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HANNI OSSOTT M EM O RIA E N A U SEN C IA D E IM A G EN . M EM O R IA D E L CU ERPO Hanni Ossott MEMORIA EN AUSENCIA

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HANNI OSSOTT

M EM O RIA E N A U SEN C IA D E IM A G EN . M EM O R IA D E L CU ERPO

Hanni Ossott MEMORIA EN AUSENCIA DE IMAGEN MEMORIA DEL CUERPO Col. Cuadernos de Difusión /

N v 31

Editado por FU N D A R TE Fundación para la Cultura y las Artes del Distrito Federal Portada: Marcos Vásquez Diagram ación: Luis Giraldo Impreso por Cromotip Depósito Legal: 79-2212 Caracas, Venezuela, 1979

Hanni Ossott

Memoria en Ausencia de Imagen Memoria del Cuerpo

ÍÍ!¡Í¡;: FUNDARTE «fcUOIÉCA HAClOHAi CARACAS - VFNtZUHA-

Di dónde esa imagen ese llamado Di allí donde se hurta y es mudez

.el arte es un sacramento espiritual fundado en lo carnal". t h o m a s MANN. “ Controversias sobre el matrimonio".

1.

RESONANCIA DE LA PRIMERA PALABRA. LA OBRA, EL CUERPO

Allí donde se convoca a la expresión como origen, allí donde se indaga el fundamento de la acción poetizante, algo se cierra. ¿Son las obras objetos explicativos suficier tes de su necesidad y de su origen? ¿Por qué el compulsivo movimiento de hacer hablante el mundo? ¿Por qué la danza? ¿Y la exigencia de anonada­ miento en el placer estético? ¿Cuánto de un cuerpo fragmentario habita la obra? Cuerpo en resistencia a ser dominado por el habla, cuerpo en oposición a lo evaluativo del saber. . . cuerpo en pugna contra la prisión de los códigos. El universo del cuerpo lacera los soportes de que se vale la conciencia, derrumba muros y avanza impune con­ tra todo lenguaje. Por la obra, el cuerpo reencuentra su espacio, pero por ella descubre también su cárcel y su límite. ¿Qué se presenta desde el saber como lo más eviden­ te?,. . . la herida y su persistencia. Y donde se levanta un sistema que intenta esclarecer el origen de la herida que impulsa al crear, bajo los escombros de ese sistema se abre y se revela a su vez la otra herida, aquella de quien pregunta porque no conoce y porque sus propios cimien­ tos se fundan sobre la ausencia de unidad, el horror al vacío o la nostalgia de lo pleno. Restituyamos la obra al cuerpo. Tras un sistema filosófico, apuntó Nietzsche, se escon­ de la vivencia de una sensualidad. Entonces el cuerpo ge­ nerador de la palabra creadora es un cuerpo zanjado, abier­ to, roto, en combate. Y por la palabra, la violencia de la herida se detiene y es modulada. La palabra ordena la ex­ pansión del fuego, dirige sus vías, regula el incendio de la herida esencial. Esa violencia y ese ímpetu mediatizados por el canto, el ritmo o la arquitectura verbal, adquieren el 11

rigor de un límite. Pero cuando el límite cierra en un exceso de objetivación la energía del cuerpo, éste siempre de nuevo rompiendo diques descoloca imagen, contenido y forma; porque nada que pertenezca a la sensualidad admite la seguridad y el amparo de una forma. Y si la obra de arte regula la corriente del deseo a través de la objetiva­ ción en una imagen, la imagen a su vez habla de aquello que la sobrepasa. La obra de arte como suscitación de movimiento y energía invita al abandono de la forma, su soporte es ame­ nazado por un espacio no objetivo. Lo que amenaza su regularidad es la stásis. El arte es vía para el movimiento de un cuerpo en deseo de lo libre. “ Bajo la magia de lo dionisíaco no sólo se renueva la alianza entre los seres humanos: también la naturaleza enajenada, hostil o subyugada celebra su fiesta de re­ conciliación con su hijo perdido, el hom bre... Cantando y bailando manifiéstase el ser humano como miembro de una comunidad superior: ha desaprendido a andar y a hablar y está en camino de echar a volar por los aires bailando” . FRIED RICH N IETZSCH E. El nacimiento de la tra­ gedia.

Desaprender a hablar, regresar a la unidad del cuerpo al espacio anterior a su separación de la naturaleza, así ac­ túa en nosotros lo dionisíaco. El olvido del cuerpo que se piensa a favor de la embriaguez y la sensualidad, el regreso a una relación atemporal, el abandono de un pensar que por horror al riesgo señala, erige signos, nombres, delimitacio­ nes morales es éste el espacio del éxtasis, el espacio de la Poesía. Delirio del ser. Entonces, la palabra, la obra, se erigen para despren­ derse de sí mismas. Y el arte que se levanta desde la he­ rida esencial es la posibilidad de una trasgresión: la de sí mismo, la del artista, la de la relación con el mundo.

Y sin embargo, a la eficacia de un arte concebido y entendido de esta manera debemos hoy oponer su actual limitación, porque la fe en el encuentro con la unidad se \

ha roto. Lo que ahora nos pertenece es la errancia, la an­ gustia, el miedo; y el vivir entre la sagrada embriaguez del ser que somos, en exacta correspondencia con la exi­ gencia de lo humano nos está vedado. ¿Cumple hoy el arte con la función liberadora, “ cura­ dora” , que mantenía en sus orígenes? Desvinculado de su carácter religioso y colectivo, concentrado en el ejercicio individual y acentuadas sus funciones en la articulación formal, la obra de arte hoy oscurece las urgencias de re­ moción psíquica a favor de la construcción de un universo de signos. En este sentido, el dominio de lo técnico que concierne a nuestra civilización ha permitido erigir a su vez una literatura descarnada y un pensar filosófico que, nombrando al ser lo olvida, convirtiéndolo en categoría de lenguaje y despojándolo de lo esencial: el vivir. Deliberada ha sido esta intención de olvido; en la su­ premacía de los valores formales, en la necesidad de acen­ tuar lo técnico se oculta un querer, la elusión de lo esen­ cial: la muerte, el dolor, el amor, la pertenencia al tiempo, al ascenso y a la pérdida. La desvinculación del arte de la sensualidad pertenece a una decisión de dar vuelta, desconocer y por medio de este desconocer ejercer la posibilidad de dominio de la he­ rida esencial. Pero este dominio como olvido no significa en modo alguno resolución, este dominio puede verse más bien como desvío. El saber técnico desvía al hombre del saber esencial, ése que le revela su participación en lo incognoscible, y que le muestra el límite de su poder. La exploración y explotación de los medios técnicos expresivos como un fin en sí mismo aparece a comienzos de nuestro siglo en las artes como una vía de contención al carácter subjetivo de la existencia. Mondrian en sus planteamientos sobre el arte plástico puro elabora una te­ sis que separa a la obra de arte del “ pathos” o de la sen­ sualidad: “ El arte plástico demuestra que en la vida y en el arte, experimentamos la opresión de nuestra limitada visión personal. El arte plástico nos revela que, para vencer la opresión subjetiva, debemos seleccionar cui12 13

dadosamente o si es posible, transformar elementos y formas existentes. Para dominar la opresión subjetiva, es necesario transformar nuestra mentalidad. Para lle­ var a cabo esta transformación, son necesarios: desarro­ llo humano, tiempo, experiencia y educación. Para el lego, puede resultar extraño oir que la cultura del arte plástico muestra una progresiva liberación de los factores técnicos revelados a los artistas por sus investigaciones prácticas. Solamente por medio de un conocimiento técnico puede lograrse una verdadera com­ prensión del arte plástico” . (1>

El “ desarraigo del sentimiento trágico” a partir de la indagación del lenguaje como objeto cerrado sobre sí mis­ mo elude el problema de la herida esencial. Bajo el domi­ nio de lo técnico, el hombre oscurece o desvía la mirada con respecto a su propio desamparo. La objetivación por medio de lo técnico disfraza lo opresivo, lo oculta momentáneamente pero no lo aniquila. Lo opresivo es nuestra pertenencia a lo perecedero. Pero en la cercanía a lo perecedero, el hombre se ejercita en lo que es y su saber no significa sólo dominio sino también pausa y silencio ante el espacio de lo indominado que lo señala como misterio.

(1)

Mondrian, Piet. Arte plástico y arte plástico puro. Edit. Víctor Leru S.R.L. 1961. Buenos Aires.

2.

OBRA, DESEO, M UERTE, UNIDAD

En el origen de la obra aparece el deseo de prolongar más allá de lo temporal la duración de la unidad, pero la entrega a esa unidad significa pérdida de la identidad, la disgregación de la conciencia, la inmersión e nlos sen­ tidos. La resonancia y la conmoción de la energía primera y originaria, fondo y sustrato de todo acto creador, el es­ pacio en nosotros de la herida esencial, esa que habla del deseo de unidad es también la manifestación del conflicto de una “ naturaleza despedazada en individuos” (Schopenhauer) cuyo movimiento hacia la unidad se convierte en obra y la obra en expresión de deseo. Sólo en el instante en que abandonada la obra (el hacer) y más allá de ella misma, desde el cuerpo y en abandono de la razón se re­ gresa al soy. . . el espasmo, la embriaguez, cubren toda forma de deseo, suspenden el hacer y el movimiento hacia el deseo. Pero allí donde se presenta la exigencia del re­ torno a la unidad el pensar cuida y sostiene de la disolu­ ción; pues donde el hombre es sensualidad participa del espacio de la muerte en la medida en que todo conocimien­ to se anula en el no-saber. Lo único experimentado desde allí es que se es. Saber se opone entonces a ser. Para el saber, vivir a ras del ser significa una forma de muerte. “ El espíritu creador de cultura se afana incesantemen­ te por suprimir todo lo subjetivo de la experiencia y hallar fórmulas que proporcionen a la naturaleza y a sus fuerzas la expresión mejor y más idónea” . (1*

Lo idóneo como signo de una cultura, se opone a lo indominado, pero es a su vez muro y máscara, oposición a lo oscuro. Pertenece al universo verbal; pero el vivir

(1)

Jung, C. G. Símbolos en transformación. Paidos. 1962. B. Aires.

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desconoce la idoneidad, pone entre paréntesis y en peligro a toda idoneidad. Lo que habla desde la herida esencial, desde el cuerpo, desde la naturaleza y desde el soy que somos es la presen­ cia siempre incipiente y violenta de lo que está más allá de toda habla. Lo que resuena es la parte de nosotros que se resiste al dominio de una servidumbre. El ser que somos se expresa en el deseo de querer ser lo libre. ¿Significa esto un ser libre para la muerte? ¿Signi­ fica esto que lo que somos se exige para ser la suspensión? ¿Hay en el cuerpo como fundamento la tendencia hacia el cese? El éxtasis, la embriaguez, la desmesura, ¿no abren acaso al cuerpo el espacio que lo disuelve? ¿Es del domi­ nio de la obra, por su cercanía al cuerpo, aspirar a su negación? ¿Qué aterra a lo humano en la proximidad de la reso­ nancia esencial? ¿Contra qué se alza lo “ artístico” ? ¿Con­ tra qué la técnica y el conocimiento científico? La evidencia de una realidad anterior a toda habla, indominable, no pensable, la presencia de una realidad que elude los conceptos y nos instala en la continuidad de ser no se aviene con la civilización. Civilización es dominio, elaborar, y sobre todo, fe en el dominio absoluto. Lo que brota siempre en el habla poética es el fracaso del dominio y la evidencia de lo indominado. Lo que habla desde el cuerpo es la excedencia. Cuando se habla desde este exceso, las formas, los lí­ mites, los códigos, las servidumbres, se vuelven irrisorias o absurdas. El poeta, como receptor de “ lo excesivo de la existencia” (R ilke), recupera para los hombres la vida. Lo olvidado en el dominio de la vida es la vida misma. Lo obliterado en el temor de lo civilizado es la prisión esen­ cial: el dolor, la muerte, el deseo. La poesía afirma la vida por lo que tiene de cárcel y libertad, devolviendo al hom­ bre a lo que es. Ella le ofrece al hombre sólo el espejo donde contempla la gracia de su desgracia, el esplendor de su ruina: lo anhelante, el deseo de unidad, allí donde se es escisión, fisura.

La obra de arte es la expresión, la voz de la fisura, por ella canta el cuerpo inconcluso que somos, el inacabamiento del deseo. Por ella resuena la muerte, no la de un hombre en particular, sino el morir del ser, ese morir anó­ nimo, indiferente, eterno. Por ella se hace revelante lo pe­ recedero, la duda, la contradicción inscrita en el cuerpo que se expresa en pensar. En la resonancia de la palabra esencial, la primera, la única, se difunde a su vez la mudez del habla, lo que si­ lencia la posibilidad de dar la última palabra, lo que nos retira del ámbito de conocer más allá de nosotros mismos, lo que nos devuelve. . . Esta palabra y esta escucha sólo resuenan para quien se dispone a ponerse en juego. A quien opta por colocarse en la interrogación y nunca en la respuesta. La resonancia de la palabra esencial, el habla desde el cuerpo, están cerca de lo no proferido, del grito o del murmullo. Esa resonancia es hambre y sed. Nunca un estar colmado. Ella, la palabra esencial, se funda sobre un ayuno esencial: el deseo de desear. A fuerza de hambre hace hambre, hace no (Nietzsche); como el vivir, que requiere para seguir viviendo del ansia y de la imposibilidad que sostiene a toda ansia.

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3.

EL ESPACIO DE LA DESMESURA

Se trata de aguantar. Se trata de sostener y de soportar la existencia en el límite. Se trata quizás de mantenerse. Nada de desfallecimientos, nada de hundimientos ni escu­ cha de sirenas. Se trata sólo de la escucha de voces hu­ manas. Se trata de ahogar, retener tumulto y sangre, im­ pedir la abrupta salida de los excesos. La mesura es una moral, el ejercicio de un coraje, la práctica de un cinismo contra el espontáneo impulso de desbordamiento. Mesura quiere decir sostener en el cuerpo la proximi­ dad del grito. Volverse pertenencia del dolor, albergue o casa que cuida la llama mayor. Mesura es sacrificio. El me­ surado opaca todo movimiento, se incorpora a un centro vaciado y sin embargo, es cuerda en vibración. A la mesura pertenecen los pasos incumplidos, las de­ cisiones en suspenso. A su cuidado está la palabra jamás proferida, la obligación de matar el deseo. Mesura no es éxtasis sino el espacio anterior o posterior al éxtasis, un espacio siempre intermedio donde el sujeto se mantiene en sí amparado por la ley de una opinión o de un razona­ miento. El mesurado se hace justicia a sí mismo. . . “ He oído a las sirenas cantándose unas a otras. No creo que me canten a mí. Las he visto cabalgar en las olas mar adentro peinando el blanco pelo de las olas echado atrás cuando el viento sopla el agua hasta ponerla blanca y (negra. Nos hemos demorado en las cámaras del mar junto a ondinas enguirnaldadas de algas, en rojo y pardo, hasta que nos despierten voces humanas y nos ahogue(m os” . T.S. E L IO T . La canción de amor de ]. Alfred Prufrock. (1>

(1)

Eliot, T.S. Poesías reunidas 1909/1962. Alianza Edit. 1978. Madrid.

Pero siempre de nuevo la resonancia aparece; el puente se quiebra, esa línea de “ aguante” , de cautela y de mesura. Las sirenas no cantan, parece que cantaran. . . El parecer retiene todavía en la mesura. La cautela del espíritu ante lo bello y la adversidad oculta en lo bello, de ello se en­ carga la palabra que interpreta y asegura del imprevisto descolocarse. El espanto y el punto que nos devuelve desde las ha­ blas rotas a la certeza del código, a ello pertenece quien se aproxima y tienta lo desmesurado: “ He de mover los pies con gran cautela, para no re­ basar los límites del mundo y caer en la nada. He de golpear con la mano una dura puerta, para llamarme a mí misma a fin de que vuelva a entrar en el cuer­ po” . f1*

Palabras: costras duras, esqueletos-soporte para que el mundo no desfallezca en esplendor o disolución. Verbos para recortar o elegir la acción precisa. El punto aquél por el cual no cedemos a la fatiga del yo; el punto por el cual unimos todavía cada uno de los momentos del vivir, esto que nos permite dotar de conti­ nuidad, explicación o justificación y por lo que elegimos. . . El límite por el cual nos mantenemos siempre a distancia del acontecer, con la mirada atenta y sin embargo próxi­ mos a la debilidad, al cansancio. El punto que retiene, en­ tre un ir y venir, de deriva en deriva. En el origen de la obra, en la cercanía que la palabra poética establece con lo anterior a ella: el espacio de la inspiración, en el estado de relación abierta por el cual somos escucha, hay una invitación al exceso. En la cumbre de la experiencia poética, el espacio de la desmesura incita a la disolución. La imagen poética expresa la enfermedad de quien no puede morir enteramente. Su ritmo prepara al salto y re­ tiene del salto. El ritmo poético instaura el estado iniciatorio. Invita al sobrepasar. Pero lo sobrepasado, lo desme(1)

Woolf, Virginia. Las Olas. Edit. Lumen. 1972. Barcelona.

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surado de la experiencia es que el mundo de las cosas fa­ miliares, lo objético, las representaciones, se desvelan en la inseguridad sobre la cual están sostenidas y retenidas. Por la desmesura, la poesía nos habla de nuestro desampa­ ro. El decir habitual, el vivir entre lo temporal se empo­ brecen a la luz de ese espacio. Cuando Rilke dice, “ exis­ tencia excesiva me brota del corazón” , su decir abarca un riesgo, la medida allí arriesgada es la de su habla y el ca­ rácter de prisión de toda habla. Desde lo excesivo de la existencia como embriaguez vivida, el habla se retira, y transformada en silencio alcanza lo que plenándola la va­ cía. Allí donde somos tocados por lo excesivo y en la em­ briaguez de lo excesivo, no podemos querer del modo ha­ bitual, este modo de querer se empobrece en cuanto a que se encuentra limitado por el representar. Lo querido en el espacio de la desmesura no se vincula ya más al represen­ tar sino al sentir como despliegue del existir, más allá de toda circunscripción objética. Se hace entonces fuerza al decir poético para que sea lo más decidor. “ Lo difícil estriba en realizar la existencia” — dice Heidegger. ¿Es posible realizar la existencia desde la des­ mesura? En el espacio de la desmesura lo sabido es que somos sólo impulso y viento. En la desmesura lo que so­ mos se hace siendo como fuerza emergente que arrasa a todo lo que se oponga. Lo opuesto a la desmesura es la quietud, la conformidad, la resignación. Quien escucha es sacado del soportar. No hay allí descanso sino la irritabi­ lidad de lo lanzado fuera y en ansia. Hay en el desmesu­ rado un amor hacia lo pánico. Tentado por la fuga con­ cede al descalabro su íntima energía. La poesía que quiere hacer existencia se sitúa junto al sentir de lo emergente. El arte que no sea cálculo pacta allí con lo que lo disuelve de la posibilidad de mantenerse en el medio. El medio alude al punto límite por el cual el arte todavía es arte y se conserva en su soporte: el len­ guaje como forma, como lo objético. Pero el poema se escribe para ser borrado y sólo desde allí se cumple ente­ ramente. El poema debe alcanzar lo que lo aniquila. El es medio hacia un estado. Debe volverse sangre, suscitación, hervor, acontecimiento.

Lo desmesurado de la poesía como acontecer es que restituye al hombre la posibilidad de vivir el misterio y el éxtasis, por ella somos devueltos también a la memoria del cuerpo. El arte es entonces la vía del cuerpo que recupera la energía de un impulso opacado por los códigos de la conciencia, pero también el arte es a su vez código que contiene y retiene las fuerzas que nos impulsan hacia la desmesura y la muerte, pues la palabra es muro y conten­ ción, umbral en retención de los ritmos del cuerpo. Humano, perteneciente al hombre, casa y conservación del hombre es todo código de interpretación en cuanto sis­ tema de signos. Inhumano es el estado en ausencia de có­ digo, allí donde toda formulación se vuelve imposible o innecesaria. ¿Posee acaso una ley, un código, una estruc­ tura el estado anterior a la expresión poética, el espacio de la inspiración? La obra, el pensar, han intentado mo­ verse en dirección hacia este estado y reproducir sus mo­ vimientos, así como el pensar ha intentado establecer ra­ zones que expliquen y justifiquen los ritmos interiores, los orígenes de una necesidad expresiva. Si la primera palabra, la poesía originaria cantó desde el cuerpo, hoy se distancia del cuerpo, el lenguaje conver­ tido en sistema, pensado como estructura y la literatura concebida como arquitectura formal, ejercicio de un domi­ nio técnico impiden la relación con los ritmos origina­ rios . . . entonces, de lo originario sólo conocemos hoy re­ siduos, aquellos no oscurecidos aún por el pensar, los que acudiendo a nosotros socavan los sistemas. ¿Cómo restituir el instante en que nuestro cuerpo se hace canto y palabra? ¿Cómo devolver la vida al arte? De la obra de arte sólo sabemos que es un movimiento hacia la vida en oposición a la vida, en la medida en que inten­ ta codificar en signos el pulsar y el hervor. . . “ Es una tontería reprocharle a la multitud que carezca del sentido de lo sublime si confundimos lo sublime con algunas de sus manifestaciones muertas” . W

(1)

Artaud, Antonin. E l teatro y su doble. Edit. Sudamericana. 1976. Buenos Aires.

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Nunca como hoy se ha intentado oscurecer “ el sentido de lo sublime” del que habla Artaud; el interés de todo progreso es la superación de lo “ sublime” . Lo sublime para Artaud era la enfermedad del cuerpo, la enfermedad esencial por la que un hombre se descubría partícipe de lo brutal, del vacío, del desamparo. . .

" Todas las vías, todos los procedimientos de conocer son válidos: razonamiento, in­ tuición, repugnancia, entusiasmo, gemido. Una visión del mundo articulada en con­ ceptos no es más legítima que otra surgi­ da de las lágrimas: argumentos y suspiros son modalidades igualmente concluyentes e igualmente nulas. j . m . c i o r a n . Breviario de podredumbre.

4.

E L EX TA SIS

. .pero el que está fuera de sí nada aborrece tanto como volver a su propio ser” . THOMAS MANN. La Muerte en Venecía.

Lo que es el éxtasis no lo podemos saber. El conoci­ miento se golpea cuando quiere hacer pensable el éxtasis. El éxtasis tanto como el descubrimiento de un misterio se presenta y asalta de modo impensado al sujeto. Y si embargo, quien no está preparado, quien no está en disp> sición, jamás será tocado por la luz del éxtasis. El éxtasis es una gracia concedida al prisionero del yo y del cuerpo, júbilo para el enfermo, inocencia para el en extremo lúci­ do: aquél que ha agotado todos los sentidos de la vida y que al borde del vacío recibe como última dádiva la exaltación del vértigo, del abismo, de lo sin fondo. Lo otro que se abre en el éxtasis es urgente a nuestra naturaleza. Ella ama el abismarse en lo otro. El vivir es también el movimiento hacia ese estado de suspensión, de cese. El vivir se quiere en ese instante de ruptura y de pausa. El vivir está constituido por esos instantes de lucha por salir de nosotros mismos y alcanzar el desapego. El vivir requiere del morir. El éxtasis es una forma de muerte, el fragmento temporal de no-ser que el soy se exige para seguir siendo, para hacer soportable la con­ tinuidad del seguir siendo. Los hombres a quienes el éxtasis no solicita, violentan el vivir, asaltan, golpean, atacan forma y sistema, los impele la provocación, el en­ cuentro de un método, el artificio. En ausencia de Dios, de Eros, de experiencias poéticas o dramáticas, en ausencia de la embriaguez, en presencia del más absoluto vacío, el éxtasis también se presenta, pues la urgencia del éxtasis es anterior al yo, al conocimiento y al querer intelectual. Sin embargo, la disposición es necesaria.

Los juicios en torno al éxtasis nos interesan sólo en la medida en que permiten explorar las posibilidades expre­ sivas del éxtasis mismo. Reducir la poesía, el misticismo, la desmesura dramática o la experiencia del vacío a la enfermedad, significa rechazar las posibilidades expansivas del saber y del no-saber, y en consecuencia, oponer a la experiencia de un “ vivir peligrosamente” el discurso, la razón y la ley cuya coherencia y regularidad aniquilan las potencias creadoras en el hombre y las vías de realización del existir. Allí donde se hace patente el éxtasis, el discurso se ha roto a favor de la fusión de un sujeto y de un objeto cuyos soportes se han borrado. En la preparación hacia el éxtasis todavía persiste el texto, el discurso, la forma, a obra o el ritual como movimiento y acción, como pro­ yecto. En el éxtasis el yo es asaltado por la ausencia: no hay acción, no hay un moverse hacia, no hay nombre a quien convocar. Sin embargo, hay una historia de los nombres y espa­ cios del éxtasis: Dios, el Nirvana, Eros, la Muerte. Ante la imposibilidad de permanecer en la experiencia e inten­ tando atraerla y aprehenderla el hombre funda discursos, métodos, ejercicios. La experiencia sobrepasa el método, la ley y el dogma. Allí donde aparece el éxtasis se hace patente y se abre la fisura de lo desconocido, someter esa fisura al conoci­ miento significaría sujetarla al arbitrio de una “ servidum­ bre dogmática” (Bataille). En el misticismo la experiencia culmina en Dios, ésta es su servidumbre; en la exploración filosófica, el Ser se vuelve categoría de pensamiento, parte de un sistema discursivo, no de la vivencia; la filosofía que quiere aprehender el Ser está en la exigencia de abando­ narse a la experiencia o mantenerse en el discurso. También desde el discurso poético o desde la obra de arte se intenta concentrar en una forma la experiencia del éxtasis a fin de ser comunicada. Pero la experiencia misma no admite forma, su tendencia más legítima es la expansión y la ani­ quilación de todo discurso, más allá de ella se presenta 24 ÍH illO ffC A NAClOMAl

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y se nos abre el asombro, la contemplación, el vértigo o la angustia, es decir, el espanto de ser poseído por la expe­ riencia misma, el miedo a morir en ella o la exaltación de quien se abandona a su acontecer.

