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Liturgia fontal. Misterio – Celebración - Vida Jean Corbon Presentación del Card. Roger Etchegaray Prólogo de Félix Marí

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Liturgia fontal. Misterio – Celebración - Vida Jean Corbon Presentación del Card. Roger Etchegaray Prólogo de Félix María Arocena Solano Segunda edición actualizada

Prólogo Estos párrafos desean facilitar al lector el acceso a la que podríamos considerar la obra de madurez del teólogo del ecumenismo Jean Corbon († 2001). Las páginas de este libro no son de comprensión inmediata debido a la pleamar intelectual del autor, quien, por su misma trayectoria, incorporó en su persona y en su formación las fuentes litúrgicas y patrísticas provenientes del Oriente y del Occidente cristianos. Como introductores en España de su pensamiento teológico, nos felicitamos por la segunda edición castellana de su libro Liturgie de Source (1980). Este hecho pone de relieve, de una parte, cómo las páginas de este libro no han perdido un ápice de actualidad y, de otra, el interés suscitado por su lectura en el ámbito teológico de habla hispana. Interés que hemos podido constatar personalmente en diversos encuentros con personas de índole variada. Después de ponderarlo y consultar con algunos colegas, hemos resuelto modificar el título castellano que traduce el original Liturgie de Source en un empeño por reflejar con fidelidad la mente del P. Corbon. Esta segunda edición lleva por título «Liturgia fontal». Nos pareció advertir un consenso en que el adjetivo «fontal» refleja con mayor exactitud la concepción del autor sobre el Manantial del que brota la santa Liturgia. La línea conductora de este prólogo discurrirá sumariamente a través de los tres jalones desde los que el autor ha vertebrado su libro: el Misterio, la celebración y la vida. Se trata de una trilogía que refleja, aun antes de haber sido constatada por el Catecismo de la Iglesia Católica (cfr. CCE 1066 y 1068), la profunda unidad de la experiencia cristiana. 1. En primer lugar, como fuente de todo, el Misterio. La creación es la primera kénosis del amor de la Trinidad. El misterio envuelto en el silencio durante siglos hace su propia andadura durante el tiempo de las promesas. Su venida en la plenitud de los tiempos se manifiesta en la kénosis del Verbo encarnado hasta que su evento estalla en la «Hora de Jesús»: la Cruz y la Resurrección. En ese momento brota la Liturgia. La Ascensión es la celebración de esa liturgia eterna. Importa captar desde el comienzo que el evento de la Ascensión es el punto nuclear de la teología de Jean Corbon, hasta el punto de afirmar que «el misterio de la Ascensión es el impulso divino que sostiene nuestro mundo». En su Ascensión, Cristo celebra esa liturgia ante el Padre y la difunde en el mundo con la efusión del Espíritu. La Ascensión omnipotente no deja de arrancar a los hombres del reino de las tinieblas para llevarlos a la luz del Padre. Así, la Liturgia es el misterio del Río de la Vida que brota del Padre y del Cordero. La Liturgia es este gran Río en el que confluyen todas las energías y manifestaciones del Misterio, desde que el mismo Cuerpo del Señor, vivo junto al Padre, no cesa de ser donado a los hombres en la Iglesia para darles la Vida. En la Iglesia, la Liturgia concibe y da a luz al cuerpo del Cristo total. La Liturgia nutre a todos los hijos de Dios y no cesa de crecer en ellos.

El teólogo de Beirut transmite una idea sintética fundamental: desde que el Río de la Vida manó de la tumba, la Economía se ha convertido en Liturgia. Sí, la oikonomía es hoy leiturgia. Esta Liturgia inaugura los últimos tiempos. Es el Río de la vida que mana del trono de Dios y del Cordero, synergia del Espíritu y de la Esposa. 2. En segundo lugar, la celebración del Misterio. Si, como acabamos de ver, la liturgia eterna es el lugar donde se consuma la Economía de nuestra salvación, esa misma Economía se realiza con modos determinados en las celebraciones sacramentales de la Iglesia. Esas celebraciones son los momentos en que la divina Economía se hace Liturgia en el tiempo de la Iglesia. Estos momentos son posibles en cuanto irrupciones de un tiempo vivo, liberado de la muerte, en nuestro tiempo mortal. La celebración de la Liturgia es el lugar y el momento en que el Río de la Vida, escondido en la Economía, invade la vida del bautizado para deificarlo. Ahí, todo lo que el Verbo vive para el hombre se convierte en Espíritu y Vida. Para el P. Corbon, los elementos que conforman una celebración litúrgica son ocho: asamblea, ministros, espacio, tiempo, canto, acciones simbólicas, palabra de Dios leída en la Biblia, palabra de la Iglesia pronunciada por nosotros. No obstante, la Liturgia supera los signos en que se expresa. No es reducible a sus celebraciones, aunque esté toda entera en cada una de ellas. Pasa a través de la palabra humana de Dios, escrita en la Biblia y cantada en la Iglesia, sin jamás agotarse. La Liturgia está en su casa en medio de todas las culturas sin reducirse a ninguna de ellas. Incesantemente celebrada, nunca se repite: es siempre nueva. Los sacramentos son synergias en el interior del Cuerpo de Cristo. La Liturgia los transfigura como signos y los hace vivir como synergias en el Cuerpo de Cristo, único Sacramento. Los sacramentos son momento y lugar de la kénosis del Verbo y la Iglesia. En las celebraciones sacramentales, esta synergia del Espíritu y de la Iglesia se vive en el momento de la epíclesis. La epíclesis es momento de máxima densidad del silencio de la Iglesia y de la fuerza del Espíritu. Es oración pura y poder soberano. En cada sacramento se encuentra la triple energía del Espíritu: manifestar con la palabra, realizar con la acción, comunicar con el canto. Es una lógica que no puede deducirse, pero sí verificarse pastoralmente. 3. Y, por último, el tercer jalón: la vida; es decir, el acontecer existencial de los cristianos que han celebrado el Misterio en la santa Liturgia. Es cierto que la liturgia contribuye a que los fieles, en su vida, expresen y manifiesten a los demás el misterio de Cristo; pero con esto no queda dicho todo. Como ya señala el autor en el primer párrafo de la Introducción, la relación «liturgiavida» es una de las cuestiones más serias que puede plantearse un cristiano maduro. Jean Corbon abre su mente sobre este punto, especialmente, en el apartado «el misterio pascual de la misión»: la Iglesia no es distinta cuando celebra la Liturgia y cuando sus miembros la viven; es de otra manera. Así pues, tras la celebración, la Misión. La Misión es, ante todo, epifanía de Cristo a través de su Iglesia como nueva comunidad de Caridad. La última modificación del Ordo Missae (2008) se hace eco de esta realidad con unas expresiones para despedir a la asamblea que son sensibles a esta teología: «Glorificad al Señor con vuestra vida; podéis ir en paz». Para poner de manifiesto la proyección existencial inherente a las celebraciones, el autor apunta a una mistagogía que busca el significado de una celebración partiendo del significado original de su epíclesis. Puesto que un sacramento se distingue de otro por su epíclesis, ella misma será la que anime a continuación la vida de los que han celebrado.

En Liturgie de Source, la oración es el lugar donde el misterio de la Liturgia comienza a difundirse en la vida de los bautizados. Por eso, el autor dirá: «el movimiento de la oración es el movimiento mismo de la Liturgia»; y, años más tarde, el Catecismo dirá: «se entra en oración como se entra en la liturgia» (CCE 2656). A partir de la oración del corazón, la Liturgia se convierte en vida. Al adentramos en este punto, resulta difícil sustraerse a la cuestión de delimitar una realidad litúrgica de otra que no lo es. Aquí, la percepción del P. Jean es un punto de referencia: ciertamente, el Espíritu Santo y el discípulo de Jesús están en sinergia aun en el más leve movimiento del corazón creyente que responde tenuemente al amor de su Señor; pero ahí no se cumple toda la Economía de la salvación; esta se vive en los sacramentos. De ahí que el realismo místico de la divinización sea fruto del realismo sacramental de la Liturgia. La continuidad liturgia-vida se sublima en el éschaton. Tras la Parusía, la celebración del Misterio y su vida coincidirán para siempre. Vivir el Misterio equivaldrá a celebrarlo, del mismo modo que ahora celebrarlo significa penetrar en la eternidad. En la plenitud de los tiempos, nosotros estamos todos en Cristo; en la consumación de los tiempos, El será todo en nosotros. La Liturgia no es sino esta gestación del todo en todos. Al llegar al término de este recorrido a través de algunas de las claves de Liturgie de Source, confiamos en que el tenor de estas notas, tan concentradas, no mengüe toda la luz que desprende la obra que prologamos. Consideramos de justicia agradecer las sabias sugerencias del liturgista Juan Miguel Ferrer para la reedición de esta obra de Jean Corbon, así como la minuciosa tarea de revisión realizada por el presbítero Miguel Ángel Pardo: su estudio y meditación de Liturgie de Source le llevó a ofrecernos gentilmente una versión castellana adherida al texto original francés hasta en sus pormenores más sutiles. Finalmente, nuestro reconocimiento a la Editorial Palabra por haber emprendido la iniciativa de reeditar con toda solicitud este volumen. Félix María Arocena Facultad de Teología Universidad de Navarra

Nota sobre el autor Datos biográficos Jean Corbon es una de las figuras eclesiásticas más relevantes del área libanesa en la segunda mitad del siglo XX1. Nació en París el 29 de diciembre de 1924 y falleció en Beirut a consecuencia de un accidente de circulación en el atardecer del día 25 de febrero del 2001, víspera del inicio de la Cuaresma, cuando faltaba exactamente un mes para que celebrase sus bodas de oro sacerdotales. Con una confianza de niño en su Padre Dios, devoto de Santa María, J. Corbon se confesaba, desde su juventud, discípulo de Teresa de Lisieux. Cursó los estudios institucionales en el seminario de Conflans y, tras ser movilizado por la guerra, tomó parte en la campaña de Italia. Licenciado en S. Teología, estudió en el Instituto Bíblico de Roma y en el Instituto de Estudios Árabes de Manouba (Túnez). Llegó al Líbano en 1956 -país que ya nunca abandonaría-, movido por el interés, sentido ya desde sus años de estudiante, por entender mejor la riqueza espiritual y litúrgica de los cristianos árabes. Recibió la ordenación presbiteral en el rito bizantino, 1

La revista Proche-Orient Chrétien ha dedicado un fascículo especial a la figura del P. Jean Corbon, cfr. Proche-Orient Chrétien 52 (2002).

quedando adscrito a la eparquía greco-melquita católica de Beirut. Su ministerio, como sacerdote y teólogo, se centró prevalentemente en el campo ecuménico al servicio de la comunión en el punto de confluencia de las Iglesias de Oriente y Occidente. J. Corbon fue asiduo al «Círculo de San Ireneo» en Beirut, reuniones periódicas de oración que servían también para el mutuo conocimiento y en las que participaban varios archimandritas y catholikós armenios que, con anterioridad a la primavera ecuménica de 1961-1974, representaban la vanguardia del movimiento ecuménico en El Líbano. Durante el Concilio Vaticano II trabajó como traductor de los observadores teólogos del Concilio. Por aquellos años fue nombrado consultor del Secretariado para la Unión de los Cristianos. Durante un lustro fue miembro de la Comisión de la Fe en el Consejo Ecuménico de las Iglesias. En 1980 fue nombrado miembro de la Comisión Internacional para el diálogo ecuménico entre católicos y ortodoxos, cargo que mantuvo hasta su muerte. Fue miembro de la Comisión Teológica Internacional (1986-1996). En 1993, el entonces cardenal J. Ratzinger refirió la historia de cómo J. Corbon vino a ser asociado al equipo de redactores del Catecismo2. De ahí que, aunque sea todavía demasiado pronto para escribir una historia del Catecismo de la Iglesia Católica, al modo como lo ha hecho con el Catecismo Romano su más reciente investigador -el profesor P. Rodríguez3-, sin embargo, cuando llegue aquel momento, habrá que tratar de J. Corbon, como se trató del cardenal Guglielmo Sirleto y otros corredactores del Catecismo tridentino. Desde 1991 hasta 1998, formó parte del grupo de trabajo mixto entre la Santa Sede y el Consejo Mundial de las Iglesias. Profesor emérito de Liturgia y Ecumenismo en la Universidad del Espíritu Santo de Kaslik (Líbano) y del Instituto Superior de Ciencias Religiosas de la Universidad de S. José en Beirut. En el momento de su fallecimiento, era Secretario de la Asociación de Seminarios e Institutos teológicos de Oriente Medio, fundador de la revista «Correo ecuménico de Oriente Medio».

Publicaciones Liturgie de Source, su obra de madurez, vio la luz en París el año 19804. Antes, en 1977, había publicado L'Eglise des arabes (1977)5. Ambos libros han sido reeditados por Ed. Du Cerf en el año 2007. En 1963 escribió L'espérience chrétienne dans la Bible6, y Prière orientale des Eglises

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Cfr. J. Ratzinger - C. Schönborn, Introduction to the Catechism of the Catholic Church, San Francisco 1994, p. 23: «Después que resolvimos agregar una cuarta parte dedicada a la oración, buscamos un representante de la teología del Este. Puesto que no era posible asegurar como autor a un obispo, pensamos en Jean Corbon, que escribió su hermoso texto mientras Beirut permanecía cercada, en medio de una situación dramática, al abrigo de un sótano durante los bombardeos de la aviación». Sobre el pensamiento de J. Corbon en torno a la oración cristiana: J. Corbon, Liturgia y oración, Ed. Cristiandad, Madrid 2004, 119-179. 3 Cfr. Catechismus Romanas seu Catechismus ex Decreto Concilii Tridentini ad Parochos Pii Quinti Pont. Max. Iussu Editas, ed. crítica preparada por P. Rodríguez, Editrice Vaticana-Ediciones Universidad de Navarra 1989. 4 Hasta el presente, que sepamos, este libro ha sido traducido a siete idiomas (alemán, italiano, español, catalán, inglés, portugués y árabe). Resulta significativo que este libro aparezca citado, 21 años después, en la bibliografía general que incluye el reciente ensayo litúrgico del entonces cardenal J. Ratzinger, Einführung in den Geist der Liturgie (cfr. trad. española J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia. Una introducción, Madrid 2001, 251). 5 Éd. du Cerf, París 1977. Existe una traducción al árabe que data de 1980, realizada por el patriarca Ignacio IV Hazim. 6 Ed. Desclée de Brouwer, París 1963. Traducido hasta hoy al italiano, español, portugués e inglés.

(1974-1975)7. Más recientemente, había redactado el capítulo 24 del libro «El Cristianismo hacia su historia en el Oriente Medio», libro muy querido para él y que deseaba ver publicado el día 25 de marzo, coincidiendo con el 50 aniversario de su ordenación presbiteral. Al lector de Liturgie de Source, que sea buen conocedor del Catecismo de la Iglesia Católica, le llamará la atención ver entre ambos volúmenes una sistemática y unas expresiones en cierto modo paralelas, especialmente cuando se trata de «la oración cristiana»8. Una lectura atenta revelará cómo algunos argumentos del libro, escrito doce años antes de la aparición del Catecismo, tienen en él su manifiesto correlato9. Tres años después de su fallecimiento, Ed. Beatitudes publicó Cela s'appelle l'aurore - Homelies liturgiques, con un prólogo de Olivier Clément10. Se trata de un conjunto de homilías que pronunció a lo largo de varios años, siguiendo el curso celebrativo del Año litúrgico bizantino. A petición de muchas personas, estas homilías fueron recopiladas y anotadas según su deseo, asumiendo él mismo su posterior revisión y corrección. Un extracto de este libro fue publicado en Italia por la Ed. Qiqajon en el año 199711. Jean Corbon era, además, colaborador en revistas de teología oriental (Proche-Orient Chrétien, Irenikon, Istina...). Por lo que respecta a la edición de la obra de Jean Corbon en lengua castellana, existen hasta ahora dos publicaciones. La primera, «Liturgia fundamental», que ahora se reedita en Ed. Palabra con el título «Liturgia fontal». Su primera versión castellana data del año 2001 y se tituló Liturgia fundamental Misterio, Celebración, Vida12. En las páginas precedentes hemos presentado un prólogo a esta reedición. La segunda es «Liturgia y oración»13. Este último libro consta de dos partes: la primera recoge tres conferencias que tienen como común denominador el haber sido dictadas por J. Corbon en el Instituto de Liturgia de la Facultad de Teología de la Universidad del Espíritu Santo en Kaslik (Líbano) y publicadas las tres en Proch-Orient Chrétien. A esta primera parte siguen tres 7

Éd. Parole de Vie, Beyrouth (1974-1975); obra en 4 volúmenes. Decimos «sobre todo» porque la colaboración de Jean Corbon en el Catecismo ha sido muy amplia, como ha explicado el cardenal Schonborn, que fue secretario de la Comisión de redacción del Catecismo de la Iglesia Católica (cfr. Ch. Schonborn, Aportación de una sensibilidad oriental a los documentos de la Iglesia católica, en J. Corbon, Liturgia y oración, Ed. Cristiandad, Madrid 2004, 227-242). 9 Nos referimos a una serie larga de temas puntuales, como son el combate de la oración (cap. 15: «La epíclesis del corazón» - CCE 2725), el corazón en tanto en cuanto altar de la oración (cap. 15: «El altar del corazón» - CCE 2655), la descripción misma del corazón como el lugar del encuentro auténtico consigo mismo, con los demás, pero sobre todo con Dios vivo (cap. 15: «El lugar del corazón» - CCE 2563)... Pero, más que esto, el capítulo 8 de este libro (El Espíritu Santo y la Iglesia en la Liturgia) y la sección Spiritus Sanctus et Ecclesia in liturgia (CCE 1091- 1109). Aquí se arroja una luz nueva sobre un aspecto de la tradición pneumatológica de la Iglesia que ha permanecido en la penumbra para muchos. Observemos que, incluso desde el punto de vista de la longitud, esta sección se desarrolla más extensa y prolijamente que las secciones relativas al Padre y al Hijo. El lector comprobará cómo aquí la pluma de Corbon se halla notoriamente en evidencia. Si se objeta por qué el Catecismo omite el término synergia, tan frecuente en Corbon, diríamos que se trata de un término demasiado técnico y de historia controvertida (cfr. Diccionario de Espiritualidad (1990) 1412-1422). 10 J. Corbon, Cela s'appelle l’aurore - Homelies liturgiques, París 2004, 498 pp. 11 J. Corbon, La gioia del Padre, Monastero di Bose 1997, 144 pp. 12 J. Corbon, Liturgia fundamental - Misterio, Celebración, Vida, Madrid 2001, 267 pp. 13 Ed. Cristiandad, Madrid 2004, 246 pp. 8

artículos: dos de ellos fueron publicados en las revistas Communio y Nouvelle Revue Théologique, respectivamente, y el tercero corresponde a una ponencia en el Simposio sobre «El Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo» organizado por la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra en el año 1998 al que el autor estaba invitado y, sin embargo, no pudo asistir, limitándose a enviar por correo su texto escrito, que fue publicado al año siguiente en las Actas de aquel Simposio14. Liturgia y oración incluye, como apéndice, la conferencia del cardenal C. Schönborn, pronunciada en marzo del 2002 con ocasión del Coloquio internacional en memoria del P. Jean Corbon, celebrado en Beirut. La relación del arzobispo de Viena, a la vez que constituye un testimonio de primera mano sobre los trabajos del Catecismo, contiene un rendido homenaje al ecumenista libanés. *** No estamos, pues, ante un liturgista en sentido estricto, sino ante un teólogo del ecumenismo con vastos conocimientos de teología litúrgica y eclesiología, que se ven favorecidos por la coyuntura de vivir allí donde convergen las dos grandes tradiciones de la Iglesia. En la vida de J. Corbon vemos reflejado, como en un espejo, el progreso del movimiento ecuménico en Oriente Medio, desde su implantación germinal, a finales de los años cincuenta, hasta los hitos más recientes protagonizados por Juan Pablo II y Benedicto XVI en sus viajes apostólicos, de intenso acento ecuménico. Félix María Arocena

Presentación Esta obra comienza con un vocabulario. El padre Corbon ha tenido razón al preverlo; pero es necesario reconocer que la necesidad de este vocabulario no es honroso para nosotros, cristianos occidentales. En el fondo, prueba que ya no somos capaces de entender el lenguaje que era común a los cristianos durante los primeros siglos; que por muchos siglos nos hemos aislado en un cristianismo latino muy racional y jurídico. Nuestros hermanos orientales dan más importancia que nosotros a la Liturgia. Se alegraron mucho al ver que el Concilio Vaticano II comenzó sus trabajos con una reflexión sobre la Liturgia. Una gran reforma litúrgica se ha llevado a cabo en la Iglesia latina después del Concilio. Pero, como advierte el padre Corbon, los animadores de la renovación litúrgica a veces se limitan a dirigir sus esfuerzos hacia la parte exterior de la celebración y no nos ayudan a penetrar verdaderamente en el Misterio litúrgico. Este ensayo sobre el Misterio de la Liturgia puede permitir a los fieles de nuestras diferentes Iglesias encontrarse en la «fuente». El Misterio es el acercamiento original del Nuevo Testamento, de la Iglesia primitiva, de la Iglesia de los Padres. Debe darse de nuevo según el soplo del Vaticano II, donde todo se renovó partiendo de allí.

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Las fuentes de los seis capítulos de este libro son las siguientes: J. Corbon, L’Office divin dans la Liturgie byzantine: dimensions spirituelles, théologiques et ecclesiales, Proch-Orient Chrétien 35 (1987) 235-250; Îd., Sainte Marie Mère de Dieu dans l'économie sacramentelle et dans la vie chrétienne, Proch-Orient Chrétien 45 (1995) 10-25; Íd., L’année liturgique byzantine. Structure et mystagogie, Proch-Orient Chrétien 38 (1988) Í8-30; Îd., Le prière chrétienne dans le Catéchisme de l'Eglise Catholique, Nouvelle Revue Théologique 116 (1994) 3-26; Íd., Orar en la Trinidad santa, Revista Internacional Communio 22 (2000) 190-207; ín La oración cristiana, Scripta Theologica 31 (1999/3) 733-747.

Siendo «fuente», la Liturgia se extiende a todas las dimensiones del Misterio y asume, salva y deifica todo lo humano, desde lo más profundamente personal hasta lo más manifiestamente comunitario. Y esta «Energía» del Río de Vida, que en la Liturgia se convierte en «sinergia» del Espíritu y de la Iglesia, pasa precisamente a través del «lugar» y del «momento» de nuestras celebraciones. La insistencia sobre la unidad de la Liturgia y la vida caracterizará el diálogo teológico sobre este tema en la «Comisión mixta católico-ortodoxa para el diálogo teológico», que Juan Pablo II y el Patriarca ecuménico Dimitrios acordaron con ocasión de su encuentro el 30 de noviembre de 1979. Este libro podrá asombrar a algunos. Cuando los dos polos del alma de la Iglesia indivisa se redescubren, uno no puede dejar de sorprenderse ante el otro. Liturgia fontal, que se sitúa en el origen siempre actual de la Tradición indivisa, no puede eximirse de este asombro. El acercamiento a la Liturgia parte del Misterio, no descuida las condiciones de la encarnación, pero las ilumina desde su interior para transfigurarlas. Desde el primero de los encuentros de la Comisión que llevaron al levantamiento de las excomuniones (7 de diciembre de 1965), es este acercamiento a partir del Misterio lo que impresionó a los interlocutores católicos de sus hermanos ortodoxos. Este libro desearía ayudar a tales redescubrimientos profundos, a través de la experiencia eclesial de la Liturgia. Agradecemos al padre Corbon ser nuestro guía para remontamos hasta la Fuente. Cardenal Roger Etchegaray

Introducción En la primavera litúrgica que hoy experimentan la mayor parte de las Iglesias, hay una cuestión a la que no pueden sustraerse los jóvenes, los adultos, los educadores y los mismos pastores: ¿las celebraciones, por vivas que sean, transforman la vida de los cristianos?; ¿dónde se encuentra la unión vital -y, a la inversa, el divorcio- entre Liturgia y vida? Esta pregunta es una de las más serias que puede hacerse un cristianismo maduro. No lo es menos para la Comunión de las Iglesias, porque, en esta primavera, la unidad parece delinearse a partir del misterio de la Liturgia. Este libro desearía ayudar a encontrar la unidad entre la Liturgia y la vida en Cristo, más allá de los paralelismos o de las divergencias que se imaginan indebidamente. Se tratará de un descubrimiento orante de la Liturgia fontal, más que de una investigación erudita. Nos guiará la experiencia de la Iglesia, inseparablemente litúrgica y espiritual, personal y comunitaria, a la luz de la Biblia y de los Padres. Esto quiere decir que la inspiración de estas páginas es también ecuménica. Toda tradición eclesial podrá reconocerse en la Tradición común e indivisa. Aunque las alusiones a la tradición bizantina son más frecuentes, hemos procurado mantenemos al nivel original en que las liturgias de Oriente y de Occidente viven la Liturgia cristiana15. Un símbolo iluminará nuestro descubrimiento progresivo: el del Río de Vida (Ap 22, 1 ss). ¡Que el lector pueda dejarse transportar por su corriente lenta y profunda! Aquí más contemplativo,

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En una obra anterior, L’Église des Arabes (collection «Rencontres», Editions du Cerf, 1977), prometimos desarrollar algún aspecto de la teología vivida por las Iglesias de Antioquía. Este es un primer ensayo.

allá más didáctico, cada capítulo podrá revelarle el misterio de la Fuente: esta no deja de ser la misma, pero el Agua viva que mana de ella es siempre nueva.

Vocabulario litúrgico En este libro, donde el misterio de la Liturgia se contempla desde su interior, no se encontrarán términos eruditos propios de la Teología especulativa o de las ciencias humanas. No obstante, la revelación bíblica, actualizada por la experiencia espiritual de la Iglesia primitiva, no puede dejar de expresar la novedad de la Liturgia con un vocabulario nuevo. Estos términos no pueden ser traducidos, sin ser traicionados, a nuestras lenguas modernas, basadas más en el objeto que en el Misterio, más descriptivas que simbólicas. Los viejos odres del vocabulario racional no pueden contener y comprender las Realidades nuevas sugeridas por palabras como Cristo, Espíritu Santo, Evangelio, Pentecostés, Iglesia, Bautismo, Eucaristía... Debemos, pues, superar el umbral de ciertos términos, bíblicos y patrísticos, para participar en el Misterio que revelan. La renovación litúrgica nos ha familiarizado ya con la mayoría de ellos. Aquí mencionamos los más frecuentes e importantes, aunque vienen explicados en el texto cuando aparecen por primera vez. El lector no tendrá ninguna dificultad para dejarse impregnar por ellos: si el Evangelio nos revela el Reino mediante parábolas, la Liturgia nos lo hace vivir a través de símbolos. Ágape: El último y más bello Nombre divino del Nuevo Testamento: «Dios es Ágape» (1 Jn 4, 8). Amor de dilección, de pura gracia, sin determinismo, vivificante, que hace amable y lleva a participar en la Comunión de la Trinidad Santa. Por esto, el misterio de la Iglesia es Ágape, y su realidad litúrgica, la Eucaristía, se llama también Ágape. Anámnesis: «Hacer sugir el recuerdo, hacer memoria». En la celebración litúrgica, la Iglesia hace memoria de todos los acontecimientos salvíficos realizados por Dios en la historia, cumplidos plenamente en la Cruz y la Resurrección de Cristo. Pero este Acontecimiento pascual, sucedido una vez en la historia, es ahora contemporáneo de cada instante de nuestra vida: Cristo, porque está resucitado, ha traspasado el muro del tiempo mortal. Se trata, pues, de un «memorial» absolutamente nuevo. Somos nosotros quienes recordamos, pero la Realidad no está en el pasado, está aquí: la memoria de la Iglesia se hace presencia. Es todo el realismo del Acontecimiento de la Liturgia. Anáfora: «Llevar hacia lo alto». Toda celebración litúrgica es anáfora porque participa del movimiento actual de la Ascensión del Señor (cfr. capítulo IV). De modo más preciso, es el movimiento central de la Eucaristía (la «Plegaria eucarística» de la liturgia latina), que une la acción de gracias, la anámnesis, la epíclesis y la intercesión. Doxología: Al mismo tiempo, «cantar la Gloria» de Dios y «profesar la fe» de la Iglesia. «La Gloria de Dios es el hombre viviente», pero «la Gloria del hombre es Dios» (San Ireneo de Lyon). La Economía de la salvación del hombre llega a ser doxología en la Liturgia. Economía (cfr. Ef 3, 9): Más que la «historia de la salvación», es la dispensación, la sabia ordenación por etapas, de la realización del Misterio que es Cristo. Desde Pentecostés, la Economía se ha convertido en Liturgia, porque ha aparecido la respuesta, la Sinergia (ver más abajo) del Espíritu y de la Iglesia. Energía: Término más fuerte que acción u operación, expresa el poder de la vida, aquí, la del Dios Vivo, especialmente, la del Espíritu Santo. Cuando la energía del hombre, suscitada por el

Espíritu, está unida a la de Dios, tenemos la Sinergia (ver más adelante). La Liturgia es esencialmente Sinergia del Espíritu y de la Iglesia (cfr. capítulo VIII). Epíclesis: «Llamada sobre». Es la «invocación» al Padre para que envíe su Espíritu sobre lo que le ofrece su Iglesia, para que la ofrenda sea transformada en Cuerpo de Cristo. Es el momento central de toda anáfora sacramental, la eficacia nueva de la Liturgia. Los ministros ordenados están, sobre todo, al servicio de la Epíclesis, como siervos del Espíritu que actúa poderosamente. Término muy importante en todo este libro. En la Epíclesis se realiza la más poderosa sinergia de Dios y del hombre, tanto en la celebración como en la liturgia vivida. Kénosis: cfr. Flp 2, 7. El verbo «se vació de sí mismo» o «se anonadó a sí mismo» ha pasado a ser un sustantivo en español. El Hijo permanece Dios al encarnarse, pero se despoja de su Gloria hasta el punto de ser «irreconocible» (cfr. Is 53, 2-3). La kénosis es el modo propiamente divino de amar: hacerse hombre hasta el final sin imponerse ni obligar. Se trata, ante todo, de la kénosis del Verbo en la Encarnación, pero llega a su culmen en la kénosis del Espíritu Santo en la Iglesia, y esta revela la del Dios vivo en la creación. El misterio de la Alianza está bajo el signo de la kénosis: cuanto más profunda es, más total es la unión. Nuestra deificación es el encuentro de la kénosis de Dios y la del hombre; de aquí la exigencia fundamental del Evangelio: seremos uno con Cristo en la medida en que nos «perdamos» a nosotros mismos por El. Ver también capítulo I, nota 5, y capítulo VI, nota 6. Koinonía: Término frecuente en los escritos de san Pablo y de san Juan: la «comunión» del Espíritu Santo que nos une al Padre por Jesucristo. Es participación en la vida divina. La Iglesia es esencialmente Koinonía. Cfr. Ágape. Mistagogía: «Acción de conducir hacia el Misterio» o también «acción por la que el Misterio nos conduce» (cfr. capítulo X, nota 11). Emplearemos raramente este término. Los capítulos XI y XII son mistagogías, iniciaciones al misterio celebrado, a partir de la Epíclesis propia de cada sacramento. Sinergia: Con Epíclesis, es uno de los términos clave de este libro (cfr. capítulo II, nota 5, y capítulo VIII, nota 1). Literalmente significa «co-acción», energías conjuntas. Este término, clásico en los Padres, intenta expresar la novedad de la unión de Dios con el hombre en Jesucristo, más precisamente de la Energía del Espíritu Santo que impregna desde dentro la Energía del hombre y le conforma con Cristo. Todo el realismo de la Liturgia y de la deificación radica en esta Sinergia. Ver también Energía, Economía, Epíclesis y Kénosis. Tiempo: Término corriente, pero que la revelación bíblica y la experiencia litúrgica transfiguran. La Economía de la salvación comprende varios «tiempos»: el principio de los tiempos; el desarrollo de los tiempos (partiendo de la Promesa); la Plenitud de los tiempos (cfr. Ga 4, 4); los últimos tiempos (o tiempos «escatológicos»), que son los tiempos de la Iglesia y de la Liturgia sacramental; finalmente, la consumación de los tiempos (la segunda Venida del Señor). Ver también capítulo VI, nota 6. El vocabulario bíblico distingue también «momentos» dentro de los tiempos de la Economía (cfr. capítulo IV, notas 2 y 3). Sobre los tiempos nuevos inaugurados con la Resurrección de Cristo y su celebración sacramental, ver el capítulo XIII.

En el brocal del pozo El hombre tiene sed y busca su agua donde piensa que puede encontrarla. En su caminar errante, sin horizonte ni escapatoria, excava un pozo cada vez que planta su tienda. La maravilla es que la historia de su salvación comienza siempre ahí. «Encontramos continuamente a los Patriarcas

tratando de excavar pozos»16. Nosotros somos estos patriarcas que recorremos una tierra prometida, extranjeros en nuestra propia heredad. Junto a su pozo, cada uno construye un altar a su dios: su religión, su ideología, su dinero, su poder. El hombre tiene sed, ¿cómo no excavar allí donde piensa que encontrará agua? También las negaciones de nuestro inconsciente ateo descubren nuestra nostalgia. «Dicen que no tienen sed. Dicen que no es una fuente; dicen que no es agua; dicen que no es la idea que ellos mismos se forjan de una fuente y del agua. Dicen que el agua no existe...»17. Pero este hombre, tan seguro de sí mismo, no puede dejar de esperar: dejar de tener sed sería ya el letargo de la muerte. Pues bien, no duerme Aquel que excava, que ahonda en el hombre la sed y la espera. Es Él antes que nadie quien tiene sed y quien se pone en camino para buscarnos, hasta alcanzamos en el brocal de nuestros pozos irrisorios. «Sal de estos pozos y recorre toda la Escritura buscando pozos y llega a los Evangelios. Encontrarás aquel pozo en cuyo brocal nuestro Salvador descansaba, después de la fatiga del viaje, cuando llegó una samaritana que quería sacar agua de él...» 18. Es en el brocal del pozo donde Él nos espera y el diálogo termina siempre, a través de nuestros subterfugios y de nuestras agresividades, en la cuestión ineludible del templo, del lugar de encuentro entre Dios y el hombre, del agua y de la sed. «Ni sobre esta montaña ni en Jerusalén»; ¿dónde está, pues, el lugar de la Liturgia nueva, ese lugar inagotable donde la vida encontraría de nuevo su Fuente?19 Para algunos, se trata solo de pozos, sus pozos. ¿La fuente de agua viva? «La han olvidado, para excavarse cisternas agrietadas que no retienen el agua» (Jr 2, 13). Así, para los activistas de la caridad, el Evangelio es acción y debe ser tomado en serio: el Lázaro de la parábola está a nuestra puerta, ¿cómo podrían perder el tiempo en el banquete simbólico de los malvados ricos? Existen también los puros de la lucha de clases: rechazan entrar porque sería un engaño compartir el Agape con los pecadores que oprimen al pobre fuera del templo. Existen, finalmente, los místicos solitarios, con alergia a cualquier celebración: Cristo habría superado la cuestión proponiendo el culto «en espíritu y en verdad»; a los ángeles no se les plantean problemas de fuente. En el brocal del pozo, el Señor espera también a las samaritanas de la Nueva Alianza. Ellas han oído que la fuente existe y la buscan, pero han olvidado que mana de Aquel que, a su vez, les pide de beber. La fuente ha llegado a ser un espejismo. Aquí están los fabricantes de liturgia y compositores incansables: fascinados por la vida y deseosos de autenticidad, inventan cada vez la celebración de su propia vida. Allí están los enamorados de lo arcaico y los puristas de la forma: el camino hacia la fuente les basta, ya que, durante siglos, guió a los creyentes. En este mismo camino seguro encontramos a los que se evaden del valle de lágrimas: olvidando por un instante la vida, se sumergen en la liturgia celestial... pero ¿cuál? Quedan, y son, sin duda, la mayoría de los fieles, los que no se hacen tantas preguntas y pasan sencillamente del sábado a la Resurrección. Su adhesión al domingo y a su Eucaristía pascual es asombrosa, cuando se advierte que no saben decir ni siquiera el porqué. Es el «porqué», mordaz 16

P. Claudel, Le Pére humilié, acto II, escena 2. Orígenes, Homilía XIII sobre el Génesis. 18 Orígenes, Homilía XII sobre Números. 19 Aquí y a lo largo de toda la obra, en vez de «fuente» podría usarse «manantial» [N.d.T.]. 17

e insidioso, que plantean tantos jóvenes a sus padres practicantes: ante las respuestas insatisfactorias, por legalistas o moralizantes, viene la desafección, lógica para los jóvenes, dolorosa para los adultos. Pero ni unos ni otros pueden expresar lo que la Liturgia significa en su vida. Hay, finalmente, otro asombro, el de estos mismos jóvenes cuando, por la casualidad de un encuentro, participan en una celebración viva, abierta al misterio. «Si fuese siempre así, confiesan, estaríamos dispuestos a retomar el camino de la Iglesia». Pero, para eso, se intuye, sería necesario que la fe fuese profundizada de otra manera y redescubriera con evidencia y convicción lo que es la vida y lo que es la Liturgia... evidencia que quizá no es lo bastante resplandeciente en sus mayores. Separada así de la fuente, la celebración litúrgica se alza como un todo en sí misma, sin unión vital con el antes y el después. Ante su extrañeza, unos vuelven la espalda para volver a la vida, a su vida. Otros se obstinan en cruzar el umbral de lo extraño para que su vida se desvanezca en ella un momento o para dramatizar su experiencia. Para los primeros, la liturgia es insignificante porque quieren permanecer en la realidad de la vida; pero ¿qué vida? Para los segundos, la vida debería encontrar su sentido en la Liturgia; pero ¿qué liturgia? El hiato permanece, la distancia no es superada. Sin embargo, la unidad entre Liturgia y vida nos ha sido ofrecida -«¡si conociéramos el don de Dios!»-, pero debe ser descubierta y vivida. Si es ignorada o rechazada, es porque no ha sido alcanzada en su fuente; y esto, por múltiples causas que no dependen por entero de la calidad de la celebración. Justamente una de estas causas podría muy bien ser la confusión, poco discernida, entre Liturgia y celebración litúrgica. Esta confusión es común a los que practican su fe y a aquellos que han dejado de hacerlo. Alcanza también a fervientes animadores de la renovación litúrgica: dirigen todos sus esfuerzos hacia la celebración, sus formas, sus expresiones, la vida de la asamblea, los textos y los gestos, el canto y la participación viva de todos; y esto es necesario. Pero olvidan a veces lo que se celebra, como si se diera por supuesto. ¿Cómo extrañarse, pues, de que, tras tantos esfuerzos, la Liturgia no incida en la vida? Se han renovado los canales, sí, pero ¿y la Fuente? Da la impresión de que el punto de partida, en unos y otros, se limita al fenómeno litúrgico. Pero ¿por qué no partir, desde el principio, de la realidad escondida: el Misterio litúrgico? Es posible que cierta teología sacramental, herencia legítima de largos siglos de reflexión, pese sobre esta cuestión. En Occidente, sobre todo desde el siglo XVI, se ha privilegiado la noción de eficacia en los sacramentos. Es una adquisición, y no se trata de renunciar a ella. En nuestros días se es más sensible a la noción de signo; el movimiento litúrgico moderno le debe lo mejor de sus adquisiciones pastorales y espirituales. Pero limitarse a esta categoría encierra irremediablemente en el ámbito de la celebración. Volvamos a Orígenes. Antes de hablar de nosotros y de nuestra celebración, comencemos por escuchar a Aquel que celebra y que es celebrado. Para evitar ponernos de nuevo a excavar nuestros pozos, acojamos a Aquel que nos ofrece la Fuente. «Porque el Verbo de Dios está aquí y su obra actual es la de remover la tierra del alma de cada uno de vosotros, para hacer manar vuestra fuente. Esta fuente está en vosotros y no viene de fuera, como el Reino de Dios que está dentro de vosotros»20. Antes que ser una celebración, la Liturgia es un acontecimiento. La 20

Orígenes, Homilía XIII sobre el Génesis.

cuestión no es tanto celebración y vida como Liturgia y Vida. El acontecimiento total de Cristo es de otra amplitud y profundidad: es el Misterio.

1. El misterio de la liturgia I. El misterio escondido durante siglos (Ef 3, 9) «El ángel me mostró el Río de Vida, límpido como cristal, que manaba del trono de Dios y del Cordero. En medio de la plaza, a un lado y al otro del río, hay Árboles de Vida que fructifican doce veces, una vez cada mes. Y sus hojas pueden curar a las gentes» (Ap 22, 1-2). En esta última visión, el vidente de Patmos vislumbra la indescriptible Energía de la Trinidad Santa en el corazón de la Jerusalén mesiánica, esta Iglesia de los últimos tiempos donde nos encontramos. Si nos dejamos empapar por el Río de Vida, nosotros nos convertimos en árboles de Vida: nos arrebata el Misterio que ese Río simboliza. Sí, es el Misterio por excelencia, aquel en el cual san Pablo contempla todo el designio de salvación realizado por el Dios Vivo en la historia. También a nosotros, en el umbral de su consumación, se nos concede comprender, mediante la fe, su principio y su desarrollo. Porque se manifiesta, se realiza y se comunica según una Economía sabiamente ordenada, en los tiempos y momentos fijados por el Padre21. Del seno del Padre, de las profundidades escondidas de las que manará el Río de Vida en el principio de los tiempos, nada podríamos decir, si el Hijo único no nos lo hubiese revelado (Jn 1, 18). Pues es el Misterio «envuelto en silencio durante siglos eternos» (Rm 16, 25), y «nadie conoce quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Lc 10, 22). Según la feliz fórmula de los Padres y de los Concilios de los primeros siglos, solo mediante la Economía se entra en la Teología: la Trinidad Santa no se nos revela, sino a través de su Designio de amor realizado en favor de los hombres y con ellos. Al final de este libro y según otra expresión patrística22, resultará también evidente que solo en la Liturgia se vive la Teología: «Conocerte a Ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3). Aquel que es engendrado antes de todos los siglos nos introduce en el Misterio: el Dios vivo y verdadero es Padre. Porque Aquel que es la fuente creadora de todo lo que existe es eternamente fuente en el corazón de la Trinidad. El Padre es Fuente del Verbo que expresa y del Aliento que espira. Pero es Fuente de Comunión: su Hijo es todo hacia él, ofreciéndole en su resplandor todo lo que él es y que es engendrado por el Padre; su Espíritu es todo de él, devolviéndole en su Acogida el Don que él es y que procede del Padre. En la Comunión de la Trinidad Santa, ninguna persona es nombrada para sí misma. Ni en sí ni para sí, términos que entre nosotros son signos de sequedad y de muerte. En la Comunión del Dios vivo, el misterio de cada persona es ser para el Otro: «Oh, Tú». El Padre es omnipotente antes de todos los siglos, porque es Fuente de Don y de Acogida. Así, la Trinidad una y adorable es Comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu. Aquí está la Vida en su manar eterno: el Río de Vida, contemplado por Juan en el corazón de la historia, es Energía de Amor antes de que el mundo fuese. Sí, el Río misterioso que es la Comunión divina es una efusión de Amor entre los Tres. Esta es la Vida eterna.

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Ef 3, 9. La Economía, es decir, la distribución, el ordenamiento por etapas de la realización del Misterio de Cristo. 22 Especialmente, en san Máximo el Confesor.

Cada Persona es Don y Acogida, sin variación, pero tampoco inmóvil. Impulso enamorado del Otro pero en la transparencia pura, Alegría donada gratuitamente y acogida libremente... Flujo y reflujo de la Comunión, este ritmo del Amor del que desborda el Amor, ningún ser vivo puede acercarse a él, si no es rasgando el velo de lo que es mortal. El corazón del hombre no puede contener esta Alegría inefable hasta que haya roto el último apego a sí mismo. Este Río es Amor, pero de un Amor que no ha llegado al corazón del hombre. Este Río es Vida, pero de una Vida que no mana del corazón del hombre. Porque este Río, esta Energía es Totalmente-Otro: es la efusión de nuestro Dios tres veces Santo. Por ser Totalmente-Otro, nuestro Dios es Santo: «Santo, Santo, eres todo Santo, Tú, tu Hijo único y tu Espíritu Santo»23. La Comunión trinitaria es Río de Vida, o, lo que es lo mismo, Amor, porque es Santa. Cuando Jesús nos revela que «quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mi causa, la salvará» (Lc 9, 24), esta palabra del Verbo es infinitamente más que una máxima de sabiduría, ella nos sumerge en la fuente del Río de Vida, de Amor y de Santidad. Y, cuando esta corriente de Amor llegue a desbordarse, esta manifestación de la Santidad escondida se llamará su Gloria: la Economía de la Salvación y nuestras anáforas eucarísticas comienzan por aquí24. En el principio No podemos entrar en la luz de la visión de Juan más que superando el reparo de las especulaciones teístas y racionales sobre la creación. En la corriente del Río de Vida, la explosión de lo creado en la luz es el primer momento de lo que nuestra fe llama Tradición, mejor, la santa y viva tradición. En el principio, la Comunión de Amor de la Trinidad Santa se entrega. Es este don el que es Principio. El Padre entrega su Verbo y su Aliento, y todo es llamado a la existencia. Todo es don Suyo, manifestación de su Gloria: nada es sacro o profano, todo es pura efusión de su Santidad. Nuestro Dios no hace esto o aquello como la Causa primera del dios de los filósofos: se da en todo lo que es, y eso es porque Él mismo se da. Dice y eso es, ama y eso es bueno, se da y eso es bello. Pero, en esta primera creación, la Trinidad Santa está oculta. La Tradición es, desde su origen, el misterio de un Amor desgarrado. El Padre se entrega, pero ¿quién le acoge? Su Palabra es dada, pero ¿quién responde? Su Espíritu es derramado, pero todavía no es compartido. La creación es puro Don, pero aún en espera de Acogida. En este principio, lo ignoramos tan a menudo, el Dios vivo vive su primera kénosis25: su Amor se revela en ella, pero en la penumbra de una promesa ignorada. Entonces aparece el hombre26. Porque Dios es Santo, llama al hombre a ser «a su imagen»27. Hombre y mujer: esta criatura única es esencialmente propuesta, no impuesta, la única que no está hecha, sino siempre por nacer, el lugar de la más profunda kénosis del Dios vivo porque es el tesoro de su más grande amor. Según el poema litúrgico de la creación del hombre, Dios no dice: «¡Que el hombre sea!», como lo hace con todas las demás criaturas, sino: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gn 1, 26). En esta decisión se encuentra todo el riesgo

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Anáfora de San Juan Crisóstomo, inmediatamente después del canto del Sanctus. Cfr. el sentido del triple «Sanctus» (Is 6) como preludio de la gran anámnesis de la plegaria eucarística. 25 Cfr. Flp 2, 7. «El verbo griego kenóo significa literalmente vaciarse de sí mismo. De lo que Cristo se ha despojado libremente no es de la naturaleza divina, sino de la gloria que le corresponde por derecho, que poseía en su preexistencia, y que debería reflejarse en su humanidad. Él ha preferido privarse de ella, para recibirla solo del Padre como recompensa por su sacrificio» (Biblia de Jerusalén). 26 Anunciador del «Entonces aparece Jesús» en Mt 3, 13. 27 Cfr. la relación entre la santidad divina y la creación del hombre en las anáforas orientales. 24

y la espera del Amor que se entrega: el hombre es llamado, pero ¿será él la acogida, la respuesta, el cara a cara del Rostro adorable? El Río de Vida está recorrido, en efecto, por un impulso de ternura, por una atracción inaudita. La Energía del Dios Santo, su Comunión de Amor está habitada por un deseo, una impaciencia, una pasión: «Morar entre los hombres» (Pr 8, 31). En el principio del hombre -de cada hombrese encuentra esta efusión de amor en el seno de la Trinidad que nos llama a la vida en medio de un desgarramiento; de la mirada del Padre en su Hijo querido mana la Sed de Dios, su sed del hombre. De esta forma, en el principio, nace la nostalgia de Dios: el hombre... Pero será necesario recorrer muchas etapas para llegar al brocal del pozo donde el Verbo nos espera: «Dame de beber... Si conocieras el Don de Dios» (Jn 4, 7-10). El tiempo de las promesas Todo el drama de la historia está entre este Don y esta Acogida: la pasión de Dios por el hombre, y el hombre, nostalgia de Dios. ¿Aceptará el hombre llegar a ser Árbol de Vida o, al contrario, pretenderá coger su fruto para sí? De hecho, la historia va a hundirse cada vez más en el tiempo del rechazo, de la esterilidad y de la muerte, mientras, caminando en su kénosis, el Río de Vida va a hacer eclosionar en el silencio el tiempo de las promesas. «Impulsado por el gran amor con que nos ama» (Ef 2, 4), el Padre no puede dejar de dar su Palabra: la promesa es confiada a un hombre y, a través de él, a una multitud. Es el segundo tiempo del misterio de nuestro Dios que se entrega, de su Tradición: la Economía de la salvación está en su aurora. Por la fe, el hombre va a comenzar a hacerse respuesta, acogida, alianza. La semilla de la Resurrección es sembrada en el tiempo de la muerte. De Abrahán a María, el Espíritu Santo prepara pacientemente la preliturgia del Verbo, su prótesis28 escondida. En efecto, los acontecimientos salvíficos atraviesan esta noche de muerte, el Espíritu reúne una comunidad que los vive y suscita profetas que revelan su significado: la Pascua y el Éxodo, la Alianza y el Reino, el Exilio y el retorno de los Pobres, el Templo y la Ley... es el tiempo de la aventura de Dios y de su pedagogía en favor del hombre, el tiempo de búsqueda mutua, de la Fidelidad del Santo en medio de las infidelidades de su pueblo pecador. Es también el tiempo en que se repiten las palabras proféticas y los sacrificios cultuales: nada puede aún vencer la repetición, dominio de la muerte, hasta que llegue el Acontecimiento que «de una vez para siempre» librará a los hombres de la muerte. El tiempo de las promesas es un tiempo que se desarrolla pero que está aún vacío, herido por la ausencia pero sobrellevado con la espera: tiende hacia la Plenitud, hacia la Presencia más allá de la nostalgia. Es el tiempo de la nube luminosa, pero no aún del Día. «Aquel Día», después de tantas preparaciones y figuras, será el Advenimiento del Misterio.

