La Trampa

LA TRAMPA Profr.Gabriel Hurtado. Promotor Bibliotecario Escolar. 2013 José Montero - La Trampa y otros cuentos polici

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LA TRAMPA

Profr.Gabriel Hurtado. Promotor Bibliotecario Escolar. 2013

José Montero - La Trampa y otros cuentos policiales

Profr.Gabriel Hurtado. Promotor Bibliotecario Escolar. 2013

LA TRAMPA

En casa dicen que soy un metido, que siempre ando espiando a los demás. Por suerte, aquella semana no había nadie para criticarme. Era la primera vez que me quedaba solo en el departamento. Mis padres se habían ido de vacaciones al campo. Después de mucho insistir, había conseguido que me dejaran permanecer en Buenos Aires. Odio el campo. En esos días comprobé que la gente vive muy apurada. Por eso no se detiene en las cosas que están más a la vista. Y por eso fui yo, un chico de 14 años, un "metido", el único que se fijó en ese auto. Era un Falcon gris. Una mañana apareció estacionado enfrente de casa. Como conocía bien los coches de todos los vecinos, no tardé en darme cuenta de que no pertenecía a nadie de la cuadra. Recordé cierto aviso de un diario viejo. Lo encontré. Prometía recompensas de hasta 500 dólares a cambio de información sobre vehículos abandonados. Me entusiasmó la idea de ganar ese dinero por encontrar un auto que quizás había sido robado. Me encerré en el baño y grité como si hubiera hecho un gol. De esa forma la voz me quedó bien ronca, parecida a la de un adulto. Luego llamé por teléfono a la agencia del aviso. El truco funcionó. Creyeron que era una persona grande y hasta me dijeron "señor". Los de la agencia me explicaron que trabajaban en conexión con las compañías de seguros. A estas empresas les convenía mucho más pagar información para recuperar un auto que tener que abonar el precio completo del seguro. Me pidieron los datos del coche. Les di la marca, el color y el número de patente. Al día siguiente me llamaron. El Falcon no tenía pedido de captura de la policía ni había sido denunciado como sustraído por ninguna compañía de seguros. Hasta ese momento había actuado movido por el deseo de ganar la recompensa. Saber que el auto no era robado eliminaba el aspecto monetario. Sin embargo, el enigma parecía complicarse, y fue el afán de vencer la dificultad lo que me llevó a investigar. Se me ocurrieron varias hipótesis. La primera era que el dueño del Falcon había olvidado el lugar donde estaba estacionado. Me pareció poco probable. Quizás el conductor había dejado el auto enfrente de mi casa para luego, caminando, dirigirse a hacer un trámite a pocas cuadras. El hombre podía haber sufrido un accidente en el camino, y estar inconsciente en la cama de un hospital. O peor aún, podía haber sido secuestrado. Me pareció raro que, en cualquiera de estos casos, la policía no hubiese intervenido. ¿Y si en el baúl del coche había un muerto? Era otra posibilidad. Crucé la calle corriendo y me acerqué al Falcon. Concentré todos mis sentidos en el olfato. Rápidamente me convencí de que en el baúl no podía haber ningún cadáver. Ya hacía cuatro días que el auto estaba ahí. Es tiempo suficiente para que un cuerpo entre en descomposición. El olor hubiera sido muy fuerte. Ya me estaba dando por vencido cuando descubrí una alternativa más. Pensé: si no es robado ni olvidado, si su dueño no fue secuestrado ni tuvo un accidente, si en el baúl no hay un muerto, entonces el auto pertenece a alguien que vino a una casa del barrio, pero nunca pudo salir de ella. 1

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Instintivamente clavé la mirada en una casa de la vereda de enfrente. Estaba desocupada desde hacía varios meses. De vez en cuando aparecían algunas personas que entraban, estaban unos minutos y se iban. Enseguida vinculé el misterio del auto con los extraños movimientos de la casa. Me acerqué a la vivienda. Subí seis escalones hasta la puerta de entrada y puse a funcionar de nuevo mi nariz. No se sentían olores raros, así que al parecer tampoco en la casa había cadáver alguno. No puede ser, pensé, tiene que haber una relación entre una cosa y la otra. Observé un pequeño buzón empotrado en la pared, al lado de la puerta. Parte de la tapa era de vidrio, de tal forma que pude ver su interior. Había una factura de gas y otra de impuestos municipales. Lo que me intrigó fue un bollito de papel en un rincón del buzón. Me fui a mi departamento, esperé que se hiciera bien de noche y volví a la casa. En una mano llevaba un alambre con la punta doblada, en la otra una linterna. Con mucha paciencia conseguí enganchar el alambre en el bollo de papel. Así lo saqué del buzón. De inmediato descubrí que envolvía algo. Eran dos llaves de auto. El papel estaba escrito con un marcador negro. Decía: "Es el Falcon gris. En la guantera encontrarás el nombre de la persona y las instrucciones finales". Casi no lo pensé. Fui hasta donde estaba el auto. Abrí la puerta del lado del acompañante, porque era el lugar más oscuro. No quería ser visto por los vecinos. Me subí al Falcon. Abrí la guantera y adentro encontré una tarjeta de cartulina blanca. La iluminé con la linterna. Leí cuatro palabras escritas a máquina: "El blanco sos vos". Un frío violento recorrió mi nuca. Impulsivamente salté del auto y me alejé unos metros. No entendía de qué se trataba. El miedo o el instinto manejaban mis acciones. Las instrucciones finales... El blanco sos vos... Lo tenía delante de los ojos, pero no lo veía. Decidí que lo mejor sería dejar las cosas como estaban y, en todo caso, llamar a la policía. Lo haría a la mañana siguiente. Volví hasta el coche. Dejé la tarjeta en la guantera y cerré la puerta. Envolví las llaves en el papel y puse todo de nuevo en el buzón de la casa desocupada, como lo había encontrado. Me fui a la cama. Durante un rato largo pensé lo que le diría a la policía. ¿Me llevarían el apunte? ¿A mí, un menor que va con una historia rarísima? 2

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Al final me dormí. Habré descansado tres horas. A la madrugada me despertó una explosión tremenda. Salí a la calle, igual que todos los vecinos. Lo que quedaba del Falcon estaba siendo consumido por el fuego. En dos minutos vinieron los bomberos y apagaron las llamas. Después sacaron del auto un Cadáver calcinado. No me acerqué para verlo en detalle porque me dio asco. Entonces supe por qué yo estaba vivo: afortunadamente me había equivocado de puerta. Los noticieros de televisión confirmaron mi hipótesis final. EI muerto era un asesino a sueldo. Trabajaba para una poderosa organización y por eso sabía demasiado sobre muchos asuntos. Lo tenían que eliminar. Para evitar que sospechara le encargaron un "trabajo" como de costumbre. El hombre debía recoger en distintos puntos de la ciudad la información y las pistas necesarias para deshacerse de una persona. La única diferencia, esta vez, era que la posta del auto sería la definitiva. La bomba colocada por los mafiosos tenía un mecanismo de relojería, que se activaba al abrir la puerta del conductor. El asesino tuvo unos segundos para sentarse, abrir la guantera, leer en la tarjeta "el blanco sos vos" y comprender que había caído en una trampa.

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EL EMPAPELADOR

Parecía un hombre inocente. -Mi trabajo está garantizado por diez años, señora -le decía a la madre de Alejandra. Y Alejandra lo observaba con la curiosidad que despierta un recién llegado, un desconocido que va a estar varios días en casa. -Ya le digo. El empapelado que hago dura diez años. Yo le preparo bien estas paredes y usted se olvida del asunto. Para Alejandra sonaba convincente. Para la madre no tanto, pero le daba lo mismo. Lo único que quería era que el hombre hiciera la labor lo más rápido posible. Odiaba tener gente trabajando en la casa. Encima tenía que llevar el asunto ella sola, porque el marido recién llegaba de la oficina a la noche. Alejandra acompañó a su mamá a elegir los papeles. Iban a decorar su pieza y la de los padres. Además compraron pintura, porque el hombre se encargaría también de pintar los techos, las puertas, un pasillo y el baño. Para su cuarto, Alejandra escogió ella misma los motivos de los papeles. En una pared pondría grandes franjas verticales en azul y blanco. En las otras irían flores y aves marinas. -Está bien, querida. Si a vos te gusta... Es tu pieza -le dijo la madre sin ocultar sus dudas por la elección. Aunque los papeles le parecieron horribles era demasiado tarde para oponerse. Acababa de decirle a su hija que ya era grande, que tenía 12 años y podía decidir cómo iba a ser su dormitorio. El empapelador comenzó a trabajar el lunes siguiente. Iba todos los días, excepto sábado y domingo. Llegaba a las nueve de la mañana y al mediodía paraba una hora para comer afuera. Después retomaba hasta las seis y media de la tarde, cuando se retiraba. Era una de esas personas que da gusto ver en su labor. Hacía las cosas con infinita paciencia, casi con parsimonia, reconcentrado en lo suyo. Cuando se topaba con una grieta, por más pequeña que fuera, era capaz de estar horas y horas arreglando el detalle. No se sabía si su cabello era entrecano o estaba siempre salpicado de pintura. Lo primero que hizo fue la pieza de los padres. Alejandra se paraba en la puerta y lo miraba. Se sorprendió al comprobar que, contra lo que suponía, el pegamento para empapelar no se ponía en la pared sino en el revestimiento. El olor del adhesivo penetraba toda la casa. Era un engrudo muy blanco, más espeso que la plasticola. Vio que el empapelador tenía una rara costumbre, bastante desagradable por cierto. Cada vez que terminaba de colocar una plancha de papel se agachaba, metía un dedo en el balde con pegamento y después se lo llevaba a la boca, como si fuera dulce de leche.

