Los pies en la tierra, los ojos en el cielo

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ALFAGUARA JUVENIL

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Título: Los pies en la tierra, los ojos en el cielo © 2008, Gonzalo España Ilustraciones: Iván Chacón © De esta edición: 2008, Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A. Calle 80 No. 10-23 Teléfono (571) 639 60 00 Telefax (571) 236 93 82 Bogotá – Colombia www.santillana.com.co • Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A. Av. Leandro N. Alem 720 (1001), Buenos Aires • Santillana Ediciones Generales, S.A. de C.V. Avda. Universidad, 767. Col. Del Valle, México D.F. C.P. 03100 • Santillana Ediciones Generales, S.L. Torrelaguna, 60.28043, Madrid ISBN: 978-958-704-769-1 Impreso en Colombia Primera edición, octubre de 2008 Diseño de la colección: RAFA SAÑUDO, RARO, S. L.

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo, por escrito, de la editorial.

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Los pies en la tierra, los ojos en el cielo Gonzalo España Ilustraciones de

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Iván Chacón

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8 Capítulo 20 Capítulo 21 Capítulo 22 Capítulo 23 Capítulo 24 Capítulo 25 Capítulo 26 Capítulo 27 Capítulo 28 Nota de cierre

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Capítulo 1

La casa permaneció en pie muchos años. Pero ya desde 1816, cuando Pablo Morillo la desocupó y envió a España, en 104 cajones, todo lo que se guardaba en ella, acumulado allí por los laboriosos operarios de la Expedición Botánica durante más de treinta años, la hermosa mansión perdió su razón de ser. Los libros de su biblioteca comenzaron a rodar por diferentes caminos; la arboleda que la rodeaba, cuidadosamente plantada con árboles recogidos por el sabio en diferentes lugares, y cuya sombra daba al lugar un ambiente de callado recogimiento, cayó abatida por orden de un alcalde quien había proclamado que la hojarasca ensuciaba la ciudad; las huertas y el jardín murieron de abandono. Un día, como ocurre a menudo en el trazado urbano, la calle necesitó pasar por encima del espacio que ocupaba la vieja casa. Ya nadie recordaba el noble significado de esas tapias, de esos techos deteriorados que brindaron resguardo al sabio, de esos

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10 salones que dieron albergue a los enamorados de la ciencia. De la noche a la mañana se ordenó demolerla. Como fuera, el espacio vacío que antes había ocupado la noble construcción quedó incorporado a los terrenos del Capitolio, una mole de piedra que al crecer eclipsó sus recuerdos. Pasaron todavía muchos años antes de que se iniciaran allí las obras y trabajos que han acabado por integrar una hermosa zona histórica y gubernamental, en pleno corazón de la antigua Bogotá. Fue en medio de este ajetreo reciente que el pico de un obrero desenterró el retrato. Las letras de su inscripción sobresalieron de la oscura tierra que lo cubría, pues estaban talladas en mármol blanco. Esto permitió que lo vieran, el ingeniero que dirigía la obra acudió de inmediato. La noticia del hallazgo apareció al siguiente día, en una esquina de la primera página del periódico, debajo de la fotografía del objeto. El texto que la acompañaba no pasaba de quince líneas:

A

yer, en el curso de los trabajos que se adelan­ tan para adecuar la parte posterior del Capitolio, fue encontrado un altorrelieve oval que representa el rostro del científico Carlos Linneo.

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Está tallado en mármol, tie­ ne sesenta centímetros de altura y aparece rodeado por la siguiente inscripción en latín: Deus creavit, Linneaus disposuit. Se ignora quién pue­ de haber abandonado en este lugar, situado en pleno centro histórico de nuestra capital, el retrato de un sa­ bio sueco que nada tiene que ver con la historia de nuestro país.