II. La plenitud de los tiempos o el advenimiento de Cristo Desde el principio de los tiempos, el Río del Misterio riega la tierra de los hombres para que llegue a ser habitable, y prepara «su morada con ellos» (Ez 37, 27 y Ap 21, 3). Él arrastra a Abrahán hasta la confluencia de la Promesa, «ahonda la vía entera del conocimiento»29, y camina a través del desarrollo de los tiempos. Pero él no puede ser nombrado hasta que sea «recibido por los suyos» (Jn 1, 11); su Don inagotable no será reconocido más que si es acogido. El Río no tomará nombre más que cuando mane en otra fuente. Entonces, como un eco,

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La «prótesis» o «prosfora» es la preparación del pan y del vino antes de la celebración de la Liturgia eucarística en las Iglesias orientales. 29 Ba 3, 37: se trata de la Sabiduría encarnada en la Ley.

resonará el Nombre: será como un encuentro, como dos deseos30 que se sacian uno a otro al nombrarse mutuamente. El Verbo se hace carne: la kénosis del Hijo He aquí el tercer tiempo de la Tradición del Misterio. La poderosa Energía del Don que se ofrece encuentra al fin esa otra fuente, ahondada y purificada por siglos de espera, la fuente de la Acogida, la hija de Sión: María. En «aquellos días», el profeta de la restauración, Ezequiel, había vislumbrado que saldría agua de debajo del Templo (Ez 47, 1). Pero la fuente está escondida. El tiempo de la Promesa lleva aquí su ofrenda: la paciencia de los justos y su fe en la noche, los salmos de alabanza y de gemido, el sufrimiento de los Pobres y su fidelidad, un pueblo de esperanza alimentado de la Palabra, un pueblo de pecadores continuamente recreado por pura misericordia... Toda la Energía del Don, pacientemente esparcida en el corazón de Jerusalén, desemboca aquí: una fuente en la cual toda la Energía de vida será Acogida. Portadora del Verbo, mucho antes de concebirlo, María aprendió a ofrecerse de Aquel que es todo entero consentimiento al Padre. Formada por el Espíritu, ella ve, sin saberlo, que la actividad más fecunda del hombre es ser capaz de su Dios. De modo que la humilde sierva puede responder al Anuncio con todo su ser, mediante la Palabra misma de su Señor en el principio de los tiempos: «Hágase» (Lc 1, 38 y Gn 1, 3). María dice sí, y el Espíritu sobreviene y une el Verbo y el Sí, la Energía divina y la Energía humana, el Don y la Acogida. El Espíritu del Padre es el Artífice de esta alianza, finalmente consumada, entre el Verbo y la carne. En la primera creación, todo lo que existe es «llamado de la nada a la existencia»31. En esta nueva creación que comienza, Aquel que es engendrado eternamente por el Padre es formado de una tierra viva, de todo el ser de su madre. «¿Cómo sucederá eso?» (Lc 1, 34). Esta pregunta de María, preludio de todos los cómos de la Nueva Alianza, encuentra su respuesta en el Espíritu Santo en este primer Pentecostés, escondido, en Nazaret. Aquel que nacerá de la hija de Sión no es concebido por un querer de hombre ni por un determinismo de causas32, sino por el poder del Espíritu Santo. El, la efusión del amor del Padre, asume y fecunda la Energía de Acogida de la Virgen María. La era de la misteriosa sinergia33 entre el Río de Vida y el mundo de la carne queda inaugurada; en la nueva creación, de ahora en adelante, toda concepción será virginal. En la Encarnación del Verbo, María no es un lugar inerte, sino que, con todo su ser personal, se ofrece, se da, se entrega al Espíritu Santo. Del mismo modo, el Padre no envía desde lejos a su Espíritu para realizar su designio redentor: El se da, al entregar a su Hijo único, en su Espíritu de amor. Desde la sinergia de este primer Pentecostés, todo es gratuito, personal, poder del Espíritu. Quien no queda impresionado por este misterio de la concepción virginal del Verbo, no puede acoger «la revelación de lo que debe llegar pronto» (Ap 1,1), porque siempre será así como el Río de Vida entrará en nuestra carne. De ahora en adelante, todo lo que es carne está impregnado de la Energía del Amor. Cuando el Río de Vida se une a la Energía de la Acogida, toma nombre; al fin, el Nombre humano con el que el Padre se dice y nos dice a su Hijo amado: JESÚS. Entonces, ¡estalla la Alegría! La Fuente 30

Literalmente, «sed» en plural [N.d.T.]. Anáfora de San Juan Crisóstomo. 32 Jn 1, 13: «la carne y la sangre», expresión semítica para indicar el determinismo de nuestro mundo. 33 Sinergia, término clásico de la teología patrística (literalmente: co-acción, energía conjunta). Esta expresión desborda, a la luz de la fe, las categorías racionales de causalidad (coordinada o subordinada) e intenta dar cuenta de la absoluta novedad de la unión de Dios con el hombre en Cristo y en la vida cristiana. Toda acción del Espíritu Santo es en sinergia con el hombre, en Cristo. 31

está aquí, todavía escondida en la kénosis, pero ha nacido34. El Advenimiento del Misterio eterno sacude y abre nuestro tiempo mortal; el poder de Don del Espíritu de Amor y el poder de Acogida de la pobre de Yahvé lo van a llenar: se llenará de Aquel «en quien habita corporalmente la Plenitud de la Divinidad»35. Es, en efecto, la «Plenitud de los tiempos» (Ga 4, 4): el cumplimiento de la espera del tiempo de las promesas, la entrada de la Presencia de Dios «en el país del olvido» (Sal 88, 13), la irrupción del Día en la oscuridad de nuestra noche, la venida del Río de Vida al desierto de nuestra muerte. Y esta Plenitud es Jesús; no ya palabras del Verbo, sino el Verbo del Padre en Persona; no ya una ley exterior al hombre, sino la Gracia que nace en nuestra humanidad de quien es la «llena de gracia» (Lc 1, 28). «Entonces aparece Jesús»: la Manifestación Hay una constante de la Economía de la salvación que podemos verificar siempre en nuestra vida: las teofanías, o manifestaciones del Misterio, son a la medida de la kénosis del Amor; cuanto más se entrega nuestro Dios, más se revela. En su Encarnación, el Verbo «se despojó de sí mismo, tomando la condición de esclavo y haciéndose semejante a los hombres»36: ¿cómo lo manifestará el Espíritu? «Entonces aparece Jesús, viniendo de Galilea hasta el Jordán, hacia Juan, para ser bautizado por él» (Mt 3, 13). Jesús va hacia el hombre para ser sumergido en él37, hasta el bautismo de su muerte. Cuando Jesús aparece, el Misterio de Amor que ha tomado cuerpo en él penetra el signo donde se expresa: el Río de Vida, «escondido antes de los siglos», se sumerge en el río Jordán. El más humilde y el más irrisorio de los ríos del mundo38, desde entonces se convierte en el signo que lleva en sí el Misterio. Jesús es bautizado con agua, y este es el signo, pero la realidad manifestada es que, desde entonces, la carne y el tiempo, el hombre y el mundo, son penetrados por el Verbo de Vida, que se ha revestido de ellos de una vez para siempre. La Manifestación en la carne de la plenitud de la gracia es un misterio de Unción: Cristo39. A partir de ahora, en Jesús, toda la Energía de Amor impregna la Energía humana, con una unción que asume y vivifica. En Jesús, el Padre se da todo entero y el Hijo le acoge. En él, todo lo humano es ofrecido y el Padre se dilata en lo humano. En Él se verifica eminentemente la sinergia que dará vida a todo: no ya una acción divina de una parte y una acción humana de otra, sino un acto de Cristo, crístico, si esta palabra pudiera hacernos redescubrir el realismo maravilloso de la palabra cristiano. Unión sin confusión, distinción sin separación, dirá cuatro siglos más tarde el gran concilio cristológico de Calcedonia. Cristo vive a Dios humanamente y al hombre divinamente hasta en el más pequeño de sus actos, no según una unidad de modo, sino de Persona. Durante su vida mortal, todo manifestará esta maravilla de la Unción. Cuando Cristo habla, sus oyentes escuchan al hombre Jesús, y es el Padre quien habla en su Verbo encarnado. Aunque todavía la fe no ha penetrado este misterio de la unidad entre él y su Padre, las personas sencillas no pueden dejar de maravillarse: «¡Jamás un hombre ha hablado como este hombre!» (Jn 7, 46). Cuando Jesús actúa, sus reacciones más pequeñas, las más humanas, y no solo sus acciones asombrosas, son un reflejo del misterio del Padre. Si Jesús es humilde, no es para fingir ni para acomodarnos a su santidad, sino que es verdad, la verdad del 34

Cfr. Lc 2, 10-14. Col 1,19: muchos entienden el término «plenitud» como «plenitud de la divinidad». 36 Flp 2, 7. Sobre la «kénosis», cfr. la nota 5 del capítulo 1. 37 Bautizarse, literalmente, «ser inmerso en». 38 El Jordán desciende de las pendientes del Líbano sur a la depresión de Arabia (300 m bajo el nivel del mar cerca de Jericó) y se pierde en el Mar Muerto. 39 En hebreo y en griego: aquel que es «ungido». 35

hombre y la verdad de Dios: nuestro Padre es humilde más allá de todo lo concebible. Cuando Jesús llora, el sufrimiento misterioso del Padre de amor ha entrado verdaderamente en nuestra carne. Habría que leer todo el Evangelio a la luz de esta teofanía: todo aspecto de la kénosis del Verbo, es decir, de nuestra condición humana auténtica, manifiesta al Santo de Dios que se ha sumer gido en ella. Por el bautismo del Hijo en nuestra humanidad, toda carne -persona y comunidad, tiempo y mundo, sufrimiento y alegría, muerte y vida- está impregnada de la Presencia del Totalmente-Otro. Irreversiblemente, el tiempo es ungido con su Plenitud. Todavía no es nuestra respuesta ni nuestra participación, pero ya a partir de ahora el Río de Vida ha dado la vuelta al sentido de la historia40. El Padre mismo sella este advenimiento con su testimonio: «este es mi Hijo amado, en quien me complazco» (Mt 3, 17). ¿Este? Este hombre visible y al que se le considera hijo de José41 es, en efecto, el esplendor de la Gloria del Padre42. Por él, cada uno de los hijos dispersos de Dios podrá llegar a ser la alegría del Padre y su Morada deseada43. La voz venida del cielo no anuncia una promesa, sino que proclama la exultación asombrosa de un advenimiento esperado desde la hondura de los siglos: el hombre desfigurado que se esconde lejos de su Rostro, ¡he aquí que el Padre lo encuentra de nuevo, por fin, en su Hijo predilecto! Ciertamente, él está entre los hombres como «alguien a quien no conocen» (Jn 1, 26), pero está en medio de ellos. Este misterio esponsal, que solo el amigo del Esposo44 reconoce, es vivido por Jesús en el secreto de su corazón. ¿Quién podrá vislumbrar jamás lo que Cristo ha tenido que pasar y experimentar para sellar esta Alianza en la verdad de su corazón de hombre? Porque es precisamente en este corazón donde se vive desde entonces el drama del Río de Vida, y en cada momento de su tiempo mortal. Ser inseparablemente Dios y hombre, es decir, acoger de continuo la Novedad de la Vida del Padre y heredar, de su Madre virginal, todo el humus de nuestra humanidad. Ser el lugar de encuentro de dos búsquedas, de dos deseos45, el lugar de impregnación de dos mundos, el de la Gracia y el de la carne. Ser la cruz de dos amores y el foco de su Alianza, la tensión de dos nostalgias y la fuente que las calma... «¿Quién creyó nuestro anuncio?» 46. La fuente está aquí, y es el corazón del Siervo: lugar de la Pasión de Dios y de la pasión del hombre, lugar de la Compasión. Aquí, Dios ha nacido del hombre y el hombre, de Dios: lugar del nacimiento y del conocimiento, umbral donde la muerte se detiene confundida, silencio de la Alegría y del manar... Es en este corazón, por fin, en la última kénosis, donde el Río va a brotar y la Gloria del Padre se revelará. Entonces «toda carne la verá» (Is 40, 5): será la Hora de Jesús, el Acontecer del Misterio.

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La himnología y la iconografía interpretan a menudo el Sal 113(A), 3 «el Jordán se vuelve atrás», en un sentido que llega a ser realista dentro del símbolo: cuando Jesús es bautizado, el Jordán (el signo) retorna a su Fuente (el Río de Vida que significa). El símbolo remite a su fuente. 41 Lc 3, 23 al comienzo de la genealogía que sigue a la narración del Bautismo. 42 De ahí una variante, considerada apócrifa, en dos manuscritos de la Vetus latina: «Mientras él era bautizado, una luz intensa se derramó fuera del agua...». Cfr. la nota de la Biblia de Jerusalén en Mt 3, 15. 43 Cfr. la paloma, como símbolo teofánico del Espíritu Santo en Mt 3, 16, que remite al final de la narración del diluvio: cuando la paloma no vuelve, indica que la tierra es nuevamente habitable por el hombre (Gn 8, 12). Es también el signo del principio de la nueva creación (Cfr. Gn 1,2). 44 Jn 3, 29: Juan el Precursor y Bautista. 45 Literalmente, «sed» en plural; por tanto, el sentido es: «lugar de encuentro de la búsqueda de Dios y la búsqueda del hombre, de la sed de Dios y la sed del hombre» [N.d.T.]. 46 Is 53, 1. Retomado por Jn 12, 38 justo poco antes de la Pasión de Jesús.

III. La hora de Jesús o el acontecer del misterio El advenimiento del Río de Vida en nuestra carne ha inaugurado la Plenitud de los tiempos. La kénosis del Hijo en su Encarnación es a la medida de la manifestación del amor del Padre: sin medida. Sí, «tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único» (Jn 13, 16). El Verbo se hace carne mediante el Espíritu Santo y la Virgen María: esta kénosis es personal. Nuestra humanidad entera es ungida y desposada con Cristo: esta kénosis es total. Pero no se cumple si no llega hasta el final de nuestra condición humana: la muerte. «Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo del amor» (Jn 13, 1). Es, pues, el momento central de la Plenitud de los tiempos, la Hora hacia la que tiende todo lo anterior, la de la Cruz y la Resurrección. En esta Hora decisiva surge el Acontecimiento del Misterio. Los acontecimientos salvíficos realizados por el Dios vivo en el tiempo de las promesas eran solo sombras y balbuceos. Los gestos salvíficos de Cristo durante su vida mortal también eran solo signos precursores de su obra definitiva. ¿Qué significa, en efecto, para nuestro Dios salvar al hombre? ¿Impartirle un curso de teología? ¿Darle una ley moral, aunque sea la del amor? ¿Enseñarle a modificar sus propias estructuras personales, sociales o cósmicas? ¿Notificarle detalladamente un culto agradable a su Creador? ¿Revelarle que Dios es Padre, que es bueno y misericordioso, sugiriéndoselo como lo hacemos nosotros unos con otros en nuestros momentos felices? Bien, y después ¿qué?... Todo esto el hombre lo busca a tientas, desde hace siglos, en sus religiones, sus filosofías, sus ciencias y sus ideologías. Los héroes de la justicia y del amor al hombre no faltan en la historia, incluso reciente. ¿Y después? Después de todo esto, permanece la cuestión fundamental que angustia al hombre y permanece sin solución real: yo existo, pero existo para la muerte, en todo momento y en el último instante. ¿De qué sirven modelos morales y promesas de vida sublime, mientras la raíz de esta siniestra tragedia sigue sin ser extirpada: la muerte? No mañana, ahora mismo. Es el único problema serio. Lo demás es palabrería y evasión. Si el advenimiento de Dios al hombre no alcanzara esta profundidad, Dios se burlaría del hombre. Es lo que ocurre con toda religión e ideología: al no poder exorcizar la muerte, proponen al hombre no pensar más en ella. Al contrario, «la locura del misterio» (1 Co 1, 17-25) es entrar en la muerte. El advenimiento del Río de Vida en nuestra historia es el único acontecimiento serio porque afronta nuestra muerte. «Nadie puede ver a Dios sin morir», nos repite el Verbo desde la teofanía del Sinaí. Reducir esta experiencia a un inexplicable horror sagrado ante el misterio tremendo no solo sería confundir la teología con la patología del inconsciente, sino que nos devolvería al punto de partida, confesando, además, que el sentido de Dios en el hombre está envenenado por la muerte. No, «a Dios nadie le ha visto jamás; pero el Hijo único, que está vuelto hacia el seno del Padre, él lo ha dado a conocer» (Jn 1, 18). Haciéndose hombre se ha vuelto hacia el seno de la muerte, entra en ella y este es el Acontecimiento decisivo, el único. Solo Jesús es el Acontecimiento de Dios en favor del hombre, porque es el advenimiento de Dios con el hombre. No con buenas palabras, predicándonos un Evangelio maravilloso, sino bebiendo el cáliz de nuestra muerte. No haciéndonos el bien a distancia, para volvemos aún más irresponsables, sino ofreciéndonos compartir libremente su Vida incorruptible, desde ahora... si también nosotros consentimos en entrar en su muerte por amor, la única que destruye nuestra muerte. Jesús, vencedor de la muerte con su muerte y que nos entrega su Vida: he aquí el único Acontecimiento de la historia, su Cruz y su Resurrección. No dos acontecimientos, sino dos momentos del mismo Misterio.

El Acontecimiento escondido: la Cruz Hay una armonía secreta entre el día de la Anunciación y la Hora de la Cruz. No la que se podría pensar de inmediato -entre el primer instante de una existencia humana y su último momento, pues, al contrario, la Hora de la Cruz traspasa la limitación del tiempo. Tampoco la que se podría establecer entre el seno de la madre donde el Hijo ha sido concebido y la tierra donde será sepultado, si bien uno y otra esconden el mismo misterio fontal. La armonía secreta entre la Anunciación y la Cruz está en la kénosis del Hijo predilecto. En aquella comienza, y entonces es semilla frágil; en esta se consuma, y ya es espiga cargada. En la primera, el Verbo recibe de la Madre su condición de hombre; en la segunda, acoge de todos los hombres el peso de su pecado y de su muerte. María misma, primeramente Madre de Jesús, Hijo de Dios, se convierte ahora en la Mujer (Jn 2, 4 y 19, 26), la nueva Eva, Madre del Cristo total. Pero la armonía profunda entre estos dos nacimientos, entre estas dos kénosis, está, finalmente, en la Energía del Espíritu Santo: virginal en el Advenimiento del Misterio, lo es más admirablemente aún en su Acontecer. Que la concepción de Jesús sea virginal es, se podría decir, una evidencia; en ella, todo resplandece de gratuidad y libertad, el amor del Padre y el consentimiento del Verbo, la acogida de María y el poder del Espíritu. Ningún querer humano ni ningún determinismo pueden explicar la Encarnación y la kénosis de amor que se revela en ella. Pero en la muerte del Verbo encarnado en la Cruz, ¿por qué la Energía del Don y de la Acogida sigue siendo virginal? 47 En el drama de la Pasión, aparentemente todo puede explicarse al nivel de causas y determinismos. Las actitudes del corazón humano se mezclan con los datos de las circunstancias de aquel momento histórico: la ocupación extranjera, con sus opositores y sus colaboradores, el pánico de las autoridades contestadas y su alianza objetiva, las ambiciones y las cobardías, el tráfico de intereses y los celos, las traiciones y las negaciones, la pasividad de una mayoría silenciosa y la demagogia de algunos agitadores, la violencia y la desesperación... Es el drama que los hombres han vivido desde siempre. ¿Cómo se llega a la muerte de Jesús? Se podría explicar mucho más claramente que la muerte y el sufrimiento de millones de inocentes en nuestros días. Sin embargo, todas estas causas, más o menos libres, y todos estos determinismos no explican absolutamente nada respecto al sentido del acontecimiento. Jesús es el único ser humano que no se ha visto sorprendido por la muerte y que no la sufre como una fatalidad. No solo no intenta sustraerse a ella, sino que ni siquiera lucha contra ella, como hacemos nosotros instintivamente, para intentar retrasarla. No, va hacia ella libremente, soberanamente48, con toda su vitalidad humana y divina, que le tiene horror, pero la quiere con toda su voluntad de Hijo y con todo su amor por los hermanos49. Entra en la muerte y la afronta en combate singular, él solo por todos. «Mi vida, nadie me la quita, sino que yo la doy voluntariamente» (Jn 10, 18). De nuevo, entendámoslo bien50: que el Dios vivo cree de la nada es admirable, pero no asombroso; es algo que se deduce. Que el Verbo se encarne por la sinergia del Espíritu Santo «y» de la Virgen María es infinitamente más admirable, es asombroso, aunque la Energía del Espíritu no pueda ser más que virginal. Pero que el Verbo de vida se ofrezca a la muerte voluntariamente, sin resistencia, esto es lo escandaloso; y, sobre todo, que con su muerte

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La fe musulmana, que admite sin dudar la concepción virginal de Jesús, encuentra, por el contrario, su principal piedra de escándalo en su muerte. 48 Este rasgo está especialmente marcado en el cuarto Evangelio. 49 Para todo este parágrafo, releer Hb 2, 9-18. 50 Cfr. el capítulo II.

destruya la muerte, ¡esta es la locura por excelencia! 51 Sí, «nosotros predicamos un Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles, pero, para los llamados, un Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Co 1, 23 ss). Cuando Jesús es arrestado, se niega a combatir; sus apóstoles no son su guardia personal. Cuando se burlan de él, lo flagelan, lo condenan y lo crucifican, la firmeza de sus palabras, que desarma, y su perdón a los verdugos manifiestan el mismo misterio: a los hombres, dominados por la mentira y el odio y que polarizan sobre él todo su poder de muerte, el Hijo amado no opone la violencia, otro poder de la muerte. ¡No desea la muerte del pecador!; al contrario, quiere que viva. Por eso, Jesús no ataca al hombre, sino a la muerte, de la que el hombre es prisionero. Su no-violencia no es debilidad ni objeción de conciencia: es la fuerza del Amor. Aunque los hombres quieren «destruir el árbol en su vigor y arrancarlo de la tierra de los vivos» (Jr 11, 19), en realidad levantan el Arbol de Vida cuyas hojas podrían curarles (Ap 22, 2). En la hora en que se consuma la kénosis, la no-violencia del Amor es omnipotente. En el mismo instante en que el hombre cree entregar a la muerte el Autor de la Vida, es él quien se entrega para dar la Vida a quienes son esclavos de la muerte. En la hora de Jesús, el drama de la tradición, de la entrega divina, alcanza su plenitud de Gracia y de Verdad. La kénosis de la Encarnación era la aurora de la Gracia; la de la Cruz es su esplendor en las más oscuras tinieblas. Estas imágenes son quizá símbolos, pero no hipérboles, porque la realidad es aún más desconcertante. En efecto, cuando el día comienza, ¿qué acontece? La noche se disipa. La noche no era nada más que una ausencia, en sí misma no existía; nada produce la noche, y, sin embargo, cuando está, nada existe para nadie, los hombres no se reconocen siquiera. Como tal, la noche está vacía de sentido y le quita el sentido a todo. Ahora bien, en el vacío de todo acontecimiento humano, en el fondo del abismo del corazón del hombre, hay una noche, la de la muerte y el pecado52, del sin sentido y la ausencia. Esta noche, «la carne y la sangre» (Jn 1, 13; 1 Co 15, 50) no pueden disiparla; nada externo al hombre puede derramar la luz en ella. Reina en el corazón y, desde ahí, recubre todo con su velo, desde las profundidades del hombre hasta sus estructuras más conscientes. Solo Aquel que es la Luz puede asumir lo humano sin estropear nada en él: es la kénosis de su Encarnación. Y solo este Hombre-Dios, con quien la muerte no tiene complicidad, puede entrar en la noche más oscura de la muerte: es la kénosis de su Cruz. Entonces, en pleno día «el sol se eclipsó y se oscureció toda la tierra hasta la hora de nona» (Lc 23, 44). Cuando los verdugos alzaron en la cruz al Señor de la Gloria, ¿sabían lo que hacían? Cuando la Luz se sumergió en medio de las tinieblas, ¿qué sucedió? No una romántica aurora, sino un combate, la Agonía que decidió la salvación de todos los hombres. La Muerte se alimenta de mentiras y engendra engaño; se nutre de apariencia y deja el vacío tras de sí. Aquí, a la hora de nona, «la Hora de las tinieblas» (Lc 22, 53), se apodera de su presa... pero será ahogada por quien cree devorar. Es «presa del miedo»53: Aquel que entra en ella no es mortal porque haya caído en las redes del pecado, sino que es mortal por amor, mortal por Gracia y Verdad. Entonces, la muerte es engañada, su mentira se vuelve contra ella. Cuando la Verdad

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Locura para toda antropología o religión que esquive la muerte. Cfr. la nota 1. Fuera de Cristo, se puede solo esquivarla o suicidarse. Cfr. A. Camus en Calígula o el mito de Sísifo. 52 Literalmente, «de la muerte y la fractura» [N.d.T.]. «Fractura» es el término hebraico y semítico más frecuente para expresar el pecado se inspira en la imagen del fin fallido, de la rotura (Khata'a). 53 Cfr. la Homilía pascual atribuida a san Juan Crisóstomo, leída al final del Oficio pascual en la Liturgia bizantina.

resplandece54, la mentira es confundida y se disipa como la noche ante el Día que amanece. La Muerte ya no existe: el Hijo del Viviente la ha destruido con su propia muerte55. El Acontecimiento manifestado: la Resurrección Poco a poco se va a manifestar este Acontecer del Misterio. En su Advenimiento, en el momento del Bautismo, Jesús vio abrirse el cielo: el Padre le reveló como su Hijo predilecto y el Espíritu confirmó este testimonio. Ahora, en la Hora en que se cumple la Economía de la salvación, es Jesús quien abre al hombre, errante lejos de Dios, el jardín de la Vida, «el paraíso» (Lc 23, 43). Y es que desde ahora la Fuente ya está aquí. La efusión de amor de la Trinidad Santa estalla en nuestra carne: el Padre se ha dado por entero al entregarnos totalmente a su Unigénito y a su Espíritu y, al mismo tiempo, Jesús se entrega totalmente al Padre y nos da su Aliento: «‘Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu’... e inclinando la cabeza entregó su Espíritu» (Lc 23, 46 y Jn 19, 30). Cuando el Verbo expira con un gran grito, el velo del templo se rasga de arriba abajo (Mc 15, 37 ss). Ya no será ahí, ni en ningún otro lugar, donde se le adorará, porque el Santo de los santos se ha revelado ahora: es el corazón desgarrado del Padre. La Fuente de la que mana la Vida, la Energía del Amor, está aquí: no ya en testimonio y en promesa, como en el Bautismo, sino en silencio y en realidad, en el Cuerpo del Hijo amado. La Cruz es la primera teofanía de la Fuente y, por haberla contemplado con sus propios ojos de carne, Juan podrá más tarde penetrar su misterio en la última visión del Apocalipsis (22, 1 ss). Cuando «uno de los soldados, con su lanza, atravesó el costado» de Jesús, «al instante salió sangre y agua» (Jn 19, 34). «El agua desciende de debajo del lado derecho del templo» (Ez 47, l) 56 , del verdadero templo que es su Cuerpo (Jn 2, 21). A partir de «aquel día», «hay una fuente abierta para David y para los habitantes de Jerusalén» (Za 13, 1). «Había un jardín en el lugar donde había sido crucificado y, en este jardín, un sepulcro nuevo, en el que todavía no había sido puesto nadie» (Jn 19, 41). Es ahí donde depositan a Jesús. En la primera creación «salía de Edén un río para regar el jardín» (Gn 2, 10). Durante el gran sábado de Pascua y hasta la aurora del Día de la nueva creación, la Fuente permanecerá sepultada en el jardín. Como el seno de la Virgen en la Anunciación, así la tierra acoge a su Señor e Hijo. En el silencio de las profundidades, es la última «Preparación» (Jn 19, 42). El sábado también se cumple en el trabajo de su Señor; su última obra será impedir que se embalsame el Cuerpo de Jesús: el tiempo mortal era tan solo preparación; aquí lo tenemos ahora colmado con el Acontecimiento de la Pascua. En efecto, pues mientras todo trabajo se detiene, el Padre «no cesa de trabajar» (Jn 5, 17) para llevar a término la obra maestra de su tradición de amor: el Cuerpo de su Unigénito, que ha cargado con el pecado de todos y asumido su muerte, el Padre lo penetra con su Aliento y lo hace surgir Vivo e incorruptible. No se puede describir este Acontecimiento. Toda iconografía que se arriesgue a hacerlo será miserablemente apócrifa. Si se pudiese imaginar el surgir de entre los muertos del Viviente que se ha sumergido en su ausencia, entonces su Cuerpo estaría todavía al alcance de nuestros sentidos y, por tanto, de la muerte. El silencio de la Resurrección

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Cfr. la respuesta de Jesús a Pilato: «Yo he venido al mundo para dar testimonio de la verdad» (Jn 18, 37). 55 «Cristo ha resucitado de entre los muertos: por la muerte ha destruido la muerte y a los muertos les ha dado la Vida» (Tropario pascual de la Liturgia bizantina). 56 Si el corazón de Cristo fue traspasado por la lanza del soldado, el golpe fue dado en el lado derecho.

es aquí, más que nunca, el misterio del Reino que viene57. De ahora en adelante, en su humanidad integral, Jesús ES; toda apariencia sería todavía signo de muerte. Por eso, no se aparecerá a sus discípulos como si fuera un ausente que hace apariciones, sino que, según la claridad del lenguaje evangélico, se dejará ver por ellos. El no cambiará de forma, él ES; son ellos quienes, a la medida de su fe, lo reconocerán. Porque el Cuerpo que surge vivo de la tumba ya no es solamente el de la sed del hombre, sino, ahora y por siempre, el de la Fuente de vida. La Resurrección: el manar de la Liturgia «Cuando pasó el sábado» (Mc 16, 1) -y pasó definitivamente este símbolo cíclico de nuestro tiempo mortal-, las portadoras de aromas pudieron ir a la tumba «al despuntar la aurora» (Lc 24, 1); se había levantado ya el día, el de la creación liberada de la muerte, el Día que no conoce el ocaso. «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está Vivo?» (Lc 24, 5). ¡Cristo ha resucitado, verdaderamente ha resucitado! Por lo tanto, todo comienza. La Vida mana de la tumba, más límpida que del costado traspasado, más vivificante que del seno de la Virgen María. En la tumba, donde no cesa de ir a expirar la sed del hombre, la sed de Dios viene a recogerla. Ya no se trata solo de la sed que busca la Fuente, sino de la Fuente que se ha hecho sed y mana en ella. «Dame de beber... tengo sed» (Jn 4, 7 y 19, 28): el Río de Vida estaba en kénosis en el cuerpo mortal de Jesús. Pero, al penetrar nuestra muerte, puede brotar de nuestra tierra en el Cuerpo incorruptible de Cristo. La tumba permanece como el signo del amor hasta el extremo con que el Verbo ha desposado nuestra carne, pero no es ya el lugar de su Cuerpo: «No está aquí», insisten los tres Sinópticos. Este Cuerpo se ha convertido en el principio de la Alianza totalmente nueva de la Resurrección. Ahora, el flujo y reflujo de la Pascua se unen: en Cristo resucitado, el Verbo encarnado es Hombre viviente y el hombre llega a ser hijo de Dios. En él, la pasión del Padre por el hombre se ha cumplido: «Tú eres mi Hijo, Yo te he engendrado hoy»58. En este día de nacimiento, el Río de Vida, al derramarse desde la tumba hasta nosotros en el Cuerpo incorruptible de Cristo, se ha convertido en LITURGIA. Su fuente ya no es solo el Padre, sino también el Cuerpo del Hijo de ahora en adelante totalmente penetrado de su Gloria. Si todo el drama de la historia se juega entre el Don de Dios y la acogida del hombre, alcanza en este Día su punto culminante, su Principio eterno, porque las dos Energías se han unido para siempre. El consentimiento del Hijo a nacer eternamente del Padre ha invadido totalmente el Cuerpo de su humanidad. Por esta Unción sobreabundante de Vida, Jesús resucita y llega a ser Cristo en plenitud. Esta alianza de sus dos Energías, divina y humana, hace de Cristo resucitado Fuente inagotable de la Liturgia. Antes, el Río de Vida estaba en kénosis en su Cuerpo, escondido y limitado por su carne mortal; como el primer Adán, Jesús era «alma viviente». Pero, cuando surge de la tumba, se convierte en «espíritu vivificante» (1 Co 15, 45). Desde ahora, en su Humanidad integral -naturaleza, voluntad y energía-, Jesús es el Viviente. Por tanto, él está unido al Padre, irradiando de su Cuerpo la Gloria de Dios; unido a la Fuente, él da la Vida (cfr. Jn 5, 20 ss y 26 ss). El Río de Vida puede ahora manar del Trono de Dios «y» del Cordero. La Liturgia ha nacido: la Resurrección de Jesús es su primer manar. ¡No imaginemos este Acontecimiento como si fuese algo del pasado! Cierto, ha sucedido una vez en nuestra historia: es un Acontecimiento y no un símbolo. Pero ha sucedido «de una vez

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San Isaac de Nínive. Este versículo del Salmo 2 es interpretado sobre todo en este sentido pascual en el kerigma apostólico y en la catequesis de los Padres: para el Día de la Resurrección o para la Ascensión, que confirma la Resurrección. 58

para siempre»59. Nuestros acontecimientos ocurren una vez, pero nunca de una vez para siempre: pasan y pertenecen como tales al pasado. La Resurrección de Jesús no está en el pasado; si así fuera, Jesús no habría vencido nuestra muerte. Porque la muerte de Jesús, más allá de sus circunstancias históricas, las cuales sí han pasado, es por sí misma la muerte de la muerte. Ahora bien, el acontecimiento por el que la muerte ha muerto no puede pertenecer al pasado; en tal caso, la muerte no habría sido vencida. En tanto que pasa, el tiempo es prisionero de la muerte; desde el momento en que es librado de ella, ya no pasa. La hora hacia la que tendía el deseo de Jesús «ha llegado y estamos en ella» siempre: el Acontecimiento de la Cruz y la Resurrección no pasa. Este es el único Acontecimiento de la historia. Todos los demás acontecimientos han muerto o morirán, solo este permanece. «Cristo, una vez resucitado, ya no muere más» (Rm 6, 9). No ha sido reanimado como Lázaro, la hija de Jairo o el hijo de la viuda de Naín. Estos recomenzaron una existencia mortal y, finalmente, murieron sin retorno. Para Cristo, y para él solo primero, resucitar es pasar por la muerte y, en su Humanidad integral, ir más allá de la muerte. Él ha traspasado el muro de la muerte... y, por tanto, el del tiempo mortal. Este advenimiento del Verbo de Vida en nuestra carne y hasta el vacío de nuestra muerte es el único que merece llamarse Acontecimiento, porque por él todos los muros de la muerte han sido derrumbados y ha surgido la Vida. Esta Hora en que el Verbo, dando un gran grito, entrega su Espíritu de amor para que el hombre viva, ya no está en el pasado: esta Hora es, permanece, atraviesa la historia y la sostiene. Este poder inaudito del Río de Vida en la humanidad de Cristo resucitado: he aquí la Liturgia. En ella, todas las promesas del Padre encuentran su cumplimiento (Hch 13, 32). Desde entonces, la Comunión de la Trinidad Santa no cesa de derramarse en nuestro mundo y de inundar nuestro tiempo con su plenitud. Desde entonces, la Economía de la salvación se ha convertido en Liturgia. En esta perspectiva, la relación entre celebración y vida es una cuestión secundaria. Lo primero es la relación de una y otra con el Acontecimiento de la Pascua que brota en el corazón de todo acontecimiento. En Cristo vivo, «que no está aquí», sino que ha resucitado, que lo llena todo y que tiene las llaves de la muerte, el corazón de Dios y el del hombre son como los dos latidos del corazón de la historia. Ahí mana la Fuente.

IV. La ascensión y la liturgia eterna «El Río de Vida que mana del trono de Dios y del Cordero» (Ap 22, 1) caminaba escondido en el desarrollo de los tiempos, los de la Promesa y de la paciencia de Dios. «Cuando llegó la Plenitud de los tiempos» (Ga 4, 4), el tiempo de la Encarnación, entró en nuestro mundo y asumió nuestra carne. En la Hora de la Cruz y de la Resurrección, manó del Cuerpo de Cristo, incorruptible y vivificante: desde entonces, el Río de Vida es Liturgia. Un tiempo nuevo comienza entonces dentro de este tiempo60 nuestro, donde la Muerte, tras su derrota decisiva, libra su combate en todos los frentes, pero donde la Pascua del Señor va a penetrar las profundidades del hombre y de la historia: son los últimos tiempos61.

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Cfr. Rm 6, 10 y passim en la carta a los Hebreos: la expresión no es empleada más que para la Muerte y Resurrección-Ascensión de Jesús. 60 Expresión paulina en oposición al tiempo que viene. 61 La Biblia, al revelar la Economía de la salvación, distingue los tiempos de su realización: el principio de los tiempos, el desarrollo de los tiempos (Antiguo Testamento), la Plenitud de los tiempos, los últimos tiempos en que nos encontramos y la consumación de los tiempos.

Como la Hora de Jesús es inseparablemente la de su Cruz y su Resurrección, así el momento62 en que se inauguran los últimos tiempos es inseparablemente el de la Ascensión del Señor y la Efusión de su Espíritu. La relación que une esta Hora y este momento se ha de buscar no tanto en su sucesión cronológica -sería quedarse al nivel del tiempo mortal63-, sino en el despliegue de la Energía divino-humana en la cual, el Río de Vida se ha convertido en Liturgia. En efecto, Jesús ha muerto y resucitado «de una vez para siempre» y este Acontecimiento sostiene y atraviesa ahora toda la historia. Pero, cuando entra junto al Padre en su humanidad y derrama el don vivificante del Espíritu, no cesa de manifestar y realizar la Liturgia. No hay más que una Pascua, pero su poderosa Energía se despliega en una Ascensión y en un Pentecostés continuos. El Misterio de la Ascensión Desgraciadamente, la Ascensión del Señor es muy poco conocida por la mayoría de los fieles. Esta ignorancia está íntimamente ligada a la del misterio de la Liturgia. Una lectura superficial de la parte final de los Sinópticos y del primer capítulo de los Hechos puede dar la impresión de una partida. Entonces, para el lector no sensible al Espíritu, se ha pasado una página; comenzará a pensar en Jesús en pasado: lo que dijo, lo que hizo... Al continuar «buscando entre los muertos al que está vivo», se ha cerrado por completo la tumba y cegado la Fuente, y se vuelve a la vida rutinaria, sea moral sea cultual, como los justos de la antigua alianza... Sin embargo, este momento de la Ascensión es un giro decisivo: sí, es el fin de algo de lo que no hay que huir, el final de una relación del todo externa con Jesús, pero, sobre todo, es la inauguración de una relación de fe totalmente nueva, de un tiempo nuevo: la Liturgia de los últimos tiempos. No podemos por menos de admirar, para renovarnos en ella, la intuición de los primeros siglos cristianos hasta el comienzo del segundo milenio: el Cristo de la Ascensión es la clave de bóveda de las iglesias. Cuando el Pueblo de Dios se reúne para manifestar y llegar a ser el Cuerpo de Cristo, su Señor Está allí y Viene. Él es la Cabeza y atrae su Cuerpo hacia el Padre vivificándolo con su Espíritu. La iconografía de las iglesias, tanto de Oriente como de Occidente durante este período, es como la extensión del misterio de la Ascensión a las dimensiones de toda la Iglesia. Cristo, el Señor de todo (pantocrátor)64, es «la piedra angular desechada por los constructores»; elevado en la Cruz, Él es elevado en realidad junto al Padre, con el cual él se convierte, en su Humanidad vivificante, en fuente del Río de Vida65. En la bóveda del ábside aparecen la Mujer y su Hijo (Ap 12): en la misma visión, la Virgen dando a luz y la Iglesia en el desierto. En el santuario, encontramos a los ángeles de la Ascensión u otras expresiones de las teofanías del Espíritu Santo66. Finalmente, en los muros de la iglesia, las piedras vivas, la multitud de los Santos, «la nube de los testigos», la Iglesia de los «primogénitos» (Hb 12, 23). La Ascensión del Señor es, realmente, el espacio nuevo de la Liturgia de los últimos tiempos y la iconografía de la iglesia de piedra es su símbolo transparente67.

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Además de los tiempos, el vocabulario bíblico distingue los momentos determinantes, decisivos, en los que se realiza la Economía de la salvación. Cfr. Hch 1, 7 y su nota en la Biblia de Jerusalén. 63 Es decir, del tiempo marcado por la muerte, como nosotros lo percibimos en cuanto medida del movimiento. 64 Sal 117, 22 ss, retomado en la parábola de los viñadores homicidas en Mt 21, 42. 65 En el cuarto evangelio, «elevar» tiene un doble significado que se aplica a la Cruz y a la Ascensión: Cfr. Jn 3, 14 y la nota de la Biblia de Jerusalén. 66 Uno de los sentidos de los ángeles en la Biblia, especialmente «el Ángel del Señor», es hacer presentir el misterio del Espíritu Santo. 67 El plan orgánico de la Constitución conciliar del Vaticano II sobre la Iglesia es coherente con esta tradición iconográfica.

Así, por su Ascensión, Cristo, lejos de desaparecer, comienza, por el contrario, a hacerse presente y a venir. Los himnos de nuestras Iglesias le cantan entonces como el Sol de justicia que sube del Oriente. Aquel que es el Esplendor del Padre y que había descendido hasta las profundidades de nuestras tinieblas se eleva ahora hasta llenarlo todo con su luz. Entre su primera Ascensión y la que tendrá lugar en el cénit de su Parusía gloriosa se sitúan nuestros últimos tiempos. El Señor no se ha ido para descansar de su tarea redentora: su «trabajo» (Jn 5, 17) está, de ahora en adelante, junto al Padre y de este modo él está mucho más cerca de nosotros, «cercanísimo a nosotros»68, en este trabajo que es la Liturgia de los últimos tiempos. «Lleva a los cautivos», que somos nosotros, hacia el mundo nuevo de su Resurrección, y él derrama sobre los hombres «sus dones», su Espíritu (Ef 4, 7-10). Su Ascensión es un movimiento progresivo, «de principio en principio»69. Ciertamente, Jesús está junto al Padre, pero, si reducimos esta subida a un momento de nuestra historia mortal, sencillamente olvidamos que, a partir de la Hora de su Cruz y de su Resurrección, Jesús y los hombres no son más que uno: Él se ha hecho hijo del hombre para que nosotros lleguemos a ser hijos de Dios. La Ascensión es progresiva, para «construir este Hombre perfecto, a la medida de la madurez, que realiza la plenitud de Cristo» (Ef 4, 13). El movimiento de la Ascensión solo se habrá cumplido cuando todos los miembros de su Cuerpo sean atraídos hacia el Padre y vivificados por su Espíritu. ¿No es este el sentido de la respuesta de los ángeles a los «hombres de Galilea: ¿Por qué estáis parados mirando al cielo? Este que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto irse al cielo» (Hch 1, 11)? La Ascensión no nos ofrece el escenario anticipado de la última Parusía: ella es la energía pascual de Cristo, que «lo llena todo» (Ef 4, 10), es continuamente el momento de su Venida. La Liturgia celestial ¿En qué consiste, pues, este trabajo en el que el Vencedor de la muerte difunde con profusión su Vida? ¿Cuál es, pues, esta Energía mediante la cual el Padre y el Hijo resucitado «actúan siempre» (Jn 5, 17)? Es la Liturgia Fontal, en la que la Humanidad vivificante del Verbo encarnado está con el Padre para hacer manar el Río de Vida; es la Liturgia celestial70. Por usar la expresión de la Carta a los Hebreos, aquí está «el punto capital de cuanto venimos diciendo: tenemos un sumo sacerdote tal, que se sentó a la derecha del trono de la Majestad en los cielos, ministro del santuario y de la Tienda verdadera, levantada por el Señor y no por un hombre» (Hb 8, 1 ss)71. Esta Liturgia eterna -en el sentido de que el Cuerpo de Cristo permanece incorruptible- no

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Liturgia bizantina de la Ascensión. Expresión de Gregorio de Nisa en su Homilía VIII sobre el Cantar de los Cantares (PG 44, 941c). Toda la vida espiritual es llevada por este dinamismo ascensional. 70 La expresión no es, en efecto, corriente hoy día. Con la preocupación por desmitificar, se prefiere omitirla. Y, sin embargo, es un rayo de fe purificante que nos abre al misterio de la Liturgia. Desconocer la Liturgia celestial equivale a rechazar la tensión escatalógica de la Iglesia, instalándose en este mundo (secularismo) o evadiéndose de él (pietismo). Ello conduce también a separar la Liturgia de la vida, ya que la Liturgia celestial no es otra Liturgia, paralela o ejemplar, al lado de la que creemos ser la nuestra en este tiempo nuestro. Desconocer la Liturgia celestial es, en el fondo, olvidar que la Plenitud de los tiempos invade sin cesar nuestro viejo tiempo para hacer de él los «últimos tiempos». Es, finalmente, regresar a antes de la Resurrección y recaer en una fe vacía. Dirigirse hacia la imagen espacial para cosificarla o rechazarla corresponde de hecho al viejo esquema religioso del hombre carnal -la divinidad, de un lado, y el hombre, de otro-, mientras que el Reino de los cielos ya está aquí, en medio de nosotros, dentro de nosotros. 71 Evocación de la Energía virginal del Espíritu en la Encarnación y en la Resurrección: el Cuerpo de Cristo es el santuario de la nueva Alianza. Cfr. también Ap 21, 22. 69

pasará; al contrario, es ella la que hace pasar este mundo a la Gloria del Padre en una gran Pascua, cada vez más poderosa. Este misterio no podía revelarse sino al acercarse su consumación. Es el significado del último libro de la Biblia, el Apocalipsis, es decir, la Revelación del misterio total de Cristo. A nosotros, que estamos en los últimos tiempos, este libro nos revela la cara oculta de la historia. Cualesquiera que sean las hipótesis sobre la composición final del libro, ha de notarse que la visión de fe se desarrolla en él constantemente en dos planos. Al modo de los iconos, parecería, antes que nada, que nos encontramos ante un plano inferior (la tierra) y un plano superior (el cielo). Pero el procedimiento no debe engañarnos. En el movimiento cada vez más dramático de los últimos tiempos, estos dos planos son internos el uno al otro. El más aparente revela el carnaval de la muerte conducido por el Príncipe de este mundo; el más escondido conduce junto a Aquel que tiene las llaves de la muerte. Ahora bien, lo que se vive aquí y allá es la Liturgia. Si la Liturgia comporta, incluso en la palabra que la expresa72, un aspecto esencial de acción y de Energía, la Liturgia celestial nos revela todos los actores del drama: Cristo y el Padre, el Espíritu Santo, los Ángeles y todo lo que vive, el Pueblo de Dios -ya en la Vida incorruptible o todavía en la gran tribulación-, el Príncipe de este mundo y las Potencias que lo adoran. La Liturgia celestial es apocalíptica en el sentido original de la palabra: ella revela todo en el momento en que lo cumple. Cuando el Acontecimiento está aquí, la profecía se hace apocalíptica. El retorno al Padre «He aquí que había un trono levantado en el cielo y, sentado en el trono, Alguien...» (Ap 4, 2). ¡En el corazón de la Liturgia, en su Fuente, al fin, el Padre! Evidentemente, en los siglos eternos y desde el principio de los tiempos, Él es la Fuente, «la fuente de la vida, la fuente de la inmortalidad, la fuente de toda gracia y de toda verdad»73, la fuente que buscaban los patriarcas excavando pozos, la que el pueblo abandonaba por cisternas agrietadas, la que atraía a la mujer samaritana, aquella por la que Jesús agonizante ardía de sed... Pero no existía aún la Liturgia. Solo cuando la Vida, manada de la tumba, se convierte en Liturgia, puede por fin ser celebrada: entonces el Río regresa a su Fuente, al Padre. La celebración de la Liturgia celestial comienza con este movimiento de Retorno. La Energía de Don en la cual el Padre se ha comprometido totalmente desde el principio, aquel amor desgarrado en que entregaba a su Hijo y a su Espíritu, aquellas kénosis por donde caminaba el Río de Vida desde la creación, desde la Promesa, desde la Encarnación hasta la muerte en la Cruz y la sepultura, toda esta fiel y paciente tradición de su Ágape manifiesta al fin su fruto. La Liturgia es este inmenso reflujo del Amor donde todo se ha convertido en Vida. Él lo había sembrado todo por pura gracia; he aquí el tiempo eterno de la acción de gracias. «¡Porque es eterno su Amor!». «¡Si conocieras el don de Dios!». ¡Si supiésemos entrar gratuitamente, por «la puerta abierta en el cielo» (Ap 4, 1), en la Alegría del Padre! Porque la Liturgia es la celebración de la Alegría del Padre. A Aquel a quien nosotros temíamos, como Adán cuando se escondía lejos de su Rostro (Gn 3, 8), a quien desconocíamos, como los dos hijos de la parábola (Lc 15, 11 ss), o de quien susurrábamos en la nube el Nombre inefable -«Él Es» (Ex 3, 14)-, he aquí que podemos al fin reconocerlo -«Él Es, Era y Viene» (Ap 1, 4)- y «adorarlo en Espíritu y en Verdad, porque así son los adoradores que busca el Padre» (Jn 4, 23). La Alegría que damos al Padre dejándonos 72

No imaginemos la Liturgia celestial fijando en una instantánea los rasgos y las poses que sugieren los capítulos 4 y 5 del Apocalipsis. El procedimiento literario es una puerta hacia el misterio: no la encerremos en nuestra imaginación de tipo mortal. 73 Eucologio de San Serapión (siglo IV).

encontrar por Él es el impulso de exultación que relanza sin cesar la Liturgia. ¿Cómo no habría de maravillarse Él, la Fuente, de que el hombre haya llegado a ser fuente y responda a su Sed eterna? Mucho más que en las parábolas en las que Jesús lo hace vislumbrar -«habrá más alegría en el cielo por un pecador que se arrepienta...» (Lc 15, 7)-, este júbilo es ahora una realidad: la alegría eterna del Padre por el Retorno del Hijo predilecto. Salió Hijo único, y he aquí que retorna en la carne, portador de los hijos de adopción: «¡Aquí estoy, yo y los hijos que tú me has dado!» (Hb 2, 13). La Alegría inefable del Padre ha tomado forma y Cuerpo en los múltiples rostros que expresan el del Hijo Amado. Sí, puede estallar la Alegría fontal y manar y cantar con tantos ecos y acentos, por pura Gracia, y cada uno es único. «Os lo digo, del mismo modo hay alegría entre los ángeles de Dios...» (Lc 15, 10). «La Gloria de Dios es que el hombre viva»74. A partir de la Hora en que el Hijo del hombre es glorificado (Jn 12, 28), ha comenzado la glorificación del Padre. Y se perpetúa ya sin cesar75. No solo porque Él lo ha recapitulado todo en Cristo «para alabanza de la gloria de su gracia» (Ef 1, 3-14), sino también porque, a cada instante, viniendo de la gran tribulación, nuevos hijos adoptivos nacen para su Alegría. El lenguaje litúrgico de las Iglesias expresa, desde los orígenes, esta glorificación con una palabra que hoy se redescubre: la doxología. En su misma celebración fontal, la Liturgia es esencialmente doxológica76. Lo asombroso es que Aquel de quien procede eternamente la Energía de Don se revela ahora como Energía de Acogida: recibe de todas las criaturas, conformadas con su Hijo amado, el reflujo jubiloso del Río de la Vida. La celebración de la Liturgia eterna consiste en este flujo y reflujo siempre nuevo de la Comunión trinitaria participada por toda la creación: los Ángeles del Rostro, los Vivientes, todos los tiempos (cfr. Ap 4, 4-11). En efecto, al acogerla, el Padre no se reserva esta Alegría, sino que la hace manar de nuevo en más amor y vida. La Liturgia eterna es así la celebración de este Compartir, en que cada uno es todo entero hacia el Otro. El misterio de la Santidad se ha convertido al fin en Liturgia, porque es compartido y comunicado. Desde su manar y en su despliegue, esta celebración está bañada por completo de esta santidad resplandeciente: «Santo, Santo, Santo...». Es adoración (Ap 4, 8 ss). El Señor de la historia Si se ha entendido que la Ascensión de Jesús es el reflujo del Río de Vida hacia su Fuente, la Palabra que retorna al corazón del Padre tras haber cumplido su misión (Is 55, 11), se entenderá la convergencia de las imágenes bíblicas, y especialmente del Apocalipsis, que nos hablan de la Liturgia eterna en su dinamismo actual. La Liturgia celestial celebra el acontecimiento continuo del Retorno del Hijo -de todos en Él- a la casa del Padre. Es la fiesta, la comida, el banquete, el festín, las bodas mismas, del Hijo Amado y de su Esposa. No todo está cumplido, pero el Acontecimiento de la historia está ahí, en el corazón de la Trinidad, y, ya uno con el Padre, se ha convertido en Fuente. Esta Alianza fontal, el libro del Apocalipsis la expresa mediante su símbolo central: el Cordero. «Entonces vi, en medio del trono y de los cuatro Vivientes y de los Ancianos, a un Cordero en pie, como degollado» (Ap 5, 6). Cristo ha resucitado (en pie), pero lleva los signos de su paso por nuestra muerte (como degollado). Su acción decisiva en la Liturgia celestial es tomar el libro 74

San Ireneo de Lyon. Este aspecto incesante de la Liturgia celestial se subraya en el Apocalipsis. Cfr. Ap 4, 8. 76 Doxología, literalmente, «expresión de la Gloria». 75

enrollado de la mano derecha de Aquel que está sentado en el trono; ninguno, salvo él, puede tomar el libro y abrir sus sellos (Ap 5). Solo Jesús, por su victoria sobre la muerte, realiza el Acontecimiento que escribe y descifra la historia. Fuera de su Pascua, todo es absurdo. Algunos hombres pueden escribir historia, mientras otros se imaginan hacerla. Solo Aquel que invade el tiempo con su Plenitud puede revelar el sentido de la historia al desgarrar el velo de la muerte y de la mentira. Él es el sentido de nuestra historia, porque Él es su Acontecimiento. Él es el Señor de la historia. Es importante decir que la Liturgia de la Ascensión no es solamente la fiesta de la cosecha de la historia que ha precedido, sino también la de la historia que se vive ahora: el Acontecimiento pascual da sin cesar su fruto eterno en ella. Porque el Señor de la historia es también ahora el Jinete «fiel» y «veraz» que «combate con justicia», cuyo manto está «empapado en sangre» y su nombre es «la Palabra de Dios» (Ap 19, 11 ss). Su Liturgia es el despliegue de su victoria en el combate de los últimos tiempos: «¡No temas! Yo soy el Primero y el Último, el Viviente; estuve muerto, pero mira, estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades» (Ap 1,17 ss). La Liturgia celestial es la gestación de la nueva creación, porque nuestra historia es llevada por Cristo al seno de la Trinidad Santa. Es aquí donde el Señor de la historia es a cada instante Siervo de su Cuerpo y del más pequeño entre sus hermanos: le llama y le alimenta, le cura y le hace crecer, le perdona y le transforma, le libera y le deifica, le revela que es amado por el Padre y se une a él cada vez más hasta que llegue a su madurez en el Reino. La carta a los Hebreos resume esta Energía de Cristo en la Liturgia celestial, con una palabra que compendia toda la novedad del Acontecimiento pascual: Jesús es nuestro «Sumo Sacerdote». «Aquí estamos, yo y los hijos que Dios me dio. Así pues, dado que los hijos comparten la carne y la sangre, así también él participó de ellas, para reducir a la impotencia, por su muerte, a aquel que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo... Él tenía que asemejarse en todo a sus hermanos, para llegar a ser, en lo que se refiere a Dios, sumo sacerdote misericordioso y fiel» (Hb 2, 13-14.17). «Él se ha convertido para todos los que le obedecen en ‘fuente de salvación eterna’» (Hb 5, 9). «Él puede salvar definitivamente a los que por él se acercan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor» (Hb 7, 25). «Presentándose como sumo sacerdote de los bienes futuros..., él entró de una vez para siempre en el santuario... con su propia sangre, habiéndonos obtenido una redención eterna» (Hb 9, 12). «Esto él lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo» (Hb 7, 27). En la iconografía de la Ascensión, Jesús Señor tiene en la mano el rollo de la historia, pero también bendice con su mano derecha. Uno con el Padre, el Cordero es fuente de bendición: derrama el Río de Vida. Puesto que estamos ya en la Liturgia eterna, su corriente nos arrastra cada vez con mayor impaciencia hacia su consumación. Sí, porque al corazón de la Liturgia celestial llega un gemido, el de los testigos «degollados a causa de la Palabra de Dios», que, debajo del altar, gritan con voz potente: «¿Hasta cuándo, Señor santo y veraz, estarás sin hacer justicia?» (Ap 6, 9). La historia no se ha terminado con la Ascensión; al contrario, se desarrolla hacia su liberación final: los últimos tiempos están abiertos. Cada vez que el Cordero abre un sello del rollo de la historia, resuena la misma invocación: «¡Ven!». ¿Qué es, pues, este estruendo de aguas caudalosas en la creación gimiendo con dolores de parto, en el cuerpo del hombre y hasta en las profundidades de su corazón (cfr. Rm 8, 22-27)? El flujo y el reflujo de la Liturgia celestial no cesan de arrastrar el mundo hacia su fuente, y es entonces cuando mana el Río de la Vida en su última kénosis: el Espíritu Santo.

