácter y personalidad, en su mayoría más abierta y franca, que marca una gran diferencia con los paisanos del centro y algunas partes del sur del país. Si está feliz, quiere que lo sepa el mundo, ya que no sólo ríe, sino que se manifiesta con carcajadas plenas de libertad. Pero, ¿por qué registra características tan particulares el nativo de estas tierras en el lenguaje mudo de los gestos? Cómo no habría de ser así, si a este solar dice Francisco Gil Leyva, en su libro Sinaloa: la forja de un pueblo, acudieron a la cita multirracial hombres dispersos por todos los paralelos y todos los meridianos. Llegaron los españoles de Europa y los negros de África. Siglos después, los blancos consolidaron su empuje con las corrientes migratorias de estadounidenses, franceses, alemanes, ingleses, italianos y griegos. Un poco más tarde, Asia envía una marejada impetuosa de chinos y japoneses. Por ello la amalgama de colores: el cobrizo del aborigen, el blanco del europeo, el amarillo del asiático y el negro del africano, dio lugar al surgimiento de un hombre nuevo: el sinaloense. Huáscar Peña Inzunza, empresario minero, apasionado de las letras, dijo alguna vez en una bella prosa poética que “la voz del norte es la del hombre acostumbrado a comunicarse en las dilatadas planicies semidesérticas, cargadas de silencio. Es el grito abierto lanzado sobre el rumor del viento en los costillares, cañadas y cumbres de la sierra. Es un matiz fuerte y profundo, ajena a los temores y corre saltarina y juguetona entre el encaje de las playas interminables. Es la voz apasionada que fecunda los valles y bajo las enramadas doblega a la tambora. La emiten hombres sin dobleces. La voz de Sinaloa es la del hombre recio y esforzado con metas nuevas cada día. Es la del hermano y del amigo, y es con timbre diferente, la de la hermosa mujer sinaloense. La voz del norte es una gama rica de sonidos, arcillas humanas e ideologías amasadas por la rosa de los vientos. María Esther Sánchez Armenta

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Es la voz del sinaloense, directa y fuerte, porque quisiera le oigan las estrellas y le escuchen los astros en los espacios siderales de nuestra sociedad. La voz del norte muchos la han perdido en sus esfuerzos por modularla. Es una voz que ha perdido el énfasis y ya no se acompaña de amplios movimientos de las manos. Ahora la atemperan y dulcifican en acoplamiento perfecto con elásticos desplazamientos de la columna vertebral. La voz del norte es una voz que amenaza con extinguirse”. Y en este caminar por la comunicación no verbal, por la sencillez y naturalidad de la cultura popular, hay mucho qué decir de los mensajes que se transmiten a través del rostro. Hay quienes con sólo arrugar la frente, levantar las cejas, abrir los ojos exageradamente, enchuecar la boca, manifiestan las emociones del momento, que van desde molestia, miedo, incredulidad, sorpresa, coraje, alegría... Hasta un beso, el nativo lo da “tronado”, y qué decir del fuerte abrazo al que se añaden palmadas en la espalda que se escuchan a varios metros. Observar a un grupo de personas es apreciar múltiples cambios en la expresión facial y su vocabulario. Sin escuchar la conversación se puede deducir a cierta distancia que se comenta algo “secreto”, que se critica a alguien más... por ello con cuánta razón se dice que el sinaloense es jacarandoso, no sólo gusta hablar hasta por los codos, sino que acompaña la plática con el ritmo impetuoso de las manos, como si así reforzara o reafirmara lo que dice. Quizá sin darse cuenta, el emisor hace igual o más visajes, musarañas, “caras”, que su interlocutor. Más aún, agrega tocar con frecuencia el brazo, antebrazo, mano u hombro del receptor, golpear la mesa con los nudillos o tamborilear los dedos, como si tuviera necesidad de hacer algo con las manos. Mucho más qué decir, pero sobre todo qué lejos quedaron los días en que parte de la educación familiar de antaño eran los gestos: bastaba una mirada o un movimiento de cabeza para indicar que teníamos que retirarnos porque había visita y la plática era de adultos. ¡Qué pocos se atrevieron a desafiar esa advertencia y sufrir las graves consecuencias por su osadía! María Esther Sánchez Armenta

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Tierra garbancera

Agua de garbanzo

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otas de sudor empapan el rostro. Los rayos solares abrasan sin distingo a transeúntes que realizan su jornada cotidiana, obligándolos a un apresurado andar. Finaliza la primavera y pronto ocupará su lugar el verano, estación más caliente del año que seguramente al mostrarse en todo su esplendor, hará exclamar a los habitantes del terruño sinaloense... ¡qué calor! En estos momentos y en especial al mediodía, la urgencia de abanicarse con el sombrero, guarecerse en las sombras de los árboles o bajo las marquesinas de comercios, no es suficiente para refrescarse, por ello la invitación a ingerir líquidos se torna irresistible. Estacionada en céntrica zona, una carreta blanca alberga en su interior rebosantes garrafas de cristal con aguas frescas; al verlas los clientes solicitan sin tardanza un vaso, dando lugar a un breve y curioso diálogo, que con mínimas variantes se repite innumerables veces. - Me da un vaso de agua de cebada. - No es cebada, es de garbanzo. - Entonces no, yo creo que no me va a gustar. - Pruébela y si no le gusta no me la paga. - ¡Qué sorpresa, oiga, está bien rica!; ¡qué bárbaro, nunca me hubiera imaginado que estuviera buena! Santiago Camacho López sonríe, ya que, según explica, desde hace años le es familiar ser testigo y partícipe de estos comentarios, especialmente con los clientes que por vez primera toman la original agua de garbanzo que prepara.

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Hablar del garbanzo es decir que tuvo una gran época de bonanza de 1925 a 1935, donde Angostura fue la principal productora, y Guamúchil el centro de comercialización y embarque. Sin embargo, los garbanceros entraron en crisis por el desplome del mercado, precios y el surgimiento de otros países productores. El cultivo de garbanzo es, pues, de gran tradición en la región del Évora, ya que se ha cultivado con éxito y para exportación en los últimos 50 años. En la entidad se exporta por ejemplo a través de la Unpeg, y se comercializa a múltiples países como España, Portugal, Japón, Italia, India, Estados Unidos, Venezuela, Argentina y Argelia. En pocas palabras, el prestigio de su calidad es conocido en el mundo, y la demanda abarca también a la comunidad europea, Asia, Norte, Centro y Sudamérica, así como África. La aceptación internacional por estos granos se circunscribe básicamente por ser los mejores en tamaño y color uniformes, así como una excelente cochura o rápido cocimiento, gracias al excelente microclima, terrenos agrícolas, así como las labores culturales que realizan los productores, adecuada fertilización (con base a análisis de suelos y foliar), al igual que un excelente control de plagas, malezas y enfermedades. Imponer el garbanzo en el hábito alimenticio de los mexicanos es señalar sus múltiples cualidades nutricias, excelente sabor y baratura, difusión que no es ni ha sido suficiente para arraigarlo en el gusto popular. Estas apreciaciones concuerdan perfectamente con la opinión de don Santiago, al señalar que no se valora aún en la región, no obstante su abundancia, porque en realidad “no tenemos hambre en Sinaloa”. Esto es así, agrega, porque a pesar de que con este grano se pueden elaborar muchísimas comidas, no lo aprovechamos porque no estamos impuestos, que porque estamos gorditos, y así justificaciones podemos señalar infinitas; en síntesis, se puede afirmar que no tenemos una cultura de consumo de esta leguminosa. Paradójicamente decimos que la gente con hambre, con necesidad, es la que más lo necesita pero no lo consume. María Esther Sánchez Armenta

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No hay receta secreta

Sé que mi trabajo es muy humilde (venta de aguas frescas y tacos), pero a mucha honra, lo estamos haciendo porque Él nos ha dado lo que tenemos, aunque no es gran cosa, sí es un techo. Sentados en sus poltronas de vaqueta, en lo que ellos han bautizado como “nuestro refugio”, al igual que lo hacen todas las tardes al término de la jornada laboral, voltean repetidas veces a mirar con fervor la imagen de su madre, la Guadalupana, y dejan que sus pensamientos alberguen sueños y esperanzas. ...”Quisiéramos que esta agua de garbanzo se haga una tradición, porque estamos en zona garbancera y ya es tiempo de que se conozca más este grano. Hasta la fecha no creo haber comprado más de 12 kilogramos, pues mis amigos vienen y me regalan. Todos los días le pedimos a la Virgen que nos permita seguir en el trabajo y hacerlo con mucho amor, porque si no se hace así, no vale”. Ciertamente, con esta leguminosa como materia prima se pueden elaborar innumerables platillos y bebidas, que a pesar de su poca difusión ya encuentran eco en algunas familias sinaloenses. Entre las recetas destacan garbanzo con menudo, tamales de garbanzo, sopa de garbanzo y arroz, atole de garbanzo, pastel de garbanzo y galleta. Para reforzar su imagen y resaltar una característica que las identifique, las cinco principales ciudades del estado de Sinaloa tienen en los equipos de beisbol importantes embajadores, como los Venados de Mazatlán, Tomateros de Culiacán, Cañeros de Los Mochis, Algodoneros de Guasave y Garbanceros de Guamúchil, de la Liga Arturo Péimbert Camacho, que hace años participó en la Liga Clemente Grijalva, de la categoría semiprofesional, y que también tuvo un equipo de futbol en la desaparecida Liga de Tercera División zona Pacífico. Hoy, el agua de garbanzo es tan sólo una pequeña muestra culinaria de este alimento, cuyo análisis nutricional refleja altos contenidos de fibra, carbohidratos, proteínas y minerales, así como un bajo porcentaje en grasas.

Don Santiago y su esposa Gloria Inzunza de Camacho aseguran no tener receta secreta y muestran total disposición a compartir la elaboración del agua de garbanzo, cuyo proceso califican de sencillo y rápido. En primer lugar hay que limpiar el grano, deshidratarlo completamente, darle 2-3 molidas, colarlo, tirar el bagazo (suele decirse “gabazo”), y posteriormente procesar el agua con el polvo (garbanzo molido), leche clavel, y a cálculo, agregar las especias aromáticas clavo y canela. Como último paso, se incorporan los trozos de hielo y listo. Es importante contar con herramientas básicas como un apaste grande (recipiente de barro con asas), porque, aseguran, de cualquier otro material el garbanzo se chamusca y amarga, molino, colador, charolas, cucharón y garrafas. Tostar el grano es lo que tarda más; hay que revolverlo constantemente y cuando empieza a pintar, a ponerse morenito, ya está en su punto. La señora Gloria señala que “el día que tuesto la bandeja llena, no me mojo en todo el día porque se calienta mucho la mano y podrían darme reumas. Por eso se aprovecha el hacer una cantidad como para dos semanas y guardarlo en frascos”. Y aunque mucha gente asegura que esta agua no es de garbanzo, sino que tiene el sabor de la cebada típica de Sinaloa, al probarla un día cualquiera, vuelven de nuevo a saborearla. Incluso poco a poco la empiezan a identificar, como por ejemplo en las muestras gastronómicas, también la han donado para colecta de Cruz Roja, y reciben ocasionalmente pedidos para reuniones, en las ciudades de Guasave y Culiacán. En el ritual diario de Santiago y Gloria está presente una profunda fe. “Al abrir la puerta de la recámara lo primero que miro es el altar que le hicimos a la Virgen de Guadalupe, en nuestro lugar preferido, yo la miro y ella me mira a mí; es la primera que me recibe, me encomiendo a Dios y me voy a trabajar. Viera cómo me ha dado, todos los días me da comida y con eso basta, así soy feliz, con mucha familia, muchos hijos, muchos nietos, vamos para adelante, ya casi pegándole a los 50 años de casados. María Esther Sánchez Armenta

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bulantes, por ello se les ve en los carnavales de Mazatlán, Guamúchil, Angostura, Octava de Carnaval de Mocorito, y el Carnaval Infantil de EL DEBATE de Culiacán, y, ciertamente no ocultan su orgullo de escuchar a las personas que exclaman: ¡sin algodones no es Carnaval! ¡Los algodones son parte de las fiestas populares! Los juegos mecánicos, complemento indispensable de las ferias y que se trasladan de lugares como por ejemplo el vecino estado de Durango, traen su equipo de vendedores, donde se encuentran, por supuesto, los hacedores de algodón de azúcar.

Algodones de azúcar

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a imaginación no tiene límites y asocia con rapidez el original nombre de esta golosina a su parecido con la cápsula de algodón abierta, la mota, la masa de pelos blancos, o lo que es decir, la planta de algodón madura. Los niños no ocultan su ansiedad por consentir al paladar, de no resistirse a la delicia de este antojo. Al grito del vendedor ambulante acuden presurosos: ¡¡¡¡ALGODONEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEESSSSSSSS!!! ¡¡¡ HAY ALGODONEEEEEEEEEEEEEEEES!!!! DE FIESTA EN FIESTA Con el madero repleto del confite se les encuentra los meses de noviembre, diciembre, enero, febrero y si el clima aún no se torna cálido, permanecen durante marzo y unos días antes de iniciar la primavera. Estos comerciantes dirigen sus pasos sin titubear hacia los lugares de Sinaloa en que se celebran fiestas patronales como la de San Antonio, San Rafael, San Francisco, La Purísima Concepción, Virgen de Guadalupe, La Candelaria, Nuestra Señora del Rosario, entre otras de no menor importancia, donde la multitud se congrega para el festejo religioso. No pueden faltar en la verbena que se instala dentro y fuera de los panteones el 01 y 02 de noviembre, Día de los Fieles Difuntos. Asimismo, en la fiesta cívica del 20 de noviembre es común encontrarlo mezclado entre los espectadores al desfile, o en Los Mochis durante la temporada de beisbol en el estadio Emilio Ibarra Almada. Se jactan de contar con una calendarización para trasladarse a aquellos lugares donde sea posible realizar su oficio de vendedores amMaría Esther Sánchez Armenta

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Ingenio El ingenio no se hace esperar en esta promoción de venta personal, en la cual la presentación constituye parte fundamental. Hay que sobresalir ante la nutrida competencia del vendedor de globos, juguetes de hojalata, o el de los mangos con chile, naranjitas, diablitos, chimichangas, churros, manzanas acarameladas, ponteduros, apetecibles para todas las edades. Y así de sólo contar con la tradicional imagen de algodones color rosa, los pequeños se encantan de escoger los naturales blancos o los teñidos de azul, amarillo, lila y verde. Incluyen novedades como un regalo adicional, al adherir en el plástico una calcomanía de conocidos personajes de caricaturas televisivas. Asimismo, hay quienes agregan al interior de la bolsa que protege al algodón, una hoja con llamativo dibujo para que el niño seleccione la imagen de su preferencia y pueda colorearla. La sencilla infraestructura utilizada en el proceso consiste en motor eléctrico, lavadora, trompo de bronce y chumacera. A estos utensilios los complementa un trozo de madera de pino aproximadamente de 3 metros de altura; el original, el tradicional que se considera más elegante, según señalan experimentados ambulantes, es el redondeado, aunque ya es común ver que muchos optan por el rústico, cuadrado, quizá por barato, el cual se perfora con taladro hasta completar alrededor de 130 agujeros. María Esther Sánchez Armenta

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Se adquieren también palos de madera torneados, cuyo tamaño oscila en los 50 centímetros, bolsas de plástico y ligas de colores. Contemplar la elaboración del algodón despierta con mayor intensidad el antojo. Basta un minuto para que el palo de madera en vigoroso movimiento rotatorio (algunos agregan en la punta un poco de miel, otros añaden al azúcar una pizca de menta) se recubra de la nube de azúcar y el polvo colorante elegido para que quede lista su forma, textura, color y sabor. Llamativo. Irresistible. Se puede comer en mordiscos, o bien, con la mano tomar pequeños trozos; hay quienes gustan desprender un pedazo, hacerlo bolita hasta que tenga cierta consistencia e introducirla a la boca para sentir cómo se deshace. Una “técnica y estilo” más, es la de chuparse los dedos y la palma de la mano, si se desea, y también cuando aún está el algodón en la bolsa aplastarlo para que quede en forma de paleta. Para Joel Alcántar, comerciante de Los Mochis, al iniciar la venta se persigna y externa una petición: ¡Que Dios me ayude!, y en compañía de su esposa e hijos colocan su soporte en el hombro al cual insertaron previamente en forma diagonal los múltiples algodones que bien sujetos quedan listos para su presentación y venta. A la llegada del cliente lo sostienen en forma vertical con la mano izquierda y despachan con la derecha. Así una y otra vez en su constante peregrinar por plazas, calles, parques... Algunos comerciantes no dudan en afirmar que aunque los algodones no son exclusivos de Sinaloa, porque se les ve en todas partes de la República Mexicana y en diversos lugares del mundo, se enorgullecen de ser vendedores de este antojo que aunque poco nutritivo, endulza brevemente la sencillez de la vida, por lo que expresan: ¡Hable bien de los algodones! Y la recomendación de los dentistas no se hace esperar, ya que para evitar la destrucción de las piezas dentales por ingerir azúcar en demasía, es importante observar una higiene adecuada y así no derive en caries, como lo señalan niñas de ayer, adultas hoy: “Se me pudrieron tres

dientes por tragona de dulces”; “mi obsesión eran los caramelos”... “El chiste del algodón de azúcar no es comerlo a mordidas cuidando de no ensuciarse, sino con las manos y hasta con la cara, que te quedes embarrado como si fuera máscara”, “la verdad se me hace más bueno el rosa, se parece a lo que significa dulce, y es el tradicional”, exclaman pequeñas traviesas. Es un dulce recuerdo de la infancia, de esa maravillosa e inolvidable etapa. ¿Y cómo no habría de ser así? Los vendedores saben perfectamente que los niños son consumidores potenciales y su estrategia es colocar el algodón en sus manos para que a los padres no les quede más remedio que comprarlo o resignarse a escuchar el inevitable llanto.

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Aguamas

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urgen espontáneamente de la tierra generosa y resaltan entre la aridez del monte a mediados de la época invernal, provocando el intenso amarillo de sus frutos, pinceladas que embellecen el paisaje del monte sinaloense. Son las aguamas silvestres, que se encuentran a las orillas de los ríos, faldas de los cerros y en el interior de los mismos. Abundantes en Sinaloa, los antecedentes llevan a decir que la mayoría de los pueblos prehispánicos que vivieron en esta zona practicaron la recolección de frutas y semillas, actividad complementaria para su alimentación y, en ocasiones para hacer trueque con otras tribus. Recolectaban pitahayas, tunas, biznagas, aguamas, papachis, ayales, guayabas, nanches, ciruelas y guamúchiles, así como semillas tiernas de mezquite y huizache, al igual que raíces como el camote. Fue importante también la recolección de sal, miel de abeja de panales y colmenas, aunque no sabían utilizar la cera. De las primeras tribus en Sinaloa se registra que cuando los españoles llegaron al territorio que ocupa el actual estado, estaba habitado por tres grandes tribus: cahitas, tahues y totorames. Asimismo, otras tribus como los acaxees, xiximes, pacaxes, achires y tamazulas o guasaves. Los cahitas fueron los grupos humanos que vivieron en las orillas de los ríos Fuerte y Sinaloa, así como el arroyo Ocoroni, en la parte norte del estado, dentro de la región conocida como Aridoamérica, tenían un nivel inferior a los tahues y totorames, eran seminómadas, y entre sus actividades principales destacaron la agricultura, recolección, caza y pesca. No sólo cultivaban maíz, calabaza y frijol, también agregaban a su in-

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gesta de alimentos las pitahayas que recolectaban, así como tunas, semillas de mezquite, papachis, ayales y miel de abeja, y por supuesto, aguamas. En diversas partes del país a estas bayas se les identifica también con el nombre de guámaras. Se dice que son muy apreciadas por el mayo; sin cocción escaldan la boca, pero si se le añade panocha resulta un postre de excelente sabor. Su nombre proviene del cahita ahuatl, espina, alhuate, pero también descriptivo del escozor o escaldadura que provoca en la boca y lengua cuando se come el fruto en estado fresco. Basta preguntar a unos cuantos lugareños que han probado este fruto desde su niñez y aún lo acostumbran, para confirmar esta aseveración, ya que no dudan en afirmar que “comerlas naturales sólo se pueden de 4 ó hasta 5 bolitas, porque si no, ¡ay, Dios mío!, de ahí en adelante se pone bueno”. Hay quienes se enorgullecen de tener unas cuantas matas en el patio de su casa, otros más tienen que ir en su busca en hondonadas, alrededor de lomeríos, tierra dura o en barrancos que salen al río, si se desea saborear esta deliciosa fruta silvestre heredada por la cultura de nuestros antepasados.

Cerquita, cerquita “Ahí están al pie de aquel cerrito, cerquita, cerquita”, dicen nativos, “sólo hay que llevar una bolsa, un machete o si prefiere una caguayana, y ponerse listo para el corte, porque si no se pica uno, ya que la mata está llena de espinas”. Abrirse camino entre el monte que arropa al cerro es grata experiencia. Acompañados del gorjeo de algunos pájaros, el resonar de los pasos entre la seca hojarasca en época de estiaje, comentarios triviales respecto al desconocimiento de la flora propia del terruño y exclamaciones por los inevitables alhuates y arañazos de ramas que, en su natural crecimiento, se entrelazan y dan cobijo a nidos que asemejan talegas colgantes entre los árboles, el silencio y soledad que se percibe provocan sensaciones diversas de emoción y...temor. María Esther Sánchez Armenta

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Aunque la ola de violencia en la entidad impide disfrutar en plenitud el contacto con la vegetación típica silvestre, hay tiempo suficiente para admirar árboles de vainoro, huizache, güinolo, mauto, palo gato, colorado y blanco, además de mezquite, copalquín, entre tantos más. Ellos conforman el hábitat de variada fauna, entre la que destacan las ardillas, conejos, tochis, cachoras y las codiciadas iguanas, ingrediente principal de un guiso regional. Al pie o en la falda del cerro se aprecian las matas, las cuales tienen cierto parecido con las de maguey y la de piña. Aunque no todas tienen fruto, es un bello espectáculo ver cómo sobresalen en uno y otro lado. Las más tiernitas son las preferidas de tlacuaches o tacuaches y zorrillos, para darse un banquete cada vez que lo desean.

los dos lados, y si no, se pelan y se ponen a cocer en azúcar, ya que están bien cocidas las dejamos a que se sazonen, se hace el jarabe, y eso es lo que utilizamos nosotros como remedio para la tos”. Si decidimos comerlas tatemadas, también les damos una revolcadita en azúcar, así ya no escaldan tanto, aseguran otros, “ya que están bien cociditas en la brasa, las pelamos y listo”. Incluso refieren que las tiernitas son más desabridas y las maduras aciditas, ¡bien ricas!, en pocas palabras, para decir en su punto es que estén maduras. “Yo prefiero las que están cerca del río, siento que tienen un sabor especial, y estando bueno el tiempo, como están llenas de racimos, hay partes en que qué bruto, se cunden”. Manos expertas, con años de práctica, no dudan en afirmar que “aunque es batallosito cortar las aguamas, un machete es lo ideal para mochar desde donde está la hoja y así quede tantito tallo, para agarrar con comodidad el racimo”. Alicia Barba, Concepción de López y Olivia Pérez, residentes de la cabecera municipal de Mocorito, señalan que de sólo acordarse de estas frutas se les hace agua la boca, ya que tienen un sabor agridulce, tirándole más a acidito. “Nos comíamos de 3 a 5, al natural, y en cuanto se sentía que empezaba a escaldar la lengua y el paladar irritarse, era señal de pararle a la comedera. Como siempre, había masoquistas que se aguantaban hasta que les sangraba la boca; las tatemadas no escaldan tanto, ni se diga endulzadas, no se siente nada”. Las recetas en la preparación tradicional van desde las aguamas amelcochadas, especie de dulce en almíbar, con piloncillo o azúcar; asadas en las brasas, naturales con sal, a las que al cortarse lo de arriba, queda como una flor, se le echa sal, se chupa y tira la semilla. Para lograr un buen jarabe, la cáscara de la aguama tiene que estar medio choridita, a la que hay que cortarle la parte de arriba y abajo para que quede como barrilito. Sin cultivo, vive espontáneamente para brindar su fruto, y recordarnos con su generosidad que fue parte de la cultura de nuestros antepasados nómadas y seminómadas.

Muchas en “las aguas” Son las últimas aguamas de esta temporada invernal, pronto vendrán las del tiempo de lluvias; “parecen limones, las matas se cunden y para donde voltee no haya cuál racimo cortar”, aseguran lugareños. Para ellos es normal trasladarse en “las aguas” a pie, ya que por lo accidentado de los terrenos lo mejor es caminar un rato; “platicando ni se siente tanto el calor, ni se le da importancia al lodazal, además muchos papás en lugar de estar oyendo que sus hijos se quejan porque están aburridos, deberían traerlos en el verano al campo y así salir de la rutina”, manifiestan nativos. Ciertamente, emprender la pequeña aventura de ir gustosos en pos del fruto carnoso y jugoso de las aguamas y comerlas de acuerdo a las diferentes formas de preparación, no cuesta nada.

Diferentes maneras Si antaño las tatemaban en las brasas de una hornilla, hoy se asan en la flama de cualquier estufa. Diferentes comensales de esta fruta silvestre comparten su ritual y preferencias para consumirlas. “Nosotros para comer las aguamas, primero las despuntamos por María Esther Sánchez Armenta

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Una herencia para el hombre sedentario del siglo 21, para el sinaloense sencillo que regocija su vida cotidiana con pequeños detalles y sin asomo de duda imita con naturalidad los hábitos alimenticios de aquellos primeros pobladores que arrancaban de las entrañas de la tierra, del monte, el alimento humilde y sano. Los frutos de las aguamas formaron parte de toda una época en la alimentación de la región del Évora, así como en nuestro lenguaje cotidiano. Si se quería expresar que era difícil realizar una acción determinada, se recurría a la frase; “está más cuichi meterse en un aguamal”.

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El árbol de guamúchil; siglos de vida

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stá por todas partes, a la vera del camino, en el monte, a las orillas de una cerca, patios de las casas, y no sólo en Sinaloa, sino que su extensión abarca gran parte de la República y otros lugares de América tropical; es simplemente un hijo de la naturaleza: el árbol de guamúchil. Silvestre, es decir que vive espontáneamente en los campos sin necesidad de cultivo; de sus vainas surgen frutas blancas y rojas que invitan al lugareño a consumirlas con singular deleite. Investigar su origen conlleva a la consulta del libro Crónica de Guamúchil, del profesor Carlos Esqueda (+), quien diría que no existe una traducción de la voz nahoa “móchitl”, que es el segundo componente de la palabra guamúchil, pero por inferencias y relaciones se puede llegar a la conclusión de que quiere decir dulce. Las clasificaciones botánicas, muchas de ellas hechas a fines del siglo 17, se apegaban por lo general a las voces nativas que siempre eran muy acertadas en sus designaciones. El guamúchil es conocido en botánica como Pithecolobium dulce, lo que traducido al latín quiere decir curvas o roscas dulces de mono. Quitando lo de mono, que no se sabe si se refiere a lo enroscado de sus colas, queda lo siguiente: “Gua” deriva de guax, guaxe, guaje o vaina; “guaxmóchitl” quiere decir, pues, vaina dulce. Por su parte el culiacanense Ing. Carlos Murillo Depraect, director del Jardín Botánico de Culiacán, hasta su muerte ocurrida en 2006, quien profesó amor infinito por las plantas, señaló alguna vez que el nombre científico es Pthecellobium dulce, y que por ejemplo en Hawai usan un guamúchil con hojas manchadas de blanco como adorno. También en

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otros países lo conocen como opiuma o le llaman Tamarindo de Manila. Se le ve también en partes de Chihuahua, Durango, Zacatecas, Aguascalientes, Nayarit, Jalisco, Colima, Estado de México y Puebla, además de una extensa área de Guerrero. En Michoacán conocen al fruto como guámaras, pinzanes o roscas; en el país de Costa Rica, mochihuisti. Para ir al encuentro del gigantesco árbol de guamúchil sólo necesita tomar la carretera México-Nogales, llamada también México 15, Libre o Internacional, y recorrer 27 kilómetros de la ciudad de Culiacán, para seguir después la desviación hacia la presa Adolfo López Mateos y llegar al poblado Jesús María. No obstante, sin ánimo de provocar desaliento, hay que decir que el asfalto demuestra que no ha recibido mantenimiento; hoyos por doquier provocan ir durante siete kilómetros a vuelta de rueda, más adelante mejora un poco, para después seguir en busca de “pedazos” que permitan transitar sin que el carro sufra averías. Al iniciar el trayecto, el atractivo se centra en retener por unos instantes la mirada en la caprichosa formación rocosa que por su similitud con una campana, desde hace años le apodan Cerro de la Campana; el tiempo restante sólo hay que observar el monte, vacas y toros en busca de alimento, así como agitar la mano para saludar a raiteros que se trasladan en camionetas doble rodado para trabajar en los empaques de tomate, pepino y chile.

Pueblo En los periódicos de la región mucho se habla de Jesús María, especialmente en la sección policiaca, donde asaltos y decomiso de armas se realizan con inusitada frecuencia. El temor natural por esta “fama” registrada, lo supera el deseo de conocer el lugar donde se ubica el gigantesco árbol de guamúchil. Hablar de esta cabecera sindical es decir que tiene nueve comisarías: Las Higueras, La Anona, Agua Amarilla, Las Guásimas, La Reforma, Paredones, Mirasoles, El Limoncito y Los Limones; se ubica en un cañón, María Esther Sánchez Armenta

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sin trazo de calles, con topografía accidentada, y a pesar de que el arroyo principal cruza por el medio de la población, sólo sufren inundaciones las partes bajas en la temporada de lluvias. José Ricardo Félix Félix y José Luis Félix, síndico y secretario de la sindicatura, respectivamente, informan que se vive actualmente un tiempo más calmado, quizá por los constantes retenes que efectúa la Policía Ministerial del Estado, y aunque los asaltos ya no son tan frecuentes, el pésimo estado del camino provoca que los atracadores no tengan que usar pistola, con un garrote es suficiente, pues si el conductor acelera su unidad para huir, a ésta se le pueden romper las muelles, amortiguadores y hasta la dirección. Cuentan con jardín de niños, primaria, secundaria, dos gasolineras, Centro de Salud, farmacia, dos dispensarios médicos, cancha de basquetbol, agua potable, con un mal servicio porque no abastece el pozo, tortillería, no hay restaurantes sólo taquerías, Correos, Registro Civil, juez menor, caseta telefónica, 15-16 abarrotes, Conasupo Rural y una iglesia, sin párroco permanente. El contraste en la construcción residencial es evidente; infraestructuras modernas, de dos plantas y cocheras electrónicas; casas modestas y también otras con teja de arenón con cemento, techos de palma, norias, rústicos hornos donde hacen pan y coricos de Maseca, pequeñas huertas frutales con platanares, papayas, ciruelas, limoneros, aguacates, naranjas, mandarinas, tamarindos y anonas. Y las diferencias siguen: personas a caballo, en bicicleta, a pie... modernas camionetas. Hay nativos que aún acostumbran utilizar hornilla, así que recolectar leña tiene como propósito ahorrar gas, especialmente en comidas que tardan horas, como el cocimiento de frijoles, cocido, pozole y algunas más. Caminar para conocer un trozo de la campiña sinaloense, es un placer si se olvida por un momento que el Sol con sus inclementes rayos se encarga de subir la temperatura a 47ºC. Con el ánimo necesario para ver todo alrededor, emociona constatar que a un costado de la iglesia construida recientemente, se encuentran dos antiguos muros que remontan la imaginación a la otrora Hacienda de Los Vega, expropiada por los ejidatarios en 1942, y que por supuesto na-

die aprecia como vestigio histórico; sólo se conservan por haber quedado dentro de unos solares cercados por los propietarios de las viviendas.

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Siglos de vida De pronto, ahí está el árbol de guamúchil; hay que contemplarlo, tocarlo, admirarlo. En medio de la calle se yergue majestuoso, repleto de roscas verdes y maduras. El tiempo se abraza a su retorcido tallo, cuyas raíces emergen a la superficie para dar constancia de su ancestral estancia en tierras sinaloenses. Morador de siglos, los expertos creen pueda tener de 300 a 400 años de edad, como lo indica Rina Cuéllar Zazueta, profesora, pintora y estudiosa de la historia de Sinaloa, quien agrega en su información que su tronco mide más de 12 metros de circunferencia y es probable sea el árbol de guamúchil más viejo y gigantesco de toda la República Mexicana: “¡Es extraordinario, maravilloso!; confío en estas apreciaciones de Pablo Lizárraga Arámburu porque no sólo es geólogo, sino que ha estudiado mucho las formaciones rocosas y sabe perfectamente el desarrollo de los árboles y plantas en los diferentes tipos de tierra y rocas. Además de ser un investigador histórico, tiene varios libros editados y ha llevado a varios biólogos a ver ese árbol, de ahí se desprenden los comentarios de la antigüedad del guamúchil”. Por su parte don Carlos Murillo, el brillante constructor de jardines, externa que la edad que se calcula al árbol de guamúchil es aproximada, ya que para tener exactitud, madereros especializados tendrían que perforar el tronco, y ese tipo de especialistas no hay aquí, sino quizá en la Ciudad de México. El estudio científico consistiría en sacar con una broca el aserrín para ver las capas de crecimiento de diferentes colores; en tiempo de secas la madera es más seca y oscura; en las aguas, como el crecimiento es más rápido, es más blanda y clara. Se cuentan los anillos (vetas) por cada año, y es así como se determina la fecha. María Esther Sánchez Armenta

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Nuestras raíces culturales sinaloenses: esplendor y ocaso

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Al efectuar esta prueba se debe de tener mucho cuidado, ya que se corre el riesgo de dañarlo y provocar su sequía. Externa convencido el funcionario que “ese árbol se debería de salvar, es uno de los más espectaculares de Sinaloa; ojalá que las autoridades del pueblo hicieran lo necesario para cercarlo y respetarlo, ya que puede constituirse en un gran atractivo y dar divisas a la comunidad”. Es importante que los animales, el hombre y la naturaleza no lo depreden. Si se cerca se propiciaría el que nacieran plantas debajo de él, hierbas que le den humedad y abono. Sin embargo, recomienda que por ningún motivo se hagan bardas ni pavimento, porque se secaría al cortarle sus raíces. Puede hacérsele un cerco con palo de brasil, por ejemplo. “¡No he visto en todo México otro árbol de guamúchil tan extraordinario; es un tesoro del pueblo, su hábitat en Sinaloa es perfecto, por el clima!”.

la gente; se le poda, se corta el tronco a ras de tierra y en toda ocasión retoña fácilmente y nada detiene su crecimiento. En los meses más secos, cuando toda la vegetación se tuesta por el estiaje, el guamúchil se adelanta presentando un verdor lujurioso, exuberante, que da gusto verlo. Y aunque el follaje es más bien ralo, los árboles crecidos dan muy buena sombra. Describir esta leguminosa registra un dejo de nostalgia, de cariño por quien crece por sí solo, sin que nadie se preocupe por sembrarlo, sin que nadie lo cuide, lo riegue, y que no obstante tiende generoso su follaje perenne, sus ramazones para desgajar su fruto; aspecto melancólico, impasible, pero en términos generales un árbol copudo y hermoso.

Usos Quienes han investigado los usos posibles de este árbol indican que por su alto contenido de tanino su corteza es curtiente que ya usaban los indios para adobar sus pieles, aunque tiene la desventaja de dar un olor muy penetrante y duradero a los cueros. Al consumir su fruta como golosina seca o fresca se aprovecha la vitamina “C”; también produce miel, madera y carbón. De él se saca colorante amarillo y goma; las semillas, raíces y cáscara son usados en medicina; el tanino que contiene esta última sirve para cicatrizar la piel. Asegura en su investigación el profesor Esqueda que muchos gustan recolectar las roscas, ponerlas a secar, y cuando la pulpa está enjuta le quitan cáscara y semillas, almacenándolas en sacos o latas. La utilizan si quieren en hacer tortillas con la pasta molida pura o mezclada con masa de maíz. Esta clase de tortilla por su originalidad puede considerarse el pan típico de Sinaloa, y de muy agradable sabor por cierto. El árbol nace de semilla y tiene una vitalidad admirable. En cualquier época de su vida puede ser trillado por las bestias, atropellado por María Esther Sánchez Armenta

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Contemplación Sol abrasador, pájaros ávidos de comer la fruta silvestre, brazos y raíces rotas que toman los nativos para hacer leña, desafío a ciclones cada año han mermado su majestuosidad de antaño. Por lo pronto ya se ha visto que el tendido de luz eléctrica no pase por las ramas, y si la Comisión Federal de Electricidad tiene que cortar algunas ramas, lo haga con cuidado. Es aún fiel testimonio del devenir de la vida cotidiana, del nacimiento y extinción de generaciones con gusto para el fruto verde, de sabor agarroso, desabrido, muy cargado de tanino, o de los que con paciencia aguardan a que se torne rosáceo o rojizo, más dulce. Ahí está en un pueblo que lucha por desterrar su mala fama de violento, y cuya carretera que atraviesa el poblado es el camino para llegar a la segunda presa más grande de acuerdo con su capacidad, de las 11 existentes en Sinaloa, Adolfo López Mateos, conocida también como “El Varejonal” (Badiraguato). Jesús María, municipio de Culiacán, enclavado en el inicio de la sierra de Sinaloa, que colinda con Badiraguato y Mocorito, moradores serviciales, amables; niños que se divierten al subir sin temor a los guamúchiles, cortar roscas con rústicos ganchos, aventarles pedradas o utilizar tirador, lo que sea con tal de que caigan. María Esther Sánchez Armenta

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Paradójicamente muchos moradores no saben de la existencia de este árbol, quizá por la cotidianidad de su presencia, “porque siempre ha estado ahí”, y aún no valoran que deben conservarlo. ¿Surgirá la mano amiga que lo cuide y declare patrimonio cultural de Jesús María y de Sinaloa? Ojalá el presidente de la Sociedad Botánica y Zoológica de Sinaloa, A.C., Agustín Coppel Luken, así como la directora del Grupo Ecologista Sinaloense, A.C. -organismo no gubernamental-, Rina Cuéllar, cuya principal preocupación es la conservación del medio ambiente, con ese entusiasmo que distingue a su trabajo, con esa energía con que ya se promueve el nuevo concepto del ecoturismo, que podría sintetizarse en diversión/conocimiento para conocer verdaderamente a Sinaloa, no se olviden del enorme árbol de guamúchil que desafía al tiempo y se muestra generoso con todos los que gustan de su fruto.

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Artesa

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s un patrimonio artesanal que ya se ubica en las arcas del museo. En el México Antiguo no podían faltar los utensilios para preparar la comida, cada uno de los cuales se diseñó para usos específicos. Cuando los hombres se hicieron sedentarios, ya poseían los instrumentos básicos para cocinar, hechos de piedra, madera, tejidos de fibras vegetales o de otros materiales perecederos. Más tarde, con la cerámica, se completó el grupo de útiles culinarios para satisfacer las diversas necesidades, y en este devenir, en esta expresión cultural aprendida y heredada de nuestros artistas-artesanos, con sus habilidades fabricaron manualmente la codiciada artesa. Según definición de la Real Academia, es un cajón cuadrilongo, por lo común de madera, que por sus cuatro lados va angostando o estrechando hacia el fondo. Sirve para amasar el pan y para otros usos. Para un coleccionista de antigüedades en Valladolid, España, poseer una artesa de madera en nogal español es contar con un arca de madera maciza. También en la internet se anuncia la venta de artesas antiguas de diferentes tamaños en muy buen estado, o lo que es decir, de segunda mano. Precio: 30.00 euros, en Griñon, Madrid. Esta cuenca hondonada se hacía en pequeños talleres familiares, de preferencia en madera dura de álamo o mora; no obstante su utilidad, al paso del tiempo cayó en desuso. Los pobladores de Guamúchil, Salvador Alvarado, Sinaloa, recuerdan a don Margarito “El Cucharero”, quien en la década de los 40’s elaboraba molinillos, cucharones, bateas, machacadores, manitas rascadoras María Esther Sánchez Armenta 45

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de espalda, y por supuesto, artesas con sus infaltables bases o mesitas laterales, como parte de la misma pieza. En ellas había quienes colocaban la manteca, levadura, el cedazo para eliminar las cáscaras de las semillas molidas; otros formaban ahí las piezas de pan, e incluso su uso iba más allá, porque muchos nativos aprovechaban para cortar la carne de los chicharrones. Curiosamente, en Oaxaca es un instrumento que por su forma asemeja a una canoa volteada boca abajo, labrado con el tronco de un árbol tropical llamado parota. La danza de la artesa remonta su origen a finales del siglo 18, de marcado origen africano, interpreta baile, música y versos, en los que un grupo de músicos con violín, guitarra, charasca o palo de lluvia y un cajón de madera con piel de venado, tocan a la par que una pareja baila y produce un sonido semejante al del tambor; se caracteriza coreográficamente porque en un momento del Son el hombre lleva a la mujer, con un zapateado de costado, hasta el final de la artesa. Los principales sones que se ejecutan en el Son de la Artesa: Mariquita María, El Zapatero, Gabrielita y La India. Y en el sendero de las páginas de la historia que entrelazan el ayer y hoy, de nuevo cómo no citar al gran cronista sinaloense Herberto Sinagawa: “La tina suplió a la artesa, hecha de álamo, la cual cumplió una hermosa y enternecedora tarea, la de servir para el amasijo del pan. En ella las manos bruscas pero a la vez tiernas de la mujer campesina, revolvieron la harina hasta darle la tersura necesaria para convertirla en pan, con el auxilio de la levadura, que lo esponjó quitándole lo amorfo de la masa”. No hay que olvidar el auténtico proceso de horneado que aún se ve ocasionalmente en la zona campirana del terruño sinaloense, que consiste en barrer con rama de cacaragua el horno semiesférico de ladrillo ubicado en el patio, se prendía de preferencia con leña de mezquite porque hacía buena brasa; el calor se tanteaba echándole unas hojas de maíz mojadas, el tiempo ideal era que éstas tomaran un color dorado, señal de que estaba lista la temperatura para meter las carteras hechas de láminas de bote mantequero, y colocar una a una en la pala de madera. Una vez cocido el pan, se mojaba un trapito en una taza con agua María Esther Sánchez Armenta

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y azúcar, pasándose por encima de cada pieza para darle brillo y además endulzarlo. Este recipiente de madera se tornó usual en muchos hogares, y se sumó a otros objetos de cocina como el metate, guari, comal, molcajete, indispensables antaño en la cocina prehispánica, y cuya herencia llegó hasta nuestros días. La artesa, pieza plana y algo cóncava que cuando no estaba en uso permanecía recostada en la pared de cualquier rincón de la cocina, sustituida ya por recipientes de plástico, acero inoxidable o de lámina galvanizada, cumplió la misión de servir para elaborar pan de harina o de trigo, relleno algunas veces con piloncillo o pasta de calabaza. Pan casero, artesanal, rústico, cuyo aroma irresistible salía del horno y se extendía naturalmente en la acuarela del paisaje rural. “Las panaderas se murieron y no surgió una nueva generación que heredara la elaboración de empanadas, molletes y cemitas, que hacían las delicias de todos, acompañadas de leche, café o una Pepsi Cola”, exclama con nostalgia el cronista de Salvador Alvarado, Arturo Avendaño Gutiérrez.

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Asador

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s una postal que cobra vida. Evocar momentos de un día cualquiera, es traer al presente la imagen de la familia reunida alrededor de la hornilla, en el patio, atrás de la casa. Alegría, movimiento, comunicación. Una vez que la leña de mezquite o palo de brasil se encendía, daba inicio la grata tarea de preparar los alimentos. Los nativos no obstante las preocupaciones y trajín cotidiano, por fortuna se encantan aún de abrevar en el pasado reciente, en la memoria que aún no archiva las sencillas costumbres diarias. Despiertan los sentidos, se anticipa el gozo, el disfrute del inigualable sabor de las tortillas hinchadas, recién hechas a mano o con la ayuda de la tortilladora, y del inconfundible olor a carne asada. Urgencia inaplazable de los comensales por saborear la comida.

Utensilio Había que estar muy cerca de la hornilla y esperar que las llamas calentaran el comal para que se cocieran rápidamente las tortillas de maíz. Mientras tanto se llevaba a cabo el ritual de embadurnar el asador de fierro con un trozo de cebo para que al ensartar la carne se deslizara con facilidad. La hornilla era indispensable en cada hogar. Algunas eran tan rústicas que se componían de piedras, cuatro horquetas, una especie de tarima o tapanco, palos atravesados a lo largo y ancho, palo rajado de brasil, otras le echaban tierra encima y sobre esa mesa se hacía el hornillo. María Esther Sánchez Armenta 49

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En las casas “más pudientes”, catalogadas como clase media, se hacían de material desde abajo, era el poyate y arriba de él la hornilla de ladrillo pegada con lodo o mezcla, según el gusto o la capacidad económica. Hablar del asador es decir que era un utensilio que no podía faltar. El cronista del municipio de Angostura, Joaquín Inzunza Chávez, refiere que en palabras de los abuelos cuando eran jóvenes el instrumento que sus padres usaban era un palo macizo, de ébano o guayacán, en el cual ensartaban la carne o los animales que cazaban para asarlos. La investigación documental coincide con estas afirmaciones, ya que en la historia humana la forma más antigua de cocinar de nuestros antepasados recolectores era asar directamente los alimentos en el fuego o las brasas, para lo cual usaban un madero en el que ensartaban la carne. Posteriormente surgieron los alumnos del Dios Vulcano, que en la mitología romana es el Dios del Fuego, aquellos herreros (de fragua) forjaron a mano las piezas de hierro utilizando el martillo y el cincel para cortar el hierro caliente sobre el yunque. Así hicieron el asador, varilla delgada de metal, el cual desde un principio demostró ser funcional. El sello distintivo de cada herrero se notaba en la agarradera de dichos asadores, explica Joaquín, en las torceduras y remate del metal, en el trabajo de tallado. El anillo o asa era muy práctico porque podía colgarse en cualquier clavo en la pared, en la enramada, en un brazo del árbol, en cualquier gancho o alambre. Había quienes lo usaban para asar elotes, los cuales esquichaban primero, o sea, quitaban la parte trasera, después lo pelaban y entonces podía ensartarse el elote colocándolo encima de las brasas, que se hacían de preferencia con la leña de mezquite porque eran más vivas y durables. Había asadores de tres tamaños: chico, mediano y grande, seleccionándose según lo que se quería cocinar. Por ejemplo, si era conejo, el mediano, y el grande para la carne, el cochi jabalí y el venado. La punta del asador por lo regular era templada para que no perdiera macicez, el filo de la punta, pero por cuando por tanto uso o alguna caída perdía el filo, las personas decían “mi asador está moto o mota, hay que ir al herrero”. María Esther Sánchez Armenta

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No hay que olvidar que era carne fresca, comprada al abastero en el mercado, no había refrigeradores, y sólo era posible conservarla en buen estado durante algunas horas con una barra o trozo grande de hielo que se compraba en las pequeñas hielerías o fábricas. Desde 1882 hubo el intento de producir en México energía eléctrica, pero fue hasta 1904 que se pudo contar con el servicio de luz en diversas ciudades del país. Ya entre 1920 y 1940 se generalizó a las zonas urbanas en el territorio nacional. La carne, pues, era del día, el ama de casa con la mano del metate, una piedra o mazo de madera, procedía a aplanarla, pulpearla, con el fin de reblandecerla, para que se cociera bien en su exposición a las brasas. Las múltiples carencias y la necesidad de alimentos tres veces al día, hacía que los padres se ingeniaran para contar con suficiente comida. Familias de 5-6 integrantes eran consideradas pequeñas, comunes eran de 9 hijos, más los padres, abuelos paternos o maternos y parientes abonados. Para que la chamacada se llenara, se preparaba una olla de frijoles naturales en agüisal (agua y sal), y en ocasiones era posible acompañar la carne asada con una salsa de molcajete. Pero comer carne asada “era un decir”, expresan con una sonrisa pobladores de Guasave, Culiacán, Angostura, El Fuerte, Escuinapa y Mazatlán, éramos tantos que no alcanzaba para todos, así que los padres cuidaban de no colocar el asador cuando era muy alto el fuego de la leña porque entonces la carne se cocía “arrebatada”, casi quemándose y se deshidrataba rápidamente, lo mejor era hasta que estaban las brasas para que se conservara jugosa lo más posible. ¿Que si comíamos muchas tortillas? No sabíamos ni cuántas, ya que con el hambre nos sabían riquísimas, especialmente “amachambradas”, es decir, recién hechas, hinchaditas, remojadas, empapadas en la grasa o el jugo que escurría de la cabrería. Otros más señalan que una vez pulpeada la carne y cortada en tiras de un mismo tamaño y ancho, al entrar al asador semejaba una especie de olán, en la medida que se asaba una parte se le daba vuelta a la barra; era muy importante dejar libre la punta porque ésta se detenía en una de

las caras internas del hornillo, también el asa, la parte arqueada quedaba fuera de lo caliente. “Cuando alguna vez nos daban un pedazo, era una mirruña (porción mínima), lo normal era comer un cerro de tortillas enmantecadas, apachurradas, estrujadas en la carne. Eran tiempos en que no existía eso de no me gusta, no tengo hambre, no quiero, nada de chiqueaderas como ahora, y como se exprimía la carne tantas veces, quedaba reseca y muy asada, por lo que, recuerdo, al igual que muchos, que las mamás siempre hacían al día siguiente el popular caldillo de nuestra tierra, o sea, carne que se machacaba con la mano del metate, la cual desmenuzaban y agregaban verdura y agua, señalan adultos que oscilan entre los 45-60 años de edad. No causa extrañeza que los comentarios se acompañen de suspiros, sonrisas y carcajada franca, es la añoranza de una etapa de la vida que no vuelve más, de esa costumbre campirana de ayer, de comida frugal, austera, a quien el olvido envuelve ya hasta el punto de que las nuevas generaciones sólo tienen como referente al asador de parrilla de una cara o dos, cadena, base y patas, de manufactura en taller artesanal de herrería, o aquel de fabricación industrial de diversas formas o tamaños que se adquiere en ferreteras o hasta en el supermercado. Otros más se enorgullecen de revivir esta costumbre. El sector comercial en su proceso de evolución cambió el hábito de asado, simplificó el trabajo para a su vez, dejar esta costumbre en desuso. El sencillo asador de carne cumplió una etapa en los hogares sinaloenses, que anida aún en nuestra mente y corazón.

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Litoral sinaloense

Atarrayas

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n los pueblos costeros la gente nace y crece de cara al mar. Su piel se impregna de sabor y olor salino; sus ojos contemplan a cada instante el horizonte azul de oleaje espumoso e incesante. De sus entrañas obtienen preciados productos marinos que les permitirán sobrevivir, en especial, el camarón. Niños, jóvenes y adultos no albergan sobriedad alguna al vestir; manifiestan esa libertad que parece conferirles el contacto con el aire, arena y sal. Semidesnudos, es decir, con el torso descubierto o camisa desabrochada, pantalón corto, descalzos o con sencillas sandalias de hule, andan de aquí para allá sin inhibición alguna. A simple vista se aprecia en las personas maduras su piel ajada por la sal, marcadas líneas de expresión alrededor de los ojos, que se entrecierran constantemente en infructuoso intento de minimizar los reflejos del Sol en el agua y que parecen recordarles su hermandad con este universo interior de la Tierra. El hombre y el mar, conjunción estrecha, duradera, que surgió un día cualquiera de manera natural, por la necesidad de alimentarse. Sus antepasados, las primeras tribus prehispánicas como los Cahitas, Totorames, Pacaxes, Achires y por supuesto los Tamazulas o Guasaves, tenían entre sus actividades principales la pesca. Efectuaban la captura matando a los peces a flechazos, y el camarón con pequeñas redes que hacían de manera rústica; también recolectaban almejas, ostiones y patas de mula.

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No hay que olvidar que son 656 kilómetros de litoral, orilla o costa de mar, formado por bahías, islas, penínsulas, esteros y marismas, desde la Bahía de Agiabampo, en el municipio de Ahome, hasta la Boca de Teacapán, en el municipio de Escuinapa, y lo bañan las aguas del Golfo de California o Mar de Cortés, en la parte norte, y en el sur, el Océano Pacífico. Sinaloa ocupa los primeros lugares a nivel nacional en producción pesquera, por ello quienes viven en la costa se enorgullecen de su variada fauna marina, entre las que destaca el ostión, almeja, caracol, corvina, robalo, mero, pargo, mojarra, lisa, pulpo, botete, atún, marlín, cazón, carpa, sardina, pez sierra, focas, lobos marinos, gaviotas, pelícanos, albatros y el importantísimo camarón. No se olvida la existencia en agua dulce, de las especies como la lobina, el bagre, la mojarra tilapia y la rana.

Cambios Y como el avance en todos los ámbitos es vertiginoso, el pescador no podía escapar a la modernización. Las pangas que utiliza ahora son más grandes, al igual que el motor. En ellas cargan todo lo necesario: atarraya suripera, chinchorros, tablas, tiras, burra (sábana de arrastre) vela, palos de bambú, ancla, tambulacas, hieleras, provisiones y el infaltable elemento humano. Cuentan los pescadores que uno de sus principales arreos lo constituía la atarraya lomera, red especial para la captura de camarón. En su tejido, de alrededor de 200 mil nudos, participaban no sólo el jefe de familia, sino los demás miembros, esposa e hijos. Lo más común, normal, era que cada quien hacía su equipo. Aproximadamente conllevaba mes y medio o hasta tres meses terminar una atarraya, por su laborioso entrelazado a mano con hilo nylon. Su peso sin carga era de seis o siete kilogramos, aunque de tamaño variable según preferencias; la grande era como de tres brazadas y media, es decir, 4-5 metros. María Esther Sánchez Armenta

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Se tiraba con los brazos y se hacía gran esfuerzo de cintura, de ahí derivó también el comentario popular que “quien sabe tirar la palomera sí es un auténtico pescador”, porque detectaba en qué lugares andaba el camarón. No obstante, un día del año 1990 los pescadores ya no tendieron esta red, la tradicional atarraya lomera se guardó en el baúl de los recuerdos, y la suripera ocupó su lugar. De inmediato los pescadores ribereños se adaptaron y adoptaron el cambio. En trozos o partes, la tela tejida se compra a través de la Federación de Pescadores a una fábrica del estado de San Luis Potosí, también el plomo, aunque algunos prefieren elaborarlo para abaratar costos. Las ventajas se traducen en tiempo y esfuerzo, sólo basta una semana para unir las partes y hacer alrededor de 5000 nudos en los pegues. A diferencia de “la lomera”, que dejó como consecuencia un permanente dolor de cintura, esta nueva red, llamada suripera, se utiliza con el sistema de arrastre. Es decir, aprovechan tanto la corriente de aire como de agua para arrastrar la red, supliéndose así el esfuerzo que hacía antes el pescador. A ello habría que agregar que cada vez se incrementa el número de pescadores (los libres, que no pertenecen a cooperativas), y que por ejemplo, según reportes de la Secretaría de Desarrollo Social, Medio Ambiente y Pesca, es tal el incremento de pescadores que el volumen de camarón tiende a reducirse y tirar la “palomera” para encontrar los bancos del crustáceo se hace cada vez más difícil, al estar dispersos. Ciertamente, a pesar de que la inclinación inmediata por lo práctico y liviano se impone, la añoranza aparece sin darse cuenta: “se sentía bonito ‘tarrayar’, aventarla, ver cómo surcaba el aire y se extendía hasta caer en el agua. Lo bueno de esto y que por fortuna no se ha perdido, es la tradición de reunirnos y aprovechar los brazos de los árboles o portales de las casas para hacer las pegazones, pues la gente se arrima para matar el tiempo y mitotear un rato”. Los campos pesqueros lucen desolados, con poco movimiento, ya que son sólo seis meses de trabajo en el mar, de marzo a agosto; los que permanecen, preparan sus arreos, con grandes dosis de paciencia.

Sus palabras dejan traslucir cierta desesperación, ya que expresan: “muchos de nuestros compañeros andan como los pájaros, emigran a donde sea para sobrevivir. A veces se van en cuadrillas a la pesca de tiburón al Golfo, otros a aventurar al Norte (Estados Unidos), lo que sea, hasta que pasa la temporada de veda, que ojalá se levante a mediados de agosto”. La familia tiene que comer, dicen, además de que todo se convierte en una cadena de deudas: cortes en el agua potable, cuenta abultada en abarrotes, proveedores... A esto hay que añadir que muchas temporadas camaroneras se han desplomado en un alto porcentaje en bahía y en altamar, resintiendo estrepitosas caídas. Aun cuando hay temporadas buenas, refieren que no se puede hablar que se gana mucho, porque hay que renovar equipo de alto costo. Hace añales, explican, no pueden ahorrar porque peso que agarran es para pagar y pagar. Además, ha crecido la inseguridad en los campos pesqueros, donde se cometen asaltos, despojos de equipos marinos, actos ilegales en que algunos incurren para sobrevivir. No obstante, coinciden al señalar que hay quienes aprovechan para arreglar sus casas, construir un cuarto, un baño, al igual que divertirse un poco “echándonos unas cervecitas y... se acabó el dinero”. Los hombres del mar aseguran que su sector es el más noble porque nunca realizan paros en calles ni carreteras; los políticos sólo los buscan para el voto, les anuncian apoyos con la boca pero en realidad nada, y aunque les va muchas veces mal y no alcanzan a pagar carteras vencidas, se aguantan y buscan el lado bueno a las cosas.

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Compañero inseparable Ciertamente la masa de agua salada que cubre 361 millones de kilómetros cuadrados de la superficie de la Tierra, un poco más del 70 por ciento de todo el planeta, se convierte en compañero inseparable de quienes se adentran en su territorio para extraer su fuente de provisión. Su murmullo suave cautiva a pintores, músicos, poetas, fotógrafos, escritores, científicos, como fuente genuina de inspiración y estudio, y María Esther Sánchez Armenta

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da pie al romanticismo que nutre a soñadores, quienes matizan el sentir del alma ante la inmensidad de su misterio. El mar, tempestuoso, muestra otra cara: violento, amenazante, enloquecido, destructivo, se apodera de las embarcaciones y con su furioso oleaje es capaz de desviar de su ruta a expertos navegantes. Por ello los pescadores le manifiestan gran respeto, porque saben que no admite medias tintas y se exhibe como su amigo o su sepulcro. “Dios nos guarde de otro ciclón como el ‘Ismael’. Sin embargo, hay que destacar que cuando andamos en el agua todos somos hermanos, que si se te descompone algo, te ayudo, que si no llevaste lonchi, te convido, y así es como una ley entre nosotros, porque salimos a la mar, pero nadie sabe si va a volver”. Aun cuando enfrentan un sinnúmero de obstáculos, no ocultan su orgullo al dedicarse a este oficio, “lo único que sabemos hacer de toda la vida”, que destaca entre las principales actividades productivas de la entidad y abastece el mercado regional, nacional y de exportación. Cada inicio de temporada “vamos con mucha fe de agarrar camarón, así que nuestro apoyo es la esperanza. Qué importa el fuerte Sol que casi nos deshidrata, lluvias o viento, ahí estamos con cariño, con sed de que el mar sirva, que nos deje una buena temporada”.

Hoy este arreo de pesca es una muestra a los turistas, sobre lo que una vez se usó. Los viejos no tienen fuerza para utilizar la atarraya lomera, y los jóvenes... ya no aprendieron.

En el recuerdo Y en ese devenir, así como un día los pobladores de los primeros asentamientos humanos en Sinaloa fabricaron para pescar utensilios con materia prima silvestre y completar su dieta alimenticia, que incluía pescados y mariscos, al pasar el tiempo se perfeccionaron para incrementar su utilidad. La atarraya lomera, indispensable durante décadas, cumplió su ciclo y se inscribe en las páginas de la historia. En la memoria colectiva permanece aún con nitidez el recuerdo de que en su laborioso tejido participaban los miembros de la familia, en cuya convivencia sencilla, natural, se platicaban los detalles de la vida cotidiana, la vida de todos los días en las zonas costeras del noroeste del país. María Esther Sánchez Armenta

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Atole pinole

¡Buenos días!, dice con alborozo mayor de lo normal el sinaloense, después de haber saboreado una humeante taza de atole pinole. Una breve retrospectiva del principal ingrediente de esta caliente bebida, es decir que el mundo debe a México el maíz, tlayolli, uno de los alimentos básicos de nuestro país, formador de la cultura de los antiguos mexicanos. Planta milagrosa, grano sagrado, dadora de vida, regalo de Quetzalcóatl, es uno de los protagonistas más trascendentales de la historia de América desde antes de la llegada de los españoles, es una de las aportaciones más valiosas de los indios mexicanos a la humanidad. Esta planta americana ya existía tal y como la conocemos hoy desde el punto de vista botánico, alrededor del 5000 a.C., según afirmara Paul C. Mangelsdorf, uno de los científicos más destacados en la materia. Así, sus tallos azucarados y las hojas constituyen buen forraje para el ganado; las hojas secas que envuelven la mazorca se usan para envolver tamales; las mazorcas tiernas o elotes se comen hervidas o asadas (en Sinaloa se le unta limón, mantequilla, mayonesa, crema, queso, sal y chile en polvo; o se le agrega partido en mitades al caldo de cocido o puchero); también con los granos se preparan esquites, atoles, pinole, y en algunos lugares el aceite y jarabe de maíz. Ya nixtamalizado después de lavarse se consume en grano, en guisos como el pozole, o bien, se muele para elaborar la masa con que se hacen tortillas, tamales, tlacoyos, sopes, peneques, chalupas y otros platillos. Los lugareños saben que a fines de noviembre o principios de diMaría Esther Sánchez Armenta

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ciembre en cada rincón de la geografía sinaloense es agradable iniciar la jornada cotidiana con una taza del tradicional atole pinole, cuya venta concluye en marzo, días antes del inicio de la primavera. Ciertamente es la temporada de frío especial para agasajar al paladar. Quienes no lo preparan en el hogar, optan por acudir a donde lo expendan, pues a los vendedores (en su mayoría mujeres) se les identifica fácilmente, ya que lo han elaborado por años o como ellas dirían, “toda la vida”; los nativos acuden a la esquina donde la vendedora de su preferencia ya hizo “punto”. Por lo regular se les localiza afuera de mercados, centros comerciales, iglesias, en la cercanía de escuelas, hospitales, o bien, donde se registre un movimiento constante a temprana hora. Pero ¿cómo nace esta bebida que se toma por lo regular caliente, casi hirviendo? En el libro Sinaloa, Historia y Destino, del escritor Herberto Sinagawa, se explica que pinole es voz náhuatl, del aztequismo pinolli, cosa de pinotl: “salvaje, montaraz”. En Sinaloa las tribus indígenas cultivaron el maíz desde antes de la conquista; el grano lo usaron para hacer la tortilla, alimento básico del mexicano de ayer y de hoy, pero también para hacer pinole: el grano era tostado y molido en el metatl -metate, piedra de moler-, alimento muy nutritivo que no se descompone, muy útil en viajes y correrías, en incursiones de guerra y en labranza de la tierra. El pinole diluido en agua era un magnífico alimento, fácil de llevar, fácil de preparar; después al pinole el conquistador español le agregó piloncillo -panocha- y hasta clavo y canela.

Lo original es lo bueno Carmen Inzunza, nativa de El Platanito, municipio de Sinaloa, señala que desde hace muchísimo tiempo ha saboreado el atole, ya que su mamá lo hacía, “pues éramos de rancho”. “Se cuece el maíz, se muele y ya que está remolido, en metate, o en molino de cigüeña, se asa en sartén o en una olla de fierro y se prepara en leche o agua, como lo quieran hacer. María Esther Sánchez Armenta

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De maíz tostado era el original, y se tomaba en una taza del material que fuera, fierro, cerámica o china”. Y aunque se puede saborear en cualquier temporada, primavera, verano u otoño, Carmen lo consume especialmente en invierno. Asegura que el atole pinole es una tradición de todos los pueblos, sólo que ahora nadie quiere batallar en la molida y lo compran en bolsa en los mercados, súper o abarroteras. Antaño, dicen moradores sinaloenses, cuando se cosechaba el maíz, miembros de la familia convertían la jornada laboral en tertulia, donde se platicaba de todo un poco, para hacer más placentero el desgranar mazorcas, tostarlas y molerlas. Ahora como ya está molido en grandes cantidades, consideran, no sin manifestar un dejo de nostalgia, que ya no es el mismo sabor ni tan oloroso, “salía bien bueno, preparado al gusto de cada persona, ya sea espeso, chirri (aguado, delgado) o simplemente normal”. Don Francisco Bojórquez Parra comenta que cuando su madre Paula, de Lo de Gabriel, Mocorito, servía el atole hirviendo en la mesa, él siempre pedía que le echara en un plato “pelti” (plano), porque así se le enfriaba primero para pronto solicitar que se le llenara de nuevo; en cambio, su hermano Manuel arrimaba un plato lo más hondo posible, y se la pasaba lamentando lo caliente del atole. Otras personas entre 64 y 78 años, coinciden al señalar que ellos lo han probado desde que eran niños, porque su mamá lo hacía y también la abuela, así que esa herencia la “traemos en la sangre”. “No creo que se me olvide el olor a maíz tostado, ya que aparte de tomarlo en atole, también era cosa de echar leche bronca a un vaso, agregarle el pinole de flor y azúcar y tomarlo a cucharadas; era un postre muy rico”.

raspara la garganta), es un ritual que desafortunadamente, si no desapareció ya en su totalidad, es porque en algún rancho todavía algunos de sus habitantes se arraigan a esta costumbre en peligro de extinción. Algunas de las tantas “doñas, doñitas o atoleras”, como se les conoce comúnmente, refieren que esta tradición de preparar atole pinole (aunque no sea al estilo de antes) no va a desaparecer, porque a la gente le encanta y cada día hay más crisis que obliga a todos los miembros de la familia a cooperar para el sustento diario. Las hermanas Blanca Ofelia (ya retirada de su oficio), Guadalupe y Celia Bojórquez, si bien realizan esta actividad temporal sin horario rígido, y se instalan alrededor de las 05:00 de la mañana, los preparativos comienzan desde las primeras horas de un nuevo día. El trabajo previo a una taza de atole conlleva un procedimiento muy particular, pues hay que dejarlo “en su punto”, es decir, con los ingredientes bien calculados, al que hay que agregar grandes dosis de amorosa dedicación. Para que salga bueno y guste a los clientes, desde la 01:00 de la mañana se coloca la olla vaporera con agua, una vez que hierve se le agrega el pinole que se ha disuelto en el vital líquido, se le echa azúcar, leche y sal al gusto. Se bate de vez en cuando para que “no se asiente, porque se aplana y hace bolitas”, y tener cuidado de que hierva bien porque si no se vuelve a hacer agua. Es común ver a los vendedores de atole bajar las ollas de un triciclo, carreta y hasta de la cajuela de un viejo auto. A estos utensilios agregan un cucharón, bracero (para mantenerlo caliente), mesa, servilletas y vasos térmicos desechables para quienes lo piden para llevar. Aunque una mayoría acostumbra tomarlo solo, es decir, sin alimentos, al dirigirse a su trabajo, otros aprovechan para ingerirlo ahí mismo y acompañarlo de tamales de pollo, puerco o res, pan dulce o de las tradicionales y casi olvidadas torrejas. Los clientes aparecen presurosos, a veces antes de que lleguen las vendedoras. “Son las 5:20 y no llegan, ya se les hizo tarde”, dice un cliente

Adiós al ritual Bajar de las enramadas las mazorcas, quitarles las hojas, tostar el grano y revolverlo en el apaste colocado en una hornilla con leña, molerlo en metate dándole varias repasadas hasta que quedara finito (y no María Esther Sánchez Armenta

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ansioso por tener el líquido calientito en su estómago; por su parte, Matilde Arce, lamenta que a las 08:00 horas ya no haya; “me quedé con el antojo”, señala. Entre los primeros consumidores están policías, tránsitos, locatarios del mercado, vendedores de frutas, verduras, elotes, choferes de camiones, taxis y transporte en general, tablajeros (carniceros), repartidores de periódicos, veladores, alijadores, estudiantes de nivel básico y superior, así como habitantes que gustan madrugar al “mandado” (compra de víveres). El maíz, vinculado a la evolución de los pueblos prehispánicos y cuyo cultivo permitió primero el asentamiento del hombre en aldeas, el surgimiento de grandes concentraciones urbanas y, más tarde, de grandes civilizaciones en América Latina, entre sus múltiples procesos tiene el pinole de flor de maíz, el pinole de maíz y las galletas de pinole... Así, cada amanecer de la temporada invernal los vendedores se encomiendan al Señor Jesucristo con mucha fe, para que sea un buen día y puedan sacar adelante a su familia con los ingresos que se obtengan. Y es que en este devenir de la vida cotidiana la preparación de la caliente bebida forma parte de las raíces de la cultura sinaloense, donde se constatan variados gustos, ya que algunos lo prefieren claro, otros oscuro, unos más que casi les queme la garganta, y otros lo piden tibio, pero mejor aún es que todos coinciden en consentir al paladar con una humeante taza de atole pinole.

