La Responsabilidad Fagothey

CAPITULO 3 RESPONSABILIDAD l. ¿Cuáles son las clases principales de voluntariedad? 2. ¿Qué es lo que destruye o debilit

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CAPITULO 3

RESPONSABILIDAD l. ¿Cuáles son las clases principales de voluntariedad? 2. ¿Qué es lo que destruye o debilita nuestra responsabilidad? 3. ¿Son acaso las consecuencias no queridas, pero previstas, voluntarias? . 4. ¿Cuándo pueden permitirse malas consecuencias previstas? 5. ¿Debemos evitar contribuir al daño moral de otros?

Niveles de querer y no querer Elementos modificadores de la responsabilidad Ignorancia Pasión Miedo Fuerza Hábitos Otros modificadores Lo voluntario indirecto Responsabilidad por los actos de otros Ocasión de mal Cooperación en el mal

PROBLEMA

NIVELES DE QUERER Y NO QUERER

De los actos que el hombre ejecuta hemos separado aquellos sobre los que ejerce un control. Hemos fijado el punto de control en el consentimiento de la voluntad, preparada para ello por la deliberación del intelecto. Si el consentimiento puede ser puesto del uno o del otro lados de una alternativa, esto es, en favor o en contra, entonces la persona misma es causa de su propia decisión y es responsable, por consiguiente, del acto elegido. No hay otra razón alguna de que dicho acto fuera ejecutado en lugar de no serlo, excepto que el individuo mismo, por elección de su voluntad bajo la luz guiadora de su intelecto, hizo que el acto fuera. El acto es suyo, pues, en la medida en que él lo hizo. ¿Es el individuo igualmente responsable por todos sus actos humanos? No todos los conocimientos son igualmente claros ni consiente la voluntad siempre con igual decisión. Lo que proviene de la voluntad podrá estar relacionado de cerca o de lejos con el acto voluntario mismo y participará en su voluntariedad en grados diversos. Por consiguiente, hemos de ver los factores que refuerzan o limitan la responsabilidad del individuo aumentando o reduciendo su control, haciendo al acto más o menos humano, más o menos suyo. Los siguientes puntos se presentan para examen:

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Hay una diferencia entre no querer hacer algo y querer no hacer algo. En el primer caso no hay acto alguno de la voluntad y por consiguiente, no hay voluntariedad. En el segundo, en cambio, hay un acto de la voluntad, esto es, un acto de omisión o negación deliberadas, y esto es perfectamente voluntario. De aquí que la voluntariedad pueda ser positiva o negativa, según que queramos hacer algo u omitir algo, y ambas cosas son distintas del estado de no voluntariedad, que es una ausencia de querer. Algunos autores reservan la palabra involuntario para aquello que tiene lugar contra la voluntad, y se sirven de la expresión no voluntario para aquello frente a lo cual no adoptamos actitud alguna; pero este uso no es de observancia constante. El estado de no querer es a menudo psicológicamente imposible de mantener. En efecto, no queremos mientras la realización de un acto ni siquiera cruza nuestra mente. Pero, cuando pensamos en él, y especialmente, después que hemos reflexionado y deliberado al respecto, hemos de hacer una de estas dos cosas: tomarlo o dej arlo , esto es, querer hacerlo o querer no hacerlo. Un curso es tan voluntario como el otro. La voluntariedad negativa no es lo mismo que la ausencia de voluntariedad, del mismo modo que el número negativo no es lo mismo que cero.

Elementos modificadores de la responsabilidad Para que mi acto sea voluntario, he de quererlo a sabiendas. Pero, ¿ha de estar acaso mi mente centrada en el acto en el preciso momento en que lo ejecuto? ¿Puedo ser acaso responsable de un acto efectuado en un estado de distracción completa? Para que quede alguna responsabilidad, ¿es acaso necesario que mi decisión anterior de actuar siga influyendo sobre mi conducta, o podrá tal vez haber cesado por completo de influir? ¿Puedo ser responsable de algo que' nunca quise, pero habría presumiblemente querido si hubiera pensado en ello? Para responder a estas preguntas suelen distinguirse cuatro niveles de intención con la que un acto es ejecutado y que representan una disminución progresiva de voluntariedad. La intención actual es aquella de la que la persona tiene conciencia en el momento en que ejecuta la acción prevista. La persona presta atención no sólo a aquello que está haciendo, sino también al hecho de que está queriéndolo, allí y en aquel momento. La intención virtual es aquella que se formó en una ocasión y sigue influyendo sobre el acto ahora en vías de ejecución, pero no está presente, con todo, a la conciencia de la persona en el momento de realizar ésta el acto. Así, por ejemplo, si un individuo se dirige a un lugar determinado, su intención fue actual en el momento de ponerse en camino, pero no tarda en convertirse en virtual, a medida que su mente pasa a otros temas, mientras él sigue el camino correcto, da las vueltas necesarias, y llega allí donde deseaba ir. Lo que quería era la serie completa de los actos que lo llevaran allá, pero no necesita, con todo pensar en el lugar de destino a cada paso que da en el camino. Después de su decisión primera, los actos subsiguientes podrían ser llevados a cabo estando su mente completamente distraída de su propósito inicial. La intención habitual es aquella que se formó en una ocasión y no ha sido retractada, pero no influye con todo, en la ejecución del acto propuesto. Aunque se la designe como habitual, no implica hábito alguno, sino que es una intención que se tuvo en una ocasión y sigue teniéndose, pero solamente en el sentido de no haber sido jamá.$ revocada, porque no hay necesidad de que remanente psíquico alguno de ella permanezca en la mente. Por ejemplo, un individuo decide plenamente matar a su enemigo, pero se ve impedido por las circunstancias de llevar a cabo su intención, aunque

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jamás la revoca; más adelante, cazando dispara a lo que cree ser un animal, pero se encuentra con que ha matado accidentalmente a su enemigo. La intención interpretativa es aquella que no se ha formado, pero se habría presumiblemente formado si la persona se hubiera dado cuenta de las circunstancias. Si la aplicación literal de una ley fuera a causar más mal que bien, cabría interpretar el pensamiento del legislador y relajar la ley en este caso particular. Si un ladrón arrepentido no puede devolver los bienes robados porque no logra descubrir al propietario, podrá darlos acaso a los pobres, con el supuesto de que ésta habría sido la voluntad del propietario en las circunstancias presentes. Para que un acto sea voluntario no es necesaria una intención actual, sino que basta la intención virtual. Las intenciones habitual e interpretativa revisten mucha menos importancia. Indican que la voluntad de la persona (realmente tenida en una ocasión o simplemente presumida) es llevada a cabo objetivamente, pero no por el propio acto voluntario de la persona. Sin embargo, la intención habitual es suficiente para el cumplimiento de determinadas clases de obligaciones; por ejemplo, si hago un regalo a una persona, olvidando por completo que le debo aquel dinero en pago de una deuda, la deuda queda satisfecha de todos modos.

