Nimmo Jenny - Medianoche Para Charlie Bone 1

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JENNY NIMMO

MEDIANOCHE PARA CHARLIE BONE

LOS HIJOS DEL REY ROJO

Traducción de Albert Solé

Jenny Nimmo

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Título original: Midnight for Charlie Bone Traducción: Albert Solé 1 .a edición: octubre, 2004 Publicado originalmente en Gran Bretaña en 2002 por Egmont Books Ltd. © 2004, Jenny Nimmo, para los textos © 2004, Ediciones B, S.A. en español para todo el mundo Bailen, 84 - 08009 Barcelona (España) www. edicionesb. com Impreso en España - Printed in Spain ISBN: 84-666-1478-8 Depósito legal: B. 41.640-2004 Impreso por LIBERDÚPLEX, S.L. Constítució, 19 - 08014 Barcelona Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares

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mediante alquiler o préstamo públicos.

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Prólogo Hace mucho, mucho tiempo, un rey llegó al norte. Lo llamaron el Rey Rojo porque llevaba una capa escarlata y en su escudo lucía como blasón un sol llameante. Se decía que venía de África. Aquel rey era también un mago maravilloso, y cada uno de sus diez hijos había heredado una pequeña parte de su poder. Pero cuando la esposa del rey murió, cinco de sus hijos se volvieron hacia la maldad y los otros cinco, a fin de escapar de la corrupción que rodeaba a sus malvados hermanos, abandonaron para siempre el castillo de su padre. Con el corazón roto, el Rey Rojo desapareció en los bosques que se extendían por los reinos del norte. Pero no partió solo: le siguieron sus tres fieles gatos; eran leopardos, para ser exactos. ¡No debemos olvidarnos de los gatos! Los múltiples y fabulosos poderes del Rey Rojo se fueron transmitiendo a través de sus

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descendientes, apareciendo de manera totalmente inesperada en personas que no tenían ni idea de cuál era su procedencia. Eso fue lo que le ocurrió a Charlie Bone y a algunos de los niños a los que conoció tras los sombríos y grises muros de la Academia Bloor.

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1

Charlie oye voces Una tarde de jueves, justo después de la hora del té, Charlie Bone vio humo. Resulta que Charlie estaba mirando por la ventana justo cuando una nube oscura se elevó por encima de los árboles otoñales. El viento la impulsó hacia el sur y la nube se desplazó por el cielo como una enorme ballena. En algún lugar, al otro lado de la ciudad, había un incendio. Charlie oyó que un coche de bomberos se dirigía hacia allí. No tenía la menor idea de que, de un modo misterioso e inesperado, él estaba relacionado con aquel incendio y de que no tardaría en verse atraído hacia el lugar donde se había originado. Charlie durmió bien, y a la mañana siguiente se

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levantó y fue a la escuela. Después de las clases, Charlie y su amigo Benjamin Brown volvieron a casa juntos, como tenían por costumbre. La nube de humo ya había desaparecido, pero el cielo estaba oscuro y amenazaba tormenta. Un fuerte viento arrastraba las hojas doradas y rojizas calle Filbert abajo. Benjamin cruzó la calle para ir al número doce de esa calle, y Charlie se detuvo delante del número nueve. Casi todas las personas que vivían en el número nueve se quejaban del gran castaño que crecía justo delante, de la luz que les quitaba a sus habitaciones y de lo húmedo y muy dado a crujir que era, y añadían que cualquier día se desplomaría sobre el edificio y los mataría a todos mientras dormían. Huelga decir que en el número nueve nadie movía un dedo al respecto: lo máximo que hacían era quejarse los unos a los otros. Los habitantes del número nueve eran de esa clase de familia. O, mejor dicho, de esas clases de familias. Mientras Charlie subía corriendo los escalones de la entrada principal, el árbol suspiró y dejó caer un puñado de castañas sobre su cabeza. Afortunadamente, la espesa cabellera de Charlie amortiguó los golpes. Tener mucho pelo tenía sus ventajas, si bien no demasiadas. A Charlie siempre

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le decían que cuidara más su aspecto, una tarea imposible para alguien cuya cabellera parece un seto. —¡Hola, abuelas! —gritó Charlie al entrar en el vestíbulo. En el número nueve había dos abuelas: la abuela Jones era la madre de la madre de Charlie, y la abuela Bone era la madre del padre de Charlie. La abuela Jones era regordeta, alegre y un poco mandona, mientras que la abuela Bone sólo abría la boca para quejarse. Rara vez sonreía y nada la hacía reír. Tenía el pelo muy abundante y completamente blanco, y siempre llevaba largos vestidos almidonados en tonos oscuros: negro, gris o marrón (nunca de color rosa, que era el favorito de Maisie). A la abuela Jones le gustaba que la llamaran Maisie, pero Charlie nunca se hubiese atrevido a llamar a la abuela Bone por su nombre de pila, que era Grizelda. A la abuela Bone le gustaba recordarle a la gente que, antes de casarse con el señor Bone, ella era una Yewbeam. Los Yewbeam eran una familia muy antigua con un largo historial de artistas y de personas con otros talentos bastante menos habituales, como el hipnotismo, leer el pensamiento y la brujería. Charlie sabía que para la abuela Bone, el que su nieto fuese tan corriente había supuesto una gran

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decepción. Y todavía peor, por lo menos a los ojos de ella, era que a Charlie le pareciera bien ser corriente. Cuando Charlie llegaba a casa después de la escuela, siempre era Maisie la que depositaba un húmedo beso en su mejilla y le ponía un plato de algo bajo la nariz. Aquel día Maisie lucía un gran chichón en la frente. «Una de esas dichosas castañas», le dijo a Charlie. La abuela Bone siempre estaba sentada en una mecedora junto a la estufa, criticando cómo cocinaba Maisie o el pelo de Charlie. Aquel día la mecedora se hallaba vacía. Eso fue la primera cosa insólita. El sábado Benjamin cumplía diez años, y Charlie había decidido confeccionar él mismo una tarjeta de felicitación en vez de comprársela. Le había hecho una foto al perro de Benjamin, Judía Corredora, sonriendo o, para ser más precisos, enseñando sus largos e increíblemente amarillos dientes. Charlie le había pedido a su madre que hiciera ampliar la instantánea en La Foto Veloz cuando saliera del trabajo. Tenía intención de pegar un adhesivo en el que pusiera «¡Feliz cumpleaños, Benjamin!», como si lo dijese Judía Corredora. La segunda cosa insólita estaba a punto de

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ocurrir. Cuando pasaban cinco minutos de las cuatro, la madre de Charlie entró en casa trayendo consigo una caja llena de ruibarbo y manzanas un pelín pasadas. —Haré una tarta estupenda con ellas —anunció, dejando la caja junto al plato de Charlie y besándole la despeinada cabeza. Amy Bone trabajaba media jornada en una frutería, por lo que en el número nueve siempre había una gran abundancia de fruta y hortalizas. Charlie se apartó de la fruta estropeada. —¿Me has traído la foto, mamá? —preguntó. Amy Bone rebuscó en la bolsa de la compra y sacó un gran sobre de color naranja. Lo puso junto al plato de Charlie. Charlie abrió el sobre y no se encontró a Judía Corredora ni a nada que guardase el menor parecido con él. Fue en ese momento cuando apareció la abuela Bone. Se quedó inmóvil en el umbral de la puerta, toqueteándose el cuello y los cabellos plateados y tirando de su tiesa falda negra. Daba la impresión de estar a punto de cumplir su destino. Y en cierto modo así era, aunque como ya tenía sesenta y cinco años, se os puede perdonar que penséis que

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en su caso era un poco tarde. La fotografía que Charlie tenía en las manos mostraba a un hombre con un bebé en brazos. El hombre estaba sentado en una silla de respaldo recto. Su cabello gris empezaba a clarear y en su alargado rostro se dibujaba una expresión triste. Vestía un traje negro lleno de arrugas, y los gruesos cristales de sus gafas hacían que sus ojos, de un gris pálido, pareciesen un par de canicas. En lugar de volver a guardar la foto en el sobre, Charlie siguió mirándola. De hecho, no podía apartar los ojos de ella. Empezó a sentirse un poco mareado y sus oídos se llenaron de sonidos misteriosos, como ese zumbido entrecortado de la radio cuando no consigues sintonizar bien la emisora. —Oh —dijo—. Esto, ¿qué...? —Su propia voz le llegaba como de muy lejos, como envuelta en una especie de niebla. —¿Qué te ocurre, Charlie? —le preguntó su madre. —¿Pasa algo? —La abuela Bone dio un paso adelante—. La tía Eustacia me ha telefoneado para decirme que había tenido una de sus premoniciones. ¡A ver si todavía va a resultar que eres un Yewbeam como es debido!

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Maisie le lanzó una mirada asesina a la abuela Bone mientras Charlie se tapaba los oídos y sacudía la cabeza. ¡Si al menos aquel horrible zumbido se fuera de una vez! Charlie tuvo que gritar para oírse a sí mismo. —Los de la tienda de fotos se han equivocado. ¿Dónde está Judía Corredora? —No hace falta que grites, Charlie. —Su madre miró por encima de su hombro—. Cielos, ciertamente eso no es un perro. —¡Ay! —gimió Charlie. Pero de pronto las voces que farfullaban en sus oídos se liberaron del zumbido y se dejaron escuchar con toda claridad. Primero se oyó una suave voz femenina que Charlie no conocía: Ojalá no tuvieras que hacerlo, Mostyn. Su madre ya no está. No tengo elección. Aquella voz era obviamente masculina. Pues claro que la tienes. ¿Te la llevarás contigo, entonces?, preguntó la voz del hombre. Ya sabes que no puedo, replicó la mujer. Charlie miró a su madre.

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—¿Quién ha dicho eso? Su madre lo miró con expresión perpleja. —¿Quién ha dicho qué, Charlie? —¿Hay algún hombre aquí? —preguntó Charlie. Maisie soltó una risita. —Sólo tú, Charlie. Charlie sintió que unos dedos como garras se clavaban en su hombro. La abuela Bone se inclinó sobre él. —Dime qué has oído —le exigió. —Voces —respondió Charlie—. Ya sé que suena a disparate, pero me ha parecido que salen de la foto. La abuela Bone asintió. —¿Y qué es lo que dicen? —Por todos los santos, abuela Bone, no seas ridícula —protestó Maisie. La abuela Bone fulminó a Maisie con la mirada. —Esto no es ninguna tontería. Charlie se dio cuenta de que su madre se había quedado muy callada. La vio coger una silla y sentarse en ella, pálida y con expresión preocupada. Maisie empezó a hacer ruido con las sartenes,

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murmurando: —No deberías llenarle la cabeza con esas ideas. Tonterías, eso es lo que son. No voy a consentir que... —¡Chist! —siseó Charlie. Oía llorar al bebé. La desconocida volvió a hablar. La has asustado. Mira a la cámara, Mostyn. Y trata de sonreír, por favor. Tienes un aspecto de lo más deprimente. ¿ Qué esperabas?, dijo el hombre. El obturador suavemente.

de

una

cámara

chasqueó

Ya está. ¿Saco otra? Haz lo que quieras. Algún día me lo agradecerás, replicó la mujer desde detrás de la cámara. Si realmente tienes intención de seguir adelante con esto, será el único recuerdo que te quedará de ella. Hum. Charlie reparó en un gato que observaba la escena desde detrás de la silla del hombre. Era de un color extraordinario, un tono cobrizo muy intenso, como una llamarada. La voz de su madre le llegó desde muy lejos.

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—¿Quieres que vaya a devolver la foto, Charlie? —No —murmuró Charlie—, todavía no. Pero al parecer la fotografía ya no tenía nada más que decir. El bebé siguió lloriqueando durante unos momentos y luego se calló. El hombre de expresión lúgubre miraba a la cámara en silencio. ¿Y el gato...? ¿Era aquello un ronroneo? Maisie montaba tal escándalo con las sartenes que le costaba oír otra cosa. —¡Silencio! —ordenó la abuela Bone—. Charlie no puede oír. —Menuda sarta de tonterías —gruñó Maisie—. No sé cómo puedes quedarte sentada ahí, Amy, y dejar que la chiflada de tu suegra se salga con la suya. Pobre Charlie... Sólo es un niño, y no tiene nada que ver con esos chalados de los Yewbeam. —Tiene su sangre —dijo la madre de Charlie en voz baja—, y eso es algo que no se puede evitar. Realmente Maisie no podía, así que apretó los labios en una delgada línea recta. Charlie estaba perplejo. Cuando se levantó por la mañana era un chico de lo más normal. No le habían tocado con ninguna varita mágica ni se había dado un golpe en la cabeza. No había recibido ninguna descarga eléctrica, ni se había caído de un autobús, o, que él supiera, tampoco

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había comido una manzana envenenada. Y, sin embargo, ahí estaba, escuchando voces que salían de un pedazo de papel fotográfico. Para que su madre dejara de preocuparse, Charlie dijo: —Me parece que en realidad no ha pasado nada. Han sido imaginaciones mías. La abuela Bone se le acercó todavía más y le susurró al oído: —Esta noche ponte a escuchar. Las cosas siempre funcionan mejor después de medianoche. —Te hago saber que para entonces ya estará dormido —manifestó Maisie, que tenía un oído muy fino—. Todo esto es una soberana estupidez. —¡Ja! —replicó la abuela Bone—. ¡Ya lo veremos! Se marchó dejando tras de sí un olor a menta y naftalina que se esparció por toda la cocina. —No he oído nada —insistió Charlie en cuanto la abuela Bone se hubo marchado. —¿Estás ansiedad.

seguro?

—preguntó

su

madre

con

—De veras. Sólo quería tomarle el pelo a la abuela Bone —dijo Charlie, tratando de convencerse a sí mismo además de a su madre. —Qué

malo

eres,

Charlie

—dijo

Maisie

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alegremente mientras clavaba un trinchante en un hueso que tenía bastante carne. La madre de Charlie suspiró aliviada y abrió el periódico de la tarde. Charlie volvió a meter la foto dentro del sobre. Se sentía agotado. Quizás un poco de televisión lo ayudaría a relajarse. Pero antes de que pudiera marcharse, sonó el timbre de la puerta, y un instante después oyeron a la abuela Bone diciendo: —Eres Benjamin Brown, ¿verdad? Charlie está en la cocina. Y puedes dejar fuera a esa roñosa Judía Cocida tuya. —Es Corredora, no cocida —protestó Benjamin—, y no puedo dejarlo fuera. Hace muy mal tiempo. —A los perros les gusta el mal tiempo — sentenció la abuela Bone. Benjamin y su perro entraron en la cocina. Benjamin era un chico bajito y pálido con los cabellos del color de la paja mojada. Judía Corredora era un perro grande con el hocico alargado y el pelo también del color de la paja mojada. Por alguna razón, los chicos del barrio siempre se metían con Benjamin: le robaban cosas, le ponían la zancadilla, se reían de él. Charlie intentaba ayudar a su amigo, pero había ocasiones en que era imposible. Algunas veces, de hecho, Charlie pensaba que Benjamin ni siquiera se daba

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cuenta de ello: vivía en un mundo propio. Al oler el hueso con carne, Judía Corredora fue directamente hacia Maisie y empezó a lamerle los tobillos. —¡Largo de aquí! —chilló ella, dándole un cachete en el hocico. —Vas a venir a mi fiesta, ¿verdad? —le preguntó Benjamin a Charlie. —Por supuesto que sí —respondió Charlie, sintiéndose culpable al instante por lo de la tarjeta de cumpleaños. —Estupendo, porque voy a organizar un juego para el que se necesitan dos personas. Charlie comprendió que a la fiesta de Benjamin no asistiría nadie más, y eso hizo que se sintiera aún más culpable. Judía Corredora empezó a gimotear, casi como si hubiera adivinado que no iba a aparecer en la tarjeta de cumpleaños de Benjamin. —Allí estaré —dijo Charlie alegremente. Todavía no le había comprado un regalo. Tendría que apresurarse e ir a las tiendas antes de iniciar su búsqueda. Pero ¿de qué búsqueda estaba hablando? Le pareció que esa idea se había colado en sus pensamientos. —¿Quieres que vayamos a dar un paseo con

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Judía Corredora? —preguntó Benjamin con cara esperanzada. —Vale. Maisie gritó algo acerca de la cena cuando Charlie y Benjamin ya estaban saliendo de la casa, pero el viento aullaba en sus oídos y el retumbo de un trueno ahogó sus palabras. Judía Corredora protestó cuando una castaña le dio en el hocico, y Benjamin sonrió al fin. Cuando los dos niños y el perro echaron a andar en contra del viento, las hojas les golpearon el rostro y se les pegaron a la ropa y al pelaje. Estar al aire libre hizo que Charlie se sintiera mejor. Quizá, después de todo, había sido realmente cosa de su imaginación, y no había oído ninguna voz y todo había sido un disparate del que él mismo se había convencido. Además, la abuela Bone lo había animado sólo para hacer enfadar a Maisie y poner nerviosa a su madre. —Sí —exclamó Charlie alegremente—, son sólo chorradas. —Y hojas —añadió Benjamin, pensando que Charlie se refería a los desperdicios que el viento arrastraba calle abajo. —Y hojas —canturreó Charlie. Vio que un periódico volaba hacia él y estiró el pie para pillarlo.

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Pero una ráfaga de viento levantó el periódico, que se enrolló en torno a la cintura de Charlie. Mientras se lo apartaba del cuerpo, una foto de la portada atrajo su mirada. Un muchacho de aspecto bastante amenazador estaba de pie en los escalones de un edificio gris. Tenía la cara flaca y alargada, y lucía un fino bigotillo que oscurecía su delgado labio superior. Su pelo, oscuro y peinado con la raya en medio, estaba recogido en una cola de caballo. —¿Qué es? —preguntó Benjamin. —Sólo un chico —respondió Charlie, y sin embargo tenía la sospecha de que no era un simple muchacho. Benjamin se inclinó sobre el brazo de Charlie y leyó: —«Manfred Bloor, de diecisiete años de edad, fue rescatado ayer de un incendio en la Academia Bloor. Manfred dijo que tenía mucha suerte de seguir con vida.» —No dijo eso —replicó Charlie sin aliento. —¿Cómo que no dijo eso? ¿Qué quieres decir? — preguntó Benjamin. —Que no fue eso lo que dijo —murmuró Charlie, y se sentó en el suelo y apoyó la espalda en la pared. Sostuvo el periódico con el brazo extendido,

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consternado por las palabras que estaban saliendo de la foto. Alguien va a pagar por esto. —¿Cómo sabes...? —empezó a decir Benjamin. —¡Cállate, escuchando.

Ben!

—gritó

Charlie—.

Estoy

—¿El qué? —¡Chitón! Mientras Charlie miraba fijamente a Manfred Bloor, hubo un súbito griterío y luego una voz de mujer destacó por encima de las otras. ¿Estás acusando a alguien, Manfred? Y tanto que sí, dijo una voz ronca. ¿Por qué piensas que no fue un accidente? La voz ronca volvió a hablar. Porque no soy idiota, por eso. Un hombre intervino: Los bomberos dijeron que probablemente se cayó alguna vela. ¿Acaso no lo crees? ¡BASTA! Quienquiera que hubiese dicho aquello tenía una voz tan grave y aterradora que Charlie soltó el periódico, que voló arrastrado por el viento y se coló por una alcantarilla.

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—Charlie, ¿qué te pasa? —preguntó Benjamin. Charlie dejó escapar un profundo suspiro. —Oigo voces —dijo. —Oh, no. —Benjamin se sentó junto a él y Judía Corredora se tumbó al lado de Benjamin—. ¿Qué clase de voces? Benjamin nunca decía que algo era una tontería. Se tomaba la vida muy en serio, lo que no siempre era una mala cosa. Charlie le contó que en la tienda habían confundido la fotografía de Judía Corredora con la de un hombre y un bebé. —Iba a ser una tarjeta de felicitación sorpresa para tu cumpleaños —le contó Charlie—, pero ya no lo será. Lo siento. —No importa —dijo contándome lo de la foto.

Benjamin—.

Sigue

Charlie le explicó que cuando miró al hombre y al bebé oyó voces. Incluso había oído llorar al bebé, y quizá ronronear a un gato. —Qué aliento.

raro

—dijo

Benjamin

conteniendo

el

—Me obligué a creer que me lo había imaginado —siguió Charlie—, pero ha vuelto a ocurrir en cuanto he cogido el periódico. He oído a unos

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reporteros que hablaban con el chico de la portada, y también la voz de ese chico. Parecía malo y retorcido. Y entonces alguien ha dicho: «¡Basta!», y es la voz más horrible que he oído en mi vida. Benjamin se estremeció y Judía Corredora dejó escapar un gemido por simpatía. Los chicos se quedaron sentados el uno junto al otro en el pavimento húmedo, sin saber muy bien qué hacer. El viento les lanzaba hojas a la cara, y los truenos retumbaban en la lejanía. Empezó a llover. Judía Corredora empujó a Benjamin con el hocico y gimoteó. Detestaba mojarse. Y entonces, mientras resonaba un trueno particularmente estruendoso, un hombre se plantó delante de los muchachos. Llevaba un impermeable oscuro y los cabellos mojados se le pegaban a la frente en grandes mechones negros. —Está lloviendo —anunció el hombre—. ¿Es que no os habéis dado cuenta? Charlie alzó la mirada. —Tío Paton —exclamó, muy sorprendido. El tío Paton era el hermano de la abuela Bone. Tenía veinte años menos que ella, y no se llevaban nada bien. Paton vivía casi oculto, hasta el extremo de comer aparte de los demás. Nunca salía a la calle cuando había luz del día.

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—Quieren que vayas a casa —le dijo a Charlie. Charlie y Benjamin se levantaron y sacudieron las piernas, entumecidas por la inmovilidad. Aquélla era la tercera cosa insólita que ocurría aquel día: todavía faltaba mucho para que estuviera lo bastante oscuro y el tío Paton se aventurase a salir a la calle. Charlie se preguntó qué podía haber provocado una acción tan drástica por parte de su tío.

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2

Las tías Yewbeam Resultaba bastante difícil seguir el ritmo del tío Paton, ya que se abría paso a través del viento y de la lluvia como si calzara unas botas de siete leguas. —Nunca había visto a tu tío en la calle de día — jadeó Benjamin—. Tu tío es un poco raro, ¿no? —Un poco —admitió Charlie, quien a decir verdad sentía un temeroso respeto hacia su peculiar tío. Apretó el paso al ver que el tío Paton ya había llegado a los escalones del número nueve. Benjamin se había quedado atrás. —A tu familia le ha pasado algo —le dijo a Charlie—. Espero que todavía puedas venir a mi cumpleaños.

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—Nada podrá impedírmelo Charlie, alcanzando a su tío.

—le

respondió

—Nada de perros —advirtió el tío Paton al ver que Benjamin y Judía Corredora venían corriendo hacia ellos. —Oh, por favor —suplicó Benjamin. —Hoy, no. Se trata de un asunto familiar — sentenció Paton muy serio—. Vete a casa. —Vale. Bueno, Charlie, adiós. Benjamin se fue calle abajo, seguido por un Judía Corredora con las orejas gachas y la cola metida entre las patas; era la viva imagen de un perro apaleado. El tío Paton acompañó a Charlie a la cocina y luego desapareció escalera arriba. Charlie encontró a su madre y a sus dos abuelas sentadas a la mesa de la cocina. Maisie parecía bastante disgustada, pero, en cambio, una sonrisa misteriosa se insinuaba en los delgados labios de la abuela Bone. La madre de Charlie removía nerviosamente su té con la cucharilla. Charlie no entendía por qué: su madre nunca se ponía azúcar. —Siéntate, Charlie —ordenó la abuela Bone, como si se dispusiera a hacer un número teatral para él solo.

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—¡No permitas que las Yewbeam te pongan nervioso! —le susurró Maisie a Charlie, cogiéndole la mano y dándole unas palmaditas. —Pero ¿qué pasa? —preguntó Charlie. —Van a venir las tías Yewbeam —le respondió su madre. —¿Por qué? —preguntó Charlie. Las tías Yewbeam eran las tres hermanas solteras de la abuela Bone. Charlie sólo las veía por Navidad, y tenía la impresión de que las tres estaban profundamente decepcionadas con él. Siempre dejaban tras de sí un extraño surtido de regalos: cajas de acuarelas, instrumentos musicales, máscaras y capas, e incluso un juego de química, cosas a las que Charlie no había encontrado nunca la menor utilidad. A él le gustaban el fútbol y la televisión, y no había más que hablar. La abuela Bone se inclinó sobre la mesa. Sus ojos destellaron misteriosamente. —Mis hermanas vienen a evaluarte, Charlie —le explicó—. Y si se descubre que vales (que, como sospecho yo, estás dotado), entonces se encargarán de proporcionar los fondos necesarios para enviarte a la Academia Bloor. —¿Yo? ¿A la Academia Bloor? —Charlie estaba

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atónito—. Pero si ese sitio es para genios. —No te preocupes, cariño. No pasarás la prueba —dijo Maisie con seguridad mientras se levantaba —. Y naturalmente —empezó a mascullar—, es la vieja Maisie la que tiene que encargarse de los preparativos para Doña Quejas, ¿verdad? No sé por qué me molesto. La madre de Charlie le explicó que habría una cena especial para las tías. Subirían del sótano la mejor plata, el más fino cristal y la porcelana que se guardaba como un tesoro y prepararían la mesa en el gélido comedor, una estancia que sólo se utilizaba cuando les visitaban las tías Yewbeam. Maisie estaba descongelando pollo y pescado y quién sabe cuántas cosas más, tan deprisa como podía. Charlie se hubiese preocupado de no ser porque estaba completamente convencido de que no superaría la prueba de las tías. Se acordó del día en que había intentado pintarles un cuadro y fracasó miserablemente. Y de cuando había intentado sin éxito tocar un violín, una flauta, un arpa y un piano. Se había puesto las máscaras que le regalaron: animales, payasos, piratas, vaqueros y hombres del espacio, pero sólo había sido capaz de interpretar el papel de Charlie Bone. Finalmente, tuvieron que admitir que no tenía ningún don.

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Así que mientras esperaba a que llegaran sus tías abuelas, Charlie no estaba todo lo atemorizado que hubiese debido estar. Benjamin, en cambio, sí estaba extremadamente asustado. Charlie era su mejor amigo, el único que tenía. Cualquier cosa que le ocurriera a Charlie le ocurriría, indirectamente, a él. Unos acontecimientos muy siniestros le estaban poniendo cerco a su amigo. Benjamin estaba sentado junto a la ventana de su dormitorio y contemplaba la casa de Charlie. Las farolas de la calle se encendieron en cuanto cayó la noche, y las luces brillaron en el edificio que se alzaba detrás del castaño: en el sótano, en la buhardilla y en todos los dormitorios. ¿Qué estaría ocurriendo allí? El viento se intensificó. El trueno y el relámpago estallaron a un tiempo, lo cual significaba que la tormenta estaba justo encima de ellos. Benjamin se aferró a Judía Corredora, y el perrazo escondió la cara en el brazo doblado de Benjamin. Por la calle, desierta, avanzaban tres siluetas oscuras. Benjamin las vio acercarse blandiendo unos negros paraguas que sólo dejaban ver los bajos de tres abrigos oscuros y seis botas: cuatro negras y dos rojas. A pesar del viento, había un extraño ritmo en sus movimientos, casi como si danzaran bajo aquellos enormes paraguas. Las

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figuras se detuvieron junto al castaño, tal como Benjamin se temía que harían, y subieron los escalones que conducían a la casa de Charlie. Por primera vez en su vida, Benjamin se alegró de ser él mismo y no Charlie Bone. En el número nueve la mesa ya estaba puesta, y unos leños húmedos ardían y humeaban en la chimenea sin llegar a producir llama. Cuando sonó el timbre de la puerta, enviaron a abrir a Charlie. Las tres tías abuelas entraron en la casa, golpeando las baldosas con los pies y sacudiendo sus paraguas mojados. Lanzaron los abrigos a través del vestíbulo y cayeron sobre Charlie como si éste fuera un perchero. —Ten cuidado, muchacho —ordenó la tía Lucretia, mientras Charlie se revolvía bajo las prendas mojadas—. Son unos abrigos muy caros, de piel de topo, no harapos. —No seas tan dura con él, Lucretia —dijo la tía Eustacia—. Charlie tiene un secreto que contarnos, ¿verdad, monada? —Ejem —farfulló Charlie. —No seas tímido. —Tía Venetia, la más joven de las tres, fue hacia él con paso majestuoso—. Queremos saberlo absolutamente todo. —Pasad, Yewbeam. ¡Vamos, pasad! —las llamó la

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abuela Bone desde el comedor. Las tres hermanas cruzaron el umbral como tres imponentes navíos; Lucretia, la mayor, en primer lugar, y Venetia, la más joven, en último. Tomaron de manos de la abuela Bone las copas de jerez que ésta les ofrecía y se acercaron al precario fuego sacudiéndose las húmedas faldas y atusándose sus abundantes cabelleras. La de Lucretia era blanca como la nieve, la de Eustacia de un gris acero y la de Venetia, todavía negra, se pegaba a su cabeza como las alas de un cuervo. Charlie retrocedió y fue a la cocina, donde Maisie y su madre se afanaban en torno a los fogones. —Échanos una mano y llévate la sopa, Charlie — le pidió su madre. Charlie no quería quedarse solo con las tías abuelas, pero su madre parecía exhausta y acalorada, así que hizo lo que le pedía. La sopera pesaba mucho. Charlie percibió el brillo de los ojos de las Yewbeam mientras lo seguían con la mirada. Puso la sopera sobre un salvamanteles y corrió a traer los cuencos antes de que la abuela Bone se quejara de la gota de sopa que había vertido. En cuanto todo estuvo preparado, la abuela Bone hizo sonar una campanilla, cosa que Charlie

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encontró bastante ridícula. Todos se habían dado cuenta de que la cena ya estaba servida. —¿Es necesario tocar la campanilla? —preguntó. —Es la costumbre —replicó con brusquedad la abuela Bone—. Y Paton no tiene olfato. —Pero si el tío Paton nunca come con nosotros... —Hoy lo hará categóricamente.

—dijo

la

abuela

Bone

—Y no hay nada más que hablar —añadió Maisie con una sonrisita que no tardó en desvanecerse cuando las cuatro hermanas la fulminaron con la mirada. El tío Paton llegó con cara de pocos amigos y la cena dio comienzo. Maisie había hecho lo que había podido, pero diez minutos era muy poco tiempo para organizar un banquete digno de ser recordado. La sopa estaba salada; el pollo, seco, y el bizcocho de frutas tenía un aspecto más bien patético. Nadie se quejó, no obstante. Todos comieron deprisa y con apetito. Maisie y la madre de Charlie recogieron la mesa. Paton y Charlie les ayudaron, y finalmente llegó el momento de la prueba. Charlie descubrió que a su madre no se le permitiría quedarse. —¡No entraré ahí sin ti! —protestó—. De ninguna manera.

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—Tienes que hacerlo, Charlie —le dijo su madre —. Las Yewbeam son las que controlan la bolsa del dinero. Yo no tengo nada. —Nunca conseguiré entender por qué quieres que Charlie vaya a esa ridícula academia — intervino Maisie. —Es por su padre —declaró la madre de Charlie. Maisie chasqueó la lengua y no dijo nada más. Su padre estaba muerto, así que Charlie no veía por qué aquello tenía tanta importancia. Pero su madre no se lo dijo. Lo empujó suavemente hacia el comedor. —Si mamá no está aquí no lo haré —advirtió Charlie. —Vaya, vaya, un chico que no se quiere separar de su mamá —trinó la tía Venetia. —Un chico que quiere quedarse junto a su madre es un bebé —sentenció la tía Lucretia adustamente —. Ya va siendo hora de que crezcas, Charlie. Esto es asunto de los Yewbeam. No queremos distracciones. En ese momento el tío Paton intentó escabullirse, pero su hermana mayor lo llamó al orden. —Tu presencia es necesaria, Paton —le dijo—. Cumple con tu deber, aunque sólo sea por una vez.

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Charlie Bone

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El tío Paton se sentó de mala gana en la silla que le señalaba su hermana mayor. A Charlie le hicieron tomar asiento de cara a las cuatro hermanas. El tío Paton presidía la mesa. Charlie se preguntó cómo se llevaría a cabo la prueba. Encima de la mesa no había ningún instrumento musical, máscara o pincel. Esperó. Las hermanas lo miraron fijamente. —¿De dónde ha sacado ese pelo? —terminó preguntando la tía Lucretia. —De la parte de su madre —dijo la abuela Bone —. Galeses —añadió, hablando como si Charlie no estuviera allí. —¡Ah! —Las tres tías abuelas suspiraron con desaprobación. La tía Lucretia se puso a buscar algo en un gran bolso de piel. Finalmente sacó un paquete envuelto en papel marrón y atado con una cinta negra. Tiró de la cinta y el paquete se abrió, revelando un montón de fotografías que parecían muy antiguas. La abuela Bone empujó el paquete hacia Charlie y el contenido se esparció por la mesa. —¿Qué se supone que tengo que hacer con estas fotos? —preguntó Charlie, que ya se lo imaginaba. Las tías abuelas le sonrieron alentadoramente.

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Charlie rezó para que no ocurriera nada, para que pudiera limitarse a echar un vistazo a aquella colección de fotos polvorientas y apartar los ojos antes de empezar a oír voces. Pero una rápida mirada le indicó que las personas que aparecían en las fotos estaban haciendo mucho ruido. Tocaban instrumentos: violoncelos, pianos, violines... y bailaban, cantaban, reían... Charlie fingió que no lo oía. Trató de alejar las fotos de él y las empujó hacia la tía Lucretia, que volvió a acercárselas. —¿Qué oyes, Charlie? —preguntó la abuela Bone. —Nada —dijo Charlie. —Venga, Venetia.

Charlie,

inténtalo

—insistió

la

tía

—Y no mientas —añadió la tía Eustacia. —O te haremos llorar —gruñó la tía Lucretia. Eso puso bastante furioso a Charlie. No iba a llorar por nadie. —No oigo a ninguno apartando las fotografías.

—dijo

nerviosamente,

—¿Cómo que «a ninguno»? —exclamó la tía Lucretia, volviendo a empujarlas hacia él—. Se dice que no oyes a nadie. Esa gramática, muchacho. ¿Es que nadie te ha enseñado a hablar con corrección? —Está claro que necesita ir a la academia —

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sentenció la tía Eustacia. —Anda, sé bueno y míralas, Charlie —le pidió la tía Venetia con dulzura—. Sólo un momentito, y, si no ocurre nada, te dejaremos en paz y... nos esfumaremos —dijo, agitando sus largos dedos blancos. —Está bien —cedió Charlie a regañadientes. Pensó que podría salir bien de aquella situación si se limitaba a mirar las fotografías y no hacía caso de los sonidos. Pero no funcionó. Un estrépito de violoncelos, pianos, voces de soprano y estallidos de carcajadas le ensordeció y llenó la habitación. Las tías abuelas le miraban con fijeza, y Charlie veía cómo movían los delgados labios, pero el terrible clamor de las fotografías le impedía oír lo que decían. Finalmente Charlie cogió el montón de fotografías y las arrojó boca abajo sobre la mesa. El súbito silencio que siguió fue un maravilloso alivio. Las tías abuelas lo miraron sin decir nada, con una expresión de triunfo. La tía Venetia fue la primera en hablar. —Bien, Charlie. No ha sido tan terrible, ¿verdad? Charlie comprendió que le habían tendido una trampa. Se dijo que tendría que tener mucho cuidado con la tía Venetia en el futuro, porque

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saltaba a la vista que era más astuta que sus hermanas. —En fin, ¿quiénes preguntó, alicaído.

son

esas

personas?



—Son tus antepasados, Charlie —declaró la tía Lucretia—. La sangre de los Yewbeam corría por las venas de todos ellos. Como por las tuyas, mi querido e inteligente muchacho. —Su actitud había cambiado por completo, pero la tía Lucretia mostrándose amable le daba tanto miedo como cuando se ponía desagradable. —Ya puedes irte, Charlie —dijo la abuela Bone—. Tenemos cosas que discutir: los planes para tu futuro. Charlie se alegró de poder marcharse de allí. Se levantó de un salto y salió disparado hacia la puerta, y mientras caminaba se fijó en la expresión del tío Paton. Se le veía triste y tenía la mirada perdida. Charlie se preguntó por qué no habría dicho ni una palabra en todo el rato. El tío Paton le sonrió brevemente y luego desvió la vista. Charlie entró en la cocina, donde Maisie y su madre esperaban con ansiedad los resultados de la evaluación. —Me parece que he pasado la prueba —les anunció con voz lúgubre.

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—Vaya, ahora sí que no sé qué decir —murmuró Maisie—. Pensaba que acabarías saliendo del apuro, Charlie. ¿Han sido las voces? Charlie asintió con desánimo. —Esas condenadas Yewbeam... —masculló Maisie sacudiendo la cabeza. La madre de Charlie, sin embargo, no parecía tan abatida. —La academia te irá muy bien —dijo. —No, no me irá nada bien —replicó Charlie—. No quiero ir allí. Es una escuela vieja y maloliente para genios, y me sentiré como un bicho raro. Hay que cruzar media ciudad para llegar a esa academia y además no conozco a nadie. ¿Y si me niego a ir, mamá? —Si te niegas... todo esto podría desaparecer — respondió su madre, señalando con un ademán los armarios de la cocina. Charlie se quedó atónito. Entonces, ¿sus tías abuelas eran unas brujas capaces de hacer desaparecer una casa entera con un toque de varita mágica o, quizá, de un paraguas ? —¿Quieres decir que la casa podría desaparecer? —preguntó. —No

exactamente

—dijo

su

madre—.

Pero

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nuestras vidas cambiarían. Maisie y yo no tenemos nada, ni un céntimo. Cuando tu padre, Lyell, murió, quedamos completamente a merced de las Yewbeam. Ellas corren con todos los gastos. Nos compraron esta casa y pagan las facturas. Lo siento, Charlie, pero si es eso lo que quieren, tendrás que ir a Bloor. Charlie se sentía muy cansado. —Está bien —dijo—. Me voy a la cama. Se había olvidado del sobre anaranjado, pero cuando fue a su habitación allí estaba, sobre la almohada. Su madre debía de haberlo rescatado de entre las pilas de comida y vajilla de la mesa de la cocina. Charlie decidió no echarles un segundo vistazo al hombre y el bebé. Mañana llevaría la instantánea a La Foto Veloz, y quizá le devolviesen la de Judía Corredora a cambio. Cuando su madre subió a darle las buenas noches, Charlie hizo que se sentara en su cama para hacerle unas preguntas. Sentía que merecía saber más de sí mismo antes de poner los pies en la Academia Bloor. —Lo primero que quiero saber es qué le ocurrió realmente a mi padre —dijo Charlie—. Cuéntamelo otra vez. —Ya te lo he explicado muchas veces, Charlie...

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Había niebla y él estaba cansado. Se salió de la carretera, y el coche se precipitó al fondo de un barranco de cien metros de profundidad. —¿Y por qué no hay ni una sola foto de él? El rostro de su madre se ensombreció. —Las había —dijo—, pero un día, cuando yo estaba fuera, desaparecieron todas. Incluso la que guardaba en mi colgante. Charlie nunca había oído hablar de aquello. —¿Por qué? —preguntó. Su madre acabó por contarle lo que había sucedido con la familia Yewbeam: lo horrorizados que se habían sentido cuando Lyell se enamoró de ella, Amy Jones, una chica corriente sin ningún talento excepcional o, como decían ellos, que no estaba dotada. Los Yewbeam prohibieron el matrimonio. Sus leyes eran antiguas y se cumplían a rajatabla. Las mujeres podían casarse con quien quisieran, pero todos los varones Yewbeam debían casarse con jóvenes dotadas. Lyell infringió las reglas. Él y Amy Jones se fugaron a México. —Pasamos una luna de miel maravillosa — suspiró la madre de Charlie—. Pero en cuanto volvimos a casa, vi que Lyell estaba muy preocupado. No había conseguido escapar de ellos

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después de todo: siempre miraba hacia atrás por encima del hombro y huía de las sombras. Una noche de niebla, cuando tú tenías dos años, lo llamaron por teléfono. Más que una llamada en realidad fue una orden. La abuela Bone estaba enferma, y Lyell tenía que ir allí inmediatamente. Así que cogió el coche... y acabó en el fondo de un barranco. —Su mirada se perdió en la lejanía por unos instantes y luego murmuró—: Aquel día no era él mismo. Algo había ocurrido. Parecía como si se encontrara bajo un hechizo. Se secó una lágrima muy pequeña. —Creo que la abuela Bone nunca ha sabido lo que es el amor —siguió—. Para los Yewbeam, la muerte de Lyell sólo fue el fin de un episodio desafortunado. Pero sí se interesaron mucho por ti, Charlie. ¿Y si resultaba que estabas dotado? Comprendieron que tendrían que cuidar de ti hasta que pudieran averiguarlo, así que me dieron una casa y permitieron que Maisie se viniera a vivir conmigo. Y también lo hizo la abuela Bone. Para vigilarnos. El tío Paton llegó poco después, porque... bueno, me imagino que no tenía ningún otro sitio al que ir. Yo siempre me sentí muy agradecida, hasta que desaparecieron las fotos. Era algo que sencillamente no podía entender. La abuela Bone negó haberlas tocado, claro está.

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Charlie escuchó la historia de su madre y sumó dos y dos. —Ya sé por qué se perdieron las fotos —murmuró —. La abuela Bone no quería que yo oyera lo que mi padre tenía que decir. —Pero, Charlie, si sólo tenías dos años —objetó su madre—. Ella no sabía que tenías ese extraño don de oír voces. —Lo adivinó —dijo Charlie—. Probablemente es algo que viene de familia. Su madre sonrió al ver lo serio que se había puesto. Le dio un beso de buenas noches y le dijo que no se preocupara por los Yewbeam. —Y tampoco te preocupes por la Academia Bloor. Después de todo, tu padre fue allí. —¿Y él tenía algún talento? —preguntó Charlie. —Oh, sí —afirmó su madre desde la puerta—. Pero no la clase de talento que tú posees, Charlie. El no estaba dotado. Tu padre era músico. Cuando su madre se hubo marchado, Charlie no pudo dormirse. Tenía demasiadas cosas en la cabeza. Pensar que formaba parte de una familia tan peculiar lo llenaba de inquietud. Charlie quería saber más, mucho más. Pero ¿por dónde empezar? Quizás el tío Paton podría proporcionarle unas cuantas respuestas. No parecía tan duro como sus

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hermanas. La tormenta se fue calmando, y dejó de llover. El viento se aquietó y el reloj de la catedral dio la medianoche. Al sonar la duodécima campanada, Charlie tuvo de pronto la extraña sensación de que le faltaba el aliento. Algo le estaba ocurriendo, como si en aquel instante pudiese tanto vivir como morir. Pensó en Lyell, el padre al que no recordaba. El momento pasó y Charlie se sintió completamente despierto. Unos minutos después, oyó crujir los peldaños de la escalera bajo el peso del tío Paton, que iba a la cocina a comer algo. Charlie ya se había acostumbrado a los paseos nocturnos de su tío. Siempre lo despertaba, y normalmente Charlie se limitaba a darse la vuelta para volver a dormirse. Pero aquella noche saltó de la cama y se vistió. Cuando su tío salió de la casa, Charlie descendió con cuidado al piso de abajo y lo siguió. Había querido hacer aquello en muchas ocasiones, pero nunca había tenido el valor suficiente. Aquella noche era diferente: se sentía decidido y seguro de sí mismo. Paton se movía muy deprisa. Cuando Charlie cerró la puerta de la calle sin hacer ruido, su tío ya se disponía a doblar una esquina. Manteniéndose pegado a las casas, Charlie corrió

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hacia el final de la calle. Paton se detuvo y miró atrás. Charlie se refugió a toda prisa entre las sombras. La calle en la que se hallaban estaba iluminada por pequeñas farolas en forma de campana que proyectaban un suave resplandor sobre el pavimento mojado. Allí, los árboles estaban más cerca los unos de los otros y los muros eran más altos. Se trataba de un lugar misterioso donde reinaba el silencio. Paton Yewbeam había reemprendido el paso, pero sus resueltas zancadas de antes se habían convertido en un paseo sin rumbo. Desplazándose con cautela de un árbol a otro, Charlie no tardó en encontrarse a unos pocos pasos de su tío. Un viento helado le abofeteó las orejas y Charlie empezó a preguntarse si aquella persecución nocturna iba a servir de algo. Al fin y al cabo, el tío Paton no se había convertido en vampiro ni en hombre lobo; quizá simplemente se sentía más a gusto en la oscuridad. Charlie ya se disponía a dar media vuelta y regresar sigilosamente a casa cuando de pronto su tío se detuvo. Se había quedado inmóvil a un metro de distancia de una farola, y una especie de extraño zumbido emanaba de él, No era exactamente un zumbido, porque de hecho Charlie no podía oírlo. Más bien era una sensación de zumbido, como si alrededor de su tío

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el aire se hubiera cargado de una música insonora. La luz de la farola se hizo mucho más intensa, hasta el punto de que Charlie apenas podía mirarla, y entonces, con un pequeño chasquido, el cristal se quebró y unos fragmentos relucientes cayeron al suelo. Charlie dejó escapar una exclamación ahogada y se frotó los ojos. Quizá sólo había sido una coincidencia, y su tío se había detenido allí en el mismo instante en que una subida de tensión había provocado que el cristal de la farola se calentase demasiado. Paton siguió caminando y Charlie lo siguió escondiéndose detrás de los árboles. Su tío empezó a aflojar el paso conforme se acercaba a otra farola, pero esta vez, aunque la luz se volvió muy intensa, Paton la dejó atrás antes de que el cristal llegara a romperse. Y entonces, sin darse la vuelta, dijo: —¿Por qué me estás siguiendo?

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3

Los gatos llameantes Charlie se quedó de piedra. No podía creer que su tío lo hubiera visto. Pero entonces volvió a oírse la pregunta: —Charlie, ¿por qué me estás siguiendo? Charlie salió de detrás de un árbol. —¿Cómo lo has susurro.

sabido?

—preguntó

en

un

Paton se volvió a mirarlo. —No tengo ojos en la nuca —dijo—, si es eso lo que estás pensando. —No, no pensaba eso precisamente —respondió Charlie—. Pero ¿cómo lo has sabido?

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—Te vi, mi querido muchacho, cuando doblaba la esquina. Y a decir verdad, el caso es que medio me lo esperaba. Supongo que después de esta horrible velada no habrás podido pegar ojo —manifestó Paton con una lúgubre sonrisa. —¿Es ése tu talento, tío Paton? —preguntó Charlie—. ¿Hacer que las luces brillen más? —Patético, ¿verdad? Ya me dirás tú qué utilidad puede tener eso. Ojalá no lo hubieras visto. —Paton contempló sus delgados dedos—. Venga, voy a acompañarte a casa. Por esta noche ya he hecho suficiente. —Se pasó la mano de Charlie por el brazo y los dos echaron a andar hacia casa. Ahora, Charlie veía a su tío de otra manera. No había mucha gente que pudiera hacer brillar una luz con más intensidad simplemente acercándose a ella. De hecho, al menos que él supiera, nadie había hecho una cosa así antes. Las luces desempeñaban un papel muy importante en la vida nocturna de una ciudad. El tío Paton podía pasárselo en grande en el centro, donde las luces parpadeaban y se reflejaban por todas partes. —¿Nunca has hecho... eso que acabas de hacer ahora... con un montón de luces a la vez? — preguntó Charlie—. Ya sabes, en uno de esos lugares que están llenos de teatros, cines y discotecas...

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Por un instante Charlie pensó que Paton no iba a responder. Quizá no hubiese debido preguntárselo. Pero entonces su tío murmuró: —Una vez, hace mucho tiempo, lo hice para una chica a la que conocía. —¡Guau! ¿La dejaste muy impresionada? —Salió corriendo —dijo Paton con tristeza—, y nunca más volvió a dirigirme la palabra. —Vaya. Oye, tío Paton, ¿y no sería más prudente que fueras por la calle de día? Lo digo porque a esas horas no hay tantas luces encendidas. —¡Ja! Debes de estar de broma —replicó su tío—. Todos los escaparates tienen luz artificial. Hay luces por todas partes, y de día la gente puede verme. Además, me he acostumbrado: ya no me gusta la luz del día, y no quiero verme expuesto a ella. Llegaron al número nueve, y Charlie se apresuró a volver a la cama antes de que alguien de la casa se despertase. Se quedó dormido casi al instante, y soñó que el tío Paton intensificaba la luz de las estrellas hasta que todas estallaban como fuegos artificiales. Por la mañana, Charlie se despertó con una sensación de angustia. Tanto si le gustaba como si no, no tardaría en ir a la Academia Bloor. Sólo de pensarlo se le revolvía el estómago, y durante el

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desayuno sólo pudo comerse una tostada. El huevo con beicon que Maisie le colocó delante se quedó en el plato. —Estás preocupado, ¿verdad, cariño? —dijo Maisie riendo suavemente—. ¡Ah, esas miserables de las Yewbeam! ¿Por qué tienes que ir a esa horrible escuela? Te traeremos chocolate cuando vayamos a comprar. Eso te animará. La abuela Bone no se encontraba allí: siempre desayunaba en su habitación. Y Paton sólo comía de noche, al menos que Charlie supiera. Miró a su madre quien, absorta en sus propios pensamientos, parecía encontrarse a muchos kilómetros de allí. —¿Tendré que llevar uniforme? —le preguntó. Su madre dio un respingo y alzó la mirada. —Una capa azul —contestó—. Los músicos siempre visten de azul. Azul zafiro, un color precioso. —Pero yo no soy músico —objetó Charlie. —No en el sentido estricto de la palabra — admitió su madre—, pero allí no tendrán un departamento para tu talento, Charlie. Te pondrán en las clases de música, como a tu padre. Llévate la flauta dulce de la escuela. Estoy segura de que te servirá.

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—¿Tú crees? —Charlie lo dudaba. La música nunca se le había dado bien, y sólo tocaba la flauta cuando no había otro remedio—. ¿Y cuándo tendré que empezar? —Cuando termine este trimestre —le dijo su madre. —¿Tan pronto? —Charlie estaba horrorizado—. ¿Con el curso ya empezado? ¿Antes de Navidad? —Lo siento, Charlie —dijo su madre con expresión apenada—. Las Yewbeam opinan que será lo mejor para ti. Dicen que no hay que perder ni un instante, ahora que tú... ahora que están seguras. —Pobre ratoncito mío —musitó Maisie. Había empezado a llover de nuevo, y Maisie se puso un chubasquero de un rosa brillante. A la madre de Charlie no le gustaba llevar impermeable, así que cogió un paraguas del perchero del vestíbulo. —No nos entretendremos mucho comprando —le dijo a Charlie—. ¿Quieres que vaya a devolver la foto? Charlie casi se había olvidado de la tarjeta de cumpleaños de Benjamin. Pero, por alguna razón, todavía no quería desprenderse de la foto. —No —contestó—. Pero ¿podrías comprar una

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tarjeta de felicitación para Benjamin? Me parece que al final no voy a usar la foto de Judía Corredora. Cuando Maisie y su madre se marcharon, Charlie subió corriendo al piso de arriba para coger el sobre de color naranja. Acababa de abrirlo y de sacar la foto cuando sonó el timbre de la puerta. Nadie fue a abrir. Al parecer, la abuela Bone estaba fuera, y el tío Paton ni siquiera respondería al teléfono mientras fuese de día. Con la foto en la mano, Charlie bajó a abrir la puerta. Un hombre muy extraño esperaba en la entrada. Y más extraños todavía eran los tres gatos que serpenteaban por entre sus piernas. —Onimoso y Llamas —anunció el hombre—. Control de plagas —añadió, sacando una tarjeta del bolsillo interior de una chaqueta de aspecto un tanto peludo. —¿Ominoso? —preguntó Charlie. —Nada de eso —replicó el hombre—. Onimoso, que es completamente distinto. Orvil. Orvil Onimoso. —Obsequió a Charlie con una gran sonrisa que reveló unos dientes afilados y muy brillantes—. Creo que tienen un problema. ¿Ratones? —Dio un salto muy peculiar y aterrizó al lado de Charlie.

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—No sé si... —empezó a decir Charlie. Le habían dicho que no dejara entrar nunca en casa a un desconocido, pero aquél ya estaba dentro—. ¿Le ha pedido alguien que viniera? —«Algo» lo hizo, sí. No puedo decirte qué, o por lo menos todavía no. Podrías no creerme. —Ah, ¿no? —preguntó Charlie muy intrigado. Los gatos habían seguido al señor Onimoso y estaban recorriendo el vestíbulo. Su aspecto no podía ser más insólito. El primero era de un intenso color cobre, el segundo de un naranja muy vivo y el tercero de un amarillo subido. El gato color cobre parecía conocer a Charlie. Apoyándose en las patas traseras, arañaba el pomo de la puerta de la cocina. —Ten paciencia, Aries —le advirtió el señor Onimoso—. ¿Es que nunca aprenderás? Aries consiguió hacer girar el pomo. La puerta se abrió y Aries penetró corriendo en la cocina, seguido por los otros dos gatos. —Lo siento —se disculpó el señor Onimoso—. Aries es muy impulsivo. Leo también es un poco impetuoso, pero Sagitario tiene unos modales realmente magníficos. Disculpa, más vale que no los pierda de vista. Antes de que Charlie tuviera tiempo de volverse, el señor Onimoso se había colado en la cocina y

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decía: —Llamas, no me decepcionéis. Hacedlo bien. Los tres gatos se paseaban con impaciencia por delante de la puerta de la despensa. Charlie se acordó de la fruta podrida y, antes de que los gatos se metieran por otra puerta, abrió aquélla y los dejó entrar. Al instante se produjo un revuelo de saltos, carreras y chillidos. Al parecer la despensa estaba llena de ratones, pero no por mucho tiempo. Los gatos fueron despachando a un ratón tras otro y depositando sus cuerpos en una pulcra hilera a lo largo de la pared. Charlie retrocedió. No tenía ni idea de que hubiera ratones en la despensa. ¿Cómo es que su madre o Maisie no se habían dado cuenta? Quizás habían acudido aquella mañana, atraídos por el olor de la fruta pasada. A Charlie le gustaban bastante los ratones, y habría preferido no tener que ver cómo aquella hilera de cuerpecitos grises iba haciéndose más larga. Cuando la fila medía quince ratones de largo, los gatos dieron el trabajo por terminado. Se sentaron y se lamieron con vigor el inmaculado pelaje. —¿Qué tal una taza de café? —preguntó el señor Onimoso—. Estoy exhausto.

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Que Charlie supiera, el señor Onimoso no había movido un solo dedo ni había hecho nada agotador: los gatos habían llevado a cabo todo el trabajo. Pero el señor Onimoso ya estaba sentado a la mesa de la cocina contemplando ansiosamente la cafetera, y Charlie no tuvo el valor de decepcionarlo. Todavía sostenía la fotografía, así que la dejó sobre la mesa y fue a preparar la cafetera. —¡ Ah! —exclamó el señor Onimoso—. Aquí la tenemos. Eso lo explica todo. —¿Qué es lo que explica? —preguntó Charlie, mirando la fotografía que el señor Onimoso había colocado bajo la luz. El señor Onimoso señaló el gato que había en la parte inferior de la fotografía. —Este es Aries —dijo—. Ya hace unos cuantos años de eso, pero él no olvida nunca. Sabía que lo habías visto. Por eso me condujo hasta aquí. —¿Cómo dice? —Charlie se sintió tan débil que tuvo que sentarse—. ¿Me está diciendo que Aries — señaló al gato de color cobre—, que Aries sabía que yo había visto esta foto? —No fue exactamente así. —El señor Onimoso se rascó su peluda cabeza, y Charlie se fijó en que sus afiladas uñas necesitaban un buen recorte. Maisie nunca hubiese permitido que alguien llevara las

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uñas tan largas. El agua empezó a hervir y Charlie le preparó el café al señor Onimoso. —¿Cómo ocurrió, acercándole la taza.

entonces?

