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Historia de los Sistemas Económicos Cátedra B EL LUGAR HISTÓRICO DEL KEYNESIANISMO Alumno: Ricardo Martín Neme Tauil D

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Historia de los Sistemas Económicos Cátedra B

EL LUGAR HISTÓRICO DEL KEYNESIANISMO

Alumno: Ricardo Martín Neme Tauil DNI: 27.918.167 Comisión: Martes, 21-23

Junio de 2006

I NTRODUCCIÓN Hace exactamente 70 años, en medio de la más profunda, generalizada y prolongada crisis que hasta entonces había sufrido el capitalismo, John Maynard Keynes publicaba su Teoría General de la Ocupación, el Interés y el Dinero, obra en donde se atrevía a afirmar: “Yo sé lo que está pasando, y también sé lo que hay que hacer”. Las ideas de Keynes ya habían sido formuladas mucho antes, pero recién encontraron cabida en este período. Fueron vividas como una revolución, como el gran remedio que durante los siguientes tres decenios, “los 30 años gloriosos”, permitió al capitalismo sentirse seguro y afirmarse frente al colapso inminente que muchos le presagiaban. Sin embargo, el abuso del sistema y las contradicciones en las que se apoyaba convirtieron a esa euforia inicial en un violento rechazo frente a la nueva crisis mundial que se planteaba en torno al año 1970. Será motivo de este análisis el período que vio surgir al keynesianismo, los años en los que se lo aplicó y su posterior caída.

S URGIMIENTO Y AUGE DEL K EYNESIANISMO Comprender a Keynes es comprender el contexto histórico en el cual vieron luz sus ideas. Nada más alejado de la realidad que la tradicional visión acartonada de un hombre cuyo pensamiento económico renovador se abrió paso entre ideas perimidas para explicar su momento. Las ideas de Keynes fueron formuladas mucho antes de su auge y recién encontraron eco en forma muy tardía. No fueron una simple elaboración intelectual, producto de un “iluminado”; plantearlo así sería despojar a la economía de su contenido social. En función de la relación entre el capital y el trabajo que plantean se explica la resistencia que vivieron en un primer momento y su posterior aplicación fervorosa por parte de los gobiernos. La relación capital-trabajo ya había sido alterada por la Revolución Rusa de 1917: la clase obrera no sólo se resiste a los abusos del capital sino que se revela como un poder desafiante capaz de asumir el control. Y no se trataba de un proceso aislado. La clase obrera rusa actuaba como una avanzada de una ola que se extendió por Europa. El capital se caracteriza por ser dueño de los medios de producción, pero no es acabadamente dueño del proceso del trabajo. El poder desafiante de la clase obrera –en mayor medida en las fábricas- se basaba en que era ella quien controlaba los procesos del trabajo. Varios teóricos propusieron quitarle este poder, que limita al capital. Uno de ellos fue Taylor, que pronó por la especialización al extremo de la actividad que realicen los trabajadores, de modo tal de suprimir los tiempos muertos, de poder imprimir los ritmos desde la gerencia y quitarle así el margen de maniobra al obrero. Es por eso que a esta teoría se la llamó “organización científica” del trabajo. Era la única forma de interrumpir el poder desafiante de la clase trabajadora, traba para el proceso de acumulación capitalista. Surgió todo un debate de cómo doblegar al proceso de trabajo. En términos generales, esto se encadenó con la discusión de cómo actuar frente al nuevo proceso que había abierto la Revolución Rusa, que había roto con la estabilidad del capitalismo. El sector tradicional conservador y dominante propuso apelar a los métodos militares: había que hacer desaparecer a la Unión Soviética. Pero ciertos sectores “progresistas” se oponían; planteaban integrar comercialmente a la Unión Soviética. En este último grupo se encontraba Keynes. Fue un diplomático vinculado a la comitiva británica durante la firma del Tratado de Versalles. Se oponía tajantemente a imponer una “paz de verdugos” a Alemania. De hecho, en 1919 renunció a su participación en el tratado, decisión que justificó en su libro Las Consecuencias Económicas de la Paz. En él afirma que frente a la amenaza, la respuesta debería ser conciliatoria, que en lugar de excluir a Rusia y vengarse de Alemania, se

