Modelos Antropologicos

(Tomado de: Elementos de Antropología Educativa, Pág. 39-90) DIVERSOS MODELOS ANTROPOLÓGICOS COMO FUNDAMENTO DE LA ACCI

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(Tomado de: Elementos de Antropología Educativa, Pág. 39-90)

DIVERSOS MODELOS ANTROPOLÓGICOS COMO FUNDAMENTO DE LA ACCIÓN EDUCATIVA y DEL PENSAMIENTO PEDAGÓGICO

En el presente capítulo vamos a examinar las principales concepciones antropológicas que se han desarrollado en la historia del pensamiento occidental, atendiendo de manera particular a los aspectos que más interés suscitan en orden a una caracterización del hombre como sujeto educando. B. Hamann (1992) señala tres modelos antropológicos clásicos: 1) la imagen occidental-cristiana del hombre; 2) la imagen dinamkista-biologista; y 3) la imagen del hombre subyacente en el marxismo. Junto a estas tres concepciones antropológicas (Menschenbilder) clásicas, Hamann reseña una serie de aportaciones contemporáneas a la comprensión de lo humano que revisten interés para la Antropología educativa. Seguiremos básicamente este esquema, incidiendo especialmente en los puntos de esas antropologías que de modo más relevante han contribuido a la configuración del pensamiento y la práctica educativa en nuestro entorno cultural. 1. El «horno sapiens» del Occidente cristiano En primer lugar nos ocupamos de la imagen del hombre que se configuró en la Grecia clásica, y los elementos que en esa concepción antropológica introdujo el cristianismo. En algunos aspectos se ve cierta continuidad entre los ingredientes pre-cristianos y la aportación del mensaje cristiano. Ambas fuentes dan lugar a una imagen del hombre que sustancialmente se puede caracterizar como homo sapiens. Sin embargo, en otros aspectos se ve cómo el cristianismo ha corregido casi radicalmente la antropología griega. Aun así, pese a que el cristianismo supone una auténtica novedad con respecto al planteamiento griego, sin embargo enraíza bien en él, arraiga en algunos elementos que ya habían sido pensados por la gran filosofía griega del período socrático. Sobre todo nos referiremos, como los representantes más destacados del pensamiento griego, a Platón y Aristóteles. La antropología de estos dos autores es la más seria y trabajada, y la que mayor influjo ha ejercido en la configuración del pensamiento occidental. (Se puede decir que, en la práctica, la historia de la filosofía en occidente ha consistido en replantear las cuestiones que estos dos filósofos ya plantearon).

Para el gran pensamiento griego, el hombre es un híbrido de materia y espíritu (cuerpo y alma). El primer problema se suscita -y ahí es donde se deja ver ya la disparidad de criterios entre la tradición platónica y la aristotélica- en el asunto de la unidad entre cuerpo y alma. Esa unidad es vista de manera diferente en la tradición que inaugura Platón -idealista- y en la tradición realista aristotélica.

