Maria Wiesse Jose Carlos Mariategui

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INDICE NOTA EDITORIAL JOSE CARLOS MARIATEGUI I José Carlos, niño II Periodista a los 17 años III Primeras Inquietudes IV Años en Europa V Reencuentro con la tierra natal VI El agua lustral VII "Amauta" VIII "Labor" IX La Escena Contemporánea y 7 Ensayos de Interpretación de la realidad peruana X La Sinfonía Inconclusa XI Un hombre can una moción y una fe XII Curva de una vida URUGUAY José Carlos Mariátegui por Jesualdo ECUADOR José Carlos Mariátegui, por Benjamín Carrión COLOMBIA José Carlos Mariátegui, por Baldomero Sanín Cano CUBA Ensayos de José Carlos Mariátegui, por Medardo Vitier PERU Mariátegui; el hombre hecho conciencia, por Jorge Falcon BOLIVIA José Callos Mariátegui y la realidad boliviana, por Rubén Sardón

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NOTA EDITORIAL Los hijos de José Carlos Mariátegui, cumpliendo un deber patriótico y filial hemos asumido la tarea de publicar las obras completas del genial y profundo pensador peruano. Para cumplir este propósito —venciendo obstáculos de diverso orden— hemos recopilado escrupulosamente toda la vasta producción intelectual de José Carlos Mariátegui, desde su viaje a Europa hasta su muerte. Deliberadamente se ha omitido su no menos copiosa obra escrita en la adolescencia, .hasta su partida al Viejo Mundo. Respetuosos de la apreciación que ese período de su vida le mereciera, y que irónicamente llamaba su "edad de piedra", no incluimos sus escritos de aquella época, que, además, poco añaden a su obra de orientador y precursor de la conciencia social en el Perú. Apenas es necesario recordar que la substancial obra del Amauta fue producida casi en su integridad en el decurso de los años 1923 al 30, es decir, en tan sólo siete años. En este breve lapso, José Carlos Mariátegui alcanzó a publicar —en forma de libros— dos volúmenes de sus escritos: La Escena Contemporánea (1925) y Siete Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana (1928). Con posterioridad a su muerte se han impreso Defensa del Marxismo (1934) —en edición incompleta— y, por nosotros, El Alma Matinal y otras estaciones del hombre de hoy (1950) y La Novela y la Vida (1955). Debemos advertir que el material de estos tres últimos libros estaba en gran parte organizado por su autor. En cambio, los demás títulos que componen esta serie han resultado de la compilación del resto de su abundante producción, que se hallaba desperdigada en los artículos acogidos por las revistas de la época, principalmente Mundial y Variedades, el diario limeño El Tiempo, la insuperada Amauta que dirigiera y otras más del Perú y del extranjero. Recogiendo íntegramente todos sus escritos sin criterio selectivo excluyente, agrupándolos por temas y dándoles por nombre el de los títulos que José Carlos Mariátegui empleara para designar sus secciones en las publicaciones citadas, hemos logrado los restantes volúmenes que integran esta colección, cuales son: El Artista y la Época, Signos y Obras. Historia de la crisis mundial (Conferencias). Peruanicemos al Perú, Temas de Nuestra América, Ideología y Política, Temas de Educación, Cartas de Italia, y los tres tomos de Figuras y Aspectos de la Vida Mundial. Merecen una mayor explicación Cartas de Italia y la Historia de la crisis mundial. La primera es una recopilación tomada íntegramente del diario El Tiempo, al que José Carlos Mariátegui enviaba sus crónicas de viaje, entre los años 1920 y 1922, que contribuye a dar una mayor comprensión de su pensamiento, no obstante estar fuera del fecundo período anteriormente aludido. Escritas durante su permanencia en Europa, hecho que fue decisivo en su vida porque definió al hombre de ideas y al combatiente por la causa de la humanidad, estas crónicas son el testimonio de su definición: "He hecho en Europa mi mejor aprendizaje", escribió en el prólogo de sus Siete Ensayos y estas notas pertenecen a la etapa de aprendizaje y transición. Luego, las conferencias dictadas desde el 9 de junio de 1923 hasta el 26 de enero de 1924, en forma de un curso que tituló Historia de la crisis mundial, las hemos reunido, en parte en sus versiones completas, y a falta de ellas, en las simples notas que le sirvieron de guía, acompañadas estas últimas de las versiones de los diarios de la época.

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Finalmente, incluimos en esta serie de obras, las dos biografías de José Carlos Mariátegui que hasta hoy se han escrito, complementadas con recopilaciones de diversos ensayos y artículos de notables escritores americanos. Asimismo va también una antología de poemas inspirados en su vida y obra. Y para completar un cuadro total de la obra de José Carlos Mariátegui, se incluye una síntesis del contenido de su histórica revista Amauta que es parte inseparable de su obra y de su vida; de su vida breve, que sin trasponer los treinta y cinco años, dejó un camino, una razón y una fe. LOS EDITORES

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JOSE CARLOS MARIATEGUI NO es este libró una biografía novelada. Se ajusta exactamente a la realidad. En la existencia de José Carlos, Mariátegui están ausentes los elementos novelescos. No quisiera la autora de estas páginas, deformar la sencilla y heroica verdad de la cual surge el "pequeño gran Amauta" de América son hechos y episodios imaginarios que, quizás, excitarían la curiosidad del lector, pero que resonarían como notas falsas en la armonía de una vida sin artificios. No separó, el aspecto íntimo y familiar de Mariátegui de su obra de escritor y de sembrador de ideas; me detengo, de preferencia, en su trayectoria humana, antes que en su perfil intelectual. Creo que el conocimiento del hombre acrecienta el conocimiento del pensador. Y ambos conocimientos son dos líneas que se dirigen al mismo punto, hasta encontrarse y unirse para formar una sola. Presento a Mariátegui, en este breve y esquemático relato, tal como lo vi y lo recuerdo. No pretendo erigirme en biógrafa. Soy simplemente una narradora que sabe lo incompleto de su labor. Ojalá estos datos y estos apuntes puedan servir al libro medular y profundo, que exige la figura eminente de José Carlos Mariátegui. MARÍA W IESSE

BIBLIOGRAFIA

Amauta, colección completa. La Escena Contemporánea, por José Carlos Mariátegui. Siete Ensayos de interpretación de la realidad peruana, por José Carlos Mariátegui. Biografía de José Carlos Mariátegui, por Armando Bazán. De la Reforma Universitaria al Partido Socialista, por Martínez de la Torre. Perú: Problema y Posibilidad, por Jorge Basadre. Nuestra Epoca, N° 1. Variedades, Nº 1155. Pensadores de América, por Manuel Moreno Sánchez. Tres Ensayos sobre José Carlos Mariátegui, por Alfredo Matthews_Eguren. Una encuesta sobre José Carlos Mariátegui, por Angela Ramos (Mundial). El Tiempo, año 1916. Poliedro, revista de poesía, Nº 4. La Realidad Nacional, por Víctor Andrés Belaúnde. América Hispana, por Waldo Frank. Haya de la Torre: el político, por Luis Alberto Sánchez. Hora del Hombre, Nº 9, Abril de 1944.

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I JOSE CARLOS, NIÑO ES un chiquillo de unos nueve años, moreno, de grandes ojos, que parecen interrogar, cabeza cubierta de pelo lacio, cortado muy corto. Lo han vestido con un terno "marinero" blanco —seguramente su mejor traje— y el fotógrafo le diría que se estuviera muy serio, muy quietecito. Se le ve, en el retrato, frágil, de estructura endeble —una pierna se advierte mal conformada— pero ¡cómo resplandece la inteligencia en ese rostro infantil tan candoroso y dulce! ¡Cómo miran esos ojos, cómo interrogan, cómo inquieren! Hay en el traje blanco toda la pulcritud que ponen las madres pobres cuando visten de fiesta a los hijos —el traje cotidiano está remendado, parchado, queda demasiado holgado o es muy estrecho; el muchacho ha crecido rápido— y la corbata es todo un símbolo de elegancia pueril y endomingada. Al concluir la pose fotográfica —en aquellos tiempos de principio de siglo los fotógrafos no sabían de las veloces fotos de estos años del 45— el chiquillo no correría a jugar y a retozar con otros muchachos. El no podía correr, ni travesear mucho; un golpe recibido en la rodilla, lo había tornado casi en un pequeño inválido. La madre lo había llevado donde un médico —ese médico se llamaba el Dr. Matos— y éste había hecho todo lo que podía por salvar de la invalidez al pequeño José Carlos. Pero la pierna quedó como anquilosada, encogida, sin movimiento y el niño fue señalado para toda su vida. Otro médico —el cirujano francés Dr. Larré— también intervendrá para Sanar al niño. En la "Maison de Sante" —clínica establecida en Lima por la Beneficencia Francesa— permanecerá por espacio de varios meses, inmóvil en una cama, José Carlos. Su martirio ha comenzado muy temprano; a los siete años: Conoce, desde los siete años, el olor del cloroformo, la fría blancura de los cuartos de hospital, el doloroso palpar de las manos de los médicos; la inmovilidad, la soledad, el silencio. Aprende a mirar, en el rostro de su madre, el proceso de su mal; a adivinar, en el tono de su voz, el curso de su dolencia. La madre —tiene que trabajar— no puede ir mucho a verlo. Y el niño se pasa las horas solo en su lecho, esperando, sufriendo, aprendiendo a callar, a soportar la enfermedad. Pero lo que no puede soportar ya es el nauseabunda hedor del cloroformo, y un día que el médico se dispone a hacerle una intervención quirúrgica —cuántas veces se hundirá el bisturí en su pobre rodilla— pide que no, lo duerman. Estira sobre la mesa de operaciones la pierna, valientemente, como un hombre a quien no le importa sufrir. Tenía, entonces, nueve años. Pero si el chiquillo no puede retozar y travesear, como los otros muchachos, sí puede, en cambio, encontrar alegría y regocijo en los libros. No son muchos los libros que están a su alcance; éstos son caros y su madre es pobre. Su inteligencia vivaz y despejada asimila rápidamente —en los pocos volúmenes de que dispone— las lecturas; las comprende, las saborea. El mundo de las

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letras se ha abierto para él, amplio, cordial, amistoso y el niño enfermo, que ya frecuenta hospitales, tiene en los libros sus más constantes y leales compañeros. En Lima, el 14 de Junio de 1895, nace José Carlos Mariátegui. Es el año de la revolución de Piérola. Su padre, don Francisco Mariátegui, era empleado en el Tribunal Mayor de Cuentas. Por su padre, José Carlos Mariátegui desciende de una figura ilustre de la historia peruana: Francisco Javier Mariátegui, que fuera secretario del primer Congreso Constituyente del Perú, tribuno, periodista, escritor. La madre, doña Amalia La Chita, pertenecía a una familia de la provincia de Huacho. Mestiza de ojos muy negros, nariz aguileña, tez cetrina, transmite a su hijo, José Carlos, los rasgos peculiares del mestizaje costeño peruano. En José Carlos revivirán la fineza, la agilidad mental, la gracia de la vieja raza que poblara las regiones costeñas del Perú. Y la energía, la voluntad, la tenacidad de la raza vasca —Mariátegui es un apellido vasco— se amalgaman con esa fineza, esa agudeza, esa agilidad de los pobladores del valle de Chancay, formando así la fisonomía espiritual, delicada y fuerte, de José Carlos Mariátegui. Este hombre —a quien alguna vez se tachó de "europeizante"— fue un peruano de los más cabales; descendía, por su padre, de un tribuno y un político de los primeros años de nuestra Independencia y, por su madre, de una raza anterior a los Incas y sobre cuyo origen se extiende el hechizo de la leyenda y del mito. José Carlos era un mestizo —como Garcilaso, el primer prosador peruano—, en él se fundieron la sangre de los conquistadores y la de los primitivos habitantes del antiguo Perú. Tres hermanos más: Julio César, Guillermina y Amanda completan la familia. Amanda muere muy pequeña aún. El padre —los hijos están todavía en la primera infancia— es trasladado al Norte. Y los hijos no lo volverán a ver. La madre ha de educar sola a los muchachos. Como José Carlos es enfermizo y ella tiene parientes en Huacho —el clima de aquella pequeña población es tónico, ofrece huertos sonrientes y una campiña con abundantes recursos para la vida material— se irán a Huacho. José Carlos entra a una escuelita y, allí, en esa escuelita, recibe el golpe en la rodilla, que se cree fue origen de su enfermedad. Después de un tiempo habrán de volver a Lima para someter al niño a un tratamiento más eficaz. Hay pobreza, casi miseria, en el hogar de los Mariátegui. Del padre no se ha vuelto a tener noticias. La madre lucha para sostener a sus hijos; inclinada sobre la máquina de coser, trabaja en trajes y confecciones. A la caída de la tarde sale para entregar las obras a los clientes. José Carlos queda, a veces, encargado de preparar el chocolate para la cena. Y, por cierto, que no es del todo hábil para esos menesteres de casa. Llega hasta derramar el chocolate y quemarse con el líquido caliente. Tragedia de un niño pobre que no tiene servidumbre que lo atienda. No pudo doña Amalia pagarles el colegio de estudios secundarios a sus hijos. Y José Carlos, al cumplir los catorce años, comienza a trabajar para ayudar a los suyos. ¿En qué trabajará el adolescente moreno y frágil, de andares sin armonía, de mirada ardiente y un poco triste? ¿Qué puede hacer este muchacho, a quien se ve tan débil, tan sin energía física, pero que está animado de una poderosa energía espiritual? El periódico, la imprenta con sus máquinas

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que lanzan el pensamiento a los rincones y calles de la ciudad, el taller alumbrado, día y noche, por luz artificial, donde los obreros arman y componen columnas y páginas con las manos sucias de tinta; allí, a la imprenta, irá a trabajar, a enfrentarse con la vida, a hacerse hombre, a aprender el oficio de periodista, el muchacho de catorce años que se llama José Carlos Mariátegui. Entra como alcanza rejones al diario La Prensa, que dirigía don Alberto Ulloa.

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II PERIODISTA A LOS DIEZ Y SIETE AÑOS EL muchacho de catorce años —a esta edad se es todavía, el niño mimado que va al colegio y conoce lasa dulzuras de una vida fácil y sin preocupaciones— trabaja como un hombre en La Prensa. Y el trabajo tiempla sus nervios, agudiza su inteligencia —tan clara y penetrante, le da conciencia de su responsabilidad, de su propio valor. La imprenta es, para José Carlos, la escuela, donde, sin maestros, va formándose su personalidad y desenvolviéndose sus facultades mentales. Es humilde su labor. Lleva al taller los originales de escritores y periodistas, busca a éstos, en su casa, para que le entreguen el texto que ha de salir en el periódico. Y, a veces, también, corrige pruebas. Tiene que caminar —caminatas difíciles para su pierna enferma— por todo Lima. A veces toma el tranvía y entonces lee, lee todo lo que puede. La lectura sigue siendo su mayor deleite Y un día —alguna vez contó que, de niño, escribió en la escuela; cantos y poesías patrióticas y religiosas— el adolescente, sin renombre y sin protectores, se atreve a escribir una nota, un "suelto", como se dice en el argot de los periódicos pero no firma ese "suelto". Tiene temor y vergüenza. No está aún seguro de sí mismo. Lo envía a la redacción del diario, en que trabaja, así, sin firma. Y cual no será su sorpresa —sorpresa plena de alegría— al ver a los pocos días, su nota en las páginas de La Prensa. No la habían rechazado, no habían tirado al canasto el papel en que, cariñosamente, había puesto algo de su espíritu, ya podía llamarse "periodista". La ruta se había abierto para el adolescente y seguirá por ella con extraordinaria disposición, con firmeza y decisión, entregando al periodismo su ágil, mentalidad y la lucidez de su visión, que sabe enfocar la actualidad y sintetizar el acontecimiento con rápido y brillante estilo. Es bella y noble: la adolescencia del que había de ser una gran figura americana. Así en su desamparo, en su pobreza, en su oscuridad, perdido en los talleres de un diario caminando por la ciudad, los papeles y el libro bajo el brazo, frágil y pequeño, pero con un ensueño en la mirada, irradiando voluntad e inteligencia. No hay hechos excepcionales en esta adolescencia; ¿Qué significa un muchacho pobre, desconocido, enfermizo, modestamente trajeado que va de una calle a otra, llevando pruebas de imprenta? Un día el muchacho escribe una nota y el periódico donde gana su pan le publica su trabajo. Nada más. Pero en esta vida de adolescente esforzado e inquieto, que ya sabe del dolor y de la lucha ¡qué germen de heroísmo y de elevación espiritual! Ya el destino había escogido al adolescente José Carlos y, un día, América reconocerá en su dolor y en su tragedia el más puro de los mensajes del espíritu. En La Prensa seguirá trabajando como redactor, José Carlos Mariátegui, durante tres años. Don Alberto Ulloa lo estima; ha valorizado las condiciones intelectuales del joven que comenzó, como aprendiz de taller. Y Mariátegui ensaya su talento en notas y comentarios sobre política, en crónicas y reportajes. Cuando se habla de él, salta esta frase: "¿El cojito Mariátegui? Es

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inteligentísimo". Así se había impuesto la inteligencia del "cojito", en Lima. Se sabe que es uno de los más finos y modernos redactores del diarismo limeño. En La Prensa escriben Félix del Valle —el "chino"— ingenioso, indolente, sensible al arte; César Falcón, robusta mentalidad, escritor preocupado de problemas sociales; Abraham Valdelomar, el artista que por sorprender a los mediocres y fastidiar a los cretinos, él mismo se proclama genio, habla de su sastre y se besa las manos, esas manos que escribirán las páginas aromadas de lirismo de "El Caballero Carmelo". En una confitería del jirón de la Unión —el jirón más comercial y traficado de Lima— se reúnen estos escritores, que habrán de agruparse bajo el rubro de "Colónida", para discutir tópicos de arte y literatura. Esa confitería —hoy -desaparecida— se llamaba el "Palais Concert". Tenía puertas y vidrieras de amplios cristales y una orquesta de "Damas vienesas", rubias austríacas, que amenizaban con valses y aires de su país las horas del té. Una de estas "damas vienesas", la que tocaba el cello, inspira a Valdelomar una crónica nostálgica y poética, titulada "La dama del violoncello". A la mesa, donde Valdelomar, Falcón, Félix del Valle y Mariátegui conversan, el mozo trae alcoholes, pero José Carlos no los prueba. El no bebe sino aguas gaseosas. Se embriaga con la fina espuma de una "Soda" o de un "Ginger Ale". Valdelomar, pulcro y atildado en el vestir — quevedos de ancha cinta negra, traje bien cortado, corbata de rica seda— dirá con su voz un poco aflautada: «Mariátegui, a la leve y fina libélula motejan aquí chupajeringa». Y Mariátegui — citemos sus palabras— añade, comentando esta humorada de Valdelomar: «Yo tan decadente, como él entonces, le excité a reivindicar los nobles y ofendidos fueros de la libélula». El grupo se lanza a la aventura de una revista: Colónida. Revista dirigida a una minoría, tuvo una existencia efímera. En uno de sus números, Colónida publica tres sonetos de Mariátegui, que entonces usaba el seudónimo de Juan Croniqueur. Estos sonetos formaban parte de un libro de poemas, que Mariátegui tenía, entonces, en preparación: Tristeza. ¿Qué escritor no ha pensado, a los diez y nueve años, en darse a la poesía? Más cuando siente, en su espíritu, el ansia de la belleza y el aguijón del ensueño, como los sentía Mariátegui. Tristeza no llegó nunca a publicarse; Mariátegui se dio a la gran inquietud del problema social. Modernista y decadente —como se califica él mismo—, José Carlos busca, sin embargo, tema en la época virreinal para escribir una comedia: Las Tapadas. Las Tapadas a pesar de la galanura de estilo —quizás si por eso mismo— no llega al público. Como tampoco La Mariscala, drama histórico, escrito en colaboración con Valdelomar y estrenado en 1916. La Mariscala tenía por asunto la vida de doña Francisca Zubiaga de Gamarra —ya Valdelomar había escrito sobre tan interesante personaje de nuestra historia un hermoso ensayo biográfico—, pero este intento de llevar a la escena un tema peruano no interesó mayormente a las gentes que, en aquellos años, sólo admiraban lo extranjero, lo europeo. Recién con Valdelomar se iniciaba el movimiento peruano en literatura; el gran escritor pondrá, con su Caballero Carmelo, la fragancia de la tierra natal en nuestras letras. El movimiento peruano se intensificará, después, en literatura, en poesía, en pintura, hasta desplazar por completo a lo extranjero y a lo exótico.

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Juan Croniqueur escribe sobre los más variados motivos; política y turf —le gusta el Hipódromo con sus verdes praderas, sus gallardos caballos, los trajes vaporosos de las Mujeres, los jockeys ágiles y nerviosos, la fuga de los bellos animales hacia la meta—, literatura y artes plásticas, Está enamorado de una jovencita de lindo rostro —es muy sensible a la belleza corporal— y porque esta jovencita estudia pintura, le dedica unas líneas de elogio, casi líricas. No está lejos de llamarla —en su devoción amorosa— una gran artista. Ha de probar, también, la emoción religiosa y se va al Convento de los Descalzos, ese místico y humildoso refugio, situado en la evocadora Alameda, a meditar. Esto ocurrió en el año 1916. Y de estos días dé meditación y de, soledad trae up soneto, que aquí transcribo por mostrar este poema una modalidad del espíritu de Mariátegui a las diez y nueve años. Místico será siempre, pero después su misticismo y su religión se alimentarán en el credo socialista. Místico tenía que ser este hombre fervoroso, apasionado, convencido y sincero. Dios no estará nunca ausente de él, pero él ya no buscará a Dios en la plácida soledad de la celda, cómo lo hizo a los diez y nueve años. Buscará. a Dios en el dolor del hombre y en la angustia del mundo. El soneto que escribió José Carios Mariátegui, después de retirarse en el Convento de 1os Descalzos, es el siguiente: ELOGIO DE LA CELDA ASCETICA Piadosa celda guardas aromas de breviario, tienes la misteriosa pureza de la cal y habita en ti el recuerdo de un Gran Solitario que se purificara del pecado mortal. Sobre la mesa rústica duerme un devocionario y dice evocaciones la estampa de un misal: San Antonio de Padua, exangüe y visionario tiene el místico ensueño del Cordero Pascual. Cristo Crucificado llora ingratos desvíos. Mira la calavera con sus ojos vacíos que fingen en las noches una inquietante luz. Y en el rumor del campo y de las oraciones habla a la melancólica paz de los corazones la soledad sonora de San Juan de la Cruz.

Al concurso municipal de literatura y ensayos periodísticos envía una crónica, La Procesión del Señor de los Milagros, página rebosante de color, que alcanza el premio, conjuntamente con el ensayo La Sicología del Gallinazo, de Valdelomar. Parece que el jurado estaba compuesto por personas de buen gusto. Llega, por aquellos días, a Lima, una bailarina que se adornaba con un nombre ruso: ella era suiza. Hermosa y joven, con alguna sensibilidad de bailarina, pero sin el genio coreográfico de una Antonio Mercé o de una Ana Pavlowa, Norka Rouskaya, da algunos recitales. Despierta admiración, interés, simpatía entre la gente de letras y de arte limeña. Y unos jóvenes intoxicados de literatura decadente —entre ellos, Mariátegui— imaginan lo emocionante que sería ver danzar a Norka en el cementerio, de noche, a los acordes de la Marcha Fúnebre de Chopin.

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A Norka Rouskaya le agrada aquella fantasía de jóvenes literatos y, una noche, se van todos al Panteón a realizar este capricho algo macabro, pero sin ninguna malicia. En la ciudad de los muertos, Norka Rouskaya, envuelta en velos blancos, esboza una danza, mientras el violinista Cáceres hace sollozar su violín con las desgarradoras frases chopinianas. Presencian la escena Valdelomar, Félix del Valle, Falcón, Mariátegui y un funcionario gubernamental, que fue el que dio la autorización para entrar, a esas horas, al Cementerio. El epílogo de aquel capricho de dudoso gusto fue la prisión para la bailarina y sus acompañantes, interpelaciones en la Cámara y un tamaño escándalo en la ciudad, que vio en aquel hecho de carácter teatral, pero no perverso ni irreverente, una profanación tremenda, un desacato a la majestad de la muerte... Cuando la intención de los actores de la escena era perfectamente respetuosa y sobre todo... literaria. En la vida de Mariátegui este incidente ha de recordarse como un episodio de una juventud algo tocada de artificio literario e influenciada por los poetas modernistas de Europa.

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III PRIMERAS INQUIETUDES PERO Mariátegui, el periodista que en glosas, comentarios, notas y ensayos, ha demostrado la vivacidad y la lucidez de su inteligencia, comienza a sentir la emoción socialista. No le basta a su juvenil inquietud el comentario perspicaz, la nota galanamente esbozada, el ensayo animado de color y de gracia; no le basta el poema sabiamente compuesto o la obra teatral primorosamente escrita. Comprende que hay algo más que la labor de un periodista fino y penetrante; comprende que la humanidad está estremecida por grandes corrientes de renovación y él, Juan Croniqueur, que teje con elegancia una nota hípica o se sonríe irónicamente de algún político criollo, ha de entregarse a las fuerzas que agitan al mundo. Se ha incorporado con César Falcón, Ruiz Bravo, Luis Ulloa a la redacción de El Tiempo, diario con perfiles de izquierda. La Prensa, donde él se iniciara, se ha desviado hacia las derechas. Mariátegui ha de sacudirse del polvillo multicolor de una literatura un poco morbosa, un poco preciosista y su pluma se mueve como acero bien templado. Es una pluma incisiva, fuerte, sobria. Redacta en El Tiempo la sección Voces, en la que comenta con agudeza y sin solemnidad la actualidad política y frecuentemente escribe el editorial del diario. Mas su ambición y su sueño convergen hacia la posesión de una revista, donde pueda sostener las doctrinas que comienza a conocer y exponer, sin ambages, su pensamiento. De nuevo el grupo de escritores jóvenes intenta la aventura de publicar una revista. Esta revista será Nuestra Epoca destinada, como dijo el mismo Mariátegui, a las muchedumbres y no al Palais Concert. Ya no se trata de hacer bella literatura, de glosar motivos estéticos; Nuestra Epoca —inspirada en la revista España, dirigida por Araquistain— tiene el propósito de intervenir en la vida política del país y difundir las nuevas doctrinas. Su primer número sale el 22 de Junio de 1918. En Nuestra Epoca escriben César Falcón, César Ugarte, Félix del Valle, Valdelomar, Percy Gibson, César A. Rodríguez, César Vallejo y Mariátegui. Mariátegui ya no firmará Juan Croniqueur, según lo anuncia una nota de redacción: «Nuestro compañero José Carlos Mariátegui ha renunciado totalmente a su seudónimo y ha resuelto pedir perdón a Dios y al público por los muchos pecados que, escribiendo con ese seudónimo, ha cometido». Y en el primer número de Nuestra Epoca también aparece el artículo titulado "Malas tendencias: El deber del Ejército y el deber del Estado", firmado por José Carlos Mariátegui. Decía Mariátegui, en ese artículo: «El país debe cuidar de su defensa armada. Pero debe hacerlo dentro de la proporción de sus, recursos económicos... Ningún Estado debe mostrarse en verdad más parco y discreto que el Estado Peruano en esfuerzos militares... Política de trabajo y no política de apertrechamiento es, pues, la que aquí nos hace falta. Política de trabajo y también política de educación. Que se explote nuestro territorio y que se acabe con nuestro analfabetismo y entonces tendremos dinero y soldados para la defensa del territorio peruano». No puede ser el tono de este artículo más mesurado, más serio, más claro y, firme. Pero un grupo de militares exasperados, enfurecidos por las ideas expuestas en "Malas tendencias: El deber del Ejército y el deber del Estado", ataca al joven escritor. Lo insultan y lo golpean, sin tener en

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cuenta su endeble condición física. Por dos veces se repite la agresión; una, en la calle, otra, en la imprenta de El Tiempo, donde se editaba Nuestra Epoca. Un fornido oficial encabeza el ataque contra el "cojito". Y después de la agresión viene el duelo. Mariátegui no sabe manejar las armas, pero acepta el desafío y se dirige una mañana al campo donde ha de realizarse. Los padrinos han de intervenir para evitar un asesinato, que así habría sido, en caso de efectuarse el duelo, en condiciones tan desiguales. Mariátegui ha soportado valientemente la cobarde agresión; foetazos, patadas, puñetazos. Ha ido al campo del desafío sin saber cómo se toma una pistola o un sable. Un clamor de indignación se levanta, en toda la ciudad, contra los agresores del escritor; es tan vehemente esa indignación, es tan encendida la reprobación contra el hecho, que el Ministro de Guerra se ve obligado a renunciar su cargo. Ha triunfado el pensamiento libre y la inteligencia sobre la fuerza. Mariátegui, golpeado, castigado, ultrajado por los militares, es un símbolo. Representa la cultura, el espíritu, la serenidad enfrentándose a la violencia y a la incultura. Pequeño, apoyándose sobre un bastón, los ojos plenos de luz y la faz pálida, concita todas las admiraciones y obliga al respeto hasta a sus adversarios. En ese cuerpo frágil arde una llama que iluminará América. Nuestra Epoca no saldrá más de dos veces. Después de su segundo número la falta de respaldo económico la obliga a suspender su publicación. Pero Mariátegui y Falcón —esta vez con el concurso de Humberto del Aguila— vuelven a intentarla romántica y arriesgada aventura de publicar un periódico con orientación izquierdista y... sin capitales que aseguren su existencia. Alquilan estos escritores de avanzada una imprenta perteneciente al arzobispado; la imprenta de la calle de la Pescadería y, en 1919, aparece La Razón. Era entonces Presidente de la República —ya lo había sido una vez— don José Pardo. Hombre sin grandes alcances intelectuales, conservador sin visión del futuro, había gobernado, sin embargo, con mesura, preocupándose de la educación pública —a él se deben las escuelas fiscales en el Perú—, manejando con honradez la hacienda y las finanzas. La primera guerra mundial había dado margen a muchos negociados y especulaciones, enriqueciéndose cierto sector del país. Mas la situación del obrero era aflictiva, angustiosa; el trabajador de la fábrica, del taller, del campo, ganaba un mísero jornal, que le permitía apenas subsistir, él y su familia. El gobierno civilista del Presidente Pardo no se preocupaba de la situación del proletariado ni se daba cuenta de que en Europa, después de la guerra, nuevas corrientes ideológicas agitaban el ambiente. Los obreros peruanos comenzaban a sentir esa inquietud y esa agitación. No estaban organizados ni agrupados, como lo estarán después al conjuro y bajo la influencia de Mariátegui, pero un germen de rebeldía había surgido en sus filas. Ni intelectuales ni estudiantes dirigen a las masas del proletariado en el movimiento de 1919. Sus conductores, sus jefes, son obreros: Gutarra, Fonkén, Barba. El movimiento parte, sale, estalla del gran núcleo de trabajadores, que sólo reclaman el mínimo de sus derechos: abaratamiento de subsistencias, mejoramiento de los salarios. En las páginas del diario fundado por Mariátegui, Falcón y del Águila el proletariado encuentra un vocero para exponer sus reivindicaciones y expresar sus ideas. Fausto Posada, obrero, redacta la sección de los trabajadores en La Razón.

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El "paro" general se inicia en el mes de Mayo de 1919 y dura cerca de ocho días. Suspendidas todas las actividades de la ciudad el gobierno decreta la ley marcial y se crea la guardia urbana. El Presidente Parda declina sus poderes en el Jefe del Estado Mayor, coronel Pedro Pablo Martínez. Se manda a la prisión a numerosos camaradas. Hay saqueos de almacenes de comestibles y el temor se ha apoderado de los ciudadanos. Mariátegui, en la redacción de La Razón, trabaja por la causa del proletariado. Siente hondamente la miseria y el dolor de ese pueblo, que sólo pide con qué poder subsistir. Cuando el 8 de Julio —el 4 del mismo mes había caído Pardo, derrocado por un golpe de estado del candidato presidencial, don Augusto B. Leguía— son puestos en libertad los líderes obreros, la manifestación que celebra esa liberación, se dirige a la casa del diario La Razón. Son más de tres mil trabajadores. Quieren expresar a La Razón su gratitud por el apoyo brindado a su causa. Y claman cariñosamente a José Carlos Mariátegui; piden que hable. Mariátegui, entonces, dice: «que por segunda vez la visita del pueblo fortalecía los espíritus de los escritores de La Razón, que La Razón era un periódico del pueblo y para el pueblo; que sus escritores estaban al servicio de las causas nobles; que el calificativo de agitadores honraba a Barba y a Gutarra, quienes poseían el mérito de haber sido los primeros en conmover la conciencia del pueblo y en descubrirle horizontes desconocidos y nuevos y que La Razón inspiraría siempre sus campañas en una alta Ideología y un profundo amor a la justicia». Así habló Mariátegui —que entonces tenía veinticuatro años— el día 8 de Julio de 1919 a los obreros de Lima. Así firmó con palabras henchidas de emoción el pacto que debía unirlo con sus hermanos, los proletarios, los trabajadores. La campaña de reforma de la Universidad de San Marcos encuentra, también, en La Razón fervorosa resonancia. José Carlos Mariátegui, tipo "antiuniversitario", pero con una vigorosa concepción de lo que ha de ser una universidad moderna, viviente, animada de nobles inquietudes intelectuales, toma parte activa en la campaña de reforma de la anticuada y fosilizada Universidad de San Marcos. Mas La Razón con sus artículos apoyando a obreros y a estudiantes, deseosos del remoza miento de San Marcos, comienza a alarmar e ambiente. El Arzobispado desaloja al periódico donde militan Falcón y Mariátegui, de la imprenta de su propiedad. Hay que buscar otros talleres para publicar el diario. Un órgano conservador ofrece, entonces a Mariátegui y a Falcón, sus máquinas para imprimir La Razón. Los escritores no aceptan la oferta de este diario, astuto y hábil, que mañosamente quería atraer a sus filas a los jóvenes periodistas. Y llega una orden del Ministerio de Gobierno suspendiendo La Razón. El país esperaba de su nuevo presidente, don Augusto B. Leguía, una reforma radical en los métodos gubernativos y en la vida política del Perú. Con la caída de don José Pardo, el Partido Civil había sufrido rudo golpe y Leguía explotaba con inteligencia su anticivilismo.

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Leguía, que había de hacerse reelegir hasta !amanecer once años en el poder, procedía cautelosamente para eliminar a las personas que consideraba peligrosas a su gobierno. No usaba mucho de la prisión, prefería la deportación, dando al deportado una pensión para subsistir en el destierro. En Mariátegui vio posiblemente una fuerza que había de surgir, oponiéndose a su tiranía; presintió, en el joven escritor, al sembrador de doctrinas e ideas que habían de renovar el Perú. Y Leguía ofreció un viaje a Europa, al escritor, cuya pluma, le parecía un peligro para sus métodos de gobernante y su política. Mariátegui aceptó ese viaje. ¿Hizo mal? ¿Fue una claudicación de sus ideas ante una oportunidad espléndida? Mariátegui necesitaba ir a Europa a reafirmar su cultura, a conocer el movimiento socialista del Viejo Continente, a beber en las fuentes de las antiguas civilizaciones el agua pura del arte; nunca —de no habérselo brindado el gobierno de Leguía— habría podido salir del Perú. Y Mariátegui aceptó. Lo criticaron con dureza algunos amigos y compañeros suyos. «Ha recibido dinero de Leguía», murmuraban. Y cuando una tarde fue a La Crónica, a despedirse, en compañía de Falcón —que viajaba en iguales condiciones— fue acogido fríamente por unos cuantos de los presentes. Al irse a Europa, enviado por el gobierno de Leguía. —deportación disimulada, alejamiento necesario para el régimen que se iniciaba— Mariátegui no claudicaba en sus ideas. Partía a robustecerlas, a ensanchar su horizonte Intelectual. Marchaba a otras regiones, donde la tragedia del hombre superaba a la de su país natal. Europa lo solicitaba, lo llamaba, para devolverlo, fruto cuajado y óptimo, al Perú, a América. ¿Que Leguía lo mandaba? Leguía no era sino un instrumento, una pieza en la rueda que movía su destino. Y en Europa, José Carlos Mariátegui recogería —para traerlas a su país— las palpitaciones del pensamiento y de las inquietudes universales.

