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Jacqui Marson La Trampa de la Amabilidad Aprende a decir no y libérate de las demandas excesivas de los demás URANO Ar

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Jacqui Marson

La Trampa de la Amabilidad Aprende a decir no y libérate de las demandas excesivas de los demás

URANO Argentina – Chile – Colombia – España Estados Unidos – México – Perú – Uruguay – Venezuela

Título original: The Curse of Lovely Editor original: Piatkus, Londres Traducción: Camila Batlles Vinn 1.ª edición Junio 2014

Copyright © 2013 by Jacqui Marson All Rights Reserved © 2014 de la traducción by Camila Batlles Vinn © 2014 by Ediciones Urano, S.A. Aribau, 142, pral. – 08036 Barcelona www.edicionesurano.com

Depósito Legal: B 11258-2014 ISBN EPUB: 978-84-9944-667-7 Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo público.

A la memoria de mi querida prima Debbie Marson (1957-2009), quien me animó a escribir.

Contenido Portadilla Créditos Dedicatoria Agradecimientos Introducción. ¿Qué es la Trampa de la Amabilidad? 1. Un día en la vida de una víctima de la Trampa de la Amabilidad 2. Cómo empieza todo: el niño adorable 3. Los distintos matices de la persona adorable: ¿a cuál perteneces tú? 4. Sintoniza con tu cuerpo: ¿qué te dice? 5. Descubre tus antiguas reglas y creencias 6. Porque yo lo valgo: ser adorables con nosotras mismas 7. Pule tus herramientas 8. Planta cara a tu factor miedo 9. Experimentos Conductuales Avanzados: atrévete a decepcionar 10. Prepárate para lo imprevisto 11. Adorable, cuando quiera serlo Referencias Otras obras de consulta

Agradecimientos Deseo dar las gracias a las siguientes personas: A mi talentosa madre, que me introdujo a la creatividad y el trabajo duro, y a mi jovial padre, probablemente la primera Trampa de la Amabilidad en mi vida. A la profesora Rachel Tribe, de la Universidad de East London, y a mis dos maravillosas supervisoras, la doctora Lynne Jordan y la doctora Grace McClurg, quienes creyeron en mí como psicoterapeuta y como ser humano. A Vagelis Dimitrious y al magnífico personal y terapeutas de Neal’s Yard Therapy Rooms, en Covent Garden, por permanecer al tanto de mi complicada agenda y apoyar mi consulta; a Anna Sternberg, Lotta Kitchen y Alex Segal, de mi grupo de supervisión paritario, y a Val Sampson, Melanie Chweyden, Laura Bond y Pia Sinha, por el inestimable apoyo, aliento, inspiración y reacciones que me proporcionaron. A Claudia Stumpfl, Rachel Harrison, Jules Williamson, Jacs Palmer, Orianna Fielding, Leanne Darcy, Nathalie Salaun, Kate Eadie, Hilary Lewis, Lisa O’Kelly, Evelyn Gavshon, Julie Kleeman, Sue Charkin, Laura Solomans, Sonia Scott, Caroline Lees y Helen Fletcher, por su infalible amistad, apoyo y aliento. A Helen Purvis y a todo el personal de Knight Ayton Management, por ser unos agentes fantásticos, y a Mary Bekhait de Limelight, por negociar el contrato; a Jana Sommerlad, por ayudarme a creer en el buen karma, y a mis editoras en Piatkus, Anne Lawrence y Jillian Stewart, por servir de modelos para «Adorable, cuando queramos serlo» con sus serenas,

lúcidas y claras comunicaciones. También a mi correctora de manuscritos, Anne Newman, por su paciencia y perseverancia. A las adorables señoras del café Delice en la Swiss Cottage Library, quines me ayudaron a escribir este libro durante los largos meses invernales con patatas asadas, tarta casera y cálidas sonrisas. Y a Steve, Mags, Lewis, Alex, Rachel, Helen, Tony, Louis y Felix por ser adorables… Por último deseo dar las gracias a mis increíbles hijos por su sentido del humor y su ayuda: a Jess por sacarme de apuros tecnológicos («no llores, mamá, he encontrado el archivo»), y a Tom por conectar con las ideas con generosidad y energía. Y a mi marido, Stewart, por abrazar las tareas domésticas, por su ojo de editor y su amor incondicional.

INTRODUCCIÓN

¿Qué es la Trampa de la Amabilidad?

P

oco después de mi cuarenta y cinco cumpleaños, ocurrió algo

que me ayudó a comprender que había caído en la Trampa de la Amabilidad, y que si no buscaba la forma de escapar de ella, terminaría por destruirme… Mi marido y yo habíamos asistido puntualmente a la fiesta del treinta cumpleaños de la hija de mi prima. Aunque se celebraba en la sala parroquial de una iglesia que distaba dos horas en coche de donde vivimos, yo estaba decidida a pasarlo bien, porque quiero mucho a estos familiares y me encanta un buen baile campesino, que era lo que habían organizado. Sobre las once de la noche, sin apenas haber probado una gota de alcohol, me lancé con entusiasmo a galope (el término técnico) entre dos hileras de participantes en el baile, pero al llegar al final de la hilera resbalé y me caí. Aterricé en el suelo con un sonoro impacto; no sé cómo describirlo —quizá fue un golpe seco, o quizás incluso un chasquido—, pero fue lo bastante fuerte como para arrancar exclamaciones de preocupación a los participantes, que me preguntaron ansiosos: «¿estás bien?». Yo, por

supuesto, me levanté enseguida del duro suelo y respondí alegremente: «estoy bien, no pasa nada, ¡sigamos bailando!» A continuación bailé los tres bailes siguientes, pese a sentir náuseas debido al golpe, y de regreso a casa conduje yo el coche, porque me tocaba a mí. Sentía unas fuertes punzadas en el brazo, que me dolía cada vez que cambiaba de marcha, pero supuse que a la mañana siguiente me sentiría mejor. Cuando me desperté tenía el brazo agarrotado y me dolía, pero no se me ocurrió ir a que me lo viera un médico. No quería hacer perder el tiempo al esforzado personal de urgencias del ambulatorio; por lo demás, de pequeña me habían enseñado a no montar el numerito para hacerme notar. Como eran las vacaciones escolares, durante los diez días siguientes me dediqué a llevar a los niños a las actividades que habíamos planeado, lo que incluía conducir más de trescientos kilómetros para ir visitar a una amiga en Somerset, donde navegamos por un lago en un bote de remos. Yo había dicho a mi amiga que tenía el brazo dolorido y magullado y ella me aconsejó que no remara, pero por alguna estúpida razón propia de una persona «adorable», insistí en que era justo que lo hiciera cuando llegara mi turno. Esto condujo a lo que considero una fotografía icónica que refleja lo disparatado de mis creencias y mi conducta. El pie de foto diría: Jacqui remando con el brazo fracturado (sin dejar de sonreír). Cuando por fin acudí a urgencias de mi ambulatorio local, lejos de reprocharme que les hiciera perder el tiempo, los médicos y enfermeras se mostraron extrañados de que alguien hubiera desoído los mensajes que le había enviado su cuerpo durante tanto tiempo. «¿Se hizo esto hace diez días?», me preguntaron perplejos una y otra vez, sin dejar de menear la cabeza. (Para tranquilizarte, te diré que no

fue una fractura que hiciera que el hueso sobresaliera de la piel; ni siquiera yo estoy tan desquiciada. Me había partido el radio en la articulación del codo.) Me pusieron un cabestrillo de color azul intenso, de modo que al menos tenía permiso para no utilizar ese brazo, ahora que todo el mundo podía ver que estaba oficialmente lesionada y no había montado el numerito para hacerme notar o fingir que me había hecho daño. Ahora podía soslayar el tener que pedir lo que necesitaba de forma clara y directa. En lugar de ello, mi precioso cabestrillo indicaba a la gente: ¡esta mujer se ha fracturado el brazo, ayudadla! Mi hijastra, una aliada de la familia que conoce bien la Trampa de la Amabilidad, me envió un mensaje de texto que decía: «Aléjate de la pira, Juana de Arco». Me pareció tan ingenioso como lúcido. Básicamente, comprendí que si seguía siendo una mártir y anteponiendo constantemente las necesidades de otros a las mías, podía ocurrirme algo mucho peor que fracturarme un brazo. Ese día, me puse en contacto con una terapeuta con la que hacía diez años que deseaba trabajar, y di mis primeros y vacilantes pasos para salir de la Trampa (y plantar las semillas de este libro). He aprendido mucho de las sesiones terapéuticas a las que me sometí, así como de trabajar con los clientes en mi consulta en Londres, muchos de los cuales han tenido la generosidad de permitirme compartir sus historias contigo en este libro. Ha sido un privilegio para mí que me permitieran adentrarme en sus vidas y sus problemas.

¿A QUIÉN VA DIRIGIDO ESTE LIBRO?

Las tres preguntas más frecuentes que me hacen sobre la forma de escapar de la Trampa de la Amabilidad son: 1. ¿Afecta sólo a personas dotadas de un atractivo especial (las cuales en principio no tienen nada de que preocuparse)? 2. No querrás que haya menos personas adorables en el mundo, ¿verdad? 3. ¿Es un problema exclusivo de las mujeres? En primer lugar, cuando me refiero a personas adorables, no me refiero a nada que tenga que ver con un aspecto más o menos atractivo. Se trata de personas extraordinariamente amables, que se comportan de forma tal que los demás suelen decir de ellas que son «un encanto». Para responder a la segunda pregunta, este libro no va dirigido a personas que quizá tengan que esforzarse en ser más amables en su día a día. Va dirigido a personas cuyo comportamiento consiste por defecto en mostrarse «adorables» (amables, compasivas, complacientes, etcétera), hasta el extremo de que se ha convertido en un problema para ellas. Si has llegado a un punto en tu vida en que te sientes atrapada por una falta de opciones en cuanto a tu forma de pensar, comunicarte o comportarte excepto de forma «adorable», este libro es para ti. En respuesta a la tercera pregunta, no, no es un problema exclusivo de las mujeres. Probablemente conoces a más de un hombre al que los demás consideran «adorable», y apuesto a que ello les causa tantos problemas como a las mujeres que han caído en la Trampa de la Amabilidad. Durante mis quince años de experiencia clínica como

psicoterapeuta colegiada, he visto a tantas mujeres como hombres cuyas vidas, relaciones, carreras y bienestar personal habían sufrido un deterioro debido a la convicción de que para ser apreciados, amados y aceptados debían ceñirse al tipo de conducta que creían que los demás aprobaban. Esta conducta puede comprender algunos o todos estos rasgos: mostrarse siempre cortés, agradable, servicial, encantador, divertido, hacer que los demás se sientan bien consigo mismos, no decepcionar nunca a nadie, no decir nunca no, evitar todo conflicto y anteponer las necesidades de los demás a los suyas propias. He decidido titular este libro La Trampa de la Amabilidad porque, en efecto, se trata de una paradoja: la mayoría de las personas desean que los demás las consideren un dechado de amabilidad, pero las personas a las que me refiero lo viven como una maldición que les echó una malvada bruja cuando nacieron. Se sienten atrapadas, asfixiadas y oprimidas por el peso de las expectativas de los demás y piensan que el cambio no es una opción para ellas. Las personas adorables creen que si expresan sus necesidades serán rechazadas y nadie las querrá, y en consecuencia reprimen la manifestación de muchas facetas importantes de su personalidad, en particular sentimientos como la ira y el resentimiento, que bullen en su interior. Los demás no se dan cuenta de ello porque siempre se muestran afables y sonrientes. Pero un buen día la persona adorable estalla y todo el mundo se queda pasmado. La persona adorable siente que los demás desaprueban esa conducta, lo cual contribuye a la negativa creencia de que su ira resulta inaceptable para los demás. Y así se perpetúa el ciclo (o la trampa). Este libro propone formas en que puedes empezar a salir, poco a poco, de la Trampa de la Amabilidad, liberarte de las expectativas

asfixiantes de los demás y vivir una vida más plena y satisfactoria.

CÓMO UTILIZAR ESTE LIBRO Siempre he pensado que conviene ir paso a paso, puesto que el éxito constituye una brillante experiencia que nos reafirma en nuestro empeño y nos estimula a seguir intentándolo. Pero puedes utilizar este libro de cualquier forma que te resulte útil. Alguien me dijo una vez en broma que, como ella era una perfeccionista y aspiraba a llegar muy alto, iría directamente al capítulo 9 para probar los Experimentos Conductuales Avanzados. Por supuesto, eso es magnífico si es lo que deseas hacer. No existen reglas. Pero te aconsejo que leas todo el libro para que descubras qué es lo más adecuado para ti; me encantaría que a todo el mundo se le ocurriera un nuevo pensamiento o probara una técnica nueva, pues ése es el modo en que más me he beneficiado de mis libros de autoayuda favoritos. Luego acudo a ellos una y otra vez, lo cual me procura una nueva percepción, idea o recurso. También puede resultarte útil apuntar en una libreta las ideas, los pensamientos y las percepciones útiles que se te ocurran mientras lees este libro. Pero, por supuesto, si eso no te atrae, no lo hagas. Es posible que mientras lees este libro desees comentar algunos de los temas incluidos en él con un buen amigo o un familiar, o ponerte en contacto con un psicoterapeuta para profundizar en este trabajo. Suerte, y recuerda que esto no es una competición olímpica de patinaje sobre hielo, y que nadie va a puntuar tu actuación. Aborda

esta experiencia con compasiva curiosidad, y confío en que te resulte agradable y divertida.

1 Un día en la vida de una víctima de la Trampa de la Amabilidad

E

chemos un vistazo a un hipotético día en la vida de una persona

que ha caído en la Trampa de la Amabilidad que te ayudará a saber si te identificas con esta idea. La persona adorable se despierta y, en un mundo ideal, desea prepararse un poco de té, escuchar la radio, ducharse, vestirse, desayunar, irse a trabajar o llevar a cabo sus actividades cotidianas. En un mundo absolutamente fantástico, esta persona quizá soñaría con entretenerse realizando todas o alguna de estas tareas: deleitarse preparando una tetera de su té favorito en hojas sueltas, relajarse en un baño de espuma perfumado, elegir con esmero la ropa que sabe que hará que se sienta satisfecha y segura de sí misma, seleccionar unos zapatos a juego pero cómodos… Pero de pronto una personita pequeña (o no tan pequeña) le pregunta «¿dónde está mi jersey azul?», mientras otra quiere saber por qué no queda leche en el frigorífico, su tía acaba de llamar para preguntarle si puede pasarse a ver a su abuela, que la pobre está muy sola, y una amiga le ha enviado un mensaje de texto expresando la acuciante necesidad de hablar con

ella porque hace veinticuatro horas que su novio no le devuelve las llamadas. A los pocos minutos de haberse despertado, no sólo todos los componentes de su fantasía resultan risibles, sino que la persona adorable ha empezado a dejar de lado sus necesidades básicas para ocuparse de las de los demás. Una mañana cualquiera sale de su casa sin haber desayunado, calzada con unos zapatos que le aprietan y con el pelo cubierto de champú seco, hambrienta, agobiada y con un aspecto un poco cutre, pero consolándose pensando que ha atendido a todos los demás para que se sientan felices y contentos. Ha evitado algún que otro arrebato de genio, gritos y malas caras en casa. Y, a un nivel emocional más profundo (y probablemente subconsciente), se siente segura y querida porque se ha ocupado de todos los demás. O, quizá, con la certeza de que no tendrá ningún problema porque no le ha fallado a nadie.

EL CAMBIO ES POSIBLE Como es natural, no todos somos igual de adorables. Hay diversos tipos de persona adorable que se manifestarán de modos distintos ante situaciones diferentes; pero el denominador común es que a menudo nos sentimos agobiados por las expectativas de los demás y no sabemos cómo comportarnos de otra forma. De hecho, la mera idea de hacerlo, por ejemplo negándonos a algo, nos aterroriza. Creamos expectativas, y luego, en cierto momento, nos sentimos atrapados por ellas; las habilidades que nos han servido para crear esa expectativa suelen ser radicalmente distintas a las que necesitamos

para cambiarla. Indira, a quien reencontraremos en el capítulo 6, me explicó que su familia la trataba como un establecimiento «abierto a todas horas», que tenía que dejarlo todo para abrir la puerta al fontanero cuando acudía a la vivienda de alquiler de un miembro de su familia, concertar una cita con el dentista para otro y ofrecer alojamiento, desayuno y el rostro del éxito a parientes que venían a visitarlos desde su país de origen. Siendo como era la única hija soltera, Indira preveía, con pavor, un futuro consistente en atender a sus padres o a uno de ellos, que estaban delicados de salud, mientras se sentía como «una hija mala e ingrata» por tener estos pensamientos y estaba aterrorizada porque no le quedaba tiempo ni energía para conocer a hombres que la salvaran de la suerte que le aguardaba por ser hija soltera. Como verás en este libro a través de las historias de otros clientes, no existe una respuesta fácil de la noche a la mañana. Nuestros patrones de pensamiento, emociones y conducta suelen permanecer fijos durante buena parte de nuestra vida y a menudo nos han sido muy útiles, hasta que un día dejan de serlo; el día en que podemos decir que dejan de ser nuestros amigos para convertirse en nuestros enemigos. La forma de cambiar es avanzando paso a paso, lentamente, sabiendo que se trata de una experiencia valiente y aterradora que queremos llevar a cabo para ayudarnos. Indira experimentó con la metáfora de que no quería seguir siendo un establecimiento abierto cada día a todas horas, sino que a ciertas horas podía cerrar, por ejemplo adoptando el horario de las tiendas que abren de siete de la mañana a once de la noche. Puede parecer un horario muy amplio, pero tratar de pasar al horario comercial habitual de nueve de la

mañana a cinco de la tarde resultaba un cambio demasiado radical tanto para Indira como para sus amigos y parientes. Como dice la psicoterapeuta de familia y escritora Harriet Lerner, si uno trata de cambiar demasiadas cosas con demasiada rapidez, la conducta de quienes le rodean gritará «¡vuelve a ser como antes!» y el ejercicio fracasará.

CÓMO FUNCIONA LA TRAMPA DE LA AMABILIDAD Volvamos a la anécdota de mi fractura de brazo (véase aquí) para ver qué nos dice acerca del funcionamiento de la Trampa de la Amabilidad, sobre cómo suele empezar y cómo se mantiene a lo largo de una vida. En esencia, todos tenemos numerosas capas de reglas a las que nos adherimos, lo que llamaríamos las «Reglas Personales» o «Reglas para Vivir». Durante nuestra vida aprendemos distintas reglas, que se ven reforzadas por distintos agentes sociales, desde padres y parientes a maestros y cuidadores, y más tarde, empleadores y agencias estatales, como la policía y el gobierno. Algunas están claramente consagradas por la ley, y si las incumples tienes que pagar por ello. Y algunas, como «no juegues con las cerillas» o «mira a ambos lados antes de cruzar la calle» nos las enseñan de pequeños para evitar que suframos percances. Pero las más complicadas suelen estar alojadas en nuestro subconsciente. Colocadas allí por nuestros padres o tutores cuando somos pequeños, esas reglas pueden ejercer un gran poder, y sin embargo rara vez las sacamos a la luz del día (esto es, a

nuestra realidad actual como adultos) para analizarlas y ver si queremos seguir viviendo de acuerdo con ellas; dicho de otro modo, si nos siguen siendo útiles a quienes somos ahora y a la forma en que queremos vivir nuestra vida. Si las analizáramos, quizá comprobaríamos que algunas (o muchas) de ellas se han quedado encalladas en una modalidad dicótoma de «todo o nada», han perdido toda flexibilidad y se han convertido en lo que Aaron Beck, creador de la Terapia Cognitivo Conductual (TCC), denomina «Reglas Rígidas Personales». Podemos reconocer una Regla Rígida Personal porque utiliza términos como «debería», «tengo que», «siempre», «nunca», etcétera. (examinaremos esto con más detalle en el capítulo 5). A lo largo de este libro he escrito «Reglas Rígidas Personales» en mayúsculas para que puedas identificarlas con facilidad. En el episodio de mi brazo fracturado, mi regla de NO MONTAR NUNCA EL NUMERITO era, de hecho, una Regla Rígida Personal. Era tan potente (pese a estar semioculta en mi subconsciente) que yo era capaz de desoír las señales de intenso dolor que me enviaba mi cuerpo e incluso hacer acopio de la suficiente energía para tranquilizar a los demás («¡estoy bien, no me pasa nada!»), sonreír, seguir bailando, no visitar al médico hasta al cabo de diez días y remar en un bote. Sin duda, esta regla hunde sus raíces en la infancia: si un niño se hace daño y rompe a llorar, su madre quizá le diga «no montes el numerito» (desaprobación), o bien, si el niño es capaz de quitar importancia al incidente y seguir como si nada hubiera ocurrido, elogiarlo por ser «un soldadito valiente» (aprobación). Como los perros de Pavlov que estaban «condicionados» para salivar cuando

oían el sonido de una campana que anunciaba la presencia de comida, incluso cuando no había comida, los niños pequeños pueden ser condicionados con relativa facilidad para que persistan en unas conductas que son recompensadas (mediante el elogio, la aprobación o unas estrellas doradas) y abandonar las que son censuradas, desaprobadas o castigadas. Durante los últimos años, la divulgación científica en los medios de comunicación —a través de todo tipo de instrumentos, desde programas de televisión como Supernanny a técnicas de formación y libros para ayudar a los padres a educar a sus hijos— ha enseñado a padres, maestros y cuidadores a recompensar las conductas deseables y pasar por alto las indeseables. Pero en mi época —y en muchas culturas actuales— a los niños a menudo se les ridiculizaba, avergonzaba o castigaba por lo que se consideraban hábitos y conductas indeseables.

Romper las reglas No pretendo culpar a mis padres ni a otros padres. Hicieron lo que consideraban más conveniente, que por lo general es una versión de cómo fueron criados ellos mismos, transmitiendo estas reglas que les fueron inculcadas de forma consciente o inconsciente. Algunos sistemas familiares «recompensan» ciertos rasgos y conductas, lo que significa que existen unas creencias —que pueden remontarse a varias generaciones— según las cuales algunas formas de ser y de comportarse son mejores que otras. En mi familia se recompensaba la «fortaleza». En esta jerarquía de conducta, cabe decir que uno de mis mejores momentos como niña apasionada por los caballos fue cuando, a los seis años, un poni juguetón me derribó en un extenso campo de paja recién cortada.

Uno de mis pies quedó enganchado en el estribo y durante al menos diez minutos el caballo me arrastró a través del campo cubierto de rastrojos, dejándome la espalda arañada y sangrando debido a las cañas cortadas. No recuerdo si lloré —seguro que lo hice—, pero sí recuerdo que monté de nuevo y regresé a casa a caballo, aunque debía de estar muy asustada. En mi familia esta anécdota es relatada con tácita aprobación como una especie de «acto heroico», de modo que, como es natural, yo lo interioricé como algo positivo sobre mí que debía cultivar (al tiempo que trataba de reprimir a la «débil» niñita que en tales situaciones rompía a llorar). Una idea importante en este punto es que, además de considerar los costes que ha tenido para nosotros interiorizar estas reglas, podemos retroceder un paso y ver qué hemos ganado con ellas. De modo que, por una parte, puedo decir: «fijaos en cómo enseñaron a esta pobre niña a desdeñar el dolor físico y mostrarse valiente a toda costa», pero, por otro, debo reconocer que gran parte de mi primera carrera como corresponsal de guerra en buena medida fue posible gracias a la educación que recibí. Yo era capaz de resistir el calor extremo del desierto, temperaturas bajo cero en el Ártico, no disponer de comida o agua, cargar con material pesado y sortear balas sin quejarme en ningún momento. Por lo general me mostraba risueña y «alegre» y me ocupaba de todas las personas que me rodeaban, bromeando y haciendo que todo el mundo se sintiera a gusto. Cuando somos simpáticos, amables y generosos y todo el mundo parece querernos, conviene reconocer que esto es algo que hemos conseguido gracias a nuestra manera de ser. Pero cuando el precio es demasiado alto —en términos de nuestro agotamiento, rencor, ira reprimida o falta de autoestima— debemos estar dispuestos a desprendernos de una parte de la vieja sensación de

seguridad que nos procuran estas ventajas. Esto, por supuesto, no es tan fácil como pueda parecer. Debemos aprender a hacer las cosas de otra forma que nos inspire confianza, antes de pensar siquiera en renunciar a algunos de nuestros antiguos hábitos que nos procuran esa sensación de seguridad, aun cuando sabemos el precio que nos cuestan. El papel de padre o madre parece intensificar cualquier tendencia que tengamos a una amabilidad excesiva que resulta problemática para nosotros mismos. Las cualidades nos conducen a la sensación de haber caído en una trampa, como la bondad, la abnegación, el cuidado de los demás y el afán de anteponer las necesidades de todo el mundo a las nuestras, y aparecen exaltadas en nuestra idealización contemporánea del padre perfecto y en especial de la madre perfecta. Muchas mujeres no sienten que su carácter adorable constituya una trampa hasta que llevan muchos años ejerciendo de madre y se dan cuenta de que lo que antes ofrecían con amor y generosidad los demás lo consideran ahora lo normal e incluso lo exigen.

LA JORNADA DE LA ABNEGADA SUSIE Susie tiene cuatro hijos en edades comprendidas entre los cinco y los trece años. Como consecuencia de la muerte de su padre, cuando Susie tenía ocho años, su madre crió a seis hijos sola mientras desempeñaba tres empleos, día y noche, para redondear los ingresos. De modo que la atención materna era escasa, y desde muy jóvenes los hijos tuvieron que aprender a ser autosuficientes. Aunque Susie admira mucho a su madre por su capacidad de trabajo, su

determinación y su espíritu de sacrificio, quiere dedicar a sus hijos toda la atención, cariño y apoyo que ella no tuvo en su infancia, de modo que ha decidido quedarse en casa para atender a su familia. Ésta, por supuesto, es una tarea que exige también trabajo duro, determinación y espíritu de sacrificio, aunque no suele reconocerse. A continuación describiré una jornada en la vida de Susie. Es extrema, pero en muchos aspectos típica. Susie se ha despertado a las seis de la mañana para pasear al perro, preparar el desayuno y los almuerzos de los niños antes de llevarlos al colegio y luego apresurarse para asistir a una reunión del comité escolar destinada a recaudar fondos. Al salir de la reunión empezó a sonar su móvil. Era un agente inmobiliario que le recordaba que al cabo de tres días los nuevos inquilinos se instalarían en el piso de su madre y le preguntaba si se había acordado de comprar unos armarios nuevos para éstos. Sintiéndose culpable por haberlo olvidado, Susie tomó su chaqueta y las llaves del coche y se dirigió de inmediato a Ikea, donde cargó el carrito con pesadas cajas de piezas para construir unos armarios y se colocó en una larga y lenta fila ante la caja registradora. Mientras hacía cola y reflexionaba sobre cómo cargar las pesadas cajas, y de dónde diantres sacar tiempo para montar los armarios, su móvil sonó de nuevo. Esta vez eran dos viejas y queridas amigas con las que había quedado para comer. Habían concertado la cita hacía ya unos meses porque las amigas vivían fuera de la ciudad y era la única fecha que tenían libre en sus apretadas agendas. «Recordaba que habíamos quedado, porque la víspera miré mi agenda y pensé que me hacía mucha ilusión volver a verlas. Pero debido a lo nerviosa que me puso la llamada del agente inmobiliario, lo había olvidado por completo», me dijo Susie más tarde durante una sesión en mi consulta.

El nerviosismo creció a medida que el día avanzaba y Susie trató de hacerlo todo y complacer a todo el mundo. Terminó acudiendo apresuradamente a la cita para almorzar con una hora de retraso, metiendo como pudo el coche en un pequeño espacio en el aparcamiento y, al hacer marcha atrás, chocó con un taxi aparcado. Durante el resto de esta apretada y angustiosa jornada, Susie siguió corriendo de un lado a otro, recogiendo a niños, entregando a niños, preparando la merienda y supervisando los deberes, hasta que tuvo que meterse en la cama, temblando y vomitando como consecuencia de lo que comprendió que era un estado de shock y agotamiento. «Yo misma tuve la culpa —dijo. Luego, sonrió con pesar y añadió—: Debí decir no». «¿Qué Reglas Rígidas Personales crees que dictaron las decisiones que tomaste?», le pregunté en tono compasivo, porque conozco a muchas mujeres que habrían hecho lo mismo, y juzgarnos a nosotras mismas con severidad incrementa nuestro desempoderamiento y autoflagelación y contribuye a socavar nuestra autoestima. Susie identificó como una regla clave para ella DEBO HACER SIEMPRE LO QUE ME ORDENEN LAS FIGURAS DE AUTORIDAD . Comprendía que esto provenía de su infancia, en la que su atribulada madre dirigía la casa como una campaña militar, y pobre del que se atreviera a cuestionar su autoridad. También señaló otra regla clásica de las personas adorables: DEBO AYUDAR SIEMPRE A LOS DEMÁS, PERO YO NO PUEDO PEDIR AYUDA. A menudo me digo a mí misma y a mis clientes: piensa en alguien a quien estimas y admiras y pregúntate qué haría esa persona ante esta situación. Susie tiene una amiga australiana, Kat, una persona muy sincera y asertiva. «¿Qué habría hecho Kat?», pregunté a Susie. Ella se rió y dijo: «Habría dicho a los

agentes inmobiliarios que me dejaran en paz, que se ocuparía del asunto cuando le conviniera, y habría ido a disfrutar del almuerzo con sus amigas. Y probablemente habría pedido a alguien que fuera a recoger a sus hijos para que ella pudiera gozar un rato más del almuerzo sin tener que marcharse a toda prisa. ¡Quizás incluso se habría tomado una copa de vino!»

¿CÓMO APRENDEMOS A DECIR NO? Para Indira y Susie, que se sentían oprimidas por las necesidades y expectativas de los demás, parece que lo más sencillo habría sido aprender a decir no más a menudo. Esto es lo que nos aconsejan tanto amigos como críticos. Sin embargo, conocemos este consejo tan bien que lo hemos interiorizado en lo que yo denomino «el afán de autoflagelarnos» (volveremos sobre esto en el capítulo 5). Observa que Susie sonrió con pesar y dijo: «Debí decir no». «¿En qué estás pensando? —le pregunté durante la sesión de terapia—. ¿Qué significa esa expresión en tu rostro?» Susie apenas era capaz de articular palabra. Por fin respondió en un tono apenas audible: «Supongo que me avergüenza ser incapaz de hacer valer mis derechos. Lo he convertido en una anécdota divertida, pero en realidad pienso: ¿por qué no puedo decir no? Soy una mujer inteligente. En cierta ocasión hice un cursillo de asertividad, de modo que conozco la teoría. Incluso ensayé la técnica en un juego de rol… Debería poder hacerlo. Pero no puedo. Y eso hace que me sienta una inútil total…», concluyó, fijando la vista en el suelo con tristeza.

Más adelante conoceremos los progresos que ha hecho Susie. Pero de momento, este ejemplo ilustra que, para la mayoría de lectores que se identifican con el concepto de la Trampa de la Amabilidad, probablemente el simple hecho de aprender nuevas habilidades no es suficiente. Es importante identificar también los sentimientos y pensamientos que están interrelacionados en nuestros patrones de conducta. Una forma sencilla de comprender esto es observar el diagrama que aparece más abajo, que muestra que nuestros pensamientos, sentimientos y conducta están estrechamente interconectados. Cada uno incide en el otro, de modo que, teóricamente, podemos modificar nuestro patrón modificando cualquier lado de este triángulo.

Con los años he llegado a comprender que no existe una regla para saber cuál es el mejor lado del triángulo sobre el que empezar a trabajar con clientes que desean modificar los patrones en los que se sienten atrapados. La terapia que yo practico es un proceso colaborativo en el que el cliente es el experto con respecto a su vida, y el terapeuta aporta sus conocimientos, su experiencia y una perspectiva distinta. Algunas personas desean comenzar enseguida a hacer algo distinto, mientras que otras prefieren examinar su pasado para ver qué fue lo que configuró determinados patrones. Por regla general, en ningún caso se trata de un proceso directo y lineal, sino que los clientes retroceden y avanzan a lo largo de su viaje de percepción, entendimiento y cambio, asimilando las percepciones que obtienen y cuestionando los viejos criterios, al tiempo que aprenden y ponen en práctica nuevas habilidades y formas de hacer las cosas.

RESUMEN Este capítulo presenta la idea de que no debes sentirte atrapada por las expectativas y comportarte siempre de forma amable y abnegada. Puedes escapar de este patrón. • Céntrate en realizar cambios pequeños y viables. • Piensa que tus pensamientos, sentimientos y conducta están interrelacionados, como muestra el diagrama (ver aquí). • Sé compasivo contigo mismo durante este viaje y comprende que en ocasiones tendrás que retroceder y otras avanzar.

2 Cómo empieza todo: el niño adorable

P

ese a lo que diga tu abuela, que siente debilidad por ti, nadie

nace siendo adorable. Quizá fueras un bebé que sonreía desde muy pequeño, un bebé sereno y satisfecho, o bien tenías unos ojos grandes y castaños, unas pestañas largas y oscuras y un espeso cabello que arrancaba exclamaciones de admiración a la gente que te contemplaba en tu cochecito. Pero el ser una persona «adorable», tal como lo describimos aquí, no tiene nada que ver con los atributos físicos que te haya conferido tu ADN. La Trampa de la Amabilidad constituye una serie de creencias y conductas que se han hecho problemáticas para ti y que deseas cambiar. Ahora bien, la buena noticia es que esas creencias y conductas son aprendidas. Por tanto, puesto que son aprendidas, puedes desaprenderlas; o para ser más precisos, volver a aprenderlas de forma que te resulten más útiles y no menoscaben tu salud, felicidad y bienestar.

EL COMPLEJO MUNDO DEL NIÑO

La mayoría nuestras creencias más profundas sobre quiénes somos y cómo debemos comportarnos se originan en la infancia, a menudo antes de que se haya desarrollado nuestra capacidad de pensamiento racional, por lo que tendemos a creer todo lo que nos dicen o experimentamos. Anoche, cuando regresaba a casa en autobús, observé fascinada a dos críos pequeños que iban sentados en sus cochecitos de paseo. El primero, una niña de unos dieciocho meses, mostraba una gran curiosidad por todo lo que le rodeaba, en particular los lazos de color rosa vivo de sus graciosas zapatillas deportivas. Estaba fascinada por ellos, y no cesaba de tocar la curva de los lazos y los remates duros de los extremos, explorando las diferencias de forma y textura, aprendiendo acerca de su mundo de forma experimental (como diría el maravilloso y compasivo doctor Christopher Green, el «Domador de Niños», tal como deben hacer los niños de corta edad). Su madre, quizá su niñera, parecía cautivada por la niña y le sonreía sin cesar emitiendo ruiditos para animarla a proseguir. De pronto, como era de prever, la niña consiguió deshacer primero un lazo y luego el otro. El siguiente paso consistió en quitarse una zapatilla. Una expresión de profundo asombro y alegría iluminó su carita mientras sostenía su trofeo entre sus dedos regordetes. La expresión de su rostro indicaba que no era una travesura, sino que estaba explorando, así que su madre/niñera lo interpretó de este modo y, con tono afectuoso y sereno, dijo: «¡Qué niña tan lista! Pero vamos a ponerte de nuevo la zapatilla porque tenemos que bajarnos del autobús». A continuación volvió a calzarle la zapatilla y le ató los cordones sin que sus movimientos denotaran enfado o estrés. «Sí, ya —dirán algunos atribulados padres entre vosotros—, ¡seguro que es la niñera! Estará deseando marcharse a las seis y disfrutar de una apacible

noche con su novio». Son unos pensamientos muy válidos a los que me referiré dentro de unos momentos. Después de que la mujer y la niña se bajaran del autobús subió a él otro crío acompañado por su madre o su cuidadora. Ésta mostraba una expresión neutra y parecía estar harta. Este niño era algo mayor que la primera niña —debía de tener entre dos y dos años y medio —, hablaba más y era más movido. La mujer le dio algo de comer, que sacó de un paquete y se lo dio a trocitos, pero sin apenas mirarle. Luego sacó una botellita del bolso y trató de acercársela a los labios, pero el niño la apartó con sus manitas al tiempo que gritaba «no» (la palabra favorita de un crío de dos años). La mujer se enojó por la reacción del niño y ambos se enzarzaron en una disputa, la mamá/niñera con gesto de enfado y quejándose en voz alta. Por fin, antes de que me apeara del autobús, oí a la mujer emitir una exclamación de rabia y murmurar en voz alta: «¡Estúpido! Dentro de un rato tendrás sed y tú te lo habrás buscado». Si lo que presencié es representativo de la experiencia cotidiana de esos dos niños (la cual puede ser o no cierto, pues sólo observé un momento en el tiempo), ¿cómo crees que se sentirán durante su infancia y adolescencia? ¿Qué crees que pensarán y sentirán con respecto a ellos mismos? A uno le han dicho que es estúpido, a la otra que es lista. En realidad, a esa edad, lo menos importante en la constante comunicación entre un adulto y un niño son las palabras; el niño de corta edad interpreta perfectamente el talante del adulto por su tono de voz y su lenguaje corporal. Las sonrisas y el tono afectuoso dicen: «¡Eres un cielo! ¡Estoy encantada contigo!»; la ira y el gesto estresado dicen: «¡Eres un trasto! ¡Haces que me enfade!»

PADRES QUE CUMPLEN DE FORMA ADECUADA Te ruego que no creas que pretendo criticar a nadie o que soy poco realista; sé muy bien que es imposible ser la madre/niñera perfecta en la anécdota que acabo de contar, o incluso en la mayoría de casos. Tengo dos hijos, una hijastra y dos nietastros. Me parece la tarea más difícil del mundo y la que quizás está menos valorada en nuestra sociedad actual. Pasé por una época espantosa cuando mis hijos eran pequeños, durante la cual me sentí muy sola, infravalorada y sin apoyo de nadie, y, por tanto, no me comporté como una madre cálida y afectuosa con ellos. Recuerdo haberme echado a llorar en ese mismo autobús, el 46, cuando una mujer mayor me reprochó que ocupara el asiento reservado para personas discapacitadas con un niño de corta edad a mis pies y un bebé en brazos. «Usted no está discapacitada —me espetó—, es joven y está sana». Y cuando me levanté para cederle mi asiento (debido a la Trampa de la Amabilidad, y encima le pedí perdón), rompí a llorar, murmurando, «¿y las madres?», y me bajé del autobús dos paradas antes de la mía, sintiéndome humillada mientras los demás pasajeros observaban la escena (aunque ninguno salió en mi defensa). Creo que luego le grité a mi hijo pequeño por alguna tontería sólo porque estaba furiosa y avergonzada. De modo que sé lo difícil que es ser la mamá perfecta. Y también sé que es mucho mejor tratar de comportarnos de forma humana y adecuada, pero teniendo presente que, sin ninguna duda, nuestras acciones tienen un efecto en nuestros hijos.

AMOR CONDICIONAL: YO SOY LO QUE DENOMINAN MI CONDUCTA Las investigaciones sobre el desarrollo del bebé llevadas a cabo desde la década de los cincuenta, dirigidas por pioneros como John Bowlby y el doctor D. W. Winnicott, han mostrado sistemáticamente un fuerte vínculo entre el trato que recibimos de pequeños y la forma en que se desarrolla nuestro sentido del yo. En pocas palabras, si nos tratan como seres dignos de ser amados, valiosos y admirables, crecemos sintiendo sobre todo que somos dignos de ser amados, valiosos y admirables. Nuestras creencias esenciales con respecto a nosotros mismos serán en gran parte positivas. El amor puede ser condicional o incondicional. Un «amor incondicional» significa que no conlleva condiciones, que eres amado pura y simplemente por cómo eres, mientras que el «amor condicional» supone ciertas condiciones: te amo cuando haces x, y o z, o cuando no haces a, b o c. Para un niño, es muy difícil distinguir entre quién es y qué hace. Si a una niña pequeña se le dice constantemente que es «mala» por arrebatarle el camión de juguete a su hermano menor, por tirar al gato de la cola o por sacarle la lengua a su abuela, empezará a creer que, en efecto, es mala. Si sólo recibe amor y afecto o elogios y atención cuando se comporta de determinada manera o hace determinadas cosas, crecerá pensando que únicamente es digna de cariño cuando se comporta de esa forma o hace esas cosas. El psicólogo Carl Rogers denominaba esta forma de criar a los hijos «las condiciones de la valía». No obstante, sería más útil decir a la niña

que es querida y valorada, pero que esas conductas no son aceptables, y pedirle por favor que no las repita en el futuro. Esta forma de educar (y enseñar) a un hijo marca una diferencia entre la conducta —lo que hacemos—, que puede ser aprendida y desaprendida, y quienes somos, que es mucho más difícil de modificar. Sin duda, la mayoría de personas que sufren por haber caído en la Trampa de la Amabilidad han desarrollado en la infancia algunas, o muchas, «condiciones de valía» que les han perjudicado.

MONIKA: LA BOMBILLA DE 1.000 VATIOS Monika, una mujer de treinta y nueve años, vino a verme porque se sentía aislada y ansiosa. Se consideraba incapaz de hacer amigos como otras personas, y pese a tener una buena relación con su pareja, su ansiedad social empezaba a provocar tensiones entre ellos, en particular cuando ella se negaba a frecuentar a los amigos y parientes de él. A primera vista, Monika no parecía ser una víctima de la Trampa de la Amabilidad, pero a medida que me hablaba comprendí que la principal razón por la que no podía mantener amistades era porque daba tanto de sí misma que resultaba agotador e insostenible. Era un hábito tan viejo y arraigado, que Monika no concebía comportarse de otra forma. «No puedo estar con alguien y no entregarme a esa persona —me explicó—. Sólo puedo comportarme como una bombilla de 1.000 vatios, que lo ilumina todo y levanta la moral de todo el mundo. No tengo gradaciones; tengo que darlo todo o evitar la situación».