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-¿Querés? -le ofreció una vez, mostrando el dedo con engrudo. Alejandra salió corriendo. Había que tener cuidado con las puertas. El hombre les había sacado las manijas para lijarlas. Las pintaría a lo último. En esas condiciones, si una puerta se cerraba, después resultaba muy difícil abrirla. No había picaporte de dónde agarrarla. Y una vez pasó. Alejandra estaba en su cuarto y una corriente de aire hizo que, de golpe, la entrada quedase atascada. Estuvo encerrada casi veinte minutos, hasta que el empapelador pudo abrir usando un destornillador y otras herramientas. Para hacer la pieza de los padres demoró dos semanas. La mamá de Alejandra ya se estaba poniendo nerviosa. Después siguió el dormitorio de Alejandra, quien -mientras duró el trabajo- tuvo que dormir en un sillón del living. A diferencia del resto de la casa, el cuarto de ella estaba empapelado de antes. Conservaba la decoración de los antiguos dueños del departamento. Al ser quitado el papel viejo, las paredes se mostraron ante Alejandra de una manera desconocida. No parecía su habitación. Nunca se había imaginado ese color gris asqueroso que quedó al descubierto. Le llamaron la atención innumerables marcas y números escritos con lápiz sobre las paredes. -Los números son anotaciones que hacemos para saber qué rollo de papel va en cada lugar le explicó el empapelador. -¿Y esas marcas, esa especie de cruces? -Son las firmas. -¿Las firmas? -Sí, la mayoría de nosotros firmamos nuestros trabajos. Nos consideramos como artistas. Es una vieja tradición en el gremio. Dejamos nuestra huella personal debajo del papel. Así, cuando uno va a empapelar una casa y quita lo viejo, capaz que se encuentra con la firma de alguien que conoce. -¿Usted identifica las marcas estas? -No, la verdad que no. -¿Y cuál es su sello? -Yo pongo la firma, la firma mía, la de siempre, en un rincón, nada más. Hay otros que hacen marcas especiales, marcas que... bueno... El empapelador dejó la frase en el aire y volvió a poner toda la atención en su tarea, como si olvidara que ella estaba ahí al lado. -¿Marcas especiales? ¿De qué tipo? -preguntó Alejandra, muy intrigada. El hombre no respondió. Su mente parecía estar en otro lado. Tuvo que repetir la pregunta. -¿Marcas de qué tipo? -¿Eh? -reaccionó el empapelador-. ¡Ah! ¿De qué tipo? Marcas... marcas terribles.

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-No entiendo. -Mejor que no entiendas. -No, explíqueme -reclamó Alejandra. El hombre respiró hondo y luego soltó un suspiro muy largo. -Había un muchacho -dijo- que, bueno, evidentemente estaba loco. Mataba chicas, nenitas, y parece que escribía sus nombres en las paredes. Alejandra se estremeció al escucharlo, pero no pudo evitar una curiosidad malsana. -¿Y cómo las mataba? -No, sos muy chica para que te cuente. -Déle, dígame, ya tengo 14 años -mintió. -Hum... No sé. -Sí, déle.

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-Bueno, resulta que... No pudo seguir. La mamá de Alejandra se había asomado por la puerta y lo observaba con cara de enojo. Alejandra debió aguantarse las ganas de conocer la historia. El empapelador faltó una semana entera, sin avisar. La madre andaba como loca. Una semana perdida, con la casa hecha un desastre. Las latas de pintura, los pinceles, el aguarrás, los rollos de papel, todo amontonado en el suelo. Por la noche los padres discutían. Alejandra los escuchaba desde el sofá donde dormía. -¿Quién fue el que recomendó a este tipo? -quería saber la mamá. -Un compañero de la oficina. Me dijo que trabajaba bien -respondía él papá. -Sí, trabaja bien, pero es más lento que una tortuga, y encima desaparece y ni siquiera llama por teléfono. ¿No tenés forma de ubicarlo? -Teléfono no tiene. Me dio la dirección, pero es muy lejos. Hagamos una cosa: esperemos unos días, si no tenemos noticias voy hasta allá. -¿Que siga esperando? ¿Y mientras? ¡Mirá cómo tengo la casa! -De momento otra cosa no podemos hacer -se resignaba el padre. Una de esas noches, mientras dormían, Alejandra se levantó y fue hasta su dormitorio, donde estaban los materiales del empapelador. Entornó la puerta con cuidado y la trabó con un pincel finito para que no se cerrara. Prendió la luz y se arrodilló ante el balde que contenía el pegamento. Lo destapó y hundió el dedo índice en el engrudo. Al metérselo en la boca sintió repugnancia. Salió corriendo al baño. Tuvo que reprimir las ganas de vomitar. Escupió el adhesivo en la pileta y después se lavó bien los dientes. Volvió a la cama, o mejor dicho al sofá, y se durmió pensando cómo hacía el empapelador para comer esa porquería.

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Al final apareció. -¡Ja! Ya lo dábamos por muerto -le dijo la mamá de Alejandra. -Estuve muy enfermo -se explicó el hombre. -Pero al menos podía haber llamado. -Sí, pero ¿sabe qué pasa? Donde vivo yo tengo que caminar cuatro cuadras hasta un teléfono público. Fui dos veces y en ninguna me pude comunicar. Como tenía fiebre no quise salir de nuevo. -Bueno, pero ahora ya está bien, ¿no? -Sí, sí. -Entonces, por favor, apure el trabajo -se puso firme la madre. -Si, señora. Esa tarde Alejandra fue a darle conversación, para que le hablara del asesino de chicas. No preguntó directamente. Empezó por otro tema. -Mi mamá estuvo a punto de llamar a la policía. La cara del empapelador se llenó de miedo. -¿Para qué? -preguntó. -Temía que le hubiera pasado algo. Algún accidente, no sé. -Ah. -¿Por qué se puso así cuando mencioné a la policía? -¿Así cómo?

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-Así, nervioso. ¿Tiene miedo por algo? -¿Quién, yo? No. El empapelador notó que Alejandra no estaba conforme con sus respuestas. -Bueno, sí -le dijo-. En realidad me asusta la policía. Es por algo que me pasó hace mucho, una oportunidad en que me detuvieron en averiguación de antecedentes. Andaba sin documentos, me los había olvidado. Por eso, que es una pavada, estuve dos días en la comisaria. -Uh, pobre su familia, capaz que no sabía nada. -No, no, yo soy solo. La charla derivó luego hacia lo que le interesaba a Alejandra. -Eso fue hace 10 años -dijo el empapelador-. Este muchacho cometió tres asesinatos en tres meses. Me acuerdo que era invierno. -¿Quiénes fueron las muertas? -Eran chicas de las casas donde estaba trabajando. Algo horrible. -¿Y cómo eran las marcas que hacía en la pared?

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-Parece que se dibujaba la mano. Así, ¿ves? -dijo y le mostró. Apoyó la palma contra la pared y separó bien los dedos. Con el lápiz trazó el contorno, siguiendo el borde de la mano. -¿Eso era todo? -quiso saber Alejandra. -No. Según decían escribía el nombre de la chica y alguna palabra más. -¿Y cómo las mataba? -¡Uh! Eso es muy feo, muy feo. -¿Sí? No importa. Cuénteme. -Resulta que... las ahogaba.

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-Podía ser peor -reflexionó Alejandra. -Las ahogaba en el engrudo. Les metía la cabeza adentro del balde. Se sintió invadida por la naúsea, por el recuerdo del pegamento sobre la lengua y su olor metido en la nariz. Debió de ponerse muy pálida, porque el hombre le preguntó si se encontraba bien. -Sí, sí, estoy bien -dijo mirando detenidamente la mano dibujada, al lado de su ventana-. ¿Usted lo conocía a este hombre? inquirió luego. -Sí, más vale. En el gremio nos conocemos todos,. -¿Y él mismo le contó lo que hacía? -Nooo. Todo esto que te comento salió en tos diarios, después que lo detuvieron. Lo agarraron a los pocos días del último crimen. -¿Era muy amigo de él? ¿Cómo era? -No, apenas conocido. ¿Cómo era él? Parecía un tipo normal. Alejandra sentía una atracción morbosa por la historia. Quería saber más. Una tarde dijo en casa que tenía que ir a la biblioteca del Congreso para estudiar. Fue a la biblioteca, sí, pero no a consultar libros sino diarios. Estuvo varias horas encerrada en la hemeroteca. Pidió los periódicos de diez años antes. La búsqueda se le hizo relativamente fácil porque sabía que los crímenes habían ocurrido en meses de invierno. Los diarios hablaban del tema recién a partir del segundo homicidio. Las notas traían abundante información sobre el caso y mencionaban otro anterior, de idénticas características, que en su momento no había trascendido. 8