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IV AÑOS DE EUROPA CUATRO años fecundos vive Mariátegui en Europa, estudiando, observando y acercándose a los más interesantes personajes y aspectos de la post-guerra. La meditación y el trabajo enriquecen su cultura y fortalecen su fe. «Nos habíamos entregado sin reservas —escribió Mariátegui una vez— hasta la última célula, con una ansia subconsciente de evasión a Europa, a su existencia, a su tragedia. Y descubríamos, al final, sobre todo nuestra propia tragedia, la del Perú, la de Hispano- América. El itinerario de Europa había sido para nosotros el mejor y más tremendo descubrimiento de América». No fue, pues, Mariátegui en Europa —no podía serlo— el turista más o menos curioso, que pasea rápidamente su interés en teatros, centros de diversión, lugares célebres, en busca de emociones superficiales. El escritor se abandona y se compenetra totalmente, íntegramente del drama europeo. Y en ese drama descubre —como él mismo lo confiesa— el de su propio país. La experiencia europea lo torna más americano, le da el sentido de su propio país. Al llegar a Europa, como es latino y siente profundamente el hechizo de Francia, irá a París. Vive en el barrio de los artistas y estudiantes, que reconocen como uno de los suyas al joven moreno, de mirada cargada de ensueño y sonrisa un poco melancólica. Mariátegui se pone en contacto con Barbusse y el idealismo del autor de El Fuego enciende aún más, su celo místico la emoción socialista ha ganado por completo al joven escritor peruano. Francia no es tan sólo el país de la gran burguesía, de la diversión amable y fácil, de la dulzura del vivir. En Francia los hombres saben morir por la libertad del pensamiento y de Francia se esparció el gran mensaje que despertó a la humanidad, hablándole de sus derechos, allá por los años de 1789. Mariátegui asiste, en París, a las sesiones de la Cámara de Diputados; le interesan vivamente las discusiones parlamentarias, la vida política de Francia. Pero también el sentido de la belleza lo solicita —en Mariátegui vibraba una gran sensibilidad artística— y se detiene en el "Louvre", en el "Museo Rodin", ira a conciertos y saboreará en el "Vieux Colombier", animado por Jacques Copeau, el teatro de vanguardia y las nuevas expresiones del arte escénico. Después de su permanencia —algunos meses— en París, Mariátegui seguirá a Italia. Su salud se ha resentido de la humedad de París; se va a buscar sol, luz, cielo azul y límpido para su débil organismo, a la tierra que alimentara con su cultura a la Europea primitiva. Y encontró can la luz y el cielo italianos el amor, que diera a su vida dulzura, calor y alegría. Hasta entonces José Carlos había tenido, un poco, cierta propensión a la melancolía —su libro de versos debió titularse Tristeza— pero en Italia la alegría penetra y se apodera de su alma. Encontró el amor en Florencia; ella era nacida en Siena, la ciudad de Giotto y de Catalina, la ardiente, la apostólica. Se llamaba Ana, pero él le decía con el tierno diminutivo usado en el Perú; "Anita". De vuelta a

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la tierra natal, después de algunos años, le dedica una prosa —que es puro y hermoso poema— donde está sintetizada toda la historia de su cariño: LA VIDA QUE ME DISTE «Renací en tu carne cuatrocentista como la de la Primavera de Botticelli. Te elegí entre todas porque te sentí la más diversa y la más distante. Estabas en mi destino. Eras el designio de Dios. Como un bajel corsario, sin saberlo, buscaba para anclar la rada más serena. Yo era el principio de muerte; tú eras el principio de vida. Tuve el presentimiento de ti en la pintura ingenua del cuatrocientos. Empecé a amarte, antes de conocerte, en un cuadro primitivo. Tu salud y tu gracia antiguas esperaban mi tristeza de suramericano pálido y cenceño. Tus rurales colores de doncella de Siena fueron mi primera fiesta. Y tu posesión tónica, bajo el cielo latino, enredó en mi alma una serpentina de alegría. Por ti mi ensangrentado camino tiene tres auroras. Y ahora que estás un poca marchita, un poco pálida, sin tus antiguos colores de Madona toscana, siento que la vida que te falta es la vida que me diste». Ella, para llamarlo, simplificaba el nombre compuesto de José Carlos, le decía sólo: José. En la ciudad armoniosa, plena de arte y de tradición, la ciudad del lirio rojo, se desenvolvió la etapa inicial de sus amores; ella lo aceptó así como era: pálido, endeble, apoyado en un bastón, desconocido para su familia, que se preguntaba quién era ese forastero. (La familia tenía para Ana ambiciones de altos burgueses; quería verla casada con un propietario de tierras, un señor hacendado, educado en algún centro de agronomía). Pera cuando Benedetto Croce, amigo de la familia de Anita, manifiesta hacia el sudamericano desconocido la más cordial estimación, cuando en casa de los Chiappe —nombre de los padres de Anita— el insigne escritor italiano de tan notable actuación en la política de su país, de tan extraordinario significado en el movimiento estético europeo, se complace en conversar y en discutir con José Carlos, se desvanecen todos los temores, se esfuman todas las suspicacias. «José —dice un día Anita a su prometido, en que habían salido a pasear a la campiña florentina—, ¿por qué no entras a una clínica? Aquí hay especialistas que te arreglarán la pierna». Mariátegui parece aceptar la sugerencia de su prometida. Pero el tiempo pasa y el escritor no se decide a consultar a los médicos. Y confiesa a Anita que no se siente con valor para entregarse otra vez a los cirujanos. Su infancia ha sido martirizada por la enfermedad, las operaciones, la permanencia en los hospitales. Prefiere seguir así, caminando con dificultad, pero ¡por Dios que lo dejen tranquilo! Si ella lo acepta con su casi invalidez... Y ella que lo ama con toda la pureza, la ilusión y el ardor de sus diez y siete años, como lo ama con su alma de "doncella de Siena", lo acoge tal como es y le da toda su vida. Ocultaron su dicha en una casita de la campiña romana; en Frascatti. Se alimentaban de frutas y legumbres y leían poemas de Walt Withmann. Pasan, en la casita de Frascatti, algunos meses de intimidad amorosa, pero tienen que ir a Roma; va a nacer un hijo y Anita debe ingresar a una clínica. En Roma nace el primer hijo varón de Mariátegui, a quien el escritor en su devoción por

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Botticelli, da el nombre de Sandro. El escultor Ocaña, que estudiaba entonces en la Academia de Bellas Artes de Roma, apadrinará al niño, en las fuentes bautismales. Mas en la embriaguez de sus horas de amor, Mariátegui no ha dejada de meditar, de estudiar y de enriquecer el caudal de su cultura y de su emoción social. Italia —como todos los países europeos— se debate en la crisis de la post-guerra. Mariátegui verá el nacimiento del fascismo; verá cómo marchan los jóvenes romanos, cantando la Giovinezza, pero su fe no desmaya, ni vacila; se aviva, aún más, ante el espectáculo de una Italia ilusa, Vacilante y desconcertada ante los preliminares fascistas. En Génova y en Cannes asiste a las conferencias en que se discuten las grandes cuestiones internacionales. Su itinerario, por Europa, ha de concluir en Alemania y en Austria. Ha vivido dos años y medio en Italia. Ama al país de su mujer, al país donde ha nacido su hijo y se deleita y se emociona ante los vestigios de las antiguas civilizaciones latinas, ante las telas de los primitivos italianos, ante las fuentes y los jardines de Roma. Venecia le causa —como a todos los grandes espíritus que la visitan— honda impresión. Pero ha llegado la hora de volver al Perú y, antes, Mariátegui ha de ponerse en contacta con Alemania, con la Alemania de Goethe y de Beethoven, que todos hemos soñado y amado algún día, hoy envilecida y atada por la tiranía nazista. Después de, la guerra del 14 y del Tratado de Versalles parecía que Alemania había quedado sin fuerzas. No se sospechaba que esa nación desarmada y desmembrada pensaba en prepararse para una segunda guerra que —según ella— le daría el dominio del mundo. En aquellos días del año 1922 en que Mariátegui, con su mujer y su hijo, llegan a la Alemania vencida, se canta la "Internacional" en teatros y cafés y los retratos de Marx y de Engels están en clubs y centros obreros. Para la fe socialista de Mariátegui estos síntomas son reconfortantes y halagadores. Cree en el porvenir de una Alemania marxista, creencia que de haber vivido hasta nuestros días, habría sufrido tremenda desilusión. El nazismo había de subyugar las conciencias y el pensamiento de la Alemania que conoció Mariátegui. No puede el escritor —como tanto lo anhelaba— ir a Rusia a vivir las jornadas de su resurgimiento. Era difícil viajar con la mujer y el niño hacia el país en transformación, agitado y sacudido por nuevas ideologías y nuevos métodos de vida. Llegan, eso sí, a Viena y conocen Budapest. Después —en vísperas de volver al Perú— se reúne con César Falcón en Colonia. «La atracción del drama rhenano, esa atracción del drama y de la aventura, a la que ni él ni yo hemos sabido resistir —contaba Mariátegui— nos llevó a Essen, donde la huelga ferroviaria nos tuvo bloqueados algunos días. Habíamos pasado juntos algunos densos y estremecidos días de historia europea». En la Friedrich Banhof de Berlín, a comienzos de 1923, se despide Mariátegui de Falcón, su amigo y compañero de las primeras luchas en el país natal; el Perú espera al escritor que, en Europa, descubriera "la tragedia de Hispano-América".

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V REENCUENTRO CON LA TIERRA NATAL UNA tarde del año 1923 encontré a Mariátegui en la sala de la Sociedad Filarmónica, donde se exhibía una muestra pictórica italiana. Era una tarde de otoño y el escritor no se había quitado su largo abrigo de tono oscuro. Lo veía por primera vez, después de su regreso de Europa, y me pareció pleno de energía y de cordialidad. Traía el encargo de presentar aquella muestra pictórica —pintores italianos modernos— que por lo demás no tuvo mucho éxito. Charlamos brevemente. Mariátegui tenía que atender a los visitantes, que solicitaban explicaciones y comentarios. Pudo, sin embargo, referirme que tenía un hijo, Sandro, y que vivía en una casa ele un antiguo barrio de Lima. Después de este fugaz encuentro volví a ver a Mariátegui, —habían transcurrido algunos meses— en una librería del jirón de la Unión. Comentamos no sé qué libro. Me confió que había nacido su segundo hijo, Sigfrido, llamado así por su admiración a Wagner. Quedé en ir a conocer a Anita y a los chiquillos. Pero no pude cumplir mi ofrecimiento, inmediatamente. En la casa de la calle Wáshington conocí a Anita y a sus hijos. Al hogar de Mariátegui —sentado en su sillón de inválido— acudía yo con frecuencia, urgida por el afecto, la simpatía intelectual, el respeto al hombre cuya vida era un ejemplo de serenidad heroica, de sinceridad, de silenciosa abnegación. Al volver al Perú Mariátegui no retorna como el europeizante desdeñoso e inflado de pedantería que contempla las cosas y los hechos de su tierra con torpe incomprensión. Después de sus cuatro años de experiencia europea vuelve con el alma abierta a la emoción peruana, con la inteligencia alerta para recoger las vibraciones del problema de su tierra natal. A la Lima frívola y despreocupada trae la fortaleza de su fe, su preocupación dramática, el ardor de su palabra desnuda de retórica, su voluntad de trabajo. Comprende todas las posibilidades del país y lo alienta la esperanza de hacer obra, de despertar inquietudes, de arrojar la simiente en el surco de aquellos campos, aún infecundos. El sembrador; así veo a Mariátegui, en actitud de aventar el grano en las llanuras costeñas melancólicas y desoladas, en los valles risueños e idílicos del Ande, en la floresta enmarañada del Oriente. ¡Qué energía la de este hombre, a quien amenaza la enfermedad, que jamás supo de los halagos de la fortuna y a quien la muerte se llevara en plena juventud! ¡Qué energía y qué alegría sencilla y comunicativa! ¡Y qué ansiedad por todos los aspectos de la vida y del arte! Porque su inteligencia era poderosa y lúcida, su corazón generoso y su inquietud múltiple, por eso se dio por entero a ese Perú, donde el problema huma- no es hondo y trágico y la tradición artística, rica y variada. De no haber sido mutilado habría visitado todo el país; habría penetrado en los centros mineros de la Sierra; habría recorrido las sórdidas rancherías de las haciendas costeñas, habría llegado hasta la opulenta y, a la vez, desamparada Selva; todo el territorio peruano lo habría cruzado en su afán de conocimiento de la tragedia de su país. ¿Cómo se inició la obra de Mariátegui, al volver a su país? Citaré sus propias frases, tomadas de una nota autobiográfica:

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«A mi vuelta al Perú, en 1923, en reportajes, conferencias, en la Federación de Estudiantes, en la Universidad Popular, artículos, etc., expliqué la situación europea e inicié mi trabajo de investigación de la realidad nacional, conforme al método Marxistas. Investigar la realidad nacional; ¡con qué pasión se entrega Mariátegui a esta obra, que será uno de los fines de su existencia, con qué voluntad, capacidad de trabaje y espiritualidad! Sus conferencies y su labor, en las Universidades Populares González Prada, fundadas por el Congreso Nacional de Estudiantes reunido en el Cuzco, se caracterizan por la claridad de su exposición y la solidez de su estructura. No es el improvisador criollo, cuya elocuencia se desata adornada de pintorescas imágenes y retorcidas metáforas; Mariátegui habla siguiendo un plan, un método, un sistema; con vehemencia, si, pero con precisión matemática y basándose en vigorosos argumentos. Acordado el funcionamiento de las Universidades González Prada, Haya de La Torre organiza su plan y su programa y llama a estudiantes e intelectuales, para que dicten los cursos de estos centros de extensión universitaria. Solicita la colaboración de José Carlos Mariátegui, que acababa de llegar de Europa y Mariátegui, antes de principiar sus lecciones, asiste unos días a las clases, en calidad de oyente, porque quiere establecer contacto con los obreros y hacerse conocer más íntimamente de ellos. Su primera conferencia tendrá por título "La crisis mundial y el proletariado". Con acento emocionado y fraterno se dirigirá a sus oyentes y les dirá: «Yo dedico, sobre todo, mis disertaciones a esta vanguardia del proletariado peruano. Nadie más que los grupos proletarios de vanguardia necesitan estudiar la crisis mundial. Yo no tengo la pretensión de venir a esta tribuna libre de una universidad libre, a enseñarles la historia de esta crisis mundial, sino a estudiarla yo mismo con ellos. Yo no enseño, compañeros, desde esta tribuna, la historia de la crisis mundial; yo la estudio con vosotros». Mariátegui, cuya cultura es vasta y profunda, que trae de Europa un rico bagaje de conocimientos es, sin embargo, modesto y sencillo. Se coloca en la posición del estudiante, cerca de los obreros que lo escuchan, que esperan de su inteligencia orientación y rumbo. No se siente profesor. El jamás frecuentó universidades y academias; una vez asistió en San Marcos, a los cursos de Latín dictados por un monje agustino, porque lo atraía la belleza del idioma madre del nuestro, pero conservando su carácter "antiuniversitario". Y va a los obreros de las Universidades Populares a "estudiar con ellos", no a enseñarles. Hay otros jóvenes en esas Universidades, que comunican a los obreros sus conocimientos. Son Enrique Cornejo Koster, Carlos Manuel Cox, Alfredo Herrera, Eudocio Rabines, Jacobo Hurwitz, Fausto Posada. Idealistas y entusiastas no siguen quizás, aún, una ruta bien' mareada, bien definida. Luchan por "la justicia social", pero su pro- grama no es todavía concreto ni preciso. Mariátegui dará a la labor realizada en las Universidades González Prada una orientación vigorosa y bien trazada; cada lección suya señalará una dirección, una meta, un fin.

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Pero las Universidades Populares no habían de tener larga vida. Después de la jornada del 23 de Mayo,1 cuyo epílogo será la muerte de un estudiante y de un obrero y la prisión y deportación de Haya de la Torre, la policía vigila las U. P. G. P. Y un día —con el pretexto de que son centros de agitación y de subversión— caen los agentes al local donde estaban reunidos profesores y alumnos. Son llevados a la comisaría, donde permanecen dos días. Mariátegui se encontraba entre los apresados. Su actitud tan digna y varonil, en la comisaría, logra dominar la insolencia de un militar, que se permite ultrajar con palabras gruesas a los presos. La vigilancia policial ha de perseguir después a Mariátegui, durante los años que le restan de vida. El semanario Variedades, dirigido por Clemente Palma, pidió a Mariátegui su colaboración. A los redactores de Variedades, hombres de amplio criterio, no les importaba la posición izquierdista del joven escritor. Como a Mariátegui tampoco perturbaba el color político del semanario dirigido por Palma. El no ya a hacer política menuda, campañas de chismecillos; su pensamiento se irradia en ámbitos más espaciosos, alcanza tonos más altos. ¿Propaganda de su fe, de sus ideas, de su credo socialista? De nuevo habría que comparar a Mariátegui con el sembrador que arroja la semilla para la futura cosecha. Si de un lado, en diarios y revistas, se entonan loas al dictador, si se deshojan flores ante sus ministros y se proclaman las excelencias del régimen leguiísta, vibra también una voz noble, sincera y pura, que interpreta una nueva conciencia y un nuevo ideal Mariátegui, en Variedades, inicia la sección "Figuras y Aspectos de la Escena Mundial". El tiempo se llevará los elogios prodigados al dictador Leguía y a sus criaturas, pero quedará palpitante en las entrañas del Perú el mensaje de Mariátegui.

NOTA:

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E1 23 de Mayo de 1923 se pretendió realizar en Lima una consagración religiosa de la ciudad, pretensión que encontró el más vivo rechazo en los estudiantes y obreros.

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VI EL AGUA LUSTRAL TODO hombre ha de ser lavado con el agua del dolor. Toda existencia humana ha de pasar por alguna prueba, que la tiemple y la purifique. El serafín que, con un carbón encendido, limpia los labios de Isaías para hacerlo más digno de pronunciar el nombre del Altísimo, es símbolo viviente de la purificación del hombre. Mariátegui, castigado desde niño con la enfermedad, vuelve a recibir, en el año 1924, la visita del espíritu alado que, con la brasa, quema escorias y limpia impurezas. Vuelve a sentir, en su cuerpo, y de qué tremenda manera, el aguijón de la enfermedad. "Mariátegui está mal, muy mal". Así decían sus amigos con acento tembloroso y apesadumbrado. Sí; le había vuelto ese mal que, cuando niño, lo había dejado casi inválido, dolencia que para hacer explosión tomara el pretexto de un golpe, pero que en realidad era una infección que se localizaba en la pierna. Y. ahora que su inteligencia se encontraba en pleno ejercicio, cuando el Perú esperaba tanto de su talento, de su cultura, de su voluntad de trabajo y de organización, otra vez la enfermedad asaltaba el organismo de Mariátegui, debilitado por el excesivo trabajo intelectual, el clima limeño, las privaciones impuestas por su pobreza de escritor austero e idealista. Sus amigos estábamos consternados. Día a día aguardábamos noticias del proceso del mal. La fiebre alcanzaba grados increíbles: 40, 41, 42. En la pierna sana, la que le servía para caminar a Mariátegui, había aparecido un tumor. ¿Podría resistir el paciente a la acometida de la infección? Una mañana, a las 8, habíase puesto tan mal el escritor, que se reunieron, enseguida, los cirujanos. Y el médico, doctor Gastañeta, expuso su opinión: había que amputar inmediatamente la pierna al enfermo. No había otro remedio y no se debía perder tiempo. Si no, Mariátegui moriría. La madre de José Carlos, doña Amalia de Mariátegui, allí presente, se opuso. No quería ver a su hijo disminuido, mutilado, sin fuerzas —creía ella— para afrontar la vida. Además, doña Amalia era rigurosamente católica; le preocupaba el problema religioso y antes que intervención quirúrgica, quería un sacerdote que confesara a su hijo. Mas Anita tenía otro criterio para contemplar el asunto. Amaba profundamente a su compañero y conocía todas las reservas de energía espiritual que se escondían en el endeble organismo físico de José Carlos. ¿Amputado, mutilado, inválido? ¡Qué importaba! Si su inteligencia y su espíritu habían de permanecer intactos; vivientes, luminosos, poderosos. Y allá había de reconfortarlo, de ayudarlo, de sostenerlo para hacerle más suave el áspero y difícil camino, que comenzaba para él. ¡Que se lo lleven a la mesa de operaciones, que le corten la pierna, pero que viva José Carlos! Esto ocurría a las 9 de la mañana. A las doce el bisturí del cirujano había separado el miembro enfermo del cuerpo de Mariátegui —la intervención se había realizado sin anestesia; el caso

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apuraba y el escritor estaba casi inconsciente— y cerca del lecho de un cuarto del Hospital. Italiano, doña Amalia y Anita esperaban; la anciana, llorosa, casi desfalleciente; la joven, tranquila, animosa, confiada. Ella sabía que José Carlos no debía morir, porque su destino y su misión no habían sido cumplidos. Pasaron varios días, después de la operación. Anita había salido del Hospital a atender al pequeño Sigfrido que estaba enfermo. Mariátegui, a quien acompañaba un amigo, levantó las frazadas de su lecho. No sentía dolor alguno en la pierna, sino un adormecimiento y tenía curiosidad de saber cómo estaba esa pierna. Fue entonces un momento de inmenso desaliento — el único que manifestó en toda su existencia— el que se produjo en el espíritu de Mariátegui. Al verse amputado, al constatar que iba a ser un inválido para el resto de su vida, tuvo una crisis de llanto verdaderamente patética y se halaba el cabello, en un arranque de desesperación. Anita, a quien llamaron apresuradamente, lo encontró en ese estado de llanto y de nervios. Al verla, él la tomó de las manos y con el contacto de esas manos queridas, con la suave presencia de la compañera, contemplando los claros ojos y el bello rostro, aún con "los rurales colores de la doncella de Siena", su angustia se va calmando, la serenidad vuelve a su alma y la queja enmudece en sus labios. El médico que entra al cuarto, a ordenar una poción sedante, encuentra una escena familiar, tranquila. Mariátegui, sus manos en las de su mujer, y sobre la almohada el macilento rostro, ya apaciguado. Mariátegui jamás volvió a quejarse. Soportó con varonil entereza su destino y, en su silla de ruedas, era un ejemplo de heroica y sencilla alegría. Alegría sin gestos y sin palabras, que le brotaba del alma, venciendo la miseria de su cuerpo, acechado por implacable mal. La situación económica de Mariátegui y los suyos era verdaderamente angustiosa. ¿Cómo pagar los gastos de la operación, de la clínica y de la convalecencia que se anunciaba sin complicaciones, pero larga y penosa? ¿Cómo atender a la esposa y a los pequeños hijos? Un hermoso movimiento de solidaridad fraterna se produce, entonces, entre los intelectuales y artistas del Perú. Escritores de las más diversas ideologías, artistas de distintas tendencias, estudiantes, obreros, aportaron su ayuda al compañero, en las horas difíciles que atravesaba. Mariátegui pudo salir de Lima, para convalecer. Permaneció algún tiempo en Miraflores, cuyas brisas marinas tonificaron su organismo. Después se fue a Chosica; el clima de aquel pueblo, acurrucado al pie de los Andes, completó su convalecencia. Mientras tanto, en Lima, sus amigos lo esperábamos. En la casa de la calle Washington el sillón de inválido tenía ya su sitio. Había de comenzar la etapa final y, la más fecunda, de la vida de José Carlos Mariátegui.

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VII "AMAUTA" LA casa de la calle Washington, signada con el número 544, era espaciosa y clara. El sol entraba a raudales en el patio interior, donde jugaban los chiquillos y Mariátegui acostumbraba pasar, unos momentos, recibiendo la tibia claridad del mediodía. En la habitación con ventanas a la calle —una calle sin bullicio que distaba pocos metros de un parque— había grandes anaqueles repletos de libros —libros reveladores del gusto severo y muy moderno de su propietario—, un diván cubierto de un tapiz rojo, sillones muy acogedores, en los muros cuadros y grabados de artistas contemporáneos y, en un ángulo, una mesa con muchos papeles y revistas. Mariátegui trabajaba en esa habitación. Era un trabajador metódico, disciplinado, con sistema, que nada dejaba a la improvisación. Estudiaba con fervoroso ahínco y día a día, se intensificaban su inquietud intelectual y su ansia de conocimiento. Diariamente acudían a visitarlo poetas y artistas, escritores, estudiantes, obreros, deseosos de escuchar su palabra y recoger su pensamiento. En su sillón de ruedas, trajeado con sencillez y pulcritud —un sweater sobre la camisa blanca, una corbata de nudo un poco bohemio, pantalón gris, el mechón negro caído sobre la frente— el escritor conversaba animadamente con sus visitantes, que comenzaban a llegar después de las cinco de la tarde. Allí estaban, rodeando a Mariátegui, Eguren, Hugo Pesce, José Sabogal, Eugenio Garro, Posada, Julio del Prado, Ernesto Reyna, Martín Adán, Navarro; a veces entraba, por unos instantes, Anita que con su acento italiano, tan musical, decía dos o tres frases y se iba. Le reclamaban los chiquillos y las atenciones hogareñas. Hacendosa, diligente, Anita había hecho del hogar de su compañero un rincón amable, cálido, muy bien organizado. Gracias a Anita, nunca se sintió en la casa de Mariátegui la congoja de aquellos hogares privados de lo más elemental. Ella —con habilidad milagrosa— multiplicaba los escasos recursos de la familia. Mundial, semanario dirigido por Andrés A. Aramburú, periodista adicto al régimen leguiísta, pero hombre muy inteligente, había solicitado, como Variedades, la colaboración de Mariátegui. Lo dejaba en libertad para exponer sus ideas. Mariátegui tenía otra tribuna —curioso fenómeno éste: las revistas burguesas solicitando artículos del escritor marxista— dónde irradiar su mensaje. Pero él soñaba —sueño también de sus primeros años de escritor— con publicar una revista suya; una revista que fuera expresión cabal del pensamiento socialista en el Perú. Allí, en su sillón, fue planeando y trazando el programa de aquella revista —sueño acariciado por mucho tiempo y cuya realización se acercaba, merced a su fervor tenaz e inteligente. El

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nombre de esa revista había de ser Amauta. Mariátegui había pensado llamarla "Claridad" o "Vanguardia". Pero por sugerencia y consejo del pintor José Sabogal, le dio el nombre peruanísimo de Amauta. Amauta, el sabio, el maestro, el gran sacerdote del antiguo Perú. Mas ¿cómo publicar sin dinero un mensuario de cuarenta y tantas páginas y numerosas ilustraciones? Existía, es cierto, la imprenta de su hermano, Julio César, que otorgaba muchas facilidades, pero había que pagar el jornal de los obreros, el papel, los materiales para la confección de la revista. Mariátegui, sin vacilar, se lanzó a la arriesgada empresa. Podía endeudarse, contraer compromisos difíciles —por no decir imposibles— de cumplir, pero Amauta había de salir. Periodista —para quien el oficio no guarda secretos— se pone, en su escritorio, a delinear la pauta de la revista. Hace presupuestos. Solicita colaboraciones. En la mesa se amontonan papeles y cuartillas. Llegan artículos, poemas, ensayos, dibujos, notas gráficas. Y en la Imprenta "Minerva" los obreros comienzan a "parar" el material. Las manos del escritor estrujan las pruebas olientes a tinta. El lápiz —en esas manos nerviosas y largas— corrige textos, rectifica la composición de los pliegos, que un muchacho trae a la calle Wáshington. (También, como ese muchacho, Mariátegui, a los catorce años, llevaba y traía pruebas de imprenta). Cerca de Mariátegui están unos amigos que lo ayudan en su tarea y comentan, con él, la revista en formación. Se oye, a veces, mientras trabajan, las voces de los chiquillos que retozan, adentro, en el patio. Y algún visitante que llega, pregunta: «¿Cómo va la revista? ¿Cuándo sale?». En un día del mes de setiembre de 1926 sale el primer número de Amauta. Ostenta, en su carátula, la soberbia cabeza de un indio dibujada por Sabogal: es el sabio, el maestro del Tahuantinsuyo. En el editorial o presentación de este primer número, define claramente Mariátegui la orientación de la revista. Transcribo, en su integridad, esta presentación, porque hace conocer los propósitos y el espíritu que animarán Amauta. PRESENTACION DE "AMAUTA" «Esta revista, en el campo intelectual, no representa un grupo. Representa más bien un movimiento, un espíritu. En el Perú se siente desde hace algún tiempo una corriente, cada día máS vigorosa y definida de renovación. A los autores de esta renovación se les llama vanguardistas, socialistas, revolucionarios, etc. La historia no los ha bautizado definitivamente todavía. Existe entre ellos algunas discrepancias formales, algunas diferencias psicológicas. Pero encima de lo que los diferencia, todos estos espíritus ponen lo que los aproxima y mancomuna: su voluntad de crear un Perú nuevo dentro de un mundo nuevo. La inteligencia, la coordinación de los más volitivos de estos elementos progresan gradualmente. El movimiento —intelectual y espiritual— adquiere poco a poco organicidad. Con la aparición de "Amauta" entra en una fase de definición. "Amauta" ha tenido un proceso formal de gestación. No nace de súbito por determinación exclusivamente mía. Yo vine de Europa con el propósito de fundar una revista: Dolorosas vicisitudes personales no me permitieron cumplirlo. Pero este tiempo no ha transcurrido en balde. Mi

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esfuerzo se ha articulado con el de otros intelectuales y artistas que piensan y sienten parecidamente a mí. Hace dos años esta revista habría sido una voz un tanto personal. Ahora es la voz de un movimiento y de una generación. El primer resultado que los escritores de "Amauta" nos proponemos obtener es el de acordarnos y conocernos mejor nosotros mismos. El trabajo de la revista nos solidariza más. Al mismo tiempo atraerá a otros buenos elementos, alejará a algunos fluctuantes y desganados que por ahora coquetean con el vanguardismo, pero que apenas éste les demande un sacrificio, se apresurarán a dejarlo. "Amauta" cribará a los hombres de la vanguardia —militantes y simpatizantes— hasta separar la paja del grano. Producirá o precipitará un fenómeno de polarización y concentración. No hace falta declarar expresamente que Amauta no es una tribuna libre abierta a todos los vientos del espíritu. Los que fundamos esta revista no concebimos una cultura y un arte agnósticos. Nos sentimos una fuerza beligerante, polémica. No le hacemos ninguna concesión al criterio generalmente falaz de la tolerancia de las ideas. Para nosotros hay ideas buenas e ideas malas. En el prólogo de mi libro La Escena Contemporánea escribí que soy un hombre con una filiación y una fe. Lo mismo puedo decir de esta revista, que rechaza todo lo que es contrario a su ideología, así como todo lo que no traduce ideología alguna. Para presentar Amauta están demás todas las palabras solemnes. Quiero proscribir de esta revista la retórica. Me parecen absolutamente inútiles todos los programas. El Perú es un país de rótulos y de etiquetas. Hagamos al fin alguna cosa con contenido, vale decir con espíritu. Amauta por otra parte no tiene necesidad de un programa; tiene necesidad tan sólo de un destino, de un objeto. El título preocupará probablemente a algunos. Eso se deberá a la importancia excesiva, fundamental, que tiene entre nosotros el rótulo. No se mire en este caso a la acepción estricta de la palabra. El título no traduce sino nuestra adhesión a la raza, no refleja sino nuestro homenaje al Incaísmo. Pero específicamente la palabra Amauta adquiere con esta revista una nueva acepción. La vamos a crear otra vez. El objeto de esta revista es el de planear, esclarecer y conocer los problemas peruanos desde puntos de vista doctrinarios y científicos. Pero consideraremos siempre el Perú dentro del panorama del mundo. Estudiaremos todos los grandes movimientos de renovación —políticos, filosóficos, artísticos, literarios, científicos—. Todo lo humano es nuestro. Esta revista vinculará a los hombres nuevos del Perú, primero con los otros pueblos de América, en seguida con los de otros pueblos del mundo. Nada más agregaré. Habrá que ser muy poco perspicaz para no darse cuenta de que al Perú le nace en este momento una revista histórica». "Marxista convicto y confeso" como se había proclamado alguna vez, Mariátegui no se encierra, sin embargo, en su ideología y en su credo. Su espíritu está pronto a recibir toda emoción de arte y abre las páginas de Amauta a las manifestaciones de la poesía, de las letras y de las artes plásticas. Pide a José Sabogal dirigir la sección artística de la revista y en Amauta se reproducen

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telas, grabados y dibujos de los pintores modernos americanos y europeos, fotografías de iglesias, rincones históricos, cerámica del Antiguo Perú. Así Amauta tendrá un marcado acento, una alta jerarquía de arte. En Amauta se publican poemas de Eguren —el puro y refinado lírico, a quien Mariátegui profesaba la más cálida admiración—, de Carlos Oquendo de Amat, Martín Adán, Juan José Lora, Gamaliel Churata, Magda Portal, César Alfredo Miró Quesada, Xavier Abril —no cito sino unos cuantos—. Se inicia, en torno a José Carlos Mariátegui, un rico e interesante movimiento poético. El será el animador, el guía, el piloto de esta generación florecida de ensueños y de lirismo. Después de quince años se llamará a este fenómeno poético, el movimiento Amauta. En Amauta la fe socialista lanza su cantó vibrante de esperanza, que llega al taller, al campo, a la fábrica, a la mina, despertando inquietudes, respondiendo a muchas interrogaciones. Amauta… Mariátegui se ha dado todo a Amauta. Escribe, corrige pruebas, dispone el material de redacción, vigila la confección de los paquetes que deben salir a provincias y al extranjero. El presupuesto de la revista se cubría difícilmente, cuando no dejaba pérdida. Amauta no era una empresa comercial; era una obra del espíritu. Se acudía, entonces, a la generosidad de los amigos y se organizaba la quincena "Pro Amauta", El tono y la tendencia de la revista dirigida por José Carlos Mariátegui, comenzó a suscitar temores en el régimen leguiísta. ¿Qué revista era ésa con su indio en la portada, llena de poemas modernos, de prosas extrañas, en que se defendía al indígena y al proletariado, se citaba a Marx, Lunatcharsky, Barbusse y Romain Rolland y no se alababa al Presidente del Estado Peruano y a sus colaboradores? Amauta ha llegado hasta el número nueve, pero ya no se le puede soportar; es tiempo —se piensa en las esferas gubernativas— de hacerla callar. Había gente muy hábil —en el régimen— en inventar y urdir complots. Se tejerá la patraña de un complot comunista, en el que estarían comprometidos Mariátegui y muchos escritores. Como el estado de salud del director de Amauta es pésimo, se le dará por cárcel el Hospital Militar de San Bartolomé, donde se manda a los militares enfermos acusados de conspirar. Allí permanecerá seis días. Previamente —y éste es un incidente cómico, grotesco— se registrará su biblioteca y se apoderará la policía de muchos de sus libros, que juzga subversivos. Se manda con ese encargo a la casa de Mariátegui a un individuo llamado Vergara. Ante la mirada severa y penetrante del escritor, Vergara se pone a registrar la biblioteca. Y aquí viene lo cómico. El jefe de los investigadores de policía respeta los libros empastados —Marx, Lenin— porque cree que un volumen con pasta no puede ser instrumento de propaganda comunista. En un estante las obras de Freud —sin encuadernación— se alinean ordenadamente. Vergara sentencia: «Estos libros no tienen pasta. Son dañinos, subversivos. Hay que llevárselos». Cuarenta ciudadanos, entre escritores, intelectuales y obreros, son enviados a la Isla de San Lorenzo —Jorge Basadre se encuentra en el número—, otros son deportados. Se suspende la revista y se cierran —por una semana— los talleres de la Imprenta "Minerva". Toda una serie de maniobras, dedicadas exclusivamente a la supresión de Amauta. Después de seis días de

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confinamiento, se manda a Mariátegui a su casa, notificándole que la policía lo vigilará constantemente. En carta dirigida a La Prensa, Mariátegui protesta de la acusación que se le hace de conspirar. «La palabra revolución tiene —dice en esa carta— otra acepción y otro sentido». Revolución: para José Carlos Mariátegui la revolución es un movimiento ideológico, una conmoción de los espíritus y de las conciencias y no el complot criollo preparado para apoderarse del poder y de sus prebendas. La supresión de Amauta conmueve a la opinión americana. Amauta había alcanzado en América el valor de un vocero de libertad, de renovación, de pensamiento vivo y joven. Amauta representaba al Perú nuevo, con anhelos de incorporarse a la marcha del mundo contemporáneo. Pasados unos meses el régimen leguiísta tendrá que permitir la salida de la revista. Leguía no deseaba disgustar a los intelectuales de América —eso formaba parte de su táctica— y no le agradaba el mote de tirano o dictador. Y para su visión de gobernante circunscrita a empréstitos, construcción de cuarteles, trazo de carreteras y fiestas en el Palacio de Gobierno, ¿qué significaba la ilusión de un escritor pobre e inválido? Leguía había ofrecido a Mariátegui la dirección de un diario —los emolumentos eran pingües— y el escritor había rehusado. ¡Qué falta de sentido práctico y de espíritu comercial!, pensó el dictador que gustaba de manejar millones y de embarcar al país en ruinosas aventuras. ¡Qué vuelva a salir la revista del indio con sus raras doctrinas... ! En cualquier momento se la vuelve a cerrar y... su director, a San Bartolomé! Amauta reaparece en Agosto de 1927. «No es ésta una resurrección —escribe Mariátegui, al reanudar sus labores de director—. Amauta no podía morir. No ha vivido tanto, dentro y fuera del Perú, como en estos meses de silencio. La hemos sentido defendida por los mejores espíritus de Hispano América». En este mismo número se daba cuenta de la formación de la "Sociedad Editora Amauta", que descargaba, en parte, a Mariátegui de la responsabilidad económica de la publicación. Es cierto que esa sociedad no llegó a tener gran éxito, en su función, por no haberse cubierto todas las acciones y continuó la precaria existencia financiera de Amauta. Alternaba Mariátegui sus labores en Amauta con las de director de la "Editorial Minerva". "Minerva" publica, bajo la sabia y eficiente dirección de José Carlos Mariátegui: Tempestad en los Andes, de Luis E. Valcárcel; El Nuevo Absoluto, de Mariano Iberico; La Escena Contemporánea del mismo Mariátegui; y las Poesías, de José María Eguren. Y para completar este homenaje al grande y hondo poeta peruano, para difundir extensamente su obra rebosante de ternura y de gracia, Amauta le dedica su número 21. En la carátula de este número, una arcaica lámpara —la lámpara de una doncella de ensueño— invita al lector al viaje de la poesía egureniana.

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Muchas veces vi al insigne lírico en la casa de la calle Wáshington, conversando con José Carlos. Entre el austero y beligerante marxista y el ensoñador de La Canción de las Figuras había una afinidad muy estrecha: su devoción por la belleza.

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VIII "LABOR" VIGILADO por la policía, amenazado por la enfermedad Mariátegui no desmaya. Seguirá haciendo su obra y, a la par que Amauta, publicará una revista dedicada únicamente a la defensa y a los intereses del proletariado —¿no es él un trabajador que, desde niño, conoce la ruda tarea del taller y lucha por ganarse su pan?—, al movimiento obrero y a las organizaciones gremiales. Amauta es el mensuario con acento artístico y literario, además de su orientación doctrinaria; Labor —que así se llamará la nueva publicación dirigida por Mariátegui— será el periódico del proletariado peruano. En Noviembre de 1928 sale el primer número de Labor. Mariátegui no es el intelectual que adopta la postura novedosa de incorporarse a las filas del proletariado. Es hondamente sincero y el dolor y la tragedia del trabajador son suyos. Labor llegará al pueblo, para quien es escrito y tiene una fuerte repercusión en el elemento obrero. En el escritor que es José Carlos Mariátegui, en el pensador que en los Siete Ensayos ha penetrado en lo más profundo y viviente de la realidad peruana, los trabajadores ven al amigo más leal, al camarada más fraternal, al guía y maestro más seguro y firme. Y el proletariado de Morococha le dirige con fecha 14 de Enero de 1929, una carta de reconocimiento y de adhesión por la defensa emprendida en Labor a favor suyo. Este documento testimonia —más que cualquier otro comentario— el fervor de Mariátegui, la pureza de su doctrina y la fuerza con que había llegado su mensaje a las filas del proletariado. Mas la zozobra y el temor del régimen leguiísta seguían intensificándose. Consideraba este régimen verdaderamente peligroso al quincenario Labor. Amauta, mensuario de arte, literatura, polémica y doctrina, se salvaba de la interdicción gubernativa, porque se ocupaba de aquella divina cosa inútil, que se llama el arte. Con Labor, grito de combate, voz de alerta y de defensa, las medidas habían de ser más radicales. Se le clausura, se prohíbe a su director publicar el quincenario dedicado al elemento obrero. La prohibición será acompañada de una visita policíaca a la casa del escritor. Los agentes registran los papeles y la correspondencia de Mariátegui. Nadie puede entrar a la casa de la calle Wáshington, sin que se le aprese. Se pierden autógrafos valiosos, documentos personales —la rapacidad de los agentes de policía es ilimitada— y la casa es invadida por la turba, sin consideración por la mujer y los pequeños hijos del escritor. Mariátegui dirige al entonces Ministro de Gobierno, doctor Benjamín Huamán de los Heros, una nota de protesta por la interdicción de Labor. Pero los ministros no acostumbran contestar las notas de los escritores poco gratos al gobierno. Los términos empleados por "Mariátegui en su nota, cuán extraños debieron parecer al funcionario encargado de la cartera de Gobierno. "Doctrina, ideología, gamonalismo, latifundista": ¿qué significaban todos éstos vocablos para el funcionario de un gobierno, que sólo gustaba de los epítetos laudatorios prodigados por unos periodistas sin moral?

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Mariátegui también se dirigió al Presidente de la Asociación de Periodistas, protestando de la violación de la libertad de prensa y de pensamiento. Mas ¿qué podía hacer el "compañero Presidente", cuando los intereses de los capitalistas exigían la supresión de un periódico que defendía al proletariado del Perú? Mientras tanto en Morococha los trabajadores de los centros mineros habían logrado constituir la "Federación de Obreros y Empleados de Morococha" e imponer a la Empresa un pliego de reclamaciones para mejorar sus condiciones de vida. Labor había llegado hasta su décimo número. Sobre Amauta comenzaba, otra vez a extenderse la sombra de la persecución. Mariátegui, entonces, al comprender que se acercaba la supresión de aquella revista —una de las obras más queridas de su espíritu— piensa en irse con los suyos a Buenos Aires. Amauta, conocida y admirada en toda América, Amauta que llegaba a París, Moscú y Roma, saldría de Buenos Aires. En Buenos Aires trabajaría Mariátegui por la causa socialista. La gran ciudad cosmopolita se ofrecía —como un corazón— al escritor perseguido, amenazado e incomprendido en su país natal.

