La trayectoria de Rosario Castellanos

La tenaz trayectoria de Rosario Castellanos Raúl Ortiz y Ortiz En menos de medio siglo, como si presintiese la que hab

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La tenaz trayectoria de

Rosario Castellanos Raúl Ortiz y Ortiz

En menos de medio siglo, como si presintiese la que habría de ser prematura desaparición, Rosario Castellanos comienza a integrar desde edad temprana una obra total. Escribo porque yo, un día, adolescente, Me incliné ante un espejo y no había nadie. ¿Se da cuenta? El vacío. Y junto a mí los otros chorreaban importancia.

Con motivo de la reciente publicación en CD de la poesía grabada de Rosario Castellanos en la colección Voz Viva de la UNAM, Los Universitarios ofrece a sus lectores el interesante prólogo que introduce la obra de la escritora mexicana, cuyo autor generosamente proporcionó a la revista las fotografías que lo acompañan.

Comienza su tenaz trayectoria en la Ciudad de México, donde viera la luz primera en mayo de 1925, y ya para mediados de 1950 una jovial ponente sustenta lúcida los argumentos en defensa de su tesis Sobre cultura femenina. Para graduarse en la Facultad de Filosofía y Letras discurre ante los miembros de un jurado, que no pueden contener risa ni asombro frente a tanto ingenio y valentía en una memorable sesión que deja huella en Mascarones. Allí hubo de alternar Rosario con los incipientes filósofos, ante los que “pasaba por una retrasada mental”, mientras que para los literatos era “como una extraña con la cual no había ningún motivo para entrar en relación”. Ya desde entonces, hasta el trágico accidente en que pierde la vida, su destino siempre irá vinculado en inquebrantable simbiosis con quehaceres culturales: desde Tel-Aviv habría de escribir

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en 1973 a Maureen Ahern, norteamericana que le propuso traducir al inglés Mujer que sabe latín en un documento de auto análisis, certero como todo lo que de su pluma emana: “Mis intereses extra-domésticos han sido literarios y, al través de ellos, políticos”. El 5 de mayo del mismo año la escritora confía a su amigo EOR “...para mí la literatura ha sido la espina dorsal. Y puedo decir, sin hipérbole, que gracias a ella he logrado no sólo sobrevivir (lo que es ya una proeza dadas las muy difíciles circunstancias en las que me crié) sino —además— conservar la razón”. Eduardo Mejía, insuperable conocedor de la obra de Rosario Castellanos, en años recientes la edita con devoción: no obstante el graznido de la “infame turba de nocturnas aves” descubre, recupera y publica Rito de Iniciación y asume también la ardua tarea de preparar los dos tomos de las Obras [¿completas?] en el Fondo de Cultura Económica. Además, en la nota introductoria que prepara en 1997 para la nueva edición de Declaración de fe, no vacila en hablar de “la mejor escritora de su tiempo para sus contemporáneas, los lectores, los críticos y los literatos de todas las épocas, y con la única condición que le pone a las autoras: el rigor absoluto”. Ni la ampolla que produce el cerillo mal prendido ni el escollo de los seres bienamados, nada detiene al manantial en su incansable destilar.

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Rosario casi niña

Rosario joven

Por ello nunca husmea la mujer en busca de la egoísta torre de marfil para resguardarse contra los Beckmesser locales ni para hallar cobijo que neutralice el ninguneo de las mafias omnipresentes. Su alianza será, a partir de siempre, con el débil —porque ya desde la adolescencia, en agobiante torbellino, la ha abrasado la ira que en ella despierta el ver entronizada a la alevosía. Superado Mascarones, viaja primero a Europa. Confía en poder allí fincar más hondamente su estirpe de humanista, y con admirable elocuencia epistolar (en volumen publicado durante 1994 por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes) consigna lo más íntimo de sus aspiraciones personales y deja estallar el entusiasmo que la arroba en museos y países cuya existencia atribuyó en los años de infancia al inmarcesible reino de lo mítico. Al volver a América, combina su apasionada entrega a las letras con afanes altruistas: primero en el Instituto Indigenista de Chiapas —tierra de sus padres, campo de batalla en que se pavonea orondo el blasón de la injusticia— pero ante todo fuente de inspiración, y constante escenario para los relatos en la primera fase de su obra; más tarde, decidirá consagrarse, en buena parte de su vida activa, a la enseñanza. De regreso en la Ciudad de México —lejos de Davós, pero merced a la pericia de Ismael