debería apuntar a su reconstrucción y a la reintegración de Rusia al comercio mundial. Sin embargo, pasada la Primera Guerra Mundial las propuestas de Keynes no encontraron terreno fértil. Diez años después del Tratado de Versalles el mundo capitalista se ve sumido en el cataclismo más grande hasta ese entonces. Con el crac del año 1929 caen todas las bolsas. Fue un fenómeno muy destructivo que revelaba el agotamiento del régimen capitalista. La sobreproducción crea un desfase entre lo producido y el consumo. Los índices de desempleo escalan a niveles sin precedentes y los salarios caen en paralelo. Ante semejante crisis la teoría económica predominante de aquellos días poco tenía para decir. Sus concepciones sobre el equilibrio automático de los mercados, incluido el de trabajo, hacían a sus planteos sino desquiciados, al menos políticamente inviables. J. Pigou, por ejemplo, importante economista neoclásico de la época, explicaba ante estos sucesos que mientras hubiera desocupación los salarios monetarios tenderían a caer, lo cual reduciría la demanda de dinero y por tanto también las tasas de interés. Dicha reducción de la tasa de interés sería lo que incentivaría a los empresarios a volver a invertir y a hacer desaparecer el desempleo. Es decir, supuestamente la desocupación tiende a crear su propio remedio o, en otras palabras, el mercado del trabajo se ajustará hacia el equilibrio en forma automática. Los neoclásicos se apoyaban sobre la ley de Say, que reza que la oferta genera su propia demanda, con lo cual no habría nunca crisis. A esta ley la supusieron válida para cualquier mercancía, como la fuerza de trabajo. No tendría que haber entonces desempleo, que se regularía como lo explicaba Pigou. Pero la crisis demostró que el capitalismo resultó no ser el modelo autoajustable que se creía. La realidad mostraba grandes tasas de desempleo permanentes. Se revelaba la necesidad de una intervención del estado, en contra de la postura neoclásica. Durante la Primera Guerra Mundial el estado había adquirido un papel preponderante en la economía. Concentró importantes sectores de la producción y del transporte, de modo que todas las fuerzas estuvieran al servicio de la causa nacional. Pero pasada la guerra, los estados volvieron a poner en manos privadas las áreas que habían sido estatizadas. Los “progresistas” de ese entonces, como Keynes, apoyaban la idea de que el estado tuviera un papel activo e intervensionista en la economía como lo había hecho en esta época. Debería tener más ingerencia en proporcionar bienestar social para los pobres, especialmente en el caso del desempleo, debería fomentar la eficiencia a través de la racionalización económica, y por sobre todas las cosas, debería ser el gran responsable del manejo de la economía a través de la manipulación de la demanda. El estado, según esta postura, debería salir a auxiliar a los mecanismos de demanda efectiva a través de la política fiscal, el gasto público y la política monetaria; el estado debería producir déficit para dinamizar a la economía, lo cual produciría una recuperación que sanearía luego el déficit que le dio origen.