Como muchas personas adorables, Monika no consideraba su energía un valioso recurso que podía elegir cómo, cuándo y a quién dárselo. Funcionaba conforme a una Regla Rígida Personal que le decía: SI ESTÁS CON CUALQUIER OTRA PERSONA DEBES DEDICARLE TODA TU ATENCIÓN Y ENERGÍA. Como en el caso de cualquier otra Regla Rígida Personal, yo quería ayudar a Monika a descubrir la amenaza de «o atente a las consecuencias» que estaba situada en el extremo de esa regla. «¿Y qué ocurriría si no fueras una bombilla de 1.000 vatios?», le pregunté. Al oír esta pregunta, Monika se tensó y me miró aterrorizada. Pese a ser muy locuaz, se quedó callada. «¿Qué temes?», insistí con delicadeza. Monika se echó a llorar. «La desaprobación. No soporto que alguien me mire con malos ojos. Incluso extraños. Soy muy sensible a cualquier cambio en el lenguaje corporal de alguien. Escudriño los rostros de la gente sin cesar y leo sus pensamiento; es agotador». Hablamos entonces sobre su infancia. Cuando Monika tenía tres años, su familia se trasladó a un pueblo muy aislado en pleno campo. Su padre era viajante y a menudo se ausentaba, y ella cree que su madre se sentía sola y desdichada. «Sólo había un autobús a la semana que nos llevaba a la población más cercana y a ella le encantaba ir de compras, por lo que supongo que se sentía muy aburrida y probablemente furiosa y frustrada. Llevábamos a mi hermano al colegio todas las mañanas, luego regresábamos a casa para pasar seis largas horas juntas. Yo era su pequeña asistenta en las tareas domésticas y recuerdo que mi madre se enfadaba mucho y me regañaba si hacía algo mal, como no quitar el polvo del aparador. Pero también lo pasábamos bien juntas cuando me ponía a cantar y a

bailar para entretenerla; ella sonreía feliz y decía que yo era su mejor amiga y que nadie conseguía tranquilizarla como yo». «¿Qué era lo que más temías —le pregunté—, la ira o la desaprobación de tu madre?» «Bueno, supongo que una cosa estaba tan relacionada con la otra que de niña no distinguía la diferencia. Sólo sabía que si no lograba que mi madre se sintiera feliz y contenta, podía enfurecerse y pegarme». «¿Crees que si alguien no te mira con buenos ojos podría enfurecerse y pegarte?», le pregunté. Monika me miró asombrada. «¡Por supuesto que no, eso es ridículo!» Luego adoptó una expresión meditabunda. «En realidad, quizá sí lo piense. Mi temor es tan intenso que debe de estar ligado a algo muy potente y dramático. Pero de adulta nunca me he atrevido a ponerlo a prueba, de modo que quizá hasta cierto punto siga pensándolo».

Ser adorable para sobrevivir Los niños no tienen un poder real para defenderse y luchar, para huir o pedir ayuda a otros. Tienen muy pocas opciones, y una de ellas es tratar de controlar su comportamiento, de modo que propicie la conducta que desean de las personas que cuidan de ellos. Así pues, ser adorables puede representar para ellos una cuestión de vida o muerte que les permite sobrevivir. En el caso de Monika, si conseguía complacer a su madre, o hacer que se sintiera satisfecha en lugar de furiosa o triste, evitaría el dolor y el sentimiento de intenso temor que lo precedía. Pero en su vida adulta sigue experimentando una reacción casi fóbica al menor atisbo de desaprobación en el rostro de cualquier persona —sobre todo mujeres—, porque su mente subconsciente vincula esta

expresión al temor de sentir un dolor físico o un dolor emocional ante el rechazo. Ninguno de los hechos que hacían que su madre se enfureciera y se comportara de modo imprevisible era culpa de Monika cuando era niña; ella no los causaba, ni podía remediarlos. Pero antes de cumplir los siete u ocho años nuestro cerebro en desarrollo tiene escasa capacidad para el pensamiento racional y hasta que llegamos a esa edad a menudo dependemos de lo que se llama «Pensamiento Mágico». Esto significa que creemos poder controlar el universo y la conducta de quienes nos rodean. Por eso, en este estadio de la vida los niños pequeños suelen mostrarse un tanto obsesivos (por ejemplo, «si no piso las líneas de la cera, los osos no me atraparán»), y hacen pactos con el universo para calmar sus ansiedades. Así es como pueden crearse unas Rígidas Reglas Personales como: SI SIEMPRE SOY BUENA Y ENCANTADORA (o cuidadosa o silenciosa o trabajo con ahínco, o cualquier tipo de conducta aceptable), MAMÁ (o papá o mi hermano mayor) ESTARÁ CONTENTA Y ME QUERRÁ (o no me gritará ni me castigará). Y la creencia adquiere fuerza porque a veces funciona. A veces hacemos lo que nos dicen y nos mostramos dulces, buenos y amables, y la persona que cuida de nosotros responde con afecto. Luego, como un diminuto adicto a las máquinas tragaperras, seguimos tratando de conseguir de nuevo el premio gordo, sin comprender que lo obtuvimos por casualidad y que no podemos controlarlo repitiendo la misma estrategia ganadora una y otra vez. Por supuesto, cuando no obtenemos el premio gordo y «conseguimos» la conducta deseada de la persona que cuida de nosotros, creemos que debemos intentarlo con más ahínco, y que es culpa nuestra si no obtenemos más a menudo el premio gordo.

Estos patrones de creencias y conducta, que cuando éramos pequeños tenían sentido y eran eficaces a la hora de ayudarnos a satisfacer nuestras necesidades, tienden a prolongarse, sin que los hayamos analizado ni puesto a prueba, incluso al llegar a la edad adulta, cuando resultan menos eficaces y a menudo son un inconveniente más que una ayuda. De modo que, en el caso de Monika, su estrategia de ser una compañía muy amena y entretenida resultaba razonablemente eficaz cuando era muy joven, y una de las pocas opciones que tenía para controlar los imprevisibles arrebatos de ira de su madre. Sin embargo, ahora esta estrategia hace que se sienta tan agotada que evita las reuniones sociales y se siente sola y sin amigos. Parte de mi trabajo con Monika consistía en hallar el modo de que pusiera a prueba sus creencias de forma segura, creando pequeños experimentos conductuales paso a paso para demostrarle que la desaprobación de los demás no desembocaría en episodios de violencia, incontrolables o insoportables (véase el capítulo 8 para conocer más detalles sobre éstos).

LAS PERSONAS ADORABLES QUE EVITAN LA IRA Y LAS QUE BUSCAN LA APROBACIÓN: ¿A QUÉ CATEGORÍA PERTENECES TÚ? Al igual que Monika, muchas personas adorables pertenecen a la categoría de Personas que Evitan la Ira: sentimos un temor desmesurado al conflicto, la desaprobación o la crítica. Por lo general (aunque no siempre) evitamos lo siguiente: quejarnos en un

restaurante, devolver un objeto que hemos comprado, expresar cualquier tipo de queja (aunque esté justificada), mostrar nuestro desacuerdo con alguien en un debate o una discusión, decir no a algo que nos solicitan o pedir a alguien que deje de hacer algo (o que empiece a hacerlo). Asimismo, tratamos de evitar el tipo de persona airada que hay en toda oficina, barrio y patio de recreo de una escuela, que pretende que nos unamos a su campaña contra la injusticia y firmemos su petición. Estas personas suelen provocarnos ansiedad con su mera presencia, incluso antes de que nos pidan algo a lo que no podemos negarnos. También la persona que busca la aprobación de los demás intenta evitar la ira. Según mi experiencia, la mayoría de personas que caen en la Trampa de la Amabilidad son una combinación de la que evita la ira y la que busca la aprobación, aunque en algunos casos una estrategia se manifiesta con más fuerza que la otra. Al igual que evitar la ira, la búsqueda de la aprobación puede adoptar muchas formas. A la cabeza de mi lista personal está el afán de aplacar, halagar y simpatizar con la persona airada y vociferante con la esperanza de que, si consigo caerle bien, dejará de estar enfadada (no necesariamente conmigo, pero el barómetro de la ira de la persona adorable suele ser tan sensible que es casi imposible establecer una diferencia). A continuación está el afán de obtener el elogio, el agradecimiento, la gratitud, «conseguir un sobresaliente» (sea lo que fuere que signifique eso para ti; más adelante veremos que para Samantha significaba tener la casa impecable y los peleles del bebé planchados), hacer buenas obras, no decir nunca no, procurar que todo el mundo te aprecie (o, en todo caso, no caer mal a nadie), ser complaciente, servicial, considerado, amable, educado y desinteresado. Quizá reconozcas alguno —o todos— de estos rasgos,

y tal vez tengas muchos más que añadir a la lista. Y, por supuesto, ninguna de estas conductas es nociva en sí misma. Sin embargo, sabemos que pueden ser perjudiciales para nosotros porque creemos que no podemos ser de otra forma y por tanto nos sentimos atrapados en ellas. Debemos aspirar a ser adorables sólo cuando queramos serlo. Si consigues obtener la aprobación de quienes tienen algún poder sobre ti (tu jefe, por ejemplo), o más probablemente cuando eres adulto, las personas a quienes subconscientemente has concedido poder (tu pareja, tu amigo, tus padres), sientes que todo va bien en el mundo. Te sientes momentáneamente tranquila, segura y bien contigo misma. Éste es el motivo de que las personas adorables suelan tener tendencias perfeccionistas. Tomemos el ejemplo de Monika (véase aquí): cuando conseguía realizar a la perfección todas las tareas que su madre le había encomendado, quizá lograba que ésta la elogiara, la mirara con afecto o la abrazara. Pero si su madre observaba el menor fallo, lo más probable es que le echara una bronca, la criticara, la castigara o no le hiciera caso.

Samantha: ¿quién puede darme ahora su aprobación? La vida se había hecho muy complicada para Samantha desde que tuvo su primer hijo a los treinta y cinco años. «Me siento un poco perdida porque no sé quién soy —me dijo, rompiendo a llorar—. Antes de que naciera Izzy, yo era muy trabajadora y ambiciosa, pero ahora me he vuelto más descuidada. Me preocupa lo que la gente piensa de mí, de mi carrera, de mi aspecto. Desde que he tenido al niño he ganado unos kilos y me preocupa que mi marido ya no me encuentre atractiva.»

El embarazo añade un tremendo estrés a la imagen que la mayoría de mujeres tienen de sí mismas. Por regla general, muchos de los rasgos de identidad —hacer bien su trabajo, sentirse satisfechas con su cuerpo, cultivar la amistad y la relación con su pareja, disponer de tiempo para realizar las cosas que hacen que se sientan bien— desaparecen, algunos para siempre, algunos durante poco tiempo y algunos son sustituidos por otras cosas, muchas de las cuales ni siquiera conocen aún. Samantha me contó que era hija única de unos padres que la adoraban, que le decían que era muy especial y que si se esforzaba podía conseguir lo que se propusiera. Era una apasionada del ballet y quería ser una bailarina de fama internacional, bailar el papel protagonista en El lago de los cisnes y ser aclamada por el público. «De los tres a los diecisiete años, practiqué ballet cuatro noches a las semana y los fines de semana también. Mi profesora era muy estricta. Me obligaba a esforzarme y no me prodigaba elogios; si sacaba buena nota en un examen de ballet, lo máximo que conseguía era que me mirase con una leve sonrisa, arqueando una ceja, y me advirtiese que el próximo examen sería mucho más difícil, de modo que debía seguir esforzándome». Durante nuestras sesiones, Samantha comprendió que estaba obsesionada por que la elogiaran, por convertirse en «la predilecta de la profesora» (de ballet) en cualquier situación. «Creo que mi ética del trabajo proviene de ser una bailarina. No puedo subestimar el papel que mi profesora de baile tuvo en mi necesidad de que los demás me presten atención. Mi último jefe estaba encantado conmigo porque yo era siempre quien abría la oficina por las mañanas y la cerraba por las noches. Trabajaba como una loca, pero lo hacía para conseguir su aprobación.»

¿Dónde buscas la aprobación? Muchas de nosotras reconoceremos en la historia de Samantha una versión de nuestra propia infancia. Cuando la aprobación escasea, el hecho de conseguirla puede convertirse en una adicción, así que la buscamos en quien tengamos a nuestro alcance, a veces de forma indiscriminada. El psicólogo pionero Carl Rogers escribió sobre el «locus de evaluación», que puede ser predominantemente interno o externo y en función de si juzgamos nosotros mismos nuestros actos, trabajo, logros y conducta (interno), o nos regimos por la forma en que los demás parecen valorarnos (externo). Por supuesto, varía según la situación y todos somos una mezcla de ambos. Pero eso no impide que seamos realistas. De modo que en el contexto de exámenes y calificaciones externas, por ejemplo, no consigues nada si tu locus de evaluación interno dice que eres una magnífica estudiante, mientras el locus de evaluación externo dice que tu certificado general de educación secundaria está lleno de suspensos. Hoy en día, nuestra cultura, altamente competitiva, comporta un gigantesco cúmulo de evaluación externa, ya sea en forma de una interminable serie de exámenes, ya sea con la valoración de las fotografías en Facebook. Sin embargo, si eres víctima de la Trampa de la Amabilidad, el locus externo será mucho más poderoso que tu locus interno. De hecho, muchos de mis clientes procuran evitar hacer cualquier juicio de valor, o evaluación, de sí mismos. Han cedido ese juicio de valor a otras personas, un hábito que suele comenzar en la infancia, cuando todo se basa más en lo que hacemos que en quiénes somos. Esto nos remite al concepto de amor condicional, donde tendemos a sentirnos

amados y valorados más por lo que hacemos que por quiénes somos.

CREENCIAS QUE SE FORMAN EN LOS SENSIBLES AÑOS DE LA ADOLESCENCIA El hecho de trabajar con numerosos clientes a lo largo de los años me ha demostrado que no sólo son las experiencias infantiles sobre el cariño y apego las que generan en nosotros unas creencias y conductas que en años posteriores nos perjudican; creo que lo que nos ocurre en los sensibles años del crecimiento y desarrollo puede tener también unos efectos potentes y duraderos.

Ella: Miedo a las chicas malas Durante la infancia y adolescencia de Ella, su padre trabajaba para una importante empresa multinacional y era destinado a diferentes países, donde permanecía algunos años. Ella había estudiado en diversos colegios, donde siempre se sentía como una chica nueva y a menudo no podía comunicarse en su lengua materna. Ella, que era inteligente y aprendía con rapidez, no recuerda que esto fuera particularmente problemático hasta que alcanzó la adolescencia. «En esa época estudiaba en un instituto estadounidense y era como la película Chicas malas. Había un grupito de chicas superguay que eran “lo más” y se portaban como unas arpías con cualquiera que, como yo, fuera un poco friki, no llevara la ropa adecuada y no les siguiera el juego. Se burlaban de mi pelo, de mi acento y de mi ignorancia con respecto a los chicos».

Ella se sentía sola y excluida e interiorizó el sambenito de «perdedora». «Los sábados por la noche siempre me quedaba en casa, mirando un estúpido programa de televisión con mis padres. El teléfono no sonaba nunca. Los lunes por la mañana todas comentaban la fiesta a la que habían asistido, quién se había ligado a quién, quién estaba enamorada de quién, y yo me quedaba al margen de lo que parecía ser un fascinante mundo repleto de chicos.» De adulta Ella se convirtió en una mujer muy dependiente de la aprobación de sus amigos y constantemente teme ser rechazada o excluida por ellos. Si se entera de un evento social al que no ha sido invitada, pasa días analizando qué ha podido decir y a quién, tratando de descifrar si ha podido ofender a alguien. Está obsesionada con encajar en su grupo de amistades, y aunque ahora puede comprarse ella misma la ropa y gastar dinero en lucir el corte de pelo que más le favorece, entiende que a menudo se siente ansiosa en un grupo de gente y siempre está atenta a lo que dice y a lo que hace para no meter la pata y despertar una atención negativa. «Me agota estar vigilándome a todas horas. No puedo comportarme nunca como soy en realidad, aunque ya ni siquiera sé quién soy. Y soy incapaz de negarme a lo que me pidan o a rechazar una invitación porque no quiero ofender a nadie.» Todo esto hace que Ella se sienta muy desdichada: «A veces creo que odio mi vida y sólo deseo trasladarme a algún lugar lejos de aquí para empezar de cero», me confesó un día. Muchas personas se sentirán identificadas con los sentimientos de Ella y su deseo de escapar. Más adelante volveremos a encontrarnos con Ella (véanse los capítulos 4 y 8) y sabremos si ha logrado conectar de nuevo con su auténtico yo, reforzar su locus de evaluación interno y depender menos de la aprobación de los demás.

La adolescencia es también una época clave en que formamos creencias y conductas sobre nuestro atractivo sexual: ¿Soy deseable? ¿Desean los chicos/chicas salir conmigo? ¿Qué debo hacer para ser deseable?

Sarah: la compañera de copas que cierra los bares Sarah, una mujer vivaz de treinta y seis años, vino a verme porque sentía que no sólo se estaba saboteando a sí misma en su incesante esfuerzo por perder peso y reducir su ingesta de alcohol, sino que estaba saboteando sus relaciones con los hombres debido a su temor de ser una incompetente. Todo indica que sus perjudiciales creencias se habían desarrollado más en su adolescencia que en su infancia. «Tuve una infancia feliz —me explicó Sarah—. Mi familia me procuraba una sensación de seguridad y era divertida. Éramos una familia de gente gorda y feliz, como en Delicia de mayo, así que mientras estuviéramos juntos, todo iba bien en el mundo.» (Sarah era una experta en mofarse de sí misma para anticiparse a cualquiera que pretendiera hacerlo, según me explicó más tarde). «Pero cuando llegué a la adolescencia, las cosas se hicieron mucho más complicadas para mí. Mi mejor amiga en el instituto era una belleza, lo cual no me ayudaba precisamente. Me acostumbré a ser su amiga la gordita. En cierto sentido, me obligó a convertirme en una persona simpática y divertida. Me consolaba pensando: “quizá no te sientas atraído por mí, pero seguro que piensas que soy una chica agradable”.» Durante nuestras sesiones, al recordar algunos de los dolorosos detalles de su adolescencia, Sarah tuvo una revelación sobre cuándo podían haberse iniciado sus creencias con respecto a la bebida. «Un

buen día, mi guapa amiga se echó un novio que era jugador de rugby. Yo solía acompañarla y conocía a todos los chicos que jugaban al rugby; creo que fue entonces cuando empecé a aficionarme a la bebida. Como no podía ser la chica bonita con la que les apeteciera salir, me convertí en la compañera con la podían tomarse unas copas y pasarlo bien. Sigo siendo la última en cerrar un bar. Con los jugadores de rugby era algo muy guay.» Además, Sarah tuvo la persistente experiencia, que socavaba su autoestima, de que los chicos le hicieran caso sólo para llegar a través de ella a su atractiva amiga, de modo que, cuando alguien se sentía realmente atraído por ella, Sarah solía no hacerle caso porque pensaba que no era cierto. Durante sus sesiones de terapia comprendió por primera vez que un chico que sabía que la consideraba una amiga, pero que Sarah no se atrevía a pensar que sintiese algo más por ella, probablemente se sentía tan atraído por ella como ella por él. Me escribía cartas y charlábamos por teléfono durante horas cada noche, pero desde un principio descarté la posibilidad de tener una relación romántica con él. Recuerdo que un día le llevé a una discoteca y en cierto momento, cuando le aparté de un empujón, vi en su rostro una expresión de perplejidad. Supongo que nunca creí que pudiera sentirse interesado en mí como su chica. Sarah se disgustó mucho al recordar este episodio, pero la ayudó a analizar sus creencias sobre ella misma y los hombres, y a comprender que las experiencias dolorosas que había tenido en la adolescencia limitaban su vida presente.

CLÁUSULA DE COMPASIÓN:

DESPRÉNDETE DEL SENTIMIENTO DE CULPA Es importante analizar y comprender dónde se originaron nuestras creencias y conductas perjudiciales de forma compasiva, aceptándonos a nosotros mismos en lugar de convertirnos en otra fuente de desaprobación, crítica y juicios de valor. Cuando reconozcamos estos patrones, podremos empezar a realizar cambios destinados a liberarnos de unas formas de pensar y de ser que ya no nos son útiles. En el Capítulo 6 veremos qué ocurrió cuando Sarah habló a su yo de quince años de forma compasiva y empoderadora. Asimismo, creo que es importante tratar de ampliar la curiosidad y comprensión compasivas a los adultos que a lo largo de nuestras vidas quizá contribuyeron a crear esos patrones. La mayoría de padres hacen lo que pueden, dadas sus circunstancias y la forma en que sus padres les trataron a ellos. Lo que mis clientes y yo descubrimos a menudo, tras hurgar con delicadeza en el pasado (véase capítulo 5), es que a menudo sus madres y/o padres se sentían agobiados y presionados por la responsabilidad de educar a niños pequeños. Es posible que tuvieran tres hijos menores de cinco años, poco dinero y no dispusieran de ninguna ayuda ni de pañales desechables. Estaban agotados, de mal humor y trataban a sus hijos con dureza. O es posible que estuvieran inmersos en un profundo dolor por haber sufrido una grave pérdida, quizá la muerte de su madre o su padre o un hijo nacido muerto y del que no hablaban nunca. O que el padre trabajara fuera o tuviera una aventura sentimental, y cuando estaba en casa se produjeran unas enconadas discusiones, peleas y tensión. O quizás un miembro de la familia

padecía una grave enfermedad o era drogadicto. Ninguno de esos hechos era culpa de sus hijos, puesto que ellos no los habían causado ni podían remediarlos. Conviene asimismo tener en cuenta que muchas de estas ideas trascendentales sobre el desarrollo emocional y psicológico de los niños no se han dado a conocer y han sido aceptadas hasta hace aproximadamente una década. La popularidad de programas de televisión como Supernanny, con su mensaje implícito de que ejercer de padre o madre equivale a un amor incondicional además de unos claros límites, ha tenido un gran influjo en la sociedad, pero las generaciones anteriores no lo conocían.

DIBUJA TU ÁRBOL GENEALÓGICO Llegados a este punto, puede ser interesante y útil que dibujes tu árbol genealógico. Esto puede ayudarte a pensar en cómo te criaron y empezar a identificar qué reglas personales y creencias te ha dado la educación que recibiste. Puedes empezar por tus abuelos y descender hasta llegar a ti. La pauta consiste en utilizar unos círculos para las mujeres, unos cuadrados para los varones, unir a las parejas mediante una línea y colocar a los niños en una hilera debajo de sus padres, pero sin preocuparte demasiado por el aspecto que pueda presentar el dibujo. En terapia lo llamamos un genograma, y la idea consiste en anotar cualquier información que pueda ayudarte a comprender los motivos por los que te has convertido en la persona que eres hoy en día; esto puede incluir hechos tales como un divorcio, un traslado,

una relación sentimental o una muerte inesperada. Puedes añadir también unas descripciones psicológicas sobre las personas (como criticona, dominante, amable, generosa, cualquier cosa que sepas o recuerdes sobre esa persona). Puedes hablar con algún familiar de confianza para averiguar más detalles. Si este proceso te provoca recuerdos dolorosos a los que te cuesta enfrentarte sola, puedes hablar con alguien de tu confianza o concertar una cita con un psicoterapeuta.

RESUMEN Éstas son las ideas esenciales que hemos examinado en este capítulo y que más adelante aprenderemos a poner en marcha. • Márcate el propósito de cumplir de forma adecuada. • Analiza las «condiciones de valía» y los orígenes y el valor de ciertas creencias y conductas. • Refuerza tu locus de evaluación interno. • Despréndete del sentimiento de culpa. • Dibuja tu árbol genealógico para ayudarte a identificar de dónde proceden tus reglas personales y creencias.

3 Los distintos matices de la persona adorable: ¿a cuál perteneces tú?

C

uando trabajaba como psicóloga en la prisión de Holloway (la

prisión para mujeres más grande de Europa, que alberga a más de cuatrocientas reclusas), una parte de mi trabajo consistía en dirigir un programa cuyo objetivo era potenciar la asertividad (lo cual divertía a mis amigos y colegas, puesto que éste era precisamente un aspecto clave de mi propio proceso de superación). La experiencia me enseñó una valiosa lección: que muy pocas personas son asertivas en todos los ámbitos de su vida. Todos tenemos al menos un punto débil, y, a la inversa, la mayoría tenemos al menos un área en la que conseguimos comunicarnos de forma clara y sosegada. Lo importante es que esto significa que una comunicación eficaz constituye una habilidad que podemos aprender (o aprender a transferir de nuestras áreas más fuertes), en lugar de algo con lo que algunas personas afortunadas nacen y otras no. En el grupo realizábamos un ejercicio llamado el Juego de la Línea, en el que se traza una línea imaginaria a través de la habitación y se colocan junto a ella etiquetas con los nombres de los personajes

del excelente libro sobre asertividad de Anne Dickson La mujer y sus derechos. En un extremo está Dulcie Felpudo, que responde de forma pasiva a distintas situaciones, y en el otro Agnes Agresiva, cuya respuesta consiste en soltar vituperios. Cerca de Agnes está Ivy Indirecta, que es lo que solemos denominar agresivo-pasiva, y en el centro de la línea —el lugar que todos aspiramos a ocupar— está Selma Asertiva. A continuación, yo describía una situación y todas nos movíamos hacia el punto junto a la línea que creíamos que encajaba mejor con nuestra respuesta a esa situación. Lo más fascinante era comprobar en qué éramos distintas y en qué nos parecíamos. Tomemos por ejemplo la primera situación, que consistía en devolver un artículo defectuoso a la tienda. Yo me colocaba en el lugar ocupado por Dulcie Felpudo, puesto que era una situación que temía y evitaba. Las otras mujeres se burlaban de mí en tono amistoso, diciendo «eres una cobardica», mientras se apresuraban hacia el lugar ocupado por Agnes Agresiva («¡diles que les den…!»). Pero en otra situación, como mantener la posición frente a una pareja que te critica y socava tu autoestima, yo me acercaba al lugar asertivo mientras algunas mujeres permanecían junto al lugar ocupado por Dulcie Felpudo, alegando que esta situación era mucho más difícil para ellas. Cuando llegaba el momento de responder a un conductor que hace un adelantamiento indebido y se coloca delante de tu coche, todas nos situábamos en el lugar de Agnes Agresiva y decíamos que en la privacidad de nuestro coche nos sentíamos seguras y capaces de gritar y proferir palabrotas, e incluso de hacer algún gesto grosero con la mano. He enseñado también una versión del Juego de la Línea a grupos de directivos de empresa (utilizando juguetes de peluche en lugar de

nombres femeninos para describir los distintos estilos de comunicación, como por ejemplo Perro Felpudo y Caimán Agresivo). Buena parte de esos ejecutivos (en su mayoría hombres) tenían una larga experiencia profesional y se sentían muy seguros en el papel que desempeñaban en sus trabajos; algunos tenían centenares de personas a su cargo y tomaban importantes decisiones a lo largo del día. No obstante, eran incapaces de negarse a la insistente demanda de uno de sus hijos de que le comprara otra bolsa de golosinas o a las exigencias poco razonables de su pareja. Nuestras respuestas en una determinada relación o situación tienen que ver con nuestra seguridad en nosotros mismos, la cual a su vez depende de nuestras creencias, emociones y conductas relacionadas con ese papel, relación o situación.

¿EN QUÉ ASPECTOS TE SIENTES SEGURO O SEGURA DE TI? Pocas personas son capaces de comunicarse con calma y claridad en todos los ámbitos de la vida; probablemente, todos tenemos un área vulnerable ligada a la Trampa de la Amabilidad. A continuación describiré algunas experiencias de mis clientes para ayudarte a identificar en ti los aspectos que deseas cambiar.

Kirsty, la madre adorable Kirsty reconoció que fue madre con ciertas reticencias. Cuando supo que estaba embarazada experimentó sentimientos encontrados. Le

ilusionaba la nueva aventura, pero los recuerdos de su infancia no eran felices y le aterrorizaba ser como su madre, que era una mujer irascible, inestable y maltratadora. Su padre se ausentaba con frecuencia, pues viajaba debido a su trabajo, y Kirsty suponía que su madre, sola con tres niños de corta edad, se había sentido agobiada e infeliz. «No me gusta como persona; a menudo la odio —me dijo Kirsty—. Sólo la llamo por teléfono o voy a verla cuando no tengo más remedio, por un sentimiento de culpa o de deber o porque mi padre me presiona para que lo haga.» Los sentimientos positivos sobre su embarazo se centraban en su esperanza de redención, en la experiencia sanadora de ser una madre radicalmente distinta a la suya. «Creo que todo lo que hago como madre es para que mi hijo no sienta por mí lo que yo sentía por mi madre. No quiero que dentro de treinta años tenga que consultar a un psicoterapeuta y se ponga a despotricar contra mí. Quiero que me aprecie y me quiera, y que le guste estar conmigo.» Max, el hijo de Kirsty, tenía tres años cuando ella vino a mi consulta. Se sentía completamente agobiada y extenuada por su vida. En un intento de ofrecer a Max su amor pleno e incondicional, era prácticamente incapaz de establecer ningún tipo de límites. Como no soportaba oírle llorar, cada noche lo acunaba en sus brazos para que se durmiera y, si el niño se despertaba durante la noche, lo acostaba en el lecho conyugal, por lo que Kirsty empezó a sufrir cada vez más por falta de sueño. Jugaba con él todo el día y organizaba el horario familiar en función de las necesidades y deseos del niño. Me explicó la gota que colmó el vaso de su paciencia y la trajo por fin a mi consulta: «Cada vez que vamos al supermercado, le compro un deuvedé del expositor que está cerca de la caja. Sé que no debí empezar a hacerlo,

porque, como es natural, he creado en él la expectativa de que siempre obtendrá un deuvedé. Si le digo “no, hoy no, ya tenemos suficientes deuvedés”, se pone a llorar y, si no cedo enseguida, coge una rabieta tremenda, gritando, chillando y haciendo que toda la gente me mire, y sé que piensan: ¡qué madre tan mala! Sin embargo, Kirsty se refería a una ocasión en concreto en que no llevaba bastante dinero para comprar un deuvedé, de modo que tuvo que llevarse a Max a rastras, pensando que había herido sus sentimientos tan profundamente que el niño quedaría traumatizado para el resto de su vida. Lo que es peor, durante su rabieta el niño gritó: «¡Te odio, mamá, te odio!» «No soporto ver su dolor y su sufrimiento —me dijo Kirsty llorando—. Y saber que yo he sido la causante me resulta insoportable. Pero no puedo seguir así. Me está destrozando la vida y estoy resentida con él, aunque al mismo tiempo me siento culpable por haberme vuelto como mi madre. El niño me odia.» Paradójicamente, Kirsty había creado el escenario que más temía. No todas las madres adorables son como Kirsty, pero es un patrón muy común en las madres (y en muchos padres). Advertirás que, como suele ocurrir en el caso de muchas personas adorables, las palabras o temas clave aquí son culpabilidad, resentimiento y haber creado unas expectativas que no pueden frustrarse (sin provocar una intensa ira, lo cual les resulta insoportable). Con frecuencia, la maternidad se alimenta de ciertos ideales culturales sobre la femineidad y puede exacerbar cualquier tendencia que ya tuviésemos con respecto al autosacrificio o el martirio. Escribe Susan Faludi en Reacción: la guerra no declarada contra la mujer moderna: «Las muestras de deferencia y martirio son los

signos tradicionales de la cultura del honor femenino, los cuales se considera que proporcionan a las mujeres aprobación social y amor». Una de mis clientas, una mujer de carrera que a la sazón estaba en avanzado estado de gestación, me escribió después de su primera sesión de terapia: «Estaba convencida de que para ser madre tenía que relegar mis propias necesidades al último lugar, o de lo contrario sería una mala madre. Gracias por explicarme que si no cuido de mí misma y busco la forma de “llenar mi depósito” con combustible, no podré dar nada que le sea útil a mi hijo. ¡Siento renovadas esperanzas!»

Amanda, la pareja adorable Amanda creía haber encontrado el verdadero amor a los cuarenta y cinco años y se sentía eufórica. Su primer novio formal le había destrozado el corazón, y aunque había salido con muchos hombres y había tenido varios romances y relaciones sentimentales breves, desde la ruptura no se fiaba de los hombres. «Los hombres siempre tienen todos los triunfos en la mano — dijo Amanda, explicándome por qué había decidido acudir a mi consulta—. En realidad, nunca sabes lo que piensan y siempre tienen un mecanismo de seguridad preparado. Pero quiero que esto sea diferente.» Amanda había conocido a Simon y quería someterse al tipo de terapia que promete la felicidad eterna que vemos en las películas. Y como todos sabemos, la vida no es tan sencilla. Simon tenía a sus espaldas un amargo divorcio que le había dejado traumatizado y frágil, y un hijo adolescente que pasaba con él los fines de semana en una pequeña población a varios centenares de kilómetros de donde

residía Amanda. Pero ella se había embarcado en esa relación con increíble generosidad de espíritu, invirtiendo en ella dinero, tiempo y energía. Había aprendido a jugar a Call of Duty en el ordenador para disparar contra alienígenas virtuales en un intento de aproximarse al hijo, que no simpatizaba con ella, soportando que éste dejara siempre el baño hecho un caos, sorteando las toallas mojadas diseminadas por el suelo en busca de una seca que pudiera utilizar, y tirando a la basura sin protestar las cajas vacías de pizza que el chico dejaba en la cocina. Amanda hacía todo lo que creía que debía hacer la novia perfecta (cocinar, limpiar, planchar), aunque Simon no le había pedido que hiciera nada de eso. Cada fin de semana soportaba el largo trayecto en tren para visitarlo, y empezaba a odiar los inevitables autobuses que sustituían al tren los domingos por la tarde y la falta de tiempo los fines de semana para atender sus asuntos personales. Simon y ella hablaban cada noche dos horas por teléfono; Amanda comprendía el complicado trabajo y los problemas familiares de Simon, pero minimizaba sus propios problemas y contrariedades. De pronto la salud de Amanda empezó a resentirse. Sufría unos dolores de estómago que la habían obligado a visitar a su médico, y temía que padeciera cáncer de estómago. «¿Recuerdas cuándo comenzaron esos dolores de estómago? —le pregunté—. ¿Estaban relacionados con algo?» Amanda reflexionó unos momentos. «Acababa de bajarme del tren en la estación donde vive Simon…», respondió. «¿Recuerdas qué sentiste en esos momentos?», pregunté. «Estaba cabreada. Tenía la impresión de haber tragado demasiado…» «¿En tu estómago?» «¡Sí! ¡Cielo santo, ésa es la causa de mi dolor de estómago! De hecho, también lo he sentido en la garganta. ¡No estoy enferma, estoy llena de resentimiento!»

Juntas diseñamos un Barómetro del Resentimiento: ¿Qué me indica? ¿Qué necesito? ¿Qué me impide pedirlo? ¿Qué temo? Amanda identificó el temor de perder a su amante: «Si le pido lo que necesito, dejará de quererme», dijo. Descubrió otra Regla Rígida Personal: NO DEBO MONTAR EL NUMERITO, NO DEBO CONVERTIRME EN UN ENGORRO. Esto marcó el comienzo de la percepción y el entendimiento para Amanda, pero como todos sabemos, el cambio es con mucho la parte más lenta y difícil. Volveremos a encontrarnos con ella en el capítulo 4. La pareja adorable no se encuentra sólo en la fase del cortejo, durante la cual solemos mostrar nuestra faceta más favorable con el fin de conquistar y retener al chico o a la chica. Quizá te reconozcas en tu matrimonio o relación estable como la parte que da demasiado, que se muestra más conciliadora o reconforta emocionalmente a su pareja. Pero crees que es demasiado expuesto, demasiado arriesgado y peligroso manifestar estas cosas e identificar y pedir lo que realmente deseas, que puede ser de carácter práctico («necesito que me ayudes con la colada») o emocional, lo cual resulta aún más angustioso («necesito que me des más amor y estés más pendiente de mí»). Esto se aplica tanto a hombres como a mujeres, a parejas gay y a heterosexuales. A menudo las personas adorables se sienten atraídas subconscientemente por individuos que no tienen problemas con las áreas que a ellas les resultan conflictivas (Harville Hendrix ofrece una explicación muy clara sobre este fenómeno en su libro Conseguir el amor de su vida: una guía práctica para parejas). Por ejemplo, es

frecuente que las personas adorables nos embarquemos en una relación con alguien que se siente cómodo con su ira y la de los demás, mientras que nosotras delegamos en ellos la tarea de la comunicación asertiva en la relación (decir no a otros, conseguir que nos devuelvan el dinero por un objeto defectuoso que hemos comprado, enfrentarse al contratista, etcétera). Sin embargo, este reparto de papeles —en el que nuestra pareja se encarga de las confrontaciones, mientras que nosotras nos reservamos el rol de la persona adorable— puede ser contraproducente, pues hace que nos sintamos intimidadas, atrapadas y resentidas.

Hamish, el hombre adorable He incluido aquí el caso de Hamish para demostrar que la Trampa de la Amabilidad no afecta sólo a las mujeres. Como he mencionado antes, tengo varios clientes varones que han respondido con entusiasmo a ese concepto y se sienten tan atrapados por las expectativas de los demás como las mujeres superamables que se esfuerzan por expresar las facetas de su personalidad que suelen reprimir. Cuando la recepcionista que concertó la cita con él exclamó «parece un hombre encantador», tuve la impresión de que Hamish tenía este problema. Cuando alguien describe a una persona como «encantadora», se despiertan mis sospechas. Me pregunto qué precio deben pagar para que les adjudiquen ese calificativo. No tardé en averiguar el precio que había pagado Hamish. Tenía una sonrisa encantadora y carismática, y de inmediato se mostró simpático y cordial, bromeando para hacerme reír. Trabajaba en IT y ayudaba a todo aquel que tuviera algún problema con el ordenador,

aunque ése no era en realidad su cometido. ¡Todo el mundo adoraba a Hamish! Pero debajo de su exterior risueño y complaciente, Hamish estaba lleno de resentimiento: «Me siento increíblemente atrapado en todos los aspectos de mi vida —me confesó—. Todo el mundo cree que soy un tipo superguay, y en parte lo soy y me gusta esa parte de mí. Pero también tengo un lado oscuro que bulle en mi interior, mofándose de mí y de quienes me rodean». Hamish se esforzaba sin cesar en mantener lo que consideraba su lado oscuro e inaceptable oculto a los demás, lo cual le suponía un esfuerzo tremendo, una estrategia que nunca tiene un resultado cien por cien eficaz. «De vez en cuando, algo que parece trivial hace que estalle, y entonces los demás retroceden espantados, estupefactos y decepcionados. No me pongo a vociferar y a gritar, sino que irradio una ira fría como el hielo o les lanzo unos dardos sarcásticos y crueles.» «¿Qué ocurre entonces?», le pregunté. «Bueno, me siento tan avergonzado que procuro mostrarme más amable aún que de costumbre para contrarrestar mi arrebato de furia.» Suelo pedir a mis clientes que hagan un dibujo de las cualidades que creen que proyectan a otras personas y otro con aquello que ocultan o reprimen en su interior (puedes hacer este ejercicio ver aquí). Cuando Hamish hizo el dibujo trazó unos rayos de luz de santidad alrededor de su cuerpo y escribió junto a ellos: «No sé decir no», «me ocupo de todo el mundo», «mantengo todos los platos girando». Dibujó unos oscuros remolinos dentro del dibujo de su cuerpo y escribió: «Mi padre». Su padre había abandonado a su esposa y a sus dos hijos de corta edad cuando Hamish tenía cuatro años. «Es un hombre frío y cruel —dijo Hamish—. Y me aterroriza pensar que soy como él.» «Los dos somos muy tercos», concluyó con una risa amarga.

El patrón adorable de Hamish también le causaba problemas con su mujer. Al esforzarse en no ser como su padre, negaba gran parte de su faceta masculina; se mostraba superamable y en sintonía con su lado femenino, pero reprimía tantas cosas que su esposa decía que le ocultaba algo y le acusaba de tener aventuras extraconyugales (en especial porque había visto que todas las chicas que trabajaban con él respondían con entusiasmo a su carácter adorable, lo cual alimentaba sus sospechas). De modo que la tarea de Hamish consistía en ver cómo podía hacer encajar los dos lados de su personalidad. ¿Era capaz de conservar los suficientes rasgos del «tipo encantador» que tanto a él como a los demás complacía, dejando al mismo tiempo que asomara una parte de su lado «oscuro» a fin de evitar que éste estallara? En el capítulo 4 descubriremos si lo consiguió.

Jessica, la colega adorable Cuando Jessica vino a verme por primera vez se mostró muy interesada en la idea de la Trampa de la Amabilidad. «¡Soy yo!», exclamó. Sentía que no tenía una vida fuera de un empleo sin porvenir al que dedicaba muchas horas extraordinarias que no le pagaban, realizando el trabajo de dos personas pero sin recibir ningún reconocimiento ni ayuda e, inevitablemente, sintiéndose muy estresada. Quería perder peso, hacer amistades, resolver los problemas de su relación sentimental y gozar de todo lo que la ciudad podía ofrecer, pero al acabar su jornada laboral se sentía agotada, deprimida y desmoralizada. «Nada me va bien. Me siento como una niña de cinco años que espera que alguien le diga lo que debe hacer con su vida.» Y rompió a llorar bajito pero con un

desconsuelo desgarrador. Los cinco años fue una edad clave para Jessica. Sus padres se habían separado cuando ella tenía un año, y su madre la había llevado a vivir con sus padres (los abuelos maternos de Jessica), para que cuidaran de ella mientras su madre trabajaba para mantener a la familia. Se recordaba a los cinco años como una niña muy buena que se esforzaba en conseguir la aprobación de su abuelo, que era muy estricto. Él era quien se ocupaba de ella a la salida del colegio. Era un hombre de mucho genio que sostenía que a los niños se les debía ver pero no oír, pero mientras Jessica acatara las normas, hiciera lo que le mandaban, trabajara con ahínco y no rechistara, se sentía segura. Sin embargo, veinticinco años más tarde Jessica sigue viviendo su vida regida por las Reglas Rígidas Personales de cuando tenía cinco. Esas mismas reglas que habían sido muy eficaces para obtener lo que deseaba, ahora hacen que se sienta desgraciada, explotada e impotente, pues hace lo que le mandan, trabaja con ahínco y no protesta. «Necesito aprender a defender mis derechos, decir no a todo el trabajo extra que cargan sobre mí y marcharme a casa a la hora de cerrar.» Jessica esbozó una sonrisa encantadora y añadió: «¡Pero eso es tan poco probable como que consiga enfundarme unos vaqueros de la talla treinta y seis!» Juntas trazamos un dibujo de cómo creía Jessica que los demás la veían, y hablamos sobre la idea de tratar de ser tan sólo un uno por ciento menos complaciente. ¿En qué podía traducirse eso?, le pregunté. ¿Se le ocurría algo que pudiera hacer mañana que representara ese uno por ciento? «Por ejemplo, decir no a un colega que te pide que le ayudes a crear una hoja de cálculo». Jessica me miró preocupada y meneó la cabeza. «¿Qué temes? —le pregunté—. ¿Te sugiere eso alguna imagen?» «¡Temo que si me muestro siquiera

un uno por ciento menos complaciente, me convertiré en una niña de cinco años que tiene rabietas y que mi abuelo me echará de casa a los cinco minutos!» Esos son los temores y las imágenes que hacen que muchos de nosotros permanezcamos atrapados durante décadas en una conducta y unas reglas rígidas. Hasta que nos atrevamos a experimentar haciendo algo distinto, no lograremos liberarnos de esa trampa. Jessica continuó con sus sesiones de terapia durante seis meses y realizó experimentos muy valientes, sobrepasando con mucho el uno por ciento que yo había sugerido al principio. En los capítulos 7 y 8 comprobaremos cómo lo consiguió.