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Capítulo 2

Tres días después, en una página interior del mismo periódico, apareció el siguiente artículo, firmado por el historiador Eliseo Cabañas:

EL MISTERIO DEL ALTORRELIEVE DEL CAPITOLIO

N

o resulta difícil supo­ ner quién pudo ser el dueño del retrato tallado en mármol desenterrado esta semana en las obras que se adelantan en los lotes pos­ teriores del Capitolio. Basta poseer un mínimo de infor­ mación histórica para sa­ ber que detrás del Capitolio corría la llamada calle de la Fundición, hoy clausurada. Esa calle por el norte, y la del Chocho por el sur, jun­

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to con la calle de la Carrera por el oriente (hoy carrera Séptima) y la calle de Santa Clara por el occidente, en­ marcaban la manzana que dio albergue a la casa de la Real Expedición Botáni­ ca, familiarmente llamada Casa de la Botánica. En el solar de esta mansión, den­ tro de la misma manzana, fue construido el Observa­ torio Astronómico, que se conserva intacto. La casa, en cambio, fue demolida. El director de la Expe­ dición Botánica, como todo el mundo lo sabe, fue el sa­ bio José Celestino Mutis.

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13 La casa tenía salones que sirvieron de aulas de ense­ ñanza, taller de pintores, laboratorio para analizar y embalsamar animales, invernaderos, herbario, bi­ blioteca, comedores, cocina y dormitorios. Árboles de diversas especies rodeaban sus costados. A nadie, después de Jesucristo, guardó el sabio­ Mutis tanta admiración co­ mo a Carlos Linneo, pues con sus obras y sus cartas fue­ él quien le despertó el amor por la Botánica, quien se la enseñó y quien lo inci­ tó a venir a América.

En el Museo de Historia de Bogotá se conserva un retrato de Linneo. Aunque Linneo vivía en Upsala, en la lejana Sue­ cia, y Mutis residía en Bo­ gotá, separados por miles de kilómetros, mantuvieron correspondencia a lo largo de 18 años. Se escribían en latín. Mutis le envió mu­ chos ejemplares de plan­tas americanas debidamente re­ se­ñados y clasificados, de

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los que Linneo dio noticia al mundo. Para honrar a Mutis, a quien consideraba uno de sus discípulos más aplicados, lo hizo nombrar miembro asociado de la Academia de Ciencias de Estocolmo, y le dio su nom­ bre a una de las plantas que más admiró en los últi­ mos años de su vida. En el Museo de Histo­ ria de Bogotá se conserva un retrato de Linneo pin­ tado al óleo, enviado por el sabio sueco de regalo a Mutis. No se sabe de dónde procedía el altorrelieve en mármol encontrado la se­ mana pasada, pero es evi­ dente, por el lugar donde fue hallado, que pertene­ cía al ajuar de la Casa de la Botánica, y era propie­ dad de su director. Linneo es el padre de la Botánica moderna. Alguien como el señor Mutis no podía abs­ tenerse de adornar su casa con el retrato de tan escla­ recido genio. En otro artículo, si la generosidad de este dia­ rio lo permite, haremos un breve recuento de la íntima relación que existe entre Linneo y la independencia de América.

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Capítulo 3

–¡Lo tengo! –exclamó de repente mi hermano Carlos–. ¡Lo tengo! –¿Tienes qué? –pregunté. –¡Tengo la manera de sacudirnos de encima al petulante Amaya! –dijo exhibiendo una sonrisa maliciosa, al tiempo que chasqueaba los dedos. Se había pasado la mañana del sábado leyendo a saltos los titulares de los periódicos de la semana, que papá llevaba a casa todos los días. Cuando un artículo le interesaba, lo leía de cabo a rabo en un par de segundos. Los dos artículos del hallazgo del altorrelieve le habían llamado poderosamente la atención y se había enfrascado en ellos. –Si acepta el reto lo hacemos papilla –agregó a manera de conclusión, luego de doblar el periódico y entrecerrar los ojos, como ensimismado en una idea fija. Desde luego que yo sabía a quién se estaba refiriendo, pues a menudo nos la pasábamos hablando

