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Pontificia Universidad Católica del Perú Palestra - Portal de Asuntos Públicos

Aula Magna 2005 Nación y Territorio en el Perú Síntesis y comentario Salomón Lerner Febres Director del Instituto de Democracia y Derechos Humanos y profesor principal del Departamento Académicos de Humanidades

La discusión sobre nación y territorio planteada por los dos expositores del presente panel pone sobre el tapete, una vez más, necesariamente, algunas preguntas críticas para las que los peruanos no terminamos de tener respuesta satisfactoria. Podrían remitirse esas diversas preguntas a una principal, a saber, qué clase de unidad nacional es dable pensar teniendo en cuenta —como es ineludible— que el Perú ha sido históricamente un territorio habitado por una pluralidad de pueblos y culturas. Plantearse esta pregunta no es del todo inocente conceptualmente hablando. Ella supone una cierta concepción de la idea de nación y de la experiencia de la nacionalidad según la cual estas han de estar asociadas siempre con un reclamo de unidad. La cuestión puede transformarse, así, en ¿qué clase de unidad en la pluralidad puede rastrearse en la historia o, de ser el caso, fundarse para el futuro del Perú? Unidad en la pluralidad como basamento de la nacionalidad peruana implica, desde luego, rechazar o superar las diversas formas de intolerancia sociocultural que, como muestra Nelson Manrique, han caracterizado la historia peruana y, curiosamente, con matices tanto o más oscuros durante la etapa republicana que durante el régimen colonial. La gestación del «racismo antindígena» descrita por el profesor Manrique en su ponencia constituye el emblema mayor de esa intolerancia. Más que emblema: tal racismo es la sustancia misma de los obstáculos que el país encuentra para la fundación de una nacionalidad congregante, incluyente, unitaria sobre la base del reconocimiento y la valoración de la diversidad. El problema de la nación, por otro lado, como ya ha sido dicho, remite inevitablemente al problema del estado. Resulta claro, ya, que el modelo —más teórico que histórico— del estado-nación como dos realidades que se corresponden término a término es improcedente para pensar la realidad peruana. Si la nación tiene que estar fundada como unidad en la pluralidad, la concepción monocultural del estado resulta también problemática. Hasta ahora, el estado peruano ha sido concebido y ha desempeñado sus funciones sobre la base de una premisa que es la de la existencia de una nación de carácter cultural unitario. Poner en cuestión esa premisa ha de tener consecuencias muy gravitantes sobre nuestra discusión pública acerca del estado. El paradigma en que existe la discusión actual —la reforma del estado bajo la óptica del Consenso de Washington— se revela enteramente insuficiente. Tal discusión se encuentra limitada al problema de qué estado se necesita para el mejor funcionamiento del mercado. Es una discusión de horizonte estratégico que da por sentada, sin reflexión previa, la correspondencia entre estado y nación como un hecho político básico en la sociedad peruana o que, en todo caso, ignora deliberadamente las dimensiones políticas y culturales de las funciones estatales. La discusión que se precisa es de otro tipo: no es una discusión sobre la eficacia y la eficiencia de un estado con funciones mínimas o máximas, sino la relación que en principio existe entre estado y nación o naciones en el Perú.