V. Pentecostés, advenimiento de la Iglesia La Comunión de la Trinidad Santa, convertida en Liturgia en la Pascua de Jesús, no se desarrolla lejos de nosotros en su celebración eterna. El Río de Vida no se ha apartado de nuestro tiempo con la Ascensión del Señor, todo lo contrario: desde el trono de Dios y del Cordero, he aquí que se derrama en los últimos tiempos sobre toda carne (Hch 2, 17 y Jl 3, 1-5). Al término de la nueva Pascua, Pentecostés será, él también, todo novedad. ¿Qué sucede entonces cuando, «al llegar el día de Pentecostés», el grupo apostólico se encuentra «reunido en un mismo lugar» (Hch 2, 1)? Contemplemos, en primer lugar, el acontecimiento, dejándonos guiar, después, por su luz. Las irrupciones del Espíritu Santo durante los tiempos que han precedido a este Día son incontables. Acompañan toda la Economía de la salvación; constituyen incluso su continuidad, cada vez más carnal y espiritual, hasta hacer que el Verbo se encarne y constituirlo Señor a la derecha del Padre. Pero lo que sucede en este Día de Pentecostés es más que una intervención del Espíritu Santo, acaecida después de tantas otras: es un Principio. Cierto, en él encontraremos lo que revela siempre la presencia personal del Espíritu Santo, ese Poder virginal por el cual ha encarnado al Verbo y ha resucitado a Jesús. Pero, en el Día de Pentecostés, este principio es nuevo. El Espíritu ya no es solo Aquel que el Padre envía con y para su Hijo amado: a partir de hoy es derramado por el Padre «y» por su Cristo. El Río de Vida mana en adelante del trono de Dios «y» del Cordero. Se manifestará como Espíritu de Jesús y poder de su Resurrección. Sobre todo, a partir de este Día, él es dado77 y será acogido y reconocido como Don del Señor resucitado. En su kénosis tan personal se comunicará como Persona. ¡Al fin, el Espíritu Santo va a recibir «con el Padre y el Hijo una misma adoración y gloria»!78. Para acoger el acontecimiento de la mañana de Pentecostés, recordemos lo que sucede en la aurora de la Plenitud de los tiempos y en la Hora de Jesús79. La continuidad hará aparecer aún mejor la novedad. Cuando alborea el Día de la Anunciación, María está pronta para su Señor. Desde hace años ha sido preparada silenciosamente por Él para vivir de fe. Dispuesta por pura gracia, su corazón, pobre, está ofrecido, conforme con Aquel que ella va a acoger. Cuando le llega el anuncio de la Promesa, está de tal modo habitada por la Palabra de Dios que toda su Energía de acogida se convierte en consentimiento. Entonces, el Poder del Padre viene sobre ella: por ella y por el Espíritu Santo, el Verbo se hace carne. En la Hora de su Cruz, Jesús es el Hombre totalmente asumido por el Verbo. También él, desde hace años, ha aprendido en su carne la obediencia del Hijo. Él es acogida abismal de la muerte del hombre, árbol desenraizado y estéril. Pero él está del todo ofrecido a la voluntad del Padre, puro consentimiento a su amor. En esta oblación de su muerte, Jesús no es más que Sacrificio, consumido por el Amor. Pero este Amor, totalmente Otro, Santo, transforma sin destruir. Solo la Muerte, esta ausencia mentirosa del amor, es destruida. Entonces, de su cuerpo «sembrado en la ignominia» y por el poder del Espíritu Santo, Jesús resucita en gloria (1 Co 15, 42 ss; Rm 8,

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Desde su primera aparición a los discípulos la tarde del «primer día», con ocasión de lo que algunos llaman el Pentecostés joánico, Jesús da el Espíritu Santo, pero no fue reconocido ni acogido como tal (Jn 20, 22). 78 Esta doble expresión aparece en los Símbolos de fe en los siglos III y IV, pero se integra en el Credo solo en el Concilio de Constantinopla del año 381. 79 Cfr. los capítulos II y III.

11). Por el Espíritu Santo ha tomado nuestra carne y lleva nuestra condición humana a su plenitud: su Cuerpo está vivo, incorruptible. Es a esta kénosis y a esta Pascua del Hijo de Dios a lo que el Espíritu Santo viene a dar cumplimiento en la mañana de Pentecostés, pero esta vez, y es la primera, para que «los hijos y las hijas» de los hombres participen en ellas. En este sentido, este Principio es nuevo. Cuando alborea el Día de Pentecostés «se encontraban todos juntos en un mismo lugar» (Hch 2, 1). ¿Quiénes? Aquellos que, habiendo regresado a la ciudad diez días antes, estaban en la habitación alta, «todos, con un mismo corazón, asiduos en la oración, junto a algunas mujeres, con María, la madre de Jesús, y sus hermanos» (Hch 1, 12-14). Hombres sencillos, que dejaron todo por Jesús, pero cobardes, que lo abandonaron e incluso negaron. También ellos han sido preparados durante meses; han visto, escuchado, tocado al Verbo de Vida. Llamados por pura gracia, han sido perdonados misericordiosamente. Recientemente, durante cuarenta días, han escuchado sus últimas instrucciones, pero sus corazones, «lentos para creer», no han progresado apenas desde hace tres años (Hch 1, 1-6). La partida misma del Señor les deja turbados. Entonces lo que les reúne, por débil que sea, es todavía su fe, toda obediencia y espera. Están habitados, posiblemente, por la Palabra depositada en sus corazones; son, sobre todo, pobres. Su energía de acogida se ahonda durante estos diez días; se atreven a esperar contra toda esperanza. Esperan, como nunca nadie ha esperado antes, lo que solo es posible para Dios. Ahondar así el corazón del hombre es la última deferencia del Señor de lo imposible, hasta el momento que, en ese corazón, el Río de Vida se convierta en Fuente. Entonces, «de improviso» (Hch 2,2), con esa impetuosidad que acompaña su Poder virginal, el Espíritu de Jesús invade a aquellos hombres y mujeres con su Presencia personal. Ya no es un grupo de creyentes, sino una Comunión nueva. Ya no son pescadores, sino teólogos80. Eran discípulos de Jesús, y se convierten en apóstoles, enviados como él por el mismo Espíritu del Padre, que había ungido al Verbo en su Encarnación y a Jesús en su Resurrección: un poder extraordinario habitará de ahora en adelante y por siempre estos vasos de barro (2 Co 4, 7). «Llenos del Espíritu», siguen siendo aparentemente pobres hombres, pero, en realidad, son transformados: participan de la naturaleza divina, porque la vida del Espíritu penetra su naturaleza hasta su raíz ontológica (2 P 1, 4), son realmente deificados. En esta mañana de Pentecostés, el Espíritu Santo acaba de engendrar virginalmente el Cuerpo de Cristo tejido de nuestra humanidad: la Iglesia. El Espíritu que procede del Padre acaba de ser derramado por el Cordero inmolado, la Liturgia eterna irrumpe en nuestro mundo, una nueva creación está aquí: el Cuerpo de Cristo no solo está entre los hombres, sino que comienza a recapitular en él a todos los hombres. En este Día de Pentecostés, de un pequeño resto de pobres, el Espíritu Santo ha hecho la Iglesia. Porque el Río de Vida acaba de ser acogido, la Liturgia comienza en los últimos tiempos y hace nacer la Iglesia. En esta nueva Comunidad, es Él, el Espíritu del Señor resucitado, el que mana, el que conduce, el que envía: Él es el Río que hace a la Iglesia apostólica. Pero es ella la que, por Él, se convierte en fuente visible, presente, accesible, de la que todos los hombres recibirán la Vida. La Iglesia es así el Cuerpo espiritual, es decir, que no existe como Cuerpo más que por el Espíritu de Cristo resucitado, que ha sido dado a los hombres para que puedan ver, escuchar y tocar al Verbo de Vida. Es siempre en su Cuerpo como el Verbo viene a salvar a los hombres. Pero en el seno de la Virgen, por los caminos de Galilea y en la tumba, este Cuerpo adorable 80

Tropario bizantino de Pentecostés. «Teólogos» en el sentido bíblico de Jn 17, 3.

estaba limitado por la muerte. Ahora que él ha sido elevado hasta el Padre, la Vida mana de su Cuerpo pero en nuestro mundo, no en otra parte. El misterio de la Liturgia vivificante no se ha desencarnado: por la Ascensión ha entrado en el seno del Padre, pero por Pentecostés penetra la carne de toda la humanidad. Por el Espíritu Santo, la Liturgia toma cuerpo en la Iglesia. «¿Cómo sucederá eso?», se puede preguntar. En la pura línea de la gran profecía de Ezequiel (Ez 37, 1-14), que se cumple a partir de este Día, la respuesta está clara: el Espíritu Santo vivifica al poner en comunión. Un cuerpo no es el conjunto de los miembros vivos, sino que cada miembro vive porque está unido al cuerpo. ¡La Iglesia no nació porque, un buen día, unos hombres decidieran unirse en torno a una misma profesión de fe! Al contrario, es el Espíritu de Jesús quien suscitó la fe en el corazón de los discípulos y los unió al Cuerpo de Cristo. Entonces nació la Iglesia. El Cuerpo de Cristo, desde donde la Liturgia se derrama en el mundo, preexiste a los miembros que se unen a El. No se fabrica la Iglesia porque no se fabrica la Liturgia: se nace en ella y se la vive. Así, desde este primer Pentecostés81, la morada de Dios entre los hombres -y no hay otra sino Cristo- es la Iglesia. Ella no es solo «un» lugar vivo de la manifestación del Espíritu Santo, como lo fueron la Tienda de la reunión, durante el Éxodo, o las asambleas sinagogales, después del Exilio: ella es «la» manifestación del Espíritu de Cristo en una Comunidad nueva de hombres y mujeres que han pasado a la Vida, porque han sido puestos por Él en Comunión con el Cuerpo vivo del Hijo de Dios. No conocemos otro Espíritu del Dios vivo, sino Aquel que se derramó del costado de Cristo al entregar su Vida por nosotros, y que resucitó a este mismo Jesús de las profundidades de la muerte. La Iglesia está amasada de Espíritu, agua y sangre, si está permitido interpretar así los versículos oscuros de 1 Jn 5, 6 ss: en ella, el Espíritu Santo, nuestra humanidad y la del Verbo encarnado se han unido inseparablemente. Esta energía de la Nueva Alianza es ahora la Liturgia82 y constituye la Iglesia, Cuerpo de Cristo que crece en este mundo. La Liturgia no es, pues, un componente del misterio de la Iglesia, sino más bien es la Iglesia la que es el estado, la forma actual de la Liturgia83 en nuestra humanidad mortal84. La Iglesia es como el rostro humano de la Liturgia celestial, su presencia luminosa y transformante en nuestro tiempo. Precisamente es este encuentro de la Liturgia eterna con nuestro tiempo lo que trataremos ahora de descubrir mejor.

VI. Los «últimos tiempos»: el Espíritu y la Esposa La entrada de la Plenitud de los tiempos en nuestro tiempo mortal implica a la historia en una situación nueva y paradójica. La Hora de Jesús está y permanece aquí, porque con ella la muerte es vencida y la Vida es dada; pero, al mismo tiempo, la muerte sigue actuando y el mundo está bajo el imperio de la mentira. El advenimiento de la Liturgia celestial comenzó en la Iglesia con la efusión del Espíritu Santo, y, sin embargo, no se ve en qué la creación haya comenzado a ser

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Hoy se tiende a hablar de múltiples Pentecostés a lo largo de los Hechos de los Apóstoles y de la historia de la Iglesia. En el sentido estricto del término (Pentecostés = quincuagésimo día), hay multitud de efusiones del Espíritu, pero no hay más que un Pentecostés con el que comienza la culminación de la Pascua. 82 Etimológicamente, «servicio público», según la interpretación generalmente admitida por los helenistas. Una vez que pase al lenguaje cristiano, la palabra superará el significado original. Permanecerá, sin embargo, el aspecto de prestación o de función realizada por un grupo; de aquí, la interpretación hoy frecuente de «acción del pueblo de Dios». En cualquier caso, el aspecto de trabajo (ergon) o, mejor, de energía permanece también una vez integrada en el Misterio cristiano, y es esto lo que nos interesa. 83 Literalmente: «es la Iglesia la que es la condición actual de la Liturgia» [N.d.T.] 84 Es precisamente esta Eclesiología la que avanza hoy a través de los diálogos ecuménicos.

liberada de la esclavitud de la corrupción (cfr. Rm 8, 21). Así, en la mañana de Pentecostés, el tiempo nuevo inaugurado por la Ascensión surge en este mundo con el advenimiento de la Iglesia: este encuentro constituye los últimos tiempos en que nos encontramos (Hch 2, 17) y es la última etapa de la Economía de la salvación. El Misterio de los últimos tiempos Los tiempos de la Promesa han dado su fruto en la Resurrección de Jesús (Hch 13, 32). La Plenitud de la divinidad habita desde entonces entre los hombres en el Cuerpo de Cristo; por él, nuestra humanidad ha entrado en la Comunión eterna con el Padre. Nuestro tiempo está ahora «lleno de Gracia y de Verdad» (Jn 1, 14). Esta plenitud celebrada en la Liturgia celestial es nuestro «ya»: sí, en Cristo, nosotros estamos ya en el Hoy de Dios (Hb 3, 13 y 4, 7). El sábado cíclico era el signo del tiempo marcado por la muerte, pero con la Resurrección de Jesús entramos en el Día que no conoce el ocaso. El Espíritu de Cristo hace llegar este Día, esta plenitud, a nuestro viejo tiempo, descendiendo sobre los discípulos el día que se cumplía la fiesta de Pascua. El advenimiento de la Iglesia da comienzo, pues, a los últimos tiempos. Los dos advenimientos coinciden: la Iglesia es esencialmente escatológica, es decir, está en los últimos tiempos; ella es el surgir de la Plenitud en el vacío de nuestro tiempo y, de este modo, el principio de su Consumación a través de su espera. Ahora bien, este surgir del Río de Vida, en su Hora de plenitud, es precisamente la Liturgia. Derramada en nuestro mundo por el don del Espíritu, la Liturgia está desde entonces en condición eclesial, es decir, escatológica. Los últimos tiempos no se llaman así a causa de una cronología plana, como si vinieran después del tiempo vivido por Cristo en su vida mortal y antes de su retorno definitivo. El Acontecimiento de la Pascua no está detrás de nosotros, sino dentro de nuestro tiempo; en cuanto a la Parusía, no está totalmente delante de nosotros, sino que ha comenzado en la Ascensión y progresa todos los días. Nuestros últimos tiempos, pues, están regados por el gran Río de la Liturgia que, manando de la Plenitud de los tiempos, los lleva hacia su Consumación. Con Pentecostés, la Fuente de Vida eterna estalla en el corazón del tiempo, la Liturgia se derrama, la Iglesia ha nacido: los últimos tiempos han comenzado. He aquí la novedad, y nosotros estamos ya en ella. Pero he aquí la paradoja. «En los últimos días vendrán burlones que dirán: ‘¿Dónde está la promesa de su Venida? ¡Desde que murieron los Padres, todo sigue como en el principio de la creación!’» (2 P 3, 3-4). Sin llegar a la burla, no se puede sino constatar la brutal realidad: el pecado, la muerte, la mentira y el odio se siguen extendiendo con la misma insolencia. Peor aún, la evidencia de la fe descubre que la historia crece en este movimiento: desde que el Príncipe de la Vida ha vencido la muerte, el Príncipe de este mundo se desencadena cada día más furiosamente. Los últimos tiempos esconden, pues, todavía un misterio: lo propio de la Liturgia es revelárnoslo al realizarlo. Hemos advertido un gemido en la Liturgia celestial. Debajo del altar, los que derramaron su sangre por el testimonio del Cordero gritan con voz potente: «¿Hasta cuándo, Señor santo y veraz, estarás sin hacer justicia?» (Ap 6, 9- 10). La injusticia original queda desenmascarada: la sangre del hombre, su vida recibida de su Dios, se derrama para la muerte; el hombre y toda la creación están condenados a la corrupción. La sangre de todos los oprimidos de la historia85 sube como un grito, el grito de la vida que sube hacia el Dios vivo: «¡Oh tierra, no tapes mi sangre y que mi grito suba sin parar!» (Jb 16, 18). Ahora bien, he aquí que, en la Plenitud de los tiempos, el clamor de Job se ha convertido en el del Hijo de Dios en la Cruz. Este clamor no cesa de resonar 85

¿Y quién no lo es? Los opresores son los primeros esclavos.

en el corazón de la Liturgia celestial y desgarra el silencio, justo antes de que el Cordero abra el séptimo sello de la historia, el último (Ap 8, 15)... El misterio de la Liturgia permanecerá sellado para nosotros mientras no hayamos comprendido que su punto de inserción, su lugar de entrada en nuestro tiempo, es precisamente esta muerte, este grito de la sangre que clama a su Redentor. Porque ya no estamos en los tiempos de Job. La sangre de Jesús, derramada por amor y no por fatalidad, testimonia que el sufrimiento del hombre es entendido y acogido por el Hijo de Dios. Más aún, ha llegado a ser el suyo. Ha llegado a ser el suyo como hijo del hombre, pero primero era ya suyo como Hijo del Padre. Es este sufrimiento misterioso del Padre el que ha decidido toda la Economía de la salvación. Sus primeras palabras a Moisés revelaban ya un amor desgarrado: «He visto, he visto la miseria de mi pueblo... he oído su clamor... conozco sus padecimientos» (Ex 3, 7). Cuando llega su Hora, Jesús lleva a cumplimiento este amor: en su muerte vivificante, él se revela Yahvé salvador86. Ahora que la Liturgia celestial invade nuestro tiempo, no somos invitados a la Fiesta eterna para distraemos de nuestra tragedia. Esta Liturgia no tapa nuestra sangre mejor que la tierra. Al contrario, nuestro grito se eleva continuamente y sube «de debajo del altar»; por la sangre de Cristo tiene acceso al santuario (Hb 10, 19) y, en la misma efusión del Amor, el Espíritu se derrama «en los últimos tiempos». Mediante la Liturgia que riega nuestro mundo, la Compasión del Padre penetra el sufrimiento de cada hombre. Ante el burlón que pregunta dónde está la promesa de su venida, ante el hombre que se aleja de Dios por lo absurdo del mal, y ante el creyente que le grita con Jesús: «¿Por qué me has abandonado?», el Padre responde viniendo y dándose totalmente: Él Viene, como nunca había venido, cada vez que su Hijo amado es crucificado. Es en su Hijo y en su Espíritu de vida como Él se da. La Compasión, por la cual la Santa Trinidad se derrama en la muerte del hombre para darle su vida, está en el corazón de los últimos tiempos. Cuando afirmamos, con el Nuevo Testamento, que estos tiempos están llenos de la Hora de Jesús, no se tiene que pensar tan solo en la Cruz y en la Resurrección. En este Acontecimiento único de la historia, hay un intervalo a menudo desconocido: el sábado. El gran Sábado Santo refleja, en efecto, uno de los aspectos de la profundidad de los últimos tiempos. La tierra está desde ahora entreabierta: porque el Cuerpo de Cristo está aquí, la muerte es aplastada y no puede proseguir en la sombra su obra de corrupción. Porque el Hijo de Dios está escondido en ella, la tierra es desposada y el Cuerpo que lleva en su seno saldrá de ella incorruptible. Es el Día virginal en que, al manifestar la carne, la sangre y toda voluntad de poder su impotencia para dar la Vida, el Espíritu Santo dará vida a toda carne mortal. De ahora en adelante, nuestro tiempo ya no es una tumba sellada: está abierto a la Plenitud, atraído por la Alianza y en espera de su Consumación. Es el tiempo en que Aquel que subió junto al Padre, «llevando los cautivos», no cesa con su Iglesia de descender a nuestros Infiernos para sacar de ellos a los clientes de la muerte. Es el tiempo del silencio, antes de que el Cordero abra el último sello de la historia, el tiempo de la esperanza y del gemido: el tiempo del Encuentro. Este encuentro no es otro que el mencionado en el libro del Apocalipsis a través de los dos planos del misterio de Cristo. Como ya hemos señalado87, estos dos planos no se sobreponen, como el cielo y la tierra de nuestro espacio mortal, sino que son internos el uno al otro. Lo que vemos transparenta lo que no vemos. «Como si viese al Invisible» se dice de Moisés, que por su fe se mantuvo firme y dejó Egipto (Hb 11, 27). En nuestros últimos tiempos, esto es infinitamente 86 87

Jesús significa «Yahvé salva». Cfr. «La Liturgia celestial» en el capítulo IV.

más verdadero. Aquel que es la Imagen de Dios invisible se ha convertido en el Primogénito de entre los muertos (Col 1, 15-18). El viene al encuentro del hombre en el vacío de su tumba: es ahí donde el Cuerpo incorruptible se hace visible a quienes la muerte quería retener. Si nos mantenemos firmes, por la fe en Aquel que tiene en su mano las llaves de la muerte, dejamos Egipto y entramos en su Vida. Los últimos tiempos son, pues, los de este encuentro dramático y jubiloso. En ellos, la historia ha entrado en el gran Sábado de Cristo, en este largo Sábado Santo en que el Viviente comunica su Vida en las profundidades. Los últimos tiempos son este punto misterioso en que el hombre «en su propia carne» puede «ver a Dios» (Jb 19, 26). Sí, aún estamos heridos por la muerte, pero esta herida no nos llevará ya más a la corrupción; es la herida de la tierra que se entreabre y de donde va a manar el Río de Vida. El Espíritu y la Esposa Es entonces cuando la última visión del Apocalipsis cobra todo su sentido. «El ángel me mostró el Río de Vida, límpido como cristal, que manaba del trono de Dios y del Cordero. En medio de la plaza, a un lado y al otro del río, hay Árboles de Vida que fructifican doce veces, una vez cada mes. Y sus hojas pueden curar a las gentes» (Ap 22, 1 ss). Esta visión no nos transporta después de la Parusía, como a veces se piensa: se refiere a la Jerusalén de los tiempos mesiánicos, antes del Retorno definitivo del Señor. Nos encontramos, ciertamente, pues, en los últimos tiempos. La visión no es tampoco utópica, sino bien localizada. En toda esta perícopa (Ap 21, 9-22, 2), se trata de la Iglesia, aquí y ahora, ya que el poder del mal existe aún y las naciones pueden ser curadas. En ella, los últimos tiempos son descritos en su novedad y su paradoja: la Plenitud está ya en nuestro mundo, pero no todo se ha cumplido todavía. Su aspecto incumplido se muestra en los verbos de acción como «descendía» para la Ciudad santa o «manaba» para el Río de Vida. Por contra, el ya se expresa en lo cumplido de los verbos de estado88. Por otra parte, en el manar del Río de Vida, todos los actores que tienen relación con la Liturgia, drama de Dios y del hombre, están actualmente implicados. El Padre y el Cordero, puesto que son la Fuente; los árboles de Vida, cuyo número doce simboliza la Iglesia apostólica; por último, todos los hombres, las gentes, que pueden ser curados por la Iglesia, lo que implica que acojan el Don de Vida89. Pero la Energía por excelencia, mencionada al comienzo de la frase, es el manar del Río. Aquí la Liturgia nos reserva un nuevo descubrimiento. Llama la atención, en efecto, que, al término de esta visión en que se revela la Iglesia de los últimos tiempos, la mirada sea, finalmente, atraída y quede fascinada por un único movimiento: el Río de Vida. Él llena todo el campo de visión... hasta hacer olvidar que se trata de la Novia, de la Esposa del Cordero. Para mostrársela, el Ángel transportó a Juan en espíritu a una alta montaña. Es contemplada mientras «bajaba del cielo, desde Dios, y con la gloria de Dios en ella» (Ap 21,9-10); en seguida se la describe con un lirismo de luz nunca alcanzado en este libro. Y justo al final, en el momento en que es revelado todo el Misterio mediante sobrios símbolos, ya no se la contempla más. Es el Río de Vida el que lo llena todo. ¿Cuál es, pues, esta Energía, cuál

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«Cumplido» e «incumplido» remiten a la gramática de los verbos en las lenguas utilizadas en la Biblia. Los matices de los verbos son menos de tiempo que de aspectos de acción o de estado. Nótese que lo «incumplido» aparece también en las actitudes de las naciones en 21, 24 ss y 22, 2. 89 Y también, para algunos, que entren en Jerusalén (21, 24 ss).

es esta Agua límpida como el cristal? Es la única Presencia que no se puede nombrar y a la cual la Esposa se ha hecho toda transparente: el Espíritu. Un logion de los primeros siglos sobre la caridad nos dice: «¿Has visto a tu hermano? ¡Has visto a tu Dios!». En este silencio radiante de luz donde concluye la visión de la Iglesia de los últimos tiempos, el Ángel parece musitar a Juan el Teólogo: «¿Has visto a la Esposa del Cordero? ¡Has visto al Espíritu!». El amigo del Esposo, del que Juan es discípulo, había dado testimonio: «He visto al Espíritu descender... Aquel sobre quien veas que desciende el Espíritu y permanece en él, ese es el que bautiza en el Espíritu Santo» (Jn 1, 32-33). Comenzada en Cristo, la visión del Espíritu acaba en la Iglesia. «El que tiene a la Esposa, es el Esposo» (Jn 3, 29). Aquel que el Precursor muestra es el Cordero, y revela en él la kénosis del Hijo de Dios (Jn 1, 34 variante). Lo que el Teólogo contempla es la Esposa del Cordero, y nos revela en ella la kénosis del Espíritu90. En efecto, en los últimos tiempos es el Espíritu mismo, personalmente, quien es enviado y dado. Pentecostés es el acontecer de la Iglesia porque el Espíritu de Jesús comienza entonces su última kénosis de amor. El acontecimiento que lo manifiesta desde entonces es la Iglesia. «¿Has visto a la Esposa del Cordero? ¡Has visto al Espíritu!». La transparencia de la Esposa al Espíritu no se explica sino porque ella es el lugar vivo de la kénosis del Espíritu Santo. Y la Iglesia participa de ella, porque es esta kénosis la que constituye a la Iglesia en Esposa del Cordero. Lo que el Espíritu del Padre realizó en favor de la Virgen María en la Plenitud de los tiempos, lo realiza ahora como Espíritu de Cristo crucificado y resucitado en favor de la Iglesia en los últimos tiempos. Lo mismo que María, al convertirse en Madre del Verbo encarnado, inaugura en sí la Plenitud de los tiempos por la Energía del Espíritu Santo, así también, pero esta vez hasta la consumación de los tiempos, la Iglesia se convierte en Esposa y Madre por el Espíritu de Jesús que habita en ella. Estos son los últimos tiempos: el Espíritu y la Esposa. En esta inhabitación transparente, la Iglesia es manifestación del Espíritu Santo porque ella es su kénosis. Kénosis y Manifestación, este es el abismo de la Paradoja del Ágape divino. En estos tiempos, que son los últimos, todas las oleadas de la Compasión divina confluyen en el Río de Vida: el Amor desgarrado del Padre y la Pasión del Hijo se derraman en el abismo de nuestra muerte por medio de la kénosis del Espíritu manifestada en la Iglesia.

VII. La Transfiguración Si pudiéramos entender que el misterio de los últimos tiempos no es una idea del espíritu, sino el drama secreto de todo hombre y del mundo; si supiéramos reconocer la kénosis del Espíritu en la Iglesia como algo que rompe el núcleo de muerte donde se endurecen nuestros corazones y se secan nuestros sufrimientos; si quisiéramos abrir decididamente nuestro abismo al de la Plenitud que se nos ofrece, entonces la Liturgia no nos parecería ya como un espejismo, una parada o un recuerdo: sería nuestra Fuente, manaría en nosotros y nos haría nacer al Nombre tan deseado. 90

Cada tiempo de la Economía de la salvación viene indicado por el advenimiento de una kénosis del amor del Dios vivo. Es esto, precisamente, lo que le constituye como tiempo. Es también a causa de esta kénosis por lo que cada tiempo comporta acontecimientos salvíficos. Estos acontecimientos de Dios en favor del hombre y con el hombre son, entonces, las manifestaciones de la kénosis escondida. Así sucedía en el principio de los tiempos: la kénosis de la Palabra y del Aliento del Padre se manifestaba por la creación. Durante el desarrollo de los tiempos, la kénosis del Verbo se reveló por la Promesa y por la Ley, mientras que la del Espíritu estaba del todo referida a él en el don de la fe y en la inspiración de los profetas. Cuando llegó la Plenitud de los tiempos, el Hijo personalmente «se vació de sí mismo» (Flp 2, 7; de donde viene la palabra «kénosis») para asumir nuestra condición de esclavos hasta la muerte; hemos visto, entonces, lo que hizo la Energía del Espíritu Santo para manifestarlo y para resucitarlo.

«¡Maranatha! ¡Ven, Señor!» (1 Co 16, 22). Este clamor de las asambleas cristianas, donde se amplifica el gemido del Espíritu y de la Esposa (Ap 22, 17), no se inclina hacia nuestro universo infernal como una intercesión, sino que se eleva de sus profundidades como un desgarramiento y como una esperanza. Nuestros últimos tiempos son sobrellevados por la espera impaciente y amante del Señor Jesús, porque, con la Liturgia, el tiempo de los dolores y del alumbramiento ha comenzado. Todo ser humano, lo sepa o no, está ya desde ahora constituido en relación con el Hijo amado, venido en su carne, pero está atravesado por la nostalgia que le atrae hacia este mismo Señor, esperado en su gloria. El movimiento de fondo de la Liturgia se despliega del Cuerpo de Jesús, crucificado y resucitado, hacia el Cuerpo total de Cristo glorificado91. En efecto, porque la ola de la Compasión divina no puede apoderarse de nuestra muerte y comunicarnos su Amor más que tomando cuerpo en nosotros. Es siempre en su Cuerpo como el Verbo viene para salvar a los hombres. No solo en su primera venida en la carne y en su segundo advenimiento en la gloria, sino también en el tiempo de kénosis en que nosotros vivimos. La Liturgia eterna, que Jesús celebra en su Ascensión y que toma cuerpo en su Iglesia, penetra nuestro mundo de muerte para darle la vida; pero el lugar de este encuentro y su eje de luz son siempre el Cuerpo de Cristo. ¿Cómo puede este Cuerpo adorable, Vivo junto al Padre, venir en nuestra condición mortal y llegar a ser para nosotros fuente de Vida? La zarza ardiente Moisés vislumbró el misterio en la teofanía que abre el acontecimiento figurativo de la Pascua (Ex 3, 1-6). El Nombre del Santo Señor Jesús comenzó a ser balbuceado y confiado a aquel que «vio a Dios»92. No mediante un curso de teología ni un éxtasis fuera de la carne, sino en un signo muy sencillo: una zarza en llamas. Una zarza, de las que hay millares en las colinas semidesérticas, y una zarza que arde no es algo raro en el entorno de los campamentos. Lo asombroso es que esta no se consume. Moisés se dice interiormente: «Voy a dar un rodeo para ver este extraño espectáculo y por qué no se consume la zarza». Y he aquí la revelación conmovedora. Se acercaba para ver, y oye a Alguien. Quería saber el porqué de una cosa, y es llamado por su nombre. A través del signo que él ve, el misterio del Dios Vivo se le entrega: el Totalmente-Otro que arde en el corazón de la visión es la Compasión divina que habita en la angustia de su pueblo. Ni panteísmo ni sacralización: esta Presencia es personal. El Santo no destruye, pero sí penetra con su Fuego todo lo que existe. El hombre es su tierra santa, tanto más habitada por su Gloria cuanto más cercana es su salvación. Pero la llama que nos quema sin consumirnos no puede ser captada por nuestras primeras miradas, aunque sean profundas: se revela al darse y es conocida al ser acogida. No es nuestra carne la que es obstáculo, como piensan los viejos dualismos, sino la ausencia de gratuidad y de amor, o, lo que es lo mismo, nuestra muerte. Aquí todo es gratuito, tanto en el fuego que se revela como en el corazón que lo recibe. Aquí todo es Vida. La misma llama misteriosa arde en el acontecimiento y en el corazón del hombre: solo en el corazón que lo acoge, el Fuego se convierte en Luz. Cuando, en la Plenitud de los tiempos, la Luz viene al mundo en Persona, entonces Aquel que habló a Moisés toma cuerpo y habita entre nosotros. Este Cuerpo del Verbo93, la Virgen lo ha concebido, formado y dado a luz por el Espíritu Santo; Juan lo ha revelado como Cordero de Dios, Pascua verdadera y Siervo sufriente. Pero también hombres y mujeres como nosotros se 91

«Corpus totum»: la Cabeza y los miembros, expresión muy querida por san Agustín. Así le llama la tradición bizantina en su fiesta, celebrada el 4 de septiembre. 93 Eucologio de San Serapión, obispo de Thmuis (Egipto, siglo IV). 92

han acercado a Él. El extraño espectáculo del Sinaí se ha convertido en lo que los sinópticos llaman milagro y el cuarto evangelio, signo: el Verbo encarnado es la verdadera Zarza ardiente. «Salía de Él una fuerza que sanaba a todos»94. Esta Energía del Verbo en nuestro mido, de la Luz en nuestras tinieblas, de la Vida en nuestra muerte, es a partir de ahora el Fuego que mana de la Zarza. Los que se le acercan, tocan su cuerpo, pero «su carne es divina»; los que le miran ven un mortal como ellos, pero es «el Rostro de la Vida»95. Él es verdaderamente hombre y verdaderamente Dios. La llama de su divinidad no consume su humanidad, pero la ilumina desde dentro y aparece a través de ella. Sus acciones asombrosas, sus milagros, dan testimonio ya, en su condición mortal, de las Energías que se irradiarán, por su Resurrección, de su Cuerpo incorruptible. Con sus milagros, Jesús se revela como el gran y único sacramento de Dios para el hombre y del hombre para Dios96. Y así, un día Jesús sube a la barca con sus discípulos (Mc 4, 35-41). Reman mar adentro y, mientras navegan, él se duerme. No está fingiendo, él es verdaderamente hombre; está fatigado, por su esfuerzo humano y por ese misterioso cansancio divino del que hablan los profetas (Is 7, 13). Una borrasca se desencadena sobre el lago; las olas se lanzan contra la barca, que en breve tiempo se inunda. Entonces, como Moisés, los discípulos «se acercan»: «¿Maestro, no te importa que perezcamos?». ¿Cómo podría inquietarse? En medio de la tempestad, en su humanidad, él es Aquel en quien todo subsiste y que tiene todo en su mano. Sin embargo, con un movimiento que cobra todo su significado a partir de la Resurrección, él «se despierta», él «se levanta». De sus labios de carne, el Verbo que continuamente llama cada cosa de la nada a la existencia, dice al mar: «¡Silencio, cállate!». El viento cesa, las olas se calman y sobreviene una gran bonanza. En esta tempestad, ya no estamos en el alba de la creación, sino en el tiempo trágico de la salvación del hombre. La Energía divina ya no actúa sola, sino que, en el Cuerpo de Cristo, actúa en sinergia con el hombre y, por eso, Jesús es su gran Sacramento. En efecto, actuando en favor nuestro, el Amor de nuestro Dios solicita nuestra cooperación, es decir, nuestra fe. Ahora bien, sí había fe, aunque tímida, en el corazón angustiado de los discípulos. Esta gente de poca fe tenía miedo, pero, si Jesús les pregunta: «¿Dónde está vuestra fe?», es para liberarla del miedo y hacerla crecer. Entonces, quedan sobrecogidos con ese asombro donde la fe puede dilatarse y abrirse a la Presencia: «¿Quién es, pues, Este?». En aquel tiempo, la circunstancia exterior fue una tempestad en el lago Tiberíades. Hoy es diferente y nueva a cada instante; poco importa. Lo importante es el Acontecimiento vivido, entonces como hoy, por el Verbo con los hombres; y este Acontecimiento es siempre en su Cuerpo. Venga en la Plenitud de los tiempos o en estos últimos tiempos, el Cuerpo del Señor Jesús es el Sacramento que da la Vida a los hombres. Para estar convencidos de ello, debemos aún subir una montaña. Allí donde se cumplirá la teofanía de la zarza ardiente.

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Lc 6, 19. Cfr. Mc 5, 30. Dos expresiones de san Gregorio de Nisa en su Vida de Moisés. 96 Cuando la primera comunidad escriba estos milagros, «recordará» su consistencia carnal e histórica, pero será introducida por el Espíritu «en la verdad plena» de su significado permanente: porque así es como, en los últimos tiempos, el Señor Resucitado continúa viviendo con nosotros. La inteligencia del sentido espiritual de la Escritura no es una sutil operación mental, sino la Energía, del todo simple, del Espíritu que la revela haciéndola vivir... y es justamente uno de los frutos de la Liturgia. 95

La Transfiguración97 Este extraño espectáculo es relatado expresamente por los sinópticos como la cima del ministerio de Jesús98. Hacia esta cima suben el asombro y las preguntas de las teofanías precedentes: «¿Quién es, pues, este?» y «Vosotros, ¿quién decís que soy yo?», y de ella parte el camino hacia la última Pascua en Jerusalén. Los milagros anunciaban las Energías de Cristo resucitado; la Transfiguración es la teofanía que nos revela su significado, mejor, que realiza lo que estas Energías cumplirán en nuestra carne mortal: nuestra deificación. La Transfiguración, situada histórica y literariamente en el centro del Evangelio, lo está también en razón de su realismo misterioso: la Humanidad de Jesús es el foco vivo donde el hombre llega a ser Dios. ¡Cristo es verdaderamente hombre! Ahora bien, ser hombre no significa ser en el propio cuerpo, como lo imaginan los dualismos impenitentes, sino que, según la revelación bíblica, significa ser el propio cuerpo, un todo orgánico y coherente. Porque el ser humano es su cuerpo, él está, a imagen de su Dios, en relación con las otras personas, con el cosmos, con el tiempo, con Aquel que es la Comunión en plenitud. Ahora bien, desde que el Verbo tomó Cuerpo, está en relación humana con el Padre y con todos los hombres, según todas estas dimensiones: el fuego de su Luz inflama toda la Zarza, toda su Humanidad está «ungida», «en él habita corporalmente la Plenitud de la Divinidad» (Col 2, 9)... y Pablo añade: «y vosotros os encontráis en él asociados a su Plenitud» (Col 2, 10). ¿Qué ha sucedido, pues, en este acontecimiento imprevisto? ¿Por qué la fugitiva Belleza del Incomprensible se transparenta un instante en el Cuerpo del Verbo? Dos certezas pueden guiamos. Ante todo, el cambio, la metamorfosis según la transcripción literal del término griego, no se refiere a Jesús. El texto evangélico y la interpretación unánime de los Padres son claros: Cristo «se transfigura, no asumiendo lo que no era, sino manifestando lo que él era a sus propios discípulos: les abre los ojos y, de ciegos que eran, los hace videntes»99. El cambio está del lado de los discípulos, y esto es lo que confirma la segunda certeza: la finalidad de la Transfiguración, conforme a toda la Economía revelada en la Biblia, es la salvación del hombre. Como en la zarza ardiente, el Verbo deja ver en su Cuerpo la Luz de su divinidad no para hacer saber, sino para hacer vivir, para salvar: se revela al darse y se da para transformamos a nosotros en El. Pero, si está permitido acercarse al Misterio, quitándose las sandalias de la curiosidad y de la gnosis indiscreta, ¿por qué Jesús eligió ese momento, sus dos testigos y sus tres apóstoles? ¿Qué vivía en su corazón de hombre, él, el Hijo apasionado por el Padre y también por nosotros? Algunos días antes, Pedro ya había sido iluminado interiormente y le había reconocido como el Mesías de Dios. Jesús había comenzado entonces a desvelar su próximo desenlace: debía sufrir, ser condenado a muerte y resucitar. Tras estos dos anuncios, toma la iniciativa de subir al monte. El manar de la Transfiguración aparece desde entonces a través de lo no dicho por los evangelistas: acabada la catequesis preparatoria a su Pascua, Jesús se decide a ir hacia su realización. Con todo su ser, con todo su cuerpo, él está entregado a la voluntad amorosa del Padre, se adhiere totalmente a ella. En adelante, ya todo pondrá de manifiesto su sí

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Este acontecimiento permanece demasiado desconocido para los cristianos, como si fuese un milagro entre otros, una especie de prueba apologética. También la fiesta que lo celebra ha venido a menos, quizá por ser la única no inscrita en el desarrollo cronológico de las fiestas del Señor. Memorial de un hecho acaecido en su vida mortal, se celebra después de Pentecostés, en la luz del verano (6 de agosto). Ahora bien, este acontecimiento, que trastoca nuestra lógica del tiempo, es justamente el más típico de la condición escatológica del Cuerpo de Cristo: es una visión de apocalipsis en el centro del Evangelio. 98 Mc 9, 2-10; Mt 17, 1-9; Lc 9, 28-36. 99 San Juan Damasceno, Homilía II sobre la Transfiguración (PG 96, 564c).

incondicional al amor del Padre, hasta ese último combate de la agonía, al que serán invitados los mismos discípulos. Necesitamos, sin duda, entrar en el misterio de esta adhesión de amor para comprender que la Transfiguración no es el desvelamiento impasible de la Luz del Verbo a los ojos de los apóstoles, sino el momento intenso en el que Jesús, con todo su ser, no es más que una sola cosa con la Compasión del Padre. En aquellos días decisivos, él es más que nunca transparente a la luz de amor de Aquel que lo entrega a los hombres para su salvación. Por tanto, si Jesús se transfigura, es porque el Padre hace estallar en él su Alegría. La irradiación de su Luz en su cuerpo de compasión es como el estremecimiento del Padre que responde al don total de su Unigénito. De ahí la voz que traspasa la nube: «¡este es mi Hijo amado!, en quien me complazco... ¡escuchadle!». Y se entiende la emoción inesperada de Moisés y de Elias: ellos, que habían percibido la proximidad de la Gloria divina impaciente por salvar a los hombres, la contemplan ahora en el Cuerpo del Hijo del hombre. «He visto, he visto la miseria de mi pueblo... he oído su clamor... conozco sus padecimientos... he decidido liberarlo» (Ex 3, 7-8); «Respóndeme, Yahvé, respóndeme... ardo en celo por Yahvé, Dios Sebaot, porque los hijos de Israel te han abandonado...» (1 R 18, 37; 19, 10): todo esto ya no son palabras divinas ni palabras de hombres, sino el Verbo mismo en su humanidad; no ya una promesa y una espera, sino el Acontecimiento, «la Realidad: ¡es el Cuerpo de Cristo!» (Col 2, 17). Moisés y Elías pueden dejar la gruta del Sinaí sin velarse el rostro: contemplan la Fuente de la Luz en el Cuerpo del Verbo. En cuanto a los tres discípulos, son inundados durante unos segundos de lo que se les concederá recibir, comprender y vivir a partir de Pentecostés: la luz deificante que emana del Cuerpo de Cristo, las Energías multiformes del Espíritu que da la Vida. En ese momento, lo que les impresiona es que «Aquel que está allí» no es solamente «Dios con los hombres», sino Dioshombre: nada puede pasar de Dios al hombre, ni del hombre a Dios, sino por su Cuerpo. Y la otra certeza, de la que Pedro dará testimonio en sus cartas y Juan en todos sus escritos, es que la participación de esta vida del Padre que se derrama desde el Cuerpo de Cristo es a la medida de la fe del hombre. La novedad de la Transfiguración consiste en esta luz de fe que ha iluminado sus corazones de carne. Gracias a ella, acercándose al Cuerpo de Jesús, «tocan al Verbo de Vida» (1 Jn 1, 1). Ya no hay distancia entre la materia y la divinidad: en el Cuerpo de Cristo, nuestra carne está en comunión con el Príncipe de la Vida, sin confusión ni separación. La Transfiguración nos hace vislumbrar el pleno desarrollo de lo que el Verbo inauguró en su Encarnación y manifestó a partir del Bautismo en sus milagros: el Cuerpo de Jesús es el sacramento que da la Vida de Dios a los hombres. Cuando nuestra humanidad consienta en unirse a la Humanidad del Señor Jesús, participará entonces en la naturaleza divina (2 P 1, 4), será deificada. Si todo el significado de la Economía de la salvación está en esto, se comprende que la Liturgia sea su cumplimiento. La deificación del hombre será participación del Cuerpo de Cristo. La Liturgia sacramental Se entiende ahora por qué la tradición constante de las Iglesias de Oriente ve en el misterio de la Transfiguración el acontecimiento-fuente de la Liturgia sacramental. El Cuerpo de Jesús no es, simplemente, el signo de la presencia de Dios, como la zarza del Sinaí, ni el receptáculo inerte de la divinidad, como lo imaginan nuestros inconscientes nestorianos: es Sacramento, está ungido con la naturaleza divina en la unidad personal del Hijo. Puesto que, en todas las fibras de su ser y en su consentimiento de amor, la Humanidad de Jesús es «filial», ella puede desposar

los más mínimos movimientos y las más íntimas heridas de nuestra humanidad para derramar ahí la vida del Padre. Las Energías deificantes del Cuerpo de Cristo nos alcanzarán de ahora en adelante en todo nuestro ser, en nuestro cuerpo. El Señor se apropia, entonces, de alguna de nuestras realidades carnales -agua, pan, vino, aceite, hombre y mujer, corazón contrito-, se la asocia a su Cuerpo en crecimiento y la hace participar de su irradiación vivificante. Lo que nosotros llamamos sacramentos son, en realidad, las acciones deificantes del Cuerpo de Cristo en nuestra misma humanidad. Con pleno realismo espiritual, estas Energías son sacramentos; de no ser así, no podrían deificamos. Nosotros podemos recibir su Espíritu tan solo porque él asume nuestro cuerpo. En cierto sentido, durante su vida terrestre, Jesús no podía alcanzar la plena madurez de su poder deificante; estaba limitado en su relación, no por su Cuerpo, sino por la condición mortal de su Cuerpo. Desde que venció a la muerte, estas limitaciones han sido superadas y abolidas. En este sentido, es por su Cruz y su Resurrección como el Cuerpo de Cristo se ha hecho plenamente sacramental. «Por su Ascensión -nos dice san Ambrosio-, Cristo ha pasado a sus Misterios», es decir, a sus Energías sacramentales. Este paso fue el de su Pascua. Por tanto, sacramento desde su Encarnación, el Cuerpo de Cristo lo llega a ser totalmente y sin límite por su Resurrección y Ascensión. De ahora en adelante y para siempre, él es el Sacramento de la Comunión de Dios y los hombres. Algunos imaginan a Cristo, sacramento de la salvación de los hombres, que estaría allá arriba; después, la Iglesia, otro sacramento, que estaría aquí abajo; y, finalmente, los sacramentos de la Iglesia, celebrados de vez en cuando. Este esquema, no hay duda, es una de las causas del divorcio entre la Liturgia y la vida. No, no hay más que un solo Cuerpo de Cristo, gran y único Sacramento. La maravilla que hemos de redescubrir continuamente es que el mismo Señor, que hizo participar a sus tres discípulos en la Luz deificante mientras su Cuerpo estaba aún en condición mortal, continúa ahora, y con poder infinitamente mayor, deificando a los hombres en su mismo Cuerpo, que es la Iglesia. Si su Cuerpo no participase de nuestra condición mortal, ¿cómo podríamos nosotros ser deificados? Ahora bien, este Cuerpo vivificante es la Iglesia. La Iglesia es, en efecto, el estado de kénosis en el cual la Carne del Verbo comunica la Vida al mundo hasta que la Muerte sea definitivamente destruida (1 Co 15, 26). El Señor, desde su Ascensión, difunde entre los hombres el Río de Vida, la Liturgia, en su Cuerpo que es la Iglesia, y he aquí la Transfiguración hoy. La paradoja de los últimos tiempos está focalizada en el acontecimiento permanente y dinámico de la Transfiguración de Cristo: en ellos se realiza la Liturgia sacramental. Sí, porque entre el Tabor y hoy está la Resurrección, el estallido de la Gloria: hay Espíritu Santo. Es gracias a la kénosis del Espíritu en la Iglesia como, en nuestra misma debilidad, la fe puede despertarse y nuestros ojos abrirse para reconocer al Señor y ser transformados en él. No necesitamos ya la nube para oír al Padre y acercarnos a Jesús: la humanidad de la Iglesia es el Cuerpo en el cual el Señor se revela y actúa, ya que, por su Espíritu Santo, nuestra humanidad y la suya se han hecho un mismo Cuerpo100. He aquí, pues, el Cuerpo de Cristo, Sacramento de la salvación de los hombres y de la Gloria de Dios. La Liturgia hace vivir en la Iglesia la Transfiguración del Cuerpo total en crecimiento, la unión transformante en la que el hombre llega a ser Dios. Si se admite la intuición clásica de la 100

Todo lo que vimos en el capítulo V sobre «Pentecostés, Advenimiento de la Iglesia» encuentra aquí su confirmación. Los apóstoles se han convertido en el Cuerpo de Cristo y es este mismo Cuerpo el que no cesa de crecer en los últimos tiempos: la Iglesia apostólica es la Iglesia sacramental.

Liturgia como energía del Pueblo de Dios, es justo desde esta Luz desde donde nosotros la podemos comprender. No una Energía que procedería de la Iglesia, al lado de Cristo o después de él, sino la Sinergia del Hombre-Dios comunicada a su Iglesia en el Espíritu Santo: la unión sin confusión, la confluencia de la Energía del Don y la de la Acogida, el encuentro virginal y omnipotente de las dos gratuidades. Entonces, la humanidad que ella toma no es ya de la carne ni de la sangre ni un grupo sociológico ni un conjunto de estructuras, sino que llega a ser Pueblo de Dios, llega a ser Cuerpo de Cristo. Esta transformación, este llegar a ser es justamente el acontecimiento de la Transfiguración. ¿Cuál es, pues, este poder extraordinario que emana del Cuerpo del Señor y del cual nosotros podemos participar en nuestra realidad humana desde ahora? ¿Cuáles son estas Energías deificantes que en la Liturgia «transfiguran poco a poco nuestro cuerpo de miseria para conformarlo con su Cuerpo de Gloria» (Flp 3, 21)? Es lo que nos queda por descubrir para acoger la Liturgia fontal.

VIII. El Espíritu Santo y la Iglesia en la Liturgia Cuando nos acercamos al Cuerpo del Señor, nuestro primer asombro debería ser el de haber sido atraídos hacia él. Es el Padre quien nos ha seducido (Jn 6, 44) y, en nuestra pobre fe amante, es un poco de su pasión por el Hijo amado la que se ha hecho nuestra. Así, desde que consentimos en entrar en la nube de la fe, el Padre nos revela a Jesús como la única Realidad. «De pronto, mirando alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús solo con ellos» (Mc 9, 8): Jesús solo, es como decir Todo. En este Cuerpo del Verbo, «todo subsiste... Dios quiso hacer residir en él la Plenitud» (Col 1, 17.19). De él se derrama la Alegría del Padre sobre todos los hombres. En él, todo ser es amado de modo único y puede volver a convertirse en la Gloria del Padre. En él está la Vida de todas las criaturas. El es nuestra Vida y nuestra Resurrección; entonces, «¿a quién iremos, Señor?» (Jn 6, 68). En él, el hombre es restaurado y los hombres son reconciliados, pues «en su Cuerpo ha dado muerte al Odio» (Ef 2, 14 ss). En su Transfiguración, este Cuerpo adorable de ahora en adelante no puede dejar de exultar de alegría: la Liturgia es el desbordamiento de su Espíritu de Vida. Sí, porque el Espíritu Santo, cuya fuente eterna es el Padre, ha sido enviado desde el principio de los tiempos con el Hijo y para él. El Espíritu es la misión materna del Padre junto a los hombres para que conozcan al Hijo, sean incorporados a él y compartan su Vida. Por eso, en el corazón de los hombres, él es la atracción del Padre hacia Jesús, su pasión por el propio Hijo y por todos los hijos, su Comunión derramada abundantemente. En el Cuerpo de Cristo, y manando de él, el Espíritu Santo es como la impaciencia de la Gloria del Padre para que el hombre viva. En adelante, en este Cuerpo que ha vencido los límites de la muerte, el Espíritu actúa con poder. Y cuando suscita en nosotros la respuesta a su Energía multiforme, el Espíritu y la Iglesia no son más que uno en asombrosa sinergia101: la Liturgia.