"E l éxtasis no repite sus símbolos; hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en los círculos de una rosa. . . . . . Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aun­ que ese hombre sea él. Ese hombre ha sido él y ahora no le importa” . jo r g e l u i s b o r g e s .

La escritura del Dios.

5.

E L EX TA SIS EN LA EXPERIEN C IA M ISTICA

“ si alguno se mueve a amar a Dios por la suavidad que siente, ya deja atrás esa suavidad y pone el amor en Dios a quien no siente. Porque si le pusiese en la suavidad y gusto que sien te,... eso ya sería ponerle en creatura o cosa de ella y hacer del motivo fin y término y, por consiguiente, la obra de la voluntad sería viciosa; que, pues Dios es incomprensible e inac­ cesible, la voluntad no ha de poner su operación de amor para ponerla en Dios, en lo que ella puede tocar y aprehender en el apetito, sino en lo que no puede comprender ni llegar con é l . . . ” . SAN JU AN D E LA CRUZ. Cartas Espirituales.

El movimiento del éxtasis en la experiencia mística supone superar el cuerpo, la temporalidad del existir, y salvando el alma a través de la purificación divina, instalar al sujeto en el goce inefable del supremo amor, “ con llama que consume y no da pena” . El goce en el éxtasis místico exige una reiterada disci­ plina, un ejercicio de entrega, una meditación, un dominio de lo sensible que suspendido alcanza a lo divino. San Juan advierte en las Cartas Espirituales que es posible suponer la experiencia de Dios a través de los sentidos, allí donde la voluntad sensible se inunda de lo ineflable en el arrobo, pero la vía sensible es equívoca puesto que “ Dios es incomprensible e inaccesible” . Allí donde la cultura cristiana reprimió las energías sensuales, ante el espanto de su exceso, éstas se proyectaron en una idea que bajo el nombre de Dios purificaba al cuerpo de su tendencia aniquiladora y negativa. El amor místico volvió positiva la tendencia disolutoria del cuerpo en éxtasis. El amor en Dios proporcionaba al sujeto una vía de salvación, redimía lo amoroso de lo humano: la caducidad, la violencia y la insaciabilidad del deseo. En el espacio amoroso espiritual, que era eterno, quemaba sin

combustión y proporcionaba la infinita saciabilidad, el ob­ jeto del éxtasis siempre era posible: una idea sin forma, sin cuerpo, despojada de toda objetividad material y en consecuencia no sujeta a las variaciones y determinaciones de lo temporal recibía la carga de la energía psíquica del extasiado amante o contemplador. Dios se hizo posible. Su idea fue objetivada, el hombre colocó la imagen de lo divino fuera de sí mismo, no quedó preso en ella. Dios era lo “ otro” a quien el místico contemplaba. Sin embar­ go, lo “ otro” habitaba en su sensualidad. Contra esto previno San Juan de la Cruz: el hombre debía superar su voluntad y sus sentidos, allí donde el amor de Dios proporcionaba “ suavidad” la “ obra de la voluntad sería viciosa” . Había que negar el espacio de la piel, la vida se volvía vida no vivida fuera del espacio divino. Morir en vida, superar lo que quema, aniquilar el deseo. No ser hombre, no ser esclavo del deseo, ni de la duda, situarse más allá de todo conocimiento, pues también el saber es superable en el proyecto de la experiencia mís­ tica cristiana: en el espacio divino la exigencia del conocer se trastoca por la contemplación y el asombro, es un espa­ cio de mudez, de ausencia de espera. ¿Es un espacio negativo el que proporciona el éxtasis en la contemplación mística? Llevado hasta sus extremos todo éxtasis propone un espacio negativo por ausencia y vacío. Sin embargo, lejos estaba San Juan de contemplar el espacio de Dios como la Nada; la “ servidumbre dogmá­ tica exigió un discurso positivo en relación a Dios: “ la teología positiva — fundada sobre la revelación de las Es­ crituras— no está de acuerdo con esta experiencia nega­ tiva” (Bataille). La teología codificó la presencia de Dios, aquello que no podía ser aprehendido bajo ningún sistema. La comunión se hizo ritual, ley, control. Por otra parte, la experiencia mística no permitió jamás la disolución total del sujeto, su discurso fue el de un yo herido, un yo que quería ser “ otro” pero conser­ vando el yo. Pues bajo la conservación del yo se adquiría la gracia de la salvación; el dolor del yo cristiano es com­ pensado por la esperanza y en consecuencia sus cargas 28 29

afectivas se aligeran, la existencia recobra el sentido y el yo no tiene ninguna urgencia de anularse en una experien­ cia interior llevada hasta el límite. En la experiencia del éxtasis permanecen angustia y de­ seo, angustia de no poderse fundir enteramente con lo “ otro” . La eperiencia mística no es conflictiva en cuanto a experiencia. San Juan no pone en duda si allí, en el espacio de la contemplación, ha logrado o no alcanzar lo divino, no pone en duda que aquello que aparece sea o no la “ noche esclarecida” . Su experiencia se funda sobre una economía: Dios siempre aparece. La experiencia como proyecto de salvación se vuelve eficaz y el mundo, el yo, recobran su identidad, su valor y su continuidad. En la experiencia mística el sujeto sale del cuerpo, encuentra el cuerpo en Dios, lo santifica y regresa al espacio humano. La experiencia no es entonces el infinito viaje de uno que no encuentra ciudad o puerto sino en el viajar mismo; la experiencia mística encuentra un nombre para la unidad: Dios. Con ello alcanza el fin. Dios se convierte en valor y la experiencia en un inter­ cambio entre lo que se presenta como sin sentido, sin valor (la vida) hacia la consecución de una valoración (la vida vivida desde el amor de Dios). El movimiento de la vida cristiana al objetivizar y valorar a Dios, objetiva la vida, señala un sentido, justi­ fica bajo la esperanza redentora lo que aparece sin posibi­ lidades de redención, vuelve deseable el proyecto, la ac­ ción se levanta siempre en torno al futuro, nunca sobre la vivencia del presente y con ello siembra los cimientos para lo civilizado: “ . . . l a vida está condenada en el cristianismo, y las huestes del progreso la santifican; los cristianos la han limitado al éxtasis y al pecado (era una actitud positi­ va), y el progreso niega al éxtasis y el pecado, con­ funde la vida con el proyecto, santifica el proyecto (el trabajo): en el mundo del progreso la vida no es más que un infantilismo lícito, una vez que se ha recono­ cido el proyecto como lo serio de la existencia” . W (1)

Bataille, Georges. La experiencia interior. Taurus. 1973. Ma­ drid.

La desaparición del éxtasis como experiencia en el cristianismo, instauró la posibilidad de un razonar la divi­ nidad, y razonar a Dios implicó para el hombre una actitud científica con respecto al pensar. Volver pensable a Dios significó dominio. “ El cristianismo — dice Jung— , gracias a una labor de educación, debilitó la instintividad animal de la antigüedad y asimismo la de los siguientes siglos de barbarie, de suerte que fue posible dejar en libertad gran cantidad de fuerzas instintivas para la construcción de una civilización” 2. La escasa validez que hoy presenta a nosotros la expe­ riencia mística se funda en que ella localiza el objeto del éxtasis y promete una salvación. A nosotros, la cultura de la ausencia de imágenes, la deshabitada por los dioses, la dispuesta a errar en el sinsentido, no nos sirve ya una experiencia positiva. Si es posible en nosotros una “ expe­ riencia interior” , ella sólo puede proporcionarnos la certeza del desamparo, la angustia de “ no poder ya serlo todo” ( Nietzsche), el suplicio de vivenciar la ausencia y no poder contenerla: el espantoso delirio de desear la imagen nega­ tiva y temer, desear la disolución del yo y retroceder, amar la prisión de la existencia, querer salir de ella y sin embar­ go, percibir la atadura con respecto a la vida. Así, nuestra experiencia se vuelve pendular y vaciada; el misterio, lo desconocido que por ella se revela carece de referencia, lo visto, lo vivido en la experiencia interior sobrepasa lo útil, no sirve, carece de valor, de moral. . . es. Y el sujeto desde allí es nadie.

(2)

Jung, C. G . Símbolos en transformación. Paidos. 1977. Buenos Aires.

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6.

EX TA SIS Y EXPERIEN C IA POETICA

Allí donde fracasó la experiencia mística, allí donde fue mermada la participación colectiva en la experiencia de lo divino, apareció de nuevo en el hombre la herida esencial: la soledad, el sin sentido, la angustia. ¿Sustituyó la poesía la relación con lo sagrado, expresada en la unión mística? Con Hölderlin, — dice Heidegger— se inicia el poetizar en ausencia de los dioses. Las obras poéticas son deshabitadas no sólo de la figura de Dios sino también de sus posibilidades curadoras, de lo trascendente, del amor y en su lugar se abre un espacio para la desesperanza, el desamparo, la negación, la nostalgia. Pero todavía en la poesía de Hölderlin habrá un lugar para la inocencia, su poesía es la pregunta sobre la posibilidad de vivir la poesía: “ Y si no podéis soportar la hermosura, hacedle una guerra abierta, eficaz. Antaño se clavaba en la cruz al inspirado, hoy lo asesinan con juiciosos e insinuantes consejos. ¡Cuántos habéis logrado someter al imperio de la necesidad! ¡Cuántas veces retuvisteis al arriesgado juerguista en la playa cuando iba a embarcarse lleno de esperanza para las iluminadas orillas del Oriente! Es inútil; esta época estéril no me retendrá. Mi siglo es para mí un azote. yo aspiro a los campos verdes de la vida y al cielo del entusiasmo. Enterrad, oh muertos, a vuestros muertos, celebrad la labor del hombre, e insultadme. Pero en mí madura, tal como mi corazón lo quiere, la bella, la vida Naturaleza” .

El éter, el infinito, la naturaleza pueden ser convocados, ante ellos y en fusión con ellos la naturaleza mortal alcanza (1)

Holderlin, Friedrich. “ El joven a sus juiciosos consejeros” . En: Poesía completa. Tomo I. Libros Río Nuevo. 1977. Madrid.

plenitud y libertad. Hölderlin abre a nuestros ojos la enfer­ medad de vivir: no sólo el tiempo y lo incierto desangran al hombre sino la trasgresión del que se ha apartado de sí mismo. Y ese ser-uno-mismo significa para Hölderlin vivenciar la comunión con lo vasto, aquella patria en expan­ sión que es la unidad con el cosmos. Pero el rostro del Dios convocado por Hölderlin, la experiencia mística que desprende su poesía, ¿acaso no deja abierto un espacio para la distancia y la imposibilidad? Continuamente anhelante se vuelve la voz poética en Hölderlin, y el poema es el llamar nunca cumplido. Escribir es entonces la tarea de uno que convoca una plenitud en retardo. Hay un esfuerzo, una desesperada lucha en Höl­ derlin por hacer ver que allí donde se instala lo inefable la vida se hace vivible: la poesía y el poeta son los media­ dores entre lo inefable y la vida; el poeta instala por su palabra lo magnifícente en la tierra, desoculta del olvido las fuerzas y corrientes de amor, allí donde el trabajo, el tiempo, la ruina y la desesperanza merman la inocencia. Hölderlin es el poeta que canta a la posibilidad de la poesía. Bajo su voz se encuentra el debe ser, el es posible. Lo posible es la unidad de ser. Ser quiere decir: centro y unión del cuerpo, el pensar y el cosmos en una íntima y amorosa fusión. Pero el abatimiento y la nostalgia es per­ manente en la poesía de Hölderlin, la anhelada unidad es sólo instante y no puede ser establecida entre los hombres. La experiencia, cerrada sobre sí misma, apenas podía ser comunicada, excedía a la palabra. ¿Permaneció el éxtasis limitado al poema? ¿Cómo de­ volver al mundo la exaltante experiencia de la naturaleza reconciliada?, pues allí donde la experiencia poética abre un espacio para la superación del aplastam iento,... la palabra, el discurso demasiado cercanos a lo familiar, al código, a la ley, cierran la posibilidad del arrobo. Siempre de nuevo debe ser recomenzada la escritura que señala el delirio y la embriaguez, contra lo demasiado familiar, la palabra, el tiempo. Ejercicio en ausencia de salida y de cuya opción resul­ ta: el cansancio, la locura o la perseverancia infructuosa. 32 33

7.

EL E X TA SIS DESDE E L D ESIERTO

“ Hambrienta, violenta, solitaria, sin dios: así es como se quiere a sí misma la voluntad leonina. Emancipada de la felicidad de los siervos, redimida de dioses y adoradores, impávida y pavorosa, grande y so­ litaria: así es la voluntad del veraz. En el desierto han habitado siempre los veraces, los espíritus libres, como señores del desierto; pero en las ciudades habitan los cien alimentados y famosos sa­ bios, —los animales de tiro” . FR IED R IC H NIETZSCH E. Así habló Zaratustra.

Un “ creador sin mañana” enfrentado a la experiencia de la angustia y a la nada, instala su escritura en la cuerda que pende sobre el vacío. Quien hoy convoca desde la obra debe resistir su propio eco. La llamada rebota en nosotros, el Alguien carece de rostro, el poeta se abisma en la trans­ parencia que nunca contesta: “ Deja, iba a decir deja todo esto. Qué importa quien habla, alguien ha dicho qué importa quien hable. .. .todo es falso, no hay nadie, está claro, no hay nada, basta de frases, seamos burlados, burlados por los tiem­ pos, por todos los tiempos, esperando que pase, que todo haya pasado, que las voces callen, no son más que voces, embustes. Aquí, marchar de aquí e irse a otra parte, o permanecer aquí, pero yendo y vinien­ d o ...”. SAMUEL BECKETTT. Textos para nada.

Se escribe desde el Desierto; no hay ruinas para vindi­ car, no un ocaso suficiente que justifique el canto. El grito de un Alien Gingsberg, voraz, aniquilador, se ha empalidecido a favor de un siseo. La obra es en Becket murmullo. Camus señalaba que donde la obra ya no salva permanece todavía la posibilidad de “ colorear la nada” ,

abismarse en una superficie, en el perfil de una colina. La nada es entonces la posibilidad de una vivencia, la del sopor, un arrobamiento disminuido, sin el ansia de la des­ mesura. La nada permite el regreso al cuerpo deshabitado de lo mental: “ me diré un cuerpo, un cuerpo que se mueve” (Beckett). El vacío que descubre Zaratustra, el vértigo de ascender a la ausencia se muestra ligado al cuerpo, y el éxtasis de Zaratustra, fecundo en sensualidad, es la alegría del que pierde el suelo y en suspensión vuela para caer y ser gol­ peado . . . Ser águila y serpiente son las dos ambiciones de Zaratustra, dos imágenes que le servirán de guía: reptar y volar, oscilar entre los extremos, no estar en ninguna parte, alcanzar el centro del péndulo y reiniciar la marcha, amar lo que decae, amar el d e se o ... ¡cuánta riqueza, cuánta exploración de la sensualidad nos ofrece esa eman­ cipación! El desierto es la sustitución de Dios por la tierra y el cuerpo. En el “ si-mismo” (el cuerpo), se inscribe la posibilidad del “ vivir peligrosamente” . Gozar en el supli­ cio de no poder serlo todo, hacer de la angustia un goce y un refinamiento; llevar hasta la exacerbación el dolor, explorar la impotencia, atentar contra ella y favorecer lo que cae, golpear los residuos de esperanza y a su vez fomentar la inocencia de la espera. Sólo como poeta Nietzsche pudo pronunciarse en con­ tra de los poetas: “ Los poetas mienten demasiado” . El arrobo, el éxtasis, la voluptuosidad de querer ser otro, el sueño de fundar en la tierra lo divino son expresión de la enfermedad de quien se siente herido por la nada, por la muerte: “ Malas las llamo esas doctrinas de y de lo Saturado perecedero no es mienten mucho” .

yo y enemigas del hombre: todas lo Uno y lo Pleno y de lo Inmóvil y de lo Imperecedero. Todo lo im­ más que un símbolo. Y los poetas

Entonces, el canto de Zaratustra es un canto de fide­ lidad a la tierra y fidelidad significa aquí soportar su diá­ logo, incitar al dolor, desear la cercanía de la herida. Es 34 35

desde la ausencia de libertad donde se aprende el desasi­ miento, y después de soportar el yo debo del camello y liberarse en el yo quiero del león, instalarse en el espacio del es donde se encuentra la inocencia creadora del niño 1. A los ojos de Nietzsche la experiencia poética no podía ser otra cosa que la expresión de una nostalgia y la con­ vocatoria de espacios ilícitos al hombre: la plenitud. Sólo desde el dolor puede el hombre superarse a sí mismo y participar de una aristocracia de hombres dolien­ tes, de hombres que practicaran la risa contra sí mismos, hombres que se lanzaran al pavoroso espacio de nada y que oscilaran en la angustia y el suplicio de ser y no-ser. El Cristo que es Zaratustra es el jamás escuchado por el Padre, el nunca redimido. Hay sin embargo, un instante de luz para Zaratustra, un instante de claridad e ilumi­ nación, allí donde se sabe perdido y debe reírse de su incli­ nación a tener piedad por sí mismo. No hay por tanto un objeto de éxtasis para Zaratustra. El cuerpo, liberado del objeto de deseo genera y consume su propia energía hacia lo libre, hacia nada. . . A Zara­ tustra, el diurno y solar, corresponde la pena de la exclu­ sión de la Noche. El sabe que no puede soñarla en un objeto amoroso y allí donde ella se presenta como deseo sólo la localiza en sí mismo, no puede darle otro cuerpo que su “ sí mismo” , pues su diurnidad significa saberse Noche y Día. Su luz y su más alta diurnidad son desérticas. Nada lo quema tanto como su propia aridez. El desvarío, la embriaguez de lo humano, el precario éxtasis que la Noche concede a los hombres no lo alcanzan. El es incen­ dio. Su ardor solar, ardor de desierto y de nada, su pasión que se genera y auto-consume sobrepasa, prodigándose, a todo objeto de ansia. El es objeto y sujeto de su Noche; porque es luz su clamar sale de sí y regresa así devolvién­ dole su propia imagen. Y ese irónico momento de melancolía cuando Zaratus­ tra pide ser nocturnidad, no es sino el instante del filósofo

(1)

Nietzsche, Friedrich. “ De las tres transformaciones” . Así habló Zaratustra. Alianza Edit. 1973. Madrid.

de “ pies ligeros” y cuerpo en danza, allí donde abando­ nando tierra y Mundo se alza en desprendimiento para ser desde el vértigo contradicción del ser: “ Luz soy yo: ¡Ay, si fuera noche! Pero esta es mi soledad, el estar circundado de luz. ¡Ay!, si yo fuese oscuro y nocturno! ¡Cómo iba a sorber los pechos de la luz!” .

Aquí el filósofo, desprendido del objeto del deseo y de sí mismo como sujeto en cuanto a que ya no puede anhelar más, se vuelve deseo, Noche, cuerpo. Soy luz, pero quiero ser Noche para anhelar la luz — dice Zaratustra. Quiero permanecer ante un objeto de deseo, pero ahora soy el desear mismo. Nada hay fuera de Zaratustra para desear, la energía que incita a la búsqueda de un espacio trascendente se revierte sobre sí mismo; él es la energía, el movimiento hacia el objeto, la lucha, la zanjadura y el objeto mismo. Por ello la relación de Nietzsche con la nocturnidad es distinta a la de Hölderlin. En Zaratustra el “ afuera” es el círculo que traza el cuerpo, el sí-mismo, para autotrascenderse. No anhelar centro, ser el centro mismo, amar desde lo solo los propios vértigos, ilocalizables en el rostro de otro. Amarse, y amándose desde la energía que es es, ser solar. No hay para Zaratustra una noche divina que lo desvaríe más que su propia noche. Y la Noche superándose en luz resulta allí cuando desprendido del yo se contempla como cuerpo en deseo. Entonces él es el amor mismo: “ En mí hay algo insaciado, insaciable, que quiere ha­ blar. En mí hay un ansia de amor que habla asimis­ mo el lenguaje del amor” .

Pero la melancolía parece ineludible. Y Zaratustra, el ansioso de amor, se sabe excluido de la Noche o más bien del cumplimiento del deseo pues es la Noche misma y no puede clamar por el “ afuera” . De tanto participar en la nocturnidad, de saberla vientre y carne, y piel y pelo; de tanto saberla dentro de sus propios contornos no puede 36 37

mirar fuera de sí mismo. Zaratustra es la Noche: el dador y el receptor del amor. El excesivo. El es la Noche-Espejo como el Angel en las Elegías de Rilke que en el desbordar de su propio rostro refleja el regreso de su disminución hacia sí mismo. Su riesgo es el riesgo de ser. Nada puede salir de él, en el espacio del riesgo en que está él es salto, hundimiento, caída, retención y objetivo. La Noche no es ya un afuera sino el afuera del “ sí-mismo” que al hallarse se cierra y se colma, se devora y se regenera como esa fuer­ za autosuficiente en el procrear y en el morir que Schopen­ hauer llamó “ la voluntad de vivir” . Los hombres, que siempre conceden credibilidad a sus imágenes, suponen que alguien puede ser la Noche de su noche y así, objetivan la energía de su sí-mismo en un rostro; pero para quien lo sabe todo, el objeto amoroso es sólo un discurso, por él adquieren solidez las innumerables explicaciones en torno a un fondo que es siempre elusivo. Quien sabe la Noche, la sabe desde sí, y desde allí no hay un rostro que la contenga ni cuerpo definido capaz de retenerla. Hay sí, cuerpos, unidades que se reencuentran en el modo de ser del ser. Es necesario pues, leer el código de la Noche que somos, develar los modos de nuestra par­ ticipación en lo nocturno, descubrir nuestros gestos discur­ sivos cuando asciende desde nosotros lo nocturno. Quien entiende la Noche como la herida esencial no se adhiere a otro. El otro es apenas un modo de presen­ tación de la Noche: así se manifiesta ella, asume un cuer­ po, un traje, un nombre, unos gestos demasiado humanos y precisos, ella permite nuestro discurso. .. La Noche ca­ rece de forma, pero es cuerpo. En el fondo de lo nocturno: lo abismal, el reverberar, acciones sin objeto, pero nunca descarnadas, sino tem­ blor. . . vértigos. Frente a la diurnidad lo nocturno se vuelve reprocha­ ble pues se revela como vasta prisión, prisión de lo ins­ tintivo, cuerpo, desvarío, éxtasis, y no columna, torre, cálculo, decisión, proyecto. La Noche niega el proyecto, el día lo recupera. Pan es proyecto, vino el éxtasis. Hölderlin comprendió el reino intermedio del hombre, allí donde el hombre es

exigencia inconciliada de pan y vino. Nietzsche señaló ese carácter de tránsito y ocaso que marca lo humano y en los extremos clamó por la superación de ese hombre tránsi­ to; pero más tarde, con melancolía y horror comprendió a través de la ley del eterno retorno que la superación está vinculada al instante.

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8.

HERIDAS. PALPITACIONES. FISURAS. E L HABLA D EL CUERPO

Quien narra historias alberga una esperanza. En la cer­ canía del cuerpo doliente lo expresable son las excrecen­ cias, la contorsión, las respiraciones coartadas. . . Desde aquí, el libro, la obra, no se cierran en un círcu­ lo ofrecido al descanso del contemplador. Desde aquí la promesa de la obra no es un sentido sino la descripción de una quema. El cuerpo es lo discontinuo; acercar la obra al cuerpo, a la vida, significa acercarse a una geografía de temblo­ res, hendiduras, paisajes inconclusos, tránsitos. La obra que es cuerpo y respiración es descriptiva, situacional, acontecimiento. La extensión de una náusea, la asfixia, la debilidad o la fuerza, la ansiedad del cuerpo en negación de sí mismo son sus visiones. No hay aquí posi­ bilidad para el argumento. El cuerpo carece de argumento, no se propone para la discusión. Su tiempo es vertiginoso, fugaz o intermitente. Sus códigos oscilan entre la suerte, el azar, el vacío, los esplendores, la fuga, y el hastío. Desde el cuerpo no hay uno que habla: se habla. Quien desde la obra pronuncia el yo alberga la espe­ ranza de “ comunicarse” con lo exterior, un objeto se le presenta como posibilidad de diálogo. Desde el se la obra es eco. No habla a nadie, tampoco alguien habla, lo que habla es un ser en situación, un se que impúdico se muestra como respiración. Se podría ar­ gumentar que allí hay la decisión de m ostrara y que ya es una decisión del yo para entrar en comunicación con otro. Bien. Es posible. Pero en el fondo de esa decisión de mos­ tra ra no hay exigencia. La obra en la cercanía del cuerpo no exige, exhibe su palpitar o sus disoluciones sin objeti­ vo, en la desnudez propia de lo sin fe. Desde el sin sentido no hay posibilidad para la adhe­ sión. La tentación, el absurdo, los espasmos, la vida a des­ tajo, son las voces de quien se habla desde el cuerpo.

