La Mitad de Nada

I El mal existe. Sin duda. Puede que no exista el diablo, o que no haya ningún demonio o espíritu maligno ni tampoco ha

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I

El mal existe. Sin duda. Puede que no exista el diablo, o que no haya ningún demonio o espíritu maligno ni tampoco haya infierno alguno en el que habiten y desde el que vengan a este mundo a jodernos, pero el mal… sin duda, el mal existe. Y habita en este mundo, en ningún otro. Sí. Sin ninguna duda. Eso era lo que pensaba el comisario Manuel Pombal al tiempo que se arrellanaba suavemente en el sillón negro de cuero de su despacho y contemplaba absorto las volutas de humo del cigarrillo que acababa de encender. Instintivamente miró la puerta del despacho para comprobar que estaba cerrada y luego giró la cabeza hacia la ventana para asegurarse de que estaba abierta. No quería que nadie lo sorprendiese fumando. Al menos nadie que no fuese el inspector jefe Carreiro o su secretaria Lola. Tampoco le gustaba que el despacho se impregnase demasiado con el rancio olor a tabaco, así que quería la ventana abierta. Dio una calada al cigarrillo y se incorporó pensativo hacia la mesa de castaño oscuro apoyando en ella los codos y frunciendo los labios hasta que abrió la boca para exhalar el humo del tabaco. Luego, con la mano izquierda, se rascó la cabeza haciendo que los dedos se perdieran entre los rizos negros del pelo. Estaba preocupado y enfadado. Y tenía motivos. Al comisario Pombal no le gustaban los muertos en general, pero había dos circunstancias en particular en las que le resultaban especialmente desagradables. Una era cuando la muerte acaecía por causas no naturales con la intervención de una mano humana y la otra, cuando aquella muerte ocurría en lo que las autoridades administrativas le habían asignado para desarrollar su trabajo y que él consideraba como su territorio, un territorio que quería libre de cadáveres sobre los que hubiera que llevar a cabo investigaciones. Ya tenía bastante con los chorizos, drogadictos, traficantes, estafadores, ladrones, sablistas, timadores, maltratadores y demás ralea, a parte de periodistas y políticos, para que además le ocupasen el tiempo y la vida con asesinos. Y aquella mañana había recibido dos llamadas que le habían amargado el día. Tres fiambres y los tres el mismo día. En un intervalo de menos de media hora le habían jodido las estadísticas de todo el semestre. Tres muertos, pensó, y sonrió para sí mismo, tres, como los policías que tenía de baja laboral. Desde que era policía, y ya le costaba recordar el tiempo en que aún no lo era, había 1

sentido una incapacidad para comprender el asesinato o el homicidio y una repugnancia hacia quienes los perpetraban. Los años de ejercicio y los muchos muertos de su carrera habían mitigado en cierto modo la respuesta a esa repugnancia, pero la sensación era la misma: seguía sin comprender la conducta del asesino y sintiendo hacia él el mismo rechazo que sentía cuando no era más que un agente novato y se encontró frente a su primer cadáver ensangrentado. Sin embargo, aquella mañana lo que ocupaba su mente era una cosa bien diferente, la carencia de personal en la comisaría dominaba todo su pensamiento. Tres policías de baja y un cuarto, Fernando Andrés, a quien no le confiaría ni un billete de cinco euros para que le comprara tabaco, hacían que tuviese la plantilla de la brigada judicial en cuadro. Y ahora, tres muertos. Ni más ni menos que tres. Eso era justo lo que necesitaba. Con lo bien que parecía haber comenzado el día… Después de una semana ininterrumpida de lluvia al fin había amanecido una mañana hermosa, soleada y fresca que anunciaba un día caluroso de abril. El sol le había levantado el ánimo que había arrastrado penosamente aquellos días últimos de marzo. Había pasado cinco días en la comisaría sin salir de ella para nada que no fuese comer o dormir, y, a veces, ni eso, agobiado por el trabajo que le llegaba hasta las cejas y había interpretado el brillante sol de aquella mañana como un buen augurio. El saludo de bienvenida que recibió del inspector jefe Carreiro a su llegada a la comisaría, con una sonrisa que le ocupaba de lado a lado la cara de luna llena, había corroborado sus pensamientos: seguro que hoy será un buen día. -Buenos días, ¿cómo va todo?- había devuelto la sonrisa con el saludo arrugando un poco el bigote entrecano. -Sin novedad. Todo está en su sitio, que no es poco. -¿Alguien de alta?- quería saber antes que nada si se había reincorporado algún agente a su mermada plantilla. -De momento, no, pero me han comentado que a Carlos López le quitaron ayer la escayola. Y es posible que Marcial y Jaime Gil se incorporen en un par de días. -Algo es algo. ¿Y Lola?- Preguntó mirando la mesa vacía de la secretaria. -Se retrasará un poco. Ha llamado hace un momento. Ha dicho algo del banco. -Pues más vale que se dé prisa. Hoy hace un maravilloso día y me voy a ir a las tres para disfrutarlo, pase lo que pase, así atraquen el Banco de España o secuestran al alcalde. Necesito dedicar una tarde a no hacer nada. Nada de nada. Carreiro le sonrió con condescendencia y en su rostro redondo y bonachón se dibujo un gesto burlón que decía: me parece que no, que esta tarde la vuelves a pasar en comisaría. 2

Lola, la secretaria, no se retrasó mucho y el despacho de la mañana, al contrario de lo que había ocurrido durante los de los últimos días, fue breve, tranquilo y sencillo. La noche no había sido especialmente complicada en ningún sentido. Tampoco había ningún político cabreado ni ningún periodista metomentodo a la vista. Parecía que el sol de abril comenzaba a arreglar las cosas. -Bien, me tomo un café y empiezo con lo mío- había dicho el inspector jefe Carreiro a modo de despedida al finalizar el despacho. Pombal lo miró con cierta suficiencia y lo vio frente a él con la carpeta bajo el brazo e impaciente por irse a fumar y luego dirigió la mirada a la ventana. -Si en vez de ser tan respetuoso con las normas fumaras el cigarrito en el despacho, te ahorrarías mucho tiempo y muchos paseos. Con la ventana abierta… -Prefiero la cafetería- interrumpió Carreiro que ya había oído mil veces lo mismo. Pombal iba a hablar, pero en ese instante, en ese preciso instante, la mañana comenzó a torcerse. Sonó el teléfono. -Dime, Lola. La voz aguardentosa de la secretaria sonó por el auricular como un martillo: -Ha aparecido una mujer muerta. El martillazo dio en la cabeza del comisario sin anestesia. -No me jodas. ¿Dónde ha sido? -En la zona de la universidad, pero no sé nada más. -¿Asesinada? -Eso parece, pero… -Vale, mantenme informado. Colgó el auricular. Miró el reloj. Eran las diez de la mañana. Carreiro lo miraba expectante. -¿Qué ha pasado? Pombal se repantigó en el sillón y se llevó las manos a la nuca antes de contestar: -Nada, que te quedas sin fumar el cigarrito. Hay un fiambre en el barrio de la universidad. No preguntes más. Es todo lo que sé, pero no parece que haya sido un infarto precisamente. Ah, es una mujer. Carreiro adoptó su pose más profesional. -Ya me encargo, aunque no sé cómo-dijo y abandonó el despacho con la carpeta bajo el brazo como si fuese a hacer un montón de fotocopias en vez de averiguar que era lo que había ocurrido con una mujer que yacía sobre su propia sangre no muy lejos de allí. -Mantenme…

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-Informado- dijo el inspector jefe al tiempo que cerraba suavemente la puerta. Cuando quedó solo en el despacho, Pombal se incorporó, abrió la ventana y encendió el segundo cigarrillo del día. Luego dejó que pasara el tiempo observando el azul del cielo sobre el que se dibujaban las colinas verdes y aún húmedas que rodeaban la ciudad. Se encontraba cansado y necesitaba acopio de fuerzas para enfrentarse a todo el trabajo que tenía pendiente. Un fiambre no era precisamente lo mejor que podía haber ocurrido aquella mañana. Inspiró profundamente. Bueno, tampoco debía de quejarse demasiado, la peor parte de todo aquel asunto la llevaba la mujer. Arrojó el cigarrillo con fuerza y volvió a la mesa de trabajo. Abrió la primera de las carpetas que tenía ante sí y se concentró en ella. Apenas había leído dos líneas cuando el teléfono sonó de nuevo. Cerró la carpeta. -Dime, Lola. -La mañana se presenta movida. Ha aparecido una pareja muerta en un piso de la calle Concejo. -¡Joder!- un largo y reflexivo silencio- ¿Qué sabes? Lola contestó al instante, estaba esperando la pregunta. Dijo: -Al parecer los ha encontrado la mujer de la limpieza esta mañana. Con un tiro en la cabeza cada uno. -¡Joder!- Repitió Pombal e inspiró profundamente. Era obvio que aquella tarde no la pasaría ni en casa ni paseando a la orilla del río-. Está bien. ¿Lo sabe Carreiro? Ahora Lola dudó un momento antes de contestar. -La verdad, no lo sé… -Ha salido ¿no?- interrumpió el comisario. -Hizo unas cuantas llamadas y dijo que se iba a tomar un café. -Está bien. Cuando vuelva que pase por mi despacho- dijo Pombal y colgó el auricular. Luego moviéndose muy lentamente encendió otro cigarrillo y se repantigó en el sillón al tiempo que miraba las azuladas volutas de humo y reflexionaba sobre la maldad del mundo hasta que llegó a la conclusión de que el mal existía y era algo tan tangible y presente en su vida que casi le asustaba. Apagó el cigarrillo y para apartar ese pensamiento de la cabeza se dedicó a planificar las cuestiones prácticas. Tres agentes de baja y tres muertos enfriándose lentamente esperando que alguien fuese a averiguar quien los había matado. Repasó mentalmente los mimbres con los que contaba para hacer aquel cesto temiendo que el cesto dejaría escapar el agua. Antes de que hubiera llegado a ninguna conclusión, llamaron a la puerta y ésta se abrió sin esperar respuesta. El rostro redondo y congestionado del inspector jefe Carreiro, la piel sudorosa y brillante, avanzó hacia el con ademán interrogativo, se detuvo frente a él, mostró las

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palmas de las manos y abrió los ojos y, jadeando aún, la boca para hacer una pregunta, pero Pombal le interrumpió: -Definitivamente vas a tener que dejar el tabaco o va acabar con tu salud. Antes de que preguntes nada, sé lo que supongo que te ha contado Lola, hay otros dos fiambres en un piso de la calle Concejo con un tiro en la cabeza. Carreiro se dejó caer en un sillón frente a la mesa de Pombal. -Pues antes de que preguntes tú nada, te diré que el único miembro de la judicial que hay en la comisaría soy yo- dijo al tiempo que se aposentaba. Pombal se llevó la mano izquierda a la cabeza y se la rascó un buen rato dejando que los dedos se perdiesen entre los negros y aceitosos rizos. -¿Salvador?- Preguntó- nunca sé lo que hace ese hombre. -Está con un asunto de tráfico. Ayer hubo una detención interesante. Lo hemos hablado esta mañana… -Ah, sí, lo del dueño de la cafetería, ya lo recuerdo ¿Y la nueva? Carmen…- dudó- Martínez, digo. Tampoco sé qué hace todo el día. El inspector jefe Carreiro miró al techo intentando recordar. -Hay días que yo tampoco lo sé, pero creo que hoy está con una denuncia por maltrato. Sí, eso es- aseveró-. No creo que tarde en llegar. Pombal inspiró pensativo y se mordió el labio inferior y con él alguno de los pelos del bigote. Estuvo así largo rato con la mirada perdida. Cuando comenzó a hablar la parte inferior de bigote estaba húmeda. -¿Qué has hecho con el primer fiambre?- preguntó al fin. -De momento he mandado a una pareja. Pensaba que fuese Méndez en cuanto me informaran de lo que ha pasado en realidad. -Méndez… ¿Dónde está? Carreiro hizo una mueca de disgusto. -Apagado o fuera de cobertura. -¡Putos móviles…! Sólo funcionan bien en el cine y cuándo yo me sé. Bien, nos quedan dos soluciones o bien esperamos y mandamos a Carmen o a Salvador, al primero que venga, a ver que ha pasado con estos otros dos fiambres o bien…- dejó la frase en el aire Carreiro sonrió -O bien voy yo- acabó la frase de Pombal. -La decisión es tuya. -Voy, me llevo una pareja, hecho una ojeada y te llamo. -Cuando salgas dile a Lola que venga Lola, la secretaria, era pequeña y menuda, tenía cincuenta años, la cara arrugada como si tuviese cien y el pelo corto, rubio y rizado. Un instante después de que el inspector jefe Carreiro dejase el despacho se plantó frente a la mesa del comisario.