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el doctor”; sirve para los pulmones, dolores de viento, bronquios, para un golpe profundo; sirve para curarse y se pone uno sano. Cuando a la persona le hace daño el alcohol, entonces lo cambia por agua hervida o cuece canela y le echa el líquido. Cuando ya el ayale no huele, entonces se le acabó el efecto medicinal.

Ayales

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e dice que quienes tienen entre 70 y 80 años, gustaban comer en su niñez el ayale o “ayali” como golosina, muy apetecible por su olor y sabor dulzón; las generaciones actuales, en su mayoría, ni siquiera saben qué son. Para Agustina Sánchez, originaria de El Valle, municipio de Mocorito, era común encontrarlo “a lo cerquita, porque se da casi en las piedras, nace para allá por el monterío; es una cosa tan linda que la lluvia de Dios nos da, porque nace cuando él riega. En la sierra pa’ arriba hay mucha medicina natural, que la nanchi, la guásima, tatachinole, entre tantas otras. Mas antes se cuidaba uno con puras raicitas, aunque ahora también allá todo está lleno de química, yo creo que por eso se enferma más uno, oiga. Si alguien se quería purgar, era cosa de buscar raíz de michoacana; la cacachila, para las calenturas, cáscara de nanchi para los parásitos, y así hay un montón de hierbas; se sentía uno muy bien”.

Pa’ las dolencias Esthela Rodríguez Labrada vende en su estanquillo hierbas medicinales; “la gente que pasa por enfrente de mi negocito me pregunta que si qué es bueno para el hígado, la vesícula, el riñón, como ya fueron al doctor y no se alivian, pues vienen a ver qué hay para sus dolencias”. Lo usual es hacerle un hoyo al ayale, echarle mezcal “es el meramente bueno”, se tapa con un corcho y se deja 8 días reposando. Después se toma una copita diaria en ayunas, “haga de cuentas que ése es María Esther Sánchez Armenta 65

Tradición indígena Los indígenas fueron hábiles aprendices de artesanías. Mostraron gran capacidad para labrar y tallar la madera; curtir y trabajar el cuero; hacer adobe para elaborar ladrillo y construir casas e iglesias; fabricar loza de barro; tejer la palma y fibras de mezcal, etc., así como en la elaboración de instrumentos musicales como flautas de carrizo, raspadores de madera, sonajas de ayale y vibradores de capullos de mariposa. En retrospectiva habría también que recordar que entre las numerosas fiestas que celebran los sinaloenses destacan las de tipo religioso. En las distintas festividades se ejecutan danzas indígenas en las cuales destacan las de los mayos, donde están presentes tanto los elementos nativos como las características heredadas de los españoles. Su principal danza es la de “los matachines”. También sobresalen la llamada pica perica, torito, la danza del pascola, pero la representativa es la del venado, ya que al igual que en el pasado, constituye un ritual propiciatorio de la buena caza. En ella se imitan los diferentes momentos y situaciones de la cacería. El ejecutante, como también sucede en las otras danzas, asume el oficio en cumplimiento de alguna manda. El danzante lleva una cabeza de venado sobre su cabeza, el torso va desnudo y usa una especie de faldilla. Alrededor de los tobillos coloca los tenabaris, tenebares o tanábaris (cascabeles hechos con los capullos de mariposas vacíos a los que introducen piedrecillas). También llevan un cinturón al que le prenden varias pezuñas de venado y en las manos sostienen ayales que sirven para marcar el ritmo. Ayal o tecomate es el nombre vulgar; el científico, Crescentia alata, y pertenece a la familia Bigoniácea. María Esther Sánchez Armenta

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De acuerdo con la información contenida en Nombres y Piedras de Cinaloa, Pablo Lizárraga Arámburu dice que Ayale es voz tahue. La raíz mexicana significa calabazo. Tecomate, Tecómatl, Vaso. Deberíamos llamarlo cuauhtecomate, “vaso de árbol”. Ayacachtli son las sonajas que se hacen precisamente con los ayales o tecomates. Árbol de hojas con forma de cruz y unas frutas como calabazos pegadas a las ramas gruesas. Los frutos son lisos y verdes, y cuando están secos se ponen amarillentos. La cáscara es dura, fibroleñosa. Los frutos son grandes. Cuando están maduros se les echa vino y es buen remedio para la tos. Se hacen sonajas con ellos. Se llaman ayales del centro al norte del estado, y algunas personas del municipio de Cosalá los nombran ayacaste. Se dice que la madera de tecomate estando seca es fuerte y sirve para estribos, yugos y arado para sembrar. Los ayales, fruta silvestre redonda que para muchos nativos sirvió y sirve como remedio para aliviar sus enfermedades, y que integraron en forma natural a su cultura como hierba medicinal. Pobladores citadinos de hoy desarrollan su ingenio y creatividad pintándolos de dorado o plateado, para colocarlos en canastos y adornar cualquier rincón de su hogar “al estilo mexicano”.

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Bacín de peltre

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ativos dispersos en la geografía sinaloense aún lo usan, otros albergan en los recuerdos de la vida cotidiana de antaño, aquel utensilio indispensable en el hogar hace ya algunas décadas. El original, recipiente de loza esmaltada en forma de taza, llamado comúnmente de peltre, de preferencia blanco con ribete azul, cubría la necesidad de evacuar la vejiga, especialmente por las noches; le llamaban bacinica, nica, bacinilla o simplemente bacín. Los traían a Sinaloa de la fábrica de Monterrey, Troqueles y Esmaltes, se les podía comprar en el mercado, cristalerías o cualquier tienda de abarrotes, donde además se vendían telas, petacas y mercería en general. Aún no es difícil constatar la distribución arquitectónica de la vivienda hasta antes de la instalación de drenaje en las casas, por lo regular portal al frente, los cuartos, pasillo, portal atrás, la cocina y hasta el fondo del solar el baño... por aquello de los malos olores. Y es que ciertamente, los baños de antes eran fosas comunes, incluso había quienes no las ademaban, es decir, no revestían la pared, entonces con la humedad se derrocaban. Baño y excusado estaban juntos, la rústica construcción no tenía techo y hacía las veces de puerta del retrete, inodoro, lavabo, sanitario, servicio, váter, wáter, w.c. o también conocido como trono, un costal viejo de jarcia, y si se tenían mayores posibilidades económicas, un pedazo de fibracel o madera. “Nosotros los construíamos; eran de lata tramada, para eso había que ir al monte a cortar palo blanco, vara blanca, güinolo, o de papachío

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que se hace a la forma, es flexible, se trama bien bonito. Después se enjarraba de lodo y se blanqueaba con cal”, explican lugareños. Otros coinciden al señalar que las letrinas eran fosas techadas de viga de madera, a veces con ladrillo, lámina negra de cartón, cartones extendidos clavados con fichas de refresco o cerveza, usadas durante todo el día para orinar y evacuar el vientre, no así el bacín indispensable durante todo el año en la noche y madrugada, especialmente en tiempo de frío, pues no había que salir al patio, en las lluvias, cuando alguien de la familia estaba enfermo de los riñones, o padecía del conocido popularmente como mal de orín. Los recuerdos y vivencias aún no tan lejanas aparecen con inusitada claridad, pues no se olvida que para bañarse se llenaba el balde o tina “de fierro” y con el jumate se echaba el agua; no había papel de rollo como ahora, se utilizaba papel de estraza o se cortaba en cuadritos el papel del periódico o revistas, y en la pared en un gancho de alambre o un clavo se colgaban y se iban jalando de acuerdo a las necesidades fisiológicas.

Toda la vida La sonrisa aparece en los rostros de hombres y mujeres cuando expresan con sencillez y naturalidad que no tienen por qué sentir vergüenza al hablar de este excusado portátil, pues de ninguna manera podía faltar en las casas. “Cómo no acordarse que antes casi vivía uno entre el monte; en los pueblos más grandes fue donde primero aparecieron las letrinas, en los ranchos era normal hacer las necesidades al aire libre, atocharse donde sea cobijado por las ramas. En las ciudades dejó de usarse el bacín hasta que hubo drenaje y el baño se construyó al interior de la casa, ‘contimás’ en los ranchos, su uso ha sido de toda la vida”.

Pasado-presente Y como todas las tradiciones, quizá en su momento el ritual repetitivo no causa extrañeza, los pasos a seguir diariamente llevaban a su María Esther Sánchez Armenta

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colocación debajo del catre de jarcia, de lona o de la cama de correas, aun cuando más tarde se agregó a las camas el colchón. “Había una bacinica para todos los que dormían en el cuarto, y como se carecía de luz se palpaba para ver dónde estaba; a veces, debido a la oscuridad, se iba uno hasta el codo, al meter la mano al bacín ya casi lleno. En las madrugadas era común hacer fila para usarlo”, refiere al compartir sus recuerdos anecdóticos acompañados de francas carcajadas, el cronista de la ciudad de Guamúchil, Arturo Avendaño. La limpieza del bacín se hacía de una forma especial, con agua cernada, es decir, agua con ceniza, que se obtenía de la leña quemada en la hornilla, la que por cierto, usándola junto con jabón salado, el cabello quedaba muy sedoso; también se utilizaba para blanquear la ropa. Una vez lavado el recipiente, se colgaba en el cerco de púas, de palo parado o en el palo de brasil, que hacía las veces de tapia de las casas, pero siempre ladeado o boca abajo, para que se secara totalmente y no criara sarro. Algunos lugareños lo ponían en un clavo en la enramada del lavadero, listo “pa’la noche”. Y aunque parezca extraño, era tradición que la parturienta no sólo estrenara petate y sobrecamas, también un bacín, para evitar infecciones. Por supuesto este utensilio doméstico no es exclusivo de México, fue hasta que se instalaron las cañerías en las casas que llegaron los inodoros y los primeros sistemas sanitarios modernos. Referencias históricas registran que hacia finales de la Edad Media empezaron a usarse en Europa, primero, excavaciones subterráneas y más tarde, letrinas. Cuando éstas estaban llenas, el contenido se empleaba como fertilizante en las granjas o era vertido en los cursos de agua o en tierras no explotadas. Una de las personalidades intelectuales de más peso en el mundo entero, el profesor universitario, articulista, académico, ensayista político, Mario Vargas Llosa, describe en un fragmento de su magistral novela La Fiesta del Chivo, cuyo contexto se desarrolla en la República Dominicana:

-¿Está en su dormitorio?- Urania bebe el último sorbo de café-. Bueno, dónde va a estar... La recibe una luz viva, que irrumpe por la ventana abierta de par en par. La resolana la ciega unos segundos; después, va delineándose la cama cubierta con una colcha gris, la cómoda antigua con su espejo ovalado, las fotografías de las paredes -¿cómo conseguiría la foto de su graduación en Harvard? -y, por último, en el viejo sillón de cuero de respaldar y brazos anchos, el anciano embutido en un pijama azul y pantuflas. Parece perdido en el asiento. Se ha apergaminado y encogido, igual que la casa. La distrae un objeto blanco, a los pies de su padre: una bacinilla, medio llena de orina”. Al aparecer la industria del plástico e irrumpir como una avalancha, conquistando a los consumidores al abaratar costos en la fabricación de sus productos al por mayor, comercializa nicas de todos tamaños y llamativos colores, con gran demanda por los padres que enseñan a sus hijos a dejar el pañal, cuya limpieza se efectúa con un sinnúmero de desinfectantes y desodorantes que se expenden por doquier. En este breve viaje aún se pueden ver en la acuarela del paisaje rural bacines despostillados haciendo las veces de maceta en cualquier rincón del hogar, su presencia nos habla de un hábito, signo de identidad, que entreteje el binomio ayer y hoy. Su uso fue imprescindible. Natural. Incluso se argumenta que cuando “los plebes” daban rienda suelta a la imaginación aparecía el miedo a los espantos, también en las noches de total oscuridad en que la luna no iluminaba el sendero, o en “las aguas”, cuando a nadie se le antojaba transitar hasta el lugar destinado para cubrir las necesidades, el retrete, pues éste se encontraba al fondo, al final del patio. El bacín de peltre, testigo de una forma de vida, costumbres, permanencia, un botón de Sinaloa... aún no se ha ido.

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Bardas

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la vista de todos. Indispensable en la época actual. Compañera común de las viviendas en cualquier rincón de la geografía sinaloense. Algunos le llaman tapia, cerca, muro, cerco, valla, barda...

Costumbre europea No hay evidencia que existiera antes de la llegada de los españoles a América. En opinión del cronista de Ciudad Mante, Tamaulipas, y periodista del Eco del Mante, Juan José Mata Bravo, esta costumbre nace evidentemente a raíz de la Conquista, de la dominación española. Los europeos la trajeron con el propósito de proteger la propiedad que se le adjudicaba a las personas; también para señalar los límites en terrenos agrícolas con cercas de diferentes materiales, o para los solares donde se asentaba la vivienda familiar y así evitar la incursión de maleantes, animales, y robos. Los materiales utilizados para la construcción dependían de lo accesible que éstos fueran; por ejemplo, si en un sitio había madera abundante y fácil de conseguir, entonces se hacían cercas de madera, o bien, de piedras. Se aprovechaba el palo de rosa, el famoso cuacharalate, que todavía se usa, palo mulato o chaca, mezquite, los menos costosos, los más abundantes en la flora silvestre regional. En Tamaulipas se habla de que cuando el colonizador empieza a María Esther Sánchez Armenta 73

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otorgar lo que serían los fundos de las villas o pueblos, la persona que entregaría el solar tomaba de la mano al beneficiado y lo paseaba por el lugar mostrándole físicamente cuánta dimensión tenía; una vez terminado el recorrido, el nuevo dueño tenía la costumbre de recoger hierbas del suelo, esparcirlas por los cuatro puntos cardinales como para decir “aquí estoy en lo mío”, además recogía piedras de su solar y las lanzaba en todas direcciones, como para ahuyentar malos espíritus y atraer algunas bendiciones. Este acto era francamente obligatorio en los terrenos urbanos, mediante el cual el nuevo agraciado quedaba en plena posesión quieta y pacífica del lugar que se le acababa de mercedar para que ahí construyera el asentamiento de su familia. En los predios agrícolas no había esa costumbre, ya que eran muy extensos, medían quizá 4 leguas, es decir, casi 20 kilómetros. Otra tradición que aún permanece en la memoria colectiva de los pobladores eran las llamadas mojoneras, es decir, piedras colocadas en ciertos puntos y pintadas de blanco que servían para fijar la propiedad.

Tapias Nuestros antepasados vivían en cualquier lugar, en casas de adobe y palma. Nuestros abuelos construían sencillos cercos o tapias de cualquier tamaño, de lata también llamada vara blanca o tacoti, torote (palo muy resinoso y espinoso), ocotillo o palo de San José, güinolo, papachi, palo fierro, palo barril, guasimilla y pochote, de guásima también, aunque es más usual en carpintería para la fabricación de muebles rústicos. Aún es posible ver en cualquier poblado o ranchería, en ciudades pequeñas o en las que predominan las calles de terracería, cercas de palo de brasil, palo colorado, palo parado, piedra apilada llamada también trinchera (sin cemento), cerca de palos, de estacas. Hacha y machete constituyen utensilios suficientes para ir al monte y tomar de la naturaleza lo necesario para limitar la propiedad. Plantas ornamentales como el jazmín, con sus coloridas flores naranja, y la rastrera “hazme como quieres”, cumplen con creces su doble María Esther Sánchez Armenta

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función: fungir como barda de mediano tamaño y brindar un aspecto decorativo a la casa. Hay quienes aseguran que aún existe un muy peculiar tipo de barda de pitahaya, colocándose los cactos en fila, en línea, para que haga las veces de barrera protectora. Hay bardas de piedra, ladrillo, block, malla ciclónica o de elaborado diseño de herrería, según las posibilidades económicas y adornos de acuerdo al gusto del dueño de la morada; también las hay de viga, latilla o latón. No falta quien recuerde el ingenio para hacer un portillo, es decir, especie de puerta chica abierta en otra más grande, o conocido comúnmente como el hueco hecho en el muro o la tapia, para pasar con facilidad a la vivienda vecina. Si había que romper el alambre de púas, la tela gallinera, o mover con fuerza los troncos o varas, amarrados con tiras de liana silvestre, para el grupo de chiquillos traviesos era parte de la diversión. Su construcción no sólo delimita el terreno, la propiedad privada, sino también, argumentan los moradores, les da seguridad, aislamiento al amurallar la construcción. En los ranchos de Sinaloa es común observar que las amas de casa aprovechen el cerco de alambre para tender la ropa, especialmente sábanas y cobijas que ocupan gran espacio, a la par de obtener un rápido secado de esos lienzos y mantas. En la década de los 30, el Dr. Roberto Gastélum Orejel, en su libro Recuerdos de Los Mochis, comparte una postal de las viviendas de ese tiempo: “pocas casas eran de ‘material’, así le llamábamos a las de ladrillo, la mayoría eran los ‘chinames’ construidos a base de ‘latas’ y principalmente de tiras de pitahaya enjarradas de lodo para tapar las rejas; el techo era de terrado. Fue esta cactácea uno de los baluartes de la población. Abundaban por doquier, en los cerros, en el llano, en las marismas...y daba para todo: frutos dulces y carnosos en temporada, madera, combustible para las calderas del ingenio azucarero, para las ladrilleras, para la ‘hornilla’ del hogar y hasta cepillos para alisar el pelo de las mujeres; entonces no había hombres mechudos”. Escenas del pasado, de la vida cotidiana en las sociedades prehispá-

nicas sinaloenses, antes del proceso de colonización y evangelización, recrean la vida sencilla de la población norteña sinaloense que se encontraba viviendo dispersa a la orilla de los ríos. Hacían, como nos señala la historiadora Laura Álvarez Tostado, en su libro Educación y Evangelio en Sinaloa, Siglos 16 y 17, sus casas de varas cubiertas de petates y con las puertas muy bajas, al frente unos portales con toldo que les servía de sombra, al mismo tiempo que de troje para guardar sus provisiones de maíz y otros productos. Los naturales de la sierra construían sus casas de piedra y barro, y en algunos pueblos había dos casas grandes y fuertes, en una dormían los varones y en la otra las mujeres, para así defenderse más fácilmente de posibles invasiones. Sobre los animales que comían, dicen las crónicas que eran liebres, conejos, iguanas, varias aves y venados; la carne de este animal era la que acostumbraban en las fiestas para dársela a sus invitados. Las bebidas eran de maíz, lo preparaban de diversas maneras, a veces hacían la harina disuelta en agua (agua de pinole); otras, masa de maíz para atoles. También elaboraban lo que hoy conocemos como tejuino, otras veces el vino del mismo maíz; esto no permitían que lo tomaran los más jóvenes. Dicen los documentos que: “lo que les interesaba era comer, beber y pasar la vida”. Y así como ayer, contemplar hoy en la zona rural de la campiña sinaloense cercas de palos, con puertas de vara blanca o del corazón del mezquite, puertas con aguja, de trancas o de tranques, entradas de horqueta (en forma de V), es constatar que aún subsiste la puerta de caracol, de postes de palo colorado con travesía, o de cualquiera que no se pudra con facilidad, lo cual reafirma que el pasado y el presente entrelazan sus lazos aún por tiempo indefinido. ¿Romanticismo? ¿Tradición? ¿Costumbre? El maestro en ciencias, Crescencio Montoya Cortez, precisa que la realidad es que hoy predomina la demarcación. Incluso en cualquier ciudad, fácil es constatar que pocos aprueban el compartir la misma

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pared, y para evitar problemas hay una exigencia de que cada vecino construya la propia. Los indígenas tuvieron la propiedad comunal, colectiva; los españoles nos trajeron la flojera, el ocio, la envidia, el ego, y la expresión “esto es mío”. Ciertamente, dicen los nativos, “antes” persistía un valor: el respeto natural entre vecinos. Si bien teníamos muchas carencias, una vida rústica y sencilla, nos cuidábamos entre todos, en comunidad, como una gran familia; nos ayudábamos, en la salud y en la enfermedad, compartíamos la comida, el compadrazgo se repetía una y otra vez, nos sentíamos afortunados porque no nos asolaba el fenómeno de la inseguridad y la violencia, aunque había mucho monte y solares baldíos. Y aunque en la época actual la división territorial se marque de manera contundente con la construcción de bardas de todos tamaños y materiales, la vivienda, su arquitectura, es una expresión cultural de los pueblos que al paso del tiempo nos habla de sus costumbres y tradiciones, de su contexto, su medio natural, social y cultural. Es decisión de cada lugareño no dejar morir la convivencia humana, uno de los grandes valores de México, y que hace más fácil la vida de todos los días, la vida cotidiana...

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Bolsas de papel de estraza

Para los nativos es motivo de tranquilidad contar con una tienda cerca, en especial aquel local que forma o se encuentra próximo a la vivienda del propietario, pues manifiesta disposición de tiempo completo para ofrecer a los clientes los más variados productos de uso cotidiano. En estas tiendas era común que el comerciante empacara la mercancía en una bolsa con asa, o sin agarradera según el producto. Muchos recuerdan aquéllas que hace 6-7 décadas traían, de manera muy visible, publicidad del Café Combate. Si el cliente consideraba que por seguridad era mejor adquirir otra para que no se fuera a romper por el peso de los productos, como eran muy baratas la compraba ahí mismo y dividía la carga.

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os dedos aprisionan el asa de la bolsa. Útil. De color natural. Fabricada en papel de estraza. El comercio las expende en múltiples tamaños, con o sin cuerda. Y aunque indispensable al principio, los nativos se quejaban y aún lo hacen, de su fragilidad, “ya que bastaba que se humedeciera un poco con la mercancía para que se desfondara, y papas, tomates, mazo de cilantro, calabacitas, ejotes de reata, cebolla de rabo, chiles... quedaran regados en el suelo”. Algunos habitantes precisan que las originales, las primeras que se usaron, tenían el asa más larga, incluso el cordón estaba colocado hasta el fondo de la bolsa, a diferencia de hoy, que es más pequeño. Quienes mayor uso daban a este recipiente eran aquellas señoras que no tenían, o bien, no llevaban la canasta de palma, especial para el mandado. En los diferentes tamaños de las que no tenían asa, se empacaba desde pimienta entera, clavo, canela, azúcar, harina, orégano, huevos, café en grano, arroz, frijol... No hay que olvidar que los pequeños comercios de abasto popular, conocidos como misceláneas, tendajones, más familiarmente llamados en Sinaloa, abarrotes, en el México porfiriano se ubicaban en las ciudades más importantes y eran propiedad en su mayoría de inmigrantes españoles, debido al crecimiento urbano se extendieron como lo registra la historia del siglo 20, a cualquier ciudad, cabecera municipal, y comunidad rural dispersa en la geografía del territorio nacional. María Esther Sánchez Armenta

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Devenir El ayer aparece naturalmente. No se olvida a aquellos abarroteros curiosos y organizados que en cualquier momento de ocio o la clientela estaba escasa, cortaban el pliego de papel de estraza en cuadros y elaboraban cartuchos, cucuruchos o también llamados alcatraces, para no embromar al cliente y tenerlos listos para despachar rápidamente el pedido. ¡Ah! Tan sólo pensar en que pronto tendríamos en nuestras manos un cucurucho, es decir, un pedazo de papel enrollado en forma de cono, viene a la mente la inigualable delicia de las galletas de animalito, que lo mismo daba saborearlas solas, crujientes, que remojadas, sopeadas en leche. Primero fue la bolsa de papel de estraza con agarradera para la mano; después llegó la bolsa de ixtle, el morral (con colgadera para el hombro), después la de plástico, la de rafia (fibra muy resistente y flexible), y finalmente la de forma de camiseta que se compra por kilos en los comercios de plásticos y resinas, utilizadas también por las tiendas de autoservicio a todo lo largo y ancho de la República Mexicana, a la cual se les ha impreso publicidad. Difícil olvidar que antaño se cortaban cuadritos de papel no sólo de estraza, sino también de periódico, los cuales se colgaban en un clavo María Esther Sánchez Armenta

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o gancho de alambre a la entrada del baño de cajón, ubicado al fondo de la casa, su uso era, por supuesto, ¡indispensable!

Papel de empaque Hablar de este material básico, el de estraza, papel rudo, de textura rugosa, que no está blanqueado ni encolado, es decir por ejemplo que en pliegos aproximadamente de un metro o a la mitad, es de uso frecuente en la envoltura de tortillas. Incluso una imagen que se conserva en la memoria colectiva y que aún no se ha ido, es cómo la expendedora de tortillas para evitar que las hojas se desparramen o vuelen por el aire, coloca una de las pesas de la báscula al centro del papel, o decide jalar los que ha colgado en la pared. El profesor Francisco René Bojórquez Camacho recuerda que sus primeras letras las escribió en papel de empaque. “La situación económica era tan crítica en la familia, que mi madre Micaela Camacho recortaba el papel y lo cosía con aguja e hilo para hacer un rústico cuaderno”. Una presentación de gran demanda es la de las toallitas para secarse las manos. En las mercerías y boneterías aún se envuelven pequeñas compras de botones, cierres, hilazas, hilos, elástico. No pueden faltar, por supuesto, en los socorridos puestos de fritangas, donde chicharrones, carnitas, asientos y botana en general, dejan su grasosa huella en el empaque. Común es que el vendedor de churros coloque el producto en este tipo de bolsa, donde los comensales, especialmente niños, se encantan de consumir el azúcar que queda al fondo. Sin embargo, poco frecuente es ver ahora a los vendedores en los partidos de beisbol o de futbol, con la bolsita de cacahuates, envasada ahora en empaque plástico o de cualquier derivado del petróleo, al igual que el abastero que antaño envolvía diestramente el trozo de carne en un pedazo de papel de estraza. A decir de los comerciantes las bolsas con asa ya no las piden los clientes, y su venta es mínima, “ahí están, véalas, no son mentiras, están haciéndose viejas, descoloridas, cuando de casualidad alguien quiere una, exige la que no esté maltratada, amarillenta y conserve su color café”. María Esther Sánchez Armenta

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Las travesuras infantiles no podían faltar en el devenir de este utensilio de gran tradición. El maestro concertista de guitarra Cesáreo Martínez Tavizón señala que “nos encantaba quitarle la agarradera a las bolsas de papel, pues las de hace muchos años traían el chicote más largo, y como éramos plebes nos gustaba hacerla de domadores. También inflábamos las medianas o de preferencia pequeñas de las que no tienen agarradera, cerrábamos la boca o abertura de la bolsa retorciéndola para atrapar el aire y luego la tronábamos; era un gusto escuchar el ruido, entre más fuerte, mejor”.

Panadería José Armando Infante Fierro, integrante de La Crónica de Sinaloa, cronista de Ahome y empresario, reflexiona en el uso y utilidad de las bolsas de papel de estraza. Así señala que en realidad la envoltura tiene que responder a las necesidades del producto que se cubre, anteriormente se envolvía en papel reutilizable, papel periódico y cuando se podía, se adquiría ex profeso el de estraza, con el que se elaboraba un cucurucho, o un atado donde se colocaban los panes y se enrollaban las orillas, a manera de bolsa provisional. Las preferencias de este papel limpio permitían que no se contaminara el alimento, cosa que no tenía el de periódico, que ya entintado contenía olor, sustancias químicas. En forma más industrializada se utilizan este tipo de bolsas de diferente tamaño, ya que sus características permiten que el papel pueda hacer que transpire el producto, que los panes calientes conserven cierta temperatura, pero también que no retenga demasiada humedad y no se afecte la consistencia del pan. De alguna manera ésas son razones por las que dentro de mi negocio de la panadería se ha conservado y prevalece la utilización de este tipo de bolsa. Existen ahora papeles mucho más firmes, más afinados que tienen María Esther Sánchez Armenta

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los poros más reducidos, más resistentes al manejo, al igual que diversos fondos que permiten darle mayor capacidad a la bolsa; lo que más se busca, por supuesto, es que se mantengan las características de durabilidad y resistencia. Destaca también, que hay una producción nacional menos resistente en el mercado; la bolsa producida en Estados Unidos se vende bastante, porque el tipo de papel le permite mejores condiciones y es preferida para un manejo más rudo, duradero. La bolsa transparente de polietileno de baja densidad, si bien tiene un uso muy amplio y registra un bajo precio, además de que es una manera muy cómoda para publicitarse, en algunos países desarrollados existen limitaciones para su uso, como en Estados Unidos que utilizan las de papel. En México no tenemos ninguna medida restrictiva, lo que ocasiona mayor contaminación en los depósitos de desecho, por su difícil degradación. Se supone entonces que debería ser poco viable se siguiera utilizando si existiera una cultura ecológica, cosa que en México aún no tenemos. En la panadería típica la gente está acostumbrada y muestra preferencia por la bolsa de papel, a diferencia de la plástica, se podría hasta pensar que de alguna manera le gusta mantener ante los ojos de los demás el enigma de qué pan escogimos para la merienda o para la cena. ¿Qué habrá comprado fulana o sutano?, ¿cemitas, birotes, conchas, cochitos, cortadillos o cuernitos?... y si a eso se añade la imagen de la mujer o del hombre cargando con amoroso cuidado el oloroso alimento, se otorga cierto romanticismo a la tradicional bolsa de papel. La bolsa grande con agarradera (cordón) tiene pues el uso específico de cargar materiales de cierto volumen pero sin peso excesivo, ésa es la condición. En los Estados Unidos es común ver las bolsas de este papel similar en todo tipo de tamaños, aún más en los restaurantes de comida rápida para llevar. En las tiendas de autoservicio se encuentran a precios accesibles estos paquetes de uso múltiple. Actualmente en México la utilizan los almacenes en el envoltorio

de ropa, en embalaje de regalos (algunas dicen en letra pequeña, bolsa ecológica, o se aduce que es una presentación mexicana), inclusive las hay en gran variedad de colores, diseños, fotografías, grabados, lo que denota la necesidad de recuperar una forma tradicional de empaque. Comerciantes coinciden al manifestar que en esta región del noroeste algunas temporadas se tiene dificultad para encontrar bolsa de calidad, de diversos tamaños, y pliegos de papel de estraza, por lo que nuestra industria de papel se observa a la zaga, y si se mantiene en los albores del siglo 21 el uso de las bolsas no es sólo por conservar la tradición, sino por utilidad y bajo costo.

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Agua fresca

Bules

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l bule es un utensilio que aparece a lo largo de la milenaria historia prehispánica. Cuando los hombres se hicieron sedentarios ya poseían instrumentos básicos, hechos de piedra, madera o guaje. Múltiples son los usos que tiene este elemento del campo. Para el historiador Pablo Lizárraga el bule es un calabazo que de tierno le amarran a la mitad un mecate para que al crecer lo haga en forma de guitarra. Se usa como cantimplora en los ranchos, es ligero y refresca el agua. La planta (cucurbitácea) es una enredadera muy grande. Lo “curan” sacándole las tripas y remojándolo en agua de cal y ceniza para quitarle el mal olor. Es posible que en bules (así lo hacían no hace mucho) los indios colectaran la resina de hule con la que hacían las pelotas tan pesadas para los juegos de ulama, y de esto le vendría el nombre. Por su parte, un vendedor de estos recipientes, Ernesto Chaparro Arce, asegura que se da en todo Sinaloa y a la mata se le conoce comúnmente como bule, en otras partes le dicen guaje, y los indios mayos la llaman tecomozote. Los de tiempo caliente, de verano, son los mejores, variedades que la gente “antigua” procura. Escoger el más especial es aquel que tiene verruguitas, limpio y bien sano. Convencido señala que durante muchos años su pulpa ha tenido una aplicación medicinal. “Se abre el bule y se le llena de vino dejándolo toda la noche, se toma tres veces al día para curar golpes internos y a los 15 ó 20 días, está usted parado; sirve también para los que están enfermos de los pulmones. No hay que tomarlo para emborracharse, sino como medicamento”.

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El ser humano a través de los siglos ha transformado el medio en que vive, no sólo el natural, sino el social y cultural, por eso se distingue de los animales, entre otras características, porque produce las cosas que necesita para vivir. Un día cualquiera decidió aprovechar el bule, conocido también como calabaza o güiro, cortar un trozo de la parte superior, echarle unas piedras y agua cernada, es decir, con ceniza, para quitar lo amargo, las semillas o las venas; al siguiente día sólo sacudirlo un rato y queda limpio. De esta manera podría llenarlo de agua y usar un pedazo de olote, madera de pionía o chilicote como tapón. Colgado al hombro con un mecate, era parte de la indumentaria del hombre de campo. Había quienes enterraban el bule en la arena del arroyo para conservar el líquido más fresco. Si se rajaba longitudinalmente, obtenía dos jumates, vasijas a las cuales podría quitarle o dejarle agarradera (asa). En las ollas de barro o en tinajas era compañera fiel para beber agua, infaltable también en el apaste y en el lavadero. Lo más común era tomar un baño “a jumatazos” agarrando agua del balde y usando jabón de manteca de cochi, salado, Olga o Perla. Existe una anécdota relativa a un jumate que ha circulado por toda la región del Évora. Se cuenta que un vendedor ambulante, de esos que les decían “varilleros” (porque traían una especie de varilla donde colgaban sus mercancías), llegó a un rancho de Angostura a pedir agua. “Tome la que guste”, le dijo el casero, a la vez que le señalaba el lugar donde estaba la tinaja con su respectivo jumate. El individuo se acercó para saciar su sed, pero se dio cuenta que en esa casa había una persona mermada de sus facultades mentales. Vio que “babeaba” mucho y pensó: “éste debe de tomar el agua con el jumate que usaré”. Y como sintió un poco de asco y pena a la vez, se le prendió el foco de tomar agua con la cola del utensilio. Cuando se estaba empinando la fresca agua, uno de los chiquillos que observaba gritó: “¡miren, miren, también agarra el jumate como mi tío loquito”. María Esther Sánchez Armenta

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Arte

mento decorativo, la tradición de sus virtudes curativas casi en extinción, las nuevas generaciones de él sólo saben que pueden cargarlo en el hombro como “revolucionarios” en el desfile del 20 de Noviembre.

Los artistas sinaloenses, siempre en búsqueda constante, no podían ignorar esta materia prima en sus bellísimas artesanías, confiriéndole tal importancia como la creación del Taller de Arte en Bule que se imparte en la Escuela de Arte José Limón, de Difocur, en la capital del estado. Los trabajos realizados por los artesanos artistas José Valdespino y Édgar Cázarez, son magníficas propuestas que amplían los horizontes de la imaginación. Así, una vez que preparan la madera con un tratamiento químico que elimina el desarrollo de hongos, está listo para utilizar técnicas de policromado, es decir, empleo del color en todas sus variedades: óleo, acuarela, acrílico y diversos acabados de alto brillo, mate y semimate. Otra de las técnicas es el burilado, que comprende la socavación de la madera para forzar la textura natural del grabado, aumentar su calidad expresiva e incrementar el dramatismo artístico de cada diseño. Con el pirograbado se pueden crear diseños de alta calidad gráfica, mediante la aplicación de altas temperaturas en la superficie del bule. El piroburilado es una técnica mixta, y las técnicas avanzadas son las que reúnen todo un estudio de diseño y composición. Para estos creativos sinaloenses, ningún fruto de la naturaleza guarda tantos usos, magia e historia, como los bules, los cuales han despertado desde tiempos antiguos una adoración mística en los grupos étnicos de muchas partes del mundo. Ya no extraña encontrar bules en miniatura adornando al Santo Niño de Atocha, el Nacimiento, el Árbol de Navidad, a San Isidro Labrador, o bien, que alguien decida utilizarlo como llavero, colocarlo como pieza decorativa en la casa, y hasta designarlo amuleto para la buena suerte. ¿Cambio?, ¿permanencia?... llegó la industria del plástico y los campesinos lo sustituyeron por los envases de leche, de jugo o de refresco para llevar el agua. El bule, utensilio de la época prehispánica, hoy básicamente eleMaría Esther Sánchez Armenta

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Pequeños y dulces

Cacaragua o cacarahua

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Qué es?, ¿se come?, ¿todavía hay?, preguntas que de inmediato surgen al escuchar este nombre. No hay que olvidar que cuando los españoles llegaron al territorio sinaloense encontraron que estaba habitado por varias tribus. Algunos grupos humanos prehispánicos tenían entre sus actividades principales la recolección de frutos silvestres para su alimentación, y en ocasiones para hacer trueque con otras tribus. Recogían de la naturaleza pitahayas, tunas, aguamas, semillas de mezquite, papachis, ayales, miel de abeja, chiles, guayabas, ciruelas, zapotes y guamúchiles. No es de extrañar entonces que pobladores de estas cálidas tierras decidieran un día cualquiera tomar lo que la naturaleza regala en abundancia, además de que gran número de nuestros especímenes vegetales silvestres tienen utilidad para el hombre, algunos suministran maderas para la construcción y la ebanistería, otros son aprovechables en la curtiduría, también hay plantas tintóreas, textiles, forrajeras, que producen resinas, medicinales y, por supuesto, frutales. Entre estas plantas nativas destacan la pitahaya, nopal, aguama, guamúchil, arrayán, zapote amarillo, papachis, ciruelita del monte, bebelama, igualama, nanchi, talayote, balsamina, garambullo, zapuchi, higuera y la cacaragua, que según el historiador Filiberto Leandro Quintero en su libro Historia Integral de la Región del Río Fuerte, su nombre vulgar es cacaragua (utatave), técnico, científico o botánico Vallesia glabra, y pertenece a la familia botánica Apocinácea. También se dice que cacarahua es voz tahue, caca: dulce en lenguas del noroeste, y raue, posesivo: la que está dulce.

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El arbusto prácticamente todo el año da frutos pequeños, comestibles, dulces, de color blanco y pulpa transparente, muy codiciados por los niños y adolescentes de antaño, que incorporaban a su diversión, a sus travesuras, el cortar la frutilla silvestre y comer hasta saciarse, ya que había de estos árboles por doquier. Alimento de aves canoras, su rama es utilizada para barrer y aromatizar los hornos semiesféricos fabricados en adobe y ladrillo donde se hornea pan, empanadas, coricos, bizcotelas y que forman parte especial del paisaje rural de la campiña. El pasado se entrelaza con el presente en esa liga natural que escribe las páginas de cada día, por ello esa vivaz agitación, alegría del alma que no olvida la sencillez y el gozo por las pequeñas cosas, el tomar como nuestros antepasados recolectores frutas y semillas silvestres de la diversidad biológica del territorio sinaloense. “Éramos plebes que sólo pensábamos en jugar, divertirnos, así que cortar las cacaraguas del árbol debía hacerse con cuidado porque si no las aplastábamos, se reventaban y se salía el dulce jugo; ni siquiera se nos ocurría lavarlas, comer una tras otra hasta sentir que nos empachábamos era el chiste. También nos abastecía de horquetas para hacer los tiradores, ya que esta planta es muy dadora de éstas”, coinciden en señalar lugareños de Angostura, Mocorito, Culiacán, El Rosario y Choix.

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Camotes amargos

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e “gustan porque su textura se parece a la papa pero con sabor amargo, y no hay nada tan bueno como tomar un vaso de agua natural después de comerse un camote”. ¡Quiero uno que esté grande, tableadito, porque casi no amarga! ¡A mí déme otro pero bien amargo, si no no me gusta! ¡Yo, uno tiernito! ¡Don, a mí uno sazón y bien grande! Así se escuchan las preferencias de los clientes al comprar camote amargo que Odilón Higuera Arce vende, al igual que la mayoría de las 40 familias que integran el poblado El Guayacán, municipio de Salvador Alvarado, Sinaloa. Algunos no esperan llegar a casa para saborearlo, en plena calle lo pelan y comen natural, otros le agregan limón y salsa picante, y hay quienes dicen que no hay nada mejor que acompañarlo con un vaso de leche.

Mientras haya monte El camote, de la voz náhuatl camotli, nace especialmente en los montes altos, cerros o lomas de Sinaloa, la guía echa unas coronitas y la semilla cae en la tierra, surgiendo así el camote; empieza como una bolita semejante a una papita, al transcurrir dos meses alcanza ya un buen tamaño. “Esta raíz silvestre solita, solita, se da, a mí me dio por plantar en el solar de mi casa muchos camotitos y me di cuenta que así no le gusta reproducirse, se destruye sola”, explica el comerciante. Refiere también que cuando se efectúan limpias donde se desaMaría Esther Sánchez Armenta 91

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rrollan de manera natural estas poblaciones, se incrementan las posibilidades de extinción de este recurso, el cual tiene que estar debajo de los árboles, pero si desmontan una vez y dejan reproducir el matorral, surge de nuevo. La labor de extracción en apariencia sencilla y rústica, no es tal, exige grandes dosis de esfuerzo, ya que la tierra en tiempo de secas generalmente está muy dura. Al amanecer de cada día salen al campo los hombres para buscar los tubérculos; la experiencia les indica que si bien las enredaderas comunes por lo regular se envuelven en los árboles al lado derecho, donde se dan los camotes lo hacen por el izquierdo; para sacarlos se escarba hasta hacer un hoyo derechito que quede a un lado de donde está la raíz, para extraerla sin que se parta. Se ha comprobado también que el de gran tamaño que estuvo toda la temporada, se seca en tiempo de lluvias, y en su lugar sale otro nuevo, además en el periodo de precipitaciones pluviales el camote empieza a agarrar agua y ya no se pela bien... y son los últimos que se ofrecen a la gente hasta que inicie la mejor temporada en los meses de octubre a mayo... mientras tanto las zayas, plantas herbáceas anuales que nacen y se reproducen en casi toda la región silvestre del norte de Sinaloa y forman parte de la tradición gastronómica de antaño, están listas para consumo.

¡Aquí están los camotes, pásele! Para la comercialización de esta raíz los nativos se organizan en una forma práctica para el logro de mejores resultados. “En la temporada fuerte los recolectores nos coordinamos, unos lo sacan y otros lo traen a la venta; otro día salen a vender y los demás son sacadores”. Habitantes de Los Mochis, Angostura, Mocorito y Salvador Alvarado, por mencionar algunos lugares, señalan que como les gustan mucho los camotes amargos no compran una o dos piezas, sino que al venir especialmente por ellos, aprovechan para adquirir una jaba. María Esther Sánchez Armenta

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Las voces de los niños se escuchan al pregonar a gritos su mercancía a orillas de la carretera, a la vera de caminos o en su comercio ambulante en el centro de la ciudad, además de intentar convencer a los clientes de las bondades curativas de los mismos. ¡¡¡Hay camotes amargos, medicinales, son buenos para las amibas y la diabetes, llévelos!!! El costo por pieza varía, depende del tamaño, si es muy grande, el precio es mayor, por lo que la gente llama “un camotón”. Y aunque a algunos les gustan crudos, recién cortados, la mayoría los prefiere una vez que han pasado por sencillos procesos de cocimiento, ya sea el que en vez de utilizar agua se cuece en “suero verde” del que escurre de los quesos, para obtener un sabor más especial, dicen. O bien, el tradicional, que consiste en prender la hornilla con leña, cocer los camotes en una tina cubriéndolos con agua y echándoles una poca de ceniza para que estén más pronto y esponjaditos; para que estén en su punto se calcula hervirlos 40 ó 50 minutos, después se le tira el agua, se deja a que vaporicen un momento, se sacan y echan a la jabita. “A veces los tapamos para que no se enfríen muy pronto, porque la gente cuando encuentra los camotes calientitos, le gustan mucho más”, señalan los vendedores. La naturaleza, original, pura, generosa, produce sin reservas frutos, plantas y tubérculos comestibles que surgen espontáneos un día cualquiera, sin cultivo, y que la mano del hombre toma para su alimento. “De ella vivimos la mayoría de las familias de este poblado, por eso no hay que olvidar dar las gracias por permitirnos extraer de su tierra el sustento”, precisa en su reflexión Odilón Higuera.

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Tejedores de canastas

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Quién dijo que en Sinaloa no hay artesanías y que estos canastos los traen del sur del país? Lo cierto es que grandes, medianos, pequeños, guares, guaris, uaris o chiquihuites, para las tortillas y asaderas, cestos con tapadera para ropa, hueveras, costureros, floreros y sombreros, son elaborados especialmente por las manos de sinaloítas. Estos productos por lo regular son fáciles de adquirir en cualquier mercado o tlapalería, donde simple y sencillamente se vende de todo. El canastero José Luis Bea Zavala, originario del poblado El Platanito, que desapareció en su mayoría al construirse la presa Guillermo Blake (El Sabinal) y cuyos habitantes fueron reubicados en una comunidad del mismo nombre, perteneciente al municipio de Sinaloa, señala que la gente del sur no tiene esta palma silvestre, por lo tanto no trabaja su tallo; ellos usan el carrizo, material más duro y que se quiebra.

Fe y ganas “No hay que dudar que es una tradición nuestra, muchos viejos que lo hacían ya se murieron, así que no se sabe cuántos años hace que empezó, pero todo es cosa de que vengan a verlo a uno aquí aplanado, aquí hay vida; es un trabajo pesado, salen callos, a veces se corta uno nomás se descuida tantito; también se le cansan a uno las manos, las ‘paletas’ (espalda), los ojos, la vista, pero ahí está en el trabajo”. La habilidad del artesano es notoria; movimientos vigorosos, diestros, entrelazan enérgicamente las tiras de tallo, auxiliándose de un María Esther Sánchez Armenta 95

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afilado cuchillo y desarmador como herramientas complementarias de sus manos y piernas. No hay necesidad de moldes, el tejido adquiere forma de inmediato; se aprieta con los dedos, se amaciza con golpes en el suelo, y si va muy abierta la va juntando, cada correa hay que pegarla bien porque si no quedan jajales, dice convencido. José Luis aprovecha su buen estado de salud para ahorrarse costos, y aunque es una labor dura, se traslada a los palmares y corta el tallo, lo pela con el machete y se dispone a limpiar la madera. La materia prima crece en las aguas (tiempo de mucho monte y bitaches), por lo que lo mejor es cortarla de octubre en adelante, hasta que se termina, por allá por mayo. Y aunque indica que la vida en la costa es más pesada, ya que en los ranchos “con frijol y tortilla la hacía uno; vivo de esto; al tejer escucho música, noticias, novelas, veo pasar a la mujer cada rato que entra y sale de la casa, tomo café, y pues creo que si no las compraran en Los Mochis y en cualquier ejido, rancho o ciudad de Sinaloa, no las hiciera, por eso desde hace 50 años le entro al trabajo con fe y ganas, para saborearlo”.

Muy útiles De acuerdo con el comerciante Cliserio Arias, la canasta más común y de mayor demanda es la grande, la cual compra 100% el agricultor, y en la zona serrana los cacahuateros por ejemplo, para la cosecha donde no les reditúa meter máquina y tienen que hacerlo de forma manual. Cuando es zafra para el corte del milo, donde los terrenos tienen una topografía muy accidentada, se lleva una trucha y se corta a mano, cargándose en las canastas grandes para que rinda más. En su opinión esta tradición artesanal tiene mucha demanda e incluso no hay suficiente oferta, porque hay poca gente interesada en fabricarla. El ingenio de los nativos para procurarle los más variados usos no tiene límite, así hay quienes juntan en ella la ropa sucia, pastura de los animales (alfalfa, paja de garbanzo) hojas secas, para desgrane de mazorMaría Esther Sánchez Armenta

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ca. En la costa y en el valle el vendedor de elotes vacía su carga por docenas en ellas; en los mercados y abarrotes se exhibe la mercancía para que los transeúntes puedan verla rápidamente, desde ajos, cebollines, frutas, verduras, frijol, alimentos para aves y granos en general. Un comprador explica, ante el asombro de otros clientes: “yo vengo a llevar una para acostar a mi perrito, hacerle una especie de cama aprovechando que está chiquito”. Un sinnúmero de personas coinciden al señalar que la duración es variable, ya que depende del trato que se les dé, aunque fácil aguantan una temporada, es decir, de un año a otro. Incluso si se desea cuidarlas hay algunos que le ponen un refuerzo de alambre o hasta un fondo de cuero o vaqueta. “Aunque los sinaloenses somos un poco descuidados, hay a quienes no les importa tumbarlas, arrastrarlas, patearlas, dejarlas cargadas y mal, por lo que se enchuecan y pierden figura, pero en vez de molestarnos en su buen uso, preferimos comprar otras, ya que sus precios son accesibles (35-40 pesos, precio al público canasta grande). Hace más de 60 años José López González recuerda haber empezado a usarla para el maíz y sorgo; nos la echábamos al hombro y luego la vaciábamos. Es una tradición que no creo desaparezca porque la mayoría de los rancheros estamos acostumbrados a ella; tampoco creo que vayamos a sustituirla por algo de plástico, porque no es tan caliente y a la hora que se quiera usar está bien.

El año pasado vendió 90 sombreros “para los calores y soles de Semana Santa”, porque son muy frescos, incluso un comprador se llevó uno tipo chino a Estados Unidos y “dicen que hasta salió en la televisión con él”. Es admirable la práctica para elaborar las artesanías y según indica, “no necesito salir para venderlas, pues la gente viene de Culiacán, Los Mochis, Guasave, Guamúchil y de ranchos cercanos, ya que tengo entrega aquí en mi casa”. Hubo algún tiempo en que se dedicaba a las labores del campo, pero explica que la agricultura ya no es costeable, porque hay tanto campesino y ejidatario a quien no le pagan las cosechas, además de los altos intereses de los bancos, además no pasa sed porque está en su casa; le gusta su trabajo y aparte de esto así hace la vida. Al igual que otros canasteros, coincide al señalar que aunque se cría mucha palma, ya no es tanta la materia prima, porque se hacen muchos toldos, palapas, aparte de que por ejemplo si él no va a El Platanito o a Portugués de Norzagaray a traerla, le sale más cara, ya que los dueños de los palmares la tienen cercada y la venden. Recuerda que antaño era común que fuera a cortarla, muy tempranito le echaba el aparejo al burro y se iba a traer una carga; al paso del tiempo hay más limitaciones por la lejanía, por lo que opta por comprarla. Aun así, hay veces que decide irse algunos días; al llegar de inmediato la labra, es decir, le quita todo el basurero a modo de trabajarse, después la moja y pone a secar para que quede más blandita. Hay quienes gustan vender las artesanías al natural, otros optan por agregarle una franja de colores para darles más vista, para lo cual utilizan añilina. “El trabajar me mantiene vivo, porque si no hiciera nada me engarruñaría, me llevaría dormido, mirando lejos, por lo que es mejor así, mi cuerpo no se enfría”. Esto es así, ya que sus utensilios indispensables son un cuchillo (para labrar el tallo) y una estaca (para meter las puntas del tallo y que no se desbarate el tejido). Pero, ¿en qué piensa cuando trabaja desbastando los tallos o tejiendo? No pienso en nada, sólo me concentro; se cansa uno porque se mantiene muchas horas agachado.

Sí las aprecian A sus 77 años, don Luis Zavala Soto no usa lentes; ahí está en el porche de su casa aprovechando la luz natural para tejer un guari, aunque escoge el lugar para trabajar dependiendo del clima, y en tiempo de frío cualquier espacio dentro de la casa es bueno. Desde que era niño aprendió viendo, dice, “me enseñé solo, echando a perder, hasta que un día me salió bien el trabajo”. Cerca de 60 años tejiendo desde canastas grandes sin tapadera, hasta canastitas con asa/aros, cestos para ropa y lo que me pidan para los recuerditos de bodas, XV años y bautizos. María Esther Sánchez Armenta

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Expresa con sencillez, con la naturalidad propia de la gente campirana del terruño sinaloense, que “las personas procuran lo que yo hago por necesidad, por admirativas, para lujo, adorno, o porque se les hace normal usarlas en la casa para tantas cosas”. En su reflexión final comparte sonriente su filosofía: “alguna gente se aferra a sus tradiciones porque es lo que sabe hacer y quiere seguir haciéndolas”. Pares de tallos, amarradijos, entretejer una y otra vez, hasta el ribete final, es el trabajo cotidiano de muchos pobladores que con su habilidad fortalecen la tradición artesanal... pero quizá los nuevos (jóvenes) no quieran estar sentados como nosotros, dicen con cierta resignación.

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Churros

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l olor se extiende a varios metros de distancia y logra su propósito: provocar que despierten los sentidos, en especial los del olfato, gusto y tacto. Sin excusas hay que consentir al paladar. Churros calientes, recién salidos del aceite hirviendo, revolcados en azúcar, se saborean con singular deleite. Qué difícil es resistirse al consumo de esta fritura alargada y estirada, que ha estado en nuestra vida desde hace muchísimos años. Niños, adultos y ancianos preservan con orgullo esta tradición que consideran tan suya, pegada a su existencia. Todo el año es posible encontrar estos bizcochos en cualquier rincón de nuestro solar, pero que según decir de los vendedores “se vuelven irresistibles al final del otoño y durante el invierno”.

Todo un arte Qué deliciosa herencia de los misioneros, soldados de la Compañía de Jesús que llegaron a Sinaloa de 1591-1767, ya que no sólo atendieron las obligaciones propias de la fe, es decir, la conquista espiritual a través de la religión católica, sino que participaron en la designación de autoridades comunales, en las artes y oficios, lectura y escritura, así como nuevas formas de trabajar la tierra, cuidar del ganado, moler las semillas para hacer harina... El esfuerzo físico es evidente. El churrero vacía la harina, vainilla, canela, royal, sal y agua hirMaría Esther Sánchez Armenta 101

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viendo a una gran tinaja de plástico o de peltre, revolviéndola con una pala grande de madera durante 20 ó 30 minutos, hasta darle la consistencia deseada; una vez que considera está en su punto, llena “la churrera”, es decir, la máquina manual elaborada por hojalateros que también tiene un bolillo, y procede con la ayuda de sus manos, pecho y abdomen, a vaciar el depósito. Utilizando un soplete, el aceite hierve en una vasija hondonada de aluminio, listo para recibir la materia prima que se transformará en una deliciosa golosina. Los comensales contemplan absortos la maestría del churrero que listo para exprimir ejecuta su danza de movimientos circulares para iniciar desde el centro la rueda, el caracol, que gira alrededor del aceite para que no se haga bola la harina. Con la vara o varilla de fierro mueve un poco la rosca en el aceite para que no se pegue, la alza y escurre unos segundos, la coloca sobre la mesa para cortarla en pedazos, revolcarlos en azúcar e introducirlos con una pinza en bolsas de papel de estraza para que el cliente los consuma. “Yo uso para freír una vasija grande, de esas de antes, que les decían aguamanil”, manifiesta Ariel Montoya Montoya, y agrega: “cada cocinero tiene su receta y secretos; a mí me gusta que la gente me diga que hago los churros sabrosos, que si qué les echo”. La experiencia de los vendedores les permite calcular la cantidad de masa a preparar en las diferentes estaciones del año, y coinciden también al señalar que mucho depende el saber amasar para que salga bueno el churro. Y aunque hay clientes de todos los gustos, por lo general los prefieren doraditos o término medio, recién salidos o por lo menos calientes, pero nadie los quiere crudos o fríos. Una rosca tarda en estar lista alrededor de 3 minutos, siempre y cuando el aceite esté hirviendo, pero aun así si hay muchos clientes esperando, entra la desesperación pues se saborean y quieren que los atiendan rápidamente. Y como nada ni nadie escapa al ingenio popular, no podían faltar las variadas expresiones en torno a tal fritura, tales como: María Esther Sánchez Armenta

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“La película es un churro”. “Come churro”. “Me vale churro”. “Está tan flaca que parece churro”. “Se le ve el vestido como churro”. Los churros sufren modificaciones en la época actual, ahora hay quienes los rellenan de mermelada, cajeta o chocolate, los consumidores si bien sacian su antojo, no olvidan la sencillez de los originales. “Si ando en el centro en algunos mandados y me llega el olor a churro, no puedo resistir”; “aunque tengo ya 75 años dice Leopoldo Inzunza originario de Navolato, desde niño los como porque es una tradición muy sinaloense”, “me gusta su sabor, son muy especiales”, “son muy buenos calientes, ya que así no se siente tanto la grasa”, “son baratos y además hay todo el año”.

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Tejedor de cintos

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ógicamente el comerciante tiene que saber tratar al cliente, pero también ofrecer la mercancía: ¿le gustan los cintos?, ¿qué anda buscando?, cuartitas, llaveros, ¡pase a ver! La gente sí aprecia esta artesanía muy mexicana que en Sinaloa no se le había dado tanto auge. A Tomás Balderrama Rosas se le ve todos los días en su puesto, listo para iniciar la jornada, y aunque no se persigna ni lleva a cabo ningún ritual cuando realiza la primera venta, trae en su mente fe en que habrá clientes que demanden sus productos. Estaciona su carreta ambulante y antes de las 8 de la mañana está “tendido”. De inmediato coloca su mercancía a la vista y saca los instrumentos necesarios para tejer cintos. Con destreza sus manos toman la lezna (instrumento que se usa para hacer agujeros en el cuero), aguja, hilo, compás y coloca la tira de piel de vaqueta en el “perro”, pedazo de madera que se atornilla y no permite que se mueva, lo que le da mayor comodidad en el momento del bordado. Hilos de nylon blanco, de colores, chavinda imitación pita, se utilizan para las figuras que previamente han sido grabadas en la piel ancha de una pulgada un cuarto, media y hasta dos por el bordeo de las orillas, que hombres y mujeres usarán más tarde con pantalón de mezclilla, gabardina o de corte informal. “Tengo alrededor de 80 dibujos para que el cliente escoja el que más le guste: grecas, herraduras, figuras de animales, lo que quieran”, María Esther Sánchez Armenta

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explica con gran facilidad de palabra, sin duda una herramienta muy especial en su oficio cotidiano. Este trabajo artesanal Tomás lo aprendió cuando un muchacho que estuvo en el penal le enseñó hace poco más de dos años. “Son cintos bordados a pura mano; a la gente le gusta de todo, de un solo color, de varios. Cuando los estoy haciendo me concentro, no pienso en nada, sólo en que mi mano realice los movimientos precisos para que quede todo bien. Un mal bordado se ve rápidamente porque se abre el hilo en las escalas irregulares, fuera de lo marcado. Trabajo más el de chavinda, la pita casi no porque es muy cara, ya que la materia prima se extrae del mezcal y lleva todo un proceso, la traen de Guadalajara. También hay hilo de algodón muy bonito pero casi no se utiliza en Sinaloa, en Veracruz sí lo trabajan mucho. Cintos como los que yo hago hay en Veracruz, Ocotlán, Jalisco y los que venden los presos de todos los penales de Sinaloa. Para los reclusos es muy común la talabartería, además de adiestrarse en la elaboración de utensilios y muebles de diversos tipos de madera. Y después de terminar uno empieza otro. “No me desespero, despacito, me gusta. Por ejemplo un talla 36 puedo tardar de 3 a 4 días en bordarlo. Los que se dedican a eso son más rápidos, pero yo combino esta actividad con la venta de mercería. La vista sufre desgaste y también la cintura, por permanecer en una misma posición durante horas”. Un cinto cuesta alrededor de 250 a 300 pesos, dependiendo de la dificultad del grabado, que exigirá mayor tiempo, además de que sólo se utiliza piel.

Lo útil Ahí en su “pedacito” se le puede ver parado o sentado en su rústica silla muy atento a su labor. Los transeúntes que realizan sus actividades o que vienen de compras al centro de la ciudad voltean curiosos, se detienen un momento y preguntan precios una y otra vez. “No me molesta porque la gente sí aprecia el trabajo de talabartería como una tradición artesanal, además si no compran de momento... María Esther Sánchez Armenta

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después vuelven. Aunque pregunten a cada rato, ¿por qué tendría que enfadarme, si es mi trabajo de comerciante?”. Tomás ha sido vendedor de telas, de seguros y durante 10 años de bonos del ahorro nacional, hasta su actual actividad, “pero estoy convencido de que es más fácil vender lo tangible que lo intangible, la gente compra lo que va a usar: camisa, ropa, calzado, y lo intangible requiere más convencimiento para la firma de papeles, contratos, etc.”. Y el regateo, esa discusión comprador-vendedor, por el precio de las cosas, no podía faltar. “Es una generalidad que los clientes regateen, sí, como no, están en su derecho, todos tratan de economizar”. -¿Cuánto por el cinto? -250 pesos. -Le doy 200. -No, no se puede, déme 240. -Bájele un poco más, compadre. -No se puede maestro, lleva mucho trabajo. -Le doy 230. -Bueno, para que se lo lleve. -Gracias. -Que le vaya bien, buen día. Originario de Culiacán, radicado desde siempre en la ciudad de Guamúchil, efectúa su trajinar por la vida con optimismo, en la lucha por salir adelante con su familia, compuesta por su esposa y cinco hijos. “Uno convive con la gente que labora alrededor igual que uno, pero no es aburrido, distrae ver pasar a tantas personas, saludar a las que se conocen y aguantar todos los tipos de clima. Uno dice: eh, ahora no pasó fulano a su trabajo, se le hizo tarde o está enfermo. O bien: Ya es la hora en que pasa zutano y no lo vi, a la mejor estaba yo ocupado. Para que el comerciante enfrente la crisis lo que tiene que hacer es no dejar de trabajar todos los días, atender el negocio personalmente haya o no haya demanda. Después de todo en las ventas no hay nada escrito, a veces en la manaña puede salir mercancía y en toda la tarde nada, o al revés”. María Esther Sánchez Armenta

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¡Qué rica comida!

