44094737 Rosario Castellanos Balun Canan

ROSARIO CASTELLANOS BALÚN – CANÁN FONDO DE CULTURA ECONÓMICA MÉXICO a EMILIO CARBALLIDO MIS AMIGOS DE CHIAPAS Musit

Views 102 Downloads 58 File size 1MB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

Citation preview

ROSARIO CASTELLANOS

BALÚN – CANÁN

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA MÉXICO

a EMILIO CARBALLIDO MIS AMIGOS DE CHIAPAS

Musitaremos el origen. Musitaremos solamente la historia, el relato. Nosotros no hacemos más que regresar; hemos cumplido nuestra tarea; nuestros días están acabados. Pensad en nosotros, no nos borréis de vuestra memoria, no nos olvidéis. EL LIBRO DEL CONSEJO

PRIMERA

PARTE

I —... Y ENTONCES, coléricos, nos desposeyeron, nos arrebataron lo que habíamos atesorado: la palabra, que es el arca de la memoria. Desde aquellos días arden y se consumen con el leño en la hoguera. Sube el humo en el viento y se deshace. Queda la ceniza sin rostro. Para que puedas venir tú y el que es menor que tú y les baste un soplo, solamente un soplo... —No me cuentes ese cuento, nana. —¿Acaso hablaba contigo? ¿Acaso se habla con los granos de anís? No soy un grano de anís. Soy una niña y tengo siete años. Los cinco dedos de la mano derecha y dos de la izquierda. Y cuando me yergo puedo mirar de frente las rodillas de mi padre. Más arriba no. Me imagino que sigue creciendo como un gran árbol y que en su rama más alta está agazapado un tigre diminuto. Mi madre es diferente. Sobre su pelo —tan negro, tan espeso, tan crespo— pasan los pájaros y les gusta y se quedan. Me lo imagino nada más. Nunca lo he visto. Miro lo que está a mi nivel. Ciertos arbustos con las hojas carcomidas por los insectos; los pupitres manchados de tinta; mi hermano. Y a mi hermano lo miro de arriba abajo. Porque nació después de mí y, cuando nació, yo ya sabía muchas cosas que ahora le explico minuciosamente. Por ejemplo ésta: Colón descubrió la América. Mario se queda viéndome como s¡ el mérito no me correspondiera y alza los hombros con gesto de indiferencia. La rabia me sofoca. Una vez más cae sobre mí todo el peso de la injusticia. —No te muevas tanto, niña. No puedo terminar de peinarte. ¿Sabe mi nana que la odio cuando me peina? No lo sabe. No sabe nada. Es india, está descalza y no usa ninguna ropa debajo de la tela azul del tzec. No le da vergüenza. Dice que la tierra no tiene ojos. —Ya estás lista. Ahora el desayuno. Pero si comer es horrible. Ante mí el plato mirándome fijamente sin parpadear. Luego la gran extensión de la mesa. Y después... no sé. Me da miedo que del otro lado haya un espejo. —Acaba de beber la leche. Todas las tardes, a las cinco, pasa haciendo sonar su esquila de estaño una vaca suiza. (Le he explicado a Mario que suiza quiere decir gorda.) El dueño la lleva atada a un cordelito, y en las esquinas se detiene y la ordeña. Las criadas salen de las casas y compran un vaso. Y los niños malcriados, como yo, hacemos muecas y la tiramos sobre el mantel. —Te va a castigar Dios por el desperdicio —afirma la nana. —Quiero tomar café. Como tú. Como todos. —Te vas a volver india. Su amenaza me sobrecoge. Desde mañana la leche no se derramará.

II MI NANA me lleva de la mano por la calle. Las aceras son de lajas, pulidas, resbaladizas. Y lo demás de piedra. Piedras pequeñas que se agrupan como los pétalos en la flor. Entre sus junturas crece hierba menuda que los indios arrancan con la punta de sus machetes. Hay carretas arrastradas por bueyes soñolientos; hay potros que sacan chispas con los cascos. Y caballos viejos a los que amarran de los postes con una soga. Se están ahí el día entero, cabizbajos, moviendo tristemente las orejas. Acabamos de pasar cerca de uno. Yo iba conteniendo la respiración y arrimándome a la pared temiendo que en cualquier momento el caballo desenfundara los dientes —amarillos, grandes y numerosos— y me mordiera el brazo. Y tengo vergüenza porque mis brazos son muy flacos y el caballo se iba a reír de mí. Los balcones están siempre asomados a la calle, mirándola subir y bajar y dar vuelta en las esquinas. Mirando pasar a los señores con bastón de caoba; a los rancheros que arrastran las

espuelas al caminar; a los indios que corren bajo el peso de su carga. Y a todas horas el trotecillo diligente de los burros que acarrean el agua en barriles de madera. Debe de ser tan bonito estar siempre, como los balcones, desocupado y distraído, sólo mirando. Cuando yo sea grande..., Ahora empezamos a bajar la cuesta del mercado. Adentro suena el hacha de los carniceros y las moscas zumban torpes y saciadas. Tropezamos con las indias que tejen pichulej, sentadas en el suelo. Conversan entre ellas, en su curioso idioma, acezante como ciervo perseguido. V de pronto echan a volar sollozos altos y sin lágrimas que todavía me espantan, a pesar de que los he escuchado tantas veces. Vamos esquivando los charcos. Anoche llovió el primer aguacero, el que hace brotar esa hormiga con alas que dicen tzisim. Pasamos frente a las tiendas que huelen a telas recién teñidas. Detrás del mostrador el dependiente las mide con una vara. Se oyen los granos de arroz deslizándose contra el metal de la balanza. Alguien tritura un puñado de cacao. Y en los zaguanes abiertos entra una muchacha que lleva un cesto sobre la cabeza y grita, temerosa de que salgan los perros, temerosa de que salgan los dueños: —¿Mercan tamales? La nana me hace caminar de prisa. Ahora no hay en la calle más que un hombre con los zapatos amarillos, rechinantes, recién estrenados. Se abre un portón, de par en par, y aparece frente a la forja encendida el herrero, oscuro a causa de su trabajo. Golpea, con el pecho descubierto y sudoroso. Apartando apenas los visillos de la ventana, una soltera nos mira furtivamente. Tiene la boca apretada como si se la hubiera cerrado un secreto. Está triste, sintiendo que sus cabellos se vuelven blancos. —Salúdala, niña. Es amiga de tu mamá. Pero ya estamos lejos. Los últimos pasos los doy casi corriendo. No voy a llegar tarde a la escuela. III LAS PAREDES del salón de clase están encaladas. La humedad forma en ellas figuras misteriosas que yo descifro cuando me castigan sentándome en un rincón. Cuando no, me siento frente a la señorita Silvina en un pupitre cuadrado y bajo. La escucho hablar. Su voz es como la de las maquinitas que sacan punta a los lápices: molesta pero útil. Habla sin hacer distingos, desplegando ante nosotras el catálogo de sus conocimientos. Permite que cada una escoja los que mejor le convengan. Yo escogí, desde el principio, la palabra meteoro. Y desde entonces la tengo sobre la frente, pesando, triste de haber caído del cielo. Nadie ha logrado descubrir qué grado cursa cada una de nosotras. Todas estamos revueltas aunque somos tan distintas. Hay niñas gordas que se sientan en el último banco para comer sus cacahuates a escondidas. Hay niñas que pasan al pizarrón y multiplican un número por otro. Hay niñas que sólo levantan la mano para pedir permiso de ir al "común". Estas situaciones se prolongan durante años. Y de pronto, sin que ningún acontecimiento lo anuncie, se produce el milagro. Una de las niñas es llamada aparte y se le dice: —Trae un pliego de papel cartoncillo porque vas a dibujar el mapamundi. La niña regresa a su pupitre revestida de importancia, grave y responsable. Luego se afana con unos continentes más grandes que otros y mares que no tienen ni una ola. Después sus padres vienen por ella y se la llevan para siempre. (Hay también niñas que no alcanzan jamás este término maravilloso y vagan borrosamente como las almas en el limbo.) A mediodía llegan las criadas sonando el almidón de sus fustanes, olorosas a brillantina, trayendo las jícaras de posol. Todas bebemos, sentadas en fila en una banca del corredor, mientras las criadas hurgan entre los ladrillos, con el dedo gordo del pie. La hora del recreo la pasamos en el patio. Cantamos rondas: Naranja dulce, limón partido...

O nos disputan el ángel de la bola de oro y el diablo de las siete cuerdas o "vamos a la huerta del toro, toronjil". La maestra nos vigila con mirada benévola, sentada bajo los árboles de bambú. El viento arranca de ellos un rumor incesante y hace llover hojitas amarillas y verdes. Y la maestra está allí, dentro de su vestido negro, tan pequeña y tan sola como un santo dentro de su nicho.

Hoy vino a buscarla una señora. La maestra se sacudió de la falda las hojitas del bambú y ambas charlaron largamente en el corredor. Pero a medida que la conversación avanzaba, la maestra parecía más y más inquieta. Luego la señora se despidió. De una campanada suspendieron el recreo. Cuando estuvimos reunidas en el salón de clase, la maestra dijo: —Queridas niñas: ustedes son demasiado inocentes para darse cuenta de los peligrosos tiempos que nos ha tocado vivir. Es necesario que seamos prudentes para no dar a nuestros enemigos ocasión de hacernos daño. Esta escuela es nuestro único patrimonio y su buena fama es el orgullo del pueblo. Ahora algunos están intrigando para arrebatárnosla y tenemos que defenderla con las únicas armas de que disponemos: el orden, la compostura y, sobre todo, el secreto. Que lo que aquí sucede no pase de aquí. No salgamos, bulbuluqueando, a la calle. Que si hacemos, que si tornamos. Nos gusta oírla decir tantas palabras juntas, de corrido y sin tropiezo, como si leyera una recitación en un libro. Confusamente, de una manera que no alcanzamos a comprender bien, la señorita Silvina nos está solicitando un juramento. Y todas nos ponemos de pie para otorgárselo. IV ES UNA fiesta cada vez que vienen a casa los indios de Chactajal. Traen costales de maíz y de frijol; atados de cecina y marquetas de panela. Ahora se abrirán las trojes y sus ratas volverán a correr, gordas y relucientes. Mi padre recibe a los indios, recostado en la hamaca del corredor. Ellos se aproximan, uno por uno, y le ofrecen la frente para que la toque con los tres dedos mayores de la mano derecha. Después vuelven a la distancia que se les ha marcado. Mi padre conversa con ellos de los asuntos de la finca. Sabe su lengua y sus modos. Ellos contestan con monosílabos respetuosos y ríen brevemente cuando es necesario. Yo me voy a la cocina, donde la nana está calentando café. —Trajeron malas noticias, como las mariposas negras. Estoy husmeando en los trasteros. Me gusta el color de la manteca y tocar la mejilla de las frutas y desvestir las cebollas. —Son cosas de los brujos, niña. Se lo comen todo. Las cosechas, la paz de las familias, la salud de las gentes. He encontrado un cesto de huevos. Los pecosos son de guajolote. —Mira lo que me están haciendo a mí. Y alzándose el tzec, la nana me muestra una llaga rosada, tierna, que le desfigura la rodilla. Yo la miro con los ojos grandes de sorpresa. —No digas nada, niña. Me vine de Chactajal para que no me siguieran. Pero su maleficio alcanza lejos. —¿Por qué te hacen daño? —Porque he sido crianza de tu casa. Porque quiero a tus padres y a Mario y a ti. —¿Es malo querernos? —Es malo querer a los que mandan, a los que poseen. Así dice la ley. La caldera está quieta sobre las brasas. Adentro, el café ha empezado a hervir. —Diles que vengan ya. Su bebida está lista. Yo salgo, triste por lo que acabo de saber. Mi padre despide a los indios con un ademán y se queda recostado en la hamaca, leyendo. Ahora lo miro por primera vez. Es el que manda, el que posee. Y no puedo soportar su rostro y corro a refugiarme en la cocina. Los indios están sentados junto al fogón y sostienen delicadamente los pocillos humeantes. La nana les sirve con una cortesía medida, como si fueran reyes. Y tienen en los pies —calzados de caites— costras de lodo; y sus calzones de manta están remendados y sucios y han traído sus morrales vacíos. Cuando termina de servirles la nana también se sienta. Con solemnidad alarga ambas manos hacia el fuego y las mantiene allí unos instantes. Hablan y es como si cerraran un círculo a su alrededor. Yo lo rompo, angustiada. —Nana, tengo frío. Ella, como siempre desde que nací, me arrima a su regazo. Es caliente y amoroso. Pero tendrá una llaga. Una llaga que nosotros le habremos enconado. V HOY RECORRIERON Comitán con música y programas. Una marimba pequeña y destartalada, sonando como un esqueleto, y tras la que iba un enjambre de muchachitos descalzos, de indios atónitos y de criadas que escondían la canasta de compras bajo el rebozo. En cada esquina se paraban y un hombre subido sobre un cajón y haciendo magnavoz con las manos decía:

—Hoy, grandiosa función de circo. El mundialmente famoso contorsionista, don Pepe. La soga irlandesa, dificilísima suerte ejecutada por las hermanas Cordero. Perros amaestrados, payasos, serpentinas, todo a precios populares, para solaz del culto público comiteco. ¡Un circo! Nunca en mi vida he visto uno. Ha de ser como esos libros de estampas iluminadas que mi hermano y yo hojeamos antes de dormir. Ha de traer personas de los países más remotos para que los niños vean cómo son. Tal vez hasta traigan un tren para que lo conozcamos. —Mamá, quiero ir al circo. —Pero cuál circo. Son unos pobres muertos de hambre que no saben cómo regresar a su pueblo y se ponen a hacer maromas. —El circo, quiero ir al circo. —Para qué. Para ver a unas criaturas, que seguramente tienen lombrices, perdiéndoles el respeto a sus padres porque los ven salir pintarrajeados, a ponerse en ridículo. Mario también tiene ganas de ir. Él no discute. Únicamente chilla hasta que le dan lo que pide. A las siete de la noche estamos sentados en primera fila, Mario y yo, cogidos de la mano de la nana, con abrigo y bufanda, esperando que comience la función. Es en el patio grande de la única posada que hay en Comitán. Allí paran los arrieros con sus recuas, por eso huele siempre a estiércol fresco; los empleados federales que no tienen aquí a su familia; las muchachas que se escaparon de sus casas y se fueron "a rodar tierras". En este patio colocaron unas cuantas bancas de madera y un barandal para indicar el espacio reservado a la pista. No hay más espectadores que nosotros. Mi nana se puso su tzec nuevo, el bordado con listones, de muchos colores; su camisa de vuelo y su perraje de Guatemala. Mario y yo tiritamos de frío y emoción. Pero no vemos ningún preparativo. Van y vienen las gentes de costumbre: el mozo que lleva el forraje para las bestias; la jovencita que sale a planchar unos pantalones, arrebozada, para que todos sepan que tiene vergüenza de estar aquí. Pero ninguna contorsión, ningún extranjero que sirva de muestra de lo que es su patria, ningún tren. Lentamente transcurren los minutos. Mi corazón se acelera tratando de dar buen ejemplo al reloj. Nada. —Vámonos ya, niños. Es muy tarde. —No todavía, nana. Espera un rato. Sólo un rato más. En la puerta de calle el hombre que despacha los boletos está dormitando. ¿Por qué no viene nadie, Dios mío? Los estamos esperando a todos. A las muchachas que se ponen pedacitos de plomo en el ruedo de la falda para que no se las levante el viento; a sus novios, que usan cachucha y se paran a chiflar en las esquinas; a las señoras gordas con fichú de lana y muchos hijos; a los señores con leontina de oro sobre el chaleco. Nadie viene. Estarán tomando chocolate en sus casas, muy quitados de la pena, mientras aquí no podemos empezar por su culpa. El hombre de los boletos se despereza y viene hacia nosotros. —Como no hay gente vamos a devolver las entradas. —Gracias, señor —dice la nana recibiendo el dinero. ¿Cómo que gracias? ¿Y la soga irlandesa? ¿Y las serpentinas? ¿Y los perros amaestrados? Nosotros no vinimos aquí a que un señor soñoliento nos guardara, provisionalmente, unas monedas. —No hay gente. No hay función. Suena como cuando castigan injustamente. Como cuando hacen beber limonada purgante. Como cuando se despierta a medianoche y no hay ninguno en el cuarto. —¿Por qué no vino nadie? —No es tiempo de diversiones, niña. Siente: en el aire se huele la tempestad. VI —DICEN que hay en el monte un animal llamado dzulúm. Todas las noches sale a recorrer sus dominios. Llega donde está la leona con sus cachorros y ella le entrega los despojos del becerro que acaba de destrozar. El dzulúm se los apropia pero no los come, pues no se mueve por hambre sino por voluntad de mando. Los tigres corren haciendo crujir la hojarasca cuando olfatean su presencia. Los rebaños amanecen diezmados y los monos, que no tienen vergüenza, aúllan de miedo entre la copa de los árboles. —¿Y cómo es el dzulúm? —Nadie lo ha visto y ha vivido después. Pero yo tengo para mí que es muy hermoso, porque hasta las personas de razón le pagan tributo. Estamos en la cocina. El rescoldo late apenas bajo el copo de ceniza. La llama de la vela nos dice por dónde anda volando el viento. Las criadas se sobresaltan cuando retumba, lejos, un trueno. La nana continúa hablando.

—Una vez, hace ya mucho tiempo, estábamos todos en Chactajal. Tus abuelos recogieron a una huérfana a la que daban trato de hija. Se llamaba Angélica. Era como una vara de azucena. Y tan dócil y sumisa con sus mayores. Y tan apacible y considerada para nosotros, los que la servíamos. Le abundaban los enamorados. Pero ella como que los miraba menos o como que estaba esperando a otro. Así se iban los días, hasta que una mañana amaneció la novedad de que el dzulúm andaba rondando en los términos de la hacienda. Las señales eran los estragos que dejaba dondequiera. Y un terror que había secado las ubres de todos los animales que estaban criando. Angélica lo supo. Y cuando lo supo tembló como las yeguas de buena raza cuando ven pasar una sombra enfrente de ellas. Desde entonces ya no tuvo sosiego. La labor se le caía de las manos. Perdió su alegría y andaba com o buscándola por los rincones. Se levantaba a deshora, a beber agua serenada porque ardía de sed. Tu abuelo pensó que estaba enferm a y trajo al m ejor curandero de la com arca. El curandero llegó y pidió hablar a solas con ella. Q uien sabe qué cosas se dirían. Pero el hom bre salió espantado y esa m ism a noche regresó a su casa, sin despedirse de ninguno. Angélica se iba consum iendo com o el pabilo de las velas. En las tardes salía a cam inar al cam po y regresaba, ya oscuro, con el ruedo del vestido desgarrado por las zarzas. Y cuando le preguntábam os dónde fue, sólo decía que no encontraba el rum bo y nos m iraba com o pidiendo ayuda. Y todas nos juntábam os a su alrededor sin atinar en lo que había que decirle. H asta que una vez no volvió. La nana coge las tenazas y atiza el fogón. Afuera, el aguacero está golpeando las tejas desde hace rato. — Los indios salieron a buscarla con hachones de ocote. G ritaban y a m achetazos abrían su vereda. Iban siguiendo un rastro. Y de repente el rastro se borró. Buscaron días y días. Llevaron a los perros perdigueros. Y nunca hallaron ni un jirón de la ropa de Angélica, ni un resto de su cuerpo. — ¿Se la había llevado el dzulúm ? — Ella lo m iró y se fue tras él com o hechizada. Y un paso llam ó al otro paso y así hasta donde se acaban los cam inos. Él iba adelante, bello y poderoso, con su nom bre que significa a nsia de m orir. VII ESTA tarde salim os de paseo. D esde tem prano las criadas se lavaron los pies restregándolos contra una piedra. Luego sacaron del cofre sus espejos con m arcos de celuloide y sus peines de m adera. Se untaron el pelo con pom adas olorosas; se trenzaron con listones rojos y se dispusieron a ir. M is padres alquilaron un autom óvil que está espe rándonos a la puerta. N os instalam os todos, m enos la nana que no quiso acom pañarnos porque tiene m iedo. D ice que el autom óvil es invención del dem onio. Y se escondió en el traspatio para no verlo. Q uién sabe si la nana tenga razón. El autom óvil es un m onstruo que bufa y echa hum o. Y en cuanto nos traga se pone a reparar ferozm ente sobre el em pedrado. U n olfato especial lo guía contra los postes y las bardas para em bestirlos. Pero ellos lo esquivan graciosam ente y podem os llegar, sin dem asiadas contusiones, hasta el llano de N icalococ. Es la tem porada en que las fam ilias traen a los niños para que vuelen sus papalotes. H ay m uchos en el cielo. Allí está el de M ario. Es de papel de china azul, verde y rojo. Tiene una larguísim a cauda. Allí está, arriba, sonando com o a punto de rasgarse, m ás gallardo y aventurero que ninguno. Con m ucho cordel para que suba y se balancee y ningún otro lo alcance. Los m ayores cruzan apuestas. Los niños corren, arrastrados por sus papalotes que buscan la corriente m ás propicia. M ario tropieza y cae, sangran sus rodillas ásperas. Pero no suelta el cordel y se levanta sin fijarse en lo que le ha sucedido y sigue corriendo. N osotras m iram os, apartadas de los varones, desde nuestro lugar. iQ ué alrededor tan inm enso! U na llanura sin rebaños donde el único anim al que trisca es el viento. Y cóm o se encabrita a veces y derriba los pájaros que han venido a posarse tím idam ente en su grupa. Y cóm o relincha. ¡Con qué libertad! ¡Con qué brío! Ahora m e doy cuenta de que la voz que he estado escuchando desde que nací es ésta. Y esta la compañía de todas mis horas. Lo había visto ya, en invierno, venir armado de largos y agudos cuchillos y traspasar nuestra carne acongojada de frío. Lo he sentido en verano,

perezoso, am arillo de polen, acercarse con un gusto de m iel silvestre entre los labios. Y anochece dando alaridos de furia. Y se rem ansa al m ediodía, cuando el reloj del Cabildo da las doce. Y toca las puertas y derriba los floreros y revuelve los papeles del escritorio y hace travesuras con los vestidos de las m uchachas. Pero nunca, hasta hoy, había yo venido a la casa de su albedrío. Y m e quedo aquí, con los ojos bajos porque (la nana m e lo ha dicho) es así com o el respeto m ira a lo que es grande. — Pero qué tonta eres. Te distraes en el m om ento en que gana el papalote de tu herm ano. Él está orgulloso de su triunfo y viene a abrazar a m is padres con las m ejillas encendidas y la respiración entrecortada. Em pieza a oscurecer. Es hora de regresar a Com itán. Apenas llegam os a la casa busco a m i nana para com unicarle la noticia. — ¿Sabes? H oy he conocido al viento. Ella no interrum pe su labor. Continúa desgranando el m aíz, pensativa y sin sonrisa. Pero yo sé que está contenta. — Eso es bueno, niña. Porque el viento es uno de los nueve guardianes de tu pueblo. VIII M A R I O y yo jugam os en el jardín. La puerta de calle, com o siem pre, está de par en

par. Vem os al tío D avid detenerse en el quicio. Se tam balea un poco. Su chaqueta de dril tiene lam parones de grasa y basu ras — tam bién revueltas entre su pelo ya canoso— com o si hubiera dorm ido en un pajar. Los cordones de sus zapatos están desanudados. Lleva entre las m anos una guitarra. — Tío D avid, qué bueno que llegaste. (N uestros padres nos recom endaron que le llam em os tío aunque no sea pariente nuestro. Para que así se sienta m enos solo.) — N o vine a visitar a la gente m enuda. ¿D ónde están las personas de respeto? — Salieron. N os dejaron íngrim os. — ¿Y no tienes m iedo de que entren los ladrones? Ya no estam os en las épocas en que se am arraba a los perros con longaniza. Ahora la situación ha cam biado. Y para las costum bres nuevas ya vinieron las canciones nuevas. H em os ido avanzando hasta la ham aca. Con dificultad tío D avid logra m ontarse en ella. Q ueda entonces de nuestra m ism a estatura y podem os m irarlo de cerca. ¡Cuántas arrugas en su rostro! Con la punta del dedo estoy tratando de contarlas. U na, dos, cinco... y de pronto la m ejilla se hunde en un hueco. Es que no tiene dientes. D e su boca vacía sale un olor a fruta dem asiado m adura que m area y repugna. M ario tom a a tío D avid por las piernas y quiere m ecerlo. — Q uietos, niños. Voy a cantar. Tem pla la guitarra, carraspea con fuerza y suelta su voz cascada, insegura: Ya se acabó el baldillito de los rancheros de acá... — ¿Q ué es el baldillito, tío D avid? — Es la palabra chiquita para decir baldío. El trabajo que los indios tienen la obligación de hacer y que los patrones no tienen la obligación de pagar. — ¡Ah! — Pues ahora se acabó. Si los patrones quieren que les siem bren la m ilpa, que les pastoreen el ganado, su dinero les costará. ¿Y saben qué cosa va a suceder? Q ue se van a arruinar. Q ue ahora vam os a ser to dos igual de pobres. — ¿Todos? — Sí. — ¿Tam bién nosotros? — Tam bién. — ¿Y qué vam os a hacer? — Lo que hacen los pobres. Pedir lim osna; ir a la casa ajena a la hora de com er, por si acaso adm iten un convidado. — N o m e gusta eso — dice M ario— . Yo quiero ser lo que tú eres, tío D avid. Cazador. — Yo no. Yo quiero ser la dueña de la casa ajena y convidar a los que lleguen a la hora de com er. — Ven aquí, M ario. Si vas a ser cazador es bueno que sepas lo que voy a decirte. El quetzal es un pájaro que no vive dondequiera. Sólo por el rum bo de Tziscao.

H ace su nido en los troncos huecos de los árboles para no m altratar las plum as largas de la cola. Pues cuando las ve sucias o quebradas m uere de tristeza. Y se está siem pre en lo alto. Para hacerlo bajar silbas así, im itando el reclam o de la hem bra. El quetzal m ueve la cabeza buscando la dirección de donde partió el silbido. Y luego vuela hacia allá. Es entonces cuando tienes que apuntar bien, al pecho del pájaro. D ispara. Cuando el quetzal se desplom e, cógelo, arráncale las entrañas y rellénalo con una preparación especial que yo voy a darte, para disecarlo. Q uedan com o si estuvieran todavía vivos. Y se venden bien. — ¿Ya ves? — m e desafía M ario— . N o es difícil. — Tiene sus riesgos, añade tío D avid. Porque en Tziscao están los lagos de diferentes colores. Y ahí es donde viven los nueve guardianes. — ¿Q uiénes son los nueve guardianes? — N iña, no seas curiosa. Los m ayores lo saben y por eso dan a esta región el nom bre de Balún-Canán. La llam an así cuando conversan entre ellos. Pero nosotros, la gente m enuda m ás vale que nos callem os. Y tú, M ario, cuando vayas de cacería, no hagas lo que yo. Pregunta, indágate. Porque hay árboles, hay orquídeas, hay pájaros que deben respetarse. Los indios los tienen señalados para aplacar la boca de los guardianes. N o los toques porque te traería desgracia. A m í nadie m e avisó cuando m e interné por prim era vez en las m ontañas de Tziscao. Las m ejillas de, tío D avid, hinchadas, fofas, tiem blan, se contraen. Yo rasgo el silencio con un acorde brusco de la guitarra. — Canta otra vez. La voz de tío D avid, m ás insegura, m ás desentonada, repite la canción nueva: Ya se acabó el baldillito de los rancheros de acá...

IX M I M AD RE se levanta todos los días m uy tem prano. D esde m i cam a yo la escucho beber precipitadam ente una taza de café. Luego sale a la calle. Sus pasos van rápidos sobre la acera. Yo la sigo con m i pensam iento. Sube las gradas de los portales; pasa frente al cuartel; coge el rum bo de San Sebastián. Pero luego su figura se m e pierde y yo no sé por dónde va. Le he pedido m uchas ve ces que m e lleve con ella. Pero siem pre m e rechaza diciendo que soy dem asiado pequeña para entender las cosas y que m e hace daño m adrugar. Entonces, com o de costum bre cuando quiero saber algo, voy a preguntárselo a la nana. Está en el corredor, rem endando la ropa, sentada en un butaque de cuero de venado. En el suelo el tol con los hilos de colores. — ¿D ónde fue m i m am á? Es m ediodía. En la cocina alguien está picando verduras sobre una tabla. M i nana escoge los hilos para su labor y tarda en contestar. — Fue a visitar a la tullida. — ¿Q uién es la tullida? — Es una m ujer m uy pobre. — Yo ya sé cóm o son los pobres — declaro entonces con petulancia. — Los has visto m uchas veces tocar la puerta de calle con su bastón de ciego: guardar dentro de una red vieja la tortilla que sobró del desayuno; persignarse y besar la m oneda que reciben. Pero hay otros que tú no has visto. La tullida vive en una casa de tejam anil, en las orillas del pueblo. — ¿Y por qué va a visitarla m i m am á? — Para darle una alegría. Se hizo cargo de ella com o de su herm ana m enor. Todavía no es suficiente lo que ha dicho, todavía no alcanzo a com prenderlo. Pero ya aprendí a no im pacientarm e y m e acurruco junto a la nana y aguar do. A su tiem po son pronunciadas las palabras. — Al principio — dice— , antes que vinieran Santo D om ingo de G uzm án y San Caralam pio y la Virgen del Perpetuo Socorro, eran cuatro únicam ente los señores del cielo. Cada uno estaba sentado en su silla, descansando. Porque ya habían hecho la tierra, tal com o ahora la contem plam os, colm ánd ole el regazo de dones. Ya habían hecho el m ar frente al que tiem bla el que lo m ira. Ya habían hecho el viento para que fuera com o el guardián de cada cosa, pero aún les faltaba hacer al hom bre. Entonces uno de los cuatro señores, el que se viste de am arillo, dijo:

— Vam os a hacer al hom bre para que nos conozca y su corazón arda de gratitud com o un grano de in cienso. Los otros tres aprobaron con un signo de su cabeza y fueron a buscar los m oldes del trabajo. — ¿D e qué harem os al hom bre? — preguntaban. Y el que se vestía de am arillo cogió una pella de barro y con sus dedos fue sacando la cara y los brazos y las piernas. Los otros tres lo m iraban presentándole su asentim iento. Pero cuando aquel hom brecito de barro estuvo term inado y pasó por la prueba del agua, se desbarató. — H agam os un hom bre de m adera, dijo el que se vestía de rojo. Los dem ás estuvieron de acuerdo. Entonces, el que se vestía de rojo desgajó una ram a y con la punta de su cuchillo fue m arcando las facciones. Cuando aquel hom brecito de m adera estuvo hecho fue som etido a la prueba del agua y flotó y sus m iem bros no se desprendieron y sus facciones no se borraron. Los cuatro señores estaban contentos. Pero cuando pasaron al hom brecito de m adera por la prueba del fuego em pezó a crujir y a desfigurarse. Los cuatro señores se estuvieron una noche entera cavilando. H asta que uno, el que se vestía de negro, dijo: — M i consejo es que hagam os un hom bre de oro. Y sacó el oro que guardaba en un nudo de su pañuelo v entre los cuatro lo m oldearon. U no le estiró la nariz, otro le pegó lo dientes, otro le m arcó el caracol de las orejas. Cuando el hom bre de oro estuvo term inado lo hicieron pasar por la prueba del agua y por la del fuego y el hom bre de oro salió m ás herm oso y m ás resplandeciente. Entonces los cuatro señores se m iraron entre sí con com placencia. Y colocaron al hom bre de oro en el suelo y se quedaron esperando que los conociera y que los alabara. Pero el hom bre de oro perm anecía sin m overse, sin parpadear, m udo. Y su corazón era com o el hueso del zapote, reseco y duro. Entonces tres de los cuatro señores le preguntaron al que todavía no había dado su opinión: — ¿D e qué harem os al hom bre? Y este, que no se vestía ni de am arillo ni de rojo ni de negro, que tenía un vestido de ningún color, dijo: — H agam os al hom bre de carne. Y con su m achete se cortó los dedos de la m ano izquierda. Y los dedos volaron en el aire y vinieron a caer en m edio de las cosas sin haber pasado por la prueba del agua ni por la del fuego. Los cuatro señores apenas distinguían a los hom bres de carne porque la distancia los había vuelto del tam año de las horm igas. Con el esfuerzo que hacían para m irar se les irritaban los ojos a los cuatro señores y de tanto restregárselos les fue entrando un sopor. El de vestido am arillo bostezó y su bostezo abrió la boca de los otros tres. Y se fueron quedando dorm idos porque estaban cansados y ya eran viejos. M ientras tanto en la tierra, los hom bres de carne, estaban en un ir y venir, com o las horm igas. Ya habían aprendido cuál es la fruta que se com e, con qué hoja grande se resguarda uno de la lluvia y cuál es el anim al que no m uerde. Y un día se quedaron pasm ados al ver enfrente de ellos al hom bre de oro. Su brillo les daba en los ojos y cuando lo tocaron, la m ano se les puso fría com o si hubieran tocado una culebra. Se estuvieron allí, esperando que el hom bre de oro les hablara. Llegó la hora de com er y los hom bres de carne le dieron un bocado al hom bre de oro. Llegó la hora de partir y los hom bres de carne fueron cargando al hom bre de oro. Y día con día la dureza de corazón del hom bre de oro fue resquebrajándose hasta que la palabra de gratitud que los cuatro señores habían puesto en él subió hasta su boca. Los señores despertaron al escuchar su nom bre entre las alabanzas. Y m iraron lo que había sucedido en la tierra durante su sueño. Y lo aprobaron. Y desde entonces llam an rico al hom bre de oro y pobres a los hom bres de carne. Y dispusieron que el rico cuidara y am parara al pobre por cuanto que de él había recibido beneficios. Y ordenaron que el pobre respondería por el rico, ante la cara de la verdad. Por eso, dice nuestra ley que ningún rico puede entrar al Cielo si un pobre no lo lleva de la m ano. La nana guarda silencio. D obla cuidadosam ente la ropa que acaba de rem endar, recoge el tol con los hilos de colores y se pone en pie para m archarse. Pero antes de que avance el prim er paso que nos alejará, le pregunto: — ¿Q uién es m i pobre, nana? Ella se detiene y m ientras m e ayuda a levantarm e dice:

-Todavía no lo sabes. Pero si m iras con atención, cuando tengas m ás edad y m ayor entendim iento, lo reconocerás. X LAS VEN TAN AS de m i cuarto están cerradas porque no soporto la luz. Tiem blo de frío bajo las cobijas y sin em bargo, estoy ardiendo en calentura. La nana se inclina hacia m í y pasa un pañuelo hum edecido sobre m i frente. Es inútil. N o logrará borrar lo que he visto. Q uedará aquí, adentro, com o si lo hubieran grabado sobre una lápida. N o hay olvido. Venía desde lejos. D esde Chactajal. Veinticinco leguas de cam ino. M ontañas duras de subir; llanos donde el viento aúlla; pedregales sin térm ino. Y allí, él. D esangrándose sobre una parihuela que cuatro com pañeros suyos cargaban. Llegaron jadeantes, rendidos por la jornada agotadora. Y al m oribundo le alcanzó el aliento para traspasar el um bral de nuestra casa. Corrim os a verlo. U n m achetazo casi le había desprendido la m ano. Los trapos en que se la envolvieron estaban tintos en sangre. Y sangraba tam bién por las otras heridas. Y tenía el pelo pegado a la cabeza con costras de sudor y de sangre. Sus com pañeros lo depositaron ante nosotros y allí m urió. Con unas palabras que únicam ente com prenden m i padre y la nana y que no han querido com unicar a ninguno. Ahora lo están velando en la caballeriza. Lo m etieron en un ataúd de ocote, pequeño para su tam año, con las junturas m al pegadas por donde escurre todavía la sangre. U na gota. Lentam ente va form ándose, y va hinchiéndose la otra. H asta que el peso la vence y se desplom a. Cae sobre la tierra y el estiércol que la devoran sin ruido. Y el m uerto está allí, solo. Los otros indios regresaron inm ediatam ente a la finca porque son necesarios para el trabajo. ¿Q uién m ás le hará com pañía? Las criadas no lo consideran su igual, y la nana está aquí conm igo, cuidándom e. — ¿Lo m ataron porque era brujo? Tengo que saber. Esa palabra que él pronunció tal vez sea lo único que borre la m ancha de sangre que ha caído sobre la cara del día. — Lo m ataron porque era de la confianza de tu padre. Ahora hay división entre ellos y han quebrado la concordia com o una vara contra sus rodillas. El m aligno atiza a los unos contra los otros. U nos quieren seguir, com o hasta ahora, a la som bra de la casa grande. O tros ya no quieren tener patrón. N o escucho lo que continúa diciendo. Veo a m i m adre, cam inar de prisa, m uy tem prano. Y detenerse ante una casa de tejam anil. Adentro está la tullida, sentada en su silla de palo, con las m anos inertes sobre la falda. M i m adre le lleva su desayuno. Pero la tullida grita cuando m i m adre deja caer, a sus pies, la entraña sanguinolenta y todavía palpitante de una res recién sacrificada. N o, no, no es eso. Es m i padre recostado en la ham aca del corredor, leyendo. Y no m ira que lo rodean esqueletos sonrientes, con una risa silenciosa y sin fin. Yo huyo, despavorida, y encuentro a m i nana lavando nuestra ropa a la orilla de un río rojo y turbulento. D e rodillas golpea los lienzos contra las piedras y el estruendo apaga el eco de m i voz. Y yo estoy llorando en el aire sordo m ientras la corriente crece y m e m oja los pies. XI M I M AD RE nos lleva de visita. Vam os m uy form ales — M ario, ella y yo— a casa de su am iga Am alia, la soltera. Cuando nos abren la puerta es com o si destaparan una caja de cedro, olorosa, donde se guardan listones desteñidos y papeles ilegibles. Am alia sale a recibirnos. Lleva un chal de lana gris, tibio, sobre la espalda. Y su rostro es el de los pétalos que se han puesto a m architar entre las pá ginas de los libros. Sonríe con dulzura pero todos sabem os que está triste porque su pelo com ienza a encanecer. En el corredor hay m uchas m acetas con begonias; esa clase especial de palm as a las que dicen "cola de quetzal" y otras plantas de som bra. En las paredes jaulas

con canarios y guías de enredaderas. En los pilares de m adera, nada. Sólo su redondez. Entram os en la sala. ¡Cuántas cosas! Espejos enorm es que parecen inclinarse (por la m anera com o penden de sus clavos) y hacer una reverencia a quien se asom a a ellos. M iran com o los viejos, con las pupilas em pañadas y rem otas. H ay rinconeras con figuras de porcelana. Abanicos. Retratos de señores que están m uertos. M esas con incrustaciones de caoba. U n ajuar de bejuco. Tapetes. Cojines bordados. Y frente a una de las ventanas, hundida, apenas visible en el sillón, una anciana está viendo atentam ente hacia la calle. — M am á sigue igual. D esde que perdió sus facultades... — dice Am alia, disculpándola. M ario y yo, m uy próxim os a la viejecita, nos aplicam os a observarla. Es pequeña, huesuda y tiene una corcova. N o advierte nuestra cercanía. M i m adre y Am alia se sientan a platica r en el sofá. — M ira, Zoraida, estoy bordando este pañuelo. Y la soltera saca de un cestillo de m im bre un pedazo de lino blanquísim o. — Es para taparle la cara cuando m uera. Con un gesto vago alude al sillón en el que está la anciana. — G racias a D ios ya tengo listas todas las cosas de su entierro. El vestido es de gro m uy fino. Lleva aplicaciones de encaje. Continúan charlando. U n m om ento se hace presente, en la conversación, su juventud. Y es com o si los lim oneros del patio entraran, con su ráfaga de azahar, a conm over esta atm ósfera de encierro. Callan y se m iran azoradas com o si algo m uy herm oso se les hubiera ido de las m anos. La viejecita solloza, tan quedam ente, que sólo m i herm ano y yo la escucham os. Correm os a avisar. Solícita, Am alia va hasta el sillón. Tiene que inclinarse m ucho para oír lo que la anciana m urm ura. Entre su llanto ha dicho que quiere que la lleven a G uatem ala. Su hija hace gestos de condescendencia y em puja el sillón hasta la ventana contigua. La anciana se tranquiliza y sigue m iran do la calle com o si la estrenara. — Vengan, niños — convida la soltera — ; voy a darles unos dulces. M ientras saca los confites de su pom o de cristal, pregunta: — ¿Y qué hay de cierto en todos esos rum ores que corren por ahí? M i m adre no sabe a qué se refiere . — D icen que va a venir el agrarism o, que están quitando las fincas a sus dueños y que los indios se alzaron contra los patrones. Pronuncia las palabras precipitadam ente, sin respirar, com o si esta prisa las volviera inofensivas. Parpadea esperando la respuesta. M i m adre hace una pausa m ientras piensa lo que va a contestar. — El m iedo agranda las cosas. — Pero si en Chactajal... ¿N o acaban de traer a tu casa a un indio al que m achetearon los alzados? — M entira. N o fue así. Ya ves cóm o celebran ellos sus fies tas. Se pusieron una borrachera y acabaron peleando. N o es la prim era ocasión que sucede. Am alia exam ina con incredulidad a m i m adre. Y abrupta, concluye: — D e todos m odos m e alegro de haber vendido a buen tiem po nuestros ranchos. Ahora todas nuestras propiedades están aquí, en Com itán. Casas y sitios. Es m ás seguro. — Para una m ujer sola com o tú está bien. Pero los hom bres no saben estarse sino en el cam po. N os acabam os los confites. U n reloj da la hora. ¿Tan tarde ya? Se encendieron los focos de luz eléctrica. — Los niños han crecido m ucho. H ay que ir pensando en que hagan su prim era com unión. — N o saben la doctrina. -M ándam elos. Yo los prepararé. Q uiero que sean m is ahijados. N os acaricia afablem ente con la m ano izquierda m ientras con la derecha se arregla el pelo, que se le está volviendo blanco. Y agrega: — Si para entonces todavía no ha m uerto m am á.

XII EN CO M ITÁN celebram os varias ferias anuales. Pero ninguna tan alegre, tan anim ada com o la de San Caralam pio. Tiene fam a de m ilagroso y desde lejos vienen las peregrinaciones para rezar ante su im agen, tallada en G uatem ala, que lo m uestra de rodillas, con grandes barbas blancas y resplandor de santo, m ientras el verdugo se prepara a descargar sobre su cabeza el hachazo m ortal. (D el verdugo se sabe que era judío.) Pero ahora el pueblo se detiene ante las puertas de la iglesia, cerrada com o todas las dem ás, por órdenes del gobierno. N o es suficiente m otivo para suspender la feria, así que en la plaza que rodea al tem plo se instalan los puestos y los m anteados. D e San Cristóbal bajan los custitaleros con su cargam ento de vendim ias: frutas secas, encurtidos; m uñecas de trapo m al hechas, con las m ejillas escandalosam ente pintadas de rojo para que no quepa duda de que son de tierra fría; pastoras de barro con los tobillos gruesos; carneritos de algodón; cofres de m adera barnizada; tejidos ásperos. Los m ercaderes — bien envueltos en frazadas de lana— despliegan su m ercancía sobre unos petates, en el suelo. La ponderan ante la m ultitud con voz ronca de fum adores de tabaco fuerte. Y razonan con larga com placencia acerca de los precios. El ranchero, que estrenó cam isa de sedalina chillante, se em boba ante la abundancia desparram ada frente a sus ojos. Y después de m ucho pensarlo saca de su bolsa un pañuelo de yerbilla. D eshace los nudos en los que guarda el dinero y com pra una libra de avellanas, un atado de cigarros de hoja, una violineta. M ás allá cantan la lotería: — "La estrella polar del norte." La gente la busca en sus cartones y cuando la encuentra la señala con un grano de m aíz. — "El paraguas de tía Cleta." Los prem ios relucen sobre los estantes. O bjetos de vidrio sin form a definida; anillos que tienen la virtud especial de volver verde el sitio en que se posan; m ascadas tan tenues que al m enor soplo vuelan lo m ism o que la flor del cardo. — "La m uerte ciriquiciaca." — ¡Lotería! H ay una agitación general. Todos envidian al afortunado que sonríe satisfecho m ientras el dispensador de dones le invita a escoger, entre toda aquella riqueza, entre toda aquella variedad, lo que m ás le guste. M i nana y yo hem os estado sentadas aquí durante horas y todavía no ganam os nada. Yo estoy triste, lejos de los regalos. M i nana se pone de pie m ien tras dice: — Q uédate quieta aquí. N o m e dilato. Yo la m iro m archar. Le hace una seña al dueño del puesto y hablan brevem ente en voz baja. Ella le entrega algo y se inclina com o con gratitud. Luego vuelve a sentarse junto a m í. -"D on Ferruco en la alam eda." N o lo encuentro en m i cartón. Pero la nana coge un grano de m aíz y lo coloca sobre una figura. — ¿Es ése don Ferruco? — Ése es. N o tenía yo idea de que fuera una fruta. — "El bandolón de París." O tra figura oculta. — "El corazón de una dam a." — ¡Lotería! — grita la nana m ientras el dueño aplaude entusiasm ado. — ¿Q ué prem io vas a llevarte? — m e pregunta. Yo escojo un anillo porque quiero tener el dedo verde. Vam os cam inando entre el gentío. N os pisan, nos em pujan. M uy altas, por encim a de m i cabeza, van las risotadas, las palabras de dos filos. H uele a perfum e barato, a ropa recién planchada, a aguardiente añejo. H ierve el m ole en unas enorm es cazuelas de barro y el ponche con canela se m antiene borbollando sobre el fuego. En otro ángulo de la plaza alzaron un tablado y lo cubrieron de juncia fresca, para el baile. Allí están las parejas, abrazadas al m odo de los ladinos, m ientras la m arim ba toca una m úsica espesa y soñolienta. Pero este año la Com isión O rganizadora de la Feria se ha lucido. M andó traer del Centro, de la Capital, lo nunca visto: la rueda de la fortuna. Allí está, grande, resplandeciente, con sus m iles de focos. M i nana y yo vam os a subir, pero la gente

se ha aglom erado y tenem os que esperar nuestro turno. D elante de nosotras va un indio. Al llegar a la taquilla pide su boleto. — O ílo vos, este indio igualado. Está hablando c astilla. ¿Q uién le daría perm iso? Porque hay reglas. El español es privilegio nuestro. Y lo usam os hablando de usted a los superiores; de tú a los iguales; de vos a los indios. — Indio em belequero, subí, subí. N o se te vaya a reventar la hiel. El indio recibe su boleto sin contestar. — Andá a beber trago y déjate de babosadas. — ¡U n indio encaram ado en la rueda de la fortuna! ¡Es el Anticristo! N os sientan en una especie de cuna. El hom bre que m aneja la m áquina asegura la barra que nos protege. Se retira y echa a andar el m otor. Lentam ente vam os ascendiendo. U n instante nos detenem os allá arriba. ¡Com itán, todo entero, com o una nidada de pájaro, está a nuestras m anos! Las tejas oscuras, don de el verdín de la hum edad prospera. Las paredes encaladas. Las torres de piedra. Y los llanos que no se acaban nunca. Y la ciénaga. Y el viento. D e pronto em pezam os a adquirir velocidad. La rueda gira vertiginosam ente. Los rostros se confunden, las im ágenes se m ezclan. Y entonces un grito de horror sale de los labios de la m ultitud que nos contem pla desde abajo. Al principio no sabem os qué sucede. Luego nos dam os cuenta de que la barra del lugar donde va el indio se desprendió y él se ha precipitado hacia adelante. Pero alcanza a cogerse de la punta del palo y allí se so stiene m ientras la rueda continúa girando una vuelta y otra y otra. El hom bre que m aneja la m áquina interrum pe la corriente eléctrica, pero la rueda sigue con el im pulso adquirido, y cuando, al fin, para, el indio queda arriba, colgado, sudando de fatiga y de m iedo. Poco a poco, con una lentitud que a los ojos de nuestra angustia parece eterna, el indio va bajando. Cuando está lo suficientem ente cerca del suelo, salta. Su rostro es del color de la ceniza. Alguien le tiende una botella de com iteco pero él la rechaza sin gratitud. — ¿Por qué pararon? — pregunta. El hom bre que m aneja la m áquina está furioso. — ¿Cóm o por qué? Porque te caíste y te ibas a m a tar, indio bruto. El indio lo m ira, rechinando los dientes, ofendido. — N o m e caí. Yo destrabé el palo. M e gusta m ás ir de ese m odo. U na explosión de hilaridad es el eco de estas palabras. — M ira por dónde sale. — ¡Q ué am igo! El indio palpa a su alrededor el desprecio y la burla. Sostiene su desafío. — Q uiero otro boleto. Voy a ir com o m e gusta. Y no m e vayan a m e rm ar la ración. Los curiosos se divierten con el acontecim iento que se prepara. Cuchichean. Ríen cubriéndose la boca con la m ano. Se hacen guiños. M i nana atraviesa entre ellos y, a rastras, m e lleva m ientras yo m e vuelvo a ver el sitio del que nos alejam os. Ya no logro distinguir nada. Protesto. Ella sigue adelante, sin hacerm e caso. D e prisa, com o si la persiguiera una jauría. Q uiero preguntarle por qué. Pero la interrogación se m e quiebra cuando m iro sus ojos arrasados en lágrim as. XIII N U ESTRA CASA pertenece a la parroquia del Calvario. La cerraron desde la m ism a fecha que las otras. Recuerdo aquel día de luto. La soldadesca derribó el altar a culatazos y encendió una fogata a m edia calle para quem ar los trozos de m adera. Ardían, re torciéndose, los m utilados cuerpos de los santos. Y la plebe disputaba con las m anos puestas sobre las coronas arrancadas a aquellas im ágenes. U n hom bre ebrio pasó rayando el caballo entre el m ontón de cenizas. Y desde entonces todos tem blam os esperando el castigo. Pero las im ágenes del Calvario fueron preservadas. Las defendió su antigüedad, los siglos de devoción. Y ahora la polilla com e de ellas en el interior de una iglesia clausurada. El Presidente M unicipal concede, aunque de m ala gana, que cada m es una señora del barrio se encargue de la lim pieza del tem plo. Toca el turno a m i m adre. Y

vam os, con el séquito de criadas, cargando las escobas, los plum eros, los baldes de agua, los trapos que son necesarios para la tarea. Rechina la llave dentro de la cerradura enm ohecida y la puerta gira con dificultad sobre sus goznes. Lo suficiente para dejarnos pasar. Luego vuelve a ce rrarse. Adentro ¡qué espacio desolado! Las paredes altas, desnudas. El coro de m adera toscam ente labrada. N o hay altar. En el sitio principal, tres crucifijos enorm es cubiertos con unos lienzos m orados com o en la cuaresm a. Las criadas em piezan a trabajar. Con las escobas acosan a la araña por los rincones y desgarran la tela preciosa que tejió con tanto sigilo, con tanta paciencia. Vuela un m urciélago ahuyentado por esta intrusión en- sus dom inios. Lo deslum bra la claridad y se estrella contra los m uros y no atina con las vidrieras rotas de las ventanas. Lo perseguirnos, espantándolo con los plum eros, aturdiéndolo con nuestros gritos. Logra escapar y quedam os burladas, acezando. M i m adre nos llam a al orden. Rociam os el piso para barrerlo. Pero aún así se levantan nubes de polvo que la luz tornasola. M i m adre se dispone a limpiar las im ágenes con una gam uza. Q uita el paño que cubre a una de ellas y aparece un Cristo largam ente m artirizado. Pende de la cruz, con las coyun turas rotas. Los huesos casi atraviesan su piel am a rillenta y la sangre fluye con abundancia de sus m anos, de su costado abierto, de sus píes traspasados. La cabeza cae inerte sobre el pecho y la corona de espinas le abre, allí tam bién, incontables m anantiales de sangre. La revelación es tan repentina que m e deja paralizada. Contem plo la im agen un instante, m uda de horror. Y luego m e lanzo, com o ciega, hacia la puerta. Forcejeo violentam ente, la golpeo con m is puños, desesperada. Y es en vano. La puerta no se abre. Estoy cogida en la tram pa. N unca podré huir de aquí. N unca. H e caído en el pozo negro del infierno. M i m adre m e alcanza y m e tom a por los hom bros, sacudiéndom e. — ¿Q ué te pasa? N o puedo responder y m e debato entre sus m anos, enloquecida de terror. — ¡Contesta! M e ha abofeteado. Sus ojos relam paguean de alarm a y de cólera. Algo dentro de m í se rom pe y se entrega, vencido. — Es igual (digo señalando al crucifijo), es igual al indio que llevaron m acheteado a nuestra casa. XIV YA SE entablaron las aguas. Los cam inos que van a M éxico están cerrados. Los autom óviles se atascan en el lodo; los aviones caen abatidos por la tem pestad. Sólo las recuas de m ulas continúan haciend o su tráfico entre las poblaciones vecinas, trayendo y llevando carga, viajeros, el correo. Todos nos asom am os a los balcones para verlas lle gar. Entran siguiendo a la m ula m adrina que hace sonar briosam ente su cencerro. Vienen con las herra duras rotas, con el lom o lastim ado. Pero vienen de lejos y traen noticias y cosas de otras partes. ¡Q ué alegría nos da saber que entre los cajones bien rem achados y los búhos envueltos en petate vienen las bolsas de lona tricolor, repletas de periódicos y cartas! Estam os tan aislados en Com itán, durante la tem porada de lluvias. Estam os tan lejos siem pre. U na vez vi un m apa de la República y hacia el sur acababa donde vivim os nosotros. D espués ya no hay ninguna otra ruedita. Sólo una raya para m arcar la frontera. Y la gente se va. Y cuando se va escribe. Pero sus palabras nos llegan tantas sem anas después que las recibim os m architas y sin olor com o las flores viejas. Y ahora el cartero no nos trajo nada. M i padre volverá a leer la prensa de la vez anterior. Estam os en la sala. M i m adre teje un m antel para el altar del oratorio, con un gancho y el hilo recio y crudo. M ario y yo m iram os a la calle con la cara pegada contra el vidrio. Vem os venir a un señor de los que usan chaleco y leontina de oro. Llega hasta la puerta de la casa y allí se detiene. Toca. -Adelante — dice m i m adre, sin interrum pir su tejido. El señor se descubre al entrar en la sala. — Buenas tardes. M i padre se pone de pie para recibirlo. — Jaim e Rovelo, ¿a qué se debe tu buena venida?