—inquirió,

—Tres de azúcar, por favor —pidió el señor Onimoso. Charlie echó con impaciencia tres cucharadas de azúcar en el café. El señor Onimoso sonrió de oreja a oreja. Bebió un sorbo de café, volvió a sonreír ampliamente y luego, inclinándose hacia Charlie, dijo: —El sabía que había una conexión entre vosotros. Y así es, porque tú tienes la fotografía. Estos tres no son gatos corrientes. Saben cosas. Me escogieron porque tengo muy buena mano con los animales. Ellos me llevan aquí y allá, tratando de arreglar líos, y yo me limito a seguirlos y ayudo en lo que puedo. Este caso —señaló con el dedo al hombre que sostenía al bebé—, éste es uno de los peores. A Aries siempre le ha irritado muchísimo. Una y otra vez ha intentado arreglarlo, pero te necesitábamos, Charlie. —¿A mí? —preguntó Charlie. —Tú eres uno de los dotados, ¿no? —El señor Onimoso habló en un susurro, como si aquello fuera

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un secreto que no debía decirse en voz alta. —Eso dicen —respondió Charlie. No pudo evitar mirar la fotografía; el dedo del señor Onimoso apuntaba acusadoramente al rostro del hombre, y al instante oyó llorar al bebé. Aries corrió hacia él y, apoyando las patas delanteras en las rodillas de Charlie, soltó un maullido ensordecedor. Su lamento fue coreado inmediatamente por el anaranjado Leo y el amarillo Sagitario. El escándalo era tan insoportable que Charlie tuvo que taparse los oídos con las manos. —¡Silencio! —ordenó el señor Onimoso—. El chico está pensando. Cuando cesaron los maullidos, el señor Onimoso dijo: —¿Lo ves? Tú tienes algo que ver con esto, Charlie. Ahora cuéntamelo todo. Aunque decididamente extraño, el señor Onimoso también parecía amable y digno de confianza, y Charlie andaba muy necesitado de ayuda. Le habló al señor Onimoso de la confusión que se había producido con las fotos, de las voces, de las horribles tías Yewbeam y su examen, y de su decisión de enviarlo a la Academia Bloor. —Y el caso es que yo no quiero ir allí de ningún modo —concluyó—. Creo que casi prefiero morirme.

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—Pero Charlie, muchacho, allí es donde está ella —exclamó el señor Onimoso—, el bebé perdido. Al menos, eso es lo que piensan los gatos, y ellos nunca se equivocan. —Se levantó—. Vamos, gatos, tenemos que irnos. —¿Quiere decir que el bebé de la foto se perdió? —preguntó Charlie—. ¿Cómo se puede perder un bebé? —No soy yo quien debe decirlo —replicó el señor Onimoso—. Lleva la foto al lugar al que pertenece y quizás ellos te lo cuenten. —Pero si yo no sé a qué sitio pertenece —objetó Charlie, empezando a sentirse muy asustado. El señor Onimoso se esfumaba sin haberle prestado ninguna ayuda. —Usa un poco la mollera, Charlie. Esa foto es una ampliación, ¿verdad? Pues encuentra el original y tendrás un nombre y una dirección. —Ah, ¿sí? —Sin ninguna duda. El señor Onimoso se alisó el tupido pelaje de su chaqueta, se subió el cuello y se dirigió a la puerta de la calle. Charlie se levantó, sin saber qué hacer y con un montón de preguntas hirviéndole en la cabeza. Cuando llegó a la puerta, su visitante era ya una

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pequeña figura que desaparecía en la lejanía seguida por unos destellos de vivos colores, como la brillante cola de un cometa. Charlie cerró la puerta y corrió al piso de arriba. Agarró el sobre naranja y lo sacudió enérgicamente hasta que de dentro cayó una pequeña foto: era el original de la ampliación que había en la cocina. Charlie le dio la vuelta y allí, efectivamente, había un nombre y una dirección escritos con gruesas letras negras: SEÑORITA JULIA CATEDRAL, 3

INGLEDEW

PASAJE

DE

LA

¿Dónde estaba el pasaje de la Catedral, y cómo iba a llegar hasta allí? Tendría que salir de casa antes de que regresaran Maisie y su madre, porque nunca le dejarían ir solo a un lugar que no conocía. Y si no actuaba inmediatamente, quizá no llegaría a tiempo para la fiesta de Benjamin. Pero tendría que dejar un aviso, o su madre se preocuparía. Que él recordara, Charlie nunca había entrado en la habitación de su tío. Un letrero de NO MOLESTEN colgaba permanentemente de la puerta. Desde hacía un tiempo, Charlie se preguntaba qué hacía Paton allí dentro todo el día. A veces se oía un

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suave golpeteo, pero por lo general reinaba el silencio. Hoy Charlie tendría que hacer caso omiso del cartel. Llamó a la puerta, con timidez al principio y luego más enérgicamente. —¿ Qué ? —dijo una voz malhumorada. —-Tío Paton, ¿puedo entrar? —preguntó Charlie. —¿Por qué? —inquirió Paton. —Porque tengo que ir a un sitio y quiero que se lo expliques a mamá. Se oyó un profundo suspiro. Charlie no se atrevió a abrir la puerta hasta que su tío dijo con frialdad: —Entra, si no hay más remedio. Charlie hizo girar el picaporte y escrutó el interior lleno de curiosidad. Lo que vio lo dejó muy sorprendido. La habitación de su tío rebosaba papel. Colgaba de las estanterías, goteaba de pilas colocadas en el alféizar, abarrotaba el escritorio de Paton y se acumulaba alrededor de sus tobillos, lamiéndolos como una marea. ¿Dónde estaba la cama? Bajo una capa de libros, supuso Charlie. Los libros forraban las paredes del suelo hasta el techo, e incluso se elevaban alrededor del escritorio en una serie de precarias torres.

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—¿Y bien? —preguntó Paton, levantando la vista de un montón de papeles. —¿Podrías decirme por favor dónde está el pasaje de la Catedral? —preguntó Charlie nerviosamente. —¿Y dónde quieres que esté? Pues al lado de la catedral, naturalmente. —Paton era distinto a la luz del día: seco y estricto. —Oh —dijo Charlie, sintiéndose un poco tonto—. Bueno, pues ahora mismo me voy para allá, y podrías decírselo a mamá. Querrá saber dónde... —Sí, sí —murmuró Paton, y despidió a Charlie con un vago ademán. —Gracias —dijo Charlie, cerrando la puerta lo más silenciosamente que pudo. Fue a su habitación, se puso el anorak a toda prisa y se metió las fotos, que seguían en el sobre naranja, en el bolsillo. Después salió de la casa. Desde la ventana de su dormitorio, Benjamin vio pasar a Charlie, que caminaba con paso resuelto. Benjamin abrió la ventana y lo llamó: —¿Adonde vas? Charlie alzó la mirada hacia él. —A la catedral —dijo.

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—¿Podemos venir yo y Judía Corredora? — preguntó Benjamin. —No —contestó Charlie—. Voy a comprar tu regalo, y tiene que ser una sorpresa. Benjamin cerró la ventana. Se preguntó qué clase de regalo podía comprar Charlie en una catedral. ¿Un bolígrafo con el nombre de la catedral? Benjamin ya tenía un montón de bolis. —Bueno, la verdad es que me da igual —le dijo a Judía Corredora—, siempre que venga a mi fiesta. Judía Corredora golpeó la almohada de Benjamin con el rabo. Estaba tumbado donde se suponía que no debía estar: en la cama de Benjamin. Por suerte, sólo lo sabía Benjamin. La catedral se encontraba en la parte antigua de la ciudad. Allí las calles se estrechaban y tenían el pavimento de adoquines. Las tiendas eran más pequeñas, y en sus escaparates tenuemente iluminados, prendas caras y joyas reposaban sobre pliegues de seda y terciopelo. Parecía una zona muy exclusiva, y Charlie casi se sintió como un intruso. A medida que la antigua catedral empezó a alzarse ante él, las tiendas fueron dando paso a una hilera de viejas casas de madera. El número tres del pasaje de la Catedral, sin embargo, era una

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librería. Encima de la puerta, un letrero escrito con letras góticas rezaba LIBRERÍA INGLEDEW. Los libros expuestos en el escaparate parecían muy antiguos y estaban cubiertos de polvo. Charlie respiró hondo y entró. Una campanilla tintineó cuando bajó el escalón de entrada a la tienda, y una mujer apareció de detrás de una cortina que había tras el mostrador. No era tan vieja como se esperaba Charlie, tendría más o menos la edad de su madre. —¿Sí? —dijo la mujer—. ¿Puedo ayudarte en algo? —Me parece que sí—respondió Charlie—. ¿Es usted Julia Ingledew? —Sí —afirmó la mujer. —He venido por lo de su fotografía —explicó Charlie. La mujer se llevó la mano a la boca. —¡Cielos! —exclamó—. ¿La has encontrado? —Creo que sí —dijo Charlie, tendiéndole el sobre naranja. La mujer abrió el sobre y las dos fotos cayeron sobre el escritorio. —¡Oh, muchas gracias! —dijo—. No sabes cómo me alegro de haberlas recuperado.

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—¿Tiene usted la mía? —preguntó Charlie—. Me llamo Charlie Bone. —Pasa —dijo la señorita Ingledew, invitándolo a seguirla a través de la cortina. Charlie la siguió con cautela por detrás del mostrador, apartó la cortina y se encontró en una habitación muy parecida a la tienda: libros por todas partes, que abarrotaban las estanterías o formaban pilas sobre cualquier superficie. A pesar de eso, olía a palabras cálidas y exquisitas y a pensamientos muy profundos, y la habitación resultaba acogedora. Un fuego ardía en el hogar tras una pequeña reja de hierro, y varias lámparas de mesa con pantalla de pergamino iluminaban la estancia. —Bueno, aquí está —dijo Julia Ingledew, y sacó un sobre naranja de un cajón. Charlie cogió el sobre y se apresuró a abrirlo. —Sí, éste es Judía Corredora —afirmó—. Es el perro de mi amigo. Voy a hacer una tarjeta de cumpleaños con esto. —Una idea preciosa —alabó la señorita Ingledew —. Así será más personal. Siempre me ha gustado lo «personal». Demuestra que tienes en cuenta al otro, ¿verdad? —Sí —contestó Charlie no muy seguro.

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—Bueno, Charlie Bone, te estoy muy agradecida —dijo ella—. Me gustaría recompensarte de alguna manera por lo que has hecho. Aquí no tengo mucho dinero en efectivo, pero quizá podría... —Oh, no importa —dijo Charlie un poco incómodo , aunque no le habría ido nada mal algo de dinero para comprarle un regalo a Benjamin. —No, no, lo digo en serio. Me parece que eres justo la persona adecuada. De hecho, tengo la impresión de que todas esas cosas de ahí te esperaban a ti. Señaló un rincón con el dedo y Charlie vio que, pese a su primera impresión, la habitación no estaba atiborrada sólo de libros. Sobre la mesa que había en aquel rincón se apilaban un montón de cajas de madera, de metal y otras más grandes de cartón. —¿Qué hay dentro de esas cajas? —preguntó Charlie. —Los efectos personales de mi cuñado —explicó ella—. Es todo lo que queda de él. Murió la semana pasada. Charlie sintió que se le hacía un nudo en la garganta y dijo: —Ejem... —Oh, no, Charlie, no me refiero a sus cenizas —

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aclaró la señorita Ingledew—. Son sus... cómo lo diría... sus inventos. Los recibí ayer mismo. Mi cuñado los envió por mensajero el día antes de morir, y Dios sabe por qué decidió legármelas. — Cogió una de las cajas, levantó la tapa y sacó un perro de metal con aspecto de robot—. A mí no me sirve de nada —dijo—. ¿Lo quieres? Charlie pensó en Judía Corredora, y luego en Benjamin. —¿Hace algo? —preguntó, porque normalmente los inventos hacen alguna cosa. —Por supuesto. Vamos a ver... Bajó la cola del perro y éste ladró dos veces, y una voz dijo: —Soy el número dos. Ya has tirado de mi cola, así que ahora sabes cómo ponerme en marcha. Para el avance rápido, presiona mi oreja izquierda. Para rebobinar, presiona mi oreja derecha. Para grabar, presiona mi hocico. Para parar, levanta mi pie derecho. Para cambiar las cintas, abre mi estómago. A Charlie le resultaba familiar la voz que daba las instrucciones. —¿Puede serte de alguna utilidad? —preguntó la señorita Ingledew—. ¿O te gustaría ver los demás? —Es perfecto —manifestó Charlie—. Realmente

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brillante. Pero la voz, ¿es la de su...? —Sí. Es la voz de mi cuñado, el doctor Tolly. Este perro fue uno de sus primeros inventos, pero nunca se molestó en venderlo. En cuanto terminaba algo, pasaba a otra cosa. Mi cuñado nunca tuvo demasiadas ganas de trabajar, Charlie. Era muy listo, sí, pero también muy perezoso. —El de la foto es él, ¿verdad? —Charlie no mencionó que había reconocido la voz. ¿Cómo iba a hacerlo? —Sí, ése es el doctor Tolly. En una ocasión hizo algo terrible. —La boca de. la señorita Ingledew se cerró en una sombría línea. —¿Y entonces, por qué quería su foto? — preguntó Charlie. La librera le lanzó una rápida mirada, como si le calibrara. —A quien quiero es al bebé —dijo finalmente—. Esa foto es todo lo que me queda para recordarla. —Y de pronto la señorita Ingledew se puso a contarle a Charlie lo que ocurrió aquel horrible día en el que su hermana Nancy murió, justo antes del segundo cumpleaños de su hija, y cómo, a los pocos días, el esposo de Nancy, el doctor Tolly, había dado a su hija. —Pensaba que no se podía dar a los niños —dijo

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Charlie, horrorizado. —Y no se puede —afirmó la señorita Ingledew—. Me hicieron jurar que guardaría el secreto. Porque verás, debería habérmela quedado yo. Pero era una egoísta y una irresponsable. No me vi capaz de cuidar de ella. Desde entonces, ni un solo día he dejado de lamentar mi decisión. Intenté averiguar a quién se la había dado, adonde había ido a parar, pero Tolly nunca quiso decírmelo. La pequeña desapareció en una maraña de mentiras, engaños y fraudes. Ahora ya tendrá diez años, y daría cualquier cosa por recuperarla. Charlie se sentía terriblemente incómodo. Se estaba viendo envuelto en una situación que no le gustaba nada. Si al menos no hubiera oído las voces en la fotografía... Y ¿cómo decirle a la señorita Ingledew que había tres gatos que pensaban que el bebé perdido estaba en la Academia Bloor? Nunca le creería. Un reloj de péndulo dio las doce en un rincón lleno de sombras, y Charlie dijo: —Será mejor que me vaya a casa. Mamá estará preocupada. —Claro. Pero llévate el perro, Charlie, y... —de pronto corrió hacia la mesa y sacó un largo estuche plateado de la base de una pila—, ¿por qué no te llevas esto también?

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Sin aguardar respuesta, metió el estuche dentro de una bolsa en la que ponía LIBROS INGLEDEW. Alargándole la bolsa a Charlie, dijo: —Si quieres, puedes meter el perro también. Hay espacio suficiente. La bolsa pesaba de un modo increíble. Charlie colocó con cuidado al perro, dentro de su caja, encima del estuche de metal. Luego se encaminó hacia la puerta con paso vacilante, preguntándose cómo se las iba a arreglar para llevar aquella bolsa hasta su casa. Julia Ingledew lo ayudó a subir el escalón y abrió la puerta de la tienda, que produjo otro melodioso campanilleo. —Espero que no le importe que se lo pregunte — dijo Charlie—. ¿Qué hay en ese estuche? La respuesta le sorprendió. —No lo sé —contestó la señorita Ingledew—. Y no estoy muy segura de querer saberlo. El doctor Tolly lo cambió por su bebé. Pero sea lo que sea, no puede valer tanto como un bebé, ¿verdad? —N-no —dijo Charlie, dejando la bolsa en el suelo. —Por favor, Charlie, llévatelo. Pareces justo la persona apropiada. Porque verás, el caso es que tengo que sacarlo de aquí. —Bajó la voz y echó una

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rápida mirada calle abajo—. Y ¿puedo pedirte que por ahora lo mantengas en secreto? —Será un poco difícil —declaró Charlie, que cada vez tenía menos ganas de llevarse aquel extraño estuche—. ¿No puedo decírselo ni siquiera a mi mejor amigo? —Díselo sólo a alguien a quien estuvieras dispuesto a confiarle tu vida —dijo la señorita Ingledew.

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4

El estuche del inventor Antes de que a Charlie pudiera ocurrírsele algo que decir, la librera le dijo adiós con la mano y cerró la puerta de la tienda. Charlie se quedó solo en aquella calle llena de sombras con algo que habían intercambiado por un bebé. ¿Por qué no había abierto el estuche la señorita Ingledew? ¿Qué podía haber dentro? Charlie empezó a hablar consigo mismo mientras intentaba no tropezar con los adoquines, y varias personas lo miraron con suspicacia. Quizá pensaban que había robado la bolsa. Dobló una esquina y estuvo a punto de desplomarse sobre un perro muy grande y peludo. —¡Ten cuidado! —chilló Charlie, soltando la bolsa

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—. ¡Judía Corredora, pero si eres tú! Judía Corredora se subió de un salto ala bolsa y le lamió la cara. —¡Baja de ahí! —exclamó Charlie—. Eso es muy valioso. Benjamin vino corriendo hacia ellos. —Lo siento —jadeó—. No he podido detenerlo. —¿Me estabais siguiendo? —preguntó Charlie, muy contento de ver a Benjamin. —No, en realidad sólo había salido a pasear a Judía Corredora. Me parece que debe haber seguido tu rastro. —Benjamin se quedó mirando la impresionante bolsa negra—. ¿Qué llevas ahí? —Tu regalo de cumpleaños —contestó Charlie—, pero tendrás que ayudarme a llevar la bolsa. Pesa una tonelada. —¡Guau! ¿Qué es? No, ya sé que no he de preguntarlo —dijo Benjamin con timidez. Charlie tuvo que confesar que había otra cosa misteriosa en la bolsa, pero, tras echar un rápido vistazo, Benjamin dijo que no le importaba en absoluto que su regalo fuera la pequeña caja de cartón en lugar del gran estuche de metal. —Es un sitio bastante raro para venir a buscar un regalo —observó después, volviendo la mirada

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hacia la imponente mole de la catedral. —No sabía que lo encontraría aquí —le explicó Charlie—. Vine a este lugar en busca de la foto de Judía Corredora. Le contó a Benjamin lo de la extraña librera y el misterioso estuche que le había enviado el inventor perezoso. Agarrando un asa cada uno, los dos muchachos se dispusieron a llevar la bolsa negra a casa. No se dieron cuenta de que les estaban siguiendo. Si hubieran mirado atrás, habrían visto que un flaco muchacho pelirrojo, pésimamente disfrazado de anciano, iba escondiéndose en los portales para ir tras ellos sigilosamente. Judía Corredora gruñó suavemente y empujó la bolsa con el hocico, tratando de meterles prisa. Se estaba poniendo muy nervioso. Había algo detrás de él, y otra cosa dentro de la bolsa, que no le gustaba nada. Cuando Charlie y Benjamin entraron en la calle Filbert, Judía Corredora dio media vuelta y corrió hacia su perseguidor, ladrando furiosamente. El muchacho pelirrojo se apartó de un salto y huyó calle arriba. —¿Se puede saber a qué ha venido eso? —le recriminó Benjamin cuando el perro se reunió con

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ellos. Judía Corredora no podía explicárselo. Cuando llegaron a la casa de Benjamin, Charlie le preguntó si podía llevarse la bolsa. No quería que Maisie o la abuela Bone metieran las narices en ella. Benjamin puso cara de duda. —No sé... ¿Dónde la guardo? —Debajo de la cama o en algún sitio así. Por favor, Benjamin. Mis abuelas entran continuamente en mi habitación, pero a ti no te molesta nadie. —De acuerdo —accedió Benjamin. —No abras tu regalo hasta que yo vuelva —le advirtió Charlie—. Y ahora más vale que me vaya a casa o me meteré en un buen lío. Charlie se disponía a darse la vuelta cuando oyó unos golpecitos procedentes de la bolsa. Benjamin le miró, bastante asustado, pero Charlie fingió que no había oído nada y bajó los escalones a la carrera. Entró en la cocina, donde sus dos abuelas discutían acaloradamente. Cuando Charlie apareció lo fulminaron con la mirada. —¡Charlie Bone! —gritó Maisie—. ¿Cómo has podido? Eres realmente terrible. ¿Cómo ha ocurrido esto? —preguntó, señalando la hilera de ratones

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muertos. Charlie se había olvidado de ellos por completo. Les explicó cómo el señor Onimoso y los gatos se habían metido en la casa antes de que él pudiera detenerlos. —Y luego tuve que salir corriendo para ir a cambiar la foto —dijo, agitando el sobre naranja—. Siento haberme olvidado de los ratones. —¿Gatos amarillos, gatos rojos? —exclamó la abuela Bone, como si de pronto le costase hablar. Charlie hubiese jurado que estaba asustada. —Bueno, al parecer han hecho un buen trabajo —reconoció Maisie, empezando a perdonar a Charlie—. Y ahora más vale que recoja estos pequeños cadáveres. Pero la abuela Bone no parecía dispuesta a perdonar. —Lo sabía —masculló con ira—. Tú los trajiste aquí, condenado muchacho. Eres como un imán. Mezclar la mala sangre con sangre dotada siempre termina saliendo mal. No dormiré tranquila hasta que no estés encerrado en la academia. —¿Encerrado? ¿Quieres decir que no podré salir? —Saldrás los fines de semana —dijo la abuela Bone secamente—. Por desgracia.

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Se fue de la cocina, con sus negras botas repiqueteando en el suelo como palillos de tambor. —¡No sabía que iba a estar encerrado! —chilló Charlie. —Yo tampoco, cariño —resopló Maisie, que estaba muy ocupada desinfectando el suelo—. ¿Qué quieres que sepa de esas escuelas elegantes? Tu madre no debería traer a casa tanta fruta y verdura. No entiendo cómo se enteraron los del Control de Plagas. Yo nunca se lo dije. —Fueron los gatos —le aclaró Charlie—. Ellos lo sabían. —Claro, y ahora también me dirás que los gatos vuelan —murmuró Maisie. Charlie pensó que tal vez aquellos gatos pudieran. Aries, Leo y Sagitario no eran gatos corrientes, de eso no cabía ninguna duda. Y Charlie tenía la sospecha de que la abuela Bone lo sabía. Pero ¿por qué les tenía miedo? Fue a su habitación para hacer la tarjeta de cumpleaños. Pero le costaba concentrarse. La tarjeta le salió torcida, se olvidó de la «a» de «cumpleaños», y el bocadillo donde iba escrito se escurrió hacia un lado y acabó colocado sobre la oreja de Judía Corredora. Charlie soltó las tijeras. Desde que había descubierto que podía oír las

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fotografías, su vida había dado un vuelco. Si se hubiera callado lo de las voces, ahora no tendría que ir a una escuela horrible donde lo tendrían prisionero durante varias semanas seguidas, rodeado de un montón de niños raros que hacían cosas más raras aún. Oyó que su madre llegaba y llamaba a Maisie. ¡Ojalá se pusiera de su parte y les plantara cara a las Yewbeam! Pero al parecer les tenía mucho miedo. Charlie tendría que hacerles frente solo. Maisie había preparado espaguetis con verduras para el almuerzo. Charlie se acordó de los ratones de la despensa, pero decidió guardarse sus pensamientos. Su madre le había traído una capa azul zafiro, que quiso que se probara en cuanto se terminaron los espaguetis. La capa le llegaba casi hasta las rodillas. Tenía aberturas a los lados para los brazos y una capucha suelta que le colgaba por la espalda. —No voy a ir por la calle con capa —avisó Charlie —, y no hay más que hablar. Todo el mundo se reirá de mí. —Pero Charlie, también la llevarán otros niños — dijo su madre—. Y de color púrpura o verde. —No en nuestro barrio —objetó Charlie, quitándose la capa—. Todos los que las lleven serán de la zona alta.

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La zona alta de la ciudad ocupaba la ladera de una colina boscosa. Allí todas las casas eran magníficas y a sus habitantes no les faltaba de nada. En sus vastos jardines, los parterres se llenaban de flores durante todo el año. —No todos los niños serán de la zona alta —dijo la madre de Charlie—. Hay una chica a sólo dos calles de aquí, Olivia Vértigo. Salió en el periódico. Estará en el departamento de Arte Dramático, así que la verás luciendo una capa púrpura. —¡Ja! —soltó Charlie—. Si te refieres a la calle del Dragón, esa zona es tan elegante como la parte alta. Decidió que llevaría la capa debajo del anorak hasta que hubiera llegado a la academia. Hasta Maisie estaba empezando a ceder. —Es una preciosidad —dijo mirando la capa azul —. ¡Qué color tan bonito! Charlie se llevó de mala gana la capa a su habitación y la metió de cualquier manera en un cajón. (Más tarde su madre subiría y la dejaría cuidadosamente colgada en el armario.) Luego introdujo la tarjeta de cumpleaños de Benjamin en un sobre y bajó. —¡Me voy al cumpleaños de Benjamin! —le gritó a su madre.

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Judía Corredora recibió a Charlie ladrando a pleno pulmón e impidiéndole pasar por la puerta principal. —¿Qué le pasa a tu perro? —exclamó Charlie mientras Benjamin bajaba la escalera a toda prisa. —Es ese estuche que me dejaste —dijo Benjamin —. No soporta que esté aquí. Lo metí debajo de la cama tal como me dijiste, pero Judía Corredora se puso a gruñir y a ladrar, y trató de sacarlo de allí. Ha mordido toda la bolsa y ha arañado la tapa con las patas. Charlie consiguió colarse por la puerta mientras Benjamin tiraba de Judía Corredora para obligarlo a apartarse. Finalmente el perro soltó un gran aullido, huyó pasillo abajo y salió al jardín de atrás por la trampilla de la puerta. Como Charlie ya estaba allí, Benjamin quería abrir su regalo. Corrió al piso de arriba para cogerlo. No había el menor indicio de que fuera a celebrarse una fiesta. Los padres de Benjamin trabajaban todos los días de la semana, incluso los sábados. Charlie deseó haberle pedido a Maisie que hiciera un pastel para su amigo, pero había tenido demasiadas cosas en la cabeza. —Esto tiene muy buena pinta —dijo Benjamin sacudiendo la caja—. Venga, vayamos a la sala de

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estar. Allí tampoco se notaba que fuera a celebrarse una fiesta de cumpleaños. Benjamin se sentó en el suelo y abrió la caja. —¡Guau! ¡Un perro! —exclamó. Charlie tiró de la cola del perro y la TOZ del doctor Tolly recitó las instrucciones. Benjamin estaba tan emocionado que apenas podía hablar. Finalmente consiguió decir: —Gracias, Charlie. Gracias. ¡Guau, gracias! —Tendría que haber traído una cinta virgen —dijo Charlie—, así podrías haber... Le interrumpió Judía Corredora, quien irrumpió en la habitación ladrando con frenesí. Primero dio unas vueltas alrededor del perro metálico sin quitarle los ojos de encima, y luego empezó a gimotear. —Lo único que le pasa es que está celoso — concluyó Benjamin. Rodeó al perro con los brazos y le dijo—: Te quiero, Judía. Ya lo sabes. No podría vivir sin ti. El perrazo le lamió la cara. Lo era todo para Benjamin: madre, padre, hermano y abuelo. Siempre estaba allí cuando los padres de Benjamin no se encontraban en casa. Y el niño podía ir a cualquier parte, a cualquier hora del día o de la

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noche. Mientras Judía Corredora estuviera con él, Benjamin no corría ningún peligro. Charlie le dio la tarjeta de cumpleaños a su amigo. —Decidí hacerla después de todo —dijo. Benjamin no reparó en ninguno de los fallos. Contemplando el dibujo, le dijo que era la mejor tarjeta que había recibido en toda su vida. Y entonces Judía Corredora alzó los ojos hacia el techo y aulló. ¡Toe! ¡Toe! ¡Toe! Aquel sonido era débil pero evidente. La habitación de Benjamin se encontraba justo encima de ellos. —Es ese estuche de metal —explicó Benjamin—. Preferiría que te lo llevaras. Podría haber una bomba dentro o algo así. —La señorita Ingledew no tenía aspecto de terrorista —dijo Charlie—. Y el doctor Tolly tampoco. —¿Y tú cómo lo sabes? —replicó Benjamin—. Los terroristas son muy buenos disfrazándose. Vamos a echar un vistazo. Judía Corredora siguió a los chicos escalera arriba, gruñendo suavemente. Esta vez ni siquiera entró en el dormitorio. Charlie cogió la bolsa de debajo de la cama y,

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juntos, los chicos sacaron el estuche de metal. El golpeteo había cesado. Charlie soltó los cierres que había a ambos lados del asa, pero el estuche no se abrió. Estaba cerrado con llave. —¿Esa mujer no te dijo lo que había dentro? — preguntó Benjamin. Charlie negó con la cabeza. —Dijo que no quería saberlo. Sea lo que sea, lo cambiaron por un bebé, su propia sobrina. —¿Un bebé? —Benjamin se quedó boquiabierto —. Eso es terrible. Charlie estaba empezando a sentirse culpable. —Lo meteremos en el armario de debajo de la escalera —decidió—. Allí no lo oirás. Y luego iré a ver a la señorita Ingledew y le pediré la llave. Llevaron la bolsa abajo y la escondieron detrás de un montón de ropa vieja que la madre de Benjamin guardaba en aquel armario. Cuando cerraron la puerta, Judía Corredora se quedó junto a la escalera aullando lúgubremente. Benjamin sólo pudo hacerlo callar gritando «¡A pasear!». Estaba oscureciendo pero seguía sin haber noticias de los padres de Benjamin, quien parecía más resignado que preocupado. —Prepararé mi propio pastel —dijo. Y así lo hizo.

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Preparó un bizcocho de chocolate, le puso diez velas y él y Charlie cantaron el Cumpleaños feliz. El pastel se desmigajaba un poco, pero estaba muy bueno. Cuando Charlie miró su reloj vio que ya eran las siete y media. Sabía que tenía que irse a casa, pero no quería dejar solo a Benjamin en el día de su cumpleaños. Así que se quedó otra hora, y jugaron al escondite con Judía Corredora, al que siempre se le había dado muy bien. A las ocho y media, los padres de Benjamin todavía no habían vuelto, así que Charlie decidió llevarse a su amigo a su casa para que pudiera disfrutar de una de las cenas calientes de Maisie. En la nevera de Benjamin sólo quedaban un huevo y medio cartón de leche. —¿Qué tal la fiesta? —preguntó Maisie cuando dos niños y un perro entraron en la cocina. —Estupenda —dijo Charlie—, tenemos un poco de hambre.

pero

todavía

—Hace un par de horas se pasó por aquí un chico bastante peculiar —les contó Maisie—. Se hacía pasar por un anciano, pero saltaba a la vista que no era más que un muchacho. Dijo que tenías cierto estuche suyo, que os habíais confundido de bolsa y quería recuperarlo. Pues bueno, miré en tu habitación, pero lo único que encontré fue una

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bolsa llena de zapatos. El se lo tomó muy mal, y no me creía. Era un chico de lo más desagradable, la verdad. Bueno, y ahora salid de aquí que voy a poner la mesa. Una vez fuera de la cocina, Charlie susurró: —No le cuentes a nadie lo de la bolsa, y sobre todo no hables del estuche. —¿Por qué no? —preguntó Benjamin. —Porque me lo dieron a mí y me siento responsable —dijo Charlie—. Creo que deberíamos mantenerlo escondido en un lugar seguro hasta que sepamos más de él. —Decidió no contarle a Benjamin lo del señor Onimoso y sus gatos, al menos de momento. De pronto la abuela Bone apareció en lo alto de la escalera. —¿Qué hace este perro aquí? —exclamó, mirando a Judía Corredora con cara de pocos amigos. —Hoy Charlie.

es

el

cumpleaños

de

Benjamin—dijo

—¿Y? —preguntó ella fríamente. Judía Corredora le ladró y antes de que la abuela Bone pudiera decir nada más, Charlie se llevó a su amigo a la cocina.

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—La abuela Bone está de un humor de perros — le dijo a Maisie. —¿Y cuándo no lo está? —respondió ella—. Se calmará en cuanto estés en la Academia Bloor. Charlie no había querido darle aquella noticia a Benjamin el día de su cumpleaños, pero ahora ya estaba dicho y Charlie se sintió como un traidor. Benjamin lo miró con aire acusador. —¿De qué academia habláis? —preguntó. —Es una gran escuela que hay cerca de la zona alta —le explicó Charlie—. Pero yo no quiero ir allí, Ben. —Entonces no vayas. —Tiene que ir, encanto. Su mamá ya le ha comprado el uniforme —dijo Maisie mientras colocaba sobre la mesa dos platos llenos de salchichas y judías cocidas—. Ahora venid y comed. Puede que sea tu cumpleaños, Benjamin Brown, pero tienes cara de estar muerto de hambre. Benjamin se sentó, pero se le había quitado el apetito. Le pasó una salchicha a Judía Corredora cuando Maisie no miraba. —No iré allí hasta que acabe el trimestre —le contó Charlie a su amigo. —Oh. —Benjamin miró su plato sin sonreír.

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Por desgracia, la madre de Charlie escogió aquel momento para enseñarle su pijama nuevo. —Se acabaron los pijamas llenos de remiendos, Charlie —declaró—. Las Yewbeam van a proporcionarte un vestuario completo para la academia. —¿Con pijama incluido? —Benjamin mirada—. ¿Es que vas a dormir allí?

alzó

la

—Volveré los fines de semana —dijo Charlie. —Oh. —Benjamin se metió unas cuantas judías en la boca y se levantó—. Bueno, será mejor que me vaya a casa. Mamá y papá no tardarán en llegar. —¿Quieres que te acompañe...? —empezó a decir Charlie. —No, tranquilo. Tengo a Judía Corredora. Antes de que Charlie pudiera añadir nada más, Benjamin y Judía Corredora salieron de la cocina. El perro tenía las orejas gachas y la cola caída, una señal inequívoca de que su dueño estaba desanimado. —Qué chico más raro —observó Maisie. —Creo que debería ir a ver si está bien —dijo Charlie—. Después de todo, es su cumpleaños. Pero cuando abrió la puerta de la calle, vio justo

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a tiempo al tío Paton alejándose de la casa. Y aquello le dio una idea. —Tío Paton, ¿puedo ir contigo? —lo llamó Charlie, echando a correr tras él. —¿Por qué? —Paton se había detenido para echar al buzón un abultado fajo de cartas. —Porque... porque... —Charlie alcanzó a su tío—. Bueno, quería pedirte que me acompañaras a cierto sitio. —¿Y dónde está ese sitio? —Es una librería. Queda cerca de la catedral, y no quiero ir allí solo: es un barrio un poco siniestro. —¿Una librería? —Paton estaba interesado, tal como esperaba Charlie—. Pero, Charlie, una librería no estará abierta a estas horas de la noche. —Ya, pero creo que habrá alguien en la tienda aunque esté cerrado —afirmó Charlie, y le contó a su tío lo de la señorita Ingledew y el estuche cerrado con llave. Después de todo, tenía que confiar en alguien, y el instinto le decía que Paton estaba de su lado aunque fuese un Yewbeam. En los ojos de Paton apareció un brillo misterioso. —Así que quieres que esa señora de la librería te dé una llave, ¿eh?... Dime, Charlie, ¿dónde está el estuche?

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Charlie titubeó. —No quiero que nadie lo sepa —contestó—. Ya ha aparecido alguien que lo buscaba. Pero si tú realmente... Paton alzó la mano. —Haces bien manteniéndolo en secreto, Charlie. Me conformo con que me lo digas cuando lo creas conveniente. Y ahora, vamos a ver si encontramos esa librería. Anduvieron por calles estrechas, donde la habilidad de Paton para aumentar la intensidad de la luz no resultaba tan evidente. A medida que entraban en las desiertas calles de los alrededores de la catedral, las luces parpadeaban rítmicamente, primero con fuerza y luego más débilmente, como si formaran parte de un mágico anuncio luminoso. Un letrero de CERRADO colgaba detrás del cristal de la puerta de la librería Ingledew, pero en el escaparate una tenue luz iluminaba los antiguos volúmenes con tapas de cuero. Paton los miró con avidez. —Debería salir más de casa —murmuró. —¡Está Váyanse.

cerrado!

—dijo

una

voz

distante—.

—Soy yo: Charlie Bone —dijo Charlie alzando un poco la voz—. ¿Podría hablar un momento con

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usted, señorita Ingledew? —¿Charlie? —La voz de la señorita Ingledew sonaba sorprendida, pero no demasiado molesta—. Es bastante tarde. —Es urgente, señorita Ingledew... es acerca del estuche. —Ah, ¿sí? —El rostro de la señorita Ingledew apareció tras el pequeño cristal de la puerta—. Espera un momento, Charlie. La luz de la tienda se encendió. Se oyó el tintineo de una cadena, y los pestillos al descorrerse, y la puerta se abrió con un campanilleo familiar. Charlie entró en la tienda, seguido por su tío. —¡Oh! —exclamó la señorita Ingledew, dando un paso atrás—. ¿Quién es este hombre? —Es mi tío Paton —contestó Charlie y, mirando a su tío, comprendió al instante por qué la señorita Ingledew parecía asustada. Paton era muy alto y muy moreno, y con su largo abrigo negro tenía un aspecto bastante siniestro. —Espero no haberla alarmado —intervino Paton extendiendo la mano—. Paton Yewbeam, para servirla. La señorita Ingledew le estrechó la mano un tanto turbada.

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—Julia Ingledew. —Julia —repitió Paton—. Un nombre precioso. Mi sobrino me ha pedido que lo acompañara. Charlie no hubiese sabido decir si su tío sonaba pomposo o tímido, y pensó que quizás ambas cosas. —He venido por lo de la llave, señorita Ingledew —le explicó—. La llave de ese estuche que me dio. —¿Llave? ¿Una llave? —La librera parecía confundida—. Oh, me parece que venían con el... esto... voy a dar un vistazo. Será mejor que vayamos a mi, esto... O la gente pensará que volvemos a tener abierto. —Dejó escapar una risita nerviosa y desapareció tras la cortina que había detrás del mostrador. Charlie y su tío la siguieron. La pequeña trastienda relucía con suaves colores, y los ojos de Paton recorrieron con entusiasmo las hileras de libros. Era obvio que la señorita Ingledew estaba leyendo cuando llegaron, porque un gran volumen abierto descansaba sobre su escritorio. —«Los incas» —observó Paton, leyendo el encabezamiento del capítulo—. Un tema fascinante. —Sí —corroboró la señorita Ingledew, todavía un poco nerviosa. Había encontrado una cajita de latón llena de

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llaves cuyo contenido vació encima del escritorio. Todas las llaves llevaban etiquetas salvo unas cuantas. —¿Cómo sabré cuál es? —dijo—. Hay tantas... Charlie, creo que será mejor que te lleves todas las que no están marcadas y mires cuál encaja en la cerradura. Me temo que es lo único que te puedo sugerir. —Y lo único que cabía esperar —añadió Paton. La señorita Ingledew lo miró con el ceño fruncido, puso un puñado de llaves en una bolsa de plástico y se la tendió a Charlie. —Aquí tienes. Vuelve a traérmelas cuando las hayas probado. —Gracias, señorita Ingledew. Charlie cogió las llaves y, como no había nada más que decir o hacer, fue el primero en salir. La señorita Ingledew los siguió para cerrar la puerta y echar los pestillos, pero cuando Charlie y su tío salían a la calle, Paton dijo de pronto: —¿Puedo volver a visitarla, señorita Ingledew? —Por supuesto —dijo la señorita Ingledew, sorprendida—. Esto es una tienda. No podría impedírselo. —Así es. —Paton sonrió—. Pero, ¿y después de

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que haya oscurecido? En el rostro de la señorita Ingledew se dibujó una expresión de alarma. —Los viernes tengo abierto hasta las ocho —dijo, y cerró la puerta. Paton contempló la puerta durante unos instantes como alelado, y luego se volvió de repente, exclamando: —¡Qué mujer tan encantadora! Y aquel formidable zumbido insonoro que emanaba de él hizo que la farola más próxima brillara con tal intensidad que una fina lluvia de cristales cayó sobre los adoquines con un tenue y musical tintineo.

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Atrapado en la oscuridad —¡Tío Paton, eres un vándalo! —exclamó Charlie. Los ecos de una ruidosa carcajada resonaron por la estrecha calleja. Charlie no había oído reír a su tío casi nunca. —Alguien se las va a cargar por esto —dijo muy serio—, y apuesto a que no serás tú. —Por supuesto que no —replicó Paton—. Vamos, mi querido muchacho. Será mejor que volvamos a casa antes de que tu pobre madre empiece a preocuparse. Mientras atravesaban la ciudad a buen paso, Charlie tenía que ir echando pequeñas carreras para que las zancadas de su tío no lo dejaran atrás.

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—Cuanto más deprisa voy más energía quemo — explicó Paton—, y así queda menos reserva para los... accidentes. —¿Puedo preguntarte una cosa, tío Paton? —Tú puedes preguntar, pero puede que yo no te responda —advirtió Paton. —¿Cuándo ocurrió? Quiero decir, ¿te acuerdas del momento en que descubriste que podías hacer que la intensidad de las luces aumentara? —Ocurrió el día de mi séptimo cumpleaños — relató Paton con añoranza—. Estaba tan emocionado que rompí todas las bombillas... había cristales por todas partes, y los niños gritaban y se arrancaban mechones de pelo. Todos se fueron a sus casas muy temprano y yo me quedé solo, sin entender nada y sintiéndome muy desgraciado. No me di cuenta de que era yo quien había provocado todo aquello hasta que mis hermanas me lo dijeron. Estaban encantadas. «Demos gracias al cielo de que sea normal», decían, como si lo de hacer añicos los cristales fuese normal y el ser corriente no lo fuera. Mis padres no cabían en sí de alegría, porque el caso es que yo no tenía ningún otro talento. Me dejaron comer el helado de todos los invitados, y luego vomité. Lo cual fue una suerte, porque probablemente me había zampado también un montón de cristales.

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—¿Y te supo muy mal lo de ser un Yewbeam — preguntó Charlie— cuando descubriste que eso significaba ser diferente? El tío Paton se detuvo a unos cuantos portales de distancia del número nueve. —Mira, Charlie —dijo gravemente—, descubrirás que todo se reduce a saber organizarse. Si no hablas de tu talento, entonces todo irá bien. Que quede en la familia, como suele decirse. Y nunca lo utilices para cuestiones triviales. —Benjamin sabe lo de las voces —confesó Charlie—. Pero él no se lo contará a nadie. —Estoy seguro de que no —admitió Paton, reemprendiendo el paso—. Tu amigo es un chaval muy raro. Y, pensándolo bien, hasta podría ser también uno de los hijos del Rey Rojo. —¿De quién? —preguntó Charlie. Paton subió número nueve.

rápidamente

los

escalones

del

—Ya te hablaré de él en otro momento — prometió—. Por cierto, yo que tú no le hablaría de la librera a la abuela Bone. Abrió la puerta de la calle antes de que Charlie pudiera preguntarle por qué. La abuela Bone estaba esperando detrás de la

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puerta con una cara que amenazaba tormenta. —¿Dónde habéis estado vosotros dos? —quiso saber. —No es asunto tuyo, Grizelda —contestó Paton, pasando de largo. —¿Me lo vas a decir tú? —preguntó la abuela Bone dirigiéndose a Charlie. —Deja en paz al chico —dijo Paton, empezando a subir la escalera. Un instante después cerró la puerta dando un portazo. Charlie se metió en la cocina antes de que la abuela Bone pudiera volver a interrogarlo. Su madre estaba sola, leyendo un periódico. —He ido a dar un paseo con el tío Paton —le dijo Charlie. —Oh. —Parecía preocupada—. Supongo que ya sabrás lo de su... lo que hace... —Sí. No pasa nada, mamá. No me preocupa. De hecho, es un alivio saber que en la familia hay alguien más que puede... hacer algo peculiar. — Charlie no pudo reprimir un bostezo. Había andado más aquel día que en toda su vida, y mucho más deprisa—. Me parece que será mejor que me vaya a la cama. Ya estaba a punto de quedarse dormido cuando

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se acordó de las llaves que había en el bolsillo de su anorak. Charlie sintió que tenía que esconderlas bien, porque con toda seguridad la abuela Bone le registraría la habitación a la mañana siguiente. De hecho, ya sospechaba algo. ¿Por qué tenía que enterarse siempre de todo? No era justo. Charlie metió las llaves en la punta de una de sus botas de fútbol. Confiaba en que la abuela Bone no querría buscar en un lugar tan oloroso. A la mañana siguiente, después del desayuno, Charlie cogió la bolsa de las llaves y se la metió en el bolsillo interior de su anorak. Por desgracia, cuando bajó de un salto los tres últimos escalones de la escalera se produjo un ruidoso tintineo. El estrépito sonó justo cuando la abuela Bone salía de la cocina. —¿Qué es ese ruido? —preguntó. —Monedas —dijo Charlie. —No son monedas. Enséñame lo que escondes en el anorak. —¿Y por qué tengo que hacerlo? —protestó Charlie en voz muy alta, esperando que alguien viniera y lo salvara de la situación. —¿Me has traído el periódico, Charlie? — preguntó el tío Paton, asomándose por la barandilla. —Todavía no —dijo Charlie, agradecido.

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—No va a ir a ninguna parte hasta que me enseñe lo que lleva escondido —avisó la abuela Bone. El tío Paton soltó un suspiro de irritación. —Acabo de darle un puñado de monedas al chico para que me compre el periódico. Por favor, Grizelda, no seas tan infantil. —¿Cómo te atreves? —Por un momento pareció que la abuela Bone iba a estallar de pura indignación. Charlie aprovechó la ocasión. Pasó corriendo junto a la abuela, que echaba chispas, y salió por la puerta principal. Un instante antes de cerrarla, oyó que la abuela Bone decía: —¡Lamentarás esto, Paton! Charlie cruzó la calle a toda velocidad en dirección a la casa de Benjamin. Tuvo que llamar varias veces al timbre antes de que se abriera la puerta. —¿Qué quieres? pijama.

—Benjamin

todavía iba en

—Tengo las llaves del estuche —dijo Charlie—. ¿Puedo entrar? —Papá y mamá están durmiendo Benjamin con expresión triste.

—objetó

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—Te prometo que no haré ruido. —Está bien —dijo Benjamin, dejándolo entrar de bastante mala gana. Luego, con los pies descalzos, fue hasta el armario de debajo de la escalera—. Hazlo tú mismo —dijo, abriendo la puerta. —¿No quieres ver lo que hay en el estuche? —le preguntó Charlie. —No. —No seas así, Ben —le rogó Charlie—. Yo no tengo la culpa de tener que ir a esa horrible escuela. No pensarás que me hace ilusión, ¿no? Y si me niego, mamá y Maisie terminarán de patitas en la calle. —¿De veras? —preguntó Benjamin, con los ojos como platos. —La casa es de la abuela Bone. Y ayer, cuando mis tías oyeron hablar de mí y de las voces de las fotos, se presentaron en casa y me hicieron una prueba. Si no hago lo que ellas quieren, nos echarán de casa. Mamá y Maisie no tienen ni un penique. Benjamin soltó una exclamación ahogada. —¡Así que era eso lo que vinieron a hacer vuestras horribles visitantes! Charlie asintió.

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—Mis tías dicen que tengo que ir a esa academia porque estoy dotado... ya sabes, por lo de la foto. Yo intenté disimular, pero me tendieron una trampa. Me mostraron unas fotos tan ruidosas que ni siquiera me oía a mí mismo. —Qué malvadas —dijo Benjamin con tono de arrepentimiento—. Lo siento, Charlie. Pensaba que me estabas ocultando secretos. —Qué va. Lo que pasa es que no quería darte la noticia el día de tu cumpleaños —le aclaró Charlie. Un ladrido apagado resonó en el piso de arriba, y los muchachos alzaron la mirada para ver a Judía Corredora, sentado en medio de la escalera. No parecía dispuesto a acercarse más. —Baja, Judía Corredora. Ven a ver lo que hay en el estuche —lo animó Benjamin. Judía Corredora no se dejó convencer. Gimoteó suavemente, pero no se movió. —Como quieras —dijo Benjamin. Abrió la puerta del armario y se metió dentro. Charlie se disponía a seguirlo, cuando Benjamin dijo: —Ha desaparecido. —¿Estás seguro? —preguntó Charlie, al que no le gustaba nada cómo sonaba aquello.

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—Lo puse detrás de una bolsa llena de ropa. La bolsa ha desaparecido y el estuche también. — Benjamin rebuscó dentro del armario, cambiando de sitio escobas y cajas, levantando libros y dando puntapiés a las botas—. Aquí no está, Charlie. Lo siento de veras. Benjamin salió del armario. —Ve a preguntarle a tu madre dónde lo ha metido —le pidió Charlie. —No puedo —contestó Benjamin—. Mamá se pone de muy mal humor si la despierto la mañana del domingo —añadió, mordiéndose los labios. Por suerte, antes de que Benjamin se desanimara demasiado, Judía Corredora lo distrajo al bajar la escalera a toda velocidad y abalanzarse sobre la puerta trasera. Incorporándose sobre las patas traseras, apoyó las de delante en el cristal y ladró con fiereza. Los chicos corrieron hacia la puerta, justo a tiempo de ver cómo una brillante mancha de color desaparecía detrás de un árbol. —Las llamas —jadeó Charlie. —¿Llamas? ¿Qué llamas? —preguntó Benjamin. Charlie le contó lo del señor Onimoso y sus gatos.

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—Ah, gatos —exclamó Benjamin—. extraña que Judía Corredora se ponga así.

No

me

Charlie siempre se preguntaría si lo que ocurrió a continuación tuvo algo que ver con las tres llamas del señor Onimoso. Porque habían sido los gatos los que hicieron que corrieran hacia la puerta de atrás. Y si no lo hubieran hecho, nunca habrían oído un débil golpeteo procedente de detrás de otra puerta, una que estaba justo a su lado. —¿Qué hay ahí dentro? —preguntó Charlie. —El sótano —contestó Benjamin—. Es peligroso. Los escalones están podridos. Nunca bajamos allí. —Pues hay alguien que sí ha bajado. Charlie abrió la puerta. A sus pies había un pedazo de suelo y luego la nada más oscura. Dio unos pasos con cautela, miró abajo y medio entrevió una escalerita bastante desvencijada que se hundía en la oscuridad. Unos leves golpecitos llegaron a sus oídos procedentes del final de la escalera y luego cesaron. —Dentro hay una luz —dijo Benjamin, accionando un interruptor junto a la puerta. Una bombilla que colgaba del techo del sótano iluminó una habitación polvorienta y casi desnuda, y entonces Charlie pudo ver lo precarios que eran los escalones. Algunos estaban resquebrajados y

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otros se habían roto del todo. —Papá siempre dice que va a arreglarlos, pero nunca tiene tiempo —explicó Benjamin. —Voy a bajar —anunció Charlie. Había visto el reluciente estuche plateado al lado del último escalón. —¡No lo hagas! —pidió Benjamin—. Tendrás un accidente y me echarán la culpa a mí. —No, no lo harán. —Charlie empezó a bajar—. He de abrir ese estuche. —¿Por qué? —gimoteó Benjamin mientras Judía Corredora soltaba un aullido de acompañamiento. —Porque antes de ir a la academia quiero saber lo que hay dentro. ¡Ooooh! —Le resbaló un pie y se volvió para aferrarse a un escalón más sólido. Bajó el resto de peldaños agarrándose a los lados de la escalera, mientras con los pies tanteaba qué escalones podían aguantar su peso. De este modo, tras algún que otro resbalón, consiguió llegar al sótano. —Trae el estuche aquí arriba —dijo Benjamin, arrodillándose todo lo cerca que se atrevió. Charlie ya estaba probando la primera llave. —Me parece que lo haré aquí abajo —dijo—. Nunca se sabe lo que podría salir de aquí.

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La primera llave no entró en la cerradura, y la segunda tampoco. Del estuche ya no salía ningún ruido, y Charlie se preguntó si aquellos extraños golpecitos no serían de las cañerías o incluso de alguna rata escondida bajo las tablas del suelo. Probó la tercera llave, pero tampoco tuvo suerte. La señorita Ingledew le había dado diez llaves y, mientras probaba la quinta, Charlie tuvo el presentimiento de que ninguna de ellas abriría el estuche plateado. Algunas eran incluso demasiado grandes para aquella cerradura. Con un suspiro, Charlie sacó la sexta llave. —¿No hay suerte? —preguntó Benjamin. —Ni gota —dijo Charlie—. Aquí abajo hace un frío que pela. Me parece que... Fue interrumpido por unos enérgicos golpes en la puerta de la calle. Judía Corredora ladró y Benjamin se levantó. —¿Qué hago? —dijo con voz aterrorizada. —Más vale que vayas a ver quién es antes de que tus padres se despierten —le aconsejó Charlie —. Y cierra la puerta del sótano, por si quienquiera que sea entra en la casa. Charlie no dijo nada de la luz, pero con los nervios Benjamin la apagó sin pensar antes de cerrar la puerta del sótano.

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—¡Eh! —susurró Charlie lo más alto que pudo. Pero Benjamin se había ido. Charlie estaba solo en la oscuridad. No podía ver ni el estuche ni las llaves, pero sí los percibía a través del tacto, y cuando pasó la mano por la superficie ondulada del estuche, reparó en que en un lado había unas muescas. Sus dedos fueron resiguiendo lentamente lo que resultaron ser unas letras: «Las Doce Campanas de Tolly.» La mente de Benjamin funcionaba a toda velocidad mientras acudía a abrir la puerta. Trató de imaginar quién estaría en el escalón de la entrada un domingo por la mañana tan temprano, si debía dejarlo entrar y, si lo hacía, si podría volver con Charlie al que, cayó en la cuenta en aquel momento, había dejado a oscuras. Benjamin abrió la puerta, sólo un poco, y atisbo por el resquicio. En el escalón, de pie, había una mujer. Tenía el pelo negro y llevaba un abrigo oscuro y brillante. Aunque la última vez que la había visto se ocultaba bajo un paraguas, Benjamin sabía perfectamente quién era. Reconoció las botas rojas. Era una de las tías Yewbeam de Charlie. Dijo «¿Sí?», pero no abrió la puerta ni un centímetro más. —¡Hola, guapo! —La mujer tenía una voz dulzona, empalagosa—. Tú debes de ser Benjamin.