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a exquisita cocina regional no escapa a la influencia natural de los platillos nacionales e internacionales, los cuales se incorporan día a día al consumo cotidiano. ¡Ah!, con cuánto orgullo presume el sinaloense de la variedad y riqueza de la cocina de su tierra. No pierde oportunidad de exclamar: Aquí se come de todo y en abundancia. Hablar entonces de esa multiplicidad de platillos que se consumen habitualmente y durante alguna celebración, es echar a volar la imaginación con sólo recrear los sentidos con tantas delicias. Pero no todo lo que se ingiere forma parte de la cocina original de nuestro estado, sino que se han adaptado a la vida cotidiana, la preparación de diversos menús, y sin importar su procedencia, están plenamente incorporados a la gastronomía de los pobladores. Para hablar más sobre esta temática, resulta obligado consultar la prestigiada revista cultural Brechas, en la cual sus colaboradores se distinguen por investigar y rememorar todo aquello que conforman las raíces, la esencia del ser y hacer. Destacados escritores han ofrecido una completa visión del origen de algunos platillos que forman parte de nuestra tradición culinaria. Arturo Avendaño, en su artículo Usos y Costumbres Sinaloenses, puntualiza con una serie de ejemplos que “...en cuanto a la raquítica generosidad de la cocina regional, podemos enorgullecernos de la capirotada, el atole blanco con mochomos (machaca dorada en aceite, con cebolla), las migas, atole de maíz con piloncillo, el frijol buchi, los tamales ‘tontos’, el caldillo, la cazuela y las albóndigas. María Esther Sánchez Armenta

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También los quelites de bledo y las barbechadas (tortillas de maíz raspadas con horruras) que se resisten a morir. Sin embargo, ya no aparecen por ningún lado las apetitosas torrejas y brillan por su ausencia el ponteduro y las melcochas, golosinas de otros tiempos que estaban al alcance de los más raquíticos bolsillos”. A su vez, el arquitecto Jesús Manuel Sánchez Camacho en Cosa de Costumbres señala que “...nuestra cocina ha sido siempre pobre, muy pocas cosas aportó a la cocina regional, como la machaca, -aunque los sonorenses se la adjudican- (en opinión de Herberto Sinagawa, este platillo sí es de Sonora, pero se popularizó rápidamente en Sinaloa al grado de formar parte de nuestra cocina regional), pero no todo se ha perdido en la guerra, dice, en nuestra pequeña cocina, la cocina de rancho, se hacen aún las famosas tortillas de manteca de res, los ‘chopos’, que salen del requesón agrio, y no hay que olvidar el ‘caldillo’, con sobrantes de la carne machaca y con huevo, el frijol con hueso, el estofado de gallo y el aromático lechatole”. Cabe agregar que en la típica cocina sinaloense no pueden faltar los mariscos que se obtienen de nuestras costas, como jaibas, ostiones, callo de hacha, calamar, pata de mula, almeja, cazón, corvina, sierra, mojarra, sardina, anchoveta, lisa, pargo, camarón, choros y otros más, preparados como coctel, al mojo de ajo, empanizados, zarandeados, cebiche o un caldo forzado (con cualquier pescado y verdura) con bastante picante, para recuperar energías después de una noche de fiesta. Qué difícil es no encontrarse entre los trastos de cocina una olla vaporera, especial para los tamales, y saborearlos calientes, recién hechos, recalentados en el comal o fritos, como los prefiera. De frijol con piloncillo, piña, picadillo, ‘tontos’, de tortilla, de queso, rodajas de calabacita, garbanzo, camarón, venado, liebre y de elote, compañero inseparable de estos últimos el aguachile, muy acostumbrado en la región serrana. Su sabor definitivamente es indiscutible. Asadera fresca, de ‘apoyo’, queso de rancho oreado, requesón, suero salado, se pueden consumir a cualquier hora del día. La carne asada al carbón acompañada de frijoles puercos, charros, o sencillamente de la olla, recién cocidos; las mestizas, coyotas, pan de trigo, de harina, bizMaría Esther Sánchez Armenta

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cotelas, coricos, o bien, golosinas preparadas en casa, como los famosos jamoncillos, pepitorias y garapiñados, las conservas de calabaza y papaya con cáscaras de limón, camote enmielado. ¡Mmmmhh!, las tortillas de harina, los exquisitos buñuelos con miel, indispensables en la cena navideña y muy propios de la temporada invernal, así como deliciosos y humeantes tazones de chocolate, champurrado y atole pinole. No es posible dejar de mencionar el pozole de frijol, (frijol con nixtamal), pozole de puerco y menudo. También los antojitos mexicanos, pero con su peculiar sabor sinaloense, como las tostadas de carne deshebrada, pata, tacos dorados, gorditas, quesadillas, chilaquiles y enchiladas. La comida diaria contempla además de los platillos caseros mencionados anteriormente, el cocido (con chambarete, costilla corta, tuétanos, trozos de carne de res con hueso) y el caldo de papas o caldo de asadera, preparados con inigualable sazón. Antaño en las bodas de rancho, antes de que se pusiera de moda la barbacoa, el banquete que se servía consistía en estofado, tradicional platillo hecho de gallo viejo con piloncillo, guisado de gallina desmenuzada, con sopa de arroz, el chocolate y bizcotelas. En los festejos con gran número de comensales, no puede faltar la barbacoa de chivo o borrego, horneada en forma rústica. Qué decir de los productos elaborados con carne de puerco, cerdo o cochi, como acostumbre llamarlo, que identifican con frecuencia a la gastronomía sinaloense. Aunque el chorizo, chicharrones, carnitas y horruras tienen una gran demanda para consumo familiar, también son llevados como regalo para agradecer una atención recibida o agasajar a algún ser querido o amistad. Pero es sin duda el chilorio, un producto de gran prestigio, muy codiciado en el intercambio social, al que hemos signado como símbolo de la comida de nuestro estado. Este antojo tan afamado que ha traspasado fronteras, es una carne de puerco en pedazos o trocitos que se pone a freír en su propia grasa, agregándole chile ancho molido, pimienta, orégano, comino y sal. El

punto adecuado de cocimiento y la habilidad para sazonarlo es lo que determina la riqueza de sabor y calidad. Este chilorio, dice el profesor Esqueda en su Lexicón de Sinaloa, es el que conocemos al norte y centro del estado, porque en la zona del Río Piaxtla y del puerto de Mazatlán es prácticamente desconocido, y decir chilorio para ellos significa queso enchilado, producto muy común en los estados del sur de Sinaloa. Para el historiador Sinagawa la cazuela es un platillo típico sinaloense, hecho en caldo a base de carne de res con gordura -de preferencia de pecho-, en pequeños trozos, y con los siguientes ingredientes: calabaza tierna, elote, zanahoria, tomate, cebolla, y se le considera herencia gastronómica de los conquistadores españoles. El cocido también fue impuesto por los españoles a los indígenas sinaloenses, que lo aceptaron de buena gana. Y por supuesto no se debe dejar de mencionar el colachi, hecho con pequeños trozos de calabaza tierna, a los que se le añade cebolla, chile verde y queso, algunas veces granos de elote. Su origen cahita no lo exime de una gran semejanza con el francés collage, que significa encoladura a mezcla pegajosa. Utilizar las especias que han estado con nosotros desde tiempos inmemoriales es muy importante para todo tipo de alimentos, por lo que nunca faltan en la alacena. La pimienta es la más popular en el mundo, chile, cilantro, canela, clavo, hojas de laurel, orégano, jenjibre, comino y hasta azafrán -el más caro de los saborizantes y que le da un hermoso color dorado al arrozsazonan los platillos en cada hogar. ¡Qué tiempos aquéllos!, exclaman varias amas de casa, que recuerdan con nostalgia a la cocina de ‘antes’, la original, de ese ayer tan querido, donde se preparaban los alimentos ‘al día’. Los comentarios se entremezclan y brotan con ímpetu, como sólo el auténtico sinaloense sabe hacerlo. “No había enlatados, todo era natural. Hace 50-60 años comer quelites de chuale, tortillas de garbanzo dulces, de tuna, de semillas de pitahaya con manteca de res, de maíz azul, blando, muni, en fin, mañana, tarde y noche

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las hornillas con leña estaban a todo vapor y se escuchaban en las casas los ‘aplausos’ de las señoras que eran muy noveleras al tortear, y nos poníamos listos para ‘cachar’ las ‘gordas’ de nixtamal molido en metate o molino. No comíamos muchos postres, pues no había dinero m’hijita, pero de ninguna manera hay que olvidar las melcochas, empanadas con pasta de calabaza y los cubiertos. Cuando los hombres ‘empinaban el codo’, al otro día se curaban la cruda con machigüi y té de hojas de guayabo. Las aguamas tatemadas o cocidas con piloncillo se comían como antojo, porque muchas hacían daño y se escaldaba la lengua; las sayas del monte se consumían con leche de vaca o de cabra, o si se prefería también solas; ¡ah!, y si las cocían con ‘suero salado’ su sabor era exquisito. En esta lista de raíces, no podemos olvidar a los camotes amargos”. No podían faltar los guisos de iguana, palomas, conejos, ardillas, liebres y venado, preparados asados o en bistec. Se cenaba muy temprano y ligero, antes de la metida del Sol, atole de ajonjolí o blanco dulce, con pan de mujer. Cabe incluir una de las anécdotas campiranas que contaba el gran jurista mexicano, que lo mismo escribió sobre filosofía, sociología, economía, política, arte, poesía y cuento, figura señera de nuestras letras contemporáneas, el guasavense Raúl Cervantes Ahumada. En las antiguas selvas que cubrían lo que hoy es valle agrícola sinaloense, separadas por varios kilómetros se encontraban las casas de los vaqueros. Braulio, para ir de casa de la progenitora de sus días a la suya, tenía que pasar por la casa de su compadre Cosme. Llegó al atardecer y lo recibió el compadre efusivamente. -¡Apéese, compadre! Pásele, que la comadre está haciendo unos mochomitos que parecen caídos del cielo-. Se bajó Braulio y dijo: Vengo nomás a saludarlo, porque ya cené en casa de mi madre. Entró a la choza, saludó a la comadre y vio que ésta ponía en el anafre tortillas que se hinchaban como los peces sapos o “botetes”. La comadre arrojaba las tortillas calientes a un recipiente de carrizo que recibe el nombre de “guari” y al lado tenía un platoncito con requesón.

Braulio se relamió los labios, le pidió una tortilla a la comadre, la untó de requesón y le puso machaca (conocida también como mochomos, platillo a base de carne seca pulverizada, machacada) e hizo su taco; por la sabrosura, pidió otra y otra. Ya después cogía las tortillas en el aire cuando la comadre las aventaba al “guari”, y al acabar con las tortillas, los mochomos y el requesón, dejó a los compadres sin cenar. Al retirarse el compadre, Cosme lo despidió con afecto muy sinaloense diciéndole: “Buenas noches, compadre, ya sabe usted cuando quiera desayunar, comer o cenar, ésta es su casa; pero cuando quiera echar un taquito, compadre, ¡se va con su chingada madre!”. ¡Ah!, tanto qué recordar, expresan con suspiros amas de casa, al compartir sus vivencias. La cocina regional ha cambiado mucho, pero la gente extraña el ayer, y eso se demuestra por poner un ejemplo en la venta de masa de nixtamal, por su olor y su sabor especial en la elaboración de tortillas y tamales...se trabajaba mucho, todo el día en el acarreo de agua, en atender a los animales, pero...vivíamos felices”. Cuántos pequeños “trucos” heredados de generación en generación, para darle el “punto exacto” a las comidas y satisfacer los gustos más exigentes, porque claro, la cocina regional no podía sustraerse a la influencia de los cientos de platillos nacionales e internacionales, además de que la creatividad de la gente nativa no tiene límites y constantemente “inventa” combinaciones para aprovechar al máximo la riqueza de la producción de nuestros valles. Así la pregunta: ¿qué haré hoy de comida?, poco sorprende escucharla, pues se formula en cada casa. Los sobrantes de días anteriores en el refrigerador solucionan esta interrogante en muchas ocasiones, ya que las amas de casa deciden no desperdiciarlos y preparar “un guachicole”, “un recalentado”, o lo que es lo mismo, una revoltura. Aún hay mucho qué decir, pero no obstante la influencia natural de que se es objeto, Sinaloa, tierra fértil entre la costa y la sierra, con gente recia, emprendedora, alegre, con gran vocación para el trabajo, así como se lanza cada día a la búsqueda de nuevas metas, con esa misma intensidad goza y paladea con singular deleite la comida de su tierra.

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Colchas; las sobrecamas

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ace algunos años la mujer mexicana a la par de cumplir con sus deberes y obligaciones, hacía gala de ingenio artesanal. Se abre la ventana para ir al encuentro y al reencuentro. En desuso y a punto de caer en el olvido, se asoma tímidamente en el avasallante siglo 21. Habitantes se reconocen en esta costumbre del ayer. Labor cadenciosa en la que sin prisa alguna, la costurera corta con las tijeras trozos de tela que asemejan un mosaico multicolor. Después toma el hilo, lo introduce en el ojo de la aguja, uno de los utensilios más antiguos llamado pequeño gigante de la Edad de Bronce, para dar inicio al ritual de cientos de puntadas para coser los pedazos de tela perfectamente alineados. Rojos, anaranjados, lilas, azules, verdes, amarillos, rosas, flores, rayas, en fin, con la figura de pequeños rombos o en cuadrados, constituyen la materia prima indispensable para dar forma a la colcha de la abuelita. Colcha de retazos, de pegazones, pedacería, parches, sobrantes, cubrecama y sobrecama, le llaman los nativos que recuerdan aquellos tiempos en que era natural su confección.

Oficios mujeriles La historia registra que durante los primeros años después de la Conquista, se propagó la fundación de conventos y monasterios en la segunda mitad del siglo 16. Muchos de los conventos de monjas se dedicaban a la enseñanza, es decir, además de impartir clases sobre la María Esther Sánchez Armenta 115

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doctrina religiosa, escritura, aritmética y lectura, a las hijas de gente adinerada, acomodada, también las preparaban para su futuro cercano, su destino, ser eficientes amas de casa. Entre los llamados oficios mujeriles destacaban el bordado, costura, pintura y la cocina, además de otras tareas educativas acordes a su condición. Volver por un instante la mirada a la vida cotidiana de hace aproximadamente 70 u 80 años, es reflejar en retrospectiva imágenes de la mujer sinaloense que realizaba con singular laboriosidad un sinnúmero de manualidades. “Eran tiempos en que así como nuestras abuelas y madres tenían como única opción prepararse para ser completas amas de casa, así nosotros heredábamos la educación de aprender bien muchísimas y útiles labores”, señala Dora Sánchez de Jiménez, originaria de El Burrión, Guasave, pero residente desde hace más de 40 años en Tijuana, Baja California. Por su parte, Rosalba Ochoa de Ramos, habitante de Quilá, sindicatura de Culiacán, no olvida que antes se aprendía el tejido con agujas y gancho, bordados con hilaza utilizando aros de madera, punto de cruz, bordado de iniciales en los pañuelos, y por supuesto a las servilletas, manteles y sábanas se agregaba encaje de bolillo. “Así como antaño era natural comer del campo a la mesa, así también lo era dedicar algunas horas diarias al trabajo artesanal, que era minucioso y en el que sin excusas ni pretextos había que cuidar que todo quedara a la perfección”. En ese tenor, Blanca Delia Sánchez Camacho señala que “en las escuelas se nos enseñaban manualidades, las costuras y bordados quedaban casi perfectos, a veces no se sabía cuál era el revés y cuál el derecho, ya que los nudos se remataban muy bien. Mucho de lo que había en los hogares era de fabricación casera. Nos parecía normal ver a nuestra mamá o a la abuela en el remiendo de prendas; por ejemplo, para que no quedara borde en el calcetín se le introducía un huevo de madera, pero si no se tenía, se usaba uno de gallina. Las costuras quedaban parejitas”. Los recuerdos son coincidentes, no importa el rincón de Sinaloa en que nacieron las raíces de estas costumbres, las imágenes a pesar de María Esther Sánchez Armenta

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la distancia, se suceden unas a otras, así aparece el eterno remiendo a mano y el uso del dedal, aprovechando la luz del día, sentada el ama de casa acompañada de sus hijas mayores, o de algunas vecinas, en el patio, bajo los árboles frutales, en el portal, o bien, al frente de la vivienda aspirando el olor a tierra recién regada a cubetazos. Los cambios fueron notorios en el inicio en 1910 con el invento del germano Balthazar Krems, la máquina de coser, manejada precisamente con una manivela, la cual quienes podían comprarla la aprovecharon para agilizar la elaboración de la colcha de retazos. Nada se desaprovechaba, había que cuidar la economía, hacer gala de ingenio. Es innegable que las sociedades están en constante transformación; hemos pasado de ser un pueblo consumidor de productos totalmente naturales, a vivir engolosinados con alimentos industriales. Pasamos de ser una comunidad que buscaba la manera de enfrentar las carencias haciendo uso del recurso de la inventiva, a convertirnos en compradores de todo. No obstante, la sonrisa que asoma en el rostro de los nativos es prueba de que no olvidan la costumbre de antaño: la elaboración y uso de sobrecamas. De la camisa rota se rescataban las mangas en desuso, tiras de un pantalón, o lo que es decir, toda la retacería de diferentes texturas que se consideraba “inservible” pero que pronto se uniría a mano pedazo con pedazo hasta transformarla en una útil prenda, a la que incluso se le cocía una especie de forro para que no se vieran las pegazones utilizando tela de algodón, tafeta, franela o lana. Finalmente el producto del esfuerzo daba como resultado una colcha de forma rectangular que se colocaría sobre la cama de correas, en los catres de lona o en los de jarcia. Incluso en las sencillas viviendas había quienes contaban con una de medida pequeña, alrededor del metro de largo por cincuenta centímetros de ancho, para cubrir cajas, muebles como el baúl o la cómoda, donde se guardaban cosas de valor de la familia, por lo que era un orgullo escuchar a las visitas decir: ¡qué elegante y colorido se te ve el mueble! Virginia Arellanes Ramírez, habitante de la colonia San Miguel,

“La Piedra”, de la ciudad de Guamúchil, municipio de Salvador Alvarado, en el centro-norte de Sinaloa, guarda amor a esta tradición y conserva sobrecamas en su casa. “Siempre las he elaborado a mano, empiezo juntando todos los desperdicios de la ropa que no se usa, hilvano pedazo a pedazo hasta que un día termino la sobrecama. Esta costumbre todavía existe en la tierra que me vio nacer hace 85 años, Basonopa, Chihuahua, también en la sierra de Sinaloa de Leyva, donde la gente las hacía para cubrir además de sus camas y catres, los escasos muebles que tenían”.

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Anecdotario Y en este devenir donde aún no se puede separar radicalmente modernidad y tradición, no escapan las anécdotas donde era sumamente notorio el lugar donde dormían los chamacos, en especial los niños, ya que aunque a algunos se les ponían calzones de manta, de costal de harina o de plástico, al amanecer de cada día la casa tenía una peste muy característica durante horas. Una rutina diaria y pesada, consistía en quitar el aroma especialmente del lugar donde dormían los miones, a quienes algunos denominaban con gran acierto “el cuarto de los zorrillos”, ya que era necesario lavar los catres seguido, las colchas con jabón azul que traía añil, para quitarle lo percudidas y el olor penetrante de orines, nauseabundo, rancio, por lo que a veces se ponían a hervir en un bote mantequero al que se agregaban ramas de junco. No había que olvidar quitarlas del tendedero antes de que cayera sereno. Antaño las viviendas tenían el baño al fondo de la casa, costumbre que persiste en gran parte de la campiña sinaloense, por lo que se colocaba un bacín de peltre a un lado del tendido o tenderete, para vaciar la vejiga durante la noche y evitar lo más posible que se orinaran en la cama. En la temporada de lluvias o cuando estaba nublado no se lavaba a diario, por lo que sólo se sacaba a orear, o lo que es decir, airearla por algún rato, para volverla a usar. Fue tan popular la tradición de elaborar colchas de retazos, que su imagen prevalece en nuestros días, de ahí que una estrategia del comerMaría Esther Sánchez Armenta

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cio es la venta de telas que asemejan a las confeccionadas a mano hace 7 u 8 décadas, incluso con simulación de costuras intermedias. Ayer niños, hoy adultos, conservan en su memoria este sencillo lienzo con el que se cobijaron durante años, la sobrecama elaborada con especial cariño por mamá o la abuela... Utilidad. Tenían una doble función: colcha para taparse y para vestir la cama. Memoria. Postal del recuerdo que permite valorar el fruto del trabajo de la mujer sinaloense. Popular. En cada hogar sinaloense era común admirar la intensidad cromática de estas colchas.

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Precisar fechas no reviste mayor complicación, la expresión “más antes” marca la intemporalidad en el nacimiento de la tradición que un día cualquiera aprendió. “Tengo este negocio por un señor de la comunidad Los Chinos; antes yo tenía un molino con bestias, de esos parados, arriaba a las mulas, andaba atrás de ellas todo el día, era un sistema muy antiguo. Después lo puse con motor de tractolina, pero se escaseó y ahora me prestan un tractor de diesel para echarlo a andar; la caña la traigo en camioneta, pero más antes en puro burro”.

Conserva de papaya

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ásele, oiga, pásele con confianza, ahorita le regalo aguamiel, verá qué rica está, naturalita y dulce, ¿ya la ha probado? Que no le dé pena, la gente de aquí del rancho mañanea a tomarse un vaso y nunca se la he vendido a nadie. Siéntese. ¡Hey, muchachos, arrimen unas cañas! Aquí el que llega prueba de lo que hay, manifiesta sin titubeos Rigoberto Vázquez. A sus espontáneas palabras símbolo de bienvenida, agrega franca sonrisa, lo que no debería sorprender, ya que la gente de la campiña sinaloense aún tiene en gran aprecio el valor de la hospitalidad sin dobleces. Para llegar al trapiche del cual es propietario, ubicado en el poblado Palmarito Mineral, del municipio de Mocorito, a sólo 12 kilómetros de la cabecera del mismo nombre, en el noroeste del estado de Sinaloa, es necesario transitar por camino de terracería, el cual se encuentra en regulares condiciones en época de estiaje, pero se torna accidentado en temporada de lluvias. Antecedentes de suma valía registran que en el siglo 19 Mocorito tuvo su época de bonanza con la explotación de fundos mineros tales como Magistral, San Miguel y Bequillos, productores de oro de excelente calidad; San Benito y Bacamacari, de cobre, y Palmarito (a cuyo nombre inicial se agregó Mineral), de plata. Es en este último lugar donde se localiza a la vera del camino, la pequeña industria familiar cobijada por una enramada de dais y batamoto, con horcones de mauto. Contactar por vez primera con Rigoberto es desterrar de inmediato formalismos, la conversación se desborda de inmediato para salpicarse de anécdotas y detalles.

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Delicia regional Sin duda al saborear con fruición los trozos de fruta enmielados, el comensal no imagina que la deliciosa conserva de papaya en su mesa conlleva arduo trabajo en su elaboración. Una enorme olla vaporera luce majestuosa con la preciada delicia culinaria; los gajos enmielados conquistan visualmente y se vuelven irresistibles al paladar. Dentro de unas horas saldrá otra dotación de tan preciado postre. Y aunque a muchos nativos no extraña encontrar a lo largo de los 18 municipios de Sinaloa trapiches donde se procesan diversidad de productos como melcochas, apanizadas, panochas cuadradas con o sin cacahuate, tamales de noroto, y por supuesto conserva de papaya, la diferencia en la infraestructura usual de un lugar a otro no se sustrae a una mezcla de rústico y moderno. El proceso inicia desde la plantación de los frutales y el corte se efectúa transcurridos alrededor de seis meses. “Echamos las papayas verdes, las bolas enteras al agua caliente para que se les muera la leche; después las sacamos, pelamos y raspamos, cuidando que no le quede nada de tripa porque si no salen amargas. Más tarde entre varios hacemos los gajos (2-3 horas de labor), que se curtirán en cal, y los vaciamos al cazo con el aguamiel que se obtiene de las cañas previamente pasadas por el molino. Así, el contenido se deja hervir de 12 a 13 horas estando pendiente de que no se tire, por lo María Esther Sánchez Armenta

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Nuestras raíces culturales sinaloenses: esplendor y ocaso

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que con una güeja (cucharón) se le está despumando constantemente. Es cierto que tarda mucho pero su nombre lo dice todo, conserva, porque dura mucho”. Durante horas es posible observar la repetición de movimientos, es una actividad ininterrumpida, pues hay que sacar y meter la güeja al enorme cazo de bronce miles de veces, lo que implica esfuerzo físico constante, por lo que una vez que éste llega al límite hay que ceder el turno a un compañero. “Es muy cansado, oiga, hay que estar cuchareando la miel porque si se deja se tira; ahorita está mansito, pero al rato se pone bueno y empieza a colear; después, cuando va a reventar y siento que casi va a estar, descanso y sólo estoy pendiente de mirar el cazo”. Tiempo después, la admiración para quienes no están acostumbrados o simplemente desconocen la original tradición de “medir el punto” a la conserva, va en aumento, ya que procederá a “calar” el espesor de la miel. Utilizar una cuchara para sacar un poco del líquido y probarlo supuestamente sería lo normal, no obstante, con la naturalidad de quien lo ha hecho cientos de veces, introduce dos dedos al recipiente en ebullición, acción que repite al paso de las horas, para decidir si ya está a su gusto la miel y retirar el recipiente del horno. Sonriente dice: “todos los que vienen a ver la molienda se asombran mucho cuando me ven ‘calar’; además no puedo definir en qué consiste ‘el punto’, es difícil, ahí está el secreto, pues cada gente dedicada a elaborar estos dulces regionales en su trapiche decide hacerlos a su gusto”. Aseguran lugareños que la gente de ciudad no oculta su curiosidad al conocer las instalaciones del rústico trapiche, que sólo tiene de moderno el tractor que permite el funcionamiento del molino de caña, pero lo demás intenta conservarse rudimentario, lo que no sucede en otras moliendas, donde se utiliza diesel en los hornos, entre otros elementos que minimizan tiempo, lo que se explica por ejemplo en el caso de la conserva de papaya, donde la cocción se reduce a sólo tres horas. Aunque Rigoberto señala que le han dado varias tarjetas con el fin de que se contacte con funcionarios de Culiacán para tramitar apoyos,

no tiene interés, “y no es que sea orgulloso, pero no he querido porque nuestra forma de ser es de otro modo; nosotros creemos que si el gobierno se mete a darnos ayuda, ai lueguito nos va andar cobrando impuestos y la fregada; mejor nos conformamos con lo que hacemos. Sé que este trabajo es de lo último de rústico, pero me gusta este sistema. Y agrega: “es cierto que comencé de puro prestado, algunas cosas me regalaron, pero quiero que todo sea mío; mi molienda es chica, pero la verdad no voy a usar soplete con diesel, prefiero lo primitivo, meterme al monte y traer leña de güinolo, moler un solo cazo del cual salen 75 kilogramos de conserva de papaya”. Su producción ni siquiera la traslada para venderla, ya que los clientes acuden de los municipios vecinos, también de Cosalá, Culiacán, Guamúchil, así como lugareños para consumo habitual o regalo. Especialmente durante la época decembrina, cuando hay muchos vacacionistas, señalan Rigoberto y Armando, su compañero de faena, “los productos se van al ‘otro lado’, a México, y a muchas partes más. Incluso platican entre risas que “el año pasado llegó un camión llenito de gringos, pura gente mayor, no les entendíamos nada, pero se notaba que les daba mucho gusto ver cómo se hacían los dulces; los gabachos gritaban bien feo, se abrazaban y comían”. No obstante, aún hay quienes entregan este dulce a comerciantes ubicados en mercados, o acostumbran vender por las calles y casas conserva de papaya o cubiertos que cargan en ollas de barro, latas mantequeras o cubetas de pintura.

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Alfombra mágica Observar alrededor invita a viajar con la imaginación hasta llegar a los tiempos de La Colonia, cuando los españoles instalaron los primeros molinos de panocha en Cosalá, rudimentarios hechos de madera. El espíritu de creatividad de nuestros antepasados se refleja en rica herencia cultural, donde los nativos de estas tierras con singular maestría fabrican los objetos utilitarios. Tablones para los moldes de piloncillo, plancha para apanizadas, María Esther Sánchez Armenta

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pila para la miel, espátulas, cucharas, zarzo de carrizo y en especial la güeja, que “es de bule, de allá del campo, lo partimos por la mitad y con una lezna (instrumento que usan los artesanos para agujerar y pespuntear) le hacemos hoyitos, para que enfríe el líquido, y amarramos un mango largo de madera de guásima porque es muy liviana”. Rigoberto está convencido de que aunque el rústico horno hay que alimentarlo de leña con frecuencia, “yo no la cuezo apurado, bien recuerdo lo que un señor de El Valle, que ya murió y que tenía molienda me aconsejó: si quieres agarrar fama con la conserva, cuécela 12-13 horas. Así lo hice, le di a probar y me dijo: “ésa es la buena”. Y para reafirmar la hermandad que hay entre la gente del pueblo, señala que no sólo se acercan con toda libertad a la hora que sea y prueban de lo que hay, sino que por las noches ayudan a pelar cacahuate. Incluso, hay personas que para curarse la gripe constipada se colocan frente al cazo para que les dé el vapor, lo cual no les hace mal porque no hiede a humo. Los recuerdos atesorados en su memoria aparecen de pronto. “Sabe, los de antes acostumbraban mucho llevar de lonchi tortillas, una panocha y un bule de agua. De la sierra traían en burro cacastis y mi apá nos compraba tamali de noroto, y no es mentira, como estábamos muy pobres hasta mascábamos las hojas y las chupábamos; la verdad es que cómo comíamos panocha con frijol”. Las horas transcurren, la prisa sólo parece tener sentido para los citadinos que ya no tienen tiempo de sobra para soñar, mirar el cielo ni contemplar amaneceres ni atardeceres; la gente del campo aún se regocija al dejar en libertad sus pensamientos. Es un día primaveral donde al paisaje se integra la figura del leñador, que enérgicamente una y otra vez corta con su hacha la madera seca que apila en cualquier espacio; adultos en bicicleta seguidos de su fiel perro; manos callosas que saludan con un ¿cómo le va?, ¿está bien?... La reflexión en voz alta es inevitable “voy a seguir en la molienda hasta que el cuerpo aguante, y ya no pueda de viejo, hasta que Dios se acuerde de mí, y si no puedo otros lo van a hacer, pero lo importante es que siga, de eso se trata.

No voy a heredar esta tradición a mis hijos porque no les gusta, y el que va creciendo se va a Estados Unidos; no aprecian lo que yo sé hacer. El que lo va agarrar es otro muchacho que no es familiar, pero es de aquí de Palmarito Mineral. No importa, pero que no desaparezca el hacer estos dulces que tanto gustan, y además no tiene caso olvidar lo que hemos sido más atrás... Le tengo cariño, sí, mucho cariño”.

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Coronitas del monte

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l “niño de hoy tiene menos contacto con la naturaleza, la tierra se ha cambiado por cemento. No obstante es muy sensible para adquirir conciencia ecológica, sin poses, sin presiones, y aunque hoy son otros niños inmersos en la vorágine del progreso, el ambiente artificial, los juegos electrónicos repetitivos los saturan y sienten entonces el deseo de volver a su espacio natural, campo dinámico, cambiante, atractivo, novedoso que lo motiva, intriga y encamina a despertar su imaginación”. Profesor Nicolás Vidales Soto Heroico Puerto de Mazatlán, Sinaloa, México Inicia el otoño y las lluvias veraniegas dejaron su humedad en la tierra, cuyo regalo sencillo, generoso, es una alfombra multicolor. Por doquier la naturaleza pinta el paisaje y se muestra esplendorosa. Sin regateos exhibe su obra maestra, donde sobresalen diversas tonalidades de verdes, y por si fuera poco, un abanico de color de flores silvestres en matices naranja, amarillo, lila, violeta y blanco. No escapan al recorrido visual las singulares coronitas rosas que presurosas se enredan y arropan con su follaje los arbustos espinosos y enmarañados alrededor; en la exuberancia está la sencillez de este regalo. Cerros y montes reverdecen al recibir hojas, tallos y raíces el líquido vital para su crecimiento y desarrollo que motivan su despertar, su renacer, y origina una imagen de vida en cualquier rincón de las cálidas tierras de la provincia sinaloense, sin faltar la permanente y majestuosa presencia en este páramo de los típicos cactus gigantes, o lo que es decir, pitahayas marismeñas.

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Los nativos guardan amorosamente en su mirada de hoy y en su recuerdo de ayer, el entorno de su infancia, juventud y madurez, en el que por fortuna aún no hay lugar a la ausencia, al olvido; se sienten afortunados de que las acciones del hombre manifiesten respeto por su medio ambiente, pues de no ser así esta biodiversidad cedería su lugar al desequilibrio ecológico. Quizá donde es más notoria la tala de la flora es en la Sierra Madre Occidental, es decir, en las regiones serranas, donde algunas especies subsisten a la deforestación justificada con fines industriales, como el pino, encino, fresno, cedro, nogal o abeto... No obstante el desarrollo urbano necesario para el progreso, a los nativos del noroeste de la República no entraña dificultad alguna contemplar la abundante vegetación típica regional. El chispeante anecdotario oral no se hace esperar. Y es que, como lo señalan diversos moradores, antes, aproximadamente seis o siete décadas, los solares donde se construían las casas estaban prácticamente rodeados de monte, la barda o tapia que delimitaba la propiedad la constituían rústicos cercos hechos de vara, alambre de púas, tela de gallinero, o palo de brasil, en algunos más los patios libres, sin división, permitían estrecha convivencia vecinal. En ese contexto la familiaridad con la vegetación silvestre era común, de ahí la sonrisa que acompaña a los lugareños cuando señalan que los baiburines o vaiburines, eran objeto de advertencia de todas las madres. Se producía esta especie de garrapatita del tamaño de la cabeza de un alfiler y de color rojo claro, al centro de la flor del mismo nombre, como lo explica el historiador mazatleco don Pablo Lizárraga Arámburu. En las aguas, cuando el monte de tierra caliente está verde, abundan por millones y es suficiente meterse unos segundos para salir lleno de ellos, los cuales se introducen por la piel, produciendo comezones y ronchas, llegando a inflamar los testículos. Por supuesto, el cuidado se extendía a los guachapores, bolitas muy espinosas que se pegan a la ropa y a la piel. Al amarillear del monte con las pequeñas flores baiburines, se suma la de San Miguel, trompillo blanco, campanitas, varita de San José, María Esther Sánchez Armenta

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caléndulas, cordón de obispo, batamote o jarilla, y la de capomo, muy abundante en la zona costera de la entidad, el color de sus pétalos va del casi blanco hasta el violeta. A pocos preocupa en realidad no conocer los nombres de su flora silvestre; sin embargo, no ocultan su regocijo al continuar la práctica de hurgar entre la vegetación en busca de hierbas frescas comestibles, como los bledos, verdolagas y chiquelites.

rojas con un puntito negro que los plebes llamaban Ojitos de Pajarito, era entretenimiento de horas recogerlas; también las semillas de roscas o guamúchiles, que antaño fue golosina de los indígenas y aún es de los contemporáneos que gustan de su agradable sabor; una vez que se comía la fruta, con la pepita, igual que con las vainas del huizache y la de San Juan, la chiquillería se daba a la tarea de confeccionar collares, pulseras y anillos, ensartándolas una a una con aguja e hilo. Ubaldina Angulo, residente de El Ranchito de los Angulo, municipio de Angostura, recuerda que hace más de 50 años, aparte de jugar a la matatena con piedrecitas, “cuando veníamos de la escuela se metía uno al monte, agarraba coronitas, las entrelazábamos y con ella nos coronábamos; todo el día teníamos energía para hacer travesura y media, también hacíamos pelotitas de los huizaches, brincábamos la cuerda con un mecatón. Otras veces nos entreteníamos a los encantados, la chirriona, saltar cercos, colgarnos de las cuerdas de los álamos, en pocas palabras, fue una niñez feliz, al aire libre”. Para Olivia, Trinidad, Carmen, Alicia, entre otras mujeres de edad mediana, señalar que antes, es decir, hace 3-4 décadas, chirotear con cualquier cosa, comer frutas silvestres hasta sentirse “empachadas” con las moras, sayas, bebelamas, nacidos, tunas, tasajos, cacaraguas, talayotes tiernitos, ciruelitas del monte, confituría, manzanita, papachis, formaba parte de la diversión. Pero en esas aventuras cotidianas no podía faltar entre los niños y niñas atrapar bombiates y amarrarlos con un hilo, al igual que cigarrones; con el tirador o resortera se calificaba a los más diestros en puntería, al tumbar los nidos de chalangantinas. Al deambular por los polvorientos y accidentados caminos para llegar a las faldas de los lomeríos y caminar entre matorrales, difícil es permanecer ajeno al canto y vuelo incesante de pájaros, zenzontles, golondrinas, gorriones, chicharras, observar iguanas, chapulines, bitachis, güicos, cachoras, campamochas, zopilotes, tochis, chureas, copechis e insectos diversos... la sabia naturaleza permite apreciar el ir y venir de cientos, miles de palomillas en pleno gozo de su hábitat y que se posan en las coronitas del monte.

Niñez juguetona Y es que ciertamente asomarse a la niñez, es, como lo señala la psicóloga Lilia Inzunza Gil, encontrar en el juego múltiples significados, y una de sus bondades es sublimar los deseos del niño o niña, como por ejemplo el deseo de algún día ser artista, y mediante esta práctica puede hacerlo realidad. Si bien en las fotografías de hace algunas décadas podemos valorar la diferencia de los juegos de antaño: pontenis, canicas y peregrina (pilingrina), por mencionar algunos, comparados a los de hoy, básicamente electrónicos, en los cuales sólo basta apretar un botón, se evidencia la pérdida de creatividad, aunque de cualquier forma el juego es fundamental en el desarrollo del niño. Ciertamente hace algunas décadas el contacto directo con la naturaleza era mayor, incluso cuando jugaban a las muñecas imaginaban el diálogo (hoy ya no es necesario), y en general utilizaban parte de su ambiente estimulando su imaginación, recurso formativo trascendental cuya recuperación los padres deben intentar. El ingenio en la diversión infantil ha sido abundante, espontáneo, como se constata en cada época. Con el tabachín o también llamado “árbol de fuego”, por su floración roja, especie de jacaranda, se jugaba con los pistilos de la flor a los “gallitos”; con la semilla del amole (negra y redonda) a la catota (hoy canica), pues tenía la particularidad de ser muy liviana, utilizándose también los bonetes, que eran unas bolitas grises. Entre la hierba y hojarasca caían de los árboles unas semillitas María Esther Sánchez Armenta

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Rica sabiduría popular, fértil, interminable. Tanto qué hurgar en el devenir de nuestra flora silvestre, sí, aquella usual que se aprovechaba antaño para adornar el centro de la mesa o en el altar a la Virgen o a Cristo. A decir de diversos cronistas sinaloenses, hermosos ramilletes se colocaban alrededor del cuerpo del difunto que estaba tendido en un petate o en una sábana, mientras el carpintero hacía la caja. Ciertamente, a lo largo de los años de vida de nuestro planeta el paisaje ha cambiado por causas de la propia naturaleza, pero también el ser humano lo ha transformado. No hay asomo de duda: la educación ecológica inicia en la infancia. El recuerdo de la niñez juguetona que gozaba intensa y plenamente de su entorno no debe registrarse aún en las páginas de la nostalgia, como lo expresan al encontrar sus pensamientos nativos de este solar del territorio mexicano: cuando uno estaba chiquitío los juguetes no lo eran todo, un montón de piedras podría ser un tesoro; unas flores, la corona; un pedazo de tela, el vestido de reina o la capa del héroe más valiente; una rama rota, la filosa espada; un poco de tierra con agua bastaba para edificar un castillo, todo pues... un mar, un campo abierto a la imaginación para un corazón alegre. Redescubrir las pequeñas cosas de la vida para que no se pierdan en el polvo de nuestros frenéticos días, es ofrecer sin gran esfuerzo un horizonte sencillo, armónico a los hijos, y a los hijos de nuestros hijos.

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Las damajuanas; del esplendor al olvido

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otella, botellón, recipiente, garrafón, garrafa o damajuana, como quiera llamársele. Este botellón de vidrio de cuerpo grande, abultado, abombado, boca o cuello estrecho, forrado con un tejido de mimbre y como tapadera un trozo de olote, se fabricaba antaño de manera artesanal en pequeñas industrias. Tradicionalmente se estilaba comprar suelto el vino, por lo que se llevaba cargando la damajuana para que la llenaran. Dicen las crónicas que en las montañas de Zagros, en Irán, se encontraron restos de vino hace 5 mil 500 años, en un jarrón de barro. Ya desde entonces, quizá se entendía, que alrededor del vino se desarrollan grandes conversaciones, se celebran alegrías o mitigan tristezas. El vocablo procede del árabe. El término damchán-botellón, botella grande- se distorsionó hasta quedar en damajuana. De cobre, barro y más tarde de vidrio, se decidió agregar a estos recipientes una cubierta de mimbre con el fin de brindarle mayor protección, tanto para que no se quebrara al transportarse, como para la conservación del vino. Las damajuanas (envase de vidrio transparente) al paso de los años, por su gran capacidad al momento de servir el aguardiente o licor, se volvieron imprácticas, así como por la aparición de la producción industrial en serie de recipientes de vidrio más manejables, o de plástico a bajo precio y mayor resistencia. En Cuba, es una botella de grandes dimensiones. Un modelo por lo usual enfundado en una cesta de mimbre que contiene al menos de 4 a 5 litros. Probablemente, dicen, el nombre deriva del francés Dame Jeanne.

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Hoy en día los recipientes grandes que más abundan tienen la capacidad de un galón estadounidense. Lo cierto es que desde épocas remotas el hombre ha utilizado fibras vegetales para múltiples propósitos, jarcia, tejido de palma, o bien, la varilla de mimbre, la cual, por ejemplo, se usa para confeccionar canastos pequeños para forrar damajuanas en Cuba y Argentina, así como en otros lugares de América Latina. En México, en 2001, aparecen las Tarifas Arancelarias publicadas en el gobierno de Vicente Fox Quesada, Secretaría de Economía, mediante Decreto para la Aplicación del Acuerdo de Complementación Económica, suscrito entre el Gobierno de los Estados Unidos Mexicanos y el Gobierno de la República de Cuba, para las bombonas o damajuanas, botellas, frascos, tarros... y demás recipientes para el transporte o envasado; también existe una Regulación de éstas en la Comunidad Europea, para su transporte. Documentos precisan que Pericos es la zona más importante del municipio de Mocorito; sus tierras son irrigadas por la presa Adolfo López Mateos, que aprovecha las aguas del río Humaya. Por el año de 1840 se inició la plantación de mezcal en la hacienda de Nuestra Señora de las Angustias, (nombre de la virgen patrona de los periqueños) hoy Pericos. Dicha hacienda fue fundada por don Francisco Peiro probablemente en 1769; a mediados del siglo 19 se instaló una vinatería que produjo un vino popular llamado Periqueño, que obtuvo un galardón en una feria mundial celebrada en París. Fue en 1890 cuando se dio principio a la explotación del henequén, fibra de gran demanda en aquella época; de 1914 a 1960 un 80% de la producción se exportaba a Estados Unidos y el restante 20% se destinaba a consumo nacional de sacos y cordeles; tal industria tuvo violenta decadencia al aparecer la fibra sintética. Es muy probable que las nuevas generaciones no hayan escuchado hablar de ellas, ni que se transportaban en rejillas de madera y la gente las guardaba en alacenas o en algún rincón oscuro de la cocina para que el vino se conservara en óptimas condiciones. De ahí que es importante sepan qué son y su conocimiento se sume al vasto acervo cultural del sinaloense, en sus costumbres y tradiciones. María Esther Sánchez Armenta

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“Mi abuela mencionaba las damajuanas y sentí curiosidad por saber qué eran. Existen diferentes envases de vino, desde la pachita, la ramona, la pata de elefante y la damajuana, cuya capacidad oscila entre los 15 y 25 litros. Era un sueño guajiro tener una, ya que las conocía por fotos, porque dejaron de fabricarse desde principios del siglo 20, pero un buen día me la obsequiaron, era de las vinaterías de Cosalá. Para algunas personas quizá sólo sea una botella de vidrio, para mí es una pequeña parte de la historia que sobrevive”. Daniel García Cronista de Guasave “De pequeño escuché, allá por los años de 1960, de un personaje muy fuerte que lo llamaban ‘Tobalón’. En cierta ocasión le apostaron que no podía empinarse una damajuana llena de vino con una sola mano, de ese que era elaborado en El Gato de Los Gallardo, Salvador Alvarado. Tomó del buche aquella botella de más de veinte litros y la gente azorada observaba cómo saboreaba el aguardiente sin meter la mano izquierda”. Francisco René Bojórquez Camacho Escritor

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Letreros

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os epígrafes y su doble interpretación son una genial filosofía del humor, y cómo no habría de ser así si el ingenio del mexicano no tiene límites. No mandaré a mi suegra al Infierno, porque tengo lástima al Diablo; ¡Ya llegó Shu pá!; ¿Tienes prisa?, ¡pasa por abajo!, y cientos de estos picarescos letreros es posible leer en la defensa posterior, en la parte delantera o a los costados, y hasta en el interior de diferentes tipos de transporte que circulan a lo largo y ancho de caminos y carreteras de la República Mexicana. Su propósito es lograr un impacto visual en el mayor número de personas, más aún, provocar la sonrisa maliciosa o la carcajada en quienes lo lean, ya que de ninguna manera intentan disimular su traviesa, irónica e ingeniosa intención. Los grafitos se han generalizado como parte del bagaje del habla y la cultura popular del México de mediados del siglo 20, y se encuentran totalmente vigentes en el 21. Hay quienes tachan estos textos breves de groseros, léperos, barbajanes, corrientes, pero lo cierto es que si bien los más comunes están en el exterior de los transportes públicos de carga, o en el interior de los de pasajeros, los epígrafes cumplen su objetivo con creces al provocar una doble interpretación. Dentro de las características especiales de estos títulos o sentencias está el que se escriben algunos en medianas y grandes dimensiones, otros más exhiben tremendas faltas de ortografía, incluso es posible encontrar rótulos grabados con navaja en algunas carretas de María Esther Sánchez Armenta

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vendedores ambulantes que publicitan su producto, por ejemplo: ¡Ven por tus hela2! Al remontarnos a la historia, recordemos que los guerreros grababan en sus escudos leyendas dedicadas a sus reyes o a sus damas. En la actualidad con espíritu muy diferente al de aquellos señores, nuestros camioneros, principalmente, pintan variados letreros, en los que expresan burlas, pullas, deseos reprimidos, que finalmente no ocultan su creatividad, gracia y buen humor. No hay que olvidar que los negocios, las empresas, no se quedan atrás en este alarde de expresión, y colocan letreros a la vista de todos como el tan conocido: ¡Hoy no fío mañana sí! Las inscripciones en sanitarios públicos merecen trato aparte, éste es sólo un breve ejemplo: “Estimada clientela, se le suplica no dejar morralla sobre el mostrador”.

Rebosante ingenio Y así, un día cualquiera al circular por la extensa geografía mexicana, zona rural, urbana y suburbana, sólo basta un poco de curiosidad de los pasajeros o automovilistas para disponerse a leer la variedad de rótulos pintados con aerosol, pintura vinílica, con marcador permanente, brocha o pincel, y romper por unos instantes con la monotonía del viaje: Pujando pero llegando. Humo en el mofle. Viejito pero muy cumplidor. Cambio dos llantas nuevas por una vieja. Meresco + pero contigo me conformo. Las mugeres mi delirio los peatones mi martirio. Ni amo ni esclavo, simplemente amigo. Yo soy tu leche pa’ tus ojuelas de maíz. ¡Qué curado vivir sin drogas! Para vinos y mujeres trabajamos los choferes. Las mujeres mi delirio. Me ves y sufres. María Esther Sánchez Armenta

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El niño de oro. Las mujeres no tienen palabra. No hay quinto malo. Cada kilómetro una esperanza. Dios bendiga a América y a mí que no me olvide. Cuidado, niños a bordo. ¡Copela o cuello! ¡Aya bonchi! Es que...soy de rancho. Dios me acompaña, mi familia me espera. En una auriga, es decir un vehículo tipo pick up que en la caja tiene adaptados bancos laterales cuyo servicio (considerado de segunda) en Sinaloa, es transportar pasajeros y pequeña carga, tanto a comunidades como en la zona urbana, llama la atención una extraña reflexión: Quedo quedito callando, vámonos para la guerra. Algunos camiones que reparten huevos llevan la inscripción: ¡Éstos sí son huevos! O en el camión de una vidriería: ¡No te acerques mucho, cuidado con...! Y en este contexto sociocultural, la libertad de expresión es evidente, con fallas gramaticales, las frases espontáneas son en su mayoría divertidas, originales, refranes curiosos, lo que importa es que predomine el humor... La variedad y la gracia estriban en que los coloridos y a veces burlescos letreros están trazados o garrapateados “a la mexicana”, al “ai se va”, con una letra tan grotesca y chueca en su mayoría, que hasta eso es causa de risa. En cada biaje un Amor...tiguador. ¡¡Ay nanita que curvas y yo sin frenos!! Un camión transportador de ladrillos tiene escrita en la parte de atrás la frase: A que no me pasas. Quien se siente aludido por la provocación acelera y rebasa al vehículo del letrero y cuando se dispone a reírse del chofer, lee el complemento en la defensa delantera:

A tu hermana. Se dice que en un camión repartidor de una florería de los Estados Unidos, escrito con perfecta letra de pintor, se leía la advertencia: MANEJE CON CUIDADO PORQUE EL SIGUIENTE VIAJE PUEDE SER PARA USTED. En cambio en un vehículo de pompas fúnebres de segunda clase de México, en la defensa posterior se leía: NO TE ME AZERQUEZ NI TE ME ECHEZ ENZIMA MALORA ZI NO QIEREZ QE TE LLOEVE ANTEZ DE LA ORA. Y los choferes mexicanos continúan con su ingenio al interior de su transporte público: La gasolina está muy cara pague su boleto. Antes de pedir la parada despídase de su comadre. Suegro celoso paga boleto. Niños mayores de 2 años pagarán pasaje. LA EMPRESA. Muchachas bonitas mayores de 15 años no pagarán pasaje. EL CHOFER. Niños que sepan andar pagan boleto. LA DIRECTIVA. Muchachas que sepan amar no pagan boleto. EL COVRADOR. En camiones, troques, automóviles, tranvías tropicales, o carretas, es posible encontrar la frase que hace sonreír: Cómo han pasado los años y yo no cambio de vieja; Aquí viene el siete machos; Caminante no hay camino se hace camino al andar; Dios hace milagros, no lava carros; Si valoras tu vida, no le pidas raite a tu mujer; ¡Ay mamacita aquí viene tu resortes! ¡Güey el que está leyendo!

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El balde en balde

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ablar de la aparición del balde como parte de los útiles indispensables en los hogares sinaloenses, es señalar un objeto que nos identifica y recuerda etapas formativas y prácticas de la vida diaria. Los residentes de estas tierras, de un pueblo en desarrollo, ligaban con naturalidad el esfuerzo físico a las dificultades e intensidad del quehacer. En las tareas participaban todos los miembros de la familia, así al amanecer y con el fin de satisfacer las necesidades básicas, traer agua de la noria o del río era obligado. Pero, ¿cómo se incorporó el llamado balde de “fierro” a los utensilios básicos?

Al pasar el tiempo Se dice que la forma primitiva para preparar los alimentos era asarlos directamente al fuego o a las brasas; también se cocinaban alimentos colocándolos entre la ceniza caliente del fogón. Más tarde se utilizó el comal e inició el método que se practicó en diversas partes del México Antiguo, consistente en hornos bajo tierra. Los enseres usuales eran sencillos, manufacturados con piedra, entre los que destacan los molcajetes, metates y manos. Poco después se elaboraron en barro, y también se agregaron los cántaros, ollas, tinajas, coladeras, sahumerios, vasos, platos, cazuelas, ánforas, jarros, así como los hechos con guajes y tejidos de fibras vegetales. La sencillez de los objetos utilizados en el México Prehispánico no tuvo cambios trascendentales hasta el siglo 16, con la llegada de los María Esther Sánchez Armenta 141

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españoles, al introducirse la cerámica, que vino a completar el grupo de útiles culinarios, definiéndose el uso de los recipientes y provocando cambios en las costumbres, como fue la cocción de alimentos. Y así aparece el balde que jugó y aún lo hace, un papel importante en el exiguo menaje del hogar campesino, el cual era escaso, sobrio y ajustado. Indispensable la hornilla hecha de barro, ya que era el eje central del hogar, pues mientras se hacían las tortillas en el metate y el comal, luego de pasar el nixtamal por el bautizo de la cal, el ama de casa organizaba la plática de la familia. Era tarea fácil, pero indispensable, poner en su lugar los escasos muebles, sencillos, rústicos, hechos para servir a la gente. Formaban parte del mobiliario hogareño las tarimas o los catres, la mesa de pino muchas veces sin desbastar, las sillas de vaqueta, el armario de los trastes, la olla del agua con el jumate fresco y aún oloroso a semilla. Había el horno para el pan de mujer en el patio, usado en fechas especiales como bodas, bautizos y cumpleaños. Pero el balde y la tina, hechos de hojalata, se incorporaron ya en fecha más o menos reciente. Llegaron de fábricas de Monterrey y más tarde de Guadalajara. El balde aligeró la faena del ama de casa al facilitarle la movilización del agua, indispensable para sus tareas hogareñas. Se había utilizado hasta entonces la olla de barro, que era pesada y frágil. La tina sirvió principalmente para conferirle mayor comodidad al acto de bañarse o para ser pareja del lavadero. También suplió a la artesa, hecha de álamo, la cual cumplió una hermosa y enternecedora tarea: la de servir para el amasijo del pan. En ella las manos bruscas pero a la vez tiernas de la mujer campesina, revolvieron la harina hasta darle la tersura necesaria para convertirla en pan, con el auxilio de la levadura, que lo esponjó quitándole lo amorfo de la masa. Fue el balde una especie de tormento para niños y jóvenes, porque mamá ordenaba desde la cocina: ¡agarra el balde y tráeme agua de la noria! María Esther Sánchez Armenta

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Y en la noria había un balde todo estropeado con el que se sacaba agua para dar de beber al ganado y para uso doméstico. No había entonces agua entubada, sólo de pozo. Por eso, los rancheros decían que el balde era como cierta gente muy golpeada por el destino; balde de noria golpeado al testerear sobre las paredes circulares de la noria hasta llegar a la superficie con ayuda de la rondanilla y el mecate de ixtle. “Más golpeado que un balde de noria”, decían. Y sí, dentro de los modestos utensilios del hogar campesino no había nada que resistiera más golpes que el balde de noria. Era el balde el que extraía el agua de lo profundo del pozo; era la vida la que sacaba a la luz del día. El balde de hoja de lata significó en su momento un toque de civilización en la cocina del hogar campesino. Fue el modesto y servicial balde el que anunció a la estufa de gas y al refrigerador. Sí, fue él.

das, traían un balde en cada mano y otro en la cabeza sostenido por un cayagual, y no se les caía; los hombres repartían la carga del agua sobre su espalda, por lo que cargaban una palanca hecha con madera del monte, ya fuera de palo colorado, cacachila o huinolo”. Era necesario el vital líquido para todo. Beber, cocinar, lavar, bañarse, regar el piso de tierra, las matas... El balde circulaba por todas las áreas de la casa; en él se remojaba el nixtamal, se cocían tamales de frijol, de elote, tontos, se hervía ropa blanca con añil o aquellas prendas a las que se agregaba tractolina o petróleo para desgrasarlas. Se adquiría en mercados, abarrotes, ferreterías, cristalerías, pues era muy solicitado por su durabilidad. Entre las estrategias de los vendedores era colgarlos en el techo de la tienda o a la entrada, a la vista de los clientes, para que no olvidaran llevarlo a su hogar. Este adminículo de hojalata al paso de los años nos recuerda quiénes somos, cómo vivimos y la evolución que no se detiene. Y aunque ciertamente, las coloridas cubetas de plástico que se expenden en cualquier comercio y tiendas de autoservicio, reemplazan paulatinamente a este rústico objeto, no obstante hay quienes señalan: “me quedo con los de lámina galvanizada; los de plástico se desorejan muy pronto”. A ello también se suman las cubetas de pintura, las cuales son de buen tamaño y resistentes, muy usadas en la actualidad para lavar el trapeador, ropa mojada para tender, tirar basura, remojar hojas para tamales, entre tantas aplicaciones más. El cronista de la ciudad de Los Mochis, don Evaristo Fregoso, expresa que “aunque antes se usaban cántaros y vasijas de barro, al entrar los baldes de hojalata como elemento indispensable en los hogares, proliferaban las hojalaterías”.

Nativos Y el recuerdo de ese ayer que de pronto se vislumbra lejano aparece con ojos cargados de nostalgia. “Utilizar baldes de fierro o estaño, como también los conocíamos, era el medio más cómodo para sacar y trasladar el líquido de las norias a las casas. Tratábamos de usar uno mediano para que no pesara mucho y cargarlo con más facilidad. Era raro que se nos olvidara llevar un trapo para sostener la agarradera, porque si no nos salían callos”, señala Eva Leyva de Ojeda. Tiempos sufridos, tiempos en que casi toda “la talacha” era a “puro pulmón”, a decir de número diverso de pobladores, “trabajábamos como burros, por eso había que ingeniarse para hacer más llevadero el trajinar”. Por ejemplo, indican, y la sonrisa surge espontánea en sus rostros, al recordar aquellas imágenes, donde “había rancheras fuertes y cueruMaría Esther Sánchez Armenta

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Ingenio Y en este devenir de costumbres y tradiciones pronto se incorporaron a la jerga popular expresiones como “esa vaca es muy lechera, me María Esther Sánchez Armenta

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da dos baldes del 16”, “no en balde pasan los años”, “todo fue en balde”, “me cayó como baldazo de agua fría”... Es innegable que en la actualidad hay pocas oportunidades para la autoidentificación, el contexto, el marco de referencia está lleno de elementos falsos que no reflejan la autenticidad de una cultura. Quizá los arqueólogos se verán confundidos al analizar en un futuro las excavaciones, y pensarán que algo marchaba mal, en una sociedad en la que un individuo podría pasar de un siglo a otro con diseños estereotipados. Y si bien es cierto, un día cualquiera los baldes de hojalata puedan entrar en desuso y su función sólo sea ornamental, al caminar por el centro del bullicio de pueblos y ciudades de este terruño, la utilidad que los moradores les encuentran es múltiple. Incluso llama la atención ver en centros turísticos como Mazatlán, su utilización con un tinte original al llenarlos de hielo y cerveza en botella y servirlo a los clientes en bares, restaurantes, alrededor de la alberca o a la orilla de la playa. El tiempo en su inexorable marcha lleva en sus lomos el recuerdo de un ayer que se desvanece a la distancia. Molinete, malacate, bimbalete, adminículos indispensables en cada noria, quizá no tengan significado para las nuevas generaciones, al igual que transitar caminos de accidentada topografía para llegar a pozos a flor de tierra, o el ruido de la rondanilla o garrucha mal engrasada, que, sin embargo, permanecen en un rincón del ser, hacer, o mejor aún, en el corazón de los nativos, porque después de todo “nada ha sido en balde”.

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evoca un bienvenido a casa, a tus recuerdos, a tu presente, a tu tierra, e invita a querer más todo aquello enraizado en la historia del tiempo.

Media luna

Empanadas borrachas

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o hay motivos para dudar de la ilimitada creatividad del sinaloense. Entre lo mucho que se dice de él, resalta el ser inquieto, curioso, audaz, en constante búsqueda para incursionar en todos los ámbitos que llaman la atención para su desarrollo. Ello lo conduce necesariamente a las más variadas vertientes del conocimiento, entre las que se encuentra la gastronomía. Pocos son los hombres y mujeres que no se sienten “como peces en el agua” al experimentar con imaginación y entusiasmo la elaboración de platillos con un toque de originalidad, y que van desde los más sencillos hasta exóticos, dada la variedad de productos agrícolas, ganaderos y pesqueros existentes. Recetas, tips, trucos, pasan de generación en generación, con los consecuentes agregados o modificaciones que cada cocinero les imprime, hasta, sin apenas darse cuenta, al elaborarlos durante años, inscribirlos en las páginas de la tradición culinaria regional. Olores, sabores, colores, texturas y las más creativas figuras conquistan, impregnan los sentidos y arrastran presurosos al paladar a experimentar en gozo anticipado la satisfacción de la ingesta. Pero el nativo de estas cálidas tierras no se limita sólo a reaccionar; el miedo y flojera no entran en su forma de ser, por lo que enfrentan con buena dosis de humor el reto de elaborar los más variados alimentos y antojos, cuya esencia no escapa a la influencia del cruzamiento multirracial que forma parte de su ser y hacer. Comida casera, sinónimo de hogar, identidad; canto poético que María Esther Sánchez Armenta

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Un breve viaje gastronómico por los rincones de Sinaloa, ubicado geográficamente en el noroeste del país, es apreciar la confluencia de tradición y modernidad tecnológica, pero no en sentidos opuestos, sino donde el campo fértil y zonas urbanas en crecimiento se hermanan y encuentran rasgos comunes en los cambios provocados por el inexorable paso del tiempo. Aún se conservan los útiles hornos rústicos semiesféricos de adobe, construidos por los nativos y que se funden al paisaje campirano a lo largo de los 18 municipios, y aunque han sido sustituidos parcialmente por los de estufas convencionales, ambos coinciden al dejar escapar a su libre albedrío exquisitos olores que se tornan irresistibles al salir las carteras de lámina, humeantes, repletas de las conocidas empanadas de piña, cerveza, o llamadas también borrachas. En figuras que asemejan una media luna son fáciles de ingerir, 2, 5, 10, las que se quiera, como antojo, postre, acompañadas con refresco, aguas de frutas, leche fría o caliente, chocolate, champurrado, atole pinole... Y aunque Amalia de la Rocha, originaria de Mocorito, no sabe en realidad de dónde proviene la receta de estas empanadas borrachas que elabora hace más de 20 años, recuerda que una tía le dio las bases de la elaboración y ha llegado a amasar en una semana hasta un saco de 50-60 kilogramos de harina, por lo que “hasta yo me sorprendí de tanto que les gustaron a la gente”. No hay que olvidar que hay múltiples recetas de empanadas, como las famosas de piña, cuya hechura inició hace casi 40 años Consuelo Mascareño en El Burrión, Guasave, y que en un principio elaboraba para consumo familiar, pero cuya producción amplió debido a la insistencia de habitantes de lugares circunvecinos que venían exclusivamente a comprar las “empanadas burrioneñas”, pero sin cerveza. Parecidas a éstas, nativos de Culiacán, Mazatlán, Guasave y Los María Esther Sánchez Armenta

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Mochis, consumen empanadas de piña, pero con variación en sus ingredientes, aunque a algunas sí se le añade cerveza a la masa pero con relleno de cajeta o queso. “Y aunque pueden ser de guayaba, ate, membrillo, durazno, o la fruta de temporada que se desee, me di cuenta que salen mucho mejor de piña, pero elaborada en casa, ya que la envasada de fábrica es muy mielosa, entonces al meterla al horno se sale de la empanada y pega a la charola”. En ocasiones no hay horario, y aunque dedica la mayor parte del día en la atención de su pequeño restaurante, cuando le llegan pedidos para fiestas como bodas, XV años, despedidas de soltera o algún otro evento especial, se ve en la necesidad de contratar personal para que le ayude a cumplir con el compromiso, como cuando tuvo que elaborar para 3 mil gentes.

tillera manual para que quede una pequeña tortilla, a la que se agrega mermelada de piña, se dobla y con un tenedor se cierra la orilla y colocan alineadas en las charolas. Una vez horneadas, el toque final es revolcarlas una por una en azúcar; se recomienda utilizar caja si se van a enviar a otra ciudad, para que no se desmoronen ni maltraten.

Buena mano La cultura popular se manifiesta de manera ininterrumpida, donde la capacidad de nuestros artesanos tanto en elaboración de productos típicos, como vestimenta, instrumentos musicales, madera, concha, cobijas de lana o platillos regionales, es de probada calidad a nivel nacional. La sencillez con que definen sus habilidades se corrobora en las palabras de Amalia cuando explica: “mi trabajo de alguna manera tiene un toque artístico. Al iniciar el proceso la harina tiene que quedar en su punto, incluso puedo compartir la receta, que consta de harina, manteca vegetal, cerveza y el relleno de piña, pero a nadie sale igual el mismo postre, aunque los ingredientes sean los mismos. Creo en el tradicional dicho de tener ‘buena mano’, como que el gusto lo tiene uno en la yema de los dedos, y a la primera me quedan las cantidades exactas”. En la preparación de las empanadas, dice con seguridad, influye la altura del lugar y clima, detalles que de alguna forma cuentan. Aún más en tiempo de frío, por ejemplo, la harina no queda bien, y aunque la época de calor es más pesada, la textura de ésta es mucho mejor. Se toma un poco de masa, se hace una bolita y se aplana en la torMaría Esther Sánchez Armenta

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Ama sus raíces Excelente conversadora, deja correr sus pensamientos en una retrospectiva donde aparecen nítidas pinceladas de su vida cotidiana de antaño, y que trae su memoria al hoy. “Creo que la mujer sinaloense tiene una consideración muy especial a las raíces de sus pueblos, a lo que hacían sus antepasados, bisabuela, abuela, madre, y cuya herencia se refleja por poner un ejemplo, en esta labor culinaria manual. Mi madre era costurera y cuando se sentaba a la máquina ya no se levantaba, así fue como empecé desde muy joven a aprender el manejo de una casa y cocina”. Cada día al revisar las provisiones sin saber exactamente qué preparar, atizaba la hornilla, colocaba la vasija con la mezcla de ingredientes, la tapaba con una cartera, a la cual le ponía brasas arriba, y así tenía listo un guiso. Y aunque asegura que se puede nacer con cierta habilidad, si a ello se suma un gusto verdadero por aprender más, entonces al estar en “terreno”, no hay limitaciones para probar nuevos sabores. “Sin ánimo de exagerar, es indiscutible que somos bastante antojados, además, agregarle cerveza a las empanaditas es sello indiscutiblemente sinaloense”. Pero las empanaditas no sólo son con frecuencia el platillo central de las mesas en festejos, preludio al alimento fuerte, sino que han sido embajadoras del municipio de Mocorito en exposiciones gastronómicas en la ciudad de Culiacán. A ello se agrega el orgullo de traspasar las fronteras, ya que como souvenir las han llevado a Canadá, Los Ángeles y McAllen, además a lugares del territorio nacional. María Esther Sánchez Armenta

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“A veces me pregunto, ¿por qué van las personas cargando con estas empanadas borrachas a esos grandes lugares que tienen repostería exquisita, exótica y hasta mundial... será por el valor casero, porque son hechas en su tierra, con cariño?

Permanencia No hay fórmulas mágicas que garanticen la permanencia de las tradiciones, ciertamente van más allá del romanticismo y la nostalgia, revisten compromiso moral y personal de los nativos, para enfrentar la indiferencia de los jóvenes que no conocen lo auténtico de su región, para formar o consolidar su identidad, porque no es sólo satisfacción momentánea de los sentidos, simultáneo a ello está la convivencia. Amalia agregaría a estas reflexiones que elaborar un producto como éste, le ha redituado momentos de trabajo gozosos, invaluables, perecederos, para el acercamiento afectivo, ya que el estar reunidos permite intercambiar opiniones, experiencias de la vida cotidiana en sí, que importan mucho. Es, en pocas palabras, una maravillosa oportunidad de comunicación de padres a hijos, donde incluso se puede apreciar los estados de ánimo de cada uno, sus planes, inquietudes, etc. “Quizá me gusta tanto trabajar porque es una conducta que imito de mi madre, pero también porque sé que el trabajo es parte de la educación, para que los hijos aprendan que en esta vida lo que se gana con esfuerzo se valora más, y es, finalmente, tarea de los padres enseñarles el camino”. Cuán larga es la senda que tiene que recorrer la cultura popular en el comportamiento humano, pero por fortuna no es un andar solitario, porque cultura es todo y somos todos...

