Nimmo, Jenni - Medianoche Para Charlie Bone 2 - La Esfera Del Tiempo

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Medianoche para Charlie Bone II

JENNY NIMMO

MEDIANOCHE PARA CHARLIE BONE 2

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Medianoche para Charlie Bone II

LA ESFERA DEL TIEMPO

Traducción de Albert Solé

Jenny Nimmo

Medianoche para Charlie Bone II

Título original: The Time Twister Traducción: Albert Solé 1.a edición: junio 2005 Publicado originalmente en Gran Bretaña en 2003 por Egmont Books Ltd. © 2003, Jenny Nimmo, para el texto © 2005, Ediciones B, S.A., en español para todo el mundo Bailen, 84 - 08009 Barcelona (España) www.edicionesb.com Impreso en España - Printed in Spain ISBN: 84-666-2215-2 Depósito legal: B. 20.485-2005 Impreso por Cayfosa Quebecor Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

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Los dotados Los dotados son todos descendientes de los diez hijos del Rey Rojo, un rey mago que dejó África en el siglo XII acompañado por tres leopardos. El Rey Rojo, que ya había vivido varios siglos, creó una maravillosa esfera de cristal en la que introdujo recuerdos de su vida y sus viajes por todo el mundo. Utilizaba la esfera para desplazarse a través del tiempo, visitando el pasado y el futuro. En cualesquiera otras manos, el Desplazador Temporal es peligroso e impredecible.

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Los hijos del Rey Rojo, llamados los Dotados. Manfred Bloor

Monitor de la Academia Bloor. Hipnotizador. Desciende de Borlath, primogénito del Rey Rojo. Borlath era un tirano sádico y brutal.

Asa Pike

Un hombre-bestia. Desciende de una tribu de los bosques del norte que criaba bestias extrañas. Asa puede cambiar de forma cuando anochece.

Billy Raven

Billy puede comunicarse con los animales. Uno de sus antepasados conversaba con los cuervos que se posaban en el cadalso de los ahorcados. Ese talento hizo que los lugareños lo echaran del pueblo.

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Zelda Dobinski

Descendiente de un antiguo linaje de magos polacos, Zelda es telequinética: puede mover objetos con la mente.

Beth Strong

Beth también es telequinética. Proviene de una familia de artistas circenses.

Lysander Sage

Desciende de un hombre sabio africano. Puede convocar a los espíritus de sus antepasados.

Tancred Torsson

Provoca tormentas. Su antepasado escandinavo recibió su nombre en honor del dios del trueno, Tor. Tancred puede invocar la lluvia, el viento, el trueno y el rayo.

Gabriel Silk

Gabriel percibe situaciones y emociones tocando la ropa de los demás. Procede de un linaje de clarividentes.

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Emma Tolly

Emma puede volar. Su apellido proviene de un espadachín español de Toledo cuya hija se casó con el Rey Rojo. Por consiguiente, dicho espadachín es un antepasado de todos los niños dotados.

Charlie Bone

Charlie oye las voces de las personas que aparecen en fotos y cuadros. Desciende de los Yewbeam, una familia con muchas dotes mágicas.

Bindi y Dorcas

Dos chicas dotadas cuyos talentos todavía no se han desarrollado.

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1 Una partida de canicas Corría el mes de enero de 1916, y nadie recordaba un invierno tan gélido como aquél. En las oscuras salas de la Academia Bloor hacía casi tanto frío como en las calles. Henry Yewbeam empezó a tararear mientras recorría a toda prisa un pasillo helado. Cantar le dio ánimos y le calentó tanto el espíritu como los pies. Las fantasmagóricas llamas azules de las luces de gas temblaban y siseaban en sus espitas de hierro a ambos lados del pasillo. Había un olor horrible. A Henry no le habría sorprendido nada encontrar algo muerto en uno de los oscuros rincones. En su hogar, una casa soleada junto al mar, su hermana, Daphne, estaba muy enferma de difteria. Para evitar el contagio, a Henry y a su hermano James les habían enviado a la mansión del hermano de su padre, sir Gideon

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Bloor. Sir Gideon no era la clase de persona con la que uno habría elegido pasar sus vacaciones. No había en él nada paternal. Dirigía una escuela de abolengo y no permitía que nadie lo olvidara. La Academia Bloor pertenecía a la familia de sir Gideon desde hacía cientos de años. Era una escuela para niños con dotes para la música, la pintura y las artes escénicas. Bloor también aceptaba a niños dotados de otras y muy extrañas maneras. Henry se estremecía sólo de pensar en ellos. Había llegado a la habitación de su primo Zeke, el único hijo de sir Gideon y el primo más desagradable que Henry pudiera imaginar. Zeke era uno de los niños dotados, pero Henry sospechaba que su don probablemente era repulsivo. Henry abrió la puerta y miró dentro de la habitación. En el alféizar de la ventana reposaba una hilera de recipientes de cristal. Contenían cosas extrañas que flotaban suavemente en un líquido transparente, y Henry pensó que aquello no podía ser agua. Las cosas eran bultos pálidos carentes de forma. Uno era azul. —¿Se puede saber qué estás haciendo? La tía Gudrun avanzaba por el pasillo a grandes zancadas, y el sonido de sus pisadas quedaba ahogado por

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el siniestro siseo de su larga falda negra. Altísima y con una abundante melena amarilla recogida en un moño en la nuca, la tía Gudrun era una auténtica vikinga (de hecho, era noruega), de amplio pecho y pulmones a juego. —Ejem... —balbució Henry. —Eso no es una respuesta, Henry Yewbeam. Estabas fisgando en la habitación de mi Zeke, ¿verdad? —No, de ninguna manera —repuso Henry. —No deberías merodear por los pasillos, muchacho. Baja ahora mismo a la sala de estar. La señora Bloor hizo un gesto con el dedo meñique y Henry no tuvo más remedio que seguirla. Su tía le hizo volver a pasar ante las misteriosas puertas cerradas que, hacía tan sólo unos momentos, Henry había intentado abrir en vano. Era un muchacho curioso y se aburría con facilidad. Un inmenso suspiro escapó de sus labios mientras bajaba al primer piso por la crujiente escalera. La familia Bloor vivía en el ala oeste de la academia, pero sólo ocupaban las habitaciones del primer piso, ya que en la planta baja sólo había lugar para un gran vestíbulo lleno de corrientes de aire, una capilla y distintas aulas y salas de reuniones. Henry ya había explorado algunas de aquellas estancias con gran decepción por su parte: lo único que contenían eran viejos pupitres, sillas

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desvencijadas y estantes llenos de libros cubiertos de polvo. —¡Ya hemos llegado! —dijo la señora Bloor, al tiempo que abría una puerta y empujaba a Henry para que entrara en la habitación. Un niño pequeño, que estaba arrodillado en el asiento de la ventana, saltó al suelo y corrió hacia Henry. —¿Dónde te habías metido? —exclamó. —Sólo estaba explorando —respondió Henry. —Pensaba que te habías ido a casa. —Eso está a muchos kilómetros de aquí, Jamie. Henry se dejó caer en un sillón de cuero junto al fuego. Los troncos del hogar ardían con un suave chisporroteo que creaba extrañas imágenes. Cuando entornaba los ojos, Henry casi veía la acogedora sala de estar de su casa. Volvió a suspirar. Tía Gudrun lo miró con el ceño fruncido. —Portaos bien, chicos —advirtió. Finalmente salió y cerró la puerta. En cuanto se hubo ido, James se sentó en el brazo del sillón de Henry. —Zeke ha estado haciendo cosas raras —susurró. Henry no había reparado en Zeke, pero entonces vio que su extraño primo estaba sumido en un hosco silencio

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en el otro extremo de la habitación. Sentado a una mesa, Zeke se hallaba profundamente absorto en algo que tenía delante. En su rostro pálido y huesudo se reflejaba una intensa concentración. No movía ni un músculo y apenas respiraba. —Me asusté —dijo James en voz baja. —¿Por qué? ¿Qué hizo? —preguntó Henry también en voz baja. —Zeke estaba haciendo un rompecabezas, y la mesa estaba llena de piezas. Entonces las miró fijamente y todas las piezas se juntaron de golpe. Bueno, casi todas. Habían formado una imagen, Zeke me la enseñó. Era un barco, pero algunas de las piezas no encajaban. —Susurrar es de mala educación —soltó Zeke sin apartar los ojos del rompecabezas. Henry se levantó del sillón y se acercó a su primo. Le echó un vistazo a las doce piezas que había junto al rompecabezas y luego miró la imagen del navío. No necesitó ni un minuto para saber dónde encajaba exactamente cada pieza. —Hum —murmuró, y sin decir una palabra fue cogiendo las piezas una por una y colocándolas hábilmente en su sitio: dos en el cielo, tres en el casco del barco, dos en los aparejos y cuatro en el mar. Por un instante, Zeke contempló fascinado las manos de

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Henry. Pero cuando éste acabó de colocar la última pieza, Zeke, saltando de su asiento, gritó: —¿Quién te ha pedido que las pusieras en su sitio? ¡Podría haberlo hecho yo! —Lo siento —se disculpó Henry dando un paso atrás—. Pensé que querías que te echaran una mano. —A Henry se le dan muy bien los rompecabezas — apuntó James. —Bueno, pues a mí se me dan muy bien otras cosas — gruñó Zeke. James era demasiado bajito para ver las señales de peligro. El brillo de furia de los negros ojos de Zeke le pasaba por encima de la cabeza. —La magia no siempre funciona —siguió el niño inocentemente—. Henry es más listo que tú, Zeke. Con esa observación el pobre James Yewbeam selló el destino de su hermano y, naturalmente, el suyo propio. —¡Largo de aquí! —chilló Zeke—. ¡Los dos! Asquerosos Yewbeam... ¡Fuera! ¡No puedo ni veros! Henry y James corrieron hacia la puerta. Una expresión de violencia encendía el pálido rostro de su primo, y ninguno de los dos quiso esperar a que hiciese algo desagradable. —¿Adonde vamos? —jadeó James mientras echaba a

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correr por los pasillos en pos de su hermano. —Vamos al vestíbulo, Jamie. Allí podremos jugar a las canicas —dijo Henry, sacándose del bolsillo una bolsita de cuero y agitándola ante su hermano. Pero no iba a ser así. Antes de que pudieran dar un paso más oyeron gritar a la tía Gudrun. —¡Hora de acostarse, James! —James fingió que no la había oído—. Haz el favor de venir. —Más vale que vayas —murmuró Henry—. Si no lo haces, te castigará. —Pero yo quiero jugar a las canicas... —se quejó James. Henry sacudió la cabeza. —Lo siento, Jamie. Ahora no. Mañana. Pero luego vendré a leerte un rato. —¿Me lo prometes? ¿Terminarás la historia que tenemos empezada? —¡James, ven aquí ahora mismo! —gritó tía Gudrun. —Te lo prometo —dijo Henry con la intención de cumplir su promesa. Pero Zeke tenía otros planes para él. Con la cabeza gacha, Jamie se encaminó hacia la alta figura al final del pasillo. —¡Y tú, Henry! —le advirtió la tía Gudrun—. No te

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metas en líos. —No, tía —respondió Henry. Se disponía a bajar por la gran escalera que conducía al vestíbulo cuando tuvo una idea. Hacía tanto frío que su aliento formaba nubecitas grises. La gran sala estaría todavía más helada. Si iba allí se moriría de frío. Henry volvió sobre sus pasos y se dirigió a una habitación que ya había explorado. Se trataba de un trastero enorme, lleno de prendas de ropa abandonadas por antiguos alumnos de la academia. Había montones de capas de color: verde, azul y púrpura; estantes repletos de sombreros y trajes, y cajas con viejas botas de cuero. Henry escogió una gruesa capa azul y se la puso. Le llegaba por debajo de las rodillas, la longitud ideal para una sala barrida por las corrientes de aire. Podría arrodillarse encima sin sentir el frío suelo de piedra. Henry bajó al vestíbulo. Sus canicas eran la envidia de todos sus amigos. El padre de Henry viajaba mucho y nunca volvía a casa sin al menos una magnífica canica nueva para la colección de su hijo. La bolsa de cuero de Henry contenía ónices, ágatas, ejemplares de cristal, caliza y cuarzo, e incluso esferas de porcelana pintada. En el vestíbulo no había luz, pero el resplandor de una luna en cuarto creciente entraba por los ventanales cubiertos de escarcha, haciendo brillar las losas grises del

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suelo con un suave destello perlino. Henry decidió jugar al Bombardero, su juego favorito. Como no tenía contrincante, intentaría mejorar su destreza jugando solo. Con un trozo de tiza, que siempre llevaba encima, trazó un gran círculo en el centro de la sala. Luego dibujó un círculo más pequeño dentro del primero. Escogió trece canicas de su bolsa y las dispuso formando una cruz dentro del círculo pequeño. Ahora tenía que arrodillarse en el gélido suelo, fuera del círculo grande. Ya tenía las manos azules a causa del frío, y tuvo que apretar los dientes para evitar que le castañetearan. Con la capa azul debajo de las rodillas, Henry sacó su canica favorita. Era de un azul claro con un destello plateado en el interior, como el brillo de una estrella. Siempre la usaba como proyectil o canica de lanzamiento. Apoyando los nudillos de su mano derecha en el suelo, con la palma extendida hacia fuera, Henry puso la bola azul sobre la punta de su dedo índice y lo impulsó con el pulgar hacia la cruz de canicas. Con un tintineo cristalino, la bola hizo que una canica anaranjada saliera despedida de los dos círculos. —¡Bravo! —gritó Henry. A sus espaldas se oyó un leve crujido. Henry entornó los ojos y escrutó las sombras que ocultaban los paneles de madera de las paredes. ¿Eran imaginaciones suyas, o un

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largo tapiz se había movido ligeramente? Detrás del tapiz había una puertecilla que conducía al ala oeste. Henry prefería utilizar la escalera principal, porque el pasadizo que había tras la puerta era oscuro y siniestro. Sintió una ráfaga de aire frío en las rodillas y el tapiz volvió a agitarse. Un súbito repiqueteo de granizo restalló contra los ventanales, y el viento gimió en el patio nevado. —El viento. Henry se estremeció y se arrebujó en la capa. Para estar más abrigado, se cubrió la cabeza con la capucha. En el pasadizo de detrás del tapiz, Ezekiel Bloor estaba de pie con una linterna en una mano, y en la otra... una reluciente bola de cristal. Un torbellino de intensos colores brotaba de la esfera: un arco iris salpicado de oro y plata y rayos de sol y destellos de luna, unos detrás de otros. Zeke sabía que no debía mirarlos. Sostenía una de las canicas más antiguas del mundo. La tía abuela de Zeke, Beatrice, una bruja como pocas, se la había puesto en la mano cuando yacía en su lecho de muerte. —El Desplazador Temporal —le había dicho con la voz rota por la agonía—. Sirve para viajar a través del tiempo. No lo mires, Ezekiel, a menos que quieras viajar. Ezekiel no quería marcharse. Se sentía a sus anchas en el gran edificio tenebroso que era su hogar y rara vez se le

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podía convencer para que saliese de allí. No obstante, ardía en deseos de saber qué ocurriría si alguien miraba el Desplazador Temporal. Nadie, en opinión de Zeke, se merecía más que lo mandaran a paseo que su odiado primo Henry Yewbeam. Henry ya había sacado tres canicas más del pequeño círculo de tiza. No había fallado ni una sola vez, a pesar de que tenía los dedos helados. Se disponía a levantarse y salir del círculo cuando una bola de cristal vino rodando hacia él. Era un poco más grande que la bola azul de Henry, y en torno a ella diminutas luces de colores danzaban y rielaban. —¡Madre mía! —dijo Henry casi sin aliento. Se quedó inmóvil donde estaba mientras la extraña canica seguía rodando por el suelo hasta que chocó contra su pie. Henry la cogió. Contempló las brillantes profundidades interiores del cristal. Vio cúpulas doradas, ciudades bañadas por el sol, cielos despejados y mucho, mucho más. Pero mientras observaba las escenas que se sucedían ante sus ojos, Henry notó que se estaba produciendo un cambio en su cuerpo, y comprendió que no debería haber mirado aquellas increíbles y arrebatadoras escenas. Las paredes pandadas de madera habían empezado a deshacerse, y el helado resplandor de la luna se desvanecía. Henry sintió que le daba vueltas la cabeza y

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que sus pies empezaban a flotar. Lejos, muy lejos, un gato empezó a maullar. Y luego otro gato, y otro más. Henry pensó en su hermano pequeño. ¿Tendría tiempo de llegar hasta él antes de desaparecer del todo? Y si lo conseguía y James veía esfumarse a su hermano ante sus ojos, ¿no se asustaría tanto que tendría pesadillas toda su vida? Henry decidió dejar un mensaje. Mientras todavía le quedaban fuerzas, se sacó la tiza del bolsillo y con la mano izquierda (la derecha se había agarrotado estrujando el Desplazador Temporal), escribió en el suelo de piedra: LO SIENTO, JAMES. LAS CANICAS... No tuvo tiempo para nada más. Un instante después había abandonado el año de su undécimo aniversario y viajaba hacia delante, muy deprisa, rumbo a un año en el que la mayoría de las personas que él conocía habrían muerto. En una pequeña y helada habitación del ala oeste, James esperaba a su hermano. Tenía tanto frío que se había puesto el abrigo encima del camisón de franela. En una mesa que había junto a él, la llama de una vela temblaba a causa del aire que se colaba por debajo de la puerta. ¿Dónde estaba Henry? ¿Por qué tardaba tanto? James se frotó los ojos. Estaba muy cansado, pero tenía

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demasiado frío para dormir. Subiéndose la colcha hasta la barbilla, escuchó el repiqueteo del aguanieve contra la ventana. Y entonces su vela se apagó. James se quedó rígido, demasiado asustado para llamar a alguien. Tía Gudrun se enfadaría muchísimo y el primo Zeke se burlaría de él por portarse como un crío. Sólo Henry lo comprendería. —¡Henry! Henry, ¿dónde estás? —murmuró. Cerró los ojos y lloró con la cara hundida en la almohada. No había dejado de llorar cuando de pronto se dio cuenta de que no temblaba. La habitación ya no estaba tan fría como antes. James abrió los ojos y descubrió que veía la almohada, su mano, la ventana. Un suave resplandor iluminaba el techo. Cuando miró para saber de dónde provenía, James se quedó boquiabierto al ver que tres gatos caminaban en silencio alrededor de su cama. Uno era anaranjado, el otro amarillo y el otro de un intenso color cobre. Tan pronto como supieron que los observaban, los gatos se subieron a la cama y empezaron a restregarse contra las heladas manos, el cuello y la mejilla del niño. Su reluciente pelaje era cálido como los rayos del sol, y, mientras los acariciaba, James empezó a dejar de tener miedo. Decidió ir en busca de Henry. Al instante de venirle a la cabeza esa idea, los gatos saltaron de la cama y corrieron hacia la puerta. Allí esperaron, maullando con ansiedad, mientras

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James se ponía los calcetines y sus pequeñas botas de cuero. Los gatos, de cuyos bigotes plateados y suaves pelajes brotaban pequeñas centellas de luz, iniciaron la marcha por los oscuros pasillos y los estrechos escalones con James corriendo tras ellos. Finalmente llegó a la gran escalera que desembocaba en el vestíbulo. Allí los preocupados maullidos de los tres gatos se volvieron más fuertes y apremiantes, y James se detuvo antes de dirigirse a la vasta estancia iluminada por la luna. Henry no estaba allí. Sus canicas se hallaban esparcidas por el suelo de piedra, brillando bajo la luz escarchada de los ventanales. James empezó a bajar lentamente por la escalera y los gatos lo adelantaron en una veloz carrera, gimiendo y gruñendo. James saltó el último escalón y se acercó al círculo de tiza. Enseguida vio que Henry había estado jugando al Bombardero, su juego favorito. —¡Henry! —lo llamó—. Henry, ¿dónde te has metido? Nunca un lugar le había parecido tan inmenso y desolado al pequeño James Yewbeam. Nunca la ausencia de su hermano le había parecido tan absoluta. No volvería a llamarlo. Estaba muy claro que Henry se había ido. Y ni siquiera se había despedido. Antes de que las lágrimas rodaran por sus mejillas, los

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tres gatos saltaron al interior del círculo blanco, atrayendo la atención del pequeño James hacia unas palabras escritas en el suelo. ¿Un mensaje? ¡Ah, si supiera leer...! Henry llevaba semanas tratando de enseñarle pacientemente, pero hasta el momento James no había conseguido descifrar ni una sola palabra. Quizá no se había esforzado de verdad. Quizás ahora que se trataba de algo realmente grave... —L... 1... 1... —murmuró James mientras los gatos paseaban arriba y abajo bordeando las letras. Luego había una «o» y después una «s», y más adelante su propio nombre. Y de pronto James descubrió que entendía las palabras que su hermano le había dejado escritas. —LO SIENTO, JAMES —leyó—. LAS CANICAS... El mensaje terminaba allí. Obviamente Henry quería que su hermano le guardara las canicas. James cogió la bolsa de cuero, pero antes de que pudiera alcanzar la bola azul, el gato anaranjado la empujó juguetonamente con la pata y la canica salió rodando a través de la sala. El gato amarillo corrió tras ella mientras el gato de color cobre sacaba tres canicas más del círculo. La gran sala pareció cobrar vida con los tintineos cristalinos y los alegres ronroneos. James se vio rodeado de

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esferas coloreadas que danzaban y relucían. Los gatos jugaban a algo y, mientras los miraba, una gran sonrisa se dibujó en el rostro del niño. —Quedaos conmigo —les suplicó. Los gatos se quedarían. Mientras él permaneciera en aquel frío y lúgubre edificio, mantendrían a James Yewbeam todo lo calentito y a salvo que un niño pequeño se merecía.

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2 La abuela da un portazo El invierno tenía atrapada a la ciudad en un puño de hierro. Tejados, árboles, chimeneas e incluso cosas que se movían; todo se hallaba cubierto por una gruesa capa de nieve helada. Charlie Bone se había hecho la ilusión de que aquella Navidad tendría un día extra de vacaciones. Estaba convencido de que, con ese tiempo, el nuevo trimestre no podría empezar, pero la abuela Bone se había encargado de acabar con sus esperanzas. —No pienses que vas a librarte —le soltó en su habitual tono despectivo—. La Academia Bloor abre sus puertas llueva, nieve o haga viento. Las máquinas quitanieves ya han despejado la calle principal, y a las ocho de la mañana del lunes el autobús se detendrá en la calle Filbert. Sus labios produjeron un desagradable chasquido tras

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pronunciar la última palabra. Charlie estaba interno en la Academia Bloor de lunes a viernes, y los domingos por la noche tenía que empaquetar en una bolsa de viaje todo lo necesario para pasar cinco días fuera de casa. Aquel domingo, Charlie prestaba más atención a los copos de nieve que rozaban su ventana que a su equipaje. —Pijama, cepillo de dientes, pantalones —murmuró para sí mismo—. Calcetines, camisas limpias... Se rascó la cabeza. Se suponía que debía ir a la escuela con una capa azul puesta, pero Charlie detestaba tener que llevarla antes de llegar allí porque los otros niños de la calle Filbert se burlaban de él. La Academia Bloor era una escuela bastante insólita que acogía sólo a los niños que mostraban talento para la música, la pintura o el teatro. Charlie no poseía ninguno de esos talentos. Era uno de los doce niños dotados que asistían a esa escuela debido a ciertos dones únicos. En su caso, se trataba de un don que en ocasiones hubiese preferido no tener. Charlie podía oír hablar a las fotografías o, para ser más exactos, a las personas que aparecían en ellas. En cuanto lo descubrieron, la abuela Bone y sus tres horribles hermanas lo habían enviado a la Academia Bloor. La suya era una familia de clarividentes, hipnotizadores, hombres lobo, brujas y cosas peores. Los Yewbeam descendían de un misterioso rey rojo, un mago con asombrosos poderes, y, como todos los

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niños dotados, Charlie debía ser controlado y su talento, cultivado. El timbre de la puerta sonó y Charlie corrió escalera abajo, deseoso de escapar de la aburrida labor de hacerse la bolsa. Tan pronto como abrió la puerta, el perro de su amigo Benjamin, Judía Corredora, se coló en la casa y empezó a sacudirse la nieve húmeda del lomo. Su peluda cola salpicó de agua todo el vestíbulo, por donde se disponía a pasar la otra abuela de Charles, Maisie Jones. —Más vale que sequéis a ese perro aquí dentro —les advirtió Maisie alegremente entrando de nuevo en la cocina—. Voy a por su toalla. Siempre tenía a punto una toalla especial para Judía Corredora, que los visitaba con frecuencia. El perrazo amarillo echó a correr tras ella mientras Charlie colgaba el abrigo de Benjamin en el perchero del vestíbulo. —¿Te apuntas a hacer un muñeco de nieve mañana? — le preguntó Benjamin—. Nuestra escuela ya ha dicho que no abrirá. —La mía, sí—respondió lúgubre—. Lo siento, Ben.

Charlie

con

expresión

—¡Oh, vaya! —Benjamin lo miró, consternado. Era un muchachito de cabellos pajizos que siempre tenía cara de preocupación—. ¿No podrías fingir que estás enfermo o

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algo por el estilo? —Ni lo sueñes —manifestó Charlie—. Ya sabes cómo son la abuela y las tías. Benjamin lo sabía demasiado bien. Eustacia, una de las tías de Charlie, había cuidado de él en una ocasión. Fueron los peores dos días de su vida: comida repugnante, acostarse muy temprano y nada de perros en los dormitorios. Benjamin se estremeció al recordarlo. —Está bien —dijo tristemente—. Supongo que podré hacer el muñeco yo solo. Una puerta se abrió en el piso de arriba y una voz gritó: —¿Eres tú, Benjamin Brown? Huelo a perro. —Sí, señora Bone, soy yo —suspiró Benjamin. La abuela Bone apareció en lo alto de la escalera. Vestida toda de negro y con el pelo blanco recogido en lo alto de la cabeza, parecía más la reina malvada de una leyenda que la abuela de alguien. —Espero que no tengas la intención de quedarte más de diez minutos —gruñó la abuela Bone—. Charlie tiene que acostarse temprano. Mañana va a la escuela. —¡Mamá dice que puedo quedarme levantado otra hora! —le gritó Charlie a su abuela. —¿Ah, sí? Oh, bueno, en ese caso, no veo por qué he de tomarme el mínimo interés en tu bienestar. Salta a la vista

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que estoy perdiendo el tiempo. La abuela Bone volvió a su habitación y cerró dando un portazo. Charlie nunca llegaría a saber si fue a causa del portazo o de un débil temblor de tierra, pero algo hizo que una pequeña foto se soltara de su gancho en la pared y cayera al suelo. Nunca se había dedicado a examinar las borrosas fotos antiguas que adornaban las paredes del oscuro vestíbulo. De hecho, desde que había descubierto su nada bienvenido talento, Charlie se había asegurado de no acercarse a ellas: no quería oír lo que un grupo de venerables antepasados tenían que decir. —¡Hala! —exclamó Benjamin—. ¿Cómo ha sido eso? Charlie comprendió que no podría evitar aquella foto. Mientras la recogía del suelo y le daba la vuelta, sintió un extraño aleteo en el estómago. —¡Déjamela ver! —le pidió Benjamin. Charlie se la tendió. Era una de esas fotos descoloridas en tonos sepia. El cristal estaba resquebrajado pero seguía sujeto por el marco, y a través de las grietas los chicos distinguieron una familia de cinco miembros que posaban en un jardín. Detrás de ellos, se adivinaba la pared amarillenta de una casa, y al otro lado de la foto, por encima de un muro de piedra, una pequeña embarcación

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de vela flotaba en un mar aterciopelado. —¿Te encuentras bien? —preguntó Benjamin mirando a Charlie. —No —musitó Charlie—. Ya sabes por qué. Oooh, allá vamos otra vez... Un tenue zumbido de voces se abría paso hasta él. La madre fue la primera en hablar. Henry, estate quieto. Echarás a perder la foto. Era guapa, y llevaba un vestido de encaje de cuello alto y un broche en forma de estrella justo debajo de la barbilla. Tenía a un niño de unos cuatro años sentado en el regazo, y una niña de seis o siete años estaba de pie junto a ella apoyada en su rodilla. También de pie, al otro lado de la mujer, había un hombre con uniforme de soldado. Tenía una cara tan jovial que Charlie no se lo pudo imaginar exhibiendo la expresión feroz y solemne que se suponía debía tener un soldado. Pero fue el muchacho que se hallaba delante del soldado quien le llamó más la atención. No puedo respirar, murmuró el muchacho. —¡Eh, Charlie, se te parece un poco! —exclamó Benjamin, señalando con un dedo mugriento al hijo mayor. —¡Aja! —asintió Charlie—. Y también tiene la misma edad que yo.

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El muchacho llamado Henry parecía tener problemas con el rígido cuello de una chaqueta muy ajustada: casi le rozaba la barbilla. Henry llevaba pantalones hasta la rodilla, calcetines largos negros y unas relucientes botas también negras. ¡Ay!, masculló Henry. Su madre suspiró. ¿Sería demasiado pedir que te estuvieras quieto? Me parece que se me ha metido una mosca por el cuello duro, afirmó Henry. Eso hizo que el soldado rompiera a reír, y el hermano y la hermana de Henry también soltaron una carcajada. Realmente... —dijo la madre muy seria—. Estoy segura de que nuestro pobre fotógrafo no le ve la gracia. ¿Va todo bien, señor Caldicott? Hubo un Sí, señora, gracias, musitado en voz baja, y luego algo se cayó. Charlie no supo si el señor Caldicott o la cámara. De pronto las figuras de la fotografía empezaron a oscilar de un lado al otro, haciendo que Charlie se sintiera muy mareado. —Te has puesto verde —observó Benjamin. Llevó a Charlie a la cocina, donde Maisie secaba a Judía Corredora con una toalla. —Oh, cielos —dijo Maisie, haciéndose cargo de la

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situación con una sola mirada—. ¿Te ha dado uno de esos mareítos, Charlie? —Sí le ha dado —respondió Benjamin. Se oyó un fuerte chisporroteo cuando la madre de Charlie, Amy, echó a la sartén una verdura de aspecto exótico. —¿Qué ha sido esta vez, cariño? —preguntó. Charlie depositó la foto en la mesa de la cocina. —Se cayó de la pared cuando la abuela Bone cerró la puerta de golpe. —Me sorprende que todavía se sostenga alguna puerta en esta casa, vistos los portazos que da esa mujer— manifestó Maisie, echando los trozos de cristal encima de un periódico—. Con todos esos golpes, las bombillas de tu tío Paton y las verduras podridas de tu mamá, a veces pienso que estaría mejor en una residencia para ancianos. Nadie hizo caso de aquella observación: la habían oído muchas veces. Maisie no era lo bastante mayor para estar en una residencia, y su familia le había dicho un centenar de veces que no podrían vivir sin ella. —Bueno, ¿sabes quiénes son estas personas? Charlie señaló a la familia del marco negro. Sin el cristal agrietado, el soldado y su familia se veían mejor. La madre de Charlie se acercó y miró por encima de su

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hombro. —Tienen que ser Yewbeam —afirmó—. Es decir, parientes de la abuela Bone. Más vale que se lo preguntes a ella. —Ni lo sueñes —respondió Charlie—. Se lo preguntaré al tío Paton antes de acostarme. Vamos, Ben. Con el marco negro debajo del brazo, Charlie llevó a Benjamin y Judía Corredora a su habitación. La hora que dedicaron a jugar con el ordenador transcurrió muy deprisa, y entonces la abuela Bone empezó a aporrear la puerta de Charlie y a decirle que aquel perro debía bajarse de la cama. ¿Cómo lo habría adivinado? Aunque no había que olvidar que muchos Yewbeam tenían poderes. Los chicos corrieron escaleras abajo con Judía Corredora detrás de ellos, y tras abrirles la puerta principal, Charlie se despidió de Benjamin y su perro. Después se quedó unos momentos en el vestíbulo contemplando la marca en el papel pintado que había dejado la foto enmarcada. ¿Qué la había hecho caer? ¿Realmente podía haber sido un portazo? En aquella casa, la causa tenía que ser por fuerza más misteriosa que eso. —Quizás el tío Paton lo sepa —murmuró Charlie, subiendo la escalera a toda velocidad. El tío Paton era hermano de la abuela Bone, pero tenía veinte años menos que ella y un buen sentido del humor.

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Poseía un talento especial para hacer estallar las bombillas cuando se aproximaba a ellas, así que pasaba la mayor parte del día metido en su habitación y sólo salía de noche, ya que, incluso en pleno día, las luces de los escaparates estaban encendidas. De noche no se le veía con tanta facilidad. Charlie fue a su habitación a coger la foto y después llamó a la puerta de su tío, sin hacer caso del letrero de NO MOLESTAR que siempre colgaba de ella. Su primera llamada no obtuvo respuesta, pero a la segunda se oyó un «¿Qué pasa?» bastante irritado. —Es acerca de una foto, tío Paton. —¿Vuelves a oír voces? —Me temo que sí. —En ese caso, entra —concedió con voz cansada. Un hombre altísimo con una abundante y despeinada melena negra alzó la mirada desde un escritorio junto a la ventana. Al moverse, tiró con el codo una pila de libros al suelo. —Cuernos —protestó el hombre alto—, y otras cosas más groseras. Paton estaba escribiendo la historia de su familia, los Yewbeam, y necesitaba tener a mano un gran número de libros de consulta.

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—Bueno, ¿dónde está esa foto? ¡Venga, enséñamela, enséñamela! —Paton chasqueó los dedos con impaciencia. Charlie puso la foto ante él. —¿Quiénes son? Paton contempló el grupo familiar con los ojos entornados. —Ah, ese de ahí es mi padre. —Señaló al niñito sentado en las rodillas de su madre—. Y ésa —siguió, poniendo un dedo manchado de tinta junto a la niña—, es la pobre Daphne, que murió de difteria. El soldado es mi abuelo, el coronel Manley Yewbeam, un hombre muy alegre. Le habían dado permiso en el ejército. Había guerra, ¿sabes? Y esa de ahí es mi abuela Grace. Pintaba, y muy bien. —¿Y el otro chico? —Éste es... ¡por todos los cielos, Charlie, os parecéis mucho! Nunca me había fijado. —Su pelo es distinto. Pero quizá se lo alisaba de alguna manera. Ni el cepillado más concienzudo era capaz de mantener a raya la abundante cabellera de Charlie. —Hum. Pobre Henry —musitó Paton—. Desapareció. —¿Cómo? Charlie se quedó perplejo. —Estaban en la Academia Bloor, Henry y James,

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mientras su hermana Daphne agonizaba. Fue el invierno más frío del siglo; mi padre nunca lo ha olvidado. Un día, a mitad de una partida de canicas, Henry simplemente se esfumó. —Paton se acarició la barbilla—. Pobre papá. De pronto, se vio convertido en hijo único. Y adoraba a su hermano. —Se esfumó... —murmuró Charlie. —Mi padre siempre sospechó que su primo, Ezekiel, tuvo algo que ver. Estaba celoso de Henry. Ezekiel era un desastre con la magia, pero Henry tenía un talento natural. —¿Ese es el Ezekiel que...? —Sí. El abuelo del doctor Bloor. Todavía está ahí, pudriéndose en algún lugar de la academia, rodeado de lámparas de gas y magia perversa. —¡Guau! Así que debe de tener casi cien años... —Como mínimo —confirmó Paton. Se inclinó hacia delante—. Dime una cosa, Charlie. Esas voces que oyes, ¿han dicho alguna vez cosas que no estén directamente relacionadas con el momento de la foto? —Esto... No —afirmó Charlie—. De momento, no. No me gusta mirarlas durante mucho rato. —Lástima —dijo Paton—. Podría ser interesante. Bueno, pues aquí tienes —añadió, tendiéndole la foto. —No, gracias —respondió Charlie—. Quédatela.

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Paton parecía decepcionado. —A mi padre le gustaría tanto saber algo más sobre lo que ocurrió... —¿Todavía vive, entonces? —se sorprendió Charlie. Nunca había visto a su abuelo. De hecho, nunca había oído hablar de él. —Es muy mayor —le explicó Paton—. Tiene más de noventa años, pero todavía vive en la misma casita junto al mar. —Tocó la fotografía con la punta de los dedos—. Cada mes voy a verle. Si salgo a medianoche, puedo llegar allí antes de que amanezca. —¿Qué me dices de la abuela y las tías? Son hijas suyas, ¿no? El tío Paton adoptó una de esas expresiones que decían «esto te parecerá escandaloso». Apretó sus delgados labios y sus largas cejas negras se elevaron hacia el nacimiento de su pelo. —Se pelearon, Charlie. Hubo una disputa tremenda hace mucho, mucho tiempo. Ya no me acuerdo de cuál fue la causa. Para ellas, nuestro padre no existe. —¡Eso es terrible! Pero en cierto modo Charlie no se sorprendió. Después de todo, la abuela Bone nunca hablaba de Lyell, su único hijo y padre de Charlie. Cuando éste desapareció, la abuela Bone se había limitado a arrancarlo de su corazón.

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Charlie le dio las buenas noches a su tío y se fue a la cama. Pero mientras permanecía despierto, tratando de imaginar su primer día de vuelta a la Academia Bloor, el rostro de Henry Yewbeam no dejaba de venirle al pensamiento. ¿Cómo había desaparecido? ¿Y adonde había ido?

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3 Cae un árbol La temperatura descendió varios grados durante la noche. El lunes por la mañana, un viento helado que traía consigo nubes de aguanieve azotó la calle Filbert, cegando a todo el que fuera lo bastante valiente para aventurarse a salir de casa. —No puedo creer que tenga que ir a la escuela con un tiempo así —musitó Charlie mientras trataba de avanzar pese al vendaval. —¡Más vale que te lo creas, Charlie, porque ahí está el autobús! ¡Buena suerte! Amy Bone le mandó un beso y torció por una calle lateral para dirigirse a la verdulería. Charlie corrió hasta el inicio de la calle Filbert, donde un autobús azul esperaba a los estudiantes de música de la Academia Bloor. A Charlie lo habían puesto en Música únicamente

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porque su padre también había estado allí. Su amigo Fidelio, en cambio, tenía grandes dotes musicales. Fidelio le había guardado un asiento a su lado, y Charlie se sintió un poco mejor en cuanto vio la mata de pelo y el rostro sonriente de su amigo. —Este trimestre nos va a parecer muy aburrido — suspiró Fidelio—, después de tantas emociones. —Me parece que un poquito de aburrimiento no me irá nada mal —replicó Charlie—. Te aseguro que no voy a volver a entrar en la ruina. El autobús se detuvo junto a una plaza empedrada en cuyo centro había una fuente de cisnes de piedra. Mientras bajaban del autobús, los niños vieron que de los picos de los cisnes colgaban carámbanos y que sus alas se hallaban cubiertas de escarcha. Parecía que nadaban en un estanque helado. —¡Fíjate en eso! —exclamó Charlie al pasar junto a la fuente. —El dormitorio va a parecer una nevera —afirmó Fidelio con aire sombrío. Otro autobús, éste de color púrpura, se había detenido en la plaza, y un grupo de niños con capas de ese mismo color bajaron saltando los escalones. —¡Aquí llega ella! —dijo Fidelio, cuando una chica de cabellos color añil corrió hacia ellos como una exhalación.

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—¡Hola, Olivia! —la saludó Charlie. Olivia Vértigo lo cogió del brazo. —Charlie, me alegra ver que estás vivo. ¡Y eso también va por ti, Fido! —Es bueno estar vivo —afirmó Fidelio—. ¿A qué viene eso de «Fido»? —He decidido cambiarte el nombre —declaró Olivia—. Fidelio apenas me cabe en la boca y Fido suena muy moderno. ¿No te gusta? —Es un nombre de perro —observó Fidelio—. Pero pensaré en ello. Niños con capas verdes se habían unido al gentío. Los alumnos de Arte no eran tan extravagantes como los de Teatro y armaban mucho menos jaleo, y, sin embargo, cuando bajo sus capas verdes asomaban una bufanda con lentejuelas o un suéter negro con hilos de oro, uno sospechaba que aquellos niños tan callados infringirían reglas más serias que quienes lucían el azul o el púrpura. Se acercaron a los altos y grises muros de la Academia Bloor. A cada lado de la imponente entrada en forma de arco, se alzaba una torre de tejado puntiagudo y, mientras caminaba hacia la escalinata de la entrada, Charlie sintió que su mirada se veía atraída hacia una ventana en una de las torres. Su madre había percibido que alguien la observaba desde aquella ventana, y en ese momento

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Charlie tuvo la misma sensación. Se estremeció ligeramente y apretó el paso para alcanzar a sus amigos. Habían cruzado un patio enlosado y ahora subían otro tramo de escalones que terminaba ante dos enormes puertas con remaches de bronce, abiertas para recibir a la turbamulta de niños. A Charlie se le encogió el estómago al franquear las puertas. Tenía enemigos en la Academia Bloor y, sin embargo, no sabía a ciencia cierta por qué. ¿Por qué intentaban librarse de él, permanentemente? Una puerta sobre la que colgaban dos trompetas cruzadas llevaba al departamento de Música. Olivia se despidió agitando la mano y desapareció por una puerta señalada con dos máscaras, mientras que los niños de verde se encaminaron hacia el final del vestíbulo, donde un lápiz cruzado con un pincel indicaba el departamento de Arte. Charlie y Fidelio fueron primero al vestuario azul y luego a la sala de actos. Al ser uno de los más pequeños, Charlie tenía que colocarse en primera fila junto al más pequeño de todos, un albino de blancos cabellos llamado Billy Raven. Charlie le preguntó si se lo había pasado bien por Navidad, pero Billy no le hizo el menor caso. Era huérfano, y Charlie confió en que no hubiera tenido que pasar las vacaciones navideñas en la academia, destino que, en su opinión, era

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peor que la muerte. Reparó en que Billy calzaba unas elegantes botas forradas de piel. Un regalo de Navidad, sin duda. Sólo habían llegado a la mitad del primer himno cuando se oyó un grito procedente del escenario. —¡Alto! La orquesta se detuvo entre acordes inconexos y estridentes. El cántico cesó. El doctor Saltweather, el director de Música, fue de un lado a otro del escenario con los brazos cruzados sobre el pecho. Alto y fornido, lucía una abundante melena blanca. Los profesores de música, que permanecían detrás de él formando una hilera, parecían nerviosos. El doctor Saltweather podía gritarles a ellos con la misma energía que empleaba con los niños. —¿A eso lo llamáis cantar? —rugió—. ¡Es como un gemido horrible, como un patético lloriqueo! Recordad que sois músicos, por el amor del cielo. ¡Haced el favor de entonar y dadle más ritmo! ¡Y ahora, volved al principio! Con una inclinación de cabeza dirigida a la pequeña orquesta del escenario, el doctor Saltweather alzó su batuta. Charlie se aclaró la garganta. Cantar no se le daba bien ni en las mejores circunstancias, pero es que aquel día, además, en la sala de actos hacía tanto frío que no

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conseguía que sus dientes dejaran de castañetear. La temperatura también afectaba a los otros niños, e incluso los mejores cantantes se encogían y temblaban bajo sus capas azules. Volvieron a empezar, y esta vez el doctor Saltweather no pudo quejarse. Los viejos paneles de las paredes vibraron con el sonido. Hasta los profesores estaban dando lo mejor de sí mismos. El siempre alegre señor O'Connor echaba la cabeza hacia atrás y cantaba con todas sus fuerzas; la señorita Crystal y la señora Dance sonreían y balanceaban la cabeza siguiendo el compás, mientras que el viejo señor Paltry, concentrado, fruncía el ceño. Sin embargo, el profesor de piano, el señor Pilgrim, ni siquiera había abierto la boca. Fue entonces cuando Charlie reparó en que el señor Pilgrim no estaba de pie. Se hallaba junto a la señora Dance, que era extremadamente menuda, y como él era muy alto, en un primer momento no daba la impresión de que estuviera sentado. ¿Qué le pasaba a aquel hombre? Nunca te miraba a los ojos, nunca hablaba, nunca paseaba por el jardín de la academia como los otros profesores. Parecía completamente abstraído, y su pálido rostro nunca mostraba el menor destello de emoción. Hasta ahora. El señor Pilgrim miraba con fijeza a Charlie, y éste tuvo la inexplicable sensación de que el profesor lo conocía; no

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como estudiante, sino como algo más. Parecía que aquel hombre taciturno y silencioso estuviera intentando identificarlo. De pronto se produjo un súbito y violento chasquido al otro lado del ventanal, tan fuerte que pudieron oírlo pese al estruendo de la música y los cánticos, e incluso el doctor Saltweather dejó de dirigir la orquesta. Un nuevo crujido resonó en la nieve, y luego un tremendo golpe sordo hizo temblar muros y ventanas. El doctor Saltweather soltó la batuta y se asomó a uno de los ventanales. Cuando algunos niños lo siguieron, no se molestó en detenerlos. —¡Cielo santo! —exclamó el doctor Saltweather—. ¡La nieve ha acabado con el viejo cedro! El enorme árbol se inclinaba hacia el suelo del jardín con las ramas rotas y el amasijo de sus raíces, arrancado del suelo, a la vista. Hubo otro restallido cuando una larga rama que sostenía la copa del árbol se rompió por fin y, con un horrible quejido, el tronco se desplomó sobre la nieve. ¡Cuántas veces los niños jugaron bajo sus largas ramas! ¡Cuántos secretos y susurros mantuvo su amplia sombra a buen recaudo! Ahora había muerto, y en su lugar sólo había nieve y el panorama libre de obstáculos de los baluartes del castillo en ruinas. Allí, la nieve se acumulaba en lo alto de los muros y los salientes, pero el rojo sangre

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de los grandes bloques de piedra resaltaba ominosamente contra la blancura del paisaje. Mientras Charlie contemplaba los muros del castillo, sucedió algo. Podría haber sido un engaño de la luz, pero Charlie hubiera jurado que otro árbol, más pequeño que el cedro, acababa de aparecer en el arco de entrada al castillo. Sus hojas eran rojas y doradas, a pesar de que los demás árboles ya habían perdido sus colores otoñales. —¿Has visto eso? —le susurró a Fidelio. —¿El qué? —Un árbol se ha movido —afirmó Charlie—. Mira, ahora está junto al muro del castillo. ¿Es que no lo ves? Fidelio frunció el ceño y sacudió la cabeza. Charlie parpadeó para ver si el árbol desaparecía. Pero cuando volvió a mirar, el árbol seguía allí. Nadie más parecía haberlo visto. Charlie experimentó una familiar sensación de aleteo en el estómago. Era lo que le ocurría siempre que oía las voces, pero esta vez no había oído ninguna voz. Un golpe sordo procedente del escenario le hizo volver la cabeza. El señor Pilgrim acababa de levantarse, tan súbitamente que su silla se había caído al suelo. Clavó la mirada en el jardín, por encima de las cabezas de los niños. Podría haber estado observando el árbol caído, pero Charlie estuvo seguro de que contemplaba algo que había

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tras los rojos muros del castillo. ¿Habría visto aquel extraño árbol que se movía? El doctor Saltweather se apartó de la ventana. —Siguiente himno, niños —indicó mientras volvía al escenario—. A este paso nunca llegaréis a vuestras clases. Después de la reunión, Charlie tuvo clase de Viento con el señor Paltry. El señor Paltry era un flautista impaciente y entrado en años. Decía en tono de queja que enseñar a Charlie Bone a tocar la flauta travesera era como intentar llenar de agua un cubo agujereado. El anciano suspiraba con frecuencia, se limpiaba las gafas y de vez en cuando le daba un manotazo a la flauta cuando Charlie estaba tocando. Este pensaba que si el señor Paltry seguía atacándolo de aquella manera, tarde o temprano se quedaría sin dientes y quizás entonces se vería liberado al fin de sus horribles lecciones de música. —¡Vete, Bone, vete! —gruñó el señor Paltry tras cuarenta minutos de tortura mutua. Charlie se fue muy contento. Era el momento de ponerse las botas altas y salir al jardín nevado. Cuando hacía frío, a los niños se les permitía llevar la capa fuera de la academia; en verano, las capas debían quedarse en el vestuario. Fidelio terminó tarde su clase de violín, así que cuando por fin los dos chicos salieron fuera, la nieve ya había sido

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pisoteada por trescientos niños. Había varios muñecos de nieve en distintas fases de fabricación y unas cuantas batallas de bolas de nieve, y el señor Weedon, el jardinero, intentaba alejar a los niños del árbol caído. —Quiero ir al castillo a ver una cosa —le dijo Charlie a Fidelio. —Dijiste que no querías acercarte a la ruina —le recordó su amigo. —Es verdad, pero... ya te he dicho que vi algo. Quiero comprobar si hay huellas de pisadas. —De acuerdo hombros.

—aceptó

Fidelio

encogiéndose

de

Al pasar corriendo junto al cedro caído, Billy Raven los llamó. —¿Adonde vais vosotros dos? Casi sin pensar, Charlie gritó: —¡No es asunto tuyo! El albino torció el gesto y retrocedió hacia las oscuras ramas del árbol. Sus ojos color rubí destellaron tras los gruesos cristales de sus gafas. —¿Por qué has dicho eso? —preguntó Fidelio mientras se alejaban de allí. —No lo he podido evitar —dijo Charlie—. Hay algo raro en Billy Raven. No me fío de él.

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Habían llegado a la entrada del castillo en ruinas. En la nieve de debajo del gran arco no había pisadas. Nadie había entrado o salido de la ruina. Charlie frunció el ceño. —Yo lo vi —murmuró. —Entremos —propuso Fidelio. Charlie titubeó. —A la luz del día no tiene tan mal aspecto —señaló Fidelio, asomándose por el arco. Cruzó al otro lado y Charlie lo siguió. Atravesaron un patio y tomaron uno de los cinco pasajes que se adentraban en la ruina. Tras varios minutos de avanzar cautelosamente en la oscuridad, salieron a otro patio. Ahí fue donde vieron la sangre, o algo que se le parecía bastante. Unas manchitas rojas relucían en la nieve junto a un montón de hojas rojizas. —¡La bestia! —chilló Charlie—. ¡Salgamos de aquí! Cuando volvían a estar a salvo fuera del castillo, Fidelio sugirió: —Podría no haber sido la bestia. —Había sangre —repuso Charlie—. Y era la bestia. Ha matado a algún animal. O lo ha herido. —Pero no había más huellas, Charlie, ni señales de lucha o pisadas... o...

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Charlie no quiso oír las muy razonables dudas de su amigo. Se alejó corriendo de la ruina como si hubiese revivido la larga noche en que una bestia de ojos amarillos lo persiguió por los pasadizos interminables y las frías estancias llenas de ecos de la ruina. Cuando llegó al árbol caído, esperó a que Fidelio le alcanzase. —¡Eh, largo de aquí! —advirtió una voz grave a sus espaldas. Charlie, que ya estaba bastante nervioso, dio un respingo y se volvió en redondo. La cara rubicunda del señor Weedon apareció por entre la maraña de ramas rotas. Llevaba un reluciente casco negro y Charlie entrevió el brillo de una sierra, empuñada por el guantelete negro del hombretón. —Este árbol es peligroso —le advirtió el señor Weedon—. Ya os he dicho que no juguéis aquí. —No estaba jugando —aclaró Charlie. Fidelio ya había llegado, y eso le hizo sentirse un poco más seguro. —Qué va. Tú no, Charlie Bone. Tú nunca juegas, ¿verdad? Eres un chico muy serio, ¿verdad? —Usted no sabe nada de mí —protestó Charlie, muy enfadado—. No puede... Se oyó un terrible rugido seguido por un chirrido continuado. El señor Weedon se abría paso por el enredo

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de ramas para acercarse a Charlie. La sierra cortó tronco y ramas haciendo que astillas y hojas salieran despedidas en todas direcciones. —¡Vamos! —Fidelio tiró de la capa de Charlie—. Larguémonos de aquí. —Ese hombre es peligroso —musitó Charlie mientras echaban a correr—. ¿Cómo sabe quién soy? —Eres famoso —dijo Fidelio sin aliento. Ya se habían alejado lo suficiente del señor Weedon para hacer un descanso—. Que te perdieras en esa vieja ruina el trimestre pasado fue todo un acontecimiento. Todo el mundo sabe quién eres. Charlie deseó que no fuera así. La llamada de un cuerno de caza resonó en todo el recinto, señal de que el descanso había llegado a su fin. La temperatura seguía bajando. Después de la cena, los doce niños dotados fueron, como de costumbre, al Salón del Rey para hacer los deberes. Fue allí donde estalló una discusión muy desagradable entre dos grandes amigos: Tancred Torsson y Lysander, el africano. Lysander era más sensible al frío que los demás, pero como siempre estaba de buen humor, se quejaba de una manera afable, casi como en broma. Lo que realmente le dijo a Tancred fue: —Tanc, ¿qué le has hecho al tiempo?