Liz, la amiga adorable Liz, una mujer de cuarenta y cinco años, se desplazó centenares de kilómetros para someterse a una sesión de psicoterapia de dos horas. Al sentarse suspiró y dijo: «Mientras venía en el tren se me ocurrió que esta sesión es mi versión de acudir a un spa. No recuerdo la última vez que hice algo sólo para mí». Desde su divorcio, hacía cinco años, Liz dijo sentirse «oprimida por la responsabilidad». Trabajaba muy duro como directora general de un centro de arte, se afanaba en apoyar a sus dos hijos adolescentes tanto emocional como económicamente y frecuentaba un amplio círculo de amistades. «Nunca me ha sido de mi agrado disgustar o decepcionar a nadie, pero he llegado a un punto en que me siento agobiada por mis responsabilidades y ya no sé lo que quiero ni lo que siento en realidad.» Le dije que cuando había mencionado la idea de dedicar tiempo a

sí misma parecía casi una colegiala traviesa, y le pregunté en qué estaba pensando. Liz sonrió tímidamente y respondió: «Pienso en quién me va a regañar». Juntas llegamos a la conclusión de que uno de los motivos por los que le costaba decir no a algo y fijarse unos límites razonables (en particular con sus amigos) era una vinculación infantil entre hacer lo que deseas y que no te quiera nadie, un mensaje que provenía de su severo padre. «Hace tres años me dijo: “siempre me arrepentí de haber permitido que asistieras a esa universidad, porque regresaste con el pelo de color rosa y tu propio criterio”. Quise replicarle “no es motivo para tenerme manía que viva mi vida como considero oportuno”». El legado de esto era la creencia de que para que la estimen tiene que hacer lo que quieran los demás, y unas Reglas Rígidas Personales que incluían NO DEBO DECEPCIONAR NUNCA A NADIE. Pregunté a Liz si era capaz de emprender un experimento dirigido a decepcionar a sus amigos. Empezando por algo insignificante, ¿había algún acto social al que no quisiera acudir que pudiera cancelar y comprobar el resultado? Dijo que había accedido a asistir esa noche a un evento organizado por una amiga para apoyarla, pero que prefería relajarse con un baño de espuma y acostarse temprano. Me prometió cancelarlo y comprobar cómo se sentía. También accedió a escribir un diario en el que anotar este y otros experimentos conductuales. En el capítulo 9 veremos qué tal le fue. Muchas personas adorables se esfuerzan en decir no y fijar unos límites con parientes, vecinos, colegas y amigos. Pero al acceder a

asistir a los actos que éstos organizan, responder a sus llamadas telefónicas a horas intempestivas o estar siempre disponibles para hacerles de paño de lágrimas, a menudo anteponen las necesidades de los demás a las suyas sin pensar que tienen derecho a decir no.

Los profesionales adorables Como sabemos, las personas adorables tienen tendencia a pensar en términos de «todo o nada»: si no soy algo al cien por cien, entonces soy todo lo contrario (algo negativo). Con frecuencia esto se traduce en que si no soy del todo compasiva, dando a los demás lo que desean, entonces soy una persona mezquina, egoísta, mala (puedes añadir la palabra negativa que creas que encaja contigo). Esto puede conducir a un estado de profundo estrés y lo que se denomina «fatiga de la compasión», conocido también como estrés traumático secundario. Si crees que te limitas a ser una buena persona cuando tratas de ayudar a los necesitados del mundo y accedes a las demandas y deseos de todos, acabarás sintiéndote agobiada, resentida y estresada. Supongo que muchas de las personas que leerán este libro ejercen profesiones humanitarias, porque creo que es una vocación natural de muchas personas adorables. Pero como en el caso de la polilla que se siente atraída por la llama, es una luz intensa que acaba «quemando» a muchas personas buenas y solidarias. Quizá te reconozcas en algunos o todos los casos descritos hasta ahora, pero lo importante es recordar que las creencias y conductas que los sustentan son aprendidas y, por tanto, puedes reaprenderlas de forma que potencien tu salud y tu bienestar. Más adelante examinaremos las formas de liberarte de la Trampa

de la Amabilidad para que vuelvas a conectar con tus necesidades, pero primero te aconsejo dedicar unos momentos al siguiente ejercicio para que descubras tus matices de persona adorable.

Ejercicio ilustrado de la Trampa de la Amabilidad Éste es el ejercicio que pedí a Hamish y a Jessica que realizaran. Suelo pedírselo a mis clientes cuando empezamos a trabajar juntos. Es divertido, por lo que alivia un poco la sensación de agobio y de estar «atascado» que sienten algunas personas. En la página contigua he incluido mi propio dibujo para ayudarte a crear el tuyo. En un diario, si escribes uno, o en un papel, dibuja una sencilla figura que te represente. Conviene que luzca un vestido triangular, para que dispongas de suficiente espacio para escribir en él, pero bastará un simple «palo» con brazos y piernas y un círculo para la cabeza. Yo siempre dibujo una amplia sonrisa en la cara, porque las personas adorables suelen sonreír mucho. Otro detalle divertido es dibujar el cabello con unos garabatos.

A continuación traza unas líneas que partan de la cabeza y el cuerpo —como esas imágenes religiosas de la Virgen o de los santos —, dejando suficiente espacio para escribir junto a ellas. Puedes

dibujar también unas flechas sobre ellas (apuntando hacia fuera de «ti»), que representan las formas en que transmites energía a otras personas y al mundo. El siguiente paso consiste en escribir unas palabras o frases sobre estas líneas o flechas que reflejen lo que sientes que transmites, o irradias, a los demás. Pueden ser unas conductas: por ejemplo, siempre risueña, siempre dispuesta a escuchar, a dedicar tiempo a todo el mundo, nunca dices no, haces reír a los demás, eres amena y divertida… La lista es interminable, pero muy personal para ti. O pueden ser unas reglas personales que comunicas a otros, como por ejemplo: estoy «abierta» las veinticuatro horas del día, siempre antepondré a mi pareja, nunca negaré nada a mis hijos. Escribe las ideas con bastante rapidez, sin pensar demasiado en el ejercicio. Éstas son las partes de ti que te complace que los demás vean y que a menudo son cosas muy positivas, pero que pueden hacer que te sientas agotada y estresada. Ahora piensa en lo que no expresas con facilidad (o nunca) a los demás. ¿Qué es lo que reprimes, que no expresas, que bulle en tu interior? Dentro del dibujo que te representa a ti (dentro del vestido triangular, si has dibujado uno) escribe algunas ideas de lo que crees que se agita en tu interior. ¿Es ira? ¿Tristeza? ¿Resentimiento? ¿Y yo qué? Escribe unas pocas cosas, las que te parezcan más potentes. Ahora mira el dibujo. De momento no tienes que hacer nada más, pero esto te procurará una poderosa percepción visual de tu matiz personal referente a la Trampa de la Amabilidad, teniendo presente que todas las personas difieren con respecto a las situaciones y relaciones en las se sienten capaces de comunicar de forma asertiva.

RESUMEN En este capítulo hemos averiguado algo más sobre lo que significa para nosotros la Trampa de la Amabilidad y, en consecuencia, en qué punto nos hallamos: • ¿Qué lugar ocuparías en el Juego de la Línea? Piensa en qué tipo de relaciones y situaciones te sientes más —y menos— segura. • Comprueba tu Barómetro del Resentimiento. • Evita pensar en términos de «todo o nada». • Haz el ejercicio ilustrativo para obtener una representación visual de tu matiz referente a la Trampa de la Amabilidad.

4 Sintoniza con tu cuerpo: ¿qué te dice?

P

iensa en el capítulo anterior y en el ejercicio ilustrativo que

acabas de hacer, o que sólo has imaginado hacer. ¿Qué has escrito dentro de la figura? ¿Qué emociones reprimes? (Las respuestas más frecuentes son: ira, resentimiento, mezquindad, desinterés, egoísmo, temor, crueldad, furia…) Has sintonizado contigo misma lo suficiente para saber lo que ocultas al mundo y reprimes en tu interior, lo que se agita detrás de la fachada. Tu próximo reto consiste en sintonizar de forma regular con tu cuerpo para empezar a identificar cuándo y cómo se manifiestan tus sentimientos físicamente y qué relación tiene eso con lo que piensas (pensamientos) y lo que haces (conducta). Cuando menciono por primera vez esto a mis clientes, nadie comprende muy bien a qué me refiero, el concepto les parece demasiado vago. Pero yo tenía el convencimiento, empezando por mi propia experiencia, de que la Trampa de la Amabilidad en parte consiste en que no prestamos atención a los mensajes que recibimos constantemente de nuestro cuerpo, y si podemos empezar a captar

esos mensajes, podremos empezar a salir de esa trampa. Inicialmente los oímos, pero no les prestamos atención; con el tiempo eso se convierte en un hábito tan arraigado que ni siquiera los oímos, o nos parecen unas voces espectrales que susurran en el viento. En este capítulo quiero que te acostumbres a escuchar a tu cuerpo y prestar atención a lo que te dice. Tu verdad, por decirlo así. No espero que, por ahora, trates de cambiar nada; pero si lees los capítulos siguientes con la mente abierta habrás empezado a prepararte, en la medida de lo posible, para hacer algo distinto.

SINTONIZA CON TU CUERPO Tomemos el ejemplo con el que abrí el libro: mi brazo roto. En los diez días que pasaron entre mi caída durante el baile campesino hasta que finalmente acudí al hospital para que me hicieran una radiografía, recibí un montón de mensajes de mi cuerpo. Primero fue el dolor, intenso cuando movía mucho el brazo pero por lo general un dolor sordo y pulsante. A veces sentía leves náuseas, pero no sabía por qué. Mis noches eran muy agitadas porque no conseguía encontrar una postura cómoda en la cama, o bien, cuando lo lograba, me despertaba el dolor al intentar volverme estando dormida. De modo que la falta de sueño hacía que estuviera de mal humor. Pero no escuché lo que ninguno de esos mensajes trataban de decirme alto y claro. Ciertamente, es un ejemplo extremo, pero creo que todos estamos recibiendo continuamente información importante de nuestro cuerpo, buena parte de la cual pasamos por alto o ni siquiera

oímos. Es como una radio que emitiera en una frecuencia poco nítida para que nuestros receptores la capten. Muchos de mis clientes viven sus vidas del cuello para arriba, a menudo de una forma increíblemente analítica, inteligente y lúcida, pero que no captan lo que su cuerpo les indica. ¿Respiras en estos momentos con normalidad? Sí, ya sé que sí. Detente un momento para prestar atención a la forma en que respiras. ¿Estás sentada ante tu mesa, trabajando ante tu ordenador? Hace poco leí que, de modo inconsciente, muchos de nosotros contenemos la respiración o respiramos poco profundamente, mientras respondemos a nuestros correos electrónicos. ¿Respiras a la altura del pecho o del estómago, que se expande y contrae cuando respiras? ¿Contienes, siquiera un poco, la respiración? Ahora examina brevemente el resto de tu cuerpo, empezando por los dedos de los pies y ascendiendo mentalmente hasta la parte superior de tu cabeza. ¿Qué has logrado identificar? ¿Dónde sientes calor, frescor, rigidez, molestias? ¿Tienes hambre, sed, sientes dolor, tienes que ir al baño o ganas de respirar aire puro? ¿Qué mensaje te está enviando tu cuerpo en estos momentos que desoyes o no le prestas atención? Empezar a atender estos mensajes es uno de los medios que nos permiten recuperar nuestra capacidad de elección y bienestar. En el capítulo 10 encontrarás un ejercicio de respiración, pero de momento basta con que te familiarices con lo que tu cuerpo trata de decirte.

Jessica y la necesidad de hacer pis Jessica, la colega adorable que quería ser más asertiva en el trabajo y en la vida (ver aquí), comprendió a qué me refería cuando dije que

debía escuchar lo que le decía su cuerpo: «¿Es como cuando estás con un grupo de gente y tienes que ir al lavabo, pero no te atreves a decir nada ni a levantarte porque no quieres interrumpir la conversación o llamar la atención?» «Es un gran ejemplo —respondí —. ¿Es lo que tú haces?» Me miró asombrada y luego abochornada. «Creo que lo hago a menudo; es lo que suelo hacer.» Seamos sinceros, ¿cuántos de vosotros estáis asintiendo con la cabeza? Desde que tuve esa conversación con Jessica, he hecho esa pregunta a muchas personas y es fascinante comprobar que buena parte de ellas confiesan que a menudo ignoran el mensaje que les envía su cuerpo de que tienen que ir al lavabo, en particular cuando están con otras personas. También confiesan que a veces —o con frecuencia— desoyen los mensajes de su cuerpo diciéndoles que están sedientos, hambrientos, cansados y estresados. Tal vez te preguntes qué importancia tiene esto. Quizá conozcas ya la idea de «escuchar a tu cuerpo» en un contexto médico o cuando haces ejercicio. A menudo, un instructor de yoga o un preparador físico te habrá dicho que escuches a tu cuerpo, para no caer en el agotamiento y lesionarte un músculo o ligamento. Pero el hecho de sintonizar con tus sensaciones corporales también puede ayudarte a sintonizar con tus emociones y a identificarlas. Todo el mundo se esfuerza en reconocer y poner nombre a sus sentimientos; por lo general no es algo que nos enseñen a hacer en la escuela o en casa. Pero tienen una base profundamente física (de ahí la raíz latina sentire, oír), y si puedes empezar a identificar la sensación física, también podrás poner nombre a la emoción. Esto a su vez te ayudará a explorar lo que las emociones significan y de qué forma están ligadas a tus pensamientos y a tu conducta.

Posiblemente, una de las emociones más fáciles de identificar es la ansiedad. Es una respuesta de temor a una amenaza percibida en el entorno, aunque esa «amenaza» percibida sea en realidad un pensamiento (por ejemplo, un recuerdo) en nuestra mente. Está regida por nuestra primitiva respuesta de lucha, huida o inmovilidad (la reacción fisiológica del cuerpo cuando detecta una amenaza). Así es cómo Monika identificó que su ansiedad estaba vinculada a sus pensamientos y a su conducta.

SINTONIZA CON TU CUERPO Escucha los mensajes que te envía tu cuerpo varias veces al día. Una buena idea es pegar un punto adhesivo coloreado en los objetos que utilizas con frecuencia, por ejemplo la cafetera, el ordenador o el espejo del baño. Luego, cada vez que veas uno, respira profundamente y céntrate en tu cuerpo. ¿Sientes tensión, dolor, opresión? ¿Dónde sientes calor,

frío, sequedad, picor? ¿Qué notas, y tiene eso algo que ver con alguna emoción que puedas identificar? Es una información que te será muy útil cuando empieces a ser consciente de las cosas que ocurren en tu cuerpo y que hasta ahora habías ignorado. Monika siente el temor Monika, la bombilla de 1.000 vatios (véase aquí), tuvo que ausentarse durante una semana para seguir un cursillo residencial relacionado con su trabajo. Llegó muy ilusionada a la imponente mansión en el campo. ¡Sería maravilloso pasar una semana fuera de casa sin tener que preparar comidas! La primera noche se sentó en el espacioso comedor, donde participó en la conversación y disfrutó de la deliciosa comida casera. Se sintió un poco rara y se detuvo un momento para prestar atención a su cuerpo. Notó que el corazón le latía aceleradamente y tenía la boca seca. También reparó en que había bebido un vaso de agua tras otro, sirviéndose una y otra vez de la jarra que había en la mesa. Por la noche, cuando se acostó, Monika reflexionó sobre su conducta. En casa casi nunca bebía agua mientras comía, y menos cinco o seis vasos. De repente evocó una imagen con toda nitidez. Estaba sentada a

la mesa en su casa, con su madre, su padre y su hermano. Se servía agua con tanta frecuencia que su padre bromeó con la idea de instalar una manguera conectada directamente a la mesa para ella. Su madre torció el gesto y se levantó para volver a llenar la jarra, pese a que Monika insistió en que podía hacerlo ella. Fue un momento muy tenso. Su madre se enfadaba a menudo con su padre. Estaba amargada y resentida porque tenía mucho trabajo atendiendo a su familia mientras su marido se limitaba a hacer bromas, de las que Monika, su ojito derecho, se reía a carcajadas, lo cual enojaba aún más a su madre. Monika, atrapada entre uno y otro, recordó que llenaba su vaso una y otra vez, y comprendió entonces que lo hacía como un modo de librarse de la ansiedad. De pronto lo comprendió con meridiana claridad: el hecho de estar sentada a la mesa, entre extraños, había hecho que su subconsciente se remontara a la tensión que se producía en su casa a la hora de las comidas. Se había sentido ansiosa en la mesa y había reaccionado bebiendo mucha agua, riendo a carcajadas de las bromas de los demás y gesticulando de forma exagerada, lo cual recordaba haber hecho de niña (a menudo derribando algún objeto en la mesa, lo cual no hacía sino incrementar la tensión y la ansiedad). Monika decidió no realizar ningún cambio drástico, sino seguir sintonizando con su cuerpo y acordarse de respirar más lentamente cuando sentía que el corazón se aceleraba. Comprendió que su reacción era muy similar a lo que solía hacer cuando estaba en una reunión con mucha gente. El temor a percibir el menor signo de desaprobación o tensión activaba su bombilla de 1.000 vatios y los nervios la inducían a reírse y gesticular mucho, irradiando una gran energía antes de que pudiera darse cuenta de lo que había ocurrido.

Las manifestaciones físicas de ansiedad son primas hermanas de las de la ira. Yoda, el sabio de La guerra de las galaxias, no se equivocaba al decir que «el temor se convierte en ira».

Hamish siente la ira Hamish, el hombre adorable (véase aquí), sentía una creciente irritación al comprobar que su esposa dejaba siempre el cazo vacío en la encimera de la cocina, sin fregar. Durante meses él mismo había fregado con diligencia y sin protestar el cazo, esforzándose por eliminar con el estropajo los grumos duros y resecos pegados en su interior. Hamish iba acumulando ira y resentimiento, emociones que no expresaba, pero si no las reconocía no podía empezar a pensar en las opciones que tenía para modificar su conducta. Así, por ejemplo, cuando su esposa sugirió que vieran MasterChef en la televisión, reaccionó con inusitada virulencia. «¡No comprendo cómo te gusta ese programa tan estúpido y aburrido!», exclamó ante el asombro de su esposa. O bien soltaba improperios contra otros conductores mientras se dirigía en coche al trabajo. (Curiosamente, he constatado que para desahogar su ira reprimida las personas adorables suelen utilizar este método, que es seguro y anónimo hasta que alguien las obliga a detener el coche y se acerca para encarase con ellas.) Cada semana yo recomendaba a Hamish que tomara nota de lo que ocurría dentro de su cuerpo en diversos momentos del día. A menudo le preguntaba durante la sesión: «¿Qué sientes ahora en tu cuerpo, en este momento? ¿Dónde está localizado?» Esto le resultaba muy difícil, como para muchos de nosotros, sobre todo si nos han inculcado la creencia de que algunas emociones potentes (o todas)

son malas y perjudiciales y en consecuencia aprendimos a ocultarlas en nuestro interior (a «reprimirlas»), hasta que dejemos de reparar en ellas. Pero por supuesto siguen allí, y acaban aflorando o afectando a nuestro cuerpo de una forma u otra. Una semana Hamish acudió a su sesión de terapia y anunció que había tenido una revelación. «Tuve una discusión con mi mujer — me dijo—, y sentí en mi cuerpo una descarga de adrenalina.» «Esto es genial —dije (por supuesto, no me refería al hecho de discutir)—. Te felicito por haberte dado cuenta. ¿Qué sensación te produjo la descarga de adrenalina? ¿Qué ocurrió?» «Bueno, me puse muy nervioso, y cuando miré mis manos vi que temblaban un poco. Sólo deseaba salir corriendo de la habitación antes de que pudiera decir algo ofensivo, pero mi esposa no dejaba de hacerme preguntas. Pensé “si abro la boca, se acabó; no podré dar marcha atrás”. Pero mi mujer se marchó indignada antes de que lo hiciera yo, llorando y gritando que yo era un cabrón sin sentimientos y que mi rostro parecía una máscara impenetrable.» A medida que Hamish empezó a sintonizar más a menudo con su cuerpo, atendiendo a lo que ocurría en su interior, sintió curiosidad por averiguar de qué forma las sensaciones mejoraban o empeoraban en función de los pensamientos ligados a ellas. Cuando se juzgaba con dureza con pensamientos como: «¡Te estás volviendo como papá! Eres frío y malvado. María se dará cuenta y te abandonará», el estrés se hacía insoportable y se quedaba paralizado («como un conejo entre la hierba»). Esto hacía que María se enojara más al sentir que él se distanciaba emocionalmente de ella. Pero cuando Hamish logró decirse con calma a sí mismo —y, por fin, a su esposa— que temía volverse como su padre, ella se esforzó por tranquilizarlo, lo cual les unió más.

En el próximo capítulo examinaremos detenidamente los efectos de nuestros pensamientos (en particular nuestro diálogo interno crítico) sobre nuestras emociones y nuestra conducta.

NOTAS SOBRE LA IRA Al saber que estaba escribiendo este libro, una amiga me envió el siguiente correo electrónico: «¿Podrías abordar el temor que sentimos ante la fuerza de nuestra ira…? Me asusta el poder de mi ira y el efecto que tiene sobre otras personas…, lo cual conduce, invariablemente, a un “postarrebato”, una especie de conmoción ante mi capacidad de “estallar de esa forma”, seguido por una profunda consternación por los efectos que ha tenido mi “explosión de ira”». Como mencioné con anterioridad, un patrón clásico de las personas adorables es suprimir cualquier sentimiento de ira por miedo a tener problemas con los demás. Pero esto, en última instancia, es una situación insostenible y la ira acaba aflorando de forma incontrolada, atemorizándonos a nosotros y a los demás y causándonos una conmoción. El Barómetro del Resentimiento emocional que Amanda diseñó para utilizarlo con su pareja y su hijo (véase aquí) podemos utilizarlo todos nosotros. Nos ofrece la oportunidad de identificar sentimientos situados en el extremo moderado del espectro de la ira (por ejemplo, contrariedad, decepción, dolor) y reconocer las opciones que tenemos de hacer algo distinto antes de que los sentimientos se intensifiquen y den paso a una furia y estallido de ira desproporcionado, tal como hemos

descrito más arriba. La persona puede llegar a sentirse tan traumatizada por su insólito estallido de ira que se esfuerza en evitar que vuelva a producirse, ocultando también sus sentimientos de ira a todo el mundo, inclusive a sí misma (como hacía Hamish). Por tanto, adquiere escasa o nula experiencia en cuanto al modo de enfrentarse a personas, situaciones y conversaciones difíciles. Debemos practicar a fin de comprender que tenemos las habilidades para gestionar esas situaciones y que nuestras predicciones catastrofistas no suelen cumplirse (véanse los capítulos 7 y 8 referentes a las habilidades y los experimentos conductuales). Una de mis clientas me ofreció una metáfora más visual de su ira, describiéndola como el relleno caliente de una manzana que se cuece en el horno bajo una deliciosa cubierta de chocolate. Tenía que controlar el calor del relleno para evitar que saliera y se derramara sobre la cubierta y estropeara el postre. Hacía lo que fuera necesario, como sacar la manzana del horno (esto es, alejarse ella de la fuente de «calor»/irritación) o decir algo, con calma, a la fuente de su irritación.

¿QUÉ ES LO QUE NO DICES? El siguiente paso para Hamish consistió en empezar a prestar atención a lo que no decía a su esposa o a las personas con las que trabajaba que también le hacían sentirse enojado. Los rasgos que «suprimimos», como yo lo denomino, en nosotros constituyen una información muy útil que es preciso investigar, examinando los pensamientos —en especial las viejas reglas y creencias— que

propician nuestras reacciones emocionales y nuestra conducta. Trata de registrar lo que te esfuerzas en no decir a las personas en tu vida. Puedes limitarte a observar ese monólogo en tu cabeza o tratar de anotarlo, por ejemplo, en tu diario antes de acostarte. El hecho de escribirlo tiende a potenciar nuestras percepciones, pero haz lo que creas más conveniente. Aquí tienes unos ejemplos de clientes que observaron y exploraron lo que suprimían.

Ella suprime su auténtico yo Debido a su traumática experiencia de sentirse ridiculizada, rechazada y excluida durante la adolescencia (véase aquí), la amistad ejercía una poderosa influencia en la vida de Ella. Realizaba un esfuerzo sobrehumano por mantener un amplio círculo de amistades, pero siempre estaba obsesionada con la idea de que, a sus espaldas, la gente la criticara y la excluyera de algunos eventos sociales. «No soy la mejor amiga de nadie —decía suspirando—. En las bodas y bautizos, nunca me piden que sea la dama de honor o la madrina; siempre soy la última opción…» Un día le pedí que, durante una semana, tratara de observar lo que pensaba pero no decía cuando estaba con sus amigos. Los resultados fueron muy reveladores. Se dio cuenta de que suprimía casi todo lo que la hacía sentirse distinta a la persona que estaba hablando. De modo que si alguien decía que le había encantado una película o una serie de televisión, Ella asentía con la cabeza aunque pensara lo contrario. Cuando una chica se lamentó de andar escasa de dinero y no poder permitirse ir a un spa, Ella se mostró comprensiva pero omitió mencionar que ella había ido ese mismo fin de semana. Al darse cuenta de que aún llevaba consigo una bolsa con el logo del

spa impreso, empezó a pensar en el modo de ocultarla o en inventar una historia que justificara que la tuviera. «Más tarde, cuando anoté estas cosas en mi diario, empecé a ver el lado divertido —dijo—. Pensé que, si esto fuera un dibujo cómico, me metería la bolsa en la boca y me la comería para destruir la prueba.» Cuando Ella empezó a observar cuidadosamente lo que suprimía comprobó que las creencias de su adolescencia seguían controlando su conducta: si lograba continuar ocultando su auténtica personalidad, podría integrarse y formar parte de la gente «guay» que tenía acceso a todas las fiestas y a un montón de chicos con los que salir. Pero ahora todos habían cumplido los treinta y eso ya no funcionaba. Así pues, Ella se sentía aislada, sin estar profundamente conectada a nadie porque nunca se atrevía a revelar sus auténticos pensamientos y sentimientos. En el capítulo 8 volveremos a encontrarnos con Ella para ver cómo poco a poco logró modificar esta situación. No me gusta la palabra «confabularse» porque me parece un término negativo, crítico y, como quizás hayas observado, trato de evitar todo tipo de lenguaje crítico. Pero no se me ocurre una palabra más precisa para describir lo que hacemos cuando no nos atrevemos a expresar verbalmente nuestro desacuerdo con alguien con quien discrepamos. Se trata de nuevo del «temor a los conflictos»: ¿por qué arriesgarnos a la ira y la discordia, cuando podemos desdeñar lo que pensamos y gozar de la armonía? Sin embargo, eso conlleva un coste para nosotros mismos. De nuevo, no nos atrevemos a revelar quiénes somos en realidad (nuestros valores, creencias, gustos y opiniones), de modo que nuestro interlocutor nunca sabe quiénes somos en realidad. La relación sufre porque carece de autenticidad. Y nuestra

autoestima sufre porque no confiamos en que los demás nos estimen tal como somos, sino que sólo nos estimarán si nos mostramos de acuerdo con ellos. No digo que debamos empezar de inmediato a decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad: no pretendo imponerte un nuevo «debería» a la lista de retos del perfeccionista (véase el capítulo 8). No, de momento sólo quiero animarte a prestar atención a las auténticas respuestas que tienes en mente antes de empezar a actuar sobre ellas; eso es algo que haremos más adelante. Kirsty, la madre adorable (ver aquí), me proporcionó un excelente ejemplo.

Kirsty suprime sus auténticos sentimientos Un día, la madre de Kirsty fue a tomar el té y, tras observar que la casa no estaba muy ordenada, que el pequeño Max aún no había aprendido a ir al baño solo y que el té era de bolsita, emprendió una dura perorata contra Angela, la cuñada de Kirsty. En la cabeza de Kirsty se desarrollaba el siguiente monólogo: «¡Dios, eres una vieja insoportable! Tienes celos de Angela porque se ha casado con tu adorado hijo y no es la mujer que hubieras elegido para él. Pues a mí me cae bien; es lo mejor que le ha ocurrido a mi hermano, y no quiero seguir escuchando cómo despotricas contra ella». Sin embargo, lo que hizo Kirsty fue sonreír débilmente ante las crueles pullas de su madre, protestar de forma moderada por la virulencia de sus comentarios («vamos, mamá, Angela hace lo que puede con los niños») y tratar de proponer unos puntos de vista alternativos, pero con escasa fuerza en el tono y volumen de su voz y lenguaje corporal. No critico en modo alguno a Kirsty. La niña que lleva dentro se activa con toda su fuerza en presencia de su madre, de modo que el

hecho de expresar verbalmente siquiera una pequeña parte de sus pensamientos supone ya un acto de gran valentía y eleva su jerarquía de temor (que examinaremos en el capítulo 8). El hecho de haber prestado atención a su monólogo interno, discrepando con su madre, constituye también un paso admirable, puesto que la concienciación conduce casi invariablemente al cambio, aunque a su debido tiempo.

Amanda suprime sus verdaderos deseos En el capítulo 3 hemos conocido a Amanda, la pareja adorable. Había empezado a sintonizar con lo que su cuerpo trataba de decirle a través de unos problemas intestinales que comprendió que estaban relacionados con su ira reprimida (la idea de que se «regodeaba» con su resentimiento y éste afectaba a su garganta y a su estómago). Empezó a examinar lo que denominamos su Barómetro de Resentimiento, observando su cuerpo cada vez que accedía a hacer algo que no quería hacer, se ofrecía para hacer cosas que no tenía ganas de hacer (como planchar y cocinar) o dejaba que esa llamada nocturna se prolongara durante dos horas cuando lo que deseaba era meterse en la cama con una taza de chocolate caliente y mirar la tele. Le pedí que tratara de prestar atención y anotara las palabras que tenía en la cabeza pero no decía. No tardó en obtener unos ejemplos de lo que se esforzaba en suprimir. Por ejemplo, a su hijo adolescente: «Haz el favor de recoger las toallas húmedas y colgarlas en el armario para orearlas», «esta noche no quiero jugar a Call of Duty», «quiero pasar un rato a solas con tu padre» y «no me gusta la forma ofensiva en que te refieres a las chicas; no lo hagas en mi presencia». Algunas de las cosas que no decía a su novio eran:

«¿Puedo llamarte más tarde, cuando haya terminado The Killing?», «este fin de semana voy a dedicarme a mí misma, iré a verte el fin de semana que viene» y «no me gusta que cuando se hacen las once de la noche me des una palmadita en el hombro para indicarme que quieres tener sexo conmigo; una mujer necesita unos prolegómenos y que la seduzcan». A menudo, los clientes expresan verbalmente lo que realmente quieren decir a sus parejas cuando están en mi consulta, donde se sienten seguros. De las bocas más comedidas brota auténtico veneno. «¿Quieres que pensemos en una forma segura de que puedas decirle eso a tu pareja?», pregunto. Por lo general el cliente reacciona a esta pregunta conteniendo el aliento y sacudiendo la cabeza con energía. «Dios, no. Jamás podría decirle eso.» «¿Por qué? ¿Qué temes?», pregunto. El cliente me mira horrorizado. «No tardaría ni un segundo en dejarme plantado» (o una variación sobre ese tema). Al parecer, el temor de perder a su pareja y/o el amor de su pareja es lo que hace que permanezcan mudos, aunque llenos de resentimiento y de ira, lo cual, como digo siempre, acaba surgiendo como un gas venenoso que, en alguna medida, sus parejas no pueden por menos de advertir. En los capítulos 8 y 9 examinaremos las formas de expresar con valentía, pero también con prudencia, lo que algunas personas no se atreven a decir. Analicemos de momento por qué suprimimos lo que queremos decir realmente. Las razones son múltiples y complejas, pero pueden reducirse a una combinación de los dos motivadores principales identificados en el capítulo 2: evitar la ira y buscar la aprobación. Kirsty trataba al mismo tiempo de evitar la desaprobación y contrariedad de su madre y conseguir que se

mostrara más amable y comprensiva. Amanda hacía cuanto consideraba oportuno para conquistar y retener el amor y la aprobación de su pareja. Hay algunas personas en nuestra vida que hacen que nos sintamos como si no tuviéramos derecho a sentir y expresar nuestras emociones, en particular si son negativas.

LA SUBASTA DEL DOLOR A Adrianna, una de mis primeras clientas, se le ocurrió una expresión magnífica, la Subasta del Dolor, que tomó del escritor Antón Chéjov, quien expuso las desdichas humanas en sus brillantes pero desasosegantes descripciones de la vida en Rusia a fines del siglo XIX . Cuando conocí a Adrianna su vida era muy dura. Se esforzaba por mantenerse a flote como madre soltera trabajadora en un país extranjero, sin el apoyo de su familia ni del padre de su hijo. Para colmo, su mejor amiga de la infancia —una de sus relaciones más importantes— seguía exigiéndole que la apoyara (tanto económica como emocionalmente), pero en cambio ni siquiera se dignaba a escucharla cuando Adrianna acudía a ella para contarle sus problemas. Esto causaba a Adrianna un enorme dolor y sufrimiento. Cuando me explicó entre sollozos las conversaciones que tenía con su amiga, tuve la impresión de que ésta siempre procuraba «superar» las cuitas de Adrianna con sus propios problemas: «Ya, pero tú al menos tienes a tu madre, la mía ha muerto», o «pero al menos tienes un hijo; yo no conoceré nunca a un hombre». Las personas no adorables suelen mover la cabeza perplejas ante

semejante dinámica: «¿Por qué te molestas en dar siquiera la hora a estos presuntos amigos o amigas? Deshazte de ellos y búscate otros», nos dicen con irritante aire de superioridad. Pero, claro está, no es tan sencillo. A menudo la persona adorable cree que, hasta cierto punto, puesto que es más afortunada que su amiga en la Subasta del Dolor, tiene que sentirse culpable por ello y pagar con una amistad no correspondida. Eso se traduce en ofrecerle (por lo general de forma subconsciente) una infinita comprensión, atención y apoyo con el fin de aliviar su situación. Si te remontas a tu infancia, comprobarás que esta respuesta suele sustentarse históricamente en una serie de reglas y creencias que se formaron en esa época con respecto a los adultos que desempeñaron un papel clave en tu vida. La creencia puede consistir, por ejemplo, en: si hago que esta persona se sienta más contenta, será amable conmigo. Lo que de veras ayudó a Adrianna fue que yo le dijera que no creo que exista una jerarquía de dolor emocional. Las personas bienintencionadas suelen tratar de animarte recordándote aquello que de positivo aún tienes en tu vida («al menos aún tienes un trabajo/casa/matrimonio/ambas piernas…»), o bien te piden que pienses en los niños de África que se mueren de hambre o en las víctimas del último desastre natural y comprendas lo afortunada que eres. Sin embargo, esto sólo hace que te avergüences y pienses que no tienes derecho a tu desdicha y que ésta no tiene un valor relativo en una supuesta jerarquía de dolor. En el caso de una persona adorable, esto encaja a menudo con tu arraigada creencia (que suele proceder de la infancia) de que tú misma vales poco, por lo que aceptas que tu dolor es menos válido que el de otras personas. A Adrianna esta idea le pareció realmente liberadora, pues le hizo comprender que tenía

derecho a plantarse ante su manipuladora amiga (y perseguir al padre de su hijo para que la ayudara económicamente). Juntas, actualizamos su metáfora: Adrianna no deseaba pujar en la Subasta del Dolor, de modo que retiró su lote para tratar de resolver sus problemas en privado, negándose a sentirse culpable por el lote de su amiga.

¿SUPRIMES LA VERDAD Y LUEGO DAS EN EXCESO? El proceso funciona así: tenemos un pensamiento sincero con respecto a una persona, pero lo suprimimos. De inmediato nos sentimos mezquinas, culpables y avergonzadas por haber tenido ese pensamiento. A continuación tratamos de compensar nuestro fallo de forma desproporcionada ofreciendo algo «adorable», ya sea proponiendo algo que en realidad no queremos hacer («¡quedemos para cenar!» o «¿por qué no vienes a pasar unos días?» o «¿quieres que te ayude con eso?»), o unas palabras «adorables» que no son del todo sinceras («pobre, eso es terrible» o «pero ¿cómo se han atrevido a hacerte eso?»). Rebecca, cuya historia contaré más adelante (ver aquí), propuso una metáfora muy visual sobre lo que sentía al respecto: «¡Es como si tuviera un problema de vómitos típico de la persona adorable! — dijo—. Las palabras surgen de mi boca como si no pudiera controlarlas. Cuando me doy cuenta, es demasiado tarde para detenerlas. Ofrezco cosas sin pensar si quiero hacerlas. Por lo general me doy cuenta casi enseguida de que no quiero hacerlas, pero ya es

demasiado tarde para desdecirme». Creo que muchas de nosotras nos identificamos con la metáfora de Rebecca. Nos ayuda a quitar hierro, en lugar de añadir vergüenza, a la arraigada costumbre de la que tratamos de librarnos. Pero ¿qué podemos hacer para impedir que nuestra boca tenga vida propia? Necesitamos un respiro, un resquicio, un pequeño espacio que nos permita acceder a nuestra capacidad de pensar con racionalidad. Uno de los sistemas de conseguirlo es prestar atención a la forma en que respiramos, tal como he explicado en (ver aquí) (o realizar el ejercicio de respiración indicado en ver aquí. Esto te permitirá acceder a tu capacidad de raciocinio, la parte que diría a Rebecca, por ejemplo: «no invites a tu compañera de piso al parque. Quieres estar sola, te arrepentirás en cuanto lo hayas dicho…».

RESUMEN Hemos visto que si sintonizamos a menudo con nuestro cuerpo podremos empezar a identificar cualquier manifestación física de nuestros sentimientos y que éstos están relacionados con lo que pensamos y hacemos. • Deja de ignorar los mensajes de tu cuerpo. • Sintoniza con tu cuerpo utilizando el ejercicio indicado en(ver aquí). • Analiza lo que «suprimes». Cuando hayas empezado a identificar lo que no quieres (hacer o decir), ¿eres capaz de poner de relieve lo que deseas?

5 Descubre tus antiguas reglas y creencias

¿Q

ué creencias y reglas personales se ocultan tras las cosas

que has logrado identificar en el último capítulo? ¿Por qué desdeñamos o suprimimos esas sensaciones físicas, sentimientos y palabras que ahora empezamos a saber que están ahí? ¿Qué mensajes nos transmiten que debemos tener en cuenta o tratar de resolver? ¿Quizá mensajes sobre nosotros mismos? Por ejemplo, «siempre debo mostrarme educada», «siempre debo seguir la corriente» o «no debo causar nunca un problema/conflicto/desacuerdo». Y ¿cuál es el temor que se oculta tras cada pensamiento y acción?

IMAGINA QUE PARTICIPAS EN UNA EXCAVACIÓN ARQUEOLÓGICA Imagina que eres un arqueólogo que participa en una importante excavación histórica. Si quieres, puedes ser la estrella de una de esas películas en las que varios personajes, con sus pantalones de montar

color caqui y sus salacots, buscan afanosamente un tesoro o pergamino oculto. Quisiera que te centraras en descubrir unos objetos históricos muy valiosos que arrojarán luz sobre la sociedad de la época y el legado que nos han dejado. Al principio, empiezas a excavar a través de los estratos con cuidado y una pala especial. Luego, cuando encuentras algo que puede ser importante, utilizas un pincel pequeño y suave para eliminar con cuidado la tierra y el polvo adheridos al objeto, hasta que puedas sacarlo a la luz y a la vida de la época actual e iniciar entonces el proceso de analizarlo y entenderlo. Como bien sabemos por películas como las de Indiana Jones, siempre hay numerosos obstáculos que superar antes de que el héroe consiga hallar el antiguo tesoro. Lo más difícil suele ser derrotar a los malvados cuyo empeño es impedir, por cualquier medio posible, que Indiana alcance su objetivo. Los malvados siempre están armados hasta los dientes y no tienen reparos en atacar con pistolas, flechas, fuego y veneno.

Pensamientos críticos: los despiadados guardianes de los antiguos pergaminos Nuestros equivalentes personales de los malvados de las películas son los pensamientos críticos que bullen sin cesar en nuestra mente. Este diálogo interno crítico es como los despiadados guardianes de los pergaminos, siempre pendientes —en nuestro caso— de las reglas y creencias que se hallan en lo que hemos empezado a desenterrar. Si tratamos de cuestionar una vieja regla para vivir o una creencia sobre quiénes somos y cómo debemos comportarnos, esos pequeños matones armados nos apuntan con sus pistolas, flechas y lanzallamas y nos amenazan y atemorizan hasta que nos obligan a retroceder.

Nos sentimos abrumados e indefensos porque son muy superiores en número a nosotros, pero, al igual que Indiana Jones, que se pone a salvo de un salto, nosotros también podemos encontrar formas creativas e inesperadas de enfrentarnos a esas voces internas que pretenden intimidarnos.