Vimos que según la visión de los clásicos, en la medida en que los ingresos se trasladen al consumo la demanda se verá satisfecha, con lo cual las crisis sólo son momentáneas debido a que los desfases sólo pueden ser transitorios. El punto de vista de Keynes es que no existe un equilibrio automático entre la oferta y la demanda, y aún menos en lo que respecta al salario: el mercado librado a sus propias fuerzas no se equilibra. El equilibrio que planteaban los clásicos pasa así a ser la excepción y no la regla. Para los clásicos, la desocupación era un fenómeno transitorio y voluntario. Esto se demostró totalmente falso. El ejército industrial de reserva es un componente intrínseco del sistema capitalista, que requiere un ejército de desocupados. Por un lado, es éste quien provee rápidamente trabajadores en una etapa ascendente de un ciclo económico. Por otro lado, también en una etapa ascendente, sirve para evitar que se haga presión sobre el capital ante la escasez de mano de obra. Se atacó a la ley de Say y a la concepción del equilibrio automático, apoyándose principalmente en algo que Marx ya había señalado varias décadas antes en El Capital, que el flujo de dinero está constantemente interrumpido por el ahorro. Dicho de otra manera, en una economía desarrollada existe una propensión al ahorro, con lo que la correspondencia entre la demanda y la oferta se vuelve aún menos cierta. El desfase entre el valor de uso y el valor de cambio llevó a la crisis. Esta discusión se enmarcaba en la ola de descontento que había simbolizado la Revolución Rusa. Keynes, perfectamente consciente de que las cosas habían cambiado y que el viejo equilibrio había sido roto por el poder del trabajo colectivo, se dio cuenta de que con la fuerza que habían adquirido los sindicatos ya el trabajo no podría ser tratado como cualquier otra mercancía del mercado. Ya los salarios no se podían reducir por el simple juego de fuerzas de la oferta y la demanda pues había una rigidez a la baja, dado que los trabajadores asociados habían fijado un monto mínimo. Los políticos, aún imbuidos en la postura clásica, no supieron reconocer este cambio en el equilibrio de fuerzas. Pero el hecho de que los “progresistas” hayan argumentado a favor de un nuevo acuerdo con el trabajo no debe llevarnos a la errónea conclusión de que hayan tomado partido por él; Keynes, desde una neta postura burguesa, tenía en mente una estrategia que, basada en el reconocimiento de la nueva situación, pudiera integrar a la clase trabajadora como una fuerza para el desarrollo dentro del capitalismo, de modo tal de contener y redefinir su poder. En el ámbito empresarial ya se había tomado conciencia de este cambio y se habían implementado nuevas prácticas. Taylor, a quien nos referimos antes, había atacado ya desde principios de siglo al poder de los trabajadores especializados con la fragmentación de tareas en operaciones simples y muy fáciles de controlar. Henry Ford, enlazó estas actividades al crear la línea de montaje para la fabricación de sus automóviles. Estas políticas de corte keynesiano en el plano empresarial se basan en una guerra no explícita a sus empleados. Los trabajadores, cuyas actividades están ahora fragmentadas, no son más que un apéndice del proceso de producción, una monótona sucesión de

movimientos repetitivos, que casi podrían ser desempeñadas por cualquier persona. Y esto fue lo “brillante” y novedoso de Ford, el haberse dado cuenta que él no controlaba el proceso de trabajo. Con estas medidas logra en un principio retomar el control. Pero pronto la clase obrera encontró a esta nueva organización del trabajo intolerablemente aburrida. Este intento por disciplinar a los obreros se enfrentó a una gran resistencia. El boicot y el ausentismo forzaron a Ford no sólo a recurrir a una amplia rotación para poder mantener en pie la producción, sino que se vio obligado a ofrecer en contrapartida el doble de salario. Y fue con esta medida que pudo reducir los trastornos en el trabajo: el contrato fordista fue un reconocimiento de la dependencia del capital respecto del trabajo y un intento de reformular el poder de éste. En el mundo de la posguerra la amenaza revolucionaria flotaba sobre la sociedad. Y no fue sino tras la represión violenta de las luchas que se hizo evidente la necesidad de la integración institucional de la clase obrera. La crisis que precipitó el crac de 1929 se presentó como la contracara de la Revolución Rusa e hizo que la presión por el cambio aumentara. La Revolución de 1917 era la innegable muestra de que la vieja relación entre el trabajo y el capital se había quebrado, y el crac de 1929 en pleno corazón capitalista no fue más que su confirmación. Antes de continuar, si bien ya se tocó antes, se hace necesario analizar en mayor profundidad lo que sucedió a finales de la década de 1920. El auge asociado con el reaprovisionamiento después de la guerra terminó en Europa alrededor de 1921, pero continuó en los Estados Unidos sostenido por nuevas industrias que se mantenían gracias al crédito. La productividad subió rápidamente, pero no como para producir el plusvalor necesario para sostener las ganancias pues, tal como vimos en la primera aproximación a la crisis, se produjo una sobreacumulación del capital en relación con un mercado estrecho. La expansión del crédito que había permitido continuar con la acumulación aún después de que el mercado se agotara comenzó a distraerse cada vez más al terreno bursátil (a la especulación). Las acciones subían, había inflación, la “burbuja” se inflaba. Ante el abuso del crédito las tasas de interés aumentaron, con lo que la “burbuja” explotó: las acciones cayeron, los especuladores se arruinaron, los ahorristas perdieron su dinero por los banqueros que no podían devolvérselo. Fue la catástrofe del capitalismo. La crisis bursátil se tornó financiera y afectó así a las empresas, que arrastraron una crisis industrial y agraria. La economía norteamericana –junto a la de muchos otros países- entró en depresión. Y a pesar de todo, en 1929, el gobierno de los Estados Unidos siguió aplicando la política conservadora. La confianza en el capitalismo era tal que se creía que era algo pasajero. Se aplicó el laissez-faire, pero el equilibrio no se reestablecía. No hubo un reconocimiento inmediato de la necesidad de un nuevo orden. Las ideas de Keynes, que ya habían sido expuestas mucho tiempo