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-Dime- el aroma a tabaco negro llegaba hasta Pombal. Sintió ganas de fumar. -Coge el teléfono y no lo sueltes hasta que no localices a alguien de la brigada judicial. A quien sea. Me da igual si es uno de los que está de baja, si viene, me da igual. Quien sea, pero localízame a alguien. -En el archivo está Fernando Andrés- afirmó Lola con gesto burlón. Pombal la miró con cierta cólera en los ojos. -Coge el teléfono y no lo sueltes hasta que localices a alguien. -Que no sea Fernando Andrés- dijo la secretaria girando su cuerpo menudo. Pombal tomó en sus manos una de las carpetas que tenía frente a él en la mesa y apenas unos segundos después, antes de que tuviera tiempo siquiera de abrirla, sonó el teléfono. -Dime. La voz aguardentosa de Lola sonó por el interfono. -Es de la Opinión. ¿Te lo paso? Apartó el auricular de la oreja. La prensa. Jodidos periodistas ¿Cómo es posible que ya se hayan enterado? En cinco minutos estarían llamando los de la SER y los de la COPE. Todo el mundo sabría lo que ha pasado menos él. Se llevó otra vez el auricular a la cara. -No, no me pases a nadie. Di que en diez minutos vuelvan a llamar. Colgó. Tenía que pensar. Seguro que la prensa sabía a estas más que él. Tenía que hacer tiempo hasta que Carreiro le contara algo o quedaría como un imbécil. ¡Joder! Tres muertos en menos de media hora. Piensa, piensa. El timbre del teléfono martilleó otra vez sobre la mesa. Malhumorado movió la mano como un resorte y lo descolgó antes de que sonase dos veces. -Dije que esperaran diez minutos- gritó antes de que Lola pudiese hablar. -Es de la Subdelegación del Gobierno. El subdelegado- dijo la secretaria con voz sosegada. -Pásamelo- el tono que empleó se suavizó, pero no demasiado. Inspiró profundamente y esperó a que hubiese conexión al otro lado de la línea- Buenos días, Manuel, cómo va todo. La voz que contestó al otro lado era aflautada, hablaba muy despacio y lo saludó con circunspección. El comisario reconoció al instante al subdelegado del gobierno. -Buenos días, Manuel ¿Cómo te va la mañana? Manuel Pombal volvió a inspirar profundamente antes de hablar. -Me da la sensación que muy buenos días no son- dijo. Hizo un breve silencio.- Ni lo van a ser. Y la mañana… -Está bien, haremos lo posible para mejorar la situación. Noto cierto pesimismo en tu voz y… 6

-Lo haremos, haremos todo lo posible por mejorar la mañanainterrumpió Pombal la frase, sabía que si no lo hacía recibiría un discurso de varios minutos. Y no tenía ni tiempo ni ganas. Hubo un momento de silencio -Y bien, ¿qué me cuentas? – preguntó el subdelegado un poco contrariado porque lo hubiese interrumpido. -Eso depende de lo que sepas. -Lo que todo el mundo, supongo. Otra mujer más muerta. Y ya no sé ni que número hace. Pombal esperó en silencio a que el subdelegado continuase, pero no oyó nada más. Era evidente que aún no se había enterado del otro par de fiambres. -Pues si te preocupa lo de esa mujer, prepárate para lo que te voy a contar. Tenemos otros dos muertos en la calle Concejo. Con un tiro en la cabeza, al parecer. -¡Cojones! El comisario sonrió. Era la primera vez que oía al subdelegado decir una palabra que no se pudiera pronunciar en un convento de monjas sin escandalizar a ninguna. -¿Y eso? ¡Tres muertos en una mañana!- continuó el subdelegado. -No sé nada aún. He mandado gente a los dos sitios. La poca gente de la que dispongo, porque ya sabes en qué condiciones tengo que trabajarno quería perder la ocasión de quejarse. -Hay que hacer un esfuerzo, Manuel, ya sabes que hago lo que puedo… -Yo también. Te mantendré informado. -Te lo agradeceré. Mejor te dejo, supongo que estarás ocupado. Pombal tuvo la sensación de que había cierta socarronería en el tono del subdelegado, pero desechó la idea enseguida. La sorna no cabía en aquella voz aflautada. -En cuanto sepa algo te llamo- dijo y colgó. Miró el reloj. Las once. El teléfono volvió a sonar. ¡Mierda! ¿A qué hora se había ido Carreiro? Volvió al mirar el reloj. Seguían siendo las once. No, era imposible, aún no había tenido tiempo. El teléfono no callaba. -Dime- descolgó al fin el auricular. -La Opinión otra vez- dijo Lola. Pombal resopló. -¿Qué les digo?- preguntó Lola impaciente. -Di que en una hora informará la subdelegación del gobierno. Eso es, que a las doce, no, a las doce, no, a la una informará el subdelegado.

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Colgó. Bien, tenía un par de horas por delante. Si no llamaba pronto Carreiro iría él mismo a buscarlo. Se incorporó, abrió la ventana del despacho y encendió un cigarrillo. Observó con cuidado la verde ladera que se alzaba frente a él y luego el tráfico que se movía lento y ordenado en la glorieta al lado de la comisaría. El asunto de la mujer podía muy bien ser un caso de violencia de género. Eso estaría bien. Lo resolverían aquella misma mañana. A la tarde a lo sumo, los maridos son fáciles de encontrar. Por mucho que se escondieran no tardaban en caer. Pero si era otra cosa, si había sido un ladrón o algo así... Y los otros dos. Un tiro en la cabeza. Eso le había dicho Lola. Volvió a sonar el teléfono. -Es de la COPE- dijo Lola al contestar-. Quieren hablar contigo. -No, no hablaré con nadie. No me pases a nadie, di a todos que informaremos en la subdelegación del gobierno; a la una, ya sabes. Apagó el cigarrillo y se sentó frente a la mesa dispuesto a abrir la carpeta que tenía ante sí, pero el teléfono no se lo permitió. Descolgó con rabia. -Dime. -Acaba de llegar Salvador. -Que vaya inmediatamente…- Pombal quedó en silencio. -¿A dónde?- Preguntó Lola. Silencio. -A la universidad. Donde la mujer muerta. O dónde quiera, va a ir primero donde le dé la gana… -De acuerdo. -Lola, por favor, si tienes algo más que decirme esta mañana vienes a mi despacho y me lo cuentas, perno no vuelvas a llamarme por teléfono. -No te llamo por teléfono… -No, Lola, no me llamas. Nada de llamadas telefónicas esta mañana. Colgó y abrió al fin la carpeta que tenía ante sí. De la calle le llegaba por la ventana abierta el ruido del tráfico. Notó que le dolía la cabeza y no podía concentrarse. Cerró la ventana y al tiempo que lo hacía se abrió la puerta y apareció el cuerpo menudo de Lola. -Carreiro al teléfono. La miró como si fuera tonta. ¿Qué hacía que no se lo pasaba ya? ¿A qué estaba esperando? -Pásamelo-exclamó -¿Aquí, al despacho? -¡Claro! -Es que como dijiste que no te pasase más llamadas…- dijo Lola y se fue.

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¿Lo había dicho? Maldito teléfono, no había dejado de sonar en toda la mañana. Volvió a sonar. Descolgó el auricular antes de que acabase el primer timbrazo. -Dime, ¿qué sabes? -Acabo de echar una ojeada a esto y huele a suicidio- dijo el inspector jefe al otro lado de la línea con voz que sonaba entrecortada. -Son dos muertos, Carreiro. ¿Se han suicidado los dos? -No-. El no de Carreiro fue seco y llevaba cierto cabreo-. Todo parece indicar que él la ha matado a ella y luego se ha suicidado. Pombal sonrió para sí mismo y la sonrisa mental alivió durante un instante su dolor de cabeza. Tres muertos en una mañana y los tres asuntos resueltos antes del mediodía. Eso si que era todo un record. Ninguno de los fiambres pasaría al gigantesco archivo de casos no resueltos. Al final todo parecía quedar en asuntos de violencia de género. -¿Se sabe quienes son los muertos?- preguntó tras el breve razonamiento. -Al parecer el hombre es el dueño de la vivienda; pero el caso es que estaba soltero y vivía solo, así que no sé quien es la mujer. La verdad es que no he tenido tiempo de indagar más. Eso complicaba las cosas. El comisario meditó un instante. -Bien -dijo-, averigua quien es la mujer y ve a la subdelegación del gobierno, pero tienes que estar allí antes de la una. No aparezcas por allí sin saber quien es ella ¿de acuerdo? -De acuerdo. Pombal colgó sin despedirse. El dolor de cabeza retornó con más intensidad al dejar el auricular sobre la mesa. Vale, tres asuntos resueltos, o casi, pero toda la mañana perdida. ¡Con todo lo que tenía que hacer! Necesitaba un café y una aspirina. El aire fresco de la calle, aún sin recalentar, le sentó bien, tanto como el café, el cigarrillo y la aspirina que se tomó en la cafetería California, al lado de la comisaría. A su regreso, Lola lo esperaba impaciente. -Ha vuelto a llamar el subdelegado. ¡Joder! El subdelegado. Le había organizado una reunión con la prensa y no le había dicho nada, se le había olvidado. Resopló. ¿Se estaría haciendo viejo? Claro que se estaba haciendo viejo, como todo el mundo, pero no más, se consoló. Miró el reloj. Las doce y media. Bueno, calma, aún tenía mucho tiempo, le quedaba media hora por delante. Se encerró en el despacho y fumó un cigarrillo antes de coger el teléfono. La voz del subdelegado al otro lado del teléfono, además de aflautada, sonaba ansiosa. -¿Me puedes decir que es lo que está pasando? Tengo esto lleno de periodistas. -Hombre, muy lleno no estará, esto no es Nueva York -¿A qué juegas, Manuel?-. La flauta se había convertido en violín. 9