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Pontificia Universidad Católica del Perú Palestra - Portal de Asuntos Públicos Finalmente, nación y estado existen en un determinado territorio sobre el cual se construye una vida colectiva. Sobre ese territorio la comunidad humana que lo ocupa se relaciona mediante una cierta forma de organización económica y política. Ella tiene también una cierta forma de relacionarse con su medio natural. Y sobre ese territorio, en una sociedad multicultural como la nuestra, los distingos grupos humanos contraen una serie de relaciones de cooperación, competencia, intercambio y coordinación en los planos económicos, políticos y culturales de sus vidas. La forma de asentamiento en el territorio es también una construcción histórica, como lo son el estado y la nación. En este plano, el reciente y estrepitoso fracaso de la creación de regiones vía referéndum deja de ser un dato circunstancial para presentarse como un síntoma muy visible de las complejidades de la relación entre estado, nación y territorio en el Perú. En ciento ochenta y cuatro años de vida republicana no hemos alcanzado un régimen de organización del territorio en el que la diversidad y las afinidades —políticas, comerciales, productivas, culturales, históricas— encuentren un equilibrio sostenible. Como corolario de todo esto, la pregunta sobre nación y territorio resulta estar en una situación bastante ambivalente de cara a una futura discusión política. Por un lado, en ella se anudan demasiadas cuestiones cruciales para futuros proyectos nacionales, llámense estos consolidación de la democracia o desarrollo social. Ninguno de ellos tiene viabilidad plena sin una resolución del problema básico de la unidad en la diversidad y de la construcción de un estado de acuerdo con ella. Por otro lado, la cuestión planteada resulta demasiado abstracta para ser recogida por la discusión política corriente. La tarea es, así, incorporar este problema en la discusión de políticas o tareas específicas de las que —esto mismo es incierto— el mundo político-partidario pueda ocuparse. ¿Una nación en formación? La primera cuestión es, como se ha señalado, restaurar la discusión sobre la nación en el Perú. En el texto de Miguel de Althaus se recuerda la idea de José Carlos Mariátegui sobre el Perú como una «nación en formación». La expresión podría ser exacta unos ochenta años después de su primera formulación si por ella se quiere significar el carácter no resuelto —no concretado o no consolidado— de una cierta nacionalidad peruana. Sin embargo, parecen resonar al mismo tiempo en esa expresión dos premisas que resultarían discutibles hoy en día. La primera es aquella según la cual nos encaminamos a construir una nación; la segunda es el matiz evolucionista que podría tener la idea de formación. Esta última idea comporta la noción, ciertamente problemática, de que existe en el territorio que llamamos Perú un cierto programa o proyecto histórico por realizarse. Es como si el Perú estuviera llamado a ser algo en particular —como si existiera una sustancia espiritual que fuera potencia por actualizarse— independientemente, o por encima, de las circunstancias particulares de quienes habitan ese territorio. Esa noción de matices historicista contiene peligros que hay que atajar, el primero de los cuales es el de cierto mesianismo iluminado que termina por colocar a la Idea por encima de los seres humanos. Los cenáculos de la intelectualidad conservadora peruana han sido en el pasado —durante el siglo XIX y el primer tercio del siglo XX— suscriptores entusiastas de una idea semejante. El Perú como proyecto puede ser, al mismo tiempo que una idea motivadora, el pretexto para la legitimación de ciertos autoritarismos iluminados. De más está decir que esta potencialidad autoritaria del pensamiento historicista ha estado presente también al otro lado del espectro ideológico, el que alguna vez enarboló la revolución como destino inevitable del Perú por encima de lo que pudieran desear o necesitar los peruanos.