Cosío Villegas, y con la convicción de quien tiene aún pendiente integrar una obra— sale airosa de una tuberculosis durante la que, recostada y en el retiro de su clínica, amenizaban su soledad las polémicas de Settembrini y Nafta y los portazos de Claudia Chauchat. Directora de Información y Prensa de Ignacio Chávez desde 1961, va acrecentando su genuino compromiso con los problemas de su momento. Pero la carrera estrictamente administrativa cesa de súbito en 1966, al ser derrocado ignominiosamente el rector de la UNAM el 26 de abril, fecha que coincidía con aquel remoto acto de barbarie de 1937: el bombardeo de Guernica. A partir del oprobioso derrocamiento —gestado e instrumentado por el gobierno en turno— van a comenzar los decisivos Wanderjahre de la escritora. Luego de un forzoso interludio en cesantía, le lloverá del cielo una feliz iniciativa que le ha de permitir respirar en creciente libertad aires menos contaminados. Porque con aquella generosidad que siempre le fue característica, la doctora María del Carmen Millán, que conocía en detalle la nueva crisis matrimonial por la que atravesaba su amiga, le propuso aprovechar una invitación que originalmente había ella recibido para impartir cátedra como profesora visitante en la Universidad de Wisconsin; de aceptarla, Rosario podría así dejar tras sí los engorros de familia y poner

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Rosario en una foto de Héctor García

tierra de por medio a los conflictos imperantes en el país. Además, al abrazar este paréntesis fuera de México aliviaría también la escasez en época de vacas flacas, puesto que, como escribirá de TelAviv a Maureen Ahern: “Mi creencia de que los asuntos domésticos deben compartirse, fue totalmente inoperante durante el tiempo (trece años) que duró mi matrimonio”. Madison la acoge con cálido entusiasmo, y en este primer viaje comienza el largo peregrinar, que no cesará sino hasta el desenlace en Israel. La desterrada abandona el calor del altiplano para solazarse en el color otoñal reflejado en los Grandes Lagos, donde permanecerá también buena parte del sombrío invierno de Wisconsin impartiendo clases sobre novela hispanoamericana contemporánea. Escribirá cáustica el 22 de septiembre de 1966: “Y no se olvide que la subscrita (sic voluntariamente irónico) es una pobre vagabunda sin hogar y sin fortuna”. Pero el exilio no será largo. El tiempo apremia, y aún queda mucho por hacer. Para enero del año siguiente, la alondra prisionera emprende el vuelo rumbo a Bloomington, donde, con variaciones, se repetirá el ritual académico de Madison; luego la acogerá, hospitalario, Boulder. Pero antes de retornar a México, disfruta plenamente de las delicias de Capua en orgías teatrales y cinematográficas embelesada por la fascinación de un Nueva York en que comienzan

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a percibirse las señales proféticas de inminentes transformaciones en que se cimbrará la juventud durante la guerra contra Vietnam. Para el otoño de 1967 se reintegra a la enseñanza de literatura comparada en la Ciudad Universitaria del Distrito Federal. Pronto resonará allí su palabra en todos los ámbitos, porque para entonces el nombre de Rosario Castellanos (“mi nombre, que no abrevio por ninguna razón”) identifica a una figura vigorosa entre las plumas más originales que habían comenzado a destacar a partir de los años cincuenta: desde sus primeros intentos literarios cosecha triunfos en todos los géneros abordados, y en todos descuella. Las reseñas críticas para sus dos novelas no pudieron haber sido más encomiásticas: en Balún Canán (1957), se elogia a una briosa voz que denuncia la impunidad y violencias de un país en crisis, visto al través de una sensibilidad comprometida. Quien analiza y observa aquellos conflictos desatados en esa primera novela durante los años treinta en el escenario de Comitán, para 1960 pasea la mirada en el paisaje del sureste rumbo a San Cristóbal. La narración en Ciudad Real escudriña, reitera, subraya y confirma las abismales diferencias a que se enfrenta el indio respecto de la prepotencia del ladino. Después, en Oficio de tinieblas, de 1962, el impulso creador y el conocimiento de la historia de la región entrelazan dramáticas intrigas con la pericia de quien domina a tal grado el relato, que la obra, acogida como sobresaliente éxito editorial, la hace además merecedora de generosos galardones, que algunos coetáneos no podrán perdonarle. A partir de 1964 su tinta, de matiz más sombrío, dibuja trazos más ásperos. Trama, acción y personajes de los nuevos relatos abarcarán ahora un universo más amplio, donde descubre y describe nuevos matices de la miseria. Porque si las páginas de Balún Canán y Oficio de tinieblas denunciaban el inútil sacrificio del indígena, empantanado en atavismos bajo el agobio de inicua explotación, en Los convidados de agosto (una novela corta y tres cuentos escritos durante aquella lacerante sacudida que habría de llevarla hasta el umbral mismo de la muerte): No me toques el brazo izquierdo. Duele de tanta cicatriz. Dicen que fue un intento de suicidio Pero yo no quería más que dormir