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El coctel de frutas; nuestro pico de gallo

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rocitos de jícama, pepino, sandía, coco, piña, gajos de naranja, y algunas frutas más de temporada como el mango, se mezclan y sirven en un vaso, al cual se le agrega jugo de 1 ó 2 limones, sal y chile en polvo, para dar forma al coctel o macedonia de frutas, más comúnmente llamado por los sinaloenses Pico de Gallo. La respuesta a este nombre tan singular se deduce en la similitud de realizar incontables movimientos con el picadiente para ensartar la fruta, al igual que cuando los gallos pepenan con su pico la semilla. Encontrar hasta en las más pequeñas poblaciones vendedores ambulantes que lo expendan, no entraña dificultad alguna; chicos y grandes identifican la ubicación de las pequeñas carretas, por lo regular colocadas estratégicamente en la zona comercial, o bien, en la cercanía de alguna escuela. Y aunque es posible consumirlo durante el año, se podría decir que es característico de las estaciones primaverales y verano, cuando el clima alcanza temperaturas que rebasan los 40º centígrados. Preparar este antojo especial exige tener en existencia elementos básicos como vasos, picadientes, chile molido o salsa de botella, además destinar algunas horas para seleccionar la materia prima en óptimo estado, es decir, con la sencillez de sus palabras, “ni muy verde ni muy sazona”. Para conseguir lo mejor en calidad y precio, desde temprana hora van a mercados o con los comerciantes que las transportan directamente de sus sembradíos. Entre las actividades previas está la de pelar, en casa, una dotación de coco, sandía, jícama, papaya, piña, naranja, pepino, melón y mango. María Esther Sánchez Armenta

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Ya en mitades o gajos grandes se colocan sobre una barra de hielo para mantenerlos frescos y cortar en fragmentos al momento de servir. Algunos vendedores con el fin de garantizar un producto higiénico, sin contaminación de moscas, polvo y humo de los automóviles, los resguardan en el interior de su carreta en una pequeña vitrina, a la vista del consumidor. Los comensales son múltiples, prueba de ello es que el volumen de la vendimia sólo dura el turno matutino. ¡Qué calor!, es la exclamación que se repite una y otra vez entre los transeúntes al comprar un vaso de agua fresca, refrescos o decidirse por un Pico de Gallo, lo que demuestran con sus expresiones naturales y espontáneas. ¡Está bien rico, oiga, y además la fruta heladita! ¡Yo la verdad prefiero que le echen más coco y mango! ¡A mí démelo en una bolsa de plástico para no ir batallando con el vaso en el camión! ¡Lo he comido desde toda la vida y ya tengo 67 años, fíjese! ¡A mí me gusta con mucho chile en polvo y el jugo de 3 limones, para tomarme el caldito al último! ¡Yo lo como por puro antojada que soy! ¡Es un alimento ligero y lo mejor de todo es que no está tan caro y no me engorda! ¡No alcancé a desayunar en la casa y así me lo como en el trabajo! María Guadalupe, José Juan, Ricardo, Lorena, Dolores, Luis y Denisse, por mencionar algunos nombres de clientes, originarios de Navolato, coinciden en que a veces le echan mucho de una fruta y muy poco de otras, es decir, no está equilibrada la ración, por lo que vendedores de Pico de Gallo explican: “es cierto que cuando hay fruta de temporada a precios muy bajos le echamos más, de sandía, mango o naranja, por ejemplo, pero si los plebes, la doña o el don no están de acuerdo, les damos lo que pidan”. En este pequeño recorrido aún hay mucho que decir, de costumbres, tradiciones que permanecen en el gusto de los pobladores sinaloenses, y aunque pocos conocen el nombre o apodo del vendedor, en este María Esther Sánchez Armenta

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caso Heleodoro López Gallegos, conocido por “El Chapo o Chapito”, pone en nuestras manos un vaso de coloridos y jugosos productos de la hortofruticultura regional. Ante la conquista visual que despierta los sentidos y apremia la satisfacción de la ingesta, sí manifiestan preferencia por aquel que muestra más cuidado al expenderlos y minimiza su temor de contraer alguna infección. Un Pico de Gallo natural que irradia frescura, especial para mitigar el calor y satisfacer un deseo momentáneo de gusto al paladar.

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Gordas pellizcadas

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l calor del fuego hay que pellizcar, raspar el migajón aún medio crudo de las gordas. La delicia anticipada provoca que las papilas gustativas desesperen por el irresistible olor de la masa en su proceso de cocción. Herencia de siglos, de la cocina prehispánica en su largo recorrido que inicia con los orígenes del hombre en Mesoamérica, y más tarde la conquista entremezcla de manera inevitable la indígena y la española, para legarnos un día cualquiera el caudal de milenaria tradición. Hablar de tortilla en México es referirse a enorme variedad de formas, colores, texturas, blancas, pardillas, grandes, medianas, chicas, delgadas, gruesas, traslúcidas, ásperas, cuya característica indispensable, a decir de los experimentados tortilleros, es que debe tener “correa”, o sea, ser suave, flexible y no quebrarse cuando se dobla. Tienen sabor a nuestra tierra, pues no en balde la importancia del maíz en la alimentación de los mexicanos es primordial. El arte culinario transforma a la tortilla en exquisitas enchiladas, sopes, quesadillas, tostadas, flautas, gorditas, enfrijoladas, dobladas, tacos sudados, entomatadas, huaraches, tlacoyos, memelas, chilaquiles, sin olvidar los muy codiciados tamales de tortilla.

Ritual Ciertamente, qué mejor momento que la hora del desayuno, almuerzo, comida, merienda o cena. Todo conlleva a sabroso ritual. María Esther Sánchez Armenta 157

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La sabiduría de las mujeres indígenas del México antiguo se hace presente en las abuelas y nuestros padres, pero curiosamente la añoranza de épocas pasadas cobra inusitada fuerza desde fines del siglo 20 y a principios del 21. Aunque muchos lugareños intentan profundizar en los porqués de la nostalgia, encuentran justificación en dejar, aunque sea por unos instantes, el torbellino que envuelve a la vida cotidiana, para ir al encuentro o al reencuentro con el apacible trajinar del ayer. La elaboración del nixtamal es una aportación original de los pueblos mesoamericanos, las imágenes que se observan en las páginas de la historia muestran el complejo proceso del desgranado de las mazorcas, cocimiento del maíz en agua con cal, lavado repetidas veces, y finalmente su molida en forma manual. La mujer acuclillada, es decir, doblando el cuerpo de modo que las asentaderas descansen en los talones, frente al metate, era una escena común, práctica laboriosa, pues había que moler el grano hasta tres veces para eliminar el hollejo o la cutícula hasta obtener la masa. Nativos aseguran que aún se conserva similitud con ese antiguo proceso, registrándose algunos cambios al sustituir el metate (instrumento de piedra en forma cuadrada ya en desuso en la época actual), y que exigía intenso trabajo humano, por el molino manual o el mecánico. “Aunque se nos juzgue pasados de moda, fuera de onda o que trabajamos a la antigüita, no nos preocupa la modernidad, la industrialización, nuestro oficio, si quieren calificarlo de rústico, es tradicional, molemos el maíz para tamales o tortillas como las de antes. Creo que aún llenamos ese vacío que provoca el sentir que ‘algo’ se va perdiendo, pues al paso de los años sobrevivimos y la gente viene a buscarnos porque extraña lo auténtico”. Quienes por comodidad deciden simplificar la hechura de las gordas, se inclinan por la compra de harina de maíz industrializada, que adquieren en cualquier abarrote o tienda de autoservicio. No están sólo en el recuerdo aquellas hornillas atizadas con palo de brasil, choya seca o cualquier rama del monte, comales de tierra, de fierro o lámina, así como los braseros siguen vigentes en la campiña sinaloense, a diferencia de las estufas de gas en áreas citadinas. María Esther Sánchez Armenta

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El proceso doméstico de elaboración es sumamente rápido, se utiliza tortilladora de madera o metal, llamadas también de “aplastón” y de “bola”, o bien, puede hacerse la bola de masa y palmearse entre las manos, decisión que dependerá de la destreza del cocinero. Hay que pellizcar las gordas, auxiliarse de uno o dos tenedores, cuchara o hasta de una servilleta húmeda para formarles el bordo y levantar, desmenuzar su interior, después seleccionar el ingrediente de preferencia, mantequilla y sal, chicharrones, natas, queso, o bien, agregar generosa porción de orruras o asientos de puerco y hasta cilantro fresco o el rabo en trocitos de cebolla cambray. Consumirlas calientes, humeantes, es sabia recomendación que no se debe olvidar. Parte de la cultura de los pueblos es su gastronomía, sus platillos típicos que se incluyen en el menú regional. Un sencillo manjar irresistible. Hay que dejarse conquistar por el hilo aromático que nos conduce a las gordas pellizcadas, raspadas... de maíz.

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Un ayer con sabor a pueblo

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l devenir de la vida se esculpe cada día, cada hora, cada minuto, en el trajinar incesante de la cotidianeidad. El entorno envuelve sin apenas sentirlo a los pobladores de la plácida provincia o de la urbe citadina. Se convierten en tejedores de su historia regional, en testigos y partícipes de grandes acontecimientos, o simples detalles comunes. El paso de las estaciones enriquece el espíritu con su primaveral alegría, el cálido verano, la serenidad y melancolía del otoño, y el invierno con la ancianidad a cuestas anuncia el ocaso de un año y el renacer de otro más. En esa evolución que se adhiere a la existencia, tiene gran peso la sabiduría y paciencia de quienes se encuentran en la madurez de su caminar, quienes de una manera sencilla y natural son artesanos de su cultura pletórica de colorido, tradiciones, costumbres, un modo de vida que preserva el pasado y se hermana con el hoy. El testimonio de estas personas, de su caminar, se manifiesta en una voz sin rebuscamientos, contaron lo que sabían, confiaron sus sufrimientos, anhelos, gozos, platicaron de sus experiencias y logros. En estas narraciones deshilvanadas hablaron como sólo el sinaloense auténtico sabe hacerlo, de su infancia, adolescencia y juventud, retrospectiva que dibuja un poco la vida y desarrollo de Guamúchil en la primera mitad del siglo. ¿Que si tengo algunas vivencias? ¡Cómo no voy a tener!, dice enérgica doña Lencha de Castro. Aunque nací en 1913, recuerdo muy bien el carnaval de Guamúchil de 1920. Fue reina María Díaz y el rey Bernardo Sánchez. Yo tenía

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siete años y nos hubieran visto, toda la plebada andábamos corriendo detrás del carro en los “paseos de la reina”. Era el único carro, no crean que había más. Guamúchil en ese entonces era un rancho de solares enmontados, tenía más monte que casas; sólo la avenida Ferrocarril contaba con construcciones más o menos, yo creo que por la llegada del tren. La casa donde vivo -sigue diciendo-, era tienda de mayoreo y menudeo. Muchos costales de canela, azúcar, harina y frijol se fueron en las crecientes de 1927. Eran unos llovederos que pa’ que les cuento. Todos los años las autoridades tenían que sacar a la gente de La Laguna, ya era una costumbre, como costumbre era ver animales “ahogados” y arrastrados por las aguas. Estudié hasta el quinto año en la escuela que estaba en la casa de don Luciano, porque no había sexto. Muchos se iban a Angostura y Mocorito a terminar la primaria. Yo hice el sexto año en la escuela nocturna del profesor Gabriel López, quien vivía en la casa de María Mariscal. Allá íbamos todas las noches. En la hora del recreo jugábamos a la pelota, a la cuerda y a brincar el mecate. La mayoría llevábamos sillitas porque había pocos mesabancos; maestras sí había muchas, las traían de Culiacán. La gente se dedicaba a la agricultura y criaba su ganadito, porque empresas no había de tal manera que se dijera que había hombres y mujeres trabajando. No. Nada de eso. No existían los súperes como ahora, pero había dos casas alemanas: la Casa Melchers y la Bolevar (Wholer Barting). La de don Emilio Tisnado era de comedera; de mecates, alambres y rollos de lona; creo que era agencia, así la nombraban. La ropa la comprábamos en tiendas de chinos. Había como ocho. Ésas eran telas de a deveras; sedas, tiras caladas, ¡ah!, y los listones. Todo muy bonito. Enfrente del ferrocarril había dos negocios muy grandes. No había salones de belleza, nosotras mismas nos arreglábamos y nos pintábamos con nuestras manos. Éramos bonitas naturales en ese tiempo, que no necesitábamos mucho. Para rizarnos el pelo nos poníamos limón o agua con linaza porque quedaba muy bien. Seguimos comiendo lo mismo; eso no ha cambiado. En los banMaría Esther Sánchez Armenta

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quetes de bodas, ¡ah!, ¡ésas eran bodas!, siempre se servía güíjolo, ahora le dicen pavo. También había sánguchis (sandwiches), rollitos rellenos, pastel, bizcotelas, chocolate, jamoncillos y suspiros. No había platos servidos para cada gente. No. Eso no. Pasabas al salón, tomabas el plato y te servías lo que querías; era como lo que ahora le dicen ambigú, o creo que buffet. Se obsequiaba una cerveza muy buena, la Regional, cuyo dueño era don Silverio Trueba, un español muy espléndido. Para 1930, ya había el Club Hacha. Estuvo en los altos del cine Royal; cercano al Sanatorio Díaz y donde fue el Hotel España. Ahí íbamos a disfrutar de la música de don Narciso y don Luis García. También la banda de Margarito Lozoya amenizaba los bailes; eran muy buenas orquestas, tocaban muy bonita música, de todo. La plazuela se construyó a iniciativa de don José Salas, él era mazatleco y trabajaba en la Casa Melchers. Estuvo mucho tiempo cercada con postes y alambre de púas, pero tenía un kiosko muy bonito, ¡lástima!, lo tumbaron. Cuando crecieron los arbolitos le quitaron el cerco. Las bancas se las pusieron de madera, después las hicieron de material y últimamente las volvieron a hacer de madera, pero dicen que las pintaron de azul, ¿cómo la ven?, ¡si son más bonitas verdes! El reloj público, también lo tumbaron, era muy bonito, dicen que lo quieren volver a poner, ¡ojalá!, pero lo dudo. Recuerdo el mercado por la Rosales; el primero fue de material y empezaba frente al cine Royal; vendían semillas y animales en pie: que gallinas, que el pollo, que el cochito; todo traían a ese mercado, todo muy bueno, no como los pollos de ahora, descoloridos, blancos, que se hace un caldo, ¡ay no!, ¡cállate la boca! Después el mercado siguió extendiéndose pero en “tendejones”, hasta que ya hicieron el nuevo, el que ahora es estacionamiento de las tranvías de los ranchos. El primer panteón es el que está cerca del York, lo hizo don Florencio Gutiérrez, el papá de Juventino; el primer muerto fue el papá de doña Virginia y “El Chevo”. El segundo fue el de San Pedro, el que desbarató Jesús Rodríguez cuando fue diputado, creo que para hacer un parquecito y la escuela; el tercero es el municipal; sentíamos que estaba muy lejos, como que íbamos a enterrar a nuestros muertos hasta Mocorito.

No crean que vino muy luego el cine; el primero fue el que estuvo donde está la oficina de Daniel McConegly, pero era mudo. Después llegó el cine hablado, el Royal, que lo puso don Guillermo Pulos. La primera planta de agua la puso Norman Tracy, y la fábrica de dulces de Ángel Mariscal hacía unos barrilitos y chiclosos que pa’ que les cuento, ¡deliciosos! Los bancos no se usaban antes, por eso hubo entierros, porque ir hasta Culiacán era un triunfo, no había comunicaciones. El primero fue el del Noroeste. El otro lado de la vía (San Pedro) se levantó un poco con el despepite, y porque en ese tiempo había mucho movimiento con el garbanzo. Veo Guamúchil distinto al pasar el tiempo; ya no hay tantos chiqueros, pero las calles de antes eran parecidas a las de ahorita, unos lodazales, a excepción de las pavimentadas. Las autoridades no se acuerdan de nuestras calles de terracería, deberían ir a verlas; no las raspan, no las riegan, ni nada. Para eso pagamos contribuciones, para eso estamos al corriente. Las tradiciones son como en todas partes, a las personas que nos gustan las amistades, la convivencia con las vecinas, no falta que el regalito, que el platito de comida. Eso sigue igual. Es personal. Para mí no ha cambiado eso. Todo lo que les estoy contando no es porque estábamos muy instruidas, sino porque éramos muy metichis, todo sabíamos. Ahora está muy cambiado Guamúchil; hay mucha gente de fuera, nosotros ya no conocemos más que a la gente vieja. La mayor parte no es de aquí. Vivimos otras costumbres muy diferentes, los chamacos se van a estudiar fuera y las plebas se van solas a los bailes, ¡quiúbole!

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Doña Chona de López Antes éramos muy pobres, estábamos muy trabajadas, pero después de todo vivíamos felices. Era rara la señora que no se llenara de hijos. Decir familia normal era hablar de ocho o nueve hijos, más los padres. Se usaba mucho que los abuelos vivieran en la misma casa, hasta algunos sobrinos o sobrinas también. Las familias chicas eran las que tenían cuatro o cinco hijos. María Esther Sánchez Armenta

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Nuestras raíces culturales sinaloenses: esplendor y ocaso

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Nos acostumbramos a ser muy vastas para la cocina; todos los días hacíamos unas ollonas, pues había muchas bocas que alimentar. Y lo de siempre, quebrarse uno la cabeza en qué guisar; que cazuela, cocido, machaca, pollo en caldo, albóndigas, caldo de asadera, bistec, caldillo, frijoles enagüisal, bofes con chile colorado, quelites, pozole de frijol, enchiladas y hasta café de talega. Hacíamos tamales porque rendían mucho; de los estilos, ¡uf!, pues se hacían de puerco, garbanzo, frijol y de elote, eso sí, no podía faltar el aguachile. Era rara la que no sabía hacer tortillas de harina o de masa; también gordas raspadas con horruras, lo mismo que atoles o champurrado. En tiempos de calabacita hacíamos mucho colachi. Yo creo que comíamos mucho más natural, menos contaminado. A veces uno picaba repollo finito, tantito tomate, cebolla y unas gotitas de limón, lo poníamos en una tortilla caliente y era un taco sabroso. La vida en los cuarenta era pesada. No había tantas comodidades como ahora. No pudimos hacer estudios superiores, pero en la primaria aprendimos mucho; la letra corrida nos salía muy bonita, no sólo por los buenos maestros y por lo exigentes que eran, sino porque no teníamos tantas distracciones. La televisión ahora ha encerrado en su mundo a nuestros nietos; son horas las que están clavados apendejándose y hasta con los ojos hinchados. ¡Es una perdición! De continuo son capaces de amanecerse frente a la mugre de aparato como robots, no como los plebes cuisuquis de antes. ¡Si les digo! Yo ahorita tengo 75 años y puedo decir que en mis tiempos no se usaba la ropa hecha; todo el tiempo era una de ir a buscar telas y adornos y luego llevarlas con la costurera. Cuando la fiesta era pomposa, hasta los zapatos mandábamos forrar con la misma tela del vestido. Ramona Leji, la hija del chino Leji, era muy buena costurera. Ahora parecerá increíble, pero las costureras de antes regresaban los retazos que sobraban y hasta el hilo que no ocupaban; qué esperanzas que eso vuelva a suceder; son avorazadas. Guamúchil ha crecido mucho, pero la mayoría de las residenciotas que se ven por todos lados son de narcos, de lavado de dinero; es poca la gente que uno puede decir que lo que tiene es a puro pulmón, de partirse el alma, ¡de dónde! De todas maneras aquí nacimos y aquí queremos

morir; es nuestra tierra, la de nuestros padres, la de nuestros hijos. Lo malo es que nos enterrarán quién sabe dónde, pues en el panteón municipal ya no hay lugar, en el de Tultita, tampoco, y hubiéramos querido quedar con los que ya se nos adelantaron de la familia. ¡Ni modo!

María Esther Sánchez Armenta

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Doña Emilia de Sánchez En 1945 yo tenía 14 años; andábamos en bicicleta y nos gustaba ir a ver la llegada del tren, cómo recibían a los que llegaban o los que se iban, a veces con música de banda. Ir a la estación del ferrocarril era como ir a dar la vuelta para divertirse y pasar el rato. Cuando estábamos de novias nos gustaba ver los partidos de beisbol contra Mocorito o Guasave. También tomar raspados, nieve o sodas con mucho gas, con don Pascual Sedano. Nos agradaba ir a los bailes al Club Évora, al Hacha no, porque ése era para la alta sociedad. También asistíamos a los de Guamúchil Viejo, íbamos a pie, se nos hacía lejísimos porque era pura terracería; cuando llovía nos llevábamos los zapatos en la mano y antes de llegar buscábamos un charquito para lavarnos los pies. Recuerdo que la orquesta Ahumada y la banda de Lillón amenizaban con música romántica, puros boleros, puros tangos, puros danzones. Las bodas eran de día, a veces empezaban desde las cinco de la mañana porque no había luz. Había muchos fayuqueros y tiendas establecidas como El Jonuco, que vendía mercería; en La Casa del Pueblo, de Lupita Villaverde, había ropa, calzado y cobijas; también estaban la de don Leonardo Calderón y la de Catarino; Las Novedades, de los Mariscal; La Moda Elegante, de las hermanas López Domínguez, que vendían trajes para novias, y la de don Valentín Cárdenas. La tienda del chino Leji era de abarrotes y ahí nos daban un cartuchón de galletas muy buenas que él hacía. Restaurantes sólo estaban el de María Sánchez, las hermanas Mariscal, doña Carmen Elizalde y el del chino Miguel Delgado. Al cine Royal a veces venían artistas, sin que hubiera un festejo especial. No tenía techo y cuando llovía se suspendía la función. Hubo María Esther Sánchez Armenta

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muchísimas ocasiones en que nos devolvieron las entradas porque la película no llegaba en el tren. Por el aparato de sonido nos avisaban y nos entregaban una contraseña para la próxima función. De las boleteras recuerdo a doña Locha, la seño Chayito y la seño Monchi. Un día común era levantarse muy temprano, poner el agua para el café, barrer el patio, “acarriar” agua de la noria en cubeta o con una olla en la cabeza, hacer el desayuno, ir al mercado, hacer de comer, lavar la ropa con jabón de pastilla y a puro pulmón. No había polvos, tampoco cloros ni nada de eso. Se usaba mucho el añil para blanquear y el almidón en las fundas, cuellos de camisa, faldas que no fueran de seda, y en los manteles y servilletas. Se hacían tortillas tres veces al día; atizábamos con leña de brasil, mezquite o güinolo; usábamos un comal de barro o de fierro que lo blanqueábamos con hueso quemado para que no se pegaran las tortillas. Nomás se metía el Sol nos dormíamos, no había necesidad de estar gastando el petróleo de la lámpara. Antes los vecinos nos reuníamos a platicar; la gente se saludaba, se sabía cómo era cada quien. Los niños comían en otras casas y uno hasta reprendía al hijo del vecino si se portaba mal, y hacían caso; ahora si uno se atreve lo mandan a la fregada. ¡Dios me libre!

que era bueno no bañarse, traer la cabeza tapada, tomar atoles y muchas cosas que a las mujeres de ahora les causa risa, y no se cuidan ni hacen caso. A mí no se me pasaba ni un parto sin tomar raíz de chicura para que no me quedara abultada la barriga. Antes no se usaba que las gentes tuvieran el baño adentro de la casa, estaba al fondo y el excusado era de material, no como los de ahora en las ciudades, era como una letrina. La puerta era cortina de tela, no había para hacerla de madera. Como el baño quedaba lejecitos nunca olvidábamos el bacín; era de fierro, ahora ya los hacen de plástico. A los plebes lo que les encantaba era chirotear con el agua que agarraban de la cubeta, y cuando ya hubo mangueras, po’s con la manguera; una vez que terminaban iba cambiándolos de uno por uno para que al rato se fueran a revolcar y se encochinaran, ¡hijos de un tal! Así que uno se hacía muy renegada porque todo el día no paraba, casa, niños, esposo, remendar ropa, mandarlos a la escuela, que si estaban enfermos, en fin, que no había tiempo para salir con el marido a “mover el bote”, ni a bailes ni a bodas. La ida al mercado con la canasta en el brazo era diaria. Ahí saludaba uno a la gente que acostumbraba ir a la misma hora. De pasadita se enteraba uno de alguna novedad, de la fulana que se “juyó”, o de quién estaba enfermo. Al caer la tarde dábamos cena y nos disponíamos a hacer el “tenderete” para los chamacos, en el portal o en el patio; ninguna casa tenía barda de material, eran palos del monte, pero cuál miedo a qué, no como ahora, además era un perrerío por todos lados, que ladraban cuando alguien se acercaba, que a menos que uno tuviera el sueño muy pesado no oiría. En los catres siempre dormían de a dos, yo creo que porque no podíamos comprar más o porque se nos hacía natural como hermanos que eran y se hacían compañía, o también porque no alcanzaba para hacerles más sábanas o comprar cuiltas. Al abarrote de la esquina donde nos fiaban, las idas eran a cada rato. Teníamos cuenta abierta hasta que rayaba el esposo el fin de semana. Era una de que el cuarto de azúcar, que el café, que los fósforos, y hasta cuadernos y lápices. Las consultas con el doctor eran cuando de plano

Doña Chagua de Camacho Tengo 80 años, estoy muy cansada de tanto que trabajé; fue una de “acarriar” agua en la cabeza para los trastes y la ropa; planchar con plancha de fierro calentada en las brasas; tortear tres veces al día, hacer la comida para los muchachos y regar la casa hasta que se aplanara; vieran visto los tendederos, nomás blanqueaban de pañales, porque antes nacía un niño y cuando menos pensaba ya estaba embarazada otra vez; así que todos seguiditos, que no se llevan ni el año. Creo que la hija grande es la que tuvo menos infancia, porque eran tantas las obligaciones y los hijos que uno tenía, que la mayor ayudaba en la crianza de sus hermanos y no le quedaba mucho tiempo para jugar. Mientras pasaba la dieta uno se cuidaba de no resfriarse; decían María Esther Sánchez Armenta

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el chamaco se enfermaba, y ya no podía uno curarlo con remedios caseros. Tuvimos suerte de tener en Guamúchil al doctor Salazar, al Guello y a Llausás; si no podíamos pagar nos fiaban para cuando pudiéramos. Fueron grandes médicos y muy buenas personas. La vida de las vecinas era muy parecida a la de uno, y cuando echábamos la barrida afuera era cuando teníamos oportunidad de platicar un rato. En la tarde también a veces nos sentábamos afuera a descansar y volvíamos a echar la platicada. Cuando se enfermaba uno la vecina era la primera que se ofrecía a limpiar la casa y atender a los niños. Ahora lo ven a uno estirar la pata y si te vi no me acuerdo. Antes la gente era muy leal, muy servicial, más sincera. Se ha perdido el ser más humanitario, menos interesado. Antes la gente a pesar de ser pobre se entendía, compartía, pero no había medios de trabajo, por eso muchos se fueron al norte en el tren, y nunca volvieron a su tierra. ¡Allá ellos!

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Tierra de canto y trabajo

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uera nostalgia, ya no tienes razón de existir. Es la fiesta del encuentro y el reencuentro. Hay alegría en las almas de familiares y amigos que se extiende al contacto corporal cálido, vibrante, cargado de afecto, en espontáneo apretón de manos, abrazos intensos, risa jubilosa de un pueblo sencillo, emocional. Bullicio contagiante, vasto anecdotario, costumbres y tradiciones, creación plástica, literaria, gastronómica, folclor, el ser y hacer cotidiano de los nativos que construyen a su paso la historia de esta tierra bravía y generosa. Cuánto orgullo comprobar que la memoria no ha condenado al olvido las raíces, el cascarón nativo, y aprisiona por un instante en la mente y corazón pequeñas postales, trozos del ayer y hoy. Culiacán recibe un retazo de Guamúchil en la Primera Muestra Cultural denominada Lic. Roberto Macías Fernández, donde se rinde homenaje a uno de los incansables luchadores integrante del Comité Pro-Municipio. Cinco años de movilización popular conducen al ansiado objetivo: la separación de Mocorito. El gobernador, general Gabriel Leyva Velásquez, aprueba la creación del municipio número 17, Salvador Alvarado, en el cual tomó posesión el primer alcalde, Alberto Vega Chávez, el 1 de enero de 1963.

Realidad En conjunción armónica, el H. Ayuntamiento de Salvador Alvarado, la Dirección de Investigación y Fomento de Cultura Regional, y la Confraternidad de Guamuchilenses Radicados en Culiacán, fungieron como María Esther Sánchez Armenta 171

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anfitriones del programa diseñado especialmente para fortalecer la visión que sobre el municipio se tiene en relación con el resto de Sinaloa. La tensión desapareció de inmediato; las expectativas de asistencia fueron superadas. Qué regocijo observar a un público receptivo, más que dispuesto a escuchar la conferencia sobre el Guamúchil de Ayer y Hoy, con la participación de la periodista cultural María Esther Sánchez Armenta, el cronista de la ciudad, Arturo Avendaño, y el poeta José Carlos Aguilar Montoya. En ese tenor de ambiente cordial, compartió también la presentación de libros autoría de Guadalupe Robles, Jesús Alfredo Galindo y Julián Camacho. “Esta muestra nos permite difundir nuestra cultura, nuestros valores y tradiciones, a la par de comprobar que el lema confraterno Unidos por Nuestras Raíces, sigue vigente; fue un sueño largamente acariciado, esperamos que sea el preludio a muchas más”, parte del mensaje matizado de emoción que expresó Jesús Alfredo Sánchez Heredia, presidente de la Confraternidad. La llovizna refrescó la noche. Todos como una gran familia dirigiéndose al escenario donde se efectuaría la inauguración: la galería de Arte Joven. No se esconde la alegría de ser testigo y partícipe de la magna reunión. Las palabras del presidente municipal de Salvador Alvarado, Jaime Irízar López (administración 1999-2001), integraron en su reflexión a un presidium distinguido, Ronaldo González Valdés, representante del gobernador Juan S. Millán, el alcalde de Culiacán, Gustavo Guerrero Ramos, así como el de Mocorito, José Noé Contreras Avendaño, entre otras personalidades a cuyo marco se agregó un auditorio sumamente motivado. “Tengo la oportunidad de constatar que la nostalgia, el orgullo y las ataduras de afecto por un pedazo de tierra, tienen una gran convocatoria, por eso a todos digo que Salvador Alvarado, como reza en su escudo de armas, es un municipio que se caracteriza por la unidad, el trabajo y el espíritu de superación de sus habitantes. La ciudad de Guamúchil, en la que se concentra más del 80 por ciento de su población, por antonomasia nos da María Esther Sánchez Armenta

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el nombre de guamuchilenses, gentilicio que teje una red de costumbres, trabajo y valores de una comunidad deseosa de unificarse con su pasado para emerger a la modernidad al ritmo de su propia idiosincrasia. La Confraternidad de Guamuchilenses Radicados en Culiacán, no por lejanía o cercanía del solar nativo dejan de confluir en sus modos y formas de convivencia, por ello afianzan los lazos de amistad, hermandad y solidaridad en el servicio entre los que aquí residen y entre los que allá habitan, edificando diariamente la grandeza de nuestro municipio. Nuestra Primera Muestra Cultural es un paso más en la búsqueda de una solidaridad social, bajo el principio de reafirmar en este evento nuestra convicción en los lazos que nos unen y dan identidad, entre la diversidad que conforma el mapa sinaloense.” En su alocución, el alcalde precisó la importancia que reviste el contexto, pues “ningún sentido tiene la promoción aislada y exclusiva del desarrollo económico, si no va vinculada estrechamente al desarrollo humano que engloba la expresión libre de las artes y la cultura”. La exposición colectiva provoca alborozo, pareciera que la naciente temporada otoñal reanima el espíritu, pues las voces danzarinas de quienes observan la producción plástica de Aurora Díaz, Leticia Tavizón, Alma Rosa Sánchez, Marisa Zepeda, Heliodoro Inzunza, Renán Zepeda, Rosa Aurora Tavizón y Jesús Manuel Sánchez, se entremezclan haciendo gala de su capacidad expresiva. El arqueólogo Bernardo Téllez Soto manifiesta su admiración por las obras Petroglifo de las Labradas, de la pintora Aurora Díaz: “Me gustó porque los grabados están llenos de simbolismo, igualmente el llamado Liberación, de Marisa Zepeda, pues llama mi atención cómo concibe la liberación, el desprendimiento del rostro es a final de cuentas el desprendimiento del espíritu. Su colorido intenso, expresivo, representa la sabiduría dentro del simbolismo pictórico”.

probar los platillos de garbanzo, chilorio, cacahuates, pepitorias con ajonjolí, garapiñados, pan de trigo casero, bizcotelas, tacos de cabeza de res, choco milk... Y una vez saciado el antojo, recorrer la exposición fotográfica testimonio de la vida de antaño que nos habla del pasado y su inexorable caminar al hoy. Los alumnos de la Casa de la Cultura Carlos Esqueda, dejan a la vista de los transeúntes sus trabajos artesanales, elaborados con entusiasmo creciente por explorar, por aprender y aprehender un poco del vasto mundo que encierra el proceso creativo. Al despertar un nuevo día los pasos conducen al salón de usos múltiples del Casino de la Cultura. Los asistentes sin prisa, en total relajamiento, degustan humeante café y se disponen a escuchar la conferencia Vida y Obra de Pedro Infante Cruz. Cuánta emoción imprimen José Antonio Valenzuela Meza, Marte R. López y José Carlos Aguilar, al evocar al amigo firme en sus afectos, al artista famoso, al hijo ejemplar, a la leyenda... cuya vida asemeja una película. Un hombre que nos dio identidad al llevar el nombre de Guamúchil en el canto y la actuación allende nuestras fronteras y que fue profético en su muerte, pues murió en un accidente aéreo, cuando pilotaba su propio avión en un viaje de Mérida, Yucatán, a la Ciudad de México, el 15 de abril de 1957: “debe ser hermoso morir como los pájaros, con las alas abiertas”. La historia registra que el pueblo lloró como nunca la desaparición de su ídolo. Guamúchil, tierra de canto y trabajo, de trabajo y canto, tierra de Pedro Infante. El aprendizaje aún no termina, la investigadora e historiadora Rina Cuéllar declara que aunque navolatense de origen, es ferviente admiradora de Salvador Alvarado. En Sinaloa, dice, el juego de ulama es una fiesta característica de la costa y la sierra. La forma de vestirse actual aún coincide con la original, una especie de pañal de cuero de venado, cinturón, chimale (escudo protector)

Lo nuestro Olores y sabores, grata e irresistible combinación. Y aunque es sólo una pequeña muestra, no hay que dejar de María Esther Sánchez Armenta

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con el que se aprietan los glúteos para no rasgarse por el esfuerzo al aventar la pelota de hule. En México y en el mundo somos el único lugar que conserva este juego prehispánico. Aunque en la actualidad es considerado como un deporte, en tiempos remotos poseía una significación mística, era el juego entre la vida y la muerte, y símbolo diferencial entre la luz y la oscuridad. Una y otra vez, dondequiera que vaya, la incansable maestra Rina, quien se declara adicta al juego de ulama, externa su mensaje de esperanza: “Ojalá las autoridades culturales pongan mucho interés en este juego que nos distingue, porque sin apoyo no va a sobrevivir; cuenta con una antigüedad de más de 3 mil años, por lo que debe ser considerado patrimonio de la humanidad para que sea protegido”. En el ágora Rosario Castellanos, espacio libre que permite la afluencia de cientos de personas, otra herencia de siglos aflora en la Banda de Música de Mujeres del Cobaes, cuya sensibilidad, fuerza y sentimiento interpretativo despiertan el orgullo por preservar la tradición. El grupo Libertad, integrado por estudiantes de preparatoria de la Universidad Autónoma de Sinaloa, proyecta su gran afición por el canto al entonar melodías populares del folclor mexicano. El espíritu festivo no se detiene; el espectáculo folclórico es rico, por su gran contraste en danza, música y vestuario multicolor. Ballet Norahuas, Amigos; Ballet Macuilxóchitl Cinco Flores: primavera, canto, danza, flores y juego. Niños y jóvenes se funden en la diversidad cultural. La cita con el Guamúchil de ayer, el Guamúchil de hoy, el Guamúchil libre, con su municipio número 17, deja el grato sabor de un futuro prometedor, aun sabedores de las carencias y lo mucho que hay por hacer. No obstante sus nativos se enorgullecen de constituir el punto neurálgico de la comarca, de la región del Évora, con sus vecinos hermanos Mocorito y Angostura, también de contar con hombres visionarios, humanistas, o lo que es decir, los mejores hombres, mujeres y niños que aman las raíces de su tierra, comparten ilusiones y esperanzas de construir un mejor destino en este retazo de Sinaloa.

La sonrisa asoma en los rostros; no hay adiós, sino hasta luego en esta página de la historia que se escribe cada día.

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Guamúchiles

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hí están los árboles, especie de acacia, mezquite o huizache, en la ciudad, en el campo, a la orilla de los ríos, orgullosos, altivos, saben que después de la primavera y hasta el inicio del verano, niños, jóvenes y adultos irán en pos de sus vainas. Paisaje irresistible observar el árbol de guamúchil repleto de roscas que en forma de espiral entreabiertas muestran su pulpa coloreada, madura, sazona. Sin pérdida de tiempo hay que obtener voluminoso botín, escoger las más apetecibles hasta saciar el antojo. Capturar un atractivo racimo o alguna en especial requiere sólo una pequeña dosis de ingenio, hay que utilizar un rústico gancho elaborado con cualquier rama, vara, palo, horqueta, bambú o trozo de manguera de esas que se usan para los cables de la luz, y colocar el gancho de alambre en la punta. También una resortera o tirador es ideal para afinar la puntería. Si el tino es bueno caerá el fruto rojizo, que garantiza en mayor medida la vaina dulce. Si está verde, no importa, se llevará a casa para ponerlo al Sol pues aún está desabrido y agarroso.

Presente vivo en Sinaloa Recuerdos bañados con la aún transparente cortina de la nostalgia, y que un día cualquiera al tenor de la conversación descubrimos que no se han ido, adheridos naturalmente a nuestro ser y hacer, con el sabor agridulce de un ayer que no vuelve más. María Esther Sánchez Armenta 177

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Entonces cómo no ir a cortar roscas en la temporada, si es una herencia de nuestros antepasados el comer frutas silvestres, bebelamas, ciruelitas del monte, cacaraguas, papachis, huizaches, aguamas, nanchis, biznagas, ayales, talayotes, tunas, pitahayas o conocidos también como nacidos. Hay gusto también por los cuajilotes, zapotes blancos, texcalagas, cupías, sin faltar semillas tiernas de mezquite, huizache y raíces como el camote. Cuánta fidelidad a las raíces, a las costumbres y tradiciones se observa en los abuelos, en los padres que intentan motivar a las nuevas generaciones a identificarse con la tierra. Y aunque es un árbol característico de Sinaloa, su distribución geográfica abarca una gran extensión de la República. Lo hay en parte de Chihuahua, Durango y Zacatecas, en Aguascalientes, Nayarit, Jalisco, Michoacán, Colima, parte del Estado de México y Puebla, y en un área extensa de Guerrero. En Sonora el indio yaqui lo llama macochin, coincidiendo con una de las catorce especies conocidas como chino, cucharo, palo prieto, ébano, conchi, macochini, gato, guamuchilillo, guaypinole y tempsique. El historiador Pablo Lizárraga lo define como un árbol coposo, alto y frondoso que da una vainita, y dentro de ella la fruta blanca con pepita negra, muy dulce, su corteza es buena para curtir cueros. Por su parte, en las crónicas del profesor Carlos Esqueda se dice que el árbol nace de semilla y tiene una vitalidad admirable. En cualquier época de su vida puede ser trillado por las bestias, atropellado por la gente; se le poda, se corta el tronco a ras de tierra y en toda ocasión retoña fácilmente y nada detiene su crecimiento. En los meses más secos, cuando toda la vegetación se tuesta por el estiaje, el guamúchil se adelanta presentando verdor lujurioso, exuberante, que da gusto verlo. El follaje es más bien ralo pero los árboles crecidos dan muy buena sombra. Aspecto melancólico, impasible, pero en términos generales, un árbol copudo y hermoso. El guamúchil que tiene follaje perenne, suelta parte de la hoja en varias épocas del año, porque se convierte en un árbol “muy basuriento”. En los tiempos precortesianos el fruto del guamúchil tuvo mucha María Esther Sánchez Armenta

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importancia como alimento. Podemos darnos cuenta de ello por las costumbres de la gente de las tierras altas, de la sierra. Cuando el árbol estaba en fruto hacían recolección de roscas. Todas las que no podían consumir en estado fresco eran puestas a secar, y cuando la pulpa estaba enjuta le quitaban cáscara y semillas para almacenarla en sacos o latas. La utilizaban como comida al natural o hacían tortillas con la pasta molida pura o mezclada con masa de maíz. En la actualidad algunos pobladores no dudan en cocinar la pulpa revuelta con huevo.

la tapia de adobes. Creció sin ayuda de nadie. Él vio cómo los cubos de agua de la noria que el mozo sacaba diariamente por orden de mi madre eran para las paliduchas rosas del jardín, que nunca lograron curarse de la anemia. Sin embargo, el pobre árbol jamás refirió queja alguna, aun cuando presiento que aquel acto de tacañería lo hiriera en lo más íntimo. Años más tarde, cuando ya era un mozo garrudo de ancha copa, sirvió de nido a las palomas, zanates, cuervos y uno que otro parlanchín perico que trataba de imitar las voces de los hombres. Sólo el burro, más comprensivo, descansaba bajo la sombra del guamúchil, cuando el Sol era más cálido e inclemente, a la hora de la siesta. Ambos tenían el común denominador del sufrimiento y la incomprensión de los seres humanos. Entonces se acercaban para comunicarse sus penas. El noble jumento, viejo y hambriento como estaba, jamás lastimó los tiernos ramajes con sus duras quijadas. Más bien los contemplaba, desde abajo, con los ojos entrecerrados. Si herían al guamúchil los escolares con piedras lanzadas por sus resorteras, al burrito lo golpeaba el campesino sin misericordia; o lo hacía trabajar largas horas y llevar sobre el lomo más leña de la que físicamente podía transportar. Si el hambre lo apretaba en la trilla de vereda que conduce al rancho, y encontraba alguna brizna de zacate o quelite y pretendía devorarla con su apetito antiguo, el dueño azotaba sin piedad el lomo, con una vara. Un día mi padre dijo: hay que echar abajo ese árbol. Los muchachos de la escuela molestan mucho con sus pedrajos y cualquier día van a descalabrar a alguno de nosotros. Pero el guamúchil no sólo tenía el amor del burro. También contaba con el mío. Amor y orgullo. Porque era algo muy satisfactorio que me vieran llegar mis compañeros de escuela con los bolsillos repletos de rosadas roscas, dulces y apetitosas, causándoles infantiles envidias. -Dame una rosca madura, no seas tacaño. -Ten unos granitos. -Cómo eres miserable. Yo comía delante de mis amigos los frutos delicados, entre envidias y burlas airadas, porque ellos no tenían un árbol tan generoso como el mío. Para vengarse de mi soberbia, se escurrían por el empedrado calle-

Crece por sí solo Palabras rebosantes de cariño denota el pensamiento de Juan B. Ruiz, al referirse al árbol de guamúchil... sus vainas entreabiertas muestran la pulpa rotundamente coloreada, como si estuvieran sonriendo al viento cálido de verano que las besa y se va de largo, tal vez sin hacerles caso. Pero qué importa el desdén del céfiro que huye por la cañada, trepa por las próximas colinas y se diluye en la lejanía. El fruto de este árbol esencialmente mexicano, que crece por sí solo, porque nadie se preocupa por sembrarlo, sin que nadie lo cuide y lo riegue, cumple su destino de soledad con humildad, con humildad franciscana. Nace, crece, tiende al espacio los brazos espinosos, extiende sus verdes armazones y al llegar la primavera estalla en vainas arqueadas que luego se desgajan para mostrar el fruto tricolor e incitante. Entonces vienen los chiquillos de la escuela, cogen sus frutos, los devoran y después arrojan al suelo la semilla negra de ombligo blanco, y la simiente que cae en una resquebrajadura del terreno y logra salvarse del Sol abrasador, de la resequedad del ambiente y de la incontenible voracidad de los pájaros, brota, germina, se desarrolla ignorada y en la edad madura, cumple su misión generosa de dar de comer al hombre y a las aves, y muere estoicamente, sin exhalar una queja, cuando el campesino malagradecido hiende el hacha demoledora sobre su tronco. El guamúchil del corral de mi casa es algo distinto. Nació junto a María Esther Sánchez Armenta

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jón que estaba detrás de mi casa y lanzaban pedruscos al guamúchil para sus vainas. Pero mi mayor placer consistía en que las roscas no caían en la calle, sino dentro del corral. Pero un día de tantos mi padre oyó las quejas de Macedonia, la vieja cocinera. -¡Epa, muchachos canijos, lárguense de allí, bájense de la tapia! -¿Qué pasa?, inquirió mi padre. -Pos ya andan apedriando el guamúchil y de repente le va a cair a un cristiano su buen ladrillazo. -Hay que echar abajo ese árbol, Nicasio. Se dejó oír la orden fatídica. -Lo que usted mande, don Liborio. -Mañana trais l’hacha pa’echar abajo el guamúchil, insistió la voz paternal. -’Ta bien, don Liborio. Mi madre terció en el diálogo y estuvo de acuerdo en que había que destrozar el pobre arbolito, mi orgullo, mi amor, mi deleite. No quise intervenir en la plática, porque conocía el carácter de mi padre, un tanto recio y terco, pero miré a mi madre con tal ternura esperanzada, que ella leyó en mis ojos y comprendió la recóndita súplica. Entonces argumentó: -Después de todo, Liborio, ¿qué daño te hace el guamúchil en el corral? Ahí descansan las bestias. Da buena sombra; se echan las vacas y el burro cuando el Sol está fuerte. Cantan los pájaros y se alegra el corral. De vez en cuando duermen las gallinas, si es que oyen el aullido del coyote. ¿Para qué lo derribas? -Sí, papá, agregué yo cuando noté que mi padre flaqueaba. Produce las roscas más dulces del pueblo y todo el mundo las envidia. ¿Por qué no lo dejas allí? -Pué que tengas razón, muchacho. Ese árbol no estorba. Nadie lo sembró. Él solito creció y es un orgullo verlo derechito, desafiando la tormenta en tiempo de aguas. Y óyeme, dijo para terminar, dirigiéndose a mí, para que esos muchachos no vengan a molestar con sus resorteras, diles que cada uno coja su gancho y que vengan a cortar vainas cuantas veces quieran. Así ya no molestarán a la cocinera. Sí, señor, que entren a

comer fruta. Y tú, mujer, ábreles el zaguán a esos bribones y que coman roscas hasta que se harten y mueran de empacho. Y entró al soportal de la casa sonriendo y abriendo los brazos como él solía hacerlo cuando se sentía alegre. Porque ese guamúchil fue mi infancia misma, no puedo olvidarlo. Todavía oigo el susurro del viento entre sus ramas y contemplo sus frutos dorados. Qué importa unos instantes de aliento fuerte, penetrante por comer roscas en demasía; no importa también esforzarse en cortar las más altas, y además obtener con un poco de paciencia una buena ración de guamúchiles maduros para colocarlos en una charola al Sol, y que al paso de los días adquieran un sabor diferente, especial, similar a la exquisita fruta deshidratada como son los orejones de manzana. Preservar la tradición de los pueblos prehispánicos no cuesta nada. Unos momentos de diversión y entretenimiento familiar en la vida cotidiana, al intentar la captura del mejor y más dulce racimo. Después de todo, es sumamente fácil mantener viva la herencia de esta golosina que nos dejaron nuestros hermanos indígenas que poblaban ríos y arroyos donde proliferan. Y así, cada año, al llegar el tiempo de aguas, no más guamúchiles, porque a decir de los nativos, se parasitan y le salen hongos por la humedad, ya no sirven como alimento, como antojo, entonces hay que esperar la próxima temporada para la recolección. Mientras llega ese tiempo, hay que recordar el dueto de La Ilama, Angostura, Miguel y Miguel: “con semillas de guamúchil, me puse a hacerte un collar, para decirte te quiero, no me vayas a olvidar, en la orillita del río, me puse a considerar”.

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Cachimbas

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pareció “la cachimba de hojalata primero, la suplió el quinqué de 1/4 de luz, 1/2 y luz entera, a éste la lámpara de petróleo con capuchón, de ahí la de gasolina, gas y actualmente la bombilla eléctrica. Son pues, cambios naturales del progreso, aparición de tecnologías que hacen la vida más cómoda, con una cultura del menor esfuerzo, pero alto costo económico”. Arturo Avendaño Gutiérrez Cronista de la ciudad de Guamúchil Le quedan alrededor de 10 años de vida. Como tradición artesanal sobrevive a duras penas. Este pronóstico a corto plazo se avizora a la hojalatería. Su mejor época, tiempo de gran actividad, la tuvo a principios del siglo 20, donde trabajar con hojalata, es decir, con esa chapa delgada de acero suave, revestida de estaño por ambas caras, tenía gran demanda, pues había que buscar la forma de procurar alumbrarse. Con más de 50 años en el oficio, don Roberto Gallardo Ramos explica que lo que más pedía la gente que les hiciera eran cachimbas, también bombitas para sacar tractolina de los tambores de 40 litros de entonces. Ahora pocos usan este combustible y los bajantes de aguas pluviales para las casas los hacen de material duralón, por lo que esos trabajos ya se acabaron. Entrar a su negocio es observar que todo es sencillo, rústico. En desvencijadas mesas se apilan sobrantes de materia prima, en el piso de tierra, láminas galvanizadas.

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Las herramientas indispensables consisten en dobladora, soplete, rieles, compás, escuadra, rayador, cinta, tijeras, pinzas mecánicas y de corte. El martilleo produce ruido intenso, repetido, al golpear la lámina a efecto de forjarla manualmente; sin embargo, no parece afectarle, “no me molesta, he estado toda mi vida en este pequeño taller de servicio y mi cuerpo se acostumbró”. La imparable evolución, las exigencias de contar con la llamada tecnología de punta, para estar a la vanguardia y que los sectores productivos intentan poseer, si bien no ha sido factor limitante para este renglón, sí ha modificado la utilización de materia prima. “Ahora usamos, en vez de hojalata, lámina galvanizada para la hechura de ductos de aire acondicionado y cooler, también campanas para cocina, moldes para panaderías, pastelerías, pirulines de dulce, cucharón de báscula y semilla, figuras de tarrajas para yeso, recogedores de basura, charolas para tacos, y regaderas. Incluso estoy haciendo botes de dos litros para medir gasolina y aceite de los tambores de 200 litros, práctica muy usual en ranchos y zonas sierreñas. Dependiendo del trabajo utilizo láminas desde la 30, que es la más delgada, hasta la 18, más gruesa”.

Trabajo artesanal Se asegura que esta profesión manual tiene mayor arraigo en el sur del país que en el norte; en la ciudad de Los Mochis, Guasave, Culiacán y Guamúchil aún es posible ver algunos de estos talleres. Máquina y hombre complementan el trabajo físico, pues aunque por ejemplo los ductos se forjen en la máquina, se arman a golpe de martillo. Los hojalateros despiertan curiosidad de la gente, aunque sólo sea breve mirada curiosa y algunos acierten señalar: ¡en este changarro siempre se oye ruido! La realidad es que competir con la industria fabril, cuya transformación de materias primas por medios mecánicos se realiza en gran escala, ni siquiera entra a sus pensamientos. María Esther Sánchez Armenta

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Sin embargo, surge una pregunta: ¿qué hace el que aún sobreviva esta tradición? Para don Roberto lo justifican los utensilios que se solicitan sobre medida. “Por ejemplo, no podemos competir con baldes o tinas que se manufacturan en grandes cantidades en las fábricas, pero sí por ejemplo, aunque un embudo en las ferreterías lo vendan a 30 pesos y yo se lo doy en 80, la cuestión está en que el cliente valora la durabilidad, porque todo lo que se hace a mano es más consistente que el de máquina, el cual muchas veces es de ‘pacota’, es decir, muy débil, y me lo traen a reforzar. El trabajo artesanal tiene como característica el ser laborioso, y los nativos se han hecho muy comodinos en la época actual. Agarran todo hecho, simplemente, y la prueba está en que no hay interés por ser hojalateros en Sinaloa. Cualquier rato me muero y se pierde la tradición, por lo menos en la región del Évora, que comprende los municipios de Salvador Alvarado, Mocorito y Angostura. La demanda baja cada día, suplantada por la utilización de materiales prácticos y resistentes como el plástico y la fibra de vidrio. Hubo un tiempo de buenos hojalateros, casi eran obras de arte lo que hacían, ahora trabajamos al ai se va, y eso es lo que ha ido decayendo”.

¡Ah! Y cómo olvidar a las fonderas que expendían menudo, asado, carne machaca, pollo y gallina a la plaza. Si las fiestas eran de “postín” amenizaba la banda; en bailes sencillos o humildes, guitarreros. La añoranza se extiende también a la celebración de las fiestas patrias del 16 de septiembre, donde en las tapias de las casas las cachimbas eran parte de la decoración. Ahora, los agricultores les han encontrado uso en el campo para espantar a los animales. Colocan una en cada esquina de la parcela y no se arrima ninguno, de otra manera llegan las garzas, pichihuilas, liebres y hacen destrozo en las siembras. Su originalidad es que no vienen de fábrica, hay que hacerlas.

Cachimbas Un adminículo de enorme utilidad lo constituía sin duda la cachimba de auténtica hojalata, cuyas láminas vendían en ferreterías. Y es el recuerdo de épocas pasadas que vinculan a los nativos afectivamente a diversas etapas de su vida que no se olvidan, que resurgen como si tan sólo se pulsara un botón. Con regocijo refieren lugareños, que en los bailes al aire libre, de paga o especulación, en los postes alrededor de la pista se colgaban con un alambre las cachimbas o los cachimbones, que eran más grandes de los normales, para alumbrar el lugar. María Esther Sánchez Armenta

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Proceso Don Roberto elabora este tipo de trabajos por pedido especial. Si son de las de antaño, utiliza botes o tambos desechables de jugo o refresco, o bien, para abaratar costos y tiempo, los de aceite o leche en polvo, que ya son depósitos de lámina. Se cortan las piezas, se sueldan para forjar la cachimba con el soplete, los dos anillos, una ficha para el mechero y el asa para tomarla, en total seis piezas, proceso sencillo que dura alrededor de 15 minutos. A la hojalata la suple la lámina galvanizada, que por lo regular se trae de las fábricas de Monterrey y Altos Hornos de México, y donde no haya lumbre, entra el plástico. “Aunque siento bonito ver unos tubos que hice para caídas de agua hace 30 años y todavía están bien, acepto que si antes hacía hieleras y tanques para gasolina que usaban los pescadores, éstos tenían una duración de sólo dos años, por la sal, los cuales fueron sustituidos por bules de plástico, y a las pangas les construyen sus bodegas de fibra de vidrio, y eso es eterno. También hago chimeneas para hornillas; las estufas de leña y las hornillas en la sierra todavía las usan y les colocan un tubo para que el humo no les llene la casa. María Esther Sánchez Armenta

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Modernidad

“Lo único de hojalata que tienen es la corona para la mecha, el bote de aceite es de lámina. La hojalata es muy delgada, se abolla con facilidad. Son pocos los clientes que las compran, apenas los que vienen de aldeas o caseríos de los altos, donde no hay tendido eléctrico. Algunos poblados cuentan con plantas solares. Creo que las cachimbas están próximas a desaparecer, o bien, a volver a usarse, con lo caro de la luz”. Desde su inicio se significó indispensable para que las personas alumbraran el camino cuando iban de un lado a otro, para evitar caídas por lo sinuoso del suelo, si acababa de llover no caer en los charcos, ir al baño que se encontraba afuera de la casa, si la noche era muy oscura y la luz de la luna no era suficiente... Las nuevas generaciones urbanas no saben qué son esas candilejas de petróleo; los niños y jóvenes de la zona rural las conocieron o por lo menos oyeron hablar de ellas a sus padres y abuelos. Los viejos aún tienen la sensación de oler el denso humo que despedía. La nostalgia aparece, ¿o quizá nunca se ha ido?, cuando la imagen de ese adminículo se sumó naturalmente al trajinar diario, y que hoy no exenta de modificaciones se habla de ella antes de que el desuso la sepulte en el anonimato...

La reflexión tiene sabor a nostalgia. “Este trabajo es bonito, artístico, ahora yo lo veo como pasatiempo. Los cambios están bien porque me realicé en mi tiempo, eduqué a mi familia y ya se casaron todos. Se le llega a tomar cariño, mucho afecto al quehacer de años, de estar pegado a él. Estoy seguro que sucede igual a otros oficios, como el de los sastres, talabarteros, carpinteros, pues se vive cada día con la labor artesanal. Como sinaloense creo que es triste ver cómo se pierden las tradiciones, las dejamos ir como todo, quizá por negligencia, o porque no interesa informarse de lo que tenemos en el estado, en nuestro país, tan rico en materias primas. Vienen los extranjeros y nos saquean; el mexicano de por sí es flojo por naturaleza, no queremos hacer nada, pues otros vienen y nos lo venden hecho. Es demasiado rápido cómo ya no procuran esta industria; apenas me sostengo y difícil es olvidar que antes era buen trabajo y dejaba entrada de dinero”. Estudiantes de secundaria en la década de los sesenta, recuerdan que un maestro de taller de estructuras metálicas, Pedro Espero, conocido por todos por el alias de “Chingaderitas”, ya que era expresión común de él decir: “jóvenes, vengan porque vamos a fabricar una chingaderita”, los instruyó en la elaboración de rústicas cachimbas; “tenían significado especial porque eran hechas con nuestras manos. Unos a otros nos reíamos al comparar a quienes les habían quedado más feas las pegasones”.

Comerciante Para María del Carmen González, comerciante de una miscelánea, las cachimbas con las que cuentan en su tienda las traen de Guadalajara, elaboradas por los artesanos de ese lugar. María Esther Sánchez Armenta

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Asientos

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orruras, asientos, sobrantes, tierras... no importa cómo se les llame en la República Mexicana, lo cierto es que su olor y sabor son inconfundibles. Se comen en especial con tortillas de maíz recién hechas, o las que se calientan o tuestan en el comal, en una raspadita, gorda o pellizcada elaborada con masa, que se convierte en sencillo pero delicioso manjar. La carne de cerdo se consume desde la antigüedad, llegó a América con los conquistadores y actualmente el mayor productor es China. Los hábitos alimentarios varían de acuerdo a la sociedad y a la época, por cuestiones fisiológicas, culturales o religiosas, por lo que en algunos lugares no se consume de todo. Por ejemplo los hindúes no comen vacuno, y por su parte, judíos y musulmanes aborrecen el cerdo. Del cerdo, chancho, puerco, marrano, lechón, cochino, cochicuino o cochi, se obtiene una gran variedad de productos, que hacen la delicia de la gastronomía por su exquisito sabor y rápida cocción. Irresistible al paladar, en sofisticada preparación o receta casera, se aprovecha todo: costillas, lomo, chuletas, pierna, filete, manitas, manteca, chicharrones, y por supuesto los codiciados asientos, a los cuales se les define como la grasa espesa de color oscuro que queda en el fondo del cazo después de freír los chicharrones. El nombre de cochi es muy generalizado y en Sinaloa se llama así al puerco doméstico o cerdo. Cochini del náhuatl, nombre que le dieron los indios nahoas a los primeros cerdos que trajeron los europeos. María Esther Sánchez Armenta

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El cochicuino es el cerdo de talla corta, cuerpo redondeado y trompa muy reducida. Procedencia del sinaloense cochi y del bable cuin, lechón. Lo cierto es que las horruras, es decir, el asiento mantecoso que queda en el fondo del cazo en el que se fríen los chicharrones, es un antojo de gran valía en la región. Y aunque en el centro del país se les llama tierras (no son mantecosas sino bien escurridas), en el estado de Morelos se conocen como chalitos (del náhuatl xalli, arena). No importa el día y la hora del año, comer horruras es un gusto para toda la familia. Cuentan algunos paisanos que radican en los Estados Unidos que de los alimentos que extrañan, destaca el comer 4 ó 5 tortillas de maíz recién hechas, hinchaditas, a las que se unta buena porción de asientos, incluso elaborar gordas o pellizcadas, es decir, utilizando una bola gruesa de masa, la cual se pone a cocer en el comal y se raspa por uno de sus lados con un tenedor y se le agregan los asientos; es simplemente un antojo especial. Entre los souvenirs, o regalos gastronómicos que los sinaloenses llevan a familiares y amigos, o bien, que se obsequian a los visitantes, se encuentran no sólo el chilorio, chorizo, queso, tamales, machaca, jamoncillos, cacahuates, conserva de papaya, chiles chiltepines, bizcotelas, pan de trigo, pan de mujer, mestizas, coyotas, coricos de maíz, también están las horruras, que para su mejor conservación y durabilidad deben mantenerse en lugar fresco. Los asientos, producto de la carne de cerdo, gozan y seguirán gozando de gran popularidad y demanda entre los sinaloenses dispuestos a una generosa comilona, ya que los pueden adquirir a precio muy accesible en cualquier mercado, tienda de abarrotes, de autoservicio y por supuesto en los changarros donde el menú típico es la venta de carnitas, botana (cuerito, hígado, riñones, tripa) y chicharrones del día.

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Juguetes tradicionales

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Nacerían los juguetes junto con el primer niño en el planeta Tierra? Muñecas de tela, trompos, baleros, carritos de madera, y por supuesto ¡¡niños!! para jugar con ellos; son los mejores compañeros para la diversión, y hay miles de diseños, formas, materiales, tamaños y colores. En cada época han existido juguetes que reflejan la realidad que rodea a los pequeños. Recorrer brevemente algunos pasajes de la historia es retomar la investigación documental de Rosalía González, quien señala que en la Edad Media, época de caballos, armaduras, castillos y monasterios, se conocían los silbatos, figuras de caballos de barro y vidrio, arcos, flechas y los molinetes que los niños construían con nueces. En la antigua Persia -parte de lo que hoy conocemos como Irán- se encontró un león metálico sobre ruedas que tenía un pequeño agujero para colocarle un hilo y arrastrarlo. Se cree fue construido hace casi 3 mil 100 años. A ello se suman los descubrimientos de los arqueólogos, que entre los restos de antiguas ciudades ya desaparecidas, hallaron pequeños animales de bronce y plomo; incluso en sarcófagos egipcios han encontrado trompos y muñecas. Los niños griegos y romanos tenían sonajas, floreros, carros de batalla y figuras de animales. A mediados del siglo pasado fueron muy comunes los trenes en miniatura, después los automóviles de cuerda, sustituidos a principios del siglo 20 por la electricidad. Si bien es cierto que en la época actual los principales productores

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de juguetes a nivel industrial son Alemania, Estados Unidos, Francia, Japón y Gran Bretaña, no debemos olvidar que nuestro país, México, entre su riqueza cultural incluye los juguetes tradicionales. Gran parte de la población mexicana está conformada por niños y adolescentes, según el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (Inegi), más de 30 millones de niños y niñas, entre sus derechos está el tener oportunidad de disfrutar de los juegos y actividades recreativas. Para la antropóloga Laura Aragón Okamura, directiva del Museo Regional de Sinaloa ubicado en Centro Cívico Constitución, conocido antiguamente como Museo de Culiacán, o identificado por la población como Museo del Parque, instalar una muestra temporal del juguete mexicano dentro de este recinto tiene doble objetivo: mostrar a los niños y a las familias en general una parte de la creatividad del mexicano, porque todo o la gran mayoría es artesanal, porque pensamos que este tipo de juguetes de madera dentro de poco los niños no los van a conocer, pasando a ser parte de los museos, por lo que es un llamado a la conciencia sobre nuestra responsabilidad como padres. El otro propósito va más allá, al promover la vuelta a este tipo de juguetes que de verdad divierten y forman, pues no permiten estar frente a ellos en actitud pasiva. Este tipo de juguetes son infinitos, se pueden fabricar de tanto material como se le ocurra al artesano. Se caracterizan por producirlos los estados que conocemos con gran tradición indígena-artesanal, como por ejemplo Michoacán, Puebla, Jalisco, Estado de México... ¿Por qué muchos niños no conocen el balero, por ejemplo?, porque los padres no provocamos ese entusiasmo frente a la invasión comercial, se cuestiona y responde la antropóloga en su reflexión. Estos juguetes frente al mercado industrial llevan la de perder, no hay publicidad, dentro de las familias no se promueve el gusto por el juego, el de verdad, el compartir, el trabajar juntas las niñas en las cazuelitas, en las muñecas, ya los pasatiempos van siendo cada vez más individuales. María Esther Sánchez Armenta

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Adquirirlos no es difícil, basta ir al mercadito, detenerse un momento en alguna carreta, estanquillo ambulante, a la mercería, en las verbenas, de hecho sólo basta darse una vuelta por esos lugares y adquirir una guitarrita, una flauta, y hasta iniciar a los niños en la música a través del juego, el violincito, y en dondequiera vamos a encontrar matracas. Una de las características del juguete mexicano es que se acaba muy pronto, porque son materiales sencillos y por lo mismo son económicos. Una vueltecita por algún mercado de cualquier ciudad basta para encontrarlos todavía y a bajo costo. Por supuesto muchos niños, a pesar de que les gustan por su colorido, no saben qué son, porque pertenecen al centro del país, por ejemplo la escalera, el cirquero, los boxeadores, la cajita sorpresa, y no deja de asombrar la inventiva de los artesanos michoacanos al elaborar en palma los atrapanovios, sencillo tejido que provoca la risa de quien lo compra. El gusto por el juego no tan dirigido se ha perdido, pero el esfuerzo y esperanza de recuperar su capacidad de asombro no, porque como señala Laura, los adultos pensamos que los niños y jóvenes se están comportando de una manera totalmente pasiva, y en realidad sólo es cuestión de un llamadito para que entren en acción y respondan a la creatividad con verdadero entusiasmo. Con esta filosofía de que un museo es parte vital para la recreación y creación de tradiciones, no sólo para tener las cosas en exhibición, creo que se puede cumplir con otra misión, al vivir las tradiciones, como por ejemplo a través de los talleres, ya que aparte de construirlo se tiene la sensación de que hay cosas que se pueden hacer. La cultura de los pueblos es simple y sencillamente todo lo que caracteriza la manera de vivir de sus habitantes, no sólo sus costumbres, vestido, vivienda, sino también sus diversiones. Hay cambios, permanencia, evolución. La gran variedad de culturas populares constituye uno de nuestros mayores tesoros. Pero acaso ¿hay un real beneficio en este rescate de las tradiciones? Es el rescate de la identidad. Es decir, el rescate de las tradiciones no solamente es estarnos vanagloriando del pasado, porque a nadie le gus-

ta vivir nada más del pasado, como si aquellos tiempos hubieran sido los únicos y los mejores. En este proceso aparte de rescatar nuestra herencia cultural y conservarla como patrimonio, es para formarnos en nuestra identidad como sinaloenses y como mexicanos, porque un pueblo pobre en identidad es fácilmente manejable. Este conocimiento nos hace estar orgullosos de lo que fuimos, y estar más seguros de lo que queremos ser, porque al sentir orgullo de nuestro pasado aunque no todo haya sido bueno, majestuoso, porque el pasado prehispánico de Sinaloa es sencillo, no vamos a hablar de grandes civilizaciones, pero conocerlo y sentirnos que somos parte de él nos permite proyectar el futuro mejor, no nada más de palabra. Aquel joven, aquel niño que tiene ese orgullo en su interior, va a querer ser y hacer algo más en su vida, no sólo estará frente al televisor, para su beneficio y el de la sociedad. De ahí que le parece básico lo que puede hacer un museo, la escuela, los padres, en un trabajo conjunto, porque dentro de 20 años se tendría otra generación. No con el afán de volver al nacionalismo en abstracto, sino con el afán de formar personas creativas, con empuje e imaginación. Al perder nuestras tradiciones nos parecemos más a cualquier pueblo del mundo, porque la cultura se va homogeneizando, se va haciendo un estilo de vida industrial, masificado, tan falto de originalidad y creatividad, y por ese solo hecho es una lástima. Las costumbres y las tradiciones se aprenden en familia, en la comunidad, transmitiéndose de padres a hijos a lo largo de los años. Es raro el sinaloense que no recuerde con una sonrisa cuando sin el menor temor no sólo caminaba (y aún lo hace) con enormes zancos, elaborados por él. La emoción principiaba al elaborar el juguete con dos palos o tablas, a los que se clavaban pequeños trozos del mismo material para colocar los pies, y al subirse iniciaba el riesgo de un posible “aterrizaje” con sabor a tierra; una vez que se tomaba el ritmo la audacia se incrementaba y hasta se corría. A los descalabros inevitables se agregaba el regaño o una buena “pela” paternal. La industria del juguete, con toda la tecnología de punta e investigación, no puede evitar las quejas de los niños actuales que se traducen en una palabra: aburrimiento.