¿A quién pertenece la voz que te dice eso? Nuestros pensamientos críticos nos resultan tan familiares que quizá no nos hayamos detenido nunca a pensar a quién pertenecen en realidad. Esto quizá nos choque, porque consideramos que forman parte de nosotros mismos, pero si escuchamos con atención, probablemente comprobemos que tienen un tono o una forma de expresarse antiguo, distinto a como hablamos nosotros. Por lo general, esto se debe a que los pensamientos críticos provienen de diversas personas de nuestro pasado. Y aunque pueden estar muy vivas y ejercer una poderosa influencia en nuestras vidas hoy en día, tuvieron su mayor impacto en nuestro cerebro infantil o adolescente. Así pues, ¿quién nos dice realmente: «¡Eres un estúpido, nunca conseguirás hacer esto bien!, o ¡eres egoísta, ayuda a esa persona!, o ¡eres un perdedor, nunca conseguirás una pareja/promoción/la felicidad!»? (He utilizado unos signos de admiración porque creo que esas voces suelen ser estridentes, quizá como la de una maestra que gritaba para hacerse oír por encima del bullicio que hacían sus alumnos.) Resulta muy útil tomar nota de lo que tus voces críticas te digan, a fin de leer con calma lo que has escrito y comprobar si te identificas con lo que te dicen esas voces. Una de mis clientas advirtió en ellas el acento húngaro de su abuela, una mujer muy

severa; otra, la de su antigua profesora de patinaje sobre hielo. Por supuesto, muchas de esas voces pertenecen a nuestros padres. Si te dicen que eres una «niña mala» (o un niño malo), es probable que esa voz proceda de la infancia. Pero si tu voz crítica te echa en cara que eres una perdedora o un perdedor, es posible que pertenezca a un amigo o a un hermano de tu adolescencia. El proceso de identificación es muy útil a la hora de empezar a despojar a esas voces internas de su poder y credibilidad. Cuando comprendas que quien te agobia con esas críticas en tu cabeza es tu abuela, tu profesora o la niña perversa del colegio, podrás cuestionarlas aquí y ahora con tu cerebro racional adulto.

El coro crítico de Kirsty Kirsty, la madre adorable a quien conocimos en el capítulo 3, después de dedicarse durante tres años a ser madre a tiempo completo, sufría a causa de su escasa seguridad en sí misma y a la baja autoestima. Durante la época de sus sesiones de terapia, decidió formarse como masajista terapeuta. Le costaba hallar el tiempo y la energía necesarios para compaginar los estudios con el cuidado de su hijo y sus otras responsabilidades, pero logró completar el curso, conseguir las horas de prácticas con clientes necesarias y graduarse. Una semana Kirsty llegó a mi consulta a la hora convenida con aspecto profundamente desmoralizado y abatido. Me dijo que la víspera le había ocurrido algo terrible y había decidido renunciar a su nueva carrera. «Pero ¿qué ha ocurrido?», le pregunté, imaginando algo espantoso. «Verás —respondió—, yo hacía cola en el banco para ingresar el dinero que había obtenido durante las primeras tres semanas de trabajo. Era poco más de doscientas libras, pero tenía la

impresión de haber ganado cada penique con sangre». Kirsty me explicó que cuando llegó a la cabeza de la cola, no pudo encontrar el dinero. Había rebuscado una y otra vez en sus bolsillos, en su bolso e incluso en un compartimento secreto en su diario, pero sin éxito. Me dijo que mientras buscaba el dinero, en su cabeza las voces críticas habían alcanzado una cacofonía, «como un coro enloquecido del infierno». «¿Qué te decían?», pregunté. «¡Eres una estúpida! ¿Quién te crees que eres? Ahora todas las personas que están en la cola sabrán que eres una estúpida y una perdedora. ¡Ja, ja, ja!» Kirsty pareció hundirse bajo el peso de los recuerdos. «Eran unas voces estridentes y despiadadas, burlonas e implacables», recordó estremeciéndose. Luego se sumió en un abatido silencio. «Parece como si las sintieras todavía atosigándote —comenté—. ¿Se te ocurre algo para lograr que te dejen en paz? ¿Hay alguna voz benévola a la que puedas acceder para contrarrestar a las otras?» Kirsty reflexionó unos momentos y luego apareció en su rostro una sonrisa. «Mi abuela, que murió hace poco tiempo, siempre me apoyó. Creyó en mí cuando otras personas no lo hacían.» Entonces rompió a llorar. «¿Qué crees que puede decirles a esas voces?», le pregunté suavemente. Tras una larga pausa, Kirsty respondió con marcado acento del norte: «¡Que os den…, dejadla en paz, matones de pacotilla!» Kirsty se echó a reír: «Mi abuela tenía un lenguaje bastante soez. Decía lo que pensaba sin morderse la lengua. Siempre me apoyó». Ese día Kirsty se marchó prometiéndose tratar de acceder a la voz de su abuela cada vez que oyera las despiadadas voces críticas en su cabeza. A la semana siguiente regresó con un plan aún más eficaz: «Ahora llevo su alianza de bodas colgada de una cadena de oro alrededor del cuello. La toco para que me ayude a acceder a su cariño

y su apoyo…, ¡y al lenguaje soez que solía utilizar!»

DESEMPODERA A TUS VOCES CRÍTICAS A medida que las ideas terapéuticas han ido evolucionando, la gente ha combinado los conceptos originales de la Terapia Cognitivo Conductual (TCC) con otras ideas hasta dar lugar a lo que se denomina la «Tercera Oleada de TCC». Muchas de esas ideas se sirven de la sabiduría milenaria de la meditación budista, denominada mindfulness o atención y conciencia plena. Uno de los modelos resultantes de esta integración es la Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT), y te recomiendo un magnífico libro sobre el tema titulado La trampa de la felicidad, cuyo autor, Russ Harris, es un médico de familia australiano que escribe con un estilo literario muy claro y directo. En este libro, Russ describe muchas técnicas que puedes utilizar para distanciarte, observar o incluso mofarte de tus pensamientos y diálogos críticos. Entre ellas está ponerles la música de una conocida canción, como «Cumpleaños Feliz», por ejemplo, recitándolas con tono jocoso, o imaginar que son transmitidas por una radio que en cualquier momento puedes desconectar. Una clienta que padecía bulimia me dijo que empleaba esta técnica cada vez que se daba un atracón. «A continuación aparecían siempre unos pensamientos automáticos negativos diciéndome que doy asco, que soy débil y que estoy gorda, pero yo me enfrento a ellos poniéndoles la voz de Homer Simpson y diciendo “eres feíiiiiisima”. Esto quita hierro al asunto, me hace reír y me olvido de ello, o bien me enfrento a estos pensamientos dándoles otro enfoque, dependiendo de lo

reiterativos que sean.» Otra de las técnicas de la ACT consiste en reconocer esos pensamientos —por ejemplo: «noto que estoy pensando que…»—, para distanciarte de ellos, y así comprender que no son la verdad y que tú eres una entidad separada de ellos; o bien saludarlos como si fueran viejos amigos —«¡ah, hola de nuevo!»—, y luego darles las gracias por recordarte que eres una perdedora, una estúpida o que estás gorda (sustituye éstos por tu propio pensamiento negativo y vejatorio). Otra idea consiste en «nombrar la historia» como en: «Ah, la vieja historia de que soy un fracaso». En cierta ocasión, el exjugador de rugby internacional inglés Brian Moore dijo que durante toda su vida había sufrido unas voces críticas que le impedían gozar de sus victorias deportivas, pues le decían que esta vez había tenido suerte, pero que en realidad era un fraude y un fracasado. Dijo haber aprendido a interpretarlas como si pertenecieran a Gollum (el traidor de El señor de los anillos); explicó también que le agradece que se preocupe por él y luego le dice: «lárgate y déjame en paz». Otra idea consiste en pedir a un poderoso protector, alguien en tu vida presente o procedente del pasado (como la abuela de Kirsty, ver aquí), que hable con los pensamientos críticos en tu nombre. Diles que se vayan y dejen de atosigarte, añadiendo un elogio empoderador como: «¡Eres brillante, cariño!; sé que lo conseguirás. Tú puedes…», o lo que creas conveniente para librarte de ellos.

Luchar mediante la técnica de mindfulness Hace unos años hice un cursillo de ocho semanas de meditación mindfulness en la Universidad de Bangor. Durante el cursillo, los dos

monitores llevaron a cabo un memorable juego de rol. Para simbolizar la frecuencia con que somos «atacados» por nuestros pensamientos difíciles o críticos, una mujer permanecía quieta mientras la otra corría hacia ella agitando los puños como si fuera a atacarla. A continuación, la mujer que estaba a punto de ser agredida mostraba tres respuestas distintas en una potente representación visual de cómo solemos reaccionar a estos pensamientos que nos atacan. La primera consistía en quedarse quieta y dejar que la otra la derribara (esto es, «inmovilidad»). Con esto no ahuyentó a su atacante. Mientras la «víctima» yacía en el suelo, su atacante siguió agrediéndola. La segunda respuesta consistía en tratar de huir, de zafarse y esquivar los golpes (esto es, «huida»). Como es natural, su atacante la persiguió. La tercera consistía en contraatacar provocando una ruidosa y espectacular pelea de mentirijillas. Sin embargo, lo que todos pudimos apreciar en los tres métodos de enfrentarse al atacante fue un visible aumento de energía. Era tangible. Del mismo modo, las tres formas con que nos enfrentamos a los pensamientos críticos que nos atacan —básicamente una versión de lucha, huida, inmovilidad—, hacen que aumente la energía alrededor de los pensamientos negativos que nos agreden. Más tarde las dos mujeres escenificaron el modo de afrontar los pensamientos atacantes utilizando la técnica de mindfulness: la víctima se volvió hacia su agresora, tomó suavemente sus manos en las suyas y se puso a bailar con ella, frente a frente, con la cabeza alzada en una postura abierta. Esto representaba una curiosidad compasiva, una expresión que me encanta porque resume el mostrarse al mismo tiempo activo y abierto, amable e inquisitivo. He descrito el juego de rol a muchos clientes, y a la mayoría les fascina la idea de asumir esta actitud con respecto a sus pensamientos

difíciles. Practican con frecuencia la curiosidad compasiva utilizando frases semejantes a las propuestas por Russ Harris, como «ah, hola de nuevo; me extrañaba que no aparecieras hoy», pero con tono conciliador.

ARROJA UNA LUZ Volviendo a la metáfora arqueológica, cuando empecemos a reconocer a los despiadados guardianes que conforman nuestro diálogo interno crítico y a emplear una curiosidad compasiva hacia ellos, podremos sacar cuidadosamente los valiosos pergaminos y objetos antiguos a la luz del día y examinarlos arrojando sobre ellos una luz benevolente de curiosidad. Pregúntate: ¿de dónde provienen? ¿A quién pertenecen estas reglas y creencias? Y, lo que es más importante: ¿quiero seguir creyendo en ellas como mi yo adulto más racional y consciente? Las creencias son muy poderosas y no necesariamente tienen que ver sólo con nuestra conducta. Aaron Beck dividía estas creencias en tres categorías: las que tenemos sobre nosotros mismos, sobre los demás y sobre el mundo. Asimismo, distinguía entre las creencias condicionales, que suelen presentarse en forma de «si (algo)… entonces (otra cosa)», y las creencias esenciales, que suelen estar profundamente arraigadas y se refieren a la persona que creemos ser (por lo general en forma de «yo soy X o Y»).

Monika y Ella descubren algunas reglas y creencias En el caso de Monika, la bombilla de 1.000 vatios (véase aquí),

trabajamos con el momento revelador que tuvo durante la semana que hizo el cursillo residencial, cuando consiguió identificar la ansiedad en su cuerpo (los latidos acelerados de su corazón y la boca seca) y relacionarla con el modo en que se sentía cuando estaba sentada a la mesa en casa de su familia (véase aquí). «Creo que la regla se refiere a mantener la paz, procurar que todo el mundo esté contento…, algo como: DEBO ESFORZARME EN ALIVIAR LAS TENSIONES Y HACER QUE TODO EL MUNDO CONSERVE LA CALMA». «¿De lo contrario?», le pregunté. «Supongo que de lo contrario yo salía perdiendo, porque mi madre me castigaba.» También descubrió la creencia condicional de que «si no pongo en ello todo mi empeño, la gente no me estimará»; creencias sobre los demás: «Las mujeres son envidiosas y peligrosas», «los hombres y las mujeres se odian»; sobre el mundo: «Tienes que luchar para conseguir lo que deseas»; y creencias esenciales sobre sí misma: «Soy mala», «la gente no me quiere». Ella, que se sentía atormentada por «el legado de las chicas malas», comprendió que cada vez suprimía con más frecuencia cualquier referencia a algo positivo en su vida para no provocar tristeza, ira o envidia a sus supuestas amigas. «¿Qué reglas y creencias sustentan esta conducta?», le pregunté. Juntas descubrimos la siguiente lista: «No debo parecer distinta a los demás», «no debo llamar la atención expresando una opinión diferente, debo integrarme con los demás y mostrar un perfil discreto» y «si no formo parte del grupo, nunca tendré novio». Quizá tu opinión al leer esto sea que los pensamientos de Monika y Ella son disparatados e irracionales, pero de eso se trata: nuestras antiguas reglas y creencias suelen ser irracionales porque las

asumimos antes de haber desarrollado la capacidad de unos procesos de pensamiento más racional, y cuando teníamos escaso poder sobre nuestra vida.

LA TARTA DE LA RESPONSABILIDAD Éste es un ejercicio que te ayudará a examinar a fondo las creencias perjudiciales sobre ti misma que quizá tengas desde la infancia y que nunca has cuestionado. Creencias como «yo soy responsable de todo» (por ejemplo, de que todo el mundo esté contento), y cuando algo se tuerce, entonces «es culpa mía; yo soy la culpable», o «soy una chica mala/un chico malo», etcétera. Quizá recuerdes los gráficos de conjuntos en las clases de matemáticas de la escuela

primaria, pero también puedes verlo como el corte en porciones de una tarta imaginaria:

• Dibuja un círculo en un papel; luego piensa en una pregunta clave sobre tu vida, algo de lo que te sientes responsable y probablemente culpable por no haberte esforzado/no esforzarte lo suficiente al respecto. • Ahora pregúntate quién es realmente responsable de esto. Escribe la pregunta. • Por último, divide la tarta en segmentos y escribe en cada uno el nombre de la persona a quien le corresponda esa «porción». Hazlo rápidamente para que tu subconsciente pueda expresar su verdad sin dejar que tus viejos

«debería» te dicten las palabras.

Así es cómo Indira (véase aquí) hizo el ejercicio de la Tarta de la Responsabilidad. Su pregunta fue: ¿quién es responsable de cuidar de mis padres? Dividió su tarta asignando un veinticinco por ciento a su madre y otro veinticinco por ciento a su padre. «A fin de cuentas, no están enfermos ni discapacitados; aún pueden valerse por sí mismos.» Luego dividió la otra mitad de la tarta en cuatro porciones iguales: una para cada uno de sus hermanos, su hermana y ella. «El mero hecho de que yo sea la única que estoy soltera y no tengo hijos no significa necesariamente que deba estar al pie del cañón las veinticuatro horas del día.» Esto ayudó a Indira a comprender que no tenía que sentirse obligada a ser siempre la que echara una mano, ni que sentirse culpable cuando no lo hacía. Escribió a sus hermanos explicándoles que iba a estar muy atareada buscando un nuevo empleo y apuntándose a portales especializados para conocer y contactar con gente a través de Internet con el fin de encontrar pareja, de modo que ellos tendrían que asumir la parte que les correspondía en el cuidado de sus padres. «Estuve un poco borde —dijo—, pero debiera haberlo hecho hace tiempo. En realidad, me sorprendió lo bien que casi todos se lo tomaron. Esto me ha dado más espacio, tanto en mi cabeza como en mi agenda.» A menudo, cuando un cliente analiza de esta forma un problema de la infancia, se da cuenta de que no tenía ninguna culpa. Lleva años sintiéndose culpable, pensando que quizá merecía recibir malos

tratos porque era malo o que sus padres se habían divorciado porque no se portaba bien o era desagradable, pero le asombra comprobar que no se ha otorgado ninguna porción de tarta. Las viejas creencias negativas no desaparecen de la noche a la mañana, pero esto puede empezar a cambiarlas. Comprender de adulto que lo que creíamos de pequeños no era verdad puede ser muy liberador y cambiar profundamente nuestra forma de pensar y actuar en el presente. Indira se sentía agobiada por el peso de la responsabilidad hacia su familia, pero cuando logró liberarse de él pudo respirar de nuevo y empezar a dar pequeños pasos compasivos para recobrar su yo pleno y saludable.

CAMBIA TUS «DEBERÍA» POR «PODRÍA» De las herramientas que a lo largo de los años he enseñado a utilizar a mis clientes, ésta es una de las más populares. Al acabar una serie de sesiones de intenso trabajo emocional —descubriendo dolorosos recuerdos de la infancia, atreviéndose a encararse con sus padres y sus parejas, cambiando con valentía los aspectos difíciles de sus vidas — muchos de mis clientes me han dicho que lo que más les ayudó «fue cambiar los “debería” por “podría”; eso ha transformado mi vida». De modo que te ofrezco una herramienta terapéutica que cuenta con numerosos y entusiastas defensores. La teoría proviene de nuevo de las ideas originales de TCC de Aaron Beck. Beck escribe que los estados emocionales problemáticos como la ansiedad y la depresión están causados en parte por patrones de pensamiento perjudiciales, en particular las Reglas Rígidas

Personales a las que me he referido en el primer capítulo, que considero vitales para entender por qué pensamos y nos comportamos como lo hacemos. Estas reglas son «negras y blancas», o dicótomas, porque no ofrecen opciones alternativas, no hay matices entre ellas, como por ejemplo en materia del éxito o el fracaso. En el caso de Susie, la atribulada madre de tres hijos (véase aquí), una de sus Reglas Rígidas Personales era: DEBO COMPORTARME SIEMPRE COMO UNA MADRE SERENA Y CARIÑOSA/NO DEBO GRITAR NUNCA A MIS HIJOS.

Cuando, inevitablemente, gritaba a uno de sus hijos, luego se sentía muy mal y una fracasada porque había quebrantado su regla. Aun así, lo que significa haber quebrantado tu (imposible, perfeccionista) Regla Rígida Personal es todavía peor. Para Susie significaba que empezaba a parecerse a su madre, lo cual a su vez significaba (por irracional que eso sea) que sus hijos acabarían odiándola y no querrían tener ningún contacto con ella. Peor aún, quedarían gravemente traumatizados psicológica y emocionalmente. Incluso, en una imagen no menos irracional, se los imaginaba ya crecidos viviendo sumidos en la más absoluta miseria, sin un techo y pidiendo limosna dentro de una caja de cartón bajo el puente de Waterloo. Estas imágenes y pensamientos extremos nos mantienen atenazados por el temor, y en el capítulo 8 abundaré en ellos. Un ejemplo más prosaico que yo solía compartir con los grupos con los que trabajaba en la prisión de Holloway era un «debería» al que me enfrentaba a menudo cuando, en mis ajetreadas mañanas, salía de casa apresuradamente dejando en el fregadero los platos del desayuno sin fregar (y quizás incluso algunos cacharros sucios de la noche anterior). Me decía «deberías haberlos fregado». Y como no lo

había hecho, me machacaba con este diálogo interno crítico: «Eres un desastre como ama de casa, una inútil. Ni siquiera eres capaz de organizarte para fregar los platos. Eres patética». Ahora bien, ¿qué sucede cuando cambias «debería» por «podría» en esa frase? «Podría haber fregado los platos». En mi caso, introduce enseguida un elemento de elección. «Podría haber fregado los platos, pero en esta ocasión elegí no hacerlo.» ¿Ves como esto suena mucho más fácil? ¿Te sentiste más aliviada cuando leíste la grata palabra «podría»? Porque «debería» es un término que, por a su misma naturaleza, induce a autoflagelarse. Es un término áspero y, como tal, resulta muy irritante. Los «debería» son infinitos y pueden referirse a un amplio abanico de temas, desde lo que «deberías» hacer con tu vida («debería casarme», «debería tener éxito», «debería haber alcanzado la fama»…), a asuntos en apariencia triviales como «debería pintarme siempre los labios» o «debería beber siempre dos litros de agua al día». No tiene nada de malo que utilices algunas de esas ideas como pautas en tu vida, pero cuando se convierten en reglas rígidas tienden a convertirse en una jaula en la que nos sentimos atrapados.

El «debería» del aliento de elefante Hace unos años contraté a una decoradora de interiores para que viniera a mi casa y me aconsejara de qué color debía pintar las paredes. Supongo que en aquel entonces debía de sentirme profundamente insegura, o, como me dijo una amiga, me sentía «avergonzada de mi casa». Diez años antes, cuando había pintado las paredes de colores mediterráneos vivos, me sentía segura de mis elecciones, pero me sentí intimidada y estúpida cuando esta mujer

tan al día y extremadamente elegante hizo unos comentarios socarrones acerca de «esos colores más propios del cuarto de los niños» y sobre «el vívido aspecto de cantina mexicana». Después de suspirar varias veces y de enseñarme unas muestras de pintura de diversos matices de gris, pronunció su veredicto: «Creo que debería pintar toda la planta baja del tono “aliento de elefante” comercializado por Farrow & Ball». Ahora bien, para cualquiera de otro planeta, época o cultura, esa idea resulta tan desconcertante como disparatada. ¿De qué color es el aliento de un elefante? ¿No es transparente, como el de cualquier persona o animal? Sin embargo, en aquel entonces era de lo más chic y, puedes creerme, el color aliente de elefante de F & B cubría algunas de las paredes más elegantes de Inglaterra. Así pues, compré un bote de muestra, pinté un trozo de papel de revestimiento y lo pegué en la pared junto al televisor, donde me atormentó durante tres años. Cada vez que me tumbaba en el sofá después de una dura jornada de trabajo para distraerme viendo la tele, pensaba: «deberías pintar esta habitación de color aliento de elefante». Ya puedes imaginarte el diálogo interno crítico que acompañaba a ese «deberías»: esta habitación es horrible, parece una cantina mexicana; tienes un gusto deplorable; eres una pardilla y una perdedora; no puedes invitar aquí a nadie que tenga más de diez años hasta que no la hayas pintado del color aliento de elefante de F & B, etcétera. No exagero al decir que el hecho de ceder mi poder a la opinión de esa elegante señora pensando que su criterio era mejor que el mío hizo que esa habitación —y prácticamente toda la casa— perdieran toda la alegría durante tres años. (Por si sientes curiosidad: he recobrado la fe en mi propio criterio y he pintado las habitaciones de un precioso color azul pálido empolvado, que no está de moda

pero contribuye a que me sienta en paz y satisfecha.) A las personas adorables, los «debería» pueden crearnos la sensación de estar atrapadas en una jaula que nosotras mismas hemos construido y no sabemos cómo empezar a desmontar. En buena medida, esto tiene que ver con la inseguridad y las comparaciones. Cuando estamos seguras de quiénes somos y cuáles son nuestros valores, gustos y criterios, nos tiene sin cuidado lo que otros puedan pensar sobre el color de las paredes de nuestro salón, el estado de nuestro fregadero o los resultados en el certificado de educación secundaria de nuestros hijos. Sin embargo, en nuestro mundo moderno de avanzado consumismo, donde la mercadotecnia puede hacer que nos sintamos incompetentes e inferiores en muchos aspectos (por lo que adquirimos productos y servicios para sentirnos «bien»), es rara la persona que se siente segura y «bien» consigo misma en todos los aspectos de su vida.

Procura pillar tus «debería» Prueba este experimento. Durante un día, procura tomar nota cada vez utilices la palabra «debería» (contigo misma o con los demás). Conviene que los «pilles» a tiempo para sustituirlos por «podría», y observa qué les ocurre a tus pensamientos, sentimientos y conducta cuando lo haces. Si quieres, puedes hacerlo durante más de un día y anotar los resultados en tu diario. Pero esto no es un «deberías»… Aquí tienes una lista de «debería» que he recopilado tras años de observarme a mí misma y a mis clientes. • Debería pintar el salón de color aliento de elefante. • Debería perder tres kilos.

• Debería ponerme en forma. • Debería comer cinco porciones de fruta y verdura al día. • Debería tener relaciones sexuales con mi pareja más a menudo. • A estas alturas, debería haber superado el duelo por mi pérdida. • A mi edad debería estar casada/casado. • Debería cepillarme los dientes dos veces al día. • Debería telefonear a mi madre con más frecuencia.

TU DECLARACIÓN PERSONAL DE DERECHOS Antes de poder modificar tu conducta y actuar de forma diferente, es imprescindible que empieces por creer que tienes derecho a hacerlo. Los Estados Unidos de América cuentan con su Declaración de Derechos, que garantiza una serie de libertades personales y forma parte integrante de la ciudadanía, la enseñan en las escuelas y es conocida por la mayoría de los habitantes de ese país. La primera vez que comprendí que todos tenemos una Declaración de Derechos fue al leer el libro de Anne Dickson La mujer y sus derechos, en el que enumera once derechos humanos básicos. Pueden parecer obvios y simplistas, pero quizá no hayas pensado nunca en ellos, y tal vez en tu subconsciente albergues unas creencias provenientes de la infancia o de la sociedad que se oponen a estos derechos y hacen que te resulte más difícil creer que son aplicables a tu caso. La Declaración Personal de Derechos comprende: • Tengo derecho a expresar mis sentimientos, opiniones y valores.

• Tengo derecho a ser yo misma. • Tengo derecho a decir no. • Tengo derecho a cometer errores. • Tengo derecho a cambiar de parecer. • Tengo derecho a decir que no comprendo algo. • Tengo derecho a no sentirme responsable por los problemas de otros adultos. • Tengo derecho a anteponer mis deseos y necesidades. • Tengo derecho a no depender de la aprobación de los demás. La Declaración Personal de Derechos empieza a prepararte para el próximo capítulo, que trata no sólo de que te convenzas de que tienes derecho a hacer algo distinto, sino que pretende ayudarte de forma práctica a reforzar esas nuevas y útiles creencias que harán que te comportes de modo distinto contigo misma.

RESUMEN En este capítulo te he ofrecido algunas ideas prácticas para ayudarte a identificar y plantar cara a las reglas y creencias personales que sustentan la Trampa de la Amabilidad. • Cuestiona tus pensamientos críticos y tus «antiguas» reglas personales. • Desempodera a tus voces críticas. • Prueba el ejercicio de la «Tarta de la Responsabilidad» (véase

aquí), para examinar algunas de tus creencias desde otro punto de vista. • Cambia tus «debería» por «podría». • Familiarízate con tu Declaración Personal de Derechos.

6 Porque yo lo valgo: ser adorables con nosotras mismas

L

as personas adorables suelen tener poco sentido de su propia

valía y una baja autoestima, y a menudo dependen de la aprobación de los demás para sentirse bien consigo mismas. ¿Recuerdas la idea propuesta por Carl Rogers del locus de evaluación interno en contraposición al externo mencionado en el capítulo 2 (ver aquí)? Pues bien, por lo general las personas adorables tenemos que esforzarnos en construir nuestro locus interno, el que proviene de nuestra propia opinión, no la de los demás. La mayoría de nosotros conocemos a alguien que o bien nos asombra o nos irrita porque parece tener muy claro los derechos que le asisten. Necesitamos un poco de lo que tienen esas personas, y voy a exponer algunas formas de conseguirlo. A cada persona le funciona un sistema diferente, así que piensa con la mente abierta en qué crees que puedes intentar hacer tú.

EL ARCO DE REDENCIÓN

El primero que me alertó sobre esta idea fue un amigo guionista. «Hollywood exige que cada historia contenga lo que se llama un Arco de Redención —me explicó—. Eso significa, por ejemplo, el clásico patrón de chico conoce a chica, chico pierde a chica, finalmente chico recupera a chica. La parte de la redención consiste en que uno de ellos o ambos experimentan un dramático cambio en su personaje, por lo general un destello cegador o un momento de revelación que les permite alcanzar un final feliz. A menudo los espectadores lo sabemos antes que ellos, lo cual añade tensión dramática al interrogante ¿lo conseguirán o no?». Mi amigo me dijo que no sólo los largometrajes deben atenerse al Arco de Redención, sino que cada episodio de una serie como la megaexitosa Friends, por ejemplo, tiene su propio miniarco dentro de otro mayor que abarca varios episodios, como ¿acabarán juntos Rachel y Ross, o no? Si miras una película o la televisión teniendo esto presente, te darás cuenta de la enorme cantidad de veces que eso, si bien es cierto que hay notables excepciones (por lo general películas tildadas de «oscuras» o «de arte y ensayo», que suelen ser más parecidas a la vida real). Lo malo del Arco de Redención es que nos crea falsas expectativas a todos. Cuando nos convertimos en jóvenes adultos hemos tragado tantas patrañas al respecto que, cuando amamos a una persona que no nos corresponde como querríamos, ponemos nuestras esperanzas en que tenga un momento de revelación o un destello cegador y, de pronto, nos aprecie y ame como deseamos. Por supuesto, eso ocurre en muy contadas ocasiones, porque, suponiendo que finalmente cambien, las personas lo hacen muy lentamente. Como dijo Brad Pitt en una entrevista reciente: «Cuando empecé a trabajar en el cine me enseñaron que era preciso que hubiera un arco de personajes y que

tenía que producirse una revelación. Con los años, he comprobado que es una estupidez. Lo cierto es que no cambiamos, sino que evolucionamos de forma progresiva». No obstante, nuestra convicción en esta idea es enorme, y a menudo impide que cambiemos nosotros mismos (el único cambio que podemos controlar), mientras esperamos que los demás se conviertan en quienes deseamos que sean. He comprobado que en muchos casos eso no se limita a la pareja sentimental, sino que tiene un influjo muy poderoso en lo que respecta a la relación con los padres y, en menor medida, a los hermanos y los amigos. Cuando advierto esto en mis clientes y les pido que describan sus expectativas con respecto a sus padres o hermanos, casi siempre aparece la idea de que a) éstos acabarán pidiéndoles perdón por el daño que les han causado y b) confirmarán el amor y el orgullo que sienten por ellos. El quimérico discurso suele consistir en: «Cariño, sé que a lo largo de los años he sido un mal padre/una mala madre/un mal hermano/una mala pareja, que he cometido graves errores, pero te quiero más que a nada en el mundo y me siento orgulloso/orgullosa de ti. Te suplico que me perdones y empecemos de cero».

Sé tu propia redención Para parafrasear la Oración de la Serenidad utilizada por los grupos de apoyo en los programas de recuperación: si dedicamos nuestras energías a tratar de cambiar lo que podemos cambiar (y aceptamos lo que no podemos cambiar, y tenemos la sabiduría de distinguir entre una cosa y la otra), podremos empezar a propiciar nuestra propia redención de forma progresiva y con delicadeza.

En buena medida, obtener nuestra propia redención consiste en ofrecernos a nosotros mismos el amor y la atención que en el fondo confiamos que nos ofrezcan los demás. Una serie de televisión de la BBC titulada The Convent envió un grupo de mujeres a un convento de monjas para comprobar si de alguna manera eso las ayudaba a resolver los conflictos en su vida. En una escena memorable que tengo grabada en la mente, una mujer se sentía muy desgraciada y no paraba de llorar. Había contado que tuvo una infancia espantosa, con un padre alcohólico y una madre muy severa que siempre estaba criticándola. La mujer tenía cuatro hijos y a veces sentía deseos de suicidarse, por lo que anhelaba encontrar la paz. Filmaron una sesión que mantuvo a solas con una monja de unos noventa y dos años, que se expresaba de forma sosegada e irradiaba sabiduría y compasión. «Estoy segura de que eres una buena madre para tus hijos pequeños —venía a decir la bondadosa monja—. Ahora debes hacer de madre de ti misma, como haces para cada uno de tus adorados hijos. Ofrécele consuelo cuando esté asustada, palabras de aliento, comida sana y reposo. Posees las habilidades necesarias, debes utilizarlas también contigo misma.» La mujer nunca había pensado en eso, pero comprendió que podía ayudarla. Fue una escena conmovedora, y la mujer lloró a mares y confesó que había sido una madre dura y criticona consigo misma (como su madre), pero que le agradaba la idea de procurar ser una madre amable y afectuosa consigo misma, como lo era con sus hijos. No creo que sea imprescindible que tengas hijos para desarrollar esas habilidades y cualidades. Piensa en los niños pequeños por los que sientes cariño (parientes o ahijados), y en cómo te comportas con ellos, lo que les dices cuando están disgustados o asustados. El cariño y la atención que ofreces a tus mascotas también es un buen

modelo. Básicamente, se trata de procurar ser contigo misma la madre amable y afectuosa que deseas encontrar en otras personas.

EL CUIDADO EXTREMO DE UNO MISMO Tengo en gran estima el libro The Art of Extreme Self-Care (traducible como El arte del cuidado extremo de uno mismo), de Cheryl Richardson. El título en sí mismo ya da que pensar, pues indica con claridad que existe una auténtica sensación de riesgo, peligro y temor ante la idea de cuidar de nosotros mismos como es debido. La idea de reconocer y anteponer nuestras necesidades, siquiera en algunos momentos, nos parece tan arriesgada que es análoga a un deporte «extremo» como parapente o puenting.

Afirmaciones Una de las propuestas más interesantes de Cheryl es que debemos potenciar nuestra autoestima diciéndonos todos los días, literalmente, que nos queremos. Mírate en el espejo cada mañana y di: «Te quiero, (tu nombre)». ¡No te rías! Cuesta incluso leerlo, y no digamos ya ponerlo en práctica. Me temo que, por más que yo comprendía la utilidad de esta técnica, abandonaba al primer intento debido a mi poderoso mecanismo de defensa. Sin embargo, una de mis clientas intelectualmente más preparadas consiguió hacerlo. Me dijo que fue una de las cosas más difíciles que había hecho en su vida (y tiene licenciaturas obtenida en las mejores universidades), pero que había sido increíblemente transformador. Había pasado una mala época en numerosos frentes: un divorcio, una familia

profundamente disfuncional que no le apoyaba en nada, estrés en el trabajo y la enfermedad y muerte de un pariente al que quería mucho. Había llegado al límite de sus fuerzas. Me dijo: «Alguien me comentó el otro día que se me veía feliz, y me di cuenta de que esa mañana, por primera vez en un año y medio, me había despertado sintiéndome feliz». Por supuesto, asistía a sesiones de terapia y había realizado otros cambios en su vida y sus relaciones, pero estaba convencida de que el hecho de decirse «te quiero, Rebecca» cada mañana y cada noche frente al espejo había sido clave para propiciar su bienestar. La afirmación «te quiero» es quizá la más difícil con la que me he topado, pero puedes crear cualquier otra afirmación y utilizarla cuando trates de realizar cambios. En unos cursos de psicología que impartí en la prisión de Holloway estas afirmaciones resultaron sorprendentemente populares y eficaces. Una de las que más me gustan, y que empleaba con mis grupos, era «estoy rompiendo viejos patrones y avanzando». A las mujeres les encantaba porque era positiva y edificante, y al mismo tiempo resultaba muy real para la mayoría de ellas. La única pauta para formular este tipo de afirmaciones es que empieces por «yo», seguido por algo positivo y pronunciado en tiempo presente. Así, puedes decir «yo estoy aprendiendo a ser amable y afectuosa conmigo misma» o «yo estoy aprendiendo a responder no a las peticiones que socavan mis energías» o simplemente «yo soy una buena persona». También conviene pronunciar la afirmación en voz alta o mentalmente; para conseguir el máximo efecto, pronúnciala mirándote en el espejo, y con tanta frecuencia como sea posible.

El Diario de Tres Cosas Buenas al Día He mencionado ya que, cuando somos adultos, a muchos de nosotros nos cuesta pensar en cosas positivas sobre nosotros mismos. Ser duros con nosotros mismos y criticarnos se ha convertido en un hábito codificado en los circuitos neuronales de nuestro cerebro. Es la configuración por defecto en nuestro ordenador personal del diálogo interno. Mantener un Diario de Tres Cosas Buenas al Día (o anotarlas en tu móvil) te ayudará a desarrollar unos hábitos de pensamiento más benevolentes y útiles. Es importante que empieces a prestar atención a las cualidades que tienes y te elogies y felicites por ellas. Forma parte de tu redención; debes empezar por hacerlo contigo mismo. Esta teoría proviene del movimiento de Psicología Positiva creado en los años noventa por Martin Seligman, entre otros, y su propósito es que nos centremos en prestar atención y potenciar nuestros puntos fuertes y nuestra resiliencia, en lugar de centrarnos en nuestras debilidades y defectos. El movimiento acumuló un gran número de pruebas basadas en la investigación que indicaban que cambiar el foco y centrarnos en lo positivo puede propiciar importantes mejoras en nuestra salud mental. Al obligarnos a escribir estos pensamientos positivos en nuestro Diario de Tres Cosas Buenas al Día, podemos crear nuevos circuitos neuronales en nuestro cerebro. La idea es que al cabo de un par de semanas de tomar nota de al menos una buena cosa que hayas hecho cada día (no importa que al principio no sean tres), podrás tener pensamientos nuevos y útiles sobre ti mismo sin tener que anotarlos. A buena parte de mis clientes les cuesta llevar a la práctica esta técnica, pero los que perseveran me aseguran que tiene un efecto

muy potente sobre su sentido de la propia valía y su autoestima. No es tan difícil como parece cuando comprendes que puedes incluir todo tipo de acciones y tareas a las que no solías dar importancia («cualquiera podría haber hecho eso») o que sueles dar por descontado («de todos modos tenía que preparar la cena»). Es a lo ordinario, no a lo extraordinario, a lo que se debe prestar atención. Al consignar un «evento» en tu diario, escribe las cualidades personales que demuestra que tienes. Por ejemplo: «He comprado unos narcisos para decorar mi mesa. Soy creativa, considerada, amable». Puede ayudarte a ello imaginar cómo describirías con generosidad a una buena amiga que hubiera realizado la misma acción. Mantén este diario en secreto para derrotar al posible coro de voces críticas que traten de despachar todo pensamiento positivo que tengas sobre ti misma tachándolo de trivial, ridículo, prepotente, jactancioso, etcétera. También puedes utilizar las ideas que he expuesto en el capítulo anterior para plantar cara a tus voces críticas cuando aparezcan (ver aquí). A continuación reproduzco algunas entradas de un Diario de Tres Cosas Buenas al Día que varios clientes han tenido la generosidad de compartir conmigo para que te sirvan de inspiración: • Fui a trabajar aunque estaba indispuesta. Soy una persona responsable y concienzuda. • Traté de ayudar a mi padre cuando llamó por teléfono para contarme sus problemas. Soy solidaria, amable, sincera y me gusta ayudar. • Me esforcé en un deporte cuando lo fácil hubiera sido limitarme a participar en él. Soy una persona decidida y estimulada. • Redacté mi programa de estudios. Soy organizada y deseo

alcanzar mis objetivos. • Canté en una función. Soy una persona segura de mí misma, agradecida y comprometida. • Quedé con mi exnovio. Me mostré compasiva y dispuesta a perdonar. Le escuché sin juzgarlo cuando me habló sobre su relación con quien era mi mejor amiga. • Hoy me hicieron una entrevista en el lenguaje de signos para un trabajo que me inspira temor. Me siento orgullosa de haber conservado la calma y de haberlo hecho. Soy valiente. • Una vecina a quien no conocía vino a pedirme que le examinara la garganta. Le daba vergüenza, de modo que procuré que se sintiera cómoda y la tranquilicé diciéndole que no tenía nada grave. Las personas extrañas me ponen nerviosa, pero me mostré amable con ella y procuré ayudarla. • Pedí entrevistarme con la encargada de mi sección. Le dije que mi carga de trabajo era excesiva y le pregunté qué podíamos hacer para resolverlo. Se mostró muy amable y dijo que ignoraba que yo tuviera ese problema. Me comporté con valentía y sinceridad. Me atreví a pedir ayuda. • Preparé una nueva receta que copié del libro Jamie. A los niños no les gustó, pero no perdí la calma. Me gusta probar cosas nuevas y me decanto por la vida y la salud. • Estuve viendo un programa de televisión con mi hija; nos acurrucamos en el sofá y nos reímos juntos. Soy un buen padre y saco tiempo para dedicarlo a mi familia. • En el último momento, decidí no acudir al acto social que había organizado F porque estaba demasiado cansada. Fue una

decisión acertada. Quiero cuidar de mí misma y siempre puedo ir a la próxima fiesta. Es genial despertarse sin resaca. • No compré un top de diseño en las rebajas porque me incomodaba la presencia de una amiga. Hoy he llamado a la tienda y lo he encargado por teléfono. Actué rápidamente para corregir un error. Soy una persona dinámica, con iniciativa y vencí mi sentimiento de que yo no lo valía. • Contribuí a apaciguar una disputa entre T y J. Resuelvo problemas con creatividad y soy una buena madre. • Ayudé a una amiga a analizar las posibles opciones para alquilar un piso. Sé escuchar, me preocupo por mis amigos y procuro ayudarles, soy perspicaz, amable, objetiva, capaz de ofrecer soluciones e ideas novedosas. • Compré a mi prima un Diario de Tres Cosas Buenas al Día y escribí las tres primeras entradas referentes a las cualidades que he observado en ella. Soy cariñosa, solidaria, generosa, positiva, deseosa de ayudarla a reparar en sus excelentes cualidades. • Consolé a mi ahijada de cuatro años haciéndola saltar sobre mis rodillas. Soy divertida, me llevo bien con los niños, soy desinhibida, considerada, amable ¡y un poco infantil! La clienta que compartió conmigo estos tres últimos ejemplos dijo que los había anotado cada noche antes de acostarse, y que el hecho de centrarse en cosas positivas contribuía a que durmiera mejor: «Antes, tenía problemas sin resolver y pensamientos críticos que no cesaban de darme vueltas en la cabeza, impidiéndome conciliar el sueño; pero desde que escribo un Diario de Tres Cosas Buenas al Día me siento menos ansiosa y duermo mejor». Después de escribir el

diario durante dos semanas y media, mi clienta, una mujer joven, me dijo que se sentía mucho mejor consigo misma. «Ahora mi cerebro se centra en otras cosas durante el día». En lugar de machacarme y confirmar «eres una inútil», lo miro todo a través de otro prisma, centrándome en «¿qué es lo que me hace feliz?» El hecho de escribir este diario, aunque sólo lo hagas de vez en cuando, constituye un recurso en el que apoyarte en los momentos difíciles, cuando desconfíes de ti misma. Puedes repasar las entradas que hiciste y recordar cuándo y por qué te sentiste bien contigo misma. La mayoría de personas adorables se resisten a llevar a cabo este ejercicio porque tienen un poderoso tabú que les impide elogiarse a sí mismas. Pero te aconsejo que perseveres, porque la recompensa es muy potente.