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Pontificia Universidad Católica del Perú Palestra - Portal de Asuntos Públicos De otro lado, si la noción de proyecto, en su sentido historicista fuerte, ha de ser tomada con mucha cautela, resulta claro también que, como lo señala Miguel de Althaus, la cuestión nacional tampoco puede ser pensada hoy en día en términos de etnicidad. Lo étnico como constitutivo de lo nacional expresa una distorsión del termino nación que tiene, además, el potencial de devenir racismo. Una vez más, nuestra tradición intelectual ha albergado en sus dos extremos algunas tesis orientadas a definir la nacionalidad por lo étnico o, en último caso, por lo cultural. La concepción hispanizante de la peruanidad es un extremo, que fue en otro momento sustituido en la imaginación conservadora por la idea del mestizaje. Hay que hacer notar que esa noción de mestizaje, aunque de semblante integrador, resulta desde cierto punto de vista ser expresión de cierta intolerancia a la diversidad. Parecido al paradigma del melting-pot estadounidense, el mestizaje peruano es una forma de reclamar la absorción de las diferencias por una amalgama cultural que, sin embargo, es portador de tomas de partido bastante claras: el punto de fusión peruano, en la tesis del mestizaje, es hispanohablante, católico y urbano. Todavía en 1944, en Peruanidad, Víctor Andrés Belaunde rescataba la contribución de los andes a la nacionalidad peruana a título de elemento decorativo. Así, aunque la noción del mestizaje —definición étnica de la nación— parece ser una superación de los pruritos de pureza de sangre y de las manías clasificatorias del racismo biologista, ella es en el fondo un modo cultural —sumamente arraigado en el sentido común, por lo demás— que en principio rechaza la convivencia de lo diferente en cuanto diferente. Mientras tanto, en el extremo opuesto al hispanismo se encuentran los diversos indigenismos de las primeras décadas del siglo XX. Resultaría desatinado, desde luego, desautorizar o desconocer los fundamentos de justicia sobre los cuales se erige una corriente intelectual de reivindicación de lo indígena en el Perú. Históricamente, y más claramente durante la etapa republicana, el mundo indígena peruano —sus gentes, sus costumbres, sus lenguas, su arte— había sido constituido como negatividad y deficiencia. La dominación económica y política sobre la población indígena había sido anudada firmemente con un último lazo, el de la dominación simbólica. El profesor Gonzalo Portocarrero ha hablado alguna vez de la dominación total para referirse a ese fenómeno, vivo en nuestros días, por el cual quienes se encuentre en el fondo de la jerarquía social son además forzados a interiorizar en sus propias conciencias la idea de su propia inferioridad. Ese proceso —uno de los más ominosos de la constitución de nuestra sociedad contemporánea— es precisamente aquel contra el cual surge el indigenismo representado en nuestra tradición intelectual por Luis E. Valcárcel con Tempestad en los andes y por Uriel García con El nuevo indio. El movimiento reivindicativo resulta tan enérgico cuanto poderoso era el prejuicio antindígena y termina por delinear una visión cerrada de la nacionalidad. Cerrada, definida étnicamente, y una vez más, hostil a la convivencia de lo diverso. La definición de lo nacional —ya sea como problema teórico-histórico; ya sea como alimento de una acción política civil o estatal— tendría que prescindir, pues, de un anclaje en lo étnico si quiere ser acogedor de la pluralidad, lo cual, en el Perú, no significaría más que ser simplemente realista. Y, sin embargo, esto no significa que tenga que realizarse una discusión y una definición ciegas a lo étnico-cultural. Lo cierto es que el discurso de lo nacional en el Perú no podría ser escrito sobre una pizarra en blanco. Hay ya una pizarra prolijamente anotada y subrayada. Hay, ya, una historia escrita y vivida y es sobre ella que hay que plantearse lo nacional como problema. ¿Qué dice esa historia? El profesor Manrique lo ha explicado bastante bien en su ponencia, en particular al trazar la historia del 3

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Pontificia Universidad Católica del Perú Palestra - Portal de Asuntos Públicos surgimiento del nacionalismo criollo y su contrapartida, la desvaloración de lo indígena como componente relevante de la autocomprensión nacional. La tesis —más que tesis: la sensación— del «país vacío» representa de la manera más literal la invisibilidad de todo un sector de la población nacional desde muy temprano en la república. Esa tesis tiene ecos muy dolorosos en nuestros días, por ejemplo en la idea según la cual, durante la reciente etapa de violencia, las fuerzas armadas actuaron como actuaron —en muchos casos, atacando a la población rural inerme— «en defensa de la democracia». En efecto, así como tiempo atrás un territorio habitado por población indígena podía ser descrito como un país vacío, hoy en día, para ciertas elites económicas y de otro tipo, la noción de democracia no incluye la defensa de la vida —no digamos ya de los bienes— de la población rural de extracción indígena. No hay contradicción, para una visión tal, entre defensa de la democracia y atropello de los derechos fundamentales de las personas, ya que estas personas no son visibles en tanto ciudadanos. Y, en esa misma lógica, tampoco resultaría contradictorio celebrar cuarenta meses de crecimiento económico al mismo tiempo que la pobreza se mantiene prácticamente invariable —capturando a más de la mitad de la población— y la miseria afecta a uno de cada cuatro peruanos aproximadamente. Así, como señalaba, si lo nacional no puede ser definido en términos étnicos, considerar el problema nacional obliga, sin embargo, a tomar en consideración el punto de partida que es el de las severas exclusiones de bases étnicas que es casi consustancial a nuestra historia.