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15 del petulante Amaya, y de la forma de bajarlo del pedestal que ocupaba en el colegio. El petulante Amaya había izado la bandera todo el año. El petulante Amaya había ocupado siempre el primer puesto. El petulante Amaya había arrasado con los premios en todas las materias. Al resto de alumnos sólo nos había dejado unas pobres menciones honoríficas. El petulante Amaya era el preferido del rector. Cuando había que poner como ejemplo a alguien que se comportara de manera excelente, el señor Merino mencionaba su nombre. El petulante Amaya era el preferido del prefecto. El prefecto Skiner le pedía encargarse del salón y vigilarnos cuando se ausentaba por algunos minutos ¡El petulante Amaya sería el encargado de pronunciar el discurso de clausura! No puede negarse que era un joven inteligente, agudo, brillante y estudioso en extremo. ¡Pero por eso mismo nos tenía hasta la coronilla! –¿Cuál es el plan? –pregunté con vivo interés a mi hermano Carlos. –Es muy sencillo –respondió en forma maliciosa–: ¿te acuerdas de la cartelera que el prefecto colocó esta semana en el corredor? –¿La de algo referente a un viejo sabio que murió hace muchos años? –El sabio Mutis, que cumple doscientos años de muerto. Fue alguien muy importante, algo así como el primer sabio que tuvimos.

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17 Mi hermano Carlos es mucho más ágil y observador que yo. Somos gemelos, se supone que poseemos idénticas cualidades, pero él sacó la parte rápida y despierta del cerebro; yo, en cambio, recibí la parte lenta y perezosa. Él se llama Carlos, yo me llamo Tobías. –¿Cuál es el plan? –apuré. –Vamos a desafiarlo a un torneo sobre el sabio Mutis y la Expedición Botánica.

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Capítulo 4

El historiador Eliseo Cabañas era un hombre de mediana edad, jovial y agradable, a quien las gafas de alambre que usaba le daban un cierto aire frágil y doctoral. Su verdadera profesión era la de abogado, pero ejercía más como historiador aficionado y profesor universitario. A sus alumnos les caía bien, porque promovía debates apasionantes y los trataba con familiaridad. Las mañanas las dedicaba a dictar clases de leyes y de historia, las tardes las pasaba en su modesta oficina esperando clientes y adelantando los litigios que llevaba. Una pequeña placa en la puerta rezaba: “Eliseo Cabañas. Abogado de familia”. Esa era su especialidad. Ambas cosas le gustaban, la historia y los litigios judiciales, porque solía revolverlos. Los casos de herencias, sucesiones, testamentos, divorcios y toda suerte de enredos matrimoniales que caían en sus manos lo conducían muy a menudo a la historia de casas

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19 y apellidos ilustres, donde tocaba con las ramas de los más insospechados árboles de familia. Se divertía de lo lindo escarbando en los archivos parroquiales para probar la descendencia o el parentesco de algunos de sus clientes. Por andar en esta minucia, a menudo perdía los pleitos. El día que apareció su artículo, algunos alumnos alcanzaron a leerlo antes de salir de sus casas. Durante la clase le hicieron preguntas al respecto. Varios se sorprendieron al enterarse de que lo había escrito sin haber observado de manera directa el altorrelieve de mármol encontrado en los predios del Capitolio. –No hacía falta ir a verlo –les respondió con su voz pausada–. Por el sitio donde fue encontrado, y por la relación que Mutis mantenía con Linneo, deduzco que él era su dueño. A las dos de la tarde regresó a su oficina de abogado. No tenía secretaria, de modo que ocupó los primeros minutos en quitar el polvo del escritorio y ordenar un poco el desorden, pues era posible que algún cliente lo visitara. Ardía en deseos de escribir esa misma tarde el artículo prometido sobre Linneo y la libertad de América, pero le fue imperioso ocuparse de un caso en el que venía trabajando. A las cuatro de la tarde continuaba tecleando en su computador, sin poder acabar. Era casi seguro que tendría que dejar el artículo para el día siguiente, porque el periódico cerraba edición a las seis en punto. Tan abstraído estaba en el expediente que redactaba, que en un principio no escuchó los golpes que sonaron en su puerta.