Se abrazan con gusto de encontrarse. M i padre se ñala a su am igo una silla para que se siente. Luego se sienta él. — N o te parecerá buena, César, cuando sepas qué asunto es el que m e trae. Está triste. Su bigote entrecano llueve m elancólicam ente. — ¿M alas noticias? — inquiere m i m adre. — En estas épocas, ¿qué otras noticias pueden recibirse? — Vam os Jaim e, no exageres. Todavía se deja coger una que otra palom ita por ahí. N o logra hacerlo cam biar de gesto. M i padre lo m ira con curiosidad a la que todavía no se m ezcla la alarm a. El señor no sabe cóm o em pezar a hablar. Tiem blan levem ente sus m anos. — ¿R ecibieron el periódico de hoy? — N o. Esta vez tam bién se extravió en algún accidente del cam ino. Y a pesar de todo tenem os que confiar en el correo. — Conm igo es puntual. H oy tuve carta de M éxico. — ¿D e tu hijo? — Tan guapo m uchacho, Y tan estudioso. Está a punto de recibir su título de abogado. ¿Verdad? — Sí. Ya está trabajando en un bufete. — ¡Q ué satisfecho estará usted, don Jaim e, de haberle dado una carrera! — N unca sabe uno lo que va a resultar. Com o dice el dicho, el diablo dispone. Les contaba que hoy recibí carta de él. — ¿Alguna desgracia? — El gobierno ha dictado una nueva disposición contra nuestros intereses. D el bolsillo del chaleco extrae un sobre. D esdobla los pliegos que contenía y, escogiendo uno, se lo tiende a m i m adre. H ágam e usted el favor de leer. Aquí. — "Se aprobó la ley según la cual los dueños de fincas, con m ás de cinco fam ilias de indios a su servicio, tienen la obligación de proporcionarles m edios de enseñanza, estableciendo una escuela y pagando de su peculio a un m aestro rural." M i m adre dobla el papel y sonríe con sarcasm o. — ¿D ónde se ha visto sem ejante cosa? Enseñarles a leer cuando ni siquiera son capaces de aprender a ha blar español. — Vaya, Jaim e, casi lograste asustarm e. Cuando te vi llegar con esa cara de enterrador pensé que de veras había sucedido una catástrofe. Pero esto no tiene im portancia. ¿Te acuerdas cuando im pusieron el salario m ínim o? A todos se les fue el alm a a los pies. Era el desastre. ¿Y qué pasó? Q ue som os lagartos m añosos y no se nos pesca fácilm ente. H em os encontrado la m anera de no pagarlo. — Porque ningún indio vale setenta y cinco centa vos al día. N i al m es. — Adem ás, dim e, ¿qué haría con el dinero? Em borracharse. — Lo que te digo es que igual que entonces podem os ahora arreglar las cosas. Perm ítem e la carta. M i padre la lee para sí m ism o y dice: — La ley no establece que el m aestro rural tenga que ser designado por las autoridades. Entonces nos queda un m edio: escoger nosotros a la persona que nos convenga. ¿Te das cuenta de la jugada? D on Jaim e asiente. Pero la expresión de su rostro no varía. — Te doy la solución y, sigues tan fúnebre com o antes. ¿Es que hay algo m ás? — M i hijo opina que la ley es razonable y necesaria; que Cárdenas es un presidente justo. M i m adre se sobresalta y dice con apasionam iento: — ¿Justo? ¿Cuando pisotea nuestros predios, cuando nos arrebata nuestras propiedades? Y para dárselas ¿a quienes?, a los indios. Es que no los conoce; es que nunca se ha acercado a ellos ni ha sentido cóm o apestan a suciedad y a trago. Es que nunca les ha hecho un favor para que le devolvieran ingratitud. N o les ha encargado una tarca para que m ida su haraganería. ¡Y son tan hipócritas, y tan solapados y tan falsos! — Zoraida — dice m i padre, reconviniéndola. — Es verdad — grita ella— . Y yo hubiera preferido m il veces no nacer nunca antes que haber nacido entre esta raza de víboras. Busco la cara de m i herm ano. Igual que a m í le espanta esta voz, le espanta el rojo que arrebata las m ejillas de m i m adre. D e puntillas, sin que los m ayores lo

adviertan, vam os saliendo de la sala. Sin ruido cerram os la puerta tras de nosotros. Para que si la nana pasa cerca de aquí no pueda escuchar la conversación. XV — ¡AVE M ARÍA! U na m ujer está parada en el zaguán, saludando. Es vieja, gorda, vestida hum ildem ente y lleva un envoltorio bajo el rebozo. Las criadas — con un revuelo de fustanes alm idonados— se apresuran a pasarla adelante. Le ofrecen un butaque en el corredor. La m ujer se sienta, sofocada. Coloca el envoltorio en su regazo y con un pañuelo se lim pia el sudor que le corre por la cara y la garganta. N o se pone de pie cuando m i m adre sale a recibirla. — D oña Pastora, qué m ilagro verla por esta su casa. M i m adre se sienta al lado de ella y m ira codiciosam ente el envoltorio. — Traigo m uchas cosas. Ya conozco tu gusto y m e acordé de ti cuando las com praba. — M uéstrelas, doña Pastora. — ¿Así? ¿D elante de lodos? Las criadas están rodeándonos y la m ujer no parece contenta. — Son de confianza — arguye m i m adre. — N o es según la costum bre. — U sted m anda, doña Pastora, usted m anda... M uchachas, a su quehacer. Pero antes dejen bien cerrada la puerta de calle. Es m ediodía. El viento duerm e, cargado de su propia fragancia, en el jardín. D e lejos llegan los rum ores: la loza chocando con el agua en la cocina; la canción m onótona de la m olendera. ¡Q ué silenciosas las nubes allá arriba! La m ujer deshace los nudos del envoltorio y bajo la tela parda brota una cascada de colores. M i m adre exclam a con asom bro y delicia: — ¡Q ue prim or! — Son paños de G uatem ala, legítim os. N o creas que se van a desteñir a la prim era lavada. Te duran toda la vida y siem pre com o ahora. Allí están las sábanas rojas listadas de am arillo. Los perrajes labrados donde cam ina solem nem ente la greca; y donde vuelan los colibríes en un aire azul; y donde el tigre asom a su m inúscula garra de terciopelo y donde la m ariposa ha cesado de aletear para siem pre. M i m adre escoge esto y esto y esto. — ¿N ada m ás? — Yo quisiera llevárm elo todo. Pero los tiem pos están m uy difíciles. N o se puede gastar tanto com o antes. — Tendrás antojo de otras cosas. D oña Pastora saca un pequeño estuche de entre su cam isa. Lo abre y resplandecen las alhajas. El oro trenzado en collares; los aretes de filigrana; los relicarios finísim os. — Es m uy caro. — Tú sabes desde dónde vengo, Zoraida. Sabes que cobro el viaje y los riesgos. — Sí, doña Pastora, pero es que. . . — ¿Es que la m ercancía no te cuadra? ¿D espués de lo que m e esm eré en escogerla? Pregunta con un leve tono de am enaza. M i m adre casi gim e, deseosa, ante las joyas. — César dice que no debem os com prar m ás que lo indispensable. Q ue los asuntos del rancho... Yo no entiendo nada. Sólo que... no hay dinero. Con un chasquido seco el estuche se cierra. D oña Pastora vuelve a m etérselo entre la cam isa. R ecoge los géneros rechazados. Am arra otra vez los nudos. M i m adre la m ira com o solicitando perdón. Al fin doña Pastora concede. — D ile a tu m arido que puedo venderle lo que necesita. — ¿Q ué? — U n secreto. — ¿U n secreto? — U n lugar en la frontera. N o hay guardias. Es fácil cruzarlo a cualquier hora. D ile que si m e paga le m uestro dónde es.

M i m adre sonríe creyendo que escucha una brom a. — César no le va a hacer la com petencia, doña Pastora. N o piensa dedicarse al contrabando. D oña Pastora m ira a m i m adre y repite, com o am onestándola. — D ile lo que te dije. Para cuando sea necesario huir. XVI D esde hace varios días esperam os una visita desagradable en la escuela. H oy, m ientras la señorita Silvina explicaba que los ojos de las avispas son poliédricos, llam aron a la puerta. Su expresión se volvió cautelosa y dijo: — Puede ser él. Se levantó y descolgó la im agen de San Caralam pio que siem pre estuvo clavada en la pared, encim a del pizarrón. Q uedó una m ancha, cuadrada que no es fácil borrar. Luego com isionó a una de las alum nas para que fuera a abrir la puerta. M ientras una niña atravesaba el patio, la m aestra nos aleccionó: — Recuerden lo que les he recom endado. M ucha discreción. Ante un desconocido no tenem os por que hablar de las costum bres de la casa. El desconocido estaba allí, ante nosotras. Alto, serio, vestido de casim ir negro. — Soy inspector de la Secretaría de Educación Pública. H ablaba con el acento de las personas que vienen de M éxico. La m aestra se ruborizó y bajó los párpados. Esta era la prim era vez que sostenía una conversación con un hom bre. Turbada, sólo acertó a balbucir: — N iñas, pónganse de pie y saluden al señor inspector. Él la detuvo autoritariam ente con un gesto y nosotras no alcanzam os a obedecerla. — Vam os a dejarnos de hipocresías. Yo vine aquí para otra cosa. Q uiero que m e m uestre usted los docum entos que la autorizan a tener abierta esta es cuela. — ¿Los docum entos? — ¿O es que funciona en form a clandestina com o si fuera una fábrica de aguardiente? La señorita está confusa. N unca le habían hablado de esta m anera. — N o tengo ningún papel. M is abuelos enseñaban las prim eras letras. Y luego m is padres y ahora... — Y ahora usted. Y desde sus abuelos todas las generaciones han burlado la ley. Adem ás, no concibo qué pueda usted enseñar cuando la encuentro tan ignorante. Porque estoy seguro de que tam poco está usted enterada de que la educación es una tarea reservada al Estado, no a los particulares. — Sí, señor. — Y que el Estado im parte gratuitam ente la educación de los ciudadanos. Ó igalo bien: gratuitam ente. En cam bio usted cobra. — U na m iseria, señor. D oce reales al m es. — U n robo. Pero en fin, dejem os esto. ¿Cuál es su plan de estudios? — Les enseño lo que puedo, señor. Las prim eras letras, las cuatro operaciones... El inspector la dejó con la palabra en la boca y se aproxim ó a una de las niñas que se sientan en prim era fila. — A ver tú. D am e la libreta de calificaciones. La niña no se m ovió hasta no ver la autorización en la cara de la señorita. Entonces sacó una libreta del fondo de su pupitre y se la entregó al inspector. Él em pezó a hojearla y a m edida que leía se acentuaba la m ueca irónica en sus labios. — "Lecciones de cosas." ¿Tuviera usted la bondad, señorita profesora, de explicarm e qué m aterias abarca esta asignatura? La señorita Silvina con su vestido negro, con su azoro, con su pequeñez, parecía un ratón cogido en tram pa. Los ojos im placables del inspector se separaron despectivam ente de ella y volvieron a la libreta. — “Fuerzas y palancas." ¡Vaya! Le aseguro que en la capital no tenem os noticia de estos descubrim ientos pedagógicos. Sería m uy oportuno que usted nos ilustrara al respecto. Las rodillas de la m aestra tem blaban tanto que por un m om ento creím os que iba a desplom arse. Tanteando volvió a su silla y se sentó. Allí estaba quieta, lívida, ausente.

— "H istoria y calor." H erm osa asociación de ¡deas pero no podem os detenernos en ella, hay que pasar a otro asunto. ¿R eúne el edificio las condiciones sanitarias para dar alojam iento a una escuela? La voz de la m aestra brotó ríspida, cortante. — ¿Para qué m e lo pregunta? Está usted viendo que es un cascarón viejísim o que de un m om ento a otro va a caérsenos encim a. — D elicioso. Y ustedes m orirán aplastadas, felices inm olándose com o víctim as a D ios. Porque acierto al suponer que son católicas. ¿Verdad? Silencio. — ¿N o son católicas? ¿N o rezan todos los días antes de em pezar y al term inar las clases? D el fondo del salón se levantó una m uchacha. Com o de trece años. G ruesa, tosca, de expresión bovina. D e las que la m aestra condenaba — por su torpeza, por la lentitud de su inteligencia— , a no dibujar jam ás el m apam undi. — Rezam os un Padre N uestro, Ave M aría y G loria. Los sábados un rosario entero. — G racias, niña. M e has proporcionado el dato que m e faltaba. Puedes sentarte. N inguna de nosotras se atrevió a volverse a verla. Estábam os apenadas por lo que acababa de suceder. — Todo lo dem ás podía pasarse, pero ésta es la gota que colm a el vaso. Le prom eto, señorita profesora, que de aquí saldré directam ente a gestionar que este antro sea clausurado. Cuando el inspector se fue, la señorita escondió el rostro entre las m anos y com enzó a llorar entrecortada, salvajem ente. Sus hom bros — tan m agros, tan estrechos, tan desvalidos— se doblegaban com o bajo de un sufrim iento intolerable. Todas nos volvim os hacia la m uchacha que nos había delatado. — Tú tienes la culpa. Anda a pedirle perdón. La m uchacha hacía un esfuerzo enorm e para entender por qué la acusábam os. N o quería m overse su lugar. Pero entre sus vecinas la levantaron y a em pe llones fueron acercándola a la m aestra. Allí enfrente se quedó parada, inm óvil, con los brazos colgando. La m iraba llorar y no parecía tener rem ordim iento. La m aestra alzó la cara y con los ojos enrojecidos y todavía húm edos le preguntó: — ¿Por qué hiciste eso? — U sted m e enseñó que dijera siem pre la verdad. XVII M I PAD RE nos recom endó que cuando viniera el m uchacho que reparte el periódico no lo dejáram os m archar antes de que hablara con él. Lo detuvim os en el corredor m ientras m i padre term inaba de desayunarse. El repartidor de periódicos es un joven de rostro y sim pático. M i padre lo recibió afablem ente. — Siéntate, Ernesto. — G racias, don César. Pero el m uchacho perm aneció en pie, cargando su fajo de papeles. — Allí, en esa butaca. ¿O es que tienes prisa? — Es que... no quiero faltarle al respeto. N o som os iguales y... — Pocos piensan ya en esas distinciones. Adem ás creo que som os m edio parientes. ¿N o es así? — Soy un hijo bastardo de su herm ano Ernesto. — Algo de eso había yo oído decir. Eres blanco com o él, tienes los ojos claros. ¿Conociste a tu padre? — H ablé con él algunas veces. — Era un buen hom bre, un hom bre honrado. Y tú, que llevas su apellido, debes serlo tam bién. Ernesto desvió los ojos para ocultar su em oción. Se sentó frente a m i padre procurando ocultar las suelas rotas de sus zapatos. — ¿Estás contento donde trabajas? — M e tratan bien. Pero el sueldo apenas nos alcanza a m i m adre y a m í. — Pareces listo, desenvuelto. Podrías aspirar a cosas m ejores. La expresión de Ernesto se anim ó. — Yo quería estudiar. Ser ingeniero.

— ¿Estuviste en la escuela? — Sólo hasta cuarto año de prim aria. Entonces vino la enferm edad a m i m adre. — Pero aprendiste a leer bien y a escribir. — G racias a eso conseguí este trabajo. — ¿Y no te gustaría cam biarlo por otro m ás fácil y m ejor pagado? — Eso no se pregunta, señor. — Soy su tío. N o m e digas señor — Ernesto m iró m i padre con recelo. N o quiso aceptar el cigarro que le ofrecía— . Se trata de algo m uy sencillo. Tú sabes que ahora la ley nos exige tener un m aestro rural en la finca. — Sí. Eso dicen. — Pero com o todas las cosas en M éxico andan cabeza, nos m andan que consum am os un artículo del que no hay existencia suficiente. Así que nosotros debem os surtirnos de donde se pueda. Y ya que no hay yacim ientos de m aestros rurales no queda m ás rem edio que la im provisación. D esde el principio pensé que tú podrías servir. — ¿Yo? — Sabes leer y escribir. Con eso basta para llevar el expediente. Y en cuanto a lo dem ás... — N o hablo tzeltal, tío. — N o necesitarás hablarlo. Vivirás con nosotros en la casa grande. Tu com ida y tu ropa correrán, desde luego, por nuestra cuenta. Y cuidaríam os de que no le faltara nada a tu m adre. Está enferm a, dices. — Salió caliente después de haber estado planchando y cogió un aire. Q uedó ciega. La cuida una vecin a. — Podríam os dejarle dinero suficiente para sus gastos m ientras tú estás fuera. — ¿Cuánto tiem po? Ahora que Ernesto sabía el terreno que pisaba, había recobrado su aplom o. Se sentía orgulloso de estar aquí, sentado frente a uno de los señores de chaleco y leontina de oro, conversando com o si fuera su igual y fum ando de sus cigarros. Se consideraba, adem ás, necesario. Y eso elevaba su precio ante sí m ism o. — El plazo depende de las circunstancias. Si no estás contento puedes volver cuando quieras. Aunque yo te garantizo que te hallarás. Chactajal tiene buen clim a. Y nosotros te tratarem os bien. — En cuanto al sueldo... — Por eso no vam os a discutir. Y m ira, no es necesario que te precipites resolviendo hoy m ism o esta proposición. Anda a tu casa, m edítalo bien, consúltalo con tu m adre. Y si te conviene, avísam e. — ¿Cuándo saldrem os para el rancho? — La sem ana próxim a. XVIII CO M O ahora ya no voy a la escuela m e paso el día sin salir de la casa. Y m e aburro. Voy detrás de las criadas a la despensa, a las recám aras, al com edor. Las m iro trajinar. Las estorbo sentándom e sobre la silla que van a sacudir, las im paciento arrugando la sobrecam a que acaban de tender. — N iñita, ¿por qué no vas a com prar un real de tenem e acá? M e levanto y m e voy, sola, al corredor. Pasan y vuelven a pasar los burreros vaciando sus barriles de agua en las grandes tinajas de la cocina. La nana está tostando café. N o m e hará caso, com o a los cachorros aunque ladren y ladren. Abro una puerta. Es la del escritorio de m i padre. Ya en otras ocasiones he hurgado en las gavetas que no tienen llave. H ay m anojos de cartas atados con listones viejos. H ay retratos. Señores barbudos, am arillentos y borrosos. Señoritas pálidas, de cabello destrenzado. N iños desnudos nadando sobre la alfom bra. Ya m e los aprendí de m em oria. Papeles llenos de núm eros. N o los entiendo. En los estantes m uchos libros. Son tan grandes que si saco uno de ellos todos notarían su falta. Pero aquí está un cuaderno. Es pequeño, tiene pocas páginas. Adentro hay algo m anuscrito y figuras com o las que M ario dibuja a veces. Escondo el cuaderno bajo el delantal y salgo sigilosam ente de la biblioteca. N o hay nadie. Llego hasta el traspatio sin que ninguno m e haya visto. Allí, al cobijo de una higuera, m e dispongo a leer.

"Yo soy el herm ano m ayor de m i tribu. Su m em oria. Estuve con los fundadores de las ciudades cerem oniales y sagradas. Estoy con los que partieron sin volver el rostro. Yo guié el paso de sus peregrinaciones. Yo abrí su vereda en la selva. Yo los conduje a esta tierra de expiación. Aquí, en el lugar llam ado Chactajal, levantam os nuestras chozas; aquí tejim os la tela de nuestros vestidos; aquí m oldeam os el barro para servirnos de él. Apartados de otros no alzam os en nuestro puño el botín de la guerra. N i contam os a escondidas la ganancia del com ercio. Alrededor del árbol y después de concluir las faenas, nom brábam os a nuestros dioses pacíficos. Ay, nos regocijaba creer que nuestra existencia era agradable a sus ojos. Pero ellos, en su deliberación, nos tenían reservado el espanto. H ubo presagios. Sequía y m ortandad y otros infortunios, pero nuestros augures no alcanzaban a decir cifra de presentim iento tan funesto. Y sólo nos instaban a que de noche, y en secreto, cada uno se inclinara a exam inar su corazón. Y torciera la garra de la codicia; y cercara la puerta al pensam iento de adulterio; y atara el p¡e rápido de la venganza. Pero ¿quién conjura a la nube en cuyo vientre se retuerce el relám pago? Los que tenían que venir, vinieron. Altaneros, duros de adem án, fuertes de voz. Así eran los instrum entos de nuestro castigo. N o dorm íam os sobre lanzas, sino sobre la fatiga de un día laborioso. N o ejercitam os nuestra m irada en el acecho, sino que la dilatam os en el asom bro. Y bien habíam os aprendido, de antiguo, el oficio de víctim as. Lloram os la tierra cautivada; lloram os a las doncellas envilecidas. Pero entre nosotros y la im agen destruida del ídolo ni aun el llanto era posible. N i el puente de la lam entación ni el ala del suspiro. Picoteados de buitres, burla de la hiena, así los vim os, a nuestros protectores, a los que durante siglos cargam os, sum isos, sobre nuestras espaldas. Vim os todo esto, y en verdad, no m orim os. N os preservaron para la hum illación, para las tareas serviles. N os apartaron com o a la cizaña del grano. Buenos para arder, buenos para ser pisoteados, así fuim os hechos, herm anitos m íos. H e aquí que el cashlán difundió por todas partes el resplandor que brota de su tez. H elo aquí, hábil para exigir tributo, poderoso para castigar, am urallado en su idiom a com o nosotros en el silencio, reinando. Vino prim ero el que llam aban Abelardo Argüello. Ése nos hizo poner los cim ientos de la casa grande y suspender la bóveda de la erm ita. En sus días, una gran desolación cubrió nuestra faz. Y el recién nacido am anecía aplastado por el cuerpo de la m adre. Pues ya no queríam os llevar m ás allá nuestro sufrim iento. José D om ingo Argüello se llam aba el que lo siguió. Éste hizo ensanchar sus posesiones hasta donde el río y el m onte ya no lo dejaron pasar. Trazó las líneas de los potreros y puso crianza de anim ales. M urió derribado del caballo cuando galopaba sin llegar todavía al térm ino de la am bición. Josefa Argüello, su hija. Som bría y autoritaria, im puso la costum bre del látigo y el uso del cepo. D io poderes a un brujo para que nos m antuviera ceñidos a su voluntad. Y nadie podía contrariarla sin que se te siguiera un gran daño. Por orden suya, m uchos árboles de caoba y cedro fueron talados. En esa m adera hizo que se labraran todos los m uebles de la Casa. M urió sin descendencia, consum ida en la soltería. A Rodulfo Argüello no lo conocim os. D elegó su capacidad en otro y con m ano ajena nos exprim ió hasta la últim a gota de sudor. Fue cuando nos enviaron al Pacayal para hacer el desm onte y preparar la siem bra de la caña. D esde Com itán cargam os sobre nuestro lom o el trapiche de la m olienda. Tam bién se com praron sem entales finos, con lo cual m ejoró la raza de los rebaños. Estanislao Argüello, el viudo, tenía carácter blando. En su época bastante ganado se desm andó y se hizo cerrero. Y por m ás que poníam os sal en los lam ederos ya no logram os que las reses bajaran ni que consintieran la m arca sobre su piel. A nosotros se nos aum entaron las raciones de quinina. Y se dispuso que las m ujeres no desem peñaran faenas rudas. El viud o m urió tarde. D e enferm edad. U na huérfana, una recogida, com o entonces se dijo, fue la heredera. Pues asistió la agonía del m oribundo. O tilia. O tros parientes m ás allegados le disputaron la herencia y fue entonces cuando los lu gares rem otos ya no pudieron ser defendidos. Y así se perdió el potrero de "Rincón Tigre". Y tam bién el de "Casa del rayo". O tilia, diestra en el bordado, adornó el m anto que cubre a la Virgen de la erm ita. A llam am iento suyo, el señor cura de Com itán vino a bautizar a los niños y

casar a las parejas am an cebadas. D esde que O tilia nos am adrinó todos nos otros llevam os nom bres de cristiano. Por m atrim onio ella llegó a usar el apellido de Argüello. Su lecho sólo dio varones y entre sus hijos dejó repartida la hacienda. Así tam bién nosotros fuim os dispersados en poder de diferentes dueños. Y es aquí, herm anos m íos m enores, donde nos volvem os a congregar. En estas palabras volvem os a estar juntos, com o en el principio, com o en el tronco de la ceiba sus m uchas ram as." U na som bra, m ás espesa que la de las hojas de la higuera, cae sobre m í. Alzo los ojos. Es m i m adre. Precipitadam ente quiero esconder los papeles. Pero ella los ha cogido y los contem pla con aire absorto. — N o juegues con estas cosas — dice al fin— . Son la herencia de M ario. D el varón. XIX AYER llegó de Chactajal el avío para el viaje. Las bestias están descansando en la caballeriza. Am ane cieron todas con las crines y la cola trenzadas y cres pas. Y dicen las criadas que anoche se oyó el tintineo de unas espuelas de plata contra las piedras de la calle. Era el Som brerón, el espanto que anda por los cam pos y los pueblos dejando sobre la cabeza de los anim ales su seña de m al agüero. H ace rato vino Ernesto para entregar su equipaje. N o era m ás que tres m udas de ropa. Las envolvió en un petate corriente y las ató con una reata. La nana no irá con nosotros a la finca por m iedo a los brujos. Pero se ha encargado de los preparativos para nuestra m archa. D esde tem prano m andó llam ar a la m ujer que m uele el chocolate. Estuvieron pesando juntas el cacao, tanteando el azúcar y los otros ingredientes que van a m ezclarse. Luego la m ujer se fue a la habitación que prepararon especialm ente para ella y antes de encerrarse advirtió: — N adie debe entrar donde yo estoy trabajando. Pues hay alguno s que tienen el ojo caliente y ponen el m al donde m iran. Y entonces el chocolate se corta. En cam bio, la m ujer que hace las velas no guarda secreta su labor. Está a m edio patio, en pleno sol. D entro de un gran cazo de cobre puesto al fuego, se derrite la cera. La m ujer canta m ientras cuelga el pabilo de los clavos que erizan la rueda de m adera. Luego va sacando con una escudilla la cera derretida del perol y la derram an encim a de los hilos. A cada vuelta de la rueda el volum en aum enta sobre el pabilo, la form a de la vela va lográndose. En el horno de barro las criadas están cociendo el pan; am arillo, cubierto con una capa ligeram ente m ás oscura, sale, oliendo a abundancia, a bendición, a riqueza. Lo guardan en grandes canastos, acom odándolo cuidadosam ente para que no se desm orone y cubriéndolo con servilletas blancas y tiesas de alm idón. Allá están las planchas de fierro, pegando su m ejilla con la de la brasa, las dos fundidas en un m ism o calor, com o los enam orados. H asta que una m ano las separa. H um ean entonces las sábanas que no han perdido su hum edad. Sueltan esa fragancia de lim pieza, esa m em oria de sus interm inables siestas bajo el sol, de sus largos oreos en el viento. H asta el fondo del traspatio están beneficiando un cerdo que m ataron m uy de m adrugada. La m anteca hierve ahora y alza hum o espeso y sucio. Cerca, los perros lam en la sangre que no ha acabado de em beber la tierra. Los perros de lengua ávida, acezantes al acecho de los desperdicios, gruñidores entre los pies de los que se afanan. La casa parece una colm ena, llena de rum ores y de trabajo. Sólo los indios se están tranquilos, encuclillados en el corredor, espulgándose. A m i m adre le m olesta verlos sin quehacer. Pero no hay ninguna tarea que pueda encom endárseles en esos m om entos. Entonces se le ocurre algo: — Ve vos... com o te llam és. Vas a ir a la casa de la niña Am alia D om ínguez. N ecesita un burrero para que cargue el agua. Y vos tam bién, preguntá dónde vive don Jaim e Rovelo. Le precisa que arranquen el m onte de su patio. Los indios se levantan, dóciles. Llevan colgando del hom bro el m orral con su bastim ento: la bola de posol, las tostadas, que es todo lo que trajeron del rancho. Porque saben que donde van tam poco les darán qué com er.

XX M I N AN A m e lleva aparte para despedirnos. Estam os en el oratorio. N os arrodillam os ante las im ágenes del altar. Luego m i nana m e persigna y dice: — Vengo a entregarte a m i criatura. Señor, tú eres testigo de que no puedo velar sobre ella ahora que va a dividirnos la distancia. Pero tú que estás aquí lo m ism o que allá, protégela. Abre sus cam inos, para que no tropiece, para que no caiga. Q ue la piedra no se vuelva en su contra y la golpee. Q ue no salte la alim aña para m orderla. Q ue el relám pago no enrojezca el techo que la am pare. Porque con m i corazón ella te ha conocido y te ha jurado fidelidad y te ha reverenciado. Porque tú eres el poderoso, porque tú eres el fuerte. Apiádate de sus ojos. Q ue no m iren a su alrededor com o m iran los ojos del ave de rapiña. Apiádate de sus m anos. Q ue no las cierre com o el tigre sobre su presa. Q ue las abra para dar lo que posee. Q ue las abra para recibir lo que necesita. Com o si obedeciera tu ley. Apiádate de su lengua. Q ue no suelte am enazas com o suelta chispas el cuchillo cuando su filo choca contra otro filo. Purifica sus entrañas para que de ellas broten los actos no com o la hierba rastrera, sino com o los árboles grandes que som brean y dan fruto. G uárdala, com o hasta aquí la he guardado yo, de respirar desprecio. Si uno viene y se inclina ante su faz que no alardee diciendo: yo he dom ado la cerviz de este potro. Q ue ella tam bién se incline a recoger esa flor preciosa — que a m uy pocos es dado cosechar en este m undo— que se llam a hum ildad. Tú le reservaste siervos. Tú le reservarás tam bién el ánim o de herm ano m ayor, de custodio, de guardián. Tú le reservarás la balanza que pesa las acciones. Para que pese m ás su paciencia que su cólera. Para que pese m ás su com pasión que su justicia. Para que pese m ás su am or que su venganza. Abre su entendim iento, ensánchalo, para que pueda caber la verdad. Y se detenga antes de descargar él latigazo, sabiendo que cada latigazo que cae graba la cicatriz en la espalda del verdugo. Y así sean sus gestos com o el ungüento derram ado sobre las llagas. Vengo a entregarte a m i criatura. Te la entrego. Te la encom iendo. Para que todos los días, com o se lleva el cántaro al río para llenarlo, lleves su corazón a la presencia de los beneficios que de sus siervos ha recibido. Para que nunca le falte gratitud. Q ue se siente ante su m esa, donde jam ás se ha sentado el ham bre. Q ue bese el paño que la cubre y que es herm oso. Q ue palpe los m uros de su casa, verdaderos y sólidos. Esto es nuestra sangre y nuestro trabajo y nuestro sacrificio. O ím os, en el corredor, el trajín de los arrieros, de las criad as ayudando a rem achar los cajones. Los caballos ya están ensillados y patean los ladrillos del zaguán. La voz de m i m adre dice m i nom bre, buscándom e. La nana se pone de píe. Y luego se vuelve a m í, diciendo. — Es hora de separarnos, niña. Pero yo sigo en el suelo, cogida de su tzec, llorando porque no quiero irm e. Ella m e aparta delicadam ente y m e alza hasta su rostro. Besa m is m ejillas y hace una cruz sobre m i boca. — M ira que con lo que he rezado es com o si hu biera yo vuelto, otra vez, a am am antarte. XXI CU AN D O salim os de Com itán ya está crecido el día. M i padre y Ernesto van adelante, a caballo. M i m adre, m i herm ano y yo, en sillas de m ano que cargan los indios. Vam os sujetos al paso del m ás lento. El sol pica a través del palio que colocaron sobre nuestra cabeza y que está hecho con sábanas de G uatem ala. El aire se adensa bajo la m anta y se calienta y nos sofoca. Tardan para acabar los llanos. Y cuando acaban se alza el cerro, con sus cien cuchillos de pedernal, con su vereda difícil. M ido la altu ra de lo que vam os subiendo por el jadeo del indio que m e carga. Parejos a nosotros van los pinos. D etienen al viento con sus m anos de innum erables dedos y lo sueltan ungido de resinas saludables. Entre las rocas crece una flor azul y tiesa que difunde u n agrio

arom a de polen entre el que zum ba, em briagada, la abeja. El grueso grano de la tierra es negro. En algún lugar, dentro del m onte, se precipita el rayo. Com o al silbo de su pastor, acuden las nubes de lana oscura y se arrebañan sobre nosotros. M i padre grita una orden en tzeltal al tiem po que descarga un fuetazo sobre el anca de su caballo. Los indios apresuran la m archa. Tenem os que llegar a Lom antán antes de que cunda el aguacero. Pero estam os apenas traspasando la cresta de esta serranía y ya em piezan a m enudear las gotas. Al principio es una llovizna leve y confiam os en que no durará. Pero luego la llovizna va agarrando fuerza y los chorritos de agua vencen el ala doblada de los som breros; resbalan entre los pliegues de la m anga de hule que no basta para cubrirnos. Por fin, a lo lejos, divisam os un caserío. Son chozas hum ildes, con techos de palm a y paredes de bajareque. Cuando olfatean la presencia extraña salen a ladrar los perros flacos, sarnosos, escurriendo agua. Su alboroto convoca a la gente que se asom a a las puertas. Son indios. M ujeres de frente sum isa que dan el pecho a la boca ávida de los recién nacidos; criaturas barrigonas y descalzas; ancianos de tez am arillenta, desdentados. M i padre se adelanta y sofrena su caballo ante una de las chozas. H abla con el que parece dueño. Pero a las razones de m i padre el otro responde con un estupor tranquilo. M i padre nos señala a todos los que estam os em papándonos bajo la lluvia. Explica que nos hace falta fuego para calentar la com ida y un sitio donde guarecernos. Saca de su m orral unas m onedas de plata y las ofrece. El indio ha com prendido nuestra necesidad, pero no acierta a rem ediarla. Ante lo que presencia no hace m ás que negar y negar con su triste rostro ausente, inexpresivo. Tenem os que seguir adelante. Avanzam os ahora entre la neblina que juega a cegarnos. Los anim ales se desbarrancan en las laderas flojas o sus cascos ra yan la superficie de las lajas produciendo un sonido desagradable y áspero. Los indios calculan bien antes de colocar el pie. Com o a las siete de la noche llegam os a Bajucú. El ocotero está encendido a m edia m ajada. En el corredor de la casa grande, en unas largas bancas de m adera, están las m ujeres sentadas, envueltas en pesados chales negros. — Buenas noches, casera — dice m i padre desm ontando— . ¿N o das posada? — El patrón está en Com itán y se llevó las llaves de los cuartos. Sólo que quieran pasar la noche aquí. N os instalam os en el corredor después de haber bebido una taza de café. Las m angas de hule nos sirven de alm ohada. Sobre el suelo de ladrillo ponem os petates y zaleas de carnero. Estam os tan cansados que nos dorm im os antes de que la llam a del ocote se extinga. XXII EL AIR E am anece lim pio, recién pronunciado por la boca de D ios. Pronto va llenándose del estrépito del día. En el establo las vacas echan su vaho caliente sobre el lom o de los ternerillos. En la m ajada se esponjan los guajolotes m ientras las hem bras, feas y tristes, escarban buscando un gusano pequeño. La gallina em polla solem nem ente, sentada en su nido com o en un trono. Ya aparejaron las cabalgaduras. Salim os tem prano de Bajucú, porque la jornada es larga. Vam os sin prisa, adorm ilados por el paso igual de los indios y de las bestias. Entre la espesura de los árboles suenan levem ente los pájaros com o si fueran la hoja m ás brillante y m ás verde. D e pronto un rum or dom ina todos los dem ás y se hace dueño del espacio. Es el río Jataté que anuncia su presencia desde lejos. Viene crecido, arrastrando ram as desgajadas y ganado m uerto. Espeso de barro, lento de dom inio y poderío. El puente de ham aca que lo cruzaba se rom pió anoche. Y no hay ni una m ala canoa para atravesarlo. Pero no podem os detenernos. Es preciso que sigam os adelante. M i padre m e abraza y m e sienta en la parte delantera de su m ontura. Ernesto se hace cargo de m i herm ano. Am bos espolean sus caballos y los castigan con el fuete. Los caballos relinchan, espantados, y se resisten a avanzar. Cuando al fin entran al agua salpican todo su alrededor de espum a fría. N adan, con los ojos dilatados de horror, oponiendo su fuerza a la corriente que los despeña hacia abajo,

esquivando los palos y las inm undicias, m anteniendo los belfos tenazm ente a flote. En la otra orilla nos depositan, a M ario y a m í, al cuidado de Ernesto. M i padre regresa para ayudar el paso de los que faltan. Cuando estam os todos reunidos es hora de com er. Encendem os una fogata en la playa. D e los m orrales sacam os las provisiones: rebanadas de jam ón ahum ado, pollos fritos, huevos duros. Y un trago de com iteco por el susto que acabam os de pasar. Com em os con apetito y después nos tendem os a la som bra, a sestear un rato. En el suelo se m ueve una larga hilera de horm igas, afanosas, trasportando m igajas, trozos dim inutos de hierba. Encim a de las ram as va el sol, dorándolas. Casi podría sopesarse el silencio. ¿En qué m om ento em pezam os a oír ese ruido de hojarasca pisada? Com o entre sueños vim os aparecer ante nosotros un cervato. Venía perseguido por quién sabe qué peligro m ayor y se detuvo al borde del m antel, trém ulo de sorpresa y de m iedo; palpitantes de fatiga los ijares, húm edos los rasgados ojos, alerta las orejas. Q uiso volverse, huir, pero ya Ernesto había desenfundado su pistola y disparó sobre la frente del anim al, en m edio de donde brotaba, apenas, la cornam enta. Q uedó tendido, con los cascos llenos de lodo de su carrera funesta, con la piel reluciente del últim o sudor. — Vino a buscar su m uerte. Ernesto no quiere adjudicarse m éritos, pero salta a la vista que está orgulloso de su hazaña. Con un pañuelo lim pia cuidadosam ente el ca ñón de la pistola antes de volverla a guardar. M ario y yo nos acercam os con tim idez hasta el sitio donde yace el venado. N o sabíam os que fuera tan fácil m orir y quedarse quieto. U no de los indios, que está detrás de nosotros, se arrodilla y con la punta de una varita levanta el párpado del ciervo. Y aparece un ojo extinguido, opaco, igual a un charco de agua estancada donde ferm enta ya la descom posición. Los indios se inclinan tam bién hacía ese ojo desnudo y algo ven en su fondo porque cuando se yerguen tienen el rostro dem udado. Se retiran y van a encuclillarse lejos de nosotros, evitándonos. D esde allí nos m iran y cuchichean. -¿Q ué dicen? — pregunta Ernesto con un principio de m alestar. M i padre apaga los restos del fuego, pisoteándolo con sus botas fue rtes. — N ada. Supersticiones. D esata los caballos y vam os. Su voz está espesa de cólera. Ernesto no entiende. — ¿Y el venado? — Se pudrirá aquí. D esde entonces los indios llam an a aquel lugar “D onde se pudre nuestra som bra". XXIII LA PRÓ XIM A estación es Palo M aría, una finca ganadera que pertenece a las prim as herm anas de m i padre. Son tres: tía Rom elia, la separada, que se encierra en su cuarto cada vez que tiene jaqueca. Tía M atilde, soltera, que se ruboriza cuando saluda. Y tía Francisca. Viven en el rancho desde hace años. D esde que se quedaron huérfanas y tía Francisca tom ó el m ando de la casa. Rara vez bajan al pueblo. Las vem os llegar m ontadas a m ujeriegas en sus tres m ulas blancas, haciendo girar la som brilla de seda oscura que las protege del sol. Se están con nosotros varios días. Consultan al m édico, encargan ropa a la costurera y cuando van de visita escuchan (tía Rom elia con delicia; tía M atilde atónita; tía Francisca desdeñosa) los chism es que m antienen en efervescencia a Com itán. Y al despedirse nos regalan, a M ario y a m í, un peso de plata. N os aconsejan que nos portem os bien, y ya no volvem os a saber de ellas m ás que por cartas espaciadas y breves. Ahora los huéspedes som os nosotros. Com o no nos esperaban, al vernos m ezclan las exclam aciones de bienvenida con las órdenes a la servidum bre que se desbanda a preparar la cena, a abrir y lim piar las habitaciones que nos han destinado. M ientras, nos sentam os todos en el corredor y tom am os un vaso de tem perante. — N os da m ucho gusto tenerlos entre nosotras — dice tía M atilde m irando especialm ente a Ernesto.

— ¿Por qué no tocas algo en el piano? — pide tía Rom elia. Y agrega en tono confidencial— : M atilde sabe un vals que se llam a "A la som bra de un m anglar". Es precioso, lleno de arpegios. Por desgracia yo no soporto la m úsica. Al prim er arpegio ya está la jaqueca en su punto. — ¿N o te aliviaron las m edicinas del doctor M azariegos? — El doctor M azariegos es un pozo de ciencia. Pero m i caso es com plicado, César, m uy com plicado. Está orgullosa de su m ala salud y la exhibe com o un trofeo. — ¿Ya term inó, señor? Tía M atilde recibe el vaso de Ernesto. — N o le digas señor. Es tu sobrino. Es hijo de m i herm ano Ernesto. — ¿D e veras? Tía M atilde no sabe ocultar su contrariedad. Interviene tía Francisca. — M e alegra saber que eres de la fam ilia. — ¿Aunque no sea yo m ás que un bastardo? La voz de Ernesto es desafiante y dura. Tía M atilde enrojece y deja caer el vaso al suelo. Echa a correr hacia el interior de la casa, cubriéndose el rostro con el delantal. — Allí tienes a tus prim as, César — dijo tía Francisca— . Lloran si oyen volar un m osquito, se ponen nerviosas, tom an aspirinas. Y yo soy la que tiene que coger la escoba y barrer los vidrios rotos. D espués de cenar, m í m adre, que está m uy cansada, fue a acostarse. La acom pañaron tía Rom elia y tía M atilde. N osotros quedam os en el com edor un rato Colgada del techo la lám para de gasolina zum ba com o si devorara los insectos que incesantem ente se renuevan rondando a su alrededor. Tía Francisca dice: — Creí que este año no subirías a Chactajal, César, — ¿Por qué no? Siem pre he venido a vigilar la m olienda y las hierras. — Pensé que, si acaso, vendrías solo. ¿Para qué trajiste a tu fam ilia? — Zoraida quiso acom pañarm e. Y com o los niños no están en la escuela... — Es una im prudencia. Las cosas que están sucediendo en estos ranchos no son para que las presencien las criaturas. H asta estoy considerando que a m is herm anas les convendría hacer un viaje a M éxico. Ya ves a Rom elia. Está perfectam ente sana pero le consuela pensar que sufre todas las enferm edades. Con ese pretexto la m andaré. En cuanto a M atilde todavía no es propiam ente una vieja. ¿N o te parece, Ernesto? — tía Francisca no obtuvo respuesta. Continuó— : D ebe divertirse un poco. M i padre tom ó la m ano de su prim a entre las suyas. — ¿Y tú? Ella fue retirando su m ano sin vacilación, sin violencia. Y se puso de pie com o para dar por term inada la plática. — Yo m e quedo aquí. Éste es m i lugar. XXIV LLEG AM O S a Chactajal a la hora en que se pone el sol. Alrededor de la ceiba de la m ajada nos esperan los indios. Se acercan para que toquem os su frente con nuestros dedos y nos hacen entrega del "bocado": gallinas bien m aneadas para que no escapen, huevos frescos, m edidas pequeñas de m aíz y frijol. A nosotros nos corresponde recibirlo con gratitud. M i padre ordena que se reparta entre ellos un garrafón de aguardiente y una pieza de m anta. D espués vam os a la erm ita para dar gracias por haber llegado con bien. La adornaron com o en los días de fiesta: guirnaldas de papel de china, juncia regada en el suelo. En el altar la Virgen m uestra su vestido de seda bordado con perlas falsas. A sus pies un xicalpextle con frutas exhala cien perfum es m ezclados. M i m adre se arrodilla y reza los m isterios del rosario. Los indios responden con una sola voz anónim a. D espués de rezar nos sentam os en las bancas que están adosadas a la pared. U na de las indias (de principales ha de ser, a juzgar por el respeto que le tributan las otras), pone en m anos de m i m adre una jícara con atole. M i m adre apenas prueba la bebida y m e la pasa a m í. Yo hago el m ism o gesto y se la doy a la que m e sigue y así hasta que todos hem os puesto nuestros labios en el m ism o lugar.

En uno de los ángulos de la iglesia los m úsicos preparan sus instrum entos: un tam bor y una flauta de carrizo. M ientras, los hom bres, colocados del lado izquierdo, se preparan para escoger su pareja para el baile. Carraspean y ríen entrecortadam ente. Las m ujeres aguardan lugar, con las m anos unidas sobre el regazo. Allí reciben el pañuelo rojo que les lanza e l hom bre, si es que aceptan salir a bailar con él. O lo dejan caer, com o al descuido, cuando rechazan la invitación. La m úsica — triste, aguda, áspera, com o el aire filtrándose entre los huesos de un m uerto— instala entre nosotros su presencia funeral. Las parejas se ponen de pie y perm anecen un m om ento inm óviles, uno frente a la otra, a la distancia precisa. Las m ujeres con los bajos y los brazos caídos a lo largo del cuerpo. Los hom bres con las m anos a la espalda, encorvados hacia adelante. D anzan casi sin despegar sus pies de la tierra y se están horas y horas, con la presión alterna de sus pasos, llam ando insistentem ente a un ser que no responde. La juncia pierde su lozanía y su fragancia. Las velas se consum en. Yo reclino m i cabeza, rendida de sueño, sobre el hom bro de m i m adre. En brazos m e llevan la casa grande. A través de m is párpados entrecerrados distingo el resplandor del ocotero ardiendo en la m ajada. Las palm as que cubren los pilares del corredor. Y, entre las som bras, la m irada hostil de los que no quisieron ir a la fiesta. D esde m i cam a sigo oyendo, quién sabe hasta cuándo, el m onótono ritm o del tam bor y la flauta; el chisporroteo de la leña quem ándose; los grillos latiendo ocultam ente entre la hierba. A veces, el alarido de un anim al salvaje qu e grita su desam paro en la espesura m onte. — ¿Q uién es? M e incorporo tem blando. En la tiniebla no acierto con las facciones del bulto que ha venido a pararse frente a m í. Creo adivinar la figura de una m ujer india sin edad, sin rostro. — N ana, llam o quedam ente. La figura se aproxim a y se sienta al borde del lecho. N o m e toca, no acaricia m i cabeza com o m i nana hacía siem pre para arrullarm e, no m e echa su aliento sobre la m ejilla. Pero sopla a m i oído estas palabras: — Yo estoy contigo, niña. Y acudiré cuando m e llam es com o acude la palom a cuando esparcen los grano de m aíz. D uerm e ahora. Sueña que esta tierra dilatada es tuya; que esquilas rebaños num erosos y pacíficos; que abunda la cosecha en las trojes. Pero cuida de no despertar con el pie cogido en el cepo y la m ano clavada contra la puerta. Com o si tu sueño hubiera sido iniquidad.

SEGUNDA

PARTE

Toda luna, todo año, todo día, todo viento camina y pasa también. También toda sangre llega al lugar de su quietud, como llega a su poder y a su trono. CHILAM-BALAM DE CHUMAYEL

Esto es lo que se recuerda de aquellos días: I EL VIEN TO del am anecer desgarra la neblina del llano. Suben, se dispersan los jirones rotos m ientras, silenciosam ente, va desnudándose la gran extensión que avanza en hierba húm eda, en árboles retorcidos y solos, donde se yergue el torso de la m ontaña, hasta donde espejea el río Jataté. En el centro del llano está la casa grande, construcción sólida, de m uros gruesos, capaces de resistir el asalto. Las habitaciones están dispuestas en hilera com o por un arquitecto no m uy hábil. Son oscuras, la luz penetra únicam ente a través de las estrechas ventanas. Los tejados están ennegrecidos por la lluvia y el tiem po. Los tres corredores tienen barandales de m adera. D esde allí César señalaba a Ernesto los cobertizos que servían de cocina y trojes. Y, al lado contrario de la m ajada, los corrales.

— Estos corrales los m andó hacer la abuela Josefa. Cuando por su edad ya no podía salir al cam po. Sentada en el corredor vigilaba las hierras. El ganado se contaba ante su vista. — Era desconfiada. — ¿Y quién no? Los adm inistradores son una partida de sinvergüenzas. El últim o que tuve está todavía refundido en la cárcel. D espués del copioso desayuno, en esta hora fresca, nueva de la m añana, cuando todos, cada uno en su puesto, com enzaban a cum plir los quehaceres con una precisión perfecta, César era feliz. Y se sentía inclinado a la benevolencia aun con aquellos que habían intentado arrebatarle su felicidad. Com o ese hom bre, por ejem plo. — Por poco m e deja en la calle. Yo estaba en Europa. M uy joven. M e m andaron — com o a todos los hijos de fam ilias pudientes en Com itán — a estudiar una carrera. N o tengo cerebro para esas cosas y no alcancé ningún título. ¡Ah, pero cóm o m e divertí! Im agínate: a esa edad, con dinero de sobra y en París. M ientras m is padres vivieron, todo m archó m uy bien. Pero después vino la m ala época y ya no pude sostenerm e. El adm inistrador, con el pretexto de la bola revolucionaria, m e estaba haciendo las cuentas del G ran Capitán. R egresé apenas a tiem po para salvar el rancho. A Ernesto no le interesaban los asuntos de negocios. N o entendía de qué estaba hablando su tío: hipotecas, em bargos, dem andas. — ¿Y le fue fácil aclim atarse de nuevo en Chiapas, después de haber vivido en el extranjero? — Tú no sabes lo que se extraña la tierra cuando está uno lejos. H asta en el m ism o París hacía yo que m e m andaran café, chocolate, bolsas de posol agrio. N o, no cam biaría nunca Chactajal por ninguno de los Parises de Francia. César no era de los hom bres que se desarraigan. D esde donde hubiera ido, siem pre encontraría el cam ino de regreso. Y donde estuviera siem pre sería el m ism o. El conocim iento de la grandeza del m undo no dism inuía el sentido de su propia im portancia. Pero, naturalm ente, prefería vivir dond e los dem ás com partían su opinión; donde llam arse Argüello no era una form a de ser anónim o; donde su fortuna era igual o m ayor que la de los otros. Ernesto estaba entrando, por prim era vez, en la intim idad de uno de estos hom bres a quienes tanto había envidiado y adm irado desde lejos. Bebía, ávidam ente, cada gesto, cada palabra. El apego a las costum bres, la ignorancia tan im perm eable a la acción de los acontecim ientos exteriores le parecieron un signo m ás de fuerza, de invulnerabilidad. Ernesto lo sabía ahora. Su lugar estaba entre los señores, era de su casta. Para ocultar la em oción que este descubrim iento le producía, preguntó m ostrando el edificio que se alzaba, a cierta distancia, frente a ellos. — ¿Ésa es la erm ita donde rezam os anoche? — Sí. ¿Te fijaste que la im agen de N uestra Señora de la Salud es de bulto? La trajeron de G uatem ala, a lom o de indio. Es m uy m ilagrosa. — H oy estuvieron tocando la cam pana desde antes que am aneciera. — Para despertar a los peones. M i padre m e decía que antes, cuando los indios oían las cam panadas, salían corriendo de los jacales para venir a juntarse aquí, bajo la ceiba. El m ayordom o los esperaba con su ración de quinina y un fuete en la m ano. Y antes de despacharlos a la labor les descargaba sus buenos fuetazos. N o com o castigo, sino para acabar de despabilarlos. Y los indios se peleaban entre ellos queriendo ganar los prim eros lugares. Porque cuando llegaban los últim os ya el m ayordom o estaba cansado y no pegaba con la m ism a fuerza. — ¿Ahora ya no se hace así? — Ya no. U n tal Estanislao Argüello prohibió esa costum bre. — ¿Por qué? — Él decía que porque era un hom bre de ideas m uy avanzadas. Pero yo digo que porque notó que a los indios les gustaba que les pegaran y entonces no tenía caso. Pero lo cierto es que los otros rancheros estaban furiosos. D ecían que iba a cundir el m al ejem plo y que los indios ya no podían seguir respetándolos si ellos no se daban a respetar. Entonces los m ism os pa trones se encargaron de la tarea de azotarlos. M uchos indios de Chactajal se pasaron a otras fincas porque decían que allí los trataban con m ayor aprecio. — ¿Y don Estanislao?

— En sus trece. Los vecinos querían perjudicarlo y picaron pleito por cuestiones de lím ites. Pero toparon con pared. El viejo era un abogado m uy com petente y los m antuvo a raya. Fue hasta después en el testam ento de m is padres, que Chactajal se partió. U na lástim a. Pero con tantos herederos no quedaba m ás rem edio. — U sted no tiene de que quejarse. Le tocó el casco de la hacienda. — Soy el m ayor. Tam bién m e correspondía la indiada para desem peñar el trabajo. — Conté los jacales. H ay m ás de cincuenta. — M uchos están abandonados. D icen que el prim er Argüello que vino a establecerse aquí, encontró una población bien grande. Poco a poco ha ido m erm ando. Las enferm edades — hay m ucho paludism o y disente ría— diezm an a los indios. O tros se desperdigan. Se m eten al m onte, se huyen. Adem ás yo regalé algunas fam ilias a los otros Argüellos. Bien contadas no alcanzan ni a veinte las que quedaron. M iró el caserío. Sólo de algunas chozas brotaba hum o. En las dem ás no había ningún signo de estar habitadas. — Los jacales vacíos se están cayendo. Tú pensarás que tienen razón los que dicen que éste es el acabóse, porque eres nuevo y no tienes experiencia. ¡Cuántas veces pusim os el grito en el cielo por m otivos m ás graves: pestes, revoluciones, años de m ala cosecha! Pero viene la buena época y seguim os viviendo aquí y seguim os siendo los dueños. ¿Por qué no iba a ser igual ahora, precisam ente ahora que Ernesto había llegado? Tenía derecho a conocer la época de la abundancia, de la despreocupa ción. Tam bién él, com o todos los Argüellos. U n kerem venía de la caballeriza jalando por el cabestro dos bestias briosas, ligeras, ensilladas com o para las faenas del cam po. César y Ernesto descendieron los escalones que separan el corredor de la m ajada. M ontaron. Y a trote lento fueron alejándose de la casa grande. El kerem corría delante de ellos para abrir el portón y dejarles paso libre. Todavía cuando iban por la vereda que serpentea entre los jacales, su paso despertaba el celo de los perros, flacos, rascándose la sarna y las pulgas, ladrando desaforadam ente. Las m ujeres, que m olían el m aíz arrodilladas en el suelo, suspendieron su tarea y se quedaron quietas, con los brazos rígidos, com o sem brados en la piedra del m etate, con los senos fláccidos colgando dentro de la cam isa. Y los m iraron pasar a través de la puerta abierta del jacal o de la rala trabazón de carrizos de las paredes. Los niños, desnudos, panzones, que se revolcaban jugando en el lodo confundidos con los cerdos, volvían a los jinetes su rostro chato, sus ojos curiosos y parpadeantes. — Ahí están las indias a tu disposición, Ernesto. A ver cuándo una de estas criaturas resulta de tu color. A Ernesto le m olestó la brom a porque se consideraba rebajado al nivel de los inferiores. Respondió secam ente: — Tengo m alos ratos pero no m alos gustos, tío. — Eso dices ahora. Espera que pasen unos m eses para cam biar de opinión. La necesidad no te deja esco ger. Te lo digo por experiencia. — ¿U sted? — ¿Q ué te extraña? Yo. Todos. Tengo hijos regados entre ellas. Les había hecho un favor. Las indias eran m ás codiciadas después. Podían casarse a su gusto. El indio siem pre veía en la m ujer la virtud que le había gustado al patrón. Y los hijos eran de los que se apegaban a la casa grande y de los que servían con fidelidad. Ernesto no se colocaba, para juzgar, del lado de las víctim as. N o se incluía en el núm ero de ellas. El caso de su m adre era distinto. N o era una india. Era una m ujer hum ilde, del pueblo. Pero blanca. Y Ernesto se enorgullecía de la sangre de Argüello. Los señores tenían derecho a plantar su raza donde quisieran. El rudim entario, el oscuro sentido de justicia que Ernesto pudiera tener, quedaba sofocado por la costum bre, por la abundancia de estos ejem plos que ninguna conciencia encontraba reprochables y, adem ás, por la adm iración profesada a este hom bre que con tan insolente seguridad en sí m ism o, cabalgaba delante de él. Com o deseoso de ayudar guardando el secreto, preguntó: — ¿D oña Zoraida lo sabe? Pero su com plicidad era innecesaria. — ¿Q ué? ¿Lo de m is hijos? Por supuesto.

H abría necesitado ser estúpida para ignorar un hecho tan evidente. Adem ás toda m ujer de ranchero se atiene a que su m arido es el sem ental m ayor de la fin ca. ¿Q ué santo tenía cargado Zoraida para ser la única excepción? Por lo dem ás no había m otivo de enojo. H ijos com o ésos, m ujeres com o ésas no significan nada. Lo legal es lo único que cuenta. H abían dejado atrás el caserío. U na vegetación de arbustos, rastreros, hostiles, flanqueaban la vereda. Las espinas se prendían al género grueso de los pantalones, rayando la superficie lisa de las polainas de cuero. César espoleó levem ente a su caballo para que trotara con m ayor rapidez hasta donde la m aleza se despejaba. — Éste es el potrero del Panteón. Lo llam an así porque cuando estábam os posteando para tender las alam bradas se encontró un entierro de esqueletos y trastos de barro. U n gringo loco que andaba por aquí dizque cazando m ariposas... — ¡Ah!, sí, ese que le pusieron de apodo M íster Peshpen. — Pero qué m ariposas. Lo que buscaba ha de haber sido petróleo o m inas o algo por el estilo. Bueno, pues ese M íster Peshpen se entusiasm ó con el hallazgo. Q uería que siguiéram os haciendo excavaciones porque los libros dicen que todo este rum bo es zona arqueológica y podíam os descubrir ruinas m uy im portantes. Pero la única ruina iba a ser la m ía si descuidábam os el trabajo para dedicarnos a abrir agujeros. Cuando M íster Peshpen vio que no iba yo a cejar estuvo dale y dale, pidiéndom e unos papeles que tengo en la casa de Com itán y que escribió un indio. — ¿Q ue los escribió un indio? — Y en español para m ás lujo. M i padre m andó que los escribiera para probar la antigüedad de nuestras propiedades y su tam año. Estando com o están las cosas tú com prenderás que yo no iba a soltar un docum ento así por interesante y raro que fuera. Para consolar a M istar Peshpen tuve que regalarle los tepalcates que desenterram os. Se los llevó a N ueva York y desde allá m e m andó un retrato. Están en el M useo. Continuaron cabalgando. Ante ellos se tendía la pradera de zacatón alto, m ecido por el viento. Apenas sobresalía la cornam enta y el dorso de las reses que pastaban disem inadas en la extensión. — Así que estos potreros son recientes. — Los m andé hacer yo. N o tanto por el lugar. H ay otros m ás apropiados. Sino para poner m ojones que dividieran m i parte de la de los otros dueños. — ¿Por qué rum bo quedaba la parte de m i padre? — Tu padre recibió su herencia en dinero. — ¿N unca trabajó aquí? — Es lo que yo he dicho siem pre: el dinero no rinde, no puede durar. Lo despilfarró en m enos que te lo cuento: m alos negocios, parrandas. Cuando m urió estaba en quiebra. — Sí hubiera tenido tiem po — dicen que era un hom bre m uy listo— habría podido rehacerse. D e no ser por ese desdichado accidente... César dirigió a Ernesto una rápida m irada de reojo. ¿El m uchacho hablaba así por ingenuidad o por cálculo? — N o fue accidente. Fue un suicidio. Ernesto sofrenó su caballo. H abía oído ese rum or, pero nunca le pareció digno de crédito. Y ahora la b rutalidad de la afirm ación lo aturdía. — ¿M atarse? ¿Por qué? — Estaba hasta el cuello de com prom isos y sin m anera de solventarlos. — Pero acababa de casarse con una m ujer m uy rica, esa G rajales de Chiapa. — Ella no quiso soltar ni un centavo para ayudarlo. — ¡M aldita! — D escubrió que Ernesto sólo se había casado con ella por interés. Las tierracalentanas no son tan m ansas com o nuestras m ujeres. N o se lo pudo perdonar. Pero después, ya viuda, ella m ism a fue a buscar a los acreedores para pagarles. — ¿M urió intestado? — D ejó una carta con sus últim as recom endaciones. — ¿N o hablaba de m í? — N o. ¿Por qué? — Porque soy su hijo. — N o eres el único. Adem ás, nunca te reconoció.