atrás, y que por ende no habían surgido como respuesta a esta crisis, estaban aún lejos de ser aplicadas. El presidente Hoover ya había intentado tras el desplome estimular la demanda inyectando dinero a la economía a través del incremento en el gasto público. En 1932, Franklin D. Roosevelt propone un nuevo conjunto de medidas políticas más profundas para salir de la crisis conocido como “New Deal”. Con él se produjo un acentuado intervencionismo estatal para regular la economía. El gobierno asumió el control de buena parte de la producción industrial, agrícola y minera, y fijó el precio de los productos. Creó instituciones de crédito controladas por el estado e inició un programa de grandes obras públicas para crear fuentes de trabajo. En paralelo, desarrolló un sistema de previsión social y creó un seguro de desempleo. El New Deal comienza a tener consecuencias derivadas de la nueva relación entre el capital y el trabajo. Se reconoció la fuerza del trabajador, se abandonó la política de desconocer a los sindicatos y se buscó entablar con ellos una negociación. Los sindicatos comienzan a ocupar así un lugar cada vez más preponderante en las metrópolis capitalistas. La postura de Keynes de apoyar a una política de un estado que incurra en déficit para subsanar problemas parecía una confrontación directa a las ganancias que sustentaban al capitalismo. Pero, por el contrario, dada que la superproducción que bloqueaba en ese momento a la economía no se solucionaría automáticamente, para incentivar el gasto el estado debería ser quien comience a gastar. Haciendo una caricatura de sus dichos, Keynes llegó a proponer –como parte de la política de desempleo cero característica de su concepción- dividir a los desocupados en dos grupos, a uno de los cuales se le encargaría hacer pozos durante el día, y al otro que los tapara durante la noche. Sin embargo, a pesar del New Deal, el proceso no se revierte. Dada la fragilidad del sistema económico norteamericano las condiciones aún no habían sido establecidas para una firme restauración de las ganancias capitalistas. El resurgimiento económico de los primeros años del New Deal tuvo corta vida. A fines de 1937 hubo un nuevo desplome. Con la publicación en 1936 de la Teoría General de la ocupación, el interés y el dinero de Keynes, las prácticas del New Deal habían adquirido mayor coherencia teórica, pero ni esta coherencia teórica ni las políticas gubernamentales fueron suficientes para conseguir la reestructuración requerida para restablecer el capitalismo con paso firme. Recién con la Segunda Guerra Mundial se remontan los niveles de producción a los que se había llegado antes de 1929. La guerra, al estimular la industria armamentista, produjo la destrucción de fuerzas productivas. La competencia capitalista más fuerte fue llevada al plano militar. La maquinaria bélica logró una destrucción y devaluación del capital constante incluso más grande que la asociada con las bancarrotas y las depreciaciones de la gran depresión. Así, aceleradamente se