101

Hemos encontrado ya este término (Cfr. capítulo II, nota 5) y volverá con frecuencia en seguida. El lector entenderá que lo preferimos a su equivalente de origen latino «co-operación», cuyas connotaciones son otras en el lenguaje moderno. La sinergia del Espíritu Santo y de la Iglesia es una noción clave para entrar en el misterio de la Liturgia. Su fundamento es Cristo mismo. Verdadero Dios y verdadero hombre, Jesús tiene dos voluntades (contra la herejía monoteleta) y dos operaciones o energías (contra el compromiso del monoenergismo), unidas de hecho pero libremente y sin confundirse. Así, toda la santidad cristiana consiste en la deificación de nuestra naturaleza en Cristo (Cfr. capítulo XVI), en la unión de nuestra voluntad con la del Padre en Cristo y en la sinergia del bautizado y del Espíritu Santo en todo

La Luz del triple resplandor En el icono litúrgico que describe la Transfiguración de Cristo a los ojos de nuestra fe, la fuente no es más que Luz y abre un espacio nuevo, sin horizonte, donde todo está invadido del resplandor del Cuerpo del Señor102. Este espacio que rechaza la sombra de la muerte es el de la Liturgia. Del Cuerpo incorruptible emana la luz pura de la Trinidad Santa, una e indivisible. Pero la irradiación salvadora de su Gloria alcanza a todos los seres según energías múltiples, y estas son las Energías del Espíritu Santo. Una en su misterio, la Luz de la Transfiguración es triple en su resplandor, según los tres tiempos de la Economía de nuestra salvación que vive el Cuerpo de Cristo. Puesto que el Cuerpo del Señor Jesús es la Realidad y en él reside la Plenitud, la primera Energía de su Espíritu será manifestarlo a nosotros. El Está aquí, el Cordero de Dios, y Viene a nuestro mundo, pero tantas figuras nos lo esconden todavía y las tinieblas de la mentira nos alejan de él. Entonces, el Paráclito, el nuevo Precursor de la Venida de Jesús en su Gloria, purificará nuestra mirada con su Luz silenciosa; nos hará pasar de nuestras visiones carnales al conocimiento puro de la fe. El Espíritu Santo mana de Cristo como Plenitud de los tiempos y nos hace participar de ella. Nos transfigura, en primer lugar, iluminando los ojos de nuestro corazón. Más aún que los discípulos de Emaús, nosotros llegamos a ser entonces contemporáneos de la Hora de Jesús. Es el Hoy de la Liturgia. Tras despertarnos al don gratuito de la fe, el Espíritu Santo puede ahora penetrar con su Luz vivificante la Imagen desfigurada que es el hombre y transfigurarla. Puede alcanzar nuestras tinieblas en los baluartes de la muerte. Si la Luz nos deja participar de ella haciéndose fe en nosotros, es para que le ofrezcamos todo nuestro ser y seamos cada vez más Luz. Esta Energía, lo presentimos, nos alcanza en lo más profundo de nuestra condición mortal. Es la Energía propia de los últimos tiempos, con la que el Espíritu Santo trata de transformamos en el Cuerpo de Gloria del Señor. Por último, si se nos ha concedido «creer en su Nombre» y si hemos recibido «el poder llegar a ser hijos de Dios» (Jn 1, 12), es para ser enviados a este mundo, como Él mismo lo ha sido por el Padre. Su Espíritu nos ha hecho renacer para que, a través de nosotros, su Gloria se manifieste a otros y también ellos sean transfigurados en el Cuerpo del Señor. Este último resplandor de la Luz vivificante se orienta a comunicar la Realidad que es el Cuerpo de Cristo, a introducir en su Comunión a los hijos de Dios dispersos. En esta tercera Energía, el Espíritu y la Iglesia están en la más íntima sinergia, porque se entregan el uno al otro en la misma misión de amor. Es, pues, una verdadera anticipación de la Consumación de los tiempos, en el sentido de que el Espíritu y la Iglesia hacen vivir desde ahora el misterio del Reino y apresuran su Venida. La Manifestación del Cuerpo de Cristo La primera tragedia de la historia es que el Verbo viene a los hombres, Él, su Luz y su Vida, y los hombres no lo reconocen. Él está en medio de nosotros, en la Realidad de su Cuerpo, como Alguien a quien no conocemos (.Jn 1, 9 ss y 1, 26). No puede ser conocido desde el exterior, porque la exterioridad es la herida del conocimiento mortal. La maravilla del Espíritu Santo es revelárnoslo desde el interior, pero no por una técnica reservada a unos iniciados, sino en el compromiso personal de quien lo recibe. Por eso, la primera a quien el Espíritu Santo manifiesta acto vital. Esto es el amor en acto, Cfr. Ef 2, 9 ss y Flp 2, 13. Piénsese, a partir de cierta profundidad de unión transformante, en la palabra tan fuerte de san Juan de la Cruz: «Dios y su obra es Dios» (Máxima 157). 102 Es una constante de la iconografía, sea de hechura armenia, copta, griega, románica, eslava o siríaca.

el Cuerpo del Verbo es a su Madre, la Virgen María: ella reconoce a su Hijo y a su Dios porque lo concibe en la fe y lo lleva en la esperanza. Así ella es, personalmente, la Iglesia en la Plenitud de los tiempos. Pues bien, desde que la Iglesia ha tomado Cuerpo en Pentecostés, sucede siempre lo mismo: el Espíritu manifiesta a Jesús a quienes son suficientemente pobres para creer en él, dejarlo todo por él y llegar a ser capaces de llevarlo en la tribulación. La Energía del Espíritu Santo no consiste en hacemos saber ideas sobre Jesucristo, sino en purificar nuestro corazón para él. El Cuerpo del Señor se convierte en la evidencia primera y fulgurante de nuestras vidas, en la medida en que renunciamos a nosotros mismos y lo buscamos por amor. Esta es la primera sinergia, en que el Espíritu nos transforma en discípulos y teólogos, no mediante un discurso sobre Dios, sino por medio de la fe amante en su Cristo. El cuarto Evangelio se abre con una semana en que Juan el Teólogo evoca los primeros encuentros con Jesús, con la frescura y la precisión del amor. Podemos seguir en ella las iluminaciones progresivas que el Espíritu Santo suscita en el corazón de estos pobres sin pretensión de saber. Todo parte de la mirada de Juan el Bautista. Se le percibe bañado en aquella Luz con la que el Espíritu le transfiguró en el momento del Bautismo de Jesús. Por eso lo reconoce; ve al Cordero de Dios venir hacia él y, al día siguiente, fija sus ojos en él. Es entonces cuando dos de sus discípulos comienzan a seguir a Jesús. ¿Quién podrá conocer la profundidad de esta mirada del amigo del Esposo, tan ahondado por la espera y tan transparente al Amor que sus dos discípulos le abandonan, atraídos por Aquel ante quien su maestro se eclipsa? Sin duda, la Virgen y la Iglesia, ya que el Espíritu es la Luz que ilumina a la Esposa y le revela a su Señor (Ap 21, 23). «Venid y veréis». Los dos primeros discípulos buscaban la morada de su nuevo Rabbí, «encuentran al Mesías» y difunden la Luz que les ha atraído. Entonces es la mirada de Jesús la que comienza a irradiar la luz del Espíritu Santo en el corazón de Pedro, de Felipe y de Natanael: es él quien les conoce y cambia su vida. Jesús les hace vislumbrar la evidencia a la que se abrirá la fe que nace en ellos: no el hijo de Dios, el rey de Israel que imaginan, sino el Hijo del hombre, humillado y glorificado, que difunde la Vida sobre el mundo en su Ascensión. Y esta semana de teofanías termina con el primer signo con que Jesús manifiesta su Gloria: la anticipación de su Hora, de la efusión de su Espíritu y de las bodas de la Iglesia. Hasta la Transfiguración, el Espíritu Santo irá purificando pacientemente la mirada de los discípulos en la luz de la primera espera: «¿A quién buscáis?», «¿Quién es, pues, este?», «Vosotros, ¿quién decís que soy yo?», «¿También vosotros queréis dejarme?». A pesar de la confesión de Pedro y de los anuncios de la Pasión y la Resurrección, no entienden nada: el Espíritu trabaja en su corazón, pero aún no ha sido dado ni reconocido, y no lo será hasta que el Cuerpo de Jesús lo haya derramado tras asumir y disipar nuestra muerte. En la mañana de la Resurrección, solo uno ve y cree, a pesar de las apariencias: el discípulo a quien Jesús amaba; y un poco más tarde, es también él quien, en la neblina de la mañana, sabe reconocer, de lejos y sin forma, a aquel Señor cuyo amor transfiguró para siempre su mirada. Todo su testimonio estalla en la última Bienaventuranza del Evangelio: «Felices los que creen sin haber visto». El Espíritu despierta esta Bienaventuranza en el corazón de la Iglesia, ella que de ahora en adelante ve con sus propios ojos, contempla y toca con las propias manos al Verbo de Vida y lo anuncia (1 Jn 1, 1-3). Y es a ella a la que el Espíritu revela a su Señor que viene: «¡No temas. Soy yo, el Viviente! Estuve muerto, pero mira, estoy vivo por los siglos de los siglos» (Ap 1, 17-18).

Si el Señor resucitado es, pues, en nuestro mundo la Realidad fuera de la cual todo es vacío y absurdo, ¿cómo es que estamos junto a Él sin «discernir su Cuerpo» (1 Co 11, 28 ss)? Bastaría, para que su Espíritu nos iluminase, reconocer que somos ciegos de nacimiento; pero si decimos que vemos, nuestro pecado permanece (Jn 9, 39 ss). El Espíritu Santo nos enseña, por el contrario, aquella humildad de corazón que atraviesa los límites de todos nuestros conocimientos exteriores. A Cristo no le descubriremos en el periódico, la lectura empírica o la experiencia inconsciente de los hechos, si bien es precisamente en estos acontecimientos donde él viene y donde su Espíritu actúa. No es, tampoco, en nuestras interpretaciones subjetivas de los acontecimientos donde el Espíritu puede actuar: el significado que damos a los hechos mira solamente a asegurar nuestro equilibrio y sofoca la nostalgia que nos despertaría a la Venida del Señor. Cuando algunos acontecimientos nos turban y se convierten en fallas abiertas sobre el abismo de la muerte, ¿qué hacemos? O nos replegamos sobre las dos posiciones anteriores o nos aventuramos sobre otras dos pistas, el tiempo suficiente de distraernos para sobrevivir: para unos, es la ciencia y la técnica, aunque conocer la concatenación de las causas, e incluso dominarlas, no quiere decir descubrir su significado; para otros, deseosos de descubrir por qué esta muerte absurda golpea con sus garras todo lo que es humano, es la búsqueda de sentido, la seriedad de la inquietud, hasta el umbral insuperable de la pregunta escondida en todo acontecimiento: ¿ser esclavo de la muerte o vencerla? Pero no son las ideas las que pueden exorcizar la muerte multiforme. La Energía de luz del Espíritu Santo no excluye estos niveles de visión: los penetra, los discierne y, finalmente, los hace estallar en el Acontecimiento que está aquí presente: el Cuerpo adorable de Cristo en el que la muerte ha sido vencida y que nos ofrece la Vida. El verdadero profetismo cristiano está en este discernimiento que desemboca en la conversión transformadora: el Señor está aquí y viene, ofrecido en el corazón de todo acontecimiento como promesa de Resurrección. A partir de aquí, la pedagogía del Espíritu Santo es inagotable, porque descubrir al Señor es siempre algo nuevo. Esta sinergia de Luz nos conducirá de conversión en conversión, a la medida de nuestra fe. Solo el amor hace ver y es creativo. El Espíritu nos manifestará el Cuerpo de Cristo hasta que llene todo nuestro campo de visión: nada le es extraño, como veremos en la Liturgia vivida. Pero, para volver a la fuente de la Luz en nosotros, el Espíritu nos enseña antes de nada a reencontrar el camino del corazón, allí donde él se derrama en nosotros y donde la oración se hace vida. La Pascua del Cuerpo de Cristo En todas las maravillas de Dios está contenido un significado que el Espíritu revela, porque es su autor. El significado toma Cuerpo en Cristo, pero es su Aliento quien lo inspira. Cristo es la Realidad, pero el Espíritu Santo es su artífice. Es, por tanto, Él a quien el Señor Jesús derrama en «quienes creen en su Nombre» para darles «el poder llegar a ser hijos de Dios» (Jn 1, 12). La segunda Energía del Espíritu Santo consiste en transformarnos en Cristo, conformamos «con su imagen, cada vez más gloriosos, por la acción del Señor, que es Espíritu» (2 Co 3, 18). Sobre el Tabor, la iluminación deificante fue vivida por los discípulos a la medida de su fe. Lo mismo nos ocurre a nosotros ahora en la Transfiguración, que es la Liturgia. El Espíritu Santo transforma todo lo que toca, pero su Energía será tanto más transformante cuanto más pobre sea y ofrecida esté nuestra fe. Aquí reside el acontecimiento decisivo de la Liturgia. Tratando de expresar lo inexpresable, la tradición de las Iglesias apostólicas nos lo presenta con una palabra con la que quiere transmitir el impulso más gratuito de la fe: la Epíclesis. Epíclesis es la invocación al Padre para que envíe su Espíritu Santo sobre aquello que le ofrecemos, a fin de que

transforme la ofrenda en la Realidad del Cuerpo de Cristo. La palabra expresa el vacío que es ofrecido, no puede decir la Plenitud de la que somos colmados. Traduce el gemido que llama, no el Amor silencioso que le responde. Porque las apariencias permanecen mientras estamos en este mundo de muerte, pero la Realidad ha llegado a ser otra, ha pasado a la Plenitud de Cristo. Así, las estructuras primeras del cristiano permanecen las mismas después de su Bautismo, su Crismación, su Matrimonio o su Perdón, y, sin embargo, «un ser nuevo está ahí»: «el que está en Cristo, es una criatura nueva: el ser antiguo ha desaparecido» (2 Co 5, 17). La Transfiguración que acontece en la Liturgia es, pues, un verdadero paso. Con su segunda Energía, el Espíritu Santo realiza en nosotros la Pascua de Cristo, de este mundo a la Vida del Padre. Él no crea de la nada, transforma: deifica. Sí, «transfigura nuestro cuerpo de miseria para conformarlo con el Cuerpo de gloria» del Señor (Flp 3, 21). «¡Que venga tu Gracia, y pase este mundo!»103 no significa el aniquilamiento del mundo sobre el cual sobrevendría el Reino, sino la gestación dolorosa del Cuerpo de Cristo en el seno de los últimos tiempos. Solo la muerte es destruida y la fractura del pecado, curada. Es el sentido de la Gracia como iniciativa gratuita y manar del Dios vivo en la Humanidad del Verbo. Manifestada en la primera venida del Señor, esta Gracia se despliega en la Liturgia desde su foco, que es la Epíclesis. Esta Gracia es el Ágape de la Trinidad Santa, ofrecida al hombre solo por el amor con que es amado, no por sus obras o por sus méritos. Es el Amor puramente misericordioso que colma el abismo de nuestra miseria. Es el Espíritu Santo en kénosis: entonces la muerte se desvanece y el Cuerpo de Cristo surge, vivo, de nuestra tumba. En esta Energía, en que el Espíritu nos hace llegar a ser Aquel que contemplamos, no hay ningún determinismo, lo que sería todavía una huella de la muerte. La Gracia es libre y liberadora. No está condicionada por nada, y nada puede detenerla desde el momento en que la fe le es ofrecida. Ninguna puerta cerrada puede impedir al Señor resucitado derramar su Espíritu para convertir los corazones y convertir todo en su Cuerpo de gloria. La transformación tan realista que se vive en el corazón de la Liturgia no supone la intervención de ningún medio creado: ella mana como nueva creación. Por eso, no podemos hacer otra cosa, en esta sinergia con el Espíritu Santo, más que ser nosotros mismos en verdad, en esa verdad consentida de nuestro ser hacia el Padre que consiste en creer, no podemos hacer otra cosa más que creer: la fe es la acogida gratuita del Don gratuito que nos hace ser. Son estas dos realidades gratuitas, más profundas que nuestras heridas mortales, las que hacen posible la unión de amor y las que la hacen transformante. Cristo ahonda en nosotros el deseo del Espíritu y nosotros lo pedimos al Padre: el Padre nos da el Espíritu de su Hijo y nosotros llegamos a ser Cristo. He aquí la maravilla del Espíritu que nos deifica, en la liturgia celebrada y vivida: la Fuente crea en nosotros la sed; ella nos da a beber el Espíritu y nosotros nos convertimos en Cuerpo de Cristo104. La Comunión del Cuerpo de Cristo La Transfiguración culmina en la Comunión, pregustación del Reino, inhabitación de amor en que las Tres Personas se comunican en la unidad. Esto es, sin duda, lo que presentía Pedro al proponer plantar tres tiendas en la cima del monte. Cuando uno es introducido en la Morada del Padre, ya se comienza a vivir en Comunión con él, se anticipa la Consumación de los tiempos. Ahora bien, en la Liturgia, la Iglesia, comunión ya de cuantos creen en el Nombre del Hijo amado

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Didaché, 10. Cfr. 1 Co 12, 13. Obsérvese el matiz distinto de las dos preposiciones, traducidas a veces en español por la misma palabra: «bautizados en un solo Espíritu» (en griego en locativo) y «en un solo Cuerpo» (en griego eis dinámico, en vista de). 104

y han sido transformados en él, llega a ser lo que ella es, se convierte en Cuerpo de Cristo, se convierte en Sacramento de la Comunión de Dios y los hombres. Este Cuerpo está vivo porque el Espíritu Santo es Comunión (2 Co 13, 13). Este Cuerpo no es monolítico, es orgánico, está compuesto de miembros vivos, dotados ellos mismos de múltiples carismas por el mismo Espíritu. Si el Cuerpo es Sacramento de la Comunión, cada miembro lo es por su parte. El cristiano, como tal, es un ser sacramental; participa en el Cuerpo de la kénosis de amor del Señor y de su Espíritu. Si el significado primero de comunión es compartir la misma tarea con otros, la Iglesia es, pues, Comunión, porque de tal manera es una con Cristo que comparte con todo su ser la muerte y la Resurrección de su Señor. Por esto, solo los bautizados son los actores de la Liturgia en este mundo. Pero, por la Crismación, ellos han recibido también el Don personal del Espíritu, que con sus Energías les hace aptos para ser los servidores, en el único Siervo, de todas las Epíclesis que les sean confiadas, a cada uno según sus carismas, tanto en la Liturgia celebrada como en la Liturgia vivida. La Energía de Comunión del Espíritu Santo hace, entonces, del Cuerpo de Cristo ese «sacerdocio real» (1 P 2, 9), ese «reino de sacerdotes para su Dios y Padre» (Ap 1, 6). No hay más que un Sacerdote, «misericordioso y fiel», «que ha atravesado los cielos, Jesús, el Hijo de Dios» (Hb 2, 17 y 4, 14) y de su sacerdocio participan sus miembros para la misma misión de salvación y de Gloria. Ellos son los que encontramos de nuevo en la Liturgia eterna bajo la imagen de los ciento cuarenta y cuatro mil (Ap 7, 4), mientras que «la muchedumbre inmensa que nadie podía contar» (Ap 7, 9-17) simboliza más bien la multitud de los elegidos. Estos son la humanidad salvada, pero aquellos son el pequeño Resto, la Iglesia, Cuerpo de Comunión, en la cual la multitud es salvada. Finalmente, lo que el Espíritu Santo realiza en esta tercera Energía viene expresado en el último símbolo de la visión litúrgica del Apocalipsis: los árboles de Vida. La imagen nos remite a la Comunión del Cuerpo de Cristo. No hay, en efecto, más que un solo Árbol de Vida: Cristo crucificado que da la Vida. Ahora bien, crucificados con su Señor, los cristianos resucitan con él, desde ahora. En él se convierten en «espíritu vivificante». Este Espíritu ha llegado a ser, en ellos y con ellos, una misma Energía divina; es su ser nuevo. La muerte no puede obstaculizarlo más: «fructifican doce veces, una vez cada mes», es decir, sin cesar, porque llevan en ellos, son portadores de la Plenitud de los tiempos. «Y sus hojas pueden curan a las naciones»: es toda la misión de la Iglesia en los últimos tiempos. La Liturgia, Sinergia del Espíritu y de la Iglesia Dos imágenes dominan el vocabulario bíblico para sugerir el misterio de la Iglesia: la del Cuerpo, desarrollada sobre todo por san Pablo, y la de la Esposa, más frecuente en san Juan. El misterio de la Liturgia como Transfiguración manifiesta, más allá de las imágenes, la coherencia de los dos simbolismos en la misión conjunta del Verbo y del Espíritu. En cuanto la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, es una con él; en cuanto es su Esposa, es distinta de él. Esta unión es sin confusión. Gracias a que, por sus Energías, el Espíritu Santo vive en ella su kénosis personal, la Iglesia es la Esposa, pura acogida de su Señor; entonces, una con el Espíritu, ella llega a ser fecunda dando a luz al Cuerpo total de Cristo. No se puede razonar deductivamente sobre tales símbolos. Solamente se puede acogerlos para participar en el misterio de la Comunión trinitaria, escondido durante siglos y manifestado hoy en la Iglesia. La fuente es el Cuerpo de Jesús, resucitado y vivo en el Padre; el Río de Vida es el Espíritu y la Esposa del Cordero en su misteriosa sinergia: la Liturgia.

Contrariamente a nuestros activismos, que pretenden liberar al hombre en toda acción en favor del hombre, la kénosis del Espíritu en la Iglesia nos recuerda que el Acontecimiento liberador de la Pascua tan solo es propuesto en cada acontecimiento, pero que está aún por realizar con nosotros y por nosotros. Estar en kénosis, para el Espíritu de Cristo resucitado, quiere decir estar ofrecido, entregado, sin voluntad de poder, y él reclama de nuestra parte la acogida, la respuesta, el mismo sí de kénosis. Es el sí de la Virgen el que permitió la Encarnación del Verbo; es del consentimiento de la Humanidad de Jesús como manó la luz deificante de la Transfiguración; y es el mismo consentimiento de la Iglesia el que permite a la Liturgia ser celebrada y ser vivida. No podemos reconocer el Cuerpo del Señor si olvidamos que somos la Iglesia que lo concibe en la fe y lleva adelante su gestación en la esperanza. Nuestras rutinas reducirían los sacramentos a cosas sagradas si desconociéramos al Espíritu que nos transfigura a través de ellos, pues toda Energía del Espíritu Santo se vive en el corazón de la Iglesia, en su humanidad impregnada de luz, y no hay ninguna Energía de la Iglesia, como tal, que no sea la del Espíritu de su Señor. El ser sacramental de la Iglesia significa que todo en ella es Energía conjunta del Espíritu y de la humanidad que él transfigura. Esta Sinergia constituye la Liturgia, y es ella, en su triple resplandor de deificación, lo que ahora vamos a contemplar en la celebración y en la vida.

2. La liturgia celebrada Tras haber vislumbrado a qué profundidad fontal mana el Misterio de la Liturgia, podemos acoger toda su plenitud. La Liturgia se hace nuestra cuando la celebramos. Entonces bebemos de la Fuente y podemos saciar a Aquel que nos pide de beber: en el encuentro de estos dos deseos105, el Espíritu Santo es el Río de Vida que salva al hombre y le hace dar fruto para la Gloria del Padre. El Misterio, envuelto en silencio durante siglos eternos, oculto en la creación, camina con los hombres y es confiado pacientemente a nuestros Padres en la fe a lo largo de todo el tiempo de las Promesas. Su Advenimiento en la Plenitud de los tiempos se manifiesta en la kénosis del Verbo encarnado, hasta que su Acontecer estalla en la Hora de Jesús, en su Cruz y en su Resurrección. Entonces, mana la Liturgia. En su Ascensión, Cristo la celebra junto al Padre, eterna y vivificante, y la derrama sobre el mundo por la efusión de su Espíritu: la Liturgia hace nacer la Iglesia e inaugura los últimos tiempos. Ella es el Río de Vida, que mana del trono de Dios y del Cordero, sinergia del Espíritu y de la Esposa: en la Iglesia, la Liturgia concibe, forma y da a luz al Cuerpo del Cristo total. En la Plenitud de los tiempos, nosotros estábamos todos en Cristo; en la Consumación de los tiempos, él será todo en nosotros: la Liturgia de los últimos tiempos es esta gestación del todo en todos, ella es la Transfiguración del Cuerpo de Cristo. Necesitamos, en primer lugar, ser arrastrados en el flujo y reflujo de la Liturgia y de su celebración. La celebración es la epifanía de la Liturgia en los últimos tiempos (capítulo IX), porque la Liturgia se derrama en la celebración (capítulo X). Podremos entonces ser sobrecogidos por el gran Sacramento que es el Cuerpo de Cristo (capítulo XI). A partir de ahí se desvelará el despliegue irresistible de la Ascensión del Señor: la Transfiguración de toda la vida del hombre (capítulo XII), del tiempo (capítulo XIII) y del espacio (capítulo XIV) en los sacramentos.

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Literalmente, «sed» en plural [N.d.T.].

IX. La celebración, epifanía de la liturgia Antes de ver cómo el único Acontecimiento de la Liturgia se despliega en sus celebraciones tan diversas, volvamos a la pregunta preliminar: ¿qué significa celebrar la Liturgia? De este modo responderemos a otra pregunta, que subyace en la mentalidad de muchos cristianos: ¿por qué celebrar la Liturgia? La celebración, «momento» de la Liturgia Hay una evidencia que la contemplación del Misterio, tal como lo hemos vislumbrado en los capítulos precedentes, muestra con claridad: la Liturgia no se reduce a lo que nosotros celebramos. Ella es celebrada sin cesar junto al Padre por Jesús en el Espíritu Santo, con la asamblea de los primogénitos en el Reino. Ella es la que hace la historia. Ella es la vitalidad de la Iglesia en este mundo, obra sin cesar y nos es ofrecida: «¡Que el hombre sediento se acerque!» (Ap 22, 17). Nuestras celebraciones son momentos en que «nosotros, hombres de deseo, recibimos, gratuitamente, el agua de la Vida» (cfr. ibíd.). Pero estos momentos no son solamente, en sentido banal, determinados períodos del día, de la semana o del año. En la Economía de la salvación, los momentos tienen una significación más profunda. En los tiempos escatológicos en que estamos, una celebración es un momento en el sentido que todos los acontecimientos de la Economía de la salvación son intervenciones privilegiadas del Dios vivo en la historia del hombre. Toda la Economía está marcada por lo que la Biblia llama kairós, instantes de gracia, ocasiones decisivas. Nuestra propia vida, y la de cada hombre, está jalonada por esas llamadas con las que nuestro Dios nos invita a retornar a Él y conocerle. Hay así momentos en nuestra existencia en que el corazón se desgarra para abrirse al Señor que viene. Ahora bien, lo hemos visto, la Economía se ha convertido en Liturgia desde que el Río de Vida manó de la tumba. Una celebración aparece, por tanto, como un momento en que el Señor viene con poder y en que su Venida se convierte en la única ocupación de quienes responden a su llamada. Cierto, debería ser así en cada ocupación de la existencia del cristiano. La celebración tiende, con todo su dinamismo, hacia esta Liturgia vivida, en que cada instante se volvería momento de gracia. Pero, además de que la Liturgia no puede ser vivida en todo momento si no es celebrada en determinados momentos, hay en la celebración una novedad irreductible que confirma su necesidad: es entonces, en efecto, cuando el Acontecimiento de Cristo se convierte en el Acontecimiento de la Iglesia reunida aquí y ahora. La Iglesia que celebra acoge la Liturgia celestial y participa en ella. Se manifiesta así como Cuerpo de Cristo y lo llega a ser aún más, porque, en el Memorial que celebra, el Espíritu la alimenta con el Verbo, transforma en su Cuerpo lo que le es ofrecido y difunde su Comunión entre los miembros y con todos. La celebración es un momento fontal en que el Río de Vida renueva, hace crecer y vivifica los árboles de Vida. Este momento o es eclesial o no es. Lo hemos visto desde el advenimiento de la Iglesia en Pentecostés: el Espíritu da la Vida a los hombres al constituirles en Cuerpo de Cristo. Sin los momentos de celebración, la Palabra de Dios sería solo un recuerdo edificante y la Comunión en la Caridad, un ideal inaccesible, como una fuente ante la que nos moriríamos de sed. Faltaría, en efecto, la Epíclesis, en la cual está concentrada la triple sinergia del Espíritu y de la Esposa: no habría ningún Acontecimiento. Sin celebración, la fe volvería a ser teísmo, la esperanza quedaría separada de su ancla y la caridad se diluiría en filantropía. Si la Iglesia no celebrase la Liturgia, dejaría de ser la Iglesia y sería solamente un cuerpo sociológico, una apariencia residual del Cuerpo de Cristo.

La pseudomística, refractaria a la celebración de la Liturgia, es, en realidad, una forma de la muerte: el pecado del individualismo se cierra a la irrupción del Acontecimiento de la Resurrección. Ninguna persona, bautizada o no, tiene línea directa con la Liturgia celestial. El Misterio de Cristo no puede tomar cuerpo en nosotros, sino en su Cuerpo: ahora bien, su Cuerpo espiritual, en este mundo, es la Iglesia. Allí donde la Iglesia celebra la Liturgia, allí está el Espíritu del Cuerpo de Cristo. Pretender vivir de Cristo resucitado sin pasar por la celebración eclesial de la Resurrección es una contradicción. ¿Cómo vivir la Comunión con el Señor cuando se está en una actitud de aislamiento y de ruptura con El? ¿Cómo ir al Padre, si se desprecia el único Camino abierto por él, donde él nos busca y que recoge nuestra condición humana integral: el Cuerpo de su Hijo? El espiritualismo desencarnado se engaña sobre el hombre y sobre Dios, porque desconoce la Humanidad de Cristo. Ahora bien, la Humanidad real del Señor a partir de su Resurrección es la de Jesús y sus miembros: un solo Cuerpo en el mismo Espíritu. «Desertar de la asamblea» que celebra el Día del Señor (Hb 10, 25) equivale a no haber aún «discernido el Cuerpo de Cristo», es incluso dividirlo106. La celebración, lugar de la Liturgia En nombre de este realismo, una celebración aparece como el momento en que una Iglesia participa en la Liturgia celestial. En este momento intenso, el Señor viene a su Iglesia que está aquí, en este lugar. Esta participación local en la única Liturgia nos revela otros dos aspectos de la celebración. Por una parte, en efecto, si es la Iglesia quien celebra, esta no puede ser más que la Iglesia que está en Corinto, en Éfeso, en París, etc. La Iglesia también o es local o no es. Si el Espíritu es derramado en una comunidad habitada por la Palabra para transformarla en Cuerpo de Cristo e irradiar a través de ella su Comunión, esto tan solo puede darse en un lugar; de lo contrario, es una abstracción. Antes de ser un marco administrativo o pastoral, la noción de lugar que connota siempre la Iglesia expresa el conjunto de los aspectos que constituyen y estructuran sacramentalmente una Iglesia particular: los bautizados-confirmados y sus ministros ordenados, la lengua y la cultura, la Tradición viva; en fin, todo lo que hace de una Iglesia el foco de la Epíclesis que transforma una comunidad humana en Cuerpo de Cristo. En este sentido, toda celebración es escatológica, en tensión hacia su consumación, como la Iglesia que celebra la Liturgia. Una Iglesia no es local estáticamente; ella llega a serlo, y no lo es nunca totalmente hasta que Cristo sea todo en todos los hombres de aquel lugar. Así, cada celebración debe ser, en verdad, la de la Iglesia local, pero es con la celebración de la Liturgia como esta Iglesia se hace cada vez más local. Por otra parte, cuando tal Iglesia celebra la Liturgia según las costumbres propias de su lugar, ella no celebra su Liturgia como si fuera distinta de la de las otras Iglesias locales. La diferencia está en la expresión, no en el Misterio: siempre y en todas partes es la misma y única Liturgia celestial la que celebran todas las Iglesias locales. Toda celebración manifiesta y realiza la catolicidad de la Iglesia, porque es participación en la Liturgia eterna. Esto aparece de manera eminente en la celebración de la Liturgia eucarística. Así como todo fiel que comulga el Cuerpo

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El viejo dicho «yo soy creyente, pero no practicante» debería ser reconsiderado con discernimiento. Pastoralmente, nos encontramos, pues, ante un bautizado prematuro, por tanto, ante un catecúmeno, o también ante un penitente que se ignora a sí mismo. Las asambleas primitivas conocían estas dos categorías y las hacían participar gradualmente en la Liturgia eucarística. Cfr. las despedidas sucesivas de los catecúmenos y penitentes antes de la Anáfora.

y la Sangre de Cristo no comulga una parte de Cristo, sino el Cristo total, del mismo modo la celebración de una Iglesia local no fracciona la Liturgia celestial, sino que participa en ella plenamente. La celebración es, por tanto, no solo el momento, sino también el lugar donde la Liturgia hace vivir la Iglesia en todo su Misterio. Es de este modo como todas las Iglesias locales manifiestan, realizan y comunican su unidad en la catolicidad: participan en la misma y única Liturgia eterna. Desde esta luz se puede entender lo primordial que es la evidencia del misterio de la Iglesia, como Liturgia eterna en el corazón de la historia, para vivir en verdad las relaciones en la Iglesia, desde la pastoral hasta el ecumenismo. Esta luz permite purificar las tentaciones periódicas que agitan las Iglesias, ya sea hacia el corporativismo espiritual, ya sea hacia el juridicismo administrativo. Porque todo es fundamentalmente Liturgia en la Iglesia: la unidad en la fe y la comunión en la caridad, los ministerios y la misión, la oración y los santos Cánones. La Liturgia es la fuente. La celebración, foco de la Liturgia Momento y lugar de la Liturgia celestial, la celebración eclesial es también el foco a partir del cual la Luz del Misterio se derrama en el mundo de los últimos tiempos. Focaliza las Energías de la Transfiguración para aplicarlas a una particular situación humana aquí y ahora. Este foco es el punto de encuentro entre la Liturgia, vitalidad profunda de la Iglesia, y la condición encarnada de cada Iglesia. Ahora bien, hay que señalar que todas las celebraciones eclesiales comportan unas constantes, cualesquiera que sean las tradiciones particulares propias de las Iglesias. Desde los orígenes hasta nuestros días, la celebración, en su foco sacramental, está estructurada por unos elementos constitutivos permanentes. En efecto, se trate de un Oficio de vigilia o de la Reconciliación de los penitentes, de la Unción de un enfermo o de la Eucaristía, una especie de morfología común parece desprenderse de todas las celebraciones eclesiales107. Hay, en primer lugar, una asamblea de bautizados-confirmados, por reducida que sea; en caso contrario, el Cuerpo de Cristo no estaría significado y la celebración no sería la de la Liturgia. Están también los ministros, de los cuales, uno al menos debe haber sido ordenado para este servicio; si no fuera así, el Espíritu y la Esposa no estarían significados, Cristo no sería Siervo de su Cuerpo, la asamblea realizaría un culto religioso pero no celebraría la Liturgia. Se adivina la razón de esto: la Comunión de la Trinidad Santa, que es la Energía última de la Liturgia, no se toma, sino que se recibe. No nos damos la paz en la celebración, a pesar de lo que se piense: la acogemos de Aquel que, solo él, es nuestra paz y que nos la da en su Cuerpo, por medio de los miembros ordenados para este ministerio108. En la celebración, el hombre sediento se acerca y recibe el agua de la Vida, gratuitamente y no por sus propias fuerzas. En el fondo de la cuestión de los ministerios, volvemos a encontrar el misterio, tan extraño al hombre carnal, de la sinergia del Espíritu y de la Esposa, del realismo encarnado del Cuerpo de Cristo y de la gratuidad de la salvación. No basta con que «dos o tres se reúnan en su Nombre» para que Cristo viva con ellos la celebración de la Liturgia109.

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Decimos propiamente eclesiales para distinguirlas de las reuniones cultuales infralitúrgicas. No nos corresponde a nosotros entrar detalladamente en esta cuestión tan actual de los ministerios. Ateniéndonos a lo esencial, digamos que la Tradición de las Iglesias apostólicas ve lo propio del ministerio ordenado en el servicio de la Epíclesis sacramental: es el criterio de sus demás funciones y de su distinción con relación a las funciones análogas del sacerdocio real, como la de anunciar la palabra. 109 Air 18, 19. El Señor está en medio de ellos. Si están unidos -¿pero saben que lo están?-, el Padre escucha su petición. Sin embargo, no es todavía la Iglesia, sino una Comunidad de creyentes que espera 108

Está también la Palabra de Dios, proclamada por un ministro y escuchada por la asamblea, meditada por cada uno y guardada en el corazón. En este sentido, una celebración es un nuevo Pentecostés: el Espíritu se derrama sobre quienes están habitados por la Palabra, se la «recuerda» para hacerles vivir el Acontecimiento y «conducirles a la Verdad plena». Pero una celebración no es un curso de Biblia ni la puesta en común de las impresiones de cada uno. Acontecimiento de Cristo que se convierte en el de la Iglesia, ella es un momento de la Tradición santa y viva: el corazón de Jerusalén es fecundado por el Río de Vida, los hambrientos reciben el Pan de la Palabra por medio de los apóstoles, que se lo distribuyen. La Palabra de Dios, en este foco de la celebración, debe estar proyectada en el Cuerpo: se convierte en Palabra de la Iglesia. No mis palabras subjetivas, sea yo miembro de la asamblea o incluso ministro de la Palabra, sino el Verbo de Vida cuyo Cuerpo es la Iglesia. Fuera de este Cuerpo, puede haber muchos espíritus, pero no el Espíritu de Cristo, que habla por los profetas. Encontramos también, y es urgente recordarlo hoy a un cierto tipo de hombre más cerebral que humano, unas acciones simbólicas. Para que la celebración sea Transfiguración del Cuerpo de Cristo, es necesario que todo el hombre, que es cuerpo, esté implicado. Si la Luz del Tabor alcanza primero al hombre al nivel del corazón, en este punto de libertad liberado de estructuras, es para que todo el ser sea iluminado y deificado. Una celebración cerebral se compensa, fatalmente, en la autosatisfacción intelectual o emocional. La celebración integral de la Liturgia, por el contrario, lleva al foco de la fe y se proyecta en Comunión, la de la persona y la de la comunidad. El Acontecimiento de Cristo llega a ser el de su Iglesia tan solo si es actuado, y no si solamente es pensado o sentido. El pensamiento y el sentimiento crean ídolos, solo el símbolo en acción hace entrar en el Misterio. Esta participación en el Misterio se expresa, entonces, en la fe de la asamblea y este es el significado del canto: no la yuxtaposición cacofónica de palabras pronunciadas, sino una unidad, en la armonía, de fe, intercesión y doxología. Es otra faceta de la Palabra de la Iglesia, pero que esta vez significa la participación efectiva en el Acontecimiento de Cristo y la Comunión en la fe. Hay, finalmente, como elementos estructurales de la celebración, un determinado espacio y un determinado tiempo110. Pensamos en seguida, y es verdad, en su aspecto funcional, pero su significado va mucho más allá. En efecto, lo que intenta pasar, a través del foco de la celebración, no es otra cosa que la novedad de Cristo resucitado. «Las puertas cerradas» ya no son obstáculos a su presencia y el tiempo ya no está sepultado en el pasado, porque Jesús es, personalmente, nuestro hoy. Si la Liturgia eterna se despliega en nuestro mundo y en nuestro tiempo como Ascensión del Señor, esto también debe estar significado en el foco de la celebración. No se trata, en absoluto, de un condicionamiento psicodélico o de un teatro ilusionista, sino de que, en el realismo sacramental del Cuerpo de Cristo, el espacio y el tiempo han de estar expresados como transfigurados. En nuestras celebraciones humanas de aniversario o de victoria, inventamos espontáneamente los signos por los cuales el espacio y el tiempo participan en el acontecimiento celebrado: ¿por qué desconocer esta dimensión encarnada y tan humana en la celebración de la Liturgia, este Acontecimiento que sostiene todo y transfigura todo? Ciertamente, aquí la luz procede del interior, si no volvemos a caer en el folclore cultual. A lo largo de la historia de la Iglesia, las Iglesias particulares han variado mucho en esta expresión, sin duda, porque los dos últimos elementos son los más ligados a las culturas contingentes; pero,

Pentecostés. Sobre todo, no es una celebración, porque el Cuerpo de Cristo es orgánico, no anárquico. El Espíritu nos incorpora a él, no lo construimos nosotros. Cfr. 1 Co 12, 12-14. 110 Cfr. los capítulos XIII y XIV.

en la mutación actual de las civilizaciones, no se los puede olvidar sin oscurecer la celebración, este foco a través del cual la Liturgia se despliega en la Iglesia y se irradia sobre el mundo. Estos ocho elementos -a los que se pueden añadir otros según las tradiciones propias de las Iglesias- estructuran toda celebración. No se deducen a partir de una lógica ritual, sino que, simplemente, se constatan e inducen de la práctica universal de las Iglesias. De hecho, verifican la forma, la condición sacramental de la Liturgia en los últimos tiempos. Se encuentran en ellos, efectivamente, las coordenadas primeras de toda comunicación entre personas: el grupo, la palabra, el gesto, el espacio y el tiempo. Pero aquí son asumidas por Cristo Señor para hacer pasar, a través de ellos, la corriente de su Espíritu. Porque la asunción de lo humano por parte del Verbo se orienta por completo hacia ese Pentecostés que realiza la Epíclesis en la celebración. Por ello, estos elementos llevan en sí mismos un significado bien distinto del de los de una asamblea de tipo sociológico. No solo encontramos en ella dos elementos originales e irreducibles -la Palabra de Dios a través de la Escritura y su proclamación, y los ministerios como Energías del Espíritu Santo-, sino que estos dos signos y los otros seis serían totalmente insignificantes para la Liturgia, si se les redujese al significado que los participantes quieran conferirles. Son signos tan solo porque el Misterio los transfigura desde el interior; entonces, ellos hacen entrar en la Liturgia. Si no fuera así, estaríamos de lleno en el ritual sacro de las religiones naturales o de las ideologías. Las celebraciones de la Liturgia Además de momento, lugar y foco de la Liturgia, la celebración es también su epifanía porque la irradia en Energías diversas. Si todas las celebraciones revelan una similitud fundamental en los signos que manifiestan el Misterio, difieren notablemente en las Energías del Espíritu Santo que realizan y comunican este Misterio. Todas celebran el Advenimiento del Señor, pero no todas con el mismo Poder. La Energía transformante desplegada por el Espíritu a través de los signos estructurales comunes varía según las celebraciones. En efecto, puesto que no hay más que un Sacramento, el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, toda celebración participa de él y lo hace participar; pero, ya que hay una diversidad de Energías del Espíritu Santo a causa de las necesidades del hombre por deificar, hay diversidad de celebraciones. Dicho claramente, la Tradición viva de las Iglesias apostólicas nos ofrece vivir la Liturgia, en primer lugar, a través de la celebración del gran Sacramento -la Divina Liturgia por excelencia, la Eucaristía-, que no se puede comparar con ninguna otra celebración, porque contiene todo el Misterio; ella es el momento total de la Iglesia local y de la Comunión de las Iglesias. Después, a través de los sacramentos mayores: Bautismo y Crismación, Reconciliación de los penitentes y Unción de los enfermos, Matrimonio y Orden de los ministerios. Pero, en el interior de estas Energías sacramentales, hay otros signos donde el Señor manifiesta y comunica su Gloria, en particular, la Biblia y el Icono111, el Día del Señor y los otros momentos del tiempo transfigurado. Es aquí donde una pregunta aparentemente ingenua merece una respuesta. A veces es planteada por quienes comienzan a conocer a Cristo resucitado: ¿por qué esta diversidad de celebraciones litúrgicas? Ya que Cristo está en medio de nosotros, ¿por qué la Energía de su Espíritu no se manifiesta mediante un solo signo?, ¿se puede añadir o quitar algo a la acción vivificante de Cristo resucitado?

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La complementariedad de la Biblia y del Icono como escritura de la única Economía de salvación fue definida en el 7o Concilio ecuménico (Nicea II, año 787).

La primera respuesta se encuentra en un hecho: la Eucaristía y los sacramentos mayores vienen de Cristo y de la primera comunidad apostólica. Son datos de Tradición: la Liturgia no se fabrica; ante todo, se la acoge. Estos grandes sacramentos son signos de alianza, sellos de fidelidad, momentos de unión que el Señor da y confía a su Esposa en su Espíritu. Las otras formas de celebración son contingentes; sin embargo, si todas las Iglesias locales las han ido adoptando poco a poco a lo largo de la historia, nuestra exigencia crítica -ella misma también criticabledifícilmente puede rechazarlas en bloque. En la Liturgia, la creatividad es también una energía del Espíritu en el corazón de la Iglesia, y es auténtica cuando la piedra de toque es el Misterio de Cristo. La segunda respuesta es también un hecho de Tradición y se inspira en la continuidad entre la Economía y la Liturgia. Antes de su Resurrección, Jesucristo se comportaba con los hombres con la simplicidad y la verdad de una Persona viva. Con cuánta más razón ahora, pasado a sus misterios, Cristo, Dios nuestro, es aún más humano que durante su vida mortal. En la comunicación humana, la presencia se traduce a través de toda una gama de expresiones: la palabra, el gesto, el silencio, la mirada, la escritura... En cada una de estas facetas, somos nosotros mismos quienes nos comunicamos, pero no con la misma presencia en todos indistintamente. En la relación del Señor con su Iglesia y con cada uno de los miembros de su Cuerpo, el don de su Presencia conoce una gama de expresiones aún más matizada. A partir del Sacramento de su Cuerpo, donde su Presencia es total porque su Pascua contiene todo, los otros sacramentos, o, mejor, Energías sacramentales, corresponden con una verdad sorprendente a nuestra sed humana y a todas las formas del deseo de Dios en el hombre. En el fondo, hay una gran diversidad de celebraciones porque la Liturgia es tan pedagógica como la Economía que ella lleva a cumplimiento. En este misterio de Alianza, la Esposa no siempre está despierta y presente como lo espera «Aquel que se entregó por ella». Los matices del registro sacramental revelan esta pedagogía secreta del Espíritu. Así, una celebración penitencial del estilo liturgia de la Palabra no es todavía la celebración del sacramento de Conversión con su Epíclesis consumante, sino que nos prepara a ella; y, cuando la Reconciliación se vive en la Liturgia eucarística, la Energía de la Comunión va aún más lejos, aunque presuponiendo la Conversión. Si el discernimiento del Cuerpo de Cristo es preliminar a toda celebración, cada celebración, en su originalidad pedagógica, nos permite discernir la Sabiduría «infinita en recursos» (Ef 3, 10) del Espíritu del Señor. Sus Energías son multiformes y los sacramentos que las celebran son para los hombres. Toda la Economía de la salvación que confluye en la Liturgia es un Designio de condescendencia, porque la Sabiduría se ha acostumbrado a conversar con los hombres112. La celebración, fiesta de la Liturgia Una palabra puede resumir el misterio de la celebración como epifanía de la Liturgia: la Fiesta. El término celebrar, que ha terminado por imponerse hoy en lugar del decir o hacer de los siglos decadentes, orienta ya por sí mismo hacia esta experiencia de la fiesta. No para hacer de nuevo la fiesta, o decir nuestras pulsiones inconscientes, sino para participar en la Fiesta de la Liturgia eterna. Antes de mover los hilos de la puesta en escena que puede determinar un ambiente festivo, es el momento, o no lo será nunca, de volver a la Fuente. Celebrar la Liturgia es entrar en la alegría del Padre, la única que nos hará exultar de alegría con Cristo en el Espíritu Santo (Lc 112

La «condescendencia» (en griego «synkatabasis») no tiene en la Biblia y en los Padres de la Iglesia el matiz insípido del lenguaje moderno: evoca la ternura del Padre que se inclina hacía sus hijos para estar con ellos y traduce el primer movimiento de la Pascua (el segundo es la Ascensión), que en adelante persigue la efusión del Espíritu Santo. Sobre la Sabiduría, Cfr. Ba 3, 9-38; Pr 8, 31 y Jn 1, 14.

10, 21). Si la fiesta surge de un acontecimiento feliz, ¿comprendemos que la Buena Nueva consiste aquí para nosotros en ser crucificados con Jesús para resucitar con él? Una fiesta celebra un encuentro; pero ¿hacia quién conduce el Espíritu a la Esposa en la celebración? Festejar un acontecimiento es hacer partícipes a otros de nuestra alegría; ahora bien, ¿por qué una celebración como la Unción de enfermos o el perdón de mis pecados es verdaderamente compartir y anticipar el Reino? Cada uno podría continuar estas preguntas para sumergirse de nuevo en la novedad inagotable de la Fiesta que se ofrece en cada celebración. A la luz del misterio de la Liturgia celestial113, dos exigencias surgen de nuestras celebraciones festivas. Si, en efecto, una celebración es un momento intenso de la Venida del Señor, la primera exigencia es la de la fe y de la conversión. Los dos planos de los que nos habla el Apocalipsis -el drama de la historia y su Liturgia eterna- están presentes de modo transparente en la celebración. Debería ser una evidencia resplandeciente para nuestra fe, precisamente cuando todo en nosotros, salvo el corazón, está a oscuras. Nuestras manos tocan las llagas del Siervo Crucificado y nuestros corazones lo reconocen como el Señor nuestro Dios. Pero no se accede a esta sencillez de fe por el mero hecho de entrar en una iglesia y comenzar una celebración. También aquí es necesario un camino. Por eso, la pedagogía de la Tradición litúrgica nos hace empezar siempre con la adoración y el reconocimiento de nuestro pecado, antes de escuchar al Verbo y de participar en su Acontecimiento salvador. En la Liturgia, no se acerca uno a la zarza ardiente más que descalzándose las sandalias y postrándose... La segunda exigencia nos remite a la autenticidad de la vida. ¿Cómo exultar de admiración y de acción de gracias en nuestras celebraciones -incluidas las de los difuntos-, si el poder de la Resurrección no penetra, día tras día, las profundidades de nuestro pecado y de nuestra muerte? ¿Cómo participar en la alegría del Padre, si no somos continuamente renovados por su conmovedora misericordia? ¿Cómo cantar el cántico del Cordero, el de la sangre de los mártires y la constancia de los santos, si no rezamos por nuestros opresores? Y ya que no hay alegría si no es pascual, en la Vida que mana de la victoria sobre la muerte, ¿cómo celebrar la Fiesta que es la Liturgia, si no hemos aprendido en las pequeñas cosas de cada día «a complacemos en las angustias sufridas por Cristo» (2 Co 12, 10), como el Padre se complace en su Hijo amado (Mí 17, 5)? En una palabra, ¿cómo podremos celebrar la Liturgia, si no la vivimos? Y también lo contrario es cierto: no podremos vivirla, si no la celebramos, como veremos en la tercera parte. En este flujo y reflujo del Río de Vida que mana del Padre y retorna a él en Cristo, los momentos de nuestras celebraciones son, de este modo, las Manifestaciones de la Liturgia. Son también sus efluvios siempre nuevos, en nosotros y con nosotros.

X. El manar de la liturgia en la celebración Al investigar cómo la Liturgia es celebrada por la Iglesia, nos hemos acercado al momento, al lugar, al foco mismo donde la Fiesta eterna de la Pascua estalla en nuestro tiempo de gemido, y la celebración ha aparecido ante nosotros como la Manifestación, la epifanía de la Liturgia. Es el momento ahora de preguntamos cómo el Río de Vida puede estar en la celebración tan cerca de nuestros labios que podamos beber en ella el Agua que colma nuestro deseo. ¿Cómo la Liturgia, que se manifiesta en la celebración, nos da la Vida? ¿Cómo la Sinergia del Espíritu y de la Esposa actúa en los sacramentos celebrados hasta el punto de hacemos vivir en ellos la Transfiguración del Cuerpo de Cristo?

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Cfr. El capítulo IV.