ELEMENTOS MODIFICADORES DE LA RESPONSABILIDAD La voluntariedad es plena o perfecta si el agente tiene un conocimiento y un consentimiento plenos. Es disminuida o imperfecta si falta algo en el conocimiento o en el consentimiento del agente, o en ambas cosas a la vez, a condición que tenga uno y otro en algún grado. Si el conocimiento faltara por completo o faltara por completo el consentimiento, no podría haber voluntariedad en absoluto. La pregunta se plantea, pues; ¿qué es lo que hace a la voluntariedad imperfecta, reduciendo el carácter específicamente humano del acto y haciendo menos responsable al agente? Puesto que no estamos interesados en la fuerza del acto de voluntad, sino en el au tocontrol del agente, llamaremos a dichos elementos modificadores de responsabilidad. Los hay cinco principales, a saber: 1. Ignorancia, que afecta el conocimiento 2. Pasión, que afecta el consentimiento de la voluntad

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Responsabilidad 3. Miedo, que opone a la voluntad un deseo contrario 4 Fuerza, empleo real de compulsión 5. Hábito, una tendencia adquirida por repetición IGNORANCIA

La falta de conocimiento se da en diversos grados. El término ignorante sólo suele aplicarse a las personas y no a las cosas incapaces de conocimiento. Una persona capaz de conocimiento, pero que no lo tiene, podrá tener o no la obligación de tenerlo. Ni un capitán de barco ni un médico necesitan saber música o arqueología; semejante ignorancia meramente negativa no tiene trascendencia ética. Pero el caso sería distinto, si el capitán de barco pilotara un barco sin conocer la navegación o si el médico tratara de practicar sin conocer medicina; en efecto, la ignorancia es en estos casos una falta de conocimiento que debería estar presente. La ignorancia podrá existir sin error, pero está implícita en todo error; aquel que confunde a Smith con Jones no conoce ni a uno ni a otro. La ignorancia es o no susceptible de superación. La ignorancia que puede superarse adquiriendo el conocimiento requerido se designa como ignorancia vencible. Y la ignorancia que no puede superarse, porque el conocimiento requerido no puede adquirirse, se designa como ignorancia invencible. Una persona puede ser invenciblemente ignorante por una de estas dos razones: o no se da cuenta de su estado de ignorancia, y así no le pasa por la mente que pueda haber algún conocimiento que deba adquirirse, o se da cuenta de su ignorancia, pero sus esfuerzos para obtener el conocimiento resultan vanos. La ignorancia debe considerarse relativamente a la persona. ¿Puede este individuo obtener la información con una cantidad razonable de esfuerzo, tal como el que un individuo normalmente prudente y sincero se sentiría obligado a realizar en las circunstancias consideradas, y a tiempo para la decisión que debe hacer? La culpabilidad de la ignorancia vencible depende de la cantidad de esfuerzo aplicado 'a disipada, y la cantidad de esfuerzo requerida depende de la importancia de la cuestión y de la obligación del agente de poseer dicho conocimiento. Aquel que realiza un pequeño esfuerzo, pero no suficiente, muestra cierta buena

voluntad, pero perseverancia insuficiente. Un individuo sabrá acaso que el conocimiento puede obtenerse, pero es demasiado perezoso o negligente para buscarlo. Uno podrá dudar acerca de si el conocimiento es o no asequible y, después de un pequeño esfuerzo, juzgará acaso precipitadamente, pero erróneamente, que no lo es. Uno podrá no hacer esfuerzo alguno, ya sea con conocimiento pleno de que la ignorancia es vencible, o sin preocuparse acerca de si lo es o no. Uno podrá evitar deliberadamente el conocimiento, con objeto de alegar la ignorancia como excusa, como negarse, por ejemplo, a leer notas o eludiendo a aquellos que podrían informarle: esta clase de pretensión se designa como ignorancia afectada o estudiada. 1. La ignorancia invencible destruye la responsabilidad. El conocimiento es necesario para la voluntariedad, y en el caso de ignorancia invencible dicho conocimiento no puede obtenerse. Por consiguiente, aquello que se realiza bajo una ignorancia invencible no es voluntario. El individuo que paga con moneda falsa, no sabiendo que es falsa, no comete ningún mal. En efecto, su acto de pagar es voluntario,' pero no el hecho de pagar con moneda carente de valor. 2. La ignorancia vencible no destruye la responsabilidad, pero la disminuye. La persona sabe que es ignorante y que puede obtener el conocimiento. Dejando deliberadamente de realizar el esfuerzo suficiente, se permite asimismo permanecer en la ignorancia, y los efectos que se siguen de su ignorancia son voluntarios en cuanto a causa, porque son consecuencias previstas. Un cirujano, sabiendo que no posee conocimiento suficiente para una operación difícil que puede diferirse, la lleva a cabo de todos modos y mata al paciente; aunque no quería que el paciente muriera, es el caso que lo expuso deliberadamente a un peligro grave e innecesario, siendo responsable, por consiguiente, de la muerte. Sin embargo, aunque reconoce su ignorancia, no está seguro de sus efectos. Es menos culpable, por consiguiente que aquel que proyectara deliberadamente matar a un hombre en esta forma. 3. La ignorancia afectada disminuye en cierta forma la responsabilidad, pero la aumenta en otra. La reduce, como lo hace toda falta de conocimiento, puesto que la persona no ve claramente el pleno alcance de lo que está haciendo. Y la aumenta si la persona trata de servirse de la ignorancia como de una excusa; la eliminación del riesgo de castigo constituye para

Elementos modificadores de la responsabilidad la voluntad un motivo complementario, ya que la persona no sólo quiere el acto, sino que quiere también la ignorancia como medio de facilitar el acto.

PASION La idea que necesitamos aquí es la de todo movimiento muy fuerte del apetito sensible. Resulta difícil encontrar para ello la palabra precisa. Deseo y concupiscencia, utilizadas por los autores anteriores, resultan demasiado angostas. Sentimiento es demasiado débil, y emoción es más fuerte, pero no bastante fuerte, con todo. La palabra pasión, parece más apropiada, aunque no es perfecta, porque pone el acento sobre todo en dos emociones, esto es, la ira y el amor, y nosotros nos referimos a todas. No vamos a entrar en un examen psicológico de las pasiones, de su carácter, su número y sus variedades, pues lo que nos interesa es únicamente el efecto de las mismas sobre el acto humano. Las pasiones pueden hacernos querer una cosa más fuertemente, pero con menos autocontrol. La pasión aumenta ciertamente la fuerza del acto de voluntad, pero esto constitu ye una consideración más bien psicológica que ética. El individuo que tiene menos autocontrol, tiene menos responsabilidad, y su acto es mucho menos un acto

humano. Las pasiones podrán surgir espontáneamente antes de que la voluntad haya actuado. Cuando un objeto es presentado a los sentidos, el apetito sensible es despertado casi automáticamente y reacciona mediante sentimientos repentinos de alegría, enojo, odio, congoja, vergüenza, compasión, disgusto y otros por el estilo. Estas emociones, si se experimentan muy fuertemente, es lo que entendemos por pasiones. Tienen a menudo lugar en nosotros sin nuestra voluntad o con nuestra voluntad. Una pasión de esta clase se designa como antecedente, porque se presenta antes de que la voluntad pueda actuar. Podemos también agitar nuestras pasiones intencionadamente, cavilando sobre los objetos q u e las despiertan. Podemos encolerizarnos realmente nosotros mismos reproduciendo debidamente insultos en nuestra imaginación, o asustarnos con los detalles espeluznantes de una historia de horror, o ent,ristecernos con una complacencia exagerada en una compasión de nosotros mismos. La pasión provocada deliberadamente en esta forma se designa como consecuente, porque viene después de la elección

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de nuestra voluntad. La pasión antecedente no es más que un acto de un hombre, en tanto que la pasión consecuente es un acto humano. La pasión antecedente se convierte en consecuente si se la reconoce como aquello que es y se la retiene luego o se la favorece deliberadamente.