César había pronunciado estas palabras sin ánim o de ofender. Para él era tan natural el com portam ie nto de su herm ano que no se preocupaba siquiera por encontrarle un atenuante, una disculpa. Pero si se hubiera vuelto a ver tras de sí habría encontrado el rostro de Ernesto con una m arca purpúrea com o si acabaran de abofetearlo. Todo él, tem blando de cólera, no podía contradecir la aseveración de César porque lo que había dicho era verdad. N o, no era cierto que perteneciera a la casta de los señores. Ernesto no era m ás que un bastardo de quien su padre se avergonzaba. Porque cuantas veces pretendió aproxim arse a él, siguiendo los consejos de su m adre y sus propios deseos, su propia necesidad, fue despedido con una m oneda com o si fuera un m endigo. Y a pesar de todo, él había querido a ese hom bre que nunca consintió en ser para su hijo m ás que un extraño. Ernesto se sublevaba contra esa debilidad de su corazón con la que probaba el cinism o de su padre, la indiferencia, la facilidad con que — bastaba un m ovim iento de hom bros— . se despojaba de las responsabilidades. Le alegró saber la noticia del m atrim onio de su padre y el que la novia fuera una m ujer de tal apellido y de tal riqueza. N o podría perdonarle nunca a esa advenediza — ¡una chiapaneca, una tierracalentana!— que lo hubiera dejado m orir. La vida de su padre valía m ucho m ás que los celos, el despecho de ninguna m ujer. Él, su hijo, el abyecto, hubiera deseado estar cerca y ayudarlo. Él, que tenía m ás m otivos de rencor que ninguno. Pero ya nada podía rem ediarse. Y ahora Ernesto seguía arrim ándose a una som bra del difunto; al herm ano, que tenía el m ism o acento de autoridad cuando hablaba; que hacía adem anes sem ejantes; que se m antenía a la m ism a distancia desdeñosa que el otro. H abían llegado hasta un corral pequeño. Pararon sus cabalgaduras bajo un árbol. D esde allí se escuchaba, cada vez m ás próxim o, el grito de los vaqueros arreando el ganado — ¡Tou, tou, tou!— , el ladrido de los perros pastores, m ás insistente cuando querían atajar al novillo que, agachando la cabeza, pretendía sepa rarse de los dem ás y correr librem ente. Atropellándose, m ugiendo, ciegas de la polvareda que levantaba su carrera, las reses entraron en el corral. — Este trozo es de ganado fino, cruza de cebú. D an carne buena y los bueyes resultan m uy resistentes para el trabajo. Pero son bravos y los partideños huyen de esta raza com o de la peste. M íralos: peleando. Los toros se trenzaban de los cuernos en un forcejeo rudo y sin desenlace. La m irada torva, sanguinolenta, las pezuñas golpeando am enazadoram ente la tierra, el bufido caliente y ronco. Los vaqueros vaciaban bolsas de sal sobre las canoas de m adera. Los anim ales se precipitaron a lam erla con su lengua gruesa y m orroñosa. Sin César de rum iar las vacas dilataban los ojos m aravillados, enorm es, buscando a la cría recién nacida, em pujándola con delicadeza a probar este grano colorado y vidrioso. César gritó a uno de los vaqueros. — Ey, vos, m irá aquel becerrito, el negro con la estrella en la frente, com o que tiene gusanera. G uiado por la señal de César, el vaquero localizó al anim al. Cogió su soga y después de escupirse las m anos em pezó a ondearla en el aire. El becerro tiritaba cerca de la vaca y no se dio cuenta del m om ento en que el lazo de la soga ciñó su garganta. El vaquero corrió al poste m ás cercano y allí enroscó la soga y em pezó a jalar. El becerro bram aba, con la lengua de fuera, debatiéndose. Pero no por m ucho tiem po. O tro vaquero le m aneó las patas para derribarlo. Se retorcía, com o en un ataque convulsivo, pero no pudo soltarse. La vaca lo m iraba m ugiendo tristem ente. H asta que las carreras de los otros anim ales la em pujaron apartándola de allí. U na de las ancas del becerro derribado estaba herida y en la llaga pululaban los gusanos. El vaquero vertió sobre ella un chorro de creolina y la frotó m ezclándola al estiércol. El becerro soportaba esta operación con un sem blante extrañam ente inexpresivo. Sólo el estertor, retorcido en su garganta, delataba su sufrim iento. Ernesto no pudo resistir m ás y volvió la cara a otro lado para no verlo. Su m ovim iento no escapó a la observación de César que dijo con sorna: — Eres tan m al ranchero com o tu padre. Vám onos. Porque cuando em piece la capazón de los toros te vas a desm ayar. En la frente de Ernesto brotaba un sudor frío. Sus m ejillas estaban sin color. Entre los dientes trabados alcanzó a m usitar esta frase: — N o es nada. Falta de costum bre.

Pero no insistió en que perm anecieran allí. Y cuando el caballo de César echó a andar, el suyo lo siguió dócilm ente. — Q uiero que conozcas el cañaveral. La cosecha de este año prom ete ser buena. Las cañas se alzaban en un haz apretado y verde rasgando el aire con el filo de sus hojas. — Aquél es el trapiche. Bajo un cobertizo de teja estaba la m áquina, del m odelo m ás antiguo, de las que todavía se m ueven por tracción anim al. — En caso de necesidad puede engancharse un indio. N aturalm ente que César había oído hablar de aparatos m ás m odernos, m ás rápidos. Los había visto en sus viajes. Pero com o éste aún daba buen rendim iento, César no veía ningún m otivo para cam biarlo. — Es hora de volver a la casa grande. Estarán esperándonos para tom ar el posol. La m ano que regía la rienda hizo un viraje brusco. Los caballos, presintiendo su querencia, trotaban alegrem ente. Ernesto iba pensativo. César le preguntó: — ¿Q ué te parece Chactajal? Ernesto no podía responder aún. Su paladar estaba todavía reseco de asco por lo que había presenciado en los corrales. El olor, en que se m ezclan el estiércol y la creolina, no había cesado de atorm entar su nariz. El polvo le escocía en los párpados. Y, ¡D ios m ío!, la vergüenza de haber parecido despreciable, ridículo, débil, según la opinión de César. — Chactajal es la m ejor hacienda de estos contornos. Pregúntale a cualquiera si hay por aquí rebaños con m ejor pie de cría que los que has visto. En cuanto a las sem illas m e las m andan especialm ente de los Esta dos U nidos. Ya te m ostraré los catálogos. La tierra es m uy agradecida. Siem bras y com o una bendición te da el ciento por uno. N i qué decir de la casa grande. N o hay otra que se le pueda com parar en toda la zona fría. Es construcción de las de cuánto ha, bien hecha. — Sí, se ve. Ernesto afirm ó con desgano. Q ué pueril resultaba César insistiendo en el valor de sus propiedades com o si se tratara de venderlas. Pero Ernesto no era un com prador. Cuando le hablaban de riqueza pensaba en otra cosa, en aquellas películas que había visto en el cine de Com itán. Los ricos son los que viven en palacios; los que ordenan a lacayos vestidos de librea; los que com en viandas deliciosas en vajillas de oro. Pero aquí no había m ás que un caserón viejo. En el cuarto de Ernesto había goteras y sobre las vigas del techo corrían, toda la noche, las ratas y los tlacuaches. M ás valía no hablar de la servidum bre. Las criadas y los m ozos eran indios. H arapientos. Y no había m odo de entenderse con ellos. Se apresuraban a cum plir las órdenes. Pero com o no las entendían siem pre las cum plían m al. Los platos eran de peltre, estaban descasca rados por el uso. La com ida no era m ejor que la que su m adre preparaba en Com itán. Com ida de rancho, decían, com o enorgulleciéndose en vez de disculparse, cuando partían los tasajos de carne salada, cuando servían los plátanos fritos. D e m odo que esto era ser rico. Bien. Ernesto no iba a decepcionarse de sus parientes. Al contrario, estaba contento. Claro que le habría gustado disfrutar de una de aquellas vidas de película. Pero no a costa de su hum illación. La riqueza real, verdadera, tal com o aparecía en el cine, habría abierto un abism o m ás hondo, entre él y los Argüellos. Si su fam ilia lo adm itía así con tanta dificultad, con tantas reticencias. Y era en estas privaciones, en estas necesidades, en lo que podían identificarse, aproxim arse. La m ism a sangre, el m ism o apellido, las m ism as costum bres. ¿En qué el uno era superior al otro? H abían llegado ante una tranca. Ernesto, absorto en sus pensam ientos, no hizo el m enor adem án para desm ontar. César aguardó unos instantes, tam borileando los dedos sobre la m anzana de su silla. Cuando habló su voz estaba pesada de im paciencia y disgusto. — ¿Q ué esperas para bajar a abrir? Ernesto parpadeó, despertando. M idió la distancia que lo separaba de este hom bre. Y con la boca llena de saliva am arga, obedeció.

II ESTAS m ecedoras de m im bre ya están m uy viejas. ¡Y cóm o las ha com ido la polilla! D eberíam os com prar un ajuar m oderno, com o ese que tiene en su sala don Jaim e Rovelo y que le dicen pulm an. Pero César m e baraja la conversación cada vez que le trato el punto. D ice que no es por tacañería sino que porque estos m uebles son herencia de quién sabe quienes y que hay que conservarlos com o si fueran una reliquia. Ay, m e va a regañar cuando se dé cuenta de que los retratos están llenos de polvo y las m oscas se han dado sus buenas paseadas en ellos. H oy m ism o, antes de que se m e olvide, voy a decirle a la criada que les pase un trapo encim a. Es una india m ás tarda de entendim iento... ¡Q ué va las de Com itán! Éstas sí son arrechas. Pero César no quiso que trajéram os a ninguna. Por lo que cobraban, digo yo. Así que no hay m ás que atenerse a lo que haya. Y m ás vale arriar el burro... N o m e voy a m eter yo hasta de sacudidora. En m i casa no éram os así. Q ué íbam os a estar guardando chácharas com o si fuera oro en paño. Tal vez porque siem pre fuim os tan pobres. M am á enviudó cuando yo tenía cinco años. ¡Q ué trabajos pasó para criarm e! H aciendo som breros de palm a, cam isas de m anta para los burreros. Todo el día nos quebraban la puerta los que venían a cobrar: la renta, la m ujer de las verduras. M am á los recibía m uy am able, com o si fueran visitas. Les contaba sus apuros y les prom etía pagarles en cuanto juntara el dinero. N unca juntábam os nada. U na vez, m e acuerdo, ya era yo varejoncita, ya m e gustaba presum ir, cuando llegaron los custitaleros a la feria de San Caralam pio. Yo m e enam oré de unos choclos que vi en un puesto. Eran unos choclos de vaqueta m uy bien curtida. Costaban tres pesos, un capital. D iario pasaba yo a verlos, con una angustia de que alguno los hubiera com prado. N o sé qué le m ovió el corazón a m i m adrina que se puso m uy espléndida y m e dio cinco pesos de gasto. Corriendo m e fui al puesto donde vi los choclos. Con los dos pesos que m e sobraron m e com pré un par de m edias de popotillo, negras. Cuando iba yo estrenando hubiera yo querido que las calles relum braran de lim pias y no tuvieran tantas piedras. Pisaba yo con tiento para que m is choclos no se m e fueran a raspar ni a ensuciar. Era la últim a noche de la feria. H abía serenata con m úsica de viento y yo bajé a sentarm e en las gradas de la iglesia. Alargaba yo los pies, todo lo que podía, para que la gente viera m is zapatos nuevos. M e apretaban, tenían chillera. Pero eran tan bonitos. Am alia, que siem pre m e ha tenido envidia, m e puso de apodo “La choclitos”, y em pezó a decir que no m e quitaba yo los zapatos ni para dorm ir y que cuando yo m e m uriera m e iban a enterrar calzada. Entonces di en rezar un triduo a Santa Rita de Casia, abogada de los im posibles, para que m e hiciera el m ilagro de que, de vez en cuando, no siem pre, los choclos parecieran botines y Am alia creyera que tenía yo dos pares de zapatos. Pero antes de que acabara el triduo vinieron unos hom bres a em bargar lo que teníam os y se llevaron todo. H asta los choclos. N os dejaron com o quien dice en un petate. Tuvim os que irnos a vivir a un cuarto redondo. M am á trajinaba todo el santo día para ganar un poco m ás y que no pasáram os tantos ajigolones. Y al llegar la noche rezaba su rosario, y lo ponía todo en m anos de la D ivina Providencia y se dorm ía com o un lirón. Yo era la que m e pasaba la noche en vela, subiendo y bajando libros, pensando en que el hom bre que nos surtía el pichulej de los som breros ya no quería fiarnos m ás. Se m e caía la cara de vergüenza cuando tenía yo que ir a hablar con él para pedirle que nos esperara, que estábam os pendientes de recibir un giro. M entiras. ¿Q uién nos iba a m andar ningún giro si no teníam os apoyo en ninguna parte? Por eso cuando César se fijó en m í y habló con m am á porque tenía buenas intenciones vi el cielo abierto. Zoraida de Argüello. El nom bre m e gusta, m e queda bien. Pero m e daba m iedo casarm e con un señor tan alto, tan form al y que ya se había am añado a vivir solo. Porque no se le conocían queridas. Q ueridas de plan ta, pues, form ales. Q uebraderos de cabeza nunca le han faltado. D ejaría de ser hom bre. Pero no se casó m ás que conm igo. El vestido de novia era precioso, bordado de chaquira com o entonces se usaba. César lo encargó a G uatem ala. Era rico y com o quería quedar bien. ¡Q ué vueltas da el m undo! Ahora dice que está escaso de dinero y hasta m e hace devolver lo que com pro. Tengo que pedir perm iso antes. ¡Q ué azareada m e dio ante doña Pastora! U n color se m e iba y otro se m e venía m ientras le inventaba yo que las sábanas que escogí resultaron falsas. Q ue tu boca sea la m edida, dijo. Y m e aventó la paga encim a y no quiso llevar las sábanas. Ay, siquiera m am á no alcanzó a ver estas cosas. M ientras ella vivió estuve pendiente

de que no le faltara nada. H asta sus libras de chocolate le com praba yo, arañando de lo que César m e daba para gastar. Y fui pagando, poco a poco, todas sus ditas. Los últim os años de la pobre fueron m ás tranquilos. Aunque siem pre se afligía de verm e com o gallina com prada. Y es que la fam ilia de César m e consideraba m enos porque m i apellido es Solís, de los Solís de abajo y yo era m uy hum ilde, pues. Pero nada tenían que decir de m i honra. Y cuando m e casé estaba yo joven y era yo regular. D espués m e vinieron los achaques. M e sequé de vivir con un señor tan reconcentrado y tan serio que parece un santo entierro. Com o es m ayor que yo, m e im pone. H asta m e dan ganas de tratarlo de usted. Pero delante de él por boba si lo dem uestro. ¿Por qué voy a dar m i brazo a torce r? Para que yo deje que se m e acerque todavía m e tiene que rogar. N o sé cóm o hay m ujeres tan locas que se casan nom ás por su necesidad de hom bre. N i que fuera la vida perdurable. D espués de que nació M ario quedé m uy m ala. N i un hijo m ás, m e sentenció el doctor M azariegos. Lástim a. Yo hubiera querido tener m uchos hijos. Alegran la casa. César dice que para qué querem os m ás. Pero yo sé que si no fuera por los dos que tenem os ya m e habría dejado. Se aburre conm igo porque no sé platicar. Com o él se educó en el extranjero. Cuando éram os novios m e llegaba a visitar de leva traslapada. Y m e quería explicar lo de las fases de la luna. N unca lo entendí. Ahora casi no habla conm igo. N o quiero ser una separada com o Rom elia. Se arrim a uno a todas partes y no tiene cabida con nadie. Si se arregla uno, si sale a la calle, dicen que es uno una bisbirinda. Si se encierra uno piensan que a hacer m añosadas. G racias a D ios tengo m is dos hijos. Y uno es varón. III AL ATARD ECER, la fam ilia se congrega en el corredor de la casa grande. Los rebaños de ovejas regresan lentam ente y en el establo las vacas m ugen, desconsoladas, cuando las separan de sus crías. Los rum ores de las faenas dism inuyen. Los utensilios vuelven a su lugar de reposo. En la caballeriza las m onturas, im pregnadas del sudor de los caballos, se orean y el viento se retira de ellas transform ado en un olor acre. Los anim ales de labor, m ansos y taciturnos, pacen librem ente. D e los jacales, de la cocina, sale el hum o haciendo m ás indecisa y velada la luz de esta hora. — ¿N o quieren tom ar un tentem pié? — ofrece Zoraida. Ernesto, que está acodado en el barandal contem plando el cielo rem oto, hace un gesto negativo. D esde la ham aca en que se recuesta, César hace un signo de aceptación. Y agrega: — Procura alim entarte, Ernesto. H oy casi no com iste. Es verdad. D esde la prim era vez que Ernesto habló con su tío en Com itán, está nervioso, no puede dorm ir bien, se sobresalta en sueños, tiene pesadillas. Los incidentes del viaje a Chactajal (el venado aquel sobre el que disparó tan irreflexivam ente) acabaron de hacerle perder el sosiego. Y ahora es peor, instalado en el corazón de una rutina desagradable y tonta. N o tiene ningún trabajo fijo qué desem peñar y por eso m ism o se le m ultiplican los encargos diversos, nim ios, hum illantes. César lo desechó desde el prim er día com o inepto para las tareas del cam po. Entonces perm anecía en la casa grande a m erced de los caprichos im previsibles e inútiles de Zoraida. Porque era inútil que sacudiera los m uebles una y otra vez, que los barnizara. Jam ás lograrían adquirir un aspecto m enos deslucido. Y esto es todavía tolerable. Lo que no soporta es que lo pongan a cuidar a los niños. Ernesto siente una desconfianza instintiva de ellos. Los im agina solapados, astutos, sabedores de m uchas m ás cosas de las que sus sem blantes lim pios dejan transparentar. Esos ojos tan agudos, tan nuevos, son im placables para descubrir los secretos vergonzosos, las debilidades ridículas de los m ayores. Y Ernesto experim enta una desazón extraña al sentirse observado, sujeto a exam en. En cuanto alguien le dirige una m irada crítica echa a tem blar inconteniblem ente y se apodera de él una violencia irracional que sólo se saciaría destruyendo al que se erige en su juez. Aún ignora cóm o pudo reprim irse el prim er día en que estos dos niños, señalando a Ernesto com o si fuera un juguete m al hecho y divertido, se habían puesto a gritar: "bastardo, bastardo". Cierto que los niños no conocen con exactitud el significado de esta palabra. Q ue la estaban repitiendo m ecánicam ente, com o los loros, porque la oyeron decir. Pero

aprendieron bien el acento despectivo, la m ueca de ironía que acom paña siem pre a palabras com o ésta. — San tat, patrón. En fila, con los m altratados som breros de palm a girando entre sus dedos, han ido subiendo los indios. D esde sus chozas, desde el tiem po que se les perm ite entregarse al descanso, vienen a saludar a César. Se aproxim an a él, uno por uno, prim ero los ancianos, los rodeados de respeto. Y ofrecen su frente a una m ano de cuyo poder debía em anar una especie de bendición. Luego van al lugar de Zoraida, pero ya únicam ente por cortesía, y ante ella la cerem onia vuelve a repetirse. D espués se encuclillan apoyando su espalda contra los barrotes del barandal. César extrae de una de las bolsas de su cam isa un atado de cigarros de hoja y los convida a fum ar. Los indios aceptan con gesto grave com o si se tratara del cum plim iento de un rito. Entre la oscuridad, cada vez m ás densa, brillan las puntas encendidas de los cigarros y apagan interm itentem ente su brillo, igual que las luciérnagas. — D iles que estén pendientes. Q ue se acerca el tiem po de rezar la novena de N uestra Señora de la Salud. Q ue barran bien la erm ita y que junten flores del m onte para adornarla. César repite el recado en tzeltal. Los indios escuchan seriam ente, asintiendo. Cuando el patrón term ina de hablar les toca su turno a ellos. N arran los incidentes del día y luego dejan un lapso de silencio para recibir la aprobación, el consejo, el reproche del am o. César sabe m odular el tono y escoger las frases adecuadas. D osifica la aprobación de m odo que no parezca absoluta y el consejo pese de autoridad y el reproche inspire tem or. Conoce a cada uno de sus interlocutores. H an com partido juntos m uchas vicisitudes y azares y ellos están ahora probando su lealtad. Porque las épo cas son difíciles para la gente de orden y el m ism o gobierno azuza a los indios contra los patrones, regalándoles derechos que los indios no m erecen ni son capaces de usar. La lealtad es valiosa hoy, com parándola con la traición de los otros. Porque m uchos de los que César contaba com o suyos (tal vez alguno de sus hijos entre ellos), se han rebelado. Exigen el salario m ínim o, se niegan a dar el baldío com o era la costum bre, abandonan la finca sin pedir perm iso. Claro, allí estaban sonsacándolos los dueños de las m onterías, extranjeros a los que no les interesa m ás que la prosperidad de su negocio y que enganchaban a los indios para llevárselos de peones a las m adererías o de recolectores en los cafetales de la costa. Se van, los m uy brutos, pensando en la ganancia sin saber que nadie vuelve vivo de aquellos clim as. N o son dignos de com pasión, se buscan su desgracia. A los que se que dan aquí César les m uestra, en cam bio, una deferencia especial no m uy distante de la gratitud. Aunque siga conservando su severidad y su rigor y a la hora de exigir el rendim iento de una tarea, su gesto, su voz, sean naturalm ente despóticos. Lo trae en la sangre y es el ejem plo que contem pla en los vecinos y en los am igos. Pero sabía ser cordial en estas conversaciones de asueto, m eciéndose perezosam ente en la ham aca, fatigado del esfuerzo del día, satisfecho de su cum plim iento. Entretiene a los indios, com o a niños m enores, con el relato de sus viajes. Las cosas que había visto en las grandes ciudades; los adelantos de una civilización que ellos no com prenden y cuyos beneficios no han disfrutado jam ás. Los indios reciben estas noticias ávidam ente, atentos, m aravillados. Pero nada de lo que escuchan tiene para ellos una realidad m ás verdadera que la de una fábula. El m undo evocado en los relatos de César era herm oso, ciertam ente. Pero no hubieran m ovido una m ano para apoderarse de él. H abría sido com o un sacrilegio. Zoraida se aburre. La escena que está presenciando es la m ism a del día anterior y del otro y del otro. Le m olestan estos rostros oscuros e iguales y el rum or del dialecto incom prensible. D esperezándose, se levanta de la m ecedora y va hasta el barandal, cerca de Ernesto. — ¿Entiendes lo que están diciendo? — pregunta señalando al grupo de indios. — N o. — Ellos son tan rudos que no son capaces de apren der a hablar español. La prim era vez que vine a Chactajal quise enseñarle a hablar a la cargadora de la niña. Y ni atrás ni adelante. N unca pudo pronun ciar la f . Y todavía hay quienes digan que son iguales a nosotros.

N osotros. El círculo de exclusión en que Ernesto se siente confinado está roto. Pero su satisfacción no es com pleta. H abría preferido que quien lo rom piera hubiera sido César, el hom bre, el Argüello. Es ya noche cerrada. Los indios em piezan a ponerse de pie y a despedirse. U n kerem atravesó la m ajada llevando entre las m anos un hachón de ocote encendido para prender la lum inaria. Sopla el viento frío y hostil. U n batz aúlla lastim eram ente en la distancia. Zoraida se estrem ece. — Entrem os. Estoy tem blando. En el com edor, alum bradas por la llam a insegura, am arilla de las velas, dos criadas preparan la m esa: un m ueble de cedro, pesado, tosco, con las patas sum ergidas en pequeñas escudillas de barro llenas de agua para evitar el paso de las horm igas. Al ver entrar a la fam ilia las criadas se apresuran a term inar y salen para servir la cena. M ientras los dem ás ocupan la silla que les corresponde, Zoraida inspecciona la correcta disposición de los platos y los cubiertos, cam biándolos de lugar m ientras m ueve desaprobatoriam ente la cabeza. — Ernesto, por favor, endereza la servilleta de M ario. Está torcida. Las criadas entran trayendo un platoncillo donde hum ean los frijoles. El pum po lleno de tortillas calientes. La jarra de café. Zoraida reparte las raciones. Com en en silencio. Contra la tela m etálica de la puerta vienen a estrellarse, desde la oscuridad de afuera, los insectos. D e pronto, la puerta se abre para dar paso a un indio. Sus facciones se distinguen m al a la fluctuante claridad de las velas. Ernesto había levantado la cuchara rebosante de caldo de frijol y esperó, para llevársela a la boca, que el indio se inclinara en la reverencia habitual. Pero el tiem po transcurre sin que el indio haga el m enor m ovim iento de sum isión. Ernesto vuelve a depositar cuidadosam ente la cuchara en su plato. Zoraida m uestra a César un rostro contrariado y que exige una explicación. César habla entonces al intruso dirigiéndole una pregunta en tzeltal. Pero el indio contesta en español. — N o vine solo. M is cam aradas están esperándom e en el corredor. Zoraida se replegó sobre sí m ism a con violencia, com o si la hubiera picado un anim al ponzoñoso. ¿Q ué desacato era éste? U n infeliz indio atreviéndose, prim ero, a entrar sin perm iso hasta donde ellos están. Y luego a hablar en español. Y a decir palabras com o "cam arada", que ni César — con todo y haber sido edu cado en el extranjero— acostum bra em plear. Bebe un trago de café porque tiene la boca seca. Espera una represalia rápida y ejem plar. Pero César (iqué extraños son los hom bres, portándose siem pre de un m odo contrario al que se espera de ellos!) parece no tener prisa. Escucha pacientem ente, espolvoreando un trozo de queso encim a de los frijoles, lo que el indio continúa diciendo. — M e escogieron a m í, Felipe Carranza Pech, para que yo fuera la voz. — Estuviste en las fincas de Tapachula, ¿verdad? Y por poco no contás el cuento. Estás flaco, acabado de paludism o. Creí que no ibas a regresar, aunque vivieras, porque com o te fuiste sin pagar la deuda de tu tata, sin pagar tu propia deuda... — Vine a ver m i casa y m is m ilpas. Zoraida va a reír con sarcasm o ante esta presuntuo sa m anera posesiva de referirse a cosas que no le pertenecen. Pero un gesto de César la contiene. — Te voy a volver a recibir, con la condición de que... Felipe no atiende las palabras del patrón. Está m irando a Ernesto. Así, no se da cuenta de que interrum pe el principio de una am onestación, cuando dice: — M is cam aradas m e m andaron para que pregunta ra si éste es el m aestro que vino de Com itán. Adelantándose a César, Ernesto responde: — Soy yo. ¿Q ué quieren conm igo? — M is cam aradas m e m andaron a preguntar cuán do vas a abrir la escuela. Ernesto m ira a César con unos ojos desorientados y com o quien pide auxilio. César está m ondando parsim oniosam ente una naranja. Sin dignarse a levantar los ojos hacia el indio, interroga: — ¿Les interesa m ucho el asunto? — Sí. — ¿Por qué? — Para que se cum pla la ley. Pero esto no puede ser verdad. Está soñando. Es una de esas pesadillas horrorosas que le am argan las noches cuando despierta, cerniéndose de m iedo, porque ha soñado que alguien le arrebata a sus hijos. Tiene que encender la luz y

levantarse y correr descalza al cuarto de los niños para convencerse de que están allí y de que nada ha sucedido. Pero ahora la pesadilla se prolonga. Y es ella, Zoraida, la que está en el centro de esta conversación absurda, oyendo la voz inflexible y sin fatiga de un indio que m achaca esta sola frase: — Lo m anda la ley. César ha term inado por im pacientarse y da un m anotazo enérgico sobre la m esa. — ¿Cuál escuela quieren que se abra? Yo ya cum plí con m i parte trayendo al m aestro. Lo dem ás es cosa de ustedes. César espera una respuesta balbuciente, una hum ildad repentina, una proposición de tregua. Pero el sem blante d e Felipe no se altera. Y su acento no se ha m odificado cuando dice: — Voy a hablar con m is cam aradas para que entre todos resolvam os lo que es necesario hacer. La puerta rechina al abrirse para dar paso al indio. Ernesto se pone de pie, m uy pálido, para encararse con César. — Yo se lo advertí en Com itán. N o voy a dar clases. N o quiero, no sé. Y usted no puede obligarm e. César retira con disgusto la taza de café y volviéndose a Zoraida protesta: — Está frío. Zoraida tom a la jarra para llevarla a la cocina. Cua ndo se quedan solos, César m ira burlonam ente a Ernesto y dice con una suavidad hipócrita: — M e estás resultando de los que chillan antes de que los pisen. Y luego, ásperam ente. — Aquí no eres tú quien va a disponer nada, sino yo. Y si yo m ando que desquites tu com ida dando clases, las darás. Zoraida ha vuelto. — N o pude llegar a la cocina. Tuve m iedo. Están todos am ontonados en el corredor. Son m uchos, César. — Q ué bueno. Ernesto se lam entaba precisam ente de que tendría pocos alum nos. Los niños corren a la puerta y aplastan su nariz contra la tela m etálica. Pero cuando llegan ya en el co rredor no hay nadie. IV ESTABAN sentados en el suelo, alrededor del fuego D e cuando en cuando, uno tom aba un puñado de copal y lo arrojaba a las brasas. El aire se difundía entonces ferviente y arom ado. — Esto es lo que m e dijeron en la casa grande. Felipe guardó silencio esperando la deliberación de los dem ás. Sobre su rostro se estrellaba el resplandor, enrojeciéndolo. En uno de los ángulos del jacal, arrodillada en el suelo, Juana, la m ujer de Felipe, escanciaba una jícara de atole agrio. Luego se puso de pie y la entregó a su m arido. El hom bre posó los labios en el borde de la jícara y la pasó al que estaba m ás próxim o. Éste se sintió entonces autorizado a hablar. — N uestros abuelos eran constructores. Ellos hicieron Chactajal. Levantaron la erm ita en el sitio en que ahora la vem os. Cim entaron las trojes. Tantearon el tam año de los corrales. N o fueron los patrones, los blancos, que sólo ordenaron la obra y la m iraron concluida; fueron nuestros padres los que la hicieron. Todos m ovieron la cabeza para indicar que el que había hablado, había hablado bien. Y éste continuó: — H an caído años sobre la casa y la casa sigue en pie. Tú eres testigo, tata D om ingo. El viejo asintió. — Porque la autoridad del blanco m ovió la m ano del indio. Porque el espíritu del blanco sostuvo el trabajo del indio. Los dem ás callaron abatiendo los ojos com o para no ver la choza que los am paraba. La pared de bejucos delgados, disparejos, unidos con lianas, no los defendía del frío que entraba a m orderlos com o un anim al furioso. Y cuando el granizo apedrea el techo de paja lo rom pe. Porque esto es todo lo que el indio puede hacer cuando la voluntad del blanco no lo respalda. D esde la penum bra de su lugar alguno suspiró: — ¡Q uién com o ellos!

Felipe estaba riendo a carcajadas. Su m ujer lo m iró con espanto com o si se hubiera vuelto loco. — M e estoy acordando de lo que vi en Tapachula. H ay blancos tan pobres que piden lim osna, que caen consum idos de fiebre en las calles. Los dem ás endurecieron sus ojos en la incredulidad. — En Tapachula fue donde m e dieron a leer el papel que habla. Y entendí lo que dice: que nosotros som os iguales a los blancos. U no se levantó con violencia. — ¿Sobre la palabra de quién lo afirm a? — Sobre la palabra del Presidente de la R epública. Volvió a preguntar, vagam ente atem orizado. — ¿Q ué es el Presidente de la R epública? Felipe contó entonces lo que había visto. Estaba en Tapachula cuando llegó Lázaro Cárdenas. Los reunieron a todos bajo el balcón principal del Cabildo. Allí habló Cárdenas para prom eter que se repartirían las tierras. Alguien preguntó con tim idez: — ¿Es D ios? — Es hom bre. Yo estuve cerca de él. (Le había dado la m ano. Pero eso Felipe no lo podía decir. Era su secreto.) Los dem ás se apartaron de Felipe para buscar el regazo de la oscuridad. — El Presidente de la R epública quiere que nosotros tengam os instrucción. Por eso m andó al m aestro, por eso hay que construir la escuela. Tata D om ingo dudaba. — El Presidente de la R epública quiere. ¿Tiene poder para ordenar? Felipe declaró, orgulloso: — Tiene m ás poder que los Argüellos y que todos los dueños de fincas juntos. La m ujer de Felipe se deslizó sin hacer ruido hasta la puerta. N o podía seguir escuchando. — ¿Y dónde está tu Presidente? — En M éxico. — ¿Q ué es M éxico? — U n lugar. — ¿M ás allá de O cosingo? — Y m ás allá de Tapachula. Los cobardes se desenm ascararon. — N o dem os oídos a Felipe. N os está tendiendo una tram pa. — Si seguim os sus consejos el patrón nos azotará. — ¡N adie necesita una escuela! Se apiñaron en la som bra com o queriendo protegerse, com o queriendo huir. Porque las palabras de Felipe ltos acorralaban igual que los ladridos del perro acorralan al novillo desm andado. — N o soy yo el que pide que se construya la escuela. Es la ley. Y hay un castigo para el que no la cum pla. — Pero el guardián de la ley está lejos. Y el patrón aquí, vigilándonos. — Yo m e presenté hoy delante de César y le hablé en su propia lengua. M ira: nada m alo m e ha sucedido. — ¡Se estará acordando de para qué sirve el cepo! — iEstará em braveciendo a los perros para que nos persigan! — ¿Por qué tiene que caer el daño sobre todos nosotros? El patrón no sabe quiénes fuim os acom pañando a Felipe. — La patrona salió una vez y volvió a entrar. — ¿Pero cóm o iba a conocernos la cara en aquella oscuridad? El fuego casi se había extinguido. Con la punta de tu dedo Felipe dibujaba signos sobre la ceniza. Sin alzar los ojos, con voz m onótona, confesó; — Yo le dije a César: éstos son m is cam aradas. Y no olvidé el nom bre de ninguno de los que iban conm igo. Y agregué: si alguno vuelve m añana a la casa grande es con el bocado de una falsa reconciliación. G uárdate de com erlo. El estupor selló los labios de todos. Ahora sabían que lo que habían hecho era irrevocable, que no podían retroceder. — Los que quieran irse, váyanse. Yo continuaré solo. Felipe se puso de pie com o invitándolos a retirarse. U no hizo seña a Tata D om ingo para que intercediera. — ¿Adónde podem os ir ahora, kerem , sino adonde tú nos lleves?

— Yo no quiero llevarlos m ás que a nuestro bien. N o hay razón para atem orizarse. Cuenten cuántos som os. Tú, tata D om ingo, que tienes tres hijos m ayores. Y M anuel, con sus herm anos. Y Jacinto, con la gente del Pacayal. Y Juan que se basta solo. Y tantos m ás, si los llam am os. César no tiene ni la ley de su parte. — Lo que tú digas, Felipe, será nuestra ley. — M e obedecerán en todo. Yo sé lo que es m ás prudente. Construirem os la escuela. D espués de que cada uno cum pla con su tarea para que César no tenga nada que argüirnos, construirem os la escuela. N osotros m ism os acarrearem os el m aterial. — ¿Q uién nos dirá: esto se hace así y así? — El que sabe. — Tata D om ingo. — Estoy m uy viejo, kerem . H ace tiem po que no hago este oficio. La m em oria no m e ayuda. — ¿Y tus hijos? ¿N o les dejaste en herencia lo que sabías? — M is hijos son servidores de la casa grande. Se han enem istado conm igo. — D éjalo, Felipe, otra vez será. Estaban apresurándose a m archarse, contentos de haber aplazado la ejecución del proyecto. Pero Felipe los detuvo. — Si no hay entre nosotros ninguno capaz, yo lo buscaré en otras fincas, en los pueblos. M añana m ism o iré a buscarlo. Pero antes de irm e quiero que am arrem os nuestra voluntad. Fue a sacar una botella de aguardiente y dijo al destaparla: — Los que bebam os ahora será en señal de com prom iso. Todos bebieron. El alcohol fuerte rem ovió el frenesí en el pecho de cada uno. Y entonces quedaron ligados com o con triple juram ento. Juana volvió a entrar después de que hubo salido el últim o. Y encontró a Felipe sentado todavía junto al rescoldo, cavilando. Felipe no podía tener confianza en los hom bres que había escogido. La prim era vez que habló con ellos, a su regreso de Tapachula, los encontró inconform es, próxim os a la rebeldía. Pero andaban aún, com o él antes de su viaje, en tinieblas. Y no para consolar, no para m entir, les contó lo que había visto. Y una vez y otra vez tuvo que repetirlo para quebrar su desconfianza. N o había que esperar la resurrección de sus dioses, que los abandonaron en la hora del infortunio, que perm itieron que sus ofrendas fueran arrojadas com o pasto de los anim ales. ¡Cuántos habían esperado y cerraron los ojos sin haberlos visto venir! N o. Él había conocido a un hom bre, a Cárdenas; lo había oído hablar. (H abía estrechado su m ano, pero éste era su secreto, su fuerza.) Y supo que Cárdenas pronunciaba justicia y que el tiem po había m adurado para que la justicia se cum pliera. Volvió a Chactajal para traer la buena nueva. ¿Para qué m ás podía volver? Venir para encontrar la cerca de sus m ilpas derribada y los cerdos hozando en el lugar de la sem illa y otras bestias pisoteando con sus pezuñas el tallo doblado del m aíz. N o. Venir porque sabía que era necesario que entre todos ellos uno se constitu yera en el herm ano m ayor. Los antiguos tuvieron uno que los guiaba en sus peregrinaciones, que los aconsejaba entre sus sueños. Éste dejó constancia de su paso, una constancia que tam bién les arrebataron. Y desde que los abandonó, años, años de tropezar contra la piedra. N adie sabía cóm o aplacar las potencias enem igas. Visitaban las cuevas oscuras, cargados de presentes, en las épocas calam itosas. M asticaban hojas am argas antes de decir sus oraciones y, ya desesperados, una vez escogieron al m ejor de entre ellos para crucificarlo. Porque los blancos tienen así a su D ios, clavado de pies y m anos para im pedir que su cólera se desencadene. Pero los indios habían visto pudrirse el cuerpo m artirizado que quisieron erguir contra la desgracia. Entonces se quedaron quietos y todavía m ás: m udos. Cuando Felipe les habló alzaron los hom bros con un gesto de indiferencia. ¿Q uién le dio autoridad a éste, se decían? O tros hablan español, igual que él. O tros han ido lejos y han regresado, igual que él. Pero Felipe era el único de entre ellos que sabía leer y escribir. Porque aprendió en Tapachu la, después de conocer a Cárdenas. La m ujer vino y tapó el rescoldo con una piedra grande, hasta el día siguiente. Sin hacer ruido, para no turbar el pensam iento de Felipe, fue a tenderse en un rincón. Sus ojos cerrados sim ulaban dorm ir. Pero bajo los párpados se sucedían, se atropellaban las im ágenes. El baile en la erm ita cuando Felipe la escogió

tirándole el pañuelo colorado sobre la falda. Las tardes, cuando volvía del río, con el tzec todavía escurriendo agua y Felipe la m iraba, ceñudo, sentado en un tronco del cam ino. Los tratos entre las dos fam ilias. El año de prueba que había pasado cada uno sirviendo a los padres del otro. Ella se había es m erado, pues Felipe estaba bien para m arido suyo. Cuando m olía el m aíz la m asa del posol salía m ás fina y m ás sabrosa. (Secretam ente m ezclaba los granos de alm endra que com pró a los custitaleros y que trajo escondidos entre su cam isa. Pero eso no lo sabían sus suegros cuando alababan su m ano.) Conocía m aneras de que todos los huevos de una nidada reventaran en po llos am arillos. Felipe sem bró la m ilpa y cuidó de los anim ales dom ésticos. Y durante ese tiem po no se hablaron porque seguían escrupulosam ente la costum bre del noviazgo para que las bendiciones no se apartaran de ellos. Se veían, sin cruzarse palabra, en las fiestas; se encontraban por casualidad en los cam inos. Pero no se detenían y era apenas la ropa la que se rozaba en el encuentro. Al cabo del año los padres se reunieron. Estaban de acuerdo en que Felipe había resultado listo y Juana capaz para el trabajo. Y consentían en hacer el casam iento. Pero discutieron m ucho sobre el asunto de la dote. Al fin, la fam ilia de Felipe se conform ó con recibirla a ella llevando un torito de sobreaño, un alm ud de m aíz, un zontle de frijol. H izo entrega de todo esto a sus suegros. Y Felipe com pró el garrafón de aguardiente para la fiesta de la boda y la obligó a ella a dejar sus arracadas de oro, su gargantilla de coral para pagar a sus padres el tiem po que había estado bajo su am paro. Entonces se fueron a vivir juntos. Y hasta m uchos m eses después, cuando vino el señor cura a solem nizar el rezo de la novena de N uestra Señora de la Salud, se casaron. Juana no tuvo hijos. Porque un brujo le había secado el vientre. Era en balde que m acerara las hierbas que le aconsejaban las m ujeres y que bebiera su infusión. En balde que fuera, ciertas noches del m es, a abrazarse a la ceiba de la m ajada. El oprobio había caído sobre ella. Pero a pesar de todo Felipe no había querido separarse. Siem pre que se iba — porque era com o si no tuviera raíz— ella se quedaba sentada, con las m anos unidas, com o si se hubiera despedido para siem pre. Y Felipe volvía. Pero esta vez que volvió de Tapachula ya no era el m ism o. Traía la boca llena de palabras irrespetuosas, de opiniones audaces. Ella, porque era hum ilde y le guardaba gratitud, pues no la repudió a la vista de todos, sino en secreto, callaba. Pero tem ía a este hom bre que le había devuelto la costa, am argo y áspero com o la sal, perturbador, inquieto com o el viento. Y en lo profundo de su corazón, en ese sitio hasta donde no baja el pensam iento, ella deseaba que se m archara otra vez. Lejos. Lejos. Y que no regresara nunca. U na ráfaga fría la hizo abrir los ojos, sobresaltada. La hoja de la puerta golpeaba aún contra el dintel. Y allí, en el centro del jacal, estaba tata D om ingo, con la frente inclinada, com o dispuesto a recibir las órde nes de Felipe. V — ¡PATRO N A, patrona, ahí vienen los custitaleros! La criada entró corriendo a la erm ita, cubriéndose la cabeza con el delantal. — Ya voy — contestó desganadam ente Zoraida— . ¿Vienes, Ernesto? Si quieres com prar algo pide que lo apunten en nuestra cuenta. — Vaya usted. La alcanzaré luego. Zoraida salió a la m ajada. Allí se habían congregado ya las otras m ujeres dejando en las trojes las m azorcas a m edio desgranar; en el gallinero los pollitos piando de ham bre; en la cocina los tasajos de carne salada al alcance del gato. Zoraida lo sabía, pero no les hizo ningún reproche. Ante la llegada de custitaleros las costum bres podían quebrarse. H aciéndose pantalla con sus tocas de m anta, para defenderse del reflejo dem asiado vivo del sol, las m ujeres fijaban sus ojos en el cam ino. Allí venían los custitaleros, descendiendo la últim a lom a. Contaron hasta ocho m ulas cargadas con grandes bultos envueltos en petate y palm otearon de alegría. — ¿Tenés dinero vos? — H e estado juntando todo el año. Porque los custitaleros traían en aquellos enorm es baúles forrados un caudal inagotable de objetos: calderas de latón, panzudas, relum brosas; m olinillos de asta fina y larga; peroles de cobre bien pulido. Para las m uchachas, gargantillas de coral, listones anchos, de percal y de yerbilla, polvos de enam orar. Para los

niños, confites teñidos de rojo con un grano de anís en el centro; trepatem icos peludos, m arom eros nerviosos. Y m achetes en cuyo filo culebrea el escalofrío; y fajas tejidas y som breros de palm a con un espejo incrustado, para los hom bres. — ¿D esde dónde vendrán? — D e O cosingo, tal vez. — D e San Carlos. — D e m ás allá, de Com itán. Porque estos com erciantes (que radican en San Cristóbal, en el barrio de Custitali, del que tom an el nom bre) recorren todos los clim as, todos los lugares de Chiapas llevando su figura pintoresca, su acento cantarín, su habla rebuscada, su utilidad de horm igas acarreadoras. U n kerem se precipitó a abrir el portón de la m ajada. Los custitaleros desm ontaron del anca de sus bestias antes de atravesar el um bral. Envueltos, siem pre, en sus gruesas frazadas de lana, avanza pisando fuerte para sacudir sus zapatos. Con una varita se quitaron las m ostacillas que se les habían pegado a la ropa, antes de acercarse a ofrecer sus respetos a Zoraida. D espués pidieron un lugarcito y autorización para vender su m ercancía. Rezagada entró una m ujer que venía m ontando una herm osa m ula blanca. Envolvía su cabeza y velaba su rostro con una chalina transparente. Su vestido era de paño de buena calidad. Y cuando quiso bajar de la cabalgadura, uno de los custitaleros puso las dos m anos entrelazadas para que le sirvieran com o estribo. Ella posó allí los pies, tím ida y torpem ente, y luego en el suelo. D io un paso, dos. Sus m iem bros carecían de flexibilidad, entum ecidos por una jornada de tantas leguas. Iba tam baleándose com o los ebrios. Zoraida la observaba con atención. Encontraba un aire fam iliar en esta m ujer y con el ceño fruncido hacía esfuerzos por reconocerla. Entonces exclam ó con un acento en el que se m ezclaban la sorpresa, la alarm a, el reproche: — ¡M atilde! Porque era M atilde la recién llegada. Al oírse nom brar se quedó inm óvil. Com o si la chalina no fuera suficiente se llevó las dos m anos a la cara para cubrírsela. U no de los custitaleros avanzó hasta el sitio donde estaba Zoraida. — Con su venia, patrona, vam os a hacerle entrega de la adonisa. Y otro explicó: — Cuando pasam os por Palo M aría, la niña M atilde estuvo buscando ocasión para hablarnos. — Y nos ofreció dinero si la traíam os a Chactajal. — Salim os a m edianoche. — N inguno nos vio salir. — Y por si nos seguían dijim os que íbam os con el rum bo de "Las D elicias". — D ios y su Santísim a M adre son testigos de que la hem os cuidado com o cosa propia. — N o venim os a rendir m alas cuentas. — ¿Es verdad lo que dicen éstos, M atilde? M atilde hizo un gesto de asentim iento. Todavía no podía hablar. — Q ue ella declare si aceptam os un centavo del dinero que nos ofreció . — Som os cristianos, patrona. — Está bien. Ya recibirán su recom pensa. Con estas palabras cortó Zoraida la conversación. Y m ientras M atilde, apoyada en su brazo, subía los escalones que van de la m ajada al corredor, el kerem echó a vuelo la cam pana de la erm ita para avisar a todos que los custitaleros iban a em pezar a desenvolver su m ercancía. Ernesto oyó los pasos num erosos, rápidos, descalzos de la indiada encam inándose a la casa grande. Titubeó un m om ento antes de seguirlos. Zoraida condujo a M atilde h asta la sala y la hizo recostarse en un estrado de m adera. U na india de la servidum bre — contrariada por tener que perm anecer aquí m ientras las otras hacían ya sus tratos con los custitaleros— había traído una taza de té de azahar. Zoraida pasó su m ano por detrás de la cabeza de M atilde para sostenerla. — Bebe. Q uién quita y te haga provecho. M atilde se esforzó por dar un trago. — N o. Tengo un nudo aquí. H ace días que no puedo pasar bocado. Y dejó caer hacia atrás la cabeza, com o tronchada. La india salió presurosam ente. Los ojos de M atilde la siguieron. N o habló hasta que su figura hubo desaparecido.

— ¿Son de fiar tus gentes, Zoraida? — H asta donde cabe. ¿Por qué? — Porque si Francisca llega a saber que estoy aquí, m e m atará. Zoraida no pudo m enos que sonreír. — Francisca ha de estar disgustada porque te viniste sin su autorización. Pero de eso a querer m atarte... — ¡Si, m e m atará, m e m atará! M atilde estaba gritando con una voz aguda y des agradable. Zoraida se puso de pie. — Estás m uy nerviosa. D escansa un rato. Ya hablarem os después. M atilde la detuvo cogiéndola bruscam ente por la m anga. — N o te vayas. N o m e dejes sola. Tengo m iedo. — ¿Pero m iedo de qué, criatura? M atilde la m iró atónita com o si la pregunta fuera de las que no necesitan respuesta por obvias. N o obstante dijo: — Tengo m iedo de Francisca. — ¿D e Francisca? — N o repitas lo que yo digo com o si creyeras que estoy desvariando. N o estoy loca. ¡Francisca no ha logrado enloquecerm e! Zoraida volvió a sentarse junto a M atilde. — ¿Por qué pelearon? — N o es pleito. Tú sabes cóm o la respetaba yo, com o la quería. (Pues Francisca tom ó el lugar de la m adre, m uerta al nacer M atilde. Y desde ese día se acabaron las fiestas y las diversiones, se acabó el noviazgo con Jaim e Rovelo. Francisca se dedicó a cuidar a M atilde. La velaba noches enteras cuando estaba enferm a. Le com praba los juguetes m ás caros, los vestidos m ás bonitos. Ella m ism a le enseñó a leer porque en Palo M aría no había otro que lo hiciera. Se habían ido a vivir durante años a la finca. A trabajar, a hace rse ricas para que M atilde pudiera com prar todo le viniera en gana. Para que pudiera llevar una buena dote a su m atrim onio. Pero sucedió que M atilde era un alm a de cántaro que se conform aba con cualquier cosa y que no se desprendía de las faldas de su herm ana. Cuando ya estaba en edad de m erecer dijo que no quería casarse, que quería vivir siem pre con Francisca. Y así vivieron juntas y en paz. H asta que Rom elia, separada de su m arido, regresara a la casa. A ponerse com o una m am para entre las dos. Las aturdía con su incesante parloteo no interrum pido ni por las horribles jaquecas que padecía. Francisca la toleraba, era condescendiente con esa m ujer a quien la edad no había hecho m ás form al ni m enos voluble y frívola. Pero cuando em pezó hablarse de agrarism o y de las nuevas leyes y los indios reclam aron airadam ente sus derechos, Francisca pensó en alejar a sus herm anas. Rom elia aceptó de inm ediato el proyecto de ir a M éxico y, para que su viaje no pareciera una fuga, se quejó con m ás insistencia que nunca de sus m alestares e insistió en la necesidad de consultar con los especialistas de la capital. M atilde se negó a acom pañarla. ¿Cóm o abando nar a Francisca en un m om ento que podía ser peligroso? Y ahora, apenas unas sem anas después, M atilde estaba huyendo de Francisca com o de su peor enem igo.) — Estas desavenencias son pasajeras. Se reconciliarán. Yo voy a recom endarle a César que m edie entre ustedes. M atilde negó apasionadam ente. — Si te pesa haberm e recibido, m e voy. N o faltará un alm a caritativa que m e recoja. Pero volver a Palo M aría, nunca. Ó yelo bien, ¡nunca! (Era la prim era vez que M atilde hablaba de este m odo. Siem pre había sido apocada, sum isa, dócil. Y ahora se erguía com o un gallo de pelea contra Francisca. ¿Por qué? En asuntos de intereses nunca tuvieron dificultades. U n hom bre... no, no era posible. Francisca — después de la ruptura con Jaim e— había rechazado a todos los pretendientes que se le presentaron. D ecía, con esa franqueza suya que no perdonaba ni sus propios defectos, que a ella no podían buscarla m ás que pensando en el dinero, pues nunca había sido bonita y ahora, adem ás, estaba vieja. Y a M atilde nunca se le había conocido novio. Si se había enam orado por prim era vez y si Francisca se opuso a sus relaciones...) — En Palo M aría ya no se puede vivir. Los indios están m uy alzados. — Pues saliste de las brasas para caer en el fuego. — Pero aquí está César que es hom bre. — Francisca no es ninguna no nos dejes. Es de las de zalea y m achete.

Los labios de M atilde se plegaron en un gesto de am arga burla. — D e zalea y m achete. ¿Sabes lo que hizo? Levantó el cepo en m edio de la m ajada. Y a punta de chico tazos m etía allí a los indios y los dejaba a sol y sereno. Los que no aguantaban se m orían. Pero no así nom ás. Antes de que m urieran Francisca los cogía y... — ¿Q ué? Ante la m orbosa expectación de Zoraida, M atilde volvió el rostro ruborizada hacia la pared. — N ada. M e da vergüenza decirlo. Zoraida se puso en pie, defraudada. — ¡Pero esa m ujer perdió el sentido! H acer eso ahora, que la situación está tan difícil. — Los indios llegaron a la casa grande a am enazarnos. ¿Crees que Francisca se asustó? Les dijo que si no estaban conform es con su trato que se fueran. — Q ué fácil. ¿Y de qué van a vivir ustedes si los indios dejan Palo M aría? — A Francisca no le im porta. N o volvió a salir a cam pear, despidió a todos los vaqueros. D esde el corredor de la casa grande veíam os la zopilotada bajan do a com er las reses que se m orían de gusanera, los becerritos recién nacidos cayendo de enferm edad porque no había quien los vacunara. — Pero, criaturas, ¿adónde van a ir a parar? — Francisca ya no salía de la casa. D ispuso que había que tapizar de negro todos los cuartos. D espués ella m ism a clavó las tablas para hacer un ataúd. ¡Lo pintó de negro! Lo puso en el lugar donde ante s tenía su cam a. Y allí se acuesta. Pero no duerm e. Yo lo he visto. N o puede dorm ir. (Aquellas interm inables noches en vela. M atilde encerrada con llave, pendiente del m ás leve rum or, tem blando hasta con el vuelo de los m urciélagos, con el chirriar de la m adera. Y Francisca paseándose en los corredores tapada con un chal negro. D e pronto ese grito de terror. La persecución en el patio, entre el ladrido furioso de los perros y el relinchar espantado de los caballos. Al am anecer habían salido, las criadas, M atilde, a buscar a Francisca. La encontraron com o m uerta en el fondo de un barranco. G olpeada por las piedras, lastim ada por las espinas. Cuando volvió en sí dijo que había tenido una visión. Entre los indios se corrió la voz de que la había arrastrado el dzulúm . Y que si no se la llevó fue porque hizo el pacto de servirle y de obedecerle.) — Lo del dzulúm es puro cuento. — Pregúntale a Francisca. D ice que lo vio. Q ue hablaron. — Son m añas para que los indios le tengan m iedo. — Los indios llegan a consultar con ella. Y al que le dice: tal cosa va a suceder, sucede. (H abía un tal Em ilio Jatón. Le dijo: no vas a llegar sano a tu casa. Y en el cam ino le agarró una gran congoja y com o m al de corazón y cayó desvane cido. Entre cuatro lo llevaron cargado a su jacal. Allí se estuvo sem anas, tendido en un petate, agonizando. H asta que le m andó un bocado a la patrona y le rogó que viniera a curarlo. Entonces Francisca preparó un bebedizo y se lo dio a tom ar. El indio se alivió com o con la m ano. Y ahora estaba sirviendo de sem anero en la casa grande.) — ¡San Caralam pio bendito! — Le supliqué, de rodillas le supliqué a Francisca que nos fuéram os a Com itán. Tenem os dinero ahorrado, podem os com prar una casa, una tienda. Pero Francisca m e contestó que si volvía yo a decir algo sem ejante m e iba a hacer daño a m í tam bién. (Francisca tenía los ojos vidriosos al proferir estas am enazas. Y desde entonces m iraba a M atilde con recelo y la ahuyentaba para recitar a solas conjuros y m aldiciones.) — ¡Q ué tem plada fuiste de aguantarte! Cuando se lo digas a César te va a regañar por no haberte venido desde el prim er m om ento. — ¿Cóm o iba yo a venir? N o es m i casa. — Tienes m ás derecho a estar aquí que yo. Zoraida lo dijo y le dolía que fuera verdad. Esta casa perteneció a los abuelos de M atilde. N o era ni una advenediza ni una extraña. M ientras que ella... D ijo para disim ular su despecho: — Ven conm igo. Vam os a ver que te preparen tu cuarto.