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A la tercera muerte la cuestión figuraba en las primeras planas de todos los diarios de Buenos Aires. Se hablaba del "loco del engrudo" y del "siniestro empapelador". En síntesis, Alejandra descubrió lo siguiente: •El asesino era un hombre que en aquel entonces rondaba los 30 años. •No se conocía su verdadera identidad. En cada casa donde había cometido sus crímenes se había presentado a trabajar con diferentes nombres. No daba número de teléfono. Decía que no tenía. Dejaba direcciones que luego se comprobaban falsas. •También cambiaba su aspecto. Había identikits que lo mostraban con variados cortes de pelo, a cara limpia, con bigote y con barba. El resultado era asombroso, ya que era difícil ver en los dibujos a la misma persona. •Los diarios describían con lujo de detalles el "modus operandi" del psicópata. Cuando ya había terminado sus tareas de empapelado y sólo le faltaban algunos retoques de pintura, encerraba o ataba a las personas mayores de la casa y ahogaba en engrudo a sus víctimas, niñas de entre 10 y 13 años. •Nada decían los periódicos sobre las manos dibujadas u otras marcas debajo del revestimiento. Tampoco hablaban de la detención del sujeto. Con el pasar de los días, el tema ocupaba menos espacio en las páginas policiales y finalmente desaparecía. Alejandra estaba desorientada. Le faltaban piezas del rompecabezas. De pronto recordó que los diarios suelen publicar notas sobre determinados casos al cumplirse tantos años de los hechos. Pidió entonces: Pidió entonces los ejemplares del año siguiente. Ahí estaba. Una nota titulada “Crímenes impunes” recordaba los tres asesinatos, al cumplirse doce meses del primero de la serie. El artículo era muy amplio y, básicamente, reseñaba las investigaciones llevadas a cabo por la policía, hasta entonces sin éxito. Luego entraba en el terreno de las hipótesis. ¿Por qué un asesino serial había dejado de matar? Quizás había muerto por enfermedad o en un accidente. Tal vez seguía con sus matanzas, pero de manera distinta. O acaso el hombre había perdido su instinto homicida y ahora era un ciudadano común y corriente. La nota estaba acompañada por un recuadro con la opinión de un criminalista. Alejandra leyó y releyó sus declaraciones: "puede ser que estemos frente a un caso muy particular, frente a una mente enferma que no sabe que está enferma. Un hombre que tiene una existencia tranquila, sin sobresaltos, un hombre como cualquier otro, en cuyo cerebro estuvo dormido, durante años, el deseo de matar. En determinado momento, por equis motivo, ese deseo que estaba agazapado, aletargado, se despierta con una fuerza tremenda. Y ahí viene la masacre. Luego, por causas igualmente desconocidas, el impulso asesino se puede apagar, volver a dormir, para siempre o hasta un nuevo despertar", Alejandra volvió a su casa confundida. Evidentemente, el empapelador había mentido en un punto. Era imposible que hubiera conocido por los diarios el dato de las marcas debajo del papel. Entonces, se dijo, había dos posibilidades. O se enteró de ello por boca del propio asesino o... ¡el asesino era él! 9

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No, no puede ser, pensó, mientras una sonrisa nerviosa se le dibujaba en la cara. No sabía calcular bien las edades. -¿Cuántos años tendrá el empapelador? -le preguntó a la madre. -¿Por qué no le preguntás a él? -No, dale, decíme.

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-Hum... Tendrá cuarenta, cuarenta y pico. ¿Por qué querés saber? -No, por nada -dijo Alejandra, y una simple cuenta mental le demostró que una década atrás rondaba los treinta años. Después buscó entre los papeles del padre un día entero. El tiempo corría en su contra, porque el hombre había terminado su pieza y solo le faltaba pintar las puertas. Al final encontró la hoja con la dirección del empapelador. Era lejos, en las afueras de la Capital. Alejandra no sabía cómo ir hasta allá para verificar el domicilio. Quería hacerlo sola, sin despertar alarma en su casa. Las horas pasaban y ella, angustiada, no podía dilucidar su sospecha. Recordó que en el armario de su pieza se guardaba una vieja guía de calles del Gran Buenos Aires. Le serviría para averiguar la forma de viajar. Y en eso estaba, hojeando febrilmente la guía, cuando de pronto escuchó el grito de su madre. -¡Sáquenme de acá! -¡Uh! Se quedó encerrada en el baño. Menos mal que le advertí de la puerta -dijo el empapelador, entrando a la pieza de Alejandra. Alejandra vio en él un gesto maligno. El pánico la hizo salir corriendo. Se metió en el dormitorio de sus padres y de un empujón trabó la puerta. -¡No intentes abrir, mamá! ¡Me quiere matar! -gritó con la esperanza de que sus aullidos atravesaran las paredes. Se tiró sobre la cama y tomó el teléfono. Llamó a la policía. Como pudo, entre sollozos, pidió auxilio, pidió por su vida. -¡Me quiere matar, vengan pronto! -suplicó, y casi se muere de un síncope al ver que no le salía la dirección de su propia casa. Finalmente, con mucho esfuerzo, entre tartamudeos, pudo recordarla y se la dijo a la operadora que, muy tranquila, tomaba su pedido de socorro como si fuera un trámite más. La policía tardó tres minutos eternos, tres minutos de horror Alejandra escuchaba que, del otro lado de la puerta, el empapelador usaba sus herramientas para destrabarla. -Quedate tranquila, linda, ya te voy a sacar. No tengas miedo que no va a pasar nada -le decía el hombre. 10

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-¡Noooo! ¡Váyase, váyase!

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Y así tres minutos inacabables. Cuando llegó la policía, el empapelador se puso loco. -¡Fuera! ¡Déjenme solo! ¡Déjenme ir! ¡Antes que me detengan prefiero morir! -gritó, al tiempo que se lanzaba hacia el pasillo. Subió las escaleras a los saltos y pronto estuvo en la terraza. Los agentes lo seguían armas en mano, pero sin disparar. El empapelador se vio cercado. De un lado la policía, del otro, el borde del edificio. Más allá la azotea de la casa vecina. Tomó carrera y pegó el salto, pero no llegó. Apenas pudo aguantar unos segundos agarrado de la cornisa. Después cayó. Un grito desesperado salió de su boca. Duró dos segundos. Lo cortó un golpe tremendo que puso fin a la caída. Se había estrellado contra el fondo de un patio, cuatro pisos más abajo. Cuando todo hubo terminado, Alejandra habló con el comisario. Le contó de las marcas y los dibujos, y le aseguró que aquel hombre que ahora estaba muerto era "el loco del engrudo”. -Como pista no sirve -la frenó el comisario-. ¿Cómo voy a ir a sacar el empapelado de las casas donde ocurrieron esos tres asesinatos, hace diez años? No tiene sentido. Las casas seguramente cambiaron de dueño, y los empapelados originales ya no deben de estar. -Pero él decía que sus trabajos duraban diez años, que estaban garantizados -repuso Alejandra. -Eso es lo que dicen todos. Para nosotros es un hombre que intentó eludir a la policía y falleció accidentalmente en la fuga. ¿Por qué quiso escapar? No lo sabemos. No tenía prontuario, salvo una entrada por averiguación de antecedentes, hace mucho. Nada más. Estaba visto que el comisario no creía en la teoría de Alejandra. Entonces vino lo peor para ella. Tuvo que cargar con la duda de no saber si el empapelador era realmente un asesino. La duda de pensar que quizás el hombre era inocente, que había salido corriendo por su temor natural a la policía. La duda de haber causado una muerte. ¿No habría cometido un error al llamar a la policía? ¿No habría ido demasiado lejos con su imaginación, al ver un homicida perverso donde no lo había? ¿Cómo saberlo? Imposible. Ya era demasiado tarde. Alejandra se sentía culpable, desgraciada. Pensaba que nunca iba a ser completamente feliz, que nunca podría reír sin que la sombra del recuerdo le nublara el rostro. Cargó con el estigma por años, diez años para ser exactos, los diez años en que la familia siguió viviendo en aquel departamento. Cuando lo vendieron, solo entonces, Alejandra vio la salida. Esperó pacientemente la mudanza. Los padres firmaron la escritura la misma tarde en que terminaron de llevarse todos los muebles de la casa. Al día siguiente, los nuevos dueños tomarían posesión.

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Ella conservó su juego de llaves y esa noche volvió al departamento desocupado. Un escalofrío le corría por la espalda, y sentía electricidad en el cuero cabeIludo. Muy decidida, se encaminó directamente a su cuarto. Buscó una puntita del papel que estaba levantada, junto a la ventana, y empezó a tirar. Recordaba al milímetro el lugar donde se encontraba el dibujo. Se rompió las uñas despegando el revestimiento, que salía de a poco. La tensión se hacía inaguantable. Las gotas de sudor le caían por la cara. Los minutos que pasaban y el papel que no aflojaba. Fue desesperante. Al final quedó la pared desnuda. Pudo ver el contorno de la mano dibujada. Adentro había dos palabras: "Alejandra" y, más abajo, "morirás". Con el tiempo olvidó aquella amenaza. Lo que nunca pudo sacarse de encima fue la náusea, el olor del pegamento impregnado en la nariz.

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LA VIEJA CHISMOSA

El ruido venía del pasillo. Me acerqué a la puerta y, en puntas de pie, pegué un ojo a la mirilla. Alcancé a ver una sombra, la figura de un hombre que bajaba las escaleras corriendo. No pude distinguirlo bien porque la luz del corredor se apagó con el interruptor automático. A diferencia del resto de los departamentos, nuestra puerta tenía una mirilla “ojo de pez”, de esas que permite captar un campo visual más amplio, aunque deforman la imagen. Quizás por eso tardé en darme cuenta de dónde provenía aquel pequeño haz de luz. El pasillo había quedado completamente a oscuras, pero al final se veía un rayo que, comprendí, salía del departamento “C”. Esto quería decir que la puerta estaba entornada. Esperé a ver si alguien entraba o salía. Cuando pasó un minuto sin que hubiera movimientos, comencé a sospechar que algo malo había ocurrido. Decidí ir a investigar que pasaba. Salí al corredor. Prendí la luz y caminé lentamente, sin hacer ruido, los seis o siete metros que separaban mi departamento, el "A", del "C" (estaban ubicados uno en cada punta del pasillo). Iba pegado a la pared de la izquierda, del otro lado había primero pared, después la escalera y el departamento "B", el de la vieja chismosa. Por un momento pensé que lo mejor sería volver a casa, encender la estufa y tomar la leche. Ya se había hecho de noche y hacía un frío de perros. Sin embargo seguí adelante. Asomé la cabeza por la puerta entornada y descubrí que el departamento "C" había sido desvalijado. Entré a la casa. Los ladrones habían dejado todo patas para arriba. Habían revuelto cajones y armarios en busca de dinero y objetos de valor, según parecía. En eso escuché un ruido y me asusté. Salí del departamento volando. Apenas había dado dos pasos por el pasillo cuando el automático cortó la luz. Otra vez el corredor quedó a oscuras, y otra vez descubrí un rayo luminoso. En este caso venía de la mirilla del departamento de la vieja chismosa. La mirilla era como una ventanita de cinco o seis centímetros de lado. Estaba cubierta por un pequeño enrejado. La luz que salía por ese espacio me alumbró ligeramente la cara. Pero había algo más que la luz. Había un ojo, un ojo grande como un huevo, gris como nube de lluvia, todo surcado por hilitos de sangre. Era el ojo de la vieja, que me estaba espiando. 13