1.1. Platón Platón piensa que la unión entre materia y espíritu es debilísima, sutilísima, puramente accidental, en el sentido de que es eventual el hecho de que se den unidos. Esa unidad no está requerida por la esencia de ninguno de los dos elementos, es decir, ninguno de ellos exige necesariamente -según 10 que él esal otro. Por tanto, el hecho de que se den unidos no es per se sino per accidens, se debe a algo ajeno a la esencia de los componentes. Concretamente, Platón habla de algo parecido a lo que es el pecado original dentro de la tradición bíblica cristiana, elemento que se constituye también como una intuición presente en muchas otras religiones. Algo así hizo que el alma humana, que originariamente pertenecía al mundo de las ideas -era una de ellas- fuera desplazada o desterrada al mundo de las cosas sensibles. El alma quedó encerrada en la «caverna», por decido con el lenguaje del propio Platón; fue precipitada en un cuerpo que la esclaviza, que le impide tener la holgura y flexibilidad de la que antes disponía cuando convivía con las ideas, cuando formaba parte del cosmos noetós. Aunque la expresión es de S. Agustín, eminente neoplatónico, resume muy bien esta concepción la fórmula de que el cuerpo es la «cárcel» del alma. Ésta está como prisionera en un cuerpo que la limita y restringe, que le impide la natural expansión de su ser propio, la que tenía cuando se hallaba en su situación original. El cuerpo es malo y principio de maldad. La materia aparece siempre en Platón con matices peyorativos. Al hombre, el hecho de tener cuerpo es algo que le dificulta vivir como 10que es, porque 10 genuino y auténtico suyo es su espíritu. Ciertamente, el hombre no deja de ser 10 que es por el hecho de estar encerrado en la cueva, pero ha sufrido una cierta degradación, una caída ontológica: es mucho menos en esa situación que en la primigenia, cuando era pura idea. Por esa culpa original el alma humana fue castigada a permanecer en la oscuridad de las sombras, de manera que en esta nueva tesitura experimenta grandes dificultades para conducirse del modo que le es propio. La vida humana terrena, según Platón, estribaría en prepararse para la muerte, que es su auténtica liberación. El hombre ha de ir poco a poco librándose del cuerpo. La liberación cabal se produce en el momento de la muerte, auténtica catarsis. La huida del cuerpo purifica al alma. Por eso la vida terrena es toda ella una preparación para la muerte. Aunque sólo con la muerte adviene la liberación total, también en la caverna puede el hombre ir purificándose de las cadenas de la corporeidad. -

¿Cómo? -La inteligencia se purifica de la corporeidad mediante la dialéctica, y la voluntad mediante la virtud. La dialéctica es el arte de trascender las sombras remontándose a las ideas. Hablando del filósofo -que, por cierto, es quien, según él, debería gobernar- Platón le adscribe la misión de contemplar la Idea de Bien, que ocupa de cúspide del cielo platónico, para después traducida al mundo de lo sensible. En ese traslado, por supuesto, hay una necesaria degradación; pero el filósofo debe procurar que este mundo de sombras sea lo más parecido -en tanto que sombra- a las realidades respecto de las cuales las sombras son imitación. Para hacer eso, el filósofo-rey, el aristócrata, ha de ejercitarse durante al menos 30 años en el arte de la dialéctica y las matemáticas, que son las disciplinas necesarias para que el espíritu encarnado aprenda a trascender el mundo de las apariencias y a contemplar las auténticas realidades, todas ellas confluyentes en la idea de Bien. Como el mundo de las ideas está jerarquizado piramidalmente, lo primero que encontramos en ese tránsito dialéctico es la base de la pirámide, donde se ubican las ideas elementales; después accedemos a las ideas intermedias y a las superiores, que culminan en la de Belleza o Bien, trascendentalmente idénticas al Ser (Dios). Este ascenso progresivo es el que facilita el arte de la dialéctica. ¿Y la virtud? Fundamentalmente estriba en una situación en la cual la parte superior del hombre domina sobre la inferior. Platón imagina que lo humano está jerarquizado según un orden también topológico: en la cabeza, ellogos; en el pecho el apetito irascible (el deseo de lo arduo), y en el vientre el apetito concupiscible (deseo de lo fácil y agradable). Lo más importante, lo superior en el hombre, ha de dominar sobre lo inferior, y ellogos sobre todo. (Platón, en el diálogo Fedro, emplea la imagen del auriga. Así como éste ha de tener sujeta las riendas para que no se desboquen unos caballos que tienden cada uno a ir por su lado, así también la razón debe controlar los apetitos). En resumen, mediante la dialéctica y la virtud, las diversas partes del alma van purificándose de su situación de estar sometidas a la corporeidad. El alma, entonces, ha de liberarse del cuerpo. Esto implica que su unión con él es accidental, se debe a un accidente eventual. Más que de una unión, casi habría que hablar, en Platón, de una yuxtaposición. En la tradición aristotélica, al contrario que la platónica, la unión es mucho más intensa e íntima: «sustancial», en la terminología de Aristóteles, significando con ello que cuerpo y alma forman la misma sustancia, de modo que fuera de esa unión no hay realmente hombre. Aquí también se aplica la ley general que define la estructura de los seres naturales, que son compuestos hilemórficos. La unión entre cuerpo (materia prima) y alma (forma sustancial) es unión per se, es decir, exigida por lo que el hombre esencialmente es. En el lenguaje acuñado por Aristóteles, la unión sustancial implica que los elementos son principios que conforman una sola sustancia -que es lo que realmente es- y que los principios «principian» -dan lugar a la sustancia- sólo cuando cooperan entre sí: el cuerpo según el modo de la materia (como principio o causa material, es decir, aquello a