ROSARIO CASTELLANOS Profunda, largamente como duerme La mujer que es feliz la mirada compasiva ya no sólo se concentra en el mundo indígena: ahora se desplaza al ámbito del ladino y denuncia las mismas vejaciones, perpetradas en víctimas de otra especie. Antaño acusadora de la mecánica socarrona que aceita el imperio de la impunidad, la indignación en las nuevas páginas pone al descubierto la violencia del fuerte —aquí dominación masculina— que sojuzga y humilla a la hembra, hermana del tzotzil en la agonía y, como el tzeltal, muda víctima en la desesperanza y la impotencia. Primero, mujer, luego, independiente de oficio y, para colmo de males, coleccionista involuntaria de triunfos, es preciso aislarla, neutralizar de inmediato los daños que generan sus reseñas críticas y los que acarrea su autonomía; hay que liquidarla, en suma; al menos, pronunciar el anatema o, en su defecto, el decreto de cuarentena perentoria. La sentencia que dicta: “No existes”. Y la firman Los que para firmar usan el Nos mayestático: el Único que es Todos; los magistrados, las cancillerías, las altas partes contratantes, los trece emperadores aztecas, los poderes legislativo y judicial, la lista de Virreyes, la Comisión de Box, los institutos descentralizados, el Sindicato Único de Voceadores y... ...y, solidariamente, mis demás compatriotas. Ave de muchas voces como el cenzontle, el canto airado podía también asumir otros personalísimos acentos y ritmo de natural interioridad y ternura en una poesía cuyo pincel, ocasionalmente de paisajista, alternaba con insaciable sed de infinito, donde el perenne quebranto desemboca en la muerte, única obsesión consoladora: Algún día lo sabré. Este cuerpo que ha sido mi albergue, mi prisión, mi hospital, es mi tumba. Esto que uní alrededor de un ansia, de un dolor, de un recuerdo, desertará buscando el agua, la hoja, la espora original y aun lo inerte y la piedra. En el campo estrictamente personal, antes de concluir 1961, y después de aquellos lacerantes

Rosario Castellanos

fracasos y primeras derrotas en pos de la maternidad, véanse la elocuente dedicatoria de Lívida luz y la queja donde afirmaba: Me han traspasado el agua nocturna, los silencios originarios, las primeras formas de la vida, la lucha, la escama destrozada, la sangre y el horror. Y yo, que he sido red en las profundidades, vuelvo a la superficie sin un pez… La mujer arranca ¡por fin! el fruto que siempre añoró como suprema meta, lo que diez años más tarde compartirá con sus lectores al aparecer Poesía no eres tú: …ya usted sabe, ese niño que un día se erigirá en juez inapelable y que acaso, además, ejerza de verdugo. Mientras tanto lo amo. Quien, además de haber vencido en la maternidad triunfó también sobre la muerte, confirma que el éxito no mitiga la desolación, y sabe que la creatividad incesante sólo sirve para aturdir. Porque la recurrente adversidad nunca fue óbice para que fluyera el caudal literario en Rosario Castellanos; a mayor aflicción, mejor producción, parece implicar su inextinguible élan vital. Siguen ahora más artículos que circulan