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Rápidamente, al ver que yo la observaba, la vieja cerró la mirilla con un ruido que me pareció estruendoso. Accioné la luz del pasillo y en menos de un segundo estuve en mi departamento. Traté de calmarme y me pregunté qué habría pensado la vieja. Temí que, cuando se conociera el robo, ella creyera que el ladrón era yo. Casi con seguridad me había visto salir del departamento. Preparé un vaso de leche y unas tostadas, pero casi no comí. El susto me había quitado el apetito. Puse el televisor y me senté a esperar a mis padres. En esa época tenía diez años. Ya me habían dado las llaves de casa. Volvía de la escuela a las cinco de la tarde y a las siete llegaban del trabajo papá y mamá. O sea que estaba dos horas solo. Ese día, antes de que regresaran mis viejos, escuche de nuevo ruidos en el pasillo. Volví a la puerta y a través del visor observé que había llegado el dueño del departamento "C". Era un tal Álvarez. Vivía solo. Al notar que le habían robado se agarró la cabeza y empezó a dar vueltas en círculo. Después tomó el teléfono y disco un número. Cinco minutos más tarde llegó la policía. El comisario Torrone debía pesar unos cien kilos. Los llevaba repartidos en casi dos metros de estatura. Vestía zapatos negros, un pantalón jean, saco y corbata. Intenté adivinar dónde llevaba la pistola. Creí ver un bulto debajo de su brazo izquierdo, y di por sentado que allí descansaba el arma. Estábamos los tres (Álvarez, la vieja chismosa y yo). El comisario Torrone nos había reunido en el pasillo. Álvarez lloraba amargamente, se lamentaba porque le habían robado su preciada colección de monedas antiguas. -También me llevaron algún dinero, pero eso no me importa -dijo-. Lo que importan son las monedas. Tienen un valor histórico incalculable, al margen del valor económico, claro. -¿Había contratado algún seguro sobre las monedas? -preguntó el comisario. -Sí-respondió Álvarez-. ¿Pero qué importa? La plata del seguro no me las va a devolver. No son algo que pueda comprar en cualquier kiosco. Rearmar la colección me llevará años, y hay piezas que son únicas, o sea que nunca más las podré tener. Álvarez siguió sollozando como un chico. Parecía abatido. Recién en ese momento estaba reparando en él. Antes, como a muchos otros vecinos, no lo había tenido en cuenta. Su cara de oficinista cansado me había pasado desapercibida. El de la vieja chismosa era un caso totalmente distinto. Ella siempre estaba en todos lados, siempre preguntaba, siempre opinaba, siempre sabía lo que ocurría en el edificio. -Usted, señora, ¿vio algo? -le preguntó el comisario Torrone. La vieja me dirigió una mirada maligna y se tomó todo el tiempo del mundo para contestar. Mientras, yo agonizaba. Se me había hecho un nudo en la garganta y me daban ganas de llorar al pensar que ella podía denunciarme como ladrón. Mi imaginación trabajaba en forma acelerada. Ya me veía recluido en un reformatorio. Finalmente la vieja chismosa contestó: "No, comisario, no vi nada".

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Respiré aliviado pese a que la vieja estaba mintiendo. Sabía que ella me había visto, y que su mente podrida no podía concebir otra idea más que yo era el degenerado autor del robo. ¿Qué se traía entre manos? -Y vos, nene, ¿qué sabés de esto? -me preguntó el comisario. La forma en que disparó el interrogante me asustó. Sus palabras y su tono daban por entendido que yo sabía algo. -Nnnn... no, señor. Noooo. no sé nada. -¿Qué estabas haciendo cuando ocurrió el robo? -Miraba la tele -mentí. ¿Tenía sentido que dijera lo que realmente había pasado, lo poco que sabía? Si hacía eso, pensé, la vieja podía romper su silencio y contar su versión, la versión de lo que había visto. Al día siguiente también era de noche y me encontraba solo cuando escuché otro ruido. Miré por el visor. La vieja estaba parada frente al departamento de Álvarez. El hombre le abrió y la dejó pasar. Me quedé intrigado. Hasta donde sabía, la vieja y Álvarez no mantenían ninguna relación de amistad. Eran vecinos que se saludaban al cruzarse en los pasillos. Buenos días, buenastardes, pero nada más. No me expliqué entonces cómo uno entraba al departamento del otro. Había una sola manera de averiguarlo. Salí al corredor y, lo más despacio posible, pegué la oreja a la puerta de Álvarez. La que hablaba era la vieja. Pronunciaba las palabras con un tono contenido, reprimiéndose para no alzar la voz. Sólo pude escuchar algunas frases sueltas. -Ese chico es un peligro... Una denuncia... A esa distancia es imposible no reconocerlo... La cárcel. Volví temblando a mi departamento. Tenía la certeza de que iban a querer involucrarme en el robo. A los pocos minutos sonó el timbre. Observé por la mirilla. ¡Era la vieja! Ahí estaban sus ojos malvados, grandes como huevos. No contesté. De pronto la vieja clavó las uñas en la puerta y la rasguñó con fuerza. El chirrido me hizo doler los dientes. Tuve que taparme la boca para no gritar. Luego comenzó a hablar en un susurro, con la boca pegada al marco de la puerta. -Sé que estás ahí, nene. Contuve la respiración y me quedé inmóvil. -Yo te vi -siguió-. Vos fuiste el que le robó las monedas al señor Álvarez. Y vas a ir a la cárcel, ¿me entendés? Parece mentira, tan chico y ya sos un ladrón profesional. Pero la vas a pagar, quedate tranquilo. Ya te digo, te van a mandar a un reformatorio, que es lo mismo que una cárcel. A menos, claro, que lleguemos a un acuerdo.

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Hizo una pausa. El silencio era tan espeso que yo sólo escuchaba el tuc-tuc de mi corazón. -Abrí -dijo ella luego, con voz enérgica. Trabé la puerta con la cadena y abrí apenas dos centímetros. -¿Qué quiere? -pregunté. -Digamos que me tenés que dar las monedas. Vos te podés quedar con algunas. Pongamos... el diez por ciento. Es justo, ¿no? Es el precio que corresponde por no ir a prisión. La vieja aguardó a que yo hablara. Como no lo hice remató: "Ya sabés. Si no me pagás, yo hablo con la policía. Pensalo". Después se fue. Vi cómo volvía a su departamento y cerraba la puerta. Me largué a llorar de la bronca. ¿A quién iba a recurrir? ¿A mis padres? Hubiese sido lógico, pero no quería transmitirles semejante problema. Quería resolver el asunto por mi cuenta. Me atormentaba una duda. ¿A quién le creería la policía? ¿A mí o a la vieja chismosa? Yo tenía la conciencia tranquila. Sabía que no había hecho nada malo. Pero, ¿el testimonio de la vieja no sería suficiente para mandarme a la cárcel? ¿Cómo saberlo? ¿A quién preguntarle? ¿Y si fuera a verlo al comisario Torrone para decirle lo que había visto? No. Eso aumentaría las sospechas en mi contra, ya que la primera vez había ocultado información. De más está decir que esa noche no pude dormir. Otra vez ruidos. Ahora eran claros: alguien llamaba a la puerta. La panza se me hizo un nudo cuando vi, por la mirilla, que del otro lado estaba el comisario Torrone. Ay, no, yo no le abro, pensé mientras me estrujaba las manos y daba vueltas donde estaba parado. En ese momento deseé con todas mis fuerzas desaparecer del planeta. El comisario volvió a golpear la puerta y yo me quedé paralizado. Entonces escuché su voz: “Nene, abrime, se que estás ahí. No te preocupes que no te va a pasar nada". Mentira, me dije. Lo único que quiere es que le abra, para después detenerme. -Dale, nene, si sos inocente no te voy a llevar preso, creeme -me apuró el comisario. -¡¡No!! -le grité con furia, al borde del llanto. El comisario perdió la paciencia: -Nene, no estoy para mariconadas. Necesito hablar con vos. Le abrí. Todavía no sabía si lo que me estaba diciendo era verdad o mentira El comisario Torrone entró y prácticamente me ignoró. No perdió tiempo. Se colocó detrás de la puerta, con un ojo en la mirilla. -Deben de estar por llegar -dijo. No entendía nada. Le pregunté qué ocurría. -Ssssh... callate, nene. No hagas ruido -me retó.