partir de lo cual algo se hace) y el alma al modo de la forma (como principio o causa formal, es decir como aquello por lo cual algo es lo que es). Pero como la materia y la forma no son aislables una de otra, su modo de principiar ha de ser «ea-principiar». El alma, por tanto, no es para Aristóteles una sustancia independiente, de suerte que la muerte -su separación del cuerpo- supone un auténtico «trauma» ontológico, a saber, un cambio sustancial: deja de haber esa sustancia (hombre), y comienza a haber otra sustancia completamente distinta (cadáver). Un hombre es necesariamente animal-racional, entendiendo por animal un ser «animado», en el caso del hombre, por el espíritu. El hombre es un cuerpo que contiene un principio inmanente de actividad propia, de automovimiento, que es su alma, y ésta no muere. Lo que muere -se corrompe- es el compuesto de alma y cuerpo; pero después de la corrupción continúa habiendo algo, aunque de otra índole distinta, algo a lo que ya no podemos considerar «hombre». Vemos clara, así, la diferencia con Platón. Para éste, el hombre es su alma, que antes de caer en la caverna-cuerpo era una idea más. Por el contrario, para Aristóteles, el alma sola, sin el cuerpo, no es cabalmente hombre: se exigen mutuamente para constituir esa «sustancia primera» (proté ousía) que llamamos hombre, de modo que la separación entre el alma y el cuerpo implica que deja de haber hombre. Eso no significa que deje de haber algo -la muerte no es aniquilación- pero sí implica un cambio sustancial; hay otra cosa: cadáver, por un lado, y forma separada, por otro. (Aristóteles está convencido de que el alma subsiste a la corrupción del cuerpo). Unión sustancial, por tanto, en la cual los ingredientes no tienen realidad si no están compenetrados. Hace falta que el alma informe un cuerpo para constituir un hombre, y para que sea realmente un alma humana (no para que «sea», sin más).A su vez, un cuerpo, para ser humano (no un cadáver) necesita ser informado por un alma espiritual, necesita ser animado. En el período en que el Estagirita se encuentra más influido por su maestro Platón, se habla de una fase «instrumentista»de su antropología: el cuerpo no es cárcel sino instrumento del alma: no dificulta a ésta sus operaciones sino que precisamente se las facilita. El Aristóteles maduro irá aún más lejos: mi cuerpo no es algo que meramente «tengo», sino que «lo soy» (aunque, ciertamente, no soy un mero cuerpo). El cuerpo forma parte de la identidad personal del ser humano, de manera que la antropología aristotélica tiene, como su principal característica, la profunda unidad bio-psico-física que se verifica en el ser humano. «Animal» es todo ser vivo corpóreo capaz de desarrollar ciertas operaciones. Lo que le constituye como animal es un principio vital intrínseco que le habilita para realizar una serie de actividades inmanentes, es decir, operaciones que revierten sobre el mismo sujeto que las realiza (crecer, alimentarse, u otras superiores en el hombre, como son entender y querer). Todas esas funciones las puede realizar el animal humano gracias a que en él se da esa compenetración sustancial entre dos principios que se comportan unitariamente. El hombre no es un agregado de elementos que, separados, tendrían realidad propia; ni tampoco es una yuxtaposición eventual, al modo platónico.