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—Sí—dijo Benjamin. —Estoy buscando a mi sobrino nieto. ¿Está ahí? Sé que Charlie es amigo tuyo. —Sonrió con dulzura. Benjamin se ahorró el mal trago de tener que responder porque Judía Corredora soltó un profundo gruñido. La mujer se echó a reír sin mucha convicción. —Oh, cielos. No le gusto, ¿verdad? Benjamin ya había llegado a la conclusión de que bajo ningún concepto debía decirle a aquella Yewbeam dónde estaba Charlie. —Aquí no está —dijo—. No lo he visto desde ayer. —¿De veras? —La tía arqueó una larga ceja negra. Ya no sonreía en absoluto—. Qué raro. Dijo que iba a venir a verte. —No, no lo ha dicho —replicó Benjamin. —Ah, ¿no? ¿y tú cómo lo sabes? —El tono dulzón de su voz había desaparecido por completo. —Porque si lo hubiera dicho estaría aquí — respondió Benjamin, sin una pizca de vacilación. En ese momento, Judía Corredora empezó a ladrar de un modo realmente feroz y Benjamin pudo cerrarle la puerta en las narices a la mujer. Tras correr el pestillo y cerrar con llave, echó un rápido vistazo por la mirilla y vio que la mujer le

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miraba fijamente con el rostro blanco de rabia. Benjamin se apartó de un salto de la puerta y volvió al sótano de puntillas. —Charlie —susurró, abriendo sótano—, es una de tus tías.

la

puerta

del

—¡No! —El susurro enronquecido de Charlie emergió de la oscuridad—. Enciende la luz, Ben. —Perdona. —Benjamin le dio al interruptor y miró hacia abajo, donde vio a su amigo arrodillado junto al estuche. —¿Cuál de ellas es? —preguntó Charlie. —Tiene el pelo negro, lleva un largo abrigo oscuro, botas rojas y tiene una cara muy blanca — describió Benjamin en voz baja. —Venetia —dijo Charlie conteniendo el aliento—. La tramposa. —Me ha dado la impresión de que piensa quedarse de plantón frente a la puerta. Será mejor que salgas por detrás. Pero Charlie tenía que probar cuatro llaves más antes de darse por vencido. Ninguna de ellas entraba en la cerradura, y Charlie las arrojó al suelo con una mueca de disgusto. —¡He de encontrar esa llave! —exclamó. —¡Chist!

Tu

tía

te

puede

oír

—le

advirtió

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Benjamin. —Voy a subir. Charlie empezó a trepar por los escalones. Esta vez el trayecto le resultó bastante más difícil. Algunos de los escalones se habían roto cuando bajaba, y hubo momentos en los que tuvo que subir a pulso. —¡Ay! —chilló cuando se clavó una astilla en el pulgar. —¡Chisssss! —siseó Benjamin. Finalmente Charlie consiguió alcanzar el último escalón y los dos niños avanzaron sigilosamente por el pasillo hasta la puerta principal. Benjamin pegó el ojo a la mirilla. —Se ha ido —dijo. —No sé si eso es mejor o peor —dudó Charlie—. Podría estar en cualquier sitio, esperando la ocasión para caer sobre mí. —Sal por el jardín de atrás y echa una mirada por encima del muro para ver si tu tía aún ronda por allí —sugirió Benjamin—. Así no te arriesgas tanto. —Bien pensado —dijo Charlie. Fueron a la puerta trasera con Judía Corredora ladrando de pura excitación porque creía que iban de paseo.

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—Tus padres pueden dormir por mucho ruido que haya, ¿verdad? —observó Charlie. —Están cansados —respondió Benjamin, y luego preguntó—: ¿Por qué es tan importante que abramos el estuche? ¿No podríamos dejar que siga cerrado para siempre? Podríamos tirarlo a la basura o algo así. —Ni lo sueñes —sentenció Charlie—. Lo que hay dentro de ese estuche ya estaba allí cuando lo cambiaron por el bebé. Tiene que ayudar a la señorita Ingledew a recuperar a su sobrina, y eso significa que debemos guardarlo. —¿Y si es algo horrible que nadie quiere? A Charlie ya se le había ocurrido esa posibilidad, pero tras pensarlo durante un buen rato había llegado a la conclusión de que se trataba de algo que alguien quería a toda costa. ¿Por qué estaban tan interesadas sus tías? ¿Por qué un chico pelirrojo había preguntado por él? —Está claro que alguien quiere el estuche — observó Charlie—, pero no van a hacerse con él hasta que yo encuentre al bebé que, según el señor Onimoso, está en la Academia Bloor. Abrió la puerta trasera, bajó los escalones de un salto y atravesó el jardín a toda velocidad. Benjamin observó cómo su amigo salía por la

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puerta sin molestarse en mirar a los lados. Estaba claro que aquella horrible tía suya lo atraparía. Benjamin suspiró. A veces Charlie actuaba sin pensar. Judía Corredora parecía tan decepcionado por aquel paseo que no habían llegado a dar, que Benjamin decidió prepararle un gran desayuno. Pensar en salchichas asadas hizo que él mismo se sintiera hambriento. Sobre la mesa de la cocina había una tarjeta blanca con las palabras ORVIL ONIMOSO Y LLAMAS impresas en letras doradas. ¿Cómo y cuándo había llegado aquella tarjeta hasta allí? ¿Y por qué? Charlie había llegado al final del callejón que discurría por detrás de la casa de Benjamin. Ahora se encontraba en la calle donde había visto por primera vez a su tío aumentar la luz de las farolas. Un rápido vistazo a izquierda y derecha le indicó que su tía no estaba allí. —Quizás he conseguido despistarla —murmuró Charlie. Echó a correr hacia la calle Filbert, dobló la esquina y... —¡Te pillé! —exclamó una voz. La tía Venetia clavó sus largas uñas en el hombro de Charlie.

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—Y ahora vas a venir conmigo, muchachito — trinó malévolamente—. Tenemos que preguntarte una cosa. Y si no recibimos la respuesta apropiada, lo lamentarás. Lo lamentarás muchísimo.

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6

Un trimestre echado a perder La tía Venetia condujo a Charlie hacia su casa clavándole las uñas en el cuello. Charlie no paró de retorcerse y debatirse durante todo el camino, pero no pudo escapar de aquellas garras de acero. La abuela Bone los esperaba en el vestíbulo más tiesa que un palo. —Bien hecho, Venetia. Hay que tenerlas piernas jóvenes para atrapar a un villano. —¿Villano? —protestó Charlie. Miró las botas rojas de la tía Venetia. Sus piernas no eran tan jóvenes. Simplemente era astuta. La abuela Bone lo empujó hacia la cocina, donde Charlie se sentó y se frotó el cuello.

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Su madre levantó la vista del periódico. —¿Qué pasa? —Hemos sido muy malos y muy traviesos —dijo la abuela Bone—. ¿Verdad que sí, Charlie? Y además hemos mentido. —Yo no he mentido —musitó Charlie. —Oh, sí, me parece que sí lo hemos hecho. —La abuela Bone se sentó ante él y clavó la mirada en su rostro—. Tiene un estuche que no le pertenece, pero no puede abrirlo. Antes de que Charlie pudiera detenerla, la tía Venetia ya había metido la mano en su bolsillo y sacado el manojo de llaves. —¿Qué son estas llaves? —preguntó, sacudiéndolas por encima de la cabeza de Charlie. —Charlie, ¿de quién son estas llaves? —intervino su madre. —De nadie. Es decir... una amiga me las dio. No son más que un juego. —Mentiroso —graznó la abuela Bone. —No lo llames mentiroso —exclamó la madre de Charlie airadamente—. ¿Cómo sabes que no es verdad? —Mi querida Amy, sé muchas más cosas de tu hijo que tú —dijo la abuela Bone fríamente—.

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Alguien que hubiese debido saber mejor lo que se hacía le dio un estuche a Charlie. Esa persona no era su legítima propietaria, y ahora el muy estúpido lo ha escondido, probablemente en casa de Benjamin. —No sé de qué estás hablando —replicó Charlie. Se negó a responder a ninguna otra pregunta y al final la abuela Bone se dio por vencida. Sonriendo de un modo siniestro, la tía Venetia dejó caer las llaves sobre la mesa. —Más vale que las devuelvas al lugar al que pertenecen —dijo, casi con dulzura. Charlie agarró las llaves. —Puedes estar seguro de que la cosa no termina aquí —le advirtió la abuela Bone. —Dejadlo en paz —exigió la madre de Charlie. —Quizá lo haremos durante un tiempo — manifestó la abuela Bone, mirando a Venetia como si ella supiese a qué se refería—. Tenemos cosas más importantes que hacer. Para el inmenso alivio de Charlie, las dos hermanas se pusieron sus guantes y sus sombreros y salieron a la calle; para molestar a alguna otra persona, sin duda. Si Benjamin era la siguiente víctima, nunca conseguirían eludir a Judía Corredora.

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—Charlie, ¿qué está ocurriendo? —le preguntó su madre cuando se quedaron solos. —No es nada, mamá. La abuela Bone quiere saberlo todo, pero yo tengo derecho a tener mis secretos, ¿no? —Por supuesto. Pero este secreto parece algo bastante serio. ¿No puedes contarme de qué se trata? Su madre parecía tan preocupada que a Charlie le resultó muy difícil no contarle la verdad. Decidió revelarle al menos una pequeña parte del problema. —Tiene que ver con un bebé... —empezó a decir. —¡Un bebé! —exclamó su madre. Charlie hubiera preferido que su madre no pusiera aquella cara de susto. —No te preocupes, no he raptado a ninguno ni nada parecido. Ahora ya ni siquiera es un bebé. La pequeña, porque era una niña, ha crecido, y tendrá más o menos mi edad. Su madre murió cuando ella tenía casi dos años, y su padre la dio a cambio de algo... —¿Qué? —se horrorizó su madre, llevándose la mano a la boca. —¿Verdad que es terrible? Pues bien, su padre

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acaba de morir, y su única pariente viva quiere volver a verla, pero no sabe dónde está. Así que yo voy a encontrarla. —¿Tú? Charlie, no puedes ir por ahí buscando niños perdidos. Esa chica podría estar en cualquier parte. —Ya, pero es que yo creo saber dónde está. Todavía no puedo decirte nada más, mamá. Lo siento. No le contarás nada de esto a la abuela Bone o a las tías, ¿verdad? Me parece que no están de nuestro lado. —En eso estoy de acuerdo contigo —admitió su madre con tristeza. —Voy a encontrar a esa chica, mamá —aseguró Charlie con vehemencia—. Es curioso, pero tengo la imperiosa sensación de que es algo que debo hacer. Para consternación de Charlie, los ojos de su madre empezaron a brillar y a llenarse de lágrimas. —Cómo te pareces a tu padre —dijo con dulzura —. Guardaré el secreto, Charlie. Pero ten cuidado. Las personas a las que te enfrentas son muy fuertes. —La rápida mirada que dirigió a la ventana dejó claro a Charlie a quién se refería exactamente. El timbre de la puerta sonó y, pensando que Maisie había vuelto a olvidarse la llave, la madre de

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Charlie lo envió a abrir. En vez de a Maisie, en la entrada había un muchacho cuyo rostro resplandecía de puro buen humor. Era un poco más alto que Charlie, tenía el pelo de un vivo tono castaño y los ojos casi del mismo color. —Me llamo Fidelio Gunn —se presentó el muchacho—. Me pidieron que te ayudara con la música. Voy a ser tu instructor. Charlie se había quedado sin habla. —Es domingo —logró decir finalmente. La sonrisa del muchacho casi le llegaba a las orejas. —Durante la semana estoy demasiado ocupado. ¿Puedo entrar? —preguntó, alzando un estuche de violín. Charlie ya se había recuperado de la sorpresa inicial. —¿Quién te ha enviado? —Los de la academia, por supuesto —contestó el muchacho alegremente—. Me dijeron que tu nivel en música dejaba bastante que desear. —Su sonrisa se hizo todavía más amplia. —Mi nivel en música ni tan siquiera existe — respondió Charlie, sonriendo a su vez. El

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desconocido entró en el vestíbulo sin que le hubieran invitado a hacerlo. —¿Dónde está el piano? —preguntó. Charlie lo llevó a una habitación que sólo se utilizaba para las visitas de las Yewbeam. Junto a la pared del fondo había un piano vertical. Que Charlie recordara, nadie lo había tocado jamás. Fidelio subió la tapa con brusquedad y tecleó algunas notas. Una auténtica melodía, bastante hermosa, brotó del piano. —Necesita que lo afinen —dijo Fidelio—, pero servirá. ¿Alguien lo toca? Charlie le respondió: —Puede que mi padre lo tocara. No lo sé. Se murió. —Oh. —Por primera vez desde que había llegado, Fidelio se puso serio. —Ocurrió hace mucho tiempo —se apresuró a decir Charlie. La sonrisa de Fidelio volvió a aparecer. Sacó el taburete de debajo del piano, tomó asiento y tocó ruidosa y alegremente. —¿Qué estás haciendo? —La madre de Charlie se asomó por el hueco de la puerta con el rostro tan blanco como el de un fantasma.

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—¡Hola! —la saludó Fidelio—. Soy Fidelio Gunn. He venido a enseñarle música a Charlie. —¿Por qué? —preguntó la señora Bone. —Porque es uno de los dotados y, aunque probablemente nunca llegará a ser músico, no puede ir a la academia sin saber absolutamente nada, ¿verdad? —explicó Fidelio, obsequiando a la señora Bone con una encantadora sonrisa. —Supongo que no —murmuró la madre de Charlie—. Nadie ha tocado ese piano desde... hace mucho tiempo. —Se aclaró la garganta, que se le había quedado seca, y añadió—: Bueno, pues en ese caso será mejor que empecéis. —Y salió, cerrando la puerta tras ella. A Charlie no le gustaba demasiado que la gente supiese que tenía un don. —¿Cómo has sabido que soy... ya sabes...? —le preguntó a Fidelio. —Si vas a estar en el departamento de Música y no eres capaz de tocar ni una nota, entonces tienes que ser uno de ellos —dijo Fidelio—. ¡El resto somos unos genios! Charlie estaba muy intrigado. —¿Y hay muchos como yo? —No demasiados —dijo Fidelio—. No los conozco

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a todos. Algunos tenéis auténtico talento aparte de estar dotados. ¿Y tú qué puedes hacer, por cierto? Charlie todavía no se sentía preparado para hablar de las voces. —Ya te lo contaré en otra ocasión —respondió. Fidelio se encogió de hombros. —Muy bien. Y ahora, adelante con la música. Empezaron con valses sencillos y, para sorpresa de Charlie, después de sólo unos cuantos errores garrafales, consiguió tocar con ambas manos algunas notas de acompañamiento mientras Fidelio interpretaba la melodía. Tras una hora de clase, Charlie pudo ejecutar escalas en siete tonalidades distintas, e incluso un arpegio. Fidelio era un profesor muy escandaloso. Daba saltitos alrededor de Charlie, gritando el compás, siguiendo el ritmo con los pies y dando golpecitos en el piano. Por último, sacó su violín y empezó a acompañar a Charlie. El resultado fue magnífico. —Bueno, ahora tengo que irme —anunció Fidelio agitando el arco—. Volveré el domingo que viene. — Sacó un fajo de papeles de su estuche y se los tendió a Charlie—. Estudia estas partituras y apréndetelas notas. ¿De acuerdo? —De acuerdo —dijo Charlie, en cuya cabeza

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todavía resonaban los ecos de la música mientras acompañaba a Fidelio a la puerta. Aquella tarde Charlie empezó a trabajar con los apuntes que le había dejado Fidelio. Se dio cuenta enseguida de que le resultaría más fácil aprender las notas sentado al piano, pero sólo había pulsado unas cuantas teclas cuando la abuela Bone irrumpió en la habitación, exigiendo saber por qué estaba montando semejante escándalo. —Si quiero estar en el departamento de Música tendré que aprender, ¿no? —replicó Charlie. La abuela Bone soltó un bufido y depositó una abultada carpeta negra sobre la mesa del comedor. —Cuando hayas terminado puedes empezar con esto —dijo.

con

la

música,

A Charlie no le gustó nada el aspecto de aquella gruesa carpeta. En la cubierta, impresas en letras doradas, se leían las palabras ACADEMIA BLOOR. —¿Qué es esto? —preguntó. —Trabajo —contestó la abuela Bone—. Preguntas. Tienes que responderlas todas. Yo comprobaré las respuestas al final de cada día. Si no son correctas, tendrás que hacerlas de nuevo. Como mínimo tardarás una semana. —Eso no es justo —balbuceó Charlie—. Me tendrán ocupado toda la semana de vacaciones.

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—Prácticamente. —La abuela Bone sonrió—. Tienes ordenador, ¿verdad? Piensa en lo mucho que llegarás a saber en sólo una semana. Entonces serás casi inteligente, ¿no crees, Charlie? —No quiero ser inteligente —gruñó Charlie. —Si no respondes a esas preguntas, te aseguro que lo pasarás realmente mal en la academia. No querrás empezar con mal pie, ¿verdad? La abuela Bone salió de la habitación con aquella desagradable sonrisa en la cara. Charlie no podía creer que tuviera tan mala suerte. Abrió la carpeta y examinó la lista de preguntas. Había quinientas dos y, a simple vista, Charlie descubrió que no se sabía ninguna respuesta. Todas eran sobre historia antigua y lugares y gentes de las que nunca había oído hablar. Las peores eran las de matemáticas y ciencias. Incluso con el ordenador tardaría siglos en llegar a la mitad de la lista. Charlie soltó un gemido. Dejó la música y subió al piso de arriba con el expediente. Pasaba por delante de la habitación de su tío cuando se le ocurrió una idea. Llamó, no muy seguro de si hacía bien. —¿Qué? —dijo una voz malhumorada y familiar. —Soy yo, tío Paton —respondió Charlie—. Siento

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molestarte, pero tengo un problema realmente serio y necesito ayuda. —Entra, entonces —suspiró su tío. Charlie entró. La habitación del tío Paton tenía un aspecto, si aquello era posible, aún más caótico que antes. Su tío tenía incluso papelitos pegados a las mangas. —¿Cuál es el problema? —preguntó Paton. Charlie llevó el expediente al escritorio de su tío. —La abuela Bone dice que he de responder a todas esas preguntas en una semana. Hay más de quinientas. Su tío silbó y dijo: —Eso es todo un reto, Charlie. —¿Cómo puedo hacerlo, tío Paton? —Necesitarás un montón de papel. —No te lo tomes a broma, por favor —le pidió Charlie con desánimo. —Entiendo que me estás pidiendo que te eche una mano —observó Paton—. En ese caso, hoy no puedo dejar mi trabajo. Pero mañana ten por seguro que te ayudaré en todo lo que pueda. Mi nivel de conocimientos generales es considerable. Estoy seguro de que no tardaremos mucho en liquidarlo —añadió, golpeando suavemente la

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carpeta con las puntas de los dedos—. Y ahora, llévate de aquí ese objeto de aspecto repugnante y déjame en paz. —Gracias, tío Paton. ¡Gracias, gracias! Lleno de gratitud, Charlie corrió hacia la puerta, pero esta vez, antes de salir no pudo contenerse y preguntó: —¿En qué consiste exactamente tu trabajo, tío Paton? —Estoy escribiendo un libro —contestó su tío sin levantar la vista—. Llevo toda la vida escribiéndolo, y probablemente seguiré haciéndolo siempre. —¿De qué trata? —Es histórico, Charlie. —Paton había empezado a hacer garabatos furiosamente en un cuaderno de notas—. Es la historia de los Yewbeam y su antepasado, el Rey Rojo. Allí estaba otra vez el Rey Rojo. —¿Quién era? —preguntó Charlie. —¿Que quién era? —Paton miró a Charlie como si en realidad no lo estuviera viendo, como si sus pensamientos se encontraran muy lejos de allí. »Algún día podré contarte más cosas. Por el momento, lo único que puedo decir es que era un rey... que desapareció.

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—Oh. —Charlie decidió que sería mejor que se esfumase de allí mientras su tío todavía estaba de buen humor. Cerró la puerta, muy despacio, detrás de él. El tío Paton mantuvo su palabra. Cada día se reunía con Charlie en su habitación y juntos iban resolviendo la larga lista de preguntas. Paton no había exagerado acerca de su nivel de conocimientos. Era realmente considerable. Charlie trabajaba sobre cien preguntas cada día; de ese modo, le dijo su tío, la noche del viernes habría terminado y podría disfrutar de un fin de semana libre antes de ir a la academia. Por las noches la abuela Bone le permitía a Charlie abrir el piano y tocar las notas que le había dado Fidelio para que se las aprendiera de memoria. Pero un día se olvidó de hacerlo. Tenía tanta hambre que fue a la cocina y se puso a comer pan con mantequilla. Tras unos cuantos bocados, apoyó la cabeza en la mesa y se quedó dormido. Le despertó la abuela Bone levantándole la cabeza por el pelo. —¡Música, Charlie! —le ladró—. No cenarás hasta que hayas hecho los ejercicios. Charlie se dirigió al piano arrastrando los pies. La abuela Bone lo vigiló como un halcón hasta que sacó el taburete de debajo del piano y se sentó en

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él. Charlie estaba tan cansado que apenas podía mover los dedos, así que no lo intentó. Se echó hacia atrás y, cruzando los brazos, murmuró: —Si mi padre estuviera aquí podría enseñarme. Supongo que él fue la última persona que tocó este piano como es debido. La abuela Bone se disponía a marcharse, pero dijo de pronto: —Tu padre tenía un piano de cola. Estaba en medio de una sala enorme y luminosa. Lo único que había en aquella sala eran el piano y Lyell, tu padre. A través de los ventanales se divisaba un lago, pero tu padre nunca lo contemplaba. Miraba fijamente la partitura mientras sus dedos iban encontrando las notas. Y creaba su hechizo. —¿Y qué pasó luego? —preguntó Charlie con audacia. Casi pudo oír un chasquido cuando la abuela Bone salió de su ensoñación. —Infringió las reglas, Charlie. Eso fue lo que pasó. Procura que no te ocurra a ti. Un instante después se había marchado, y Charlie descubrió que se había despabilado por completo. En media hora consiguió aprenderse de memoria tantas notas que pudo leer una melodía sencilla e incluso tocarla.

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Desde que le habían tendido aquella trampa para que se delatara, Charlie había evitado mirar periódicos o revistas. No quería oír voces. No quería escuchar conversaciones privadas ni enterarse de los secretos de la gente. Cada vez que su madre abría un periódico, Charlie miraba hacia otro lado. Pero Maisie le decía que debía aprovechar su don, aunque sólo fuera para divertirse un poco. Al final consiguió convencer a Charlie para que escuchara una foto de sus estrellas de cine favoritas, Gregory Morton y Lydia Smiley. La foto había sido tomada junto a una piscina y al principio Charlie sólo pudo oír un leve chapoteo. Estaba a punto de dejar la revista, con la esperanza de haber perdido su inoportuno talento, cuando una voz dijo: Tendrás que perder algo de peso, querida. Ese biquini te queda pequeño. Debía de ser la voz del fotógrafo, porque Gregory Morton empezó a soltar palabrotas y dijo: ¡¡¡Deja en paz a mi nena, pedazo de...!!! Me gustan rellenitas, y es... Lydia Smiley soltó unos improperios aún peores que los de Gregory y exclamó: ¡Hasta aquí podíamos llegar! ¡Estoy harta de los

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dos! ¡¡¡Podéis iros al...!!! Charlie les repitió lo que había oído a Maisie y a su madre, que se rieron tanto que las lágrimas les corrían mejillas abajo. A Charlie no le parecía tan gracioso, pero las carcajadas de Maisie eran tan contagiosas que él también se echó a reír. —Oh, Charlie, mira unas cuantas más —le rogó Maisie—. Venga, ¿qué me dices de ésta? —Volvió a empujar la revista hacia Charlie, señalando una foto del primer ministro y su familia. Charlie apenas le había echado una mirada cuando la puerta se abrió de golpe y apareció la abuela Bone. Adivinó al instante lo que ocurría allí y, acercándose a la mesa con grandes zancadas, cogió la revista y se la metió bajo el brazo. —¿Cómo habéis podido? —gritó, fulminando con la mirada primero a Maisie y luego a la madre de Charlie—. Este muchacho está dotado —añadió, clavándole el dedo a Charlie en la cabeza—, y vosotras lo animáis a que eche a perder su don. —Pero si sólo... —empezó a decir Charlie. —Sé muy bien lo que estabas haciendo —le cortó la abuela Bone con voz gélida—. Sentarse en la cocina y troncharse de risa no es la actitud apropiada. No te mereces tu don, muchachito estúpido, pero puesto que lo posees, tienes la

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responsabilidad de mejorarlo. Mejora, respeta y promueve tu herencia en lugar de malgastarla en asuntos triviales y ridículos. Resérvala para cosas importantes. Charlie estuvo a punto de decir que los primeros ministros eran importantes, pero se lo pensó mejor. Sólo le quedaban dos días y tenía doscientas preguntas por responder, y no quería echar a perder la posibilidad de disfrutar de un fin de semana libre. —No veo por qué Charlie no puede divertirse un poco de vez en cuando —intervino Maisie, indignada—. También es nieto mío. —Por desgracia —replicó secamente la abuela Bone—. Vuelve al trabajo, Charlie. Charlie huyó escalera arriba para refugiarse en su habitación, dejando a Maisie y a la abuela Bone gritándose la una a la otra. Se disponía a sentarse ante su escritorio cuando vio a Benjamin cruzando la calle. Charlie lo saludó con la mano y abrió la ventana. —¿Se puede saber qué está pasando? —le gritó Benjamin—. Hace días que no te veo. No paro de llamar al timbre, pero no me dejan entrar. Charlie levantó la carpeta negra. —Tengo que responder quinientas preguntas —le

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explicó a Benjamin—. Ya sólo me quedan doscientas, y entonces tendré el fin de semana libre. ¿Cómo está lo que tú sabes? —Mal —dijo Benjamin—. Sigue haciendo ruido. Una de tus horribles tías vino a mi casa. Fingía que estaba haciendo una colecta para obras de caridad, pero la reconocí. Era igual que la otra, sólo que más vieja. —Supongo que no la dejarías entrar —dijo Charlie con ansiedad. —No. Judía Corredora le soltó su gruñido asesino y tu tía tuvo que irse. —¡Bien por Judía Corredora! Ahora he de volver al trabajo, Ben —suspiró Charlie—. Te veré el viernes, cuando haya acabado las preguntas. —Vale. —Benjamin se despidió agitando la mano con melancolía—. Ha sido una semana de vacaciones muy rara. No he visto a nadie. Me parece que llevaré a Judía Corredora al cine. —En el Multiplex echan El corazón de un perro — dijo Charlie—. Seguro que le gusta. Cerró la ventana y volvió a sus preguntas. Pero le resultó casi imposible concentrarse. No paraba de pensar en el estuche plateado. ¿Qué había en aquel estuche? ¿Por qué las Yewbeam estaban tan deseosas de hacerse con él?

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7

¡Hipnotizado! El viernes por la noche la abuela Bone evaluó las últimas cien preguntas de Charlie. El las había comprobado minuciosamente con su tío y estaba seguro de que todas las respuestas eran correctas. Pero el rostro de la abuela Bone lucía una expresión tan sombría mientras leía la poco esmerada caligrafía de Charlie, que éste sintió que se le caía el alma a los pies. En la habitación de la anciana hacía mucho calor, y Charlie tuvo que permanecer de pie junto al calefactor mientras que la abuela Bone estaba sentada tras una mesita frente a él. La abuela había extendido sus flacas piernas por debajo de la mesa hacia el calefactor, y Charlie no

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pudo evitar observar que sus huesudos dedos gordos asomaban por sendos agujeros en sus gruesos calcetines de cuadros. Empezó a sentirse mareado. Finalmente su abuela hizo, con cierta mala gana, una pequeña señal junto a la última línea de la última página. Luego miró a Charlie. —Tienes una letra lamentable —dijo. —Pero ¿las respuestas estaban bien? —Lo estaban. —La abuela Bone inspiró y se sonó la nariz—. ¿Has hecho trampa? —¿Trampa? —se extrañó Charlie—. N-no. —No pareces muy seguro. —Pues claro que estoy seguro —afirmó Charlie—. Quiero decir que se suponía que tenía que buscar las respuestas, ¿no? O utilizar mi ordenador. Y es lo que hice. —Aquí tienes diez preguntas más. —La abuela Bone le tendió una hoja de papel—. Puedes sentarte a mi mesa y responderlas aquí, donde puedo ver lo que haces. Son bastante fáciles, así que no necesitarás buscar las respuestas. —Pero el trato no era ése —gimoteó Charlie—. No es justo. —La vida no es justa —sentenció la abuela Bone.

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Fue con paso majestuoso hacia su gran cama llena de bultos y se recostó en las almohadas—. Adelante, porque cuanto antes empieces, antes se habrá terminado el examen. Charlie apretó los dientes en silencio. Todas las preguntas eran problemas de matemáticas. Dejó escapar un gemido y puso manos a la obra. Los dos primeros problemas lo mantuvieron ocupado una eternidad, pero justo cuando acababa de empezar a resolver el tercero oyó un ronquido a sus espaldas. La abuela Bone se había dormido. Tenía la boca abierta de par en par, y emitía una especie de gruñido ahogado. Charlie fue hacia la puerta de puntillas, la abrió sin hacer ruido y salió con sigilo al pasillo. Cuando cerró la puerta se oyó un ligero chasquido, pero la abuela Bone no se despertó. Sin molestarse en ponerse la chaqueta, Charlie salió a la calle y la cruzó corriendo en dirección a la casa de Benjamin. Mientras subía los escalones de dos en dos oyó ladrar a Judía Corredora y luego tres horribles chillidos. Charlie llamó al timbre. Observó que había un ojo al otro lado de la mirilla, y entonces se abrió la puerta. Charlie se llevó una sorpresa al ver no a Benjamin, sino al señor Onimoso. —El mismo que viste y calza —corroboró el señor

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Onimoso dando un saltito—. esperando. ¡Pasa, pasa!

Te

estábamos

Mientras Charlie cruzaba el umbral se oyó otro furioso ladrido. —Venga, Judía Corredora —dijo el señor Onimoso —. A ver si tienes más modales. A mis llamas no les gustan los perros maleducados. Fue dando saltitos por el pasillo hasta la entrada del sótano. Benjamin esperaba tras la puerta sujetando a Judía Corredora del collar. El perro trataba de alcanzar los desvencijados escalones, y sus gruñidos habían dado paso a un airado gañido. Charlie pronto entendió por qué. Al pie de la escalera, los tres gatos del señor Onimoso daban vueltas alrededor del estuche metálico. De pronto Aries soltó un extraño ronquido y saltó sobre el estuche. Sacudiendo la cola, Leo atacó la cerradura con sus garras mientras Sagitario mordía uno de los cierres. —¡Oh, vamos, llamas mías! —exclamó el señor Onimoso—. Podéis hacerlo mucho mejor. Mostradnos de qué estáis hechos. Los gatos le miraron con un brillo en sus extraños ojos, y entonces hicieron algo extraordinario. Empezaron a correr alrededor del estuche plateado. Con la nariz de uno pegado a la cola del que lo

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precedía, los tres gatos formaron un círculo, y mientras corrían el círculo fue volviéndose cada vez más brillante hasta convertirse en un intenso resplandor. Las criaturas llameantes corrieron todavía más deprisa, y pronto ya no se veía ningún gato, sólo unas llamaradas que crepitaban alrededor del metal, lamiendo, quemando y abrasando. El olor a quemado se extendió por todo el sótano, y Charlie y Benjamin empezaron a toser. Judía Corredora se apartó de un salto, aullando. Pero no dio resultado: cuando las llamas se extinguieron y los gatos volvieron a ser gatos, el estuche seguía cerrado. —Tendrás que encontrar la llave, Charlie — observó el señor Onimoso—. El doctor Tolly sabía lo que se hacía cuando selló ese estuche. Quizá tenía la intención de que permaneciera sellado para siempre. Los tres gatos subieron a saltos los frágiles escalones sin ninguna dificultad. Charlie sintió el calor que aún desprendían sus pelajes cuando le rozaron las piernas. —Son un gran consuelo en una noche fría —dijo el señor Onimoso—. ¿Hay alguna posibilidad de tomar un café? Mientras bebían el café cargado que había preparado Benjamin, el señor Onimoso le contó a

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Charlie que había sido él quien había guardado el estuche en el sótano. —Vine aquí cuando el joven Benjamin estaba en tu casa —explicó el señor Onimoso—. Supongo que era su cumpleaños. Y no debió de quedar mucho pastel, ¿verdad? —¿Cómo suspicacia.

entró?

—preguntó

Charlie

con

—La encantadora madre de Benjamin me dejó entrar —prosiguió el señor Onimoso—. Acababa de llegar a casa. Bueno, yo y las llamas habíamos visto a esa dama, esa dama con el cabello tan oscuro que calza botas rojas, recogiendo ropa vieja. Sabíamos que no tardaría en presentarse ante el número doce para pedir más ropa vieja. Entonces la mamá de Ben abriría ese armarito que hay debajo de la escalera y, ¡bingo!, la dama de las botas rojas habría visto el estuche y la mamá de Benjamin, bendita sea, habría dicho: «Lléveselo, querida. Seguro que es para tirar.» Y en cuanto lo hubiese tenido en sus manos, pues... se habría acabado todo, ¿no? »Pero fue a mí y a las llamas a quienes la señora B. dejó entrar en el armario, con la excusa de que buscábamos ratones, y mientras ella me preparaba una deliciosa taza de café, las llamas me sugirieron que escondiese el estuche en el sótano.

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—¿Cómo pueden sugerir cosas los gatos? — preguntó Benjamin. —Con sus ojos, Ben —respondió el señor Onimoso—, y con sus maullidos, sus astutas garras y sus colas, que se mecen de un lado a otro. —Se levantó y, secándose sus pequeñas y peludas manos en la chaqueta, añadió—: Charlie, que tengas suerte. Cambiar de escuela nunca resulta sencillo, y la Academia Bloor no es un lugar fácil. Lo que tienes que hacer será duro y peligroso, pero recuerda: has sido elegido para recuperar una vida que ha sido robada. ¡Qué gran modo de iniciar una carrera! —Extendió su mano, que parecía una garra. Charlie se la estrechó. —¿Quién lo eligió? —preguntó Benjamin. Antes de que el señor Onimoso pudiera replicar, Charlie dijo: —¿Tiene algo que ver con un rey rojo? —Todo —contestó el señor Onimoso. Sin decir una palabra más, llegó a la puerta dando saltitos y se alejó calle arriba. Los dos muchachos vieron cómo su pequeña y escurridiza silueta desaparecía tras una esquina, seguido por la estela de aquellos gatos que brillaban como el fuego.

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—No le hemos preguntado cómo se enteró de que existía el estuche —señaló Benjamin. —Hay un montón de cosas que nunca me acuerdo de preguntarle al señor Onimoso — reconoció Charlie—. Es la persona más rápida con la que me he encontrado jamás. El estuche del doctor Tolly estaba a salvo por el momento, pero ¿cuánto tiempo necesitarían las Yewbeam para hacerse con él? Tendrían que trasladarlo a un lugar más seguro, a algún sitio donde a ellas nunca se les ocurriera mirar. Charlie tuvo una idea. —¡Fidelio Gunn! —exclamó en voz alta. —¿Qué es eso? —preguntó Benjamin. —Es un chico —dijo Charlie—. Mi profesor de música, para ser exactos. Ven a mi casa el domingo y le conocerás. Fidelio nos ayudará, estoy seguro. —Primero deberíamos encontrar la llave —dijo Benjamin en tono de duda. . Charlie estuvo de acuerdo con él. —Será lo primero que hagamos mañana. Cuando Charlie llegó a su casa, se encontró con que la abuela Bone había salido para visitar a sus hermanas. No regresó hasta muy tarde, así que no se produjo ningún incidente desagradable

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relacionado con preguntas no respondidas. A la mañana siguiente, Maisie era la única que se había levantado cuando Charlie bajó sigilosamente por la escalera. —Sal y pásatelo bien, Charlie —le dijo Maisie al tiempo que le metía un plátano en el bolsillo—. Diviértete todo lo que puedas antes de que sea demasiado tarde. Charlie no pensaba que «diversión» fuese la palabra más adecuada para describir lo que iba a hacer. Se trataba de un asunto demasiado serio, pero no le dijo nada a Maisie. Benjamin le esperaba frente al número doce. Había dejado en casa a Judía Corredora para que vigilase el estuche. Unos aullidos desgarradores acompañaron a los dos niños calle arriba. —No tardaremos mucho, Benjamin, sintiéndose culpable.

¿verdad?

—dijo

Charlie no estaba seguro. El día volvía a ser frío y estaba nublado. De vez en cuando se estrellaban contra sus rostros ráfagas de lluvia y granizo y tenían que andar con la cabeza baja para evitar los aguijonazos de los trozos de hielo. Se encontraron con muy poca gente por el camino, y la calle que conducía a la catedral estaba prácticamente desierta. Sin embargo, cuando ya se

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acercaban a la librería Ingledew, del velo de granizo surgieron dos figuras: un par de muchachos de unos dieciséis o diecisiete años. Se detuvieron cuando vieron a Charlie y Benjamin, y se separaron ligeramente el uno del otro, invadiendo por completo la estrecha acera. Cuando Charlie iba a bajar a la calzada para sortearlos, uno de ellos preguntó: —¿Charlie Bone? Charlie se estremeció. Aquella voz ya la había oído antes. Levantó la vista y reconoció al muchacho que lo había mirado fijamente desde el periódico: Manfred Bloor. —¿Adonde Manfred.

vas,

Charlie

Bone?

—preguntó

—No es asunto tuyo —dijo Charlie con más coraje del que realmente sentía. —¿Ah, no? —El otro muchacho dejó escapar una risita estridente. —Sí que es asunto mío —discrepó Manfred—. Pero ya sé dónde vas. A una librería llamada Ingledew, donde le pedirás a la señorita Ingledew que busque una llave, una llave para cierto estuche que no te pertenece ni a ti ni a ella. Charlie no dijo nada. Bajó a la calzada de un salto para evitar a Manfred, pero la mano de éste

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salió disparada y le agarró del brazo. El otro muchacho, un pelirrojo muy flaco y de aspecto taimado, inmovilizó a Benjamin. —Tengo malas noticias para ti, Charlie —anunció Manfred con voz fría y monocorde—. No vas a ir a ninguna librería. ¡Y tampoco conseguirás la llave! Nadie abrirá ese estuche hasta que sea mío. —No sé de qué me hablas —dijo Charlie, intentando zafarse de las garras de Manfred. —Sólo queremos comprar un libro —añadió Benjamin. —No hay libros para niños en la librería Ingledew —sostuvo el muchacho pelirrojo. —¡Suéltame! —gritó Charlie—. Puedo ir a donde quiera. No tienes ningún derecho a detenerme. — Alzó la mano que tenía libre y le atizó un puñetazo en la oreja a Manfred, pero el muchacho le sujetó ambas manos y, estrujándolas cada vez con más fuerza, lo obligó a sentarse en el suelo. —¡Mírame! —le ordenó. Charlie lo miró. No pudo hacer nada para evitarlo. —Mírame siniestra. Los

ojos

a de

los

ojos

Manfred

—susurró eran

aquella

como

voz

carbones

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encendidos: negros e insondables. Charlie los miró fijamente, con repugnancia y fascinación al mismo tiempo. Sintió que se hundía, más y más hondo cada vez, y que se ahogaba porque le faltaba el aire. Salvo aquellos ojos negros como el carbón, todo lo que le rodeaba empezó a desaparecer, y Charlie se encontró en otro mundo; en el interior de un coche para ser exactos. El coche atravesaba un bosque a gran velocidad, y a Charlie le pareció que conducía él. Ahora, aquellos ojos negros como tizones estaban a su lado, y la voz siniestra volvió a decir: —¡Mírame! Entonces se produjo una súbita y violenta sacudida que le arrancó del coche. Charlie se arrodilló entonces al borde de un profundo barranco mientras el coche —que era azul— se precipitaba al vacío. El silencio del bosque se rompió con el griterío de los pájaros y luego, mucho más abajo, se oyó el chapoteo de algo que chocaba con el agua. —¡Charlie! ¡Charlie! Charlie abrió los ojos y se encontró sentado en el suelo con la espalda apoyada en una farola. Benjamin le observaba con preocupación. —¿Qué te ha pasado? —le preguntó Benjamin con voz asustada.

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—No lo sé —dijo Charlie. —Es como si te hubieras quedado dormido —le explicó Benjamin—. Llevo no sé cuánto rato intentando despertarte. —¿Por qué me quedé dormido? Charlie, sintiéndose un poco ridículo.

—preguntó

—Fue cuando miraste a ese chico a los ojos —dijo Benjamin—. Me parece que te ha hipnotizado. —¿Quién? ¿Cuándo? —Charlie no podía recordar nada—. ¿Qué estoy haciendo aquí? —¡Oh, Charlie! —exclamó Benjamin retorciéndose las manos—. ¡Lo has olvidado todo! íbamos a ver a la señorita Ingledew para pedirle una llave, y entonces esos dos chicos se nos plantaron delante, y uno de ellos, el de la cola de caballo, hizo que le miraras a los ojos, y entonces te pusiste muy raro y te entró sueño. —¡ Ah! —Charlie empezó a recordar. Se estremeció. El aire era gélido, pero el recuerdo de los ojos de Manfred le producía aún más frío. —¿Vamos a la librería? —preguntó Benjamin. —No me encuentro bien —musitó poniéndose en pie con un gran esfuerzo.

Charlie,

Benjamin nunca le había oído decir algo así a su amigo: Charlie siempre estaba bien. Empezó a

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preocuparse. Mientras los dos amigos volvían a casa recorriendo las calles heladas, Charlie murmuró algo acerca de ir conduciendo por un bosque y un coche azul que se precipitaba por un barranco. Benjamin pensó que Charlie o estaba sonámbulo o se había vuelto majara. Lo que decía su amigo no tenía ni pies ni cabeza, pero de pronto Charlie se detuvo y, cogiendo del brazo a Benjamin, exclamó: —¡Eso fue lo que le ocurrió a mi padre, Ben! Iba conduciendo y se cayó por un barranco con el coche. —¿De veras? —dijo Benjamin—. Siempre me he preguntado qué habría sido de él. De hecho, pensaba que simplemente se había ido de casa. —No —dijo Charlie gravemente—. Mi padre fue asesinado. Benjamin no supo qué decir a aquello. La vida de Charlie se había vuelto no sólo bastante complicada, sino también peligrosa. Ya habían llegado a la casa de Charlie, y Benjamin decidió que sería mejor que su amigo descansase un poco. Además, oyó ladrar a Judía Corredora. Confió en que el perro no se hubiese pasado la hora entera ladrando. —Ya hablaremos del estuche mañana —propuso

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Benjamin—. Me pasaré por tu casa cuando tengas clase de música. —¿ Clase de música? —Charlie parecía perplejo. —Fidelio Gunn —dijo Benjamin afablemente. —Hum. —El color había empezado a volver al pálido rostro de Charlie—. Ah, sí. Hasta mañana, Ben. Subió con paso cansino los escalones del número nueve. En la casa reinaba el silencio. El aroma de lo que estaba cocinando Maisie flotaba en el vestíbulo, pero en lugar de despertarle el apetito, le dio dolor de estómago. Subió a su habitación y se acostó. Charlie pensó que así debía sentirse uno después de una operación, como si no estuviera conectado del todo con el mundo real. Manfred Bloor sabía quién era él. Pero ¿cómo lo había averiguado? Charlie pensó en la fotografía. Cuando la había contemplado y oído aquellas voces, el gato Aries asomó la cabeza por detrás de la silla y lo miró. De algún modo se había establecido una conexión, a pesar de que la foto tenía ocho años. ¿Y si cuando Charlie vio a Manfred en el periódico, Manfred lo hubiera visto también a él y sabido quién era? Charlie decidió efectuar un experimento. En

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alguna parte tenía una foto de Benjamin que le había hecho el mismo día que la del sonriente Judía Corredora. Charlie rebuscó en un cajón y se topó con la cara sobresaltada de Benjamin. El flash de la cámara lo había pillado por sorpresa. Charlie contempló el rostro de su amigo. Por un momento Benjamin se limitó a devolverle la mirada, y luego una voz dijo: Charlie, no me gusta que me hagan fotos. Un perro ladró en segundo término y un instante después pudo escucharse la voz del propio Charlie diciendo: Sonríe, Benjamin. estupendo, ¡de verdad!

Venga,

sonríe.

Estás

Eso fue todo. No se oyeron más voces, sólo el escandaloso jadeo de un perro seguido por un prolongado bostezo perruno. En el número doce, Benjamin acababa de abrir un tarro enorme de yogur con fresas. Estaba a punto de meter la cuchara dentro cuando el rostro de Charlie apareció flotando entre las fresas. Aquello le revolvió el estómago, y volvió a meter el tarro en la nevera. —Se ha puesto malo —le dijo a Judía Corredora—. En vez de eso tomaremos queso. A Judía Corredora le encantó oír eso y meneó la

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cola con alegría. La mamá de Charlie lo despertó para comer, pero después del almuerzo Charlie volvió a dormirse. A la hora del té Maisie le preguntó si estaba enfermo, porque tenía un aspecto muy raro y no había tocado las sardinas. —Enfermo, no —dijo Charlie—. Creo que me han hipnotizado. Maisie y su madre se echaron a reír. —La abuela Bone ha vuelto a desenterrar el hacha de guerra —le advirtió Maisie—. Quería hablarte de unas preguntas, pero la han llamado por teléfono y se ha largado a visitar a las Yewbeam. Después del té, Charlie volvió a quedarse dormido. No se despertó hasta que oyó a medianoche los pasos de su tío haciendo crujir los escalones. Charlie bajó a la cocina de puntillas. Se sentía mucho más despejado y estaba muerto de hambre. Encontró a su tío sentado a la mesa de la cocina, comiendo pollo frío, gambas y ensalada. Sobre la mesa había una botella de vino y una cesta con panecillos. La enorme copa de vino de Paton estaba medio llena. La única iluminación de la estancia provenía de

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una vela que ardía en una palmatoria de plata llena de adornos colocada en el centro de la mesa. El tío Paton entornó los ojos tratando de ver más allá de la llama de la vela. Finalmente vio a Charlie, que se había quedado junto a la puerta, entre las sombras. —Entra, mi querido muchacho —le invitó el tío Paton—. ¿Te gusta el pollo? —¿Que si me gusta? —Charlie cogió una silla y la llevó a la mesa—. Ahora mismo me comería cualquier cosa. Su tío colocó un muslo de pollo en un plato y se lo pasó. —¿Qué tal te ha ido el día? —le preguntó a Charlie. —Fatal. Charlie le contó a Paton lo de las llaves de la señorita Ingledew, Manfred Bloor y la desagradable experiencia de la hipnosis. El tío Paton dejó caer su tenedor. —¿Me estás diciendo que esos muchachos trataban de impedirte que llegaras a la librería? —Eso es exactamente lo que quiero decir — afirmó Charlie—. Manfred va a obtener la llave de la señorita Ingledew antes que yo, y luego vendrá a

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buscar el estuche. Parece que todo el mundo lo busque. —Esa encantadora dama necesita protección — murmuró Paton—. Dime, Charlie, ¿por qué estás tan decidido a quedarte con ese estuche que te causa tantos problemas? —Sea lo que sea lo que hay dentro, lo cambiaron por un bebé. Quiero volver a cambiarlo para que la señorita Ingledew pueda ver a su sobrina. No es justo que el único familiar de un bebé no pueda encontrarlo, ¿verdad? —Me pregunto por qué a la encantadora dama nunca se le ocurrió que podría haber cambiado el estuche por la niña —rumió Paton. —Se lo han enviado hace poco —explicó Charlie —. Antes de eso la engañaron: le tendieron una trampa y le mintieron. Cuando el estuche llegó a sus manos, hacía tiempo que había dejado de buscar a su sobrina. —Pareces saber mucho —dijo Paton. Llevó su plato vacío al fregadero—. Charlie, durante la semana que viene tú estarás fuera de juego, así que me encargaré de devolverle las llaves a la señorita Ingledew de tu parte. Si ella encuentra la llave apropiada, te la daré cuando vengas a casa el fin de semana. Pero pienso que deberías enseñarme el estuche. Quiero estar allí cuando lo

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abras. Por precaución. —¿Por precaución? —repitió Charlie, extrañado. —¿Quién sabe lo que contiene esa caja? —dijo Paton—. Debería haber un adulto cerca. ¿No estás de acuerdo conmigo? —Supongo que sí. —Charlie empezó a sentir de nuevo una punzada en el estómago, esta vez porque Paton le había recordado que estaría fuera de casa durante una semana. Una semana prisionero en la Academia Bloor. —Tío Paton, ¿por qué he de ir a esa academia sólo porque estoy dotado? —preguntó Charlie. —Para tenerte controlado. No se atreven a dejarte ir a ningún otro sitio, por si empezaras a utilizar tus talentos sin que ellos lo supieran. Les gusta tener el control. —Me imagino Academia Bloor.

que



también

fuiste

a

la

—Por supuesto —dijo Paton. —¿Y te gustó? —Gustarme no es la palabra. más desapercibido posible y me más o menos. —Paton suspiró—. problema siempre ha sido ése. He cuando, en algunas ocasiones,

Intenté pasar lo dejaron en paz, Supongo que mi bajado la cabeza hubiese debido

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levantarla. Pero demasiado tarde.

Charlie Bone

bueno:

puede

Medianoche para

que

no

sea

Fuera se oyó un crujido, la puerta se abrió de golpe y alguien encendió la luz. La abuela Bone apareció en el umbral. Fulminó con la mirada a Charlie y le increpó: —¿Qué es esto? ¿Un festín nocturno? A la cama, Charles Bone. Mañana por la mañana tienes que terminar esas preguntas. El lunes empiezas la escuela. ¿Cómo vas a aguantarlo si no duermes? —¡Buenas noches, abuela! ¡Buenas noches, tío Paton! —Charlie pasó corriendo junto a su abuela. Mientras subía la escalera oyó cómo le gritaba al tío Paton: —¿Qué está pasando aquí, Paton? Ya no puedo confiar en ti. ¿De qué lado estás? ¡Respóndeme!

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Infringiendo las reglas Benjamin y Fidelio llegaron a la casa de Charlie al mismo tiempo. Benjamin supo de inmediato que aquel muchacho risueño era el profesor de música de Charlie. Para empezar llevaba un estuche de música en una mano y otro de violín en la otra, y aparte de eso simplemente tenía un aire musical. Se presentaron el uno al otro y Fidelio llamó al timbre. La abuela Bone abrió la puerta. —Vete —le ordenó a Benjamin—. Charlie tiene clase de música. No harás más que estorbar. —Nada de eso —replicó Fidelio—. Vamos a hacer un trío. Benjamin es esencial.

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—¿Un trío? —La abuela Bone alzó una gruesa ceja gris—. Menuda tontería. Benjamin empezó a darse la vuelta, pero Fidelio lo agarró del brazo. —Le necesitamos, señora Bone —insistió—. El doctor Saltweather, el responsable de Música, dijo que debíamos tocar en grupo de vez en cuando para que Charlie se acostumbre a seguir al resto de la clase. —Hum. Hay que ver todas las mentiras que llegáis a contar los niños... Nunca había oído nada tan increíble. Sin embargo, no debía estar completamente segura de que no fuese verdad, porque dejó pasar a Benjamin. Charlie ya estaba practicando escalas cuando llegaron Fidelio y Benjamin. —Has mejorado —dijo Fidelio—. Hoy vamos a hacer un montón de ruido porque tocaremos los tres a la vez. Abrió su estuche de música, extrajo una flauta y se la tendió a Benjamin. —Pero si yo no sé cómo... —empezó a decir Benjamin. —Pronto sabrás —dijo Fidelio.

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Y como era de esperar, en menos de diez minutos Benjamin ya tocaba la flauta. Los tres niños montaron un buen escándalo. Charlie esperaba que la abuela Bone apareciese en cualquier momento hecha una furia, pero no sucedió. Era una sensación maravillosa poder aporrear las teclas y cantar a grito pelado, todo por la causa de la instrucción. Charlie esperó a que Fidelio decidiera hacer una pausa antes de abordar el tema del estuche. Cuando Fidelio al fin bajó su arco, Charlie se apresuró a decir: —Tenemos un problema, Fidelio. preguntábamos si podrías ayudarnos. —Probablemente —respondió entusiasmo—. Venga, sigue.

Y

Fidelio

nos con

Charlie le contó lo del estuche cerrado y las llaves. Omitió la parte del bebé. No conocía lo suficiente a Fidelio para hablarle de eso por el momento. —Así que queréis que os esconda ese estuche — resumió Fidelio—. No será difícil. Nuestra casa está llena de estuches de instrumentos. Puedo esconderlo debajo de algunos. —El problema es que nos vigilan —explicó Charlie—. Mis tías ya saben que el estuche está en

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la casa de Benjamin, así que tenemos encontrar algo grande para meterlo dentro.

que

—Traeré el estuche del xilófono de mi padre — manifestó Fidelio—. Es gigantesco. Es curioso que digas que os están vigilando. Juraría que hoy he visto a Asa Pike al otro lado de la calle. Iba disfrazado, como de costumbre. Está en Arte Dramático, pero no tiene ni idea de actuar... Bueno, el caso es que llevaba un abrigo larguísimo, un sombrero muy raro y un bigote postizo. Pero siempre reconozco a Asa en cuanto lo veo, por esos ojos amarillentos y como de lobo que tiene. —¿Y es pelirrojo? —preguntó Charlie. El amigo de Manfred tenía los ojos amarillos. —Exacto. Asa es el esclavo de Manfred Bloor, haría cualquier cosa por él. Probablemente hasta vender a su propia madre. Charlie le habló a Fidelio del episodio de la hipnosis. —He oído rumores acerca de Manfred —dijo Fidelio gravemente—. Dicen que si le caes mal puedes quedar... dañado para siempre. Os aconsejo que no os crucéis en su camino. La puerta se abrió y la abuela Bone asomó la cabeza. —Supongo que habéis terminado —dijo.

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—Supone usted bien, señora Bone —respondió Fidelio. Empezó a recoger sus instrumentos y sus partituras. Charlie y Benjamin lo acompañaron hasta la puerta, y antes de irse Fidelio dijo: —Hasta mañana, Charlie. ¡Y a ti hasta pronto, Benjamin! Charlie miró a ambos lados de la calle antes de cerrar la puerta. No había ni rastro de Asa Pike, o de alguien con un largo abrigo y un bigote de pega. Volviéndose hacia Ben, susurró: —¿Viste mi cara ayer, más o menos a la hora del té? Benjamin, muy sorprendido, dijo: —Te vi dentro de un tarro de yogur. Se me revolvió el estómago. —Lo siento, era un experimento. Benjamin intentó imaginar qué clase de experimento, pero decidió que en realidad no quería saberlo. La abuela Bone permitió que Benjamin se quedara a tomar el té, pero luego le hicieron regresar a casa temprano para que Charlie pudiera empaquetar sus cosas y prepararse para su primer día en la Academia Bloor.

