Los ROSTROS de La Conciencia

Actividades Terapéuticas y Desarrollo Personal Los ROSTROS de la conciencia La misma historia se repite. La docencia en

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Actividades Terapéuticas y Desarrollo Personal

Los ROSTROS de la conciencia La misma historia se repite. La docencia en la universidad ha significado siempre un privilegio, para quienes experimentan satisfacción en la cultura, la enseñanza y la investigación. Muchos batallan en todos los frentes; siempre quedan los sueños vivos: quedarse en la misma. Así los alumnos como los profesores, los primeros para estudiar y los segundos para la docencia. La admisión de los postulantes siempre llega en forma adversa, incomprendida, muy complicada. El número de postulantes es sumamente grande comparado con el número de las vacantes, especialmente en las nacionales y en ciertas privadas. En algunas privadas, el número de vacantes es superior al de los postulantes. Varios alumnos no estudian a toda conciencia, porque en su voluntad propia todavía no ha nacido la superación. Los padres han ejercido una obligación sobre sus vástagos indiferentes, descuidados e inmaduros; para ellos, el estudio y la cultura no valen nada, tampoco el éxito de la familia y la sociedad en su plenitud. Así se multiplican y constituyen desgraciadamente la inesperada ruina social, cultural, académica. Muchos no ingresan en las aulas, evaden de las clases, menos estudian; disfrutan al contemplar el sufrimiento de sus padres desde la universidad donde residen. Éstos, metidos en las adversidades habidas, quedan convertidos en los problemas más complicados de la institución, parecen tres pulgas en el oído de un niño. Al inicio del ciclo, pocos son los profesores quienes dejan sobre la mesa de trabajo académico las advertencias y las condiciones que modifican, construyen y edifican la personalidad y el futuro profesional de los alumnos. Nadie lo duda, queda en el universo de la comodidad y facilidad de los profesores el consentimiento de los alumnos equivocados, quienes gobiernan la voluntad de los demás y se apoderan del comportamiento académico dentro del salón. ¡Cuán difícil es la comprensión a los adolescentes equivocados, lejos del consentimiento! Muy pocos profesores limitan e impiden la manifestación de las conductas equivocadas de los alumnos, porque resulta más fácil la conservación de la amistad y el consentimiento de todo, sea bueno o malo. La mayoría de los profesores negocian su comportamiento académico: les interesa mucho la evaluación favorable de los alumnos, quienes en el fondo se manejan, se llenan de chantajes y desórdenes; los alumnos dominan y gobiernan a cambio de la buena evaluación de sus profesores. La oficina del vicerrectorado ha preparado la hoja de evaluación. Ya la tienen empaquetada, gracias al trabajo de tres alumnos privilegiados. ¡Qué lejos quedamos, extremadamente más allá de una cultura de evaluación oportuna, prudente, madura, sensata, constructiva, ajena a todos los sesgos y las variantes pecaminosas!

Autor: Salomón Vásquez Villanueva

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El profesor designado –lejos de la seriedad exigida por el caso muy singular, sin la preparación ni el ensayo –ha ingresado al salón de clases. Extrañamente, ha mirado a los alumnos, éstos han hecho lo suyo, sin una palabra que explique su presencia inadvertida e insegura en los primeros minutos. El profesor ha dejado el paquete –blanco, pequeño y muy atado con una cuerda del mismo papel– sobre la mesa cuadrada, deteriorada, sucia y rayada a pesar de las recomendaciones de todos los días, en cuya esquina derecha descansaba una tablilla con la hoja del control de la asistencia de los profesores. Luego ha caminado al centro anterior del salón, al lado inferior de la pizarra y sus labios se abrieron. –Jóvenes alumnos, me han designado para que venga al salón y ustedes durante estas dos horas realicen la evaluación en la hoja que les entregaré inmediatamente. Cada uno de ustedes debe evaluar a sus profesores, quienes les han enseñado este semestre. Les ha entregado la hoja en forma desordenada, sin más palabras, en medio de mucho desorden, así todos quedaron sentados: los alumnos y el profesor. La realidad semejaba las horas cuando los alumnos tenían sobre sus respectivas carpetas los exámenes sumamente difíciles, con la diferencia de que todos se consultaban, llegó la fuente ovejuna para algunos profesores, para los duros, los exigentes y, también, los negligentes. –Profesor, ¿cuál es el código del profesor de Biología? –sonó una voz resentida, amargada, incómoda, llena de rabia y ganas de venganza. –Ahora mismo lo escribo en la pizarra– les dijo el profesor consintiendo y aplaudiendo, tal vez con cierto miedo, no le interesó el desorden, jamás se pelea con los alumnos por esas cosas, lejos de su vocación de maestro. –Ahora lo matamos. ¡Muchachos, a matarlo! –llegó una voz masculina, incitando a los demás. –Por supuesto, compañeros, no queda otra...–sonaban en coro varias voces y el profesor solamente los escuchaba y los miraba, para nada movía su lengua. –Pues nos va a desaprobar, nosotros también hay que desaprobarlo – comunicaba otra voz que salía de uno del grupo de cuatro alumnos entre mujeres y varones. – ¿Qué dicen? No sean malos– titubeó, inesperadamente, una voz femenina armada de mucha valentía y excesivo malestar por la sinvergüencería de los demás. –Al profesor, yo también lo evalúo así como ellos – otra voz se decía a sí misma, se decía mentalmente, sin hacer sonar una sola palabra entre sus labios, evitando así que lo descubran y lo censuren. Al profesor lo han lapidado. La felicidad ha sido muy grande para los alumnos. ¡Qué felicidad han sentido y comunicado! Para ellos, la venganza no tiene límites; es dulce, placentera, también justiciera. Al parecer, han heredado de sus abuelos, sus padres, quizá de sus propios maestros; me olvidaba, de las autoridades. Las perversidades y las desgracias humanas siempre quedan conectadas al hilo de la historia de las naciones.