1.3. El Cristianismo A las dos tradiciones griegas descritas el cristianismo se suma en parte. Éste confluye con el pensamiento griego porque encuentra en él una base intelectual muy coherente con su propia propuesta antropológica. Así lo han visto algunos de los doctores cristianos más antiguos, sobre todo los representantes de la Patrística oriental, que conocían bien la cultura griega, e incluso encontraron en su filosofía elementos doctrinales de gran interés para exponer la enseñanza cristiana y para defenderla, tanto de sus detractores como de sus primeras desfiguraciones en el seno del propio cristianismo. A pesar de ello, como ya se dijo, hay elementos en el mensaje cristiano que suponen una clara discontinuidad con el pensamiento griego, especialmente de origen platónico. Nos referiremos a dos de ellos que tienen una especial relevancia antropológica: el valor positivo de la corporeidad humanaparticularmente manifiesto en el dogma de la encarnación del Verbo y en el de la Resurrección de la carne y la enseñanza sobre la creación. Junto a otros dogmas o enseñanzas del cristianismo, estos dos aspectos significan una novedad radical respecto de la antropología platónica1. 1.3.1. La idea cristiana de lo corpóreo. Hemos aludido ya al peyorativo concepto que Platón tiene del cuerpo humano. Mucho antes de que el aristotelismo fuera conocido en Occidente, en los primeros siglos del cristianismo -y precisamente por virtud de la influencia que tuvo el mensaje cristiano- se da una concepción más positiva del cuerpo humano. Piénsese en lo que implica la encarnación de Cristo, verdad nuclear del mensaje (kerigma) cristiano. Dios asume íntegramente -y no de modo accidental sino sustancial, hipostático- la naturaleza humana, sin dejar de 1

Como es sabido, el platonismo tuvo vigencia en el Occidente cristiano hasta el siglo XIII. Transmitido a través de las enseñanzas de Prodo, Plotino y, más tarde, por San Agustín, fue generalmente considerado como la doctrina más coincidente con la cristiana. A partir del XIII, Aristóteles comenzó a ser valorado. El aristotelismo había quedado reducido, poco después de Aristóteles, a la especulación que se llevó a cabo en la escuela que él fundara en Atenas, que se ocupó sobre todo en cuestiones de filosofía moral. La auténtica enseñanza aristotélica fue ignorada en el Occidente cristiano hasta la alta edad media. Fue entonces cuando, precisamente guiados por el lema agustiniano de buscar una inteligencia de la fe (jides quaerens intellectul1l),algunos estudiosos comenzaron a interesarse por el filósofo de Estagira, cuyas doctrinas sí habían sido estudiadas en profundidad por filósofos árabes de los siglos X-XII, especialmente Alfarabi, Avicena y Averroes. Ni siquiera los escritos de Aristóteles habían sido traducidos al latín, lingua universalis. Esto lo hizo Guillermo de Moerbeke. Hasta ese momento, el Estagirita era considerado un materialista pagano, con el que poco podría dialogar el cristianismo. La rehabilitación de Aristóteles aconteció como consecuencia de los trabajos de Alberto Magno en Colonia y, en especial, de Tomás de Aquino en la Universidad de París, en medio de un gran revuelo intelectual Fue este último el que alcanzó a conciliar el aristotelismo con el cristianismo en una obra de síntesis doctrinal sin precedentes.