Ciudadanía y pluralidad Las diversas formas de exclusión que caracterizan a la sociedad peruana de hoy pueden ser expresadas —no simplificadas— en una exclusión básica que es la del reconocimiento ciudadano. La capacidad de ejercer los derechos o de exigir su cumplimiento es muy limitada para un gran número de peruanos. El Estado niega esos derechos de múltiples formas. Una de las maneras más crueles en que lo hace es mediante la segregación educativa, esto es, la educación de pésima calidad, mal equipada, tardía e incompleta que brinda a los peruanos pobres y, en particular, a los que habitan en el medio rural. En otros momentos, como durante los años de la violencia, que ya he mencionado, lo hace de manera más trágica brutal aun: ya no sólo negando oportunidades de desarrollo humano futuro, sino negando el derecho a la vida misma. Este desigual reparto de derechos instaura un régimen segregado de ciudadanía. Si ésta se encuentra proclamada de manera universal e igualitaria en la Constitución Política, para quienes estudian la realidad social es evidente que en el Perú hay ciudadanos de diversas categorías. No es extraño, pues, que en este contexto la idea de una nación cohesionada —lo cual reclama ciertos grados de adhesión activa de la población— resulte bastante débil. Pero hay que entender que lo dicho no significa, necesariamente, que las víctimas de la segregación cultiven una desafección hacia el estado nación. Significa que en un régimen social de tan profundas diferencias no existe espacio para la solidaridad social en todos los niveles. La constitución de una nacionalidad robusta se encuentra, así, vinculada con la construcción de una ciudadanía universal como experiencia real. Son muchas cosas las que dependen de la experiencia de una tal ciudadanía, desde la generación de mayores oportunidades de bienestar para los excluidos de hoy hasta la posibilidad de contar con un orden legal que sea respetado por todos.

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Pontificia Universidad Católica del Perú Palestra - Portal de Asuntos Públicos Esta ciudadanía, por otro lado, no puede ser concebida contemporáneamente en términos de homogeneidad cultural. Es cierto que la idea filosófica y política de la ciudadanía está vinculada con un mundo cultural concreto que es el del ascenso de la modernidad occidental. Sin embargo, en las últimas décadas se han producido considerables desarrollos teóricos que concilian esa noción con la diversidad cultural que muchos estados albergan. Las políticas de reconocimiento postuladas por Charles Taylor, el programa de una ciudadanía cultural según la reflexión de Will Kymlicka son apenas las bases de una flexibilización del concepto de ciudadanía que, sin embargo, tiene que ser, al mismo tiempo que incluyente de las diferencias, leal con sus principios básicos como son la igualdad universal y la defensa de la autonomía de los seres humanos frente a los poderes públicos, sean estatales o comunales. Una remisión del problema de la nación al de la ciudadanía puede resultar, sin duda, poco inspiradora para quienes siempre han entendido el hecho nacional en términos fuertemente culturales. La noción de ciudadanía —que en última instancia puede parecer una definición meramente formal de nuestro estar en el mundo: como sujetos de derechos— es, sin embargo, un ideal plausible en una sociedad de tan profundas desigualdades y al mismo tiempo tan plural como la nuestra.

Políticas de ciudadanía Al mismo tiempo, ella tiene la ventaja de traducir el problema a un lenguaje del hacer —el de la política práctica— en lugar de dejarlo en el lenguaje del ser —el de la cultura como mandato. Puede ser más conducente, en efecto, preguntarnos cómo nos constituimos como unidad que preguntarnos qué es lo que en principio nos hace miembros de una unidad. La respuesta a esta última pregunta puede ser negativa, pero no por ello desalentadora. En principio, nada nos obliga —ni moral ni físicamente— a constituir una unidad, una nación. Pero somos libres de construir una nación, esto es, de imaginar aquello que nos unifica. Construir ciudadanía puede ser una forma de inventar una nación a la medida de nuestras necesidades: incluyente, plural, tolerante y, tan importante como eso, consciente de las injusticias y exclusiones pasadas para remediarlas y prevenir su repetición. ¿Dónde se construye esa ciudadanía? Esta pregunta puede adoptar la forma de una demanda y de un reto para la política futura en el Perú. En primer lugar, comencemos por reconocer que la ciudadanía se construye. Esto es, que la difusión y profundización de la ciudadanía plural puede y debe ser una función de Estado y de gobierno en el Perú. Es perspicaz, por ello, el señalamiento que hace Miguel de Althaus acerca de la necesaria inclusión de una discusión sobre el estado en toda reflexión sobre nación y territorio en el Perú. Habla el profesor De Althaus del estado semipresente y del estado ausente en el Perú contemporáneo y esas son otras tantas figuraciones de un estado que niega ciudadanía. «Entre el Estado semipresente y el estado ausente —señala— hay una especie de zona común representada por aproximadamente un millón y medio de personas indocumentadas, ya sea porque nacieron en una parte del territorio del Perú donde la presencia de las instituciones del estado no existe o están demasiado lejos del lugar donde nació la persona, ya sea porque en la lucha contra Sendero Luminoso en la década de 19801990 se quemaron o destruyeron los registros civiles de innumerables municipios». Desde