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—¡No empieces tú también! —Tancred se levantó de su asiento y golpeó el suelo con el pie—. ¡No puedo cambiar la temperatura! Lo mío son las tormentas, pero nunca utilizo mi talento con frivolidad. Pensaba que tú, más que nadie, lo sabías. Antes de que Lysander pudiera replicar, Manfred Bloor intervino. —¡Venga ya, Tancred! Sé un poco más considerado con nuestro amigo africano. Lo estás matando de frío. —¡¡Yo no tengo nada que ver!! —aulló Tancred mesándose los cabellos encrespados por la estática. —Sólo está bromeando, Tanc —dijo Lysander con una sonrisa. Algunos de los niños habían empezado a sentirse incómodos. Charlie estaba preocupado. Lysander y Tancred lo habían salvado de la ruina. Juntos constituían una poderosa fuerza contra los poderes oscuros que acechaban en la Academia Bloor. No podía soportar ver cómo se peleaban. —¿Es que ahora estás de su parte? —quiso saber Tancred, fulminando con la mirada a su antiguo aliado. —Todo el mundo está de mi parte —se burló Manfred. Lysander sacudió la cabeza sin decir nada, pero por desgracia Zelda Dobinski escogió ese momento para presumir de su desagradable don: mover las cosas. Clavó

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la mirada en un enorme libro de consulta de la estantería que había detrás de Tancred. El libro salió disparado y le dio a Tancred en la espalda justo cuando se volvía hacia la puerta. —¡Aaaay! —rugió Tancred. Seis niños prorrumpieron en carcajadas, mientras que los otros cinco contemplaron la escena con horror. Tancred no reparó en las expresiones de simpatía, sino en las risas burlonas. El viento azotó violentamente la sala mientras el tormentoso chico la abandonaba hecho una furia, dejando que la puerta se estrellase violentamente contra la pared. Charlie no pudo contenerse. —¡Espera! —gritó, disponiéndose a seguir a Tancred. —¿Adonde te crees que vas, Bone? —dijo Manfred. —Me he dejado los bolígrafos en el vestuario —mintió Charlie. Un flaco muchacho pelirrojo alzó la mirada hacia él. —Siempre olvidándote burlonamente.

cosas,

¿eh,

Bone?

—dijo

—No siempre, Asa. Charlie le tenía miedo. Asa Pike era el compinche de Manfred y podía cambiar de forma cuando anochecía. —Cierra la puerta —ordenó Asa cuando Charlie salió.

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Charlie lo hizo. El pasillo estaba desierto, y decidió probar suerte en el vestíbulo. Mientras bajaba por la amplia escalera, una ráfaga de viento gélido casi lo tira al suelo. Charlie llegó a la enorme estancia de suelo enlosado y se quedó muy quieto. Algo le ocurría a sus ojos. Veía cosas que no debían estar allí. Una nube de partículas centelleantes giraba en el centro del gran vestíbulo. ¿Sería una tormenta de hielo? Poco a poco los pálidos fragmentos se volvieron más vividos. Estaban formando una silueta borrosa, azul con un toque de negro. Una figura encapuchada con una capa azul se estaba materializando ante la atónita mirada de Charlie. Charlie no lo dudó: estaba viendo un fantasma. Pero cuando la figura se volvió hacia él, descubrió, con gran horror, que estaba contemplándose... ¿a sí mismo?

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4 Escondiendo a Henry Fue el otro Charlie quien habló primero. —Menuda tomadura de pelo —dijo el chico—. No he viajado muy lejos que digamos... Tenía una voz tan normal que Charlie se tranquilizó bastante. Estaba claro que aquello no era un fantasma. Pero entonces, ¿qué era? Aclarándose la garganta, preguntó: —¿De dónde vienes exactamente? —De aquí mismo —respondió el chico—. Hace un momento estaba aquí, pero... —se puso la mano sobre los ojos a modo de visera y observó las luces eléctricas que iluminaban la sala—, entonces no era así. ¿Cómo puede haber tanta luz? —Electricidad —aclaró Charlie, que empezaba a reconocer al chico—. ¿Eres...? —comenzó a decir—. Quiero decir, ¿has...? Bueno, el caso es que te he visto en una foto. ¿Eres Henry Yewbeam?

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—El mismo que viste y calza —declaró Henry con una gran sonrisa—. Me parece que yo también te he visto en algún sitio. ¿Quién eres? —Soy... esto... una especie de primo tuyo. Charlie Bone. —¡No me digas! Qué noticia tan estupenda. Un primo, ¿eh? Vaya, vaya. —Henry se acercó a Charlie y le estrechó la mano—. Me alegro mucho de conocerte, Charlie Bone. —La noticia no es tan buena —manifestó Charlie—. ¿Qué día era cuando tú... Bueno, qué día es hoy? —Doce de enero de 1916 —respondió Henry—. Siempre sé en qué fecha estamos. —Me temo que no. —¿No? —La sonrisa de Henry empezó a borrarse de su rostro—. ¿Entonces...? —Ahora estamos casi noventa años por delante de donde te encontrabas —le explicó Charlie. Henry abrió la boca pero no dijo ni media palabra. Lo que se oyó fue un sonido cristalino: algo cayó de su mano y golpeó el suelo. Charlie vio que una gran canica de cristal rodaba a través del vestíbulo. —¡Guau! —exclamó, pero Henry lo detuvo con un grito antes de que pudiera cogerla. —¡Ten cuidado, Charlie! No la mires.

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—¿Por qué? —Es lo que me ha traído hasta aquí. Charlie se apartó de la reluciente canica de cristal. —¿Quieres decir que te ha transportado a través del tiempo? Henry asintió. —Es un desplazador temporal. Mi mamá me habló de él, pero no lo había visto hasta ahora. Debería haber adivinado lo que era. Ya sabía yo que Zeke intentaría castigarme. —¿Zeke? —Mi primo, Ezekiel Bloor. —De pronto Henry sonrió—. Eh, a estas alturas ya debe de haber muerto. Probablemente todos están muertos: mi madre, mi padre, mi hermana, e incluso mi hermano James. No queda nadie —añadió con una expresión solemne y triste. —Me tienes a mí—dijo Charlie—, y me parece que tu hermano está... En ese momento, un terrible aullido resonó por encima de ellos. Los chicos alzaron la mirada y vieron a un perro muy feo y achaparrado en lo alto de la escalera. El perro volvió a aullar levantando su largo hocico hacia el techo, y los pliegues de su cuello, que apenas si tenían pelo, se estremecieron.

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—Qué animal más horrible —susurró Henry. —Es Bendito, el perro de la cocinera. —Charlie no esperó a que el perro aullara de nuevo—. Rápido —dijo, agarrando a Henry del brazo—. Tienes que esconderte. No te conviene estar aquí. Hay personas que podrían... hacerte algo malo si descubriesen quién eres. —¿Por qué? —preguntó Henry, con los ojos como platos. —Es un presentimiento. Vamos —insistió, llevando a Henry hacia la puerta que daba al ala oeste. —¿Adonde? —inquirió Henry, recogiendo Desplazador Temporal y guardándoselo en el bolsillo.

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Charlie no habría sabido decir por qué conducía a Henry al ala oeste. Hizo girar la pesada argolla de bronce de la puerta y empujó a su nuevo amigo hacia el oscuro pasillo que había al otro lado. —Conozco este sitio —susurró Henry—. Nunca me ha gustado. —Ni a mí—repuso Charlie—. Pero tenemos que pasar por aquí para encontrar un lugar seguro. Cerró la puerta tras él en el preciso instante en que Bendito soltaba otro aullido quejumbroso. Los dos muchachos recorrieron el pasillo y llegaron a una sala circular que estaba vacía. Una tenue luz eléctrica procedente del techo mostraba una antigua puerta de

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madera y, enfrente, un tramo de escalones de piedra. —¿La torre? Henry miró los escalones e hizo una mueca. Fue entonces cuando Charlie comprendió por qué había llevado allí a Henry. —Arriba estarás a salvo —le explicó. —¿Tú crees? —se extrañó Henry, que no parecía muy convencido. —Confía en mí—dijo Charlie. Cuando Henry empezó a subir los escalones, Charlie reparó en los curiosos pantalones de mezclilla que llevaba. Sólo le llegaban hasta la rodilla, donde se abrochaban con un botón por encima de unos holgados calcetines grises. Las botas de Henry tenían un aspecto claramente femenino: negras y relucientes, estaban pulcramente anudadas justo encima del tobillo. —Más vale que te encontremos otra ropa—murmuró Charlie mientras llegaban a una segunda sala circular. Una puerta conducía al ala oeste, pero Charlie llevó a Henry por un segundo tramo de escalones—. Los Bloor viven allí —aclaró. —Interesante —opinó Henry—. Ya veo que algunas cosas no han cambiado. Siguieron subiendo, pero mucho antes de llegar a lo alto

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de la torre oyeron las notas de un piano que llenaba con sus ecos el estrecho pozo de la escalera. Henry se detuvo. —Ahí arriba hay alguien. —Es el profesor de piano, el señor Pilgrim —le explicó Charlie—. Nadie más sube hasta aquí, y el señor Pilgrim apenas se entera de nada. ¡No nos creará problemas, te lo prometo! Otros dos tramos de escalones los condujeron a la pequeña habitación en lo alto de la torre. Había partituras esparcidas por el suelo, y las estanterías, que llegaban hasta el techo, estaban repletas de enormes álbumes encuadernados en cuero y de gruesos fajos de más partituras con los bordes arrugados. —Aquí estarás caliente —dijo Charlie, cogiendo un montón de hojas de una de las estanterías—. Mira, si ponemos un poco de papel en el suelo —añadió, extendiendo varias hojas entre la estantería y una pila de partituras amontonadas—, te servirá de cama, y puedes esconderte aquí hasta que amanezca. —¿Y entonces qué? —preguntó Henry. —Bueno... —Charlie se rascó la cabeza—. Entonces ya encontraré la manera de traerte un poco de desayuno, y quizás algo de ropa. —¿Qué le pasa a la mía? —preguntó Henry, frunciendo

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el ceño con preocupación. —Oh, nada. Sólo que es distinta. Ahora ya no llevamos esas cosas. Henry contempló los largos pantalones grises de Charlie y sus zapatos de gruesa suela. —Ya veo que no. —Más vale que me vaya —dijo Charlie—. El monitor, Manfred Bloor, habrá empezado a buscarme, y no quiero hacerlo enfadar. Hipnotiza a la gente. —Ah. Es uno de ésos. —Henry ya había oído hablar de los hipnotizadores de su familia—. ¿Eres tú uno de ellos? —le preguntó a Charlie—. De los dotados, quiero decir. —Me temo que sí —respondió Charlie—. Por eso te conocí. —¿Qué me dices de él? Henry señaló la puerta tras la que seguía oyéndose el piano. —No te molestará —aseguró Charlie—. Bueno, adiós. Se despidió con la mano y salió de la pequeña habitación sintiéndose, sin saber por qué, culpable. En el Salón del Rey, un chico de cara alargada y expresión triste lanzaba continuas miradas nerviosas al asiento vacío de Charlie. Se llamaba Gabriel Silk, y estaba

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preocupado por el chico. Debería haber ido él detrás de Tancred, no Charlie. Charlie era más joven y propenso a meterse en líos: era de aquellos chicos a los que siempre les pasan desgracias. Y entonces empezaron los aullidos. Al principio todos intentaron no hacerles caso, pero al final Manfred tiró su pluma sobre la mesa y exclamó: —¡Maldito perro! Billy, ve a hacerlo callar. —Ya voy yo —se ofreció Gabriel. —He dicho que vaya Billy. Manfred le lanzó a Gabriel una de sus horribles miradas y luego volvió sus penetrantes ojos negros hacia Billy. —Ve —dijo—. Tú sabes hablar con ese dichoso bicho. Pregúntale si le duele el estómago. —Sí, Manfred. Billy se encaminó hacia la puerta. Mientras corría por los oscuros pasillos y las escaleras heladas, Billy se puso a hablar consigo mismo. Detestaba esos momentos en que todo el mundo se encerraba a hacer los deberes. Tenía miedo de encontrarse con los fantasmas. Sabía que estaban allí, moviéndose en la oscuridad. Billy nunca se iba a su casa. No tenía un hogar al que acudir. A veces pasaba unos días con una tía suya, pero eso no ocurría muy a menudo.

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Había llegado al enorme descansillo de la gran escalera que bajaba al vestíbulo. Bendito seguía aullando sentado sobre sus cuartos traseros. Billy se acomodó junto a él y le puso una mano en el abultado lomo. —¿Qué pasa, Bendito? Esas palabras salieron de sus labios en forma de pequeños gruñidos y ronquidos, un lenguaje que Bendito podía entender. El viejo perro dejó de aullar. —Vino chico —dijo—. Mala cosa. Eso mal. —¿Qué chico? ¿Por qué está mal que haya venido? — preguntó Billy. Bendito pensó unos instantes antes de hablar. Al parecer, le costaba responder a eso. Finalmente gruñó: —Chico salió de la nada. Con bola, muy pequeña. Brillante. A Bendito no gusta esa bola. Magia mala. Billy estaba perplejo. —¿Era Tancred? —preguntó—. ¿Un chico con montones de pelo rubio? —No. Chico era como ése —contestó Bendito, bajando la vista hacia el vestíbulo. Siguiendo la mirada del perro, Billy vio con sorpresa que Charlie Bone cerraba sigilosamente la puerta del ala

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oeste. —¿Dónde te habías metido? —le preguntó. Charlie le miró, muy sobresaltado. —En ninguna parte —replicó—. Buscaba a Tancred. —Bendito dice que aquí había un chico que se te parecía mucho. —Bendito tiene mucha imaginación —afirmó Charlie, y empezó a cruzar el vestíbulo. —También dice que había una bola. Era pequeña y brillaba, y no le gustó nada. —Me parece que Bendito estaba soñando —dijo Charlie, subiendo la escalera. Billy miró al viejo perro. —Bendito nunca miente —observó—. Los perros no pueden mentir. —Pero sí sueñan, ¿verdad? Vamos, Billy. Más vale que volvamos a hacer los deberes o nos caerá un arresto. —Vuelve con la cocinera —le dijo Billy al perro—. Anda, vete. Y no aúlles más. Bendito soltó un hosco gruñido y empezó a bajar por la escalera saltando torpemente de un escalón a otro, mientras Billy y Charlie volvían corriendo al Salón del Rey. Una vez acabados los deberes, Charlie pensó que quizá

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debería ir a ver a Henry. No quería dejarlo solo en la torre, a casi cien años vista de donde se suponía que debía estar. Naturalmente, no estaba solo del todo, pero el señor Pilgrim apenas contaba. Charlie necesitaba contarle lo ocurrido a alguien. Cuando llegó al dormitorio, encontró a Fidelio llenando sus cajones con la ropa de su bolsa. Había también dos chicos de Arte Dramático, y Charlie no podía arriesgarse a que le oyeran. —Quiero preguntarte una cosa —le susurró a su amigo—. ¿Podemos ir a otro sitio? —La sala de Arte —propuso Fidelio en voz baja. Cuando salían del dormitorio, se tropezaron con Billy Raven. —Últimamente Billy me pone los pelos de punta — murmuró Fidelio mientras se alejaban a toda prisa pasillo abajo—. Antes me daba pena, pero no me gusta nada el modo en que vigila a la gente. —Alguien le está dominando —afirmó Charlie—. No sé quién es, pero lo están obligando a que espíe para ellos. No creo que Billy pueda evitarlo. Habían llegado a la sala de Arte. —Las luces todavía están encendidas —comentó Charlie—. Pero no hay nadie. —El señor Boldova podría volver en cualquier

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momento —le advirtió Fidelio—. Más vale que nos escondamos ahí. Dos caballetes sostenían un gran cuadro con árboles cerca de la pared. Los chicos se metieron detrás del cuadro y se sentaron en el suelo. En voz baja, Charlie empezó a contarle a su amigo lo de la súbita aparición de Henry, el chico del Desplazador Temporal, que se había esfumado casi cien años atrás. No obstante, tan pronto como mencionó las voces de la fotografía, Fidelio lo agarró del brazo. —Un momento —le interrumpió—. ¿Me estás diciendo que puedes oír lo que pasa en las fotos? Charlie asintió. Nunca le había hablado a Fidelio de su peculiar talento. —No me gusta que se sepa —murmuró. —Me parece que a mí tampoco me gustaría —dijo Fidelio—. No te preocupes, no se lo contaré a nadie. Sigamos con lo de Henry. ¿Dónde está ahora? —Lo llevé a lo alto de la torre de la música. No se me ocurrió otro sitio. —¿Y el señor Pilgrim? —Ni siquiera se dará cuenta de que Henry está allí, y si lo hace... —Charlie titubeó—. No creo que le haga daño. —Hum. ¡No estoy yo tan seguro! Con el señor Pilgrim nunca se sabe —murmuró Fidelio—. Bueno, ¿qué vas a

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hacer con ese tío bisabuelo tuyo al que perdiste hace tanto tiempo? —Había pensado llevármelo a casa durante el fin de semana. Pero primero tengo que proporcionarle algo de comida. —El mejor momento sería durante el almuerzo —opinó Fidelio—. Puede comerse mi carne, siempre que no sea picadillo; y tú puedes subírsela a la torre mientras yo... Se calló, porque una cara acababa de asomarse por el cuadro de los árboles. —¿Qué estáis haciendo? —preguntó Emma Tolly. Charlie tuvo la tentación de contárselo; después de todo, Emma era una amiga y formaba parte de los dotados, pero algo lo contuvo. —Sólo estábamos hablando —respondió—. En el dormitorio no hay forma de que te dejen en paz. —Ya lo sé —suspiró Emma—. He venido a terminar un dibujo. —Nosotros ya nos íbamos —dijo Fidelio. Los dos chicos salieron de detrás del cuadro. Se disponían a abandonar la sala de Arte cuando Charlie vio un gran cuaderno de dibujo abierto sobre una mesa. Le echó una mirada y se acercó a él. —Es mío —dijo Emma—. Sólo son esbozos, nada

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especial. Sí que eran especiales. Aquellas dos páginas del cuaderno estaban llenas de dibujos de pájaros: pájaros volando, lanzándose en picado, planeando... Eran tan reales que Charlie tuvo la sensación de que si los rozaba sentiría el tacto de las plumas. —Son magníficos —murmuró. —Magníficos —repitió Fidelio. —¡Gracias! —dijo Emma, esbozando una de sus tímidas sonrisas. De repente se abrió la puerta a sus espaldas y una voz dijo: —¿Qué está pasando aquí? El señor Boldova entró en la sala. Bastaba con ver las manchas de pintura que cubrían sus ropas para saber que era profesor de arte. Hasta en las mangas de su capa verde, que solía olvidar ponerse, había salpicaduras de colores. El señor Boldova siempre parecía recién llegado de unas vacaciones. Tenía unos brillantes ojos color avellana y la tez rubicunda, y llevaba sus largos cabellos castaños recogidos en una coleta. —Les estaba enseñando mis dibujos a Charlie y Fidelio —explicó Emma con mucho aplomo—. Ya nos íbamos. —Me parece muy bien, Emma —dijo el profesor con una gran sonrisa.

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Era imposible tenerle miedo al señor Boldova. Nunca imponía arrestos ni castigaba a los alumnos por desaliño, olvidos o llegar tarde. Lo único que lo hacía enfadar era un mal dibujo. Observó detenidamente a Charlie y dijo: —Ah, Charlie Bone. —Sí, señor —respondió Charlie—. Buenas noches, señor. Los tres niños pasaron junto al señor Boldova y corrieron hacia sus dormitorios. Sólo faltaban cinco minutos para que apagaran las luces. El ama ya estaría rondando por ahí, y no era una persona muy comprensiva. De hecho, se trataba de una de las tías abuelas de Charlie: Lucretia Yewbeam. En cuanto entraron en el dormitorio, los chicos oyeron cómo la señorita Yewbeam le chillaba a alguna pobre chica que había perdido las zapatillas. —Nos va a ir de un pelo acostarnos antes de que llegue —dijo Fidelio, corriendo hacia el cuarto de baño. Billy Raven estaba sentado en su cama. —¿Dónde has estado? —le preguntó a Charlie. —Tenía un poco de trabajo extra que hacer —dijo Charlie. Se puso el pijama a toda prisa y se metió en la cama justo cuando la larga cara del ama asomaba por la puerta.

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—¡Luces fuera! —ladró accionando el interruptor de la pared. La bombilla pelada que colgaba en el centro del dormitorio se apagó. —Por poco —murmuró Gabriel Silk desde la cama contigua a la de Charlie. Antes de que el sueño le venciera, Charlie pensó en el chico de la torre; hambriento, pasando frío y probablemente asustado. ¿Qué debían hacer con Henry Yewbeam? Como no podía dormir, Henry Yewbeam contemplaba la ciudad. Había una ventanita redonda entre las estanterías, y Henry, deseoso de saber si el mundo habría cambiado mucho en noventa años, se había subido a un taburete para averiguarlo. Ciertamente, el mundo había cambiado. Por encima de la línea del horizonte, el cielo parecía arder con un aterrador resplandor anaranjado. ¿Sería por las hileras de luces de las calles que se perdían en la distancia? Alfilerazos luminosos destellaban en los oscuros bloques de casas y, por debajo de la torre, pares de luces, algunas rojas y otras blancas, cruzaban velozmente el campo visual de Henry, como estrellas fugaces en la tierra. —Vehículos a motor —murmuró Henry cuando uno de

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ellos se acercó—. Y hay muchos... —Muchos —repitió una voz como un eco. Henry se dio cuenta de que, junto a él, un hombre permanecía de pie en la oscuridad. La música de piano de la habitación de al lado había cesado. Henry no tenía un gran oído musical, y se sintió aliviado. —¿Es usted el señor Pilgrim? —preguntó. Su pregunta no obtuvo contestación. Gracias a la tenue claridad que entraba por la ventana, Henry pudo distinguir un rostro pálido y unos cabellos muy negros. La expresión del hombre era solemne y distante. —Yo soy Henry Yewbeam —se presentó Henry. Tampoco hubo respuesta. Era como hablar con alguien que en realidad no estuviera ahí. Henry pensó que quizá no pasaría nada si le contaba la verdad. —Soy muy viejo —dijo—. O al menos debería serlo. En la lejanía, un reloj empezó a dar la hora. Los sonoros tañidos de las campanas de la catedral resonaron en toda la ciudad. El señor Pilgrim se volvió hacia Henry. Había un brillo extraño en sus ojos. Henry acababa de contar doce campanadas cuando el señor Pilgrim le dijo: —¿Tienes frío?

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—Sí —respondió Henry. El profesor de piano se despojó de su capa azul y se la echó sobre los hombros. —Gracias —dijo Henry, bajando del taburete. El señor Pilgrim sonrió. Alargó el brazo hacia lo alto de un estante y sacó una caja de metal de entre una hilera de libros. Levantó la tapa y le ofreció la caja a Henry. —Galletas de avena —dijo—. Verás, prácticamente vivo aquí arriba. Y de vez en cuando a uno le entra hambre. —Sí, ya se sabe educadamente sólo una.

—convino

Henry,

cogiendo

El señor Pilgrim no insistió para que cogiera más. Puso la caja sobre el taburete y le dijo: —Sírvete tú mismo. —La expresión distante había vuelto a sus ojos. Parecía que intentara recordar algo. Frunciendo el ceño, murmuró—: Buenas noches. Y un instante después había desaparecido, escalones de piedra abajo, sin apenas hacer ruido. A Henry le habría gustado que aquel hombre tan extraño se quedara. Agradecía la capa extra pero, a decir verdad, ya no hacía tanto frío como antes. De hecho, la temperatura estaba subiendo rápidamente. Los carámbanos que colgaban fuera de la ventana habían empezado a derretirse.

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El rítmico goteo del hielo convirtiéndose en agua no tardó en resonar por todas partes. Aquel sonido hizo que Henry tuviera un terrible presentimiento. Acababa de comprender que su repentino viaje a través del tiempo guardaba alguna relación con el frío. El había aparecido en la Academia Bloor cuando la temperatura había alcanzado los mismos grados que cuando desapareció en 1916. Un cambio en el clima podía suponer un problema para viajar en el tiempo. —No podré regresar a casa —se dijo Henry—. Nunca volveré a ver a mi familia. —Y de pronto su situación le pareció tan desesperada que pensó que no podría soportarlo—. ¡Pero tengo que hacerlo! —murmuró.

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5 Olivia lo pone todo perdido Billy Raven seguía despierto. Durante dos semanas había dormido solo en el largo dormitorio, y ahora tenía que volver a acostumbrarse a los gruñidos, los ronquidos, las respiraciones pesadas y los débiles gemidos de otros chicos. No le resultaba fácil. Billy siempre había tenido el sueño ligero. Aquella noche se sentía excitado. Tenía algo que contarle al viejo Ezekiel Bloor, y quizá le recompensarían por ello. Cuando estuvo seguro de que los otros chicos dormían, Billy deslizó los pies en sus zapatillas y se puso la bata. Las tablas del suelo apenas crujieron cuando cruzó el dormitorio y salió. Manfred Bloor le había hecho un regalo por Navidad: una larga linterna negra muy potente. Billy no esperaba recibir un regalo nada menos que del monitor, pero cuando Manfred, inclinándose sobre él, le susurró: «Tenemos que cuidar a nuestros espías», Billy comprendió.

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Encendió la linterna y un brillante haz de luz atravesó la oscuridad hasta el final del pasillo. Billy inició el largo viaje a las estancias superiores del ala oeste. Normalmente esperaba a Bendito para que le guiara, pero esta noche no podía esperar. Cerca ya de la habitación del anciano, tuvo que atravesar un reino tenebroso en el que nunca había cambios. Se trataba de uno de los pocos lugares en los que la deficiente magia de Ezekiel había funcionado según sus deseos. Por eso las zapatillas de Billy no dejaban huellas en la gruesa capa de polvo y las telarañas que atravesaba volvían a formarse tan pronto como las dejaba atrás. De no ser por el chisporroteo ocasional de una lámpara de gas, se podría haber creído que los rechinantes escalones y los sombríos pasillos llevaban cien años sin utilizarse. Billy llegó a una puerta negra con marcas añejas en la pintura de los arañazos de un perro. Llamó dos veces, y una voz como un graznido preguntó: —¿Quién está ahí? —Billy Raven —respondió éste. —Entra, Billy Raven —dijo la voz. Billy entró. Ezekiel Bloor descansaba en su silla de ruedas al calor de un gran fuego. Una piel de oveja cubría sus hombros, y su vieja cara de calavera asomaba por debajo de un

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sombrero de lana negro. Se recostaba sobre un montón de cojines de terciopelo descoloridos, y llevaba una chaqueta de terciopelo negro adornada con botones dorados. Pese a lo acicalado que iba el anciano, Billy no pudo evitar pensar que le recordaba a una oveja muerta. Sin que se lo hubieran indicado, el muchachito se dejó caer pesadamente en la silla que había frente a Ezekiel. Se sentía un poco mareado debido al súbito cambio de temperatura. —¿Dónde está el perro? —preguntó el anciano. —No lo sé. No podía esperarlo. Quería contarle una cosa. El calor había empañado las gafas de Billy. Se las quitó y frotó los cristales con el pulgar. —Ah, bien, bien. ¿Algo acerca de Charlie? —preguntó el anciano, vivamente interesado, inclinándose hacia delante. —En cierta manera —dijo Billy. —Empieza, entonces. Cuenta, cuenta. —Bueno, en realidad ha sido Bendito el que ha visto lo que ha pasado. —¿Lo que ha pasado? —dijo el anciano con voz entrecortada—. ¿Qué ha pasado? Sé más claro. ¡Y el perro se llama Percy! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? —Perdone. Pero él piensa que es Bendito.

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—Sí, sí. Da igual. ¡Continúa! —exclamó Ezekiel agitando la mano con impaciencia. Billy volvió a ponerse las gafas, y enseguida deseó no haberlo hecho. El rostro marchito del anciano estaba inquietantemente cerca. Billy podía ver con todo detalle cada verruga y cada pelo. —El perro se había puesto a aullar y Manfred me dijo que lo hiciera callar, porque sabe que yo entiendo el lenguaje de los perros y todo eso. —Ojalá yo pudiera entender a ese dichoso perro. — Ezekiel sacudió la cabeza—. Bueno, ¿y qué fue lo que te dijo? —Me dijo que había visto a un chico salir de la nada. Y que ese chico tenía una bola, muy pequeña y reluciente. Dijo que era una mala... —¿QUE? —El anciano se llevó una mano a la boca—. ¿Qué? Un chico y... Y esa bola, ¿era de cristal? —Podría ser —dijo Billy, asombrado por la conmoción que habían causado sus noticias. —No, no, nada de podría ser. Ezekiel se levantó, pero sus piernas inútiles le fallaron y volvió a hundirse en su capullo de terciopelo y lana. —Y entonces Charlie Bone entró en la sala, y Bendito dijo que se parecía mucho al chico que acababa de ver aparecer.

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Billy sonrió y se quedó callado, aguardando el efecto que tendrían sus palabras. No quedó decepcionado. —Charlie Bone —dijo Ezekiel sin aliento—. Sí, sí, por supuesto. Se parecía un poco a Charlie Bone. No me extraña que ese chico me resulte tan odioso. Encuéntralo, Billy. Tráelo aquí. —¿A quién? ¿A Charlie? —No, idiota. Al otro chico. A mi primo, Henry. —¿Su primo? —dijo Billy, confuso—. ¿Cómo? No sé dónde está. —Acabas de decirme que se encuentra en el edificio. No puede ser tan difícil. —¿Quiere decir que él es su...? —Mi primo, sí. Hace muchos años me libré de él. Nunca pensé que volvería a ver a ese desgraciado. —El anciano bajó la voz hasta convertirla en un ronco susurro—. Debe de ser el tiempo que está haciendo... las temperaturas habrán coincidido. Hum... el Desplazador Temporal funciona así... Hum. Sus dedos tamborilearon sobre el brazo de la silla de ruedas. Billy estaba muy intrigado. —¿Qué es un desplazador temporal? Ezekiel alzó la mirada. Sus ojillos negros parecían mirar

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a través de Billy. —Es algo maravilloso —murmuró—. Una bola de cristal, apenas más grande que una canica. Puede transportarte a través de los años. No me extraña que al perro no le gustara. «Nunca lo mires a menos que quieras viajar», eso fue lo que me dijo mi tía. Pregúntale al perro dónde está ese chico. Percy lo sabe todo. Ahora vete y cierra la puerta. Billy se sintió muy decepcionado. Había esperado que le recompensara, aunque sólo fuera con una taza de cacao caliente. —Esto... Aquello que dijo acerca de mis padres... — comenzó a decir. —¿Padres? Tú no tienes padres —le cortó Ezekiel. Estaba claro que tenía la mente puesta en otras cosas. —No, pero usted dijo que alguien quería adoptarme — dijo Billy con tono esperanzado. —¿Eso dije? No lo recuerdo. Ya volveremos a hablar de ello cuando encuentres al chico. Y no te olvides de la bola—le advirtió Ezekiel, despidiéndolo con un gesto de su huesuda mano. Billy se levantó y se encaminó hacia la puerta. Antes de salir se volvió hacia el anciano y dijo: —Gracias por las botas. Mis sabañones han mejorado mucho.

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Ezekiel gruñó. No lo estaba escuchando. Cuando Billy se hubo marchado, el anciano clavó la mirada en el fuego y masculló una sarta de extrañas palabras y sonidos. De vez en cuando el nombre de Henry afloraba a la superficie, seguido por las expresiones «Desplazador Temporal», «Nunca», «¿Cómo?», «¡No, no!», «¿Por qué?» e «¡Imposible!». Escupió las palabras contraías llamas con tal violencia que éstas empezaron a sisear. El fuego podría haberse apagado del todo si el anciano no hubiera lanzado a la chimenea un puñado de varillas resplandecientes que sacó de una caja de plata. Aquellas varillas mágicas causaron una explosión tan violenta que la habitación se llenó de nubes de humo negro y el anciano sufrió un violento ataque de tos. —¡Idiotas! —le graznó a la inocente caja plateada. Charlie estaba despierto, y no sabía por qué. Algo debía de haberlo despertado. ¿Qué habría sido? Las campanadas distantes del reloj de la catedral empezaron a sonar en toda la ciudad. Era medianoche, y Charlie sintió un hormigueo en la nuca. Como le ocurría siempre que oía ese reloj dar las doce, se sintió exultante y asustado al mismo tiempo. Una cama crujió al final del dormitorio y Charlie se preguntó si Billy habría salido a rondar por los pasillos. Aunque lo hubiese hecho, no sería castigado por ello. El

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trimestre pasado Billy había ganado el juego de la ruina, y ahora era el orgulloso propietario de una medalla de bronce, una medalla que le proporcionaría privilegios extra y lo mantendría a salvo de los arrestos durante todo un año. —¿Eres tú, Billy? —susurró Charlie. No hubo respuesta, pero un instante después se oyó otro crujido y Charlie estuvo seguro de que procedía de la cama de Billy. —¿Dónde has estado? —preguntó. —No es asunto tuyo —le replicó. Era la voz de Billy, desde luego. Charlie se acurrucó bajo las mantas. Si Billy quería tener secretos, que los tuviera, pensó Charlie. Él tenía otras cosas en que pensar: rescatar a Henry, para empezar. Había que planear la operación con mucho cuidado. En primer lugar, tenía que llevarle comida a Henry. Antes de que pudiera decidir cómo, Charlie se quedó dormido. Los sueños de Fidelio habían sido más productivos. Se le había ocurrido la manera de que Charlie pudiera subir a la torre de la música después del almuerzo. Pero necesitarían ayuda. Durante el desayuno, a la mañana siguiente, Fidelio le explicó su idea a Charlie. —Olivia lo hará —le murmuró al oído.

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Aunque había mucho ruido a su alrededor, Fidelio no quería que nadie pudiese descubrir sus planes. —¿Olivia? ¿Cómo Charlie en voz baja.

puede

ayudarnos?

—preguntó

Intentó no mover los labios porque Billy Raven, sentado enfrente, lo observaba con gran atención. Fidelio también se había percatado de la intensa mirada de Billy. Volviendo la cabeza, murmuró: —Puede desviar la atención. Necesitamos que alguien impida que Manfred y Asa Pike lleguen al vestíbulo cuando tú cruces la puerta de la torre. Ambos utilizan el comedor de Arte Dramático; si Olivia puede entretenerlos durante unos minutos, tendrás una oportunidad. Nadie más se molestaría en vigilarnos. —¿Se puede saber a qué vienen tantos susurros? Charlie y Fidelio alzaron la mirada y vieron a Manfred Bloor inclinado sobre el asiento de Billy. No les quitaba los ojos de encima, y casi parecía que el pequeño albino lo hubiera hecho venir. —¡Vamos, Charlie Bone, comparte tu secreto! Los negros ojos de Manfred relucían peligrosamente, y Charlie se apresuró a bajar la cabeza. Sabía que podía hacer frente a la mirada hipnotizadora de Manfred, pero no quería tener problemas con el monitor antes de rescatar a Henry.

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—Hablábamos del pelo de Olivia Vértigo —intervino Fidelio rápidamente. —¿Ah, sí? —Manfred respondió enarcando una delgada ceja negra. —Sí. Ambos creemos que el azul le queda muy bien — dijo Charlie—, pero no queríamos decirlo en voz alta por si nos oía. —Como si fuera fácil oíros —dijo Manfred con desdén—. Porque aquí no es que haya precisamente silencio, ¿eh? Personalmente, opino que el pelo de Olivia Vértigo tiene una pinta horrible. Hizo aquella última observación en voz muy alta y, al oír su nombre, Olivia, que estaba en una mesa a sus espaldas, volvió la cabeza hacia él. Cuando vio lo serio que estaba Charlie, hizo una mueca y siguió atacando su cuenco de gachas. Manfred se fue y empezó a gritarle a una niña que se había puesto la capa del revés. —¡Buf! —musitó Charlie—. Ya hablaremos durante el descanso. —Buena idea —respondió Fidelio. Cuando los dos chicos consiguieron que Olivia se separara de sus amigos, el descanso ya casi había terminado. Olivia avanzó por el terreno nevado dando grandes zancadas con unas botas de color rosa con

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lentejuelas. —La nieve les está quitando toda la pintura —se quejó, enseñándoles el pie izquierdo. La puntera de la bota tenía un feo color gris. —Olivia, necesitamos que nos hagas un favor —dijo Charlie, yendo directamente al grano. —¿Sí? —Olivia volvió a poner el pie en la nieve—. ¿Qué clase de favor? Charlie sabía que era inútil intentar que Olivia hiciera algo sin una explicación apropiada. Su amiga tendría que saberlo todo acerca de Henry Yewbeam antes de que aceptara ayudarlos. Así que, lo más deprisa que pudo, se lo contó todo. Olivia se quedó boquiabierta y sus grandes ojos grises se abrieron como platos. —¿Quieres decir que ha, digamos, viajado desde el pasado hasta aquí-y-ahora? —Sí. —Charlie miró hacia atrás por encima del hombro. Le pareció que Billy Raven se ocultaba tras un grupo de estudiantes de música—. Pero queremos mantenerlo en secreto hasta que sepamos cómo ayudarlo. Tengo que llevarle algo de comida... —Y hemos pensado que Charlie podría subirle mis salchichas a la torre durante la hora del almuerzo — confirmó Fidelio—, siempre que tú consigas que Manfred y

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Asa permanezcan en vuestro comedor durante unos minutos. —No hay problema —dijo Olivia—. Dejadlo en mis manos. Una larga llamada del cuerno de caza hizo que los niños volvieran corriendo del campo de juegos, y Olivia se apresuró a reunirse con sus amigos. —Tendremos que confiar en ella —observó Charlie—. Suele cumplir lo que promete. Cada departamento tenía su propio comedor, y el de Arte Dramático siempre era el más ruidoso e indisciplinado. Manfred había hecho lo imposible para evitar que los alumnos llevaran zapatos extravagantes y largas faldas, pero los profesores de teatro eran muy poco estrictos. Rara vez se quejaban de las indumentarias de sus alumnos; de hecho, más bien los animaban a usar sombreros con orejeras, calzado peculiar y pinturas para la cara. La señora Marlowe, la directora de Arte Dramático, consideraba la ropa una forma de expresión personal, y pensaba que, cuanto más rara, mejor. Todo eso sacaba de quicio a Manfred, pero como no podía hacer nada, la tomaba con los niños de Música y Arte. Aquel día, el comedor de Arte Dramático estaba hecho un desastre. El chaleco de alguien había empezado a pelarse y numerosos trocitos de piel blanca se esparcían por todo el suelo. El sombrero de otro estudiante había

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perdido algunas plumas, que flotaban en la cazuela de la salsa. Había lentejuelas pegadas a las sillas, y las mesas estaban llenas de oropel, restos de pintura y mechones de pelo postizo. —Es repugnante —gruñó Manfred al ver una lentejuela en su plato de crema—. ¿Por qué no pueden ser un poco más convencionales? El siempre vestía prendas negras que, en ocasiones, combinaba con una camisa púrpura que hacía juego con su capa. Hasta la cinta con que se sujetaba la coleta era negra. Asa Pike rió nerviosamente. El bigote que tanto le gustaba lucir acababa de caérsele dentro del plato. —¡Huy! —exclamó—. Me había olvidado de que lo llevaba puesto. Manfred le lanzó una mirada de desprecio. —Hay veces, Asa, que me encantaría darte una buena patada. Los ojos amarillos de Asa adquirieron un brillo amenazador. Manfred se arrepintió enseguida de sus palabras. Él y Asa no eran verdaderos amigos; iban juntos a todas partes porque no le caían bien a nadie. Asa podía mostrarse servil ante Manfred, pero Manfred sabía muy bien que podía ser tan peligroso como él. Manfred hipnotizaba a la gente, pero, cuando caía la noche, Asa podía convertirse en algo salvaje y mortífero; una criatura

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a la que no afectaban los poderes de Manfred. Así que los dos chicos se quedaron donde estaban, con su mirada amenazadora y los labios apretados, hasta que una súbita conmoción cerca de la puerta rompió su hostil silencio. —Olivia Vértigo ha vuelto a hacer de las suyas — observó Asa, volviendo la mirada hacia el altercado. Manfred se levantó. —Otra vez ella, no —dijo mientras iba hacia la puerta con paso veloz. Olivia se las había arreglado para volcar el contenido de una bandeja justo enfrente de la puerta. Casi todos los platos y los vasos se habían roto, y sus fragmentos, llenos de crema y salsa, cubrían el suelo. —Perdón, perdón, perdón —exclamaba Olivia—. He resbalado. —Pedir perdón no es suficiente —replicó Manfred—. Ve a buscar una bayeta. —Sí, Manfred. —Olivia cruzó la cantina con diligencia y entró en la cocina—. Les daré cinco minutos —murmuró consultando su reloj. Nadie le prestó la menor atención hasta que la cocinera apareció por una puerta en el otro extremo de la cocina. Se dirigió a Olivia en el acto y le dijo:

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—¡Estás en el lado equivocado de la puerta, querida! —Venía a por un trozo de pan —mintió Olivia. —¿No has tenido suficiente con tu comida? —preguntó la cocinera. —He llegado tarde —explicó Olivia, mirando su reloj. —Vaya, vaya. Veré lo que puedo hacer —dijo la cocinera, y se disponía a darse la vuelta cuando la puerta que había detrás de Olivia se abrió de un empujón. Manfred la fulminó con la mirada. —¿Dónde está esa bayeta, estúpida? No podemos salir de aquí hasta que limpies el estropicio que acabas de organizar. —Yo... esto... —comenzó a decir Olivia. —Para el carro, Manfred Bloor —le advirtió la cocinera secamente—. Todo a su debido tiempo. —¡Uh! —gruñó Manfred. La cocinera cruzó tranquilamente la cocina y sacó de debajo del fregadero una fregona, un cubo y un par de guantes de goma. —Por el amor de Dios, mujer, ¡date prisa! —gritó Manfred. La cocinera se detuvo. Dejando caer el cubo, se puso en jarras y miró a Manfred.

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—No te atrevas a hablarme así ni vuelvas a emplear nunca más ese tono conmigo. —¡Vale, vale! —dijo Manfred nerviosamente. —Discúlpate —ordenó la cocinera. —Lo siento —farfulló Manfred, fingiendo examinarse las uñas. Olivia no se lo podía creer. Con sólo unas palabras, la cocinera había convertido al monitor en un tembloroso alumno de primero. La cocinera cogió el cubo y se lo tendió a Manfred. —Si quieres ver limpio el estropicio, hazlo tú mismo. —¡Pero si yo no he hecho nada! —exclamó Manfred, con el rostro escarlata. La cocinera se encogió de hombros y se fue. Manfred hizo cruzar la puerta a Olivia de un feroz empujón y en cuanto estuvieron al otro lado le dio el cubo. En ese preciso instante, Charlie y Fidelio cruzaban el vestíbulo. Ahora que todos los niños de Teatro se encontraban atrapados en el comedor, apenas pasaba nadie por allí, y Charlie consiguió escabullirse sin ser visto por la puerta del ala oeste. Fidelio se quedó a montar guardia. Cuando Charlie hubiera cumplido su misión, llamaría dos veces a la puerta, y si no había moros en la costa, Fidelio le devolvería la señal.

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Charlie subió corriendo por la escalera de caracol que conducía a lo alto de la torre. Para cuando llegó a la sala de música, se había quedado sin aliento y sentía pinchazos en el costado. Henry no estaba. Una gran capa azul colgaba del respaldo de una silla, y encima de un taburete había una caja de metal vacía. Algunos de los libros estaban cubiertos de migas, y había dos envoltorios de caramelo tirados en el suelo, junto a la ventana. El señor Pilgrim tocaba tan suavemente que apenas se le oía. Repetía las mismas notas una y otra vez, como si no pudiera recordar cómo seguir. Charlie abrió la puerta sin llamar y miró dentro. El señor Pilgrim estaba solo. No se había puesto la capa, y Charlie recordó que tampoco la llevaba durante la reunión, pero, después de todo, el señor Pilgrim solía olvidarse de las cosas. El profesor de música contempló a Charlie con el ceño fruncido por encima del piano. —Disculpe, señor —dijo Charlie—. ¿Ha visto a un chico? ¿Uno que se parece un poco a mí? Para su gran sorpresa, la respuesta del señor Pilgrim fue muy clara. —Sí. Había un chico. —¿Y sabe dónde está ahora, señor?

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—No debería haberse quedado solo aquí arriba—dijo el señor Pilgrim—. No de noche. Hace demasiado frío. —Sí, pero... ¿adonde fue? —Tenía hambre. El señor Pilgrim debió de recordar de pronto las notas que había estado buscando, porque tocó con fuerza dos acordes y acto seguido empezó a ejecutar una pieza de música muy complicada. Charlie comprendió que sería inútil hacerle más preguntas al profesor. Además, si no regresaba pronto, se encontraría a Manfred y Asa rondando por el vestíbulo. —Gracias, señor. Salió de la habitación y, cerrando la puerta tras él, bajó corriendo hasta la planta baja de la torre a tal velocidad que, cuando llegó, apenas se tenía en pie. Antes de entrar en el oscuro pasillo que llevaba al vestíbulo, se detuvo a escuchar. No oyó nada, lo cual quería decir que el terreno era seguro. Aun así, caminó de puntillas por el suelo de piedra. Sólo había recorrido unos metros cuando chocó con algo; una figura tan diminuta y escuálida que apenas llegaba a ser una persona. La figurilla soltó un débil gemido y huyó de allí, pero cuando Charlie se volvió a mirarla, aquella persona o cosa se volvió también. Sus ojos relucían tras un delgado velo negro. Susurró «chico» y desapareció.

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6 En el congelador Charlie aceleró el paso y salió por la puerta tan deprisa que casi tiró al suelo a Fidelio. —Te has olvidado de llamar —protestó Fidelio, muy enfadado—. Nos están vigilando. —¿Quién? Charlie vio que Billy Raven se metía en el vestuario. —Oh, no —gimió—. El no. En ese momento, Manfred y Asa aparecieron en el otro extremo del vestíbulo. Manfred parecía furioso. En cuanto vio a los dos chicos se puso a gritar: —¡Fuera! ¡Fuera! ¿Por qué no estáis fuera? —Está todo... ejem... mojado —improvisó Charlie. —¿Mojado? Pues claro que está mojado, estúpido. No te asustará un poco de nieve, ¿no?

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—Es que no hemos encontrado nuestras botas —se apresuró a añadir Fidelio. —¡Pues entonces salid con los zapatos! —gritó Manfred. —Pero... —comenzó a decir Charlie. —Se te mojarán los zapatos, claro está. ¿Y qué? ¡Eso te enseñará a no perder las botas! —bramó Manfred, que estaba realmente fuera de sí. Su rostro, normalmente pálido, se había sonrojado. Charlie y Fidelio se apresuraron a salir al patio sin decir nada. —Uf. Seguro que todo esto se debe a Olivia—afirmó Fidelio. —Espero que no le haya caído un arresto —dijo Charlie—. Henry no estaba en la torre, por cierto. Y ahora no sé qué hacer. —Lo encontraremos —dijo Fidelio con seguridad—. Pero más vale que demos con él antes de que lo haga Manfred. ¿Qué fue lo que te asustó tanto en la torre? Parecía que hubieras visto un fantasma. —Creo que lo vi —dijo Charlie—. Era horrible, todo negro y vaporoso. —La dama oscura —afirmó Fidelio—. Gabriel me habló de ella. Siempre anda rondando por la torre de la música. Creo que le gusta cómo toca el piano el señor Pilgrim.

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Unos minutos después, Olivia se reunió con ellos en el jardín. —Hola, chicos. ¿Qué, funcionó? —les preguntó. —De maravilla —contestó Charlie—. Por lo menos los retuviste durante diez minutos. —¿Cómo lo hiciste? —preguntó Fidelio. Olivia les contó su accidente con la bandeja. —Pero me ha caído un arresto —añadió—, así que no iré a casa hasta el sábado por la noche. Charlie se quedó consternado. —Lo siento. Debería habérmelo imaginado. —Oh, no te preocupes —dijo Olivia—. Así podré explorar un poco. Con tal de que castiguen a alguien más, claro. No me apetece nada ir a explorar sola. —Oh. —Charlie se sintió todavía peor—. Bueno, me sabe mal, pero me parece que estaré muy ocupado. —Claro. El primo Henry —dijo Olivia alegremente—. Lo entiendo. Y sé que Fido tendrá algún asuntillo musical que otro. —Pues, ahora que lo dices... —se escabulló Fidelio. —No pasa nada. Y no me miréis con esa cara de culpabilidad. Probaré con Emma Tolly. Olivia echó a correr dando grandes zancadas con sus

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botas rosas, y se acercó a Emma, que deambulaba por el jardín con la nariz metida en un libro. Los dos amigos pasaron lo que quedaba de recreo paseando por las losas que había justo a la puerta del jardín. La temperatura había subido unos cuantos grados, y la nieve empezaba a convertirse en un líquido grisáceo. El zapato izquierdo de Charlie estaba chorreando. Unos instantes antes de que el cuerno de caza indicara el fin del descanso, Olivia se dirigió hacia ellos con cara de fastidio. —¿Sabéis qué? —les dijo—. A Emma Tolly no le gusta dejar sola a su tía los fines de semana. ¡Es increíble! Yo colaboré para rescatarla de esos horribles padres adoptivos que tenía y ahora no puede pasar unas horas conmigo. —En ese caso, intentaré que me caiga un arresto —dijo Charlie—. Henry puede esperar un poco más. —No, no puede —replicó Olivia—. Sácalo de aquí lo antes que puedas. No pasa nada, ¿de acuerdo? Bindi se quedará conmigo. —Sacudió la cabeza—. No sé qué mosca le ha picado a Emma. Está de lo más repipi. —Hasta ahora no había tenido un hogar como es debido —observó Charlie—. Supongo que simplemente quiere pasar el mayor tiempo posible en él. —Hum —dijo Olivia, y se fue. Mientras los dos chicos se encaminaban a su clase de

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Historia, Fidelio dijo en voz baja: —Charlie, me parece que tendrás que llevar a cabo tu misión de rescate esta noche. No creo que hoy tengas más oportunidades. Charlie se mostró de acuerdo, pero no tenía ni idea de por dónde empezar a buscar a Henry. —Prueba en las cocinas —le sugirió Fidelio—. A estas horas debe de estar muerto de hambre. Aquella noche, mientras estaba acostado, Charlie intentó acordarse de todas las escaleras y pasillos que conducían a las cocinas. Sabía que había tres, una detrás de cada comedor. Estaban comunicadas por puertas de batientes, por lo que podría cruzar las tres sin ser visto una vez encontrara el camino a la primera. —¿Crees que la cocinera estará todavía en la cocina? — le susurró a Fidelio. —No después de medianoche —dijo Fidelio en voz baja. —¡Callaos de una vez, pesados! —gritó Damián Smerk. —Cállate tú —replicó Fidelio, lanzando un zapato mojado en su dirección. Fue un buen tiro y el zapato le rozó la mejilla a Damián. —¡Esto lo pagarás muy caro, Fidelio Gunn! —chilló Damián.

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—De acuerdo —dijo Fidelio—. Te espero junto a la puerta del jardín después del desayuno. Damián se puso a lloriquear y se tapó la cabeza con la colcha. La violencia lo aterrorizaba, pero solía decir tonterías acerca de dar su merecido a la gente, y luego fingía que se había hecho daño en el brazo o en la pierna para no tener que pelearse. Charlie se disponía a hablar cuando la puerta del dormitorio se abrió y se encendió la luz. —¿Quién estaba hablando? —preguntó el ama desde el umbral de la puerta. Nadie respondió. —¡Vamos, que hable el que ha sido! —ordenó el ama. —Hemos sido nosotros —declaró Charlie. La larga nariz de su tía abuela se volvió hacia él. —¡Oh! ¿Es eso una confesión? —Todos confesamos —intervino Fidelio. El ama barrió el dormitorio con una mirada inquietante. —Si tengo que volver a entrar, tendréis arresto todos — advirtió. —Excepto yo —apuntó Billy. Haciendo como si no lo hubiera oído, Lucretia Yewbeam salió del dormitorio y dio un portazo.

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—Por poco —murmuró Fidelio en un tono tan quedo que sólo Charlie pudo oírlo—. ¿Quieres que te acompañe esta noche? —No —susurró Charlie a su vez—. Es mejor que sólo vaya uno de nosotros. Gracias de todos modos. —¡Buena suerte! Fidelio se dio la vuelta y no tardó en quedarse dormido. Durante unos momentos, Charlie mantuvo los ojos muy abiertos y luchó contra el sueño. Desesperado, acabó destapándose. Con tanto frío sería imposible dormir. Esperó hasta que oyó al reloj de la catedral dando las doce, y luego, con una mezcla de miedo y excitación, se puso la bata y las zapatillas y salió sigilosamente del dormitorio. —Derecha, luego izquierda, luego escalera abajo — murmuró para sí. El haz de su linterna era tan débil que no podía ver gran cosa delante de sus pies. Tras descender dos escaleras, se dio cuenta de que o se había perdido o estaba en un sitio que no reconocía. En la oscuridad todo parecía muy distinto. Decidiendo arriesgarse, avanzó unos metros y llegó a otro tramo de escalones. Llevaba bajados dos cuando algo chocó con sus rodillas y lo hizo caer de bruces. —¡Oh! ¡Huy! ¡Ay! —masculló Charlie. No tenía ningún

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hueso roto, pero le dolía todo—. Ahora no puedo volver atrás —murmuró. Levantándose del suelo, dobló una esquina y se encontró en el rellano que dominaba el vestíbulo. Allí, las luces permanecían encendidas durante toda la noche y, con un suspiro de alivio, Charlie corrió escalera abajo y se metió por el largo pasillo que conducía a los comedores. Tropezando con las sillas y las mesas, Charlie atravesó el comedor azul y entró en la cocina. Allí, encimeras repletas de sartenes le cortaron el paso. Las máquinas sobresalían en ángulos extraños y había cubos y fregonas escondidas junto a los armarios. Una gran sartén cayó al suelo cuando Charlie tanteaba el borde de un estante con la mano. Charlie se quedó paralizado, y fue entonces cuando reparó en una tenue claridad. Procedía del cristal translúcido de la parte superior de una puerta. Muy lentamente, Charlie la abrió y se asomó. Vio una pequeña habitación llena de neveras y congeladores blancos. Henry Yewbeam se había plantado delante del más alto de todos. —¡Henry, gracias a Dios! —exclamó Charlie sin aliento—. ¿Qué estás haciendo? —Hola, Charlie —saludó Henry—. Me alegro de verte. —¡Qué frío hace aquí! —dijo Charlie, cuyos dientes habían empezado a castañetear.