l. La pasión antecedente puede destruir la responsabilidad. Si la pasión es tan repentina o violenta que impida por completo el uso de la razón, hace la deliberación imposible, y el acto realizado bajo su influencia no es ni libre ni voluntario. La experiencia muestra que la pérdida completa de control tiene lugar algunas veces, aunque raramente. 2. La pasión antecedente no suele destruir la responsabilidad, pero la reduce. En la mayoría de los casos, el individuo, aunque trastornado por pasión, sigue siendo dueño de sus actos. Le quedan suficientes conocimientos y consentimiento para que su acto sea tanto voluntario como libre siendo tenido por responsable del mismo. Pero es el caso que la deliberación intelectual tranquila es más difícil; los motivos de cada lado no pueden sopesarse con imparcialidad perfecta; la voluntad está predispuesta más fuertemente hacia un lado que hacia el otro, y su libertad de acción está obstaculizada. Por consiguiente, un acto realizado con pasión si es libre, es menos libre, con todo, que el que se realiza con fría premeditación y sin influencia alguna perturbadora. El acto podrá ser más voluntario en el sentido de un mayor ímpetu de la voluntad, pero lo es menos en el sentido de autocontrol y responsabilidad moral, dep.endientes de un juicio tranquilo.

3. La pasión consecuente no disminuye la responsabilidad, sino que podrá aumentarla. El estado de pasión es deliberadamente provocado o fomentado y, por consiguiente, es voluntario en sí mismo. El acto que resulta de la pasión es voluntario, ya sea en sí mismo o en su causa. El individuo que cavila intencionadamente sobre un insulto, con objeto de excitarse a sí mismo para un acto de venganza, se sirve de la pasión como medio y de la venganza como fin, y ambas cosas son voluntarias en sí mismas. O un individuo que no quiere matar prevé, con todo, que su cavilación continua sobre las injusticias sufridas le pondrá en un estado tal de frenesí que acabará matando y, sin embargo, continúa alimentando deliberadamente su irritación, con lo que enloquece de ira y mata a su enemigo: su estado de pasión es voluntario en sí mismo, pero su acto de matar es voluntario en causa.

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MIEDO El miedo es la aprensión de un mal inminente. Puede ser una emoción, esto es, un trastorno del apetito sensible cuando aparece como un reflejo súbito, productor de temor, o como un acto impulsivo de evitación. En este sentido, el miedo es una de las pasiones y sigue las reglas de éstas. Pero hay también el miedo intelectual, que incluye la comprensión de una amenaza de mal y un movimiento de la voluntad, de evitar dicho mal por medio de medidas racionalmente concebidas. Esta clase de miedo podrá no tener componente emocional alguno. Así, por ejemplo, un individuo podrá decidir fríamente robar, porque tiene miedo de la pobreza; mentir porque tiene miedo de una deshonra; asesinar porque tiene miedo de chantaje. Esta es la clase de miedo en que pensamos cuando hablamos de un modificador particular de responsabilidad. Al apreciar su efecto sobre la responsabilidad, el miedo ha de considerarse con relación a la persona y sus circunstancias. Aquello que produciría acaso un temor ligero en una persona podrá producir un miedo grave en otra; algunas personas son naturalmente prudentes, en tanto que otras son osadas; algunas tienen poca aversión para una situación que a otros les parecerá intolerable. Un mal menor, que nos amenaza ahora, producirá acaso más miedo que un mal mayor distante todavía. El miedo es solamente un modificador de la responsabilidad cuando actuamos por miedo, como motivo para actuar, y no simplemente COIl miedo, como un acompañamiento de nuestro acto. El soldado que deserta de su puesto en la batalla por cobardía está motivado por el miedo; si permanece en su puesto a pesar del peligro, podrá tener acaso exactamente el mismo miedo, pero no deja que éste influya sobre su conducta. l. El miedo /10 destruye la responsabilidad. Es cierto, sin duda, que el tipo emocional del miedo puede poner a una persona en un estado tal de pánico, que pierda todo autocontrol; en este caso, sigue las reglas de la pasión Pero el tipo de miedo intelectual, de que estamos aquí tratando, no produce semejante efecto. La persona mira tranquilamente a su alrededor en busca de una escapatoria 'de la amenaza de mal y efectúa una elección deliberada. Podría elegir hacer frente al mal, pero prefiere ceder a su miedo, en lugar de resistirle y, por consiguiente, hace voluntariamente lo que hace. Esto cons-

tituye una conducta prudente cuando no existe la obligación de resistir. 2. El miedo reduce la responsabilidad. Un acto motivado por el miedo es un acto que queremos, pero que no quisiéramos, a no ser por el miedo que experimentamos. Esta mezcla de renuencia debilita el consentimiento de la voluntad y nos deja con una mente dividida y un deseo de la otra alternativa, reduciendo así nuestro autocontrol. Si la decisión de una persona es clara y recta, de modo que actúe sin pesar o disgusto, su acto es voluntario y la alternativa que no eligió es involuntaria. Pero si actúa con pesar y repugnancia, al elegir algo que preferiría no estar obligado a hacer, entonces se da conflicto entre su voluntad y su deseo. Su voluntad es aquello que elige deliberadamente, en tanto que su deseo es lo que le gustaría elegir si las circunstancias lo permitieran. El ejemplo tradi· cional es el del capitán de barco que echa la carga al mar para salvar el navío en una tempestad. El acto contiene un aspecto tanto voluntario como involuntario: voluntario en el sentido de que lo realiza deliberada e intencionadamente con conocimiento y consentimiento suficientes, porque podría negarse a realizarlo y tratar de capear la tormenta, o inclusive dejar que su barco se hunda; pero es involuntario en el sentido de que preferiría no haber de realizarlo y, si no fuera por la tormenta, segura· mente no lo realizaría. Así, pues, quiere echar la mercancía al mar, pero deseando que no hubiera de hacerlo. Pese al deseo contrario, o velidad, el capitán es tenido por responsable del acto de echazón, pero no como tan responsable como sería si no hubiera deseo alguno presente. El deseo no querido es involuntario él mismo, puesto que no fue objeto de consentimiento, y no constituye conducta humana. Los actos realizados bajo coacción e intimidación tienen el miedo como motivo. Estos actos son extorsionados bajo la amenaza de males que serán inflingidos por otra voluntad humana. A menos que la persona esté tan trastornada emocionalmente que se convierta temporalmente en loca, lo que constituye más bien una cuestión de pasión que de temor, los actos realizados bajo coacción e intimidación son actos responsables, porque la persona pudo haber resistido y aceptado las consecuencias. Los contratos injustamente extorsionados por miedo pueden ser anulados por la ley positiva, no necesariamente porque las partes sean irresponsables, sino porque el bien común exige que la extorsión no resulte provechosa.