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—No hace falta que te lleves muchas cosas —le dijo su madre mientras ponía sobre la cama su pijama nuevo—. El viernes volverás a estar en casa. Charlie habría preferido un pijama distinto a aquel de ositos, pero no dijo nada porque no quería parecer desagradecido. Metió en la bolsa una camisa limpia, la ropa de deporte, calcetines de repuesto y ropa interior, y la capa azul. —Se supone que tienes que llevarla puesta, Charlie —le advirtió su madre sacando la capa—. He bordado tu nombre detrás con hilo verde, mira. Es el único color que tenía. Charlie volvió a guardar la capa. —La sacaré cuando llegue allí —dijo. A la mañana siguiente, como sería su primer día, su madre iba a acompañarlo hasta la entrada de la academia. La abuela Bone ya había resuelto el papeleo para la inscripción. El viernes, Charlie volvería a casa en el autobús de la escuela y se bajaría en la parada de la calle Filbert. —Hay algo más que quizá te gustaría llevarte — murmuró su madre. Salió de la habitación y cuando volvió, unos instantes después, sostenía algo envuelto en papel de seda blanco. —Nos dijeron que tendrías que llevar una corbata

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azul —dijo—, y la abuela Bone te ha comprado una, pero... —Abrió el envoltorio de papel de seda y le mostró una corbata de un azul intenso. En el pico de la corbata había una pequeña «Y» dorada bordada con hilo de seda—. Era de tu padre —le dijo a Charlie—. La «Y» es de Yewbeam. Aunque el apellido de tu padre era Bone, tenía sangre de los Yewbeam y eso, al parecer, tiene una gran importancia en la Academia Bloor. Parece ser que los Yewbeam están emparentados con los Bloor. —¿Emparentados? ¿Como si fueran primos? Charlie se preguntó por qué su madre no había mencionado antes un hecho tan importante. —Primos lejanos. —¿Tiene eso algo que ver con un rey rojo? — preguntó Charlie. —Tu padre habló de él en alguna ocasión. —¿Y entonces por qué la corbata que me ha dado la abuela no lleva una «Y»? —Quizá tengas que demostrar antes que eres digno de ella, Charlie. Quizá piensan que irás por el mal camino... como Lyell. —Metió la corbata en la bolsa de Charlie—. Pero quizá la necesites, nunca se sabe. Cuando su madre se hubo marchado, Charlie sacó la corbata y la observó detenidamente. La tela

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era suave y brillante; debía de ser seda, o satén. Charlie se la acercó a la nariz e inspiró. La corbata olía como solía oler su madre cuando todavía tenía prendas bonitas que ponerse. Sus mejores vestidos se habían ido estropeando con el tiempo, y ahora, Charlie se dio cuenta de pronto, su madre siempre tenía un aspecto un poco abandonado. A la mañana siguiente Maisie le preparó un desayuno tan abundante que se salía del plato. Charlie consiguió masticar un poco de beicon, pero eso fue todo. Tenía el estómago encogido. La cocina estaba abarrotada de gente muy nerviosa. Hasta el tío Paton había hecho acto de presencia. —Yo te llevaría en coche, querido muchacho —le dijo a Charlie—, pero tendríamos que aparcar a dos kilómetros de la escuela. Los profesores son muy posesivos con respecto a sus plazas de aparcamiento. Se hizo un silencio incómodo, ya que todos sabían que, de todos modos, Paton no podía salir durante el día. Pero entonces la abuela Bone dijo: —Hemos llamado a un taxi. Acaba de llegar. —¡No quiero ir en taxi! —exclamó Charlie—. ¡Pareceré un bicho raro! —Tú harás lo que te manden —cortó la abuela

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Bone—. Ahora ve a recoger tus cosas. Tras los besos y las lágrimas de Maisie, el saludo con la mano de Paton y la sonrisa forzada de la abuela Bone, Charlie y su madre se metieron en el taxi. Los dejó en una calle que desembocaba en una plaza medieval donde los adoquines circundaban una fuente con cisnes de piedra. Ante ella se alzaba un edificio gris de gran altura, antiguo e imponente. Los muros que daban a la plaza tenían cinco pisos de altura, y sus ventanas eran oscuros rectángulos de cristal reflectante. A ambos lados de la enorme entrada en forma de arco había una alta torre de tejado puntiagudo, y cuando llegaron a la amplia escalinata que subía hacia la entrada, la madre de Charlie se detuvo de pronto y alzó la mirada hacia una ventana de una de las torres. Su semblante había perdido todo rastro de color y, por un instante, Charlie pensó que iba a desmayarse. —¿Qué ocurre, mamá? —preguntó. —Me pareció que alguien me miraba —murmuró ella—. Tengo que irme, Charlie. —Lo besó rápidamente y cruzó la plaza a toda prisa. Charlie observó que otros niños bajaban de sus autocares en el otro extremo de la plaza, y al cabo de unos instantes se vio rodeado de niños que saltaban, corrían, andaban y gritaban, todos con su

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capa de color azul, verde o púrpura. —¡Charlie, ponte la capa o te llamarán la atención! —gritó una voz. Fidelio se abrió paso a través del gentío—. Te has traído una capa, ¿verdad? Se me olvidó decírtelo. —Sí. —Charlie sacó la capa de la bolsa y se la puso. —Estupendo. Y ahora ven conmigo —dijo Fidelio —. No te alejes de mí. Los lunes por la mañana siempre hay mucho follón. Se hallaban en un patio pavimentado y, mientras seguía a Fidelio, se le fue la mirada hacia una de las ventanas. Había una gran mancha negra en el muro grisáceo, justo debajo de ella. —Fue allí donde Manfred casi muere quemado — explicó Fidelio en un ronco susurro. —¿En el incendio? —preguntó Charlie. Fidelio asintió y puso los ojos en blanco. Habían llegado a una entrada en la que dos enormes puertas se hallaban abiertas de par en par. Charlie las contempló con temor y asombro cuando pasó junto a ellas. Después se encontró en un largo vestíbulo con el suelo de piedra, y de pronto se apagaron todas las risas y los gritos. El único sonido que se oía era el taconeo de los pies sobre las losas de piedra.

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Sin perder de vista a Fidelio, Charlie avanzó entre la multitud de niños que cruzaban la sala en todas direcciones para desaparecer tras las puertas que se abrían a cada lado. Al parecer, Fidelio se dirigía a una puerta sobre la que colgaban dos largas trompetas cruzadas. Ya casi habían llegado allí cuando se oyó un chillido y alguien se agarró a la capa de Charlie. Se volvió para ver a una joven de cabellos púrpura tendida sobre las losas. La joven tenía un aspecto de lo más extraño: aparte de sus cabellos y su capa, también de color púrpura, lucía un motivo púrpura en la frente y calzaba zapatos púrpura de tacón alto muy puntiagudos. Su mochila se había abierto al caer, esparciendo bolígrafos y libros en un amplio radio. —Lo siento —dijo la chica, que se echó a reír—. Los zapatos serán mi perdición —añadió, soltando otra carcajada. Charlie se disponía a ayudarla a levantarse cuando una voz ordenó: —¡Detente, Bone! Asa Pike, que también llevaba una capa púrpura, miró a la chica fijamente. —Olivia Vértigo, ¿cuáles son las reglas? ¡Recita! Poniéndose en pie, la joven cantó:

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Silencio en el vestíbulo, nada de hablar, silencio si te caes, y nunca gritar o llamar, ¡bla-bla-blá! Asa la agarró del brazo. —La insolencia no es graciosa —ladró—. Ven conmigo. —Tiró de ella y se la llevó de allí. —¡Mis libros! —gimió Olivia. Charlie recogió del suelo libros y bolígrafos mientras Fidelio, llevándose un dedo a los labios, acercaba la mochila púrpura de Olivia y ayudaba a Charlie a guardar las cosas. En cuanto cruzaron la puerta de las trompetas cruzadas, Fidelio dijo: —Ahora ya podemos hablar. Se hallaban en un gran vestuario embaldosado, con unas taquillas que cubrían dos de las paredes y ganchos para colgar las chaquetas y los abrigos en el otro lado. Una hilera de lavabos discurría por el centro de la estancia. —¿Qué le va a pasar a esa chica? —preguntó Charlie. —Probablemente le caerá un arresto: tendrá que tragarse un horrible sermón a cargo de Manfred y no podrá ir a casa hasta el domingo. Sólo lleva medio trimestre aquí, pero ya la han arrestado dos veces. Si no se le diese tan bien el teatro

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probablemente la habrían expulsado. En una ocasión me enviaron a buscar al señor Irving a su clase, y ella estaba interpretando un monólogo. Fue realmente asombroso. Fidelio le enseñó su taquilla a Charlie y luego lo llevó a la sala de actos, cuyas paredes estaban revestidas de paneles de roble. Un grupo de músicos afinaba sus instrumentos en el escenario. —Primero cantamos el himno de la escuela y luego pasan lista —le explicó Fidelio. Charlie lo siguió hasta los bancos de la primera fila. La sala fue llenándose gradualmente de chicos y chicas con capas azules. Habría alrededor de un centenar, entre los once y los dieciocho años de edad. Charlie pensó que él tenía que ser el más joven, hasta que un niño muy bajito se colocó a su lado. —Hola —le saludó el niño—. Me llamo Billy Raven. —Yo soy Charlie Bone —respondió Charlie. El pequeño sonrió. Tenía el pelo casi blanco, y sus ojos eran de un extraño rojo oscuro. —Soy albino —explicó—. No veo demasiado bien. Pero tengo un oído muy fino. —¿No eres un poco joven para la Academia Bloor? —preguntó Charlie.

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—Tengo siete años —contestó Billy—, pero soy huérfano, así que me aceptaron. Además, estoy dotado. —Yo también —susurró Charlie. Billy esbozó una gran sonrisa. —Me alegro —dijo en voz baja—. Ahora ya somos tres. Charlie no tuvo tiempo de preguntar quién era el tercer músico dotado, porque un hombre alto de pelo blanco acababa de subir al escenario. —Ese es el doctor Saltweather —susurró Fidelio, al otro lado de Charlie. Había otros cinco profesores de música en el escenario: dos mujeres jóvenes, un anciano con gafas, un hombre de aspecto jovial con una mata de finos cabellos y alguien a quien Charlie se quedó mirando fijamente porque nunca había visto un rostro tan vacío de toda expresión. El hombre era alto y flaco y tenía unos cabellos oscuros que, al parecer, se había olvidado de peinar. Su expresión no se alteró en ningún momento, ni siquiera cuando la orquesta empezó a tocar y todos los demás se pusieron a cantar. Cuando la reunión se terminó. Fidelio condujo a Charlie a una puerta que había junto al escenario. En la puerta había un cartel que decía: SR. PALTRY.

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VIENTO. —Te veré en el descanso —dijo Fidelio—. Ahora me toca Cuerda, y la señorita Chrystal. —¿Quiénes eran los otros profesores que había en el escenario? —preguntó Charlie. —Bueno, tienes al viejo señor Paltry y ahí sí que no te envidio; luego está el señor O'Connor, que hace guitarra y cosas así. Las dos damas enseñan cuerda, y el doctor Saltweather se encarga de los metales y del coro. —¿Y el que estaba al final, ése tan alto? —Ah, el señor Pilgrim. —Fidelio hizo una mueca —. Enseña piano, pero casi nadie acude a sus clases. Es demasiado raro. —¿Raro? —Nunca dice nada, así que con él no hay manera de saber si lo has hecho bien o mal. Mi padre me enseñó a tocar el piano. Da clases en una escuela normal. Bueno, más vale que me vaya. Llego tarde. Así que el padre de Fidelio daba clases en una escuela normal. ¿Qué clase de escuela era entonces la Academia Bloor? Charlie supuso que una muy peculiar. Vio cómo su nuevo amigo atravesaba la sala como una exhalación en dirección a su aula, y luego entró en la suya para encontrarse con el señor Paltry, de Viento.

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Al señor Paltry no le gustaban los niños dotados; enseguida se lo dejó muy claro a Charlie. Para él, los niños dotados eran una pérdida de tiempo. Cierto era que poseían unos talentos insólitos, pero esos talentos no tenían utilidad alguna, a los ojos del señor Paltry. Al final de una lección tan incómoda como improductiva, le dijeron a Charlie que dejara la capa en el vestuario y fuera al jardín para correr un rato. —¿Dónde está el jardín? —preguntó Charlie. Le pareció que la pregunta era de lo más razonable, pero el señor Paltry la encontró muy irritante. —¿Dónde secamente.

crees



que

está?

—le

soltó

Por suerte Charlie se encontró a Fidelio en el vestuario. —Después de la primera clase todo el mundo tiene que correr un poco —le explicó Fidelio—. Ven conmigo. El jardín difícilmente podía considerarse lo que Charlie entendía por jardín. No tenía fin, al menos que él viera. Tampoco había muros, ni vallas. La parte trasera de la academia daba a un inmenso prado en el que los niños corrían o practicaban la marcha atlética en grupos de dos o tres e incluso

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solos. Un frondoso bosque rodeaba el prado y, en la lejanía, se divisaba un gran muro rojizo que desaparecía en parte tras los árboles. Fidelio le contó a Charlie que aquel muro era la ruina. —Hace cientos de años fue un inmenso castillo — le explicó—, pero ahora no es más que una ruina. La mayor parte del techo se ha derrumbado, pero aún quedan unos cuantos pasadizos tenebrosos, estatuas raras y escalones medio derruidos. Los árboles han ido creciendo a su alrededor e incluso dentro, y eso hace que todavía dé más miedo. —¿Has estado ahí? —preguntó Charlie, señalando con la cabeza aquel muro siniestro. —¿Que si he estado? —Fidelio esbozó una extraña sonrisa—. Cada invierno, a finales de noviembre, tenemos que jugar al juego de la ruina. Todo el mundo tiene que ir, tanto si quiere como si no. Hace dos años una chica entró ahí y nunca más volvió a salir. Fidelio había empezado a correr alrededor del campo y Charlie, echando a correr junto a él, le preguntó: —¿No encontraron a la chica, entonces? —No —contestó Fidelio, bajando la voz—. Y dicen que ya ha ocurrido antes. Se encontraron las capas, pero nunca los... los...

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—¿ Cuerpos ? —aventuró Charlie. Fidelio asintió. —Simplemente desaparecieron. Charlie contempló la distante pared oscura y se estremeció. Después de haber corrido durante quince minutos, la llamada de un cuerno de caza resonó por todo el campo y los niños empezaron a regresar al edificio. —Ya has tenido la peor clase —le dijo Fidelio a Charlie—. Nada será tan malo como el señor Paltry. Ahora toca Lengua y yo estaré en la misma aula, pero primero nuestras capas. Sólo se nos permite quitárnoslas para los juegos o para correr en el campo. Cuando Charlie entró en el vestuario, su capa había desaparecido. La única que quedaba colgada era una prenda muy gastada con unos desgarrones en una punta. —Póntela, Charlie —le aconsejó Fidelio—. Es mejor que nada. Alguien se debe haber llevado la tuya por equivocación. Charlie no estaba dispuesto a ponerse aquella capa tan deteriorada. —No es mía, y alguien podría venir en su busca.

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Fidelio puso cara de preocupación. —Venga, Charlie —le dijo—. Póntela o habrá problemas. Pero Charlie no quiso hacerlo. No era consciente de a qué clase de problemas se refería Fidelio. Si lo hubiera sabido, entonces quizás habría hecho lo que le pedía su amigo. El profesor de Lengua, el señor Carp, era un hombretón de rostro enrojecido. En cuanto Charlie entró en la clase sin capa, sus ojillos se clavaron en él. ¿En qué, quiso saber el profesor, estaba pensando Charlie? ¿Dónde estaba «la prenda esencial»? —Si se refiere a mi capa, señor, no consigo encontrarla —dijo Charlie sin sospechar nada. El señor Carp blandía una vara que dejó caer con un golpe seco —¡zas!— sobre el escritorio. —¡Fuera de clase, muchacho! —aulló. —Pero, señor —intervino Fidelio—. Él no tiene la culpa. —¡Cállate, Gunn! —gritó el señor Carp. Para ser un hombretón tan grande tenía una voz muy aguda —. Tú —señaló a Charlie con la vara—. ¡ Sal de clase ahora mismo! Como no quería causar más problemas, Charlie

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salió del aula lo más aprisa posible. Pero una vez fuera no supo adonde ir, así que permaneció junto a la pared y se quedó mirando las grandes puertas al final del pasillo que llevaban al mundo exterior. El vestíbulo de losas de piedra estaba helado, y la idea de pasar la noche en la Academia Bloor se volvía, a cada instante que pasaba, menos atractiva. Justo cuando Charlie pensaba que la clase de Lengua debía de estar terminando, y que Fidelio saldría y lo ayudaría a buscar la capa, alguien salió por una puerta unos metros más allá. Era Asa Pike. El muchacho pelirrojo le dirigió una lenta y maliciosa sonrisa y caminó hacia él. —Pero bueno, si es Charlie Bone... —dijo con una risita burlona—. Veo que ya has infringido las reglas en tu primer día. —¿In qué? —dijo Charlie. —¿Te he pedido que hablaras? —Asa dejó de sonreír—. ¿Dónde está tu capa, Bone? —No lo sé. —Vamos a ver al delegado. —Asa cogió a Charlie por la nuca y lo empujó pasillo abajo. Charlie vio que se dirigían a una puerta con un cartel en el que ponía: MONITORES. Asa abrió la puerta y empujó a Charlie dentro.

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En la sala había varios muchachos mayores, acomodados en sillones y sofás. Algunos de ellos alzaron la mirada hacia Charlie y luego volvieron a sus libros o a las conversaciones que estaban manteniendo. Al otro extremo de la habitación, bajo una ventana, había un escritorio muy largo tras el cual estaba sentado Manfred Bloor luciendo una capa púrpura. Al otro lado del escritorio había dos sillas. En una de ellas se encontraba la chica del cabello púrpura balanceando los pies. Asa empujó a Charlie hacia la otra silla. Olivia le sonrió. —No lleva la capa —anunció Asa. Charlie se apresuró a rehuir la mirada de Manfred. No quería que volviese a hipnotizarlo. —¿Nadie te ha explicado las reglas, Charlie Bone? —dijo Manfred. —No —respondió Charlie mirando por encima de la cabeza de Manfred. —Normalmente se les envían a los alumnos antes de que vengan aquí. ¿No las has recibido? —No —dijo Charlie, mirando por la ventana que había detrás de Manfred—. Seguramente se las enviaron a mi abuela y se olvidó de dármelas. Era muy probable que la abuela Bone se hubiera guardado las reglas adrede, pensó Charlie, sólo

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para meterlo en líos. Manfred abrió una carpeta roja, sacó una hoja de papel y se la tendió a Charlie. —Las reglas. Estúdialas. Apréndelas, Bone. —Se volvió hacia Olivia—. En cuanto a ti, Olivia Vértigo, parece que no hay manera de que aprendas. Ambos pasaréis la noche del viernes arrestados. Vuestros padres serán informados. Pueden venir a recogeros el sábado. —No puedes hacer eso —jadeó Charlie, saltando de su asiento—. Es mi primera semana. Mi mamá... —¿Mamá? —dijo Manfred despectivamente. —¿Mamá? —repitió Asa—. Aquí no hablamos de las mamas. —¡Aquí las mamas no existen! —añadió Manfred con voz tenebrosa.

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9

El Salón del Rey Rojo Olivia y Charlie fueron acompañados hasta la puerta y luego expulsados al pasillo. —¿Y ahora sombríamente.

qué?

—preguntó

Charlie

—Vayamos a un vestuario donde podamos hablar —susurró Olivia. Charlie la siguió pasillo abajo. Cruzaron una puerta con dos máscaras doradas, una sonriente y la otra triste. El vestuario púrpura era mucho más interesante que el azul. Estaba abarrotado de extraños atuendos; sombreros adornados con plumas, cascos, sombreros de copa, flores y máscaras

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colgaban de las paredes, mientras que en el suelo se amontonaban botas y zapatos de todos los tamaños y formas imaginables. Olivia se quitó los zapatos de color púrpura dando un par de puntapiés y se puso unas zapatillas de deporte de aspecto mucho más normal. —¿Te parece que éstos servirán? —preguntó después. Charlie se encogió de hombros. —No pongas esa cara, que no hay para tanto. A mí siempre me están arrestando, y lo que hago es dedicarme a explorar. He descubierto cosas muy interesantes acerca de este lugar. —Pero ¿y si no encuentro mi capa, qué? Seguirán arrestándome. —Creo que sé quién la tiene —le dijo Olivia—. Fui a vuestro vestuario a buscar mi mochila, la que tuvisteis la amabilidad de recogerme, y la única persona que había allí era ese chico de cara larga y pelo muy lacio. Cuando entré en el vestuario dio un respingo y puso cara de culpabilidad, como si tuviera algo que ocultar. Tenía una capa azul en la mano. —¿Sabes cómo se llama? —preguntó Charlie. —Gabriel

no-sé-cuántos

—dijo

Olivia—.

Si

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realmente ha intercambiado las capas, más vale que te pongas la suya hasta que puedas demostrar que la otra te pertenece. —¡Gracias, Olivia! —Charlie empezó a sentirse un poco más optimista—. Lo haré ahora mismo. —¡Te veré en la cena! —exclamó ella mientras Charlie cruzaba el pasillo a todo correr y entraba en el vestuario azul. Cuando Fidelio salió de la clase de Lengua, se encontró a Charlie luciendo una capa azul en bastante mal estado. —Me alegro de que hayas entrado en razón — susurró Fidelio—. Sígueme a la cantina azul. Charlie lo siguió. La cantina azul quedaba al final de varios largos pasillos y Charlie trató de aprenderse de memoria el camino fijándose en los cuadros que colgaban de las paredes. Era importante saber dónde estaba la comida. La mayoría de cuadros eran retratos de hombres y mujeres de expresión severa. Estaban ordenados por épocas, y sus ropas reflejaban los siglos en los cuales habían vivido. Charlie empezó a reconocer apellidos: Raven, Silk, Yewbeam, Pike y Bloor. La historia nunca había sido su fuerte, pero estaba seguro de que aquellos retratos debían remontarse a la época en que la gente pintaba en las paredes.

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Finalmente entraron en una gran sala de ambiente cargado que olía a repollo hervido. Mientras hacían cola para que les dieran la cena, Charlie le contó a Fidelio la visita de Olivia al vestuario azul. —Había un chico con expresión culpable que tenía una capa en las manos —explicó Charlie—. Olivia dijo que se llama Gabriel no-sé-qué. —Gabriel Silk —dijo Fidelio—. Hace piano y me parece que está dotado. Ciertamente es un chico muy raro. —¿Raro? —dijo Charlie. Fidelio señaló con la cabeza la cola para la cena. —Es aquel que está al final de todo. Charlie vio a un muchacho de cara muy larga y lacios cabellos color pardo. Todo en él tenía un aspecto entre desmadejado y suelto, manos incluidas. —Parece más contento que de costumbre — observó Fidelio—. ¡Huy! Ahora ya no. El montón de libros que Gabriel intentaba mantener debajo del brazo se le acababa de caer al suelo, y tenía serias dificultades para que no se le volcara el plato mientras los recogía. —Me pregunto si ésa es mi capa —dijo Charlie—.

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Mamá bordó mis iniciales en la espalda. Usó hilo verde porque no tenía blanco. —Esta noche le echaremos una mirada —propuso Fidelio—. Seguramente no se la quitará hasta entonces. Un plato que contenía algo marrón y verde fue depositado en las manos de Charlie, que siguió a Fidelio hasta una mesa vacía. Después de unas cuantas cucharadas, Charlie vio que a Fidelio parecía gustarle aquel poco apetitoso repollo y en cambio se dejaba lo de color marrón. —Soy vegetariano —explicó Fidelio—. Nunca nos dan nada que podamos comer. Supongo que te gustaría comerte la carne picada. —Ah, ¿eso es? Pues no me importaría. Tú puedes quedarte con mi repollo. Mientras intercambiaban la comida, la señorita Chrystal, que era profesora de los instrumentos de cuerda, pasó junto a su mesa. —Ya sabéis que eso no está permitido —dijo con una sonrisa. Charlie tuvo la impresión de que la señorita Chrystal no era una persona muy severa. El olor del repollo quedó momentáneamente ahogado por el delicioso aroma a flores de su perfume. —Lo

siento,

señorita

Chrystal

—dijo

Fidelio

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sonriendo de oreja a oreja—. Éste es Charlie Bone. Es nuevo: hoy es su primer día. —Hola, Charlie —saludó la señorita Chrystal—. Si puedo ayudarte en algo, Fidelio ya sabe dónde encontrarme. Obsequió a Fidelio con otra radiante sonrisa y se fue. Era bueno saber que al menos había una profesora simpática en la academia. El resto del día transcurrió sin más incidentes desagradables. Charlie siguió a Fidelio de un aula a otra, a la cantina para tomar el té y luego al campo para una última carrera antes de que se hiciese de noche. Pero cuando en el gran edificio gris las luces empezaron a encenderse y la oscuridad del cielo nocturno llenó las ventanas, se encontró pensando en su casa. Y cuando fueron a cenar, Charlie se imaginó la acogedora cocina del número nueve y un plato de los espaguetis especiales de Maisie. Se volvió para contemplar las enormes y sólidas puertas que llevaban al mundo exterior. —No sirve de nada, Charlie —susurró Fidelio—. No se abrirán hasta el viernes. Ya lo he probado. —¿Echaste de menos tu casa al principio? — preguntó Charlie. —Sí, pero no me duró mucho. El viernes llega enseguida.

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—No iré a casa el viernes. Me han arrestado — dijo Charlie en tono sombrío—. Manfred me castigó. —¡No me lo puedo creer! —exclamó Fidelio, atónito—. ¡En tu primer día! Está claro que Manfred te la tiene jurada. —Viendo la cara de abatimiento que ponía Charlie, se apresuró a añadir—: Todavía te espera una sorpresa. Vamos a conocer a toda la escuela. Y te aseguro que el comedor es algo digno de verse. Fidelio estaba en lo cierto. Fueron juntos en dirección a la cantina azul por los mismos pasillos llenos de ¡ ecos, pero la dejaron atrás. Empezaron a descender, muy gradualmente, hasta llegar al interior de una gran caverna subterránea, y Charlie vio que muchos niños con capas verdes y púrpura iban uniéndose a ellos. La multitud de niños se encaminó a un tramo de escalones, y recorrió otro largo pasillo hasta llegar a una vasta sala. —Estamos debajo de la ciudad —le explicó Fidelio—. Esta es la parte más antigua del edificio. Se supone que es aquí donde los descendientes del Rey Rojo encerraban a sus prisioneros. Otra vez el Rey Rojo. —¿Quién era el Rey Rojo? —preguntó Charlie. Fidelio se encogió de hombros. —Lo único que sé de él es que construyó el

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castillo en ruinas. Creo que no era un mal tipo, pero se dice que sus hijos eran de armas tomar. Venga, que llegaremos tarde. A cada lado de tres mesas extremadamente largas, los bancos iban llenándose de niños. Capas azules en la de la izquierda, púrpura en la del centro y verde en la de la derecha. En cada extremo de las mesas, un monitor servía sopa de un gran recipiente de acero. Otros repartían trozos de pan. Al final de la sala, encima de un gran estrado, el profesorado se sentaba alrededor de una cuarta mesa, que, según le contó Fidelio a Charlie, era conocida con el nombre de Gran Mesa. Charlie pudo al fin echarle un vistazo al doctor Bloor. Llevaba una capa negra, como los profesores que enseñaban asignaturas distintas de las tres artes, pero era inconfundible. Bloor ocupaba la cabecera de la Gran Mesa y su mirada recorría continuamente a la masa de niños, que no paraban de hablar. De constitución muy robusta, tenía los cabellos de un color gris acero y lucía un bigote recto pulcramente recortado. Bajo unas gruesas cejas negras, los pequeños ojos negros del doctor Bloor escrutaron las tres largas mesas y Charlie, casi hechizado, se encontró siguiendo la dirección de la mirada del robusto

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director hasta encontraron.

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que,

finalmente,

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sus

ojos

se

El doctor Bloor se incorporó. Bajando del estrado, recorrió el pasillo entre las mesas púrpura y azul sin apartar la mirada de Charlie ni un instante. —¿Qué te ocurre? —preguntó Fidelio, dándole un ligero codazo a Charlie—. ¿No te gusta la sopa? Charlie no pudo responder. El doctor Bloor había llegado hasta él. —¡Charles Bone! —Era la misma voz aterradora que había salido del periódico—. Es un placer tenerte aquí. Charlie murmuró con un hilo de voz que se alegraba de estar en la academia, pero apenas si era consciente de lo que decía. Escrutó instintivamente el ancho rostro que se alzaba sobre él y, para su inmenso asombro, descubrió que su don no se limitaba a las fotografías. El miedo le hacía ir más allá: le permitía leer en las caras, y Charlie se dio cuenta de que sabía, sin lugar a dudas, quién se había llevado al bebé del doctor Tolly. Maisie siempre aseguraba que una cara te decía mucho acerca de una persona, y aquella cara le estaba diciendo a Charlie más de lo que quería saber. Rápida y deliberadamente, Charlie cerró su

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mente ante ella. —¿Te encuentras bien? —le preguntó Fidelio—. Parece que hayas visto un fantasma. Charlie observó cómo se alejaba la ancha espalda del doctor Bloor, que volvió a detenerse y se dirigió a una niña que llevaba una capa verde. La chica tenía el pelo largo y claro, y cuando alzó la mirada, frunciendo el ceño, Charlie vio que en sus grandes ojos grises había una expresión confusa y de miedo. —¡Charlie! —Fidelio le dio un codazo—. ¿Qué pasa? —¿Quién es esa chica? —preguntó Charlie—. Aquélla con la que está hablando el doctor Bloor. —Es Emilia Moon —dijo Fidelio—. Hace Bellas Artes, y se le da bastante bien. El huevo con patatas fritas está al caer, así que más vale que te acabes la sopa o te quedarás sin. Esa es la regla. Charlie apuró la última cucharada de sopa en el mismo instante en que un plato con un huevo y patatas fritas apareció ante él. Le tendió a su vecino el cuenco vacío, que fue pasando de mano en mano hasta el final de la mesa donde Billy Raven los iba apilando. Emilia no había tocado su sopa. La contemplaba con el ceño fruncido como si no entendiera cómo

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había llegado hasta allí. Charlie hubiese querido avisarla de lo del huevo con patatas fritas, pero estaba demasiado lejos. —¿Nos darán pudín? esperanzadamente a Fidelio.

—le

preguntó

—¿Es una broma? Si tenemos suerte nos tocará una manzana —contestó Fidelio—. O una pera. Tuvieron suerte. Le pasaron una pera a Charlie poco después del huevo con patatas fritas. Cuando terminaron la cena y ya se estaban recogiendo los últimos platos, el doctor Bloor fue al frente del estrado y dio un par de palmadas. Se hizo el silencio al instante. —Quiero anunciaros una cosa —dijo el doctor en tono solemne—. Ha llegado un nuevo alumno que se unirá a los dotados. Charles Bone, levántate. Sintiendo que le ardía el rostro, Charlie se puso en pie. Cuando trescientos pares de ojos se volvieron en su dirección, le empezaron a temblar las rodillas. —¡Charlie! —El doctor Bloor pronunció su nombre como si fuera un terrible error—. Después de la cena tenemos dos horas para hacer deberes. Los niños dotados trabajan en el Salón del Rey. —Se quedó callado durante unos instantes y sus ojos recorrieron la multitud de niños inmóviles y

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silenciosos. Y de pronto, con una voz atronadora que le hizo dar un brinco a Charlie, ordenó—: ¡Dispersaos! —¿Dónde está el Salón del Rey? —preguntó Charlie desesperado mientras Fidelio se levantaba de un salto del banco. —Sigue a Gabriel —le aconsejó Fidelio—, o a Billy Raven: es fácil de distinguir. Tengo que irme, Charlie. Debemos estar en clase dentro de tres minutos. ¡Hasta la noche! Fidelio se marchó arrastrado por una marea de capas de colores que se dirigía al fondo del comedor. Charlie buscó con frenesí la blanca cabeza de Billy Raven, pero el diminuto albino había quedado oculto por la masa de niños, que avanzaban dándose empellones, Finalmente Charlie consiguió localizarlo. El pequeño se iba abriendo paso, con gran pericia, por entre los demás, y Charlie tardó un poco en alcanzarlo. —¡Eh! —le dijo Charlie, agarrando a Billy por el extremo de la capa—. ¿Puedo ir contigo? No sé dónde queda el Salón del Rey. —No hay mucha gente que lo sepa —respondió Billy, sonriendo—. Tardarás un poco en acordarte del camino, pero yo puedo hacerte de guía todo el tiempo que , quieras.

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Charlie apenas tuvo tiempo de murmurar unas palabras de agradecimiento antes de que Billy se pusiera en marcha de nuevo. Primero fueron a las taquillas para recoger los libros y los bolígrafos, y luego atravesaron otra vez el vestíbulo, recorrieron un pasillo, doblaron una esquina y subieron por una larga escalera. Finalmente se encontraron ante una doble puerta enorme pintada de negro. Billy empujó uno de los batientes y entraron en una extraña estancia circular. Diez niños se sentaban alrededor de una mesa redonda. Manfred y Asa se encontraban allí; Gabriel Silk se había sentado entre Emilia Moon y una joven regordeta, de pelo rizado y con un aspecto tan normal que costaba creer que fuera una de las dotadas. Una chica alta y musculosa contrastaba de un modo curioso con la joven, delgada y bajita, que se hallaba a su lado. Junto a ellas, una muchacha morena de nariz larga y afilada observaba a Charlie con desdén, y éste sintió que se le caía el alma a los pies. ¿Cuánto tiempo tendría que pasar con aquella pandilla de aspecto tan poco amistoso? Le hubiera gustado que Fidelio y Olivia formaran parte del grupo. Dos chicos estaban sentados de espaldas a la puerta, y uno de ellos se volvió en cuanto entró Charlie. Sus rasgos africanos parecían tallados con

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un cincel, y tenía la sonrisa más cálida que Charlie había visto en mucho tiempo. —¡Este es Charlie! —anunció Billy Raven. —Hola, Charlie. Yo soy Lysander muchacho moreno de la gran sonrisa.

—dijo

el

Algunas de las chicas se presentaron. Dorcas era regordeta y alegre; Beth, realmente enorme. Bindy era diminuta y Zelda era la de la nariz larga. Emilia Moon ni siquiera levantó la vista. El alivio que sintió Charlie al ver algunas caras amigables duró poco. —Siéntate, Charlie Bone. ¡Y estate callado! — ordenó Manfred señalando con la cabeza una silla vacía al lado de Emilia Moon. Billy se sentó junto a Lysander. Mientras Charlie se debatía torpemente con sus libros preguntándose por dónde empezar, sintió los ojos negros como carbones de Manfred fijos en él. Aunque hubiera querido contemplar la sala con más detenimiento, no se atrevió a hacerlo hasta estar seguro de que aquella peligrosa mirada había vuelto a concentrarse en su libro. Cuando finalmente consiguió echar un rápido vistazo a su alrededor, descubrió que alguien más lo observaba, o más bien lo atravesaba con la mirada; la única persona de la sala cuyo rostro no había visto.

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Se trataba de un niño un poco mayor que él, de unos doce o trece años. Tenía unos ojos muy redondos con una expresión de permanente sorpresa, y el pelo amarillo de punta, como si hubiese puesto los dedos en un enchufe. Charlie frunció el ceño, esperando que el muchacho volviera la mirada en otra dirección, pero no lo hizo. De hecho, la hosca expresión de Charlie sólo pareció intrigarlo, y al final fue Charlie quien apartó la vista. En vez de ponerse a hacer los deberes, Charlie observó la pared que había detrás del muchacho de pelo amarillo. Y allí estaba: el Rey Rojo. Contemplaba el mundo desde un cuadro de marco dorado que debía de ser muy antiguo. La pintura se había agrietado y descolorido de tal modo que las facciones del alargado y oscuro rostro se habían vuelto borrosas y veladas a excepción de los ojos, negros y magnéticos. La capa que lucía era de un rojo aterciopelado e intenso, y la delgada corona de oro que reposaba sobre sus oscuros cabellos centelleaba de un modo misterioso. —¡Charlie Bone! —La advertencia de Manfred hizo que Charlie diera un bote—. ¿Por qué no estás trabajando? —Estaba mirando al Rey Rojo —dijo Charlie, rehuyendo la mirada de Manfred—. Es el Rey Rojo,

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¿verdad? —¡Por supuesto! ¡Vuelve al trabajo! Manfred no le quitó los ojos de encima a Charlie hasta que éste abrió su libro de Lengua. Durante las dos horas siguientes nadie habló. De vez en cuando se oían suspiros, gruñidos, toses y estornudos, pero ni una sola palabra. Un reloj daba los cuartos en un rincón oscuro. Se pasaban las páginas, las plumas chirriaban y Charlie corría el peligro de quedarse dormido. Finalmente el reloj dio las ocho y Manfred se levantó de su asiento. —¡Podéis iros! —dijo, y salió de la sala con Asa dando grandes zancadas detrás de él. Charlie recogió sus libros y fue hacia Billy Raven. —¿Quién es el chico del pelo amarillo? —susurró. El muchacho en cuestión acababa de salir de la sala, con su capa de color verde ondeando en torno a él como agitada por una misteriosa brisa. —Ah, ése es Tancred —dijo Billy—. A veces tiene un temperamento un poco tormentoso. Ven, te mostraré el camino hasta los dormitorios. El paseo los hizo subir tantas escaleras y recorrer tantos pasillos que Charlie empezó a preguntarse si algún día llegaría a encontrar el camino para ir a

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desayunar. Finalmente llegaron a una desolada estancia de techo bajo con vigas, suelo de madera y una sola lámpara de luz muy tenue. Había seis camas estrechas, demasiado cerca las unas de las otras, a ambos lados de la alargada habitación, y cubiertas por mantas a cuadros. A los pies de cada una había una silla, y entre cada dos camas, un pequeño armario pegado a la pared. Charlie sintió un gran alivio al ver a Fidelio sentado en una cama al fondo de la habitación. —¡Aquí, Charlie! —canturreó Fidelio señalando una cama—. Te ha tocado a mi lado. Charlie fue hacia allí y dejó su bolsa encima de una silla. —Las capas se colocan en los ganchos que hay a nuestras espaldas, y el resto de cosas en los cajones —explicó Fidelio bajando la voz—. Y mira quién tienes al otro lado. Podrás echarle un vistazo a su capa. Charlie vio que Gabriel Silk guardaba sus cosas en un armarito junto a la cama. Pero no se quitó la capa, ni siquiera cuando fue al cuarto de baño. —Muy sospechoso —rumió Fidelio—. ¿Tienes una linterna? Charlie no pensaba en linternas cuando se hizo la bolsa.

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—Una linterna es un artículo esencial —le avisó Fidelio—. Te permite leer cuando han apagado las luces y encontrar el camino si te levantas. Esto está tan oscuro de noche que no se ve nada. —Sacó de un cajón una delgada linternita azul y se la entregó a Charlie—. La necesitarás para ver la capa —dijo—. Ponía debajo de tu almohada. Charlie fue el último en estar listo para meterse en la cama. Tardó un buen rato en vaciar la bolsa y encontrar todo lo que necesitaba para la noche. Le daba vergüenza ponerse el pijama de ositos, pero cuando vio que había quien tenía ardillas en el suyo, lo de los osos no le pareció tan terrible. Acababa de acostarse cuando una mano apareció por el hueco de la puerta y apagó la luz. —¡Silencio! —dijo una áspera voz femenina. La mano se retiró, la puerta se cerró y el dormitorio quedó sumido en la oscuridad. Había algo familiar en aquella voz, pero Charlie no consiguió saber qué. —¿Quién era ésa? —le susurró a Fidelio. —El ama —dijo Fidelio—, lo más parecido a un dragón que puede llegar a ser una mujer. Hubo unos cuantos resoplidos y rumor de mantas mientras los muchachos intentaban ponerse cómodos en sus estrechas y duras camas. Charlie

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esperó a que los ruidos cesaran. En la cama de al lado, Gabriel Silk respiraba profundamente. Parecía completamente dormido. Charlie sacó la linterna de debajo de la almohada y bajó los pies al suelo. Asegurándose de que la linterna enfocaba la pared, la encendió. Tenía la capa azul justo delante. Charlie la bajó del gancho de Gabriel y vio las iniciales cosidas en el cuello de la prenda. —Es la mía —murmuró. Fidelio se había incorporado. —Llévatela —dijo en voz baja—. Deprisa. Charlie cogió la deslucida capa y la cambió por la suya. Se disponía a colgar la capa vieja en el gancho de Gabriel cuando se oyó un aullido de pánico. —¡No! —gritó Gabriel, saltando de su cama y quitándole la capa con violencia—. No puedes hacerme esto. ¡Por favor! ¡Quítala de mi vista, por favor! —Arrojó sobre la cama de Charlie la capa con la punta rasgada. Charlie dejó la linterna sobre su almohada, desde donde proyectó un suave resplandor alrededor de la cama. —Esa capa es tuya —dijo Charlie—. Yo no la quiero.

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—¡No lo entiendes! No puedo ponérmela, no puedo. Está llena de... de horror. El miedo que contiene me debilita. Gabriel se desplomó sobre su cama y se cubrió el rostro con las manos. —¿Se puede saber de qué estás hablando, Gabriel Silk? —dijo Fidelio en un áspero susurro—. ¿Por qué debería Charlie darte su capa? —Porque no me puedo poner ésa —gimió Gabriel, señalando con la cabeza la vieja prenda—. A la persona que la llevó antes que yo le pasó algo horrible. Puedo sentirlo, ¿sabes? Es como llevar puesta una pesadilla. Charlie empezó a entender. —¿Es ése tu don, Gabriel? ¿Puedes sentir cosas que han ocurrido? Gabriel asintió. —Lo percibo en las prendas que han llevado las personas —explicó—. Es horrible. Si mi ropa no es nueva experimento sensaciones que no son mías. A veces es felicidad, pero ni siquiera entonces es algo bueno, porque no es verdadera y no dura mucho. Al principio del curso tenía una capa completamente nueva, pero mis jerbos la rompieron y mamá tuvo que conseguirme otra. Charlie no pudo evitar sentir curiosidad.

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—¿Cuántos jerbos tienes? —preguntó. —Cincuenta y tres —dijo Gabriel, abatido—. Se la comieron casi toda. Como no tenemos demasiado dinero, mamá preguntó a la academia si podían facilitarme una capa de segunda mano, y me dieron ésa de ahí. A aquellas alturas todo el dormitorio estaba completamente despierto. Uno de los chicos del otro extremo de la fila dijo: —Apuesto a que pertenecía a esa chica que se perdió en la ruina. Debió pasar un miedo terrible. —Me parece que tendríamos que callarnos, o el ama entrará en cualquier momento y nos caerá arresto a todos —dijo otra voz. Charlie no sabía qué hacer. ¿Cómo podía obligar a Gabriel a vivir la pesadilla de otra persona? —Haré lo que sea por ti, cualquier cosa —susurró Gabriel—. Pero por favor, no me hagas llevar esa capa. Charlie descolgó su capa nueva y se la tendió a Gabriel. —¡Gracias! ¡Gracias, Charlie! —exclamó Gabriel, estrechándola con gratitud contra su pecho. —Hay algo que puedes hacer por mí —dijo Charlie en voz baja. Abrió uno de sus cajones y sacó

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la corbata que le había dado su madre—. ¿Puedes decirme algo de la persona que llevaba esta corbata? —preguntó, tendiéndosela a Gabriel. Gabriel no hizo ninguna pregunta. Se ató la corbata alrededor del cuello y cerró los ojos, pasó los dedos por la seda azul y tocó la pequeña «Y» dorada que había en el pico de la corbata. Una sombra pasó por su rostro alargado. —Es muy extraño —murmuró—. Quienquiera que llevase esta corbata fue feliz en alguna época, pero ahora está perdido. —Se sacó la corbata del cuello y se la pasó entre los dedos—. Nunca había percibido algo así antes. Es como si esa persona no supiera quién es. —Le devolvió la corbata a Charlie. Al menos su padre fue feliz en algún momento. Charlie supuso que «perdido» quería decir muerto, y volvió a guardar la corbata en su cajón. No había averiguado gran cosa. Se disponía a apagar la linterna cuando una figurita apareció a los pies de la cama de Gabriel. Su pelo blanco era un pálido borrón en la oscuridad. —¿Puedes decirme algo de esta persona? — susurró Billy, poniendo un largo pañuelo azul sobre la manta de Gabriel. Gabriel suspiró pero no puso ninguna objeción. Se pasó el pañuelo alrededor del cuello y volvió a

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cerrar los ojos. —Bueno, esta persona siempre tenía mucha prisa —dijo—. Aquí, allá, de un lado para otro... Simplemente no podía parar... —hizo una pausa—, y ahora, me temo, está muerto. —Se quitó el pañuelo. —¿Nada más? —suplicó Billy Raven—. ¿No dijo ninguna otra cosa? —Lo siento, pero el don no funciona así —dijo Gabriel con pesar—. No oigo voces. Y cuando las personas mueren, los mensajes se vuelven mucho más débiles. —Ya veo. Gracias. —La voz apenada de Billy resonó en la oscuridad mientras se alejaba andando de puntillas. Charlie apagó la linterna, se inclinó sobre la cama de Fidelio y puso la linterna debajo de su almohada. Ya se había dormido. Su tranquila respiración hizo bostezar a Charlie y entonces, de pronto, se despabiló por completo. Algo de lo que había dicho Gabriel no tenía sentido. —Gabriel... —susurró—. Era mi padre el que llevaba esa corbata, y murió cuando yo tenía dos años. ¿Por qué has dicho que estaba perdido? —Porque adormilada.

lo

está

—dijo

Gabriel

con

voz

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—Pero ¿querías decir que está muerto? —No, quería decir que Indudablemente no está muerto.

está

perdido.

Charlie clavó la vista en la oscuridad. Percibió las suaves respiraciones que le rodeaban, invisibles, sabiendo que iba a pasar las horas siguientes escuchándolas en silencio desde su cama. —¿Que no está muerto? —susurró—. Gabriel, ¿estás seguro? —Completamente —murmuró Gabriel con un bostezo—. ¡Buenas noches, Charlie!

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10

Esqueletos en el armario Charlie despertó con la garganta reseca y los ojos irritados. Sólo había dormido una hora. Se resignó a llevar la capa ajada de Gabriel. Después de todo, a él no le daría pesadillas. Gabriel y Fidelio esperaron mientras Charlie intentaba desenredar su mata de pelo, pero pasados cinco minutos todos estuvieron de acuerdo en que aquella labor no estaba dando ningún resultado. —Si no nos vamos pronto, nos tocarán los trozos quemados de beicon —les advirtió Fidelio. Charlie se moría de hambre. Tiró el peine y salió a toda prisa detrás de los otros. Se alegró de poder

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contar con su compañía, porque nunca habría encontrado el camino a la planta baja sin ellos. Gabriel se sentía tan feliz llevando la capa de Charlie que parecía otra persona. De hecho, era todo sonrisas. Incluso andaba más deprisa, ahora que había conseguido quitarse de encima aquellas sensaciones horripilantes. El desayuno consistió en gachas de avena, beicon quemado y un tazón de té. —¿Y cada día nos dan esto? —preguntó Charlie, tratando de engullir una masa de gachas. —Cada día —dijo Fidelio. Charlie intentó no pensar en los abundantes desayunos de Maisie. Su segundo día en la academia no fue tan malo como el primero. Con la ayuda de Fidelio y, en ocasiones, de Gabriel, Charlie consiguió asistir a todas sus clases. El tercer día incluso logró ir al jardín sin ayuda de nadie. Finalmente llegó el viernes, el día que Charlie tanto temía. Cuando terminaron las clases, Charlie se sentó en su cama y observó cómo Fidelio recogía sus cosas. —¿Qué ocurre aquí cuando los demás se han ido a casa? —le preguntó.

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—Bueno, por lo general te quedas a tu aire —dijo Fidelio—. No hay de qué preocuparse. Manfred rondará por ahí, naturalmente, pero no estarás solo. A Olivia también la han arrestado, recuerda, y Billy Raven nunca se va a casa porque no tiene. Yo iré a ver a Benjamin y recogeré el estuche que quieres que esconda y, vamos a ver, a las once y media del sábado pasaré por aquí y te saludaré con la mano. Si hemos conseguido cambiarlo de sitio, te haré una señal con el pulgar hacia arriba. Charlie se sintió tentado de contarle a Fidelio lo del bebé, pero no era el momento apropiado. —¿Cómo te veré? —preguntó con pesimismo. —Ve a la torre de la música. Olivia te enseñará cómo llegar. Yo haré señas hacia la ventana que da a la calle del segundo piso, y después de eso sólo tendrás que aguantar cuatro horas más para salir de aquí. Charlie suspiró. —¡Ánimo! —Fidelio le palmeó el hombro y cogió su bolsa. Charlie siguió a su amigo escalera abajo y lo vio dirigirse balanceando la bolsa a las altas puertas de roble. Ahora estaban abiertas, y los niños las cruzaban a toda prisa, impacientes por disfrutar de un fin de semana de libertad.

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Fidelio se volvió y agitó la mano. Fue casi el último en irse. Charlie sintió un desesperado impulso de salir corriendo antes de que aquellas puertas se cerraran. Dio unos pasos hacia delante, miró rápidamente a su alrededor y apretó el paso. —¡Olvídalo, Bone! Charlie se volvió en redondo. Manfred Bloor se dirigía a él desde un hueco lleno de sombras que quedaba hacia la mitad del vestíbulo. —Pensabas que nadie te observaba, ¿eh? —No pensaba nada —dijo Charlie. —Lleva tus deberes al Salón del Rey Rojo y no salgas de allí hasta que oigas el gong de la cena. Las dos enormes puertas se cerraron mientras Manfred hablaba, y los ecos de su voz resonaron en el vestíbulo desierto. —Vale —murmuró Charlie. —Déjate de «vales» y di: «Sí, Manfred.» —Sí, Manfred. Charlie encontró a Olivia y Billy charlando en la biblioteca. —Cuando Manfred no está, no tenemos que estar callados —dijo Billy alegremente. Charlie se preguntó cómo conseguía sobrevivir

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Billy, prisionero semana tras semana en la Academia Bloor, quedándose completamente solo en el oscuro dormitorio cuando todos los demás se habían ido a casa. —¿Nunca sales de aquí? —le preguntó. —Tengo una tía que vive junto al mar, así que en vacaciones me voy con ella —explicó Billy—, y no estoy solo porque siempre están... —titubeó y luego dijo, casi sin aliento—... siempre están los animales. —¿Qué animales? —preguntó Olivia—. Yo no he visto a ningún animal. —La cocinera tiene un perro —dijo Billy—. Ya está muy viejo, pero es muy cariñoso, y además hay... ratones y otros bichos. —No creo que se pueda hablar mucho con un ratón —observó Charlie. Billy guardó silencio. Bajó la vista hacia su libro y empezó a leer. Los cristales redondos de sus gafas de lectura hacían que sus ojos pareciesen dos enormes lámparas rojas. De pronto musitó: —De hecho, yo sí puedo. —¿Puedes qué? —preguntó Olivia. Billy se aclaró la garganta. —Hablar con los ratones. —¿De verdad? —Olivia cerró su libro—. ¡Qué

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pasada! Así que a ti te ha dado por ahí, ¿eh? Me refiero a tu don, ya sabes. Billy asintió. —¿Eso significa que también los entiendes? — preguntó Charlie. Lenta y solemnemente, Billy volvió a asentir. Charlie dejó escapar un silbido. Benjamin siempre decía que le encantaría comprender lo que decía Judía Corredora. —¿Podrías ir a hablar con el perro de mi amigo? —le preguntó a Billy. El pequeño albino no replicó y miró a Charlie un poco perplejo. —Eso quizá sería un poco frívolo —admitió Charlie—. Lo siento. No debería habértelo preguntado. —Por favor, no se lo contéis a nadie. No puedo ponerme a hablar con la mascota de todo el mundo. Los animales tienen tantos lenguajes... Cansa mucho escucharlos. Charlie y Olivia juraron que no se lo dirían a nadie. Volvieron a concentrarse en sus libros, pero pasado un rato Charlie se dio cuenta de que Billy no estaba leyendo ni trabajando, simplemente miraba al vacío.

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—¿Puedo contaros finalmente Billy.

una

cosa?

—preguntó

Olivia y Charlie asistieron. —Ocurrió hace una semana, cuando iba al jardín después del té —dijo Billy—. Manfred estaba hablando con alguien. No sé con quién, pero oí llorar a una chica en la sala de los monitores. —Yo no era —dijo Olivia. —No, no eras tú —convino Billy—, pero como os he dicho, era una chica y estaba llorando, así que supe que alguien se había metido en un buen lío. Debí aflojar el paso para escuchar, porque de pronto Manfred salió de allí hecho una furia y me tiró al suelo. Me dijo que era un cegato y un idiota y otras cosas horribles, y que me fuera inmediatamente al jardín. —¿Y te fuiste? —preguntó Olivia muy interesada. —Me dolía la pierna —dijo Billy—, así que andaba muy despacio. Iba cojeando por un pasillo cuando oí a los gatos. Había tres. «Déjanos entrar —dijeron —. Date prisa, Billy. Ve a la puerta de la torre.» —¿Qué torre? —preguntó Charlie—. Hay dos. —Supuse que sería la torre de la música, porque la otra no tiene puerta. Tenía miedo de que Manfred me viera, pero no podía dejar de hacer caso a las voces de aquellos gatos. Fui corriendo medio cojo

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hasta la torre. Atravesé la sala vacía que hay en la planta baja, y cuando llegué a la puerta descorrí el pestillo y los dejé pasar. Charlie ya sabía qué iba a decir continuación, pero no lo interrumpió.

Billy

a

—Eran unos gatos muy muy extraños. —Los grandes ojos color rubí de Billy se abrieron como platos—. Eran como llamaradas, rojo, naranja y amarillo. Me dieron las gracias muy educadamente, y luego me dijeron que los enviaba el Rey Rojo. —Pero si el Rey Rojo lleva muerto cientos de años —observó Olivia. —Yo también les pregunté eso a los gatos, pero se limitaron a mirarme de un modo muy raro, dijeron: «Por supuesto», y echaron a correr hacia la escalera. Justo antes de que desaparecieran, el gato rojo dijo: «¡Aléjate de la puerta, Billy!», así que me fui de allí. Llegué al jardín lo antes que pude, pero sólo unos minutos más tarde sonó la alarma de incendios. La habitación de Manfred estaba ardiendo con él dentro. —Así que fueron los conteniendo el aliento.

gatos

—dijo

Charlie

—Debieron dejar caer una vela —dedujo Olivia—. Manfred siempre tiene velas encendidas en su habitación. Se ve el parpadeo de las llamas desde

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fuera. —¿Descubrieron quién había dejado entrar a los gatos? —preguntó Charlie. —Pensaron que había sido el señor Pilgrim —dijo Billy—, porque siempre está en la torre de la música. —¡Así que se las cargó él! —exclamó Olivia. —Los profesores nunca se la cargan, ¿verdad? — musitó Billy. Antes de que pudieran responderle, se oyó una voz al otro lado de la puerta: —Silencio en el Salón del Rey. Olivia le hizo una mueca a la puerta y Charlie intentó aguantarse la risa. Billy frunció el ceño nerviosamente y se concentró en sus deberes. Cuando por fin sonó el gong de la cena, el estómago de Charlie ya estaba protestando. Últimamente siempre parecía tener hambre. Fueron hacia el comedor, pero cuando ya se disponían a entrar, Olivia avisó a Charlie de que estarían en la misma mesa que Manfred. A Charlie le dio un vuelco el corazón. Había esperado con impaciencia la hora de la cena, pero ¿cómo iba a disfrutar de ella si tenía que estar todo el rato rehuyendo la mirada de Manfred?