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Metió la mano adentro del saco y yo pensé que iba a sacar la pistola. Pero no; tenía un transmisor de radio. -Ahí vino el tipo -dijo y abrió la puerta de golpe. En el pasillo estaba el señor Álvarez. Tenía la llave en la mano. Acababa de llegar, -¡Álvarez! -lo llamó el comisario-. Tenemos que habIar con usted. El hombre dio media vuelta y se encaminó rápidamente hacia la escalera, pero se detuvo al ver que subía otro policía vestido de civil. -¿Qué pasa? -preguntó Álvarez. Estaba muy nervioso. -Mejor hablemos adentro -sugirió el comisario. Álvarez aceptó y todos entraron a su departamento. Yo me quedé en casa, vigilando a través de la puerta entornada. Primero se escuchó una discusión fuerte, luego golpes y ruido de pelea. Después sonó un disparo como un cañón. Más forcejeos y al final silencio. El departamento de Álvarez había quedado inmerso en una calma de cementerio. Esperé impaciente a que se abriera la puerta. ¿Por qué nadie salía? Pasaron cinco minutos eternos. Entonces el comisario irrumpió en el pasillo cuando llegaba la vieja chismosa. -¡Quédese ahí! -le ordenó-. Nos va a tener que acompañar. El comisario llamó por radio: "Pueden subir". Enseguida aparecieron dos agentes de uniforme, que se llevaron a la vieja adentro de su departamento. -Viste, nene, no te pasó nada. -Gracias, comisario, pero no entiendo. -Resulta que el señor Álvarez hizo un auto-robo. Simuló el atraco para poder cobrar el seguro, y a la vez ocultó las monedas. Tu vecina estaba espiando por la mirilla, tal como era su costumbre, y vio a Álvarez entrar primero y después salir de su departamento dejando todo patas para arriba. Ahí debiste de aparecer vos, ¿me equivoco? -No, está en lo cierto, pero la cara del ladrón no la vi. -Claro, pero ella sí lo vio, y también te vio a vos, y vos la viste a ella. Con esos datos la vieja empezó a pergeñar su plan. Extorsionó a Álvarez para que le diera parte del dinero, porque si no, lo denunciaría. Luego los dos se pusieron de acuerdo en que había que sacarte a vos del medio. No sabían qué era lo que vos habías visto. Podrías haber reconocido a Álvarez. Y así fue como la vieja te amenazó con mandarte a la cárcel. Querían confundirte, asegurarse de que no fueras a recurrir a la policía. -¿Y cómo descubrieron todo? -Seguimos a Álvarez y hoy le encontramos las monedas. Quiso resistirse. Disparó un tiro que pegó en el techo, pero pudimos controlarlo. Al final confesó todo. Cantó como un pajarito. En eso, los policías de uniforme salieron al pasillo. Traían a la vieja, esposada.

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-Comisario, encontramos parte de las monedas -dijo uno. La vieja chismosa se llevó las manos esposadas a la cara. Apoyó el dedo índice en el pómulo derecho y corrió la piel para abajo. -¡Ojo, nene! ¡Cuidáte! -gritó mientras se la llevaban. El comisario Torrone me miró compasivo. -No te preocupes -dijo-. No puede hacerte nada. Va a pasar una buena temporada en la cárcel. En ese momento me quedé tranquilo, pero ahora la amenaza ya no parece tan lejana. Pasaron tres años y sé que' muy pronto saldrá en libertad. A cada rato escucho ruidos, a cada rato veo ojos como huevos.

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IMÁGENES DE MUERTE

Cuando empezaron las rayas, Juan estalló de bronca. -¡Nooo! ¡Justo ahora! ¡Ay, lo mato. Si agarro al que estropeó la cinta lo mato! -repetía mientras golpeaba con furia los almohadones del living. No era para menos. Estaba de lo más tranquilo, viendo por octava vez su película favorita: "Los Intocables". Se acercaba uno de los momentos culminantes, ése en que Elliot Ness se enfrenta a balazos con los pistoleros de Al Capone. No es un tiroteo cualquiera. Juan lo consideraba el mejor de cuantos había visto en el cine. Y también creía que esa era la escena de suspenso más impactante jamás filmada. Se la sabía de memoria. El cochecito del bebé que va cayendo por las escaleras, la desesperación de la madre y la impotencia de Elliot Ness que no puede agarrarlo, las balas que pegan en las ruedas del cochecito y en unos marineros atrapados en medio del tiroteo, todo en cámara lenta, interminable. La secuencia se aproximaba y Juan ya la estaba saboreando. Pero de pronto empezaron las rayas en el televisor. -¡Nooo! ¡Justo ahora! ¡Ay, lo mato. Si agarro al que estropeó la cinta lo mato! Juan sacó el video y lo revisó. Al parecer la cinta estaba bien, no tenía arrugas ni signos de haberse enganchado. Volvió a ponerlo en la videocasetera y apretó PLAY. La imagen seguía sin aparecer. Sólo se veían rayas negras y alguna línea violeta. El sonido salía todo distorsionado. Adelantó un poco la película y después la dejó correr en velocidad normal. Tras unos segundos la imagen volvió, pero claro, la escena que le interesaba ya había pasado. Salió corriendo para el video club, con la película en su mochila. Iba como una tromba, enojadísimo, a reclamar que se la cambiaran. Sabía que su pedido iba a ser aceptado de inmediato. Primero porque era un muy buen cliente, y segundo porque, probablemente, lo iba a atender Carlos, su mejor amigo. Juan y Carlos eran compañeros de banco desde la primaria. Ahora estaban en el secundario. Por las tardes, Carlos trabajaba un par de horas en el video club de su padre. Mientras caminaba, Juan recordó el sonido que había escuchado en coincidencia con el desperfecto Era una bola de ruido incomprensible. Se parecía -pensó- al de esas películas en que pasan una grabación de audio hacia atrás. Rápidamente asoció esa similitud con las viejas historias de mensajes demoníacos en los discos de grandes grupos de rock. Ya se sabe, las historias que dicen que, si uno escucha al revés cierto álbum de música, oirá frases como "Satán es mi líder, lo amo".

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Pero no, no podía ser eso. A Juan el sonido le resultaba un tanto familiar. Tenía la sensación de que ya lo había escuchado antes varias veces. Quizás cuando ponía un video y se olvidaba de correr la perilla de selección de norma. ¡Claro! ¡Era eso! En la casa de Juan tenían televisor y casetera binorma, o sea que, moviendo una palanquita, podían ver material grabado con diferentes tecnologías. Le había pasado de poner un video NTSC manteniendo los aparatos en sistema PAL. No se veía nada, y el audio sonaba como si viniera de ultratumba. Antes de llegar al video club pegó media vuelta y regresó a su casa. Puso el casete y lo adelantó hasta donde empezaba la falla. Corrió la perilla y se sentó a ver. Era lo que sospechaba. Alguien había usado "Los Intocables" para grabar encima. Era una filmación casera. En un ángulo de la pantalla aparecía la hora en que se había registrado la imagen (las dos y cuarto de la madrugada). Lo que no figuraba era la fecha. Se veían una mesa antigua y una silla. El fondo lo constituía un telón o cortina de color rojo. La iluminación provenía únicamente de cuatro velas encendidas que estaban en un candelabro de pie, al lado de la mesa. De pronto entró en escena un hombre grandote, totalmente descontrolado. Tendría unos treinta años. Se movía como una fiera en una jaula. Gritaba cosas inentendibles. Llevaba puesta una especie de túnica negra. Constantemente tiraba de ella y la rompía. Al final la túnica quedó hecha jirones. Juan vio entonces que el hombre transpiraba como un caballo. Seguía gritando y saltando como un poseído. Su cara estaba contraída, casi deformada por una mueca maléfica. Juan pensó que no debía de estar actuando, que lo que pasaba era real. En eso el hombre se acercó a la cámara y empezó a aullar. Ahora se le entendían algunas palabras. -Mátalo, mátalo... Hazlo en su honor... Entrégale su sangre... Después el hombre se iba y la imagen se interrumpía abruptamente. Juan rebobinó la secuencia y volvió a verla. Aquel sujeto lo estremecía, lo hacía temblar. ¿Quién era? ¿A quién le daba órdenes? ¿A quién mandaba matar? ¿En honor de quién habría de cometerse tal asesinato? El que había filmado eso sabía lo que hacía. Las películas de alquiler no se pueden regrabar así nomás. Hay que taparles una ventanita de seguridad, como a los casetes de música. Por eso, quien lo filmó lo hizo a conciencia, en una norma técnica distinta de la que se utiliza en el país. Ahora, ¿para qué grabar semejante secuencia en una película de video club? Evidentemente, con el objetivo de que alguien la viera. Juan pensó que, de ser así, el objetivo no era tan claro, porque la gente común iba a interpretar las rayas como un desperfecto, y en consecuencia no podría ver la escena del desaforado. Sólo verían la imagen regrabada aquellas personas que supieran que, cuando empezara el supuesto defecto, había que cambiar la norma del televisor y de la videocasetera. Pero también descubrirían la verdad aquellos que tuvieran la perspicacia y los conocimientos técnicos necesarios para darse cuenta de lo que sucedía. 20

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Este era, precisamente, el caso de Juan. No solamente era un fanático del cine, sino que además hacía sus propias experiencias en video. Dos años atrás, el padre había comprado una pequeña cámara, de esas que pueden sostenerse y manejarse con una sola mano. El papá- nunca pudo aprender a usarla bien. Juan, por el contrario, en cinco minutos y sin ayuda de nadie, empezó a filmar como un profesional. Era algo intuitivo en él. Desde entonces estaba encargado de registrar todas las fiestas y reuniones familiares. A cambio podía utilizar la cámara para grabar breves actuaciones improvisadas de sus amigos, Carlos entre ellos. Juan dio vueltas al asunto que lo intrigaba. Analizó distintas alternativas y llegó a una conclusión que le pareció la más acertada. El hombre que habla en el video, se dijo, está dando una orden de asesinato. Eso queda bien claro, no hay dudas. El receptor de la directiva será, evidentemente, la mano ejecutora del crimen. El casete era entonces un medio para enviar el mensaje. Pero, ¿a quién iba a matar? El hombre no lo decía. Sólo mandaba "mátalo, mátalo". El blanco a eliminar, creyó Juan, se podía marcar por otra vía, una carta por ejemplo, Así, el homicida recibiría por un lado el nombre y las fotos del sujeto a liquidar, y por e otro -eI video en este caso- la orden expresa que había que cumplir. Como en las películas, pero con una trama aún más compleja. Según este esquema, las instrucciones estaban dirigidas a un asesino profesional. Pero había algo que no encajaba. El tipo que aparecía, en el video era muy extraño. Estaba completamente fuera de sí, y en su actitud había alguna especie de connotación religiosa. Juan NO podía precisarlo, pero intuía que esos ojos desorbitados, en ese candelabro, en esa túnica, había algo muy oscuro. "Hazlo en su honor... Entrégale su sangre..." ¿A quién había que ofrendar el crimen? Tomó el casete, lo puso en su mochila y salió de nuevo para el video club. En el colegio, a Juan le decían Mochila, por el simple y categórico hecho de que andaba con ella para todos lados. No se la sacaba ni para ir al baño, bromeaban sus compañeros. A él no le interesaban esos comentarios. La usaba porque le resultaba cómoda. Odiaba tener que ir a la escuela o a cualquier otro sitio con las cosas en la mano. Por eso cargaba todo en la mochila. Ya estaba muy gastada y descosida, pero se negaba a cambiarla por otra. Le gustaba esa porque era bien sencilla. Toda negra, en tela de avión, sin inscripciones ni marcas de ningún tipo. Nada de dibujos ni colorinches. A decir verdad, el negro de la mochila ya no era tan negro. Tiraba más a gris. A Juan no le importaba. Él pensaba seguir usándola por mucho tiempo. En el video club encontró a Carlos. Le contó todo el asunto, con lujo de detalles. Incluso le explicó cuál era su teoría sobre el mensaje secreto que había detectado. -¿Entendés, Carlos? Uno de los clientes de tu viejo es el que firmó encima de la película. Y otro cliente es el que va a recibir la orden a través del casete, si es que ya no la recibió. Quizás todavía estemos a tiempo de impedir un asesinato. -¿Y qué pensás hacer? -¿Cómo qué pienso hacer? Vamos a investigar -dijo Juan, muy seguro de sí mismo. -¿Vamos? -dudó Carlos. -Claro. ¿Qué? ¿Tenés miedo? -¡No! Es que... Mejor llamemos a la policía. 21