Elementos modificadores de la responsabilidad

FUERZA La fuerza, violencia o compulsión es el poder físico externo que hace que alguien realice algo contra su voluntad. En el lenguaje corriente, el que cede a una amenaza de violencia se dice que se vio forzado, aunque no se trate, en realidad, de fuerza, sino de miedo y la voluntariedad de la persona ha de juzgarse de acuerdo con las normas del miedo. En cuanto elemento modificador distinto de la responsabilidad, la fuerza ha de entenderse en su sentido más estricto, esto es, no simplemente como amenaza, sino como empleo real de poder físico. Si entrego mi dinero a un asesino porque me apunta con una pistola, esto es miedo; pero si él me domina físicamente mientras me vacía los bolsillos, esto es fuerza. La fuerza no puede llegar directamente a la voluntad, porque afecta solamente los actos externos y no el acto interno de la voluntad misma, en que reside la voluntariedad. Podemos seguir queriendo lo opuesto, por muy violentamente que nos veamos forzados a realizar el acto. Por consiguiente, el acto que estamos forzados a realizar es involuntario, mientras se resista a la fuerza. Alguien otro podrá tener acaso la fuerza física capaz para hacernos hacer algo pero no puede hacernos quererlo. El acto que un agresor violento trate de hacernos realizar podrá ser o no ser malo en sí mismo. Si no lo es, podemos ceder al mismo y satisfacer sus exigencias, en cuyo caso nuestros derechos resultan ofendidos y se nos hace injusticia, pero nosotros mismos no estamos obrando mal, sino salvándonos de un mal peor. Aquel que es secuestrado no necesita luchar (y esto se aplica tanto al que actúa por miedo como al que lo hace por fuerza), porque no hay ofensa moral alguna en ir simplemente de un lugar a otro. En cambio, en un caso como el de violación, en que el consentimiento implicaría una ofensa moral, se requiere resistencia. ¿Cuánta resistencia? Al menos la resistencia interna, que consiste en negar el consentimiento de la voluntad, y resistencia externa pasiva, que consiste en no cooperar con el agresor. La resistencia externa activa, que consiste en luchar positivamente con el agresor, es también necesaria cuando, sin ella,,la negativa del consentimiento sería demasiado difícil de mantener, pero no lo es, en cambio, cuando sería inútil y no existe peligro alguno de consentimiento. La víctima de fuerza no tiene responsabilidad alguna si no consiente. Y si consiente

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con disgusto, tiene una responsabilidad reducida, a causa de su deseo en sentido contrario. Pero, si en realidad desea hacer aquello que se le obliga a hacer y sólo finge resistir, entonces no es verdaderamente víctima de fuerza, y su responsabilidad es plena.

HABITOS El carácter y las clases de hábitos se examinarán cuando lleguemos a las virtudes; aquí sólo nos interesa la forma en que el hábito puede afectar nuestra responsabilidad por un determinado acto. Para nuestro presente propósito podemos definir el hábito como una forma constante de actuar obtenida mediante repetición del mismo acto. Una vez el hábito adquirido, los actos resultan de él en forma espontánea y casi automática, de modo que la dirección deliberada se hace innecesaria. l. Podemos proponemos adquirir un hábito deliberadamente, como cuando tratamos de aprender un juego o hacernos carteristas. En este caso, el hábito es voluntario en sí mismo, y los actos que de él resultan son voluntarios en sí mismos, si se ejecutan con la intención de adquirir hábito o, al menos, voluntarios en cuanto a su causa, si no son intencionados pero consecuencias previstas del hábito. 2. Podremos no tratar de adquirir un hábito por el hábito mismo, pero ejecutar voluntariamente actos de los que sabemos que son formadores de hábito, como cuando una persona empieza a fumar o a tomar narcóticos. Aquí los actos realizados son voluntarios en sí mismos y la formación de hábitos es voluntaria en cuanto a su causa, puesto que sabemos que no podemos ejecutar actos formadores de hábito sin adquirir el hábito. Una vez el hábito adquirido, los actos que resultan del mismo sin intención son también voluntarios en su causa. 3. Podremos descubrir que hemos adquirido un hábito inintencionadamente, ya sea porque no nos dimos cuenta de que habíamos ejecutado la misma cosa en la misma forma tan a menudo, o porque no se nos ocurrió que aquellos actos eran formadores de hábito. La mayoría de nuestros hábitos de lenguaje y de gestos son de esta clase. En este caso, no somos responsables de la existencia del hábito de los actos que inintencionadamente derivan de él, mientras permanecemos en la ignorancia de que poseemos el hábito. Una falta más bien burda de reflexión hará acaso que este estado se prolongue por mucho tiempo.

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Cualquiera que sea la forma en que hayamos adquirido el hábito, tan pronto como reconocemos nuestro estado, nos enfrentamos a la elección ya sea de conservar el hábito o de tratar de desprendemos de él. En ambos casos se requiere un nuevo acto de la voluntad; el acto de adquirir y el acto de conservar son dos actos separados, y cada uno de ellos podrá ser voluntario. Si decidimos dejar que el hábito subsista, nuestra posesión del hábito se convierte ahora en voluntaria en sí misma, y los actos que inintencionadamente resultan del hábito son voluntarios en causa. El hábito, de cualquier modo que se haya adquirido, cae ahora dentro de la primera categoría que acabamos de mencionar. Si decidimos desprendemos del hábito, como estamos obligados ahacerlo si el hábito es malo, somos ahora víctimas de dos tracciones, esto es, de la decisión voluntaria de nuestra voluntad de suprimir el hábito, y de la persistencia involuntaria del hábito mismo. Los hábitos inveterados de determinadas clases no se superan en un día y, si nuestra vigilancia afloja, se manifestarán inadvertidamente, en el acto correspondiente. El éxito en esta lucha sólo se obtiene mediante una vigilancia y un esfuerzo constantes. Si dejamos de estar en guardia, no tardaremos en damos cuenta que estamos recayendo en la antigua manera familiar. Nuestra responsabilidad para tales actos depende de la cantidad de advertencia en el momento en que el acto es realizado, y también de la cantidad de esfuerzo que ponemos en desprendemos del hábito. Aquí, exactamente como en la disipación de la ignorancia invencible, estamos obligados a poner en juego un esfuerzo proporcional a la importancia de la cuestión de que se trate. Según sean estos factores y nuestra sinceridad, podremos tener plena responsabilidad por los actos realizados por hábito, o solamente alguna, o inclusive ninguna. OTROS MODIFICADORES A estos cinco modificadores de la responsabilidad es posible añadir otros, tales como somnolencia, enfermedad, dolor, alcohol, drogas y otros estados que reducen la percepción y nuestro autocontrol. Todos estos son muy importantes, sin duda, pero, puesto que producen su efecto sobre la voluntariedad, implicando uno o varios de los cinco modific2dores ya examinados, no se requieren nuevas normas o principios.

Por supuesto, los estados mentales anormales afectarán gravemente la capacidad de la persona para realizar actos humanos. Es probable que las neurosis más ligeras sélo reduzcan la voluntariedad, en tanto que las psicosis más profundas podrán destruirla acaso por completo. El enfermo mental podrá tener un completo control de sí mismo en determinados momentos o en relación con algunos actos, y ninguno o muy poco en otros momentos o en otras formas de conducta. El cleptómano podrá ser una persona muy racional, excepto cuando está bajo el hechizo de esta confusión particular; estos actos son involuntarios, pero no los otros que la persona realiza. Cada caso es distinto y ha de juzgarse por sí mismo. Los mismos principios parecen aplicarse también a los métodos refinados de tortura física, mental y social utilizada para fines políticos, empezando con el "lavado de cerebro" y terminando en los que apuntan al "dominio total del pensamiento". Se dice que en semejante proceso prolongado, todo el mundo tiene un punto de ruptura. De ser así, la víctima tiene plena responsabilidad en el punto de partida, experimenta una disminución gradual de la misma a medida que el procedimiento humano se prosigue, y después del punto de ruptura, si realmente lo hay, deja de ser una persona responsable. No necesita ser reducido a demencia real. Basta, en efecto, que no pueda controlar sus juicios normales o las acciones que resultan de ellos. Si le queda o no alguna responsabilidad moral, esto sólo la víctima misma lo sabe realmente, aunque un psicológo podría tal vez hacer una buena inferencia al respecto. Lo que acabamos de decir se aplica a la víctima. En cuanto al perpetrador de semejante abominación, éste es culpable, por supuesto, de su propia atrocidad y de todas sus consecuencias previstas. No hemos dicho nada acerca del inconsciente, de los impulsos, de los complejos, y de las motivaciones que están por debajo del umbral de nuestra conciencia y ejercen una influencia tan poderosa sobre nuestra conducta. Todos estos revisten, en efecto, la mayor importancia en el desarrollo de nuestra personalidad y ,. tienen mucho que ver con nuestra vida ética, especialmente con nuestros principios y nuestras actitudes morales. Ellos explican acaso por qué algunos tienen un sentido tan agudo de los valores morales y otros lo tienen tan embotado, o por qué parece haber psicópatas morales. Sin embargo puesto que semejantes impulsos son