depuró el mercado y se superó el exceso de capitales y mercancías. Se generó una escasez que provocó un ciclo ascendente y permitió reestablecer la tasa de ganancia. El desempleo se resolvió a través del enlistado y la matanza de millones de personas, en un masivo desecho de fuerzas de trabajo. La guerra fue la keynesianista por excelencia. Por primera vez en cerca de cincuenta años el capital tenía las bases para proseguir la acumulación y la explotación con vigor. El capitalismo logra una estabilidad social que, si bien no se alcanza sino hasta alrededor de 1950, permite irradiar una nueva imagen de estabilidad. Tan fuerte fue esta imagen que no sólo sacó de la agenda al tan presagiado e inminente colapso capitalista sino que logró mantenerse y ocultar bajo su brillo las oscuras bases en las que se apoyaba, la barbaridad de la masacre de millones de hombres. La expansión del estado que los impulsores del New Deal y del keynesianismo habían promovido desde tiempo atrás fue conseguida gracias a la guerra de una manera sin precedentes. El paradigma de la política keynesiana de integración se manifestó en varios niveles. Ya mencionamos la fuerza que habían cobrado los sindicatos, que lograron importantes concesiones salariales. Pero los estados capitalistas no sólo negociaron a nivel nacional con sus propios sindicatos sino también a nivel internacional con la burocracia soviética. En los pactos de Potsdam y Yalta, Stalin, Roosevelt y Churchill se reparten el mundo. La burocracia ahora respondía a sus propios intereses y deseaba mantener un statu quo. Actuó para impedir que los trabajadores avanzaran en su lucha, para contenerlos, e hizo uso de su posición al frente de todos los sindicatos. La Unión Soviética, que manejaba a un estado obrero, estableció pactos con la burguesía mundial al funcionar como el gran sindicato del mundo. El mundo de la posguerra disfrutó así de la reinterpretación keynesiana de la economía. El poder del trabajo fue reconocido, contenido y aprovechado para convertirlo en una fuerza del desarrollo capitalista. Las presiones tanto en el interior de las naciones capitalistas, a través de las pugnas por salarios mayores, como desde el exterior (de la Unión Soviética) fueron vistas ya no como una amenaza al capital sino como una demanda potencial de mercancías. De esta forma el keynesianismo, tan despreciado en sus orígenes, pasó a ser idolatrado y sus políticas fueron aplicadas con la mayor de las euforias. Se llegó a hablar de Keynes como un mesías que había permitido superar las crisis del capitalismo. El ciclo expansivo que se abrió en la posguerra embriagó a los capitalistas e hizo creer que toda contradicción había sido superada.

E L F IN DEL J UEGO K EYNESIANO Las mismas causas que explican el auge del keynesianismo son las que explican su caída. La entreguerra había sufrido de una inestabilidad constante, que el keynesianismo reformuló al aceptar la expansión del crédito como clave para mantener la estabilidad social. El keynesianismo no fue otra cosa que un nuevo conjunto de principios para reforzar la dominación capitalista, algo muy alejado de un verdadero intento por solucionar las contradicciones intrínsecas del sistema. De hecho, el capital fue reconstruido pero el haber negado el poder del trabajo en y contra el capital permanecería como una explosión potencial de inestabilidad. Bajo las políticas keynesianas, las concesiones salariales para alcanzar la estabilidad social tuvieron como contracara al estado que tuvo que emitir moneda. En el corto plazo la medida funcionó, pero en el mediano plazo el estímulo económico por endeudamiento fue envileciendo a la moneda. Los dólares, moneda de la mayor potencia mundial, y que circulaban por todo el mundo, vivieron paulatinamente un proceso inflacionario en paralelo a un endeudamiento de los Estados Unidos. Esto trajo un marcado incremento en la productividad, pero con un costo. El capitalismo en la medida que necesitaba aumentar los ritmos de trabajo y la perfección de la disciplina, requería cada vez más apelar a estos mecanismos. Debía conceder aumentos salariales y nuevas concesiones ante los trabajadores que cada vez exigían más. El dinero era la compensación por el aumento en el descontento que generaba la mayor explotación. La dosis de “remedio keynesiano” a la que se apelaba fue creciendo, tanto en términos directos (salarios) como indirectos (lo que se suele conocer como “estado de bienestar”: seguro social de retiro sufragado por la patronal, seguro de riesgos de trabajo, seguridad médica, etc.) Pero este sistema funcionó mientras redundaba en beneficios para el capitalista. Cuando la balanza “se invirtió”, vale decir, cuando la tasa de ganancia se volvió decreciente y debió comenzar a invertirse cada vez más para reconstituirla, el sistema experimentó una vez más sus viejas contradicciones. Lo más remarcable es que se cumplía nuevamente lo que Marx había predicho varias décadas antes. A pesar del auge inicial, del “respiro” que dieron al capitalismo, los postulados de Keynes nunca lograron eliminar las contradicciones que le son inherentes. Los capitalistas volvieron a recurrir a la sustitución de capital variable por constante. El capital volvía a socavar al capital, típico del proceso de acumulación capitalista. Y, lógicamente, las fuerzas productivas comenzaron a chocar con las relaciones de producción. Al caer la tasa de ganancia, en un sistema donde la ganancia es el motor, cae el sistema. El “remedio keynesiano”, cada vez más costoso e ineficaz, había comenzado incluso a producir efectos adversos. Para recomponer la tasa de ganancia el capitalista se veía obligado a recortar los