No se trata de literatura erótica. No se habla aquí de relatar las posibilidades de un sujeto que intenta reitera­ tivamente alcanzar el éxtasis. La obra que habla desde el cuerpo está más allá del malabarismo circense, del catálo­ go de ejecuciones de un verdugo erótico sobre una vícti­ ma. El relato erótico no es todavía el habla desde el cuer­ po, le antecede. Por ello la forma expresiva que más le conviene a éste es la novela o el cuento, no así la obra desde el cuerpo. Cerca de la palpitación el lenguaje es fractura. Su de­ cir es a retazos, se golpea cuando en la cumbre ya no pue­ de articularse en un código sino en grito, erupción vocal. A este lenguaje le convienen los ritmos bárbaros. Se ubica en los espasmos, en la histeria provocada para salir de sí mismo. Lenguaje de trances, suplicios. Lenguaje de los arrabales del ser, de sus suburbios, de lo desconocido e indominado, lenguaje trasgredido, roto. Y aquí no puede esperarse algo. No se trata de definir un más allá-de-sí-mismo, no hay un espacio trascendente ex­ terior a mí. Desde el cuerpo, el espacio místico, Dios, se anulan; el cuerpo es dios. Dios doliente y despedazado, Dios que no puede hacer, el que no tiene poder de cura. . . Dioniso. Dioniso, el que crucificamos en el código, en los dis­ cursos que el “ espíritu de una época” impone. Nietzsche fue lúcido al llamarse a sí mismo “ Dioniso, el crucificado” . El, el filósofo que intuyó el habla del cuer­ po y que no pudo hablarlo, se admitió a sí mismo como el sacrificado por el habla de las seguridades. Las hablas académicas y sociales, las hablas protegidas del riesgo, los lenguajes morales, dándole la espalda a su habla le enseña­ ron que el habla del cuerpo es una habla solitaria, una experiencia única, transferible sólo por la vía poética y en consecuencia distanciada de la economía de todo lenguaje.

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9.

CUERPO, DANZA, HABLA

Quien danza no danza por alguien. El baile no es to­ davía la danza. En el baile estamos ante alguien y nuestro movimiento se dirige hacia un objeto. El baile es cacería, en él hay también una economía de movimientos, una dis­ tancia, una trampa. Quien danza agota en una movilidad febril el cuerpo bajo la urgencia o la necesidad del frene­ sí. El baile se enseña, posee un rigor, ley y fines. El cuerpo en danza carece de límites, aflojar la libertad de ser, liberar todo ejercicio de iniciación, toda fatiga tem­ poral. Ser en la duración poética, no en el poema, ser arte, no obra de arte, ser centro no búsqueda del centro, ser origen y no expresión de un origen es éste el límite sobrepasado en la danza por el cuerpo en embriaguez. Así también las hablas desde el cuerpo se colocan en la marea de lo sin código, de lo sin sentido. Danzar, hablar desde cuerpo significan hoy que no hay un “ afuera” para nosotros. Solitario, el poeta, el filóso­ fo, el danzarín, ebrios de su propia energía dibujan para sí mismos el entorno de su febrilidad. Cada quien es así el iniciado de su propia escucha. Nadie en ese espacio puede ser enteramente oído. Las gesticulaciones compartidas en la danza o en las hablas rotas, la “ comunicación” entre los danzarines se dan a zar­ pazos, brechas comunicativas que se abren y se cierran, dis­ continuas, contagios intermitentes pero jamás la continui­ dad de lo discursivo. Cada cuerpo, cada realidad posee allí su gramática secreta: “ . . . de qué sirve la penosa elaboración de estas frases consecutivas, cuando lo que se precisa no es consecu­ tivo sino un ladrido o un gruñido?” . V IR G IN IA W OOLF. Las Olas.

Acercar la palabra a la vida es jugarse la muerte de una voz propia. Lo puesto en juego son las salvaguardas de la identidad, los rituales de la distancia, las vaguedades en torno a un absoluto, los secretos de una iniciación; pues al borde de la vida no hay iniciación posible, dis­ puestos a su juego, a sus intermitencias, a su azar se opta por vivirla o proyectarla. Fuera de nosotros sólo estamos nosotros, excavando solitarios nuestro propio hervor. O vivimos en la energía solar que somos, quemándonos, en permanente combus­ tión; o proyectamos un vivir cuya libertad no es sino lu­ cha por alcanzarla, alienación a una lucha, a lenguajes, “ espíritus de época” , códigos morales, en la esperanza inú­ til de un yo que cree salvarse. La urgencia del habla como cuerpo, el grito último dice de nuestra última y originaria alienación: ser solar y no poder salir de sí mismo sino a través de la propia quema, de la disminución; ser hombre y no poder salir de sí mis­ mo sino a través de la nada; ser cuerpo y negación de cuer­ po en los reiterados saltos del eros, de la poesía, de la danza, de la palabra en fractura.. . “ Y es que una vez desnudo, cada uno de nosotros se abre a más que a él, se abisma en primer lugar en la ausencia de límites animales. Nos abismamos, separan­ do las piernas, abriéndonos, lo más posible, a lo que no somos nosotros, a la existencia impersonal, pantano­ sa, de la carne” . La única vía rigurosa, honrada. No tener ninguna exigencia finita. No admitir límite en ningún sentido. Ni siquiera en dirección a lo infinito. Exigir de un ser: lo que es o lo que será. No saber nada, excepto la fas­ cinación. No detenerse nunca en los límites aparen­ tes” . (D

(1)

Bataille, Georges. Sobre Nietzsche. Taurus. 1972. Madrid.

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II / LA SABIDURIA SIN ESPERANZA

I I

1.

LA BUSQUEDA, E L SABER DE LA OBRA

Quien indaga en el espacio del conocimiento científico sólo admite la búsqueda en aquellos territorios donde pre­ domina la abundancia de una afirmación o de una negación. El saber científico, desde una polaridad determinada y de facto, asume el riesgo de ser rechazado o admitido por el objeto de conocimiento. Su riesgo se ubica en la cerca­ nía de una invitación o de una exclusión, y entonces quien escoge la vía del saber científico limita hacia esa respuesta los objetos de su conocer. Ellos deben ser objetos para la instalación de un hacerse patente o para la desaparición y el olvido. Aquellos que no se adecúan a una respuesta per­ tenecen al reino de lo disolvente, pues allí donde la ciencia y el elaborar técnico pretenden conocer, no puede haber lugar para la inseguridad o el desamparo; si éste se pre­ senta no es más que estímulo para promover la violencia de un orgullo que intentará una y otra vez forzar al objeto hasta arrancarle su intimidad. Pero en la violencia que el elaborar de la técnica ejerce sobre las energías naturales, bajo el pretexto de hacer soportable la existencia, y en los logrados efectos de su elaborar objetivador hay un desvío y un olvido: el olvido de los límites del poder, y funda­ mentalmente la participación del sujeto elaborador en lo esencialmente humano: la pérdida, la muerte, la huella del recuerdo, lo indominable, es decir, aquellos materiales, ex­ periencias e impulsos que nos hacen ser lo que somos aún antes del tiempo de las decisiones conscientes: “ Destino es mucho más que la infancia” . R. M. RILK E.

Lo que Rilke llama “ destino” es nuestra vinculación a la disipación; lo que Rilke enseña en torno a ese disiparse es que todo aquello realizable o decible, lleva en sí el tiem-

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po de vivir y el tiempo de morir como los dos lados esen­ ciales, y éstos aparecen ligados a nuestro destino. En opo­ sición a las cosas meramente elaboradas y sin existencia, en oposición al saber calculador y objetizante, Heidegger ana­ lizando la poesía de Rilke encuentra que: “ El interior y lo invisible del ámbito del corazón, nc sólo es más interno que lo interior del representar cal culador, y en consecuencia más invisible, sino que al propio tiempo alcanza más allá que el dominio de los objetos sólo elaborables. En lo más interno invisible del corazón, es donde empieza a inclinarse el hombre a lo que es de amar: los antepasados, los muertos, la in­ fancia, los v e n id e ro s...” . * 1)

Quien más allá del conocer científico cede al misterio, se instala entonces en el conocer poético, si acaso así po­ demos llamar a este saber. Quien pone en duda sus medios e instrumentos, quien desde el saber contempla horroriza­ do sus signos, sus limitaciones y más allá de ellos un objeto demasiado distante e incapaz de ser abarcado por el signo; aquél que intuye bajo los efectos de una suerte de locura pánica que aquello contemplado se le retira, ése entonces sólo puede usar su saber como un extraño goce, un raro suplicio. . . En ese conocer se instala la fisura de un drama y la conciencia de un riesgo jamás colmado. Pues aquello que se abre en el conocimiento poético es la exigencia del nosaber. Y quien percibe esta exigencia, descubre a su vez la futilidad de la acción, la malevolencú del arte, y la desmesurada presión hacia lo disolvente de la experiencia misma. El espacio del conocer científico está planteado siem­ pre como la expansión en el dominio del objeto. Quien busca desde el saber poetizante se sitúa en el desierto, conoce la amenaza de quien toca el fondo, se mantiene en el impulso del deseo y allí donde más es atraído, el objeto de su conocer lo va minando.

(1)

Heidegger, Martín. “ Para qué poetas” . En Sendas Perdidas. Edit. Losada. 1960. Buenos Aires.

Pero, ¿qué es lo buscado en el conocer? ¿Qué lo sa­ bido? ¿Cuál es el hallazgo? Donde la ciencia interroga, plantea la pregunta de tal modo que siempre hay posibili­ dad de una respuesta, pero allí donde la poesía interroga algo se disimula. Cuando Heidegger interroga a la pregun:a de la Verdad, descubre allí donde ella aparece, no un íacerse patente sino un doblez, un aparecer al sesgo, un ‘claro” de nada, no enteramente anonadante, que instala­ do en la apertura de la afirmación de la Verdad la sustrae a toda afirmación, la encubre en una situación de simula­ ción, como si allí la Verdad sólo se hiciera posible en la virtualidad, en aquello que se resguarda y no se da en­ teramente. También Blanchot, partiendo de Heidegger, interroga al preguntar; y revela más allá del incesante movimiento dialéctico del preguntar, un otro preguntar, un interrogar por ausencia y a esto lo llama “ la pregunta más profunda” : “ . . .Ocurre como si el ser al interrogarse — el “ es” de la interrogación abandonase su parte ruidosa de afir­ mación, su parte cortante de negación e, incluso, allí donde surge en primer lugar, se liberase de sí mismo, abriéndose y abriendo la frase de tal modo que en esta abertura dicha frase ya no pareciera tener su centro en sí mismo, sino fuera de sí — en lo neutro” . W

Entonces, ¿con qué habla se forcejea? ¿Existe una pa­ labra esencial? ¿E s suficiente admitir que la “ palabra esen­ cial” es sólo deseo y que una nueva valentía debe instalar­ se en nosotros cuando nos despojamos de toda pretensión, de toda aspiración a lo esencial, pues entonces se nos abre la vasta imagen de lo vacío, de lo solo, de lo que no puede ya aspirar más, el murmullo de una rara nada que no niega ni afirma su murmullo?

(1)

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Blanchot, Maurice. “ La pregunta más profunda” . El diálogo inconcluso. Monte Avila Editores. 1970. Caracas.

2.

LA AFIRM ACION D EL SER

“ El arte como imagen, como palabra y como ritmo in­ dica la proximidad amenazante de un afuera vago y vacío, existencia neutra, nula, sin límite, sórdida ausen­ cia, asfixiante condensación donde, sin cesar, el ser se perpetúa en forma de nada” . M AURICE BLANCHOT. El espacio literario.

Se dice: por la obra se abre la vasta posibilidad de un encuentro con la “ afirmación del ser” (Heidegger). Sin embargo, ¿acaso no hemos “ violentado” históricamente esa posibilidad? No. Lo violentado históricamente ha sido la relación sagrada de lo humano con el ser. Quien hoy se atreve a hablar del ser, lo hace desde un habla en ruinas y para hacer notable su separación. Y si del ser se habla es por ausencia. En el decir poetizante actual hay salvaguardas, regio­ nes prohibidas, cancelación de nombres; nuestro decir poe­ tizante no quiere instalarse en la inocencia y en la disposi­ ción para el encuentro con una afirmación que se hunde en lo sin límite y que justo por ello se ensombrece. La prudencia ha oscurecido esa disponibilidad y allí donde se ha visto lo abismal se dice no haber vist> nada; la voz poética se desconoce como capaz de tocar el misterio, pues lo percibido allí no pertenece al mundo ni al saber objetizante. Sin embargo, aquello que nosotros llamamos ser y misterio no puede ser extraño a la vida; si al hacerse pa­ tente abre una zona de extrañeza, de apartamiento, de nu­ lidad es porque también lo existente participa del claro de nada que como fisura tiende a borrarlo. Pero acostumbra­ dos al saber objetizante, a la naturaleza manifiesta, y al “ mundo interpretado” desviamos la mirada en el instante del murmullo del ser: allí donde no afirma ni niega, allí donde es “ afuera vago y vacío” . Plenitud de vacío.

Aquello que funda a la obra es la escucha: Cuan­ do el ritmo se convierte en el único y solo modo de ex­ presión del pensamiento, sólo entonces hay poesía. Para que el espíritu se vuelva poesía, debe llevar en sí el mis­ terio de un ritmo innato. Sólo en ese ritmo puede vivir y hacerse visible. Y toda obra de arte no es sino un solo y mismo ritmo. Todo es ritmo” . ( H oolderlin). Quien levanta la obra a partir de la escucha, no es li­ bre. Sólo se escucha aquello que nos está permitido; sólo se dice de “ aquello” lo que se puede decir, lo que nuestros signos alcanzan a interpretar. Lo que nosotros elegimos como válido e interpretable, nuestras decisiones históricas, aquellas por las que nuestra escritura adopta una forma, afectan a lo escuchado en la medida en que lo ensombrece o lo acerca. El artista da a lo extraño su lenguaje, la ma­ nera de asombrarse que ha conocido y que le pertenece por su relación con otros hombres, con su sangre, su tierra, su cultura. Hay por tanto decisiones con respecto a la escu­ cha. Hay error, errancia y desesperar. Lo que no hay con respecto a la escucha es certeza. Es necesario pues una disposición para la escucha y una disposición para volverse eco. Quien ha escuchado divulga lo secreto. Lo secreto no es aquí lo extraordinario, sino aquella parte de lo existente que olvidamos por distracción y que en el estar atentos se revela, no lo nuevo o lo origi­ nal sino lo originario, aquél ritmo que informa al vivir. Lo anterior a la voz poética funda el canto. Cada quien al­ canza la escucha hasta donde puede. ¿Acaso no hay en quien “ canta” la disconformidad de saberse siempre a distancia, como si en la presentación de la escucha la unidad de lo originario estuviese en oposición a su entero develamiento? Aquél que se dispone a la escucha descubre su prisión. Ni cuerpo ni pensar son suficientes para contener la vas­ tedad del ritmo: “ Nos arrojamos sobre las olas de los mares, tratando de saciarnos en espacios más abiertos” . H Ö LD ER LIN . “ Al Eter” .

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Lo escuchado pertenece al misterio. Quien ejerce el do­ minio de la palabra poética, temerario, debe regresar, pues aquello a lo que aspira lo supera. Quien escucha poética­ mente carece de la irreverencia apresurada del saber que distingue con demasiada claridad. Su temeridad, su osadía, se colocan entre lo insaciable. ¿H ay algo más insaciable que la experiencia de ser, el develamiento de lo que es, allí donde en su íntimo movimiento todo también se in­ moviliza, uniéndose la claridad a la nocturnidad. . .? “ lo invisible es entonces lo que no se puede dejar de ver” . (Blanchot).

¡Cuán ambiguo se torna aquí el conocer! E l saber poé­ tico es un saber negativo, pero de una negatividad hablan­ te y afirmadora. Y quien escucha es temerario porque quie­ re hacer hablante lo que tiende en esencia a ocultarse. Tal es el movimiento del ser que puso al descubierto H ei­ degger. Por tal movimiento desespera el cercano a la es­ cucha. Quien se percibe tocado por lo esencial se iniciará en la lamentación de un discurso que se devora a sí mismo. Lamentación y nostalgia, herida de quien ha visto sin po­ der hundirse en lo mirado: “ ¿Soy un dios? ¡Todo se hace para mí tan claro” . GO ETH E. Fausto.

Queda la sumisión, el empequeñecimiento, la modestia, la mesura del herido, o la enfermedad, la disconformidad de quien ha visto claro y debe permanecer en los límites. Ante la incitación de lo esencial, la obra resguarda en cierto modo a quien se halla herido. La obra se abre hacia la navegación, el movimiento infinito hacia la ciudad im­ posible, pues lo afirmado por la obra aparece sólo al sesgo. Quien así acepta la decisión de enfrentarse a la obra, dis­ pone su escritura hacia una sumisión, permite la disminu­ ción de su habla, admite que su decir es la sombra opaca de aquello que busca, pues el ser, lo esencial, sólo se afir­

ma allí donde ya no hay habla, donde desaparece toda de­ cisión de obrar, donde el yo que convoca pierde su indivi­ dualidad. ¿Cuánto de este acontecer puede ser m ostrado? “ La poesía decreta e instituye el reinado de lo que no es y no se puede M AURICE BLANCHOT. El libro que vendrá.

Si algo aparece y se muestra desde la obra poética no es sino para hablarnos de descolocación. Lo plano, lo ex­ cesivo, sobrepasan nuestro entorno, que demasiado fami­ liar, no puede contenerlos. En su proximidad, el yo poético debe abandonarse al suplicio de no poder instalar a nivel del mundo, lo pleno; o debe entregarse a la angustia de sentirse invadido por lo excesivo y no poder adecuar cuer­ po y espíritu a lo que lo sobrepasa. Es ésta la enfermedad de Fausto. Heidegger revela en El origen de la obra de arte, la tendencia anuladora y disolvente de la experiencia del ser; sin embargo la mundanización del mundo está segu­ ra en la medida en que el hombre por los límites de su saber se halla desviado de la posibilidad de comprender el destino sobre el cual se apoya. Para Heidegger la esencia auto-ocultante del ser es una salvaguarda, un modo de protección al arriesgarse del hombre. Hay en el ser que pa­ tentiza Heidegger una no entera desnudez, una indisponibilidad a mostrarse, un espacio que retiene a quien lo aprehende. Por este espacio en la experiencia de lo esen­ cial no nos hundimos del todo, por este espacio que es atracción hacia el anonadar somos a la vez rechazados: “ Las cosas y los hombres son, las ofrendas y los sa­ crificios son, los animales y las plantas son. El ente está en el ser. A través del ser va un destino encubierno que ha sido dispuesto entre lo divino y lo de­ moníaco. Hay mucho en los entes que el hombre, no es capaz de dominar. Sólo se conoce poco. Lo cono­ cido es aproximado, lo dominado es inseguro” n >

(i)

Heidegger, Martín. “ El origen de la obra de arte” . Arte y poesía. F.C.E. 1973. México.

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3.

E L CANSANCIO POR LA H ERIDA

Quien escribe hoy está despojado de la posibilidad de morir. La obra se inicia desde una ausencia, parte de una certeza: no al delirio, no al encuentro. Sí a la ruina, a lo opaco, al desalojo. Se parte de la conciencia de una aridez, el trabajo allí es lo despojado de fin, lo retardado, el mien­ tras tan to . . . El peligro de incendiarse, peligro solar, aquél que laceró a Hölderlin, el hervor desde el éxtasis, ha sido expulsado de nuestro ámbito. No hay disposición para ese hervor, hay sí, pobreza, orfandad, cansancio, una castra­ ción y una poda: el movimiento en la obra se impulsa des­ de un freno, desde la contención. Quien escribe no da todo, más bien se hurta, no por­ que más allá de la obra tema el espacio que le revela lo otro, sino porque no hay posibilidad para el encuentro con lo otro. Y si se supone y se escucha, si la sangre y el cuerpo lo presentan, aparece en quien escribe la ironía: “ Debes ir por un camino donde no existe éxtasis” . T.S. ELIO T .

¿M iedo, conservación de la lucidez, contención ante el riesgo del éxtasis, puesto que derriba? Se trata aquí de eliminar la desmesura, se trata quizás en esas líneas de Eliot, de anticiparse a la caída, no involucrándose en la pertenencia al error: aspirar a un encuentro, violentar los límites, vivir en la proximidad del abismo. Se trata quizás de un cansancio, el cansancio del doliente. Se hace literatura porque no se puede hacerla. Si quien escribe se sitúa a nivel del que está vaciado de toda posibilidad, si el texto ya no puede convocar, entonces se inicia la retórica de una imagen-agujero. Una nueva inten­ sidad devora en este espacio a quien crea: lo gélido que quema. E l frío de una altura, de una cumbre que se sabe

de tierra. El frío de un Zaratustra que allí donde se sa­ bía más alto, más lleno y cercano al centro abre ante sí el foso del doloroso descenso, hacia la degradación de lo alto, hacia la imposibilidad de permanencia. Queda entonces la ironía de quien no puede salir de sí mismo: “ Pero “ aquel mundo” está bien oculto a los ojos del hombre, aquel inhumano mundo deshumanizado, que es una nada celeste; y el vientre del ser no habla en modo alguno al hombre, al no ser en forma de hombre.”

Si el ser habló alguna vez al hombre, ahora toda escucha regresa al murmullo del cuerpo: Fue el cuerpo el

que desesperó de la tierra, — oyó que el vientre del ser le hablaba. Pero si es el cuerpo quien habla, ¿por qué entonces la o b ra ?. . . ¿L a obra acaso no se presenta como lo que intenta superar el cuerpo, la obra acaso no descoloca a la vida como lo insuficiente? ¿L a obra no pretende acaso dibujar el afuera? La exigencia de Nietzsche fue compleja y difícil: re­ greso al cuerpo, a la tierra, despojamiento del amor del cuerpo, liberación del cuerpo de aquella imaginación poé­ tica por la cual el deseo dibuja y da un contorno a su energía. En el espacio de la aclamación de lo “ otro” , en la as­ piración de lo “ transmundano” quien clama es el vien­ tre, la tierra, la carne. Sin embargo, también Zaratustra dijo no a la carne. Solitario, sin dios ni eternidades, des­ escuchó la llamada del cuerpo. Su tierra fue despojada de la pasión, erigida en desierto, silenciada a favor de la superación del hombre, esa parte del hombre que clama, se contorsiona, grita. N o a la laceración fue la decisión de Zaratustra, y en ese no se inscribe el rigor de quien vence al abismo, la vida, la ruina, a favor de una forma, un orden, una ley, una moral. 54 55

Pero, ¿puede acaso la carne dejar de hablar? Por ella, el hombre coloca en el reino de lo inefable, de lo eterno y de lo magnífico el instante que lo vincula a la intimidad de su naturaleza. Lo separado y lo solo, lo abismal y lo caótico adquieren dignidad de ser; por la obra, nuestra tendencia disolutoria, nuestra atracción por el cese, el vértigo, la ruina y la muerte entran al reino de lo magnificable. ¿H ay en nosotros una fatalidad de carne hablante que obliga a magnificar lo demoníaco? ¿H ay un “ socratismo” del cuerpo? ¿Una tendencia moralizante, un impulso que nos obliga a explicar la bestia por el ángel? ¿Por qué esa permanente huida hacia lo angélico, allí donde la fisura del horror se abre? ¿Por qué la repulsión al Caín que ha­ bita en uno? ¿N o es acaso la obra de arte, la obra de pensamiento, la expresión “ elegante” que oculta lo sórdido? ¿Cura para lo incurable? La fuerza por la que fundamos el mundo, la mano que traza el signo, erigen su hacer contra un espacio de escaso amparo. No contra el mal; contra lo que nos des­ conoce y nos ignora, contra lo que nos tienta y atrae: el espacio del anonadamiento, allí donde todo se des-puebla, allí donde el cuerpo pierde el habla y regresa a su más íntima esencia: su hundimiento en la nada. Y la obra y quien por ella se ejercita, a pesar del cansancio de la herida del cuerpo debe combatir contra aquello que más ama: el deseo de muerte. Pues la cumbre del vivir, el estado de la más alta exacerbación del cuerpo tiene como exigencia la irrupción de lo que aniquila, la autodevoración. E l combate de la obra es contra el deseo. No poder morir enteramente, que la obra no sea salida sino prisión y rigor contra lo que aprisiona, fuego sin combustión capaz de mantener el deseo, la atracción y la distancia.

4.

LA OBRA COMO DESEO. LA DESAZON

“ He llegado a un extremo en que ni siquiera deseo la certidumbre. . . ” FRANZ KAFKA. “ La Construcción” .