-Me debes una- dijo Pombal muy serio. La afirmación tan rotunda del comisario hizo que el subdelegado se quedase sin respuesta durante un instante. Cuando reaccionó, dijo: -No, tú me debes a mí una explicación- recalcó mucho el tú. -Hace poco menos de un par de horas eras un político en un buen lío, con tres muertos sin explicación y ahora eres un político con un montón de respuestas. -Explícate. -La prensa lo quiere saber todo, como es natural. Te he enviado al inspector jefe Carreiro que te pondrá al día y puedas lucirte como te mereces, pero si no te parece bien, me envías a esos periodistas a la comisaría y ya le doy yo las explicaciones. El Subdelegado hizo caso omiso de la última frase. Era evidente que quería quedarse con los periodistas, pero… -No veo a Carreiro por aquí. No estaba muy seguro de que Pombal no se la estuviese jugando. No sería la primera vez. -Estará a punto de llegar, no te preocupes. -Podías haberme avisado. Pombal meditó un instante la respuesta. -Ha sido una mañana horrible, ya sabes como estoy, con el personal bajo mínimos; me he tenido que ocupar yo mismo de casi todo. El subdelegado calló un momento. -Espero que no se retrase Carreiro. -No te preocupes. Además si haces esperar a la prensa, te darás más importancia y a los asuntos también. Siempre puedes decir que has estado trabajando hasta última hora para solucionarlo todo. Cuando al fin colgó, el comisario se reclinó sobre la mesa y por primera vez desde que había comenzado aquella mañana dispuso de una hora entera sin que nadie le molestase. La última llamada de la jornada fue de Carreiro. -Aquí ya se ha acabado todo. La cosa no ha salido demasiado maldijo-. El subdelegado ha quedado encantado con la poca información que pude traerle y la prensa también. -Bien. -Con tu permiso me voy a casa a comer. Te veo por la tarde. -Me parece que no. Esta tarde te vas a encargar tú de todo lo que haya, así vas practicando para cuando seas comisario. Casi una hora después, Pombal encendió un cigarrillo al cruzar el umbral de la puerta principal de la comisaría. Miró el cielo azul y sintió el calor del sol en la cara. Miró el reloj. Eran las tres en punto. Aquella tarde, por primera vez en mucho tiempo, la dedicaría a pasear la orilla del Miño.

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2 Salvador Montaña miró la hora, soltó un bufido, acabó apresuradamente el café, apagó el cigarrillo que sujetaba con la mano izquierda y dejó unas monedas sobre la barra de la cafetería a la vez que se encaminaba hacia la puerta. La mañana lo recibió con un aire fresco y agradable que contrastaba con el ambiente cargado del local que acababa de dejar; el cielo estaba despejado y brillaba azul intenso entre los edificios. Se detuvo durante un instante a mirarlo frente a la puerta de la cafetería que acababa de cerrarse a su espalda, se giró a la derecha y comenzó a caminar calle arriba rumbo a la comisaría como hacía cada día, mañana tras mañana todas las jornadas laborales de su vida, pero sólo había dado tres pasos cuando se detuvo, chasqueó los dedos y la lengua al mismo tiempo y volvió sobre el camino andado calle abajo. Aquella mañana tenía una cita, recordó. Una cita muy especial. Esa era la razón por la que había tomado tan precipitadamente el café sin tiempo siquiera para ojear con un poco de calma la prensa. Todo había empezado una semana antes, una mañana como aquella, aunque fría y lluviosa, cuando desayunaba tranquilamente en la misma cafetería Luna. A aquella hora del día, el ambiente en el local era a la vez calmo y agitado, se mezclaban los que como el, aún adormilados, se desemperezaban con un café y los que lo tomaban como si en aquel día que apenas comenzaba ya no tuvieran tiempo para más. Salvador acababa de encender el primer cigarrillo del día cuando se abrió la puerta y apareció entre la clientela del bar el moro Jalid. Aquella mañana no estaba especialmente sucio ni olía especialmente mal y probablemente la ropa que vestía no llevaría más de una semana sobre él, así que no llamó demasiado la atención y los clientes del Luna, cada uno atento a lo suyo, ni lo miraron. Salvo Salvador que al verlo otear entre las mesas levantó la mano izquierda en la que sostenía humeante el cigarrillo como si le quisiera hacer señales de humo con él. Jalid lo vio y sonrió mostrando una boca con sólo cuatro dientes y todos ellos negros y podridos. -Buenos días, Muntaña-. Jalid llevaba en la mano un gorro negro de lana que nunca había conocido más agua que la de la lluvia y que siempre se calaba hasta las cejas y lo depositó sobre el mostrador. -Aparta eso de ahí si no quieres que nos echen de aquí- gritó Salvador-, y a ti puede que no te importe porque ya estés acostumbrado a que te echen de los sitios, pero yo vengo mucho a este lugar y me gustaría seguir viniendo. Me tratan bien. Jalid retiró el gorro del mostrador e hizo ademán de ponerlo sobre la cabeza, pero se lo pensó mejor y lo guardo bajo la chaqueta de pana que vestía, sujeto al pantalón. Sonrió a Salvador Montaña y mostró de nuevo su 11

desastrada dentadura. Era un berebere moreno y menudo de ojos muy negros y limpios que ni él mismo recordaba porqué ni cuando había ido a parar a aquella pequeña ciudad del norte de España tan lejos de su casa. -¿Quieres café?- preguntó Salvador dando un pequeño sorbo al que tenía delante de sí. -Con leche, Muntaña. Y unos churros, Muntaña. -¿Y un cigarrito?- Jalid sonrió con gesto bobalicón-. ManoloSalvador Montaña levantó la mano derecha-, un café con leche y unos churros para el caballero y otro para mí, el mío solo- gritó al propietario de la cafetería Luna que se afanaba tras el mostrador. Jalid se acodó sobre la barra y dejó una mano sobre ella. Salvador miró la piel agrietada y sucia y las uñas largas y negras. Levantó la vista a los ojos del berebere y dijo al tiempo que hacía un gesto con la cabeza señalando el lavabo: -Ve a lavarte las manos antes de tocar nada. Si comes algo con esas manos te mueres. Bueno, no, no te mueres porque seguro que has comido con ellas más sucias y sigues aquí. Lávatelas bien y no desordenes nada. Déjalo todo como está, menos tus manos. Cuando vuelvas que se vean todos los dedos. Jalid se miró las manos con sorpresa y obedeció sin decir nada. Volvió al tiempo que Manuel Lama, el dueño de la cafetería Luna dejaba sobre el mostrador dos cafés, uno solo y otro con leche y una ración de churros. -¿Qué tal fue la noche?- preguntó Salvador. -Fría, Muntaña. Estos días hace mucho frío. En esta tierra tuya siempre es invierno- respondió Jalid y vertió el sobre de azúcar sobre el café. -Sí, menos cuando es verano. Todo el año, verano o invierno. Como en la vida, Jalid, siempre es verano o invierno. O te asas o te hielas. Jalid lo miró sonriente sin comprender nada y sosteniendo un churro chorreante de café en la mano. Luego lo comió sin dejar de sonreír y se lanzó sobre otro con la mano recién lavada y que ya comenzaba a engrasarse y a pringarse con aceite. El plato quedó vacío antes de que Salvador acabase de revolver su café. Parecía mentira que pudiese comer tan rápido con tan pocos dientes. Salvador dio el primer sorbo a su café y encendió un cigarrillo. Miró el plato y la taza vacíos sobre el mostrador y dijo: -Bien, Jalid, ahora que ya hemos desayunado me dirás a qué se debe tu visita. El otro no respondió. Fijó la mirada en la mano izquierda de Salvador. Salvador sonrió. -¿Vale un cigarrillo lo que me vas a decir?

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-No lo sé, Muntaña, Jalid habla y Muntaña pone el precio. Muntaña es más listo que Jalid y sabe lo que valen las cosas. Salvador sonrió y dejó la cajetilla sobre el mostrador. Jalid tomó sólo un cigarrillo con cuidado exquisito de no tocar los demás. -Qué cabrón eres, Jalid ¿Lo vas a fumar ahora? Jalid lo llevó a la boca y asintió. -Bien- Salvador le acercó el encendedor a la boca-, qué es lo que me tienes que contar hoy. Antes de contestar, el berebere dio una gran calada al cigarrillo y exhaló el humo con placer. Luego dio una segunda calada no tan profunda y esperó un buen rato con el pulmón lleno antes de comenzar a hablar. -Hay un hombre que quiere hablar contigo, Muntaña- respondió al fin dejando salir el humo del pecho. Salvador reflexionó durante un instante. -Un hombre que quiere hablar conmigo ¿eso es todo? ¿y eso vale un cigarro, seis churros y un café? No me parece mucha información. Jalid sonrió. Entre los dientes quedaban los restos de un churro. -El hombre dice que es muy importante que hable contigo, Muntaña. -Ya, pues para hablar conmigo no hace falta ningún intermediario, todo el mundo sabe donde estoy. Mira, tú me has encontrado sin ningún problema ¿Quién es ese hombre, Jalid? Hasta que no hubo dado un par de caladas más al cigarrillo Jalid permaneció en silencio. -Es un hombre que se llama Marinero. -El Marinero- repitió Salvador en voz baja. Era un traficante de poca monta que le debía un par de favores y a quien Salvador debía un par de chivatazos- ¿Y por qué quiere verme ese hombre? -No sé, Muntaña-. Jalid arrojó el cigarrillo completamente consumido al suelo. -¿Cuándo quería verme? Jalid no respondió, sacó el gorro de lana y jugueteó con él antes de calárselo hasta las cejas. Parecía tener prisa por irse. Se movió lentamente balanceándose de un lado a otro. -¿Te vas sin contestar? -El hombre dijo que estaría el martes a las diez en la cafetería Roma. -¡Pero si hoy es miércoles! Te voy a matar, Jalid -A lo mejor también está hoy. Adiós, Muntaña. Jalid se volvió y comenzó a caminar hacia la puerta. Salvador se inclinó hacia delante, lo cogió con fuerza por el brazo, lo detuvo y lo atrajo hacia sí. -No pude verte antes, Muntaña. Perdona, perdona, Muntaña-. El tono de Jalid era implorante, como si realmente tuviese miedo y pidiese perdón.