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—¿Te ha... hipnotizado alguna vez? —le preguntó a Olivia. —Todavía no —dijo ella—. No le vale la pena esforzarse conmigo. Es decir: no estoy dotada, así que no represento ninguna amenaza, sólo una molestia. —A mí no puede hipnotizarme —les explicó Billy en tono solemne—. Es por mis ojos. Manfred no puede atravesarlos. —Sonrió con satisfacción. El comedor era tan inmenso que producía eco, y sus pasos resonaron en aquel silencio fantasmal a medida que iban dejando atrás los bancos vacíos camino de la mesa donde les esperaba Manfred, que miraba fijamente una vela. Había dos sitios preparados a su derecha y uno a su izquierda. Charlie se aseguró de sentarse a la derecha, en el lugar más alejado posible de Manfred. Algunos profesores ya se habían marchado a sus casas, pero el doctor Bloor estaba allí, así como el doctor Saltweather. El señor Pilgrim se había sentado un poco aparte de los demás; frunció levemente el ceño cuando se acercaron los niños, pero aun así no pareció verlos. Charlie pensó que iba a ser una de las peores comidas de su vida. Evitar la mirada de Manfred ya era bastante malo, pero es que además el muchacho no les dejó hablar. «Se supone que no

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tenéis que divertiros durante el arresto», dijo hoscamente. Así que comieron sin que la conversación pudiera ahogar los ruidos que hacían al morder, masticar, tragar y engullir y que acompañaron la cena. Cuando terminaron y se hubieron recogido y retirado los platos, salieron del comedor todo lo disciplinadamente que pudieron. Pero en cuanto la puerta se cerró tras ellos, Olivia exclamó: —Quedan dos horas para ir a dormir. ¿Por dónde empezamos a explorar? A Charlie y a Billy no se les ocurrió ninguna idea, así que Olivia sugirió la torre Da Vinci. Charlie quiso saber por qué tenía aquel nombre. —Siempre la han llamado así—dijo Olivia encogiéndose de hombros—. Creo que el departamento de Arte utilizaba la sala del último piso, pero ahora está vacía. Alguien me contó que no era segura: es muy antigua y el interior amenaza ruina. Charlie se preguntó por qué tenían que explorar una construcción tan vieja y peligrosa y que podía derrumbarse en cualquier momento, pero no quería que lo tomaran por un miedica. Además, Olivia ya había decidido que irían allí. Les enseñó la linterna que había escondido en el bolsillo interior de su capa, y les explicó que seguramente en la torre no

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había luz. Tardaron media hora en encontrar la manera de entrar en la torre Da Vinci. Al final de un pasillo del tercer piso había una puertecita minúscula. —Estamos en el mismo piso que mi dormitorio — observó Olivia—, así que, si nos pillan, tenemos una excusa. La puerta tenía los cerrojos echados, pero, sorprendentemente, no estaba cerrada con llave. A Olivia le costó descorrer los cerrojos porque estaban rígidos y muy oxidados. —Aquí no ha puesto un pie nadie desde hace años —observó Charlie. —Exacto. Eso lo hace todavía más interesante, ¿verdad? —A Olivia le brillaban los ojos—. ¡Vamos! La puerta crujió cuando Olivia tiró de ella para abrirla. Un oscuro pasillo se abría ante ellos. Describía una curva que desaparecía tras una esquina cubierta de grises telarañas. No había ningún interruptor a la vista, ni tampoco lámpara o bombilla alguna. Avanzaron con cautela y se encontraron caminando sobre un suelo de anchas tablas de madera cubiertas de polvo. Un olor a humedad y a moho flotaba entre las sombras. —Será mejor que cerremos la puerta —dijo

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Charlie un tanto receloso. —¿De verdad tenemos que hacerlo? —preguntó Billy. Olivia encendió la linterna y el potente haz de luz iluminó el pasadizo. —No te preocupes, Billy —le calmó. Cuando Charlie intentó cerrar la puerta, ésta se quedó atascada, y al mirar hacia abajo para ver qué pasaba reparó en el calzado que llevaba Olivia, unos elegantes zapatos negros con mucho tacón. Charlie pensó que sería mejor que no se encontrasen con muchas escaleras antiguas. Pero lo primero con lo que se toparon al doblar la esquina cubierta de telarañas fue una vieja escalera. No había otra manera de salir de allí, así que tenían que subir, o bien bajar, aquella empinada espiral de estrechos escalones de piedra. —Subamos —rogó Billy—. Lo de allá abajo tiene un aspecto horrible. —Pero interesante —murmuró Olivia, dirigiendo la luz de la linterna hacia el oscuro e insondable vacío que tenían a sus pies. —¡Arriba, no abajo! —decidió Charlie al observar la expresión de ansiedad de Billy y recordar que no veía demasiado bien—. Yo iré primero. Tú irás detrás de mí, Billy, y Olivia irá la última. Es lo más

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seguro. Billy pareció muy aliviado y Olivia estuvo de acuerdo. —Si vas el primero necesitarás la linterna —dijo, pasándosela a Charlie. Los escalones que formaban la espiral eran extremadamente estrechos y desiguales. Charlie prácticamente tuvo que subir a gatas. Oía a Billy jadear nerviosamente detrás de él y el taconeo ocasional de los zapatos de Olivia en la piedra. De pronto se produjo un estrépito, varios golpes sordos y un gemido cuyos ecos resonaron por toda la escalera, tras lo cual reinó un espantoso silencio. Lo que había ocurrido era obvio. —¿Crees que está muerta? —susurró Billy. Volvió a oírse un gemido, así que al menos aquella pregunta quedó respondida. Pero ¿serían muy graves las heridas de Olivia? —Tendremos que bajar reculando, Billy —dijo Charlie—. ¿Podrás hacerlo? —Sí —dijo Billy con tono de duda. Desandaron lo andado moviéndose muy despacio y con mucho cuidado. Los gemidos se hicieron más débiles y Charlie gritó: —¡Aguanta, Olivia! ¡Ya vamos!

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Habían llegado a un pequeño rellano a partir del cual los escalones de roca se hundían en las sombras. —Yo iré primero —se ofreció Charlie—. ¿Quieres esperarte aquí, Billy? —No. Yo solo no me quedo —replicó Billy, siguiendo a Charlie a toda velocidad. Aquel tramo empezó a curvarse y Charlie, dirigiendo la luz de la linterna hacia abajo, vio a Olivia al pie de la escalera, acurrucada junto a una puerta de aspecto antiguo. —¿Estás bien? —fue lo primero que le preguntó Charlie. —Por supuesto que no —replicó ella—. Me duelen las rodillas y me he dado un golpe en la cabeza. ¡No veía por dónde iba! Charlie no quiso mencionar los zapatos de tacón. —¿Te ayudamos a levantarte? —le preguntó—. ¿Puedes ponerte de pie? —Voy a probarlo. —Olivia se agarró a la manija de la puerta y se irguió tirando de ella. Pero luego debió de recostarse contra la puerta podrida con todo su peso, porque tras un súbito crujido, la vieja puerta cayó hacia adentro con Olivia encima. —¡Aaaaaaay! —chilló la joven.

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Decirle que no metiera ruido hubiese sido inútil. Charlie fue tras ella. Cuando pasó por encima de la puerta, la linterna iluminó la habitación que había detrás, y Charlie vio algo tan extraordinario que se olvidó de Olivia por unos instantes y dirigió la luz al interior de la sala. —¡Guau! —murmuró—. Es increíble. —¿El qué? —Olivia se dio la vuelta y logró ponerse en pie. Ahora ella también lo veía. La habitación estaba llena de armaduras, o más bien de piezas de armaduras. También había distintas partes de figuras de metal. Reposaban sobre mesas y sillas, cubrían el suelo y colgaban de las paredes. Había cráneos relucientes con ojos huecos y terribles sonrisas metálicas; dedos de acero que aferraban cajas; pies de metal metidos en vitrinas, y brazos, piernas, costillas y codos amontonados en el suelo de cualquier manera. Pero aún peor que todo aquello eran los esqueletos que colgaban del techo. —¡Qué horror! —exclamó Olivia—. Es como el taller de Frankenstein. Billy, que preguntó:

se

había

escurrido

entre

ellos,

—¿Quién es Frankenstein? —Un doctor que hizo un monstruo con un

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cadáver —le contó Olivia. —Con trozos de cadáveres —la corrigió Charlie. Olivia lo agarró del brazo. —¿Has oído eso? Charlie iba a preguntarle a qué se refería cuando oyó el débil sonido de unos pasos que se acercaban. No provenían de los escalones de roca que tenían a sus espaldas, sino de una puerta situada al otro extremo de la habitación. —¡Deprisa! —Olivia apartó a los dos chicos de la puerta caída y los metió de un empujón en un armario cuya puerta se hallaba ligeramente entornada. La cerró en cuanto estuvieron dentro, pero no antes de haber entrevisto lo que había en el armario. Olivia y Charlie le taparon la boca a Billy con la mano. Después de todo, era mucho más pequeño que ellos. Y el armario estaba lleno de esqueletos. Charlie apagó la linterna en el preciso instante en que alguien entraba en la habitación. Se encendió una luz. Su resplandor atravesó las grietas de la puerta del armario, y los niños quedaron pintados como cebras, con rayas de luz y sombra. Olivia consiguió a duras penas no echarse a reír. Atisbando a través de una grieta, Charlie vio al doctor Bloor avanzando entre los montones de

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armaduras y figuras de metal. Ahora veía las formas con claridad, y Charlie observó que algunas eran de animales: perros, gatos e incluso un conejo. Pensó que tenían que ser del doctor Tolly. Pero ¿cómo habían acabado allí, en una habitación secreta de la Academia Bloor? ¿Las habían comprado, recibido como regalo o robado? El corpulento doctor dio media vuelta y echó a andar en dirección al armario. Al pasar junto a un perro de metal, lo cogió y le arrancó la cola. Luego lo estrelló contra una mesa. El aparato se rompió soltando una lluvia de engranajes, ruedecillas, resortes y tornillos. El doctor Bloor contempló el reluciente montón de mecanismos, gruñó y los tiró al suelo barriéndolos con el brazo. Saltaba a la vista que buscaba algo y estaba furioso porque no lo encontraba. Volviendo a centrar su atención en el armario, el doctor se encaminó hacia él con paso resuelto. Olivia, Charlie y Billy apenas se atrevían a respirar. Se cogieron de la mano. Las largas uñas de Olivia se clavaron en la palma de Charlie, y éste ya estaba a punto de chillar cuando una puerta se abrió con un ruidoso chirrido y una voz dijo: —Ya me imaginaba que te encontraría aquí.

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Pistas al fin —Esa vieja puerta se ha caído —dijo el doctor Bloor. —¿ Ah, sí? ¿Es que ha venido alguien a husmear? —Lo dudo. No es más que la humedad y el paso de los años. —Hum. No sé qué decirte —replicó una voz familiar. —Toda esta chatarra que nos mandó Tolly... —El doctor Bloor le dio una patada a un brazo de metal, y éste rodó por el suelo en dirección al armario—. Engañabobos, eso es lo que son. ¿Dónde está la auténtica mercancía? —Ya te lo expliqué, papá. La señorita Ingledew se

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lo dio a Charlie Bone. —No puedes estar seguro. Olivia le soltó la mano a Charlie, que la alejó de aquellas dolorosas uñas. Billy se había olvidado momentáneamente de los esqueletos que colgaban a sus espaldas y miraba por la grieta más grande. —Es Manfred —susurró. Charlie ya había reconocido la voz. —¡Chist! —susurró—. Escuchad. —Por supuesto que estoy seguro —decía Manfred —. Asa le estaba vigilando. Vio cómo Charlie salía de la librería Ingledew con una gran bolsa negra. ¿A quién se lo iba a dar ella si no? El doctor Bloor gruñó y se dejó caer en un sillón de aspecto antiguo. Nubes de polvo se elevaron a su alrededor cuando se recostó en los cojines de cuero agrietado. —Lo que no logro entender es cómo ese chico supo adonde tenía que ir —murmuró—, cómo supo que debía ir a la librería Ingledew... —Fueron los gatos, naturalmente —afirmó Manfred—. Ya sabes lo que son capaces de hacer: tirar cosas de las mesas, distraer a la gente. La foto llegó a las manos del chico de algún modo, y entonces, claro está, tuvo que devolvérsela a la

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Ingledew. Te apuesto lo que quieras a que uno de esos gatos entró en La Foto Veloz cuando preparaban las entregas. Un momento de distracción y ¡pam!: la foto equivocada va a parar al sobre que no le corresponde. —¡Como les ponga la mano encima a esos animales, juro que les arrancaré la piel a tiras! —El doctor Bloor dejó caer su puño sobre el brazo del sillón y otra nube de polvo se elevó en el aire—. Hasta el olor que dejan a su paso me pone enfermo. —Azufre —apuntó Manfred. —La edad —rebatió su padre—. Llevan novecientos años acechando y metiéndose donde no les llaman. —Y robando y quemando —añadió Manfred. Los tres niños se miraron boquiabiertos en la penumbra fantasmal del armario. —Novecientos años —exclamó Olivia en voz muy baja y articulando las palabras exageradamente. Billy sacudió la cabeza con incredulidad. Charlie frunció el ceño y se encogió de hombros. «¿Por qué no? —pensó—. Cosas más extrañas ocurren cada día en este lugar.» —Y hablando de quemar —masculló el doctor Bloor—, ¿sabemos sin lugar a dudas que fueron los gatos?

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—Ya te expliqué que los vi debajo de mi ventana cuando intentaba apagar las llamas. —¿Y crees que la chica tuvo algo que ver? —Pues claro. Yo acababa de echarle una buena bronca. —No deberías haberlo hecho, Manfred —le reconvino el doctor Bloor severamente—. No ayudará en nada. —Perdí los estribos. Cuando no responde me saca de quicio. Esa chica está despertando, ¿sabes? No podré mantenerla al margen mucho tiempo. — Manfred dejó escapar un suspiro de impaciencia—. Como si no tuviera bastante trabajo vigilando a Pilgrim. —¿Y cómo va ese pequeño problema ? —No estoy seguro. Puede que sean imaginaciones mías, pero me parece que Pilgrim ha cambiado desde que llegó el muchacho. Quizá no deberíamos haberlo traído aquí. —Teníamos que hacerlo, Manfred. Sabiendo que está dotado no podemos dejarlo fuera. —Lo sé, lo sé. Dentro del armario, Olivia hizo una mueca y señaló a Charlie. —Están hablando de ti —murmuró.

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Charlie volvió a encogerse de hombros. ¿A qué debían referirse el doctor Bloom y su siniestro hijo? ¿Quién era la chica que estaba despertando? ¿Por qué tenía Manfred que vigilar al señor Pilgrim? Charlie escuchó atentamente en busca de pistas. Pero Manfred y su padre ya se marchaban. Al parecer, Charlie no iba a averiguar nada más de sí mismo ni de la chica dormida. Y entonces, justo antes de salir de la habitación, Manfred dijo: —Ya no falta mucho. Asa no ha dejado de vigilarlos en ningún momento, y dice que está seguro de que lo tiene escondido ese chico del perro. Lo único que tenemos que hacer es quitar del medio a los padres, y entonces será nuestro. —Manfred. —La voz del doctor Bloor ya sonaba lejana, pero aun así percibieron sus palabras con claridad—. Tiene que ser destruido antes de que la despierte. La luz de la habitación se apagó y la puerta se cerró. Los tres niños guardaron silencio durante unos instantes. Cuando estuvieron seguros de que se habían quedado solos, Olivia dijo: —Bueno, eso ha sido muy interesante, ¿verdad? —Salgamos de aquí—dijo muchas cosas que contaros.

Charlie—.

Tengo

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Billy fue el primero en salir de un salto del armario. Como una exhalación, pasó por encima de la puerta caída y subió los escalones de piedra antes de que los otros hubieran tenido tiempo de sacudirse el polvo. Pero no tendrían que haberse molestado: cuando salieron de la torre Da Vinci, los tres volvían a estar cubiertos de telarañas. Olivia tenía un tobillo hinchado y cortes y morados en las rodillas, pero no se quejó en ningún momento. Charlie estaba muy impresionado. —Creo que tendrías que ir a ver al ama —le aconsejó—. Podría haber algo nocivo en ese polvo, un microbio antiguo o algo así. —¿Ver al ama? Esa mujer es un auténtico dragón —exclamó Olivia—. Seguro que me preguntaría qué he estado haciendo. Me taparé las rodillas con unas medias, y mañana mamá me curará las heridas. Billy le recordó a Charlie que tenía algo que contarles. —Desde luego que sí —dijo Charlie—. Todas esas cosas de las que hablaban Manfred y el doctor Bloor... Bueno, de pronto entendí todo lo que me ha estado ocurriendo. Olivia sugirió que fueran a su dormitorio, que quedaba más cerca que el de los chicos. —Sólo son tres puertas pasillo abajo —añadió—.

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Podemos asearnos antes de que el ama empiece la ronda. Habló demasiado pronto. El ama ya había dado comienzo a sus paseos. En el preciso instante en que llegaban al dormitorio de Olivia, la puerta se abrió y salió el ama por ella. Sólo entonces Charlie descubrió por qué le sonaba su voz: el ama era Lucretia Yewbeam. Naturalmente, Billy y Olivia simplemente vieron al ama de su escuela, pero Charlie quedó tan conmocionado como si acabaran de darle un golpe en el estómago. Tragó aire como pudo y balbuceó: —¡Tía L-Lucretia! —¡Ama para ti! —le espetó la tía Lucretia. —No s-sabía que eras a-ama —dijo Charlie, todavía atónito. —Hoy en día todos tenemos que ganarnos la vida —replicó el ama Yewbeam. Claramente perplejos, Olivia y Billy miraron primero a Charlie, luego a la tía Lucretia, y de nuevo a Charlie. —Hay que ver lo sucios que estáis —siguió diciendo el ama—. ¿Dónde habéis estado? Olivia ya estaba preparada pregunta, y contestó sin vacilar.

para

aquella

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—Estábamos fuera, en el jardín, y cuando intentamos entrar la puerta estaba cerrada, así que dimos la vuelta y encontramos una ventana, por la que entramos a una habitación vacía que estaba sucísima. Bueno, en realidad nos caímos dentro, porque la ventana estaba bastante alta. El ama frunció el ceño. ¿Había creído a Olivia? Después de todo, era posible que alguien hubiese cerrado la puerta del jardín. —Os pondría bajo arresto a todos durante otras veinticuatro horas —amenazó—, pero da la casualidad de que yo también quiero disfrutar de mi día libre. Así que por esta vez os dejaré marchar con una simple advertencia. —Gracias, ama—dijo Olivia efusivamente. —¡No obstante! —El ama Yewbeam no iba a dejarse camelar con tanta facilidad—. Ahora, todos a la cama. —¡Pero si todavía falta una hora! —exclamó Billy con valentía. —Vais a necesitar una hora entera para limpiaros —ladró al ama—. Fuera de aquí ahora mismo. —Se volvió hacia Olivia—. ¡Y en cuanto a ti, más vale que me ocupe de esas rodillas! Dejando a Olivia al cuidado nada tierno del ama, Charlie y Billy se dirigieron a su dormitorio.

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Que la escuela se hallara prácticamente vacía también tenía su parte buena. El agua que salía de los grifos estaba caliente, y hasta aquel momento Charlie sólo había podido darse un baño frío. No es que le entusiasmara bañarse, pero aquel día disfrutó del baño más largo y caliente de su vida. Cinco minutos después de meterse en la cama, llamaron a la puerta y Olivia entró en el dormitorio. Llevaba una bata de terciopelo blanco con grandes flores púrpura estampadas, y el color púrpura de su pelo se había convertido en un tono pardusco. —El ama me lo hizo lavar —informó a los chicos —. Era uno de esos tintes que se van con el agua. — Se acomodó a los pies de la cama de Charlie—. Bueno, ¿qué es lo que tienes que contarnos? —Pues veréis —empezó a decir Charlie, y les contó todo lo que le había ocurrido, desde el momento en que vio la fotografía de aquel hombre tan extraño y el bebé, hasta que llegó a la Academia Bloor—. Desde entonces no he dejado de pensar que lo que hay dentro del estuche es muy valioso, algún objeto precioso que podría intercambiarse por la sobrina de la señorita Ingledew, quienquiera que sea. Pero parece que el doctor Bloom sólo quiere destruirlo. —Antes de que despierte a la chica —añadió

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Olivia—. Y la chica tiene que ser el bebé robado. —Así que, de alguna manera, lo que hay en el estuche sigue siendo muy valioso —dijo Billy—, debido a lo que puede llegar a hacer. Es como una especie de hechizo. —Hum. —Olivia balanceó las piernas—. ¿Sabéis lo que pienso? —No esperó a que se lo preguntaran —. Pues pienso que Manfred la hipnotizó. Quizás ha estado hipnotizada desde que fue robada, o cambiada, o lo que sea. Pero ahora está empezando a pasársele el efecto, así que Manfred tiene que seguir hipnotizándola de vez en cuando para asegurarse de que no despierta y sale corriendo, o recuerda quién es realmente. —¡Olivia, eres genial! —exclamó Charlie—. A decir verdad, llegué a pensar que eras tú. —¿Yo? Qué va. Creo que si estuviera hipnotizada lo sabría. —Olivia sonrió—. Pero estoy casi segura de que puedo averiguar quién es. —¿Cómo? —preguntó Charlie. —Mediante la observación. Se me da muy bien. Si cambiaron al bebé por el estuche hace ocho años y entonces tenía casi dos, ahora tendrá aproximadamente nuestra edad. Y tiene que estar dotada, porque ésa es la única razón por la que el doctor Bloor habría querido apropiarse de ella. Así

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pues, ¿quién encaja en la descripción? No sois tantos, ¿no? —Somos doce —reflexionó Billy—. Cinco son chicas. Zelda es demasiado mayor, tiene trece años. Beth, también. Quedan Dorcas, Emilia y Bindi. —No puede ser Dorcas —declaró Olivia—. ¿Con lo alegre que está siempre? Nunca he visto a nadie menos hipnotizado. —¡Es Emilia! —exclamó Charlie—. Por supuesto que es ella. Pensadlo. Siempre parece estar en trance, y le tiene mucho miedo al doctor Bloor. —¿Y quién no? —replicó Olivia—. Pero me parece que tienes razón. Emilia está en mi dormitorio, así que mantendré los ojos bien abiertos. Y ahora será mejor que me vaya. Buenas noches, chicos. Hasta mañana. —Olivia saltó de la cama y se marchó. Acababa de salir por la puerta cuando la voz de Lucretia Yewbeam ladró: «¡Fuera luces!», y una mano blanca se asomó por la puerta abierta agitándose como una serpiente y apagó la luz. Por un instante, los dos chicos guardaron silencio. Había cuatro camas vacías entre Charlie y Billy. Al otro lado de la habitación todas las camas estaban vacías. A Charlie se le ponía la piel de gallina cada vez que las veía. Se preguntó qué sentiría Billy al quedarse solo cada fin de semana

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en aquella enorme habitación oscura. —Billy —susurró—, ¿crees que te dejarán venir a mi casa el próximo fin de semana? —¡Oh, sí! —dijo Billy con entusiasmo—. Ya he estado en casa de Fidelio, así que seguro que me dejan ir a la tuya. —Estupendo. Se oyó un crujido y un leve rumor de pies descalzos, y el delgado haz de una linterna se acercó a la cama de Charlie. Charlie entrevió la pequeña silueta de Billy, que llevaba un pijama azul pálido. —Charlie, ¿recuerdas que me dijiste que podías oír lo que la gente dice en las fotos ? —Sí —dijo Charlie, dubitativo—. A veces. Una foto almohada.

arrugada

apareció

encima

de

su

—¿Podrías decirme de qué hablan estas personas? —preguntó Billy—. Son mis padres. Charlie contempló la foto. Vio a una pareja joven de pie bajo un árbol. La mujer llevaba un vestido de un color tan pálido que parecía un fantasma. Tenía el pelo tan rubio que era casi blanco. Los dos sonreían, pero sólo con la boca. Los ojos de la mujer tenían una expresión de miedo, y los del hombre

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brillaban de ira. La voz que de pronto irrumpió en los oídos de Charlie lo sobresaltó hasta tal punto que su cabeza se inclinó hacia delante como si lo hubieran golpeado. Vamos, señora Raven, sonría para su pequeñín. ¿Tanto le cuesta? La voz, grave y gélida, era inconfundible. El hombre joven dijo: Nunca se saldrá con la suya. Mire a mi hijo, señor Raven. Mi pequeño Manfred es muy guapo, ¿verdad? Eso es. Mírelo a los ojos. Son como dos preciosos carbones relucientes, ¿verdad? —¿Puedes oír algo? —preguntó Billy. Charlie no sabía qué hacer. ¿Cómo podía repetirle a Billy aquellas horribles palabras? Decidió mentir, pero antes de empezar a hablar sucedió algo, algo que nunca le había ocurrido. Charlie empezó a oír los pensamientos del hombre joven. Todavía podemos escapar. Cogeremos al pequeño Billy y conduciremos hasta muy lejos, a donde no nos encuentren nunca. Ojalá ese chico no me mirase de esa manera. ¡Sus ojos son negros como la pez!

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—¿Y bien? —preguntó Billy con ansiedad. —La mujer... —La mente de Charlie iba a toda velocidad—. La mujer decía: «Dése prisa, porque he de volver con el pequeño Billy.» Y el hombre dijo: «Sí, nuestro bebé es precioso. ¡Va a ser toda una estrella!» Incluso bajo aquella luz tenue, Charlie pudo ver la sonrisa de felicidad de Billy. —¿Has oído algo más? —preguntó Billy. —No. Lo siento. —¿La persona que sacó la foto no dijo nada? Nunca he llegado a saber quién era. —No dijeron nada devolviéndole la foto.

más

—respondió

Charlie

—Algún día quizá me adopten —dijo Billy—. Entonces volveré a tener padres, y podré irme a casa como hacen los demás. Regresó a su cama y, en unos momentos, se quedó profundamente dormido, con la foto arrugada escondida bajo la almohada. Charlie siguió despierto durante un buen rato, tratando de entender lo que ocurría en la Academia Bloor: bebés robados, niños que se esfumaban y padres que desaparecían... Un padre al que él creía muerto seguía vivo, pero no sabía quién era.

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—El tío Paton... —murmuró Charlie—. Él puede averiguarlo. Apuesto a que sabe mucho más de lo que dice. Un día más y Charlie estaría en casa. Las preguntas que le haría a Paton ya estaban cobrando forma en su mente cuando al fin se quedó dormido.

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Juegos de la mente A la mañana siguiente, en el desayuno, Charlie se sintió muy aliviado al ver que Manfred no se encontraba en la mesa. —Los fines de semana Manfred duerme hasta muy tarde —le explicó Billy—. Se pasa la mitad de la noche despierto; desde nuestra ventana se ve el resplandor de las velas. —¿Y qué hace? —murmuró Charlie. —Practica la brujería —intervino Olivia, arqueando las cejas y abriendo mucho los ojos. El problema, pensó Charlie, era probablemente Olivia estaba en lo cierto.

que

—Así que no va a estar vigilándonos durante

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toda la mañana, ¿verdad? —dijo. —Oh, no —lo tranquilizó Billy—. Tendremos que ir al Salón del Rey y ponernos a trabajar, claro está. Nuestros libros nos esperan allí, y habrá una hoja de preguntas que responder, pero podemos hablar y dibujar o hacer lo que nos apetezca siempre que nos quedemos en esa sala hasta las doce y terminemos las preguntas. Fueron al Salón del Rey, donde Charlie encontró una lista de preguntas muy difíciles de resolver. Apenas había llegado a la mitad cuando se acordó de Fidelio. —Le prometí a Fidelio que iría a la torre de la música a las once y media —les dijo a los demás—. El vendrá para decirme con una señal que ha cambiado el estuche de sitio. —Te cubriremos —dijo Olivia alegremente—. Y si no has terminado las preguntas, puedes copiar mis respuestas cuando vuelvas. —Gracias —dijo Charlie, agradecido. Pero entonces cayó en la cuenta de que no sabía cómo llegar a la torre. Tardaría siglos en encontrar el camino—. Fidelio me dijo que me acompañaríais, pero si vais a cubrirme... —Te haré un mapa —se ofreció Olivia. Y así lo hizo. Mientras Charlie batallaba con las

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preguntas, mirando el reloj cada cinco minutos, Olivia dibujó un detallado plano de los pasillos que llevaban a la torre de la música. Se lo acercó a través de la mesa. —¿Lo entiendes? —le preguntó. Charlie estudió el mapa. —Sí. He de atravesar la última puerta al fondo del vestíbulo. —Eso es. —Ya casi es la media —le advirtió Billy. Charlie saltó de su asiento. —Si entra alguien le diremos que has ido a los servicios —dijo Olivia. Charlie fue hasta la puerta, la abrió y miró fuera. No había nadie. Se despidió de Olivia y Billy agitando rápidamente la mano, salió al pasillo y cerró la puerta. Siguiendo las indicaciones del mapa de Olivia, llegó al vestíbulo y corrió hacia una pequeña puerta en forma de arco que había cerca de la entrada principal. La puerta, que parecía muy antigua, daba toda la impresión de estar cerrada con llave, y Charlie sintió que se le caía el alma a los pies. Giró el gran anillo de hierro que hacía de picaporte y, al tercer intento, la puerta se abrió. Charlie entró en

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un oscuro pasillo, cerró la puerta tras él y echó el pestillo. Dedujo que se encontraba justo debajo de la habitación de Manfred, y se puso a andar de puntillas. El oscuro pasillo de suelo enlosado desembocaba en una sala vacía en la base de la torre. Charlie vio la puerta que debió abrir Billy para dejar pasar a los gatos. Ahora estaban todos los cerrojos echados. Enfrente de la puerta, un tramo de escalones conducía a los pisos superiores. Charlie empezó a subir por la escalera que ascendía en espiral sin pasamanos ni cuerda alguna a la que agarrarse. Finalmente salió a otra sala vacía que contaba con dos ventanas que daban a la plaza. Charlie miró hacia fuera. No había ni rastro de Fidelio. Quizá no había subido lo suficiente para tener una vista apropiada. Charlie subió un segundo tramo de escalones y, sin detenerse en el siguiente piso, ascendió a toda prisa por el tercer tramo. Desde allí se veía toda la ciudad. La mañana era despejada y fría, y a lo lejos la enorme catedral se elevaba como un monstruo magnífico entre la aglomeración de tejados que la circundaban, con su dorado campanario centelleando a la luz del sol. De pronto dos figuras pasaron corriendo junto a la fuente de la plaza y se detuvieron al acercarse a

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la torre. Saludaron con la mano. Fidelio se había traído a Benjamin. Charlie les devolvió el saludo. ¿Había conseguido Fidelio esconder el estuche? Charlie alzó el pulgar derecho hacia la ventana y se encogió de hombros. Extendió las manos. ¿Le habían entendido? Al parecer, no. Fidelio y Benjamin empezaron a actuar de una manera muy peculiar. Benjamin tiraba de una cuerda imaginaria, mientras que Fidelio se ponía la mano en la espalda y la agitaba como si fuera una cola. Charlie sacudió la cabeza y se encogió de hombros. ¿Qué estaban haciendo? Aquello no tenía ningún sentido. Era evidente que los dos chicos estaban muy excitados por algo, pero lo que Charlie quería saber era si el estuche se hallaba a buen recaudo. Trató de dibujar formas con las manos, de hacerles preguntas gesticulando exageradamente. «¿Se encuentra a salvo? ¿El estuche? ¿Dónde está?» No sirvió de nada. Benjamin y Fidelio tenían otra cosa en la cabeza. Fuera lo que fuera, Charlie tendría que esperar hasta la noche para averiguarlo. Volvió a saludar con la mano, y cuando se disponía a bajar los escalones corriendo oyó pasos en el piso de abajo. Si salía por la puerta que llevaba al pasillo, podía encontrarse ante la

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habitación de Manfred. La única salida posible era ir hacia arriba. Mientras subía cautelosamente al cuarto piso, los ecos de una música lejana descendieron hasta Charlie por la angosta escalera. Alguien tocaba el piano, y lo hacía realmente bien. Era una música maravillosa, exquisita y compleja. La persona que la interpretaba parecía utilizar todas las notas del teclado, y Charlie se sintió atraído hacia el sonido como si un hilo mágico tirara de él. No se detuvo en el cuarto piso sino que siguió subiendo, muy despacio y casi con temor, porque había descubierto que le era imposible detenerse, y le daba miedo lo que podía encontrar al llegar a lo alto de la torre. La habitación en la que entró finalmente no estaba vacía como las otras. Aquella habitación rebosaba de libros de música; pilas de partituras sueltas cubrían el suelo; a lo largo de las paredes se alineaban estantes con partituras encuadernadas en cuero: Mozart, Chopin, Beethoven, Bach, Liszt. Nombres de compositores. Algunos le eran familiares a Charlie, de otros no había oído hablar nunca. Un torrente de música de piano se elevaba y descendía al otro lado de una pequeña puerta de roble. Charlie puso la mano en el pomo. Lo hizo

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girar y la puerta se abrió. Charlie se quedó de pie en el umbral y miró dentro de la habitación. Estaba vacía, salvo por un enorme piano negro y un hombre que se sentaba tras él: el señor Pilgrim. El extraño profesor de piano miraba con fijeza al infinito a través de Charlie; ni siquiera parecía haberse dado cuenta de la puerta abierta, a pesar de que la corriente de aire hizo caer varios papeles del alféizar de la ventana. Charlie no sabía qué hacer. Se quedó inmóvil en el umbral, fascinado, y luego, finalmente, entró en la habitación y cerró la puerta tras él. El señor Pilgrim siguió tocando, ora mirándose las manos, ora contemplando el cielo a través de las ventanas, con el rostro desprovisto de expresión y los ojos oscuros e insondables. A lo lejos el gran reloj de la catedral empezó a dar la hora por toda la ciudad. Una, dos, tres... Charlie cayó en la cuenta de que ya eran las doce. Iba a llegar tarde. Los otros dos debían de preguntarse dónde estaba. Manfred podía venir en su busca. Se volvió para irse, pero, de repente, el señor Pilgrim dejó de tocar. Parecía escuchar las campanadas. Cuando el reloj dio la última, el señor Pilgrim se levantó. Vio a Charlie de pie junto a la puerta y frunció el ceño. —Yo... lo siento, señor, me he perdido —balbució

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Charlie—, y su música era tan... bueno, genial, señor, que me hizo querer escucharla. —¿Qué? —dijo el señor Pilgrim. —Hizo que me entraran ganas de escucharla, señor. —Oh. —Siento haber entrado sin permiso —murmuró Charlie—. Bueno, será mejor que me vaya. —Espera. —El extraño profesor rodeó el piano y se acercó a Charlie—. ¿Quién eres tú? —Charlie Bone, señor. —¿Charlie? —Sí. Charlie vio un destello de interés en los oscuros ojos del señor Pilgrim, pero se desvaneció al instante. —Comprendo —murmuró el profesor—. Bien, más vale que te des prisa. —Sí, señor. Charlie desapareció en cuestión de segundos. Salió corriendo por la puerta y bajó la espiral de escalones en la mitad del tiempo que había necesitado para subirlos. Consiguió llegar al Salón del Rey sin encontrarse con nadie, excepto con una

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limpiadora que le sonrió y le guiñó el ojo mientras Charlie atravesaba la sala como una exhalación. —Pero ¿qué estabas haciendo? —preguntó Olivia cuando Charlie entró corriendo en la habitación—. ¡Manfred ha estado aquí dos veces, preguntando dónde te habías metido! —¿Y qué le dijiste? —preguntó Charlie. —Lo que habíamos acordado. Que estabas en los servicios. —¿Dos veces? preocupación.

—inquirió

Charlie

con

—La segunda vez le dije que te dolía el estómago —explicó Billy gravemente—. Pero no sé si me creyó. En ese momento, el señor Paltry entró, recogió los libros y les dijo a los niños que se prepararan para el almuerzo. El almuerzo consistió en bocadillos de queso y una manzana por barba. Los profesores a los que les había tocado quedarse el sábado estaban sentados a la Gran Mesa, pero Manfred y el doctor Bloor no hicieron acto de presencia. —Los fines de semana siempre comen en el ala oeste —le explicó Billy—, con la señora Bloor y el resto de la familia.

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Charlie se sorprendió. —¿Hay más Bloors? —Un hombre muy, muy mayor —dijo Billy—. Nunca lo he visto, pero el perro de la cocinera me ha hablado de él. —Seguro que gracias al perro de la cocinera te enteras de un montón de cosas —observó Olivia. —Pues sí —afirmó Billy. Después del almuerzo se les permitió ir al jardín, y Olivia insistió para que se acercaran a la ruina. A Billy no le entusiasmó mucho la idea, pero Charlie sentía curiosidad. —Vamos, Billy—dijo Olivia—. No entraremos, sólo le echaremos un vistazo. Yo todavía no he jugado al juego de la ruina. —Ni yo —dijo Charlie. —Ni yo —musitó Billy, y siguió a regañadientes a los otros dos camino de aquellos muros de un oscuro color óxido. Charlie pensó que debían de tener al menos cuatro metros de alto, y constató que eran extremadamente gruesos. Las grandes piedras asomaban por encima de los árboles como los límites de una antigua ciudad perdida. La entrada la formaba un gran arco, y al otro lado vieron un patio enlosado y cubierto de musgo del que partían cinco pasadizos llenos de sombras.

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Charlie pensó en la joven que desaparecido allí dentro y se estremeció.

había

—¿Qué debe de suceder ahí? —murmuró. Olivia adivinó lo que pensaba. —Me aseguraré de no quedarme sola en la ruina ni por un instante —afirmó—. Cuando pienso en lo que pudo ocurrirle a esa pobre chica me entran escalofríos. Dicen que su capa estaba prácticamente hecha pedazos. —Fue un lobo —dijo Billy. —¿Un lobo? —Charlie y Olivia se lo quedaron mirando. —El perro de la cocinera me lo contó —les explicó Billy—. Y él nunca miente: los perros no lo hacen. Para ser exactos, me dijo que había sido una «especie» de lobo. Vive en la academia, pero de noche sale y se va a la ruina. Los tres se encontraron mirando al cielo, que empezaba a cubrirse de las nubes del atardecer. Olivia dio un paso atrás y echó a correr campo a través aullando dramáticamente: —¡Nooooo! ¡Noooooo! ¡Noooooo! Billy y Charlie corrieron tras ella, riéndose al ver cómo sus blancas piernas parecían volar y de sus cómicos alaridos, aunque Charlie admitió para sus

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adentros que en aquellas carcajadas había un poco de miedo. Atravesaron en tromba la puerta del jardín y se dieron de bruces con Manfred. —Olivia Vértigo, ve a hacerte la bolsa —dijo fríamente—. Bone, ven conmigo. —¿Por qué? —preguntó Charlie, mirando al suelo. —Porque yo te lo digo —sentenció Manfred. Charlie sintió la tentación de salir corriendo con Olivia en dirección a los dormitorios. Su madre no tardaría en encontrarse ante la puerta principal, y Manfred no podía impedirle ir a casa, ¿verdad? O quizá sí pudiese. Manfred se volvió y chasqueó los dedos. Charlie sonrió a sus amigos y empezó a seguir al joven. —¡Buena suerte! —susurró Olivia. Manfred le condujo a la habitación de los monitores. Aquel día se hallaba vacía y Manfred le permitió a Charlie sentarse en uno de los sillones, mientras que él ocupó su lugar detrás del gran escritorio. —¡No pongas esa cara de susto, Charlie! — Manfred trató de sonreír, pero no se le daba muy bien—. No te voy a comer. Charlie no se dejó convencer y mantuvo los ojos

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clavados en el suelo. —Sólo quiero saber dónde has guardado el estuche que te dio la señorita Ingledew. Porque verás, ese estuche nos pertenece. El tono de Manfred era suave y persuasivo, pero Charlie no se dejó engañar. —No sé de qué hablas —replicó. —Por supuesto que lo sabes, Charlie. A ti ese estuche no te sirve de nada. De hecho, sólo te traerá problemas. Venga, ¿dónde está? Como Charlie no respondió, Manfred empezó a impacientarse. —¡Mírame, muchacho! —ladró. Charlie mantuvo los ojos fijos en el suelo. —¿Cuánto rato piensas que puedes seguir con eso? —se burló Manfred—. Anda, mírame. Vamos, sólo una miradita de nada. No te hará ningún daño. Charlie descubrió que su mirada estaba siendo lenta e inexorablemente atraída hacia el pálido rostro de Manfred. No podía evitarlo. Si Manfred lo hipnotizaba, lo echaría todo a perder, pues Charlie sabía que se lo contaría todo. Pero entonces le vino a la cabeza otro pensamiento. Quizá pudiese resistirse a Manfred. Si leía su rostro y escuchaba sus pensamientos, quizá podría romper el control

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que estaba ejerciendo sobre él. Así que Charlie contempló aquel semblante delgado e impasible y los ojos negros como el carbón, y trató de oír la voz de sus pensamientos. Pero no le llegó voz alguna. En lugar de eso, en su mente apareció una imagen, la imagen de un hombre que tocaba el piano. —¡Basta! —ordenó Manfred—. ¡Deja de hacer eso, Bone! Pero Charlie se aferró a esa imagen, y de pronto oyó música, exquisita, rápida y muy hermosa. —¡Basta! —chilló Manfred. Un vaso de agua pasó zumbando junto a Charlie y se estrelló contra la pared, a un centímetro de su cabeza. Charlie saltó del sillón para esquivar un libro enorme que venía volando hacia él. El siguiente proyectil que utilizó Manfred fue un pisapapeles de cristal, pero antes de que pudiera arrojarlo se abrió la puerta y apareció el doctor Bloor. —¿Qué pasa aquí? —preguntó. —Se niega a responder —siseó Manfred—. Me impide el paso. También sabe jugar a los juegos de la mente. —Interesante —afirmó el doctor Bloor—. Muy interesante. No deberías ponerte en semejante

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estado, Manfred. Ya te lo he advertido. Tienes que controlarte. Charlie miró la pared. El respaldo del sillón en el que se había sentado estaba lleno de trocitos de cristal, y una gran mancha de humedad oscurecía el papel rosa de la pared. —Tu madre te está esperando, Charlie —le informó el doctor Bloor—. Ve inmediatamente a hacerte la bolsa. —¡Sí, señor! —exclamó Charlie con entusiasmo, saliendo de la habitación tan deprisa como se atrevió. Billy le esperaba en el dormitorio. No estaba solo. Tumbado en el suelo, junto a su cama, descansaba el perro más viejo que Charlie hubiera visto jamás. Estaba muy gordo y tantas arrugas y pliegues surcaban su alargada cara de color castaño que costaba distinguir dónde quedaban los ojos y la boca. Jadeaba ruidosamente, lo cual no tenía nada de sorprendente puesto que debía haber subido muchas escaleras desde la cocina. Su olor le recordó a Charlie las verduras medio podridas de su madre. —¿Le dejan estar en el dormitorio? —le preguntó con preocupación. —Nadie sabe que viene aquí —dijo Billy—. La

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mayor parte del fin de semana no me vigila nadie, porque los sábados hasta el ama se va a casa. Charlie empezó a meter cosas en su bolsa de cualquier manera. —Ojalá pudieras venir a casa conmigo —dijo—. Esto, de noche, tiene que ser horrible. —Ya estoy acostumbrado —afirmó Billy—. Y tengo a Bendito para charlar. Hoy tenemos un montón de cosas de que hablar. —¿Bendito? —Charlie contempló a aquella criatura gorda y llena de arrugas que yacía a los pies de Billy. —Es un nombre muy bonito, ¿verdad? —dijo Billy. Charlie no se lo discutió. Le habría gustado ver cómo se comunicaba Billy con un perro, pero se moría de ganas de ir a casa. Le dijo adiós a Billy y echó a correr por los muchos pasillos y escaleras que le conducirían al vestíbulo.

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La historia del inventor La señora Bone estaba sentada en una de las grandes sillas talladas que había junto a las puertas principales. Al principio Charlie no la vio porque la ocultaba el corpulento doctor Bloor. Éste le hablaba con severidad y Amy Bone parecía tan atribulada como una colegiala que acaba de hacer una travesura. Cuando vio a Charlie lo saludó con un leve gesto de la mano y sonrió nerviosamente. El doctor Bloor se volvió en redondo. —Ah, ya estamos todos —dijo, intentando parecer jovial—. Le estaba contando a tu madre lo bien que te has portado durante tu primera semana, aparte de la pequeña... ejem... falta de la capa.

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—Sí, señor. —Charlie pensó en cómo le iba a explicar a su madre lo de la capa rota, y decidió esconderla. La señora Bone se levantó, le dio un beso rápido a Charlie y lo hizo salir antes de que se pudiera decir nada más. —Que tengas un buen fin de semana —dijo el doctor Bloor, olvidándose de que ya había transcurrido la mitad. —Sí, señor —respondió Charlie sin añadir la palabra «gracias». Su madre no le preguntó por la falta. —Espero que no te importe caminar, Charlie —le dijo—. Todavía no está lo bastante oscuro para que Paton pueda salir, y tampoco pude reunir el dinero necesario para un taxi. Como no pudiste coger el autobús de la escuela... —Lo siento, mamá. —Eso de arrestarte en tu primera semana no ha sido justo —afirmó su madre enérgicamente—. Pero olvidémoslo, ¿de acuerdo? Maisie te ha preparado tus platos favoritos. Charlie ya empezaba a tener hambre. Atravesaron la plaza de la fuente y bajaron por el callejón que llevaba a la calle Alta. Cuando habían

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recorrido la mitad de esa calle, Charlie se dio cuenta de que un anciano se mantenía a su altura al otro lado de la calle. Charlie supo enseguida de quién se trataba. El disfraz era penoso: ninguna prenda era de su talla, y la barba blanca era a todas luces falsa. Simplemente no pegaba con el cabello rojo intenso que asomaba por la estropeada gorra. —¿Puedes andar un poco más deprisa, mamá? — preguntó Charlie—. Nos están siguiendo. —¿Siguiendo? —La señora Bone se detuvo y miró atrás—. ¿Quién nos sigue? —Oh, no es más que un muchacho —le dijo Charlie—. Está en la otra acera. Y lo que hace es una pérdida de tiempo, porque sabe dónde vivo. Pero parece que le gusta acosar a la gente. —¡Ven, Charlie! —Cogiéndolo del brazo, la señora Bone lo arrastró hacia otro callejón estrecho—. Por aquí tardaremos más, pero no soporto que me sigan. Charlie comprendió que aquello ya le había ocurrido antes a su madre. Le había contado que poco después de su boda el padre de Charlie empezó a mirar hacia atrás. Pero ¿quién los había seguido entonces? La señora Bone tomó una nueva ruta a través de

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estrechos callejones que era desconocida para Charlie. —Hacía mucho tiempo que no venía por aquí, pero apenas ha cambiado. ¡Ah, aquí estamos! —En cuanto su madre dijo aquello, salieron a una pequeña plaza que había delante de la catedral—. ¡Oh! —exclamó su madre, y se llevó la mano al corazón como si la visión del enorme edificio la hubiese dejado sin aliento—. Tu padre tocaba el órgano en la catedral —murmuró—. Pero yo no había vuelto desde que... desde que dejó de hacerlo. Apretó el paso, como si no viera el momento de alejarse de allí y, naturalmente, pasaron por delante de la librería Ingledew. —Conozco a la señora que vive aquí—dijo Charlie, deteniéndose para atisbar por el escaparate—. ¿Podemos entrar? —Está cerrado —respondió al instante su madre —. Mira el letrero. —Y luego, mientras se iban a toda prisa de allí, añadió—: Anoche, Paton estuvo aquí. Volvió a casa con una bolsa llena de libros. No sé qué mosca le habrá picado a tu tío, pero últimamente no parece el mismo. ¿Estaría el tío Paton levantando la cabeza al fin? Maisie ya los había visto venir mucho antes de

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que subieran los escalones del número nueve. Cuando Charlie entró por la puerta de la cocina, el agua ya hervía y había un auténtico banquete encima de la mesa. —No tenían ningún derecho de mantenerte apartado de nosotras otro día entero —exclamó Maisie, dando un abrazo asfixiante a Charlie. —Infringió las reglas —dijo una voz desde la mecedora, junto a la estufa—. Tiene que aprender. —La abuela Bone contempló a Charlie con el ceño fruncido—. ¡Mira qué pelo llevas! ¿No te llevaste un peine a la escuela? —Sí que me lo llevé —replicó Charlie—, pero el ama apenas se fija en nuestro pelo. ¡Y tú ya sabes a quién me refiero cuando digo «el ama»! —A la tía Lucretia, por supuesto —manifestó con sequedad la abuela Bone. Aquello fue una gran sorpresa para Maisie y Amy, que miraron atónitas a la abuela Bone. —¿Por qué no nos lo dijiste? —exclamó la madre de Charlie. —¿Por qué tenía que hacerlo? —dijo con altivez la anciana, y volvió a concentrarse en su libro como si no hubiera pasado nada. —¡Bueno —dijo Maisie—, hay gente que es el colmo!

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La abuela Bone hizo caso omiso a aquella observación, y también fingió no enterarse de la abundante merienda que compartió el resto de la familia a excepción de Paton, naturalmente. Charlie pensó en preguntar por su tío, pero la abuela Bone tenía una cara tan larga que decidió no hacerlo. No quería más discusiones: lo único que deseaba era llenarse de buena comida y luego ir a ver a Benjamin. —¿Y ahora adonde vas? —quiso saber la abuela Bone después del té, al ver que Charlie se encaminaba a la puerta de la calle. —Pues a ver a su amigo, naturalmente — intervino Maisie. —¿Y se puede saber por qué? —preguntó la abuela Bone—. Su obligación es pasar el fin de semana en casa, con su familia. —No digas tonterías, Grizelda —soltó Maisie—. Anda, ya te puedes ir, Charlie. Charlie salió disparado por la puerta antes de que la abuela Bone pudiera volver a abrir la boca. Corrió hacia el número doce, donde encontró no sólo a Benjamin, sino también a Fidelio. Ambos parecían muy excitados y llevaron inmediatamente a Charlie a la cocina, donde restos de pizza, patatas fritas, plátanos y galletas cubrían la mesa. Judía

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Corredora se estaba zampando lo que había caído al suelo, pero en cuanto Charlie entró en la cocina, se levantó de un salto, se abalanzó sobre él y le lamió toda la cara con una lengua muy pegajosa. Charlie consiguió quitarse de encima a Judía Corredora, y Benjamin empezó a explicarle lo que había ocurrido. Al parecer habían hecho un descubrimiento muy importante. —Fue Fidelio —dijo—. ¿Te acuerdas de la voz del perro que me regalaste? Pues Fidelio dijo que, a lo mejor, si hacíamos correr la cinta hacia delante habría algo más. Y lo había. Muchísimo más. —Así que era eso lo que intentabais decirme esta mañana —dijo Charlie. De pronto los extraños gestos de sus amigos adquirían sentido—. Hacíais ver que tirabais de la cola de un perro. —¿No habías caído? —Fidelio sonrió—. Siéntate, Charlie, y escucha una historia increíble. Charlie observó que sus amigos habían conseguido sacar el estuche del doctor Tolly del sótano. Cogió una silla y se sentó a la mesa. Habían colocado el perro de metal en el centro de la mesa, rodeado de migas y trozos de cartón. —Escucha —dijo Fidelio. Tiró de la cola del perro y, en cuanto la voz del doctor Tolly empezó a dar instrucciones, Fidelio oprimió la oreja izquierda del

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perro para que la cinta corriera hacia delante—. Ahora —le anunció—. Ahí va eso. Cuando el doctor Tolly volvió a hablar, su voz sonó distinta, más apremiante y afligida. Charlie acercó más su silla a la mesa. Mi querida Julia —empezó la voz—, si estás escuchando esto es que has descubierto el secreto de mi querida hija, la niña que en el pasado fue Emma Tolly y que ahora tiene otro nombre. Espero que hayas encontrado un lugar seguro para la caja que lleva el nombre de «Las Doce Campanas de Tolly». No he podido mandarte la llave ni darte instrucciones para abrirla porque no puedo fiarme de nadie, Julia. Escuchan junto a mi puerta, me roban las cartas y, para cuando oigas este mensaje, ya me habrán robado la vida. Lo sé. Me siento muy débil, y no puedo levantarme de la cama. Mis enemigos me han envenenado, Julia, y eso es un justo castigo por lo que le hice a mi hija. Así que ahora te contaré cómo ocurrió todo, cómo he llegado a esta lamentable situación. Como ya sabes, decidí entregar a nuestra pequeña Emma. Fue la codicia lo que me empujó a hacerlo. Lo que me ofrecían a cambio de ella constituía el reto más apasionante de mi vida. Me dieron una réplica de mi antepasado, un caballero de Toledo con la

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espada más afilada del mundo. Yo tenía que devolverlo a la vida... ¡qué arrogante fui al creer que podría! Durante cinco años trabajé en ello. Pero fue en vano. Sólo soy un científico, no un mago. Cuando Emma cumplió siete años les pedí que me la devolvieran. Se negaron. Dijeron que yo había fracasado en mi labor. En ese momento Benjamin estornudó y rompió el hechizo que la vehemente voz del doctor Tolly había ejercido sobre ellos. —Bueno, es interesante —manifestó Charlie—. Pero no nos dice gran cosa. —El envenenamiento es muy interesante — observó Benjamin. —Escucha —ordenó Fidelio, parando la cinta—. Lo que viene ahora es lo mejor. Es donde ocurre todo. Benjamin y Charlie guardaron el debido silencio mientras Fidelio volvía a poner en marcha la cinta. Una vez mas la voz grave del doctor Tolly brotó del perro de metal. Julia, me prometieron que podría verla, visitarla. Pensé que sería una buena vida para la pequeña Emma, rodeada por una familia que la querría: una madre, un padre y un hermano; mejor que

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quedarse conmigo, un hombre malhumorado y distraído. Pero se suponía que iban a decirle quién era realmente para que si un día así lo decidía pudiera volver conmigo, y contigo, querida Julia. Esa era mi esperanza, ésa era antes de que supiera de lo que era capaz Manfred. Charlie miró a Fidelio, quien arqueó las cejas. Benjamin susurró: —¿Esees el que...? —¡Chist! —siseó Fidelio. Recuerda aquel día —prosiguió el doctor Tolly—, recuerda que primero vine a la tienda, y que tú vestiste a la pequeña Emma con un vestido blanco nuevo y le ataste una cinta en el pelo. Pero no quisiste venir con nosotros a la plaza de la catedral. Ah, si hubieras venido... Ellos eran cuatro: Bloor, su esposa y su hijo, y el viejo. En aquel entonces el muchacho tendría unos ocho años. Dejaron un estuche a mis pies y, efectivamente, dentro había una figura; entonces yo levanté del suelo a mi niñita y el viejo extendió los brazos. Fue entonces cuando ocurrió, Julia. Cuando todo empezó a ir mal. En el mismo instante en que el gran reloj empezaba a dar la hora, un hombre salió

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de la catedral. Lo reconocí de inmediato. Era el joven organista. El coro todavía cantaba cuando vino hacia nosotros. Alzó la mano y dijo: «¡Alto! ¡No pueden hacer esto!» Cuando se detuvo ante mí, el viejo le golpeó en la cara. El organista le devolvió el golpe y el viejo cayó sobre las losas, dándose un golpe en la cabeza. Gritó de dolor. Y entonces observé que Manfred clavaba la mirada en aquel joven. Sus ojos eran como carbones encendidos. El organista se cubrió la cara con las manos y cayó de rodillas. Emma ya estaba llorando de miedo, pero Manfred volvió sus terribles ojos hacia mí, y me encontré poniendo en sus manos a mi niña, que lloraba con todas sus fuerzas. Justo cuando el reloj de la catedral daba las doce, él la miró y ella dejó de llorar. Parecía que estuviera en trance. Fui un cobarde, Julia. Hice una cosa terrible. Huí. Recogí el estuche y corrí por aquellos estrechos callejones como alma que lleva el diablo. Más tarde, descubrí que habían enviado a Emma con otra familia. Se negaron a decirme con quién. El anciano se quedó inválido a causa de la caída. En cuanto al joven organista, nunca lo volví a ver. Comprendí que tanto a él como a mi pequeña Emma les habían hecho algo peor que hipnotizarlos: les habían hechizado de por vida, a

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menos que yo encontrara la manera de despertarlos. Y así lo hice, Julia. Al menos eso creo. En el estuche marcado como «Las Doce Campanas de Tolly» hay unos sonidos que podrían despertar a nuestra pequeña Emma. Los Bloor han descubierto lo que he llevado a cabo y, naturalmente, quieren destruir mi invento. Si presionas las letras del lado del estuche, una a una, con firmeza y mucho cuidado, el estuche se abrirá. —Conque es así como se abre... —se admiró Charlie. —¡Espera! —Fidelio alzó la mano—. ¡Escucha esto! Casi se me olvidaba —decía el doctor Tolly—. ¿Por qué querían a mi niña? El doctor Bloor y yo habíamos estudiado juntos, y era natural que yo me confiase a mi viejo amigo. Ciertamente, no podía contárselo a nadie más. Emma puede volar. Ocurrió sólo en una ocasión, cuando tenía meses. Pero ¿quién sabe...? Cuídate, Julia. Esta grabación ha terminado. El mensajero está en la puerta. Adiós. —¿Qué te parece? —inquirió Fidelio—. Menuda historia, ¿verdad? ¡Imagínate! Esa chica,

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quienquiera que sea, puede volar. —Creemos que es Emilia Charlie—. Y el organista...