No hay posibilidad para la fatiga, hay sí cansancio, descanso en los umbrales, renegar, rabia, desconsuelo. La construcción avanza y siempre hay una puerta demasiado deshecha o una plaza inadecuada para la protección de la misma. Lo protegido por el constructor del relato de Kafka 1 es un centro generador de movimiento. El centro podría servir para la contemplación, el resguardo, la paz y el descanso, mas no hay descanso. El constructor no puede dejar de construir y allí donde edifica, de inmediato, rompe muros, desplaza paredes por precarias. Nunca la plaza mayor está lo suficientemente asegurada, el animal exterior acecha, así también el animal interior: los siseos los silbidos de una obra que se levanta contra quien la edificó. Pues, ¿levantar la obra no es acaso también erigirla contra uno m ism o?, entonces el trabajo debe ser invertido, debe iniciarse la contra-obra para evitar ser enteramente devorado. ¡Extraño orgullo del hacedor! ¡Extraña voracidad la de la construcción! Todo el movimiento de quien relata se vuelve detención y regreso. La obra es entonces el des­ hecho, y el obrar se instala entre el desperdicio, entre lo que se pierde, rompe y reconstruye. Aquí la sabiduría popular se muestra “ razonable” cuando ve en quien cons­ truye a uno “ que pierde el tiempo” . ¡Construir un centro, y no habitarlo! ¡Pactar con lo inhabitable!

1.

Kafka, Franz. “ La Construcción” . La Muralla China. Emecé Editores. 1973. Buenos Aires.

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Pero, ¿hay una casa habitable? Pareciera que toda puerta en ella, toda ventana, todo muro, oprimieran hacia un afuera. Entonces se inicia el destierro, un destierro raro, pues no es el de quien ha perdido una patria y debe buscarla, sino el de uno que se sabe desterrado de lo sin tierra. Buscar una tierra que no se sabe, siempre supuesta, levantar sobre ella la construcción, y descubrirla falsa, aparente, o huir de ella porque devora, ¡tarea de conde­ nado! Tarea de quien trabaja sabiendo ineficaz su hacer. Si hay un desamparo obligado en el hacer de la obra, si quien la eleva se sabe de antemano expulsado, todavía queda hablar del deseo, ése que vuelve a quien la elabora el prisionero del movimiento, el que no puede en modo alguno salir de allí y dejar de hacer. El que en su rabia debe confundirse con la pérdida. Hay una felicidad en la alienación no permitida para quien escribe. Siempre se está un poco más acá del hundi­ miento. Allí donde se sueña el éter, el fuego, el todo, éstos expulsan. Sólo se quema aquél que cree enteramente que el espacio del Todo le ha sido dado. Quien hace del obrar una espera y del fuego un deseo, se instala en lo pendular. Kafka eligió frente a la obra una actividad similar. Quizás su suspicacia no le permitió el hundimiento. Su obra fue la expresión de un combate contra lo que desvasta desde la obra. Pero, ¿qué devora? ¿E s necesaria tanta elusión, tanto extravío querido para no ser devorado por el centro? Si algo señala la obra es el límite y el movimiento hacia el límite: lo que no se puede, la prohibición o la privación. Quien escribe ingresa en el apartamiento de quien no pue­ de adherirse a un sí, ni puede tomar partido por una ne­ gación. Y o quiero — dice quien escribe. Pero, ¿qué se le­ vanta a partir de aquí? ¿Un catálogo descriptivo de deseos de fusión? ¿O bjetos a distancia? ¿Desplazamientos hacia la consecución de un rostro, un color, un modular de tex­ turas? Entonces, frente a esa fuga se opta por la angustia, la que todavía permite decir a pesar del límite, de la pro­ hibición. Quizás en medio de esa extrañeza todavía sea po­ sible hablar de las cosas, y al borde de ella al naturaleza,

los seres, adquieren una rara claridad, un incomprensible esplendor, una mudez, un desasimiento: “ Por los caminos arriba de Blida, la noche como leche y dulzura, con su gracia y su meditación. La mañana sobre la montaña con su cabellera lisa encrespada de cólquicos — las fuentes heladas, la sombra y el sol— , mi cuerpo que consciente, que luego se niega. El es­ fuerzo concentrado de la marcha, el aire en los pulmo­ nes como un hierro candente o una navaja afilada. Todo entero en la aplicación y la superación que se esfuerza por vencer la pendiente, como un conocimiento de sí por el cuerpo. El cuerpo, el verdadero camino de la cultura, nos muestra nuestros límites” . ALBERT CAMUS. Carnets 1935-1942.

Si quien escribe se sabe privado, allí donde habla irrumpe un mundo mudo, una naturaleza que instala su ser despojada de la carga del sujeto. Esto sólo acontece cuando desde la obra se abandona el deseo, cuando la obra no es motor sino en ella aparece lo que no puede querer. Elegir esta mudez no significa haber superado la angustia, el querer; también la mudez es una forma de expresión, pero su ámbito está en un movimiento inmóvil, en la decisión de no decidir más. Hay en ese límite la sustitución de un habla clamante por la mirada neutra. Vinculada a la instauración de la plenitud del ser o absorta en la mirada neutra, en el origen del movimiento de la obra se anuncia ya el ejercicio de un poder incum­ plido. Lo seguro, lo confirmado, la certidumbre, no le es propia a quien escribe. Decidir continuar en la obra, así como decidir permanecer en la vida significa aceptar “ el junco vacilante” que el hombre es (H eidegger). La extre­ ma libertad de ser desde el no poder se hace clara a quien construye la obra. Pues la obra tendiendo el puente hacia el más alto riesgo, abre en el poder la atracción a la muerte. La plenitud que en ella aparece, su ofrecimiento íntimo es reposo y cese. El constructor del relato de Kafka sabe que podría instalarse en ese centro; pero, ¿cuál es su libertad?: B8 5*

“ E s que la obra no es precisamente un agujero de salvación” . Allí, en el reino de la construcción, cada muro es una fatiga hacia una tranquilidad aparente, pues el destino de la construcción es lo incierto. Incierto, pues allí, la vida es desalojada; ella puede ser sólo en las afueras de esa plaza mayor, en los círculos que envuelven al círculo mayor. Entonces, infinito se vuelve el hacer, como si aquello que llama hacia sí, el irresistible poder de ese centro impidiese a quien lo escucha instalarse, pues la invitación al reposo es cese. O también, porque alcanzar el centro significa haber cerrado el círculo, signi­ fica hacer completado el último radio por el cual el movi­ miento de acción, trabajo y lucha se vacían y entran al espacio negativo. E s de la felicidad de quien construye que la obra sea siempre inacabada y que el ejercicio de su poder sea irrisorio. Lo que no se puede querer es el poder. Si quien inicia la obra desea superar el orden del tiem­ po, fuera del tiempo no hay sino nada; entonces la perma­ nencia en lo temporal se vuelve resolución de quien aspi­ rando a lo más libre se instala en el rigor del “ podría pero no debo” . Aquí el hacer es entonces lo siempre provisional. El suplicio de la obra es el deseo de no poder cesar en el deseo.

5.

LA BUSQUEDA EN AUSENCIA DE IMAGEN

Quien busca en ausencia de imagen parte en la certeza de ampliar el silencio en cada instancia de su itinerario. A la exigencia de un habla que clamaba por un espacio entre angelical y demoníaco atraído hacia la muerte, se opone hoy un hablá hacia nada. El habla clamante del santo y del héroe ha sido sustituida por el habla en ausencia. El espacio del éxtasis, lo pleno siempre a la espera de quien demandaba, se ha vaciado. No hay ya Noche para albergar, no hay Absoluto ni Infinito que acoja al itine­ rante, no hay tampoco espacio para la lamentación: “ Una nueva voluntad enseño yo a los hombres: ¡que­ rer ese camino que el hombre ha recorrido a ciegas, y llamarlo bueno y no volver a salir a hurtadillas de él como hacen los enfermos y los moribundos!” FRID R IC H N IETZSCH E. Así habló Zaratustra.

Andar de ciegos, sin encuentros, en ausencia de apo­ yaturas, en ausencia de una idea precisa y vindicadora para el mundo o para lo extraño al mundo. Quien busca hoy parte a la espera de nada. Donde encuentra sólo aparece el cuerpo: un espacio mínimo para la vinculación con la unidad temporal y la identidad. Soy este cuerpo que busca; soy este yo ya demasiado separado del cuerpo y por ello busco de nuevo al cuerpo. E l cuerpo buscado pertenece a la unidad esencial, pero allí donde me fundo como yo, la unidad esencial desaparece o se sustrae a favor de las resoluciones, las decisiones históricas. Sólo cuando el yo se conoce como lo que ya no puede decidir, aparece lo ausente, el saber negativo. Y el discurso aquí no funda en modo alguno, no espera, es murmullo sin orden. 60 61

“ Cuando soy a nivel del mundo, allí donde también son las cosas y los seres, el ser está profundamente disimulado (es así como Heidegger nos invita a recoger este pensamiento). Esta disimulación puede convertirse en trabajo, negación. “ Yo soy” (en el mundo) tiende a significar que soy solo si puedo separarme del ser; negamos el ser — o para aclarar esto con un caso parti­ cular, negamos, transformamos la naturaleza— y en esta negación que es el trabajo y que es el tiempo, los seres se realizan y los hombres se yerguen en la liber­ tad del “ Yo soy” . Lo que me hace yo es esta decisión de ser en tanto que separado del ser, de ser sin ser, de ser aquello que no debe nada al ser, cuyo poder pro­ viene del negarse a ser, lo absolutamente “ desnatura­ lizado” , lo absolutamente separado, es decir, lo abso­ lutamente absoluto” , d )

Separarse del ser significa renunciar a la unidad del

soy en la palabra del yo que decide. La rebelión, la trasgresión consisten en decir yo, pero decirlo implica también vivenciar la contradicción y la angustia pues una vez en el límite del yo se inicia la búsqueda de lo otro. Quien no permanece sólo a nivel del yo histórico y en la decisión de afirmarse por el tiempo, quien conoce de la insuficiencia de lo temporal y la precaria libertad de ser, inicia entonces la pregunta por la unidad de la que se ha desprendido. Pero esta pregunta hoy está planteada des­ de el fracaso y como imposibilidad. En la pregunta por la unidad aparece la disgregación de aquel punto que pueda devolvernos a ser. Ni siquiera podemos decir: hemos des­ naturalizado nuestra esencia a partir del pensar, del verbo del yo. ¿Acaso no somos lo siempre des-naturalizado, lo siempre en pugna, carne hablante, conciencia que aspira a disolverse? Allí donde el hombre se levanta en la decisión de ser yo, lo “ absolutamente separado” , lo “ absolutamen­ te absoluto” , no hay espacio para la nostalgia; esa separa­ ción de ser yo a nivel del mundo no es una separación vo-

(1)

Blanchot, Maurice. El espacio literario. Edit. Paidos. 1969. Buenos Aires.

luntaria ni libre, nadie decide ser históricamente, se es his­ tóricamente a pesar de sí mismo, se es yo contra sí mismo. Sin embargo para quien por un instante pone entre paréntesis el yo, se le revela que dicha construcción alber­ ga y protege contra el espanto de no-ser y que el habla a nivel del mundo no es sino un oscurecimiento de esa par­ te del ser que es también muerte. El habla a nivel del mundo es un habla desesperada porque en su fondo habita “ la nada que lo funda” : “ . . . la soledad del “ Yo soy” descubre la nada que funda. El Yo solitario se ve separado, pero ya no capaz de reconocer en esta separación la condición su poder, ya no es capaz de convertirla en medio actividad y de trabajo” .

lo es de de

MAURICE BLANCHOT. El espacio literario.

Quien escribe invierte la relación con el mundo, no opone a la nada que lo funda su habla, sino más bien des­ cubre, desvela la nada y habla desde ella. El viaje de quien habla desde la nada es itinerario sin centro, improbable, no heroico; no hay allí puerto contra el que combatir, tampoco hay posibilidad para el recuerdo. El recuerdo siempre alude a una instancia que fue posible como funda­ ción, como permanencia. Pero quien se sabe desde lo im­ permanente, quien desconoce un valor para el yo a nivel del mundo, quien descubre sus fisuras, quien a conciencia anonada lo histórico y lo obliga a entrar en sombras, re­ vienta a su vez la posible cercanía del origen. Origen sig­ nifica aquí el lugar de donde el yo se ha desprendido, su­ pone una patria anterior al yo. Origen significa raíz, pri­ mera nutrición, pero cuando el hombre se piensa como

lo sin origen, como lo absolutamente sólito, sin pertenen­ cia a matriz alguna, cuando la tierra no puede albergarlo ya, ni el cuerpo o el ser servirle como conciliación, en­ tonces no queda sino el arbitrario movimiento sin ejes. En esta región se abre el habla anónima. Aquí el ha­ bla no se dirige a nadie, el yo en ausencia de solidaridad 62 63

con el mundo y con el “ sí-mismo” (el cuerpo, el ser) sólo puede hablar un habla rota, un habla que no se sabe a sí misma como habla. El habla histórica es un hablar operativo; antes de ser pronunciado, en su comienzo, habita ya un objeto, una dirección, un desplazamiento. E s un habla “ en confianza” , posee una patria, un tiempo, un origen y un espacio para el deceso. Habla posible, fundadora, constructora. Perte­ necen a ella las búsquedas que no admiten el titubeo. En ella las relaciones de trabajo y de valor son ineludibles, comportan un esfuerzo: mantener libre de todo hundimien­ to y de todo lo indeciso la aparente unidad del objeto. El temblor, el vértigo, la disolución de su objeto no les está permitida, tampoco las indefinidas esperas. Por ello tam­ bién, para su conservación, se exige a veces el tono legal, la autoridad que da valor y que desautoriza lo indeciso. La muerte, lo fragmentario, el éxtasis, la dispersión, todo aquello que aparece en el hombre cuando sabe que no sabe, todo lo ineficaz o anonadador es expulsado de su ámbito. Para el habla poética despojada de objeto, la pregunta esencial se inesencializa. Todo movimiento en ella hacia un objeto se desanda. El encuentro con el ser ya no es posible. El éxtasis, la conjunción por vía del sueño, el deseo de unidad, se vacían. Todo lugar se vuelve lo inhabitable. “ H e renunciado a aquello de lo que el hombre tiene sed” — dice Bataille. La mudez, el no-ofrecimiento, la mengua se anticipan a toda palabra proferible. A lo sumo se puede describir un perfil, un rostro, pero descarnados. H abla de­ sesperada porque ya no puede ser habla, perdida la poten­ cia decisiva comienza a hablar desde lo que no puede. H a­ bla desesperada en cuanto a que no puede pactarse ente­ ramente con la indiferencia. A ella aluden los T extos para nada de Beckett y en ellos el decir “ todo me resulta verdaderamente indiferente” per­ tenece todavía a la lamentación de un yo que ya no puede mantenerse. Desubicado, inicia entonces un itinerario plu­

ral, de saltos, detenciones bruscas, cambios de posición des­ pojados de valor: “ No puedo quedarme, no puedo irme, veamos qué ocurre. . .

El yo se dispone al acontecer puro. Tanto da la risa como el desamparo. Las cosas se toman por asalto para ser luego abandonadas. Tampoco hay un lugar para el des­ pliegue del dolor. El hastío es lo en exceso y contrarresta el dolor, lo cubre. El doliente no tiene ni la posibilidad de dolerse de su ruina. Antes del dolor que mata, ya se está muerto. La voz de esos personajes-texto de Beckett es una voz neutralizada; si dice yo es para señalarse co­ mo no-yo, como lo que nunca más puede asirse a identi­ dad o imagen alguna. Ellas recuerdan el hacer no, “ una vo­ luntad de negación real y efectiva de la vida” , que exige Nietzsche al docto. Ellas han eliminado la “ buena volun­ tad” de decir sí, a pesar de todo. Si el hombre es el desas­ tre, que asuma el desastre que es. Ellas significan el aban­ dono de la máscara, el ubicarse en el despeñadero. Ellas son también el abandono de la decisión de mantenerse siempre en los límites, el abandono de la posibilidad de conservación, la entrega abierta al desamparo, a lo solo, a lo que nunca puede ser. En la vida vivida históricamente subyace siempre lo utópico y la esperanza, la decisión ampara la utopía. En la negación de lo histórico no hay espacio ya para la utopía, ni para la construcción partiendo de imágenes. ¿E s éste un discurso sin topos, en ausencia de lugar? Al menos, es el discurso de uno que ha decidido hablar atópicamente, pero decidir, no es ya colocarse a nivel del mundo? Desde la perspectiva del autor, del escritor, puede decirse que esta habla desde lo descolocado ha sido colocada allí. Pero ella no es todavía lo enteramente vaciado y muerto. E l habla muerta de Beckett pertenece todavía al espacio de la de­ cisión: se decide la palabra muerta, se opta por ella. Es ésta el habla del que se sabe muerto, el habla de una conciencia muerta que sabiéndolo habla desde lo que ya no tiene importancia. Habla subversiva, porque hace 64 65

no; no es un habla sólo negativa sino vibrante: lo que en ella aparece está próximo a desaparecer y regresa, siem­ pre regresa. . . Discurso incesantemente parlachín, habla de bufón que dice una verdad insostenible, prohibida a la vida. Lo “ peligroso” y subversivo de este discurso es que recuerda lo invivible. No permite la adecuación a una vida, el “ lamentable bienestar” (Nietzsche), ni el reposo en una ficción. Perturba, intranquiliza.

6.

LA SABIDURIA SIN ESPERANZA

Todo lo que el hombre sabe desde los griegos y más atrás aún, se olvida para la vida; la práctica del vivir debe olvidarlo so pena de perder (se ). Pues todo lo que el hom­ bre sabe desde siempre lo remite al no-valor, y la vida en progreso debe adherirse a esa suerte de atraso que es el tiempo del valorar. Afirmando siempre la posibilidad de un intercambio, realizando objéticamente y apegándose a ese realizar, el hombre olvida la parte de imposible, de no fijeza que él es. El otro saber invierte esa relación, descu­ bre lo más real: la irrealidad de todo intercambio, la fic­ ción de todo valor.

“ Mi concepción es un antropomorfismo desgarrado. N o quiero reducir, asimilar, el conjunto que es la existencia paralizada de servidumbres, sino a la salvaje imposibilidad que soy, que no puede evitar sus límites y no puede tampoco mantenerse en ellos. La Univissenneit, la ignorancia amada, extática, se convierte en ese momento en la expresión de una sabiduría sin esperanza. . . ” G E O R G E S BA TA ILLE. El Culpable.

Si al menos nuestro saber pudiese continuar en los límites de una “ servidumbre dogmática” , creyendo, aman­ do, siendo de manera incondicional y ciega. . . ! Pero es el caso que se sabe demasiado, tanto — hasta la ignoran­ cia— , que no se puede “ tranquilizar” ya al pensamiento entre leyes o representaciones posibles. El pensar reducido a la servidumbre de un esquema, subordina a su favor todo lo que concierne a su ley y también aquello que queda afuera. E l pensar desgarrado es discontinuo, se sabe límite, se opone al límite, desespera, se entrega a “ la salvaje im66 67

posibilidad” , se dispone a la ignorancia, en su fondo se abre la zanja hacia la continua precipitación, sin fin ,. . . : “ el único acabamiento posible del conocimiento tiene lugar si digo de la existencia humana que es un comienzo que no será acabado jamás” . (1*

A la “ sabiduría sin esperanza” se abre la vida vivida a destajo. No hay allí posibilidad para el “ juego” , jugar ame­ rita tener fe en el movimiento de las piezas, comporta una petición de principios ante el perder y el avanzar, y el azar tiende aquí hacia la resolución de la partida. En la “ sabi­ duría sin esperanza” la resolución no es punto de partida, si aparece produce el asombro, la sospecha, y provoca la ruptura. Pues desde esta sabiduría, quien encuentra una forma resuelta la golpea por limitadora. El trabajo de quien se ubica en esta sabiduría es el de echarlo todo a perder, extraviar los límites, romper los bordes de lo que se pre­ senta como demasiado acabado. En la sabiduría sin esperanza el encontrar supone que se sabe de una forma anterior extraviada, acontecer impo­ sible desde aquí, pues el espacio de la pérdida, lo perdido, carece de cuerpo, de manera que todo encuentro es una falacia. N o puedo decir que he encontrado esto o aquello, decirlo significa saber la parte que me desgarra, de la que me he desprendido, decirlo comporta la resolución, el cie­ rre de nuestro círculo, nuestra completud. Sabemos la herida, lo que no sabemos enteramente es lo que nos hiere; saberlo significa cerrar la herida, cono­ cer el origen, cerrar el círculo, encontrar el impulso de la primera pérdida. A lo sumo lo encontrable son suposicio­ nes, ellas pueden tranquilizarnos, pero son ajenas al pen­ samiento que ese ejercita en el peligro, aquél que se sabe inacabado.

(1)

Bataille, Georges, El Culpable. Edit. Taurus. Madrid. 1974.

“Por un instante, vimos yacente entre nosotros el cuerpo de aquel ser humano completo que no conseguimos llegar a ser pero que al mismo tiempo, no podíamos olvidar” . Vi r g i n i a

w o o lf.

Las Olas.

1.

LA OBRA, LA VIDA

Basta la conciencia de vida no vivida y de retardo o aplazamiento con respecto a ser en totalidad, para fundar el lamento de la obra. La obra es expresión de vida siem­ pre en fuga, y el artista, el que se mira como un excluido del Cuerpo. Cuerpo es ser en totalidad. Obra quiere decir aquí fies­ ta y lamentación por la fiesta, obra quiere decir también escombro, ruina, despojo y memoria de plenitud, como si en algún lugar uno tuvo en sí el instante de lo entero y le hubiese sido hurtado. Entonces, en el ejercicio de la obra se inicia la cura de la herida y la expurgación; siem­ pre de nuevo, incansable, guerrero activo, el cuerpo de la obra pugna por fundar un cuerpo que no pudo retener, porque el ser de la obra siempre más allá de ella misma, el soy que nos hiere y nos expulsa, cerrándose sobre sí sólo es en nosotros, cuando duda y reflexión, pensamiento y pro­ yecto, por una suerte de aflojamiento se alzan, se distien­ den, se anonadan. “ La delicia y el perfume de mi vida es la memoria de esas horas en que encontré y retuve el placer tal como lo deseaba” . [CONSTANTINO KAVA FIS. “ Voluptuosidad” (1979).

Del dolor de la obra, de la putrefacción de su herida emana el deseo. La obra es carne y cuerpo no cumplido. Su fondo de horror y su nostalgia es la de no ser. Frag­ mentaria como el hombre, sólo traza lo inconcluso, jamás se cierra. Decir obra es decir enfermedad. Y bajo la dicha de una palabra feliz en homenaje al mundo, al cuerpo y al ser, supura la exclusión: “ Y tú, m a r ... También me entrego a ti. Sé quién eres muy bien. Desde la playa veo tu mano invitadora que me llama.

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Creo que no quieres retirarte sin acariciarme. Bien. Haremos un viaje juntos. Aguarda a que me desnude y llévame contigo hasta perder de vista la tierra. Arrúllame y déjame dormir y soñar en los blandos cojines de tus olas, úngeme con tu amorosa espuma. Yo te pagaré con amor” . Walt Whitman. Canto a mí mismo.

.y llévame contigo hasta perder de vista la tierra” . De tierra y de exclusión es la herida incurable del exis­ tir, de tierra, de Nada y de fuga; por ello, también la obra es el deseo en movimiento sobre una ausencia esencial: la posibilidad de vivir el sí-mismo. La voz de la obra parece decir: Yo soy el soy que se busca. Pero el hombre que pertenece a la acción, al tiempo, al yo, al lenguaje, al proyecto, está al servicio de fines y ob­ jetivos. Ser es lo sin fines, lo que carece de valor, lo libre de servidumbre. Quien escribe, quien crea, sometido a la servidumbre de un lenguaje, intenta superarla e instaura para mante­ nerse en la obra el drama de la existencia fragmentaria: poseedor de un lenguaje ama las zonas de cese del habla, el lugar de los resplandores del sí-mismo y allí en los lí­ mites, no puede dejar de hablar so pena de abandonar tra­ bajo y obra. Pues ser significa morir para el proyecto, abandonar el tiempo y el yo. ¿E s posible soportar el des­ prendimiento en presencia del sí-mismo, del ser? ¿Ser el soy que soy, sin más allá, sin identidad, sin lucha, no es acaso un estado de alienación? E l más alto estado de alie­ nación, en cuanto a que como todo alcanza a su vez su anonadar. La muerte desde aquí se nos presenta entonces como la libertad más alta y la alienación más obscena. La poesía, que es el ejercicio y el proyecto del encuen­ tro con la totalidad del ser, allí donde proyecto y acción se muestran como la parte de la vida no vivida, no puede ser “ tomada en serio” por quien busca para la vida un sentido. (Q ue la vida tenga sentido quiere decir aquí que está al servicio y es esclava de un sentido). La poesía es

el descubrimiento del sin-sentido, la puesta en cuestión de todas las tareas. Su tarea es la de desdibujar como ilusorio el fin de todo afán humano, en la cercanía del ser revela el fondo de muerte y de nada que nos signa e incita a vivir entre los pliegues de silencio, del resplandor de ausencias, de innumerables vértigos. Pero escribir es una tarea, y como tal, resguarda a quien escribe, lo protege de alcanzar aquello que más ama y que lo incita a borrarse. Colocado en ese punto ambiguo, ten­ tándose a sí mismo y a los otros, tentado al extravío por el sin sentido de la libertad de ser, el poeta si quiere con­ servarse como tal, oscila entre la mentira que lo ampara de la desvinculación total con respecto a la vida vivida como mundo, historia y proyecto, y la verdad que lo incita al encuentro con la totalidad o unidad del ser. Portavoz de la ambigüedad del existir es el rechazado por el hombre ci­ vilizado que se ampara en la servidumbre para alcanzar la libertad. Su habla no es útil, no sirve, sólo le recuerda al hombre que el espacio de la lucha es una muerte. Y él, te­ meroso de esa otra zona, apegado a su voz, amante del yo que busca, amante del desear y de la angustia en el deseo, siempre un poco más acá del objeto anhelado y ante el proyecto de ser libre, sabe que debe vivir su fracaso como poeta y como hombre, y asumir la herida, consciente de su mentira.