Al abrir la puerta apareció en el vano la figura de Ernesto. N o se turbó de que lo encontraran allí. Soportó la m irada inquisitiva de Zoraida sin inm u tarse, com o si no lo hubiera sorprendido escuchando. Q ué hipócrita. Bastardo tenía que ser. VI ES M U Y triste ser huérfana. ¡Cuántas veces se lo dijeron a M atilde acariciando su cabeza com o con lástim a! Esta niña se va a criar a la buena de D ios, igual que el zacate. Porque Francisca, la segunda m adre, es m uy joven todavía, se casará. Y la criatura vendrá a ser com o un estorbo. ¿Y si Francisca no se casa? Peor. En esta fam ilia no habrá un respeto de hom bre. M atilde se iba, cabizbaja, con una palabra zum ban do a su alrededor. H uérfana. Las visitas eran m alas. Le decían eso porque creían que estaba sola, que no tenía a nadie. Sabían que el único retrato de su m adre — el que estaba en la sala— estaba colgado tan alto que ella, M atilde, no alcanzaba a m irarlo ni aun subiéndose a una silla. Y que desde abajo el vidrio quebraba la dirección de la luz en un reflejo que hacía borrosa, irreconocible, la im agen. Pero ella tenía un secreto, su refugio. Lo descubrió u n día, por casualidad, en el cuarto de los trebejos. H abía un arm ario grande. Y adentro, m eciéndose en su ganchos, albergando bolas de naftalina para preservarse de la polilla, estaban los vestidos que pertenecieron a su m adre. M atilde buscaba aquel lugar cuando estaba triste. Cuando Francisca la regañaba por haber hecho alguna travesura. Cuando llegaban visitas a pronosticarle desgracias. Iba, abría el arm ario, se m etía, se encerraba. Y se estaba allí horas y horas, m ien tras los dem ás la llam aban a gritos, la buscaban en la huerta, en la cocina, en los corrales. Y se estaba allí horas y horas respirando aquel olor a desinfectante, bien guardada contra las am enazas de fuera, bien protegida por aquel regazo oscuro. Se quedaba dorm ida, hecha un ovillo en un rincón, fatigada de haber llorado tanto. U na vez la despertó una m ano puesta sobre su hom bro. Era Francisca. Sin pronunciar una palabra tom ó a M atilde entre sus brazos, besó sus párpados húm edos todavía. Pero esa m ism a tarde ordenó que vaciaran el arm a rio y dio regalada la ropa a los pobres. — N iña M atilde, necesito una tapa de panela. Sobresaltada, M atilde desató el llavero que llevaba prendido a su cinturón — y que Zoraida le confió el día de su arribo a Chactajal porque ella estaba m uy ocupada con los preparativos de la novena— y fue a la despensa. Pues M atilde se había hecho cargo del m anejo de la casa. D isponía lo que iba a hacerse para com er, daba los víveres a la cocinera. Estaba pendiente del aseo de las habitaciones. Y ella m ism a se encargó de rem endar la ropa. ¡Cóm o se reiría Francisca si la viera! Porque M atilde siem pre fue perezosa. Le gustaba acostarse en la ham aca el día entero y estarse allí, pensando. (Era siem pre en una fiesta. M atilde estaba sentada bajo una lám para de cristal. El ruedo de su vestido se derram aba a su alrededor y ella tenía una copa en la m ano. H abía m úsica. U na orquesta tocaba un vals y las parejas bailaban. M atilde tenía los ojos bajos, por m odestia. Alguien la había elegido desde lejos y venia a invitarla a bailar. Ella veía prim ero sus pies, calzados de charol. Y luego el traje de casim ir fino y la cam isa blanca y el nudo de la corbata bien hecho. Y cuando iba a verle el rostro, un grito, el aletear de los gavilanes rondando el gallinero, una puerta cerrada por un golpe de viento, algo, la despertaba. El rostro de ese hom bre — el que iba a llegar, al que estaba destinada— se le ocultó siem pre com o se le había ocultado el rostro de su m adre.) Pero aquí en Chactajal era distinto. Estaba en casa ajena y tenía que agradar. Agrado quita cam isa, dicen las personas prudentes. Por eso M atilde se afanaba en cum plir bien las obligaciones que se había im puesto. Porque tem ía que la m alm iraran por estar recibiendo un favor sin m erecerlo. Al principio tuvo la esperanza de que Francisca — asustada al verla partir— volvería en su juicio y vendría a buscarla. Adivinaba en la lejanía del cam ino la figura de la herm a na m ayor, su som brilla de seda oscura. Pero Francisca aceptó la separación sin una palabra de protesta, sin hacer la m enor tentativa por averiguar el paradero de M atilde. Cuando quedó sola se encerró en los cuartos tapizados de negro de Palo M aría, negándose a ver y a hablar a nadie, excepto a los indios que reconocían sus poderes y que acudían a ella en solicitud de consejo. Los viajeros a los que no dio hospedaje fueron los que hicieron correr — de finca

en finca, y en Com itán y hasta en San Cristóbal, donde Francisca tenía parientes— su fam a de bruja. — Pobre niña M atilde, venir a parar en salera después de ser patrona. M atilde sonrió resignadam ente. D e estos cam bios de la fortuna, de estas traiciones súbitas e inexplicables está vestido el m undo. U na criada platicando con ella com o con su igual, sintiendo una com pasión que M atilde aún tenía que agradecer. Porque jam ás estuvo tan desam parada y tan sola. — El m uerto y el arrim ado a los tres días apestan, niña M atilde. Sí, era verdad. M atilde se sentaba en la orilla del estrado, presta a huir, a correr, a la m enor insinuación de que su presencia sobraba en esta casa. Pero ¿adónde iría? Y entonces no se le alcanzó m ás que tratar de ocultar su presencia para no dar m olestias a los dem ás. La hora de com er — que era cuando todos se reunían— significaba para ella una tortura. Con el pretexto de vigilar el servicio no se sentaba a la m esa. Las prim eras veces su conducta les pareció extravagante y la instaban a que los acom pañara. Pero luego fue volviéndose natural el hecho de que M atilde com iera después en la cocina, con la servidum bre. Y aun allí los bocados se le atragantaban, no podía bajarlos. D esalentada retiraba su plato. — ¿Para qué se va usted a resm oler de balde, niña M atilde? M ejor pídale usted a don César que le dé una soplada y así se averigua su voluntad. M atilde siguió el consejo. Y una tarde, cuando estaban todos seste ando en el corredor, se acercó a ellos. Llevaba un frasco de aguardiente en la m ano. — César, com o eres el hom bre de la casa y el principal, vine a pedirte un favor. — ¿Sí? — Estoy azarada de estar aquí. Y es necesario que soples para que se m e bajen los colores y yo quede paz. César respondió gravem ente que no pusiera nada en su corazón. Tom ó la botella que le ofrecía M atilde, la destapó y se llenó la boca con un sorbo de aquel trago fuerte. M atilde cerró los ojos al recibir, en plena cara, la rociadura. El alcohol le ardía en los párpados. Pero había borrado su vergüenza, la reconciliaba con los dueños de la casa, cuya voluntad ya le era conocida. Podía sosegar. Esa tarde estuvo con sus prim os. Fueron juntos a bañarse al río. Cuan do regresaron se sentaron en la m ajada, a cantar, porque Ernesto sabía tocar la guitarra y tenía buena voz. D e una cajita de cedro que trajo consigo de Palo M aría, M atilde sacó un m anojo de hierbas. Las ocultó bajo el delantal y fue a la recám ara de Ernesto. Arreglarla era una tarea que no encom endaba a las criadas. Son tan torpes. D ejan el polvo entre las junturas de los ladrillos, revuelven los papeles, se olvidan de cam biar el agua de los floreros. M atilde recogió las sábanas que habían estado asoleándose en el pretil de la ventana y las sacudió enérgicam ente antes de estirarlas sobre el colchón. D espués tendió las cobijas y, bajo la alm ohada, m etió el m anojo de hierbas que había traído. — ¿Por qué inventó usted esa m entira? — ¡Ernesto! M atilde estaba roja de sorpresa. Su acento se elevó apenas por encim a del tim bre habitual. Q uería expresar dignidad ofendida, severo orgullo. Pero no había tenido tiem po de apartar la m ano de la alm ohada y estaba tem blando com o si la hubieran sorprendido en una falta. — ¿Q ué m entira? — Q ue usted vino a Chactajal huyendo de su herm ana. U sted no vino huyendo de nadie. U sted vino buscándom e a m í. Sí, ahora estaba segura. Ernesto la había visto colocar las hierbas bajo la alm ohada. Con la fuerza que da la desesperación M atilde se atrevió a replicar: — ¿Con qué derecho viene usted a insultarm e? Yo no le he dado ninguna confianza, yo... — ¡N o m e hables en ese tono, M atilde! — Ah, adem ás m e está tuteando. — ¿Y por qué no? M atilde golpeó el suelo con el pie, colérica. — N o som os iguales. — ¿Cuál es la diferencia? Tú estás aquí de arrim ada lo m ism o que yo. — Estoy en la desgracia, es cierto. Pero hay cosas que ninguna desgracia m e puede arrebatar. — ¿Q ué cosas?

— Soy... ¡soy Argüello! — Yo tam bién. — ¡Pero m al habido! Respondió instintivam ente, sin pensarlo, sin intención de ofender. Y ahora M atilde callaba, horrorizada de haber sido capaz de pronunciar esas palabras. Pero ella no tenía la culpa, de veras. Ernesto la había obligado. ¿En qué form a había ella provocado a Ernesto para que viniera a sacudirla con esa violencia, con esa brutalidad, con ese odio? — N ací m arcado. N o tengo delito, pero nací m arcado. El señor cura no quería adm itirm e en su escuela porque era yo hijo de un m al pensam iento. M i m adre tuvo que hum illarse para que el señor cura consintiera en recibirm e. Pero no m e perm itía sentarm e con los dem ás. En un rincón, aparte. Porque las señoras protestaban de que sus hijos estuvieran revueltos con un cualquiera. Yo era m ás listo que ellos, yo m e sacaba las prim eras calificaciones, pero a fin de año el prem io no era para m í. Era para otro, para el hijo de don Jaim e R ovelo. Porque yo soy un bastardo. ¿N o has oído cóm o lo gritan los niños? ¡Bastardo! ¡Bastardo! M atilde estaba conm ovida. Suavem ente replicó: — D éjam e ir, Ernesto. — ¿N o te divierte lo que te estoy contando? — N o. — Entonces es verdad. — ¿Q ué? — Q ue m e quieres. M atilde se echó a llorar y Ernesto la atrajo hasta su pecho. Las lágrim as le em papaban la cam isa, calientes, abundantes. — Sí, es verdad. N o podía yo estar equivocado. Lo noté desde la prim era v ez, por la m anera com o m e m iraste. M atilde se desprendió con lentitud del abrazo de Ernesto. — Estás desvariando. D éjam e ir. — ¿Por qué? M atilde se aproxim ó a la ventana y, com o quien se desnuda, gritó: — ¿N o te das cuenta? M íram e, m íram e bien. Estas arrugas. Soy vieja, Ernesto. Podría ser tu m adre. Se retiró para defenderse de la luz y, acezante, con la espalda pegada a la pared, com o un anim al acosado, esperó. Ernesto no com prendía el dolor de estas palabras, el desgarram iento de esta confesión. Veía sólo la resistencia opuesta a su voluntad. Veía que esta m ujer escapaba de su dom inio, que no había podido subyugarla, que había fracasado. — ¡N o digas el nom bre de m i m adre! ¡N o te atrevas a com pararte con ella! El rostro de M atilde estaba rígido, bañado de una absoluta lividez. La obstinación de su silencio enardeció aún m ás a Ernesto. — ¿Te crees m ejor que ella, m ás honrada? ¿Por qué? ¿Porque preferiste secarte en tu soltería que sacrificarte por un hijo? Ella se ha sacrificado por m í. Y yo no m e afrento de que sea m i m adre. N o m e afrento de que nos vean juntos en la calle, aunque vaya m al vestida y descalza. Y aunque esté ciega. Ernesto se dejó caer en una silla. Con su pañuelo se lim pió el sudor que le corría por las sienes. ¿Se estaba volviendo loco? ¿Por qué se había dejado llevar así? ¿Q ué necesidad tenía esta m ujer de presenciar el conflicto que lo torturaba desde que nació? Para que saliera después a contarlo con los dem ás y entre todos se burlaran de él. Alzó los ojos brillantes de rencor. M atilde se había vuelto de espaldas para no verlo. D ijo: — D ebajo de la alm ohada hay un m anojo de hierbas. Son para dorm ir bien, para tener buenos sueños. Em pezó a cam inar bacía la puerta pero Ernesto se puso en pie de un salto y la alcanzó. — U sted las puso allí. ¿Por qué? M atilde esquivó su m irada. — Porque no quiero que sufras. Los labios de Ernesto se posaron en su m ejilla y fueron borrando las arrugas, una por una. Volvió a ser joven com o antes. Com o cuando se sentaba bajo la lám para de cristal, sosteniendo una copa entre su m ano. Am ortiguados por la m úsica de la orquesta se acercaban los pasos. M iró prim ero los zapatos. Eran viejos. Los pantalones, rem endados; el cuello de la cam isa abierta, sin corbata. Y

por fin el rostro, el rostro de Ernesto. Su m ano soltó la copa que fue a estrellarse contra el suelo. VII “PAR A la construcción elegim os un lugar, en lo alto de una colina. Bendito porque asiste al nacim iento del sol. Bendito porque lo rigen constelaciones favorables. Bendito porque en su entraña rem ovida hallam os la raíz de una ceiba. "Cavam os, herim os a nuestra m adre, la tierra. Y para aplacar su boca que gem ía, derram am os la sangre de un anim al sacrificado; el gallo de fuertes espolones que goteaba por la herida del cuello. "H abíam os dicho: será la obra de todos. H e aquí nuestra obra, levantada con el don de cada uno. Aquí las m ujeres vinieron a m ostrar la form a de su am or, que es soterrado com o los cim ientos. Aquí los hom bres trajeron la m edida de su fuerza que es com o el pilar que sostiene y com o el dintel de piedra y com o el m uro ante el que retrocede la em bestida del viento. Aquí los ancianos se descargaron de su ciencia, invisible com o el espacio consagrado por la bóveda, verdadero com o la bóveda m ism a. "Ésta es nuestra casa. Aquí la m em oria que perdim os vendrá a ser com o la doncella rescatada a la turbulencia de los ríos. Y se sentará entre nosotros para adoctrinarnos. Y la escucharem os con reverencia. Y nuestros rostros resplandecerán com o cuando da en ellos el alba.” D e esta m anera Felipe escribió, para los que vendrían, la construcción de la escuela. VIII EL D ÍA de N uestra Señora de la Salud am aneció nublado. D esde el am anecer se escuchaba el tañido de la cam pana de la erm ita, y sus puertas se abrieron de par en par. Entraban los indios trayendo las ofrendas: m anojos de flores silvestres, m edidas de copal, diezm os de las cosechas. Todo venía a ser depositado a los pies de la Virgen, casi invisible entre los anchos y num erosos pliegues de su vestido bordado con perlas falsas que resplandecían a la luz de los cirios. El ir y venir de los pies descalzos m architaban la juncia esparcida en el suelo y cuyo arom a, cada vez m ás débil, ascendía confundido con el sudor de la m ultitud, con el agrio olor a leche de los recién nacidos y las em anaciones del aguardiente que se pegaba a los objetos, a las personas, al aire m ism o. O tras im ágenes de santos, envueltos a la m anera de las m om ias, en m etros y m etros de yerbilla, se reclinaban contra la pared o se posaban en el suelo, m ostrando una cabeza desproporcionadam ente pequeña, la única parte de su cuerpo que los trapos no cubrían. Las m ujeres, enroscadas en la tierra, m ecían a la criatura chillona y sofocada bajo el rebozo, e iniciaban, en voz alta y acezante, un m onólogo que al dirigirse a las im ágenes que la tela m aniataba y reducía a la im potencia, adquiría inflexiones ásperas com o reprensión, com o de reproche ante el criado torpe, com o de vencedor ante el vencido. Y luego las m ujeres volvían el rostro hum ilde ante el nicho que aprisionaba la belleza de N uestra Señora de la Salud. Las suplicantes desnudaban su m iseria, sus sufrim ientos, ante aquellos ojos esm altados, inm óviles. Y su voz era entonces la del perro apaleado, la de la res separada brutalm ente de su cría. A gritos solicitaban ayuda. En su dialecto, frecuentem ente entreverado de palabras españolas, se quejaban del ham bre, de la enferm edad, de las asechanzas arm adas por los brujos. H asta que, poco a poco, la voz iba siendo vencida por la fatiga, iba dism inuyendo hasta convertirse en un m urm ullo ronco de agua que se abre entre las piedras. Y se hubiera creído que eran sollozos los espasm os repentinos que sacudían el pecho de aquellas m ujeres si sus pupilas, tercam ente fijas en el altar, no estuvieran veladas por una seca opacidad m ineral. Los hom bres entraban tam baleándose en la erm ita y se arrodillaban al lado de sus m ujeres. Con los brazos extendidos en cruz conservaban un equilibrio que su em briaguez hacía casi im posible y balbucían una oración confusa de lengua hinchada y palabras enem istadas entre sí. Lloraban estrepitosam ente golpeándose la cabeza con los puños y después, agotados, vacíos com o si se hubieran ido en una hem orragia, se derrum baban en la inconsciencia. Roncan do, proferían am enazas entre sueños. Entonces las m ujeres se inclinaban hasta ellos y, con la

punta del rebozo, lim piaban el sudor que em papaba las sienes de los hom bres y el viscoso hilillo de baba que escurría de las com isuras de su boca. Perm anecían quietas, horas y horas, m irándolos dorm ir. N o había testigo para estas cerem onias hechas a espaldas de la gente de la casa grande. Los patrones se hacían los desentendidos para no autorizar con su presencia un culto que el señor cura había condenado com o idolátrico. D urante m uchos años estos desahogos de los indios estuvieron prohibidos. Pero ahora que las relaciones entre César y los partidarios de Felipe eran tan hostiles, César no quiso em peorarla im poniendo su voluntad en un asunto que, en lo íntim o, le era indiferente y que para los indios significaba la práctica de una costum bre inm em orial. Pero en la noche, que era cuando César asistía al rezo del últim o día de la novena, acom pañado de toda la fam ilia, ya no debería haber ni una huella de los acontecim ientos diurnos. Las im ágenes envueltas en yerbilla serían guardadas de nuevo en el lugar oculto que era su m orada durante todo el año. La juncia pisoteada se renovaría por cargas de juncia fresca. Y los cirios consum idos serían reem plazados por otros cirios de llam a nueva, de pabilo intacto. Pero ahora, en el recinto de la erm ita, los indios, m om entáneam ente libres de la tutela del am o, alzaban su oración bárbara, cum plían un rito ingenuo, m erm ada herencia de la paganía. Torpe gesto de alianza, de súplica, petición de tregua hecha por la criatura atem orizada ante la potencia invisible que lo envuelve todo com o una red. Zoraida se paseaba, im paciente, por el corredor de la casa grande. D e pronto se detuvo encarándose con César. — ¿Esos indios van a estar aullando com o batzes todo el santo día? César tardó, deliberadam ente, unos m inutos antes de desviar los ojos de la página del periódico que estaba leyendo por enésim a vez. Respondió: — Es la costum bre. — N o. ¿Ya no te acuerdas? Los otros años se iban al m onte, donde no los oyéram os, lejos. Pero ahora ya nos respetan. Y tú tan tranquilo. — Conozco el sebo de m i ganado, Zoraida. — N o se atreverían a hacer esto si Felipe no estuviera soliviantándolos. — César suspiró com o quien se resigna y dobló el periódico. El tono de Zoraida exigía m ás atención que la vaga y m arginal que estaba concediéndole. Com o para explicarle a un niño, y a un niño tonto, César contestó: — N o podem os hacer nada. Estas cosas son, ¿cóm o diré?, detalles. Te m olestan. Pero si los acusas ante la autoridad no encontrarían delito. Zoraida enarcó las cejas en un gesto de sorpresa exagerada. — ¡Ah, habías pensado recurrir a la autoridad! Y luego, sarcástica: — Es la prim era vez. Antes arreglabas tus asuntos tú solo. César azotó el periódico contra el suelo, irritado. — Tú lo has dicho: antes. Pero, ¿no estás viendo com o ha cam biado la situación? Si los indios se atreven a provocarnos es porque están dispuestos a todo. Q uieren un pretexto para echársenos encim a. Y yo no se los voy a dar. Zoraida sonrió desdeñosam ente. La intención de esta sonrisa no pasó inadvertida para César. — N o m e im porta lo que opines. Yo sé lo que debo. Y deja ya de m overte que m e pones nervioso. Zoraida se detuvo, roja de hum illación. César nunca se había perm itido hablarle así. Y m enos delante de los extraños. Su orgullo quería protestar, reivindicarse. Pero ya no se sentía segura de su poder delante de este hom bre, y el m iedo a ponerse en ridículo la enm udeció. M atilde había asistido, con una creciente incom odidad, a la escena entre sus prim os. Sin m usitar siquiera una disculpa se puso en pie para m archarse. Ernesto la m iró ir y casi dio un paso para seguirla. Pero la frialdad de M atilde lo paralizó. Ella no quería hablar con él. H abía estado esquivándolo desde hacía días. D esde aquel día. — ¿Q ué piensas, Ernesto? La pregunta de César lo volvió bruscam ente a la realidad. Alzó los hom bros en un am biguo adem án. Pero César no se conform ó con esta respuesta y añadió: — Yo digo que hay que ser prudentes. Sólo a una m ujer se le ocurre m eterse de gato bravo.

Zoraida fue hasta la silla que había desocupado M atilde y se sentó. Se arrugaría su vestido nuevo. Y esta certidum bre le produjo una am arga satisfacción. — Los prudentes parecen m ás bien m iedosos. Ernesto lo dijo con m alevolencia. Pero César apenas se irguió un poco para preguntar. — ¿N o saben las últim as novedades? Y luego, com o los otros callaban: — Claro, encerrados aquí no pueden enterarse. Pero yo lo he visto cuando voy a cam pear. Los indios le vantaron un jacal en la lom a de los H orcones. — ¿Para la escuela? — ¿Y con qué perm iso? Eran Ernesto y Zoraida, arrebatándose el turno para hablar. A César le gustó el efecto que había producido con sus palabras y entonces volvió a reclinarse en la ham aca. Suavem ente dijo: — Se acabaron las vacaciones, Ernesto. — Pero yo le advertí desde Com itán... — Com itán... ¿Q uieres regresar? Salir de aquí. Eso era lo que deseaba Ernesto. Pero no quería responder para que se burlaran de su ansia de fuga, de su cobardía. — Puedes regresar si quieres. Lo harás habiéndote valido de la ocasión. Y dim e, ¿lo que te estoy p idiendo es un sacrificio? Adem ás de que no olvidaré tu recom pensa. ¡Palabra de Argüello! César le había hablado con un tono de voz casi afectuoso. Pero ya no volvería a dejarse engañar. D eclaró, contento de poder m ostrar en alguna form a su generosidad y su desdén: — Si m e quedo no es por la recom pensa. Sino porque yo sí tengo palabra. Y se alejó de allí pisando con fuerza, lam entando que M atilde no hubiera visto lo valiente de su actitud. A César no le quedó m ás que el com entario m ordaz. — ¡Pobre neurasténico! Zoraida no quiso asentir, no quiso solidarizarse con su m arido. Se m antuvo seria, distante. César recogió el periódico que había dejado caer al suelo y reanudó la lectura. Zoraida entonces com enzó a rem olinarse, a m over la m ecedora rechinante, a suspirar ostentosam ente. Estos pequeños ruidos, y la intención con que se producían, crispaban los nervios de César que sim ulaba una concentración en la lectura que estaba m uy lejos de experim entar. Zoraida lo sabía y se alegró cuando tuvo un m otivo válido para interrum pirlo. — Parece que vam os a tener visita. César volvió su rostro hacia el cam ino. U n jinete avanzaba con rapidez, desapareciendo y volviendo a aparecer según iban las subidas y bajadas del lom erío. Sin desm ontar abrió el portón de la m ajada y desde lejos saludó: — Buenos días, señores. César y Zoraida se pusieron de pie para recibirlo. — Adelante. Está usted en su casa. — Q uisiera desensillar m i bestia. ¿D ónde está la ca balleriza? — N o faltaba m ás que se m olestara. D e eso se encargará el kerem . ¡Kerem ! ¡Kerem ! El grito de César se extinguió sin que nadie respondiera al llam ado. Zoraida abatió los párpados para ocultar su vergüenza. Pero César salió del paso afectando buen hum or y deshaciéndose en explicaciones. — Com o ahora es día de fiesta... M e olvidaba que los sem aneros están libres... Puede usted am arrar su caballo en aquel tronco. Y la m ontura queda bien aquí, sobre el barandal. El recién venido subió los escalones. Estrechó la m ano de César y saludó a Zoraida con un leve m o vim iento de cabeza. — ¿N o habrá un refresco que podam os ofrecer al señor, Zoraida? U n vaso de... ¿de qué prefiere usted? Ya sabe de lo que se dispone en los ranchos, Q uería hum illarla tam bién delante de este hom bre haciéndola ir a la cocina a preparar el refresco. Porque de sobra sabía que las criadas estaban en la fiesta. Zoraida apretó los labios, resentida y, sin em bargo, dispuesta a obedecer. Pero el recién venido salvó la situación al rehusar. — M uchas gracias. Acabo de pasar por el arroyo y bebí m i posol.

Zoraida, en una efusión de sim patía por el desconocido, le ofreció la m ecedora en que había estado sentada. Pero el huésped tam poco quiso aceptar. Apoyado en el barandal, con las m anos m etidas en las bolsas del pantalón, preguntó: — ¿N o m e reconoce usted, don César? César lo m iró atentam ente. Aquel rostro m oreno, aquellas cejas pobladas no le despertaban ningún recuerdo. — Soy G onzalo U trilla, el hijo de la difunta G regoria. — ¿Tú? Pero cóm o no m e lo habías dicho. M ira Zoraida, es m i ahijado. G onzalo m idió a César con una m irada irónica. — Cuando te dejé eras tam añito, así. Y ahora eres un hom bre hecho y derecho. — G racias a sus cuidados, padrino. César decidió ignorar la ironía de esta frase. Pero su acento era m ucho m ás cauteloso cuando dijo: — Tú saliste de Com itán desde hace m ucho tiem po, ¿verdad? — M e fui a rodar tierras, com o dicen ustedes. — ¿Y todavía no te has establecido? G onzalo creyó adivinar un m atiz de reticencia com o de quien tem e una petición de ayuda. Se apresuró a aclarar, arrogantem ente: — Trabajo en el gobierno. César asum ió la actitud paternal y desde su altura reprochó: — ¿En el gobierno? ¿N o te da vergüenza? Pero inm ediatam ente, arrepentido de su falta de tacto: — Bueno, yo ya estoy chocheando. Claro que no tie nes de qué avergonzarte. En el gobierno están las personas aptas y capaces. Pero en m is tiem pos, servir al gobierno era un desprestigio. Equivalía a... a ser un ladrón. — Por fortuna ya no son sus tiem pos, don César. Suponiendo que las cosas no hubieran cam biado. El go bierno m e da de com er. En cam bio, de los ricos nunca he m erecido nada. N o hay enem igo pequeño, pensaba César. ¡Si hubiera sido m ás am able con este G onzalo cuando no era m ás que un indizuelo! Llegaba de visita los dom ingos y se sentaba, horas y horas, en la grada del zaguán, espe rando que César se dignara salir. Era por interés, no por afecto, naturalm ente. Porque la costum bre es que los padrinos den gasto a sus ahijados los días de fiesta. Pero cuántas veces, y ahora se arrepentía, César en vez de ir a saludar personalm ente al m uchachito y poner en su m ano algunas m onedas, m andaba a la criada para entregarle un regalo, m al escogido y sin ningún valor. Pero cuando el regalo fue una tapa de panela, G onzalo se negó a recibirla y no volvió nunca. H asta ahora. — ¿En qué consiste tu trabajo? — Soy inspector agrario. — Y ¿vienes a Chactajal... oficialm ente? — Estoy haciendo el recorrido reglam entario por toda la zona fría. H e encontrado m uchas irregularidades en la situación de los indios. Los patrones siguen abusando de su ignorancia. Pero ahora ya no están indefensos. — ¿Y qué sucede cuando encuentras esas irregula ridades? — Eso lo verá usted, padrino. — Espero que no. M is asuntos están en orden. — O jalá. G onzalo dejaba caer sus palabras, precisas, cortantes com o quien deja caer un hachazo. D ecepcionado al no poder entablar una conversación am istosa, César no tuvo m ás rem edio que ceder. — N o te ha de sobrar el tiem po. Si podem os ayudarte en algo... ¿Q ué tienes que hacer? — H ablar con los indios. — Tuviste suerte de llegar hoy. Los vas a encontrar a todos reu nidos en la erm ita. Com o te decía, a propósito del kerem , hoy es día de fiesta. D ía de la santa patrona de Chactajal. Realm ente tuviste suerte. — N o fue suerte, don César. Fue cálculo. G onzalo com enzó a bajar los escalones. César lo alcanzó para preguntar: — ¿Te quedarás a com er con nosotros? — N o. Sigo hasta Palo M aría. Y com o César insistiera en cam inar a su lado, le dijo casi perentoriam ente: — Le agradeceré que no m e acom pañe, padrino. Q uiero hablar a los indios con entera libertad.

César perm aneció con la espalda vuelta a la casa grande hasta que la figura de G onzalo desapareció confundida entre la gran m ultitud de indios que rodeaban la erm ita. Entonces se volvió hacia su m ujer para ordenarle: — Prepara un vaso de lim onada. Y que M atilde lo lleve a la erm ita. G onzalo va a decir un discurso. Probablem ente tendrá sed. Zoraida m iró a su m arido con desaprobación. — M atilde..., ¿qué sé yo dónde está M atilde? N unca se le encuentra cuando se le busca. Pero si quieres rebajarte hasta ese grado, iré yo. César se aproxim ó a Zoraida y la cogió por el brazo. Ella se crispó. — N o m e entendiste, Zoraida. Com o siem pre. — N o, soy tonta. N o entiendo las fases de la luna aunque m e las expliques cien veces. Pero m e doy cuenta cuando alguno m e hace un desprecio. Y tengo dignidad. — N o se trata aquí de dignidad ni de rendirnos a un tal por cual com o G onzalo. Si yo quería m andar a M atilde era para que se enterara de lo que va a hablar con los indios. H ay que cuidarse de él. Es un hom bre peligroso. El llanto, los lam entos de los indios, habían cesado. A veces llegaba hasta la casa grande el chillido de una criatura im paciente, la explosión repentina de un petardo. Zoraida se retiró de su m arido. — G onzalo está hablando con ellos ahora. ¿O yes? — N o se distinguen las palabras. Al ir subiendo los escalones Zoraida observó con disgusto: — A buena hora se despeja el cielo. — ¡Cállate! Porque un rum or retum baba entre las paredes de la erm ita. G ritos desordenados, exclam aciones ebrias, el torpe m ovim iento de la m ultitud. Y de pronto, desprendiéndose de ella y corriendo por la m ajada, M atilde con la cabeza descubierta y las m anos vacías, com o una loca. Zoraida se precipitó a recibirla, pero M atilde la apartó sin consideración y no se detuvo sino frente a César. Allí habló. El aliento le faltaba, partía en dos sus frases: — Les dijo... Les dijo que ya no tenían patrón. Q ue ellos eran los dueños del rancho, que no estaban obligados a trabajar para nadie. Y les hizo una seña, levantando el puño cerrado. Fue entonces cuando los indios em pezaron a gritar, ¿verdad? Y Felipe estaba allí — afirm ó Zoraida. M atilde hizo un signo negativo. — Llegó al oír la gritería. N o le gusta entrar a la erm ita. Pero atravesó entre todos y se acercó al hom bre ese que vino... M i querido ahijado, G onzalo U trilla. — Y le dio la m ano y le em pezó a decir que habían construido la escuela y que tú trajiste a un m aestro de Com itán y que si podían pedir que em pezaran las clases. El hom bre les dijo que sí. Y entonces quisieron todos en m ontón y venir a la casa grande para hablar contigo. Pero el hom bre les aconsejó que vinieran m añana, cuando estuvieran en su juicio. Porque dice que de las borracheras del indio es de lo que se han aprovechado siem pre los patrones. — D e todos m odos, dijo César, hay que estar preparados por si vienen. Voy a traer m i pistola. Y ustedes m ejor si se encierran. — Sí, ahorita vam os. Pero cuando César ya no podía escucharlas, Zoraida se volvió suspicazm ente a M atilde. — ¿Q ué hacías en la erm ita? ¿Por qué fuiste? — Suéltam e, Zoraida, m e lastim as. N o m e m ires así. Sólo quería rezar. Y antes de que Zoraida pudiera hacerle ninguna otra pregunta M atilde escapó. IX D ESPER TAR . Bastaba un ruido de pasos en el corredor, la algarabía con que los anim ales reciben el am anecer, para que M atilde abandonara bruscam ente esa gruta m usgosa y tibia del sueño y, a tientas todavía, buscara dentro de sí m ism a la presencia del dolor. Porque antes de saber que despertaba en la casa ajena, lejos de Francisca, lejos del tiem po dichoso, M atilde sabía que despertaba al sufrim iento. En vano se apretaba los párpados con obstinación pidiendo al sueño un m inuto m ás de tregua. El violento repique de la cam pana de la erm ita, el

acarreo de los pies descalzos, los gritos en tzeltal se confabulaban contra M atilde para arrojarla a esa intem perie helada que era su conciencia. Entonces abría los ojos desm esuradam ente y se agitaba com o el anim al cuando se da cuenta de que ha sido cogido en una tram pa. G alvanizada, M atilde se incorporaba, sentándose en la orilla del lecho y allí, con el rostro hundido entre las m anos, repetía en voz alta, com o esperando que alguien la contradijera: — N o voy a poder pasar este día. Porque el día estaba erguido frente a ella com o un árbol enorm e que era necesario derribar. Y ella no tenía m ás que un hacha pequeña, co n el filo m ellado. El prim er hachazo: levantarse. Algo que no era ella, que no era su voluntad (porque su voluntad no deseaba m ás que m orir), la ponía en pie. Com o sonám bula M atilde daba un paso, otro, a través de la habitación. Vistiéndose, peinándose. Y después, abrir la puerta, decir buenos días, sonreír con una sonrisa m ás triste que las lágrim as. M atilde descendió lentam ente los escalones del corredor. Esquivó los grupos de indios que aguardaban para que les señalaran sus tareas y fue directam ente hasta el portón de la m ajada. Varias veredas se le ofrecieron: la que lleva al río, la que va al trapiche, y la m as larga, la vereda que conduce a Palo M aría. Pero M atilde echó a andar, desdeñándolas todas, entre el zacate alto. Avanzaba apartando las varas con las dos m anos, com o nadando; el rocío le salpicaba las m ejillas. Y las zarzas se prendían a su ropa. El sol subía lentam ente en el cielo. M atilde respiraba dificultad, con fatiga. Se sentía m al. H abía dejado el zacatón del potrero y ahora cam inaba en e l llano de hierbas apegadas a la tierra roja y reseca. M atilde con la vista la som bra de un árbol— el único en aquel alrededor— , y allí dejó caer todo su peso, con los brazos en cruz, con las m anos distendidas y preguntándose: ¿H asta cuándo? ¿H asta cuándo? N o con im paciencia, porque el cansancio la agobiaba, sino con m ansedum bre, con la secreta esperanza de que su docilidad conm oviera al verdugo que estaba atorm entándola y que decidiría no prolongar aquella tortura m ucho tiem po. ¿Y si fuera hoy el día señalado? U n terror irracional, de yegua que se encabrita al olfatear el peligro, se apoderó de M atilde. Porque su deseo de m orir había rondado, hasta entonces, en una zona de fantasm as, sólo en la im aginación. Pero ahora M atilde estaba cam inando hacia su fin, lo m ism o que cam inó Angélica y tal vez hasta iba siguiendo la huella de aquellos pasos. N o era tan fácil com o cuando lo pensaba. Sus zapatos estaban em papados de rocío y la hum edad le dolía en huesos. La aspereza de la tierra estaba lastim ándola a través de su vestido. Y esto, esta resistencia de los objetos, este cansancio, esta rebeldía de su cuerpo era lo único que le aseguraba que lo que estaba sucediendo era verdad y no un sueño com o tantas otras veces. M atilde em pezó a sudar de m iedo. El sudor frío le em papaba las axilas y copiaba la form a de sus m anos sobre tierra en que se crispaban. M atilde se incorporó precipitadam ente com o para despertar de una pesadilla. N o lo haré, no soy capaz de hacerlo, se dijo. Y siguió cam inando, jugando aún con el peligro, sin tom ar todavía el rum bo de la casa grande. N o soy capaz de hacerlo. U na sonrisa de burla, de desprecio para sí m ism a afeaba su cara. N o lo haré. Soy dem asiado cobarde, los que hacen esto son valientes. Y yo tengo m iedo al dolor, no quiero que los anim ales m e m uerdan. N o quiero que m e desgarren otra vez, no quiero que m e hieran. N i una gota de sangre m ás. Es horrible. M e da náusea sólo al recordarlo. ¡Cóm o pudo suceder, D ios m ío! N o, no puede ser pecado. Pecado cuando se goza. Pero así. En el asco, en la vergüenza, en el dolor. Ya. D ije que nunca volvería a pensar en lo que pasó. Ya no tiene rem edio. Q uiero m orir. Esto es verdad. Pero ¿cóm o? ¿N o hay una m anera de ir quedándose dorm ida cada vez m ás, cada vez m ás profundam ente? H asta que ya no se pueda despertar. Pero en el botiquín no hay pastillas suficientes. Y yo no m e puedo arriesgar a quedar viva, a que m e hagan curaciones horribles. Y dolorosas. N o quiero que se rían de m í, que m e señalen con el dedo: se quiso m atar. Com o las que se m eten al convento y no aguantan y vuelven a salir. El llano por el que vagabundeaba M atilde se había ido cerrando paulatinam ente en tupidas m anchas de árboles. H asta que el espacio entre una m ancha y otra acabó por desaparecer. Y el bosque com enzó a subir por las estribaciones de la m ontaña. ¿Y si yo no volviera?, dijo M atilde, com o retando al m iedo que la iba a sofrenar allí m ism o, que iba a em pujarla para que corriera despavorida de regreso a la casa. Pero el m iedo no despertó y M atilde siguió andando, porque sabía que s u

am enaza era una m entira que había hablado de una historia m uy rem ota que le sucedió alguna vez a alguien. Y Angélica, ¿estaría ida com o ella? ¿O se perdió sin querer? M atilde repasó m entalm ente su itinerario. Sí, podría regresar. Si yo no volviera m e m oriría de... ¿D e qué se m ueren los que se pierden en el m onte? ¿D e ham bre? ¿D e frío? ¿D e m iedo? Se los com en los anim ales, las horm igas. M atilde rió a carcajadas con las dos m anos apretándose el vientre para que la risa no le hiciera tanto daño. iQ ué cara pondría Ernesto! U na cara larga com o las calderas de la cocina, desencajada, contraída. La de M atilde se puso seria, con un perfil agudo y rapaz de gavilán. Y se lanzó hacia esta idea para picotear ávidam ente, com o el gavilán cuando vislum bra desde lejos su presa. Ernesto sufriría, pagaría lo que la había hecho sufrir. Aquí se detuvo largo rato con delicia, saboreando esta consideración. Y la abandonó con disgusto quedando m ás necesitada, m ás vacía que antes. Porque era cobarde y nunca sería capaz de herir a Ernesto así, en m itad del corazón, con una herida definitiva, brutal. Seguiría atorm entándolo con pequeños alfilerazos: esquivar su presencia, negarse a hablar con él. Pero, ¿cuánto podía durar esta situación? Ernesto se acostum braría pronto al desvío de M atilde, dejaría de buscarla. D espués de todo, ¿qué había habido entre ellos? Se am aron com o dos bestias, silenciosos, sin juram ento. Él tenía que despreciarla por lo que pasó. Ya no podía encontrar respeto para ella. M atilde se lo había dado todo. Pero eso un hom bre no lo agradece nunca, eso se paga profiriendo un insulto. Las cualquieras retienen a los hom bres sólo m ientras son jóvenes. Y M atilde ya no lo era. O tras m ujeres esperaban turno y serían m enos torpes de lo que ella fue. La angustia le cayó encim a com o una losa, aplastándola. Y M atilde gritó alarm ando a los pájaros que dorm ían entre las ram as, despertando ecos m últiples y confusos. Pero cuando todos los rum ores volvieron a aquietarse persistió una voz infantil, una voz inerte. Irreflexivam ente M atilde se lanzó al encuentro de esa voz. Al pie de un árbol, con la cara pegada contra el tronco, estaba llorando la niña. Y cuando sintió que una pasos se aproxim aban al lugar en el que se había refugiado, cerró fuertem ente los ojos, se tapó los oídos con los dedos, porque era la única m anera que conocía de defenderse de las am enazas. Pero la m ano que la tocó era una m ano suave y protectora que la separaba del tronco cuyas asperezas habían dejado su cicatriz en la frente, en la m ejilla de la criatura. Cuando la tuvo frente a sí M atilde le pasó los dedos por la cara com o para borrar ese gesto de persona adulta que la desfiguraba. Y sólo entonces la niña abrió los ojos y se destapó las orejas. M atilde le preguntó con dulzura: — ¿Q ué viniste a hacer aquí? La voz de la niña, quebrada en sollozos, dijo: — Q uiero irm e a Com itán. ¡Q uiero irm e con m i nana! Entonces M atilde la apretó contra su regazo y com enzó a besarla frenéticam ente y a llorar, tam bién de gratitud, porque ahora sí tenía un m otivo para regresar a la casa, sin que su conciencia la acusara de cobarde. Cuando llegaron, la niña iba dorm ida. M atilde la depositó sobre su cam a y fue al com edor donde la fam ilia ya había com enzado a desayunarse. Zoraida m iró con extrañeza la palidez de M atilde, el desorden de su pelo y de sus ropas. Pero no dijo nada para no inte rrum pir el interrogatorio de César. — ¿Q ué tal te va en la escuela, Ernesto? — Bien. El tono de la respuesta era cortante y Ernesto lo escogió deliberadam ente para cerrar la puerta a otra pregunta, a ningún com entario. Ernesto no ignoraba detrás de la aparente indiferencia de César había no sólo curiosidad, sino verdadera preocupación por cóm o se las arreglaba su sobrino en su tarea de m aestro rural. Porque la actitud de los indios no era un secreto para nadie. Al día siguiente de la fiesta de a Señora de la Salud, Felipe se había presentado en la casa grande — con una cortesía que no ocultaba la firm eza de sus propósitos y su ánim o de no dejarse convencer por las argucias de César— , a poner a las órdenes del patrón la escuela que ellos habían levantado y que Ernesto podía utilizar inm ediatam ente. N o había ya ningún pretexto que aducir, ningún plazo justificado que invocar y las clases com enzaron. — Parece que te com ió la lengua el loro. Ernesto sonrió forzadam ente, pero no se sintió inclinado a hablar. En el tiem po que llevaba junto a César había aprendido que el diálogo era im posible. César no sabía conversar con quienes no consideraba sus iguales. Cualquier frase en sus labios tom aba el aspecto de un dato o de una reprim enda. Sus brom as parecían

burlas. Y adem ás, elegía siem pre el peor m om ento para preguntar. Cuando estaban reunidos, com o ahora, al rededor de la m esa. Entre el ruido de los platos y de las m asticaciones; el gem ido de la puerta de resorte al ser soltada. Q uizá antes, cuando aún no desconfiaba de la benevolencia de César, Ernesto hubiera contado lo que acontecía por las m añanas, durante las horas de clase. Q uizá ahora, aún ahora, la confidencia hubiera sido posible de m ediar otras circunstancias. Pero no así, ante el rostro vigilante, m aligno, desdeñoso, de Zoraida. Y ante la faz devastada de M atilde. Parece que la hubiera arrastrado el diablo, pensó. — ¿Cuántos alum nos tienes? César otra vez. ¿Q ué ganaba con averiguarlo? Pero la ansiedad había enraizado en él ya tan profundam ente que se delataba en su pregunta por m ás cautela que tuviera al form ularla. Y este disim ulo y todo lo que dejaba entrever fueron los que im pulsaron a Ernesto a responder con am bigüedad: — N o los he contado. Y cada vez con m enos pudor, la insistencia. — Serán veinte. — Serán. — O quince. O cincuenta. ¿N o puedes calcular? — N o. — Vaya. ¿Y llegan únicam ente los niños o tam bién hom bres ya m ayores? — El prim er día llegó Felipe. Ya se lo conté. — ¿Y ahora? — Ahora ya no va. Tam bién se lo había yo dicho. El prim er día Felipe llegó para ver cóm o era la clase. Se sentó en el suelo, con los niños que olían a brillantina barata y relum braban de lim pieza. Ernesto tragó saliva nerviosam ente. Le m olestaba la presencia de Felipe com o la de un testigo, com o la del juez que tanto odiaba tener enfrente. Pero tuvo que term inar por decidirse. Tenía que dar la clase de todos m odos. Estaba seguro de que cuando quisiera hablar no tendría voz y que todos se reirían del ridículo que iba a hacer. Y sacando un ejem plar del Alm anaque Bristol, que lle vaba en la bolsa de su pantalón, se puso a leer. Con gran asom bro suyo la voz correspondió a las palabras y hasta pudo elevarla y hacerla firm e. Leía, de prisa, pronunciando m al, equivocándose. Leía los horóscopos, los chistes, el santoral. Los niños lo contem plaban em bobados, con la boca abierta, sin entender nada. Para ellos era lo m ism o que Ernesto leyera el Alm anaque o cualquier otro libro. Ellos no sabían hablar español. Ernesto no sabía hablar tzeltal. N o existía la m enor posibilidad de com prensión entre am bos. Cuando dio por term inada la clase, Ernesto se acercó a Felipe con la esperanza de que se hubiera dado cuenta de la inutilidad de la cerem onia y renunciara a exigirla. Pero Felipe parecía m uy satisfecho de que se estuviera dando cum plim iento a la ley. Agradeció a Ernesto el favor que les hacía y se com prom etió a que los niños serían puntuales y aplicados. Los niños perm anecieron atentos m ientras los m aravilló la sorpresa del nuevo espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos. Pero después com enzaron a distraerse, a inquietarse. Se codeaban y luego asum ían hipócrita inm ovilidad; reían, parapetados tras los rotos som breros de palm a; hacían ruidos groseros. Ernesto se obligaba, con un esfuerzo enorm e, a no perder la paciencia. Y com o la ley no fijaba el núm ero de horas de clase, Ernesto las abreviaba todo lo que le era posible. — N o van a aguantar el trote m ucho tiem po. Ahora van porque en realidad no es época de quehacer. Pero los indios necesitan a sus hijos para que los ayuden. Cuando llegue el tiem po de las cosechas no se van a dar abasto solos. Y entonces qué escuela ni qué nada. Lo prim ero es lo prim ero. — Yo que usted no m e hacía ilusiones, tío. Parecen m uy decididos. — Es pura llam arada de doblador. Están com o criaturas con un juguete nuevo. Pero pasada la em belequería ni quien se vuelva a acordar. Yo sé lo que te digo. Los conozco. — O jalá no se equivoque usted. Porque yo ya estoy hasta la coronilla de esta farsa. — Ten calm a, Ernesto. Ya pasará el m al paso. Y recuerda que yo no soy de los que se dan por bien servidos. Espera, espera el prem io, pensó irónicam ente Zoraida. Sacrifícate por él si todavía crees que vale la pena. Todavía no has acabado de entender que los

Argüellos ya no son los de antes. D aba gusto servirles cuando tenían poder, cuando tenían voz. Pero ahora andan sobre la punta de los pies, aconsejando prudencia, escatim ando el dinero. N os arrim am os a un m al árbol, Ernesto, a un árbol que no da som bra. X A M ED ID ÍA com enzaban los preparativos para el baño. El sem anero ensillaba las bestias. U na m ula vieja, jubilada ya de los grandes y pesados quehaceres; dos burros dim inutos y m ansos, servían para transportar, diariam ente, de la casa grande al río, a Zoraida, a M ario y a la niña. El kerem iba adelante jalando el cabestro que apersogaba a los anim ales. Y una india cargaba sobre su cabeza la canasta con las toallas y los jabones. M atilde iba rezagada, siguiendo al grupo. Se defendía de la fuerza del sol con un som brero de alas anchas y redondas. Atravesaron lentam ente en m edio del caserío sin que los acom pañara una palabra de benevolencia, un saludo. Las indias desviaban los ojos haciéndose las desentendidas para no m irarlos pasar. Escogían una de las veredas. La m ula tropezaba, doblaba las patas en el encuentro con cada piedra y recuperaba penosam ente el equilibrio. O se detenía a arrancar m anojos de zacate que m asticaba con calm a m ientras entrecerraba los ojos y se espantaba las m oscas y los tábanos que la acosaban, con un perezoso m ovim iento de su cola. Era en vano que Zoraida hostigara al anim al azotándolo con un fuete. En vano que golpeara el abdom en de la m ula con el estribo de fierro del pago en que se sentaba. N i el kerem , estirando hasta su lím ite el cabestro, podía hacerla andar. La m ula no avanzaba sino después de tragar parsim oniosam ente el últim o bocado. Sólo para volver a pararse, unos cuantos pasos m ás adelante, bajo la som bra de un árbol, a cabecear allí. Zoraida se desesperaba y hacía cóm icos gestos de im paciencia. Los niños reían y M atilde y la india tenían tiem po para alcanzar a los que iban delante. A la tierra roja de la vereda em pezaba a m ezclarse arena parda, suelta y húm eda que form aba m anchones dispersos. Entre el follaje, ya m ás tupido de los árboles, aturdía un escándalo de chachalacas que se com unicaban a gritos la novedad de una presencia extraña. Y en la vaharada de aire caliente se desenvainaba una ráfaga repentina, fresca y olorosa. D esm ontaron junto a una roca de la playa. El kerem ató las bestias a un tronco y se alejó, silbando suavem ente, para no presenciar el baño de las m ujeres. Y ellas fueron, llevando de la m ano a los niños, hasta un toldo de ram as. La india sacó del cesto los cam isones, desteñidos por el uso, los estropajos enm arañados, la raíz del am olé para lavarse el pelo. Zoraida y la niña cam inaron, ya descalzas, sobre la arena vidriosa y chisporroteadora. La tela rígida del cam isón iba dejando una huella inform e, serpenteante, detrás de ellas. — ¿Y tú, M atilde? M atilde se arrebujó en una toalla, com o con escalofrío, diciendo: — Estoy indispuesta. Si m e baño se m e va a cortar la sangre. El pie de la niña quebró la superficie del agua y se retiró vivam ente com o si se hubiera quem ado. — Está fría. Era necesario decidirse de golpe. Cerrar los ojos aguantar la respiración y hundirse en aquella realidad hostil. Zoraida braceó a ciegas, sacudiendo vigorosam ente su pelo, a un lado y otro, parpadeando para deshacer las gotas que le escurrían sobre los ojos. Cuando los abrió bien m idió la distancia que la separaba de la niña, y, contrariando la dirección de su esfuerzo, volvió a ella. Ahí estaba la niña, salpicada de espum a, tiritando. — Ven — la anim ó Zoraida. Pero la niña m ovía la cabeza, negándose, y Zoraida tuvo que salir a la playa. El cam isón se le había pegado al cuerpo dibujando todas las líneas de una obesidad naciente. Y el agua pesaba y escurría en los bordes de la tela. Condujo a la niña al río y, con el fin darle confianza, fue tanteando la hondura que pisaba y la sostenía a flote cuando un desnivel dem asiado brusco del terreno abría, bajo los pies de la criatura un pequeño abism o. — ¿Q uieres nadar?

La niña asintió castañeteando los dientes de frío. Entonces M atilde se aproxim ó hasta donde el agua am enazaba m ojar sus zapatos y desde allí estiró los brazos para entregar el par de tecom ates. Cuando la niña los tuvo atados a la espalda, sostenida m ás que por ellos por la certeza de que no se hundiría, nadó. Bajo la vigilancia de su m adre, iba y venía sin salir de los lím ites de esta poza donde el agua se rem ansaba m ientras la m ujer seguía, m ás allá, atropellándose, bram ando. La india, desnuda hasta la cintura, con los pechos al aire bañaba al niño vertiendo sobre su cabeza jicaradas de agua. Frotó su pelo con la raíz del am ole hasta dejarlo rechinante de tan lim pio. M atilde esperaba, con la toalla extendida, para arropar a M ario. Ya estaba vistiéndolo, bajo el toldo de ram as, cuando volvieron Zoraida y la niña, arreboladas y felices. Los cam isones húm edos quedaron en el suelo, enrollados com o dos gruesas culebras rojas. La india fue a recogerlos y los enjuagó, azotándolos rudam ente contra las piedras de la orilla. M atilde se acercó, solícita, hasta el lugar donde se vestía Zoraida para decirle: — ¿Vas a beber tu posol? Y le alargó la jícara de posol batido. Pero en el m om ento en que Zoraida iba a recibirla, quedó suspensa, con la m ano en el aire, atendiendo a un rum or com o de m uchas pisadas y de voces y de risas, que venía avanzando cada vez m ás hacia ellas. Las bestias despertaron de su sopor y pararon las orejas en señal de alarm a. — ¿Q ué es eso? — preguntó M atilde con un leve tem blor en la voz. — G ente — contestó Zoraida. — ¡D ios m ío! Y nos van a encontrar así. Term ina de vestirte pronto y vám onos. — N o te m uevas, M atilde. Aprende a darte tu lugar. Sean quienes sean los que vienen tendrán que esperar. Saben que nadie tiene derecho ni a coger agua del río ni a bañarse m ientras los patrones están aquí. La india corrió hasta la enram ada y apresuradam ente volvió a ponerse la cam isa. El ruedo de su tzec, em papado, goteaba silenciosam ente sobre la arena. El rum or de pisadas y de voces tom ó, al fin, cuerpo. Era un grupo de m uchachos indios, seis o siete, que venían corriendo. Zoraida los m iró con severidad y luego torció el rostro, desdeñosa. Los indios se detuvieron paralizados por esta m irada. Fue sólo un m om ento, en el lugar donde alcanzaba su térm ino la vereda. Pero uno entre ellos se m ovió para avanzar. D ándose ánim o con una risa fuerte y grosera descendió con rapidez por el talud de arena que bajaba, desm oronado y flojo hasta la playa. Allí se paró, jadeando, m ás que de fatiga que de expectación. Y continuó riéndose, golpeando sus m uslos con la palm a abierta de las m anos. Los otros llevaban sus ojos, alternativam ente, de la figura de su com pañero a la de Zoraida. Y con cautela fueron adelantándose, reuniéndose con el que había llegado prim ero y que se desabotonaba ya la cam isa con dedos torpes y tem blorosos. — Vám onos, Zoraida, — suplicó M atilde. Pero Zoraida no dio m uestras de haberla escuchado. Con las pupilas dolorosam ente dilatadas contem plaba cóm o los indios, uno por uno, iban despojándose de la cam isa, de los caites. Con el pantalón de m anta bien ceñido se m ovieron hasta el agua y se sum ergieron en ella, sin ruido, com o si volvieran a su elem ento propio. — Van a ensuciar nuestra poza — dijo Zoraida con un acento soñador y rem oto. Los jóvenes de torso lustroso, com o de cobre pacientem ente abrillantado, nadaban. Se zam bullían con agilidad, se deslizaban a favor de la corriente, volvían al punto del que partieron, todo con un silencio, con una facilidad de pez. — ¿Viste? La poza está ya turbia. El kerem , avisado por la india, había vuelto y estaba desatando las bestias. — Vám onos, Zoraida. M atilde tuvo que repetir la súplica. Tuvo que sacudir delicadam ente a su prim a com o para volverla en sí. Pero cuando Zoraida estuvo frente a la m ula se negó m ontar en ella. — Prefiero ir a pie. Subieron lentam ente por el talud de arena. A cada descanso que la fatiga les exigía, Zoraida volvía el rostro y se quedaba viendo largam ente el río. — N o los m ires así, Zoraida. Te van a faltar al respeto. H abían llegado a la vereda, habían cam inado los pasos, cuando el ruido estalló a sus espaldas. G ritos, carcajadas soeces, el retum bar del agua al rom perse ante la fuerza de los cuerpos. Y el chillido de los pájaros y el despliegue rápido de las alas, huyendo.