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—Lo sé. —Henry sonrió misteriosamente—. Es justo lo que quiero. —¿Se puede saber de qué estás hablando? Sal de ahí, por favor. Podríamos morirnos de frío. —No quiero morir —dijo Henry—. Pero creo que me moriré si no vuelvo a casa. Salió de la cámara frigorífica y cerró la puerta. Charlie se relajó. En la cocina se estaba caliente, y le resultaba más fácil pensar. Se sentó sobre una encimera y Henry lo imitó. —Fui a buscarte durante el almuerzo —le contó Charlie—. Te subí un poco de comida a la sala de música. ¿Dónde estabas? —Una señora muy menudita, toda vestida de negro, me llevó a su habitación. Al principio estaba un poco asustado, pero me dio una taza de té y unos bombones. —Henry le ofreció uno envuelto en papel de plata—. ¡Toma! Me dio unos cuantos. Charlie lo cogió. Era de chocolate relleno de fresa. Uno de sus favoritos. —¡Qué rico! —dijo—. Yo me tropecé con esa mujer. Creí que era un fantasma. Henry negó con la cabeza. —De ningún modo. Antes tocaba el violín, pero ahora

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tiene la mano izquierda inutilizada y está muy triste. Se podría decir que lleva luto por sus dedos. Henry tenía una manera muy rara de decir las cosas. Charlie estaba intrigado. —¿Quiénes? —No me gusta preguntar. Mamá decía que es de mala educación. Esa señora me dijo que fuese a las cocinas de noche. Así que aquí me tienes. Pero Charlie... —murmuró Henry, y se le iluminó el rostro—. He encontrado una cosa maravillosa. —¿Cuál? —Ahí dentro —Henry señaló la cámara frigorífica—, hay un armario que está lleno de hielo. —Un congelador —dijo Charlie. —¿Un congelador? —repitió Henry—. Bueno, en la vida había visto nada igual. Emite un zumbido muy reconfortante. Charlie, creo que me llevará de vuelta a casa. —¿Qué quieres decir? —preguntó Charlie, inquieto. —He llegado a la conclusión de que aparecí en este nuevo siglo porque el tiempo que hacía era el adecuado. El día que dejé el año 1916 era el más frío en muchos años. Y cuando llegué aquí estaba ocurriendo exactamente lo mismo. Pero ahora ha empezado a hacer más calor y si utilizo el Desplazador Temporal, podría acabar en

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cualquier sitio. —Sí, sería una locura —convino Charlie. —No si me meto en el congelador —replicó Henry con vehemencia. —¿Qué? Te morirías congelado. —Tú podrías ayudarme, Charlie. Basta con que abras la puerta del congelador, de vez en cuando, para asegurarte de que estoy respirando. En cuanto haya alcanzado la temperatura apropiada, desapareceré. —Henry se inclinó hacia delante—. Ayúdame, por favor. Tengo tantas ganas de volver a casa... Quiero regresar al año 1916 y ver a mi familia. No lograré sobrevivir en este nuevo mundo. Aquí no hay sitio para mí. Sólo hacía un día que Charlie conocía a su familiar, pero ya empezaba a caerle muy bien. Se dio cuenta de que lo echaría de menos. —No creo que sea tan fácil —opinó de manera evasiva—. Quiero decir que, bueno, podrías ir a parar a la Edad de Hielo, con los mamuts y todo eso. —Ya lo he pensado, pero quiero correr el riesgo. Si me pongo a pensar en mamá y papá, y en mi hermano y mi hermana, estoy seguro de que regresaré. —Le dirigió una sonrisa alentadora a Charlie—. ¿Qué me dices? —De acuerdo —dijo Charlie de mala gana—. Intentémoslo. Pero si veo que te pones azul, te sacaré de

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ahí. —Gracias, Charlie. Los dos chicos se bajaron de la encimera y entraron en la cámara frigorífica. Por un instante, Henry contempló la gran mole blanca del congelador y luego sacó el Desplazador Temporal de su bolsillo. Charlie vio que algo centelleaba en la mano de Henry y apartó la mirada. Pero la luz se reflejó en el bajo techo de la cámara, y, a través de una neblina de colores que giraban rápidamente, Charlie pudo entrever una ciudad de deslumbrantes cúpulas doradas, y luego una cordillera de montañas nevadas. La nieve se convirtió en un bosque, y los árboles en las verdes olas de un gran mar. Y luego un río de cristal empezó a fluir bajo el cielo más azul que Charlie hubiera visto jamás. Fascinado por el increíble mundo que se desplegaba sobre su cabeza, Charlie se sintió arrastrado hacia él. Cuando sus pies empezaron a deslizarse por el suelo, se obligó a apartar la mirada del techo, pero lo hizo demasiado tarde: no vio cómo su primo se metía en el congelador. Henry ya había desaparecido. Charlie contempló la gran puerta blanca. ¿Cuánto tiempo debía esperar? No quería arruinar el plan de Henry, pero ¿y si moría congelado antes de que el Desplazador Temporal hiciera su trabajo? Charlie cerró los ojos y contó lentamente hasta diez. Luego, con la mano en el pomo, tiró de la puerta.

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La puerta no se abría. Charlie volvió a intentarlo. Puso las dos manos en el pomo, plantó firmemente los pies en el suelo y tiró con todas sus fuerzas. La puerta del congelador siguió firmemente cerrada. O se había atrancado a causa del hielo, o alguna tremenda fuerza dentro del congelador mantenía cerrada la puerta. Charlie volvió a intentarlo. Golpeó con los puños la puerta del congelador, sacudió el pomo, tiró de él, hizo una breve pausa y lo intentó de nuevo. —¡Henry! ¡Henry! —llamó, aporreando la puerta. —¿Se puede saber qué estás haciendo, Charlie Bone? Charlie se volvió en redondo y vio a la cocinera en la puerta. —Yo... yo... —comenzó a decir—. Cocinera, hay un chico en el congelador. No sé si está muerto o si... o si se ha ido. Puede que se haya ido, pero tengo que saberlo... —¡Válgame Dios! —exclamó la cocinera, casi tirando al suelo a Charlie al correr hacia el congelador. Con un enérgico tirón, abrió la puerta. Henry estaba acurrucado al fondo, debajo de una enorme carcasa congelada. Tenía la cara azul y sus cabellos y su capa estaban cubiertos de escarcha. —¡Santo cielo! —exclamó la cocinera mientras sacaba a Henry del congelador.

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Su primo estaba tieso de frío, pero con gran alivio Charlie lo oyó exhalar un tenue gemido cuando la cocinera lo cogió en brazos. —Sígueme, Charlie Bone —ordenó ésta—. Y más vale que me expliques de qué va todo esto. La cocinera atravesó la cocina y entró en un armario para los utensilios de limpieza que daba paso a un largo pasillo tenuemente iluminado. Aun cargando con Henry, la cocinera caminaba tan deprisa que Charlie tuvo que correr para no quedarse atrás. Al final del pasillo, unos escalones conducían a otra pequeña alacena que se abría a uno de los lugares más acogedores que Charlie hubiera visto nunca. Había cuadros de vivos colores por toda la habitación, desde el techo, que era muy bajo, hasta casi el suelo. Los asientos parecían viejos y mullidos, y un reluciente aparador antiguo estaba a rebosar de platos y tazas con motivos dorados. En un espacioso hueco había una gran cocina negra; una tetera hervía encima del fuego, mientras que unos carbones encendidos refulgían tras una ventanita de la parte inferior, llenando la habitación de una cálida luz. La cocinera depositó a Henry en un gran sillón junto a la cocina y empezó a frotarle las manos. En cuanto lo hizo, los rígidos dedos de Henry se relajaron y el Desplazador Temporal cayó al suelo. —¿Qué es eso? —preguntó la cocinera.

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—Es un... ejem... hum... un desplazador temporal —dijo Charlie. —¡Ja! —gruñó la cocinera, nada sorprendida—. Tendría que haberlo sabido. Siempre causa problemas. Mételo en esa taza roja del aparador. ¡Pero no lo mires! —No lo haré —prometió Charlie. Cogió aquella canica resplandeciente y la dejó caer dentro de la taza. Vivos colores giraron y se agitaron en el interior del recipiente, y Charlie tuvo la tentación de esperar y ver qué clase de imagen terminaban creando. —¡No lo mires, Charlie! —volvió a advertirle la cocinera. —No, no. No lo miro. Charlie se apartó del aparador. La cocinera siguió frotándole los dedos a Henry, pero éste no se movió ni emitió sonido alguno. —Mira que llegas a hacer tonterías —dijo la cocinera mirando a Charlie—. Precisamente tú, Charlie Bone. ¿En qué estabas pensando? —Intentaba ayudarlo —susurró Charlie. —¿Ayudarlo? ¿Ayudarlo? Di más bien que intentabas asesinarlo —repuso la cocinera fríamente. —No, no, yo no... —¿Quién es este chico?

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Charlie tardó unos segundos en recordar cuál era su parentesco exacto con Henry. —Es mi tío bisabuelo Henry, creo —contestó, muy despacio—. Pero yo lo llamo primo. Viene del año 1916. —Y el responsable ha sido el Desplazador Temporal, supongo. —Sí. El pobre Henry ha recorrido una gran distancia. Quiero decir que viene de un tiempo muy lejano. —Ya lo puedes decir —convino la cocinera—. Tráeme la bata —añadió, señalando una gran prenda roja que reposaba en una silla. Charlie se la trajo. —Ahora, quítale la capa a este pobre chico. La cocinera levantó a Henry del sillón con mucho cuidado mientras Charlie le despojaba de su capa cubierta de escarcha. Siguiendo las instrucciones de la cocinera, envolvió a su primo en la gran bata roja, pero Henry siguió sin dar señales de vida. La cocinera le tomó el pulso al helado muchacho, sacudió la cabeza y luego le puso la oreja en el pecho. —Oigo algo —murmuró—. Oigo algo ahí dentro. Charlie se sentía fatal. Se dejó caer en una silla y se tapó la cara con las manos. —No todo está perdido —le consoló la cocinera—. Ya

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han llegado. Charlie oyó un débil maullido por encima de su cabeza. Alzó la mirada y vio una claraboya de pequeños cristales verdes. Atisbando por los cristales había tres gatos con relucientes ojos amarillos. —Las llamas —jadeó Charlie. —Sí, las llamas. Cuidado, Charlie. La cocinera fue hacia él y Charlie saltó del asiento. La cocinera se subió a la silla y abrió la claraboya. Una ráfaga de aire frío y una cortina de nieve acompañaron la entrada de uno de los gatos, que saltó al respaldo de la silla. Era una criatura magnífica, con el pelaje de un intenso color cobre. —¡Aries! —exclamó Charlie. El gato emitió un prolongado maullido de bienvenida. —Entonces, ¿conoces a estas criaturas? —inquirió la cocinera al tiempo que un gato anaranjado primero y otro amarillo después seguían a Aries. Se colocaron a ambos lados de éste y saludaron a Charlie con un ruidoso ronroneo. —Leo y Sagitario —dijo Charlie—. Sí, conozco a las llamas. Y me parece que sé lo que van a hacer. Los tres gatos saltaron de la silla y corrieron hacia Henry. Charlie pudo oír el crepitar de unas llamas diminutas cuando los gatos restregaron sus cabezas contra

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la bata roja. Luego empezaron a correr alrededor del sillón donde el rostro azulado de Henry reposaba sobre un cojín descolorido. La cocinera cerró la claraboya y bajó de la silla. —Salvaron al perro de mi amigo —le contó Charlie—. Y creo que han salvado a un montón de gente. Pero no consigo entender cómo saben que se los necesita. —Tienen un sexto sentido —le explicó la cocinera—. Y ahora, silencio. Dejemos que hagan su trabajo. Charlie se sentó frente a Henry. Ya notaba el calor que emitían los gatos al correr alrededor del muchacho congelado. Muy pronto lo único que veía Charlie era un torbellino dorado y rojizo que rodeaba el sillón de Henry. Charlie bostezó. Empezó a dar cabezadas y se le cerraron los ojos. Unos instantes más tarde se había quedado dormido. Cuando despertó, Henry, todavía con la bata roja, estaba sentado y le sonreía. Tenía en la mano un tazón humeante de algo que olía muy bien. —¡Hola de nuevo, Charlie! —le saludó Henry. Charlie parpadeó y se frotó los ojos. —Lo siento, Henry —dijo—. No ha funcionado, ¿verdad? Intenté sacarte del congelador, pero algo, no sé el qué, parecía impedírmelo.

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Henry asintió. —Me voy a quedar aquí con la cocinera —le explicó—. Nadie sabe nada de esta habitación, así que aquí estaré a salvo, hasta que podamos decidir qué es lo que vamos a hacer. La cocinera trajinaba en la cocina. Sacó del horno una bandeja de pastelillos y los puso en una fuente. —Toma uno —dijo, ofreciéndoselos a Charlie—, y luego me parece que será mejor que te vuelvas a la cama. —¡Gracias! —Charlie cogió un pastelillo y lo mordió. Estaba delicioso—. Buenísimo —añadió en voz baja. —No ha sido culpa tuya, Charlie —dijo la cocinera, adivinando sus pensamientos—. No debería haberte echado la culpa tan rápido. ¡Precisamente a ti! —¿Por qué siempre dice eso? —preguntó Charlie—. Precisamente a mí. ¿Qué quiere decir? —Ya te lo contaré en otro momento. Charlie observó a la cocinera. Por un instante adivinó otro rostro bajo aquellas facciones cansadas y llenas de arrugas; un rostro joven y hermoso. Le habría gustado alargar aquel instante durante mucho tiempo. Nunca se había sentido tan seguro y reconfortado como entonces, sentado a la gran sombra de la cocinera, con la habitación brillantemente iluminada a sus espaldas, los ruiditos del horno y los ronroneos satisfechos de los tres gatos, que

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bebían leche de un cuenco delante del fuego. —¿Quién es usted? —le preguntó a la cocinera. —¿Yo? —sonrió ella—. Soy la piedra imán de la casa. Evito que todos vosotros salgáis despedidos hacia la oscuridad. —Pero ¿cuál es su nombre? —En otro momento. —¿Puedo volver mañana? —preguntó Charlie. Había tantas cosas que quería saber. —Mejor que no —respondió la cocinera—■. Espera un poco. Ciertas personas te estarán vigilando. Y no sólo personas. Señaló con la cabeza una forma rechoncha que acababa de salir de las sombras del fondo de la habitación. Bendito fue hacia la luz con sus lentos y torpes andares. Era evidente que quería sentarse delante de la cocina, pero los tres gatos le lanzaron un gruñido de advertencia y el viejo perro se retiró. —Lo he visto antes —exclamó Henry—. Es muy viejo, ¿verdad? —Es un espía —dijo la cocinera—. Así que si lo has visto, él ya le ha hablado de ti a alguien. Más vale que vuelvas al dormitorio, Charlie Bone. Alguien podría haberse dado cuenta de que tu cama está vacía.

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Charlie se terminó el pastelillo y le dio las buenas noches a su primo. Luego siguió a la cocinera por el laberinto de alacenas y pasillos que conducían al vestíbulo. Una vez allí, la cocinera sacó de su bolsillo una pequeña linterna y se la dio a Charlie. —Da mucha luz —dijo—. Bueno, y ahora vete. No le cuentes a nadie lo que ha ocurrido esta noche. Y cuando digo nadie, quiero decir «nadie». —Mis mejores amigos ya saben lo de Henry. La cocinera sacudió la cabeza. —Bueno, supongo que ya está hecho. Pero cuantas menos personas sepan de este lugar, mejor. —De acuerdo. Prometo que no le contaré a nadie dónde se encuentra. La cocinera siguió con la mirada a Charlie mientras éste cruzaba el vestíbulo y empezaba a subir por la escalera. Luego se despidió de él con la mano y se apresuró a volver a su habitación bajo la ciudad. Le complació ver que Henry Yewbeam estaba profundamente dormido. Quitándole el tazón vacío de la mano, ahora caliente, volvió a ponerlo en el aparador. Los tres gatos se habían terminado la leche y la miraban expectantes, así que se subió a la silla y volvió a abrir la claraboya. Las llamas corrieron a la silla, se subieron a su respaldo

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y desde allí saltaron por la claraboya. —Gracias, queridos míos —se despidió la cocinera. Luego cerró la claraboya y bajó de la silla. —En cuanto a ti, sé lo que eres —le dijo al perro, que se había colocado en su sitio favorito, delante de la cocina—. Pero hasta ahora has sido un buen chico y has guardado el secreto de mi habitación, incluso ante tu amigo Billy Raven. Bendito miró a la cocinera y gimoteó suavemente. —Y ahora escúchame bien. No te atrevas a contarle a ese amigo tuyo lo de este chico —le advirtió, señalando a Henry dormido en el sillón. Bendito miró a la cocinera con sus tristes ojos marrones. Aunque ella no hablaba su lenguaje, la conocía lo bastante bien para entender con toda exactitud lo que le estaba diciendo. —Si te vas de la lengua, no habrá más chuletas de la cocinera. Nada de tumbarse junto al horno ni de paseos por el parque. Tendrás que depender de ti mismo, gordo perezoso, porque no me sirves de nada. La única razón por la que he cuidado de ti es porque tengo un buen corazón. —Lo amenazó con un dedo—. ¿Ha quedado claro? Bendito gruñó y se metió en su cesta. Sabía cuándo le convenía obedecer.

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7 El guante negro La linterna de la cocinera era poco corriente. Aunque la luz que daba no era muy intensa, iluminaba de tal manera lo que tenías delante que Charlie podía ver cosas en las que nunca había reparado antes. De hecho, algunos de los objetos que iba dejando atrás eran decididamente diferentes. Por ejemplo, ahora una hilera de cuadros colgaba de un lado a otro de una pared junto a una de las escaleras. Delante de una puerta había un par de botas masculinas, y frente a otra, un par de zapatos de satén. En uno de los descansillos, una gran planta crecía en un macetero de porcelana azul, y la hiedra asomaba por tina gran urna de bronce. —Eso no estaba ahí —musitó Charlie. Pese a aquellos pequeños cambios, le fue fácil encontrar el camino de regreso. Sin embargo, tan sólo había dado

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unos pasos por el pasillo de su dormitorio cuando un estrecho y potente haz de luz casi lo cegó. Instintivamente, Charlie apagó la linterna de la cocinera y esperó, sin apenas atreverse a respirar. La luz cegadora se apagó. Quienquiera que estuviese al otro lado del pasillo estaba esperando para ver qué hacía Charlie. Sabiendo que su puerta era la segunda a la izquierda, Charlie empezó a tantear cautelosamente la pared. Dejó atrás la primera puerta y se detuvo para escuchar si oía pasos. Como no oyó nada, corrió hacia su puerta y chocó con un cuerpo. Charlie soltó una exclamación ahogada, y al mismo tiempo el cuerpo chilló. —¡Ay! Me estás pisando el pie. —¿Eres tú, Billy? —susurró Charlie. —¿Y qué si lo soy? —No seas bobo. Sólo preguntaba. Charlie encendió su linterna. Billy Raven alzó la mirada hacia él y parpadeó. Tenía la barbilla manchada de chocolate. —¿Dónde estabas? —le preguntó a Charlie. —¿Dónde estabas tú? —replicó Charlie, bajando la linterna de la cocinera. Billy no respondió.

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—He ido al lavabo —mintió Charlie—. Y ya veo que tú has ido a ver a alguien que te ha dado chocolate. —En realidad es leche con cacao —aclaró Billy—. Y el lavabo no está ahí, sino en la dirección opuesta. —Me despisté con la oscuridad —improvisó Charlie. Billy lo miró con suspicacia, pasó por su lado y entró en el dormitorio. Charlie lo siguió y se metió en la cama. Oyó un suave rumor de tela cuando Billy se subió la colcha hasta la cabeza, y luego reinó el silencio. Charlie se preguntó quién le habría dado cacao a Billy a aquellas horas de la noche. ¿Sería una recompensa por hacer de espía? Bendito había visto a Henry en la habitación de la cocinera, y Billy podía entender el lenguaje del viejo perro. Así que, dentro de poco, la persona que le ofrecía el cacao a Billy sabría lo de Henry. Charlie estaba demasiado cansado para seguir debatiéndose con el problema. Tendría que avisar a la cocinera de alguna manera. A la mañana siguiente sucedió algo extraordinario, y la preocupación de Charlie por lo que pudiera ocurrirle a Henry quedó temporalmente olvidada. El desayuno ya casi había terminado cuando una violenta ráfaga de viento irrumpió aullando por el pasillo que conducía al comedor. Las puertas se abrieron de golpe

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y el viento entró rugiendo en la sala, haciendo que tazas, platos, cucharas y cuchillos salieran despedidos de las mesas. Hubo chillidos de terror cuando cubiertos que podían cortar o pinchar empezaron a volar en todas direcciones. La mayor parte de los niños se subieron las capuchas y se escondieron bajo las mesas. Charlie y Fidelio se arrastraron detrás de uno de los bancos y se encontraron con Olivia. —¿Qué está pasando? —chilló Charlie. —Supongo que es una de las tormentas de Tancred — gritó Olivia—. He oído que anoche tuvo una discusión terrible con Lysander. —¿Tancred? Será mejor que intente llegar hasta él — decidió Charlie. —¿Por qué? ¿Qué puedes hacer tú? Ya ha sucedido antes, ¿sabes? —replicó Fidelio tirándole de la manga—. Hay que esperar a que se calme. —No. Tengo que verle. Charlie no hubiese podido explicar por qué de repente sentía aquella irreprimible necesidad de Ter a Tancred. Tancred había ayudado a salvarlo cuando estaba atrapado en la ruina, y Charlie sentía que lo mínimo que podía hacer era tratar de calmarlo. Con la capucha puesta y firmemente sujeta, Charlie se dirigió hacia la puerta abierta y salió al pasillo azotado por

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el viento. La potencia de la ira de Tancred era asombrosa. Charlie pensó que debía de estar enfrentándose a vientos de ciento cincuenta kilómetros por hora. En poco tiempo se le llenaron la nariz y la boca de polvo, y los retratos que habían colgado de las paredes giraban en el aire y se interponían en su camino. De vez en cuando, la afilada esquina de un marco le daba en la cabeza o le golpeaba la mano con la que se protegía la cara. Charlie apretó los dientes y siguió adelante. Vio dos figuras que avanzaban lentamente por delante de él. Sus capas se agitaban por encima de sus cabezas como un par de tormentosas nubes púrpuras. Manfred y Asa, pensó Charlie. Ahora, la carrera para llegar hasta Tancred era todavía más importante. Si Manfred le alcanzaba primero, probablemente le hipnotizaría, y no sólo durante unos minutos. Podían pillar a Tancred por sorpresa, y antes de darse cuenta estaría perdido: le harían dormir como a Emma Tolly. En aquel caso, el sueño había durado ocho años. Cuando llegó al vestíbulo, Charlie vio que Manfred y Asa se agarraban a los muebles. De pronto, la argolla del arcón de roble a la que se aferraba Asa se soltó, y el muchacho rodó por el suelo de la sala con un aullido de sorpresa. Manfred había tenido más éxito. Sus brazos rodeaban desesperadamente el pasamanos de la escalera.

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Charlie no sabía cómo evitar que el vendaval lo lanzara contra la pared. La furiosa energía de Tancred invadía hasta el último rincón del vestíbulo. Las sillas volaban de un lado a otro como si fuesen cerillas. Cuando levantó la cabeza, Charlie vio a Tancred ante las enormes puertas que llevaban al exterior. Con el cabello rubio erizado y rígido, parecía un arbusto echando chispas. A unos metros de distancia, el doctor Bloor, doblándose sobre sí mismo, le gritaba al viento. —¡Tancred Torsson, cálmate! ¡Apártate de esas puertas ahora mismo! Tancred no se dio por enterado. Lo cierto era que la voz del doctor Bloor quedaba prácticamente ahogada por el ruido. Manfred se soltó del pasamanos y empezó a arrastrarse por el suelo en dirección a Tancred. Charlie sabía que no serviría de nada gritarle una advertencia: Tancred no la oiría. Manfred había casi alcanzado al muchacho de las tormentas cuando éste se volvió en redondo y, al verlo, le lanzó una descarga eléctrica tan tremenda que el monitor salió despedido hacia atrás. Al mismo tiempo, las enormes puertas se resquebrajaron de arriba abajo y, tras un chasquido impresionante, se abrieron. Tancred se dio la vuelta y salió, llevándose consigo su

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tormentoso poder. El doctor Bloor corrió a cerrar las puertas, pero habían quedado tan destrozadas que le resultó imposible atrancarlas. La gran llave que el director llevaba siempre consigo giró inútilmente en la cerradura. —Traed el arcón —les ordenó con un ademán a Manfred y Asa. Mientras los dos chicos empujaban el pesado arcón a través del vestíbulo, Charlie se incorporó. El suelo estaba lleno de escombros. Era increíble la cantidad de desperdicios que la tormenta de Tancred había sacado de los rincones más oscuros del vestíbulo. A los pies de Charlie, tirado en el suelo, había un guante de cuero negro y, casi sin pensarlo, lo cogió y se lo guardó en el bolsillo. Manfred y Asa dieron un último empujón y el arcón quedó colocado ante las puertas. —De momento bastará con eso —dijo el doctor Bloor—. Tendré que decirle a Weedon que las arregle. No queremos que se escape nadie más. «Suena como si este sitio fuese una prisión», pensó Charlie. Algunos niños se habían asomado con cautela para contemplar el vestíbulo, pero fue a Charlie a quien Manfred vio primero.

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—Charlie Bone, ¿qué estás haciendo aquí? —gritó el monitor. —Intentaba llegar a la reunión —se excusó Charlie. Manfred difícilmente podía ponerle peros a eso. —En ese caso, muévete —ordenó, irritado. Fidelio cruzó el vestíbulo a la carrera y alcanzó a Charlie cuando se disponía a entrar en el vestuario azul. —¿Qué te ha parecido eso? —susurró Fidelio—. Prácticamente era un huracán. Con toda la excitación, muchos de los niños que tenían detrás habían olvidado la regla del silencio, y fueron castigados inmediatamente con arrestos y enviados a las cocinas para que trajeran escobas y recogedores. —Olivia no estará sola este sábado —observó Fidelio—. Les ha caído arresto al menos a seis. Charlie se sentó en uno de los bancos y empezó a sacudirse la capa para quitarle el polvo y los papelitos que se le habían quedado pegados. De pronto le invadió un inmenso cansancio y tuvo que recostarse contra la pared. —¿Qué te pasa, Charlie? —dijo Fidelio—. Pareces agotado. —Ojalá Tancred no se hubiera ido —murmuró Charlie—. Tenemos que hacer que vuelva. —¿Por qué?

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—No sé explicarlo. El me ayudó en una ocasión, y ahora se ha ido. Imagínate que lo expulsan de la academia. —No lo harán —le rebatió Fidelio con seguridad—. A los dotados nunca les expulsan. Tarde o temprano se calmará y regresará. —Espero que no tarde mucho —musitó Charlie. Sabía que no se equivocaba, y que, sin Tancred, algo no marchaba bien. Aquella noche Charlie fue el primero en llegar al Salón del Rey con sus deberes. Gabriel apareció unos segundos más tarde. Parecía preocupado. Poniendo con mucho cuidado sus libros al lado de los de Charlie, dijo: —Algo va mal. —Es Tancred, ¿verdad? —dijo Charlie—. Me siento como si hubiera perdido la armonía. —Yo también —afirmó Gabriel—. Hemos de hacer que vuelva. ¿Vendrás conmigo este fin de semana, Charlie? —¿A casa de Tancred? Gabriel asintió. —No queda lejos de donde vivo. Pero allí casi siempre hay tormenta. La llaman la Casa del Trueno. —¿Alguien más en su familia tiene el... esto... don para el clima? —preguntó Charlie. —Yo diría que sí. Su padre es realmente turbulento.

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—Oh. Charlie no estaba demasiado seguro de que le apeteciera embarcarse en aquella misión. —¿Dónde se habrán metido los demás? —masculló Gabriel—. Llevan diez minutos de retraso. Manfred casi siempre llega el primero. Lysander entró en el Salón con un montón de esbozos. Su rostro, habitualmente alegre, estaba muy serio y lleno de confusión. —Pensaba que llegaba tarde —dijo—. ¿Dónde están los otros? Charlie se encogió de hombros. —Han desaparecido. Como Tancred. Lamentó sus palabras nada más decirlas porque Lysander pareció todavía más deprimido. —¿Qué ocurrió entre vosotros dos? —le preguntó Gabriel a Lysander. —Fue un malentendido —murmuró Lysander—. La culpa la tuvo Manfred. Preguntó si Tancred había subido la temperatura para hacerme un favor. Tancred le gritó que él no tenía nada que ver con eso, y yo le dije: «No te enfades, Tanc, te estoy muy agradecido.» —Pero Tancred no hace nada con la temperatura, ¿verdad? —preguntó Gabriel.

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—Claro que no. —Lysander se dejó caer en su asiento—. Y se toma tan a pecho esas cosas que perdió los estribos. Se me olvidó, ¿comprendes? Tancred es mi mejor amigo y se me olvidó. ¿Sabéis una cosa? Creo que Manfred hizo que se me olvidara. No es que llegara a hipnotizarme, pero me miraba de una forma muy rara. Me sentí incapaz de reaccionar. —El sábado iremos a la Casa del Trueno —le explicó Gabriel—. Ven con nosotros. A ti te escuchará. —Yo no estoy tan seguro —opinó Lysander en tono sombrío—. Pero iré, desde luego. Los tres chicos permanecieron sentados en un lúgubre silencio durante un buen rato y, finalmente, como no tenían nada mejor que hacer, Charlie se sacó el guante negro del bolsillo. Lo depositó sobre la mesa y dijo: —Lo encontré en el vestíbulo, cuando Tancred se marchó. —No es de Tanc —aseguró Lysander—. Debe de ser alguna antigualla que llevaba años debajo de algún armario. El guante estaba hecho de una piel muy suave. Los dedos eran largos y estrechos, y en la muñeca había una abertura con cuatro botoncitos a un lado y cuatro delicados ojales en el otro. Gabriel contempló el guante con el ceño fruncido.

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Luego extendió la mano para cogerlo. —¡Gabriel, no! —gritó Charlie. Demasiado tarde. Gabriel se había puesto el guante en la mano izquierda. Una súbita mueca de dolor le contrajo el rostro y dejó escapar un terrible gemido. Charlie extendió las manos para quitarle el guante, pero Gabriel se desplomó hacia delante y su cabeza chocó con la mesa. —¡Se ha desmayado! —exclamó Lysander—. ¿Qué está pasando aquí? —Es el guante. Ya conoces el don de Gabriel. Puede sentir lo que les ocurrió a las personas que han llevado una determinada prenda. —El dueño de ese guante tuvo que hacerse mucho daño —dijo Lysander. Le tocó la cabeza a Gabriel—. Se ha quedado frío. —¡Gabriel! ¡Gabriel, despierta! —gritó Charlie. Trató de quitarle el guante, pero estaba demasiado ajustado. Gabriel giró la cabeza. —¡Mi mano! ¡Oooooh, mi mano! —gimió. —Es el guante —le dijo Charlie—. No consigo quitártelo. —¡Aaaaay! —Gabriel se irguió en el asiento y empezó a

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tirar del guante con su mano derecha—. Tengo los dedos rotos. ¡Socorro! ¡Que alguien me ayude! Charlie tiró de los dedos del guante mientras Lysander lo intentaba con la muñeca. No sirvió de nada. Gabriel había empezado a respirar pesadamente. Entre pequeños gemidos de dolor, dijo: —Ella puso los dedos en la puerta y él la cerró de golpe. —¿Quién? —preguntó Charlie—. ¿Quién cerró la puerta? —Una mujer, creo. Sí, una mujer. Intentaba salir, y sacudía la cabeza como si no estuviera dispuesta a hacer lo que ellos querían. —Gabriel dejó escapar otro gemido—. Pero el chico, creo que era Manfred, cerró la puerta de golpe y empujó y empujó hasta que le aplastó los dedos. ¡Aaaaay! ¡Ooooh! Es Manfred, pero de pequeño. ¡Aaah! La cabeza de Gabriel volvió a desplomarse hacia delante. En ese momento, llamaron a la puerta y Olivia asomó la cabeza. —Ah, estáis aquí —dijo—. Fidelio me ha enviado a buscaros. Él no podía venir porque está en la primera fila. —¿La primera fila? —No me digas que lo habéis olvidado —se sorprendió Olivia—. Esta noche hay un concierto en el teatro. ¿Qué le pasa a Gabriel?

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—No se encuentra bien —dijo Lysander. —Eso ya lo veo, pero más vale que lo llevéis rápidamente al teatro si no queréis que os caiga un arresto. —Gabriel, ¿puedes andar? —le preguntó Lysander con suavidad. Gabriel gimió. —Si no hay otro remedio... —Entonces vamos. Charlie, ayúdame. Lysander levantó del asiento al dolorido muchacho, y pasándose el brazo de Gabriel por los hombros, lo sujetó por la cintura. Charlie hizo lo mismo. A elle correspondió el brazo del guante, y le preocupó el aspecto flácido y como aplastado que tenía la mano. —Me adelantaré para asegurarme de que tenéis tres sitios en la parte de atrás —dijo Olivia, y se marchó corriendo. Cuando los tres chicos entraron tambaleándose en el teatro, las luces estaban apagadas y el concierto ya había empezado. —Ahora tendrás que aguantar tú solo durante un rato —le susurró Lysander a Gabriel, que soltó un gruñido. Charlie tapó el guante negro con la capa de Gabriel, y ayudó a Lysander a sentarlo. Olivia había cumplido su palabra, y al final del auditorio los esperaban tres asientos

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vacíos. Desgraciadamente, el doctor Saltweather vio que los muchachos llegaban tarde. Los miró con el ceño fruncido y sacudió la cabeza, y luego volvió a mirar el escenario. El doctor Bloor estaba dando un discurso sobre la música, y no tardó en quedar claro que estaba relatando la vida y milagros del otro hombre del escenario, el señor Albert Tuccini. Detrás del doctor Bloor había un hombre de rostro muy bronceado sentado ante un piano de cola. Tenía el pelo castaño y una expresión taciturna. Mantenía los brazos cruzados sobre el pecho, y de vez en cuando echaba un vistazo a las cortinas de terciopelo rojo del fondo del escenario. El doctor Bloor finalizó su discurso y el público aplaudió con entusiasmo. Albert Tuccini se volvió hacia el piano y sus largos dedos empezaron a tocar. Gabriel también era pianista, y escuchó con gran atención los complicados acordes que Albert Tuccini le arrancaba al piano. Poco a poco, su respiración entrecortada se volvió más pausada, olvidó el dolor de sus dedos y consiguió disfrutar de la música. La segunda pieza que ejecutó el pianista le resultó familiar a Charlie, pero no consiguió recordar dónde la había oído. Había un recuerdo profundamente enterrado en su mente de hacía mucho, mucho tiempo. ¿Podría

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tratarse de la música que tocaba su padre? Empezó a dar cabezadas hasta que se quedó dormido y empezó a soñar. Soñó con una habitación que le había descrito la abuela Bone. Una habitación blanca, con pálidas cortinas en los grandes ventanales. Una habitación completamente vacía salvo por Lyell, su padre, y un piano de cola. Pero Charlie no pudo ver el rostro de su padre. Ni siquiera sabía qué aspecto tenía. La abuela Bone había escondido o destruido todas las fotos de su único hijo. —¡Charlie, despierta! Gabriel le estaba tirando del brazo. Charlie abrió los ojos. Ya habían encendido las luces y los niños recorrían los pasillos hacia las puertas de salida. El escenario estaba vacío. —¿Cuánto tiempo has estado durmiendo? —preguntó Gabriel. —No lo sé —murmuró Charlie—. Casi todo el rato, me parece. Se levantó de su asiento. Lysander salió del teatro con ellos, pero luego tuvo que ir a su dormitorio. —¿Estarás bien? —le preguntó a Gabriel antes de despedirse de ellos en el rellano. —Viviré —aseguró Gabriel, sonriendo.

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—Tendremos que volver a intentar sacarte ese guante — dijo Charlie, que ya se sentía más despierto. En el dormitorio, Charlie le contó a Fidelio lo que había sucedido y los dos trataron durante un buen rato de quitarle el guante a Gabriel. Pero era imposible. Gabriel fue al cuarto de baño y probó con agua y jabón, pero el guante se ajustó todavía más a su mano. Volvió al dormitorio y se sentó en el borde de su cama. —Pobre mujer —murmuró—. Tiene que haberse roto todos los dedos. —¿Sabes quién era? —preguntó Charlie. —Es —rectificó Gabriel—. Sigue aquí. La he visto. Es la dama oscura de la torre. Antes pensaba que era un fantasma, pero no lo es. Es sólo que se siente inútil y muy sola. Billy Raven había aparecido detrás de ellos. Miró con fijeza el guante negro de la mano de Gabriel. —¿Qué es eso? —preguntó. —¿Qué te parece que es? —replicó Fidelio. —Un guante. ¿Por qué llevas sólo un guante, Gabriel? Gabriel suspiró. —Porque no me lo puedo quitar, por eso. Billy frunció el ceño. No hizo más preguntas, y volvió a su cama con una expresión pensativa en el rostro.

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Charlie y Fidelio hicieron un nuevo intento, pero el agua había hecho que el guante se pegara a la mano de Gabriel como una segunda piel. —Es inútil, chicos —suspiró Gabriel—. Tendré que dormir con el guante puesto. Quizá podamos quitarlo cuando se seque. —Bostezó—. Esta noche estoy tan cansado que nada me impedirá dormir. Gabriel tenía razón. Se quedó dormido en cuanto se metió en la cama. Pero mientras dormía, sus sueños se convirtieron en pesadillas, y empezó a gemir de dolor y a dar vueltas en la cama. Gabriel hacía tanto ruido que Charlie no podía pegar ojo. Los demás también se despertaron. Damián Smerk le tiró la almohada, pero eso no lo despertó. Estaba profundamente sumido en su inquieto sueño. A la noche siguiente, Charlie y Fidelio volvieron a intentar quitarle el guante a Gabriel, pero ahora se había encogido. No podían ni despegárselo de la muñeca. La mano de Gabriel colgaba inútil por un lado de la cama. Ni siquiera sentía los dedos, les dijo. No sabían qué hacer, y contárselo al ama era impensable. Entonces Charlie tuvo una idea. Cuando ya habían apagado la luz, se inclinó sobre la cama de Gabriel y susurró: —Conozco a alguien que puede ayudarnos.

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—¿Quién? —Alguien que vive detrás de las cocinas. Pero tendremos que esperar hasta la medianoche. —Despiértame cuando sea la hora de irnos —le pidió Gabriel. —De acuerdo. Charlie le había prometido a la cocinera que no le contaría a nadie dónde se escondía Henry. Pero eso no era lo mismo que llevar a alguien a su habitación secreta. Además, se trataba de una emergencia.

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8 ¡No puedes regresar! Pasaban cinco minutos de la medianoche cuando Billy Raven salió del dormitorio. Charlie se preguntó si le daría tiempo para llevar a Gabriel a la habitación de la cocinera y traerlo de vuelta antes de que Billy regresara. —Gabriel —susurró, sacudiéndole ¡Despierta! Es hora de irse.

el

hombro—.

Gabriel se levantó de la cama y se puso torpemente la bata. —¡Listo! —murmuró. Charlie lo cogió del brazo y lo sacó del dormitorio. Sólo entonces encendió la linterna de la cocinera. Su suave claridad iluminó cada detalle del largo pasillo. —Guau —exclamó Gabriel—. Esto es impresionante. —Sígueme —susurró Charlie. Echó a correr haciendo el menor ruido posible, mientras

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Gabriel lo seguía dando traspiés por culpa de sus zapatillas, demasiado grandes. Para cuando Charlie llegó a la alacena de la cocinera, Gabriel ya estaba agotado. Los dedos de su mano izquierda le palpitaban, y el dolor se le extendía por todo el cuerpo. Charlie no quería presentarse ante la cocinera sin anunciarse, así que llamó educadamente a la puerta de la alacena. Se oyó un ligero rumor de pasos al otro lado y luego la puerta se abrió, sólo una rendija. —Que me aspen —soltó la cocinera mirando a Charlie— . ¿Qué haces tú aquí? —Lo siento, cocinera —se disculpó Charlie—. Pero... Detrás de él, Gabriel gimió en voz baja. La cocinera abrió un poco más la puerta. Llevaba puesta su bata roja. —Gatos temblorosos —exclamó—. ¿A quién tenemos aquí? —A Gabriel Silk —le explicó Charlie—. Ha tenido una especie de accidente con un guante. —Vaya, vaya. Será mejor que entréis. Charlie condujo a su amigo a través de la alacena y Gabriel contempló con asombro la habitación secreta de la

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cocinera. —Qué sitio tan bonito —dijo. La cocinera lo hizo sentar y examinó su mano enguantada. Charlie le contó cómo había encontrado el guante y que el pobre Gabriel tenía el infortunado talento de experimentar los sentimientos de otras personas cuando se ponía sus ropas. —Hum —murmuró la cocinera—. Este guante es de Dorothy. —¿Dorothy? —se extrañó Charlie. —La dama oscura —aclaró Gabriel—. Ahora vaga por la torre de la música. La he visto. Le rompieron los dedos con una puerta. La cocinera asintió. —Así es como la llamáis, ¿verdad? La dama oscura. Bueno, pues debéis saber que la dama oscura es la señora Bloor. —¿Qué? ¿La madre de Manfred? —se sorprendió Charlie—. Creía que estaba... bueno, muerta. —Eso piensa la mayoría de la gente —corroboró la cocinera—. Pobrecita. Vive una terrible vida a medias. Cuando Manfred le aplastó los dedos, se rindió. Se dejó ir, por decirlo de alguna manera. De vez en cuando baja a esta habitación y hablamos. Pero es una criatura muy, muy

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triste. —Ni que lo diga —repuso Gabriel—. Este guante me hace sentir tan desgraciado que sería capaz de suicidarme. —Eh, ni se te ocurra decir esas cosas —le advirtió la cocinera muy seria—. Ya verás como enseguida te quitamos el guante. Pero cuidado: la única persona que puede hacerlo es su propietaria. —¿Y eso por qué? —preguntó Charlie. —Simplemente es así. Las manos de un músico son muy especiales. Hay muchos sentimientos en ese guante, y veo que se siente muy a gusto en tu piel, Gabriel. —Preferiría no tener que perder nada de piel, si no le importa —dijo Gabriel—. Soy un poco cobarde. —En mis tiempos, los niños dotados aguantaban mucho más —observó la cocinera mientras se dirigía al otro extremo de la habitación—. Iré a buscar a Dorothy. Abrió la puerta de un pequeño armario y los chicos vieron por un momento una estrecha escalera. Después la cocinera cerró la puerta. Oyeron pasos detrás de la pared, y luego por encima de sus cabezas. Pese a lo entrada en carnes que estaba, la cocinera tenía unos andares sorprendentemente ligeros. —Menudo sitio —murmuró Gabriel mientras paseaba la mirada por los cuadros de vivos colores y el lustroso mobiliario antiguo—. Nunca adivinarías que hay todo esto

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bajo este viejo y siniestro edificio. —Es verdad —convino Charlie—. Aun así, creo que en parte queda debajo de la ciudad. Se puede ver el cielo por esa ventana —añadió, señalando la ventanita del techo. Gabriel se volvió hacia la claraboya. —¿Y ahí arriba qué hay? —preguntó. Charlie se encogió de hombros. —Vete a saber. El jardín de alguien, quizás. O una calle. Se estaba preguntando qué habría sido de Henry. ¿Lo habría enviado la cocinera de regreso a su tiempo? ¿Habría huido? Unas suaves pisadas en el techo les indicaron que la cocinera estaba de vuelta, acompañada ahora por alguien que arrastraba los pies de una manera muy peculiar. Unos instantes después, la puerta del pequeño armario se abrió y la cocinera entró en la habitación, seguida por una mujer menudita con un largo vestido negro. Un chal oscuro le cubría la cabeza de tal modo que apenas se le veía la cara, y caminaba con la cabeza tan inclinada que parecía buscar algo en el suelo. —¡Dorothy, querida, siéntate aquí! —La cocinera acercó una silla a la de Gabriel—. Este es Gabriel, y al parecer no puede sacar la mano de tu guante. Dorothy contempló la nacida mano de Gabriel y luego

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se volvió hacia Charlie. El chal se le cayó sobre los hombros, revelando una larga cabellera gris y un rostro muy pálido de ojos grises con profundas ojeras. —¿Y éste quién es? —preguntó con una vocecilla muy tenue. —Soy Charlie Bone —respondió Charlie—. Encantado de conocerla, señora Bloor. —¡Ah! —exclamó la vocecilla—. Así que tú eres Charlie. Sé... sabía... La señora Bloor parecía haber olvidado lo que sabía o había sabido, porque se volvió a mirar a Gabriel y le dijo: —Pobre chico. Tocas el piano, ¿verdad? Me gusta escuchar. Haré cuanto pueda por ti, pero sólo puedo utilizar una mano. La otra ha sido maldecida, ¿sabes?, y se me pega al guante, y a las toallas, y tengo que lavármela continuamente. Los chicos se quedaron horrorizados. —¿Quién la maldijo? —preguntó Charlie con un hilo de voz. La señora Bloor se limitó a sacudir la cabeza. Con su mano derecha, empezó a separar el guante de piel de la muñeca de Gabriel. La tarea iba a llevarles un buen rato y, con una vocecita temblorosa, la señora Bloor empezó a contarles su historia. Dorothy de Vere era una violinista de gran talento. Poco

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después de heredar una considerable fortuna de su tía, el doctor Harold Bloor empezó a cortejarla. Antes de un año se habían casado, y Dorothy le entregó la mitad de su fortuna. Y entonces empezaron sus problemas. Su hijo Manfred detestaba cualquier clase de música. Se ponía a gritar cuando ella cogía el violín, así que sólo se atrevía a tocar en una habitación donde nadie pudiera oírla. El viejo Ezekiel Bloor le exigió que entregara el resto de su fortuna, pero ella se negó. Siguiendo el consejo de su padre, la había ingresado en una cuenta secreta en Suiza. Nada le haría desprenderse de ella. Dorothy se sentía profundamente desgraciada en la tenebrosa academia y planeaba dejarla. —Le hacían cosas terribles a la gente —murmuró—, y yo no podía soportarlo. Un día, un terrible día de tormenta... Su voz se volvió tan débil que ya no la oían, y entonces se calló del todo, y fue la cocinera la que les contó lo que había ocurrido. Aquel día hubo una violenta tempestad con muchos rayos y truenos, y confiando en que todo aquel estruendo ocultaría su marcha, Dorothy empaquetó sus cosas. Se disponía a salir de su habitación cuando Manfred apareció en el hueco de la puerta. —No puedes irte —dijo con desdén—. No te dejaremos marchar. No hasta que hayas firmado la cesión del dinero.

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Una vez más, Dorothy se negó. Manfred dijo que la encerraría en su habitación. Dorothy puso la mano en el quicio de la puerta para detenerlo, y él la cerró, «crac», y le aplastó los dedos. La señora Bloor bajó la cabeza y se estremeció. —Cuéntaselo, cuéntaselo —murmuró—. Cuéntaselo a Charlie Bone. —La pobrecita se desmayó —continuó la cocinera—. Cuando volvió en sí estaba acostada en su cama. Tenía al viejo Ezekiel sentado junto a ella. Le había sumergido los dedos rotos en una de sus repugnantes pociones. Le dijo que nunca más volvería a tocar el violín ni se marcharía de allí. Para ellos Dorothy ya no existía, así que era mejor que les diese el dinero. —Pero no lo hice —susurró Dorothy—. Nunca lo haré. Poco a poco le había ido dando la vuelta al guante, de manera que ya se veían los dedos de Gabriel. Con un ligero tirón, le sacó el guante del todo. —¡Uf! —dijo Gabriel, sacudiendo la mano—. Me parece que está bien. Sí, ya no me duele. ¡Gracias! —Me alegro, me alegro muchísimo —murmuró la señora Bloor. Charlie se sintió muy aliviado, pero estaba impaciente por regresar al dormitorio antes que Billy. —Será mejor que nos vayamos —dijo—. Pero cocinera,

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¿dónde está... ya sabes quién? —Profundamente dormido —respondió la cocinera. Charlie recorrió la habitación con la mirada. Allí no había ninguna cama. La cocinera se echó a reír. —Tengo más habitaciones —le aclaró—, y también un precioso cuarto de baño, pero no os los voy a enseñar esta noche. Venga, marchaos de una vez. —Pero mañana me voy a casa —protestó Charlie—. ¿Cómo voy a sacar de aquí a Henry? —Me temo que no podrás —contestó la cocinera—. Y quizá sea mejor que las hermanas Yewbeam no lo vean. Tendremos que empezar a pensar en el futuro de Henry. Al parecer, sabía muchas cosas de la familia de Charlie. Charlie y Gabriel les dieron las buenas noches a las dos mujeres y, antes de que se fueran, Gabriel hizo algo bastante sorprendente. Le tomó la mano lesionada a la señora Bloor y se la besó. La señora Bloor sonrió por primera vez aquella noche, y su cara cambió por completo. Charlie se dio la vuelta, un poco incómodo. Realmente, Gabriel era una persona de lo más peculiar. —Por cierto —le dijo a la cocinera—, la linterna que me dio... es mágica o algo así, ¿verdad? Me hizo reparar en cosas que no había visto nunca.

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—Eso fue tanto cosa tuya como de la linterna, Charlie. Y habrá más. Mientras los chicos regresaban al dormitorio, Gabriel preguntó: —¿Quién es ese misterioso Henry? En susurros, Charlie le contó al asombrado Gabriel la historia de Henry y el Desplazador Temporal. Sabía que podía confiar en él. Llegaron al dormitorio sin ningún tropiezo y, por suerte, justo unos minutos antes de que Billy Raven regresara de su salida nocturna. A la mañana siguiente, Gabriel le dio un trozo de papel a Charlie. —Es mi dirección —le explicó—. No te olvides de que vamos a ir a La Casa del Trueno a ver a Tancred. Charlie le enseñó el papel a Fidelio. —¿Quieres venir? —preguntó. —Camino del Granizo, Los Altos —leyó Fidelio—. ¿Cómo vamos a llegar hasta allí? —Ya se me ocurrirá algo —dijo Charlie. Se pasó el resto del día intentando hacerle llegar un mensaje a su primo antes del fin de semana. Manfred lo sorprendió en dos ocasiones merodeando cerca de los comedores. La segunda vez lo amenazó con un arresto, y

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aunque Charlie se sintió tentado de correr el riesgo, sabía que la cuestión de Tancred era más urgente. La ausencia del temperamental muchacho estaba teniendo un efecto muy extraño. En el Salón del Rey, el asiento vacío contiguo al de Lysander era como un frío agujero negro. Les robaba la energía y hacía temblar a los niños dotados. También perdieron el apetito y no podían pensar con claridad. Eso les ocurrió a Charlie, Lysander y Gabriel. Hasta Emma se quejaba de que no se encontraba bien. Manfred, Asa y Zelda, e incluso Billy Raven, hacían los deberes sin ningún problema y acudían al comedor y a las clases con energía y entusiasmo. Sí, había que hacer algo. Al final del día, mientras todo el mundo salía en tropel por las puertas principales, Charlie vio a Olivia y Bindi en la escalera. Las saludó sintiéndose culpable, pero Olivia parecía muy animada. Charlie confiaba en que no fuera a hacer nada peligroso. El autobús azul lo dejó en la calle Filbert y, mientras se dirigía al número nueve, Benjamin y Judía Corredora llegaron corriendo para darle la bienvenida. —Ha sido una semana tan aburrida... —suspiró Benjamin—. ¿Qué has hecho tú? De camino a su casa, Charlie le contó a Benjamin todo lo que había sucedido.