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-No pudiste verme antes… Estuviste muy ocupado, negocios, supongo. En un hombre como tú, ya se sabe. -Sí, Muntaña, muy ocupado, muy ocupado, Muntaña, muy ocupado. -Como se me escape el Marinero te mato. Toma un cigarro y desaparece de aquí. Jalid sonrió, tomó el cigarrillo y se fue a toda prisa. Aunque era miércoles, el Marinero esperaba pacientemente sentado en la cafetería Roma. La cafetería estaba al otro lado del río, a las afueras de la ciudad y Salvador decidió que bien podía sustituir la visita matinal a la comisaría por una llamada telefónica y caminar tranquilamente hasta la cita en lugar de ir en coche; aunque la mañana estaba nublada, había dejado de llover, el día era agradable y con un poco de suerte no llovería más. Si es que el Marinero decidía darle otra oportunidad, lo vería tras un largo y placentero paseo. Y el Marinero se la había dado. Allí estaba, sentado en un taburete, aburrido, recostado sobre la barra con los codos apoyados en ella y una copa vacía a su lado. -Inspector. Debe de ser un hombre muy ocupado. Sólo hace 24 horas que lo espero- dijo el Marinero el verlo entrar en la cafetería, vacía a aquella hora del día. -Subinspector, Pascual, sólo subinspector-. Salvador se sentó a su lado en uno de los taburetes de la barra. La cafetería Roma era un local destartalado y viejo, amueblado con hierro y formica que ocupaba el bajo de un edificio igual de viejo y destartalado al que la ciudad en su imparable crecimiento había absorbido. Destacaba especialmente por la mugre de las paredes que algún tiempo atrás debieron de ser blancas y ahora tenían un color indefinido el entre amarillo y el gris. Aquella mañana lo atendía una camarera muy joven y algo regordeta que se acercó a Salvador en cuanto se sentó al lado del Marinero. El uniforme negro tenía tanta grasa encima que brillaba más que los fluorescentes mortecinos del techo. -Una de lo mismo para mí y supongo que otra para el caballero- dijo el Marinero a la joven. -Para mí un café- intervino Salvador-. Solo-. Encendió un cigarrilloVaya, vaya- continuó diciendo-, Pascual López, alias el Marinero. ¿Un cigarrito? El otro tomó el cigarro que le ofrecía y se lo llevó a la boca. Lo dejó colgando de la comisura en el lado derecho. -Pues sí, Subinspector- dijo remarcando mucho el Sub y moviendo el cigarrillo de arriba abajo al mismo tiempo que los labios al hablar-. Ya pensé que no quería verme. -Yo pensé que eras más listo y escogías mejor los mensajeros. ¿Cómo se ocurre mandarme un mensaje por Jalid? Si llega a descuidarse un

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poco me da el mensaje la semana que viene. Pero, bueno, el caso es que los dos estamos aquí. La camarera se acercó con una taza humeante de café que depositó frente a Salvador y una botella con la que llenó la copa del Marinero que la tomó en la mano apenas la camarera se apartó y le dio un buen trago que casi medió el contenido. -¿Qué pasa, Subinspector, no me acompaña con una copa?- dijo cuando dejó la suya sobre la barra. Cuando decía subinspector hacía que el aire saliese muy sonoro de la boca al inicio de la palabra, remarcando la ese. Salvador no respondió, lo miró al tiempo que removía lentamente el azúcar en el café. El Marinero, un hombre de no más de treinta años, de cara redonda y cabeza completamente afeitada, le devolvió, un tanto desafiante, la mirada. -Espero que no me hayas hecho venir hasta aquí para invitarme a una copa de ese matarratas- dijo al fin Salvador. Luego dejó de remover el café y tomó un sorbo-. Espero también que no me estés haciendo perder el tiempo. Así que aquí me tienes, esperando. -No sea impaciente, subinspector, que yo estoy aquí desde ayer. Salvador tomó otro sorbo de café. El Marinero se mostraba muy seguro de sí mismo, así que dedujo que le iba a contar algo importante, o, al menos, algo que el propio Marinero consideraba importante. Intentó ser paciente. Apuró el café y dio una calada al cigarrillo. El otro, sin dejar de mirarle, hizo lo propio con la copa. -Si sigues bebiendo así de rápido te vas a marear. -No se preocupe, subinspector- nuevamente remarcó sobremanera el sub. -Si me vuelves a llamar subinspector, te meto una hostia que vas a necesitar tres copas como esa para anestesiarte la cara, además sin los dientes que te voy a quitar, la ese te va a silbar demasiado ¿Vale, Pascual? Así que menos cachondeo-. Notó que se le había acabado la paciencia. El Marinero también lo notó. -Tranquilo, sub…- la frase quedó en el aire. -Estoy muy tranquilo, no te preocupes. Ahora, dime a qué he venido hasta aquí. El Marinero miró la copa y lamentó verla vacía. -Un kilo de farlopa- dijo. -No me digas que has venido a entregarte. Sería todo un detalle. -Ya no me dedico a eso, ya lo sabe. Lo he dejado. -¿Estás seguro? Si quieres le preguntamos al Chino, por ejemplo. A lo mejor nos dice otra cosa. No sé porqué, pero no te creo. -No hay otra cosa que decir, es la verdad, créame, sub…

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-Subinspector, Pascual, subinspector, pero sin cachondeo. ¿Qué es eso de la farlopa? -Esta tarde habrá una entrega. Sobre un kilo, camino de Madrid. -¿Quién y dónde? El hombre estaba a las cinco de la tarde, como había dicho el Marinero, frente a la estación de ferrocarril. Hacía cinco minutos que había bajado de un taxi, paseaba frente a la puerta sin decidirse a entrar y miraba impaciente a un lado y a otro para confirmar que nadie lo seguía. Estaba nervioso. Era un hombre joven, bien vestido, con aspecto de estudiante. Podía ser cualquiera de los muchos universitarios que aquella tarde tomarían un tren hacia cualquier lugar. Lloviznaba y llevaba un impermeable azul, como la bolsa que pujaba en la mano izquierda. Miró la hora. Salvador, al cobijo del alerón de la estación para no mojarse, miró también el reloj. Las cinco y diez. El joven volvió a mirar a su alrededor y se encaminó al fin hacia la puerta. La pareja de policías que lo esperaba en el vestíbulo comenzó a caminar hacia él también. Cuando lo detuvieron la piel de la cara se le volvió tan pálida que Salvador pensó que se les iba a desmayar allí mismo. Era evidente que en ningún momento se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que aquello ocurriera. Miraba a los agentes con el rostro desencajado y parecía a punto de preguntarle cómo habían sido capaces de saber que llevaba cocaína. El joven era Andrés García, de veintiséis años, soltero, sin antecedentes penales conocidos y residente en Vigo. En la sala de interrogatorios se movía como un perro enjaulado por primera vez. Salvador lo había mirado con pena antes de mandarlo sentar. Había mirado luego el reloj y apostado consigo mismo que antes de diez minutos le habría contado hasta lo que le habían traído los reyes magos cuando tenía tres años. Sentado frente a él lo miró en silencio un par de minutos observando como le brotaba el sudor en el bigote. -¿Qué día naciste?- preguntó al fin El joven asustado y sorprendido por la pregunta no contestó -Que cuándo es tu cumpleaños- el tono que empleó Salvador dejó claro que no admitía el silencio por respuesta. -El seis de agosto- la voz era temblorosa y casi susurrante. -Y tienes… -Veintiséis. -Veintiséis, ¿Sabes dónde vas a estar el seis de agosto del día que cumplas treinta? No hubo respuesta. Esta vez Salvador tampoco la esperaba.

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-Yo sí lo sé- dijo-. Vas a estar en un lugar en que los años que se cuentan y se cumplen son los de la condena. Y allí vas a estar cuando cumplas treinta y uno y treinta y dos y hasta cuando cumplas treinta y tres. El joven se secó el sudor de la cara con la manga de la camisa. Salvador le ofreció una servilleta de papel. La empapó en un instante. -¿Sabes lo que la colaboración con la justicia? Otra vez que tampoco hubo respuesta. -Me imagino que te harás una idea de lo que es- insistió salvador. Ahora el joven asintió con la cabeza. -Bien- continuó Salvador-. Con lo que te hemos pillado te pueden caer diez años, de hecho, te caerán diez años a no ser que colabores conmigo y me cuentes unas cuantas cosas que quiero saber. En ese caso, la cosa puede quedar en cuatro o, con un poco de suerte en menos incluso. Son seis años de diferencia, seis cumpleaños menos. No sé si te das cuenta de la diferencia. El detenido lo escuchaba con la cabeza gacha sujeta entre las manos. No dijo nada. -¿Te das cuenta de la diferencia? -Sí- respondió el joven en un susurro casi imperceptible. Salvador sabía que en su interior se libraba una batalla, la misma que había visto ya tantas veces en tantos y tantos detenidos. El silencio y el honor o el deshonor del chivatazo. Y el miedo. El puto miedo. Si dices una solo palabra a la policía, te mato. Notó que se estaba cansando de repetir una y otra vez la misma historia, de ver las mismas caras angustiadas en aquella sala, de hacer siempre las mismas preguntas y oír, siempre también, las mismas respuestas. Espero un buen rato a que el detenido meditase antes de preguntar: -Y bien, ¿tienes algo que decir sobre el origen de la cocaína que llevabas? El joven levantó la vista hacia él y con un notable esfuerzo adoptó una postura digna y negó con la cabeza. El sudor le goteaba en la frente. Se había equivocado, el joven tardaría más en derrotarse de lo que había imaginado. Era tarde y no tenía ganas de continuar con aquello. Estaba cansado. Una noche de meditación en el calabozo le llevaría a grandes conclusiones. -En ese caso no hay más que hablar- dijo secamente y se incorporó. -¿Puedo hacerle una pregunta?- preguntó el joven cuando ya le daba la espalda. Salvador se volvió hacia él y sonrió. -Así que no quieres contestar a mis preguntas y quieres que yo conteste a las tuyas. Está bien, seré bueno y contestaré a tu pregunta, dime. El detenido meditó un instante antes de decir: -¿Cómo sabían que llevaba la coca? 17

La sonrisa que aún tenía Salvador en la boca se convirtió en risa franca. En una carcajada que sonó en la sala como una burla. -¿Cómo puedes ser tan iluso?- preguntó sin esperar respuesta. El joven lo miró desorientado. -¿Qué te crees, que lo he soñado esta noche? ¿Qué he tenido una revelación del Señor? O es que te crees que esta mañana me he levantado y he tenido la inspiración: Andrés García aparecerá en la estación con un kilo de cocaína en una bolsa azul- la voz de Salvador sonaba solemne y ahuecada-. Me lo ha dicho un pajarito, amigo- su voz volvió a sonar normal-. Hay pajaritos que cuentan las cosas, no son como tú que te lo callas todo para ti. En la cara del joven hubo una transformación. Salvador supo que aquel era el momento. Volvió a sentarse frente a él. Borró la sonrisa de la cara y dijo en tono muy serio. -Alguien se ha ido de la lengua y tú eres el pagano. ¿Qué te habías pensado? ¿que trabajabas con gente honrada? Yo que tú pensaría en cuantas personas sabían lo que ibas a hacer y echaría cuentas. -Pero… no lo puede saber nadie más que… -¿Cuánto te han pagado por el viaje? -Dos mil. -Seguro que el que te vendió lo hizo por mucho menos. Mira a ver si por dos mil euros te merece la pena ser fiel y leal a un traidor y pasar diez años preso, haz cálculos y mira a ver a cuanto te sale el año. O a lo mejor te salen gratis porque puede que no hayas ni cobrado. Te prometen pagarte en destino y si te pillan se ahorran tu sueldo. El detenido lo miraba como si le estuviera descubriendo el mayor de los secretos del universo. Antes de un minuto comenzaría a hablar, Salvador estaba seguro. Decidió facilitarle la tarea. -¿Fumas? El joven asintió. Le ofreció un cigarrillo y encendió otro para sí. Sin que le preguntara nada, el detenido comenzó a hablar: -Me lo dio un tal Pascual. ¡La madre que lo parió! Pensó Salvador, pero se cuidó de no manifestar nada. Contó hasta tres antes de hablar. -Pascual… -No sé nada de él, bueno, sólo que lo llaman Marinero, aunque no sé si ha estado embarcado. El resto vino todo rodado, Andrés García le contó como el Marinero le había ofrecido dos mil euros por llevar un paquete a Madrid. Al principio no le había querido contar lo que había en el paquete, pero el suponía que era droga así que acabó contándole que era cocaína. El propio Marinero se la entregaría en Orense y él la llevaría a Madrid, donde habría un hombre 18