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IX "LA ESCENA CONTEMPORANEA" Y "7 ENSAYOS DE INTERPRETACION DE LA REALIDAD PERUANA" LA Escena Contemporánea aparece en 1925, iniciando las publicaciones de la "Editorial Minerva". En las primeras páginas del libro se encuentran estas palabras del autor: «Soy un hombre con una filiación y una fe. Este libro no tiene más valor que el de ser un documento leal del espíritu y la sensibilidad de mi generación». Un hombre con una filiación y una fe; he allí definida la posición espiritual de José Carlos Mariátegui. Antes que un escritor es un creyente, un místico, un convencido de las nuevas doctrinas que conmueven y estremecen a la humanidad; él no desea aportar una obra literaria, sino un documento grávido de sinceridad al conocimiento de los problemas universales. Pero el creyente, el místico, el mensajero de la fe socialista es también un escritor fuerte, sobrio, conciso, de una claridad meridiana, de una limpidez, de una transparencia de agua, que maneja el idioma ágilmente, nerviosamente. Autodidacta, que no ostenta diplomas, ni títulos universitarios y académicos, que se formó en la escuela de la vida y del dolor, es dueño de un es- tilo viviente, terso y diáfano en el que no entra una frase superflua, un vano adorno, un giro alambicado. Sintetiza, penetra al fondo del asunto, exponiendo sin ambigüedad su pensamiento Quizás no se encuentre en el Perú otro escritor con más perfecto don de síntesis, con más transparente luminosidad. Aquí cabe citar a Basadre, que en Perú: Problema y Posibilidad, define a Mariátegui: «Su estilo es preciso como de ingeniero, y aséptico como de médico». Es La Escena Contemporánea —Mariátegui lo advierte al lector— una serie de artículos publicados en Variedades y en Mundial. Penetrado de las doctrinas socialistas, rico de experiencia europea, Mariátegui analiza en La Escena Contemporánea los problemas surgidos en Europa, a raíz de la guerra del 14. Sus comentarios se desarrollan, agudos y ágiles, alrededor de Mussolini y de los albores del fascismo; de D'Annunzio, el artista suntuoso que devuelve Fiume a su patria; de Wilson, el visionario; de Lloyd George; político del compromiso, de la transacción, de la re- forma. Estudia las ideas y los hechos de la Revolución Rusa y dibuja con certero trazo la figura de Lunatcharsky, Comisario de Instrucción Pública, que realizó la obra de la educación en la U.R.S.S. «En la escuela y en la Universidad de Lunatcharsky —anota Mariátegui con profético acento— se está incubando el porvenir». El grupo Clarté y Henri Barbusse inspiran a Mariátegui uno de los más conceptuosos capítulos de su libro. Anatole France, Máximo Gorki, George Grosz se proyectan con vigorosos contornos en la pantalla de La Escena Contemporánea. Gandhi y Rabindranath Tagore ponen el acento de Oriente —Oriente no ha podido sustraerse a la emoción de nuestro tiempo— en las páginas de la obra de Mariátegui. Cito al autor: «Y en esta

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hora grave y fecunda de la historia humana parece que algo del alma oriental transmigrara al Occidente y que algo del alma occidental transmigrara al Oriente». La Escena Contemporánea es el libro europeo de José Carlos Mariátegui; nos transporta al clima, a la atmósfera cargada de drama, henchida de anheles de renovación del Viejo Mundo. Los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana es el libro de su amor al Perú. «Muchos proyectos de libros visitan mi vigilancia, pero sé que sólo realizaré los que un imperioso mandato vital me ordene», dice Mariátegui en su "Advertencia" de los Siete Ensayos. Escritor en quien la función de escribir no es un acto mecánico o de habilidad profesional, "mete toda su sangre en sus ideas". Un impulso de amor lo arrastra a estudiar el problema de su país. Este problema—tan trágico y dramático como el de Europa— le robará muchas horas de su vigilia. Enjuicia —esta palabra es muy suya— todos los aspectos de la realidad peruana. Sus juicios están nutridos —él lo confiesa— de sus sentimientos, de su pasión, de sus ideales. Es un escritor apasionado, beligerante, combativo; no le teme a la violencia, al ataque, pero conserva siempre un tono de mesura y de serenidad. No es elocuente, ni lírico, ni abundoso en metáforas y en imágenes. Declara su ambición: "concurrir a la creación del socialismo peruano". La primera edición de los Siete Ensayos sale en 1928. Suscita interés, admiración; levanta polémicas, provoca discusiones y debates. Su contenido ideológico es combatido por los reaccionarios y conservadores y porque el autor de los Siete Ensayos no es académico ni universitario, se le niega autoridad y alguien lo califica desdeñosamente de "periodista".1 En el Perú nuevo, en la América que siente el hálito de la rebeldía, la lectura de los Siete Ensayos es el alimento de las inteligencias. Los Siete Ensayos es libro de anunciación, de ardorosa pasión, de pensamiento firmemente cimentado. Mariátegui —tachado de "periodista"— es estudioso y disciplinado, se asienta en datos, estadísticas, observaciones, búsqueda de textos, tanto como cualquier doctor adornado de erudición libresca. Los Siete Ensayos traen al conocimiento integral del Perú, fuerte y original contribución. Son muchos los males y numerosas las taras de este país profundamente interesante y tan abandonado por los que se han otorgado el derecho de conducirlo. La visión de Mariátegui contempla con potente lucidez la realidad, los males y las taras de su país. Su criterio es constructivo, de esperanza, de amanecer. Señala errores, defectos, lacras, pero siempre con fervorosa y noble generosidad. Para el indio reclama la tierra. El problema agrario está estrechamente unido al problema del indio desposeído de todos sus derechos, humillado por siglos de despotismo y la tiranía. Acusado de europeizante, Mariátegui siente por el indio sincero y hondo afecto. No la simpatía del literato que ve en el representante de las antiguas razas peruanas un sugerente motivo de cuento, novela o poema, sino la devoción que nace de las fibras más íntimas del espíritu y del alma. Sus páginas sobre el problema indio son las de un sociólogo, de un pensador, de un revolucionario. Su tesis, profundamente humana y peruana, se basa en

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soluciones y fórmulas económicas. El pensamiento de Mariátegui marcha al ritmo de su tiempo y se nutre de las doctrinas marxistas. En El Proceso de la Literatura ubica a Eguren, Vallejo y Valdelomar como representativos de la poesía y de las letras peruanas. Mariátegui, que conoció íntimamente a Valdelomar, que asistió a la evolución de su talento y de su personalidad, confiesa no encontrar "ninguna definición certera, exacta, nítida del arte de Valdelomar". Pero en esta misma confesión se encuentra el significado más preciso del espíritu valdelomariano; todas las facetas de su tristeza, de su nostalgia, de su refinamiento. Vallejo es "el poeta de una estirpe, de una raza", «José María Eguren representa, en nuestra historia literaria, la poesía pura». «Melgar es el primer momento peruano y no —como dice Riva Agüero— un momento curioso de la literatura». (El Proceso de la Literatura). Hay que observar que otros juicios emitidos por Mariátegui, en El Proceso de la Literatura, se resienten de un exceso de generosidad, que les resta vigor. (Quiero apuntar aquí, que la segunda edición de los Siete Ensayos, aparecida algunos años después de la muerte de su autor, omitía El Proceso de la Literatura. Fue una edición trunca, que mutilaba el pensamiento de Mariátegui. La realizó la "Compañía de Impresiones y Publicidad"). Los Siete Ensayos de interpretación de la realidad peruana es uno de los libros más leídos, consultados y estimados por quienes se preocupan del problema peruana. Ha llegado a todos los espíritus libres de América.

NOTA:

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Si, Mariátegui era periodista. Pero en ese periodista había mucho más calidad espiritual que en el erudito doctor de arcaico criterio que reprochaba al autor de Siete Ensayos su condición periodística.

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X LA SINFONIA INCONCLUSA ERA un día del año 1928. Se recordaba el centenario de Schubert y, en la casa de Amauta, conversábamos Mariátegui, Eguren y yo del gran músico, muerto en plena juventud. «Schubert —dijo José Carlos— es el músico de la Viena romántica. Sus Heder son la expresión del alma austríaca tan musical y lírica. Hay que evocarlo en las hosterías de las campiñas de su tierra, improvisando al piano, ante una grupa de amigos, sus canciones aladas y desbordantes de ternura. A pesar de la evolución de las formas musicales estas canciones perduran por lo que tienen de sinceridad y de emoción». «Su Serenata —apuntó Eguren— es como la María de Jorge Isaacs, un idilio inocente e inmortal». «¿Y la Sinfonía Inconclusa —pregunté ye—, qué le parece esa obra que no pudo terminar y de la que sólo se ejecutan dos movimientos en los conciertos?» Mariátegui calló un momento, antes de contestar. «No hay ninguna obra inconclusa en arte. Ya lo ve Ud.; esta sinfonía sólo se compone de dos movimientos y, sin embargo, su belleza y su acento patético llegan a todas las sensibilidades, porque el compositor puso en ella, así inacabada, todas las posibilidades de su arte...» Se hizo un silencio. Mariátegui prosiguió: «Habría que publicar una nota, en Amauta sobre Schubert». Después de muchos años resuenan en mi memoria las palabras de Mariátegui: «No hay ninguna obra inconclusa en arte». Su vida, que termina a los 35 años, cuando resplandecía en toda su plenitud su talento, es la Sinfonía inconclusa, no incompleta. Realiza Mariátegui obra singularmente fecunda; de posibilidades extraordinarias y asentadas en la realidad, Es un idealista —la pureza de su serenidad en el sufrimiento, su entereza en sus convicciones así lo definen— y un realista, que se enfrenta a los problemas históricos y humanos de su época. En la Sinfonía Inconclusa podría encontrarse un signo de su vida y de su obra. Sólo alcanzó a escribir dos movimientos, pero con ellos levantó la arquitectura de una conciencia y de un ideal. Mariátegui, para emprender viaje a la Argentina, esperaba una respuesta de Samuel Glusberg, que preparaba alojamiento en Buenos Aires para el escritor y su familia. En Santiago, Luis

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Alberto Sánchez tenía ya listo el ciclo de cuatro conferencias que debía dictar, en esa ciudad, el autor de los Siete Ensayos. Se aguardaba con vivísimo interés, tanto en Chile como en la Argentina, la llegada del mensajero, del sembrador de ideas, del gran socialista peruano. Pero, al principio de Marzo de 1930, la antigua dolencia de José Carlos —aparentemente curada— vuelve a atacar con más virulencia el frágil cuerpo y hay que trasladar a Mariátegui a una clínica. El Dr. Quesada, y con él otros médicos, atiende al enfermo. Amauta, que se encontraba en prensa, no se interrumpe. En su número 28 había publicado el último artículo escrito por su director: "Popularismo literario y estabilización capitalista". El número 29 trae detalles de la enfermedad de Mariátegui, además un boletín diario publicado por la "Sociedad Editora Amauta" informaba sobre la salud del eminente escritor. ¡Qué angustia —y al mismo tiempo no perdíamos la esperanza— la de todos nosotros, los que admirábamos y queríamos a Mariátegui! En el cuerpo del escritor, mutilado ya una vez, el bisturí ha vuelto a cortar la carne doliente. Transfusiones de sangre e inyecciones de suero detienen esa vida, que se escapa. Los médicos, doctores Quesada, Carvallo, Villarán, Encinas, Pasee y Roe se reúnen, en junta, para polarizar sus conocimientos y vencer la infección. Hay una ligera mejoría, esa mejoría que en las enfermedades graves precede casi siempre a la etapa final. ¡Cómo nos alienta la esperanza! José Carlos no puede, no debe morir. Nuestro afecto no se resigna a perderlo. «Mi vida es una flecha que ha de llegar a su destino», había dicho Mariátegui, alguna vez. Pero la trayectoria estaba vencida y el dardo había penetrado en su punto. Los dos tiempos de la Sinfonía resonaban armoniosos, patéticos, adoloridos y, a la vez, serenos y plenos de esperanza. En una cama de la Clínica Villarán agonizaba el pequeño gran Amauta del Perú. Un grupo de artistas —Mariátegui pertenece ya a la posteridad— dibuja la faz contraída por el rictus de la agonía y el escultor Ocaña prepara el yeso para la mascarilla mortuoria. Madrugada del 16 de Abril. Toda la noche ha repetido Mariátegui, entre quejidos y estertores, un solo nombre: «Anita». Ella —la acompañan Julio César Mariátegui, Tomás Escajadillo, entonces estudiante de Medicina, Posada— tiene en sus manos la del compañero moribundo. El conserva todavía un poco de lucidez. Y con la lengua ya trabada pide a su hermano cuide de sus pequeños hijos. Su última palabra, entrecortada, balbuciente, con un dejo desgarrador, es: «Aníta, adiós». A las ocho de la mañana un último y fuerte quejido, y el gran corazón de José Carlos Mariátegui cesó de latir. Día 17 de Abril, en la casa de la calle Wáshington. Allí, en su ataúd, reposa José Carlos Mariátegui. Desfilan ante los restos del escritor gentes y gentes. Admiradores, familiares, amigos, simples conocidos. La emoción es unánime y honda. De pronto un sollozo rompe el silencio y persiste por largo tiempo. Es una camarada que no puede controlar su pesar. Y el sollozo alterna con palabras incoherentes: «Camarada, camarada, adiós...»

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Anita no llora. Su dolor no se manifiesta con lágrimas. En un rincón, calladamente, escucha las frases de sentimiento —sentimiento auténtico— que se le dirigen. A veces tiene que levantarse a atender algún menester hogareño. Ella no tiene empleadas que le permitan sufrir en paz, haciendo ellas los quehaceres de la casa. La compañera del escritor proletario ha de trabajar, aún sufriendo. De su rostro han desaparecido los "rurales colores"; ella le dio toda su vida, su juventud, su lozanía a José Carlos. Los obreros se turnan para acompañar al amigo muerto. Y cuando el ataúd, con los restos de Mariátegui, es sacado de la casa, no permiten que los lleve la carroza. Desde la calle Washington hasta Maravillas, donde se encuentra la ciudad de los muertos, conducen en hombros al compañero que duerme. Y todos van a pie hasta el cementerio, silenciosos, afligidos, ofreciendo a Mariátegui su cariño y su tristeza. ¿Tristeza? Sí, inmensa, universal, sin reservas. Pero esa tristeza se expresará con una gran canción: ante la caja que contiene el pobre cuerpo frágil estalla el himno de los trabajadores, la Internacional, y flota la bandera roja del proletariado. En las líneas de tranvía se ha hecho el silencio por cinco minutos; es que ha pasado el cadáver del camarada José Carlos Mariátegui.

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XI UN HOMBRE CON UNA FILIACÍON Y UNA FE EL 17 de Abril de 1930 apretadas masas de hombres, entonando la gallarda canción proletaria, hacen cortejo impresionante por las calles limeñas aún llenas de supervivencias coloniales. La bandera roja en el gris de la ciudad virreinal y el vehemente himno revolucionario, por el dilatado recorrido capitalino, fueron el vivo homenaje de los trabajadores al "hombre con una filiación y una fe". Profundamente leal, el autor de los Siete Ensayos —respondiendo a un reportaje de Mundial, Mariátegui expresó que su sinceridad era la única cosa a la que no había renunciado nunca fue al socialismo, porque encontró en él la so lución y la respuesta al problema humano. ¡Cómo trabajó por crear la conciencia socialista en el Perú! Su verbo encendido y claro se escuchaba en los centros obreros y en las Universidades Populares; en su casa, sin preocuparse de sus malas condiciones de salud, se daba a la labor de cohesión y organización de las entidades proletarias. Así, merced a su maravillosa voluntad de creación, se consigue formar en el Perú la Confederación General de Trabajadores; su fe y su misticismo logran, en pocos años, agrupar a los proletarios para un partido con conciencia de clase y orientación definida. ¡Con qué fervor, con qué nobleza exhorta al proletariado, en ocasión del Segundo Congreso Obrero! (1927). Qué espiritualidad anima el tono de su mensaje: «Antes de concluir estas líneas quiero deciros que es necesario dar al proletariado de vanguardia, al mismo tiempo que un sentido realista de la historia, una voluntad heroica de creación y de realización. No basta el deseo de mejoramiento ni el apetito de bienestar. « ... Un proletariado sin más ideal que la reducción de las horas de trabajo y el aumento de los centavos de salario no será nunca capaz de una gran empresa histórica. Y así como hay que elevarse sobre un positivismo ventral y grosero, hay que elevarse también por encima de sentimientos e intereses negativos, destructores, nihilistas...» El hombre que hablaba con esa altura y ese idealismo al proletariado, pudo haber disfrutado de las comodidades del escritor burgués, retribuido con largueza. El presidente Leguía —ya lo hemos apuntado— le ofreció la dirección de un diario. Pero él prefirió su pobreza, porque su fe lo urgía hacia la Revolución Social. Su fe fue la de los grandes místicos, de los grandes constructores que mueren por un ideal. De no haberse entregado a la acción del revolucionario social su salud no habría declinado en forma tan rápida. ¡Cuántas veces oí decir a su compañera: «Si José pudiera irse a la sierra...! El clima y el sol serranos lo sanarían... !» Pero ¡cómo marcharse a la Sierra cuando sus tareas de trabajador intelectual lo reclamaban en la ciudad de clima debilitante y húmedas emanaciones! Había que permanecer en Lima y Lima, poco a poco, lo fue destruyendo. Para Mariátegui la Revolución Social había de hacerse dando al proletariado conciencia de clase y sentido de organización. De allí su disensión con el Aprismo. Unido a Haya de la Torre por

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antigua amistad y vínculos de compañerismo, habiendo trabajado juntos en la obra de las U.P.G.P., al conocer el programa del Apra, quedaron rotos esos vínculos y una ancha barrera separa a Mariátegui de Haya de la Torre. No hablan el mismo lenguaje. Para Mariátegui el rol del proletariado, en el desenvolvimiento de la humanidad, se eleva por encima de intereses de política menuda y métodos criollos. El caudillismo no está de acuerdo con la naturaleza austera y sin ambición personal de Mariátegui. Y antes de formar un partido político el proletariado peruano debía alentar "sentido realista de la historia y una voluntad heroica de realización". Exactamente dos años antes de su muerte —el 16 de Abril de 1928— Mariátegui escribía a la célula aprista de México una carta en la que expresaba su disconformidad con la transformación del Apra de alianza a partido. Citaré algunos párrafos de esa carta, magnífico y valioso documento, que revela la posición ideológica de Mariátegui y el rumbo basado —no hay que olvidarlo— en la más pura doctrina socialista o marxista. …«he leído un segundo manifiesto del Comité Central del Partido Nacionalista Peruano residente en Abancay. Y su lectura me ha contristado profundamente: 19 porque como pieza política pertenece a la más detestable literatura eleccionaria del viejo régimen; y 29 porque acusa la tendencia a cimentar un movimiento —cuya fuerza mayor era hasta ahora la verdad— en el bluff y en la mentira. Si ese papel fuese atribuido a un grupo irresponsable no me importaría su demagogia, porque sé que en toda campaña un poco o un mucho de demagogia son inevitables y aún necesarios. Pero al pie de ese documento está la firma de un comité central que no existe, paro que el pueblo, ingenuo creerá existente y verdadero. ¿Y es en esos términos de grosera y ramplona demagogia criolla, como debemos dirigirnos al país? No hay ahí una sola vez la palabra socialismo. Todo es declamación estrepitosa y hueca de antiguo estilo... …«Me opongo a todo equívoco. Me opongo a que un movimiento ideológico, que, por su justificación histórica, por la inteligencia y abnegación de sus militantes, por la altura y nobleza de su doctrina ganará, si nosotros mismos no lo malogramos, la conciencia de la mejor parte del país, aborte miserablemente en una vulgarísima agitación electoral: En estos años de enfermedad, de sufrimiento, de lucha, he sacado fuerzas invariablemente de mi esperanza optimista en esa juventud que repudiaba la vieja política, entre otras cosas porque repudiaba los "métodos criollos", la declamación caudillesca, la retórica hueca y fanfarrona. Defiendo todas mis razones vitales al defender mis razones intelectuales. No me avengo a una decepción. Lo que he sufrido me está enfermando y angustiando terriblemente. No quiero ser patético, pero no puedo callarles que les escribo con fiebre, con ansiedad, con desesperación»... A esta carta estremecida de nobilísima pasión responde Haya de la Torre en términos despectivos y con pretensión a la ironía: …«Ha recaído Ud. en el tropicalismo... La noté infectada de demagogia tropical, de absurdo sentimentalismo lamentable... Espero que se tranquilice... Es necesario para su salud. No se caiga en la izquierda o en el izquierdismo (zurdismo le llamo yo) de los literatos de la revolución... Nos dice Ud. que escribió la carta afiebrado. No sabe cuánto lo siento, pero desde las primeras líneas lo supuse así... »

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Y Haya acusa a Mariátegui de "europeísmo" —la vieja e infundada acusación—: «Ud. está lleno de europeísmo... Póngase en la realidad y trate de disciplinarse no con Europa revolucionaria sino con América revolucionaria». A estas palabras —tan injustas— del caudillo del Aprismo habría que responder con las mismas frases, con la misma declaración de Mariátegui: «No queremos ciertamente que el socialismo sea en América calco y copia. Debe ser creación heroica. Tenemos que dar vida, con nuestra propia realidad, en nuestro propio lenguaje al socialismo indo americano. He ahí una misión digna de una generación nueva». Dar vida al socialismo indo americano; he allí la obra del hombre que fue tachado de "europeizante". Marxista, sí, porque su fe lo arrastró hacia las doctrinas socialistas, pero el socialismo no había de ser en América, "calco y copia". Y cuando Hugo Pesce y Julio Portocarrero van a Montevideo, al Congreso Constituyente de la C.S.L.A., como delegados del Partido Socialista Peruano —que acaba de fundarse—, llevarán una tesis de Mariátegui: "El problema de las razas en América Latina". Porque en el escritor nutrido de doctrinas marxistas el problema de Hispano América es preocupación intensa, ardorosa, sincerísima. Antes que a Europa mira y ama al Perú,

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XII CURVA DE UNA VIDA EN los treinticinco años de su existencia Mariátegui pudo cumplir su destino y su misión. Nacido en la pobreza, señalado desde niño por el dolor, luchando toda la vida contra la enfermedad no se quiebra jamás la línea dé su voluntad, no se apaga nunca la llama de su corazón, ardiendo en generosidad y en ímpetu. Su adolescencia —en la que ya despuntaban su talento y su inquietud intelectual— sufrió la intoxicación de los venenos literarios de principios de siglo. Bebió en los vasos de los poetas decadentes y de los escritores preciosistas. Mas el sedimento de humanidad que había en su corazón, lo purificó de aquellos tóxicos y la meditación de los problemas sociales lo liberó del morbo decadentista. En Europa encontró —como él mismo lo dijo— su camino. Y al volver a su tierra natal su personalidad se ha robustecido, su espíritu se ha templado, su contextura moral se ha engrandecido y la curva de su vida se dibujó potente, firme, tensa, para ir derecho a su fin. En su silla de ruedas, mutilado, frágil, casi deshecho por la enfermedad, daba una impresión de alegría reconfortante. Conversar con él tonificaba el espíritu. De sus ojos negros e interrogantes se desprendía como un halo de fuego y las notas de su risa se desgranaban cordialmente. Maestro sin cátedra y sin diploma Mariátegui se veía rodeado de estudiantes que anhelaban escuchar su palabra grávida de pensamiento, y de profesores deseosos de intercambio intelectual. Ejerció profunda influencia en los jóvenes y se pensó en llevar a San Marcos al autodidacto, cuya cultura no era la fría erudición de infolios y pergaminos apolillados, sino una emanación viviente y cálida del espíritu. Si alguna vez salía el escritor a la calle —gustaba a veces de pasar las tardes en una playa— a devoción y el respeto lo acompañaban en su trayecto. ¡Mariátegui, Mariátegui! Su nombre significaba inteligencia, pureza y sinceridad. ¡Mariátegui! Para escribir sobre este hombre tan sobrio y pudoroso en la expresión de su vida íntima y de sus sentimientos, de este hombre sencillo y parco al tratar de sí mismo, austero y mesurado, con la mesura de las almas finas y fuertes, que no se prodigan en vanas palabras, no hay que usar de adjetivos de relumbrón, vocablos ruidosos y epítetos truculentos. Para responder a su sobriedad, a su sencillez, a su austeridad, seamos claros, serenos y severos. Su personalidad de pensador, de intelectual y de místico no ha menester de frases abultadas y giros tropicales. Podemos la maleza que pudiera rodear la evocación de su figura tan grande y tan humilde. Humilde fue Mariátegui como lo han sido todos los precursores, los sembradores de ideas, los mensajeros de una doctrina. Humilde y generoso; se dio todo y nada reclamó. Ni honores, ni fama, ni dinero, ni aplausos.

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Vivió agonizando y su agonía fue renacimiento, renovación y amor. En las horas sombrías y angustiadas que hoy vivimos, es conveniente, es necesario, recordar el mensaje y escuchar la voz de los hombres que, como Mariátegui, supieron asumir una responsabilidad y cumplir su misión. A él, el pequeño gran "Amauta" de América, miremos cuando vacile nuestra fe y desmaye nuestra esperanza.

Lima (Miraflores). 1944-1945.

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URUGUAY JESUALDO SOSA

El destino del hombre es la creación. Y el trabajo es creación, vale decir, liberación. El hombre se realiza en su trabajo. *** La atmósfera de ideas de esta civilización debe a la ciencia mucho más, seguramente, que a las humanidades. *** La política es hoy la grande actividad creadora. Es la realización de un inmenso ideal humano. La política se ennoblece, se dignifica, se eleva cuando es revolucionaria. *** La concentración de las tierras en manos de los gamonales constituye un freno, un cáncer de la demografía nacional. Sólo cuando se haya roto esta traba del progreso, peruano, se habrá adaptado realmente el principio sudamericano: Gobernar es poblar. *** La cuestión indígena arranca de nuestra economía. Tiene sus raíces en el régimen de la propiedad de la tierra. Cualquier intento de resolverla con medidas de administración o policía, con métodos de enseñanza o con obras de vialidad, constituye un trabajo superficial o adjetivo, mientras subsista la feudalidad de los gamonales. *** No es posible democratizar la enseñanza de un país, sin democratizar su economía y sin democratizar, por ende, su super-estructura política. *** El problema de la enseñanza no puede ser bien comprendido en nuestro tiempo, si no es considerado como un problema económico y como un problema social. El error de muchos reformadores ha estado en su método abstractamente idealista, en su doctrina exclusivamente pedagógica. *** Cada día se comprueba más que alfabetizar no es educar. La escuela elemental no redime moral y socialmente al indio. El primer paso real hacia su redención, tiene que ser el de abolir su servidumbre. *** Está, pues, esclarecido, que de la civilización incaica más que lo que ha muerto nos preocupa lo que ha quedado. *** Las generaciones constructivas sienten el pasado come una raíz, como una causa. Jamás lo sienten como un programa. *** La orientación anti-científica y anti-económica, en e debate de la

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enseñanza, pretende representar un idealismo superior; pero se trata de una metafísica de reaccionarios, opuesta y extraña a la dirección de la historia y que, por consiguiente, carece de todo valor concreto como fuerza de renovación y elevación humanas. José Carlos Mariátegui

JOSE CARLOS MARIATEGUI Por Jesualdo DENTRO del grupo dé los educadores contemporáneos, no podía dejar de considerarse a los maestros que América, por reconocimiento natural en virtud de su obra de agitación, de aclaración o de lucha por una escuela —verdaderamente "nueva"—, ha denominado "revolucionarios". Pero aquí acepto el término "revolucionarios" en su sentido más total y menos absoluto, y no en los limitados conceptos de Grunwald, que han corrido como normativos: como de orientación «esencialmente negativa y destructora»; desinteresado de toda construcción y guiado solamente por «el odio contra las clases gobernantes; carente de una metodización científica», etc.1 Este criterio, como se comprenderá, no sólo ha sido ya rectificado, filosóficamente, sino que es limitado y absurdo. La obra de quienes han jugado su destino por conseguir una mejor escuela, o por ayudar a destruir lo que es artificioso o falso dentro de la construida, ni carece de sentido racional en su metodización que trata de ser, por su misma identidad, más racional y científica que todas las demás; ni va contra todo lo creado; ni vive alimentada por la «esperanza utópica de que una nueva vida florecerá espontáneamente entre las ruinas», como dice Grunwald, en lenguaje incluso decadente.2 La obra de los pedagogos que América ha de nominado revolucionarios, está llena del más hondo sentido humanista; tiene un derrotero lógico y científico, nunca utópico, y tan seguro como que el acabará con esa escuela arcaica; y responde, en su tiempo, a los llamados del pueblo que despierta a la conciencia de su verdadero destino social, más allá de toda especulación puramente intelectualista. Y, además, quienes realizan esta obra, reafirman la más alta condición humana del maestro, que debe ser siempre, como fue Mariátegui, antes que otra cosa, "el amauta".

Este peruano pertenece a la generación de contemporáneos que ofrece caracteres distintos a las demás: es la generación que actúa después de la guerra europea del 1914-18, como un reflejo de los grandes movimientos revolucionarios que se sucedían en Europa, y muy especialmente influida por una utopía que se convertía en sueño: la Revolución Rusa. Trata de sobrepasar como concepción filosófica, superando la crisis puramente intelectual, al materialismo mecanicista que se opuso al idealismo, aquella especie de realismo intrascendente, del que dan cuenta algunos

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filósofos y pensadores en América, como ya hemos visto. Esta generación se adentra en el conocimiento del marxismo y con este método estudia la realidad de nuestro Continente. Pero, aparte de eso, tiene caracteres y significación de lucha política; es, así, una generación política, como muy bien se la ha clasificado, y sufrió el drama de las dos carátulas que anota Mariátegui de Barbusse: «la inteligencia, demasiado enferma de ideas negativas, escépticas, disolventes, nihilistas, no puede ya volver, arrepentida, a los mitos y no puede todavía aceptar la verdad nueva». Barbusse ha sufrido todas esas dudas, todas sus vacilaciones. Pero su inquietud ha conseguido superarlas...3 Esta generación a la que pertenecen Mariátegui, Ponce, Lombardo Toledano, Marinello y otros excelentes conductores de la juventud dé América, fue la que, nacida con esa enfermedad de la inteligencia, logra no obstante superarla con su posición realista frente al drama del mundo. El retrato espiritual que Mariátegui traza de Barbusse, puede ser, es, también, el de esta generación. Y. como complemento a este rasgo político, la definición económica, como nos reafirma el propio Mariátegui: «A la nueva generación no le preocupa en nuestro régimen lo formal —el mecanismo administrativo—, sino lo substancial, la estructura económica». 4 Por lo demás, las condiciones generales que precedían a este estado de conocimiento de quienes comenzaban a vivir su propia historia, un poco vertiginosamente, se prestaban a ello. «Era el 1900, la época en que los imperialismos empezaban a chocar entre sí en un mundo que se había hecho demasiado pequeño para las necesidades del capitalismo —escribe H. Wallon, profesor de la Sorbona—. En que la burguesía cesaba de sentirse animada por un ideal en cierta forma único; en la que cesaba de creer que el triunfo pertenece a los que saben manejar mejor las fuerzas técnicas y económicas, elevando con ello el nivel de la civilización humana... »;5 y en la que el pragmatismo; como concepción filosófica, tomaba ese camino de utilitarismo denunciado por algunos maestros de América. Con estos antecedentes y los movimientos subsiguientes a la Gran Guerra, se formó la mentalidad de una generación americana, que empezó a estudiar y ver los problemas con otros ojos, con los ojos nuevos que Marx y Engels habían recomendado para mirar. A ella pertenece este peruano de alta estirpe expresiva a quien Sanín Cano diole categoría de escritor universal, por su educación, su manera de sentir y su visión de los tiempos; á quien Waldo Frank le llama «guerrero del pensamiento, desde el Pacífico hasta el Atlántico», y Marinello lo ha definido como «gran Amauta del Perú», el ejemplo «más alto de su tiempo americano del hombre de libros en desvelo políticos.6 Escritor de tanta jerarquía, en quien «la novedad de su actitud es novedad de su expresión» y la «reciedumbre de su intento, firmeza de la prosa inusitada» —como expresa con acierto crítico el gran cubano— tiene, sin embargo, una obra casi desconocida para ciertas clases de América; una obra como dejada en silencio y sombra, con el rótulo de "peligro", la que continúa viviendo más que por ella, por la traducción de su concepto del arte: acción más que expresión, o tanto como expresión. En realidad, de Mariátegui nos queda-a los que le admiramos a través de su corto tiempo de combativo e intelectual, una serie de actitudes entre las cuales su mal físico adquiría caracteres de cosa sobrehumana; dos o tres libros fundamentales para entrarse a la realidad de su pueblo y a la de su método; algunos excelentes artículos que le plantaron como un escritor de líneas universales, como dice Cano; su revista Amauta, la gran brújula del Pacífico, en la que se leía, entre ensayos fundamentales sobre

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marxismo en América, poemas de extracción romántica; el periódico obrero Labor, que jugó papel fundamental en la creación de la conciencia de clase peruana; y, al final, el gran movimiento de las Universidades Populares, que Mariátegui animó, poco antes de morir, con todo el calor de un alucinado, y en las que creó un tipo de instrumento que haría escuela en toda la América, en diversas circunstancias y tiempos. ¿A qué se debe esa actitud que siguió en el tiempo con la obra del gran peruano que se hacía estimar aún de los que no comulgaban con el credo que fundamentaba su conocer, por «la libertad del pensamientos la nobleza del propósito, la valentía del entusiasmo y la claridad de la expresión», cuatro cualidades que destaca Lugones, de Mariátegui? En gran parte —en la mayor—, por las propias condiciones de América, y sobre todo, las de su país, a su decidida entrada en la lucha político-educativa de las juventudes de América. Cuando José Carlos Mariátegui regresa de sus cuatro años de becario en Europa —en donde activó con gentes como Barbusse y el grupo de Claridad y se nutrió de cultura general—, estaba en la Presidencia de su país Augusto B. Leguía: Esto sucedía en 1923 y el "amauta", tenía apenas 27 años. La renovación que había empezado en América, a su partida, a raíz de la post-guerra, continuó su ascenso. Vasconcelos, desde el Ministerio de Educación Pública, de México, y Palacios, como viajero conferenciante, eran dos grandes figuras directoras de las juventudes. Se habían realizado importantes movimientos de reformas universitarias, en especial en Argentina y en Perú; los grupos de obreros, en todo el Continente, acusaban una preocupación intensa por su preparación gremial. El cambio, a su llegada, debió parecerle sorprendente, porque su contacto con América «le dio la impresión de una luz nueva»,7 dice su biógrafo afectivo, Bazán. Esta sensación de "levantada intelectual" que sintió en América, contrastaba con el achatamiento de la gran Universidad de San Marcos —de acuerdo con las condiciones sociales del Perú— a la que ya había combatido antes de partir, debido a su enclaustramiento y dogmatismo, mal de casi todas las universidades de América. Esa Universidad, al igual que las que se combatían en todas partes, resultaba «una incubadora de abogadillos, médicos y en general de profesionales aptos para las más degradantes combinaciones del lucro y la venalidad, gentes verdaderamente inválidas para toda obra ejemplar y creadora, para todo esfuerzo que redundara en beneficio del mejoramiento humano».8 En esos momentos en que Mariátegui, llega al Perú, el estudiantado, al amparo del propio Leguía, acababa de dar un rudo golpe al medioevalismo de su Universidad, bajo la dirección de dos o tres figuras estudiantiles. Entre éstas sobresalía Haya de la Torre, un hijo de la aristocracia provinciana un tanto venida a menos económicamente, no en conservadorismo, como lo era otro peruano que jugó importante papel en la política y cultura de su país en generaciones anteriores; me refiero a González Prada. Haya, después de una constreñida infancia, llegó al Colegio de Instrucción Media (Humanidades) en Trujillo; en donde intimó con un grupo de grandes figuras de su tiempo, entre las cuales una de las más destacadas figuras era la del poeta César Vallejo; esto al mismo tiempo que leía los autores anarquistas o se embebía en lecturas, en general, de tendencia social. Luego pasó a la Universidad de Lima en donde se dio cuenta de su mezquindad didáctica y entabló relación con González Prada, fortificando su revolucionarismo, un tanto nihilista; vinculándose con obreros y estudiantes; agitándose en el conflicto de la reforma universitaria, hasta que alcanzó la presidencia de la Federación. Uno de los secretos de su éxito fue su fácil y cálida oratoria. La idea de Haya de la Torre era crear un instrumento educativo, las

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Universidades Populares, cosa que consiguió en una reunión del Congreso Estudiantil. Ellas serían instrumentos capaces de contrarrestar la vacuidad de la Universidad de San Marcos, porque tendrían como característica esencial la de intervenir oficialmente en los conflictos obreros, inspirándose en los postulados de justicia social. Después de sus viajes por el Sur de América, regresó al Perú y se puso al frente de las Universidades Populares hasta los acontecimientos del año 23, en que la juventud arreció contra el clericalismo y se sucedieron los tiroteos y las muertes, que acabaron, poco más tarde, con la expulsión de Haya de la Torre, a Panamá, dejando sin dirección a las Universidades Populares. Es necesario decir que la orientación, que hasta entonces se había dado a estos centros, tenía característica unilateral: eran de tendencia anárquica y la religión era el motivo principal de sus combates. Desde este momento, con mayor razón aún... los maestros empezaron su tarea de conspiración por medio de las Universidades Populares, con el lema de González Prada: «Los viejos a la tumba; los jóvenes a la obra» —confiesan que el concepto era una cuestión de edad— pues «la literatura elegantemente retórica del maestro peruano nos producía un fervor y un impulso sentimental extraordinarios...»,9 comenta alguno de los actores. Leguía no les molestó su tarea conspiradora. El estado económico del Perú era floreciente. Los capitales extranjeros —en especial los americanos—, afluían al país. «La burguesía realizaba estupendos negocios y la clase media, base de sustentación del leguiísmo, conoció días de gran optimismo y prosperidad». La prisión de Haya de la Torre y su deportación, pusieron en manos de Mariátegui, más que de otro, las Universidades Populares y la revista Claridad. De la dirección de un universitario impetuoso — quizás en demasía— pasaron a la de un periodista sereno, calculador, de una agudeza y habilidad extraordinarias. Mariátegui dioles un nuevo carácter, un rumbo distinto y empezó, con ellas y el periodismo, su lenta preparación del medio. Su lucha era eminentemente política, de cuyo credo escribía: «La política es hoy la grande actividad creadora. Es la realización de un inmenso ideal humano. La política se ennoblece, se dignifica, se eleva cuando es revolucionaria».10 La suya tenía ese carácter. Sus artículos eran escritos con suma habilidad, y en ellos barajaba de continuo, junto a los nombres de Herriot, Poincaré o Lloyd George, los de Mussolini o Lenin o Lunatcharsky. En cuanto a la función de las Universidades Populares, ya no una obcecada y unilateral lucha antirreligiosa, ni un concepto nihilista en perpetua ebullición, como hasta entonces, sino un trabajo metódico y persuasivo, de infiltración materialista, de determinación de las contradicciones y de análisis de las realidades sociales a través de los cursos que dictaba. «Mariátegui hizo nacer, pues, en nuestra Lima colonial, un ambiente y un clima intelectuales de gran ciudad moderna», asegura Bazán. Su primer libro se publicó en 1925. Toda su obra anterior la constituían artículos sueltos —tragedia del publicista de América—, agudos y certeros, que le crearon la fama de periodista, que tenía. En La Escena Contemporánea11 Mariátegui reúne sus artículos ya publicados que reflejan, de una manera objetiva, la experiencia política europea; análisis del fascismo, crisis de la democracia, retratos de políticos (Lloyd, Wilson, Mussolini, Nitti, Barbusse, Lenin, Lunatcharsky, etc.). Su método ya es materialista, quizá aún no marxista. Su estilo no es el del panfleto de fin de siglo, sino el del ensayo del «resplandor en el abismo». No insulta ni adula a los hombres; los estudia como un resultado de los movimientos sociales. Después de este libro de tanteos, mediante su método de conocimientos —que era como gustaba llamar al marxismo, para no asustar—, alcanza el dominio del método dialéctico y