Moon

—murmuró

—¿Qué pasa con el organista? —preguntó Fidelio. —Nada —dijo Charlie. El joven organista podía ser su padre, pero ¿cómo iban a encontrarlo ahora? Podía estar en cualquier parte. Primero tenían que despertar a Emma Tolly y luego, quizás algún día, a su padre. Fidelio estaba impaciente por ponerse en acción lo antes posible. —Tenemos que sacar de aquí el estuche esta noche —dijo—. Ahora ya sabemos para qué sirve. —Asa vuelve a seguir mis pasos —les contó Charlie—. Estará pendiente de cada movimiento que hagamos. —Ningún problema —replicó Fidelio. Le enseñó a Charlie el enorme estuche de xilófono que había traído consigo—. Mi padre dijo que vendría a buscarme en coche. Si tú y Benjamin dais la vuelta a la manzana, con toda seguridad Asa os seguirá. Papá llegará dentro de unos diez minutos, así que, con un poco de suerte, Asa no estará aquí para ver cómo meto el estuche de xilófono en el maletero. Y si lo hace, siempre puede pensar que no es más que un instrumento musical.

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Todos estuvieron de acuerdo en que era un plan excelente. Colocaron el estuche del doctor Tolly dentro del estuche de xilófono vacío, y Charlie y Benjamin se dirigieron al parque. Ya había oscurecido, pero con Judía Corredora saltando junto a ellos se sentían completamente a salvo. Pronto repararon en la pésimamente disfrazada figura de Asa, que se iba ocultando tras los árboles al otro lado de la calle, pero intentaron simular que no lo habían visto. Después de dar vueltas durante veinte minutos, Charlie y Benjamin volvieron al número doce de la calle Filbert. Fidelio y el gran estuche habían desaparecido. —¡Lo conseguimos! —aplaudió Benjamin. —Bien por Fidelio —dijo Charlie—. Bueno, será mejor que me vaya a casa. Nos vemos mañana. —Le llevaremos la cinta a la señorita Ingledew, ¿no? —Buena idea —dijo Charlie. Cruzó la calle corriendo, impaciente por contarle a su tío todo lo que había ocurrido. Paton, de un modo muy conveniente, se hallaba solo en el vestíbulo, pero no estaba para secretos. Se disponía a salir. Llevaba un traje negro muy elegante y, sorprendentemente, una pajarita de color púrpura.

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Se había cortado el pelo y su rostro se veía muy blanco y recién afeitado. En lugar de su olor habitual a tinta y papel antiguo, aquella noche su tío desprendía un aroma especiado. —¡Guau! —exclamó Charlie—. ¿Adonde vas, tío Paton? Paton estaba un poco azorado. —Me pediste que te consiguiera una llave —dijo finalmente—, de la señorita Ingledew. —Ya no la necesitamos —susurró Charlie. Paton no se enteró de lo que acababa de decirle. —Yo, ejem... —se aclaró la garganta—. Voy a llevar a cenar a la señorita Ingledew. —¡No me digas! —Aquello sí que era tina novedad. Que Charlie recordara, Paton nunca había llevado a nadie a cenar. Su tío bajó la voz y, inclinándose hacia Charlie, le confesó: —A Grizelda no le ha hecho ninguna gracia. —Era de esperar —dijo Charlie con una sonrisa. El tío Paton le dio una palmadita en el hombro, le guiñó un ojo y se fue. Hacía una noche muy oscura. Charlie estaba muy emocionado por su tío. Le deseó buena suerte en silencio y una noche libre de

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accidentes. La abuela Bone se había encerrado en su habitación, por lo que en la cocina reinaba la paz. Maisie y la madre de Charlie leían unas revistas. Cuando Charlie entró en la cocina las dos alzaron la vista, deseosas de saberlo todo de su primera semana en la nueva escuela. Charlie les contó las partes graciosas e interesantes; no incluyó en su relato a Gabriel Silk y su extraña afirmación de que su padre no estaba muerto. También se calló la parte de la capa. Tendría que encontrar una explicación para eso más tarde. Le permitieron quedarse levantado hasta mucho más tarde de lo habitual. Con la abuela Bone a buen recaudo en su habitación, nadie iba a insistir para que se fuera a la cama temprano. Además, al día siguiente era domingo, y su madre le aseguró que podría quedarse en la cama todo el tiempo que quisiera. Pero al final los ojos de Charlie empezaron a cerrarse, bostezó varías veces y tuvo que admitir que estaba en un tris de quedarse dormido. Les dio un beso de buenas noches a Maisie y a su madre y se fue a la cama. Charlie no hubiese sabido decir cuánto rato llevaba durmiendo cuando se dio cuenta de que sucedía algo raro. Oyó unos pasos muy lentos al otro lado de la puerta. Arriba y abajo. Arriba y

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abajo. Los escalones crujieron y alguien atravesó el vestíbulo. Cansado como estaba, Charlie se levantó de la cama y bajó la escalera de puntillas. El tío Paton estaba sentado a la mesa de la cocina, donde una vela solitaria parpadeaba lúgubremente. Había arrojado al suelo la chaqueta y la corbata, y había enterrado el rostro en sus brazos cruzados. —Tío Paton, ¿qué te pasa? —susurró Charlie—. ¿Qué ha ocurrido? Su tío no contestó. Lo único que hizo fue soltar un gemido. Charlie cogió una silla y se sentó frente a su tío, esperando a que se recuperara de lo que le había causado tal desesperación. Finalmente Paton levantó la cabeza y dijo: —Todo ha terminado, Charlie. —¿El qué ha terminado? —preguntó Charlie. —No pude evitarlo —explicó Paton en tono pensativo—. Estaba claro que ocurriría. Nuestra amiga, la señorita Ingledew, tenía un aspecto impresionante. Llevaba un vestido negro y el pelo recogido en lo alto de la cabeza, y su cuello se veía tan blanco como el de un cisne... Bueno, me quedé anonadado. —Claro —dijo Charlie.

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—Me estuve conteniendo hasta el postre. —Oh. Eso estuvo muy bien. —No, no lo estuvo —gimió Paton—, aunque supongo que ella disfrutó de la mayor parte de la cena. —¿Qué cenasteis? —Ostras. Una ensalada César. Pato asado, y un pudín Pavlova. —¡Qué rico! —exclamó Charlie, que no tenía ni idea de qué eran aquellos platos a excepción del pato. —Pero el vino se me subió a la cabeza y me sentía tan embriagado por la emoción, tan feliz... — Paton dejó escapar un gran suspiro—. Había una vela en nuestra mesa, lo cual era perfecto, pero detrás de Julia, en la pared, había una lámpara de pantalla roja y... ¡paf!, estalló. Todo se llenó de cristales, incluido el pelo de Julia y su precioso vestido negro. Me levanté de un salto y otra lámpara estalló en la mesa de al lado. Imagínate mi consternación. —¡Pero ellos no sabían que habías sido tú! — observó Charlie. —Ah, pero entonces fue cuando hice el ridículo más espantoso. «¡Lo siento, lo siento!», grité, y otra lámpara se hizo añicos. Y otra. Salí corriendo de allí

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pidiendo disculpas. Estaba tan abochornado... No podía quedarme allí: ¡todas las bombillas del restaurante hubiesen explotado! —No te preocupes —le tranquilizó Charlie—. Estoy seguro de que sabrás explicárselo a la señorita Ingledew. —¡Pero, Charlie, es que no pagué la cuenta! —se lamentó Paton—. Imagínate lo disgustada que debe estar. Ahora cree que soy un cobarde que se deja asustar por unas bombillas que estallan, y que además la dejé allí para que pagara la cuenta. —Pues tendrás que contarle la verdad —aseveró Charlie. —¡Noooo! —El tío Paton soltó un atronador gemido de desesperación—. Estamos condenados, Charlie. Tú y yo. Por ser diferentes, por las horribles desgracias de nuestra familia... —No estamos condenados, tío Paton —replicó Charlie con vehemencia—. Y cálmate, por favor. Tengo algo muy importante que contarte, y realmente necesito que te concentres. —El tío Paton volvió a hundir la cabeza en sus brazos cruzados. No parecía que fuera a moverse, así que Charlie empezó a contarle lo que el doctor Tolly decía en la cinta. Finalmente Paton alzó la cabeza, con toda su atención puesta en Charlie.

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—¡Santo Dios! —exclamó Paton cuando Charlie llegó a la parte del organista—. ¡Lyell! —Era mi padre, ¿verdad? —Tiene Charlie.

que

serlo

—dijo

Paton—.

Continúa,

Cuando Charlie hubo terminado de relatar la extraña historia del doctor Tolly, Paton empezaba a tener un aspecto mucho más animado. —Mi querido muchacho, esto es extraordinario — dijo—. Y trágico, también. Una verdadera tragedia. Esa pobre niña... ¡Y tu padre! ¡Cómo me gustaría haber podido evitar que eso ocurriese! No me cabe la menor duda: al tratar de salvar a la niña, tu padre selló su propio destino. —Pero tío Paton, mi padre todavía está vivo — declaró Charlie. —¿Qué? No, Charlie, lo siento. Tienes que estar equivocado. Charlie le contó a su tío lo de Gabriel Silk, la capa azul y la corbata de su padre. —No veo por qué razón iba a mentirme— manifestó cuando terminó de contárselo—. Deberías haber visto a Gabriel, tío Paton. Puede hacer esas cosas, de la misma manera en que yo oigo voces y Manfred hipnotiza... y tú puedes hacer que las bombillas estallen.

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—Supongo que debo creerte, Charlie. Pero vi el sitio por donde el coche de tu padre se despeñó, y es imposible que pudiese salir con vida. Y si lo hizo, ¿dónde está ahora? Charlie se encogió de hombros con cierto pesimismo. No conocía la respuesta, pero le pareció muy interesante constatar que no se había encontrado el cuerpo de su padre. —Creo que la abuela impidió que acabaran con papá porque era su hijo. Pero permitió que ocurriera, el accidente y todo eso, porque no consiguió que hiciera lo que ella quería. Todos estaban en el ajo, tanto los Bloor como los Yewbeam; todos excepto tú, tío Paton. Si alguien se interpone en su camino o hace algo que no les gusta, acaban con esa persona, o la esconden, o hacen que se olvide de quién es. —¡Oh, querido muchacho! —Paton golpeó la mesa con el puño—. Es culpa mía. No fue suficiente mantener la cabeza baja: yo sabía que algo sucedía, no puedo negarlo. Esas hermanas mías intrigaban, hablaban en susurros y se reunían en secreto; y había visitas del doctor Bloor y su espantoso abuelo Ezekiel, pero y o no presté atención a todo aquello. —¿Su abuelo? sorprendido.

—preguntó Charlie, un tanto

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—Sí, su abuelo —respondió Paton—. Un viejo malvado donde los haya. Debe rondar los cien años. Una noche, Lyell me llamó por teléfono. Había descubierto que iba a suceder algo diabólico y quería mi consejo. En aquellos tiempos él vivía al otro lado de la ciudad contigo y con tu madre. Le dije que me reuniría con él delante de la catedral. —Paton se cubrió el rostro con las manos—. Pero no fui, Charlie —gimió—. Se me olvidó porque estaba trabajando en mi libro. Pero ¿qué es un libro comparado con una vida? Nunca volví a ver a tu padre. A pesar del horror y el misterio que envolvían la desaparición de su padre, Charlie se sintió orgulloso. Su padre había intentado evitar que ocurriese algo terrible. —Tío Paton, mañana iré a llevarle la cinta del doctor Tolly a la señorita Ingledew —dijo—, y una vez allí intentaré aclarar lo de las bombillas y todo lo demás. —Eso es muy noble por tu parte —dijo Paton tristemente—, pero me temo que no tendré una segunda oportunidad. —Por supuesto que sí —replicó Charlie. De pronto cayó en la cuenta de que él y su tío estaban haciendo bastante ruido. ¿Por qué la abuela Bone no había dado golpes en el suelo ni

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había bajado hecha una furia para ver qué ocurría? —¿Qué le debe pasar a la abuela? —preguntó. Paton sonrió por primera vez aquella noche. —Le puse una cosa en la leche. Seguirá durmiendo durante horas. Probablemente no despertará hasta la hora del té. Charlie se echó a reír. No pudo contenerse. Riendo alegremente, él y su tío subieron la escalera juntos, dejando atrás sus problemas. Por el momento.

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El pacto secreto de Billy Cuando Billy Raven le explicó a Charlie que no le importaba quedarse solo en aquel dormitorio tan grande, no le dijo realmente la verdad. De hecho, Billy temía las noches de los sábados. Le costaba mucho conciliar el sueño sabiendo que tenía que pasar otro día y otra noche más solo que la una. Bendito le hacía compañía a su manera, cierto, pero el conocimiento que tenía de los humanos era bastante limitado. Su conversación siempre giraba en torno a acontecimientos y sentimientos animales, y últimamente, como se hacía viejo, se quejaba constantemente de sus achaques. Billy le escuchaba y le expresaba su simpatía, pero hubiese preferido tener a otro niño con quien hablar, o

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incluso a una niña. Billy sabía que había otros huérfanos en la academia, pero todos habían sido adoptados por familias de buen corazón. Billy solía preguntarse por qué nadie había querido adoptarlo, y había llegado a la conclusión de que era por su extraño aspecto; quizás a la gente le asustaba su pelo blanco y sus ojos de un rojo oscuro. Al otro lado del patio, las velas brillaban como pequeñas estrellas fantasmales en la habitación de Manfred. Billy las estuvo contemplando durante un rato y luego, dejando las cortinas abiertas, pasó por encima de Bendito y se metió en la cama. Su cabeza apenas había tocado la almohada cuando el viejo perro soltó un resoplido y se incorporó. —Llaman a Billy —dijo Bendito. —¿Quién me llama? —preguntó Billy, ligeramente alarmado. —Hombre viejo. Ahora. Yo enseño. —¿Ahora? Pero está oscuro y... y... ¿por qué quiere verme? —Bendito no sabe. Ven ahora. Billy se puso las zapatillas, sacó su linterna de un cajón y, tras envolverse en la bata, siguió a Bendito fuera del dormitorio.

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La pila de la linterna de Billy estaba casi agotada, y daba tan poca luz que Billy apenas distinguía el muñón que Bendito tenía por cola cuando éste lo agitaba. Siempre pensaba en que tenía que pedir a alguno de los chicos que le consiguiera una pila, pero no sabía a quién. El fin de semana siguiente iría a casa de Charlie, y seguro que le conseguiría una pila nueva. Bendito andaba mucho más deprisa de lo habitual, y Billy tuvo que correr un poco para no perderle de vista. No obstante, cuando Bendito llegó a una escalera, aflojó el paso. Subió con gran esfuerzo y jadeando desesperadamente. Arriba hacía un calor sofocante. Se encontraban en los aposentos de la familia Bloor. Billy se estremeció al pensar en lo que ocurriría si Manfred lo encontraba delante de su puerta. —¿Estás seguro de que no te equivocas? —le preguntó Billy al perro—. ¿No lo habrás entendido mal? —Bendito nunca equivoca —resopló el perro—. Sigue. Billy lo siguió, recorriendo primero pasillos que apestaban a cera de velas y luego subiendo por otra escalera que les condujo a un reino lleno de sombras donde unas lámparas de gas siseaban y chisporroteaban colgadas de la pared, y las

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telarañas pendían lánguidamente de un oscuro techo que amenazaba ruina. —Olor bueno —comentó Bendito. —¿Bueno? —se extrañó Billy—. Huele como a huevos podridos y... y a cosas muertas. —Bueno —repitió Bendito. Había llegado a una puerta negra con un enorme pomo de latón. La pintura estaba surcada por un sinfín de líneas profundamente marcadas, y cuando Bendito levantó una pata y empezó a arañar la puerta, Billy comprendió lo que eran aquellas señales. Dedujo que el viejo perro iba allí a menudo. Después de tres arañazos, una voz cascada y altiva dijo: —¡Adelante! Billy hizo girar la manija de la puerta y entró. Se encontró en una estancia extraordinaria. La única iluminación provenía de un fuego que ardía en una inmensa chimenea de piedra en el otro extremo de la habitación. Un anciano descansaba en una silla de ruedas al lado del fuego. Unos mechones de finos cabellos blancos asomaban por debajo de una gorra de lana roja y, bajo la gorra, los huesos del rostro hundidos del anciano sobresalían como los de una calavera. Tenía los ojos hundidos y oscuros y las mejillas descarnadas, y sus labios eran tan

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delgados que prácticamente carecía de ellos. Aun así, aquella boca espantosa sonrió cuando Billy entró en la habitación. —Acércate, Billy Raven —dijo el anciano, haciéndole un gesto con un largo dedo torcido. Billy tragó saliva y fue hacia él. En aquella habitación hacía un calor asfixiante, y Billy no entendía que el anciano llevara un chal a cuadros sobre los hombros. Dio sólo unos pasos y se detuvo. Bendito pasó bamboleándose junto a él y se tumbó delante de la chimenea, jadeando. —Aquí hace mucho calor, señor —dijo Billy, sintiendo que le faltaba el aire. —Ya te acostumbrarás. A mi perrito le encanta que haya un buen fuego, ¿verdad que sí, Percy? — El anciano le sonrió con cariño al perro, aunque no era fácil distinguir su expresión. También podría haber fruncido el ceño. —Yo pensaba que era el perro de la cocinera, señor. —El cree que es el perro de la cocinera porque ya no puedo llevarlo de paseo. ¿Verdad, Percy? —Me dijo que se llamaba Bendito —dijo Billy, acercándose un poco más. —Su nombre es Percival Pettigrew Pennington Pitt, pero él cree que es un Bendito. —El anciano

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soltó una risita—. ¿Quieres un poco de cacao caliente, Billy? Billy nunca había tomado cacao caliente. No supo qué decir. —Está calentito y es dulce, y hace que tengas sueños maravillosos. —El anciano volvió a hacerle un gesto con el dedo torcido—. Hay un cazo de leche calentándose en el fuego. Y encima de mi mesita, allí, encontrarás dos tazones azules con cacao y azúcar dentro, ya preparados. Lo único que has de hacer es echar la leche en los tazones y removerla, y luego mantendremos una agradable charla, ¿verdad que sí, Billy? —Sí—dijo Billy. Siguió las instrucciones del anciano y no tardó en estar sentado en una silla muy grande y cómoda, saboreando con deleite su primer tazón de cacao caliente. El anciano bebió de ruidosamente, y luego dijo:

su

tazón

sorbiendo

—Bueno, Billy, supongo que te estarás preguntando quién soy. Soy el señor Bloor Primero. ¡Ja, ja, ja! —Otra cascada risita de enfermo escapó de su garganta—. Pero también soy Ezekiel. Puedes llamarme señor Ezekiel. —Gracias —dijo Billy.

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—¡Bien! ¡Bien! En fin, Billy, tú tienes un problema, ¿verdad? No te han adoptado, ¿verdad? No. Y eso es una lástima, ¿verdad? ¿Te gustaría que te adoptaran, Billy? ¿Te gustaría tener unos padres simpáticos, alegres y cariñosos? Billy se irguió en su asiento. —¡Sí!—exclamó. Un tenue destello centelleó insondables del anciano.

en

los

ojos

—Entonces serás adoptado, Billy. Tengo justo a los papas ideales para ti. Son dos personas maravillosas y están muy, muy impacientes por tenerte con ellos. —¿De veras? —Billy casi no podía creerlo—. Pero ¿cómo es que me conocen? —Se lo hemos contado todo acerca de ti. Saben lo listo que eres, y lo buen chico que has sido, y han visto tu foto de la escuela. —Así que saben lo de... —Billy se tocó el pelo blanco. El señor Ezekiel esbozó una de sus siniestras sonrisas. —Saben que eres albino y eso no los preocupa en lo más mínimo. —Oh.

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Billy se sintió mareado de pura emoción. Bebió un largo sorbo del delicioso cacao para que le calmara los nervios. El señor Ezekiel lo miraba fijamente. —Si arreglamos lo de esa adopción, Billy, se esperará que a cambio hagas algo por nosotros. —Comprendo —dijo Billy sin mucha convicción. —Has hecho un nuevo amigo, ¿verdad? Un chico de tu dormitorio que se llama Charlie Bone. El tono del anciano no podía ser más afable y bondadoso, y Billy sintió que podía confiar en él. —Sí—dijo. —Quiero que me cuentes todo lo que hace: adonde va, con quién habla y, lo más importante de todo, qué dice. ¿Serás capaz de hacerlo? El anciano se inclinó hacia delante y clavó en Billy sus aterradores ojos negros. —Sí —susurró Billy—. El próximo fin de semana iré a su casa, si me lo permiten. —Se te permitirá, Billy. Será perfecto. Y ahora puedes contarme todo lo que has llegado a saber hasta el momento. Con la perspectiva de pasar toda la vida junto a unos padres amables y maravillosos, Billy se apresuró a contarle al anciano todo lo que éste

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quería saber. No pensó que eso fuera a causarle ningún perjuicio a Charlie, e incluso admitió que él también había espiado al doctor Bloor en la torre Da Vinci. El señor Ezekiel frunció el ceño cuando oyó aquello y masculló un juramento, pero volvió a adoptar rápidamente una expresión de afectuoso interés mientras Billy seguía enumerando todos los detalles que recordaba. Hubo una cosa de Charlie que no le contó. No pudo decirle que Charlie sabía que su padre estaba vivo porque Billy estaba dormido cuando Gabriel Silk se puso la corbata azul de seda alrededor del cuello. —Gracias, Billy —dijo el señor Ezekiel cuando Billy terminó—. Ahora ya puedes irte. El perro te llevará de vuelta a tu dormitorio. ¡Percy, levanta! Bendito parpadeó y se levantó con mucha dificultad. Billy bajó del cómodo asiento y puso sobre la mesa su tazón vacío. —¿Cuándo veré a mis nuevos padres, señor? — preguntó. —Todo a su debido tiempo. —La voz del anciano había perdido todo rastro de afecto—. Primero tienes que cumplir con tu parte del trato. —Sí, señor. —Con Bendito jadeando a su lado,

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Billy fue hacia la puerta, se volvió y dijo—: Buenas noches, señor. ¿Cuándo tengo que...? —El perro te traerá —le cortó el señor Ezekiel, despidiéndolo con un ademán de impaciencia. Cuando se hubo quedado solo, el anciano señaló el cazo de la leche con su dedo deformado. El cazo se elevó lentamente en el aire y, siguiendo las indicaciones del dedo del anciano, voló suavemente hacia un tazón vacío. —Sirve —ordenó el señor Ezekiel. El cazo se inclinó hacia delante y vertió unas gotas de leche caliente en el tazón, pero el resto cayó sobre el chal a cuadros del anciano. —¡Estúpido! —gritó el señor Ezekiel—. ¿Es que nunca aprenderás? Al parecer, el calor de la habitación había dejado exhausto a Bendito. Necesitó un buen rato para llegar al dormitorio, y para entonces la pila de la linterna de Billy ya se había agotado del todo, así que tuvo que andar con la mano apoyada en la cabeza del viejo perro. Bendito se sabía el camino incluso en la más absoluta oscuridad, y sólo se detuvo en una ocasión para decir: —Orejas mal. No toques. —Lo siento —dijo Billy.

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—Necesitan consigue?

Charlie Bone

gotas

—musitó

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Bendito—.

¿Billy

Billy no veía cómo. —Lo intentaré —prometió. Cuando llegaron al dormitorio, se encontraron a la cocinera paseando nerviosamente ante la puerta. Bajita y regordeta, con las mejillas muy rosadas y el pelo canoso, la cocinera tenía justo el aspecto que esperas de una cocinera. —He estado buscando a ese bendito perro por todas partes —dijo la cocinera—. Tiene que tomarse la medicina. —Dice que necesita gotas para las orejas —le explicó Billy. —¿Eso dice? —La cocinera estaba al corriente de la relación que existía entre Billy y Bendito—. Necesita gotas para prácticamente todo, ¿verdad? ¿Dónde has estado, joven Billy? —He ido a ver al viejo. —Pobrecito mío. —La cocinera suspiró bondadosamente—. Yo de ti, me metería en la cama ahora mismo. Billy les dio las buenas noches a la cocinera y a Bendito y se fue a la cama. Permaneció despierto durante mucho rato, tratando de imaginarse cómo

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serían sus nuevos padres.

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15

Un caballero que canta, brilla y repica Levantarse por la mañana del domingo sabiendo que la abuela Bone todavía estaría dormida fue una auténtica delicia. Charlie saltó de la cama y bajó a tomar un abundante desayuno con Maisie y su madre. —Supongo que en estos días habrás tenido un montón de desayunos horribles, ¿verdad, Charlie querido? —dijo Maisie. —Cinco para ser exactos —respondió Charlie, y les explicó que iba a pasar casi toda la mañana con Benjamin y que, para compensarlo, lavaría los platos del desayuno.

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Su madre no quiso ni oír hablar de ello. —Ve y pásatelo bien ahora que puedes —dijo, despidiéndolo con un alegre ademán. Benjamin parecía bastante preocupado cuando le abrió la puerta a Charlie. —He recibido una carta de mis padres—dijo. —Pensaba que vivían aquí —replicó Charlie. —Y yo. Pero esta mañana deben de haberse marchado muy temprano. Me parece recordar que mamá vino a darme un beso cuando todavía estaba oscuro. Cuando me desperté encontré la carta sobre la almohada. Benjamin llevó a Charlie a la cocina, donde Judía Corredora se estaba terminando los cereales de su dueño. —¿Puedo leerla? —preguntó Charlie. Benjamin le dio la carta. Era obvio que la habían escrito a toda prisa, porque las frases se sucedían a lo largo de la página en grandes trazos desiguales. Decía: Querido Benjamin: Como ya sabes, somos detectives privados. Estas últimas semanas hemos estado trabajando en el mismo caso, el del limpiacristales desaparecido.

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Hemos tenido que dedicarle todo nuestro tiempo y nos ha dejado francamente agotados, y sentimos muchísimo, querido Benjamin, haber tenido que dejarte solo tan a menudo. Ya te lo compensaremos cuando volvamos a casa. Esto nos lleva al motivo de esta carta. El extraño caso del limpiacristales desaparecido acaba de dar un giro muy interesante. Hemos recibido información de que podría estar atrapado en una cueva en Escocia, así que ahora mismo salimos para allá, antes de que vuelva a desaparecer. Cuídate, querido Benjamin. Con muchísimo cariño, Mamá y papá. P.D.: Una señora muy agradable de los servicios sociales vendrá a cuidar de ti hasta que volvamos. —Eso de la señora agradable no me gusta nada —dijo Charlie cuando terminó de leer—. «Agradable» puede tener significados muy distintos según quién lo dice. —Mientras sea buena con Judía Corredora, no me importa —dijo Benjamin. Los dos chicos decidieron ir inmediatamente a la librería de la señorita Ingledew. Benjamin había

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tenido la precaución de hacer dos copias de la cinta, por si Manfred aparecía en su busca o sucedía otra cosa igualmente horrible. También había bajado al sótano una gran maleta y le había echado una alfombra por encima, para engañar así momentáneamente a cualquiera que buscase el estuche del doctor Tolly. —Has estado muy ocupado —dijo Charlie con admiración. Con Judía Corredora encabezando la marcha, partieron hacia la librería. Como era domingo la encontraron cerrada, naturalmente, pero tras varias llamadas y unos cuantos gritos la señorita Ingledew abrió la puerta. Llevaba una larga bata verde y no parecía de muy buen humor. —¿Qué queréis? —preguntó—. Es domingo por la mañana, por el amor de Dios. —Lo siento, señorita Ingledew —se disculpó Charlie, y le contó lo de la cinta que habían encontrado dentro del perro de metal—. La grabaron para usted —dijo—, así que se la hemos traído. Se lo explicará todo acerca de su sobrina: está en la academia y creemos que podremos despertarla. —¿Despertarla? ¿De qué estás hablando? Será mejor que entréis. —Miró a Judía Corredora—. No come libros, ¿verdad?

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—Nunca—respondió Benjamin. Siguieron a la señorita Ingledew a través de las cortinas y entraron en la acogedora sala de estar llena de libros. Judía Corredora tuvo mucho cuidado de no tirar las pequeñas torres de libros que se elevaban desde el suelo. La señorita Ingledew puso la cinta en una grabadora de aspecto un tanto polvoriento y les indicó a los niños que se sentaran. Éstos se apretujaron en el único sillón vacío —los otros estaban abarrotados de libros y papeles—, y la señorita Ingledew se apoyó en el borde de su escritorio. Los chicos contemplaron el rostro de la señorita Ingledew mientras escuchaba. Varias veces sacudió la cabeza, y se secó los ojos a menudo. De vez en cuando exclamaba: «Oh, no», y cuando la cinta llegó a su fin, murmuró: —Recuerdo tan bien ese día... Ocurrió algo muy extraño... tendría que habérmelo imaginado. —¿Qué fue eso tan extraño que ocurrió? — preguntó Charlie. —Gatos —respondió la señorita Ingledew. —¿Gatos ? —Charlie se irguió en su asiento. —No sé de dónde salieron, pero aparecieron de pronto en la cocina el día en que la pequeña Emma

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tenía que irse. Provocaron un pequeño incendio al volcar la funda de tela de la tetera sobre el quemador del gas, y nos costó bastante apagarlo. Sus pelajes eran de colores muy intensos: rojo, amarillo y naranja, y no paraban de dar vueltas alrededor de la pequeña, como si trataran de protegerla. Le hicieron un feo arañazo en la cara al doctor Tolly cuando finalmente se la llevó. —Uno de ellos sale en la foto —explicó Charlie. —No me extraña nada —dijo la señorita Ingledew —. Esos gatos se metían por todas partes. Pero cuando Emma se fue, se esfumaron. —Se frotó la frente—. Así que la pobre Emma está dormida... ¡Todo esto es tan extraordinario! —Está hipnotizada —aclaró Charlie—. Manfred también me hipnotizó a mí, pero con ella ha sido mucho peor. Aun así, el efecto se le está pasando, señorita Ingledew. Los he oído hablar de su sobrina y Manfred dijo que estaba harto porque tenía que estar dominándola continuamente. Así que no costará mucho despertarla, y pensamos que tenemos justo lo que la sacará de su sueño. —Pero ¿quién es ella, Charlie? —Creemos que es una chica que se llama Emilia Moon —contestó Charlie—. Tiene el pelo muy claro y los ojos muy azules, y siempre tiene una expresión soñadora. No habla mucho, pero es muy

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buena dibujando. —Nancy —murmuró la señorita Ingledew—. Parece que estés describiendo a mi hermana Nancy. ¡Ojalá pudiera verla! —Déjelo en nuestras manos, señorita Ingledew— dijo Charlie, levantándose de un salto—. Encontraremos la manera de despertarla, y entonces podrá venir a vivir con usted. La señorita Ingledew exclamación ahogada.

dejó

escapar

una

—¿Sería posible? Quizás ella es feliz donde está, viviendo con los Moon. —No parece muy feliz —dijo Charlie—. Probablemente ni siquiera sabe que puede volar. —¡Eso sí que es demasiado! —exclamó Benjamin —. Me encantaría volar. —Pienso que es muy poco probable que Emma pueda volar. Ciertamente el doctor Tolly nunca lo mencionó antes. —La señorita Ingledew se separó del escritorio—. Nunca podré agradecértelo lo suficiente, Charlie, ni a ti, Benjamin. Me habéis devuelto la esperanza. Si me necesitáis para algo, decírmelo, por favor. —Lo haremos —le prometió Charlie. Éste creyó ver brillar en su pelo un diminuto

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trocito de cristal, y se preguntó cómo podía sacar el tema de la infortunada rotura de bombillas. Tenía que hacerlo por su tío. Pero Judía Corredora ladraba excitadamente y ya habían cruzado las cortinas en dirección a la puerta. Charlie se detuvo, carraspeó y dijo: —Acerca de mi tío, señorita Ingledew... La señorita Ingledew se puso muy roja. —Preferiría no hablar de eso —dijo. —Es que fue un accidente. —¿Un accidente? Fue de lo más embarazoso. —Me refiero a lo de las bombillas, señorita Ingledew. Mi tío no pudo evitarlo. —¿Las bombillas? —La señorita Ingledew no entendía nada—. Tu tío me dejó allí plantada. Para ser exactos, salió corriendo. ¡Cualquiera habría pensado que yo era una ogresa! —Todo lo contrario, señorita Ingledew. Aquello ocurrió precisamente porque a mi tío le pareció usted preciosa. Viendo lo perpleja que estaba la señorita Ingledew, Charlie se lanzó y le contó la verdad acerca del peculiar don de su tío. La señorita Ingledew miró a Charlie, primero con incredulidad y luego con horror. Finalmente una

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expresión de cierta alarma se reflejó en su rostro. —Ya veo —musitó—. Qué insólito. —A mi tío le gustaría muchísimo volver a verla — añadió Charlie esperanzadamente. —¡Hum! —respondió la señorita Ingledew—. Estoy bastante cansada, chicos —añadió abriendo la puerta. Charlie y Benjamin salieron obedientemente a la calle. La puerta se cerró con firmeza tras ellos. —¡No sabía que tu tío hiciera esas cosas! —se admiró Benjamin. —No se lo cuentes a nadie —le pidió Charlie—. Quizá no debería habérselo contado a la señorita Ingledew, pero el tío Paton se muere de ganas de volver a verla, así que pensé que era mejor decirle la verdad. —Si quieres saber mi opinión, la has asustado — dijo Benjamin alegremente—. Próxima parada, la casa de Fidelio. Venga, Charlie, tengo un plano de dónde vive. Benjamin y Judía Corredora se adelantaron corriendo mientras Charlie los seguía sin apresurarse, sintiéndose fatal por el asunto de la señorita Ingledew y su tío. Al parecer sólo había conseguido empeorar la situación.

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La casa de Fidelio era todo un espectáculo para la vista o, para ser más exactos, para el oído. Se trataba de un edificio antiguo que, afortunadamente, se encontraba aislado de los demás en una plaza adoquinada. El jardín, por llamarlo de alguna manera, se reducía a un pequeño retazo de hierba que circundaba la casa flanqueado por un murete de ladrillo. Cuando Benjamin y Charlie se acercaron a la casa, el estruendo que salía de ella era tan tremendo que vieron temblar las vigas de roble del porche y cómo dos tejas se desprendían del tejado y caían al sendero de ladrillo. En aquella barahúnda participaban muchos instrumentos: se oían violines, una flauta, violoncelos, un arpa y un piano. Una placa de latón en la puerta les dijo que el lugar se llamaba Casa de los Gunn. Un redoble de tambor surgió de una de las ventanas inferiores, y tanto Charlie como Benjamin pensaron que dentro de la casa debía haber un montón de Gunns. Charlie se preguntó cómo iban a oír el timbre de la puerta los de dentro. No tardó en descubrirlo. Cuando apretó el timbre, una potente voz grabada aulló: «¡PUERTA! ¡PUERTA! ¡PUERTA!» Los dos niños dieron un brinco y Judía Corredora soltó un prolongado aullido de terror. Unos

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segundos después Fidelio abrió la puerta y Charlie y Benjamin entraron en una especie de colmena musical. Varios niños corrían escalera arriba y abajo o entraban y salían de las habitaciones, cargados con partituras y toda una variedad de instrumentos. —¿Esta es... son todos familia tuya, quiero decir? —preguntó Charlie con asombro. —La mayoría —respondió Fidelio—. Contando a mamá y a papá, somos diez. Pero algunos de nuestros amigos músicos han venido a hacernos una visita. Mi hermano mayor, Félix, acaba de formar un grupo de rock. Un hombretón barbudo salió al rellano al final de la escalera y Fidelio gritó: —¡Este es Benjamin y éste es Charlie, papá! El señor Gunn sonrió de oreja a oreja y cantó: —Benjamin y Charlie, que coméis copos de avena, sed muy bienvenidos aunque sea pronto para la cena. —Soltó una estruendosa carcajada y desapareció dentro de una habitación llena de música de violín. —Lo siento —se disculpó Fidelio—. A papá le gusta convertirlo todo en una canción. He puesto el estuche en una habitación del último piso. Venid. Llevó a sus amigos y al asustado Judía Corredora escalera arriba, y pasaron junto a varias puertas

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que temblaban a causa del ruido. La habitación del grupo de rock hizo que Judía Corredora gimotease en un tono tan lastimero que Benjamin tuvo que taparle las orejas con las manos. Cada vez que se cruzaban con un niño con las mismas pecas que Fidelio y su intenso color de pelo, su amigo decía: «Este es Benjamin y éste es Charlie», y les daban la bienvenida con brillantes sonrisas y un «¡Hola!» o un «¡Hey!» o, a veces, un «¿Qué tal, tronco?». Finalmente llegaron a una puerta en el último piso de la casa y Fidelio los hizo entrar en una habitación llena a reventar de estuches de música de distintos tamaños. —Nuestro cementerio de instrumentos —explicó —. Aquí guardamos todo lo que se ha roto y que algún día podría arreglarse. Arrastró el largo estuche de xilófono hasta la luz, lo abrió y sacó de su interior el estuche metálico del doctor Tolly. —¿Lo abrimos? —preguntó, dejando el estuche en el suelo. De pronto, Charlie no estuvo seguro. Estaba deseando averiguar qué había en el estuche, pero también tenía un poco de miedo. El tío Paton le había dicho que él debería estar allí, para ayudar si

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algo salía mal. Pero ¿qué podía ir mal en una casa tan ruidosa y acogedora? Nadie oiría los sonidos que había compuesto el doctor Tolly, y si los oían, no les parecerían nada raros. —De acuerdo —dijo Charlie. —Hazlo tú, Charlie —propuso Benjamin. Charlie dio un paso adelante y se arrodilló frente al estuche. Ahora veía las letras con toda claridad: «Las Doce Campanas de Tolly.» Tocó la «L», delicadamente pero con firmeza. Luego vino la «A», y Charlie se dio cuenta de que ya no podía detenerse. Aquello era realmente fácil. Fue presionando las letras una por una y, cuando llegó a la última, la «Y», se oyó un golpecito que procedía de la tapa. Charlie se levantó a toda prisa y se colocó a cierta distancia. La tapa se abrió con un ruidoso chasquido y una figura empezó a elevarse del estuche. Ciertamente no era lo que Charlie esperaba. Se había imaginado al antepasado del doctor Tolly como un anciano vestido de terciopelo. La figura que surgió del estuche era un caballero. Sus brazos y sus piernas se hallaban envueltos en una reluciente cota de malla, y su cabeza estaba cubierta por una capucha, también de cota de

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malla, en la que había una pequeña abertura por la que sólo asomaban la nariz y los ojos. Aquella figura tan alta y resplandeciente, que iba alzándose del estuche como una flor que creciese muy deprisa, era una visión alucinante y sobrecogedora. Pero lo más impresionante de todo era la reluciente espada que sostenía el caballero en su mano derecha. Cuando la figura hubo alcanzado toda su talla blandió súbitamente la espada, y tres niños y un perro saltaron hacia atrás con gritos, chillidos y furiosos ladridos. Y luego guardaron silencio porque, en algún lugar dentro del caballero, una campana empezó a sonar. Una, dos, tres... la campana siguió sonando y, mientras repicaba, un coro de graves voces masculinas cantó un himno que sonaba a muy antiguo. —Eso es latín —susurró Fidelio—. Lo he oído en la catedral. De pronto, Charlie comprendió lo que había hecho el doctor Tolly. El inventor había utilizado los sonidos que habían rodeado a la pequeña Emma Tolly en el preciso instante en que era hipnotizada... o hechizada. El doctor Tolly creía que aquellos sonidos despertarían a su hija, y que aunque no llegara a recordar quién era, al menos sabría que le había ocurrido algo.

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La campana que había dentro del caballero resplandeciente tañó por duodécima vez. El caballero bajó su espada y empezó a introducirse de nuevo en el estuche. Fue extraño verle encogerse, doblar la cabeza y acomodarse hasta que se quedó inmóvil en su lecho de seda, no más grande ahora que su reluciente espada. —¡Guau! —exclamó Benjamin conteniendo el aliento. —¡Increíble! —añadió Fidelio. —Me pregunto si realmente podrá despertar a Emilia —murmuró Charlie. Fidelio todavía incredulidad.

sacudía

la

cabeza

con

—¿Cómo lo hizo? —musitó—. ¿De qué está hecho? —La cara parece real —dijo Benjamin—. Los ojos son tan brillantes... —Cristal —dijo Charlie—. Y el resto no es más que alguna clase de polialgo. —Pensó en todas las extrañas formas metálicas que había en el taller del doctor Bloor—. Supongo que el doctor Tolly llevaba años engañando a los Bloor. Les enviaba robots, figuras metálicas y esqueletos disfrazados que en teoría tenían la clave para despertar a Emilia y despistarlos. Pero al final lograron atraparlo.

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—A él sí, pero a Las Doce Campanas de Tolly, no —replicó Benjamin. Charlie cerró el estuche. —¿Crees que aquí estará seguro hasta próximo fin de semana? —le preguntó a Fidelio.

el

—Por supuesto que sí. Pero si vamos a traer a Emilia a esta casa necesitaremos que nos ayude una chica. —No hay problema —dijo Charlie—. A Olivia Vértigo le encantan estas cosas. Los tres muchachos salieron de la habitación y emprendieron el regreso a través de aquella casa tan musical. Esta vez se encontraron con la señora Gunn, que tenía las mismas pecas y el mismo color de pelo que los demás miembros de la familia. La señora Gunn cruzaba el vestíbulo cargada con un gran bajo, pero les dio unas cariñosas palmaditas en la cabeza a los chicos cuando pasaron por su lado. Cuando abandonaron la casa de los Gunn, Benjamin y Charlie dirigieron sus pasos hacia el número nueve, donde —Maisie se lo había prometido— los estaría esperando un buen almuerzo. Al cabo de muy poco rato Charlie y Benjamin ya se abalanzaban sobre el pollo asado, las patatas,

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las chirivías y otras verduras insólitas procedentes de la frutería donde trabajaba la señora Bone. Había tres postres distintos, y los niños comieron de los tres: helado, bizcocho y mango. El tío Paton anunció desde arriba que no tenía nada de hambre, así que Judía Corredora se comió su parte. Maisie se preguntó en voz alta si no habría que guardar algo de comida para la abuela Bone. Quedarse hasta tan tarde en la cama no era nada propio de ella, observó. Charlie sonrió para sus adentros. —¿Por qué no le das lo que queda a Judía Corredora? —propuso—. Estoy seguro de que tiene más apetito que la abuela Bone. —Buena idea —dijo Maisie, y Judía Corredora engulló alegremente su segundo almuerzo. Benjamin también se quedó a tomar el té, y fue entonces cuando la abuela Bone despertó. Bajó por la escalera con paso vacilante envuelta en una bata gris. —Pero ¿qué ha pasado? —ladró—. Son las cuatro de la tarde. ¿Por qué no me habéis despertado? —Estabas muy cansada, Grizelda —dijo Maisie—. No queríamos despertarte. —¿Cansada? ¿Cansada? ¡Yo cansada! —espetó la abuela Bone.

nunca

estoy

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Benjamin y Charlie huyeron al jardín, donde jugaron a todos los juegos favoritos de Judía Corredora. Durante un rato pareció como cualquier otro fin de semana, como si nada hubiera cambiado desde que se conocieron cuando los dos tenían cinco años. En aquel entonces Judía Corredora parecía mucho más grande. Pero, obviamente, las cosas habían cambiado. Al día siguiente Charlie tenía que regresar a la Academia Bloor, y aquella noche una completa desconocida vendría a cuidar de Benjamin. —¿Quieres que te acompañe? —propuso Charlie cuando su amigo decidió que ya era hora de irse a su casa. Benjamin sacudió la cabeza. —Todo irá bien —dijo—. Tengo a Judía Corredora. —Mira, si sucede algo mientras yo esté fuera, si necesitas ayuda, acude a mi tío Paton. Él no es como los otros Yewbeam. Está de mi lado. —De acuerdo —dijo Benjamin. Al contemplar a Benjamin y Judía Corredora cruzando la calle, Charlie sintió una punzada en el estómago. Algo iba mal, pero no hubiese podido precisar el qué. Benjamin subió los escalones, metió su llave en la cerradura y entró en el número doce. Charlie se

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quedó mirando la puerta cerrada y deseó haber ido con su amigo. Y luego dejó de pensar en Benjamin, porque había algo que tenía que contarle a su madre. La encontró en su diminuto dormitorio de la parte trasera de la casa. Había ido allí para no tener que oír las quejas de la abuela Bone. Su madre dio unas palmaditas en la cama y Charlie se sentó entre los montones de ropa que había estado remendando. Esperó a que se sentara en su sillón favorito —una de las pocas cosas que su madre había podido conservar de su antigua casa—, y le habló entonces del extraño mensaje del doctor Tolly. La expresión de asombro de la señora Bone se convirtió en tristeza a medida que Charlie le contaba la historia de Emma Tolly. A Charlie le hubiese encantado poder hacerla sonreír diciéndole que su padre aún vivía, pero de momento no tenía pruebas. Llegó a pensar que parte del hechizo que había caído sobre su padre había alcanzado también a su madre: estaba siempre tan callada y distante... Algún día él encontraría a Lyell y lo rescataría. Pero primero había que liberar a Emma Tolly, y eso era algo que Charlie sí podía hacer. Se aseguraría de que esa semana Manfred no encontrara ninguna

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excusa para arrestarlo. Mantendría la cabeza baja, tal como hacía el tío Paton, y el sábado encontrarían la manera de llevar a Emilia Moon a la casa de los Gunn. Cuando Charlie salía de la habitación de su madre, ésta le miró y le dijo: —Ten cuidado, peligroso.

Charlie.

No

hagas

nada...

Charlie sonrió y sacudió la cabeza. Pero no hizo ninguna promesa.

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Guerra Si Charlie hubiera acompañado a Benjamin al número doce, lo que ocurrió aquella noche habría podido evitarse. Aunque ¿quién puede decirlo con certeza? Los Yewbeam eran una familia con mucho poder. Cuando Benjamin y su perro subían los escalones de la entrada, Judía Corredora soltó un nervioso gañido y Benjamin se preguntó quién sería aquella persona tan «agradable» que habían encontrado sus padres para que cuidara de él. Benjamin y Judía Corredora entraron juntos en la casa. Al pie de la escalera había una elegante bolsa de viaje negra, pero ni rastro de una tutora.

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—¡Hola! —llamó Benjamin, con tono vacilante. Alguien salió de la cocina; una persona alta, completamente vestida de negro, con el pelo canoso recogido en lo alto de la cabeza y grandes perlas redondas en las orejas. No calzaba botas rojas, pero Benjamin sabía quién era. O, mejor dicho, sabía que estaba emparentada con la mujer de las botas rojas. —¿Es usted...? —empezó a preguntar, y luego no supo cómo terminar la pregunta. —Me han pedido que te cuide, querido — respondió ella. —Pero ¿no es usted...? —Sí, soy una de las tías abuelas de Charlie. Lo cual hace que estemos casi en familia, ¿verdad? Puedes llamarme tía Eustacia. —Gracias —dijo Benjamin nerviosamente—. ¿De verdad mi mamá y mi papá le pidieron que viniera? —Por supuesto —replicó ella con cierta impaciencia—. ¿Por qué otra razón iba a estar aquí, si no? —Es que resulta un poco extraño —observó Benjamin. La tía Eustacia no le hizo caso. —Más vale que vengas y te comas la cena —dijo

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—. Te he preparado un caldito muy bueno. Benjamin la siguió a la cocina y acercó una silla a la mesa. Judía Corredora soltó un gruñido y se sentó a sus pies. —Los perros no deberían entrar en las cocinas — dijo la tía Eustacia. Vertió un poco de humeante líquido marrón en un cuenco y lo puso delante de Benjamin—. ¡Largo! —le dijo a Judía Corredora—. ¡Fuera de aquí! Judía Corredora gruñó enseñando los dientes. Tía Eustacia dio un paso atrás. —¡Qué perro tan horrible! —exclamó—. Benjamin, sácalo inmediatamente de aquí. —No puedo —dijo Benjamin—. Le gusta comer conmigo. -¡Ja! La tía Eustacia abrió la alacena de un manotazo, encontró una lata de comida para perros y echó unas cucharadas en un cuenco donde decía PERRO. Luego dejó el cuenco en el pasillo, fuera de la cocina. —Y ahora —dijo, agitando un dedo ante Judía Corredora— ¡come! —Y señaló el cuenco en el pasillo. El perro puso los ojos en blanco y se acercó un

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poco más a Benjamin. Benjamin decidió que más le valía evitar una discusión con la tía Eustacia tan pronto, así que se inclinó sobre Judía Corredora y le dijo: —Judía, vete a comer tu cena. Yo estoy bien. Judía Corredora gruñó y salió al pasillo, donde le oyeron engullir la comida para perros. Benjamin deseó poder comerla también. Por fuerza tenía que ser más sabrosa que aquel repugnante caldo marrón. Después de conseguir tragarse todo aquel caldo, le mandaron irse a la cama. —Mañana tienes escuela —dijo la tía Eustacia—. Mejor que te acuestes temprano. —¿Se va a quedar a dormir aquí? —preguntó Benjamin. —Naturalmente —dijo aquella mujer de aspecto siniestro—. Estás a mi cuidado. Benjamin recordó que tenía que hacer ver que Las Doce Campanas de Tolly seguían estando en la casa. —Esta noche tú te quedarás aquí abajo —le dijo a Judía Corredora. Cogió la cesta del perro y la puso junto a la puerta del sótano.

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Judía Corredora se quedó bastante perplejo, pero obedeció y se metió en la cesta. Benjamin se fue a la cama, pero se mantuvo despierto, esperando a que la tía Eustacia subiera al piso de arriba. Cuando estuvo seguro de que por fin se había acostado, bajó con sigilo hasta el teléfono del vestíbulo y marcó el número de Charlie. —¡Hola! —dijo la alegre voz de Maisie. —Soy... Benjamin no llegó a decir nada más porque una silueta oscura acababa de aparecer en lo alto de la escalera. —¿Se puede saber qué estás haciendo? — preguntó la tía Eustacia. Al otro extremo de la línea, la voz de Maisie seguía diciendo: —¡Hola! ¡Hola! ¿Quiénes? —Cuelga ahora mismo —ordenó la tía Eustacia. —Sólo quería Benjamin.

hablar

con

mi

amigo

—dijo

Judía Corredora empezó a ladrar. —¡Es casi medianoche! —gritó la tía Eustacia—. ¡Vete a la cama ahora mismo!

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—Sí—dijo Benjamin con desánimo. Colgó el auricular y subió a su dormitorio. El lunes por la mañana Charlie tuvo que salir de casa temprano. Un autobús azul de la academia se detenía en la calle Filbert a las siete cuarenta y cinco en punto, y luego pasaba una hora recogiendo alumnos de música por distintas partes de la ciudad. De modo que Charlie no vio a Benjamin antes de irse, y apenas escuchó a Maisie cuando ésta le comentó mientras se iba: «Benjamin telefoneó anoche. Bueno, creo que era él, porque se oían ladridos.» Sólo cuando ya estaba en el autobús se acordó de aquellas palabras y se preguntó qué debía querer Benjamin. Se tropezó con Fidelio en la entrada de la academia, y acordaron encontrarse durante el descanso y hablar con Olivia Vértigo. Charlie ya no se sentía como un novato. Sabía exactamente adonde ir y cómo encontrar las cosas. Su clase de música con el señor Paltry —Viento— no fue demasiado bien, pero Charlie consiguió evitar un arresto; de hecho, incluso llegó a responder bien a unas cuantas preguntas en la clase de Lengua. A la hora del descanso, en el gran jardín envuelto en niebla, Charlie y Fidelio observaron a Olivia

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mientras hablaba con un grupo de chicas con una pinta muy teatral: llevaban las caras muy blancas y calzaban unas botas de aspecto peligroso, y todas se habían teñido o decolorado el pelo. Aquel día Olivia lo llevaba de color añil. Cuando Charlie le hizo una seña, Olivia se dirigió hacia ellos dando grandes zancadas con sus enormes botas de suela gruesa y punteras metálicas. —Apuesto a que Manfred te las hará quitar — observó Charlie. —Intentaré no acercarme a él —dijo Olivia—. Bueno, ¿qué hay de nuevo? —Caminemos —sugirió Fidelio—. Que no se nos note que estamos conspirando... Con Olivia andando pesadamente entre los dos, los muchachos se turnaron para relatar todo lo que había ocurrido durante el fin de semana. Olivia estaba entusiasmada. —Me necesitaréis para llevar a Emilia a casa de los Gunn, ¿verdad? —dijo—. Ella nunca iría con ninguno de vosotros dos. —¡Exacto! —corroboró Charlie. Se había dado cuenta de que Billy Raven los seguía a una corta distancia, y se preguntó si debía contarle al albino lo que estaban preparando. Pero

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decidió que no era buena idea. Por el momento, cuantas menos personas conocieran el secreto, mejor. Billy iría a su casa el fin de semana siguiente, y entonces se enteraría de todo. Olivia accedió a pasar la semana haciendo amistad con Emilia: así podría ir a visitarla durante el fin de semana. —No será fácil —observó Olivia—, porque Emilia siempre está como en las nubes, ya me entendéis. Pero supongo que eso es lógico cuando uno está en trance. Se marchó haciéndoles un gesto de despedida, para poder pasar los dos minutos que quedaban de descanso con sus amigas de Arte Dramático. Charlie no se encontró con Gabriel Silk hasta que fue a la cantina. Gabriel se acercó corriendo a la mesa que Charlie compartía con Fidelio, y derramó la mitad de su vaso de agua en el plato de patatas fritas. —¡Hola! —saludó—. ayudar en algo?