— Zoraida se detuvo. — ¿Q ué dicen? — preguntó. — Q uién sabe. Están hablando en su lengua. — N o. Fíjate bien. Es una palabra en español. — Q ué nos im porta, Zoraida. Vám onos. M ira hasta donde van ya los niños. Zoraida se desprendió con violencia de las m anos M atilde. — Regresa tú si quieres. M atilde bajó las m anos con un gesto de resignación. Zoraida había desandado el cam ino para oír m ejor. — ¿Ya entendiste lo que están gritando? La intensidad de la atención le crispaba los m úsculos de la cara. M atilde hizo un adem án de negación y de indiferencia. — G ritan "cam arada". O ye. Y lo gritan en español. M atilde esperaba la explosión de cólera, por lo de m ás ya tan conocida, de Zoraida. Pero en vez de eso Zora ida curvó los labios en una sonrisa suave, indulgente, cóm plice. Y ya no hubo necesidad de insistir para que regresaran. Echó a andar con prontitud, la cabeza baja, la m irada fija en el suelo. N o habló m ás. Pero cuando llegaron a la casa grande y vio a César recostado en la ham aca del corredor, em pezó a gritar com o si un m al espíritu la atorm entara: — ¡Estaban desnudos! ¡Los indios estaban desnudos! XI CÉSAR lo dispuso así: que de entonces en adelante las m ujeres y los niños no volvieran a salir si no los acom pañaba un hom bre que sirviera com o de respeto y, en caso necesario, de defensa. Ese hom bre no podía César, porque estaba ocupado en las faenas del cam po. Ernesto disponía de m ás tiem po libre una vez term inadas las horas de clase en la m añana. M atilde se sobresaltó y estuvo a punto de confesar a César que los acontecim ientos del día anterior no habían tenido las proporciones que la exageración de Zoraida les confiriera. N i los indios se habían desnudado delante de ellas, ni las habían insultado obligándolas a salir del río antes de term inar de bañarse. Pero M atilde había dejado pasar el m om ento oportuno para esta aclaración y ahora ya no resultaría creíble. Pero es que M atilde se asom bró tanto al escuchar los gritos de Zoraida, su versión falsa de los h echos, que no se le ocurrió siquiera desm entirla. La m iraba, sobrecogida de estupor, tem iendo las consecuencias de este relato. Pero no sucedió nada. Zoraida no había vuelto a hacer alusión al asunto, com o si un olvido total lo hubiera borrado. Sólo que ya no quiso volver a bañarse al río. M andó acondicionar uno de los sótanos de la casa com o baño. U na habitación lóbrega, con las paredes pudriéndose en hum edad y lam a, a la que los niños se negaron a entrar. — Por fortuna estás tú aquí, M atilde, y puedo botar carga. D e hoy en adelante tú los llevarás al río. ¿Cóm o replicar? M atilde hizo ese gesto de asentim iento que ya se le estaba convirtiendo en autom ático. N o sabía cóm o escapar a esta obligación penosa. Confiaba en que a últim a hora ocurriría algo im previsto, que Ernesto sería requerido para desem peñar alguna tarea m ás urgente y no los acom pañaría. Pero a la hora convenida Ernesto se presentó ante M atilde, diciéndole: — U sted sabe que no vengo por m i gusto. Eran las prim eras palabras que se cam biaban desde el día en que estuvieron juntos en el cuarto de Ernesto. El corazón de M atilde le dio un vuelco y le dolió hasta rom perse y un calor repentino le quem ó la cara. Bajó los párpados sin responder y echó a andar por la vereda en seguim iento de Ernesto. D etrás, venían los niños m ontados en sus burros, y el kerem jalando el cabestro, y la m ujer con la canasta de ropa sobre la cabeza. (H ablarm e así, con esa im pertinencia. Claro. Se siente con derecho porque ante sus ojos yo no soy m ás una cualquiera. Y él. ¿Q ué estará creyendo que es? U n bastardo, un pobre m uerto de ham bre. M ira nada m ás los zapatos que trae. Por D ios, pero si a cada paso parece que se le van a desprender las suelas.) Y los ojos de M atilde se llenaron de lágrim as. H ubiera querido correr y alcanzar a Ernesto y hum illarse a sus pies y besárselos com o para pedir perdón por los pensam ientos tan ruines.

(Si yo dispusiera de dinero, com o antes, iría corriendo a la tienda y le com praría todo, todo. ¡Q ué cara tan alegre pondría! Yo conozco cuando está contento. Lo vi una vez. Se le suaviza el gesto com o si una m ano pasara sobre él, acariciándolo. Por volverlo a ver así sería yo capaz de... N o tengo dignidad, ni vergüenza, ni nada. Y m e arrim o donde m e hacen cariños com o se arrim an los perros. H asta que estorban y los sacan a palos. Sí, yo estoy m uy dispuesta a hum illarm e; pero él ¿qué? M írenlo. Ahí va cam inando, sin dignarse m irar para atrás. ¿Y para qué m e va a ver? N o quiere nada de m í, m e lo dijo. ¿Q ué puede querer un hom bre com o él de una vieja com o yo?) Y en el preciso m om ento en que pronunció la palabra "vieja", M atilde sintió una congoja tan fuerte le fue necesario pararse y respirar con ansia, porque estaba desfallecida. Vieja. Ésa era la verdad. Y volvió a cam inar, pero ya no con el paso ligero de antes, sino arrastrando los pies dificultosam ente, com o los viejos. Y el sol que caía sobre su espalda em pezó a pesarle com o un fardo. Se palpó las m ejillas con la punta los dedos y com probó con angustia que su piel carecía de la firm eza, de la elasticidad, de la frescura de la juventud y que colgaba, floja, com o la cáscara de una fruta pasada. Y su cuerpo tam bién se le m ostró — ahora que estaba desnudándose bajo el cobertizo de ram as — opaco, feo, vencido. Y cada arruga le dolió com o una cicatriz. ¿Cóm o m e vería Ernesto? U na vergüenza retrospectiva la hizo cubrirse precipitadam ente. El cam isón resbaló a lo largo de ella con un crujido de hoja seca que se parte. ¿Cóm o le iba yo a gustar a Ernesto? M ejores habrá conocido. Y súbita, lum inosam ente, se le representó a M atilde la juventud, la herm osura de Ernesto. Y volvió a estar, com o todos los días anteriores, clavada en el centro m ism o de la nostalgia. Y su lengua se le pegó al paladar, reseca. (N o puedo m ás. N o puedo m ás, repetía. ¿Para qué seguir atorm entándom e y pensando y golpeándom e la contra esta pared? ¿Q ué m e im porta ya que Ernesto sea lo que sea ni que yo sea lo que soy, si todo está decidido? Ya no podrán seguir hum illándom e.) Con la cabeza erguida M atilde cam inó hasta el borde m ism o del agua y desde allí, sin volverse, dijo en tzeltal a la india que estaba desvistiendo a los niños: — N o los desvistas todavía. Parece que el agua está m uy destem plada. Voy a probar yo prim ero. La india obedeció. M atilde estaba entrando en el río. El agua lam ió sus pies, se le enroscó en los tobillos, infló cóm icam ente su cam isón. El frío iba tom ando posesión de aquel cuerpo y M atilde tuvo que trabar los dientes para que no castañetearan. N o avanzó m ás. Los peces m ordían levem ente sus piernas y huían. El cam isón inflado le daba el grotesco aspecto de un globo cautivo. Los niños rieron, señalándola. M atilde oyó la risa y con un gesto, ya involuntario, volvió el rostro y sonrió servilm ente com o en esta casa había aprendido a hacerlo. Y con la sonrisa congelada entre los labios dio un paso m ás. El agua le llegó a la cintura. La arena se desm enuzaba debajo de sus pies. M ás adentro, m ás hondo, con el abdom en contraído por el frío. H asta que sus pies no tuvieron ya dónde apoyarse. Entonces perdió el equilibrio con un m ovim iento brusco y torpe. Pero no quería quedar aquí, en la profunda quietud de la poza, y nadó hasta donde la corriente bram aba y allí cesó el esfuerzo, se abandonó. U n grito — ¿de ella, de los que quedaron en la playa?— la acom pañó en su caída, en su pérdida El estruendo le reventó en las orejas. N o sintió m ás que el vértigo del agua arrastrándola, golpeándola contra las piedras. U n instinto, que su deseo de m orir no había paralizado, la obligaba a m anotear tratando de m antenerse en la superficie y llenando sus pulm ones de aire, de aire húm edo que la asfixiaba y la hacía toser. Pero cada vez m ás su peso la hundía. Algas viscosas pasaban rozándola. La repugnancia y la asfixia la em pujaban de nuevo hacia arriba. Cada vez su aparición era m ás breve. Sus cabellos se enredaron en alguna raíz, en algún tronco. Y luego fue jalada con una fuerza que la hizo desvanecerse de dolor. Cuando recuperó el sentido estaba boca abajo, sobre la arena de la playa, arrojando el agua que tragó. Alguien le hacía m over los brazos y, a cada m ovim iento, la náusea de M atilde aum entaba y los espasm os se sucedían sin interrupción hasta convertirse en uno solo que no term inaba nunca. Por fin soltaron los brazos de M atilde y la despojaron del cam isón hecho trizas y la envolvieron en una toalla. Cuando la frotaron con alcohol para reanim arla, el cuerpo entero le dolió com o una llaga y entonces supo que estaba todavía viva. U na alegría irracional, trem enda, la cubrió con su oleada caliente. N o había

m uerto. En realidad nunca estuvo segura de que m oriría, ni siquiera de haber deseado m orir. Sufría y quería no sufrir m ás. Eso era todo. Pero seguía viviendo. Respirar en una pradera ancha y sin térm ino; correr librem ente; com er su com ida en paz. — M atilde... La voz la envolvió, susurrante. Y luego una m ano vino a posarse con suavidad en su hom bro. M atilde sintió el contacto, pero no respondió siquiera con un estrem ecim iento. — ¡M atilde! La m ano que se posaba en su hom bro se crispó, colérica. M atilde abrió los ojos abandonando el pequeño paraíso oscuro, sin recuerdos, en el que se había refugiado. La crudeza de la luz la deslum bró y tuvo parpadear m uchas veces antes de que las im ágenes se le presentaran ordenadas y distintas. Esa m ancha azul se cuajó en un cielo altísim o y lim pio de nubes. Ese tem blor verde era el follaje. Y aquí, próxim a, tibia, acezante, la cara de Ernesto. El dolor, que había sobrevivido con ella, volvió a instalarse en el pecho de M atilde. Q uiso apartarse de esa proxim idad, huir, esconder el rostro. Pero al m ás leve m ovim iento sus huesos crujían, com o resquebrajándose y por toda su piel corrió un ardor de sollam adura, ¿Y hacia dónde huir? Los brazos de Ernesto la cercaban. Im potente, M atilde volvió a cerrar los ojos, ahora m ojados de lágrim as. — N o llores, M atilde. Ya estás a salvo. Pero los sollozos la desgarraban por dentro y venían a estrellarse con una espum a de m al sabor entre sus labios. — G racias a D ios no tienes ninguna herida. Raspones nada m ás. Y el gran susto. D elicadam ente, con la punta de la toalla, Ernesto enjugó el rostro de M atilde. — Cuando oím os los gritos de la india, el kerem y yo corrim os a ver qué pasaba. La corriente te estaba arrastrando. Yo quise tirarm e al río, tam bién. Pero el kerem se m e adelantó. Yo hubiera querido salvarte. H ubieras preferido que te salvara yo, ¿verdad? Ernesto aguardó inútilm ente la respuesta. M atilde continuaba m uda y el único signo que daba de estar despierta, era el llanto que no cesaba de m anar de sus ojos. Entonces Ernesto frotó sus labios contra los párpados cerrados y se quedó así, con la boca pegada a oreja de M atilde, para que sus palabras no fueran escuchadas por los niños, a quienes la india contenía im pidiéndoles acercarse. — H e soñado contigo todas estas noches. , U na furia irrazonada, ciega, em pezó a circular por las venas de M atilde, a enardecerla. La voz seguía derram ándose, com o una m iel m uy espesa, y M atilde se sentía m ancillada de su pegajosa sustancia. N o le im portaba ya lo que dijera. Pero sabía que este hom bre estaba usurpando el derecho de hablarle así. Sólo porque no tenía fuerzas para defenderse, porque estaba com o la otra vez, inerm e en sus m anos, Ernesto la acorralaba y quería clavarla de nuevo en la tortura com o se clava una m ariposa con un alfiler. Ah, no. Esta vez se equivocaba. M atilde había pagado su libertad con riesgo de su vida. Abrió los ojos y Ernesto retrocedió ante su m irada sin profundidad, brillante, hostil, irónica, de espejo. — ¿Por qué no m e dejaron m orir? Su voz sonaba fría, rencorosa. Ernesto quedó atónito, sin saber qué contestar. N o esperaba esta pregunta. Se puso de pie y desde su altura dejó caer las palabras com o gotas derretidas de plom o. — ¿Q uerías m orir? M atilde se había incorporado y respondió con vehe m encia: — ¡Sí! Y ante el gesto de estupefacción de Ernesto: — ¡N o seas tan tonto de creer que fue un accidente! Sé nadar, conozco estos ríos m ejor que el kerem que m e salvó. — Entonces tú... — Yo. Porque no quiero que nazca este hijo tuyo. Porque no quiero tener un bastardo. Retadora, sostuvo la m irada de Ernesto. Y vio cóm o su propia im agen iba deform ándose dentro de aquellas pupilas hasta convertirse en un ser rastrero y vil del que los dem ás se apartan con asco. — ¿Por qué no te atreves a pegarm e? ¿Tienes m iedo? Ernesto se dio vuelta lentam ente y echó a andar. M atilde respiraba con agitación. N o podía quedar sentada en el suelo, ridícula, con todo el odio que aquel silencio sin reproche

transform aba en nada. R ió entonces escandalosam ente. Su risa acom pañó los pasos de Ernesto. Y los niños y la india y el kerem reían tam bién a grandes carcajadas, sin saber p or qué. XII ER N ESTO em pujó la puerta de la escuela. Chirriando levem ente la puerta cedió. Ernesto se detuvo en el um bral a m irar el desm antelado aspecto de aquella habitación. N o tenía m ás m uebles que una m esa y una silla hechas en m adera de ocote sin pulir. Las astillas se prendían en la ropa de Ernesto y acababan de rasgarla. Porque aquellos m uebles eran para el m aestro. Los niños se enroscaban en el suelo. En las paredes de bajareque no había un pizarrón, un m apa, ningún objeto que delatara el uso que se le daba a esta habitación. Pero Felipe había recortado de un periódico el retrato de Lázaro Cárdenas. El Presidente parecía borroso, entre una m ultitud de cam pesinos. Su retrato estaba m uy alto, casi en el techo, pegado con cera cantul. Ernesto le dedicó una irónica reverencia antes de retirar la silla para sentarse. Sacó del bolsillo trasero del pantalón una botella de com iteco y la depositó sobre la m esa. Cuando los m uchachitos entraron vieron aquel objeto tan fam iliar para ellos, sus caras se alegraron. Sin pronunciar una palabra, sin hacer un gesto de saludo, los niños desfilaron ante Ernesto y fueron a ocupar su sitio en el suelo. Allí se quedaron silenciosos, quietos, esperando que aquel hom bre em pezara a hablar de todas esas cosas que ellos no com prendían. Pero Ernesto no habló. Con parsim onia fue desenroscando el tapón de la botella y cuando estuvo abierta, la chupó ávidam ente en tragos largos y ruidosos. Entonces se lim pió la boca con la m anga de su cam isa, sin dejar de em puñar la botella, y estirando el brazo hacia adelante, ofreció: — ¿G ustan? Los niños se m iraron entre sí, desconcertados. Conocían el adem án que sus padres hacían tantas veces delante de ellos; algunos hasta ya sabían aceptar convite. Iban a responder a él, pero Ernesto había retirado otra vez su brazo. Y ahora les decía: — Estam os perdiendo el tiem po en una form a m iserable, cam aradas. ¿D e que nos sirve juntarnos aquí todos los días? Yo no entiendo ni jota de la m aldita lengua de ustedes y ustedes no saben ni papa de espa ñol. Pero aunque yo fuera un m aestro de esos que enseñan a sus alum nos la tabla de m ultiplicar y toda la cosa, ¿de qué nos serviría? N o va a cam biar nuestra situación. Indio naciste, indio te quedas. Igual yo. N o quise ser burrero, que era lo natural, lo que m e correspondía. N i aprendiz de ningún oficio. Si tenía yo m ás cabeza que ninguno. ¿Por qué no iba yo a ser m ás? Te lo estoy diciendo por experiencia, hacem e caso. M ás te vale m achete estar en tu vaina. M iren cóm o vienen: lim pios, recién m udados. Apuesto que hasta les cortaron las uñas y les echaron brillantina com o si fueran a ir a un baile. Y tanto preparativo para venir a revolcarse enfrente de m í. Ya m e im agino lo que estarán diciendo para sus adentros: iPor culpa de este desgraciado bastardo! ¿Cóm o se dice bastardo en tzeltal? Tienen que tener una palabra. N o m e vengan con el cuento de que son m uy inocentes y no lo saben. Los niños de la casa grande que son m enores ustedes y no son precisam ente m uy listos, ya aprendieron a gritar: ¡Bastardo! ¡Bastardo! A escondidas de los m ayores, naturalm ente. Porque si los oyeran se les desgajaría una soberana cueriza. Bueno, eso digo yo. Aunque viéndolo bien quién sabe. Con suerte son los m ism os papás los que les enseñan las groserías. N o se puede confiar en nadie. El hongo m ás blanco es el m ás venenoso. Ahí tienen ustedes, sin ir m ás lejos, a M atilde. ¿N o la conocen? Pues se las recom iendo. Es una m uchacha... Bueno, eso de m uchacha es un favor que ustedes y yo le vam os a hacer. Porque cuando a una m uchacha le cuelgan los pechos com o dos tecom ates, es que se está pasando de tueste. Ella quería que yo los viera. Se jalaba la blusa para taparlos. Q uiso cerrar la ventana porque era m ediodía y entraba el sol que era un gusto. Yo hice com o que bajaba los párpados y entonces ella se tranquilizó y se fue quedando quieta com o un pulioquita. Pero yo no estaba dorm ido. Yo m e estaba fijando en eso de los pechos que les dije. Y en otras cosas. Se las daba de señorita. Y m ucho rem ilgo y m ucho escándalo y toda la cosa. Sí, cóm o no. ¿Acaso las señoritas se entregan así al prim ero que les dice: qué lindos

tienes los ojos? Y yo ni siquiera se lo dije. N o tuve que rogarle. Tam poco que hacerle la fuerza. N om ás la besé y se quedó com o un parasim o, toda trabada. Se fue cayendo para atrás, tiesa, fría, pálida, tal com o si se hubiera m uerto. Yo la cargué hasta la cam a y la acosté. Estaba yo asustado, palabra de honor. La sacudía yo de los hom bros y le decía yo: ¡M atilde! ¡M atilde! N ada que m e contestaba. Sólo se puso a tem blar y a llorar y a rog arm e que no le hiciera yo daño, que tenía m ucho m iedo de lo que le iba a doler. Y yo, para que les voy a m entir, tengo a D ios por testigo, de que por aquí ni se m e había pasado un m al pensam iento. Pero ya sobre advertencia em pecé a cavilar y a cavilar. Q ue M atilde iba a decir que yo era m uy poco hom bre si la dejaba en aquella coyuntura. Adem ás ella em pezó a defenderse, a forcejear. H asta quiso dar gritos, pero yo le tapé la boca. N om ás eso nos faltaba que nos encontraran allí juntos. Se lo dije a M atilde para aplacarla. ¡Q ué caso m e iba hacer! N o obedece ninguno. Com o la criaron tan consentida está acostum brada a hacer siem pre su regalada gana. Lo que necesita es un hom bre que la m eta en cintura y que la haga cam inar con el trotecito parejo. Pero ya está visto que ese hom bre no soy yo. Bueno, cam aradas, m erece que lo celebrem os con otro trago. ¡Salud! Ernesto volvió a beber. U n calor agradable lo envolvió. Le gustaba esta sensación que hacía contrapeso a los escalofríos del paludism o. Y luego em pezar m overse com o en un sueño, com o pisando sobre algodones. N o le im portaba decir lo que estaba diciendo porque tenía la certidum bre de que ninguno de oyentes lo entendía. M iró fijam ente su m ano extendida sobre la m esa y le sorprendió hallarla de ese tam año. Para lo que pesaba debería ser m ucho m ás, pero m ucho m ás grande. Este descubrim iento le produjo un am ago de risa. M ovió los dedos y el cosquilleo que recorrió todo su brazo hizo que la risa se desbordara al fin. Los niños lo m iraban con los ojos redondos, indifere ntes. — Yo la volví a buscar. N o, no es que quedara yo m uy convidado, pero la volví a buscar. En estos infelices ranchos no hay m ucho dónde escoger. En el pueblo, en Com itán, la cosa hubiera sido distinta. Ahí sí hay m ujeres de deveras y no m elindrosas. Ay, cam aradas, si hubieran visto a la m osca m uerta de M atilde, seria, com o si nunca rom piera un plato. N o m e volvió a dar ocasión de que yo le hablara. Claro, una señorita de su categoría desm erece hablando con un bastardo. Pero luego, ¿qué tal le fue? En el pecado llevó la penitencia, la pobre. Va saliendo con su dom ingo siete de que va a tener una criatura. Y com o es m uy lista no se le ocurre nada m ás que ir a tirarse al río para que se la lleve la corriente. Cuando lo derecho es avisarle al hom bre. Yo no m e iba a hacer para atrás, no la iba yo a dejar sentada en su deshonra. Eso llevando las cosas por derecho. Pero después de lo que hizo que ni sueñe que le voy a rogar. N o soy tan sobrado. Para m í es com o si hubiera m uerto. Allá que se las averigüe con su hijo. La lengua casi no le obedecía ya. En su torpeza se enredaban las palabras y salían escurriendo com o un hilo de baba espeso, interm inable. Los niños, tan acostum brados al espectáculo de la em briaguez, hacía rato que no atendían el m onólogo de Ernesto. El m ás audaz ellos principió por darle un codazo a su vecino. Este gim ió de dolor por el golpe y los dem ás rieron disim uladam ente, cubriéndose la boca con la m ano. Pero ahora se em pujaban sin ningún recato, se tiraban bolitas de tierra, iniciaban luchas feroces. Los turbios de Ernesto contem plaban este desorden sin hacerse cargo de él, com o si fuera un acontecim iento m uy rem oto con el que su persona no guardaba ninguna relación. — Pagué m i boca. Cuando m i tío César m e contó que se m etía con las indias — y el m ontón de m uchachitos m edio raspados, m edio ladinos que andan desparram ados por estos rum bos no lo dejan m entir— , dije, caray, se necesita estar m uy urgido, tener m uchas ganas. Porque lo que es yo, en Com itán, ni cuándo m e iba yo a acercar a una envuelta. Pero aquí vine a pagar m i boca. Y m iren con quién: con la m olendera. Es una trinquetona que m ás bien parece pastora de barro de las que venden los custitaleros. Pero de cerca huele a... pues a lo que huelen las m olenderas. Tiene un chuquij, que no se lo quita ni con cien enjabonadas, un chuquij de nixtam al rancio. Sólo porque era m ucha la necesidad m e fui a m eter a su jacal. Pero después m e puse a vom itar com o si m e hubieran dado veneno. La m olendera se quedaba viéndom e, así, com o ahorita m e están viendo ustedes, con sus ojos de idiota. Sin hablar ni una palabra. Y el vóm ito allí, apestando cerca de nosotros. Entonces ella se levantó y salió a traer un perro. Bueno, m ás vale que yo m e ría. ¿Saben para qué lo trajo? Para lim piar el vóm ito. El perro — cóm o estaría de ham bre, el pobre— , que se abalanzó y de una sentada

se lo lam ió todo hasta no dejar ni rastro. Sólo quedó una m anchita de hum edad en el suelo. M i tío César, ya m e lo im agino, se hubiera quedado allí, tan satisfecho. Pero yo desde ese día no puedo com er de asco. Tengo que irm e a otra parte. Prim ero era solo la peste del estiércol cuando lo ponen de em plasto sobre la gusanera. Pero ahora tam bién ese chuquij de nixtam al, en todas partes. Se los digo, honradam ente, no puedo seguir aquí. Ya lo probé. N o se puede. Y total, ¿qué estoy haciendo? Adem ás de que no tengo obligación. Yo se lo dije a César desde Com itán, Y él, sí, sí, m uy conform e con m is condiciones. Pero en cuanto m e creyó seguro, m e dejó bien rocado, al palo y sin zacate. ¿Y por qué? ¿Con qué derecho? ¿N o soy tan Argüello com o el qué m ás? M e distinguen sólo porque soy pobre. Pero ¿cuánto vam os que pronto estarem os parejos? D ando un m anotazo sobre la m esa, Ernesto se puso de pie, tam baleante. — iVengan y acaben con todo de una buena vez! ¡Llévense las vacas y que les haga buen provecho! ¡Entren con sus piojos a echarlos a la casa grande! ¡Repártanse todo lo que encuentren! ¡Y que no quede ni un Argüello! ¡N i uno! iN i uno! La exaltación de Ernesto se quebró en un hipo. Q uiso volver a sentarse, pero no atinó con el lugar en que se encontraba la silla y cayó al suelo. N o intentó volver a levantarse. Allí se quedó, con las piernas abiertas, roncando sordam ente. Los niños no quisieron acercársele por tem or a que despertara y salieron en tropel, rie ndo, jugando, para regresar a sus jacales. Sobre la cabeza de Ernesto zum baban los insectos. G ente de la casa grande vino a buscarlo al anochecer. Todavía inconsciente Ernesto dejó caer su peso sobre los hom bros de quienes lo cargaron. XIII D O Ñ A AM AN TIN A, la curandera de por el rum bo de O cosingo, recibió varios recados antes de consentir en un viaje a Chactajal. — Q ue dice don César Argüello que hay un enferm o en la finca. — Q ue digo yo que m e lo traigan. — Q ue su estado es peligroso y no se puede m over. — Q ue yo no acostum bro salir de m i casa para hacer visitas. — Q ue se trata de un caso especial. — Q ue voy a dejar m i clientela. — Q ue se la va a pagar bien. Entonces doña Am antina m andó preparar la silla de m ano y dos robustos indios chactajaleños — uno solo no hubiera aguantado aquella tem blorosa m ole de grasa— levantaron las andas de la silla. Atrás, m ozo de la confianza de doña Am antina transportaba un cofre, cerrado con llave, y en cuyo interior, oculto siem pre a las m iradas de los extraños, la curandera guard aba su equipaje. H icieron lentam ente las jornadas. D eteniéndose bajo la som bra de los árboles para que doña Am antina destapara el cesto de provisiones y batiera el posol y tragara los huevos crudos, pues desfallecía de ham bre. Com ía con rapidez, com o si tem iera que los indios — a quienes no convidaba— fueran a arrebatarle la com ida. Sudaba por el esfuerzo de la digestión y una hora después ya estaba pidiendo que detuvieran la m archa para alim entarse de nuevo. D ecía que su trabajo la acababa m ucho y que nece sitaba reponer sus fuerzas. En Chactajal la esperaban y regaron juncia fresca en la habitación que habían preparado para ella. D oña Am antina la inspeccionó dando m uestras de aprobación y luego sugirió que pasaran al com edor. Allí charlarían m ás tranquilam ente. Y entre una taza de chocolate y la otra — los Argüelles em pezaron a m ostrar algunos signos de im paciencia— doña Am antina preguntó: — ¿Q uién es el enferm o? U na prim a de César — respondió Zoraida— . ¿Q uiere usted que vayam os a verla? D esde hace días no sale de su cuarto. — Vam os. Se puso de pie con solem nidad. En sus dedos regordetes se incrustaban los anillos de oro. Las gargantillas de coral y de oro brillaban sobre la blusa de tela corriente y sucia. Y de sus orejas fláccidas pendían un par de largos aret es de filigrana.

Cuando abrieron la puerta del cuarto de M atilde se les vino a la cara un olor de aire encerrado, respirado m uchas veces, m archito. Tantearon en la oscuridad hasta dar con la cam a. — Aquí está doña Am antina, M atilde. Vino a verte. La voz de M atilde era rem ota, sin inflexiones. — Vam os a abrir la ventana. La luz entró para m ostrar una M atilde am arilla, despeinada y ojerosa. Está así desde que la revolcó la corriente. N o quiere ni com er ni hablar con nadie. Ante la total indiferencia de M atild e, doña Am antina se inclinó sobre aquel cuerpo consum ido por la enferm edad. D esconsideradam ente tacteaba el abdom en, apretaba los brazos de M atilde, flexionaba sus piernas. M atilde sólo gem ía de dolor cuando aquellas dos m anos alhajadas se hundían con demasiada rudeza en algún punto sensible. D oña Am antina escuchaba con atención estos gem idos, insistía, volviendo al punto dolorido, respiraba fatigosam ente. H asta que, sin hablar una sola palabra, doña Am antina soltó a M atilde y fue a cerrar de nuevo la ventana. — Es espanto de agua — diagnosticó. — ¿Es grave, doña Am antina? — La curación dura nueve días. — ¿Va usted a em pezar hoy? — En cuanto m e consigan lo que necesito. — U sted dirá. — N ecesito que m aten una res: U n toro de sobreaño. A Zoraida le pareció excesiva aquella petición, las reses no se m atan así nom ás. Sólo para las grandes ocasiones. Y los toros ni siquiera para las grandes ocasiones. Pero doña Am antina pedía com o quien no adm ite réplica. Y no se vería bien que los Argüellos regatearan algo para la curación de M atilde. — Q ue sea un toro de sobreaño. N egro. Junten en un traste los tuétanos. Ah, y que no vayan a tirar sangre. Ésa m e la bebo yo. Al día siguiente la res estaba destazada en el corral principal. Espolvoreados de sal, los trozos de carne fueron tendidos a secar en un tapexco o se ahum aban en el garabato de la cocina. — ¿Q uiere usted otra taza de caldo, doña Am antina? (Si acepta, si vuelve a sorber su taza con ese ruido de agua hirviendo, juro por D ios que m e paro y m e salgo a vom itar al corredor.) — N o, gracias, doña Zoraida. Ya está bien así. Ernesto suspiró aliviado. Le repugnaba esta m ujer, no podía soportar su presencia. Y m ás sospechando qué era lo que había venido a hacer a Chactajal. — ¿Cóm o a qué horas le pasó la desgracia a la niña M atilde? — Pues se fueron a bañar com o a la una. ¿N o es verdad, Ernesto? — N o vi el reloj. Q ue no creyeran que iban a contar con él para el asesinato de su hijo. ¿Y Zoraida era cóm plice o lo ignoraba todo? N o. A una m ujer no se le escapan los secretos de otra. Lo que sucede es que todas se tapan con la m ism a cham arra. — Para llam ar el espíritu de la niña M atilde hay que ir lugar donde se espantó y a la m ism a hora. — Pero M atilde no se puede m over, doña Am antina. U sted es testigo. — H ay que hacerle la fuerza. Si no va no m e com prom eto a curarla. Y para hacer m ás am enazadora su advertencia: — Es m alo dejar la curación a m edias. N o había m odo de negarse. Porque ya en la m añana, m uy tem prano, doña Am antina había sacado de su cofre unas ram as de m adre del cacao y con ellas "barrió el cuerpo desnudo de M atilde. D espués volvió a taparla, pero entre las sábanas quedaron las ram as utilizadas para la "barrida", porque así, e esa proxim idad era com o em pezaba a obrar su virtud. M atilde, com o siem pre, se prestó pasivam ente a la cura ción. N o protestaba. Y cuando le dijeron que era necesario volver al río, se dejó vestir, com o si fuera una m uñeca de trapo, y se dejó cargar y no abrió los ojos ni cuando la depositaron bajo el cobertizo alzado en la playa. D e repente la voz de doña Am antina se elevó, gritando: — ¡M atilde, M atilde, vení, no te quedés!

Y el cuerpo, grotesco, pesado, de la curandera, se liberó repentinam ente de la sujeción de la gravedad y corrió con agilidad sobre la arena m ientras la m ujerona azotaba el viento con una vara de eucalipto com o para acorralar al espíritu de M atilde, que desde el día del espanto había perm anecido en aquel lugar, y obligarlo a volver a entrar al cuerpo del que había salido. — Abre la boca para que tu espíritu pueda entran de nuevo, le aconsejaba Zoraida en voz baja a M atilde. M atilde obedecía porque no encontraba fuerza para resistir. D e pronto doña Am antina cesó de girar y llenándose la boca de trago, en el que previam ente se habían dejado caer hojas de rom ero m achacadas, sopló a M atilde hasta que el aguardiente escurrió sobre su pelo y rezum ó en la tela del vestido. Y antes de que el alcohol se evaporara la envolvió en su chal. Pero M atilde no reaccionó. Y pasados los nueve días su color estaba tan quebrado com o antes. D e nada valió que todas las noches doña Am antina untara los tuétanos de la res en las coyunturas de la enferm a; que dejara caer un chorro de leche fría a lo largo de la colum na vertebral de M atilde. El m al no quería abandonar el cuerpo del que se había apoderado. La curandera intentó entonces un recurso m ás: el baño donde se pusieron a hervir y soltar su jugo las hojas de la m adre del cacao. D espués, M atilde fue obligada beber tres tragos de infusión de chacgaj. Pero ni por eso m ostró ningún síntom a de alivio. Seguía com o atacada de som nolencia y por m ás antojos que le preparaban para incitar su apetito, seguía negándose com er. Era doña Am antina la que daba buena cuenta de aquellos platillos especiales. Su ham bre parecía insaciable y su hum or no se alteraba a pesar del fracaso de su tratam iento, com o si fuera im posible que alguno pusiera en duda su habilidad de exorcizadora de daños. Y viendo que M atilde continuaba en el m ism o ser — no m ás grave, pero tam poco m ejor— dijo sin inm utarse: — Es m al de ojo. Entonces fue necesario conseguir el huevo de una gallina zarada y con él fue tocando toda la superficie del cuerpo de M atilde m ientras rezaba un padrenuestro. Cuando term inó envolvió el huevo y unas ram as de ruda y un chile crespo en un trapo y todo junto lo ató bajo la axila de M atilde para que pasara el día entero em pollándolo. En la noche quebró el huevo sin m irarlo y lo vertió en una vasijita que em pujó debajo de la cam a. Pero al día siguiente, cuando buscó en la yem a los dos ojos que son seña del m al le están siguiendo al enferm o, no encontró m ás que uno: el que las yem as tienen siem pre. Pero doña Am antina no m ostró ni sorpresa ni desconcierto. Tam poco se desanim ó. Y después de encerrarse toda la tarde en su cuarto, salió diciendo que ya no cabía duda de que a M atilde le habían echado brujería; que quien estaba em brujándola era su herm ana Francisca y que para curarla era necesario llevarla a Palo M aría. — ¡N o! iN o quiero ir! M atilde se incorporó en el lecho, electrizada de terror. Q uiso levantarse, huir. Para volver a acostarla fue precisa la intervención de la m olendera y de las criadas. Y hubo que darle un bebedizo para que durm iera. — Pero M atilde está im posibilitada para el viaje, Am antina. Luego la im presión de ver a su herm ana... — N o se apure usted, patrona. Yo sé m i cuento. Las cosas van a salir bien. Com o ya habían term inado de cenar y la conversación languidecía, doña Am antina se puso de pie, dio las buenas noches y salió. Ya en su cuarto sacó de entre la blusa la llave de su cofre y lo abrió. Pero antes de que em pezara a hurgar entre las cosas que el cofre contenía, un golpe m uy leve en la puerta le indicó que alguien solicitaba entrar. U na sonrisa casi im perceptible se dibujó en el rostro de doña Am antina, pero continuó trajinando com o si no hubiera oído nada. Los golpes se repit ieron con m ás decisión, con m ás fuerza. Entonces doña Am antina fue a abrir. En el um bral estaba M atilde, tiritando de frío bajo la frazada de lana en que se había envuelto. D oña Am antina fingió una exagerada sorpresa al encontrarla allí. — ¡Jesús, M aría y José! N o te quedés allí, criatura que te vas a pasm ar. Pasá adelante, estás en el m ero chiflón. Pasá. Sentate. ¿O te querés acostar? Acentuaba el vos com o con burla, con insolencia. N adie le había dado esa confianza, pero doña Am antina se sentía con derech o a tom arla. M atilde no se m ovió. A punto de desvanecerse, alcanzó todavía a balbucir: — D oña Am antina, yo...

— Pasá, m uchacha. Yo sé lo que tenés. Pasá. Yo te voy a ayudar. XIV JU AN A, la m ujer de Felipe, juntó los escasos desperdicios de la com ida en un apaxtle de barro; acabó de lavar las ollas que utilizó para su trabajo y las puso a escurrir, em brocadas sobre una tabla. R etiró el com al del fuego, hasta el día siguiente. Y luego, llevando en la m ano el apaxtle de los desperdicios, fue al chiquero. N o había m ás que un cerdo flaco, hozando en el lodo. El cerdo se abalanzó a la com ida y la devoró en un instante. — N o va a estar cebado para la fiesta de Todos Santos — pensó Juana— . N o va a ser posible venderlo a los custitaleros. Y regresó al jacal, desalentada. D e la batea de ropa sacó una cam isa. Era la que había usado el día de su casam iento. D espués la guardó para lucirla sólo en las grandes ocasiones. Pero ahora se la ponía ya hasta entre sem ana y había tenido que llevarla a lavar al río varias veces. Por m ás cuidado que le pusiera, por m ás delicadeza, por m ás esm ero, el tejido iba adelgazándose y en algunos lugares estaba roto. Ahora, aprovechando estos últim os rayos de sol — la m ansa lum bre del rescoldo no era suficiente— Juana iba a zurcir las rasgaduras. Felipe podía regresar en cualquier m om ento y encontrarla cum pliendo esa tarea. Pero ni siquiera le preguntaría si necesitaba dinero para com prarse un corte de m anta nueva. Felipe se había desobligado de los gastos de su casa. Iba y venía de las fincas, de los pueblos, sin acordarse de traerle nunca nada a su m ujer. Ella había tenido que darle las pocas m onedas que guardaba de ahorro para ayudarlo en los gastos del viaje. Porque con esta cuestión del agrarism o los patrones veían con m alos ojos a Felipe y se negaban a darle trabajo. En cuanto a fiarles la m anta com o antes, ni pensarlo. El día que se presentó a la casa grande no sólo le negaron el fiado, sino que le reclam aron las deudas anteriores. Pero no por eso Juana se retiró de la casa grande. A veces se acercaba a ronciar por los em pedrados de la m ajada, con un tolito lleno de frijol haciendo equilibrio sobre su cabeza. N o perdía la esperanza de hablar con los patrones para interceder por Felipe y pedir que le perdonaran sus desvaríos y que le tuvieran paciencia, que iba a term inar por volver a su acuerdo. Porque Felipe no era un m al hom bre. Ella lo conocía bien. Pero los Argüellos pasaban enfrente de Juana, distraídos, com o si ella fuera cosa dem asiado insignificante para detenerse a m irarla, para escuchar lo que decía, para prestar atención a su súplica. Y no faltó quién fuera a incrim inarla delante de Felipe. Aquel día Felipe le pegó y le dijo que cuidado y volviera a saber que ella seguía en aquellas andanzas, porque la iba a abandonar. Y así tenía que ser, así debió haber sido desde hacía m ucho tiem po. Sólo por caridad Felipe la conservaba junto a él. N o por obligación. Porque D ios la había castigado al no perm itirle tener hijos. — Buenas noches, com adre. U na voz trém ula, com o de quien está tiritando o com o de quien acaba de llorar, había pronunciado, en tzeltal, aquellas palabras. La m ujer de Felipe se puso en pie para recibir a la visita. Era su herm ana M aría quien acom pañada del m enor de sus hijos estaba parada en el um bral. Inclinándose delante de ella la m ujer de Felipe dijo la frase de bienvenida: — Com adre M aría, qué m ilagro que te dignaste venir a esta tu hum ilde casa. Y le ofreció el tronco de árbol en el que ella había estado sentada. Era el único m ueble. Por m ás que se quejaba con Felipe, él no había querido hacerle caso trayendo aunque fuera nada m ás otro tronco del m onte. M aría se sentó y disim uladam ente estuvo m irando de reojo todos los rincones, ya sum idos en som bras, del jacal. H abía dejado de venir durante m ucho tiem po y ahora lo encontraba m ás m iserable y desprovisto que nunca. Juana prefirió interpretar de otra m anera esta m irada de inspección y dijo: — ¿Buscabas a tu com padre Felipe? M aría hizo un gesto de asentim iento. Entonces Juana fue a escoger la m ás pequeña, la m ás delgada de astillas de ocote que atesoraba en un rincón. M ientras lo prendía en el rescoldo, arrodillada, respondió: — Tu com padre Felipe no está. ¿Se te ofrecía algo? — Q uería yo hablar con él. M e dijeron que era m i com padre Felipe el que se entendía con los asuntos de la escuela.

Entonces el niño se desprendió de la m ano de su m adre y se aproxim ó a Juana. Buscando el sitio donde m ejor fuera alum brado por la llam a del ocote, el niño alzó el rostro para que Juana lo viese. Y com o Juana perm aneciera atónita, sin com prender, tuvo que señalar los m oretones — aquí, aquí y aquí— porque se confundían con el color oscuro de su piel. — M e pegó el m aestro. Estaba seguro, porque ya lo había experim entado varias veces, del efecto que estas palabras producían en las personas m ayores. Aguardaba la consternada exclam ación. Pero Juana continuó m irándolo en silencio. H asta que, indiferente, apartó sus ojos del rostro am oratado del niño. El niño creyó que era necesario, para conm over a Juana, repetir el relato de la historia. Pero antes de iniciarlo sintió caer sobre él una m irada tan severa, tan hosca, de su m adre, que optó por callar. La severidad de M aría no tenía su origen en la conducta del niño, sino en la inexplicable actitud Juana. D ijo, tratando de excitar su curiosidad acerca de la form a en que se había desarrollado el suceso. — D on Ernesto estaba bolo. El niño, que había estado esforzándose por contenerse, se abandonó a su ím petu de hacer confidencias y em pezó a hablar. Ya tenía tiem po que don Ernesto no iba a dar las clases en su juicio. D esde que llegaba a la escuela, era cierto, no paraba de hablar. Pero sin decir lo que leía en su libro, com o en las prim eras veces, sino que hablaba y hablaba solo. Y luego le entraba el sueño de la borrachera y se quedaba dorm ida; Juana interrum pió el parloteo del niño para preguntar a M aría: — ¿N o quieres una taza de café? Si M aría aceptaba, Juana le iba a dar su propia ración, se iba a quedar sin beber café por esa noche. Pero M aría no saldría de su casa diciendo que Juana la había atendido m al. M aría no aceptó. El niño estaba contento de que lo hubieran interrum pido. Porque el entusiasm o de la narración casi lo había arrastrado a contar la historia com pleta. Él ignoraba de qué m anera sería recibida por su m adre a quien no se la confió m ás que fragm entariam ente. Él, com o todos sus dem ás com pañeros, tem ía ver a un hom bre borracho. En su padre había visto el furor, la violencia que entonces los trastornaba. Pero Ernesto se em borrachaba de distinta m anera. N o se volvía a lo que le rodeaba para destruirlo, sino que se desinteresaba por com pleto de lo que sucedía a su alrededor. Los niños aprendieron pronto que en ese estado Ernesto no les prestaba atención. Y desde entonces la presencia de Ernesto dejó de ser un obstáculo para y travesuras. H ubo quien se aventurara a correr y a saltar por encim a del cuerpo inconsciente de Ernesto cuando yacía en el suelo. Los dem ás se contentaban con gritar y aventarse proyectiles. Y fue una aquellas veces que el proyectil — una naranja agria— fue a estrellarse precisam ente contra el rostro de Ernesto, el cual en aquel instante estaba tratando, con m ucha dificultad, de ponerse de pie. Ernesto profirió un alarido de dolor y se levantó, entonces sí ágilm ente, a descargar su furia en el prim ero que tuvo a su alcance sin detenerse a averiguar si era el culpable o no. — Es lo que yo digo — decía M aría— . ¿Para eso nos sacrificam os m andando a nuestros hijos a la escuela? El kerem siem pre es una ayuda. Parte la leña, acarrea el agua, lleva el bastim ento del tata cuando está trabajando en el cam po. Juana se encogió de hom bros com o para despojar aquella queja de toda su im portancia. Entonces M aría añadió con m alevolencia: — Tú, com o no tienes hijos, no puedes saber lo que es esto. Juana le dio la espalda. Y, siem pre silenciosa, em pezó a m overse en el jacal buscando algo. Adonde fuera, iban siguiéndola las palabras de M aría: — Por eso yo dije: voy a ver a m i com padre Felipe. Para que él nos aconseje. Porque su consejo es el que nos llevó hasta donde ahora estam os. Por fin Juana había encontrado lo que buscaba. U na escoba de ram as, ya inservible, pero que no había querido tirar hasta no sustituirla por otra. Arrastrándola ostensiblem ente, Juana atravesó todo el jacal hasta ir a poner la escoba detrás de la puerta.

M aría, que había seguid o con atención todos los m ovim ientos de Juana, se puso de pie, lívida de cólera, N o entendía el m otivo de aquel gesto. Pero sabía lo que significaba. Sin despedirse salió del jacal y el niño salió corriendo detrás de ella. Cuando la m ujer de Felipe volvió a quedarse sola se llevó am bas m anos al sitio del corazón, porque sus latidos eran tan rápidos y tan fuertes que sentía com o si su pecho se le fuera a rom per. ¡Se había atrevido a hacer aquello! ¡Juana, la sum isa, la que era com o una som bra sin voluntad, se había atrevido a echar de su casa a M aría! Ahora, las otras m ujeres sabrían a que atenerse. Y si tenían asuntos que arreglar con Felipe lo buscarían fuera de su jacal. N o, no eran celos. Los celos son un sentim iento hum ano, accesible a cualquiera y Juana hubiera sabido soportarlos, disim ularlos, sentirlos. Si Felipe hubiera querido a otra m ujer, Juana tendría frente a ella un adversario igual y podía luchar con sus m ism as arm as y podía vencer, porque ella era la legítim a, aunque no tuviera hijos. Y si la derrotaban podía aceptar su derrota. Pero no era eso, y lo que era atroz. Juana no alcanzaba a entenderlo y se golpeaba la cabeza con los puños, preguntándose qué estaba pagando para ser castigada de este m odo. Juana no veía m ás salida a su situación que ir a la casa grande y decir todo lo que estaba haciendo Felipe para que los patrones le hicieran el favor de considerar si éste era un caso de brujería y cóm o había que curarlo. Porque no. Felipe no era el m ism o desde que regresó la últim a vez de Tapa chula. D esde que com enzó la construcción de la escuela no descan saba. Era el m ás m adrugador y, tem prano, ya andaba de casa en casa despertando a los otros. En el trabajo no había quien le pusiera un pie delante. D espués, cuando la escuela estuvo term inada, el m ism o Felipe derribó el árbol de ocote para hacer los m uebles. ¡Y el m uy ingrato no era para ver que en su jacal tenían que sentarse en el suelo! Luego quitó el retrato que hasta entonces tuvo pegado con cera cantul encim a del tapexco donde dorm ía y se lo llevó para pegarlo en la pared de la escuela. Pero bueno hubiera sido que se conform ara con eso. Seguro que en una borrachera — pues fue en los días de la novena de N uestra Señora de la Salud— discurrió ir, él solo, a la casa para platicar con el patrón y decirle que ellos habían cum plido con levantar la escuela, que ahora venía a exigir que el patrón cum pliera la ley en viando al m aestro. Cóm o lo vería don César, com o a un loco, pues no era otra cosa, que de lástim a ni siquiera m andó que lo castigaran. Felipe era un m alagradecido. En vez de rendirles, com o era su obligación, ¿qué hacía? Pasarse el día entero m etido en el m onte. M etido de puro haragán. Porque no era capaz ni de traer un arm adillo para que ella lo adobara y lo com ieran. N i de cortar una fruta. N o era capaz de nada para ayudarla. En las noches andaba de jacal en jacal, bulbuluqueando. Pero él no era el único que tenía la culpa. Eran los otros los que lo soliviantaban con el respeto que le m ostraban. Lo dice Felipe. Y se iban corriendo a obedecerlo. N o lo dejaban sosegar ni un rato en su casa, con su fam ilia, con ella que era toda su fam ilia. Bueno. Ella tam poco quería que Felipe estuviera allí. Porque cuando estaba era sólo para m ostrar las m alas caras, el ceño de la preo cupación. N o voy a aguantar m ás, dijo Juana. M e voy a ir con los patrones cuando se vayan a Com itán. Voy a ser la salera. Voy a hablar castilla delante de las visitas. Sí, señor. Sí, señora. Y ya no voy a usar tzec. Cuando Felipe abrió la puerta del jacal y entró, su m ujer inclinó la cabeza com o lo hacen los carneros cuando van a em bestir. Estaba excitada aún por la audacia de su acción y dispuesta a sostenerla y a no adm itir ningún reproche por ella. Pero Felipe no habló. Con la m ism a indiferencia de siem pre fue a la olla donde se guardaba el agua y bebió una jícara. D espués, lentam ente y com o quien está pensando en otra cosa, volvió a poner todos los objetos en su sitio — la tapa de la olla, la jícara— , y fue a sentarse cerca del rescoldo. Esperó. N o tardaron en llegar los dem ás. — M andam os a nuestros hijos a la escuela para que los corrijan. Si com eten una falta, el m aestro es com o el padre y la m adre y tiene derecho a reprender. Esto dijeron los viejos, los que no querían usar m ás que la prudencia. — Em piezan por pegarles a los niños. Acabarán pegándonos a nosotros. — ¡O tra vez! — Q uizá debe ser así. — ¿Y por qué debe ser así si som os iguales? Lo olvidaban siem pre. Y era Felipe el de la obligación de recordar. U no, desde atrás, preguntó: — ¿Para qué seguir m andando a los kerem itos a la escuela?