74 75

2.

LA OBRA, EL SUPLICIO

Desgracia es para el artista el sueño y la apariencia, desgracia su poder, aquél que instaura de nuevo el instante anterior a la fuga y que recuerda a los hombres la gracia del vivir. Hay en la obra la crueldad de esa generosa ofrenda de lo bello, cuando más allá y desprendida de la lamentación incita a habitar el espacio del goce. Y hay en el artista que se adhiere a la apariencia una vocación por la maldad, el escepticismo y el horror, mucho más honda que en aquél que funda su obra en la lamentación. Porque la apariencia, ese centro y lugar, donde Apolo “ el Resplandeciente” hace su entrada para restaurar al orden de la dicha el orden del horror. . . la apariencia, ese espacio del devenir siempre conciliado, nos precipita desde la obra en el deseo y en lo irretenible, y entonces quien contempla entre ese espacio artístico, ahora doblemente lacerado por la obra y por la vida, queda prisionero entre los muros viciosos de un cuer­ po artístico que incita al placer y al júbilo y que a su vez lo hurta, fundando solo deseo, prisión en el deseo, duali­ dad, ambigüedad. Es la columna vertebral de suplicio que inscribe a la obra, es la línea de horror del leseo, energías intensamente móviles, energías vitales, trozos de vida en obra, hilachas de carne en temblor que incitan a permane­ cer allí, a la espera, como animales en acecho, como si en ese fondo se prometiese el último ángel, el último y defi­ nitivo rostro. . . así como al igual la vida le dice al vi­ viente en medio del dolor, el espanto o la risa: ¡sigue allí!, todavía más, soporta, en ese fondo se te promete algo, per­ manece siempre en mi borde, en mis límites, asómate a mis barrancos, húrgalos, allí hay alg o . . .! Crueldad de la obra que narra lo bello y que se ins­ taura como himno al vivir y actuando como la vida misma se erige en fuga, ilusión, apariencia; crueldad de la obra y

de la vida que dice: permanece en mi sueño y sé conscien­ te de este sueño, no pidas más, sueña, recuerda y pierde. Ser hombre significa mantener la existencia a ras de la disminución. Y la escucha, aquella zona de la que habla la obra, no ofrece a la prudencia ningún lugar para el amparo sino el reconocimiento y la certeza de nuestra desnudez; a su entorno no pertenece el habla segura ni el bienestar de una casa. La obra es el movimiento sin cese ni tregua. El movimiento de un poner en memoria la manera cómo se dispone de nosotros. Así como en quien escribe hay la dicha del que ejecuta y decide sobre acción y aconteci­ miento, hay en él también la certeza del dispuesto a ser ficha, pieza en un tablero desconocido. Quien hace la obra está en la doble función de ejecutante del juego y fi­ cha en proximidad de ruina. Aquél juego de aveniencia y desaveniencia que instaura en la obra, aquél movimiento de piezas, aquella soberanía en la decisión sobre el destino de ficha y tablero, ¿no depende acaso de una escucha an­ terior a la obra? Pero, ¿qué es lo escuchado?, ¿qué su espesor, su densidad? ¿Cuánto de lo escuchado por quien escribe no pertenece acaso a la disonancia? Andar entre los espacios de la significación, entre los indicios de una respuesta que da un traje, el borde de un rostro o la convocatoria de un instante es colocarse ante un oráculo borroso y sin contornos que nunca pronuncia la sentencia clara de un destino y así, quien lee, escribe o vive en la pregunta y desde ella, invierte decisión y acto por indecisión o duda. Sólo en la pregunta está la fiesta, la única, la “ fiesta del pensamiento” (H eidegger), el es­ plendor de la danza que promete besos y que no alcanza a la caricia, porque el centro es elusión; y sólo desde ella como incitación al viaje, la obra y la vida sostienen a sus fieles: “ Somos nosotros, ¿lo oyes?, nosotros los que gustamos un verdadero placer lanzándonos a las tinieblas de lo desconocido, afrontando la frialdad de los extraños de otro mundo. Si fuese posible, hasta dejaríamos las 76

regiones que alumbra el sol, para precipitarnos más allá de los límites a que llegan los cometas. ¡Ah!, no hay patria capaz de retener al hombre que lleva en sí el salvaje deseo de las peregrinaciones. . . ” FR IED R IC H H Ö LD ERLIN. Hiperion.

Y

el lugar de la gracia se ofrece siempre en retiro, siem­

pre despidiéndonos a destiempo para que el peregrinar se reinicie y en el peregrinar se eleve la plegaria que señala el lugar. Digno en himnos es el espacio asignado a la tierra, digna es la voz de quien canta en guerra y sabe de la ex­ clusión y de la urgencia del riesgo; pues quizás allí, donde el salto nos prepara para el golpe y la ruina todavía nos ampara la humana protección de lo que no puede saltar definitivamente, como si existir se comparase al empuje del caballo en fuga que raja boca y brida contra el refrenar. En el espacio de la obra y en el movimiento de la vida el peregrino conquista la palabra que presiona para el ejer­ cicio de la distancia y que le anuncia lo imposible, el eterno vaso sin fondo bebido en el éxtasis. De regreso permanece la queja.

3.

HIPERION: peregrinar y desmesura

El poeta, el héroe, saben de la disonancia de la tierra y del mundo. N o hay tierra ni lugar suficientes para apla­ car la sed de búsqueda; cada lugar expulsa en razón de la duda. En el reino de la peregrinación el motor del movi­ miento es el dolor de no hallar centro. El centro que se ofrece al errante carece de límite y de forma, de rostro y de cuerpo. Quien se embarca en la errancia se halla “ tor­ cido” por una “ voluntad jamás colmada” : “ ¿Mas quiénes son ellos, dime, los errantes, aquellos un poco más impermanentes aún que nosotros mismos, que urgidos desde muy temprano los retuerce una voluntad jamás colmada? ¿por amor a quién?, ¿a q u é ? .. . ” RAINER M ARIA RILK E. “ La Quinta Elegía de Duino” .

A sí también lo dice Hiperion: “ es preferible morir porque se ha vivido y no seguir viviendo porque no se vivió nunca” (1) En la urgencia de la errancia el destino raja y parte al errante, pues el lugar del ser entero, se hur­ ta siempre a aquél que vive en la disconformidad; pero también a los hombres que viven la conformidad les es ne­ gado el reino de la plenitud; sin embargo, éstos “ con un corazón seco y un espíritu lim itado” , (2) se adecúan con complacencia a la superficie del vivir, sin la molestia que produce la pregunta, sin el horror que revela la duda, sin la angustia que proporciona el anhelo y el deseo. Extraña vocación: vivir en la cercanía del abismo, en los bajos fondos del ser, próximo siempre a ser escindido por la desmesura. (1) (2) 78

Hólderlin, Friedrich. Hiperion. Edic. Marymar. B. Aires. 1976. p. 77. Hólderlin, Friedrich. (ibid).

Hiperion es el siempre necesitado, él es impulso y mo­ vimiento, y en su tregua aparece el dolor: allí donde com­ prende que es deseo y nunca cese, sufrimiento, codicia de lo divino y no adecuación a lo humano. En Hiperion está la angustia de ser otro, la enfermedad de querer salir de sí mismo, de la prisión de lo humano. Y el mismo Hiperion pregunta por la razón de su dis­ conformidad, por el origen de su anhelar: “ ¿D e qué de­ pende, preguntábame a menudo, que el hombre codicie tan­ tas cosas? ¿D e qué le sirve esa infinidad de deseos que al­ berga en é l? ” . (3) Y preguntamos: ¿pertenece a la intimidad de nuestra humanidad ese querer, esa volición, de ser siempre más allá del límite? ¿qué fuerza interior incita a la desmesura y a la inconstancia? Pertenece al hombre no querer ser hombre? Zaratustra, aquél que controló su pasión, ¿no fue aca­ so atacado también por la melancolía, aquella que surge de la memoria del placer y de lo pleno? Escuchemos:

“ Pero ya me acomete y me subyuga este espíritu de melancolía, este demonio del crepúsculo vespertinos y, en verdad, hombres superiores, se le antoja— — ¡Abrid los ojos!— se le antoja venir desnudo, si co­ mo hombre o como mujer, no lo sé aúns pero llega, me subyuga, ¡ay! ¡abrid vuestros sentidos! El día se extingue, para todas las cosas llega ahora la noche, incluso para las cosas mejores; ¡oíd y ved hombres superiores, qué demonio es, ya hombre, ya mujer, este es­ píritu de la melancolía vespertina!” . El espíritu de la melancolía vespertina viene desnudo, los sentidos se abren hacia su circulación, no demasiado del exterior aparece este demonio, es quizás el tiempo en que el ser como hervor y cuerpo se abre y se desoculta, es el tiempo de la herida del cuerpo que anhela. Son los bajos fondos del ser quienes ahora hablan: la Noche, E ro s. . .

(3 )

Hölderlin, Friedrich, (ibid p. 79).

Si el hombre está preso en su “ sí-mismo” que es cuer­ po, naturaleza; y si porque pensando su herida escucha la llamada de lo libre que le informa el cuerpo, ¿a dónde debe ir? ¿qué ilusión teje el cuerpo? ¿un afuera que no es sino el cuerpo mismo, su discurso desplegado como noc­ turnidad y prisión, como si en otro lugar que no fuese en

sí mismo se prometiese el lugar de lo libre? Y así, el hom­ bre, porque sueña desde la prisión con la “ otra orilla” y porque ésta se halla inscrita en él, él es a su vez jaula, pá­ jaro y libertad; y allí donde encuentra lo libre, la prisión no ha hecho más que extenderse, pues el fondo del ser so­ bre el que nos asentamos es cárcel para lo humano que no puede abarcarlo todo y sólo intuirlo; y sin embargo el movomiento prosigue: “ Hay en la esencia del hombre un

movimiento violento, que quiere la autonomía, la libertad del ser” . (1) Entre la prisión que es pensamiento y cuerpo se al­ berga la voluntad de lo libre; la herida del deseo en Hiperion, herida que arranca del cuerpo, promete en el arrobo la permanencia en lo divino. Hiperion, por el arrobo y el éxtasis encuentra su lími­ te, su cárcel y su libertad. Allí donde se propone el salto, al contacto voluptuoso con la naturaleza, es despedido; el infinito éxtasis tiene como exigencia la muerte, el anona­ damiento. La naturaleza en el trasvasamiento de sus lími­ tes se concede en la sensualidad un instante de fuga y el ser puede ser sobrepasado sólo en el movimiento que lo obliga a regresar a sí mismo, recomenzando eternamente anhelo y hastío. En el movimiento de Hiperion no hay paz, allí donde se ve a sí mismo como hombre, descubre

“ una fuerza que no se emplea como se desearía; es tam­ bién lo que origina esos bellos sueños de inmortalidad y todos esos amables y gigantescos fantasmas que de conti­ nuo sumen al hombre en el arrobamiento, y lo que aún le da la posibilidad de construirse su Elíseo y crear sus pro-

(1)

Bataille, Georges. Sobre Nietzsche. Taurus. Madrid. 1972.

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píos dioses, lo que hace que su existencia no siga siempre la línea recta, no vuele a su meta como la flecha, y una potencia extraña se cruce con frecuencia en el cami-

(1)

Holderlin, Friedrich. Hiperion. (ibid p. 79).

4.

HIPERION: “ encontrarlo todo es perderlo todo”

Si en algún instante hubo una pausa en el deseo de Hiperion porque lo había encontrado todo, en ese encuen­ tro también lo pierde todo. E l espacio del sobrepasar el ser supone la superación de la acción, el proyecto, el es­ fuerzo. E l ser que soy y del cual formo parte, me señala como lo fragmentario que se busca como totalidad más allá de sí mismo. Pero allí donde supero la acción entro en el reino del sinsentido, de lo que ya no requiere acción sino sopor, un dejarse estar anonadante. Hubo pues un instante para Hiperion en que desprendido de lo febril in­ gresa al espacio de la nada, como si desapegado ya de sí mismo y exacerbado por el agobio del deseo, cuerpo y es­ píritu, en trance de agotamiento hubiesen sido colocados en una suerte de limbo y del cansancio la nueva mirada sobre las cosas recuperara una medida justa, desprovisto ya el sujeto de producir entre sí mismo y el mundo exterior una relación de sobresalto, anhelo y fuga. E s la duración de la mudez, aquella que va precedida de la lamentación y del grito, lo que en él se instala; es el espacio de la des­ nudez y del despojamiento, cuando el anhelar agota sus fuerzas y entra el empuje del silencio, de la nada abarcadora que desplaza tensión, urgencia, pasión, retirando rui­ nas y esplendores, anunciándose como negatividad, neutra­ lización de lo indeciso, de lo afirmador o de la presencia de polaridades. En el límite de la dramatización aparece siempre un no poder más, y el movimiento patético entra en el estatismo. En el límite del dolor hay un punto en que quedamos absortos, también en la exacerbación del horror entra esta situación del que queda estupefacto. Allí sólo se pronuncian palabras que colocan al sujeto en el principio y en el fin: ¡No puede ser! ¡Pero es! Y , ¿enton­ ces? ¿ N a d a .. . ? ¡N a d a .. . ! ¡Pero, e s . . . allí! Punto neutro. 82 83

Punto en que la intensa movilidad de las fuerzas dra­ máticas de Hiperion, exacerbadas ya, invierten su camino no hacia el refrenar sino hacia la repentina neutralidad. La nada es aquí lo neutro, lo sin deseos, el olvido de sí, el cese de sujeto y objeto: “ Hay un olvido de toda existencia, un silencio de nues­ tro ser, en el que parece que hubiésemos encontrado todo. Hay un olvido de toda existencia, un silencio de todo nuestro ser, en el que parece que hubiéramos perdido todo, una noche en nuestra alma, no alumbrada por el resplandor de ningún astro, ni siquiera por el de un tizón de leña seca. Actualmente, me sentía de nuevo tranquilo. Ya nada me despertaba con sobresalto a medianoche. Ya no me consumía en mi propia llama. Silencioso y solitario, miraba fijamente ante mí. Mis ojos ya no se volvían al pasado, ni se dirigían tampoco al porvenir. Mi es­ píritu ya no estaba obsesionado por las cosas de los hombres, lejanas o próximas; no las veía sino cuando me obligaban a verlas” . W

Pero Hiperion nunca superará la exigencia de acción. El héroe es proyecto. En el caso de Hiperion es proyecto de negar el proyecto. El Estado ideal que proyecta está fuera de la servidumbre a lo temporal, es un Estado sin provecho, sin fines, sin la esclavitud que proporciona el valor; a los ojos de los hombres inscritos e.i el proyecto dicho Estado es un sinsentido. Los hombres prefieren la pena a la nada. Sin culpa, sin derramamiento de sangre, sin sacrificio, el vivir carece de valor; y el hombre pre­ fiere el crimen, la insuperable enfermedad a la cura. E l hombre colorea su nada en el asesinato de los otros y de sí mismo. Pero también el soy, el ser al que pertenez­ co como fragmento e individuo exige para su conservación y la iluminación permanente de esa conservación la pugna, el proyecto, las identidades. Lo que no tiene ámbito, el

(1)

Hólderlin, Friedrich. Hiperion. (ibid. p. 80).

peregrinar, la locura, el sinsentido, la superación del va­ lor, la ausencia de moral, la oscilación, la anarquía, el de­ sorden son respiraderos para el cansancio de un vivir en proyecto. Pero anarquía o vida en proyecto, la existencia descan­ sa sobre un fondo sin respuesta. La nada brilla entre su carne.

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III / LA TRASGRESION. LA COMUNICACION

“ Los seres, los hombres, no pueden “ comunicarse” — vivir— más que fuera de sí mismos. Y como deben “ comunicarse” deben querer ese mal, la mancha, que poniendo su propio ser en juego, los vuelve penetra­ bles el uno para el otro. . . ” “ . . . vivir significa para ti no sólo las fluencias y los huidizos juegos de luz que se unifican en ti, sino tam­ bién los trasvases de calor o de luz de un ser a otro, de ti a tu semejante o de tu semejante a ti (incluso en este instante en que me lees, el contagio de mi fiebre que te alcanza): las palabras, los libros, los monu­ mentos, los símbolos, las risas, sólo son otros tantos conductos de ese contagio, de esos trasvases. . . Pero esos ardientes recorridos no suplantan al ser aislado más que si éste consiente, si no a aniquilarse, por lo menos a ponerse en juego —y por ese mismo gesto, a poner en juego a los otros. Toda " comunicación” participa del suicidio y del cri­ men. El horror fúnebre la acompaña, el asco es su signo. ¡Y el mal aparece, bajo esta luz, como una fuente de vida! G EO R G ES BA TA ILLE. Sobre Nietzscbe. Voluntad de suerte.

5.

LAS HABLAS ELUSIVAS

En las hablas del hombre de acción, “ los trasvases de calor y de luz” de los que habla Bataille son imposibles. L a moral de la vida en acción se protege de toda habla febril y la vida instaura así su economía hurtándose a la fiesta, a la pasión, al crimen, a lo titánico. Pero allí, en esas hablas, no se habla en modo alguno. A veces entre ellas se filtra un gesto indicativo de hervor, una señal de descolocación, para pronto extraviarse entre la opacidad de la lengua que intercambia un valor a través de un signo. A ellas pertenece la asepsia y la posibilidad de traducción, su eficacia comunicativa se cumple en la inocuidad de los contenidos que pronuncia. Pertenece a nuestra cultura el vivir entre este habla, el progreso se ampara bajo su seguridad, quien desde aquí habla es una voz uniforme, plana. Generaciones enteras pueden vivir y morir sin haber hablado nunca realmente, sin haberse “ comunicado” . La “ comunicación” , ésa que rompe el límite de nosotros mismos y desbordándonos descoloca el habla, nos exige querer el riesgo y si no amar sus peligros, al menos admitir la tentación y el riesgo como expresiones de la resonancia humana, como lo ineludible y necesario. Pero la vida en progreso atraca la ‘comunicación” , la impide, moraliza en torno a ella colocándola en el lugar de las patologías.

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6.

LAS HABLAS ROTAS: la “ comunicación"

Si quiero “ comunicarme” debo descender al fondo de mí mismo y del otro. Entonces agredo, violento los pro­ nombres, desvirtúo al personaje que se ampara en el yo y en el tú, uno esas dos realidades en una energía fluyente que no descansa. Aparece la bestia, nos desgarramos, y nuestro

amoroso odio sólo alcanzará el cese de la lucha a la luz de la nada que nos inunda y baña con su claridad lo feb ril. . . Una vez allí, ya nada puedo pronunciar en torno a mí o a ti. La muerte nos ha tocado, conocemos el horror de ser despojados. Nos queda el miedo a la desnudez, el desamparo comunicado, lo solo, el habla no eficaz, el balbuceo, la realidad anterior al habla, y también la ruptura de la prisión del habla. . . El verbo de la carne nunca es verbo transitivo. El habla de la naturaleza es impersonal, intransitiva. Carece de sujeto. No hay en ella acción sino acontecimiento. Leerse desde el cuerpo, disponerse a la resonancia de la “ comunicación” significa también poner en entredicho el habla como código y acceder a lo imposible: ser lo Uno, lo no fragmentario. No se vive, se habla o se piensa absolutamente. Sólo en la exaltación, en la exacerbación de los sentidos, alcanza el vivir la cumbre. Y en ella, pérdida y ganancia son hechos paralelos. Abierto, en la cumbre de sí mismo, el hombre se dispone a perderlo todo para ser todo. Lo que “ pone en juego” son sus objetivos, abandona el camino “ hacia” para volverse el lugar del tránsito, allí donde solo circula la sensación. Ser sensación, ser el espacio que recibe “ los

ardientes recorridos” de la existencia, no para albergarlos, no para poseerlos, sino en la libertad de lo que circula, se dispersa, se pierde y regresa; ser ya no habla sino murmullo, grito, silencio y verse en la pérdida, en el vértigo de quien se cumple propagándose.

Propagarse en la “ comunicación” es la disposición a ser invadido. Lo propagado es mi propia pérdida. La parti­ cipación comunicativa es el instante en que yo no soy yo sino comunicación de lo que no puede pronunciarse, verbo absoluto que como tal impide ser limitado en la expresión. En el vivir fragmentario, en el vivir entre lo temporal, el habla es ansia, no comunicación. La exigencia de la comunicación es la desnudez, la disposición al desamparo y al silencio. Comunicación es también escucha de la reso­ nancia del cuerpo cuando la naturaleza invadiéndonos, nos recupera para sí misma y recuerda nuestra condición de extranjeros, de errantes en nuestra propia casa; entonces en la desarticulación de pensar y habla, el yo se contempla contemplándose, extraño ya a sí mismo, en el todo que lo puebla de silencio, de nada, de lo que siempre está antes o más allá de toda h ab la. . .

7.

LA PARALISIS

En el acto de comunicarse, de “ ponerse en juego” , lo que salva y retiene en el riesgo es la parálisis, límite que nos soporta todavía entre las leves intervenciones del yo. La memoria, los nombres, la costumbre del pensar discur­ sivo acogen de nuevo a quien paralizado y absorto ha per­ dido el poder y la voluntad. La voluntad de libertad en la naturaleza humana apa­ rece como un riesgo amparado, retiene en el salto, ofrece un límite. Sobrepasarlo significa el desvarío. La amenaza de lo indeciso en el extremo de nuestros límites se recoge e ingresa, ya por el agobio o por el recuerdo, al tiempo. Nadie domina este movimiento. Que el yo aparezca como amparo no pertenece propiamente al yo. Desconocido es el punto que permite al yo salvarse de la amenaza y devol­ verlo a la seguridad de las identidades. Vivir significa entonces ser lo acogido y lo desampa­ rado, somos el individuo que escindiendo al yo encuentra la unidad. Pensar, hablar, escribir se entienden entonces porque no podemos hablar absolutamente, porque no podemos mantenemos sino en el límite. En el “ poner e en juego” , lo que nos retiene y nos devuelve es el discurso contra lo indominado; esa suerte jugada que nos retiene es el funda­ mento esencial, fundamento que es herida, incompletud y alienación esencial. Chocamos contra la transparencia de lo “ otro” , ella ya está trazada en nosotros como posibilidad, como urgencia de salto, pero también allí se abre el muro, la prisión, el regreso a nosotros. La casa del ser que nos contiene y nos arriesga participa de esta ambigüedad. Hay sin embargo, un instante de “ suerte” por el cual el des­ prendimiento es definitivo. . .

M ala o buena suerte, el

yo allí se jugó la suerte. . . y no hay una moral de la suerte.

En la ofrenda al riesgo el cuerpo nos retiene en la prisión de su gramática: hallar el morir en el vivir. La vida se renueva en la trasgresión de esa gramática, el yo se juega en esa trasgresión de suerte. Superar la ambigüedad de mi participación en el ser, salir de mí mismo, del proyecto, de la ley, aventurarme en el “ afuera” , esto pulsa en nosotros. “ Como la Naturaleza que entrega a los seres a la aventura de su denso deseo y a ninguno protege en el terruño o ramaje, así también nosotros no somos más queridos por el fundamento de nuestro ser; nos arriesga. Sólo que nosotros, más que la planta o el animal vamos con este arriesgar, se quiere, y a veces también somos más arriesgados (y no por egoísmo) que la vida misma, un soplo más arriesgados. . . Esto nos proporciona fuera de la [protección un estar-seguros, allí donde opera la gravedad de las fuerzas puras; lo que finalmente nos cobija es nuestro estar desamparados y que andemos de tal manera hacia lo Abierto, viéndolo allí amenazado para afirmarlo en alguna parte del más amplio ámbito en que la ley nos afecta” . RA IN ER M ARIA R ILK E i.

“ Vamos con este arriesgar” — dice Rilke— . En nos­ otros, va el querer salir de sí mismo. Ello es en nosotros, forma parte de la gramática del cuerpo, del ser como cuerpo. Cuando Artaud dice: “ estoy decidido a no soportar por mást iempo la argolla del ser o de la ley” , quien clama allí por autosuperarse es la pertenencia al ser. N o es sólo Antonin Artaud quien habla, sino el ser-en-carencia, la fisura del cuerpo que exige el riesgo. Querer el riesgo

(1)

Citado en alemán por Martín Heidegger en: Sendas Perdidas “ ¿Para qué ser poeta?” La versión al castellano fue realizada por H. Ossott.