Lo voluntario indirecto inconscientes, existen en nosotros involuntariamente y no entran en la ejecución del acto humano. Son muy parecidos a los hábitos que se desarrollan inadvertidamente. No podemos ser responsables de ellos hasta tanto que los reconozcamos, y en este momento ya han sido extraídos del inconsciente y llevados a estado consciente. A continuación nos enfrentamos al problema de lo que debemos hacer a su respecto. Proporcionarán acaso la motivación real de actos que atribuimos a otros motivos, pero puesto que escogemos el acto tal como lo vemos, somos responsables del mismo tal como lo vemos y lo elegimos, y no de los motivos ocultos de los que pueda realmente derivar. Así, pues, la cuestión del inconsciente es ajena a nuestro sujeto presente, que es el de la responsabilidad moral. Y aquí vemos, una vez más, la diferencia entre la psicología y la ética.

LO VOLUNTARIO INDIRECTO Hay una diferencia entre la forma en que el acto mismo es voluntario y la forma en que sus consecuencias son voluntarias. Es voluntario en sí mismo, o directamente voluntario aquello que es cosa querida, tanto si es querida como fin cuanto como medio para un fin. Y es voluntarío en causa, o indirectamente voluntario aquello que es la consecuencia no intencionada pero prevista de alguna cosa que es voluntaria en sí misma; en efecto, el agente no la quiere ni como fin ni como medio, pero ve que no puede conseguir alguna otra cosa sin conseguida a ella: quiere la causa de la que ella es un efecto necesario. Así, por ejemplo, el que lanza una bomba contra un rey para asesinado, sabiendo que matará también a sus acompafiantes, quiere directamente el lanzamiento de la bomba (como medio), quiere también directamente la muerte del rey (como fin), y quiere indirectamente la muerte de los acompañantes (como consecuencia), aunque sus muertes no le proporcionen provecho. En cambio, una consecuencia que no es ni intencionada ni prevista es involuntaria; tal es, por ejemplo, la muerte de aquel que inesperadamente se precipita hacia el rey después que la bomba ha dejado la mano del que la lanza. El asesino que acabamos de describir es moralmente responsable de todas las muertes que previó que resultarían de "su acto, tanto si las quería como no. No existe aquí problema moral alguno, porque el acto es totalmente malo. Pero es el caso que actos buenos o indiferentes pueden tener también efectos susceptibles de ser previstos. ¿Cuán responsables

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somos por ellos? ¿Deberemos acaso renunciar siempre a un acto bueno si prevemos que puede tener o tendrá una consecuencia mala? Aunque no hemos establecido todavía la existencia del bien y el mal morales, y mucho menos hemos aislado todavía los factores de los que estas cualidades morales derivan, podemos tomar, con todo, para nuestro propósito actual, el nivel del sentido común, al que iniciamos nuestro estudio, esto es, que en el juicio de la humanidad algunos actos son buenos, otros son malos y otros son indiferentes. Nuestro objeto, aquí y ahora, está en averiguar cuán responsable es la persona de las consecuencias de su acto, cualquiera que sea su calidad moral, y nuestros ejemplos son meras ilustraciones en sentido común. Si estuviéramos obligados de evitar todo acto que acarreará una consecuencia mala, la vida no tardaría en hacerse imposible. El que acepta un trabajo cuando los trabajos son raros, priva a alguien otro de su sustento; el médico que atiende a los enfermos durante una epidemia, se expone a contraer la enfermedad él mismo; el abogado que debe presentar una prueba para ganar su causa, podrá acaso hacer recaer una sospecha sobre una persona inocente; el maestro que pone un examen competente, sabe que alguien reprobará. Parecemos estar atrapados en los cuernos de un dilema: o bien la vida humana no puede vivirse tal como es realmente, o nos vemos obligados a hacer el mal, y a hacerlo voluntariamente. Encontramos la solución al dilema en el principio de lo voluntario directo, conocido comúnmente como el principio del doble efecto, esto es, uno de los principios éticos más útiles. Se basa en el hecho de que el mal nunca debe ser vohmtario en sí mismo; no debe quererse nunca, ni como fin ni como medio, porque entonces es el objeto directo del acto voluntario y hace necesariamente malo el acto. Tampoco ha de ser jamás voluntario en causa, como una consecuencia prevista pero no querida, a menos que ésta pueda ser reducida en alguna forma a un producto accesorio incidental e inevitable en la consecución de algún bien que la persona está legítimamente percibiendo. Aunque no estoy jamás autorizado a querer el mal, no siempre estoy obligado a prevenir la existencia del mal. De modo análogo a como he de tolerar la existencia de males en el mundo total, ya que no podría evitados sin atraer otros males sobre mí mismo o sobre mi vecino, así habré de tolerar ocasionalmente consecuen-

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cias malas de mis propios actos, si abstenerme de ellos atraería un mal equivalente sobre mí mismo o sobre otros. En ocasiones, no puedo querer un bien sin permitir al propio tiempo la existencia de un mal que, por la misma naturaleza de las cosas, está unido inseparablemente con el bien que yo quiero. Pero no debe hacerlo indistintamente; En efecto, algunas veces estoy obligado a prevenir el mal, y en estos casos sería equivocado que yo lo permitiera. ¿Cómo podemos identificar estos casos? El principio del doble efecto dice que es moralmente permisible realizar un acto que produce un efecto malo, en las siguientes condiciones: l. El acto a realizar ha de ser bueno en sí mismo Ó, al menos, indiferente. Esto es evidente, porque si el acto es malo en sí mismo, el mal sería escogido por sí mismo, ya sea como fin o como medio para un fin, y no podría ser cuestión de permitirlo o tolerarlo meramente. 2. El bien perseguido no ha de ser obtenido por virtud del efecto malo. El mal ha de ser simplemente un producto secundario incidental, y no un factor real en la consecución del bien. Si el acto tiene dos efectos, uno bueno y otro malo, el buen efecto no ha de lograr se por medio del malo, porque entonces sería el mal directamente voluntario como medio. No debemos hacer nunca el mal con objeto de que pueda resultar de él algún bien. Un buen fin no justifica el empleo de medios malos. Por consi· guiente, el efecto bueno ha de provenir tan inmediata e directamente del acto original como el efecto malo. Se dice algunas veces que el mal no debe venir antes del bien, pero esto es susceptible de interpretarse erróneamente; en efecto, no se trata de una cuestión de tiempo, si no de causalidad: el bien no debe venir a través o por medio del mal. 3. El efecto malo no ha de perseguirse por sí mismo, sino que sólo puede permitirse. El efecto malo podrá ser, por su naturaleza misma, un producto accesorio del acto realizado, pero si el agente quiere este efecto malo, lo hace directamente voluntario por el hecho de quererlo. La mala intención no debe presumirse sin pruebas. 4. Ha de haber una razón proporcionalmente grave para permitir el efecto malo. Aunque no estemos obligados siempre a prevenir el mal, estamos obligados, COIl todo, a prevenir un mal grave con un pequeño sacrificio de nuestro propio bien. AsÍ, pues, se requiere cierta proporción entre el bien y el mal. Cómo apre-