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semanalmente en la prensa mexicana, según la mención en “Autorretrato”: Escribo. Este poema. Y otros. Y otros. Hablo desde una cátedra. Colaboro en revistas de mi especialidad. Y un día a la semana publico en un periódico. Sí; porque ahora parece huir de la nostalgia recreándose en sus editoriales, que pronto trascenderán lo efímero del periodismo: la acertada visión crítica, definitiva en las revistas literarias, la consagra como ensayista cuando la Universidad Veracruzana publica Juicios Sumarios. Después, con firme paso, decide organizar su discurso con ocasionales tonos de jovial agilidad. En sus cavilaciones diserta no sólo sobre teatro y poesía: rejuvenece su incesante curiosidad respecto de otras novedades artísticas y actualidades políticas. Los análisis convergen también en atinados comentarios acerca de la obra de sus coetáneos; amplía el círculo de lecturas, aborda con amenidad a directores cinematográficos, y a novelistas clásicos, de Laclos a Dickens, de Visconti a Bergman, de Antonioni a Fellini. No resiste el impulso de compartir con el lector cuanto le apasiona y mantiene activa para superar el abatimiento; lee con creciente avidez a los clásicos ingleses y norteamericanos en el original. Traduce la segunda de las Cinco grandes odas y de L’échange de Claudel a Emily Dickinson y a Saint-John Perse. Mujer ante todo, pero ante todo inteligente para enarbolar el pendón feminista —arbitrario como cualquier dogmatismo— vemos discurrir en sus páginas el desfile acompasado que encabeza Jane Austen, de la mano con Virginia Woolf; no oculta su admiración por Carson McCullers y se nutre de Isak Dinesen o Violette Leduc; lee a Musil y a Broch; a Mauriac y al Sartre de Situations, a la Beauvoir, así como a la otra Simone, la santa ¡la verdadera! (el amor no es consuelo, es luz), aunque también a T.S. Eliot y Durrell, a la vez que a Rulfo, Carpentier, y a otros, que van a dejar huella en su espíritu. No en vano anunciaba en Al pie de la letra (1959): Desde hace años, lectura, tu lento arado se hunde en mis entrañas, remueve la escondida fertilidad, penetra hasta donde lo oscuro —esto es lo oscuro: roca— rechaza los metales con un chispazo lívido.

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Escribe el Memorial de Tlatelolco. Después de la matanza en la Plaza de las Tres Culturas (¿y de cuántas víctimas, hábil estadista o sagaz estadístico?) vive en carne propia la afrenta del poderoso, sin menoscabo de la cotidiana vejación sistemática de “ese tábano memorioso/ que alrededor te zumba”, y al que no puede ahuyentar. Luego, un preámbulo inesperado: a guisa de prometedor arcoiris, en diciembre de 1969 el Instituto Cultural Mexicano-Israelí le brinda un flamante puente de plata. Una vez más se antoja propicia la bendición. Las tensiones en casa ¡donde nunca hubo hogar! van más allá de lo humanamente soportable ...las dos cabezas juntas, pero no contemplándose (para no convertir a nadie en un espejo) sino mirando frente a sí, hacia el otro. La decisión de arrancarlas de raíz anuncia ahora el primer síntoma para la curación definitiva. Por ello proyecta el viaje a Tierra Santa para época de vacaciones: de esta suerte no interrumpirá los deberes académicos en la Facultad de Filosofía. La distancia le hará cavilar una vez más durante este nuevo paréntesis. Las posibilidades del futuro se multiplican. En la Universidad Hebrea da conferencias, concede entrevistas, visita el Museo de los Rollos de Qumram, recorre Jerusalén, Jericó, Nazaret y Jaifa y contempla el valle de miel y leche desde las alturas del Golán. La impasible amargura del Mar Muerto refleja la salobre desolación de su ánimo. Estremecida por la aterradora cercanía personal con el pasado remoto, de regreso a la tierra de sus muertos, su constante actividad literaria emite el quejido sordo de una agónica voz con que cincela los poemas de su última época: En tierra de Descartes, junto a la estufa —ya que nieva y tirito— no pienso, pues pensar no es mi fuerte; ni siento pues mi especialidad no es sentir sino sólo mirar, así que digo: (pues la palabra es la mirada fija) ¿qué diablos hago aquí en la Ciudad Lux, presumiendo de culta y de viajada sino aplazar la ejecución de una sentencia que ha caído sobre mí? A partir de En la tierra de en medio la “imbécil turista de a cuartilla” transcribe un estado de aflic-