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-¿A la policía? ¿Para qué? Escúchame, tenemos una posibilidad única. Podemos investigar nuestro propio caso. ¿Te acordás cuando veíamos películas policiales y hablábamos de ser detectives? -Sí, me acuerdo, Juan, pero esto no es una película. -Ya sé que no es una película, pero ¿vos te creés que la policía nos va a dar bolilla si vamos y le contamos lo que pasa? ¡Nooo! Nos van a sacar corriendo. ¿Tengo razón o no? -Sí, tenés razón. -¿Entonces? ¿Me vas a ayudar? Carlos miró para arriba y largó un suspiro. -Bueno, está bien -contestó-. Pero con una condición. En cuanto tengamos una prueba vamos a la comisaría, y ahí sí hacemos la denuncia. -Perfecto -dijo Juan, loco de contento. Se dieron la mano para sellar el acuerdo. -No hay que perder tiempo. Tenemos que empezar ahora mismo -urgió Juan. -¿Y cómo? -Muy fácil. Hay que comenzar acá -revisaron las fichas de los socios del video club. -La vez anterior que alquilé "Los Intocables" fue hace dos semanas, y se veía bien. Es decir que la grabación la hicieron en ese lapso -dijo Juan. Carlos siguió la línea de razonamiento. -Entonces -apuntó- tenemos que determinar quiénes se llevaron la película en estas dos semanas. Mejor busquemos en la computadora. Carlos dio la orden a la máquina y en la pantalla aparecieron los números de los socios que la habían alquilado en los últimos meses. -Mirá -dijo después de unos segundos-. Desde aquella vez que vos te la llevaste, la alquilaron dos socios. -¿Nada más? -se extrañó Juan. -Sí, está bien. No es un estreno. Es una película que mucha gente ya vio. Además, para nuestra investigación nos conviene -observó Carlos. -Más vale. Bueno, ¿y quiénes son esos socios? -A ver... Ya te digo. Uno es Osvaldo Rodríguez y el otro Sergio Taborda. -¿Los ubicás? ¿Sabés cómo son? -Son tipos medio extraños. Muy callados. Vienen, piden una película y se van. En realidad es muy poco lo que puedo decirte. Nunca hablé con ninguno de ellos.

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-¿Qué edad tienen? -Y... Andarán los dos por los 50. -Hum -masculló Juan. -¿Qué pasa? -La edad no coincide. El que está en el video tendrá unos treinta años, calculo yo. Igual, después míralo, y decime si lo conocés. ¿Qué más sabés de estos dos hombres? -Nada. Osvaldo Rodríguez es socio desde hace dos años. Sergio Taborda es nuevo. Se inscribió el mes pasado. -Anotá las direcciones de los dos -dijo Juan-. Y si los tenés, también los teléfonos. Carlos escribió en un papel. -Ya está -dijo-. Rodríguez tiene teléfono, pero Taborda no. -Entonces empecemos por Rodríguez que es más fácil. Lo tenemos que llamar. -¿Y qué le decimos? -preguntó Carlos. -Lo llamás vos y le decís que sos del video y querés saber si cuando vio la película tenía algún problema. Que ahora descubrieron que el cásete está dañado y que, como un servicio al cliente, le ofrecés un alquiler gratis si es que no pudo verla. -Sí, pero el tipo me puede mentir. -Seguro que puede mentir, pero ahí vas a tener que poner en juego tu habilidad para saber si te quiere engañar. Tal vez se ponga nervioso, tal vez empiece a titubear, en algún momento puede contradecirse. No sé. -¿Y por qué no lo llamás vos, Juan? -Porque vos tenés más voz de hombre, y además por teléfono quizás pueda reconocerte, efectivamente, como el hijo del dueño del video club. -Está bien, lo llamo. Carlos lo llamó, habló poco más de un minuto y después cortó. -¿Qué te dijo? -quiso saber Juan. -Que alquiló la película junto a otras tres, un fin de semana. Por el tema de la promoción, ya sabés. Te llevás cuatro y pagás tres. Y bueno, dice que no tuvo tiempo de verlas todas. "Los Intocables" y otra más las tuvo que devolver sin siquiera haberlas sacado de las cajas. -¿Vos le creés? -Sí. El tipo me habló como quien cuenta una cosa de todos los días. No creo que haya inventado. -Perfecto. Entonces nos queda el otro hombre. ¿Cómo se llamaba? -Sergio Taborda. Acordate que no tiene teléfono. -Ya sé -dijo Juan-. Vamos a ir a la casa. Profr.Gabriel Hurtado. Promotor Bibliotecario Escolar. 2013

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Carlos levantó las cejas en expresión de duda. -No, che. Yo no estoy seguro de que tengamos que hacer eso. -¿Qué? ¿Otra vez te agarró el miedo? -No, miedo no. Es que... Vos sabés... Por lo que me decís, esa filmación tiene algo que ver con un asesinato. Entonces tenemos que pensar en tomar ciertas precauciones, no correr riesgos innecesarios. Hay que llamar a la policía -dijo Carlos, encogiéndose de hombros. -¿Ves que sos un miedoso? -retrucó Juan-. ¿No habíamos quedado en que ¡remos a la policía cuando tengamos alguna prueba? ¿Qué tenemos hasta ahora? Sospechas, nada más. Los dos se quedaron en silencio por un buen rato. -Hagamos una cosa -propuso Juan-. Yo voy a la casa y hablo con el tipo. Vos te quedás afuera, en la vereda de enfrente, espiando. Si ves que pasa algo extraño ahí sí llamás a la policía. ¿Qué te parece? -Mmmm... No sé. -¡Pero dale, Carlos! ¿Qué me puede pasar? Haceme pata. Así no hay tanto peligro. -Bueno, pero me tenés que prometer que, si sospechas algo malo, salís corriendo enseguida. -Sí, sí, te lo prometo. Al final acordaron los detalles para la visita a la casa de Sergio Taborda. Irían al día siguiente, a las seis y media de la tarde. Se encontraron directamente en la esquina, a media cuadra de la casa. -¿Y? ¿Viste el video? -preguntó Juan. -Sí. Es algo muy tenebroso. A mí me dio escalofrío. Tenés razón: evidentemente, detrás de esto hay un crimen. Así que te pido, por favor, que tengas mucho cuidado. Hablá con el hombre ahí, en la puerta. Aunque te invite a pasar, no lo hagas. Juan cruzó la calle y caminó hasta la casa. Era un chalet de dos plantas, muy moderno, con jardín adelante. Carlos lo siguió con la mirada desde la vereda de enfrente. Lo vio subir unos escalones hasta la puerta de entrada, con su eterna mochila colgada de los hombros. Lo vio tocar el timbre y esperar impaciente. Lo vio sonreír cuando el sujeto abrió la puerta con cara de pocos amigos.

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-¿Qué desea? -preguntó el hombre. -Hola -dijo Juan-. ¿Sergio Taborda? -Sí. -Vengo del video club. Descubrimos una falla en una película que usted alquiló recientemente, "Los Intocables". Queríamos saber si... -Pase -lo interrumpió Taborda. -No, gracias, es simplemente una pregunta que le tengo que hacer. -Por favor, pase -insistió el otro. Juan sonrió, se sacó la mochila y la sujetó con una mano, como si fuera una bolsa. Después se limpió los pies en una alfombrita y cruzó el umbral. -¡No! ¿Qué hacés? -dijo entre dientes Carlos, desde su lugar de observación-. ¡Menos mal que te dije que no entraras! El hombre cerró la puerta detrás de Juan. Muy gentil, muy amablemente, le pidió que avanzara por un pasillo. La casa estaba en silencio y había poca luz. Todo se hallaba en orden y limpio. De pronto, al final del corredor, Juan se encontró frente al mobiliario que se veía en el video. La misma mesa, la misma silla, el candelabro, las cortinas rojas. Ahora sabía que, efectivamente, estaba parado en zona de peligro. Pese a que en cierto modo lo esperaba, no pudo evitar un sobresalto al toparse con el escenario conocido. -Ya está bien, no hace falta que actúes más -dijo el hombre, tuteándolo por primera vez. -Disculpe, señor Taborda, pero no entiendo -respondió Juan, poniéndose nervioso. -Por empezar, mi nombre no es Taborda. Ese es un seudónimo que usé para esta ocasión. Antes habían sido otros. Y después vendrán otros distintos. Vamos, chiquito -agregó con una sonrisa sádica-. Hablá, ya sé que conocés este lugar. Lo viste en tu televisor, ¿no? Claro, te pusiste a investigar. Te creíste Sherlock Holmes. Caíste como los demás. El sujeto se sentó en la silla, detrás de la mesa. A sus espaldas, de entre las cortinas, apareció el hombre desaforado del video. A Juan casi le explotó el corazón. Instintivamente salió corriendo hacia la puerta de entrada. No le alcanzaban las piernas para escapar de ahí. El tipo del video le dio alcance con tres o cuatro zancadas. Lo agarró de los brazos con manos de acero y lo levantó en el aire. Finalmente lo depositó frente al individuo que hasta entonces había conocido como Taborda. Este seguía sentado, muy tranquilo. -Muy bien, Iván, muy bien -dijo. Evidentemente era el que daba las órdenes. Iván, el grandote, estaba muy distinto respecto del video. La túnica había sido reemplazada por un severo traje negro. Su rostro era sereno, demasiado calmo quizás. A Juan le dio la sensación de que, con esa cara imperturbable, Iván era capaz de las peores atrocidades. Ya lo había visto en la filmación, en medio de su arrebato demencial, fuera de sí.