¿Va

todo

bien?

¿Puedo

—Por el momento no, gracias —dijo Charlie. Gabriel parecía mucho más contento de lo que era habitual en él. A todas luces llevaba ropa nueva o con buenas vibraciones. Charlie comprendió que le sería muy útil tener a un amigo como Gabriel de

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su lado. Empezaba a pensar en si la gente estaba a su favor o en su contra, y se preguntó a qué se debería eso. No vio a Manfred hasta la hora de la cena, pero para su inmenso alivio Manfred no se fijó en él. Asa, sin embargo, no paraba de lanzarle miradas taimadas a través de la larga mesa. La cena fue exactamente la misma que el lunes anterior: sopa, huevo con patatas fritas y pera. —Siempre es lo mismo —dijo Fidelio—. Mañana tocará sopa, salchicha y puré de patatas, repollo y una manzana. A Charlie le hubiera gustado cambiar su don de oír voces por el de convertir la comida mala en apetitosa. Cerró los ojos, fingió que podía hacerlo y descubrió que, de hecho, aquel huevo aplastado sabía mejor. Como ya conocía el camino al Salón del Rey, Charlie se encontró con que había llegado el primero. Bueno, casi. Zelda y Beth estaban jugando a una especie de juego. Ninguna de las dos le prestó la más mínima atención. Zelda era morena y de expresión malévola, y Beth era alta y musculosa y tenía el pelo claro y encrespado. Las dos chicas, cada una a un lado de la mesa, se miraban con fijeza. En el centro, una caja de madera para lápices se movía primero en una dirección y luego

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en otra. Charlie se sentó en el amplio espacio libre que había entre ellas y dejó caer sus libros sobre la mesa de golpe. —¡Chis! —siseó Zelda. La caja de lápices salió disparada hacia ella. —Lo siento —dijo Charlie. La caja quedó suspendida en el aire y luego fue hacia Beth. La joven gruñó y, clavando la mirada en la caja, volvió a mandarla hacia Zelda. Charlie comprendió que las dos tenían el mismo don: el de mover cosas con la mente. Otros niños empezaron a entrar en la habitación, echando a perder la concentración de las chicas. Tancred y Lysander entraron juntos. Esta vez Tancred le sonrió a Charlie. Su pelo parecía más electrificado que nunca, y Charlie percibió que crujía ligeramente cuando Tancred intentó alisárselo con la mano. —¿Cómo te va, Charlie Bone? Lysander con una gran sonrisa.

—preguntó

—Bien, gracias —dijo Charlie devolviéndole la sonrisa. —¡Callaos! —protestó Zelda mientras la caja de lápices salía disparada hacia un lado, se elevaba en

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el aire y caía al suelo. —Qué bobada de juego —dijo Lysander. —¡No es un juego! —bufó Zelda, recuperando la caja. Charlie había conseguido sentarse en el mismo lado de la mesa que Manfred para no tener que preocuparse de aquella horrible mirada. Desde aquel ángulo tenía mucha mejor vista del Rey Rojo, y se encontró alzando los ojos en varias ocasiones hacia el oscuro y misterioso semblante. Su visión surtía un curioso efecto tranquilizador sobre él, y se dio cuenta de que los deberes le resultaban mucho más fáciles que de costumbre. De hecho, los terminó todos antes de que sonara el timbre. Fidelio y Charlie habían acordado que ni siquiera hablarían en susurros de Las Doce Campanas de Tolly en el dormitorio. Billy no le quitaba los ojos de encima a Charlie, y justo antes de que se apagaran las luces fue hacia su cama y se quedó allí plantado. —¿Sigue en pie lo de ir a tu casa este fin de semana? —le preguntó a Charlie. —Pues claro —respondió Charlie—. Mi mamá dice que no hay ningún problema. —¿Y... y vais a hacer algo respecto a Emilia Moon? —Billy parecía un tanto incómodo.

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—Todavía no estoy seguro —dijo Charlie, pensando que había algo en Billy que no iba bien. Billy volvía de puntillas a su cama cuando una voz ladró: «¡Luces fuera!» Una mano muy grande asomó por la puerta y apagó las luces de un golpe. Saber a quién pertenecía la mano no fue ningún consuelo. Charlie se imaginó a la tía Lucretia recorriendo sigilosamente los pasillos y escuchando detrás de las puertas. Antes de quedarse dormido, se acordó de lo que le había dicho Maisie: «Benjamin telefoneó anoche. Bueno, creo que era él, porque se oían ladridos.» ¿Por qué iba a llamar Benjamin tan tarde, y por qué no había dejado ningún mensaje? ¿Y por qué ladraba Judía Corredora? Charlie se durmió antes de haber encontrado respuesta a todas aquellas preguntas. Benjamin no estaba dormido. Aquel día había sido de lo más desagradable. Hacía frío y el viento soplaba con fuerza y, mientras volvía a casa de la escuela, pensó en todas las cosas buenas y calientes que podía cocinar para él y Judía Corredora: salchichas, patatas fritas, queso tostado, trocitos de pollo y plátanos al grill. «¡Qué rico!», se dijo Benjamin para sus adentros. Había conseguido olvidarse de Eustacia Yewbeam.

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Pero allí estaba ella, manejando las ollas y las sartenes en la cocina de Benjamin como si estuviera preparando un festín, no un miserable tazón de sopa. Cuando Benjamin le pidió una salchicha, la señorita Yewbeam lo fulminó con la mirada y le dijo: —¿Y a santo de qué? Ni que fuera Navidad. Judía Corredora saltó de su cesta, ladrando de alegría y lamiendo a Benjamin de pies a cabeza: cara, manos, orejas y cuello. —Ese perro no se ha movido de ahí en todo el día —gruñó la señorita Yewbeam—. Ni siquiera he podido abrir el armario de las escobas. —Es un perro guardián excelente —dijo Benjamin, que más tarde lamentaría amargamente aquellas palabras. Aquella noche oyó cómo la señorita Yewbeam recorría todas las habitaciones. ¿Qué debía estar haciendo? Había tenido todo el día para explorar. Benjamin tuvo la inquietante sensación de que había alguien más en la casa. Pasado un rato, cerró los ojos y se sumió en un sueño intranquilo. Le despertaron unos sonidos horribles: un aullido, gritos, gañidos. Benjamin saltó de la cama y se asomó por el hueco de la escalera. —¿Judía Corredora? —llamó—. ¿Eres tú?

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Le respondió un gruñido ahogado al que siguió una serie de ensordecedores ladridos y aúllos. Algo estaba atacando a Judía Corredora. Benjamin bajó corriendo. —¡Judía Corredora! ¡Ya voy, Judía Corredora! — gritó. Hubo un horrible alarido y un nuevo estrépito cuando la puerta de atrás se abrió dando un golpe. Benjamin corrió por el pasillo hacia la puerta abierta, y estuvo a punto de tropezar con el cuerpo inmóvil de Judía Corredora. —¡Judía Corredora! —gritó, arrodillándose junto a la peluda cabeza del perro. Judía Corredora dejó escapar un lastimero gañido y Benjamin, acariciando su áspero pelaje, descubrió que estaba cubierto de algo pegajoso. La luz del vestíbulo se encendió y la señorita Yewbeam bajó por la escalera. —¿Qué está pasando aquí? —quiso saber. —¡Han atacado a mi perro! —chilló Benjamin—. Está todo cubierto de sangre. —¡Vaya, vaya, menudo estropicio! —declaró la señorita Yewbeam—. Mañana por la mañana llamaremos al veterinario. —¡No puedo dejarlo así! —replicó Benjamin.

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Corrió a la cocina y regresó con un cuenco lleno de agua y unos trapos viejos. La señorita Yewbeam se quedó donde estaba y contempló cómo Benjamin le limpiaba la sangre a su perro y le aplicaba un antiséptico. Las heridas de Judía Corredora parecían enormes marcas de mordiscos. Pero ¿qué clase de animal podía haber entrado en la casa? ¿Y por qué? La señorita Yewbeam le dijo a Benjamin que se fuera a la cama. El se negó. —Me quedaré a dormir aquí abajo con Judía Corredora —declaró. Fue a por un cojín y una esterilla y pasó toda la noche junto al perro herido. Bajo la fría luz de la mañana del martes, Judía Corredora parecía muy enfermo. Benjamin dijo que no iba a ir a la escuela. —¡Podría morirse mientras yo estoy fuera! — exclamó. —Tonterías —dijo la señorita Yewbeam, intentando arrastrarlo hacia su habitación. —¡No! ¡No! ¡No! —gritó Benjamin. La señorita Yewbeam le bajó la ropa y trató de obligarlo a vestirse. Benjamin se resistió y se debatió. La señorita Yewbeam lo abofeteó y lo sacudió.

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—¡Socorro! —gritó Benjamin, aunque no sabía a quién se lo pedía. Y entonces se acordó de lo que había dicho Charlie, y corrió hacia la puerta principal, bajó los escalones de dos en dos y, todavía en pijama, cruzó corriendo la calle en dirección al número nueve, donde llamó a la puerta con los puños. La puerta se abrió de golpe y Benjamin cayó en el vestíbulo. Al alzar la mirada se encontró con el sombrío rostro de la abuela Bone. —¿Se puede saber qué haces, Benjamin Brown? —le soltó la abuela Bone. —Quiero ver al señor Paton —dijo Benjamin, poniéndose en pie—. Al señor Paton Yewbeam. —No está disponible —dijo la abuela Bone. —¡Tiene que estarlo! —gritó Benjamin—. ¡Señor Paton! ¡Señor Paton! —¡Silencio! —ordenó la abuela Bone. Varias puertas se abrieron en el piso de arriba y Maisie y la madre de Charlie miraron hacia abajo desde el descansillo. —Benjamin, ¿qué ha pasado? —preguntó Amy Bone. —¡Han atacado a mi perro, y quiero ver al tío Paton! —chilló Benjamin.

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Las dos mujeres ya estaban bajando a toda prisa para reunirse con Benjamin cuando Paton apareció en lo alto de la escalera envuelto en un batín de terciopelo rojo. —¿Quién quiere verme? —preguntó. —¡Yo! ¡Yo, señor Yewbeam! —gritó Benjamin—. Mi perro está herido, y no se despierta. ¿Puede ayudarme, por favor? Paton descendió y a grandes zancadas se dirigió a la puerta de la calle. —Paton, no estás vestido —le advirtió la abuela Bone. —¿Y qué? —dijo Paton. —El sol ya ha salido —murmuró Maisie. —Al cuerno con el sol —exclamó Paton—: Vamos, Benjamin. Abrió la puerta de la calle y bajó los escalones seguido por el niño. El tráfico de coches que se dirigían al centro había alcanzado su apogeo en la calle Filbert, pero Paton no le prestó ninguna atención. Sin mirar ni a derecha ni a izquierda, cruzó la calle camino del número doce. Los coches se detuvieron con un chirriar de frenos, y los conductores soltaron palabrotas e insultaron al hombre alto con batín

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rojo y al niño que llevaba un pijama azul a rayas. Cuando Paton entró en el número doce, se encontró cara a cara con su hermana. —Ah, eres tú, Eustacia —dijo Paton—. Tendría que habérmelo imaginado. —¿Y qué quieres decir con eso? —preguntó Eustacia con voz gélida. —Benjamin, ¿dónde preguntó Paton.

están

tus

padres?



—Creo que están en Escocia buscando a un limpia-cristales desaparecido —contestó Benjamin. —Bueno, enseguida nos ocuparemos de eso — dijo Paton—. Y ahora, ¿dónde está el perro? Benjamin condujo a Paton por el pasillo hasta la cesta de Judía Corredora. El perrazo yacía allí hecho un ovillo, con el destrozado hocico encima de las patas. Tenía los ojos cerrados y apenas si respiraba. —¡Santo cielo! —exclamó Paton, inclinándose sobre el perro—. Una bestia salvaje ha atacado a tu perro, Benjamin. Un animal con unos dientes y unas garras excepcionales. —Yo tengo la culpa —sollozó Benjamin—. Le dije que vigilara el sótano. Pero fue una tontería, porque en realidad ahí dentro no hay nada... —Se calló, acordándose, demasiado tarde, de que Eustacia

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Yewbeam seguía rondando junto a la puerta de la calle—. ¿Cómo puede haber entrado una bestia salvaje? —le preguntó a Paton—. De noche se cierran todas las puertas con llave. —Alguien lo dejó entrar —observó Paton mirando a su hermana—. Tendremos que llevar a Judía Corredora a un veterinario —le dijo a Benjamin—. Y lo más pronto posible. Me parece que a este pobre perro le queda muy poco tiempo. Benjamin tuvo una idea. Se acordó de que el señor Onimoso le había dicho que tenía muy buena mano con los animales. —Sé de alguien que vendrá aquí —dijo—. El señor Onimoso, el hombre de los ratones. Tengo su tarjeta. Tiene unos gatos realmente asombrosos; son como llamaradas. Se levantó de un salto y corrió a la cocina. —Me voy —dijo Eustacia, y salió por la puerta principal tan deprisa que apenas si la vieron partir. —¿Qué está pasando, señor Yewbeam? —inquirió Benjamin—. No entiendo cómo alguien ha podido permitir que le ocurriera esto a Judía Corredora. ¿Por qué sus hermanas son tan malas y antipáticas? —Es la guerra, Benjamin —declaró Paton—. Algo que lleva mucho tiempo esperando ocurrir. Hasta ahora, ellos siempre se han salido con la suya, pero

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esta vez han ido demasiado lejos, ¡y algunos de nosotros no lo vamos a consentir!

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17

La hija del inventor —Olivia se está empleando a fondo con Emilia — le contó Fidelio a Charlie. Era viernes y los dos amigos estaban paseando por el prado lleno de escarcha. Por delante de ellos caminaban Olivia y Emilia, absortas en su conversación; de hecho, era Olivia quien hablaba, y Emilia parecía escucharla. Dentro de unas horas todos estarían en sus casas. Incluso Olivia había conseguido no meterse en líos durante una semana entera. En aquel momento se dio la vuelta y corrió hacia los chicos como una exhalación o, mejor dicho, como una apisonadora, a causa de sus pesadas botas.

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—¡Ha funcionado! —les dijo en voz baja—. Mañana por la tarde iré de visita a casa de Emilia, así que esperadnos hacia la hora del té. —¿Cómo vas a llevártela de casa de los Moon? — preguntó Charlie. —Ya se me ocurrirá algo —dijo Olivia, y se fue. El timbre sonó e iniciaron el regreso a la academia. Billy Raven pasó corriendo por su lado cuando ya llegaban a la puerta. —Hasta luego, Billy —dijo Charlie—. Y acuérdate de que te vienes a mi casa. —Pero sólo una noche —le advirtió Billy—. El sábado tengo que volver aquí. Charlie se sorprendió mucho. —Pensaba que querrías quedarte todo el fin de semana. —He de regresar a la academia. Me lo ha dicho el ama. Billy le lanzó una mirada bastante rara y se fue corriendo. —Lleva toda la semana comportándose de un modo muy extraño —observó Fidelio—. Anoche salió del dormitorio y no volvió hasta varias horas más tarde. El olor de ese horrible perro, Bendito o como se llame, me despertó, y luego no me pude

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volver a dormir. —Quizás es sonámbulo —aventuró Charlie—. Parece bastante cansado. Ninguno de los dos volvió a pensar en Billy. A las tres y media se hicieron la bolsa y a las cuatro ya estaban de camino a sus casas a bordo de uno de los autobuses de la academia: azul para Música, púrpura para Arte Dramático y verde para Bellas Artes. Charlie observó que Olivia se las había arreglado para subir a un autobús verde con Emilia. Olivia llevaba un gran sombrero verde y había vuelto su capa púrpura del revés: el forro era de un tono verdoso. —¡Siempre puedes confiar en Olivia! —murmuró Charlie con una sonrisa. —¿Qué ha hecho? —preguntó Billy, que estaba sentado junto a él. —Oh, nada. Es muy graciosa, eso es todo. —Ah —dijo Billy. Maisie estuvo pendiente de Billy en todo momento. Había hecho un pastel de chocolate especialmente para él, y le había preparado una confortable cama en la habitación de Charlie. —Pobrecito —musitaba una y otra vez mientras revoloteaba alrededor de la mesa del té sirviendo zumo de naranja, cortando porciones de pastel y

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tratando de tentar a Billy con galletas glaseadas y tartaletas de mermelada. Billy estaba encantado con toda aquella atención. Nunca había visto tantas cosas ricas en una sola mesa. —Esta semana hemos tenido algunas emociones por aquí —dijo la madre de Charlie mientras servía el té—. Atacaron al perro de Benjamin y tu tío Paton se ocupó de todo. Nunca lo había visto tan activo. Salió a la calle a plena luz del día. —En batín —añadió Maisie. —¿Judía Corredora fue atacado? —preguntó Charlie con ansiedad—. ¿Dónde está el tío Paton ahora? ¿Y dónde está la abuela Bone? —Encerrados en sus habitaciones —dijo Maisie—. Ha habido discusiones terribles cada noche: gritos, patadas en el suelo, portazos... No sé cuántas bombillas han llegado a romperse. En cuanto se terminaron la merienda, Charlie llevó a Billy al otro lado de la calle para que conociera a Benjamin. Les abrió la puerta una mujer con el pelo rubio muy corto que llevaba gafas. Vestía un traje gris y, aunque tenía todo el aspecto de una ejecutiva, los recibió con una cálida sonrisa de bienvenida. —Hola, Charlie —saludó—. No me reconoces, ¿verdad? Soy la señora Brown, la mamá de

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Benjamin. Charlie estaba atónito. Hacía siglos que no veía a la señora Brown, pero estaba seguro de que antes tenía el pelo largo y oscuro. —Este es Billy —dijo. —¡Pasad, pasad! —les invitó la señora Brown—. Le están aplicando el tratamiento a Judía Corredora. —¿El tratamiento? —se extrañó Charlie entrando en el vestíbulo. Había maletas en la escalera, botas para la lluvia en el suelo y abrigos e impermeables sobre las barandillas y en los respaldos de las sillas. ¿Qué habría ocurrido? —Benjamin está en la salita, Charlie —le informó la señora Brown—. Le hará mucha ilusión verte. Charlie llevó a Billy a una habitación de la parte trasera de la casa. No había estado allí en demasiadas ocasiones: Benjamin prefería la cocina. Cuando abrió la puerta le recibió un fuerte bufido y un prolongado maullido de advertencia. Charlie apenas pudo dar crédito a sus ojos. Aries, el gato de color cobre, estaba subido en el respaldo de un sillón, Sagitario en el de otro y Leo se había instalado en el brazo de un sofá. Los tres miraron con fiereza a Charlie y luego se relajaron. Aries incluso emitió un suave ronroneo.

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Benjamin estaba sentado en el sofá junto a Leo. —Pasa, Charlie —susurró—. El señor Onimoso está tratando a Judía Corredora. Judía Corredora yacía en el suelo, con el señor Onimoso arrodillado a su lado. El señor Onimoso sostenía una botella de líquido verde en una mano y un poco de algodón en la otra. Judía Corredora llevaba el hocico vendado, le habían dado puntos en una oreja y unas feas cicatrices se extendían por su cuerpo, allí donde el pelo había sido arrancado o se había caído. —Se está poniendo bien —susurró Benjamin. Charlie entró en la habitación y se sentó al lado de Benjamin, pero en cuanto entró Billy los tres gatos soltaron un suave gruñido de advertencia. El señor Onimoso alzó la mirada. —¿Qué pasa aquí? —dijo—. Necesito que haya silencio. Billy se había quedado inmóvil, con la espalda pegada a la pared. Parecía aterrorizado. —¿Quién es éste? —preguntó Benjamin. —Es Billy Raven —susurró Charlie—. Es de la academia. No tiene casa, así que va a pasar el fin de semana conmigo. —Hola, Billy —saludó Benjamin en voz baja—.

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¡Siéntate, por favor! El señor Onimoso le estaba cambiando el vendaje del hocico a Judía Corredora. El perro soltó un suave quejido. En ese momento Billy dio un paso adelante y los tres gatos saltaron al suelo, gruñendo y maullando. —No les gusto —dijo Billy con voz chillona. El señor Onimoso lo miró frunciendo el ceño. —¿Y por qué no les ibas a gustar? —dijo—. Me parece que será mejor que salgáis de aquí, chicos. El bueno de Judía Corredora se está empezando a poner nervioso. Charlie, Benjamin y Billy se fueron a la cocina, que, cosa insólita, estaba limpia y ordenada. —Pero bueno, ¿qué ha ocurrido aquí? —preguntó Charlie. —Muchas cosas —dijo Benjamin. Empezó contándole el horrible descubrimiento de que la tía Eustacia estaba en su casa, y luego le relató el misterioso ataque del que había sido objeto Judía Corredora; cómo había cruzado la calle corriendo para pedir ayuda al tío de Charlie, y cómo, desde aquel momento, su vida había cambiado, porque Paton había conseguido localizar a sus padres e insistido en que volvieran a casa.

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—Me parece que llamó a la policía para que diera con ellos —dijo Benjamin—. A veces mamá lleva ese impermeable amarillo, así que se la distingue con facilidad. Bueno, el caso es que mamá y papá volvieron a casa. Tu tío dijo que les habían engañado y que fueron enviados a seguir una pista falsa. Creo que tu abuela tuvo algo que ver. Cuando mis padres llegaron a casa, el tío Paton mantuvo una larga conversación privada con ellos, y desde entonces mamá dice que sólo va a ir a trabajar mientras yo esté en la escuela, nunca de noche ni los fines de semana. Charlie casi no podía creerlo. El tío Paton por fin había levantado la cabeza. Estaba claro que, cuando quería, su tío podía hacer que ocurrieran cosas. El señor Onimoso asomó la cabeza por la puerta de la cocina. —Ya hemos terminado por hoy, chicos —anunció —. Judía Corredora evoluciona muy bien, dadas las circunstancias. El lunes volveré. Desapareció en cuestión de segundos, como de costumbre, con los tres gatos detrás de él como cohetes de intensos colores. —Qué hombre tan raro —dijo Billy—. Se parece un poco a un ratón.

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Los otros dos estuvieron de acuerdo, aunque Benjamin afirmó que el señor Onimoso tenía unos poderes extraordinarios. —Yo pensaba que Judía Corredora ya estaba muerto —les contó—, pero el señor Onimoso simplemente le puso encima esas manos tan raras que tiene y Judía Corredora empezó a mejorar. Y los gatos lo mantuvieron caliente dando vueltas y más vueltas alrededor de él, a pesar de que no les gustan los perros. —Yo tampoco les gusto —dijo Billy en voz baja—. Yo siempre les caigo bien a los animales, pero a ellos les he caído muy mal. Charlie tuvo una idea. —Billy puede entender a los animales —le explicó a Benjamin—. ¿Quieres que hable con Judía Corredora? Podría contarnos lo que ocurrió realmente. Benjamin no parecía demasiado seguro. Miró a Billy con suspicacia. —¿Es uno de esos niños que son como tú? —le preguntó a Charlie. —Sí—dijo Charlie—. Podrías hacerlo, ¿verdad, Billy? Billy asintió.

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—Está bien —accedió Benjamin. Benjamin los llevó de nuevo a la sala de estar, donde Judía Corredora se lamía una de las patas heridas. La presencia de Billy le puso un poco nervioso, pero cuando el niño albino empezó a emitir sus extraños gruñiditos y murmullos, el perro se relajó. Alzó las orejas y escuchó. Cuando Billy hubo terminado, Judía Corredora empezó a hablar, o mejor dicho a gruñir, y luego dejó escapar una especie de gemido cansado y se tendió en el suelo. —¿Y bien? —dijo Charlie—. ¿Qué ha dicho? —Dice que fue atacado por un lobo —explicó Billy. —¿Qué? —exclamó Benjamin. —No era un lobo corriente —siguió diciendo Billy —. Era un muchacho además de un lobo. Creo que quiere decir que el chico se convirtió en un lobo. —¡Guau! —Benjamin se dejó caer en un sillón—. ¡Un lobo! —Tuvo que ser uno de nosotros —murmuró Charlie—. Uno de los chicos de la academia puede convertirse en lobo, como los hombres lobo, y la tía Eustacia lo dejó entrar en la casa para que apartara a Judía Corredora de la puerta del sótano. Porque la tía Eustacia creía que el estuche del doctor Tolly

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seguía estando allí. —¿Y no lo está? —preguntó Billy. Los otros dos muchachos lo miraron. ¿Podían confiar en Billy? Charlie comprendió que tendrían que hacerlo, porque mañana irían todos a la casa de los Gunn. No podían dejar solo a Billy. —El estuche del doctor Tolly está en otro sitio — respondió Charlie—. Te lo contaré cuando lleguemos a casa. Benjamin parecía muy feliz mientras los despedía desde los escalones de su casa agitando la mano. Su mamá salió y también les dijo adiós, y luego le pasó el brazo por los hombros a Benjamin y los dos entraron juntos. —Mi tío Paton es un genio —dijo Charlie con orgullo—. Antes, Benjamin apenas veía a sus padres. Yo incluso me había olvidado de cómo era su madre. —Voy a tener unos padres nuevos —dijo Billy de pronto. —¿De veras? ¡Eso es fantástico! ¿Cuándo lo supiste? —preguntó Charlie. —Oh, me enteré el otro día —dijo Billy—. Sólo que tengo que ser... bueno. —Te ayudaré a no meterte en líos —prometió

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Charlie. Aquella noche, antes de acostarse, Charlie le contó a Billy todo lo que esperaba que ocurriera al día siguiente. —Pero ¿qué hará Emilia cuando despierte? — preguntó Billy. —No lo sabemos —admitió Charlie—. Ni siquiera sabemos si realmente es Emma Tolly, o si irá a casa de los Gunn. Ahora todo depende de Olivia. Los padres de Olivia nunca tenían un no para ella. Cuando su hija les dijo que tenía que ir a ver a una chica llamada Emilia Moon, que vivía a varios kilómetros de allí, en Washford Road, su madre la llevó en coche y quedó en que pasaría a recogerlas a ella y a Emilia por la casa de los Gunn a las cinco. —¿ Estás segura de que no quieres que entre contigo ? —le preguntó la señora Vértigo desde el coche. Olivia se había detenido ante la puerta de una casa llamada Moonshine. —No hace falta, mamá —replicó Olivia, diciéndole adiós con la mano—. No te preocupes por mí. Aun así, la señora Vértigo esperó hasta que la vio llamar al timbre. Una mujer de cabellos grises abrió la puerta, y la señora Vértigo dijo: «¡Adiós!», y se

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fue en el coche. —¿Qué quieres? —le preguntó la mujer de cabellos grises a Olivia. —Vengo a ver a Emilia —dijo Olivia—. Me ha invitado. —Pues a mí no me ha dicho nada. La mujer, delgada y de aspecto bastante hosco, no hizo el menor gesto para invitar a Olivia a entrar. —Bueno, pues se le habrá olvidado —insistió Olivia—. Y ahora no puede decirme que me vaya, porque mi madre se ha ido y vivo muy lejos de aquí. La mujer chasqueó los dientes con fastidio. —¡Emilia! —gritó la señora Moon—. ¡Ven aquí! Emilia apareció. Tenía una expresión triste. —¿Invitaste a venir a esta chica? —quiso saber la mujer. Olivia saludó a Emilia con la mano y le sonrió hasta que Emilia dijo: —Sí. —Pues no tenías ningún derecho —replicó la mujer—. Bueno, supongo que será mejor que pases —dijo de mala gana. Olivia entró en la casa, fría y excepcionalmente

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ordenada. Emilia esbozó una débil sonrisa, abrió la marcha escaleras arriba y la condujo a su dormitorio, una habitación bastante triste. No había cuadros en las paredes, y todo lo que poseía Emilia debía de estar guardado en los numerosos cajones y armaritos que abarrotaban la habitación. Sobre la cama había una impoluta colcha blanca, y encima de la almohada descansaba un pato de peluche sin una mota de polvo. —Qué bonito —dijo Olivia, a falta de algo mejor que decir. Emilia sonrió. —¿Y si salimos al jardín? —propuso Olivia—. Seguro que allí hay más cosas que hacer. Emilia se mostró de acuerdo. El jardín consistía en una impecable extensión de césped rodeada por grandes y frondosos arbustos. Detrás de un columpio, en el otro extremo del jardín, Olivia divisó un muro de aspecto bastante prometedor. —¿Qué hay al otro lado de ese muro? —le preguntó a Emilia. —Sólo un callejón —dijo Emilia—. Lleva a la calle principal. —Escalémoslo.

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—¿Porqué? —Porque quiero enseñarte algo —dijo Olivia—. Algo muy especial. No puedo decirte qué es, pero está en casa de Fidelio Gunn. —¿Se trata de una broma? —Emilia parecía inquieta. —Emilia, confía en mí—dijo Olivia—. Soy tu amiga. El dulce tono de Olivia era tan persuasivo que Emilia no tardó en escalar el muro detrás de ella. —Estaremos de vuelta antes de que tu madre se dé cuenta de que nos hemos ido —prometió Olivia. Mientras tanto, en la buhardilla de la casa de los Gunn, Fidelio, Charlie, Benjamin y Billy se disponían a dar buena cuenta de su segundo plato de bocadillos. Estaban sentados sobre distintas pilas de cajas y estuches de instrumentos, mientras la música de los pisos inferiores hacía reverberar el suelo. Charlie pensó que comía sólo para aliviar su ansiedad. ¿Estaba haciendo lo correcto? ¿Encontraría Olivia la casa? ¿Despertaría Emilia? Y si lo hacía, ¿gritaría y se pondría fuera de sí, o se desmayaría... o se convertiría en otra cosa? ¿En un pájaro, quizá? Charlie cogió otro bocadillo. —Para

ser

cantante,

tu

madre

hace

unos

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bocadillos realmente increíbles —le dijo a Fidelio mientras mordía un bocadillo de plátano y crema de limón. —¡Fidelio! —cantó el señor Gunn desde el vestíbulo—. ¡Aquí hay un par de jóvenes damas que quieren verte! —¡Diles que suban aquí, papá! —gritó Fidelio. —¡Subid, subid y seréis seis, mas cuidado con la cabeza, y por favor, no saltéis! —cantó el señor Gunn. Olivia se echó a reír pero Emilia guardó silencio, al menos por lo que pudo oír Charlie dado el tremendo ruido que había en aquella casa musical. —¡Aquí estamos! —anunció Olivia, como una tromba en la habitación.

entrando

Emilia la asustada.

pero

siguió.

Parecía

perpleja,

no

—¿Olivia te ha explicado algo? —le preguntó Charlie. —Tenéis algo lentamente.

que

enseñarme

—dijo

Emilia

—Sí. Es algo que construyó tu padre —añadió Charlie. Emilia frunció el ceño. —Mi padre es contable —objetó—. El no hace

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cosas. —Bueno, en realidad tu padre era inventor — intervino Fidelio—. Pero murió y te dejó este estuche. Señaló el estuche de metal que había en el centro de la habitación. —¿Cómo lo sabes? —preguntó Emilia, frunciendo todavía más el entrecejo. Fidelio miró a Charlie y éste dijo: —Todo empezó cuando conocí a tu tía. —¿Tengo una tía? No sabía que tuviera una tía. —Es una persona realmente encantadora, y lleva años y años deseando verte —le explicó Charlie a Emilia—. Ella me dio el estuche, y luego descubrí lo que había dentro y cómo podía... esto... despertarte. Emilia parecía aún más confundida que antes. Olivia se sentó encima de un gran baúl e hizo que Emilia tomara asiento junto a ella. —Todo va a ir bien. No permitiremos que te ocurra nada malo —la tranquilizó. —No sabía que murmuró Emilia.

no

estuviera

despierta



—Será mejor que lo hagamos ahora —dijo Fidelio —. Se nos acaba el tiempo. Adelante, Charlie.

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Charlie dio un paso al frente. Pasó los dedos, firmemente pero con mucho cuidado, sobre las letras que había a un lado del estuche de Las Doce Campanas de Tolly. Cuando llegó a la última letra, recorrió la habitación con la mirada. Todos observaban sus dedos. Charlie vio que los ojos de Billy Raven se habían vuelto muy grandes y oscuros, y que llenaban completamente los cristales redondos de sus gafas. Eso le daba una expresión inescrutable. Cuando presionó la última, la tapa empezó a abrirse. Charlie se hizo a un lado y observó el rostro de Emilia, pero fue Olivia la que gritó de asombro. Emilia solamente puso cara de desconcierto. Cuando el caballero alzó su espada todo el mundo dio un brinco y retrocedió, incluso Emilia. Y entonces la campana empezó a sonar, y las voces del coro llenaron la habitación. Por un instante, Emilia pareció sentir un intenso dolor. Encogió los hombros y se tapó la boca con la mano. Cerró los ojos y se dejó caer sobre una caja. Las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas. Los otros contemplaron, con temor, que las lágrimas arreciaban hasta convertirse en un torrente y que Emilia empezaba a sollozar desconsoladamente. Meciéndose adelante y atrás, gimió y lloró hasta que el caballero bajó su espada

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y se metió en el estuche. Cuando los cánticos cesaron y la campana sonó por última vez, Emilia guardó silencio. Se cubría la cara con ambas manos y estaba completamente inmóvil. Nadie habló. Charlie cerró el estuche, preguntándose qué harían a continuación. Finalmente Emilia dijo, con una vocecita casi inaudible: —Yo no sabía que fuera tan desgraciada. Me he pasado toda la vida viviendo con personas que no me querían. Olivia la abrazó y le dijo: —Todo irá bien, Emilia. Ahora serás feliz. Ya lo verás. Cuéntaselo, Charlie. Así que Charlie le habló a Emilia de su pobre madre, que había muerto, y de su padre, el doctor Tolly, el inventor. Y luego describió a Julia Ingledew, que vivía en una librería y anhelaba ver a Emilia, tanto que de hecho sólo quería cuidar de ella por siempre jamás. Y luego Charlie le contó a Emilia lo más extraño de todo. —Tu padre dijo que podías volar, Emilia. Por eso querían que estuvieras en la academia. —¿Yo? —exclamó Emilia—. Yo no puedo volar. —Bueno, pues en una ocasión lo hiciste —replicó

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Charlie—. Quizá sólo ocurre cuando lo necesitas. —Como por ejemplo si estás asustada —apuntó Olivia. —Mañana te llevaré a ver a tu tía —le dijo Charlie a Emilia. —Pero ¿cómo? —preguntó ella. —Ya encontraré la manera —dijo él con seguridad—. Ahora que sabes quién eres, ya sabes que puedes dejar a los Moon en cuanto quieras. De pronto una voz se abrió paso a través de los sones de flautas y violines y de los ejercicios de piano y batería. —¡Ha venido una tal señora Vértigo! —Justo en el momento apropiado, mamá—dijo Olivia—. Vámonos, Emilia. Emilia siguió a Olivia al piso de abajo, donde la señora Vértigo hacía muy buenas migas con la señora Gunn. Ante la insistencia de Olivia, la señora Vértigo interrumpió una interesante conversación sobre pulmones y llevó en coche a las dos chicas hasta un callejón paralelo a Washford Road. Se quedó bastante sorprendida cuando vio que Olivia y Emilia trepaban un muro, pero hizo lo que le habían pedido y condujo hasta la parte delantera de la casa, donde esperó a que Olivia saliera por la puerta principal. Eso ocurrió unos dos minutos

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después de que la señora Vértigo hubiera aparcado el coche. —Eres una estrella, mamá —exclamó Olivia, subiendo al coche—. Todo ha salido a la perfección. —Llevas una vida muy excitante, Olivia —afirmó la señora Vértigo, quien de hecho era una auténtica estrella. Una estrella de cine, para ser exactos. Después de haberse marchado las chicas, los cuatro niños siguieron sentados guardando un reflexivo silencio. Charlie se sentía enormemente aliviado de que su plan hubiera salido bien. Ahora dependía de él que Emilia regresara a un hogar al que realmente pudiera considerar como suyo. —¿Qué hago con el estuche? —preguntó Fidelio. —¿Puedes guardarlo aquí? —le pidió Charlie—. Creo que volveré a necesitarlo. —Conmigo estará a buen recaudo —dijo Fidelio. Billy Raven se levantó. —Será mejor que me vaya —dijo—. Van a enviar un coche para recogerme. —La voz le temblaba un poco y miró el suelo al hablar. Charlie se preguntó si se encontraría mal, y se dispuso a llevarlo inmediatamente a su casa. Fidelio tenía que practicar con el violín, y cuando los tres

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chicos salieron de la casa de los Gunn oyeron cómo su amigo se sumaba al guirigay musical que fueron dejando atrás. De regreso a la calle Filbert, Charlie y Billy caminaban absortos en sus propios pensamientos, pero Benjamin silbaba, daba saltitos y no paraba de parlotear, impaciente por estar de nuevo con sus recuperados padres y su querido perro. Un coche negro esperaba ante el número nueve. Cuando los chicos intentaron distinguir algo a través de las ventanillas de cristales ahumados, una puerta se abrió y un elegante bastón salió disparado y golpeó a Charlie en la rodilla. —¡Ay! —chilló Charlie, saltando hacia atrás—. ¿Quién hay ahí dentro, Billy? —Debe ser el viejo señor Bloor —respondió. De repente, Charlie se sintió preocupado. —No le contarás a nadie lo de Emilia, ¿verdad? — dijo—. Nadie debe saberlo hasta que estemos preparados. Billy sacudió la cabeza. Charlie lo acompañó a recoger su bolsa y, tras unas breves palabras de agradecimiento a Maisie y la señora Bone, Billy se fue corriendo y se metió en el coche negro.

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—Qué chico más raro —dijo Maisie mientras el coche negro se apartaba de la acera. Emilia Moon estaba acostada en su blanca y ordenada habitación. «Emma Tolly», se dijo a sí misma. Repitió el nombre y decidió que le gustaba mucho más que Emilia Moon. El teléfono del vestíbulo sonó varias veces, lo cual no era habitual: los Moon nunca recibían llamadas por la noche. Pero Emilia no le dio mayor importancia. Estaba tan emocionada... Antes nunca se había sentido realmente excitada por nada. Su vida había sido aburrida, fría, organizada. Nada la había sorprendido o encantado jamás. Pero todo aquello estaba a punto de cambiar. —Ahora soy Emma —murmuró. La puerta de su habitación se abrió de golpe y la señora Moon asomó la cabeza. —Vístete y recoge tus cosas —dijo—. Vamos a salir. —¿Adonde vamos? —preguntó Emma, nerviosa. A

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—De vuelta a la academia. Acaban de llamarnos por teléfono. —¿Por qué? —dijo Emma.

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¿Habrían descubierto lo de su visita a la casa de los Gunn? —Has infringido las reglas, Emilia —dijo la señora Moon fríamente—. Venga, date prisa. Emilia se vistió con manos temblorosas y bajó. La señora Moon la agarró del brazo y la llevó al coche, donde el señor Moon, un hombre delgado y con gafas, las estaba esperando al volante. La señora Moon metió de un empujón a Emma y su bolsa de viaje en el asiento trasero y se fueron. La Academia Bloor se veía enorme, y vista desde fuera su aspecto imponía. Una luz solitaria brillaba en lo alto del sombrío edificio, pero por lo demás parecía silencioso y vacío. Emma caminó flanqueada por el señor y la señora Moon a través del patio y por los anchos escalones. El señor Moon tiró de una cadena que colgaba junto a las enormes puertas, y una campanilla sonó en algún lugar remoto del interior del edificio. A Emma le dio un vuelco el corazón cuando Manfred Bloor abrió la puerta. Apartó la vista de sus ojos negros como el carbón, esperando recibir una de aquellas horribles miradas que siempre la dejaban aturdida y como anestesiada. Pero él ni siquiera intentó que lo mirase.

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—Gracias —les dijo a los Moon—. ¡Entra, Emilia! —Adiós, Emilia —se despidió la señora Moon. Dejó su bolsa en el suelo, junto a ella—. Sé buena. Las pesadas puertas se cerraron y Emma se quedó sola con Manfred. —¿Por qué me habéis traído aquí en plena noche? —preguntó. —Has quebrantado las reglas, ¿no es así, Emilia? Pues ahora debes recibir el castigo. De pronto Emma se sintió muy valiente, algo nada habitual en ella. También descubrió que estaba furiosa. —No me llamo Emilia —replicó—. Soy Emma Tolly. Manfred se echó a reír. Era un sonido horrible, lleno de maldad. —No tardaremos en quitarte todas esas estupideces de la cabeza. ¡Emma Tolly! Nunca había oído una tontería semejante. Coge tu bolsa y sígueme. Emma quería resistirse, pero no vio cómo. Al parecer, estaba sola con Manfred. Quizá, más tarde, encontraría una manera de huir. Manfred la llevó por pasillos que Emma nunca había visto, la hizo subir por escaleras de caracol

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peligrosamente estrechas y la condujo a través de estancias vacías llenas de telarañas. Llevaba una linterna en cada mano, pero Emma a duras penas veía por dónde iba. Era evidente que en aquella parte del edificio no había electricidad. Los murciélagos chillaban y revoloteaban bajo los techos que amenazaban ruina, y el viento gemía al colarse por las ventanas rotas. Finalmente llegaron a una pequeña habitación en la que habían colocado una estrecha cama junto a la pared. Había una almohada y una manta, nada más. El suelo estaba desnudo y los muros estaban formados por grandes bloques de piedra. Manfred dejó una de las linternas en el suelo. —¡Buenas noches! —dijo—. Que duermas bien, Emilia Moon. Cerró la gruesa puerta tras él y Emma oyó el ruidoso chasquido de la llave al girar en la cerradura. Cuando los pasos de Manfred se alejaron, Emma trató de abrir la puerta. Estaba cerrada con llave, como había supuesto. Emma se sentó en la cama. No lloró. Aquel día ya había llorado bastante. Permaneció sentada y pensó en todas las cosas maravillosas que, después de todo, nunca iba a tener. Una tía amable y cariñosa, amigos, aventuras y la increíble sensación de ser feliz.

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—Dirán que he desaparecido —se dijo a sí misma —, y nadie me encontrará jamás. Paseó la mirada por aquella miserable y lúgubre habitación. ¿La dejarían allí encerrada por siempre jamás? ¿Hasta que fuese muy vieja? —No —se dijo a sí misma—. Ahora soy Emma Tolly, y Emma no va a permitirlo. Emma es una persona perseverante. —Y con esas palabras, se levantó de un salto y empezó a gritar con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡Socorro!¡Socorro! ¡Socorro! Oyó resonar los ecos de su voz en habitaciones vacías más allá de la puerta. Pero no hubo ninguna respuesta. Así que Emma volvió a gritar, y esta vez golpeó la puerta con los puños. La sacudió, la golpeó y le dio patadas hasta que le dolieron los dedos de los pies y se despellejó los nudillos. Y entonces se apartó de la puerta y se tendió sobre la estrecha cama, agotada por el esfuerzo. Se disponía a cerrar los ojos cuando oyó un leve crujido al otro lado de la puerta. Emma se sentó en la cama. La llave giró en la cerradura, el pasador se levantó y la puerta se abrió. Emma cruzó corriendo la habitación y miró afuera. No había nadie. Cogió la linterna y examinó

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el pasillo. Nadie, nada; a menos que tuviera en cuenta a un murciélago que colgaba de una viga. «Los murciélagos no pueden abrir puertas», pensó Emma. Sosteniendo la linterna lo más alto que podía, echó a andar por el pasillo. —¿Quién hay ahí? —susurró—. ¿Quién me ha dejado salir? —Esta vez no se atrevió a alzar la voz por si Manfred aparecía hecho una furia. Al final del pasillo llegó a una escalera y empezó a bajarla con cautela. Al llegar abajo, se encontró con un par de pasillos, uno a la derecha y el otro a la izquierda. Emma titubeó y terminó escogiendo el de la derecha. Olía muy mal. Las lámparas de gas titilaban en las paredes y Emma se preguntó si sería aquello lo que causaba el olor. Y entonces vio al monstruo. ¿O era un perro? Era bajo y gordo, como una almohada sobre unas patas muy cortas, y prácticamente no se le veía la cara, a excepción del fláccido hocico. Emma soltó una exclamación ahogada y se acurrucó contra la pared. Pero el perro no la había visto, así que se escabulló para ir en dirección contraria cuando una voz graznó: —¡Alto! ¡Tú, vuelve aquí! Antes de apartarse de la pared, Emma lanzó una

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rápida mirada atrás por encima del hombro. Vio a un hombre en una silla de ruedas, tan viejo que su cara parecía una calavera. Llevaba una manta a cuadros sobre los hombros, y su largo cabello blanco goteaba como cera por debajo de un bonete de terciopelo. —¡Se ha escapado! —chilló el hombre de la silla de ruedas—. ¡La mocosa del inventor! ¡Manfred, cógela! Reprimiendo un grito, Emma echó a correr. Subió la escalera como una exhalación con la linterna dando golpes contra la pared, recorrió el pasillo, entró en aquella habitación que parecía una celda y cerró la puerta precipitadamente. Y luego esperó, sabiendo que muy pronto ocurriría algo que no le iba a gustar nada. Al cabo de unos instantes el desagradable rostro de Manfred asomó por la puerta. —Ah, estás ahí —dijo—. Más vale que no vuelvas a intentarlo. Cerró la puerta dando un ruidoso portazo y le echó la llave mientras decía: —Me llevo la llave, así que no te pienses que podrás volver a dejarla salir. Como vuelva a haber problemas, te quedarás sin mermelada durante una semana.

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Era obvio que no se dirigía a Emma. Algo duro chocó contra una pared y Manfred gritó: —¡Basta! Se oyó otro portazo y luego se hizo el silencio. Emma fue hacia la puerta de puntillas. —¿Quién eres?—preguntó. No hubo respuesta. —Siento haberte metido en un lío —añadió. Siguió sin haber respuesta. Quienquiera que estuviese ahí fuera se había ido o le importaba tanto la mermelada que no había querido correr el riesgo de quedarse sin ella. —Bueno, de todas maneras gracias por intentar ayudarme —dijo Emma. Volvió a sentarse en la cama. La vela de su palmatoria ya casi se había consumido, y Emma no podía soportar la idea de quedarse a oscuras en aquella habitación tan fría y horripilante. Alzó la mirada hacia los sucios muros grises y entonces, a la agonizante luz de la vela, reparó en una ventanita que había detrás de la cama. Si se subía a la almohada podría alcanzarla; sin embargo, sabía que la ventanita debía de quedar muy alta, demasiado para saltar por ella.

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—Charlie dijo que yo podía volar —murmuró. En cuanto pronunció aquellas palabras, sintió que los dedos empezaban a hormiguearle, y que sus brazos palpitaban de un modo extraño y se volvían ligeros como plumas. Paton Yewbeam estaba dando su paseo de medianoche. Caminaba con paso firme y decidido, pero su mente era un torbellino. Por una parte, su estado de ánimo no podía ser más positivo: por fin estaba empezando a poner las cosas en su sitio, y sus hermanas sabían lo que pensaba de todo aquel asunto. Una bombilla estalló cuando Paton pasó junto a una farola. Se produjo el habitual ruido de cristales que caen al suelo, y luego otro sonido: el rumor de unas pisadas ligeras. Paton suspiró, pero no miró hacia atrás. Si alguien lo estaba siguiendo, que lo hiciera. No podían probar nada. Empezó a murmurar para sí mismo: —Si yo no me hubiera empeñado en que saliéramos a cenar fuera... Si nos hubiéramos quedado en casa, cenando a la luz de las velas... Ahora ella piensa que soy un fenómeno de feria. Olvídala, Paton. Nunca te perdonará. Paton se dio cuenta de que los pasos lo habían

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alcanzado. Una niña caminaba junto a él; tenía la cara pequeña y pálida y una larga, y bastante despeinada, cabellera rubia. —Disculpe —dijo la joven—. ¿Podría decirme por dónde se va a la librería Ingledew? —Desde luego que sí —respondió Precisamente me dirijo hacia allí.

Paton—.

—Oh, qué bien—exclamó la joven—. Me llamo Emma Tolly.

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El Rey Rojo Pasaba media hora de la medianoche cuando Paton llamó al timbre de la librería Ingledew. Naturalmente, nadie respondió a la llamada. Sin embargo, Paton sabía que Julia Ingledew se acostaba muy tarde porque le había comentado que solía quedarse leyendo hasta las dos de la madrugada. Volvió a llamar. Una ventana se abrió golpeando ruidosamente la pared, y Julia Ingledew asomó la cabeza. —¿Quién es? —dijo con enfado. Vio a Paton—. Oh, eres tú. Menudas horas para venir de visita. —Julia... ejem, señorita Ingledew, en realidad no se trata de mí. O, mejor dicho, sí que se trata de mí, claro está, pero hay alguien más que quiere verla. —Paton se apartó de la puerta, e hizo adelantarse a

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Emma con delicadeza. —Se llama Emma Tolly. —¿Cómo? Pero... yo no... La ventana se cerró de golpe. Oyeron unos pasos apresurados que bajaban y cómo crujía la escalera, y la puerta se abrió con un violento campanilleo. —¡Hola! —dijo Emma. —¿Nancy? ¡Oh, te pareces tanto a Nancy! — exclamó la señorita Ingledew—. Entra, entra, y tú, Paton. Oh, no me lo puedo creer. Yo sólo... oh, Dios mío, no tengo palabras. Julia hizo entrar a Emma en la tienda. La miró, le tocó el pelo y la cara y luego la abrazó. —Realmente eres tú. Oh, Emma, ¿cómo ha ocurrido esto? —Me desperté —explicó Emma—. Charlie Bone y sus amigos me ayudaron, y este señor tan simpático me ha traído hasta aquí. —Gracias, Paton —dijo Julia con fervor—. Entra y tómate una taza de té, o un whisky, o algo. Tenemos que celebrarlo. Los llevó a su acogedora sala de estar de la trastienda, y Emma contempló los estantes llenos de hermosos volúmenes antiguos, con sus letras labradas en oro brillando bajo la suave luz. Respiró

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el olor a papel antiguo, cuero e imprenta y, con un profundo suspiro, declaró que aquélla era la habitación más maravillosa del mundo. —Podría ser tu hogar, Emma —dijo la señorita Ingledew, feliz—. Si todo va bien. A menos que quieras quedarte con las personas que te adoptaron. —¡No, no, no! —exclamó Emma—. No quiero volver a ver nunca más esa horrible casa. —Tienes que contármelo todo —dijo la señorita Ingledew—. Quiero saberlo todo. Y tú, Paton, estoy segura de que tienes mucho que ver con esto. Sentaos, sentaos. Corrió de un lado a otro de la habitación quitando libros y papeles de las sillas, poniendo bien los almohadones y sacudiendo el polvo de las pantallas de las lámparas. Una hora después, Paton se fue a casa. Iba silbando una alegre melodía mientras las farolas se ponían incandescentes y se quebraban por encima de su cabeza. No se había sentido tan feliz desde que tenía siete años. A primera hora de la mañana del domingo, Charlie despertó y se encontró a su tío inmóvil a los pies de su cama.

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—Traigo grandes noticias, Charlie —le anunció el tío Paton—. No he podido pegar ojo. Emma Tolly está con su tía, y nos aseguraremos de que se quede allí. Charlie se sentó en la cama. —¿ Cómo ha ocurrido ? —preguntó. Paton le contó cómo los Moon habían llevado a Emma a la academia en plena noche. Y cómo Manfred la había encerrado bajo llave. —Pero escapó —adivinó Charlie. —Sí —corroboró Paton lentamente—, y de momento no quiere contar cómo. Pero, Charlie, alguien se enteró de vuestro pequeño experimento; alguien os traicionó, y me parece que deberías descubrir quién. Charlie tuvo la horrible sensación de que ya lo sabía. No podían haber sido Benjamin o Fidelio, ni tampoco Olivia. Charlie le confiaría la vida a cualquiera de ellos. Sólo quedaba Billy Raven. —Es Billy Raven —afirmó—. Me da mucha pena, tío Paton. No ha tenido nunca un verdadero hogar, y además creo que tiene miedo de algo. ¿Viste el coche que vino a recogerlo? Tenía los cristales ahumados, y alguien que había dentro sacó un bastón y me atizó. —El viejo —murmuró Paton.

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—¿Qué Manfred?

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viejo?

¿Te

refieres

al

bisabuelo

de

—Quiero enseñarte unas cosas, Charlie. Ven a verme después del desayuno. Charlie se vistió y bajó corriendo a desayunar. Le sorprendió encontrar a la abuela Bone en la cocina y todavía más que le sonriera mientras le servía una salchicha y un huevo frito. Charlie empezó a sospechar. Pensó que iba a echarle un sermón por infringir las reglas. Pero quizá la abuela Bone todavía no se había enterado de la huida de Emma Tolly. En cuanto se terminó el desayuno, Charlie fue arriba y llamó a la puerta de su tío. —¡Entra, Charlie! —La voz del tío Paton ya no sonaba cansada y hosca. A Charlie le costó abrir la puerta. Había libros esparcidos por todo el suelo. Tuvo que cruzar la habitación de puntillas por los escasos espacios libres siguiendo las instrucciones de su tío: —¡Ahí no! Sí, eso es... ¡Ten cuidado con ése, Charlie! Necesito saber por qué página voy. —¿Qué es lo que pasa, tío Paton? —le preguntó Charlie, mientras se instalaba en un pequeño hueco libre entre los papeles que cubrían la cama de su tío.