salarios. Con prebendas a la dirección sindical se comenzó a atacar a la clase obrera. El capitalismo necesitaba recuperar mucho de lo que había entregado, y para ello volvió a aplicar los mecanismos que usó en sus albores: reducción del salario, aumento de los ritmos de producción, disminución de las vacaciones, etc. Hacia finales de la década de 1960 se tornaba evidente que la expansión de la posguerra tocaba su fin. El dinero ya no estaba como lubrificante ante la rigidez y la rebeldía de la clase obrera, que era cada vez más explotada. Las ganancias de las principales economías capitalistas volvían a caer y el descontento social aumentaba paralelamente. Las luchas dentro y fuera de las fábricas eran síntomas de la crisis que estaba por venir. En ellas se insertan los acontecimientos como los ocurridos en mayo de 1968 en Francia o “el otoño caliente” de Italia en 1969. La crisis tuvo otros presagios. Como mencionamos antes, era la moneda internacional clave. Esto se debió principalmente al tratado de Breton-Woods, gracias al cual el dólar y el oro se reconocieron como monedas internacionales, ambas interconvertibles. Muchas monedas nacionales se ataron a ellos. Sin embargo, este nuevo orden monetario mundial hizo que la inflación del crédito en los Estados Unidos, expandido por las políticas keynesianas, penetrara en el sistema internacional como elemento de inestabilidad. Tras emerger Estados Unidos de la guerra como la gran potencia mundial, su economía pagaba dólares al exterior porque tenía la seguridad de que volverían. Pero una vez que los países se recompusieron, las cuentas superavitarias norteamericanas se volvieron deficitarias. Al comienzo la solución estuvo en la balanza de cuenta corriente, pero al poco tiempo esto ya no fue así. Japón y Alemania, sólo por citar dos ejemplos, se habían erigido como potencias y ahora exportaban a Estados Unidos más que lo que importaban. Esto generó un déficit en la balanza de cuenta corriente de los Estados Unidos. El estado lo financió entonces con deuda pública, en forma de emisión de bonos que se usaron para absorber el superávit de otros países, a los que por ende pagaba altas tasas de interés. El estado de endeudamiento era cada vez mayor y la economía se sostenía artificialmente. Esto tuvo características explosivas, por la desconfianza que se generó en torno a que la gran moneda internacional, el dólar, pudiera sostenerse. Además, la falta de control del estado norteamericano sobre la expansión del crédito se debió principalmente a que se había desarrollado un mercado de dólares fuera de su territorio. Los dólares, usados inicialmente para comprar mercancías exportadas por los Estados Unidos, se fueron transformando en reservas de los bancos europeos (los llamados “eurodólares”), que a su vez comenzaron a usarlos como fuente de crédito para las autoridades públicas y el capital privado. Las enormes reservas en moneda norteamericana de los países capitalistas pusieron en duda su convertibilidad en oro. Por ello, los poseedores de dólares buscaron estabilidad convirtiéndolos en