ciar esta proporción resultará acaso difícil en la práctica. Por el momento podemos decir que el bien y el mal deberían ser, al menos, aproximadamente equivalentes. Si el bien es pequeño y el mal es grande, éste apenas podrá designarse como incidental. Por otra parte, si hay alguna otra manera de conseguir el efecto bueno sin el malo, esta otra forma es la que debe adoptarse, ya que, en otro caso, no existe razón proporcionada alguna para permitir este mal. El acto no es moralmente permisible a menos que se suplan las cuatro condiciones. Si alguna de ellas no se satisface, el acto es moralmente malo, aunque se satisfagan las otras tres. No se trata aquí de decir a la gente que en la condiciones expuestas pueden ir adelante y hacer el mal. Se trata, más bien, de hacer ver que el acto en cuestión no es malo, en efecto, el mal de que aquÍ se habla es un mal físico de alguna clase que incluye exposición a tentación. El principio del doble efecto expresa las condiciones bajo las cuales no es moralmente malo permitir que ocurra un mal físico. Un ejemplo ayudará a ilustrar la aplicación del principio. Un pasante se precipita en un edificio en llamas para salvar a un niño atrapado en él, pese a que pueda sufrir graves quemaduras e inclusive perder la vida. Reconocemos esto como un acto heroico, pero su justificación se encuentra en el principio del doble efecto, a saber: l. El acto en sí, aparte de sus consecuencias, es meramente el acto de penetrar en un edificio. Esto es indudablemente un acto indiferente y perfectamente permisible. 2. Tiene dos efectos, uno bueno (salvar al niño) y el otro malo (sufrir quemaduras o inclusive la muerte el salvador). Pero es el caso que salva al niño no muriendo él o sufriendo quemaduras, si no agarrándolo y llevándoselo o lanzándolo a un lugar seguro. Si puede hacerlo sin experimentar daño él mismo, tanto mejor. El efecto bueno se logra más bien a pesar que por medio del efecto malo, el cual queda convertido así en un acompañamiento meramente incidental de la salvación del niño. 3. Si el salvador se sirviera de esta oportunidad como una excusa para el suicidio, echaría a perder el acto por su mala intención, pero -esta intención no hay necesidad alguna de presumirla. 4. Existe una proporción suficiente, esto es: una vida por una vida. Entrar en un edificio en llamas para salvar alguna pertenencia insignificante no estaría moralmente justificado.

Responsabilidad por los actos de otros Unos pocos casos más nos harán ver que una u otra de estas cuatro condiciones puede resultar' violada: l. Un empleado defrauda dinero para ayudar a su pequef'ío hijo enfermo, esperando reembolsar10 más adelante. Aquí el acto mismo del fraude (tomar dinero que pertenece a otra persona y falsificar las cuentas) no es bueno e indiferente, sino malo, y no se deja justificar por buena intención alguna o por buen efecto alguno que pueda seguir. El empleado ha de tratar de reunir el dinero en alguno otra forma. La primera condición resulta vulnerada, y el acto es voluntario en sí mismo. 2. Un individuo que vive con un tío suyo rico alcohólico convierte la casa en un depósito de bebidas alcohólicas, sabiendo que heredará una fortuna si el tío muere de una borrachera. El acto de convertir la casa en un depósito de bebidas alcohólicas es indiferente en sí mismo. Pero tiene dos efectos, uno malo para el tío, de quien ocasiona la muerte, y otro bueno para el heredero, al que hace heredar más pronto. Pero es el caso que el dinero no puede heredarse como no sea mediante la muerte del tío. El buen efecto (obtener el dinero más pronto) se logra por el efecto malo (la muerte del tío), con lo que resulta vulnerada la segunda condición. 3. Un jefe político distribuye dinero entre los pobres para que voten por un candidato indigno. Aquí el hecho de dar el dinero a los pobres es un acto bueno. El buen efecto (aliviar la pobreza) no se logra por medio del efecto malo, (elegir un candidato indigno), si no más bien al revés, esto es, el mal efecto se produce a través del bueno; pero aquí resulta vulnerada la tercera condición, porque el efecto malo, esto es, la elección del candidato indigno, es el que se persigue directamente como fin. 4. El propietario de un avión particular hace que su piloto lo lleve por un tiempo excesivamente malo para terminar un negocio que le proporcionará un pequeño beneficio. Volar en un avión es un acto indiferente; el peligro tiene más bien que ver con el efecto posible que con el acto mismo. El buen efecto (realizar un buen negocio) no se obtiene por medio del efecto malo (pérdida posible de la vida). El efecto malo no es perseguido por sí mismo, porque ninguno de los dos desea morir. Pero la cuarta condición puede resultar aquí fácilmente vulnerada, porque no parece existir una proporción suficiente entre el riesgo al que se someten las vidas y el pequef'ío provecho financiero perse-

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guido. Hay siempre cierto riesgo en el volar, y un beneficio financiero puede ser lo bastante importante para justificarlo, pero, en el caso presente, se supone, por lo contrario, un riesgo excesivo. Aunque los ejemplos precedentes muestran de qué modo el principio del doble efecto puede ser vulnerado, muchos de los actos corrientes de la vida encuentran su justificación en una aplicación correcta del principio. Así, por ejemplo, los individuos pueden aceptar ocupaciones peligrosas para ganarse la vida. Los bomberos y los policías pueden arriesgar sus vidas para salvar a otros; un cirujano puede operar, pese a que cause dolor; un individuo podrá reinvicar su honor, aunque la reputación de otras personas sufra acaso por efecto de sus revelaciones, o los individuos podrán ser sometidos a grandes sacrificios para defender a su patria. Si una persona estuviera obligada a evitar todo acto del que puede resultar un mal incidental, podría hacer tan pocas cosas, que esto equivaldría prácticamente a no vivir.