esperándole. No, no sabía quien era el hombre, no le había dicho el nombre, sólo que estaría esperando en la estación. Aquella misma tarde, una hora antes de que lo detuvieran, había cogido un taxi y había ido al aparcamiento de Carrefour donde le esperaba el Marinero con la bolsa azul, se la había entregado y lo demás ya lo sabía. No le había costado demasiado encontrar al taxista a la mañana siguiente. La tarde anterior había tenido la precaución de anotar la matrícula cuando llegó a la estación con el joven de la bolsa azul. El taxista era un hombre gordo y grande de barriga prominente y bigote casi del mismo tamaño. Hablaba muy pausadamente. Corroboró todo lo que había contado Andrés García en la sala de interrogatorios. -Sí, recogí un joven a eso de las cuatro y lo llevé a Carrefour. Me contó que se iba de viaje y tenía que encontrarse antes con un amigo allí. Luego me pidió que lo llevara a la estación -¿Recogió algo allí? Quiero decir si el amigo con el que se encontró le dio algún paquete o algo así. -Le dio una bolsa azul. Me llamó la atención porque el joven me había dicho que se iba de viaje y no llevaba equipaje alguno. Por eso recuerdo que cogió una bolsa. Salvador mostró la foto del Marinero que llevaba consigo. Era una mala foto en la que la cara redonda de Pascual parecía un balón de fútbol y la expresión que mostraba era totalmente la de un estúpido. A pesar de ello, el taxista lo reconoció al instante. -Sí, era este. Salvador decidió enviar recado al Marinero para que se encontrara con él a través de Jalid. Le pareció gracioso que fuese Jalid quien le llevase el mensaje de vuelta y fuera el Marinero el que acudiera a él o lo estuviera esperando en lugar de dedicar su tiempo a buscarlo y detenerlo. Por eso aquella mañana soleada de abril, la primera mañana soleada después de todo un mes de lluvia, tenía una cita a las nueve en punto en la cafetería Roma. Iba a detener a Marinero. Cruzó la ciudad disfrutando del paseo, del aire fresco aún mojado con la lluvia de los días anteriores y cargado ya de aromas a flores y primavera. Iba pensando cual sería la razón por la que el Marinero había realizado una estupidez como aquella. Le costaba comprenderlo, pero estaba seguro de que detrás de todo estaba el Chino. Sí, no le cabía la menor duda. Cincuenta metros antes de llegar a la cafetería Roma vio el coche con los dos agentes que esperaban para detener al Marinero. Uno de ellos parecía dormitar, el otro estaba atento a todo cuanto ocurría a su alrededor Los saludó de lejos y les indicó con un gesto de la cabeza que lo siguieran. El coche avanzó lentamente tras él y se situó frente a la puerta de la cafetería Roma.

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El Marinero se encontraba en su eterna postura, recostado en la barra del bar y con una copa vacía a su lado. La cabeza recién afeitada le brillaba como una bola de billar. Había cuatro o cinco clientes más en la cafetería. Todos ellos obreros con rasgos en sus caras de otro continente, enfundados en uniformes azules desleídos. Salvador tuvo la sensación de que las paredes se habían vuelto aún más sucias y viejas que el día anterior. Pensó que sería por lo soleado de la mañana. -Buenos días, subinspector, supongo que habrá tenido una buena caza. Así se las ponían a Felipe II ¿Eh?- saludó el Marinero saliendo de su letargo al ver a Salvador. Tenía una sonrisa que le cruzaba la cara de lado a lado. Como vio que Salvador no respondía, borró la sonrisa de la boca y continuó-: Ya ve que yo soy puntual para acudir a las citas. No me hago esperar. Salvador se acomodó silencioso a su lado. -Un café- gritó a la camarera sin devolver el saludo-. Y pon otra copa al señor. -Gracias por la copa, subinspector. Todo fue como le conté, supongo. El Marinero se mostraba impaciente. Se le notaba la prisa por que le confirmasen la detención. -¿Quién te dio el chivatazo? La pregunta de Salvador sorprendió un poco al Marinero que lo miró asustado. -No me diga que el chaval no estaba en la estación- dijo sin disimular la preocupación. Salvador sonrió. -No te preocupes, estaba allí, pero ¿Quién te dio el chivatazo? Ahora el Marinero sonrió con suficiencia. -Bueno, uno tiene sus contactos. -No me digas. La camarera llenó la copa y depositó el café sobre el mostrador. El Marinero como era su costumbre se la echó al coleto y la medió de un solo trago. -¿Fuiste a la escuela?- preguntó Salvador sin mirar al otro mientras removía con calma el café. El rostro redondo del Marinero se volvió aún más esférico en una sonrisa bobalicona. Salvador encendió un cigarrillo. -Estoy seguro de que en la escuela eras el más tonto. O es que no fuiste siquiera. Sí, seguro que no fuiste, si hubieras ido no serías tan estúpido, algo se aprende siempre. -Subinspector…- intuía que estaba en dificultades y al hablar le temblaba levemente la mandíbula. -¿De donde sacaste al chaval? 20

-¿Qué chaval? Los dos sabían cual era la respuesta, así que Salvador no dijo nada y se limitó a mirar en silencio. El marinero apuró la copa. En la cara redonda los ojos parecían querer salirse. -No sé lo que le habrá contado, pero es todo mentira. Ya sabe como son esa gentuza, dicen lo que sea para librarse. -Lo que sea, Pascual, lo que sea. Esa gentuza dice lo que sea. El marinero miró a la puerta. Vio el coche de policía al otro lado de la acera. -Ni lo intentes- dijo Salvador-. Si estás pensando en largarte, ni lo intentes. Como comprenderás, yo no soy tan estúpido como tú y hago las cosas con un poco de cabeza. Y ¿sabes por qué? Porque yo sí fui a la escuela. La única manera que tienes de salir libre de aquí es que mantengamos una larga conversación y me cuentes unas cuantas cosas. No tengo nada contra ti y supongo quien está detrás de todo esto, así que… El Marinero trató de mantener la entereza. -No tenemos nada de qué hablar. Yo ya le dije el otro día todo lo que tenía que decir. Lo que le haya contado el chaval es todo mentira y además tendrá que demostrarlo. Salvador sonrió, apuró la taza de café y arrojó el cigarrillo al suelo. -Hay que ser idiota para ir a cometer un delito en taxi. El taxista te ha reconocido y corrobora, punto por punto, lo que me ha contado el chaval. Porque me lo ha contado todo, Pascual, todo, no se ha dejado ni una coma; se ve que le hemos asustado más la cárcel y yo que todas tus bravuconadas. Así que ya sabes… La cabeza del Marinero brillaba y se comenzaba a llenarse de gotitas de sudor. Miró al subinspector durante un rato sin decir nada, luego inspiró y llenó los pulmones dispuesto a decir algo, pero cuando iba a hacerlo, Salvador lo interrumpió: -Ya que veo que no vas a contarme nada, te doy un par de minutos para que tomes la última copa en, digamos seis o siete años. -Se equivoca, subinspector. -No, no me equivoco ¿Quieres la copa? Asintió en silencio. Salvador hizo un gesto a la camarera señalando la copa vacía y esperó a que la llenase. -Estoy seguro de que detrás de todo esto está el Chino. Ve calculando a quien le tienes más miedo, a él o a mí. Te voy a dar un par de días para que lo pienses y luego continuaremos con esta conversación. El Marinero vació la copa de un par de tragos y se levantó muy digno hacia la puerta. Cuando Salvador llegó a la comisaría el sol ya calentaba, tenía calor y la camisa sudada pegada al cuerpo y comenzaba a arrepentirse de haber hecho el camino de vuelta andando. Un paseo por la mañana estaba bien, 21

pero dos el mismo día ya le parecían demasiado. En la oficina se dejó caer sobre la silla frente a la mesa de trabajo y se dispuso a liquidar todo el asunto de la cocaína, el Marinero y el pobre pringado que habían usado como correo. ¿Por qué querría el Marinero que pillaran al chaval con el paquete? ¿Sería de la competencia del Chino? Tenía que ser algo así. -Salvador- oyó decir a su espalda y la voz aguardentosa de la secretaria del comisario lo sacó de sus pensamientos. Seguro que ya le iba a pedir todos los papeles que le debía. Le había prometido entregarlos ya tres veces por lo menos. Se volvió y sonrió. -Ya sé que no puedes vivir sin mí, Lola, cariño. Pero no te preocupes, dile al jefe que ahora mismo le preparo todo lo del asunto de la cocaína. Acabo de detener al Marinero. -Al jefe eso hoy no le importa nada, Salvador. Esta mañana han aparecido tres muertos. -¡Joder! Tres y todo. Cómo se nota que somos una gran ciudad. -Toma ahí te he anotado las direcciones- la secretaria tendió un papel que Salvador recogió-. Ha dicho el comisario que te vayas inmediatamente. Salvador doblo el papel y lo guardo sin mirar en el bolsillo de la camisa, junto al paquete de tabaco. -Si lo dice el jefe… hasta luego, Lola. Se levantó y dejó el despacho sin dejar de mirar a la secretaria. Al girar, tras cruzar la puerta se dio de narices con su compañera Carmen Martínez. Estuvieron a punto de irse al suelo los dos. Sobre todo ella, que tuvo que colgarse de su cuello para no caerse. -Vamos- dijo Salvador-, ven conmigo, tenemos trabajo.

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Carmen se encontraba incomoda. La mujer que tenía enfrente era en realidad un poco más baja que ella, pero entre el peinado que con un cardado levantaba el pelo rubio por encima de la frente y los afiladísimos zapatos de tacón de aguja, parecía mucho más alta. Estaba muy maquillada disimulando un moratón en el pómulo derecho y vestía una blusa blanca tan ceñida como escotada que remarcaba su anatomía y su ropa interior de igual modo. Hablaba muy atropelladamente y perdiendo constantemente el hilo de lo que estaba diciendo. Era la segunda vez que la entrevistaba. La primera vez había sido la semana anterior, cuando se había presentado en la comisaría a denunciar los malos tratos a los que la sometía su marido. Ya entonces, la denuncia había consistido en un torbellino de palabras y le costó realmente entender lo que la mujer quería decir. La había atendido por casualidad; durante aquellos días, con la carencia de personal que padecían en la plantilla, todos tenían que hacer casi de todo y aquella mañana, cuando la mujer llegó llorosa a la comisaría, fue ella la que estaba más cerca. Después supo que habían detenido al marido y se olvido de la mujer hasta la tarde anterior. Aquella tarde, como siempre hacía antes de dejar la oficina, lo había recogido todo, había dejado la mesa de trabajo ordenada, había dado también dos toques a la de Salvador que se encontraba frente a la suya para que tuviera cierta apariencia de orden y se disponía a marcharse a casa. Sonó el teléfono y la voz del comisario al otro lado de la línea la asustó. -Martínez, venga a mi despacho- el comisario fue seco y colgó sin más explicaciones. Ella también colgó y sintió como el corazón se le aceleraba. No le gustaba entrar en general en el despacho del jefe y aquella tarde en particular no le había gustado la voz del comisario Pombal. Era evidente el mal humor. Estaba segura de que tendría problemas, que le caería una bronca, aunque por mucho que lo intentaba no se imaginaba qué podía haber hecho mal. Hacía tanto tiempo que no recibía una llamada así que ya se había olvidado de los días en que llamadas como aquella eran lo ordinario. A su mente acudieron un montón de recuerdos desagradables de un lugar que ahora le parecía irreal y muy lejano y de un tiempo que no quería más que olvidar. Hizo un esfuerzo por olvidarlos una vez más. Miró a un lado y otro buscando la imagen de Salvador, pero no lo vio. Lo maldijo por la habilidad que tenía para desaparecer y no hacer nada, para estar invariablemente ausente en los momentos más importantes. Estaba siempre a su lado para atufarla con el humo de los cigarrillos y cuando más lo necesitaba desparecía. No había conocido a ninguna persona que tuviera 23