metal. Frente a la enorme disparidad entre el número de dólares y las reservas de oro estadounidenses, Richard Nixon anunció en agosto de 1971 el fin de la paridad dólar-oro. La devaluación previa de la libra esterlina, segunda moneda más usada para los intercambios comerciales internacionales, había sido un reflejo de la creciente inestabilidad del sistema monetario mundial, y la gran estafa, pues no fue otra cosa que una vulgar cesación de pagos, a la que debió recurrir Nixon al decretar la inconvertibilidad fue la tremenda expresión de que la crisis era inminente. Y un nuevo golpe se asestó finalmente al sistema con la primera crisis del petróleo en el año 1973. En 1975 el equilibrio de la posguerra termina de desbaratarse. Junto a la caída de la economía norteamericana se arrastró a las economías de los principales países capitalistas, cuyos PBI se desplomaron abruptamente. Los “30 años gloriosos” habían llegado a su fin. Es lo que se conoce como la “ruptura del consenso keynesiano”. La gran emisión de moneda tocó su punto máximo. Todo esto derivó en el reconocimiento de la inviabilidad de los métodos keynesianos. El “gran mesías” fue tirado de su pedestal. El sistema monetario internacional se derrumbaba, las tensiones sociales se hacían incontenibles. El imparable auge inicial se había convertido en un aborrecimiento generalizado hacia Keynes, el gran villano, la nueva fuente de todos los males. Tras treinta años de relativa estabilidad, el capitalismo se sumía nuevamente en el caos. Y nuevamente la Historia nos mostraría la brutalidad a la que el sistema debió apelar para superar los conflictos y contradicciones que siempre llevó en su seno.

U NA C ONCLUSIÓN ... I NCONCLUSA El keynesianismo fue una solución que encontró el capitalismo en un momento crítico de su existencia. Hacia la década de 1930, ya era, después de muchas crisis, como la vivida en 1873, un sistema agotado que ya había cumplido su papel histórico y que había dado lo que podía proporcionar. No obstante, el capitalismo fue una vez más capaz de mutar y sobrevivir a una crisis a costa de inmensas brutalidades, tan desproporcionadas como fue el trágico cuadro que planteó la Segunda Guerra Mundial. El keynesianismo le ofreció la clave para la mutación. Su gran logro, frente a los hechos de 1917, no había sido romper el poder del trabajo sino transformarlo. La panacea que parecían los postulados de Keynes en sus inicios mostraron su faz verdadera tras 30 años de aplicación casi religiosa a nivel mundial. El keynesianismo no superó ni neutralizó los antagonismos que plantea el capitalismo. El respiro que dio a las economías capitalistas fue sólo una postergación de sus contradicciones. La crisis de los años 1970 nos reveló eso. Un capitalismo que cayó y que, a pesar de su agotamiento, volvió a levantarse, y para ello recurrió a una nueva masacre. Desde la relativa distancia que nos permite la óptica del presente, el keynesianismo fue un ciclo más de la historia capitalista, un ciclo más en el que ante una caída del capital debe cobrar víctimas para sobrevivir, y nada más que para volver a caer años más tarde y nuevamente renovar el ciclo con más atrocidades. Las brutales políticas de Ronald Reagan y Margaret Thatcher fueron las que sacaron al capitalismo de crisis en que estaba sumido tras el keynesianismo. Pero la rueda volvió a girar, los antagonismos volvieron a aflorar y la crisis se planteó nuevamente. El capitalismo sigue posponiendo sus contradicciones, sigue polarizando al mundo, sigue generando miseria, sigue apelando a la brutalidad. ¿Seguirá refugiándose en sus propios pliegues para sortear las crisis en las que cae inevitablemente? El panorama parece no hacer más que darle la razón a Rosa Luxemburg: “socialismo o barbarie”.

B IBLIOGRAFÍA •

DILLARD, Dudley, “Introducción e ideas fundamentales”, La teoría económica de John Maynard Keynes – Teoría de una economía monetaria, Aguilar, Madrid, 1957, pp. 3-14.



HELLER, Pablo, “Tasa de ganancia y descomposición capitalista”, En defenesa del marxismo, nº 30 (abril de 2003), pp. 85-97.



HOLLOWAY, John, “Se abre el abismo. Surgimiento y caída del keynesianismo”, Marxismo, estado y capital – La crisis como expresión del poder del trabajo, Fichas temáticas de Cuadernos del Sur, Tierra del Fuego, Buenos Aires, 1994, pp. 37-73.



KEYNES, John Maynard, “Prefacio”, “La teoría general” y “Los postulados de la economía clásica”, Teoría General de la ocupación, el interés y el dinero, Fondo de Cultura Económica, México, 1992, pp. 9-19.



MATTICK, Paul, “La revolución keynesiana” y “Marx y Keynes”, Marx y Keynes, ERA, México 1987, pp. 11-34.