— Para que se cum pla la ley. Felipe no podía explicarles m ás, no podía prom e terles m ás. Pero los otros ya estaban hablando de los beneficios que disfrutarían. — M i hijo sabrá leer y escribir. H ablará castilla cuando esté entre los ladin os. — Se sabrá defender. N o lo engañarán fácilm ente. — A m í m e vendieron una vez un zapato porque no tenía yo paga suficiente para com prar el par cuando m e lo puse los kerem itos de Com itán se reían de m í. Felipe se aproxim ó y tocó el hom bro del que ha bía hablado. — D e tu hijo ya no podrán burlarse. Te lo prom eto. Cuando Felipe hablaba así los hom bres que le escuchaban tenían m iedo. Porque iba a pedir su valor y su decisión. U no se lanzó a rom per el silencio expectante, com o con un cuchillo con esta pregunta : — ¿Q ué vam os a hacer? — H em os tenido paciencia. ¿Y cóm o han pagado nuestra paciencia? Con insultos, con abusos otra vez. Por tanto, es preciso ir a la casa grande y decir al patrón: ese hom bre que trajiste de Com itán para que trabajara com o m aestro, no sirve. Q uerem os otro. Los dem ás se m iraron entre sí, aprobando gravem ente con la cabeza. D esde un rincón la m ujer de Felipe observaba con hostilidad a los reunidos. Y dijo entre sí, m irando a su m arido: — ¿Q uién crees que tendrá valor para ir a decir eso? N adie. El único capaz de sacar la cara eres tú. Aquí te envalentonan y delante de los patrones te dejan solo. Y te van a m atar, indio bruto. ¡Te van a m atar!. — Conm igo irá solam ente el padre del kerem al que ofendieron. Ya Felipe había pronunciado su sentencia. Pero no. A los ojos de Juana él no tenía la culpa. Los culpables eran ellos. Todos estos que habían enloquecido a Felipe con su sum isión, con su obediencia. ¡Fuera de aquí, m alvados! Juana hizo un m ovim iento en dirección a la escoba. Alargó la m ano para cogerla y arrastrarla delante de todos y arrojarla por la puerta. Pero la m ano se te quedó en el aire, inútil, tem blando. Porque Juana sintió sobre ella la m irada im placable de Felipe. Se fue em pequeñeciendo delante del hom bre. Y su fuerza la abandonó. Juana fue derrum bándose hasta que dar de rodillas en el suelo, sacudida com o un arbusto por un viento de sollozos. XV —DE MODO que las cosas están así. Los indios quieren que yo cam bie a Ernesto por otro. Los inocentes creen que m ejorarían con el cam bio. Pero yo no estoy dispuesto a desengañarlos. Yo traje a Ernesto y yo lo sostengo, porque es m i gusto. Para algo soy el m ero tatón. Y ante todo, está el principio de autoridad, qué caram bas. Ya estos pendejos se quieren ir con todo y reata. Bastantes errores he com etido por darles gusto. Q ue vayan a preguntar a las otras fin cas, a ver cóm o tratan a los otros indios, sus cam aradas. Jaim e R ovelo, por ejem plo. En su finca no se anduvo con contem placiones. Al prim ero que se le quiso insubordinar le dio su buena ración de azotes y asunto que se term inó. Ahí los tiene, m ansos com o un cordero. Pero yo... La verdad es que no tengo estóm ago para estas cosas. Y adem ás m e ha am olado la cosa de que en Chactajal se perdió la costum bre del rigor desde hace tantos años. Y no es que m i fam ilia fuera m uy católica. M i m adre sí, iba a la iglesia y rezaba. H izo que se bautizaran los indios de la finca. Pero m i padre no. Él era bueno por naturaleza. Les tocaron épocas m ejores, tam bién hay que ver. Los indios eran sum isos, se desvivían por cum plir a conciencia con su deber. Pero ya quisiera yo ver a ese tal Estanislao Argüello que se las daba de ilustrado y civilizador. Ya quisiera yo verlo en m i lugar a ver si seguía predicando la tolerancia y la am abilidad o si arreglaba sus problem as de la única m anera posible. N o estoy m uy decidido todavía. Sé que cuento con algunos de los m ozos. Pero no m e quiero confiar. Estos indios solapados son capaces de traicionar al m ism o Judas. Pero suponiendo que Abundio y Crisóforo y todos esos estén de m i parte, no es m ucho consuelo, porque de todos m odos siem pre som os m enos que los que anda soliviantando Felipe. ¿Cóm o pudiera yo hablar con ese tal Felipe sin que pareciera que le estoy buscando la cara, sin rebajarm e, pues? N o será tan m acho que con unas vaquillas que se le regalen no se aplaque bastante. Siquiera que se esperen, hom bre. Y que no estén m olestando ahora, precisam ente ahora,

que es cuando va em pezar la m olienda. Porque en resum idas cuentas a m í qué diablos m e im porta que el m aestro sea Ernesto o no. Sólo por no dar m i brazo a torcer es m e negué a cam biarlo cuando vinieron a pedírm elo los indios. Aunque en realidad este dichoso Ernesto m e fue resultando una alhajita. Y para colm o de los colm os, borracho. Bueno, el pobre no lo robó, lo heredó. Si m i herm ano se m ató fue en una borrachera. Y siquiera fueran borrachos garbosos, de los rayan el caballo y echan vivas y alegran las fiestas. Pero no, el alcohol no les sirve m ás que para volverse m ás apulism ados de lo que son. Y ahí andan bien bolos escondiéndose en los rincones y sin querer com er, porque están tristes. El m uchacho salió igualito a su padre, palabra. Sólo porque Ernesto era m i herm ano y con los m uertos m ás vale no m eterse, pero, dicho sea sin ofender, era un nagüilón. Eso de no querer vivir en el rancho sólo porque el rancho es triste. Triste. Claro. Porque no son capaces de am ansar un potro brioso, ni de salir a cam pear, ni de atravesar el río a nado. Se encierran en la casa todo el día y naturalm ente que es triste ver cóm o va pardeando la tarde. Pero después del trabajo sí es bonito ver que se pone el sol. N i m odo. H ay gente que no lleva en la sangre estas cosas. Zoraida se aburre de estar aquí. N o lo confiesa porque sabe que la voy a regañar. Pero se aburre de un hilo. Buen o, en su caso se explica. Ella nunca fue ranchera antes de casarse conm igo. N i de fam ilia de rancheros tam poco. Y le ha tocado la m ala racha, tam bién. M e quisiera em pujar a hacer barbaridades. Cree que si m e detengo y que si les he tolerado tantas cosas a estos tales por cuales es por m iedo. Y no. Pase lo que pase hay que conservar la cabeza en su sitio y hacer lo que m ás convenga. Claro que si por m í fuera ya les hubiera yo dicho su precio a todos estos insubordinados. Pero m ás vale paso que dure. Ahorita no hay que arriesgarse. Ya hago m ucho con estar viviendo aquí. A ver, los otros patrones. M uy sentados en el Casino Fronterizo de Com itán, dejando que los m ayordom os sean los que se soplen la calentura. El m ism o Jaim e Rovelo, m uy valiente para pegarles a los indios y m e terlos en el cepo. Pero por bobo si se queda en Bajucú esperando program as. M i prim a Francisca, esa sí que es bragada. Argüello de las m eras buenas. Pero lo que está haciendo es m uy arriesgado. U n día esos m ism os indios que tanto respeto le tienen por andar ella aparentando que es bruja la m achetean y ya no cuenta el cuento. Adem ás en una m ujer no se ven m al esas astucias. Pero un hom bre debe dar la cara. Y aquí, el que tiene que dar la cara soy yo. Q uisiera yo darm e una vuelta por O cos ingo para hablar con el Presidente M unicipal. Som os am igos. Le explicaría yo m i situación y m e ayudaría. A lo m ejor m e querría alegar que se com prom ete ayudándom e, que las órdenes vienen de arriba y que la política de Cárdenas está m uy a favor de los indios. Eso m e lo podrá decir, pero yo le alego que estam os tan aislados que ni quien se entere de lo que hacem os. El m entado G onzalo U rtrilla ha de estar inspeccionando por otra zona. Y a él tam bién se le podría convencer para que se pase de nuestro lado. Pero no sé ni para qué estoy pensando en todo esto. Si las cosas no van a llegar a m ás. — Tío César... Era Ernesto que había llegado silenciosam ente a pararse en el um bral. César volvió el rostro para clavar en su sobrino una m irada fría de severidad. Ernesto sintió que esta m irada le exprim ía el corazón, dejándolo sin sangre. Y supo que no le sería fácil hablar. César no lo ayudó con una pregunta, ni siquiera con un reproche. — H oy no di clase. Los niños no fueron a la escuela. ¡Valiente noticia! ¿Para qué iban a ir? ¿Para que les pegara el m aestro? Bien podían quedarse en su casa. Com o debió haberse quedado Ernesto, am arrado a las faldas de su m adre, para no salir a hacer perjuicios en casa ajena. Pero Ernesto era tan irresponsable que no podía ni calcular las consecuencias de sus actos. Aquí estaba, con los ojos desencajados de sorpresa, esperando que una voluntad m ás fuerte que la suya volviera a poner las cosas en su lugar. César se volvió hacia él con una calm a deliberada, pero tam bién am enazadora. — Bueno. Voy a preguntarle a Zoraida a ver si en cuentra algún quehacer m ás apropiado para ti. Tal vez César no hubiera añadido nada m ás si a los ojos de Ernesto no se hubiera asom ado indiscretam en te la alegría, com o si se hubiera sentido perdonado. ¿Con qué derecho iba a aspirar al perdón cuando era tan tonto que ni siquiera había alcanzado a m edir la gravedad de su im prudencia? Entonces, César dijo desdeñosam ente:

— U n quehacer provisional. Sólo para m ientras estás listo para tu viaje de regreso a Com itán. — Es la tram pa de siem pre — pensó Ernesto apretando los puños. U n poco de am abilidad, una sonrisa com o la que se le dedica a un perro. Y después, la patada, la hum illación. N o; no hay que tratar de acercarse a él. N o som os iguales. A ver si sigue considerándose tan superior cuando sepa lo que voy a decirle. Con m aligna satisfacción Ernesto anunció: — Los indios no m e dejaron entrar a la escuela. Están allí todos, vigilándola, m ientras llega de Com itán el nuevo m aestro. César se puso de pie, con el sem blante adusto ante la im prevista nueva. — ¿Q ué dices? — Tienen abandonado el trabajo. D icen que no se m overán de ahí hasta que venga el m aestro. — ¿Y quién rayos los autorizó para em prender esa pendejada? Ernesto se encogió de hom bros. — N o sé. N o pregunté. Com o no entiendo la lengua. N o eran las palabras. Era la insolencia del tono, el reto que vibraba en ellas. César tom ó violentam ente a Ernesto sacudiéndolo desde los hom bros. — ¡M ira tu obra! ¿Y ahora con quiénes voy a hacer la m olienda? El corazón de Ernesto latía desordenadam ente. Las venas de su cuello se hincharon. — Suéltem e usted, tío César, o no respondo... En vez de soltarlo César lo acercó m ás a él. — ¡Y todavía quieres am enazar! ¿D e dónde te salieron esas agallas? A ver, écham e el juelgo. — N o he tom ado nada hoy. César abrió las m anos com o con asco. — Entonces no m e explico. El adem án con que César soltó a Ernesto fue tan inesperado y brusco que Ernesto perm aneció un instante tam baleándose, a punto de perder el equilibrio. La conciencia del ridículo en que lo habían colocado, lo hizo gritar. — N o es justo que ahora m e echen la culpa. Yo le dije desde Com itán que no servía yo para m aestro. Y usted m e prom etió... — ¡Cállate! Esos asuntos los vam os a arreglar después. Lo que ahora urge es que la caña se m uela en su día. César dio la espalda a Ernesto y fue a la ventana. Allí se estuvo, m editando, con la barbilla caída sobre el pecho. Parecía tan ausente, tan inofensivo, que Ernesto se atrevió a insinuar: — Podríam os traer peones de O cosingo. — ¿Q ué cosa? ¿Ir a buscar quién trabaje teniendo yo m is propios indios? Ese día no lo verán tus ojos, Ernesto. — Pero si los indios se niegan... — ¿Y quiénes son para negarse? Estás m uy equivo cado sí crees que les he consentido sus bravatas por m iedo. Está bien. Ellos tienen razón al exigir ciertas cosas. Pero son tan im prudentes com o los niños. H ay que cuidarlos para que no pidan lo que no les conviene. ¡Ejidos! Los indios no trabajan si la punta del chicote no les escuece en el lom o. ¡Escuela! Para aprender a leer. ¿A leer qué? Para aprender español. N ingún ladino que se respete condescenderá a hablar en español con un indio. Era cierto. Y a cada frase de César, Ernesto se sentía m ás tocado por la verdad, m ás poseído de entusiasm o para sostener esta verdad por encim a de cualquier ataque, para afrontar cualquier riesgo. Con voz todavía m al segura a causa de la em oción, preguntó: — ¿Q ué va usted a hacer? Porque quería ayudar, estar de parte de los Argüellos. César fue a su arm ario de cedro em potrado en un ángulo de la habitación y lo abrió. Allí estaba el cinturón con el carcaj de la pistola. La sacó. Com probó prim ero que estaba bien aceitada. D espués abrió la caja de las balas y cogió un puñado de ellas. Cargó la pistola y dijo: — Voy a hablar con ellos. Em pezó a cam inar hacia la puerta. Ernesto lo alcanzó. — Yo voy con usted.

Juntos llegaron a la escuela. Allí estaban los indios. Encuclillados, apoyándose en la pared de bajareque, fum ando sus cigarros torcidos en un papel am arillo, corriente. N o se m ovieron al ver venir a los d os hom bres de la casa grande. — ¿N o hay saludo para el patrón, cam aradas? U no com o que se quiso poner de pie. Pero la m ano de otro lo detuvo rápidam ente. César observó este m ovim iento y dijo con sorna: — Q ue yo sepa no som os enem igos. N inguno respondió. Entonces pudo seguir hablando. — ¿En qué habíam os quedado? En que ustedes levantarían la escuela y yo pondría el m aestro. Cum plim os los dos. Ahí está la escuela. Aquí está el m aestro. ¿Por qué no respetam os el trato? Felipe tragó saliva antes de contestar. — El m aestro no sirve. Cuando fuim os a hablar contigo en la casa grande te dijim os por qué querem os que lo cam bies por otro. — Claro. Y hablam os todos irreflexivam ente, en el prim er m om ento de la cólera, y las cosas nos parecen m ucho m ás grandes de lo que son. Lo que Ernesto hizo fue una m uchachada. Pero ya m e ha prom etido que no volverá a suceder. D igo, si no es m ás que por lo del kerem al que castigó. Si el kerem tam bién ofrece que no volverá a faltarle al respeto, todo m archará bien otra vez. Felipe m ovió la cabeza, negando obstinadam ente. — Tu m aestro no sirve. N o sabe enseñar. César se m ordió el labio inferior para disim ular una sonrisa. N o había que provocarlos. Pero se veían tan ridículos tom ando en serio su papel de salvajes que quieren ser civilizados. — Así que insisten en que yo les traiga otro m aestro de Com itán. — U no que sepa hablar tzeltal para que los kerem itos puedan entender lo que dice. — Bueno. Para que vean que de veras tengo ganas de transar con ustedes, les juro que se los traeré. César lo dijo com o quien hace entrega de un gran regalo. Pero los indios, com o si no hubieran com prendido la generosidad de su juram ento, se quedaron quietos, cerrados, inexpresivos. César hizo un esfuerzo de paciencia para esperar a que se pusieran de pie y volvieran a sus labores. Pero ningún acontecim iento se produjo. Con voz en cuya cordialidad asom aba ya una punta de am enaza, dijo: — Bueno, pues ahora que ya estam os de acuerdo podem os em pezar a trabajar. Felipe negó y con él todos los dem ás. — N o, patrón. H asta que el otro m aestro venga de Com itán. César no esperaba esta resistencia y se aprestó a desbaratarla. Im pulsivam ente llevó la m ano al revólver, pero logró recuperar el control de sus m ovim ientos antes de desenfundar el arm a. — Ponte en razón, Felipe. Éste no es asunto que se resuelve así, ligeram ente. Considera que tengo que ir a Com itán yo m ism o. H ablar con uno y con otro hasta que yo encuentre la persona m ás indicada. Y luego falta que esa persona acepte venir. El trám ite lleva tiem po. — Sí, don César. — Y en estos días yo no puedo salir de Chactajal. Es la m era época de la m olienda. — Sí, don César. Felipe repetía la frase m ecánicam ente, sin convicción, com o quien escucha a un em bustero. — Y si ustedes no m e ayudan, nos dilatarem os m ás todavía. Vuelvan a su trabajo. N os conviene a todos. — N o, don César. Felipe pronunció la negativa con el m ism o tono de voz con que antes había afirm ado. Esto causó gran regocijo entre sus com pañeros que rieron descaradam ente. César decidió pasar por alto el incidente, pero su acento era cada vez m ás aprem iante. — Si no hay quien levante la caña nos vam os a arruinar. Los indios se m iraron entre sí, con risa aún, y alzaron los hom bros para dem ostrar su indiferencia. — Si a ustedes no les im porta, a m í sí. Yo no estoy dispuesto a perder ni un centavo en una pendejada de éstas. Ahora sí, se habían puesto serios. Consultaron con los ojos a Felipe.

Felipe rehuyó su m irada. — ¡Vam os, al trabajo! Pensó que bastaría con su voz para urgidos, para acicatearlos. Pero los indios no dieron la m enor m uestra de haberse inclinado a obedecer. Entonces César desenfundó la pistola. — N o estoy jugando. Al que no se levante lo clareo aquí m ism o a balazos. El prim ero en levantarse fue Felipe. Los dem ás lo im itaron dócilm ente. U no por uno fueron desfilando entre Ernesto y César. — Si es com o yo te decía — dijo después Zoraida— . Con ellos no se puede usar m ás que el rigor. XVI LO S Q U E por prim era vez conocieron esta tierra dijeron en su lengua: Chactajal, que es com o decir lugar abundante de agua. El gran río pastor llam a, con su voz que suena desde lejos, a los riachuelos tributarios. O cultan su origen. Se m anifiestan después, cuando vienen resbalando entre las peñas m usgosas de la m ontaña, cuando abren su cauce arando pacientem ente la llanura. Pero desde que nacen llevan su nom bre, su largo nom bre líquido — Canchanibal, Tzaconejá— , para entregarlo aquí, para perderlo y que se enriquezca la potencia y el señorío del Jataté. Agua donde se m iró el m ecido ram aje de los árboles. Agua, am ansadora lenta de la piedra. Agua devoradora de soles. Todas las aguas no son m ás que una: ésta, con su am argo presentim iento del m ar. Los que por prim era vez nom braron esta tierra la tuvieron entre su boca com o suya. Y era un sabor de m azorca que dobla la caña con su peso. Y era la m iel espesa y blanca de la guanábana. Y la pulpa lunar de la anona. Y la aceitosa sem illa del zapote. Y el lento rezum ar del jugo en el tronco herido de la palm era. Pero tam bién hálito, niebla m adrugadora que deja seña de su paso en el follaje. Y el caliente jadeo de la bestia pacífica y el furtivo aliento del anim al dañino. Y la acom pasada respiración de las llanuras por la noche. Pero tam bién signo: el que traza el faisán con su vuelo alto, el que deja el reptil sobre la arena. Los que por prim era vez se establecieron en esta tierra llevaron cuenta de ella com o de un tesoro. La extensión del m ilperío y las otras cosechas. La zona para la persecución del ciervo. La encrucijada donde el tigre salta sobre su presa. La cueva rem ota donde am enaza el ham bre del leoncillo. Y el llano que ayuda la carrera cautelosa de la zorra. Y la playa donde de posita sus huevos el lagarto. Y la espesura donde juegan los m onos. Y la espesura donde los m uchos pájaros aletean huyendo del m ás leve rum or. Y la espesura de ojos feroces de pisada sigilosa, de garra rápida. Y la piedra bajo la que destila su veneno la alim aña. Y el sitio donde sestea la víbora. N o se olvidaron del árbol que llora lentas resinas. N i del que echa m ala som bra. N i del que abre unas vainas de irritante olor. N i del que en la canícula guarda toda la frescura, com o en un puño cerrado, en una fruta de cáscara rugosa. N i del que arde alegrem ente y chisporrotea en la hoguera. N i del que se cubre de flores efím eras. Y añadían el m atorral salvaguardado por sus espinas. Y la hojarasca pudriéndose y exhalando un vaho m alsano. Y el zum bido del insecto dorado de polen. Y el parpadeo nervioso de las luciérnagas. Y en m edio de todo, sem brada con honda raíz, la ceiba, la nodriza de los pueblos. Los que vinieron después bautizaron las cosas de otro m odo. N uestra Señora de la Salud. Éste era el nom bre de los días de fiesta que los indios no sabían pronunciar. Les era ajeno. Com o la casa grande. Com o la erm ita. Com o el trapiche. Los ladinos m idieron la tierra y la cercaron. Y pusieron m ojones hasta donde les era posible decir: es m ío. Y alzaron su casa sobre una colina favorecida de los vientos. Y dejaron la erm ita allí, al alcance de sus ojos. Y para el trapiche calcularon una distancia generosa que fue cubriendo, un año añadido al otro año, la expansión del cañaveral. El trapiche pesó sobre la tierra después de haber pesado sobre el lom o vencido de los indios. Su m ole se asentó, resguardado de la intem perie, por un cobertizo

de tejas ennegrecidas. Y para que los anim ales no pudieran aproxim arse y el zacatón de los potreros conociera su lím ite y la hierba no rastreara en sus inm ediaciones, los ladinos m andaron tender una alam brada de cuatro hilos. Y el trapiche perm anecía allí, m udo, quieto com o un ídolo, m irando crecer a su alrededor la caña que trituraría entre sus m andíbulas. Pero en el día de su actividad se desperezaba con un chirrido m onótono, m ientras a su alrededor giraban dos m ulas viejas, vendadas de los ojos, y en el cañaveral los indios ondeaban sus m achetes, relam pagueantes de velocidad entre las filudas hojas de la caña. El calam bre se les enroscaba a los indios en los brazos, en el torso asoleado y sudoroso. La vigilancia de César, que m ontado en su caballo recorría las vere das abiertas en el sem bradío, los obligaba a disim ular su cansancio, a hacer crecer el m ontón de caña cortada. Bajo el cobertizo crecía tam bién el jugo, rasando los grandes m oldes de m adera. Y el bagazo, arrojado por la m áquina, se acum ulaba desordenadam ente. El descanso llegaba a m ediodía, a la hora de batir el posol. Entonces los indios envainaron sus m achetes y fueron hasta la horqueta donde había quedado colgada la red del bastim ento. D estaparon el tecom ate de agua y lo vaciaron en las jícaras. D espués buscaron el alero del cobertizo y allí, en cuclillas, batieron la bola de posol, con sus dedos fuertes y sucios. César los observaba desde lejos, bien resguardado del sol vertical de esa hora. Fue un m om ento de quietud perfecta. El caballo, con la cabeza inclinada, abatía perezosam ente los párpados. En los potreros se enroscaban las reses a rum iar la abundancia de su alim ento. En la punta de un árbol plegó su am enaza el gavilán. Y el silencio tam bién. U n silencio com o de m uchas cigarras ebrias de su canto. Com o de rem otos pastizales m ecidos por la brisa. Com o de un balido, uno solo, de recental en busca de su m adre. Y entonces fue cuando brotó, entre el m ontón de bagazo, la prim era llam arada. Y entonces se supo que toda aquella belleza inm óvil no era m ás que para que el fuego la devorara. El fuego anunció su presencia con el alarido de una fiera salvaje. Los que estaban m ás próxim os se sobresaltaron. Las m ulas pararon sus orejas tratando de ubicar el peligro. El caballo de César relinchó. Y César, pasado el prim ero m om ento de confusión, em pezó a gritar órdenes en tzeltal. Los indios se m ovieron presurosam ente, pero no para obedecer sino para huir. Atrás, esparcidas, en desorden, quedaron sus pertenencias. La red del bastim ento volcada, las jícaras bocabajo, el tecom ate vacío som atándose y resonando contra las piedras. Y ellos, despavoridos, hacia adelante, atropellándose unos a otros, enredando entre sus piernas las largas y curvas vainas de los m achetes. Adelante. Porque una llam a desperdigada venía insidiosam ente reptando por el suelo, de prisa, de prisa, para m order los talones. Adelante, porque las chispas volaban buscando un lugar para caer y propagarse. Adelante. H asta que el caballo de César, parado de m anos, relinchando, los detuvo. Y César tam bién con sus palabras. Y con el fuete que descargaba sobre las m ejillas de los fugitivos, ensangrentándolas. Entonces los indios se vieron obligados a volver al trapiche que ardía. Y volcaron sobre la quem azón los m oldes de m adera y el jugo de la caña hum eó tam bién con un olor insoportable, sin apagarla. Y los indios gritaban, com o si estuvieran dentro de la erm ita y la oreja de D ios recibiera sus gritos, y agitaban sus rotos som breros de palm a com o si el fuego fuera anim al espantadizo. Y el hum o se les enroscaba en la garganta para estrangularlos y les buscaba las lágrim as en los ojos. Resistieron m ientras César estuvo atrás, tapán doles la salida. Pero cuando el caballo ya no obedeció las riendas y traspuso, galopando, los potreros, en tonces, los indios, con las m anos ceñidas al cuello com o para ayudar la tarea de la asfixia, llorando, ciegos, huyeron tam bién. N adie se acordó de desatar a las dos m ulas que trotaban desesperadam ente, y siem pre en círculo, alrededor del trapiche. El aire sollam ado les chicoteaba las ancas. Y aquel olor irrespirable de jugo de caña que se com bustiona las hacía toser torpem ente, ahogándolas. U na dobló las patas delanteras antes que la otra. Cayó, con los belfos crispados, y los enorm es dientes desnudos. Y la otra siguió corriendo, arrastrando aquel peso m uerto al que estaba uncida, todavía una vuelta m ás. La hum areda se alzó ahora espesa del hedor de carne achicharrada.

La llanura cedió con un leve crujido, con la docilidad, con la rapidez del papel. Lo rastrero del fuego devoró prim ero a la hierba. Luego se quebró el zacatón alto, porque su tallo carece de fuerza. Y por últim o los grandes árboles de los que salieron volando m ultitud de pájaros. Las ram as se descuajaron estrepitosam ente llenando de chispas el aire de su caída. El incendio resollaba en esta gran extensión com o una roja bestia de exterm inio. El tropel de las reses se detenía ante las alam bradas para em bestirlas. Los postes, carcom idos ya por la catástrofe, oponían sólo una breve resistencia y después se desm oronaban esparciendo, hasta lejos, pequeños trozos de carbón. Pero algún ternero quiso escurrir su cuerpo entre una hilada de alam bre y otra y se quedó allí, trabado entre las púas, arran cándose la piel en cada esfuerzo por libertarse, m ugiendo, con los ojos desorbitados, hasta que un llam ear súbito vino a poner fin a su agonía. Las vacas de vientres cargados, los bueyes con la lentitud de su condición, se desplazaban dejando en el barro chicloso la huella de su pezuña hendida. Y el fuego venía detrás, borrando aquella huella. Los otros, los que podían escapar con su ligereza se despeñaron en los barrancos y allí se quedaron, con los huesos rotos, gim iendo, hasta que el fuego tam bién bajó a la hondura y se posesionó de ella. Los que pudieron llegar a los aguajes se lanzaron al río y nadaron corriente abajo. M uchas reses se salvaron. O tras, cogidas en los rem olinos, golpeadas contra las piedras, vencidas por la fatiga, fueron vistas pasar, por otros hom bres, en otras playas, hinchadas de agua, rígidas, picoteadas al vuelo por los zopilotes. En la m ontaña resonaron los aullidos. El batz balanceándose de una ram a a otra. El tigre que hizo tem blar a la oveja en su aprisco. Los pájaros que enloquecen de terror. Y las horm igas que se desparram aron sobre la tierra, con una fiebre inútil, con una diligencia sin concierto, con una desesperada agitación. Todo Chactajal habló en su m om ento. H abló con su potente y tem ible voz, recuperó su rango de prim acía en la am enaza. Las indias tem blaban en el interior de los jacales. Arrodilladas im ploraban perdón, clem encia. Porque alguien, uno de ellos, había invocado a las potencias del fuego y las potencias acudieron a la invocación, con sus caras em badurnadas de rojo, con su enorm e cabellera desm elenada, con sus fauces ham brientas. Y con su corazón que no reconoce ley. Los indios trabajaban m irando el ojo abierto de la pistola de César, en cavar un zanjón bien hondo alrededor de la casa grande. Las m ujeres se habían encerrado en la sala. Zoraida balbucía, abrazando convulsivam ente a sus hijos. — G lorifica m i alm a al señor y m i espíritu se llenará de gozo... Las dem ás ahogaban estas palabras en un confuso bisbiseo. Sólo se apartaba de las otras la voz de M atilde, pronunciando: — Santa Catalina Pantelhó, abogada de los sópetecientos carneros largos... N o pudo evitar el tono de burla, de juego al pronunciar esta oración sin sentido. Y rió, interrum piendo su carcajada un hipo doloroso. Y luego dijo, golpeándose la cabeza con los puños cerrados, com o lo hacen los indios en sus borracheras: — Santa Catalina Pantelhó... ¡N o puedo acordarm e de ningún otro nom bre! D ios m e va a castigar... La puerta se abrió y la figura de Ernesto se detuvo en el um bral. — Los caballos están a la disposición. Zoraida se volvió a él, colérica. — N o nos vam os a ir. — Ahora todavía es tiem po. D espués quién sabe. — ¿Pues qué hacen esos indios m alditos que no term inan de abrir el zanjón? — El zanjón no es una m edida segura. Puede volar una chispa sobre el techo... Pero Zoraida no atendía ya a las razones de Ernesto. Con el rostro hundido en el pecho de M ario sollozaba. — N o quiero regresar a Com itán com o una lim osnera. N o quiero ser pobre otra vez. Prefiero que m uram os todos. D e afuera entró un clam or de alegría. Zoraida alzó el rostro, alerta. M atilde cesó la búsqueda de nom bres sagrados que era incapaz de recordar. Ernesto corrió al patio y desde allí gritó: — ¡La lluvia! ¡Está em pezando a llover!

Cuando la lluvia cesó pudo m edirse la m agnitud del desastre. Los potreros destruidos y, desperdigados en el cam po, los esqueletos negruzcos de los anim ales. Los que sobrevivieron no querían separarse de la vecindad del río. Y durante sem anas se lastim arían los belfos buscando, en la pelada superficie del lla no, probando en cada bocado un sabor de ceniza. Esa noche los indios se m iraron con recelo, porque cada uno podía albergar un propósito de delación. Y com ieron su com ida con rem ordim iento. Y bebieron trago fuerte para espantar al espanto. Y en sus sueños volvió a m overse la violencia del incendio. Y sólo uno pudo pensar que se había obrado con justicia. Los ladinos velaron toda la noche, de rencor y de m iedo. XVII U N A VELA ardiendo en un rincón. Las otras ya se habían consum ido. M ario dorm ía, en los brazos de Zoraida. D e vez en cuando ella posaba los pies en el suelo y la m ecedora de m im bre en que estaba sentada se m ecía lentam ente. — N o hagas ruido, César. M ario va a despertar. Pero César no dio m uestras de haberla escuchado. Se paseaba, de un extrem o al otro de la sala, rayando los ladrillos con la suela claveteada de sus bot as. — ¿Te doy un cordial? — ofreció tím idam ente M atilde. La labor reposó unos m om entos sobre su regazo. Parpadeaban sus ojos interrogantes com o si aun aquella luz m ortecina fuera dem asiado hiriente. N o obtuvo respuesta. Volvió a inclinarse sobre su costura. Ernesto se levantó y fue a entreabrir las hojas de la ventana. Le sofocaba esta atm ósfera, quería respirar al aire de la noche. Pero el aire que entró estaba calcinado todavía. La llam a de la vela vaciló y estuvo a punto de apagarse. Parece un tigre en su jaula — pensó Zoraida m irando a César. Si m e hubiera hecho caso cuando le acon sejaba yo que se diera a respetar, que tratara a los indios com o se m erecen para que vieran quién era aquí el gam onal, otro gallo nos cantaría. Pero ya para qué echar m alhayas. Estam os bien am olados. Adiós, doña Pastora, que le vaya bien. Es de balde que vaya usted a proponer su m ercancía a casa de los finqueros. Ya no podem os com prar nada. N i vaya a querer fiarnos. Y aunque quisieran. Eso sí que no. N o estoy dispuesta a volver a estar con el alm a en un hilo esperando el ton-ton de los cobradores. Ya sé adónde van a ir a parar las gargantillas de coral, los rosarios de filigrana, las sortijas de oro labrado: con las m ujeres de los fabricantes de aguardiente, con esas cualquieras que no las adm itiría yo ni com o cargadoras de m is hijos. Pero se alzaron porque ahora son las que tienen dinero. ¿Q uién era ese tal G olo Córdova? U n pileño desgraciado que em pezó a escupir en rueda desde que instaló su fábrica clandestina. Le cayeron los inspectores del Tim bre, pero les untó bien la m ano y ahora está podrido en pesos. Con él vendió César la cosecha de caña. Yo le aconsejé que no lo hiciera, que no recibiera la paga adelantada. Pero él m e dijo que tenía que solventar otros com prom isos y total no m e hizo caso. A ver ahora, bonita deuda se echó encim a. Y ni con qué responder. El ganado gordo fue el prim ero que se soasó trabado en los alam bres. El G olo será capaz de querer quedarse con la finca. N o por el negocio, porque cuál negocio es te ner un hervidero de indios sobresalidos, sino para presum ir que pisa donde pisaban los Argüellos. Pero ya conozco a César. Es m ás testarudo. Es de los que se m ueren en su ley. ¿Y yo tendré obligación de seguir viviendo con él? Porque el caso es que yo no quiero ir a pasar penas a Com itán. N o quiero que m e m iren m enos donde fui principal. Y no porque le saque yo el bulto al trabajo. Trabajar sí sé. Antes tejía yo pichulej, costuraba yo som breros de palm a. Bien m e podría yo ganar la vida en cualquier parte, donde no m e conozcan. Sostener la casa. Yo sola con m is hijos. Pero no en Com itán. — Tal vez la quem azón no fue intencional, dijo Ernesto. — ¿En qué estás pensando? ¿En que fue un accidente? César se detuvo para contestar. La vehem encia quebraba sus palab ras. — ¡U n accidente! El fuego em pezó en el trapiche. Ardió prim ero el m ontón de bagazo. Los indios estaban cerca. M e acuerdo com o si lo estuviera yo m irando. Estaban sentados batiendo su posol. — Felipe no estaba con ellos. Se quedó aquí. Acarreando agua para la casa grande. Yo m ism o lo vigilé.

— Felipe no tenía necesidad de hacerlo con sus propias m anos. Bastaba con que lo hubiera m andado. Los dem ás le obedecen com o nunca m e obedecieron a m í. César los creía m uy capaces de haber hecho lo que hicieron. Y exactam ente de la m anera com o lo hicieron. A traición. Eran m uy cobardes para dar la cara. Por eso venían a la casa grande con el "bocado"; se encuclillaban en el corredor para oírlo hablar. Y luego le enterraban un cuchillo en la espalda o lo esperaban en la revuelta de un cam ino para cazarlo com o a un venado. Porque eran cobardes. Y eso César lo sabía, lo sabía desde que nació. Pero nunca hasta ahora se había topado así, con todo el odio y toda la cobardía de los indios. D e bulto, enfrente de él, com o un obstáculo que le im pedía avanzar. Le hervía la sangre de im paciencia y de cólera. H ubiera querido abalanzarse y estrangular el cuello de su enem igo. Pero el enem igo se le escabullía, jugaba con su rabia desapareciendo, tom ando otra figura, irritán dolo m ás con su inconsistencia de hum o. Entonces César tenía que engañar su furia ejecutando acciones sin sentido. N o le había bastado correr todo el día, dando órdenes, luchando por apagar el incendio. Q uedó ronco de tanto gritar, los m úsculos le dolían por el esfuerzo. Pero el cansancio no era suficiente para m antenerlo tranquilo. Intentó dorm ir, cerró los ojos. Y un m inuto después volvió a abrirlos, barajustado, y m iró a su alrededor, tenso, a la expectativa, dispuesto a defenderse. N o podía siquiera sentarse y estar quieto. Le cosquilleaban las plantas de los pies, la palm a sudorosa de las m anos. Tenía que m overse. Cam inaba, de izquierda a derecha, de un extrem o al otro de la habitación, contando los ladrillos, evitando pisar encim a de las junturas, proyectando una grotesca y descoyuntada som bra. Y cada vez que m iraba a su m ujer sorprendía en sus ojos un ruego m udo; por favor, silencio, consideración para el sueño de M ario. Consideración Si César no la tuviera desde qué horas habría sacudido por los hom bro s a aquel niño enclenque, lo habría despabilado bien para que se enterara de lo que había sucedido. Ésta es tu herencia, le diría. Aprende a defenderla porque yo no te voy a vivir siem pre. César quería hacer de su hijo un hom bre y no un nagüilón com o Ernesto. A la edad de M ario él, César, ya sabía m ontar a caballo y salía a cam pear con los vaqueros y lazaba sus becerritos. H ubiera querido que su hijo lo im itara. Pero Zoraida ponía el grito en el cielo cada vez que hablaban del asunto. Trata ba a su hijo con una delicadeza com o si estuviera hecho de alfeñique. Claro. Com o ella no había sido ranchera no quería que M ario le saliera ranchero. H asta estaría haciéndose ilusiones de que iban a m an darlo a estudiar a M éxico. Sí, cóm o no. Para que le resultara una a lhaja com o el fam oso hijo de Jaim e Revelo que nos sale ahora con la novedad de que los patrones som os una rém ora para el progreso y que deberían arrebatarnos nuestras fincas. Sólo falta que nos dejem os. Creen que unos cuantos gritos bastan para asustarnos. Y no saben que estam os cansados de velar m uertos. D e situaciones m ás apuradas hem os salido con bien. Yo sé que otros en m i lugar no se tentarían el alm a y el tal por cual de Felipe estaría a estas horas ham aqueándose en la ceiba de la m aja da, con la lengua de fuera. Pero no m e quiero m anchar las m anos con sangre. N i hacerles un m ártir a los alzados. M ás vale andar con cautela y apegarse a la ley. Com o hasta ahora. ¿Acaso les estaba yo pidiendo baldío a estos infelices indios cuando los llevé al cañaveral? Pensaba yo pagarles lo justo. N o el salario m ínim o. Estaba loco el que lo discurrió. Lo justo. Pero en vez de obedecer por la buena se m e sentaron com o m ulas caprichudas. Y es que creen que estoy solo, que no tengo quién m e apoye. Y ellos sí, su G onzalo U trilla. Yo tam bién tengo m is valedores. Para no ir m ás lejos ahí está el Presidente M unicipal de O cosingo que es m i com padre. En cuan to yo le eche un grito ya m e está m andando la gente que yo quiera para que m e ayude. Q ué chasco se van a llevar estos desgraciados indios cuando se vean am arrados codo con codo, jalando para el rum bo de la cárcel. Porque lo que es yo no m e voy a quedar chiflando en la lom a del sosiego después de que se quem ó el cañaveral. Se tiene que hacer una averiguación y el responsable será castigado. N o se pierden así nom ás m iles de pesos. N i les voy a salir a m is acreedores con el dom ingo siete de que no puedo hacer frente a m is com prom isos porque hubo un "accidente" en m i rancho. Tengo que cum plir. O aguantar que m e refrieguen, en el m ero patio de m i cara, que soy un inform al. Y eso no lo ha aguantado ningún Argüello, ni siquiera Ernesto. Por lo pronto, la única solución es ir a O cosingo. Pero, caray, no m e arriesgo a dejar tirada la finca estando com o están los ánim os de estos salvajes. Porque si en m i presencia se atrevieron a hacer lo que han hecho, cuando vean que no hay respeto de hom bre, quién sabe de lo que serán capaces. M e da m iedo tam bién por la

fam ilia. Se han dado casos de abusos con las m ujeres. Y ni m odo de organizar una partida con todas m is gentes. Éste es asunto de hom bres. H ay que ir y venir luego. Con toda la im pedim enta, no llego a O cosingo ni en tres días. — ¿Serías capaz de ir a O cosingo y entregar una carta al Presidente M unicipal, Ernesto? La pregunta lo cogió desprevenido. Pero antes de saber con exactitud a lo que estaba com prom etiéndose Ernesto hizo un signo de afirm ación. N o se arrepintió. Si antes su tío no le había tolerado ni la m ás leve reticencia, ahora se la toleraría m enos, pensando, com o pensaba, que el causante de todo este conflicto con los indios era él, Ernesto. Si no se hubiera em borrachado hasta el punto de golpear a sus alum nos los indios no hubieran protestado negándose a trabajar en la m olienda. Cierto que Ernesto no había vuelto ni a oler la botella de trago desde aquella fecha, pero ya para qué, si el m al estaba hecho. Así que ahora anclaba con la cola entre las piernas y no tenía m ás que obedecer lo que le m andaran. Por lo m enos no le estaban pidiendo cosas del otro m undo. Porque un viaje a O cosingo no era nada difícil. Y de pronto Ernesto se im agino galopando por una llanu ra inm ensa, ligero, sin que su cuerpo le pesara, sin esa dolorosa y constante contracción en el estóm ago, sin sentir el obsesionante hedor a estiércol y creolina, con esa libertad que sólo se disfruta en los sueños. Pero al ver frente a sí a César sentado, escribiendo — la plum a rasgaba desagradablem ente el papel— se sintió de nuevo sum ergido en la angustiosa realidad de su situación, y un sudor frío le em papó la cam isa. D espués de rotular el sobre, César se puso de pie para entregárselo a Ernesto. — Va dirigido al Presidente M unicipal. Es para enterarlo de la coyuntura en que m e encuentro. Si te pide detalles de lo que sucedió hoy, se los darás. Por lo m enos de las causas estás bien enterado. Ernesto sintió que las orejas le ardían. Volvió vivam ente el rostro para ocultar su hum illación y su m ira da tropezó con la frente inclinada de M atilde. Creyó sorprender en ella un gesto fugaz de burla. ¿Cóm o tenía entrañas para burlarse? Se estaba allí, la m uy hipócrita, engañando a todos con su aspecto inofen sivo, ¿Q ué sucedería si él se pusiera de pronto a gritar que no se había em borrachado por vicio, sino porque M atilde era una puta que asesinó al hijo que hicieron entre los dos? Por un instante Ernesto creyó que no resistiría el im pulso de confesarlo todo. Pero las palabras se le desm oronaron en la boca. Ya no era tan torpe com o antes para confiar en ellos. Ya los conocía. Suponiendo que César y Zoraida no supieran qué clase de araña era la tal M atilde, bastaba con que llevara su apellido para que la protegieran y la solaparan. Y ¿él qué? El no era m ás que un bastardo. Podía m uy bien irse al dem onio. — Q uiero que cuentes lo que sucedió, con todos los detalles. Y dile que no m e voy a conform ar m ientras no se m e haga justicia. El culpable lo va a pagar m uy caro. Si ellos no lo castigan, lo castigaré yo. Ahora que el viaje estaba decidido M atilde alzó la Cabeza. Se restregó los párpados fatigados de esforzarle en la costura y m iró a su alrededor. Zoraida dorm itaba con la m ejilla apoyada en el respaldo de la m ecedora de m im bre. Tan tranquila com o si nada hubiera pasado. M atilde la envidiaba. Porque ella, desde la estancia de doña Am antina en Chactajal, no había vuelto a probar el sueño. Apenas cerraba los ojos se le representaba la cara de aquella vieja gorda, con su torpe expresión de m alicia y de com plicidad la oía llam arla de vos y despertaba tem blando de vergüenza. Ésas eran sus noches. Y sus días no eran m ás alegres. D elante de Ernesto sabía que no tenía derecho a levantar la frente. Lo esquivaba lo m ás que le era posible. Pero a veces — la casa no era lo suficientem ente grande, el m undo entero no lo sería— se encontraban y ella tenía que hablarle con naturalidad, fingir indiferencia para que los dem ás no sospecharan. ¿Cóm o iban a sospechar? Tenían tal confianza en ella. Y ella los engañaba, desde hacía m eses, a toda hora. Y les pagaba con una burla la hospitalidad y m etía la deshonra en esta casa que se había abierto para su desam paro. Trabajaba de sol a sol para ellos. Pero así hubiera podido servirles de rodillas y eso no com pensaría la confianza que les había defraudado. Entonces, com o para obligarlos a sospechar, com o para ponerlos sobre aviso, M atilde arriesgaba frases que estaban m al en los labios de una señorita, aludía a hechos de la vida que una soltera debía forzosam ente ignorar. Zoraida la m iraba con una suspicacia que la haría enrojecer. Se le venía, com o un golpe de sangre a la cara, el gran terror de ser descubierta. ¿Adónde iría, adonde? Y este vacío, abierto frente a M atilde, la m antenía al borde de la crisis

nerviosa. U na som bra en la pared, el vuelo insistente de un insecto, el repentino relinchar de un caballo, la hacían gritar, sollozar, quejarse sin consuelo. Cásate, le aconsejaba César palm eando su espalda entre cariñoso y burlón. Cásate para que dejes de ver visiones. Y M atilde pedía disculpas por haberlos turbado y forzaba una sonrisa y aparentaba calm arse. Pero de pronto, otra vez el grito: — ¡Ay! Zoraida despertó sobresaltada. — ¿Q ué cosa? M atilde había corrido hasta el centro de la sala y, tem blando, castañeteando los dientes, balbucía: — Allí, en la ventana, estaba un hom bre. Zoraida y César se m iraron con inquietud. Y esta vez no se atrev ieron a decir que M atilde había tenido una alucinación. XVIII ER N ESTO dobló el sobre para que la carta cupiera en la bolsa de su cam isa. A cada respiración suya, a cada paso del caballo, Ernesto sentía m overse la carta con un crujido casi im perceptible. Allí, en ese trozo de papel, César había descargado toda su furia acusando a los indios, urgiendo al Presidente M unicipal de O cosingo para que acudiera en su ayuda, recordándole, con una calculada brutalidad, los favores que le debía, y señalando esta hora com o la m ás propicia para pagárselos. Cuando Ernesto leyó por prim era vez esta carta (le habían entregado el sobre abierto, pero él m ism o lam ió la gom a delante de toda la fam ilia y lo cerró. Sólo que después, en su dorm itorio, no la curiosidad conocer el contenido, sino por saber cuál era el verdadero estado de ánim o de César lo hicieron rasgar el sobre y sustituirlo por otro que él rotuló con su propia m ano), quedó adm irado ante la energía de aquel hom bre no doblegada por las circunstancias, ante su innato don de m ando y su m anera de dirigirse a los dem ás, com o si naturalm ente fueran sus subordinados o sus inferiores. Y se entregó de nuevo, plenam ente, a la fascinación que este m odo de ser ejercía sobre su persona. Sentía que obedecer a César era la única form a de sem ejársele, y durante las horas que se m antuvo despierto, agitado, en la cam a, hasta que un llam ado con los nudillos contra la puerta de su cuarto le hizo saber que era el m om ento de m archarse, no se propuso m ás que reforzar aquella vehem encia escrita con su testim onio hablado. Y se palpaba ardiendo de indignación y pensaba llegar a la presencia del Presidente M unicipal de O cosingo, ardiendo todavía com o una antorcha de la que podía servirse para ilum inar el oscuro antro de la injusticia. Pero ahora que la cintura em pezaba a dolerle de tanto acom odarse al vaivén de las ancas del caballo, Ernesto notó que su entusiasm o decaía. Y cuando su respiración se hizo fatigosa y difícil — porque el caballo se em peñaba en subir el cerro del Chajlib— su entusiasm o acabó por fundirse en una sorda irritación. ¿D esde qué horas estaba cam inando? N o tenía reloj, pero podía calcular el tiem po transcurrido desde que salió de Chactajal — antes de que am aneciera— , hasta este m om ento en que el sol, todavía frío, todavía inseguro, le clavaba rápidos alfileres en la espalda. "¿Y todo esto para qué?", se dijo. El Presidente M unicipal no va a hacer caso ni va a m andar a nadie para que investigue el incendio del cañaveral. N i que estuviera tan dem ás en este m undo. Y la m era verdad es que él m ism o, César, es quien busca que no atiendan sus dem andas. N o tiene m odos para pedir. ¿Y si yo no entregara la carta? Ernesto se im aginó desm ontando frente a los portales de la presidencia y am arrando su caballo a uno de los pilares gordos y encalados. El Presidente estaría dentro, a la som bra del corredor de la casa, espantando el bochorno de la siesta con un soplador de palm a. Porque Ernesto había oído decir que en O cosingo el clim a era caliente y m alsano. Ernesto se aproxim aría al Presidente con la m ano extendida, sonriente, lleno de aplom o, com o había visto en Com itán que los agentes viajeros se aproxim aban a los dueños de las tiendas. El Presidente iba a sonreír, instantáneam ente ganado por la sim patía y la desenvoltura de Ernesto. Y él m ism o iba a reconocer, con sólo m irarlo, que se trataba de un Argüello. Las facciones, las perfecciones com o acostum braban decir las gentes de por aquellos rum bos, lo proclam aban así. Y luego esa autoridad que tan naturalm ente fluía de su persona. Sin la aspereza, sin la grosería de los otros

Argüellos. Con una am abilidad que instaba a los dem ás a preguntar qué se le ofrecía para servirlo en lo que se pudiera. Ernesto sonrió satisfecho de este retrato suyo. — ¿U na cervecita, señor Argüello? Sí, una cerveza bien fría, porque tenía sed y hacía m ucho calor. Ernesto alzó la botella diciendo salud y su gesto se reflejó en los opacos espejos de la cantina. Acodados en la m ism a m esa, próxim os, íntim os casi, el Presidente M unicipal y Ernesto iban a iniciar la conversación. Ernesto sabía que el Presidente iba a insistir de nuevo — Conque ¿qué se le ofrecía? Y Ernesto, dejando que el hum o de su cigarrillo se disolviera en el aire (no, no le gustaba fum ar, pero le habían dicho que el hum o es bueno para ahuyentar a los m osquitos y com o O cosingo es tierra caliente, los m osquitos abundan), le contaría lo sucedido. Él, Ernesto, estaba en Chactajal ejecutando unos trabajos de ingeniería. Por deferencia a la fam ilia únicam ente, porque clientela era lo que le sobraba en Com itán. Bueno, pues César lo había llam ado para que hiciera el deslinde de la pequeña propiedad, porque había resuelto cum plir la ley entregando sus ejidos a los indios. Pero uno de ellos, un tal Felipe, que la hacia de líder, había estado azuzándolos contra el patrón. Tom ando com o pretexto a Ernesto precisam ente. D ecía que siendo sobrino legítim o de César, Ernesto no iba a hacer honradam ente el reparto de las tierras. Cuando lo prim ero, aquí y en todas partes, no eran los intereses de la fam ilia, sino el respeto a la profesión. Pero ¿cóm o se m etía esta idea en la cabeza dura de un indio? Total, que se habían ido acum ulando los m alentendidos hasta el punto que el m entado Felipe le prendió fuego al cañaveral y después, para evitar que fueran a quejarse a O cosingo, tenía sitiada la casa grande de Chactajal con la ayuda de aquellos a quienes había em baucado. Pero, Ernesto, logró escapar gracias a su astucia y a la protección que le prestó la m olendera, una india que le tenía ley. Y aquí Ernesto respondería a la libidinosa m irada con que el Presidente M unicipal iba a acoger aquella confidencia, con un severo fruncim iento de cejas. Y declararía después que aquella pobre m ujer había ido a ofrecérsele. Pero que él no había querido abusar de su situación. Adem ás, las indias — aquí sí cabía un guiño picaresco— no eran platillo de su predilección. ¡Pobres m ujeres! Las tratan com o anim ales. Por eso cuando alguien tiene para ellas un m iram iento, por insignificante que sea (porque él no había hecho m ás que portarse com o un caballero ante una m ujer, que es siem pre respetable sea cual sea su condición social), corresponden con una eterna gratitud. G racias, pues, a la m olendera estaba Ernesto aquí, pidiéndole al señor Presidente que lo acom pañara a Chactajal y de ser posible que destacara delante de ellos a un piquete de soldados. N o, no para im poner la violencia sobre los culpables. Los indios no eran m alos. Lo m ás que podía decirse de ellos es que eran ignorantes. Le extrañaría tal vez al señor Presidente escuch ar esta opinión en los labios de alguien que pertenecía a la clase de los patrones. Pero es que Ernesto era un hom bre de ideas avanzadas. N o un ranchero com o los otros. H abía estudiado su carrera de ingeniería en Eu ropa. Y no podía m enos que aplaudir, a su retorno a M éxico, la política progresista de Cárdenas. En este aspecto el señor Presidente M unicipal podía estar tranquilo. Acudir al llam am iento de los dueños de Chactajal no podía interpretarse com o una deslealtad a esa política. Se le llam aba únicam ente com o m ediador. Vencido el últim o de sus escrúpulos el Presidente M unicipal no vacilaría en acom pañar a Ernesto. ¡Con qué gusto los verían llegar a Chactajal! Él, Ernesto, les había salvado la vida. Y M atilde lo m iraría otra vez con los m ism os ojos ávid os con que lo vio llegar a Palo M aría, antes de que las palabras de César le hicieran saber que era un bastardo. Pero ahora, con ese acto de generosidad, iba a convencerlos a todos de que su condición de bastardo no le im pedía ser m oralm ente igual a ellos o m ejor. César se m aravillaría de la penetración que le hizo com prender que el tono de aquella carta tenía que ser contraproducente. Y de allí en adelante no querría dar un paso, sino guiado por los consejos de su sobrino. Adem ás, querría recom pensarle con dinero. Pero Ernesto lo rechazaría. N o con desdén, sino con tranquila dignidad. César, conm ovido por este desinterés, haría llam ar al m ejor especialista de M éxico para que viniera a exam inar a su m adre. Porque cuando se quedó ciega, el doctor M azariegos aseguró que su ceguera no era definitiva. Q ue las cataratas, en cuanto llegan al punto de su m aduración, pueden ser operadas. Y

una vez con su m adre sana ¿qué le im pedía a Ernesto irse de Com itán, a buscar fortuna, a otra parte, donde ser bastardo no fuera un estigm a? H abía llegado al borde de un arroyo. El caballo se detuvo y em pezó a sacudir la cabeza con im paciencia, com o para que le aflojaran la rienda y pudiera beber. Ernesto no tenía idea del tiem po que le faltaba para llegar a O cosingo y com o la larga cam inata le había abierto el apetito, dispuso tom ar una jícara de posol. D esm ontó, pues, y condujo su caballo a un abreva dero para que se saciara. D el m orral sacó la jícara y la bola de posol y fue a sentarse, a la som bra de un árbol. M ientras el posol se rem ojaba sacó la carta de la bolsa de su cam isa, la desdobló y estuvo leyéndola de nuevo. H abría bastado un m ovim iento brusco de su m ano para arrugarla, para hacerla ilegible, para rom perla. Pero el papel perm anecía allí, intacto, sostenido cuidadosam ente entre sus dedos que tem blaban m ientras una gran angustia apretaba el corazón de Ernesto y le hacía palidecer. D e pronto, todos sus sueños le parecieron absurdos, sin sentido. ¿Q uién diablos era él para intervenir en los asuntos de César? Indudablem ente estaba volviéndose loco. H a de ser la desvelada, pensó. Y volvió a doblar aquel pliego de papel y a m eterlo en el sobre y a guardarlo en la bolsa de su cam isa. H asta puso su pañuelo encim a para que el papel no fuera a m ancharse con la salpicadura de alguna gota cuando batiera su posol. Pero apenas Ernesto iba a hundir los dedos entre la m asa, cuando se escuchó una detonación. El proyectil había partido de poca distancia y vino a clavarse entre las cejas de Ernesto. Éste cayó instantáneam ente hacia atrás, con una gota de sangre que m arcaba el agujero de la herida. El caballo relinchó espantado y hubiera huido si un hom bre, un indio bajado de entre la ram azón del árbol, no hubiera corrido a detenerlo por las bridas. Estuvo palm eándole el cuello, hablándole en secreto para tranquilizarlo. Y después de dejarlo atado al tronco del árbol fue hasta el cadáver de Ernesto y, sin titubear, com o aquél que lo vio guardarse la carta, se la extrajo de la bolsa de la cam isa y la rom pió, arrojando los fragm entos a la corriente. Luego cogió aquellos brazos que la m uerte había aflojado y, jalándolo, arrastró el cadáver — que dejaba una huella com o la que dejan los lagartos en la arena — hasta el sitio en que pacía el caballo. Lo colocó horizontalm ente sobre la m ontura y lo ató con una soga para im pedir que perdiera el equilibrio y cayera cuando el caballo echara a andar. Por fin, desató a la bestia, la puso nuevam ente en la dirección de Chactajal y pegando un grito y agitando en el aire su som brero de palm a, descargó sob re sus ancas un fuetazo. El anim al partió al galope. Cuando el caballo atravesó, sudoroso, con las crines pegadas al cuello, entre las prim eras chozas de los indios de Chactajal, se desató el enfurecido ladrar de los perros. Y detrás los niños, corriendo, gritando. Los m ayores se m iraron entre sí con una m irada culpable y volvieron a cerrar la puerta del jacal tras ellos. El caballo traspuso el portón de la m ajada, que ahora ya no vigilaba ningún kerem , y se m antenía abierta de par en par. Su galope dejó atrás la casa grande y la cocina y las trojes, porque no iba a descansar m ás que en su querencia. H asta la caballeriza tuvo que ir César a recoger el cadáver de Ernesto y ayudado por Zoraida — ningún indio quiso prestarse— , transportó el cuerpo de su sobrino hasta la erm ita para velarlo. Allí corrió M atilde, destocada, y se lanzó llorando contra aquel pecho que había entrado intacto en la m uerte. Y besaba las m ejillas frías y el cabello, todavía suave y dócil, de Ernesto. Zoraida se inclinó hacia M atilde m urm urando a su oído: — Levántate. Vas a dar qué hablar con esas exageraciones. Pero M atilde, arrodillada todavía junto al cadáver de Ernesto, gritó con voz ronca: — ¡Yo lo m até! — Estás loca, M atilde. ¡Cállate! — ¡Yo lo m até! ¡Yo fui su querida! ¡Yo no dejé que naciera su hijo! Zoraida se aproxim ó a César para urgirle: — ¿Por qué dejar que m ienta? N o es verdad lo que dice, está desvariando. Pero ya se había adueñado de la voluntad de M atilde un frenesí que se volvía en contra suya para destruirla, para d esenm ascararla. Y volviendo a Zoraida su rostro m ojado de llanto, dijo: — Pregúntale a doña Am antina cóm o m e curó. Yo he deshonrado esta casa y el apellido de Argüello, Estaban solos los tres, alrededor del cuerpo de Ernesto. César m iraba a su prim a con una m irada fija y glacial, pero com o si su atención estuviera puesta en otra

cosa. El silencio latía de la inm inencia de una am enaza. M atilde jadeaba. H asta que, con una voz extrañam ente infantil, se atrevió a rom perlo preguntando: — ¿N o m e vas m atar? César parpadeó, volviendo en sí. H izo un signo negativo con la cabeza. Y luego, volviendo la espalda a M atilde, añadió: — Vete. M atilde besó por últim a vez la m ejilla de Ernesto y se puso en pie. Echó a andar. Bajo el sol en la llanura requem ada. Y m ás allá. Ba jo la húm eda som bra de los árboles de la m ontaña. Y m ás allá. N adie siguió su rastro. N adie supo dónde se perdió. Esa m ism a noche los Argüellos regresaron a Com itán.

TERCERA

PARTE

Y muy pronto comenzaron para ellos los presagios. Un animal llamado Guarda Barranca se quejó en la puerta de Lugar de la Abundancia, cuando salimos de Lugar de la Abundancia. ¡Moriréis! ¡Os perderéis! Yo soy vuestro augur. ANALES DE LOS XAHIL

I LLEG AM O S a Palo M aría en pocas horas. Pues hoy, los cam inos están secos y todos viajam os a caballo. M i padre ha espoleado el suyo hasta que le sangran los ijares. En la m ajada de la finca hozan los cerdos. Sobre el ocotero se acum ula la ceniza de innum erables noches. ¡D esde qué distancia viene la aguda voz de los gallos, el rum or con que el trabajo se cum ple en los jacales, en el cam po! Todas las puertas, todas las ventanas de la casa grande están cerradas. D esm ontam os frente al corredor y nos estam os allí, llam ando, sin que nadie advierta nuestra presencia. H asta que al cabo de un rato aparece un indio y se acerca a preguntarnos qué se nos ofrece. — Q uiero hablar con m i prim a Francisca — dice m i padre. El indio no nos invita a sentarnos. N os deja de pie y entra en la casa. U n rato después aparece m i tía, vestida de negro, con los ojos bajos. Se para frente a nosotros. Perm anecem os un m inuto en silencio. M i padre no sabe cóm o decirle lo que ha pasado. Em pieza, balbuciendo: — Tu herm ana M atilde... Tía Francisca no le perm ite continuar. — Ya lo sé. El dzulúm se la llevó. M i padre la m ira con desaprobación. Replica: — ¡Cóm o puedes dar creencia a esas patrañas! — N o es la prim era vez que el dzulúm se apodera de uno de nuestra fam ilia. Acuérdate de Angélica. N os llam a el m onte. Algunos saben oír. M i m adre ha estado esforzándose por callar. Pero la indignación puede m ás que ella y exclam a: — D elante de los niños no es prudente decir la verdad. Pero M atilde la gritó sobre el cadáver de Ernesto. Y es peor de lo que tú eres capaz de pensar. — Yo no pienso nada, Zoraida. Soy una pobre m ujer. Si nos despidiéram os ahora, tía Francisca no nos detendría. Sólo que m i padre no está conform e con dejar las cosas así. — Cuando llegó M atilde a Chactajal y nos contó lo que estaba sucediendo aquí, no lo creím os. Parecía im posible que tú, tan entera, tan cabal siem pre, te prestaras a una farsa tan ridícula com o la que estás representando. Tía Francisca responde, violenta y batalladora, com o en otro tiem po: — Pero yo soy la que se queda y ustedes los que se van, los que huyen. N o era Chactajal nada para defenderlo. Eso tú lo sabrás, César, cuando tan fácilm ente lo

abandonas. Som os de distintos linajes. Yo no cedo nunca lo m ío. N i m uerta soltaré lo que m e pertenece. Y así pueden venir todos y quebrarm e las m anos. Q ue no las abriré para soltar el puñado de tierra que m e llevaré conm igo. — Tú lo has dicho. Ya no nos conocem os. A un ex traño no se le ofrece hospitalidad. Tía Francisca se ruborizó. D io un paso para apro xim arse a M ario y a m í. Pero se detuvo antes de acariciam os. — N o quiero que m e juzgues peor de lo que soy, César. N os criam os com o herm anos y yo te debo m uchos favores. Pero los indios desconfiarían si vieran que les abro las puertas de m i casa. N adie las ha cruzado desde hace m eses. M i padre sonríe, con sorna. — ¿Y dónde preparas tus filtros m ágicos? ¿Y dónde aconsejas a los que vienen a consultarte? ¿Y dónde echas los m aleficios a tus enem igos? Aquí, al aire libre, m e parece im propio. A la brujería le es necesario el m isterio. Tía Francisca tem blaba de rabia. — Te estás burlando de m í. Y no sabes que pue do hacer m ás de lo que crees. Ernesto... — Ernesto fue asesinado. A balazos. Y las balas eran com unes y corrientes. D e plom o, no de m aldiciones ni de m alos deseos. — ¿Ya descubrieron a los asesinos? — N adie los ha buscado. — Y m ás vale que no lo hagan. Es inútil. Yo sé quién m ató a Ernesto. Y sé tam bién que m ientras yo tenga en depósito la pistola con que se com etió el crim en, nadie podrá nada contra su dueño. M i padre la m ira con un reproche para el que no encuentra palabras. G irando sobre sus talones ordena: — Vám onos. M ontam os otra vez. Ante nosotros se despliega suavem ente una lom a. Antes de dar vuelta al últim o recodo yo m e vuelvo a contem plar la casa que dejam os atrás. Tía Francisca está todavía en el m ism o sitio. Alta, vestida de negro, silenciosa, vigilada por cien pares de ojos oblicuos. II CO N Q U É ansia estoy deseando llegar a Com itán para entregarle a m i nana el regalo que le traigo. Pero antes de deshacer las m aletas m i padre ha dispuesto que sea m I nana precisam ente quien vaya a buscar a don Jaim e Rovelo, porque le urge hablar con él. D on Jaim e llega y después de saludarnos, pregunta: — ¿Q ué tal les fue de tem porada en Chactajal? — U n desastre — responde m i padre con am argura— . Los indios quem aron el cañaveral y m ataron a Ernesto. Poco faltó para que tam bién nos m ataran a nosotros. — Eso es lo que Cárdenas buscaba con sus leyes. Allí está ya el desorden, los crím enes. N o tardará en llegar la m iseria. Es m uy cóm odo tener ideales cuando se encierra uno a rum iarlos, com o m i hijo, en un bufete. Pero que vengan y palpen por sí m ism os los problem as. N o tardarían en convencerse de que los indios no m erecen m ejor trato que las bestias de carga. — Zoraida — dice m i padre— , haz que nos preparen un refresco. Tengo sed. Ella obedece y sale. D on Jaim e saca una bolsita de tabaco y lía un cigarrillo. Pregunta: — Y ahora, ¿qué piensas hacer? — Luchar. — ¿Cóm o? — ¡Cóm o hay que hacerlo! Apegándose a la ley para que nos proteja. — ¿O tra idea brillante com o la de escoger el m aestro rural? — N i la burla perdonas, Jaim e. N o se trata de eso ahora. Sino de pedir al gobierno que m ande un ingeniero para que haga el deslinde de la tierra y reparta a cada quien lo que le corresponde. Para defenderm e necesito, prim ero, saber qué es lo que la ley reconoce com o m ío. — ¡Q uién iba a decir que llegaríam os hasta este punto! ¡Adm itir el arbitraje! Si los dueños som os nosotros.