Autor: Salomón Vásquez Villanueva

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Después de una semana de la “famosa” evaluación, el profesor se ha quedado en el salón y ha conversado con un grupo de alumnos, al final de la clase. Se había dado cuenta de que la conciencia de los alumnos no tenía el mismo timbre, tampoco los mismos rostros; no trabajaba normalmente, sus miradas no eran sinceras, huían, se apagaban notoriamente. La mentira y la hipocresía son hermanas en el camino de la perversión de los hombres y mujeres, donde la sociedad queda movilizándose sin horizonte determinado. – ¿Qué les ha incomodado de la asignatura? ¿Qué les molesta, qué les incomoda, qué cosa les fastidia? – Nada, profesor–llegó una voz en forma rápida. – El curso me gusta, profesor–dijo otro con manifiesta y visible hipocresía. –Nunca aprendí tanto como en este curso –balbuceó otra voz más temerosa que sincera. – ¿Qué les molesta del profesor? –Para nada, profesor–dijeron en coro varios alumnos. El profesor les interrogaba sólo con el fin de estimular la manifestación de la confianza, la cordialidad, la honestidad, la lealtad, el cristianismo. A él le interesaba la toma de conciencia, la firmeza al comunicar las cosas, él amaba y ama mucho la justicia. Profesor y alumnos se han retirado del salón. El primero se ha dirigido a su oficina y, definitivamente, los alumnos a sus casas. Después de algunos minutos, un alumno se acercó a la puerta de la oficina del profesor. –Profesor, puedo conversar con usted, un ratito... – ¿Es algo confidencial? –Sí, profesor. –Entonces, espera unos diez minutos, necesito atender este correo y luego conversamos. El profesor se ha quedado escribiendo en la computadora mientras el alumno esperaba afuera, recostado sobre la pared de cemento, al frente de la oficina. Después de ese tiempo, los dos han caminado en dirección de la garita, siguiendo el camino que les conduce a sus domicilios respectivos. Luego de algunos minutos de silencio, el profesor le dijo: “¡Qué problema hay!” –Ninguno, profesor. –Bueno, ¿qué quieres hablar conmigo? ¿En qué te puedo servir? Ojalá, pues, te pueda ayudar. –Profesor, ¡no puedo con mi conciencia...! – ¿Qué malo has hecho? –Nada de malo. –Entonces, ¿por qué te afliges? Muchacho, solamente el pecado consciente, las malas acciones de los hombres, la perversidad daña el alma, matar a los honestos y a los justos hace doler la conciencia, claro si ésta existe. –La semana pasada lo califiqué al profesor de Filosofía. No fui justo, además no le dije antes, sino escribí en ese papel de la evaluación. –Ahora, ¿qué vas a hacer? –No sé, profesor. ¿Qué me aconseja?

Autor: Salomón Vásquez Villanueva

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– ¿Qué puedes hacer por la rabia si el perro ya se ha muerto? ¿Irás a comprar medicina, buscarás al veterinario más cercano? ¿Lo harás vivir al perro? Después de la muerte, el remedio ya no es necesario, aunque te regalen. – ¿Le cuento al profesor, entonces? –La verdad, no sé cómo empezar... ¡qué decirte!, has actuado sumamente mal, con la deslealtad más grande del mundo y la más injusta de todos los tiempos. Has repetido lo pecaminoso de los hombres perversos y sin conciencia. Se ha caído tu conciencia humana y colectiva. El alumno esperaba que el profesor le consuele, tal vez que le diga: lo hecho está muy bien, te felicito. Sin embargo, le removió la conciencia, lo puso de cara frente a la justicia, lo empujó contra la injusticia, buscando el espejo de la lealtad. –Profesor, usted ahora en la noche nos hizo varias preguntas. Mis compañeros no son sinceros, lo que le dijeron no lo sienten, yo los conozco muy bien, bastante. Ese día de la evaluación, uno de los alumnos le preguntó al profesor que evaluaba: “¿cuál es su código del profesor de Biología?” El profesor lo escribió en la pizarra. Todos dijeron “hay que matarlo, porque nos va a desaprobar”. El alumno ha referido varios nombres de varones y mujeres. El profesor anotó esos nombres en su memoria. Se quedó apenado por la falta de sinceridad, sonaba entre sus oídos el eco de la deshonestidad, porque siempre les aconsejó que le digan la verdad, que no tengan miedo al comunicarle las cosas con sinceridad. Al profesor le agrada bastante la verdad, la justicia y los demás valores, el respeto a las normas de la universidad. –Profesor, esto que le he dicho debe quedar entre los dos solamente, yo le he contado en confianza, mis compañeros no deben saberlo: se molestarán y seguro no me hablarán después. Eso le pido… –Mi querido hijo, yo no te prometo nada. Solamente te digo que has cometido dos errores hasta estos instantes. El primero al consentir a tus compañeros que hablen mal del profesor; el segundo al comunicarme a mí el problema sin hablar previamente con tus compañeros involucrados en el asunto. Finalmente, te digo que hagas un esfuerzo para decirles a tus compañeros que yo ya sé todo, gracias al informe tuyo. A veces, el día y la noche llegan juntos. (Junio de 2002).

Autor: Salomón Vásquez Villanueva