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Ladrilleras; historia viva

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esde el amanecer hasta que el Sol baja su intensidad, se observan sus cuerpos inclinados durante horas y el movimiento vigoroso de sus manos, aunque parecen imágenes del México Antiguo, el permanente esfuerzo físico en la jornada diaria, conforma en el presente una valiosa postal de los fabricantes de ladrillos. Nuestros ojos se llenan de historia viva. Rústica. Manual. Cada minuto, cada hora, se constata la simbiosis hombre-naturaleza. Son sinaloenses que no temen al trabajo, a la actividad productiva convertida en tradición. Tierra, estiércol, aserrín, agua, leña, materia prima fundamental para elaborar el ladrillo. Descalzos, enfundados en viejo pantalón corto y camisa, la cabeza al descubierto o protegida con paliacate y cachucha, realizan a la intemperie, con gran destreza y rapidez, el proceso de producción. Carruchas, palas, güingos, cernidor, rastrillo, machete, cuchillo, molde y talacho para desbaratar los terrones, son sencillos instrumentos auxiliares en su quehacer. Intensas labores previas: corte y acarreo de leña de palo de brasil, guayacán, álamo, mango y aguacate; traslado en camiones la tierra muerta, aserrín de las carpinterías, estiércol de res...

Noble oficio Y en estas pequeñas industrias familiares que se localizan en múlMaría Esther Sánchez Armenta 195

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tiples rincones de la geografía estatal, la especialización del oficio llama la atención. Sin duda, los trabajadores coinciden al señalar que quien prepara el lodo, es decir, la tierra revuelta con aserrín al cual se le han quitado las impurezas con un colador, pajoso o estiércol de res que se trae de las caballerizas y de los corrales, al cual se agrega agua dejándose reposar para que se desbaraten los terrones para batirlo vigorosamente con los pies, realiza una de las tareas más pesadas y laboriosas, ya que se pisa hasta que adquiere la plasticidad deseada. El acondicionamiento del patio exige también trabajo especial. Hay que rastrillar, regar, echar arena y volver a rastrillar para que quede lo más plano posible, pues será la base donde se colocarán las alzadas de ladrillo. A un molde o tablero de cuatro rejillas, hecho de aluminio o de cedro y forrado con formica, se le llena con el barro, de inmediato se procede a tender los bloques en el piso; posteriormente, una vez secos, se colocan en forma vertical para que el Sol y el aire circulen libremente alrededor y quiten la mayor parte de humedad, se desorillan con un machete o cuchillo y finalmente se raspan quitándoles la arena adherida. Pasados alrededor de cuatro días al Sol, están listos para el siguiente paso, el empacado y cocción en horno. Jesús Manuel Cázarez López interrumpe la jornada para compartir sus reflexiones en torno a su labor. “Este trabajo es muy pesado, ya que está uno puro agachado desde que comienza hasta que termina, por lo que es importante buena salud, por el esfuerzo. En este negocio sabiendo trabajar se puede iniciar a la hora que sea. Es un trabajo útil, producimos material de construcción fresco en tiempo de calor y calientito en tiempo de frío. Cómo no habría de gustarme lo que hago si nací arriba del ladrillo como quien dice, mi abuelo, mi tío, se han dedicado a su fabricación. Es como una cadena: se mueren los viejos y siguen los nuevos”. Asegura que si bien es cierto en todas partes se hace muy buen ladrillo, por ejemplo en el municipio de Salvador Alvarado la gente dice “vayan con José Alán López Elizalde”, porque ahí está macizo y bien cocido”. María Esther Sánchez Armenta

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En la historia

producto del mestizaje cultural, donde ya se incorporan elementos distintos de la española y la indígena. Es el origen que alcanzo a vislumbrar del ladrillo que hoy conocemos y que tiene diferentes tamaños y variantes. El ladrillo fue muy usado en el Porfiriato y gran parte de la Revolución, los procesos modernos de las ciudades propiciaron un gran desarrollo de la industria de la construcción por sistemas mecanizados. Y precisamente la historia de la construcción es una historia pendiente de cómo hemos edificado Sinaloa, sus viviendas, edificios públicos, privados...”. En ese tenor el doctor José de la Cruz Pacheco Rojas, director del Instituto Nacional de Antropología e Historia-Sinaloa, señala un hecho notable muy interesante: “en Sinaloa a diferencia de otros estados del Norte y del Noroeste, en particular la utilización del ladrillo al parecer es muy temprana, tenemos como testimonio lo que queda del templo de Pueblo Viejo, en Guasave, sobre el río Sinaloa. Presumimos que fue la primera versión de la Misión de Nío, cuyo origen data de finales del siglo 16 y cuyo desarrollo y probabilidad de las estructuras que siguen en pie daten de principios del 17, de tal suerte que esto nos estaría hablando de una utilización muy temprana del ladrillo en esta parte, que va desde luego a tener un uso intensivo en la construcción de inmuebles religiosos y civiles, los pitones de las haciendas azucareras en los estados, hornos para pan de diseño universal, y que por cierto en Sinaloa se integran al paisaje rural. El ladrillo tiene sus méritos, como el ejemplo señalado, nos está hablando de una calidad excepcional. También sería conveniente hablar de los elementos asociados como la cal, que se utilizó mucho durante la época Colonial, en el siglo 19 y a principios del 20 en los grandes monumentos históricos en ausencia del cemento, un material con una gran nobleza que no reacciona contra los materiales constructivos. Creo que uno y otro vienen de la mano en el desarrollo histórico de las construcciones en Sinaloa”.

Mucho habría que decir en retrospectiva de este material de construcción, como el hecho de que en las antiguas Mesopotamia y Palestina fue fundamental; en la Edad Media, en el imperio bizantino, al norte de Italia, en los Países Bajos y en Alemania, así como en los lugares donde la piedra fuera escasa, los constructores valoraban el ladrillo por sus cualidades decorativas y funcionales. El ladrillo ya era conocido por los indígenas americanos de las civilizaciones prehispánicas. El maestro en ciencias Gilberto López Alanís, director del Archivo Histórico General del Estado de Sinaloa, amplía la información al explicar que “las primeras formas constructivas de los hogares prehispánicos según documentan los diferentes cronistas como Andrés Pérez de Ribas y Martín Pérez, se referían a conjuntos hechos de vara entrelazada ripiadas con lodo, las cuales servían para mantener la temperatura, y sobre todo que se conservaba fresco el ambiente, se regaba el piso de tierra, además era el recipiente de las ollas de tejuino y atoles. La vivienda más allá del simple resguardo concebía la convivencia en relación con la familia. El concepto de edificación prehispánica que tiene mucho que ver con el uso de los elementos naturales se transformó con la llegada de los españoles, ellos traen el adobe, de cierto tamaño, es decir, más grandes que los actuales ladrillos (adobón) y una mezcla de cierto barro con elementos de maleza que podrían ser desperdicios de vaca, buñiga o zacates para que se amarrara bien la estructura del adobe. Los adobes eran asoleados, el ladrillo ya tiene un proceso de cocido, que es el que se usa en la mayor parte de los pueblos de Sinaloa, producto mucho mejor elaborado que las primeras formas españolas. Las iglesias eran muy anchas porque además las construcciones primeras tuvieron que ver con la defensa, es decir, para en cierto momento ser usadas como fortalezas. Era mucha la inseguridad que se vivía producto de las formas violentas de ocupación del suelo, del mestizaje cultural y de las rebeliones indígenas. Las edificaciones pues, donde participan el adobe y el ladrillo, son María Esther Sánchez Armenta

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Originalidad de los hornos Y aunque cada hacedor de ladrillos tiene su técnica para armar las María Esther Sánchez Armenta

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llamadas pirámides, torres, hormigueros, empacado, de planta rectangular o cuadrada, su altura depende del número de ladrillos a cocer, 15, 30, 50 mil o más. Es fundamental un buen trabajo de armado, para no correr el riesgo de que por el movimiento se abra durante el cocimiento y se pueda caer. Esta fase tan especial como es el empacado conlleva efectuar con cuidado la base, a la que se denomina “burro”, porque toda la carga la lleva arriba. Se colocan las tandas de ladrillo a cocer dejando al centro un hueco, espacio por cuya boca se colocará la carga de leña; se hace el gorro, es decir, una vuelta de ladrillo parado y la tapadera, todo cerrado hasta el filo; se forra totalmente con la misma pasta con la que se hace el ladrillo. Antes de encender la lumbre se hace la contraboca de ladrillo tabicón para que no se caiga el forro; se atiza durante dos días y una noche (aproximadamente 30 horas), ya que enfría se puede destapar y queda listo para su venta. La destreza en este oficio se manifiesta en el manejo exacto de la leña encendida con diesel o con petróleo, no obstante si el ladrillo sale fundido por el exceso de lumbre, la gente de la campiña sinaloense lo utiliza en la construcción de fosas sépticas y norias; si el ladrillo sale ahumado se puede volver a cocer. Y como todo trabajo, este material de construcción registra su mejor temporada los meses de noviembre, diciembre, febrero, marzo, abril, mayo y parte de junio. En tiempo de aguas no se fabrica, por lo que hay que guardar reservas suficientes. Cuánto hay qué decir. En Recuerdos de Los Mochis, volumen escrito por el Dr. Roberto Gastélum Orejel, no se olvida que en los años treinta “pocas viviendas eran de ‘material’, así le llamábamos a las de ladrillo, la mayoría eran ‘chinames’, construidos a base de latas y principalmente tiras de pitahaya enjarradas de lodo para tapar las rendijas y techo de terrado”. Pequeñas industrias se observan como parte del paisaje sinaloense a lo largo de las carreteras, como la México 15, en el poblado de Caitime,

famoso por su ladrillo color rojizo, en Choix, o bien, en Villa Unión, cercana a Mazatlán. Finalmente en este recorrido, así como turistas nacionales y extranjeros se trasladan a las ladrilleras para conocer el proceso de elaboración, nada cuesta que las nuevas generaciones dirijan su aprendizaje al conocimiento de su entorno y valoren la capacidad creadora de los nativos y los métodos primitivos que aún se practican. “A Caitime viene gente de todas partes del estado a comprar, porque tiene fama de ser un ladrillo muy bueno, macizo y bien hecho”. Lauro Pérez Inzunza Empresario

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Las pulmonías

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ransporte típico y exclusivo de gran popularidad entre los turistas nacionales y extranjeros. Son el símbolo de Mazatlán. Inicia la aventura en la mejor y más atractiva opción para recorrer el puerto. Libertad plena de ver todo alrededor. La brisa impregna el rostro, el cabello se alborota al viento, y el olor salino invade los sentidos. Se deja de lado el estrés para dar paso al relajamiento. El estado de ánimo se eleva, se sonríe y se da paso al buen humor, a la energía positiva para disfrutar al máximo merecido descanso. En calidad de turista internacional, nacional o regional, escoger como destino el magnífico centro turístico del noroeste de México, Mazatlán, obliga realizar un paseo en los famosos vehículos motorizados, únicos en su género, bautizados por el pueblo como “pulmonías” y que forman parte del escenario de la ciudad. Llenar los ojos de paisaje por el bellísimo centro histórico, el malecón, andador turístico que se forma con los paseos Olas Altas, Centenario y Claussen, que suman alrededor de 17 kilómetros de largo, admirar los bellísimos monumentos, centros comerciales, mercados populares, es un breve ejemplo de lo que el viajero puede hacer en la Perla del Pacífico. Ingenio y visión empresarial. Cuenta Miguel Ramírez Urquijo, “El Chícharo”, que con la idea fija de encontrar un transporte que viniera a sustituir a la popular araña, un día se halló unos carritos de tres ruedas que una empresa dedicada a la comercialización y reparación de aires acondiMaría Esther Sánchez Armenta

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cionados tenía a la venta, por considerar que no eran apropiados para el traslado de su material y equipo de trabajo. Así, a golpe de primera vista, exclamó para sus adentros que era el vehículo sui generis que por mucho tiempo había buscado. Lo compró y se dio a la tarea de localizar más de ese tipo, en otras ciudades de la República, y otros más en la Ciudad de México, mismos que se encontraban abandonados en un galerón y en malas condiciones. No obstante, tenían la característica que eran de origen norteamericano, de la marca Cushman, producidos por una fábrica localizada en la ciudad de Lincoln, Nebraska. Además, estos triciclos sólo se utilizaban para el transporte de jugadores de golf o personas discapacitadas; por ser muy caros su uso en nuestro país era restringido, ya que se tenían que importar y había muy pocos campos de golf o personas que tuvieran uno para su uso cotidiano. Sin importarle los obstáculos, y ante la necesidad de conseguir más para poder contar con una pequeña flotilla, don Miguel se trasladó a Los Ángeles, California y a Denver, Colorado. Antes, “El Chícharo” presentó a varias instituciones bancarias su interesante proyecto con la idea de conseguir crédito para continuar su aventura, pero no consiguió convencer pues no le veían posibilidades de éxito. En la compañía fabricante en Lincoln, Nebraska explica su proyecto a los ejecutivos, quienes le otorgan su voto de confianza y hasta un crédito para la importación de ocho carros. Una vez que realiza diversos cambios y ajustes, decide convencer a las autoridades del estado sobre la trascendencia de usar estos carritos como transporte público popular. Se dice que un buen día a principios de la década de los 60’s, el entonces gobernador de Sinaloa, Leopoldo Sánchez Celis, que tomaba un café en un restaurante de Olas Altas, fue testigo de un desfile inusual: una columna de vehículos descubiertos, parecidos a los carros de golf, adornados y tripulados por jóvenes bellezas mazatlecas. Aquello no podía ser una casualidad. Y no lo era. Era una idea genial más de este hombre emprendedor, en su objetivo de obtener una concesión para tan peculiar medio de transporte. Y lo logró. María Esther Sánchez Armenta

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Por supuesto desde el principio se desató una fuerte oposición de parte de los sindicatos de taxis y permisionarios de autobuses urbanos, quienes emprendieron una campaña de desprestigio contra este novedoso servicio de transporte, argumentando a los pasajeros que no hicieran uso de ellos, ya que eran muy inestables y peligrosos y que por el hecho de estar descubiertos por todos lados, se exponían a contraer una “pulmonía”. Las unidades originales utilizaban chasises Cushman. Más tarde se buscaron otras con similares características y que contaran con cuatro ruedas, por lo que se decidió por utilizar el chasis y la maquinaria del Volkswagen, para dar mayor estabilidad al carro y un costo de producción más barato. No obstante su innegable uso y popularidad, las compañías navieras que operan en Mazatlán no ocultan su desconfianza y rechazan este servicio de transporte popular, por el riesgo de no contar con cinturón de seguridad en la parte posterior, que sería la mejor opción, así como barras o cadenas. Obsoletas en seguridad. Las críticas se centran también, de acuerdo a múltiples opiniones de pasajeros, en que si bien están conscientes de que esta modalidad de transporte representa una tradición, y la mayoría de los pulmoneros ofrecen un buen servicio, ya que conocen todos los puntos de la ciudad, manejan muy aprisa y no brindan protección alguna, incluso a veces suben hasta seis personas, lo cual es un sobrecupo verdaderamente riesgoso. Planean un modelo nuevo. A partir de que los automóviles Volkswagen Sedán (vocho) dejaron de fabricarse en México en el 2000, la Sociedad Cooperativa de Servicios de Transporte Popular de Mazatlán analiza el rediseño de las unidades, ya que sólo se encontrarán las refacciones necesarias en un plazo aproximado a los 10 años. En recientes declaraciones el líder pulmonero Juan Manuel Valdez Orozco se anticipa a los cambios, y si bien aún no especifica en qué consistirán, es un hecho que las modificaciones deberán hacerse paulatinamente y en un futuro cercano, pero, por supuesto, respetando el diseño y lo más apegado a su imagen original porque forma parte de la tradición que caracteriza al puerto.

Y he aquí la presumible expresión inscrita en la Revista Sinaloa Auténtico y que nació para quedarse: “Qué me voy a andar subiendo en una cosa de esas -habrá dicho algún mazatleco temeroso del crudo invierno porteño- me pega una PULMONÍA”. Lo ideal es que sean cinco tripulantes a bordo, cupo máximo. Para mayor seguridad está pendiente la adaptación de cinturón. Las pulmonías son ideales para trasladarse al goce de la vida nocturna. Pintorescas y económicas, iniciaron 16 “pulmonías” su recorrido en 1965. Hoy circulan más de 350. Este transporte tropical, la flotilla de “pulmonías” y safaris se ubica afuera del muelle, listos para trasladar a pasajeros de cruceros. La modalidad de este vehículo parecido a un jeep, a un carro de golf, por su ingenioso diseño, es su principal atractivo. En Mazatlán, los paseantes se toman fotografías en el bello monumento escultórico ubicado en el malecón, que muestra el diseño de la “pulmonía”, sin puertas ni cristales, con una especie de sombrilla para proteger del Sol a los pasajeros.

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¡Llegó el lechero!

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n el devenir de la vida se dejan huellas que sirven de pista para investigar la historia, cultura, manera de vivir de los habitantes de un poblado, región, país; artes, costumbres, vestimenta, diversiones, cocina... ¡Qué esperanzas que deje de criar a mis hijos con leche de vaca, así me criaron mis padres a mí y a mi amá, su mamá también, y crecimos muy sanos! De manera espontánea, natural, se desbordan los comentarios de la gente sinaloense ubicada en el campo, y en los pequeños pueblos de ayer, hoy ciudades. Las expresiones son más elocuentes en las personas ubicadas en la campiña, quienes aún tienen, en su mayoría, gran aprecio por esta tradición. ¡A mí diario me la traen y tempranito la hiervo, y si no se me acabó la del día anterior, los plebes se toman un vaso antes de irse a la escuela! A pesar de que es una costumbre que ha sufrido muchos cambios al paso de los años, en la zona rural es común disfrutar este complemento alimenticio, no sólo “por recibir entrega”, o ir por ella con el vecino, sino que si se cuenta con ganado el proceso de ordeña se efectúa en el amanecer de cada día. Elaborar quesos, requesón, suero salado y saborear las codiciadas natas, son tan sólo unos ejemplos de su uso en la región. ¿Que si tomé leche de vaca alguna vez? ¡Toda la vida! Aunque al paso de los años perdí la entrega y tuve que comprar de galón. ¿Que si prefiero comprarla en abarrotes o tiendas de autoservicio para ahorrarme el trabajo de hervir la leche bronca? ¡No, claro que no!, María Esther Sánchez Armenta

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por nada del mundo me pierdo el placer de comer natas con una tortilla calientita de harina o maíz, a la que agrego a veces una pizquita de sal, o si se me antoja dulce, miel o mermelada. Para Jesús López, nada mejor que una asadera fresca o “de apoyo”, acompañada de frijoles de la olla y tortillas hinchaditas. ¡Qué hambre! Con sólo mencionarlo se abre el apetito. Los comentarios de habitantes residentes de Concordia, Badiraguato, Escuinapa, Cosalá y Elota, son similares al señalar que en su mayoría toman leche industrializada, pasteurizada y homogenizada, como se anuncia comercialmente, e incluso cuando alguna ocasión tienen oportunidad de probar leche bronca les sabe “rara”.

Historia De acuerdo con la profunda revisión documental que la escritora e investigadora del Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales de la Universidad Autónoma de Sinaloa, Laura Elena Álvarez Tostado Alarcón, en su libro Educación y Evangelio en Sinaloa Siglos XVI y XVII, señala que Francisco de Ibarra en 1564 arriba a Sinaloa en una expedición sobre los territorios que se suponía eran tierras de las provincias de Nueva Vizcaya, internándose en los de Nueva Galicia y llegando al poblado de Moloviejo, muy cerca de la Villa de San Miguel de Culiacán, hasta donde fue a visitarlo Don Pedro de Tovar, quien vivía en la Villa de San Miguel de Culiacán, le indicó la pertinencia de pacificar a los nativos asentados al norte, por lo cual entró a Mocorito sometiendo al orden a los indígenas que se encontraban sublevados contra sus encomenderos, entre los cuales se hallaba el propio Pedro de Tovar. Don Pedro fue uno de los primeros exploradores de Cibola, acompañando a Vásquez de Coronado en 1540. Fue quien primero introduce ganado vacuno a la región para su crianza, al decir de la documentación de la época, donde textualmente se expresa lo siguiente: “... repartió -se refiere a Francisco de Ibarra- la tierra de Mocoritu y María Esther Sánchez Armenta

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Bacoburitu era de (Don) Pedro de Tobar el cual fundó estancia trayendo ganado vacuno de Guadalaxara... y fue el primero que entró...”. Tal ganado se desarrolló libremente, y debido a la escasa posibilidad de dominar la zona y los mayores intereses de Don Pedro, fincados en su vecindad de la Villa de San Miguel de Culiacán, atendió sus intereses en Mocorito, estableció casa, hacienda y servidumbre, aunado a esto la inestabilidad social del valle del Évora. Y es que ciertamente los conquistadores trajeron de España el ganado vacuno, caballar, mular y lanar. Al llegar los misioneros jesuitas a Sinaloa introdujeron cultivos como el trigo, hortalizas, caña de azúcar y los enseñaron a sembrar en espacios grandes, no sólo en las orillas de los ríos, también iniciaron a los naturales al pastoreo del ganado vacuno que los proveía de leche y carne. Por su parte, el ganado mular y caballar lo utilizaban para el trabajo y la carga; el clima caliente de Sinaloa no permitió el desarrollo del ganado lanar. Al llegar los jesuitas a evangelizar a los indígenas, se convencieron de que la única manera de arraigarlos en los pueblos era enseñándoles técnicas y formas de labranza para que produjeran suficientes cosechas y subsistieran todo el año, pero a la vez, los españoles lograron grandes fortunas a través del comercio, la minería, producción agropecuaria y el ejercicio de puestos de gobierno.

Pero, un día, de pronto se empezaron a instalar pasteurizadoras que homogeneizaban -palabrota inmensa- ¡caray!, entonces aquel vendedor empezó a desaparecer. A las tiendas y supermercados llegó la leche pasteurizada en envase de vidrio, con una leyenda muy ostentosa, llamativa, pero uno abría el litro de leche y no nos sabía a leche; añorábamos la del sabor a rancho, a ordeña, con banquito, becerro... ritual que se prolongó durante años y años en nuestros pueblos y ranchos. La leche bronca señaló un hecho: el campesino, el ranchero nuestro, llegó a la meta de satisfacer sus propias necesidades familiares y le quedó una reserva para vender, por lo tanto, esto quiere decir que el campo sinaloense tenía una gran prosperidad. En pueblos y ciudades por doquier se podía adquirir asaderas, resultado de cuando no se comercializaba la leche bronca. Muchas mujeres sinaloenses hacían las asaderas y requesón, pero del de antes, una verdadera gloria, asaderas que se guardaban a veces en los zarzos y las huellas de los carrizos quedaban impresas en ellas. Hay que imaginar tan sólo cuando la abuela nos daba un vaso de leche “de apoyo” con pinole, o cuando se hacían aquellas comidas a base de quelite coloradito que nacía con las primeras lluvias, al que se le ponía tantito limón, y con un pedazo de asadera, ¡un banquete! También un vaso de leche recién ordeñada calientita, deleite al que se agregaba el que la espuma se quedara en los labios. Estamos hablando de un tiempo en que la economía campesina estaba alta, había comida más que suficiente para cubrir las necesidades de la familia y alimentos para vender fuera. Lo cual no ocurre en la época actual. Cómo no recordar cuando en la hornilla de barro la abuela ponía a hervir la leche, que soltaba una nata muy codiciada también para comérsela en una tortilla con sal, platillo único en aquellos hogares tan sencillos donde tan original era también sacar agua del pozo, de la noria, desgranar la mazorca en una canasta... Evidentemente todo esto es resultado de la gran obra que realizó La Compañía de Jesús en Sinaloa, fue el jesuita el que enseñó a hacer el nixtamal, el jabón de lejía, la primera silla, mesa, el que enseñó al

Sabor a rancho Con la emoción que le caracteriza al referirse al ayer, el historiador Herberto Sinagawa expresa que “Aguaruto era la proveedora de la leche bronca de Culiacán, venían en burro o a caballo. Al ver por la ciudad vendedores de leche bronca, acude a mi mente el recuerdo de cuando era niño en La Unión, en Angostura, donde mis abuelos tenían vacas y me mandaban a vender leche bronca a Angostura, en unas botellas con tapón de olote”. ¡Qué enternecedora es la imagen del vendedor de leche bronca! María Esther Sánchez Armenta

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indígena a hacer su casa de vara, lodo y terrado (en la parte de Choix y El Fuerte aún se ven). La baraja está en juego, la moneda está en el aire, hay que invocar el amor de las nuevas generaciones de Sinaloa para que no desaparezca esta costumbre que tiene un arraigo de siglos. Leche o ¡aguas! En caballo, carreta, yegua, tractor, moto, triciclo, camioneta, el transporte de entrega ha variado, pero el vendedor siempre ha venido cargando sus botes lecheros, sin faltarle, por supuesto, su litro para medir. La profesora mocoritense Concepción Pérez de López ni siquiera piensa en dejar de comprar leche bronca, porque su hijo menor protesta al decir: “no, mamá, no deje esa leche porque yo quiero natas, así las puedo comer entre horas”. “Hace más de 40 años, recuerdo, se la tomaba uno recién ordeñada y no se enfermaba (como ahora); era tan bueno acompañarla con calabaza, elotes (especialmente cuando no estaba ya muy tiernito raspaban los granos con un cuchillo y los ponían a cocer); caldo de asadera, también se calentaban tortillas que quedaran medio tostaditas, se echaban al plato o vaso de leche y las sopeábamos; comer asadera guisada con verdura era también muy sabroso. Yo hago desde hace años nieve, galletas, pan, gordas raspadas, o bien, tortillas de masa con la nata revuelta, mezclada, se la agrego a la masa para tamales, dulce de leche, asadera (no me sale muy bien porque dicen que tengo la mano muy ‘pesada’, me quedan muy tiesas, más bien parece que mi mano es buena para hacer quesos); hay quienes cuando la leche se está acedando, cuando ya está perdida, hacen jocoque. Ahora resulta que a los hijos no les gusta este tipo de comidas, pero uno tiene la culpa porque no los acostumbró; también ya se nos hace normal usar mucha química. Es tan familiar la figura del lechero, que se atreve uno hasta a bromear cuando gritan: ¡leche, llegó la leche! ¡Mejor grite que llegó el agua, amigo!, porque la verdad es que a veces se les pasa la mano y la rebajan de más”, comenta Conchis. Desde su punto de vista la tradición está decayendo, porque mu-

chos se quejan de que ya es tan poca la producción de leche bronca, y de andar batallando, mejor comprar la industrializada. Y la nostalgia de nuevo. La imagen de aquellas personas (2) que ordeñaban y echaban el producto en los baldes de peltre, mientras tanto había que hacer cola, desde muy temprano “dejaba uno la vasija en el tapanco y ya sabía uno detrás de quién iba”. La compra era diaria, ya que no había refrigeradores, y las mamás ya le tenían bien calculada la cantidad que necesitaban. Se tomaba pura, no se acostumbraba echarle saborizante de ningún tipo. Cómo olvidar aquellos tiempos: leche cruda, calientita, espumosa, ordeña manual, formarse con la vasija, saludarse como una gran familia... ¡qué pelas se les daba a los muchachos cuando por venir jugando o peleando la tiraban! Tradición heredada de padres a hijos... cambios producto de la modernización, hijos que se salen a estudiar a otros lugares, pueblos que crecen y ya no se conocen todos, nuevas generaciones, y “cada quien nos encerramos en nuestro ritmo de vida y dejamos de frecuentar a la gente como antaño, hasta a la familia”, refieren lugareños. En cartón, envases de plástico en diversas presentaciones de medida, bolsas; producto líquido o en polvo, pasteurizada, ultrapasteurizada, entera, descremada, semidescremada, light, deslactosada, en pocas palabras, para que el consumidor escoja la de su preferencia. Plantas pasteurizadoras se localizan en Mazatlán, Los Mochis y Culiacán. Debido a la demanda se complementa la introducción de millones de litros anuales, procedente de otros lugares, en especial de la Comarca Lagunera. La tradición de consumir leche bronca en los ranchos está vigente, no así en las ciudades, donde hay una pérdida paulatina de esta tradición, porque las ventajas de la leche pasteurizada se sustentan en estrictas medidas higiénicas-sanitarias. La leche bronca, por su parte, se ordeña, hierve y consume, el problema está en la distribución, ya que algunos aprovechan para agregarle agua en demasía, perdiéndose en consecuencia, su sabor.

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Existe el proyecto de aumentar el inventario lechero para incrementar la producción mediante el programa Alianza para el Campo, a través de la compra de vaquillas, con el fin de producir más leche y buscar la autosuficiencia. Como corolario, la tradición por fortuna aún no se extingue, para deleite de todos, por los guisos y postres que se preparan de manera sencilla en hogares de la región, a los que se agrega los auténticos jamoncillos de leche de vaca y azúcar, “a la antigüita”, elaborados por Bebita Zepeda de Elizalde en la ciudad de Guamúchil. “Son originales no sólo porque la leche bronca es pura, no está descremada ni con ningún otro proceso, además no le agrego Maizena ni demasiada azúcar. Este dulce mexicano se puede comer completamente cuajado a cualquier hora, y si no se deja endurecer, se puede untar en pan, galletas o utilizarlo como se me ocurrió un día, en el relleno de las de por sí exquisitas ciruelas de España, especiales para cualquier tipo de reunión”. Por cierto, permíteme un momento porque... ¡Llegó el lechero!

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Los apodos

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i usted cree que la sociedad sinaloense es única en el arte de asignar motes, apodos, sobrenombres a quien se le ocurra, especialmente a familiares y amigos, no es verdad. En toda la República Mexicana es una práctica común, que enriquece los anecdotarios populares. Hay quienes se ofenden ante la asignación de que son objeto, llena de ironía, sarcasmo y hasta mordaz. Lo cierto es que una gran mayoría de estos apodos surge en el seno familiar, y se extienden naturalmente hasta prevalecer a lo largo de toda su vida. Antecedentes de esta práctica se registran en la obra Educación y Evangelio en Sinaloa Siglos 16 y 17, cuando se refiere a la vida cotidiana en las sociedades prehispánicas; es decir, la de aquellos habitantes ubicados en los pueblos norteños sinaloenses hasta antes del proceso de colonización y evangelización. Entre sus juegos y entretenimientos tenían la costumbre de reunirse a conversar; en esto eran muy picantes y graciosos, se hacían bromas entre ellos poniéndose apodos muy a propósito, lo cual celebraban con grandes risotadas, y nadie se les escapaba. Todos, jóvenes, caciques o principales, participaban por igual; a un apodo respondían con otro, y así pasaban la ronda sin enojarse nadie. En la época actual algunos han trascendido fronteras, en especial en el mundo del espectáculo. Valentín Elizalde, “El Gallo de Oro”; María Félix, “La Doña”; Irma Serrano, “La Tigresa”; Chayito Valdez, “La Alondra de Sinaloa”; Lola Beltrán, “Lola la Grande”; Luis Miguel, “El Sol”; Maribel Fernández, “La Pelangocha”; Liliana Arriaga, “La Chupitos”; Vicente Fernández, “Chente”; Alejandro Fernández, “El Potrillo”...

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El movimiento de la Revolución Mexicana fue clave para la integración de la mujer en el desarrollo del país. A Carmen Parra Alanís le apodaban “La Coronela”; Ramona Flores, “La Tigresa”, y Carmen Vélez, “La Generala”, combatiente que tenía bajo su mando a 300 hombres que operaban en Hidalgo y Tlaxcala. Por supuesto, el recuento es interminable, esto es sólo una probadita, ya que el ingenio popular da rienda suelta sin inhibiciones a la imaginación rebosante de nombres creativos y originales. Comentan quienes “traen a cuestas” la inspiración de “algún vivo”, que un día cualquiera decidió agregarle un sobrenombre al nombre propio o al apellido, que en ocasiones los apodos les resultan simpáticos y no les molesta sentirse llamados así hasta por desconocidos, pero esa armonía no es tal si les desagrada el mote impuesto, más si es ofensivo, burlesco, pues de alguna manera se le pone en el escaparate del ridículo socialmente. “Lomo Bichi”, “La Pluma Fuente”, “La Chivis”, “La Chorro”, “La Tamalera”, “Doña Tomates”, “La Chayo Loca”, “Las Buchonas”, “La Güera Quelites”, “La Boca de Sapo”, “Chichinari”, “Zopilote”, “La Mátalascallando”, “El Negro”, “El Sope”... son unos cuantos adjetivos que se endilgan a las personas. Predominan los motes a los hombres en las páginas policiacas de los periódicos, como “El Robacadenas”, “El Cola Bichi”, “El Asesino de Cumbres”, “El Güero Rata”, “El Pantera”; se encuentran también algunas mujeres: “La Tijuanita”, “La Paca”, “La Mataviejitas”... Hay cientos, miles, que forman parte de la cultura popular y reflejan la intensidad de hombres y mujeres en su búsqueda y encuentro con voces nuevas, que finalmente les provocan diversión. Es fácil advertir que en algunos pueblos costeros es más común mencionar a las personas por el sobrenombre, y así les dicen durante toda su existencia. Se da el caso en La Reforma, Angostura, Sinaloa, que cuando hay elecciones para el Consejo Cívico de la comunidad, la propaganda tiene que incluir el apodo de los candidatos; para presidente José López Castro, “El Tigrillo”, para secretario Luis Castro Castro, “El Cholo”, para tesorero Juan Inzunza, “El Caimán”. Si sólo dejaran el nombre oficial no los reconocerían jamás. María Esther Sánchez Armenta

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Se cuenta también que en esa comunidad se solicitó a la Asamblea de la Cooperativa que incluyera como nuevo socio a “El Chuny”, respondiéndole el presidente que le diera el nombre correcto de esa persona. El hermano que había hecho la propuesta, buscó entre la multitud de pescadores a su carnal a la vez que gritaba: “¡Chuny hijuetuchingada madre, cómo te llamas! Por algo ha de tener razón el insigne español Miguel de Unamuno, cuando expresa que se debe ir al Registro Civil cuando el pueblo ya le ha asignado el mote con el que se le nombrará para toda la vida. De esa forma, en el acta de nacimiento se pudiera leer Mapachón Castro Urquídez, Cuate León Inzunza Pérez, Perro volador Camacho Montoya, etcétera.

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Renacimiento, y se jugaba con monedas, diciendo versos picarescos. En México adquirió un sabor nacional inconfundible, con frijoles en lugar de las monedas y los versos resultantes de la picaresca nacional.

Manera de jugar

Lotería, ¡todos a jugar!

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ualquier día, hora y lugar, hay que disfrutar en compañía de la familia este sencillo pasatiempo de todos los tiempos. ¡Pedrada, chorro, cuatro esquinas, centro... llena! ¿Quién no ha jugado en alguna etapa de su vida a la lotería? Niños, jóvenes, adultos, ancianos, no escapan a un rato de diversión con vecinos, familiares y amigos, donde lo único que importa es que este juego de azar tradicional los relaje pero también los haga ganar algunas monedas. Y es que jugar a la lotería es una costumbre que se volvió popular en la segunda mitad del siglo 18 y ha cobrado al paso del tiempo, por su bajo costo, accesibilidad y diversión, gran arraigo popular en la historia de México. Su sencillez es tal que no necesita sitios especiales para el acomodo de las tablas de cartón, por lo que puede colocarse en la mesa de la cocina, comedor, en la cama, en un catre, debajo de un árbol y hasta en el suelo. Hay diferentes versiones de cartas de lotería, y se pueden adquirir en mercerías, papelerías, puestos ambulantes, y en la época actual también se les encuentra en tiendas de autoservicio. Al momento de la compra se tiene la posibilidad de seleccionar la variedad de imágenes y tamaño que el cliente desee; hay unas pequeñas y otras de formato gigante. Información documental registra que las primeras loterías fueron pintadas a mano y se jugaba con fichas hechas de cuero. El juego de lotería con planas de dibujos nació en Italia durante el

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Los jugadores llegan preparados con una pequeña caja o bolsa que contiene feria (monedas) y sus granos de frijol, maíz, piedritas, botones o tapaderas de refresco que servirán como fichas para colocar en la carta, y así comprobar si ya puede ganar parcial o totalmente. El gritón o gritona, es decir, quien da, quien canta las cartas, una vez bien barajadas saca al azar, sin ver las imágenes, una a la vez, de arriba, abajo y el medio: el nopal, la luna, el barril, la chalupa, la muerte, la rana, el corazón, las jaras, el gorrito, la escalera... colocando el jugador la ficha si tiene la imagen que se anuncia. La línea o el chorro, por ejemplo, lo hace a quien le vengan primero 3 ó 4 imágenes (depende del tamaño de la lotería), tanto de manera horizontal, vertical o diagonal. La emoción crece a medida que el juego avanza, y la gritería se vuelve ensordecedora ¡voy por dos!, ¡yo por una!, ¡échame el alacrán!, ¡a mí el borracho! No hay distracciones, el cuerpo se balancea, ya casi se saborea el triunfo, las manos sudan y cada jugador cree que está a punto de salir la carta que espera. ¡Buenas, gané, llena, aquí con ella!, expresa con gritos de alegría quien llenó primero la planilla, y recoge el dinero que se recolectó en la entrada, antes de iniciar el juego. Si son varios los ganadores, entonces se reparte el dinero en partes iguales. En retrospectiva, cabe recordar que era común que el dueño de la lotería llevara la cica, lo cual significaba que podría jugar con una o dos cartas, el tiempo que quisiera, sin pagar la entrada y con derecho a ganar. Esta práctica ha caído en desuso porque a decir de experimentados jugadores, aunque su obligación era comprobar si al jugador le habían venido las cartas y así darle el gane, era muy ventajosa, comodina, pero María Esther Sánchez Armenta

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más que todo desigual, “es cierto que no todos teníamos dinero para comprar una lotería, pero si el propietario de ella venía ese día con suerte nos peluchaba a todos, y se iba a gusto con la bolsa llena”. También en las ferias de los pueblos era y aún se ve esporádicamente, todo un espectáculo al escuchar a los gritones crear frases de cada figura al momento de ser anunciada: El gallo, el que le cantó a San Pedro no le volverá a cantar; el Sol, la cobija de los pobres; el diablito, ¡Virgen Santísima! En áreas como Oaxaca se gritan versos como por ejemplo: El valiente Yo no digo que soy hombre ni que tengo buenos brazos con mi machete en la mano recogerán los pedazos. Juego de mesa, de azar, que los sinaloenses tienen en gran estima, ya que no tiene precio olvidar por unas horas las exigencias de la vida cotidiana, reír con las equivocaciones de quienes creen haber ganado y a quienes se les grita tramposo, chapucero, en fin, un gusto real de convivir y el mínimo esfuerzo de poner atención para que no se pasen las imágenes. Por ello hay que jugar un día cualquiera, a la hora que sea, y de paso perder, o mejor aún, ganar, unas monedas.

o adulto, un día cualquiera, a fuerza de familiarizarse con las imágenes, identificará esculturas, ruinas, edificios históricos, religiosos, símbolos de la geografía regional, que le permitirán un sentido de pertenencia más profundo de sus raíces. ¡La catedral, la pulmonía, el palacio, el puente negro, el pescador, el escudo, el ángel, Mazatlán, la lomita, el meteorito...!

Bellas imágenes de Sinaloa Y ahí está la carta a escoger, con las 16 imágenes que prefiera el jugador. Sin duda un gran acierto de la empresa privada Vortex, en Culiacán, en su ambicioso intento por acercar a los sinaloenses a una probadita de su tierra. No obstante si bien este primer proyecto no contiene referentes de la totalidad de los 18 municipios, y centra mayormente su atención en el contexto del paraíso turístico de Mazatlán, y la capital Culiacán, es digno de resaltar que si se le da intensa difusión al comercializar este juego de azar, el logro cultural será valioso y trascendental. Esto es, porque sin apenas darse cuenta, el jugador, sea niño, joven María Esther Sánchez Armenta

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Los olvidados

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uien visita a sus muertos, olvida por un instante la estela de nostalgia que anida en su vida y en su corazón. El cortejo fúnebre de personas a pie y en carros, avanza lentamente por las calles pavimentadas o de terracería, procesión que parte de la casa donde fue velado el difunto o del recinto funerario hacia la iglesia y, por último, al cementerio. Imagen que aún es posible ver repetidas veces en pequeñas ciudades y pueblos de los municipios de Cosalá, San Ignacio, Choix, Concordia, Elota, Badiraguato, Escuinapa, Angostura, El Rosario, Mocorito, Salvador Alvarado, El Fuerte, Sinaloa, Navolato, Guasave, Ahome, Mazatlán y Culiacán, pero que se encamina apresuradamente a quedar como una postal en la memoria colectiva de los pobladores. Esto es así, ya que en lugares donde la ubicación de los panteones o parques funerarios de reciente creación quedan a mayor distancia, ya no continúa esta antigua tradición. Incluso se procede a la incineración, cuyas cenizas se depositan en criptas de las iglesias. Al despedir a los seres queridos se exclama una y otra vez: ¡nunca te olvidaré! Las manifestaciones de dolor continúan durante el novenario, donde la gente reza por el eterno descanso y la paz de sus muertos. Terminaron sueños y esperanzas. Muerte repentina, violenta, enfermedad, lo cierto es que un día cualquiera fueron arrastrados al ciclo irreversible de la vida para devolver a la tierra lo que le pertenece. Caminar por los panteones de Sinaloa es constatar el abandono en que yacen cientos de tumbas.

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¿Éxodo de sus descendientes?, ¿distancia?, ¿indiferencia? Nombres borrados por el paso inexorable del tiempo, cruces en total deterioro, de madera, fierro, muros desconchados que no han recibido mantenimiento durante años. No hay ya quién atestigüe su paso por la vida después de la muerte; su imagen vaga por el tiempo y la eternidad. Y en este deambular entre la tierra barrialosa que torna el terreno accidentado, de observar ataúdes fuera de la tumba, sepulcros que datan de 1818, 1875, 1903... de personajes que intervinieron en la revolución de Sinaloa, de chinos, españoles, japoneses, alemanes sepultados en mausoleos antes rebosantes de majestuosidad, hoy lucen en el abandono. El Sol nace y expira; primavera, verano, otoño e invierno van y vienen con su lluvia, viento, calor, frío, neblina, polvo. La naturaleza silvestre, árboles de tabachín, mezquite, guayacán, nandimbo, coronitas, amapas, venadillo, copa de oro, cacaragua, enredaderas, y olivo negro, extienden sus raíces naturalmente alrededor y hacen su hábitat en las tumbas en creciente deterioro; algunos más derriban a su paso estructuras que les impiden seguir su curso. Pero no hay silencio total. Rumores incesantes durante el día y la noche. Canto de grillos, ruido de los roedores al desplazarse entre la tupida maleza, gatos, culebras coloradas, coralillos, alacranes, ratas, tarántulas, arañas, iguanas, hormigas, mochomos, cachoras, güicos, gusanos, abejas y hasta ardillas. Los pájaros entonan sus cantos y las hojas del otoño se posan momentáneamente en las lápidas o en la pequeña elevación de tierra resquebrajada por la erosión que acompaña a la cruz. Los sepulcros antiguos, “viejos”, se convierten en receptores de basura; alrededor de ellos los visitantes al cementerio acumulan flores secas y coronas desteñidas para quemarlas precisamente ahí, al fin y al cabo nadie acude a esas tumbas. El 1 y 2 de noviembre es la fiesta de los muertos, en que la mayoría cumple con la herencia de la tradición cultural, es decir, llevarles flores, veladoras, efectuar arreglos, limpieza, ofrendas, levantar altares, y hasta música en vivo como lo hicieron nuestros antepasados. María Esther Sánchez Armenta

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A nadie parece extrañar que el ajetreo de la vida cotidiana, arrastre en su vertiginoso andar el auténtico proceso de duelo que los dolientes practicaban y que por muchos años conservaron fielmente entre la sociedad. Tan sólo un ejemplo es que en el siglo 21 sólo algunos adultos mayores del sector rural visten riguroso luto, negro total, durante un año. El dolor emocional de la muerte del ser querido se relega a segundo o tercer sitio con inusitada rapidez. Esto es, según múltiples justificaciones, porque las exigencias del mundo real son tales que obligan a seguir adelante de inmediato, sin tiempo a paralizarte; además, “vida sólo hay una. Yo mismo me asombro de mi capacidad para sentir en corto tiempo resignación por la pérdida”. Otros comparten su reflexión: “no me queda más remedio que retomar el ritmo para vivir lo mejor que pueda los años que me quedan”. “No puedo morirme en vida porque aún tengo mucho por quién luchar”. “Estoy joven y puedo rehacer mi vida”... Y la sabiduría popular aparece, como siempre, con su extraordinaria picardía: “el muerto al pozo y el vivo al gozo”. El olvido llega y quizá para siempre. Es la penumbra del ocaso. Imágenes que se desvanecen tempranamente y de las que ya no existe memoria ni testimonios de afecto por el ausente. El camposanto lleno de maleza y las tumbas polvorientas, en abandono, son clara muestra de ello. Días y más días somnolientos, y, paradójicamente a unos pasos, la ciudad, el pueblo, en su incesante algarabía, rebosante de vida. ¿Dónde quedó la promesa a los seres idos? Y aquel... ¡NUNCA TE OLVIDARÉ!

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Por el mercado

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asan los siglos y siguen vigentes. Y es que México está en los mercados. Son por fortuna imagen viva de la tradición, que irradia colores, aromas y sabores. Aunque con múltiples contratiempos debido a la enorme y creciente competencia de las tiendas departamentales, sobreviven. Se les ve en cualquier ciudad grande o pequeña de la extensa geografía nacional. ¿Quién no ha entrado alguna vez a un mercado? En la sociedad primitiva el hombre que producía flechas las cambiaba por pieles, semillas, objetos de barro que necesitaba para su consumo. Era el trueque directo. El final de toda ruta de intercambio y de los comerciantes era el mercado, lugar especial para ventas y negocios. Su importancia en la vida prehispánica fue descrita con admiración por múltiples cronistas españoles, ya que decían el mercado bien podía ser una plaza donde la gente se reunía en determinado día para intercambiar productos, pero generalmente había un lugar delimitado para este uso que se encontraba asociado de algún modo a las áreas ceremoniales donde se adoraba a los dioses. Los mercados eran todos cerrados de unos paredones y siempre fronteros a los templos de los dioses o a un lado, y en el pueblo que se celebraba tianguis ese día lo tenían como fiesta principal. Los tianguis eran tan comunes, que no había pueblo que no tuviera el suyo al menos un día a la semana.

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La mayoría de los mercados funcionaban como vendimias, repetidas en ciclos regulares de cinco, siete, nueve ó 13 días, según el número de pueblos involucrados en este sistema rotatorio: el Macuiltianquiz. No hay que olvidar que fungían como “monedas” prehispánicas el cacao, cascabeles, hachas de cobre y las plumas. Bernal Díaz del Castillo, en su Historia Verdadera de la Conquista de Nueva España, decía que no bastaban dos días para recorrer el mercado de Tlatelolco, donde se vendían joyas de oro y piedras preciosas, plumas finas y adornos, objetos de madera, pieles de animales, vasijas de barro, esteras y asientos de tule, yerbas medicinales, jícaras laqueadas, huaraches, algodón, entre una variedad de mercadería más, pues en el mercado se vende cuantas cosas se hallan en la tierra. En Sinaloa los indígenas tahues y totorames tenían la costumbre de los tianguis, donde cambiaban las cosas que les sobraban por otras que les eran necesarias, por ejemplo algodón, maíz, frijol, bules, redes, frutas, pescado, sal, etc. Al paso de los años continúan como gran centro de reunión, punto de encuentro donde todos se saludan. En el amanecer de cada día el bullicio es común denominador. Es la vida del pueblo que da sustento a nuestra cultura. Se compra carne, fruta, verdura, especias, quesos o se consume comida casera; también se identifica claramente la figura de la vendedora de tamales que durante años los expende; a las menuderas, cuyas voces cantarinas gritan sin cansancio con su habitual picardía: ¡¡¡aaqqquuíí, pásele, pásele, lo tenemos gordo y caliente!, en fin, aquellos trabajadores que han dedicado su vida a esta noble actividad. No puede faltar la figura de la abastera que intenta convencer al cliente de que lleve algo más: ¡tengo machaca a 120 pesos el kilo, sin nervio, mire, limpiecita, pura carne fina!, ¿quiere higadito? Se lo rebano y pulpeo para que nomás llegue y lo guise, encebollado o a la mexicana. Mire estas costillas, especiales para prepararlas en chile colorado. Nadie escapa al tremendo alboroto matutino-vespertino. Hay que ser parte del ritual de la compra, antes de que pierda su esplendor. María Esther Sánchez Armenta

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Los pasos se dirigen a los puestos donde se expenden los productos que la naturaleza ha permitido fructificar. Cebolla verde, de rabo o cambray, que aún huele a tierra húmeda, al igual que las acelgas, arrancadas recién. Fruta y verdura no refrigerada, sin químicos abrillantadores, sin costo adicional por fletes y vitrinas... Es obligatorio invitar al cliente a detenerse a la compra de las mejores mercancías, según dicen los vendedores. Si antes era común encontrar pollos, gallinas y güíjolos vivos, así como huevos de rancho, de gallina de corral, todavía calientitos, los marchantes de hoy continúan con su estrategia de colocar todo a la vista. Las voces cantarinas se expanden por doquier, en su noble objetivo de persuadir. ¡Pásele, güerita! ¡Señito, qué le damos? ¿Maestro, qué le ofrezco? Atiende al don, ve qué se le ofrece ¡Aquí tenemos la mejor verdura! ¡Asaderas “de apoyo”! ¿Busca hojas secas para tamales? ¡Tenemos cebo y cuajo! ¡Lleve el mejor chilorio, chorizo y machaca! ¿Ejotes de reata tiernitos? ¿Le gustan estos estropajos bien tejidos? ¿Canastas de palma? ¿De qué tamaño necesita? Mire, están bien apretaditas. ¿Quiere llevar calabacitas regionales para rebanaditas, o para el colache? En cualquier lugar de Sinaloa la oferta es similar. En el majestuoso mercado Garmendia, ubicado en el centro de la ciudad de Culiacán, para quien no está acostumbrado causa extrañeza escuchar las repetidas expresiones a cada paso. ¡Agua m’ija! ¿Quiere agua, de qué sabor le damos? Ándele, pa’l calor. ¡Menudo limpiecito, pásele, hay pata, tripa de leche! ¡Carne asada pa’l bistec, pulpeadita!

¡Mojarra, corvina partidita ya para el cebiche! ¡Anímese, doña, qué le damos, hay cazuela sin mucha grasa, espinazo regional en oferta! ¿Quiere cola de res? Está bien cargada. ¿Nopales, mi niña?, recién cortados y baratos, a cinco pesos la bolsa. Abasteros en mercados de Guasave, Guamúchil, El Fuerte, Angostura y Mocorito, comparten gustosos instantes de buen humor teñidos de picardía, ya que señalan, los clientes, en su mayoría, tienen una manera muy especial de hacer sus pedidos, pero si alguna vez se molestaron pronto se dieron cuenta que no había mala intención. Señor, ¿tiene lomo de puerco? ¿Tiene patas de cochi limpiecitas, sin pelos? ¿Tiene lomo de res? ¿Tiene hígado de res? ¿Tiene sangre nueva? (moronga o relleno). ¿Tiene rabadilla, patas y buche de pollo?

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Ombligo de la sociedad Para el profesor e investigador Nicolás Vidales Soto el mercado es reflejo de la vida cotidiana del pueblo, “ahí encuentras los grandes detalles que forman el sustento de una cultura. ¿Qué comemos actualmente? La verdad es que muchas cosas que vienen de fuera, pero lo auténtico se nos pierde rápidamente. A mí me gusta ir al mercado a comer exactamente lo nuestro: albóndigas, cocido, cazuela, caldillo con huevo, caldo con papas... Por ejemplo me encontré en Escuinapa el famoso Tistihuil, camarón en caldo, riquísimo, pero no todo mundo conoce el secreto de prepararlo. En Culiacán comí un guiso de nopales con garbanzo, carne de puerco con chile colorado. Todo esto refleja, entonces, la supervivencia de una cultura que se pierde, desgraciadamente. Antes de que hubiera periódicos era el espacio donde la gente comentaba las cosas, el mundo, el ombligo de una sociedad, ahí transmitías noticias, mitotes, entrabas a comprar, a vender, era el reflejo de la sociedad, y eso lo hemos perdido, la gente ya no va a comprar, dirige sus pasos a las tiendas de autoservicio, pero ¿acaso no vale la pena recuperarlo? María Esther Sánchez Armenta

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En la República Mexicana los mercados tradicionales coexisten con los funcionales supermercados. La aparición de los supermercados alrededor de los años treinta en nuestro país, de acuerdo con los publicistas, son sinónimo de modernidad y registran creciente proliferación. La exhibición masiva genera nuevos hábitos de consumo, induce al cliente a comprar más de lo que tiene pensado, la diversidad es pues, invitación al consumo... al fin y al cabo se atiende uno mismo. Por su parte, destacan en la Ciudad de México el mercado de La Merced, la Lagunilla, el de Jamaica, La Viga, la Central de Abastos, considerada la más grande del mundo, ya que surte a los pequeños comerciantes que compran al mayoreo y recibe casi la mitad de la producción agrícola nacional. Entonces, si registra tantas ventajas, ¿por qué no desplaza al comercio tradicional? Los mercados públicos, populares a todo lo largo y ancho de la geografía sinaloense, se ubican por lo regular en la zona comercial, en donde se puede encontrar prácticamente de todo. Terminal de camiones, zapaterías, tiendas de ropa, misceláneas, florerías, taquerías, cremerías, abarrotes, tlapalerías, huaracherías, joyerías, tiendas de música, farmacias, paleterías, eléctricas, sombrererías, mercerías, ferreterías, entre las que no pueden faltar las fondas con birria, cabeza y comida corrida, siendo los comensales más asiduos los provenientes de rancherías y poblados que vienen a surtirse de provisiones o utilizar los servicios de las ciudades cercanas. Cierto es que la sensibilidad, el romanticismo que hace más llevadera la vida cotidiana, aparece espontáneo en la convivencia tempranera, en la atención personal entre comerciante y consumidor, donde hay cabida al hilo conductor que bendice la existencia a través de la comunicación social. Sin la aparición de la luz eléctrica, y tiempo después, cuando no se tenía capacidad de compra de los recién desempacados refrigeradores, simplemente se vivía al día con lo rigurosamente indispensable adquirido en el mercado.

Pasan los siglos y siguen vigentes. Sinaloa está en los mercados. Albergan historia, cambios, costumbres y tradiciones que forjan pacientemente el mosaico pluricultural del cual somos por fortuna testigos y partícipes, llevan implícita la identidad de sus pueblos, y más relevante aún es que presentan un rostro humano.

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El merolico y su torbellino de palabras

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on hombres en su mayoría. Algunos los llaman gritones, vendedores de todo, mercachifles de la palabra, pregonero popular, vendedor ambulante, y los ubican en el rango de los charlatanes, psíquicos, videntes, hipnotistas, curanderos... Famosa, o mejor dicho, famosísima la frase que identifica a estos comerciantes: “Señor, señora, que no le digan, que no le cuenten”. En esta diversidad sobresalen las características de que hablan a velocidad sostenida, con su voz y tonada que raya a veces en la monotonía por lo repetitivo de su torbellino de palabras. Para Mauricio-José Schwarz, en su crónica El Retorno de los Charlatanes, un merolico es alguien que puede hablar durante larguísimo tiempo soltando un rollo asombroso, interesante, incluso, apasionante... y absolutamente vacío. Su capacidad de hablar de manera apasionada, supera a veces hasta a los cronistas deportivos y a locutores de radio. En la segunda mitad del siglo 19 llegaba a México un tal señor Meroil Yock, Meraulyock o Van Merlyck, según señala el Diccionario de Mexicanismos, de Guido Gómez de Silva, y su apellido dio nacimiento a la palabra. La doctora Claudia Agostoni, investigadora histórica, relata en la revista Estudios de Historia Moderna, que en 1864 ó 1865 llegó al puerto de Veracruz, en un barco con bandera francesa, un hombre polaco “de extraña y agitada melena rubia, largos mostachos y espesa barba que le caía sobre el pecho” y que afirmaba ser un ilustre médico, un diestro dentista y poseer fármacos infalibles para todas las enferme-

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dades conocidas y por conocer. Usaba, como buen charlatanazo, un disfraz, una túnica de aspecto oriental. El producto que vendía era el “famoso” aceite de San Jacobo, un elíxir infalible para todo. Se trataba, claro, de Rafael J. De Meraulyock. Pronto, con el producto de su argüende, Meraulyock se fue a Puebla, y de allí a triunfar con su desfachatez a la Ciudad de México. En el proceso, su apellido de tan difícil pronunciación, fue convertido popularmente en “Merolico” El merolico reúne a la gente, a una bola, frente a él, irrumpe en los oídos de los transeúntes al pregonar como un verdadero profesional formado en la institución de la vida y cultura tradicional de los pueblos, las bondades de su mercancía en venta, y captura por algunos minutos la atención del público en un alarde creativo para convencer. Antes, se dice, era más frecuente ver en Sinaloa a los que vendían tónicos milagrosos, que decían traer el remedio para curar desde una migraña, hasta la enfermedad más grave que la ciencia no podía. Con toda la exageración que podían señalaban con su rollo mareador, la magia de sus mejunjes. Pero el merolico forma parte del folklore de los pueblos, que con su picardía popular intentan vender desde una cobija, utensilios para el hogar, tónicos, ungüentos, jarabes desparasitadores de lombrices, y su figura por lo regular es común en las ferias de los pueblos, quizá por ser un espacio abierto propicio para pregonar su vendimia. Y esta vendimia, esta economía informal, se convierte en todo un espectáculo, ya que se dice contratan a personas (paleros) para simular tener muchos compradores, quienes se muestran muy atentos a la verborrea insuflada, a las frases hechas, y por supuesto, un especial interés por las maravillas de las mercaderías. ¡Amigo, amiga, aquí está lo mejor, lo más barato para su familia! Mire, señora, le pido, le solicito, le sugiero que vea, note, observe, contemple, sienta, toque esta cobija, matrimonial, vea los dibujos, tiéntela, suavecita, ¿no le gusta el tigre?, se la cambio por ésta, o esta otra, escójale, le doy la que usted quiera o desee. Y qué cree, aquí está una más, para el niño, y ésta para la niña, todo lo compraría usted en María Esther Sánchez Armenta

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otro lado por 800 pesos, yo le doy el paquete a 600, mejor no, a 500, y pa’ que se lo lleve y no la piense más, mire este bonito cobertor de regalo, anímese señor, y pa’ que se decida, pa’ que no dude más, no lo va usté’ a creer, sólo déme 400, sí, oyó bien, último precio, amigo, ¡qué bárbaro!, ¿eh?, ¡no me medí! Le aseguro que no encontrará una ganga como ésta en ningún lado... ¿se lo envuelvo? Híjole, mano, qué buena compra acaba usted de hacer. Y si de merolicos modernos, electrónicos, se trata, en primerísimo lugar se ubican los infomerciales que forman parte normal ya de la programación de cualquier canal, todos los días y a cualquier hora. ¿Ejemplos? Demasiados. Su común denominador: súper precio, oferta única, lo máximo, ser portadores de la única verdad, lo máximo en el mercado. ¡Lléveselo a precio único, increíble. Llame ahora al teléfono que aparece en pantalla! Satisfacción garantizada. ¡Ya no sufras, no te dejes vencer! Testimonios: “Ahí estaban las horribles chaparreras, pero con esta crema, miren, ya no tengo nada”. “Me decían la jamonera, pero ya recuperé mi autoestima. Este sistema es fabuloso, sensacional, efectivo, guau, ya cambié de look gracias a esta maravillosa crema reductiva”. ¡No más revolveras! Ahora sí ya no se ve la cadera ancha. “Me ha cambiado la vida una sola llamada”. ¡Llama ahora. Satisfacción garantizada. Único sistema capaz de acabar con la grasa acumulada que otros no pueden. No lo pienses más. Oferta especial con una gran sorpresa por tiempo limitado. No dejes pasar esta gran oportunidad para realizar un cambio en tu vida y tendrás la figura que siempre has deseado. Te lo recomiendo! Los pregoneros populares, sí, aquellos que montan su tienda en las ferias para vender cobijas para el frío, esas que sí aguantan, que sí calientan, o vendedores de loza y utensilios para el hogar, poco se les ve, ya se van de nuestras calles, pueblos y ciudades, pero dejan su herencia en la jerga idiomática:

“Ya vas a empezar a meroliquear”. Hablar, hablar y hablar sin decir nada pero haciendo que parezca que sí se dijo. (Hablar de más). “Hablas como merolico de feria”. Hablar mucho y decir poco. “Reproducimos como merolicos lo que otros dicen”. Finalmente el ejemplo más actual, los merolicos-políticos, con sus eternas campañas de proselitismo... de múltiples promesas.

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El metate con mano de piedra; de la cocina al olvido

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n el México Antiguo, el Pueblo de Maíz, la cocina era sencilla, de escaso y rústico mobiliario. Hoy, en plena era moderna, se vuelca la atención sobre lo auténtico, en la riqueza que sobrevive como patrimonio cultural de la humanidad. Ligado al trabajo doméstico de la mujer, era el molino de mano en América para el maíz. -¿Adónde vas? ¡Te echaste hasta la mano del metate!, seguro vas al antro con Graciela, ya que te llevas con ella de comal y metate. -¡Ay, mamá, hablas como viejita, no te entendí nada! Y es que, ciertamente, las voces de los padres, abuelos, están ahí, en el binomio ayer y hoy, derivadas de un utensilio otrora indispensable en el hogar: el metate. El metate, del náhuatl metlatl, se fabrica de piedra volcánica porosa, gris o negra, tallada en forma rectangular o cuadrilonga, mide aproximadamente 50 centímetros de largo por 30 de ancho, superficie plana y ligeramente cóncava o curva, que se apoya sobre tres conos invertidos o patas del mismo material (uno trasero y dos delanteros), por lo que el desnivel facilita la molienda. El metate se coloca a ras del piso, la molendera (mujer) se pone de rodillas ante él y con las dos manos sostiene el metlapil, es decir, el rodillo de piedra conocido como mano de metate, más grueso en el centro que en los extremos, con el cual ejerce presión para triturar los productos en su superficie, en especial granos de maíz cocido o nixtamal para hacer la masa de las tortillas y el atole, o bien, chiles, semillas, vaina del mezquite, bledo, trébol, chuali...

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Se le ve ocasionalmente en rancherías y pueblos de la República Mexicana, pues su lugar lo ocupa ya el molino manual, eléctrico, y electrodomésticos como la licuadora, procesador de alimentos, sumándose a este cambio la industria moderna que ofrece gran variedad de productos molidos. La historia refiere que este artefacto primitivo fue indispensable en la cocina prehispánica, imagen fiel de los hogares mexicanos. Al correr de los años llegaron las naturales transformaciones, aunque transcurrieron cuatro siglos para el proceso de fusión con la cocina española. Herederos de ancestrales costumbres culinarias. Esto es así por ejemplo cuando las culturas prehispánicas descubrieron el notable proceso conocido como nixtamal, que permitía despojar a los granos de maíz del indigesto hollejo (cutícula) que los recubre, mediante el uso de agua con cal... Y es que el metate ha demostrado una persistencia en su uso digna de admiración, ya que llegó hasta nuestros días integrándose como elemento indispensable de la cocina tradicional. No existe la fecha precisa en que dio inicio la elaboración de tortillas o tlaxcalli, pero en yacimientos arqueológicos muy antiguos aparecen metates y comales que ofrecen indicios acerca de una producción que ha sido la principal ocupación femenina durante milenios. La mujer mexicana debía emplear de 35 a 40 horas semanales para elaborar las tortillas para su hogar, ya que por lo general éstas deben consumirse recién hechas y calientes. Cambios. Durante la Colonia, los españoles instalaron molinos de nixtamal para procesar el maíz utilizado en las tortillerías, así como los molinos de trigo con cuya harina se preparaba el pan. Y en este mosaico sencillo de olores, colores y sabores de nuestra tierra, no podían faltar los juegos de palabras, el doble sentido y picardía. Es más buena pa’l petate que pa’l metate. Aunque me den con la mano del metate. Se llevan de comal y metate. Con la que entiende de atole y metate, con ésa cásate. A muele y muele, ni metate queda. María Esther Sánchez Armenta

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Y así la laboriosidad de la mujer en el amanecer de cada día, cuando molía el nixtamal en el metate de piedra y hacía las tortillas a mano, con la llegada de la producción industrial, el desarrollo tecnológico de molinos y máquinas, si bien la liberó de una pesada carga histórica, se llevó el auténtico sabor del maíz y dio paso al industrializado. Vivimos un nuevo escenario sociocultural, un proceso de creciente internacionalización del capital financiero que transforma a la par, costumbres y tradiciones, formas de vida, y en el que paradójicamente aparecen con singular preocupación los conceptos de rescate y preservación. A ello habría que agregar el de coexistencia, ya que estamos inmersos en una sociedad abierta, en la dinámica mundial, capaz de modificar todo si no hay una base firme para conservar el patrimonio cultural. Sólo a través de la educación, del conocimiento de nuestra esencia, será posible que las nuevas generaciones se reconozcan como habitantes de un país pluricultural y valoren su idiosincrasia.

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Esquites

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l maíz no podía faltar en la cocina indígena. Los nahuas denominaron a la mazorca centli y al grano tlaolli. Así, desde hace más de 5000 años los pueblos del México antiguo comenzaron el cultivo de este cereal, que con sus múltiples rostros, no falta en la mesa.