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está por encima de mi decisión; el riesgo me pertenece, pero como ley y gramática sólo me permite un salto a medias, retenido, siempre en regreso, “ afirm ador” . La vida se vuelve soportable por esos instantes de “ comunicación” que la suspenden en una suerte de vacío. Por la nada, la vida se afirma. E s necesaria una dosis de muerte, de anonadamiento del ser: “ Lo que es primero no es la plenitud del ser, es la grieta y la fisura, la erosión y el desgarramiento, la intermitencia y la corrosiva privación; el ser, no es el ser, es esta carencia de ser, carencia viva que hace a la vida desfalleciente, inasible, inexpresable salvo por el grito de una feroz abstinencia” . M AURICE BLANCHOT. Artaud *.

Pero allí donde el ser en carencia se busca más allá de sí mismo se abre sólo un movimiento hacia la supera­ ción, la plenitud tiene como exigencia el aniquilamiento, y la gramática del cuerpo, el ir con el riesgo hace del ani­ quilamiento una afirmación y así manteniéndose entre afir­ mación y anonadamiento, el ser se desenvuelve en los lími­ tes de privación, carencia e intermitente plenitud. La gra­ mática del cuerpo paraliza al ser que soy, me retiene en el extremo del vértigo. El proyecto de salir de sí mismo regresa al proyecto. La exigencia de ser en la muerte de­ vuelve al ser a la vida que es carencia de plenitud. Sobre ese movimiento la vida se desgarra, se funda, se destruye.

(2)

Citado en: Artaud, Antonin. Cartas a André Breton. Prólogo de Miguel Morey. Pequeña Biblioteca Calamvs Scriptorivs. 1977. Barcelona.

8.

LA OBRA, LA CARENCIA

La voz de la obra está en la cercanía del origen. Origen quiere decir aquí fundamento. Ella habla desde la fisura del ser, desde su grieta. Su movimiento fundado en la “ carencia” del ser repite el movimiento del querer-salirde-sí-mismo. Ella es eco, resonancia del ser como origen. En ella habita la urgencia de disolver el mundo, de “ inexpresarlo” (B arth es): negando el tiempo, la acción y el proyecto lo restaura a su vez, devolviendo a los hombres la afirmación de sí mismos. La obra propone una experiencia límite, la instauración de un cuerpo en trasvasamiento; porque es eco del ser-encarencia su herida es igualmente incurable. Su movimiento un fracaso y sólo en la medida en que es movimiento hacia la superación del discurso y prisión en el discurso, sólo allí donde no puede cerrarse ni cercar lo inasible ella es obra. El ser es en cuanto a que en la “ des-ocultación” (Heidegger) de la fisura muestra que no es en modo alguno 1 en ese movimiento inicia la lucha por ser siempre más allá de sí mismo; en esa experiencia límite, imposible, donde el ser retenido en sí pulsa hacia el salto que lo niega, la ley que lo devuelve a sí mismo lo afirma en la prisión de no ser más que en el movimiento de afirmación y de negación.

(1)

Heidegger muestra: “ En el centro del ente en totalidad existe un lugar abierto que es un claro. Pensado desde el ente es más existente que el ente. Este centro abierto no está circun­ dado por el ente, sino que este centro claro rodea a todo ente como la nada, que apenas conocemos. El ente sólo puede ser, en cuanto ente, si está dentro y más allá de lo iluminado por esa luz. Sólo esta luz nos ofrece y nos garantiza un tránsito al ente que no somos nosotros y una vía de acceso al ente que somos nosotros mismos” . El origen de la obra de arte. F.C.E. 1973. México.

92 93

D e la misma manera, la obra se asienta en un movimiento interior que, por una parte disuelve e inexpresa su cuerpo, su temporalidad y por la otra, en la lucha por disolver mun­ do, tiempo, conciencia e historicidad afirma la conciencia del existir cuando en los límites aborda las intermitencias, el hervor, los trasvases de esplendor que la anonadan.

9.

LA CARENCIA, LA M UTILACION, LA INOCENCIA

“ Todos lo hemos visto venir, esta huida del aconteci­ miento que se desarrolla en lo invisible, ese renuncia­ miento, preparado simultáneamente y en todas partes de un mundo que se desdice del equivalente sensible” . RA IN ER M ARIA R ILK E . Carta sobre Paul K le e 1.

Porque no podemos abandonarnos a lo que es, porque hemos “ olvidado” lo esencial, nuestra habla es fracaso, carencia y anhelo. “ O lvido” quiere decir aquí, dar la espal­ da, abandonar. Lo que se nos abre en la carencia es lo sin fondo, lo que carece de soporte. Desde lo sin-soporte, el poeta busca fundamento y retención, no el fundamento de lo histórico que en modo alguno fundamenta hoy, sino el fundamento esencial que retenga y ampare la soledad del discurso del existir. Olvidar lo esencial ha significado para nosotros que hemos “ puesto en juego” el vivir y urgidos por la presen­ cia de la fisura en nosotros, eludiéndola, violentándola o desviando de ella lo que nos habla de disipación y muerte, nos queremos sólo como lo más viviente, nos queremos (creem os) sólo como poder. L o desviado es el “ claro” de nada (H eidegger) que nos hiere y liga a la tierra.

Fundamento, significa, sin embargo, disposición a la fractura, disposición a la ‘transformación en lo invisible” . ( R ilke). Abiertos sólo a la afirmación, no soportamos lo que nos soporta. Negando la negación que nos soporta y en la exclusiva afirmación de nosotros mismos y de lo histó-

(1)

Klee, Paul. Teoría del arte moderno. Edic. Calden. 1971. Buenos Aires.

94 95

rico, no podemos recibir ni lo sagrado, ni el misterio. No podemos disponernos al asombro. En la angustia de vivir la herida del existir, en la urgencia de sobrepasarla, no se mira lo sagrado. Allí sólo se es tensión y lucha, futuridad. Pero el misterio sólo es posible en el reposo. Se abre cuando cesamos de oponernos al anhelo. Se abre cuando nos disponemos a lo inobjetivable. Lo olvidado es la posibilidad de suspender decisión, palabra y acto. Hemos olvidado suspendernos, ponernos entre paréntesis. La vida en progreso impide el devenir en lo que es, lo oscurece, lo elude. Inmortal se supone el hombre en progreso que decide sobre el tiempo del existir y olvida su fundamento. Para quien así decide no hay posibilidad para el misterio y en consecuencia tampoco para la inocencia, estado necesario a toda recepción. En la inocencia, fracaso y éxito se presentan como lo que debe ser siempre, desde el riesgo esencial. En la inocencia la disponibilidad al riesgo rebasa medida y cálculo; por ella sólo se es asombro. No hay conclusión para la actividad de lo inocente, hay sí urgencia de responder al llamado, pero jamás rodeo, nunca distancia o retardo. Hacia lo indeciso o claro impulsa el anhelo de1 inocente, libre de pérdida y ganancia, lo que lo dispone es el movimiento al riesgo. Inocencia no es ignorancia. La perversidad tiene en común con la inocencia, que agotadas todas las posibili­ dades debe acudir a la dulzura. En la cumbre de la per­ versidad al perverso sólo le resta amar lo que niega; recompone su estado de mutilación desde la nostalgia, se dispone a ser asaltado por lo sacro. El niño, el león y el camello son las tres “ virtudes” de Zaratustra: la inocencia, la fuerza, la carga. . .

10.

LO SAGRADO

Lo sagrado no puede ya estar referido a la figura de un Dios. Si todavía tenemos acceso a ello, nosotros los que vivimos sin-soporte, recibimos lo sagrado en la cum­ bre de la angustia. Lo sagrado aparece cuando en recono­ cimiento de nuestra pérdida, y abandonados al devenir del existir, fluye hacia nosotros el resplandor, la claridad del movimiento del vivir, entero, sin exigencias, libre. Lo sagrado es instante, nada hay allí para la reflexión ni para la conclusión. Absortos en la naturaleza, entregados a su respiración, lo extraño se abre en nosotros no para ejercer el efecto de la disparidad, del extrañamiento, de la separatidad sino para instalarnos en lo que Rilke llamó la recepción de las fuerzas puras, allí donde el movimiento del nacimiento, el caer y el morir se dirigen hacia un centro que conserva y sostiene toda disminución hacia un renovado nacimiento, pero no asido a permanencia alguna sino colo­ cado en la disipación, en el vacío. . . Centro que Rilke explicará con la imagen de la fuente, que en su impulso originario es ascenso y caída. Lo que se nos revela en el desamparo y en la cumbre del vivir en carencia es el límite de la angustia. Lo que todavía nos protege en la angustia es la disposición, la inocencia, la capacidad de poner al mundo entre paréntesis y volvernos pasillo, circulación del devenir. En la cumbre de la angustia, “ los lirios del cam po” descritos por Kierkegaard se presentan como lo libre de exigencia, en reposo. Quien desde aquí vivencia lo sagrado, permanece absorto en el temblor de ser; suspendido el yo, se circula con el circular del existir, hacia ninguna parte: “ ¿no será también posible encontrar “ el instante” ha­ blando? D e ninguna manera, sólo callando se encuentra el instante; mientras se habla, basta que se diga una sola palabra, se soslaya el instante; solamente en el silencio 96 97

está el instante. Y por eso, porque no puede callarse, es muy raro el caso de que un hombre llegue a comprender debidamente la presencia del instante y que, en consecuen­ cia, lo aproveche debidamente” l . Pero el vivir en proyecto nos niega esta disposición. Se nos educa para el olvido de lo esencial. La vacancia en lo que es nos está negada, también la vivencia del “ ins­ tante” . En la vida en proyecto acentuamos nuestro ser frag­ mentarios. Lo abismal que nos inscribe es “ olvidado” , obliterado por la urgencia del decidir; pero lo abismal no deja de hablarnos, exentos del reposo requerido para el diálogo con lo que abismándonos nos funda, impedidos para el asombro, el movimiento de nuestro vivir sigue una imagen del vivir que excluye reconocerse en la muerte. Entonces, la vida vivida como imagen, proyecto, con­ quista sí, pero olvida que lo dominado es inseguro. El hombre en progreso desdibuja una parte de lo que lo fundamenta: lo sin soporte que él es. La poesía en señalamiento de lo abismal y sin soporte que nos signa, fundamenta, en la medida en que acercán­ dose a lo que nos fundamenta descubre el desamparo y una posibilidad de vida desde lo desamparado. Ella seña­ la lo que todavía hacemos. Ella dice: esto mientras tanto acontece entre los hombres. Descubre el esplendor y la po­ sibilidad de la desesperanza, lo que creamos desde el dolor, en el ejercicio de vivir sobre lo sin fondo. Sólo en este sentido saca al habla del fracaso y lo dispone para el tes­ timonio. Lo testimoniado es el murmullo del dolor humano, la pugna y la persistencia de lo humano en lo humano, la imposibilidad de trasgredir el límite y la disposición al comienzo, a la inocencia, a la pérdida.

(1)

Kirkegaard, Sóren. Los lirios del campo y las aves del cielo. Edic. Guadarrama. 1963. Madrid.

IV / RIESGO, DESAMPARO Y DISTANCIA

1.

LA OBRA, LA MASCARA, LA DISTANCIA

¿E s trágico el orgullo de la máscara o acaso una paro­ dia? Decir no cuando se desea. E s ésta la moral de la máscara.

“ Nadie en el fondo quiere la luz, ni Hegel mismo la quería; la inteligencia está dirigida a una falsa luz, busca un inaprehensible espejo. ¡La luz lo destruiría todo, la luz sería la Noche!". (1) La inteligencia ama la máscara. Ella establece con lo abismal las reglas del juego como Ulises lo estableció con las Sirenas. Escucha hasta donde quiere. N o pregunta a lo abismal: — ¿qué eres?— . Sino, inviniendo la pregunta dice: abismo, abísmate en mí. N o se pone en juego. Con­ templa el “ ponerse en juego” de los otros como un es­ pectáculo en cuyo centro no se permite a sí misma acceso alguno. La máscara es lo específicamente literario, a ella le concierne el sistema que resguarda, el lenguaje que ampara. Por ella el narrador discurre, elige, decide. A ella per­ tenece lo que la moral llama “ el dominio de sí mismo” , nunca el incendio, el hervor, el pánico. Embellecer el horror es el sentido de su movimiento. Diseñar es la palabra más ajustada a la acción de la másca­ ra. Ella vuelve habitable las zonas de error o de confusión. Colorea el espanto, acude al discurso piadoso, transforma en belleza lo que nos degrada. Pero la vida desconoce la máscara. Vida es impulso, peligro y tensión hacia el desca­ labro. Al fondo del soy que nos habita reina el azar y la inclinación por lo oscuro. E l arte como vida vivida desde el “ dominio de sí mismo” se juega desde la elusión. Y la obra trazada desde

(1)

Bataille, Georges. El Culpable. Edit. Taurus. 1974. Madrid. 101

la máscara (los discursos nostálgicos, el personaje, la retó­ rica, la dialéctica) es en relación al peligro y al riesgo apenas un catafalco. El escenario de una estatuaria fúnebre tragicómica. Allí donde los cuerpos vueltos piedra se inmo­ vilizan en un gesto. “ . . . ¿no se escriben precisamente libros para ocultar lo que escondemos en nosotros?” (Nietzsche).

Lo “ escondido” en nosotros es el punto vulnerable, el lugar que nos hiere como pertenencia al Ser. E l lugar de nuestro hundimiento. Donde ya no podemos ser puente sino barranco. Por el amor todo el artificio que somos se precipita en la postura ridicula que desdice del dominio. Por el arrobo y el éxtasis en el “ afuera” de la obra, en el lugar anterior a ella, quien contempla adquiere la expresión de acecho por lo que se le resta o por lo que le rehuye. Pero en estas instancias el “ personaje” es ya lo imposible. Lo que creemos ser, lo querido, se descoloca. La mirada en ausencia de la máscara se abisma como la mirada del loco. Entre la obra y el amor media un gesto equivalente: el del deseo. En ambos se levanta una exigencia: destruir los “ soportes literarios” . Lo amado no es un rostro, una virtud, un más alto conocimiento sino el cese, la suspen­ sión de la pregunta, del error y de la errancia. Lo amado es un centro que nos borra, que disuelve la aventura (es­ cribir, leer, am ar): “ El fantasma del deseo es necesariamente mentiroso. Lo que se da como deseable está enmascarado. La más­ cara cae un día u otro y en ese momento se desen­ mascara la angustia, la muerte y el aniquilamiento del ser perecedero. En verdad, tú aspiras a la noche, pero es necesario dar un rodeo y amar rostros amables. La posesión del placer que anunciaban esos rostros desea­ bles pronto se reduce a la posesión desarmante de la muerte” . G. BA TA ILLE. El Culpable.

La obra que no permite la entrada a ese estar espasmódico, la obra que no atrae hacia sí el fascinante espacio del descontrol, los excesos, la vulnerabilidad, lo indecible, permanece en el límite de la estatuaria como objeto. Nadie sale más allá del libro si éste no se propone como fuga y distorsión de sí mismo. E l ser que traza Heidegger en su sistema se hace fas­ cinante cuando encarna un temblor que lo niega y que como un cuerpo más se pudre, se disuelve y pugna por mantenerse en el espejeo de la apariencia. El ser se hace ser cuando pierde el dominio y se erige como misterio. La primera máscara pertenece a la moral de quien no desea el incendio sino la conservación, la de quien prefiere la ilusión a la certeza. La primera máscara se juega con el “ ponerse en juego” . Coquetea con los abismos, pero nunca es abismo. La primera máscara pertenece al discurso. Se puede ser siempre un charlatán del riesgo. Se puede hablar de la aventura y nunca ser la aventura. Se puede. La máscara es un poder. Puedo todavía hablar allí donde el horror está bajo mi dominio. Puedo todavía hablar cuando por sobre la atracción de lo sin fondo ejerzo la distancia. La escritura clásica participa de ese poder. Controla la ausencia. Se ampara en la tercera persona. Y cuando dice “ yo” , todavía le queda un último yo. E l yo del poeta pertenece todavía a la primera máscara. Pero porque en esencia decir yo es pronunciarse por contenidos, decir yo es sacar a la luz el personaje que me creo, nunca la desnudez. El distanciamiento del autor con respecto al texto y a favor de un poner al descubierto la trama del lenguaje implica el ejercicio de un dominio. El centro o la fractura no pertenecen al “ afuera” de la obra sino a la estructura del lenguaje y esa estructura es operativa. Igitur es puesto en juego como lenguaje; impedido a alcanzar el absoluto y siempre devuelto al espesor del 102 103

lenguaje. Lo que lo impide al salto es su carácter de “ per­ sonaje” . La proximidad a la transparencia de un Igitur está sostenida por la distancia ejercida por el autor que dispone para una “ tercera persona” el espacio abismal. Mallarmé pone en juego el lenguaje hacia el silencio, hacia la nada, pero el trasvase es imposible en cuanto a que media la distancia ejercida por Igitur. Mallarmé utiliza la repre­ sentación, parte de la imposibilidad de desprenderse del artificio, la máscara del lenguaje mismo. Igitur nos revela la bufonada del filósofo y del poeta que quieren romper la distancia conservando el yo. La segunda máscara pertenece a quien ha tocado el dominio del horror, el “ afuera” de la obra. Ella resulta de una conversión. E s la exigencia de quien tocando el abismo y lo sin fondo, se dispone a vivir y a aceptar la vida al ras de lo que ella es: lo ilusorio, la máscara; pues abjurar de la máscara significa despojar de sentido y de valor la acción a nivel del mundo. El viajero, fatigado e insaciado, incapaz de aferrarse ya, pide la segunda máscara: una adhe­ sión, consciente del absurdo. Máscara para hacer todavía hospitalario el lugar entre los hombres y el mundo. Corresponde al bufón y al sabio esta segunda máscara. Ella ríe, no puede dejar de hacerlo, concede y se burla, sufre su propia caricatura y dibuja los límites de su cárcel, que debe amar para no perecer. Su heroicidad consiste en saber que no hay lugar para la conquista ni para la espe­ ranza, como tampoco método o sistema que no sea a su vez una trama ilusoria contra lo ilusorio. Asumiendo su alienación esencial: hablar, pensar, escribir, actuar, como distorsiones del yo que somos, la segunda máscara vive hasta el colmo su absurdo papel, sus roles y su tinglado, embrutecida como Sísifo, quien al no poder zafarse de la piedra tuvo que ser piedra, castigada como Rimbaud por la imposibilidad de la trasgresión última: alcanzar la liber­ tad de ser. La segunda máscara es el resultado del desesperar de la máscara. Pertenece al sabio que decepcionado aún debe actuar. Pertenece a quien vio la luz tal como la vio el sabio de las cavernas (Platón) y que sin embargo, debe

olvidarla para continuar viviendo entre los hombres. Per­ tenece a los poetas “ de la noche del M undo” : . .Viajero, ¿quién eres tú? Veo que recorres tu cami­ no sin desdén, sin amor, con ojos indescifrables; húme­ do y triste cual una sonda que, insaciada, vuelve a retornar a la luz desde toda profundidad . . . ¿qué buscabas allá abajo?. . . , con un pecho que no suspira, con un labio que oculta su náusea, con una mano que ya sólo con lentitud aferra las cosas: ¿Quién eres tú? ¿Qué has hecho? Descansa aquí: este lugar es hospi­ talario para todo el mundo . .. ¡recupérate! Y seas quien seas: ¿Qué es lo que ahora te agrada? Basta con que lo nombres: ¡lo que yo tenga te lo ofrezco! . . . “ ¿Para reconfortarme? ¿Para reconfortarme? Oh tú, cu­ rioso, ¡qué es lo que dices! Pero dame, te lo ruego . . . ” . ¿Q ué? ¿Qué? ¡Dilo! . . . “ ¡Una máscara más! ¡Una segunda máscara!” . .. 1.

(1)

Nietzsche, Friedrich. “ ¿Qué es aristocrático?” . Más allá del Bien y del Mal. Alianza Edit. Madrid. 1975.

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2.

LA DISTANCIA. LA DESNUDEZ

En la desnudez, el soy que somos se comporta ante el ser como los amantes separados por la reja y que adheri­ dos a ella, en el incendio, no logran disolverla. Desde el soy desnudo al Ser media el intervalo de un enrejado, de una tela metálica cuyo trasvase nos exige el ser perforados. Nadie se cuela impunemente entre esa red sin añadir al cuerpo las hendiduras de sus enlaces, huecos, espacios abiertos e incisión de líneas, de púas. El despojamiento hacia el trasvasamiento del ser marca. El “ personaje” , ya sea literario o pertenezca a la persona, está referido siempre a lo que no pudo ser. Colocarse en la desenmascaración significa situarse en un límite descalificador. R ota la distancia fundada en la máscara aparece la angustia de la desnudez, lo abandonado en esa ruptura es el dominio de lo individual. La obra se funda en esa exigencia.

“ E l espíritu sólo conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramien­ to. . . sólo es esta potencia cuando mira cara a cara a lo negativo y permanente cerca de ello” . G. W. F. Hegel. Fenomenología del espíritu. Mirar cara a cara a lo negativo y permanecer cerca de ello, significa en lo que concierne a la obra un escribir sin la posibilidad de centro, escribir no porque se puede decir algo, sino escribir retirado de la posibilidad de escribir.

“ Yo amo a quien quiere crear por encima de sí mismo y por ello perece” ( Nietzsche). Escribir “ por encima de sí m ism o” es disponerse a un hacer desde el vacío, desde el lugar donde las palabras

ya no son activas sino que son el murmullo, el residuo de lo que no pudiendo dejar de hablar y desde el despe­ dazamiento enuncia sólo brechas, intermitencias, sombras, n a d a s .. . “ momentos de ser” (Virginia W oolf). En la desnudez lo que murmura es la mudez del ser. En el extremo de la descolocación de la máscara es posible la dramatización, la vuelta a la retórica y a la piedad por el yo sacrificado: “ ¿A quién alquilarme, a qué bestia adorar?” — clama Rimbaud. Derruido el soporte mítico, cuando no queda nada, y en la desesperación, el autor sin embargo, puede hacer de la ausencia un dios. Mallarmé convirtió a la muerte en un espacio de ejercicio verbal. Se amparó en ella por el lenguaje, tentó la mudez del ser, fundó el poema de la nada. Mallarmé convierte a la muerte en proyecto, obliga al universo verbal a entrar en el espacio negativo para saberlo. Positiviza a la nada, a la negación. Pertenece al espacio poético contemporáneo la posibilidad de afirmarse en la ausencia, en la noche. . . El poeta hoy hace de la ausencia, de la nada, de la mudez del ser, la casa de sí mismo, y funda por la palabra poética la resonancia de lo que la silencia: “ Nosotros que, de nacimiento, conocemos las mentiras exóticas y la decepción de las vueltas del mundo (ha­ biéndolo visto todo, en las muchas leguas de espacio de las obras maestras con los ojos de nuestro espíritu y los ojos de nuestra cara) vamos, simplemente, al borde del Océano, donde no persiste más que una línea pálida y confusa, para mirar lo que hay más allá de nuestra habitual residencia, es decir el infinito y la nada” i. “ Mi mente, cansada de la razón discursiva quiere arre­ batar los mecanismos de una nueva, una absoluta gra­ vitación” 2.

Lo que se precipita en la desnudez es la posibilidad del hombre como centro del mundo, y el mundo mismo. Quien

(1) (2)

Mallarmé, Stéphane. “ Un golpe de dados jamás abolirá el azar” . En: Poesía. Ediciones Librerías Fausto. 1975. Buenos Aires. Artaud, Antonin. “ Correspondencia con Jacques Riviere. “Carta a la vidente. Tusquets Editor. Barcelona. 1971.

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habla desde la desnudez es un ausente, el desaparecido. En el espacio de esta escritura no hay territorio por con­ quistar. Lo que allí habla es nadie, queda el habla del lenguaje, “ el lenguaje se habla” . Hablando desde el nadie, pero abandonando la desga­ rradura que lo conforma, el arte contemporáneo ha ins­ taurado una “ retórica de la nada” . Para salvarse de la precipitación en la ausencia ciertos artistas han utilizado el dominio sobre la nada, la han atraído al espacio de lo lúdico, conservaron contra ella la máscara que protege de la despersonalización. Hicieron de la nada un texto. Duchamp, Warhol, Mallarmé, Beckett, los artistas con­ ceptuales, los realizadores de poesía visual se juegan en esta retórica. Ellos danzan sobre el abismo, pero los defiende la con­ ciencia del juego, la imposibilidad de dramatizarlo. Han elegido la segunda máscara, y sabiendo de la noche hacen de la desaparición una “ cosa artística” . Convirtiendo al sin sentido en un valor. Pero la desnudez es un no valor, la imposibilidad del discurso, el instante, la fuga, el texto insostenible.

3.

LA IDENTIDAD DEL CREADOR

“ Si escribir es entregarse a lo interminable, el escritor que acepta defender su esencia pierde el poder de decir “ Yo” . . . . La idea de personaje así como la forma tradicional de la novela, no es sino uno de los com­ promisos por los que el escritor —arrastrado fuera de sí por la literatura en busca de su esencia— intenta salvar sus relaciones con el mundo y con él mismo” . M AURICE BLANCHOT. El espacio literario.