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20 –Siga –dijo sin levantar la cabeza. Se abrió la puerta y entraron tres hombres vestidos con overoles propios de obreros de la construcción, cubiertos con cascos. Dos de ellos tenían el rostro curtido de las personas que trabajan en ese oficio, eran fuertes y achaparrados y llevaban en la cara los pelos de una barba de tres días. El tercero portaba gafas redondas, estaba bien rasurado y debajo de su overol dejaba ver una vistosa corbata, anudada al cuello de la camisa. Este fue el que se adelantó hacia Eliseo y le tendió una tarjetica en la punta de los dedos. Eliseo leyó:

Gilberto Rivas Castañón Viceministro de Cultura

La calidad del visitante le sorprendió. Se levantó ofreciéndoles la mano y preguntando: –¿En qué puedo servirles? El que se había identificado como viceministro de Cultura llevó la palabra de manera escueta: –Apreciado doctor Cabañas, estoy aquí por encargo de mi jefe, el ministro de Cultura. Nuestra visita tiene relación con el artículo que usted ha publicado esta mañana. Queremos pedirle que nos amplíe sus explicaciones acerca del altorrelieve de Linneo, pues creemos que nadie sabe tanto como usted de este

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21 asunto. Por supuesto que sus servicios recibirán la paga correspondiente. Eliseo sintió una oleada de orgullo. Era la primera vez en la vida que sus conocimientos históricos recibían semejante elogio. –Con todo gusto. Ustedes me indicarán cuándo. –Ahora mismo –dijo el viceministro. –¿Ahora mismo? –tartamudeó Eliseo, un poco sorprendido. –Sí, ahora mismo. El hallazgo amerita cierta urgencia. El memorial que escribía no estaba concluido aún, no había preparado las clases del día siguiente y ni siquiera tenía iniciado el artículo que pensaba enviar al periódico. Sin embargo, se dejó llevar por la emoción. –Esta bien, tengan la bondad de sentarse. –¿Sentarnos? –lo interrumpió el funcionario. –Sí –dijo Eliseo–. ¿No quieren que hablemos del altorrelieve? –Por supuesto que sí, pero la charla no sería aquí. Uno de los obreros había entrado a la oficina portando una bolsa de plástico cargada con algo. El viceministro se la quitó de las manos, para ofrecérsela a Eliseo. –Será mejor que se ponga esto, doctor. Eliseo la recibió y fue descargando los objetos que contenía encima del escritorio. Un casco, unas botas pantaneras, un overol. –¿Es necesario? –preguntó. –Es necesario –puntualizó el viceministro.

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22 Se puso el overol encima de sus propias ropas, después de despojarse del saco, cambió los zapatos por las botas pantaneras. Por último, se colocó el casco. Este y el overol le quedaron grandes. Tenía apariencia de astronauta cuando acabó de vestirse. Lo invitaron a seguirlos. Abajo los esperaba un vehículo oficial, un auto grande y negro. Se consumieron adentro. Quince minutos después el auto se detuvo en una calle lateral del Capitolio. Descendieron y entraron por una puerta improvisada en la cerca de láminas de aluminio que rodeaba las obras. Comenzaba a atardecer, el sol brilló por un momento en los cascos amarillos. Eliseo y sus acompañantes caminaron sobre un terreno encharcado, lleno de zanjas y montículos de tierra. En algunos lugares las botas se les deslizaban sobre el barro, estuvo a punto de caer varias veces. Por último llegaron a la torre del Observatorio Astronómico, donde los esperaba un grupo de personas. El más destacado entre todos era el ministro de Cultura en persona. Eliseo lo reconoció de inmediato porque había visto su cara en la televisión. Recordaba su cabeza totalmente calva. El grupo parecía tener urgencia de algo, pues a duras penas lo dejaron llegar. Simplemente lo saludaron, le estrecharon la mano y le rogaron que los siguiera. Eliseo caminó otra vez por un sector encharcado, con riesgo de caerse. –En este preciso lugar fue encontrado el altorrelieve –señaló el ministro al pasar.

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