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—Llevas una vida muy interesante, Charlie —comentó Benjamin—, pero me parece que prefiero ser yo. —No tengo elección —replicó Charlie—. Simplemente he de hacer lo que pueda para sobrevivir a todo eso. La puerta principal se abrió antes de que hubiera tenido tiempo de llamar al timbre, y Maisie lo arrastró al interior de la casa dándole un fuerte abrazo. —El té está listo —anunció mientras lo acompañaba a la cocina—, con todas tus cosas favoritas. También las tuyas, Benjamin. Anda, ven. Y tengo un sabroso hueso para Judía Corredora. Los chicos acababan de sentarse a disfrutar de la maravillosa merienda de Maisie cuando la abuela Bone entró en la cocina. Bastaba con verle la cara para saber que iba a estropearle el apetito a Charlie. —¿Qué es esto? —preguntó, tirando la foto de Henry junto al plato de Charlie. —Una foto vieja —dijo Charlie. Estaba claro que la abuela Bone había estado fisgoneando en la habitación del tío Paton. —¿Y qué le ha pasado? —insistió ella. —Sé cayó de la pared cuando diste aquel portazo. Aquello no era lo que debería haber respondido a su abuela.

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—¿Que yo di un portazo? ¿Yo? Tú rompiste el cristal, Charlie Bone, y no lo confesaste. —¡Lo trajo aquí en cuanto lo vio! —exclamó Maisie con vehemencia—. Y la culpa no fue suya. —Era mi marco, mi cristal —dijo la abuela Bone—. Deberíais haberme informado. Pero dejémoslo. Ahora lo que me interesa es este chico. —Plantó un dedo huesudo en la cara de Henry—. Lo has visto, ¿verdad? —Por supuesto que no —replicó Charlie—. Esta foto es muy antigua. Ahora debe de tener cien años. Benjamin había empezado a atacar un plato de bocadillos de jamón. Mantenía la cabeza lo más baja posible; no se atrevía a mirar a Charlie. —Sé de buena tinta que Henry Yewbeam vuelve a estar en circulación —dijo la abuela Bone con voz gélida—, y que tú lo has visto. Así que el perro se lo ha explicado a Billy, pensó Charlie. Y Billy le ha ido con el cuento a la hermana de la abuela, el ama Yewbeam, o a Manfred. —Deja de decir tonterías, Grizelda—terció Maisie—. Charlie se ha pasado toda la semana encerrado en esa vieja y horrible academia. No sé cómo habría podido ver al tal Henry, a menos que sea un fantasma, claro. —¡No metas la nariz en esto! —ladró la abuela Bone. —¡Y tú no metas la nariz en el té de Charlie! —gritó

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Maisie arremangándose. Las discusiones en el número nueve siempre empezaban de aquella manera. Charlie ya estaba acostumbrado, pero le habría gustado que no ocurriera tan pronto después de su llegada. Siguió el ejemplo de Benjamin y cogió un bocadillo. Benjamin le sonrió desde el otro lado de la mesa, y Charlie le devolvió la sonrisa. Los dos chicos consiguieron engullir una buena cantidad de comida mientras las abuelas intercambiaban insultos por encima de sus cabezas. Judía Corredora se sumó al griterío emitiendo prolongados aullidos. Detestaba las discusiones. Cuando la competición de gritos hubo terminado, la abuela Bone, temblando de furia, dijo: —No creas que esto va a quedar así. Salió de la cocina dando un portazo. —Bueno —dijo Maisie—. Ha sido divertido, ¿verdad? —No exactamente —replicó Charlie—. He tenido una semana bastante agotadora. —La abuela Bone está empezando a chochear —gruñó Maisie—. Como si hubieras podido ver a un chico que debe de tener cien años. —Todavía no los ha cumplido —replicó Charlie sin pensar. —¿Eh? —Maise intuyó la verdad—. Ta veo. Te han estado sucediendo cosas curiosas, ¿verdad?

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—Le sucedieron a Henry, no a mí—respondió Charlie, cogiendo un trozo de pastel. —Una comida estupenda, señora Jones—se apresuró a decir Benjamin. —No te preocupes —le tranquilizó Maisie—. Mis labios están sellados, sobre todo por lo que a tu otra abuela respecta. Los dos chicos consiguieron terminar su té en paz, y luego subieron a la habitación de Charlie. Judía Corredora los siguió escalera arriba. La abuela Bone estaba tan enfadada que se había olvidado de recordarle a Charlie que los perros no podían entrar en los dormitorios. Cuando Benjamin hubo ayudado a Charlie a deshacer el equipaje, los chicos se sentaron en la cama y Judía Corredora se hizo un ovillo detrás de ellos. Charlie le contó a Benjamin que planeaba ir a la Casa del Trueno, y le preguntó si su madre podría llevarlos hasta allí. Benjamin sacudió la cabeza. —En estos momentos mamá está trabajando en un caso importante; un crimen realmente espantoso. Estará fuera hasta última hora del sábado, y papá también. Los padres de Benjamin eran detectives privados. Tenían unos horarios muy raros, y a menudo Benjamin tenía que hacerse la comida. —Creía que tu madre había prometido pasar más

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tiempo en casa —se extrañó Charlie. —Y lo hace —aclaró Benjamin—. Ha estado en casa toda la semana, pero ayer surgió este caso y era tan interesante que no pudo rechazarlo. —Hum. Entonces tendré que pensar en otra persona — dijo Charlie—. Siempre queda el tío Paton. —Pero él no nos llevaría allí hasta que estuviera oscuro, ¿verdad? —señaló Benjamin—. No me hace mucha gracia eso de subir a Los Altos de noche, y menos para ir a un sitio donde te puede caer un rayo o algo así. Charlie tuvo que darle la razón. Aun así, merecía la pena intentarlo. Cuando Benjamin se marchó a su casa, Charlie llamó a la puerta de su tío. No hubo respuesta. Charlie se preguntó si su tío habría salido, porque ya era de noche. En ese momento llegó su madre, y Charlie bajó corriendo a saludarla. Su madre había traído una bolsa llena de berenjenas pasadas. Maisie estaba muy complacida. —Sólo están un poco mohosas —dijo colocándolas sobre la mesa de la cocina—. Prepararemos una buena ratatouille. Charlie confió en que no se refiriera a algún plato que llevara ratas o algo así. Con Maisie, todo era posible. Decidió que prefería no saberlo. —¿Has visto al tío Paton últimamente?—preguntó.

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—Muy poco —dijo su mamá—. Pobre tío Paton. Le estaba cogiendo mucho cariño a Julia Ingledew, y ahora no tiene ni un segundo para él. Se pasa la semana haciendo preparativos para cuando Emma vuelve a casa, y entonces le dedica todo el fin de semana a la niña. Visitan museos y castillos y al parecer pasan mucho rato hablando de libros. Es como si el pobre Paton hubiera dejado de existir para ella. —Es una pena —afirmó Charlie—. ¿Así que ahora está encasa? Charlie subió al piso de arriba y volvió a llamar a la puerta de su tío. —¿Qué? —bramó una voz muy enfadada. Charlie abrió la puerta y miró dentro. El desorden de la habitación de su tío era todavía peor de lo habitual. Y además olía de un modo muy desagradable. Tal vez Paton había metido debajo de la cama algunas cenas sin terminar. —¿Puedo hablar contigo? —preguntó Charlie en tono sumiso. —Si no hay más remedio —murmuró Paton. Estaba leyendo un libro y ni siquiera alzó la vista. Cuando consiguió llegar al escritorio de Paton sin tirar nada, Charlie dijo: —He conocido a ese chico. El de la foto. El hermano de tu padre.

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—¿Qué? —Paton levantó la cabeza al instante—. Cuéntame más. Charlie le habló del Desplazador Temporal y la extraña llegada de Henry. Cuando empezó a relatarle su participación en el experimento del congelador, Paton rugió: —¿Que hiciste qué? —El quería regresar —se excusó Charlie—, y yo tenía que ayudarlo. —¡Serás idiota! —atronó su tío—. ¡No se puede regresar! No se puede cambiar la historia. ¡Piensa un poco! Cuando mi padre tenía cinco años, perdió a su hermano. Eso cambió su vida. Se convirtió en hijo único, y así fue como creció. Todos los recuerdos que tiene son los de un hijo único. No puedes cambiar eso ahora, ¿verdad? —No —dijo Charlie rápidamente—. Lo siento. Su tío no había terminado. —Los padres de Henry lo lloraron, del mismo modo en que lloraron a la pobrecita Daphne. James era su único hijo y, a consecuencia de ello, probablemente lo malcriaron. Su padre murió en la guerra y su madre se lo dejó todo, incluida su hermosa casita junto al mar. No puedes cambiar eso, ¿verdad? Charlie suspiró. —No —dijo. Y entonces tuvo una idea—. ¿Crees que a

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tu padre le gustaría volver a ver a Henry? La expresión enfurecida de Paton fue cambiando gradualmente. Charlie casi pudo ver cómo los pensamientos se sucedían unos a otros mediante los cambios de expresión de su tío. —Bueno, es una posibilidad —admitió Paton como si de repente hubiera dado con el pensamiento correcto. —¿Qué piensas entonces? —preguntó Charlie. —Todavía no pienso nada —replicó Paton—. Antes necesito reflexionar un poco. Charlie consideró que ése era el momento de pedirle un favor a su tío. Pero cuando le habló de ir a Los Altos para visitar la Casa del Trueno, no obtuvo la respuesta que esperaba. —¡Huy! —exclamó Paton—. No pienso acercarme a esa familia tan temperamental. Es inútil tratar de hablar con ellos cuando tienen un mal día. Te aconsejo que ni lo intentes siquiera. Charlie empezó a explicarle lo urgente que era que Tancred regresara a la academia, pero su tío ya no le escuchaba. Era evidente que Paton tardaría mucho en volver a ser el tío valiente y solidario que había sido. —Tenemos que llegar ahí de alguna manera —dijo Charlie con desesperación. —Yo no salgo de casa con luz del día —replicó Paton

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secamente—. Tendrás que encontrar a otra persona.

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9 La Casa del Trueno Henry Yewbeam se aburría. Las habitaciones subterráneas de la cocinera eran muy acogedoras e interesantes, pero Henry ya las había explorado hasta el último centímetro. Le habría encantado que Charlie viniera para hablar con él. Pero la cocinera le había dicho que se había ido a casa a pasar el fin de semana. La cocinera parecía muy ocupada, incluso en sábado. Había encontrado un pijama viejo para Henry y unas cuantas prendas de aspecto moderno: pantalones largos, zapatos negros y calcetines grises. Y lo había convencido de que sustituyera su chaqueta por una sudadera azul. Henry había descubierto que no abrigaba tanto como su chaqueta, pero al menos seguía teniendo la capa azul que llevaba cuando fue propulsado a través del tiempo. La cocinera había escondido el Desplazador Temporal. —No quiero que intentes hacer otra tontería —le

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advirtió apuntándolo con el dedo—. Ahora estás aquí, y aquí te quedarás. Lo que todavía no sé es qué vamos a hacer contigo. Henry no había perdido la esperanza. Tenía que haber una forma de regresar al año 1916, porque, de otro modo, ¿qué iba a ser de él? No quería volver a la Academia Bloor, naturalmente. Pero si podía viajar al año adecuado, ya se las arreglaría para encontrar su feliz hogar junto al mar. «Pero primero tendré que atravesar ese otro mundo», se dijo. El mundo que hay en el Desplazador Temporal. Cuando viajaba a través del tiempo, había entrevisto el universo del Rey Rojo. Su madre, que era una Bloor, le había dicho en una ocasión que él descendía de aquel misterioso rey. «Algunos de los descendientes del Rey Rojo han heredado una parte de su magia —había explicado Grace Bloor—. Pero, por lo que yo sé, a ninguno de nosotros nos ha pasado. —Y luego, tras contemplar a su familia y reírse de aquella manera tan reconfortante y juguetona que tenía, añadió—: ¡Gracias a Dios!» Henry deseó poder volver a oír su risa. «Charlie tiene algo de esa magia», se dijo. Quizá pudiera vivir con Charlie. Eso no estaría mal. Charlie le enseñaría a utilizar todos esos nuevos inventos de los que le había hablado la cocinera: televisores, vídeos,

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ordenadores y otras cosas asombrosas. La cocinera le había dicho que volvería a las doce y media para darle el almuerzo. Pero, según el relojito que había junto a la cama de Henry, sólo eran las diez. —Más de dos horas sin nada que hacer —suspiró. Entonces tuvo una idea. Ahora que iba vestido como los otros chicos de la academia, seguramente podría investigar un poco. Siempre había querido entrar en la ruina, pero sir Gideon se lo había prohibido. Era su oportunidad. Salió de la habitación de la cocinera andando de puntillas y cerró con mucho cuidado la puerta de la alacena. Después de dejar atrás varias alacenas más, se encontró fuera del comedor y corriendo en dirección a un gran estruendo procedente del vestíbulo. Desde la puerta vio a un hombretón con el cráneo afeitado que clavaba algo en la puerta principal. —¿Y tú quién eres? —le preguntó el hombretón sin interrumpir su trabajo. —Soy... esto... Henry —dijo Henry nerviosamente. —¿Henry qué más? —Esto... esto... Bone. Henry no sabía por qué había dicho eso. Simplemente se le había ocurrido que decir Yewbeam podía ser una mala idea.

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—No pareces muy seguro, ¿verdad? El hombre siguió dando martillazos. —Estoy completamente seguro, gracias —respondió Henry. —Por aquí tenemos a otro Bone. Un chico de cuidado, créeme. —Es mi primo. —Supongo que eres uno de esos chicos dotados. Unos alborotadores, eso es lo que son. —El hombre le asestó a la puerta un golpe realmente feroz—. ¡Romper la puerta, eso fue lo que hizo el maldito chico de las tormentas! —¡Vaya! —exclamó Henry y siguió su camino hacia el jardín. —Así que a pasear al perro, ¿eh? —dijo el hombre. —¿Qué? Henry apretó el paso. —El perro. Ese desgraciado animal. Henry bajó la mirada y se encontró a Bendito jadeando a sus pies. —Ah, sí. Vamos —dijo, y se encaminó rápidamente a la puerta del jardín. Una vez fuera, se detuvo a recuperar el aliento. Bendito parecía tan nervioso como él.

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—¿Qué te pasa? —dijo Henry. Se inclinó sobre el viejo perro y le dio una palmadita en la cabeza. Bendito era muy feo, pero había algo tan triste en su solemne rostro lleno de arrugas que Henry no podía evitar que le diera pena. Cuatro chicos jugaban a fútbol delante de ellos, en la extensión de nieve medio derretida. No prestaron la menor atención a Henry y Bendito cuando pasaron por su lado. Había un enorme árbol cortado en trozos en el centro del jardín, y Henry tuvo la tentación de subirse a los enormes leños, pero cada segundo contaba y tenía que ver la ruina. Cuando llegaron a los grandes muros rojos, Henry se sintió muy emocionado. El lugar olía a antigüedad y peligro. Imaginó caballeros con armadura escalando los muros, corceles de guerra cargando al galope y flechas silbando en todas direcciones. Se disponía a franquear el enorme arco de entrada cuando una voz dijo: —¡Eh, chico, ven aquí! Henry se volvió y vio acercarse a dos muchachos mayores que él. Ambos llevaban capas de color púrpura y lo miraban con cara de pocos amigos. —¿Quién eres? —gritó el más alto de los dos. Henry entró corriendo en la ruina y se encontró en un patio cuadrado del que partían cinco pasajes. Henry escogió el del medio.

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Podía oír a aquellos chicos murmurando detrás de él. Henry corrió todo lo deprisa que pudo. El pasaje desembocaba en otro patio abierto. Henry lo cruzó corriendo y bajó por un tramo de empinados escalones de piedra. Ahora estaba en un pequeño claro cubierto de hierba y rodeado por estatuas sin cabeza. En el centro, dos chicas con capas púrpura estaban sentadas en una gran tumba de piedra. Una era muy menuda y morena, con una larga trenza negra y gafas de montura dorada. La otra tenía una expresión risueña y saludable y el pelo de un sorprendente color azul. —Hola—resolló Henry—. Soy... esto... —Tú eres Henry, ¿verdad? —le preguntó la chica del pelo azul—. Charlie me ha hablado de ti. Te están buscando, ¿sabes? Esta mañana lo han puesto todo patas arriba. Manfred estaba hecho una furia y tiró montones de libros de música desde lo alto de la torre. Yo soy Olivia y ésta es Bindi. —Encantado de conoceros. —Henry fue a darles la mano—. ¿Qué tal estáis? —¡Qué educado! —exclamó Olivia—. Supongo que se debe a que eres viejo. —¿Viejo? Bueno, me imagino que en cierto modo sí lo soy. Pero, en realidad, me siento como si sólo tuviera once años.

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—Yo también —dijo Olivia—. Pero es que yo tengo once años. Normalmente no deberíamos estar aquí en sábado, pero estamos castigadas. —Deben de haber seguido al perro —murmuró Henry—. Dos chicos me perseguían y tuve que entrar aquí. Uno de ellos era muy alto y llevaba el pelo igual que una chica. —Una cola de caballo —aclaró Olivia—. Ese es Manfred Bloor, el monitor. —No podemos dejar que te encuentre —intervino Bindi—. Deprisa, métete aquí. Con una sorprendente celeridad, las dos chicas bajaron de la tumba de un salto y apartaron la tapa. Henry observó el oscuro agujero. El interior de la tumba olía a moho y podredumbre. —¡Venga! —le apremió Olivia—. Dentro se puede respirar, lo hemos probado. Otro grito lejano empujó a Henry a entrar en la tumba. Las chicas volvieron a colocar la losa dejando una pequeña rendija para que entrara el aire. Volvieron a sentarse encima en el preciso instante en que Manfred y Asa bajaban a toda velocidad el tramo de escalones. —¿Habéis visto a un chico bastante raro? —preguntó Manfred. —Hemos visto a Daniel Robottom —contestó Olivia,

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escogiendo a un chico de la misma estatura que Henry y que también llevaba una capa azul—. ¡Se fue por ahí! — añadió, señalando un arco en uno de los muros. —¿Daniel Robottom? ¿Estáis seguras? Los ojos amarillos de Asa se entornaron con suspicacia. —Por supuesto que lo estamos —respondió Bindi—. Iba canturreando. Daniel siempre canturrea. Manfred y Asa echaron a correr a través del arco. Henry golpeó suavemente con los nudillos desde dentro de la tumba. —¡Chist! —siseó Olivia—. No puedes salir. Todavía hay peligro. Tenía razón. Unos minutos más tarde, Manfred y Asa volvieron corriendo. —¿Estás segura de que se fue en esa dirección? — preguntó Manfred. —Que me muera ahora mismo —dijo Olivia sin perder la calma—. Pero hará cosa de cinco minutos volvió a subir por esos escalones. Os habrá dado esquinazo. —¿Qué ha hecho? —preguntó Bindi. —No es asunto vuestro —dijo Manfred. —Estamos buscando a otro —añadió Asa. Manfred le lanzó una mirada que decía «cierra la boca».

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—¿Qué está haciendo aquí el perro de mi bisabuelo? — preguntó Manfred. —Se nos ocurrió sacarlo a dar un paseo —dijo Bindi. Los dos chicos se dieron la vuelta, pero mientras subían los escalones, Asa miró atrás y dijo: —¿Por qué estáis aquí, de todas maneras? —Hemos venido en busca de un poco de paz —suspiró Olivia—. Los chicos son tan brutos... —Yo no me quedaría demasiado rato en la ruina. Asa le dirigió una siniestra sonrisa y siguió a Manfred escalones arriba. —Me pone los pelos de punta —murmuró Bindi. Esperaron otros cinco minutos hasta que decidieron que Henry ya podía salir. Este se encaramó al borde de la tumba y se dejó caer sobre la hierba. Su capa y sus pantalones estaban cubiertos de polvo verdoso y le colgaban trocitos de telarañas del pelo. —Ahí dentro hay un sapo enorme —dijo—. No me gustan demasiado, los sapos. Las chicas lo ayudaron a limpiarse y luego los tres se sentaron en la tumba y compartieron un bollo que Bindi había conseguido llevarse del comedor. Henry les habló de su casa junto al mar, y les explicó cómo había encontrado el Desplazador Temporal. Olivia

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relató algunas de las aventuras de su famosa madre mientras rodaba en la jungla. Y luego Bindi les contó que había ido a la India a visitar a sus abuelos. Cuando el cuerno de caza los llamó para el almuerzo, Olivia propuso: —Ven con nosotras, Henry. Mantén la calma. Que no se te vea nervioso, y así cuando lleguemos al comedor podrás meterte en la cocina sin que te vean. Henry sólo les había dicho que se ocultaba en las cocinas. Aunque confiaba en ellas, le pareció más prudente que nadie supiera dónde estaba exactamente. Por desgracia, cuando llegó al comedor se tropezó con una ayudante de cocina. —¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó. —M... m... mensaje para la cocinera —tartamudeó Henry. —Está en la cámara frigorífica —dijo la ayudante con una sonrisa. Era joven y tenía un rostro afable. Henry cruzó la cocina. La cocinera no estaba en la cámara frigorífica. Trató de localizar la alacena de la que había salido, pero sólo consiguió encontrar armarios para las escobas y alacenas llenas de platos y sartenes. La entrada secreta de la cocinera parecía haber desaparecido.

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Estaba mirando detrás de una hilera de delantales de plástico cuando una mano firme le agarró del hombro. Henry se quedó helado. —¿Dónde has estado, Henry Yewbeam? —siseó una voz en su oído. Henry se volvió para ver el rostro de la cocinera rojo de ira. —Sólo fui a dar una vuelta —explicó. —¿No te había dicho que no salieras de aquí? —susurró ella con voz ronca—. ¿Te lo dije sí o no? No vuelvas a hacerlo más. Ahí fuera corres peligro. —Lo siento —se disculpó Henry, contrito. —Has tardado lo tuyo en encontrar la entrada adecuada, ¿eh? La cocinera hizo girar un pomo detrás de la hilera de delantales y una puerta se abrió hacia dentro. Sin decir palabra, la cocinera hizo entrar a Henry empujándolo hacia un montón de escobas y fregonas. —Ahora tendrás que encontrar el camino tú solo. Con un poco de suerte, dentro de media hora tendrás el almuerzo en la mesa —dijo, cerrando la puerta rápidamente. Henry se dirigió a las habitaciones de la cocinera. Se sentó junto a la cocina, compadeciéndose de sí mismo. ¿Tendría que pasar el resto de su vida así, escondiéndose

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de personas que deseaban hacerle daño? ¿Por qué corría peligro «ahí fuera»? Se acordó de algo que Manfred Bloor les había dicho a las chicas: «¿Qué está haciendo aquí el perro de mi bisabuelo?» ¿Quién era el bisabuelo de Manfred? ¿Sería posible que...? No, no podía ser. ¿O sí? El primo Ezekiel tendría más de cien años. Es posible, pensó Henry. Se estremeció. El primo Ezekiel todavía vive, y sigue queriendo quitarme de en medio, de un modo u otro. Henry deseó que el Desplazador Temporal lo hubiera llevado a algún otro lugar; a casa de Charlie Bone, por ejemplo. En aquel momento, Charlie habría preferido no estar en su casa. Él y Benjamin se hallaban en la cocina del número nueve pensando qué hacer. Charlie, Fidelio y Gabriel habían intercambiado frenéticas llamadas telefónicas, pero no habían conseguido encontrar a ningún padre, o convencerlo, para que los llevara en coche hasta Los Altos. —Podríamos coger un taxi —sugirió Benjamin—. Yo tengo tres libras. A Charlie le parecía que no era suficiente. Su madre estaba trabajando y Maisie había ido a comprar. No creía que su tío tuviera dinero, y en ningún caso podía pedírselo

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a la abuela Bone. —No hay nada que hacer —dijo mientras miraba por la ventana de la cocina con expresión taciturna. Acababa de hablar cuando vio aparecer un coche muy elegante. Se detuvo enfrente del número nueve, y Lysander bajó de un salto del asiento de pasajeros. Saludó con la mano en dirección a la ventana de la cocina. Charlie garabateó una nota para su madre, se aseguró de que llevaba la llave de casa en el bolsillo y corrió a la puerta principal. La abrió en el preciso instante en que Lysander se disponía a llamar al timbre. —Hola, Charlie —dijo Lysander—. Mi papá nos va a llevar hasta la casa de Gabriel. Benjamin y Judía Corredora aparecieron detrás de Charlie. —¿Mi amigo y su perro pueden venir también? — preguntó Charlie. —Pues claro. Cuantos más seamos más reiremos —dijo Lysander—. Vamos. Benjamin, Charlie y Judía Corredora bajaron los escalones y siguieron a Lysander hasta el coche. Lysander subió delante y los demás se instalaron atrás. Encontraron a Fidelio sentado en el mullido asiento de cuero negro. —¿Qué tal, chicos? —dijo el apuesto caballero negro que se sentaba al volante.

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—Mi papá —se apresuró a decir Lysander—. Es juez, pero no dejéis que eso os asuste. —¿Cómo está usted, juez? —dijeron Benjamin y Charlie, un poco intimidados por aquel hombre tan imponente. El coche se apartó de la acera con un suave ronroneo, bajó por la calle Filbert, rodeó el parque y luego empezó a cruzar la ciudad. Subió y subió y subió. Ninguno de ellos reparó en el taxi amarillo que los seguía. El coche inició la subida por la empinada calle que llevaba a Los Altos. Pasaron ante varias mansiones, y luego dejaron atrás la zona elegante y fueron siguiendo las lindes de un bosque de aspecto agreste. El juez detuvo el coche ante un edificio bastante descuidado con un patio lleno de barro. Las gallinas rebuscaban entre la vegetación y una cabra de grandes cuernos se estaba comiendo un arbusto. —Fin del trayecto, chicos —anunció el juez. —¿No podrías llevarnos hasta arriba, papá? —preguntó Lysander. —No pienso subir mi coche nuevo allí —replicó su padre—. Demasiadas turbulencias. Mientras bajaban del coche, oyeron truenos en la lejanía. —¡Buena suerte, jovencitos! El juez dio marcha atrás, entró en el patio embarrado con el coche, dio la vuelta y se alejó colina abajo. —¿Vendrá a recogernos? —preguntó Benjamin con

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cierta angustia. —Quizá —dijo Lysander—. Aunque puede que venga mamá. Un poco más abajo, y fuera de la vista délos chicos, el taxi amarillo se había detenido. Una extraña criatura bajó de él; un anciano con una larga gabardina bastante sucia. Lucía un bigote blanco, pero unos mechones de cabello rojizo asomaban por debajo de una mugrienta gorra de mezclilla. Pagó al taxista y luego echó a correr colina arriba, moviéndose no como un anciano sino más bien como un colegial. Charlie nunca había estado en la parte más alta de la ciudad. La vista era magnífica, pero había algo inquietante en un lugar tan elevado y ventoso. Los árboles suspiraban de un modo amenazador a sus espaldas, y el fragor del trueno se volvió más persistente. Se disponían a entrar en el patio cuando Gabriel salió de la destartalada casa. Calzaba unas botas de caña alta llenas de barro, y se metió adrede en los charcos más profundos. Los tejanos que llevaba estaban tan sucios que el barro apenas se notaba. —¡Hola! —Gabriel levantó la mano izquierda—. ¡Mirad! Como nueva. —Me alegro —dijo Lysander—. ¿Todos listos, entonces? —Listos para cualquier cosa —declaró Fidelio.

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Se pusieron en marcha, con Lysander y Gabriel a la cabeza. Pasado un trecho, el camino se volvió angosto y abrupto, y luego desapareció por completo. Se encontraron ante una verja de cuya barra superior colgaba un letrero de madera donde se leía CASA DEL TRUENO. Debajo de él había un letrero más pequeño: ¡CUIDADO CON EL TIEMPO! —¿Qué se supone que significa eso? —preguntó Benjamin. —Pronto lo sabremos —dijo Fidelio. Al otro lado de la verja se extendía un estrecho sendero flanqueado por oscuras coníferas. Las copas de los árboles se agitaban con violencia a causa de la fuerza del viento, que hacía que ramitas, piedras y hierbas secas bajaran rodando por el caminito. —Bueno, vamos allá —dijo Lysander, abriendo la verja—. He estado aquí otras veces, pero nunca con este viento. Los demás lo siguieron. Enseguida se vieron golpeados por la broza que arrastraba el aire. —Esto no va a resultar nada fácil —murmuró Charlie. Inclinándose para avanzar pese al vendaval, los que encabezaban la marcha echaron a andar por el sendero. Detrás de ellos, Fidelio, Charlie y Benjamin formaban un grupo lo más compacto posible, y Judía Corredora se metía

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nerviosamente por entre sus piernas. Con cada paso que daban, el viento arreciaba un poco más, y además pequeñas partículas de granizo empezaron a aguijonearles la cara. Charlie levantó un poco la cabeza y vio un impresionante edificio de piedra gris. El tejado se hallaba dividido en tres triángulos muy puntiagudos, y la sección central parecía una torre. Las ventanas eran largas y estrechas, y el techo del porche reproducía el ángulo de la sección central. Una veleta en forma de martillo giraba locamente en lo alto del edificio. Una vez tras otra toda la estructura temblaba violentamente. Cuando se acercaban a la casa, la puerta del porche se abrió y salió un hombre con el pelo rubio y encrespado y barba del mismo color. Debía de medir dos metros, porque al salir se dio con la cabeza en el quicio de la puerta. —Es inútil —rugió el hombretón mientras los chicos se esforzaban por llegar pese al vendaval—. He intentado calmarlo, pero tendremos que dejar que la tormenta amaine por sí sola. —¡Necesitamos a Tancred, señor Torsson! —gritó Lysander a través del viento. —¡Lo sé! Lo sé, pero Tancred tiene el don de las tormentas mucho más fuerte que yo. No puedo controlarlo. El resuelto grupo ya había llegado a la casa, que no ofrecía demasiada protección. El viento los azotaba desde

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todas las direcciones a la vez, despeinándolos y haciendo que los ojos se les llenasen de lágrimas. El señor Torsson, con los brazos cruzados, resistía las oleadas de granizo que se estrellaban contra su ancha espalda. —He tratado de razonar con él. —Tosió y el eco de un sordo rumor retumbó en su pecho—. Se ha encerrado en su habitación. Los muebles deben de estar hechos pedazos. Mi esposa... Soltó otra tos que coincidió con un rayo que bajó siseando hacia un árbol cercano. Todos vieron cómo el árbol, de cuyas frondosas ramas brotaban llamas, se estrellaba contra el suelo. El fuego no tardó en extinguirse, sin embargo, gracias al diluvio que súbitamente cayó del cielo. En un breve instante de silencio antes del siguiente trueno, el señor Torsson dijo con tristeza: —¡Mi pobre esposa tiene una jaqueca terrible! —¿No podríamos entrar y hablar con Tancred? — suplicó Lysander. —Ni lo sueñes —dijo el señor Torsson, plantándose firmemente en el porche—. Es demasiado peligroso. Tendréis que verle en otro momento. Y ahora id con cuidado. Ahí fuera hay algo. —¿Qué...? —comenzó a decir Gabriel.

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Un terrible trueno ahogó el resto de la frase, y todos se agacharon de golpe. Algo se estrelló contra el suelo, justo detrás de ellos, con un golpe sordo. Judía Corredora aulló, presa de la histeria, y Benjamin gritó: —¿Q... q... qué ha sido eso? —Un martillo —dijo el señor Torsson. Desapareció dentro de la casa y oyeron el ruido de cerrojos y pestillos cerrándose detrás de la puerta. —Bueno, supongo que no hay nada que hacer —suspiró Lysander—. Regresaremos por el bosque. Debajo de los árboles estaremos más protegidos. Corrieron hacia el bosque, pero entonces Judía Corredora, ladrando de excitación, empezó a cavar en el suelo. —¿Qué le pasa? —dijo Charlie. —Ha encontrado el martillo —dijo Benjamin con un hilo de voz—. Déjalo, Judía Corredora. Anda, ven aquí. ¡Que lo dejes! ¡Eso no es un hueso! El bosque estaba lleno de zarzas y arbustos espinosos que les arañaron la cara y les rasgaron la ropa. Y había algo más: la sensación de que les estaban vigilando. —Esto no me gusta nada—murmuró Lysander—. Intentemos regresar al camino.

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Pero no conseguían encontrarlo. Se desplegaron, llamándose los unos a los otros mientras buscaban. «¡Por aquí no es!» «No lo veo.» «¡Socorro, nos hemos perdido!» «Tiene que ser por aquí.» «Aquí no es.» De pronto, Charlie se encontró solo. Estaba muy oscuro. El trueno todavía retumbaba en la distancia, pero los árboles estaban extrañamente inmóviles y silenciosos. Y entonces vio aquellos ojos terribles: dos estanques luminosos que se aproximaban a través de los matorrales. Con un chillido de terror, Charlie se volvió y se dio de bruces con un amasijo de arbustos. —¡Auxilio! —gritó—. ¡Auxilio! ¿Dónde os habéis metido? Oía ladridos, pero costaba decir de dónde procedían. —¡Judía! ¡Judía Corredora, aquí! Un grave gruñido resonó detrás de él, y Charlie saltó en dirección contraria. Corrió a través de la espesura, chocando con los árboles, tropezando, cayendo y levantándose a toda prisa, hasta que vio un pálido tramo de sendero. Salió al camino a rastras y se encontró con los cuatro chicos, que lo miraron horrorizados. —¡Charlie! ¡Estás hecho un desastre! —exclamó Fidelio. —Tú tampoco tienes muy buena pinta —replicó Charlie—. ¿Cómo conseguisteis encontrar el camino? —Todavía estaríamos en el bosque si no hubiera sido

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por Judía Corredora —le explicó Gabriel—. ¿Qué te ha pasado, Charlie? No parábamos de llamarte. —No os oía —dijo Charlie. Se levantó del suelo y se quitó hojas y ramitas del pelo—. Ahí dentro había algo. Un animal. —Lo sé, lo oímos —afirmó Lysander con expresión sombría—. Fuera lo que fuese, no nos quería en el bosque. Alejémonos de aquí. Fueron a trompicones hasta la casa de Gabriel y comprobaron con sorpresa que el interior del precario edificio era cálido y acogedor. Después de lavarse en el fregadero de la cocina, se dejaron caer en sus sillas y contemplaron los montones de rosbif, verduras y pudín sin saber por dónde empezar. —Charlie, ha telefoneado tu madre —le avisó la señora Silk—. Le dije que habías salido a dar una vuelta con tus amigos, y que estaríais de vuelta para la hora del té. —¡Gracias, señora Silk! Charlie se preguntó si su madre habría encontrado su nota. No le extrañaría que la abuela Bone la hubiese escondido. Gabriel tenía tres hermanas que se apretujaron entre los chicos y estuvieron hablando sin parar. Los chicos estaban demasiado agotados para tomar parte en la conversación. Lysander apenas si abrió la boca en todo el rato.

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—No es un inicio muy prometedor para el nuevo trimestre, ¿verdad? —dijo la señora Silk—. Lo digo por la mano de Gabriel y todo lo demás... Guapa y siempre muy bien arreglada, con sus redondos ojos azules y su pelo castaño rizado no se parecía en nada a Gabriel. Tener un niño dotado en la familia no resultaba fácil, pero la señora Silk hacía cuanto estaba en sus manos. No tenía ni idea de dónde procedía el extraño talento (si es que podía llamarse así) de Gabriel. Ella y su esposo siempre discutían sobre de qué parte de la familia lo había heredado. La señora Silk sospechaba que procedía de los Silk, algunos de los cuales eran cuando menos peculiares. Gabriel nunca podía llevar ropas de segunda mano, y como la familia no andaba muy bien de dinero, la señora Silk solía tener que comprarlas para las chicas, algo que ellas encontraban muy injusto. Después del té, Gabriel llevó a sus amigos a ver sus famosos jerbos, y luego, como se estaba haciendo tarde, la señora Silk los llevó a todos a su casa en un maltrecho Land Rover. —Espero que tu mamá no se haya preocupado —dijo mientras Charlie subía los escalones del número nueve. Maisie lo esperaba en el vestíbulo. —Han venido las Yewbeam —murmuró—. Yo me voy a

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ver la tele. ¡Buena suerte, Charlie!

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10 Skarpo el hechicero Lo habitual era que las tres hermanas de la abuela Bone fueran recibidas en la pulcra salita de estar del otro extremo del vestíbulo, pero hoy se habían sentado a la mesa de la cocina, apagando el brillo de la acogedora estancia con sus oscuras ropas y sus expresiones amargas. Sus abrigos negros colgaban de los respaldos de las sillas, y sus grandes bolsos también negros reposaban sobre la encimera de la cocina. Había un pastel a medio comer y con la nata derretida sobre la mesa y olía a bollos rancios y colonia de lavanda pasada. Charlie intentó poner al mal tiempo buena cara. —¡Hola, sorpresa!

tiítas!

—saludó

alegremente—.

¡Menuda

—Me sorprende que tu madre te permita ir a dormir tan tarde —dijo la tía Lucretia—. ¿Dónde has estado? —¿Dónde está mamá? —preguntó Charlie, mirando

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alrededor. —¿Dónde está mamá? ¿Dónde está mi mamaíta? — repitió la tía Eustacia con una vocecilla ridícula. Charlie miró el pastel. Nadie le ofreció un trozo. —Tu madre ha salido —dijo la abuela Bone. —¿Adonde ha ido? —Cielos, hay que ver lo preocupados que estamos por nuestra mamá, ¿verdad? —canturreó Venetia, la más joven y mortífera de las hermanas. —No estoy tan preocupado —replicó Charlie, indignado—. Es sólo que me sorprende que no esté aquí. —Ha ido al teatro —dijo la abuela Bone—. Tenía dos entradas gratis para ver Tambores divinos. Naturalmente, quería llevarte con ella, pero tú no estabas aquí, ¿verdad? —No me dijo nada de unas entradas —se extrañó Charlie—. ¿De dónde han salido? —No lo sabemos todo acerca de mamá, ¿verdad? — intervino la tía Eustacia—. Probablemente se las dio su novio. —Mi madre no tiene novio —rechazó Charlie. —¿Cómo lo sabes? —dijo la tía Venetia arreglándose el cabello, que llevaba enroscado en lo alto de la cabeza como una serpiente negra—. Todavía es joven. —Mi madre no necesita a ningún novio —afirmó

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Charlie—, porque mi papá todavía está vivo. Un silencio helado invadió la cocina. Las cuatro hermanas se pusieron rígidas. Sus bocas se apretaron hasta convertirse en una línea oscura. —¿Por qué insistes en esa tontería, chico? —dijo la abuela Bone—. Tu padre murió. Hubo un funeral. —Pero no había cuerpo —alegó Charlie. Se dio la vuelta para marcharse, pero las cuatro hermanas gritaron: —¡ALTO! Cogido por sorpresa, Charlie se detuvo. —No nos has hablado de Henry —dijo la abuela Bone. —No hay nada que contar —respondió Charlie. —Eres un chico muy estúpido —exclamó el ama Lucretia—. ¿Acaso pensabas que no conocíamos la existencia del Desplazador Temporal? ¿O que no nos habíamos enterado de cómo Ezekiel Bloor propulsó a su primito Henry a través del tiempo? Y ahora ha ido a parar a la academia, unos cuantos años demasiado tarde para su bien. —¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —graznó la tía Eustacia de un modo muy desagradable. —No era ningún chiste —protestó Charlie muy enfadado—. ¿Se puede saber dónde le ves la gracia?

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—¡Te hemos pillado! —exclamó la abuela Bone—. ¡Admite que lo has visto! Charlie dio una patada en el suelo. —No admitiré ninguna cosa. —¡Nada! —gritó la tía Lucretia—. ¡Habla bien! ¡No admitirás «nada»! —¡Oh, sí que lo hará! —La abuela Bone se levantó de un salto—. ¿Dónde está Henry? Porque tarde o temprano daremos con él, ¿sabes? Pero si no aparece pronto, el viejo Ezekiel se va a enfadar tanto que lo mandará a la Edad de Hielo. —No puede hacer eso —replicó Charlie—. No sin el Desplazador Temporal. —No tienes ni idea de las cosas que puede hacer Ezekiel —replicó la tía Venetia en aquel tono suyo tan suave y peligroso—, y algunas son tan horribles que no hay palabras para describirlas. ¿Por qué no nos dices dónde está ese dichoso Henry? No se merece tu lealtad. No es más que una molestia. ¿Por qué no puedes ser un buen chico, para variar? No me gustaría nada que Ezekiel te hiciese daño, cachorrito mío. Charlie no supo qué responder. Tía Venetia siempre conseguía pillarlo desprevenido mostrándose agradable. Afortunadamente, la puerta se abrió y el tío Paton asomó la cabeza.

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—¿Qué era todo ese ruido? —quiso saber Paton—. No consigo oír ni mis pensamientos. —Se supone que los pensamientos son silenciosos — objetó Eustacia con una risilla. —No seas boba —replicó Paton—. Haced el favor de bajar el volumen. Mi trabajo ha entrado en una fase muy crítica. No puedo permitir que una bandada de ocas chillonas me haga perder la concentración. —¿Ocas chillonas? —chilló la tía Lucretia. En un tono más razonable, la abuela Bone dijo: —Estamos interrogando a Charlie sobre algo de vital importancia. —Bueno, pues yo le necesito para algo aún más importante —dijo Paton—. ¡Ven conmigo, Charlie! Charlie corrió hacia su tío lleno de gratitud, pero la abuela Bone todavía no había terminado. —El chico se queda aquí —declaró—, hasta que le hayamos sacado la verdad. El tío Paton suspiró. Dirigió su mirada hacia la lámpara suspendida sobre la mesa. —¡Paton! —le previno la abuela Bone secamente—. No te atreverás. —Sí lo haré —replicó Paton. Al instante se produjo una pequeña explosión. Las

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cuatro hermanas se apartaron de la mesa de un salto cuando una lluvia de cristales rotos cayó sobre el pastel. —Vamos, Charlie —dijo Paton. Charlie salió rápidamente de la cocina junto a su tío, mientras la abuela Bone y las tías, trinando nerviosamente como pájaros, saltaban de un lado a otro en busca de paños, extrayendo trocitos de cristal del pastel y sacudiéndose la ropa. —Gracias por sacarme de ahí, tío Paton —dijo Charlie cerrando la puerta de la habitación de Paton. —No hay de qué, no hay de qué. Realmente te necesito, Charlie. —Paton parecía muy excitado por algo—. He estado haciendo experimentos. ¡Mira! Cogió un libro de su escritorio, lo abrió y empezó a leer. Sin dejar de leer, fue hacia el interruptor que había al lado de la puerta y encendió la lámpara que colgaba en el centro de la habitación. Creyendo que la bombilla se haría añicos, Charlie se encogió. Pero no sucedió nada. —Creía que habías quitado todas las bombillas de tu habitación —dijo Charlie. —Y eso hice, eso hice —murmuró Paton, todavía concentrado en su lectura—. Pero luego volví a poner una. —¿Y qué está pasando entonces? —preguntó Charlie.

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—Apaga la luz, mi querido muchacho —le pidió Paton—. No puedo hablar y concentrarme en mi libro al mismo tiempo. Cada vez más perplejo, Charlie apagó la luz. La habitación de su tío volvió a quedar iluminada por la suave claridad de la lámpara de aceite de su escritorio. —Bien, Charlie, ¿te sorprende que la bombilla no se haya roto? —preguntó Paton. —Bueno, sí —contestó Charlie—, pero después de todo no siempre las rompes, ¿no? No siestas, digamos, relajado. —Exactamente. —Paton dejó escapar un suspiro de satisfacción—. Cuando mi mente está desconectada —se rió—, si me permites la expresión. Cuando mis pensamientos se encuentran en otro lugar, por así decirlo, no soy tan proclive a sufrir accidentes de tipo eléctrico. Así que decidí que si leía un libro muy absorbente en presencia de una bombilla encendida, quizá la bombilla no se rompería. —Ya entiendo —dijo Charlie lentamente—. Eso es muy interesante, tío Paton. —Es más que interesante, mi querido muchacho. Y ha funcionado. ¡Es un condenado milagro! —Paton estaba radiante—. Si voy leyendo un libro, puedo salir de casa durante el día. Puedo pasar por delante de los escaparates iluminados. Puedo pasar junto a los semáforos sin

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romperlos. Tal vez incluso pueda entrar en una cafetería... si estoy leyendo. Charlie veía ciertos inconvenientes en el plan de su tío. Recorrer las calles de la ciudad sin saber por dónde sería peligroso. —Podría ser un poco arriesgado —objetó—. Podrían atropellarte. —Ahí es donde entras tú, Charlie. Si estuvieras conmigo, podrías indicarme los obstáculos. He pensado que mañana podríamos ir a dar un paseo por la catedral para poner a prueba mi teoría. —Me imagino que te refieres a ir a la librería de la señorita Ingledew —replicó Charlie. Su tío se sonrojó ligeramente, sobre todo alrededor de las orejas. Tosió levemente y dijo: —No lo puedo negar. La señorita Ingledew ha estado muy presente en mis pensamientos. Tengo la sensación de que si ella pudiera verme andando a plena luz del día, ya no me tendría por un fenómeno de feria. —La señorita Ingledew no te considera un fenómeno de feria, tío. Lo que pasa es que tratar de ser una madre para Emma acapara todas sus energías. Paton dejó escapar un gran suspiro y sacudió la cabeza. —No, Charlie. Me tiene un poco de miedo, y no es para menos.

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—De acuerdo. Mañana iremos a la librería Ingledew — dijo Charlie, un poco a regañadientes porque quería dedicarse a otros asuntos. —¡Gracias, Charlie! El teléfono del vestíbulo empezó a sonar. —Me pregunto si será para mí —musitó Charlie. —Más vale que lo averigües —le recomendó Paton—. Puedes estar seguro de que mis hermanas no te darán ningún recado. Charlie salió al descansillo y miró abajo, justo a tiempo de ver cómo la abuela Bone descolgaba el teléfono del vestíbulo y gritaba: «¡No está!», y luego colgaba ruidosamente. —¿Era para mí? —preguntó Charlie. La abuela Bone le lanzó una mirada feroz. —Por supuesto que no —soltó—. ¿Quién te has creído que eres? —Vivo aquí—replicó Charlie—, y podría ser que mis amigos quisieran hablar conmigo. —¡Bah! —resopló la abuela Bone. Las tías Yewbeam salieron de la cocina. Todavía se sacudían los abrigos y se arreglaban los cabellos. —Tienes un trocito aquí—exclamó Venetia, tocándole un mechón gris a Eustacia.

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—¡Quítamelo! ¡Quítamelo! —chilló Eustacia. Por desgracia, la tía Lucretia miró hacia arriba y vio sonreír a Charlie. —Más vale que borres esa sonrisa de tu cara —le advirtió—. No hemos terminado contigo todavía. Las tres hermanas desfilaron por la puerta principal y se detuvieron en los escalones para hablar en susurros con la abuela Bone. El teléfono volvió a sonar y, esta vez, Charlie bajó corriendo y descolgó el auricular antes de que la abuela Bone pudiera hacerlo. —Hola. ¿Eres tú, Charlie? Se trataba de Gabriel. —Sí—dijo Charlie con cautela. —Una voz muy desagradable me dijo que no estabas, pero no la creí. —Era mi abuela —repuso Charlie con voz queda. La abuela Bone cerró la puerta de la calle y se lo quedó mirando. —¿Está allí ahora? —preguntó Gabriel. —Sí —respondió Charlie dándole la espalda a su abuela. —Mira, Charlie, he encontrado algo en el callejón que

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hay junto a mi casa. En realidad son varias cosas. Me parece que deberías verlas. —¿Dónde quieres que nos encontremos? —preguntó Charlie. —Mamá tiene que entregar unas cosas en el Café de las Mascotas mañana por la tarde —dijo Gabriel—. Nos veremos allí. Charlie nunca había oído hablar del Café de las Mascotas. —¿Dónde queda eso? —En la calle de la Rana —le explicó Gabriel—. Entre el callejón del Barro y la calle del Agua. Justo detrás de la catedral. Eso era una buena noticia. —Iba a ir ahí con mi tío —dijo Charlie—. ¿Puede venir conmigo? —Claro. ¿Es aquel que rompe cristales? Es un tío genial. —Sí que lo es. —Estupendo. Bueno, tengo que irme. Hasta mañana, a eso de las tres. ¡Ay! Un jerbo me ha mordido. ¡Adiós! Se oyó un golpe, como si a Gabriel se le hubiera caído el teléfono. Cuando Charlie se volvió, la abuela Bone se había ido. Miró en la cocina. La abuela Bone no estaba allí, así que

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Charlie se preparó un tentempié y se sentó. La mesa estaba limpia de trocitos de cristal, pero allí donde antes estaba el pastel había otra cosa: un pequeño cuadro puesto boca abajo. Charlie adivinó que lo habían dejado allí a propósito y, conociendo a sus tías, estuvo seguro de que sería alguna trampa. Pero ¿qué clase de trampa? Se concentró en su comida, negándose a mirar el cuadro. Y entonces empezó a preguntarse si realmente sería una trampa. Poco a poco, la mirada de Charlie se vio atraída hacia el oscuro reverso del cuadro. Parecía muy antiguo; la madera estaba resquebrajada y cubierta de diminutos agujeros de carcoma; los tornillos estaban oxidados y el pie se había roto. Charlie respiró hondo y le dio la vuelta al marco. Era una pequeña pintura de una habitación. Pero ¿qué clase de habitación? No pudo resistir la tentación de fijarse en los detalles. A la derecha del cuadro, un hombre alto vestido con una túnica negra contemplaba una calavera que había a sus pies. La oscura barba del hombre estaba surcada por hebras plateadas, y un bonete negro cubría sus cabellos también plateados. En una alcoba detrás del hombre, una mesa cubierta con un paño rojo rebosaba de libros, cuencos, plumas, manojos de hierbas, cuernos de animales y armas relucientes. Había extraños símbolos trazados con tiza en las desnudas paredes de piedra, y el cuadro

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mostraba al hombre dibujando una estrella de cinco puntas. Charlie clavó la mirada en la calavera. Intentó apartar los ojos de ella, pero no pudo. Empezó a oír sonidos: un cántico en una lengua extraña, el roce de la tiza sobre la piedra, el susurro de una gruesa túnica. Y entonces, de pronto, el hombre volvió la cabeza y miró a Charlie directamente a los ojos. Charlie soltó una exclamación ahogada y se apresuró a darle la vuelta al cuadro. Fuera, la puerta de un coche se cerró y un instante después oyó la voz de su madre. Un hombre habló y su madre se echó a reír. Rara era la vez que reía. ¿Qué le habría dicho aquel hombre, y quién era? Cuando la señora Bone entró en la cocina, Charlie todavía veía los ojos amarillos del hombre de la túnica negra, clavándose en él con un destello de triunfo. —Charlie, ¿te encuentras bien? —dijo Amy Bone—. Estás muy pálido. —Yo... esto... —Charlie tocó el reverso del cuadro. Descubrió que no podía explicar lo que le había sucedido, así que preguntó—: ¿Dónde estabas? Había en su voz un matiz de queja que no pudo evitar. —He ido a ver Tambores divinos. Quería que vinieras con nosotros, pero no estabas aquí, Charlie. —¿Nosotros? —dijo Charlie, sonando todavía más

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enfadado que antes—. ¿A quién se refiere ese «nosotros»? —A Bob Davies y a mí. —La señora Bone sonrió—. Él tenía tres entradas, y se suponía que tú también vendrías. No podía hacerle un feo cuando comprobé que no estabas aquí, ¿verdad? —¿Quién es ese Bob Davies? —preguntó Charlie, detestando el tono quejumbroso de su voz. —¿Qué mosca te ha picado, Charlie? —La señora Bone cogió una silla y se sentó junto a él—. Bob sólo es un amigo, un hombre muy agradable que quería llevarnos al teatro. ¿Por qué estás de tan mal humor? Charlie se sintió avergonzado. —Lo siento, mamá —se disculpó—. Es que... hace un momento me ocurrió algo. Las tías dejaron eso. Señaló el cuadro con la cabeza. No quería ni tocarlo. La señora Bone lo cogió. —El Hechicero —dijo, leyendo las letras pintadas en la parte inferior. Charlie ni siquiera había reparado en que el cuadro tuviese título. —Creo que era una trampa —murmuró. —¿Qué clase de trampa, Charlie? —Todavía no lo sé.

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Cogió el cuadro y volvió a dejarlo boca abajo. —Te diré lo que vamos a hacer —declaró la señora Bone, dándole una palmadita en el hombro—. Iré arriba y me cambiaré de ropa, y luego nos tomaremos una buena taza de té antes de ir a la cama. ¿Te parece bien? —Sí —respondió Charlie, aunque dudaba que una taza de té pudiese borrar el recuerdo de los ojos del hechicero. Se fijó en cómo brillaban las lentejuelas del vestido de su madre cuando empezó a desabrocharse el abrigo. —Mamá, papá podría no estar... La señora Bone se volvió en redondo. —¿Podría no estar qué? —Podría no estar muerto —terminó Charlie en voz baja. —Oh, Charlie, bendito seas. Pues claro que está muerto. Le dio un rápido beso en la mejilla y se fue. No parecía tan triste como siempre que se mencionaba al padre de Charlie, y eso lo preocupó. Sólo hacía unos segundos que su madre se había ido cuando el tío Paton asomó la cabeza por la puerta. Sostenía una vela encendida. —Estoy un poco nervioso —dijo—. ¿Te importa si apago la luz, Charlie? Charlie negó con la cabeza. La lámpara que colgaba sobre la mesa se apagó y el tío Paton se acercó a la nevera.