— ¿Y sabes por qué no hem os podido conservar nuestras propiedades? Porque no estam os unidos. Cada uno trabaja únicam ente para su provecho. N adie se preocupa por los dem ás. M i m adre entra con unos vasos de lim onada. Le ofrece a don Jaim e. M i padre bebe con avidez. Luego se lim pia los labios con un pañuelo y dice: — La pequeña propiedad es inafectable. Tenem os que exigir que se nos cum pla ese derecho. — ¿Exigir? ¿Ante quién? — Ante las autoridades com petentes. Si aquí hem os fracasado debem os ir a Tuxtla y hablar con el G obernador. Es m i am igo y nos ayudará. U na vez que se hayan m arcado los m ojones y todos tengam os las escrituras y los planos de nuestras parcelas, entonces pode m os em pezar a trabajar de nuevo. — Tu optim ism o no tiene rem edio, César. Em pezar a trabajar de nuevo. ¿Con qué hom bres? Los indios se conform arán con sem brar su m ilpa y com er su m aíz. Y sentarse luego en el suelo a espulgarse el resto del tiem po. — N o va a ser com o antes, naturalm ente. Ahora ya los indios están m alenseñados a no dar baldío. Si es necesario les pagarem os. — ¿El salario m ínim o? M i padre se decide de pronto. — El salario m ínim o. — ¡Com o si el dinero significara algo para ellos! Y m ás ahora, estando los ánim os tan enconados com o están. D esengáñate, César. N o cuentes con los indios para el trabajo. — Aun adm itiendo que tengas razón. Q uedan los la dinos. Podríam os engancharlos aquí. Claro que los sueldos serían m ás altos. Y hay que agregar lo que nos costaría transportarlos de aquí a la finca. — Y una vez en la finca, levantar casa para que vivan los ladinos. H acer com ida para que com an los ladinos. Regalar ropa, para que se vistan los ladinos. ¿Cuánto tiem po serías capaz de sostener ese tren de gastos? M i padre bajó la cabeza y se quedó m irando, m editativam ente, la punta em polvada de sus botas. La discusión parecía concluida. Entonces, agregó en voz baja y lenta: — Todo lo que m e dices ahora m e lo he venido re pitiendo, de día y de noche, durante el cam ino. Tienes razón. Lo m ás prudente sería dejar las fincas tiradas y buscar otro m odo de ganarse la vida. Pero yo ya no estoy en edad de em pezar, de aprender. Yo no soy m ás que ranchero. Chactajal es m ío. Y no estoy dispuesto a perm itir que m e lo arrebate nadie. N i un Presidente de la República. M e voy a quedar allí, en las condiciones que sea. N o quiero vivir en ninguna otra parte. N o quiero m orir lejos. Por la seriedad con que había pronunciado estas palabras supim os que eran irrevocables. D on Jaim e depositó el vaso de refresco sobre la m esa. — Y el único cam ino es Tuxtla. — El único. M e voy m añana. — Es una locura. N adie nos apoyará ni nos hará caso. El patrón es una institución que ya no está de m oda, com o dice m i hijo, — Tenem os que luchar. Tenem os que luch ar juntos. Tú irás conm igo. ¿N o es verdad, Jaim e? — Sí. Se dieron la m ano sin hablar. Salieron, uno detrás del otro, hasta la calle. En cuanto nos dejaron solas, m i m adre, ayudada por la nana, com enzó a preparar el equipaje. — Estas cam isas vinieron sucias del rancho. N o hubo tiem po de arreglar nada. Com o salim os huyendo... Apartan las cam isas. Escogen lo que m i padre va a precisar en su viaje y lo que no. — ¿Estará m ucho tiem po lejos el patrón? — Q uien sabe. Las cuestiones de trám ite son a veces m uy dilatadas. — ¿G uardo estos calcetines de lana? — N o, m ujer. Tuxtla es tierra caliente. Los cajones abiertos, las m aletas a m edio deshacer, las cam as revueltas. Sobre los m uebles, en desorden, las cosas. Yo aprovecho el descuido de las dos m ujeres para buscar el regalo que traje. Cuando lo encuentro salgo al corredor y allí m e estoy, esperando. Al rato la nana pasa frente a m í. La llam o en un susurro.

— Ven. Tengo que darte algo. Abre su m ano y sobre la palm a dejo caer un chorro de piedrecitas que recogí a la orilla del río. Los ojos de m i nana se alegran hasta que m e oye decir que las piedrecitas son de Chactajal. III N O S VISTEN de negro — a M ario y a m í— , para que acom pañem os a m i m adre que va a visitar a la m adre de Ernesto. Es una m ujer de edad. Está ciega, sentada en un escalón del corredor, con un tol de tabaco sobre su falda. Lo desm enuza, asistida por una vecina. — Buenas tardes — decim os al entrar. La ciega alarga am bas m anos com o si tratara, por el tacto, de dar una figura a esa voz que no conoce. — Es doña Zoraida Argüello y sus dos hijos — anuncia la vecina. — Y no hay sillas para que se sienten. M e hicieras el favor de sacar el butaquito de m i cuarto. M ientras la vecina va a cum plir la orden, la ciega se pone de pie y se apoya en un bastón. En su prisa no advierte que el tol resbala de su falda, se vuelca y el tabaco queda desparram ado en el suelo. — Trajim os desgracia — dice m i m adre. Pero la ciega no la escucha, atenta a otra cosa. — Vecina, ¿hallaste el butaquito? — Ya voy, doña N ati, ya voy. — ¡Cóm o no nos avisaron su visita, doña Zoraida! H abríam os preparado cualquier cosa para recibirlos. Som os m uy hum ildes, pero voluntad no nos falta. Y con las personas de cariño siem pre se puede tener alguna atención. M i m adre se acom oda en la butaca m ientras la ve cina em pieza a recoger el tabaco que se desparram ó. — ¿Y qué razón m e da usted de m i hijo Ernesto? ¿Se quedará todavía m ucho tiem po en Chactajal? — Sí. Todavía m ucho tiem po. — Yo digo que él es m ás que m i bastón para cam inar. U n hijo tan dócil, tan pendiente de sus obligaciones. Es el consuelo de m i vejez. — Q ue no hable doña N ati de su hijo — com enta la vecina— ; porque se le hace poco el día. — N o m e habrá dejado en m al con ustedes, doña Zoraida. Tanto que le recom endé que fuera com edido, respetuoso. M i m adre dice con esfuerzo: — N o tenem os queja de él. — Es de buena raza. Y no lo digo por m í. Su padre, el difunto don Ernesto, era un hom bre m uy de veras. Cuando fracasé, m i nom bre estaba en todas las bocas: era el tzite de la población. Se burlaban de m í, m e tenían lástim a, m e insultaban. Pero cuando al fin se supo que había yo fracasado con el difunto don Er nesto, había que ver la envidia que les am arilleaba la cara. N o de balde era un Argüello. — ¿Y para qué le sirvió, doña N ati? ¿Iba usted a com er el apellido? — Es la honra, m ujer, la honra, lo que puso sobre la cabeza de m i hijo. Y la sangre. Ah, cóm o se venía criando. Com o un potro, con brío, con estam pa. Los dom ingos m andaba yo a m i kerem , bien bañado y m udado, a que recorriera las calles para que lo m irara su padre. A veces, aunque estuviera platicando con otros señores de pro, el difunto don Ernesto lo llam aba y, delante de todos, le daba su gasto: dos reales, un tostón. Según. Y m i kerem , en vez de gastarlo en em belequerías o repartirlo con los dem ás indizuelos, m e lo traía para ayudar a nuestras necesidades. Porque la pobreza nunca ha salido de esta casa. D espués em pecé a notar que m i Ernesto era form al y que tenía entendim iento. Entonces fui a hablar con el señor cura, para que lo adm itiera en su colegio. M e endité para pagar las m ensualidades, pero ¡qué contento venía de la escuela! D iario con palabras nuevas que le habían enseñado. O con un papel donde decía que no era rudo, que se aplicaba y que se portaba bien. N o sé si alguno se lo aconsejó, o lo discurrió él m ism o, que de por sí es m uy sobresalido, pero es el caso que com enzó a secarse en la am bición. Q uería ir a M éxico, seguir estudiando, ser titulado com o el hijo de don Jaim e R ovelo. Yo lo dejaba que pensara sus cosas. Y para m ientras, trabajaba yo m ás y m ás, de m odo que su pensam iento no resultara vano. Porque

no quería yo que le fuera a caer sangre en su corazón. Entonces, saqué fiado su prim er par de zapatos y lo calcé. ¡Válgam e! ¡Y cóm o se puso el día del estreno! Le salieron tam añas am pollas en los pies. Pero Ernesto siem pre fue m uy arrecho y no se quejaba. Y se fue a dar vueltas al parque, com o si desde que nació hu biera sido catrín. D oña N ati esconde, bajo el ruedo de la falda, sus propios pies descalzos, partidos de tanta intem perie que han soportado. M i m adre hace un gesto com o para interrum pirla, pero la ciega no se da cuenta y sigue hablando: — Luego m e vino la enferm edad, m e cogió un m al aire. Ernesto tuvo que salir de la escuela y entró de oficial en un taller. Era cum plido, para qué es m ás que la verdad. Pero yo sabía que no le gustaba. Y le daba yo gracias a D ios que si m e había m andado un m al, ese m al fuera cegarm e, para no poder ver la des dicha de m i hijo. M i m adre se vuelve hacia la vecina y, en voz m uy baja, le ruega que vaya a preparar un poco de agua de brasa. La vecina nos m ira con recelo, pero no pregunta nada y obedece. Cuando se ha m archado, m i m adre dice: — N ati, no traje carta de Ernesto. La ciega ríe, un poco divertida. — ¿Y para qué m e iba a escribir? D e sobra sabe m i hijo que no sé leer, ni puedo. Adem ás, con usted m e podrá m andar a avisar cualquier cosa. — Sí. ¿Sabes, N ati? Ernesto está un poco delicado. — ¿Le agarraron las fiebres? La alarm a hace tantear a N ati, torpem ente, a su alrededor. — M ás bien fue un accidente. Salió a cab allo para ir a O cosingo... — Y no llegó. — En el cam ino lo hirieron unos indios. — ¿H erido? ¿D ónde está? ¡Llévenm e donde esté! La vecina viene a nosotros, presurosa, con una taza de peltre en la m ano. Q uiere acercarla a los labios de N ati, pero la ciega la retira con brusquedad. — ¿Q ué es lo que quieren hacerm e beber? La vecina nos delata al decir: — Las visitas están vestidas de negro. N ati suelta el bastón y se lleva las m anos a la cara. D e pronto, se parte, hasta la raíz, en un grito: — ¡M is ojos! ¡M is ojos! IV RECIÉN salida del baño la cabellera de m i m adre go tea. Se la envuelve en una toalla para no m ojar el piso de su dorm itorio. Yo voy detrás de ella, porque m e gusta verla arreglarse. Corre las cortinas, con lo que la curiosidad de la calle queda burlada, y entra en la habitación una penum bra discreta, silenciosa, tibia. D e las gavetas del tocador m i m adre va sacando el cepillo de cerdas ásperas; el peine de carey veteado; los pom os de crem a de diferentes colores; las pom adas para las pestañas y las cejas; el lápiz rojo para los labios. M i m adre va, m inuciosam ente, abriéndolos, em pleándolos uno por uno. Yo m iro, extasiada, cóm o se transform a su rostro; cóm o adquieren relieve sus facciones; cóm o acentúa ese rasgo que la em bellece. Para colm arm e el corazón llega el m om ento final. Cuando ella abre el ropero y saca un cofrecito de caoba y vuelca su contenido sobre la seda de la colcha, preguntando: — ¿Q ué aretes m e pondré hoy? La ayudo a elegir. N o. Estas arracadas no. Pesan m ucho y son tan llam ativas. Estos calabazos que le regaló m i padre la víspera de su boda son para las grandes ocasiones. Y hoy es un día cualquiera. Los de azabache. Bueno. A tientas se los pone m ientras suspira. — ¡Lástim a! Tan bonitas alhajas que vende doña Pastora. Pero hoy... ni cuando. Ya m e conform aría yo con que estuviera aquí tu papá. Sé que no habla conm igo; que si yo le respondiera se disgustaría, porque alguien ha entendido sus pala bras. A sí m ism a, al viento, a los m uebles de su alrededor entrega las confidencias. Por eso yo apenas m e m uevo para que no advierta que estoy aquí y m e destierre.

— Ya. Los aretes m e quedan bien. H acen juego con el vestido. Se acerca al espejo. Se palpa en esa superficie con gelada, se recorre con la punta de los dedos, satisfecha y agradecida. D e pronto las aletas de su nariz em piezan a palpitar com o si ventearan una presencia extraña en el cuarto. Violentam ente, m i m adre se vuelve. — ¿Q uién está ahí? D e un rincón sale la voz de m i nana y luego su figura. — Soy yo, señora. M i m adre suspira, aliv iada. — M e asustaste. Esa m anía que tiene tu raza de cam inar sin hacer ruido, de acechar, de aparecerse donde m enos se espera. ¿Por qué viniste? N o te llam é. Sin esperar respuesta, pues ha cesado de prestarle atención, m i m adre vuelve a m irarse en el espejo, a m arcar ese pequeño pliegue del cuello del vestido, a sacudirse la m ota de polvo que llegó a posársele so bre el hom bro. M i nana la m ira y conform e la m ira va dando cabida en ella a un sollozo que busca salir, com o el agua que rom pe las piedras que la cercan. M i m adre la escucha y abandona su contem plación, irritada. — ¡D ios m e dé paciencia! ¿Por qué lloras? La nana no responde, pero el sollozo sigue hinchándose en su garganta, lastim ándola. — ¿Estás enferm a? ¿Te duele algo? N o, a m i m adre no le sim patiza esta m ujer. Basta con que sea india. D urante los años de su convivencia m i m adre ha procurado hablar con ella lo m enos posible; pasa a su lado com o pasaría junto a un charco, rem angándose la falda. — Tom a. Con esto se te va a quitar el dolor. Le entrega una tableta blanca, pero m i nana se niega a recibirla. — N o es por m í, señora. Estoy llorando de ver cóm o se derrum ba esta casa porque le falta cim iento de varón. M i m adre vuelve a guardar la tableta. H a logrado disim ular su disgusto y dice con voz ceñida, igual: — N o hace un m es que se fue César. M e escribe m uy seguido. D ice que va a regresar pronto. — N o estoy hablando de tu m arido ni de estos días. Sino de lo que vendrá. — Basta de adivinanzas. Si tenés algo qué decir, decilo pronto. — H asta aquí, no m ás allá, llega el apellido de Arguello. Aquí, ante nuestros ojos, se extingue. Porque tu vientre fue estéril y no dio varón. — ¡N o dio varón! ¿Y qué m ás querés que M ario? ¡Si es todo m i orgullo! — N o se va a lograr, señora. N o alcanzará los años de su perfección. — ¿Por qué lo decís vos, lengua m aldita? — ¿Cóm o lo voy a decir yo, hablando contra m is entrañas? Lo dijeron otros que tienen sabiduría y poder. Los ancianos de la tribu de Chactajal se reunieron en deliberación. Pues cada uno había escuchado, en el secreto de su sueño, una voz que decía: "que no prosperen, que no se perpetúen. Q ue el puente que tendieron para pasar a los días futuros, se rom pa". Eso les aconsejaba una voz com o de anim al. Y así condenaron a M ario. M i m adre se sobresaltó al recordar: — Los brujos... — Los brujos se lo están em pezando a com er. M i m adre fue a la ventana y descorrió, de par en par, las cortinas. El sol de m ediodía entró, arm ado y fuerte. — Es fácil cuchichear en un rincón oscuro. H ablá ahora. R epetí lo que dijiste antes. Atrévete a ofender la cara de la luz. Cuando respondió, la voz de m i nana ya no tenía lágrim as. Con una terrible precisión, com o si estuviera grabándolas sobre una corteza, com o con la punta de un cuchillo, pronunció estas palabras: — M ario va a m orir. M i m adre cogió el peine de carey y lo dobló, con vulsivam ente, entre sus dedos. — ¿Por qué? — N o m e lo preguntes a m í, señora. ¿Yo qué puedo saber? — ¿N o te m andaron ellos para que m e am enazaras? ¿N o te dijeron: asústala para que abra la m ano y suelte lo que tiene y después nos lo repartam os entre todos? Los ojos de la nana se habían dilatado de sorpresa y de horror. Apenas pudo balbucir:

— Señora... — Bueno, pues andá con ellos y deciles que no les tengo m iedo. Q ue si les doy algo es com o de lim osna. La nana retiró vivam ente sus m anos, cerrándolas antes de recibir nada. — ¡Te lo ordeno! — Los brujos no quieren dinero. Ellos quieren al hijo varón, a M ario. Se lo com erán, se lo están em pezando a com er. M i m adre se enfrentó resueltam ente con la nana. — M e desconozco. ¿D esde qué horas estoy escuchando estos desvaríos? La nana dio un paso atrás, suplicante. — N o m e toques, señora. N o tienes derecho sobre m í. Tú no m e trajiste con tu dote. Yo no pertenezco a los Argüellos. Yo soy de Chactajal. — N adie m e ha atado las m anos, para que yo no pueda pegarte. Con adem án colérico m i m adre obligó a la nana a arrodillarse en el suelo. La nana no se resistió — ¡Jurá que lo que dijiste antes es m entira! M i m adre no obtuvo respuesta y el silencio la enardeció aún m ás. Furiosa, em pezó a descargar, con el filo del peine, un golpe y otro y otro sobre la cabeza de la nana. Ella no se defendía, no se quejaba. Yo las m iré, tem blando de m iedo, desde m i lugar. — ¡India revestida, quítate de aquí! ¡Q ué no te vuelva yo a ver en m i casa! M i m adre la soltó y fue a sentarse sobre el banco del tocador. R espiraba con ansia y su rostro se le había quebrado en m uchas aristas rígidas. Se pasó un pañuelo sobre ellas, pero no pudo borrarlas. Silenciosam ente m e aproxim é a la nana que continuaba en el suelo, deshecha, abandonada com o una cosa sin valor. V "H ASTA ahora no nos ha sido posible conseguir una audiencia con el G obernador. Jaim e y yo hem os ido todos los días a Palacio. N os sientan a esperar en una sala estrecha y sofocante donde hay docenas de personas, venidas desde todos los puntos del Estado para arreglar sus asuntos. N o nos llam an según el turno que nos corresponde, sino según la im portancia de lo que querem os tratar. Y para el criterio de los políticos de ahora es m ucho m ás urgente rem endar los calzones de m anta de un ejidatario que hacerle justicia a un patrón. Tal vez por eso m uchos de los que estaban con nosotros al principio, gestionando la devolución de sus tierras, se han desanim ado y se fueron. Pero yo todavía creo firm em ente que no hay que perder la esperanza. Chactajal volverá a ser nuestro. N o en las m ism as condiciones de antes, no hay que hacerse ilusiones. Pero podrem os regresar y vivir allí. Para que M ario se críe en la propiedad que m ás tarde será suya, y así aprenda a cuidarla y a qu ererla. "La cuestión es tener paciencia y m añas. D urante el tiem po que llevam os aquí nos hem os relacionado con m uchas personas. Claro que procuram os que esas personas sean im portantes y que tengan influencias en el gobierno. Es preciso agasajarlos, atenderlos, correrles caravanas. Lo que aquí se acostum bra es tom ar refrescos o cerveza helada, porque el calor es m uy fuerte. N o se ve m al que los señores entren en las cantinas, com o en Com itán. Por otra parte es difícil distinguir, a prim era vista, a un señor de un cualquiera. El clim a no perm ite m ás que ropa m uy ligera y todos andan igual de desguadipados. D e poco m e sirven aquí los chalecos que m e pusiste en la m aleta. N o he tenido oportunidad de usarlos ni una sola vez. Pero aparte del clim a y la ropa, aqu í no hay propiam ente señores. Casi todos los habitantes de Tuxtla viven a expensas del erario, a base de em pleos y sueldos m iserables. N o ha de ser difícil sobornarlos para lograr que nos ayuden a que se solucionen favorablem ente nuestros problem as. Tú sabes cóm o m e avergüenza recurrir a estos m edios, pero no tenem os otros a nuestra disposición. Yo no pienso detenerm e ante nada para lograr lo que m e he propuesto. Y te juro que no regresaré a Com itán sin llevar todos los papeles que m e garanticen que podem os vivir de nuevo en la finca. "Los niños y tú m e hacen m ucha falta. En las noches salim os con Jaim e a dar la vuelta, porque no se puede uno quedar encerrado en el cuarto del hotel. Se asfixia uno respirando ese aire caliente y estancado, m irando corre r las cucarachas por

las paredes, junto a un ventilador descom puesto y una regadera sin agua. Las calles son un achigual de lodo o un rem o lino de polvo según que llueva o no. Las casas son aplastadas y feas. Sólo en el parque corre un poco de brisa. Y hay flam boyanes que florean siem pre. Y se oye m úsica. "Pero no, no vayas a creer que estoy contento, no m e acostum bro a la m anera de vivir de los tuxtlecos. Yo soy de tierra fría. Y quiero m i casa y estar con uste des. Sólo por ustedes estoy haciendo este sacrificio. Pero el resultado tendrá que com pensarlo todo. "Jaim e ya no aguanta m ás y ha pedido una tregua. Va de m i parte a hablar con G olo Córdova, el aguardentero, a ver si nos tiene un poco m ás de paciencia. En este m om ento no m e es posible cum plir con ese com prom iso. Tam bién le recom endé a Jaim e que te entregara esta carta." M i m adre dobló el pliego m editativam ente. — ¿Cóm o ve usted la situación, don Jaim e? — M al. César no quiere desengañarse. Pero en realidad el gobierno tiene el deliberado propósito de no escuchar nuestras protestas. Podrem os tener la razón de nuestra parte. H asta la ley. Pero ellos tienen la fuerza y la em plean a favor de los que prefieren. Ahora están tratando de congraciarse con los de arriba. Y se están haciendo los Bartolom és de las Casas, los protectores del indio y del desvalido. Pura dem agogia. — ¿Entonces? — Entonces hay que dejar que el m undo ruede, que los zopilotes acaben con la carroña. — ¿N o tiene usted intención de volver a Tuxtla? — ¿Para qué? — Pero si está usted convencido de que es inútil ¿por qué dejó usted a César allá? — ¿Y cree usted que no le hice toda la lucha para traérm elo? Pero a César no hay quien le haga desistir cuando se le m ete un propósito entre ceja y ceja. Está obstinado. Y en cierto m odo tiene razón. N o pelea únicam ente para él, sino para M ario. Yo ya estoy viejo. Y después de m í, ¿quién? — N o ofenda usted a D ios, don Jaim e. Tiene usted un hijo. — Ah, sí, un hijo m odelo. H izo una carrera brillante y acaba de recibir el título de abogado. N adie m ejor que él para defendernos en esta coyuntura. G anaría nuestro caso. Y no lo ganaría para m í, sino para él, porque es su herencia. Pero ¿sabe usted lo que m e contestó cuando se lo propuse? Q ue él renunciaba a la parte que le correspondía en ese botín de ladrones que son los ranchos. Q ue nosotros podíam os suponer que eran nuestros, pues siquiera nos había costado el trabajo de robarlos. M i m adre estaba escandalizada. — ¡Pero no es posible que haya dicho eso! Es una falta de respeto, es una m entira. N osotros som os los dueños, los legítim os dueños. — M i hijo no es de la m ism a opinión, doña Zoraida. Está en la edad de los ideales. Cree en esas teorías nuevas, com unistas o com o se llam en. — ¡San Caralam pio bendito! — N o tiene la culpa. El culpable soy yo, por haberlo m andado a estudiar. Pero ya ni quejarse sirve. A lo hecho, pecho. Callaron los dos: D espués de una breve pausa don Jaim e aconsejó: — Escríbale usted a César, doña Zoraida. Escríbale usted. Tardará m ucho tiem po en regresar. — Le voy a escribir... para darle una m ala noticia. ¿Se acuerda usted de aquella india, una tal que servía de nana a la niña? N o se ha de acordar, porque ni quién se fije en los m ozos y m ás si son de casa ajena. Bueno. Pues ésta que le digo fue crianza de los Argüellos y siem pre bebiendo los vientos por nosotros, siem pre m uy dada con la fam ilia. Pero tenía que salir con su dom ingo siete. — ¿Q ué hizo? — Con grandes aspavientos vino a anunciarm e que los brujos de Chactajal se estaban com iendo a M ario. Q ue no se iba a lograr. M i m adre contó esto con ligereza, con aparente frivolidad. Pero se adivinaba una tensa expectativa a través de sus palabras. D on Jaim e no hizo ningún com entario. — ¿Cree usted que sea posible? — Perder un hijo es siem pre m uy doloroso. Y hay tantas m aneras de perderlos. — ¡Pero M ario no puede m orir!

D on Jaim e se puso de pie, irritado. — ¿Y por qué no? Luego, arrepentido de su brusquedad: — Adem ás, es preferible. Se lo aseguro. Es preferible. VI EN EL cuarto de m i nana está todavía el cofre de m adera con su ropa: el tzec nuevo con sus listones de tantos colores; la cam isa de vuelo; el perraje de G uatem ala. Y, envueltas en un pedazo de seda, las piedrecitas que le traje de Chactajal. Vuelvo a cogerlas. Las guardo, para que se entibien, entre m i blusa. D espués voy a desayunar. En el com edor, de techo alto y m uebles oscuros, en m edio de esas interm itentes llam adas de atención que hacen los cubiertos de m etal chocando contra los platos. Luego el vagabundeo solitario por la casa. ¡Q ué grande es! El jardín en el que m i m adre ha estado sem brando dalias; y un patio. Y el que está detrás. Y las recám aras. Y el corredor. Y la despensa. Todo vacío. Aunque otras gentes, com o tía R om elia, hayan venido a vivir con nosotros. Ella y m i m adre se sientan en el corredor a tejer el interm inable m antel para el altar del oratorio. A las dos les gusta charlar y se pasan las horas tejiendo y platicando. — ¿Q ué habrá sido de M atilde? — Si no se la devoró ningún anim al del m onte ha de estar sirviendo com o criada en algún rancho. — ¡Pobre! — Q ué pobre ni qué nada. Bien m erecido se lo tiene por haber deshonrado a la fam ilia. Aunque aquí, en confianza, te diré que era el único m odo de salir del m aíz podrido. Por m uy m i herm ana que sea no dejo de reconocer que M atilde ya estaba talludita y que nunca fue lo que se dice galana. Francisca m enos. Y ésa con el adem ás de su carácter tan fuerte. N o sabía m ás que dar órdenes. Y m ira en lo que ha venido a parar. — César dice que Francisca no está loca. Q ue fingirse bruja es un ardid suyo para quedarse en Palo M aría. Y si no que se vean los resultados. Todos los dueños de fincas han tenido que salir huyendo. M enos ella. Al final de cuentas Francisca será la única que salga ganando. — ¿Q uién dice que está loca? Lo que digo y sosten go es que Francisca está em brujada. M i m adre soltó su labor y quedó viendo a tía Rom elia con inquietud. — ¿Crees en esos cuentos? — Por D ios, cositía, si es verdad. ¡Lo que he visto en la finca! Y luego quieren que se quede uno tan rozagante. Si entonces m e hubieran curado de espanto, para borrarm e lo que vi, no estaría yo ahora tan enferm a. — ¿Viste a los brujos? — Cerca de Palo M aría vive un m i com padre. Tenía sus anim ales bien cebados, contentos. Y de pronto em pezaron a caer com o si un rayo los hubiera derribado, con la lengua de fuera, negra com o el carbón. Y los sem bradíos. H az de cuenta que pasó encim a de ellos el chapulín. N o quedó una hoja ni para rem edio. — Alguna enferm edad, alguna peste. — N o. U n brujo era su enem igo y había m arcado con ceniza la puerta de su casa. Por eso le sucedió el daño. — ¿Y los brujos tam bién pueden dañar a la gente? (Y m i m adre agrega, casi en un susurro) ¿A los niños? — Sobre todo a los niños. Porque com o que están m ás a la intem perie. Los recién nacidos am anecen m orados de asfixia. — ¡Será por que no tienen quien los defienda! — Y los kerem itos, cuando ya em piezan a granar. Se hinchan, se em ponzoñan. M i m adre arrojó lejos de sí el tejido y se puso de pie, llam eando. — ¡Eso no es verdad m ás que entre los indios! Ante nosotros sus am enazas no valen. Som os de otra raza, no caem os bajo su poder. Tía R om elia insiste, con su voz m onótona. — Tam bién para nosotros. Allí tienes a Francisca. M i m adre volvió a sentarse, m uy pálida.

— Pero habrá un m odo de aplacarlos. Si lo que quieren es venganza que se venguen. Pero no en los hijos. — Ay, Zoraida, yo no sé cóm o pensarán ellos. Lo único que te digo es que yo no regreso a Palo M aría por nada del m undo. Im agínate que un día Francisca am anece de m al hum or y m e echa el daño encim a. D e por sí que nunca m e quiso. Siem pre m e echó en cara que era yo una id eática y que m is enferm edades no eran m ás que m entiras. ¡M entiras! Ya hubiera yo que rido que oyera lo que decían los doctores de M éxico. Fíjate que m e aseguraron que lo que yo necesito... bueno, que m e conviene volver a juntarm e con m i m arido. ¿Q ué te parece? M i m adre no la escucha. Sólo la ve fugazm ente con sus ojos sin rum bo, vacíos. — Sí, ya sé que ese dichoso m arido es un holgazán, un inútil. Por algo m e separé de él. Pero tengo que hacer corazón grande porque si no la que se vuelve loca soy yo. Tía R om elia busca, para su proyecto, la aprobación o el rechazo de los labios de m i m adre. Pero perm anecen cerrados, sin palabras. M i m adre teje m uy de prisa, concentrada, obstinadam ente. Y después de un largo trecho tiene que desbaratarlo todo porque ha com etido un error. VII H O Y N O S levantaron, a M ario y a m í, antes de que aclarara bien el día. Bostezando, restregándonos los párpados, inertes, dejam os que nos vistieran. Para despabilarnos dijo m i m adre: — Apúrense, que vam os a casa de la tullida. M ario y yo nos m iram os con sorpresa. ¿A casa de la tullida? Entonces, basta. Q ue no nos abotonen el abrigo com o si fuéram os unos m uñecos. N o, no. Los zapatos podem os ponérnoslos nosotros m ism os. ¡Q ué solas están las calles a esta hora! Los burreros no han acabado de aparejar sus anim ales para el aca rreo del agua. Las criadas están todavía preparando el nixtam al para llevarlo al m olino. D e m odo que el silencio está entero delante de nosotros y vam os rom piéndolo con nuestros pasos com o si fuera una delgada capa de hielo. Resuenan largam ente las pisadas y quedan atrás una cuadra y otra y otra. La bajada de San Sebastián. El parque. Cogem os por la salida de Yaxchivol. Aquí se acaba el em pedrado y el cam ino va, angosto y sinuoso, entre el zacatillo verde, coronado de rocío, tierno. — Estos sitios son de m i am iga Am alia. D etrás de las bardas de piedra cabecean los árboles: jocotes, con sus frutos am arillos, ácidos. Anonas de follaje ancho y tupido. Aguacates. Cuando m iram os la prim era casa de tejam anil sabem os que hem os llegado al barrio de los pobres. N os detenem os ante una puerta que cede a la m ás leve presión de la m ano de m i m adre. — Adelante, doña Zoraida — dice una voz. N o atinam os desde qué lugar del cuarto ha salido aquella voz porque venim os deslum brados por la luz de afuera. Pero m i m adre conoce bien este cuarto y sin titubeos se dirige hacia la única ventana y la abre. Se ilum ina una estancia estrecha, m iserable. La m ujer que habló está inm óvil, tendida sobre el catre. Su pelo entrecano y largo se desparram a sin orden sobre la alm ohada. La cara de esta m ujer parece una llanura reseca donde los ojos se ahondan com o dos re m ansos de agua zarca. — ¿Q ué tal am aneciste? — M e duele un poco el cuerpo. Pero ha de ser porque es efecto de luna. Ayudada por m i m adre la tullida se incorpora y queda sentada a la orilla del catre. A un lado de él está una m esa y encim a algunos frascos a m edio va ciar. M i m adre escoge de entre ellos, uno. — Te voy a untar el linim ento a ver si se te alivia la m olestia. Em pieza a alzar el cam isón. M ario y yo nos volvem os pudorosam ente hacia la pared. Está tapizada de tarjetas postales: a colores, en blanco y negro, prendidas con tachuelas o con cera cantul. Este sol, poniéndose tras una m ontaña, es el crepúsculo que contem pla a todas horas la tullida. Estas m uchachas, con un ram o de lirios entre los brazos, son las am igas fieles, las interlocutoras del diálogo incesante de los largos días. Estas palom as le traen siem pre una carta lacrada entre su pico.

— M ario, acerca la silla. M i herm ano obedece. Sobre el palo duro se sienta la tullida, aguardando a que m i m adre la peine. — ¿Éstos son sus niños, doña Zoraida? — D os. N o pude tener m ás. D espués de peinarla m i m adre va al rincón en el que está el brasero de barro blanqueado. Sopla la ceniza, la avienta y el pulso del rescoldo em pieza a latir otra vez. Apenas. Y luego m ás, m ás rojo. Entonces arrim a la caldera de café. AI rato em pieza a borbotear. — Traje un tasajo de carne salada para el desayuno. M i m adre lo desm enuza con sus dedos y lo coloca sobre un plato. D e allí va tom ando los bocados y poniéndolos entre los dientes de la tullida que m astica lentam ente, con las m anos quietas sobre el regazo. Sus ojos van, por encim a de nosotros, hasta las tarjetas postales. Y allí se quedan tranquilos, colm ados. Cuando term ina de com er, m i m adre le lim pia las com isuras de los labios con una servilleta. Luego va a lavar el plato en una pequeña batea de m adera. — ¿Q ué te parecen m is hijos? — M uy bien portados, m uy prim orosos. N o se asus taron de verm e ni m e hicieron burla. — El niño tiene seis años. D espués de él ya no nació ninguno m ás. Es el único varón. Y es necesario que se logre. Es necesario. — ¿Por qué no se ha de lograr, doña Zoraida? D ios bendecirá en él sus caridades. M i m adre había term inado de poner orden en la habitación y vino a sentarse en un extrem o del catre. Se m ordía el labio, irresoluta. D e pronto volvió la cara hacia la tullida para decirle: — Es la prim era vez que te traigo a m is hijos. Q uería yo que los conocieras. Al niño principalm ente. Porque te voy a pedir un favor. — ¿A m í, doña Zoraida? ¿A m í que soy tan pobre y tan inútil? — Q uiero que m e eches las cartas. Rápidam ente m i m adre fue hasta la m esa y la arrastro dejándola al alcance de la tullida. Q uitó algunos frascos y colocó un naipe encim a. — Señora, si yo no sé... — N o tienes qué saber. Q uiero que m e prestes tu m ano. N ada m ás. Te lo juro. La tullida bajó la m irada hasta esas m anos que desde tanto tiem po atrás no le pertenecían. El naipe estaba en el centro de la m esa. La m ano de m i m adre cogió la de la tullida y la levantó hasta allí. Al soltarla chocó sordam ente contra la m adera. — H az un esfuerzo, m ujer. Tienes que ayudarm e. M i m adre respiraba con agitación. Sus m ejillas es taban encendidas de fiebre. Los ojos de la tullida iban de ese rostro convulso que tenía frente a ella, a sus propios dedos, contrahechos por el reum atism o, sarm entosos. N o sabía cóm o era posible que hubieran apartado una baraja de las otras. — ¿Q ué carta salió? M i m adre no se atrevía a verla. Con los párpados bajos aguardó la re spuesta. — Espadas. — Espadas, penas. N o, no lo hicim os bien. Vam os a probar de nuevo. Barajó el naipe otra vez. Volvió a colocarlo sobre la m esa. Volvió a coger la m ano de la tullida y a guiarla y a m overla y a hacer que se deslizara arrastrando una carta y separándola de las dem ás. — Espadas. La violencia del adem án de m i m adre hizo que la m esa se tam baleara y los frascos chocaran entre sí, tintineando. Las cartas cayeron al suelo, boca arriba, sin secreto. Y todas eran espadas, espadas, espadas. M i m adre las m iró con horror. Tem blando se enfrentó a la tullida. — ¿Y ésta es tu gratitud? ¿Y para recibir esta recom pensa he venido, día tras día durante años, a lim piar tus llagas apestosas, a arrastrarte de un lugar a otro com o si fueras un tronco, a aplacar el ham bre tuya que no se sacia nunca? La tullida la m iraba con sus enorm es ojos secos, desam parados. Pero ya el ím petu que irguió a m i m adre la había abandonado y ahora estaba de rodillas, besando los pies de la tullida, suplicándole con su voz m ás profunda y verdadera:

— Perdónam e, por D ios, perdónam e. N o sé lo que digo, estoy com o loca. En nom bre de lo que m ás quieras pide que si es necesario que alguno m uera, sea yo. Pero no él, que es inocente. N o él, que no ha tenido m ás culpa que nacer de m í. La tullida había palidecido. G otas de sudor le salpicaban la frente y su boca se distendía en un gesto de sufrim iento. G im ió. Corrim os a detenerla pero llegam os dem asiado tarde. Sus párpados se abatieron. Su cabeza se dobló, tronchada, sobre el hom bro. Toda ella iba entregada a esta corriente que la llevaba rápida, lejos de nosotros, de nuestra voz, de nuestra angustia. VIII CU AN D O cierro los ojos en la noche se m e representa el lugar donde m i nana y yo estarem os juntas. La gran llanura de N icalococ y su cielo constelado de papalotes. H abrá algunos que vuelen a ras del suelo por falta de cordel. O tros que desde arriba se precipitarán con las varas quebradas y el papel hecho trizas. Pero el de M ario perm anecerá, en m edio de los m ás altos, de los m ás ligeros, de los m ás herm osos, com o una estrella fija y resplandeciente. D espués vendrá la m arim ba y el hom bre que se sube a un cajón para anunciar la llegada del circo. D e un tren, que han traído especialm ente para que lo conozcam os, bajará — contorsionándose— don Pepe. Y las herm anas Cordero ejecutarán esa suerte dificilísim a, que no podem os siquiera im aginar, y que se llam a la soga irlandesa. Y se desenroscarán tantas serpentinas y lloverá tanto confeti que nos costará trabajo ver el desfile de extranjeros. M i nana m e dirá: ése que va allí es un chino. Se le reconoce porque tiene la piel am arilla y va m ontado en un dragón. El que está pasando ahora es de M éxico. Fíjate, no sabe hablar m ás que de usted y de tú. N i a m í m e trata de vos. Aquél es negro. N o, no pases tu dedo con saliva sobre su cara. N o se destiñe. Y el otro, con esos tatuajes sobre las m ejillas y ese aro en la nariz. Y de pronto m i nana bajará los párpados y m e obligará a bajarlos a m í tam bién. Porque delante de nosotros estará el viento con su m anto de gala. Paseará por el llano hasta no dejar m ás presencia que la suya, cuando todos se hayan rendido a su calidad de rey. O irem os su gran voz, tem blarem os bajo su fuerza. Poco a poco, sin que él se dé cuenta, irem os arriesgando los ojos hasta que nos rebalsen de su figura. Y m i nana y yo quedarem os aquí sentadas, cogidas de la m ano, m irando para siem pre. IX H O Y, CO M O a las siete de la noche, vino a buscarnos Am alia, la am iga soltera de m i m adre. N o esperó a que term ináram os de m erendar para llevarnos a su casa. H abía allí m ucha gente sentada en las bancas que colocaron en el zaguán y en el corredor. M ujeres hum ildes, tapadas con rebozos, descalzas. N iños que chillaban, sudorosos, dentro de sus ropones. Señoras. Erguidas, aisladas, procurando no hablar con nadie, frunciendo la nariz para rechazar el olor que las cercaba. Am alia invitó a m i m adre. — ¿N o quieren pasar a visitar a N uestro Am o? Fuim os a la sala. ¿D ónde está la viejecita? ¿Y los m uebles? Sobre una m esa cubierta con un blanquísim o m antel resplandecía una custodia. Flanqueándola, dos candeleros de m etal donde ardían las velas gruesas y altas. Enfrente los reclinatorios. Allí nos arrodillam os. M i m adre cerró los ojos hundiéndose en un pensam iento difícil y doloroso. Sus labios estaban crispados. M ario y yo nos distraíam os contem plando el aspecto tan inusitado de la habitación. Am alia se inclinó hacia nosotros para recom endarnos en un susurro: — M ás respeto, niños, que está expuesto el San tísim o. M i m adre se persignó y se puso de pie. Salim os al corredor. — ¿Es seguro que vendrá? — Seguro. Él m ism o m e avisó que yo tuviera todo preparado. — M ira cuánta gente. N o va a tener tiem po para atender a todos. — U stedes serán los prim eros. Te lo prom etí. — ¿Pero irás a poder?

— D e algo m e ha de servir correr los riesgos que corro. Im agínate si ahora vinieran los gendarm es a catear la casa. — ¡San Caralam pio nos am pare! — A la cárcel íbam os a parar todos. — ¿N o tienes m iedo? — Alguien debe prestarse a ayudar. — ¿Pero por qué tú? Eres una m ujer sola. — A las casadas no les dan perm iso sus m aridos. Con qué trabajo las dejan venir aquí. M ira: ésas ya se van. N o pueden estar m ás porque su señor las regaña. — Por fortuna César está en Tuxtla. Puedo que darm e todo el tiem po que sea necesario. H oras y horas, sentados en el corredor. M ario y yo — apoyados uno en el otro— cabeceábam os. — N o se duerm an. Ya no dilata en venir. Com o a las diez de la noche oím os el trote lento de un caballo que se detuvo frente a la puerta. Am alia corrió a abrir con m ucho sigilo y precauciones. — Pase usted, señor. Todos se pusieron de rodillas para recibir al recién llegado. Era un hom bre de m ediana edad; alto, fornido, con adem án de quien está acostum brado a que lo obedezcan. Vestía traje de cam ino y llevaba un fuete en la m ano. Algunas m ujeres se arrastraron hasta él, suplicantes. — Su bendición, señor cura. H izo un signo breve, dibujando una cruz en el aire. Con la punta del fuete iba abriéndose paso entre la m ultitud. A la luz de los focos su rostro parecía esculpido a hachazos. — ¿G usta usted tom ar algo, padre? Am alia lo condujo al com edor. D etrás de ella se levantaron m uchas gentes, ansiosas de entrar. Pero Am alia únicam ente nos lo perm itió a nosotros. El señor cura rezó un Ave M aría antes de sentarse a la m esa. — ¿Es así com o le gusta la carne, señor? — Cualquier cosa es un banquete viniendo de esos ranchos m iserables donde no hay nada que com er. Y conste que a m í m e reservan lo m ejor. Pero lo m ejor es una tortilla fría y una taza de café aguado. Am alia sonrió servilm ente pero el señor cura no lo a dvirtió. M asticaba con rapidez, sin levantar la m irada del plato. — Padre, usted conoce a m i am iga Zoraida, la esposa de César Argüello. — Por referencias. N o es de las devotas. — Ahora vino porque quiere consultar algo con usted. H asta entonces el señor cura alzó el rostro y por prim era vez se fijó en quienes estábam os alrededor de él. Su m irada fue com o un m uro ante el cual nos estrellam os. — M e im agino que se trata de un caso de conciencia. M i m adre dio un paso para aproxim arse al sitio en que el señor cura estaba sentado. — N o sé, padre. U sted se va a burlar de lo que voy a decirle. Yo tam bién m e burlé al principio. Pero ahora tengo m iedo y necesito que usted m e ilum ine. El padre retiró su plato com o para disponerse a escuchar. — ¿N o es m ejor que salgan los niños para que se explaye usted m ás librem ente? — Es que se trata de ellos. D e M ario. Éste. — ¿Tan pequeño y ya causando perturbaciones? — U na m ujer, una india del rancho, m e am enazó con que se lo com erían los brujos. El señor cura cerró los puños y golpeó la m esa con un vigor en el que se volcaba su persona entera. — Eso es todo. D ebí figurárm elo. Brujerías, supersticiones. M e traen a las criaturas para que yo las bautice, no porque quieran hacerlas cristianas, pues nadie jam ás piensa en Cristo, sino por aque llo del agua bendita que sirve para ahuyentar a los nahuales y los m alos espíritus. Si se casan es por la ostentación de la fiesta. Y van a la iglesia únicam ente a m urm urar del prójim o. Sus ojos estaban vidriosos de cólera. Tem blaba com o ante un anim al ra strero y vil que, sin em bargo, no podía aplastar con el pie. — Tengo los sacram entos en m is m anos y no puedo guardarlos, defenderlos. Cada vez que pongo la hostia sobre la lengua de uno de ustedes es com o si yo la

entregara a las llam as. Pronuncio siem pre la m ism a absolución sobre los m ism os pecados. N o he conocido dureza de corazón igual a la de la gente de este pueblo. Am alia estaba asustada. — Señor, no quisim os ofender... — N o es a m í a quien ofenden. Com o tam poco es por ustedes por quienes yo m e sacrifico. ¿Valdría la pena aguantar ham bres en honor de un ranchero que conoce todas las argucias para no pagar los diezm os y prim icias a la Iglesia? ¿Soportar el cansancio, el frío, en esos cam inos que no llegan jam ás a ninguna parte, por atender a un rebaño de m ujeres indóciles, que no conocen ni cum plen sus obligaciones de católicas? ¿Consum irse luchando contra el terror de esta persecución inicua y sin sentido para que los hijos de esta m asa de perdición, sus m uy queridos hijos, crezcan y sean iguales que los padres? En su frente se hinchaba una arteria y palpitaba com o a punto de rom perse. — N o, entiéndanlo bien, no es por ustedes. Se llevó la m ano a la frente y aplastó la arteria con sus dedos. Tras una pausa ordenó: — Abra la ventana, Am alia. Estam os ahogándonos. La soltera obedeció. D esde la ventana abierta m iró de reojo al señor cura, tem erosa y escudriñadora. M i m adre, que no había tenido la respuesta que esperaba, insistió: — Pero los brujos no pueden hacer daño ¿verdad? — Son hom bres. Todos los hom bres p ueden hacer daño. M i m adre se desplom ó sobre una silla, traspasada de abatim iento. Casi inaudiblem ente, dijo: — Entonces no hay rem edio. Am alia intervino con tim idez. — Yo le había aconsejado que el niño hiciera su prim era com unión... — Q ue la haga si ya está en edad. El desfallecim iento de m i m adre había sido pasajero. Se recobró y estaba nuevam ente de pie. Con m al disim ulado reproche, con la decepción enroscada en la garganta, reclam ó: — ¿Eso es todo lo que puede usted decirm e, padre? — Ten fe. Y confórm ate con la voluntad de D ios. — Si D ios quiere cebarse en m is hijos... ¡Pero no en el varón! ¡N o en el varón! — ¡Zoraida! Am alia se abalanzó a m i m adre com o para arrebatar de sus m anos un arm a con la que estaba hiriendo a ciegas. — ¡N o en el varón! ¡N o en el varón! — Cállate, m ujer. Lo que dices es una blasfem ia. El sacerdote se irguió, crispando los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Luego, poco a poco, fue aflojándolos, extendiendo los dedos sobre la m esa m ientras la sangre volvía a circular en sus m anos y a teñirlas de su color norm al. Cuando habló su voz era indiferente y sin inflexiones. — D éjala. N o está blasfem ando. El dolor no sabe hablar m ás que así. M i m adre nos em pujó para que saliéram os. Al pasar cerca del señor cura él hizo un gesto com o para detenernos. Pero m i m adre nos apartó con violencia. — ¡N o! Tam bién usted es enem igo nuestro. Era m edianoche cuando atravesam os las calles, oscuras y desiertas, para volver a la casa. Y en todo el cam ino m i m adre iba llorando. X LA D IVIN A PRO VID EN CIA no desam para a quienes confían en su poder. Tía R om elia se perm itió una risita corta y burlona. — Ay, Am alia, cóm o se ve que no has vivido. Am alia alzó unos ojos tranquilos y sin reproche. — N o, no m e casé, no tuve hijos, no pude ser m onja. Y durante años he estado avergonzándom e de ser com o un estorbo, com o una piedra contra la que tropiezan los que cam inan. Pero ahora es distinto. Ahora sirvo para algo. — N aturalm ente. ¿Q ué sería de tu m adre si tú no la cuidaras? — N o m e refiero a m i m adre. La pobrecita no m e va a durar m ucho. H ay otra cosa. D esde que em pezó la persecución presté m i casa para las cerem onias del culto y para dar hospedaje a los sacerdotes. — ¡Bonitos sacerdotes! Ya m e contó Zoraida cóm o la recibió ese basilisco.

Am alia estaba trém ula de indignación. — Sí, los quisieran m ansos, indefensos, para acabar m ás pronto con ellos. Los quisieran sum isos para m anejarlos a su antojo. ¡Pero qué esperanzas! El señor cura puede m ás que Com itán entero. M i m adre se apretó las sienes con las dos m anos y gim ió, suplicante: — Por caridad, no discutan m ás. M e duele la cabeza. — H azm e caso, Zoraida. La D ivina Providencia vela siem pre por nosotros. H az un acto de confianza y ponte en sus m anos. Te recom pensará com o m e ha recom pensado a m í. Tía R om elia se volvió, incrédula. — ¿A ti? — Entre tanta gente que llega a m i casa ninguna ha llegado para espiar, ninguna. La esposa del Presidente M unicipal m e lo contó: no han recibido una sola denuncia. Y no es por prudencia m ía. Yo dejo entrar a todos. M uchos no sé siquiera quiénes son. Pero la D ivina Providencia nos cuida. — ¿Y qué quiere la D ivina Providencia que haga Zoraida? — Q uiere que M ario com ulgue. — ¿Y por qué no? — concedió tía Rom elia— . Es com o la hom eopatía. Si no cura tam poco hace daño. — Pero tú no recurriste a la hom eopatía para curarte, sino a tu m arido — replicó violentam ente m i m adre Am alia saboreaba la sorpresa. — ¿D e veras? ¿Va a volver a juntarse con él? Evidentem ente a tía R om elia no le agradaba que sus proyectos se divulgasen. — M e lo aconsejaron los doctores de M éxico. — Pero si cuando te separaste decías... — Pues ahora pago m i boca. Adem ás prefiero vivir en m i propia casa, por hum ilde que sea, y no de arrim ada en casa ajena. Para que a cada chico rato m e cham pen el favor. Tía R om elia se levantó y se m archó. H ubo una pausa. — Va sentida contigo, Zoraida. — ¿Y qué m e im porta? N i ella ni nadie en el m undo. Estoy desesperada, Am alia, desesperada. Am alia acarició la cabeza dolorida de m i m adre. — N o sé sí escribirle a César pidiéndole que venga. M il veces he em pezado la carta y acabo rom pién dola. Q ue venga ¿para qué? Y luego m e arrepiento: si sucediera algo... — N o puede suceder nada. Los brujos serán poderosos. Todos lo dicen. N o respetarán ni la puerta de la casa del patrón. Pero ante la puerta del Sagrario tienen que detenerse. — H as sido m uy buena conm igo, Am alia. Sólo tú m e consecuentes y m e oyes. Los dem ás piensan que estoy loca. Y cuando les pido un consejo m e lo niegan porque a nadie le im porta que m e m aten a m i hijo. ¿Verdad que no, Am alia, que no puede ser? — D éjam e que te ayude. M anda a los niños a m i casa para que les enseñe la doctrina. Esa m ism a tarde fuim os M ario y yo. Las clases eran en el corredor. Entre las m acetas y las jaulas de los canarios estrepitosos. N os sentaron en unas sillitas de m im bre, bajas. Y Am alia, enfrente de nosotros, en una m ecedora. Abrió el catecism o. — "D ecid, niños ¿cóm o os llam áis?" M ario y yo nos m iram os con estupor y no acerta m os a responder. — N o se asusten así. Es la prim era pregunta del Padre Ripalda. Leyó en silencio durante unos m inutos y luego cerró el libro. — Lo que sigue es m uy com plicado para ustedes. M ejor voy a enseñarles las cosas a m i m odo. N o saben nada de religión ¿verdad? H icim os un gesto negativo. — Entonces es necesario que sepan lo m ás im portante: hay infierno. N o era una revelación. O tras veces habíam os oído pronunciar esta palabra. Pero sólo hasta ahora estábam os aprendiendo que significaba algo rojo y caliente donde hacían sufrir de m uchas m aneras a quie nes tenían la desgracia de caer allí. Los bañaban en grandes peroles de aceite hirviendo. Les pinchaban los ojos con alfileres "com o a los canarios, para que canten m ejor". Les hacían cosquillas en la planta del pie.

M ario y yo habíam os vivido siem pre distraídos, m irando para otro lado, sin darnos cuenta cabal uno del otro. Pero ahora adquirim os, repentinam ente, la conciencia de nuestra com pañía. Con una lentitud casi im perceptible fuim os arrim ando nuestras sillas de tal m odo que, cuando Am alia nos participó que en el infierno bailaban los dem onios bajo la dirección de Lucifer, pudim os cogernos, sin dificultad, de la m ano. Estaban sudorosas y frías de m iedo. Y m ás en esta hora. Cuando ya la som bra había ido apoderándose de los ladrillos del corredor, uno por uno y nosotros quedábam os reducidos a su dom inio. Y m ás en esta hora, cuando la viejecita estaría sollozando, frente a la ventana, sin que nadie la consolara. Y m ás en esta hora en que los pájaros se han silenciado y las enredaderas tom an form as caprichosas y terribles. — Al infierno van los niños que se portan m al. ¿Q ué es portarse m al? D esobedecer a los padres, por ejem plo. N o resulta m uy fácil. M ario y yo lo hem os intentado algunas veces y ninguna con éxito. D e hoy en adelante no lo intentarem os m ás. Robar dulces. D espués de todo no son tan sabrosos. N o estudiar las lecciones. Pero si ya no vam os a la escuela. Pelear con los otros niños. ¿Cuáles? Siem pre nos tienen encerrados y no nos perm iten salir a jugar con ellos. ¿Entonces? Pues entonces las posibilidades de un viaje al infierno no son tan inm inentes. M ario y yo aflojam os la presión que m antenía unidas nuestras m anos. Adem ás ya son las seis de la tarde. Y acaba de encenderse la luz. XI —¡ANDARES! ¡Andares! —¿Qué te dijo Andares? —Que me dejaras pasar. —¿Con qué dinero? —Con cascaritas de huevo huero. —¿Con qué se entablan? —Con tablitas y tablones. —¿En qué se embolsan? —En bolsitas y bolsones. —¿Qué me das si te dejo pasar? —El borriquito que viene atrás.