Irresistible Existen páginas y páginas en torno a esta gramínea, su historia, variedades, producción y su diversidad de usos, tanto para consumo humano como alimento para ganado vacuno, cerdos y aves de corral, al igual que en aplicaciones industriales, como la producción de glucosa, alcohol o la obtención de aceite y harina. Versátil acompañante, se puede tostar, asar, moler, endulzar, cocer para elaborar palomitas, pozole de frijol, carne, atole agrio, con miel, blanco, champurrado, con chía, de tortilla, de olotes, pasteles, budín, nieves, tortas, bebidas de pinole, agua fresca, tesgüino, tamales rellenos de frijol, pollo, puerco, iguana, camarón, queso, chilorio, de dulce, chile y manteca. También al pasar los granos por el proceso de nixtamalización y molienda, se preparan con la masa tortillas a mano, en tortilladora de madera o metal, llamada también de aplastón y de bola, o bien, máquina tortilladora automatizada industrial, blancas, pardillas, gruesas, grandes, delgadas, anchas, blandas que se transforman en chilaquiles, enfrijoladas, entomatadas, sopes, tostadas, totopos, quesadillas, flautas, tacos, memelas, tlacoyos, gorditas, gordas pellizcadas, huaraches, María Esther Sánchez Armenta 239

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papadzules, chalupas y todas aquellas recetas producto de la imaginación del cocinero. A diferencia de la época prehispánica, cuando se tenía que ir a la milpa a cortar las mazorcas tiernas o xilotl, lo que nosotros conocemos como elotes, para comer el grano de maíz cocido con sal y chile, es decir, el izquitl o esquite, en la época actual sólo hay que dirigir los pasos a la carreta del vendedor ambulante o algún negocio establecido en este giro, para adquirir el producto. Y es que la planta de maíz nos ofrece el jugo de su caña verde como golosina para preparar bebidas fermentadas; las hojas, también verdes, sirven para envolver las corundas hechas de masa de maíz; con sus espigas se preparan tamales; los jilotes se comen cuando abunda la cosecha. Una plaga del maíz, el hongo llamado cuitlacoche o huitlacoche, es uno de los más codiciados guisos; con los granos tostados y enmielados se elaboran los ponteduros; una vez que los elotes se desgranan se convierten en esquites hervidos o asados. Algunos comensales lo definen como golosina, para otros constituye un manjar. Esquite de elote asado a las brasas. Esquite cocido en agua, aproximadamente una hora. Mantequilla, crema, mayonesa, queso rallado finamente, chile de árbol en polvo o de botella, limón, cualquiera o todos los ingredientes al gusto del comprador. Servido en vaso térmico o de unicel, desechable para conservar el calor, en tamaños chico, mediano o grande. Para los de grano cocido, primero es necesario cimar los elotes, esto es, recortar o tajar el grano con un cuchillo hasta dejar limpio el olote, señalan los vendedores, o lo que es decir, con un cuchillo y en movimiento descendente desgranar la mazorca, dependiendo del volumen se colocan en un recipiente de peltre, en una olla tamalera, o bien, lo que se tenga disponible, hasta que su punto de cocción sea el adecuado. La diferencia del esquite de elote asado es que se cima una vez que los granos han sido cocinados con la acción directa del fuego (en un asador o anafre). María Esther Sánchez Armenta

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Pocos resisten la tentación de este antojo o bocado ligero, caliente, humeante, cuya mezcla de ingredientes le da exquisito sabor y olor. Su costo es accesible al bolsillo de niños y estudiantes, principales consumidores. “Yo lo prefiero cuando salgo con mis amigas el viernes, sábado o domingo en la tarde, nos damos la vuelta en el carro mientras saboreamos un vaso grande”, refiere Lizeth Sánchez. “A mí me gusta jugosito porque así al cucharearlo está bien impregnado con la mantequilla”, indica sin ocultar sus deseos de comer en esos momentos uno, María Elena Rodríguez. Érika Guadalupe López, por su parte, comenta que: “lo como seguido, no importa si hace frío o calor, eso es lo de menos, se me antoja en cualquier tiempo. Me gusta el picante, así que lo prefiero con mucho chile en polvo”. Y aunque cualquiera puede prepararlo, diversas amas de casa argumentan que en realidad prefieren no complicarse la existencia y sólo lo preparan en ocasiones especiales, como por ejemplo un cumpleaños o en la temporada decembrina, cuando llegan familiares que viven fuera. Hay que buscar al elotero a temprana hora, pelar los elotes, quitarle muy bien las fibras sedosas, pelos o cabellos, cimarlos y ponerlos a cocer. Servir los vasos en realidad no conlleva prácticamente casi nada de esfuerzo. Curiosamente es difícil encontrar en la amplia bibliografía de recetarios mexicanos y sinaloenses, referencias de este antojo alimenticio de ayer y hoy. Y si aún dudamos de que la cocina constituye un elemento básico de la cultura mexicana, que nos da identidad, basta observar alrededor y apreciar que el consumo de elotes y esquites se integra naturalmente a las costumbres y tradiciones en el noroeste del país.

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La molienda de El Valle

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os lugareños y compradores “de fuera” gustan de los dulces regionales, cuyo proceso de elaboración, dicen, es herencia de la gente de “antes”. El piloncillo tiene un sabor diferente al que se elabora en el sur del país, éste se siente más dulce y el otro saladito. Es un dulce amanecer; los rayos del Sol aún no aparecen en el horizonte y ya el olor de la miel de caña se expande como una invitación al paladar. Las manos se mueven vigorosas para batir el jugo en los enormes cazos de cobre; sin prisa, la actividad adquirirá su ritmo. Todo está dispuesto. Los rostros de los trabajadores reflejan naturalidad ante este quehacer gastronómico que forma parte de su jornada cotidiana. En unas horas más llegarán los compradores que gustan de los dulces regionales que aquí se producen. Es la temporada de la Molienda o Trapiche, que dura de diciembre a abril, periodo en que la rústica infraestructura básica despierta de su letargo para albergar el preciado producto en sus moldes, canoas, molinos y maderos fabricados con árboles silvestres de la flora regional, como el mezquite y mora. Para llegar a la sindicatura de El Valle es necesario tomar la carretera que conduce a la cabecera municipal de Mocorito, 17 kilómetros, y transitar poco después 12 de terracería. Un poco de polvareda y algunos baches del camino no son obstáculo para que el viaje se convierta en agradable paseo, ya que vale la pena detenerse en “La tierra de los hombres que hablan cantando o

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Lugar de muertos”, Mocorito, exvilla, hoy ciudad, pequeño retazo de la geografía sinaloense cuyas hondas raíces hablan del conglomerado humano de indios, españoles, misiones jesuitas y agustinos que un día habitaron este lugar. Apreciar las casonas en la zona central, la legendaria Parroquia de La Purísima Concepción y El Portal de los Peregrinos con elementos del siglo 16, son una muestra de lo que se puede visitar en pocos minutos. Al continuar el recorrido se llega al poblado El Valle de Arriba, como se le identifica, ya que existen también Valle del Medio y Valle de Abajo. Pronto el interés por observar los pasos en la elaboración de los dulces se manifiesta en una y otra interrogante; “la gente que no conoce la molienda es muy curiosa, quiere saber todo”, refieren los trabajadores. El proceso inicia desde que se efectúa el corte de la caña sembrada en dos terrenos cercanos al arroyo y se arrima a los patios. Entre 10 y 12 tallos se introducen cada vez en el molino que funciona con tractolina, para extraer el aguamiel, que se recibe en un registro donde una manguera lo conduce a una pila, de donde pasa a los cazos de cobre revestidos de madera en su interior y colocados en el horno. “El horno trabaja con diesel; el soplete jondea la lumbre hacia adentro y por la chimenea se desfoga el humo”, explica con sencillez Efrén Amarillas. Y agrega que decidieron moler sólo los fines de semana, porque la gente ya no quiere sembrar caña en sus terrenos de temporal no sólo porque es una cosecha al año, sino porque están convencidos que no paga. “Nosotros somos 12 personas en esta pequeña industria, seis en la producción de materia prima, que se empieza a batallar desde marzo hasta diciembre, y seis en lo que es la molienda, o sea, la elaboración de los productos”. Atraídas por el dulce, cientos de abejas revolotean con familiaridad entre las personas y en las rústicas instalaciones; un poco de temor invade a los que llegan, pero los que están acostumbrados a su presencia, argumentan con la franqueza y sonrisa espontánea característica de la gente campirana que “no pasa nada, nada más no hay que aplastarlas porque entonces sí pican”. María Esther Sánchez Armenta

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Con una cuchara gigante se revuelve una y otra vez la miel, hasta que mojando sus dedos en agua fría uno de los experimentados trabajadores los introduce al líquido hirviendo para “medir” su espesor y decidir si tiene el punto exacto para empezar a fabricar apanizadas, melcochas, melcochas jaladas y los piloncillos con y sin cacahuate. Aquí en este momento se actúa con rapidez para que no se cuaje antes de llegar a los moldes.

Agrega que es importante conservar las tradiciones, “en especial ésta, porque es herencia de mis padres, es herencia para mis hijos, a los que ya enseñamos a querer este trabajo. Así como a Mocorito lo identifica su chorizo y chilorio, así a El Valle, la molienda”. “Mi papá empezó con molino de madera, después jalado con bestias, y ahora está el de diesel”. Destaca que los visitantes más asiduos son de Guasave, más que de ninguna otra parte, aunque vienen de Culiacán y Guamúchil también. En diciembre es cuando se registra mayor movimiento por las personas que vienen de vacaciones, y “los que viven en el otro lado (Estados Unidos) compran mucho para llevar”. En esta fabricación 100 por ciento natural, la gente muestra gran preferencia por la conserva de papaya, el producto más laborioso. Socorro explica: “se compra la papaya, se pone en agua caliente para quitarle la leche y no haga daño a las manos; poco después hay que pelarla, partirla, sacarle la semilla, hacer tiritas, gajitos que se curtirán en cal. El paso siguiente es cocerlos todo el día en miel. Pero como el ingenio de los sinaloenses no tiene límites, encontró otras formas originales de consumir la miel cocida, acompañada de buñuelos, queso, asadera fresca o requesón como postre, o simplemente en pan o con una tortilla de harina. Y aunque la molienda en su trabajo normal termina, durante algunos meses más los nativos y de los alrededores acuden a comprar algunas piezas de dulce. “No todos los años son malos, y la gente ya sabe que a veces queda un poco de producto alrededor de dos o dos y media toneladas. Se vende despacio y así nos sirve para irla pasando”. Los propietarios de esta miniempresa luchan por conservarla y manifiestan su preocupación de permanecer, ya que antes había alrededor de cuatro, donde los propietarios tuvieron que desbaratar su trapiche, vender sus cazos, tablones... Sus deseos se resumen en pocas palabras, “sentimos mucha alegría que aún quedamos para seguir dando a conocer al pueblo, El Valle, y que en muchos hogares sus moradores gusten de los dulces que hacemos. Ojalá y Dios nos conceda seguir en esta tradición”.

Natural, sin conservadores La elaboración de cada dulce tiene características muy especiales. Por ejemplo, para obtener la apanizada se echa la miel ya recocida en una base de madera, se le agrega cacahuate y se revuelve con una espátula. “Aquí el tiempo se mide ‘a buen ojo’, pues si no se calcula bien ya no se junta”. Otro más es la melcocha, que tiene que bajarse de los cazos un poco quemadita, ya que se determina la cantidad necesaria para los piloncillos, se deja que el resto se requeme más, se lava en una piedra de cemento, se le echa la miel gruesecita hasta que enfríe un poco y se jala en un clavo hasta que da el punto y se hace blanca. Se vende en trozos, y se le conoce como melcocha jalada torcidita. El noroto es la espuma de la miel, al que se le agrega un poco de jugo de caña. Hay que dejarlo hervir en una enorme tina de cobre, la cual se coloca en un hornillo de leña, alrededor de 5 horas. La tradición de envolverlo en una hoja seca de elote ya no se usa, ahora se vende en bolsa o en botecitos. Los piloncillos con cacahuate tienen un proceso sencillo. Ya que la miel está llegada (en su punto) se baja a la canoa, se le echa el cacahuate y se vacía a los moldes humedecidos previamente para que cuajen. “A la gente le gustan todos los dulces regionales, compra de todo, pero creo que les gusta venir a El Valle para pasearse, que chiroteen los niños en el arroyo, suban al cerro. Traen hasta lonche y pasan aquí todo el día”, refiere Socorro González, dueña de la molienda que suma ya 59 años. María Esther Sánchez Armenta

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Ahí vendía raspados, sodas y por supuesto nieve, la cual fabricaba utilizando garrafa de manivela, y con una pala de madera le daba vuelta hasta que cuajaba. Incontables veces vio a su ser querido cómo la hacía y aún más, desde pequeño arriba de la carreta recorría, junto con él, las polvorientas calles para ofrecer su producto a los clientes. “Aunque hace 20 años murió, yo seguí haciéndola, pero suspendí el trabajo un día que las garrafas ya no sirvieron, hasta que hace como 9-10 años mi mamá me las trajo de México, D.F.”.

Nieve de garrafa

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yer, el sonido cantarino de las campanitas se extendía por doquier, hoy la corneta es el símbolo de identificación que causa algarabía a los ávidos comensales, a quienes se les hace “agua la boca” sólo de anticipar el disfrute de la helada golosina. Se empeña en no desaparecer. Cada día jóvenes, adultos, y en especial los niños, ansiosos dejan correr su mirada por las calles donde de un momento a otro verán aparecer la figura del vendedor ambulante que trae en su carreta o triciclo, el preciado antojo. Es una dulce tradición que subsiste gracias al enorme esfuerzo de quienes durante décadas conservan aún el proceso sencillo, rústico, original para preparar la nieve de garrafa. La época actual con sus modas, inversión de empresas transnacionales, en fin, nuevos gustos en colores y sabores que la publicidad con su repetitiva difusión incorpora al ser y hacer de los habitantes, está a la par de los cambios que imprime la cultura tecnológica del menor esfuerzo y ahorro en tiempo. Sin embargo, Martín Serrato no parece brindarle importancia a estos factores. Heredero de la receta secreta para elaborar este helado antojo, inicia su rítmica actividad cotidiana con grandes dosis de energía y cariño. Recuerda que durante más de 50 años, su abuelo, Eligio López Bojórquez, tenía un puesto en la plazuelita donde hoy es la Plaza de los Tres Grandes, en Mocorito, perteneciente al municipio del mismo nombre, el cual se llamaba El Bambú.

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A la vista de todos Ciertamente es costumbre popular muy nuestra el comer en la calle cualquier golosina, más en fin de semana, en que se aprovecha para dar la vuelta por el pueblo o la ciudad con amigos o familiares. Los comensales pronto encuentran a los marchantes, algunos expenden fruta fresca, mejor conocida regionalmente como pico de gallo, aderezada con sal, chile y limón, esquites, elotes cocidos o asados, aguas de sabores, churros servidos en un pedazo o bolsa de papel de estraza, chimichangas y raspados, entre variados y atractivos antojos más. No hay que olvidar los registros históricos que señalan que desde fines del siglo pasado aparecieron en el país los canutos o cañutos, es decir, nieves cuyo molde era un pedazo de caña; más tarde se fabricaron en piezas de estaño, los cuales se conservaban congelados y al igual que hoy, moviendo la garrafa sobre hielo picado y sal. Gustavo Casasola en su libro Seis siglos de historia gráfica de México 1325-1925 tomo II, describe que al brillar el Sol en la Ciudad de México los “gritones” vendedores ambulantes van desfilando en todas partes pregonando su mercancía. Se oye el grito agudo sin persistencia, sin calderón, como cortado de pico. El pueblo oye con placer este manantial de notas melopégicas (canto monótono) al grado de no diferenciar el lenguaje de unas y otras. A estos pequeños industriales que no tienen más capital que sus María Esther Sánchez Armenta

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manos, ni más garantía que su trabajo, se les refleja la intrepidez del luchador que va por el pan de cada día. Cabe decir que las familias se ahorraban muchos viajes al mercado porque todo llegaba a las puertas de sus casas. ¡Helados de nieveeeeee... canutos nevadosssssss! ¡Helados de nieveeeeee... de limooooooón y lecheeeeee.... canutos nevados! En esos tiempos lo más común era ver cómo los comerciantes equilibraban sobre su cabeza un bote de nieve y hielo, y en la mano una canasta con cucharitas y platos de peltre. SABOR CASERO Martín Serrato precisa que consigue la leche bronca de vaca desde el día anterior, para no perder tiempo; temprano la hierve y agrega los ingredientes de su fórmula secreta. La vacía a una vasija de acero inoxidable, la introduce a la garrafa de madera y alrededor echa hielo picado y sal. De esa manera empieza la danza de sus manos y brazos, movimientos continuos en sincronía, interrumpidos brevemente sólo para agregar más hielo y sal, en un total de tres ocasiones, hasta que la mezcla queda en su punto transcurridas dos horas. “Acto seguido, durante media hora procedo a despegarla, porque se pone casi hielo”. La jornada continúa, ahora hay que recorrer las calles y tocar la corneta, símbolo de que la nieve sabor chocolate, piña o fresa, está lista para degustarse. Un cliente tras otro lo detiene a su paso. Más tarde llega a las afueras del jardín de niños, donde ya lo esperan sus fieles consumidores, quienes no dudan en señalar su preferencia por la de vainilla. Varios coinciden en expresar: “lo único que puedo decir es que es muy buena; la he probado desde que nací, me quedó, yo creo, grabado en el subconsciente el sabor desde entonces”. Otros coinciden en que “el joven recibió buena herencia, ya que la aprendió a hacer bien”.

“A mí me gusta porque es la meramente original, y aunque el difunto Eligio fue el que la inició, este muchacho siguió las andadas del tatita, y nos gusta mucho. No se me olvida que el abuelo de él se llevaba con un tambo dándole vuelta y vuelta, a puro pulmón, y ya ve, cómo no perdemos el gusto de comerla, oiga”. Por su parte, su vecina cuenta la anécdota siguiente: “yo vivo enfrente de donde era la casa de su abuelo, recuerdo que una vez cuando yo era niña estaba en el portal de mi casa mirándolo para ir a comprarle en cuanto terminara de darle vuelta a la garrafa, cuando menos me di cuenta, volteé y ya no estaba; mis hermanos y yo dijimos: ¡se nos fue ‘Tilín’ el de la nieve, y corrimos afuera del kínder a buscarlo. A veces cuando queríamos comprarle en su casa nos decía: ¡no, no, no, si les vendo aquí se me acaba y entonces ¿qué voy a llevar al centro?”...

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¿Innovación? tradición Hay muchos comentarios de mi nieve, dice Martín, “a algunos les gusta el sabor, servida en cono, barquillo o en vaso, y a otros que porque no está bofa, que la hago maciza, a punto de hielo. Es una tradición que pienso a mi vez enseñársela a mis hijos. Me gusta mi trabajo porque no me mato tanto como lo haría en otro oficio. No quiero que se pierda esta tradición pueblerina y además no debemos cambiarlas. A mí me dicen: ponle un motor para que al batirla en la garrafa, ya no te canses; a la mejor es la misma, o no, pero a mí me gusta conservar lo rústico, natural”. No existen grandes fábricas, ni fuertes compañías en escala, ni flotillas para vender este sorbete helado de sabor afrutado, pero insiste con sus rústicos instrumentos, no alterar la costumbre de fabricación.... quizá en él se arraiga un cariño profundo por su identidad. Si las costumbres son esas actuaciones individuales o colectivas a las que se llega por repetición, las tradiciones se yerguen como cada uno de los valores ideológicos, especialmente culturales, transmitidos de generación en generación, y que forman el sustrato psicológico básico de una colectividad y se traducen en ritos, folklore... María Esther Sánchez Armenta

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Mil y un detalles conforman el paisaje cotidiano, el entorno, como las campanas de los templos que llaman a misa, los recogedores de basura, el vendedor de agua purificada, el carro de sonido con sus altavoces a todo volumen anunciando la existencia de elotes, sandías, melón chino o verdura fresca, el tamalero, el pregonero que ofrece conserva de papaya, el vendedor de ajos, plumeros, escobas, macetas... Tal vez la presencia de los comerciantes ambulantes alrededor de parques, plazuelas, estadios, escuelas, esquinas y calles de gran circulación, mercados, o durante fiestas cívicas, religiosas, carnaval, en fin, donde se reúnen cientos y hasta miles de personas, parece tan común, familiar, que no da lugar a la extrañeza, pero que con la diversidad de su mercancía contribuyen a reforzar las tradiciones. Sencillas o elaboradas, ordinarias o extraordinarias, todas y cada una nos enriquecen como sinaloenses, como mexicanos, al reconocernos en ellas, y ojalá no sea muy pronto el que la nieve de garrafa se encamine a quedar en las páginas de la historia como un recuerdo. Hasta en el más escondido rincón de la geografía de nuestro país la oferta de alimentos sintéticos, industrializados, golosina “chatarra”, es enorme y de ninguna manera se intenta competir con su volumen de producción, pero sí es decisión personal cultivar el gusto por la gastronomía regional, por sencilla que ésta sea, pero que produce deleite a la vista y al paladar y a cuyos ingredientes básicos se agrega uno muy especial: cariño.

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Nidos de chararaqui

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lora y fauna en completa armonía, y aunque los montes y matorrales en Sinaloa antaño eran espesos, hábitat ideal para una avifauna regional y migratoria variadísima, por fortuna aún el hombre no ha decidido su extinción. Pájaros grandes, pequeños, bravos, finos, elegantes, de cola larga, argüenderos, traviesos, mosaico de colores y canto de sonido especial, algarabía mañanera. Hoy hablaremos de uno cuyo enorme nido es como una talega colgante (80 cms.), dice un enamorado de sus raíces, el destacado escritor Pablo Lizárraga. “Si lo ves dibujado, pintado o fotografiado en cualquier parte del mundo, al momento recordarás la tierra y sentirás nostalgia. Su popularidad lo hace tener muchos nombres en Sinaloa: chalangantina, chalangantín, chilandrín, charines, chiricahua, chilica, tangalaringa, huerecaldillo, guaricaldillo, chachalaca, chirrelín, etc., y de acuerdo a nuestra creencia, si construye los nidos muy abajo habrá abundantes lluvias, tempestades y ciclones ese año. Si los nidos los hace a la altura media de los árboles, las lluvias serán normales y habrá cosechas, y si los nidos los construyen muy altos, ese año será malo y lloverá muy poco. He estado pendiente de esto y lo he comprobado en años de observaciones”. Chalangantina, chlanqui nite “Canto desentonado”. Hermoso pájaro córvido característico de Sinaloa. Sus colores fuertemente brillantes -negro y amarillo- y de canto estridente y desentonado. Por algo alabó tanto al Creador nuestro cronista del siglo 17, el eminente escritor histórico natural de Córdoba de Andalucía, padre Andrés María Esther Sánchez Armenta

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Pérez de Ribas, cuando dijo: “...Dios haya puesto tanta destreza y arte en esta avecilla para hacer sus nidos”. Cuando se es chamaco es común, normal, buscar en qué divertirse, por ello, fabricábamos nuestros tiradores (actualmente los comerciantes les llaman resorteras), rústicos con horquetas de palo y atadera de hule, o si había dinero los comprábamos en una tienda del mercado. Ya en el monte buscábamos mucho rato hasta encontrar un nido, era dífícil ya que había pocos. El juego o el entretenimiento era colocar piedras en el tirador y así aventarlas hasta tumbarlo. Cuando eres niño ves la altura a la que se encuentran y se te hace inmensa, porque con un gancho aunque el palo esté largo, no los alcanzas. Lo mejor era intentar pegarle arriba para desprenderlo, a la bola no tenía caso, así no se caía, y el que lo tumbaba era el triunfador, coinciden en su recuerdo nativos mocoritenses. La entrada por la parte superior está junto al cuello, que es delgado, pero el nido se ensancha hacia abajo y termina en una especie de gota. Los nidos de chachalaca o chararaca se veían en el Palmar de los Sepúlveda, Sinaloa, en uno que otro árbol, se tenía que caminar grandes distancias para ver otro, están tan bien hechos que ni la lluvia ni fuertes vientos los tumban. No se puede llegar a ellos subiéndose al árbol de guamúchil o de otras variedades silvestres, porque curiosamente el pajarillo busca su seguridad y la de sus crías, por lo que lo hace muy alto cuidándose de los animales como las culebras, ratas, gatos, para que no se coman el huevo. El tejido de los nidos es muy resistente, muy cerrado, y cada vez son más escasos en todo el estado. Es un paisaje típico de Sinaloa, si bien el monte en la actualidad es ralo, menos tupido, aún se les puede ver, por ejemplo, en los municipios de Cosalá, Sinaloa, Angostura, Mocorito y Mazatlán. En tu caminar por los rincones de nuestra bella provincia, deja que la curiosidad te invite a levantar la vista para que admires estos nidos en forma de talega o bolsa larga prendida admirablemente de un árbol.

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Valiosos viajeros

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or aire, tierra y mar se trasladan para unas vacaciones inolvidables. Desde meses la euforia que los invade es contagiante; los viajeros presurosos inician su deambular durante Semana Santa, verano y época decembrina, de Norte a Sur, de Este a Oeste y de frontera a frontera. Ellos son los queridos paisanos nuestros. Aquéllos que un día en búsqueda de oportunidades salieron de su tierra con el sueño de una vida humana mejor, o bien, por azahares del destino, de superación, decidieron radicar en otro lugar. Sin embargo, aun cuando los años transcurren en su inexorable marcha, conservan un cariño especial para el lugar que los vio nacer. De generación en generación, abuelos, padres e hijos, guardan un rinconcito de su mente, donde almacenan vivencias imborrables del jirón de tierra en el que pasaron una parte de su vida. Esos incansables viajeros van y vienen. Se han convertido en grandes y fieles conservadores de nuestras tradiciones, costumbres y difusión de expresiones populares de nuestro país y nuestro estado Sinaloa. Se muestran más que dispuestos a disfrutar lo harto añorado, entre lo que destaca la celosa selección de la exquisita variedad de platillos típicos que ansían saborear. La cocina de la casa, cuyo eje central es mamá, se convierte de pronto en el lugar preferido para la reunión familiar; las manecillas del reloj vagan libremente y las voces resuenan en su frenético andar. No hay horario. La tarde da paso a la noche y abraza el amanecer. María Esther Sánchez Armenta

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Momentos de convivencia inolvidables, indescriptibles. Todo, absolutamente todo, se disfruta. Todos ayudan a mamá en la preparación de tamales de elote, puerco, frijol, garbanzo, ‘tontos’, y los más diversos estilos, de la forma más original, con masa de nixtamal. También pozole, menudo, carne asada, barbacoa, birria, o simple y sencillamente antojitos como tostadas, tacos, gorditas y enchiladas, cualquier comida, lo que importa son esos valiosos momentos de cercanía y comunicación con los seres queridos. No se desperdicia un minuto. Hay tanto qué decir, tanto qué compartir. Meses y hasta años sin verse. Con entusiasmo contagiante, la música regional, la tambora y conjuntos norteños se escuchan, y vaya si se escuchan, durante horas y horas, con el toque especial, que según sus palabras, “le da el estar en la tierra, con los paisanos, con la familia”. Los habitantes de los 18 municipios, desde la costa a la sierra, brindan como siempre la calidez, hospitalidad y alegría que identifican al sinaloense y lo hacen especial, ya que trata a como dé lugar que los visitantes se ‘sientan de nuevo en casa’. El verdor de los valles, los sembradíos de granos y hortalizas, aparecen como un espectáculo hermoso, el cual contemplan con éxtasis, hasta que la mirada se pierde en el horizonte; no se oculta también la satisfacción de disfrutar la serenidad de los médanos, el rugir de las olas del mar y bañar sus cuerpos en las plateadas playas sinaloenses, bellísimas joyas naturales del Mar de Cortés y el Océano Pacífico. No escapan a su contemplación tampoco los más pequeños detalles de su entorno, incluso causa extrañeza verlos cómo admiran el amarillo o singular rojizo de los atardeceres. Sus ojos se llenan del paisaje y parecieran querer desterrar por un instante la nostalgia que en esos momentos ya no tiene razón de existir. Viajeros presurosos, hijos adoptivos de otros estados de la República Mexicana, y en especial, en su mayoría, del vecino país del Norte, han adquirido un nuevo estilo de vida. Paradójicamente en Estados Unidos aparece un fenómeno de singular importancia, ya que a pesar de provenir de puntos dispersos, la María Esther Sánchez Armenta

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sangre latina los hermana en una gran comunidad, pues están unidos en el mismo sueño: luchar por mejores niveles de bienestar.

Hasta pronto Más tarde, la realidad se impone, toca su fin. Los preparativos para la partida se convierten en todo un ritual. Hay que llevar productos típicos como el chilorio, chorizo, carne machaca, jamoncillos, conserva de papaya, asientos de puerco, coricos, bizcotelas, pan de trigo, marquetas de camarón, queso y asaderas “de apoyo”, y tantas otras cosas más, para regocijo de las pequeñas industrias caseras y del comercio organizado, que expenden este tipo de productos. ¡Ah!, y por si no se lo imagina, hasta escobas de vara son llevadas para barrer la ‘yarda’. La música como ‘souvenir’ no se queda a la zaga. Discos y casetes se compran en cantidades considerables, “aunque allá también venden, no importa, trae más ‘chiste’ llevarlos desde aquí”, para ser escuchados diariamente “cuando estemos lejos”, y lo más fuerte que se pueda, durante algún festejo. Aun cuando de manera natural aprecian nuestras tradiciones, sus tradiciones, la distancia le otorga un enfoque especial a aquello que extrañan. Por eso y por el gran amor al terruño que los vio nacer, y por el cordón umbilical que los une, esos paisanos nuestros son valiosos viajeros que van y vienen una y otra vez, su presencia contribuye a la aportación de divisas y a la reactivación económica; también a conservar la esencia de las festividades civiles, religiosas y culturales. Así, listos para emprender el retorno, la emoción de su presencia perdurará en nuestro corazón, hasta su regreso. ¡Buen viaje!

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Argumentan totalmente convencidos quienes lo usan tanto en la zona urbana como en el campo, que no es exclusivo para sonarse la nariz y limpiarse el sudor, también como morral para lonche, y hasta para guardar tabaco, que sí seca, además de rápido de lavar y no destiñe.

Indispensable

Paño, pañuelo, paliacate

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l aire los mece suavemente al colgar de los tendederos de cuerda nylon, piola, mecate de ixtle o alambre, colocados en patios, azoteas o balcones. ¿Desde cuándo son fieles acompañantes?...Desde siempre, de toda la vida, es la respuesta de múltiples nativos que no olvidan traer como parte de su vestimenta un pañuelo. Antes, el original, agregan, era el paño colorado con adornos de hojas o grecas negras; muchos le llaman también pañuelo rojo, paño colorado, la costumbre de nombrarle paliacate llegó después. Escudriñar en el origen de este trozo de tela cuadrangular, accesorio indispensable que acompaña a un sinnúmero de personas, en particular a las del campo, es decir que ya se aprecia en las obras de arte representativas de las grandes etapas del arte mexicano y que constituyen valioso respaldo educativo, motivo de orgullo nacional, como el óleo El Jarabe, de Manuel Serrano, a mediados del siglo 19. También José María Morelos y Pavón (1765-1815), sacerdote y caudillo insurgente que de joven se dedicó a la agricultura y la arriería, y cuya trascendencia histórica registra que al iniciarse el movimiento de Independencia se puso a las órdenes de Hidalgo, quien le encargó levantar a la población del sur del país, declarando en 1813 en Chilpancingo la Independencia de México, quizá sin proponérselo heredó la tradición “A la Morelos”, como lo reflejan las múltiples fotografías existentes donde aparece con el pañuelo anudado en la cabeza. A la región de Sinaloa llegaban procedentes de Guadalajara y México, destacando entre sus características la textura suave, 100% algodón.

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La temperatura varía según la hora del día y el mes del año, de ahí que la ubicación geográfica, el relieve y la cercanía del mar, también ocasionan cambios en el clima, por lo que en Sinaloa en la mayor parte de su territorio predomina el cálido, más intenso en la costa. Por ejemplo, a principios de junio se registraron temperaturas máximas a la sombra de hasta 47 grados centígrados en la zona norte de Sinaloa, en el poblado de Huites, y de 45.5 grados en Choix, según informó el jefe del Servicio Meteorológico de la Caades, Manuel de Jesús Ortiz Acosta, quien pronosticó que continuará haciendo calor en todo el estado. Por supuesto, ello obliga a los pobladores a secarse constantemente el sudor. En su estanquillo Esthela Montes coloca a la vista, al paso de los transeúntes, decenas de pañuelos multicolores con dibujos de flores, grecas, motivos religiosos, donde destaca la imagen de la Virgen de Guadalupe. Su costo promedio oscila entre 8 y 10 pesos. “Los señores mayores lo compran mucho, también la gente de campo y los niños o muchachos que van a salir en algún bailable en días festivos como el Día de la Independencia o de la Revolución Mexicana; tengo de la fábrica Paliacates Azteca y también otros que dicen Made in China. No sé decir si son todos de algodón o ya traen alguna mezcla de fibras sintéticas”. “Acordarme del paño colorado me viene a la mente la imagen de mi tata secándose el sudor, sentado en el patio bajo la sombra de un limonero con su bastón a un lado”, refiere con nostalgia Emilia de Sánchez. Sólo basta detenerse unos momentos y observar a las barrenderas de calles y jardines, a cargadores o alijadores, o bien, al trasladarse a la campiña, ver a los cientos de trabajadores que recolectan o pizcan flores de cempoal, algodón, cacahuate, frijol y todos aquellos productos hortícolas y frutícolas que se siembran en los fértiles valles, entre los María Esther Sánchez Armenta

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que destacan la sandía, calabacita, cebolla de cambray, pepino, berenjena, papa, chile, tomate... Las mujeres jornaleras que trabajan de sol a sol entre surcos, estacas y plantas, aseguran que para desempeñar con más protección su dura jornada cotidiana es indispensable el uso de hasta tres pañuelos para cubrirse cabeza, boca y cuello, no sólo por el polvo y Sol, sino también para minimizar el absorber químicos. “Dicen que somos unas ‘chuchas cuereras’ porque nos los colocamos bien rápido y no se nos andan cayendo, pero imagínese si no supiéramos, pues son parte de nuestra ropa de trabajo, y a veces nos quedamos con ellos puestos y ni cuenta nos damos”. En los festejos tradicionales de los pueblos, donde se efectúan carreras de caballos, los jinetes no olvidan amarrarse la cabeza con un pañuelo, para evitar que el cabello por la fuerza del viento se les venga a la frente, y también para que el sudor no obstruya su visibilidad. Cuentan los nativos que a Leopoldo “Polo” Sánchez Celis, gobernador de Sinaloa en el periodo 1963-1969, le apodaban “El hombre del paliacate”, porque de alguna forma lo puso de moda en su campaña, lo traía siempre anudado al cuello. Al salirse de las normas establecidas en cuanto a la indumentaria tradicional, quizá este político cosalteco quería proyectar una identificación con el sinaloense del campo al usar una prenda típica como distintivo, que contribuyera a la forja de su imagen, de su personalidad. Este político dejó una huella tan importante en los escenarios de Sinaloa, que el historiador Nicolás Vidales Soto publicó el 2006 un libro titulado El hombre del paliacate. No escapan al ingenio popular las coplas que se heredan de generación en generación, también adivinanzas, el llamado Juego del Paliacate, donde los niños se divierten durante la hora del recreo, y por supuesto el formar ingeniosas figuras con este multicolor pañuelo.

mayo y propiciatoria de la buena caza, o las que se efectúan durante la Semana Santa, ceremonias mezcla del pensamiento religioso indígena prehispánico, con las nuevas enseñanzas de la religión católica. Los principales personajes son los judíos (jurasi en lengua mayo), llamados así por el atuendo que usan, el cual consta de un largo paño bordado que cubre totalmente la cabeza, dejando libre la nariz y los ojos. En ciertas ocasiones llevan paliacates en el rostro para protegerse la cara de posibles raspaduras de la máscara. Los mayos, nuestra herencia indígena, usan mucho el paliacate y han conservado su afición por la danza y la música a través del tiempo, que les permite exponer su especial sentimiento artístico y cultural, reminiscencia de su grandioso pasado. Y qué decir de los famosos matachines, una de las danzas más generalizadas dentro de las comunidades indígenas del país, que utilizan un atuendo sumamente colorido, el tocado es un armazón hecho con carrizo o en ocasiones vara de guásima, el cual forran con listones, adornan con flores de papel, collares, moños, pero tiene la característica que nunca se pone sobre la cabeza descubierta; para ello utilizan pañuelos anudados de tal forma que cubren cabeza y cuello... El maestro de danza folklórica, Antonio López, refiere que son muchos los estados que usan en sus bailes el paliacate, como por ejemplo Hidalgo, San Luis Potosí, Colima, Tamaulipas, Guerrero, donde en el baile de La Iguana los bailarines lo mueven con destreza. En Sinaloa se usa especialmente el rojo con el grabado tradicional; de alguna forma se intenta representar a la clase trabajadora de los campos del país. Se anuda al cuello debajo de la camisa, para absorber el sudor. No hay que olvidar que esta prenda forma parte en mayor medida de las costumbres del hombre de rancho, serrano, por el tipo de actividades productivas que desempeña, no así el de la costa, por ejemplo los pescadores, que incluso andan semidesnudos, es decir, sin camisa y con pantalón corto. El pañuelo, fácil de conseguir y de precio accesible a una gran mayoría, antes lo expendían “los varilleros”, mercerías y boneterías; hoy se le encuentra por doquier en cualquier mercado, tienda de ropa, auto-

Danzas Cuánto hay que señalar de esta expresión de carácter mágico, como la danza del venado, la más representativa de las tradiciones del pueblo María Esther Sánchez Armenta

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servicio, que aunque ha sufrido modificaciones en su colorido, diseño y reducción en su tamaño, su uso es tan variado hasta para usarlo como mascada, corbata y adornar sombreros cuando se va a la playa o a paseos donde es necesario protegerse de los rayos solares. Muchos nativos aún atesoran el recuerdo del pañuelo recién lavado “con olor a limpio, a jabón de pasta Azul o Sol, en los ya lejanos años 30”. Una prenda que encierra encanto peculiar, y que por fortuna es aún rasgo de identidad de quienes han decidido conservar su uso indefinidamente como testimonio de un sencillo hábito en la vestimenta de los nativos de estas cálidas tierras.

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Gastronomía: El paté de camarón

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scuinapa, pueblo del mar, naturaleza hirviente en los hombres y mujeres que saben del disfrute cotidiano en los placeres de un arte culinario que aún nos sorprende. Es la puerta sur de entrada a Sinaloa. De rico pasado prehispánico. Importante productor y exportador de camarón y mango. A 98 kilómetros al sur de Mazatlán y a 313 de Culiacán. Y en este viaje por lo nuestro es posible contemplar plantaciones de mango y empacadoras, viveros, granjas avícolas, ganado pastando, además de la hermosa panorámica que brinda la Sierra Madre Occidental. Pequeñas y sencillas poblaciones se integran naturalmente a la acuarela del paisaje: Aguacaliente de Gárate, El Huajote, Tablón No. 2, Tablón Viejo, Tablón No. 1, Las Higueras, la ciudad de El Rosario, 13 kilómetros de recorrido más y se llega a Escuinapa de Hidalgo. Escuinapa colinda al norte con el municipio de El Rosario y al sur con el estado de Nayarit, de ahí que a los nativos no les molesta ni resulta extraño escuchar comentarios sobre el acento costeño sinaloa-nayarita en su habla cotidiana. Potencial de desarrollo. Rincón provinciano que no oculta su pasado. Caminar por sus calles es admirar la bellísima arquitectura ecléctica del Palacio Municipal, la plazuela Ramón Corona, la iglesia de San Francisco de Asís, y por supuesto, constatar la hospitalidad de los escuinapenses, quienes se enorgullecen de las famosas playas de Teacapán, y el acceso a otras de hermosura inigualable como La Tambora, Los Ánge-

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les, y claro está, Las Cabras, donde se realiza a fines de mayo la popular Fiesta del Mar de las Cabras, que reúne a cientos de visitantes. Asimismo, a Escuinapa se le considera uno de los principales exportadores de mango, cuyo fruto ha logrado proyectar a los mercados de Holanda, Suiza, Bélgica, Francia, Japón y los Estados Unidos de Norteamérica. Originalidad. Mucho qué decir y conocer, como los famosos tapos, sistema típico, rudimentario de pesca, para represar el camarón, de ahí que es obligado hablar de la comida que se prepara con los productos del mar. Si bien hay platillos que han desaparecido de la cocina escuinapense, como los ostiones en caldo sazonado con orégano, los olanes de callo de hacha y el estofado de caguama, otras recetas se han empobrecido y algunas más modificado, pero lo más importante es que al paso de los años se valora aún la tradición, no importa que la cocina moderna adopte diferentes técnicas y sensibilidad contemporánea. Su riqueza es inagotable, ya que cada región de la República Mexicana posee especial y típica materia prima que permite la elaboración de recetas auténticas, que matizan y corroboran una realidad múltiple, peculiar y suculenta. Porque sin lugar a dudas parte de la cultura de un pueblo, elemento forjador de identidad pero también de alegría y placer, la constituye su comida. Sí, esos platillos que van desde la elaboración más sencilla, hasta la preparación exótica. Por ello, siendo tan pródigas nuestras costas, difícilmente se desaprovecharía el preparar deliciosos manjares. Entre el menú regional que constituye un atractivo especial para los visitantes de cualquiera de los restantes 17 municipios, de nuestro país y el turismo extranjero, destaca el atole de ciruela, arroz con ostiones, almejas con huevo, tacos dorados de camarón, gorditas de manteca de res y de gallina, tejuino, tixtihuil, camarones rancheros, cocidos, empanizados, en ensalada, empanadas, los tamales botaneros, de camarón, picadillo y barbones, y por supuesto el paté de camarón. Mosaico de olores, colores y sabores inigualables en nuestra cocina, así, el exquisito paté, el auténtico, se puede degustar en abundantes María Esther Sánchez Armenta

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porciones como aperitivo, bocadillo, botana o entremés, acompañado de tostadas, totopos o galletas. La receta de una apasionada de la cocina, la odontopediatra nativa de Acaponeta, Nayarit, pero radicada en Guamúchil, Anahogui Nonaka de Santiago, es la siguiente:

Ingredientes Camarón cocido y pelado. Chile morrón. Chile cola de rata (al gusto). Ajo. Limón. Mayonesa.

Preparación El ajo y el chile cola de rata se tateman en el comal y se remojan en limón. El camarón ya cocido, se pela y muele muy bien. En la licuadora se vacía el chile morrón, el chile cola de rata, ajo y limón, y se agrega el camarón. Finalmente se incorpora la mayonesa y se le agrega sal para sazonar. El paté de camarón constituye así un aderezo fundamental en el trajinar de la vida cotidiana, preparado con amor y cuidado, con ese punto especial que sólo la manufactura casera puede hacerlo.

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Peines para piojos

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l recuerdo provoca reacciones de risa, y se salpica de anécdotas. Esto es así porque espulgar era y aún lo es, aunque en menor medida, una costumbre de la vida cotidiana. Epidemia democrática que no distinguía clases sociales en alumnos de escuelas públicas y privadas. Las madres de familia después de terminar las múltiples labores diarias, salían al patio o al frente de la casa, cada tarde aún con luz del día, a espulgar un rato a una hija, después a otra, y así, hasta disminuir el problema del empiojamiento. “Estás tupida”, “te volviste a poblar”, “te blanquea la cabeza”, “te surtiste”, expresiones frecuentes para señalar que estos pequeños insectos de color gris, café o negro, que se alimentan de sangre humana para sobrevivir y que ponen huevos (liendres) en el pelo, las habían invadido. De esta plaga histórica, científicos la han encontrado en cueros cabelludos de momias egipcias antiguas; incluso, se afirma que Cleopatra tenía su propio peine fino de oro. Estos parásitos viven en la superficie del cuerpo humano, especialmente en la cabeza. La infestación se llama pediculosis. No tienen alas, se arrastran y viven en el cuero cabelludo de las personas. Se alimentan en cantidades diminutas de sangre, lo que causa una intensa comezón sobre todo en la nuca y detrás de las orejas; tienen seis patas que terminan en pequeñas garras con las que se adhieren al pelo, y una pequeña cabeza con un aparato bucal preparado para picar y succionar sangre. Su promedio de vida es de 30 días, y durante ese lapso cada

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hembra es capaz de poner hasta 200-300 huevos (liendres), que darán lugar a nuevos piojos. Madres y maestras son expertas en diagnosticar esta parasitosis, al ver a los niños rascarse de manera continua y fuerte. Los peines eran de metal, hoy existen eléctricos, pero los más comunes y baratos son de plástico. El uso inicia desde el cuero cabelludo y se arrastra con un movimiento firme por todo el pelo, para que los insectos caigan en un lienzo, y así aplastarlos con las uñas de las manos; las liendres se extraen de manera manual, pues son difíciles de remover. Antes había más epidemias, como la sarna, jiotes, nacidos (clavillos), tiña y piojos. Además, había quienes tenían más “humor” para criarlos. Los recuerdos se agolpan presurosos y María Elena Torres Sánchez, ríe a carcajadas al referirse a la orden de mamá que más se temía en la infancia: ¡tápate la cara y recarga las manos en el lavadero porque te voy a echar flit! Y así, sin conocer los efectos tóxicos, con una bomba manual se impregnaba la cabeza, colocándose durante horas una bolsa de plástico. En las casas se oían gritos: ¡si no te cuidas de las piojosas voy a tener que usar jabón del perro agradecido; ¡no te juntes con fulana porque te los va a pegar!, ¡eres la madre de todos los piojos!, ¡te voy a pelar, chamaca piojosa!, ¡no te buigas (muevas)! Por fortuna, para combatirlos existen ya múltiples y económicas soluciones piojicidas que se compran en cualquier farmacia.

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El petate

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n América Latina la voz petate se conoce en todo el continente hispanohablante. Aún es hecho a mano y los artesanos sinaloenses se convierten en guardianes de esta tradición, que es una expresión de auténtico arte popular. En mercados de Sinaloa se les encuentra a 80 pesos en promedio el liso, y a 120 con tiras de colores (pintados con palo de brasil y anilina) traídos de Puebla. Se enrollan y colocan en lugar seco para que no se quiebren y así garantizar mayor duración. La historia de la cultura de México es, en verdad, fascinante. Largo desarrollo que no se puede minimizar y menos aún ignorar. La laboriosidad de los nativos despierta nuestra capacidad de asombro y admiración. Es la herencia de la tradición. Patrimonio cultural vivo. Su valor artesanal se inscribe en la categoría de arte mexicano, folklórico, puro, original, auténtico. Los dibujos de los códices prehispánicos de México y los relatos de los cronistas hispanos de la época de las conquistas, se refieren a dos elementos básicos que existían y aún subsisten para dormir: el petate y la hamaca. Artesanía. Múltiples piezas se confeccionan con palma, desde escobillas, abanicos, costureros, guaris, sombreros, colote (cesto o canasto), figuras religiosas, navideñas, nacimientos... pero toca el turno hoy al pe-

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tate, al que dentro de los términos costumbristas se le define como una estera tejida con hojas de palma que los indígenas usan como colchón y es parte indispensable del mobiliario de su vivienda. Petate es una palabra náhuatl, petatl, que efectivamente designa una estera hecha de tiras entretejidas de hojas de palma que sirve para sentarse y acostarse sobre ella, así como para tapizar muros, paredes o decorarlo como tapete (alfombra para el piso de cualquier lugar de la casa); como ataúd, para secar el maíz y el café; también se elaboran de tamaño pequeño para usarlos como manteles individuales en la mesa. Los petates se colocaban y aún está vigente esta costumbre, simplemente en el suelo, encima de las camas de correas, catres de jarcia e incluso de la cama aunque tenga colchón, para paliar un poco el clima cálido, en particular, de las tierras sinaloenses. Costumbre funeraria prehispánica en Mesoamérica. Los muertos eran enterrados bajo el piso, entre los muros de las casas; los aztecas incineraban los cadáveres, también adoptaron el uso de cuevas mortuorias, o templos mortuorios subterráneos. Las crónicas antiguas describen un depósito cerca de Achiuhtla, Oaxaca, llamado La Candelaria, que contiene miles de cadáveres envueltos en petates. Y es que eso de tender antaño a los muertos para su velación en una tarima con petate, cubierto de flores alrededor y arriba del cuerpo, era común, los familiares iban al monte a tomar de la flora regional silvestre tabachines, bugambilias, flor de San Juan, de San Miguelito, o las rosadas coronitas, para cumplir con el ritual antes de depositarlo en su última morada. La profesora María Concepción Pérez Camacho recuerda como si fuera ayer: “me quedó muy grabado cuando era niña cuando murió un señor de la sierra de Mocorito, que no tenía ningún familiar. Lo trajeron al pueblo para enterrarlo y lo envolvieron en un petate, lo amarraron con mecate como si fuera un tamal y llevaron al panteón. Yo creía que así enterraban a los muertos. Tiempo después vi que cuando alguien moría llegaba el carpintero y con una cinta medía al muerto para hacerle una caja, era de pino, muy rústica, después lo metían en María Esther Sánchez Armenta

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ella y dejaban los clavos de la tapadera a la mitad durante el velorio, ya en el panteón destapaban la caja para que los seres queridos vieran al fallecido por última vez y ahí martillaban todos los clavos; cada golpe era señal de que ya pronto lo enterrarían, y recuerdo cómo me impresionaba que en ese momento la gente lloraba mucho más, porque había llegado el final, la despedida”. Venta. Nativos del norte, centro y sur de Sinaloa señalan que los vendedores andaban por las calles con los petates enrollados, llegaban a la puerta de las casas y los ofrecían en diferentes tamaños; no se tenía curiosidad de preguntar de dónde los traían o quién los hacía, simplemente comprar uno o dos, según las necesidades de la familia. En la República Mexicana lugares como Sonora, Guanajuato, San Luis Potosí, Zacatecas, Michoacán, Puebla y Guerrero, destacan en sus tejidos. El trabajo artesanal lo realizan en pequeñas industrias caseras con equipo mínimo, si bien les exige en mayor o menor medida destreza manual y artística en la fabricación de estos objetos funcionales, útiles o decorativos que agraden estéticamente. Pueblo petatero. Interesante resulta mencionar que Sabana Grande, en Puerto Rico, es conocida como la Ciudad del Petate, porque en la región crece la palma cuyo nombre botánico es Thrinax Morrisii, llamada palma de petate o palma de cogollo, que no tiene tronco como la común, y con ella se elaboran diversas artesanías, en las que sobresale el petate. Su famoso Festival del Petate nace en 1979 con el propósito de realzar las artes y cultura, mantener vivas sus costumbres autóctonas, testimonio fiel de su patrimonio, estampas de su folklore, o lo que es decir, lo auténtico de su cultura. También en Nicaragua y Honduras existe la tradición de tejer petates. Encontrar a los tejedores sinaloenses es trasladarse al municipio de Sinaloa, mejor conocido como Sinaloa de Leyva, en el norte de la entidad. Después de la cabecera hay que transitar por caminos de terracería, donde el paisaje de la típica arquitectura regional con las viviendas de techo de palma se vuelve común. La hospitalidad de la gente del medio rural se comprueba de inmediato. Así, Manuela Higuera, de la comunidad La Higuera, explica:

“aprendí desde chamaca, mirando. Recuerdo que de niña me sentaba al lado de mi abuela a verla tejer. Tejí mucho cuando estaba nueva, sólo pensaba en terminarlo rápido para venderlo y agarrar dinero. Ahora sólo pienso en su utilidad. De mis cuatro hijos sólo una quiso aprender. Aunque es cansado, porque duele la cintura al estar sentada en el suelo y por horas en la misma posición, creo que una gente que está de oquis piensa mil cosas que no dejan nada bueno, y al tejer uno se desenchufa. Es muy fresco, cómodo, se descansa a gusto, no se tiene que estar lavando, porque entonces se pudre la palma y se hace amarilloso, además cuando se estrena para que dure más tiempo y amacice la palma, para que se reteja, se rocía con agua y sal. No creo que la tradición se vaya a perder, porque ya tiene muchos años, sobre todo en los ranchos de Sinaloa, es cuestión de cada quien el querer aprender, además la palma nace donde sea, yo uso la del cogollo cerrado, la palma bajita con la que a mi gusto queda mejor el tejido, porque es más dócil de trenzar, aunque también hay palma alta. El estilo que conozco es sencillo, de ojos, se le llama. ¿Cuánto me tardo en hacerlo? No hay prisa, así que tres días y tengo un petate liso”. Irma Valdez vive en la comunidad Santa Quiteria, Sinaloa, ahí hay muchos tejedores, hombres y mujeres, al igual que en los poblados vecinos. “¿Qué quiere saber? Soy ama de casa y le dedico al tejido dos horas en la mañana y una en la tarde todos los días, después del quehacer diario. A veces hago para el uso de la familia, otras para venderlos, depende del tiempo puedo tardar de dos a cuatro días en hacer uno. Las medidas varían, puede ser matrimonial, del tamaño de un catre, de una cuna, según las necesidades. A veces los tejo en la mesa, otras en el suelo, se cansa uno porque está sentado y se enfrían los huesos. El proceso es sencillo: primero se corta el cogollo verde, se pone a secar extendido en el suelo aproximadamente dos días, cuidando de que no se humedezca o le llueva porque se mancha. Ya seco el cogollo se moja y limpia con un cuchillo para destallarlo, adelgazarlo y así quede listo para tejer totalmente a mano, no uso agujas de madera o cualquier otra

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herramienta. Durante el tejido se cruzan las palmas, se doblan siempre para atrás para que no quede reborde y tenga doble vista, es decir, que se use por los dos lados, metiendo las tiras cortas y largas una y otra vez, se aprietan con un cuchillo y así es como se avanza hasta terminar. Me gusta la palma chiquita, la grande es más reseca, se troza a cada rato. Hasta vergüenza me da decirlo, pero cuando vienen a comprarle a uno los vendedores de abarrotes o de cualquier comercio, pagan sólo 30 pesos, una miseria. Es cierto que me gustaría que no se perdiera esta tradición, pero que la valoren, que nos compren a mejor precio, el trabajo es pesado porque está uno doblado, lleva mucho esfuerzo, más en tiempo de calor, lo bueno es que los artesanos tenemos mucha paciencia en este oficio 100% con las manos. Y así, alrededor de este trabajo artesanal, no podía faltar la picaresca de los refranes y expresiones que ponen sal y pimienta a la jerga idiomática de los pueblos. Hay un petatal. (Muchos petates). Tiene un petazol. (Petate viejo con las orillas destejidas). Se petatió. (Murió). A punto de petatiarse. (Casi se muere). Petatearse. (Morirse, por alusión a que antes se enterraba a los muertos envueltos en un petate). De esas pulgas no brincan en mi petate. (Como no le hacen caso en su conquista, utiliza la ironía de que no están a su nivel). ...Y el petate del muerto. (Que hay mucho más de qué hablar del tema). Llamarada de petate. (Algo que dura poco tiempo). Preservar este oficio no cuesta nada, ¿por qué entonces no motivar a la juventud a desarrollar su potencial creativo en esta tradición?

Sus casas eran de petate, lo cual hizo que a la región del río Sinaloa los españoles le dieran el nombre de Petatlán, que en lengua nahoa significa “lugar de petates”. Las casas tenían la forma redonda con techos cónicos, bardadas de esteras o petates, tipo de habitación generalizado en la región que abarca Sonora y Sinaloa. Ocuparon el área que hoy forman los municipios de Ahome, El Fuerte, Guasave, Sinaloa y parte de Choix. También los achires (Culiacán y Angostura) y tamazulas (Guasave) llegaron a desarrollar gran habilidad para el tejido de petates, con lo cual se protegían de las inclemencias del Sol y les servía como lecho. Nicolás Vidales Soto Investigador

Sinaloa: Un Estado con Historia Cahitas. Grupo prehispánico (época anterior al arribo de los españoles). Pueblo guerrero, sedentario, agricultor, que también se dedicaba a la caza y a la pesca. María Esther Sánchez Armenta

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La pilingrina

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e “pintaban mejor las rayas cuando llovía, además de que se jugaba más a gusto pues no había tierra suelta, y al brincar en el lodo, ¡pas!, caía el piesón en el cuadro sin resbalarse y no se tentaba raya” María de Loúrdes Sauceda Avendaño ¿A qué jugamos?... ¡A la pilingrina! Primera. Segunda. Tercera. Cuarta. A tirar prenda. Con un pie, con los dos, pisaste raya, yo sigo, casita, ¡gané!... expresiones familiares para quienes recuerdan uno de los pasatiempos infantiles más jugados: la pilingrina, peregrina o también llamado, en el sur del país, avioncito. Infaltable ayer, cobra nuevos bríos entre la niñez de hoy. No cuesta nada, no exige lugares especiales, ni días, ni horas. Unos metros de tierra libre de ramas constituyen el escenario ideal. Un poco de ceniza o de cal para pintar los cuadros, y si no hubiere, entonces un trozo de vara o el dedo de la mano es suficiente para marcar el contorno; en piso de cemento el trazo se hace con gis (arcilla terrosa blanca), como el usual en el pizarrón que utiliza el maestro en el aula.

Torbellinos Recordar los juegos de los niños y niñas de ayer, adultos hoy, es María Esther Sánchez Armenta 277

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desprender un instante el baúl de la imaginación, donde aparecen naturalmente imágenes de chiquillos bulliciosos, traviesos, con permanente deseo de diversión, que jugaban en su pequeño pueblo o ciudad medio rancho todavía, en el patio de su casa, en la calle o en cualquiera de los muchos solares baldíos. Así llegan al presente el juego de pelota en la pared del 1 al 12, mapa, conea, matatena (pinyex), salta y la piedra, el chicote, roña, encantados, bote robado, stop, cinto escondido, brinca mecate, la cuerda, elástico, media, volibol, la culebra, estatuas de marfil, tacón, hoyitos, toma todo o pirinola, aros, chinchilegua o burra vieja, las escondidas, al súper, calabaceado, la momita, gallina ciega, cebollita, comiditas, cuatrito, la botella, los colores, catotas (originalmente bolas de barro endurecido), la cárcel, a la casita, la rueda de San Miguel, agua de té (matarile)... Juegos sanos, divertidos, acordes a la infancia, inocentes, ingenuos, rosas, drásticamente modificados y hasta suplidos por el avance cibernético y su mensaje de violencia, poder y competencia. ¡¡Ah!!, exclaman nativos sinaloenses, “fue una niñez preciosa, feliz, inolvidable, la añoranza es inevitable, pues quisieras, sólo por mencionar un juego de antaño, ver a tus hijos o sobrinos cuando van de paseo al mar, trazar con un caracol o concha el contorno de la pilingrina, escucharlos reír, verlos brincar con entusiasmo, con libertad; pero no, su niñez parece perdida, robada, incluso demostrando a cada instante su precocidad”. Otros más no vacilan en asegurar que en los barrios de “antes” había una verdadera convivencia, vecindad, se formaban grupos que ansiaban la hora de jugar, de platicar de espantos, leyendas como La Llorona, El Catrín. “Nos colocábamos a ras del suelo, en rueda, casi en penumbras, alumbrados sólo por cachimbas o lámparas de petróleo, pues la luz eléctrica había sólo en las casas, no en las calles, lo que hacía más emocionante la diversión cotidiana. Aparece también la imagen de nuestros padres, o abuelos, arrullando en brazos a los niños, con aquellos cantos que se quedaron en el corazón para siempre, el murmullo de sus pláticas ‘de grandes’, de ‘adultos’, y nosotros ‘la plebada’, integrantes de familias numerosas, en la edad de la travesura, suspirábamos porque no nos llamaran a dormir”. María Esther Sánchez Armenta

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Cómo olvidar que México, entre su gran riqueza cultural, incluye los juegos y juguetes tradicionales, y que algunos datan alrededor de 4 mil años. Y acaso ¿no es la cultura de los pueblos todo lo que caracteriza la manera de vivir de sus habitantes, costumbres, vestido, vivienda y diversiones? Muñecas de tela, trompos con piola, baleros, canicas (de vidrio), carritos de madera, sonajas, lotería, matracas, escalera, cirquero, boxeadores, cajita sorpresa, pontenis, variedad infinita, pues se pueden fabricar del material que se le ocurra al artesano. ¿Alguien recuerda los zancos? Aquellos dos palos o tablas (lo más grandes posible) a los que se clavaban pequeños trozos del mismo material para sostener los pies, y al subirse iniciaba la emoción de un posible “aterrizaje” con sabor a tierra y piedras, pues una vez que se tomaba el ritmo de mantener el equilibrio, se tenía hasta la audacia de correr con ellos. A los inevitables descalabros, se sumaba el regaño o “pela” paternal, por las consecuencias de las travesuras.

Los jugadores en su mayoría prefieren mantenerse descalzos, los menos, con huaraches o tenis. Los contendientes se preparan con prenda en mano, la cual va desde un tepalcate (cacharro, pedazo de trasto de barro), piedra, pedazo de jabón o de vidrio, ficha (antaño monedas, cacharpas de a 20 ó tostones); los más experimentados prefieren papel periódico mojado. Y aunque los niños de hoy le imprimen ciertas adecuaciones, predominan las bases. Se juega entre dos o más personas. La prenda seleccionada es al gusto del jugador. Se trazan los cuadros, cabeza y orejas. Se deja a la suerte o se hace un acuerdo entre las participantes para decidir quién inicia, o simplemente la que grita más rápido que quiere ser primera, segunda o tercera... Se empieza a jugar poniendo la prenda de cada una (o) en el primer cuadro, se brinca tratando de no pisar las rayas y el cuadro donde se encuentran las prendas; si se equivoca, entonces sigue el turno a otro participante. Se va a la cabeza de la pilingrina y después se devuelve hasta donde se empezó, y si en esa vuelta no se pisa raya, entonces se avanzan los cuadros, pero siempre y cuando al tirar la prenda caiga en el cuadro donde iba. Ya que alguien hace la vuelta completa, tiene derecho a tirar la prenda de espaldas hacia los cuadros; si le atina a uno de ellos o a la cabeza, entonces hace casita, y ya con ella, el participante adquiere el derecho de pisar allí con los dos pies; pero si los demás pisan ese lugar, pierden. Al final gana el que hace el mayor número de casitas, y el premio es declararse triunfador ante los demás.

Como chapulines Sus pies surcan los aires y se exhiben características de habilidad, equilibrio, flexibilidad, elasticidad. El poeta sinaloense Israel Ureta Montoya señala que “este juego centenario, especie de jeroglífico, lo jugaron también nuestros abuelos en aquellas tardes caniculares donde la diversión era sana alegría. No ha sufrido cambios y es una herencia generacional, además de que no es exclusivo de ninguna clase social pues se juega sin distinción”. Para Olivia Pérez, maestra de laboratorio en el Colegio de Bachilleres del Estado de Sinaloa, “era un reto tratar de ser la mejor, y eso equivalía a tener más tino al tirar la prenda, brincar alto, agarrar viada para abrir las piernas al brincar los cuadros y llegar adonde no hubiera prenda; yo era muy buena, de las mejores, casi siempre ganaba”. Listo el pintado o rayado de los cuadros más la cabeza de la pilingrina, los jugadores no esperan más. María Esther Sánchez Armenta

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Inolvidable Ciertamente, aunque se cuestionó a historiadores, investigadores y al arqueólogo Bernardo Téllez, no se pudo precisar si su origen es prehispánico, asegurándose sólo su centenaria presencia, además de que este juego es usual en diferentes partes del país. María Esther Sánchez Armenta

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Así aparece en la retransmisión del programa televisivo El Chavo, y en el video musical del grupo artístico Spice Girls, pero mejor aún es que anida en la memoria colectiva de los nativos del solar sinaloense, cuyos rostros se tiñen de emoción al recordar su atropellada gritería de tantos y tantos juegos escolares, callejeros, repletos de sueños, energía, espíritu aventurero, que estimulaban naturalmente la convivencia y valores. Tradición sencilla que subsiste. Gritos de júbilo, premio a la destreza al ganador en la pilingrina; rostro serio, reflejo de los vencidos, que sólo aciertan a exclamar: ¡ya nos cansamos, mejor jugamos a otra cosa!...

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De todas estas vivencias, una me trae recuerdos nostálgicos: subir a la enramada a revisar los nidos donde ponían las gallinas, y cambiar los huevos por dulces en el abarrote del barrio.

Interminable caminar

Pizcador

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l recordar el “pizcador” de maíz (deshojador), necesariamente afloran una serie de evocaciones propias de la vida campirana: la recolección (pizca) y amontonamiento de las mazorcas en el campo de cultivo; luego el acarreo en carreta tirada por una yunta de viejos bueyes guiados por un campesino a la manera de Alejandro Hernández Tyler, con el dolor rural sobre sus hombros; la carreta, desde luego, previamente cerrada entre los estacones con ramas de vara blanca. Y en esta búsqueda de referentes forjadores de nuestra identidad y auténticas tradiciones, el director de la revista cultural Brechas, Arturo Avendaño Gutiérrez, dice también que una vez en su destino, las mazorcas lanzadas desde arriba de la carreta eran depositadas sobre una enramada, con el fin de ponerlas a salvo de los animales. Finalmente el montón era “jateado” (tapado) con tercios de zacate, para protegerlo de las lluvias. Hay que recordar que usual era guardarlo en la tasolera o colote hecho de vara tramada, o en la troje, troja o zacatera. La deshojada casi siempre se hacía arriba de la enramada, con el propósito de que las hojas se quedaran, las que posteriormente se utilizaban como pastura para los animales o para hacer tamales. Precisamente en la deshojada era donde se usaba el pizcador, adminículo hecho de madera dura que servía para rasgar las hojas de la mazorca, como una especie de cortapapel. La desgranada se hacía a mano, utilizando un olote, o bien, con un garrote y un cacaste (cacaxtle) elaborado con palos de guásima, donde se depositaban las mazorcas. Generalmente cuando se trataba de consumo para la casa, era poco y se desgranaba a mano; si era para venta, se hacía en el cacaste y con garrote.