La revelación del té para uno Una de mis primeras clientas era una mujer increíblemente inteligente, con una carrera profesional exitosa y madre de tres hijos pequeños que nunca hacía nada para ella misma. Me dijo que iniciaba la terapia para mejorar la relación con sus hijos, y después de seis meses de terapia durante la cual trabajó con ahínco para descubrir los patrones de pensamientos, sentimientos y conducta que le habían provocado una profunda depresión, un día se presentó en la consulta eufórica. «¡He tenido una revelación!», anunció sonriendo. ¿Qué había hecho para sentirse tan satisfecha? «He comprado un juego de té para una persona», me dijo. Supongo que debí de mirarla sorprendida porque era la primera vez que oía hablar del juego de té para una persona (aunque más tarde fui a comprar uno para mí). «¿De qué se trata?», pregunté. Mi clienta describió una

pequeña tetera acompañada por una taza y un platillo. «Contiene té para dos tazas —dijo con una sonrisa pícara—, pero sólo la utilizo yo.» Sin duda, esto constituyó un punto de inflexión para esta abnegada mujer. Rompió la Regla Rígida Personal de NO DEBO ANTEPONER NUNCA MIS NECESIDADES A LAS DE MI FAMILIA (… so pena de que sucediera algo terrible, como había ocurrido en su infancia). Mediante este experimento en apariencia trivial pero muy valiente, había conseguido empezar a romper el poder de esta creencia tan poderosa. Cabe decir que su cerebro adulto racional demostró al supersticioso cerebro de la niña que llevaba dentro que el hecho de concederse un pequeño capricho no causaría una tragedia en su familia. Abrió el camino de acceso a otros experimentos, como por ejemplo buscar tiempo para las «citas de artista» para fomentar su creatividad (como sugiere el excelente libro de Julia Cameron El camino del artista: Un curso de descubrimiento y rescate de tu propia creatividad), estudiar la posibilidad de trabajar a tiempo parcial para pasar más tiempo con sus hijos y cultivar su talento para la escritura.

¿CÓMO PUEDES DARTE UNAS RECOMPENSAS? La marca de cosméticos L’Oreal monopolizó una importante idea cuando creó el eslogan «Porque yo lo valgo», que nos remite a la idea de los derechos de las mujeres. «Anda —nos dicen—, compra este fantástico producto para el pelo; eres un ser humano maravilloso de una gran valía y debes concederte lo mejor.» Sin embargo, muchas

de nosotras tenemos que esforzarnos para comprender, a un nivel muy profundo, que tenemos derecho a invertir tiempo, energía, dinero y cariño en nosotras mismas. Lo cierto es que pensamos justamente lo contrario de lo que nos dice L’Oreal: que en realidad no valemos gran cosa ni somos especiales. De modo que a menudo, como he dicho, las personas adorables dedican su tiempo, energía, dinero y cariño a otros y no a sí mismas. Ahora, en cambio, en aras de tu cordura, salud, felicidad y bienestar, te animo a hacer precisamente eso. ¿Cuál es tu equivalente a un juego de té para una persona? No es fácil sugerir ideas, dado que los caprichos que se concede una persona quizá no convengan a otra, pero entre los de mis clientes se cuentan: practicar natación, darse maravillosos baños relajantes, patinar sobre ruedas, bailar (claqué, zumba, bailes de salón, salsa), correr (maratones o por el parque), escribir, pintar, visitar galerías de arte, asistir a festivales de música, montar a caballo, pasear al perro, recibir masajes, cantar en un coro, organizar actividades con amigos (en lugar de pasar la velada bebiendo vino y hablando de problemas), disfrutar de la naturaleza, descansar junto al agua… La lista es interminable y muy personal. Yo les animo a evocar las cosas que les divertía de niños o de jóvenes y buscar la forma de practicarlas ahora. Quizás asuman una manera un poco distinta —por ejemplo, tomar clases de baile en lugar de salir de discotecas—, pero pueden aportarnos las misma sensaciones de alegría y libertad, que son empoderadoras y nos producen bienestar. La clienta convencida de que el Diario de Tres Cosas Buenas al Día había transformado su autoestima se esforzó también en buscar actividades que le divirtieran y potenciaran su placer sensual. Durante años había desdeñado o castigado su cuerpo con una

combinación de importantes logros académicos, un extenso y duro horario laboral, unas visitas al gimnasio que no le procuraban ninguna satisfacción y épocas en que se mataba de hambre y otras que comía en exceso. Cuatro meses después de haber iniciado nuestras sesiones de terapia, había realizado los siguientes cambios: había empezado a tomar lecciones de bádminton (que le divertían y ofrecían la oportunidad de alternar), se había apuntado a un curso de mindfulness y sesiones de yoga, había asistido a un curso residencial de una semana en una Granja de Salud (donde le habían dado algunas ideas para poner en marcha un régimen de comidas y ejercicios grato y saludable) y, por último, había asistido a un taller de introducción al sexo tántrico. Además, había adquirido artículos para el baño y el cuerpo maravillosamente perfumados y productos comestibles deliciosos y saludables para recompensarse y halagar sus sentidos. Cuando la vi después de un puente festivo, presentaba un aspecto radiante, estaba pletórica de fuerza, vitalidad y entusiasmo. Me dio las gracias por dejar que buscara estos nuevos intereses a su ritmo: «Si en la primera sesión me hubieras dicho que tenía que hacer estas cosas, me habría resistido y no las habría hecho. Pero me dijiste tan sólo que buscara la forma de potenciar mi energía, y he seguido tu consejo». ¿Qué hace que aumente tu energía? Esto puede parecer un poco confuso al principio, pero nos remite a las ideas expuestas en el capítulo 4 sobre sintonizar con lo que nos dice el cuerpo. Cuando alguien te hace una sugerencia o te pide algo, lo más probable es que algo en tu cuerpo responda de forma positiva o negativa; yo lo llamo un aumento o disminución de energía. (Para muchas personas, esta sensación se localiza en el estómago, de ahí la expresión «reacción visceral».) Ocurre de forma casi instantánea, y a menudo ni nos

damos cuenta o no le concedemos importancia. Cuando busques actividades que potencien tu sentido positivo de ti misma, analiza detenidamente qué te llama la atención y qué te interesa o hace que aumente tu energía. Luego, a tu ritmo, empieza a poner en marcha estas pistas que te ofrece tu cuerpo (o quizá tu subconsciente). ¿Qué actividad te atrae y deseas practicar? Organiza la agenda de estas actividades anotándola en tu diario con antelación, y no la modifiques porque otras personas te pidan que hagas algo. Prioriza, para variar, tus deseos y necesidades y comprobarás que poco a poco empiezan a cambiar las arraigadas creencias sobre tu valor y autoestima.

Califica tu jornada Una de las ideas que me encantaron de un curso de meditación de mindfulness al que asistí hace unos años fue un ejercicio denominado «Califica tu jornada». Desde entonces se lo he enseñado a muchos clientes, que lo encontraron sencillo pero muy eficaz. El ejercicio consiste en lo siguiente: • Haz una lista de las tareas y actividades de tu jornada y califícalas como estresante, dominada (cuando te sientes competente) o placentera, escribiendo la letra E, D o P junto a cada una de ellas. • A continuación, piensa en cómo puedes modificar algunos detalles que hacen que te sientas estresada para que sean actividades placenteras o que domines. Las personas que siguieron este curso propusieron diversas soluciones, pero lo interesante fue ver cómo lo que a uno le parecía

estresante a otro le parecía placentero. Por ejemplo, para muchos de los participantes los correos electrónicos resultaban estresantes, pero a otros les parecían que los dominaban porque se sentían bien cuando los recibían. Una mujer explicó que los correos electrónicos le parecían incluso placenteros, porque nunca sabía quién se había puesto en contacto con ella o qué sorpresas o aventuras podían aguardarle en su bandeja de entrada. Otro ejemplo que recuerdo era hacer cada día el trayecto entre casa y el trabajo y a la inversa; la mayoría lo consideraba estresante, pero hubo quien sugirió que escuchar música que nos guste, un podcast o leer un libro que nos apetece puede ser placentero. Algunos propusieron también dedicar tiempo a paladear y aspirar el aroma de nuestra bebida favorita por las mañanas, utilizar un gel de ducha y deleitarnos con su agradable perfume, aplicarnos una loción corporal y disfrutar de la sensación, admirar la naturaleza que nos rodea cuando tengamos oportunidad de hacerlo, escuchar el canto de los pájaros al salir de casa por la mañana… Lo más importante es utilizar nuestros cinco sentidos. A menudo, pasamos por alto el olfato, el tacto, el gusto y el oído para centrarnos principalmente en nuestra facultad de ver. Y a veces apretamos los dientes, desconectamos nuestra conciencia sensorial y nos limitamos a hacer lo que tenemos que hacer, privándonos de una posible experiencia enriquecedora o incluso de un placer inesperado.

Habla con la niña/el niño que llevas dentro Esto nos devuelve a la idea que subyace en lo que la monja aconsejó a la mujer desesperada en la serie de televisión a la que me he referido antes (ver aquí), pero puedes avanzar un paso más conectando con tu

yo más joven como si ella/él estuviera contigo en la habitación. La primera vez que traté de hacerlo fue como consecuencia de un consejo que me dio mi supervisora clínica, la doctora Lynne Jordan. Yo le había hablado de una clienta que estaba tan llena de rabia que me intimidaba hasta el punto de que temía las sesiones con ella, aunque comprendía que era un ser humano que sentía dolor, sufría y necesitaba mi ayuda. «Quien se siente intimidada es la niña que llevas dentro —me explicó Lynne—. ¿Qué puedes decirle para que se sienta segura antes de que llegue esta clienta?» Qué pregunta tan absurda, pensé para mis adentros al más puro estilo de la persona adorable. «No tengo ni idea», respondí. «Podrías decirle algo así como, “la clienta que te intimida está a punto de llegar, ¿por qué no vas a jugar a la otra habitación mientras yo trato de resolver la situación?”», sugirió Lynne con su estilo claro y directo. No quedé muy convencida. Sin embargo, la semana siguiente, poco antes de que llegara la clienta, recordé la idea y pensé que no perdía nada por intentarlo. Dije a la niña que llevo dentro (me imaginé con unos tres años) que resolvería el problema con la mujer que la intimidaba utilizando argumentos de personas adultas, y que mientras ella podía irse a jugar o a echarse la siesta en la otra habitación; yo me encargaría de que estuviera segura. El caso es que dio resultado. Creo que separó la parte de razonamiento prelógico de mi cerebro —la parte que llamo Terror Infantil (un atávico terror a la ira, al conflicto, a la confrontación y a la desaprobación)— de mi capacidad de raciocinio adulto. Así pues, recibí a la clienta en mi consulta y utilicé mi formación profesional, mis aptitudes y mis conocimientos de adulta, mientras que la pequeña (y atemorizada) Jacqui permanecía a salvo (metafóricamente) en «la otra habitación». Desde entonces he compartido esa idea con muchos clientes, y

dado que muchas víctimas de la Trampa de la Amabilidad sufren una versión del Terror Infantil, el hecho de hablar con tono tranquilizador para que la niña/el niño que llevan dentro se sienta a salvo resulta una estrategia muy práctica y eficaz. No obstante, para algunas personas adorables, la experiencia traumática de su vida se produjo en sus años de adolescencia, así que quizás a ellas les resulte más útil hablar con la/el adolescente que llevan dentro.

Sarah habla a su yo adolescente Sarah, a quien hemos conocido en el capítulo 2, se sentía atrapada en su vida, en parte debido a las creencias limitadoras adquiridas durante los difíciles años de su adolescencia, cuando era la «amiga simpática pero gorda» que siempre daba por sentado que los chicos hablaban con ella para llegar a su mejor amiga, que era muy guapa. Accedió a hablar a su yo de quince años en la privacidad de mi consulta, donde se sentía segura, para tratar de modificar algunas cosas. Como la mayoría de clientes a quienes propongo este ejercicio, al principio Sarah se mostró abochornada y escéptica. Le pedí que imaginara a su yo juvenil sentada en la silla desocupada que había en la habitación, que cerrara los ojos, visualizara y hablara a la joven Sarah. «¿Puedes decirle tres cosas agradables sobre ella?», le pregunté. «Considerada, generosa y muy positiva», respondió sin vacilar. Le dije que creía que podía decirle más cosas: «Sarah, la chica de quince años, está sentada ahí y quiere saber qué veían los chicos en ella. Tú eres su hada madrina, ¿qué puedes decirle?» Mi clienta se echó a reír y dijo: «Todo irá bien, Sarah. El aspecto físico no es determinante. Eres una chica apasionada, divertida e interesante. La gente te aprecia

y eso es una baza muy importante». Más tarde Sarah me confesó que había sido una de las cosas más difíciles que había tenido que hacer en su vida. «Fue muy doloroso. Pero he tratado de utilizarlo de forma positiva y he pensado en esa chica como una persona separada de mí a la que trato de ayudar.» Sarah incrementó su régimen de ejercicio y redujo su consumo de alcohol. Su nuevo objetivo era beber sólo alguna copa cuando estuviera en compañía de otras personas, pero no ser siempre la última en abandonar las fiestas. «Yo solía decir a la gente que no era nadie sin una botella de Pinot Grigio, pero ahora sé que eso no es cierto. Mi lado divertido siempre está presente. Mis compañeros de oficina me estiman y sé que añado un elemento positivo al ambiente.» Se apuntó a una maratón y se hizo socia de un club de aficionados a correr donde poco a poco (muy lentamente) empezó a comprender que algunos hombres mostraban interés en ella aunque estuviera sobria, llevara un chándal y el sudor le cayera en los ojos. Hablar a la niña/el niño que llevas dentro no sólo constituye un eficaz truco terapéutico. Cada vez que sientes ansiedad, lo más probable que la haya desencadenado tu Terror Infantil (o Adolescente). El hecho de dedicar unos momentos a hablar con tu yo más joven puede tener un efecto casi milagroso, al hacer que te calmes y permitir que accedas a tu cerebro adulto, creativo y capaz de resolver problemas. Una amiga que acababa de sufrir una ruptura muy traumática y se sentía sola y abandonada, me dijo que había adquirido la costumbre de pasear en coche cogida de la mano de su yo de seis años (la edad que tenía cuando sus padres se divorciaron), como si ésta estuviera sentada en el asiento contiguo. «No te preocupes —le decía con afecto—. Todo irá bien. Yo cuidaré de ti.»

RESUMEN En este capítulo he descrito varias técnicas que pueden ayudarte a que empieces a valorarte más. Aquí tienes un recordatorio: • Piensa en convertirte en tu propia «redención» y ofrécete el cariño y la amabilidad que confías que te den los demás. • Trata de formular afirmaciones positivas sobre ti misma/mismo y repítelas con frecuencia (pero en privado). • Escribe un Diario de Tres Cosas Buenas al Día para prestar atención a lo que haces bien y elogiarte por ello. • Piensa en formas de recompensarte, y disfruta de esos caprichos sin sentirte culpable. • Puntúa las actividades de tu jornada con una «E» para «estresantes», una «D» para «dominada» o una «P» para placenteras, y piensa en formas sencillas en que puedes cambiar algunas de esas E, D o P. • Cuando experimentes ansiedad o soledad, trata de hablar con tono sereno y tranquilizador a la niña/niño o adolescente que llevas dentro.

7 Pule tus herramientas

E

l otro día, una de mis clientas me habló de una conversación

difícil que debía mantener con alguien. Quería protestar sobre un curso de formación ofrecido por su empresa que, en su opinión, no había estado bien dirigido y había socavado su seguridad en sí misma. «Quiero quejarme a alguien de recursos humanos, pero no sé cómo hacerlo. Tengo miedo de meter la pata y que de alguna forma me castiguen por ello. Necesito que me ayudes a elegir la herramienta adecuada de mi kit.» Pensé que era una excelente metáfora y estuvimos un rato dándole vueltas. ¿Qué tipo de herramienta creía que necesitaba para esa tarea? «Bueno —respondió mi clienta con gesto pensativo—, es un asunto delicado, de modo que tal vez necesite algo como un pequeño destornillador. Pero mientras trato de elegir la herramienta adecuada, temo coger una motosierra y provocar una brutal matanza. ¡Un baño de sangre, como en las películas!» A continuación te propongo un inventario de herramientas que pueden serte útiles mientras empiezas a planear y a prepararte para actuar y comunicarte de formas nuevas. Algunas quizá ya las conozcas, otras no. La elección es muy personal, de modo que elige las que creas que te serán más útiles en la situación en la que vas a

implicarte. Luego, recuerda que debes mantenerlas pulidas y preparadas en tu kit de herramientas.

ACCEDE A TU YO MÁS VALIENTE Uno de mis ejercicios terapéuticos preferidos es el Inventario de Puntos Fuertes Fiables. Lo aprendí cuando estudiaba Psicología de los Constructos Personales (desarrollada por George Kelly en los años sesenta), y lo modifiqué para utilizarlo con mis grupos en la prisión de Holloway. La idea central de Kelly consiste en que todos tenemos unos «puntos fuertes» (algunos los llaman «resiliencias») que son «fiables» durante toda nuestra vida; siempre podemos acceder a ellos, aunque hayan permanecido inactivos durante un período de nuestra vida en que no nos sentíamos fuertes. Este ejercicio te ayudará a identificar estas cualidades y confeccionar un «inventario» —o una lista— de ellas, al que podrás acceder en tiempos de crisis, cuando necesites potenciar tu seguridad en ti. En ese sentido, es muy similar al Diario de Tres Cosas Buenas al Día que introduje en el capítulo anterior, si bien se basa en la evidencia personal del pasado en lugar del presente. Piensa en los momentos en tu pasado en que hayas hecho algo de lo que te enorgulleces, por insignificante que les parezca a otros. Podría ser, por ejemplo, haber ayudado a un amigo, haber defendido tu postura en una cuestión complicada o haber realizado un trabajo excelente en la escuela, que fue colgado en la pared. Procura enumerar al menos tres cosas, luego escribe junto a ellas las cualidades (o puntos fuertes fiables) que demuestran que posees.

Siempre hay algo que puedes identificar. Por ejemplo, al comprar y leer este libro tratas de cambiar algo en tu vida que te disgusta. Eso demuestra las cualidades de determinación, proactividad y valor. No dejes que tus voces críticas minusvaloren tus ideas.

SÉ TU PROPIA ANIMADORA Consiste en resumir tus Puntos Fuertes Fiables en una simple y alentadora máxima, apropiada para la ocasión. ¿Qué frase o eslogan puedes decirte antes de tomar esa difícil decisión, de enfrentarte a esa persona difícil o de hallarte en una situación compleja que requiere una mayor asertividad por tu parte? Uno de los participantes en mi taller propuso estas palabras para que te las digas cuando te enfrentes a un joven proveedor de servicios de Internet un poco borde: «¡Ánimo, tú puedes! ¡Podrías ser su madre! Todo irá bien». Otros evocaron a la persona que les apoyaba (como la abuela de Kirsty en el ejercicio de «Desempoderar a tus voces críticas» ver aquí), con frases como: «¡Eres genial! ¡A por ello!» Te será muy útil recordar la Declaración Personal de Derechos que examinamos en el capítulo 5. Decirte algo como «tengo derecho a anteponer mis necesidades y deseos» o «tengo derecho a decir no» puede resultar muy empoderador en un momento crítico.

LENGUAJE CORPORAL Los estudios de investigación han demostrado reiteradamente que

obtenemos más información unos de otros a través de la comunicación no verbal —o lenguaje corporal— que a través de otros medios. Uno de los pioneros en el estudio del lenguaje corporal, Albert Mehrabian, fijaba los porcentajes en aproximadamente un cincuenta y cinco por ciento de lenguaje corporal, un treinta y ocho por ciento de vocal (en particular el tono de voz) y sólo un siete por ciento de las palabras pronunciadas. De modo que cuando se te ocurra decir algo diferente a tu estilo habitual de comunicación, lo cual te resulta muy difícil, puede serte útil centrarte en los mensajes que tu rostro, tu cuerpo y tu voz transmiten antes de empezar siquiera a pensar en las palabras que debes utilizar.

Postura Si te sostienes bien erguida y miras a tus interlocutores a los ojos, te sentirás más segura y transmitirás confianza a los demás. Si tienes que hacer una llamada telefónica difícil, prueba a hacerla de pie. Esto hará que te sientas más fuerte, lo cual se reflejará en tu voz. Del mismo modo, si tu jefe se acerca a tu mesa y te dice algo, ponte de pie para hablarle mirándole a los ojos y no sentirte en desventaja por estar él de pie y tu sentada. En mis grupos de asertividad en Holloway, hacíamos un ejercicio consistente en caminar por la habitación en una postura de abatimiento, con la espalda encorvada y los ojos fijos en el suelo. Cuando les pedía que se enderezaran y me miraran a los ojos, me decían que sentían una gran diferencia en su cuerpo: se sentían mejor, más fuertes y seguras de sí mismas cuando caminaban simulando sentirse así. «Se trata de fingirlo hasta convencerte tú

misma y a los demás, ¿verdad, señorita?», me preguntó una de las presas (sin el menor atisbo de ironía, teniendo en cuenta que había sido condenada por fraude). En las clases para padres a las que asistí cuando mis hijos eran pequeños nos enseñaron una idea similar con respecto a la postura para comunicar a los niños una serena autoridad: «Imaginad que sois un imponente árbol, o una roca —nos decía la profesora—. Sosteneos erguidos y firmes, arraigados en tierra». La imagen del árbol me resultó muy útil, pues significa que estás arraigada en tierra, pero no eres del todo inflexible. Si has tomado alguna vez clases de arte dramático, lenguaje corporal, baile, yoga o Pilates, probablemente te habrán enseñado a tensar los músculos del estómago (tu centro), a enderezar la espalda e imaginar que un hilo dorado tira de tu cabeza hacia arriba para adoptar una postura correcta. Puedes volver a utilizar este método, o, de nuevo, el que más te convenga.

Microseñales Son lo que gente como los interrogadores de la policía y los jugadores de póquer buscan para averiguar si un sospechoso o un contrincante dice la verdad. Una pequeña alteración en el rostro, en especial los ojos, indicando una discrepancia —o contradicción—, les permite distinguir entre lo que dice una persona y lo que piensa en realidad. Cuando tengas que decir algo difícil, presta atención a los mensajes que no concuerdan con lo que dices que tu rostro y tu cuerpo envían. Procura mirar a tu interlocutor a los ojos, sin hacer gestos nerviosos ni tocarte la boca ni las orejas. Respirar lenta y

profundamente, te ayudará a eliminar la tensión de tu rostro, ojos y mandíbula.

Dosifica esa sonrisa maravillosa Por supuesto, una de las mayores microseñales que pueden indicar que no decimos la verdad es nuestra sonrisa. No pretendo criticar tu sonrisa. Probablemente lo consideras uno de tus mejores rasgos, como te dicen a menudo. Yo he pasado buena parte de mi vida sonriendo, lo cual sin duda me ha abierto muchas puertas. (Y me ha costado una fortuna en cremas antiarrugas, pues ese hábito me ha producido unas profundas patas de gallo y unas arruguitas alrededor de la boca que hacen que parezca una marioneta de mader.) La mayoría de personas adorables tienden a sonreír en exceso. Suele ser un hábito profundamente arraigado, y a menudo creemos que es nuestra mejor solución para conseguir lo que queremos: sonrío; te caigo bien; quieres ser amable conmigo y ayudarme. También sabemos que es lo que hace que las personas se sientan seguras: algunos estudios indican que los orígenes evolutivos de la sonrisa se encuentran en los monos, que levantan el labio superior y enseñan los dientes para mostrar que no representan una amenaza para los agresores que buscan pelea; una señal no verbal de sumisión. Así que, aunque no hay nada malo en tu maravillosa sonrisa — muchas personas morirían por ella—, tienes que tener otras opciones y practicarlas. ¿Puedes sonreír cuando lo deseas? Lo que es más importante, ¿puedes elegir no sonreír? Cuando mi amiga Hilary estudiaba en la universidad para ser maestra de secundaria, advirtieron a los estudiantes de magisterio

que si sonreían demasiado en clase transmitían un mensaje equivocado, que los alumnos los tomarían por unos buenazos, tratarían de tomarles el pelo y antes de que se dieran cuenta habrían perdido el control y la autoridad, que son muy difíciles de recuperar. Así pues, les aconsejaron que prestaran mucha atención a sus expresiones faciales delante de los alumnos. El consejo que a Hilary le pareció más útil y memorable, en particular en su primer empleo en una conflictiva escuela secundaria, fue: «No sonrías nunca antes de Navidad». Esa frase significaba que desde el inicio de curso en septiembre y durante todo el primer trimestre debía fingir ser una versión más estricta, menos amable de lo que en realidad era para imponer autoridad y, con suerte, ganarse el respeto de los alumnos. Luego, durante el segundo trimestre (es decir, después de Navidad), podía empezar a mostrarse un poco más cómo realmente era y esbozar incluso alguna que otra sonrisa. Hilary, una persona exuberante y risueña, encontró este consejo muy útil. «Es un juego muy común que una clase trate de hacer que la nueva profesora pierda los papeles, de modo que el hecho de utilizar un lenguaje corporal que transmitiera autoridad me ayudó a conservar el control», me explicó Hilary. En las clases para padres nos dieron un consejo parecido. «Fingid estar enfadados antes de estarlo», nos dijo Tamar, la profesora que impartía las clases a las que asistí. «Cuando nos enfadamos, estamos a punto de perder el control, lo cual nos asusta a nosotros y al niño, que intuye un peligro en la conducta imprevisible del adulto que ha perdido el control.» En el juego de rol que realizábamos en las clases para padres, yo trataba de decir algo serio («Es hora de irse a la cama. Ahora»), y luego lo estropeaba todo con una sonrisa implorante. «Al sonreír al final de la frase, transmites un mensaje contradictorio —

decía Tamar—. No tienes que ponerte desagradable o antipática. Díselo con tono sosegado y sin aspavientos. Y no sonrías. Se lo estás diciendo, no suplicando». Tanto a mí como a otros miembros del grupo esto nos resultó muy difícil al principio. Pero con práctica, junto con una postura adecuada («soy una roca») y la técnica del Disco Rayado (ver aquí), por asombroso que parezca resulta posible y muy eficaz. Ahora, al cabo de quince años, cuando unos amigos de mis hijos vienen a pasar la noche en casa, pronuncio un breve discurso en tono quedo sobre las reglas de la casa, con cara seria. Y ellos lo encajan bien. Saben qué se espera de ellos y piensan que eso es preferible a toparse con una madre furiosa por haberla despertado a las tres de la madrugada cuando se disponen a asaltar el frigorífico.

COMUNICACIÓN VERBAL Corta el rollo Procura ser directa: corta el rollo y ve al grano. A menudo confundimos hablar de forma clara y directa con ser groseros. Vivimos en una cultura en que la comunicación indirecta suele ser la norma; en particular en el caso de las mujeres, insinuando, haciendo que los otros se sientan culpables y seduciendo a la gente para lograr que hagan lo que deseamos sin pedirlo. Y quizá poniendo mala cara, quejándonos o mostrándonos sarcásticas cuando no lo hacen. Muchas veces lo último que hacemos es decir claramente lo que queremos. Yo solía hacerlo a menudo cuando tenía que decir o pedir algo

peliagudo, y Jocelyn Chaplin, mi inspiradora terapeuta, fue la primera en decírmelo sin ambages (con calma y claridad). En cierta ocasión, cuando trataba de cambiar la fecha de mi cita con ella, pasé unos diez minutos contándole una larga y farragosa historia sobre la proximidad de las fiestas de mitad de curso y que tenía que acompañar a uno de mis hijos al aeropuerto porque iba a visitar a un amigo en España y bla, bla, bla… Mantenía la vista baja mientras hablaba, desviaba la mirada, evitaba mirarla a los ojos, alzaba de vez en cuando los ojos para esbozar una tímida (e implorante) sonrisa. Al terminar mi historia, ella me miró a los ojos y dijo: «Jacqui, no sé qué me estás pidiendo». Creo que la miré perpleja y un poco dolida, y ella se apresuró a añadir con tono afable: «¿Qué quieres pedirme? ¿Puedes decirlo claramente?» Yo me detuve a pensar. (Ésta es una de las grandes ventajas de la terapia; es un espacio seguro donde puedes practicar otras formas de hacer las cosas, en particular cómo actuar y comunicarte con otro ser humano). Comprendí que no me atrevía a pedírselo directamente; supongo que el riesgo residía en que se enfadara conmigo por pedirle lo que quería. Pero respiré hondo varias veces, ensayé en mi cabeza lo que quería pedirle —con una frase clara y concisa— y por fin dije: «Jocelyn, ¿podríamos trasladar la cita de la semana que viene a una hora más tarde, por ejemplo a la una?» Recuerdo que ella respondió que no, que eso era imposible, pero que podía cancelar la cita si quería. A continuación hablamos sobre el efecto en la otra persona cuando nos ofuscamos y adornamos nuestra demanda o negativa con datos irrelevantes y palabras superfluas. (Piensa en cómo te sientes cuando alguien nos endilga una farragosa explicación para pedirnos o negarnos algo.) Nos sentimos confundidos y desconcertados. A menudo, al final, no sabemos exactamente qué nos piden o nos

dicen, y a veces perdemos el hilo del asunto, nos aburrimos y nos ponemos a pensar en lo que ponen esta noche en televisión.

Hallar las palabras adecuadas Buena parte de nuestro problema a la hora de no poder negarnos cuando nos piden algo o de pedir lo que deseamos, proviene del hecho de no saber qué palabras emplear y de tener poca o nula experiencia en decirlas. Hace poco me encontré con una vieja amiga, una emprendedora muy dinámica y de éxito, que ha puesto en marcha y dirigido numerosas empresas en los dieciocho años que hace que la conozco y que han dado empleo a mucha gente. Se dirigía a conocer a un nuevo contacto que quería ofrecerle un trabajo de consultoría. «¿Cuánto vas a cobrarle?», le pregunté en tono familiar. Ella me miró un tanto abochornada y cortada, como cuando preguntas a tu hijo de seis años si se ha cambiado el pantalón. Se produjo un embarazoso silencio mientras ella se rebullía nerviosa con la vista en el suelo. «¿No habéis hablado aún de ello?», pregunté asombrada. «No puedo hacerlo —respondió finalmente mi amiga—. No me cuesta ningún esfuerzo hacerlo para los demás, pero cuando se trata de mí es distinto.» Entonces jugamos a un juego de rol en el que le pedí que me mirara a los ojos con calma y dijera algo como «en la actualidad cobro quinientas libras al día por un trabajo de consultoría». Le resultaba imposible decir eso sin sentirse incómoda, de modo que decidimos que diría «¿qué pensaba pagar por este trabajo?» En realidad, ni siquiera era capaz de pronunciar la palabra «pagar», de modo que quedamos en que diría: «¿cuál es la tarifa habitual para

este tipo de trabajo?» Más tarde mi amiga me envió un mensaje de texto informándome de que la entrevista había ido muy bien y que no había tenido ningún problema a la hora decir las palabras que habíamos ensayado juntas. «Lo difícil es decirlas por primera vez, parecía como si las tuviera pegadas a los labios.»

El tono Esto es muy importante porque transmite numerosos signos de metacomunicación que van más allá de las palabras que pronuncias. Tomemos este ejemplo: tienes que decir a tu madre/amiga/hermana/esposa que no podrás asistir a una importante celebración. Si dices «tengo que hablar contigo sobre la cena de cumpleaños de Joe…» en tono vacilante, implorante, indeciso o apaciguador, abres de inmediato el camino para que tu interlocutor te persuada, trate de hacer que te sientas culpable, avergonzada/avergonzado o manipulada/manipulado para que cambies de opinión. Ahora trata de decirlo con convencimiento y seguridad en un tono claro, firme y sosegado. ¿No te sentirías tú más proclive a aceptar lo que te están diciendo? Añade las pautas de «El No Gentil» (véase más adelante) y lo más probable es que, con suerte, ambos sintáis que habéis conseguido lo que queríais de forma creativa y eficaz: de lo contrario, habrás dicho lo que tenías que decir sin sentirte demasiado culpable. Como en todas las estrategias de comunicación, cuanto más practiquemos, mejor las haremos. De modo que procura ensayar de antemano frente al espejo, o con una buena amiga o amigo por teléfono.

El No Gentil La mayoría de personas adorables tiene un gran problema con la idea de decir no. Creo que se trata de una respuesta fóbica muy arraigada que hace que temamos decir no, por lo que lo evitamos a toda costa, de modo que nunca adquirimos la costumbre de decir no y en consecuencia desarrollamos un temor al temor de decirlo. Durante uno de mis talleres propuse a los participantes un ejercicio consistente en caminar por la habitación y, cada vez que se encontraban con alguien tenían que decir «no», sólo la palabra «no». A medida que caminaban por la habitación se hizo evidente que habían empezado a perder su reticencia y empezaban a disfrutar diciendo no, al tiempo que se producía un aumento de energía en la habitación. Puedes probarlo sin necesidad de acudir a un taller. Ve a un lugar privado y colócate frente a un espejo. Mírate con calma a los ojos y di no. Pruébalo empleando distintos tonos de voz para divertirte. Comprobarás que resulta más eficaz cuando no sonríes. Esto empezará a romper tu tabú. Ahora llevemos esta idea un poco más lejos y examinemos los componentes de un «no» adecuado. Yo lo llamo «el No Gentil», porque pienso que la gentileza es una cualidad a la que muchos aspiramos. Recuerdo con claridad la primera vez que observé a alguien hacer este ejercicio, que tuvo un efecto duradero y liberador sobre mí. Había ido a visitar a un amigo que se encargaba de organizar el acceso de los medios de comunicación a una importante prueba deportiva. Mientras me mostraba los estudios y las posiciones de las cámaras, recibió una llamada en su móvil. «Muchas gracias por pensar en nosotros —le oí decir con tono sincero—, pero

esta vez debemos rechazar vuestra propuesta. Suerte con la historia.» «¿Quién era?», le pregunté. «El periódico The Sun —respondió mi amigo—. Querían venir a hacer unas fotos del estadio con unas chicas ligeras de ropa para la página tres.» Mi amigo no deseaba que la gente asociara ese acontecimiento con chicas en topless», pero se había negado con gentileza. «Estuviste muy cortés» —dije con tono socarrón. «Los modales no cuestan nada —contestó él—. Y nunca sabes cuando puedes necesitar un favor.» He aquí algunos ejemplos de cómo puedes hacer que funcione el No Gentil: • Da las gracias a la persona por proponértelo (o «pensar en ti», como dijo mi amigo). Ni más, ni menos. Si estás al teléfono, respira hondo y di esta frase en primer lugar. Si estás con la persona en cuestión, ten calma, mírala a los ojos, sin nervios. • Expresa tu negativa con educación pero firmeza. Hazlo con brevedad. Los puristas dirían «No te disculpes nunca, no des explicaciones», pero creo que disculparse forma parte de una respuesta gentil, de modo que es importante. Si quieres, puedes copiar la frase de mi amigo, que es muy buena: «Esta vez debemos rechazar vuestra propuesta». Si te sirve de ayuda, puedes ganar tiempo absteniéndote de tomar una decisión al instante, diciendo que tienes que consultarlo con tu agenda/tu familia o contigo misma (por ejemplo: «Aún no lo sé; tengo que comprobar qué voy a hacer este fin de semana/verano, etcétera»). Si haces esto, conviene que digas a la otra persona que la llamarás para comunicarle tu decisión y cumplas tu palabra. • Procura terminar con una nota positiva y de buen rollo. Si te habían pedido algún tipo de colaboración, puedes sugerir otra

persona que quizá pueda ayudarles. «Este año no puedo encargarme del puesto de los pasteles, pero a Betty Smith quizá le interese hacerlo.» No propongas a nadie a menos que creas en la posibilidad de que esa persona acceda, de lo contrario te crearás más problemas (cuando Betty Smith te llame furiosa). O puedes sugerir otra posibilidad diciendo «me encantaría reunirme contigo dentro de unos meses, cuando esté menos liada». De nuevo, no lo digas si no es verdad, de lo contrario te crearás más quebraderos de cabeza. Si realmente no existen otras opciones (otras personas, otras fechas, etcétera), como puede ser el caso, piensa en lo que dijo mi amigo y deséales suerte con el proyecto o di algo agradable como: «Que te vaya muy bien con el evento». • ¡Sé breve para no arriesgarte a que acaben convenciéndote! Esto es tan importante que lo he escrito en cursiva y con signos de admiración. Ya sea en persona o por teléfono, termina la conversación con rapidez y educación antes de que tu interlocutor advierta que te sientes culpable e incómoda y trate de hacerte cambiar de parecer por medio de la razón o la manipulación. A Jessica, la colega adorable, la técnica del No Gentil le resultó muy útil con colegas exigentes. «Empiezo diciendo algo sincero, como “lamento tenerte que decir que no” o “lamento no poder ayudarte…, pero no puedo hacerlo porque tengo que atender un montón de encargos”.» Algunos seguirán insistiendo, pero otros colegas más razonables comprenderán que es cierto y aceptarán tu negativa.

LA TÉCNICA DEL DISCO RAYADO Si eres lo bastante mayor para acordarte de cuando los discos de vinilo eran el único formato de música grabada, quizá también recuerdes que a veces tus discos favoritos se rayaban y la aguja del tocadiscos se quedaba atascada en el surco, reproduciendo una y otra vez el mismo pasaje. En realidad, ocurre lo mismo con los cedés, de modo que la mayoría de vosotros sabrá a qué me refiero con la Técnica del Disco Rayado. Básicamente, significa que repites las mismas palabras una y otra vez a la persona a la que tratas de comunicar un mensaje claro. La ventaja que tiene es que te ayuda a conservar la calma e impide que pierdas el hilo de tu discurso. Es otra técnica que aprendí en las clases para padres. Recuerdo un juego de rol en el que participé y en el que pedía a mi hijo que se pusiera los zapatos porque el tiempo se nos echaba encima y debíamos salir para el colegio. Manteniéndome firme (como una roca), tenía que decir con calma: «Haz el favor de ponerte los zapatos, es hora de irnos». El adulto que hacía el papel de mi hijo no me hacía ni caso y seguía jugando. «Por favor, ponte los zapatos», insistía yo, tratando de no modificar el volumen ni el tono de mi voz. Luego continuaba repitiendo «zapatos» a intervalos regulares, «zapatos…, zapatos…, zapatos…», como un disco rayado y sin caer en ese tono apremiante y angustioso que no hace sino agravar la situación. Con el adulto que hacía el papel de mi hijo dio resultado, pues se puso los zapatos y yo me sentí muy aliviada. «Ya —pensé—, al fin y al cabo es un juego de rol, pero con un niño no funcionará.» Para mi sorpresa, funcionó. No siempre obtenía un resultado óptimo, pero era un método mucho más eficaz que enfadarse, ponerse a gritar y acabar por llegar tarde, yo hecha un manojo de

nervios y tratando de tranquilizar a mi hijo, que se ponía a llorar porque le había asustado. Muchos de mis clientes emplean esta técnica con éxito y dicen que es muy útil cuando planifican una conversación difícil. Es importante cuidar el tono. Evita los sarcasmos, sé amable, muéstrate comprensiva con la otra persona pero firme. Jessica me proporcionó el siguiente ejemplo de la Técnica del Disco Rayado: «Una colega me presionaba para que tomara una decisión que encajara con su agenda, pero yo tenía que analizarlo más a fondo y comunicarle mi decisión antes del fin de semana, en lugar de al final de la jornada. Fue muy divertido, porque creo que ambas utilizamos la técnica del “disco rayado”. La colega insistió durante un rato en que necesitaba saberlo ese mismo día, y yo insistía en que se lo diría antes del fin de semana. En cierto momento decidí que no quería ceder pero tampoco quería seguir dando vueltas sobre el mismo tema. De modo que le propuse que siguiera adelante con el resto del proyecto para no causar retrasos y que le comunicaría mi decisión antes de que finalizara la semana. Y ella accedió. ¡Bingo!» Yo diría que Jessica utilizó una combinación de la Técnica del Disco Rayado y una actitud creativa para resolver el problema, logrando con ello un acuerdo satisfactorio. Existen diversas herramientas de comunicación adecuadas a diversas situaciones; y cuanto más experimentemos más fácil nos resultará elegir la más apropiada, ya sea el pequeño destornillador o la motosierra.

Segunda parte del disco rayado: Sortear respuestas difíciles

El ejemplo de «zapatos…, zapatos…, zapatos» que acabo de mencionar resulta muy eficaz con niños pequeños, pero con niños mayores y con adultos se trata más bien de una interacción entre ambas partes, porque poseen el lenguaje y la lógica para discutir contigo mientras tú sigues repitiendo la misma frase, sonando más como un GPS que como un ser humano sosegado y asertivo. Cualquiera que tenga más de tres años se pondrá a discutir y tratará de «hacerse» con la situación, como demuestra el ejemplo de Jessica. Tu interlocutor puede utilizar la manipulación emocional («¡pobre de mí!», véase la Subasta del Dolor ver aquí), el estatus («soy más importante que tú»), tratar de avergonzarte («otros podrían hacerlo») o lo que Anne Dickson denomina la «lógica irrelevante». El truco en este caso es tener en cuenta las respuestas de la otra persona pero no dejar de repetir tu mensaje esencial. No te dejes arrastrar por el contenido de lo que te dicen y tratar de rebatirlo; en lugar de eso, di algo como «entiendo que te sientas disgustada/presionada/te limites a hacer lo que te manda el jefe…, pero (añade y repite aquí el mensaje del disco rayado)». Esto no es tan fácil como puede parecer. Aun así, con la práctica no tardarás en sentirte segura de ti, al tiempo que adquieres experiencia y competencia. A lo largo de mi experiencia, he advertido que una respuesta casi universal a esta técnica por parte de mis clientes y de los participantes en mis talleres (inclusive las mujeres de Holloway) es una increíble sensación de empoderamiento y seguridad en cuanto se producen los primeros éxitos. Al igual que yo con mi caso de los «zapatos» y Jessica con su «¡no!», las personas se asombran y se sienten encantadas cuando funciona, y sólo lamentan no haber empezado a utilizarla antes.