RESPONSABILIDAD POR LOS ACTOS DE OTROS Unicamente la persona que realiza un acto voluntaria y deliberadamente puede ser responsable del mismo. En este sentido, nadie puede ser responsable por los actos de otra persona. Pero todo el mundo es responsable de sus propios actos en la medida en que, sabiéndolo y queriéndolo, se propone o permite que afecten a otra persona como incentivos para bien o para mal. Las formas en que podemos ayudar a nuestro vecino para bien son tan numerosas que sería imposible mencionar1as. Pero será indicado considerar aquí, puesto que acabamos de examinar el principio de doble efecto, dos formas en que debemos tratar de evitar perjudicar moralmente a otras personas, y en qué medida esto resulta posible. OCASION DE MAL

La palabra escándalo significó originalmente un tropiezo y metafóricamente, algo con lo que tropezamos y nos hace caer en nuestra carrera moral. Ahora la palabra ha perdido su fuerza y significa solamente una conducta chocante y comentarios jugosos. Para volver al an tiguo significado, lo designaremos como ocasión de mal. Esta es toda palabra o acto que

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tiene por objeto conducir, seducir o atraer a otra persona a hacer algo malo. Podra ser sólo dada, o solamen te tomada o bien dada o tomada, de modo que la falt; moral pueda estar en uno u otro lado, o en ambos. Damos ocasión de mal a otro directamente, si perseguimos su acto malo como fin o como medio. Perseguirlo como fin significaría un odio re a1mente diabólico. El motivo usual para inducir a otros al mal es el de servirse del mismo como medio para un provecho propio, como lo hacen aquellos que ganan su subsistencia proporcionando diversión lujuriosa. Damos ocasión de mal indirectamente, si no perseguimos el acto malo de otra persona ni como fin ni como medio, pero lo prevemos como consecuencia de alguna otra cosa que hacemos. El cuidado del bienestar moral de nuestro vecino nos obliga a evitar inclusive esto en la medida posible. Pero la vida sería intolerablemente difícil si debiéramos evitar todos los actos que podrían inducir en tentación a otros. Aquí se aplica el principio del doble efecto, esto es, el acto que hacemos no debe ser malo en sí mismo, aunque preveamos que constituirá una te?tación para otro; el buen efecto que persegunnos no debe lograrse por medio del acto malo del otro; no debemos querer, sino únicamente permitir, la tentación del otro y debe haber además una razón proporcionada para permitirlo. La ocasión de mal es tomada pero no dada cuando alguien con disposiciones subjetivas peculiares es conducido a un mal por las palabras o los actos inocentes de otra persona. Esto podrá deberse a la malicia del que toma y, en este caso, la culpa es toda suya. O podrá deberse a la debilidad del que toma, a su igno~a~~ia, su juventud, su inexperiencia, sus preJUICIOS, sus pasiones no controladas o sus hábitos indómitos. El amor de nuestro semejante nos obliga a evitar palabras o actos, por lo demás innocuos, susceptibles de constituir una fuente de peligro moral para los inocentes o débiles. La gente debería ser más circunspecta en su conducta ante niños; no debería tentar más allá de toda resistencia p.osible a los que tienen dificultad en dominarse no deberían ofrecer alcohol a bebedores inveterados o reformadOi>. Es el caso sin embargo, que semejantes situaciones no pueden algunas veces eludirse, y es aquí donde el principio del doble efecto entra en juego. No hay obligación alguna de eliminar, al precio de un grave inconveniente para uno mismo o para el público, todo aquello que

podría seducir a los débiles o inocentes, aunque deberán adoptarse, sin duda, todas las precauciones razonables para evitarlo. Sería absurdo cerrar todos los teatros, todas las tabernas y todas las diversiones que funcionan en una forma en conjunto respetable, simplemente p orq ue algu nas personas con debilidades anormales los encuentran seductores. Cuando los jóvenes, los inocentes o los que padecen perjuicios están inevitablemente expuestos a tentación, la instrucción preventiva suele ser el mejor remedio.

COOPERACION EN EL MAL La cooperación en el acto malo de otro puede tener lugar ya sea uniéndosele en la ejecución real del acto o proporcionándole los medios para llevarlo a cabo. Si dos individuos proyectan un robo, uno de ellos puede apuntar a la víctima con la pistola mientras el otro la despoja de sus objetos valiosos; o bien uno puede prestar al otro la pistola para permitirle llevar a cabo el robo él solo. En ambos casos uno no sólo ayuda al otro a hacer el mal sino que se le une también en la mala inte~ción. Esto se designa como cooperación formal. No puede justificarse bajo ningún concepto, porque el mal es querido directamente. Una variedad menor de cooperación tiene lugar cuando, sin aprobar la mala acción del otro, un individuo le ayuda a ejecutarla por un acto suyo que en sí mismo no es malo. Así, por ejemplo, un empleado es obligado por los ladrones a abrir la caja fuerte; el conductor de un camión se ve obligado por los bandidos a llevarlos al lugar donde se proponen ejecutar un crimen. Esto se designa como cooperación material. No hay en este caso nada malo en lo que hago ni en mi intención, pero concurre la mala circunstancia de que mi acto, que por lo demás es inocente, ayuda a otros a hacer el mal. Por consiguiente, si se da una razón proporcionadamente grave para permitir esta mala circunstancia, la cooperación puede justificarse por el principio del doble efecto. Puesto que el acto que realizo no es malo en sí mismo y no me sirvo del acto malo de los demás como medio para fin alguno propio mío, ni abrigo mala intención alguna, la única dificultad remanente es la de la proporción. Esta proporción debe estimarse por los siguientes elementos: l. La cantidad de mal que mi cooperación ayuda a otros a realizar

Resumen 2. La cantidad de mal que me ocurrirá a mí si me niego a cooperar 3. La proximidad entre mi acto cooperador y la mala acción de los demás Los dos primeros puntos son simplemente de sentido común y se justifican formalmente, más adelante, por los principios del conflicto de derechos. Mi deber para mi semejante no me obliga a sufrir una ofensa mayor o igual a aquella que estoy tratando de evitarle, pero me obliga a sufrir una pequeña pérdida para evitar que le ocurra a otro una gran pérdida, y podrá inclusive obligarme a sacrificar la vida para prevenir una gran calamidad pública. Pero este último punto requiere alguna explicación complementaria. La cooperación podrá ser próxima o remota, según cuán cerca quede de la mala acción real del agente principal. Un autor que escribe un libro inmoral realiza un acto malo en sí mismo; los editores que lo aceptan y publican son cooperadores formales; los cajistas, correctores de pruebas y otros que preparan el texto real son cooperadores materiales próximos; aquellos que simplemente manejan las prensas, encuadernan los libros y los preparan para la entrega son cooperadores morales remotos. Los jefes de las librerías que tienen dichos libros en depósito para la venta son cooperadores formales; los e m p leados asalariados que los venden son cooperadores materiales próximos; las secretarias que efectúan la correspondencia relativa a dichos libros son cooperadoras materiales remotas. Cuanto más próxima es la cooperación, tanto mayor ha de ser la razón proporcionada, para que la cooperación material resulte permisible. Si yo no puedo ser substituido por alguien otro para realizar el acto malo, tengo una mayor responsabilidad, porque puedo efectivamente evitar que el acto tenga lugar, y debería tener, por consiguiente, una razón proporcionalmente mayor. Además, se requiere también una razón mayor para justificar la cooperación en las personas que tienen un deber explicito de evitar que ocurra aquella clase particular de mal. Esto podría ocurrirle al soldado obligado a cooperar con el enemigo, al policía obligado a hacerlo con criminales, a un vigilante con ladrones, o a un empleado de la apuana con contrabandistas. Las formas que la cooperación debe adoptar son demasiado numerosas para mencionarlas, porque es posible cooperar con casi todo acto externo, al menos animando y apoyando. De-