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realiza su defensa en páginas claras, concisas, didácticas. Fue él quien primero aplicó este procedimiento para estudiar nuestras realidades sociales americanas. Al paulatino afianzarse del concepto materialista en el ambiente peruano, sucede el principio de la decadencia económica del régimen de Leguía y el agudizamiento de los síntomas que le harían acabar en lo que acabó. Lo lógico era que el grupo de las Universidades Populares fuera el más vigilado. Este estado de excitación en que vivían, coincide con la primera caída física de Mariátegui; recuerdos de una vieja dolencia infantil, de muchos días de miseria adolescente y de un trabajo agotador que venía realizando en estos últimos tiempos. Recluido en una clínica fue sometido a una operación para evitar la amputación de una pierna; pero como el estado gangrenoso del flemón avanzaba, para evitar a muerte, se la amputó. Este fue el único hecho que le hizo llorar en la vida, eso sí, por breves instantes. Después... después contempló América «uno de los espectáculos más hermosos y emocionantes: el de un hombre postrado que convierte su dolor en una fuente inexhausta de vida y optimismo creador».12 Casi agonizante. Mariátegui sabía que aún no le había llegado la hora: «Creo que nuestras vidas son corno flechas —decía— que deben alcanzar un blanco. La mía no había llegado al suyo». Desde ese día, este hombre inválido, fue un panal de energía y de trabajo. En ese entonces, es cuando nace Amauta, el "maestro profeta", revista de tan grande resonancia en América, que salía de aquella salita en donde Mariátegui, instalado en un sofá, trabajaba, trabajaba. La revista, al principio, era de tendencia amplia, ecléctica. Cabía en ella todo concepto o expresión del intelectualismo peruano progresista, sin distinción de campo ideológico. Pero luego, dominado que hubo Mariátegui el método, superó ese eclecticismo y la definió claramente por el marxismo. Su labor era una siembra pausada, pero segura y honda para el porvenir, más que la construcción de un medio para el presente. «Su casa era como un sanatorio por donde desfilaban cientos de personas, especialmente en los días feriados. Tenia Mariátegui distribuido su tiempo en tal forma y tan bien clasificadas las recepciones, que rara vez había interferencias; hora para los simples visitantes; para los intelectuales que necesitaban escuchar su palabra; para todos los que trabajaban con él y discutían problemas nacionales e internacionales; para charlas culturales y para el trabajo personal de sus obras, de la Revista Amauta y otras nacionales y extranjeras».13 Cuando más popularidad adquirían los amautistas —en especial después del desgraciado duelo entre Chocano y Elmore—, eran más vigilados. Las Universidades Populares González Prada estaban reducidas en su personal, porqué se había ido expulsando del país, uno a uno, a sus profesores. Un grupo de jóvenes importantes rodeaba todavía al joven maestro. Cuando Henri de Mann publicó su libro Más allá del marxismo, Mariátegui contestó a la II Internacional, con su brillante alegato Defensa del Marxismo, dominando ya casi totalmente el método dialéctico en idioma potente y flexible, universal. En 1928, Mariátegui publicó su libro fundamental, los 7 Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana,14 que aparecieron públicamente con el título: Peruanicemos el Perú y que constituyen, como escribe J. del Prado, «el verdadero descubrimiento del Perú, pues sólo a través de ellos, y desde que ellos aparecieron se comenzó a conocer en toda su profundidad tanto en el extranjero como en nuestro país, la situación económica, jurídica y social de nuestras masas indígenas y campesinas, de sus necesidades más torturantes; del estado económico y del desarrollo cultural de nuestro pueblo, etc.».15

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Y decimos que es fundamental, a pesar de no estar acabado, «no lo estará mientras yo viva y piense y tenga algo que añadir», escribe Mariátegui en su Advertencia, porque éste es un libro lanzado al tiempo sobre un esquema de ideas cardinales que han sido la médula de su tesis y enderezadas por una vertiente determinada. «No soy un crítico imparcial y objetivo —dice—. Mis juicios se nutren de mis ideales, de mis sentimientos y de mis pasiones. Tengo una declarada y enérgica ambición: la de concurrir a la creación del socialismo peruano».16 Y esto a pesar de los lastres de Sorel y los nietzscheanos, que él mismo confiesa. Sus ensayos parten del estudio de la evolución económica, estudiada mediante un materialismo histórico, aunque no riguroso, fundamental: la tierra y el desarrollo de la producción, el hombre y el problema racial, etc. Partiendo de la base de que lo más interesante del imperio de los incas era la economía, en su estudio de la etapa colonial económica, demuestra cómo la Colonia, al fallar en su cimiento demográfico, falló In esa base, escapando de esa crítica los jesuitas que, con su "orgánico positivismo" —dice—, levantaron en el Perú, como en el resto de América, una economía.17 Este feudalismo se extiende a la independencia y su preocupación determina y domina este período. La lucha del Perú es la misma que la de los demás países de América; es por romper los lazos con la metrópoli, atrasada industrialmente, y por adquirir los métodos, máquinas e ideas occidentales que necesitaba. En el Perú, la evolución de su economía «se abre —dice— con el descubrimiento de la riqueza del guano y del salitre, y se cierra con su pérdidas,18 las materias groseras —¡grande ironía!— salvan al que otrora fuera el reino de los metales preciosos. Este período del guano y del salitre es el que _ transforma el Perú feudal en burgués. Y el último proceso de esta Evolución económica todavía sucede en la post-guerra 1914-18, período que empieza por un colapso de las fuerzas productoras. Mariátegui explica en algunos puntos las fases de este nuevo proceso: aparición de la industria moderna, la función del capital financiero, el transporte marítimo, la lucha comercial y superación de Norte América a Gran Bretaña, el desenvolvimiento de una nueva clase capitalista, la ilusión del caucho, etc.19 Y todavía, al tratar la economía agraria, da a ésta, por el carácter agricultor del indio, una gran importancia, la mayor de la economía, aunque también su mayor traba, precisamente, por habérsele «encargado al espíritu del feudo —antítesis y negación del espíritu del burgo— la creación de una economía capitalista. 20 En el ensayo siguiente trata el problema del Indio, planteado con nuevo concepto mostrando que esta cuestión arranca, indudablemente; de la economía, tiene sus raíces en el régimen de la propiedad de la tierra y «cualquier intento de resolverla con medidas de administración o policía, con métodos de enseñanza o con obras de vialidad, constituye un trabajo superficial o adjetivo, mientras subsista la feudalidad de los "gamonales"».21 Recoge, así, Mariátegui, el mejor pensamiento de su tiempo en tal sentido. El maestro de estas nuevas generaciones, González Prada, lo decía rotundamente en sus Horas de Lucha: «Al que diga: escuela, respóndasele: la escuela y el pan. La cuestión del indio, más que pedagógica, es económica, es social». Y Mariátegui, en ese ensayo, destruye todos los conceptos que tratan de desviar de lo económico la solución correcta de esta cuestión, que es problema de toda la América aún «El nuevo planteamiento —dice— consiste en buscar el problema indígena en el problema de la tierra».22 En El problema de la tierra —ensayo tres—, Mariátegui estudia la cuestión agraria y la del indio, reivindicando el derecho de éste a la tierra, sacándole del estado de servidumbre que supone el feudalismo de los gamonales, aún existente. Luego, muestra cómo el colonialismo que

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destruyó y aniquiló la economía incaica —sistemas, productos, brazos—, de tipo "comunista", que no puede ser negado ni disminuido por haberse desenvuelto bajo el régimen autocrático de los incas»,23 no supo reemplazarla más que con el feudalismo y cómo luego siguió despoblando al Perú y comerciando esclavos para- suplir lo destruido. ¿Qué le pasó a la "comunidad" agraria del ayllu? A pesar de las leyes escritas, de las Leyes de Indias, fue destruida, despojada por las Encomiendas, y la servidumbre. La revolución de la independencia más tarde, si abolió las mitas dejó en pie la aristocracia terrateniente, la que si no conservaba «sus privilegios de principio, conservaba sus posiciones de hecho. Seguía siendo en el Perú la clase dominante», pues la revolución no había elevado al poder una nueva clase. Y recién se entró en una organización gradual de este problema cuando se promulga el Código Civil. Como a Mariátegui le importa seguir —y proyectar para el Perú futuro— la "comunidad agraria indígena", estudia su destino en la República, la que, a pesar de la absorción feudalista ha subsistido por el espíritu del indio: a pesar de las leyes de cien años de régimen republicano, no se ha hecho individualista. El comunismo ha seguido siendo para el indio su única defensa»,24 aunque la costumbre haya quedado reducida a las "mingas", o colaboración de todo un ayllu a los vecinos. Pero la lucha contra el latifundismo es lo que impide el desarrollo del capitalismo nacional, ya que los terratenientes obran como «intermediarios o agentes del capitalismo extranjero», es una barrera para la inmigración blanca, se opone a la renovación de métodos, cultivos, etc., es incapaz de atender la salubridad rural, en una palabra, agrega, «que el gamonal como factor económico, está, pues, completamente descalificado».25 El cuarto ensayo se refiere al proceso de la instrucción pública, al que analiza estrechamente ligado al económico-social, como no podía ser de otro modo. Reconoce y, analiza las tres influencias: la española, la francesa y la norteamericana, estas dos últimas injertadas en la primera, en la educación peruana. España legó «un sentido aristocrático y un concepto eclesiástico y literario de la enseñanza», aunque reconoce —no sabemos si se puede decir lo mismo en otras partes de América— que «el espíritu religioso en sí, a mi juicio, no fue un obstáculo para la organización económica de las colonias», o más claro, «que en cuanto a religiosidad, la colonización española no pecó en exceso».26 La República, que heredó las instituciones del Virreinato, buscó, luego, los modelos de la reforma en Francia, como lo hizo gran parte de América igualmente, hasta que la reforma de la segunda enseñanza de 1907, vuelve a los modelos anglosajones, mediante la influencia de Villarán, figura importante de este movimiento Villarán triunfa con sus prédicas en la reforma de 1920, pero como no es posible «democratizar la enseñanza de un país, sin democratizar su economía, y sin democratizar, por ende, su super-estructura política» —como piensa Mariátegui—, la reforma del 20 fue a la quiebra. Hasta el Perú alcanzan los movimientos reformistas que se iniciaron en Córdoba, en el año 1918, producto de la «recia marejada post-bélica», aunque en ese país, en un principio, la ideología del movimiento estudiantil careció de homogeneidad y autonomía. Los estudiantes de. América, querían sacudir el medioevalismo también de sus casas de estudio. Sus reclamos se basan en la necesidad de que los estudiantes intervengan en el gobierno de las universidades y el funcionamiento de cátedras libres, al lado de las oficiales, cátedras de limpios y nuevos conocimientos. En una palabra, querían que la Universidad dejara de ser un órgano de casta, cesara ese divorcio entre su función y la realidad nacional y tomara el verdadero rumbo que le era asignado. Con relación a este problema, Mariátegui nos hace un extenso estudio sobre la

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reforma en él Perú y la reacción en su contra, las ideologías que intervinieron en esta pugna: los conceptos civilistas burgueses de Villarán, el aristocratismo idealista de Deustua, etc. Para Mariátegui, «el problema de la enseñanza no puede ser bien comprendido en nuestro tiempo — dice— si no es considerado como un problema económico y como un problema social. El error de muchos reformadores ha estado en su método abstractamente idealista, en su doctrina exclusivamente pedagógica». No se puede desconocer la ingerencia del factor económico en la estructuración de planes y programas de enseñanza, en todos los tiempos. «La orientación anticientífica y antieconómica, en el debate de la enseñanza, pretende representar un idealismo superior; pero se trata de una metafísica de reaccionarios, opuesta y extraña a la dirección de la historia y que, por consiguiente, carece. de todo valor concreto como fuerza de renovación y elevación humanas».27 La solidaridad de la economía y la educación, nos dice más adelante, se revela en las ideas de los pedagogos que verdaderamente se propusieron renovar la escuela, como Pestalozzi, Froebel, etc. De ahí que sostenga a la escuela del trabajo «como un sentido nuevo de la enseñanza, un principio peculiar de una civilización de trabajadores»; que exalte a las Universidades Populares —de las que en el Perú fue su animador y encauzador más importante —como dijimos—, y que estime, en definitiva, que el problema del analfabetismo del indio, no sea meramente pedagógico. «Cada día se comprueba más que alfabetizar no es educar. La escuela elemental no redime moral y socialmente al indio. El primer paso real hacia su redención, tiene que ser el de abolir su servidumbre».28 El ensayo siguiente estudia el factor religioso, comenzando por la religión del Tahuantinsuyo, aunque antes nos aclare que ya no vivimos el tiempo del apriorismo anticlerical, porque «el concepto de religión ha crecido en extensión y profundidad». Le reconoce a la religión incaica «su colectivismo teocrático y su materialismo», y cómo lo religioso «se resolvía en lo social», demostrando que lo que subsistiría serían sus ritos agrarios, las prácticas mágicas y el sentimiento panteísta. Nos muestra muchos aspectos de esta religión que confundía con Estado y admira sin limitaciones su organización social y política. Tal vez aquí, sí, le caben bien las observaciones de Miroshevsky que analizaremos más adelante. Luego nos muestra cómo la conquista esencialmente religiosa y militar no cambia el espíritu pagano del aborigen con su culto católico. Estudia el aspecto evangelizador «como empresa eclesiástica», y destaca la contribución de los curas católicos en la revolución liberal. Tal como sucedió en nuestro país. Luego, cómo la Revolución de la Independencia, del mismo modo que no tocó los privilegios feudales, tampoco lo hizo con los eclesiásticos; cómo los choques entre, el poder civil y el eclesiástico no tenían ningún fondo doctrinal, sino que eran domésticas querellas, y cómo no es exacto que «la influencia clerical y eclesiástica haya pugnado por oponerse a una fórmula jacobina».29 Su actitud en este problema es amplia, tal vez en demasía, acusando un leve espíritu religioso y superando, quizá con una muy amplia comprensión, las limitadas actitudes de los dogmáticos. El sexto ensayo se refiere a un problema que, en cierto modo, viene vertebrando todos los demás: el problema del regionalismo y el centralismo y sus aspectos físicos en Perú, la costa _ y la sierra. En realidad, el problema se plantea como federalismo y centralismo. Identifica al federalismo con el gamonalismo y su clientela, en tanto que el centralismo se apoya en el caciquismo y gamonalismo regionales, mostrando así, cómo estos conceptos no tienen más que una misma raíz. Por otra parte, uno de los vicios de la organización política de su país —que lo es de

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toda la América, sin duda— es su centralismo. Pero entiende Mariátegui que toda descentralización que no se dirija a solucionar el problema agrario y la cuestión indígena, «no merece ya ni siquiera ser discutida», porque, advierte, no es este problema meramente político, ni desde este solo punto de vista ella alcanzaría para solucionar los problemas esenciales. Por otra parte es difícil definir y demarcar en el Perú regiones existentes históricamente como tales. El regionalismo se traduce lógicamente en federalismo —dice— y como este concepto no es en el Perú más que «una expresión vaga de un malestar y un descontento»,30 el concepto es difícil de precisarlo. No obstante estudia tres regiones físicas: la Costa, la Sierra y la Montaña (que no significan regiones en cuanto a la realidad social y económica), afirmándonos que la Montaña carece aún de significación socio-Económica; en cambio, «la actual peruanidad se ha sedimentada en tierra baja» y la Sierra es el refugio del indigenismo. «Las formas de descentralización ensayadas en la historia de la República, han adolecido del vicio original de representar una concepción y un diseño absolutamente centralistas», dice Mariátegui, y como la descentralización a que aspira el regionalismo, no es legislativo sino administrativo, el problema ha quedado en pie. ¿Qué opina Mariátegui sobre la descentralización? Primero, clarificar el propio concepto del regionalismo, para evitar el gamonalismo regional. Luego una definitiva .opción entre el gamonal o el indio: «no existe un tercer camino». Porque, lo más cierto es que «ninguna reforma que, robustezca al gamonal contra el indio, por mucho que aparezca como una satisfacción del sentimiento regionalista, puede ser estimada como una reforma buena y justa».31 Todavía estudia el problema de la capital, atinente a todas las capitales de América, grandes cabezas de raquíticos cuerpos demográficos, y sostiene que la suerte de Lima está subordinada a los grandes cambios políticos, como enseña la historia de Europa y la propia América. El último ensayo de Mariátegui se refiere al proceso de la literatura, de la que interesa a su tesis y demostración, desde luego. «Declaro sin escrúpulo, que traigo a la exégesis literaria todas mis pasiones e ideas políticas. ».32 Mariátegui renuncia a ser un crítico imparcial. Desde su punto de vista analiza la literatura de la Colonia, «de irrenunciable filiación española», no habiendo podido «eludir la suerte que le imponía su origen», aunque en Garcilaso, más Inca que conquistador, destaca el primer destello de "peruanidad". Este mismo espíritu —dice— es el que subsiste durante la fundación de la República y alcanza hasta la generación que denomina Colónida que acata a González Prada y a Eguren como maestros, espíritus iconoclastas ante el pasado y sus valores, y más liberados de españolismo que sus antecesores Explicó las razones socio-económicas por qué ha subsistido ese colonialismo literario, y agrega: «el literato peruano no ha sabido casi nunca sentirse vinculado al pueblo». Rescata a Palma y a sus Tradiciones de las pretensiones del colonialismo, pues estas Tradiciones tienen «política y socialmente una filiación democrática. Palma interpreta el medio pelo».33 Estudia luego a González Prada, como "el precursor de la transición del período colonial al período cosmopolita"; es decir, de un "Perú nuevo". Nos muestra su ruta de guía, el realismo que predicó a pesar de no alcanzarlo, pues no trascendió de un "monótono" positivismo; de igual manera va haciendo Mariátegui, uno a uno, con quienes contribuyeron a darle un perfil más o menos auténtico al proceso literario, que para él debe descansar en un cimiento de indigenismo. Así cruzan por su fino juicio: Melgar, primera expresión del sentimiento indígena; Gamarra, que es quien con «más pureza traduce y expresa a las provincias» y lucha por incorporar el lenguaje

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de la calle al arte; el caso Chocano, un típico colonialista según Mariátegui, influido por Quintana y Espronceda; la generación llamada "futurista" y su inspirador Riva Agüero, caracterizada, no obstante su nombre, por su "pasadismo": al mismo tiempo universitaria, académica y retórica,34 tradicionalista sin ser romántica y después de la cual comienza ese período que han denominado "perricholismó, caracterizado por su "limeñismo y pasadismo"; destaca la importante insurrección del grupo Colónida capitaneado por Valdelomar, impresionista, y cuya obra «es esencialmente fragmentaria y escisípara». De la misma manera revisa a los independientes y solitarios de vocación literaria: Eguren o la poesía pura, reacción contra lo retórico y gárrulo, simbolista sin precedentes en el Perú, original, que ignora el indio y desconoce el pueblo; Hidalgo, asimilador de Marinetti, «en la izquierda de la izquierda», fenómeno del anarquismo fin du siécle;35 a César Vallejo, «poeta de una estirpe, de una raza», creador absoluto, adentrado a lo indio en su nostalgia, en su pesimismo «lleno de ternura y caridad», precursor del nuevo espíritu, de la nueva conciencia,36 Alberto Guillén, heredero del egolatrismo y la iconoclastia colónida, nietzscheano y ensoberbecido en su final; Magda Portal, la primera poetisa de su tierra. Y, finalmente, las corrientes de su actualidad, en especial la indigenista, que llena una función histórica en la sociología peruana en evolución y cuyo más amplio sentido lo lleva a consubstanciarse con «la reivindicación de lo autóctono», que, no obstante, no paraliza los otros elementos vitales de la literatura peruana. Y es literatura "indigenista" y no "indígena" —aclara Mariátegui— porque aún no puede dar una versión verista del indio, sino que tiene «que idealizarlo y estilizarlo. Tampoco puede darnos su propia ánima. Es todavía una literatura de mestizos… »37 Mariátegui confía en la suerte del mestizaje, el que debe ser analizado como cuestión sociológica, no étnica. Con este trabajo, teoría o tesis, no análisis, en su opinión, Mariátegui esboza los lineamientos de la literatura de su pueblo y extrae como consecuencia la decadencia definitiva del colonialismo que acusa la generación actual, vencida por los valores del indigenismo y señala el período de cosmopolitismo en que ha entrado la literatura de su país. Hemos dado más extensión de lo que nos proponíamos al principio, al análisis de este libro de Mariátegui, porque lo creemos su pensamiento esencial, y horque a la luz de una verdadera y exacta apreciación marxista, como se le ha hecho, muchos de sus valores habrán de ser rectificados o ajustados. De cualquier modo es bueno que sepamos que V. Miroshevsky analiza el papel de Mariátegui en la historia del pensamiento social latinoamericano, a través de un severo —tal vez excesivamente puntilloso— ensayo: El "populismo en el Perú. Utiliza esta teoría populista clarificada por Lenin, la qué al creer «en los instintos comunistas de la "comunidad" campesina, vio en el campesinado el combatiente directo por el socialismo».38 Desde este punto de vista todo el pensamiento de Mariátegui —el que trató de superar en los últimos años, poco antes de su muerte— estaría así infiltrado de populismo. Eso es lo que nos demuestra el análisis de Miroshevsky. Para Mariátegui —erróneamente desde el punto de vista leninista-marxista— el resorte principal del proceso histórico peruano lo caracteriza «1a lucha entre los campesinos indígenas comuneros, portadores de las tradiciones colectivistas y los círculos burgueses terratenientes "blancos"; y la contradicción fundamental serían las contradicciones entre la comunidad (forma de organización autóctona del campesinado peruano) y los principios liberales individualistas económicos, impuestos desde el exterior».39 Miroshevsky explica la existencia de las clases sociales

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en el país de los Tahuantes, sus intereses antagónicos, etc., y la forma cómo debió "acomodar" Mariátegui su posición para darnos una explicación del régimen social inca, la que resulta así, «basada en hechos alterados, en fantasías. Es realmente un agradable cuento de lo inexistente».40 Por muchas de estas transgresiones, Miroshevsky nos demuestra la insistente postura de su "romanticismo nacionalista" y cómo, por no comprender el papel histórico del proletariado, le «negaba su hegemonía en el movimiento revolucionaria y se orientaba por los "instintos colectivistas" del campesinado peruano».41 Esta actitud era lo débil en el gran peruano, reconoce el soviético, porque dejaba sin respaldo de acción al campesinado indígena. Lo fuerte en él, consistía en «que expresaba, en realidad, las aspiraciones revolucionarias democráticas del campesinado indígena»; porque «reflejando las esperanzas y ansias de millones de campesinos indígenas, agobiados por la explotación terrateniente y el yugo del imperialismo, fue un expositor de la idea popular, de la revolución de las masas...42 Es el suyo el primer libro sudamericano, que trata de establecer la evolución de los hechos mediante la tesis marxista, aunque en un no siempre ajustado balance de las relaciones políticas y las formas económicas. Su libro sale a luz cuando Haya de la Torre ya ha planteado su APRA, de vuelta de su viaje por Europa donde recibió la influencia poderosa del Kuo-Ming-Tang. De ahí que plantee, antes que nada y como proceso social aparte, la lucha por liberarse del yugo económico-político de las grandes potencias capitalistas, por medio de una unidad indoamericana. Con esto parece querer resucitar el sueño de la Confederación Bolivariana, cosa que a Mariátegui le parecía poco viable y concreta. Aceptó éste de primera intención, sin embargo, su programa anti-imperialista, porque entendía la necesidad de esa lucha; pero eso sí, no delimitadamente a América, sino de extensión mundial. «De esta alianza —dijo— no pueden ser excluidas las clases más explotadas de los mismos países imperialistas». Obligado Haya de la Torre a aclarar su posición, surgió el Aprismo, doctrina limitada y nacionalista, por todos conocidas. Como resultante de este choque nace en el Perú, frente al APRA, la sección peruana de la Tercera Internacional, creada por Mariátegui. Como su intento de hacer marchar Labor, un periódico de carácter sindical, unido a Amauta, fue desbaratado por Leguía que lo hizo clausurar casi en seguida de su aparición, y como las condiciones político-sociales del Perú empeoraran, trató de instalarse en otro país, para continuar su obra. Eligió la Argentina. Allí podría dar nuevo impulso a ese instrumento que eran las Universidades Populares. Empezó, rápidamente, a hacer sus preparativos para marchar, en enero de 1930. A fines de marzo, su dolencia que siempre le trastornaba un poco, hizo crisis. El 16 de Abril, con la entereza que vivió, murió rodeado de algunos amigos y familiares, apenas con treinta y cinco años. Murió tan seguro como viviera; lúcido y "sin nostalgias", como el ciudadano del mundo que era, y quizás con la siempre misma "extraña alegría" que sentía, cuando partía a un viaje, jerarquía moral de este gran mestizo, maestra de América. Para sus amigos, dejó, además del método, las grandes palabras de segura esperanza en el triunfo del pueblo, que es, en definitiva, el del hombre. «Por los caminos universales, ecuménicos, que tanto se nos reprochan —termina el amauta sus 7 Ensayos...— nos vamos acercando cada vez más a nosotros mismos».

NOTAS:

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O. Boelitz y J. Grunwald. Fundamentos pedagógicos del siglo XX. Bib. de la Universidad de La Plata, T. VI, 1935. Pág. 216 2 Ob. cit., p. 188. 3 Mariátegui. Edic. de la Universidad de México, Nº 2. 1937. Pág. 51. 4 Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana: 1ª edición. Lima, 1928.Pág. 14. 5 R, Wallon. Psicología y técnica. Cit., pág., 162. 6 A. Bazán. Biografía de José Carlos Mariátegui. Santiago de Chile, 1939. Introducción. 7 Ob cit., pág. 87. 8 Ob. cit., pág. 88. 9 Ob. cit., pág. 93. 10 Ob. cit., pág. 53. 11 Publicado en Lima, en 1925. 12 Bazán Ob cit. pág 104 13 A. Franco I. Vida vertical de José Carlos Mariátegui. Hora del Hombre, N° 9; Lima, abril 1944. 14 primera edición apareció en la Biblioteca Amauta, en 1928; la tercera apareció en 1943. Ambas en Lima. 15 J. del Prado. Mariátegui, marxista-leninista. Democracia y Trabajo: Lima, la quincena de diciembre, 1943. 16 J. C. Mariátegui. 7 Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana. Advertencia. (1º Edición, Lima, 1928). 17 Ob. cit., pág. 9. 18 Ob. cit., pág. 13. 19 Ob. cit., págs. 17 y siguientes. 20 Ob. cit., pág. 24. 21 Ob. cit., pág. 27. 22 Ob. cit., pág. 32. 23 Ob. cit., pág. 37. 24 Ob. cit., pág. 59. 25 Ob. cit., pág. 76. 26 Ob. cit., pág. I18. 27 Ob. cit., páginas 118 y 119. 28 Ob. cit., págs. 120 y 121. 29 Ob. cit., pág. 144 30 Ob. cit., pág. 149. 31 Ob. cit., pág. 166. 32 Ob. cit., pág. 177. 33 Ob, cit., pág. 191 34 Ob. cit., pág. 215. 35 Fin de siglo. (Nota de los Editores). 36 Ob. cit., pág. 246. 37 Ob. cit., pág. 262. 38 V. Miroshevsky. El «populismo» en el Perú. Dialéctica: Nº 1; La Habana, mayo-junio de 1942. 39 Ob. cit., pág. 48. 40 Ob. ci ., pág. 52. 41 Ob. cit., pág. 56. 42 Ob. cit.. pág. 59.

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ECUADOR BENJAMIN CARRION

Mi voluntad es afirmativa, mi temperamento es de constructor, y nada me es más antitético que el bohemio puramente iconoclasta y disolvente; pero mi misión ante el pasado parece ser la de votar en contra. El pasado nos interesa en la medida en que puede servimos para explicarnos el presente. Las generaciones constructivas sienten el pasado como una raíz, como una causa. Jamás lo sienten como un programa. El maquinismo, y sobre todo el taylorismo, han hecho odioso el trabajo. Pero sólo porque lo han degradado y rebajado, despojándolo de su virtud de creación. El arte tiene necesidad de alimentarse de la savia de una tradición, de una historia, de un pueblo. La obra maestra no florece sino en un terreno abonado por una anónima u oscura multitud de obras mediocres. Toda crítica obedece a preocupaciones de filósofo, de político o de moralista. Declaro, sin escrúpulo, que traigo a la exégesis literaria todas mis pasiones e ideas políticas, aunque, dado el descrédito y degeneración de este vocablo en el lenguaje corriente, debo declarar que la política en mi es filosofía y religión. No sobrevive sino el precursor, el anticipador, el suscitador.

J. C. M.

JOSE CARLOS MARIATEGUI Por Benjamín Carrión NUTRIDO de occidentalidad, dueño de una cultura ritmando con todos los toques de avanzada del pensamiento europeo, José Carlos Mariátegui representa una fuerza de crítica y construcción, de acción y sugerencia, de apostolado y de batalla, que hacen de él, incontestablemente, uno de los jefes espirituales de la América moderna en la lucha por desentrañar la auténtica realidad de

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nuestros pueblos y construir su personalidad, estructurarlos para la vida política, económica y social, de acuerdo con su ideal y su verdad. No hacen falta especiales dones de previsión para afirmar que su ideología, vigorosa, nerviosa, apasionada, ha de cavar surco profundo en el devenir político y social de Hispanoamérica —a la que yo me resistiré siempre a llamar Indoamérica, como el mismo Mariátegui la llama, y menos aún esa barbaridad moral, histórica y gramatical de Indolatinia, que por snobismo inexcusable, propio de malas revistillas de vanguardia, fue llevado a la nueva Constitución del Ecuador. El secreto de Mariátegui:.no es el catedrático dogmatizante —en cátedra de pedantería puede ser convertido el periódico, el folleto, el libro— que, armado de citas de primera o segunda mano, como antes se armaban los dómines de una verga, nos ataca con teorías trasplantadas, expuestas sin claridad ni belleza, a pesar de los consejos de Rodó, que es uno de los que más vandálicamente se saquea y se cita; no es el moralista baboso, que para decir vulgaridades adopta aires de evangelizador; no es el expositor frío de sistemas y tesis, que esconde bajo la capa barata de la serenidad, su espíritu infecundo; no es el romántico luchador elocuente ni el lírico glosador de utopías: fauna toda ésta que puebla los países hispano-americanos, enfermos de liderismo y de politiquería, enamorados del mitin y de la plaza pública. José Carlos Mariátegui —aun cuando él mismo parece sostener lo contrario— estructura en forma orgánica sus campañas ideológicas, sin llegar al uso del papel de embalaje de la sistematización lógica, que las momificaría. Es natural: Mariátegui, antes de lanzarse a la acción, se ha construido reciamente a sí mismo en la vigilia porfiada con el libro y el dato, y en la directa observación de la tierra, de los hombres, de los pueblos. José Carlos Mariátegui, a su potencia excepcional de ver claro y hondo une la gran virtud de los hombres de lucha, de todos los hombres, simplemente: el don de apasionarse. Y convencido de la suma grandeza de ese don, no trata de envolverlo en femeninos circunloquios de serenidad, de imparcialidad, de mesure.1 El lo advierte críticamente en sí mismo, y lo proclama. Preciso es no confundir la pasión con la violencia. Detesto esta última como un resabio felino, como una supervivencia del bruto que veinte siglos de Cristo, de domesticación por las artes y por la cultura, han tratado de exterminar en el hombre: Detesto la violencia. Pero amo en cambio la pasión, que es el resumen de las superioridades humanas: Fe, Esperanza, Amor. La imparcialidad, la calma, la mesure, son virtudes admirables y útiles en pueblos fatigados de historia, que han llegado ya, con su carga de gloria y de experiencia; como Francia, por ejemplo, cuyo sistema orgánico se basa en las clases medias, en la pequeña burguesía ahorradora, hacendosa y limitada. Un príncipe hindú, que había aprendido a amar en los libros y en la Historia esta igualdad discreta de Francia, visitó encantado, de un extremo a otro, todas las suaves y dulces comarcas de la nación-jardín. Y al sentir la delicia apacible y sedante de este paisaje peinado y matizado, sin la accidentación catastrófica y brutal de los Andes y de los Himalayas, declaró comprenderlo y explicárselo todo: los hombres, ni grandes ni pequeños, ni morenos ni rubios; la libertad andando por las calles; la claridad; la sagesse.2 La música de Debussy, la pintura de Wateau, la lírica de Mallarmé. Nuestra América necesita, digo mal, nuestra América, como fruto de su clima, debe producir hombres de pasión, porque se encuentra en un periodo de choque, de desentrañamiento, de

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desbroce. Quienes sueñan para este instante de los pueblos hispanoamericanos con los Coolidge o los Hoover de encargo —como se encarga un Ford o un W. C.— están en el más grande error. Esos hombres vendrán, si es que en alguna época son siquiera deseables, cuando nos hayamos hundido en el embrutecimiento de la materia y la máquina, cuando el valor hombre se haya igualado al valor hierro o petróleo en la misma utilidad como materia prima. Cuando, según la dura expresión de Duhamel, los yanquis hayan inventado el hombre-herramienta, como ya han inventado el buey de trabajo, la vaca lechera, la gallina que pone todo el año y el puerco especializado en dar manteca... Necesitamos hombres apasionados, no violentos. Entre nosotros, la pasión es Bolívar, es Sarmiento, es García Moreno, es González Prada, es Montalvo, es Vasconcelos. La violencia es Rosas, es Guzmán Blanco, son todos los panfletarios y todos los tiranos que, en el balance gubernamental y literario de los países de América, se encuentran en incontestable mayoría. Desagrada tanto el calificativo de imparcial y de sereno a los hombres de verdadero talento en nuestras tierras —porque saben que dicho calificativo encierra en sí la acusación de tibieza de espíritu— que aun aquéllos cuya coraza de hombres civilizados y occidentalizados parece proteger contra la pasión; aun Alfonso Reyes, el esteta clásico de Simpatías y Diferencias; aun Zaldumbide, han hecho protestas de su capacidad de enardecimiento y de fervor. Así se explica el hecho, a primera vista extraño, de que, aun dentro de creencias y opiniones diferentes, los intelectuales hispanoamericanos que se han acercado más a Europa, que viven en París, se apasionen tanto por espíritus que son algo más que apasionados: León Daudet, por ejemplo. Charles Louis Philiphe, una de las figuras más nobles y amables de la literatura contemporánea en todos los países, se rebela contra el aplanamiento de los espíritus, contra la literatura sin humanidad y sin potencia: «... Anatole France es delicioso, sabe todo, todo lo expresa, y es precisamente a causa de ello que él pertenece a una raza de escritores que termina: con él se cierra la literatura del siglo XIX. Ahora necesitamos bárbaros. Es necesario haber vivido muy cerca de Dios sin haberlo estudiado en los libros. Es necesario que se tenga una visión de la vida, que se tenga fuerza, que se tenga rabia. El tiempo de la dulzura y del diletantismo pasó ya. Ahora es el tiempo de la pasión». Hombres apasionados, no hombres violentos; menos aún gentes que simulan pasión para los fines del liderismo y de la populachería. Dentro de nuestra generación, el hombre apasionado y fuerte: José Carlos Mariátegui: «Mis juicios se nutren de mis ideales, de mis sentimientos, de mis pasiones»: Mutsu-Hito, el creador del Japón moderno es, quizás, el hombre de Estado de más fuerza en la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del siglo XX; el de más larga y profunda visión, menos ruidoso que Bismark, que Cavour, que Napoleón III, pero más realizador. Calladamente, como saben hacerlo los hombres de su raza, esparció por Occidente, por todos los países sustentadores de cultura en Occidente, antenas captadoras de civilización: las Universidades, los laboratorios, las fábricas europeas se repletaron de hombrecitos silenciosos y sonrientes, suaves y comedidos que, sin estorbar a nadie, se metían por todos los resquicios de la vida occidental y le

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exprimían el jugo de todos sus secretos. Como enjambre de hormigas en faena, los que se iban al Japón llevando su aporte de conocimientos, eran inmediatamente reemplazados por otros, sin que fuera posible advertir el cambio: quedaba siempre en Europa el mismo número de pares de ojillos escrutadores y sonrientes. El mundo, acaparado por el ruido de Napoleón III, de Bismark, de Cavour, que trataban de integrar o en- grandecer sus países —según la costumbre occidental— a cañonazos, no se daba cuenta del silencioso milagro japonés; hasta que un buen día, a costa del inmenso Imperio de los zares, el Universo se despertó con la noticia del advenimiento de una potencia de primer orden, capaz de ejercer, sin contradicción hasta ahora,3 la hegemonía sobre el Extremo Oriente. Una potencia con la cual, en adelante, sería necesario contar en todos los conciliábulos de las grandes países, para la paz como para la guerra. Es que la atracción de cultura, dentro de una época en que la civilización marca definitivamente sus tendencias a universalizarse, constituye uno de los problemas fundamentales de los pueblos nuevos, o simplemente apartados de los cauces centrales de la civilización occidental, que mantiene en esta época la hegemonía del mundo. En países como los nuestros el problema de atracción de cultura es definitivo. Desgraciadamente, nuestra conducta política sin línea, sin continuidad, hace que cada Gobierno no mire sino dentro de un período reducido: el corto período de una administración que, en los países de Hispanoamérica es, generalmente, de cuatro a cinco años. Así se explica lo burlesco de este dato: entre todas las realizaciones posibles, en América se prefiere la colocación de la primera piedra. Gesto simbólico de iniciación, que la práctica lo está cambiando en símbolo de entierro. Entierro con discursos y solemnidades, de la aspiración de un pueblo, de una región. Soterradas en nuestros campos y en nuestras ciudades, señalando un intento de ferrocarril, de escuela, de monumento, hay millares de primeras piedras. (Hasta se ha dado el caso de que, olvidando uña ceremonia idéntica, realizada años atrás, se haya escogido el mismo lugar en que ya había sido enterrada una primera piedra para enterrar otra). Cuando no es la primera piedra es el cimiento del edificio, hasta la altura que permita colocar una placa conmemorativa con el nombre del iniciador. Nada más. El sucesor en el Gobierno no se volverá a acordar de la obra, o, simplemente, hará retirar la placa. En cambio, la obra de atraer cultura por medio de becas y pensiones es de resultados largos; la gloria de los frutos será para otros, pues que los pensionados no regresarán al país en el mismo período de aquél que los envía... Hay, pues, resistencias poderosas. Pero cómo algo es preciso hacer en este sentido, se opta por una solución de resultados inmediatos, de apariencia y relumbrón: se piden profesores extranjeros. Yo no ataco el sistema en general. Pero es preciso comprender que no es la teoría científica —explicada en pésimo castellano— la que nos hace principalmente falta: ella nos llegará, directa, en su fuente misma, con el libro y la revista. Lo que hace falta es que nuestros espíritus mozos, seleccionados, aptos, vean, oigan, palpen, la civilización. Que se acostumbren, que se familiaricen con ella. Así ellos nos la traerán más eficazmente y sabrán aclimatarla en forma de insinuación, de consejo, de realización; nos la harán ver y sentir. La civilización nos llegará con ellos más humanizada, más familiar, más nuestra. José Carlos Mariátegui, la figura joven más alta y pura del socialismo hispanoamericano, el campeón del indigenismo peruano, es el más grande ejemplo: «He hecho en Europa mi mejor

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aprendizaje. Y creo que no hay salvación para Indoamérica sin la ciencia y el pensamiento europeos u occidentales». Cuando un país de los nuestros quiera salvarse por la cultura, quiera hallarse a sí mismo, por lo menos, tendrá que enviar a Occidente hombres como Mariátegui, o que de él tengan siquiera la inquietud del espíritu y la recta intención. No los gomosos, niños bien, que se envían generalmente. A causa de su obra Escena Contemporánea, Mariátegui fue tachado de europeizante. Su mirada ancha y larga, capaz de extenderse al panorama universal, se entretuvo en estudiar situaciones y problemas de valor e influencia universales, no para la ciega imitación ni para el trasplante inconsulto, sino para el juicio y la crítica, para la deducción histórica, que podrían dar su aprovechamiento al caso peculiar de estas tierras. Y es con mirada universalista que enfoca los problemas nuestros, para llegar a planteamientos y a soluciones que, conservando su totalismo humano, son enraizada y profundamente americanos, peruanos, incaicos. Mariátegui no es un europeizante: es un universalista. La marcha del hombre, sus conquistas, el devenir de su cultura, le interesan en todos los sitios, y cree que es preciso buscar la civilización donde se encuentre. Hoy se encuentra radicado en Occidente. Mariátegui ha ido allá. La obra toda de Mariátegui —el sociólogo, el ensayista, el crítico y el luchador— tiene una orientación vertical: su convicción socialista marxista. El, que no sabe de las astucias serpentinas y que, sin ser brutal, es ante todo franco y lleno de lealtad, lo declara en el pórtico dé su obra capital, Siete Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana: «Tengo una declarada y categórica ambición: la de concurrir a la creación del socialismo peruana. La índole de este ensayo no nos permite seguir a Mariátegui en el desarrollo de su tesis política —que por lo demás es una aplicación peculiar de las doctrinas marxistas a la realidad del Perú—, en la cual pone la fuerza apasionada de su proselitismo. Pero, al paso, admiraremos una especie como de efluvio de sinceridad que, unido a la potencia de una dialéctica apretada, sabe poner en pie, dar vida, humanizar los problemas que toca y que resuelve. Es que Mariátegui sabe darse todo entero a la marcha de su ideal. Sin las reservas gazmoñas o interesadas, sin el grito efectista que reclama, como los latiguillos en el teatro, el fácil aplauso de las galerías. La influencia de Mariátegui, hablando a públicos acostumbrados a la oratoria y al halago habilidoso de pasiones momentáneas, sorprende a primera vista. En efecto, él se halla muy lejos de lo que pudiéramos llamar el barresismo: ofrecerse de abanderado a tropas que buscan el abanderado, dar el grito de avance a tropas que están ansiosas de escuchar ese grito. Al contrario, la prédica de Mariátegui, limeño de Lima y escribiendo en Lima, al enarbolar el estandarte cuzqueñista o indigenista en medio de un ambiente lógicamente adverso, es una prédica que entra en el orden que pudiéramos llamar misionero: prédica que busca convertir y que, confiada en su verdad, está segura de vencer a los infieles a quienes va dirigida. El socialismo por el que Mariátegui lucha es el marxismo escueto y fundamental. Preciso es anotarlo, porque eso significa mucho en la obra de este gran espíritu. Podría haberse valido, en efecto, del fácil efectismo humanitarista, de un socialismo moral que llegue más pronto al corazón de pueblos que tienen una grande capacidad para las reacciones sentimentales. El,