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-¿Qué hacemos, jefe? -inquirió con voz grave. -Lo de siempre. Pero antes dejame hablar. Juan estaba aterrorizado. -Señor -dijo-, a mí me mandan del video club para ofrecerle un alquiler gratis. Su amigo me está lastimando. iDígale que me suelte! El jefe hizo una seña. Iván aflojó la presión de sus enormes manos, pero no lo liberó. -Vamos -dijo el jefe-, no me engañes. Sé que viniste hasta acá atraído por tu curiosidad. Y, como se sabe, la curiosidad mató al gato. ¿Te gustó la actuación de Iván en el video? Es un buen actor. Muy buen actor. Tan bueno que no hay que pedirle que actúe. Él es así, tal como lo viste. Y puede ser peor. ¿No, Iván? Iván soltó una risa tonta. -Voy a decirte la verdad -siguió el jefe, sin mirar a Juan-. Al fin y al cabo tenés derecho a conocerla. Nosotros... ¿cómo decirlo? Somos proveedores de... recursos humanos. Hay gente que paga por hacer ciertas cosas. Ciertas cosas muy excitantes. Nuestros clientes exclusivos son personas que conforman un grupo muy especial. Y muy selecto. Es gente que tiene devoción por el mal, y por eso le rinde culto. Los ojos del hombre se tornaban más brillantes y encendidos. -Estas personas -agregó- son adoradoras del demonio. Tienen sus ritos, sus ceremonias. Se reúnen para cantar alabanzas a Satanás. Pero las alabanzas no son suficientes. ¡Lucifer pide sangre, y hay que dársela! Por eso, en noches como esta que está cayendo, le ofrecen sacrificios. Sacrificios humanos. Y esta vez la ofrenda serás vos. Juan empezó a temblar. Pataleó e hizo fuerza con los brazos. Quería a toda costa zafarse de las garras de Iván. Fue inútil. -¡¿Por qué yo?! -gritó en medio del llanto. -Alguno tiene que ser -respondió el jefe-. Y siempre cae uno, te lo aseguro. Vos llegaste hasta nosotros solito, como todos los demás. Te mató la curiosidad. Querías saber qué había detrás del video. Investigaste como un detective. Te creías un aventurero. Seguiste la pista hasta dar con esta casa. Digamos que, en tu caso, la sagacidad, la inteligencia, la astucia, jugaron en tu contra. El tipo sacó de un bolsillo un frasquito de vidrio y volcó parte de su contenido sobre un pañuelo. Juan había visto la escena en montones de películas. Sabía lo que eso significaba: lo iban a dormir con cloroformo. -¡No, espere! ¡No pueden hacer esto! -rogó. Las lágrimas le corrían ya por el cuello. -¿Por qué no? -preguntó irónicamente el jefe. -Porque afuera hay un amigo mío que va a llamar a la policía si no salgo de acá en un minuto. -¡Ja, ja! Mirá que tenés trucos, ¿eh? -¡En serio! ¿Además se cree que van a escapar impunemente? Mucha gente pudo haberme visto entrar a está casa.

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-¿Y? Eso no es problema. Ya lo hicimos muchas veces; en distintos barrios. Siempre actuamos igual. La casa es alquilada, los nombres son falsos. Grabamos el video y esperamos a un chico curioso. Después desaparecemos sin dejar rastros. Nadie reconocería nuestras caras. Cambiamos de fisonomía cada vez que llevamos a cabo un trabajo. Juan seguía pataleando pero no lograba soltarse. El jefe se paró y dio la orden a Iván. -Metele. Los clientes esperan. Están ansiosos por hacer el sacrificio. Y yo estoy ansioso por cobrar el dinero. Iván tomó el pañuelo con cloroformo y lo apretó contra la nariz y la boca de Juan. -¡¡¡Noooooo!!! -alcanzó a gritar Juan. Intentó resistirse. Le pegó patadas al grandote pero no hubo caso. Quiso contener la respiración para no caer bajo los efectos del cloroformo. Al final tuvo que inhalar porque si no, se asfixiaba. Entonces lo ganó un sueño fulminante y quedó sin conocimiento. Afuera, en la vereda de enfrente, a Carlos ya no le quedaban uñas que comerse. No aguantaba los nervios. Sabía que nada bueno podía estar pasándole a Juan. Llevaba mucho tiempo en esa casa. Había intentado llamar a la policía desde un teléfono público de la esquina, pero el aparato no funcionaba. A la vez no quería irse de allí porque temía que ocurriera algo mientras buscaba otro teléfono o corría a la comisaría. En eso se abrió el portón del garaje. Carlos vio al grandote del video cerrando de un golpe el baúl del auto. Después lo vio salir a la calle con una bolsa de basura. El sujeto caminó unos metros y tiró la bolsa en el canasto de residuos de un edificio vecino. Cuando volvió al garaje, el hombre que Carlos conocía como Taborda ya había subido al auto. El grandote se puso al volante y arrancó. El portón se cerró automáticamente. Desesperado, Carlos se largó a correr detrás del coche. Intuía que Juan podía estar encerrado en el baúl. De la casa no había salido y los tipos no iban a dejarlo ahí solo, pensó. A menos, claro, que otra persona lo retuviera en la casa. Pero Carlos tenía un pálpito. Presentía que a Juan lo llevaban en el auto. ¿A dónde? ¿Por qué? No lo sabía. El coche avanzaba a poca velocidad, pero era suficiente para que Carlos, a pie, quedara rezagado, muchos metros atrás. No tenía la menor idea de qué podía hacer. De momento corría para no perder de vista el vehículo. Si en el camino se encontraba con un policía le pediría auxilio. Muy agitado, casi sin aliento, creyó que ya no podía alcanzarlo. Pero de pronto el auto se detuvo en un semáforo. Era su oportunidad. Se lanzó a toda carrera. Tenía que hacer un esfuerzo sobre-humano para cubrir una cuadra antes de que cambiaran las luces de tránsito. Estaba completamente agotado. Un dolor como una puñalada le agujereaba el costado. Así y todo siguió dándole a las piernas. Ya estaba cerca, a unos treinta metros. Iba a llegar. Levantó la vista y miró el semáforo. Con terror comprobó que cambiaba a amarillo y enseguida a verde. El auto arrancó y dobló en la esquina. Carlos miró a las personas que andaban por la calle y quiso gritarles para que lo ayudaran. No pudo. Le faltaba el aire. Se estaba ahogando. Tuvo que doblarse para poder respirar. Después dio la vuelta en la esquina. 27

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Entonces vio que el coche estaba entrando en un garaje a mitad de cuadra. Para recuperarse del tremendo cansancio que sentía, dejó de correr y empezó a caminar. Cuando llegó hasta el lugar donde había entrado el auto, el corazón todavía le golpeaba el pecho con un ruido de timbales. Respiraba con mucha dificultad. Era una casona enorme. Debía de costar una fortuna. Apoyado contra un árbol, Carlos fue recobrando el aliento. Cayó en la cuenta de que se encontraba a sólo seis cuadras de la casa donde había desaparecido Juan. Decidió que no había que esperar ni un minuto más para dar parte a la policía. De lo contrario, pensó, podría ser demasiado tarde. Caminó hasta la otra esquina, donde había un teléfono público. -¡Auxilio, auxilio! Van a cometer un asesinato. ¡Vengan urgente! -dijo cuando atendieron en la comisaría. Debía hablar rápido, sin dar tiempo a que le hicieran preguntas. Dio la dirección de la casona y cortó. En menos de tres minutos llegaron dos patrulleros. Carlos se presentó. -Yo fui el que llamó -dijo-. ¡Rápido, por favor! En esa mansión tienen a mi amigo Juan. Lo secuestraron. El más grandote de los policías tomó la palabra. -Bueno, calmate. Yo soy el comisario. Decime qué pasó. Era una historia demasiado larga para contar en un momento tan apremiante. Carlos lo simplificó. -A mi amigo lo secuestraron unos tipos y lo trajeron acá. ¡Por favor, hagan algo! El comisario ordenó a algunos de sus hombres que lo siguieran. Llegó hasta la puerta de la casona y tocó timbre. Se abrió la puerta y apareció el grandote del video, Iván. -¿Qué desean? -preguntó. -¡Él es uno de los secuestradores! -saltó Carlos. El grandote puso cara de desentendido. -¿Qué ocurre? -le preguntó al comisario. -Este chico hizo una denuncia, dice que en esta casa se encuentra su amigo, bajo privación ilegal de la libertad. De atrás de la puerta salió el jefe de Iván. -¡Ah! Ahora entiendo. Menos mal que llegaron. Estábamos por llamarlos -les dijo a los policías-. Permítanme aclarar la situación. Hace unos minutos llegó a esta casa un chico. Parecía que venía escapando de algo. Quiso hablar pero se desmayó. Estábamos tratando de despertarlo. -Tenemos que verlo -declaró el comisario. -Sí, cómo no. Pasen, por favor. Profr.Gabriel Hurtado. Promotor Bibliotecario Escolar. 2013