EL SÁNDWICH DE FEEDBACK El Sándwich de feedback es una técnica que se enseña principalmente a personas cuyo trabajo conlleva evaluar o valorar ciertas tareas, pero también personas que nunca han oído hablar de ella suelen mostrarse encantadas de disponer en su kit de herramientas de una técnica de comunicación tan útil. Piensa en la valoración (o la situación en que te encuentres) en términos de un sándwich, en el que los dos trozos de pan son muy ricos pero el relleno es a todas luces mejorable. Tu pan está constituido por las frases positivas que pronuncias sobre la persona/situación a la que te enfrentas y sus aptitudes/rendimiento/cualidades, antes de que preguntes sobre el relleno: «¿Cómo podrías hacer esto mejor?» Por ejemplo, la clienta a la que me he referido al inicio de este capítulo que quería explicar a la responsable de recursos humanos su experiencia con el cursillo de formación que había recibido, había decidido decir algo como «te agradezco que organizaras un cursillo de formación para nosotros, pero habría sido preferible que los monitores se hubieran documentado más a fondo sobre nuestra área de trabajo. Tuve la impresión de que no conocían bien cuál es nuestro trabajo. Espero que este feedback te ayude a la hora de planificar otros cursillos. Si quieres, puede dártelo por escrito». Mi clienta comprendió que bastaba con utilizar el pequeño destornillador, junto con alguna que otra sonrisa, respirar antes profundamente y emplear un tono de voz sosegado. La motosierra se quedó en el cobertizo y ella se sintió tan animada que cuando tuviera que exponer otra queja no vacilaría en hacerlo.

¿QUÉ HARÍA METTE? Tengo una amiga llamada Mette a quien considero un modelo de asertividad. Como quizás hayas adivinado por su nombre, proviene de Escandinavia (concretamente de Dinamarca), donde existe una norma cultural consistente en comunicarse de forma clara y directa. Veamos un ejemplo de la refrescante espontaneidad de Mette. Hace unos años, durante las vacaciones estivales, fui a pasar unos días con mis hijos en casa de Mette y su familia. Una hora después de haber llegado, Mette me miró a los ojos y dijo: «Hace poco vinieron unos amigos a pasar unos días con nosotros y estoy harta de cocinar, de modo que no cocinaré para vosotros. Hay muchos sitios donde podéis comer, y, por supuesto, todo lo que hay en la cocina está a vuestra disposición». Confieso que sus palabras me dejaron estupefacta. Pero ¿tienen las mujeres el derecho a decir esas cosas?, me pregunté asombrada. Sin embargo, al cabo de unos días me di cuenta de que lo estábamos pasando estupendamente y que en gran parte se debía al ambiente distendido, sin corrientes soterradas de resentimiento, y sin que nuestra anfitriona emanara una tensión tan potente como gas venenoso. Yo provengo de una familia cuyas mujeres son unas cocineras de primer orden que se creen obligadas a hacer alarde de su pericia e impresionar a las visitas con unos maravillosos platos caseros y artesanales. Pero, como es natural, el esfuerzo y tensión que supone elaborar esos platos espectaculares tiene un precio, que a menudo se traduce en malhumor y una comida impresionante pero contaminada por el aroma del resentimiento y la ira. Lo cual deja un mal sabor de boca. La sinceridad de Mette fue una revelación para mí. Y, desde

luego, todos supimos desde el principio dónde nos hallábamos con una claridad liberadora. Yo no podría ser nunca como ella (aunque los Marson creemos que descendemos de vikingos daneses), pero me gusta pensar en ella cuando me enfrento a situaciones en las que querría mostrarme más directa, más sincera y más clara. ¿Qué haría Mette?, me pregunto. Entonces pienso en la respuesta, sonrío y siento cierto temor, porque suele estar demasiado lejos de donde yo me encuentro en mi viaje de comunicación para que pueda imitarla. Sin embargo, luego me planteo, ¿no podría yo avanzar un paso hacia lo que haría Mette? Esto me resulta muy útil, y mucho más viable. La imagino con sus divertidos atuendos y su simpático acento y trato de decir lo que tengo que decir. ¿Conoces a alguna persona como Mette a la que aprecias? No es preciso que la conozcas personalmente; una de mis clientas eligió a Katherine Hepburn en sus animosos personajes cinematográficos de los años cincuenta, mientras que otra eligió a Indiana Jones. Al margen de a quien elijas, evoca su imagen cuando te enfrentes a una situación complicada en la que quieras hacer o decir algo distinto a lo que sería tu respuesta habitual de persona adorable. ¿Eres capaz de avanzar un pequeño paso para aproximarte a lo que harían ellos? ¿Cómo lo ves y cómo te suena?

CIBERCONSEJO: LOS MENSAJES DE TEXTO Y CORREOS ELECTRÓNICOS DE LA PERSONA ADORABLE

Algunos de mis clientes se comunican principalmente a través del correo electrónico, de mensajes de texto y de redes sociales como Facebook, y ahí es donde creen que reside su mayor desafío con respecto a la asertividad. En la comunicación a través de esos medios se aplican los mismos principios, pero sin la metacomunicación del lenguaje corporal: sé directa y clara. Piensa en lo que quieres decir o pedir y exprésalo con claridad. Una periodista independiente amiga mía decidió suprimir en sus correos electrónicos y mensajes de texto toda palabrería superflua, chistes y emoticonos a modo de experimento, sobre todo porque estaba harta de la cantidad de tiempo y esfuerzo mental que suponía para ella redactarlos. Me dijo que de esa forma se ahorraba tiempo y problemas, y que tenía la sensación de que los demás la respetaban más. Asumí una actitud más profesional y los demás respondieron de igual forma. Creo que temía tener que caer bien a la gente para que me dieran trabajo, pero en realidad lo que quieren es poder confiar en que serás capaz de realizar tu trabajo con profesionalidad. ¡No creo que los emoticonos comuniquen eso!

RESUMEN En este capítulo he descrito algunas herramientas que pueden ayudarte a comunicar mensajes que te resultan difíciles (por ejemplo decir no, protestar, fijar límites) con más claridad y seguridad. • Presta atención a lo que dice tu cuerpo; mantente erguida y firme. Observa tu tono y recuerda que debes permanecer seria si

quieres que tu mensaje sea tomado en serio (esto no te convierte en una persona antipática). • A ser posible, planifica de antemano lo que vas a decir. Procura que tu mensaje sea claro y conciso; elimina lo superfluo. • Recuerda «el No Gentil», la técnica del «Disco Rayado» y el «Sándwich de Feedback». • Pregúntate qué modelo quieres imitar para reforzar tu asertividad.

8 Planta cara a tu factor miedo

A

hora que tienes unas flamantes herramientas a tu disposición,

estás preparada para el próximo paso: enfrentarte a los temores que intentan impedir que hagas algo diferente. Te enseñaré cómo diseñar y poner en marcha unos experimentos conductuales hechos a medida para ti. ¿Hacías experimentos en tu infancia? Tal vez no tuvieras un juego de química para niños, pero es posible que mezclaras pétalos de rosa con agua para elaborar un «perfume» o tierra con agua para hacer pastelitos de barro que se rompían y desmenuzaban. Pues bien, ha llegado el momento de conectar de nuevo con el científico que llevas dentro y adoptar una actitud receptiva y curiosa. A mis clientes les encanta poder realizar estos experimentos sin tener que juzgarse: como científico, no actúas ni bien ni mal sino que te limitas a probar una intuición, una teoría o una hipótesis, y si no funciona, haces unos ajustes y vuelves a intentarlo. Es ingenioso, creativo y divertido.

¿QUÉ ES UN EXPERIMENTO

CONDUCTUAL? Los experimentos conductuales constituyen un vehículo de una increíble potencia para realizar cambios. La idea se originó en la década de los cincuenta con el movimiento de Psicología Conductual. He mencionado ya los perros de Pavlov y la idea de una respuesta condicionada (por la cual los perros aprendían a asociar el que les dieran de comer con el sonido de una campana, hasta que, al poco tiempo, el simple sonido de una campana hacía que empezaran a salivar y a babear aunque la comida no apareciese). Los humanos no somos distintos. Si tuviste una experiencia angustiosa en la infancia, eso hace que tus respuestas estén condicionadas y sientas temor por el mero hecho de asociar algo con el traumático acontecimiento. De niña me aterrorizaban las arañas, que me encontraba en abundancia durante nuestras vacaciones estivales, cuando nos íbamos de camping; sobre todo las veía en los inodoros de hormigón. En consecuencia, la mera idea de un lavabo de hormigón de un camping o una bovedilla de hormigón me produce angustia. Como he contado en el capítulo 2, el comportamiento de las personas adorables está regida de forma desproporcionada por el temor a la ira y la desaprobación. Para evitar estos desagradables sentimientos en nosotros, tratamos de escapar o impedir que se produzcan situaciones que puedan provocarlos, como una confrontación, decir no, negarnos a dar lo que nos piden, etcétera. A menudo al mismo tiempo potenciamos las conductas que hacen que nos sintamos seguros, procurando que la gente nos aprecie, eliminando tensiones y conflictos, mostrándonos de acuerdo con los demás, etcétera. Pero lo que ocurre es que la predicción del temido

resultado adquiere unas dimensiones desproporcionadas con respecto a la probabilidad de que efectivamente ocurra, y, lo que es más importante, con respecto al cálculo de nuestra capacidad de afrontar el temido resultado, aunque se produzca. La idea de un experimento conductual, por tanto, consiste en poner a prueba tus anticuadas hipótesis de forma segura, planificada y controlada. Por ejemplo, «si digo no a esta persona, se enfadará conmigo/me cogerá manía y yo no soportaré su ira/desaprobación». Cuando pones a prueba esta predicción, armada con las flamantes herramientas y habilidades que hemos examinado en el último capítulo, estoy segura de que te asombrará comprobar que, aunque ocurra, eres capaz de sobrevivir al resultado negativo que habías pronosticado. A veces nos sentimos atrapados por nuestro miedo al temor y la única forma de escapar es ver con claridad esas angustiosas predicciones —a menudo el punto de vista de un niño—, y tener luego el valor de ponerlas a prueba, empezando por la más insignificante y menos arriesgada. Así pues, en línea con la teoría de la Terapia Cognitivo Conductual: modifica tu conducta y podrás modificar tus pensamientos y sentimientos. Según mi experiencia, es el método más eficaz de abordar el proceso de cambio, aunque rara vez nos parece el más sencillo.

NUESTRA JERARQUÍA DE TEMOR Para superar una fobia (o «temor irracional»), los psicólogos utilizan a menudo una técnica denominada desensibilización sistemática

(conocida también como Terapia de Exposición Gradual). Para empezar, creas una jerarquía de la fobia: de lo que menos temor te produce a lo que más. Para tomar el ejemplo de mi fobia a las arañas: en la parte inferior de mi jerarquía, con una puntuación de 1, podría ser mirar una fotografía de una araña, mientras que en la parte superior, con un 10, sería sostener en la mano una enorme y peluda araña, como una tarántula. Mediante una técnica de relajación, como la respiración controlada, ascendería de modo «sistemático» por mi jerarquía de temor, tomándome el tiempo que me conviniera, exponiéndome a mis temores irracionales y desensibilizándome ante los estímulos, comprendiendo que las arañas no me causarán ningún daño y que puedo sobrevivir al temor. Es una técnica basada en el enfoque «siente el temor pero hazlo de todos modos», aunque es anterior al libro que Susan Jeffers publicó con ese título, Feel the Fear and Do It Anyway.

Crea tu propia jerarquía de temor A continuación te invito a que crees tu jerarquía de temor en torno a las conductas de la persona adorable que te resultan problemáticas, en la que el 1 constituye lo más fácil y el 10 lo más difícil o lo que te inspira más temor (no es preciso que anotes todos los números del uno al diez). Por supuesto, esto es muy personal: no debes sentirte avergonzada o ridícula por el hecho de que conozcas personas para quienes las cosas que tú temes no suponen un problema. Todos somos distintos y una compleja interacción de nuestro ADN con nuestras experiencias nos confiere a cada cual una determinada serie de temores. No existe una jerarquía universal del temor, al igual que no existe una del dolor emocional.

Ésta es mi jeraquía del temor de hace unos años, cuando empecé a aplicarme en serio a esta tarea: 1 Pedir a mi pareja ayuda y apoyo. 3 Pedir a amigos ayuda y apoyo. 4 Decir no a personas que no conozco personalmente. 5 Decir no a amigos. 7 Desacuerdos/conflictos públicos/en grupo (por ejemplo en una tienda, en un club de lectores). 9 Decir no a amigos difíciles. 10 Mostrarme de forma «auténtica» en compañía de otros (por ejemplo, malhumorada, triste, enfadada) y expresarlo cuando alguien me hiere. Jessica, la colega adorable, al comienzo de nuestra terapia redactó una lista: 1 No decir «lo siento» cuando alguien choca conmigo en el metro. 2 Pedir a alguien que repita algo que no he oído. 3 Decir «disculpa» en voz alta cuando alguien me impide pasar, en lugar de tratar de pasar sin decir nada. 4 Pedir a la gente que avance a través del vagón del metro. 5 Tomarme mi tiempo para guardar mi billetera después de pagar en una tienda (esto es, hacer que la cola se espere). 6 Formular una pregunta durante una reunión informal con mi equipo. 7 No decir «lo siento» cuando ocurre algo en el trabajo de lo que no soy culpable.

8 Decir «más tarde» cuando un colega me pide algo. 9 Delegar sin pedir disculpas. 10 Decir «no» cuando un colega me pide algo. El siguiente estadio consiste en idear un experimento para poner a prueba tu predicción de que sucederá algo malo e insoportable si llevas a cabo una de las conductas que temes. El experimento te ayudará a reunir pruebas que demuestren que lo que temes quizá no sea tan temible como creías, pero que, aunque lo fuera, puedes sobrevivir al temor. Empieza con algo situado en la parte inferior de tu jerarquía. Esta plantilla te ayudará: • Describe tu experimento. • ¿Cuál es la predicción/imagen que temes? • Factor Miedo actual. • Predicción más realista. • ¿Qué habilidades y recursos puedes utilizar? • Factor Miedo corregido. Posteriormente: • Resultado. • ¿Cuál es tu Factor Miedo ahora? • ¿Qué has aprendido de este experimento? La ventaja de describir tu predicción es que en muchos casos ha

adquirido unas proporciones épicas y en realidad puede resultar bastante ridícula. Al analizarla de esta forma, con claridad y detenimiento, comprendes hasta qué punto es exagerada, y que posiblemente pertenezca a otro momento en tu historia, quizá a cuando eras una niña pequeña y desvalida y el imprevisible arrebato de ira de un adulto o su empeño en hacer que te avergonzaras resultaba realmente terrorífico. Como diría mi amiga Natalie, una terapeuta que utiliza la TCC: «Es posible, pero ¿es probable?» Puedes utilizar esta pregunta para pensar en una predicción más realista y reducir un poco la puntuación del Factor Miedo. Pondré un ejemplo personal como ejemplo.

Mi experimento con el vestido Si observas mi jerarquía de temor, he puntuado con un 7 el hecho de devolver un objeto a una tienda. De modo que para los fines de este libro, decidí hacer un experimento con este temor y tomar nota de todos los pensamientos, sentimientos y conducta que comporta. En primer lugar describiré los antecedentes. Yo había comprado un vestido veraniego bastante caro en una pequeña boutique. Es uno de esos establecimientos que te envía un bonito catálogo por correo, para que lo hojees durante horas contemplando a las jóvenes e impecables modelos en unos ambientes maravillosos, pensando, probablemente de forma subliminal, que si tuvieras uno de esos vestidos de seda o un jersey de cachemira, todo el mundo te querría, te sentirías feliz y no tendrías ningún problema. Mi cerebro racional sabe que es así como funciona la publicidad; vinculamos el hecho de adquirir objetos con alcanzar nuestros deseos emocionales. Sin embargo, por más que lo sepas, el tirón emocional

sigue siendo muy potente, en particular si crees que te sobran unos kilos, te sientes poco atractiva y poco segura de ti misma, como me sentía yo el día que fui a esa tienda. Así pues, es más que probable que fuera en busca de una redención basada en el aspecto físico (véase el mito del Arco de Redención ver aquí) en lugar de una determinada prenda, y la vendedora, al advertir ese impreciso deseo en mí, empezó a llevar vestidos al probador, expresándose con efusividad y de forma muy persuasiva, para que me los probara. Media hora más tarde, salí de la tienda con un elegante paquete cuyo contenido sabía que no me favorecía y que apenas me lo pondría, suponiendo que alguna vez llegara a ponérmelo. Me llevé el vestido a casa, me lo probé de nuevo y comprendí que tenía que enfrentarme a la realidad de los hechos y devolverlo a la tienda. Me parece oír a algunas personas adorables reírse al leer esto, porque para vosotras no significaría ningún problema. Sé muy bien que hoy en día muchas personas emplean la táctica de comprar un montón de prendas, llevárselas a casa, probárselas y devolver todas las que no les gustan. Quizá si yo hiciera esto mismo a menudo, la idea de devolver una prenda a una tienda no me parecería tan agobiante, pero como no tengo esa costumbre, me agobia tener que hacerlo. En ese momento, mis voces críticas ya habían empezado a hacerse oír: «Eres patética. ¿Por qué no le plantaste cara a esa vendedora?» Y «has tirado el dinero; has cometido un estúpido error y ahora tendrás que pechar con las consecuencias y no comprarte más ropa de verano». ¡Caray, parecen aún más virulentas cuando las ves escritas! En especial la última, que no sólo es crítica sino que pretende avergonzarme y castigarme: ¡debo pagar por mi error no pudiendo comprarme más ropa de verano! No obstante, para seguir adelante con el experimento, así es como

rellené el formulario: • Describe tu experimento: ve a la tienda y pide que te devuelvan el dinero. • ¿Cuál es la predicción/imagen que temes?: que la vendedora se enfade conmigo y trate —con un tono desagradable, crítico y desdeñoso— de convencerme para que me quede el vestido. Me tratará a) con frialdad, de forma despectiva y humillante delante de otros clientes y empleados de la tienda, que estará atestada de gente, diciendo algo así como «mire, señora, a su edad (con su peso/figura) es difícil que encuentre algo que le sienta bien», o b) me gritará y quizá me agreda físicamente, de nuevo delante de un numeroso grupo de curiosos. • Factor Miedo actual: 7 • Predicción más realista: quizá la vendedora se enfade, pero puedo salir de la tienda rápidamente y no volver a verla. Y si se pone desagradable, pediré hablar con la encargada. Tengo derecho a devolver esta prenda antes de catorce días. • ¿Qué habilidades y recursos puedes utilizar? Puedo respirar lentamente para contrarrestar los síntomas de lucha-o-huida en mi cuerpo (ver aquí). Puedo utilizar la técnica del Disco Rayado. • Factor Miedo corregido: 5 • Resultado: Esperé un día, cuando disponía de tiempo y me sentía razonablemente segura de mí. Fui a la tienda. Sentía una opresión en la boca del estómago. Se acercó la vendedora que me había atendido. Y cuando le dije que quería devolver el vestido, se cabreó. Me di cuenta porque su tono amable y halagador había sido sustituido por una sonrisa falsa y unos ojos fríos y duros. De

modo que mi predicción había sido acertada, hasta cierto punto. Creo que es el tipo de establecimiento en el que las vendedoras cobran una comisión por cada prenda que venden, por lo que procuran vender el máximo número de artículos, un detalle del que ya me había dado cuenta la vez anterior. Mientras la dependienta me dirigía lo que Paddington Bear llama su «mirada especial», sentí que el temor hacía presa en mí. Respiré profunda y lentamente varias veces, siguiendo el curso del aire a través de mi cuerpo con la imaginación (véase ejercicio de respiración ver aquí), mientras me decía: «Esto acabará pronto y no tienes que volver a ver a esta persona. No importa que ahora te odie; no puede hacer nada que te perjudique». Eso me resultó muy útil. En primer lugar, en cierta medida evitó que me sintiera atrapada por la intensidad emocional del momento, y segundo, mi diálogo interno tranquilizador hizo que me sintiera más calmada y segura (ver aquí). El resultado fue que me devolvieron el dinero del vestido y salí de la tienda ilesa y sin sentirme humillada; de hecho, me sentí eufórica. • Factor Miedo ahora: 2 • ¿Qué has aprendido para tu próximo experimento?: Aprendí a estar preparada para la posibilidad de que algunas vendedoras pueden no tomárselo con calma cuando un cliente exige que le devuelva el dinero de una compra, que pueden enfadarse y emplear un tono sarcástico y despectivo, pero que en tal caso yo sería capaz de enfrentarme a ellas, que esto no sería el fin del mundo y que sobreviviría. Después de mi experiencia de devolver el vestido, me sentí tan animada que esa misma semana

devolví otros dos artículos (un dictáfono, dos meses después de que expirara el plazo de devolución, y un sujetador que no me sentaba bien que hacía seis meses que había comprado y había perdido el tíquet de compra). Se da la circunstancia de que ambas cosas me resultaron sorprendentemente fáciles y sencillas, pues los vendedores se mostraron comprensivos, sosegados y razonables. En términos de una desensibilización sistemática clásica, ahora era capaz de sostener a una araña en la mano. Quizás aún no a una tarántula, pero sí una pequeña araña, lo cual demostraba un gran progreso.

Selecciona tus experimentos: ¿Qué es más importante ahora? Si acudes al servicio de urgencias de un hospital, en primer lugar la enfermera efectuará un triaje. Su tarea consiste en valorar la importancia —literalmente, el peligro de muerte— de la lesión o enfermedad de cada paciente, y redactar una lista de prioridades sobre quién debe ser atendido en primer lugar. Ésta puede ser una forma de pensar útil con respecto a los experimentos conductuales que deseas hacer: ¿qué es lo más urgente que debes cambiar en estos momentos? Pregúntate qué te causa más angustia, qué te impide conciliar el sueño por las noches, qué pesa más sobre tu ánimo. Otra pregunta importante que debes hacerte es qué te beneficiará más. Algunas cosas te cuestan un gran esfuerzo, pero quizá no ganes gran cosa tratando de cambiarlas ahora. Dicho de otro modo, es probable que el coste sea mayor que los beneficios. No dejes que esto se convierta en otro «debería», de lo contrario podrías fracasar y tu autoestima se resentiría.

Te aconsejo que confecciones una lista de las ventajas y las desventajas para que te ayude a verlo con más claridad. Por ejemplo, Alison, una mujer encantadora que participó en mi taller, quería escribir una carta a su madre contándole su experimento conductual. Quería explicarle por qué se sentía tan dolida por sus juicios de valor y sus críticas, que ella venía soportando toda su vida. La tarea le parecía sumamente difícil y angustiosa, y al calcular las posibles ventajas y desventajas, comprendió que era un experimento muy arriesgado. Lo más probable es que su madre no estuviera dispuesta a atender este feedback, y se lo echara en cara adoptando una actitud defensiva y censurándola por ello, lo cual haría que Alison se sintiera aún peor y las llevaría a ambas a un callejón sin salida. Le hablé del Arco de Redención (ver aquí) y le dije que esto había activado mi «alerta del arco de redención»: su madre no cambiará nunca, a menos que experimentara un hecho que transformara su vida y se sometiera a unas sesiones de terapia (o quizás ambas cosas). Alison reflexionó unos momentos y se le ocurrió otro problema sobre el que podía hacer un experimento menos arriesgado, pero más apremiante desde el punto de vista práctico. Quería pedir a antiguos clientes suyos unas recomendaciones para su nueva web. Esto la agobiaba, de modo que había ido posponiendo el ponerse en contacto con ellos. ¿Cuál era la predicción/imagen que temía? Después de pensar un poco en ello, se rió y dijo: «Que se llamen unos a otros y digan: “¿Cómo se atreve a pedirnos eso? ¡Qué cara más dura! Es una incompetente y no se me ocurre nada positivo que decir sobre ella”». El hecho de describir la imagen que temía permitió a Alison ver de inmediato lo absurdo que era. «¿Qué probabilidades hay de que eso ocurra? —le preguntó otro participante con tacto—. ¿No crees que estarán encantados de

ayudarte si tú les has ayudado a ellos?» «Supongo que sí —respondió Alison, aunque no parecía muy convencida—. Yo estaría encantada de dar a alguien buenas referencias, sobre todo si me explican con claridad lo que necesitan, pues sería muy útil.» «¿Y cuál es el Factor Miedo?», le pregunté. «Aproximadamente siete», contestó ella. Alison decidió llevar a cabo un experimento consistente en escribir un correo electrónico con toda claridad, especificando lo que necesitaba, pero asegurando a sus antiguos clientes que si estaban demasiado atareados comprendería que se negaran. «Esto evitará que me sienta rechazada si se niegan», observó con ironía. «¿Cuál es el Factor Miedo ahora?», preguntó el grupo. «Ha disminuido unos tres puntos —respondió Alison—. Ya os contaré el resultado.» Alison se puso en contacto conmigo una semana más tarde para informarme de que había enviado un correo electrónico a tres personas y que todas le habían remitido de inmediato unas referencias excelentes. «Creo que el hecho de marcarme el objetivo en tu taller, en presencia y con el apoyo del grupo, fue lo que me decidió a dar el paso, que de otro modo quizás habría seguido evitando —dijo—. Mis acciones han hecho que me sienta más fuerte, lo cual es una cosa muy positiva y me anima a seguir intentándolo.»

Jessica empieza a experimentar… Cuando conocí a Jessica, la colega adorable, barajamos la idea de procurar ser «un uno por ciento menos adorable» como experimento inmediato (ver aquí). Decidió tratar de no disculparse cuando alguien chocara con ella en el metro. La semana siguiente, animada por el éxito de la experiencia («la otra persona ni siquiera se fijó. Oí esa voz crítica en mi cabeza diciendo: “¿Dónde están tus

modales, jovencita?”, que identifiqué con mi tía, a la que no vacilé en responder»), preparamos una lista de experimentos que realizar de forma gradual para que Jessica los pusiera en marcha cuando lo creyera oportuno. El más difícil era negarse a la demanda de un colega en el trabajo. Jessica se sentía muy motivada y valiente y empezó a llevar a cabo los experimentos de su lista; cada éxito la animaba a ascender por su jerarquía de temor (ver aquí). Ha aquí un extracto de su diario de terapia, tomado casi desde el principio:

La persona sosegada, paciente, divertida e inteligente que siempre he deseado ser no aparecerá de la noche a la mañana. Quizá la clave sea la asertividad. Si soy asertiva, podré mostrarme serena porque podré pedir lo que deseo, convencida de que lo merezco. Si creo que soy la mejor persona que puedo ser, no tendré motivos para impacientarme. Y si me siento relajada y serena, podré expresarme de forma ocurrente en lugar de balbucir y sentirme avergonzada. Sólo necesito sentir esa calma interior que me permita pedir algo sin que parezca que me disculpo. ¿Esto es lo primero que conseguiré, o lo alcanzaré después de practicar un tiempo? Bueno, si se trata de practicar, ya sé por dónde empezar. Los éxitos de Jessica al mostrarse más asertiva en el trabajo propiciaron unos cambios sorprendentes que ella ni siquiera había incluido en su lista.: consiguió fijar unos límites más claros con su

compañera de piso, asumió un nuevo papel, más estimulante, en su trabajo, adquirió unas aficiones nuevas y más audaces e hizo nuevas amistades. Por supuesto, no le resultó fácil ni sencillo. Jessica sufrió varios reveses y fracasos, y hubo momentos en que se sintió tan desmoralizada que a punto estuvo de renunciar a su intento de cambiar. Sin embargo, al tomarse las cosas despacio y sin forzarse, paso a paso, continuó con el experimento. En los capítulos 9 y 10 volveréis a encontrar a Jessica.

… y Liz también En el capítulo 3 me referí ya a Liz, la amiga adorable que había recorrido centenares de kilómetros para asistir a una sesión de terapia de dos horas que fue «como visitar un spa» porque no estaba habituada a hacer cosas para ella misma. Esa tarde se marchó con el firme propósito de marcarse unos experimentos conductuales, concretamente dirigidos a «decepcionar a los demás y cuidar más de mí». El primero lo llevaría a cabo esa misma noche, cuando le dijera a una amiga que no asistiría al recital de poesía que había organizado porque deseaba disfrutar con un relajante baño de espuma y cenar con los niños. A Liz le parecía agobiante pero no imposible, y yo la animé a acceder a su lado valiente, que era evidente que había aflorado en numerosas situaciones pasadas y presentes. Al cabo de un mes me envió un correo electrónico: «Es como si después de mi primea sesión de terapia alguien hubiera encendido la luz —escribió —. Me resultó muy útil explorar de dónde provenía mi temor a que alguien se enfadara conmigo. Al recordar lo mal que reaccionó mi padre cuando, siendo yo una adolescente, impuse mi criterio frente

al suyo, comprendí por qué hoy en día sigo esforzándome en complacer a los demás». Al realizar su primer experimento conductual, Liz me dijo que se sintió fatal por ello, pero había enviado un mensaje de texto a su amiga diciendo que lo sentía pero no podía asistir a su recital de poesía y que ésta lo había comprendido. «Lo curioso es que mi amiga, con la que puse a prueba mi primera cancelación, me dijo que le parecía increíble que temiera decepcionarla porque me consideraba una buena amiga y jamás pensaría mal de mí. Estaba convencida de que si había rechazado su invitación debía ser por un buen motivo, no por un capricho. Ambas nos reímos al comentar el incidente, que estaba muy lejos de mi temida predicción de que mi amiga se enfureciera y no quisiera volver a verme.» Liz empezó a experimentar tratando de anteponer sus necesidades a las de los demás, pero me contó también que en el trabajo había tratado de modo distinto a una mujer que solía atosigarla. “Yo me limitaba a asistir a las reuniones sin despegar los labios, tratando de pasar inadvertida —me explicó—. Pero esta vez llegué temprano y estuve muy amable con ella. La mujer se mostró un poco sorprendida, pero respondió de forma positiva. Durante la reunión sólo hablé cuando tenía algo que decir. Me sentí muy empoderada y satisfecha de comportarme tal como soy. Durante todo el rato me repetí: «¿Qué es lo peor que puede suceder?» y «no importa que no le caiga bien a esa mujer; no es preciso que simpatice conmigo, sólo necesito hallar la forma de trabajar con ella». En el capítulo 9 sabrás cómo consiguió Liz reducir sus compromisos sociales y disponer de más tiempo para dedicarlo a lo que realmente era importante para ella.

LLUVIA DE IDEAS CREATIVAS SIN JUZGARLAS Liz trató de hacer algo distinto, lo cual le resultó sorprendentemente eficaz. Pero a veces no se nos ocurren otras formas de hacer las cosas porque nuestros patrones habituales de pensamiento y conducta nos tienen atrapados. La lluvia de ideas sin juzgarlas es una técnica que te ayudará a liberar tu pensamiento y hará que se te ocurran nuevas ideas. Escribe un problema en la parte superior de un papel. Luego, escribe debajo lo que te ocurra sobre cómo resolver ese problema. Da rienda suelta a tu creatividad y anota cada idea absteniéndote de juzgarla. Esto es importante porque permite que unas ideas en las que no habías pensado y unas soluciones potenciales esquiven las voces críticas, siempre vigilantes (véase el capítulo 5). Por ejemplo, si aplicaras esto en el caso de un niño que tuviera un problema con su profesor y se te ocurrieran ideas como «envíalo a la luna en un cohete» o «haz que lo secuestren unos piratas», anotaríais esas ideas con calma, las examinaríais juntos y decidiríais qué opciones merecía la pena probar. Puedes puntuar también las ideas de uno a diez, si eso te ayuda a verlas con claridad. Así es como la técnica de la lluvia de ideas creativas ayudó a Ella, a quien conocimos en el capítulo 2.

La (supuestamente) insoportable compañera de piso de Ella Ella estaba preocupada porque por fin había encontrado una nueva compañera de piso después de que, tras un prolongado y tenso

silencio, la última se hubiera marchado. Temía que también con esta otra compañera las cosas se torcieran y se viera atrapada en otro desagradable y embarazoso desenlace, lo cual haría que se sintiera culpable e inquieta por el tema del alquiler. Además, ese episodio había reactivado sus creencias de la adolescencia de que «si no encajo, si no caigo bien a las chicas, nunca tendré amigos». Pedí a Ella que me hablara un poco sobre su nueva compañera de piso. «Bueno, parece muy agradable, discreta, trabajadora y respetuosa con el hecho de que necesito mucha tranquilidad y silencio para estudiar. Pero también Frankie lo parecía al principio…» Entonces le pedí que compartiera conmigo la imagen de lo que temía que podía suceder, aunque le pareciera absurda. Después de reflexionar unos momentos, dijo: «Bueno, me ha dicho que tiene un novio “ocasional”, y los imagino besándose en el sofá mientras yo trato de estudiar, o, mucho peor…», Ella hizo una pausa, como si no fuera capaz de compartir conmigo el horror que se desarrollaba en su imaginación, «… practicando sexo ruidosamente en la habitación, impidiéndome conciliar el sueño y haciendo que me sienta sola e incompetente porque a) no tengo novio y b) soy demasiado tímida para hacer esos ruidos». Ella me miró con los ojos muy abiertos, como si no supiera de dónde había surgido esto. «Y —añadí yo—, el novio ocupará tu baño durante horas haciendo las cosas que hacen los hombres y metiendo ruido, tras lo cual se paseará por tu apartamento con una pequeña toalla enrollada alrededor de la cintura.» Las dos rompimos a reír. «¿Te parece probable? —le pregunté—. Y, lo que es más importante, ¿qué puedes hacer ahora para tranquilizarte antes de que ocurra algo que te coloque en una situación peliaguda?» Ella me miró perpleja. Me confesó que en su mente no había nada

entre sentirse presa e impotente en la Trampa de la Amabilidad, y las inevitables y terribles consecuencias que desembocarían en mal rollo y conflicto. «De acuerdo, probemos la lluvia de ideas creativas sin juzgarlas», propuse. No he conocido nunca a nadie a quien no le atraiga la idea. Creo que «creativas» y «sin juzgarlas» son términos agradables y positivos que producen de inmediato una sensación de seguridad y potencian la energía. A Ella se le ocurrió ir a la biblioteca a estudiar si su compañera llevaba gente al apartamento, y, si llevaba a su novio, ir a pasar unos días a casa de unos amigos. Le sugerí que hablara con su nueva compañera y trataran de pactar unas normas básicas que les parecieran razonables, por ejemplo: que el novio sólo podía quedarse en el apartamento los fines de semana. Ella me miró sorprendida. «No se me había ocurrido, pero me parece muy razonable.» Este proceso liberó la parte de su cerebro capaz de hallar soluciones creativas para que se le ocurrieran muchas otras posibles estrategias. «Sólo estás transfiriendo tus excelentes habilidades —dije—. En el trabajo eres más que capaz de resolver problemas, pero con tu compañera de piso, probablemente por razones que se remontan a tu pasado, no podías acceder a esas habilidades. Estabas atrapada en un trauma, temor o pánico, lo que tiende a bloquear nuestra capacidad creativa de resolver problemas.» Dos semanas más tarde, Ella me informó de que había mantenido una charla tranquila y distendida con su nueva compañera de piso, quien había accedido a todas sus propuestas sin la menor tensión. «Me parece increíble que fuera tan fácil», dijo Ella. Son las palabras que oigo a menudo cuando las personas empiezan a hacer experimentos para cambiar algunas cosas. Cuando por fin se atreven a mantener esa conversación difícil, por lo general (aunque no

siempre) resulta mucho más sencillo y menos estresante de lo habían supuesto.

SAMANTHA EXPERIMENTA CON SER MENOS PERFECTA Algunas personas deciden que sus experimentos más importantes consisten en tratar de reducir ciertas conductas, en lugar de hacer algo distinto. Si nos remontamos a la infancia y recordamos los patrones que examinamos en el capítulo 2, veremos que algunas personas adorables están obsesionadas con evitar la ira, otras con lo que puede convertirlos en adictos a la aprobación de los demás, y muchas de ellas con una compleja combinación de ambas cosas. Samantha, a quien conocimos en el capítulo 2, decidió experimentar haciendo menos para conseguir la aprobación de los demás y comprobar si podía sobrevivir a semejante experiencia. De joven, le encantaba complacer a su profesora de ballet, una mujer muy exigente. Más tarde, de adulta, transfirió esta búsqueda de aprobación a su jefe, trabajando duro muchas horas y asumiendo muchas responsabilidades. Ahora estaba de baja maternal y había empezado a transferir esta obsesión a su marido y a su bebé. Sin embargo, éstos no le habían pedido que lo hiciera, por lo que no se lo agradecían. Su marido quería que fuera la chica alegre y divertida que había sido siempre, pero Samantha estaba agotada y malhumorada como consecuencia de sus esfuerzos por ser la esposa y madre perfecta, entre los que se contaban planchar un sinfín de peleles e ir maquillada todo el día.

Juntas, desenterramos la principal regla personal que sustentaba sus conductas. Era: «DEBO ESFORZARME SIEMPRE AL MÁXIMO, DE LO CONTRARIO LOS DEMÁS PENSARÁN QUE NO ME ESFUERZO EN ABSOLUTO». Cuando arrojamos un poco de luz sobre esta regla, Samantha comprendió que pertenecía a otra persona, probablemente a su «increíblemente despótica» profesora de ballet, que aspiraba a que se convirtiera en la bailarina perfecta. «Si yo tuviera esa visión de la perfección, ¡no creo a que mi marido le apeteciera estar conmigo! No quiere que sea la mujer perfecta.» «Además, a medida que nuestra hija se hace mayor, no quiero contagiarle los mismos complejos que tengo yo. Quiero que cuando sea mayor venga a contarme sus problemas, y si sabe que yo también he cometido algunos errores, quizá le resulte más fácil.» Después de esa sesión, Samantha se esforzó por ser «una esposa y madre adecuada», en lugar de perfecta. Su primer experimento fue dejar de planchar peleles, tras lo cual empezó a pasar buena parte del día sin maquillaje. Me dijo que se repetía a todas horas las palabras «basta cumplir de forma adecuada» para que le ayudaran a ver las cosas en su verdadera dimensión. Los experimentos conductuales que he descrito en este capítulo son planificados o proactivos. Es un buen punto de partida, porque al planificar el experimento, muchos de los elementos están bajo tu control y eso hace que te sientas más segura. Es evidente que no puedes controlarlo todo por completo, pero cuando hables con tu compañera de piso, tu jefe o tu pareja probablemente tendrás la opción de controlar la situación y elegir lo que deseas decirles. Esto, a su vez, potencia tus habilidades y tu seguridad en ti misma, lo cual

te será muy útil en momentos en que no controles la situación y tengas que reaccionar al instante ante una persona o circunstancias difíciles. Y dado que estas cosas pueden ocurrir en el momento más inesperado —de hecho, lo hacen—, en el capítulo 10 te ofrezco algunas técnicas que te ayudarán a resolver esas situaciones reactivas.

RESUMEN Ya tienes algunas ideas sobre cómo diseñar y estructurar tus experimentos para plantar cara a los angustiosos pensamientos que te tienen atrapada en una forma perjudicial de hacer (o no hacer) las cosas:

• Crea tu jerarquía de temor, puntuando las situaciones a partir de 1 (las que menos te agobian) a 10 (las que más te agobian). • Diseña un experimento conductual alrededor de una de esas situaciones; selecciona algo de la parte inferior de la escala y rellena la plantilla (ver aquí) para ayudarte a planear y prepararte para el resultado más negativo. • Piensa en las importantes herramientas descritas en el capítulo 7 que puedas utilizar en tu experimento. • Concédete una recompensa, siéntete empoderada y planifica tu próximo experimento. • Prueba una lluvia de ideas creativas sin juzgarlas para obtener nuevas ideas y opciones.

9 Experimentos Conductuales Avanzados: atrévete a decepcionar

C

ada vez que menciono esta idea a una persona, me mira con

ojos como platos, estupefacta y un poco preocupada; luego sonríe. Es una sonrisa de alivio que viene a decir «debe de ser una broma, porque es absurdo». Sin embargo es algo más que el germen de una idea importante: el mero hecho de pensar en ella es genial y contribuye a proporcionarnos más opciones. ¿Por qué aterroriza a las personas adorables? ¿Qué Regla Rígida Personal sustenta esta negativa a probarla? JAMÁS DEBO DECEPCIONAR A NADIE, DE LO CONTRARIO… ¿De lo contrario, qué? ¿Qué temor nos mantiene atrapados en esta forma de vivir tan estresante y agotadora? Eso significa que debemos apoyar siempre a nuestros amigos asistiendo a sus cumpleaños, cenas, fiestas, reuniones, recitales de poesía, exposiciones de arte, actos para recaudar fondos, funciones infantiles, cumpleaños de los niños, funerales de los padres… Puedes añadir lo que se te ocurra, la lista es interminable. Y no sólo

acudimos a los eventos organizador por nuestros amigos íntimos pese a estar enfermos, ocupados o agotados; eso sería (en términos generales) bastante razonable. No, uno de los pequeños secretos de las personas adorables es que, debido a nuestra incapacidad para decir no y a que siempre nos esforzamos en charlar con amigos excéntricos, aliviar tensiones, reírnos de las anécdotas y bromas de parientes que se creen muy ocurrentes o divertir al personal con nuestras anécdotas, solemos asistir también a fiestas y eventos organizados por personas con las que no nos une una estrecha amistad, que a veces —dilo bajito— no nos caen demasiado bien, nos intimidan un poco o nos compadecemos de ellas (o las tres cosas a la vez). ¿Asientes con la cabeza? Lo suponía. Pero has de saber que, aunque te parezca mentira, algunas personas, cuando las invitan al cumpleaños de la recepcionista temporal, se limitan a decir: «Lo siento, me encantaría, pero no puedo ir» con una sonrisa amable y sin el menor sentimiento de culpa. ¿Cómo lo consiguen? Tú también puedes conseguirlo. Tendrás que volver al capítulo 7 para adquirir algunas habilidades prácticas que necesitas para la tarea que te aguarda, pero de entrada conviene examinar los patrones de pensamiento que hacen que la idea de decepcionar a los demás te aterrorice.