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Ciertamente el hombre, en su afán de perfeccionar los utensilios, implementos y técnicas de trabajo, ha ido desplazando a sus congéneres en las labores manuales debido al invento de la máquina. Originalmente, la agricultura desde la siembra hasta la pizca, fue totalmente manual, ya que era únicamente para consumo familiar. Al paso de los años los pueblos crecen, las necesidades aumentan, y para poder solventarlas se requiere de técnicas, implementos y utensilios más prácticos y eficientes que hagan las labores agrícolas más productivas y de mayor facilidad de recolección. Ubicarnos en los años antes de los 50’s, por la región de Angostura, municipio del centro-norte de Sinaloa, es recordar un utensilio elaborado de palo macizo como guayacán, ébano, corazón de brasil, y de palo colorado, cacachila y de palo dulce, o cualquier otro de madera dura, instrumento llamado “pizcador”, el cual servía para cortar las hojas que cubren la mazorca de maíz. El sistema de siembra y recolección de aquellos años era de la siguiente manera: Con la llegada de las primeras lluvias de la temporada de aguas, se utilizaba un arado de paleta con puntas de diferentes tamaños según el trabajo y tipo de terreno para el barbecho. Esto se hacía para que el agua de la lluvia penetrara y humedeciera mejor el terreno, ya que así se aseguraba una mejor y más fácil germinación de la semilla sembrada. Con las primeras lluvias de la temporada y la tierra a punto, con otro tipo de implemento llamado “güica” se procedía a la siembra del grano, la cual se hacía en ocasiones arrojando el grano con la mano directamente al “surco”, y en otras a través de un “bitoque” colocado en la misma güica. Estas labores se realizaban a finales de junio y primeros de julio, para así esperar los días del mes de noviembre para la pizca; durante el María Esther Sánchez Armenta

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nacimiento y crecimiento de la planta había necesidad de cultivar la siembra, que se hacía con otro implemento llamado “cultivadora”; a este ciclo se le llamaba siembra de aguas. Una vez pizcados los elotes secos (mazorcas), eran acarreados a los patios de las casas de los dueños de la siembra, en carretas de bueyes, carros de mulas y quizá algún “troque”. Ya terminado el acarreo, se procedía a cortar la planta seca (zacate, pastura), se hacían bultos (tercios, manojos) amarrados ya con hebras (tiras) de pencas de maguey o de mecate ixtle, o a granel, y de igual manera que las mazorcas, eran llevados o vendidos para alimento al ganado. Cuando las mazorcas estaban en el patio de la casa del dueño, se contrataba gente para deshojar y desgranar las mazorcas, y en ese proceso de deshojado se usaba el pizcador. En la labor de deshoje eran varias las personas que trabajaban, y se presumía la hechura del pizcador, la cual iniciaba con la búsqueda del árbol, selección de la rama, medir y cortar el tamaño requerido por la mano a usarlo; una vez hecho esto, se empezaba a rebajar y dar forma tableada y terminar en punta, en la parte del agarre y como marca del tamaño de la mano, se hacía una hendidura o rebaje a cada lado de la mano, delante y atrás, de, o en las cuales se ponía una correa de cuero, piola o mecate, misma que servía para afianzar mano e instrumento como una sola, para proceder a rajar de abajo hacia arriba el envoltorio de hojas que cubre el nutritivo y sagrado grano regalo de la naturaleza y descubierto por el hombre desde la época prehispánica. Lo que se presumía del pizcador era la calidad o tipo de madera, el tallado y acabado de la misma, el tipo y forma de la correa, pero sinónimo de ser un buen deshojador era el más diestro y rápido en su uso. En Angostura, en casa de la Lipa del Taca se pagaba a 20 centavos la canasta de mazorcas deshojadas y a 50 centavos la canasta con mazorcas desgranadas. Se decía que a un canasto de los que se usaban le cabían entre 140 y 145 mazorcas; algunos deshojadores hacían apuestas, las que más parecían una especie de juego, o más correcto, hacían un juego con apuesta, el cual consistía en que si a uno de los participantes le salía una mazorca

con granos pintos, es decir, con granos de otro color al del maíz natural, según la cantidad de granos, ya fueran 1, 3, 8, 10, etc., era la cantidad a pagar con mazorcas ya deshojadas; una de las cosas que se decía era que un saco (costal) de 100 kilos agarraba 7 canastas de mazorcas. Lo que dicho de otra manera es: para llenar un costal al que le cabían 100 kilos de maíz, se ocupaban 7 canastos con mazorcas, los que equivalían a su vez en 920 ó 1015 mazorcas que había que deshojar y desgranar para ganar $4.90 (cuatro pesos con noventa centavos por 100 kilos de maíz envasado).

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Grano de Oro Innumerables páginas se han escrito del maíz, base alimenticia del mexicano. En la cocina de nuestros antepasados prehispánicos no había bebida ni comida en la que no estuviera presente, ya que pudo crecer en todos los ambientes de Mesoamérica. Además de su gran demanda para consumo humano, es muy socorrido como forraje en la alimentación del ganado vacuno, cerdos y aves de corral, además de un gran número de aplicaciones industriales como la producción de glucosa, alcohol o la obtención de aceite, harina, fabricación de fibras de nylon, plásticos, el refino de resinas de madera, la obtención de aceites lubricantes a partir del petróleo y la purificación del butadieno para producir caucho sintético. Además, información documental puntualiza que con las mazorcas molidas se fabrica un abrasivo blando; con las de gran tamaño y cierta variedad se hacen pipas para tabaco. El aceite de maíz, extraído del germen del grano, se consume como grasa alimenticia, tanto para cocinar como crudo o solidificado, en forma de margarina; también se emplea en la fabricación de pinturas, jabones y linóleo. La investigación de nuevas fuentes de energía se ha fijado en el maíz; muy rico en azúcar, a partir de él se obtiene un alcohol que se mezcla con petróleo para formar el llamado gasohol; las partes vegetativas secas son importante fuente potencial de combustible de biomasa. En la medicina popular caribeña se usa un líquido obtenido de la cocción de los estigmas de las flores femeninas como un buen diurético. María Esther Sánchez Armenta

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Nuestras raíces culturales sinaloenses: esplendor y ocaso

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Nada se desperdicia. Al pelar el maíz, se extienden sus hojas al Sol para que al paso del tiempo, un día cualquiera sirvan de envoltorio a los tamales dulces o salados, de elote, frijol, de picadillo o los codiciados de masa de nixtamal con carne de res, pollo, puerco, “tontos” o los famosos “barbones” de Escuinapa, o lo que es decir, rellenos de camarón.

Al llegar la máquina desgranadora, el deshojador, así como el garrote para desgranar, pasaron a mejor vida. 1.- Mazorca. Elote seco listo para la pizca. 2.- Arado. Implemento agrícola usado en barbechar la tierra a sembrar. 3.- Güica. Implemento agrícola usado en sembrar la tierra barbechada. 4.- Surco. Especie de canal hecho por la güica en el cual se iba depositando la semilla. 5.- Bitoque. Implemento de uso agrícola que se acondicionaba en la güica, para ir dejando caer la semilla al surco. 6.- Pizca. Cosecha de maíz. 7.- Cultivadora. Especie de arado ex profeso para cultivar la siembra. 8.- Mula. Resultado de la cruza de animales burro y yegua. 9.- Jimador. Rebanador, cortador, cimador. 10.- Tamo. Paja menuda que se desprende del olote. 11.- Cañajote. Tallo seco del maíz. 12.- Cacaxtle. Caja hecha de enrejado de madera.

Como una vieja postal Al hurgar en el cúmulo de vivencias parte de la vida y el trabajo cotidiano, aparecen imágenes que aún se vislumbran con extraordinaria claridad e intensidad, y así, en ese despertar, nuestro querido maestro Sinagawa encuentra sus pensamientos: “María Esther, poco es lo que recuerdo del deshojador de la mazorca de maíz. Se hacía de un buen ‘corazón’ de mezquite. Tenía que ser de fibra muy maciza. Al deshojador se le dotaba de un ‘dedal’ que servía para mantenerlo en la mano que se ocupaba con la otra mano de deshojar lo que el pizcador había abierto en la punta de la mazorca. Era una faena doble: romper la punta para deshojarla y lanzarla al montón. Generalmente, en mi tierra, Angostura, esta faena era realizada por mujeres y niños porque no dejaba de ser placentera por el hecho de que tras la maniobra salía la mazorca reluciente y lista para ser desgranada. Al ser desgranada la mazorca se utilizaba un olote, es decir, un trozo de olote hacía las veces de un jimador; también muchas familias desgranaban el maíz con el dedo pulgar, en especial cuando los granos estaban menos duros. El maíz, ya desgranado, era trasegado en una canasta de palma a otra, para quitarle el tamo, ya limpio, entraba a una lata petrolera, añadiéndosele cal para el nixtamal”. Aun cuando hay mucho qué decir, en este recorrido por la vida cotidiana de antaño, arrumbado bajo la hojarasca del tiempo, el deshojador dejó de ser indispensable; cumplió una larga tarea, sencilla pero necesaria en el campo. María Esther Sánchez Armenta

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Pirulines

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olosina centenaria. Dulce remembranza que aún no cobija el manto del olvido. Rojo intenso que tiñes labios, lengua y paladar en tu cadenciosa danza de sabor. Por fortuna te encuentras a la hora del recreo, en las salidas de clases de jardines de niños y primarias, estanquillos (carpitas), abarrotes, ferias y en algunas calles de pueblos y ciudades del solar sinaloense. Tu presencia se suma a las múltiples golosinas de ayer, pepitorias, garapiñados, barrilitos, suspiros, banderitas de coco, peritas, confites (con un cilantro dentro), bastones, manzanas dulces, conos de jamoncillo, y a las infaltables hoy, paletas, bolis, lechuguillas, arrayanes con chile, y un sinfín de frituras de harina. Golosina centenaria que te abrazas con fuerza a las vivencias de una niñez repleta de momentos felices y eterno juego. Pasta de azúcar endurecida, caramelo largo y puntiagudo en forma de cono, atravesado por un palito que sirve de mango, eres el codiciado pirulí, llamado en Sinaloa, pirulín. Después de jugar en los solares baldíos, entre el monte, al frente de la casa o en el patio, y descargar durante horas la extraordinaria energía, siempre existía el deseo de satisfacer el antojo infantil, de preferencia una golosina barata. Y es que en los años 40 un centavo era suficiente para adquirir un pirulín; en el siglo 21, su costo asciende a 3 pesos. Hay que disfrutarlo, saborear lentamente tan especial y apetitoso manjar, poco nutritivo, chuchería codiciada.

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Lorena López Gámez recuerda que en su niñez en el norteño y colonial municipio de El Fuerte, “el pirulín tenía gran demanda, por lo regular se hacía ese mismo día, lo que detectábamos de inmediato los clientes más asiduos, porque era más chicloso y, el de días anteriores, más duro, tieso, cristalizado, quebradizo, se envolvía en papel de empaque y se sostenía con un palito cuadrado de madera. Los vendían en colores café y rojo, tenían intenso sabor a vainilla; la manera de comerlo era chuparlo para que durara más, ya que si lo mordías se te pegaba en muelas y dientes, además la hebra del caramelo no se podía cortar, lo que significaba que se acabaría más pronto. Era muy común que uno de tus compañeros del salón de clases te dijera: ¿me das tantito?, eso era el acabóse, había que compartir con el temor de que le comiera mucho. Cómo olvidar el sentimiento de ansiedad de que llegara la hora del recreo para comprar uno, lamer el trozo de papel que da forma al pequeño cartucho o cucurucho, donde se había quedado un poco de dulce y después disfrutarlo lentamente”. Para Juan Manuel Oliva Tapia, vendedor, la gritería de los chiquillos solicitándole la golosina es señal inequívoca de buena venta. ¡Don Juan, déme uno! ¡Otro a mí! ¡Yo también quiero uno! ¡Se van a terminar, y yo lo pedí primero! “Los pirulines los ofrezco en temporada, esto es, de noviembre a enero, cuando el clima está fresco y es invierno. En tiempo de calor normalmente no los fabrico porque ya no reditúa, la gente prefiere consumir el de hielo. El proceso de elaboración artesanal consiste en hacer primero los conitos con el papel blanco (hoja bond), se pone a hervir el azúcar hasta darle el punto espeso, posteriormente se agrega el color y sabor, vacío el contenido hirviendo a los conos y dejo de 20 a 30 minutos a que cuaje para ponerle el tubito de plástico, y así queda listo para su venta al otro día, para que pueda despegar el papel del pirulín, de otra manera no despega. Los coloco con la punta hacia abajo en una tabla rectangular de madera de pino, la cual tiene 67 hoyitos. En total, dos horas de trabajo. María Esther Sánchez Armenta

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A mis clientes, en su mayoría niños, les gusta la novedad de comerlos con chile en polvo y chamoy, el cual se sirve en un vaso pequeño de plástico”. Pero, ¿qué les gusta de esta golosina? Jóvenes responden presurosos: -Está súper dulce. -Es barato. -Sabe a fresa. -Me encanta chuparlo. -Me gusta mucho, muchísimo. Para don Juan participar en esta tradición tiene un gran significado: “es muy bonito porque personas mayores cuando ven el producto, dicen: cuando yo era niño los compraba pero venían envueltos en papel de empaque café, el que se usa en las tortillerías, y el palito era cuadrado de madera. Si les digo que si quieren chilito en polvo y chamoy, rápidamente responden que no, no, oiga, déjese de eso, a mí me gusta natural, como el de antes”. Esta golosina si bien se fabrica a nivel industrial y se expende por caja o bolsa, es irregular su existencia en dulcerías de la entidad, entre sus nombres comerciales están, por ejemplo, El Piruleco Loco, y Chupirul. A decir del cronista de Mazatlán, Luis Antonio Martínez Peña, el pirulí de azúcar está muy ligado a su vida porque “mi abuela Agustina nos platicaba que su papá los hacía y ella a su vez los fabricaba al igual que los gallitos, molde que tenía esa figura, por lo que comer estos caramelos fue parte de la vida cotidiana, el cual teñían de colores verde, rojo o amarillo. También recuerdo que a la salida de la escuela aparecía el señor de los pirulines con su tijera (cruceta de madera con un mecate para cargarla al hombro), la cual abría y se instalaba con su charola y el producto; a uno de tantos vendedores, mi papá, que era carpintero, le fabricó una en madera de pino o triplay y con el taladro le hizo los hoyos. Era a todo dar escuchar al de los pirulíes, golosina muy mexicana que la hemos perdido en aras del consumo de otros productos industrializados. Mi bisabuelo José Cayetano Contreras, que había sido soldado, al radicar en Mazatlán se dedicó a preservar esta tradición familiar”.

Múltiples lugareños coinciden en que ya se les ve poco a estos vendedores a diferencia de antes, es decir, hace 40-50 años, que se les encontraba por cualquier calle de Culiacán, Ahome, Angostura, además de que ahora hay mayor cuidado y preocupación por la dentadura, amalgamas, incrustaciones, resinas, brackets, aunque se puede consumir minimizando riesgos, sin morderlo. El amoroso cuidado en la fabricación casera es testimonio vivo de nuestras raíces, que alterna curiosamente pasado y presente en una postal que retrata a sencilla y dulce golosina. ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡Pirulines, hay pirulineeeeeeeeeeeeees!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!

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Recuerdan que en los inicios “se hacían más grandotes, pero luego empezaron a subir los costos de la materia prima y se fue bajando el tamaño, hasta quedar en medianos”. Muchas personas creen que sólo se elaboran en tiempo de frío, pero no es así, señalan, nosotros los hacemos todo el año pero en menor cantidad, para que no queden, y en el invierno, como el clima es favorable, la producción es mayor porque se conservan perfectamente hasta tres días en la bolsa de plástico en que los colocamos.

Los ponteduros: ¡huele a palomitas!

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aunque esta golosina ya no se encuentra fácilmente, quienes gustan saborearla seguido o de vez en cuando, conocen la ruta de los vendedores y las calles que recorren en las colonias de los pueblos y ciudades, o bien, cuando se colocan en las afueras de los jardines de niños, escuelas primarias a la hora de la salida, en el parque o canchas deportivas. La gente refiere que hace tiempo eran famosos los gritos de los pregoneros que ofrecían ¡ponteduros de Culiacán!, compre usted ¡ponteduros de Culiacán! Aunque su producción y venta no ha sido exclusiva de la capital, ya que se conocen desde tiempo atrás en todo el territorio sinaloense. Hablar de las raíces de esta tradición es remontarse a la cultura indígena; su materia prima, el maíz, bastión fundamental del surgimiento de la cultura maya, olmeca, mexica y teotihuacana; también la columna vertebral de la economía de las sociedades prehispánicas, ya que este cereal tiene múltiples usos desde hace más de 5 mil años, en que los pueblos del México Antiguo comenzaron a cultivarlo. De acuerdo con una veintena de entrevistas a personas mayores de 60 años, se obtuvo la referencia de que ya su mamá y la mamá de su mamá los hacían en casa, por lo que se puede afirmar que este turrón de maíz, palomitas con melcocha, palomitas con panocha, conocido más popularmente como ponteduro, anda por Sinaloa desde el siglo pasado. Gilda Medina de Sánchez y su esposo Martín Sánchez Rueda se dedican a la producción y venta de esta golosina desde hace varios años; primero la expendían en Los Mochis, y más tarde, hasta la fecha, en la ciudad de Guamúchil. María Esther Sánchez Armenta

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Más gente, más venta Asegura Gilda que en las festividades donde se reúnen niños y adultos en grandes cantidades, preparan sus compras con el fin de ahorrar para que el ingreso ayude a su economía familiar, por lo que adquieren costales de maíz palomero que contienen 20 kilogramos, y cartones de piloncillo, a diferencia de lo normal, que es adquirir 2-3 kilos en estanquillos del mercado o tiendas de autoservicio. “Aquí hay que cuidar mucho que el maíz no desmerezca en su calidad, porque si no no quedará bien el ponteduro, en especial si está serenado”. Son buenos días para la venta cuando hay desfiles, Día de Muertos, fiestas de Carnaval, y como son baratos, se vuelven accesibles para todos. En 1998 tenían un costo de 2.50, hoy valen 5 pesos. Su hijo Emanuel en las horas libres que le deja su asistencia a la escuela y en sus vacaciones, camina por las calles ofreciendo el producto, cuyas bolsas cuelga en un gancho de alambre. Roque Gaxiola confiesa que en cuanto ve los ponteduros se le antojan, le llaman la atención, ya que es como remontarse a la niñez, cuando se estaba plebe, “se le hacían a uno muy buenos, aunque parece que la melcocha de antes era mejor, quizá por el piloncillo, que al paso de los años lo fabrican más comercial”. Cree que la “ciencia”, el secreto en su elaboración, es juntar el maíz con el dulce, darle “el punto”, “de todas maneras me los como no como postre, sino por antojo, porque sabe rico lo tostado del maíz, ¿qué más María Esther Sánchez Armenta

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podemos pedir?, pero eso sí, ¡aguas!, mucho cuidado con los arreglos que nos ha hecho el dentista en la boca, como son los puentes y las incrustaciones, porque a veces entre las palomitas esponjadas se esconde un granito sin reventar que se pega al ponteduro. Elaboración. Los ingredientes son dos: maíz palomero y piloncillo de cono. Los utensilios necesarios son mínimos y consisten en dos bandejas de plástico, dos cucharas para revolver y para la miel, bolsas de plástico, un gancho de alambre para ensartarlos y sobre todo... muchas ganas de vender. El proceso dura de una y media a dos horas. A un kilogramo de piloncillo se le echa una tacita de agua, se revuelve bien, y se está al pendiente para que no se queme, hasta que espesa la miel. El maíz se echa a una olla, “que sólo se use para hacer palomitas porque si no se pegan y no brincan”, para que truenen hay que revolver y sacudir bien la olla, ya que no queda mucho maíz sin reventar. Ya que están las palomitas en una bandeja grande se le echa la miel y se bate, esperando un momento hasta que está manejable -media tibiapara ir moldeando los ponteduros de acuerdo al tamaño que se desee. La cocina regional se enorgullece de que aún no desaparezcan tantas y tantas delicias elaboradas con las más de 40 variedades de maíz en México, y que aún sea posible deleitar al paladar con tamales de elote, champurrado, atole blanco con piloncillo o mochomitos, tesgüino, tamales de carne con masa enchilada y un sinnúmero más. Antaño. La variedad que se usaba antes para las palomitas era maíz oscuro chapalote, después se cambió al pop corn, conocido también como palomero, y la miel se hacía con panocha cuadrada, oscura, y no se conocía el piloncillo de cono, usual ahora. La olla de barro se colocaba en la hornilla de leña y con una especie de escobeta de vara se movía el maíz, para quizá con el fin de que el calor reventara de manera uniforme los granos, aunque al fondo de la olla siempre quedaban algunos, los cuales no se tiraban, sino que se molían para hacer pinole aprovechando que ya estaba tostado.

Al brincar las palomitas ya esponjadas y que “salían volando” de la olla, los plebes corrían a juntarlas del suelo para comérselas. Era una golosina barata, que se vendía en canastas de palma, en un simple cajón, bandeja de peltre o algún cartón que estuviera a la mano. Cualquier persona las hacía, pero obviamente había quienes la tomaban como negocio. Antes se tenía que sembrar el maíz; las señoras le repetían constantemente a su esposo: “No se te vaya a olvidar dejar unos surcos para el chapalote”. Los ponteduros, una tradición que la sociedad sinaloense conserva por su bajo costo y sencillo proceso, además de que se puede elaborar fácilmente en casa, y cuyos ingredientes se consiguen en cualquier tienda de abarrotes. Ciertamente, los cambios se registran en la materia prima con los que se les elaboró originalmente, y aunque la evolución de las razas del maíz mexicano, la estufa eléctrica, de gas y la tecnología del horno de microondas han sustituido el proceso inicial, el gusto por la golosina persiste, porque si bien las tradiciones mexicanas, las nuestras, en este caso especial, sufren transformaciones, lo importante es reconocernos, identificarnos en ellas. Los ponteduros son, pues, una deliciosa herencia, que se inserta y prevalece en este mosaico regional de formas, colores y sabores.

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Tirador o resortera

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n América Latina se le conoce como resortera, tirapiedras, tiracantos, estiragomas, gomera, cauchera, tirahule, estirador, tirachinas. Es un tesoro de ayer y hoy. Evocar su presencia es despertar el rico anecdotario de una infancia de temibles travesuras. Aunque en su mayoría era juego de niños, hubo algunas niñas que aprendieron a usar la resortera o tirador teniendo como maestros a sus hermanos mayores. Era natural ir al monte o a las faldas de los cerros a buscar árboles que tuvieran horquetas, para fabricar las resorteras. Había quienes preferían la guásima, otros vara blanca y muchos más la cacaragua, solicitada porque el palo es muy macizo, no se resquebraja y da la mejor forma de abertura para el tirador. Adquirir los complementos para armar un tirador era ir a cualquier abarrote, donde se escogían cuidadosamente las ataderas, las buenas eran las que tenían flexibilidad, y es que el resorteo era indispensable para la velocidad al tirar la piedra. También se tenían pedazos de hule, cuero o vaqueta, que se sacaban de la “lengua” de los zapatos, cámaras de llantas viejas o de los tubos de bicicleta. Estos últimos eran especiales, y hasta se hacían varias tiras de repuesto para amarrar la hondilla. Muchos hasta estilizaban la horqueta al quitarle la cáscara a la madera con navaja, le hacían sacados que luego presumían entre los compañeros de aventura. El escritor Francisco René Bojórquez Camacho no olvida que “el

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mejor para tirar era Elías Bojórquez Lugo, en el municipio de Angostura, miraba a un conejo atochado en un matorro y lo espantaba para que corriera y así matarlo. ¡Tenía una puntería bárbara! Pero, ¿qué plebe no traía un tirador colgado al buchi?, hasta se dormía con él, listo siempre. Tiempos de una vida campirana en la que era común consumir alimentos del entorno, como por ejemplo los tlacuaches”. La diversión de “ir de cacería” era tirarle a los pájaros en los árboles, lagartijas, güicos, ardillas, palomas, conejos, tortolitas, iguanas, culebras, liebres, chuparrosas, a los piojosos chanates y tumbar nidos, en pocas palabras, todo lo que se moviera. Por su parte el cronista de El Fuerte, Manuel Lira Marrón, señala que en su natal Guadalajara “jugué muy poquito de niño, alguna vez tuve una resortera en mis manos, me la encontré, pero mi abuelita me puso muy pronto en mi lugar, y es que había unos nopales de pencas redondas muy bonitas que empezaron a aparecer agujerados, y pues me echaron la culpa a mí y a la resortera. ¡Criado por abuela, bien cortito! El periodista Benjamín Bojórquez ríe ante el recuerdo que aparece como una colorida postal: “cómo olvidar que entre las pandillas había una especie de coto de poder; era indispensable cargar la resortera, ya que muchas veces se tenía que usar para combatir a los adversarios, a quienes pegábamos unas descalabradas, por lo que siempre estábamos listos, ‘a punta de resortera o piedrazo’ para defendernos. Pero no era sólo tumbar pájaros, sino demostrar quién era el más chingón, por ejemplo, aquel que le daba el tiro en la pura cabeza a la iguana. En una ocasión puse una cáscara de naranja y una grapa y la coloqué en la atadera, apunté y le di en la cara a un maquinista de tren, el conductor frenó bruscamente al sentir el pinchazo y hasta salieron chispas de las vías, ésa fue en verdad una gran travesura, me escondí por el temor de que me agarraran, y salí hasta en la noche”. Los usos de la resortera eran variados; había competencias de tiro al blanco, el ganador debía derribar el mayor número de botes, latas o botellas, que se colocaban a cierta distancia. Ganar era elevar la imagen ante los compañeros. Este rústico juguete gozaba de gran popularidad en los niños de María Esther Sánchez Armenta

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antaño. Era una población infantil que desarrollaba con naturalidad su inventiva e imaginación con un costo mínimo, ya que era normal fabricar sus propios juguetes, también las muñecas de trapo, carritos de cartón, baleros, zancos... Con el buen humor que lo caracteriza, Manuel de Atocha Rodríguez, cronista de Guasave, se emociona ante la nitidez e intensidad de las vivencias del ayer, y dice que en su tierra eran de cacaragua y las ligas de cámara de automóvil; la hondilla por lo general era de lengua del zapato del papá, así cuando descubrían el hecho, ¿quién fue?... quién sabe. Había unos extraordinariamente buenos, su técnica era tomar el tirador con la mano dominante manteniéndola firme, apuntar tomando como referencia una línea del ojo por la parte media de la horqueta hacia el blanco, y así soltar el parque. ¿Travesuras? Muchas. Nos íbamos en la noche cerca de las palmas cuando andaban revoloteando los murciélagos para tumbarlos, ya que son muy hábiles para evadir, también íbamos al monte a buscar nidos de ratas de campo en los mezquites, les encendíamos la parte de atrás y al salir les tirábamos. Otra diversión era en la parte baja del río, había plantíos de sandía, iban los pájaros y las picaban, entonces el dueño nos daba una sandía por que nos pasáramos espantándolos con el tirador. Había unos tan buenos para tirar, que una canica colocada a 10 metros la hacían añicos. En los cascajales buscábamos piedritas redondeadas para tirar con ellas; otros eran muy viles y fundían pedazos de plomo y cortaban la tira para hacer cortadillos, esto era las décadas del 40 al 50. Cuántas piedras se guardaron en las bolsas del pantalón. Múltiples nativos recuerdan los regaños que recibían de su mamá, ya que rompían las bolsas por el peso de estos valiosos “proyectiles”. Para el fotógrafo Samuel Inzunza es inolvidable esa etapa: “recordar me hace volver a sentir cuando era plebe. Muchas regañadonas de mi mamá porque a cada rato tenía que remendar las bolsas de los pantalones, y a veces hacerlas nuevas, y es que eran el mejor lugar para guardar ‘el parque’. A mi hijo le gusta mucho jugar con el tirador”.

No hay que profundizar para descubrir cómo surgió el mote de “mayos piedreros”, en alusión a que era raro quien no traía colgando en la bolsa trasera del short o pantalón o colgado al cuello el tirador, y por supuesto su infaltable bonche de piedras. Este sencillo, rústico juego y juguete de ayer y hoy, existente en cualquier mercado de la República Mexicana, sobrevive a la modernidad, si bien su práctica prevalece en la zona rural, donde los pequeños aún exclaman: ¡vamos a tirar!

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Ixtle

El sudadero en extinción

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e “todos los sentimientos humanos, ninguno es más natural que el amor por la aldea, el valle o la barriada en que vivimos los primeros años. El terruño habla a nuestros recuerdos más íntimos, estremece nuestras emociones más hondas, un perfume, una perspectiva, un eco, despiertan un mundo en nuestra imaginación. Todo lo suyo lo sentimos nuestro, en alguna medida, y nos parece, también, que de algún modo le pertenecemos, como la hoja a la rama”. José Ingenieros Escritor Antaño no había caminos transitables como se conocen hoy, por lo que el único medio para trasladarse de un pueblo a otro, rancherías o en la intrincada serranía era en bestias. Transportaban gente y los más diversos volúmenes de carga, por aquella virgen y accidentada topografía. Durante días los nativos iban por el camino real, sin mayor compañía que la naturaleza con su vegetación y animales silvestres. En ese andar cuando los rayos del Sol disminuían su intensidad, caía la noche invitando al descanso físico de hombres y animales, pedir posada o acampar en cualquier lugar dentro del monte iluminados por el resplandor de la Luna y la rústica fogata donde calentaban sus víveres. Había también que realizar todo un ritual con los fieles animales para alimentarlos, cepillarles el sudor y aligerar su peso por algunas horas con el fin de recuperar energía, en virtud de las distancias de los pueblos. María Esther Sánchez Armenta

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Y en ese devenir parte indispensable en el ajuar colocado a los cuadrúpedos, destaca un elemento elaborado por las manos de los lugareños: el sudadero de ixtle. Una retrospectiva de esta materia prima, muy adecuada para la calidez de la zona, es que el ixtle, ichtli, es el hilo de maguey, pero en Sinaloa se nombra así a la fibra del mezcal, con la cual se elaboran morrales, hamacas, sacos, cordeles, lazos y una gran cantidad de arreos para las caballerías. Información documental de Samuel Ojeda, con maestría en historia (Revista Clío, UAS 1995), refiere que en 1840 se inició la plantación de mezcal en la hacienda de Nuestra Señora de las Angustias, hoy Pericos. Dicha hacienda fue fundada por el español Francisco Peiro y Gramón, que según el archivo de los descendientes familiares, se estableció probablemente en 1769. Una de las épocas de bonanza de esta hacienda se presentó durante el extenso periodo presidencial de Porfirio Díaz y de la gubernatura de Francisco Cañedo en Sinaloa. Así, debido a ese estímulo, la actividad principal fue la producción de mezcal y con carácter secundario o complementario la de granos, cereales y ganadería. Los incipientes instrumentos de producción fueron sustituidos por una moderna maquinaria compuesta por bombas, raspadoras de ixtle, alambiques de vapor, etc. Por su parte, Retes Hermanos y Sucesores, en la misma comunidad de Pericos, para principios del siglo 20, su actividad en el ámbito de la producción de aguardiente e ixtle llegaría a alcanzar cantidades considerables, pero en magnitudes inferiores a la de Peiro Hermanos. Éstos además de ser líderes en la producción de ixtle, de producir uno de los mejores aguardientes de la entidad y de adentrarse en la explotación del henequén, incursionaron en otro ramo de actividades, como la minería. Como dice el maestro Samuel Ojeda, las haciendas ubicadas en María Esther Sánchez Armenta

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el valle de Pericos durante el último tercio del siglo 19 y las primeras décadas del actual jugaron un destacado papel dentro de la economía del distrito y de la entidad, así lo indica el elevado monto que alcanzó la producción y comercialización de los productos derivados del mezcal. Esta actividad se convirtió en un importante caudal de riqueza para un selecto grupo de emprendedores hacendados, entre los que figuran Inés y Melesio Peiro, Guillermo y Pablo Retes, al lado de hombres prominentes de este distrito como los hermanos Inzunza y Antonio Echavarría. En 1890 se dio principio a la explotación del henequén; de 1914 a 1960 un 80% de la producción se exportaba a Estados Unidos y el restante 20% se destinaba al consumo nacional de sacos y cordeles. Tal industria tuvo violenta decadencia al aparecer la fibra sintética. Ciertamente, se afirma: “más antes se tejía mucho, había muchos palmares. Uno mismo fabricaba el sudadero pa’ echárselo en el lomo a los animales, era fresco, resistente y se golpeaba menos el animal. Había mucha mezcalera por allá por San Blas, los indígenas también hacían una escobetía con la que peinaban a los animales”. En una de sus crónicas refiere Sinagawa, con su especial capacidad de recoger las vivencias cotidianas, que “don Francisco Bastidas le ponía nombre a cada silla y aparejo, a cada cojinillo, a cada sudadero. Sostenía el buen viejo que así, bautizando a aquellos modestos arreos, se evitaban las mataduras de la mula o el caballo”.

puede armonizar calidad y belleza tanto en el sudadero, carona, silla, bastos, cojinillos, armas, etc. Los últimos sudaderos de ixtle que se venden en los mercados, tlapalerías, abarroteras y ferreterías se traen del estado de Sonora; ahora la gente los ha sustituido por los de pana con fibra, borra o estopa por dentro, carona laurel o los carona de fieltro. La carona, es pues, un trozo de tela gruesa y acolchada que se coloca entre la silla y el sudadero (en Sinaloa tiene la función de sudadero), para evitar rozaduras a las caballerías. Con la claridad que brinda la lógica, señala Cliserio que si el animal está gordo, en forma natural se protege con su musculatura y grasa aparte del sudadero, pero si está flaco y todos los huesos se le marcan, para evitar lastimarlo hay que agregarle mucho más. Aseguran comerciantes que es un hecho que todo mundo trabaja hoy con base a la economía, lo cual no quiere decir que se cuestione la utilidad de los productos originales, elaborados por las manos de los artesanos, sino que aun cuando se comprende que el sudadero era y es parte fundamental del equipo de las bestias, se opta por la oferta de fabricantes en mayor escala, de cualquier lugar de la República Mexicana, que brindan productos plásticos o sintéticos de menor costo y con precio más bajo. Justino Pérez López corrobora esta aseveración al expresar simple y sencillamente que “si uno se aferra a tener un sudadero de ixtle, hay que preguntar en muchos lugares para ver si tienen por ahí uno desbalagado, y la verdad es que se pierde mucho tiempo, entonces hay que comprar lo que vendan. Además, como antes era andar a puro animal, llevar y traer las cargas, todos los traslados a base de bestias, donde sea había, pero el sudadero de ixtle ya casi, casi desapareció, qué le vamos a hacer, ya ve que uno le encuentra remedio a todo, así que ahora les colocamos a las bestias cuiltas viejas o costales, y a los caballos, caronas”. La misma necesidad, aseguran habitantes de la campiña sinaloense, hace que se le dé buena atención al animal, ya que si se lastima no lo puedes montar, no te sirve, te está costando su alimentación y el tiempo perdido en que no trabaja.

Indispensable Y es que necesariamente un animal de silla, de carga, tiene que llevar protección para que no se raspe con la montura, para que la piel no sangre con los continuos movimientos. Para el empresario Cliserio Arias la calidad de los productos que se adquieren dependen del criterio del comprador y el uso del mismo, ya que por ejemplo si es un burro, se le puede colocar algo barato, un costal de yute, ixtle, cobijas viejas, pedazos de lona de catre, vaqueta, cualquier cosa que le permita quedar acojinado.... si es un caballo se María Esther Sánchez Armenta

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Nuestras raíces culturales sinaloenses: esplendor y ocaso

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¿Sudadero de ixtle? ¿Qué es eso? Se habrán preguntado seguramente los citadinos, al inicio de este recorrido por uno de los accesorios complementarios de las bestias. Artesanía pura, popular, sencilla, elaborada manualmente, con grandes dosis de imaginación y habilidad, cuya existencia se recordará lejanamente al desvanecerse del campo visual de los pobladores, perdiéndose pronto, muy pronto, en el olvido.

Tamales de frijol

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entro de la gastronomía los tamales son el manjar preferido, por eso consentir al paladar no es tediosa rutina sino amorosa labor. En México se conocen más de 200 variedades, y según la región donde se preparen reciben nombre distinto; en la zona centro de Veracruz se les denomina chancletas, en la Huasteca Potosina, zacahuil, enorme tamal preparado en una batea de madera y relleno de carne. Los de ceniza del Bajío, los tamales dulces de frijol con pasitas, de Sonora, los de elote dulce con salsa de chiles secos y carne de puerco de Veracruz, los oaxaqueños, rellenos de mole negro, sólo por mencionar algunos ejemplos. Con ciertas variantes, todos corresponden al mismo platillo: masa de maíz con manteca, sazonada con salsa, azúcar, sal y envuelta en hojas de plátano o elote.

Nacimiento

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El origen de los tamales se remonta a tiempos prehispánicos. En Mesoamérica se cultivaron muchas especies de plantas, para lo cual se empleaban como herramientas la coa o bastón plantador, el hacha y el azadón. La mayoría de las cosechas, así como los productos de la pesca, la caza y la recolección se comercializaban en los tianguis o mercados. Por ejemplo, en el mercado de Tlatelolco se vendían pescados de agua dulce y salada, aves silvestres y guajolotes, frutas y verduras, pulque y miel, elotes y tamales, chocolate y vainilla, y muchos otros productos alimenticios. María Esther Sánchez Armenta 307

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Los manjares más apreciados estaban destinados a los dirigentes; para ellos se cocinaban los tamales rellenos de carne, los caracoles, las ranas con salsa de chile, el pescado blanco con chile y tomate y los gusanos de maguey. Historiadores registran que en un sitio olmeca, en los límites de Chiapas y Guatemala, se han encontrado evidencias de la preparación de tamales dentro de ollas y tecomates. Entre los pueblos mayas fue el alimento esencial tanto de los reyes como de los plebeyos, se preparaba en ollas y también en hornos bajo tierra. Las culturas de Mesoamérica desarrollaron distintos tipos de tamales. En las costas de Oaxaca se hacían de jacuane, camarón, acuyo y pepita; entre los tarascos se mencionan las corundas -envueltas en la hoja de la planta del maíz (no la de la mazorca)- y se habla también de un pan especial para ciertas fiestas: “y tomaban su pan de boda, que eran unos tamales muy grandes llenos de frijoles molidos”. Cuando los aztecas ayunaban, comían a honra de la fiesta y ceremonia unas tortillas de maíz amasadas con miel y frijoles, sin poder comer otro pan so pena de sacrilegio.

Tamales de frijol Guadalupe Angulo Castro, conocida por sus vecinos y clientes como “Doña Lupita”, tiene más de dos décadas dedicada a la elaboración y venta de este alimento. Su contacto con esta tradición culinaria se dio desde que era niña, ya que en el rancho El Saucito, municipio de Angostura, para sus abuelos era natural ofrecerlos a la familia a cualquier hora del día acompañados con café o un vaso de leche bronca. Lupita refiere que son sencillos de hacer, muy ricos y pegan mucho en el gusto de la gente. Así describe que el proceso puede durar alrededor de 1 1/2 ó 2 horas. Para la tortilla, es decir la envoltura del tamal, es necesario un kilogramo de masa, manteca vegetal y sal al gusto. María Esther Sánchez Armenta

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Para obtener la pasta dulce, echa en un aguamanil, de esos de antes, frijol molido, canela, clavo, azúcar y piloncillo de cono. “Hay que batir hasta que ya queda la masita atoleadita para poderla coger con la cuchara; a veces hay que agregar un poco de caldo donde se coció el frijol. Hago la tortilla, la lleno con una cucharada sopera de pasta, se dobla como taco y se aplastan las orillas para que no se salga el contenido”. Utiliza de preferencia hojas secas, previamente remojadas para que sean manejables, las de elotes recién pelados no, porque a veces después del cocimiento todavía están verdes y la gente cree que quedaron crudos. Una vez que el agua en la olla vaporera está calientita, los coloca, según indica, de 3 en 3, de manera natural, “en la forma ranchera”. “De un kilogramo salen 54 tamales de tamaño regular, es decir, ni muy grandotes ni muy chiquitíos”. VIAJEROS Los tamales que elabora Lupita han recorrido varios puntos de la geografía nacional, como Mazatlán, Puerto Peñasco, Sonora, Tijuana, Baja California, Villahermosa, Tabasco... “Les fascinaron cuando los probaron, y hasta por paquetería gente del centro-norte de Sinaloa los envía a familiares”. Con este pequeño negocio ha salido adelante con los gastos de mantenimiento de su casa, así como el estudio de su hija. A ello agrega que no ha sido cansado dedicarse a esta noble actividad, porque otro empleo no habría podido desempeñarlo, ya que tiene problemas visuales. Observarla en su trajinar es constatar su determinación. Toma un camión para trasladarse de la periferia al centro de la ciudad de Guamúchil, camina por las calles con sus dos ollas repletas de tan preciada mercancía; toca puertas, timbres de las casas y ofrece su producto: ¡traigo tamales de frijol y también de elote! “Es necesario moverse durante horas para venderlos; tengo compradores muy fieles y es raro que me queden. Ahora en diciembre, cuando hay muchas visitas de diferentes partes del país y del ‘otro lado’, me da mucho gusto porque hasta me compran la olla entera”.

Orgullosa señala ser nieta del agricultor angosturense don Juan Angulo Cuadras, descubridor de la variedad de garbanzo “breve blanco”, por lo cual en 1960, don Antonio Amézquita Logan lo honró con una medalla de oro. Quizá de él heredó la energía por el trabajo. Y aunque su recorrido no ha estado exento de accidentes, como tres atropellamientos por vehículos automotores, la han seguido varias veces hombres en bicicleta, y también arrebatado una olla llena, su ánimo no decae, porque obtener el sustento familiar no espera. Convencida asegura que “la mujer sinaloense no es atenida, es templada y muy trabajadora. Todos los días desde el amanecer hay que afanar, sólo que esté enferma me detengo un poco. No me resigno a estar sentada, me gusta salir adelante, ser activa, conozco mucha gente y donde sea me saludan y echan grito; en estos momentos soy la presidenta del Comité del DIF en mi colonia y luchamos por una cocina económica”. Y como una plegaria de esperanza y fe, no olvida su ritual acostumbrado en cada jornada: “Gracias a Dios porque no se quemaron, en tus manos Señor pongo estos tamales, si es tu voluntad los voy a vender”...

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Entre tarimas y petates

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os viejos tiempos se resisten al olvido y anidan amorosamente en la memoria. Son recuerdos del ayer que se agrandan por la distancia, de aquellas sencillas costumbres y tradiciones naturales, auténticas, parte de la vida cotidiana, la vida de todos los días. Y aunque en el nuevo Sinaloa están a punto de extinguirse, aún es posible constatar su presencia en pequeños pueblos y rancherías dispersas en la geografía sinaloense. Gracias a la virtud de la palabra, la bella prosa de Jaime Labastida se desliza natural, intensa, para recrear la presencia de este mueble de existencia intemporal. Así diría alguna vez: “... Los indios danzaban y cantaban, en largas, lentas ceremonias propicias a la caza. Los blancos arrojaban al monte su ganado, un monte sin límite, sin cercas ni horizontes, lleno de biznagas, huizaches y pitahayas. Las reses convivían también con las liebres y los conejos, las chureas y las cholis, los queleles y las palomas patagonas, los venados cola blanca, los pumas, las tarántulas, las ratas de campo. Año con año, como quien va de cacería, los vaqueros buscaban las reses paridas, los toros que envejecían. Los ranchos se levantaban al lado de un aguaje, súbito regalo de la tierra. Las camas estaban hechas con un tosco marco de madera por el que se cruzaban tiras delgadas de cuero crudío: el aire escaso atravesaba como una bendición esos resortes tensos”. Indispensables, útiles, tratadas con cuidado por los miembros de la familia, quienes aún poseen estas tarimas en sus casas coinciden en María Esther Sánchez Armenta

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que “se duerme muy a gusto en ellas”, son amplias”, “cómodas”, “acogedoras”, “se descansa la espalda, si está bien parejito el mecate, sobre todo nuevo”, y a ello agregan convencidas: “pretendemos conservarlas por mucho tiempo”, “la tarima con petates y una sabanita, ¿qué más se puede pedir?”. En el recorrido por la periferia de algunas ciudades, así como diversos poblados, cuadrados sin tejido están en los patios de las casas y hasta en el suelo, mudos testigos de su decadencia. Lugareños indican que esta pérdida de la tradición se acelera porque al no haber enseñanza artesanal para aprender el entramado, los viejos que sabían no la heredaron a las generaciones posteriores, por lo que se opta por la decisión más rápida: el desuso. No obstante refieren en tono humorístico que cuando estaban completas, cabían hasta 3-4 chamacos para dormir en ellas, si eran adultos 2 se acomodaban perfectamente.

Mueble universal Al remontarse a su nacimiento explica el escritor Pablo Lizárraga, la tarima original, la cuadrícula era de cuero crudo, de correas delgadas, dolía la espalda estar en ellas, por eso se le ponía una vaqueta grande, ¡era una chulada!, o bien, dos petates. Se hacían de madera de jútamo, muy liviana y maciza, que se podía levantar hasta con un dedo; después vinieron los catres. Aquí no había pino, se le consideraba una madera muy elegante porque no había caminos para traerla de la sierra, entonces se transportaba en tren de Durango, de ahí a Irapuato, daba la vuelta a Guadalajara y llegaba a Sinaloa. Paradójicamente el venadillo, que es la caoba, madera fina igual al cedro pero muy duro, la gente no lo quería, entonces empezaron a fabricarlas de pino una vez que se extendieron las vías de comunicación y empezó a ser madera barata que se traía ya de la entidad. No se pintaban ni barnizaban, quedaban al natural. Si era de cedro, había quienes le daban cierto brillo con un tono medio coloradito. Hablar de sus múltiples usos, es decir que cuando la gente salía la María Esther Sánchez Armenta

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amarraban y servía de puerta para que no entraran los cochis, gallinas o cualquier animal suelto; ya tendida servía para poner los buñuelos a secar mientras se freían; si se le colocaba una vaqueta, un petate o unos costales vacíos encima, los jugadores se sentaban durante horas jugando a la malía, y en reuniones familiares, todo mundo se sentaba en ellas, convirtiéndolas así en un mueble universal. Las de madera de guásima eran livianas, había también de maderas duras de mora y amapa, más pesadas. La tarima “elegante” era de cedro, patas torneadas y hasta cabecera; tramada con mecate de ixtle o con vaqueta; las de cuero crudo llevaban hasta el pelo del animal y eran más flexibles para que los niños saltaran en ellas. A la de ixtle era frecuente que se aflojara y se colgara la cama, por lo que había que restirarla cada cierto tiempo, o mojarle las correas. Las de mecate tenían un tarugo (trozo de madera grueso y corto) abajo donde se daba vuelta el mecate, primero se restiraba a lo largo o atravesado y después se tramaba el otro lado, y quedaba así bien restiradita.

Para el ritual completo, diariamente se levantaban las tarimas primero, seguida por los catres que se recostaban en cualquier lugar de la casa; era indispensable el almohadero, especie de cuna pero sin cabecera, nada más con los laterales, donde se apilaban los tendidos, cuiltas, almohadas y cobijas; los petates se enrollaban y ponían a un lado. Los cuadrados de las tarimas de madera dura eran eternos; de pino o guásima se picaban por las termitas. Había carpinteros en los ranchos y la gente las mandaba hacer, y ellos las tejían después. La desventaja es que la tarima tiene facilidad para criar chinches, las cuales se acomodan entre los mecates, cueros o correas y en los tarugos. Para desterrar estos insectos los nativos las sacan a asolear, y si no es suficiente, le vacían en los recovecos una calentadera de agua caliente. La evolución encierra en cada etapa un encanto especial: tarimas, camas de correas, vaqueta, ixtle, catres de jarcia, lona, petates, cuiltas, colchonetas y ahora con la modernidad colchón de borra, hule espuma, resortes, entre tantos materiales más, se agregan a la búsqueda constante de satisfactores. En el recorrido por la periferia de algunas comunidades, Francisco René Bojórquez Camacho, miembro de La Crónica de Sinaloa, expresa que su padre, don Pancho Bojórquez, le dijo que él había conocido las tarimas hechas de “lianas” o con las “majahuas” (corteza de algunas plantas). “Éstas no duraban mucho, pero tenían la ventaja de que no te costaban ningún cinco; sólo tenías que ir al monte a recoger el material y ponerte a hacer el trenzado”.

Imagen Era común que desde el atardecer se vieran las hileras de tarimas y catres tendidos en el portal, en el patio, había quienes las subían a los techos de las casas, porque decían, corría más aire. Tiempos en que se podía soñar despierto, mirar sin prisa el cielo, la Luna, las estrellas, y despertar con los rayos del Sol que anuncian el amanecer de un nuevo día. Si había mosquitos, desde temprano era necesario recolectar una poca de boñiga (excremento) de res o de burro; se prendía de tal manera que el humo se fuera para donde corriera el aire, y así se espantaran los moscos. Y aunque ya empezaba a haber pabellones, se decía que eran muy “jajales”, o sea, tejidos ralos; también se compraba Indian Head (cabeza de indio) que era más liviana, pero servía. María Esther Sánchez Armenta

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En el tobogán del olvido

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tiles, necesarias o prácticas, lo cierto es que un día cualquiera surgen y se unen por tiempo indefinido a la vida cotidiana de la gente. Así son las costumbres y tradiciones existentes en cada rincón de la geografía mexicana, y que quizá sin proponérselo identifican a los lugareños de los cuatro puntos cardinales. Antes de que la modernidad llegara con su red de tubería de cobre, sistemas de agua potable, sofisticados filtros, y demás infraestructura, en Sinaloa los nativos se aliaban a la naturaleza que los proveía del vital líquido. Con expresiones sencillas y naturales cuentan que antaño se traía de ríos o arroyos, y tan sólo mover un poco la arena se encontraba el agua cristalina. En tiempos de “secas” padres de familia se juntaban y hacían varios pozos profundos. Era tierra muerta muy maciza; escarbaban y hacían unos 4 ó 5 escalones; a veces la hallaban fácilmente y otras con un poco de dificultad. Una vez listo lo cubrían con rama para que no se metieran los animales; otros hasta un cajón de madera les hacían para que no se “derrocaran”, y esa agua servía para consumo humano. Paradójicamente todos coinciden en que fueron tiempos duros, de madrugar y también volver por la tarde, hacer cola y cargar mínimo dos baldes, pero había quienes con impresionante destreza también se acomodaban en la cabeza un cayagual, cayahual o cañahual, que era una toalla enrollada o cualquier trapo para colocarse encima la olla. Dolían el hombro, los brazos, pero se soportaba, pues había que ahorrarse un viaje. Se necesitaba también para guisar, lavar la loza, ropa y regar el piso de tierra. No obstante, debido al carácter decidido de la gente, encontraban el lado bueno a tan duro ajetreo. María Esther Sánchez Armenta

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“Éramos felices, todo era sano, con preocupaciones sencillas, y a pesar de ser pobres, nos sentíamos contentas. A veces uno llegaba, ponía los baldes, y si queríamos sentarnos en la sombra para descansar un rato, le encargábamos a una compañera o vecina que los empujara, pero a veces había pleitos porque había otras muy ‘vivas’, muy ‘adelantadas’, que sólo porque ‘les pegaba la gana’ se brincaban la fila, argumentando que tenían qué hacer en su casa y no querían embromarse”, refiere entre risas Conchis Pérez Camacho. Anécdotas de aquellos tiempos se narran al por mayor, como cuando había ocasiones en que molestas se pegaban hasta con los baldes llenos de agua... aunque tuvieran que volver a formarse. “¡Qué bañadas! Todas nos colocábamos en la cabeza el más grande, del número 20, y en las manos más chicos, pero como los terrenos eran muy disparejos y pedregosos, era raro que a alguien no se le cayera. Si pisabas mal ¡allá ibas a dar con todo y balde!, nadie se escapaba de la mojada, porque cuando no era una, era otra, la de atrás o la de al lado”. Había también norias. El malacate (cabrestante) era un torno vertical movido por palancas que obran en la parte superior. Una especie de armazón cuadrado que tiene un eje con un punto de apoyo en el piso y otro en el madero de arriba, donde una palanca sobresale y una persona la empuja. Al darle vuelta al malacate, la soga se va enredando en el armazón hasta que el balde sale a la boca de la noria y la recibe el aguador. Ello alivianaba el trabajo y lo hacía más rápido, ya que en 2-3 vueltas a la rondanilla salía el bote lleno. El bimbalete (columpio) es un palo con un contrapeso en la parte trasera; se baja, se llena el balde y se sube. Se utilizaba en pozos menos profundos. El molinete (torno) su uso más común era para sacar la tierra cuando se hacía una noria, y generalmente se sacaba en un zurrón de cuero. De manera más sencilla se podría describir como un palo que caprichosamente tenía colita, el cual se colocaba sobre dos horquetas, donde el operador le da vuelta y el mecate se va enredando hasta llegar a la profundidad de la noria. María Esther Sánchez Armenta

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Otra forma es la que los ganaderos usaban y que alguno que otro usa todavía, era el caballo cuyo jinete lo caminaba cierta distancia, según lo hondo de la noria, y así el animal al irse retirando sacaba el balde lleno, que recibía otra persona. “Ir al agua era un recreo para uno; se formaban grupitos de 5 ó 6, nos poníamos de acuerdo y se hacía una tertulia muy agradable. Ahí se enteraba uno de todas las novedades. Me emociona recordar esos tiempos, son vivencias que no se olvidan fácilmente, que aunque ya casi desaparecieron para dar paso a la comodidad que traen los tiempos modernos, y aunque sé que no van a volver, se llevan en el corazón”, señala por su parte la señora Francisca de Velázquez. La bomba de pichel era usual por el municipio de Angostura debido a la cercanía del agua, que estaba a sólo 2-3 metros del subsuelo. En contados lugares había papalotes o molinos de viento, sólo en los terrenos de personas con solvencia económica para comprarlo. El acarreo de agua era sólo una de las actividades diarias, a las que había que agregar la ordeña, planchar con brasas, almidonar, moler nixtamal, hacer tortillas a mano, entre un sinnúmero más. De acuerdo al cronista de la ciudad de Guamúchil, Arturo Avendaño, en su investigación de usos y costumbres sinaloenses, era común en todo el estado ver en las cocinas de las casas un tripié invertido, por lo regular de palo de brasil, (árbol silvestre que se presta para darle esa forma) al que se le denomina tinajera. Es una especie de horqueta de tres puntas, picos o brazos, para detener la olla de barro (tinaja). En ésta se ponía el agua de beber y tenía la cualidad de conservarla fresca. Es de empleo casi nulo; se le ve esporádicamente en las comunidades rurales, acompañada invariablemente de su inseparable jumate. Los recipientes de los más diversos materiales, y el refrigerador, la suplieron hace tiempo en la mayoría de los hogares. También se contaba con una base de madera, angosta de arriba y más ancha de abajo, tenía cuatro patas y arriba sentaban una piedra destiladera (aún se consigue en el estado de Jalisco). En la parte de abajo se colocaba la olla y todo el día goteaba esa agua que traían del río. Salía muy fresca, filtrada. Era importante procurar que la olla de arriba

estuviera siempre tapada, porque ahí se introducía el jumate, es decir, la mitad de un bule, cortado longitudinalmente, con el fin de que al tomar el agua se evitara tocarla con las manos. Otras se fabricaban menos rústicas, con rejillas y tela mosquitera, para proteger más el agua. Eran muy bonitas con su puerta enfrente. Había quienes tenían una especie de pretil, base hecha de material de ladrillo o cemento a cierta altura, cuya función era tener más a la mano el agua al nivel del lavadero, o bien, si era para tomar, más comodidad y no agacharse tanto. Encima se ponían las ollas en la arena y el agua estaba siempre fresca. Al tibor, obsoleta vasija de considerable capacidad y de presencia obligada en todo lavadero, se podría decir que las lavadoras eléctricas y los detergentes actuales le dieron la puntilla. Se utilizaba para almacenar agua con ceniza llamada cernada, en los tiempos en que la costumbre era hervir la ropa y blanquearla con añil. El agua se agarraba con una jícara, hecha de bule cortado transversalmente para que quedara sin mango y poder maniobrarla con rapidez. Los bules enteros (guajes) una vez que se ahuecan son utilizados por los hombres que trabajan en la campiña sinaloense, para llevar agua; los tapan con un pedazo de olote. También había el sistema de botas de cuero, donde se le colocaban al burro, una por cada lado; en la parte inferior tenía su boca; al llegar al destino de la entrega, se desataba la bota y salía el chorro de agua. Los “boteros” vendían el viaje a 20 centavos de plata, o sea a 5 cada bote. Lo transportaban en un burro con armazón de madera por cada lado. Los botes originales eran petroleros o de alcohol, siendo este último el más codiciado, porque sólo una lavadita y listo para usarse. Existían los llamados “aguadores” o “barriqueros”, que vendían el agua en una carretita tirada generalmente por burros, donde montaban un tambor o una barrica. El costo del bote era de 20 centavos. En los más recónditos lugares las represas, norias, ríos, arroyos abastecen a las poblaciones... y en este devenir surge el envasado de agua denominada electropura o purificada, encontrando por doquier repartidores en carro o triciclos, de garrafones de vidrio y de plástico.

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Este negocio es muy redituable debido al clima cálido que prevalece la mayor parte del año. De ahí que sea un éxito para el comercio embotellarla en diversas medidas, marcas y presentaciones, que se expenden en cualquier estanquillo, abarrote o tienda de autoservicio. El ayer provoca nostalgia, la mirada se pierde en un punto indefinido; niñez, juventud, tiempos idos que escriben la historia de una etapa de la vida que en la modernidad se antoja ya lejana. Prácticas desconocidas para las nuevas generaciones y que quizá motiven su interés por conocer un poco más de ellas, preguntar a sus padres o abuelos, y las personas en edad madura, dejar que sus pensamientos divaguen por unos instantes en el Sinaloa de antaño. La sonrisa franca, espontánea, gozosa acompaña al intenso recuerdo, como diría Conchis: “había quienes se colocaban una olla en la cabeza y ¡no se les caía nunca!, parecía que tenían un hoyo que las ayudaba al equilibrio”.

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Traje representativo del Estado de Sinaloa

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inaloa, en el noroeste de la República, tierra norteña que no oculta su alegría de formar parte de la historia del país. Su potencial se encuentra en cada rincón, donde aflora con inusitada fuerza la reciedumbre de sus hombres y mujeres. Nuestras raíces, mosaico de formas y colores. El universo cotidiano envuelve la existencia, donde todos, niños, jóvenes y adultos, participan en la construcción de su territorio. Espejo de alegorías, herencia del sinaloense prehispánico, con sus grupos indígenas, cahitas, tahues, totorames, acaxees, xiximes, pacaxes, achires, guasaves o tamazulas, que con la conquista de los españoles comandados por Nuño Beltrán de Guzmán (1530) iniciaron su mestizaje, mezcla de razas y culturas, chinos, japoneses, italianos, franceses, estadounidenses, alemanes e ingleses, que se integraron naturalmente a la economía, a las familias. En 1996 nace el objetivo de exaltar, transmitir nuestra esencia a través de la creación artística de los trajes regionales femenino y masculino, que permita a los nativos conocer y reconocerse en ellos como un emblema del folklore e historia de nuestra región, el cual forma parte del patrimonio cultural, resguardado por la Secretaría de Educación Pública y Cultura del Gobierno del Estado de Sinaloa. Es la expresión de Sinaloa, identidad del ser y hacer, cultura viva que la sensibilidad artística de la creativa culiacanense María Francisca Gastélum Ramírez supo integrar magistralmente. Decreto. El H. Congreso del Estado Libre y Soberano de Sinaloa, representado por su Quincuagésima Quinta Legislatura, expidió el de-

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creto número 184, que instituye el traje representativo del Estado de Sinaloa, el 17 de diciembre de 1996, siendo gobernador constitucional Renato Vega Alvarado. Descripción del traje femenino. Se compone de dos piezas: un refajo y una sobrefalda; el refajo está elaborado en raso delgado color blanco, la falda se divide en tres lienzos (olanes) y la blusa sin manga y cuello redondo, con estampado al frente, bordada con hilaza de artisela, alusivo a la horticultura (tomate, berenjena, pepino y chile), y en la parte posterior estampado alusivo al maíz y al frijol; la sobrefalda es de pretina ancha apretada a la cintura, abierta al frente, donde se divide en cuatro secciones que constituyen los cuatro cuarteles del Escudo del Estado de Sinaloa, mismos que comprenden Culiacán, El Fuerte, Rosario y Mazatlán. La parte trasera de la sobrefalda es color rojo brillante, al borde de la misma presenta una franja color azul con huellas de pies sobre la misma franja; el vestuario femenino se complementa con un cayahual elaborado con fibra de pitahaya y adorno con flores de la misma, accesorios (aretes y collar) hechos con caracoles y conchas de playa sinaloenses y zapatos españoles color negro con broche de botón. Traje masculino. Cuyas características son camisa blanca manga larga elaborada con fibra de algodón (popelina); el pantalón mezclilla azul, sin patoles; se complementa con paliacate rojo atado al cuello, sombrero de palma blanco y fajín indígena color azul marino atado a la cintura y botines tradicionales color negro. De su significado. Traje femenino. El estampado de la falda significa las raíces de un pueblo trashumante, las huellas de las oleadas migratorias de los nahoas por Sinaloa, que fortalecieron las costumbres de los grupos nativos; expresa las riquezas naturales y culturales de todas las regiones de un estado que ha evolucionado de acuerdo a la modernidad. El estampado de la blusa representa a la agricultura, actividad básica del desarrollo económico de nuestro pueblo, de acuerdo con la concepción mística de los cahitas, mayos, guasaves y los acaxees; los colores representan los elementos naturales de la tierra, el mar y las montañas, y el cielo, la vida y la muerte, el bien y el mal. María Esther Sánchez Armenta

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La sobrefalda está dividida en la parte frontal en cuatro secciones, que constituyen los cuatro cuarteles del Escudo de nuestro Estado. Primer cuartel. Representa a Culiacán y está basado en la etimología de la palabra Colhuacan (Col-hua-can) y en el culto a Huitzilopochtli, con un jeroglífico consistente en un cerro cuya cima representa una cabeza humana torcida o inclinada hacia adelante encarnando al dios Coltzin, quien dio nombre a la tribu colhua, y éste a su vez al lugar de su residencia, Colhuacan; la mano que sostiene a la serpiente es la representación de Huitzilopochtli. Segundo cuartel. Representa a El Fuerte, el fondo color rojo pálido se compone por la fortaleza que dio nombre al lugar, así como un fragmento del escudo de don Juan de Mendoza y Luna, Marqués de Montesclaros, quien ordenó la construcción del fuerte. El fuerte auxilió en la pacificación de la región, contribuyendo al bienestar de los indígenas en una época de crueldades; lo anterior se representa en las flechas rotas cruzadas al pie de la construcción; el color amarillo claro que se observa a un costado del fuerte corresponde a un fragmento del escudo del marqués de Montesclaros; el color rojo del fondo significa valor, ardimiento e intrepidez, y simboliza el arrojo y el valor con que pelearon las tribus en este lugar; el color del fondo del cuartel es sólido y terroso. Tercer cuartel. Representa a El Rosario; se inspira en la leyenda que dio nombre al real de minas de nuestra Señora de El Rosario. Se sintetiza por unas cuentas del rosario, la cruz y un pedazo de mineral debajo de ella; por otro lado, encontramos la flama, símbolo de la Guerra de Independencia, representada por un grillete roto; la gota de sangre que aparece en la parte inferior y que cae sobre una sección en blanco representa la pureza de la causa, la misma se encuentra encerrada en dos secciones de color verde, que junto con la gota de sangre forman los colores patrios; el color amarillo se justifica por sí solo y complementa el simbolismo de la independencia. Cuarto cuartel. Representa a Mazatlán; se relaciona con la etimología de la palabra que le da nombre: lugar de venados. Aparecen dos rocas estilizadas para guardar relación con la forma que proporciona características al lugar; el ancla hace referencia al puer-

to y nos recuerda a los navegantes que lo descubrieron en el siglo 16. Se representa con la cabeza del venado inspirada en unos dibujos indígenas, las formas que salen de los belfos aluden al bramido del animal, el ojo es cual joya engarzada en verde jade bruñido. El color azul a dos tonos da sugerencia al cielo y al mar. La parte trasera de la sobrefalda es color rojo brillante, que significa la alegría y agresividad de los sinaloenses; las huellas estampadas alrededor de las mismas significan el paso de las tribus aztecas por nuestras tierras; los mexicanos la utilizaron para representar su paso por algún lugar. Traje masculino. El estilo de la camisa blanca representa la esperanza, la pureza y rectitud; el fajín azul y el sombrero blanco simbolizan nuestras raíces y su cultura.