Si la obra se articula sobre la urgencia de una ruptura, si su habla alude a lo que la silencia (el ser, lo esencial), el lenguaje, el poder de decir yo, se retiran para dar entra­ da al asombro. Pero allí el lenguaje se descalifica, carece del poder de disponer, también el pensar ingresa en una pasividad, en una recepción. Lo extraño dispone ahora del pensar, si todavía allí hay habla ella se levanta y se hunde fluctuante e indecisa, absorta, en la proximidad del miste­ rio. En esta zona el habla dice de lo indecible, y el vivir desde la identidad descalificada se vuelve entonces es­ pectáculo, instalación en la contemplación. E l lugar hacia donde conduce la obra es un no-lugar, el sentido que revela la obra en la cercanía de lo esencial es un sin sentido, pero sin sentido aquí expresa lo que Rilke señaló como el “ no lugar sin negación” . Vivir la aparición de lo que no tiene sentido como lo que nos descalifica el pensar y con ello nuestra identidad puede ser visto desde las defensas del yo como una demencia, pero esta demencia pertenece a la “ demencia feliz” , la dicha sin razón que se revela cuando despojados de las “ salva­ guardas” , de la máscara, ingresamos en la continuidad de ser: el espacio indecible que nos retiene y soporta en el riesgo del misterio. Y el misterio significa participar total­ mente desde lo que somos y no somos en lo que es. 108 109

L o que es, nos revela que todavía estamos retenidos por el dolor, la muerte y el amor. Por ello estar absortos en lo que es significa para Rilke celebrar, cantar la trans­ formación de lo decible en indecible, celebrar que la dis­ minución de nuestra individualidad, las pérdidas, las caídas y lo que nos desdice sean soporte y fundamento esencial. Cantar la tendencia hacia nada de todo lo que es como el cumplimiento esencial de ser. Pero quien desde este saber, escribe, ama, vive, no puede ya localizar su acción bajo el amparo de la decisión, de “ las relaciones con el mundo y con él mismo” . Su acción allí pertenece a la pasividad de ser, al desapego, a la imposibilidad de involucrarse seria­ mente en los asuntos del yo. Toda identidad se convierte desde esta perspectiva en caricatura, farsa, trampa que nos elaboramos, compasión y piedad. Por el “ compadecer” el “ yo” se acreece en lo literario, vivencia la posibilidad de una “ salvación” , supone la defensa de algo, un contenido, una idea, una instancia; acomodado en la comodidad de la defensa, no mira hacia lo abierto, se coloca ante y contra, nunca en. En ausencia de la posibilidad de la piedad, en la descalificación del heroísmo del yo, cuando quien escribe y quien vive, en la cumbre de la dramatización, descubre en sí un claro de nada que lo desvincula de la pasión se dispone entonces a la entrada de lo extraño. Lo extraño allí descalabra lo dramático, nos reímos de nosotros mis­ mos, de nuestra compasión por la herida y nuestro apego por la lamentación que no es más que miedo ñor la extrañeza. Lo extraño es ser doliente y amante en medio de la indiferencia de lo que es. Zaratustra amaba a las mariposas que locas vibraban en lo que es sin conciencia y en un ámbito de riesgo. Sólo nosotros nos colocamos ante, opo­ niéndonos al riesgo, calculando la aventura, disponiendo de nuestro ser, convirtiendo en destino lo que carece de designio. Destino, dirección, surgimiento, lo venidero (Zukunft = hacia lo que viene) eso está antes. Destino significa brote. Para Rilke, destino es todo lo anterior a la infancia, destino significa en Rilke la perte­ nencia al ser. Pero pertenencia al ser entonces se debe mirar como lo que siempre deviene y siendo se presenta

por encima de nosotros, disponiendo de nosotros en el alzar o en el hundir. Lo que individualmente podamos salvar de este movimiento se hunde en el movimiento mismo. Nada aquí es salvable ni pertenece a nuestra disposición. El misterio que celebra Rilke desde esta perspectiva es que todavía podamos hablar y decir entre un fondo de indecible. Lo magnífico para Rilke es que fundados sobre una ausen­ cia podamos todavía encontrar en ella fundamento, y que nuestra disminución sea lo que nos afirma como lo que todavía anhela.

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4.

IDENTIDAD Y REMINISCENCIA

Por lo cotidiano y la reminiscencia, de una costumbre o por el recuerdo humano se asimila a un entorno. Los diarios objetivan el existir. A lo indeciso

por la reiteración de su pérdida lo gestos y rituales o lo desvaneciente

se opone una cosa dura, una forma, objéticamente presente. El apego a la historia individual nos vuelve anticuarios, poblamos para no desfallecer en lo sin rostro: “ Lo que en Combray daba forma, coronamiento y consagración a todos los quehaceres, a todas las horas y a todas las perspectivas de la ciudad era el cam­ panario. .. ” 1.

Cada quien se apega a un campanario, centro impro­ bable hacia el cual se vuelca la aventura o la desventura. Cada quien quiere saberlo cierto, no un sueño, no el trán­ sito de lo ilusorio que nos vuelve ilusorios, sino objético, real, pleno de certidumbre, colmado de sentido; hacia un campanario así siempre se vuelve cuando la decepción, el cansancio o la opacidad del sinsentido precipitan al abismo la razón de ser. El campanario es el dibujo que trazamos para hacer posible el vivir. E s una columna contra el des­ amparo, la fortaleza que da lo imaginario y que alimentada por la esperanza nos retiene en el movimiento de la inven­ ción del vivir. El reflejo que el pensar lanza sobre lo existente garan­ tiza una racha de esplendor y consistencia a lo que parece hundirse incesantemente en lo indiferenciado. Hay una noche que abisma el campanario, centro de toda identidad. Hay una presencia que nos inesencializa. Por esa presencia lo que es deviene silenciado. No la prudencia sino el miedo

(1)

Proust, Marcel. “ Por el camino de Swann” . En busca del tiempo perdido. Alianza Edit. Madrid. 1969.

nos vincula a los objetos familiares, se trata de poseer una imagen, no importa lo precaria, contra lo sin fondo que amenaza. E l movimiento de la obra literaria es pues tam­ bién recortar de lo indiferenciado el instante, el perfil, los gestos de lo que tiende a sustraerse. El tiempo, el yo, la memoria son las defensas contra el incesante devenir hacia ningún lugar. La obra, el libro, la historia particular pretenden imponer su dominio contra el vacío. El creador se aferra a un hacer pensable la realidad, la obra al final le muestra la ilusión de su tarea. Llevando a cuestas una imagen de sí mismo, de los otros y del mundo, domina el querer decir, impone a lo decible la respiración de un estilo, lo inscribe en una forma, hace literatura. “ ¿Para qué mentir, para qué situar en el plano literario algo que es el grito mismo de la vida, para qué dar apariencias de ficción a lo que está hecho de la sustan­ cia que no puede desarraigarse del alma, que es como la queja de la realidad? A NTO NIN ARTAUD. Carta a jacques Riviére.

Fuera del discurso queda esa región inaprehensible, muda, no dominada por la ley del lenguaje ni por los contornos de la identidad. Esa región fuera de la servidum­ bre verbal devuelve a las cosas su presencia inaudita. Soli­ tarias ellas se yerguen y nosotros con ellas como los que no podemos decir sobre ellas. En el cese de la conciencia que divaga sobre las cosas, en la suspensión de mi indivi­ dualidad, en el acallamiento de la frase, de la idea o de la intención aparece la pureza de un estado de existencia que no es aprehensible sino como lo que está— a h í: puro, íntegro, sin historia, desnudo. Lo excesivo de tal estado es que desborda el lenguaje. Quien escribe se defiende de la experiencia anterior a la escritura. El espacio literario provee contra lo que se revela: el inaprehensible murmullo del existir que se precipita en la ocultación y en la vacuidad. No se trata de escribir textos perfectos, el texto perfec­ to es una morada contra el naufragio. Por la obra alcan­ zamos la evidencia del naufragio; el espejismo que se 112 113

dibuja en el desierto nos incita al viaje, a la búsqueda y siempre un nuevo espejismo oscurece lo desértico. Escribir es quizás oponer al desierto el espejismo, sabiendo que el desierto vence. La tarea de escribir es desde aquí la tarea inútil, pero esta tarea por la que el escritor se sabe en disminución y sabe al vivir como lo que siempre está en situación de resta se opone al mundo como la tarea ver­ dadera. La “ tarea verdadera” quiebra los centros, lo posible, el recuerdo, descoloca los límites, la seguridad, el amparo que ofrece al existir un campanario, una forma reconocible. Pero allí donde en los límites descubre la decepción y se enfrenta con lo ilusorio, la apariencia y la mentira del recuerdo, de esos centros erigidos como salvaguarda, no puede avanzar más. E l escritor debe permanecer en la pobreza de su tarea: “ convertir el ultraje de los añ os/ En una música, un rumor y un sím bolo. . . ” ( Jorge Luis B orges). E l símbolo es el espejismo que nos garantiza la realidad. Por él somos idénticos a nosotros mismos, poseemos el contorno que asegura del vacío y frente al derrumbe, aparece como lo que nos sujeta a una historia, lo que nos religa a la coherencia de una acción. Afuera queda el desierto, la noche, la nada, el sinsentido, aquello que nos invita a desaparecer, aquello que siempre habla al fondo de toda acción y de todo gesto y que amenaza la ilusión y la esperanza de una palabra, de un lugar probable, de una certidumbre. E l afuera, el desierto se ofrecen como la aniquilación del espejismo. Significa disponerse al derroche. En estos extremos ni identidad ni obra, y en estos extremos se opta o continuar en la tarea imposible o aventurarse en la aventura de lo que ya no puede tener rostro, ni casa ni centro.

5.

EL AMBITO DEL RIESGO. EL DESAMPARO

¿De quién soy la voluntad, quién quiere de mí? E. M. CIO RAN. Breviario de podredumbre.

Vivir, escribir, conocer significa que por la pregunta el ámbito por el cual se es y desde donde se es se pone en juego. Poner en juego y lanzar a la aventura indica o revela a un sujeto que acepta no poderlo todo. Quien se rehúsa a la aventura supone que domina una economía del vivir, unas reglas, una verdad, un lenguaje certero, una identidad inconmovible. Amparado en las relaciones con un mundo “ interpretado” mantiene, conserva y sigue la ley de lo ya interpretado. Desde el riesgo, la obra y la vida se despliegan sólo como deseo. El conocimiento descalificado como saber invita a quien piensa a instalarse en la noche del saber. Lo que se nos abre cuando en los límites no podemos saber­ lo ya todo es lo sin fondo. Ponerse en juego entonces significa vivir y escribir sobre un sin fondo. Lo escuchado sobre lo sin fondo es el edsamparo y que somos todavía desde el desam paro. . . Escribir, vivir, desde esta perspectiva indica un hacer “ por encima de sí m ism o” (Nietzsche). N o se trata aquí del conocimiento por el conocimiento, un conocimiento de tal naturaleza siempre está amparado por una moral, una servidumbre. Crear “ por encima de sí mismo” es descubrir que tanto el pensar como el hacer de la obra participan de lo que Heidegger llamó Holzwege ( “ caminos trazados por las vetas en la m adera” , “ caminos hacia ninguna parte” ). Lo que aquí se arriesga entonces es la imposibi­ lidad de alcanzar un valor. La obra es entonces la dispo­ sición a perder. No adherida ya a una voluntad de verdad, arriesgándose en el juego a perder el juego, la obra se vuelve testimonio de un “ mientras tanto” , el instante que 114

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todavía le permite al danzarín de la cuerda floja cumplir su última pirueta. O también, en la cercanía del desamparo, el vivir, el hacer la obra, se convierten en la relación de asombro por lo que todavía nos asalta con su presencia: el temblor del borde de una hoja. Lo más difícil es con­ vertir el desamparo en la posibilidad de la fiesta. Whitman y Rilke celebraron a partir de lo que pendía en el abismo.

“ ¡Dios mío! ¡Cómo se clavaron en mí, cuando salí de la estancia, los colmillos del conocido dolor, el deseo de hallarme con alguien que no estaba allí! ¿ Qui én ? . . . ” V IR G IN IA W OOLF. Las Olas.

Todavía los personajes de Las Olas tienen un rostro que cubre el desamparo: Percival. El “ conocido dolor” posee así un centro, una identidad a qué hacer referencia: Percival no está allí. El conocido dolor se ampara bajo una interpretación. Pero ¿a qué referir “ el conocido dolor” cuando se sabe que nuestras relaciones con el mundo son sólo interpretaciones? ¿A quién referir el dolor, la muerte, el amor cuando se vivencia la desnudez de lo que som os? Lo que nos asegura contra la desnudez y el desamparo es tener siempre cerca un rostro interpretable, un juicio y un culpable, una verdad y un error precisos. Lo que nos protege de la desnudez del soy es la posesión de una cara, el reconocimiento, el reconfortante bienestar de per­ tenecer a la servidumbre de un asidero. Los hombres se empeñan siempre en que sus enemigos posean un límite y un contorno preciso, una geografía capaz de ser tras­ gredida, una localidad para la amenaza. E l saber filosófico se ha empeñado en localizar la amenaza del ser que somos. La palabra localiza a la angustia, la concreta, la objetiviza, encuentra al culpable. Quiere un combate entre zonas abor dables. Aligera el combate. El otro combate pertenece a quien se arriesga en la lucha con lo que no tiene rostro, y en este nivel no hay un signo suficiente, una palabra, ni un universo verbal. Los signos, los símbolos, los rostros localizan el dolor,

interpretan. Pertenecen a las justificaciones y explicaciones reconfortantes. Señalan un culpable y una culpa y en con­ secuencia ponen cese a la posibilidad de ponerse en juego. Y o amo — dice quien vive en el ámbito del riesgo— pero, ¿a qué? Yo espero, — ¿qué? pero, ¿a qué? Lo amado: el amar mismo. Lo vivido: el vivir. Lo esperado: la espera. Amar, vivir, esperar desde aquí se sostienen sobre sí mismos. “ iQué extraño es ver las cosas sin adherirse a ellas, desde fuera, y darse cuenta de la belleza que tienen en sí mismas! Y, entonces, !a sensación de haber sido liberado de un peso. Las ficciones, las falsas creencias y la irrealidad han desaparecido, y la ligereza ha llega­ do dotada de una especie de transparencia, haciéndose invisible, y se va a través de las cosas, mientras uno cam ina.. . ¡Qué extraño!” V IR G IN IA W OOLF. Las Olas.

Sin embargo, lo sabemos, en el ámbito de la vida vivida en proyecto se nos exige una servidumbre, una enfermedad, una víctima. Lo vivido no es la vida sino la explicación de la vida, nunca el dolor de ser sino la explicación del dolor en el encuentro de un verdugo. Cada quien debe tener su verdugo a la mano para sostener un juicio y obte­ ner sobre el vivir una victoria, aunque sea una falsa victoria. El misterio sin embargo, permanece oculto. Ponerse en juego, vivir desde el desamparo, escribir desde allí significa colocarse ante la sospecha de cualquier posibilidad de respuesta. La obra no es una clave. No responde algo. E s movimiento, la rueda que gira hasta la fractura del eje. El eje no es la obra, sólo lo que la permite. Medio que permite el mover.

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6.

LA OBRA Y SU CERCANIA A LA MUERTE

“ Quien se consagra a la obra es atraído hacia el punto en que ésta se somete a la prueba de su imposibilidad” . M AURICE BLANCHOT. E l espacio literario.

El libro es todavía el escenario de un posible. A través de él circula lo representable: personajes, vestidos, risas, acciones. E l libro da unidad a lo fragmentario y a lo irrepresentable: la vida. Entre actos, pausas, entre texto y texto, el espesor de la vida se mira en el libro como un exceso. La novela par­ ticipa de este exceso, dota al vivir de un fulgor, de una grandeza que no posee. Recortando instantes, magnificán­ dolos, decorando, agrandando aquí o empequeñeciendo allá instala en el contínum del vivir la posibilidad del espec­ táculo o de la pesadilla. La novela como espectáculo se opone a la muerte. Particulariza el sentimiento, recorta de lo indiferenciado, posibilita el “ yo” ofreciéndole el espacio de una escena. Sostiene a la conciencia en el tiempo. Pero sostener a la conciencia en el tiempo significa instalarse en los límites de un rol, de un papel, de un personaje, de una palabra “ sólida” , cargada de certidumbre. En el vivir cotidiano el bombre realiza esta acción como una forma de resguardo, ante el hundimiento en el todo, en el ser de la vida. El habla ampara y opaca, elige y separa, vuelve discernible y a la medida de nosotros aquello que se resiste a todo dominio: la transparencia de un tiempo vital que no afirma ni niega, sino que se resuelve en la neutralidad de la reiteración. E s el hastío, la estabilidad, la inmutabilidad, la angustia de lo sin fulgor lo que impele a la crisis. Hablar, escribir, actuar desde aquí se inauguran como la crisis ante el vivir. Ellos parten de

la disconformidad ante ese abismarse en sí misma que es parte esencial de la naturaleza. Sostenerse a nivel del mundo y no del vivir que es fluyente e indiferenciado, esto es lo que cumple quien se aborda desde el yo. E s decir, quien se yergue desde un retrato que ha prefigurado o presupuesto. L a novela recorta, separa, individualiza; hace visible el dolor del vivir en lo individual, localiza y limita el dolor, el amor, la soledad y la muerte, tipifica el crimen. La pregunta de la poesía, en cambio, desvía la posibilidad de lo demasiado característico y desde la experiencia no ya individual descubre el lugar de la fuga, la fisura por donde escapa la posibilidad de ser plenos. En el origen de ambas está el cansancio y el hastío: el no saber o no poder morir desde el vivir. En su fondo habita el des­ esperar. La palabra se funda sobre la pérdida: se escribe porque no se conoce. Lo conocido en la experiencia es lo inseguro, lo siempre desfalleciente, lo huidizo de las experiencias demasiado particulares que transcurren sobre un fondo inmutable. Pero escribir no significa fijar lo huidizo para recuperarlo, sino hablar un habla de fuga que admite su disolución o su fracaso como habla. Visto hoy el escribir como experiencia, el acto de escri­ bir como un vivir, se sitúa entre los entreactos, allí donde ya no es posible el espectáculo, la escena o el personaje. La seguridad del personaje está fundada por los espacios que lo imposibilitan: la continuidad de ser. E l personaje es límite para un contínum que niega límites. Quien escribe desde el personaje se ampara del riesgo de la obra: abordar lo que la silencia. Roto el artificio de la tercera persona o del yo, queda el murmullo del vivir, de ser. La experiencia allí habla de lo que la obra no puede hablar bajo presión de perecer. Lo literario es lo posible. M ás allá de lo literario: la experiencia de ruptura de los límites. Lo literario es una cárcel que salva. Compromete a un ejercicio que fija en una o dos direcciones el vivir. Despojados de lo literario sólo sabemos que somos. 118 119

Quizás lo que pretende la literatura sea despojar al lenguaje y al hombre de lo personal, arrojar lo en exceso particular que acentúa el dolor. En ese desprendimiento, en esa invocación a la desnudez el escritor pierde el poder de decir, su habla se vuelve neutra, indecisa o nocturna. Pues lo que se abre al fondo y más allá de la obra es la experiencia que no puede pertenecerme, que no es “ típica” , personal, propiedad de un yo sino propiedad del desenvol­ vimiento de un modo de ser. Quien escribe sabe que no hay historia que se sostenga frente al inacabable murmullo de ser. La eminencia de un gesto, la fuerza de un carácter, la decisión, se hunden. Desde la obra, la existencia adquiere la dimensión de la suela de un zapato, la delgadez de un hálito. Asumida como memoria, la obra alza siempre un resi­ duo, el caparazón de un animal que ha resistido todavía contra la desintegración. Ella no recupera un pasado. Lo que descubre del pasado es una falange, la misma que en­ contró Orlando 1 en el desván . . . Lo otro, la futuridad que funda la obra es la posibilidad de morir. Convertir lo insoportable del ser perecedero (la angustia, el deseo) en un poder. Ejercitarse en la decepción. La obra y la vida ejercidos desde la decepción excluyen el deseo de dicha, de lucha, de posibilidad. Lo posible se hunde. La retórica se neutraliza. L a obra, la vida se acercan entonces a lo absurdo: la muerte. La obra habla entonces el lenguaje de lo muerto, la palabra susurra su vacío, pero ese vacío conserva todavía la posibilidad: no cesa de hablar. “ Incluso el último no-sentido es siempre, en el límite ese sentido hecho de la negación de todos los otros” . G EO R G ES BA TA ILLE.

¿Pero entonces, qué se juega quién hace la obra? Lo puesto en juego no es la vida, lo puesto en juego es

(1)

Woolf, Virginia. Orlando. Edit. Sudamericana. Buenos Aires. 1968.

abordar lo perecedero y no morir. Lo puesto en juego es que en la decepción quien escribe debe “ salvarse” en la posibilidad de la escritura. Si la obra nos abre a la muerte quien escribe debe de­ cidir acercarse a su quemadura sin perder. Esta es la trampa de la obra, éste su amparo, su máscara. Conservar la identidad a pesar de lo que nos niega. Soportar, resistir lo insoportable. “ El arte vuela alrededor de la verdad con la decidida intención de no quemarse en ella” . KAFKA.

Lo que se instala por la obra es el disimulo. Lo disi­ mulado es “ la mirada a la Noche horripilante” (N ietzsche), la quiebra del sentido; el arte que se funda como lo posible disimula el horror último del vivir: el ser perecedero. Ese arte funda, opone la última pregunta, interroga pero desvía el interrogar, asume el error de la interpretación como una forma de conservar la distancia, la pregunta que aquí pre­ gunta aplaza la posibilidad al silencio. El lenguaje de esta obra oscurece o elude la grieta donde se abre lo imposible. Aquí el error y la errancia son determinantes.

120 121

7.

" HACER POSIBLE LA MUERTE"

La pregunta de la obra que no afirma ni niega, pre­ gunta si este soy que vive y muere pertenece acaso a la certeza de un vivir o de un morir. Si el lenguaje no me garantiza la realidad, si hablar no es ya un dominio, el tránsito entre el habla y el cese del habla se aniquila. Morir, vivir, adquieren entonces la continuidad de una semejanza. La voz de los textos de Beckett es la de un habla muerta. Sus textos no son indicativos ni salvadores. Des­ pliegan un continum afantasmado. Quien en ellos habla, despersonalizado, no se sabe ni más ni menos real. Tampoco posee la medida que separa la vida de la muerte, esa medida antigua garantizada por el pronombre personal: “ . . . me diré un cuerpo, un cuerpo que se mueve, hacia adelante, hacia atrás, y sube y baja, según las necesi­ dades. Con un montón de miembros y órganos, sufi­ cientes para vivir una vez más, para sostenerme, un momentito, a eso llamaré vivir, diré que soy yo, me pondré en pie, no pensaré más, estaré demasiado ocu­ pado, en sostenerme, en sostenerme en pie, en trasla­ darme del lugar, en aguantar. . . ” SAMUEL BECKETT. Textos para nada.

“ . . . l a preocupación del hombre es hacer posible la muerte” (Blanchot). Hacer posible la muerte significa dominarla a través de una forma que la saque y la inscriba a la luz del vivir. E l hombre por la obra (el obrar) hace más viviente el vivir, asegura el vivir de lo que lo afantasma. La aven­ tura y el riesgo que conciernen al hombre es ser más arran­ cándose de la indiferencia de ser.

“ La obra hace a la tierra ser una tierra” (H eidegger). Por la obra se hace visible lo que es. Lo que es tiende a precipitarse, se hunde continuamente, se concentra en sí mismo, se elude como posibilidad de saber. Pero el hombre se empeña en “ una muerte digna de sí” . Para ello debe también hablar de la vida como lo merecible. Coloca el vivir dentro del espectáculo que debe ser visto y con ello hace digna y posible su muerte. La obra se acerca a la muerte para hacer posible el vi­ vir. Ella salva del hundimiento esencial a todo lo viviente. Instalando al soy en el espectáculo, dotándolo de un ros­ tro discernible, de la fuerza de un carácter, recorta de en­ tre la mudez de ser una geografía, un lugar, un límite. La Catedral, el personaje, la palabra se alzan y se co­ locan ante y sobre el fondo anonadante del existir. Cuando Heidegger señala que la obra hace visible el espacio invisible y que por ella el hombre nota lo siempre encubierto y ocultador, le otorga entonces a la obra y al artista el poder de asegurar, de “ dar confianza” a unos hombres inscritos en el riesgo de existir en cuanto a que la obra “ mundaniza” y vuelve habitable el acontecimiento de que estemos retenidos y “ absortos en el ser” . E sto quiere decir que la obra nos introduce en la con­ fianza de ser ahí en el misterio. Por la obra, por la palabra el hombre se otorga la muerte y la libertad de vivir. Se otorga un centro de gravedad que lo mantiene en sí mis­ mo y lo asegura de lo confuso, de lo nunca demasiado cla­ ro. Ella proporciona al hombre un ámbito. Ella, como el lenguaje, es la casa que impide la dispersión. Poner en cuestión la confianza del lenguaje y de la obra, poner en duda que ellos sean posibles como centro significa ya que el hombre desconoce el poder. Lo que allí aparece entonces es lo inseguro. E l hombre no está ya en situación de disponer. Su con­ ciencia se hace consciente del fracaso. La existencia lo so­ brepasa. Roto lo individual, queda la unanimidad de lo lanzado a la aventura. La obra hoy revela un no-poder, ella es la 122 123

representación de todos los inútiles esfuerzos que el hom­ bre ha hecho por ser más viviente que el vivir mismo. La obra dibuja y desdibuja los contornos tensos de una pala­ bra que pulsa por arrancar al misterio de ser la última pa­ labra, la única. Pero la única palabra posible para responder a la obra es aquella que alude a lo que se retira. M ás allá del dominio de la obra, rota la posibilidad del lenguaje y en el afuera ilimitado, nada queda ya para lo demasiado particular o propio. En lo abierto, desde lo unánime, ¿qué habla? N i un yo, ni una tercera persona. ¿H abla el desierto? ¿H abla la ausencia? ¿H abla acaso la unanimidad de ser que se pre­ cipita en el no-ser? ¿H abla la desposesión del dominio, la muerte en el deseo, la febrilidad alcanzada y tocada por la extrema quietud? ¿H abla acaso aquello que Rilke llama “ el no-lugar sin negación: la claridad incontrolada, esa que se respira y se “ sabe” infinita y no se desea” ? La obra se compromete pues en la experiencia que la liquida, ella es el amante que por el amor sobrepasa al ob­ jeto y anhela solo la ausencia. Morir significa aquí que no se está ante el mundo ni ante las posibilidades objéticas del lenguaje, sino en la franca desnudez e inutilidad de lo que ya no es exigencia, ni movimiento hacia. N o se trata aquí de estancamiento. Lo superado en el afuera de la obra es la tensión de la pregunta, lo acallado es el preguntar. Preguntar es estar contra, frente. Quien pregunta conserva en la pregunta la respuesta que quiere escuchar. La obra quiere su respuesta. Rota la posibilidad de la respuesta lo que se abre en el ejercicio de la obra es un respiradero, un dejarse-estar-ahí pasmado, la muda constatación del rojo, del azul, de lo denso o de lo móvil. En esta zona no hay ya posibilidad para la adhesión sino para la siempre ondulante sorpresa.