DECEPCIONAR NO SIGNIFICA FALLAR A ALGUIEN En cierta ocasión comenté a mi supervisora, Lynne, que me sentía abrumada por la cantidad de nuevos clientes que acudían a mi

consulta de psicoterapia. Lynne, con su habitual estilo práctico y directo, me preguntó «¿por qué los has aceptado?» ¿No es evidente?, pensé. Ejercemos una profesión destinada a ayudar a los demás. «No quería fallarles», respondí con el tono ligeramente defensivo que solemos adoptar cuando sabemos que ésa no es la respuesta correcta. «¿Existe alguna diferencia entre fallar a alguien y decepcionarle?», me preguntó Lynne. Qué pregunta tan extraña, pensé, porque nunca había pensado en ella. Supongo que puse cara de perplejidad. «¿Acaso no es lo mismo? —balbucí—. Si alguien se siente decepcionado, es porque le has fallado. ¿no?» «Bueno —contestó Lynne—, si hoy al llegar hubieras encontrado con que yo no había venido debido a una crisis, te habrías sentido decepcionada, pero yo no te habría fallado aposta porque las circunstancias escapaban a mi control. En cambio, si yo no me hubiera presentado sin una causa justificada, te habría fallado.» Esto me resultó tan novedoso, que me costó asimilarlo. «¿Me estás diciendo que si rechazo a un cliente en potencia quizá se sienta decepcionado pero no le habré fallado?» «Puedes recomendarle que acuda a otro terapeuta de tu confianza, de modo que obtenga la ayuda que necesita. Y quién sabe, quizás acabarías fallándole por estar tan atareada que no podrías dedicarle la atención que necesitaba. Si alguien se siente decepcionado, es una emoción que debe resolver la propia persona, no es tu responsabilidad. No eres responsable de las emociones de los demás.»

EMPATIZAR EN EXCESO

Existen muchas razones por las que somos incapaces de decir no a las demandas y exigencias de los demás. Como hemos comentado en el capítulo 2, son sobre todo versiones de la Evitación de la Ira y la Adicción a la Aprobación; el temor al conflicto y el deseo de mantener la paz a toda costa, el temor a la ira (la tuya y la de los demás) y el deseo de sentirnos bien con nosotros mismos y que los demás nos estimen. Interviene también un componente de empatía: no queremos decepcionar a los demás porque sabemos lo que significa sentirse decepcionado. Por tanto, experimentamos una tremenda culpabilidad por ser responsables de que alguien se sienta dolido. Para evitar sentirnos culpables, a menudo decimos sí cuando en realidad queremos decir no. Pero ¿sabemos realmente lo que sienten otros en una determinada situación? Creemos saberlo, pero en realidad no podemos saberlo. Sólo podemos suponerlo y hacer conjeturas, que a menudo se basan en pensar cómo reaccionaríamos nosotros en esa determinada situación, un concepto que los psicoterapeutas denominan «proyección» (como proyectar nuestra película en la pantalla de otra persona). Sin embargo, este concepto no resulta muy preciso como indicador, porque en nuestra película hay un montón de nuestra historia, experiencias, temores y dolor. Así, por ejemplo, tener que despedir a alguien es una cosa que a mí me disgustaría mucho, porque creo que es lo peor que puede ocurrirle a alguien. Imaginaría a esas personas sentadas junto a un cartel que dice «casa en venta», rodeadas de niños vestidos son ropas harapientas y sosteniendo un platillo para limosnas. Por el contrario, mi amiga la ejecutiva pensaría que les ofrecía la oportunidad de realizar su sueño dorado de navegar alrededor del mundo o reciclarse como artistas circenses. Ella lo vería como una oportunidad; yo lo

vería como una tragedia. ¿Quién de las dos estaría en lo cierto? Probablemente ninguna, porque cada persona reacciona de forma singular a un acontecimiento. Por tanto debemos poner en cuestión lo que imaginamos acerca de la reacción que tendrá la persona a la que le digamos no o cancelemos un compromiso con ella. ¿Qué ocurre cuando unos amigos cancelan un compromiso que tenían con nosotros? A menudo nos sentimos aliviados, por mucho que les estimemos, porque ese día nos apetecía acostarnos temprano. Así pues, ¿no podrían sentirse ellos también aliviados? Evita suponer que conoces su reacción emocional. En última instancia, no eres responsable de su reacción; sólo puedes ser responsable de la tuya. Esto no significa que te conviertas en un psicópata amoral que no siente la menor empatía hacia el prójimo. Haz un experimento dirigido a reducir un poco tu empatía, y comprueba el resultado. Es lo único que te sugiero.

OVERBOOKING Sin embargo, paradójicamente, a menudo las personas adorables fallamos a la gente porque en nuestra agenda hay overbooking, precisamente porque somos incapaces de decir no en el momento adecuado. Para no fallar a nadie, evitamos dar una negativa por respuesta, por lo que a veces (o a menudo) tenemos la sensación de estar desbordadas. ¿Te ocurre esto a ti? ¿Escribes en tu agenda entradas referentes a la tarde del viernes, con diversos bolígrafos, semejantes a estas?:

Ayudar a servir la merienda en el colegio. Pasarme por casa de X, que da un brindis de despedida. Preparar la cena para la familia. Quedar con Y para ir al cine. Procurar ir a la fiesta de cumpleaños de Z para felicitarla. Al final haces todas estas cosas a disgusto (no disfrutas en el cine porque piensas en cuánto durarán los anuncios, a qué hora terminará la proyección, cuánto rato se pasará Y comentando la película, cuándo podrás marcharte discretamente, cuánto tardarás en localizar el local donde Z ofrece su fiesta de cumpleaños…), haces sólo algunas de ellas sintiéndote culpable (has tenido que cenar apresuradamente y no has podido atender a tus hijos como querías, y sólo te has quedado en la fiesta unos minutos porque la canguro tenía que regresar a su casa), o no haces ninguna de ellas porque tu agenda estaba tan repleta el martes, el miércoles y el jueves, que el viernes te derrumbas en la cama agotada. ¿Te suena? Así pues, ¿cuál es la respuesta? De nuevo, se trata de atreverse a experimentar haciendo las cosas de forma diferente.

DECEPCIONA A ALGUIEN CADA DÍA Atrévete a poner a prueba tu predicción oculta de que habrá ira, desaprobación y los amigos te abandonarán en tropel, haciendo que te sientas sola, sin que nadie te invite a ningún evento, en lugar de sentir que eres popular, que estás muy solicitada y con una vida social activa pero a veces —¿a menudo?— desbordada, agotada y resentida.

La semana que Kirsty dedicó a decepcionar a los demás Kirsty se ofreció a realizar este Experimento Conductual Avanzado durante una semana y accedió a compartir el diario de sus intentos (los nombres propios han sido modificados): Miércoles. Esta noche tenía tres compromisos porque no quería decepcionar a nadie y era una cobarde. Tenía que reunirme con Sean, un viejo amigo que siempre está en casa con los niños y apenas sale, ir al cine con Marie, a la que hace siglos que no veo (cosa que me hacía sentir un poco culpable), y luego Paul me recordó que había prometido asistir a su evento esa misma noche. Era consciente del problema desde hacía una semana, pero había postergado contactar con M y con S porque me sentía culpable, lo cual no hizo sino incrementar mi culpa y mis autorreproches sobre por qué no les había llamado todavía… Así que me costó mucha angustia y estrés porque temía decepcionarlos. Al final envié a ambos correos electrónicos, que es la salida del cobarde. Lo encajaron bien, pero probablemente lo hubieran encajado mejor si les hubiera avisado con más antelación. ¡Tengo que ser valiente e informar a la gente con más antelación! Ellos lo comprendieron porque son adorables y no se habrían quejado. Jueves. Esta noche había quedado con Babs, una amiga en cuya presencia siempre me siento intimidada, que ha venido por un asunto de trabajo. A medida que transcurría el día, comprendí que estaba hecha polvo y tenía que acostarme temprano porque he trasnochado y bebido demasiado en un evento del trabajo, y

Max me despierta a las seis. Antes, ni se me habría ocurrido anular un compromiso. Habría hecho algo para reanimarme, como comer chocolate o darme una ducha antes de salir. Y, una vez allí, no habría mencionado siquiera que estaba cansada, sino que habría procurado mostrarme alegre y animada, o lo que exigiese la ocasión. Como es la semana dedicada a «decepcionar a alguien todos los días», decidí coger el toro por los cuernos y aprovechar la ocasión para hacer algo distinto. Mi Factor Miedo estaba por las nubes, porque mi amiga es una persona que, tiempo atrás, nunca vacilaba a la hora de expresar sin ambages su decepción. Es experta en sumirse en un airado mutismo que hace que se dispare mi sensible Barómetro del Resentimiento. Estaba tan aterrorizada que no la llamé hasta las cinco de la tarde. Respiré hondo varias veces y ensayé lo que iba a decirle. Sentía una opresión en el estómago y la mano me temblaba. Sorprendentemente, me contestó el buzón de voz. ¡Qué alivio! Dejé el mensaje. No mentí y no inventé una excusa. Le dije que estaba demasiado cansada y quería acostarme temprano. También le dije que esperaba que no se sintiera decepcionada, pues sabía que había quedado en verse con otras amigas. Esperé a que ella me llamara, presa del pánico. No podía centrarme en el cuento que les leí a los niños antes de acostarlos. Envié a mi amiga un mensaje de texto por si no había recibido mi recado en el buzón de voz. Por fin, me llamó y… ¡estuvo encantadora! Dijo que no me preocupara, que me acostara temprano y ya nos veríamos otro día. ¡Fue increíble! ¡Mi experimento más valiente hasta la fecha! Es increíble que no lo intentara antes. Esto me ha animado a hacer más experimentos.

Viernes. Respondí con un «No Gentil» a un agente inmobiliario que se mostró bastante frío, pero luego le envié un correo electrónico. Mi error fue que, para no ofenderle, había demostrado demasiado entusiasmo por un piso. Una idiotez; Paul no se anda con remilgos en estas ocasiones. ¿Qué me importa no caerle bien al agente inmobiliario? Creo que en el fondo quiero ser una de sus favoritas… Sábado. Una clienta difícil en la sala de belleza. No le dije lo que quería oír, quería que le dedicara más tiempo pero yo tenía que atenerme a los límites… Un auténtico quebradero de cabeza. Cuando se disponía a marcharse empezó a contarme la triste historia de su ruptura sentimental, de modo que yo no sabía qué hacer. Me sentía mezquina y cruel, pero me atuve a mis límites (mencioné el nombre de mi jefa para salir del atolladero). Domingo. ¡Dije no a la gata! No resisto sus intentos de manipularme cuando se me acerca para que la acaricie: esos ojos enormes, esos lastimeros maullidos. Siempre pensé que era incapaz de decir no a la gata, porque se sentirá muy triste y rechazada. Pero soy alérgica al pelo de los gatos, de modo que basta que le haga una caricia para que a los diez minutos los ojos se me pongan rojos y me lagrimeen y la garganta me escueza, de modo que antepuse mis necesidades a las suyas y la ignoré. De todos modos, ¿cómo sé lo que piensa y siente la gata? ¡Jacqui diría que proyecto a la niña que llevo dentro, quien se siente rechazada en la gata! La madre de Paul vino a almorzar. Traté de no ser la perfecta nuera y dejé que fuera él quien le dedicara toda su atención.

Cuando ella empezó a hablar sobre los planes de la familia para Navidad, le dije que aún no sabíamos lo que haríamos pero que ya se lo comunicaríamos. Ella, como cabía esperar, me miró muy cabreada, porque siempre me he mostrado de acuerdo con ella. Me sentí incómoda. La reacción más desagradable hasta la fecha. Lunes. Hemos iniciado un nuevo horario de sueño con Max. He fijado unos límites más claros sobre su hora de acostarse, y cuando viene a nuestra cama lo llevo de regreso a la suya, con cariño pero firmeza. Según el libro, esto romperá el hábito dentro de catorce días. Confío en que así sea, porque es muy duro para todos. Max se pasó una hora llorando, cosa que me partió el corazón. Paul está de mi parte, de modo que cuento con su ayuda. Martes. ¡La caldera ha vuelto a estropearse! Siento que el fontanero me ha fallado, aunque he invertido horas y he compartido muchas tazas de té con él para establecer una relación entre los dos y que nos trate bien. Estuve un poco seca con él por teléfono y le dije la verdad, ¡que tenemos un frío polar! Marie me ha aconsejado que suscriba una póliza de seguro para la caldera para evitarme problemas y no tener que malgastar energía mostrándome encantadora. Después de su semana, pregunté a Kirsty cómo se sentía. «Fue increíble darme cuenta de lo que soy capaz de hacer. Las personas se enfadaron menos de lo que yo había supuesto y se mostraron muy razonables.» Algunas veces me sentí un poco agobiada, pero la noche que me acosté temprano me procuró la fuerza y energía para tratar de

acostumbrar a Max a otro horario de sueño, lo cual me parece que me ayudará a conservar la cordura. Le pregunté qué había sido lo más difícil. «Encararme con mi suegra, sin duda. Le chocó que no me comportara como un felpudo, como era habitual en mí. Se produjo una situación bastante tensa; creo que estaba furiosa conmigo.» Kirsty y yo estuvimos de acuerdo en que en el futuro se enfrentaría a más situaciones, porque estaba decidida a no seguir anteponiendo siempre las necesidades de los demás a las suyas.

PREPÁRATE PARA ¡VUELVE A SER COMO ANTES! Lo que a Kirsty le ocurrió con su suegra constituye el fenómeno llamado Vuelve A Ser Como Antes, que Harriet Lerner ha documentado a la perfección en su ya clásico libro The Dance of Anger. Cuando haces algo distinto cambias las reglas, y puedes estar segura de que las personas que te rodean —a las que sin pretenderlo has acostumbrado a esperar ciertas cosas de ti— se mostrarán decepcionadas. Algunas se sentirán dolidas y furiosas, otras lo expresarán sin rodeos (como el hijo de Kirsty) y otras de forma indirecta (como su suegra). Pero otras desaparecerán de tu vida al darse cuenta de que las viejas reglas del conflicto armado han cambiado y no quieren jugar de acuerdo con las nuevas. Probablemente todas te demostrarán de una u otra forma cómo se sienten. Éste es el fenómeno llamado ¡Vuelve a Ser como Antes! Tú, como es natural, estarás tan hiperatenta a percibir el menor

indicio de esas emociones que has procurado evitar toda tu vida, que no hará falta que los demás te digan nada, pues el mínimo gesto de censura en unos labios o unos ojos hará que el detector de peligros de tu cerebro —la amígdala cerebral— se ponga a funcionar frenéticamente (véase «El tigre en la mente», ver aquí). Cuando esto ocurra, cosa que es casi inevitable, procura recordar por qué querías hacer ese cambio, cuál fue tu motivación. Según las palabras que hizo célebres el movimiento de derechos civiles: no apartes la mirada del premio. Es posible que quieras ser un modelo para tus hijos (como identificó Samantha, ver aquí), o que hayas comprendido que constituye un camino importante que nos lleva a una óptima salud y bienestar (como descubrió Amanda, ver aquí). Trata de no vacilar con respecto a tu nueva conducta asertiva, porque eso transmitiría mensajes contrapuestos y haría que las personas (en particular los niños) dudaran ante lo que dijeras. Su actitud ¡Vuelve a Ser Como Antes! puede incluir manipulación, hacerte sentir culpable o castigarte de algún modo, como poner mala cara o retirarte su amor y afecto. Pide ayuda a una amiga de confianza y procura mostrarte firme, especialmente si el objetivo es importante para ti. A veces conviene explicar con calma y claridad a las personas que quieres por qué has cambiado las reglas y expresar tu convencimiento de que todos saldréis beneficiados. Si crees en tus motivos, y has interiorizado que tienes derecho a hacer lo que tratas de hacer, lo más probable es que acabes convenciéndoles.

EL PROGRESO DE LIZ

Liz, la amiga adorable que conociste en el capítulo 3, llevaba más de un año experimentando con decepcionar a los demás cuando me puse en contacto con ella para averiguar qué tal le iba. Me envió un correo electrónico que decía así:

Estoy convencida de que, como consecuencia de la terapia, han cambiado muchas cosas. En general, me siento más tranquila y menos estresada que antes. Aunque no he eliminado por completo el estrés de mi vida, ahora puedo manejarlo mejor. Comprendí que me sentía obligada a ver a todos mis amigos con frecuencia y me replanteé esa necesidad. Decidí «hacer limpieza» con respecto a mis amistades. Las que quedan son un encanto y me hacen más feliz, pero ha sido un proceso largo y duro. Ahora tengo unos pocos amigos íntimos, lo cual es preferible. Siento que controlo todas mis relaciones en el sentido de que no me siento presionada ni obligada hacia ellos. Lo mejor de todo es mi relación con mis hijos. Es todo lo perfecta que puede ser. He aprendido a «pasar» de ciertas cosas y elijo mis batallas con esmero. El resultado es que nos sentimos más unidos, hablamos mucho, pasamos juntos más tiempo y sus amigos pasan más tiempo en nuestra casa que en la suya. A veces aún tengo la impresión de que no me valoran y cuento hasta diez cuando la casa está patas arriba, pero prefiero tener una

casa desordenada y una relación impecable que a la inversa. Las historias de Kirsty y Liz demuestran cómo llevar a cabo unas decepciones relativamente obvias a gran escala. Pero ¿y realizar otras de forma más sutil? ¿Qué ocurriría si eligiéramos no sonreír con gesto alentador, no reírnos de los chistes y anécdotas que nos cuenten los demás, no hacerles preguntas interesadas y no intentar siempre facilitar las cosas? Yo las llamo microdecepciones.

PENNY, LOS HOMBRES Y LAS MICRODECEPCIONES En uno de mis talleres, hablamos acerca del concepto de las microdecepciones y pedí a los integrantes del grupo que expusieran algunos ejemplos, para que así empezaran a tomar conciencia de estas conductas. Una mujer dijo que era consciente de que lo hacía, en particular con los hombres. «No pretendo alardear de nada —dijo visiblemente turbada—, pero los hombres suelen encapricharse de mí cuando a mí ni siquiera me atraen. Creo que me he pasado la vida haciendo lo que describes, pero sin darme cuenta y sin saber que hubiera otra forma de comportarse.» Penny, una pelirroja y glamurosa directora de escuela en la cincuentena, se rió abochornada al darse cuenta de que también ella era así. «Escuchad —dijo, compartiendo valientemente sus experiencias con el grupo—, me he casado tres veces porque no quería decepcionar a los hombres que deseaban casarse conmigo.» No exagero al decir que el resto del

grupo emitió una exclamación de asombro. «Estás de broma, ¿no?», preguntó la mujer sentada junto a ella. «Ojalá —respondió Penny tímidamente—. Mi último marido se declaró el día de San Valentín en un restaurante impresionante. Cuando me ofreció el anillo de compromiso, vi la vulnerabilidad en sus ojos, el temor a que yo le rechazara, y no tuve valor para decirle que no. Cuando le di el sí, sabía que no quería casarme con él y que no actuaba correctamente, pero no soportaba ver el dolor y la decepción en su rostro.» «Caramba —dijo su vecina—. ¿Estás saliendo con otros hombres?» «De hecho, esta noche he quedado con un hombre que me gusta, pero no lo suficiente, y estoy pensando en experimentar mostrando menos entusiasmo, riéndome menos de sus pésimos chistes y comportarme con más frialdad, ser más auténtica. Aunque sé que me costará mucho. Es difícil romper un viejo hábito.» En el capítulo 11 sabremos qué tal le fue a Penny su cita. Entretanto, aquí tienes otro Experimento Conductual Avanzado.

OFRÉCETE MENOS: QUÉDATE CRUZADA DE BRAZOS ¿Puedes intentar quedarte cruzada de brazos y no ofrecerte como voluntaria cuando es preciso echar una mano (y a veces cuando ni siquiera lo es)? ¿Cuántas Reglas Rígidas Personales romperás si cuando crees que es necesario que te ofrezcas no lo haces? Puesto que los demás siempre tendrán necesidades, la demanda es inagotable. Pero ¿dónde encajan tus necesidades en esta creencia? Hace poco yo misma me vi en esta situación. Esperaba el autobús

de la línea 46 cuando se produjo un pequeño drama. Una mujer se acercó corriendo, con gesto angustiado, y preguntó a quienes estaban haciendo cola adónde se dirigía el autobús y si tardaría en llegar. Al cabo de un minuto vi que ella y otra mujer que estaba en la cola se situaban en el centro de la calzada, agitando la mano frenéticamente para detener a un taxi. Mientras yo permanecía sentada en un banco de madera detrás de la parada del autobús, tomándome un café en un vaso de cartón y gozando de la calidez del sol (raro en esta época del año) sobre mi pálida piel (véase «Califica tu jornada», ver aquí), sentí que la tensión invadía mi cuerpo. Sentí la ansiedad de las dos mujeres A y B mientras trataban de parar un taxi. El lenguaje corporal de ambas era tenso y desesperado. Empecé a forjar una historia sobre lo que veía: la mujer A tenía que llegar a un sitio con urgencia, y la mujer B trataba, en vano, de ayudarla. Sentí que mis circuitos neuronales típicos de una persona adorable empezaban a iluminarse en mi cerebro, diciéndome, ¡Ayúdalas! ¡Haz Algo! Pero en lugar de hacerlo respiré hondo varias veces y me pregunté: «¿Qué puedes hacer tú que no estén haciendo ellas?» Me concentré intensamente en las sensaciones físicas de aquí y ahora —el sabor de mi café, la calidez del sol—, para tratar de calmarme. Cuando levanté la mirada, la mujer A se había marchado, probablemente después de encontrar un taxi u otra solución. Fuera lo que fuere, no necesitaba mi ayuda. No te involucres. Quédate cruzada de brazos.

CÓMO PEDIR AYUDA

Es habitual que, en contrapartida a nuestro desmedido afán por ayudar a los demás, inducido por las creencias y conductas que ya hemos descrito, nos cueste un esfuerzo sobrehumano pedir ayuda cuando somos nosotras quienes la necesitamos. He incluido esto en los Experimentos Conductuales Avanzados porque, en muchos aspectos, para muchas personas adorables puede ser lo más difícil. ¿Te estremeces al leer esto? ¿O quizás ibas a saltarte esta sección porque no quieres pensar en ello? Muchas veces mis clientes me cuentan que les resulta imposible pedir ayuda. Los motivos más frecuentes son diversas versiones de las Reglas Rígidas Personales, como: DEBO SER FUERTE, AUTOSUFICIENTE E INVULNERABLE EN TODO MOMENTO. Cuando les pregunto cómo se sentirían si pidieran ayuda, aparece siempre el lado opuesto de la regla: SI PIDO AYUDA ME CONSIDERARÁN DÉBIL, FRÁGIL Y VULNERABLE; LOS DEMÁS QUIZÁ SE APROVECHEN DE MÍ Y ESTARÉ EN DEUDA CON ELLOS.

Otras reglas comunes suelen ser versiones del control y el perfeccionismo, que por lo general se sustentan en una ansiedad no diagnosticada; por ejemplo: es inútil pedir a alguien que me ayude porque no podrá hacerlo como es debido: es más rápido y más sencillo procurar arreglármelas yo misma/mismo. Esta forma de pensar fomenta el resentimiento, el victimismo, el aislamiento y la creencia de que «estoy sola/solo con todas estas responsabilidades y nadie puede ayudarme».

La historia de Susie Recordarás a Susie, del primer capítulo, que fue criada junto con sus cinco hermanos por una madre viuda que tenía tres trabajos para redondear los ingresos. La regla tácita de la familia era: no cuentes a

nadie tus cosas ni pidas ayuda a nadie; formamos una piña y nos las arreglaremos solos. Susie había mantenido esta regla durante su vida adulta, y aunque no tenía reparos en pedir a sus hijos que echaran una mano (como habían hecho ella y sus hermanos), rara vez confiaba sus problemas a nadie y jamás pedía ayuda a los demás, a menos que pudiera recompensarles de alguna forma. Durante varios meses, trabajamos sobre esto en mi consulta. Susie, una mujer muy perspicaz, no tardó en darse cuenta del vínculo existente entre el hecho de sentirse emocionalmente aislada porque nadie lo sabía o la comprendía y el hecho de no compartir con nadie sus sentimientos y pensamientos acerca de que le flaqueaban las fuerzas pero trataba de arreglárselas ella sola. «¡Todos piensan que soy una Superwoman omnipotente!», se quejó. «Pero ¿por qué piensan eso? —le pregunté—. Sólo tú puedes atreverte a contarles la verdad, que eres un ser humano con problemas como todo el mundo.» Aun así, a Susie le parecía demasiado arriesgado y no se atrevía a hacerlo. Sabía que era porque a la niña que llevaba dentro le aterrorizaba romper las reglas familiares; en cierto aspecto, le parecía encontrarse entre la vida y la muerte, pero era difícil persuadir a la niña que llevaba en su interior para que permitiera que su yo adulto se atreviera a dar el paso. Animada y apoyada por nuestro trabajo durante las sesiones de terapia, Susie empezó a exponerse a estos importantes riesgos. Entabló amistad con otras dos madres y empezó a revelar aspectos de su verdadera personalidad que hasta entonces había mantenido ocultos. Asimismo, les pidió que le hicieran el favor de recoger en el colegio a sus hijos un día a la semana, para poder así seguir un cursillo de educación para adultos que era importante para su necesidad de expresarse.

El progreso de Jessica La ética familiar de Jessica, la colega adorable, consistía también en valerse por sí misma y no pedir ayuda a los demás. Se sentía vulnerable y ridícula cuando tenía que hacer alguna pregunta en el trabajo, porque pensaba que debía conocer la respuesta o ser capaz de arreglárselas ella sola. Pero mientras ascendía valerosamente por su jerarquía de temor (véase capítulo 8), un día comprendió que tenía que pedir a su jefe que la ayudara a fijar unos límites y a decir no a los colegas que le exigían cosas que no eran razonables. No podía hacerlo sola. He aquí otra entrada de su diario de terapia:

Hablar con mi jefe con toda franqueza fue un paso importante. Le dije que me costaba negarme a ciertas demandas y fechas tope que no me parecían razonables. Eso me angustió, porque era como criticar a los colegas que acudían a nosotros con encargos de última hora. Pero mi jefe me dijo que tenía razón. Sugirió que tratara de mostrarme firme utilizando mi criterio y, si eso no daba resultado, que acudiera de nuevo a él. A veces, el mero hecho de saber que estaba sentado junto a mí cuando venía alguien a pedirme algo me animaba a mostrarme firme y utilizar mi propio criterio. Pregunté a Jessica cómo se había sentido cuando tuvo que empezar a negarse a las demandas de sus colegas. «Al principio me ponía muy nerviosa —me dijo—. Pero con el tiempo me resultó más fácil. Creo

que ahora la gente está más acostumbrada a la posibilidad de oír un “no”.» Sonrió y dijo: «¿Sabes qué fue lo más sorprendente? ¡Que la mayoría de veces encajaron mi negativa sin problemas!» ¿Adónde te llevará esta idea? En realidad, no tienes que decepcionar a alguien todos los días. Y, por supuesto, no debes inventarte unas decepciones sólo para convertirte en la alumna estrella y la primera de la clase. Yo creé la idea para hacerla memorable, y al parecer aporta un elemento divertido a unos retos que pueden parecer insuperables y aterradores. Una amiga me ha dicho que a menudo, cuando se encuentra en un atasco de tráfico, piensa en esa idea, lo cual le hace sonreír porque el papel que ella misma se ha asignado es el de cuidar emocionalmente de las personas y hacer que se sientan felices, ¡sin decepcionarlas jamás! Pero dice que le proporciona una sensación de posibilidad, de que las cosas pueden ser distintas, que no se convertirá en una bruja o en una malvada si de vez en cuando intenta hacer algo distinto. «Incluso he empezado a no dejar que por norma todos los conductores se cuelen frente a mí», añadió sonriendo. Recuerda: el hecho de haber empezado a prestar más atención y cuidado a tus propias necesidades no te convierte en una persona malvada o egoísta. No tardarás en descubrir que lo que das lo haces de forma más generosa y sincera, lo cual es mejor para todos.

RESUMEN En este capítulo hemos examinado otros experimentos destinados a eliminar tus viejos patrones de pensamiento y conducta propios de la

persona adorable: • Existe una diferencia entre fallar a alguien y decepcionarle. No eres responsable de las emociones de los demás. • No puedes adivinar la reacción de otras personas. Quizá se sientan aliviadas de que anules una cita porque en realidad querían acostarse temprano. • Prepárate para la posibilidad de que la gente, mediante una serie de complejas comunicaciones directas e indirectas, trate de obligarte a caer de nuevo en la Trampa de la Amabilidad. Procura mantenerte firme y centrada en los motivos que te indujeron a cambiar. • No te ofrezcas siempre para ayudar a los demás, quédate de brazos cruzados y no te apresures a presentarte voluntaria. • Experimenta con compartir tus vulnerabilidades con personas en quienes confías y pídeles ayuda, tanto emocional como práctica.

10 Prepárate para lo imprevisto

C

uando hayas probado algunos experimentos conductuales (e

incluso algunos Experimentos Conductuales Avanzados) confío en que empieces a sentirte más segura y capaz de enfrentarte a situaciones y personas difíciles, diseñando una estrategia y poniendo en marcha un plan. Yo lo llamo conducta proactiva porque, en cierta medida, controlas la situación y diriges la interacción. Tomemos mi experimento de devolver un vestido a la tienda (ver aquí); pude controlar el día y la hora en que hacerlo, esperando, teóricamente, al momento en que me sintiera lo bastante fuerte para afrontar una situación que me agobiaba. No podía controlar cómo reaccionarían los demás, pero una vez establecido mi plan, había analizado cómo yo respondería a diversas eventualidades, incluso la visión que había imaginado de una pelea física en toda regla (algo así como una reyerta hollywoodiense en una cantina), y había seleccionado y preparado las herramientas adecuadas para la ocasión.

ESTRATEGIAS DE EMERGENCIA

Muchas de nuestras interacciones más difíciles en la vida son reactivas: son totalmente espontáneas e inesperadas y estamos obligados a reaccionar en el acto frente a otras personas, y a veces a sus poderosas emociones. Pero incluso cuando se dan circunstancias imprevistas, podemos utilizar unas estrategias que nos ayuden a resolver el problema. Empezaré por algo sencillo, pero muy eficaz. El poder de nuestra respiración para propiciar un cambio. Puede parecer un poco simplista, pero he podido comprobar el poder transformador de la respiración prestándole una atención plena, y quiero compartirlo contigo. Aquí tienes un ejemplo que ilustra el proceso. Hace poco estuve en Holanda para dirigir un taller de formación para personas de diversas nacionalidades. Una de las delegadas mostraba un aspecto adusto y malhumorado, como si le fastidiara estar allí, como si prefiriera estar en otro lugar que en esa sala sin ventanas en uno de los últimos días soleados del verano. Me miró con cara de pocos amigos y me informó, con tono áspero y desabrido, que tenía que sentarse en la primera fila porque estaba un poco sorda y que tendría que levantar la voz para que pudiera oírme (creo recordar que yo aún no había dicho una palabra). Después de explicarles durante diez minutos el material que íbamos a utilizar, me detuve para pedir al grupo que me proporcionara algún feedback al respecto. Olga, la delegada difícil, me espetó: «No he oído una palabra de lo que has dicho». «De acuerdo —respondí, sintiendo que el temor hacía presa en mi cuerpo, pero esbozando una sonrisa forzada (que dudo que se reflejara en mis ojos)—. ¿Puede alguno de vosotros resumir para Olga lo que acabamos de hacer?» Antes de que alguien pudiera responder, Olga soltó: «No es necesario. Ya lo sé. Mi hobby es la

psicología. No hay nada que puedas enseñarme». Ahora, al escribir esto, me río, pero en esos momentos sentí deseos de romper a llorar y salir corriendo. O quizá propinarle un bofetón. La reacción de lucha, huida, inmovilidad —la respuesta fisiológica del cuerpo al advertir una amenaza (ver aquí)— es instantánea. Sentía una opresión en el estómago debido a la ansiedad, los músculos de mis hombros se crisparon y tenía la boca seca. El detector de amenazas de mi cerebro, la amígdala cerebral, se había disparado como la alarma de un coche que no puedes pasar por alto: «¡NAA NAA NAA! ¡Sal de aquí! ¡Abandona de inmediato el edificio! ¡No te detengas para recoger tu bloc! ¡Esto es una amenaza! ¡Puedes morir!» (Cuando estudiaba periodismo, me enseñaron que no debía utilizar nunca signos de admiración, pero estoy convencida de que la amígdala cerebral nos habla en un tono apremiante.)

EL TIGRE EN LA MENTE Durante millones de años, antes de que los humanos desarrollaran las partes cerebrales relativas a las funciones cognitivas superiores como pensar, planificar y resolver problemas, la amígdala cerebral funcionaba como un detector de amenazas ultrasensible para

ayudarnos a sobrevivir y transmitir nuestros genes. Por ejemplo, si nuestros ancestros prehistóricos vislumbraban a lo lejos un movimiento en la sabana que indicara la presencia de un predador como un tigre de dientes de sable, la amígdala cerebral se disparaba, haciendo que se pusiera en marcha lo que ahora llamamos respuesta al estrés: se producía una descarga de adrenalina en nuestro cuerpo, el corazón nos latía con fuerza, bombeando sangre a las extremidades dispuestas a pelear con el tigre (lucha), echar a correr para ponernos a salvo (huida) u ocultarnos entre la maleza (inmovilidad). A los clientes les parece útil saber que nuestras respuestas al estrés están regidas por algo sobre lo que

tenemos muy poco control, pero si pensamos en ello en términos evolutivos tiene sentido. Hoy en día, los humanos somos unos seres muy evolucionados dotados de unas complejas funciones cognitivas. No tenemos que estar siempre pendientes de que haya un animal salvaje rondando cerca. Aun así, nuestra eficiente amígdala cerebral permanece siempre alerta para detectar el menor signo de peligro, aunque esas amenazas suelen presentarse en forma de pensamientos. Son tigres que están en nuestra mente, en lugar de en la sabana.

En mi taller de formación, no se produjo una situación de peligro físico real con Olga, pero yo sentí su ira, que de inmediato activó mi respuesta al estrés.

Cuando nos hallamos atrapados en esta reacción fisiológica, es casi imposible pensar con calma y lógica, porque la amígdala domina el cerebro y las partes responsables de la función cognitiva están afectadas o bloqueadas. «¡No puedo pensar con claridad!» gritas (o piensas), y en realidad suele ser así. Para utilizar de nuevo la metáfora de la alarma del coche, cuando la alarma se dispara desactiva las funciones de la llave del coche, de forma que nadie puede montarse en el vehículo o arrancar el motor para marcharse. Del mismo modo que el coche no se pone en marcha, tampoco puede hacerlo nuestro cerebro pensante.

La clave está en la respiración Insistiré en la idea sencilla pero extremadamente eficaz del poder de nuestra respiración. Al centrarnos de modo consciente en nuestra respiración, prestando atención a la forma en que inspiramos y espiramos aire, podemos desactivar el poder de la alarma del coche que tenemos en el cuerpo, cuya antigüedad se remonta a varios siglos, y acceder a las partes pensantes de nuestro cerebro. Se trata, básicamente, de aproximarte al coche, cuya escandalosa alarma no deja de sonar (NAA, NAA, NAA), respirar hondo tres veces y la llave volverá a funcionar; la puerta se abrirá, el motor arrancará y podrás dirigirte a tu destino. Esto requiere cierta práctica, pero es increíblemente eficaz. Quizá te parezca que dura una eternidad, pero en realidad basta con que respires de forma pausada, profunda y consciente, lo cual lleva sólo unos segundos y te permitirá librarte de los terrores producidos por el tigre en tu mente y acceder con calma a las partes de tu cerebro capaces de resolver problemas.

En el caso de Olga, recordé el poder de mi respiración. Empecé a respirar de forma lenta y consciente. No me refiero a que fijara la vista en mi estómago, pero era consciente de mi respiración —la vi en mi imaginación, por decirlo así—, y sentí que mi abdomen se contraía y expandía contra la cinturilla de mi pantalón mientras respiraba profundamente. Luego sonreí a Olga y comprendí que detrás de su semblante adusto que me intimidaba, probablemente ella también estaba asustada. Según un concepto en psicoterapia, nuestras conductas se presentan en pares recíprocos, de modo que Olga podía: temeratemorizarme. Sólo podemos acceder a nuestra empatía hacia una persona que nos infunde temor cuando la amígdala cerebral (la alarma del coche) ha sido desactivada, pues la empatía es una función cerebral superior que no funciona cuando estamos atrapados en la reacción de lucha o huida. Una vez desactivada la alarma del coche respirando profundamente, pude acceder a mi respuesta empática. Debido a mi experiencia con algunos clientes con problemas de sordera, comprendí que probablemente era ése el origen de la ansiedad de Olga, así que traté de tranquilizarla asegurándole que sus conocimientos serían muy útiles y pidiéndole que me echara una mano si había pasado por alto algunos pormenores importantes. Ahora bien, al margen de lo que opines sobre mi solución y de que la tuya quizás hubiera sido distinta, lo importante aquí es que logré acceder a cualquier habilidad capaz de resolver problemas y sortear una situación difícil. Curiosamente, mi solución funcionó y Olga se convirtió en mi ayudante honorífica y fan, iniciando los aplausos al término del taller.

EJERCICIO DE RESPIRACIÓN En primer lugar, presta atención a tu respiración. Inspira y espira durante unos momentos de forma atenta y consciente. A ser posible, apoya suavemente una mano en el estómago para sentir cómo se expande y contrae. Cuando inspires se expandirá y cuando espires se contraerá. El hecho de concentrarte en tu respiración, sin tratar de modificarla, hará que prestes atención al momento presente y te distraerá de cualquier pensamiento perjudicial que esté rondando tu cabeza haciendo que te sientas ansiosa y tensa. Para llevar esto un poco más lejos, ralentiza el ritmo de tu respiración prolongando suavemente las inspiraciones y las

espiraciones. Conviene inspirar mientras cuentas hasta tres, y espirar mientras cuentas hasta cinco. Esta técnica se denomina «respirar en tres-cinco tiempos», y es muy eficaz para ayudarte a sentirte más tranquila y permitirte pensar con claridad.

Temor a la ira Como vimos en el segundo capítulo, nuestro temor a la ira suele remontarse a la infancia, cuando estábamos relativamente inermes frente a la ira de las personas que nos rodeaba. De niños dependemos de los adultos que cuidan de nosotros, y si su ira nos lastima o nos asusta, apenas podemos hacer nada al respecto. De las respuestas a una amenaza que hemos examinado, cuando eres un niño que depende de personas adultas la de lucha o huida no es una solución a largo plazo, y probablemente la de inmovilidad es la defensa menos eficaz. El carácter imprevisible de un arrebato de ira significa que la «solución» del niño a menudo consiste en tratar de controlar lo único que puede controlar —su propia conducta— con el fin de no «provocar» a la persona imprevisible. Así suele iniciarse el patrón de los niños adorables que se convierten en adultos adorables, hipersensibles al menor signo de un arrebato de ira en los demás y expertos en controlar —o reprimir— la suya.

Conviene recordar que en muchos casos tu respuesta al temor es la misma que cuando eras una niña de corta edad e impotente, y que resulta desproporcionada con respecto a la presente amenaza y a tu capacidad como adulta de enfrentarte a ella. De nuevo, la responsable es la amígdala cerebral: almacena viejos recuerdos de hechos amenazadores y no tiene sentido del tiempo. De modo que, por ejemplo, cuando vi a Olga apretar los dientes y entornar los ojos, mi amígdala cerebral (la alarma del coche) reaccionó como si yo tuviera tres años y fuera a recibir una bofetada. Detrás de muchas de nuestras reacciones se oculta el Terror Infantil (ver aquí). Racionamos «históricamente», no en el presente.

Céntrate en el momento presente He comprobado que la técnica de mindfulness para centrarte en el momento presente constituye un antídoto muy eficaz contra al Terror Infantil. La idea consiste en utilizar tus sentidos para regresar al presente, experimentar el aquí y ahora mediante el tacto, el gusto, el olfato, el oído y la vista. Procura sentir el suelo bajo tus pies, te ayudará a centrarte. A mis clientes les han resultado también muy útiles para centrarse estas otras ideas: • Toca una joya que lleves, en especial si tiene un significado sentimental porque te dio alguien a quien quieres. • Toca el tejido de la ropa que llevas. • Aspira tu perfume. • Bebe un sorbo de agua. • Presta atención a tu respiración.

Cualquiera de ellas puede funcionar para conseguir que te centres y regreses al momento presente.