la serenidad de Salvador para enfrentarse a la autoridad. Le daba igual lo que le dijeran, él era capaz de reírse en las mismas narices del comisario. Inspiró profundamente, se atusó el peinado, recogió el bolso y se dirigió al despacho del comisario. Durante el camino por los pasillos de la comisaría no podía dejar de pensar qué sería lo que quería de ella y cómo se enfrentaría a lo que fuese. A veces tenía la sensación de que provocaba una especie de ira en los hombres cuando se sentaban tras una mesa de castaño oscuro en un asiento de piel negra con respaldo alto. Cuando llegó al despacho se detuvo un instante. La secretaría ya no estaba así que se frustró su idea de preguntarle a ella lo que ocurría. Tendría que entrar a ciegas al despacho. Llamó a la puerta y espero hasta que oyó la voz del comisario Pombal que decía: -Adelante-. La voz sonó seca y enérgica. Carmen dio un respingo antes de abrir. La puerta se abrió lenta y tímidamente. -Ah, es usted, Martínez, pase y siéntese. El ambiente del despacho estaba enranciado por el olor a tabaco. El comisario cerró una carpeta que tenía abierta sobre la mesa y la miró fijamente. Carmen temblaba por dentro. Los cinco segundos que el comisario Pombal tardó en abrir la boca se le hicieron eternos. -Tenemos un problema, Martínez. El uso del plural la tranquilizó. Cuando Manuel Pombal usaba el plural para referirse a un problema significaba que el problema era fundamentalmente suyo. Se lo había explicado Salvador, “si dice que vamos a hacer algo, es que lo vas a hacer tú, pero si dice que tenemos un problema, es que el problema lo tiene él”. Probablemente en aquella ocasión se iba a librar de la bronca. Le hubiera gustado saber si ella tenía algo que ver con el problema, pero prefirió ser paciente y no decir nada. Esperó a que el comisario continuase. El comisario se revolvió incómodo en el sillón. -No sé si recordará un caso de violencia doméstica que tuvimos la pasada semana. Una denuncia por malos tratos que acabó con el marido preso. Tiene que recordarla, fue el único caso de ese estilo que tuvimos esa semana. Creo que fue usted la primera persona que le tomó declaración. No tuvo que hacer ningún esfuerzo, lo recordaba perfectamente. Efectivamente había tomado ella misma declaración a la mujer. Era un torbellino que no dejaba de hablar y de llorar. Le había costado muchísimo entenderse con aquella mujer ¿Habría hecho algo mal? -Sí, lo recuerdo- dijo un poco asustada. -¿Qué le pareció? No comprendía bien la pregunta, pero le tranquilizó. Al parecer no había hecho nada mal. No era ella la que tenía el problema. Se encogió de hombros y abrió los ojos con aire interrogante. El comisario se explicó: 24

-Quiero decir que… no sé, si notó algo que no le pareciera normal en un caso como ese. -Bueno, la mujer no dejaba de hablar. Era difícil entender lo que quería decir, parecía estar muy nerviosa y pasaba de un tema a otro sin ninguna lógica. Lloraba mucho también. Por lo demás, no sabría decirle… -¿No notó ninguna contradicción en la declaración? Hizo memoria durante unos segundos. -No, la verdad es que no. -Bien- el comisario hizo un silencio, inspiró profundamente y se llevó ambas manos a la cabeza haciendo desaparecer los dedos entre los rizos-, pues tengo la sensación de que tenemos un hombre inocente en la cárcel-. Dicho esto retiró las manos de la cabeza y miró a Carmen como si esperara que ella fuera a hablar, a emitir alguna opinión. Carmen le devolvió la mirada irritada. ¿Por qué tenía que poner en duda la declaración de la mujer? Ella era la víctima, no la culpable. Se mordió la lengua para no decir nada. El comisario se dio cuenta enseguida-. Me imagino lo que está pensando, Martínez- dijo, levantó la mano derecha en ademán de calma y continuó-: pero no es eso. No se crea… -No me creo nada, comisario. Esa mujer ha denunciado al marido por malos tratos, el juez ha decretado prisión y en su momento, cuando llegue el juicio, decidirá sobre su culpabilidad, pero de momento hay indicios…interrumpió Carmen que no pudo reprimirse. El comisario sonrió. Pareció gustarle la interrupción de Carmen. Siempre la había encontrado demasiado pusilánime y le gustaba que mostrase cierto carácter. -No haga juicios por adelantado, Martínez. -No hago juicios, comisario, soy policía, pero convendrá conmigo que… -No, Martínez, no convengo nada con usted- afirmó seriamente el comisario que no estaba dispuesto a iniciar una discusión sobre la violencia de género con ella y aquella hora de la tarde y había decidido acabar ya aquella conversación-. Digamos que por razones que no vienen al caso, sospecho que puede haber un inocente en prisión, y eso me altera profundamente, Martínez, y a usted debería preocuparle y alterarle también, somos policías y nos pagan por detener a los culpables, pero sólo a los culpables, así que quiero que mañana por la mañana mantenga una conversación con esa mujer y averigüe todo lo que sea posible ¿entendido?Carmen asintió en silencio-. El motivo por el que le encargo esto a ustedcontinuó el comisario después de detenerse un instante para tomar aire- es precisamente su predisposición a encontrar al marido culpable y a ponerse del lado de la mujer. Como verá, he sido lo más ecuánime posible-. Hizo una pausa y miró el reloj-. Es tarde ya, supongo que querrá irse a casa.

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Mañana por la mañana me informa de lo que haya averiguado. Buenas tardes. -Buenas tardes, comisario- dijo Carmen roja de ira. La brusca despedida del comisario la enojó más que el encargo que le había hecho. Parecía que nunca podría mantener una conversación afable con un hombre sentado tras una mesa de castaño oscuro en un sillón de piel negra con respaldo alto. Aquella noche no durmió bien. Estaba acostumbrada al insomnio, hacía tiempo que convivía con el, pero en la madrugada no pudo dejar de pensar en la conversación con el comisario Pombal y la grosera manera en que la había despedido del despacho. Le preocupaba también el encargo que le había hecho, no sabía si en realidad el comisario la utilizaba como coartada para tapar un prejuicio machista o si después de todo había de reconocer que al elegirla a ella mostraba interés real por descubrir la verdad y la utilizaba como garantía. Pero lo que de verdad le dolía era el tono autoritario que había empleado con ella. Sobre la mesa que había ordenado la tarde anterior encontró al llegar a la mañana a la comisaría una carpeta roja con todos los datos relativos al caso. Allí, en el interior de la carpeta estaba la declaración de la mujer, la del marido y la de varios vecinos y la copia de un parte de lesiones. Con un café de la máquina del hall en un vaso de plástico se acomodó y se dispuso a leer el contenido de la carpeta. Lo leyó lentamente y con atención y al acabar alzó la mirada y buscó con la vista a su compañero Salvador, pero no vio más que la mesa vacía y desordenada. Miró el reloj, ya casi eran las diez y Salvador aún no había llegado. Se estaba pasando con la hora, pensó. De pronto recordó que aquella mañana no iría por la comisaría, tenía un asunto de cocaína entre manos y le había contado que iba a detener a un tipo. Volvió a mirar el reloj. Lamentó no poder comentar el asunto con Salvador, no era un policía muy trabajador, de acuerdo, pero tenía un olfato impresionante; aunque a ella, después de haberlo leído todo, le parecía que el marido era un maltratador de libro. Decidió llamar a la mujer y citarla en la comisaría. Buscó el teléfono en la carpeta y la llamó. Era un móvil. El timbre sonó varias veces antes de que respondiese. Reconoció la voz enseguida. -¿Dolores Álvarez?- preguntó, pese a no tener duda alguna de que era ella la que contestaba. -Si ¿quién llama? -Soy la agente Martínez, de la comisaría de policía, me gustaría hablar con usted sobre la denuncia que ha presentado. Hubo un breve instante de silencio. -Ah, sí- dijo la mujer. -¿Podría venir por la comisaría? Esta vez la mujer respondió inmediatamente: 26

-¿Por la comisaría? Claro, claro, por comisaría, por la denuncia, claro. La comisaría me queda muy mal, mire, yo estoy, no sabe, es que estos días tengo, estoy muy ocupada y, claro, si me desplazo hasta la comisaría, ello supondrá para mí una pérdida de tiempo, es que no sé si sabe, pero estoy con la colección de verano que, como este año ha venido el tiempo tan malo, porque, ya ve, no ha dejado de llover en toda la primavera, que vaya mes de marzo que hemos tenido, ha sido uno de los peores que se recuerdan… -Dolores- Interrumpió Carmen. -¿Sí? -¿Dónde está usted ahora? -¿Ahora? En la tienda. Ya le digo que… -No, no me diga nada, me hago cargo. ¿La dirección de la tiendaCarmen miró los datos de Dolores que tenía en la carpeta- es la que nos dio el día que hizo la denuncia? -La tienda es de bisutería, ¿sabe? Es pequeña, pero con mucho gusto. -¿Avenida Buenos Aires?-. Carmen estaba dispuesta a que hablase sólo lo necesario. -Eso es, en la avenida de Buenos Aires, justo en la esquina con… -Estaré allí en quince minutos- dijo Carmen y colgó el teléfono antes de que Dolores Álvarez le explicase el plano callejero de la ciudad de Orense. Era una mañana agradable de abril, la primera mañana después de un mes seguido de lluvia. El aire parecía aún húmedo y fresco, como su alguien lo hubiese renovado en toda la ciudad; además olía a jazmín. Carmen se demoró todo lo que pudo antes de llegar a la tienda de bisutería. Le daba pánico enfrentarse a la verborrea descontrolada de aquella mujer; además no sabía cómo hacer lo que iba a hacer y no le gustaba nada hacerlo. Se sentía mal y utilizada por Pombal como coartada. Antes de entrar observó durante un par de minutos la tienda desde la acera contraria. Frente a ella tenía un escaparate tan lleno de bisutería que no dejaba ver el interior que sólo podía vislumbrar a través de la puerta y sobre ella un cartel en tonos verdes que anunciaba: FANTASÍAS Y COMPLEMNTEOS LOLI. El local era pequeño, no más de veinte metros cuadrados, pero todos y cada uno de ellos atestado de pulseras, collares, fulares, cinturones, bolsos y pendientes. Es que también vendo complementos de todo tipo, no sólo bisutería, le explicaría más tarde Dolores Álvarez. Carmen abrió la puerta y una campanilla tintineó. La miró un poco sorprendida, no alcanzaba a comprender la necesidad de la campanilla en un local de aquel tamaño. Miró al frente y no vio trastienda alguna que justificase la campanilla.