En nuestra preocupación por discernir el Cuerpo del Señor, estaremos atentos, en primer lugar, a denunciar los callejones sin salida hacia donde nos desvían las interpretaciones que olvidan la Fuente de agua viva: nuestras cisternas agrietadas (Jr 2, 13). Podremos así descubrir mejor cómo, en el Éxodo vivido por el Pueblo de Dios en los últimos tiempos, el Señor actúa en el corazón de la celebración: hiende la roca y el agua mana (Is 48, 21). En nuestra búsqueda del sentido de la celebración, se revelarán entonces los diversos caminos o métodos114 a través de los cuales Él nos conduce a las aguas que manan (Is 49, 10). Las cisternas agrietadas A pesar de su desnuda sencillez, nuestras celebraciones sacramentales están tejidas de elementos bastante complejos, como hemos visto más arriba115. Si intentamos entender lo que vivimos en estos momentos de la Liturgia, debemos pasar por esos elementos; los percibimos como signos, conforme a toda la Economía de la Encarnación. Pero este realismo de los signos sacramentales exige mucho discernimiento de fe. Buscando el agua viva, ¿no nos olvidaremos de la Fuente y nos excavaremos cisternas? La tentación es evidente. En efecto, porque esos ocho elementos constitutivos del foco de la celebración -asamblea y ministros, Palabra de Dios leída en la Biblia y palabras de la Iglesia pronunciadas por nosotros, acciones simbólicas y canto, espacio y tiempo-, todo este conjunto de signos lo tenemos a nuestro alcance; podemos entenderlos en un determinado sentido, modelarlos y disponerlos. ¡Mientras la Fuente...! Esta tentación de encerrar la Liturgia dentro de un marco que se pueda comprender es crónica desde el principio de la Iglesia, y conduce a descubrir, demasiado tarde, que tal marco no contiene nada más que lo que nosotros hemos metido en él: una sed desesperada. Hoy podemos encontrar tres formas de esta tentación. La primera tentación es cultural. Consiste en inventariar los elementos visibles y tangibles de las celebraciones e interpretarlos partiendo de criterios culturales. Su límite no está en el intento, sino en su miopía. En la antigüedad cristiana, dominaban dos modelos de explicación, cuya influencia se extendió más allá del Medievo. En la línea de Aristóteles, los sacramentos se profundizaron considerando su consistencia, sustancial y accidental, formal y material; su eficacia, si bien ligada a la Iglesia, se explicaba, sobre todo, en términos de causalidad. En la línea de Platón y de Plotino, otros fueron más sensibles al significado de los sacramentos y a su simbolismo proveniente del mundo inmaterial; su eficacia se expresaba, principalmente, en términos de participación. En nuestros días, estos dos esquemas de reflexión han pasado la criba de las mutaciones del penúltimo siglo, ora más materialista, ora más idealista, y se han enriquecido con las aportaciones de la fenomenología, de la psicología, de la sociología y de todos los descubrimientos de la hermenéutica. Todas estas investigaciones, apasionantes y no faltas de incidencia pastoral, se centran en los signos y desembocan en un significado, accesible al microscopio de cada disciplina. El inventario de una cisterna no carece de interés, pero ¿y la Fuente? Mientras no se parta de ella, no se puede recibir el agua viva. Ignorarla conduce a petrificar los sacramentos en signos eficaces, pero ¿eficaces de qué?; de la gracia, se dice; pero ¿de qué gracia?; ¿de los socorros divinos, incluso de la participación en la vida divina? Pero Plotino también decía lo mismo. ¿Y por qué entonces se tiene que pasar por estos signos, por la humildad de la carne? En todas las interpretaciones culturales no se podrá hacer entrar jamás el Misterio de Cristo, tal como lo hemos contemplado en la primera parte de este libro. El realismo del Acontecimiento 114 115

Etimológicamente, «método» significa «hacer el camino con», acompañamiento. Cfr. el capítulo IX.

de la Resurrección, la paradoja de los últimos tiempos, la sinergia del Espíritu y de la Iglesia, el Cuerpo de Cristo y su Transfiguración, toda la novedad de Cristo se convierte en un espejismo para estos horizontalismos, incluso si están inspirados por una fe teísta. Solo la Liturgia fontal transfigura los sacramentos como signos y nos los hace vivir como Sinergias en el Cuerpo de Cristo, único Sacramento. La segunda tentación es la de los creyentes fundamentalistas, apegados a la letra de la Biblia: es la tentación cultual. Prefieren el término culto, porque el de liturgia no evoca nada para ellos116. En cuanto al de sacramento, ha sido de tal manera cosificado por la escolástica decadente, que son más bien reticentes respecto a él117. Entonces, su esquema de interpretación del culto cristiano se inspira inconscientemente en el Antiguo Testamento. En él hubo acontecimientos salvíficos, el culto era su memorial y la vida moral se conformaba a la ley, revelada en todos los acontecimientos que el culto celebraba. El espíritu humano se encuentra a gusto en esta división tripartita de catecismo: unas verdades a creer, unos mandamientos a practicar, unos medios de santificación. Todos los monoteísmos se quedan ahí. Las ideocracias, también. Pero el Misterio de Cristo no se queda ahí, afortunadamente. En el culto en Espíritu y en Verdad, el Acontecimiento salvador, la Liturgia y la Vida nueva coinciden. Puesto que el Acontecimiento de la Cruz y de la Resurrección permanece siempre vivificante aquí y ahora, el ritualismo está superado: ya no hay exterioridad entre un signo sagrado y el acontecimiento que él significa. Lo sagrado no es lo sacramental; es el Cuerpo de Cristo el que es Sacramento. Y por esto también el moralismo está superado: ya no hay exterioridad, heteronomía entre la Ley y el obrar cristiano, puesto que es el Espíritu del Cuerpo de Cristo quien se convierte en nuestra Vida. La novedad de Cristo nos ofrece la Fuente, la Liturgia: cuando es celebrada, el Acontecimiento pascual del que ella mana se convierte en nuestra Vida. Queda una tentación, más reciente quizá y más seductora, según la cual ya todo sería de ahora en adelante sacramental. Con término pedante, se podría calificar de omnisacramental. En su apariencia de verdad, se adueña de la evidencia embriagante que reconoce a Cristo resucitado presente y operante en todo. Desde entonces, todo se habría transfigurado y convertido en signo portador de su Presencia. Entonces, cada uno, según sus gustos, descubre sacramentos por doquier: el hermano es sacramento, la naturaleza es sacramento, el arte y la cultura, la guerrilla o el mantenimiento del orden, el psicoanálisis o la dinámica de grupo... Es la panacea sacramental, el pulular de celebraciones salvajes. Esta fiebre es quizá el síntoma de una crisis de crecimiento. En cualquier caso, requiere un mayor y más atento discernimiento. Más allá de la ilusión subjetivista que pretende vivir la Liturgia sin celebrarla en el Cuerpo de Cristo, donde ella mana, esta interpretación angelical desconoce el dato elemental de los últimos tiempos: si estamos ya todos en Cristo, él todavía no es todo en todos: si todo subsiste en él, este mundo está todavía en poder del Maligno. Los pietismos religiosos son siempre los desquites de los idealismos doctrinales. El mérito de este neopietismo es presentir que todo puede llegar a ser Epifanía del Señor resucitado; pero desemboca en un callejón sin salida en la medida en que desconoce el único camino de esta Transfiguración: el Acontecimiento de la Cruz y de la Resurrección, que se ofrece y acoge en la Liturgia celebrada.

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El Nuevo Testamento utiliza solo una vez la palabra «liturgia» como sinónimo de culto cristiano (Hch 13,2), mientras todos los demás usos se refieren a la vida nueva del cristiano. En vano se buscaría en los escritos apostólicos canónicos cualquier ordo de celebración litúrgica. 117 Incluso para el matrimonio, a pesar de la afirmación tan clara de san Pablo en Ef 5, 32.

«Hendió la roca y manó el agua» (Is 48, 21) ¿Cómo, pues, nos da la Vida la Liturgia que se manifiesta en la celebración? No podemos partir únicamente de los signos para deducir de ellos un significado desconocido: es el método de los ritualismos y nos lleva fuera del camino. Al contrario, tenemos que ir desde el Misterio, que nos ha sido revelado en la Economía de la salvación, a su realización en la Liturgia. Es el camino que nosotros seguimos desde el comienzo de este libro. Entonces los signos se abren, se hacen transparentes y el agua puede manar. Esta apertura de visión, que alcanza primero el Misterio e ilumina desde dentro sus signos, es la de la fe. Y es en el encuentro de dos libertades, la de la fe y la del Espíritu, revelador de Cristo, como se vive la Transfiguración, es decir, la Liturgia sacramental. Ya no podemos pensar entonces los sacramentos en términos de cosas sagradas, de causalidades, de participación o de significantes a descifrar, sino en términos de Vida, la del Dios vivo en nuestra carne y de nuestra humanidad en el Verbo, e incluso en términos de Energías, ya que se trata del Acontecimiento a realizar y a actuar. Mejor, podemos beber del Agua viva que mana solo si vivimos esta asombrosa Sinergia del Espíritu y de la Iglesia. Todo el misterio de los sacramentos está en esta Sinergia. Nicolás Cabasilas nos dice que «los sacramentos son la obra maestra de la creación». No es una hipérbole piadosa. La primera creación, que existe solo por la kénosis del Dios vivo, comenzaba a adquirir su sentido durante el largo tiempo de las Promesas: la semilla del Verbo germinaba silenciosamente en la fe del pueblo de Dios. Con la Plenitud de los tiempos, la entrada personal del Hijo en nuestra carne inauguró el levantamiento de la creación hacia su liberación futura. Ya no era opaca ni estaba tampoco transfigurada: comenzaba a convertirse en parábola del Reino venidero, porque el Reino llegaba a ella. Pero, cuando llegó la Hora de Jesús, el manar de la Liturgia y su derramamiento en los últimos tiempos por la Efusión del Espíritu Santo, fue entonces el advenimiento de una nueva Creación, cuya primicia es la Iglesia. No una creación superpuesta sobre la primera ni la definitiva después del borrador, sino el Cuerpo de Cristo con y en nuestra creación primera. Con y en son los balbuceos de la Sinergia de la Nueva Alianza: su Morada con nosotros; Él está en nosotros y nosotros en Él. Cuando su Energía vivificante se encuentra con la nuestra, cuando estas dos gratuidades libres se hacen una, cuando los signos de su Alianza son reconocidos por nuestra fe y acogidos en nuestra carne, entonces la creación alcanza aquello para lo que fue llamada en el principio: es la Sinergia, la obra maestra de la construcción, la clave de bóveda de la Iglesia de la Ascensión donde todo es recapitulado en Cristo. A esta Sinergia continua somos invitados en cada instante, la misma que «anhela ansiosamente» (Rm 8, 19) la creación en espera. Pero seamos sinceros. En lo cotidiano de la existencia, por una parte, nuestra gratuidad y nuestra libertad están con frecuencia somnolientas y, por otra, los signos de las circunstancias de nuestros acontecimientos no son para nada inmediatamente transparentes al Señor. En la celebración sacramental, por el contrario, desde el comienzo y durante todo este momento intenso, la primera Energía del Espíritu no cesa de despertar nuestra respuesta de fe118; en cuanto a los signos, su misma desnudez es la condición óptima de su transparencia al Misterio y a nuestra fe que lo acoge119. Es necesario, sin duda, insistir en esta desnudez de los signos y de la fe en la celebración: responde maravillosamente, en efecto, a la kénosis que el Espíritu Santo mismo vive en la 118

Es el significado de la Liturgia de la Palabra en todo sacramento y, más en general, de la Palabra anunciada y acogida de un extremo a otro de la celebración. 119 Por ejemplo, el agua, el pan, el vino, el aceite, la imposición de las manos, etc., en el contexto de una celebración, no pueden tener ningún significado, más que partiendo del Misterio de la fe.

Sinergia sacramental. Este aspecto de kénosis no puede, evidentemente, sospecharse por las visiones humanas que permanecen al margen de la fe; ahora bien, este aspecto es esencial para nuestra experiencia de los Sacramentos de la fe. Aquí, sobre todo, los sacramentos revelan en qué sentido ellos son la obra maestra de la creación. Si se ha entendido que la creación no es el efecto de la Causa primera ni una serie de emanaciones del Uno en lo múltiple, obra del Dios de los filósofos y de los sabios, sino la primera kénosis de amor de la Trinidad Santa, entonces todo se aclara. Sí, la primera creación es tan maravillosa que ni la poesía ni la ciencia podrán agotarla. Los acontecimientos salvíficos del tiempo de las Promesas no eran menos espectaculares, aunque quizá sea necesario atemperar el lirismo del género épico que nos los narra. En cuanto a las obras de Jesús durante su vida mortal, son asombrosas hasta el punto de suscitar la admiración y provocar la fe: nadie ha hablado nunca como este hombre ni ha obrado milagros semejantes. Entonces, los signos eran deslumbrantes... Pero, cuando llega la Hora en que va a surgir la nueva creación, todo eso desaparece: es el fracaso irrisorio, la locura y la debilidad de la Cruz. ¿Qué decir ahora en nuestros últimos tiempos? Los sacramentos, en los que se cumplen las maravillas de Dios de la Antigua Alianza y los milagros del ministerio de Jesús, se manifiestan en signos de tal sencillez que los mismos creyentes pasan, indiferentes, a su lado. «En verdad, tú eres un Dios que se esconde» (Is 45, 15): cuanto más cercano es su Retorno, más densa es la Nube. Esta kénosis del Verbo y del Espíritu Santo que se apropia de la Iglesia es, quizá, la revelación más desconcertante del Padre. En la celebración sacramental, como en la vida según el Espíritu, se da una proporción inversa entre el espectáculo y la verdad, entre la apariencia y la eficacia. En sus obras maestras, el Padre tiene un mínimum de apariencia y un máximum de Omnipotencia: «El Es y Viene». Cuanto más profunda es la kénosis del Verbo y del Espíritu en la Iglesia -y los sacramentos son su momento y lugar-, tanto más el Padre se despoja de apariencia. Pero entonces, cuanto más es Padre tanto más es Fuente. Lejos de conducir a un despojo cerebral de los signos, el misterio de la kénosis en los sacramentos nos invita, al contrario, a la verdad de los signos y a la respuesta de nuestra fe: no hay sacramento más que en esta Sinergia. La humanidad del Cuerpo de Cristo, que somos nosotros, debe ser muy humanamente verdadera, como solo el Espíritu del Señor sabe hacemos humanos. La compasión del Padre no reside nunca tanto en nosotros como cuando aceptamos vivir la Pasión de su Hijo en el vacío de nuestra muerte. La roca que se rasga es entonces la tumba y de ella mana el Agua viva. En la celebración no somos espectadores de signos sagrados; tenemos, al contrario, que hacerlos nuestros hasta el punto de que expresen, con el máximo de verdad, esta «vida presente en la carne que vivimos por la fe en el Hijo de Dios, que nos ama y se entrega por nosotros» (Ga 2, 20). El agua viva mana, entonces; la Sinergia del Espíritu y de la Iglesia se hace nuestra. En los capítulos siguientes se tratará de este tema. Apuntemos solamente, por el momento, tres constantes según las cuales se desenvuelve esta Sinergia en nuestras celebraciones sacramentales. 1. Está, en primer lugar, el movimiento de fondo de toda celebración. En sus profundidades escondidas, es el Padre quien se entrega por su Hijo en su Espíritu Santo; toda la Economía lo testimonia. Pero en la celebración inaugurada con la Ascensión es el movimiento de retorno, el del paso de este mundo al Padre, el de la Fiesta, el que se manifiesta y actúa: el impulso de la Liturgia nos arrastra hacia el Padre por Cristo en el Espíritu Santo. El Río de vida que mana del trono de Dios y del Cordero conoce, entonces, su reflujo en la Iglesia que celebra. Hacia el Padre, por el Hijo, en el Espíritu: esta fue, durante los primeros siglos, la doxología común a todas la

Iglesias. La Economía nos revela el primer movimiento de la gran Pascua de la historia120, la Liturgia nos hace vivir su cumplimiento. Pero esta doxología que sostiene toda celebración es, en el mismo momento, Sinergia de redención, soteriológica. El Cuerpo de Cristo es inseparablemente Sacramento de la Gloria de Dios y de la salvación de los hombres. «La Gloria de Dios es que el hombre viva; pero la vida del hombre es la visión de Dios» (San Ireneo). La Sinergia que mana de toda celebración es «alabanza de la gloria de su gracia» (Ef 1, 6) y deificación del hombre, «recapitulación» de todo en Cristo (Ef 1, 10). 2. Tenemos también -solo lo recodaremos121- el manar de la triple Sinergia del Espíritu y de la Esposa. Ella imprime su ritmo de conjunto a toda celebración; por ella, alcanzamos en todos los sacramentos la Liturgia fontal. No se trata ya de la estructura fundamental de una celebración los ocho elementos estudiados antes pertenecen al mundo de los signos-, sino que estamos aquí al nivel de lo que significan y que mana en ellos. Los tres grandes tiempos de un sacramento son: primero, aquel en que el Espíritu manifiesta a Cristo y que lo llamamos hoy Liturgia de la Palabra; después, aquel en que el Espíritu transforma en Cristo lo que la Iglesia le presenta, y es la Epíclesis que actúa en el corazón de todo sacramento; finalmente, la Sinergia de Comunión, en que Cristo es comunicado y que desborda en Liturgia vivida. 3. La tercera constante concierne no ya al ritmo de conjunto de la celebración, sino a sus ritmos de detalle, a sus etapas menores. Esto no quiere decir que todo, en el estado actual de nuestros ordos litúrgicos, obedezca a una lógica vital. A veces uno se pregunta legítimamente por qué hacer esto en un determinado momento y por qué decir aquello en otro momento. Las perezas que abrevian y las decadencias que añaden no dependen de la santa Tradición, y se necesita un paciente trabajo de especialista para discernir lo auténtico y lo apócrifo. Pero, en la medida en que tal purificación se hace por las Iglesias interesadas, se puede constatar una progresión en el interior de cada uno de los tres grandes tiempos de nuestras celebraciones: estos ritmos de detalle son como unidades sacramentales. Una unidad sacramental es la armonía de tres elementos que de por sí deberían ser inseparables: una acción, una palabra y un canto122. Les mencionamos, no solo por su valor estructural y significante, sino por las Sinergias que realizan. En efecto, ¿qué es una acción en la celebración sino un símbolo a través del cual el Espíritu realiza con la Iglesia lo que es significado? Por tanto, ponerse de pie o arrodillarse no son solo gestos funcionales, sino que significan una sinergia: la oración del Resucitado y la del pecador. Pero una acción sin palabra se vuelve pronto ritualismo o magia: es la palabra la que da el sentido a la acción, ella despierta la fe que puede, entonces, ser significada. Finalmente, solo el canto hace participar a la asamblea de lo que hace, escucha y dice. En una unidad sacramental volvemos a encontrar de nuevo la triple Energía del Espíritu Santo a la que responde la Iglesia: manifestar con la palabra, realizar con la acción, comunicar con el canto. Es la progresión de sus unidades sacramentales lo que constituye el desarrollo de una celebración, en el interior de su ritmo de conjunto. Esta lógica viva no puede deducirse, pero se puede verificar pastoralmente. Caemos en la cuenta, entonces, de que la

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El movimiento de la «condescendencia» divina: Cfr. la nota 7 del capítulo IX [N.d.T.]. Cfr. El capítulo VIII. 122 Como ejemplo de unidades sacramentales, y sin entrar en la descripción de los detalles, que varían según las tradiciones eclesiales, se pueden citar en la liturgia eucarística: las tres procesiones (EvangelioOfrendas-Comunión), los diversos momentos del don de la Paz, las peticiones de perdón, las diversas formas de adoración (de la Santa Trinidad o del Cuerpo de Cristo), la Epíclesis, las intercesiones, la oración a nuestro Padre, la elevación del Pan de Vida y del Cáliz, la Comunión, las bendiciones que abren o cierran las etapas de la celebración. 121

ausencia indebida de uno de los tres tiempos de estos ritmos de base perturba la celebración y oscurece su sentido. «Les conducirá a manantiales de agua» (Is 49, 10) Esta búsqueda del sentido de nuestras celebraciones es fundamental: de ella depende el redescubrimiento del sentido de la Liturgia en la vida. En caso contrario, las celebraciones corren el riesgo de convertirse en momentos cada vez más insignificantes y sin relación con la vida. Desde los comienzos de la Iglesia, parece que la preocupación principal haya sido la vida del cristiano como Liturgia de la Nueva Alianza. Los escritos del Nuevo Testamento son muy sobrios acerca de las celebraciones; lo que les interesa es el sentido de la Liturgia en nuestra vida nueva123. Lo mismo nos encontramos en los escritos litúrgicos de los primeros siglos, aun cuando son los testimonios preciosos de las más antiguas expresiones y estructuraciones de la Liturgia celebrada. Pero es, sobre todo, a partir del siglo iv cuando aparece en la literatura patrística un género literario dedicado a la búsqueda del significado de la celebración litúrgica: la mistagogía124. Desde los Padres hasta nuestros días, se pueden distinguir cuatro métodos mistagógicos, en razón de su punto de vista. El primero, que puede llamarse puntual, toma uno a uno los puntos de la celebración de un sacramento y explica su significado125. En el fondo, consiste en seguir paso a paso el desarrollo de la celebración, partiendo de las unidades sacramentales: esta catequesis de los Padres y de sus sucesores confirma cuanto hemos dicho del ritmo interno de estas unidades: la acción, la palabra y el canto. Semejante descubrimiento es inagotable. El segundo método mistagógico puede denominarse lineal en cuanto considera más bien las grandes líneas, los grandes conjuntos de una celebración, para resaltar su significado global y coherente. Aquí el movimiento de conjunto imprimido por la triple Sinergia del Espíritu y de la Iglesia se muestra con toda claridad. Un tercer método es más teológico y sintético, se podría llamar panorámico. Se centra en un sacramento y, girando en torno a este eje, examina todos los aspectos del Misterio cristiano. Es la Eucaristía, indudablemente, la que mejor se presta a esta mistagogía más sistemática126. Finalmente, está abierta otra posibilidad, aunque ha sido poco aprovechada por los Padres y los catequistas de los siglos sucesivos: buscar el significado de una celebración partiendo del significado original de su Epíclesis. La perspectiva aquí es la del Poder de la Resurrección que actúa en ese sacramento. El significado que se busca es el de la Energía del Espíritu Santo que transforma la humanidad a él ofrecida en ese momento. Se adivina lo fecunda que puede ser esta mistagogía para poner en evidencia la unidad entre la celebración y la vida, ya que es la misma Epíclesis que actúa en el sacramento la que animará a continuación la vida de quienes lo han celebrado. Nosotros seguiremos, sobre todo, esta cuarta vía, en convergencia con la mistagogía lineal de la triple Sinergia. No nos ataremos a las expresiones particulares de una Iglesia o de otra, sino que 123

Cfr. S. Lyonnet. «La nature du culte dans le Nouveau Testament», en La Liturgie après Vatican II, Éd. du Cerf, 1967, pp. 357-384. 124 Literalmente: «acción de conducir hacia el Misterio»; o también: «acción por la cual el Misterio nos conduce». Los principales Padres autores de mistagogías son: Cirilo de Jerusalén, Juan Crisóstomo, Teodoro de Mopsuestia, Narsai, el pseudo-Dionisio y Máximo el Confesor. 125 Por ejemplo, Nicolas Cabasilas, Explication de la divine Liturgie, en «Sources chrétiennes», n° 4bis; y P. Lc Brun, Explication de la Messe, col. «Lex orandi», n° 9, Éd. du Cerf. 126 Es la clave de bóveda de la mistagogía de San Máximo el Confesor.

trataremos de obtener el significado de la acción del Espíritu Santo en las celebraciones, que son el tesoro común de todas las Iglesias apostólicas. Esta mistagogía de la Epíclesis podrá hacer aparecer, en su sencillez de fe, la unidad profunda de la Liturgia: manifestada en la Gloria, celebrada en la carne, vivida en el Espíritu.

XI. El Sacramento de los sacramentos La Eucaristía es el Sacramento de los sacramentos, donde el Cuerpo de Cristo despliega todas las Energías de su Transfiguración y cumple su Misterio en la Iglesia127. En él nos reunimos el día del Señor para vivir su Pascua en la intensidad de la fe y en la alegría de la fiesta. En él, el Padre nos hace partícipes de su Comunión en la Liturgia eterna. Pero el gran Liturgo de esta celebración es su Espíritu Santo. Él nos hace vivir la Eucaristía como la misteriosa sinfonía del Verbo encarnado; por él, todo lo que vive y respira es reunido en la unidad del Hijo y canta la alegría del Padre. Como en un preludio, el Espíritu Santo nos introduce, en primer lugar, en la Liturgia a celebrar. Después, en un primer movimiento, el de la Liturgia de la Palabra, él nos manifiesta al Señor que viene. En un segundo movimiento, el de la Anáfora, él realiza para nosotros la Pascua de Cristo. Esta Transformación desemboca en un tercer movimiento, en la Comunión en el Cuerpo de Cristo. Entonces, como en un final en que todo comienza, él nos conduce a la Liturgia a vivir. Ahora bien, esta gran Pascua de la historia, nuestro Liturgo no la realiza sin nosotros: debemos prepararnos para ella y responder en ella. La celebración es una constante sinergia entre él y nosotros. Por eso, en el corazón de cada uno de los movimientos de la Liturgia eucarística, vivimos con el Espíritu Santo como un ritmo de dos tiempos: el del despertar de nuestra fe y el del acontecimiento de la fe. El Espíritu abre nuestros ojos para que reconozcamos al Señor, recoge nuestros corazones para que acojan al Verbo, ahonda nuestra hambre para que el Pan de vida nos sacie, nos hace morir a nosotros mismos para resucitar con Cristo, se hace nuestra alegría para que nosotros lleguemos a ser la del Padre, se deja aspirar por nosotros para que demos Vida a nuestros hermanos. Este despertar de la fe nos hace cada vez más transparentes a la Luz de la Transfiguración128. En su triple irradiación, el Espíritu Santo nos penetra y nos hace vivir en Cristo, nuestra Pascua. Él nos lo revela, lo actualiza para nosotros y nos hace participar de él. Ahora bien, en cada uno de estos tres movimientos, hay un momento intenso en que el Espíritu nos deifica en el Cuerpo del Señor: es el momento de la epíclesis129. La Liturgia de la Palabra culmina en una epíclesis que precede al anuncio del Evangelio, porque entonces es cuando el Verbo encarnado llega a ser para nosotros «espíritu y vida» (Jn 6, 63). En la Anáfora, la anámnesis es consagratoria gracias a la epíclesis con la que el Espíritu transforma las ofrendas en el Cuerpo y Sangre de Cristo. En la liturgia de la Comunión, también por la epíclesis del Pan mezclado en el Cáliz se cumplirá nuestra transformación en Cristo, la unión transformante de la Iglesia en su Señor. La Liturgia de la Palabra Lo primero, tanto en la Economía del Misterio como en su Liturgia, es el movimiento de amor por el cual el Padre nos da su Palabra. Así, el despertar de nuestra fe, suscitado por el Espíritu Santo, consiste, ante todo, en esperar al Señor, en prepararle el camino en nuestros corazones, en recogernos a imitación de Aquel que viene. Cada tradición litúrgica lo expresa según su 127

«Celebrar» significa etimológicamente «cumplir», «llevar a cumplimiento». La expresión «Sacramento de los sacramentos», en la que se reconoce el superlativo semítico, es del pseudo-Dionisio. 128 Cfr. el capítulo VII. 129 Cfr. El capítulo VIII.

particular pedagogía130. El Espíritu es para nosotros el Precursor del Verbo encarnado. Él es también su Revelador. En efecto, Cristo viene realmente a nuestra asamblea, entra en ella y llama a cada uno para conducimos a todos hacia el Padre. Es por medio de esta Venida del Señor como Palabra del Padre como la comunidad de los creyentes se convierte en la Asamblea que va a celebrar la Liturgia131. Cuando el Señor viene a nosotros, toca nuestro corazón y le invita a volver a Él; el Señor llama a la puerta, ¿le abriremos? Volverse y abrirse a Él, he aquí nuestra conversión inicial que preludia la de la Anáfora, en que toda ofrenda se convertirá en Él. «Estando las puertas cerradas, el Señor se puso en medio de ellos... y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor» (Jn 20, 19). Jesús no nos habla todavía, pero Está aquí. Cristo resucitado no puede forzar las puertas del corazón, pero, desde el momento en que le acogemos por la conversión amante de la fe, conocemos la alegría nueva de su presencia: la conversión nos abre a la adoración132. Adorar y convertir su corazón son el flujo y reflujo de la oración de la Iglesia cuando el Espíritu le revela a su Señor que viene. Cuando la Gloria del Padre se irradia sobre nosotros desde el rostro de Cristo, el asombro del amor ilumina cada vez más la noche de la ausencia en que el pecado nos retenía prisioneros. La adoración sin metanoia del corazón sería una hipocresía, pero una conversión sin éxodo hacia el amor del Padre sería una ilusión moralizante y desesperante. La conversión es teologal, doxológica incluso, y la adoración es un retorno a la Voluntad del Padre. Si este movimiento se celebra en verdad y en la fe, comenzamos a ser transfigurados; ya no somos espectadores de una teofanía, sino que la nube nos envuelve: la Epifanía de Cristo se convierte en la nuestra, la de la Iglesia. Llega entonces el Acontecimiento del Evangelio. Primero escuchamos a sus testigos, los Apóstoles, en la lectura de la epístola. Después, Cristo resucitado nos da su paz dándonos su Espíritu (Jn 20, 19-22). Es el momento de la epíclesis de la Liturgia de la Palabra, sinergia escondida del anuncio del Evangelio. En el Espíritu Santo, las palabras de Jesús son más que una enseñanza, se convierten en Acontecimiento. «Yo digo y yo hago»; la expresión profética nunca es tan verdadera como en este momento. La Palabra encarnada llega al corazón de la Iglesia por la acción del Espíritu. El Padre no puede comprender más que esta Palabra: la ha entregado en la Economía y vuelve a El en la Liturgia. Sembrada en el Hijo unigénito, fructifica ahora en los hijos adoptivos. Sí, la Palabra se lanza y tiende hacia su Comunión: así hay celebración, liturgia de la Palabra. El Espíritu revela el Verbo a la Iglesia. La Palabra dada hace entonces de nuestra humanidad la Novia del Cordero. Cuanto más escuchemos y acojamos al Verbo hecho carne nuestra, tanto más llegaremos a ser su Cuerpo: «hoy» en nosotros «se cumple» Aquel a quien escuchamos (cfr. Le 4, 21). Por eso, la Liturgia de la Palabra requiere una cierta calidad de duración y una densidad de silencio, portadoras de la Palabra dada y escuchada. Tanto mido nos distrae, cuando el Espíritu nos reúne, que una simple recitación de las lecturas, sazonadas de versículos monótonos, no puede bastar. Se trata de una celebración, ¡la Plenitud del Misterio intenta cumplirse en nosotros! El Espíritu es el Aliento de la Palabra; él nos llama, pero ¿responderemos? La Iglesia que somos aquí es, efectivamente, local y, si somos llamados, es para ser enviados a «los hijos de Dios

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Por ejemplo, con antífonas, un introito, una letanía, una monición. Este es el significado de la procesión con el Evangeliario: Cristo es personalmente el Evangelio. 132 En sí, la liturgia penitencial termina con la adoración (el «Trisagion» de las Liturgias orientales, el «Gloria» de las Liturgias latina y anglicana). 131

dispersos» en este lugar. La Epifanía en la que nos transfigura el Señor no debe desvanecerse a la salida de la iglesia. Es el significado de la homilía y de las oraciones insistentes que la siguen: partir la Palabra para nuestros corazones hambrientos hasta hacernos compartir el hambre misteriosa del Verbo encarnado: «Tengo para comer un alimento que vosotros no conocéis» (Jn 4, 32)... «Vámonos a otra parte, a las aldeas vecinas, para predicar también allí; ¡pues para esto he salido!» (Mc 1, 38)... «Con gran ardor he deseado comer esta Pascua con vosotros» (Lc 22, 15). La Anáfora eucarística La segunda sinergia del Espíritu y de la Iglesia consistirá justamente en que la Pascua de Jesús llegue a ser la nuestra. La Liturgia de la Palabra tendía hacia este Memorial. No para reavivar el recuerdo, como si la Hora de Jesús fuese algo del pasado: esta es el tiempo nuevo que eleva la Anáfora; ni para repetirla: somos nosotros quienes nos hacemos presentes a Cristo crucificado y resucitado; sino para llevar a cumplimiento en nosotros, los miembros de su Cuerpo, lo que él ha vivido de una vez para siempre. En la fe que suscita, en este momento, el Espíritu Santo no solo prepara nuestros corazones al Señor que viene, sino que les abre «el acceso al santuario... por este camino, nuevo y vivo, que es el velo de la Carne del Verbo» (Hb 10, 19-20). Cualesquiera que sean las unidades sacramentales mantenidas por las tradiciones litúrgicas antes de la gran oración eucarística, el Espíritu nos introduce en la Realidad que es el Cuerpo de Cristo. Él nos arrastra hasta la profundidad de su designio de amor y nos hace tocar el abismo de muerte de los últimos tiempos, donde el Resucitado viene a buscar a todos los hombres: «Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo del amor» (Jn 13, 1). Aquí se encuentra el significado del Credo, que une a la asamblea en la fe en la Santa Trinidad y en su Economía de salvación; el significado de la presentación de las ofrendas y, especialmente, de la procesión de los Dones, como entrada de Cristo en la nueva Jerusalén; y el significado también del beso de la paz, signo de la comunión en la caridad a la que el Señor nos atrae133. Viene entonces el Acontecimiento de la Pascua celebrado en la Anáfora eucarística. En él se cumple el Evangelio, el Espíritu «levanta nuestros corazones» para hacemos participar en la Ascensión del Señor, este retorno jubiloso hacia el Padre donde toda realidad, que es gracia, por fin es liberada de la muerte y se convierte en acción de gracias134. La plegaria eucarística, en cuanto plegaria expresada, es impotente para traducir esta Pascua inmensa y maravillosa del Verbo y del Espíritu, sembrada por el Padre en el principio de los tiempos y que retorna a Él desde ahora en el Cuerpo del Hijo amado, cada día más desbordante de su siega de Vida. Se comprende, pues, que la tradición viva de las Iglesias haya inventado una multitud de plegarias eucarísticas y que Serapión exclame al terminar la suya: «¡Que hablen en nosotros el Señor Jesús y su Espíritu Santo, que ellos celebren con nuestras voces tus misterios inefables!». La Liturgia eterna, vislumbrada por Isaías en el templo del universo, estalla en el canto de la nueva Jerusalén: «¡Santo, Santo, Santo... llenos están el cielo y la tierra de tu Gloria!». En la Eucaristía celebrada, la «plegaria» y el Misterio son una sola cosa: todo es recapitulado en el Cuerpo de Cristo (Ef 1, 10).

133

El lugar del «Credo», de la presentación de las ofrendas, de la procesión de los dones y del beso de la paz varía según las familias litúrgicas. Sobre el significado del beso de la paz en este momento, Cfr. Mt 5, 23 ss; Jn 13, 11-15 y Jn 20, 19 ss. 134 «Ana-phora»: movimiento de llevar hacia lo alto. «Eucaristía»: dar gracias.

La Anámnesis que sigue135 hace memoria de todas las maravillas realizadas en favor del hombre por la Trinidad Santa y las recoge en el «cáliz de la síntesis»136, en ese foco de amor que es el Cuerpo del Señor Jesús en la Hora de su Pascua. En él, Dios se entrega totalmente al hombre y, por fin, el hombre se da de nuevo a su Dios. «Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo»: se cumple la Nueva Alianza. El Cuerpo de Cristo realiza para nosotros este Sacrificio de amor que se derrama eternamente en la Comunión de las Tres Personas137 y que consagra ahora a la gloria del Padre todo lo que el pecado del hombre había degradado. «Esto es mi Cuerpo entregado por vosotros... esta es mi Sangre derramada por la multitud». ¿El Cuerpo y la Sangre? San Ireneo nos dice: «Es entonces cuando la muerte es vencida»; y san Ignacio de Antioquía: «He aquí el remedio de inmortalidad». Ahora bien, ¿quién transforma nuestras ofrendas en el Cuerpo y la Sangre de Cristo sino el Espíritu que actúa en la Iglesia? En el corazón de esta Consagración, es él quien manifiesta su poder y es el momento decisivo de la epíclesis. Desde el altar se eleva el Grito del Verbo crucificado, con el que se funde el gemido de la Esposa: «¡Padre! Envía tu Espíritu vivificante sobre nosotros y sobre estos dones aquí ofrecidos. Haz de este pan el Cuerpo sagrado de tu Cristo y de lo que está dentro del cáliz la Sangre preciosa de tu Cristo, transformándolos por tu Espíritu Santo!». Jesús ha resucitado de una vez para siempre, porque el Espíritu Santo vino a colmar su abandono radical a la voluntad del Padre: su muerte ha sido el Don de su Vida. Ahora bien, aquí aparece el realismo penetrante y jubiloso de la epíclesis sacramental. El punto de inserción de la Liturgia en los últimos tiempos es nuestra muerte, esta muerte donde Jesús ha entrado hasta el extremo del amor. Entonces, la Compasión del Padre desposa el sufrimiento de todo hombre y hace manar su Espíritu del costado de su Hijo amado. El acontecimiento de la epíclesis está en este Don: el Espíritu de Jesús se derrama en la muerte del hombre para darle la Vida. Él se derrama sobre toda carne que se le ofrece y su Energía transformante la hace participar en la Resurrección de Jesús; los miembros heridos son unidos al Cuerpo incorruptible y viven de él. Las intercesiones despliegan entonces el poder de este Pentecostés eucarístico sobre todo lo que le ofrecemos. Siendo uno con Cristo, nos mantenemos ante el Rostro del Padre a fin de interceder por todos y por todas: ¡que venga el Espíritu Santo! Él, «el lugar de los santos»138, dilata su presencia en nuestra intercesión. La Iglesia vive con él, en su fe virginal, la gestación del mundo; ella acepta ser la tumba nueva donde reposa la humanidad herida por la muerte, únicamente «apoyada en la promesa de Dios, que da vida a los muertos» (cfr. Rm 4, 17-20). La Iglesia en intercesión, es decir, en epíclesis, vive su consentimiento más libre y más pobre al Espíritu que da la Vida. En ella, la debilidad del hombre se convierte en el lugar vivo donde se despliega el poder de Dios; hecho aún más maravilloso, el pecado del hombre se convierte en la hendidura mediante la cual es curado y colmado de la Gracia misericordiosa. La Epíclesis eucarística, que se despliega en la intercesión, es el momento de nuestra vida en que nuestra oración es más eficaz. Y se entiende que este ruego termine en la oración misma de Jesús, en el Padrenuestro: en cada petición es el Espíritu Santo el que es aspirado y el que es dado. La Comunión eucarística En el tercer movimiento de la Liturgia eucarística, el Espíritu ilumina la mirada de nuestra fe con la visión del Cordero de Dios. Nuestros corazones pecadores lo reconocen y son envueltos por 135

«Anámnesis»: hacer memoria de. San Ireneo. 137 Cfr. el capítulo I: «El Misterio escondido durante siglos». 138 San Basilio de Cesarea. 136

su Luz. Sí, el banquete de las bodas de la Esposa y del Cordero está preparado y nosotros somos atraídos hacia él por el Espíritu. Y he aquí que el Cordero es elevado, da la paz, es partido, aunque no dividido, y dará, finalmente, la Vida a quienes comulgan de él. Aparece así el significado de la partícula de Pan eucarístico mezclada en el Cáliz, porque Aquel que ha dado su Cuerpo y derramado su Sangre asumiendo nuestra muerte está ahora y en adelante Vivo y nos da su Vida. Se celebra entonces una última epíclesis139, en armonía con la de la Liturgia de la Palabra; en el misterio de las dos mesas140, la fe que une a Cristo mana del Espíritu Santo. En el acontecimiento de la Comunión, la energía del Don y la de la Acogida son una sola cosa. Nosotros llegamos a ser Aquel que acogemos y en quien el Espíritu nos ha transformado. El fruto de la Eucaristía, hacia el que tiende todo el poder del Río de Vida, es la Comunión de la Trinidad Santa, la Koinonía. Vivir el Ágape divino en la verdad de nuestra carne mortal, esta será la sinergia de la caridad que fructificará en la Liturgia vivida. Por esto, esta parte de la celebración está relativamente menos desarrollada que las dos precedentes. En este banquete del Reino, el don es recíproco y, de suyo, total. En términos personales, yo ya no soy mío, sino de Él, que me amó y se entregó por mí; lo que es mío es Él. Si hemos vivido la Liturgia de la Palabra y la Anáfora en su realismo espiritual, seremos entonces transfigurados, deificados, de principio en principio, en la luz de la Comunión. Es el momento de las bodas del Cordero, Aquel que lleva y quita el pecado del mundo. Desde entonces, mi pecado, mi muerte, mi vacío ansioso de amor, este corazón impenetrable, esta Imagen que debería irradiar el resplandor de su Rostro, todo esto ya no es mío: este posesivo es la perversión de la Comunión trinitaria. No, nosotros somos de Él y Él, del Padre; nosotros viviremos por Él, como Él vive por el Padre. Así, la Comunión cumple la epíclesis de la Anáfora, en la cual el Espíritu había penetrado la profundidad de nuestros infiernos para incorporarnos al Cuerpo incorruptible. «Adán, ¿dónde estás?». Esta sed del Dios vivo, que buscaba al hombre en el primer paraíso, se sacia en la Comunión. Adán, el hombre del miedo, es al fin encontrado, y Jesús, el nuevo Adán, le hace salir y elevarse al Amor perfecto que ahuyenta todo temor. Habiéndose unido a nosotros en nuestras profundidades, el Hijo amado nos arrastra hacia el Padre: «¡Levántate de entre los muertos! ¡Levántate y salgamos de aquí, porque tú estás en mí y yo en ti: nosotros dos formamos un mismo ser indivisible... Levántate y salgamos de aquí, de la muerte a la Vida, de la corrupción a la inmortalidad, de las tinieblas a la Luz eterna!» 141. En la Comunión anticipamos el estallido de la Resurrección. De celebración en celebración, la Iglesia que somos hace subir la Pascua de toda la creación. En el gran Sábado Santo, todos estábamos en aquel Adán que Cristo saca de la muerte, porque él ha llegado hasta el extremo en su comunión con los hombres. En la Divina Liturgia, el Señor llega a ser cada vez más todo en nosotros, «hacia su Principio que no conocerá fin»142, hasta el corazón de la Trinidad Santa.

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Poco aparente en las Liturgias occidentales, está más desarrollada en Oriente, especialmente en la tradición bizantina, bajo el signo del agua hirviente (zéon) vertida en el cáliz: «El fervor de la fe mana del Espíritu Santo». Mezclando una partícula del Pan en el cáliz, el celebrante acaba de decir: «La plenitud de la fe, el Espíritu Santo», y, bendiciendo el zéon: «Bendito sea el fervor de tus santos», es decir, de quienes van a comulgar. 140 La expresión es de Orígenes: la mesa de la Palabra y la del Cuerpo de Cristo, el mismo misterio del Pan de vida (Jn 6). 141 Homilía pascual del pseudo-Epifanio. 142 San Gregorio de Nisa.

Del preludio al final En la sinergia del Espíritu y de la Iglesia, que sostiene los tres movimientos de la celebración, hay un preludio y un final, que a menudo desconocemos. En una primera bendición, el Espíritu Santo nos ha introducido en la Liturgia a celebrar; con una última bendición, nos envía a la Liturgia a vivir. En el fondo, la Eucaristía se desarrolla entre dos kénosis: la del Verbo en su Cuerpo personal y la del Espíritu en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Nuestra celebración va del icono de la Natividad al de Pentecostés. Pero, ya que a lo largo de toda la Divina Liturgia el Espíritu nos ha hecho vivir el Acontecimiento de la Pascua de Jesús, debemos estar atentos a lo que él va a vivir con nosotros después de la celebración. Habiendo sido hechos Iglesia, tenemos que vivirla como kénosis del Espíritu Santo. Al don del Amor que es siempre fiel deberá responder la verdad de la caridad que el Espíritu derrama en nuestros corazones. También nosotros debemos llegar hasta el extremo en nuestra donación: despojamos de nosotros mismos en la misma kénosis de amor para pertenecerle solamente a Él. Así es como se cumplirá el Sacrificio, por nosotros, en la Iglesia. Comunión de Dios y los hombres, la Iglesia no puede estar sino escondida, transparente al Espíritu Santo. ¿Qué sabe ella, la Iglesia de los últimos tiempos, de los hijos que da a Luz? De los que son bautizados por ella en el agua y en el Espíritu, sí; pero ¿y de los otros? Todos los que nacen cada instante a la Liturgia celestial y que el Padre acoge con una alegría eterna, ¿los conoce? Solo cuando el Hombre perfecto, el Cristo total en su plena madurez, aparezca en la Gloria (Ef 4, 13), la Esposa podrá «alzar los ojos y decir en su corazón: ¿quién me ha dado a luz a estos? Yo no tenía hijos y era estéril, estaba desterrada y apartada; a estos ¿quién los crió? Mientras me habían dejado sola, ¿estos dónde estaban?» (Is 49, 18-21). Entonces se dirá de la Iglesia: «Todos han nacido en ella» (Sal 86, 5).

XII. Las Epíclesis sacramentales La Eucaristía es, por excelencia, la celebración de la Liturgia para nosotros que estamos en los últimos tiempos. Pues bien, si el Misterio de Cristo es manifestado, realizado y comunicado en esta Divina Liturgia, ¿por qué las Iglesias apostólicas celebran otros sacramentos? Ellas reconocen como sacramentos mayores el Bautismo y la Crismación, la Reconciliación de los penitentes y la Unción de los enfermos, el Matrimonio y el Ministerio ordenado; pero ¿por qué el Señor confía a su Iglesia estos signos de su Alianza? ¿Por qué el Espíritu nos transfigura con estas otras Energías, cuando todo el Cuerpo de Cristo es dado en la Eucaristía? El mismo Sacramento de los sacramentos nos da la respuesta. En este tiempo de gestación del Cuerpo de Cristo, la Iglesia celebra la Eucaristía y la Eucaristía realiza, cumple143 la Iglesia. Podemos celebrar la Eucaristía porque la Comunión de la Trinidad Santa ya nos ha sido dada en nuestro nuevo ser por el Bautismo y por el Sello del Espíritu Santo, pero también porque algunos han sido ordenados para el ministerio de la Epíclesis que realiza la Eucaristía. Por otra parte, debemos celebrar la Eucaristía porque la Comunión divina todavía no es todo en nosotros ni en los demás. El Cuerpo de Cristo no ha alcanzado todavía la medida de la madurez en que se realizará su plenitud (Ef 4, 13). Precisamente en este movimiento de crecimiento se sitúa la experiencia de las otras Energías sacramentales; en ellas se expresa el dinamismo de la Ascensión hacia la Parusía definitiva. Pero ¿cuál es el significado particular de cada una de las Sinergias del Espíritu y de la Iglesia en la unidad del Cuerpo? ¿Cuál es su relación con el Sacramento de los sacramentos, puesto que no son lo mismo que él? En vano querríamos deducir de la Eucaristía la necesidad de los grandes 143

El sentido cristiano de celebrar es cumplir, llevar a cumplimiento el Misterio.

sacramentos o buscar la institución jurídica de cada uno de ellos en la letra del Nuevo Testamento. Es más bien lo contrario lo que aparece: Cristo y su Espíritu los han confiado poco a poco a su Iglesia partiendo de la vida, según las necesidades estructurales y vitales del cuerpo en crecimiento. Es situándonos de nuevo en la fuente de estas Energías como podemos descubrir su unidad, su diversidad y, finalmente, su armonía. Por ellos, la luz de la Transfiguración deifica a los hombres allí donde esperan ser salvados; cuando todo se haya convertido en Luz, los sacramentos desaparecerán y el Cuerpo de Cristo será la Realidad, eternamente. Unidad y diversidad de las Sinergias sacramentales La Liturgia fontal preexiste a las celebraciones sacramentales, las vivifica y les hace dar fruto. El Misterio no está fraccionado en seis sacramentos, sino que el único Cuerpo del Señor irradia la luz pura de su Sabiduría144 en energías distintas; cuando estas Energías se unen a la de la Iglesia que ellas suscitan, las llamamos Sinergias sacramentales. En cada una de ellas se celebra la Economía de la salvación. Ciertamente, hasta en el más pequeño movimiento del corazón creyente que responde pobremente al amor de su Señor, el Espíritu Santo y el discípulo de Jesús están en sinergia, pero en ese momento no se cumple toda la Economía de la salvación; pues bien, esto es lo que se vive en los sacramentos. En cada uno de ellos vivimos los tres movimientos de la Pascua de Jesús: el Padre nos entrega a su Hijo amado, el Verbo asume nuestra carne y nuestra muerte para resucitarnos con Él, y su Espíritu nos hace entrar en la Comunión eterna del Padre. Por otra parte, una celebración es Sinergia del Espíritu y de la Iglesia, en cuanto Iglesia. En el Río de Vida, el Espíritu y la Esposa están unidos en la misma kénosis, hasta el punto de que de sus dos voluntades no mana más que un solo amor. En la unción de un enfermo o en la ordenación de un diácono, por tomar el ejemplo de una celebración que parecería limitada a una persona, la Iglesia y el Espíritu actúan en un miembro del Cuerpo del Señor, pero para la vida de todo el Cuerpo. Una Sinergia sacramental se distingue de las múltiples e indecibles sinergias que animan la vida de los santos en que la Iglesia como tal despliega en ella su Energía de acogida y de fe. Ella coopera, en cuanto Iglesia, con la Energía vivificante del Paráclito. Por último, en cada sacramento, por discreto que sea, todos los actores de la Liturgia eterna actúan. La Trinidad Santa derrama sus Energías deificantes y es glorificada. La Comunión de los Ángeles y de los Santos participa en la salvación de sus miembros que están todavía en la gran tribulación y la celebra en una alabanza incesante. ¿Y qué decir de la amplitud de amor del Ágape divino, la Comunión de las Iglesias que peregrinan en este mundo? Un pobre hombre que redescubre la misericordia de su Padre, una pareja que arriesga su futuro en el matrimonio, una enferma desconocida a la que el aceite de la ternura del Espíritu hace renacer a la esperanza...; todas estas maravillas escondidas, el Espíritu las realiza en la Comunión de las Iglesias. Entonces, todos los miembros sufren y todos son resucitados, ya que todos somos miembros unos de otros. Pero esta Comunión no nos funde en una colectividad anónima de ritmos uniformes. La unidad del Cuerpo se manifiesta, al contrario, en la diversidad orgánica de sus Sinergias. El Espíritu y la Iglesia actúan en diversos sacramentos, en razón de la pluralidad de los miembros, de sus necesidades de vida eterna y de sus funciones en el Cuerpo de Cristo. La fuente inagotable de esta diversidad es el amor total del Padre por los hombres y por cada uno de ellos. Cada uno es 144

Cfr. Sb 7, 22-8, 1. La Sabiduría es el Nombre del Espíritu Santo más difundido en los tres primeros siglos, como el de Verbo, Logos, para el Hijo.