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Sacó un plato de jamón y tomates y lo puso encima de la mesa junto con una vela. Se disponía a hablar cuando vio el cuadro. —Espero que eso no sea lo que creo que es —manifestó. —¿Qué crees que es? —preguntó Charlie, alarmado por lo serio que se había puesto su tío. —Mucho me temo que podría ser... —Le dio la vuelta al cuadro y suspiró—. Sí, ya me lo imaginaba. Supongo que mis hermanas lo dejaron aquí. —¿Es alguien de la familia? —preguntó Charlie. —Oh, sí. Se llamaba Skarpo —le explicó Paton—, y era un hechicero muy poderoso. —Tío Paton, mi... mi don —comenzó a decir Charlie con voz titubeante—. Creía que sólo funcionaba con las fotos. Paton lo miró con fijeza. —¿Quieres decir que has oído...? hechicero—. ¿Este hombre te ha hablado?

—Señaló

al

—No exactamente —dijo Charlie—. Oí... —¡Charlie! —Paton volvió a dejar el cuadro boca abajo con un golpe seco—. No habrás entrado, ¿verdad? —¿Entrado? —preguntó Charlie sin entender nada—. ¿Qué quieres decir? Yo sólo observaba el cuadro, y de pronto él... volvió la cabeza y me miró. En el rostro de Paton se reflejaban el miedo y la

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preocupación. —Entonces Skarpo te ha visto —dijo gravemente. Y mientras su tío hablaba, Charlie oyó el gemido de un viento helado. Oyó un tintineo de cadenas, un grito terrible y el cántico agudo y monótono de Skarpo el hechicero.

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11 El Café de las Mascotas Charlie y su tío se miraron en silencio durante unos instantes. Luego Paton se sentó a la mesa y dijo: —Ojalá lo hubiera sabido antes, pero, si he de serte sincero, acabo de descubrir adonde puede llevarte tu don. —No lo entiendo —afirmó Charlie. Una parte de su mente todavía podía oír aquel horrible canturreo. —Te lo explicaré —dijo Paton—. Como sabes, he estado trabajando en la historia de los Yewbeam y su antepasado el Rey Rojo. Eso me ha supuesto tener que investigar mucho, gracias a lo cual he dado con varios personajes cuyos talentos son muy similares al tuyo y a los de tus amigos. Uno de ellos, un tal Charles Pennybuck, empezó oyendo hablar a los retratos (todavía faltaba mucho para la aparición de las fotos) y con el paso del tiempo acabó entrando en los retratos y conversando directamente con

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las... cómo te lo diría yo... con las personas representadas en los cuadros. —¿Quieres decir que esas personas también lo veían a él? —Oh, sí —contestó Paton—. Desgraciadamente, el pobre Pennybuck acabó mal. Quedó atrapado dentro del retrato de un tipo muy desagradable, el conde de Corbeau, si no me engaña la memoria. Se volvió loco. —¿Quién? —preguntó Charlie—. ¿Pennybuck o el conde? —Pennybuck, naturalmente —aclaró Paton—. Caramba, probablemente no debería habértelo contado, Charlie. Pero no tienes por qué preocuparte. Estoy seguro de que a ti no te ocurrirá eso. —Pero ¿qué pasa con Skarpo? —inquirió Charlie, ansioso—. Quiero decir que si él me ha visto... —¡Ah, Skarpo...! Paton fue a la nevera y sacó una botella de vino blanco. Luego cogió dos vasos de un armario y los llevó a la mesa. —Skarpo —insistió Charlie—. Estabas diciendo que... —Skarpo vivió hará cosa de quinientos años. Este retrato es muy antiguo. —Paton golpeó suavemente el reverso del cuadro con las puntas de los dedos—. El era la clase de hechicero que le habría gustado ser a Ezekiel Bloor, pero el viejo Ezekiel nunca ha estado a su altura.

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—¿Qué cosas hacía? —preguntó Charlie. —Es mejor que no lo sepas. —Paton alzó la botella—. ¿Te apetece un vaso de vino, mi querido muchacho? Estoy seguro de que no te iría mal. Se sirvió un vaso para él. —No, gracias —dijo Charlie con impaciencia—. Tío Paton, me parece que deberías contarme más cosas de Skarpo. Es decir... ¿Qué me va a ocurrir ahora que me ha visto? —No tengo ni idea —admitió Paton—. Puede que no ocurra nada. Pero, pensándolo bien, quizá tú puedas utilizar su poder... que era considerable, según mis libros. Pero no bajes la guardia, Charlie. Si descubres que estás empezando a comportarte de una manera extraña, ven a decírmelo enseguida y trataremos de encontrar una solución. Aquello no le tranquilizó demasiado, pero Charlie comprendió que era lo máximo a lo que podía aspirar. Decidió beber un sorbo del vino de Paton, y luego otro. Cuando su madre entró en la cocina, se sentía bastante animado. —¿Qué, celebrando una fiesta a oscuras? —dijo la señora Bone al tiempo que encendía la luz. —¡Huy! —exclamó Paton, apartando los ojos de la lámpara—. Ten cuidado con lo que haces, Amy. Hoy ya he

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tenido un accidente. —Lo siento, Paton. Lo había olvidado. La señora Bone apagó la luz y empezó a preparar el té a la luz de una vela. Charlie se llevó su taza de té a la cama. Cuando salió de la cocina, Paton escuchaba con cara de arrobo cómo la señora Bone le iba describiendo una por una todas las escenas de Tambores divinos. Debido a su problema con las bombillas, no había podido pisar un teatro desde que era pequeño, y le encantaba escuchar los animados relatos de Amy Bone. La madre de Charlie podía ser una gran narradora cuando hacía algo que se saliera de lo corriente. Al día siguiente por la tarde, Charlie y su tío se pusieron en camino hacia el Café de las Mascotas. Al final de la calle Filbert se encontraron con Benjamin y Judía Corredora. —¿Por qué está leyendo un libro tu tío? —preguntó Benjamin, como si Paton no estuviera allí. El tío de Charlie apenas había reparado en la presencia de Benjamin, ya que estaba intensamente concentrado en el gran libro que sostenía a escasos centímetros de su nariz. Charlie explicó que se trataba de un experimento. —Ah —dijo Benjamin, con una sonrisa de comprensión—. ¿Podemos venir también? Quizá necesites ayuda extra.

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Los dos chicos echaron a andar flanqueando a Paton, y Judía Corredora les adelantó. El domingo era frío y gris, y por suerte no había demasiada gente en las calles. Charlie se sentía un tanto incómodo caminando junto a un hombre con la nariz metida en un libro. Las cosas se complicaron bastante cuando llegaron al semáforo. Paton estaba a punto de cruzar en rojo cuando los chicos gritaron: «¡NO!» Paton levantó la cabeza, muy sobresaltado, y Charlie se apresuró a susurrar: —¡No mires las luces, tío Paton! —Ejem —murmuró Paton, regresando a la acera. —¡Uf! —jadeó Benjamin—. Por poco. Reemprendieron la marcha evitando los semáforos siempre que podían y vigilando a Paton en las calles con más tráfico. Finalmente encontraron la calle del Agua y, un poco más adelante, una estrecha callejuela con el letrero de una rana colgado en la pared. —No parece un verdadero letrero —comentó Benjamin. —Tiene que ser la calle de la Rana —decidió Charlie—, porque queda justo al lado de la calle del Agua. No se atrevió a pedirle consejo a su tío porque había una ventana iluminada justo debajo del letrero de la rana. Judía Corredora resolvió el dilema. Echó a correr por la calleja ladrando excitadamente y los chicos no tuvieron más remedio que seguirlo. No parecía un sitio muy

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adecuado para un café, pero conforme se alejaban de la calle principal empezaron a oír los ladridos, gruñidos y chillidos de muchos animales. —Suena igual que un zoo —observó Benjamin. Judía Corredora había desaparecido por una esquina del callejón, y se puso a ladrar como si se hubiera vuelto loco. Charlie tomó del brazo a su tío y juntos doblaron la esquina. Y allí estaba el Café de las Mascotas. Parecía excavado en un antiguo muro, y cerraba el final de la calle de la Rana. A un lado, una puertecita verde se abría a la calle, y en el otro, un grupo de perros le ladraban a Judía Corredora a través de una enorme ventana con celosía. Sobre la ventana había un letrero con dibujos de animales. Las palabras CAFÉ DE LAS MASCOTAS apenas se veían entre el enredo de colas, patas, bigotes, alas y garras. —Es aquí —dijo Charlie, guiando a Paton hacia la puerta. Benjamin agarró por el collar a Judía Corredora y entraron. El ruido de los animales era tan ensordecedor que Charlie apenas oía su propia voz. —Veo una barra al fondo de todo —le gritó a Benjamin. Antes de que pudieran llegar allí, un hombretón de rizados cabellos negros se les plantó delante. Llevaba una

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larga camisa blanca estampada con cabezas de elefante. —¿Animales? —preguntó. —No —contestó Charlie—. Somos humanos. —Eso ya lo sé —dijo el hombre con impaciencia—. ¿Dónde están vuestras mascotas? Nadie puede entrar aquí sin un animal, sea ave o reptil. —¡Oh! —dijo Charlie desconcertado. —Tenemos un perro —intervino Benjamin—. Está ahí, hablando con un labrador. —Un animal por persona —explicó el hombre—. ¡En caso contrario, fuera! —añadió, señalando la puerta. Paton tenía serias dificultades para concentrarse en el libro. Lo mantenía todavía más cerca de su cara que antes para no mirar las lámparas que parpadeaban en aquel techo tan bajo. —Ejem —murmuró. Y luego, en voz todavía más baja, dijo—: Este sitio huele fatal. Vámonos de aquí. Charlie se preguntaba qué debía hacer cuando apareció Gabriel cargado con una gran caja de madera. Sacó de ella dos jerbos; le dio uno a Charlie y dejó caer el otro en el bolsillo superior de Paton. —Esto... no —objetó Paton en cuanto su dedo tocó un hocico de jerbo. Pero ya era demasiado tarde. —Eso está mejor —dijo el hombretón, y les señaló la

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barra. Una vez allí tuvieron que enfrentarse a una elección bastante difícil. A lo largo de la barra, entre fuentes de galletas normales, había cuencos con salchichas multicolores, pastelillos que olían a pescado, unas cositas redondas que habrían podido ser de chocolate (o no) y semillas de distintos tamaños. —Os recomiendo las salchichas —dijo Gabriel—. Son deliciosas. —Tienen pinta de ser para perros —observó Charlie. —Probablemente lo son —admitió Gabriel—. Aun así, son deliciosas. A los jerbos les encantan. —Galletas y tres vasos de agua, por favor —pidió Charlie, sin querer arriesgarse. —¡Vaya, pero si es Charlie Bone! —exclamó el hombre que atendía la barra. Charlie parpadeó. Finalmente reconoció al señor Onimoso, el cazador de ratones. Fue su sonrisa llena de dientes puntiagudos lo que lo delató. Su delantal blanco y su gorro de chef le daban una apariencia muy distinta. La última vez que Charlie lo vio, el señor Onimoso vestía un abrigo de piel sintética y un chaleco de terciopelo. —¿Qué hace usted aquí, señor Onimoso? —preguntó Charlie. —Le estoy echando una mano a mi esposa —respondió

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él—. Este café es suyo, ¿sabes? La idea fue completamente suya. No está mal, ¿verdad? —Es genial —afirmó Charlie—. Pero ¿a los gatos de fuego no les molestan todos estos visitantes? Porque viven con usted, ¿no? —¿Las llamas? —El señor Onimoso enarcó sus pobladas cejas—. No suelen venir por aquí, benditos sean. Están demasiado ocupados atendiendo sus propias obligaciones. Suelen aparecer alrededor de la medianoche para cenar algo y echar un sueñecito, y luego vuelven a irse. A menos que me necesiten para algo, claro. En ese caso, he de seguirlos. —Comprendo. Charlie pagó lo que habían pedido. Todo era muy barato. —Me alegro de verte, Charlie —dijo el señor Onimoso— . ¡Y cuídate! —Lo mismo digo, señor Onimoso. La cola de clientes había empezado a crecer detrás de Charlie, así que llevó su bandeja a la mesa en la que se habían sentado sus amigos. Pero antes tuvo que abrirse paso por entre una multitud de perros. Gabriel había escogido un sitio justo al lado de la ventana, y desde allí podían contemplar a la extraña clientela que acudía al café. En la mesa contigua, una tarántula daba vueltas

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alrededor de un sombrero de paja rojo. La dueña del sombrero parecía disfrutar de la situación, y de vez en cuando le daba cositas de comer a la tarántula. Temiendo que aquellas cositas estuvieran vivas, Charlie apartó la vista. —Bueno, ¿qué es lo que nos tienes que enseñar? —le preguntó a Gabriel. Gabriel cogió una bolsa de plástico de debajo de la mesa. —¡Mirad! Metió la mano en la bolsa y sacó una vieja gorra de mezclilla y una gabardina bastante raída. —¡El disfraz de Asa! —exclamó Charlie. —Exactamente. Hasta encontré el bigote. —Gabriel les mostró una tira de pelos blancos—. Todo esto estaba tirado en el callejón que hay junto a nuestro patio. Supongo que el viento de la Casa del Trueno lo trajo hasta allí. Seguramente, Asa lo había escondido en el bosque. Charlie se estremeció. —¿Quieres decir que era Asa lo que merodeaba por el bosque? ¿Asa en forma de... lo que quiera que sea en lo que se convierte cuando anochece? —¿Tiene que quitarse toda la ropa Benjamin— antes de transformarse en bestia?

—preguntó

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Gabriel lo miró con el ceño fruncido. —Esto es muy serio, Benjamin. —Perdón. Sólo preguntaba. —¿Por qué iba a subir Asa hasta Los Altos? —murmuró Charlie—. ¿Vive allí? —No sé dónde vive —dijo Gabriel—. Pero creo que nos estaba advirtiendo de que nos mantuviéramos alejados de allí. Intentaba asegurarse de que no volveríamos a ir a la Casa del Trueno. —Pero ¿por qué? —preguntó Charlie. Gabriel se encogió de hombros. —Quizá tenga algo que ver con tu primo Henry. Ese malvado anciano que lo envió a través del tiempo sabe que ha regresado. Probablemente está hecho una furia. —Claro —concluyó Charlie—. Ezekiel les ha ordenado a Manfred y Asa que encuentren a Henry. Pero ellos saben que nosotros lo protegeremos: tú, yo, Lysander y Tancred. Así que intentan separarnos, debilitarnos. ¿Le has contado a Lysander lo de la ropa? —No pude contactar con él —dijo Gabriel—. Mañana lo veré. En ese momento, un cuerpo se pegó a la ventana. Charlie levantó la vista y vio a Asa Pike mirándolos fijamente a través de los pequeños paneles de cristal.

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Enseñaba los dientes y gruñía de un modo horrible, y sus ojos amarillos recorrieron la mesa hasta que vio la bolsa con la ropa. —Eso es mío —escupió—. ¡Devolvedme esas cosas, desgraciados! Su súbita aparición causó una gran conmoción en el café. Pájaros aterrorizados volaron, chillando, hacia el techo; los perros echaron la cabeza hacia atrás y aullaron; los gatos bufaron; los conejos corrieron a meterse debajo de las mesas, y el resto de animales se escondieron tras las macetas que adornaban el local. —No es muy popular, ¿verdad? —observó Benjamin con voz temblorosa. —Sigue leyendo, tío Paton —lo previno Charlie. En el café ya reinaba el caos sin necesidad de que su tío rompiera bombillas. La comida volaba por los aires en todas direcciones, se habían roto algunas fuentes y se habían derramado muchas bebidas, y clientes angustiados tropezaban con los asustados animales. —¡Cuidado! —advirtió Gabriel—. Aquí viene. Asa entró corriendo por la puerta y chocó con el hombre de la camisa de elefantes. —¿Animal? —dijo el hombre, quien a todas luces era una especie de portero. Por un instante, Charlie pensó que Asa diría que sí era

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un animal, pero se limitó a gruñirle al hombre a la cara. —¡Nada de tonterías! —dijo el portero—. ¡Fuera! Agarró a Asa por su flaco pescuezo y lo empujó a la acera. Asa se volvió en redondo para volver a irrumpir en el café, pero varios perros enormes salieron corriendo por la puerta y se abalanzaron sobre él. Asa soltó un agudo chillido y echó a correr, doblando la esquina con la jauría de excitados perros detrás de él. Si Benjamin no hubiera saltado de su asiento para agarrar a Judía Corredora por el collar, éste también se habría unido a la persecución. El perrazo se quedó muy desilusionado al perderse la diversión y estuvo gimoteando un buen rato, hasta que el señor Onimoso le dio un hueso con los colores del arco iris para que lo mordisqueara. El Café de las Mascotas se estaba quedando vacío. Varios clientes habían echado a correr detrás de sus perros, y los demás, tras coger a sus mascotas y lograr tranquilizarlas, habían decidido irse antes de que la situación empeorara. Charlie y sus amigos se quedaron para ayudar al señor Onimoso y al encargado de mantener el orden, Norton Cross, a limpiar el estropicio. —Aquel tipo alto no tiene muchas ganas de trabajar — observó Norton mirando a Paton, que seguía leyendo. —Puede tener... accidentes —dijo Charlie, sin que se le

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ocurriera nada mejor—. Así que vale más que no nos ayude. —Es especial —dijo el señor Onimoso, guiñándole el ojo a Charlie. —Ay, madre. No será uno de ellos, ¿verdad? Lo que nos pasa en esta ciudad es que tenemos demasiada gente rara, te lo digo yo —gruñó Norton—. Ése al que persiguieron los perros, por ejemplo. Se notaba a la legua que era diferente. Los animales siempre saben cuándo algo no está bien. La señora Silk, que ya había terminado de hacer sus recados, entró por una puerta de detrás de la barra. La seguía una mujer extremadamente alta de finos cabellos rubios muy claros y una nariz muy larga. Sorprendentemente, resultó ser la señora Onoria Onimoso. Era muy simpática, y los niños parecían gustarle casi tanto como los animales. Cuando, finalmente, el café volvió a estar en orden, la señora Silk se ofreció a acompañar a los chicos a la calle Filbert. —Y a tu padre también —añadió, mirando a Paton—. Si es que ese señor es tu padre, claro. —No, yo no tengo... No, no es mi padre—dijo Charlie, devolviéndole el jerbo a Gabriel—, y tenemos que ir a otro sitio, pero gracias de todas maneras. —Muy bien, entonces. Hasta la vista, chicos. Vamos,

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Gabriel. La señora Silk fue hacia la puerta. Gabriel sacó su otro jerbo del bolsillo de Paton. Afortunadamente, el jerbo se había quedado dormido y sólo se había comido un caramelo de menta que encontró pegado en el fondo del bolsillo. —Bueno, hasta mañana —se despidió Gabriel—. Será interesante. Me pregunto si Asa se habrá llevado algún mordisco. Siguió a su madre como pudo, con la bolsa llena de ropa vieja debajo de un brazo y sosteniendo contra su pecho la caja de jerbos con el otro. Charlie le tocó el hombro a su tío. —Ya nos podemos ir, tío Paton. Paton se levantó con los ojos pegados a la página que estaba leyendo. Charlie lo llevó fuera, donde Benjamin enganchaba una correa al collar de Judía Corredora. —Sólo por si le entran ganas de salir detrás de algo — explicó Benjamin. El trayecto hasta la librería Ingledew fue relativamente fácil. No encontraron semáforos ni calles que cruzar. Mientras rodeaban la enorme catedral, oyeron las graves notas del órgano y Charlie pensó en su padre. Lyell Bone

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había sido uno de los organistas de la catedral hasta que una noche de niebla, ocho años atrás, subió a su coche y se despeñó por un barranco. Nunca más le habían vuelto a ver. —Sé lo que estás pensando, mi querido muchacho — murmuró Paton. Lyell era sobrino suyo y también uno de sus mejores amigos. Había un letrero de CERRADO en la puerta de la librería, pero una débil luz iluminaba las pilas de libros antiguos del escaparate. Charlie llamó al timbre, pero no obtuvo respuesta. Volvió a llamar y oyeron cómo sonaba en el otro extremo de la tienda, pero nadie acudió. —¿No decías que los fines de semana siempre salían? — preguntó Benjamin—. Podrían estar en un museo, o en el cine. —Es verdad —dijo Charlie—. Lo había olvidado. Paton cerró el libro y contempló el escaparate con expresión abatida. —Yo no haría eso, tío P... —comenzó a decir Charlie. Pero Paton estaba demasiado consternado. La luz del escaparate estalló con un pequeño chasquido, lanzando una lluvia de cristales sobre los libros antiguos.

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—¡Maldición! —masculló Paton—. Sabrá que lo he hecho yo. —No, no lo sabrá —replicó Charlie—. A la señorita Ingledew se le deben de fundir las bombillas de vez en cuando. —Que se le fundan es una cosa, y que estallen es otra — gimió Paton—. Ella sabe que eso es lo que hago yo. —Vamos, tío. —Oh, cielos. Oh, maldita sea. Nunca podré volver a mirarla a la cara —suspiró Paton. —Pues claro que podrás. Venga, vámonos a casa. No hará falta que sigas leyendo porque ya ha oscurecido. —¡Cierto! Paton le volvió la espalda a la librería y echó a andar hacia el callejón más próximo dando grandes zancadas. Charlie y Benjamin tuvieron que apretar el paso para no quedarse atrás, mientras que Judía Corredora les adelantaba corriendo como una exhalación, creyendo que se trataba de un juego. Avanzaban a toda marcha por la calle Filbert cuando Paton dijo: —No quiero que mis hermanas se enteren de este contratiempo. —¿Por qué son tan malas sus hermanas? —preguntó

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Benjamin. —Eso viene de muy atrás —dijo Paton. —Siempre hacen todo lo que Ezekiel Bloor quiere — afirmó Charlie—. Es como si le tuvieran miedo. —Y se lo tienen —corroboró Paton—. Ezekiel es su primo y, en este momento, es quien tiene el poder, algo que ellas admiran. —Me alegro de no tener ninguna tía —murmuró Benjamin—. Bueno, me voy. Mamá y papá ya están en casa. ¡Adiós! Charlie y Paton subieron los escalones del número nueve, pero, una vez dentro, Paton se fue directamente a su habitación con aire sombrío. Charlie entró en la cocina para informar a su madre y a Maisie del resultado del experimento. —¿Cómo os ha ido? —preguntó la señora Bone—. ¿Habéis tenido algún percance? —Todo ha ido perfectamente —mintió Charlie. —La próxima vez iré con él —decidió Maisie alegremente—. Poder salir de casa a plena luz del día será un cambio importante para el pobre Paton. Charlie se dio cuenta de que Skarpo el hechicero había desaparecido. —¿Dónde está el cuadro? —preguntó.

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—A mí que me registren —dijo su madre—. La abuela Bone se lo debe de haber llevado a su habitación. La abuela Bone no había hecho tal cosa. Cuando Charlie fue a acostarse, encontró a Skarpo encima de su almohada. —De acuerdo —dijo muy serio—. Si ellos quieren que entre, lo haré, pero no hasta que esté preparado y haya decidido cómo puedes ayudarme. Antes de meter el cuadro en el cajón de los calcetines, le echó una rápida mirada al hechicero. El hombre de negro inclinó la cabeza hacia Charlie y le dijo: —¡Bienvenido, hijo del Rey Rojo! Charlie cerró el cajón de golpe. Se preguntó si sería muy peligroso «entrar», como había dicho su tío, y solicitar la ayuda de Skarpo. Si quería rescatar a Henry Yewbeam antes de que el viejo Ezekiel diera con él, un poco de hechicería podía resultar muy útil.

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12 «¡Llevadlo a las mazmorras!» Henry Yewbeam pasó el resto del fin de semana en las habitaciones secretas de la cocinera. —Si sales de aquí te atraparán —lo previno la cocinera—, y ¿en qué situación nos dejaría eso? ¡En este lugar hay quien quiere librarse de ti, ya lo sabes! —Me juego lo que quieras a que es Zeke —murmuró Henry—. Nunca me ha perdonado que terminara el rompecabezas. —Sí, es Ezekiel —confirmó la cocinera—. Ahí está él, un débil anciano en el final de su vida, mientras que el primo al que creía desaparecido para siempre ha vuelto como un muchacho con toda la vida por delante. Henry no pudo evitar sonreír. —Le debe de dar mucha rabia —dijo. —Sí. Y no queremos que ponga fin a esa larga y bonita

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vida que te espera, ¿verdad? —No —respondió Henry, aunque le costaba imaginar qué clase de vida podía ser. La cocinera se puso a preparar algo de comer. La señora Bloor se reuniría con ellos más tarde y Henry la ayudó poniendo tres cubiertos en una mesita redonda del rincón. Mientras trabajaba, la cocinera empezó a contarle su vida a Henry, que se hizo un ovillo en un sillón junto a la cocina y escuchó una de las historias más extrañas que hubiera oído jamás. Hace muchos años, la cocinera y su hermana pequeña, Perla, vivían con sus padres en una isla del norte. Su padre, Gregor, era pescador. Cuando las niñas tenían cinco y seis años, quedó claro que eran como amuletos de la suerte. Cada vez que iban a ver a su padre salir al mar en su pequeña embarcación, Gregor cogía más peces de los que podía cargar. La gente no tardó en acudir a la isla para comprarle el pescado a Gregor, que llegó a hacerse muy rico y pudo comprar la isla entera. Construyó una gran mansión con magníficas vistas al océano, y el mar que rodeaba su isla siempre estaba en calma. Eso se debía a que sus hijas tenían el don de la suerte y la tranquilidad, o eso se decía. Un día, un joven llegó a la isla. —Era guapo —relató la cocinera—, pero había algo en él

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que a Perla y a mí nos daba escalofríos. Resultó que había venido a casarse con una de nosotras, con cualquiera de las dos. En aquel entonces teníamos quince y dieciséis años, y mi padre dijo: «Vete de aquí, Grimwald (así era como se llamaba), vete de aquí. Mis hijas son demasiado jóvenes para casarse. Quieren ver mundo antes de crear un hogar.» Grimwald insistió. «Necesito a una de tus hijas ahora que son jóvenes. Quiero que una de ellas sea mía por su belleza fresca y pura, por su dulzura y su serenidad, y por la suerte que me traerá.» La actitud del joven irritó mucho a mi padre, que volvió a rechazarlo. Y entonces Grimwald nos amenazó. —La cocinera probó el estofado que estaba guisando—. Más sal —murmuró. —Sigue —dijo Henry ansiosamente. La cocinera continuó. —Mi padre le ordenó a Grimwald que abandonara la isla, y finalmente se fue, pero no sin antes descargar su furia sobre nosotras. «Os pensáis que controláis los océanos, ¿verdad, pequeñas arpías?», dijo. «Bueno, pues no es así. Muy pronto descubriréis que mi poderes mucho más grande que el vuestro. Y entonces vendréis corriendo a mí las dos, acordaos de lo que os digo.» Ojalá le hubiéramos creído... —se lamentó la cocinera con tristeza. »Un año después, Perla y yo dejamos nuestra isla. Viajamos por todo el mundo. Cenamos y bailamos y conocimos a los hombres de nuestras vidas; los dos

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marineros, ya ves tú qué casualidad. Volvimos a casa para decírselo a nuestros padres y nos encontramos con que... Al llegar a ese punto del relato, la cocinera dejó escapar un terrible suspiro y algunas lágrimas cayeron en la salsa que estaba removiendo. —¿Con qué os encontrasteis? —preguntó Henry. —Con nada —contestó la cocinera—. Había desaparecido todo: la isla, nuestra casa, nuestros padres... Todos habían muerto, barridos por el mayor maremoto que hubiera habido jamás. Tuvimos una sospecha, pero sin estar seguras del todo. Entonces, cuando nuestros amados se ahogaron en el mar, lo supimos. ¡Había sido Grimwald! Henry se quedó boquiabierto. —¿Quieres decir que podía...? —Oh, sí. Grimwald podía hacer cualquier cosa con el agua. Mi hermana y yo nos separamos. Correríamos menos peligro si cada una viajaba por su cuenta, porque así sería más difícil que nos reconocieran. Desaparecimos y buscamos trabajo en lugares oscuros y secretos donde él no pudiera encontrarnos. Allá donde fuéramos, siempre intentábamos mejorar las cosas, mantener a salvo a los niños. Un día me enteré de que la Academia Bloor necesitaba una cocinera. Había oído decir que era el lugar donde el Rey Rojo había establecido su corte en tiempos lejanos, y pensé que podría ayudar a algunos de los niños

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que estudiaban allí. Supuse que, al igual que Perla y yo, si estaban dotados no lo pasarían muy bien. La cocinera lamió la cuchara con que había estado removiendo la salsa, gruñó con aprobación y tapó la olla. A Henry le habría gustado que continuara su historia, pero en aquel momento la señora Bloor entró por la puertecita del rincón y la cocinera anunció que la cena estaba lista. Después de cenar, la señora Bloor ayudó a la cocinera a lavar los platos y luego se marchó a su solitaria habitación del ala oeste. —La señora Bloor es una dama muy triste —observó Henry, mientras iba colocando con mucho cuidado los platos de loza en el aparador. —Sí que lo es —suspiró la cocinera—. Ah, si al menos pudiera volver a ser como era antes de que le aplastaran la mano... —El Desplazador Temporal quizá podría ayudarla — sugirió Henry. La cocinera lo miró con recelo. —La gente no puede retroceder en el tiempo, Henry. Ya lo sabes. —Sí, pero en su caso sólo serían cinco años. Y la vida que ha llevado aquí no es vida. ¿Quién iba a darse cuenta?

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—¡Hum! —fue todo lo que dijo la cocinera. Más tarde, cuando ya estaba en la cama, Henry no podía dejar de pensar en el Desplazador Temporal. La cocinera no tenía ningún derecho a escondérselo. El brillante cristal se le había quedado tan grabado en la mente que Henry no podía dormir. Se levantó, se echó la capa azul encima del pijama y salió de puntillas de la diminuta habitación donde dormía. La luz de la luna, que entraba por la claraboya, confería un brillo nacarado a los objetos de la estancia. La loza del aparador relucía débilmente, y Henry levantó la mirada hasta el último estante, donde descansaba una hilera de tazas. Estaban adornadas con franjas doradas y hojas de plata, y había dos que parecían más juntas que las demás, como si alguien hubiera movido una con prisas y no la hubiera vuelto a colocar bien en su sitio. Henry acercó una silla al aparador y se subió encima. Aun así no llegaba al último estante, de modo que se subió al aparador. Ahora ya alcanzaba la hilera de tazas. La primera que cogió estaba vacía. Volvió a dejarla en su sitio y tiró de la segunda. Cuando la sacaba del estante, algo salió rodando de su interior y cayó al suelo. Henry bajó los ojos y vio el Desplazador Temporal brillando a sus pies. Sonrió con satisfacción, pero antes de que pudiera bajar del aparador una forma oscura corrió hacia la bola de cristal.

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—¡No, Bendito! —exclamó Henry, reconociendo la rechoncha silueta del perro. Bendito no le hizo caso. Cogió con la boca el Desplazador Temporal y trotó hacia la puerta del rincón. —¡No! —gritó Henry—. No es momento para juegos, Bendito. Antes habían estado jugando a perseguir un ovillo, y Henry deseó no haberse involucrado con tanto entusiasmo. Bendito empujó la puerta con el hocico y desapareció. Henry saltó del aparador y tiró la silla, pero cuando llegó a la escalera en persecución del perro, lo único que alcanzó a ver fue su pelado rabo agitándose. Henry trató de agarrarlo, pero resbaló y se cayó. Tras levantarse del suelo, volvió a correr escalones arriba. Cuando llegó al final de la escalera, se encontró con un oscuro pasillo. Podía oír el golpeteo de las pezuñas de Bendito por delante de él, y corrió hacia ese sonido. El pasillo trazaba una serie de curvas que parecían no tener fin, hasta que desembocó en una puerta baja cerrada con llave. Bendito se había esfumado. ¿Cómo podía haber atravesado aquella puerta? Henry contempló con atención el pasillo vacío que se extendía a sus espaldas. Entonces reparó en que una tenue línea de luz asomaba por debajo de un panel de madera. Sin hacer ruido, empujó el panel con el pie, y éste se abrió como una trampilla para gatos.

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¿O para perros? Si el gordo Bendito había pasado por ahí, Henry también podría. Se arrodilló y atravesó la trampilla a cuatro patas. Al otro lado había un pasillo con un suelo de tablas de madera que relucían. Cuadros con marcos dorados colgaban de las paredes, y una lámpara con pantalla de cristal coloreado reposaba sobre una mesita redonda. Un poco más allá, Henry distinguió una oscura cómoda. Supuso que ocultaba la puerta que utilizaba la señora Bloor para visitar a la cocinera. Mientras avanzaba con cautela por el pasillo, Henry oyó una voz. —¡Dímelo! —exigía—. ¡Háblame, perro! Henry llegó en silencio al final del pasillo y descubrió que daba al rellano que dominaba el vestíbulo. En el extremo opuesto, un muchachito con una bata azul le hablaba a Bendito. De pronto se calló y empezó a gruñir y gimotear igual que un perro. El niño tenía el pelo blanco, y las gafas que llevaba hacían que sus ojos parecieran dos lámparas rojas. Henry se pegó a la pared y observó. El niño del pelo blanco no obtuvo ningún resultado con los gruñidos perrunos, así que volvió a las palabras. —¡Dímelo, perro estúpido! ¡Habla! ¿Por qué no me dices dónde está? ¿Dónde se esconde el chico que apareció de la nada?

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Bendito miró al niño con cara de pesadumbre, pero se negó a hablar. —¿Qué llevas en la boca? —preguntó el niño—. Es esa cosa, ¿verdad? La canica mágica. Dámela y yo se la llevaré al señor Ezekiel. Aquellas palabras dejaron helado a Henry. ¡Así que aquel niño trabajaba para Ezekiel! Se disponía a escabullirse sigilosamente pasillo abajo cuando sucedió algo. —¡Dámelo, perro! El chico del pelo blanco levantó el pie y le arreó al viejo perro una patada en las costillas, y luego volvió a patearlo una y otra vez. Bendito gimió y se quedó tendido en el suelo. El niño volvía a levantar el pie cuando Henry gritó: —¡No! El niño alzó la mirada y sonrió al ver que Henry corría hacia él. —Tú eres él, ¿verdad? El que salió de la nada. —¡Deja en paz al perro! —le conminó Henry—. Es viejo. Le estás haciendo daño. —Tiene esa cosa del tiempo, ¿verdad? —Tal vez —dijo Henry—. ¿Quién eres?

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—Soy Billy Raven —contestó el niño—. Hablo con los perros, y normalmente me responden. No sé qué le pasa hoy a ese viejo estúpido de Bendito. En ese momento, Bendito dejó caer el Desplazador Temporal. La canica quedó inmóvil entre los dos chicos, reluciendo débilmente. —¡No la mires! —le advirtió Henry. Billy no le gustaba nada, pero aquel niño de pelo blanco era muy pequeño, y Henry no quería que viajase a otro siglo. —¡Es preciosa! —exclamó Billy. Se inclinó para cogerla, pero Henry la apartó de un puntapié. La canica rodó por el rellano y cayó a través de la barandilla. Cuando chocó con las baldosas del piso de abajo se oyó un leve repiqueteo. Billy Raven fulminó a Henry con la mirada. —No deberías haberlo hecho —masculló. Henry se sintió tentado de bajar corriendo a buscar la canica, pero el otro chico lo estaba mirando de una manera tan rara que titubeó. Entonces, Bendito soltó un gruñido ahogado. La advertencia llegó demasiado tarde. Una mano se cerró sobre el hombro de Henry y una voz ronca exclamó:

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—¡Pero bueno! ¡Mira lo que nos ha traído el perro! Henry intentó liberarse, pero aquella mano era como una tenaza. Volvió la cabeza y se encontró ante el alargado y malvado rostro de Manfred Bloor. —Suéltame —exigió Henry. —Ni en broma—respondió Manfred—. Hay alguien que tiene muuuchas ganas de verte. Hizo caminar a Henry a empujones. —Bien hecho, Billy. Pronto te haremos llegar un regalito. —¡Gracias, Manfred! —exclamó Billy. Manfred metió a Henry por un pasillo, pero Henry siguió debatiéndose. Llegaron a una escalera y, en ese momento, Henry estuvo apunto de escaparse, pero Manfred chilló: «Zelda, ¿dónde estás?» y una chica delgada con una nariz muy larga corrió hacia ellos. Agarró del brazo a Henry con tanta fuerza que casi se lo arranca del hombro. Henry soltó un chillido estremecedor. —¡Cierra la boca! —ordenó Manfred—. Zelda, cógelo, y que no vuelva a escaparse. Vamos a necesitar la linterna. ¿Dónde está? —No te preocupes —le tranquilizó Zelda—. No se me ha olvidado.

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Gruñendo y forcejeando, Henry fue conducido escalera arriba y por pasillos oscuros; luego bajaron por antiguas escaleras de caracol y subieron nuevamente hasta llegar a una parte del edificio que casi reconoció: era el lugar donde James y él habían pasado su última y triste Navidad juntos. —¡Todavía no hemos llegado! —siseó Manfred. Volvieron a subir, cada vez más arriba, y entraron en un mundo lleno de sombras iluminado por susurrantes lámparas de gas oxidadas que colgaban de la pared. Henry se acordaba de las luces de gas, pero las paredes, antaño decoradas con un papel de elegantes dibujos, se hallaban ahora llenas de manchas de humedad y grises telarañas. Llegaron a una puerta cuya pintura negra estaba llena de arañazos y Manfred llamó con los nudillos. Henry tenía la boca seca a causa del miedo, y el corazón le retumbaba en los oídos. —¿Quiénes? La voz era la de un anciano, y ligeramente ronca. —Soy Manfred, abuelo. ¿Ya que no adivinas quién ha venido conmigo? ¡Tengo una bonita sorpresa para ti! Manfred miró a Henry y sonrió. —¿Qué es? —Un chillido de deleite salió de la habitación—. ¡Tráemela! ¡Tráeme mi bonita sorpresa!

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Manfred abrió la puerta y empujó a Henry al interior de la habitación. Henry se encontró ante el hombre más viejo que hubiera visto jamás. Costaba creer que aquella criatura marchita de la silla de ruedas había sido una vez su primo Zeke. Y sin embargo había algo familiar en la mirada aviesa de aquellos ojos entornados y esa delgada boca llena de crueldad. El ambiente cargado de la habitación era asfixiante. Detrás del anciano, grandes leños ardían en una enorme chimenea. El suelo estaba lleno de alfombras raídas y gruesos cortinajes de terciopelo cubrían las ventanas. —Bueno, bueno —dijo el anciano—. Que me aspen si no es el primo Henry. Henry intentó tragar saliva, pero se le había hecho un nudo en la garganta. No se le ocurría nada que decir. —Acércate —le ordenó Ezekiel. Manfred y Zelda le dieron otro empujón a Henry. Se sentía mareado, y caminó hacia delante a trompicones. El anciano estaba envuelto en mantas. ¿Cómo podía soportar el calor? —¡Vaya, vaya! Eres muy joven, ¿eh? —dijo Ezekiel con resentimiento. Henry intentó aclararse la garganta. —Tengo once años —graznó—. Al menos, la semana

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pasada los tenía. Ezekiel frunció el ceño. —¿La semana pasada? Querrás decir hace noventa años, ¿no? —De hecho, no —objetó Henry, empezando a sentirse más audaz—. No según mis cálculos. —¡Oooooh! «No según mis cálculos» —lo imitó el anciano—. Tú siempre fuiste el inteligente, ¿verdad? Bueno, pues ahora no lo eres tanto. Porque te has dejado atrapar, ¿verdad? Henry asintió. —¿Dónde te habías escondido? A toda prisa, Henry intentó pensar en una respuesta. Sabía que no debía delatar a la cocinera. —En un armario. —¿En un armario? ¿De dónde? —De la cocina —especificó Henry—. Allí nadie me veía. De noche salía a buscar comida. El anciano rió burlonamente. —Esta vez has llegado demasiado lejos, ¿eh? —Sí—dijo Henry con docilidad. —¿Qué vamos a hacer con él, abuelo? —preguntó Manfred.

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—Llevémoslo a las buhardillas —sugirió Zelda soltando una carcajada—, con las ratas y los murciélagos. El anciano se acarició la barbilla sin afeitar y llena de pelos blancos. —Hum. ¿Dónde está el Desplazador Temporal? — inquirió. —No lo sé. Lo tenía el perro. —¿De veras? Así me gusta, que sea un perrito bueno y le traiga otro regalo a su viejo amo. El pobre le tenía mucho miedo a ese Desplazador, ¿sabes? La sonrisa de Ezekiel era peor que su cara de enfado. Tenía muy pocos dientes, y los que le quedaban estaban negros y llenos de melladuras. Henry estaba seguro de que Bendito sólo quería jugar, pero decidió dejar que Ezekiel pensara lo que quisiera. —Bueno, ¿y dónde está ahora mi perrito? —preguntó el anciano. —Me temo que hemos tenido un pequeño problema con eso —dijo Manfred—. Billy Raven pateó al perro y éste dejó caer la canica. —¿Que lo pateó? —gritó Ezekiel—. ¿Qué pateó a mi perro? ¡El muy desgraciado! ¿Y por qué no cogiste el Desplazador, atontado? Manfred se pasó la lengua por los dientes y respondió,

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en un tono bastante seco: —Tú querías al chico, así que te trajimos al chico. Billy encontrará la canica. —¡Bah! —El anciano escupió dentro de la chimenea—. Más le vale traerla pronto. —¿Llevamos a éste a las buhardillas, señor? —preguntó Zelda—. Hasta que vuelva a mandarlo bien lejos. —No, maldita sea. Aquí arriba hay demasiado movimiento últimamente. Llevadlo a las mazmorras. Ezekiel hizo girar su silla y le dio la espalda a Henry. Henry se estremeció. —¿No podría quedarme aquí? No crearía problemas. Podría vivir con Charlie Bone. El... —¿Quedarte? —chilló Ezekiel—. Ni lo sueñes. ¡Fuera de mi vista ahora mismo! No soporto su presencia, tan joven y lleno de ilusión. ¡¡Lleváoslo!! Henry fue sacado a rastras de la habitación. —¡Por favor! —gritó—. ¡No me hagas esto! Manfred y Zelda lo empujaron al pasillo y cerraron la puerta de golpe. Mientras Zelda lo mantenía inmovilizado, Manfred le cubrió la boca con un trozo de gruesa cinta adhesiva, y luego arrastraron a Henry hasta el vestíbulo y salieron a la gélida noche. El impacto del frío fue tan intenso que dejó de resistirse y permitió que sus captores lo

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condujeran por el terreno cubierto de escarcha. Las heladas estrellas iluminaban la tierra con un pálido y extraño fulgor, pero la luna había desaparecido. La linterna de Zelda proyectaba un estrecho sendero de luz entre los montones de nieve, y aunque Henry apenas podía distinguir lo que tenía delante, sabía hacia dónde debían de estar dirigiéndose. Aun así, se sintió conmocionado al ver aparecer los enormes muros del castillo en ruinas. Le hicieron cruzar la arcada de un empujón y luego lo llevaron a uno de los pasajes que partían del patio. A diferencia del pasaje en el que había entrado el día anterior, éste parecía descender. El suelo estaba húmedo y lleno de moho, y, de vez en cuando, Henry resbalaba y chocaba con Zelda, que iba abriendo la marcha. —Para ya —gruñó ella—, o te llevaré arrastrándote sobre el trasero. Henry se preguntó adonde le estarían conduciendo. Siguieron adentrándose en la ruina más y más. El aire era tan pesado y olía tanto a moho que Henry empezó a sentir que se ahogaba. A causa de la cinta que le cubría la boca le costaba respirar. Justo cuando pensaba que iba a morir asfixiado, salieron a un terraplén cubierto de hierba, en el que unos árboles muy altos se recortaban contra el cielo nocturno y se agitaban con un suave rumor. —¡Sigue! —dijo Manfred, dándole un empujón.

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Henry cayó rodando ladera abajo y los otros echaron a correr tras él riendo con desdén. Lo levantaron del suelo y lo condujeron a una roca negra medio escondida entre la espesura. —Venga, Zelda. Manos a la obra —dijo Manfred. Zelda esbozó una sonrisa maliciosa. Miró fijamente la roca. A la tenue luz de la linterna, Henry vio que su sonrisa se iba convirtiendo en una terrible mueca a medida que, muy despacio, la roca empezaba a moverse. Zelda era a todas luces una de las dotadas. Ninguna persona corriente habría podido hacer aquello. La roca se hizo a un lado poco a poco rechinando con fuerza y revelando un oscuro pozo negro. Antes de que Henry pudiera comprender lo que había ocurrido, Manfred ya lo había empujado hasta el borde. —Venga —le dijo—. ¡Abajo! —¡Mmm, mmm! Henry negó con la cabeza. —Oh, ya lo creo que bajarás. Manfred lo golpeó en la espalda, y Henry se tambaleó hasta un estrecho escalón de piedra. —¡¡Baja!! —ordenó Manfred, esta vez empujándole la cabeza. Henry se precipitó por un tramo de escalones, mientras

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buscaba a tientas desesperadamente algo que frenara su caída. Finalmente consiguió agarrarse a una anilla de hierro incrustada en un lado de la fosa. Pero en el mismo instante en que empezaba a subir los escalones, la enorme roca volvió a deslizarse y tapó la boca del pozo. Henry se vio sumido en una oscuridad tan absoluta y horrible que sintió que debía de estar muerto. Arrancada bruscamente de su sueño por culpa de un ruido en la habitación contigua, la cocinera había encontrado la taza vacía y la silla tirada en el suelo. Enseguida supo lo que había ocurrido. Los gatos de fuego ya estaban arañando la claraboya. Tan pronto como la cocinera los dejó entrar, cruzaron la habitación a toda velocidad y subieron por la escalera escondida. Sabían cuándo un niño estaba en apuros. Pero cuando llegaron al rellano, Henry Yewbeam había desaparecido, y encontraron a Billy Raven atisbando por encima de la barandilla. El pequeño albino se apresuró a volver a la cama en cuanto los vio. Los gatos encontraron a Bendito, tumbado sobre un costado y respirando pesadamente. Hicieron levantar al viejo perro empujándolo delicadamente con el hocico, y luego, con suaves maullidos de ánimo, aliviaron sus dolores y lo confortaron hasta que llegó a lo que él consideraba su hogar. Al cabo de unos instantes, Bendito

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yacía a los pies de la cocinera, envuelto en una manta y medio dormido. —Pobre perro. Has pagado muy caro haber guardado mi secreto, ¿eh? —murmuró la cocinera—. Gracias a vosotros, él vivirá —les dijo a los gatos—. Pero en alguna parte de este sitio dejado de la mano de Dios, hay un pobre chico que quizá no llegue a mañana. —Enterró la cara entre las manos—. Oh, Henry, mi tonto muchacho, ¿dónde estás? Aries no podía soportar oír llorar. Con un suave maullido, se levantó y le tocó la rodilla a la cocinera con una pata. La cocinera se secó los ojos. —Tienes razón. Esto no le ayudará en nada, ¿verdad? Más vale que vayáis en su busca, queridos míos. Abrió la claraboya y las tres llamas salieron de un salto a la noche. La imagen de sus brillantes siluetas perdiéndose en la oscuridad le dio nuevos ánimos a la cocinera. —Lo que me gustaría saber es qué habrá sido del Desplazador Temporal —se dijo a sí misma—. ¿Lo habrá encontrado el desgraciado de Billy Raven? Mientras cerraba la claraboya, oyó los tañidos distantes del reloj de la catedral dando la medianoche. Billy Raven estaba profundamente dormido en su cama.

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Abajo, en un rincón del vestíbulo, el Desplazador Temporal seguía brillando. Por la puerta que llevaba al ala oeste, que estaba ligeramente entornada, salió una figura. Sin abandonar las sombras, la oscura silueta rodeó el vestíbulo lentamente hasta que llegó a la canica. La reluciente esfera de cristal fue recuperada de su rincón y guardada en un profundo bolsillo.

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13 Los visitantes de Ezekiel El lunes por la mañana, la madre de Olivia Vértigo, una famosa estrella de cine, tenía que empezar a trabajar muy temprano, así que dejó a Olivia en la academia mucho más pronto que sus amigos. Olivia se sorprendió al ver que el vestíbulo estaba lleno de gente. Mujeres de la limpieza barrían y fregaban los rincones; el doctor Saltweather y algunos de los profesores más fuertes apartaban los muebles de las paredes; otros miraban detrás de los largos tapices y las gruesas cortinas. —¡No te quedes ahí parada, muchacha, haz algo! — gritó el doctor Bloor, sentado en el centro de la estancia. Olivia no estaba segura de qué debía hacer. —¿Buscan algo, señor? —preguntó. —Pues claro. Una canica. Buscamos una canica de lo más particular. Venga, manos a la obra.

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—Sí, señor. Olivia dejó su bolsa junto a la puerta y deambuló por la sala con los ojos fijos en el suelo, pero no había nada que ver, ni siquiera una mota de polvo. Tras una hora de infructuosa búsqueda, el doctor Bloor ordenó que los muebles volvieran a colocarse en su sitio y que el vestíbulo quedara vacío. —No está aquí —masculló—. Entonces, ¿quién lo tiene? Olivia oyó voces en el patio y, tras coger su bolsa, se apresuró a salir para ver a Charlie antes de que entrara en la sala de actos. Lo encontró subiendo los escalones con Fidelio. Estaban hablando de un café para mascotas. —¡Hola, pareja! —les saludó Olivia—. Tengo noticias. —Mira por dónde vas, vegetal —soltó Damián Smerk, a punto de hacerla caer del escalón. Damián solía ir de matón, sobre todo con las chicas. Olivia no le tenía miedo. —Prefiero tener el pelo verde a una cara como la tuya — replicó, alisándose los cabellos recién teñidos de color espinaca. —¡Menudo bicho raro! —gruñó Damián, y se fue. Fidelio hizo una mueca y le sacó la lengua. —¿Qué novedades hay, entonces? —preguntó. Olivia les contó lo de la búsqueda de la canica.

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—Tiene que ser esa cosa que trajo a tu primo —le dijo a Charlie—. Ya sabes, el Desplazador Temporal. Mientras los chicos la miraban con estupor, Olivia respiró hondo y dijo: —Por cierto, le he visto. —¿Has visto a Henry? —exclamó Charlie. —Sí, en la ruina. Manfred y Asa lo estaban buscando. Nos dijo que se escondía en la cocina, así que Bindi y yo lo acompañamos allí antes de que esos dos lo pillaran. —Bien hecho —aplaudió Charlie. En ese momento, Emma Tolly subió los escalones y Olivia se dio la vuelta y fue tras ella. —¡Emma, para! —la llamó—. Quiero... Pero Emma ya había entrado en el vestíbulo, donde estaba prohibido hablar. —No sé qué le pasa a esa chica —suspiró Olivia—. Es como si ya no quisiera que fuéramos amigas. —Quizás eres demasiado rara para ella —bromeó Charlie. —¡Mira quién habla! Olivia sonrió y subió corriendo los escalones que llevaban al vestíbulo. Charlie y Fidelio se encaminaron al vestuario azul,

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donde encontraron a Gabriel sentado en un banco. Sostenía la bolsa con la ropa vieja de Asa y parecía bastante preocupado. —¿Qué ocurre? —preguntó Fidelio—. ¿Te ha hecho algo Asa? —Me parece que sí —musitó Gabriel—. Anoche atacaron a nuestras cabras. Charlie se sentó junto a él. —Pero no se han cargado a ninguna, ¿verdad? — preguntó con suavidad. —No, sólo les dieron un buen susto, y esta mañana no se han dejado ordeñar. —Gabriel suspiró—. Creo que debo devolver estas cosas, pero no sé cómo hacerlo. Asa podría ponerse muy desagradable. —Dáselas a Olivia —sugirió Fidelio—. Ella puede colarse en el vestuario de Teatro durante el descanso. —De acuerdo. Gabriel metió la bolsa debajo del banco y siguió a los otros dos a la reunión de alumnos. Después de la reunión, Charlie fue a su clase de música con el señor Paltry, Viento. El viejo profesor de música había decidido que probara suerte con la trompeta y dejara la flauta, cosa que complació a Charlie, que casi consiguió disfrutar de la clase.