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sincero, no quiso hacerlo nunca. Siguió rectilíneamente la trayectoria inflexible de su verdad. Y sus campañas, de orden intelectual, son implacables. La obra convictiva de Mariátegui, siendo llena de pasión, no es plañidera ni declamadora: áspero en la censura, su dureza nace más del poder de la realidad que descubre que del tono o de las palabras que emplea para condenar. No se queja, acusa. Le place dar a su sistema crítico un poco del valor jurídico de un proceso. Aun la terminología que emplea corrientemente, denuncia el procedimiento: enjuicia la realidad, argumenta, trata de probar su punto de vista, y al final casi siempre, condena: «Contra lo que baratamente pudiera sospecharse, mi voluntad es afirmativa, mi temperamento es de constructor, y nada me es más antitético que el bohemio puramente iconoclasta y disolvente; pero mi misión ante el pasado parece ser la de votar en contra. Desde luego, Mariátegui es un arremetedor, un proselitista apasionado. Cuando en el curso de un desenvolvimiento capaz de desembocar en una conclusión favorable a su postulado, encuentra un fantasma que le estorba —algunas veces puede ser un fantasma inocente o inofensivo— él lo ataca y lo derriba. Es a veces injusto: nunca astuto, nunca malicioso, nunca abogadil. Al desarrollar sus tesis económicas, agrarias, de colonización, se muestra francamente injusto para España: cayendo en la deplorable costumbre —él, el hombre de las actitudes rectificadoras— de atacarla no por su obra colonizadora en América, en sí misma —que seguramente merece muchos reproches junto a muchas loanzas—, sino en comparación a la obra colonizadora de otros pueblos. Y eso, si se tienen en cuenta razones elementales de crítica histórica —época, realidad—, es honradamente insostenible. Pero como éste no es el momento de oponer- una convicción a otra convicción, una pasión a otra, sólo señalo —y no como un defecto, sino como una afirmación de cualidad combatidora— esta modalidad de ataque del gran pensador peruano; reservándole mi adhesión para su método, para su actitud, y para buena parte de sus tesis de orden social o de valor americano. Pero me resistiré a aceptar su particularismo indigenista. Creo que se puede sostener la primacía de lo indígena en la adopción de matrices directoras para la modelación del porvenir de América: lo natural es que eso hubiera ya ocurrido, pues la potencia modeladora de una civilización, cuando es más fuerte y es más justa, ayudada por la fuerza del medio físico, acaba siempre por imponerse y marcar su estigma sobre los invasores y los colonizadores. Ejemplos: el milagro mosaísta-cristiano sobre los conquistadores de Israel; el milagro griego sobre los romanos. En lo que no creo es en la exclusividad de lo indígena, en la hostilidad de lo indígena contra lo español. La historia no rehace sus caminos. La fusión hispano-indígena —que yo considero universalista y generosa de parte de los españoles de una época (que es también esta época para los conquistadores modernos) en que colonizar era exterminar a los indígenas— es el primer paso nuestro hacia la universalización. Propugnar un indigenismo hostil cuando ya no existe la dominación efectiva, cuando los elementos que se quiere levantar el uno contra el otro se hallan confundidos, me parece sencillamente nefasto, inhumano, históricamente falso. Como el actual antisemitismo europeo. Peor que la xenofobia china y la xenofobia yanqui. Como si en la Francia actual, en nombre de un indigenismo galo, se armara una cruzada contra lo grecolatino... Está bien la lírica algarada de Valcárcel; admirable el fundamental indigenismo agrario de Mariátegui. Y en la campaña contra la hegemonía de Lima, en el Perú, me parece que militan grandes razones de justicia y de verdad histórica. ¿Pero el exclusivismo indigenista, como una

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teoría basamental para el futuro de América? Me quedo yo con Vasconcelos: «Por España y por el Indio». Al enjuiciar —es su verbo predilecto— la realidad peruana, José Carlos Mariátegui se detiene con cierta delectación ante el fenómeno literario. Y su ensayo El proceso de la Literatura, iluminado a la luz nueva de su ideología político social, nos descubre un crítico penetrante, libre, de un poderoso discernimiento estético. Su posición en este orden es, como todas sus posiciones, resuelta: «Declaro, sin .escrúpulo, que traigo a la exégesis literaria todas mis pasiones e ideas políticas, aunque, dado el descrédito y degeneración de este vocablo en el lenguaje corriente, debo agregar que la política en mí es filosofía y religión». Sería larga la cita de las líneas que Mariátegui dedica a precisar su posición de esteta fundida a su posición de político. Es sincero y fuerte en ellas. Sin dejar, desde luego, su mirador apasiona- do, hay momentos en que Mariátegui, frente a la pura obra de arte —aunque halle en ella reminiscencias de ideologías generatrices distintas de la suya— es dominado por la admiración artística esencial, sin mezcla de razonamiento. Tal le ocurre frente a un poeta que, según Mariátegui, «dice a los hombres su mensaje divino», y cuya poesía —sigue hablando Mariátegui— «es una versión encantada y alucinada de la vida»; José María Eguren. Frente a la pureza del autor de La canción de las figuras se detiene el doctrinario, el político, para dejar sitio a la admiración unciosa del esteta pocos habrán sabido sentir más hondo el júbilo de la comprensión, la beatitud del acercamiento a la belleza, como José Carlos Mariátegui ante la poesía de José María Eguren. En el proceso de la literatura peruana ve diversas fases: el "colonialismo", un intento fracasado de "criollismo", y cree que se están abriendo los caminos hacia el "indigenismo" que, según él, representa «un estado de conciencia del Perú nuevo». Y en el desarrollo de esta tesis sostiene audazmente que, más que del pasado indígena ya muerto, más que de la civilización abolida, las direcciones indigenistas llegan de afuera, de las diversas influencias internacionales que se hacen sentir sobre la literatura, y que el cosmopolitismo abrirá las puertas al indigenismo: «Por los caminos universales, ecuménicos, que tanto se nos reprochan, nos vamos acercando cada vez más a nosotros mismos». Amauta, la gran revista de José Carlos Mariátegui, el papel de más nobleza y rectitud que se haya publicado en América, representa no sólo la voz del gran agitador espiritual, sino el núcleo en torno al cual se configura un vasto movimiento de renovación peruana, de renovación americana. El símbolo —Amauta, gran sacerdote, adivino y profeta del Imperio incaico— parece querer limitar el alcance y el significado de la obra a la tendencia primordialmente indigenista. Pero la potencia intelectual de Mariátegui, su liberalidad, su amplitud de hombre civilizado y civilizador, lo llevaron necesariamente más lejos. Más allá del indigenismo, como una orientación directiva de ideología y de acción; más allá del marxismo, como matriz intelectual de lucha, hay en Amauta un espíritu francamente universalista. Y el Amauta simbólico ya no protege sólo a los pobladores del antiguo y poderoso Imperio de Tahuantinsuyo,

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sino al Continente entero. No conozco que se haya publicado en ningún sitio del mundo un órgano resueltamente partidarista y doctrinario, una revista de agitación y de lucha que haya tenido el vuelo cosmopolita, la trascendencia de contenido espiritual y aun el valor editorial que Amauta. La revista de Mariátegui comenzó a realizar el milagro de unificar, quizás más aún, de crear una conciencia continental indoespañola. Veinte años antes —y desde París entonces— otros peruanos, los hermanos García Calderón, habían, como lo afirmé en otra ocasión, «enseñado a pensar continentalmente» con la creación y el mantenimiento de La Revista de América. Pero lo que Francisco y Ventura García Calderón iniciaron en el orden del americanismo literario, Mariátegui lo afirma en el terreno de la inquietud renovadora político-social. Los grandes esfuerzos individuales, la siembra fecunda de Bunge, de Ugarte, de Palacios, de Rodó, de Vasconcelos, no encontraba terrenos preparados, no encontraba unidad de auditorio a través del Continente desligado. Faltaba algo que mantuviera un estado de amplia tensión simpática al mismo tiempo y en todos los países; algo que hiciera a todos los oídos estar atentos a la vez para escuchar las mismas voces. Nobilísima —y muy fértil— en este sentido, la obra del admirable García Monge y su Repertorio Americano. Pero la llegada de Amauta fue el advenimiento del verdadero órgano de la inquietud continental. Cuando este ensayo estaba por cerrarse llega de Lima esta noticia brutal: la muerte de José Carlos Mariátegui, de quien justamente esperaba una carta. No lo conocí personalmente. Nunca —a pesar de mi simpatía y de mi admiración— pude complacer a su solicitud benévola y premiosa de colaborar en su revista. Sabía, eso sí, de su lucha heroica contra la miseria física, implacable. Lo sabía enfermo, golpeado por la vida rudamente; pero siempre encendido en su fe y siempre rectilíneo en sus campañas. Haciendo obra de luchador indomable dentro de un ambiente político hostil, y combatiendo tendencias —la hegemonía limeña, por ejemplo— enraizadas en el medio mismo en que vivía. Al admirar la obra —imbécilmente detenida por la muerte— de José Carlos Mariátegui, se nos presenta obsesionado por el fantasma de la potencia vasca en la historia de América y de España, teñido de tragedia. En la historia de los grandes fanatismos, sobre todo. Aquel vasco genial, Simón Bolívar, realizó la obra de un fanatismo delirante más extraordinaria del siglo XIX. Ahora el apellido vasco de este desaparecido —Mariátegui— contenía para mí, un caudal de esperanzas impregnado de una especie de religiosidad fanática. Ante él, ante lo que de él sabía y lo que de él leía, las más locas ilusiones hacían retroceder lo imposible. Pensando en él, me parecía que había llegado ya la hora del advenimiento... La obra apostolar de Mariátegui ha tenido mucho de religiosa, sobre todo en la forma de propagarse y de vivir. Cenáculos cerrados practicaban su culto en Madrid, en París, en Londres, en Berlín. Grupos de hispanoamericanos morenos, inquietos y nerviosos se reunían, como para una conjuración libertaria o como huyendo de persecuciones —en catacumbas improvisabas en cuartos de hotel— para leer Amauta y comentarla. Grupos en los que, como en los comienzos de toda religión, se iluminaban las llamas de voces de mujeres. En América la palabra de Mariátegui, su soplo vitalizador, corrió los lomos de la gran cordillera e inundó todos los valles. Su voz hizo eco en socios los lugares. Siento que con la muerte de

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Mariátegui se ha ido mucho de la nobleza y la virtud de nuestro tiempo. Siento que con la muerte de Mariátegui se ha ido mucho de la esperanza —de la esperanza inmediata— de América.

NOTAS:

1

Medida.

2

sabiduría.

3

Téngase presente que este ensayo fue inicialmente publicado en 1930.

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COLOMBIA BALDOMERO SANIN CANO

JOSE CARLOS MARIATEGUI Por B. Sanín Cano JOSE Carlos Mariátegui pertenece ya a la categoría de los escritores universales en América. Su educación, su manera de sentir, su visión de los tiempos no es americana sino en cuanto al Continente a que pertenecemos forma parte con la mentalidad de sus mejores unidades y las aspiraciones comunes a todos sus habitantes, de la cultura predominante en los países occidentales. Lo dice clara y bellamente: «No faltan quienes me suponen un europeizante, ajeno a los hechos y a las cuestiones de mi país. Que mi obra se encargue de justificarme contra esta barata e interesada conjetura. He hecho en Europa mi mejor aprendizaje. Y creo que no hay salvación para Indo-América sin la ciencia y el pensamiento europeos u occidentales. Sarmiento, que es todavía uno de los creadores de la argentinidad, fue en su época un europeizante. No encontró mejor modo de ser argentino». Como se ve, el sentimiento de solidaridad humana no está limitado en Mariátegui por las costas peruanas y por las hitas que señalan el comienzo de otra soberanía. Con los deberes de la patria y el sentimiento dé la nacionalidad están en su formación espiritual ligados los idéales de la cultura greco-romana. Aunque a juicio del autor ninguno dé los «siete ensayos» de que se compone su obra está acabado, la lectura de ellos deja una sensación de conjunto sobre la cual se puede en efecto construir una realidad, dijera yo más bien una idealidad peruana enhiesta y completa. A juzgar por la bella cita de Nietzsche puesta como lema de estos graves estudios, Mariátegui no tuvo en su ánimo hacer un libro con ellos. Dijo Nietzsche: «No quiero ya leer autores en quienes se percibe la intención de hacer un libro: sino aquéllos tan sólo cuyo pensamiento se convierte inopinadamente en un libro. En esto se parecen las dos obras que vamos comentando.1 Tampoco tendría Solano la intención de formar con los diversos artículos, conferencias y crónicas de que se compone La melancolía de la raza indígena un volumen destinado al público. Algunas de estas piezas sólo están unidas al todo por la vasta onda de nacionalismo que pasa sobre todas ellas. En cambio, la obra de Mariátegui tan semejante en muchos aspectos fundamentales a la de Solano deja una mayor impresión de unidad. Aunque no hubiera sido su voluntad unir estos ensayos con el hilo de oro de la unidad literaria y filosófica, su inteligencia y sus preocupaciones literarias y científicas hicieron de ella un hermoso cuerpo. El esquema es científico, el desempeño es artístico por la armonía que guardan entre sí unas partes con otras. En la sensación de conjunto predomina el elemento artístico por las cualidades de gracia, de fuerza, de sobriedad estética, de propiedad y elegancia que caracterizan el estilo de Mariátegui. Sin duda sus lecturas predilectas han sido las obras de los críticos, los naturalistas, los expositores ingleses de economía política. Más de una vez y muy atinadamente cita La rama dorada (The Golden Bough) de Frazer, una de las más hermosas y penetrantes disquisiciones sobre el origen de las instituciones y las creencias humanas, obra recomendable además por las excelencias del estilo.

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La "realidad peruana" de Mariátegui abarca todos los aspectos de la vida nacional. El problema indígena es apenas una parte, si bien la más considerable y original de su obra. Para el autor de los Siete Ensayos la, eliminación de las inquietudes provenientes de la actual condición del indio no se conseguirá de otro modo que atendiendo al aspecto económico de la vida nacional. Para él este problema es de naturaleza y de solución agraria. Su lección de esta contingencia no es la difusión de la enseñanza para sacar al indio del plano de desolaciones en que le colocó la conquista. No adquirirá conciencia palmaria de ciudadano del Perú y de miembro de la familia humana, aunque se le instruya copiosamente, mientras la tierra que le perteneció un tiempo en común con todos sus hermanos, continúe siendo la propiedad de unos pocos y les sirva a éstos de incuestionable utensilio de dominio. Mariátegui describe la triste situación del indígena del Perú con toques en mucho semejantes a la visión que dejan las páginas de Solano. Reduciéndonos al problema colombiano cuyos coeficientes por eliminar nos son más conocidos, se nos antoja que en efecto la educación sola o combinada con la redistribución territorial no llegaría a resolverlo en Colombia. En este país el espíritu de casta, resultado del dominio continuo, desmañado, celoso, y arrogante de un partido político durante medio siglo, envuelve complicaciones y contradicciones más enmarañadas que el problema de la sujeción económica y espiritual del aborigen. Ello es patente porque el indio educado, propietario e incorporado en Colombia a la casta regente es un ser desvinculado de su especie y adquiere, desplantándose, todas las características del blanco dominador. A veces le sobrepasa en intransigencia, en voracidad y en cinismo. Acaso en el Perú la solución agraria sea la más en consonancia con la vida nacional, en Colombia ese o cualesquiera otros expedientes que no tiendan a la supresión del espíritu de casta estableciendo la justicia y la igualdad en el acceso de todas las oportunidades naturales y políticas, serán tentativas frustraneas por más sana que sea la intención inspiradora. Parte substancial y de grande interés para los lectores americanos en la obra de Mariátegui es el capítulo intitulado El proceso de la literatura. Una advertencia del autor acrecienta; el valor de sus juicios: «El espíritu del hombre es indivisible; y no me duelo de esta fatalidad sino, por el contrario, la reconozco como una necesidad de plenitud y coherencia. Declaro, sin escrúpulo, que traigo a la exégesis literaria todas mis pasiones e ideas políticas, aunque dado el descrédito y degeneración de este vocablo en el lenguaje corriente, debo agregar que la política en mí es filosofía y religión». En esta muestra de probidad intelectual se descubre ante todo en Mariátegui la cualidad fundamental del escritor. Sus talen- tos están enmarcados en una recia personalidad y en la actividad literaria del autor reside el carácter.

NOTAS:

1

José Carlos Mariátegui: Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. Ed.. Minerva. Lima, 1928. y Armando Solano: La melancolía de la raza indígena Bogotá, 1929.

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CUBA MEDARDO VITIER

ENSAYOS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI Por Medardo Vitier Este malogrado escritor peruano dejó más de un libro. Concreto este capítulo a sus Siete ensayos, donde interpreta la realidad de su país. Datan de 1928. Anteriormente había publicado La escena contemporánea (1925). La generación que en los últimos años ha agitado la conciencia política del Perú tiene en Mariátegui su doctrinario. Después de él, algunos de sus compañeros han ido más lejos en el carácter de la propaganda, pero ninguno ha examinado la estructura nacional de modo tan penetrante y abarcador en lo histórico, en lo sociológico, en lo económico. El libro Siete ensayos —de cierto rigor monográfico— plantea con independencia cuestiones peruanas (de toda la América española, en parte) esenciales. Si el criterio marxista, que el autor declara resueltamente, no ofrece en todos los casos la mejor solución, todavía el estudio tiene el mérito de la remoción ideológica que efectúa. Los temas de dichos ensayos consisten en la economía peruana, el problema del indio, el de la tierra, el de la enseñanza, el factor religioso, el regionalismo y el centralismo, la literatura. Comprenden, pues, casi toda la vida de la nación. El ideario a cuya luz escribe contrasta con el de José de la Riva Agüero, notable escritor peruano, de dirección conservadora. El hálito del marxismo pasa por todas las páginas de Mariátegui. Para la apreciación de los Siete ensayos deben considerarse los antecedentes peruanos de esa revolución ideológica. Los conocedores de Hispanoamérica saben que el Virreinato del Perú —establecido como el de México hacia mediados del siglo XVI— dejó persistencias al consumarse la independencia. El país ha tenido notoria corriente tradicionalista. Unos la diputan de buena; otros la han condenado. D. Manuel González Prada, cuyas obras acaba de editar su hijo, el Sr. Alfredo González Prada, decía en 1887: «Hay aquí una juventud que lucha abiertamente por matar con muerte violenta lo que parece destinado a sucumbir con agonía importunamente larga...». El precursor del movimiento que se hizo más y más radical, ha parecido a Mariátegui más literato que hombre de acción, o, dicho en sus mismas palabras: «El propio movimiento radical aparece en su origen como un fenómeno literario y no como fenómeno político». Eso sí, se subraya que González Prada tocó las cosas con ánimo realista y con intento alteradora Lo que le niega. Mariátegui es actitud de estadista o de sociólogo. Las realidades que ya denunció el autor de Páginas libres, las .enfoca luego Mariátegui con metodología más rigurosa. De todas suertes, .aquel hombre, cuyo elogio incluye Rufino Blanca Fombona en Grandes escritores de América (1915),1 contribuyó a desintegrar la homogeneidad de un clima ideológico. Sacudió la rutina; invitó a cancelar lo agotado y lo nocivo. Pronto hubo actitudes más radicales.

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Cuatro jalones marcan el proceso desintegrador de la tradición en el Perú: la obra de González Prada, la revista Colónida (1916), la revista Amauta (1926), los ensayos de Mariátegui. La primera influencia llenó de gérmenes el ambiente; la segunda, de mero propósito literario en apariencia, formó espíritus irreverentes (o los acogió); la tercera que la de cosas muy concretas, como la cuestión del indio; la cuarta —escritos de Mariátegui— sitúa la vida peruana una luz nueva. El movimiento ha continuado. Pero no necesito referirme aquí a la obra de V. R. Haya de la Torre, ni a la de otros de menos acción, colaboradores en el mismo empeño. Más atrás aún, en Ricardo Palma, pueden discernirse signos disolventes. Vale aquí un texto de Luis Alberto Sánchez: «No logra limpiar su añoranza de un vaho de ironía y hasta de sarcasmo. Por eso Haya de la Torre lo considera, al igual que a González Prada, como uno de los rebeldes de la literatura, republicana, anticolonialista, disfrazado con sonrisa».2 ¿Y los Cuentos andinos de E. López Albújar? ¿Y Tempestad en los Andes, de Luis Valcárcel? El cuento, la novela, el ensayo, la lírica, reflejan una corriente indigenista de viejos dolores raciales y de reciente preocupación para una minoría blanca responsable. Todo eso forma la atmósfera de ideas en que Mariátegui medita y escribe su libro. La revista Amauta, muy señaladamente, concentró fuerzas nuevas, precisé varias direcciones, entre ellas la necesidad de estudios económicos y de una doble insurgencia; la indígena y la de las provincias. Larga episodio peruano forma esta serie de momentos. No pocos de sus representantes se hallan por varios países de América desde hace años. Algunos tienen renombre en las letras, en la educación… El episodio está abierto. Mariátegui aplica la tesis marxista a una serie de aspectos de la realidad peruana. No vela su radical posición. La declara. Quiere contribuir «a la creación del socialismo peruanos». Su aprendizaje —dice— lo hizo en Europa, sin cuya ciencia no ve salvación para Indoamérica. El libro en que me detengo está bien escrito, aunque lejos, es verdad, de la prosa nítida y elegante de Riva Agüero, antítesis en todo de Mariátegui. Pero el estilo, de muy directo movimiento, es claro; la doctrina, muy meditada; la Dialéctica, vigorosa. La convicción del autor anima su estudio. A trechos, la densidad obliga a releer. No creo que convenzas siempre, pero tiene tal seriedad intelectual y lo guía tal sentido humano, que el lector más lleno de prejuicios contra la obra, si la entiende, compartirá no pocas de sus conclusiones. Recuerda la organización económica de los incas y el bienestar material que lograron. Reconoce que aquel colectivismo les había enervado "el impulso individual", con ventaja para lo social. «Los conquistadores españoles destruyeron, sin poder naturalmente reemplazarla, esta formidable máquina de producción». Se desvaneció la solidaridad de los indígenas. Sólo hubo comunidades dispersas. El Virreinato establece una economía feudal. Por otra parte —señala— la Colonia careció en sus orígenes de base demográfica, es decir, el núcleo de población española trabajadora era muy escaso, ya que de España venían sobre todo cortesanos, aventureros, clérigos, doctores, soldados. Pronto la nueva sociedad fue de tipo esclavista; indios, negros, como material humano de explotación. Elogia la capacidad de los jesuitas (experimento del Paraguay) para aprovechar la tendencia de los indios al régimen colectivo. Condena la "vida muelle y sensual" de Lima, desentendida de los

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menesteres del interior del país. No cree que las ideas (doctrinas de la Revolución francesa y de la Constitución norteamericana) originaron el movimiento de Independencia, sino que éste se debió a la existencia de una burguesía que necesitaba echar de por acá el régimen de la metrópoli. Admite el papel de una generación heroica, pero subraya los factores económicos de la contienda. Observa, por ejemplo, que la política de monopolio seguida por España, obstaculizaba la prosperidad colonial dentro de la economía reinante. Examina después las etapas de la economía peruana durante la Independencia, todas bajo signo individualista. No estamos ante un trabajo de generalizaciones. Véase cómo escruta lo económico: «Apuntaré una constatación final: la de que en el Perú actual coexisten elementos de tres economías diferentes. Bajo el régimen de economía feudal nacido de la Conquista subsisten en la Sierra algunos residuos vivos todavía de la economía comunista indígena. En la costa, sobre un suelo feudal, crece una economía burguesa que, por lo menos en su desarrollo mental, da la impresión de una economía retardada».3 Se fija en Tas notas, a veces anómalas, de la economía peruana como el caso del capitalismo, sin plenitud. De modo que encuentra incipiente, rudimentario, lo mismo que combate. Sabido es que en esto reluce la teoría de Marx, según la cual, el capitalismo, con su técnica, presenta etapas. Las inversiones extranjeras, el latifundio, las vicisitudes de la agricultura y de la industria, todo es objeto de documentado examen. Al propio capitalismo, retardado, o desviado, le señala su deficiencia: «...tiene el concepto de la renta antes que el de la producción. El sentimiento de aventura, el ímpetu de creación, el poder organizador, que caracterizan al capitalista auténtico, son entre nosotros casi desconocidos».4 Perú, de área como la de México, aproximadamente, pues tiene algo más de 1'300,000 kilómetros cuadrados, presenta la anomalía de otros países hispanoamericanos: el escaso número de habitantes. El punto es inseguro en Perú, Ecuador, Bolivia, donde el censo de población se hace con dificultades, por razones topográficas y de comunicaciones. Pero no he visto ningún texto de Geografía que consigne más de siete millones de habitantes. Dado el territorio peruano, es cifra bien corta. La demografía registra un alto porcentaje de indios: el sesenta, si nos atenemos a los datos de Angel Rosenblat.5 Por supuesto, se trata aquí, como en otras repúblicas, de un caso en que dos razas han convivido hasta hoy sin compenetrarse. ¿Qué haremos con el indio?, se preguntan los preocupados. Los desaprensivos, no; éstos han sabido siempre lo que van a hacer con la raza indígena. Ya recordé que la revista Amauta avivó el interés por tan grave cosa. El Aprismo la incluye en su programa. Mariátegui le dedica uno de les ensayos. Sustancialmente queda visto el problema en un solo párrafo, donde muestra la función del gamonal. «El gamonalismo6 invalida inevitablemente toda ley u ordenanza de protección al indígena. El hacendado, el latifundista es un señor feudal. Contra su autoridad, sufragada por el ambiente y el hábito, es impotente la ley escrita. El trabajo gratuito está prohibido por la ley, y sin embargo, el trabajo gratuito, y aun el trabajo forzado, sobreviven en el latifundio. El juez, el subprefecto, el comisario, el maestro, el recaudador, están enfeudados a la gran propiedad. La ley no puede prevalecer contra los

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gamonales. El funcionario que se obstinase en imponerla, sería abandonado y sacrificado por el poder central, cerca del cual son siempre omnipotentes las influencias del gamonalismo, que actúan directamente o a través del parlamento, por una y otra vía con la misma eficacia.7 De ahí que Mariátegui desestime el medio de la legislación tutelar. Lo que examina es el régimen de la propiedad agraria. El individualismo8 prevalece, y una de sus consecuencias es el desarrollo del latifundio. Fuera de la solución agraria no halla Mariátegui remedio eficaz. En efecto, su dialéctica le lleva a consultar varias soluciones, en el orden siguiente. Recuerda que todo este mal se apreció ya como problema étnico, y es viejo el prejuicio, pues sirvió al Occidente blanco para justificar la expansión y la conquista. Se habló temprano de razas inferiores. Dentro de lo étnico han propugnado algunos el cruzamiento racial, la fusión, que al cabo suprima al indio. No cree Mariátegui ni en la inferioridad de éste ni en la bondad de esa fusión. Aduce que pueblos de raza amarilla han asimilado la cultura occidental y que el indio no es inferior a ellos. Se fija después en la solución de carácter moral, muy propio del ideario ochocentista, humanitario. Recuerda que el mismo González Prada parecía confiar en ella cuando habló del corazón de los opresores. La Asociación Pro Indígena alimentó igual esperanza. Más fuerza tuvo un día la predicación religiosa y no consiguió casi nada contra las demandas de la conquista, observa el ensayista. Abandona ese recurso y se detiene en el pedagógico. Aquí, como en todo, mira a la entraña, de los hechos. No es la educación cosa de escuelas y métodos. La labor del maestro queda condicionada por el medio económico. «El gamonalismo es fundamentalmente adverso a la educación del indio: su subsistencia tiene en el mantenimiento de la ignorancia del indio el mismo interés que en eI cultivo de su alcoholismo». Cree, en fin, que en lo agrario, como base, está el remedio. Imputa a España nuestros males persistentes. Nos hemos librado de su espíritu medioeval en todo, menos «de su cimiento económico, arraigado en los intereses de una clase cuya hegemonía no canceló la revolución de la Independencia». La intención revolucionaria de Mariátegui es notoria en esta aseveración: «Sobre una economía semifeudal no pueden prosperar ni funcionar instituciones democráticas y liberales». Arguye que los indígenas son agricultores, lo cual subordina a la tierra sus problemas. Mariátegui tiene siempre en cuenta los orígenes de la sociedad que enjuicia. Coincide con el mexicano José Vasconcelos en un punto esencial. En el hecho de que los colonizadores del norte fomentaron la propiedad privada en pequeño. El soberano, allá, no podía repartir mercedes, como se hacía en España: De modo que «cada vez que se levantaba una ciudad en el desierto, no era el régimen de concesión el que privaba…». Había remate público de los lotes. Nadie podía adquirir muchos a la vez. A ese justiciero sistema atribuye Vasconcelos el gran poderío norteamericano. Muy penetrante es la parte en que Mariátegui llama la atención sobre una economía burguesa retrasada, al realizarse la independencia del Perú. No retrasada con respecto a las ideas que el

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autor preconiza, sino retrasada con respecto a las etapas naturales de la propia economía burguesa. Halla que ésta era embrionaria en el Perú: Como atribuye a la burguesía el impulso central de la Independencia, por imperativos económicos, encuentra que la revolución libertadora fue anómala en el Perú, ya que este país no contaba con el tipo de economía capitalista adecuada. Si triunfó allí la revolución se debió a la solidaridad con el Continente, no a la madurez de una clase social. El programa revolucionario, por otra parte, no incluía reivindicaciones para el campesino peruano; que era indígena. Se refiere al caudillaje militar que ha entorpecido el proceso normal del régimen demo-liberal, como él denomina la política implantada por la Revolución. Claro que el militarismo no comprendió la cuestión agraria:. Pero tampoco ve Mariátegui positiva ventaja, a ese respecto, en la promulgación del Código Civil, «uno de los instrumentos de la política liberal y de la práctica capitalista». La república, pues, no. se ha propuesto una distribución justa de la tierra. La situación de los indígenas ha sido extrasocial. La aristocracia terrateniente ha imperado. El autor estudia detenidamente las "comunidades" indígenas. Es una de las partes más acuciosas de su recuento. Las conclusiones a que llega, en cuanto al problema de la tierra, son: que la organización de la propiedad agraria en el Perú dificulta aún el desarrollo del capitalismo nacional. Con propietarios ausentes, rentistas, es irregular el proceso capitalista. En segundo lugar, el latifundismo resulta una barrera contra la inmigración blanca, pues «el campesino europeo no viene a América a trabajar como bracero sino en los casos en que el alto salario consiente ahorrar largamente». Para atraer al inmigrante se necesitan tierras con viviendas, animales, comunicaciones. En tercero, la no intervención del Estado en la agricultura de la costa, manejada por capitalistas, impide su mejor desarrollo y el ensayo de nuevos cultivos. En cuarto lugar, la población rural de la costa sufre los efectos de la falta de atención higiénica. La Dirección de Salubridad no consigue obediencia de los hacendados. En quinto, el sistema agrario de la Sierra (puro feudalismo, dice) es inepto dentro del propio capitalismo. No se interesa en la producción sino en la renta. He apuntado, muy sumariamente, las ideas salientes del estudio sobre el problema de la tierra. En lo tocante a la instrucción pública, se fija Mariátegui en la continuidad del espíritu del Virreinato durante la república; en el sentido aristocrático y el concepto eclesiástico y literario de la enseñanza que nos legó España; en la persistencia de la educación como privilegio, por existir el de la riqueza y el de la casta. En todo esto, vuelve constantemente la mirada a lo que trajo España: una concepción medioeval de la vida, que en el Perú arraigó mucho. La escuela, al principio de la república, sigue pautas españolas, luego busca orientación francesa. Vicio de origen en lo primero, normas inadecuadas en lo segundo. Se apoya en la fuerte crítica de Herriot al plan de estudios francés.

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De 1920 data la implantación de normas pedagógicas norteamericanas. El experimento fracasó —observa— porque «no es posible democratizar la enseñanza en un país, sin democratizar su economía». Una reflexión. El pensamiento guiador de Mariátegui en todo su libro proviene del materialismo histórico. De ahí su realismo, sus aciertos, pero también su dialéctica cerrada, sistemática, de conclusiones a veces discutibles. Cierto que conviene una congruencia entre la escuela y el tipo de economía imperante. Pero en la historia no ocurren siempre así las cosas. Los hechos no se sitúan en las líneas paralelas, sino que fluyen o irrumpen a virtud de variadísimas causas. El materialismo histórico sostiene que los hechos económicos de una época, es decir, la distribución de la propiedad, los modos de producción industrial, las relaciones del capital y el trabajo, determinan el tipo de sociedad, regulan el Derecho y hasta originan una Etica y gustos literarios a tenor de los valores vigentes. No puede negarse la verdad que esa teoría encierra. Lo malo está en las aplicaciones sistemáticas. La teoría, como tal, es simétrica, armónica, mientras que el acontecer histórico es irregular, y aun anómalo en su curso. De ahí que en ocasiones no convenga medir con regla y compás los sucesos, los movimientos. Puede ser que en el Perú la implantación de la escuela moderna —de modelo Norteamérica— no haya fracasado, según asevera Mariátegui, por su discordancia con las peculiares bases económicas del país. No lo sostiene como quiera, sino con su habitual visión: «La ejecución de un programa demo-liberal (en la enseñanza) resultaba en la práctica entrabada, saboteada, por la subsistencia de un régimen de feudalidad en la mayor parte del país». Lo que observo es que, en lo general, no podemos esperar por las congruencias para ir alterando. Habría que plantear la cuestión de si la concordancia de lo económico y lo educativo ocurre, como condición previa, o si ha de obtenerse al fin como una conquista. El progreso es de suyo irregular, multilateral, engañosos La cuestión universitaria, que agitó a varios países de Hispanoamérica a partir de 1921 (año más o menos), es otro de los temas de nuestro ensayista. No encubre su pensamiento. Declara que ese movimiento ha sido a modo de episodio en el cuadro general de las fuerzas revolucionarias. En su propio texto: «Significaría incurrir en una apreciación errónea hasta lo absurdo, considerar la Reforma universitaria como un problema de aulas, y aun así radicar toda su importancia en los efectos que pudiera surtir exclusivamente en los círculos de la cultura»: Acentúa después el hecho de la «proletarización de la clase media» y sus efectos en la masa estudiantil. Aquí, de nuevo, la aplicación de la técnica marxista, que vigila los tejidos sociales, su aparición, sus cambios, sus agotamientos. En esto (¿en qué no?) va Mariátegui a la raíz de las cosas. Basta una sola cláusula suya para percatarse uno del alcance de su mirada. «El objeto de las universidades parecía ser, principalmente, el de proveer de doctores o rábulas a la clase dominante». Se recuerda al punto la llamada "infraestructura" de la sociedad, o sea el soporte económico que la regula y que en las varias épocas presenta diferentes hechuras y genera clases explotadoras, según la tesis a que se atiene el autor.

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Claro: la Universidad de Lima debió parecerle sombrío baluarte de la herencia colonial en lo que ésta trae de dañino. Y a fe que tenía no es casa razón. Pero no lo afirma sino mostrando el nexo económico del caso. Tal es su método. Así: «La verdad era que la Colonia sobrevivía en la Universidad, porque sobrevivía también —a pesar de la revolución de la Independencia y de la república demoliberal— en la estructura económico-social del país, retardando su evolución histórica y enervando su impulso biológico». Con este ideario no se buscó sólo el mejoramiento académico, sino la reforma universitaria con perspectiva social de cambios fundamentales. Importaba mucho la universidad para ese fin, pues ella ha representado la mentalidad aristocrática de la clase latifundista, asevera Mariátegui. Al considerar el problema religioso, no obstante condenar la influencia del catolicismo, en conjunto, es imparcial. Le reconoce no pequeños servicios en los primeros tiempos coloniales. Advierte que la obra civilizadora es casi toda religiosa, eclesiástica, bajo el coloniaje. Evangelización, enseñanza de artes y oficios, cultivos, fundación de la Universidad, importación de animales, semillas, herramientas... Enumeración que no le impide ver otros lados de esa influencia. Recuerda también que religiosos de distintas órdenes recogieron tradiciones indígenas y estudiaron las formas de la cultura incaica. No olvida, a continuación, que buena parte de sus energías las gastaron los religiosos en querellas internas,9 o con el poder temporal. Llama la atención a que en Europa el capitalismo ha tenido su desarrollo normal en países protestantes. «La economía capitalista ha llegado a su plenitud sólo en Inglaterra, Estados Unidos y Alemana. Y dentro de estos Estados, los pueblos de confesión católica han conservado instintivamente gustos y hábitos rurales y medioevales». Ningún país católico —dice— ha alcanzado un grado alto de industrialización. Es curioso notar que a veces su juicio coincide casi enteramente con el de católicos ortodoxos, de capacidad crítica. Por ejemplo, escribe: «El pensamiento escolástico fue vivo y creador en España, mientras recibió de los místicos calor y ardimiento. Pero desde que se congeló en fórmulas pedantes y casuísticas, se convirtió en yerto y apergaminado saber de erudito, en anquilosada y retórica ortodoxia de teólogo español». En alguna página de José María Chacón y Calvo se halla el mismo criterio, aunque no refiere ese vigor a la mística sino al tomismo de la mejor época. Como nada ve separadamente, nota que los privilegios eclesiásticos que la república respetó, armonizan con la feudalidad intacta del Perú. Piensa que es tardía la predicación del protestantismo en estos países. Además se debilita con la corriente anti-imperialista. No recarga las tintas anticlericales. La Iglesia, según la teoría que le conduce, se instala, como otras instituciones, en la "superestructura". Lo primero que hay que cancelar es lo otro: el régimen económico social que las genera y ampara. Explica Mariátegui las dos tendencias de la organización política del Perú; federalismo y centralismo. Es una parte del libro en que se adentra en la peruanidad. Ningún factor escapa a su mirada: Aclara las confusiones; denuncia los velados propósitos; parece que escribe con el mapa de su tierra delante para no olvidar ninguna de sus urgencias, sean de la Costa, de la Sierra o de la Montaña.