ser Dios. La segunda persona de la Trinidad, el Verbo unigénito de Dios -su conocimiento y su palabra plenamente auto expresiva asume la naturaleza humana con todas sus limitaciones, excepto el pecado, por completo incompatible con Dios. (Pero incluso las consecuencias del pecado como, por ejemplo, la enfermedad, los padecimientos, la debilidad corporal, el esfuerzo que lleva consigo el trabajo, la muerte, etc., tampoco son rechazadas por el Dios hecho hombre). Si el cristianismo no tuviera un alto concepto de la corporeidad humana, esto sería inconcebible. De hecho, lo es para las religiones no cristianas. En el cristianismo, sin embargo, no sólo es concebible, sino que constituye la verdad central de su mensaje: el Hijo de Dios -el mismo Dios, pues la generación supone la comunidad de naturaleza para el padre y el hijo- ha hecho suya íntegramente la naturaleza humana y, por tanto, también la corporalidad, sin dejar de ser Dios. Y no asume una corporalidad genérica, sino un cuerpo concreto, el que fue concebido en las entrañas de la Virgen y el que sigue teniendo en el Cielo y en el misterio eucarístico. Esto sería absolutamente contradictorio si el cuerpo fuera malo. Para el platonismo resulta por completo inaudito -imposible- el mero pensamiento de que el supremo Logos (Dios) abandone su puesto en la cumbre del mundo de las ideas. Trascendentalmente idéntica a la realidad de Dios, la Idea de Bien, que ocupa la cúspide de todo el mundo noético, no puede rebajarse hasta el punto de formar parte del mundo sensible; eso supondría una degradación ontológica absoluta: la conversión del Ser en el no-ser. Según los esquemas platónicos, esto no puede ni tan sólo pensarse: sería la inversión total de la pirámide, se desmoronaría inmediatamente. (Platón en esto no niega su deuda con el planteamiento de Parménides). Por su parte, el dogma cristiano de la Resurrección escatológica de la carne supone una verdadera exaltación del cuerpo humano. El cristianismo enseña que al final de la historia, cuando acabe el tiempo, todos los difuntos resucitarán como ya lo hizo Cristo realmente -es decir, tras una muerte real- para ser juzgados y sancionados con arreglo a sus méritos y, así, pasar a gozar como Él en su presencia gloriosa, o ser condenados a un suplicio eterno que principalmente consiste en la privación de dicha presencia. San Pablo enseña que la Resurrección de Jesucristo es el elemento central de la fe cristiana, ya que si Cristo no hubiera resucitado -dice- ésta sería vana, es decir, se habría perdido el fundamento formal de la esperanza, la razón básica para esperar en algo, lo cual es esencial en el cristianismo dada su dimensión radicalmente escatológica. (Cristo dijo claramente ante Pilatos que su reino «no es de este mundo»). La Resurrección de Cristo es, desde luego, una glorificación radical de la corporeidad, y no sólo porque lo es en el Cuerpo de Cristo -un cuerpo unido hipostáticamente a la divinidad- sino porque esa resurrección es modelo y primicia de lo que les ocurrirá a todos los hombres al final de los tiempos. Igual que Cristo, los cristianos piensan que todos resucitaremos. En un momento dado, el cuerpo se reunirá con el alma, en concreto cada cuerpo con su respectiva alma, con aquella a la que ya estuvo unido. Esto es misterioso, pero es lo que creen los