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Durante el descanso, encontró a Gabriel y Fidelio dando un paseo por el campo de juegos. Gabriel seguía bastante preocupado. Le contó a Charlie que le había dado a Olivia la ropa de Asa, y que al parecer Olivia había conseguido dejar la bolsa en su gancho. —Bueno, en ese caso todo va bien —afirmó Charlie. —No del todo. Cuando fui a mi clase de piano, el señor Pilgrim no estaba allí. Fidelio le recordó a Gabriel que el señor Pilgrim tenía muy mala memoria. Siempre se le olvidaban las cosas. —Las clases, no —murmuró Gabriel. Olivia se acercó a ellos luciendo una gran sonrisa. —Misión cumplida —declaró—. Dejé la bolsa en el gancho de Asa, pero ¿a que no sabéis una cosa? —¿Qué? —preguntaron los chicos. —Asa entró un segundo después de dejar yo la bolsa y estaba hecho un desastre. Llevaba las manos vendadas y cojeaba. Aquello no sorprendió a los chicos. Charlie le contó a Olivia lo del Café de las Mascotas y que Asa había salido corriendo perseguido por varios perros. Olivia lo encontró tan divertido que le dio un ataque de risa que terminó en hipo. Cuando Fidelio y Charlie fueron a la clase de Lengua,

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Olivia, todavía hipando, fue a la de Recitación. Gabriel debía ir a Mates, pero se sentía raro. No llevaba ninguna prenda de segunda mano, así que no entendía por qué sentía mariposas en el estómago y un hormigueo que le subía por la espalda. Sin darse mucha cuenta de lo que hacía, se encontró en el ala oeste, subiendo la escalera que llevaba a lo alto de la torre. Los acordes de un piano descendieron hasta él. Era evidente que el señor Pilgrim volvía a estar en su habitación. Cuando llegó arriba, Gabriel llamó con los nudillos a la puerta del señor Pilgrim. No hubo respuesta. La música de piano hizo un crescendo y las notas más graves retumbaron en un final atronador. En el silencio que siguió, Gabriel abrió la puerta. El señor Pilgrim lo miró por encima del reluciente piano negro. —Disculpe, señor—dijo Gabriel—. Pero antes usted no estaba, así que yo... hum... me he perdido la clase, y me preguntaba si me la podría dar ahora. —¿Ahora? —repitió el señor Pilgrim, confundido. —Sí. Por favor, señor. —Ahora. Sí. El señor Pilgrim le hizo sitio a Gabriel en la banqueta del piano. —Gracias, señor. Gabriel se sentó junto al profesor y, sin esperar a que

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éste le diera instrucciones, empezó a practicar sus escalas. Cuando terminó, el señor Pilgrim no hizo ningún comentario. Escuchó pacientemente cómo Gabriel tocaba dos complicadas fugas de Bach. Hacia el final de la segunda pieza, Gabriel percibió una extraña tensión en la habitación. Terminó de interpretar la pieza, dejó las manos sobre sus rodillas y esperó las observaciones del señor Pilgrim, que a veces no decía ni palabra. Fuera, el reloj de la catedral empezó a tocar las doce. —Será mejor que me vaya, señor —dijo Gabriel. —Hoy has tocado muy bien —manifestó el señor Pilgrim. —Gracias, señor. Gabriel se disponía a levantarse cuando el señor Pilgrim exclamó: —¡Gabriel, tienen al chico! —¿Qué chico, señor? —El que estuvo aquí. Gabriel comprendió de quién se trataba. —¿Se refiere usted a Henry, señor? ¿El primo de Charlie Bone? El señor Pilgrim frunció el ceño.

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—¿Henry? Se lo llevaron, Gabriel. Necesita ayuda. —Sí, señor. Gabriel se levantó. Había empezado a darse la vuelta cuando el señor Pilgrim lo cogió del brazo. —Espera. El profesor se sacó algo del bolsillo, se lo puso en la mano a Gabriel, y se la cerró. Gabriel tocó lo que le pareció una canica grande. Emitía un extraño fulgor que resplandecía a través de sus dedos cerrados. —Llévatela —le pidió el señor Pilgrim—. Ya te puedes ir. —Sí, señor. Gabriel salió de la habitación. A mitad de la escalera se sentó en un escalón. No sabía qué hacer. Si el señor Pilgrim estaba en lo cierto, entonces Henry había sido capturado. Los Bloor andaban detrás de aquella canica, el Desplazador Temporal. ¿Tendrían la intención de enviar a Henry a un tiempo en el que no podría sobrevivir? Gabriel abrió lentamente el puño. Contempló los colores y las formas cambiantes, y volvió a cerrar los dedos sobre la bolita resplandeciente. —Es mejor no mirar —murmuró, recordando lo que le había ocurrido a Henry.

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Un movimiento atrajo su mirada, y entre las sombras que había a sus pies apareció el pálido rostro de la señora Bloor. —Hoy has tocado maravillosamente bien —afirmó, dedicándole una sonrisa. —Gracias. —Gabriel se levantó, bajó unos escalones y extendió el puño hacia ella—. Quiero darle algo. —¿Qué es, Gabriel? La señora Bloor le miró, ligeramente alarmada. —Es un Desplazador Temporal. Puede llevarla a como era usted antes. —Tomó su mano enguantada y depositó la canica en la palma—. No lo mire ahora —le advirtió—. Tiene que esperar el momento adecuado. —Lo sé. —La señora Bloor bajó la voz—. La cocinera me lo contó. Gracias, Gabriel, de todo corazón. Su delgada silueta negra desapareció tan deprisa que Gabriel apenas vio por dónde se iba. Se sintió mucho mejor y bajó la escalera con paso ligero. —Llegas tarde —le avisó Fidelio cuando Gabriel puso su plato de patatas fritas sobre la mesa del comedor. Gabriel miró hacia atrás por encima del hombro. En el comedor había suficiente jaleo como para ahogar su voz, pero debía asegurarse de que nadie le escuchaba. Se sentó entre Charlie y Fidelio, se inclinó hacia delante y soltó:

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—¡Tienen a Henry! —¡Qué? —exclamó Charlie. —¡Chist! —Gabriel recorrió la estancia con la mirada. Nadie les prestaba atención—. El señor Pilgrim me lo contó. No sé cómo se ha enterado. —Ese hombre es tan raro que podría decir cualquier cosa —murmuró Fidelio. —Parecía muy seguro —objetó Gabriel. —La cocinera lo sabrá. —Charlie se levantó—. Me llevaré el plato a la cocina para ver si la encuentro. —Más vale que vayas ahora —le aconsejó Fidelio—. Todavía queda mucha gente en el mostrador, así que nadie se fijará en ti. Charlie fue hacia allí y se escabulló rápidamente por la puerta de la cocina. Dentro hacía mucho calor y el ambiente estaba muy cargado, y a cada paso que daba tropezaba con camareras que acarreaban sartenes llenas de comida o pilas de platos. —No deberías estar aquí —le advirtió una con sequedad. Charlie se dirigió al fondo de la cocina, donde encontró a la cocinera. Estaba sentada con un cuenco en el regazo y pelaba zanahorias. Tenía los ojos enrojecidos y parecía muy triste. Cuando vio a Charlie, sacudió la cabeza.

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—¿Es cierto? —susurró Charlie—. ¿Han atrapado a Henry? —Es cierto, Charlie —corroboró la cocinera—. Lo han atrapado. ¿Cómo lo has sabido? —El señor Pilgrim se lo dijo a Gabriel. —¿El señor Pilgrim? —La cocinera lo miró con extrañeza—. Eso sí que es raro. Pero hoy en día cualquiera sabe. —¿Sabe adónde lo han llevado? —preguntó Charlie. —No estoy segura, pero un rato después de medianoche, vi entrar a Zelda y Manfred por la puerta del jardín. —Eso significa que Henry está en el castillo. —No me sorprendería. —La cocinera volvió a sacudir la cabeza—. Ahí hay unas mazmorras bastante horribles, pero la ruina es tan grande que no sabría por dónde empezar a buscar. Eso sí, los gatos probablemente saben dónde está, y cuidarán de Henry. —¿Qué podrán hacer si Henry está encerrado bajo llave? —inquirió Charlie—. He de sacarlo de ahí, cocinera. —Alguien tiene que hacerlo, eso está claro. Y ahora más vale que te vayas, Charlie. Ya se nos ocurrirá algo. No debemos perder la esperanza. Charlie no tenía ninguna intención de perderla. Volvió a

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entrar con cautela en el comedor, cogió una galleta del mostrador y se reunió con sus amigos en su mesa. —Es cierto —les confirmó—. La cocinera piensa que Henry está en las mazmorras. —Entonces lo sacaremos de ahí —afirmó Fidelio con seguridad. —Antes tenemos que encontrarlo —les recordó Gabriel. —Venga, empecemos ahora mismo —propuso Fidelio— . Disponemos de media hora antes de la próxima clase. Dejaron sus platos en el mostrador y salieron al jardín. La nieve se había derretido y el sol brillaba en un cielo azul. Todo parecía muy prometedor... hasta que llegaron a la ruina. Cuando franquearon el gran arco, se encontraron al señor Weedon en el patio. Estaba clavando unas gruesas tablas para tapar la entrada de uno de los cinco pasajes. —Largo de aquí, Charlie Bone —le ordenó el jardinero—. Estoy muy ocupado. —No le estorbaremos —prometió Charlie. —¡He dicho que os vayáis de aquí! —gritó el señor Weedon—. Este sitio se está volviendo peligroso. ¿Por qué te crees que estoy haciendo esto? Todos tenían una idea bastante clara de por qué el señor Weedon estaba bloqueando una entrada a la ruina. Se

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apresuraron a salir del patio. —Está claro que por ahí se va a las mazmorras —dedujo Gabriel—. Bueno, ¿y ahora qué hacemos? Los tres amigos se pusieron a pasear arriba y abajo en un lúgubre silencio. Olivia llegó corriendo y les preguntó que por qué tenían esas caras. Cuando se enteró de lo de Henry, se quedó atónita. —¡Es horrible! ¿Cómo vamos a rescatarlo? —Todavía no lo sabemos —confesó Gabriel. Charlie no pudo concentrarse en sus clases. Los profesores le gritaron y le riñeron. En dos ocasiones se equivocó de aula, y si no hubiera sido porque Fidelio no le quitaba el ojo de encima, lo habrían enviado al monitor, algo que Charlie quería evitar a toda costa. Aquella noche, el ambiente en el Salón del Rey no podía ser peor. Lysander contemplaba sus libros con expresión taciturna; Bindi estaba resfriadísima; Emma trabajaba, estudiosa y en silencio, y Asa gruñía cada vez que tenía que pasar una página con la mano vendada. El asiento vacío de Tancred era como un enorme agujero negro que atraía tenazmente la atención, como si hubiera un fantasma sentado allí. La única persona feliz era Zelda, que no paraba de mover los libros de todos de un lado a otro de la mesa. Cuando miró la silla de Tancred, ésta empezó a moverse en

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círculos hasta que incluso Manfred perdió los estribos. —¡Deja de hacer eso! —le rugió a Zelda—. No es una demostración de inteligencia. Es una chorrada. —¡Se llama telequinesis! —replicó Zelda—. ¡Si no te importa, querido! —¡Me da igual lo que sea! —bramó Manfred—. ¡Me está poniendo de los nervios, así que haz el favor de parar! Zelda hizo una mueca y volvió a sus deberes. Charlie lo habría encontrado divertido de no haber estado tan preocupado. Los minutos pasaban con tal lentitud que pensó que alguien había manipulado los relojes. Contempló el cuadro del Rey Rojo, colgado por encima del asiento de Tancred. «¿Qué habrías hecho tú?», pensó Charlie. Sus misteriosos ojos oscuros lo observaban desde el cuadro. La corona que ceñía la cabeza del rey relucía como oro de verdad. Las sombras se movían entre los pliegues de la capa rojo oscuro. Entonces, de un modo increíble, la alta figura empezó a cambiar de forma y color, hasta que Charlie se convenció de que ante sus ojos había un árbol rojo y dorado. «¿Por qué no puedo oírlo?», se preguntó. Cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, ya no había árbol. «Mi mente me está gastando una broma», pensó. Cuando dieron las ocho, Charlie ya no podía más. Salió corriendo del Salón del Rey con Gabriel pisándole los

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talones. —¿Has pensado algo? —susurró Gabriel mientras se dirigían a toda prisa al dormitorio. —No tengo un plan —admitió Charlie—, pero esta noche iré a la ruina pase lo que pase. —Iré contigo. —No —dijo Charlie—. Es mejor que sólo vaya uno. Tú quédate en el dormitorio y mantén los ojos bien abiertos. —No me gusta —objetó Gabriel—. Ahí fuera puede pasar cualquier cosa. —Asa está herido. No será tan peligroso. Charlie parecía mucho más seguro de sí mismo de lo que se sentía en realidad. Cuando Fidelio oyó el plan de Charlie, naturalmente quiso ir con él. —No —se negó Charlie—. Si fuéramos dos llamaríamos demasiado la atención. Creo que debo ir solo. Henry es pariente mío. Billy Raven entró en el dormitorio y miró a los tres chicos sentados en la cama de Charlie. —Parece que estéis tramando algo —observó. —Estamos tramando tu ruina —le dijo Fidelio. Billy lo miró frunciendo el ceño.

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—Te crees tan listo, Fidelio Gunn... El dormitorio empezó a llenarse de chicos que se preparaban para acostarse y los tres amigos no se dijeron nada más. Cuando el reloj de la catedral dio las once, Charlie se echó la capa azul sobre la bata y se puso calcetines y zapatos. Andar de puntillas con un calzado tan pesado no resultaba fácil, pero Charlie se las arregló para salir del dormitorio sin hacer demasiado ruido. La aventura que lo esperaba había empezado a llenarlo de excitación. Estaba seguro de que acabaría encontrando a Henry. ¡Y entonces dobló una esquina y se dio de bruces con Lucretia Yewbeam! —¿Adónde vas? —quiso saber el ama. —Me parece que soy sonámbulo —improvisó Charlie. —Menuda tontería. ¿Qué es eso que llevas? —Nada. Charlie se apresuró a esconder en la espalda la linterna de la cocinera. —¡Dámelo ahora mismo! Charlie le entregó la linterna de mala gana. —Hum. Interesante. —Lucretia hizo girar la linterna en su mano—. ¿De dónde la has sacado? —La encontré en casa.

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—¿De verdad? Bien, pues queda confiscada. Vuelve a la cama. —¡Pero sin la linterna no veo nada! —Pues entonces camina dormido. ¡Vete! Charlie dio media vuelta y recorrió a tientas los oscuros pasillos. Ya casi había alcanzado la puerta del dormitorio cuando tropezó con algo y se estrelló contra el suelo de madera. Se levantó y, a oscuras, buscó con las manos lo que lo había hecho caer. ¡Un cuerpo yacía atravesado en el pasillo! Fuese quien fuese aquel ser inmóvil, la verdad es que tenía una mata de pelo muy parecida a la de Fidelio. —Fidelio —resolló Charlie—. ¡Fidelio, despierta! Charlie palpó la helada frente de su amigo y le sacudió el brazo, al principio suavemente y luego con desesperación. —¡Despierta! ¡Despierta! El cuerpo siguió sin moverse. Charlie entró corriendo en el dormitorio y se acercó a la cama de Gabriel. —Gabriel ayúdame!

—susurró

con

voz

Gabriel gruñó y se sentó en la cama. —¿Qué pasa?

ronca—.

¡Gabriel,

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—Fidelio está tirado en el pasillo —le explicó Charlie—. No consigo despertarlo. Gabriel cogió su linterna, puso los pies en el suelo y siguió a Charlie al pasillo. Entre los dos consiguieron levantar a Fidelio y llevarlo hasta su cama. Fidelio seguía dormido. Estaba débil y helado, y apenas respiraba. Gabriel le iluminó la cara con su linterna. Fidelio tenía los ojos muy abiertos, pero carecían de expresión y permanecían fijos en la nada. —Lo han hipnotizado —exclamó Charlie en voz baja—. No podemos dejarlo así hasta mañana, podría no despertar nunca. Gabriel fue al cuarto de baño y regresó con un tazón lleno de agua fría. —Siento tener que hacer esto —masculló, y derramó el agua sobre la cabeza de Fidelio. Con un gemido y un estremecimiento, Fidelio abrió los ojos todavía más y alzó la mirada hacia Charlie. —¿Qué ha pasado? —preguntó. —Dínoslo tú —dijo Charlie—. Te encontré en el pasillo. —Intenté seguirte —farfulló Fidelio—. Manfred me sorprendió. Se iluminó la cara con la linterna. Y me obligó a mirarlo. Sus ojos eran horribles..., como carbones, negros y relucientes. —Fuiste hipnotizado —le aclaró Charlie—. ¿Cómo te

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encuentras ahora? —Tengo sueño. Necesito dormir un poco. —Yo también —afirmó Gabriel—. Buenas noches a todos. Charlie se metió en la cama. Tardó un buen rato en conciliar el sueño. Estaba muy preocupado. Ahora incluso vigilaban a sus amigos. Había alguien decidido a impedir que rescatara a Henry. En el otro extremo del dormitorio, Billy Raven yacía despierto en su cama. Cuando estuvo seguro de que todo el mundo dormía, se levantó. Era hora de ir a ver al señor Ezekiel. Sabía que era inútil esperar a Bendito. Ahora el viejo perro era un enemigo, y eso a Billy le daba un poco de pena. —Bueno, ya no tiene remedio —musitó mientras se envolvía en su nueva bata azul. El potente haz de su nueva linterna lo ayudó a encontrar con rapidez el camino a través del edificio, pero en cuanto llegó a los pasillos iluminados con luces de gas del ala oeste, Billy la apagó. Nada más hacerlo, tropezó con un bote de mermelada vacío. Algo más vivía en los sombríos dominios de Ezekiel, y de vez en cuando tiraba botes vacíos por los estrechos peldaños que conducían a la buhardilla. Billy no estaba seguro de si se trataba de un fantasma o de algo peor. Corrió hacia la habitación de

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Ezekiel, pero cuando se hallaba cerca oyó unas voces que gritaban llenas de enfado. Billy pegó la oreja a la puerta. —¡Alguien lo está ocultando! —graznó Ezekiel—. Uno de esos malditos niños. —Todos los niños estaban en casa —dijo una voz—, excepto Billy, claro. Billy se puso rígido. Había reconocido la voz de la señorita Yewbeam, el ama. —Lo quiero —gruñó el anciano—. He de tenerlo. —Cálmate, Ezekiel. Hay otros modos de librarse del chico. —¿Charlie tiene el cuadro? —Oh, sí —dijo el ama—. Nos hemos asegurado de que así fuese. —¿Crees que se sentirá tentado de entrar? La voz de Ezekiel se había vuelto anhelante y taimada. —Estoy segura de ello. Pero quién sabe si traerá la daga. —Por supuesto que lo hará —replicó Ezekiel—. Cualquier chico optaría por una daga, tan afilada y reluciente... —Hemos tenido algún problemilla con Paton —dijo Lucretia—. Me parece que sabe más de lo que debería. —Tendréis que hacer algo con ese hermano vuestro. Lee

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demasiado. El ama soltó una carcajada muy desagradable. —Oh, sí, Paton lee mucho —dijo burlonamente—. Y eso será su perdición. Déjalo en nuestras manos. La risa de la señorita Yewbeam era contagiosa y ambos acabaron riendo a carcajadas. Billy eligió ese momento para llamar a la puerta. —¿Quién es? —preguntó Ezekiel, todavía riendo. —Billy Raven, señor —dijo Billy. —Ah, quiero tener unas palabras contigo —dijo Ezekiel. Billy entró en la habitación esperanzado, porque con toda seguridad iba a recibir una recompensa. Pero lo que le esperaba era una sorpresa muy desagradable. Cuando el anciano vio a Billy, gritó: —¡Desgraciado! ¡Le diste una patada a mi perrito! —Pero ayudé a capturar al chico que salió de la nada — intentó justificarse Billy, muy sorprendido. Ezekiel no le hizo caso. —¿Por qué le diste una patada a mi Percy? —No quería hablarme. —Billy estaba empezando a perder toda esperanza—. ¿Cuándo tendré unos nuevos padres, señor? —No debiste maltratar a mi perrito. Nada de padres

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para ti. Tendrás que portarte mejor. ¡Y ahora, largo de aquí! Al darse la vuelta para irse, Billy vio que una expresión de desprecio cruzaba el rostro del ama Yewbeam. Era evidente que los niños no le gustaban nada.

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14 ¡Atropellado! Charlie no recordaba haber tenido en su vida otra semana tan horrible. Fidelio tardó varios días en recuperarse de su estado hipnótico. Iba con Charlie de un lado a otro como un sonámbulo y casi sin decir palabra. A veces se olvidaba del nombre de su amigo, y en ocasiones incluso del suyo. Durante el día, era imposible entrar en la ruina porque el señor Weedon siempre estaba allí. —¡Largo! —gritaba el jardinero—. Venga, fuera. ¡No quiero volver a veros por aquí! De noche, cada vez que Charlie intentaba salir del dormitorio se encontraba a Lucretia Yewbeam acechando en la esquina, lista para abalanzarse sobre él. Al final Charlie se dio por vencido. Pero no paraba de pensar en Henry. ¿Dónde estaba? ¿Lo estarían matando de hambre? De pronto cayó en la cuenta de que Henry no tenía unos

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padres que fueran a venir a buscarlo. Nadie lo echaría de menos porque en realidad no debería existir. Estaban la cocinera, naturalmente, y la señora Bloor. Pero ¿qué podían hacer ellas, y quién iba a creer a la pobre señora Bloor? —Depende de mí —murmuró Charlie. —¿Qué es lo que depende de ti? —preguntó Fidelio. Era viernes por la tarde y se estaban haciendo la bolsa para irse a casa. Charlie alzó la mirada. —Fidelio, es la primera cosa sensata que dices en toda la semana. ¿Te sientes mejor? Fidelio asintió. —El efecto está empezando a disiparse. Pero todavía tengo dolor de cabeza. Me gustaría darle a Manfred un poco de su propia medicina. —Un día le daremos de la nuestra —musitó Gabriel. Billy Raven entró y Fidelio murmuró: —La culpa de todo la tiene él. Es un espía. Pero a Charlie Billy casi le daba pena, tan solitario y harto de todo parecía. —No te dejes engañar —masculló Fidelio—. Sigue siendo peligroso. Los tres chicos bajaron al vestíbulo y atravesaron las

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grandes puertas de roble. —¡Otro fin de semana de libertad! —exclamó Gabriel—. ¡Jerbos, allá voy! Subieron al autobús azul de la escuela, que no tardó en ponerse en camino. La calle Filbert era una de las últimas paradas, y Charlie estaba impaciente por llegar a casa. Quería preguntarle a su tío qué podían hacer por Henry. Nada más bajar del autobús, vio que Benjamin y Judía Corredora corrían hacia él. Por la cara que ponía su amigo, Charlie supo que algo iba mal. —¿Qué ha pasado? —preguntó cuando Benjamin se detuvo jadeando ante él. —Oh, Charlie, es horrible. ¡Han atropellado a tu tío! —¿Qué? —Charlie dejó caer su bolsa—. ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Está...? —No, no está muerto. —Benjamin hizo una pausa para recuperar el aliento—. Está en el hospital. Ocurrió cerca de la catedral —dijo con voz entrecortada—. Alguien lo vio bajar de la acera leyendo un libro. Un coche dobló la esquina y fue directamente hacia él. No se detuvo, sino que aceleró. —No —gimió Charlie—. Ya sabía que esto ocurriría. I Cuando llegaron al número nueve, Benjamin no entró con Charlie. —Querrás estar a solas con tu familia—dijo—. Me

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imagino que iréis al hospital. Maisie abrió la puerta y envolvió a Charlie en un apretado abrazo. —Oh, Charlie —exclamó—. Qué catástrofe. ¿Benjamin te lo ha contado? —Sí. —Charlie logró escabullirse de los brazos de Maisie—. ¿El tío Paton está...? ¿Se encuentra bien? ¿Habla, quiero decir? —Ayer no hablaba —dijo Maisie—. Tenía toda la cabeza vendada, y las costillas también. Pobre Paton. Daba mucha pena. —¿Se sabe quién lo hizo? —Se dieron a la fuga —dijo Maisie en tono sombrío—. Hubo un par de testigos, pero no vieron la matrícula. El coche se fue de allí a toda velocidad. Maisie llevó a Charlie a la cocina, donde su madre estaba poniendo tres cubiertos en la mesa. —Luego iremos a ver a tu tío —le dijo a Charlie mientras le daba un beso en la mejilla—. ¿Quieres Teñir, Charlie? —Claro que sí —respondió Charlie. Después del té, cogieron un taxi y fueron al hospital. Se trataba de un edificio enorme y tardaron un buen rato en dar con la sala de Paton. Mientras recorrían el largo pasillo

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que había entre las hileras de camas, reconocieron a dos personas que se habían sentado junto a uno de los pacientes: Emma y la señorita Ingledew. —Me gustaría soltarle cuatro frescas a esa mujer — murmuró Maisie—. Ella tiene la culpa de todo. Se ha portado muy mal con Paton. Cuando llegó el momento, Maisie no pudo decir ni una palabra, porque tan pronto como los vio, la señorita Ingledew se levantó de un salto y dijo con voz llorosa: —No saben cómo siento lo que ha pasado. Toda la culpa es mía. Paton venía a verme, y yo... ¡Oh, no debería haberse arriesgado de esa manera! Se sonó la nariz ruidosamente. —No ha sido culpa tuya, Julia —dijo Amy Bone, pasándole el brazo por los hombros—. Paton estaba haciendo un experimento. Uno de nosotros debería haberle acompañado, pero salió de casa sin que lo supiéramos. Lo único que se podía ver de Paton era su rostro cerúleo. Un antifaz negro cubría sus ojos y un vendaje le envolvía la cabeza. —¿Está consciente? —preguntó Charlie en un susurro. —Sí —dijo la voz tenue aunque inconfundible de su tío. Charlie se inclinó sobre él. —¿Cómo te encuentras, tío Paton? —preguntó—. Te

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pondrás bien, ¿verdad? —Por supuesto. —Bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Fue una de ellas, Charlie. —¿De quiénes? —De mis hermanas. Llevaba una peluca. No puedo distinguirlas si no les veo el pelo, pero lo sé. Charlie se quedó tan atónito que se dejó caer en el borde de la cama. La señorita Ingledew se levantó para irse, pero antes de marcharse le tendió a Charlie un librito bastante maltrecho. —Lo encontré junto al bordillo después del accidente — le contó—. Me pidió que te lo diera. Es lo que me pediste que hiciera, ¿verdad, Paton? —Sí —dijo él con un hilo de voz. —Adiós, Paton, querido. Volveré mañana. Cuando la señorita Ingledew se dio la vuelta, Paton esbozó una débil sonrisa. Emma se acercó al lado de la cama donde estaba Charlie y le dijo: —Lo siento, Charlie. Me temo que últimamente no he estado muy simpática. Pero quiero ayudar. —De acuerdo —dijo Charlie, un tanto incómodo. —Quiero decir que os ayudaré, de verdad.

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—Gracias —respondió Charlie—. Hasta el lunes. Emma tenía un don que podría resultarles útil. La señorita Ingledew y su sobrina se fueron, y Maisie empezó a contarle a Paton todas las novedades de las que se acordaba, tanto públicas como personales. Mientras hablaba, Charlie miró el librito marrón. La palabra GEIRIADUR estaba impresa sobre la cubierta en borrosas letras doradas. En el interior, había columnas de palabras en una lengua desconocida. Pasado un murmuró:

rato, Paton

bostezó

ruidosamente y

—Llevo el antifaz por las luces. Les dije que me hacían daño en los ojos. Podría haber sido muy desagradable. —Desde luego que sí —afirmó la señora Bone, alzando la mirada hacia las hileras de fluorescentes. —Buenas noches a todos —dijo Paton con otro bostezo. Captando la indirecta, la señora Bone y Maisie se pusieron de pie para irse, pero Charlie se inclinó sobre su tío y le dijo: —Tío Paton, el libro está escrito en una lengua extranjera. —Es gales —musitó Paton—. Lo necesitarás para Skarpo. —¿Porqué?

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Paton no respondió. Se limitó a decir: —Guárdalo bien. Charlie quería pedirle consejo a su tío acerca de Henry, pero no veía cómo hacerlo estando Paton tan enfermo. Una enfermera apareció con un carrito lleno de píldoras y, tras prometer que regresarían al día siguiente, los tres visitantes le dieron las buenas noches a Paton y abandonaron el hospital. En el número nueve encontraron a la abuela Bone en la cocina comiendo pastel. —No has ido a ver a Paton —la acusó Maisie. —He estado ocupada —gruñó la abuela Bone. —¡Grizelda! ¡Tu propio hermano! —Maisie se dio la vuelta, muy disgustada—. Tienes el corazón de piedra. La abuela Bone no le hizo caso. Le dio un buen mordisco al pastel de nata y entonces reparó en el libro que sostenía Charlie. —¿Qué es eso que tienes ahí? —le preguntó mirándole la mano. —Un libro —respondió Charlie. —Ya lo veo —dijo ella, irritada—. ¿Qué clase de libro? Dámelo. —No. Es privado.

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Charlie corrió escaleras arriba. No se fiaba de la abuela Bone. Estaba seguro de que vendría a registrar su habitación tan pronto como se le presentara la oportunidad. Descubrió que el libro cabía justo en el bolsillo de su pantalón, y decidió que lo llevaría consigo dondequiera que fuese. Mañana harían otra visita al hospital y podría hablar en privado con su tío. No iba a ser así. Al día siguiente, cuando Charlie pidió que fueran al hospital, Maisie se puso muy seria. —La abuela Bone y las Yewbeam van a ir hoy —dijo—. Y no pienso subirme al coche de Eustacia. Conduce como una loca. —¿Qué hay de mamá? —preguntó Charlie. —Cuando sale del trabajo ya ha pasado la hora de visita. Charlie no sabía qué hacer. Finalmente decidió que tenía que ver a su tío, así que a las tres, cuando el coche negro de Eustacia se detuvo ante el número nueve, Charlie se subió al asiento de atrás con la abuela Bone. La tía Venetia se había sentado delante. —Este regalo sí que no nos lo esperábamos —exclamó tía Venetia—. Vamos a tener con nosotras al pequeño Charlie. —Nada de pequeño, si no te importa —masculló Charlie.

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—Parece que nos tomamos muy a pecho nuestro tamaño, ¿eh? —dijo Venetia soltando una risilla. Charlie pensó que no valía la pena replicar. En cuanto llegaron a la sala de Paton, Charlie comprendió que sería imposible mantener una conversación con su tío. Cuando Paton oyó las voces de sus hermanas su rostro adoptó una expresión vacía y distante y se negó a hablar. —No parece que esté consciente —constató la abuela Bone. Levantó la voz—: ¡¡Paton, somos nosotras!! ¡¡Tus hermanas!! ¿Es que no nos vas a dirigir la palabra? El rostro de Paton siguió impasible. —Te hemos traído uvas —dijo Eustacia depositando una bolsita sobre la mesilla de noche. —Y Charlie está aquí —añadió Venetia. Paton no dio señal de haberlas oído. Charlie no lo culpó. Las tres hermanas se sentaron alrededor de la cama y empezaron a hablar del tiempo y de las noticias como si su hermano no estuviera allí. Pasada media hora se levantaron, y Charlie decidió arriesgarse. Inclinándose sobre su tío, susurró: —Te veré el próximo fin de semana, tío P. —Cuenta con ello —murmuró Paton. —¡Ha hablado! —chilló Venetia—. Charlie, ¿qué ha

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dicho? —Nada —dijo Charlie—. Sólo estaba respirando. Ellas fruncieron el ceño y lo miraron con suspicacia. Durante el trayecto de vuelta a la calle Filbert, las tres hermanas no le hicieron el menor caso a Charlie y se dedicaron a parlotear entre ellas. Charlie no recordaba haber visto nunca de tan buen humor a la abuela Bone; pero claro, habían capturado a Henry, y con toda probabilidad estaría encerrado en algún lugar oscuro y secreto. No era de extrañar que las Yewbeam estuviesen tan contentas. Cuando llegó a casa, Charlie ardía en deseos de hablar de Henry con alguien. Decidió hacerlo con su madre. En cuanto la señora Bone llegó a casa, Charlie la siguió a su pequeña habitación en la parte trasera. —Tengo un problema, mamá —dijo—. ¿Podemos hablar? —Claro que sí, Charlie. La señora Bone sacó un montón de ropa del sillón y le indicó a Charlie que se pusiera cómodo. Luego le dio la vuelta a una silla y se sentó junto a él. La mamá de Charlie sabía escuchar a las personas. Nunca interrumpía o se exclamaba por nada, pero cuando oyó la extraordinaria historia de Henry Yewbeam, abrió los ojos como platos y su expresión fue cambiando de la

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curiosidad al asombro y después al horror. —¡Pobre chico! —exclamó cuando Charlie terminó de contárselo todo—. ¿Qué podemos hacer? Y Paton... ¡Sus propias hermanas! Pero supongo que eso no debería sorprenderme. —¿Por qué, mamá? —preguntó Charlie. —Por lo que le ocurrió a tu padre. Sé que ellas tuvieron algo que ver con su accidente. Y la abuela Bone, que se deshizo de todas sus fotos... Como si no hubiera existido. —Un día existirá, mamá —afirmó Charlie. Ella sacudió la cabeza y sonrió con tristeza. —Me temo que no, Charlie. Pero tengo una idea. La señorita Ingledew sabe algo del librito. Ella lo encontró, y ayer estaba hablando con Paton antes de que llegáramos al hospital. ¿Por qué no vas a verla? Charlie pensó que era una idea estupenda. —Me llevaré a Benjamin —decidió—. Y a Judía Corredora. No le gustaba admitirlo ante su madre, pero siempre se sentía nervioso en las callejas que rodeaban la catedral. Benjamin se mostró encantado, como siempre, de salir con Charlie de expedición, lo mismo que Judía Corredora. El domingo por la tarde, los tres partieron hacia la librería Ingledew mientras la abuela Bone se echaba la siesta.

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Nubarrones oscuros se cernían sobre la ciudad y el aire olía a nieve. Cuando llegaron a la librería, los chicos se habrían tomado de buena gana una bebida caliente y algo de comer. —Espero que estén en casa—musitó Benjamin mientras Charlie llamaba al timbre. Tuvieron suerte. Emma salió a abrirles. —Entrad —dijo con una gran sonrisa—. Pero perdonad el desorden. Los llevó a la acogedora trastienda. Un gran cuaderno de dibujo permanecía abierto sobre el escritorio de la señorita Ingledew. El esbozo de un pájaro enorme ocupaba dos páginas del cuaderno. Parecía un águila real, y sin embargo había en él algo mucho más amenazador y poderoso. Aparte de las pilas de libros de la señorita Ingledew, había plumas por toda la habitación. Negras, blancas, azules y grises, las plumas cubrían el suelo y cada mesa y cada silla de la estancia. —Las he estado dibujando —dijo Emma, apartando un montón de plumas del sofá—. Vigilad dónde os sentáis. Los chicos se acomodaron en el sofá, donde había menos plumas que en ningún otro sitio. Judía Corredora estaba un poco confuso. Empezó a buscar a los pájaros que sin duda debían de esconderse en algún rincón de la

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habitación. —¿Qué es eso? —preguntó Charlie, señalando con la cabeza el dibujo que había hecho Emma. —Es un tollroc —contestó ella. —No lo había oído nunca —dijo Charlie. —No me extraña. Me lo he inventado. —Emma alzó el cuaderno—. Se supone que es como el roe de Simbad el marino. Ya sabes, aquel pájaro gigante cuyo huevo medía cincuenta pasos de circunferencia. —¡Guau! ¡Menudo huevo! —exclamó Benjamin. —¡Menudo pájaro! —añadió Charlie. —Tiene que ser fuerte —dijo Emma—, muy fuerte. Y fiero. ¡Fijaos en sus garras! Cada una debe de tener el tamaño de mi mano. —Cualquiera se mete con él —dijo Benjamin. Entonces Charlie comprendió que aquel pájaro no era un simple dibujo hecho para divertirse. Tenía un propósito muy especial. —Emma —dijo—, ¿es así como tú...? Quiero decir, ¿tienes que ser un pájaro antes de... volar? —Sí. Pero primero he de pensar en el pájaro. Lo veo en mi mente y entonces... sucede. Los chicos la miraron, muy impresionados.

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—Debe de ser fantástico —dijo Benjamin finalmente. —La verdad es que da un poco de miedo —admitió Emma—. Sólo lo he hecho tres veces en mi vida. Cuando fui a vivir con la tía Julia, ella ni siquiera quería hablar de ello, pero ahora se ha acostumbrado. Habrá momentos en los que simplemente tendré que volar. —¡Hola, chicos! —La señorita Ingledew asomó la cabeza por la puerta—. ¿Os apetecen unos bollos calentitos? Hoy hace mucho frío. —¡Sí, por favor! —exclamaron los chicos, frotándose los estómagos. La señorita Ingledew desapareció en la cocina y salió con una bandeja llena de bollos y unos vasos de cacao caliente. Charlie le contó su visita al hospital. —Quería preguntarle por el libro al tío Paton, pero mis horribles tías estaban allí y no quiso hablar. —Le tendió el librito marrón a la señorita Ingledew—. Dijo que lo necesitaría para... —Charlie titubeó—, para visitar a alguien. La señorita Ingledew lo miró con curiosidad. —Comprendo. —Abrió el libro y examinó las páginas— . Esto es un diccionario de gales, Charlie. Un diccionario bilingüe, quiero decir. Tu tío ha marcado algunas de las palabras, ¿veis? Les enseñó las estrellitas que moteaban las páginas del

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libro. —¿Por qué esas palabras? —preguntó Charlie. —Me he fijado en que todas son verbos —contestó la señorita Ingledew—, o quizás órdenes. Mover, volar, hablar, empujar, escuchar, mirar, coger, correr, etcétera. Y mira, ha escrito las pronunciaciones al principio del libro. —Pero ¿por qué? —preguntó Charlie—. ¿Qué puede significar? —El gales es una lengua muy poco corriente. No siempre suena como se escribe. Lo único que se me ocurre es que tu tío quería que aprendieras esas palabras en gales. Pero no tengo ni idea del porqué. —Cuando llegue el momento, lo sabrás —intervino Emma. La señorita Ingledew le sonrió a su sobrina. —Sois unos niños muy raros —afirmó con ternura—. No sé si me gustaría ser una dotada. —Yo tampoco lo sé —declaró Benjamin. Un crepúsculo muy frío avanzaba por las calles cuando Charlie y Benjamin salieron de la librería. Judía Corredora se aseguró de que andarán a buen paso. Cuando estaban llegando al número nueve, Benjamin empezó a caminar más despacio. —¿Quién es ese alguien a quien puede que visites? —le

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preguntó a Charlie. Charlie le contó lo del cuadro de Skarpo. —¿Quieres decir que puedes entrar en el cuadro? ¿Y entonces qué? Benjamin parecía alarmado. —Skarpo es un mago, Ben. Un hechicero. Y un poco de magia podría ayudarme a rescatar a Henry. —¿Cuánta? —dijo Benjamin gravemente—. ¿Y cómo? —Me imagino que no lo sabré... ¡hasta que entre! —¿Y si no puedes salir? —No seas bobo, Ben. No es como si fuera a viajar en el tiempo como Henry. Será como cuando oigo voces: no entro en las fotos; es algo que sucede en mi mente. —Hum—murmuró Benjamin—. Ten cuidado. Se dio la vuelta y cruzó la calle, con Judía Corredora dando saltos a su lado. Charlie subió corriendo los escalones del número nueve. Le sabía mal haber empleado aquel tono con Benjamin. A decir verdad, tenía un poco de miedo de lo que pudiera suceder cuando entrara en la estancia del hechicero. La señora Bone le había dejado ropa limpia para la escuela encima de la cama. Charlie empezó a hacerse la bolsa. Dejó el cuadro para el final. Sin mirarlo, empezó a envolverlo con una camisa. Pero al girar el cuadro vio por

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un instante la oscura figura del hechicero. Una vez más, el rostro se volvió hacia él. —¡Pronto! —exclamó el hechicero.

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15 El tollroc Olivia había tomado una decisión. Si a Charlie le era imposible encontrar a Henry, entonces lo haría ella. No se lo diría a nadie. Lo haría y ya está. Durante el primer descanso del lunes, Olivia se dedicó a pasear sola por el jardín. Bindi seguía en casa con gripe y a Olivia no le apetecía estar con las otras chicas. Estaban hablando de la nueva obra, y a ella no le habían dado un buen papel. La señora Marlowe, la directora de Arte Dramático, le había dicho que los otros también debían tener la oportunidad de brillar. Después de todo, ella había sido una de las protagonistas en la obra de Navidad. —¿Qué hay de nuevo, Olivia? —la llamó Charlie. —¡Pero bueno! ¿Cabello castaño? —se extrañó Fidelio. Los dos chicos se acercaron a ella. —He estado demasiado ocupada para pensar en mi pelo —dijo Olivia—. En cualquier caso, necesitaba un cambio.

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¿Alguna noticia de Henry? Charlie sacudió la cabeza. —Sé que lo tienen en la ruina, pero no puedo entrar allí. Siguen vigilándome. ¡Fijaos! Volvió la mirada hacia el extremo opuesto del jardín. Zelda Dobinski y su amiga Beth Strong no le quitaban el ojo de encima. En el otro lado del campo de juegos, Manfred y Asa caminaban junto a la linde del bosque. Manfred miró hacia atrás, vio a Charlie y apartó la mirada. —Asa ya no lleva los vendajes —observó Olivia. —Eso significa que ya puede volver a hacer de las suyas —dijo Fidelio con expresión sombría. Aquello era una mala noticia. Olivia se encogió de hombros con aprensión. Reparó en que Lucretia Yewbeam estaba de pie junto a la puerta del jardín. También observaba a Charlie. —Tu tía sigue en pie de guerra, entonces —dijo Olivia. Charlie le contó lo del accidente de Paton. —Dijo que fueron intentaron matarlo.

ellas;

sus

propias

hermanas

—Pero ¿por qué? —preguntó Olivia. —No estoy seguro, pero creo que tiene que ver con un cuadro que me dieron, un retrato de un hechicero llamado Skarpo. El quizá podría ayudarme a rescatar a Henry.

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—¿Cómo? —preguntó Fidelio—. Que yo sepa no puede salir del cuadro, ¿verdad? —No, pero yo sí puedo entrar en él. Fidelio y Olivia se quedaron atónitos. —Pero antes tienes que encontrar a Henry —murmuró Olivia. —Lo sé. —Charlie suspiró—. Y no tengo ni idea de cómo voy a hacerlo. Olivia alzó la mirada hacia las nubes de color gris pizarra y esbozó una sonrisa misteriosa. —Ya no falta mucho —dijo. Antes de que Charlie pudiera comprender qué había querido decir, el cuerno anunció el final del descanso y Olivia se fue corriendo a su clase de mímica. Aquella noche, mientras los de primer curso se preparaban para ir a la cama, Olivia lo dispuso todo para la noche que le esperaba. Ajustó la alarma de su reloj para la medianoche, se dejó las mallas puestas debajo del pijama y colocó sus botas de excursionista junto a la cama. Luego resultó que no habría hecho falta conectar la alarma, porque a medianoche seguía despierta. Estaba al mismo tiempo nerviosa y excitada ante la perspectiva de entrar en la ruina sola y de noche. Tras salir de un salto de la cama, Olivia se calzó las

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botas y se echó la capa púrpura sobre los hombros. Cruzó el dormitorio de puntillas, y se disponía a abrir la puerta cuando una voz susurró: —¿Eres tú, Olivia? —¿Y qué pasa si lo soy? —¿Adónde vas? —preguntó Emma Tolly, de nuevo en voz baja. —¡Chist! Voy al cuarto de baño. —Tú no vas ahí. Vas fuera, ¿verdad? —Se oyó un crujido y, un instante después, Emma estaba junto a Olivia—. Déjame ir contigo. —No. Esto no te incumbe. Vuelve a la cama o nos pillarán. Olivia abrió la puerta y salió al pasillo. —¡Quiero ayudar! —rogó Emma, pero Olivia cerró la puerta. ¿Por qué se mostraba tan amistosa Emma?, se preguntó Olivia mientras recorría el gélido pasillo a toda prisa. Aquello le pareció sospechoso. Procuró andar con mayor sigilo al pasar por los dormitorios de las chicas mayores. No quería que Zelda Dobinski o Beth Strong saltaran de la cama y la detuvieran. Las ayudantes del ama siempre parecían tan cansadas que tenían que estar durmiendo, así que sólo quedaba el ama

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Yewbeam, y ella probablemente estaría vigilando el dormitorio de Charlie. Un frío viento había apartado las nubes, y la luna llena brillaba a través de las ventanas que Olivia iba dejando atrás. Había luz suficiente en los largos pasillos para distinguir el camino hacia la escalera. El vestíbulo se veía enorme cuando estaba vacío, y una vez allí Olivia se mantuvo pegada a los paneles de las paredes. Mientras iba rodeando el gran suelo de baldosas no apartó la vista de la escalera, pero no apareció nadie. Alcanzó la puerta del jardín, descorrió los cerrojos y salió a la noche. La luna brillaba con tal intensidad que cada piedra y cada planta, cada arbusto y cada hoja de hierba, relucían con un fulgor plateado. Olivia se dejó llevar por un impulso repentino. Extendió los faldones de su capa como si fueran alas y recorrió con alegres saltos y zancadas el suelo cubierto de escarcha. Los oscuros muros de la ruina la devolvieron a la realidad. Aquélla era la parte que más miedo le daba. Arrebujándose en la capa, Olivia cruzó la entrada sin hacer ruido. Por un instante, pensó que estaba soñando. Había un gato sentado en el centro del patio enlosado. De un intenso color rojizo, todo su cuerpo relucía, desde la punta de su cola hasta la naricilla negra como el hollín.

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El gato maulló suavemente, y Olivia cayó en la cuenta de que ya lo había visto antes, en la fiesta navideña de la señorita Ingledew. En la librería ya le había parecido poco corriente, pero allí, en la oscuridad, era mágico. —Tú eres Aries, ¿verdad? —murmuró Olivia. El gato ronroneó, y luego se dio la vuelta y corrió hacia uno de los oscuros túneles que daban al interior de la ruina. Lo habían tapiado con gruesos tablones de madera, pero el gato se escurrió por una brecha a ras de suelo. «Si él puede hacerlo, yo también», pensó Olivia. Poniéndose a cuatro patas, se deslizó por debajo de los tablones tal como había hecho el gato: los bra2os primero y las piernas después. Una vez dentro del túnel, Olivia se incorporó y siguió al gato, que brillaba en la oscuridad. El túnel descendía en una peligrosa pendiente; el suelo estaba resbaladizo y de las paredes rocosas goteaba agua negruzca. Olivia no apartaba los ojos del gato. La estaba llevando a alguna parte y tenía que confiar en él. Finalmente salieron del túnel a un terraplén cubierto de vegetación, y antes de que Olivia tuviera tiempo de orientarse, el gato volvió a ponerse en movimiento, se metió entre los árboles y llegó a un claro donde apenas había luz. En el centro del claro, dos gatos, uno anaranjado y el otro amarillo, descansaban sobre una gran roca negra. Sus ojos relucían con destellos verde y oro a la luz de la luna.

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Ayudándose de los árboles para no perder el equilibrio, Olivia bajó por el empinado terraplén. Cruzó el claro y llegó a la roca negra. Los tres gatos, inmóviles y muy cerca el uno del otro, fulgían como una hoguera. Olivia bajó la mirada y vio que sus gruesas botas negras se volvían doradas por los gatos de fuego. Y entonces reparó en que había una delgada abertura junto a sus pies. La roca parecía cubrir una fosa. ¿Podría ser aquello una mazmorra? Se arrodilló en la hierba y gritó: —¡Henry! ¡Henry! ¿Estás ahí? Una voz muy tenue llegó hasta ella. —Hola. Me parece que soy yo, pero ya no estoy seguro de nada. —Pues yo sí que estoy segura —afirmó Olivia—. No cabe duda de que eres Henry. ¿Te han hecho pasar mucha hambre? No me he acordado de traer comida. —Zelda y Manfred me tiran pan y botellas de agua por la abertura. Olivia oyó un ruido de pasos, y al cabo de un instante distinguió dos ojos que la contemplaban desde la abertura. —Hola, Olivia —la saludó Henry—. Me alegro de verte. —Y yo de verte a ti, Henry. Pero no dentro de ese agujero. ¿Cómo te pillaron? —Un chico con el pelo blanco me engañó.

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—Billy Raven—masculló Olivia—. No lo creía capaz de caer tan bajo. —Manfred y una chica llamada Zelda me trajeron aquí. Me taparon la boca con cinta adhesiva. Cuando me la saqué me dolió horrores. —¡Oh! —exclamó Olivia. —Olivia, he visto a mi primo Zeke —le explicó Henry— . Está tan viejo y horrible... Todavía me odia después de todo este tiempo. El ordenó que me trajeran aquí. Zelda movió esa roca con sólo mirarla. No puedo salir. Lo he intentado una y otra vez, pero no he conseguido que la roca se mueva ni un centímetro. —Voy a probar —dijo Olivia. Se apoyó en la roca y empujó con todo el peso de su cuerpo, pero no se movió. Durante los minutos siguientes, Olivia empujó y tiró, le dio patadas a la roca y la golpeó con los puños, pero fue inútil. —Lo siento, Henry. Tendremos que probar otra cosa — se lamentó—. Le diré a Charlie dónde estás y ya se nos ocurrirá algo, te lo prometo. —El domingo me sacarán de aquí —dijo Henry, desesperado—. No sé adónde me llevarán. No creo que vuelva a veros a ninguno de vosotros... nunca más. —El sábado vendremos —aseguró Olivia con firmeza—. El tío de Charlie nos ayudará. ¿Podrás aguantar hasta

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entonces? ¿Hace mucho frío ahí abajo? —Al principio, sí, pero los gatos me mantienen caliente. También me dan ánimos. Su brillo es tan alegre... Y, además, está el árbol. —¿Qué árbol? —Tiene que estar muy cerca —le explicó Henry—. Cuando me siento deprimido oigo el sonido de las hojas, y eso hace que me sienta mejor. Olivia no entendía nada. Era invierno y los árboles no tenían hojas. Miró a su alrededor, justo a tiempo de ver dos figuras con batas de cuadros escoceses que bajaban a toda prisa por el terraplén. Los gatos maullaron una advertencia y arremetieron contra ellas. Cuando Zelda y Beth tropezaron con los gatos soltaron un chillido y cayeron al suelo. Olivia se levantó de un salto y corrió hacia el túnel, pero Zelda ya se había puesto de pie. Persiguió a Olivia y consiguió agarrarla del brazo, pero Olivia se volvió en redondo y le dio un puñetazo en el estómago. —¡Socorro! —chilló Olivia, aunque no había nadie más en los alrededores. Los gatos libraban un encarnizado combate con la corpulenta Beth Strong; la mordían y arañaban donde podían. Con un ronco gruñido de furia, Beth se los quitó de encima, se abalanzó sobre Olivia y la agarró por la cintura.

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—¡Ya te tengo! —gritó triunfalmente. —Esta vez sí que te la has ganado, Olivia Vértigo. Te ataremos a un árbol, y una bestia vieja y cruel vendrá a merodear por aquí. Mañana ya no quedará gran cosa de ti —la amenazó Zelda. —¡No os saldréis con la vuestra! —chilló Olivia—. Mi mamá... —Tu mamá no llegará a tiempo —se burló Beth—. Las niñas malas no deberían salir solas de noche. Riéndose a carcajadas, Zelda se sacó un trozo de cuerda del bolsillo. Iba a atarle las muñecas a la espalda a Olivia, cuando la luna quedó súbitamente oscurecida por una enorme nube negra. La nube parecía precipitarse contra el suelo; descendió rápidamente hacia ellos y Olivia advirtió que se trataba de un pájaro gigantesco. Sus enormes alas levantaron un vendaval que azotó el claro, y Zelda y Beth alzaron los ojos para contemplarlas con horror. Un instante después se elevaban por los aires sujetas por el cuello de sus batas y colgando de las garras de una gran pata emplumada. —¡Kraaak! —graznó el pájaro. Olivia retrocedió hacia los árboles y contempló sobrecogida cómo Beth y Zelda volaban en el cielo nocturno. La cabeza de Beth cayó hacia delante, desmayada, mientras que Zelda abría la boca en un grito

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silencioso. Olivia trepó por el terraplén y empezó a arrastrarse por el túnel. Los gatos la acompañaban y llenaban el túnel con su intensa luz. Pero cuando Olivia se deslizó por la entrada bloqueada con tablones, los gatos se quedaron al otro lado. —¡Gracias! —susurró Olivia. Corrió por el jardín sin atreverse a mirar atrás. La puerta del vestíbulo seguía abierta. No había nadie a la vista, y Olivia subió la escalera con sigilo. Cuando entraba en el dormitorio, una de las ventanas se cerró con un ligero golpe sordo. Olivia distinguió una figura silueteada contra la luz de la luna. —¿Quién hay ahí? —susurró. —Soy yo —dijo Dorcas Loom—. Estaba cerrando la ventana. Aquí dentro hace un frío que pela. ¿Dónde has estado? Dorcas era una dotada, pero Olivia no había visto ninguna demostración de su talento mágico. —He ido al lavabo —respondió. —¿Has visto a Emma? Ella también ha salido del dormitorio. —Esto... sí —contestó Olivia. —Bueno, pues buenas noches. Dorcas corrió las cortinas y se metió en la cama.