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Todos, incluido Carlos, entraron a la mansión. Adentro había otros cuatro hombres de mediana edad, elegantemente vestidos. Pasaron a una sala. Juan estaba tendido sobre un sofá. Dormía profundamente. Carlos se tiró sobre él y empezó a sacudirlo. No reaccionaba. -¡Un médico! -pidió. El comisario le dijo a uno de los uniformados que consiguiera un doctor. Al poner su cara junto a la de Juan, Carlos notó que olía a alcohol o algo parecido. -¡Lo drogaron, lo durmieron y lo trajeron acá! -exclamó. En tono firme, el comisario pidió que se callara. Después le habló a la gente de la casa. -Van a tener que aclarar esta situación. Tendrán que acompañarme a la seccional. Ahí intervino uno de los elegantes. -Permítame, señor comisario, pero las cosas ocurrieron como le acabamos de contar. No le creerá a un chico un tanto... alterado. Además, deje que me presente -sacó una tarjeta personal y se la extendió al comisario-. Como verá, soy una persona muy ocupada, porque desarrollo ciertas actividades... importantes. Mis amigos también. Así que... nos causaría muchos inconvenientes tener que ir a la comisaría. Sería una pérdida de tiempo. Vamos, usted lo sabe, yo soy uno de los principales contribuyentes de las cooperadoras policiales. El comisario lo miró con bronca contenida y le devolvió la tarjeta. Los sujetos de esa clase no le gustaban para nada. -Está bien -dijo-, no vamos a ir a la seccional. Pero de acá no se mueve nadie hasta que el chico se despierte y diga qué pasó. El grandote y su jefe cruzaron gestos adustos con los cuatro elegantes. Minutos después llegó el médico, quien de inmediato revisó a Juan. -A este chico le hicieron inhalar cloroformo -dieta-minó el doctor. -¿Y qué se puede hacer? -preguntó el comisario. -Nada. Hay que dejarlo dormir. -¿Pero no hay forma de despertarlo? -Sí, podemos hacerle respirar unas sales. Va a abrir los ojos, pero estará muy atontado hasta que se le pase el efecto anestésico. En todo caso recomiendo esperar diez minutos y entonces sí suministrarle las sales. Carlos aprovechó ese tiempo para contarle al comisario todo lo que conocía de la historia, desde el principio. El policía lo escuchó atentamente, pero cuando terminó el relato no sabía si creerle. Era demasiado complicado, fantasioso quizás, pero justamente por eso podía ser verdad, se dijo. Los sospechosos no hablaban. Se miraban entre sí y fumaban ansiosos.

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Al final, el médico consiguió que Juan reaccionara. Estaba obnubilado y balbuceaba. No se entendía lo que quería decir. Cuando levantó la vista y descubrió al grandote y a su jefe, se estremeció y empezó a tirar manotazos, con la intención de incorporarse en el sofá y alejarse de ellos. -¿Cómo era que se llamaba tu amigo? -le preguntó el comisario a Carlos. -Juan. -Juan. A ver, Juan, ¿podés contarnos lo que ocurrió? El portavoz de los elegantes volvió a adelantarse. -Señor comisario -dijo-, creo que por hoy es suficiente. Ya hemos perdido demasiado tiempo. Y además... -Le recuerdo -lo interrumpió el comisario- que sobre ustedes pesa una denuncia muy grave, la de secuestro. -¿Qué pruebas tienen contra nosotros? -replicó el elegante. En ese momento habló Juan. Con la voz desgarrada, con mucho esfuerzo, logró articular unas pocas palabras. -Tengo prueba... La casa... -¿Eh? -le preguntaron a coro. -Tengo prueba... La casa... Mochila... -¿Que tenés pruebas del secuestro en tu mochila? -dijo Carlos. Juan asintió con la cabeza. -¿Dónde está? -La casa...

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-¿La casa donde te durmieron? -Sí. -Señor comisario -dijo Carlos-, tenemos que ir a la casa de ese sujeto -y señaló al jefe, al que conocía como Taborda-. Ahí están las pruebas. El jefe se sonrió. -Yo no tengo ningún inconveniente, porque el chico nunca estuvo ahí. No tengo nada que ocultar -dijo confiado. -Bueno -resopló el comisario, y pidió autos de refuerzo para el traslado de todos. Ya era de noche. Pese a que el trayecto hasta la casa era de apenas seis cuadras, la caravana de coches tardó varios minutos en llegar. Un camión de residuos bloqueó la calle y no la dejó libre hasta que los basureros cargaron todas las bolsas amontonadas en la vereda. El comisario podía haber hecho sonar las sirenas para despejar el tránsito, pero no quería llamar la atención de vecinos y curiosos.

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Al final llegaron. El jefe se mostró dispuesto a colaborar con la policía y dejó que revisaran todas las dependencias de la casa. Juan no se veía bien. Todavía estaba bajo los efectos del cloroformo. Seguramente iba a estarlo por varias horas más. La situación le resultaba desesperante. Quería contar todo lo que había pasado, lo maligna y atroz que era esa gente, lo perverso de tamaña organización, los sacrificios, todo, pero tenía la lengua entumecida y no conseguía hacerse entender. -La mochila... -susurró. -¿Dónde está la mochila? -preguntó el comisario. El jefe parecía seguro, se creía el dueño de la situación. -Le repito, señor comisario, que el chico nunca estuvo acá. Apareció de pronto en la otra casa. Así que mal puedo saber acerca de una supuesta mochila. -Señor -insistió el comisario-, el chico dice que en esa mochila hay una prueba importante. No le conviene ocultar información. -¡Ja! Ahora me tratan de mentiroso -dijo el jefe con sarcasmo-. Bueno, no sé, en todo caso... si no hay pruebas, usted no puede demorarnos por más tiempo. Carlos dejó de prestar atención a lo que sucedía en aquella sala y aguzó el oído. De la calle venía un ruido, el ruido de un camión compactador de residuos. -¡La basura! ¡La mochila está en una bolsa de basura! -gritó. Los sospechosos se pusieron blancos. -¿Cómo es eso? -inquirió el comisario. -Antes de salir en el auto, uno de ellos, el grandote, sacó a la calle una bolsa de basura. La dejó en el canasto del edificio de al lado. -Muy ingenioso -dijo el comisario-. Nada mejor para hacer desaparecer un elemento comprometedor. A la noche lo recoge el basurero, y después andá a encontrarlo. ¡Hay que apurarse, antes de que el camión se lleve la bolsa! Síganme todos. Y ustedes -añadió dirigiéndose a los uniformados-, tengan listas las armas. Si alguno de estos intenta escapar, abran fuego. Salieron en tropel a la calle. Los basureros ya habían cargado las bolsas del canasto. La trituradora del camión estaba haciendo su trabajo. -¡Paren esa máquina! -ordenó el comisario desde lejos. Los hombres del camión no lo escucharon porque había mucho ruido. La compactadora seguía funcionando. Juan pensó que la prueba iba a quedar destruida. El comisario corrió hasta el camión y logró hacerse entender en medio del bochinche. La máquina se apagó. Los basureros colaboraron con la policía y bajaron a la calle decenas de bolsas, las últimas que habían recogido.

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-¡Busquen la mochila! -dijo el comisario a sus hombres. -¡Acá está! -exclamó uno de ellos tras varios minutos de búsqueda. -A ver, dámela -pidió el comisario-. ¿Esta es tu mochila? -le preguntó a Juan. -Sí -contestó Juan, y con máximo esfuerzo pudo gritar la verdad-. ¡Me querían matar! ¡Secuestran chicos y los sacrifican! ¡Son de una secta demoníaca! Tomó la mochila. Pidió al comisario que prestara atención a un cierre que estaba medio corrido. Allí dentro estaba la lente de una cámara, la cámara de video del papá de Juan, la cámara oculta con la que había captado, en imagen y sonido, todo lo dicho por el jefe. Toda una confesión. La sacó de la mochila. Luego extrajo el casete, comprobó que estaba intacto y se lo dio al comisario. -En esta cinta hay una descripción de las actividades de la banda -dijo Juan. Ya se sentía mejor. -¡Quedan detenidos! -declaró el comisario-. ¡Llévenselos! El jefe tiró un manotón al cásete. Quería destruir la prueba. El comisario fue más rápido. Sacó su pistola y se la apoyó en el cuello. -¡Quieto! -lo paró, y en pocos segundos todos los detenidos fueron llevados en los patrulleros. Carlos se abalanzó sobre Juan y lo abrazó. -No sabés cómo me hiciste sufrir -dijo. -Sí, ya sé, como en las películas -contestó Juan.

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ÍNDICE

LA TRAMPA ................................................................................... 2 EL EMPAPELADOR ...................................................................... 5 LA VIEJA CHISMOSA ................................................................... 14 IMÁGENES DE MUERTE .............................................................. 20

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JOSE MONTERO

Éste fue el primer libro que publiqué, en 1995. Ahora, casi diez años después, se imprime la tercera edición. Han pasado muchas cosas en el medio, y aprovecho para contarles. Publiqué más relatos para chicos en la antología "Cuentos de miedo", también de Editorial Sigmar. Y otros dos títulos "La maldición" y “La noche infinita". Escribí, además, dos novelas policiales para público adulto, "Los chantajistas" y "Robos y hurtos". Como autor teatral obtuve premios y estrené varias obras, todas para grandes. Fui creador de series documentales para la televisión de cable y dirigí varios cortometrajes y un documental para canal 7. También trabajé en periodismo, en la agencia de noticias DyN, en el diario La Razón y en el programa de televisión Puntodoc. Actualmente escribo guiones para el programa "Vale la pena", de Telefé, e historietas para revistas de cómic de Editorial Perfil. En 1995 le dediqué este libro a Cristina, mi mujer. Hoy se lo vuelvo a dedicar a ella y a nuestras dos hijas, Lara y Milena.

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