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La tranvía tropical

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a tranvía ha pasado a segundo plano, sustituida por los autobuses más rápidos y maniobrables, pero su utilidad es evidente al unir a apartadas rancherías de la vastedad sinaloense. Se resiste a desaparecer. El esplendor de su época se almacena en la memoria colectiva como una página que guarda momentos inolvidables, de una travesía cotidiana en que la convivencia surgía espontánea entre los pasajeros al charlar sabiamente sobre el peregrinar de su vida. Miles abordaron más de alguna vez la tranvía tropical, hilo conductor a su hogar, ubicado en pequeños poblados de la costa, el valle y la sierra sinaloense. La accidentada topografía los hacía testigos y partícipes de singulares aventuras, cuya evocación aún provoca nostalgia y obliga a dirigir la mirada hacia un punto inexistente en el horizonte, en el intento de traer al presente imágenes que se desvanecen a la distancia. Cuántas veces las horas transcurrieron dando paso a la noche y al amanecer, obligando a descansar el adolorido cuerpo que con estoicismo soportaba los bruscos movimientos del camino vecinal y el polvo, inseparable compañero que envolvía en densas nubes a transporte y ocupantes. Pensar que eran y aún son poco diferentes a aquellos que durante La Colonia fueron llamados caminos de herradura, es decir, donde transitaban caballos, mulas y otros animales herrados, y los caminos reales, por los que viajaban diligencias y carros con mercancía, arrastrados unos y otros por animales de tiro; la verdad es que como en el resto del María Esther Sánchez Armenta

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mundo, éstos se conservaron en las mismas condiciones hasta principios del siglo 20. Escudriñar en la historia es dejar que la capacidad de asombro se manifieste con la información de Tiempo de México, correspondiente al periodo de mayo 1901/enero de 1907, referentes al progreso y la velocidad. Hace 13 años, dice, pensamos que las bicicletas sustituirían al caballo; hace cuatro la vida capitalina se transformó cuando aparecieron los tramways (que rápidamente castellanizamos como tranvías); estos vehículos aceleraron el ritmo de nuestra vida. Pero los adelantos no descansan: el automóvil está desplazando a la bicicleta y a la tranvía, ya no digamos a los pobres coches de caballos, que pronto habrán desaparecido. Un breve recorrido enciclopédico refleja estampas que registran la aparición de tranvías en Europa hacia 1880; posteriormente llegaron a América y fueron construidas por Frank J. Sprague. Años más tarde Nueva Orleans los utilizó para reemplazar sus anticuados tranvías de mulas, donde jubilosos ciudadanos decían: “Lincoln dio la libertad a los esclavos; Sprague dio la libertad a las mulas; la mula de pelo largo ya no adornará nuestras calles”. Así, al emular a los tranvías, los ferrocarriles, en 1895, se volvieron hacia la electricidad en busca de fuerza. La última locomotora a vapor en los Estados Unidos fue construida en 1952. Una retrospectiva al México Prehispánico conlleva a decir que todo lo que no se transportaba por agua en canoas, se llevaba a cuestas por los cargadores tlamemes, a quienes desde niños se les acostumbraba a ese ejercicio, al cual debían dedicarse toda la vida. Viajaban por montes y quebradas transportando algodón y maíz en un petlacalli, caja tejida de caña y cubierta de cuero sujeta por correas. A la conquista de México-Tenochtitlan, los españoles introdujeron en 1521 los animales de tiro y carga, los palanquines y literas arrastradas por mulas y caballos, y posteriormente las carretas. En la mayoría de los caminos en valles y montañas el transporte de mercancía sólo podía hacerse con recuas de mulas. En el siglo 19 el principal medio de transporte María Esther Sánchez Armenta

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para pasajeros era el carruaje, cuyo género se dividía en diligencias, literas, calesas, carretillas y convoyes. En 1895 se introdujo un coche eléctrico francés, y hacia 1898 otro con motor de gasolina, marca Delaunay Belleville, construido a mano en Tolón, Francia. Entre los años 1880 y 1893 se otorgaron no menos de 10 concesiones para establecer líneas de tranvías en la Ciudad de México y para unir a ésta con poblaciones aledañas. En 1898 se formó la Mexican Electric Tramway Co. Ltd., subsidiaria de una empresa inglesa para operar tranvías eléctricos en la ciudad. El primer servicio eléctrico fue en 1900. Poco a poco las líneas de tranvías de mulitas fueron sustituidas por los trenes eléctricos, pero es con motivo de la huelga de tranviarios en 1917 que aparecieron en la capital los autobuses urbanos, simples armazones de madera con bancas en los costados, con capacidad para 10 ó 12 personas.

sitadas por recuas, inmediato antecedente en la movilización de mercancías y pasajeros. Entonces Sinaloa carecía de carreteras. Fue para el dueño de la tranvía un inmenso trabajo mantener comunicadas las rancherías y los pueblos por esa causa, o sea, los pésimos caminos que dejaban de transitarse en la época de lluvias, y los caseríos, ranchos y pueblos permanecían incomunicados durante los tres meses que duraba esa temporada. Tal vez fue esa dificultad del mal camino la que templó el carácter del tranviero, que a base de terquedad y trabajo procuró conservar la cohesión de la tierra mediante el rudimentario transporte, cuyas deficiencias hoy son más notorias, cuando se dispone de unidades con asientos de hule espuma y clima artificial. En la tranvía se acomodaba a pasajeros, procurando que las mujeres viajaran juntas y los hombres aparte. Los malos caminos tenían una respuesta en los dolores de riñones y espalda, y en los ardores en las nalgas, por los fatigosos y lentos viajes. Sin embargo, en el justo recuento, la tranvía sale ganando porque cumplió y sigue cumpliendo un trabajo muy importante en el transporte, renglón trascendental de la economía. Fue el tranviero un amigo, confidente y socio de los pobladores de la parte sierreña, eternamente mal comunicada, aislada del resto por una topografía bronca e injusta. Dicho tranviero hizo las veces de cartero y enfermero. Quien no podía viajar por estar entregado a sus quehaceres, le pedía favores: que ponme esta carta en el correo, que tráeme un tónico contra el paludismo, que cómprame un par de guaraches de los de vaqueta de la Tenería Atlas, que llévale un recado a mi compadre para que me mande a la comadre a pasar unos días con nosotros “ahora que salió de la dieta”. Ese esforzado servidor público a nadie dejó sin hacerle un servicio, y fue una especie de vínculo para hacer menos cruel la incomunicación de los sinaloenses sierreños con los costeños. Los nombres de aquellos tranvieros pioneros han sido olvidados. Pocos en realidad, por decir que ninguno, sobrevivió a la eterna ingratitud humana.

Sinaloa: 1938 Estos antecedentes y su evolución conllevan a decir que en México usualmente el camión es el vehículo de motor usado tanto para transporte de carga como de pasajeros, pero entre los sinaloenses se generalizó llamarle tranvía a este vehículo tropical con características muy especiales, lo cual por supuesto no se apega a la tramway original, cuya definición era el coche similar al vagón de ferrocarril que discurre por vías y cuyo motor es accionado por fluido eléctrico. Recoger trozos del nacimiento del transporte más popular desde 1938 en la entidad, conlleva recordar los comentarios de entusiastas cronistas, que señalan que se trataba de un camión improvisado en transporte humano. Sobre la plataforma se colocaba una hilera de seis bancas donde se acomodaban igual cantidad de pasajeros en cada una, a las cuales se les dotaba de una buena porción de lana en bruto que, forrada con lona, permitía un cierto confort. La tranvía encaró los sacrificios causados por los pésimos caminos, que eran más bien simples brechas que hasta entonces habían sido tranMaría Esther Sánchez Armenta

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Aquel tranviero ranchero, con poca cultura, bautizaba su vehículo con nombres sencillos, casi montaraces: La Reina, La Costeñita, La Sin Rival, La Morenita de la Sierra, La Consentida. Y en esa sucesión de añoranzas se capturan los pensamientos del cronista de la ciudad de Guamúchil, Arturo Avendaño Gutiérrez, las cuales se remontan a la década de los 40, donde era muy conocida La Pajarera, propiedad de Lorenzo Montoya, La Lupita, de Juan José Camacho, La Bala, que corría de Mocorito a Guamúchil, La Serranita, Rosa Francia, Apolo 2, La Palmareña, La Rancherita, La Gaviota, La Tongolele... En estos días hay quienes tienen preferencia por viajar en La Campeona, La Norteña, Reyna de la Sierra, Apolo 8 ... Cuántas veces aquella tranvía servía de ambulancia, transportaba heridos de bala en las eternas reyertas rurales. Igualmente movía los productos rústicos del campo, como gallinas, huacales con mangos, quesos y asaderas, cueros crudos de res, botellas de miel, calabacitas, ejotes, ciruelas, panocha, sandías, calabazas, en fin, todo aquello que se producía en el rancho, que paradójicamente ahora se provee de lo que antes generaba. Y por si fuera poco, hasta barras de hielo, que en aquel entonces se tenían que echar a un costal con aserrín para que no se derritieran pronto. Tan sólo decir tranvía, para el cronista Avendaño es evocar su época de estudiante de primaria, cuando hacía el recorrido de El Palmar de los Sepúlveda a la villa de Mocorito, cuyo trayecto normal de una hora, en las lluvias se transformaba a jornada de ocho. Las anécdotas, odiseas múltiples, salpicadas de humorismo, encuentran eco. “En cualquier charquito, es decir, chapala, se pegaba, les ponían cadenas a las llantas y todo el pasaje tenía que empujarla. Había que juntar en el monte ramas, piedras, para echarle al lodo. En ocasiones se tenían que quedar a dormir en puntos intermedios, porque no podían pasar trayectos malos, barrialosos, fangosos, y es que los motores de las tranvías eran muy chicos, de 85 caballos, poca potencia. Había veces en que venía lleno y nos acompañaban algunos animales colocados en la parte trasera, llamada cochera (quizá porque subían cochis). Incluso si la gente no cabía en la caja, se subían al toldo (techo)

capeándose de los varejones, tomar al por mayor el polvo del camino y vencer el sopor producido por el atosigante calor”. Nativos del solar sinaloense y frecuentes pasajeros refieren que en la cabina de la tranvía, el chofer procuraba que en especial lo acompañara alguna muchacha guapa, ya que por lo regular era muy enamorado, tenía hijos en cada rancho o pueblo que tocaba. Poseedor de una gran capacidad conciliadora, logró que muchos negocios tuvieran feliz arreglo sin llegar a las armas o al despacho del abogado, porque aconsejaba con prudencia y tino. Y aunque la sonrisa surge espontáneamente al conocer el apodo que los pobladores decidieron un día conferirle al ayudante del chofer, “el chango”, éste se justifica ampliamente, ya que le tiene que ceder el asiento al pasajero, y en muchas ocasiones se viene prendido de los pilares del toldo, además de ser quien carga y descarga. Es un transporte terrestre en peligro de extinción, ya que la apertura de mayores vías de comunicación facilitan el tránsito de autobuses, entonces la gente marca su preferencia y desecha el viajar en ella. Tito Tranquilino Gómez Torres, cronista de El Fuerte, reconocido por su sólida ilustración, refiere que en ese retazo de la geografía sinaloense que le tocó vivir las tranvías ya desaparecieron. No obstante, difícil es olvidar a un tranviero que le decían “El Malías”, porque jugaba mucho a la baraja, a la malía, y tenía la particularidad que al pueblo que iba llegando jugaba una mano. “Hacíamos día y medio para llegar de El Fuerte a Los Mochis; no había carretera, sólo caminos vecinales, allá por los años 30. Si el chofer no traía ayudante cobraba él mismo, pero era muy barato, alrededor de 50 centavos el viaje, 75 cuando mucho. En las bodas se rentaban 2 ó 3 tranvías, se subía la gente hasta en el capacete y comenzaba la pitazón celebrando la boda. Estos transportes eran troques de carga que se movían con gasolina, les quitaron las redilas y la plataforma la estructuraron con fierro, tenían como 5 ó 6 asientos, donde cabían hasta 40-50 gentes. La última tranvía que hubo en El Fuerte fue en 1942, hace ya muchos años”.

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Recoger las palabras del cronista de Escuinapa, último municipio del sur de Sinaloa, Dr. Jorge A. Macías, es ratificar que “las últimas existieron alrededor del 65 al 70, e incluso en este último año ya no había ninguna. Alguna gente les llamaba tranvías, otros camiones tropicales, las cuales fueron sustituidas paulatinamente por el camión cerrado”. Antonio Ruelas se desplaza cada semana por el alteño municipio de Badiraguato y puntos intermedios, y asegura que la tranvía está desapareciendo; cada vez hay menos unidades, porque la gente prefiere la comodidad del camión con aire acondicionado, pero aun así utiliza el servicio que éstas prestan para enviar su carga. En cada viaje, por ejemplo, “nos dan unas notonas con los encargues, sacos de harina, Maseca, alimento pa’l ganado, frutas, verduras, catres, sacos de cemento, cartones con latería, nomás por decir algo. Muchos ya no quieren agarrar polvo, ni fríos en la temporada de invierno, aunque se tienen cortinas de hule -lonas- para el agua y el Sol. Los pasajeros ya saben el punto dónde encontrarnos; cuando no hay mucha carga se colocan las siete hileras de bancas. Recuerdo que por allá en el 65 unas iban a Guasave y Los Mochis; en aquel entonces eran chiquitas, de tres hileras de asientos, y cobraban como dos pesos. De ésas se ven mucho en la sierra de Badiraguato y vienen de Culiacán”. En el pueblo de Angostura se le recuerda con cariño a la tranvía de Manuel Valenzuela mejor conocido como “Chiquete”, que recorría uniendo a esta población con el Guamúchil de antaño. Las nuevas generaciones, que no han admirado aún los caprichos multicolores de la naturaleza y los paisajes a la vera de los caminos que conducen a los municipios alteños, están a tiempo de desterrar su letargo autoimpuesto, para no exclamar solamente: ¡no conozco las tranvías! Empuje tecnológico avasallante, evolución ininterrumpida de las comunicaciones... el tiempo en su inexorable avance que sepulta tradiciones. Quizá muy pronto sólo se podrá constatar su presencia en las páginas de archivos fotográficos, mudos testigos de aquelllos momentos en que el pueblo viajaba paliando la dureza de las bancas, o bien, quizá se

decida colocar en algún espacio o museo “el cascarón” de una en desuso, si no surgen proyectos para su permanencia. Las tranvías tropicales son parte de la cultura popular, símbolo de identidad... ¿Cuánto tiempo sobrevivirán?

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Volcanes en erupción

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os niños de hoy viven una madurez temprana, manifiestan menor gusto por los deportes, prefieren las nuevas tecnologías que van desde el uso de computadoras, teléfonos celulares y MP3, tienen acceso ilimitado a todo tipo de información, y por supuesto las horas de televisión se suman a su vida diaria. Quien no sabe bailar como los artistas de moda, quien no se viste “a la onda”, y quien no escucha a los artistas que promociona el mundo discográfico, “se sale”, “es naco”, “parece ruco”. Los cambios en las preferencias del consumidor infantil y adolescente en esta región del noroeste de la República Mexicana, en especial los ubicados en el norteño estado de Sinaloa, se dan con inusitada rapidez y difícilmente escapan a la influencia de los vecinos norteamericanos. Basta preguntar a un centenar de niños cuáles son sus programas televisivos favoritos, para despejar cualquier duda de esta afirmación. De un año a otro quedan obsoletos los personajes y artistas. Sus preferencias son sumamente variadas, en las que no escapan los programas doblados al español, y por supuesto las telenovelas. Sin tipificar edades, basta decir que ocurre un fenómeno relevante en el ámbito musical, donde una gran mayoría gusta de la música de banda. Basta señalar el impacto impresionante que causó la muerte del cantante Valentín Elizalde, “El Vale”, en la población de todas las edades.

Gente menuda Hoy son otros hijos, otros tiempos, otros problemas, otros retos. María Esther Sánchez Armenta 333

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La aventura de la vida comienza. ... 270 días de gestación en el seno materno y la espera termina. Aquí está un ser listo para ingresar a un mundo nuevo y desconocido: el exterior. Y aunque ya es común escuchar que una gran mayoría dice con una sonrisa no exenta de asombro, quizá por la exageración, que las nuevas generaciones “nacen casi hablando”, ciertamente se les considera “más despiertos que los niños de antes”. Es evidente que los padres de la época actual viven en constante estrés, sumamente preocupados por sus hijos ante los sobresaltos, violencia e incertidumbre, en pocas palabras, el angustioso horizonte cercado por crisis económicas, asesinatos al por mayor, drogadicción, alcoholismo, pérdida de valores morales y la creciente desintegración familiar, parecen conformar un escenario cotidiano desalentador. En el inicio del nuevo milenio se cuestionan una y otra vez: ¿qué hijos vamos a dejar en este mundo?, ¿qué deseamos realmente para ellos?, ¿seremos testigos y partícipes del ocaso de una generación sin tradiciones y hundimiento de valores? ¿La familia tradicional se encamina acaso a convertirse en una especie en extinción? La incredulidad se refleja en los rostros, pero más aún el rechazo de estas teorías. Lo que es evidente es que hoy se registra una pérdida de capacidad de la familia para comunicarse. Hay un aislamiento de cada uno de sus miembros que se encierra en su propio mundo, olvidando que al compartir las vivencias refuerzan el amor verdadero. La mente nada olvida. Lo que el hijo escucha, siente o ve, se queda grabado en su mente de por vida, para bien o para mal, porque la manera individual de ser se empieza a formar desde antes del nacimiento y se va fijando en la pubertad. Por eso es tan importante propiciar un ambiente de respeto, armonía y amor en el hogar. Los niños son seres humanos únicos, especiales, educarlos, diría Miguel Beltrán en la Escuela para Padres, es preocuparse un poco menos de los hijos y ocuparse un poco más de ellos. María Esther Sánchez Armenta

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Es necesario, entonces, enseñarles con el ejemplo que la felicidad no depende de lo que nos falta, sino en administrar bien lo que se tiene. Para la maestra Gabriela Valdés Cejudo, licenciada en Educación Especial, las características de un niño dentro del aula varían de un ser a otro, pues aunque asisten a un mismo grupo y comparten cosas en común, como la edad, el espacio y el tiempo, las circunstancias en las que se desenvuelven son distintas, y el ambiente socio-afectivo definitivamente marca la personalidad de cada niño sinaloense. Nos encontramos al alumno inteligente natural, que le basta con sólo la guía de parte del maestro o la explicación del tema para lograr el aprendizaje, pero también existe aquél que requiere se le repita varias veces el tema para lograr el conocimiento, apropiándose de contenidos por medio de la mecanización y no del razonamiento. Está el ausente de la clase, ya sea distraído en sus juegos y fantasías infantiles o atormentado por algún problema familiar, el malhumorado por un regaño, el responsable con sus tareas y trabajos, el líder del grupo, el que por alguna característica de su personalidad es rechazado por sus compañeros de clase, el pleitista y el que por sus vivencias previas, la escuela no cumple con sus expectativas. A este mosaico, señala la maestra Gabriela, nos enfrentamos los maestros día con día, buscando las estrategias para lograr que se apropien de nuevos contenidos, pues prácticamente todos son distintos. A pesar de estas diferencias, el niño se le presenta al docente como la plastilina al escultor, tan moldeable en sus conocimientos como en sus actitudes, siendo más receptivos en los primeros grados de primaria; el tiempo de convivencia de un maestro y su alumno en un salón de clases es suficiente para llegar a conocerse y encariñarse, e intenta sembrar en cada uno el interés por la investigación y la superación a través del estudio. Tener una profesión que nos permite estar cerca de los niños, es aprender diariamente una lección de vida, puntualiza en sus reflexiones. Frecuentemente los padres se lamentan de la gran diferencia que existe al comparar los niños de antaño con los de hoy. Los infantes de fines del siglo 20 y principios del 21 registran un

contexto particular, donde en gran número de hogares el padre y la madre trabajan y pasan gran parte de su tiempo fuera, dejando a los hijos casi a la deriva. A ello se suma la cantidad de parejas jóvenes que aún no están preparadas para el matrimonio ni para educar a los hijos, presiones económicas y sociales, entre muchas más. Y aunque se comprende que en cada región del país es diferente el comportamiento, las necesidades, deseos, gustos, inquietudes, problemas, innegable es que el niño actual requiere mucha atención. A Silvia Esthela Sánchez Gutiérrez, maestra normalista con especialidad en matemáticas y 28 años dentro del magisterio, apasionada de los niños, su experiencia le permite afirmar que los nuestros, los sinaloenses, son adultos en pequeño, porque han tenido la necesidad o porque se les ha dejado ser, tanto por ignorancia o un “no me molestes”, y eso lo reflejan en su conducta. Al niño hoy no se le puede mentir, no se le puede engañar ni comprar fácilmente, aunque algunos padres piensen que así cumplen con su deber. Ellos necesitan más atención, cariño, apapacho, porque el medio los está absorbiendo. Sus preguntas ya no corresponden a su etapa, pues tanto te hablan de política, religión, cualquier tema, hasta del aborto. Padres y maestros claman por que el niño viva su infancia como tal, que vista y juegue de acuerdo a su edad. No obstante la realidad es otra, y todos, quizá sin proponérselo, contribuyen a “sazonarlos” y a satisfacer sus caprichos, olvidando cultivar los valores, buenos hábitos, respeto a sus semejantes, como una forma de enfrentar los cambios rápidos y drásticos que están teniendo en su infancia.

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Súper inquieto Ciertamente, dice la maestra Silvia, el niño no va de acuerdo con los intereses de los grandes, y nosotros los adultos queremos que se comporte como antes, un niño tranquilo, sosegado, pero ahora todo el tiempo está inquieto, tiene demasiada energía, aunque cuando veo al que no quiere participar, sentadito, serio, que no se ríe ante chistes ni nada, ese niño apagado tiene serios problemas. María Esther Sánchez Armenta

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El niño normal es un volcán en erupción, pura actividad. La personalidad del infante sinaloense es muy especial, por lo general se muestra chispeante, querendón, juguetón, creativo, extrovertido, preguntón, metiche; se le hace normal decir groserías porque es lo que oye en la casa, en la calle; expresa lo que siente con mucha libertad. Entre lo negativo, habría que señalar que demuestra mucha agresividad, se encuentra al acecho, a la defensiva, a un no me voy a dejar de nadie, no me debes ganar, y eso refleja el contexto en el que está viviendo. Veo por todos lados con vecinos, amigos, familia y por experiencia, que el niño cada vez está más renuente al estudio, asiste a la escuela porque lo mandan a fuerzas, entonces viene carente de motivación. Creo que el sistema educativo no está cumpliendo todas las necesidades de los niños, ya que no cuenta con recursos materiales-auditivos-visuales que hagan frente a las múltiples inquietudes que demuestran, y por más que el maestro brinque y salte para llamar su atención para tratar de emocionarlos, no es equiparable a lo que están teniendo a su alcance. Nos estamos quedando atrás y si nos descuidamos van a rebasarnos rápidamente, porque los infantes tienen más tiempo de estar al tanto de las innovaciones científicas, tecnológicas, artísticas, en general, y los padres por su trabajo o por lo que se quiera, no están al mismo nivel. La alimentación variada, los medios masivos de comunicación, el contexto actual, la situación geográfica donde se ubica Sinaloa, conforman a un niño inteligente, cuyos cambios se van a dejar sentir con mayor intensidad dentro de los próximos 10 años, puntualiza la docente. Múltiples padres, educadores, psicólogos, terapeutas, trabajadores sociales, pedagogos, coinciden en que el niño, ante todo, quiere estar activo... pero con lo que le interesa. Hablar de los artistas le emociona, qué decir de la moda, los juegos de video, las marcas de carros, razas de perros, los juguetes que anuncian en la televisión, todo lo que huela a comercio, y su vida parece centrarse en jugar, jugar, jugar. No hay que olvidar que como auténtico sinaloense originario de esta tierra caliente, es decidido, aventado, con grandes dosis de imagi-

nación y creatividad, la cual debe encauzarse a temprana edad, porque una mayoría son muy “abusados”, “listos”. Preocupante es la ilusión que muchos manifiestan ya por convertirse en narcotraficantes, pues les impacta todo lo que esta actividad encierra: no necesitan estudiar, viven bien, compran el carro que quieren, tienen residencias, hasta avionetas, entonces la confusión se acentúa... ¿para qué esforzarse estudiando tantos años?, ¿por qué si él no tiene valores vive mejor que yo?...

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Pensar más en ellos La sociedad, todos, deben pensar más en ellos: Aunque se presupone que la violencia es parte integrante de la vida, del orden social y de las relaciones entre los hombres, y el problema estriba en saber cómo dominarla, abolirla y superarla, si se le pregunta a los niños qué cambiarías en el mundo, contestan: la violencia, las armas, la drogadicción, la contaminación, entonces va a llegar el momento en que van a ser adultos y de ellos va a depender el cambio que tanto se busca. Crítico, observador, comparativo, prácticamente sigue los pasos del método científico, aunque no lo lleve metodológicamente, razona, aprende. Pero ciertamente, como diría la profesora Silvia Sánchez, “hay que infundirles amor primero que nada y sobre ese sentimiento fincar todo. Si no hay mucha emotividad en el hogar, entonces ¿cómo lo va a reflejar en la escuela, en su vida social?”. En todos los niveles, háblese de los más humildes, medianos y pudientes, lo que cuenta son las expectativas que los padres tengan para sus hijos, lo que siembren cosecharán, pero con amor todo se puede; para inculcar valores morales no necesitan haber ido a la Universidad, se cultivan de forma natural.

Juegos Quejas y más quejas de que el pequeño ocupa su tiempo libre frente al televisor o en los videojuegos, “maquinitas”, que se encuentran María Esther Sánchez Armenta

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por doquier; en la casa, tiendas de autoservicio y abarrotes en cualquier rincón de la entidad. A diferencia de los ubicados en zona rural, los niños de ciudad aguantan poco correr, se cansan fácilmente, se están volviendo flojos, gordos, no participan en las labores del hogar y sólo muestran interés por el mundo electrónico. En menos de 20 años éste ha tenido un impacto tan grande, en especial con los videojuegos, que alcanzan ya un alto nivel de sofisticación. Los pros y contras de esta actividad tan popular radican en el número de horas que se dedican al juego, descuido de las tareas escolares, su enajenación y motivación a la violencia. Los defensores de estos artefactos argumentan que esto sucede “sólo si la persona lo permite”, y que a diferencia de ver televisión, aquí el espectador pasa a ser jugador. Además se señala que como las potencialidades de los videojuegos son casi infinitas, ahora todo depende del uso que se le dé a este entretenimiento, porque puede servir para gastar un par de horas, o bien, puede alimentar la imaginación y el conocimiento.

En los no tan lejanos años 60 y 70, se veía jugar a los plebes al beisbol, para lo cual era necesario un palo cualquiera utilizado como bat y una pelota chica de plástico. ¡Cuántos pantalones deshilachados de las rodillas remendaron las madres! Sólo importaba barrerse para llegar a tiempo a la base. La gallinita ciega, canicas, pilingrina, pinyex, pontenis, balero, tacón (los chamacos iban a los solares baldíos a buscar zapatos viejos para destaconarlos), la cuartita, stop, bote robado, chinchilegua, conea, trompo, piti, lotería, cuatrito, encantados, cebolla, a la víbora de la mar, brincar el mecate, la cuerda, ula ula, las muñecas, comiditas, combinadas, entre múltiples pasatiempos, lo importante era entretenerse en algo. Llegar al Sinaloa contemporáneo en el umbral de una nueva era, es no sólo referirse a los juegos electrónicos, también gustan aunque sea en menor grado niños de ciudad y campo, correr, brincar, futbol, beisbol, patinar, dibujar, andar en bicicleta, carrucha o carretilla, ir a piñatas, jugar a los tazos, usar el tirador o resortera para pulir su buena puntería con los “chanates”, tortolitas, cigarrones, subirse a los árboles para agarrar fruta o bajar nidos de pajaritos y después desparpajarlos por pura travesura, brincar en la cama, tirarse clavados en el río, nadar en canales, albercas, en fin, aprovechar cada minuto su infancia. Niños que trabajan en la calle para ayudar a sus familias, pero cuyas experiencias pueden ser elementos valiosos en su proceso de adaptación al medio social; niños que crecen en medio de la violencia y que llegan a considerarla un modo permanente de vida, no obstante su horizonte depende de los adultos y de dirigentes cuyas prioridades determinan si habrá paz o guerra, vida o muerte, conocimiento o ignorancia, progreso o pobreza. Aún es tiempo de efectuar un autoanálisis de las actitudes personales que requieren corrección, aún es tiempo de rodearlos de cariño, ternura y comprensión para ayudarlos a estructurar su personalidad, a crecer en todos los sentidos, porque en su evolución no hay marcha atrás, la esperanza de un presente y un futuro mejor cada uno debe rescatarla de sí mismo. Criarlos de tal manera que podamos dejar nuestro mundo en ma-

Nostalgia Quienes tuvieron su etapa infantil en la década de los 30 y 40, recuerdan con añoranza los juegos de las comiditas, la sierra morena, el escondite, las canicas, yoyo, baleros, carreras, el burro, a la escuelita, las muñecas, a la reina (donde usaban ropa de mamá, coronitas del monte, collares y pulseras con flores de San Juan, semillas de sandía y de calabaza. Se divertían con el teatrito, y también en competencias reñidísimas de trompo, que a veces terminaban en pleito. Algunos construían sus carritos con rodillos, otros jugaban a la llanta (raro era quien la olvidaba cuando iba a los mandados) y al cinto escondido. Eran años en que no había luz, por lo que se aprovechaba el resplandor de la Luna, y el corazón latía apresuradamente ante la fantasía desbordada en los cuentos de fantasmas. María Esther Sánchez Armenta

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nos de personas que no sólo puedan manejarlo y manejarse ellas mismas con efectividad, sino que puedan finalmente hacer de este mundo un lugar de paz y amor para siempre. Las palabras de una madre de familia, Blanca Sánchez de Casal, se hermanan al de muchas más al elevar sus plegarias por que sus hijos “tengan buena salud, que no sean personas mediocres en su profesión, se sientan satisfechos de sus logros, que lleven una vida limpia, sin vicios y, sobre todo, que alcancen la felicidad”.

servan demasiado barrocos, a veces muy serios, manejando artificiales tramas, totalmente acartonados y con una imaginación distinta. Sabemos que les estamos dejando imágenes simbólicas sin perspectiva humana. Muchas veces muy sofisticadas y atractivas, pero carentes de proyección social. Es tanta nuestra pobreza política, que no podemos detener la basura cotidiana de los medios de comunicación, los sistemas informales de educación que combaten la educación institucionalizada, ni el pragmatismo de una cultura que busca la riqueza material divorciada de la espiritual. Estamos abandonando la perspectiva humana de la formación infantil, aquélla que se basa en el conocimiento de los forjadores espirituales de nuestra cultura, como los poetas, escritores, pintores, bailarines, artesanos, auténticos músicos y actores, historiadores y científicos. Retomar las figuras ejemplares de los campesinos, obreros y trabajadores del campo y la ciudad; revalorar la figura del carpintero, el herrero, el albañil, el dependiente del comercio, el zapatero, el lechero, el hacedor del queso, el requesón y el jocoque. Al paletero y al nevero; al vendedor de manufacturas caseras y no de baratijas inútiles y superfluas; al vaquero y al chofer. Tenemos que hacer que nuestra niñez descubra la profesión de sus padres y sus ancestros para buscar en ellos la autenticidad que les pertenece. Que el niño reflexione en su pasado, qué es su cultura, me parece que puede despertarle otros sentimientos, respetos y sueños.

Los niños en el cambio social Para el escritor e historiador Gilberto López Alanís, reflexionar sobre los niños actuales es decir que ya no son una masa que podamos manejar y conformar acorde a nuestros anacrónicos intereses. Nos enfrentamos a una niñez plural, mejor informada y con planteamientos claros de futuro. Una breve charla con un niño mostrará que anhela la paz, el equilibrio ecológico, el destierro de la criminalidad, mejores diversiones y niveles de vida, acceso a las maravillas tecnológicas del aprendizaje (internet, espacios virtuales), justicia y cariño. Pero sucede que junto al niño no todos participamos con la misma intensidad e interés. No podríamos hacerlo, ya que es tan distinta la concepción que tenemos del niño y diversos los intereses para extender nuestra vida junto a él. Por otra parte, en el niño se ensaya y experimenta la nación; ante este importante segmento poblacional, sobre todo en los que no leen ni asisten a eventos culturales, a los que les es negado navegar por la internet, ni orientan su consumo y jamás presionan, que necesariamente obedecen, que no cuestionan y arrastran muchas otras represiones, nos presentamos diariamente con nuestras posibilidades y miserias, sin poder hacer algo relevante o medianamente normal que contribuir a su mejor desarrollo. Los niños de hoy, los terriblemente lúcidos y despiertos, saben captar los escenarios de su actuación y la nuestra. Presiento que nos obMaría Esther Sánchez Armenta

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¡Bolo, padrino!

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l volo, el del bautismo se escribe con “v”, pero la gente no sabe. Volo es una palabra latina, un verbo. Volo significa: Quiero. Los chiquillos estábamos abusados a la hora en que iba a haber bautismo, y sobre todo “le veíamos la zanca al pollo”, o lo que es decir, pensábamos: “éste va a tirar buen volo”, “éste no va a tirar buen volo”, “va a bautizar fulanito o perenganito”, y nosotros gritábamos: ¡¡volo, padrino!! Cuando se celebra el bautismo, y es para un adulto, entonces se le pregunta: ¿quieres ser bautizado? (en latín); él dice: ¡sí quiero!: en latín, significa volo. De ahí vino la tradición. Cuando se acostumbró el bautismo de bebés, respondían los padrinos, pero como este ritual se hacía en latín, entonces los que daban la respuesta en nombre de los padrinos eran los acólitos, quienes ayudaban en las misas y nos enseñaban a contestar todo lo que el sacerdote preguntaba. Así como los papás cuando nace un niño regalan un puro (cigarro), o si es niña, chocolates, los padrinos iniciaron la costumbre de dar un regalo a su ahijado de bautismo, también tirar monedas al aire al salir del templo, aunque eso ya nada tiene que ver con el sacramento, pero todos los chiquillos empezaron a usar la palabrita “volo, volo”... y se hizo tradición. ¡Qué expresión tan familiar! Aunque está a un paso del olvido, constituyen dos palabras de enorme significado, especialmente en la inolvidable etapa de la niñez. Cuánta emoción ver cuando las manos se introducen a la pequeña bolsa o morral, las monedas titilan y el sonido hace palpitar con mayor rapidez el corazón.

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Escándalo, griterío ensordecedor de impaciencia. Afuera de la iglesia o de la capilla, se mueven de un lado a otro decenas de chiquillos en un intento de buscar la mejor colocación que les reditúe el preciado botín. El padrino sonríe, sabe que es el centro de atención; toma las monedas entre las manos, alza los brazos y entonces surcan los aires presurosas en breve vuelo, pues muchas de ellas son capturadas antes del aterrizaje. ¡Para acá! ¡Aquí! ¡Adelante! ¡Atrás! ¿Que ya se le acabó la feria? No, padrino, no sea codo, tire más para que su ahijado no le salga mudo. ¡Córrele, allá hay otro padrino y trae un bonche más grande! ¡Mira, ahí van otros padrinos! El clavado a tierra no se hacía esperar. Una vez terminados de recorrer todos los bolos posibles ese domingo de bautizos, habría tiempo de sobra para contar lo obtenido, evaluar arañazos, raspones, pisotones, ropa rota y... la inevitable regañada en casa. ¿Cuánto juntaste? Era la pregunta de todos y cada uno. El de mayor monto no sólo se distinguía por “suertudo”, sino por la destreza en tirarse al suelo, extender manos y pies como pulpo para tapar las monedas y una vez que todos creían que ya no había ninguna, rastrear con mirada de águila alrededor. Al final, rostros de alegría ante la perspectiva de comprar quizá canicas, trompo, tirador, pontenis o por lo menos algunos dulces. Revisión documental señala que el bolo es una costumbre española de la fe católica que aún sobrevive en México. Y ciertamente, la conversión de los indígenas a la religión católica y la eliminación, el abandono de las antiguas creencias de los pueblos mesoamericanos, era un propósito al que los españoles daban tanta importancia como a la dominación militar. Por eso se dice que, junto con las acciones guerreras, hubo en la Nueva España una conquista espiritual. María Esther Sánchez Armenta

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Llegaron las primeras órdenes religiosas a La Colonia, los franciscanos, dominicos, agustinos y más tarde los jesuitas (estos últimos a Sinaloa en 1591), pudiéndose constatar su gran influencia, de la cual podría ejemplificarse la incorporación de nuevas formas de celebración y de culto, entre las que sobresale el bautismo, sacramento que según los preceptos de la Iglesia Católica y algunas iglesias cristianas, confiere gracia y testifica el ingreso en ellas. Pero la acción de bautizar, de efectuar la ceremonia con que se solemniza, está profundamente arraigada en el pueblo mexicano, los cambios se registran en la tradición del bolo, herencia que ha pasado de generación en generación y que se efectuaba en todos los niveles de la sociedad, realizándose ya sólo esporádicamente. Ello ha traído como consecuencia que los niños de hoy no extrañen esta práctica, incluso para algunos desconocida. Y aunque en Sinaloa hablar de bolo es sinónimo de feria, de ninguna manera su significado es como en la antigua Roma, día en que estaba proscrito el trabajo como homenaje a los dioses, tampoco es una reunión de vendedores y compradores en lugar y fecha establecidos, feria es simple y sencillamente el cambio, el vuelto o lo vuelto. El bonche es un pochismo que se usa en el norte para indicar un conjunto numeroso de cosas, así lo más común era escuchar que los padrinos repartían el bolo cargando un bonche de morralla, cacharpas, feriecita, feriecilla, dinero suelto de baja denominación, o lo que es decir, centavos.

Si me iba bien, me sentía muy independiente, y hasta creía poder ayudar a mi mamá a comprar comida porque yo tenía mi propio dinero. En La Paz, Baja California Sur se acostumbraba que al bautizo acudieran sólo familiares y se tiraba el bolo en la fiesta. Muchas veces padres y padrinos cooperaban para que se juntara más dinero y pudiera tirarse en la iglesia y en la casa; lo más bonito era que todos los invitados, niños, jóvenes y adultos, se agachaban a recogerlo. Los bautizos como los celebramos en Sinaloa, son extensivos a familiares y amigos, y se concreta a una fiesta donde ya no se recuerda esta tradición. Me da tristeza que se haya perdido, pues cómo olvidar que fue parte de mi niñez. El bautizo para uno significaba bolo, como es hoy la ilusión de las piñatas por los dulces”. Al interrogar a un grupo diverso de personas respecto al significado de éste en el bautizo, aseguran que difícilmente se podría volver a los tiempos de “antes”, pues hoy prevalece el entregar a los invitados una tarjeta hecha en imprenta, a la cual se le pega una moneda en su interior, también contiene el nombre del bautizado, padres, padrinos y fecha del acontecimiento, entregándose a los invitados como recuerdo de ese día especial. Otros más argumentan que la crisis económica sólo permite gastos de vestuario del bautizado y la fiesta en su honor, además del costo que ocasiona el regalar una alhaja de oro, por lo regular cadena y medalla. Una veintena de niños entre 8-12 años aseguran haber participado algunas veces en recoger bolo, porque alguno de sus familiares lo acostumbra, pero sólo les ha tocado en la fiesta, afuera de la iglesia nunca han visto que tiren monedas, “a la mejor si estuviéramos acostumbrados a esta tradición de nuestros abuelos y padres, sería bien perrón y agarraríamos mucha cura”. Alicia Angulo, a sus 78 años, sonríe al recordar que “era un algüende, una novelería de la plebada, la chiquititada traviesa aventándose como abejas al panal, había unos que eran unas chureas, cuisuquis, peleoneros con ganas, no les importaba llenarse de tierra, y eran los que más centavos agarraban. ¡Qué bonita tradición!, qué relajo, qué chirotear, ya se fue, desgraciadamente, y eso que antes éramos más pobres, pero cómo disfrutábamos los festejos, en este caso la ceremonia de un nuevo cristiano”.

Añoranza Elva Flores Castro, agente de publicidad, aun cuando se encuentra en plena juventud, no olvida este recuerdo tan grato de su niñez. “Sentía desespero porque los adultos se decidieran a tirar el bolo, todo el tiempo se me hacía poquito, quería más, mucho más. Por lo regular feriaban billetes por centavos, lo más pequeño posible para que hicieran bulto; cuando llegaba a agarrar un peso de esos grandotes, lo cuidaba mucho, y corría a comprar unos chocolates miniatura que vendían en el abarrote. María Esther Sánchez Armenta

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El bolo, puñado de monedas infaltable en los bautizos de antaño. Rasgo de una colectividad. Quienes lo disfrutaron albergan chispeante anecdotario que seguramente comparten con sus hijos y nietos en la tertulia familiar. Quienes participan ocasionalmente en este ritual no dudan en exclamar: ¡qué padre, es muy divertido tirarse al piso y tratar de ganar algunas monedas, no sólo nos reímos mucho, sino que es un momento de acercamiento entre nuestros tíos y primos! Y el grito de ¡BOLO, PADRINO! se pierde ya, llevándose en los lomos del viento la centenaria tradición, de la que hemos sido entusiastas testigos y partícipes.

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El monte

Sayas

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Empezó la temporada de sayas! Exclaman con alegría quienes conservan la tradición de arrancar a la tierra generosa los delgados camotillos silvestres, semejantes al chayotextle o chinchayote, aunque más desabridos. Desde el amanecer los sayeros pregonan la venta por caminos rurales, o bien, colocan su mercancía a ras del suelo, donde ya han hecho punto para que los identifiquen compradores usuales; otros prefieren recorrer las calles para terminar la venta más temprano. En muchos lugares se reproducen en abundancia, especialmente en tierras barrialosas; en contraparte, decenas de culiacanenses interrogados al azar, muestran extrañeza por estas raíces, las cuales aseguran no conocer, al igual que los del sur de Sinaloa, e incluso sucede lo mismo hacia el norte, tanto en Guasave, como en Los Mochis. La palabra saya es el nombre vulgar de esta planta herbácea y se atribuye a la lengua de los pápagos de Sonora; el técnico, científico o botánico es Amoreuxia palmatifida M y S. Crece brazuda hasta una altura de aproximadamente 50 centímetros; sus hojas son parecidas a las de la zanahoria; su tallo amarillento y la flor es anaranjada con pinceladas rojas hacia el centro. Da como fruto una bolsa esférica que ocupa el centro de la flor, casi llena de semillas negras del tamaño de la lenteja, que tostadas, molidas y mezcladas al 50% con polvo de café, es bueno para preparar una bebida llamada “café de saya”.

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Este proceso de investigación conlleva a interrogar a Pablo Lizárraga, escritor apasionado de la flora y fauna regional, quien asegura en sus libros y conferencias que “quien no conozca profundamente el monte, no conoce Sinaloa, ni puede ser su historiador. El que vive en nuestras ciudades, pese a presumir de tantas y variadas escuelas, lo ignora todo referente a su pasado sinaloense, no así el que vive en los ranchitos apartados, porque en medio de su rusticidad sí sabe todavía de sus orígenes y costumbres”. Así señala que las sayas cocidas acompañadas con leche, son ideales. Hay en Estados Unidos, Canadá, Bélgica, Inglaterra, pero más en España. Los biólogos deberían ponerle atención para consumo nacional o exportación, pero no hay interés por explotar ese tubérculo... por nada de las cosas nuestras. Es un alimento como el nabo, la zanahoria, el betabel, con muchas vitaminas y más fino. Eso de que es similar al Gin Sen y que tiene propiedades afrodisiacas, es pura vacilada, inventos de la gente, asegura.

Para heridas de flecha Y si acaso se duda o cree que se conocen recientemente, de inmediato lo mejor es desechar tal suposición. El entusiasta escritor Filiberto Leandro Quintero, en su obra Historia Integral de la Región del Río Fuerte, manifiesta que gran número de nuestros especímenes vegetales silvestres tienen utilidad para el hombre, pues algunos suministran maderas para la construcción y la ebanistería, otros son aprovechables en la curtiduría; hay también plantas tintóreas, textiles, frutales, forrajeras; algunas también que producen resinas, y existe un sinnúmero de plantas medicinales. Entre los frutales, por ejemplo, se encuentra la pitahaya, el nopal, la aguama, la saituna, el guamúchil, arrayán, el zapote amarillo, el papachi, la ciruelita del monte, la bebelama, la igualama, el talayote, la balsamina, el garambullo, el zapuchi, la higuera, la cacaragua y muchos otros. María Esther Sánchez Armenta

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El capomo y la saya dan tubérculos comestibles. Hay informes muy interesantes y curiosos relativos a la flora sonorense, que datan de las postrimerías de La Colonia, con la cual se identifica gran parte de la de Sinaloa. Por ejemplo en la Relación de Sahuaripa (véase Memorias de la Academia Mexicana de la Historia No. 1 Enero-Marzo, Tomo VI, 1947), la formuló el obispo Fray Antonio de los Reyes el 7 de marzo de 1778, a petición de Su Majestad y con arreglo a la instrucción expedida por el Excelentísimo Sor Virrey de la Nueva España. Clasifican a la saya dentro de Yerbas y raíces medicinales y venenosas. Así dice: Es una mata muy pequeña, la raíz secada y hechada en las heridas de flecha es contra la yerba que acostumbraban los indios untarles la que se muele y el polbo es el que se usa; también es buena para comer cruda, sosida y hasen como masa. La gente campirana, quizá sin proponérselo en sus hábitos alimenticios con menor influencia química, disfrutan con naturalidad el consumo de estas raíces. Las sencillas palabras de un sayero corroboran que a la par de procurarse al vender estas raíces un ingreso para la manutención familiar, los comentarios de los compradores hacen más llevadero su oficio porque “la batalla no es sacarlas, sino la limpiada; después las pongo a cocer en agua y sal durante tres horas y ya están listas para que las personas se las coman puras, o con salsa y limón, como quieran. Hay quienes dicen: “señor, qué bueno que lo encontré, fíjese que nomás de pensar en comerme las sayas acompañadas de un vaso de leche, ya me estoy saboreando”. La diversidad en las preferencias gastronómicas de los residentes de este solar es vasta, y así como algunos le encuentran sabor especial a este tubérculo, a otros no les gusta, y por supuesto, hay quienes aseguran no tener la menor intención de probarlo. De cualquier forma, los viejos tiempos con olor a nostalgia se entrelazan con el hoy, en que la naturaleza continúa ofreciendo sin regateos lo que surja de sus entrañas. Y en ese devenir del trajinar incesante de la vida cotidiana, al igual

que lo hicieron otras generaciones, habrá quien decida hacer una pausa para deleitar su paladar al consumir sayas cocidas.

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Un desayuno con leche He aquí un fragmento de la anécdota narrada por el escritor Cipriano Obezo Camargo. Si mi tío Luis le presta la vaca que le ofreció a mi madre, comentó Miguel, el hijo mayor de mi abuela, vas a tener que ir conmigo haí p’al rumbo de Batamotos, a sacar unos dos baldes de sayas pa’ tomar con lechi. En estas aguas no hemos traído ni una vez, y como ya estamos a fines de julio, las matas han de estar bien florecidas pero ya maciza la bola de en medio, y las raices todavía tiernas pero bien tamaltis. En el portal, junto a la puerta de la salida que da a la calle, quedaron traspuestos dos baldes, una pala, un bule de agua, dos cajetillas de cigarros de torcer y un cuchillo viejo, que antes se había usado en la cocina. Caminando al tranco largo, en poco más de una hora recorrimos el trayecto necesario para llegar a la región silvestre en que amarillaban las flores del sayal. Miguel, más o menos a un jeme de la raíz de la planta escogida clavaba la pala, se subía sobre la parte superior y columpiándose hacía acentuar el peso de su cuerpo para que penetrara más la hoja en el suelo húmedo. Trataba de rebasar la longitud de la raíz para palanquearla enseguida, y hacer reventar hacia arriba un terrón de unos 10 ó 15 centímetros de diámetro, en cuyo centro se escondía la raíz comestible. Unas 10, 30 y hasta 100 veces la pala se hundió en el terreno, con la preciada cosecha. Yo, según me iba siendo posible, desembarazaba las raíces de su estuche de tierra, cortaba con un viejo cuchillo cebollero las raicillas delgadas o deformes, y echaba en los baldes las que apreciaba gruesas y jugosas, buenas para comerse. Cumplida la jornada nos arrimábamos a la sombra de un árbol de nanchi, alto y frondoso, para apurar unos buenos tragos de agua fresca María Esther Sánchez Armenta

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y sabrosa y tomar un rato de merecido descanso, antes de emprender la jornada de regreso al hogar. Como etapa siguiente del proceso iniciado por nosotros, la abuela en la cocina empezaba a hacer lo suyo, lavando cuidadosamente las raíces, para quitarles hasta el último vestigio de lodo o cualquier otra impureza y darle una segunda rasurada, para garantizar la absoluta limpieza del producto. Para cuando concluyó la faena del lavado, la jarrilla con agua puesta al fuego ya había hervido dando punto para el rápido cocimiento de las sayas en su primera “pasada”. Reblandecidas suficientemente, las raíces habrían de ser sacadas y escurridas para pasar a una segunda cocción en una olla de barro y en inmersión de suero salado. Se cumplieron los siguientes pasos de acuerdo con el ritual culinario de la ocasión, y para cuando el Sol estaba por ponerse, las sayas estaban ya suaves y cremosas. Como conclusión del éxito de aquella fiesta del quehacer rural, el arte culinario y el placer gastronómico, hemos de apuntar que la generosidad de las tetas vacunas de La Pinta, y la capacidad de la olla panzuda que contenía las sayas, dieron margen para que todos repitiéramos ración, para terminar con un par de tortillas calientitas, recién hechas, empujadas con tragos de suero salado, que quedó después de cocer las raíces, por cierto, ya espesito y bien sabroso. Dispuestos a la sobremesa, después de la sonrisa que dibujaba la hartura, decorada con las palmadas sobre la panza llena del que comió hasta el colmo, la abuela nos aconsejó estar pendientes de los días en que terminara el tiempo de lluvias, porque para entonces al secarse la planta de las sayas, las bayas que se forman en la parte central de la flor ya estarían bien desarrolladas y repletas de semillas negras y bien llegadas, listas para ser cosechadas, tostadas y molidas y ser usadas en sustitución del café en una combinación de mita y mita, para los días más duros de la arranquera, aunque la bebida alcanzara un tinte mayor que la infusión no adulterada y una variedad casi imperceptible en el sabor. Por demás está decir que, antes de que se llegara el tiempo de la pizca de las semillas, volvimos como en dos o tres ocasiones a sacar más sayas y a comerlas con leche... María Esther Sánchez Armenta

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Zancos desafiantes

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esafían las alturas. La mirada de niños, jóvenes y adultos, refleja admiración a cada paso de los acróbatas que caminan sin vacilar. Sin miedo. Sabedores de la expectación que ocasionan, hacen gala de su destreza física al moverse de un lado hacia otro con sorprendente agilidad. Es necesario arquear la espalda y levantar la vista para verlos en plenitud y apreciar su extraordinaria estatura. Equilibrio en el aire. El proceso inicia al colocarse los zancos, sujetarlos y con ayuda ponerse en pie. El espectáculo se centra precisamente en esos dos palos largos provistos de estribos a media altura, sobre los que se afirman los pies, para andar con ellos. La creatividad depende del vestuario elegido, el cual se fabrica con decenas de metros de tela de mucho colorido. Inventiva y destreza física capturan la atención de chicos y grandes ante esta prueba de habilidad. Y es que el hombre inventa juegos no sólo para desplegar su capacidad creadora, sino para encontrar placer, ejercer su libertad y complementar su existencia humana.

Al olvido Diversión popular de ayer, a punto de ser arropada por el manto del olvido hoy. María Esther Sánchez Armenta 355

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En el referente de las nuevas generaciones es mínima la existencia del juego de los zancos. En un principio, niños y jóvenes utilizaban dos envases o tambos resistentes, macizos, de preferencia botes de leche Nido vacíos, le hacían agujeros a los costados para sujetar un pedazo de mecate con varios nudos para asegurarlo, se tomaba el doblez con las manos y listo, a caminar con ellos e incluso correr. En el anecdotario de los nativos aparece también las naturales bromas a los chiquillos gorditos, a quienes les decían que sólo baldes de fierro (hojalata) o latas mantequeras podrían resistir su peso. Una vez adquirida la destreza necesaria, había que traer del monte palos de güinolo, de preferencia por la horqueta, es decir, la parte del tronco en que se bifurca una rama, o bien, cualquiera que se encontrara, ya que de cualquier forma tendría que hacérsele el escalón, el cual se colocaba muy bajo primero, subiéndose poco a poco conforme avanzaba el adiestramiento; las medidas de los palos oscilaban alrededor de un metro cincuenta centímetros, ya que debían quedar a la altura de los hombros. Colocar un pie en el estribo era fácil, pero al subir el segundo e intentar mantener el equilibrio para dar los primeros pasos, los zancos se abrían como compás, el cuerpo se balanceaba peligrosamente hacia delante o hacia atrás y las caídas se repetían una y otra vez, ocasionadas no sólo por falta de pericia sino por la accidentada superficie de terracería. Para superar el reto había que practicar hasta lograr sostenerse unos segundos, después minutos y finalmente el tiempo que se quisiera.

Diversión La concentración es un factor importante para sortear cualquier obstáculo que ocasione desequilibrio, pues en fracción de segundos puede hacer que se caiga a tierra. Juglarías denominan hoy a esta diversión popular, representada artísticamente. Al hurgar en las páginas con olor a tiempo, es posible constatar que los juglares eran artistas profesionales del entretenimiento en la Europa María Esther Sánchez Armenta

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medieval, dotados para tocar instrumentos, cantar, contar historias y hacer acrobacias, así como otros trucos de la actuación, a los cuales la nobleza solía emplear. Al igual que ayer, la diversión es necesaria para el descanso emocional; el niño de antaño, aquél que despertaba con la luz del Sol matinal, aquél cuyo primer pensamiento era jugar, jugar hasta el cansancio, mostraba codos, rodillas y frente llena de raspones en sus intentos de acrobacia. Hablar de juego es decir que existe desde tiempos remotos como parte de la cultura de las sociedades humanas, por ello, sin duda, en sus más diversas modalidades, perdurará por mucho tiempo más. Paradójicamente qué poco cuesta en dinero recuperar juegos y juguetes tradicionales, pero qué abismo separa a la tradición de la producción a nivel industrial de los juegos electrónicos relacionados con el desarrollo de la tecnología informática. Es innegable que la industria del juguete ha evolucionado hasta convertirse en un gran negocio mundial. No obstante, qué fácil sería retomar esta postal de genuina diversión. Sí, aquellos objetos de entretenimiento infantil que mucho ayudan al desarrollo emocional, social, mental y físico de los niños y jóvenes, quienes tienen que desplegar tan sólo fuerza, balance, agilidad, resistencia y... audacia. Competir y ganar por sencillo que el juego sea, es diversión, pero también una gran recompensa anímica. Hay que sonreír, reír a carcajada franca, dejar que la alegría invada los sentidos, al jugar con otro, junto a otro, contra otro. Aún no es tarde para el uso de la imaginación. Aún no es tarde para un día cualquiera, con un poco de ingenio y libertad creadora, recoger unos palos silvestres o trozos de madera e intentar sencillas acrobacias circenses, y con los maderos inclinados desafiar las alturas. ¡Que el juego comience!

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Zapatero remendón

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urante décadas han ligado su existencia a moradores de grandes ciudades y pueblos provincianos. Sin gran preocupación por la amplitud o estrechez de espacio, en la calle, portal de su casa, locales o mercados, su presencia cotidiana se archiva naturalmente en los recuerdos de niños, jóvenes, adultos y ancianos, al acudir un día cualquiera a solicitar los servicios del zapatero remendón. Este singular trabajador poca importancia concede a los cambios climáticos, ni aun al atosigante calor del verano; él se concentra en su menester y sentado la mayor parte del tiempo en sencillo banco o rústica silla, mueve sus manos constantemente para usar con habilidad los instrumentos indispensables en la reparación. No hay duda. Llegó para quedarse. Su figura es parte del escenario sinaloense, prueba de ello lo es también cómo en la memoria colectiva de los ciudadanos, nombres y apodos fluyen con extraordinaria nitidez, a pesar de que algunos nativos abandonaron el mundo terrenal hace mucho tiempo. Miguel Pérez, mocoritense de origen, a sus 86 años no olvida a quienes en su tierra prestaron valioso servicio. De ahí que hurgar en la década de los 30, es señalar la existencia de quienes hacían huaraches cerrados, calzado corriente y para completar su oficio, el arreglo de todo tipo de descomposturas, como Gorgonio “Goño” Pérez, Trinidad “Güero Trini” Pérez, Julián Verdugo, Ernesto “Neto” Verdugo, Enrique Montes y Jesús Lara. De José Lau, se dice que lo distinguía su especialidad: huaraches de 2-3 correas, preferidos por la plebada. María Esther Sánchez Armenta

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Por su parte, José Ramírez, “Loco Ché”, heredó la tradición a su hijo Abelardo, “El Chino” Ramírez, quien actualmente es el único que trabaja en esta tarea en la cabecera municipal. Nombres, nombres, nombres de tantos que ya fallecieron, otros ya ancianos retirados del oficio, pero que tienen la característica de ser recordados con un dejo de nostalgia no exenta de cariño en Elota, San Ignacio, Choix, Concordia, entre otros municipios de la entidad. Capturar en pocas palabras la imagen que se guarda de ellos, es decir que “eran todo oídos”, “escuchaban pacientemente a los parlanchines que a él acudían, tuvieran ‘negocio’ o no”. Corroborar estas apreciaciones no es difícil, ya que ciertamente dicen varios zapateros en bella y espontánea expresión: “la gente en todas las épocas ha manifestado su necesidad de dejar salir sus sentimientos, a veces hablar sin descanso, con gozo, emoción, tristeza en el alma, y pues ahí está uno, silencioso, asintiendo o negando con la cabeza, levantando la vista de vez en cuando pero sin dejar de trabajar, haciendo quizá lo que las personas esperan en ese momento: tener quién los escuche”.

No hay monotonía El saludo de buenos días y buenas tardes se repite al paso de las horas; charlas breves en ocasiones con los vecinos de trabajo, o bien, sin temor de interrumpir, a los compañeros de faena, así resulta que es rara la ocasión en que el aburrimiento está presente. El paso de los más diversos transeúntes, su algarabía, el caminar de vendedores ambulantes expendiendo los más variados productos, el grito cantarino de fonderas a los clientes para que pasen a su mesa, el chofer de la tranvía o el camión que trae “encargues” para compostura, y las pláticas que se escuchan aquí, allá, de todos colores y sabores en un día común. Y el sentido del humor que identifica al nativo de estas tierras aparece de pronto, chispeante. La anécdota se acompaña de ruidosas carcajadas al referir que “llegaba uno con el ‘guarachero’, a veces con los pies todos cochinos y unos ‘espolones’ de meses (uñas sin cortar); ponías el pie en un pedazo de cartón, te lo dibujaban, y después volvías a recoger los huaraches hechos a la medida”. María Esther Sánchez Armenta

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El único reparador en la zona de Angostura es el joven Jesús Elías Camacho, cuya facilidad de palabra rompe las reglas, dada la rapidez de su habla y abundante información “de todo un poco”. “Aprendí el oficio viendo, antes fui bolero, taquero, trabajé en el campo hasta que me anclé en esto. Brindo mis servicios con alegría, me recreo haciéndolo, y me parece que por la crisis económica las personas se ven en la necesidad de pintar y reparar su calzado, antes de pensar en comprarse otro par, primero dicen: voy al zapatero”.

puntos de Guasave, Angostura, Mocorito, Sinaloa de Leyva, Culiacán y Los Mochis, que buscan calidad y durabilidad en la reparación. En retrospectiva refiere que a él lo enseñaron a trabajar maestros de Guadalajara y de León, Guanajuato (donde está la mata del arte del calzado), y sin egoísmos comparte con los aprendices las bases de efectuar trabajos lo mejor posible. El martilleo es incesante; se observan plantillas de fierro de diferentes tamaños, viejas máquinas de coser, de codo, banco de pulimento con variedad de rodillos, horma para ampliación, martillos diversos, afiladas truchas, tenazas, plumas, perforadora, cinceles, cuchilla para corte de piel, lijas, piedra para afilar, clavos de diferentes medidas, pegamento 3080, hilos tipo cáñamo para coser suelas y número ocho para el corte de la piel. A ello habría que agregar cepillos, brochas, desarmadores, cintas, “pie de rey”, es decir, pequeño aparato que se usa para la exactitud en los trabajos ortopédicos, tijeras, entre otros utensilios. Ciertamente tiempo atrás las costuras se hacían a mano en todo Sinaloa, los zapatos no sólo duraban porque estaban mejor cosidos con hilo de lino, retorcido y encerado, sino que también las personas les daban menos uso, guardándolos para ocasiones especiales. Fábricas de fama y prestigio como la Canadá, y la López Navarro, cuyos dueños eran hermanos y competían en calidad de fabricación, garantizaban a los clientes la compra de calzado de gran duración. Este señalamiento viene a la mente de los habitantes al decir que a los nuevos zapatos de mujer, de consumo popular, se le caen con frecuencia los tacones, ya ni se diga las tapitas. Si bien es cierto los expenden a precios módicos, la materia prima es corriente, sintética, que casi no dura, se despega y obliga a la reparación como antaño: a mano. Señala don Isidro que una de sus preocupaciones es precisamente el manejo de nuevos materiales, con el fin de proteger a las personas para que no se resbalen en los pisos, por ello se usa el Neolite; otra evolución se constata también en el hule Person y el Excelite. “Para mí es un oficio muy noble que diariamente provee para vivir, pero siento que todo el tiempo hay que aprender, cuidar la clientela y

Utilidad Seguramente en más de alguna ocasión los nativos han acudido a solicitar servicios de reparación de suela, tapitas, pegar, coser mochilas, bolsas, forrar, en fin, lo necesario para prolongar la vida útil de los indispensables accesorios. Y si antes la materia prima había que pedirla a Guadalajara, hoy los proveedores recorren el estado en la entrega a domicilio de la mercancía. Cambios se registran también en el pintado de los zapatos, ya que a finales de la década de los 50’s sólo existía anilina (colorante artificial), que se preparaba con agua, y en los tiempos modernos se emplea una variedad inmensa de marcas y colores, como pintura en laca para piel. Y aunque ahora sonrisas de incredulidad se manifiestan en los rostros de las nuevas generaciones, lo cierto es que una manera rudimentaria de ampliar el zapato que apretaba por tener el “empeine” muy alto, o ser de menor medida, se rellenaba con granos mojados, para que al hincharse extendieran la piel. Isidro Higuera Valenzuela ha sido testigo y partícipe de muchos cambios, pues tuvo contacto con esta actividad desde jovencito, 16 años; hoy, a los 67, afirma convencido que cada día renueva sus deseos de aprender más y actualizarse, porque “si las personas acuden a mi negocio es porque nos hemos ganado un lugar en la sociedad, no sólo en el uso del mejor material, sino en los acabados”. Deja traslucir su orgullo al manifestar que no obstante estar ubicado en la ciudad de Guamúchil, tiene clientela procedente de varios María Esther Sánchez Armenta

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darle seguridad que lo que invirtió por su compostura le sirva. Además considero que la situación actual de crisis y tiempos que vienen, obligan a reparar el calzado para de esa forma contribuir a la economía familiar”. Reparadoras, restauradoras, renovadoras, entre ellas el curioso nombre de Zapato Feliz, son pequeñas empresas cuyo giro registra inusual movimiento, especialmente en fechas cercanas al inicio de clases, fiestas carnestolendas, graduaciones, y en general la etapa decembrina. Y así como en el despertar de cada día la ciudad cobra vida por el bullicio de sus pobladores en su jornada cotidiana, la añoranza por aquellos zapateros que plasmaron su energía y destreza hasta que la inexorable marcha del tiempo dio paso a la vejez apoderándose de su vista y de sus manos, quedó grabada como viejas postales que suplen ya los herederos de esta tradición. Hacer y reparar, palabras familiares que identifican y abrazan a esta tarea que no admite interrupciones, donde el oficio del zapatero remendón es, por fortuna, estampa frecuente que los sinaloenses se empeñan en conservar aún.

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Estimado Lector:

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reciso decirte que siento una enorme satisfacción, al haber contribuido para llevar a cabo la edición de esta obra que viene a enriquecer de manera importante, el acervo literario creado por autores sinaloenses. Cuando asumí la honrosa responsabilidad de dirigir el destino de nuestro municipio, anoté como una de las prioridades apoyar el rubro cultural, que sin duda, es uno de los más importantes, redituando al tiempo, en mejores hombres y mujeres, comprometidos con el desarrollo de su tierra. La cultura es una palabra de amplia definición, pues sabemos que dentro de ella están historia, tradiciones, lenguaje, arte, personaje, lugares, música, literatura, en fin, todo aquello que le da rostro, identidad a un Municipio, Estado o País. La publicación de crónica, reportaje, investigaciones, poesía, va dando forma a la memoria de un pueblo, registrando momentos importantes en su historia, que al paso del tiempo se convierten en un tesoro. Creo firmemente en el desarrollo humano como consecuencia de la lectura y en la permanencia de la escritura. Por ello, celebro la decisión de participar con el Programa Nacional de Fondos de Cultura Municipal, haciendo posible que esta interesante obra llegue a ti. Con mis mejores deseos Guamúchil, Salvador Alvarado, Sinaloa Diciembre 2007 Alfonso Inzunza Montoya Presidente Municipal de Salvador Alvarado.

María Esther Sánchez Armenta

María Esther Sánchez Armenta

ÍNDICE Presentación..........................................................................................1 Prólogo...................................................................................................7 Agradecimientos..................................................................................17 Ademanes.............................................................................................19 Agua de garbanzo.................................................................................23 Algodones de azúcar.............................................................................27 Aguamas...............................................................................................31 El árbol de Guamúchil; siglos de vida...................................................37 Artesa...................................................................................................45 Asador..................................................................................................49 Atarrayas..............................................................................................53 Atole pinole.........................................................................................59 Ayales...................................................................................................65 Bacín de peltre.....................................................................................69 Bardas...................................................................................................73 Bolsas de papel de estraza.....................................................................79 Bules.....................................................................................................85 Cacaragua o cacarahua.........................................................................89 Camotes amargos.................................................................................91 Tejedores de canastas...........................................................................95 Churros..............................................................................................101 Tejedor de cintos................................................................................105 ¡Qué rica comida!...............................................................................109 Colchas; las sobrecamas......................................................................115 Conserva de papaya............................................................................121 Coronitas del monte..........................................................................127 Las damajuanas; del esplendor al olvido............................................133 Letreros...............................................................................................137 El balde en balde.................................................................................141 Empanadas borrachas.........................................................................147 El coctel de frutas; nuestro pico de gallo.............................................153 Gordas pellizcadas..............................................................................157

Un ayer con sabor a pueblo.................................................................161 Tierra de canto y trabajo.....................................................................171 Guamúchiles......................................................................................177 Cachimbas.........................................................................................183 Asientos..............................................................................................189 Juguetes tradicionales.........................................................................191 Ladrilleras; historia viva....................................................................195 Las pulmonías....................................................................................201 ¡Llegó el lechero!................................................................................205 Los apodos..........................................................................................213 Lotería, ¡todos a jugar!........................................................................217 Los olvidados.....................................................................................221 Por el mercado...................................................................................223 El merolico y su torbellino de palabras...............................................231 El metate con mano de piedra; de la cocina al olvido........................235 Esquites..............................................................................................239 La molienda de El Valle......................................................................243 Nieve de garrafa..................................................................................247 Valiosos viajeros.................................................................................255 Paño, pañuelo, paliacate....................................................................259 Gastronomía; El paté de camarón......................................................265 Peines para piojos..............................................................................269 El petate..............................................................................................271 La pilingrina.......................................................................................177 Pizcador.............................................................................................283 Pirulines.............................................................................................289 Los ponteduros; ¡huele a palomitas!..................................................293 Tirador o resortera..............................................................................297 El sudadero en extinción....................................................................301 Tamales de frijol.................................................................................307 Entre tarimas y petates........................................................................311 En el tobogán del olvido.....................................................................315 Traje representativo del Estado de Sinaloa.........................................321 La tranvía tropical..............................................................................325

Volcanes en erupción.........................................................................333 ¡Bolo, padrino!...................................................................................343 Sayas...................................................................................................349 Zancos desafiantes.............................................................................355 Zapatero remendón...........................................................................359

Nuestras raíces culturales sinaloenses: esplendor y ocaso se terminó de imprimir en Creativos7 editorial, Culiacán, Sinaloa, México. La edición consta de 700 ejemplares. Septiembre de 2007.