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Durante varios minutos, Olivia permaneció sentada en la oscuridad pensando en aquella ventana. ¿Quién la habría abierto? ¿Y dónde estaba Emma? Se decía que Emma podía volar. ¿Podía ser que ella y el pájaro de la ruina fueran la misma cosa? De ser así, Emma necesitaría una vía para volver a entrar en el dormitorio. Cuando estuvo segura de que Dorcas se había dormido, Olivia salió del dormitorio de puntillas y abrió una de las ventanas del pasillo. —¡Buena suerte, Emma! —murmuró. A la mañana siguiente, Olivia apenas podía mantener los ojos abiertos. Emma también parecía agotada. Las chicas bajaron a desayunar juntas. Se unieron a Charlie y Fidelio cuando se disponían a entrar en el comedor. —Parece que no hayáis pegado ojo en toda la noche — dijo Charlie. —Y así ha sido —corroboró Olivia, sonriéndole a Emma—. Ya te lo contaremos luego. Durante el descanso, las dos chicas encontraron a Charlie y a Fidelio sentados en una pila de leños delante de la ruina. —Bueno, ¿qué novedades son esas? —preguntó Charlie. Olivia les contó su aventura. Charlie miró a Emma.

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—¿El tollroc cobró vida? —preguntó. —Así es —respondió Emma. En ese momento llegó Gabriel corriendo. —¿Os habéis enterado? —exclamó al tiempo que se dejaba caer sobre un leño—. Encontraron a Beth y a Zelda vagando en pijama por Los Altos. Están conmocionadas y no se acuerdan de cómo fueron a parar allí. —Nosotras sí lo sabemos —dijo Olivia. Cuando le contó a Gabriel lo del tollroc, éste miró a Emma con incredulidad. —No comerás gravedad.

jerbos,

¿verdad?

—preguntó

con

Emma negó con la cabeza y todos se echaron a reír. Pero cuando las risas cesaron, Charlie sintió que un escalofrío le bajaba por la nuca y pensó en Henry. —No puedo esperar hasta el fin de semana —dijo—. Esta noche quizá necesite vuestra ayuda. Fidelio lo miró. —¿Quieres decir qué...? —Voy a hacerle una visita a Skarpo.

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16 La varita Charlie decidió usar la sala de Arte para su visita al hechicero. El retrato de Skarpo no llamaría la atención entre las demás pinturas, y si alguien lo sorprendía siempre podía decir que Emma le había pedido que mirase sus esbozos. Tan pronto como terminó los deberes, se dispuso a subir al dormitorio. —¿A qué viene tanta prisa, Charlie Bone? —preguntó una voz a sus espaldas. Charlie se volvió y vio que Manfred se dirigía hacia él. —No tengo prisa —contestó Charlie en el tono más despreocupado que pudo. —Quiero hablar contigo —dijo Manfred. —¿Ahora? —Sí. Ahora.

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Manfred se acercó a Charlie y se lo quedó mirando fijamente. Charlie se apresuró a apartar los ojos. No podía permitirse que Manfred lo hipnotizara ahora que estaba tan cerca de rescatar a Henry. —¡Mírame! —exigió Manfred. —No quiero —replicó Charlie—. De todas maneras, ya sabes que yo también sé jugar a tus juegos mentales. —Hum. Manfred se acarició la barbilla, donde empezaban a brotarle unos pelillos. —Pronto tendrás una barba magnífica, Manfred —dijo Charlie. Manfred no pudo determinar si Charlie se estaba burlando de él o halagándole. —Está bien. Puedes irte. Pero intenta no meterte en líos. —Sí, Manfred. Charlie se alejó a toda prisa. ¿Por qué lo habría detenido Manfred? Casi parecía que quisiera entretenerlo. Cuando Charlie entró en el dormitorio, Billy Raven se volvió para mirarle desde el pequeño armario de Charlie. Tenía en las manos el cuadro de Skarpo.

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—¿Se puede saber qué estás haciendo? —le preguntó Charlie muy enfadado. —Estaba buscando una cosa mía —dijo Billy con aire inocente—. Pensé que quizás había ido a parar a tu armario por accidente. Así que miré y esto se cayó al suelo. —Imposible. Estaba detrás de todo. Has estado fisgoneando. —¿Por qué siempre eres tan suspicaz? —se quejó Billy con resentimiento—. Te estoy diciendo la verdad. —¡Dámelo! —exigió Charlie. —Vale, vale. —Mientras le tendía el cuadro, Billy señaló una daga que había sobre la mesa en el retrato de Skarpo— . Fíjate en esa daga. Hay que ver cómo brilla. Seguro que está muy afilada. Seguro que ha matado a mucha gente. —Seguro que sí —zanjó Charlie cogiendo el cuadro—. Y a partir de ahora deja en paz mis cosas. —Lo siento, Charlie. —Billy sonrió—. No pretendía ser entrometido. Charlie salió del dormitorio sin perder un instante. Esperó unos segundos para asegurarse de que Billy no lo seguía, y luego echó a correr por el pasillo que llevaba a la sala de Arte. Se sorprendió al ver que sus amigos ya lo estaban esperando. Hasta Lysander había acudido.

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—Gabriel me ha contado lo que vas a hacer —dijo—. Me quedaré junto a la puerta por si alguien intenta entrar mientras tú estás... fuera de la circulación. —Gracias, Lysander—dijo Charlie. Eligieron un espacio protegido por uno de los grandes lienzos del señor Boldova. Charlie se sentó en el suelo y colocó el retrato ante él. Olivia y Emma se arrodillaron, una a cada lado, mientras que Gabriel y Fidelio tomaban asiento en un banco de enfrente. A Charlie le asaltaron las dudas. Nunca había hecho aquello antes. ¿Cómo se las arreglaría para salir del cuadro? En realidad no había llegado a pensar en ello, pero ya era demasiado tarde para detenerse. Charlie respiró hondo. —Bueno, voy a entrar. —Espera un momento, Charlie —le pidió Gabriel—. Sólo para que lo sepamos... ¿vas a traer a esta sala a ese personaje tan raro? —¿A Skarpo? No, espero que no. Sólo voy a pedirle consejo, y quizá me lleve algo prestado. —Charlie estaba empezando a sentirse mareado—. No... —comenzó a decir. Y entonces Skarpo lo miró, y Charlie oyó el susurro de la túnica del hechicero y el chirriar de la tiza sobre la piedra. —Entra —dijo una voz.

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Los amigos de Charlie empezaron a esfumarse. Una neblina blanca se levantó a su alrededor, ocultándolo todo salvo el huesudo rostro del hechicero y sus extraños ojos de un dorado amarillento. Cuando la niebla se disipó, Charlie se encontró en una gélida habitación iluminada por velas. Olía a sebo de velas encendidas, pino, especias y podredumbre. Las posesiones del hechicero habían dejado de ser meros objetos pintados. Ahora eran reales: las páginas eran ásperas al tacto y estaban manchadas de tinta; las plumas eran delicadas y suaves como el terciopelo; los cuencos de loza tenían los bordes mellados, y los cinturones y las tiras de cuero brillaban, desgastados por el uso. Los ojos de Charlie se posaron en la daga. Estaba colocada frente a un gran libro abierto, justo en el borde de la larga mesa. La luz de las velas la hacía resplandecer como si tuviera vida propia. La hoja era tan delgada que parecía un brillante rayo de luz. —¿Qué es lo que quieres, niño? Charlie dio un respingo. Había olvidado que el hechicero también le veía a él. —¿Sabes qué es esa arma? Es mágica, muchacho. Los magnéticos ojos del hechicero relucían. —Puedes verme —dijo Charlie sin aliento. —Puedo ver tu cara. Llevas días observándome,

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bribonzuelo. La voz del hechicero tenía un marcado acento, pero no gales. —He venido a pedirte que me ayudes —le expuso Charlie, nervioso. —¿De veras? —Skarpo esbozó una sonrisa sombría—. Entonces habrás venido a por la daga. Puede atravesar un corazón sin dejar marca alguna. Ni siquiera la señal de un pinchazo. —No quiero matar a nadie —replicó Charlie. Skarpo hizo oídos sordos. —Con un simple toque dejan de existir—insistió. Billy Raven quería que Charlie se fijara en la daga. Pero Billy no era amigo de Henry, y la daga era lo último que habría escogido Charlie. —No quiero la daga —rechazó—. Quiero rescatar a un amigo. —Pues hay alguien que la quiere —masculló el hechicero—. Con todas sus fuerzas. Han intentado llevársela, pero no... ¿cómo lo diría? No son magos muy hábiles que digamos. «Ezekiel Bloor», pensó Charlie. Recorrió la mesa con la mirada. ¿Qué podría servir para sacar a Henry de la mazmorra? ¿Cómo podía saber lo que debía elegir? Skarpo

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parecía querer confundirle. —¿Hierbas? —sugirió el hechicero—. ¿Una poción venenosa? —No, gracias. —Mete una de esas hermosas plumas en la bota de tu enemigo y cojeará durante un año. Skarpo rió con malicia. —No quiero dejar lisiado a nadie. —Charlie estaba empezando a desanimarse—. Sólo quiero rescatar a una persona. —¿Rescatar? Los rescates no son de mi incumbencia. Me complace más la destrucción. Si quieres mutilar a alguien, herirlo de muerte, envenenarle, quemarle, hacerle desaparecer o encogerse, o bien que se vuelva loco... —Todas esas cosas suenan muy útiles. —Charlie pensó que debía mostrarse cortés para que Skarpo siguiera de su parte—, pero lo que necesito en este momento es algo que... mueva una roca. Fue entonces cuando vio la varita. Tenía que ser una varita porque no podía ser otra cosa. Una delgada varilla blanca reposaba en la mesa detrás de un libro enorme. Debía de medir medio metro de largo y terminaba en una afilada punta de plata. Charlie la cogió. —No puedes llevarte eso secamente—. No me pertenece.

—le

advirtió

Skarpo

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—¿De quién es entonces? —preguntó Charlie. La varita estaba fría y era muy lisa, y encajaba en su mano como si le perteneciera. —La robé —dijo Skarpo—. Era de un mago gales. No te servirá de nada. —Pues yo creo que sí —replicó Charlie, emocionado—. Me parece que es justo lo que necesito. —¡¡No!! —Skarpo hizo ademán de coger la varita. Charlie corrió alrededor de la mesa. —La devolveré. De veras. —¡Dámela ahora mismo —rugió Skarpo—, o te convertiré en sapo! —No, la necesito. Charlie se apartó del largo brazo del hechicero. —Canalla. Ladrón. ¡Tú lo has querido! Skarpo agarró una lanza y atacó a Charlie. Papeles, plumas y hierbas salieron volando de la mesa. Charlie corrió hacia una puertecita del fondo de la habitación. Hizo girar la manija, pero la puerta se negó a abrirse. Mientras volvía a esquivar a Skarpo, cerró los ojos y pensó en sus amigos en la sala de Arte. —Quiero estar allí... ¡¡Ahora!! —dijo en voz alta. No funcionó. Seguía en la celda del hechicero. Skarpo

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había empezado a entonar un cántico mientras alzaba la lanza, listo para tirársela a Charlie. —¡Maldito muchacho, te abrasaré el corazón! — exclamó. Charlie se acurrucó contra la pared. No tenía escapatoria. Benjamin se lo había advertido. ¿Por qué no lo había escuchado? —Socorro —gimió. La punta de la lanza fulgió como un atizador al rojo vivo, y de pronto quedó envuelta en llamas. Mientras la lanza volaba hacia él, Charlie agachó la cabeza y envolvió la varita con su capa. La lanza llameante nunca llegó a alcanzarlo. Cuando Charlie alzó la mirada, vio que dos manos agarraban la lanza y la mandaban de vuelta contra el hechicero. Las manos eran morenas, con relucientes brazaletes dorados en las muñecas; más allá de los brazaletes no había nada, ni el menor rastro de un cuerpo. La lanza chocó contra la pared y cayó a los pies de Skarpo. El hechicero gritó cuando las llamas prendieron en el borde de su larga túnica. Charlie no vio qué sucedió después, porque unos brazos invisibles rodearon su cuerpo y tiraron de él para sacarlo de allí, abriéndose paso por entre las volutas de humo que empezaban a llenar la habitación.

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—¡¡Charlie, vuelve!! Charlie parpadeó. Los ojos todavía le lloraban a causa del incendio, pero la habitación del hechicero se había vuelto pequeña y lejana. Charlie la miraba, pero él no se hallaba dentro. Dos manos morenas sostenían el cuadro. Las manos que lo habían salvado. Charlie alzó la mirada hacia el angustiado rostro de Lysander. —Por un momento nos tuviste bastante preocupados, Charlie —dijo Lysander. —Eran tus manos —murmuró Charlie—. Me has salvado. —No fui yo —aclaró Lysander—. Tuve que invocar a los espíritus de mis antepasados. Me alegro de que hayas vuelto, Charlie. —¿Qué sucedió... aquí? —preguntó Charlie. —¡Fue increíble! —Olivia asomó la cabeza—. Tú te revolvías y gritabas, y nosotros no parábamos de decir: «¡Despierta, Charlie! ¡Sal de ahí!» —Pero no lo hacías —Fidelio apareció por encima de la cabeza de Olivia—, así que Lysander utilizó su lengua africana para llamar a sus antepasados. Y entonces, de pronto, dejaste de moverte y algo apareció en tus manos. Salió de la nada. ¡Mira! Charlie descubrió que todavía sujetaba la varita. Reposaba sobre sus rodillas, blanca y pulida, y su punta

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plateada relucía bajo la intensa iluminación de la sala de Arte. —¿Qué es? —preguntó Emma. —Una varita —intervino Gabriel—. Apuesto a que es una varita mágica. Charlie asintió. —Skarpo no quería que me la llevara. Se la robó a un mago gales. ¡Ahora ya sé lo que tengo que hacer! Tendré que emplear las palabras del libro de mi tío. —No dispones de mucho tiempo, Charlie —le advirtió Olivia—. El domingo se llevarán a Henry, y entonces ya no lo encontraremos nunca. —¿Cómo vamos a entrar en la ruina? —preguntó Fidelio con un suspiro—. Nos vigilan como halcones. —Si al menos Tancred regresara a la academia... — murmuró Lysander con tristeza—. Una tormenta sería una buena distracción. —Una tormenta sería magnífica, pero no podemos esperar a Tancred —aseveró Charlie—. Tendremos que actuar el sábado, que es cuando podemos obtener ayuda del exterior. Se puso de pie y trató de esconder la varita en la manga de su capa, pero era demasiado larga y sobresalía. —Dámela—se ofreció Lysander—. Yo tengo los brazos

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más largos. Charlie le dio la varita y Lysander la hÍ2o desaparecer dentro de su manga. —Será mejor que nos vayamos —sugirió Emma—. El ama ya debe de estar haciendo la ronda. Charlie escondió el cuadro de Skarpo debajo de su capa y los seis niños salieron de la sala de Arte. Cuando regresaban a sus dormitorios, el ama corrió hacia ellos, gritando: —¿Dónde os habíais metido, niños? ¡Hace cinco minutos que se han apagado las luces! —Disculpa, ama —dijo Lysander con tina sonrisa—. Estábamos mirando los trabajos de Emma. Y los míos, de hecho. El ama tenía la palabra «arresto» escrita en la cara. Los niños esperaron en silencio para saber qué les esperaba. Si les arrestaban el sábado, ¿cómo iban a rescatar a Henry? El ama sonrió triunfalmente. —Todos arres... —comenzó a decir. Pero una voz detrás del pequeño grupo la interrumpió. —Ha sido culpa mía, ama. Yo les di permiso. De hecho, les dije que vinieran a la sala de Arte. Écheme la culpa a mí, ¿eh? La sonrisa de triunfo de Lucretia Yewbeam se borró de

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golpe cuando el señor Boldova se acercó al grupo. —Lamento lo ocurrido, ama —dijo el profesor de arte—. Perdí la noción del tiempo. —Se volvió hacia los niños—. Bueno, será mejor que os vayáis a la cama. Y gracias por vuestras excelentes críticas. Los seis niños salieron pitando mientras el señor Boldova le pedía consejo al ama acerca de un enorme morado que le habían hecho jugando al rugby. —El bueno de Boldova —susurró Gabriel mientras los tres chicos entraban sigilosamente en su dormitorio. —¿Dónde habéis estado? —preguntó Billy. —No creo que te gustara saberlo —le respondió Charlie.

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17 Tancred y el árbol En la planta superior de la Casa del Trueno, Tancred Torsson examinaba los destrozos de su dormitorio. Apartó de una patada un montón de zapatos y se sentó en la cama, o en lo que quedaba de ella. El colchón estaba tirado en el otro extremo de la habitación, y las mantas y las sábanas yacían enredadas bajo el armario volcado. Tancred llevaba puestos los pantalones del pijama y su capa verde. La mayor parte de su ropa estaba hecha trizas o manchada de comida. Tancred estaba harto de estar enfadado, pero no podía hacer nada al respecto. Pequeñas oleadas de furia seguían brotando de él, haciendo que el aire se arremolinara a su alrededor. La señora Torsson asomó la cabeza por detrás de la puerta. —¿Vas a bajar a cenar, cariño? —le preguntó, algo inquieta.

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—¿Es que confiáis en mí? Tancred siguió mirando al suelo con expresión sombría. —Bueno, hoy ha sido un día un poco más tranquilo — respondió la señora Torsson. —Siento lo de los dolores de cabeza, mamá —dijo Tancred. —No lo puedes evitar, tesoro. Lo sé. La madre de Tancred se escabulló escalera abajo. Había días en que deseaba vivir en otro lugar, con un buen esposo de lo más normal y un hijo tranquilo. Pero quería mucho a su tempestuosa familia y, a pesar de los dolores de cabeza, sabía que nunca podría ser tan feliz con otras personas. Tancred siguió a su madre y ocupó su sitio en la mesa de la cocina. El señor Torsson ya se estaba sirviendo una buena porción de pastel de carne. La señora Torsson puso ante su hijo un plato de plástico. De momento había guardado la porcelana. —Aquí tienes —dijo, depositando un trozo de pastel en el plato de Tancred. —Ya va siendo hora de que te calmes —le dijo el señor Torsson a su hijo—. Este estallido tormentoso está durando demasiado. El vaso de papel de Tancred salió volando. Por suerte,

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estaba vacío. —¡No puedo evitarlo, papá! —se lamentó—. Lo he intentado, pero no puedo. —Si quieres saber mi opinión, ese hipnotizador tiene algo que ver con esto —retumbó el señor Torsson—. Manfred Bloor. Te ha puesto realmente nervioso, ¿verdad? —No quiero hablar de ello —replicó Tancred, y la capucha de su capa ondeó repentinamente sobre su cabeza. —Contrólate —le pidió el señor Torsson con voz atronadora. La lámpara que colgaba encima de la mesa se balanceó violentamente de un lado a otro. —¿Ves? Tú no estás mucho mejor que yo —observó Tancred. —Yo puedo dirigir la violencia —le contradijo el señor Torsson—. Nuestro don es un talento muy útil, pero los talentos tienen que encauzarse. —Sí, papá. Tancred apretó los dientes, pero una ventana detrás de él se abrió dando un fuerte golpe. —Lo siento —farfulló. Y entonces, a través de la ventana, les llegó un sonido muy curioso. Apenas era un susurro, pero tuvo un extraño efecto en Tancred. Se encontró escuchando una música que

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no se parecía a ninguna otra. Se levantó, se alisó la capa y echó su silla hacia atrás con mucho cuidado. —¿Qué ocurre, Tancred? —preguntó la señora Torsson, sorprendida por aquella calma tan poco habitual en él. —Tengo que irme —dijo Tancred con voz tranquila. —¿Adónde? —preguntó su padre. —Ahí fuera. Tancred señaló los oscuros árboles del bosque. Luego pasó junto a sus perplejos padres y salió de la casa antes de que tuvieran tiempo de hacerle más preguntas. La luna, medio oculta por las nubes, proyectaba una tenue claridad por entre los árboles, pero Tancred no titubeó. Sabía por dónde tenía que ir. En el corazón del bosque encontró lo que estaba buscando: el origen de aquella música cautivadora. Era un árbol. El árbol era rojo. Las hojas que cubrían sus esbeltas ramas parecían arder con un fuego interior, y el claro en el que se hallaba Tancred estaba bañado en un resplandor dorado. Unas marcas profundas, por donde el agua fluía lentamente tronco abajo, surcaban la corteza. Tancred se acercó un poco más y vio que el agua también era roja; tan roja como la sangre. Mientras escuchaba la dulce canción del árbol, sintió que una gran calma se adueñaba de él. Sus tormentas

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seguían allí, ocultas en su interior, pero ahora sabía que podía manejarlas. Su extraño talento había dejado de controlarlo. Se alejó del árbol, pero cuando ya casi había salido del bosque, miró atrás. La ardiente claridad había desaparecido y la canción había llegado a su fin. —Te he calentado la cena —dijo la señora Torsson cuando Tancred entró en la cocina. —¿Qué ha pasado ahí fuera? —preguntó su padre. —Había un árbol, papá. Un árbol rojo. Era como si cantase, pero una clase de canción que yo no había oído antes. El señor Torsson frunció el ceño. —He oído hablar de un árbol rojo —dijo con aire pensativo—. Mi madre me contó la historia cuando yo era muy joven. Apenas la recuerdo. Me dijo que era el Rey Rojo. —¡Nuestro antepasado! —exclamó Tancred. —¡Se me ha pasado el dolor de cabeza! —murmuró la señora Torsson. Tancred sonrió. —Mañana iré a ver a mis compañeros —anunció. —Ya iba siendo hora —afirmó el señor Torsson. Después de la cena, cuando Tancred ordenaba su

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habitación, su madre apareció con un montón de ropa y sábanas limpias. Lo había guardado a buen recaudo mientras él estaba a merced de sus tormentas, como lo expresó ella. —Tienes mucho mejor aspecto —le dijo—. Hasta tienes el pelo lacio. —Es que estoy mejor, mamá —corroboró Tancred. Aquella noche durmió mejor que nunca. Cuando despertó, el colchón seguía en su cama, al igual que las mantas y las sábanas. Se vistió a toda prisa y compartió un desayuno muy civilizado con su familia. La señora Torsson incluso le sirvió los huevos con beicon en un plato de loza. Después de desayunar, Tancred bajó por la colina hasta una casa imponente que se alzaba tras una verja de hierro forjado. Abrió las puertas, recorrió el sendero de grava y pulsó el timbre. Lysander abrió la puerta. —¡Hola, Sander! —le saludó Tancred. —¡Cómo me alegro de verte! —exclamó Lysander, y su enorme sonrisa casi le partió la cara en dos—. ¿Vienes a la escuela, entonces? —Pues claro —dijo Tancred. Charlie no supo que Tancred había vuelto hasta que fue

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al Salón del Rey aquella tarde. Acababa de poner sus libros sobre la mesa cuando Gabriel entró corriendo. —¿A que no sabes una cosa? —dijo Gabriel—. ¡He visto a Tancred! Charlie casi no se lo podía creer. —¡Eso es fantástico! —exclamó muy contento. Asa entró cojeando en la estancia. Ya no llevaba vendas, pero las cicatrices de sus manos todavía estaban rojas y le dolían. —¿A qué vienen tantas sonrisas? —gruñó. —Acaban de darnos una buena noticia—dijo Charlie. La sala empezó a llenarse. Emma ocupó su sitio junto a Charlie, y Billy entró con precipitación detrás de Manfred. Después apareció Dorcas y luego, por fin, llegaron Lysander y Tancred. —¡Hola, Tanc! —le saludaron Gabriel y Charlie. Antes de que Tancred pudiera responder, Manfred ordenó: —No habléis y seguid con vuestros deberes. ¡Tancred y Lysander, llegáis tarde! —Lo siento, amigo —dijo Tancred con una sonrisa. —Yo no soy tu amigo —le espetó Manfred. —Lo que tú digas, Manfred —concedió Tancred en un

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tono afable. Aquello pareció irritar todavía más a Manfred. Miró a Tancred con el ceño fruncido, pero no se le ocurrió nada más que decir. Billy Raven miró a Manfred con compasión. —Siento mucho que tu novia esté enferma —dijo, con la obvia esperanza de ganarse unas golosinas. Por desgracia, sus palabras tuvieron el efecto contrario. —¿Qué? —Manfred fulminó con la mirada a Billy. —Zelda —dijo Billy muy nervioso. —¡No es mi novia! —ladró Manfred—. Y te aconsejo que te ocupes de tus asuntos, Billy Raven. —Sí, Manfred. Todos bajaron la cabeza y se pusieron a trabajar. A pesar de la intensa concentración que había en la sala, Charlie era consciente de que, de alguna manera, se habían quitado un peso de encima. Un aire fresco y lleno de esperanza había invadido la estancia. «Ahora somos cinco», pensó. Y ellos sólo son tres. Dorcas era un enigma. Nadie sabía cuál era su don. Siempre había una sonrisa en su rostro, incluso cuando estaba haciendo los deberes. A Charlie le gustaba pensar que Dorcas no estaba ni en un bando ni en el otro, sino que se hallaba firmemente anclada en el centro.

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Alzó la mirada hacia el retrato del Rey Rojo. ¿Volvería a aparecer el árbol? ¿Y podría entrar él en aquel cuadro? ¿Oiría hablar al Rey Rojo? La voz de Manfred interrumpió sus pensamientos. —Soñar despierto no te llevará a ninguna parte, Bone. ¡Concéntrate en tu trabajo! —Sí, Manfred. Charlie se disponía a apartar la mirada del cuadro cuando vio aparecer una sombra detrás de la figura del rey. Poco a poco, la sombra fue cobrando forma. Se convirtió en una cara bajo una oscura capucha. Y Charlie llegó a la conclusión de que aquella figura tenebrosa se interponía en su camino. Nunca le dejaría oír la voz del rey ni acercarse a él. —¿Quieres un arresto, Bone? —gritó Manfred. —No..., no. Lo siento, Manfred. Sólo estaba pensando. Los deberes de hoy son un poco difíciles. Charlie revolvió entre sus libros. —Limítate a hacerlos —gruñó Manfred. Charlie mantuvo la cabeza baja hasta que el reloj dio las ocho y los dejaron marchar a todos. Tancred y Lysander le alcanzaron mientras se alejaba a toda prisa del Salón del Rey. —Sander me ha puesto al corriente de todo —le dijo

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Tancred a Charlie—. Espero poder ayudarte con el problema de tu primo. —Seguro que sí —afirmó Charlie—. He de meterme en la ruina como sea, tiene que ser el sábado, cuando no me vigilan. —Eso quiere decir que tendrás que entrar por el otro lado. —Lysander no parecía muy convencido—. Es muy peligroso, Charlie. Hay un profundo desfiladero con un río en el fondo. Tendrás que escalar los riscos, y son casi verticales. A Charlie no le gustó nada cómo sonaba aquello. —Quizá podría entrar por alguna ventana de las torres si hubiera una distracción. Miró a Tancred. —¿Una tormenta? —preguntó éste. —Eso sería ideal. —¿Quieres que te siga guardando la varita, Charlie? Lysander barrió el aire con la mano. —Me parece que estará más segura contigo —afirmó Charlie. —¿Qué estáis haciendo? —preguntó el doctor Bloor acercándose a ellos—. No deberíais estar rondando por aquí. Venga, fuera. —Sí, señor —respondieron los tres chicos.

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No se atrevieron a decirse nada más. Con una rápida sonrisa, Charlie se despidió de los dos chicos mayores y fue a su dormitorio. Aquella noche a Charlie le costó mucho conciliar el sueño. Le atormentaban unas imágenes en las que se veía cayendo al vacío desde riscos verticales y ahogándose en las veloces aguas de un río. A la mañana siguiente, estaba tan preocupado que poco le faltó para bajar a desayunar en pijama. Por suerte, Fidelio lo estaba esperando. —Si bajas vestido así te meterás en un buen lío. —No puedo pensar con claridad. No dejo de preguntarme qué le ocurrirá a Henry si no lo sacamos de ahí. —Lo sacaremos —dijo Fidelio, aunque con menos aplomo que de costumbre. Unas horas después, sucedió algo que cambió su estado de ánimo por completo. Cuando fueron a almorzar al comedor, se quedaron muy sorprendidos al ver a la cocinera detrás del mostrador. Charlie fue a recoger su ración y la cocinera inclinó la cabeza sobre una fuente de macarrones y le dijo a media voz: —He recibido un mensaje del señor Onimoso. El sábado a las dos de la tarde tienes que ir al Café de las Mascotas. —¿Por qué? —preguntó Charlie.

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—Muévete, Charlie —protestó Billy Raven desde la cola—. Tenemos hambre. Fidelio retrocedió y le dio un pisotón. —¡Ay! —chilló Billy. —No sabes cómo lo siento, Billy —dijo Fidelio en voz alta. Aprovechando el incidente, la cocinera murmuró rápidamente: —Todo se arreglará, Charlie. El señor Onimoso tiene la respuesta. —Luego levantó la voz y dijo—: Aquí tienes, Charlie. Macarrones sin los guisantes. —¡Hurra! —exclamó Fidelio mientras se sentaba a la mesa con Charlie—. Por fin algo para vegetarianos. —Bajó la voz—. He oído lo que te ha dicho la cocinera, así que ¡alegra esa cara, Charlie! El sábado lo sabremos todo. El día siguiente era viernes. Durante el primer descanso, Charlie y Fidelio se las arreglaron para hacerles llegar el mensaje de la cocinera a Tancred y Lysander. Gabriel ya había sido informado, y puso al corriente a Emma y Olivia. Después de todo, eran ellas las que habían encontrado a Henry. —Tendréis que traeros una mascota —les advirtió Gabriel a las chicas—. Puedo prestaros un jerbo a cada vina; tengo para dar y vender. —De hecho —dijo Olivia—, yo tengo unos conejos

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monísimos. Emma aceptó el ofrecimiento de Gabriel. Aquella tarde, Charlie envolvió el cuadro de Skarpo en su pijama. Lo colocó en el fondo de la bolsa y luego lo cubrió con el resto de la ropa. Billy Raven estaba sentado en su cama viendo cómo Charlie hacía el equipaje. Los demás ya se habían ido y los dos chicos estaban solos. —¿Por qué te llevas a casa ese cuadro? —preguntó Billy. —Porque me da la gana —replicó Charlie. Antes, Billy le daba pena porque se quedaba solo en la tétrica academia durante todo el fin de semana. Pero ahora estaba seguro de que a base de espiar el huérfano había obtenido muchas recompensas: barras de chocolate, cacao a altas horas de la noche, botas forradas de piel y potentes linternas, por mencionar sólo unas cuantas. —Bueno, me voy —anunció Charlie cerrando la cremallera de su bolsa—. Buen fin de semana, Billy. —Me parece que el tuyo no lo será —vaticinó Billy. ¿Qué habría querido decir con eso? Charlie estaba demasiado obsesionado con sus propios planes para preocuparse por las pullas rencorosas de Billy. Bajó corriendo al vestíbulo, donde lo esperaba Fidelio. Los dos chicos iban a ser los últimos en irse.

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Los viernes por la tarde, el doctor Bloor y Manfred permanecían en el vestíbulo hasta que el último alumno había salido del edificio. Charlie y Fidelio ya se dirigían a las grandes puertas dobles cuando el doctor Bloor se les plantó delante. —Quiero ver qué hay dentro de tu bolsa —le ordenó el director a Charlie. —¿Mi bolsa, señor? Charlie se alegró de haberle dado la varita de Skarpo a Lysander. —Tu bolsa, Bone. ¡Vacíala! —¿Aquí, señor? —¡Sí, aquí! —Perderá el autobús, señor —terció Fidelio. —Esto no es asunto tuyo, Gunn —ladró el doctor Bloor—. Largo de aquí. Fidelio no se movió. —Esperaré a Charlie, señor —dijo. Charlie abrió la bolsa de viaje y la puso boca abajo. Ropa, zapatos y libros cayeron al suelo. Manfred se agachó y sacudió cada prenda y cada libro. Hasta las zapatillas de deporte de Charlie fueron registradas. Cuando el monitor cogió el pijama de Charlie, el cuadro cayó al suelo. —¡Sólo hay esto! —informó Manfred, mostrándole el

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cuadro al doctor Bloor. —Ah. Una obra magnífica —reconoció el doctor Bloor— . ¿Nada más? ¡Mira dentro de la bolsa, Manfred! Manfred rebuscó en el interior de la bolsa de Charlie. Pasó las manos por el forro, sacudió los bolsillos y levantó la base del fondo. —Por favor, señor. Vamos a perder el autobús —dijo Fidelio valerosamente. —Entonces iréis andando, ¿vale? —le espetó Manfred— . Aquí no hay nada, papá. —Le arrojó la bolsa a Charlie—. Está bien. Vosotros dos, largo de aquí. Los dos chicos consiguieron subir al autobús por los pelos. Mientras recorrían la ciudad, Charlie empezó de pronto a albergar serias dudas acerca de su tío. ¿Y si seguía en el hospital? ¿Y si sus hermanas le habían hecho algo aún peor? Paton parecía muy maltrecho la última vez que lo vio. ¿Cómo iba a recuperarse a tiempo para ayudar a Henry? Charlie corrió calle Filbert abajo, temiendo recibir malas noticias. Cuando su madre abrió la puerta del número nueve, los peores temores de Charlie se vieron confirmados. La señora Bone nunca volvía a casa tan temprano. —¿Qué ha pasado? —preguntó Charlie con un hilo de voz.

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—Nada, cariño. —Su madre le dio un beso en la mejilla—. Me he tomado el día libre; tenía que hacer unas compras. Charlie entró en el vestíbulo. —¿El tío Paton está...? —Está arriba, en su habitación. Un poco dolorido, pero nada serio. —¡Bien! Charlie soltó la bolsa de viaje y subió los escalones de dos en dos. Por primera vez en su vida irrumpió en la habitación de su tío sin llamar. Paton estaba sentado a su escritorio. —¡Hola, Charlie! —le saludó. Por un momento, Charlie no supo qué decir. Se sentía tan aliviado y contento de ver a su tío... Un abrazo habría sido apropiado, pensó, pero el tío Paton podía sentirse incómodo. —No sabes cómo me alegro de que te encuentres mejor —dijo Charlie finalmente. —Yo también. Deberías ver mis cardenales. Son realmente impresionantes. Charlie apreció un corte y un gran morado en la frente de su tío, donde antes había llevado el vendaje. —Te ha quedado una cabeza muy, ejem, vistosa.

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Paton se echó a reír. —Eso no es nada. ¡Los otros son auténticas obras de arte! —Se palmeó la manga de su chaqueta de terciopelo, un tanto raída. Bajando la voz, añadió—: Pero no han conseguido acabar conmigo. —¿Piensas que realmente pretendían hacerlo? — preguntó Charlie. Paton se encogió de hombros. —¿Quién sabe? Con unas hermanas como las mías, todo es posible. —Tío Paton, tengo muchas cosas que contarte —dijo Charlie en tono grave. —Estoy seguro de que sí. ¡Vete a tomar el té y luego hablaremos del asunto! Charlie bajó a disfrutar de la abundante merienda que Maisie preparaba los viernes para compensar las magras raciones de la academia. —¿Verdad que tu tío goza de muy buen aspecto, dadas las circunstancias? —le comentó Maisie. —¿Han averiguado quiénes lo hicieron? —preguntó Charlie—. Quiero decir, ¿los mandarán a la cárcel? —Era un coche alquilado —le explicó Amy Bone—. Y lo conducía una rubia con gafas oscuras. Eso es todo lo que saben.

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«Una peluca», pensó Charlie. Tío Paton sabe quién ha sido, pero no puede probarlo. Se zampó la merienda tan deprisa como pudo y corrió escalera arriba para volver a ver a su tío. Paton había despejado un lado de la cama para que Charlie pudiera sentarse. Hasta entonces nunca le había invitado a tomar asiento en su habitación. Había encendido velas y la lámpara de aceite llenaba la habitación de una acogedora luminosidad. Charlie se lo contó todo a su tío; desde el momento en que descubrió que Henry había sido capturado hasta que escapó del hechicero. Paton no lo interrumpió ni una sola vez, aunque lanzó un débil silbido cuando Charlie relató la noche de Olivia con el tollroc gigante. —Sabía que encontrarías la varita —afirmó Paton—. Así que ahora la tiene un amigo tuyo, ¿no? —Lysander —especificó Charlie—. Confío en él. Me salvó de Skarpo. —Pero ¿tienes el libro? Porque, verás, si quieres que esa varita te obedezca, tendrás que emplear el gales. Es la única lengua que entenderá. Charlie asintió. Ya se había aprendido unas palabras, y se las repitió a su tío. —Symuda'r gareg yma! —«Mueve

esa

roca.»

—Tío

Paton

asintió

con

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aprobación—. Pero se pronuncia así, Charlie: Sumidar gareg umma! —Practicaré —prometió Charlie—. Fue una suerte que la señorita Ingledew encontrara el diccionario. Estaba tirado en la calle después de tu accidente. —Sí, tuvimos mucha suerte. La señorita Ingledew es una mujer notable. —¿Tú y ella volvéis a ser... amigos? —se atrevió a preguntar Charlie. Paton se sonrojó un poco. —Creo que sí. —Luego tosió ligeramente y preguntó—: Bueno, ¿cuál es tu próximo plan? —Mañana, mis amigos y yo iremos al Café de las Mascotas. El señor Onimoso mandó un mensaje. Dice que tiene la respuesta, pero no sé a qué se refiere. ¿Cómo puede rescatar a Henry? —El Café de las Mascotas —murmuró Paton—. El Café de las Mascotas... —Se frotó pensativamente la barbilla—. ¡Aja! Tendría que haberme acordado. —Rió con deleite—. Existe un viejo pasaje que lleva mucho tiempo olvidado. Se menciona en uno de estos volúmenes —añadió, palmeando una pila de libros de su escritorio—. Discurre por debajo de la ciudad, y va desde algún lugar de los muros del barrio antiguo hasta el centro del castillo en ruinas. Nadie sabe dónde empieza, pero te apuesto lo que quieras a que

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el señor Onimoso, sí. Con esa pinta tan fantástica que tiene de clandestino y de saber de túneles y madrigueras, estoy seguro de que lo conoce. —¡En el Café de las Mascotas! —exclamó Charlie. —Sin duda —convino Paton—. Charlie, hazte la bolsa y dile a tu madre que el sábado por la noche irás a la costa conmigo. —No lo entiendo —se extrañó Charlie. —Mañana irás a sacar a Henry de ese pozo. Lo llevarás al Café de las Mascotas, y tendrá que quedarse allí hasta que se haga de noche. Tú volverás aquí y me dirás que todo ha ido bien, cogeremos el coche y nos iremos al café para recoger a nuestro pobre familiar perdido. —¿Y adonde lo llevaremos? —¡Ah...! Tendrás que esperar un poco...

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18 ¡Emboscada! El sábado por la mañana Benjamin Brown cruzó la calle Filbert camino del número nueve. No recordaba ni un solo sábado en el que no lo hubiera hecho. Judía Corredora, como de costumbre, corría delante de él. Cuando Benjamin llamó al timbre, tuvo que esperar al menos un minuto a que Charlie abriese la puerta. —¡Oh! —exclamó Charlie cuando vio a Benjamin—. ¡Eres tú! —Pues claro que soy yo —se extrañó Benjamin—. ¿Por qué estás tan sorprendido? Charlie se sintió un poco culpable. Se había olvidado por completo de Benjamin. —Vamos a mi habitación —susurró—. Tengo muchas cosas que contarte. Benjamin entró en la casa.

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—¿Dónde está tu abuela? Se enfadará si ve a Judía Corredora. —No te preocupes. Ha salido. Tenía esa cara de conspiradora que pone a veces. No me atrevo a pensar en lo que estará tramando. A Charlie le llevó un buen rato contarle a Benjamin todo lo que había ocurrido. Benjamin, que se había sentado en la cama, se quedó boquiabierto y con los ojos como platos. —¡No veas! —exclamó cuando Charlie terminó de hablar—. Me dejarás ir contigo al Café de las Mascotas, ¿verdad? Charlie no veía cómo podía dejar fuera de aquello a Benjamin. —¡Pues, claro! Y Judía Corredora podría resultar útil. —Mamá quiere que vengas a comer a casa. Luego podemos salir por la puerta de atrás sin que nos vean, y así tu abuela no sabrá dónde estás. Charlie pensó que era una idea excelente. Su madre estaba trabajando, así que bajó corriendo para decirle a Maisie adónde iba, y luego los dos chicos se fueron al número doce. Aquella tarde, todo fue según lo previsto hasta que llegaron a la calle de la Rana. Judía Corredora se puso a gruñir y Benjamin vio a una mujer con botas rojas que desaparecía tras una esquina. La calle Mayor estaba a

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rebosar de gente que iba de tiendas, así que no la vio con claridad, pero la figura le pareció muy familiar. —Me parece que tu tía nos ha estado siguiendo —dijo Benjamin—. La de las botas rojas. —¡Venetia! —exclamó Charlie. Antes de bajar por la calle de la Rana, Charlie recorrió el gentío con la mirada en busca de las tías Yewbeam, pero soplaba un viento muy frío y muchos de los transeúntes se cubrían con sombreros o chales. No pudo ver a ninguna de sus tías y tampoco a su abuela. —Tendremos que arriesgarnos —decidió Benjamin. Caminaron a toda prisa por la calle de la Rana con Judía Corredora corriendo y saltando delante. —Bienvenido, Charlie Bone —le saludó Norton, el portero, cuando los chicos entraron en el café—. No hay problema; tu amigo te está cuidando la mascota. Charlie no se había acordado de traer un animal. Se alegró al ver a Gabriel saludándolo con la mano desde un rincón. Mientras se dirigía hacia allí, comprobó que todos los demás habían llegado antes que él. Estaban sentados alrededor de una de las mesas más grandes. Olivia tenía un conejo blanco en el regazo, y su compañero estaba sentado encima de Tancred. Gabriel se había traído su surtido habitual de jerbos, uno de los cuales se había aposentado

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en el hombro de Emma. Lysander había traído un loro en una jaula, y Fidelio llevaba en brazos a una gata que parecía bastante perpleja. —Es sorda —explicó Fidelio— debido al ruido que hay en casa, pero tiene muy buena vista. Cuando vio a Judía Corredora, la gata se erizó, pero el perrazo no le hizo caso y corrió a reunirse con otros perros junto a la ventana. —¿Quién es éste? —preguntó Tancred, y miró a Benjamin con el ceño fruncido mientras le empezaba a crepitar el pelo. —Es Benjamin —explicó Charlie—. Vive en mi calle y lo conozco de toda la vida. —Ah, bueno. —El pelo de Tancred se alisó—. Lo siento, es que estoy un poco nervioso. —¿Y quién no lo está? —intervino Gabriel. —Nosotras no, ¿verdad? —dijo Olivia y le sonrió a Emma. —Ni pizca —afirmó Emma, sacándose un jerbo del cuello de la blusa. —Hola, Benjamin —dijo Lysander esbozando una gran sonrisa—. No nos hagas caso. Somos amigos y compañeros de escuela de Charlie. Yo soy Lysander y él es Tancred. Tú siéntate y llénate el estómago.

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—Gracias. Benjamin contempló las fuentes llenas de comida que había en la mesa y se sentó junto a Charlie. Ambos se sirvieron un gran pedazo de pastel de chocolate. —Hoy no hemos tenido que pagar nada —les contó Gabriel—. El señor Onimoso nos dijo que se trataba de una ocasión especial y que podíamos tomar lo que quisiéramos. —Supongo que será especial... si todo sale bien — comentó Charlie, acordándose de por qué estaba allí. —¡Lo será! —El señor Onimoso apareció de repente al lado de Charlie—. Más vale que empecemos, muchacho — le dijo a Charlie—. ¿Vas a ir solo, o quieres que te acompañe un amigo? Charlie paseó la mirada por los rostros expectantes. No quería que nadie se llevara una decepción. —Yo no quiero ir, si no te importa —le ayudó Benjamin. —¿Va a entrar en la ruina? —preguntó Gabriel, bajando la voz. —Sí —afirmó el señor Onimoso. —Entonces seremos más útiles aquí. Gabriel miró a Tancred y Lysander. —¿Vendrás, Fidelio? —preguntó Charlie. Fidelio saltó de su asiento.

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—¡Por supuesto que sí! Olivia dejó escapar un enorme suspiro. —Supongo que ya he hecho mi parte. —Todavía no se ha acabado —le recordó Emma. Tras echar a su alrededor una mirada furtiva, Lysander se sacó la varita de la manga y se la tendió a Charlie. —Buena suerte —murmuró. —Gracias. Charlie se la guardó debajo de la chaqueta. Fidelio le pasó la gata a Gabriel y él y Charlie siguieron al señor Onimoso detrás del mostrador. Cruzaron una cortina de cuentas que tintinearon al pasar ellos y entraron en la cocina. El señor Onimoso los condujo hasta una puertecita que había al final de la cocina, y un instante después se encontraron en un largo pasillo lleno de estantes con comida para animales de aspecto muy poco apetitoso. —¡Vamos! —los apremió el señor Onimoso al ver que los chicos se entretenían mirando a su alrededor. Los estantes terminaron y el pasillo se estrechó. Ahora caminaban por un suelo de roca viva que no tardó en convertirse en un sendero de tierra endurecida. Conforme el señor Onimoso se adentraba en él, parecía ir adquiriendo más y más el aspecto de un topo u otra

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criatura subterránea. Charlie comprobó que el techo se había vuelto tan bajo que podía tocar con la palma de la mano su húmeda superficie. Cada vez estaba más oscuro. Cuando apenas quedaba luz, entraron en una pequeña caverna redonda. Estaba iluminada por un fanal colgado del techo, y junto a las paredes había enormes arcones para el té, sacos de plástico y cajas de madera. No parecía haber otra salida que el pasillo por el que habían venido. —¿Y ahora qué? —le susurró Fidelio a Charlie. El señor Onimoso tenía un oído tan fino como un conejo. —¡Aja! —dijo, haciendo que los dos nerviosos muchachos dieran un brinco—. Os preguntáis dónde está, ¿verdad? Pensáis que el señor Onimoso os ha metido en una sucia trampa, ¿eh? Charlie tragó saliva. —Claro que no. —¿Dónde está la salida? —preguntó Fidelio. El señor Onimoso sonrió ampliamente y luego, con asombrosa celeridad, apartó una caja de la pared. ¡Y allí estaba! Una puerta muy, muy pequeña y antigua. La sonrisa del hombrecillo desapareció. Las palabras que dijo a continuación fueron pronunciadas en un tono tan solemne que Charlie nunca las olvidaría.

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—Antes de entrar, quiero que juréis que nunca le hablaréis a nadie de esta puerta. —Lo juro —dijo Charlie. —Lo juro —repitió Fidelio muy serio. El señor Onimoso asintió. —Muy bien. Metió la mano en su camisa de lana y extrajo una 11avecita colgada de una cadena de oro. Poniendo sobre la puerta una mano que más parecía una pata, introdujo la llave en la cerradura y la hizo girar con mucho cuidado. La puerta se abrió con un suave crujido. —Los gatos están ahí —les informó el señor Onimoso—. Ellos os guiarán. Bueno, adelante. Cerraré la puerta con llave en cuanto hayáis entrado. No podemos correr ningún riesgo. Charlie escrutó la penumbra más allá de la puerta. Sólo entrevió unas enormes piedras que formaban las paredes de un túnel. Una luz distante empezó a acercarse, y Charlie dijo con un jadeo: —¡Los veo! Entró en el túnel con Fidelio detrás. Caminaron en fila india por el suelo empedrado sin apenas hacer ruido. Charlie había esperado encontrarse una especie de tosca madriguera, pero aquel túnel había sido construido de manera muy minuciosa. Las grandes piedras rojas

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encajaban perfectamente entre sí, incluso en el techo. —Es muy antiguo —dijo Fidelio en un susurro que resonó en todo el túnel—. Me pregunto quién lo utilizaba. —Soldados, tal vez —aventuró Charlie—. Habría sido una salida secreta si hubieran sitiado el castillo. —Y ahora, niños —añadió Fidelio—, Henry saldrá por aquí. Ya veían a los gatos con claridad, pero antes de que los chicos llegaran a donde les estaban esperando, los tres animales dieron media vuelta y echaron a correr por el túnel que se extendía ante ellos. Charlie y Fidelio aceleraron el paso. El túnel distaba mucho de ser recto, y tuvieron que tomar varias curvas antes de distinguir un bienvenido puntito de luz diurna en la lejanía. En vez de ir hacia la claridad, sin embargo, los gatos salieron del pasaje principal y se introdujeron en una larga grieta. Los chicos titubearon y luego se metieron por lo que resultó ser un túnel tan estrecho que tuvieron que avanzar de lado. Al final de tan incómodo recorrido, pasaron con dificultad junto a una columna y entraron en una sala increíble. El suelo estaba pavimentado con diminutos cuadrados de colores. Sobre un fondo blanco, líneas rojas, anaranjadas y amarillas irradiaban de un enorme círculo rojo. Las paredes estaban cubiertas de frescos: cúpulas doradas que

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resplandecían bajo cielos azules y altas figuras vestidas con túnicas paseando por frondosos jardines. El techo abovedado reproducía el motivo del suelo, sólo que allí el círculo central era una abertura por la que se veía el cielo. —Es el sol —murmuró Charlie—. Mira, el dibujo representa los rayos del sol. —¡Hay tanta luz! —Fidelio alzó la mirada hacia el diminuto círculo en el techo—. Tiene que ser algún truco... o cosa de magia. —Estaba en el escudo —recordó Charlie—. El escudo del Rey Rojo era como un sol brillante. Esta es su cámara. Un lugar especial, que le pertenecía únicamente a él. No creo que nadie más haya estado aquí desde que se fue. —¿Nunca? —preguntó Fidelio. Charlie sacudió la cabeza. —No creo. En ese momento, ninguno de los dos habría podido explicar lo que sentía. El lugar los afectaba de maneras muy distintas. Mientras que Fidelio estaba inquieto y ansioso por seguir adelante, Charlie se sentía como en casa y profundamente reconfortado. —Los gatos se han ido —observó Fidelio—. ¿Y ahora qué? Charlie reparó en una hoja dorada y rojiza que había junto a su pie. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿A través

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del techo? Estudió las diez columnas que circundaban el patio. Estaban hechas de la misma roca roja que el resto del castillo, y entre las columnas y la pared apenas cabía un dedo, a excepción de dos columnas que se alzaban frente a frente. Fidelio y él habían entrado en la cámara pasando por detrás de una de ellas. Charlie se acercó a la columna opuesta para examinarla. Oculta por la columna, una ventanita redonda se abría a un oscuro bosque. Mirando por la ventana, Charlie vio un frondoso claro a través de los árboles. En el centro del claro había una roca negra, sobre la que estaban sentados los tres gatos. —¡Ahí está! —exclamó Charlie—. ¡Fidelio, está ahí! Fidelio corrió a reunirse con él. —¿El qué? —La mazmorra. Hay una roca, tal como dijo Olivia. ¿Ves? Donde están sentados los gatos. Fidelio lanzó un silbido. —Tú primero, Charlie. Iré detrás de ti. Se metieron con dificultad por el agujero redondo y saltaron al suelo. Cuando miraron atrás, lo único que distinguieron fue una pared cubierta de hiedra. Nadie habría adivinado lo que se escondía detrás. Charlie abrió la marcha. Los gatos lo animaron con sus maullidos cuando se arrodilló sobre la hierba y llamó:

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—¡Henry! Henry, ¿estás ahí? ¡Soy yo, Charlie! —¿Charlie? Un sonido de pasos arrastrados brotó de una estrecha rendija junto a la roca. Y un instante después Charlie se encontró contemplando dos grandes ojos grises. —Me alegro de verte, Charlie —dijo Henry. —Y yo de verte a ti, Henry. Siento haber tardado tanto. Pero ahora mismo te sacaremos de ahí. —¿Cómo? —Bueno, tengo algo aquí con mucho poder. —Charlie se sacó la varita de la chaqueta y la sostuvo ante sus ojos—. ¿Lo ves? —Pero si no es más que un palito... —Henry parecía muy decepcionado—. No servirá, Charlie. Fidelio se asomó por encima del hombro de Charlie. —En realidad, Henry, es una varita mágica —dijo—, y las varitas lo pueden todo. —¡Oh! ¿Y éste quién es? —preguntó Henry. —Mi amigo Fidelio —le explicó Charlie—. Es genial en situaciones críticas porque nunca se deja llevar por el pánico. Me parece que será mejor que te apartes de ahí, Henry. Por si la roca se moviese hacia donde no debe. —Si pasa eso no podré respirar —se asustó Henry.