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bid o a que prestan sus servicios a una empresa cuyas normas desconocen, los trabajadores asalariados están particularmente sujetos al peligro de cooperación material. El trabajador no debería aceptar un trabajo de una empresa que continua y habitualmente realiza negocios moralmente discutibles. Pero si no lo hace más que ocasionalmente, los empleados no necesitan preocuparse mientras su cooperación material permanece remota; en cambio, si encuentran que una cooperación material próxima les es exigida con relativa frecuencia, deberán tener una razón grave para seguir en su trabajo, y deberían realizar entre tanto un sincero esfuerzo para conseguir otro. RESUMEN La voluntariedad es positiva, si uno quiere hacer algo; negativa, si uno quiere omitir algo; nula, si uno no quiere. La intención es actual, si está presente, ahora, en la conciencia; virtual, si sigue influyendo inconscientemente sobre el acto; habitual, si habiendo tenido lugar alguna vez, no ha sido luego retractada, y no influye ahora sobre el acto; interpretativa, si hubiera tenido lugar de haber pensado el agente en ella. La voluntariedad es perfecta si se dan conocimiento y consentimiento plenos; imperfecta, si hay alguna falla en uno de estos, o en ambos. La ignorancia es la falta de conocimiento en alguien que es capaz de tenerlo. La ignorancia invencible no puede superarse y anula la responsabilidad. La ignorancia vencible puede ser superada y no anula la responsabilidad, aunque la reduce. La pasión es una emoción fuerte. La pasión antecedente, que surge espontáneamente, reduce la responsabilidad y podrá acaso, aunque raramente, anularla. La pasión consecuente deliberadamente provocada o fomentada, no reduce la responsabilidad, sino que podría inclusive aumentarla. El miedo es la aprensión de un mal inminente. El miedo sólo afecta la voluntariedad si es el motivo de la acción. No anula la responsabilidad, pero la disminuye a causa del deseo contrario mezclado con nuestra voluntad real. La fuerza es el poder físico externo que nos hace obrar contra nuestra voluntad. El acto es involuntario si negamos el consentimiento. El hábito es una forma constante de actuar mediante la repetición del mismo acto. La adquisición de un hábito podrá ser voluntaria en sí misma, involuntaria en causa, o involun-

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taria. El que se da cuenta de haber adquirido un hábito ha de escoger entre conservarlo o desprenderse de él. La responsabilidad de los actos habituales depende de la cantidad de advertencia y del esfuerzo para desprenderse del hábito. Un acto es voluntario en sí mismo, llamado también directamente voluntario, si es querido, ya sea como fin o como medio; voluntario en causa, llamado también indirectamente volunta· rio, si es la consecuencia no querida, pero prevista, de algo otro que es voluntario, en sí mismo. Las consecuencias imprevistas son involuntarias. Tratar de evitar todo acto del que pudieran resultar algunos efectos malos equivaldría a hacer la vida imposible. Nunca nos está permitido hacer el mal, pero no siempre estamos obligados a evitar la existencia de mal. El principio del doble efecto resume las condiciones bajo las cuales podemos realizar un acto del que prevemos que podrá resultar alguna consecuencia mala, a saber: 1. El acto ha de ser bueno o indiferente en sí mismo. 2. El bien no ha de obtenerse por medio del mal. 3. El mal no ha de perseguirse por sí mismo. 4. Ha de darse una proporción suficiente.

Han de cumplirse las cuatro condiciones. La vulneración de alguna de ellas hace que el acto malo sea directamente querido, y no solamente permitido como un producto accesorio incidental. Podemos ser responsables de la mala acción de otro ya sea incitándo1e a ella o ayudándole a realizarla. La ocasión de mal es una palabra o un acto que conduce a otro a obrar mal. Perseguir el acto malo de alguien otro, ya sea como medio o como fin, es siempre malo. Permitirlo solamente como consecuencia indirecta se deja justificar, si se satisface el principio del doble efecto. La cooperación en el mal consiste en ayudar en otro a hacer el mal, uniéndose1e en el acto o proporcionándole los medios para él. Es formal si nos proponemos el mal; material, si, sin proponemos el mal, ayudamos efectivamente en su ejecución mediante un acto nuestro que en su naturaleza no es malo. La primera es siempre mala, en tanto que la segunda es permisible, si se satisface el principio del doble efecto. Debemos considerar no solamente la proporcionalidad de mal para nosotros mismos y los demás, si no también cuán cercana queda nuestra cooperación del mal. Se necesitan razones graves para justificar la cooperación próxima, en tanto que bastan razones menos graves para la cooperación material remota.

PREGUNTAS PARA EXAMEN 1. ¿Cuál es la prueba para el principio del doble efecto? ¿Necesita acaso prueba? Con estas sutilezas morales, ¿no será acaso posible justificar10 casi todo? Y sin embargo, ¿cómo resuelve el que rechaza dicho principio tales casos? 2. El que se encuentra bajo una emoción fuerte es incapaz de juzgar su responsabilidad. Después, la pasión ya no está allí para ser examinada, y la memoria es traidora. ¿Cómo puede averiguarse el grado de voluntariedad en tales casos? 3. ¿Por qué sólo se requiere un esfuerzo proporcionado para desprenderse de un mal hábito? ¿No es acaso todo esfuerzo que no sea máximo un consentimiento parcial del mal hábito? 4. ¿Ha descubierto acaso la psicología moderna, especialmente la psico logía del inconsciente, algún nuevo modificador de la responsabilidad? Desde el punto de vista moral, ¿ha de juzgarse la conducta de la persona por las diversas motivaciones inconscientes que un psicológo pueda descubrir, o a partir de aquello que estaba conscientemente en su mente cuando consintió en el acto?

Resumen

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S. ¿Hasta qué punto puede el que vive bajo un gobierno totalitario y desaprueba una gran parte de su política cooperar con dicho gobierno? ¿Puede aceptar su educación, servir en su ejército, luchar en sus guerras, redactar propaganda ideológica o aceptar algún cargo oficial de responsabilidad?

LECTURAS

Platón habla en las Leyes, libro IX, de los crímenes voluntarios e involuntarios. En el Hippios Menor, obra de autenticidad dudosa, examina la cuestión acerca de si es peor hacer el mal voluntaria o involuntariamente; la argumentación no es decisiva, pero ilustra la cuestión. Aristóteles, en la Etica, libro IlI, cap. 1-5, realiza el primer estudio sistemático de la voluntariedad.!. Véase Santo Tomás, Summa Theologica, I-H, q. 6, sobre la voluntariedad; q. 76, sobre la Ignorancia; q. 77, sobre la pasión, q. 78, sobre la malicia y el hábito. En I-H, qq. 22-48. Santo Tomás ha expuesto un extenso tratado de las pasiones. Esta materia se encuentra resumida en Etienne Gilson, Moral Values and Moral Life, cap. 4, y en su Christian Philosophy of Sto Thomas Aqumas, pags. 282-286. Uno de los primeros empleos expresos del principio del doble efecto se encuentra en Santo

Tomás, Summa Theologica, H-H, q. 64, r. 7, donde trata de la autodefensa. Véase Albert Jonsen, Responsibility in Modern Reli· gious Ethics, especialmente en cap 1,3 Y 5. Véase también Nicolás Hartmann, Ethics, vol. I1I, cap. 13; H. Richard Niebuhr, The Responsible Self; Moira Roberts,

Responsibility and Practical Freedom. William James, Principies of Psychology, cap. 4, expone su famoso ensayo sobre los hábitos, que vale la pena de ser leído y puede insertarse en cualquier fundamento filosófico. Darkness at Noon, de Arthur Koestler, y 1984 de George Orwell, son novelas que tratan de la quiebra sistemática de la personalidad y la responsabilidad; pueden examinarse a la luz de los principios que acabamos de exponer. Austin Fagothey, Right and Reason-an Anthology, con tiene Responsibility in Modern R(!ligious Ethics, págs. 35-70, de Albert Jonsen, y parte del capítulo de William James sobre el hábito de sus Principies of Psychology, cap. 4.