único, porque es reconocido y amado en el único Cuerpo del Hijo amado. Las Sinergias sacramentales reflejan esta catolicidad del amor del Padre. Mientras, en la Eucaristía, este amor se cumple para todo el Cuerpo, en los otros sacramentos se entrega a cada uno, según sus necesidades, su edad, sus dones en Cristo. En el único sacramento que es el Cuerpo de Cristo, cada Sinergia sacramental comunica un don del Espíritu Santo. Por esto, un sacramento se distingue de otro por su Epíclesis propia. En este momento de la celebración, la Iglesia no es más que sierva del Señor: implora al Padre que el Espíritu de Jesús sea derramado sobre el miembro de su Cuerpo aquí ofrecido. Entonces, la Energía deificante del Paráclito es la respuesta de la ternura y de la fidelidad, de la Gracia y de la Verdad. Y, si estamos atentos a la Epíclesis de cada sacramento, caemos en la cuenta de que las Sinergias sacramentales corresponden vitalmente a tres momentos del crecimiento del Cuerpo de Cristo. Las Epíclesis del nacimiento En el Bautismo y en la Crismación, la Energía fundadora del Espíritu se derrama en los miembros de la Iglesia. Sacramentos del principio de nuestro nuevo ser en Cristo, no se celebran más que una sola vez. Nosotros nacemos y somos estructurados orgánicamente en el Espíritu Santo de una vez para siempre. El primer don que la Iglesia trata de ofrecer al Padre son sus hijos, todos esos hijos de Dios dispersos, nacidos según la carne pero todavía en la muerte. Ella es la Esposa, y el primer movimiento que se establece en ella por la atracción del Espíritu es el deseo desgarrado del Padre; todo procede de este deseo en la Economía de su amor: ¡la Gloria de Dios es que el hombre viva!145 Este deseo del Padre se convierte en el de la Iglesia en la Epíclesis del Bautismo. El ruego primero de la Virgen-Iglesia está en su ofrenda de fe: «¡Que venga tu Hijo, que por mí y el poder de tu Espíritu nazcan tus hijos en tu Amado!». La Epíclesis del Bautismo es la del nacimiento según el Espíritu. Ciertamente, aquel que es ofrecido es ya «a imagen» de su Dios, pero este icono está desfigurado, roto, «privado de la Gloria de Dios» (Rm 3, 23): no ha nacido aún a la vida de su Padre. Sus padres le han impuesto todo: la existencia, su biología y herencia psíquica, su educación y su cultura; les queda por ofrecerle lo que no pueden darle: la libertad, el poder de llegar a ser libre de todos estos determinismos, la creatividad divina, en definitiva, la Vida, la verdadera e incorruptible, la Vida del Dios vivo. Será este el único don que no impondrán a su hijo y que hará fructificar todos los demás más allá de la muerte. Cuando los padres hacen esto, participan de la fe de la Iglesia, se mueven en un dinamismo de ofrenda, esperan todo del poder del Espíritu Santo: es su Energía de acogida y de respuesta en la Epíclesis que se va a celebrar. Cuando el catecúmeno es sumergido en el agua bautismal, es decir, en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, es bautizado realmente, ya que participa de lo que la Epíclesis ha realizado antes. El momento preciso del Bautismo es, analógicamente, el de la Comunión en la Eucaristía. Pero la Epíclesis que hace posible el Bautismo ha consistido en la venida del Espíritu Santo al agua donde el catecúmeno será bautizado. Esta consagración del agua bautismal pasa demasiado desapercibida para los fieles, por no decir para los celebrantes. El agua es el símbolo de la vida primordial. En el seno materno, es ya más que un símbolo. Pero, para el nacimiento a la Vida de la Trinidad Santa, esto se hace realidad. Si toda Epíclesis es un Pentecostés

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San Ireneo.

sacramental, aquí el Espíritu desciende realmente146, penetra el agua y la transforma en medio divino: la realidad nueva es el seno materno de la Iglesia, donde un ser, nacido de la carne y de la sangre y del querer humano, va a ser sumergido para nacer del Espíritu y de la Esposa. La fecundidad virginal de la Iglesia es la obra maestra del Espíritu. Es así como nacen los hijos de Dios (Jn 1, 12-13). Esta Epíclesis asombrosa nos hace comprender que el Espíritu Santo da la Vida al poner en Comunión en el Cuerpo de Cristo. Ya hemos admirado esta maravilla en el momento del Advenimiento de la Iglesia en el primer Pentecostés147. Aquí es aún más notorio. No llegamos a ser, en primer lugar, hijos de Dios, miembros de Cristo, templos del Espíritu Santo, y, después, hijos de la Iglesia, sino que la Iglesia está antes148. Ella es esta Agua primordial penetrada de la Energía deificante del Espíritu y es ella quien da a luz. En los últimos tiempos, ¿no es ella portadora de Cristo en esta gestación misteriosa donde ofrece el mundo al Espíritu «Dador de Vida»? Durante la celebración de un Bautismo, es un hijo del Padre quien ella hace nacer y que, por ella, viene a la luz del Día, el Día de la Resurrección que no conoce el ocaso. Por su fe, unida al poder del Espíritu, el catecúmeno es injertado en Cristo, incorporado al Cuerpo incorruptible. Ella, entonces, da al Padre un nuevo hijo adoptivo, conformado con el Hijo amado. Así, este ser es nuevo, vive de la Trinidad Santa. Todos los demás efectos del Bautismo se derivan de esta Epíclesis149. Es posible que el desconocimiento de la Epíclesis del Bautismo sea una de las causas de la desvalorización práctica de la Confirmación en algunas Iglesias. Este segundo sacramento de la iniciación cristiana, la Crismación, corre el riesgo de pasar desapercibido si se ve en el Bautismo el simple nacimiento a la vida divina de modo indiferenciado. Es el problema del sentido común de los padres un poco despiertos: «Si mi hijo se ha convertido en hijo de Dios por el Bautismo, ¿para qué confirmarlo? Si el Bautismo le hace participar de la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, ¿por qué debe recibir el Espíritu Santo en la confirmación? ¿No lo recibió cuando se bautizó?». La práctica de la Iglesia primitiva, desde los Hechos de los Apóstoles150, y la Tradición ininterrumpida de las Iglesias de Oriente son claras al respecto: el Bautismo y el Don personal del Espíritu Santo son distintos pero inseparables, este completando aquel. Los cristianos han sido bautizados en un solo Espíritu a fin de formar un solo Cuerpo, «y» se les da a beber un solo Espíritu151. A lo largo de todo su Designio de redención y de deificación del hombre, el Padre no cesa de enviar a su Hijo y a su Espíritu. En esta misión, van juntos, aunque son distintos. En la Plenitud de los tiempos, el Hijo es quien se encarna, aunque es el Espíritu quien lo encarna. En el primer Pentecostés que inaugura los últimos tiempos, es la Iglesia quien toma forma del Cuerpo de Cristo, pero es el Espíritu quien la forma. A partir de entonces, el Espíritu hará crecer el Cuerpo uniéndole nuevos miembros, y este nacimiento se realiza en el Bautismo; pero, en el mismo momento, el Señor derrama en estos miembros su Plenitud, les da su Espíritu, personalmente: este don personal del Espíritu al neófito es la Sinergia sacramental de la Confirmación.

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El agua no es modificada químicamente, como tampoco lo son el pan y el vino en la epíclesis eucarística, pero la Realidad es nueva. 147 Cfr. el capítulo V. 148 La Iglesia bautiza a partir de Pentecostés: entonces los hijos de Dios nacen por el agua y por el Espíritu. 149 Cfr. San Juan Crisóstomo, III Catequesis bautismal, 5. 150 Hch 2, 38; 8, 15 ss; 10, 44-48; 19, 5-9. 151 1 Co 12, 13.

Esta manifestación y esta efusión del Espíritu están en el corazón de lo que buscamos a través de todo este libro. En efecto, es en este punto de origen donde la Liturgia fontal llega a ser la Vida del nuevo ser del cristiano. Si nos quedamos en el Bautismo como participación en la vida divina, corremos el riesgo de vivir en un monoteísmo unipersonal, no hemos entrado aún en la Comunión con las tres Personas. Solo el Espíritu Santo hace cruzar este umbral. Si no lo cruzamos, podemos construir sistemas de humanismo cristiano, nos hacemos reacios a la Teología, a la vida mística. El bautizado está orgánicamente estructurado tan solo porque el mismo Espíritu que ha ungido a Cristo penetra por entero -cuerpo, alma, espíritu- al miembro de Cristo; es entonces cuando él es cristiano, ungido con el Espíritu. Le anima un nuevo principio vital que dilatará progresivamente su Comunión con el Padre y con el Hijo. La característica de la Epíclesis de la Confirmación, cuando el obispo consagra el sagrado Crisma152, con el cual el bautizado es ungido en sus miembros, consiste en la maravilla del don total que Cristo Señor hace entonces de sí mismo: él entrega su propio Espíritu, personalmente, lo graba, lo imprime en el corazón de aquel con quien acaba de unirse definitivamente. Por el «sello del Don del Espíritu Santo»153, el bautizado participa entonces en la Sinergia de la Liturgia fontal, el Espíritu está en adelante unido a su espíritu en vistas a una vida totalmente nueva en que las dos voluntades podrán producir el único fruto del Espíritu154. El Espíritu, habiéndose convertido en su vida, podrá hacerle actuar (Ga 5, 25). El misterio del Espíritu y de su Esposa no será contemplado como un don inesperado y deseado, sino realmente compartido por aquel que acaba de resucitar con Jesús. En esta plenitud, que es el Espíritu Santo, todos los dones, todos los carismas necesarios para el crecimiento del neófito están ya contenidos. Y el primero de todos es la Energía sacerdotal por la que, a partir de este momento, el confirmado podrá celebrar la Divina Liturgia155 y llegar a ser co-operador de las Energías sacramentales que animarán su éxodo hacia el Reino. Las Epíclesis de curación o la victoria sobre la muerte Es fiel Aquel que el Señor ha puesto como un sello en nuestro corazón; es Fuerte, no como la muerte, sino más que la muerte; él es la Llama del Amor de nuestro Dios (cfr. Ct 8, 6). Porque a quien acaba de ser revestido de la armadura de Dios le espera un duro combate, largo como la travesía del desierto (Ef 6, 11). El primer combate decisivo es afrontar el poder de la muerte que aún se incuba en él, aunque esté virtualmente vencida por la Pascua del Bautismo. Ya somos santos, pero todavía no estamos plenamente conformados con el Señor. La unción de su Espíritu debe penetrar lentamente todas las fibras de nuestro ser, enderezar nuestra voluntad rebelde, purificar nuestras motivaciones, liberar nuestras pulsiones e integrarlo todo en nuestro corazón donde su Amor reinará soberano. En este trabajo de gestación del hombre nuevo, el Espíritu de Jesús comienza siempre por revelamos nuestro pecado. Fuera de Él, podemos sentirnos culpables;

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San Cirilo de Jerusalén, III Catequesis mistagógica, 3 (PG 33, 1090-1): «No vayas a pensar que esta mirra es ordinaria. Como el pan de la Eucaristía, después de la epíclesis del Espíritu Santo, no es ya un simple pan, sino el Cuerpo de Cristo, así también esta santa mirra no es ya ordinaria, por no decir común, después de la epíclesis, sino gracia de Cristo y presencia del Espíritu Santo, convertida en energética de su divinidad». 153 Eucologio bizantino. 154 Rm 8, 16; Ga 5, 22 ss. 155 La Eucaristía es el culmen de la iniciación cristiana. Las Iglesias ortodoxas han conservado la tradición primitiva de unir estos tres sacramentos en la misma celebración.

solo en Él nos reconocemos pecadores. Y cuanto más transforme nuestro corazón, uniéndolo a la Voluntad del Padre, tanto más nos descubriremos pobres de su amor. La ola de la misericordia y el abismo de la miseria se encuentran entonces en una sinergia desgarrante: el perdón. Cuando esta sinergia se hace sacramental, se manifiesta como Conversión, si se pone el acento en el arrepentimiento del corazón obrado por el Espíritu Santo, o como Reconciliación, si se mira, sobre todo, la Comunión reencontrada en Cristo con el Padre y con nuestros hermanos. Pero Conversión y Reconciliación son inseparables, como lo son los dos aspectos del pecado que ellas curan: el rechazo y la ruptura. Ahora bien, la herida del pecador y la de sus hermanos son llevadas por Jesús en su muerte, y de este Amor crucificado mana el Espíritu de Comunión. Porque Él es, personalmente, la remisión de nuestros pecados; allí donde la relación era fallida156, estaba rota incluso, el Espíritu, ternura del Padre157, se derrama y vuelve a convertirse en el vínculo vivo de amor que une a las personas. Es la Sangre de la Comunión, que hace vivir a los miembros de la vida del Padre. La Epíclesis propia de este sacramento -¡ojalá prestáramos atención a ella!- consiste en esta efusión del Espíritu Santo. Ella es su kénosis de amor en el corazón del pecador que accede a abrirse a la Compasión del Padre. En este momento central de la absolución, todo se desata, porque todo es liberado por la Comunión, que es el Espíritu del Señor. La oración del sacerdote es entonces una verdadera oración de Epíclesis158. Signo vivo de Cristo siervo, el sacerdote intercede para que «vuelva a la vida» este hijo del Padre «que estaba muerto»; en él se recoge toda la intercesión de la Iglesia orante, para que resucite «este hermano por el que Cristo ha muerto». A este don corresponde la respuesta del pródigo que vuelve: se abre a la misericordia sin otra condición que la de querer volver a su Dios y a su hermano, en el mismo amor. Cierto, sobre el altar de nuestro corazón podemos ofrecer continuamente el pan de las lágrimas por nuestro pecado, y el Fuego del Espíritu puede siempre encendernos de nuevo. Pero hay momentos en nuestra vida -¿quién puede negarlo?- en que nuestros rechazos acumulados y las fisuras ahondadas son tales que no podemos, sin deslealtad, escapamos de la confesión de nuestro pecado y de la reconciliación en la Comunidad. «Lo que hicisteis a uno de estos pequeños, a mí me lo hicisteis», tanto para darle la vida como para darle la muerte. En la Epíclesis de este sacramento, se restablece «la unidad del Espíritu» entre los miembros, mediante «el vínculo de la paz» (Ef 4, 3); es el significado místico, más profundo que la simple voluntad moral, de la Reconciliación en Cristo. En todo pecado, incluso el más secreto, el Cuerpo ha quedado herido, y es en el Cuerpo, por tanto, donde el miembro debe ser curado. Si estamos atentos al Espíritu Santo en esta Epíclesis, redescubrimos la frescura de la Iglesia en la curación de nuestro pecado, reencontramos el Rostro del Señor más allá de los ídolos de nuestra conciencia moral y de nuestro superego despechado, entramos, sobre todo, en la alegría del Padre: nuestro retorno le hace exultar de alegría con sus ángeles y la comunión de sus santos159. «Padre Santo, médico de nuestras almas y de nuestros cuerpos...» 160. Así comienza la Epíclesis del otro sacramento de nuestra curación crónica: la Unción de los enfermos. El perdón, es decir, la efusión del Espíritu de Comunión, alcanzaba la muerte en su raíz, en su más escondido aguijón: el pecado (1 Co 15, 56). La Unción del Espíritu, este óleo misterioso que penetra nuestro cuerpo 156

Pecado, «khata’a» en hebreo, significa «fallar su objetivo», «fracasar». Este bello nombre del Espíritu Santo remite al término bíblico «hesed». 158 La fórmula latina de absolución, más declarativa y jurídica, no debe difuminar la realidad de la Epíclesis. 159 Cfr. Lc 15 y el significado del «Confíteor», donde la Reconciliación es vivida en la alegría de toda la familia de Dios. 160 Eucologio bizantino. 157

mortal, es como la mirra nueva que la Esposa derrama sobre los miembros sufrientes de su Señor. «La mirra conviene a los muertos, el Cuerpo de Cristo permanece incorruptible»161. Las heridas aparentes del pecado que labran poco a poco nuestros cuerpos son así curadas ya en la esperanza. La Epíclesis de este sacramento anticipa para cada uno de nosotros la Resurrección integral, y es, una vez más, obra del Espíritu Santo: «Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que lo resucitó de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (Rm 8, 11). En la Sinergia de nuestra conversión, el bautismo de agua se había convertido en bautismo de lágrimas y resurrección del corazón; en la Unción de los enfermos, el Espíritu nos conforma con los sufrimientos de Jesús, transforma nuestra enfermedad en amor vivificante y completa en nuestros miembros la Pascua irresistible de Aquel que es la Cabeza del Cuerpo. Entonces se realiza para nosotros lo que vislumbró Ezequiel en su visión de los huesos secos (Ez 37, 1-14): el Espíritu de Vida nos toma en nuestra debilidad, el sello de su Don es una prenda de resurrección que nada nos podrá arrebatar. Jesús curó enfermos durante su vida terrestre: les restituía a una vida mortal. Pero, cuando su Espíritu penetra en nuestros cuerpos heridos por la muerte, les hace pasar más allá de la muerte: «La muerte ya no existe, porque ha resucitado Cristo nuestro Dios»162. Estos dos sacramentos responden a una necesidad constante del Cuerpo de Cristo en los últimos tiempos: vencer la muerte en su raíz, el pecado. La deificación gradual de los hijos de Dios no puede realizarse más que con la eliminación progresiva del movimiento de rebelión en que se retuerce la naturaleza herida. Sacramentos de curación, hacen participar a los miembros de Cristo en el amor salvador de su Señor que asume, aquí y ahora, sus propias heridas de naturaleza y voluntad. La frecuencia de estos dos sacramentos es indefinida, según el ritmo de la salud divina -de la santificación- que el cristiano acoge libremente fundiendo su voluntad en la Energía del Espíritu Santo. Las Epiclesis de Cristo siervo: el don de la Vida El Matrimonio y el Ministerio ordenado son las dos sinergias sacramentales de la vida adulta en Cristo. Se apoderan de la persona para abrirla al movimiento más divino concedido al hombre: dar la Vida misma de su Dios. Uno y otro son al mismo tiempo carisma, es decir, don del Espíritu Santo para el bien de todos, y energía deificante para quien recibe ese carisma. No se da la Vida más que dando la propia vida, como el Señor, pero este don será tanto más fecundo cuanto más esté uno mismo transformado en Aquel que se la da. No son carismas tácticos y transitorios, sino Sinergias funcionales y estructurales, mejor, son carismas orgánicos de conjunción (Ef 4, 1116). La novedad del Matrimonio sacramental está en la Epíclesis en que los prometidos reciben el don del Espíritu Santo. Hay que recordarlo con fuerza, ante la pretensión ingenua que quiere ver en el Matrimonio un simple contrato, del que los esposos serían los ministros163. Sus consentimientos son necesarios, como la Energía de la respuesta humana, pero sin olvidar la Energía del don divino. Es significativo que el famoso texto de san Pablo al respecto (Ef 5, 32) parta justamente del Misterio que transfigura la unión del hombre y de la mujer, y no al revés. Lo que sucede en este sacramento no es tanto la bendición de una pareja -todo matrimonio es 161

Tropario del Oficio de la Compasión, la tarde del Viernes Santo, en la Liturgia bizantina. Tropario bizantino, VI tono, en la Liturgia bizantina. 163 Si fuese así, no se ve por qué, de común acuerdo, no podrían romper el contrato. 162

santo- cuanto el Amor de Cristo y de su Iglesia del que van a participar el hombre y la mujer. El Misterio es anterior, revela el sentido divino de la unión de los esposos y lo realiza. La alianza, que simboliza, en la mayoría de las culturas, la condición del matrimonio, es el signo de la Alianza personal que une al Esposo y la Esposa, inseparablemente Cristo y la Iglesia, este hombre y esta mujer. Ahora bien, la Alianza es el Espíritu Santo mismo. Él es la fuente de la unidad de este amor sin división, él es su vínculo divino que el pecado del hombre no puede romper. Él es la Comunión que instaura una nueva relación en el interior de la familia, esta Iglesia doméstica. En esta casa de Dios, el misterio de la Iglesia como Comunión es siempre visible. Esta novedad transforma, ante todo, a los esposos: más allá de toda oposición o superioridad, su relación puede ser continuamente restaurada en la transparencia que une a Cristo y la Iglesia. Transforma también su don de vida, entre ellos, hacia los hijos y en una fecundidad imprevisible que se extiende a todas las formas de su creatividad y servicio164. El Ministerio ordenado está en la cumbre del misterio del servicio en el Cuerpo de Cristo. Su Epíclesis, significada por la imposición de las manos165, tiene de totalmente original que ella derrama sobre algunos miembros la Energía eclesial más escondida y más pobre: les hace los servidores de las otras Epíclesis sacramentales. Esta ordenación es una de las pruebas más asombrosas de la fidelidad del Señor, ya que, a pesar de las flaquezas de sus enviados, no privará nunca a su Iglesia de los dones de su Espíritu. «Sea Pedro quien bautiza, sea Judas quien bautiza, es Cristo quien bautiza»166. El Espíritu actuará siempre con poder en los sacramentos a través de las «vasijas de barro» que son los ministros ordenados. Cualesquiera que sean los grados167 o las formas contingentes de este servicio, su realidad nueva no puede reducirse a una función social de dirección o de administración, sino que hunde sus raíces en el misterio de la kénosis de Cristo. Aquí todo adquiere su significado tan solo en el Amor, no solamente aquel que es derramado en el corazón del obispo, del sacerdote o del diácono, sino, sobre todo, aquel que es la Energía misma de su servicio. El Espíritu se derrama en ellos con profusión del costado del Señor crucificado, ya que en estos pobres hombres es Cristo el que es Siervo de su Iglesia hasta que él sea todo en ella. Este misterio de kénosis es el del Pastor que da su vida por los suyos. Mientras que, en el Matrimonio, el hombre y la mujer participan en el amor que une a Cristo y la Iglesia en un solo Cuerpo, aquí los servidores manifiestan a Cristo, distinto de su Esposa, Siervo de su Iglesia. El la llama, le da su Palabra, le revela al Padre, la ilumina, le perdona, la alimenta con su Cuerpo y su Sangre, la fortalece, la envía, la purifica, la transfigura, la hace fecunda y le hace dar a luz el mundo para el Reino... De todas sus Energías de amor, el Espíritu Santo es la liturgia y sus ministros, los servidores. Estos no duplican las funciones profètica, sacerdotal y real de los otros miembros de la Iglesia: al contrario, están con ellos y para ellos, son sus servidores. A esta función, estructural y no táctica, del servicio de la Iglesia está ordenado todo su ministerio.

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El carisma de la vida religiosa, complementario en la Iglesia del carisma matrimonial (Cfr. 1 Co 7), no es un sacramento; el don de la virginidad que lo fundamenta hace ya participar de la Resurrección (Lc 21, 35). 165 Símbolo bíblico de la transmisión de la fuerza del Espíritu Santo. 166 San Agustín. 167 El obispo y los presbíteros, que difunden pluralmente el carisma singular del obispo, son ordenados para el «sacerdocio»; a los diáconos se les impone las manos «no en vistas al sacerdocio, sino en vistas al ministerio» (fórmula sacada de las Constituciones de la Iglesia de Egipto y retomada por el Vaticano II en la Constitución sobre la Iglesia, n. 29).

La armonía sacramental del Cuerpo de Cristo Habiendo sido así resituados los sacramentos mayores como Sinergias en el interior del Cuerpo de Cristo, podemos quizá comprender mejor su armonía en el Sacramento de los sacramentos, la Eucaristía. Si el acontecimiento central de la Eucaristía está en la Epíclesis que transforma todo el Cuerpo de Cristo, es evidente que las Epíclesis constitutivas de los otros sacramentos están en relación orgánica con la de la Eucaristía. En esta, el Pentecostés sacramental se derrama sobre todo el Cuerpo; en aquellos, alcanza a los miembros según su edad, sus necesidades y sus dones en Cristo. En el Bautismo, el Espíritu Santo hace nacer a la Comunión trinitaria en el Cuerpo; en la Crismación, personaliza esta participación, haciéndose él mismo la Energía indefectible de este nuevo miembro. En la Reconciliación del pecador y en la Unción de un enfermo, el Espíritu despliega su poder de Vida, de resurrección en resurrección. En el Matrimonio y en el Ministerio ordenado, Él, «Señor y Dador de Vida», hace compartir a la Esposa su fecundidad virginal; más exactamente, el «nada es imposible para Dios», que él ha realizado en la Iglesia, lo comunica a los miembros de la Iglesia, cada uno según sus dones. Si el Río de Vida mana en la Eucaristía, Liturgia integral, Sinergia omnipotente, los sacramentos mayores son como los canales que riegan la Jerusalén nueva. Las Sinergias sacramentales derivan de la Eucaristía y convergen hacia ella. Ellas derivan de la Eucaristía como la Luz se irradia del Cuerpo transfigurado del Señor. Esto es tan verdadero, que la Iglesia celebra los sacramentos mayores como celebra el sacramento del Cuerpo de Cristo: según una forma eucarística. Sea cual sea la variedad de las familias litúrgicas, nuestras Iglesias celebran cada sacramento a la manera de la Divina Liturgia. Del Bautismo al Ministerio ordenado, volvemos a encontrar en cada uno de ellos las tres etapas de la Eucaristía, las tres Sinergias del Espíritu y de la Iglesia: una Liturgia de la Palabra, una Anáfora y su punto culminante, la Epíclesis, y una Liturgia de Comunión. En cada sacramento, el Espíritu manifiesta, realiza y comunica la Vida del Cuerpo de Cristo; pero lo que distingue un sacramento de otro es la Energía del Espíritu Santo implorada en la Epíclesis. Las sinergias sacramentales convergen también hacia la Eucaristía, porque es la Eucaristía la que realiza, cumple la Iglesia. En cada una de ellas, el Cuerpo se construye y crece orgánicamente por el poder del Espíritu y la respuesta de los miembros a los que es dado. Esta armonía es, finalmente, la de la Koinonia, la de la Comunión de la Trinidad Santa que invade y eleva nuestra humanidad. En el Bautismo y en la Crismación, esta Comunión es dada como poder nuevo del Dios viviente que hace al hombre viviente. En la Reconciliación de los penitentes y en la Unción de los enfermos, la Comunión es restaurada, el Icono viviente es transfigurado en lo profundo. En el Matrimonio y en el Ministerio ordenado, la Comunión no solo es recibida, sino que es dada para ser comunicada a otros. Es de este modo como el Señor viene, como su Reino se instaura, como el Todo de su Plenitud se derrama irresistiblemente en todos. Con esto se manifiesta el significado profundamente comunitario de toda celebración sacramental: la comunidad aquí presente está comprometida, cierto, pero también la Comunión de todas las Iglesias e, infinitamente más allá, la Comunión en gestación que abraza en el seno de la Iglesia a todos los hombres, al cosmos y a la historia. Así se cumple el Misterio, «la sabiduría infinita en recursos, desplegada por Dios por medio de la Iglesia» (Ef 3, 10). La Comunión de la Trinidad Santa que nos invade se da en forma eucarística: es acción de gracias a «Aquel cuyo poder actúa en nosotros, que es capaz de hacer mucho más

allá, infinitamente más allá de todo lo que podemos pedir o concebir: ¡a Él la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús, por todas las generaciones y por todos los siglos!» (Ef 3, 20 ss).

XIII. La celebración de tiempo nuevo Hemos visto que las celebraciones son como los momentos en que la Economía de la salvación se convierte en Liturgia en los últimos tiempos. Pero la ola vivificante del Río de Vida no es intermitente. Hasta que su Ascensión se cumpla en su Parusía, Cristo no cesa de envolver este mundo con la ternura de su Espíritu. Jesús ha resucitado y es el Señor de la historia en la cual estamos implicados. Él Es y Viene. Su Venida irresistible supera los momentos de nuestras celebraciones. Estos momentos son posibles tan solo porque son la irrupción en nuestro tiempo mortal de un Tiempo vivo, que está liberado de la muerte. Dicho de otra manera, en la fuente de nuestras celebraciones hay una Energía del Espíritu Santo de la que debemos continuamente beber y es el Tiempo nuevo de la Resurrección. Este es el que invade nuestros días, nuestras semanas y nuestros años, hasta que nuestro viejo tiempo se sature y su velo mortal se rasgue. Desde ahora, hoy, nosotros podemos participar en él. Día de luz, largo, eterno... Este hoy del Dios vivo en que el hombre puede entrar es la Hora de Jesús. Su Pascua es el acontecimiento que atraviesa y sostiene toda la historia. «He aquí que los rayos sagrados de la luz de Cristo resplandecen... La noche inmensa y oscura ha sido tragada, las sombrías tinieblas, destruidas con esta luz y la sombra triste de la muerte ha vuelto a entrar en la oscuridad. La vida se ha extendido a todos los seres y todos están llenos de una profunda luz; el Oriente de los orientes invade el universo y aquel que existía ‘antes que la estrella de la mañana’ y antes que los astros, inmortal e inmenso, el gran Cristo brilla sobre todos los seres más que el sol. Por eso, para todos nosotros que creemos en él, amanece un día de luz, largo, eterno, que no se apaga, la Pascua mística...» 168. Cuando celebramos a Cristo, nuestra Pascua, nuestro tiempo queda penetrado por este Día, es transfigurado, se convierte en sacramental. Porque este Día no surge de la primera creación, como los días de los que se dice: «Atardeció y luego amaneció»169; es el Día cantado por el salmo pascual: «este es el Día en que actuó el Señor, alegrémonos y permanezcamos en el gozo»170. No es un día entre los otros ni como los otros, regido por la salida y la puesta del sol, sino que es la luz de la Vida que el ocaso de la muerte ya no puede oscurecer: él es, en verdad, la Plenitud de los tiempos. Ahora bien, esta irradiación del Día de la Resurrección no nos alcanza como un recuerdo o un ideal abstracto, puesto que, si así fuera, la muerte tendría poder sobre él, sino que es la Energía constante del Espíritu Santo en nuestro tiempo mortal. No por encima, sino en el interior de cuantos lo acogen: «Nuestro Dios no está por encima, está ante nosotros esperando el encuentro»171. El encuentro del Día de la Resurrección y de nuestro viejo tiempo, del Tiempo nuevo ofrecido por el Espíritu y del tiempo vivido por el creyente, he aquí lo que hace de nuestro tiempo un tiempo sacramental. ¿Cómo se despliega, pues, este Tiempo nuevo de la Resurrección en el Cuerpo de Cristo a partir de la celebración pascual?

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Homilía inspirada en el tratado sobre la Pascua de Hipólito (trad. francesa P. Nautin, «Sources Chrétiennes», 27, p. 116). 169 Gn 1, passim. 170 Sal 117, 24. 171 San Isaac de Nínive.

«El año de gracia del Señor» (Lc 4, 19) A partir del Día de Pascua, como de su foco de luz, el Tiempo nuevo de la Resurrección invade, en primer lugar, el año. El año es considerado habitualmente por los hombres como la más larga unidad de su tiempo, según el ritmo cíclico de nuestro planeta en torno a su fuente de luz. Ahora bien, cuando la Luz de la Vida incorruptible surge de la tumba, arrastra nuestro año cíclico más allá del círculo de la muerte. La repetición era una confesión de impotencia en el umbral de la Plenitud. Pero, para quienes ya han resucitado con Cristo, el año es atraído en la sinergia de la Liturgia eterna: se convierte en litúrgico, si se entiende bien la expresión, no como un calendario de fiestas, sino como el despliegue del Misterio desposando los ritmos de nuestro tiempo. A partir de la Pascua, poco a poco, de un lado a otro del foco, el año es transfigurado por la Liturgia, se convierte en sacramental. Signo transparente del Día de la Resurrección, cada pequeña parte de su desarrollo refleja la Plenitud de la Liturgia. El Día de Pascua es, en primer lugar, el cumplimiento de una gran Semana que también se ha convertido en sacramental: la Semana Santa. Durante los siete días que preceden a la celebración de la Resurrección, el poema litúrgico de la semana de la primera creación no es abolido, sino que se cumple, convirtiéndose en el acontecimiento de la nueva creación en Cristo. Para que todo se cumpliese, según la última palabra del Verbo en su condición mortal (Jn 19, 30), faltaba que todo fuera asumido, desde la primera palabra del Padre, de la que mana la presencia y la vida, hasta el último silencio de la ausencia y de la muerte donde el hombre se había hundido. Desde esta luz escatológica del cumplimiento, podremos redescubrir las grandes etapas de esta Semana. La entrada de la Luz en el mundo y entre los suyos, y su rechazo por parte de nuestras tinieblas, la prueba primordial de la libertad del hombre ante su alimento esencial172, el Árbol de vida inaccesible al hombre que se diviniza pero ahora ofrecido en el Verbo encarnado que nos deifica173... todo este drama de la Economía de la salvación culmina el sexto día, en el gran Viernes en que la kénosis divina se convierte en nuestra teofanía: «¡He aquí al hombre!» (Jn 19, 5). Después, viene el gran Sábado Santo, el de Dios y de su creación, el silencio de las profundidades donde el Viviente penetra las fuentes de todo ser. En este descenso a los infiernos del Cuerpo incorruptible, la mentira de la muerte es disipada, la Paz de la Comunión divina es derramada, la esperanza se hace el principio de todo, el Río de Vida arrastrará todo hacia la Consumación de los tiempos. Por esto, la semana que sigue al Día de la Resurrección ya no es una semana cronológica, sino la extensión del Día que no conoce el ocaso. Durante la Semana de la Renovación174, la liturgia pascual se celebra continuamente, no repetida, sino siempre nueva. Esta semana propiamente sacramental va a convertirse en el prototipo, la matriz misma, de todas las semanas del año litúrgico. El primer día de la Semana, el domingo, desplegará sobre todos los otros días la claridad vivificante de la Resurrección. San Gregorio de Nisa nos dice que el cristiano, «toda la semana de su vida, vive la única Pascua haciendo este tiempo luminoso»175; y Orígenes, que «no hay un solo día en que el cristiano no celebre la Pascua»176.

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Comparar Gn 1,3, la primera kénosis de la luz en la creación y la entrada de Jesús en Jerusalén en la humildad de su carne. 173 Cristo crucificado es el verdadero Árbol de vida donde el hombre es deificado. 174 La semana que sigue al Domingo de Resurrección en la Liturgia bizantina, que corresponde a la Octava de Pascua en la Liturgia latina [N.d.T.]. 175 In Christi Resurrectionem oratio II: PG 46, 628 c-d. 176 Contra Celsum, 8.22: PG 11, 1550.

Partiendo de este centro de luz, se revela la armonía del año de gracia, durante el cual el Señor comunica a su Iglesia la plenitud de su Misterio. Preparando la Semana Santa, encontramos, primero, las siete semanas de la gran Cuaresma, donde vivimos las etapas del retorno al Paraíso de la nueva creación; pero, desplegando la novedad de la Resurrección, llegan a continuación las siete semanas de Pentecostés, donde los neófitos -que somos nosotros- aprenden a vivir en comunión con su Señor resucitado. Por último, de un lado a otro de este foco pascual, he aquí los dos grandes tiempos de la Economía de la salvación convertida en Liturgia: en el tiempo de la Teofanía, o manifestación del Hijo, el Verbo encarnado asume nuestro cuerpo miserable; y en el tiempo de la Theosis, o deificación por medio del Espíritu, el Aliento del Señor nos conforma con su Cuerpo de gloria. El Cuerpo de Cristo, en efecto, está siempre en crecimiento en esta celebración del tiempo sacramental. Las tres grandes Sinergias de la Eucaristía se extienden en la celebración del año litúrgico. A la liturgia de la Palabra corresponde el tiempo de la Manifestación del Señor, el tiempo de la Epifanía, centrado en el acontecimiento decisivo del Bautismo de Jesús. Pero las Iglesias sintieron muy pronto la importancia de un tiempo preparatorio (el Adviento de las Liturgias occidentales), que fuese a la vez comienzo y término del año sacramental, alfa y omega del Misterio, memorial de las preparaciones al primer Advenimiento del Señor y espera de su segunda Venida. Por otra parte, a la Anáfora eucarística corresponde el tiempo de la Pascua del Señor, preparada por la Cuaresma y culminada en la Ascensión. Finalmente, a la liturgia de Comunión corresponde el tiempo de la Efusión del Espíritu Santo177, tiempo por excelencia de la Iglesia en crecimiento, de los Apóstoles, de la Transfiguración del Cuerpo de Cristo y de su participación en la Cruz vivificante. En esta Luz de Comunión se revela el sentido del santoral como celebración del santo Cuerpo de Cristo; en primer lugar, de la Santa Madre de Dios, la toda santa, la Virgen María; después, de todos los santos, cuya Comunión es justamente celebrada como cumplimiento de Pentecostés178. Entonces el Río de Vida hace fructificar los Árboles de vida «doce veces, una vez cada mes», es decir, todo el tiempo. Así es como la cosecha del Espíritu anticipa desde ahora la Consumación de los tiempos. «El primer día de la semana» El Día de la Resurrección, que se irradia sobre todo el año para transfigurarlo, penetra también los más pequeños instantes de nuestro tiempo. Es lo que pedimos con Jesús al Padre suyo y Padre nuestro: «Danos hoy nuestro pan esencial»179, el pan de «este Día». El día sacramental que transforma en tiempo nuevo cada instante de nuestras vidas es el domingo, el «día del Señor» (Ap 1, 10). A partir de la Eucaristía, el domingo es, en efecto, el memorial eficaz, la anámnesis fecundante que nos hace presentes y partícipes de la Liturgia eterna. Es el día de la Asamblea en que anticipamos realmente la Comunión de todos los santos en la Trinidad Santa. Es el día en que, por nosotros, este mundo entra misteriosamente en la libertad de los hijos de Dios por la que gime y espera ansiosamente. Lejos de ser un día no laboral, es, por el contrario, aquel en que «el Padre trabaja siempre» (Jn 5, 17) y nos hace compartir intensamente su amor

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La denominación «tiempo después de Pentecostés» es exacta en el plano cronológico, pero no expresa adecuadamente el misterio celebrado durante estos meses. 178 Sea al término del «tiempo después de Pentecostés» (en Occidente), sea el día octavo de la fiesta de Pentecostés (en Oriente). 179 Literalmente, «hyperesencial» (Mt 6, 11). El sentido temporal, generalmente retenido, «de cada día» [«de este día» según la versión francesa del Padrenuestro (N.d.T.)], alcanza el sentido cualitativo de la etimología en el misterio litúrgico.

creador y salvador. Día de descanso, sí; pero Descanso de Dios en que la Energía no es agotamiento mortal, sino manar de vida, alegría, fiesta, Liturgia creadora. «El perfecto, que está siempre ocupado en palabras, acciones y pensamientos del Verbo de Dios, está siempre en los días de este y todos los días son para él domingo»180. Esta energía de resucitados, «lo único necesario», podemos vivirla en todo momento. Esta será la maravilla de la Liturgia vivida. Pero hay un último signo sacramental de este tiempo nuevo que nos revela su significado: es la Oración de las Horas. Por ella, el misterio de la Liturgia celebrada el domingo penetra y transfigura el tiempo de cada día. Pero, mientras en la Liturgia del Día del Señor todo es dado, aquí todo es ofrecido; allí todo es Gracia, aquí todo se convierte en alabanza de la gloria de su Gracia. El Oficio de la Esposa es entonces divino: su única ocupación es amar. En este Oficio, todo nuestro ser participa en la alabanza al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo. Nuestro ser personal -cuerpo, alma, espíritu y corazón- llega a ser oración en todas sus fibras, pero también nuestro ser en relación divina, porque es la Comunidad la que ora, y, finalmente, nuestro ser en el tiempo, porque este tiempo actual y mortal es transformado en ofrenda al rocío del Espíritu. El Oficio es nuestra incorporación encarnada en la oración misma de Jesús. La oración del Verbo hacia el Padre se derrama y toma cuerpo en nosotros, en sinergia con el Espíritu Santo, en el impulso de la alabanza. El Oficio refleja la luz pura de la alabanza del Hijo en los hijos de adopción. Se comprende que la Oración de las Horas esté entretejida, principalmente, de la oración que fue la de Jesús en su condición mortal: los Salmos. En este libro único del Antiguo Testamento, toda la Economía de la salvación se ha hecho oración, y he aquí que este Designio de amor es cumplido en Jesús. Cuando la Iglesia ora, la Liturgia que cumple este Designio de amor se expresa en los mismos salmos. En ellos, el Espíritu vuelve a decir con la Esposa las maravillas de su Señor. Lo que se llama la himnologia de la Liturgia de las Horas es el pleno desarrollo de los salmos de Cristo, como los salmos de la Nueva Alianza. En la súplica litánica, la Iglesia expresa, pues, hoy la intercesión que germinaba en los salmos. Las lecturas bíblicas, en el corazón del Oficio, llevan a término las promesas de los salmos. Ya no solo vamos al encuentro del Verbo a través de la oración de la espera, sino que, a la escucha de la Palabra de Dios, nos encontramos con el Verbo en el silencio de la fe pura: no hay nada que decir; se trata, sencilla y pobremente, de acoger. Aquí, el encuentro ya no pasa por la oración de los hombres, nuestros padres en la fe; la oración se adhiere inmediatamente a Aquel que es la fuente y el término de nuestra fe. Cuando el viento nos alcanza, ha atravesado los montes y los valles, los mares y las ciudades; lo mismo pasa con el Aliento del Espíritu, que llega a nosotros cargado con el drama redentor de las generaciones pasadas. Pero, finalmente, cuando nos toca, es para hacernos nacer inmediatamente a la vida del Hijo y hacernos «ver el Reino de Dios». Por tanto, el Oficio es divino, la divina ocupación por excelencia, la del Reino del Amor. Es esparcimiento según el Espíritu, opuesto a las tensiones y las preocupaciones según el mundo. Nos transfigura haciendo pasar «la figura de este mundo» (7 Co 7, 31) hasta su realidad de Gracia. Nos recrea, en una verdadera recreación, llamándonos de nuevo y haciéndonos vivir la Vida a la que estamos llamados: «esta es la Vida eterna: que te conozcan a ti y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3). Si bien la oración del corazón, absolutamente necesaria, nos abre a todas las dimensiones del Amor en la historia de los hombres, el Oficio va más lejos, en cierto sentido: supera las personas, 180

Orígenes, Contra Celsum, 8.22 (PG 11, 1550).

las saca de sí mismas para unirlas en la Comunidad. Es entonces la Iglesia quien ora, la Esposa del Señor de la historia, animada por el Espíritu y ofrecida al Padre: «Aquí estoy, yo y los hijos que Dios me dio» (Hb 2, 13). Es el Oficio del pueblo sacerdotal en el Sacerdote único, «sumo sacerdote misericordioso y fiel» (Hb 2, 17). «Ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre: ¡a él, pues, la gloria y el poder por los siglos de los siglos!» (Ap 1, 16).

XIV. El espacio sacramental de la celebración Jesucristo es nuestro Tiempo nuevo y es a él al que celebramos en la noche de la fe hasta que todo sea consumado en la luz del Día de su venida. Él es también nuestro Espacio de vida, nuestro «universo nuevo» (Ap 21, 5), y en él celebramos los misterios de la fe hasta que todo llegue a ser «nuevos cielos y nueva tierra», «morada de Dios con los hombres» (Ap 21,1 ss). Desde ahora, él es el lugar misterioso escondido en el Padre donde nosotros celebramos sacramentalmente la Liturgia eterna. Pero ¿cómo este lugar es verdaderamente sacramental?, ¿cómo el espacio de nuestro mundo puede ser portador del universo nuevo? «Señor, ¿dónde moras?» (Jn 1, 38) La Economía de la salvación, que nos revela la Biblia y que se cumple en nuestras celebraciones, está atravesada de principio a fin por la búsqueda de una morada. La primera creación está ya bajo este signo. La tierra es habitable, porque Dios la ha preparado como morada para el hombre al que ama, pero se vuelve hostil en cuanto el miedo se instala en el corazón del hombre. Y es en ella donde Dios busca al hombre: «¿Dónde estás?» (Gn 3, 9). He aquí la primera fragilidad de esta morada: el hombre hace de ella un escondrijo para su egoísmo, en vez de abrirla al encuentro y a la acogida. Desde entonces, inhóspita para el hombre que huye de su Dios, la tierra es prisionera de una ambigüedad trágica: la fecundidad y la muerte, el jardín y el desierto, la casa y el exilio. Se comprende, pues, la Promesa que mana del corazón del Padre: será una tierra donde habitarán hijos que crean en su amor. La ambigüedad deberá desaparecer, porque el hombre no puede habitar la tierra de su Dios más que si su corazón es restaurado en la confianza. «Vete a la tierra que yo te mostraré», pero con una condición: «Deja tu país y la casa de tu padre» (Gn 12, 1). Cuando, después de siglos de camino, de éxodos y de exilios, el Hijo mismo se hace hombre, él cumple la promesa y la condición: sale del Padre y viene a este mundo, pero para conducirnos y hacernos entrar en la casa del Padre (Jn 13, 1 ss; 14, 1). Los dos primeros discípulos quizá presentían esto cuando a la pregunta de Jesús, llamada velada pero repleta de esperanza, «¿Qué buscáis?», ellos responden: «Maestro, ¿dónde moras?» (Jn 1, 38). Desde que el Verbo se hizo carne, «habita entre nosotros» (Jn 1, 14); desde que el corazón de su Madre fue habitado totalmente por la fe, el Hijo fiel habita nuestra tierra. Entonces, todo comienza a revivir. Esta tierra donde el hombre se esconde, en el miedo y para la muerte, volverá a ser el espacio donde es encontrado, en la confianza y para la Vida. Desde su concepción hasta su Ascensión, Jesús cumple este misterio de la morada. Aquel que contiene el universo por su Palabra omnipotente está contenido, niño, en el seno de su Madre. Aquel que formó a Adán de la tierra es formado de la tierra virgen de María. «El Verbo creador del mundo encuentra refugio en una gruta»181. La gruta, tipo de las primeras viviendas humanas, fue pronto considerada por las Iglesias como símbolo del lugar del nacimiento de Jesús. Pero allí donde el hombre se refugiaba de la muerte, ahora encuentra al Autor de su vida. Esto es precisamente lo que descubrirán las mujeres portadoras de aromas cuando Jesús sea puesto en la última gruta del hombre: la tumba. «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?» (Lc 181

Kontakion de la vigilia de Navidad en la Liturgia bizantina.

24, 5). Ahora todo ha cambiado. Es un estallido del espacio, como el del tiempo: no está ya cerrado en sí mismo, está liberado de la muerte, es llenado por Aquel que contiene todo en su mismo Cuerpo. Desde la tumba vacía a las puertas cerradas de la habitación alta, es el mismo misterio del universo nuevo el que comienza a manifestarse: el no-lugar de Cristo resucitado se convierte, por su victoria sobre la muerte, en el espacio nuevo de nuestro universo. Desde entonces, su Ascensión dilata el espacio de su Cuerpo incorruptible hasta que Él sea Todo en todos y la nueva creación sea consumada. «Mirad, yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los tiempos» (Mí 28, 20). La Iglesia, Casa de Dios La iglesia de piedra o de madera donde entramos para participar en la Liturgia eterna es, ciertamente, un espacio de nuestro mundo, pero su novedad consiste en ser un espacio que estalla por la Resurrección. No un espacio platónicamente simbólico de un universo abstracto, sino un espacio realmente habitado por un mundo liberado de la muerte. Es ahí donde celebramos la Liturgia cumpliendo el Misterio del Cuerpo de Cristo. Ahora bien, el lugar de la celebración es el lugar donde se cumple la promesa de la Morada. En su materialidad sensible, es el lugar mismo donde Cristo cumple su promesa y la espera de los hombres: la Casa del Padre (Jn 14, 2) se nos abre en este espacio sacramental. El segundo Concilio de Nicea nos dice a propósito del Icono de Cristo: «En el mismo Cristo contemplamos, a un tiempo, lo indecible y lo representado»182. Y ¿qué es la Iglesia como espacio sacramental, sino el Icono del Cuerpo total183 de Cristo? Lo hemos vislumbrado ya al contemplar la Ascensión del Señor184 como celebración de la Liturgia eterna: rodeando la asamblea que celebra aquí y ahora, todos los actores del Misterio están presentes. El espacio de la iglesia es transfigurado; sus superficies, animadas por los iconos, se abren más allá de sí mismas, hacia el espacio del Reino que viene; sus piedras, donde se anuncian las maravillas del Misterio de Cristo, se convierten en estas piedras vivas de la nueva Jerusalén. Precisamente porque este espacio es sacramental, la iglesia manifiesta la Iglesia. Pero, bajo pena de caer en un simbolismo subjetivo, está claro que este espacio sacramental no puede ser captado más que en la visión de fe. Ahora bien, esta visión está centrada no solo en Cristo resucitado, bajo el signo del Pantocrator o de la Cruz vivificante, sino en el signo mismo de su no-lugar para la muerte: su tumba. El altar es, en efecto, el punto de convergencia de todas las líneas de este espacio. A partir de ahí, el espacio de la iglesia es sacramental. El altar significa, en efecto, que el Cuerpo de Cristo ya no está aquí o allá como un lugar mortal, sino que ha resucitado y lo llena todo con su Presencia. Este no-lugar para la muerte se convierte en el lugar donde se cumple el sacrificio pascual. Por esto, la iglesia no es un lugar sagrado en el sentido de las casas de culto construidas por las religiones en busca de la divinidad. El espacio iconográfico de nuestras iglesias es un espacio abierto al Señor que viene, un espacio en espera y repleto, un espacio portador del mundo y atraído por el Reino, el lugar de la Epíclesis del Espíritu Santo y de la transformación de toda ofrenda en el Cuerpo de Cristo. El espacio del Cuerpo de Cristo Todo ser humano lleva en sí el sueño de una casa. Para nuestro Dios, ya no es un sueño, sino una promesa y, en Jesús, la realidad. Cuando construimos una iglesia, llevamos en nosotros este deseo de una casa para él y para nosotros. Pero ¿pensamos suficientemente que se verifica 182

VI sesión (Mansi XIII 244 b). San Agustín. 184 Cfr. el capítulo IV. 183

entonces para nosotros la profecía de Natán a David: «Es el Señor quien te construirá una casa» (2 S 7)? Lo anunciaba también Jesús en su celo por la casa de su Padre: «Destruid este templo y yo lo reconstruiré en tres días» (Jn 2, 19). Este cambio total de gracia, este paso a una morada donde todo estará vivo, es propiamente el estallar del espacio que se realiza en la Resurrección de Jesús. También en esto se cumple la promesa de la Morada. En efecto, la casa ha sido sentida siempre por el hombre como la prolongación de su cuerpo, como el segundo espacio de su persona después del vestido. La casa humaniza el espacio, lo vuelve habitable, lo personaliza hasta el punto de que la arquitectura de las primeras casas seguía la del cuerpo humano. En Cristo, el Padre realiza esta maravilla más allá de toda espera: somos nosotros quienes nos convertimos en su morada tomando forma del Cuerpo de su Hijo. Esta configuración está visiblemente significada en las iglesias cruciformes: cuando el pueblo de Dios se reúne allí, toma la forma de Cristo crucificado vencedor de la muerte; cuando el Río de Vida se derrama en la nueva Jerusalén, suscita Arboles de Vida. El espacio de una casa está a la espera de la presencia de sus moradores y es signo de la cualidad de su presencia. El espacio sacramental de una iglesia es portador de una espera totalmente nueva. Más allá de la asamblea que celebra, está abierto a todos los que no están allí y que ignoran aún que su verdadera morada es el Cuerpo de Cristo. Signo del Padre que espera y del Espíritu que llama, este espacio lo es también de una Presencia que es Don gratuito, participación, alegría, paz. De nuevo, el altar está en el centro como lugar de la Copa de la salvación y de la acción de gracias, mesa del banquete de la caridad divina. Por él, el espacio sacramental está no solo centrado, sino en movimiento, y este movimiento es el de la Comunión trinitaria donde el Cuerpo de Cristo se dilata en ofrenda y en alabanza de Gloria. La búsqueda de la morada, que comenzó en el primer paraíso, culmina aquí en el corazón de la Trinidad Santa: «Morad en mí, como yo en vosotros... Morad en mi amor, como yo moro en el amor del Padre» (Jn 15, 4.9.10). Como todas las sinergias sacramentales, el espacio de nuestras celebraciones está en condición escatológica: en él, el Reino viene ya, pero nos es dado porque el Reino todavía no se ha consumado. «No tenemos en la tierra morada permanente, sino que andamos en busca de la que viene» (Hb 13, 14). El pueblo de Dios que se reúne en la iglesia hace entonces una parada en su camino de éxodo; la superficie que ocupa es aquella donde, como un peregrino, pone los pies, pero, en cuanto levanta los ojos, contempla a su Señor que viene, a la Santa Madre de Dios y a la multitud de los testigos que caminan con él. Los dos planos de las visiones del Apocalipsis se reflejan así en el espacio sacramental de la celebración litúrgica. Finalmente, este espacio es sacramental porque es mediador. Signo portador del universo nuevo que viene a nosotros y nos atrae, expresa también nuestra respuesta, nuestra cooperación de fe a la energía del Espíritu Santo. En toda casa humana, el espacio es mediador de presencia; allí, cada uno puede ser él mismo, escuchar y hablar, ver a sus allegados y ser reconocido por ellos. En la casa de Dios, es gracias a este espacio totalmente nuevo como podemos, en comunión unos con otros, ser nosotros mismos en la verdad del corazón, escuchar al Verbo salvador, contemplarlo y ser acogidos por él. Este silencio donde somos metidos forma parte del espacio sacramental de la iglesia. Silencio del corazón, es nuestra respuesta a la Palabra que nos transforma; silencio de los ojos, es nuestra ofrenda a la luz que nos transfigura. Entonces, como el vidente de Patmos y en una fe cada vez más purificada, podemos «volvernos para mirar a la voz que nos habla» (Ap 1, 12). Cristo resucitado, Verbo e Icono del Padre, se convertirá cada vez más en nuestro universo nuevo. Podremos abandonar la iglesia y su espacio sacramental, pero no abandonaremos al Cordero que es nuestro templo en el Espíritu. Morando

en El y El en nosotros, no cesaremos, sin duda, de celebrar su Liturgia; podremos, de hecho, comenzar a vivirla.