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—No te preocupes. Funcionará —afirmó Fidelio con seguridad. —Si tú lo dices... Los ojos desaparecieron y oyeron cómo Henry se hacía a un lado de la mazmorra. Charlie se apartó de la roca y alzó la varita. —¿Y si no funciona? —musitó. —Pues claro que funcionará —replicó Fidelio—. Piensa de dónde proviene, Charlie. Cree en ti mismo. Más animado, Charlie agitó la varita en el aire y luego, apuntando a la roca, salmodió: —Summidar garreg umma! Los tres gatos saltaron de la roca, pero no sucedió nada más. —Este tipo de cosas nunca salen bien a la primera —dijo Fidelio—. Es como nuestro coche. Siempre necesita dos intentos. Charlie repitió las palabras galesas, pronunciándolas tal como las había dicho su tío. La roca no se movió. Un helado espasmo de pánico le atenazó el estómago. Quizá Skarpo lo había engañado. No tendría que haber escogido la varita. No servía de nada. —Es inútil —murmuró—. ¿Qué vamos a hacer, Fido? —Vuelve a intentarlo —le propuso Fidelio—. Pero esta

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vez utiliza otro tono de voz. Parecías alguien que finge ser un mago. Un poco falso, ya sabes. Y demasiado mandón. Estoy seguro de que un auténtico mago trata a su varita como si fuese una amiga. Intenta que tu voz suene más afable, y más cortés. —De acuerdo. Charlie se aclaró la garganta. Una vez más, apuntó con la varita a la roca negra, y cuando pronunció las palabras, trató de imaginar que hablaba con su tío Paton; con educación, pero en un tono amistoso. —Summidar garreg umma! Esta vez la varita empezó a calentarse en su mano apenas terminó de hablar. Charlie sintió que vibraba en sus dedos. Un resplandor rojizo se extendió por la madera y la punta plateada centelleó como un fuego de artificio. Con una súbita explosión de luz, la varita salió disparada de la mano de Charlie y aterrizó sobre la roca. En todo el claro, los pájaros emprendieron súbitamente el vuelo entre nerviosos chillidos. Fidelio y los gatos se acercaron a Charlie mientras la roca rechinaba con un gran estruendo. Se oyó un profundo rumor subterráneo y un retumbo sordo, y la roca empezó a rodar lentamente hacia atrás. Los chicos estaban tan atónitos que se quedaron clavados en el sitio, y entonces la cabeza de Henry surgió

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de un oscuro agujero junto a la roca. —¡Hurra!—gritó—. ¡Estoy libre! ¡Bien hecho, Charlie! Su aspecto los dejó de piedra. Nunca habían visto a un chico tan consumido. Henry estaba pálido y desencajado, y las oscuras ojeras que había bajo sus ojos le hacían parecer un búho cansado. Fidelio y Charlie lo cogieron de los brazos y lo ayudaron a salir del pozo. El agotamiento hacía que le costara tenerse en pie, pero se sentía tan contento de verse sano y salvo que no pudo evitar dar un salto de alegría en cuanto estuvo fuera. Charlie contempló la fosa. Costaba imaginar cómo se había sentido uno encerrado en aquel horrible lugar durante dos semanas enteras. La varita había perdido su extraño brillo y volvía a ser un palito blanco con la punta de plata. Henry la contempló sobrecogido mientras Charlie volvía a deslizaría dentro de la chaqueta. —Te contaré cómo la conseguí—dijo Charlie—, pero no aquí. Vayámonos antes de que venga alguien a curiosear. Cruzaron el claro y el bosque a toda prisa, pero cuando llegaron al muro cubierto de hiedra, la ventanita redonda había desaparecido. Fidelio consiguió encontrarla tras apartar las gruesas ramas colgantes y montones de hojas. Uno a uno se metieron por la ventanita y saltaron a la

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sala abovedada. Henry contempló con asombro las paredes pintadas. —Es como el mundo del Desplazador Temporal — murmuró—, el mundo del Rey Rojo. Le hubiese gustado quedarse más tiempo, pero Fidelio y Charlie le apremiaron para abandonar la sala. Se metieron con dificultad por detrás de la columna y entraron en el túnel. Los gatos los habían seguido todo el camino, y ahora iluminaban el oscuro pasadizo con sus brillantes pelajes. Mientras recorrían el túnel, Charlie le habló a Henry de Skarpo el hechicero y la varita galesa robada. A Henry, todo aquello le resultó bastante difícil de asimilar tan poco tiempo después de su fuga. Le resultó más fácil entender la descripción del Café de las Mascotas que le hizo Fidelio y, tras dos semanas a base de pan y agua, se moría de ganas de probar los deliciosos pasteles que encontraría allí. Ya casi habían llegado al final cuando la puertecita que daba al café se abrió de golpe y apareció una alta figura. Los chicos se detuvieron. Les costaba distinguir su cara. Y entonces, la señora Onimoso corrió hacia ellos agitando las manos frenéticamente. —¡Chicos, chicos! —exclamó—. Es inútil. Ha ocurrido algo terrible. ¡Nos han tendido una emboscada! —¿Cómo? —dijo Charlie—. ¿Qué ha pasado? —El doctor Bloor y una de tus tías están en el café.

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Vigilan todos nuestros movimientos. Se trataba de una noticia de lo más terrible. —Quizá podríamos sacar a Henry mientras están comiendo —sugirió Charlie. —Ni lo sueñes, tesoro. —Bajó la mirada hacia Henry—. Así que tú eres el joven viajero. Qué emoción conocerte, querido. Yo soy la señora Onimoso. —¿Cómo está usted? —Henry le estrechó la mano—. No sabe las ganas que tengo de probar sus pasteles —añadió. El rostro de la señora Onimoso se iluminó. —Entonces no tardarás en comerte uno, querido. Pero tendrás que quedarte aquí un rato, muy calladito y sin hacer ruido, mientras tus amigos vienen conmigo. —¡No podemos dejar a Henry aquí! —protestó Charlie. —Tendréis que hacerlo, tesoro. Os vieron entrar en el café. Tu tía no ha dejado de preguntar que dónde te habías metido. Le dije que estabas echando una mano en la cocina, pero vete a saber si me creyó. En un abrir y cerrar de ojos la tendremos detrás del mostrador y metiendo las narices en la cocina. La señora Onimoso cogió del brazo a Charlie y a Fidelio y los llevó por el túnel al interior del almacén. Lo último que vio Charlie antes de que la señora Onimoso cerrase la puerta fue el rostro de Henry, pálido y asustado.

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—Lo siento, Henry —susurró Charlie—. No tendrás que quedarte mucho tiempo. Habrá una gran tormenta, pero no debes preocuparte. Es para protegerte. Espera al señor Onimoso. El te dirá cuándo puedes salir sin correr peligro. —Adiós, Charlie —se despidió Henry. Charlie se estremeció cuando la señora Onimoso cerró la puerta con llave. Las palabras de Henry le parecieron tan tristes y definitivas... —Nunca pensé que tendría que volver a abandonarlo en la oscuridad —murmuró mientras la señora Onimoso los conducía a la cocina. —Será por poco tiempo —afirmó Fidelio. Pero Charlie no estaba tan seguro. ¿Durante cuánto rato vigilarían el café sus tías? ¿Quién sabía lo que podía ocurrir en las próximas horas? En cuanto oscureciese, la bestia andaría suelta. Cuando los dos chicos volvieron a entrar en el café, se encontraron con que Lucretia Yewbeam los miraba fijamente desde una mesa en el centro del local. El doctor Bloor estaba sentado frente a ella. Lucretia los señaló con un movimiento de cabeza y el director se volvió. Mientras iban a reunirse con sus amigos, los chicos pudieron sentir dos pares de ojos que los observaban. —Empezábamos ¿Has...?

a

preocuparnos

—dijo

Olivia—.

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—Sí —respondió Charlie. —¡Chist! —ordenó Gabriel—. Salgamos de aquí. Tengo la sensación de que hay espías por todas partes. Los ocho niños desfilaron junto a la mesa del doctor Bloor, quien les dirigió una seca inclinación de cabeza. Lysander dijo: —¡Buenas tardes, doctor Bloor! Lucretia Yewbeam fulminó con la mirada a Charlie y le espetó: —Ganándote un dinerillo extra para tus gastos, ¿eh, Charlie? Espero que lo ahorres para pagar la escuela. ¿Qué? —Charlie la miró con extrañeza. No sabía de qué le hablaba su tía. Fidelio acudió al rescate. —La verdad es que nos pagan muy bien, ama —terció— . Lavamos los platos y a veces nos dejan hacer los bocadillos. —¡No me digas! —replicó el ama—. Lástima que no hagas lo mismo en casa, Charlie. Hoy en día los niños no parecen dispuestos a colaborar en nada a menos que se les pague por ello. El doctor Bloor se disponía a mostrarse de acuerdo cuando se oyó un agudo ladrido procedente del suelo.

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Charlie acababa de pisar una cola sin pelo junto a los pies del doctor Bloor. —¡A ver si miras por dónde vas, muchacho! —bramó el director. —¡Lo siento, señor! —se disculpó Charlie, comprendiendo que el doctor Bloor había llevado a Bendito al café como mascota. La tía Lucretia se había traído algo metido en una jaula, aunque era imposible adivinar de qué se trataba. La jaula estaba hecha con una tela metálica muy tupida, y lo único que se veía era un gran bulto azul. —¡Es una serpiente! —susurró Fidelio. Charlie se alejó de allí pitando. Cuando salieron a la calle de la Rana, una persona con botas rojas desapareció de un salto tras la esquina. —Otra vez la tía Venetia —masculló Charlie en tono sombrío. Lysander y Tancred corrieron calle Mayor arriba, pero las botas rojas se habían esfumado entre la multitud de compradores. No obstante, cuando Charlie los alcanzó, vio a alguien más. Allí, sentada en un banco, estaba la abuela Bone. Charlie se dirigió hacia ella. —¿Qué haces aquí, abuela? —preguntó.

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—¿Para qué suele sentarse alguien junto a una parada del autobús? —dijo ella fríamente—. Para esperar el autobús, naturalmente. Hoy eres muy popular, Charlie. Te acompañan montones de amigos. —Sí—dijo Charlie, y siguió andando. Cuando se hubieron alejado de la abuela Bone, Olivia no pudo contener su curiosidad por más tiempo. —¿Cómo sacaste de la mazmorra a Henry? —le preguntó—. ¿Funcionó la varita? Charlie les contó todo lo que había ocurrido en el castillo. —Así que tiene que quedarse en el túnel —se lamentó Olivia—. ¿Y ahora qué? —Ahora todo depende de mi tío Paton —declaró Charlie. Habían llegado al semáforo y Gabriel vio a su madre, que lo esperaba en su Land Rover al otro lado de la calzada. Había prometido que llevaría a Lysander y a Tancred a su casa en Los Altos. Antes de cruzar, Tancred se volvió hacia Charlie y le dijo: —Me parece que ya va siendo hora de que estalle una buena tormenta. Eso barrerá a los fisgones de las calles. Charlie acababa de divisar a la tía Eustacia, que los

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observaba desde la entrada de una farmacia. —Sí, una tormenta sería fabulosa —dijo. —Dalo por hecho —prometió Tancred. Mientras los tres chicos mayores cruzaban la calzada, a Tancred se le pusieron los pelos de punta y una fría brisa azotó el rostro de Charlie. Las gotas de lluvia empezaron a repiquetear contra el suelo. —El bueno de Tancred —dijo Fidelio—. Bueno, volvamos a casa antes de que empiece la tormenta. Decidieron que Charlie los avisaría a todos cuando Henry estuviera a salvo, y entonces, con el fragor de un trueno retumbando en la lejanía, Emma y Olivia se marcharon, camino de la librería Ingledew. Fidelio se alejó a toda prisa por entre un mar de paraguas y Charlie, Benjamin y su perro echaron a correr en dirección a la calle Filbert. —¡Vendré después del té! —gritó Benjamin mientras Charlie subía los escalones del número nueve. —¡Hasta luego! Charlie entró y fue directamente a la habitación de su tío. Paton lo estaba esperando. —¿Ha ido todo según el plan previsto? —preguntó.

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—Casi —contestó Charlie—. Tuve que dejar a Henry en el túnel. El doctor Bloor había ido al café, y las tías estaban por todas partes. ¡Hasta la abuela Bone nos vigilaba! —Tranquilo, Charlie —dijo su tío—. Pronto tendrán que darse por vencidos. Ahí fuera se está preparando una buena tormenta, y mis hermanas no soportan mojarse. El señor Onimoso cuidará de Henry. Lo único que tenemos que hacer es esperar. —Pero ¿durante cuánto tiempo? —A las diez ya no debería haber peligro —pronosticó Paton—. Telefonearé al Café de las Mascotas para asegurarme de que todo va bien, y entones iremos a recoger a nuestro Henry. Va a ser una noche importante, Charlie. Los oscuros ojos del tío Paton brillaron, llenos de confianza. ¿Por qué, entonces, Charlie se sentía tan inquieto? —No deberíamos haberlo dejado en el túnel — murmuró.

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19 El Desplazador Temporal Henry se había quedado dormido. El retumbo de un trueno lo despertó y se levantó de un salto. Charlie le había avisado de que habría tormenta, pero no esperaba aquel estruendo. Otro trueno resonó en el túnel, y algo echó a correr en la oscuridad. Uno de los gatos saltó. Se oyó un débil chillido seguido de un crujir de huesos. Aquello era peor que estar en la fosa. Henry pensó en la sala donde un sol carmesí extendía sus rayos por todo el suelo. Era un lugar muy alegre, y esperaba volver algún día. —¿Y por qué no ahora? —se dijo a sí mismo—. Me encontrarán allí cuando vengan a buscarme. Se dispuso a marcharse a aquella sala tan confortable y llena de luz. Nada más apartarse de la puerta del café, los gatos le rodearon maullando con fuerza. —No me voy muy lejos —les dijo Henry—. Sólo a la

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sala del sol. Los gatos lo siguieron por los oscuros túneles y al interior de la sala. Cuando Henry extendió su capa encima del sol rojo y se tumbó, los gatos se relajaron, se sentaron cerca de él y empezaron a asearse enérgicamente. La luz que entraba por el techo empezó a menguar. Al poco tiempo el cielo estaba negro como el carbón. La tormenta arreciaba, y los relámpagos iluminaban los frescos de las paredes con feroces destellos. Sin hacer caso de truenos o relámpagos, los tres gatos se hicieron un ovillo y se pusieron a dormir. ¿Quién sabe lo que impulsó a Henry a hacer lo que hizo a continuación? ¿El sonido que le llegaba a través de la ventana redonda, quizás? Algunos habrían pensado que era el viento, o las gotas de lluvia cayendo entre las ramas. Henry creyó oír que alguien lloraba, y eso le recordó a James. No podía oír llorar a alguien sin que le entraran ganas de hacer algo al respecto. Los gatos siguieron durmiendo mientras Henry iba de puntillas hacia la ventana redonda y salía al bosque. Sólo había dado unos pasos cuando oyó un ronco gruñido a sus espaldas. Henry echó a correr. Atravesó el claro donde se abría el oscuro pozo junto a la roca. Subió por el terraplén boscoso que había detrás de la roca, y mientras, la bestia lo

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perseguía por entre los árboles, gruñendo con ansia. Henry buscó a la desesperada la manera de salir del claro. Sus dedos arañaron la roca, paredes cubiertas de hiedra y zarzas espinosas. De pronto, un relámpago le mostró una arcada de piedra y Henry la cruzó a toda prisa. Se encontró en un oscuro y húmedo pasaje con el suelo cubierto por una gruesa capa de musgo resbaladizo. Recorriendo a ciegas una empinada pendiente, Henry fue avanzando gracias a los relámpagos que iluminaban el final del pasaje. Los ronquidos y gruñidos de la bestia resonaban detrás de él mientras se escabullía por debajo de un parapeto de tablas y caía sobre las losas de un gran patio. Sin mirar atrás, Henry se puso de pie y atravesó corriendo el enorme arco que se abría al jardín. Mientras corría por la hierba mojada, el estruendo de la tormenta se intensificó. Un viento ululante barrió el jardín con cortinas de lluvia, y cuando llegó a la academia, Henry estaba empapado de pies a cabeza. La puerta del jardín no estaba cerrada con llave, y Henry entró con un suspiro de agradecimiento y cerró rápidamente la puerta. En lo alto de la escalera, al otro lado de la sala, Billy Raven lo miraba con fijeza. El niño del pelo blanco no dijo una palabra; se limitó a contemplar con rostro impasible cómo Henry corría hacia la puerta más próxima, la que daba al ala oeste. No disponía de mucho

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tiempo para esconderse; Billy no iba a perder ni un instante. En unos minutos, los Bloor sabrían que su prisionero había escapado y registrarían el edificio. Henry empezó a subir los escalones que llevaban a la sala de música. En otra ocasión, allí había estado a salvo. El profesor de música era un hombre extraño, pero Henry sabía que podía confiar en él. La tormenta se hallaba en pleno apogeo. La torre entera vibraba con el estruendo ensordecedor de los truenos, y los relámpagos centelleaban continuamente a través de cada ventana. Henry ya casi había llegado al final de la escalera de caracol cuando oyó un grito por debajo de él. —¡Ha entrado aquí! Dos pares de pisadas resonaron al subir corriendo los escalones de la torre. Henry se abalanzó hacia delante, falló un escalón y cayó al suelo. —¿Has oído eso? ¡Está aquí arriba! —gritó Manfred. Henry se puso de pie. Empezaba a preguntarse si tenía algún sentido intentar escapar: al final darían con él. Alzó la mirada, contempló la estrecha escalera y dejó escapar un suspiro de desesperación. Un instante después, una delgada mano enguantada le tocó el brazo. La señora Bloor se hallaba junto a él. Una señora Bloor completamente cambiada. Sus ropas oscuras habían desaparecido. Ahora llevaba un abrigo rojo y un pañuelo

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de alegre estampado. Tenía un estuche de violín debajo del brazo y en su mano libre llevaba un pequeño bolso de cuero. Le brillaba el pelo y sus ojos chispeaban de emoción. —Es hora de irse, Henry —dijo, abriendo su mano lisiada—. ¡Mira! Henry vio el Desplazador Temporal reluciendo sobre su oscuro guante. Se apresuró a apartar la mirada. —Nos iremos juntos —declaró la señora Bloor—. Agárrame del brazo y ven por aquí. Sin pensárselo dos veces, Henry cogió a la señora Bloor del brazo mientras ésta franqueaba rápidamente una puerta que había detrás de ella y que daba a uno de los largos y oscuros pasillos del ala oeste. La señora Bloor echó a correr. —Es el momento perfecto —le explicó—. La noche en que me rompieron los dedos había tormenta, ¿sabes? Ahora puedo regresar a como era antes. Podré marcharme antes de que me cojan. Corría cada vez más deprisa, y Henry dio un traspiés al intentar mantener su ritmo. —¿Y si...? —dijo casi sin aliento—. ¿Y si regresa a un lugar equivocado? —Eso no sucederá, Henry. He pensado mucho en dónde quiero estar. Confío en esta antigua canica. Iré cinco minutos por delante de ellos. Esta vez, estaré cruzando las

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puertas y parando un taxi antes de que nadie se entere de que me he ido. ;4 —No creo que pueda ir con usted —resolló Henry. —¡Pero tienes que hacerlo...! ^ Una voz aulló en el pasillo: —¡¡Dorothy, alto!! —¡Deprisa, Henry! —chilló la señora Bloor. Henry sentía como si un elefante le estuviera aplastando los pulmones. No podía seguir corriendo. Nunca volvería a respirar. —¡Manfred, detenlos! —rugió el doctor Bloor. Al tiempo que Manfred echaba a correr en pos de los fugitivos, una forma bajita y rechoncha se cruzaba en el pasillo. Se oyó un chillido y Manfred tropezó con Bendito y cayó de bruces sobre las tablas del suelo, gruñendo y soltando palabrotas. —Asqueroso, maldito, odioso... Mientras Manfred insultaba al viejo perro, la señora Bloor dobló una esquina y pasó por debajo de un arco de poca altura. Más allá del arco, un tramo de escalones de piedra subía hacia una estrecha ventana. —Oh, vaya. —La señora Bloor jadeaba mientras subía los escalones—. No es aquí donde pretendía venir, pero ya no hay remedio. Ven conmigo, Henry. Henry ya le había soltado el brazo. No sabía si seguirla

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o no, pero no parecía tener otra opción. —¡Vamos, vamos! —lo apremió ella. Cuando llegó al final del tramo de escalones, la señora Bloor abrió la ventana y pareció saltar al vacío. Henry se quedó helado cuando un relámpago iluminó el cielo. ¿Se había precipitado a la muerte su acompañante, o ya estaba retrocediendo en el tiempo? Subió los escalones y miró fuera. La señora Bloor se encontraba en un amplio paso entre el tejado y un largo parapeto. En lo alto del parapeto, extrañas bestias de piedra contemplaban el jardín y los oscuros árboles que se alzaban en la lejanía. —Vamos, tesoro —dijo la señora Bloor—. No tengas miedo. Estaba mirando el Desplazador Temporal, y la resplandeciente bola de cristal proyectaba oleadas de deslumbrantes colores en el cielo nocturno. Henry no pudo contenerse. Fue hacia la señora Bloor. Un sordo rumor de pasos resonó a sus espaldas. Sin apartar los ojos del Desplazador Temporal, la señora Bloor se pasó la correa del bolso por el hombro y agarró una esquina de la capa de Henry. —Sólo unos segundos más —susurró—. Puedo sentirlo, Henry. Pronto nos habremos ido.

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Corrió junto al parapeto tirando de Henry mientras reía alegremente. Henry se preguntó qué ocurriría cuando alcanzaran el final del tejado. Pero nunca llegaron tan lejos. El abrigo rojo de la señora Bloor empezó a temblar bajo el intenso resplandor blanco de un relámpago. Sus pálidos cabellos chispearon y se soltaron en un súbito estallido de luz estelar. —Oh, Henry —dijo una voz muy tenue que carecía de cuerpo—. Hay algo que quería decirle a Charlie. Su padre... sé dónde... pero ahora es demasiado tarde... Charlie ya nunca... ¡oh, Henry, nos vamos! Pero Henry no quería marcharse a otro mundo que no conocía; acababa de acostumbrarse a éste. Quitándose la capa, saltó detrás de una de las enormes chimeneas que sobresalían del tejado. Desde la oscura sombra de la chimenea, vio cómo la señora Bloor se convertía en un torbellino de colores... y desaparecía. Una suave risa flotó en el aire, y luego no hubo nada. El viento amainó y el trueno resonó en la distancia, pero a la luz de un último relámpago, Henry vio que Manfred Bloor permanecía de pie junto al parapeto. Miraba al cielo y gritaba. Era un grito ahogado y débil, y es verdad que Henry podría haberse confundido, pero le pareció que gritaba «mamá». —¿Se ha ido, entonces? —gritó el doctor Bloor desde la ventana.

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—Se han ido los dos —contestó Manfred, sonándose la nariz. Recogió del suelo la capa azul de Henry—. El chico ha dejado esto. Yo diría que no la necesitará allá donde ha ido. —Dondequiera que quede ese sitio —masculló el doctor Bloor. —El bisabuelo se llevará una gran decepción —dijo Manfred mientras se alejaba del escondite de Henry—. Quería divertirse un poco más con la bestezuela. Henry se estremeció. «¿Qué clase de diversión es ésta?», se preguntó. Manfred pasó por la ventana y la cerró de un golpe seco. Una pálida luna se asomó entre las nubes que corrían por el cielo. Henry salió de las sombras y miró hacia el jardín. No tenía ni idea de cómo iba a salir de allí sin que lo vieran. Los Bloor lo cogerían antes de que alcanzase la ruina. Y aun suponiendo que consiguiera llegar tan lejos, la bestia lo estaría esperando. Corrió a la ventana y descubrió que estaba cerrada por dentro. Hambriento y aterido, Charlie pensó en el Café de las Mascotas y en los pasteles que le había prometido la señora Onimoso. —No ha podido ser —suspiró. Casi había decidido arriesgarse a romper la ventana cuando algo surcó los aires por encima de él. Un pájaro enorme se posó en el parapeto. Sus grandes alas relucían

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con el brillo de las gotas de lluvia. Henry nunca había visto un pájaro tan gigantesco. Su pico describía una cruel curva y cada una de sus descomunales garras era como una cimitarra resplandeciente. Y, sin embargo, Henry no estaba asustado. Percibía algo entrañable en la gran criatura, algo casi bondadoso. Mientras se acercaba al pájaro, éste bajó la cabeza. Henry rodeó el largo y plumoso cuello con los brazos y cerró los ojos. A las siete Benjamin fue a ver a Charlie. —Quiero saber qué se sabe de Henry —dijo Benjamin. —Dentro de un rato le diré al tío Paton que telefonee al señor Onimoso —le explicó Charlie—. Esto de esperar y esperar sin saber qué está pasando es horrible. Benjamin y Judía Corredora siguieron a Charlie hasta su habitación. La abuela Bone no había vuelto a casa y aquello preocupaba a Charlie. ¿Se habría quedado esperando frente al Café de las Mascotas? ¿Seguiría al acecho cuando el tío Paton fuera a buscar a Henry? ¿Y qué había de las tías Yewbeam? ¿Estaría a salvo Henry dentro del túnel? Esa era otra cuestión que le tenía muy preocupado. Al cabo de un rato, Charlie no pudo aguantarlo más. Fue a la habitación de su tío y llamó a la puerta. —Soy yo —anunció—. Tío Paton, ¿podrías llamar al

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señor Onimoso? Estoy preocupado por Henry. —Muy bien —suspiró Paton—. Si consigo encontrar mi teléfono. En ese momento, la puerta de la calle se cerró de un portazo y alguien cruzó el vestíbulo. Charlie reconoció los pasos de la abuela Bone y se apresuró a volver a su habitación. Unos minutos más tarde, el rostro preocupado del tío Paton se asomó por la puerta de Charlie. —Encontré el teléfono —dijo—, y llamé al señor Onimoso. ¡Henry ha desaparecido! —¿Qué? —Charlie miró a su tío, horrorizado—. Pero ¿cómo? ¿El señor Onimoso ha mirado en el túnel? —Me dijo que lo recorrió hasta el final y salió a la ruina. No había ni rastro de Henry. El pobre hombrecillo está muy afectado. —Henry se fue a la sala del sol —murmuró Charlie—. Allí se sentiría a salvo. Pero ¿por qué no regresó? —Tendremos que esperar —se resignó Paton—. Eso es todo lo que podemos hacer. Esperar y confiar. Mi padre también estará esperando. —Te refieres a que... Charlie comprendió de repente lo que quería decir Paton.

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—Sí, le he contado lo de Henry. Ahí era donde esperaba poder llevarlo, a vivir con su hermano, junto al mar. Esperar y confiar es algo difícil de asumir cuando llevas tanto tiempo haciéndolo que ya no puedes más. Imágenes terribles acudían una y otra vez a la mente de Charlie: Henry perseguido por la ruina, capturado, ¡devorado vivo! Benjamin se quedó todo el tiempo que pudo, pero al cabo de media hora le dijo a Charlie que tenía que irse a casa o su madre empezaría a preocuparse. —Está bien —dijo Charlie con pesimismo. Benjamin se disponía a irse cuando Judía Corredora corrió hacia la ventana y se puso a ladrar. —¡Silencio! —le ordenó Benjamin. El perrazo volvió a ladrar. Después se irguió sobre las patas traseras y empezó a arañar las cortinas. —Estate quieto, Judía—lepidio Benjamin—. La abuela Bone nos va a pillar. Judía Corredora miró a su dueño y lanzó un gemido quejumbroso. —No vamos a salir por la ventana —se impacientó Benjamin—. ¡Vamos, Judía, por aquí! —¡Ben! —Charlie se levantó de un salto—. Me parece que hay algo ahí fuera. Se acercó a la ventana y apartó las cortinas.

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Frente a la ventana de Charlie crecía un gran castaño, y sentado en una gruesa rama estaba Henry Yewbeam. Saludó a Charlie con la mano y sus labios articularon la palabra «Hola». Charlie corrió escaleras abajo y salió a la calle. Esperó ansiosamente a que Henry se bajara de la rama y saltara al suelo, y luego los dos chicos se apresuraron a entrar en la casa. —Arriba —susurró Charlie mientras cerraba la puerta de la calle. Henry subió rápidamente por la escalera, pero antes de llegar al final la abuela Bone salió de la sala de estar. —¿Quién es ese chico? —quiso saber. —Benjamin. —Charlie estaba a mitad de la escalera. —¿Ah, sí? —La abuela parecía sospechar algo—. Espero que ese perro no esté en tu habitación. —Claro que no, abuela. Charlie se reunió con Henry en el descansillo mientras la abuela Bone iba a la cocina. —Es aquí —le indicó Charlie, metiendo rápidamente a Henry en su dormitorio. —¡Hola! Me llamo Henry. —Mientras Charlie cerraba la puerta, Henry le estrechó la mano a Benjamin y luego estrechó la pata que Judía Corredora le tendía con

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entusiasmo—. Encantado de conoceros —dijo—. Y te ruego que no te alarmes. Benjamin se dio cuenta de que estaba mirando a Henry con la boca abierta. —Yo soy Benjamin —respondió—. Tienes una pinta de lo más normal. —Es que es normal —replicó Charlie—. Sólo que... —Vengo de otro tiempo —terminó Henry. Se sentó en la cama y anunció—: Soy libre. Y estoy a salvo. Los Bloor creen que he vuelto al pasado, así que dejarán de buscarme. —No lo entiendo —confesó Charlie—. ¿Cómo has llegado hasta aquí? —Es una larga historia —dijo Henry, y empezó a relatar su extraordinaria aventura. —¡Dices que un pájaro te rescató! —exclamó Benjamin. —¡Tiene que haber sido Emma! —dedujo Charlie. Benjamin y Henry lo miraron con cara de perplejidad, así que Charlie se explicó. —Me gustaría darles las gracias a todos tus amigos — dijo Henry—, a los que me han ayudado. Charlie le explicó que no habría tiempo para reunirse con sus amigos. —Esta noche el tío Paton nos llevará a un lugar donde

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estarás a salvo —le contó—. Tenemos que marcharnos antes de que la abuela Bone descubra que estás en la casa. —¿Adonde iremos? Henry parecía preocupado. —A tu hogar. A la casa junto al mar. Y yo iré contigo. Sólo a pasar el día. Será la primera vez que vea a mi bisabuelo. Henry frunció el ceño. —¿Y quién es ese señor? —Es tu hermano. James. —¿James? —exclamó Henry—. ¿El pequeño Jamie? ¿Todavía vive? De no haber sido por Judía Corredora, Henry quizá nunca habría vuelto a ver a su hermano. Con un prolongado gruñido, el perro se quedó mirando la puerta. Charlie metió a un perplejo Henry debajo de la cama de un empujón y la puerta se abrió. La abuela Bone apareció en el umbral y fulminó con la mirada a Judía Corredora. —Eres un mentiroso, Charlie Bone —dijo fríamente—. Sí tenías al perro aquí dentro. Sácalo. ¡Ahora! —Paseó la mirada por la habitación, frunciendo su larga nariz como un perro pequinés—. ¿A quién más tenéis escondido? ¿Qué ha pasado aquí?

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—Nada, señora Bone —intervino Benjamin—. A mi perro lo asustan mucho las tormentas, así que lo traje aquí para que se distrajera un poco. —¡La tormenta ha terminado! —vociferó la abuela Bone—. ¿No te habías dado cuenta? ¡Venga, a tu casa! —Sí, señora Bone. Benjamin pasó dócilmente junto a la mujer, que permanecía en el umbral. Judía Corredora le enseñó los dientes a la abuela Bone, y acercándose a sus flacos tobillos le dirigió uno de sus mejores gruñidos. —¡Aaaah! —chilló la abuela Bone, retrocediendo hacia el pasillo—. ¡Que no se me acerque! Cuando se aseguró de que Benjamin y su perro habían salido de la casa, la abuela Bone volvió a la habitación de Charlie y le dijo que se preparara para acostarse. —Sí, abuela. Charlie cerró la puerta y corrió a la ventana. Benjamin acababa de llegar al otro lado de la calle. —¡Ben! —lo llamó—. Haz correr la voz, ¿quieres? ¡Cuéntales a los demás lo que ha sucedido! La abuela Bone no quiso prestar atención a todos los crujidos y susurros que hubo en la casa aquella noche. Por lo que ella sabía, Henry Yewbeam había desaparecido en el pasado (o en el futuro), así que fuese lo que fuese lo que estuviera ocurriendo, sólo podía ser una chiquillada más y

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no había necesidad de preocuparse por ello. Se tomó un whisky y se fue a dormir.

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20 Un viaje al mar Charlie le contó al resto de la casa lo de la llegada de Henry y, uno por uno, fueron a visitar al chico del pasado. Paton fue el primero. Por un momento se quedó de pie en el umbral, parpadeando y sin decir nada, y luego se acercó a Henry mientras exclamaba: —Mi querido muchacho, no me lo puedo creer. Esto es tan maravilloso que no tengo palabras. —Le estrechó la mano enérgicamente—. ¡He oído hablar tanto de ti! Mi padre te idolatraba, ¿sabes? —¿De veras? —dijo Henry—. Supongo que soy tu tío. Paton todavía se reía cuando Amy Bone asomó la cabeza. —Esta es mi mamá —le dijo Charlie a Henry. —Y tú eres Henry. —La señora Bone observó a Henry como si no diera crédito a lo que veía—. Toda esa distancia

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—murmuró—. Todos esos años, debería decir. Así que realmente puede suceder. Charlie se preguntó si pensaría en su padre. ¿Estaría deseando que él, también, pudiera viajar a través del tiempo para volver con ella? Mientras Henry y la señora Bone se daban la mano solemnemente, Henry empezó a decir: —La señora Bloor me dijo que sabía... —y luego pareció cambiar de opinión. No hubo tiempo para preguntarle a Henry qué sabía la señora Bloor, porque entonces Maisie entró en la habitación. —Se parece un poco a Charlie, ¿verdad? —dijo. —Mmm. Sólo un poquito —concedió Amy. A Maisie le daba igual de dónde viniera Henry: para ella era un chico en apuros, y por consiguiente necesitaba un buen abrazo. —¡Pobrecito mío! —exclamó, estrujándolo de tal modo que casi lo asfixia—. Tienes cara de estar muerto de hambre. Ahora mismo iremos a la cocina y prepararé un banquete. —Me parece que no sería buena idea —objetó Charlie—. La abuela Bone podría bajar. —Dichosa abuela Bone... —soltó Maisie—. Me pregunto

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qué andará tramando ahora. Si se atreve a ponerle un solo dedo encima a este pobre chico, le daré una buena zurra. —Maisie, querida, te ruego que bajes la voz —le pidió Paton en un tono afable pero firme—. Si quieres ayudar, puedes subirle un tentempié. Y necesitaremos comida y mantas de viaje para un largo viaje a la costa. Ya te lo conté antes. —Sí, Paton —afirmó Maisie en tono paciente—. No lo había olvidado. —Vamos, mamá, tenemos mucho que hacer —dijo Amy. Las dos mujeres bajaron a preparar una cesta con comida mientras Henry escogía unas cuantas prendas de Charlie para su nueva vida. —Será muy extraño —le dijo a Charlie—. Yo siempre fui el mayor. Cuidaba de James. Me pregunto cómo se tomará todo esto. —Me muero por saberlo —aseguró Charlie. A las doce menos diez, Charlie y Henry se montaron en el coche azul oscuro del tío Paton seguidos de un montón de cojines y mantas de viaje y una enorme cesta llena de comida. —Picad lo que os apetezca cuando tengáis hambre — dijo Maisie mientras les colocaba unos cojines detrás de la cabeza y les cubría las piernas con las mantas de viaje.

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Paton ya se encontraba en el asiento del conductor y miraba su reloj con impaciencia. Era un hombre de costumbres, y le gustaba ponerse en camino hacia la costa justo cuando daba la medianoche. Cuando las campanadas del gran reloj de la catedral empezaron a oírse en toda la ciudad, exclamó: —¡Poneos cómodos, chicos! Desayunaremos junto al mar. Las puertas del coche se cerraron y la señora Bone y Maisie les dijeron adiós con la mano y les lanzaron besos mientras Paton recorría lentamente la calle Filbert. Prefería evitar las calles más transitadas por si tenía algún accidente con las farolas, y después de pasar por varios callejones mal iluminados, de pronto se encontraron en el campo. Allí no había luces, salvo por el parpadeo ocasional del fanal de algún establo o porche. Charlie estaba empezando a quedarse dormido cuando una pregunta le pasó por la cabeza. —Antes le dijiste a mi madre que la señora Bloor sabía algo —le recordó a Henry—. ¿Qué era lo que sabía? Henry bostezó. —Algo acerca de tu padre —farfulló con voz adormilada—. Justo antes de desaparecer, la señora Bloor dijo que había algo que tenía intención de decirte. Creo que sabía dónde estaba tu padre.

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Charlie se irguió de golpe en el asiento, tirando el cojín al suelo. —¿No te lo dijo? —quiso saber. —No —murmuró Henry—. Simplemente se esfumó. —¿Qué fue lo que dijo exactamente? —preguntó Charlie con vehemencia. No hubo respuesta. Henry se había dormido, y Charlie no tuvo el valor de despertarlo. —¿Has oído eso, tío Paton? —inquinó—. La señora Bloor sabía dónde estaba, o está, mi padre. —Lo he oído, Charlie. Quizá significa que no se encuentra muy lejos. Un día daremos con él. Te lo prometo. Charlie pensó que no podría conciliar el sueño después de aquella asombrosa noticia, pero antes de darse cuenta ya había cerrado los ojos. Después, Charlie nunca pudo estar seguro de si estaba despierto o soñando, pero en algún momento de su largo viaje hacia el mar, su tío empezó a hablar del Rey Rojo. Quizá Charlie le había mencionado el árbol que había visto en la nieve y que luego se esfumó, o el extraño árbol rojo que apareció en el retrato del rey, pero las palabras de Paton se le quedaron grabadas en la memoria. Creo que el rey es un árbol, Charlie, Eso es lo que parecen decirme mis libros. Cuando vivía en los grandes bosques con los

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árboles y los leopardos por única compañía, el rey llegó a formar parte del bosque. ¿Pueden moverse los árboles, te preguntarás tú? Bueno, vete a saber. ¿Quién puede asegurar si un árbol que se alza en un campo al amanecer, no podrá ser visto más tarde en un castillo en ruinas, o entre las sombras de un gran parque? Quizás algún día lo averigües... Cuando volvió a abrir los ojos, Charlie se encontró con una gran extensión de mar gris. Iban por una estrecha carretera que bordeaba el acantilado, y el cielo había empezado a aclararse. Tocó con el codo a Henry, que seguía durmiendo a su lado. Henry se movió y se frotó los ojos. —¡Mira! —exclamó Charlie—. ¡El mar! Henry miró por la ventanilla. —Conozco este sitio —aseguró—. Ya casi estamos en casa. —Todavía quedan unos cuantos kilómetros —dijo Paton—. Desayunemos. Los chicos se mostraron de acuerdo a gritos, y poco después disfrutaban del banquete que les había preparado Maisie. Fuera un viento frío soplaba con fuerza, así que comieron dentro del coche, contemplando cómo las enormes olas rompían contra la costa. Cuando terminaron de desayunar volvieron a ponerse en movimiento. El camino seguía la línea del mar durante

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casi todo el trayecto y Charlie no se cansaba de contemplar las olas, los escarpados riscos y las islas envueltas en niebla que asomaban entre las aguas en la distancia. Y entonces doblaron un recodo y Henry gritó: —¡Ya hemos llegado! Ante ellos se extendía una pequeña bahía donde el mar estaba tranquilo y azul. Mientras descendían hacia la playa, el sol se abrió paso en el horizonte y el agua se convirtió en un gran cristal reluciente. Era como entrar en otro país. Atrás quedaron las oscuras nubes y el viento invernal; atrás las violentas olas que rompían contra las playas de guijarros. —¿Qué ha pasado?—preguntó Charlie—.Aquí todo está en calma. —Es como un hechizo —dijo Henry sin aliento. Aparcaron en un terreno cubierto de hierba junto a la playa. Al otro lado del camino, Charlie vio una casa blanca en lo alto de un acantilado. — ¿Es ésa? —le preguntó a Henry. Henry se limitó a asentir. Cruzaron el camino y subieron dos tramos de escalones encalados que ascendían por el acantilado. El tío Paton iba delante y Charlie lo seguía. Pero Henry se iba quedando atrás, como si tuviera miedo de lo que podía encontrar al final de los escalones.

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En un lado de la casa había un porche con una puerta pintada de azul. Paton la atravesó y Charlie hizo lo mismo. Franquearon otra puerta y entraron en una estancia bañada por el sol. Un anciano se dirigió hacia ellos. Tenía el pelo blanco y los ojos grises, y aunque estaba claro que era muy viejo, de alguna manera su cara parecía joven, como si la causa de todas sus arrugas fueran el clima de la costa y el sonreír muy a menudo. —Os he visto llegar —dijo el anciano dándole un gran abrazo a Paton—. Así que éste es Charlie. ¡Bueno, bueno, bueno! ¡Por fin nos conocemos! —Por fin —dijo Charlie mientras su bisabuelo lo estrechaba contra su pecho. Henry se había quedado inmóvil tras cruzar el umbral. Contemplaba al anciano. Y entonces el anciano lo vio, y los dos se miraron sin decir palabra. Finalmente Henry dijo: «¡Jamie!», como si de pronto hubiera visto a su hermano pequeño debajo de todas aquellas arrugas; el niño al que había abandonado cuando fue a jugar su última partida de canicas. James Yewbeam todavía no podía hablar. Sus ojos brillaban, llenos de lágrimas, y Paton y Charlie se hicieron a un lado mientras los dos hermanos se abrazaban. El anciano estaba abrumado por la emoción. Se dejó caer en un sillón y sacudió la cabeza, una y otra vez.

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—No me lo puedo creer —dijo—. ¡Realmente eres tú! — Se metió la mano en el bolsillo y extrajo una bolsita de cuero—. Mira, Henry. Todavía tengo tus canicas. Henry se sentó en el brazo del sillón. —Te enseñaré a jugar al Bombardero —le prometió. —¡Ya era hora! —dijo James con una carcajada. Y entonces ocurrió otra cosa extraordinaria. Se abrió una puerta y la cocinera entró en la estancia. ¿O no era la cocinera? —¿Cocinera? —preguntó Charlie. —No soy la cocinera —respondió la mujer—. Soy Perla, su hermana. —Así que por eso estaba tan tranquilo el mar — murmuró Henry. Perla asintió y le dirigió una gran sonrisa. Resultó que llevaba veinte años como ama de llaves de James Yewbeam, desde la muerte de su esposa. Todos empezaron a hablar del futuro de Henry, que iría a la escuela local, al otro lado de la bahía. —Es pequeña y acogedora —les contó Perla—. Henry se adaptará enseguida. Puede empezar durante el trimestre de verano, cuando Charlie le haya puesto al día de los aparatos modernos, como los teléfonos móviles, los vídeos y demás.

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Decidieron que Charlie iría a ver a Henry un día al mes, cada vez que Paton fuera a visitar a su padre. —Y durante las vacaciones también —dijo Henry—. Charlie tiene que pasar aquí las vacaciones. —Por supuesto —dijo Paton. Charlie nunca había estado de vacaciones junto al mar, algo con lo que siempre había soñado pero que nunca creyó que llegara a ocurrir. Miró por la ventana y contempló el agua que rielaba y la arena de la playa. No tuvo que esperar mucho para ver la playa de cerca. El anciano James Yewbeam había pasado toda la noche en vela y ahora, después de tantas emociones, se había quedado profundamente dormido en su sillón. Paton subió a descabezar un sueñecito antes del largo trayecto de vuelta, y Perla empezó a preparar la comida. —Vosotros dos deberíais bajar a la playa —les dijo a los chicos—. Os sentaría bien un poco de aire fresco. No hizo falta que dijera nada más. Charlie y Henry pasaron el resto del día en la playa. Hicieron rebotar guijarros en el agua, saltaron los pequeños charcos que se habían formado en las rocas y exploraron las cuevas que Henry tan bien conocía. Demasiado pronto, las nubes nocturnas empezaron a acumularse sobre el mar, y el tío Paton llamó a los chicos para que fueran a cenar.

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Se sentaron alrededor de una mesa junto al ventanal que dominaba la bahía, desde donde podían contemplar las aguas iluminadas por la luna. En la mesa había velas, pero en el resto de la estancia reinaba la oscuridad. El anciano señor Yewbeam siempre quitaba las bombillas durante las visitas de Paton. Mientras Charlie daba buena cuenta de la deliciosa cena que había preparado Perla, no pudo evitar pensar en la cocinera, allá en sus pequeñas habitaciones secretas, tan lejos del mar y del sol. —Ojalá la cocinera pudiera vivir en un sitio como éste —dijo. Perla le aseguró que la cocinera era muy feliz allí donde estaba. Le encantaba cuidar de los niños en la Academia Bloor. —Nos pasamos horas hablando por teléfono —continuó Perla—. Y Tesoro (porque ése es su nombre: Tesoro) me cuenta todo lo que sucede con vosotros, los hijos del Rey Rojo, y a veces pienso que soy yo la que se está perdiendo algo. —Pero ahora tienes a Henry —dijo Charlie. —Ahora tengo a Henry —afirmó Perla con chispas en los ojos—. Y ya veo que me va a dar mucho trabajo. Todos rieron al oírle decir aquello, y luego el tío Paton se puso de pie y dijo: —Vamos, Charlie. Tenemos que marcharnos a casa o

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mañana no habrá quien te levante para ir a la escuela. —La escuela —suspiró Charlie. Le habría gustado poder quedarse un poquito más. Los dos hermanos —uno tan anciano y el otro todavía un niño— se despidieron de ellos con la mano desde lo alto del acantilado mientras Paton y Charlie subían al coche azul oscuro. Charlie se acomodó delante, junto a su tío, y el coche cobró vida con un rugido del motor. —Me parece que Henry estará bien aquí, ¿verdad? —¿Bien? —replicó Paton—. Estará estupendamente. ¡Buen trabajo, Charlie!

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21 Paton da una fiesta Cada año, el día del cumpleaños del tío Paton, la abuela Bone y sus hermanas se tomaban unas cortas vacaciones. Detestaban tener que comprar regalos o tomar parte en «estúpidas celebraciones», como decía la abuela Bone. Este año, el cumpleaños de Paton caía en el primer día de las vacaciones de invierno. Maisie decidió que antes de que Charlie y su tío partieran hacia la costa, Paton debería dar una auténtica fiesta para variar. —En esta casa nunca hemos celebrado una fiesta como es debido —afirmó—. Pero los nuevos amigos de Charlie tienen unos padres tan interesantes que deberíamos conocerlos. Se enviaron invitaciones y, sorprendentemente, todo el mundo aceptó. Incluso el juez. No le hablaron de la fiesta a la abuela Bone por si intentaba impedir que la hicieran. Maisie se las arregló

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para esconder el champán en la despensa debajo de un saco vacío, y metieron el pastel de cumpleaños en una caja en la que ponía COLIFLORES. La abuela Bone detestaba la coliflor y procuraba mantenerse lejos de ellas. La mañana antes de la fiesta, Charlie llevó abajo la maleta de su abuela. La abuela Bone caminaba detrás de él mientras cruzaba el vestíbulo en dirección a la puerta de la calle. De pronto se oyó un golpe y un ruido de cristales rotos. Charlie dejó la maleta en el suelo y miró a su alrededor. —¡Oh, cielos! —exclamó la abuela Bone—. Esa foto se ha vuelto a romper, y Paton acababa de ponerle un cristal nuevo. La foto de Henry y su familia yacía en el suelo, y el cristal del marco había quedado hecho añicos. ¿La habría tirado a propósito la abuela Bone? Había en su rostro una sonrisa de lo más desagradable. —Bueno, estamos mejor sin él —dijo con toda la intención empujando el marco con la punta de la bota. Charlie no dijo nada. «Si supiera la verdad», pensó. Una vez la abuela Bone hubo salido de la casa, todo el mundo suspiró con alivio. —Manos a la obra —dijo Maisie—. ¡Hagamos que esta vieja casa parezca un palacio! A las siete habían terminado, y Maisie, Paton, Charlie y

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su madre se dispusieron a esperar a sus invitados. Tancred y sus padres fueron los primeros en llegar. Tan pronto como los Torsson entraron por la puerta, las llamas de todas las velas temblaron violentamente y unas cuantas se apagaron. —¡Lo siento! —se disculpó el señor Torsson con voz atronadora—. Intentaremos mantener las brisas bien sujetas. Maisie se mostró encantada. —Eso ha estado muy bien —aplaudió—. No nos iría nada mal un poquito de aire fresco aquí dentro. Benjamin y los detectives fueron los próximos en llegar, seguidos por Fidelio y los musicales Gunn y Gabriel y sus padres. El señor Silk escribía relatos policíacos, y cuando se enteró de que el señor y la señora Brown eran detectives privados, sacó su cuaderno de notas y se embarcó en una sesuda conversación con el señor Brown. Los Onimoso, los Llamas y los Vértigo llegaron al mismo tiempo. El padre de Olivia era un famoso director de cine, y enseguida quiso saber si el señor Onimoso se había planteado la posibilidad de trabajar en alguna película. —En estos momentos estoy haciendo el casting para El viento en los sauces —le explicó. —Pensaré en ello —le aseguró el señor Onimoso.

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A las ocho la fiesta estaba en su apogeo. Charlie creía que ya habían llegado todos, pero Paton le dijo que todavía faltaba una invitada. Unos minutos más tarde, sonó el timbre de la puerta. Charlie fue a abrir y se encontró con la cocinera. —Perla me lo ha contado todo —le dijo ella—. Al final todo ha terminado bien para Henry. —Y para la señora Bloor —añadió Charlie. Llevó a la cocinera a la cocina, donde Gabriel Silk ayudaba a servir las bebidas. —Hay una cosa que me gustaría saber —dijo la cocinera, tomando un sorbo de su copa de vino—. ¿Dónde encontró Dorothy esa canica? —Yo se la di —confesó Gabriel. Charlie se quedó muy sorprendido. —Bueno, bueno —dijo la cocinera—, ¿y dónde la encontraste? —Me la dio el señor Pilgrim —respondió Gabriel—. Creo que él sabía que se la daría a la señora Bloor. Ella siempre rondaba por la torre para escuchar su música. —Claro. —La cocinera asintió lentamente—. El señor Pilgrim es un hombre misterioso. —¿Dónde crees que estará la señora Bloor ahora? — preguntó Charlie.

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—En París, como siempre tuvo intención de hacer. Habrá encontrado un bonito apartamento y no tardará en dar clases de violín. Quizás ingrese en una orquesta. ¿Quién sabe? Volverá a tocar el violín, que es lo que siempre quiso. Y estará a salvo. —La cocinera miró a Gabriel—. Gracias, Gabriel. De pronto se produjo un súbito estruendo de golpes en la puerta de la calle. El ruido se repitió. Alguien aporreaba la puerta sin molestarse en usar el timbre. ¡PAM! ¡PAM! ¡PAM! —Pero ¿quién...? —empezó a decir Paton. Charlie siguió a su tío hasta la puerta de la calle. La abuela Bone se hallaba en el primer escalón con sus tres hermanas detrás. —¿Qué está pasando aquí? —exigió saber. —Estamos celebrando una fiesta —respondió Paton sin inmutarse—. Y tú, ¿qué haces aquí? —¡Me he olvidado las llaves! —le espetó la abuela Bone en un tono muy seco—. ¡Cómo os atrevéis a celebrar una fiesta en mi casa! ¡Parad ahora mismo! —¡Ahora mismo! —repitió Lucretia. —¡Todo el mundo fuera! —gritó Eustacia. —¡No puedes dar una fiesta sin nuestro permiso! — añadió Venetia.

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—¡¡Cerrad el pico!! —bramó Paton—. ¡Pues claro que puedo dar una fiesta! Por si lo habéis olvidado, la mitad de esta casa es mía. —¿Cuál es el problema, Paton? El señor Torsson se había acercado a indagar la causa de aquel alboroto. —No hay ningún problema —repuso Paton—. Nada que no pueda manejar. No hizo falta averiguar si Paton hubiese podido manejarlo o no. El señor Torsson les echó una mirada a las cuatro furiosas hermanas, hinchó las mejillas y de un soplido las mandó escalones abajo hasta el otro lado de la calle. La abuela Bone escapó por los pelos de ser atropellada por un autobús. Charlie contempló con asombro cómo las hermanas Yewbeam se levantaban del suelo, se recomponían el peinado, se repasaban las ropas manchadas de barro y agitaban los puños amenazando a Paton y el señor Torsson. Un gran trueno y un repentino chaparrón las hicieron huir calle abajo, chillando y soltando juramentos. —Lo pagaremos muy caro —murmuró Paton. —Pero no esta noche —dijo Charlie.

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En cuanto las cuatro hermanas se hubieron perdido de vista, Olivia Vértigo dijo: —¡Vamos a bailar! —¡Sí, bailemos! —exclamó Fidelio. Antes de que nadie pudiera detenerlos, ya habían apartado la mesa del comedor y enrollado la alfombra. Emma puso un poco de música en el reproductor de CD y los tres empezaron a bailar. Al principio los otros chicos se limitaron a mirar, pero luego Maisie cogió al juez por la cintura y lo llevó a la improvisada pista de baile. Después de eso, nadie más pudo resistirse a la música. La habitación, normalmente tan fría y falta de alegría, no tardó en llenarse de bailarines. Incluso el tío Paton consiguió persuadir a la señorita Ingledew para que bailase. Eran tantos que tenían que bailar muy pegados los unos a los otros, cosa que, según comprobó Charlie, no parecía molestar lo más mínimo a la señorita Ingledew. No vio a su madre en la sala, así que fue a buscarla. La encontró sentada en la cocina, mirando por la ventana. Unos pequeños copos de nieve caían del cielo, pero Charlie supo que su madre no los veía. —Papá regresará —le dijo Charlie en voz baja. Cuando la señora Bone se volvió hacia él, no parecía triste en absoluto. De hecho, sonreía.

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—¿Sabes, Charlie? Estoy empezando a creerte —le dijo—. Después de lo que le ha sucedido a Henry, puedo creer casi cualquier cosa.