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—Me preguntaste acerca del Rey Rojo, Charlie, y he hecho progresos... grandes progresos. La señorita Ingledew me ayudó a encontrar algunos de estos libros —dijo, señalando unos enormes volúmenes de aspecto muy antiguo que se amontonaban en su escritorio—. No tienen precio, son auténticos tesoros. Todavía tengo que traducirlos, pero ya he podido aclarar muchas cosas. He tomado algunas notas. Escucha. —¿Están escritos en otro idioma? —preguntó Charlie. —En muchos idiomas. Ahora, escucha. El Rey Rojo llegó a estas islas, es decir, a la Gran Bretaña, en el siglo XIII. Dicen que venía de África, aunque todavía no sé con seguridad de qué parte. Lo llamaron rojo debido a su capa escarlata y al emblema de un sol carmesí que adornaba su escudo. Uno de sus compañeros era un caballero de Toledo, la ciudad de las espadas. El Rey Rojo se casó con la hija de ese caballero, pero desgraciadamente ella murió al nacer su décimo hijo. »El Rey Rojo abandonó su castillo y se dedicó a recorrer el reino, llorando a su esposa. Hay muchos relatos que hablan de las singulares hazañas que llevó a cabo durante ese período; de las tormentas que invocó, de su don para curar y hacer

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predicciones. Aquí dice —Paton cogió un libro y se lo puso en el regazo— que el Rey Rojo podía, con su ojo negro, dejar indefenso a cualquier adversario; en otras palabras, que podía hipnotizar. —Paton dejó el libro en su sitio—. Podría citarte centenares de ejemplos de hechos misteriosos, pero, en el fondo, la cuestión se reduce a que el Rey Rojo era un mago. —¿Y todos nosotros, los dotados, descendemos de él? —preguntó Charlie. —Sí. Pero la historia no termina ahí. —Paton se inclinó hacia delante, apoyó la barbilla en una mano y miró fijamente a Charlie—. El rey permaneció ausente de su castillo durante quince años. Descuidó a sus hijos que, de distintas maneras, habían heredado algunos, pero no todos, de sus muchos talentos. Cuando el rey volvió a su castillo, se encontró con que sus hijos estaban en guerra. —¿En guerra? —En guerra con sus vecinos. Utilizaban sus poderes para engañar y robar, para saquear, mutilar y matar. Las gentes de los alrededores les tenían pánico. —¿Todos sus hijos eran malos, entonces? —quiso saber Charlie. —Desde luego que no. Sólo a cinco de ellos les

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obsesionaba el poder. Los otros se fueron del castillo y desaparecieron. Algunos incluso navegaron hacia otras tierras, con la esperanza de escapar de sus terribles hermanos y sin el menor deseo de utilizar sus extraños dones. Pero no pudieron escapar de ello, Charlie, porque algunos de sus hijos también se volvieron malvados, y también algunos hijos de los malos nacían buenos. De este modo las familias se vieron atadas para siempre las unas a las otras, sin posibilidad alguna de escapar de su pasado, y así ha sido hasta el día de hoy. Justo cuando una familia piensa que por fin ha quedado limpia de maldad, aparece un malvado con un talento que le permite sembrar el caos. — Paton sacudió la cabeza—. ¡Cuántas familias en guerra las unas con las otras! ¡Cuánto dolor! ¡Cuántas desgracias! —Me alegro de ser hijo único —dijo Charlie. Paton se echó a reír. —Si seguimos unidos, terminaremos venciendo, Charlie. Se volvió nuevamente hacia su escritorio. —¡Sí! Charlie se levantó y volvió a emprender el accidentado recorrido hacia la puerta. Cuando hubo llegado, se volvió y dijo:

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—¿Qué le ocurrió al Rey Rojo, tío Paton? ¿No pudo arreglar las cosas, visto que contaba con todo el poder? —Era demasiado tarde —dijo Paton solemnemente—. Hubiese tenido que matar a todos sus hijos, y eso no podía hacerlo. Acompañado por sus tres leopardos, el Rey Rojo dejó su castillo y nunca más se lo volvió a ver. No obstante, hay relatos que hablan de una presencia invisible en distintas partes del país. —Nunca me habías hablado de los leopardos — dijo Charlie. —Ah, ¿no? Bueno, pues ahí lo tienes. Se me olvidó. —Paton le dirigió una sonrisa misteriosa—. Esta tarde iré a la librería a ayudar a Julia a organizarlo todo para que Emma pueda vivir allí. —¿Crees que saldrá bien? ¿Realmente podrá quedarse Emma allí para siempre? —Haremos que todo salga bien. Los Bloor no querrán que la gente se entere de lo que han estado tramando. Tendrán que renunciar a Emma. En cuanto a los Moon, no parece que disfrutaran mucho haciendo de padres. El tío Paton parecía muy seguro de sí mismo. De hecho, parecía un hombre completamente nuevo. Charlie dejó a su tío ocupado con sus libros y

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cruzó la calle para ir a ver a Benjamin. Para su sorpresa, en el número doce no había nadie, ni siquiera Judía Corredora. Charlie llegó a la conclusión de que la familia Brown había ido a pasar el día fuera. Todos juntos. Aquello nunca había ocurrido antes: Benjamin siempre estaba en casa, cualquiera que fuese el momento en que Charlie quisiera verlo. Charlie dio una vuelta por el parque por si Benjamin había salido a pasear a su perro por primera vez después del ataque, pero no había ni rastro de ellos. Cuando llegó a casa, encontró a Maisie sentada en la mecedora junto a la estufa. —No me encuentro muy bien, Charlie —dijo—. Me parece que hoy me saltaré la comida y echaré una siestecita. Aquello era inaudito. Maisie nunca se ponía enferma. Charlie contempló cómo su abuela cruzaba la cocina moviéndose como si le costara mucho andar. ¿Qué le había ocurrido? Durante el almuerzo, Charlie y su madre charlaron durante un buen rato sobre Emma Tolly. —Es como un cuento de hadas —suspiró la señora Bone—. Espero que tenga un final feliz. —Emma no pertenece a los Moon —dijo Charlie

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—. Los detesta. Su familia es la señorita Ingledew. —Pero ¿podrán demostrarlo? —Amy Bone sacudió la cabeza—. ¿ Quién va a creerse un montón de historias j sobre hipnotismo y... caballeros resplandecientes y campanas que tañen... y el mensaje del doctor Tolly? —No hace falta que lo sepa nadie. El tío Paton dice que los Bloor no querrán que otras personas se enteren de lo que han estado haciendo, así que cederán sin rechistar. —Pues yo no lo creo —replicó Amy Bone—. Alguien pagará por todo lo que ha ocurrido. Ten cuidado, Charlie. —No te preocupes por mí, mamá. Después del desayuno la señora Bone tuvo que ir a la frutería, ya que había prometido echar una mano haciendo unos paquetes. —No tardaré mucho, Charlie —dijo—. Maisie está arriba si la necesitas. La casa estaba muy silenciosa. El tío Paton ya se había ido. Cuando Charlie echó un vistazo a la habitación de Maisie, la encontró profundamente dormida. Pasó ante la puerta de la abuela Bone sin hacer el menor ruido. No quería despertarla. Después fue corriendo al número doce y descubrió que la familia Brown seguía ausente. Hacía mucho

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frío y no soplaba nada de viento y, mientras Charlie cruzaba de nuevo la calle, unos diminutos copos de nieve empezaron a posarse sobre su cabeza. Y entonces las vio: tres figuras oscuras que marchaban calle abajo. Las hermanas Yewbeam caminaban hombro con hombro, negándose a ceder el paso, con lo que, para evitarlas, los otros transeúntes tenían que bajar a la calzada. Charlie pensó que quizá podría correr al parque antes de que lo vieran, pero ya era demasiado tarde, y las Yewbeam apretaron el paso. Se encontraron delante del número nueve. —¡Charlie, qué afortunada coincidencia! — exclamó la tía Lucretia—. Queremos tener una pequeña charla contigo. —En privado —añadió la tía Eustacia. —Oh —dijo Charlie. Mientras subía los escalones, las oyó hablar en susurros detrás de él. Las tías entraron en el vestíbulo y depositaron sus abrigos mojados en los brazos de Charlie. —Qué nevada tan molesta —observó la tú Venetia mientras le sacudía el pelo a Charlie con sus largas uñas. —Entrad —los llamó la abuela Bone desde su

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habitación de la parte trasera—. Date prisa, Charlie. No tenemos todo el día. —Lo sé —replicó Charlie—, visto que tía Lucretia es ama, y tía Eustacia asistente social. Las dos tías lo miraron con cara de pocos amigos pero no dijeron nada. A Charlie le pasó por la cabeza salir corriendo y encerrarse en su habitación, pero decidió que sería mejor sacarse de encima lo antes posible aquella desagradable «charla». Así que colgó obedientemente los abrigos de piel de topo y ocupó su lugar en la mesa frente a las tres tías Yewbeam. —Bueno, Charlie —empezó la tía Lucretia—. Al parecer has estado muy ocupado últimamente, ¿verdad? —Metiendo la nariz donde no debías —añadió la tía Eustacia. —Espero que no lo conviertas en una costumbre —dijo la abuela Bone. —Estoy segura de que no lo hará —afirmó la tía Venetia con una sonrisa venenosa. Cruzó los brazos y, apoyándolos en la mesa, estiró su largo cuello hacia Charlie—. Sólo intentabas ayudar a una amiga, ¿verdad, Charlie? Lo sabemos todo de Emma Tolly. Y sabemos dónde encontrar Las Doce Campanas de Tolly. Porque verás, el caso es que

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pertenece al doctor Bloor. —Eso no es verdad —rebatió Charlie—. Pertenece a la señorita Ingledew y no os apropiaréis de él. —¡Oh, cielos! —La tía Venetia alzó las manos—. ¡Qué chico tan valiente! Las Doce Campanas de Tolly pueden quedarse donde están. Ya no tenemos el menor interés por ellas, ¿verdad, hermanas? —Ninguno en absoluto —contestaron ellas. Charlie no las creyó. Las Doce Campanas de Tolly ya habían desempeñado su papel al despertar a Emma, y no parecía haber razón alguna para conservarlas. Pero, en un rincón de su mente, Charlie sabía que existía una razón. Había alguien más a quien despertar. De pronto se encontró diciendo: —Mi padre no está muerto, ¿sabéis? La abuela Bone se puso muy blanca. —¿De qué estás hablando, Charlie? —exclamó—. Por supuesto que está muerto. —No, no lo está. Algún día lo encontraré. —¿Te ha dicho eso tu tío? —preguntó la tía Lucretia—. Paton está completamente chiflado, no sabe de qué habla. No debes volver a tratar con él. —Promete que no lo harás —ordenó la tía Eustacia.

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—No —se negó Charlie. La abuela Bone golpeó la mesa con el puño y se hizo el silencio. Charlie pensó que ya iba siendo hora de marcharse. Echó su silla hacia atrás y se levantó. —¡Espera! —dijo la tía Venetia—. Tengo un regalo para ti, Charlie. —Se agachó y sacó algo de su enorme bolso—. Aquí tienes. Deslizó a través de la pulida mesa un paquete envuelto en papel marrón. Charlie lo miró. —¿Qué es? —preguntó mirándolo fijamente. —¡Ábrelo! —le invitó la tía Venetia guiñándole un ojo. Charlie tragó saliva. Seguro que era algo que no le iba a gustar nada. Tiró del cordel y el papel se abrió, dejando ver una capa azul doblada. —Una capa —dijo Charlie—. Pero si ya tengo una. —Un montón de harapos horribles —bufó la abuela Bone—. El doctor Bloor dijo que tenías que llevar una capa nueva, y la tía Venetia ha sido muy amable al hacerte una. —Es muy mañosa —añadió la tía Lucretia. La sonrisa de la tía Venetia era tan amplia que Charlie pudo ver un pegote de lápiz de labios que le manchaba los dientes.

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—Gracias —dijo sin mucha convicción. —No hay de qué. —La tía Venetia lo despidió con un gesto de la mano—. Ya te puedes ir, Charlie. Charlie se fue, llevándose la capa nueva. Corrió arriba y vio que habían sacado la vieja del armario. Examinó el regalo de la tía Venetia, pero no le pareció que hubiese nada extraño en ella. Charlie le mencionó la capa a su madre mientras le ayudaba a hacerse la bolsa. —Ha sido todo un detalle por parte de la tía Venetia —dijo la señora Bone con voz pensativa—, pero no resulta nada propio de ella. Que yo sepa, nunca le ha hecho un regalo a nadie, ni siquiera en Navidad. —Quizá no quieren avergonzarse de mí— reflexionó Charlie—, dado que la tía Lucretia trabaja como ama en la academia. —Debe de ser eso —concluyó su madre—. Los Yewbeam son gente muy orgullosa. Pero Charlie no pudo evitar preguntarse si no habría algo más.

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En la ruina Cuando Charlie llegó a la academia a la mañana siguiente, enseguida vio que el vestíbulo bullía de excitación. Los niños no podían estarse callados, y no paraban de darse codazos y señalar la larga mesa que habían colocado junto a una de las paredes forradas de madera. La mesa estaba llena de pequeñas linternas de cristal. —Esta noche empieza el juego de la ruina —le dijo Fidelio a Charlie. Ya habían llegado al vestuario, que estaba abarrotado de niños que parloteaban excitadamente. —¿Y

en

qué

consiste?

—preguntó

Charlie,

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Charlie Bone

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pensando en la chica que no consiguió salir de la ruina—. No sé cómo se juega. —Bueno, en realidad no es un juego —observó Fidelio—. Más bien es una búsqueda. En el centro de la ruina esconden una medalla. Para ganar tienes que encontrarla y salir antes de una hora. Cada departamento tiene su turno. Esta noche le toca a los de Arte Dramático, mañana a los de Arte y el miércoles a nosotros. No creas que es fácil. El año pasado nadie consiguió encontrar la medalla, y el año anterior hubo alguien que la encontró, pero necesitó tres horas para salir de la ruina, así que no le sirvió de nada. —¿Merece la pena? —inquirió Charlie—. Después de todo, no es más que una medalla. —El ganador consigue un año entero sin arresto, a menos que haga algo realmente malo. También gana días libres y cosas gratis como instrumentos nuevos, cajas de pinturas o disfraces. Además, hace que te sientas muy bien. —Oh. A Charlie se le encogió el estómago, y se dijo que aquello era una tontería por su parte. Habría un centenar de niños en la ruina, ¿cómo podía perderse alguien? Sin embargo, varias personas habían desaparecido allí dentro. Y había alguien que se convertía en una fiera salvaje y podía entrar

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en la ruina en busca de presas. —No pongas esa cara, Charlie —le dijo Fidelio—. Esta noche lo veremos todo desde la galería del departamento de Arte, que da al jardín. Lo pasarás bien, te lo prometo. Después de la cena, los niños de Arte Dramático fueron desfilando por el vestíbulo para coger sus linternas. La galería que daba al jardín empezó a llenarse de espectadores a medida que, uno a uno, los niños con capas de color púrpura iban saliendo al jardín. Charlie se alegró de que Olivia se hubiera decidido por unos zapatos más prácticos, con los que podría correr si algo o alguien la perseguía. La fila de linternas parpadeantes avanzó por el prado como una larga serpiente brillante. Y luego, poco a poco, la cabeza de la serpiente empezó a desaparecer, conforme los oscuros muros de la ruina iban engullendo niños. —¿Y ahora qué? —dijo Charlie conteniendo el aliento. —Esperamos—le explicó Fidelio. No tuvieron que esperar mucho. Algunos de los niños más pequeños empezaron a salir corriendo de la ruina a los pocos minutos de haber entrado. O tenían miedo de la oscuridad o de perderse. Sus nombres eran tachados de la lista en cuanto

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llegaban al vestíbulo. Allí devolvían las linternas hechos un manojo de nervios y, avergonzados, se apresuraban a irse a la cama. Olivia fue una de las últimas en regresar. Fidelio y Charlie la esperaban en la escalera que llevaba a su dormitorio. —Esta noche ese sitio no me ha gustado nada — declaró Olivia—. Había algo detrás de esos muros que me daba escalofríos. Todo el rato veía una sombra: en un momento dado estaba allí, y al siguiente ya había desaparecido. —¿Qué clase de sombra? —preguntó Fidelio. —Era de un animal —contestó Olivia—. Quizás un perro... no lo sé. No llegué al centro, nadie lo hizo. —Bueno, me alegro de que hayas salido—dijo Charlie, mirando los cómodos zapatos que se había puesto Olivia. —Me mantuve cerca de Bindi —explicó Olivia—. Me sentía segura con ella porque es de las dotadas. Cuando Manfred repartía las linternas, me echó una mirada tan malévola que pensé que me las iba a cargar. —Tú no, Olivia—dijo Charlie. La noche siguiente era el turno del departamento de Arte. Olivia se reunió con Fidelio y Charlie en la galería. A Charlie se le quitó un peso de encima

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cuando supo que Emma Tolly no figuraría entre los buscadores de la medalla, y se preguntó si todavía estaría con la señorita Ingledew. Si su tío Paton se había ocupado del asunto, entonces la joven seguiría allí. El tío Paton era una persona muy poderosa, a su manera. Durante el segundo juego de la ruina no ocurrió nada. digno de mención. Nadie encontró la medalla y todo el mundo salió de allí sano y salvo. Y entonces llegó la noche del miércoles. Mientras la cola de niños con capa azul recogía sus linternas, una corriente de aire helado barrió el vestíbulo. Fuera iba a hacer mucho frío, y Charlie se alegró de llevar una capa que abrigara tanto. Aquella vez era el doctor Bloor en persona quien, de pie junto a la mesa, entregaba las linternas. El doctor saludó a Charlie con una seca inclinación de cabeza cuando sus manos se tocaron, y Charlie tuvo la repentina intuición de que no era al doctor Bloor a quien debía temer. De hecho, el hombretón casi pareció mirarlo con recelo. La puerta que daba al jardín estaba abierta, y los primeros niños salieron a la noche. No brillaba la luna ni las estrellas, y alzaron la mirada hacia un cielo completamente negro. El suelo, sin embargo, emitía un tenue resplandor, y alzando su linterna Charlie vio que la nieve caída se había helado

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formando una delgada capa. Crujía bajo sus pies como cristales rotos. —Estoy justo detrás de ti, Charlie —susurró Fidelio—. Sigue andando. Charlie se volvió y vio el rostro jovial de Fidelio iluminado por la luz de la linterna. —¡Buena suerte! —le susurró—. Espero que encuentres la medalla. —Silencio —dijo una voz adusta—. Hablar o Susurrar está penalizado. Habían llegado a la entrada de la ruina. Manfred estaba de pie a un lado, poniendo una marca a los nombres escritos en un largo pergamino conforme los niños iban pasando por su lado. Una gran linterna se balanceaba por encima de su cabeza, y Charlie vio que Zelda Dobinski, que estaba detrás de Manfred, sostenía el palo del que pendía la linterna. La chica lo miró con expresión gélida cuando pasó bajo el arco de piedra. Se encontró en un patio enlosado rodeado por unos setos altos y tupidos. Frente a él se elevaban cinco arcos de piedra, separados por cuatro bancos también de piedra. Fidelio tocó a Charlie con el codo y señaló el arco del centro. Fueron hacia él. Al principio les pareció que eran los únicos que habían escogido aquel arco, pero poco a poco empezaron a

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encontrarse con pequeños grupos de niños que se cruzaban a toda prisa en su camino o bien correteaban junto a ellos. Había niños que corrían en dirección opuesta. —¿Te parece que vamos bien por aquí? —susurró Charlie. —¿Quién sabe? —replicó Fidelio. Doblaron una esquina y se metieron en un pasaje tan estrecho que rozaban las paredes con los codos. De vez en cuando salían a patios donde había estanques helados con una fuente en medio. La que más le gustó a Charlie fue una en forma de gran pez de piedra, y Fidelio tuvo que tirar de su capa para apartarlo de ella. A veces tropezaban con una estatua medio derruida o una urna cubierta de moho, y a medida que pasaba el tiempo, empezó a rodearles un profundo silencio. Ya no oían el rumor amortiguado de pies que corrían ni el murmullo de las voces de otros niños. —¿Cómo sabremos que hemos llegado al centro? —susurró Charlie. —Hay una tumba —dijo Fidelio—. Es todo lo que sé. —¿Una tumba? Me pregunto de quién será. — ¡Charlie! —exclamó Fidelio en voz alta—. No te

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muevas. Pasa algo raro con tu capa. Charlie se volvió y contempló su capa. Resplandecía. Diminutas hebras brillantes surcaban la tela en todas direcciones, dándole la apariencia de una extraña nube chispeante. —La cosió mi tía —dijo Charlie—. Pero ¿por qué habrá hecho algo así? —Quizá para poder seguirte en la oscuridad — dijo Fidelio—, o atraparte. Charlie se quitó la capa y la arrojó al suelo. —Bueno, pues no me cogerán —afirmó—. Puede que me hiele de frío, pero no me dejaré atrapar. —Si tienes mucho frío podemos compartir la mía —propuso Fidelio. El siguiente pasadizo que escogieron parecía un túnel. Tuvieron que andar inclinados para que sus cabezas no chocaran con las vigas del techo. Charlie empezó a sentir que le faltaba el aire en aquel espacio tan reducido, así que apretó el paso y salió a un patio circular. Tres estatuas se alzaban en el centro, aunque Charlie apenas pudo distinguir qué eran: su vela casi se había consumido. Mientras esperaba a que su amigo saliera del túnel detrás de él, le llamó: —¡Eh, Fidelio, ven a ver esto!

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No hubo respuesta. Charlie miró dentro del túnel. No se veía ninguna luz, ni a Fidelio. —Eh, venga ya. ¡No hagas bromas! Charlie entró corriendo en el túnel. Con la mano que tenía libre, fue tanteando las paredes y el espacio oscuro que se abría ante él. ¿Se había caído su amigo o metido en otro pasadizo? —¡Fidelio! ¡Fidelio! —gritó Charlie, sin importarle los castigos. El silencio respondió a sus llamadas. Y entonces su linterna se apagó. Charlie comprendió que siempre había sabido que aquello ocurriría. Había infringido las reglas, igual que su padre antes que él. Había rescatado a Emma Tolly y ahora iba a recibir su castigo. Pero no se daría por vencido sin luchar. Arrojando al suelo la linterna, que ya no le servía de nada, Charlie avanzó a tientas por el túnel. En algún momento debió de desviarse hacia otro pasaje abierto porque volvió a respirar aire puro, aunque no era exactamente puro, porque olía a hojas mohosas y piedra húmeda. Al doblar una esquina vio una luz y, sin poder dar crédito a su suerte, corrió hacia ella. La linterna descansaba sobre una gran tumba de piedra. Una figura apareció por detrás de ella, y Charlie vio la

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cabeza blanca de Billy Raven. Los cristales redondos de sus gafas brillaban como dos lunas diminutas. —¡La he encontrado! —exclamó Billy, alzando un reluciente disco dorado que colgaba de una cadena. —¡Bien hecho! —aplaudió Charlie—. He perdido la linterna, Billy. ¿Puedo ir contigo? —¡Es mía! —dijo Billy. Cogió su linterna y se apartó de un salto. —De acuerdo, de acuerdo. No te la quitaré, Billy. Charlie vio cómo aquella luz se alejaba oscilando en la oscuridad hasta que desapareció del todo. No tenía ni idea de qué camino habría tomado Billy. Era imposible adivinarlo. Ni siquiera había un sonido que pudiera guiarlo. Pero entonces, de repente, se produjo un sonido: el rumor de unos pies que corren, cuatro para ser exactos, y el jadeo entrecortado de un animal. Charlie dio un respingo, y, tropezando y tambaleándose, huyó de aquellas leves pisadas y el agrio olor de la bestia. Fidelio había dejado de buscar a Charlie, pensando que quizá ya hubiera logrado encontrar el camino para salir de la ruina. Había ocurrido algo extraño en aquel túnel tan estrecho. Habían empujado a Fidelio para obligarlo a pasar por una

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abertura que daba a otro pasadizo, pero no pudo ver quién había sido. Preguntó a varios niños si habían visto a Charlie. No lo habían visto. —Billy Raven ha encontrado la medalla —le dijo alguien. «Hum —pensó Fidelio—. Me pregunto cómo se las habrá apañado.» Le dio la impresión de que era el último en abandonar la ruina. —¿Ha salido Charlie Bone? —le preguntó a Manfred, que iba tachando los nombres del pergamino. —Hace siglos —dijo Manfred. —¿Estás seguro? —Pues claro que estoy seguro —gruñó Manfred. Fidelio entró en la academia. Preguntó a todos aquellos con los que se encontraba si habían visto a Charlie Bone. Todos los que conocían de vista a Charlie juraron que no lo habían visto. —¿Qué ocurre? —le preguntó Olivia cuando vio lo serio que estaba. —Charlie sigue en la ruina —le respondió Fidelio. —¿Cómo? ¡Pero si hace mucho rato que tendría que estar fuera! Han dicho que todo el mundo había salido.

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—Pues no es verdad —dijo Fidelio. Subió corriendo al dormitorio. Billy Raven estaba sentado en su cama. Varios chicos le rodeaban, admirando la medalla que llevaba colgada del cuello. —¿Habéis visto a Charlie Bone? —les preguntó Fidelio. —No —replicaron todos. Billy Raven se limitó a sacudir la cabeza. —Felicidades —le dijo Fidelio—. Veo que has ganado. Se desplomó sobre su cama. No sabía qué hacer. Media hora después, una voz dijo: —Fuera luces dentro de cinco minutos. Fidelio corrió al pasillo. —Ama —la llamó—, Charlie Bone no ha vuelto. Aquella mujer alta, envuelta en su almidonado uniforme azul, ni siquiera se dio la vuelta. —No me digas —soltó, y se fue. Fidelio se llevó las manos a la cabeza. —¿Es que no le importa?—gritó. Ella hizo como que no lo había oído. —Llegas tarde —le dijo un instante después a

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Gabriel Silk cuando apareció como una exhalación por el pasillo. —Lo siento, ama —musitó Gabriel. »Fíjate —le dijo a Fidelio—, después de haber pasado horas dando vueltas en esa horrible ruina, me han hecho terminar los deberes. —Entonces reparó en la cara de preocupación de Fidelio—. ¿Qué pasa? —Charlie sigue en la ruina —le explicó Fidelio. —¿Qué? —Un súbito cambio se produjo en Gabriel Silk. Un destello de determinación brilló en sus ojos grises, y de pronto pareció más alto y erguido que antes—. Vamos a ocuparnos de eso — dijo muy serio, y echó a andar pasillo abajo. Fidelio lo siguió, preguntándose qué iba a hacer Gabriel. Cuando llegaron a la escalera, Gabriel se volvió y le dijo: —Vuelve al dormitorio, Fidelio. Ahora no puedes ser de ninguna ayuda. —Quiero ir contigo —protestó Fidelio—. Charlie es mi amigo. —No —dijo Gabriel solemnemente—. Ese no es lugar para ti. Puede ser peligroso. Tienes que dejárnoslo a nosotros. La mirada de Gabriel era realmente imperiosa.

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Fidelio dio un paso atrás. —¿Y quiénes sois «vosotros»? —preguntó. —Los hijos del Rey Rojo —respondió Gabriel, y corrió escalera abajo.

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20

La batalla de los dotados —¿Adonde te crees que vas? —preguntó el señor Paltry cuando vio a Gabriel cruzar el vestíbulo—. Deberías estar en tu dormitorio. Gabriel no le hizo ningún caso. Salió poruña puerta, subió corriendo una escalera y recorrió el pasillo que llevaba al Salón del Rey. Sólo había dos personas en la estancia cuando Gabriel irrumpió en ella como una tromba: Lysander y Tancred. Ambos estaban leyendo. —¡Charlie Bone todavía está en la ruina! — anunció Gabriel. Lysander y Tancred alzaron la mirada. —Manfred y Zelda también están ahí —añadió

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Gabriel. —¿Y Asa? —preguntó Lysander. —Me parece que ya se ha transformado —dijo Gabriel—. Tiene que haber entrado en la ruina. —Entonces ha llegado el momento —declaró Lysander. Formaban un extraño trío: un africano, un chico con el pelo amarillo electrificado y un muchacho flaco de rostro alargado y grave. Hombro con hombro, dejaron atrás al doctor Bloor, que estaba cerrando su despacho; al doctor Saltweather, cargado con un atril para las partituras, y al señor Paltry, que había empezado a recoger las linternas. Ninguno de los profesores pudo detener a los tres niños. Salieron a la fría noche y caminaron por el suelo helado en dirección a la ruina. Detrás de ellos, los niños se habían reunido ante los amplios ventanales de la galería. Aquella noche la desobediencia hacía furor. Olivia Vértigo había hecho correr la voz: un chico se había perdido en la ruina. Sin hacer caso de las reglas ni de las órdenes del ama, los niños saltaron de sus camas y corrieron por los oscuros pasillos, susurrando con ansiedad. Fidelio

se

encontró con

Olivia

junto a

los

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ventanales. —¿Notas algo? —le preguntó ella. Se había levantado un fuerte viento cuyas ráfagas se arremolinaban alrededor de las tres figuras que marchaban hacia los altos muros de piedra y hacían ondear sus capas. Ninguno de los tres llevaba linterna, y Fidelio vio que el viento había barrido las negras nubes y que la luna llena bañaba el jardín con su luz plateada. —Eso es cosa de Tancred —murmuró Olivia—. He estado investigando por ahí. Tancred puede traer el viento, dicen, y también las tormentas. —¿Qué hay de Lysander? —preguntó Fidelio. —Nadie está seguro del todo —explicó Olivia—, pero tiene mucho poder, y se dice que puede invocar a los espíritus. Hay una cosa en la que todo el mundo está de acuerdo: Asa Pike puede cambiar de forma, pero sólo cuando ha oscurecido. —Así que fue él —dijo Fidelio. Ya sabía lo que podía hacer Manfred, y había oído decir que Zelda Dobinski movía cosas con la mente. Pero ¿qué clase de cosas?, se preguntó. ¿Podría mover a las personas? En el interior de la ruina, Charlie se había agazapado junto a un muro. Creía que había escapado de la bestia, pero ésta volvía a acercarse.

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Charlie oía el ruido de piedras sueltas que provocaba la bestia al saltar por los desolados patios. Charlie se incorporó. Avanzó unos pasos y algo cayó a su lado causando un gran estrépito. Charlie se inclinó y sus dedos tocaron los ásperos contornos de una estatua. Había estado a punto de matarlo. Rodeó con cautela la estatua y siguió adelante. Entonces se produjo un fuerte crujido y un chapoteo al desplomarse una fuente de piedra en el estanque. Una gran ola tiró al suelo a Charlie y los pedazos de la fuente rota le cayeron encima. Rodó sobre el estómago, cabeza con las manos.

protegiéndose

la

—No me rendiré. ¡No lo haré, no lo haré! — musitó. Pero ¿cuánto tiempo podría aguantar? Sus enemigos eran muy poderosos. ¿No había nadie lo bastante fuerte para ayudarlo? Como una respuesta, una brisa silbó entre la maleza. Fue haciéndose cada vez más fuerte, hasta que se convirtió en un vendaval que aullaba entre las antiguas piedras y rugía a través del cielo. Hizo oscilar la gran campana de la catedral de tal manera que su tañido resonó una y otra vez por toda la ciudad como la advertencia de una catástrofe inminente. Charlie miró hacia arriba y vio

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la luna llena apareciendo de entre las nubes. Su intensa luz inundó la ruina para que todos los peligros pudieran verse con claridad. Algunas piedras enormes empezaron a desprenderse de los muros, pero ahora Charlie podía sortearlas y caminar en línea recta. Aun así, ¿qué dirección debía seguir? La bestia también podía ver por donde iba. Se estaba poniendo furiosa. Su gruñido parecía proceder de todas partes y, de pronto, allí estaba, delante de Charlie, a sólo unos metros. Sus ojos amarillos resplandecían con un brillo intenso, y su hocico erizado de pelos se había contraído revelando unos dientes muy largos y relucientes. Charlie se quedó completamente inmóvil, esperando a que la bestia saltara sobre él, pero, súbitamente, algo que emitía un tenue y espectral resplandor se interpuso entre ellos. Charlie entrevió una lanza y un escudo. Otra figura apareció, y luego otra. Rodearon a la bestia y el animal, acorralado, dejó escapar un aullido de miedo. Mientras Charlie retrocedía para alejarse de aquellas siluetas fantasmales, tropezó con una piedra cubierta de musgo y cayó sobre un lecho de zarzas. Al ver a su víctima en el suelo, impotente, la bestia intentó abalanzarse sobre ella, pero dos brillantes lanzas le cortaron el paso y casi le

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atraviesan el negro hocico. La bestia gruñó y sus ojos enfurecidos miraron fijamente a Charlie, a quien era incapaz de alcanzar: temía aquellas lanzas relucientes y no se atrevía a franquearlas. Charlie se levantó y huyó a trompicones. Las zarzas le habían arañado la cara y las manos, y notaba el sabor de la sangre en los labios y cómo se deslizaba por sus dedos. Se dio cuenta de que temblaba violentamente. Los pies se le estaban quedando insensibles y se sentía tan mareado que apenas podía pensar. —He de salir de aquí antes de que me muera congelado —murmuró mientras le castañeteaban los dientes. Algo caliente le rozó las piernas y, al bajar la mirada, Charlie vio al gato de color cobre, Aries. Sagitario apareció a su otro lado, y Leo salió de detrás de una estatua justo delante de él. Poniéndose nariz contra cola, los gatos empezaron a moverse en círculo alrededor de Charlie y el calor que brotaba de su reluciente pelaje se difundió por el cuerpo de Charlie, calentándole sus huesos doloridos. En cuanto Charlie reemprendió el paso, los gatos se pusieron delante de él y, como una sola llama, abrieron la marcha a través del castillo en ruinas. Poco a poco Charlie se fue dando cuenta de que

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pasaba junto a estatuas que reconocía; muchas de ellas habían caído al suelo, pero se alegró de que la fuente con el pez de piedra siguiera en pie. Finalmente llegaron al patio de las cinco entradas. El viento había cesado y las campanadas lejanas dejaron de, sonar. Los tres gatos se subieron de un salto a un banco de piedra y empezaron a lamerse. —¿No vais a salir conmigo? —preguntó Charlie. Los gatos lo miraron y ronronearon. —Gracias de todos modos —dijo Charlie. Al otro lado del último arco se veía una extensión de hierba cubierta de nieve. Pero ¿qué, o quién, había allí fuera? ¿Estaba realmente libre? Charlie titubeó, respiró hondo y cruzó el arco. Alguien se detuvo junto a él. —Hola, Charlie —le saludó Gabriel Silk—. Ya no corres peligro. El alivio de Charlie fue tan enorme que estuvo a punto de desmayarse. Pero antes de que pudiera caerse, unos fuertes brazos lo sostuvieron y Tancred y Lysander escrutaron ansiosamente su rostro. —¡Epa! —exclamó Tancred. —¿Te encuentras bien? —preguntó Lysander.

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—Sí—dijo Charlie—. Gracias. Vio que el suelo estaba lleno de ramas y hojas caídas, y que el viento había barrido la nieve formando grandes cúmulos. —Ha habido una tormenta —dijo. —Entre otras cosas —declaró Lysander con una carcajada. —Demasiadas para ciertas personas —añadió Tancred, riendo todavía más fuerte que su amigo. Charlie vio a dos personas arrodilladas en el suelo. Reconoció a Manfred y Zelda. —Vamos —dijo Gabriel—. La cocinera debe de estar preparando el banquete de medianoche. —¿Un banquete? —se extrañó Charlie—. ¿Está permitido? —Esta noche es una noche excepcional —le explicó Lysander—. Todo está permitido. A medida que se aproximaban a la oscura silueta de la Academia Bloor, Charlie reparó en que algunas de las ventanas estaban iluminadas. A la cabeza de una gran multitud de niños, distinguió a Olivia y a Fidelio, que bailaban y lo saludaban con la mano. Charlie les devolvió el saludo. —Son mis amigos. ¡Qué pinta más graciosa

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tienen! —Fidelio fue quien me contó que habías desaparecido —le dijo Gabriel—. Si no lo hubiera hecho, todavía estarías allí dentro. Charlie se estremeció. Tancred abrió la puerta del jardín y se mezclaron con un montón de niños que hablaban y gritaban todos a la vez. —¿Cómo has salido, Charlie? —¿ Qué pasó ahí dentro ? —¿Viste a la bestia? —¿Por qué te perdiste? —Dejad paso —gritó camino a empujones. —Venga, chavales Dejad pasar a Charlie.

Lysander,

—los

apremió

abriéndose Tancred—.

El gentío fue dejando pasar obedientemente a Tancred y a Lysander, y Charlie se encontró caminando por un estrecho pasillo que hicieron los niños. Cuando por fin logró llegar a la sala, vio que la larga mesa de las linternas estaba ahora cubierta de bandejas de bocadillos, pasteles, patatas fritas y perritos calientes. La cocinera iba de un lado a otro de la mesa repartiendo la comida. —¡Ah, el invitado de honor! —exclamó en cuanto

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vio a Charlie—. Y ahora, pobre ratoncito mío helado de frío, ¿qué quieres comer? Charlie estaba abrumado. —Esto... bueno —musitó, comida—. Yo no... ejem...

contemplando

la

—De todo —intervino Lysander—. Quiere comer de todo. —Marchando un poco de todo —dijo la cocinera, llenando un plato con comida. Charlie divisó a Fidelio y a Olivia, que trataban de abrirse paso entre la multitud. —¿Pueden comer algo mis amigos? —le preguntó a la cocinera—. Ellos sólo... —No —dijo la cocinera tendiéndole su plato—. Primero les toca a estos tres. —Señaló a los que habían rescatado a Charlie—. De no haber sido por ellos no estarías aquí, ¿verdad? —Pues... supongo que no —reconoció Charlie—. Lo siento. La cocinera le guiñó un ojo y les ofreció platos llenos de comida a Gabriel y Tancred, que quisieron de todo, y a Lysander, que sólo tomó patatas fritas. Charlie vio que todos los profesores del departamento de Música se hallaban en la sala. Intentaban poner orden entre los niños

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colocándolos en grupos. El señor Paltry parecía agobiado y de mal humor, pero el doctor Saltweather daba la impresión de estar pasándolo en grande. De vez en cuando se ponía a cantar mientras conducía hacia la mesa a un grupo de niños. La señorita Chrystal le sonrió. Estaba ayudando a la señora Dance a mantener fuera del vestíbulo a los niños más pequeños. Con la excepción de Tancred y Lysander, sólo los niños del departamento de Música podían asistir al banquete. Olivia había conseguido una capa azul y, hasta el momento, ningún profesor se había percatado de que no pertenecía a Música. Olivia corrió hacia Charlie con dos platos de perritos calientes. —Uno es para ti. ¡Pobrecito, estás lleno de moretones! ¡Y vaya pelos llevas! Charlie se alisó la mata de pelo, que había acumulado tantas hojas y ramitas que al tocarlo le pareció un auténtico seto. —No me había dado cuenta —dijo. Ya estaba bastante lleno, pero aun así fue incapaz de rechazar la oferta de Olivia—. Compartámoslos — sugirió y luego, bajando la voz, preguntó—: ¿cómo conseguiste esa capa azul? —Es la de Billy —dijo Olivia—. El pobre estaba

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demasiado cansado para bajar. Ya sabes que encontró la medalla, ¿verdad? —Sí, lo sé —dijo Charlie. Fidelio le dirigió una rápida mirada y arqueó una ceja. Charlie decidió que tendrían que hablar con Billy Raven. Alguien, o algo, estaba haciendo que se comportara de una manera muy extraña. —Me parece increíble que hayan preparado toda esta comida sólo porque me perdí en la ruina — murmuró. —Ha sido cosa de la cocinera —le explicó Fidelio —. Cuando se le mete algo entre ceja y ceja, ninguno de los profesores puede detenerla. Ni siquiera el doctor Bloor. El año pasado un chico llamado Ollie Sparks desapareció durante tres días. Se había perdido en la parte antigua del edificio y nadie conseguía dar con él. Finalmente logró salir de allí escurriéndose por una brecha de las tablas del suelo. Estaba cubierto de cortes y moretones, tenía el pelo lleno de arañas y durante un rato ni siquiera pudo hablar. Pero la cocinera le preparó un gran banquete de medianoche, y después de eso Ollie se fue a su casa. Nunca regresó. —No lo culpo... Las

palabras

que

Charlie

iba

a pronunciar

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murieron en sus labios, porque la puerta del jardín se abrió de golpe y aparecieron el doctor Bloor y la tía Lucretia. Sostenían entre los dos la desmadejada figura de Manfred Bloor, que ciertamente ya no parecía nada amenazador. Su cabeza colgaba hacia delante y sus temibles ojos estaban medio cerrados. La tía Lucretia le lanzó una mirada asesina a Charlie antes de desaparecer por la puerta que llevaba al ala oeste. Se hizo el silencio en el vestíbulo cuando aparecieron el señor Carp y otro profesor cargando con el lánguido cuerpo de Zelda Dobinski. Aunque todo el mundo les tenía miedo a Zelda y a Manfred, el verlos medio muertos hizo que el ambiente festivo decayese enseguida. La mayor parte de los niños empezaron a marcharse para irse a la cama. Todos los chicos del dormitorio parecían dormidos cuando Charlie, Gabriel y Fidelio entraron, pero oyeron unos murmullos ahogados procedentes del extremo donde se hallaba Billy. Charlie se dirigió a oscuras a los pies de la cama de Billy. —Billy—susurró—. ¿Estás despierto? —Siento haberte dejado solo en la ruina —musitó Billy—. No pretendía que te hicieran daño. —No te preocupes —le tranquilizó Charlie—. Pero

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delataste a Emilia, ¿verdad? Le contaste a alguien que íbamos a despertarla. ¿Por qué lo hiciste, Billy? No hubo contestación. —¿Te obligó alguien? —insistió Charlie. Hubo un largo silencio, y luego Billy murmuró: —Sólo quiero que me adopten. ¿Tan malo es eso? Charlie no encontró respuesta a esa pregunta. Al día siguiente la vida volvió a la normalidad. Lo único diferente fue que casi todos los profesores se mostraron más tolerantes que de costumbre. Pasaron por alto los bostezos y los despistes de Charlie, que llegó a quedarse dormido en la clase de Lengua. Sólo el señor Paltry estuvo tan malhumorado como siempre. Y luego, a la hora del té, Fidelio corrió hacia Charlie con una noticia increíble. Su hermano Félix había ido a la academia con el pretexto de entregar un violín reparado, pero en realidad lo había hecho para informar a Fidelio de lo que ocurría en el mundo exterior. —Emma y la señorita Ingledew se han encerrado en la librería —explicó Fidelio—. No permiten entrar a nadie. Los Moon no han dejado de aporrear la puerta exigiendo que Emma vuelva con ellos. Dicen

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que las cintas del doctor Tolly no prueban nada: como no hay papeles ni firmas, no creen que Emma sea la hija del inventor. Charlie se irguió en su asiento. —¿Me estás diciendo que, después de todo lo que hemos hecho, la señorita Ingledew no podrá recuperar a Emma? —Parece ser que no —corroboró Fidelio—. A menos que encuentren los papeles. —¿Qué papeles? —dijo Charlie. —Pues los que demuestran quién eres: la partida de nacimiento, los documentos de adopción... esas cosas. Charlie soltó un gemido. —Son ellos los que los tienen, ¿verdad? Los Bloor. Me juego lo que quieras a que los han escondido. —Seguramente —dijo Fidelio—. Lo que tenemos que hacer ahora es encontrarlos. Charlie se imaginó escenas horribles en las que lo sorprendían en oscuras buhardillas y lo castigaban con años y más años de arresto. —No va a ser fácil —murmuró. Pero resultó que Fidelio y Charlie no tuvieron que hacer nada. Hubo alguien que lo hizo por ellos, y de una manera espectacular.

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Las explosiones empezaron media hora antes de que se apagaran las luces. La primera apenas se notó. La lámpara que colgaba sobre las puertas principales crujió levemente y unos trocitos de cristal cayeron al suelo. La siguiente explosión fue más ruidosa. El cristal de una de las ventanas del ala oeste se quebró de pronto y los pedazos llovieron sobre las losas del patio. Los niños saltaron de sus camas o salieron corriendo de los lavabos, dejando caer toallas y cepillos de dientes en su precipitación por averiguar qué sucedía. Charlie abrió la ventana de su dormitorio y doce cabezas aparecieron por encima del alféizar. Abajo, los chicos vieron a un hombre con un largo abrigo oscuro. Llevaba guantes negros y una bufanda blanca, y su abundante cabellera negra brillaba como el azabache pulido. —¡Hala! —¿Quiénes? —¿Qué está haciendo? Los susurros zumbaron en torno a Charlie, que vio que se abrían otras ventanas y que se asomaban más niños para mirar al patio. —Es mi tío —dijo Charlie, con una leve sonrisa de orgullo.

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—¿Tu tío? —¿Y qué quiere? —¿Es él quien ha roto esa ventana? —¿Cómo lo ha hecho? —No parece la clase de persona que va por ahí rompiendo cristales. Los susurros subieron de tono y oyeron al ama, gritando por los pasillos: —¡Cerrad esas ventanas! ¡Meteos en la cama! ¡Luces fuera! ¡Luces fuera! Algunos niños se apresuraron a volver a sus camas, pero otros siguieron contemplando al hombre del patio. Este había empezado a girar lentamente para mirar a los niños. Cuando vio a Charlie, sonrió. Charlie contuvo el aliento. Sentía el extraño zumbido que siempre precedía a los accidentes de su tío con las bombillas. —¡Bloor! —gritó Paton de pronto—. Ya sabes a qué he venido. Déjame entrar. Las puertas con remaches de bronce permanecieron cerradas. Los susurros cesaron. Todos esperaron a ver qué ocurría. —Muy bien —rugió Paton. Ahora les daba la espalda a los niños y se encaró hacia las habitaciones privadas de los Bloor en el

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ala oeste. Se produjo un súbito estruendo y los cristales de una ventana iluminada volaron por los aires. Otro estruendo siguió al primero y luego hubo otro más. Cada explosión era más fuerte que la anterior, y los cristales chocaban contra el suelo con más fuerza cada vez. Charlie estaba atónito. No había sabido hasta entonces lo poderoso que podía ser el don de su tío cuando quería usarlo de verdad. —¡Yewbeam! —chilló una voz—. ¡Para ya o llamaré a la policía! —Oh, no lo creo —gritó Paton a su vez—. Están ocurriendo ciertas cosas aquí dentro de las que no queréis que lleguen a enterarse. Y ahora dame los papeles de Emma Tolly antes de que rompa todas y cada una de las bombillas del edificio. Charlie vio cerrarse rápidamente una ventana en el ala oeste. Aquella habitación estaba a oscuras, pero un segundo más tarde otra ventana se hizo añicos. Y entonces Paton se volvió hacia el lado este, donde algunos profesores, que no sabían que las luces eléctricas eran la causa de las explosiones, se afanaban en limpiar las aulas. ¡BUM! ¡BUM! ¡BUM! Tres ventanas del laboratorio de ciencias saltaron en pedazos. Pero esta vez la

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situación fue más seria, porque se produjo un incendio en el laboratorio. Una negra humareda y el hedor de sustancias químicas ardiendo se elevaron hacia los niños que miraban. —¡Basta! —gritó el doctor Bloor—. ¡Paton, te lo suplico! —Dame los papeles —exigió Paton. Silencio. Y entonces una lluvia de cristales de colores que destellaban como joyas cayó sobre los que ya cubrían el suelo. Alguien había olvidado apagar las luces de la capilla, y ahora las hermosas vidrieras de colores ya sólo eran un recuerdo. —¡Está bien! —gritó una voz. En el silencio que siguió, una nube de papeles salió flotando suavemente de una ventana. Los papeles descendieron lentamente y se mecieron en el aire antes de caer al suelo como enormes y juguetones copos de nieve. Mientras corría para atrapar aquellos papeles, Paton empezó a reír levemente. Aquella risita se convirtió en una carcajada en toda regla y luego en un estentóreo rugido, en un gran ¡ja, ja, ja! de triunfo. Los niños que lo observaban no pudieron evitar reír con él, y el patio de la Academia Bloor quedó

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tan lleno de risas que pudieron seguir oyendo sus ecos hasta Navidad.

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La noche más larga del año Los periódicos describieron el incidente de las ventanas como «Misteriosas explosiones en una antigua escuela». Nadie hubiese creído la verdad aunque se la hubieran contado. Paton llevó los documentos de Emma Tolly a la señorita Ingledew, y cuando quedó demostrado sin lugar a dudas que Emilia Moon en realidad era Emma Tolly, los Moon se dieron por vencidos. Le habían cogido un cierto cariño a Emma, pero lo que realmente iban a echar de menos era el dinero, más que a la niña. El doctor Bloor les había pagado muy bien para que cuidaran de ella. Estaba muy claro que la firma del doctor Tolly en los papeles de adopción había sido falsificada, pero

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la señorita Ingledew lo dejó pasar. Sólo quería tener a Emma, y Emma no quería nada más que vivir para siempre con su tía en aquella maravillosa casa llena de libros. La mañana siguiente a las explosiones, el patio de la academia ofrecía un espectáculo digno de "verse. El suelo estaba lleno de cristales. Grandes pedazos de vidrio resplandecientes, afilados como espadas de diamante, y relucientes fragmentos de colores se hallaban cubiertos por un fino polvo plateado que lanzaba destellos bajo el sol de la mañana. Los trabajadores que acudieron a limpiar el estropicio apenas daban crédito a sus ojos. Contemplaron los viejos muros de piedra y los oscuros huecos de las ventanas que se habían quedado sin cristales, y se rascaron la cabeza. ¿Qué había ocurrido en la Academia Bloor? —No me gustaría que mi chico viniera a esta escuela —dijo uno. —Ni a mí —afirmó otro. —Este sitio te pone los pelos de punta —añadió un tercero. En el número nueve de la calle Filbert, Maisie estaba muy ocupada preparando pasteles navideños. La guerra entre el tío Paton y sus

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hermanas había terminado. De momento. Paton había ganado una batalla, pero Charlie sabía que habría otra. Paton por fin había levantado la cabeza, y las hermanas Yewbeam estaban preocupadas. Tarde o temprano intentarían igualar el marcador. Durante todo un fin de semana, la mecedora junto a la estufa permaneció vacía. Charlie no vio a la abuela Bone ni una sola vez. Pero sentía su presencia: cavilaba y hervía de furia en su habitación. Le daba igual. Se sentía a salvo. Tenía buenos amigos y un tío que no permitiría que se cometieran más maldades. Charlie pensó que incluso podía llegar a comprarle un buen par de calcetines a cuadros a la abuela Bone para Navidad. No cabía duda de que los necesitaba. Cuando su madre le sugirió a Charlie que quizá fuese mejor que no volviera a la academia (todos aquellos moretones la habían conmocionado), Charlie no estuvo de acuerdo. —Tengo que volver, mamá —le dijo—, para mantener el equilibrio. Su madre le miró, perpleja. —Es difícil de explicar —siguió Charlie—. Ya sé que en la academia ocurren cosas realmente horribles, pero también hay cosas buenas. Y me parece que puedo hacer falta allí, para ayudar.

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—Comprendo —dijo ella. En aquel momento vio a su madre tan triste y abatida que Charlie anheló poder decirle que quizás algún día volvería a ver a su padre. Pero se mordió la lengua. Era demasiado pronto para hacerle concebir esperanzas. Lo que hizo fue preguntarle qué quería para Navidad. —¡Oh, se me había olvidado! —exclamó ella—. La señorita Ingledew va a dar una fiesta y nos ha invitado a todos. Es una fiesta de bienvenida para Emma. ¿Verdad que es estupendo ? Volvía a ser toda sonrisas. El resto del trimestre fue un torbellino de actividad febril. Había obras de teatro que ensayar, exhibiciones que organizar, canciones que practicar y conciertos que preparar. Fueses donde fueses no podías escapar de los arpegios, los tañidos y las melodías. Manfred y Zelda necesitaron una semana para recuperarse de lo que quiera que les hubieran hecho Tancred y Lysander. La hosca pareja seguían sin ser los de antes. Manfred mantenía su siniestra mirada fija en el suelo, y Zelda sufría unos dolores de cabeza tan fuertes que ni siquiera podía jugar a empujar la caja de los lápices. Asa, en cambio, sí que era el de siempre. No quedaba en él el menor rasgo lupino, excepto, quizá, sus ojos.

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El último día del trimestre el departamento de Arte Dramático puso en escena Blancanieves. Maisie y la madre de Charlie estaban entre el público, pero el tío Paton no acudió a la función. Le pareció que no sería bienvenido, y Charlie se lo tomó bien. Olivia interpretó a la malvada madrastra. Estuvo soberbia. Nadie hubiese adivinado que sólo tenía once años. Cuando salió al escenario para saludar, el aplauso fue ensordecedor. Al ir a despedirse, Charlie la encontró rodeada de admiradores. Pero Olivia lo vio cuando intentaba acercarse y le dijo: —¡Nos vemos en la fiesta, Charlie! La fiesta de la señorita Ingledew se celebró en la noche más larga del año, tres días antes de Navidad. Charlie y su familia fueron los últimos en llegar, porque Maisie se cambió de ropa cinco veces antes de decidirse por un vestido de satén malva con volantes. La abuela Bone, que seguía de muy mal humor, no había sido invitada. Era sorprendente la cantidad de personas que la señorita Ingledew había conseguido acomodar en su pequeña sala de estar. Fidelio había venido con su corpulento padre, y Olivia con su madre, la estrella de cine. Benjamin había acudido con Judía Corredora, que ya estaba completamente

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recuperado, y sus padres. Al señor Onimoso le habían seguido las tres llamas. En cuanto se olieron que iba a haber una fiesta, los tres gatos no quisieron perderse la celebración de ningún modo. Y, después de todo, habían desempeñado un importante papel en el rescate de Emma. Botellas, copas y un montón de bandejas llenas de una comida deliciosa descansaban sobre el mostrador de la tienda. El tío Paton se sirvió un buen plato de manjares variados, y le brillaron los ojos cuando dijo: —Julia, querida, eres una cocinera maravillosa. —Oh, sólo son unos aperitivos —dijo la señorita Ingledew, sonrojándose ligeramente. La acogedora salita estaba iluminada por un montón de velas; altas, cortas, gruesas y delgadas, sus llamitas danzaban y destellaban sobre cada superficie. Charlie se fijó en que todas las bombillas habían sido retiradas. La señorita Ingledew no quería correr ningún riesgo. Al cabo de un rato los niños decidieron celebrar su propia fiesta en la librería, visto el exceso de adultos parlanchines y un poquito alegres de la sala de estar. Pero poco antes de medianoche, la señorita Ingledew los llamó de nuevo a la sala. Quería pronunciar un pequeño discurso.

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No duró mucho. Con lágrimas en los ojos, la señorita Ingledew dio las gracias a todos los que la habían ayudado a encontrar a la hija de su querida hermana Nancy. «El día en que el señor Yewbeam... ejem... Paton, trajo aquí a Emma fue el más feliz de mi vida», dijo, y entonces tuvo que sentarse y sonarse la nariz porque las lágrimas se habían convertido en un torrente. Hubo murmullos de simpatía y Emma corrió a abrazar a su tía, pero nadie se sintió incómodo cuando el señor Onimoso, que estaba extremadamente elegante con su chaleco de piel de imitación, se subió de un salto a una silla y explicó lo complacido que se sentía de haber iniciado la búsqueda de Emma. Y lo orgulloso que estaba de sus tres gatos. En ese momento se produjo un pequeño desacuerdo entre Judía Corredora y las llamas. Pero el asunto se redujo a unos cuantos gruñidos y gestos amenazadores, y no tardó en quedar resuelto con una palabra del señor Onimoso. Emma Tolly pronunció el último discurso de la noche. Parecía una chica completamente distinta de Emilia Moon. Se había recogido la rubia cabellera en una cola de caballo, y tenía las mejillas sonrojadas por la emoción. Era casi como si la pálida Emilia no hubiera sido una persona real, sino

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el triste personaje de un cuento. —Me siento muy feliz —empezó diciendo—. Todavía me cuesta creer que esté aquí, me voy pellizcando todo el rato. Antes de decir nada más, quiero que todo el mundo sepa que el próximo trimestre volveré a la Academia Bloor. La señorita Ingledew dio un respingo y la miró. Luego intentó ponerse en pie, diciendo: «No...», pero el tío Paton la detuvo con un delicado ademán. —Lo siento, tía —continuó Emma—. Ya sé que dije que no lo haría, pero he cambiado de parecer. Es una buena escuela, después de todo. Y tengo un profesor de Arte realmente magnífico. Y Fidelio y Olivia siguen ahí, y Charlie, por supuesto. Ellos no tienen miedo, y además... —frunció el ceño, como para sí misma—, hay otras cosas... otros niños, quiero decir, que podrían necesitarme. Así que volveré allí. —Sonrió alegremente—. Y ahora me gustaría dar las gracias a todos los que me ayudaron a descubrir quién era realmente, y en especial a Charlie, que lo empezó todo. —¡Por Charlie! —dijo la señorita alzando su copa para brindar por él.

Ingledew,

—¡Por Charlie! —Todos lo vitorearon y alzaron sus copas, y en algún lugar un reloj empezó a dar la hora.

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Charlie necesitó varios segundos para darse cuenta de que todos los presentes lo estaban mirando. Sus pensamientos se hallaban muy lejos de allí, con alguien que se había quedado dormido a las doce en punto. Continuará...