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Quiere descentralizar; pero su cautela pone aquí salvedades. Prevé una descentralización que sea mera reforma política y administrativa, sin ninguna ventaja para la suerte del indio. Más aún: cree que descentralizar, sin otras miras; aumentaría el poder de los gamonales, al otorgarse autonomía a las regiones. De modo que una des- centralización que coloque el régimen local bajo la influencia de los caciques, no remedia nada, si es que no empeora. Téngase presente la dualidad peruana de la Costa y la Sierra. Es un 1hcho geográfico. Sus efectos sociales se han estudiado en los últimos años. En la costa arraiga hasta hoy lo de origen español: gentes, tradiciones... En la Sierra se refugió lo indígena. Se elaboran así dos formas históricas bien disímiles. Por eso dice Mariátegui que está por hacerse la unidad peruana. Reseña el proceso de la legislación en lo concerniente a descentralización. Cree que el problema está en pie. Hay que obtener una forma de regionalismo fuera de los intereses del gamonal, pues a éste jamás le preocupó la suerte del indio. De modo que el movimiento representado, por Mariátegui propugna un regionalismo de nueva tendencia. No es simple reacción contra el centralismo sino actitud indigenista. En no pocas páginas discurre el sociólogo. Las condiciones que han originado la fundación de las grandes capitales le llevan a ver lo accidental en el caso de Lima, ciudad sin títulos geográficos para su jerarquía. Mariátegui nos hace recordar, por la lucidez y sagacidad de estos ensayos, aquellas célebres Bases del argentino Alberdi, de otra orientación, pues sus líneas eran constitucionales, pero ambos trabajos evidencian una ardiente preocupación por la vida pública, por el bienestar de todos. La parte final del libro se titula «El proceso de la literatura». Por supuesto, el ensayista se ha desentendido de dogmas y clasificaciones académicas. El criterio preceptista se desecha hoy, sin necesidad del materialismo histórico. De modo que siendo éste el guiador de Mariátegui, con mayor razón echa por la borda el artificio y la rigidez de los cánones. Aparte del marxismo, que él aplica quizá con espíritu de sistema, su doctrina literaria es de aliento moderno. Algunas de sus aserciones cardinales las admite la Filología, o mejor, las ha descubierto y enseñado. La literatura peruana de la colonia le parece cosa sin raíz en lo nativo. Trasplante, superposición, con la consiguiente falta de vigor. No era, desde luego, la expresión de lo indígena. Lo criollo tardaba en madurar. Lo español (europeo) había evolucionado considerablemente cuando empezó la colonización. Así que prendió en el Perú (fenómeno de otros pueblos hispanoamericanos) una literatura nacional extranjera, en un momento de su proceso. Los orígenes del idioma y de la literatura estaban ya lejos en España. Por manera que acá no hubo orígenes, sino un comienzo sin frescura, rara mezcla de refinamiento y temas primitivos. Lo anómalo, corno en tantas cosas de América. Por eso Mariátegui escribe: «El florecimiento de las literaturas nacionales coincide, en la historia de Occidente, con la afirmación política de la idea nacional». Recuérdense, en efecto, los orígenes de la nación y de la literatura en Francia, como caso típico. En España, también, aunque la unidad bien concertada demoró más.

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Claro que esa coincidencia de orígenes en cuanto a nacionalidad y literatura no se da en el Perú ni en, otros países nuestros. Esa especie de paralelismo fue lo normal en Grecia, en Roma, en las nuevas nacionalidades que surgieron en la Europa medioeval. Como nota propia de la formación nacional figura —bien se sabe— el brote de las lenguas romances que fueron suplantando al latín. Dejó éste de ser idioma internacional del pensamiento cuando el español, el francés... (el grupo lingüístico llamado romance o neolatino) fueron ya aptos para los menesteres literarios y científicos. Por supuesto que el uso cotidiano, popular de las lenguas nacientes se anticipó al uso de la gente letrada, en quienes el latín persistió, en rivalidad, hasta los días de Descartes, por ejemplo. Pero esto constituye una digresión. Extenderla no tendría objeto. Insiste Mariátegui en que «el nacionalismo en la historiografía literaria es por tanto un fenómeno de la más pura raigambre política, extraño a la concepción estética de arte». No hubo, pues, carácter nacional en las letras del Perú de la Colonia. Exceptúa al Inca Garcilaso, cuyos Comentarios Reales se penetran profundamente de la atmósfera tradicional quechua, y a Caviedes, en quien aflora la malicia criolla. Por lo demás, «la Conquista trasplantó al Perú, con el idioma español, una literatura ya evolucionada que continuó en la Colonia su propia trayectoria». Por otra parte, durante la república persiste la tradición española en todas las esferas, sin que las letras dejen de ser coloniales. Más concretamente: «La literatura de un pueblo se alimenta y se apoya en su substractum económico y político». En un país dominado por los descendientes de los encomenderos y los oidores del Virreinato, nada era más natural, por consiguiente, que la serenata bajo sus balcones. La dualidad peruana de Lima —o la costa y el interior— que es tema del libro, ilumina la parte dedicada a la literatura. Lima ha impuesto sus normas y gustos a las provincias. Mariátegui y sus compañeros de acción han originado una corriente literaria indigenista. La discordancia entre la literatura costeña y la serrana, tomo dicen, se nota mucho, como resultado de la conciencia rural que se han empeñado en despertar. Es un fenómeno de los más reveladores en América; y tanto, que le ha sugerido a Federico More páginas bellísimas, al referirse a dos literaturas —o dos tendencias— en el Perú. Siéntase el sabor de este fragmento: «Para quienes actúan bajo la influencia de Lima, todo tiene idiosincrasia ibero-africana: todo es romántico y sensual. Para quienes actuamos bajo la, influencia del Cuzco, la parte más bella y honda de la vida se realiza en las montañas y en los valles, y en todo hay subjetividad indescifrada y sentido dramático. El limeño es colorista; el serrano, musical. Para los herederos del coloniaje, el amor es un landó. Para los retoños de la raza caída, el amor es un coro transmisor de las voces del destino». Buena parte del ensayo sobre la literatura de su patria la dedica Mariátegui a las figuras contemporáneas: González Prada, Santos Chocano, Riva Agüero, José Gálvez, el grupo de la revista Colónida y cuantos de algún modo han engrosado el movimiento que inició Prada y creció después en concretos designios. No se contenta con enumerar. Su reseña no es para menesteres didácticos intrascendentes. El sabe a lo que va. A Melgar, a Gamarra, a Ricardo Palma, primero; a los actuales, después, los va situando en el plano de su función a tenor del ideario que los explica o los produce. Aparte de la tesis —no la abandona el autor— una de las más provechosas lecciones de esta sección del libro es la del estudio de la literatura con visión integral, esto es, no exclusivamente

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estética. Esto lo ha subrayado Américo Castro en El pensamiento de Cervantes. Observa (¡al fin alguien lo hace!) la superficialidad de las historias de la literatura española, por atenerse a lo estético, sin relación con «las otras zonas de la cultura». Se vale, como ejemplo, del caso de la novela naturalista francesa del siglo XIX y su fuerte nexo con el positivismo.10 La obra de Castro es de 1925. Los Ensayos de Mariátegui aparecen en 1928. ¿Conocía el libro del notable profesor español? No lo creo. Además, el párrafo en que Mariátegui fija ese método viene precedido de innúmeras ideas similares; no ya declaradas, sino aplicadas, como procedimiento habitual. Ese modo de estudiar una literatura forma atmósfera en el libro de este gran peruano. Transcribo, en fin, el trozo referido: «Para una interpretación profunda del espíritu de una literatura, la mera erudición literaria no es suficiente. Sirven más la sensibilidad política y la clarividencia histórica. El crítico profesional considera la literatura en sí misma. No percibe sus relaciones con la política, la economía, la vida en su totalidad. De suerte que su investigación no llega al fondo, a la esencia de los fenómenos literarios. Y, por consiguiente, no acierta a definir los oscuros factores de su génesis ni de su subconciencia». Cabe un reparo en la coincidencia que señalo. Castro se fija principalmente en las corrientes de la cultura —ciencia, filosofía, etc.— mientras que Mariátegui busca sobre todo lo que él llama substrato político, económico. No importa. La orientación marxista no quita valor al método. Por ahí, y por la de Castro, se iluminan las épocas y los movimientos de una literatura. Ni Castro ni Mariátegui enseñan cosa nueva en eso. Pero en América (y Castro afirma que en España) hace falta la lección. El cuadro peruano de Mariátegui es impresionante. ¿Alguien ha hecho uno similar con el tema de algún otro país hispanoamericano? La seriedad del propósito es tanta y la convicción del autor tan firme, que olvidamos el factor de tesis preconcebida o sistema. Después de todo, no se ha de condenar ninguna tesis por previa, sino por falsa. En la de Mariátegui puede haber exceso de aplicación, afán de una regularidad que, según apunté, apenas .se da en la historia; pero ahí resisten, en pie, esperando impugnador, los fundamentos de esos Siete ensayos.

NOTAS:

1

Lo reproduce Alfredo González Prada. en Figuras y Figurones (1938), serle de trabajos de D. Manuel sobre hombres del Perú.

2

La Literatura del Perú p. 115

3

Siete Ensayos, pág. 18.

4

Ob. cit., pág. 23.

5

Población Indígena de América, magistral estudio publicado en el N° 3 de la Revista Tierra Firme.

6

Se emplea mucho el término en Sudamérica. Viene a ser (equivalente a) caciquismo.

7

Obc. cit. pág. 26.

8

Empleo ésta y otras palabras con el valor que tienen en las teorías sobre el Estado.

9

Se detiene en esto Barreda Laos; Vida Intelectual de la Colonia (1909).

10

Ver El Pensamiento de Cervantes, p. 162.

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PERU JORGE FALCON

MARIATEGUI: EL HOMBRE HECHO CONCIENCIA1 Por Jorge Falcón DE José Carlos Mariátegui no voy a exponer aquí un recuerdo personal o anecdótico. Tampoco voy a hacer reseña o semblanza de su biografía. Menos pretendo hacer un estudio de su obra porque ello exige mucho más espacio que el disponible. Aquí quiero presentar, en proyección de futuro, un esquema de interpretación de la vida y obra de José Carlos Mariátegui en su síntesis: el hombre hecho conciencia. La exaltación nacional de Mariátegui, latinoamericana y mundialmente respetado, debe ser promovida y sostenida por lo que es sustantivo en su vida y en su obra. No puede serlo, como quisieran algunos, por su formalidad de escritor, modo o estilo de la expresión de conceptos, de ideas, de imágenes y hasta, en no pocos casos consagrados, de hilvanación armoniosa de palabras. La exaltación nacional de Mariátegui debe ser viva, esencialmente, por lo que hizo y por cómo lo hizo sirviéndose de su oficio de escritor. En Mariátegui, el escritor resulta su medio o herramienta de trabajo fundamental para jugar su papel individual en la Historia del Perú, casi indivisible de la americana-latina o hispanoamericana, según gustos e influencias. La biografía histórica de nuestra cultura ha hecho coincidir en el mes de abril el aniversario, de nacimiento o de muerte, de algunos de los más dilectos representantes en las diversas especializaciones de la inteligencia. Por lo mismo, bien podría ser abril, anualmente mes inicial de las actividades instructivas —-de la primaria a la superior—, significado como Mes de la Cultura Peruana, para en su curso, analizando su proceso y honrando a sus sucesivos progenitores, estimular en los estudiantes y población toda el conocimiento de las etapas, manifestaciones y figuras singulares de la cultura en el país. Aquella coincidencia reúne muchos nombres, dispares en disciplina y orientación, afines en creación en ciencia, arte, técnica o misticismo. Entre otros, puedo mencionar a Garcilaso, historiador de dos mundos; Francisco García Calderón, padre, autor del Diccionario de Legislación Peruana; José María Entren, poeta de la fina palabra y del pequeño acontecer; César Vallejo, el poeta de la voz nueva; Abraham Valdelomar, el cuentista hito de nuestra costa; Pedro Ruiz Gallo, el mecánico del mágico reloj, precursor de inventos; Teresa González de Fanning, novelista y predecesora en la enseñanza; Vicente Morales Duárez, independentista, eminente en las Cortes de Cádiz; Toribio Rodríguez de Mendoza, propulsor, como el anterior, del primer Mercurio Peruano y de la independencia nacional; Rosa de Lima, la mística hacia el cielo, y Flora Tristán, la mística hacia la tierra; Carlos A. Salaverry, poeta del romanticismo; Manuel Toribio Ureta, legislador de la liberación de esclavos, negros o indios. En abril muere José Carlos Mariátegui y, también, nace con quien fueran compañeros inseparables en una larga etapa, César Falcón, autor de la honda novela peruana Pueblo sin Dios, por su tema y desarrollo mete miedo de los críticos formalistas, como el Tungsteno, de César

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Vallejo, crudo relato de la explotación de los mineros, ante el cual, aquellos críticos huyen del fierro candente introduciéndose en el gas de las adjetivaciones. Ellos, y otros más, son parte de nuestra cultura, ya formal u objetiva. En el estudio, análisis, valoración de la obra legada por ellos puede prescindirse, rozarse o hacerse juicio sobre su existencia. O usar la anécdota como telón de fondo. En cualquiera de tales figuras puede ser pertinente o no relacionar los actos generales del hombre con su legado intelectual. Si Mariátegui hubiese muerto antes del año 1923 o si hubiese proseguido por su inicial ruta literaria y periodística, también de él cabría un enfoque similar. Antes de ese año, su nombre ya estaba incluido en la historia de nuestra literatura paisajista. Su estampa La procesión tradicional le había hecho conquistar un galardón, amén de sur prestigio periodístico; y por cien historietas en las redacciones de los periódicos o en los cafés "se habría interpretado su carácter, su existencia en fin. La ruta que eligió, desde su viaje a Europa hasta su muerte, y el cómo la recorrió desde su definición, le extraen de aquel marco, le hacen hombre diferente; y así se incorpora a la Historia verdadera, no sólo a la escrita convencionalmente sino a la popular y permanente del Perú. En José Carlos Mariátegui la obra y la vida no hacen paralelas, no constituyen dualismo. No es el escritor o el político, unas veces coincidiendo y otras discrepante con su actitud cuotidiana de hombre. En él, el pensamiento no está unas veces rectado a un principio y otras dirigido a ser escudero de la existencia. En Mariátegui, el escritor, el pensador y el político no hacen estaciones. José Carlos Mariátegui no es ni hombre sumergido ni hombre que no se compromete. En él, pensamiento, política y escribir son manifestaciones relevadas por la conducta del hombre que las produce y ampara. Mariátegui es, en el Perú, la flor dramatizada del hombre hecho conciencia. Respecto a Mariátegui es vano cualquier intento de esfumar en elogiosas adjetivos el contenido de su obra, tanto como comentarla o adherirse a ella con tinta deleble. Hasta juicios respetables por emotivos no son muy valederos al partir de ángulos del "espíritu", la "estética" o del límite del incompromiso. Cabe aquí recordar la advertencia hecha por el propio Mariátegui del paso de "fuertes contrabandos" bajo los sofísticos mantos de apodos y denominaciones blancas de lo que tiene su simple y claro nombre. Para enjuiciar su obra con respetabilidad propia y mutua es preciso definir punto de mira o poseer trinchera. José Carlos Mariátegui se declaró "marxista convicto y confesó", eliminando de antemano cualquier escamoteo en la apreciación de su persona y de sus objetivos. Aún más, entre el reformismo pequeño burgués y el revolucionarismo proletario se definió por el segundo. Lo hizo, con justa prisa, en una de sus primeras conferencias al regresar de Europa. Su afiliación partidaria, con toda su sangre y sus ideas, a esta filosofía, el marxismo, concepción de la vida en el cosmos y de las relaciones de producción de las clases sociales, método de interpretación de los problemas humanos en todas sus escalas, de la tierra al cielo, esa afiliación, proclamada exigentemente por él; y de cuyo método se hizo intérprete en el estudio de cuantas cuestiones abarcó, es la insoslayable médula valorativa de su obra. Esta vale por aquélla. Es peruana y científica por el humanismo efectivo y hondo de esa filosofía. Su obra es permanente por estar orientada, conducida y desarrollada por la comprensión materialista de la Historia, malamente confundida por muchos con el economismo y el materialismo vulgares. Por eso su obra

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no es "calco" ni es "copia" sino creación interpretativa de la vida y problemas de los hombres peruanos en proceso social. Por eso es reconocido en el mundo como valor peruano. Es esa filosofía, de la que no es simple adherente intelectual sino afiliado, la que guía todas las creaciones de Mariátegui y los objetivos prácticos, concretos, de las mismas. Porque Mariátegui no se sirve del marxismo para especulación mental, medio espectacular de conversación o tobogán hacia conquistas personales. Mariátegui lo practica en método de investigación; aclimatándolo en nuestra meta histórica. A causa de ser así La escena contemporánea y Amauta; 7 ensayos y Defensa del marxismo; El Alma Matinal y Labor, y demás libros, artículos y conferencias, es decir, toda su herencia es fruto de su filosofía en unidad de teoría y práctica. En las etapas obligadas —como las de Amauta— o en sus pasiones y aciertos estampa siempre el sello de su inicial definición de no participar de ninguna tendencia reformista o evolucionista y de su advertencia de los peligros del confusionismo. No se le puede, pues, atrapar en ningún vericueto con obscuras intenciones del pretendido atrapante. Por lo mismo, ha pisado en falso el comentarista que, intentando justificación a sí mismo, ha querido explicar la vigencia de la tesis de Mariátegui por el desarrollo o modificaciones "naturales" del proceso económico capitalista, que se da, con o contra voluntades personales, como hecho inexorable de crecimiento e interdependencia de factores; y supuesto dejar; esa vigencia, al cuidado y decisión de entusiasmos de juventudes intelectuales y universitarias. Las tesis de Mariátegui son vigentes — como su análisis del capitalismo yanqui en Defensa del Marxismo— por su estructura materialista y dialéctica y por alumbrar los caminos del pueblo organizado, con cuadros directivos de conciencia y duración históricas. En el exterior del país, Mariátegui es estudia do y valorado, principalmente, en y por su obra escrita. Se respeta y admira al sociólogo por sus contribuciones al enfoque de la realidad peruana, parte de la americana, y de problemas ecuménicos. En esa admiración y ese respeto hay también algún conocimiento general de su existencia heroica, sin que, desde luego, se profundice mucho en el significado de ella en el país y en su tiempo. Y aquí llego al eje de este trabajo. No siento ni comprendo a Mariátegui subdividiéndolo en "escritor genial", en "político revolucionario", en hombre "santo o mártir". No lo siento ni comprendo en esos calificativos u otros similares sin nexo entre sí en su contenido o con uno tan débil como para poder ser desconectados los apartes, a gusto personal. Veo y comprendo a Mariátegui como él mismo se precisara, y le admiro en la majestad de su conducta social. Porque es ésta, su conducta social, el nervio conductor de su extraordinaria personalidad humana en el Perú, respaldando a su orientación doctrinaria. La personalidad se sostiene sobre la conducta, y así el escritor, el político y el artista son partes indivisibles del hombre, tan lejos del instinto y del sensualismo caudillista o mesiánico como tan hondo en la conciencia humana. Por esa conducta, tan difícil de alcanzar, el hombre dura en los acontecimientos sucesivos sin evadirse, retrasarse o darse vuelta en la marcha de la Historia. Definiéndose hombre de una filiación y una fe, en marxista convicto y confeso, Mariátegui se precisa conjunto sin discontinuidad. «Mi pensamiento y mi vida constituyen una sola cosa, un único proceso. Esta es la más clara y categórica declaración de un hombre sin dualismo, de un hombre comprometido por igual en lo que piensa y hace, de un hombre simplemente tal en las situaciones difíciles. Porque esa proclamada y confirmada unidad de pensamiento y existencia no

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es excelente en el plano social de las condiciones dominantes. Es un pensamiento y una existencia unida en su discrepancia con aquellas condicionas dominantes. Y para funcionar así unidos, la existencia se afirma y el pensamiento se nutre de une conducta social esclarecida y liberada de compromisos y prejuicios pequeño burgueses. La conducta social del hombre, en cuanto individuo, sólo puede medirse en relación a las posibilidades que le brinda la sociedad en que vive. No será conducta de mayor- firmeza al mantenerse o conservarse en una posición ideológica por estarle cerradas las puertas del recinto abundante en usufructos prácticos, materiales. Los en tal situación, por lo general permanecen en una trinchera sólo hasta que les abren esas puertas para introducirse a servir lacayamente de guía al anterior "enemigo".Algunos, es cierta, se mueren esperando esa oportunidad. El realce de la conducta social está, al contrario, justamente en permanecer hasta el fin de la vida en su trinchera, rechazando al enemigo en todas sus ofertas de halagos y bienes. La figura es cabal para relevar la conducta social de Mariátegui en sus años de hombre con una filiación y una fe. Es sumamente temerario el sentido de la pregunta que, en abril de 1955, se hiciera el señor Luis Paredes, escribiendo en La Prensa y en aire de elogio, de que: «si el devenir que fue negado a Mariátegui, no nos lo mostraría, de haber llegado a nuestros días, integrando las filas selectas que hoy encabezan Malraux y Silone». Que yo sepa, nadie —aparte yo, en la conferencia dicha en ese mismo mes en el Instituto Cultural Latino-Americano del Perú, y que en lo fundamental, está aquí reproducida— ha rechazado esa atrevida hipótesis, y creo necesario haya constancia escrita de su repudio. Mariátegui no fue ningún aventurero ni resentido como los admirados por el señor Paredes. No era un diletante "progresista", un ambicioso de gloria a cualquier precio ni un valor de cambio. De haberse inclinado a alguna de estas inferiores categorías humanas no habría necesitado esperar llegar "a nuestros días" para variar de ruta. A él lo estuvieron esperando, desde 1923 a 1930, en que murió. Para cambiar de. trinchera, para hacerse un escritor de cultura pura (y luego defensor del colonialismo y Ministro, como el señor Malraux), para borrar con el codo la firma de su mano y llenar ésta de monedas defendiendo la esclavitud de los pueblos en el "mundo libre", falacia que aún no se había inventado, tuvo todas las posibilidades. Hasta pretextos del más "puro" sentimentalismo. Sin el repetido recurso de las necesidades de los hijos o de las "rectificaciones" ideológicas le habría bastado con acceder a los "amistosos" ofrecimientos de ayuda para curarse. Infelizmente hay quienes no pueden comprender la existencia de hombres con sentido histórico, hombres de filiación y fe para toda la vida. Sin embargo, esos hombres existen y son quienes guían los acontecimientos de transformaciones históricas. Mariátegui es uno de ellos, y en el Perú de este siglo, el más diáfano ejemplo de fusión de la sangre con las ideas, metiendo una en las otras. Mariátegui era una deseada adquisición para el leguiísmo, para cualquier grupa político o clan intelectual. Desde el primera, hombres colocados en las alturas del régimen eran sus amigos, sus admiradores: "defensores" de su salud y "su porvenir". Por varios caminos, pues, Mariátegui hubiera podido "salvarse" de la pobreza; hacerse "gloria literaria". Como un ejemplo, como un hito, como aquel antepasado suyo, fundador de la República, que á los noventa años de edad murió liberal sin arrepentirse, provocando la oposición de las autoridades de la. Iglesia de entonces a que fuera enterrado en el cementerio católico, José Carlos Mariátegui muere "convicto y confeso" como hombre de "una filiación y una fe".

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Como la de todos los hombres, la obra escrita de Mariátegui es revisable. Lo que es inmarcesible es su conducta social. Por ella es sincrónico su recorrido de los cuatro caminos del hombre. Por ella, su pensamiento y su vida constituyen una unidad. Es como su rostro y su bandera. Informando La Crónica del traslado de los restos de Mariátegui del nicho al mausoleo, dijo que al ser abierto el cajón «los médicos pusieron de relieve cómo el rostro del pensador, así como la bandera con que fue cubierto, se mantenían intactos a los estragos del tiempo, mientras que el cuerpo y vestidos se hallaban ya casi destruidos». Valga el símbolo. ¡Que a otros muertos, el tiempo sólo les respetará sus vestidos! A la conducta social de José Carlos Mariátegui, dura faena de mantenerse simplemente hombre, conducta con la cual vació su sangre en sus ideas, hermosa conquista de la conciencia, a este Mariátegui inimitado desde el campo en que sembró sus trigos y en donde trazó una raya, sólo el pueblo y su vanguardia política lo imitarán siguiendo su derrotero histórico. Al destacar la conducta consecuente de Mariátegui, y poner énfasis en su singularidad en el país, y en su tiempo, no ando perdido en sentimentalismo o idealismo alguno. La levanto al filo de los ojos como una enseñanza. Ello proviene de las experiencias que aun obstaculizan el desarrollo de la organización social, cívica y sindical en el Perú, en donde el transfuguismo se pone a riesgo de ser considerado mentalidad nacional. Para Mariátegui "la Historia es duración", y una característica repetida y multiplicada de hombres que en la juventud aparecen progresistas o revolucionarios es no durar en esas filas. No me refiero, claro es, a quienes se conservan. Es decir, a quienes adheridos a la causa del pueblo o militantes, cual estatuas, estáticos y vegetando, se conservan en ella, sin progresar, sin aliento, sin avanzar. La referencia es directa a quienes, por contingencia o aparente positivo valor, suben hasta la condición o capacidad de orientar o dirigir. Y es ante la multiplicación de los cambios de rumbo que la conducta, la moral, la consecuencia de Mariátegui, siempre estudiando, siempre creando, fijan, con nitidez, lo que en verdad es el sentimiento histórico del hombre revolucionario. Sólo ahí podría estar el único mariateguismo, no acudillismo sino enseñanza. Lo demás de José Carlos Mariátegui, inclusive su conducta social, en un todo es marxismo.

NOTA:

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Conferencia pronunciada por Jorge Falcón en el acto conmemorativo que cumplió el Instituto Cultural Latino Americano del Perú con motivo del XXV aniversario de la muerte de José Carlos Mariátegui, abril de 1955. Se publica por primera vez este original, en su integridad y revisado por su autor.

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BOLIVIA RUBEN SARDON

JOSE CARLOS MARIATEGUI Y LA REALIDAD BOLIVIANA Por Rubén Sardón La personalidad de José Carlos Mariátegui no es desconocida a los hombres de estudio de la América. Luchador infatigable, se levantó en el panorama peruano como una verdadera vanguardia del socialismo de América. Los juicios personales de grandes estudiosos como Lugones, Waldo Frank, Barbusse y otros, dan la medida del peso intelectual del Amauta, como le llama Bazán.1 Mariátegui dice en su «Advertencias a los Siete Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana: «mis juicios se nutren de mis ideales, de mis sentimientos, de mis pasiones. Tengo una declarada y enérgica ambición: la de concurrir a la creación del socialismo peruano. Estoy lo más lejos posible de las técnicas profesorales. Y, sus propias palabras nos ayudan a cumplir con el propósito de realizar un estudio de interpretación boliviano basándonos en los ensayos del gran socialista peruano. Creemos confundirnos en esa misma ambición: echar mayores bases al socialismo boliviano; estamos también Lejos de la técnica profesoral, de ahí que al igual que Mariátegui, nuestra obra y nuestros juicios se nutrirán de ideales, sentimientos y pasiones. En el curso del presente trabajo nos hemos apartado en mucho de las líneas de Mariátegui, pero hemos procurado conservar en el fondo su pensamiento. EL HOMBRE José Carlos Mariátegui vio la luz de América el año 1895. La niñez de Mariátegui fue pobre. Bazán acierta con espíritu sutil al compararlo con el Juan Cristóbal de Rolland. Desde su tierna edad aprendió a sentir en propia carne la desigualdad social. No conoció más belleza infantil que esa luminosa esperanza de los humildes que, sin estudio ni capacidad, interpretan desde tiernos años la lucha de su clase, la situación de los suyos frente a la opresión implacable de los poseedores. Ese fue el primer pan espiritual de Mariátegui; y ese alimento debía nutrirlo durante su corta existencia para formar su alma de revolucionario. Decimos revolucionario porque, no obstante la discreción que observó durante sus polémicas y luchas intelectuales, supo hacer marxismo con mejor habilidad que muchos actores del escenario socialista americano. No conoció a su padre. Vivió con su madre y sus tres hermanos. A los doce años de edad empezó a luchar por la vida trabajando en una imprenta de Lima. Allí encontró sus primeras armas. Lector constante, no perdía momento en distracciones propias de su edad. Varios años dedicó a echar cimientos intelectuales con el estudio. Y ese esfuerzo fue pronto coronado con la

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satisfacción de sentirse al nivel de muchos periodistas peruanos. Poeta primero, crítico posteriormente, polemista más tarde, culminó después de un viaje a Europa en la personalidad que muchos admiramos. En resumen, la vida de Mariátegui fue la del hombre que se forma en el yunque de su propio esfuerzo, en el acero de su propia experiencia; fue un autodidacto. ¿Se podría afirmar que Mariátegui abrazó el marxismo antes de su viaje a Europa o después? No nos aventuramos a afirmarlo. Pero, una observación serena, nos inclina a creer que los marxistas no se hacen con el turismo intelectual. Los marxistas se estructuran cuando han llegado a comprender la única interpretación científica de los hechos sociales. Claro es que estamos con Mariátegui cuando confiesa: «he hecho en Europa mi mejor aprendizaje». Pero, la vida del Amauta antes de su visita a las capitales europeas, era ya de un marxista porque, como afirma su biógrafo: «como se trataba de un espíritu que había nacido con el don de la juventud, su elección en un momento dado no podía ser otra cosa que la "izquierda". Tomó, pues, decidida y fervorosamente el camino de Falcón». (César Falcón). Además, es necesario insistir en el hecho de que Mariátegui dedicó sus trabajos por entero a las gentes humildes, al aborigen, a las capas explotadas que en la América forman una enorme mayoría y que, como afirma un trabajo inédito del catedrático José Antonio Arze, «supieron guardar siempre para él una devoción que no hace sino crecer en intensidad, a medida que se profundiza mejor en la apostólica trascendencia de su obra». Mariátegui, por lo poco que aún conocemos de él, se demuestra como un conocedor meditado de todos los problemas sociales que palpitaban tanto en Europa como en la América, no otra cosa lo demuestra su labor de periodista y escritor, a través de las publicaciones entregadas a los lectores de habla castellana y entre las que sobresalen La Escena Contemporánea y sus Siete Ensayos a más de los varios artículos consignados en la Revista Amauta. Hemos elegido para este trabajo el libro Siete Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana porque creemos que en sus páginas se encuentran las líneas generales para cimentar una obra de comprensión que sirva de pauta a un esquema sociológico de la realidad boliviana. Antes de nosotros, ya se calificó a la obra de Mariátegui como una contribución a la Sociología peruana. Sinceramente, estimamos que los Siete Ensayos pueden servir de una línea interpretativa, a lo que sería posible hallar su paralela en las diversas etapas de la historia boliviana. No olvidemos que el Amauta, en su obra, esquema tiza magníficamente, primero, la evolución económica, para entrar después al problema del indio, al que le continúa el de la tierra. Es decir antes de esquematizar el proceso de la instrucción pública, el factor religioso, regionalismo y centralismo y el de la literatura, ahonda en la materia base, en los cimientos mismos de su pueblo: economía, tierra e indio. Es pues muy sencillo trasladar esas imágenes de investigación peruana al suelo boliviano y trazar allí profundos círculos especulativos para que cerebros más privilegiados siembren y cosechen Mejores frutos; y al emprender tal tarea, no pretendemos pisar el mismo nivel intelectual de Mariátegui; pero sí, ambicionamos apoyarnos en sus profundas conclusiones y edificar en esa valiosa raíz una obra que se asimile, en sus resultados, a la del gran socialista peruano.

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La Historia es un enorme ciclo de continuidad sujeto a leyes indiscutidas. Los pueblos guardan en sus raíces profundas identidades que, las más de las veces, son presentadas en confusas fórmulas que inducen a error en el momento de su resolución. Existe una concepción del Universo, no solamente de la Historia Humana ni de la Naturaleza. Ese sistema del Universo ha sido descubierto por Marx y Engels; ellos concibieron en su esencia al mundo como un conjunto que se transforma constantemente por medio de oposición de sus propios elementos.2 Y no se puede negar que, dentro de esa concepción general, es posible acomodar principios particulares. Algo más, esos principios particulares son miembros de un todo. En el aspecto sociológico, sensiblemente, el caso de la América dentro de su posición histórica, no ha podido ofrecer exactamente su principio de independencia antes de la conquista. Esa enorme separación de pueblos y culturas entre el Mundo conocido del siglo XV y las sociedades que se formaban en el que sería el Nuevo Continente; y, por otra parte, ese movimiento de mezcla europeo-americana, enturbió notablemente el panorama de la investigación sociológica. Ahora bien, regresar la mirada al ayer histórico y reconstruir el proceso americano para incorporarlo en esa «ciencia de las leyes generales del movimiento tanto del Mundo como del pensamiento humano», es tarea delicada y difícil. Pero, partimos de un principio: los pueblos guardan identidades en su desarrollo. Y, en el caso concreto, el Perú es algo así como un paralelo histórico-regional al lado de Bolivia, integrando ambos países, desde luego, la formación americana que se asimila, por su parte, a la mundial. El marxismo se ha encargado de romper la maraña que cubre la visión de, los que hasta hoy siguen interpretando los hechos sociales con auténtica miopía burguesa. Bolivia y el Perú son pueblos que han tenido una base social común; pues así como durante la época del incario formaron un todo homogéneo y, en la Colonia contribuyeron por igual a fisonomizar el feudalismo español, en la época de la República siguieron líneas paralelas influidas por detalles históricos que, sometidos a estudio reposado, podrían incidir en verdaderas identidades. El ingreso de ambos países a la etapa republicana está diferenciado por aspectos de orden interno. Las fuerzas extrañas que, con el tiempo habrían de mover el mecanismo americano, atrasaron su instante de actuación, reservándose los países de mayor dificultad geográfica para un momento oportuno y sirviéndose de los más propicios para cumplir con sus finalidades inmediatas. El Perú por su proximidad a la costa del Pacífico debía ser el país que se adelantara al nuestro para recibir con preferencia los tentáculos del movimiento imperialista extranjero. Mientras se abonaba el fructífero terreno del Bajo Perú, las tierras altas eran vistas como el cuerpo que, por la gravedad de las circunstancias, caería detrás de su inmediato similar en el momento que señale la Historia. Esas líneas paralelas iniciadas en 1825 (no obstante que la independencia peruana fue anterior, pues el 28 de julio de 1821 se la declaró en forma solemne y fue consolidada en 1824 con las batallas de Junin y Ayacucho), tienen su punto de unión en la guerra del Pacífico, aventura en la cual los dos pueblos recibieron, en su derrota, el bautizo oficial del imperialismo exterior, que inició su etapa prefinanciera —en el Perú— rectificando momentáneamente el movimiento económico que hasta entonces se había apoyado en la explotación de las minas situadas en la sierra o tierras altas. Esta situación, como veremos más adelante, tuvo consecuencias diferentes para Bolivia y para el Perú aunque dirigidas por una fuerza-base

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común. Por nuestra parte, perdimos el litoral y quedamos a merced de la riqueza metalífera, mientras que la agricultura se transformaba en un agonizante económico sin solución por mucho tiempo. Para el Perú, la influencia que tuvo primero la región de la Sierra, se extendió después a la Costa y determinó, finalmente, lo que Mariátegui llama la acentuación del dualismo y la agudización de un conflicto que constituye el mayor problema histórico del país.3 Es pues, la Guerra del Pacífico, el comienzo de la jornada en la que nuestros dos pueblos se identifican, se influencian, se asimilan a una misma trayectoria. No contamos con el material suficiente como para producir un trabajo de gran valor; pero, utilizaremos en nuestras investigaciones todos aquellos datos que puedan contribuir a deducciones que, por lo menos, se acerquen a principios, si no verdaderos, siquiera lógicos. Mariátegui es nuestro guía y seguiremos sus pasos con la misma fe inquebrantable con que él se orientó en su tarea. Hemos leído sus Ensayos y sus páginas han servido para alentar la obra empezada. Si coronamos el esfuerzo propuesto, nuestra única satisfacción será la de haber rendido un justiciero homenaje al hombre que mereció de Henri Barbusse el siguiente elogio: «Ustedes no saben quién es Mariátegui... Y bien... Es una nueva lumbrera de la América; es un espécimen nuevo del hombre americano». Mariátegui ha sido juzgado ligeramente por algunos escritores europeos que no pudieron conocerlo. Justificamos esos juicios —y en especial el del profesor Luis Baudin— por la posición ideológica de quienes los emitieren. Baudin, dentro de su economismo de tipo liberal individualista dice de Mariátegui y de su libro: «Esta obra no es científica. El autor mismo lo reconoce, ya que se ufana de ser parcial (en el prefacio). Se inspira en Marx. Su libro, como el propio Marxismo, está hoy périmé (en decadencia, periclitado)». «Las referencias de José Carlos Mariátegui a las obras de los europeos (especialmente a los franceses), están mal seleccionadas. Este autor parece haber ignorado los grandes movimientos de pensamiento de fines del siglo XIX y de comienzos del siglo XX (escuela psicológica austríaca, escuela inglesa neoclásica, escuela de Laussane, etc.). En resumen: obra de propagan da, envejecida, y que ya no tiene más que un interés histórico».4 El mismo prologuista de la obra de Baudin (José Antonio Arze) se encarga de refutar el antimarxismo del profesor francés. Extractaremos pues una síntesis del prólogo del catedrático boliviano: «Extraña que el profesor Baudin diga que el Marxismo es un movimiento périmé, cuando, por el contrario, esta doctrina es la que mayor vitalidad ofrece en el movimiento de la ciencia contemporánea, no sólo en la Unión Soviética ( ¡sexta parte del planeta, con 180 millones de hombres, no olvidemos) sino hasta entre los propios capitalistas, cuyos "sabios", después de un largo período en que fingían ignorar el Marxismo, se encarnizan ahora en desconocerle categoría científica tratando de explicar su ya indiscutible vitalidad en la política práctica, como simple movimiento místico... Permítanos el profesor Baudin recordarle que entre sus actuales colegas en las altas esferas universitarias de París figuran, sin embargo, biólogos como Marcel Prénant, profesor de Anatomía e Histología

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Comparadas en la Sorbona; psicólogos como Henri Wallon, profesor de Psicología y Pedagogía en el College de France; sociólogos como A. Cuvillier, catedrático de Sociología en la Escuela Normal Superior de París, todos los cuales se declaran abiertos partidarios del Materialismo Dialéctico que es el marxismo latu sensu o que reconocen, por lo menos, su enorme importancia en las corrientes científicas de nuestro tiempo». «Lo que va siendo evidentemente périmé es la ideología burguesa. Su ruina es tan inminente como la de la estructura capitalista en que reposa, a pesar de los desesperados esfuerzos que el Fascismo realiza para retardar esa inevitable quiebra...».5 Casi nada tendríamos que agregar a los juicios del conocido sociólogo boliviano. Sólo insistiremos en la ruina de la ideología burguesa que aún todavía sigue infectando algunos cerebros reaccionarios que, sin analizar debidamente el Marxismo, pretenden combatirlo con doctrinas importadas e ideas sin base. Hasta hace algunos años, los servidores intelectuales de la burguesía se aprovechaban del desconocimiento de las corrientes marxistas. Explotaban esa situación en provecho de su causa planteando fórmulas y argumentos a su antojo y capricho. Pero, el tiempo se ha encargado de extender las corrientes científicas de Marx y si no se ha llegado a su comprensión cabal, por lo menos han dejado la huella de la duda, que basta para servir de pedestal a su asentamiento científico. Hoy, los que conocen rudimentos marxistas dudan de las doctrinas burguesas y las desprecian como producto de una clase privilegiada. LA EVOLUCION ECONOMICA: EL INCARIO «En el Incario de los Inkas, agrupación de comunas agrícolas y sedentarias, lo más interesante era la economía». José Carlos Mariátegui. Este es el punto de partida del presente trabajo. Hubiéramos querido penetrar en nuestras investigaciones a la etapa anterior al incario, o sea a ese período oscuro en datos precisos, y que aún espera la solución de su verdad histórica. Es indiscutible que lo que actualmente ocupa el territorio de Bolivia y aun los territorios de países vecinos fue teatro del desarrollo de dos formaciones sociales: la primera, anterior a la fundación del incario y que algunos autores identifican con el Imperio de Tiahuanacu, del cual aún quedan ruinas que tanto interés han despertado entre los estudiosos; la segunda, es el Imperio de los Incas que nos interesa mayormente para un estudio de la índole del que nos proponemos, porque el adentrarse en las etapas primigenias del Perú antiguo nos llevaría a hipótesis y datos nada precisos. Sin embargo, debemos dejar establecido que la civilización incásica se formó sobre las bases de una sociedad anterior, de una sociedad que seguramente pasó por los ciclos e instituciones que tan magistralmente localiza Luis Morgan en su obra La Sociedad Primitiva, la misma que ha servido a Engels para hacer el esquema de la historia humana.