3. La liturgia vivida Si la Liturgia es el misterio del Río de Vida, que mana del Padre y del Cordero, y si nos alcanza y arrastra cuando la celebramos, es precisamente para que toda nuestra vida sea regada y fecundada por ella. La Liturgia eterna, donde se consuma la Economía de nuestra salvación, se cumple por medio de nosotros en las celebraciones sacramentales, a fin de que se cumpla en nosotros, en las más pequeñas fibras de nuestra persona y de nuestra comunidad humana. Para convencernos de ello, es necesario ver en qué se distingue la Liturgia celebrada de la Liturgia vivida. Pero tenemos que ver también por qué la Liturgia cristiana anula la separación, que existía en la Antigua Alianza, entre culto y vida moral. Esta toma de conciencia nos conducirá a la unidad totalmente nueva, entre la celebración y la vida en la Liturgia fontal. Liturgia celebrada y Liturgia vivida Cuando celebramos la Liturgia, participamos, de modo intenso y único, en la plenitud de nuestra vida, en su Señor adorable, en todos los hombres reencontrados en la Comunión del Padre, en el mundo reconciliado y en el tiempo liberado: vivimos en verdad, y lo que seremos eternamente es ya manifestado y gustado en el Espíritu. Cada uno de nosotros nunca es tan él mismo, nunca la Iglesia es tan ella misma, el universo y la historia jamás han sido tan llevados en la esperanza de la Gloria como cuando se celebra la Liturgia. Pero estos son momentos de plenitud y de gracia. Permanece el tiempo, en su duración de gestación y de tensión. Es entonces cuando la Liturgia continúa, bajo la otra cara del tiempo, en la tribulación y la angustia. Mientras el velo de la muerte parece recubrir la lenta penetración de la Vida de Cristo resucitado, nosotros entramos en la experiencia de la Liturgia vivida. He aquí que nosotros nos encontramos en la espesura de los últimos tiempos, allí donde todos los hombres y todo el hombre todavía no han pasado a la Vida incorruptible. Esta dialéctica del tiempo y de los momentos se vuelve a encontrar en la cualidad del espacio donde se despliega la Liturgia. Sacramental en la celebración, este espacio parece tan solo un simple ambiente en la vida cotidiana. Los signos que manifiestan la novedad cristiana descubren esta distinción. En las celebraciones, son de tal manera sencillos y desnudos, que inmediatamente se vuelven transparentes a la fe, mientras que, en la vida corriente, todo es circunstancia y reclama continuamente ser discernido y transfigurado. En los momentos de celebración, el don intenso del Espíritu Santo nos hace vivir la Iglesia, la manifiesta, la hace crecer y la transforma en el Cuerpo de Cristo. En el tiempo de la vida, este don de Comunión no es menos intenso y fiel, pero cada uno se encuentra ligado por otros vínculos en la comunidad humana. Entonces, el misterio de Comunión de Dios con los hombres ha de ser probado con los hechos y por medio de nosotros: habiendo llegado a ser Cuerpo de Cristo, ¿lo viviremos? En la vida, las sinergias del Espíritu Santo y de la Iglesia parecen ser, más bien, las del Paráclito y de cada cristiano, aunque, en el fondo, son siempre las del Cuerpo de Cristo. En las celebraciones, estas sinergias eran sacramentales, se desarrollaban pedagógicamente, como una mistagogía en acción; en el resto de la existencia cristiana, son imprevisibles y espontáneas, sin contorno preciso y fundidas la una en la otra. Ya no se puede distinguir netamente cuándo el Espíritu nos revela a Jesús, cuándo nos transforma en él y cuándo nos pone en Comunión con él. Parecería incluso que de estas tres sinergias, tan claras en la Eucaristía -la Liturgia de la Palabra, la Anáfora y la Comunión-, la existencia cristiana retuviese, sobre todo, la tercera. De

hecho, si la celebración es el momento de la siembra, la vida es principalmente el tiempo de la fructificación. Nuestras celebraciones terminan habitualmente con una bendición, pero este final expresa, más bien, un envío, una misión: ahora vivamos y comuniquemos a Aquel que hemos recibido. La celebración nos ha vuelto a zambullir en el foco del Ágape divino: a partir de él, de ahora en adelante, nosotros tenemos que ejercer nuestros múltiples dones y carismas para el bien de todos. Si el Señor de Gloria nos ha transfigurado, ahora hemos de irradiarlo en la kénosis. Conformados con su Cuerpo crucificado, el vigor de su Espíritu debe manifestar en nuestra carne mortal el poder de su Resurrección. La Liturgia, más allá del culto y de la vida moral Pero ¿por qué no es siempre así? ¿Por qué este hiato entre la maravilla de nuestra celebración y la mediocridad de una vida tan poco cristiana? Podemos siempre asombrarnos de ser pecadores, pero esta miseria es, quizá, menos la causa que el efecto de la separación que mantenemos entre la celebración y la vida. Deberíamos, más bien, preguntamos si no estamos todavía bajo el régimen de la Ley antigua, la de la letra que justamente no puede dar la Vida (2 Co 3, 6). El tiempo de las promesas es amplio, pero es el tiempo de la preevangelización. Cuando el Espíritu Santo prefigura a Cristo en los acontecimientos salvíficos, tiene, sobre todo, el objetivo de preparar los corazones para acogerlo. La pedagogía del Espíritu es existencial. Ante las acciones de Dios, él llama al hombre a abrir su corazón y tomar postura. En la Antigua Alianza, esta pedagogía se desarrollaba a dos niveles, distintos y separados: el culto y la vida moral. En primer lugar, el culto. Frente al acontecimiento donde Dios habla, el culto enseña al hombre a escuchar y a recordar. Los gestos salvíficos del Dios vivo fundan esta memoria del corazón y a ellos se refieren las acciones rituales. El culto adquiere valor de testimonio, de memorial incluso. El corazón que recuerda se convierte entonces en un corazón que adora y que da gracias: «¡porque es eterno su Amor!». Pero este testimonio debe ser guardado y pasar a la vida moral. Los acontecimientos salvíficos, fundadores de la memoria del corazón y del memorial cultual, son también guías para la acción. Todo el Deuteronomio es esta llamada al corazón para que guarde la Palabra y la ponga en práctica. A la fidelidad del Dios salvador debe responder la fidelidad del creyente. Es por este camino como se han realizado las promesas en la Alianza. Sin embargo, el tiempo de las promesas es solo prelitúrgico. Los acontecimientos salvíficos, como los de este mundo, suceden una vez, y luego pertenecen al pasado. Es cierto que el corazón que guarda la Palabra los recuerda en las acciones rituales, pero permanecen como acontecimientos pasados. El corazón fiel que observa la Ley también se acuerda de ellos, pero se refiere a ellos como a un modelo heterónomo. Es muy importante ser conscientes de este doble hiato de muerte que hiere todavía la religión de la Antigua Alianza: su culto no contiene en sí mismo los acontecimientos salvíficos, solo los recuerda; su moral intenta conformarse con ellos, pero no procede de ellos como de una fuente actual. Las primeras alianzas conocen un culto -sacrificial y sinagogal- pero ignoran la Liturgia. Su culto expresa una respuesta religiosa del hombre. De ahí el peso de los elementos culturales en los sacrificios del Templo; de ahí también las repeticiones cíclicas del culto. El autor de la carta a los Hebreos insiste en estos síntomas de muerte que hacen al Templo, al sacerdocio y a los

sacrificios levíticos irremediablemente impotentes para dar la Vida. Cierto, la Ley mosaica es pedagógica al desarrollar, por una parte, los ritos cultuales y, por otra, la religión del corazón, y al exigir cada vez más su conformidad recíproca. Pero se está todavía bajo el régimen precristiano de la actitud moral en relación con su expresión cultual. Aquí el significado, allí el significante. Moralismo y ritualismo van a la par y en exterioridad. El hombre no está integrado. El encuentro en profundidad del Don y de la Acogida está aún por llegar. De Moisés a Jesús, la dicotomía entre la acción ritual del culto y la fidelidad moral a la Ley era inevitable. Solo cuando «la Gracia y la Verdad» (Jn 1,17) son dadas por el Hijo único, esta exterioridad queda abolida. Ya no hay para nosotros funciones rituales junto a un culto interior, sino una unidad totalmente nueva (Jr 31, 31-34). El cristiano ya no está dividido entre dos ocupaciones relativas a su Dios, ora acciones sagradas ora acciones profanas, aun cuando unas y otras reclamen estar inspiradas en el mismo amor. «Todo eso no era más que sombra de las realidades venideras, pero la Realidad es el Cuerpo de Cristo» (Col 2, 17). La Nueva Alianza nos introduce más allá de la separación entre culto y vida moral. Este más allá es la Liturgia «en Espíritu y en Verdad» {Jn 4, 24). El único Misterio de la Liturgia Celebrada en ciertos momentos, pero para ser vivida de continuo, la Liturgia es el único Misterio de Cristo que da la Vida a los hombres. Cuando se celebra, la Liturgia no nos ofrece un modelo que la vida debería luego imitar; recaeríamos entonces en la exterioridad que separa el ritual sagrado de la conducta moral. El mismo Cristo que celebramos es el que vivimos; aquí y allá es siempre su Misterio. Lo mismo que sus sacramentos son sus misterios, así también su Vida en nosotros o es mística o no es. Su Espíritu Santo es la misma Fuente de la que bebemos en la celebración sacramental y que mana en nuestros corazones para la Vida eterna. Pero sin celebración no hay vida posible; si no somos invadidos por el Río de Vida, ¿cómo podremos dar los frutos del Espíritu? El gran don del Señor resucitado es nuestra Fuente y nuestra Vida. La continuidad profunda de su Energía se manifiesta desde nuestro Bautismo y nuestra Crismación; injertados en Cristo y penetrados por el sello personal de su Espíritu, podemos celebrar y vivir todo el Misterio de Vida que el Padre nos entrega en abundancia. Cuando somos reconciliados por el don renovado del Espíritu, remisión personal de nuestro pecado, podemos cumplir la Comunión eucarística y derramarla a continuación en la comunidad de los hombres. La Epíclesis del Cuerpo de Cristo, de la cual los ministros ordenados son los servidores, es comunicada entonces a todos los miembros según el carisma de su sacerdocio real. La Epíclesis en la vida de los cristianos y sobre el mundo, esta es la fuente constante de la Liturgia vivida; entonces, el Espíritu, que es nuestra Vida, nos hace también actuar (Ga 5, 35). De este modo, la Liturgia eterna penetra nuestro mundo, por la kénosis de los miembros sufrientes de Cristo, como levadura de inmortalidad que hace subir los últimos tiempos hacia su Consumación. La Gloria de Cristo en Ascensión no atraviesa nuestro tiempo intermitentemente, sino que lo penetra sin cesar con su poder de transfiguración. Así es como la maravilla que hemos celebrado se convierte en Vida para todos los hombres. Si la celebración nos enseña a vivir este Misterio, nuestra vida se enraíza y alcanza su plenitud en la celebración. Cuando venga por fin el Reino, la celebración del Misterio y su vida coincidirán para siempre. Entonces, vivir el Misterio será celebrarlo, ya que también desde ahora celebrarlo significa entrar en «el Día de luz, largo, eterno» de la Vida.

XV. La oración, liturgia del corazón El lugar del corazón La efusión del misterio de la Liturgia en la vida comienza en la oración. El punto donde el Río de Vida se convierte en Fuente en la existencia del hombre es su corazón. Es a partir de la oración del corazón como la Liturgia se hace vida. Aquí está el umbral personal que hay que cruzar y donde todo se decide, pero he aquí también la primera llamada a la que nos resulta duro responder. Si eludimos responder, nuestras celebraciones se volverán a convertir en ritos y la Liturgia permanecerá extraña a nuestra vida. Pero, si nos determinamos a orar, humildemente y abiertos al Espíritu Santo, entonces todo nuestro ser descenderá al corazón y quedará recogido en su Fuente. Para nosotros, existencialmente, todo el movimiento de la Liturgia, vivida y celebrada, parte de aquí. Se ora como se vive y se vive como se ama; todo depende del lugar en que estemos habitualmente anclados y en torno al cual todo adquiere su sentido: el yo biológico o el yo social, el cerebral o el ideal, el superego o el sueño... En todas estas moradas periféricas, el hombre está de visita, no está en su morada, no se ha encontrado todavía. Solo en el corazón somos nosotros mismos y solo ahí es donde llegamos a serlo. El corazón es el lugar del encuentro auténtico consigo mismo, con los demás, pero, sobre todo, con el Dios vivo. No de modo estático, como un vacío a llenar -esta es la ilusión de otras moradas-, sino vitalmente, como el reclamo de una presencia y como una respuesta creadora. El corazón es el lugar de la decisión, el momento personal del sí o del no. Es nuestra persona en su punto de origen, en su misterio irreductible, en su libertad inviolable. No podemos objetivarlo porque, en el momento mismo en que lo escrutamos, es ya él quien elige; él está antes y, en la conciencia que tenemos de él, es inaprensible. El es hacia otra presencia y se consume en la muerte mientras se sacie de objetos. En el fondo, es el hombre, Imagen de la Comunión trinitaria, y en busca de la Semejanza, es decir, de esta Comunión divina. Solo esta Presencia puede ser la vida del hombre, ya que es la única que colma el corazón ahondando su deseo, que no lo engaña saciándolo, sino que lo dilata atrayéndolo. «¿Dónde moras?» (Jn 1, 38). El Señor no puede ser hallado más que allí donde el hombre consiente en ser encontrado. Cuando nos decidimos a cruzar el umbral de nuestro corazón, en él descubrimos el lugar donde mana la Fuente: «¡En verdad, Él Está en este lugar y yo no lo sabía!» (Gn 28, 16). Presencia con presencia, esta hospitalidad misteriosa es la aurora de la oración después de nuestras largas noches de evasión o de somnolencia. Porque es el corazón el que ora, no nuestras estructuras, ni siquiera psicológicas, ni nuestros determinismos ni nuestros condicionamientos; todo esto, sin duda, forma parte de nuestro espacio, pero cambiar nuestros escenarios no sustituirá nunca la novedad del encuentro: este acontece solo cuando el corazón se vuelve hacia Aquel que Es... y es entonces cuando Él viene. Entrar en el Nombre del Santo Señor Jesús El movimiento de la oración es el movimiento mismo de la Liturgia vivido pobre pero profundamente en el corazón. No se puede definir la oración cristiana, porque no se puede definir el Misterio de Cristo que ella acoge y aspira. Su impulso se sitúa entre dos no-saber: antes que el Espíritu Santo nos tome, «nosotros no sabemos cómo orar» (Rm 8, 26); pero después que nos haya hecho entrar en la oración de Jesús, nosotros no sabremos que oramos: simplemente oraremos. Mientras la celebración de la Liturgia puede ser descrita en razón de sus signos sacramentales, la Liturgia del corazón es tan indescriptible como el Misterio que ella vive. Aquí, los signos se desvanecen; permanece solo la raíz que los sostenía -la fe-, en la esperanza que

ellos prometían -el amor-. El Misterio, «envuelto en silencio durante siglos eternos», se dilata así siempre en el corazón que cree y espera: en él se convierte en «amor silencioso»185. El Espíritu Santo es el pedagogo de nuestra oración como es el mistagogo de nuestras celebraciones. Es indispensable empezar por él y con él; si no, nos perdemos en paraliturgias estériles, fuera del corazón. También aquí todo comienza con la Liturgia de la Palabra, no la de nuestra palabrería, sino la del Verbo hecho carne nuestra. El comienzo de las celebraciones sacramentales expresa este Advenimiento de la Palabra del Padre en nuestra humanidad: el Evangelio, es decir, Cristo, entra en la comunidad que le celebra. En la Liturgia del corazón, el Espíritu Santo intenta continuamente, «de principio en principio», hacer entrar a Cristo resucitado en el corazón que despierta a la oración. Su Energía tan simple nos enseña a hablar, imprimiendo en nuestro «corazón de carne» la única Palabra en que todo está expresado: JESUS. En verdad, no es solo El quien viene a nosotros, sino, sobre todo, somos nosotros quienes entramos en El. La oración a Jesús es nuestra verdadera entrada en la liturgia del corazón, porque, invocando a «Jesús», «bajo la acción del Espíritu Santo» (1 Co 12, 3), entramos en el misterio de su santo Nombre. ¿Acaso no es así como él mismo nos enseña a entrar en oración: «¡Santificado sea tu Nombre!»? El único Nombre divino que de verdad pueden pronunciar nuestros labios y nuestros corazones es el de Jesús. Todos los demás, incluso el de «Padre», son analogías y símbolos, que siempre hay que purificar. Solo el de Jesús es verdadero, en plenitud, y es el que confiere su significado a todos los demás, sobre todo, al de Padre. Cuando invocamos a «Jesús», nuestros corazones se abren al único Nombre que no es una palabra separada de la persona que expresa, sino que contiene la Presencia que reclama. Es el único que no es poseído al ser pronunciado, porque abre el corazón atrayéndolo hacia El. Invocar el Nombre de Jesús no es un método opcional, como las técnicas de oración en todas las religiones, ni una variedad ritual, como en las diversas liturgias de las Iglesias, sino que es el movimiento primero del Espíritu en el corazón de la Esposa: toda su misión se cumple en Jesús, y, si entramos en el Nombre del Señor, estamos en el único camino que conduce al Padre. Entrar en el Nombre del Santo Señor Jesús es mucho más que el estremecimiento de Moisés al quitarse las sandalias y acercarse a la Zarza ardiente: es ser sumergido en su Misterio, vivir en cada respiración nuestro Bautismo en El, ofrecerle todos los recovecos de nuestra humanidad que él asume y ser invadidos de su divinidad que Él nos entrega. Cuando el corazón invoca a «Jesús», el Verbo cumple en él su encarnación y lo deifica, porque Jesús es el Hijo amado que se hace hombre para que el hombre se haga hijo de Dios. En Él, todo es dado por el Padre y todo es ofrecido por el hombre. Porque Aquel en quien entramos, en el silencio amante del corazón, es Jesús resucitado, Icono del Dios invisible, que nos une entonces a su Cuerpo de Gloria. Nuestra oración está centrada en su Humanidad adorable. Es por su Carne glorificada como se sumerge en el seno del Padre. No puede ser más que Jesús, el Verbo encarnado; si no, es palabra vacía y recae en la muerte. El altar del corazón El Nombre de Jesús es el espacio nuevo de la Liturgia de la oración. En la celebración de la Liturgia hemos visto la importancia del altar como centro del espacio sacramental y de su movimiento. Pasa lo mismo con el corazón en el espacio de la oración: está en el centro y de él parte todo el movimiento del Misterio. La oración cristiana no se debe buscar en el vacío

185

San Juan de la Cruz.

mental186, ya que su espacio misterioso es Cristo resucitado. Entonces, toda la ascesis que acompaña a la oración está centrada. No consiste en hacer desaparecer las personas y las cosas, sino en purificar la relación del corazón con todo lo que existe, a fin de que el corazón esté allí donde está su tesoro: su Señor. La cuestión determinante de la oración no es su espacio, local o mental, sino la Presencia que lo habita. Ahora bien, esta presencia está en el corazón como sobre el altar, allí donde el Espíritu Santo deposita y graba el Evangelio eterno: Jesús. Es, en efecto, en el altar del corazón donde se celebra esta liturgia de fe pura. Aquí está la tumba hacia donde nos impulsa nuestro recuerdo nostálgico del Señor y donde el Espíritu nos revela que El ha resucitado. Aquí está la tumba donde la oración deposita el Cuerpo siempre sufriente de Cristo, en la certeza de que el Autor de la Vida lo resucitará. Aquí está la tumba donde el Viviente desciende a nuestros infiernos para sacarnos de nuestra muerte. Porque las noches de nuestras oraciones son verdaderamente el descenso de la Luz a las profundidades de nuestras tinieblas. Sepultados de una vez para siempre con Cristo, no cesamos en la oración del corazón de vivir este enterramiento del que surgimos cada vez más uno con Él y vivos para el Padre. Durante el Sábado Santo, el Cuerpo del Hijo de Dios reposaba en la tierra; ya había vencido a la muerte, pero todavía no se había manifestado como Resucitado. Lo mismo la oración del corazón. Escondida en el silencio de los últimos tiempos, destruye la muerte en sus profundidades, aunque todavía no estalla en la alabanza de la Gloria. Configurada así con su Señor, el alma que ora se convierte en esa «alma eclesial» de la que habla Orígenes. Como las portadoras de aromas, aprende del Espíritu la creatividad de la ternura divina. La más bella diaconía de la Iglesia en favor del mundo es ir a la tumba y permanecer en el altar del corazón, no ya para embalsamar el Cuerpo de Jesús, sino para curar a los muertos que pueblan la tierra, ofreciéndoles desde ahora la esperanza y la prenda de la Resurrección. El «amor silencioso» de la oración a Jesús se dilata entonces en su espacio verdadero: dar la Vida a los miembros heridos por la muerte, ser en su Cuerpo el lugar desde donde se derrama el amor. Cuando oramos así en el Espíritu, el Nombre de Jesús «se expande» (Ct 1,3) por su Cuerpo crucificado. Somos entonces la Iglesia en su misterio más escondido y, sin embargo, más vivificante: estamos en el corazón de la kénosis del Espíritu y de la Esposa. La Epíclesis del corazón En las celebraciones sacramentales, la sinergia decisiva del Espíritu y de la Iglesia se vive en el momento de la Epíclesis. Momento de la máxima densidad del silencio de la Iglesia y de la fuerza del Espíritu, la Epíclesis es oración pura y poder soberano: a la ofrenda de fe, la más pobre, responde el Don virginal del Espíritu Santo, y así es como todo resucita en el Cuerpo de Cristo. La liturgia del corazón actualiza continuamente en la vida esta maravilla de Dios realizada en la celebración. En ella es donde primero y más intensamente se vive el sacerdocio real de los bautizados. El Sello del don del Espíritu Santo, recibido de una vez para siempre en la Crismación, hace entonces de nosotros los sacerdotes de la Nueva Alianza. En el altar de nuestro corazón podemos ofrecer todo -y si ofrecemos poco es porque aún somos hombres y mujeres «de poca fe»-, pero el Espíritu no transformará más que lo que nosotros le ofrezcamos. Tal es la misteriosa sinergia de la oración: ¡cuanto más entregada está nuestra voluntad a la del Padre, más hace el Padre nuestra voluntad! Tal es la oración de los santos, porque, desde que asumió nuestra voluntad humana, tal es la oración del Santo Señor Jesús. Es en la epíclesis del corazón donde se decide toda la santidad cristiana en su fuente: la ofrenda pobre, confiada y decidida del pecador, 186

Son conocidas las enérgicas advertencias de santa Teresa de Jesús a este propósito. La tradición espiritual de las Iglesias, de Oriente y de Occidente, es ajena a las técnicas que buscan el vacío mental. Una terapia, del tipo que sea, no es todavía un camino de oración.

que renuncia a la propia voluntad poniéndola entre las manos del Padre, atrae el Don sobreabundante del Amor que se derrama en el corazón. Y, cuanto más limpio está el corazón de todo apego, tanto más es colmado por el Espíritu; cuanto más humilde y confiado es el silencio, tanto más lo dilata el Nombre de Jesús con su presencia. Es esta Santidad la que tememos cuando nuestro hombre viejo rehúye la oración. Abandonando el altar del corazón, pretendemos compensar nuestro sacerdocio real trabajando sobre las estructuras de este mundo, ¡como si unas estructuras pudieran hacer venir el Reino! Esta tentación fundamental nos revela de nuevo el misterio de la oración: lo que tememos, en efecto, es afrontar en ella la muerte cara a cara. El drama de la muerte, lo hemos visto, está en el fondo del misterio de la Epíclesis. Ahora bien, cuando el corazón se decide a orar, entra en la kéno- sis del Espíritu y de la Esposa, participa en la Epíclesis de la Iglesia y se coloca en primera línea del combate, del gran combate pascual. Orar es un combate donde el Espíritu nos fortalece al combatir: nos despoja de nuestras armas irrisorias, como al pequeño David, para revestirnos de la armadura del Hijo de David, las armas de la Cruz. En la oración, no se trata ya de la celebración festiva de la Eucaristía; todos los signos han desaparecido, y es en lo más profundo de la noche donde el amor silencioso sale vencedor de la muerte. No solo de la muerte de aquel que ora, sino, ya que participa del momento decisivo de la Epíclesis, de la de todos los que yacen en las tinieblas del pecado. Tal es la oración de los santos que permite al mundo sobrevivir en la esperanza. Así es como el Señor viene por la paciencia de sus santos. El altar de la Comunión Si el corazón persevera, cueste lo que cueste, en la invocación de su Señor Jesús, conocerá el bautismo de lágrimas, que lo purifica de su pecado; conocerá entonces el bautismo de fuego, el del Amor donde el Espíritu lo sumerge en la Epíclesis de la fe. El Espíritu Santo habrá de tal manera fundido la voluntad rebelde en la del Padre, que la oración a Jesús se habrá convertido en la oración de Jesús mismo. Ahora bien, esta oración incesante de Jesús no es otra cosa que la Liturgia eterna, celebrada por él de ahora en adelante ante el Rostro del Padre. El mismo Espíritu que nos enseñaba a respirar el Nombre de Jesús puede entonces, en la oración misma de Jesús, abrirnos a la adoración admirada: «¡Abbá, Padre!». Cuando la Liturgia fontal mana en el corazón, alcanza su plenitud en la «adoración en Espíritu y en Verdad» (/n 4, 14 y 24). Y la Epíclesis del corazón se dilata en epíclesis sobre el mundo, que no es otra cosa sino participar en el gran «trabajo» (Jn 5, 17) de Cristo en su Ascensión: derramar el Espíritu Santo en el corazón de los hombres para atraerlos a él. El corazón que ora encuentra, en efecto, en el acontecimiento continuo de la Ascensión, su espacio verdadero. Pero, si somos leales con nosotros mismos, sabemos perfectamente que el espacio consciente de nuestro corazón no lo hallamos así. Pero, si nos detenemos ahí, esto quiere decir que aún no hemos comprendido la maravilla de la Humanidad de Jesús que, justamente, está tejida de la nuestra y de la de todos los hombres. Cuando nuestro horizonte interior, inseparable, por otra parte, de los demás, está en la tristeza, ¿por qué desconocer este vínculo de carne mortal que nos une a tantos otros seres humanos sin esperanza y sin amor? Esta fibra de nuestra humanidad ya no es nuestra, sino de Aquel que la asume, el que ha muerto y resucitado por nosotros. Y esto vale para las más pequeñas nubes y para las maravillas de luz que constituyen nuestro mundo. En la liturgia del corazón, el espacio de la oración no estará ya nunca cerrado, replegado sobre sí, sino abierto, desplegado, en comunión con una multitud, arrastrado al espacio sin horizonte del Señor de nuestras vidas. Sí, porque el altar del corazón es, finalmente, la mesa de la Cena, donde la Comunión de la Trinidad Santa se nos da continuamente en el Cuerpo de Cristo, pero a fin de que nosotros la

compartamos. Lugar del encuentro del hambre de los hombres y del deseo de Dios, el corazón que ora participa en la espera de los pobres y en la sobreabundancia de los dones del Padre. Es la mesa del banquete del Agape, no tanto por el carácter festivo de la cena eucarística cuanto por la dolorosa esperanza de quienes todavía no participan en él. A nadie se le deja fuera, gracias a la oración de los santos. Porque lo que celebra la oración, en la fe pura y en el amor silencioso, es la profundidad escondida de la Comunión eucarística: ella sumerge en la espesura de los últimos tiempos para llamar al banquete de la Sabiduría a los hombres insensatos que se alejan de él. Aquí está el verdadero ayuno de aquel que consiente en perseverar en la oración: sentarse a la mesa de los pecadores hambrientos. La oración desposa entonces el deseo del Hijo amado que ha venido a compartir la cena pascual donde Él se ofrece a sí mismo. Pero ¿quién podrá jamás cantar la alegría del Espíritu Santo, el gran Hallel de este banquete misterioso? Porque, cuanto más consiente un corazón en orar así, tanto más el Espíritu Santo se une a él en la kénosis de amor. La liturgia de la oración tanto más es fuente de vida para una multitud cuanto más entregado está el corazón al Espíritu en la paz, esta paz que es el poder de la Resurrección en lo más profundo de la muerte. El corazón que ora así será cada vez más arrastrado por su Señor en su Ascensión vivificante; pero ¿podrá ir tan lejos, puesto que, habiendo llegado a los confines de la muerte, el Espíritu lo llevó «hasta el extremo del amor» (Jn 13, 1)?

XVI. La deificación del hombre Si por la oración consentimos en ser invadidos por el Río de Vida, todo nuestro ser será transformado por entero, nos convertiremos en árboles de Vida y podremos dar cada vez más el fruto del Espíritu: amar con el Amor mismo que es nuestro Dios. Tenemos que insistir sin cesar en este consentimiento radical, en esta determinación del corazón en que nuestra voluntad se entrega incondicionalmente a la Energía del Espíritu Santo; de no ser así, caeremos en la ilusión del saber o del discurso sobre Dios y permaneceremos en la exterioridad, en la fractura, en la muerte. Pero esta ofrenda de nuestro corazón pecador, siendo constantemente renovada, no ha de llevarnos a imaginar la Nueva Alianza con Jesús como un simple encuentro personal. La Comunión en que el Espíritu nos introduce no se limita a un cara a cara entre la Persona de Cristo y la nuestra ni a una conformidad exterior de nuestra voluntad con la suya. La Liturgia vivida comienza, ciertamente, con esta unión moral, pero va mucho más lejos. El Espíritu Santo es la Unción y trata de transformarnos en Cristo según lo que somos integralmente: cuerpo, alma, espíritu, corazón, carne, en relación a los otros y al mundo. Para que el amor llegue a ser nuestra vida, no basta con que nos alcance en nuestro origen personal, debe impregnar toda nuestra naturaleza. Este poder transformante del Río de Vida que penetra a todo el hombre, persona y naturaleza, la tradición indivisa de las Iglesias lo llama con una palabra maravillosa que resume el misterio de la liturgia vivida: la deificación, la theosis. Por medio del Bautismo y del Sello del don del Espíritu Santo, hemos sido hechos «partícipes de la naturaleza divina» (2 P 1,4). En la liturgia del corazón mana la fuente de esta deificación: el Espíritu Santo y nuestra persona confluyen en un solo origen. Pero ¿cómo esta sinergia misteriosa irriga toda nuestra naturaleza, desde sus más pequeños recovecos a sus conductas más manifiestas? Es todo el drama de la deificación, en que se cumple para cada cristiano el misterio de la liturgia vivida187.

187

Cfr. la nota 1 del capítulo VIII [N.d.T.].

El Misterio de Jesús Entrar en el Nombre del Santo Señor Jesús no es solamente contemplarlo de cuando en cuando o hacer nuestras de manera intermitente su pasión por el Padre y su compasión por los hombres, sino es también participar asiduamente y cada vez más en su Humanidad, en la cual él ha asumido la nuestra. «Revestirse de Cristo» ha sido el acontecimiento de nuestro Bautismo, a fin de que se convierta en el acontecimiento que teje toda nuestra vida. El Hijo amado nos ha unido a él en su Cuerpo, y cuanto más conforma nuestra humanidad con la suya, tanto más nos hace compartir su divinidad. La Humanidad de Jesús es nueva porque es santa. Desde su condición mortal, ella participaba en las Energías divinas del Verbo, sin ninguna confusión, pero en una sinergia insondable donde cooperaban su voluntad y sus conductas humanas. Jesús no es un hombre divinizado: es el Verbo de Dios realmente encarnado. Esto quiere decir que no tenemos que copiar, de lejos y desde el exterior, los comportamientos de Jesús referidos en el Evangelio, a fin de divinizamos y llegar a ser «como Dios»; esta es la tentación original siempre presente. Por el contrario, es Jesús quien viene a deificar esta naturaleza humana que él ha unido a sí de una vez para siempre. Sus Energías, divino-humanas, son desde su Resurrección las de su Espíritu Santo, que suscita y reclama nuestra respuesta; nuestra humanidad participa en la vida de la santa Humanidad de Cristo en la medida de la sinergia del Espíritu y de nuestro corazón. Entrar en el Nombre de Jesús, Hijo de Dios, Señor, es así ser atraído hacia Él, desde las profundidades de nuestro ser, con la misma atracción con que él ha asumido su Humanidad encarnándose y viviendo nuestra condición humana hasta la muerte. No hay en esto ninguna pseudomística pancrística, ya que la persona humana sigue siendo ella misma, criatura y libre, frente a su Señor y Dios; y no hay tampoco moralismo alguno, otro error que también nos acecha, puesto que la naturaleza humana participa realmente en la divinidad de su Salvador. «El hombre se hace Dios en tanto en cuanto Dios se hace hombre», nos dice san Máximo el Confesor188. La santidad cristiana es deificación porque participamos, en nuestra humanidad concreta, de la divinidad del Verbo que ha desposado nuestra carne. La «naturaleza divina» de que nos habla san Pedro (2 P 1, 4) no es una abstracción ni un modelo, es la vida misma del Padre comunicada eternamente a su Hijo y a su Espíritu Santo. El Padre es su fuente, y es el Hijo quien la derrama en nosotros al hacerse hombre. Nosotros nos hacemos Dios estando cada vez más unidos a la Humanidad de Jesús. Por eso, la única cuestión para nosotros es esta: ¿cómo el Hijo de Dios ha vivido como hombre en nuestra condición mortal, dado que, por el camino de su Humanidad, la nuestra se revestirá de su Divinidad? El Evangelio ha sido escrito precisamente para revelamos «los sentimientos que están en Cristo Jesús» (Flp 2, 5)189, y el Espíritu Santo trata de derramarlos en nuestros corazones. Según la espiritualidad de su Iglesia y los dones particulares del Espíritu Santo, cada bautizado vive más intensamente tal o cual de los «sentimientos de Cristo Jesús», pero, en todos los cristianos, el misterio de la deificación es fundamentalmente idéntico. Su humanidad ya no les pertenece, en el sentido posesivo y mortal del término; pertenece a Aquel que ha muerto y resucitado por ellos. Con toda verdad, todo lo que hace mi naturaleza, sus poderes de vida y de muerte, sus dones y sus adquisiciones, sus límites y su pecado, todo eso no es ya «mío», sino «de Aquel que me amó y se entregó por mí». Este traspaso de pertenencia no es ni ideal ni moral, es realista y místico. Esta identificación de Jesús con la humanidad de cada persona 188 189

PG 91, 101c. Sentimientos, no en el sentido emotivo, sino las actitudes del corazón que inspiran los comportamientos: las costumbres divinas vividas humanamente.

humana va muy lejos en la relación nueva que él instaura con el otro, como veremos más adelante; pero cuando es acogida y consentida, cuando nuestra voluntad rebelde se entrega al Espíritu, es entonces cuando la deificación actúa. Estaba herido por el pecado y era radicalmente incapaz de amar, pero he aquí que el Amor ha sido introducido de nuevo en mi naturaleza: «Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). El realismo de la Liturgia del corazón El realismo místico de nuestra deificación es el fruto del realismo sacramental de la Liturgia. A la inversa, el moralismo evangélico, con el que tan frecuentemente confundimos la vida según el Espíritu, es el resultado inevitable de la degradación de la Liturgia en rutinas sagradas. Pero si la Liturgia fontal, que es el realismo del Misterio de Cristo, vivifica nuestras celebraciones sacramentales, en la misma medida, el Espíritu Santo nos transfigura en Cristo. «El Hijo de Dios se ha hecho hombre, para que el hombre se haga hijo de Dios», nos dicen los Padres de los primeros siglos. Las etapas por las que el Hijo amado ha venido a nosotros y se ha unido a nosotros hasta morir de nuestra muerte son las mismas etapas por las que nos une a él y nos conduce al Padre, hasta hacernos vivir de su Vida. Estas etapas del único Camino que es Cristo, el Antiguo Testamento nos las revela en figura y Jesús las cumple. Son la creación y la promesa, la Pascua y el éxodo, la alianza y el reino, el exilio y el retorno, la restauración y la espera de la consumación. Los dos Testamentos han grabado en letra la historia de esta gran Pascua de la Encarnación deificante. Pero, en los últimos tiempos, la Biblia se hace Vida, ella está en condición litúrgica y la gesta de Dios es grabada en nuestros corazones. El conocimiento del Misterio ya no es un saber sino un Acontecimiento que el Espíritu Santo realiza en la Liturgia celebrada y cumple al deificamos. Pero no se trata solo de comprender por qué caminos Cristo nos deifica, sino se trata, sobre todo, de poder vivirle. Pues bien, la Liturgia celebrada nos hace vivir intensamente, en ciertos momentos, la Economía de la salvación que es deificación, a fin de que la vivamos todo el tiempo, este tiempo nuevo donde ella nos ha hecho entrar. O se ora siempre o no se ora nunca, nos dicen los Padres del desierto. Ahora bien, para orar siempre es necesario orar frecuentemente y, a veces, largamente. Del mismo modo, puesto que se trata del mismo misterio, para deificarnos siempre, el Espíritu Santo debe deificarnos frecuentemente y, a veces, muy intensamente. La Economía de la salvación que mana del Padre por su Cristo en el Espíritu Santo se derrama en la vida deificada del cristiano en el Espíritu Santo por el Nombre de Jesús, Cristo y Señor, hacia el Padre. Pero el lugar y el momento donde el Río de Vida, escondido en la Economía, invade la vida del bautizado para deificarla es la celebración de la Liturgia. En ella, todo lo que el Verbo vive por el hombre se convierte en Espíritu y Vida. El Espíritu Santo, Iconógrafo de la deificación Si en la Economía de la salvación todo culmina en Jesús con la efusión del Espíritu, en la Liturgia celebrada y vivida todo comienza por el Espíritu Santo. Por eso, existencialmente, en la fuente de nuestra deificación está la Liturgia del corazón, esta sinergia en que el Espíritu se une a nuestro espíritu (cfr. Rm 8, 16) para manifestar y realizar que somos hijos del Padre. El mismo Espíritu, que ha ungido al Verbo con nuestra humanidad e impreso en Él nuestra naturaleza, está grabado en nuestros corazones como Sello vivo de la promesa, a fin de ungirnos con la naturaleza divina: nos hace cristos en Cristo. Nuestra deificación no es pasiva, sino vital, procedente inseparablemente de Él y de nosotros. Cuando el Espíritu comienza su trabajo en nosotros y con nosotros, no encuentra la tierra primera y pasiva de la que formó al primer Adán, ni, sobre todo, la tierra virgen y amasada de fe

con la que concibió al segundo Adán: encuentra un fondo de gloria, un Icono del Hijo, incansablemente amado, pero roto y desfigurado. Cada uno de nosotros podría susurrarle lo que la liturgia de los funerales hace exclamar al difunto: «¡Permanezco como la imagen de tu inexpresable Gloria, aun en el momento en que estoy herido por el pecado!»190. Es en este espacio de confianza inconfundible y de Alianza inquebrantable donde se vive el misterio, tan paciente, de nuestra deificación. Cualesquiera que sean las claves ofrecidas por las ciencias para interpretar el enigma del hombre, tres grandes cuestiones se nos plantean siempre, tanto en cada una de nuestras instancias como en cada una de nuestras conductas: la búsqueda de nuestro origen, la búsqueda del diálogo, la aspiración a la comunión. Por una parte, ¿de dónde viene que yo sea lo que soy, según una ley que es más fuerte que yo (cfr. Rm 7)? Por otra, en el más pequeño de mis comportamientos, estoy a la espera de una palabra, de otro que me responda. Finalmente, es evidente que nuestro yo misterioso no puede realizarse, desde lo más orgánico hasta lo más estético, más que en la comunión. Estos tres surcos son como los primeros grabados de la Imagen de la Gloria, la llamada esencial a la semejanza divina que la deificación realizará. Es con trazos de fuego como el Espíritu Santo restaura nuestra Imagen desfigurada. El fuego del Amor consume a su contrario -el pecado- y transfigura en sí mismo, la Luz. Estaremos perdidos, como huérfanos, mientras no le hayamos acogido a Él, el Espíritu filial, como nuestro origen virginal. Todo nos vendrá impuesto y seremos esclavos hasta que nos hayamos entregado a Él, que es la Libertad y la Gracia. Y, puesto que es el Aliento del Verbo, es Él quien nos va a enseñar a escuchar -se es mudo solo porque se es sordo-, de modo que, cuanto más sepamos escuchar al Verbo, tanto mejor sabremos hablar; nuestra conciencia ya no estará cerrada o somnolienta, sino que será silencio creador. Finalmente, el amor utópico y esa comunión que no se puede encontrar porque «no es del mundo», he aquí que están en él, el «Tesoro de todo bien», no como adquiridos y poseídos, sino como puro Don; la relación con el otro vuelve a ser transparente. Esta Comunión del Espíritu Santo es la obra maestra de la deificación, ya que en Él estamos en Comunión con el Padre y con su Hijo Jesús (2 Co 13, 13; 1 Jn 1, 3) y con todos nuestros hermanos. Mediante estos tres surcos del Icono transfigurado somos deificados, en la medida en que las mínimas pulsiones de nuestra naturaleza culminan en la Comunión de la Trinidad Santa. Entonces, nosotros vivimos, por el Espíritu, siendo uno con Cristo, para el Padre. El único obstáculo es la posesión, la crispación de nuestra persona bajo las llamadas de nuestra naturaleza, y esto es el pecado: la búsqueda de uno mismo es la ruptura de la relación. La ascesis inherente a nuestra deificación, y que es también sinergia de gracia, consiste, sencilla pero resueltamente, en convertir en ofrenda todo movimiento que recae en posesividad. Sobre el altar del corazón, por tanto, la Epíclesis debe ser intensa, a fin de que el Espíritu pueda alcanzar y consumir nuestra muerte y su aguijón, el pecado. Entrar en el Nombre de Jesús, Hijo de Dios, Señor, que tiene misericordia de los pecadores que somos nosotros, es poner en sus manos esta naturaleza herida, que Él no altera al asumirla, sino que deifica revistiéndose de ella. De Ofrenda en Epíclesis y de Epíclesis en Comunión, el Espíritu puede entonces deificarnos sin cesar, y la vida se convierte en Eucaristía, hasta que el Icono sea totalmente transfigurado en Aquel que es el esplendor del Padre.

190

Liturgia bizantina de las exequias.

XVII. La liturgia en el trabajo y en la cultura La iconografía desconocida Más de un lector se sorprenderá al leer un capítulo sobre el trabajo y la cultura como experiencia de Liturgia vivida, inmediatamente después de la oración del corazón y de la deificación del hombre. Pero este asombro es revelador del Misterio de la Liturgia. El hombre imperfectamente espiritual, que nosotros somos a veces, presiente a lo más la continuidad vital entre la celebración litúrgica y la vida nueva del Espíritu que se derrama a partir del corazón en todo nuestro ser... Pero ¡el trabajo! ¿Acaso no nos han enseñado a oponer a Marta y María? Y, aunque debamos conciliarlas en nuestra vida, ¿las concesiones hechas a Marta no van en detrimento de «la parte mejor» elegida por su hermana?191. En cuanto al hombre carnal, que nosotros somos frecuentemente, no se hace tantas preguntas a priori; para él, la Liturgia no tiene nada que ver con lo que él llama la vida. En ambos casos, un vínculo se ha roto entre el hombre y la tierra, entre el hombre y su Señor: ¿cómo podría, entonces, la misma corriente de vida arrastrar al hombre, a su universo y a su Dios? La novedad de la Liturgia es restaurar esta admirable unidad de vida. El Río que mana del Trono de Dios y del Cordero es «límpido como cristal»; pero el hombre carnal no lo ve y el hombre espiritual lo descubre tan solo después de una larga impregnación del corazón, a medida que aprende a obrar en Dios, como Dios. En efecto, porque la Liturgia es acción, trabajo de Dios y del hombre en todas las dimensiones del hombre. A partir del corazón y de la persona en deificación, ella se despliega en operaciones, en energías y en ministerios (1 Co 12, 4-7), a fin de someter todo a Cristo y de transformarlo todo en Él. «Todo es vuestro, vosotros, de Cristo y Cristo, de Dios» (1 Co 3, 22 ss): tal es el gran movimiento de servicio en el que la Liturgia trata de ser cumplida por medio de nosotros. El mundo es el reflejo de la Gloria de Dios; el hombre es su Icono viviente y es en Cristo como le es dada la Semejanza. El trabajo del hombre y su cultura se inscriben en esta corriente de Gloria. El trabajo y la cultura son el lugar donde el hombre y el mundo se reencuentran en la Gloria de Dios. Este encuentro resulta fallido o queda oscurecido en la medida en que el hombre es pecador, es decir, está «privado de la Gloria de Dios» (Rm 3, 23). Para que el universo sea reconocido y vivido como «lleno de su Gloria» (Is 6, 3), es necesario, en primer lugar, que el hombre vuelva a ser la Morada de esta Gloria y esté revestido de ella; por eso, todo comienza existencialmente con la Liturgia del corazón y con la deificación del hombre. Decir que el hombre es un microcosmos es una abstracción, y esperar que el mundo sea humanizado por el hombre es una ilusión mientras no se tenga la evidencia de que la Gloria de Dios es su fuente. La Gloria de la Trinidad está oculta en kénosis en la creación, y se trasluce como una llamada trágica en el hombre, creado a su Imagen. Pero en Cristo crucificado y resucitado se abre el sello de la historia y la corriente de Gloria retorna a su fuente. Entonces, he aquí la Liturgia en acción. Y, cuando se trata de restaurar la Gloria de Dios en el hombre, y mediante el hombre en el universo, esto se llama trabajo; y este trabajo es de nuevo la maravilla del Espíritu Santo, iconógrafo del Cristo total. Esta iconografía permanece desconocida mientras la creación está cautiva (cfr. Rm 8, 19-22), separada del hombre por aquel que se atraviesa192, y cuya fractura pasa por el corazón del hombre. La tierra está oscurecida porque el rostro del hombre está inclinado hacia la tierra; pero cuando, en Cristo, este rostro se vuelve hacia Aquel que es su Gloria, entonces la tierra puede 191

Lc 10, 38-42. Una sana exégesis trata de restablecer el sentido exacto de esta perícopa, pero la vieja dicotomía acción/contemplación, aplicada indebidamente a este texto, se resiste a morir. 192 Significado etimológico de Diablo, «dia-bolos».

hacer que nazca su fruto de luz. Porque el hombre es de la tierra y el más bello fruto de su promesa, pero el germen de la promesa está en Dios y no puede nacer más que si el hombre le da su consentimiento. Es en el hombre como la tierra está prometida y es por la liberación del hombre como ella espera llegar a ser «tierra nueva y cielos nuevos», «tierra desposada donde germinará la Justicia y la Paz» (Is 62, 4; Sal 85, 10-14). En el trabajo humano y en la cultura, por tanto, está comprometido el destino del cosmos en los últimos tiempos. En el interior de la creación cautiva se vive la gestación del «universo nuevo» (Ap 21, 5); la Iglesia está trabajando. El Espíritu deifica al hombre, no solo para que el hombre humanice el mundo, variante banal del tema de la muerte, sino, sobre todo, para que la creación y el hombre alcancen la libertad de la Gloria de Dios. El trabajo transfigurado La iconografía del Espíritu Santo es una obra de impronta y de luz. A medida que él imprime en nosotros «los rasgos de Jesucristo crucificado» (Ga 3, 1), nos transforma de luz en luz: nos transfigura. Ahora bien, el trabajo del hombre es una obra de impronta. Es realmente el espíritu del hombre el que se expresa en la naturaleza que transforma. Haría falta mucho silencio para redescubrir la belleza de la mano del hombre y, con ello, del instrumento que la prolonga y diversifica su poder y finura. En todo aquello que toca, el hombre deja su impronta personal. En este sentido, al contrario del romanticismo en el que el hombre se proyecta, el trabajo es el despertar de la naturaleza al mundo del espíritu. Lo que se expresa en esta humanización de la materia es infinitamente más que un objeto o una técnica; inapreciable en cantidad o en valor del intercambio, el fruto del trabajo es la extensión del reinado del hombre. Pero ¿esta obra de impronta y de dominio es, necesariamente, una obra de luz? Aquí está toda la ambigüedad del trabajo humano: ¿es para la vida o para la muerte? El error secular de las idolatrías, también de las más recientes, consiste en creer que, en este drama donde el trabajo se debate entre la vida y la muerte, la liberación viene de la naturaleza193. Sí, la creación es inocente, es sana, ya que ofrece al hombre la kénosis del primer amor de su Dios; pero gime en espera de su liberación: es el hombre quien tiene que liberarla al hacerse libre él mismo. El error de las idolatrías es diagnosticar el drama ignorando la causa del mal, el pecado que habita en el corazón del hombre. Por eso, la iconografía del Espíritu Santo consiste en transfigurar el corazón del hombre en su trabajo. La luz viva no viene nunca del exterior, es inalcanzable, mana del corazón y se irradia desde el interior por toda la persona. La Gloria de Dios, sometida a esclavitud en la creación por el pecado del hombre, puede irradiarse tan solo cuando el corazón del hombre se acomoda a ella desde el interior. No cabe en esto ninguna división. El homo faber es un esclavo mientras no se convierta en homo liturgicus. Si el Río de Vida no invade el corazón, ¿cómo podrá penetrar el campo de trabajo? «Mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo» (Jn 5, 17). Para el cristiano que ha celebrado la Eucaristía, la experiencia del trabajo transfigurado no es una imagen piadosa, sino algo muy realista. Él sabe, al vivirlo, que el poder de su Señor resucitado está actuando para liberar su trabajo del peso de la muerte. No para ahorrarle tarea -la Cruz es siempre la Hora de este trabajo decisivo-, sino para abrirle en ofrenda al Espíritu de Vida. A nivel del corazón de quien trabaja, y no en la materialidad de lo que hace, el trabajo es también el lugar de la Epíclesis. En efecto, sea lo que sea lo que hagamos, tanto la acción de nuestro trabajo como su resultado están esencialmente inacabados mientras no sean penetrados del Poder del Espíritu que los llevará más allá de la muerte y hará de ellos una obra de luz. Si los bautizados no viven esto en su 193

En este sentido, el marxismo y el capitalismo son versiones modernas de las antiguas religiones de la naturaleza.

trabajo, ¿qué van a ofrecer ellos entonces en el altar de la Eucaristía? En el umbral de la Anáfora, no venimos a traer regalos, sino algo incompleto, una llamada -la Epíclesis es un gemido-, la espera ansiosa de la creación que lleva la impronta de nuestras manos, pero no aún la de la Luz. Y esta Luz que transfigura el trabajo, y la creación que él modela, es la de la Comunión. La Eucaristía vivida culmina, también ella, en la Comunión. En el fondo, es precisamente la ausencia de esta Comunión la que está en la raíz de las injusticias del trabajo, de sus estructuras alienantes y de los desórdenes de la economía. La Liturgia no suple nuestra creatividad en estos problemas; hace algo mejor: no siendo una estructura, sino el Aliento del Espíritu, es profética, discierne y contesta, suscita la creatividad y se traduce en obras. Grita justicia y es sierva de la paz. Impulsa a compartir, porque, si toda la tierra es de Dios, el fruto del trabajo de los hombres es para todos los hijos de Dios. Compartir es el jubileo del trabajo194 y el domingo es el Día del ayuno de la acción en que todo trabajo es restituido en la gratuidad; si el trabajo fatigoso es para el pan, el pan del domingo, «el pan de este Día»195, es para el trabajo transfigurado. La iconografía de la cultura Hay cultura y cultura. Muchos solo ven en ella un poder, el de los valores dominantes de una sociedad, o un saber, pacientemente acumulado y hábilmente expuesto, o, en última instancia, un saber-hacer. Pero también se la puede comprender en su significado original y dinámico: la transformación de la naturaleza por la mano del hombre y su impregnación por el espíritu, el espacio convirtiéndose en morada y el silencio del vacío en el de la palabra. Entonces la tierra y el hombre se unen en el trabajo, aunque no todo trabajo sea ya cultura; esta se alcanza tan solo cuando la naturaleza es humanizada y cuando por ella el hombre se hace más humano. Por el contrario, la anticultura no aparece solo cuando empiezan a preocuparse los estetas; está actuando, como la cizaña en el campo de la cultura, en cuanto el hombre se aparta de su vocación divina, lo bruto sofoca al logos o la mentira de sus demonios apaga el Espíritu. El drama de la cultura es el del hombre creado y creador, naturaleza enraizada en el cosmos y llamada a fructificar en la Comunión divina. ¿Salvará, pues, el Río de Vida la cultura de la esterilidad de la muerte? En efecto, porque la cultura, esta vocación integral del hombre que tiende hacia la cosecha del Reino, no es solamente creadora; ella está en condición de caída o de redención. Ninguna obra de cultura es inocente. El arte, se diga lo que se diga, no es inmediatamente divino. Si es la Belleza la que debe salvar el mundo, significa que el mundo debe ser purificado por ella. Cuando la obra del artesano o del artista revela y cumple su Gloria, ha tenido que pasar por el fuego donde la creación es restituida en su integridad. Es en este punto fontal donde el Río de Vida penetra la cultura. La cultura, o es iconografía del Espíritu y del hombre, o no es más que la belleza del diablo. En su primera sinergia, la obra de la cultura es, en efecto, revelación. Ella intenta, aunque el artesano no pueda tener conciencia del Espíritu que le ilumina, manifestar la Gloria de Dios oculta y cautiva en la creación. En la vasija que modela, en los hijos que despierta a su libertad o en el poema que crea, el hombre que cultiva la creación trata de revelar el significado de una inmensa sinfonía donde él es, a la vez, instrumento insustituible y testigo maravillado. Busca el Rostro amado que lo llama desde las profundidades de su ser. Así aparece la condición original

194 195

Cfr. Lv 25 y las motivaciones teologales de los años sabático y jubilar. Alusión al Padrenuestro en su versión francesa: «Danos hoy nuestro pan de este día...» [N.d.T.].

de toda cultura creadora y liberadora: el silencio gracias al cual el hombre se acomoda al Verbo sin palabra, al Hijo hecho in-fans196, a las semillas del Verbo en espera en el universo. Pero la hora de la aurora para la cultura es la de la creación: la naturaleza muda es transformada en Palabra, la materia bruta queda impregnada de espíritu, la opacidad se convierte en luz. Para quien acepta ser penetrado por la Energía transformante del Espíritu Santo, se vive entonces la verdadera transfiguración de la cultura. La suprema actividad del hombre es la de consentir en ser desposada por el Verbo. Para que nuestra mirada libere toda la Belleza escondida en todos los seres, necesita antes ser bañada de luz, en Aquel cuya mirada derrama la Belleza. Para que nuestra palabra pueda expresar la sinfonía del Verbo, debe primero fundirse en el silencio y en la armonía. Para que nuestras manos modelen el icono de la creación, antes tenemos que dejarnos hacer por Aquel que une nuestra Carne al esplendor del Padre. Es entonces cuando la cultura da el fruto de su promesa: anticipa la Comunión eterna en la humildad de la carne. No alcanza lo que busca más que cuando, misteriosamente, pone al hombre en comunión con su Dios y, de este modo, con el hombre reconciliado y con una naturaleza hecha de nuevo transparente. La frescura de la primera creación, que anima como una nostalgia la creatividad artística, ya no pertenece a un pasado mítico; está en el mundo que viene y la cultura liberada nos abre ya a él. El silencio, «misterio del mundo que viene»197, transfigura la mirada: el hombre puede ver la Gloria de Dios con los ojos abiertos. El silencio de los ojos, ese resplandor que irradia un corazón pacificado, puede entonces acoger a Aquel que viene: sí, «el Verbo se hizo Carne, y nosotros hemos contemplado su Gloria» (Jn 1, 14).