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La mujer la reconoció enseguida. Dejó sobre el mostrador el plumero que sostenía en la mano y lo rodeó para saludarla. -Usted es la policía- dijo mientras se situaba frente a Carmen con sus vaqueros ceñidísimos al igual que la blusa blanca cruzada, sus zapatos de tacón de aguja y el pelo rubio cardado. Carmen la miró despacio antes de decir nada. Calculó que no era más alta que ella, aunque lo pareciese por los zapatos y el cardado. -Siento no poder invitarla a sentarse, pero como verá no tengo ni una silla. También siento que haya tenido que venir hasta aquí, pero ya ve. Lo tengo todo manga por hombro, tengo que colocar la nueva colección y voy retrasadísima. -No se preocupe- interrumpió Carmen-. Me gustaría preguntarle algunas cosas, no tardaré mucho-. Abrió el bolso y extrajo una libreta. -Dígame, dígame. Yo le contestaré a todo lo que quiera. Carmen no albergaba ninguna duda de que así sería. -Necesitamos aclarar…- no sabía como llevar aquel asunto-. Necesitamos aclarar algunos puntos, ya sabe, es necesario que todo esté claro para el juicio. La campanilla tintineó. Carmen se volvió y vio una mujer de unos cincuenta años que cruzaba la puerta. -Buenos días, Loli- saludó la recién llegada. -Buenos días, Paquita. Ahora mismo te atiendo. Carmen agradeció la interrupción, le daba tiempo para pensar y decidir lo que iba a hacer. -No se preocupe por mí. Atienda a la señora, yo espero- dijo, se volvió a mirar la calle y se desentendió de las dos mujeres. Si Dolores Álvarez había sido maltratada no tenía ningún derecho a hacerle rememorar inútilmente el infierno que sin duda había vivido. Acaso lo mejor era hacerle un par de preguntas tontas y decirle a Pombal que todo era correcto, que no había ningún inocente en prisión. Estaba convencida de que no lo había. -Esta señora es policía- oyó decir a su espalda-. Ha venido para preguntar algunas cosas sobre José Luís. -¡Menudo sinvergüenza!- exclamó la clienta mirando directamente a Carmen y haciendo un gesto con la mano derecha que reafirmaba lo que había dicho. Luego, tras un breve silencio, volviendo la vista a Dolores, continuó-: bueno, entonces mejor me voy sin entretenerte. La campanilla sonó de nuevo y la mujer se fue. Carmen y Dolores quedaron frente a frente y en silencio. Las pocas dudas que la policía albergaba sobre la violencia del marido se disiparon por el comentario de la clienta. -Bueno, usted dirá- Dolores interrumpió el silencio- cuales son esas cosas que quería aclarar. 28

¿Qué le podía decir? inspiró profundamente. Tres preguntas, decidió, tres preguntas y a la comisaría. -Sí…- comenzó diciendo-, lo primero es lo del parte de lesiones. Usted declaró que se había golpeado con la esquina de una puerta. -Sí, me di contra la puerta, casi me rompo la nariz. -Ya, pero él la empujó. -No, no. Tropecé con la alfombra y me caí. Estuve a punto de romperme la nariz. Mire, aún tengo que maquillarme mucho para que no se note nada. No se nota ¿verdad? Eso no era lo que se desprendía de todo lo que había leído. No podía creer lo que estaba oyendo. Decidió empezar por el principio. -¿Cuántas veces ha tenido que ir a urgencias? -A urgencias… sólo el día de la puerta. -¿Ha tenido algún golpe más? -No, no soy muy patosa. Sólo aquel día. El de la puerta, digo. -¿Podía decirme exactamente lo que ocurrió? -Claro, mi marido y yo estábamos discutiendo, como siempre. Es imposible vivir con él sin discutir. No hace más que gritar. Todo le parece mal, nada está bien nunca. Un día arrojó un bote de tomate contra la pared porque no era Orlando. Fíjese, el señorito sólo puede tomar tomate Orlando. No se imagina cómo puso la pared. Luego, la que la tuvo que limpiar fue una menda. Y si la camisa no está como el señorito quiere… -Me iba contar lo que ocurrió aquel día… -Ah, sí. Como le decía estábamos discutiendo, discutimos mucho ¿sabe? Bueno, es él, discute con todo el mundo. -Ya me lo ha dicho ¿qué paso… -Sí, aquel día. Aquel día tenía la ropa recién planchada y llegó a casa y dejó la ropa sucia sobre la de la plancha. Es electricista, ¿sabe? y venia lleno de grasa. Cuando lo vi empecé a quejarme y él tiró toda la ropa al suelo y empezó a pisarla y a patearla. Yo le dije que iba a hacer lo mismo con sus herramientas, salí de la habitación, el venía detrás de mí, tropecé con la alfombra y me caí contra la puerta y ya ve-. La mujer señaló la cara. Carmen no veía nada, sólo maquillaje. Una enorme duda le asaltó de pronto. Hizo una pregunta directa: -¿Su marido le ha puesto alguna vez la mano encima? -No-. La respuesta fue simple y seca. -Nunca le ha pegado. -No- repitió la mujer un poco sorprendida. Carmen meditó un instante y dijo: -Su marido es un grosero, mal educado, egoísta que sólo piensa en él y cree que todo gira a su alrededor, que nunca está contento con nada, que sabe más que nadie, vamos que lo sabe todo… -Vaya, parece que haya estado casada con él- dijo la mujer y sonrió. 29

-¿Por qué lo ha denunciado?- preguntó Carmen -Por todo lo que ha dicho usted, lo ha explicado muy bien- respondió Dolores mirándola como si fuera tonta. No podía creer lo que estaba ocurriendo. Pombal tenía razón. Lo que era incapaz de entender era cómo había ocurrido aquello. Estaba segura de que la mujer nunca había acusado al marido de pegarle, era algo que todo el mundo había dado por sentado. Tenía que volver a leer todas las declaraciones y a hablar con Pombal. Guardó la libreta en el bolso sin haber anotado nada y se despidió. -¿Ya han quedado todas las cosas claras?- preguntó la mujer. -Sí, sí. Todo está claro ya. Buenos días. -Vuelva cuando quiera. Un día que no tenga trabajo y miramos si encontramos algo para usted. Es muy guapa y tengo aquí un montón de cosas que le sentarían estupendamente. Abrió la puerta y la campanilla tintineo sobre ella. La mujer la miró partir sonriente al otro lado del cristal. De camino a la comisaría no podía dejar de pensar que en aquel momento había un hombre en la cárcel que estaba allí por grosero y mal educado. Caminó aprisa, tenía que leer urgentemente todo el expediente para comprender cómo había ocurrido aquello y luego hablar con el comisario. Estaba segura de que alguien se llevaría una buena bronca, pero esta vez no sería ella. Sumergida en sus pensamientos llegó a la comisaría, subió a la primera planta y justo cuando iba a cruzar la puerta del despacho, Salvador se le echó encima. Estuvo a punto de irse al suelo y tuvo que aferrarse a él para no caerse. El la sujetó con fuerza para que no se fuera al suelo. Se separó de su compañero esperando escuchar algún improperio o algún comentario mordaz, pero todo lo que oyó decir fue: -Vamos, ven conmigo, tenemos trabajo.

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4 -Espera- protestó Carmen-, tengo un asunto urgente. -Ya lo he visto, ya, pero ¿tan urgente es? Se que soy irresistible, pero tanto…-respondió Salvador Ya sabía ella que tarde o temprano el improperio llegaría. Era como en los relámpagos, no podía faltar el trueno, podía llegar tarde, pero faltar no. Prefirió hacer como si no hubiese oído nada. -Tengo que hablar con Pombal- dijo muy seria. -Ah, era eso. Tonto de mí, me había hecho ilusiones. Pues me parece que no va a poder ser, por lo que he oído, el jefe no está lo que se dice disponible esta mañana. -Tengo que hacer algo, leer una declaración, y luego hablar con Pombal. Es importante. Muy importante. -Importante- repitió Salvador- ¿Más que los tres muertos que tiene encima de la mesa? Carmen lo miró desconcertada. -Ven, vamos que te cuento por el camino lo poco que sé. Bueno, aunque realmente no sé nada- dijo y se volvió y comenzó a caminar. Ella lo siguió en silencio. En el mismo instante en que puso el primer pie en la calle, Salvador encendió un cigarrillo. Al sacar la cajetilla de tabaco del bolsillo se quedó en la mano con el papel que Lola le había entregado con las direcciones donde habían ocurrido las muertes. -¿Qué es eso de los muertos?- preguntó Carmen. Salvador no dijo nada, exhaló el humo del cigarrillo, le tendió el papel y ella lo desdobló y leyó en voz alta: -Avenida de Buenos Aires y Calle Concejo. ¿Es ahí donde tenemos que ir? -Supongo. Como no me han dicho nada sobre que es lo que hay que hacer primero, nos vamos a empezar por la avenida de Buenos Aires. Comenzaron a caminar en silencio. Al llevarse la mano a la boca para fumar el cigarrillo que sostenía, Salvador pudo apreciar que tras el encontronazo con ella se le había pegado su perfume. La mano le olía a vainilla. El perfume trajo a su cabeza el encontronazo que habían tenido con la imagen de Carmen cayéndose hacia un lado y sujetándose a él en una especie de abrazo. Disimuladamente, se llevó la mano al cuello y la pasó por donde ella se había colgado. Aún podía sentir el contacto de sus manos ligeramente húmedas sobre él y la cara pegada a la suya, con el pelo haciéndole cosquillas, pero sobre todo, lo que se le había pegado al cerebro y no dejaba de dar vueltas por él una y otra vez, era el recuerdo del contacto elástico y firme del fantástico pecho de Carmen contra el suyo y 31

las sensaciones de sus propias manos que la abrazaban para que no se cayera. Luego, como postre, la sonrisa un poco azorada que ella le había dirigido al recobrar el equilibrio. Intentó apartar el pensamiento de la cabeza, arrojó el cigarrillo al suelo e inspiró profundamente. Tan profundamente que ella lo miró y sonrió de nuevo. El efecto fue demoledor, el recuerdo de aquel pecho oprimido contra el suyo afloró de nuevo. Esta vez con más intensidad. -¿Te ocurre algo? -No. Nada. Encendió otro cigarrillo para olvidar su aroma. -Fumas demasiado- dijo ella. Diez minutos después cruzaban delante de la puerta de la bisutería en la que Carmen había mantenido su conversación con Dolores Álvarez. Sin dejar de caminar, aunque aminorando el paso, miró al interior. Allí estaba la mujer enseñando una pulsera o algo parecido que sujetaba en la mano izquierda a una clienta. Al hacerlo no dejaba de hablar. Aceleró un poco para alcanzar a Salvador -No me digas que vas a hacerme un regalo por haber impedido que te cayeras.- dijo él. -No, estaba pensando…- se detuvo, se dio cuenta de que iba a responder como si él estuviese hablando en serio-. No, no te iba a hacer ningún regalo. Volvieron a caminar en silencio. -¿Qué me ibas a decir antes?- Preguntó Salvador al cabo de un par de minutos. Ella volvió la vista un instante. -Nada, era sólo que… ¿qué te parecería detener al alguien y mandarlo al trullo sólo por tener mala educación? ¿Se refería a él? Esperaba que no. -Hombre, reconozco que no he ido a un colegio de pago, pero tampoco es para tanto. -Eres un payaso. Hablaba en serio. -¿Por qué lo preguntas? -Por nada. Déjalo, no tiene importancia. No tuvieron que buscar ningún número, desde lejos, frente al portal que buscaban, vieron que se arremolinaba un montón de gente y varios coches, dos de la policía, una ambulancia y los de los curiosos que aminoraban la marcha al circular con la esperanza de ver algo, lo que fuera. Era un edificio de unos cuarenta años, con un portal estrecho, húmedo y oscuro. Estaba recién pintado, pero la pintura no le había lavado la cara suficientemente. El edificio en origen no tenía ascensor y se notaba que habían añadido uno recientemente. El hueco de la escalera que había