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Una de esas instituciones heredada de los tiempos primitivos peruanos es sin duda el ayllu que, siendo la sociedad sociogénica por excelencia en la existencia peruana, ha tenido lógicamente que proyectarse hacia distintas actividades de la vida incaica. Puede hacerse un desdoblamiento de diferentes actividades dentro del mismo ayllu; así, puede hablarse de un ayllu político, de un ayllu cultural, familiar e incluso militar. Por esa razón, el problema económico, la actividad económica, tampoco pudo escapar de ese principio que podría identificarse con el ayllu económico. No olvidemos que como célula globalizadora está el ayllu que es unidad de organización, conjunto sociológico y base fundamental de la sociedad peruana. Pero, por método se puede hacer distinciones. La economía es la base esencial de las sociedades. «... en la producción social de su existencia los hombres entran en relaciones determinadas, necesarias, independientes de su voluntad, estas relaciones de producción corresponden a un grado determinado de desarrollo de sus fuerzas productoras materiales».6 Esas fuerzas productoras materiales de que habla Marx fueron las que dieron su fisonomía al ayllu económico y no solamente a éste, sino a la colectividad toda. La línea evolutiva del proceso de producción, caracterizada por la propiedad comunitaria, tuvo su principio básico en la actividad agraria que, podemos decir, fue el elemento básico de tipo ancestral del sistema económico del Perú primitivo. No hemos basado la aplicación de la actividad económica sobre ninguna de las diversas formaciones territoriales de que hablan algunos autores. Así, Posnansky proporciona el siguiente cuadro: suyus, marcas, sayas, ayllus y sayañas.7 Más bien, hemos preferido referirnos únicamente al ayllu porque, como afirma Zelada: «El ayllu es la primera forma de existencia armónica»,8 igual cosa podemos decir con Cünow cuando afirma que «el ayllu fue la base social sobre la que se elevó todo el edificio del Imperio de los Incas».9 AYLLU Y GENS Como la Sociología pretende obtener siempre generalizaciones, creemos oportuno plantear el siguiente problema: ¿Qué ha sido el ayllu en comparación con la gens?... No olvidemos que la gens constituye la sociedad de carácter primitivo dentro de la evolución de los pueblos. Pero, a fin de aclarar este término, preferimos transcribir a Morgan: «El plan de los aborígenes americanos comenzó con la gens y terminó con la confederación».10 Es interesante el planteamiento del sociólogo, jurista y etnólogo norteamericano cuando se refiere a las "series orgánicas" que comenzando en la gens, pasaban por la fratria y llegaban a la tribu para alcanzar, finalmente, el "plan" científico que él llama Confederación de tribus, cuyos miembros respectivamente hablaban dialectos del mismo tronco lingüístico, formando una sociedad de carácter gentílico, distinta de una sociedad política o Estado. Morgan fundamenta su apreciación basándose en sus estudios sobre los iroqueses, que después aplica a todas las sociedades en general. Establece Morgan que el desarrollo de la sociedad primitiva tuvo dos grandes etapas bien marcadas: una muy anterior que se desarrolla hasta la formación de las tribus y su culminación en lo que llama Confederación y otra en la que el Estado ya aparece en su perfecta forma política. Hemos hecho esta referencia porque para Morgan «cuando fue descubierta la América no existía en ella sociedad política, ciudades, estados ni civilización». «Medió un

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período étnico entero entre las más adelantadas tribus americanas y el comienzo de la civilización, en la acepción propia del término».11 Frente al planteamiento anterior, Luis E. Valcárcel anota precisamente un carácter muy significativo cuando expresa que todas las organizaciones social-políticas del mundo, al pasar a la fase de la ciudad se disgregaron substituyendo al estado gregario el reconocimiento de la personalidad, es decir el valor del individuo como ente esencialmente individualizado; mas, afirma, en el Imperio Incaico se llegó al Estado y al Ayllu, esa forma gentílica que, como tal, es la oposición de la individualización que supone el Estado que en el Incarío continuó subsistiendo, aunque el hombre no era valorado sino en función del grupo social; es decir que el reconocimiento de la individualización, en el sentido propio, no se produjo.12 Querría decir, pues, que el Ayllu tuvo fisonomía propia, especial, un punto intermedio entre la gens y la confederación de tribus de que habla Morgan. Bautista Saavedra establece que nada ilustra lo suficiente para identificar o confundir el ayllu con la gens,13 pero Cünow afirma que el ayllu no es otra cosa que el nombre peruano de la gens.14 Algo más. Engels tiene la siguiente afirmación: «Las formas americanas constituyen las primigenias dentro del proceso social en general»,15 lo que da a entender que el ayllu no sólo se identifica con la gens, sino que forma un eslabón, en cierto modo, anterior a aquella figura sociogénica del otro mundo y, desde este punto de vista, incluso se podría plantear una duda muy fundada y es la que surge en relación con la antigüedad misma de la sociedad americana.16 Establecida la comparación, nos inclinamos por la identidad. Creemos que el ayllu ha sido una forma de la gens o la gens misma. Ahora, surge una nueva cuestión ¿cómo podría definirse al ayllu? ... Se ha dicho que fue una formación con vínculo triple: consanguíneo, económico y religioso. Es del todo aceptable que el ayllu hubiera tenido primeramente una formación de parentesco consanguíneo para transformarse después en entidad territorial-económica. Pero hay autor que afirma que los ayllus permanecieron como grupos consanguíneos en razón de la conservación de la pureza de la sangre que fue preocupación esencial de los incas.17 Para García «el ayllu es la familia andina patriarcal, característica, simple y cerrada como un electrón o pequeño universo, aprisionado entre montañas, que ha sobrevivido a, todos los cambios de, nuestra historia, con la misma perennidad inconmovible de esos montes donde arraiga».18 No se puede perder de vista el hecho de que a cada ayllu se encontraban ligados fuertes principios religiosos, pues cada uno de aquéllos tenía su deidad protectora. El ayllu fue un sistema económico con diversas proyecciones. La base del ayllu, como sistema económico, fue la agricultura y la ganadería. Las tierras estaban distribuidas dé tal manera que se sujetaban a un rol de trabajos. Garcilaso de la Vega y Cieza de León afirman que los cultivos se hallaban sujetos al siguiente plan: primero, trabajos agrícolas destinados al sol, es decir a los oficios sacerdotales y a las festividades religiosas; segundo, trabajo agrícola en beneficio del pueblo, que tenía una modalidad muy interesante, pues los enfermos, ancianos, viudas, inválidos

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y reclutados se beneficiaban con el trabajo de la colectividad; tercero, los cultivos del inca, dentro de los cuales se favorecía también a cierta categoría de dirigentes políticos superiores. En el Incario no existía la propiedad privada en su sentido actual; estaba reducida- a formas mínimas; apenas si a la vivienda, algo de ganado, utensilios y una extensión de tierra para cultivos insignificantes. No obstante de ello, se afirma que cierta categoría de dirigentes privilegiados empezaron a recibir obsequios de tierra, lo que indudablemente habría constituido un primer paso hacia la "formación de sistemas de tipo feudal. La Economía del Incario se caracterizaba por «una propiedad colectiva de la tierra cultivable por el ayllu o conjunto de familias emparentadas, aunque dividida en lotes individuales, intransferibles; propiedad colectiva de las aguas, tierras de pasto y bosques por la "marca" o tribu, o sea la federación de ayllus establecidos alrededor de una misma aldea; cooperación común en el trabajo y apropiación individual de las cosechas y de los frutos»19 EL "ESTADO MEDIO" DE LA BARBARIE Luis Morgan en su obra La Sociedad Primitiva realizó estudios brillantes sobre las etapas de la Humanidad. Y, así, sus trabajos sirvieron de base para que Federico Engels haga una división en tres períodos: Salvajismo, Barbarie y Civilización. Todos ellos con características especiales relacionadas con el aspecto del aprovechamiento económico y la producción. El tema que interesa al presente capítulo, esto es, la organización del Incario, ha sido ubicado por el citado autor en el "estado medio" de la barbarie. Al glosar a Engels, José Antonio Arze expresa que «es lástima que no nos haya dejado análisis más prolijo de su concepto sobre las características económicas de la sociedad incaica, en relación dialéctica con la fase de comunismo primitivo que debieron de haber atravesado las tribus suramericanas, lo cual nos habría permitido situar los primeros signos de la división de clases que comportó la ulterior aparición de la agricultura y de la ganadería».20 Para Engels el período de la barbarie tiene como característica principal el aspecto ganadero y agrícola, donde además, se aumenta la adquisición de productos naturales en forma más activa mediante el trabajo humano. Queda establecido que el estadio medio en el que se ubicaría el Incario estaba fisonomizado por la adaptación de la ganadería y la agricultura a la economía de esa sociedad. Pero el Incario tenía sus características muy peculiares, guardaba en su desarrollo humano detalles que parecerían contradecir la generalización anterior. Entre los componentes del Perú primitivo había ya división de clases. No se puede negar que existía «una clase directora destinada a tener a raya a la clase oprimida y explotada».21 Había también una mayoría sojuzgada. Mayoría que estaba encargada de dar movimiento a la máquina agraria que mantenía la subsistencia misma del Incario y era el punto de apoyo de la otra clase: de la clase privilegiada. Entonces, habrá que decir que el Incario «constituía ya una avanzada etapa de sociedad con división de clases, aunque en lo económico no hubiese alcanzado todavía el "estadio de la producción mercantilista" que fue la característica de las sociedades del Viejo Mundo en su tránsito de la barbarie a la civilización».22

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Mas, esa división de clases permite formular una pregunta: ¿no tenían los yanaconas (explotados) algunas características de tipo esclavista?.. No olvidemos que el mismo catedrático Arze en sus notas al artículo publicado en la Sección de Socioetnología, Historia y Biografía de la Revista del ISBO afirma «que es indudable que los yanaconas incaicos aun constituyendo por ciertos caracteres una clase esclava tienen rasgos específicos que el mismo Baudin cuida de hacer notar». Sin embargo, si bien es aceptable otorgar características de esclavos a los trabajadores de la masa incaica, no por ello se puede hacer generalizaciones peligrosas. Pero, de todos modos, es posible hablar de algunas identidades en cuanto a la forma de existencia, mas no en cuanto a la producción. Ahora bien, ¿la base económica del Incario, dio la fisonomía de sus instituciones? Es decir, que ¿sería posible encontrar un entrelazamiento entre la religión, lenguaje, educación, derecho, etc., y la base agraria? Más que eso, toda la superestructura del Incario radicaba fundamentalmente en la división de clases que fue —sin duda— el producto de la producción incaria. La religión encerraba en su sistema a los privilegiados, llámense ellos inca, sacerdotes o guerreros conductores. En cuanto al lenguaje, autores de la Colonia afirmaron que los de la realeza incaica hablaban un idioma diferente al de los yanaconas. En lo que respecta a la educación, fueron los hijos de las minorías conductoras los que recibían el privilegio de una atención preferente, cuidando al mismo tiempo, de no extender las enseñanzas a la clase dominada. El Derecho durante el Incario también fue un producto hábil de la clase sojuzgante, pues sus reglas consuetudinarias no hacían otra cosa que mantener un equilibrio entre la masa y la clase directora. El estado mismo, como lo sostiene el marxismo, conjuntamente, con todo el aspecto político-jurídico estaba edificado sobre un sistema de clase, un sistema donde la élite poseedora de los intereses económicos ejercía control y dirección sobre los medios de producción.23 MARIATEGUI Y EL INCARIO Al finalizar este capítulo, no podemos dejar de consignar el juicio del escritor peruano sobre el presente tema. Mariátegui afirma que «en el Imperio de los Inkas, de agrupación de comunas agrícolas y sedentarias, lo más interesante era la economía. Las subsistencias abundaban; la población crecía. El Imperio ignoró radicalmente el problema de Malthus. La organización colectivista, regida por los Inkas, había enervado en los indios el impulso individual; pero había desarrollado extraordinariamente en ellos, en provecho de ese régimen económico, el hábito de una humilde y religiosa obediencia a su deber social». Más adelante expresa: «El pueblo inkaico era un pueblo de campesinos, dedicados ordinariamente a la agricultura y el pastoreo Su civilización se caracterizaba, en todos sus rasgos dominantes, como una civilización agraria». En la página 37 de sus Siete Ensayos plantea esta definición: «Al comunismo incaico que no puede ser negado ni disminuido por haberse desenvuelto bajo un régimen autocrático de los inkas se le designa por esto como comunismo agrario».24 Hemos seguido de cerca los planteamientos de Mariátegui. Estamos de acuerdo en su interpretación económica del Incario cuando dice que él tuvo por base la agricultura. Pero no aceptamos la radical definición que da del régimen incario cuando le asigna un "comunismo agrario". No olvidemos que varios escritores y entre ellos Haya de la Torre se apresuraron a calificar de comunismo al Imperio de los Incas. Calificación apresurada y cuyo análisis ya lo ha hecho el Catedrático de la materia, y del que solamente tomaremos un breve resumen. Sostiene el doctor

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Arze que tanto el juicio de Mariátegui como el de Haya de la Torre son susceptible de objeciones porque la afirmación demostrada del sistema clasista del Incario destruye cualquier definición de tipo comunista. El doctor Arze, no solamente se detiene en este aspecto sino que analiza con detalle el antimarxismo de Haya de la Torre cuando éste, a tiempo de referirse al comunismo de los incas, se desplaza a la definición "feudal" de las culturas primitivas del Egipto, Asiria, Caldea y Roma. También refuta a Baudin en la definición del Incario cuando lo califica de "socialista" por su racionalización de la sociedad, por el anonadamiento del individuo, por la tendencia a la igualdad y por la supresión de la propiedad privada; y finalmente, después de hacer un estudio de las instituciones incaicas llega a la conclusión de que no puede darse tal calificativo al sistema del Incario porque «carecía de la técnica productiva indispensable para la posibilidad de ese régimen y porque era una organización esencialmente clasista». Pero, el doctor Arze, al final de su estudio declara: «el calificativo que podría aplicarse a lo sumo a la organización incaica es el de semisocialista, con las reservas que esta designación supone».25 Lo expresado anteriormente, y que se concreta a la respuesta de ¿fue comunista el Imperio de los Incas?, demuestra que no existe una calificación precisa para determinar el régimen económicopolítico de los incas; que es difícil aventurar una concreción; en fin, que los incas tuvieron algo propio, un sistema que aun encerrándose en los ciclos de Engels, los contradicen en la realidad de varias de sus instituciones y se fisonomizan como una sociedad con características diferenciales, casi propias que impiden situarlas dentro de las formas políticas conocidas en la teoría y en la práctica porque el Incario participó de muchas instituciones que permiten en todo momento reservas muy serias. Dentro de nuestro concepto y después de haber compulsado las diferentes opiniones, creemos que la etapa histórica del Incario aún merece mucho análisis y un calificativo más propio, un calificativo que lo aparte de los que se le han pretendido proporcionar y que interprete con exactitud el sentido científico que un estudio de tal naturaleza merece. Para concluir, cerremos este capítulo con la frase de Baudin al final de su libro, señalando que cuando el escritor francés Gastón Leroux escribió su novela La Esposa del Sol, a todos pareció una producción esencialmente fantástica y es que nunca lo verdadero fue tan poco verosímil. LA ETAPA DE LA COLONIA Durante el período del Incario el individuo estaba ligado a la tierra. Su economía era la tierra. «El nexo sanguíneo del ayllu se acrecienta mucho más con el elemento telúrico. La tierra enraíza a los hombres ni más ni menos como si fueran vegetales».26 El indio vivía bajo el sostén de la producción agrícola y ese medio de existencia era el que constituía la base de su desarrollo. Muy diferente habría de ser su situación a la llegada del conquistador que trajo desde su lugar de origen un sistema distinto, un método que cambió radicalmente no sólo la economía del Continente sino también los moldes de la estructura humana en su diversas manifestaciones. En primer lugar, la técnica productiva debía sufrir un violento cambio. No olvidemos que España conservaba en su haber de pueblo una experiencia mayor y los adelantos de la Europa del siglo

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XV estaban muy por encima de la técnica rudimentaria de los americanos. La base misma de la producción fue substituida por nuevos sistemas a los que el indio era ajeno pero que, al imperativo de la fuerza y la violencia, tuvo que adaptarse aunque ello le significaba destrucción y aniquilamiento de sus anteriores fuentes humanas. La economía agraria tuvo que ceder el campo a la economía minera porque España necesitaba tonificar sus tesoros para hacer frente a las necesidades que exigía una Europa sobre la que pesaban muchos siglos de verdadera incertidumbre. La economía minera sacó del régimen agrario incaico al trabajador indígena para transportarlo bruscamente a las entrañas de la tierra donde concluiría por dejar la potencialidad misma de una raza que estaba llamada a mejor orientación. En el aspecto demográfico la irrupción del conquistador español trajo como-consecuencia inmediata una amalgama entre el blanco y el indígena, que después dio como resultado él mestizaje. En lo político-social, frente a la tesis de las formaciones del Incario surge la antítesis del feudalismo español. La autoridad del Inca pasó a la del Rey de España que distribuyó las tierras entre los conquistadores. Además, no hubo asomo de soberanía popular. La legislación se apoyaba en la jurisprudencia indiana que jamás pudo haber interpretado el sentido humano de la Colonia. Las Leyes de Indias no podían llegar en su rol de justicia hasta los indios, que constituían una mayoría sin apoyo del Estado ni reconocimiento de su valor material de trabajo. En cuanto a la cultura, el feudalismo católico se extendió por toda la Colonia fisonomizando a los americanos con un ropaje muy propio. Otra víctima de la época fue sin duda la ciencia que tuvo que seguir el mandato del escolasticismo con sus marcos cerrados y doctrinales de tipo dogmático. La enseñanza, desde un principio, estuvo encomendada a la Iglesia. Será interesante hacer un detalle rápido de las instituciones culturales fundadas durante la colonia para apreciar la época en que se inició la enseñanza superior en la América; el año 1559 el Papa Clemente VIII confirmó la Universidad de México, la misma que se halla discutida en cuanto a su fundación pues según unos fue en 1551 y según otros en 1555; en 1572 se fundó la Universidad de Lima,27 confirmada por el Papa Pío V; después vino la Universidad de Córdoba del Tucumán fundada en 1614, encomendada a los Padres de la Compañía de Jesús; pero esta Universidad recién empezó en sus labores a partir de 1622. La cuarta fundación de estas casas de estudio coloniales fue la de San Francisco Xavier, en Chuquisaca, el año 1624, también por los padres de la Compañía de Jesús. Esta célebre Universidad, por cédula real de Aranjuez de 10 de abril de 1798, recibió la gracia de que goce de todos los "honores y prerrogativas" de la Universidad de Salamanca, lo que «importó condecorarla con el más alto timbre en la enseñanza». De estas universidades egresaron minorías privilegiadas de la cultura que constituían una verdadera élite frente al analfabetismo e ignorancia de la inmensa mayoría colonial. Como dato de interés, será preciso conocer el papel preponderante que jugó en el movimiento de liberación americana la Universidad de San Francisco Xavier. En capítulo especial nos referimos a este aspecto. CLASES SOCIALES La colonia tuvo que soportar un choque étnico, una amalgama humana de muy distinta cultura, situación e ideas. De la Iberia llegaron individuos con características muy peculiares a establecerse en medio de hombres de historia y tradición diferentes. De esa amalgama humana

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debía formarse, más tarde, nuevas clases sociales diferenciadas unas de otras. En primer término, los feudales que comprendían a los españoles y criollos; en segundo lugar, los nativos o indios que soportaban una irrupción extraña; y, en tercer sitio, los artesanos, clase media aunque reducida pero que mantenía cierta independencia por sus oficios manuales y su pequeña industria. De estas tres clases indudablemente la predominante fue la del español que conservaba privilegios de toda índole, restringiendo inclusive la ocupación de los cargos directivos con verdadero monopolio administrativo; por otra parte, económicamente constituían la clase más beneficiada porque el Rey de España les concedió el privilegio de las tierras que pasaron a incrementar la economía particular de los hijos de la península ibérica. La clase sojuzgada estaba constituida por los indios que soportaban el mayorazgo, la encomienda y la mita, sistemas de verdadera opresión y esclavitud. Este panorama puede ser englobado en una sola apreciación: la tesis del semisocialísmo incaico en choque con la antítesis del feudalismo español debía dar, como consecuencia dialéctica, la síntesis de un feudalismo criollo compuesto por los descendientes de los blancos radicados en América y por los mestizos acaudalados que ya empezaban a ostentar cierta categoría de importancia social. (En los párrafos referentes a la Revolución de la Independencia, documentamos y ampliamos mayormente este aspecto). LA RESPONSABILIDAD DE LA COLONIA Es indudable que la Historia señala responsabilidades a los pueblos y a los dirigentes. La colonización española tiene también su parte de responsabilidad en su obra en la América. Destruyó una economía que muy bien pudo servir de cimiento a la realización de un plan humano y justo. El aniquilamiento de la economía agraria del Incario significó una auténtica sentencia de destrucción en el alma de la América que más tarde formaría pueblos libres que hasta hoy llevan el error colonial. ¿Podría decirse de la colonización española que implantó un régimen esclavista? No perdamos de vista que el esclavo fue un factor económico de la segunda gran etapa de la humanidad. Claro que localizar a la Colonia dentro de una apreciación esclavista, en el sentido estricto del término científico, sería aventurado; pero, «el esclavo era propiedad absoluta de su amo, que podía disponer de él como de sus rebaños. Los esclavos estaban desprovistos de los derechos cívicos más elementales y sus amos podían matarlos impunemente... La atroz explotación de que eran víctimas determinaba su rápida inutilización).28 Y los indios de la América sufrían una bestial explotación. Eran verdaderos esclavos aunque no en el sentido, marxista de que nos habla Engels en su Anti Dühring. Aún más, ¿no sería magnífico transportar el gesto heroico de aquel esclavo romano —Espartaco— que el año 77 antes de nuestra era levantaba su pendón revolucionario en pos de reivindicaciones humanas, al del sacrificio también heroico y noble de los Túpac Amaru, los Catari de la América, que parecen representar un signo de redención en las clases explotadas de esta parte del Mundo?... LA COLONIZACION EN EL NORTE Creemos necesario hacer una rápida interpretación del movimiento colonizador inglés en la América del Norte. Ese proceso fue totalmente distinto al español en el Sur. Los ingleses transportaron costumbres, familias, un sentido humano de labor colonizadora. Pero, esa política inglesa debía tener sus consecuencias, su resultado propio. El desplazamiento del inglés

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transportaba con sus hombres y sus familias el espíritu de su época y el mandato de la historia. El tiempo se encargó de mostrarnos el papel de los Estados Unidos en el concierto mundial de los pueblos. Inglaterra transportó al norte de la América el fermento de un nuevo imperialismo; de una penetración económica superior, cuyas víctimas primeras fueron, sin duda, los pueblos próximos. Aún más, la gran nación del Norte debía pesar con el tiempo en el fiel de los países imperialistas compitiendo con su progenitora: Inglaterra. La tierra del Norte tuvo cultivos en lugar de encomiendas. «Y en vez de una aristocracia guerrera y agrícola con timbres de turbio abolengo real abolengo cortesano, de abyección y homicidio, se desarrolló una aristocracia de la aptitud que es lo que se llama democracia, una democracia que en sus comienzos no reconoció más preceptos que los del lema francés: libertad, igualdad, fraternidad).29 «De ese sabio, de ese justiciero régimen social procede el gran poderío norteamericano. Por no haber procedido en forma semejante nosotros hemos ido caminando tantas veces para atrás).30 España substituyó a las comunidades agrarias indígenas con latifundios de propiedad privada, cultivados por los indios bajo un sistema de organización feudal. PSICOLOGIA SOCIAL Mucho se ha discutido sobre la psicología social de la Colonia; pero creernos que hacer generalizaciones sobre este aspecto es muy aventurado. El escritor Arguedas con verdadera pasión y sin el refuerzo documental necesario atribuye todos los males de la América al mestizo. No es afán nuestro refutar al autor de La Danza de las Sombras, porque ya lo han hecho estudiosos de la talla de José Antonio Arze que en la Revista de la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales de Sucre se ocupa de dicho autor. En síntesis, el español tenía las características del altanero, era individualista, perezoso, violento; el indio, en cambio, era manso, mansedumbre obtenida por su misma condición colectivista anterior a la Colonia; el aymara, en particular, estaba adaptado al principio telúrico de su ubicación geográfica. «El cruzamiento de estas dos razas dio por resultado evidentemente un producto psicológico algo contradictorio, en el que los defectos de las razas progenitoras se habrían acentuado más que sus virtudes, según algunos psicoetnólogos. Sería aventurado, sin embargo, sostener con la desaprensión con que lo hace D. Alcides Arguedas, que el mestizo es un tipo inferior y cargarle a su cuenta todos los desastres que registra la historia nacional. ¿No fueron mestizos los que más inteligente y valientemente lucharon durante la Guerra de la Independencia? Y, si se sostiene tan sentenciosamente que el mestizo es flojo, inclinado a la embriaguez, a la rapiña y a la suciedad, voluble en sus pasiones políticas ¿no se está haciendo con esto simplemente el retrata moral de una clase que ha estado privada de los medios económicos necesarios para transformar se moralmente?».31 Además, creemos que los medios económicos moldean la moral y la psicología colectiva. LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA En este aspecto, queremos reducirnos únicamente al papel de los centros directivos intelectuales de la Colonia, que tuvieron acción magnífica y preponderante en la gesta de la independencia. Más que a la guerra de los 15 años, hemos de referirnos al "pensamiento revolucionario" que, consideramos, tiene su mejor interpretación en la Universidad de San Francisco Xavier.32

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Las clases universitarias de la América estaban destinadas a fermentar un poderoso pensamiento, un nervio de acción que debía reaccionar violentamente conmoviendo los cimientos de una España feudal. Norteamérica, primero, sacudiendo los pesados dogales de la poderosa Inglaterra, a quien arrebataron los revolucionarios del Norte su hegemonía en el corazón de una tierra nueva; Francia después, con su legión de jacobinos amantes de un ideal sublime, con sus mártires del cadalso, con su Capeto ajusticiado en nombre de una causa, debían servir de lejano ejemplo a la mentalidad intelectual de aquel período colonial. Cuando se trata de acercarse a las líneas de la interpretación sociológica, la tarea narrativa o histórico-descriptiva se encuentra un tanto alejada del investigador. «Lo que la sociología debe considerar son, pues, los diferentes factores, los distintos elementos „que llenan el cuadro vacío del tiempo; la fecha no constituye, en definitiva, más que un recordatorio de los factores concomitantes que concurren a producir un resultado determinado. Lo que produjo la Revolución de 1789 o la guerra de 1914, no son las "fechas fatídicas" de 1789 ó de 1914, sino un concurso de causas que se reunieron en esas fechas. El papel de la sociología es el de investigar, de manera general y haciendo abstracción de la fecha, esas acciones causantes, esas leyes. Pero para ello es evidente que tiene que considerar a los hechos sociales como fenómenos susceptibles de repetición y desde un punto de vista en cierta forma intemporal».33 Los factores del movimiento de Independencia tuvieron su fisonomía propia, tuvieron una gestación anterior al acto mismo y, a nuestro juicio, partieron de un plano que, a tiempo de entrar en la página histórica más trascendental del Alto Perú, se deformaron haciéndose intérpretes más bien de un proceso al que no podía descartarse porque ya pesaba como una realidad social. Consideramos necesario insistir en el factor hombre. En el caso concreto, será preciso pues formarse un panorama de las divisiones sociales durante la época de la Colonia y ubicar en ellas a las clases intelectuales que dirigieron el movimiento de independencia. El panorama social de la Colonia estaba asentado en la injusticia. Lo que al principio fue división de raza (españoles e indios), con el tiempo fue tomando otro aspecto, otro carácter; la base económica, determinó otra separación de grupos humanos. «La explotación de los metales preciosos y el desdén por el trabajo fecundo de la tierra que prodiga los frutos renovados, constituyeron una sociedad típica, o mejor dos sociedades superpuestas: abajo la inmensa legión de los indios hundidos en las cuevas de las minas, y en lo alto, un núcleo directivo de encomenderos y magistrados»;34 ése era el aspecto de la sociedad colonial a los pocos años de iniciada la labor de explotación en América. El indio que hasta fines del siglo XV había sido hijo de la tierra, de cuya riqueza agrícola obtenía sustento y felicidad, fue arrancado de su sistema primitivo para incorporarlo a la mesnada de materiales humanos necesarios para el enriquecimiento de los tesoros de Madrid que exigían el brazo del indio convertido en minero. Más tarde, el correr de los años fue amalgamando nuevos productos humanos. El vientre indio debía gestar la nueva formación racial que, al lado de las ya existentes, daría fisonomía propia a la división de clases. «La sociedad americana estaba dividida en tres clases opuestas en intereses, sin vínculo alguno de sociabilidad moral y política. Componían la primera los togados, el clero y ;os mandones; la segunda los enriquecidos por el monopolio y el capricho cíe la fortuna; la

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tercera los villanos llamarlas "gauchos" y "compadritos" en el Río de la Plata, "cholos" en el Perú, "rotos" en Chile, "leperos" en México.35 En la primera clase se agrupaban los aristócratas españoles que habían abandonado la península con sed de aventuras, con ambición de riquezas, con propósitos egoístas o con esperanzas lejanas; al lado de éstos estaban los burócratas del reino que, con los criollos incorporados a su lado, confrontaban intereses comunes, hermanándose en una misión común. La segunda clase estaba destinada a tomar fisonomía económica muy característica; era representante de los comerciantes e industriales; éstos, que formaban una naciente burguesía, más tarde pasaron a engrosar las filas del feudalismo criollo, con el que asistieron hermanados a la lucha emancipadora, impulsados por la esperanza de obtener un mejor y más propio control sobre las inmensas riquezas que guardaba el Alto Perú. El proletariado, rudimentariamente formado, así como el artesano criollo, integraban el tercer grupo que se caracterizaba por su reducida labor manual y estrecho rendimiento económico dentro de las actividades coloniales. Frente a estas tres clases aún había algo más. Mezclada entre la riqueza del suelo y el látigo del conquistador, se alzaba la historia de un pasado humano y la tristeza de una importación despiadada: «las castas indígenas y africanas eran esclavas y tenían una existencia extrasocial».36 España había reflejado en la América sus propias formas feudales. Erigió, pues, una sociedad de tipo español, donde la condición de las castas inferiores era de un servilismo evidente. «De Cádiz a Chuquisaca, todas las ciudades intermedias, regimentadas por opulentos monopolistas, constituían la suma de los intereses creados; los eslabones de la cadena con que se formó la esclavitud económica del indios.37 Había, en resumen, en la América una nobleza terrateniente formada por la aristocracia española y los americanos que se asimilaban a sus intereses, una burguesía comerciante que «gozaba tranquilamente su industria y comercio»,38 un proletariado rudimentario y una casta de siervos. A esa nobleza estaba reservada también la cultura y así en 1758 se previno mediante cédula real al Virrey de Lima que debía tener muy en cuenta los estatutos de los tres colegios de Lima y ordenaba que los «zambos, mulatos y otras peores castas» quedaran al margen de las profesiones. 39

LA UNIVERSIDAD DE SAN FRANCISCO XAVIER FRENTE AL ESPECTACULO COLONIAL «La libertad es innata en el ser humano. Ella vive aun en el alma del esclavo»;40 y los universitarios de Charcas, desde los primeros años de estudio, debieron de impresionar su conciencia con el imperativo de la libertad. En América había mucho que libertar y a esa intención se abrazaron con el calor y la responsabilidad que significa el compromiso de cumplir con la historia. Ese principio por el que tanto luchó y sigue luchando la humanidad, palpitó en el cerebro revolucionario de la Colonia, en la mentalidad de esos linajudos y bienquistos, para usar la expresión de Gabriel René Moreno, que «manejaban las dos armas temibles de aquella tierra: el disimulo y la simulación, nervios constitutivos de la duplicidad altoperuana»;41 el espectáculo colonial fue siempre un jalón de libertad, un imperativo humano que cumplir. Será pues preciso analizar esa visión y ver hasta qué punto la Colonia pudo impresionar la sensibilidad universitaria y cuál fue la reacción intelectual que produjo esa cadena de diferentes acontecimientos que corrieron por delante de ojos ávidos de nuevos principios, amantes de

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resolver problemas de justicia social que, sin penetrarlos profundamente, parecían adivinar, buscarlos, esperar su advenimiento... Ese espectáculo colonial y su elaboración en los cerebros doctos de la época contribuirá a desenmarañar el pensamiento revolucionario de la América. Hasta 1763 la Universidad de Charcas estuvo sometida al control de los jesuitas. Esa etapa de formación no proporciona mayores elementos de análisis y creemos que la labor del jesuitismo en la Colonia es motivo de estudio aparte. Dejemos establecido, simplemente, que en 1763 la Compañía de Jesús sufrió un colapso en sus actividades por la expulsión que ordenó Carlos IFF. Las causas para esta determinación real no son desconocidas; los discípulos de Loyola no sólo en el campo colonial, sino también en la misma estabilidad de los poderosos estados europeos, se presentaron como un evidente peligro. Para afirmar lo anterior recordemos, de paso, que los Campian, Briant, Buignard, etc., fueron jesuitas que por su situación significaron verdadera amenaza para los poderosos reyes europeos. Se acerca 1780 y el anhelo de acontecimientos que excite la sensibilidad general, parece atisbar los claustros universitarios, donde una atmósfera de incertidumbre rodea a los futuros doctores. El clamor de una raza oprimida parece buscar su refugio entre aquellos que, por un instante, pudieron confrontar un principio de justicia social. Ante los ojos de los altoperuanos y de la Colonia misma, se levantó en I780 el espectáculo sangriento de los Túpac Amaru y los Catari. Este acontecimiento admite serias reflexiones. De por sí es un espectáculo que obliga a la meditación serena sobre el concepto de hombre frente al de justicia, sobre el planteamiento del indio y blanco identificados en una elevada concepción humana: la igualdad. Túpac Amaru es la encarnación de la fuerza inmensa que representan los tristes desamparados de las autoridades, la fortuna, la educación, la cultura y todo cuanto dice en la vida, es el grito perdurable de los olvidados y opresos, es la propia conciencia humana reivindicando sus elementales derechos para un mínimo decoroso de existencia».42 El suceso del levantamiento y las medidas sangrientas de represión dieron lugar a que la Universidad captara las primeras emisiones de esa proyección social. «Y aunque en ese terrible cataclismo los criollos y mestizos debieron coaligarse con los españoles contra los indios, después de todo, los cerebros pensantes del país pudieron comprender que aquel levantamiento de la raza autóctona, no obstante su ignorancia, su abyección y aun su bestialidad era una verdadera lección de bravura y de energía para las clases más elevadas del Alto Perú».43 Y no solamente fue una lección de bravura, sino un ejemplo vigoroso que marcaría los pasos, de esa continuación histórica iniciada en siglos anteriores y que aún continúa buscando, como meta final, el movimiento de emancipación de la humanidad. «La Audiencia anegó después en sangre indígena las calles y las plazas de la capital, para escarmiento de las generaciones presentes y de las venideras... Aunque súbditos convencidos hoy del Rey de España ¿quién pudo entonces impedir a esos criollos y mestizos, a esos que estudiando la ciencia de la justicia contemplaban desde los balcones de la Universidad las atroces inmolaciones el recapacitar con amargura sobre las iniquidades administrativas que habían provocado hasta la desesperación el alzamiento? Porque, después de todo, españoles europeos eran todos los que por logro o privilegio servían de agentes oficiales a la opresión común en el Alto Perú, mientras que la indiada venía a ser hermana de los estudiantes alto peruanos por el vínculo del suelo, de algunos por los vínculos del suelo y de la sangre».44 No solamente fue en 1780 cuando vibró el diapasón que impresionaría el sentido revolucionario de las aristocracias intelectuales, sino que más tarde tendría su fruto inmediato en los "cholos" de

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Chuquisaca que en 1785 hicieron escuchar su amenaza profética de: «guerra queremos, guerra, aguardamos la ocasión». «Y este era también otro ejemplo sugerente para las clases universitarias. Los impulsivos cholos con ese grito cándido y espontáneo, que después sería severamente castigado, habían sin saberlo, traducido los mismos sentimientos e ideas que estaban ocultos en los hombres conscientes de Chuquisaca»,45 En ese tiempo, el pensamiento revolucionario empezó a bullir al calor de un fuego que ardía en la conciencia, en lo íntimo, tratando de reflejar el gran problema humano. El espectáculo que brindaba esa raza servil, habría de exigir de los doctores y estudiantes, sólidas mediciones y ahí en ese instante, en ese momento, creemos localizar lo más sublime del pensamiento revolucionario de América. «¿Qué pensaron —los dirigentes revolucionarios— al contemplar aquel poderoso nativo que serpenteaba por calles y plazas rugiendo como un torrente devastador, para ir a estrellarse furioso contra las armas del rey? ¿Qué pensaron? ¿No estaba fresca la memoria del tumulto de 1782 y de los motines sangrientos de Oruro y Cochabamba, donde el espíritu de casta también se había sublevado inconsciente y ciego pero temible?».46 Creemos que en ese instante, las ideas revolucionarias comenzaron su proceso más serio. Era un brocal que dejaba ver el límpido fondo de sus esperanzas lejanas, remotas, profundas, donde se levantaba un espejismo, una ilusión: era la igualdad social que pedía sitio en los cerebros revolucionarios... CONCIENCIA DE CLASE ¿Hubo conciencia de clase entre los dirigentes de la guerra de independencia americana? Preciso será aclarar el término "conciencia de clase". «Olvidando las peripecias que precedieron durante siglos a la formación de los partidos actuales, caemos a menudo en la ingenuidad de suponer que cada clase social produce, de manera casi refleja, el partido que la interpreta y que la sirve, y que cada individuo que compone esas clases adquiere también, de modo casi automático, la mentalidad que mejor pueda expresar sus intereses».47 De esto se deduce que hubiera bastado conocer, por ejemplo, el lugar que ocupó la Universidad de San Francisco Xavier durante la etapa colonial, tornando en cuenta la producción, para poder anticipar terminantemente los detalles mínimos de su ideología. Precisando, sabernos que la cuestión conciencia de clase se plantea desde dos puntos de vista: el individual y el social. El punto de vista psicológico individual tiene su base en la averiguación de cómo y en virtud de qué circunstancia se ha llegado a descubrir que se forma parte de una clase social con intereses que le son propios y que están opuestos a los intereses de otras clases; es decir «tener una existencia en sí».48 El aspecto psicológico-social es consecuencia del primero y se caracteriza porque ya existe un concepto de defensa, de mutuos intereses que resguardar, es decir «tener una existencia para sí».49 Con estos datos subsiste la interrogante: ¿Hubo conciencia de clase entre los grupos directivas de la independencia americana? Nuestra respuesta se aventura a sostener que la conciencia de clase estaba en un proceso embrionario, aún no había adquirido la madurez suficiente como para descubrir el movimiento también rudimentario de la feudal burguesía criolla, a quien, sin embargo, pasó a servir en el proceso de la revolución como hecho. EL PROCESO DE LAS IDEAS