1.

EL "AFUERA DE LA OBRA”

La obra es el despliegue de una espera. En esos movi­ mientos febriles de quien crea, ejecuta y elabora, laborio­ samente se alzan discursos, opiniones, descripciones que aspiran a la legalidad. Legalizar quiere decir aquí, levantar sobre el fondo de ausencia y de sin sentido una forma, una figura, un gesto, una idea; recuperarla e inscribirla entre (1) el ámbito de la verdad. Pero si la posibilidad de la verdad y de la esperanza son vaciadas como vocablos y como vi­ vencias, todo se precipita en la desnudez, el desamparo y lo sin fundamento. Porque el arte es la puesta en juego de la verdad, su decir pende siempre sobre el abismo. Allí donde el arte se aventura aparece lo elusivo, la pregunta retirada de la res­ puesta, excluida de la quietud, de la confianza y de la se­ guridad. Lo que llama y murmura entonces es el “ afuera” de la obra y del obrar. El no saber. La imposibilidad de la apelación a lsaber. Lo no seguro. El espacio de una verdad que es sólo presencia de ser, pero que no afirma ni niega algo y ante la cual, jerarquía, valores, ideas, sufren de un hundimiento, haciéndose visible la incompletud del habla y la pequeñez del pensar frente a lo abarcador. “ El arte es “ el mundo invertido” : la insubordinación, la desmesura, la frivolidad, la ignorancia, el mal, el sinsentido, todo esto le pertenece, extenso dominio. Dominio que reivindica, pero ¿bajo qué concepto? No tiene derechos, no podría tenerlos cuando no puede apelar a nada” . M AURICE BLANCH O T. El espacio literario.

(1)

entre el ámbito de la Verdad lo que acontece es un desplaza­ miento: la verdad es no-verdad (Heidegger).

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Liberado de la apelación a una verdad, quién desde allí todavía elabora se descubre en el hacer sin arraigo. El ha­ cer sin arraigo está a su vez desprendido de la noción de valor; nada de lo que el arte reivindica pertenece a lo “ comerciable” . Lo decible en la obra dice de lo que abis­ ma al hombre: el tiempo, la muerte, la eternidad, la nada. E l esfuerzo por imponer (2) lo existente y arraigarlo, el hacer que “ la tierra sea una tierra” (H eidegger) es una tarea amenazada en su origen. Lo que amenaza a ese im­ poner arraigador es la pregunta por el sentido o el sinsentido del existir y esta pregunta es acallada siempre por la avasallante mudez, la imprecisión e indiferencia de lo que es. Quien escribe desde esta conciencia, se sabe en lo pro­ visional. La obra, el vivir individual, pertenecen a un lapso que recortable ofrece la visión de presencias únicas, irre­ petibles, colocadas en un intervalo temporal a donde deben cumplir la descripción de un quijotesco combate contra el silencio.

Afuera se abre el desierto y el vacío. Quien crea funda una palabra que se pretende sólida e instala su resonancia en el espacio que tiende a borrarla. La garantía de esa ha­ bla, aquello que la cierra como sentido y la posibilita como lo decible es la inseguridad. La angustia de esa aventura significa que se ejerce un no-poder, el dominio de la obra se efectúa allí donde jamás se instala el remo; internarse en ese “ dominio” es desafiar lo que exaspera y optar por el anhelo. Lo indeciso y ocultador del “ afuera” , mantiene a quien escribe en el deseo, en el desasosiego, en la ansiedad. El arte fija un signo y por él impugna al silencio, lo agrede, lo tienta. Y allí donde oponiendo el signo, lucha contra la nada, es vencido.

(2)

imponer aquí no tiene el sentido de “ violentar” ; el “ imponer” de que aquí se habla alude a “ sobreponer” , “ sobrevivir” , “ ofrecer” , “ disponer” . . . lo que el hombre realiza contra el silencio y el sucumbir.

E l juego que se juega desde la obra es el juego malo, significa situarse con la pérdida. La prueba ante lo imposi­ ble es el extravío, también el vivir de quien juega el juego malo pende sobre esta prueba. El derecho a desesperar, propio del hombre común que no aborda esta instancia, está aquí vedado, se trata de mantenerse. Quien desespera puede alquilarse a una servidumbre resguardadora y cu­ rarse. Pequeñas servidumbres atenúan el desesperar, metas de corto alcance y siempre renovadas proposiciones. Pero lo sabemos: quien se juega el juego malo del pensar sólo puede ser sorprendido, asaltado por el zarpazo de un ins­ tante que descolocando al pensar, lo coloca en la dicha de un abismarse en lo sin fondo. “ Y quien no es pájaro no debe hacer su nido sobre abismo” . FR IED R IC H NIETZSCH E. Así habló Zaratustra.

Tejer los ritmos del vivir a partir de una palabra im­ precisa, ahuecada, para que entre sus espacios circule lo que la acalla, el “ afuera” ; no poder decir ya desde el do­ minio del yo sino desde un soy que se abisma en la noche, en la muerte, en el vacío. No saberse ya rostro, ni historia, ni form a. . . ¿H ay acaso una palabra precisa, un contorno limitador para el “ afuera” , ese lugar al que aspira quien escribe y quien desea? ¿E s el “ afuera” el cese del desear, allí donde la angustia del desear se supera? ¿E s el “ afue­ ra” el no-sentido, el espacio de silencio por el cual arran­ camos una palabra? ¿E s el “ afuera” el dominio de lo noc­ turno que amenazándonos en el vivir es también impulso, fuerza, llamada por la cual invocamos siempre otra cosa? ¿Q ué tienta a quien escribe? ¿E l “ afuera” ? ¿E so que se presenta como una forma de muerte, de libertad por au­ sencia, de desprendimiento a toda servidumbre? Escribir es entonces un decir que convoca el espacio de un no decir más. A sí como el amar es convocar el lu­ gar que libera del am ar. . . En el “ afuera” la palabra, el sentido son la apariencia, ellos se hunden en el habla si­ lenciada, acallada por el resplandor de lo que ya no signa ni puede hablar sino establecerse en la libertad de ser. 128

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Allí comienza lo que Blanchot llama “ hablar sin co­ mienzo ni fin” , allí nos vinculamos a una “ palabra sin identidad” , sin posibilidad de centro. Allí lo cerrado, la vinculación, la ley se descubren como la imagen que re­ tiene contra la vivencia del desamparo en la libertad, pues allí donde se abre lo libre el hombre ocupa y desplaza lo libre con un signo que invadiéndolo impone a lo indeciso e inaclarado de lo libre el contorno de lo familiar y de lo dominable. Así las hablas que hablan del misterio se ase­ guran de la extrañeza en la infatigable descripción de aconteceres, imágenes, figuras, éxtasis.

2.

LA OBRA DESDE LA NADA Y EL SINSENTIDO

“ Suponiendo que nosotros queramos la verdad: por qué no más bien, la no-verdad? Y la incertidumbre? ¿Y aún la ignorancia? F. N IETZSCH E. Más allá del Bien y del Mal.

La obra es el desplazamiento de una pregunta. Lo que

aparece en ella es la respuesta que nos coloca en un espacio indeciso. La obra no responde con una afirmación o su contrario, deja a quien interroga quizás en la misma igno­ rancia del comienzo, en lo expectante. La obra arranca en la pregunta porque se sitúa en un no-saber, porque quien escribe descubre su participación en el existir como lo in­ comprensible, lo que se escamotea. ¿Por qué el dolor, por qué el amor y la muerte? En el despliegue y movimiento de estas preguntas aparece la his­ toria y el tiempo, manera de “ un cómo” hemos construido nuestra morada desde el pensar; es decir, cómo hemos pensado nosotros lo que nos hiere, cómo hemos combatido, fracasado o cómo nos hemos retirado de la posibilidad de pensar el dolor, el amor y la muerte. La obra que arranca de la pregunta sobre el absurdo del dolor y de la muerte, apenas alcanza como respuesta lo que no es tal. Apenas puede dibujar, describir movimien­ tos de existencia iluminados por una luz que vacía el sen­ tido último. En este sentido ella devuelve a quien pregunta a la ignorancia original. Esta ignorancia nos desvela que sólo sabemos que algo es. Sabemos en nuestra ignorancia lo ineludible: que somos y que lo que nos soporta es jus­ tamente aquello que nos vuelve más aparentes: (1) el pen­ sar. Y allí donde somos nos rodea el vacío, el no-saber. Lo posible que somos se nos presenta como tal por el pensar. (1)

pensar, hablar, interpretar, no nos garantiza alcanzar ni la rea­ lidad ni el soy que somos.

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La obra desde esta perspectiva dibuja la manera cómo lu­ cha lo posible por imponerse contra la amenaza de lo im­ posible: la inundación del pensar por el sinsentido, la in­ vasión que le señala el límite. Ella es la descripción de un combate, ella muestra lo que queda de esa lucha: los frag­ mentos de cuerpo y espíritu, los estragos de la enferme­ dad de existir, las mutilaciones, lo inservible, el desamparo. La sensación que nos queda después de la lectura de una gran obra es que hemos salido de un botadero de ba­ sura. Pero también sentimos que se trataba de articular, recomponer esos objetos desperdigados, en situación de pérdida y que se nos trató de decir que esa decadencia, la ruina, la incoherencia actual de esos objetos posee una rara hermosura en cuanto a que todavía allí, muertos y en desuso, hablan de una pasión de ser: “—Enrique, antes de que transcurra mucho tiempo todo habrá terminado ya: no nos quedará nada que hacer; ni siquiera el privilegio de retroceder lentamente por una razón, por el honor y los vestigios de nuestro orgu­ llo. Ni siquiera por Dios: es evidente que marchamos sin El desde hace cuatro años, pero se ha olvidado de notificárnoslo. Ya no sólo careceremos de ropas y zapa­ tos sino hasta de la necesidad de usarlos; no sólo care­ cemos de tierra y alimentos, sino de hambre, puesto que ya hemos aprendido a prescindir también de eso; pues bien, si no tienes Dios ni necesitas alimentos, vestidos y techo, nada les queda al honor y al orgullo para encaramarse y aferrarse y blandido en el aire. Y si has perdido el honor y el orgullo, nada importa ya. Lo malo es que queda en ti algo que vive sin impor­ tarle del honor y el orgullo; algo que retrocede durante un año entero sin otro objeto que el de sobrevivir; algo que, probablemente, cuando esto termine y no nos quede ni siquiera la derrota, se negará a sentarse a morir al sol y penetrará en los bosques, errando y buscando sin descanso, cuando no lograrían moverlo la voluntad y el férreo soportar, buscando raíces y cosas semejantes. . . , la vieja carne sensitiva, sin sue­ ños, sin inteligencia, que no sabe la diferencia entre la desesperanza y la derrota, Enrique” . W

(1)

Faulkner, William. ¡Absalón, Absalón! Alianza Edit. 1971. Madrid.

Lo que se hace visible por la obra es entonces la ruina de todo sentido, el acabamiento de una razón de sentido. Lo que ella significa es que, todo lo significado e incluso el signo mismo se hunden por la ruptura de la posibilidad de la verdad en una ausencia de sentido. ¿P or qué mantenerse entonces en un movimiento que no conduce a lugar alguno? Y sin embargo. . . en ese mostear y hacer aparecer la invasión de las cosas por el vacío, el poeta (el cantor) hace más existente el existir. E l canto de la obra (en la desesperación o en la nostalgia) recorta del fondo indiferenciado lo que todavía es y está presente.

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3.

QUERER ENTRE EL NO-SABER

Quien desde este saber todavía “ canta” , quiere.

Querer desde el sinsentido significa que podemos toda­ vía disponernos al asombro. Querer significa también vin­ cularse al poder. Este poder alude aquí a la manera cómo las cosas se instalan y se presentan a pesar de lo que las precipita en la nada. Quien escribe presenta y coloca por sobre un fon­ do abismal el contorno de un objeto. Sabiendo de lo que nos precipita queremos, lo querido por nosotros es nuestra pertenencia a nosotros mismos. Nuestro querer, nuestra potencia de imponer se rela­ ciona con aquello que nos amenaza con desvincularnos de lo querido, del poder: la muerte, el sinsentido, la locura. La obra como un querer es entonces la arquitectura de un murmullo, ella edifica con los despojos, con las re­ sonancias de nuestro impulso opositor. Y ella es también el espacio apropiado para el silenciamiento de ese murmu­ llo porque habla de lo que nos apaga; pero allí donde men­ ciona lo disolvente, recorta y elige como una superación los perfiles inconclusos de nuestra existencia. Ella se ins­ tala como un museo que alberga lo menos visible: los ges­ tos, el esfuerzo de lo humano, los retrocesos y el avance contra lo destructible e infranqueable: la esencia misma de nuestro existir. Esencia que no puede ser pensada, ni per­ tenece a nuestro dominio y en la cual sólo podemos estar. L a “ dignidad” de la obra, su generosidad, consiste en que creada para nada se establece como el servicio mudo de un espejo que abismando al contemplador multiplica y afantasma las instancias de su existir. E s digna en cuanto a que no exige nada. Solitaria, se yergue y dice de la escucha de los hombres, lo escuchado es el rumor de ser y el silencio. Lo que dice la obra es de

nuestra visión frente a ese rumor, nuestra posición ante y desde él, de nuestra impotencia o posibilidad. Ella desgarra en cuanto recuerda. Lo reminiscente de la obra nos conduce a saber de nuestro no-poder, ella de­ vuelve lo humano a lo humano y allí donde lo humano se ha olvidado de su íntima propiedad instaura el aviso de nuestra pertenencia a la muerte, al dolor y al amor; ella recuerda la carencia. Pero ese recordar de la obra significa también adecuar, es decir, colocar en el ámbito propio algo que se había salido de su entorno. Adecuación remite también a acepta­ ción, encuentro con lo íntimo, no imposición u oposición sino armonía. Adecuación no quiere decir resignación. Quien se resigna está vencido. E l movimiento de la obra allí don­ de parece alcanzar el “ ninguna parte” no puede resignarse. El no-lugar, el no-saber que es el último saber de la obra pareciera activar el querer, activa la voluntad de seguir siendo a pesar de la carencia. Pero ese querer desde aquí necesariamente sufre un cambio, ese querer se instala como acontecimiento entre la incertidumbre. E s un querer que ya no se siente urgido por el dominio sino por la superación de la posibilidad de dominio. El querer de la obra que descubre el “ hacia ninguna parte” que ella es, es un querer neutro, no prometèico. Es un querer que no evalúa ni pondera sino que se man­ tiene indiferente al valor y es sólo impulso revelante. La belleza de ciertas descripciones del Nouveau Román radica en que presentan sin la pasión de un querer modificador o evaluativo. Pero, ¿es posible el vivir y la acción desde la indife­ rencia, allí donde no estamos urgidos por el dominio y el imponerse hacia la objetivación? ¿E s posible hacer de la indiferencia un poder, asumirse como el volente, el que quiere el saber, la medida de todas las cosas, pero sabiendo de su propia incertidumbre y de la debilidad de sus méto­ dos? ¿E s posible mantenerse en la construcción de lo hu134 135

mano sabiendo de los límites y del sinsentido? Rilke dio a esta desventura una respuesta: A nosotros esto no nos debería confundir: que en nosotros se intensi­ fique la condición de la forma aún reconocida. Esa una vez levantada estuvo entre los hombres, erigida en medio del destino, entre lo aniquilador, a medias entre el no-saber-dónde, como si estuviese siendo........................... I1*

L a respuesta que da Rilke a lo que se nos presenta como sinsentido es un oponerse celebrante: mostrar a lo invisible que nos inscribe y de lo cual formamos parte, que nosotros transformamos esa tendencia esencial de to­ das las cosas hacia el disminuir en “ una forma aún reco­ nocida” . E s decir, notando lo que nos disminuye (la muerte, el dolor, el vacío) elaboramos y erigimos las co­ sas desde un sentir que sobrepasa el mero elaborar, en cuanto que ese sentir frente a lo que nos enmudece y apa­ ga quiere más. E l querer más “ en medio de lo aniquilador” significa relacionarse de manera sobreabundante con la existencia y contemplarla desde un mirar que retiene a pesar de la caída. En La Novena Elegía dice: “ . . . todo lo de aquí nos necesita, esas desvanecencias que extrañamente nos conciernen. A nosotros, los más desvanecientes” . (2)

Informar, llenar, plenar lo que tiende a la fuga. La obra no significa entonces un oponerse al sinsentido, sino que con el sinsentido que ella revela decir la presencia del “ tiempo de lo decible” . E l creador es entonces el que in­ forma de la plenitud de un sentido cuya verdad acompaña

(1) (2)

Rilke, Rainer María. “ La séptima elegía” . Las elegías de Duino. Traducción: Hanni Ossott. Rilke, Rainer María. La Novena Elegía. Trad.: H. Ossott.

a todo aquello que imposibilita el reino de la verdad: la tendencia a la disolución. Su palabra pertenece a lo que Heidegger llamó “ el decir proyectante” y fundador; ella está relacionada también con una apropiación, pero aquello que nos apropiamos se funda sobre un fondo abismal y desde allí pensamos la realidad sólo como lo posible pro­ yectado, como un posible que tiende a abismarse. La obra, tanto como el vivir, es el “ deliberado impo­ nerse” , el movimiento de un querer hacer posible, de un hacer pensable y sostener como pensable inclusive aquello que se elude a ser pensado, como si por ella quisiéramos hacer permanente y presente tanto lo atroz que nos tras­ pasa como el misterio que nos excede. Cabalgando en la muerte, la obra arranca del morir un retazo y salvándolo del hundimiento dice para los hombres del gesto que “ fue” y que sólo sigue siendo allí donde ella atestigua de su existir. El “ hubo una vez” , la memoria, es suficiente para re­ construir lo perdido, para mantenerlo en lo presente.

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4.

EL DESIERTO

Rota la esperanza permanece la espera, el discurso que no anhela verdad alguna, la ausencia de solicitación. La voz emancipada del anhelo, el amor solar, ése que no puede anhelar otra luz que la de sí mismo: “ Luz soy yo: ¡ay, si fuera noche! Pero ésta es mi soledad, el estar circundado de luz. ¡Ay, si yo fuese oscuro y nocturno! ¡Cómo iba a sor­ ber los pechos de la luz!” W

Desde el desierto una libertad infinita, sin centro, sin amparo, vacía de contenidos, instaura la indiferencia como poder. Lo que sobrevenga desde aquí tiene el matiz de la sorpresa. N o anhelar más y ser sorprendido por el ansia. El desierto aparece cuando decepcionados del deseo op­ tamos por salim os de su juego, pues la cumbre del deseo nos ofrece sólo lo sin rostro, el no-lugar, la ausencia. " . . . Carecer de Dios es carecer de yo” — dice Kierkegaard, “ carecer de posible es estar mudo” .

Desde el desierto lo que se levanta es la mudez y la ausencia de lo posible. El desierto es el resultado de un cansancio, a él pertenecen los fatigados por la espera de lo posible. En él ya no existe la apelación a un saber; aquí también lo que nos habla es el desarraigo. La acción, li­ berada de toda servidumbre, se vive desde lo sin fondo; el dolor del yo (la conciencia de la separatidad) se viven­ cia como dolor del cuerpo y el error del cuerpo se cura en

(1) (2)

Nietzsche, Friedrich. Así habló Zaratustra. (ibid). Kierkegaard, Sören. Tratado de la desesperación. Rueda. Editor. 1976. Buenos Aires.

Santiago

la embriaguez y al amparo del éxtasis. Pero el éxtasis de quien habita el desierto no puede estar vinculado a la ser­ vidumbre de ningún objeto. Dios, la Verdad, lo Absoluto, el rostro amable, que antiguamente sirvieron de soporte objético al éxtasis plenaban de contenido un espacio que se niega a ser llenado por la significación, y así la angus­ tia en el deseo devuelve al cuerpo la energía en cuanto a que ésta no puede ser proyectada o inscrita en una imagen divina o en un rostro que la contenga, la objetive y la soporte. No habrá vasija que contenga esta sobreabundancia. . .

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LECTURAS

Carta a la vidente. Tusquets Editor. Barcelona. 1971. Cartas a André Bretón. Pequeña Biblioteca Calamvs Scriptorivus. Barcelona. 1977. El teatro y su doble. Edit. Sudamericana. B. Aires. 1977.

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Una temporada en el infierno. Fabril Editora. Buenos Aires. 1962.

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Las Olas. Edit. Lumen. Barcelona. 1972. Orlando. Edit. Sudamericana. B. Aires. 1968.

WOOLF, V i r g i n i a .

INDICE

I / LO NO DISCURSIVO

7 /4 3

1 Resonancia de la primera palabra. La obra, el cuerpo 2 Obra, deseo, muerte, unidad 3 E l espacio de la desmesura 4 E l éxtasis 5 Extasis en la experiencia mística 6 Extasis y experiencia poética 7 El éxtasis desde el desierto 8 Heridas, palpitaciones, fisuras. E l habla del cuerpo 9 Cuerpo, danza, habla II / LA SABIDURIA SIN ESPERANZA 1 2 3 4 5 6

La La El La La La

11 15 18 24 28 32 34 40 42

4 5 /6 8

búsqueda. E l saber de la obra afirmación del ser cansancio por la herida obra como deseo. La desazón búsqueda en ausencia de imagen sabiduría sin esperanza

47 50 54 57 61 67

I I I / LA TRASGRESION, LA COMUNICACION 6 9 /9 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10

La obra, la vida La obra, el suplicio Hiperión: peregrinar y desmesura Hiperión: “ encontrarlo todo es perderlo todo” Las hablas elusivas Las hablas rotas: la “ comunicación” La parálisis La obra, la carencia La carencia, la mutilación, la inocencia Lo sagrado

73 76 79 83 87 88 90 93 95 97

IV / RIESG O , DESAMPARO Y DISTANCIA

9 9 /1 2 4

1 La obra, la máscara, la distancia 2 La distancia, la desnudez

101 106

3 4 5 6 7

109 112 115 118 122

La identidad del creador Identidad y reminiscencia El ámbito del riesgo. El desamparo La obra y su cercanía a la muerte “ Hacer posible la muerte”

V / E L D ESIERTO 1 2 3 4

E l “ afuera” de la obra La obra desde la nada y el sinsentido Querer entre el no saber El desierto

1 25/139 127 131 134 138

ESTE LIBRO SE TERMINO DE IMPRIMIR EN LOS TALLERES DE CROMOTIP, EN CARACAS, EL DIA 4 DE OCTUBRE DE 1979-

F u ndación para la C ultura y las Artes del Distrito Fed eral

HANNI OSSOTT Nació en Caracas el 14 de febrero de 1946. Se graduó como Licenciada en Letras en la Universidad Central de Venezuela en cuya Escuela de Letras es actualmente profesora. En 1972 obtuvo el Premio Unico, Mención Poesía, en la II Bienal José Antonio Ramos Sucre, con su libro: Formas en el sueño figuran infinitos (1 9 6 9 ), publicado por Monte Avila Editores en 1976. Ese mismo año, la Dirección de Cultura de la Gobernación del Distrito Federal publicó su poemario Espacios en Disolución y, con anterioridad, en 1974, la Dirección de Cultura de la Universidad Central había editado su primer libro

Espacios para decir lo mismo. Estos tres poemarios bastaron para situarla entre las mejores voces de la nueva generación poética del país, al mismo tiempo que la perfilaban como la más personal y singularizada, por su poesía densa y limpia, ajena a las modas del momento. Con este volumen, Hanni O ssott se da a conocer también como ensayista. Su preocupación sigue siendo la poesía y de lo que aquí se trata es de la misma voz, volcada ahora, desde ángulo distinto, sobre la materia prima: el lenguaje, el avatar de la palabra en crisis y en fiesta.

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CUADERNOS DE DIFUSION N? 31

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P.P.V. Bs. 7,00