cristianos. Supone, como digo, una visión muy positiva del cuerpo. El hombre no podría estar gozando plenamente en la presencia de Dios si le faltara el cuerpo. Aunque esa situación será fundamentalmente el gozo espiritual de las potencias superiores del hombre, no podría ser plena la felicidad escatológica si tampoco participara de ella el cuerpo, a su modo, pues el hombre es una realidad unitaria. Este es un punto importante en el que la imagen del hombre que surge de la Revelación cristiana corrige radicalmente la antropología platónica. Hay que señalado, a la vista de ciertas interpretaciones platonizantes del dogma cristiano que se dieron en los primeros siglos del cristianismo. El gnosticismo, por ejemplo, algunos de cuyos elementos han sido heredados por determinadas tradiciones teológicas, no encaja bien con el mensaje cristiano, concretamente en este punto. Desde luego es falsa la idea, relativamente extendida, de que el cristianismo es un espiritualismo, una especie de concepción del hombre que lo desarraiga del mundo y que lo proyecta fuera de él. Básicamente, es esta la noción que tiene del cristianismo Nietzsche o Marx. Marx dice que el cristianismo -concretamente el catolicismo- es el «opio del pueblo», produce el efecto propio de las sustancias opiáceas: sacarle a uno de su propia realidad para introducirle en un mundo irreal, de fantasía, que nada tiene que ver con este mundo nuestro que clama por la justicia. La religión alienaría al hombre al impedirle concentrarse en las exigencias de justicia que aquí le apelan. En modo alguno esta caricatura es fiel a lo que el cristianismo, desde su propio Fundador, constantemente ha mostrado, como prueba tantas veces la historia. No sólo con palabras sino -y principal ente- con hechos, han sido los cristianos quienes realmente más se han ocupado de la justicia y la solidaridad con los menos afortunados. (También es verdad que son ellos los que encuentran en la religión los mejores motivos para hacerIo)2. La teología moral cristiana, y en concreto la moral católica, tiene para muchos, equivocadamente, la apariencia de ser una especie de negación del cuerpo y de lo que significa el placer y la satisfacción de los apetitos de tipo sensible. Es cierto que el cristianismo entiende que las tendencias humanas no se limitan exclusivamente a ser tendencias de tipo sensorial, e incluso que éstas no son las más características y genuinas del hombre. Hay otras tendencias humanas de índole espiritual que son tan exigentes, al menos, como las de tipo sensorial. Pero esto no sólo lo afirma la antropología cristiana, sino todas las antropologías que no son estrictamente materialistas. Aun así, una cosa es decir que además de los placeres sensoriales hay otro tipo de placeres, y otra qistinta es decir que los placeres sensoriales son malos, o que el placer en general es algo malo y vitando. 2

En contra de quienes invitan a los cristianos a olvidarse del «más allá» para ocuparse sólo en el «más acá», y de quienes piensan que la religión cristiana invita a un alienante escapismo de las realidades terrenas, C.S. Lewis se refiere a la eficacia de la esperanza escatológica: «Si leemos la historia veremos que los cristianos que más hicieron por este mundo fueron aquellos que pensaron más en el otro (...). Todos ellos dejaron su marca sobre la tierra, precisamente porque sus mentes estaban ocupadas en el cielo. » (Lewis, 1995, 146).

Esto se puede decir que lo predican algunas morales, pero no, desde luego, la católica. Por ejemplo, el estoicismo es, quizás, un paradigma de moral del antiplacer, algo que Kant tradujo magistralmente a categorías filosóficas. La moral kantiana, a su vez, es una nítida proclamación del «deber por el deber», que en Kant involucra un concepto muy peyorativo del placer. Algunas sectas protestantes, como el puritanismo-que Kant, por cierto, secundaba- muestran también ese concepto peyorativo del placer, como lo radicalmente opuesto al deber. Eso no es lo originario de la concepción cristiana del cuerpo y del placer, que es algo bueno, puesto por Dios con una determinada finalidad en la naturaleza humana. Para el cristianismo, el placer es, de entrada, mejor que su contrario. Lo que exige es no poner en el placerla norma única o primaria de la conducta humana: el cristianismo no es un hedonismo(Millán- Puelles, 1996, 37). Ciertamente el placer no es lo mejor; hay cosas que son también buenas y que son mejores que el placer, como, por ejemplo, la virtud. A menudo, obrar según la virtud no significa necesariamente un tipo de obrar grato, sino más bien lo contrario: implica un esfuerzo, forzar sea uno mismo, hacerse cierta violencia. A su vez, cabe pensar en el bien de la utilidad, la cual, además de ser valiosa, con frecuencia también es debida. Constituye, en efecto, un deber el procurar ser eficaces en las obras que realizamos, cuando éstas están ordenadas al bien común y al propio. La virtud, en fin, no consiste en utilidad o placer, pero en los tres casos estamos ante valores que no necesariamente se excluyen, al menos en la tradición cristiana, que en este punto concuerda plenamente con Aristóteles. El gran pensador griego decía que es imposible ser feliz sin ser virtuoso; los que mejor pasan esta vida son las personas que procuran vivir virtuosamente. La virtud produce -quizá no en un primer momento, pero sí cuando es un hábito arraigadoplacer y facilidad en el cumplimiento del deber: facilita hacer las cosas que uno debe. (