ROSARIO CASTELLANOS ción que experimenta en el retorno, envuelta por la turbia penumbra de grises navidades en un París inhóspito, tan desolado como su propia alma. Todo el horror de trece años de mendacidad y frustración se le revela como un destino nunca más soportable. Quien funge como amante durante Invierno en el Anáhuac, “esquimal al fin, no besa: muerde” y ante tal afirmación, no existe ya disposición de soslayar el camino a la libertad, menos amargo que la soledad en compañía, sin la espera agobiante del momento en que habrá de darse el zarpazo que aniquile definitivamente y, para siempre, al otro. De enero de 1970 hasta el 7 de agosto de 1974, los hechos se suceden con velocidad vertiginosa. La abnegación, una virtud loca entusiasma al público que se cuenta por miles cuando escucha a Rosario Castellanos leer este inquietante discurso: unas cuantas páginas que resumen todo un anhelo de equidad, y expresan el ideal de complementación, indispensable para integrar la vida en pareja —pero ante todo, premisa ineludible para imaginar siquiera un mundo en que impere la justicia. Concomitantemente a la sentencia de divorcio, un nuevo ofrecimiento, esta vez allende el Atlántico, donde a una figura de la talla de Golda Meir pueda hacerle frente quien ha logrado sublimar el dolor y el abandono en victoria y en claridad, en diáfana belleza y en logro permanente. La primera visita a Israel no guarda con el viaje definitivo más nexo que el de la pura coincidencia: sirvió sólo de preparación para que “la embajadera” (como habría de llamarla su chofer, el viejo Israel, que con ella estuvo en el momento del accidente) no llegara a pisar tierra ignota. Antes de marcharse a encabezar la embajada en Tel-Aviv, entrega a Siglo XXI un nuevo manuscrito: páginas que selecciona de Rito de iniciación que como Álbum de familia darán nombre al nuevo volumen, con otros tres relatos ajenos al mundo de la provincia integran una novela corta y reflejan el asfixiante mundo de la intelligentsia urbana, poblada con personajes que pertenecen al mundo de “Kinsey report” o de “Telenovela”. Encontrará “la cuadratura del círculo” en la Pascua de 1973, al dar los últimos toques a la deleitosa farsa teatral El eterno femenino, con la que, al cabo de un arduo esfuerzo, alcanzará también un triunfo en el género teatral que, desde Tablero de

damas había considerado como campo vedado a su talento, a pesar de la belleza que cinceló en el lenguaje de Judith y Salomé. Desventuradamente murió antes de ver publicado el texto. Alguna vez —es de esperarse— podremos saber qué destino tuvieron los manuscritos de poemas posteriores a Poesía no eres tú, y a una nueva obra teatral sobre la Malinche, de la que, según parece, tenía ya concluido un primer acto. Por ahora, sólo pueden hacerse conjeturas con las versiones dadas por testigos que se encontraban en Tel-Aviv aquel fatídico 7 de agosto. Quizás algún nuevo Mejía decida hurgar entre papeles polvorientos y encuentre textos dignos de ver la luz después de muchos años. Una artista a la que se considera “archivada” en los linderos de la fama —acaso por tratarse de la pluma sobre la que más tesis se escriben en México y el extranjero, que más ha sido traducida— tiene mucho que decir todavía. Muchas son las sorpresas que nos reserva la poeta, la narradora, la ensayista, la dramaturga, la escritora íntegra, la mujer cabal e indestructible. Como guardianes de la llama sagrada que ilumina el universo de Rosario Castellanos sus lectores trascienden las fronteras nacionales y abundan sus devotos en el extranjero. En pocos meses comenzarán a aparecer los varios tomos de la edición completa con sus aventuras periodísticas. Uno de estos testimonios de admiración son los poemas que grabó hace treinta y dos años, antes de marcharse a Israel, para que sus amigos la recordásemos en el resplandor de su inteligencia. Ahora estoy de regreso. Llevé lo que la ola, para romperse, lleva —sal, espuma y estruendo— y toqué con mis manos una criatura viva: el silencio. Heme aquí, suspirando. Como el que ama y se acuerda y está lejos.

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