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Pontificia Universidad Católica del Perú Palestra - Portal de Asuntos Públicos luego, el enorme volumen de peruanos indocumentados —legalmente inexistentes— es un escándalo que nos habla, también, de la prescindencia de cierta población. Esa es la misma prescindencia que denunció la Comisión de la Verdad y Reconciliación en su informe final al señalar que, mientras que se habló siempre de un máximo de 35 mil víctimas fatales, estas habían sido el doble sin que nadie lo advirtiera. Estas ideas imprimen o deben imprimir un cariz distinto a la discusión sobre la reforma del Estado, capturada hoy, como dije antes, en un insuficiente paradigma tecnocrático de eficiencia, de racionalidad gerencial. El Estado ha de cumplir bien sus funciones, sin duda; pero antes de eso, ha de tener claro para quién cumple esas funciones. Compromisos concretos Encuentro hoy en día dos espacios fundamentales para llevar a cabo esas políticas de ciudadanía. Son espacios de acción en los que existen compromisos concretos que exigir, por parte de la ciudadanía, y por asumir, por parte de quienes aspiran a obtener el voto ciudadano para acceder a un cargo público. Estos son, por un lado, la educación, y por otro lado, la construcción de una paz con justicia. Adicionalmente, debe tenerse presente que en ambos casos existen propuestas muy específicas y legítimas, elaboradas por organizaciones estatales y que van, en sus respectivos ámbitos, más allá de la observación circunstancial para concentrarse en cuestiones sustantivas. En el ámbito de la educación, la propuesta de un proyecto educativo nacional elaborada por el Consejo Nacional de Educación señala una ruta —si bien sometida hoy al debate ciudadano— cuyas líneas maestras difícilmente pueden ser puestas en cuestión. El mensaje central —una educación de calidad para todos por medio de compromisos estatales y sociales específicos— se dirige a desmontar esa máquina reproductora de desigualdades que es el sistema educativo actual para construir algo nuevo: un sistema que garantice el acceso universal a la educación básica pero no a la ficción educativa que hoy viven los niños, las niñas y los adolescentes peruanos, sino a una educación que cumpla sus fines, con currículos pertinentes, con un entorno material adecuado al aprendizaje y con maestros capacitados, idóneos y con vocación. Un sistema educativo restaurado es —vía el fortalecimiento ciudadano— uno, y tal vez el único, paso seguro hacia «la difícil construcción de la comunidad nacional» mencionada por Nelson Manrique. Y para ello hay obligaciones inmediatas —presupuestales, administrativas, legislativas, de política pública— que asumir y cumplir. En el ámbito de la construcción de una paz con justicia nos encontramos con las recomendaciones de la Comisión de la Verdad y Reconciliación que pueden ser entendidas como un cuádruple camino hacia la reconciliación: restitución de la memoria histórica, justicia penal, reparaciones a las víctimas y reformas institucionales. Es cierto, y así debe ser tenido presente, que los principales beneficiarios de este movimiento hacia la paz con justicia han de ser las víctimas y sus allegados, que además son los excluidos de siempre en nuestra historia nacional. Sin embargo, y en la perspectiva de esta mesa, hay que decir que la restitución de una memoria de la violencia honesta y en el ejercicio de la justicia como una acción estatal decidida también yace otra posibilidad: la de generar una corriente de reconocimiento recíproco, de encuentro de la población en su condición común de ciudadanos, y eso, a tenor de lo sostenido antes, y, creo, de lo mostrado por los dos expositores, es también construir una nación. 6

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