REAR — Respirar, Encomiar, Aceptar, Respetar Esta técnica se basa en la idea de utilizar el poder de tu respiración para ayudar a neutralizar los repentinos sentimientos de temor y avanzar un paso más allá, orientándote para que puedas desarmar a la persona que te infunde miedo de forma que ésta se sienta segura y tú no te sientas agredida. Mi colega Val Sampson y yo creamos el acrónimo REAR cuando dirigíamos unos talleres basados en su libro Tantra. El libro del placer total. Lo diseñamos pensando en parejas con problemas en su vida íntima a las que agobiara la perspectiva de hablar de ello y por consiguiente no hablaran de los temas que podían transformar su relación. El propósito era que «REAR» se convirtiera en una palabra fácil de recordar en momentos de temor y estrés, evocando el significado de por lo menos las dos primeras letras; eso podía bastar para salvar la situación. Tanto Val como yo hemos enseñado la técnica de REAR a muchos clientes. que la han utilizado como herramienta cuando debían enfrentarse a un gran número de personas y conversaciones difíciles, siempre con resultados muy positivos. R significa respirar La respiración no sólo puede sacarnos de la respuesta de lucha, huida o inmovilidad, cargada de adrenalina, y permitir que accedamos a las partes pensantes, más serenas y racionales del cerebro. También puede minimizar los poderosos signos no verbales que emitimos

cuando estamos angustiados. Como he mencionado antes, los estudios muestran con insistencia que sólo una pequeña parte de nuestra comunicación es interpretada a partir de las palabras que utilizamos, en contraposición al tono de voz y, en particular, a nuestro lenguaje corporal (ver aquí). Eso proviene en gran medida de la microcomunicación no verbal del rostro, en particular los ojos. A menudo, cuando sabemos que vamos a decir algo difícil a nuestra pareja o respondemos a ésta diciendo algo que resulta difícil oír, mostramos una gran tensión en el rostro porque estamos ansiosos, y nuestra pareja capta esas potentes indicaciones no verbales. Por desgracia, muchas señales faciales indicativas de ansiedad son muy semejantes a las que indican ira; podemos tener la mandíbula crispada, lo cual nos da un aspecto enfurecido, el entrecejo arrugado y las pupilas contraídas en unas pequeñas motas, dando a nuestro semblante un aspecto duro, frío y hostil. De modo que nuestra pareja (o amigo/jefe/hijo/padre/colega) puede pensar que estamos enfadados y, en un nanosegundo, su amígdala cerebral habrá provocado que su cuerpo adopte de forma subconsciente una actitud defensiva o de ataque (lucha o huida). Respirar de forma consciente para eliminar la tensión de nuestro rostro antes de hablar, o responder, contribuirá a suavizar los signos no verbales que transmitimos. Al hacerlo, procura no apretar los dientes, mueve la mandíbula para aliviar la tensión y, a ser posible, mírate en un espejo para ver qué mensaje transmite tu rostro. (La mayoría de las personas se sorprenderían si pudieran verse en un vídeo mientras sostienen una conversación difícil.) E significa encomiar Encomiar significa alabar con encarecimiento. La idea es que, si

decimos algo de veras elogioso a la persona difícil o en la situación difícil, contribuimos a que se sientan seguras y no adopten una actitud hostil, defensiva o agresiva. No se trata de manipular a nadie, así que no es necesario decir algo que no sientes sólo para darles coba. Intuirán tu falta de sinceridad y te saldrá el tiro por la culata. También es útil que digas algo específico y descriptivo, en lugar de general. Por ejemplo, es preferible que digas a tu pareja algo como «me encanta cuando nos acurrucamos en el sofá y vemos las noticias por la noche», en lugar de «ya sabes que te quiero». A significa aceptar Aceptar significa escuchar con toda tu atención, sin suspirar, interrumpir o arquear las cejas. Cada uno sostendréis vuestra propia verdad sobre una determinada situación, y por tentador que sea enzarzarse en una pelea verbal —«¡procura ver mi punto de vista!», «¡no, procura tú ver el mío!»—, ese tipo de batallas dañan gravemente cualquier relación, ya sea en casa o en el trabajo. Cuando aceptes que la otra persona tiene una verdad distinta a la tuya —y que tiene derecho a tenerla—, podrás empezar a resolver los problemas de forma útil y respetuosa. R significa respetar Es increíble la falta de respeto con que hablamos a la gente que nos rodea. Una de las más habituales es apuntar al interlocutor con el dedo (literal o metafóricamente) y acusarle de algo empezando con la palabra «tú» —«tú nunca haces X», «tú siempre dices Y», «tú eres un Z»—, por lo general en un tono entre antipático y desdeñoso. Antes de abrir la boca para decir algo, pregúntate: ¿voy a señalar, avergonzar o culpar a esa persona? En lugar de ello, resume tus

pensamientos en una frase que exprese tus sentimientos y empiece con la palabra «yo». Permite que comparta contigo un ejemplo que sucedió en uno de nuestros talleres. Una mujer nos contó que al empezar un fin de semana que su marido y ella habían aprovechado para pasar unos días fuera y celebrar su aniversario de bodas, abrió el regalo que éste le hizo y se encontró con un minúsculo vestido de vinilo. Nos dijo que le asaltaron unos intensos pensamientos y sentimientos negativos hacia su marido: ¿cómo había sido capaz de hacerle esto? ¿Por quién la había tomado, por la golfa de su exmujer? ¿Es que no la amaba? ¿Había cometido ella algún terrible error? Sentía una mezcla de decepción, estupor, bochorno, ira, incompetencia y temor. Le dijo lo que pensaba sin rodeos, él contestó gritándole y el romántico fin de semana se fue al traste. En el taller, la mujer pensó en lo que pudo ser distinto si hubiera utilizado la técnica REAR. Después de respirar (Respirar) para calmar su sensación de pánico, pensó en algo realmente elogioso que decirle (Encomiar): «Me siento conmovida de que pensaras y te molestaras en comprarme un regalo y entiendo (Aceptar) que te apetezca experimentar con esto, pero yo no me sentiría cómoda con una prenda tan atrevida (frase Respetuosa empleando el “yo”)». Todo indica que utilizar las herramientas descritas en este capítulo contribuye a allanar el camino hacia el diálogo y a que las personas resuelvan juntas los problemas, en lugar de enzarzarse en una pelea en la que una parte ataca y la otra se coloca a la defensiva, consiguiendo a menudo que la situación se les vaya de las manos.

RESUMEN A menudo se producen situaciones en que nos sentimos asaltados por una confrontación inesperada. En este capítulo he tratado de ofrecer unas herramientas de emergencia para ayudarte a resolver estas situaciones: • El poder de tu respiración: cuando alguien haga que se dispare tu respuesta al temor, respira dos o tres veces lenta y profundamente para detener la «alarma del coche» de tu amígdala cerebral y concederte tiempo para pensar con calma y claridad. • Cuando te enfrentes a tu respuesta al temor, procura centrarte en el momento presente: utiliza el tacto/gusto/olfato/oído/vista para conectar con tu persona y regresar al aquí y ahora. • Recuerda REAR (Respirar, Encomiar, Aceptar, Respetar) cuando afrontes una conversación o una situación difícil.

11 Adorable, cuando quiera serlo

E

l objetivo principal de este libro es ayudarte a empezar a hacer

unos cambios para que sigas siendo adorable, pero sólo cuando quieras serlo. De ahí el título, Adorable, cuando quiera serlo. Repito que mi intención no es criticar las conductas de las personas adorables. Poseen unos rasgos muy útiles y son la envidia de mucha gente que se esfuerza por conectar con los demás. Sólo deseo ayudarte a tener más opciones, de modo que puedas tener otras conductas y que cuando quieras ser adorable lo seas libremente. Esto te ayudará a dejar de sentirte atrapada por las expectativas de los demás o, dicho de otro modo, a liberarte de la Trampa de la Amabilidad y convertir esta característica en una ventaja.

PERO ¿QUIÉN SOY AHORA? Si has mantenido durante muchos años estas conductas, que sin duda provienen de las reglas y creencias inconscientes de la infancia, es posible que te resulte muy difícil cambiarlas. No sólo tendrás que enfrentarte a la presión de ¡Vuelve a Ser Como Antes! que ejercerán

los demás, como vimos en el capítulo 9, sino que tal vez te cueste saber exactamente quién eres cuando dejes de ser adorable por defecto. Jessica, la colega adorable, me dijo que se esforzaba por descubrir lo que ella llamaba su «nueva persona». «Nunca había sido una persona asertiva —dijo—, de modo que no estoy segura de quién es esa nueva persona. He comprobado que a medida que he ido adquiriendo confianza en mí misma, he adoptado una nueva forma de hablar que me resulta nueva y a veces suena un poco paternalista». Otra clienta me dijo hace poco: «Era mucho más sencillo cuando funcionaba con el piloto automático y me esforzaba por complacer a todo el mundo. Ahora que procuro ser real y auténtica, me siento desnuda y desprotegida. Es como si no supiera cómo comportarme; hace que me sienta nerviosa y vulnerable.» Jessica no deseaba volver a ser la persona que era antes, «siempre disculpándose», de modo que se le ocurrió una ingeniosa solución: pedir a dos colegas en quienes confiaba que le hicieran un favor. «Les pedí que me avisaran cuando empleara con ellas ese antipático tono paternalista. Y ha dado resultado, porque cuando estoy hablando y veo en sus rostros una sonrisita, me detengo y procuro expresarme de otra forma, o si me doy cuenta yo misma, pregunto “he vuelto a hacerlo, ¿no?” No es el fin del mundo.»

EL YO FALSO Y SALUDABLE El primer psicoterapeuta que escribió sobre el Yo Falso y Auténtico fue el doctor D. W. Winnicott. Su idea consistía en que cada persona

tiene una capa exterior protectora, y sostenía que necesitamos un Yo falso y saludable que nos permita comportarnos de forma correcta y educada en público. Sólo cuando perdemos contacto con nuestro auténtico yo interior, tenemos problemas (o no gozamos de buena salud). Como seres sociales que somos, no podemos ser nuestro auténtico yo todo el tiempo; debemos tener en cuenta las necesidades de los demás y las exigencias sociales de cada situación. Así, podemos sentir deseos de decir a nuestro jefe dónde puede meterse su propuesta, desnudarnos y bailar sobre la mesa durante una aburrida reunión o poner mala cara en presencia de nuestra suegra. Son opciones posibles para nosotros, pero si de forma consciente pensamos en las probables consecuencias, quizás optemos por hacer (o no) lo que resulta socialmente aceptable. Sin embargo, hay mucha gente que no tiene un auténtico yo, plenamente formado, esperando entre bambalinas para entrar en escena. No hay nada malo en aferrarnos a nuestro viejo y habitual yo falso y experimentar con algunas facetas de lo que nos parece que puede ser nuestro yo auténtico hasta saber mejor quién es realmente esa persona. Es como probarte trajes nuevos o prendas que normalmente no elegirías, pero que quizá te pongas en la privacidad de tu hogar. Aquí propongo algunas ideas sobre cosas que puedes incorporar al repertorio de conducta de tu yo auténtico. En cierto modo, son como la red de seguridad que utiliza el equilibrista, que eres tú cuando te atreves a probar algo distinto.

Compasivos, con límites

La profesora de psicología Rachel Tribe fue la primera persona que me demostró que podemos ser compasivos con ciertos límites. Era la directora de curso en un máster de Orientación Psicológica Avanzada que seguí en la Universidad de East London. Se sentía sinceramente preocupada por los problemas y las tribulaciones, el estrés y las ansiedades que forman parte integrante de la suerte de los alumnos. Nos escuchaba con empatía y buscaba con verdadero interés soluciones creativas o compromisos para resolver los problemas de sus estudiantes. Recuerdo en particular un día, a una semana para la fecha en que debíamos entregar una tarea y, como es fácil suponer, a muchos estudiantes les angustiaba no poder entregar su trabajo a tiempo. Una mañana, cuando llegó el momento de las preguntas después de clase, varios estudiantes trataron de convencer a la profesora de que ampliara el plazo para entregar el trabajo. Alegaron enfermedades, mudanzas, padres indispuestos, hijos indispuestos, complicaciones laborales… La profesora Tribe escuchó con atención las razones aducidas, asintiendo con gesto comprensivo, y luego respondió con educación pero con firmeza «no». Si alguien tenía un motivo justificado que le impidiera entregar el trabajo en la fecha señalada, podía rellenar un impreso y entregarlo en el despacho con unas pruebas que lo acreditaran (como una nota de un médico). De lo contrario, la fecha tope seguiría siendo la que ella había fijado. Yo diría que sin duda eso fue un No Gentil (ver aquí). También fue un «no» muy impopular, y algunos estudiantes se mostraron furiosos. Pero ella se mantuvo en sus trece, mostrando una expresión facial sinceramente compasiva. Ese episodio me impresionó tanto que no lo he olvidado nunca. Me permitió advertir una nueva posibilidad, una nueva forma de ser. Esto va incluso más allá de

aprender la técnica de decir no con gentileza. La compasión con ciertos límites comprende una forma de pensar, la creencia de que «tengo derecho a fijar límites» o, «aunque a los demás les disguste mi decisión, sigo siendo una persona válida y amable». Muchas personas adorables intentan fijar límites sin tener experiencia o práctica en hacerlo. Es una expresión que utilizamos a menudo, pero es difícil de explicar hasta que lo experimentamos. A algunos clientes les resulta útil visualizar algo físico entre ellos y los demás para evitar la sensación de que las emociones de su interlocutor calan en ellos, haciendo que les resulte difícil no empatizar con ella hasta el extremo de acabar por decir sí cuando quieren decir no. Es como un círculo protector de luz que les rodea (elige el color que más te guste) o algo más tangible (pero transparente), como una burbuja de metacrilato. Una de mis clientas visualizó una tapia alrededor de la casa rural con la que soñaba, dotada de una imponente verja de hierro forjado y de un interfono. Luego, cuando se presentaran en su casa su exmarido, que era un hombre manipulador, o su entrometida madre, ella decidiría si les dejaba o no entrar. Fue una experiencia transformadora para su autoestima y su sensación de seguridad.

Pequeñas victorias, no fracasos parciales Es muy importante que durante este viaje de concienciación y cambio seas compasiva contigo misma. Recuerda que tratas de modificar viejos hábitos de pensamiento y conducta que suelen estar profundamente arraigados desde la infancia, que resultan tan difíciles de eliminar como el hábito de morderse las uñas, tocarse el pelo a todas horas o darse un atracón para calmar la ansiedad.

Conviene avanzar paso a paso, prestando atención al progreso que hagas y recompensándote por ello, por insignificante que les parezca a tus despectivas voces críticas. Esto es lo que Jessica dice sobre el ritmo de sus progresos:

Mis sesiones de terapia me ayudaron a comprender que todos estos retos que fijamos juntas eran tareas complejas. Incluso el «no sonreír a alguien cuando no deseo hacerlo» me pareció un reto inmenso, pero quería conseguirlo. Siendo como soy una perfeccionista, quería llegar algún día al trabajo mostrándome cien por cien asertiva en todas las situaciones y que todo el mundo lo aceptara de inmediato. Tú me ayudaste a comprender que hay que avanzar poco a poco, y que debía considerar esos pequeños pasos como pequeñas victorias, no como fracasos parciales. De modo que, incluso cuando decía a alguien «sí, pero…» en lugar de un no rotundo, era una cosa positiva y podía sentirme satisfecha de mí misma y pensar que la próxima vez me esmeraría en hacerlo mejor. La cita de Penny Penny, la directora de escuela que se había casado tres veces, principalmente porque no quería decepcionar a los hombres que se enamoraban de ella (ver aquí), me envió un correo electrónico para informarme de cómo le había ido el experimento conductual que había decidido llevar a cabo en nuestro taller. Recordarás que esa

noche tenía una cita con un hombre de quien no estaba enamorada y quería tratar de mostrarse menos entusiasta y más «compasiva con los límites». «Me costó mucho —me escribió—. Mi amigo había reservado una mesa en un restaurante muy elegante y caro, lo cual hizo que me sintiera presionada y culpable, así que decidí que debía ser amable con él porque no podía decepcionarlo.» No obstante, antes de su cita Penny había pulido sus herramientas (véase capítulo 7). Era consciente de su capacidad de mostrarse «firme pero amable» con los alumnos problemáticos y el personal docente, que esas habilidades eran transferibles y que, una vez hubiera puesto en cuestión su Regla Rígida Personal oculta procedente de la infancia (de su madre) acerca de que UNA MUJER NO DEBE DECEPCIONAR NUNCA A UN HOMBRE ENAMORADO DE ELLA, podía utilizarlas. Así pues, durante la costosa y exquisita cena, le miró a los ojos y dijo con sinceridad pero tratando de no ofenderle: «Eres un hombre encantador, pero en estos momentos mi vida es un poco complicada y no sería honesto llevar esto más lejos». Penny me escribió: «Puedo decir con sinceridad que es la primera vez en mi vida que he hecho una cosa así con plena conciencia de lo que hacía. Fue como un punto de inflexión. Él se disgustó, pero habría sido peor si yo hubiera permitido que la cosa siguiera adelante».

MÁS SOBRE LAS PERSONAS ADORABLES QUE HEMOS CONOCIDO He pensado que te gustaría saber qué fue de algunas de las otras

personas que has conocido en este libro.

¿Qué fue de Hamish? Hamish se esforzó en aceptar e integrar todas las facetas de sí mismo, incluidas las que calificaba como su «lado malo y oscuro» (ver aquí). Al acabar nuestras sesiones de terapia, comprendió que, aunque no le gustaran, esas facetas formaban parte de quién es, un ser humano íntegro y auténtico, pero comprendió que sólo si muestra estas facetas a los demás podrá gozar de unas relaciones íntimas y conectadas. Ha hecho muchos progresos en su afán por establecer y mantener amistades plenas y conectadas, lo que en buena medida se debe a que no se limita a mostrar a los demás sus facetas de persona adorable, sino que muestra también algunos de sus lados secretos y ocultos. Hamish consiguió un nuevo trabajo en otra zona del país, de modo que puso fin a su terapia. Se sentía capaz de reinventarse en su nuevo trabajo y fijar la pauta desde el primer momento (su versión de «no sonrías nunca antes de Navidad», ver aquí), dosificando su maravillosa sonrisa, sus deliciosos chistes y su tendencia a mostrarse excesivamente amable. Había empezado a conectar con la ira que tenía reprimida en su interior y a identificar las descargas de adrenalina. Sabía que esto significaba que estaba suprimiendo un pensamiento difícil (como el arrebato de ira al ver la cacerola en el fregadero), que había empezado a tratar de expresar, en particular a su esposa. Pero este cambio causó ciertos conflictos entre ellos. No sé si consiguieron resolverlo y seguir juntos o si su relación no pudo soportar esta nueva dinámica. No puedo decir a ciencia cierta que la historia tuviera un final feliz,

aunque espero que las cosas le fueran bien a Hamish. Llegados a este punto, debo hacer una advertencia: a veces el hacerte más asertiva en una relación en la que has desempeñado un papel pasivo puede causarte una sensación de inseguridad. La presión de ¡Vuelve a Ser Como Antes! (ver aquí) puede llegar a ser violenta. En tal caso, haz lo que creas conveniente para sentirte segura; pide ayuda, llama a la policía, acude a un lugar seguro. Un consejero matrimonial puede ayudarte, pero siempre que antes tu pareja y tú acordéis antes un pacto de mutua seguridad.

Amanda, la pareja adorable Tras haber creado juntas el Barómetro del Resentimiento (ver aquí) como herramienta para ayudar a Amanda a controlar los efectos que sobre su cuerpo tenía su tendencia a «dar demasiado de sí» en su relación con Simon, su dinámica de pareja empezó a cambiar. Al principio, la relación atravesó por una fase problemática en que Simon se mostró más distante, cosa que angustió a Amanda. Sin embargo, cuando la insté a retomar el contacto con amistades de las que se había distanciado y aficiones que había dejado de lado, la relación se hizo más equilibrada. Harriet Lerner, autora de The Dance of Anger, sostiene que en las relaciones íntimas las personas caen en el hábito de ser «el que funciona más» o «el que funciona menos». En los primeros tiempos Amanda había sido la que funcionaba más, lo cual le había pasado factura. Ahora pasaba más tiempo sola y disfrutaba con ello, pues le ayudaba a recargar las baterías. No atendía llamadas telefónicas a altas horas de la noche como hacía antes, pero cuando Simon y ella hablaban Amanda le contaba siempre si tenía problemas de salud,

algún conflicto en el trabajo y cómo se sentía. Reconocía que lo que más le costó fue empezar a hablar abiertamente de sus sentimientos y vulnerabilidades, pero eso había hecho que Simon y ella estuvieran más unidos. «Nuestra relación se hizo más real, al tiempo que yo me atrevía a ser más real.»

India y REAR Un año después de haber dejado de trabajar juntas, India me contó lo siguiente:

Me gusta utilizar la técnica REAR que me enseñaste (ver aquí). Ha sido difícil aplicarla con mi familia, porque son muy poco receptivos al hecho de que yo cambie (¿o quizá lo soy yo?). No obstante, me ha ayudado a no ver las cosas en blanco y negro. Me sirve de recordatorio para aceptar tanto las opiniones de los demás como las mías, cosa que me resulta muy difícil. Si me digo REAR una y otra vez, no sólo soy capaz de encomiar a los demás, sino a mí misma. En el caso de mi madre, lo utilicé con ella cuando dijo que yo estaba muy «equivocada» en lo que decía un correo electrónico que le había enviado a raíz de una discusión con mi hermana. En lugar de disgustarme y culparme a mí misma o responderle con un correo electrónico sarcástico, me detuve un momento a meditar en ello, lo comenté con una amiga y luego pensé que

probablemente a mi madre le dolía que dos de sus hijas no se hablaran y ambas se hubieran quejado a ella, lo cual debe de ser espantoso. Le respondí con un correo electrónico reconociendo su dolor, diciéndole lo que necesitaba de ella y cómo podía ayudarme, pero evitando entrar en detalles acerca de lo que estaba bien y lo que estaba mal entre mi hermana y yo. El hecho de que mi madre pasara por alto este correo electrónico no me sorprendió, pero cambió mi modo de pensar en mí y en mi derecho a tener una reacción/opinión emocional sin culparme a mí misma ni a la otra persona. Me siento más segura en mis comunicaciones con todos los miembros de mi familia y más capacitada para enfrentarme a ellos cuando estoy disgustada. La historia de Rebecca He incluido esta historia porque demuestra cómo alguien que ha utilizado una combinación de las ideas y estrategias descritas en este libro ha podido resolver un tema situado en la parte superior de su jerarquía de temor (ver aquí). Rebecca, a quien conocimos antes brevemente, es una inspiración para nosotras. Es una mujer joven e inteligente que trabaja en los medios de comunicación y ha tenido la valentía de llevar a cabo un cambio en los tres lados del triángulo: pensamientos, sentimientos y conducta (ver aquí) y se ha visto recompensada con un resultado favorable. Aún tiene muchos problemas que resolver, pero ha empezado a planteárselos de otra forma.

Después de obtener el trabajo con que había soñado (tras derrotar a centenares de candidatas), le complació que su jefe se tomara un interés personal en ella y se molestara en ayudarla a integrarse, le enseñara cómo funcionaban las cosas en la oficina y la animara a progresar. «Supongo que debiera haber hecho caso de las señales de alarma cuando mi jefe empezó a decirme que yo era muy especial y tuviera numerosas atenciones conmigo, como invitarme a almorzar», me dijo Rebecca. Como es muy comprensible, se sintió halagada y agradecida, y no hizo caso de los rumores de inquietud que percibía en su interior. Con todo, se sintió satisfecha y aliviada cuando fue ascendida a un nuevo cargo y dejó de estar a las órdenes de su antiguo jefe. Pero —¡oh, sorpresa!—, éste quería seguir manteniendo una relación «especial» con ella y le enviaba una y otra vez correos electrónicos proponiendo que se encontraran después del trabajo para tomar una copa y cenar. Esto causó a Rebecca un creciente y profundo estrés y ansiedad que le amargaba la vida. «Sin embargo, pensaba que había sido yo quien de alguna forma había propiciado esa fijación que tenía mi jefe en mí, que era culpa mía y que no podía mostrarme antipática con él.» Rebecca había trabajado con ahínco durante su terapia para potenciar su autoestima: se hacía la afirmación «te quiero» todos los días, además de escribir el diario de Tres Cosas Buenas al Día y «decepcionar a alguien cada día» (ver aquí, aquí y aquí respectivamente). Aun así, su exjefe le infundía terror y no quería decepcionarle. Hablamos sobre el No Gentil (ver aquí) y creamos el guión de un juego de rol que pudiera utilizar. Para empezar, tras una lluvia de ideas creativas sin emitir juicios (ver aquí) que le dio numerosas opciones, Rebecca eligió aquella con la que se sentía más cómoda y segura en esos momentos: trasladar su mesa de trabajo a un lugar donde él no pudiera verla (no dejaba de

observarla a todas horas). Un día Rebecca se presentó en mi consulta con aspecto eufórico. Segura de sí, libre, sin muestras de ansiedad. «¡Me encontré con él! —anunció—. Tras recibir numerosos correos electrónicos en que me rogaba que me reuniera con él después del trabajo, por fin accedí a ello, pero sólo cuando, después de haberme cuidado en extremo (le había encantado el libro de Cheryl Richardson sobre el tema), me sentí lo suficientemente fuerte. «Estupendo —dije—. ¿Qué ocurrió?» Bueno, utilicé buena parte del material del que hablamos. Empleé el No Gentil y le di las gracias por haberse reunido conmigo, pero le dije con calma y claridad que era una relación impropia entre un encargado de sección y una empleada que formaba parte de la plantilla, y que no podía continuar. Él insistió en que yo era muy especial y que esto no le había ocurrido nunca, pero yo empleé la estrategia del disco rayado y seguí repitiendo la misma frase. Al cabo de diez minutos, puse fin a la conversación y me marché. «¿Y ahora?», le pregunté. «¡Es una sensación increíble! Estoy feliz, me siento libre y empoderada. Lo que él sienta no es asunto mío, pero estoy convencida de haber hecho lo correcto.»

CONFECCIONA TUS PROPIAS TARJETAS SOS La vida es impredecible, el control no pasa de ser una quimera (piensa en los desastres naturales) y a menudo ocurren cosas complicadas y lamentables cuando menos lo esperamos. Es en esos momentos cuando solemos recurrir a viejos y perjudiciales hábitos

de pensamientos, sentimientos y conducta. En terapia esto se denomina una recaída, y juntas crearemos un plan para ayudarte a resolver esa eventualidad. He diseñado la plantilla de una tarjeta da ayuda que te resulte fácil de utilizar en caso de emergencia. La he diseñado en torno a las letras SOS, la señal de socorro en código Morse que enviaban durante la guerra y significa Save Our Souls (salven nuestras almas). Lo considero bastante apropiado, pues sé por propia experiencia y por la de numerosos clientes que cuando se produce una recaída lo vemos todo negro y desolador. La plantilla de la tarjeta SOS: 1. HABLAR: la persona de confianza a quien llamar es… 2. ¡QUE OS *****!: la mejor respuesta a las voces críticas es… 3. CALMAR Y REFORZAR: mis actividades favoritas para calmarme y distraerme son… En una cartulina o un papel que puedas guardar dentro de un objeto al que puedas acceder con facilidad (por ejemplo, tu diario), rellena los espacios en blanco con lo que se te ocurra. Quizá ya sepas lo que vas a escribir o tal vez tengas que pensarlo. Junto a la primera «S», escribe el nombre de una o dos personas de confianza que sabes que te apoyarán y con las que puedas contactar (evita cualquier «debería»; anota sólo el nombre de personas con las que sabes que puedes compartir tu vulnerabilidad sin que te juzguen ni te aconsejen en exceso). Luego, junto a la «O», escribe tu mejor respuesta a tus voces críticas cuando te sientes fuerte y segura de ti. Y por último, junto a la segunda «S», anota las actividades que te ayudan a calmarte y a reforzarte; esto se denomina a veces «una

distracción saludable», de modo que no escribas cosas poco saludables que hagan que te sientas culpable. Cuando estés más calmada, piensa en el siguiente paso, que consiste en resolver el problema de forma creativa. Sin embargo, conviene que te sientas muy segura antes de acceder a la parte de tu cerebro capaz de resolver problemas.

Cómo utilizó Monika su tarjeta SOS Monika, a la que conocimos en el capítulo 2, había soportado toda su vida las críticas de sus padres. Su madre estaba convencida de que «la crítica motiva a los niños» y no había modificado su opinión pese a que, cuando por fin se atrevió a hacerlo, su hija le había entregado un buen número de estudios que prueban lo contrario. Una emisora de radio local pidió a Monika que hablara sobre un proyecto comunitario en el que participaba. Informó a sus padres (quizá fuera una imprudencia) sobre la fecha y hora en que iban a entrevistarla. «Bien pensado —me dijo sonriendo con tristeza—, eso debiera haber activado mi alerta de Arco de Redención» (ver aquí), al comprender, aunque demasiado tarde, que probablemente en su subconsciente confiaba en que sus padres la felicitaran por ello y fomentaran así su autoestima. La noche después de la emisión —que había ido muy bien—, su padre la llamó para hablarle sobre una reunión familiar. Al término de la conversación telefónica le dijo, como de pasada: «Me pareció que la otra mujer monopolizaba la entrevista; debieras haber luchado por defender tu tiempo radiofónico». Eso fue todo. Nada más, ningún otro comentario. Monika me dijo que se sintió profundamente dolida. Puso fin a la conversación telefónica en

cuanto pudo, se sirvió una generosa copa de vino y rompió a llorar. Agotada, se tumbó en el sofá, deprimida y desmotivada. Por fortuna, se acordó de su tarjeta SOS. La sacó de su billetero y empezó a seguir los pasos indicados en ella. Envió un mensaje de texto a su mejor amiga y quedaron en hablar más tarde. Eso bastó para calmarla. Al explorar sus emociones, comprendió que era otro rayo de esperanza del Arco de Redención que se había ido al traste. La niña que llevaba dentro se sentía rechazada y hundida, como si deseara renunciar a seguir esforzándose. «¿De qué sirve? —decía la voz crítica en su diálogo interno—. Nunca triunfarás en nada.» Monika miró su tarjeta. El número 2: la mejor respuesta a las voces críticas es… «Que os den, buitres. Ya he triunfado porque me estoy esforzando.» Al mirar su tarjeta SOS pensó también que sería agradable hacer alguna de las actividades que la tranquilizaban y animaban. Se preparó un baño de espuma perfumado y puso su música favorita. Más tarde, mientras se ponía su pijama más confortable para acostarse temprano, tuvo una revelación: decidió que, si durante la reunión familiar del día siguiente, alguien se refería a la entrevista radiofónica con tono crítico, ella tendría una respuesta preparada. Le diría: «Mira, soy humana, como todo el mundo, y cuando me entrevistan por la radio me pongo nerviosa y me siento vulnerable». Monika no sabía si tendría la oportunidad de decir esto, ni si sería capaz de decirlo, suponiendo que se le presentara la oportunidad; pero el hecho de tener preparado un «guión» la sosegó y le aclaró las ideas, haciendo que se sintiera más adulta y empoderada. Probablemente querrás saber qué tal le fue a Monika. Pues bien, al día siguiente acudió al almuerzo familiar y nadie hizo ninguna alusión a la entrevista radiofónica. En parte se sintió aliviada y por

otra decepcionada. Después de haber utilizado la víspera su tarjeta SOS, ya no le importaba demasiado. Comprendió que las críticas de su padre tenían que ver con sus propios temores e inseguridades y que era digno de compasión. Muchos otros de mis clientes usan las tarjetas SOS, las imprimen y colocan en lugares visibles pero privados. Samantha imprimió la suya en diversos tamaños, las forró y colocó una en el espejo de su dormitorio, otra sobre el frigorífico y la tercera en su billetero. Ella guardó la suya como un documento en su ordenador y en su smartphone. Susie remitió copias a sus dos mejores amigas, y cuando tenía una crisis les mandaba un mensaje de texto con una palabra en clave, porque sabía que su mecanismo de defensa consistía en inhibirse y aislarse (como hacía de niña cuando resolvía los problemas refugiándose en su dormitorio).

EL REGALO QUE ME HIZO MI BRAZO ROTO: MENOS, MEJOR Puesto que me sirvió mi propio ejemplo para introducir el tema, las personas que asisten a mis talleres me preguntan a menudo: «¿Qué pasó después de que te rompieras el brazo? ¿Lograste huir de la Trampa de la Amabilidad?» «Bueno, sí y no», respondo. Al igual que los demás, estoy en ello. Ya no me siento atrapada en determinadas conductas con la mayoría de la gente. Las conductas que se remontan a mi infancia son las que me cuesta más eliminar y de vez en cuando aún caigo de

un modo inconsciente en mi papel de Pequeña Miss Sunshine. Pero con la mayoría de las personas y situaciones soy mucho más consciente de mis opciones y del hecho de que puedo elegir cómo deseo comportarme. Tal como indica el título de este capítulo, puedo elegir cuándo deseo ser amable, complaciente, compasiva, divertida, alegre o cualquier otra conducta propia de las personas adorables que desee mostrar; pero también puedo elegir otra conducta sin por ello considerarme una mala persona a la que los demás no estimarán y rechazarán. Sé que a algunas personas les caeré mal y me rechazarán, como es lógico, pero ahora me parece soportable y realista; es un pequeño precio que debo pagar por cuidar de mí misma y atender mis necesidades. Desde que me fracturé el brazo he sufrido otros reveses de salud que también han tenido un lado positivo. Me han obligado a prestar más atención a lo que me dice mi cuerpo, y a darle, dentro de lo razonable, lo que me pide. Cuando estoy cansada, siento que puedo permitirme anular un compromiso y descasar. En consecuencia, ¡ahora paso más tiempo en la cama! Como quizás hayas advertido ya a estas alturas, me encanta inventar pequeños proverbios, cuanto más breves mejor, que tanto a mí como a mis clientes nos ayudan a recordar cómo queremos vivir nuestra vida y a elegir las decisiones que tomamos. Además de muchas otras que he mencionado en este libro, mi frase favorita desde que me fracturé el brazo, y que para mí supuso una revelación, es «Menos, Mejor». Yo la aplico a todo tipo de tareas destinadas a desprenderme de cosas superfluas, desde tirar a la basura objetos que no son útiles, que no son de mi talla o que no me gustan —como Liz (ver aquí)—, a reducir mi vida social. Ahora procuro encontrar tiempo para dedicarlo a las personas con las que tengo un auténtico

vínculo afectivo, con las me siento lo bastante segura para mostrarles mi vulnerabilidad y ser yo misma, y a las que puedo acudir en busca de ayuda. Es lo opuesto al síndrome de «quinientos amigos en Facebook» que hace que muchos de mis clientes se sientan avergonzados de contar sólo con un puñado de amigos íntimos y de confianza. Tener un montón de amigos virtuales se ha convertido en un «debería» contemporáneo que, como otros «debería», pueden hacer que nos sintamos fracasados si no lo conseguimos.

¿DE QUÉ SE ARREPIENTEN LAS PERSONAS EN SU LECHO DE MUERTE? El mes pasado, durante la celebración del cincuenta cumpleaños de un amigo, hablé sobre la Trampa de la Amabilidad con un hombre. «Deberías leer un libro escrito por una enfermera de cuidados paliativos —me dijo—. Trata de las cosas de las que suelen arrepentirse las personas en su lecho de muerte, y algunas son parecidas a las que describes en tu libro. Creo que se arrepienten de no haber sido fieles a sí mismas o algo así.» Compré el libro, titulado Los cinco mandamientos para tener una vida plena: ¿De qué no deberías arrepentirte nunca?, de Bronnie Ware, y, según su experiencia, lo primero de lo que se arrepienten las personas que están a punto de morir es: Lamento no haber tenido el valor de vivir mi vida siendo fiel a mí mismo, no la vida que lo demás querían que viviera. Y lo tercero de lo que se arrepienten es: Lamento no haber

tenido el valor de expresar mis sentimientos, en lugar de reprimirlos para no tener problemas con los demás. (Por si sientes curiosidad, lo segundo de lo que se arrepienten es de no haber pasado menos tiempo en la oficina y más tiempo con las personas queridas.) Al igual que todas las palabras sabias que pronuncian los enfermos terminales, éstas pueden ayudarnos a vivir ahora nuestra vida de forma más plena y satisfactoria. Si uno de nuestros objetivos en la vida es no tener que arrepentirnos de nada, será bueno escuchar las cosas de las que más a menudo se arrepiente la gente. No son «Ojalá hubiera asistido a la copa de despedida de la secretaria temporal», ni «ojalá hubiera hecho un viaje en barco alrededor del mundo/hubiera hecho puenting desde el Gran Cañón». Se reduce a tener el valor de ser como somos realmente, y permitir que las personas sepan (dentro de lo razonable) lo que sentimos, en particular las personas que estimamos.

VUELVE A DIBUJARTE ¿Recuerdas el ejercicio que se explica en el capítulo 3? Te proponía que escribieras, en las líneas que emanan de la cabeza de la Persona Adorable, las cualidades que deseas que vean los demás. Luego, dentro del vestido triangular, iría lo que procuras ocultar a los demás. Ahora representaremos tu viaje destinado a liberarte de la Trampa de la Amabilidad en un nuevo dibujo. Así es como te gustaría ser. No puedes conseguirlo de la noche a la mañana; como la mayoría de viajes cuyo fin es una recompensa, es lento y está plagado de

distracciones, obstáculos imprevistos, desvíos y rodeos. Pero poco a poco dejarás de sentirte atrapada, y te alegrarás de poseer las habilidades y cualidades que hacen de ti una persona adorable, no de cara a los demás sino de cara a ti misma. En la página siguiente verás de nuevo un dibujo que me representa. En las líneas que emanan de la figura tengo: sincera, honesta, divertida, vital, seria, compasiva, límites claros (pero cuando yo quiera, sin sentirme obligada a actuar de una determinada manera); dentro (no agitándose en mi interior, sino sutilmente ocultos) tengo: vulnerabilidad y temores que debo compartir de forma consciente sólo con personas «fiables». En un mundo ideal tal vez no nos avergonzaríamos de nada ni reprimiríamos nada, sino que nos mostraríamos plenamente humanos y auténticos. Sin embargo, en este mundo y en esta época que nos ha tocado vivir, este nuevo dibujo constituye el yo realista que aspiro a ser: una combinación de mi auténtico yo, con una pizca del «Yo Falso y Saludable» de Winnicott (ver aquí) para mayor seguridad. Cuando consigo hacer algo diferente —como decir no a una persona difícil—, procuro elogiarme, quizás incluso concederme un pequeño capricho como recompensa. Tú también conseguirás hacer algo diferente, estoy convencida de ello. Tengo mucha fe en la increíble capacidad de los seres humanos para atreverse a experimentar con valentía y romper viejos hábitos. Una vez que empieces, te sentirás empoderada y animada por tus triunfos. Comprobarás que, si avanzas paso a paso, de forma segura y compasiva, podrás mostrar a los demás todas tus maravillosas cualidades, peculiaridades y puntos fuertes. Tú también puedes escapar de la Trampa de la Amabilidad y ser todo lo que estás destinada a ser.

Referencias Capítulo 1 Lerner, H. The Dance of Anger (Element, 1990). Beck, A. T., Terapia cognitiva de los trastornos de la personalidad (Ediciones Paidós Ibérica, 2012). Capítulo 2 Greene, C., New Toddler Taming: A Parent’s Guide to the First Four Years (Vermillion, 2001). Bowlby, J., Child Care and the Growth of Love (Penguin, 1953). Winnicott, D. W., Realidad y juego (Editorial Gedisa, 1982). Rogers, C., La psicoterapia centrada en la persona: Según Carl Rogers (Gaia Ediciones, 2011). Capítulo 3 Dickson, A., La mujer y sus derechos (Ediciones Pirámide, 1987). Faludi, S., Reacción: La guerra no declarada contra la mujer moderna (Editorial Anagrama, 1993). Hendrix, H., Conseguir el amor de su vida: Una guía práctica para parejas (Ediciones Obelisco, S.L. 1997). Capítulo 4 The Guardian, 7 de enero de 2012.

Capítulo 5 Desert Island Discs, BBC Radio Four, 2 de marzo de 2012. Beck, A. T., Terapia cognitiva de los trastornos de la personalidad (Ediciones Paidós Ibérica, 2012). Harris, R., La trampa de la felicidad (Editorial Planeta, 2010). Dickson, A., La mujer y sus derechos (Ediciones Pirámide, 1987). Capítulo 6 The Guardian, 3 de febrero de 2012. Richardson, C., The Art of Extreme Self-Care (Hay House, 2009). Cameron, J., El camino del artista: Un curso de descubrimiento y rescate de tu propia creatividad (Aguilar, 2011). Capítulo 7 Kelly, G. A., Psicología de los constructos: Textos escogidos (Ediciones Paidós Ibérica, 2001). Mehrabian, A., Silent Messages: Implicit Communication of Emotions and Attitudes (Wadsworth, 1971). Dickson, A., Conversaciones difíciles: Cómo afrontar situaciones complicadas para no arruinar las relaciones (Editorial Amat, 2007). Capítulo 9 Lerner, H., The Dance of Anger (Element, 1990). Capítulo 10

Sampson, V., Tantra. El libro del placer total (Ediciones Robinbook, 2003). Capítulo 11 Winnicott, D. W., Realidad y juego (Editorial Gedisa, S.A., 1982). Lener, H., The Dance of Anger (Element, 1990). Ware, B., Los cinco mandamientos para tener una vida plena: ¿De qué no deberías arrepentirte nunca? (Debolsillo, 2013).

Otras obras de consulta Éstos son algunos libros que a mis clientes y a mí nos han parecido útiles: Para padres Faber, A., y E. Mazlish, Cómo hablar para que los adolescentes le escuchen y cómo escuchar para que los adolescentes hablen (Ediciones Medici, 2006). Faber, A; y E. Mazlish, Celos entre hermanos (Ediciones Alfaguara, 2001). Stadlen, N., Lo que hacen las madres (Ediciones Urano, 2005). Greene, C., New Toddler Taming: A Parent’s Guide to the First Four Years (Vermillion, 2001). Relaciones Hendrix. H., Conseguir el amor de su vida: Una guía práctica para parejas (Ediciones Obelisco, 1997). Hendrix, H., Keeping the Love You Find (Pocket Books, 1995). Lerner, H., The Dance of Anger (Element, 1990). Lerner, H., The Dance of Connection (Piatkus, 2001). Perel, E., Inteligencia erótica (Ediciones Temas de Hoy, 2007). Sampson, V., Tantra. El libro del placer total (Ediciones Robinbook, 2003). Autoayuda e ideas que inducen a la reflexión Brown, B., Los dones de la imperfección: Guía para vivir de todo corazón: líbrate de quien crees que deberías ser y abraza a quien realmente eres (Gaia Ediciones, 2012).

Cameron, J., El camino del artista: Un curso de descubrimiento y rescate de tu propia creatividad (Aguilar, 2011). Chaplin, J., Deep Equality: Living in the Flow of Equalizing Rhythms (O Books, 2008). Harris, R., La trampa de la felicidad (Editorial Planeta, 2010). Richardson, C., The Art of Extreme Self-Care (Hay House, 2009). Ware. B., Los cinco mandamientos para tener una vida plena: ¿De qué no deberías arrepentirte nunca? (Debolsillo, 2013). Asertividad Dickson, A., La mujer y sus derechos (Ediciones Pirámide, 1987). Dickson, A., Conversaciones difíciles: Cómo afrontar situaciones complicadas para no arruinar las relaciones (Editorial Amat 2007).

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