Estam os jugando en el traspatio. N uestras dos cargadoras (una se llam a Vicenta y otra R osalía. Pero en este juego de la frontera R osalía se puso el nom bre de G uatem ala y Vicenta el de M éxico) entrecruzaron sus brazos para im pedir que pasáram os M ario y yo. N os interrogaron m inuciosam ente hasta que declaram os con quién querem os irnos. — ¿Yo? Con M éxico. — ¡Yo, yo con G uatem ala! Y entonces cada uno se abraza a la cintura de la que eligió ayudándola en el forcejeo que sostiene con su rival y del que resulta vencedora la que resiste m ás. Pero, hoy, intem pestivam ente, Rosalía se soltó, cesó de esforzarse, y hasta allá fueron a dar Vicenta y M ario, tam baleándose antes de recuperar el equilibrio. Rieron. Porque esta novedad introducida en el juego lo hace m ás divertido. — ¡O tra vez, Vicenta! ¡O tra vez! Pero Vicenta se arreboza en su chal com o si tuviera frío y niega con la cabeza. — Es m uy tarde. Está em pezando a oscurecer. M ejor vam os a los cuartos de adentro, a jugar "m ono seco". Yo m e opongo con seriedad. — M i m am á no nos da perm iso de jugar así. — ¿Por qué? — Porque no. — Y tú tan obediente. Bien se ve que estás recibiendo clases de doctrina. N o quiero disgustar a Vicenta porque m e ha am enazado con dejar de contarm e cuentos. H ace pocos días que entró a servirnos. Es la encargada de cuidarm e, en sustitución de m i nana. Pero tam poco quiero desobedecer a m am á porque es pecado y m e voy al infierno. Entonces propongo con un entusiasm o exagerado: — ¡Vam os a jugar colores! Vicenta parece extrañarse com o si hubiera escuchado una proposición absurda. Se persigna apresuradam ente m ientras dice. — ¿Colores? N i lo perm ita D ios.

— N o tiene nada de m alo. — ¿N o saben lo que les sucedió por jugar colores a los dos hijos de don Lím bano Rom án? Fue en la casa donde yo estaba sirviendo antes de venirm e aquí. N egam os, ya con un principio de tem or. ¿Q uieren que les cuente el cuento? M ario se vuelve de espaldas para no verse obliga do a contestar, porque los cuentos de Vicenta lo aterrorizan. Q uedé sola y con un hilo de voz contesté: — Sí. — Pero no en este ventarrón. Vam os, vam os a la cocina. Porque estos cuentos son de los que hay que contar bajo techo. Iban adelante de nosotros, Vicenta y Rosalía, cuchicheando, ocultando su risa bajo el chal. Encendim os una vela al entrar en la cocina. Y cuando estuvim os todos sentados alrededor del fogón, Vicenta dio principio a su relato. — Pues ahí tienen que éstos eran dos niños que les decían por nom bre Conrado y Luis. Todas las noches se juntaban con otros indizuelos y se iban a jugar al traspatio. ¡Ay, nanita, qué m iedo! El traspatio era m uy oscuro porque no había foco y m ás con el follaje tan tupido de las m atas. Pero los m uchachitos, que eran m uy laberintosos, buscaban ese lugar porque allí ni quien se acom idiera a vigilarlos. Bueno. Pues una de tantas noches los m uchachitos dispusieron que iban a jugar colores. Se acom odaron bajo un árbol de durazno y m ientras el niño Luis, que fue el que le tocó hacer de ángel de la bola de oro, se fue un poco lejos para esperar que los dem ás escogieran su color. Pero ya tenía rato que todos lo habían escogido y el niño Luis no se asom aba. Le em pezaron a gritar y por fin oyeron un ruido com o de pasos entre las hojas y una voz ronca, com o de gente grande, que decía: — Ton-ton. Los indizuelos preguntaron. — ¿Q uién es? Y la voz ronca les contestó: — El diablo de las siete cuerdas. Les extrañó que el niño Luis contestara que era el diablo de las siete cuerdas porque habían quedado en que era el ángel de la bola de oro. Pero, atrabancados com o son los m uchachos, no se iban a parar a averiguar, sino que siguieron jugando. — ¿Q ué quería? — U n color. — ¿Q ué color? — Belesa. Conrado no se quería levantar porque sentía com o recelo. Pero los dem ás lo em pujaron, pues él era quien había escogido ese color. Así que haciendo corazón grande se fue tanteando hasta donde había sonado la voz. Allí, atrás de las m atas, estaba parado un m uchachito. Conrado no podía verle bien la cara porque, com o les digo, el traspatio de esa casa era m uy oscuro. Y de pronto, quién sabe en qué artes, se fue encendiendo una luz. Y cuál se va quedando el niño Conrado al catar delante de él un m uchachito pero que no era su herm ano Luis. Su cara era com o la de los niños pero llena de arrugas y de pelos. ¡Era el diablo de las siete cuerdas, por m al nom bre Catashaná! El niño Conrado quiso salir corriendo pero tropezó con un cuerpo que estaba tirado boca abajo, en el suelo. Catashaná lo detuvo cogiéndolo de la m ano y le dijo señalando el cuerpo: — M ira cóm o dejaste a tu herm ano Luis de tanto pegarle. Se lo dijo porque Catashaná es el padre de la m en tira. Pero el niño Conrado tenía un susto tan grande que le castañeteaban los dientes y no podía contestar. En su aturdim iento no se le alcanzó siquiera invocar a San Caralam pio, ni hacer el signo de la cruz, ni nada. Entonces Catashaná le dijo: — D esde ahora tú m e perteneces y vas a obedecer todo lo que yo te m ande. Y no le soltaba la m ano y al niño Conrado le ardía com o si lo estuviera agarrando una brasa. Entonces Catashaná le dijo: — Q uiero que m e traigas una sagrada hostia para que yo m e la com a. Al día siguiente el niño Conrado fue a avisarle al señor cura que quería hacer su prim era com unión y em pezó a aprender la doctrina. Pero en vez de fijarse en lo

que le enseñaban nom ás estaba pendiente viendo qué travesura se le ofrecía. Era m alcriado, sobresalido, en fin, la cola de Judas. N o valían regaños ni am enazas, ni nada. Pero Catashaná hacía que el señor cura no se diera cuenta y creyera que era una niño m uy bueno y le dijo que ya estaba listo para com ulgar. Y así, con la boca sucia de m alcriadeces, subió hasta el com ulgatorio. Pero en el m om ento en que el señor cura le puso la hostia entre su boca, D ios castigó al niño Conrado. La hostia se convirtió en una bola de plom o. Y por m ás esfuerzos que hacía el niño Conrado para tragársela no se la podía tragar. Y en una de tantas se le atoró en la garganta y el niño Conrado cayó allí m ism o ahogado, m uerto. El relato de Vicenta había term inado. M ario salió corriendo de la cocina y al pasar junto a la vela la apagó. Yo corrí tras él. Y cuando le di alcance en el corredor, m e dijo al oído, sollozando . — N o quiero com ulgar. XII M I M AD RE tentó la pechuga de los guajolotes, los so pesó. — Están flacos, m archanta. — Pero de aquí al día de la fiesta tienen tiem po de engordar. Bien valen sus veinte reales cada uno. La m archanta recibió el dinero y se fue. D esde entonces los guajolotes están en el traspatio de la casa, desplegando su cola m ientras con el buche hacen ruido com o de cántaro que se vacía. Picotean ávida m ente los granos de m aíz que Vicenta y R osalía les avientan y duerm en donde les cae la noche, M ario y yo hem os corrido detrás de ellos, agitando sábanas, sonando cacerolas para espantarlos y que vuelen. Pero los guajolotes se arrim an a la tapia, tem blorosos, y no vuelan porque su peso, cada vez m ayor, los m antiene cautivos. Cuando vino la m ujer que apalabraron para que hiciera los tam ales y se asom ó al traspatio los m iró apreciativam ente y los aprobó desde lejos. M i m adre m andó llam ar a Chepe de Todos, el jardinero, para que viniera a podar las plantas. Estuvo arrancando las hierbas inútiles y fue juntándolas con una escoba y am ontonándolas en uno de los rincones del jaram . Pero cada vez que Chepe se descuida, M ario y yo vam os a ese rincón y tom am os puñados de basura y los regam os entre los arriates para que Chepe tenga que recom enzar su trabajo. Pero no se ha dado cuenta. Subido en una escalera está adornando los árboles y los pilares con táñales de diferentes nom bres. Se da prisa porque prom etió que los táñales reventarían para la m añana de la prim era com unión. Todos los cuartos de la casa está n abiertos de par en par, desm antelados. M enos el cuarto donde trabaja la chocolatera, al que nos prohibieron que entráram os. En las otras piezas se afanan Vicenta y Rosalía. Cam bian de lugar los m uebles, cuelgan cortinas nuevas en las ventanas, lim pian los espejos con un papel húm edo que produce un chirrido escalofriante. M ario y yo vam os detrás de ellas. Com o por travesura volcam os las sillas, pintam os rayas en las paredes, dejam os un reguero de tinta sobre el piso. Ellas, que ven inutilizado su esfuerzo, rabia y profieren insultos en voz baja. M ario y yo correm os a refugiarnos cerca de m i m adre. Tiene los ojos irritados. H a estado tejiendo de día y de noche para term inar el m antel que colocará en el altar del oratorio. Teje ella sola. Porque tía Rom elia, que era quien la ayudaba, se fue con su m arido desde hace más de un mes. Hoy, apenas, el m antel quedó term inado. Lo alm idonaron y está secándose, prendido con alfileres para que no se deform e, sobre la m esa de planchar. M ientras está listo para colocarlo m i m adre em prendió la lim pieza del oratorio. Sacude las im ágenes y vuelve a colocarlas en su lugar: el niño D ios, sentado en un risco cuyas agudas puntas están cubiertas por celajes de algodón; San Caralam pio, barbudo, arrodillado dentro de un nicho. Las tres D ivinas Personas, en conversadora am istad. Vicenta y R osalía traen el m antel ya planchado. Al trasluz m iram os las guirnaldas de flores que se entrelazan con corazones ensangrentados y letras cabalísticas. Cubren el altar con el m antel; lo em parejan estirándolo de las puntas, lo alisan con breves golpecitos. H asta que por fin quedan satisfechas. M i m adre ordena que cierren las ventanas del ora torio, que cierren la puerta con dos vueltas de llave. Vicenta y Rosalía obedecen. D ejan la llave prendida en la chapa y se van.

M ario y yo nos quedam os contem plando com o hip notizados ese pedazo de fierro que separa el oratorio de nosotros, del día de nuestra prim era com unión. Em pujada por un im pulso irresistible fui y arranqué la llave de la cerradura. M ario retrocedió espantado. N o quiso acom pañarm e. Se quedó allí m ientras yo iba, sin testigos, a esconder la llave en el cofre de m i nana entre su ropa y las piedrecitas de Chactajal. XIII AM ALIA bebió un pequeño sorbo de café y luego, de licadam ente, volvió a colocar la taza en el plato. Entonces declaró: — D ios está en el cielo, en la tierra y en todo lugar. N os ha anunciado que ésta es una de las últim as clases de catecism o. Ya com unicó a m i m adre que M ario y yo estam os listos para com ulgar. Y le acon sejó que aprovecháram os la prim era visita que el señor cura hiciera a Com itán. — ¿Está D ios ahora aquí, con nosotros? M ario necesita que se lo expliquen bien, que se lo aclaren. — D ios nos está m irando y está diciendo: ¡Q ué par de niños tan prim orosos! Atienden su lección, no hacen travesuras, no dicen m entiras, no desobedecen a sus m ayores. Y tam bién ha de decir: no anduve tan desatinado al darle vida a esta pobre m ujer. H a servido de algo. H a ayudado a que m e conozcan. — ¿D ios nos está m irando? — Siem pre. Todavía ibas de contrabando en el m aletín del doctor M azariegos y ya D ios te m iraba. Y después, ¿no te has fijado cóm o parpadean las estrellas? Son agujeritos que hacen nuestros ángeles en el cielo para vigilarnos y dar cuenta a D ios de todo lo que hacem os. — Pero de día las estrellas se cierran. — D e día el ángel está m ás cerca de nosotros. — ¿El ángel de la bola de oro? — Y de noche el diablo de las siete cuerdas. Basta por ahora, niños. Ya están cansados. Ya están pen sando en jugar. Am alia se pone de pie y antes de que nos m archem os nos obsequia unos dulces que saca de su pom o de cristal. M ario y yo los apretam os entre nuestras m anos húm edas y allí se van derritiendo, cubriéndo nos la piel de una sustancia pegajosa, m ientras cabizbajos, escoltados por Vicenta y Rosalía, M ario y yo regresam os a la casa. M i m adre ocupa el sitio principal en la m esa del com edor. A su lado derecho se sienta M ario. Al izquierdo yo. Vicenta y R osalía entran y salen sirviendo la cena: una olla hum eante y olorosa con patzitos de m om ón; plátanos hervidos, frijoles de enredo. M ario y yo los rechazam os conform e las criadas nos los van ofreciendo. — ¿N o tienen ham bre? — pregunta m i m adre con un dejo de inquietud. M ario y yo hacem os un gesto negativo. — Q uién sabe en qué se desm andarían. Pero siquiera prueben el pan. Escogí el que les gusta. Aparta la servilleta alm idonada y aparecen las sem itas con su granizada de ajonjolí; las rosquillas chujas trenzadas de blanco y negro; la cazueleja, esponjosa y am arilla; el salvadillo, hueco por dentro, bueno para com erse con m iel. Las em panadas de m il capas. H acem os un adem án de desgano. Entonces m i m adre em plea el recurso suprem o para hacernos com er. D ice: — Es pan bendito. M ario retira la cesta lo m ás lejos posible de nos otros. — Por D ios, M ario, no m e estés afligiendo. Com e aunque sea un bocado. — Tengo sueño. M añana. — ¿N o te sientes bien? ¿Tienes calentura? Con el dorso de la m ano palpa su frente, sus m ejillas. — Están frescas. D im e qué tienes. ¿Te duele algo? — Tengo sueño. H asta m añana, m am á.

Vicenta y Rosalía nos desvisten. N os ponen unos largos cam isones de franela. N os arropan bien. Y luego, desatan sobre la cam a de M ario y sobre la m ía el pabellón de tul. — Q ue quede encendida la veladora. Tengo m iedo de la oscuridad. — Está bien, niño M ario. H asta m añana, patronatos. N os dejan solos. Cierro los ojos porque no quiero ver las som bras que la llam a de la veladora proyecta sobre la pared. Am ortiguados por la nube de tul que m e envuelve, llegan los sonidos: el jadeo intranquilo de M ario. Las pisadas, las voces lejanas, en la casa, en la calle. El tzisquirín de los grillos. Sube y baja la respiración, acom pasada, igual. El sueño m e va llenando de arenilla los párpados. D e pronto un rum or, levísim o, casi im perceptible, m e despierta. Abro los ojos y veo, m edio borrosa a través de los pliegues de tul del pabellón, im preciso a contraluz de la trém ula llam a de la veladora, la figura de m í m adre. Cubierta con un fichú de lana, descalza para no hacer ruido, se inclina a la cam a de M ario com o para escrutar su sueño. Sólo un m inuto. Y después, tan silenciosam ente com o entró, vuelve a salir. El reloj del Cabildo dio la hora. Em pecé a contar las cam panadas. U na, dos, tres, cuatro, cinco... Pero m e quedé dorm ida antes de que se desgajara la últim a. El grito de M ario vino a partir en dos la noche. G ritó de dolor, de angustia, debatiéndose todavía contra quién sabe qué m onstruo de su sueño. Entre su delirio repetía: — La llave... N os vieron cuando robam os la llave... Si no devolvem os la llave del oratorio nos va a cargar Catashaná. La luz eléctrica resplandeció intem pestivam ente. Y m i m adre apareció en el um bral de nuestra recám ara. Ahí estaba descalza todavía, las m anos crispadas sobre la m oldura de m adera y contem plaba la cam a de M ario con los ojos desm esuradam ente abiertos. XIV EL D O CTO R M azariegos es un hom bre de baja estatura, rechoncho, con una m irada infantil, su sonrisa inocente y m ejillas rubicundas y vellosas com o las de los duraznos. U sa polainas de cuero y m onta en una m uía desteñida y vieja que le sirve desde que llegó a Com itán con su título flam ante bajo el brazo. La m uía conoce la casa de todos los clientes del doctor. Ante la nuestra se detuvo sin titubear. — Ya estoy aquí — gritó el m édico desde el zaguán. Al escuchar su voz, tan alegre, tan fresca, corrí a recibirlo. M e cogió entre sus brazos y m e hizo girar lo cam ente en el aire. Cuando volvió a depositarm e en el suelo estaba ya m areada y feliz. Entonces m e regaló un chicle. — Buenos días, señora. Aquí m e tiene usted a sus órdenes. M i m adre había salido, desencajada, y se precipitó hacia el doctor, reclam ando: — Lo m andé llam ar desde ayer. Él no le perm itió term inar. — M e fue im posible venir antes. Sobre este pueblo se ha desatado una verdadera epidem ia de nacim ientos. Y es que com o hay tan pocas diversiones. — Es un caso m uy urgente. El doctor M azariegos se aproxim ó a m i m adre y palm eando paternalm ente su espalda, dijo: — Calm a, calm a, no hay m otivo para preocuparse así. Todos los m ales tienen rem edio. Vam os a ver, ¿de qué se trata? — M ario... Sus palabras se quebraron en un tem blor incontenible. — Vam os a ver de qué se queja el kerem . Acom páñem e usted, doña Zoraida. Voy a exam inarlo. Entraron juntos a la recám ara de m i m adre y yo aproveché que no reparaban en m í para entrar detrás de ellos. M ario yacía en la cam a ancha de m is padres, boca arriba, cubierto por una sábana. Tenía los ojos cerrados, la nariz afilada y el sudor le apelm azaba el pelo sobre la frente. El doctor M azariegos arrim ó una silla y se sentó. Extrajo de su m aletín un aparato para auscultar al enferm o. Tom ó una de las m anos de M ario que se abandonó, inerte, entre las suyas. — El pulso es norm al. ¿Se ha quejado de algún dolor?

— N o sé qué dice de una llave. Toda la noche estuvo repitiendo lo m ism o. El doctor apartó la sábana que cubría el abdom en de M ario. Lo recorrió, palpándolo rudam ente con sus dedos ásperos, m ientras m i herm ano exhalaba débiles gem idos. El doctor M azariegos se puso de pie. Su ceño estaba fruncido de preocupación. Sin intentar acercarse de nuevo al enferm o, le ordenó: — Saca la lengua. M ario tenía ahora las pupilas dilatadas; la m irada fija corno si intentara taladrar las im ágenes que se colocaban frente a él. N o obedeció. Sus m andíbulas perm anecieron tercam ente trabadas. — ¿Por qué no obedece, doctor? ¿N o oye? El doctor M azariegos hizo una seña a m i m adre para que callara. Salió de puntillas al corredor. Ella iba detrás de él. — ¿Q ué tiene m i hijo, doctor? M azariegos se encogió de hom bros con desconcierto. Pero arrepentido de haber revelado su ignorancia, dijo con tono de suficiencia: — Es dem asiado pronto para diagnosticar. Esperem os a que los síntom as sean m ás precisos. En resum idas cuentas no tenem os nada que nos guíe. N i tem peratura, ni dolores, ni. .. — ¡Pero no es natural que esté así! N o quiere com er, no puede dorm ir. N o habla, no entiende lo que se le dice. — Realm ente es m uy extraño. Pero puede ser un estado transitorio. Tal vez m añana ya esté haciendo de nuevo su vida norm al. M i m adre urgió, apasionadam ente: — Tenem os que ayudarlo, doctor. — Claro, lo ayudarem os. Pero con calm a, señora. H izo usted bien en llam arm e. Si este caso hubiera caído en m anos de un m édico joven, un doctor soflam ero y atrabancado, no titubearía en darle un nom bre, uno de esos nom bres nuevos que jam ás hem os oído m entar. Prescribiría, tal vez, una operación. Prefieren cortar el m al de raíz antes de tener la pa ciencia de com batirlo por otros m edios, m ás lentos, pero a la larga m ás eficaces y m ás inofensivos. Porque la experiencia lo dem uestra: toda intervención quirúrgica tiene sus riesgos. Y luego, las consecuencias son incalculables. Por ejem plo, se ha com probado que un gran porcentaje de pacientes a los que se extirpa el apéndice resultan después con sordera. — Entonces, es apendicitis lo que tiene M ario. — N o he dicho eso, doña Zoraida, no hay que precipitarse. Estoy exponiendo la teoría general. — Pero, doctor. — Ahora voy a explicarle nuestro caso concreto. D esde luego no es desesperado, ni m uchísim o m enos. Pero aun cuando lo fuera, aquí en Com itán no contam os con los elem entos suficientes para practicar esta clase de curaciones. El m anejo de la anestesia es delicado y debe confiarse a un especialista. D e sobra sabe usted que aquí no hay ninguno. En cuanto al cirujano... N aturalm ente, seguí m is cursos en la Facultad de M edicina y los aprobé con m uy buenas notas. Pero de eso hace ya tantos años. Y com o no he tenido la oportunidad de ejercer esta ram a de m i profesión, pues he perdido la práctica y... — ¡Ya basta, doctor! Entonces nos irem os a M éxico, hoy m ism o. El doctor M azariegos cortó las alas al arrebato de m i m adre con sólo preguntar: — ¿Cóm o? — Pues en autom óvil, en tren, en cualquier cosa. — Estam os a cinco días de distancia. En el estado de, postración en que se encuentra el niño es m uy dudoso que pueda resistir un viaje tan pesado. — Tiene que haber otro m odo. En Tuxtla hay servicios aéreos. Telegrafiaré a m i m arido para que consiga un avión. — Se lo m andarán cuando tengan un aparato libre. Com o siem pre están recargados de trabajo el avión llegará dentro de una sem ana, de un m es. En ese plazo la crisis ya se habrá resuelto, M i m adre parecía m uy cansada. Sin peinar, pálida, consum ida, con todas las jornadas agotadoras doblegando sus hom bros. El doctor M azariegos volvió a palm earlos con actitud protectora. — Por otra parte, piense usted en los gastos. Según he oído decir, los negocios de su esposo han sufrido algunos reveses.

Los ojos de m i m adre relam paguearon. — Robaría yo si fuera preciso. — Pero no lo es. ¿Q uién dice que M ario tenga apendicitis ni que la operación sea necesaria? — Ya lo sabía yo. N o podem os hacer nada. N i usted ni nadie, doctor. Porque a m í hijo se lo están com iendo los brujos de Chactajal. — Señora, usted dar crédito a esas supersticiones... — ¿Puede usted decirm e cuál es la enferm edad de M ario? — N o quiero em barullarla con nom bres técnicos. Pero hay a nuestro alcance m uchos recursos y los em plearé todos. Yo m e com prom eto a estudiar el caso con m ucha dedicación. Cuente usted conm igo a cualquier hora del día o de la noche. Sacó un block de recetas de la bolsa interior de su chaleco. Lenta, cuidadosam ente, escribió algo en una hoja. M ientras escribía, dijo: — A propósito de esa llave de que habla el niño... — Está delirando. N o sé a qué se refiere. — Lástim a. Sería bueno com placerlo. Contribuiría a su restablecim iento. D espués, con un brusco adem án, arrancó la hoja del block y la entregó a m i m adre. Ella leyó el papel y alzó hacia el m édico unos ojos extraviados. — ¿Q uinina? El doctor desvió los suyos. Sin convicción, respondió: — En la ciénaga (que las autoridades no se preocupan por desecar, pese a que se los he aconsejado), hay un criadero de zancudos. Por eso el paludism o es la enferm edad endém ica de esta región. — Pero M ario... — M ario ha de estar infectado de paludism o, no hay m otivo para que él sea la excepción. Con la quinina nosotros ayudam os a su naturaleza para que reaccione. M i m adre m iraba al doctor M azariegos con una in tensidad de reproche que él no pudo soportar. Antes de m archarse, suplicó: — Perdónem e usted. Cuando m i m adre quedó sola arrugó la receta entre sus m anos y la dejó caer al suelo. XV — ¿Q U É TE parece para lo que m e llam aron, Am alita? Para que yo ahuyente los m alos espíritus que están atorm entando al niño. ¡N o faltaba m ás sino que yo tam bién fuera brujo! Y éste es un crim en que m e han levantado las m alas lenguas, las m alas lenguas que no descansan inventando calum nias. Lo que yo soy no es un secreto para nadie. Soy cazador, y a m ucha honra. Cazador de quetzales, para m ás señas. Q ue m e haya sucedido una desgracia eso no quiere decir que yo sea brujo. Fue una desgracia. N adie está libre de que le su ceda una desgracia. Y, adem ás, a m í no m e avisaron cuando m e interné por prim era vez en la zona de Tziscao... — Ya está bien, tío D avid, ya está bien. N adie le está reclam ando. — Pero es que m e da cólera que ahora Zoraida, a quien yo conozco desde que era así, tam añita, m e haya salido con esa em bajada de la brujería. N om ás porque ella, desde que se casó con César es gente de pro, se siente con derecho a insultar a la gente m enuda. Pero yo la conozco desde que era así, tam añita. — D ispénsela usted, tío D avid. Está m uy atorm entada, la pobre, — Sí, no es para m enos. El niño está cayendo igual que los quetzales cuando les dan un balazo en el m ero corazón. — ¡Por caridad, tío D avid, no diga usted eso! Lo pueden oír. — Sí, ya sé que no hay que hacer ruido. Por eso no traje guitarra. — En estos tiem pos de calam idades, ¿quién tiene hum or para cantar? — ¡Bonita está la hora! Si yo m e hubiera esperado a tener hum or para cantar no hubiera yo cantado nunca. ¿Pero quien te dijo que yo canto porque estoy alegre? Yo canto para divertir a las personas que m e invitan a com er... o a tom ar una copa. — Ay, tío D avid, que bueno que m e lo recuerda usted. Ahorita, en un m om entito va a estar lista su com ida. — Creí que no la había yo m erecido.

— N o faltaba m ás. Pero es que con tanto rebum bio no sé ni dónde tengo la cabeza. Pero ahorita, ahorita le preparo su com ida. Sólo estoy acabando de hervir un té que va a tom ar el niño. Tío D avid se acercó al fogón, donde desde hacía rato trajinaba Am alia, para curiosear. Se inclinó a oler la caldera que borboteaba. Luego alzó el rostro, decepcionado. — N o huele. Am alia se ruborizó y retiró vivam ente la caldera de las brasas. Q uiso escapar a la curiosidad de tío D avid volviéndole la espalda, pero tío D avid se asom ó por enc im a del hom bro de la soltera m ientras ella vertía aquella infusión hirviente en una taza. Antes de que Am alia pudiera evitarlo, tío D avid se apoderó de la caldera y volcó su contenido sobre el fogón. — ¿Q ué es esto? Tío D avid sostenía entre la punta de sus dedos un pequeño y delgado cordón oscuro. — ¡D evuélvam elo usted, tío D avid! — gritó Am alia a la vez que hacía un adem án para arrebatárselo. — Ajá, conque esas tenem os, m añosona. Conque preparando bebedizos. — N o tiene nada de m alo — replicó Am alia con vehem encia— . Es agua de Lourdes y este escapulario es de la Virgen del Perpetuo Socorro. — Pues buen provecho, Am alita. Y apúrate a llevar ese bebedizo al enferm o antes de que se enfríe. Q uién quita y D ios haga un m ilagro y el niño sane. Cuando Am alia salió de la cocina tío D avid se volvió hacia m í, que había perm anecido quieta en un rincón, y m e hizo una seña con la m ano para que yo m e acercara. A m í m e disgusta el aspecto de tío D avid, tan descuidado y tan sucio. M e repugna el olor a m istela que em ana siem pre de su boca. Pero m is padres nos han recom endado que respetem os a este viejo, que lo tratem os con cariño, que le digam os tío, com o si fuera de la fam ilia, para que no se sienta solo. Y, arrastrando los pies para dilatar lo m ás que m e fuera posible la aproxim ación, obedecí. Tío D avid m e sentó sobre sus rodillas, m e acarició los cabellos y dijo; — ¿N o te gustaría hacer un viaje conm igo? N os iríam os al m onte, al m ero corazón de Balún-Canán, al lugar donde viven los nueve guardianes. Los m irarías a todos, tal y com o son, con su verdadera cara, te dirían su verdadero nom bre... M oví la cabeza, negando enérgicam ente. Entonces tío D avid, a punto de llorar, insistió: — ¡Vám onos! N o te quedes aquí, no hagas lo que hice yo. D ate cuenta de que la casa se está derrum bando. ¡Vám onos antes de que nos aplaste! Volví a negar. Pero ahora con dulzura. Y para que el tío D avid no sospeche que le digo que no porque no lo quiero, porque sus razones m e atem orizan y su figura m e desagrada, añadí, m intiendo, porque no estoy dispuesta a entregar lo que escondí: — N o puedo irm e. Tengo que entregar una llave. XVI "M E IN VITAR O N a una barbacoa, en una finca de los alrededores de Tuxtla. Fui, porque estaba yo enterado de que iría el G obernador, y por si acaso se presen taba la coyuntura de platicar con él. U n am igo nos presentó. Yo creí que el G obernador no se acordaría ni de m i nom bre. Porque aunque nos conocim os y hablam os varias veces cuando él estuvo en Com itán haciendo su cam paña política, pues el m undo es m undo y un personaje com o é! no puede tener cabeza para tantas cosas com o le solicitan. Pero m e sorprendió al preguntarm e por Chactajal. Estuvim os conversando un rato, entre las interrupciones de los dem ás. Y en aquel am biente de fiesta no creí oportuno exponerle m is problem as. Sólo le dije que tenía yo varias sem anas de radicar en Tuxtla, tratando de obtener una audiencia con él. M e prom etió que m e recibiría al día siguiente. Pero al día siguiente que m e presenté m uy form al al Palacio de G obierno m e dieron la noticia de que había tenido que hacer un viaje m uy intem pestivo a M éxico, pues lo llam aron para arreglar unos asuntos con el Presidente de la República. Pero que estuviera yo al tanto de su regreso. Y aquí m e tienes, esperando. Ahora sí, m uy contento, porque estoy seguro de que en cuanto el G obernador regrese y m e reciba y se entere de m i

situación, pondrá todos los m edios para resolverla favorablem ente. Es un hom bre m uy sim pático, m uy sencillo y cordial. U no de esos chiapanecos m al herniados, pero de gran corazón. "En cuanto a lo que m e dices de la enferm edad de M ario, no veo que haya m otivo para alarm arse. Tú sabes cóm o son de escandalosos los síntom as en las criaturas. Pero si el doctor M azariegos te ha dicho que no tiene im portancia es porque efectivam ente no tiene im portancia. D e sobra entiendes que es un m édico m uy capaz y de m ucha conciencia, en quien se puede confiar. "N o te im pacientes, pues. Yo voy a regresar. Pero no con la rapidez que tú m e exiges. N ecesito antes haber hablado con el G obernador." M i m adre le tendió e l pliego de papel a Am alia. — Lee. La soltera leyó m oviendo desconsoladam ente la cabeza. — Pero Zoraida, César no tiene la culpa. A esa distancia no puede darse cuenta de la gravedad de las cosas. Pero si tú le pusieras un telegram a diciéndole cuál es el estado de M ario... — Ya no llegaría a tiem po. — ¡Zoraida, no hables así, es desconfiar de la D ivina Providencia! N o lo hem os intentado todo, tenem os que luchar hasta el fin. — Éste es el fin. — N o. Todavía podem os hacer algo. — ¿Q ué? — El señor cura. H azm e caso, por favor, Zoraida. El señor cura es el único que puede salvar a M ario. Rezaría exorcism os para que el dem onio se aleje de esta casa. Porque es el dem onio, todos se dan cuenta. H asta el doctor M azariegos. ¿Por qué crees que no quiso ni intentar siquiera la operación del niño? Porque sabe que no serviría de nada. La esperanza pugnaba por brillar en los ojos de m i m adre. — ¿Y tú crees que el señor cura consentiría en venir después de... — ¿D espués de lo que dijiste aquella noche? Él m ism o m e rogó que yo te pidiera perdón. — ¡Entonces corre, Am alia! ¿Q ué estás esperando? Ve a llam ar al señor cura. El señor cura. Yo no voy a entregar la llave. Cuando vengan no podrán abrir el oratorio. Castigarán a M ario creyendo que él es el culpable, y lo entregarán en m anos de Catashaná. — ¡Q ue no venga el señor cura, que no venga! ¡Yo no lo dejaré entrar! M i m adre se volvió hacia m í, im paciente, m urm u rando: — ¡Faltabas tú! Am alia, por favor, llévate de aquí a esta niña. N o va a dejar dorm ir a M ario con sus gritos. Am alia m e tom ó de la m ano creyendo que yo la se guiría dócilm ente. Pero al sentir m i resistencia sus dedos se cerraron, fuertes y duros com o garfios, alrededor de m is m uñecas. Jalándom e, m e hizo avanzar unos pasos. Pero yo m e dejé caer al suelo. Am alia m e arrastró porque no soportaba m i peso entre sus brazos y, ayudada por Vicenta, m e llevó hasta el zaguán. Con el vestido desgarrado, despellejándom e las piernas en el roce contra los ladrillos yo gritaba m ás, m ás alto, porque ahora la distancia era m ayor. — ¡N o dejen entrar al señor cura! ¡N o lo dejen entrar! XVII M E SEN TARO N en el sofá de la sala de Am alia y se fue ron. Ella y Vicenta. Y yo quedé allí, despeinada, sudorosa de haber luchado, sucia de tierra porque m e arrastraron. D e nada m e había valido. Am alia y Vicenta m e dejaron aquí, ante un espejo im pávido y una anciana que no prestó atención al escándalo de m i llegada. Continúa, com o siem pre, em bebida en la contem plación del trozo de calle que la ventana perm ite entrar. Y M ario allá, solo en su cuarto, jadeando de dolor, m ientras el señor cura avanza hasta él. "Tilín-tilín, ya voy dando vuelta a la esquina. Tilín-tilín, ya estoy tocando la puerta. Tilín-tilín, ya estoy en la orilla de tu cam a. Tilín-tilín, ¡ya te atrape!. Vam os a com ulgar al oratorio. ¿D ónde está la llave? ¡Tú la escondiste! ¡Te va a castigar D ios! ¡Te va a cargar Catashaná!"

Y M ario apretando los dientes, resistiendo enm edio de sus dolores y pensando que yo lo he traicionado. Y es verdad. Lo he dejado retorcerse y sufrir, sin abrir el cofre de m i nana. Porque tengo m iedo de entregar esa llave. Porque m e com erían los brujos a m í; a m í m e castigaría D ios, a m í m e cargaría Catashaná. ¿Q uién iba a defenderm e? M i m adre no. Ella sólo defiende a M ario porque es el hijo varón. La viejecita solloza, m urm ura su deseo de que la lleven a G uatem ala. M aquinalm ente m e pongo de pie y m e acerco al sillón. La em pujo con todas m is fuerzas, pero el sillón no se m ueve. Y los sollozos son cada vez m ás aprem iantes, m ás desconsolados. La viejecita repite una y otra vez: G uatem ala, G uatem ala. Y de pronto, este nom bre se abre paso hasta m i entendim iento. ¿G uatem ala? Sí, el lugar adonde uno va cuando huye. D oña Pastora le prom etió, hace tiem po, venderle un secreto a m i m adre: el punto de la frontera que no está vigilado. Se puede pasar sin que nadie lo detenga a uno. D el otro lado ya no podrían darnos alcance. N i Am alia, ni el señor cura, ni D ios, ni Catashaná. Porque ninguno conoce este cam ino, es el secreto de doña Pastora. U n secreto que vende por dinero. N o tengo dinero. Pero tengo entre m i blusa, calentán dolo, el regalo que le traje a m i nana de la finca y que ella no se llevó consigo. U n chorro de piedrecitas cayendo sobre la palm a de la m ano de doña Pastora. Las m irará con extrañeza, com o m i nana las m iró al prin cipio. H asta es posible que diga que no quiere hacer el trato. Pero cuando yo le diga que estas piedrecitas son de Chactajal se alegrará y su secreto será nuestro. Y correrem os, lejos, hasta donde estem os libres de esta persecución, de esta pesadilla. Pero M ario no puede correr; está enferm o. Y yo no puedo esperar. N o, m e m archaré yo sola, m e salvaré yo sola. D e prisa, de prisa. ¿D ónde estará doña Pastora? H ay que ir a buscarla, ahora m ism o, sin perder un m inuto m ás. N o sé dónde vive. Pero saldré a la calle y preguntaré con uno y con otro hasta que alguien m e diga: cam ina dos cuadras, derecho. Y después, al llegar a las siete esquinas das vuelta a la izquierda. Y frente al tanque de los caballos... Sigilosam ente m e asom o al corredor. N o hay nadie. Avanzo de puntillas para no despertar ni al eco. Pero cuando estoy levantando la aldaba de la puerta de calle, una voz cae sobre m í, trem enda, y m e deja cla vada en el suelo. — ¿D ónde vas? M e vuelvo con lentitud. La que está frente a m í es Vicenta, con su largo dela ntal salpicado de grasa. Tengo m iedo. Pero algo m ás fuerte que el m iedo m e sostiene y digo: — Q uiero salir. — N ingún salir, niñita, A tu lugar. En la sala. — N o m e dilato. Regreso luego. Por favor... — Yo obedezco a quien tengo que obedecer. M e recom endaron que yo te cuidara ¿y qué cuentas voy a entregar si te dejo salir? Vam os, a la sala. Ya no puedo gritar m ás. Estoy ronca, tengo m oretones en los brazos de donde m e jalonearon para traerm e hasta aquí. Y esta m ujer, enorm e y ruda, está dispuesta a no dejarm e pasar. Si yo le explicara tal vez consentiría. — Tengo que hablar con doña Pastora, la m ujer que pasa contrabando. D im e dónde vive. — Cóm o no, niñita. Con m ucho gusto. Vive en la sala. Anda a buscarla allí. — N o estoy jugando, Vicenta. Es verdad. — Yo tam poco estoy jugando. Y si no te vas a la sala ahorita m ism o, va a bajar Justa Razón. Tiem blo, pasm ada, ante este nom bre que no escu ché nunca antes y ha de ser de alguno m uy poderoso y m uy m alo puesto que Vicenta lo invoca. M e dejo conducir, ya sin protestar. D etrás de m í se cierran, se ajustan bien, los dos m aderos de la puerta. M e quedo un instante inm óvil, parada en el centro de la sala. Los retratos m e hacen guiños burlones desde el tercio pelo de sus m arcos. Los abanicos se abren y se cierran desplegando todos sus dientes en una carcajada cruel. El espejo... ¡N o, no quiero que m e vea! Y corro hasta el sillón donde está sentada la viejecita y hundo m i rostro en su regazo y juntas sollozam os nuestro im posible viaje a G uatem ala.

XVIII AM ALIA m e despertó, sacudiéndom e bruscam ente. M is párpados estaban pesados de sueño y de la fatiga del llanto. — Se ha portado m uy m al — m e acusó la cargadora— . Q uiso salir a la calle y cuando la encerré... Ahora lo diría todo. Sí, es cierto que estuve revoleándom e en el suelo y que lancé uno de los abanicos contra el espejo para destrozarlo. Pero Am alia no hizo caso de las acusaciones de Vicenta. Aproxim ó m i cara a la suya (el entrecejo fruncido, los ojos inflam ados, las arrugas congregadas alre dedor de su boca, el pelo que se le está volviendo blanco) y dijo: — Tienes que ser m uy valiente, niña. M ario acaba de m orir. — ¿Llegó el señor cura? — Alcanzó a llegar. Pero los gendarm es lo detuvieron al salir de la casa. Ahora está preso. El señor cura alcanzó a llegar. Alcanzó a saberlo todo. Alcanzó a castigar a M ario. Pero la llave está bien guardada en el cofre, entre la ropa de m i nana. Y yo estoy a salvo. — Estate quieta, niña. Ten alguna consideración. N o opuse ya ninguna resistencia. D ejé que entre Am alia y la cargadora m e cam biasen el vestido que traía yo puesto, y que estaba hecho jirones, por otro de luto, el m ism o que usé para la visita de pésam e a doña N ati. U n vestido negro com o el plum aje de los zopilotes. Volvim os a m i casa. La puerta de calle estaba abierta de par en par, a esas horas de la noche. En el zaguán, en los corredores, en el jardín, había pequeños grupos de hom bres y m ujeres enlutados que m urm uraban, que cuchicheaban, produciendo un rum or com o de agua que hierve. A veces se levantaba un am ago de risa, pero pronto volvía a disolverse en el fondo de tantas voces en ebullición. Am alia y yo pasam os entre ellos. Cuando los señores y las señoras m e tenían a su alcance, m e acariciaban, frotaban contra el m ío su rostro húm edo de saliva, de lágrim as, de sudor. D esde su altura de personas m ayores m e contem plaban con ojos benévolos y tristes. H ablaban, entrecortando su conversación con suspiros. D on Jaim e R ovelo se inclinó hasta m í y m e tom ó entre sus brazos m ientras m usitaba: — Ahora tu padre ya no tiene por quién seguir luchando. Ya estam os iguales. Ya no tenem os hijo varón. Am alia m e separó de él para llevarm e a la sala. Todos los focos de la lám para principal estaban encendidos. Y había flores, flores por todas partes. Sobre los m uebles, alrededor del ataúd blanco, desparram adas en el suelo. Su olor se m ezclaba con el de la cera que ardía en cuatro grandes cirios. Am alia dijo, alzando la tapa del ataúd: — ¿N o quieres ver a tu herm ano por últim a vez? Vuelvo la cara con repugnancia. N o, no lo podría soportar. Porque no es M ario, es m i culpa la que se está pudriendo en el fondo de ese cajón. XIX ESTA m uerte es castigo del cielo. ¿Por qué iba a m orir un niño así, cuando apenas estaba despuntando su flor? ¡Y era tan rozagante y tan galán! Es R osalía la que ha hablado de este m odo. Y luego se enjuga el llanto con la punta de su chal. Tío D avid asiente. — D icen que los brujos de la finca se lo com ieron. Por venganza, porque los patrones los habían m altratado. Tío D avid estaba calentándose las m anos junto al fogón de la cocina. Vino aquí porque los señores del velorio lo desdeñan y evitan su com pañía. Vicenta le allega una taza de café. — ¡Q uién los m ira tan orgullosos! N om ás porque usan chaleco y leontina de oro. Pero estas fam ilias tienen m uchos delitos que pagar. — Y si no que lo diga doña N ati, la ciega. ¿Por qué, m ás que por causa de los Argüellos, m ataron a su hijo, al difunto Ernesto? Vicenta ofreció una copa de com iteco al tío D avid. — Para cargar su café.

Y luego dice dirigiéndose a Rosalía. — Pero doña N ati recibió su buen potz de dinero. Yo la he visto en la calle. Anda presum ida porque va calzada. — ¡D inero! — ¿Y diay, qué m ás quería? — Com o si se pudiera pagar con algo la vida de un hijo. Ahora doña Zoraida ya lo sabe. Ahora que le echaron la sal. Vicenta ríe larga, sabrosam ente. — ¡Q ué sim ple sos, Rosalía! Yo sé quién hizo que m uriera el niño M ario. N o fue doña N ati. N i tam poco los brujos de Chactajal, com o dice don D avid. Yo conozco quién dejó que m uriera el niño. ¡H a abierto el cofre de m i nana, ha visto la llave escondida entre la ropa, ha visto en m is ojos el rem ordim iento! Y antes de que pronuncie m i nom bre, y antes de que m e señale, salgo corriendo al patio, a la oscuridad. XX LA LU Z regresa y vuelve a irse. El reloj del Cabildo da fielm ente las horas. Pero yo no llevo la cuenta del tiem po que ha transcurrido desde que estoy recorrien do la casa, abriendo y cerrando las puertas, llorando. Cam ino torpem ente, con lentitud. D oy un paso y después, m ucho después, otro. Avanzo así en esta atm ósfera irrespirable de estrella recién derribada. El día se esparce, desm elenado y sin olor, en el jardín. En el patio las gallinas dan de com er a los polluelos que no saben m ás que ser am arillos y tiritar. En la caballeriza las bestias patean y relinchan, atorm entadas por un tábano invisible. Y en otros patios, en otras casas, perros lejanos aúllan com o si estuvieran venteando la desgracia. Voy a la cocina. En el fogón el copo enfriado de ceniza. En las alacenas, durm iendo un sueño definitivo, los trastes. Las ollas con su gran panza de com adre satisfecha. Las tazas de ancha risa. Los tenedores con sus patitas de garza. M uertos. Y el com edor donde un orden frío im pera. Y los m uebles de la sala sobre cuyo dorso indefenso cae una lluvia im perceptible de polvo. Y el oratorio con su puerta cerrada. Llego hasta la recám ara de m i m adre. Allí está ella sobre su cam a, la cam a en que m urió su hijo, retorciéndose y gim iendo com o la res cuando el vaquero la derriba y su piel hum ea al recibir la m arca de la esclavitud. A la orilla del lecho Am alia, con voz pareja, sin inflexiones, salm odia: — Es bueno vivir a la orilla de los ríos. M irando pasar el agua se lim pia la m em oria. O yendo pasar el agua se adorm ece la pena. Irem os a vivir a la orilla de un río. XXI AM ALIA y Vicenta están en el cuarto de los trebejos, apartando los juguetes de M ario y em pacándolos, pues los van a regalar a los niños pobres. — Zoraida quería guardarlos. Pero yo le dije ¿para qué? Los recuerdos siem pre duelen. — La patrona está m uy triste. N o sale de su cuarto. N o quiere ver a nadie. — Tiene que aprender a conform arse. El tiem po todo lo borra. D ios sabe m ejor que nosotros lo que nos conviene. Y cuando su m isericordia nos despoja de algo es por nuestro bien y aunque no lo com prendam os así debem os sufrirlo con gratitud y con paciencia. — iQ ué bonito habla usted, niña Am alia! ¿Es verdad lo que dicen que ya m ero iba usted a ser m onja? — Sí. D e m uchacha quise entrar en un convento, allá en San Cristóbal. Pero m am á se opuso. M e desheredó. Y para juntar el dinero de m i dote tuve que ponerm e a trabajar. H acía yo costuras, dulces, lo que se ofreciera. Ahorraba yo hasta el

últim o centavo. Lo prim ero que m e com pré fueron los hábitos. Y los guardé en un cofre de cedro para que em bebieran bien el olor. — ¿Y diay? — U n m es antes de la fecha que había yo fijado para irm e, m am á cayó con un ataque. N o pudo recuperarse nunca. Q uedó com o está hoy. Com o una criatura. N o es capaz ni de persignarse sola. Y todo lo confunde: los lugares, la cara de la gente. Pobrecita. — ¡Pobrecita! ¿Cóm o iba usted a tener entrañas de abandonarla? — N o creas, Vicenta. Yo soy m uy ingrata. Q uise irm e al convento pasando por encim a de todo. Pero m i confesor no m e lo perm itió. Vicenta está envolviendo en papel el caballito de cartón, con crines de cerda, largas y am arillas, en el que m ontaba M ario. — D e m odo que no salí de m i casa. ¿Te has fijado, Vicenta, que las casas de Com itán son m uy tristes? En la m ía no teníam os ni flores, ni pájaros. Y andábam os a palias y hablábam os en secreto y no abríam os las ventanas para no m olestar a la enferm a. — Cada quien tiene su cruz, niña Am alia. A m í m e ajenaron desde que era yo asinita. — La regla del convento dice que no se adm iten postulantes m ayores de treinta años. Y m am á estaba tan débil que yo creí... Tenía yo todo listo para cuando m am á m uriera. El vestido de gro, un pañuelo de lino que bordé yo m ism a, todo. Y m ira: m i pelo se está volviendo blanco. — Tal vez era su suerte ser niña quedada. — M i confesor m e aconsejaba que yo ofreciera a D ios este sacrificio. Pero ¿cóm o lo iba yo a ofrecer si m e sacrificaba con disgusto, con im paciencia, com o si la pobrecita de m am á hubiera tenido la culpa? — ¿Tam bién se va a regalar la ropa del niño M ario? — Tam bién. Q ue no la vea Zoraida. Su pena está todavía m uy tierna. Con los años va uno am ansándose. Yo m e quedé ya en un corazón cerca de m am á. H an term inado. Se ponen de pie para irse. Pero antes de que salgan yo m e acerco a Am alia, suplicante. — Llévam e al panteón: quiero ver a M ario. Ella no parece sorprenderse por este repentino deseo. M e acaricia la cabeza y responde. — Ahora no. Irem os después. Cuando sea tiem po de com er el quinsanto. XXII N O VIEM BRE. U n largo viento fúnebre recorre, ululando, la llanura. D e las rancherías, de los pueblos vecinos, bajan grandes recuas de m ulas cargadas pa ra el trueque de Todos Santos. Los recién venidos m uestran su m ercancía en la cuesta del M ercado y las m ujeres acuden a la com pra con la cabeza cubierta por chales de luto. Los dueños de las huertas levantan las calabazas enorm es y las parten a hachazos para ponerlas a hervir con panela; y abren en dos los descoloridos tzilacayotes de pulpa suave. Y apiñan en los canastos los chayotes protegidos por su cáscara hirsuta. Vicenta y R osalía han hecho todos los preparativos para nuestra m archa. Porque hoy es el día en que Am alia cum plirá su prom esa. Irem os al panteón a com er el quinsanto. — Tu m adre no va con nosotros porque se siente indispuesta. Pero m e recom endó que yo te cuidara y que te portaras bien. Salim os a la calle. Sobre las banquetas avanzan, sa ludándose cerem oniosam ente, cediéndose unas a otras el lugar de preferencia, las fam ilias, que consagran esta fecha del año a com er con sus difuntos. Adelante va el señor con su chaleco y su leontina de oro. A su lado la señora envuelta en el fichú de lana negra. D etrás los niños, m udados y albeantes. Y hasta al últim o, las criadas, que sostienen en equilibrio sobre su cabeza los pum pos y los cestos de los com estibles. La cam inata es larga. Llegam os fatigados al panteón. Los cipreses se elevan al cielo, sin un trino, en sólo un ím petu de altura. Bordeando las callejuelas angostas y sinuosas, devoradas por el césped, están los m onum entos de m árm ol; ángeles llorosos con el rostro oculto entre las m anos; colum nas truncadas, nichos pequeños en cuyo fondo resplandecen letras y núm eros dorados. Y, a veces,

m ontones de tierra húm eda, recién rem ovida, sobre la que se ha colocado provisionalm ente una cruz. N os sentam os a com er en la prim era grada de una construcción pesada y m aciza en cuyo frente anuncia un rótulo: "Perpetuidad de la fam ilia Arguello." Las criadas extienden las servilletas en el suelo y sacan trozos de calabaza chorreando m iel y pelan los chayotes y los sazonan con sal. A la orilla de otras tum bas están, tam bién com ien do, personas conocidas a las que Am alia saluda con una sonrisa y un adem án ligero de su m ano. D on Jaim e Rovelo; tía Rom elia, del brazo de su m arido, doña Pastora, acalorada y roja; doña N ati con un par de zapatos nuevos, guiada por su vecina. Cuando term inam os de com er, Am alia em pujó la puerta de aquel m onum ento y recibim os, en pleno rostro, una bocanada de aire cautivo, denso y oscuro, que subía de una profundidad que nuestros ojos aún no podían m edir. — Aquí com ienza la escalera. Baja con cuidado. Am alia m e ayudaba a descender, m ostrando la distancia entre los escalones, señalando el lugar donde el pie tenía m ayor espacio para posarse, íbam os avanzando con lentitud, a causa de la oscuridad. Ya abajo Am alia prendió un cerillo y encendió las velas. Transcurrieron varios m inutos antes de que nos acostum bráram os a la penum bra. Era frío y húm edo el lugar adonde habíam os llegado. — ¿D ónde está M ario? Am alia alzó uno de los cirios y dirigió el haz de luz hasta un punto de la pared. Allí habían trabajado recientem ente los albañiles. La m ezcla que usan aún no acababa de secar. — Todavía no han escrito su nom bre. Falta el nom bre de M ario. Pero en las lápidas de m árm ol que cubren el resto de la pared están escritos otros nom bres: Rodulfo Argüello, Josefa, Estanislao, Abelardo, José D om ingo, M aría. Y fechas. Y oraciones. — Vám onos ya, niña, es tarde. Pero antes dejo aquí, junto a la tum ba de M ario, la llave del oratorio. Y antes suplico, a cada uno de los que duerm en bajo su lápida, que sean buenos con M ario. Q ue lo cuiden, que jueguen con él, que le ha gan com pañía. Porque ahora que ya conozco el sabor de la soledad no quiero que lo pruebe. XXIII AFU ERA brillaba un sol glacial y rem otísim o. Am alia y yo pasam os entre los grupos dispersos diciendo adiós. Adiós, doña Pastora, a quien ya no entregaré nunca las piedrecitas de Chactajal; adiós doña N ati, que cam ina en la oscuridad con zapatos nuevos; adiós, adiós don Jaim e. Allá lejos nos esperaba Com itán, coronado de ese aire am arillo que hacen, zum bando, el día y las abejas. Allá lejos las torres de alas plegadas, reposando; las casas con su tam año de palom a. Atravesam os por el barrio de los pobres. M e acuerdo que esta puerta es la del cuarto de la tullida. ¿Q uién vendrá a visitarla, ahora que m i m adre ya no viene? ¿Q uién le traerá su desayuno? En el barrio de San Sebastián viven gentes ricas — fabricantes de aguardiente, plateros, dueños de tiendas— , pero no se les considera de buenas fam ilias. Sus casas, encaladas de colores chillantes, rodean el parque. Y ellos m ism os cuidan de que los niños no arranquen las flores ni quiebren las ram as de los árbo les. Sentadas en una banca de fierro, Am alia y yo vem os venir a la señorita Silvina. Va m irando en torno suyo con desconfianza. Lleva, escondido bajo el chal de lana, un pliego de papel cartoncillo. — ¿Q ué hace usted por estos rum bos, señorita? ¿Y en día de fiesta? Se detiene confusa, com o si la hubiéram os sorpren dido com etiendo un delito. D eclara: — D esde que m e cerraron la escuela doy clases a dom icilio. M e apalabraron los de la fam ilia de don G olo Córdova. N inguno de ellos sabe leer. — Es una vergüenza que gentes así sean ahora las dueñas del dinero — sentencia Am alia. — ¿Y para qué es el papel cartoncillo? — pregunto yo, celosa de este privilegio que ahora otros van a disfrutar.

— Es... es por si se ofrece. N os despedim os de la señorita Silvina y echam os a andar. D ejam os atrás la som bra rum orosa de los fresnos, el escandaloso vuelo de los zanates. Tam baleándose, arrastrando en el suelo su guitarra, avanza hacia nosotros el tío D avid. Se inclina haciendo una cóm ica reverencia. Am alia lo observa desaprobatoriam ente. — ¿N o le da vergüenza, tío D avid? O fender así los sentim ientos de la gente. — ¿Y qué tengo yo que ver con la gente? Yo soy un hom bre solo. ¡Yo no tengo difuntos! Am alia m e arrastra para que nos apartem os rápidam ente de allí. Al pasar junto al Casino Fronterizo vem os, al través de los vidrios de la ventana, la figura del doctor M azariegos. Está sentado en un sillón, dorm itando. Ahora vam os por la calle principal. En la acera opuesta cam ina una india. Cuando la veo m e desprendo de la m ano de Am alia y corro hacia ella, con los brazos abiertos. ¡Es m i nana! ¡Es m i nana! Pero la india m e m ira correr, im pasible, y no hace un adem án de bienvenida. Cam ino lentam ente, m ás lenta m ente hasta detenerm e. D ejo caer los brazos, desalentada. N unca, aunque yo la encuentre, podré reconocer a m i nana. H ace tanto tiem po que nos separaron. Adem ás, todos los indios tienen la m ism a cara. XXIV CU AN D O llegué a la casa busqué un lápiz. Y con m i letra inhábil, torpe, fui escribiendo el nom bre de M ario. M ario, en los ladrillos del jardín. M ario en las paredes del corredor. M ario en las páginas de m is cuadernos. Porque M ario está lejos. Y yo quisiera pedirle perdón.