XVIII. La liturgia en la comunidad humana Ocurre con las relaciones humanas como con el devenir de la persona y de su trabajo: nuestra vida o es regida por moralismos o es tomada y transfigurada por el Misterio de Cristo. Toda ley moral, la de la conciencia o la de Moisés (cfr. Rm 2, 1-3, 20), e incluso la del Evangelio en la medida en que se la reduzca a una regla de vida, sufre, en efecto, una carencia congénita. Se presenta a la conciencia como deseable e imperativa, pero es distinta de la voluntad que va a seguirla o rechazarla. Es reveladora de nuestra herida, de nuestro pecado, pero no la cura; entre la ley que impone y el corazón que consiente hay heteronomía: este es principio vital, aquella no es más que representación ideal. El realismo de la Liturgia, celebrada y vivida, consiste en que el ideal llega a ser principio vital; el Espíritu Santo y el corazón del hombre se convierten entonces en fuente de Vida. Es el misterio de la Sinergia, la novedad cristiana original. Después de haber sido formado por la ley como por un pedagogo exterior a él, el bautizado llega a cierto grado de madurez y se encuentra ante la llamada del joven rico: o contentarse con la ley y continuar construyendo su pequeña perfección o ir más lejos y perderse en Cristo ofreciendo su corazón al poder del Espíritu Santo. Es entonces cuando se entra en el Misterio y se es «alcanzado por él» (Flp 3, 12). Este paso de la Ley a la Gracia, de una vida mortalmente moral a la Vida mística conformada con Cristo, es siempre el momento en que el Río de Vida supera un nuevo obstáculo. Pero cada vez que nos replegamos en nuestro moralismo, que nos da seguridad, refrenamos la Energía del Espíritu Santo; la Liturgia entonces queda separada de la vida que debía regar. En cada etapa de su crecimiento, el bautizado debe elegir: o el humanismo, donde el hombre es la medida de todo, o la Liturgia, mediante la cual el Misterio nos transfigura y nos deifica.

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Literalmente: «que no habla» [N.d.T.]. San Isaac de Nínive.

Este drama es particularmente perceptible a nivel de la vida social. Nuestras sociedades no se reducen a estructuras donde se desarrollan las relaciones entre los hombres, desde lo familiar hasta lo político; están también regidas por un conjunto de valores, inconscientes o codificados, que inspiran comportamientos humanos. La vida social es, a la vez, orgánica y ética; estructura y cultura se armonizan y se oponen en una interacción constante. Ahora bien, el drama del Misterio de Cristo está en insertarse en esta vida social como una paradoja: el Cuerpo de Cristo, en el que se instaura una nueva relación entre los hombres, no es una estructura, y el Espíritu Santo, que es el alma de esta nueva relación, no es un valor. Se puede vislumbrar entonces la doble perspectiva según la cual los cristianos, que quieren ser tales, van a comprometerse en la sociedad: si se limitan al campo cerrado de un humanismo evangélico o si el Río de Vida se convierte en la fuente de su vida integral. En la primera perspectiva, su tentación moralista desemboca en dos tentativas posibles. La primera trata de instaurar en la sociedad estructuras específicamente cristianas, como si el Cuerpo de Cristo fuese una nueva estructura de este mundo. La segunda se esfuerza por traducir el Evangelio en un programa social, como si el Espíritu Santo pudiera ser reducido a valores de justicia y caridad. Semejantes comportamientos pueden no carecer de eficacia en los planos orgánico y ético de la vida social, pero ¿agotan toda la novedad del Misterio oculto como levadura en las sociedades humanas? Se puede preguntar por qué el sacerdocio real de los bautizados, tan creativo en el plano de las relaciones personales inmediatas, está a veces herido por la esterilidad espiritual en cuanto se aborda el campo de la vida social. Se debe también constatar que, en ciertos tipos de sociedad, la instauración de estructuras llamadas cristianas o el impacto de doctrinas sociales cristianas son imposibles. Esta doble constatación obliga a ir más lejos. ¿Por dónde penetra, en primer lugar, el Río de Vida en nuestras sociedades humanas? ¿Cómo la Liturgia celebrada se convierte en Liturgia vivida, principio vital nuevo de la vida social de los cristianos? Es aquí donde se abre la segunda perspectiva. «El Reino de Dios está en medio de vosotros» (Lc 17, 21) Esta perspectiva de la Liturgia eterna penetrando nuestras sociedades humanas, desde la familia hasta las relaciones entre las naciones, es la del Reino. Así es, en primer lugar, como la Energía del Espíritu Santo nos revela a Cristo en todas las dimensiones de la vida de los hombres. Mientras que el cristiano moralizante considera su vida social como un hecho y el Reino anunciado por el Evangelio como un ideal, la Liturgia vivida invierte la perspectiva: es el Reino de Dios el que es un hecho y la comunidad entre los hombres la que es un ideal. La Plenitud que es Cristo está, ciertamente, oculta como levadura en la masa de nuestros últimos tiempos y, no obstante, su Reino que viene es el Acontecimiento que trabaja todas nuestras sociedades. «No se deja observar, no está aquí o allá», como los grupos humanos amasados de estructuras y de cultura; está «en medio de nosotros»198. Mientras a nivel de la pareja, de la nación y del mundo se busca la comunidad entre los hombres, el Reino de Dios está aquí, realmente presente, como el gran Regalo del Amor de Dios a los hombres. Este Don tan realista, los bautizados lo han reconocido, han creído en él y, sobre todo, lo han recibido al celebrar la Eucaristía. La novedad de la Liturgia que viven en la sociedad está en el hecho de que la Comunión del Reino ya no está solo al término de la celebración, sino también en la fuente de su presencia en medio de los hombres. Los discípulos de Jesús formaban un grupo humano, una sociedad de creyentes en Cristo; pero, cuando les fue dado el Espíritu Santo, 198

«Cristo está en medio de nosotros, ahora y siempre»: con estas palabras se intercambia el beso de la paz en la Liturgia bizantina.

ellos se convirtieron en la Comunidad de los hombres animada por la Comunión divina. Entonces comenzó la Iglesia y, con ella y en ella, los últimos tiempos. La invasión del Reino del Espíritu Santo en un grupo humano es el Acontecimiento fundador de la comunidad verdadera entre las personas. «Donde reina la caridad y el amor, allí está Dios»199. Por esta primera Energía, el Espíritu Santo nos revela al Señor que Es y Viene, y descubre a los bautizados las ambigüedades de su vida social. Porque nuestras sociedades, sea cual sea su extensión, no son realidades inocentes. La ilusión de los análisis sociológicos, como la del psicoanálisis para el alma humana, es la de presentarse como un remedio, cuando en realidad ignoran el mal. Sin pretender reemplazarlos, la luz que viene del Reino va más lejos en el diagnóstico. Ella revela en todo el cuerpo social una virtualidad primera de comunión, de gérmenes de comunidad, una llamada a la solidaridad, una vocación a la paz creadora. Pero también desenmascara la mentira inherente al poder, la inversión del servicio en dominio, la perversión del grupo en estructura de injusticia, la esclavitud de las personas al ídolo del dinero. En una palabra, nos revela toda sociedad como un icono del Reino. Sobre un fondo de Gloria donde no cesa de expresarse el Don fiel de la Trinidad Santa, los rasgos están rotos y la luz oscurecida. Y, porque el Reino de Dios está «en medio de nosotros», podemos descubrir el rostro del mundo en su ambigüedad dramática: es amado por Dios y yace en poder del Maligno. La Liturgia vivida irradia, entonces, en la vida social la iconografía de la persona y de la cultura; tiende a restaurar en los grupos humanos la Comunión del Reino. La Iglesia en epíclesis La Energía transformante del Espíritu Santo se despliega, como hemos visto, en la Epíclesis sacramental. Y continúa actuando en la liturgia vivida, si al menos nosotros cooperamos con ella. Pero, si la olvidamos, nos portamos como individualistas y, por eso, la sal se vuelve sosa. Cuando, por primera vez en la Babel del mundo, la Comunión pudo ser participada por unos hombres, el Espíritu Santo fue dado y entonces El hizo nacer la Iglesia. Cuando, desde entonces, las Comunidades que viven de la Comunión divina quieren derramarla en sus ambientes de vida, ¿qué pueden hacer sino, en primer lugar, ofrecer esos grupos humanos donde viven a la efusión del Espíritu Santo? Por tanto, es por la Iglesia como viene el Reino. Esta epíclesis de la liturgia vivida prolonga en nuestras sociedades la de la Eucaristía. Fuera de este Pentecostés eclesial, no hay más que variaciones sobre el tema de Babel. En efecto, pues la otra cara de nuestro humanismo ingenuo es el activismo. Ciertamente, queremos que el Reino venga entre nosotros, pero olvidamos que la Realeza del amor nos ha hecho renacer y nos ha conferido un poder asombroso: ha hecho de nosotros sacerdotes (Ap 1, 6). El sello del Don del Espíritu en el momento de nuestra Crismación nos ha hecho participar de esta Energía sacerdotal de Cristo, siervo del Padre y de los hombres. Es en la liturgia vivida en medio de los hombres donde nosotros tenemos que ser sacerdotes. La Comunión está cautiva en nuestras sociedades, como lo está la Belleza en su cultura, y es nuestro sacerdocio animado por el Espíritu Santo el que va a liberarla. La caridad es utópica, no está en ninguna parte de nuestro mundo, ninguna técnica puede producirla; es nuestro sacerdocio espiritual el que realizará su advenimiento aquí y ahora. Desde el punto de vista del activismo, semejantes certezas harán sonreír, exactamente como la Epíclesis eucarística. Tampoco en esta sucede nada para la mirada del hombre carnal y, sin embargo, es en ese momento cuando el mundo entero es penetrado por la Comunión divina y, 199

Antífona de la Liturgia latina en el Jueves Santo durante el lavatorio de los pies: «Donde hay caridad y amor, allí está el Señor».

por esto, perdura y vive. Porque, así como en la Epíclesis sacramental el mundo está presente y es presentado además al deseo de amor de nuestro Padre para que su Espíritu lo incorpore al Cuerpo de su Hijo y lo salve, así también, en su epíclesis vivida, cada comunidad eclesial ofrece al Padre este cuerpo social, del que ella es miembro según la carne. Cuando el Espíritu es implorado de este modo, sobreviene, penetra este icono desfigurado y lo transfigura en la Comunión de Cristo. Así es como la Iglesia, allí donde está, vive su sacerdocio salvífico a través de sus miembros. Pero vivir la Iglesia en epíclesis en todos nuestros grupos humanos no se improvisa. Se necesita, en primer lugar, el realismo de nuestras celebraciones sacramentales, se necesita también el realismo de la oración del corazón y, finalmente, el de la Comunión en la Iglesia. Es, en efecto, en nuestra inserción social donde se prueba más intensamente nuestro sentido eclesial. Solo desde él podemos, a lo largo de los días, experimentar la solidaridad herida, la espera desesperada de la Comunión, la ausencia del amor, en fin, el peso del pecado y de la muerte que pesa sobre nuestros grupos humanos. Es necesario haber renacido al Amor para sentir su ausencia y ofrecerla a Aquel que desea colmarla. Solo el alma eclesial es capaz de la epíclesis continua, porque su Señor le hace compartir su misterio de siervo y de sacerdote, el del Cordero que lleva y quita el pecado del mundo. El Río de Vida mana siempre del Cordero crucificado y resucitado. «En comunión los unos con los otros» (1 Jn 1, 7) Ahora bien, el Río de Vida hace fructificar los árboles de vida, cuyas hojas sencillas ya pueden «curar a las naciones» (Ap 2, 22). La liturgia vivida se expresa «con obras y según la verdad» (1 Jn 3, 18). Si tenemos que estar atentos, en primer lugar, al profetismo y al sacerdocio del Reino de la Comunión divina en medio de los hombres, no es para huir de este mundo, sino más bien para evitar imitar sus obras de muerte y dar en él frutos de vida. La tercera Energía del Espíritu Santo tiende justamente a este realismo: comunicar la Comunión que nos hace existir como Iglesia. En efecto, puesto que la Comunión es posible en este mundo nuestro sin esperanza, la Caridad ya no es utópica, la comunidad entre los hombres ya no es algo imposible de encontrar. La Iglesia es su anticipación al hacernos participar del banquete del Reino. Ya que el Cuerpo incorruptible de Cristo, vencedor de la muerte por su amor, es introducido por medio de nosotros en nuestros grupos humanos, ¿qué es lo que puede pasar? Una inventiva radicalmente nueva, una creatividad de gracia y de libertad que, para no perderse en el esteticismo de la caridad, debe alcanzar la ausencia del Amor en su raíz. Este radicalismo de la Comunión consiste, humilde pero resueltamente, en dar la vuelta a la relación que prevalece en nuestras sociedades, en descentrarla del yo mortal hacia el misterio del otro. Este descentramiento vivificante, que está en el origen del Ágape divino, se derrama sobre el mundo en la kénosis del Hijo amado y en la del Espíritu Santo. A nivel de las relaciones personales inmediatas, la más bella parábola de este descentramiento divino es quizá la del Buen samaritano. Por medio de este extranjero, vecino desconocido y despreciado, Jesús nos ofrece la imagen de lo que nuestro pecado se imagina de Dios -un ser lejano, extraño y rival- y también del hombre, porque la Encarnación nos escandaliza en la medida en que despreciamos al hombre. Ahora bien, he aquí que este Dios samaritano se acerca a mí, hombre, judío, medio muerto: el Otro me toma sobre sí, se hace mi prójimo y me da la vida. Haría falta que hiciésemos nuestra la mirada muda y conmovida del herido de la parábola. Para ello, necesitamos contemplar largamente a Jesús y entrar humildemente en el silencio de

su santo Nombre. Es en la Liturgia del corazón donde se aprende cómo hacerse prójimo del hombre herido; entonces, el Espíritu Santo cura la relación entregándose ahí El mismo, Él, la Unción de la Nueva Alianza. Allí donde los cristianos consienten en participar en la kénosis de amor del Verbo y del Espíritu, la Comunión se derrama y puede nacer una comunidad abierta al Reino. A nivel de las relaciones menos personalizadas, las de los grupos entre sí, el fruto de la Comunión realiza el objeto mismo de la Promesa, confiada a Abrahán y cumplida en Cristo. Quizá no se piensa bastante en ello. El mundo de Babel es el de las naciones que se levantan periódicamente unas contra otras, el mundo de la injusticia, del odio y de la muerte. Ahora bien, el germen de Amor ofrecido a Abrahán, acogido por él en la fe y fecundado en la obediencia, es el de un pueblo, que no nacerá de la carne y la sangre ni de un querer de hombre, sino de Dios. Es en este Pueblo donde habitarán la justicia y la paz. En Cristo Jesús, este pueblo ha nacido, descendencia según la fe, no según la carne. Solo Dios conoce su pueblo en esta humanidad de las naciones; pero cuando este pueblo reconoce a su Dios en su Hijo, se convierte en el Cuerpo de Cristo. La Iglesia es este Cuerpo, siempre crucificado, en el cual se ha dado muerte al odio, pero ya resucitado, desde donde el Espíritu de Comunión se derrama sobre toda carne. Pasar de una humanidad de naciones a la del Pueblo de Dios, tal es el servicio de Comunión que ha sido confiado a la Iglesia. El Espíritu de la Promesa la habita y la hace tender, en la paciencia, hacia el Día en que todos los hombres serán «su pueblo, y él, Dios-con-ellos, será su Dios». En aquel Día «ya no habrá llanto ni gritos ni dolor, porque el viejo mundo ha pasado» (Ap 21, 3-4).

XIX. La compasión, liturgia de los pobres La maravilla de la Liturgia vivida es, pues, el misterio de la Caridad divina convertida en el todo de nuestra vida. En su fuente, en su flujo, en sus frutos, trata de penetrarlo todo: el corazón profundo y el ser personal, el trabajo y la cultura, las relaciones entre las personas y el tejido de nuestras sociedades. En ella, el Reino ya está aquí y viene con poder, el del Señor crucificado y resucitado. Pero esta Caridad divina nos impulsa también a ir siempre más lejos, «hasta el extremo del amor» (Jn 13, 1). La Liturgia vivida alcanza todo su realismo y toda su verdad cuando nos hace entrar en la espesura del mundo del pecado, allí donde el Amor todavía no es vencedor de la muerte. La filantropía puede ser moral, la Caridad es mística, porque penetra en el hombre hasta este abismo de la muerte donde el Amor está ausente. La Epíclesis de la Caridad divina se cumple siempre en su kénosis. Habiendo sido captados por esta Caridad divina en nuestras celebraciones sacramentales, ¿cómo la viviremos? La kénosis del amor nos ha sido revelada en la Biblia como misterio de la pobreza, y, si nosotros consentimos en entregamos en esto, se nos concede vivir la Iglesia en su Liturgia más divina y más humana: la Compasión. El altar de los pobres La pobreza es un misterio. No se mide desde fuera, en los demás; es conocida silenciosamente por aquellos a los que ella agobia. Y cuando se sufren sus heridas, apenas se le puede dar un sentido de vida, puesto que la pobreza es una ausencia. La pobreza no se puede objetivar. Solo Aquel que la encarna puede revelamos su misterio al hacernos participar de él. Jesús es el Pobre. Más que un modelo de pobreza, Jesús es el misterio personal de la pobreza. Jesús es nuestro Dios; ahora bien, Dios es el único ser que no tiene nada, él Es. No tiene ni siquiera un nombre, sino el que nosotros le prestamos y que no es El. El Es, su Nombre está «más allá de todo»200. En su Persona, como Hijo, Jesús nos revela que Dios es pobre, que él no tiene nada, que él recibe todo del Padre, que él es hacia el Padre (Jn 1,1).

200

San Gregorio Nazianceno.

Cuando desposa nuestra Carne, el Verbo se hace pobre en nuestra humanidad, con la pobreza esencial del hombre, a imagen de su Dios, y con la pobreza del pecador, despojado de la Gloria de Dios. En Jesús, la pobreza de la luz y la de las tinieblas son asumidas personalmente; al revestirse de la del pecado, él restaura la del Amor. Jesús es hacia nosotros y nos da a Aquel que procede del Padre y que reposa en él, su Espíritu Santo. El Espíritu de Jesús es «el Padre de los pobres». Presencia transparente, no ocupa espacio; «Tesoro de todos los bienes», él «está presente en todo lugar y todo lo llena»201. Al contrario que el «príncipe de este mundo», espíritu de tinieblas que se desenmascara en la violencia, el Espíritu Santo es Pobre y por eso, sin coacción, en la libertad, él se une al hombre en la Sinergia: entonces la Liturgia fontal es posible, porque en ella se cumple la kénosis total del Amor. En el fondo, no hay pobreza; solo hay pobres. Servir a los pobres impersonalmente es ser todavía cómplices de aquello que los despersonaliza. El rico malo de la parábola es anónimo, como la muerte que desfigura al hombre; el pobre es Lázaro, personalmente, porque, al final, este pobre es Jesús. No por un subterfugio jurídico ni por una piadosa transferencia que haría alcanzar a Cristo por encima de la cabeza del pobre, sino en razón del realismo conmovedor de la Encarnación del Hijo pobre: en él, Dios se hace pobre y, desde entonces, el pobre es Dios. «Lo que hicisteis a uno de estos pequeños...»: el juicio último de todos nuestros comportamientos humanos se basa en la identidad de Jesús y de este pobre. Lo que sufre cada ser humano es el sufrimiento mismo de Jesús, que lo asume. Cada persona es salvada por Cristo en razón de este realismo místico. Nuestra muerte ya no es nuestra, sino de Aquel que ha muerto y resucitado por nosotros. Si Jesús no fuese más que un modelo de pobreza, estaríamos aún en nuestra muerte y él no sería el buen Samaritano que toma al hombre sobre sí y derrama en él su Espíritu de vida. ¿Habría intuido María, la hermana de Marta, este misterio cuando, en Betania, seis días antes de la Pascua, derrama sobre el Señor su perfume precioso? En todo caso, si Jesús pide expresamente que su gesto sea integrado en el anuncio del Evangelio es porque revela un aspecto esencial de la Buena Nueva: este mismo Cuerpo que va a ser sepultado en nuestra muerte, nosotros siempre tendremos que salvarlo de la muerte con obras de amor. La kénosis del Hijo de Dios asume el sufrimiento de cada pobre; Jesús sufre misteriosamente por amor en todo ser humano -¿qué hombre no es pobre?-, hasta que él quite «el sudario que cubría a todas las naciones» y «haga desaparecer la Muerte para siempre» (Is 25, 7-8). Es en este sentido como Jesús puede decimos: «los pobres los tendréis siempre con vosotros» (Mc 14, 7), lo mismo que «yo estoy con vosotros siempre hasta la consumación de los tiempos» (Mt 28, 20). Puesto que Cristo, en su Cuerpo, ha pasado realmente por la muerte y la ha destruido, puede ahora incorporarse a aquellos que están todavía bajo la esclavitud de la muerte. El Reino de Dios está en medio de nosotros porque el Cuerpo de Cristo mora así con nosotros. El Amor puede, entonces, derramarse, ya que la kénosis de la que mana es la muerte donde se ha sepultado con nosotros y para nosotros. San Juan Crisóstomo, queriendo hacer comprender a los fíeles de Antioquía la unidad misteriosa entre la Liturgia que están celebrando y la que tendrán que vivir al salir de la iglesia, les dice que no dejen el altar de la Eucaristía más que para ir al altar de los pobres. El símbolo de la continuidad es revelador. El mismo Cuerpo de Cristo que servimos en el Memorial de su Pasión y Resurrección, nosotros tenemos que servirlo ahora en la persona de los pobres. En la celebración, el altar era el signo de la tumba, el no-lugar de la muerte, el origen del espacio

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Invocación inicial al Espíritu Santo en la Liturgia bizantina.

nuevo de la Resurrección; en la vida, el pobre es el signo de Cristo resucitado, aquel de donde puede surgir el amor vivificante. El altar es también el símbolo de la mesa del banquete, de la hospitalidad divina a donde todos los hombres son invitados. Mientras en la Eucaristía recibimos todo al comulgar el Cuerpo y la Sangre de Cristo, en el altar de los pobres tenemos que responder, compartir el Don recibido, damos nosotros mismos. Se comprende entonces que Andrej Roublév haya rehusado siempre pintar un cuadro del Juicio final al estilo apócrifo tan popular en el Medievo. Estaba demasiado en comunión con la miseria de los hombres como para traicionar así la misericordia de su Señor. Es conocido el fruto de su largo ayuno silencioso: el icono de la Hospitalidad divina, donde el altar del mundo es acogido en el corazón de la Trinidad Santa. Es en el altar de los pobres donde la Pasión de Dios se convierte en la Compasión de su Iglesia por los hombres. La Iglesia de la Compasión La Hora de Jesús, aquella en que él se entrega hasta el extremo del amor, es de ahora en adelante la de la Iglesia, la nuestra. Esta Hora está aquí para nosotros, en la Liturgia vivida, cada vez que, según el descentramiento del Ágape divino, nos hacemos cercanos, prójimos de los pobres que son nuestros hermanos. Hacerse cercano a los otros no es ser como ellos exteriormente; al encarnarse, el Hijo amado no imita nuestros comportamientos humanos, desposa nuestra pobreza. La Iglesia no puede ser sierva de los pobres más que haciéndose pobre como su Señor. Ahora bien, conocer la Compasión divina por el hombre es algo que se nos ofrece continuamente, ya que se revela a cada uno de nosotros en el vacío de nuestra miseria. Si consentimos en esto, entonces llegamos a ser pobres según el Espíritu; he aquí la transparencia que hace posible la comunión con los pobres. Conocer la Compasión divina es, quizá, el movimiento más profundo del Espíritu en nuestros corazones. La Virgen María es su espejo, su espacio vivo, ella, la Iglesia en su aurora personal. Conocer desde dentro esta compasión es mucho más que aceptarse a sí mismo en una resignación sin alegría; es decir sí con todo nuestro ser al amor que nos hace nacer, acogemos a nosotros mismos de las manos del Padre y confiar el peso de nuestra naturaleza a Jesús que lo lleva. Ser recreado en la misericordia, después de haber sido creado mediante la necesidad, es llegar a ser libre para poder amar. No para no sufrir más, sino para que todo sufrimiento quede abierto como una fuente. Aprendamos a entrar en la mirada de la Virgen de la Ternura, esta mirada profunda que lleva lejos porque viene de lejos, del corazón de Dios mismo. Nuestro ser eclesial se convierte, entonces, en una Zarza ardiente a la que los hombres no pueden acercarse sin oír en su corazón la misma voz que Moisés: «He visto, he visto la miseria de mi pueblo... he oído su clamor... conozco sus padecimientos» (Ex 3, 7). Nuestro Dios es Salvador, pero no desde lejos. Si no se le puede ver sin conocer la muerte, ¿cómo lo verán nuestros hermanos si nosotros no conocemos su muerte? La Compasión se derrama, como el Río de Vida, en el corazón de la Jerusalén nueva, la Iglesia, que somos nosotros: «He aquí que yo hago correr hacia ella, como un río, la paz» (Is 66, 12). La Compasión no se derrama desde nuestras emociones, sino desde nuestro corazón. Su primer movimiento es el perdón creador. Se aprende en nosotros mismos, ya que continuamente podemos ser perdonados... sin necesidad de forzarnos en ser pecadores. Se aprende, sobre todo, en la compasión misma, ya que, si los otros hacen mal, es porque antes ellos tienen mal. Conocer la muerte por la que ellos sufren hace que se desvanezcan nuestros miedos defensivos y que se derrumben nuestras agresividades.

Pero la misericordia pacificante no tiene límites: la Compasión divina va más lejos que su Perdón. Que nuestro Dios perdone a los pecadores que somos nosotros, es lógico para Él; sabe bien de qué polvo estamos hechos, su Hijo amado se ha hecho carne nuestra. «¿Quién nos separará del amor de Cristo?» (Rm 8, 35). Pero que el hombre inocente sufra, que el pobre sea oprimido, que los niños sean masacrados, aquí está el escándalo y es aquí donde se revela el abismo de la Compasión divina. Nos encontramos de nuevo en el corazón de la Epíclesis, con el grito de Job y los gemidos de los pobres que suben «de debajo del altar» de la Liturgia eterna (Ap 6, 9 ss). El altar del holocausto se ha convertido en el de los pobres, en el de la Compasión. La Hora de la Iglesia en su Liturgia vivida se vive aquí, como la Presencia del amor en el vacío de la más grande ausencia. «¿Dónde estás, Señor? ¿Hasta cuándo tardarás?». La Cruz de su Hijo es el lugar donde parece más ausente, pero donde el Padre se da más. Allí donde se crucifica a su Cristo, es allí donde su Compasión se entrega, ya que es allí donde el hombre es más herido por la muerte. Nos sorprende el gran silencio de Dios hoy, sin duda porque el poder de la muerte se ha quitado su máscara; pero ¿quién consiente en entrar en el silencio de la Compasión de Jesús, en seguirlo hasta allí? No hay más que un tiro de piedra entre el sueño de los discípulos y la agonía de su Señor: superar esta distancia es entrar en el combate de la oración, de la intercesión, de la Compasión. Cuando entramos así en la profundidad del Nombre del Santo Señor Jesús, todo nuestro ser está en Epíclesis y el Espíritu Consolador se derrama por nosotros en el corazón de nuestros hermanos que sufren. Ahora bien, ¿qué significa para el Padre de los pobres ser Consolador? Ciertamente, no lo es a la manera de nuestras palabras vacías y de nuestras emociones estériles, sino que El, el silencio del Verbo y el poder de su Resurrección, recrea el corazón de los pobres en la fuerza de vivir y la alegría que nada puede arrebatar. Él tiene el secreto de esta Compasión por la cual los pobres se convierten en el altar de la salvación de sus hermanos. Porque compadecer, estar sin fuerza, es participar en la debilidad de Dios en la Cruz. Nosotros tenemos que creer y entrar en esta kénosis del Verbo y del Espíritu Santo, en esta kénosis de la Iglesia que se convierte en nuestra por la Compasión. Sin ella, no hay Comunión ni comunidad, no hay Resurrección ni liberación. En lugar de quejamos de que los demás nos hacen sufrir, aprendamos a sufrir con ellos; el gemido del Espíritu en ellos y en nosotros se convertirá en fuente de Vida. «La Gloria de Dios es el hombre viviente», nos dice san Ireneo; la irradiación de su Amor es que el hombre viva. La manifestación más desgarradora de la Gloria de la Trinidad Santa es su Misericordia. Cuando consentimos en ser tomados por ella, nosotros entramos en lo más profundo del corazón de nuestro Dios. Pero esta Gloria, que se derrama en misericordia, se hunde en la espesura de nuestra muerte; en nuestros últimos tiempos, está velada en la angustia de los pobres, como lo estuvo, en la Hora de la Cruz, en el «Hombre de dolores, conocedor del sufrimiento, objeto de desprecio y deshecho de la humanidad» (Is, 53, 3). La Gloria de Dios está en kénosis en el hombre y, por ello, si las últimas palabras del Verbo son de misericordia, su último Aliento es de Compasión. Desde entonces es derramado «sobre los habitantes de Jerusalén un Espíritu de compasión y de súplica; ellos mirarán hacia Aquel que traspasaron» (Za 12, 10; Jn 19, 37). Así es como el Espíritu Consolador nos enseña a mirar al hombre que sufre. «En aquel día», y nosotros estamos en él, «habrá una fuente abierta para los habitantes de Jerusalén» (Za 13, 1; Jn 19, 34); entonces, la Liturgia fontal se hace vida: la Compasión es la Liturgia de los pobres.

XX. La misión y la liturgia de los últimos tiempos Podremos hacer todas las reflexiones de teología o de pastoral misional que queramos, pero el misterio de la Misión se adueñará de nuestra vida tan solo si nuestro corazón es transformado, labrado e irrigado por la Compasión divina. Es necesario que estemos habitados por ella. La Liturgia vivida comienza a vivificarnos a nivel del corazón, por la oración cada vez más continua, y desde ahí penetra nuestra naturaleza, nuestra actividad y toda relación. Cuanto más nos deifica, más nuestra vida llega a ser obra de Dios; cuanto más la Comunión divina restaura nuestra relación, tanto más llegamos a ser Iglesia. La Liturgia dilata así la Iglesia en espacio humano de Compasión divina. Es en este momento de madurez cuando el misterio de la Liturgia, celebrada y vivida, desgarra el corazón de la Iglesia, como el Amor ha desgarrado el del Padre y el Espíritu el de Cristo al expirar en la Cruz. Entonces la Compasión se derrama sobre el mundo, y he aquí la Misión. Antes de cuestionarlo todo, volvamos al Misterio; antes de problematizar, aprendamos a contemplar. Las cuestiones fecundas de la Misión se revelan y se resuelven en la unidad del Misterio. No consiste en oponer o en preferir la Liturgia a la Misión, lo cual no conduce absolutamente a nada. No consiste tampoco en yuxtaponerlas, como si se tratase de dos especializaciones en la Iglesia, interna una, externa la otra. Aunque se pueda, de hecho, distinguir la celebración de la Liturgia y la Misión en la historia vivida de las Iglesias, las cuestiones que se plantean conciernen, en primer lugar, a lo que hacemos de ellas. ¿Por qué, por una parte, la vitalidad del Pueblo de Dios, que es la Liturgia, no se despliega, o se despliega tan poco, en este fruto de la Caridad que es la Misión? ¿Por qué, por otra, los cristianos emplean tanta generosidad e ingeniosidad al margen de la Liturgia y la Misión esencial de la Iglesia? Estas son, a nuestro parecer, las dos cuestiones previas hoy; las demás, concernientes al cómo de la Misión, son solo corolarios de ellas y nos remiten a la fuente. Ahora bien, la Fuente de la Liturgia, la misma Agua viva que sacia a los bautizados, despierta la sed de los hijos de Dios dispersos. El mismo Espíritu anima al Pueblo de Dios y gime en el corazón de las naciones. Hemos contemplado en la Liturgia de los últimos tiempos202 tres grandes Sinergias del Espíritu y de la Iglesia: la que revela a Cristo, la que transforma todo en su Cuerpo, la que derrama su Comunión. Distintas pero inseparables, las hemos vuelto a encontrar a lo largo de toda la Liturgia celebrada y vivida. Ahora bien, como veremos, son ellas las que inspiran desde dentro todo el movimiento de la Misión. El Río de Vida, cuando da el fruto por el que mana del Padre y del Cordero -y esta es su Misión: dar ese fruto-, siempre es llevado por las mismas corrientes. Por otro lado, la Iglesia no es una cuando celebra la Liturgia y otra distinta cuando sus miembros la viven: está de otra manera. Lo mismo ocurre en su Misión. La Iglesia no tiene un rostro vuelto hacia Dios y otro vuelto hacia los hombres. Su misión en los últimos tiempos es ser el rostro humano de Dios, donde los hombres puedan reconocer a Aquel que buscan, y, en la misma luz, el rostro de los hombres que refleje la Gloria de Dios (cfr. 2 Co 4, 6). El misterio pascual de la Misión Es celebrando la Liturgia eterna como la Iglesia recibe y aprende su Misión. Los primeros enviados, los Apóstoles por excelencia, la han vivido y de ello nos hablan los Hechos. Hoy, el Espíritu Santo imprime su sentido en la carne de la Iglesia. Él es el Dado por entero, Aquel que Jesús no cesa de enviar y arrastra en la kénosis de su Misión al Cuerpo vivo de Aquel que es el primer Enviado del Padre. Él trabaja en el corazón de todos los hombres partiendo de este foco donde el Padre y Cristo hacen manar su Compasión desbordante: la Iglesia.

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Cfr. el capítulo VIII.

La Misión de la Iglesia no se puede entender más que en el misterio de los últimos tiempos. Ella es el último tiempo de la Economía de la salvación en este mundo. Ella es el poder del Señor resucitado que atrae a todos los hombres hacia el Padre por la Compasión de su Espíritu que él derrama en ellos. El misterio de la Ascensión es el impulso divino que sostiene nuestro mundo. Esta Ascensión omnipotente, donde ha comenzado la Liturgia eterna, no cesa de sacar a los hombres del dominio de las tinieblas para llevarlos a la luz del Padre. Lo que se cumple sacramentalmente en la Liturgia celebrada se despliega en la Misión como Liturgia integral de la Iglesia. El mismo misterio pascual en esta es acogido en su Plenitud, en aquella derramado en abundancia. En la misma Pascua, la Iglesia es transfigurada en su Señor e irradia la Luz de su Cuerpo vivificante. La Liturgia celebrada y la Liturgia de la Misión son los dos momentos del mismo Amor: ¿cómo amar a nuestros hermanos, si no acogemos antes a Aquel que nos amó primero? Son los dos movimientos del mismo misterio pascual: «Vosotros sois un sacerdocio real... para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su luz admirable» (1 P 2,9). La celebración litúrgica es, ciertamente, un momento intenso donde cada comunidad eclesial reaviva la conciencia de su misión. Pero, sobre todo, es el momento en que se le da la Misión, no como una consigna, sino en su Misterio mismo. En la celebración, el Verbo se confía a su Iglesia, como el tesoro en una vasija de barro (2 Co 4, 7), depositando la Palabra en su corazón, penetrándola con su Espíritu, entregándole su Cuerpo. Entonces la Iglesia podrá expresar a todos los hombres a Aquel que ella conserva grabado en sí misma, podrá darles el Espíritu dando su propia vida, ser el Reino en medio de ellos. En la Misión, el gran trabajo de la Pascua de Cristo se convierte en el de su Iglesia. ¿No es este el significado pleno del término Liturgia como acción, vitalidad, trabajo divino del Pueblo de Dios? Si, en la celebración litúrgica, el Pueblo de Dios llega a ser más y más el Cuerpo de Cristo, ¿qué hace en su Misión sino que Jesucristo llegue a ser más y más todo en todos? Pero, sobre todo, la Liturgia le enseña, en acción, el sentido único e inflexible de esta actividad misionera: «por nosotros los hombres y por nuestra salvación» en el mismo impulso de «alabanza de la gloria de su gracia». La disminución del sentido doxológico de la Misión va, con frecuencia, a la par con la disminución del significado divino de la salvación del hombre. En Jesús, estas dos finalidades, distintas pero inseparables, están unidas en la Persona del Verbo y polarizadas por su fuente de luz: el Padre. «La Gloria de Dios es el hombre viviente y la vida del hombre es la visión de Dios... porque la gloria del hombre es Dios, pero el receptáculo de la Energía de Dios y de toda su Sabiduría y de todo su Poder es el Hombre203». Tal es el dinamismo pascual de la Misión de la Iglesia: la misma y única Gloria de Dios, que el Verbo ha venido a restaurar asumiendo y deificando al hombre. Ahora bien, esta Pascua de la Misión nosotros aprendemos a vivirla cumpliéndola en la celebración de la Liturgia. Esto es verdad, sobre todo, cuando la sinergia sacramental nos arrastra, en el corazón de la anáfora eucarística, en la anámnesis y en la epíclesis. Aquí, el hombre es alcanzado en el estado en que espera ser salvado, y este es el criterio de las expresiones auténticas de la misión. En la Liturgia encontramos al hombre allí donde Dios se une a él, allí donde Cristo se ha hecho siervo de los hombres. Jesús, en su condición mortal, no ha prestado ningún servicio social, ni siquiera al multiplicar los panes. Su servicio es divino, y se realiza en la Liturgia y en la Misión, salvando al hombre allí donde él busca a su Dios, en el hambre y en la sed, allí donde él está herido por la muerte.

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San Ireneo, Adversus haereses, IV, 20, 7 y III, 20, 2.

Cristo, siervo de los hombres para su salvación, nos enseña en la celebración litúrgica el mismo despojo que en la misión. Socialmente, este servicio de la única Liturgia es inútil, no cambia ninguna estructura; pero humanamente, en la verdad esencial del hombre, es el más alto servicio: el de la Compasión que lo deifica. La celebración litúrgica nos hace vivir la Pascua de los hombres en Cristo, esta misma Pascua de la que nosotros somos servidores en la Misión. Si se ha comprendido que la Epíclesis eucarística es el foco de la Compasión de donde manan todas las Energías de la Iglesia, se puede entonces entender cómo la Misión manifiesta y comunica la Compasión divina que salva a los hombres. La Misión, Epifanía de la Compasión En la anáfora eucarística, la Pascua de Jesús por todos los hombres llega a ser la nuestra; aunque algunos miembros se alegran de pasar a la Vida, ¿cómo no sufrirán, al mismo tiempo, por aquellos que todavía están en la muerte? En la Liturgia de la Palabra, Cristo Salvador se nos revela y le respondemos con la acogida de la fe; pero nuestra respuesta traicionaría a Aquel que se confía a nosotros si no le anunciásemos. La Misión es esta Manifestación de Cristo al mundo a través de todo lo que somos: comunidad eclesial, palabra, testimonio, don de nuestra vida. En primer lugar, la Misión es esencialmente Epifanía de Cristo a través de su Iglesia como nueva comunidad de Caridad. La Iglesia no es una cadena mundial de publicidad evangélica ni una asociación de las sucursales de los discípulos de Jesús; ella es la novedad de la Comunión del Espíritu Santo entre los hombres. Esta es la Buena Noticia que se anuncia por su sola existencia: que el amor imposible esté aquí como un acontecimiento real. El Dios Vivo no necesita presentación: Él Es y Viene. Lo mismo sucede con la Iglesia, acontecimiento de la caridad divina entre los hombres. Si la Iglesia no llega a ser ella misma acogiendo el Espíritu Santo que la hace Cuerpo de Cristo, no es más que un grupo socio-cultural entre otros; es entonces, al faltar la Liturgia fontal, cuando los cristianos recurren a la publicidad. Pero, si la Iglesia local es una Comunidad de caridad, los hombres pueden quizá rechazar esta noticia conmovedora del amor de Dios por ellos, pero no pueden no verla. La Misión como Epifanía es, ante todo, este misterio de Luz (Jn 13, 35). A partir de ahí, la Iglesia es también advenimiento de la Palabra. Cada uno en la Iglesia, por medio de su Bautismo y Crismación, recibe por su parte los carismas de este profetismo nuevo: «realizar el advenimiento de la Palabra de Dios» (Col 1, 25) entre los hombres. La palabra «cumple su misión» (2 Ts 3, 1) a condición de que la llevemos para lo que es y sin traficar con ella (1 Ts 2, 3; 2 Co 2, 17): Jesús crucificado y resucitado. Es Él quien, a la medida de nuestra transparencia, llama a los hombres allí donde están, todavía en las tinieblas, y de luz en luz. Porque los entiende, Él, el único Amigo de los hombres, sabe recogerlos para liberarlos. Ni demagogo ni doctrinario, Jesús es la claridad toda pura de la Gloria del Padre. A través de nosotros, Él habla «con autoridad» y no como un cronista. La verdad de lo que dice coincide con lo que es y esta evidencia solo puede ser reconocida por un corazón sencillo y recto. Él es el único verdaderamente humano, porque conoce en su Carne en qué consiste el combate del pecador y la libertad de vivir de modo divino al hombre. Por eso, nuestra palabra, sacramento de su Misterio, no es ni un discurso sobre Dios ni una moral para el hombre, sino la revelación de que el hombre es amado y está llamado a hacerse Dios, porque el Padre lo ha amado primero y su Hijo se ha hecho hombre. Esta Palabra será tanto más verdadera cuanto más nos haya transformado primero, deificándonos, a nosotros mismos. Si es la Iglesia la que anuncia el Evangelio por medio de nosotros, esto implica que estemos comprometidos en ello con todo nuestro ser. La Misión no puede no ser testimonio. Jesús es el único Testigo de la ternura del Padre y de la miseria del hombre, pero Testigo fiel, porque cumple

en sí mismo la promesa del Padre en favor de todos sus hijos: su grandeza divina ya está restaurada en el Hijo amado. Juan era el dedo que mostraba al Verbo en la humildad de su Carne. La Iglesia es ahora, en el Espíritu Santo y participando de su kénosis, el precursor del Señor en el umbral de su Advenimiento en la Gloria. Pero no muestra a Cristo como exterior a ella; Juan era el amigo del Esposo, ella es la Esposa. El misterio del testimonio, con demasiada frecuencia reducido a apariencias, es tremendamente exigente: reclama insistentemente transparencia. No se improvisa el testigo. Hace falta una larga intimidad con el Verbo de Vida y con la muerte de los hombres hacia los que él nos arrastra en su seguimiento: hace falta la Compasión siempre naciente, la de la Virgen María. Finalmente, la misión de la Palabra culmina en el martirio, forma última de testimonio. Poco importan sus formas, pero la misión de la Iglesia ya no sería la de Cristo y del Espíritu Santo si no se acabara así. «¿A ti qué te importa? Tú sígueme...» (Jn 21, 22). Tan solo podemos ser testigos de Aquel que hemos escuchado, han contemplado nuestros ojos y han tocado nuestras manos si su Fuego nos purifica hasta conformarnos totalmente con Él. Desde la Epíclesis de nuestro Bautismo hasta la de nuestras Eucaristías, es este mismo Fuego el que actúa en nosotros para que la Vida haga su obra en nuestros hermanos. Si nuestra misión no encuentra contrariedades, es que somos falsos profetas. Ahora bien, habiendo sido enviados para estar con los hombres, no podemos ser como ellos; estaremos con ellos y seremos para ellos tan solo si somos como Cristo: «signo de contradicción» (Lc 2, 34), revelando los secretos de los corazones. La tribulación -sufrida porque somos «cristianos» (1 P 4, 16)- es el sello del ministerio de la Palabra, su culminación en el silencio del Amor que da la Vida después de haber dado el «germen incorruptible» de la Vida (/ P 1, 23). Se cumple así en la Liturgia eterna la Misión comenzada en la Liturgia de la Iglesia. En el martirio, la compasión alcanza el extremo del amor. La Misión, Pentecostés de los últimos tiempos La Misión de la Iglesia no es más intermitente que el Amor del Padre por cada uno de los hombres. Pero nosotros no podemos anunciar siempre a Aquel que contemplamos ni ayudar continuamente a nuestros hermanos a liberarse en el Espíritu Santo. No pudiendo a cada instante partir el Pan del que los hombres tienen hambre ni derramar la Unción que cura todas sus heridas, entonces ¿qué haremos? Algunos retornan a sus redes. Otros están demasiado habitados por la Compasión de su Señor como para dejar a la Iglesia sola en el Tiempo de su alumbramiento; Aquel que la Iglesia lleva, ¿no es Aquel que llega a serlo todo en todos? La Misión vuelve, entonces, a su fuente para no cesar de manar; es en la oración del corazón donde la Liturgia de la Misión no se agota jamás. En la Epíclesis de la Eucaristía, nuestro sacerdocio profético y real, de la Palabra y del Amor, se alimenta de un fuego que no se apaga. En ella, la Liturgia del corazón encuentra siempre alguna brasa con la cual la oración se aviva de nuevo en el impulso y en la llama de la Epíclesis. En secreta comunión con el gemido de los santos de debajo del altar de la Liturgia eterna, la oración del corazón es el lugar desde donde el Espíritu no cesa de derramarse en los hombres. En este Pentecostés ininterrumpido de los últimos tiempos, el Espíritu Santo es, según las palabras de san Basilio, «el lugar de los santos»204. Así ha sido desde la aurora de la plenitud de los tiempos. Este misterio de efusión, su Misión, comenzó para el Espíritu Santo con la Virgen María. Desde que ella concibió al Verbo del Padre, parte «a toda prisa» a casa de su prima Isabel, y he aquí que, deseando la paz, ella la da: el Espíritu invade a la madre, y su niño conoce ya los estremecimientos del Paráclito. La Iglesia, incluso cuando es inútil para el mundo, está siempre

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Líber de Spiritu Sancto, PG 26, 184a.

así en misión, en visitación entre los hombres. La oración es en el corazón de la Iglesia la Epíclesis de su Misión continua. Orar así siempre es un don que está inscrito en el Sello del Don del Espíritu que ha confirmado nuestro Bautismo. Cuando este don es revelado por una llamada personal y se adueña de todo el ser y de toda la vida, se convierte en ese carisma que no tendrá nunca un nombre canónico adecuado en la Iglesia: la vida monástica. Es el carisma virginal de la Iglesia. Aquellos que son revestidos de este carisma entregan al Espíritu Santo, Señor de lo imposible, todo lo que en el hombre espera primeramente del hombre su realización: el querer, el poder y el tener. Esperarlo todo del Espíritu Santo es el movimiento primero de la Epíclesis, de la oración del corazón. La vida monástica es así el carisma escondido, pero en primera línea del combate escatológico que sostiene toda la Misión de la Iglesia. Es ser el Amor en el corazón de la Iglesia, según la expresión de santa Teresa del Niño Jesús. Un icono de las Iglesias orientales, que comienza a ser redescubierto por sus hermanas de Occidente, expresa muy adecuadamente este misterio de la Iglesia orante en el Pentecostés de los últimos tiempos: es el icono de la Deesis205. En el centro, Cristo tiene en una mano el rollo de la historia (el Cordero crucificado y resucitado) y con la otra bendice el mundo (la efusión del Espíritu Santo): es siempre en la Ascensión donde se revela y se realiza el misterio de la Misión. A un lado y al otro, la Virgen María y Juan Bautista, con las manos abiertas y extendidas, no son más que oración, intercesión, gemido del Espíritu. María está siempre aquí, Iglesia de la Visitación de Dios entre los hombres; pero Aquel que ella llevó y aquel que quedó lleno del Espíritu Santo están ahora en la Liturgia eterna. «Bienaventurada tú, que has creído...» (Lc 1, 45) es la Bienaventuranza de la Iglesia, porque su Compasión no puede no dar su fruto eterno.

XXI. La liturgia, tradición del misterio No tenemos que inventar la Misión. Nos es dada, tenemos que cumplirla, celebrarla. Remontando a su fuente, hemos descubierto, si es que era necesario, que la Liturgia tampoco hay que reinventarla; tenemos que entrar en ella y ser arrastrados por su corriente de vida. Estamos ante la maravilla del Misterio de Cristo: desde el principio de la creación a la consumación del Reino, él es Tradición. La santa y viva Tradición, la tradición divina, es, en efecto, el Amor desgarrado del Padre que entrega a su Verbo y derrama su Aliento hasta este cumplimiento: he aquí mi Cuerpo entregado por vosotros... he aquí mi Sangre derramada por la multitud... Jesús entregó su Espíritu. La pasión del Padre por los hombres (Jn 3, 16) se cumple en la Pasión de su Hijo y se derrama desde entonces por su Espíritu en esta Compasión divina en el corazón del mundo que es la Iglesia. Y el misterio de la Tradición es esta misión conjunta del Verbo y del Espíritu a lo largo de toda la Economía de la salvación; de ahora en adelante, en los últimos tiempos, todas las corrientes de amor del Espíritu de Jesús confluyen en el gran Río de Vida que es la Liturgia. En la Economía de la salvación, la Tradición era, primeramente, el don de acontecimientos salvíficos; en la Liturgia, ella realiza y hace presente el Acontecimiento que sostiene toda la historia, la Pascua de Jesús, pero con la Iglesia, y esta es la Sinergia central de la Epíclesis. En la Economía de la salvación, la Tradición era, luego, la revelación del significado de los acontecimientos salvíficos por los profetas y los escritores sagrados; en la Liturgia, ella manifiesta a Cristo a la Iglesia y por la Iglesia, y esta es la Sinergia del Memorial. En la Economía de la salvación, la Tradición era, por último, la participación del Pueblo de Dios en los acontecimientos salvíficos; en la Liturgia, está la Sinergia de la Comunión, en la que la 205

Literalmente «súplica», «ruego», «petición».

celebración y la vida son en adelante inseparables. Los canales de la Tradición divina son los de la «gracia múltiple en sus efectos» (1 P 4, 10-11), pero el Agua viva es siempre la del Río «límpido como cristal, que mana del trono de Dios y del Cordero». La Liturgia es el gran Río donde confluyen todas las energías y las manifestaciones del Misterio, desde que el mismo Cuerpo del Señor, vivo junto al Padre, no cesa de ser entregado a los hombres en la Iglesia para darles la Vida. La Liturgia no es una realidad estática, recuerdo, modelo, principio de acción, expresión de sí o evasión angélica. Ella desborda los signos en que se expresa y la eficacia que de ella se percibe. Ella es irreducible a sus celebraciones, aunque esté toda entera en ellas. Pasa a través de la palabra humana de Dios, escrita en la Biblia y cantada por la Iglesia, sin jamás agotarse en ella. Está en su casa en medio de todas las culturas y no se reduce a ninguna de ellas. Hace la unidad de una multitud de Iglesias locales sin perder nunca su originalidad. Nutre a todos los hijos de Dios y en ellos no cesa de crecer. Si bien incesantemente celebrada, nunca se repite: es siempre nueva. Si hemos entrado en la visión de Juan, contemplando en el corazón de la historia el despliegue del Río de Vida que es la Liturgia, todas nuestras separaciones entre la celebración y la vida son removidas y superadas. Esta atracción omnipotente del Cristo de la Ascensión, inscrita en el vacío de todo acontecimiento humano, puede entonces iluminarlo y vivificarlo desde dentro. No podemos reducirla a algunos destellos de comunión ni a unos momentos festivos de celebración comunitaria. El Acontecimiento total de Cristo que es la Liturgia, y en el cual nosotros estamos constantemente implicados, desborda por todas partes la conciencia de fe y la celebración de los creyentes. En efecto, porque lo que él asume y penetra es toda la historia, y todos los hombres y cada uno de ellos en todas sus dimensiones, y todo el cosmos y toda la creación. Para ser arrastrados por este Río, que nos baste haber alcanzado su Fuente.