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Estamos de acuerdo con Mariátegui cuando plantea sus puntos de vista y afirma que las ideas francesas y norteamericanas encontraron un ambiente favorable en la América del Sur porque en esta parte del Continente americano existía ya aunque fuese embrionariamente una burguesía que a de «sus necesidades e intereses económicos, podía y debía contagiarse del humor revolucionario de la burguesía europea».50 Hubo filtración de ideas francesas y norteamericanas pero ¿el pensamiento revolucionario respondía al mandato de una burguesía embrionaria?; entendiéndose, desde luego, por mandato una asimilación social donde la conciencia de clase opere sobre los mismos actos. ¿Ese pensamiento no tuvo, por un instante siquiera, inspiración propia, característica, surgida de remotos pero evidentes anhelos de justicia social? El planteamiento que hace Mariátegui cuando afirma que «el hecho intelectual y sentimental no fue anterior al hecho económico»51 está de acuerdo con nuestra manera de interpretar el movimiento de independencia americana; pero nosotros tratamos de analizar únicamente el "hecho intelectual" y ubicarlo en el ángulo que le reservaron los sucesos de la emancipación. «En aquellos momentos, no había pues, en Hispanoamérica una burguesía capaz de desarrollar la ideología liberal y democrática de la Revolución Francesa»,52 es incontrovertible la existencia de una burguesía bien organizada en Francia durante el proceso de 1789, burguesía que dio fuerza a las ideas liberales que planteaban «precisamente el antilatifundismo, el desarrollo del capitalismo industrial y la clausura del ciclo feudal, bajo la fórmula de dejar hacer, dejar pasar».53 En la América el proceso de emancipación ineluctable debía realizarse sobre un cimiento burgués embrionario, incipiente. Pero, frente a estas conclusiones surgen dos preguntas: ¿Fue íntegramente liberal el pensamiento francés durante la Gran Revolución? y ¿estuvo inspirada en el liberalismo el proceso de emancipación americana? En el primer caso, ¿Robespierre no fue intérprete de otro sentido más elevado? Marx y Engels ya se encargaron de revisar la actuación del gran jacobino que «no sólo combatió los cimientos del antiguo Régimen, sino también los de la burguesía que medró con la Revolución y que substituyó a la tiranía feudal del guerrero afortunado, la tiranía moderna del industrial y del financista».54 En cuanto a la segunda pregunta, la serie de hechos revolucionarios y sus consecuencias tuvieron una franca inspiración liberal; pero, el pensamiento revolucionario en su proceso inicial tuvo proyecciones más grandes, más poderosas; y el propósito nuestro es interpretarlo y darle su valor cabal o siquiera aproximativo. EL ALTO PERU Y SU PENSAMIENTO UNIVERSITARIO Ya se hizo referencia a los episodios de 1780. Como punto de partida, se sabe que el espíritu de la Universidad altoperuana había empezado a captar la significación social de tal acontecimiento. Ahora, no olvidemos que Ingenieros, refiriéndose al pensamiento argentino de Mayo sostiene que él renovó en «esa parte de América profundas convulsiones en lo social, político, económico y filosófico que intentaban sustituir el derecho divino por la soberanía popular y el privilegio feudal por la justicia social»;55 y ese «pensamiento de Mayo» de que nos habla ingenieros y sostiene Aníbal Ponce, ¿no es una consecuencia inmediata del pensamiento elaborado en los claustros universitarios de San Francisco Xavier? ¿Mariano Moreno con su actuación de armonía histórica, con la responsabilidad de echar las bases a un Estado que abandonaba el sistema colonial, no recibió su primera impresión revolucionaria en Charcas?... Por delante de los ojos de él y «del grupo magnífico de nuestros jacobinos» ¿no desfilaron los años del Coloniaje marchando sobre las pesadas ruedas de un sistema monarco-feudal? No sería demasiado aventurar si se afirma que el pensamiento revolucionario altoperuano y, en general de América,

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cuyos representantes genuinos fueron los estudiantes y doctores de Chuquisaca, trató de romper esos moldes del sistema impuesto por España; «pero el mundo feudal no se resignó á morir. La autoridad de los siglos le seguía sosteniendo, y era tan poderosa su armadura económica que en muchas ocasiones hasta tuvo por defensores a sus propios oprimidos».56 Creemos sinceramente que el proceso revolucionario de hecho fue uno, pero el pensamiento de las clases dirigentes tuvo visiones que se proyectaron a un campo casi utópico, pero que tuvo como punto de partida la mentalidad de los agitadores americanos. Gabriel René Moreno, a quien consideramos como al historiador e investigador más selecto y talentoso de los últimos tiempos, refiriéndose al proceso del pensamiento revolucionario plantea una duda cuando dice: «o tal vez fue un divagar en sentido exclusivamente americano».57 ¿No querrá insinuar el vigoroso escritor cruceño que el pensamiento, los ideales de aquellos paladines, de la Independencia, tuvieron algo de propio, algún timbre característico de sello americano? Si tal cosa ocurrió, como creemos, podría transportarse esa orientación ideológica al acontecimiento social más soberbio del siglo XX: a la Revolución Rusa. «Los ideales de la Revolución Rusa son de esa manera, los mismos ideales de la Revolución de Mayo (1810) en su sentido integral. (Demás está decir que esa filiación debe entenderse en el mismo sentido en que Marx afirma que el comunismo derivaba de la Enciclopedia, o en que Babeuf aseguraba en 1796 que la Revolución Francesa no se había realizado "plenamente").58 Llegamos pues a la meta de nuestro propósito, identificar en el pensamiento revolucionario americano de principios del siglo XIX aquel distante pero magno intento de destruir al sistema económico de la Colonia y levantar sobre sus escombros una nueva sociedad que pudiera exhibir postulados de verdadera justicia social. Pero la revolución americana no llegó hasta su 8 de Termidor, como aquél de Arrás, de rostro pálido y ojos verdes, que, diputado, pudo dejar un profundo surco a su paso por la Gran Revolución y permitir inducciones sobre su verdadero ideal. De todos modos, no podemos dudar que la mentalidad revolucionaria de América, iniciada antes de 1809, cristalizada en 1810 en las Provincias del Río de La Plata y continuada algunos años des pues, es tan profunda en significado que, para penetrar en su verdadero sentido, se requiere mucha y cuidadosa labor. EL JUSTIFICATIVO REVOLUCIONARIO Latente el pensamiento revolucionario, no podía ser echado a las masas de una manera franca y descubierta. Era necesario buscar un justificativo, una manera hábil para orientar sus pasos revolucionarios. Había que esquivar la sanción violenta de las autoridades peninsulares. Sabían los intelectuales de la revolución que varios países europeos ambicionaban el dominio colonial sobre la América Española. Por eso, largo tiempo el modo de pensar y decidir la cuestión fue divergente. El acontecimiento de Bayona dio la mejor oportunidad para disfrazar sus aspiraciones revolucionarias que se hicieron firmes y categóricas cuando Fernando VII fue considerado definitivamente perdido. La unidad revolucionaria en la acción, parece cristalizar en el claustro pleno que celebraron los doctores de la Universidad de San Francisco Xavier el 12 de Enero de 1809 donde escucharon los principios adelantados que tomarían forma pocos meses más tarde; en dicho claustro se sostuvo que «el vasallaje colonial no se entendía respecto de España ni de cualquier gobierno o rey que en España prevaleciera, sino personalmente en favor

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de cierto individuo nacido de le familia borbónica española.59 La salida jurídica estuvo admirablemente planteada por los doctores que, con ese argumento disfrazaron sus principios revolucionarios y vistieron de un exagerado fernandismo a las masas que seguían inconscientemente, quizá, los cálculos subversivos de la Universidad. ASPECTO RELIGIOSO Descartamos en absoluto cualquier intervención determinante de la religión en el pensamiento revolucionario americano, como lo sostienen algunos escritores y ensayistas perfumados de incienso. En el aspecto Ideológico es probable que las doctrinas de Santo Tomás de Aquino y de Suárez hubieran dado lugar a estudios y discusiones que precisamente incidían en aspectos revolucionarios; pero, en general, no obstante de que un buen porcentaje de los dirigentes respiraba bendiciones y homilías, no puede atribuirse, sin serias reservas, conclusiones de peso. En cuando al clero mismo, recordemos que los personeros de la religión imperante serán los individuos más ricos del reino después de ciertos mineros acaudalados que eran pocos. Sus ganancias provenían de dos raudales salidos de una misma fuente: el ahorro del indio, a titulo de derechos parroquiales y de primicias; su sudor, con el logro de servicios personales granjerías. El mercado a precio fijo de los sacramentos y ceremonias del culto, y más que todo la piadosa faena de sacar ánimas del purgatorios punto de misas y responsos, hacían del ministerio parroquial una profesión muy lucrativas.60 Es evidente que los representantes de sotana eran aliados de la opresión y, en tal puesto, se preocuparon de perdurar sus mercados de beneficio, sirviéndose del apostolado únicamente para locupletar sus bolsas ávidas de riqueza y oro. Interés inmediato de esta casta privilegiada era perpetuar la sumisión temerosa de los fieles que, a semejanza de los esclavos del tiempo antiguo, buscaban en las pláticas del misticismo cristiano, un consuelo íntimo para sus desdichas. Será preciso recordar también que la Iglesia se encargó de predicar la razón divina del mandato personal del monarca español, aspecto que fue tomado muy en cuenta en los inspirados principios revolucionarios de la América. Finalmente, hacemos una salvedad necesaria. Casos aislados de sacerdotes que apoyaron la causa emancipadora, merecen un renglón especial. Pero, haciendo el estudio de la religión dentro del movimiento revolucionario, consideramos que su papel no tuvo mayor trascendencia. La Iglesia pasó de la Colonia a la República cubierta de iguales privilegios y beneficios y quizá si su ayuda a la emancipación fue inspirada en la esperanza cierta de mejorar su puesto de explotadora de las clases ignorantes y humildes. PROGRAMA Y ACCION REVOLUCIONARIA Es innegable que la realización programática del movimiento de independencia estuvo cooperada por los principios teóricos de los enciclopedistas. «Se ha exagerado bastante este punto. Las ideas de los enciclopedistas sólo fueron conocidas por una minoría selecta, capaz de ampliar su cultura».61 En esto diferimos del profesor uruguayo Machado Ribas. No hubo exageración al afirmar que los enciclopedistas tuvieron influencia en la revolución de independencia americana. ¿De qué postulados debía echarse mano en un instante de reorganización, en el que no se pudo

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trazar teorías propias no obstante de existir un cuadro humano que exigía justicia social? La Tabla de los Derechos del Hombre era el madero necesario para salvar de ese naufragio. Y así, el movimiento de América queda vinculado a las revoluciones norteamericana y francesa aunque, según el mismo Machado Ribas «ellas produjeron un efecto irregular y contradictorio»,62 opinión con la que, desde luego, no estamos de acuerdo. José Carlos Mariátegui al referirse al programa del movimiento revolucionario en América escribió afirmando que ese inspiraba en el ideario liberal».63 Otro valor intelectual peruano de igual renombre que el anterior, al hacer una interpretación de la realidad indoamericana, sostiene que «conservadores y radicales, reaccionarios y revolucionarios, no han podido jamás explicarse los problemas de estos pueblos sino a imagen y semejanza de los europeos. Esta gran paradoja histórica tiene su más alta expresión en la influencia notoria de la filosofía y literatura de la Revolución Francesa, como inspiración doctrinaria de nuestra revolución de la Independencia».64 Mitre con visión panorámica hace, desde luego, una apreciación más clara, más objetiva cuando afirma que «la Revolución Francesa de 1789 fue consecuencia inmediata de la revolución norteamericana, cuyos principios universalizó y los hizo penetrar en la América del Sur por el vehículo de los grandes publicistas del siglo XVIII que eran conocidos y estudiados por los criollos ilustrados de las colonias o que viajaban por Europa y cuyas máximas revolucionarias circulaban secretamente en las cabezas como las medallas conmemorativas de la libertad de mano en mano».65 Finalmente, la opinión más autorizada en este aspecto, creemos que es la del catedrático boliviano de Sociología, doctor José Antonio Arze que, con referencia a la cuestión expresa: «A partir sobre todo del siglo XVIII; nuestra historia se complica en el juego de la economía y de la política mundiales. Francia había logrado inyectar en las capas de la burguesía criolla el misticismo de la ideología condensada en la Declaración de los Derechos del Hombre, pero nuestro salto efectivo de la economía colonial a la republicana significa apenas la sustitución del monarco-feudalismo peninsular por una feudal burguesía poco madura, para realizar lo que la Francia de 1789 había conseguido hacerlo, en virtud del desarrollo de la técnica industrial europea».66 De modo que la influencia ideológica francesa fue evidente en las colonias, aunque su aplicación fue diferente por las condiciones económicas de la América. El programa revolucionario trazado por los gestores intelectuales de la emancipación, no interpretó el sentido de las reivindicaciones campesinas, cuyas fuerzas vivas se encontraban reducidas a verdadero servilismo. El programa revolucionario no obstante de haberse elaborado bajo el espectáculo de una realidad económica tuvo una marcha incierta. El resultado objetivo lo vemos en el establecimiento de la República que tuvo que levantar su enorme edificio sobre bases liberales y burguesas «porque éste era el curso y el mandato de la historia».67 Mariátegui con un sentido penetrante y de exacta interpretación marxista señala un "mandato de la historia". Ello nos induce a meditadas reflexiones. Quiere decir pues, que la colonia apoyada en una plataforma de economía propia cedió su puesto a la etapa republicana para que ésta utilizara los mismos soportes básicos; que procesos económicos como el feudalismo monárquico podían ser reemplazados por sistemas de feudalidad y burguesía sin cambiar sus bases económicas. Se establece así un proceso que gira pausadamente hacia planos de continuación, sin perder —al mandato del Materialismo Histórico— su unidad humana, confirmando con ello el enlace de las etapas evolutivas de la Humanidad. En el panorama nuestro, habría que comenzar por establecer bajo los ciclos de evolución esquematizados por el marxismo, aplicaciones con relación a nuestro medio geográfico-humano. Este aspecto es materia de bastante estudio.

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«Si la revolución hubiese sido un movimiento de masas indígenas o hubiese representado sus reivindicaciones, habría tenido necesariamente una fisonomía agraria›.68 El programa revolucionario de la América no abarcó ningún principio de reforma agraria, no obstante de que ese aspecto, a juicio nuestro, debía ser el primero en solucionarse si se quería el establecimiento de bases sociales futuras cimentadas en proyecciones de grandeza, humanidad y justicia. La mentalidad altoperuana representada por los doctores de Charcas, era el faro que, en esta parte de la América, debía conducir a las naves de la emancipación por un acantilado difícil de surcar; y esa mentalidad cristalizó en la erección de los Estados democráticos en su nombre. Ese fue el resultado práctico del movimiento emancipatorio. «La Independencia no destruyó el latifundio, lo afirmó».69 Entonces, podemos afirmar que el proceso mismo de la Independencia no hizo sino acomodarse a una etapa feudal que sólo cambió de color a tiempo de pasar de la Colonia a la República. Hasta la época presente, aún podemos observar los restos del feudalismo heredado de la Colonia; los millares de indios sumidos en un paupérrimo servilismo, son exponentes verídicos de tal aserto. Claro que las modalidades económicas sobrevinientes durante la República determinaron nuevos giros a la verdad social, ya que la burguesía criolla fue tomando forma propia y fecundizando sus entrañas de clase para dar a la luz la alianza con los imperialismos extranjeros que han sumido a las naciones americanas bajo su poderoso control. Sostenemos, en conclusión, que en la etapa emancipatoria existieron dos aspectos profundos: "un pensamiento revolucionario" elevado, puro, grande, identificado con las corrientes que entonces, antes y ahora, buscaban, pidieron y tratan de obtener una justicia más humana, una justicia que reúna a los hombres del Mundo bajo una misma bandera de igualdad; ese pensamiento revolucionario, brotado del panorama mismo de la Colonia, tuvo su encarnación en los cerebros altoperuanos que no pudieron darle forma porque quizá faltaba la poderosa conducción ideológica del hijo de la Prusia renana que recién debía abrir su ojos a la opresión del orbe en un mes de Mayo de 1818. El otro aspecto es el que se refiere al "programa" práctico, las consecuencias objetivas de la revolución, el resultado de la lucha, cuya realización en América no fue más que el cumplimiento de "un mandato histórico". LA ETAPA REPUBLICANA Ya hemos visto cómo el régimen económico-social del territorio americano había pasado por das etapas muy propias: una caracterizada por el "semi-socialismo de estado" y otra de tipo feudal. Sobre esta última debía formarse una nueva manifestación: la República, que presenta —por su parte— detalles muy significativos ya que indudablemente da margen a divisiones de tipo interesante. Concretando nuestro análisis al territorio boliviano, debemos decir que la economía de tipo minero continuó subsistiendo aunque a la caída de la plata se pensó que la agricultura tendría su reacción; mas, ello fue momentáneo y sin ninguna perspectiva de futuro.

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La guerra de independencia no había hecho otra cosa que descartar la autoridad feudal de España para ceder el campo a los feudal-criollos que ya habían dado forma a su categoría de clase. Es indudable, indiscutible que los Estados de la América, en general, no hicieron otra cosa que un cambio de amos, puesto que las mayorías de siervos no se beneficiaron en nada. Además, tampoco se previno la penetración inminente de las grandes potencias que, ya durante el coloniaje, habían depositado sus miras en las tierras de Colón. La Independencia proporcionó la oportunidad de penetración económica a los grandes estados y, entre ellos, indudablemente Inglaterra fue quién mejor supo explotar su posición puesto que alentó la lucha de la Independencia americana reservándose para después un papel más activo. Bolivia fue entregada a una posición totalmente inferior. La costa sobre el Atlántico debla recibir les primeras corrientes de influencia europea, que a partir de los primeros 20 años del siglo XIX aumentó en intensidad. Buenos Aires sin duda, fue uno de los lugares más propicio para recibir las inyecciones de masas humanas que transportaban sobre su conciencia el desconocido peso histórico de un pasado que ya tenía sus resultados económicos en la Europa de esa época. Y, juntamente con su pasado, esas corrientes humanas vertían en los puertos del Atlántico el adelanto de la civilización de otro Continente. De ahí, que la Argentina, el Brasil y e Uruguay hubieran llegado a situaciones mucho más adelantadas que el resto de los países americanos. En cambió, los países sobre la costa del Pacífico sólo tenían a la vista de su espíritu nacional en formación los jirones orientales del Asia que debía inyectar sus formas humanas más bien como retraso que como adelanto. No otra cosa explica la afluencia de chinos y negros en el Perú. En cuanto a Chile, no olvidemos que fue un país totalmente olvidado por los mismos españoles, de ahí que los Carrera y los luchadores por la independencia de la tierra de Valdivia hubieran podido actuar muchas veces sin la represión inmediata y violenta de España. En cuanto se refiere a nuestra Patria, la situación no podía ser peor. Se quedaba en el Alto Perú la pasividad indígena distribuida en un régimen agrario sin fundamento científico, y la impulsividad patriótica, organizadora, magnífica —para la época dé la teoría— de los grandes doctores de Charcas. Tenía su pasado con 15 años de cruenta lucha, frente a un porvenir sin ninguna solución... Los movimientos imperialistas no podían actuar de inmediato en los territorios geográficamente dificultosos. Antes que a Bolivia debía penetrarse a los centros más vitales de la América. Nuestro suelo estaba reservado a una entrega sangrienta de su economía, a un negocio bélico que debía marcar el paso inicial del enclaustramiento económico y el semicolonialismo de su existencia como Estado. La Guerra del Pacífico fue el punto de partida del movimiento imperialista; y allí también se identificó Bolivia con el vecino país del Norte, ya que el Perú recibió también la parte que le correspondía en la aventura del litoral. Pero, sin adelantarnos mucho, podemos afirmar que los primeros diez lustros de nuestra vida independiente no hacen otra cosa que evidenciar un enclaustramiento en donde las figuras de Ballivián y Belzu se destacan representando el uno a la aristocracia y el otro a la plebe. La Historia de nuestro país nos ofrece el espectáculo del caudillismo paralelo a la lucha militarista en que se debatían las otras naciones del Continente. De ahí que a un autor, el panorama americano, le hubiese hecho expresar que en estos pueblos, se ve claramente un aspecto, ridículo, en que dos o

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tres magnates, son los dueños todopoderosos y el resto es población nominativa formada por los oriundos del país, generalmente en la América del Sur, por los mestizos que yacen en una postración injusta, pero impuesta por su condición y alquilaje del trabajo».70 Otro autor boliviano, al referirse a las primeras épocas de la República boliviana, dice que «la economía desde la fundación de la República fue semicolonial». En la Revista de Economía y Finanzas, editada en la ciudad de La Paz (abril 1939), se encuentra esta frase que se refiere al legado económico de los primeros tiempos de la República: «el movimiento económico se caracteriza por el ausentismo o fuga de capitales y el sometimiento del Estado a los intereses del Capitalismo internacional». Con haber dicho «al sometimiento del imperialismo» el editorialista de dicha publicación habría formulado una verdad científico-social. A lo anterior, le damos importancia de interpretación porque quiere decir que los primeros años de vida republicana no hicieron otra cosa que ejercer una función preparativa de la economía nacional para admitir, en los regímenes posteriores, al imperialismo exterior. Mendoza López, que no tiene filiación marxista, refiriéndose al proceso económico de la República afirma que «el Estado dio lugar a la extranjerización de la industria boliviana, registrándose la personería de las empresas de Estados Unidos de Norteamérica».71 Es indudable que antes de llegar a la Guerra del Pacifico hubo atisbos del imperialismo exterior que esperaba su mejor hora para actuar. No podemos dejar de mencionar las operaciones financieras que se realizaron durante la etapa republicana antes de la aventura del Pacífico; solamente de paso pueden citarse a los empréstitos Conchas y Toro, Tomás La Chambre, Enrique Meiggs, Church, etc. Bolivia vivió una etapa de iniciación, de verdadero ensayo. Las grandes potencias, especialmente Inglaterra y Estados Unidos, tenían plena confianza en que este país caería bajo el peso de su categoría como nación atrasada, y contaban además para ello, con la cooperación de las minorías miopes que siempre vieron y ven en las grandes actitudes internacionales de los países poderosos intentos caritativos de cooperación y ayuda. EL IMPERIALISMO INGLES No se podría fijar con precisión el instante en que el imperialismo se hizo presente como fuerza en Bolivia. Pero, la Guerra del Pacífico es sin duda el hecho inicial del movimiento imperialista inglés tanto en el Perú como en nuestra patria; movimiento que más tarde se evidenciarás con la fisonomía del Partido Liberal que fue, sin duda, el auxiliar primero de que dispuso la penetración económica inglesa en Bolivia. Mariátegui en su capítulo «El Período del Guano y del Salitre» de sus Siete Ensayos, dice que «la evolución de la economía peruana que se abre con el descubrimiento dela riqueza del guano y del salitre y se cierra con su pérdida, explica totalmente una serie de fenómenos políticos de nuestro proceso histórico que una concepción anecdótica y retórica más bien que romántica de la historia peruana, se ha complacido tan superficialmente en desfigurar y contrahacer». ¿Cuál ha sido el papel del guano y del salitre en la economía peruano-boliviana? Mariátegui contesta diciendo: «Empecemos por constatar que al guano y al salitre, substancias humildes y groseras, les tocó jugar en la gesta de la República un rol que había parecido reservado al oro y a la plata en tiempos más caballerescos y menos positivistas. España nos quería y nos guardaba como país productor de metales preciosos. Inglaterra nos prefirió como país productor de guano y salitre». No podemos dejar de transcribir al autor peruano porque al hacer el esquema econó-

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mico-social de la etapa del guano y salitre peruanos, incluye, de hecho, a un problema que también fue nuestro. Al referirse a las actitudes diferentes de España e Inglaterra, anota Mariátegui que «este diferente gesto no acusaba, por supuesto, un móvil diverso. Lo que cambiaba no era el móvil: era la época. El oro del Perú perdía su poder de atracción en una época en que en América la vara del pioneer descubría el oro de California. En cambio el guano y el salitre — que para anteriores civilizaciones hubieran carecido de valor pero que para una civilización industrial adquirían un precio extraordinario— constituían una reserva casi exclusivamente nuestras. «Mientras que para extraer de las entrañas de los Andes el oro, la plata, el cobre, el carbón, se tenía que salvar ásperas montañas y enormes distancias, el salitre y el guano yacían en la costa casi al alcance de los barcos que venían a buscarlos». Y Bolivia ingresó a la aventura del Pacificó. La pérdida del litoral fue el magnífico saldo que nos dejó Daza y su fracaso. Nuestra patria había recibido una dura lección, se iniciaba para Bolivia un período de absoluto colapso en las fuerzas productoras. La derrota no sólo significó la pérdida del litoral con sus fuentes de riqueza: el salitre y el guano; significó «la paralización de las fuerzas productoras nacientes». La moneda, el comercio, la producción, el crédito, todo el mecanismo económico del país tuvo que soportar una situación de verdadero derrumbe. El imperialismo inglés había preparado su víctima. Mientras que en el Perú la clase militar inepta de hecho para los negocios del Estado, se encargaba de "reorganizar" la economía de su país sobre bases de caudillismo "reconstructor", Bolivia confrontaba la organización de un nuevo Estado político. Sobre el cadáver del pueblo se abría paso un nuevo movimiento histórico. Otra etapa de la vida republicana. El Imperialismo inglés ya había asentado sus primeras posiciones en el Perú. El contrato Grace y otras medidas del gobierno del vecino país, fueron los actos más sustantivos y característicos de una liquidación bélica sobre el patrocinio inglés. El contrato Grace entregó los ferrocarriles peruanos a Inglaterra. La economía peruana por medio de su reconocimiento semicolonial, consiguió alguna ayuda para cooperarse en su convalecencia. Piérola siguió la política inglesa, a la que ahora le interesaba penetrar a Bolivia. El Partido Liberal se presenta como un medio para la realización de la política imperialista inglesa. Bajo el gobierno de Ismael Montes, padre espiritual del liberalismo, se produce la liquidación de la costa sobre el Pacífico. El régimen del liberalismo, por otra parte, firma el leonino contrato Speyer que entregó al control extraño el movimiento ferrocarrilero del país. Es bajo la férula del Partido Liberal que Bolivia empieza a figurar en el concierto de las finanzas internacionales. Aparecen también las "minorías" que cooperarán criminalmente al interés exterior. Los grandes mineros, los poderosos millonarios que traicionarán a su pueblo y a su patria entregándose a las maniobras del gran capital extranjero. El Partido Liberal tiene, en consecuencia, una gran responsabilidad histórica: el haberse complicado con el imperialismo inglés. EL IMPERIALISMO NORTEAMERICANO

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«A través de cien años, el imperialismo inglés primero y el norteamericano últimamente —para no mencionar sino a los de mayor importancia— van enlazando cada vez más fuertemente el aparato feudal de nuestros pueblos».72 Dos hechos determinaron la irrupción del imperialismo norteamericano en la América del Sur. Su influencia decisiva en la Guerra Mundial de 1914-1918y la apertura del Canal de Panamá; este último hecho tuvo gran trascendencia porque acortó las distancias entre el Norte del Continente y los demás países del Sur. Para evidenciar la penetración imperialista de los Estados Unidos no tenemos sino que recurrir a los cuadros estadísticos. En cuanto a las inversiones directas hasta 1914, México comprendía las sumas más altas en colocaciones financieras. En 1919 los países suramericanos lo superan. Cuba y las Antillas ocupan el primer lugar en 1924. Y a partir de 1929 Suramérica comprende los mayores créditos. En cuanto a los valores cotizables Bolivia presenta la siguiente escala en millones de dólares: 1914=8.2; 1919=9.5; 1924=38.0 (Gobierno de Saavedra); 1929=62.01 (Gobierno de Siles); 1935=58.5.73 No queremos hacer un detalle estadístico de las inversiones en otros países de la América Latina, porque lo consideramos innecesario. Bástenos saber que en el periodo del Partido Republicano se realizó el ingreso brutal de la corriente económica norteamericana en Bolivia con el monstruoso empréstito Nicolaus, por cuyo contrato a más de hipotecar las fuerzas vivas del país, se imponía la Comisión Fiscal Permanente, verdadera agencia financiera del imperialismo de los Estados Unidos. A la "brillante administración" del republicanismo saavedrista se debe también la entrega de los petróleos bolivianos a la Standard Oil y la constitución de la Patiño Mines, sociedad con sede en Nueva York y que no es otra cosa que una combinación preparada por los servidores del patiñismo. Desde esa gestión gubernamental, Bolivia tuvo que estar ligada a los dos imperialismos más fuertes del globo: el inglés y el norteamericano. GUERRA DEL CHACO Después de Saavedra, los mandatarios bolivianos Siles y Blanco Galindo, no ofrecen mayores motivos de análisis. Especialmente este último, que no representaba arriba de un valor estólido como gobernante y un dócil elemento a las influencias imperialistas. Pero, al advenimiento de Salamanca, la situación de Bolivia toma otra fisonomía. El país se vio frente a una nueva aventura bélica y fue arrastrado a la guerra con el Paraguay. Nuestro deseo hubiera sido poder presentar una amplia documentación del desarrollo de la contienda en el Chaco; sensiblemente, no nos es posible cumplir con nuestro propósito por razones de tiempo. Mas, sobre la base del presente trabajo, tenemos en preparación un ensayo más amplio sobre los temas que han sido referidos en forma esquemática. De ahí que esta parte de la presente tesis peque de sintética. En cuanto al conflicto armado del sudeste podemos afirmar que sirvió para que se pongan en juego intereses de dos imperialismos antagónicos: el inglés y el norteamericano; el primero representado por la Royal Dutch y el segundo por la Standard Oil. Un autor argentino en 1936 declaró que «en Bolivia donde domina el capital norteamericano, la Standard Oil necesitaba una salida al río Paraguay para sus pozos de petróleo en el Este de aquel país. Detrás del Paraguay, la Compañía inglesa Royal Dutch trató de evitarlo. Esa fue la causa del conflicto que ha ensangrentado el Continente».74

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Otro autor boliviano, analizando el conflicto del Chaco manifiesta: «la prudente Standard, aprovechando de la indígena ignorancia esencial a todos los gobernantes bolivianos, se resguardó siempre con una política propia, sin comprometerse, lista a cambiar su "Standard Oil of Bolivia" por "of Paraguay" u "of Argentina", si la primera resultaba derrotada. De ahí se explica el oleoducto clandestino y las actuaciones antibolivianas del senador argentino Sánchez Sorondo».75 Es pues evidente la participación de ambas empresas en la contienda del sudeste. Al respecto, hemos tenido oportunidad de conocer documentación interesante durante la campaña del Chaco y evidenciar que la posición de la compañía que representaba al imperialismo norteamericano, puso obstáculos en todo momento al progreso del movimiento armado boliviano; habiendo llegado a negar, en cierta ocasión, el préstamo de materiales inservibles que el Ejército necesitaba para auxiliarse en difíciles, momentos. Tampoco es extraña la negociación intentada por el gobierno boliviano ante los representantes de la Standard Oil en Norte América, para obtener un empréstito; gestión confidencial que fue iniciada en 1934 y que mereció el franco rechazo del Comité Directivo de la empresa petrolera. A todas luces está demostrada la intervención de la Standard Oil en forma demasiado política y siempre en mira a tomar una actitud en caso de que los petróleos bolivianos hubiesen pasado a manos de otro país, como lo deseaban. Además, no olvidemos que la Guerra del Chaco dio paso a la influencia argentina que por medio de los gobernantes del Plata, prestó franco apoyo al enemigo del Sudeste. A tal extremo que los planes paraguayos de ataque al Ejército boliviano eran primero discutidos y revisados en el Estado Mayor argentino. Desde luego, no se puede negar que la Argentina se ha presentado en los últimos tiempos como un magnífico pupilo del imperialismo inglés; ya que las recientes gestiones internacionales (política Ostria) nos demuestran la evidencia de tal aserto. Liquidado el conflicto y antes de la firma del tratado definitivo de paz, Bolivia tuvo que confrontar las consecuencias de post-guerra. Como figura central de esta etapa surgió Toro que pretendió interpretar el sentimiento de los excombatientes que traían, de las trincheras, espíritu izquierdista y hasta revolucionario. Pero la administración Toro continuada por la de Busch, nada nuevo ha ofrecido al país. Se acentuó la influencia anglo-argentina y Bolivia empezó a descender en su nivel de prestigio internacional. El saldo que nos ha quedado, después de 116 años de vida independiente, es realmente desastroso. Territorios cercenados, población disminuida, finanzas pésimas, problema agrario sin solución, ferrovías al servicio de la exportación de productos que benefician a los magnates del país, etc., etc. Y, en una situación de tal naturaleza, la cultura de nuestro pueblo, es imposible que pueda alcanzar un mediano grado de adelanto. Ya hemos dicho que la psicología social se halla en función directa con los medios económicos que cooperan a un pueblo. El ejemplo boliviano es demasiado triste. Y, en esa situación, de verdadera calamidad colectiva, aún debemos asistir a una nueva etapa de la humanidad: la Guerra europea.

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EL PASO DEL SEMICOLONIALISMO INGLES AL SEMICOLONIALISMO NORTEAMERICANO «Al estallar la próxima guerra imperialista en que los Estados Unidos tornarían parte, correríamos grave riesgo, si una política previsora no resguardara la soberanía de nuestros pueblos»... «Como en la guerra de 1914-1919, los adversarios colosales pretenderán sumar a la contienda a todos los países que les están sometidos. Pretextos no faltarán. En la hora en que se juegan los grandes intereses del imperialismo, no es difícil erigir mitos y levantar muy alto palabras de orden, resonantes y mágicas. La literatura de la guerra tiende siempre a hacerla sagrada y eso no es difícil cuando la propaganda se organiza y se paga bien». Estas palabras pertenecen a Haya de la Torre que así escribía en 1935. Y la previsión de un neomarxista, se ha cumplido porque los wilsonianos del norte están empujando ya a nuestras juventudes, a defender "las democracias de un enemigo, que, desnudo, es tan idéntico al del gran capital del norte, hoy por hoy, aliado al inglés. Y, para disfrazar su posición, la alianza norteamericana pretende diferenciarse del fascismo y presentarse, más bien, como salvadora de la "libertad y de la justicia". Pero dejemos que un cerebro esclarecido del siglo XX juzgue la situación de la guerra actual: «Todos los intentos de presentar la guerra actual como un choque entre las ideas de democracia y de fascismo, pertenecen al reino del charlatanismo y de las formas políticas cambian, pero subsisten los apetitos capitalistas. Si a cada lado estupidez. Las del Canal de la Mancha se estableciese mañana un régimen fascista —y apenas podría atreverse nadie a negar esa posibilidad— los dictadores de París y Londres, serían tan incapaces dé renunciar a sus posesiones coloniales como Mussolini y Hitler de renunciar a sus reivindicaciones al respecto. La lucha furiosa y desesperada por una nueva división del mundo, es una consecuencia irresistible de la crisis mortal del sistema capitalista».76 Y ante esa situación de lucha por el dominio del mundo, Bolivia se ha constituido en un apéndice de la democracia preconizada por Estados Unidos e Inglaterra. La actitud de nuestros gobernante frente a la actual contienda bélica, no puede ser calificada de otra manera que de un franco entreguismo al imperialismo de las potencias aliadas; entreguismo que puede recibir el nombre de general, porque se está marchando al paso de los demás países americanos, frente a un entreguismo parcial que ya se inició en 1938 con la cesión de los petróleos bolivianos a la Argentina y al Brasil, países que últimamente han consolidado sus posiciones dentro de la economía boliviana a la que someterán a corto plazo, si es que continúa la falta de previsión de los que dirigen a nuestra patria.

NOTAS:

1

Armando Bazán, Biografía de José Carlos Mariátegui.

2

R. García Treviño, prólogo a la Introducción a la Sociología de Cuvillier.

3

José Car1os Mariátegui, Siete Ensayos de interpretación de la Realidad Peruana.

4

Referencia consignada en el prólogo escrito por el Dr. José Antonio Arze a la traducción de El Imperio de los Inkas de Luis Baudin. 5

Id. Id.

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6

Carlos Marx, prefacio a la Crítica de la Economía Política.

7

A. Posnansky, Sociología y Antropología de las Razas Interandinas y de las Regiones Adyacentes.

8

A. Zelada, El Collasuyo.

9

H. Cünow, Las Comunidades de Marca y Aldea del Perú Primitivo.

10

Luis SHorgan, La Sociedad Primitiva.

11

Id. id.

12

Luis Valcárcel, Del Ayllu al Imperio.

13

Bautista Saavedra, El Ayllu.

14

H. Cünow, Obra citada.

15

Federico Engels, origen de la Familia, de la Propiedad Privada y del Estado.

16

Apuntes de Sociología Americana, Curso dictado por el Dr Oscar Frerking, Sociología, IV curso, 1941.

17

Luis Baudin, El Imperio de los Incas.

18

Uriel García, El Nuevo Indio.

19

Cesar Antonio Ugarte, Historia Económica del Perú.

20

Artículo publicado por el Dr. José Antonio Arze en la Revista de Sociología del ISBO, titulado ¿Fue Socialista o Comunista el Imperio de los Incas? 21

Federico Engels, Obra citada.

22

José Antonio Arze, ¿Fue Socialista o Comunista el Imperio de les Incas?

23

Id. Id.

24

José Carlos Mariátegui, Obra citada

25

Tesis planteada por el Dr. José Antonio Arze en diversas publicaciones, conferencias y exposiciones de cátedra.

26

Uriel García, El nuevo indio.

27

La Universidad Nacional Mayor de San Marcos fue fundada en 1551 y es la más antigua de América.

28

L. Segal, Principios de Economía Política.

29

José Carlos Mariátegui, Obra citada.

30

José Vasconcelos, Indología.

31

José Antonio Arze, Bosquejo Socio-Dialéctico de la Historia de Bolivia, Revista Nº 3 de la Facultad de Derecho, Sucre, 1941. 32

Hemos consignado parte de nuestro trabajo La Universidad de San Francisco Xavier y su papel en la Revolución de Mayo (premiado por el ISBO) porque creemos que así rendimos un justo homenaje a la Casa de Estudios que cobijó la inquietud intelectual del suscrito durante dos años. 33

A. Cuvillier, Introducción a la Sociología.

34

Ricardo Levene, La Revolución de Mayo y Mariano Moreno.

35

Esteban Echeverría, Antecedentes y primeras pasos de a Revolución de Mayo.

36

Esteban Echeverría, obra citada.

37

Ricardo Levene, obra citada.

38

Esteban Echeverría, obra citada.

39

Ruiz Guiñazú, La Magistratura Indiana.

40

Jaime Mendoza, Chuquisaca.

41

Gabriel René Moreno, Ultimas Días Coloniales.

42

Alfredo Colmo, La Revolución en la América Latina.

43

Jaime Mendoza, obra citada.

44

Gabriel René Moreno, obra citada.

115 / 115

45

Jaime Mendoza, obra citada.

46

Gabriel René Moreno, obra citada.

47

Aníbal Ponce, El Viento en el Mundo.

48

Karl Marx, Miseria de la Filosofía.

49

Karl Marx. obra citada.

50

José Carlos Mariátegui, obra citada.

51

José Carlos Mariátegul, obra citada.

52

Arturo ITrqúidi Morales, La Comunidad Indígena.

53

Arturo tdrquidi Morales, obra citada.

54

Marx y Engels, La Sagrada Familia.

55

José Ingenieros. La Evolución de las Ideas Argentinas.

56

Aníbal Ponce, El Viento en el Mundo.

57

Gabriel René Moreno, obra citada.

58

Aníbal Ponce, obra citada.

59

Gabriel René Moreno, Obra citada.

60

Id. Id

61

Lincoln Machado Ribas. Los Movimientos Revolucionarios en las Colonias de América.

62

Lincoln Machado Ribas. Obra citada.

63

José Carlos Mariátegui, Obra citada.

64

V. R. Haya de la Torre, El Antiimperialismo y el Apra.

65

Bartolomé Mitre, Historia de San Martín y la Emancipación Americana.

66

Conferencia pronunciada en el Palacio Legislativo de Sucre el 17 de Agosto de 1938, Revista de la Universidad de San Francisco Xavier, Nº 18, autor, José Antonio Arze. 67

José Carlos Mariátegui, obra citada.

68

José Carlos Mariátegui, Obra citada.

69

V. R. Haya de la Torre, Obra citada.

70

Gustavo Le Bon, La Miseria del socialismo.

71

Vicente Mendoza López, Las Finanzas de Bolivia g la Estrategia Capitalista.

72

V. R. Haya de la Torre, Obra citada.

73

Pablo M. Minelli, Las Inversiones Internacionales en América Latina.

74

Liborio Justo, declaraciones a La Opinión de Santiago.

75

Augusto Céspedes, Sangre de Mestizos.

76

León Trotsky, El pensamiento vivo de Marx.