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quedado tras la colocación del ascensor era tan estrecho que permitía el paso de una persona casi con dificultad. -Es el primer piso, así que caminando, que hay que hacer ejerciciodijo Salvador haciendo un gesto exagerado de cortesía y cediendo el paso. Carmen desfiló delante suyo y él se detuvo a observar sus caderas y glúteos moverse bajo el vaquero de un lado a otro con una armonía que parecía imposible en el mundo de lo real, hasta que ella giró en el pequeño descansillo y desapareció de su vista. Avanzó tras Carmen y la alcanzó en el rellano de la primera planta. Había tres puertas. La de la derecha estaba abierta de par en par y por el pequeño hueco de las otras dos, entreabiertas, asomaban sendas cabezas para otearlo todo. La puerta abierta había sido forzada y conducía a un largo pasillo que se oscurecía conforme se alejaba de ella. La mujer estaba bocabajo con la mitad del cuerpo en la cocina y la otra mitad en el pasillo que llegaba hasta ella. Era un pasillo largo, oscuro y estrecho que a un lado y a otro se abría a las diferentes habitaciones de la casa. Los dos lo recorrieron lentamente y tras el cadáver de la mujer, junto a un policía de uniforme, vieron al inspector jefe Carreiro. Salvador lo saludó desde el pasillo. El inspector jefe pareció verse liberado por la presencia de Salvador en la casa; rodeó con mucho cuidado a la mujer muerta y se dirigió hacia él. -Te dejo a cargo de todo, Salvador. Yo me voy a la calle concejo. No sé si sabrás, pero allí hay dos muertos más. -Algo he oído-. Salvador miraba sin pestañear el cadáver de la mujer. El profundo olor de la sangre borró todo el rastro que quedaba en él del perfume de Carmen. -Bien, aquí hay lo que ves, nada más. Supongo que habrá sido el marido, aunque acabo de llegar y no he tenido tiempo de nada más que echar una ojeada. Bueno, tú hazte cargo de todo-. Luego se volvió hacia Carmen- usted, Martínez, venga conmigo- a ella siempre la trataba de usted-. Salvador no necesita a nadie aquí, creo que se las puede apañar bien él solo. Carreiro comenzó a caminar por el pasillo y dejó a la vista la mitad del cuerpo de la mujer que ocultaba con el suyo propio. Carmen lo miró durante un instante, sonrió a modo de despedida a su compañero y luego se volvió para seguir al inspector jefe. Mientras marchaba tras él por el pasillo se le vino a la cabeza la imagen de Dolores Álvarez. La preocupación que tenía porque el marido estuviese preso se desvaneció de repente. Salvador devolvió la sonrisa a Carmen y observó cómo se alejaba por el pasillo. Le pareció que la de su compañera había sido una sonrisa cargada de tristeza. Cuando ella desapareció se volvió y miró el cuerpo de la mujer muerta. Aunque estaba tendida bocabajo y no podía verle apenas la cara, calculó que tendría entre cincuenta y sesenta años, probablemente 33

más cerca de los sesenta que del medio siglo. Parecía una mujer corpulenta, aunque no alta. Llevaba puesto un camisón y sobre él una bata azulada, ajada y descolorida, pero sin una sola mancha. Estaba completamente rodeada por un charco de sangre y había dejado un rastro desde el centro de la cocina hasta donde se encontraba en aquel momento. Probablemente la habían golpeado en la cocina, no había perdido la conciencia enseguida y había intentado llegar hasta un teléfono para pedir ayuda. Eso fue lo que pensó Salvador y, con cuidado de no pisar la sangre, entro en la cocina y la registró con una ojeada rápida buscando un teléfono. Como había imaginado no encontró ninguno. Luego volvió al pasillo y a través de él a un salón que se encontraba casi frente a la cocina. Allí estaba el teléfono, negro, nacarado y silencioso. Volvió hacia el cuerpo de la mujer y rodeando de nuevo el charco de sangre se inclinó sobre ella. Vio que el golpe lo había recibido en la sien derecha y le había producido un gran desgarro en la piel que le llegaba hasta la ceja. Aún así, a Salvador le parecía que había demasiada sangre en el suelo. Seguramente habría más golpes y más heridas. Se fijó un poco más y vio que por el oído derecho salía un pequeño reguero de sangre que le llegaba hasta la boca entreabierta donde se mezclaba con un hilillo de saliva. Se incorporó y ojeó otra vez la cocina. Esta vez buscaba el objeto con el que la habían golpeado. Era una pieza alargada con las paredes alicatadas de blanco; al fondo había una ventana, a la derecha una mesa de formica grisácea y dos sillas y a la izquierda estaban los fogones, el fregadero y los armarios. Todos los muebles eran de la misma formica gris claro. Sobre la mesa, aún sin recoger, había una taza con restos de café, un bote de mermelada sin cerrar y migas de pan esparcidas por toda ella mezcladas con gotas resecas de café. Al otro lado, sobre uno de los fogones, descansaba un cazo manchado aún con restos de leche. El fregadero estaba vacío, al igual que el resto de la meseta. Salvador se acercó a la ventana y se asomó. Vio un patio de luces de paredes desconchadas lleno de ropa tendida, lo miró durante un buen rato hasta casi olvidarse de donde estaba. Se volvió distraído y apareció ante él la desagradable imagen del cadáver de la mujer. Inspiró profundamente. Le hubiera gustado fumar un cigarrillo, por lo menos taparía el olor a sangre, pero le pareció que a la dueña de la casa no le gustaría. No había restos de tabaco por ningún lugar. Ni ceniceros. Se agachó y vio que bajo la mesa, cerca de una esquina, había una pesada sartén. La recogió con cuidado y la observó con atención. En el reverso, grueso, de acero, con los bordes bien afilados, tenía grabado un texto circular que decía: electric, vitrocer, gas, inducción. Sólo le falta la indicación de su último uso, pensó Salvador mientras miraba las gotitas de sangre seca que había en una parte del borde, aunque no se imaginaba escritas las palabras “cabeza de mujer” entre gas y vitrocer. Luego se la entregó al agente uniformado que lo acompañaba. 34

-Guarda esto. Prueba número uno- dijo. El agente la tomó con cierta aprensión. Volvió a recorrer la cocina buscando el rastro de alguna pelea, pero no encontró nada que lo indicara. Después dejó la cocina y desde el pasillo recorrió una a una las habitaciones de la casa. Estaban todas a oscuras, con las persianas bajadas. En el dormitorio, la cama revuelta, aún sin hacer y todo lo demás pulcro y ordenado. En la salita vio una fotografía de una pareja con un niño. La tomó y se fue con ella a la cocina. Miró el cadáver de la mujer. Era ella. Más joven y con unos cuantos quilos menos, pero era ella. Miró detenidamente la cara del hombre intentando memorizarlo bien. No era más alto que ella, delgado, estrecho de hombros y con poco pelo en la cabeza, negro y peinado a un lado para disimular la calvicie. Depositó la fotografía sobre la mesita en la que la había encontrado. Salió al rellano y encendió un cigarrillo. Las cabezas que miraban tras las dos puertas entreabiertas desaparecieron. Aspiró profundamente e intentó hacerse una composición de lugar. La había matado por la mañana, aquella misma mañana, después de que le preparara el desayuno. Seguramente discutieron y a él se le fue la mano, la golpeó con lo primero que encontró y la mala suerte quiso que fuera una sartén de acero inoxidable. Inoxidable para que no se estropease con la sangre. Si la noche anterior no hubiesen cenado ningún frito, a aquella hora la mujer estaría viva, pensó, puede que con un ojo morado, pero viva. Le parecía más que probable que en aquel momento el marido estuviese trabajando donde quiera que trabajara sin tener ni la más mínima idea de lo que le había hecho a su mujer. La habría golpeado tantas veces sin que nunca ocurriera nada que no tendría razones para pensar que esta vez habría de ser diferente. Tiró el cigarrillo al suelo y lo pisó. Miró a las puertas que tenía frente a él y llamó a una de ellas eligiéndola al azar. Abrió una mujer al instante. Era evidente que había estado observándolo por la mirilla. Era una mujer delgada y alta de entre cincuenta y sesenta años. Tenía el pelo completamente gris, tan gris que tomaba, a la luz fosforescente de la escalera, tintes azules. A Salvador le pareció una mujer elegante. -Subinspector Montaña- dijo-. De momento, soy el encargado del caso. ¿Podría contestarme a unas preguntas? -Claro, pase, inspector, pase. -Subinspector- dijo Salvador y caminó tras ella por un pasillo oscuro muy similar al de al casa del cadáver. La mujer lo acomodó en una salita que al igual que el pasillo parecía la hermana gemela de la que había visto en casa de la mujer asesinada. Los muebles eran distintos, el color de las paredes, diferente, y en las fotos que la adornaban había otras personas, pero el ambiente era exactamente el mismo. La mujer se sentó frente a él, cruzó las piernas y esperó a que comenzara el interrogatorio. Salvador extrajo la libreta del bolsillo y la 35

miró estúpidamente. ¿Qué iba a preguntarle si sabía perfectamente quien lo había hecho? -¿Sabe dónde está el marido?- preguntó al fin. -La ha matado ¿verdad? -Eso parece- asintió. -No, si algún día tenía que ocurrir. -¿Discutían mucho?-. Salvador no sabía porqué se lo preguntaba. Estaba seguro de que la respuesta sería afirmativa. -Constantemente. -¿Esta mañana, oyó algo? La mujer dudó un instante. -No, no, hoy nada. La verdad es que me levanté tarde. No duermo muy bien y me suelo quedar dormida de madrugada. Salvador estaba seguro de que mentía. Lo había oído todo, como en todas las demás ocasiones, pero no había hecho nada, como en todas las demás ocasiones. Salvador abrió la libreta y volvió a la pregunta inicial: -¿Sabe dónde puede estar el marido? -¿Valentín? No sabe nada, ¿verdad? Seguro que está trabajando. Él es muy trabajador. Muy trabajador, claro. Y buena persona, seguro. Con mal carácter, pero buena persona. -Ya, ¿puede decirme dónde trabaja? -Sí, trabaja fuera. Trabaja por su cuenta, se dedica a hacer chapuzas, ya sabe y, la verdad, no sé dónde estará trabajando ahora. Salvador tomó nota. -En la casa he visto una foto de ellos dos con un niño, supongo que tienen algún hijo. -Sí, sí- se apresuró a responder la mujer-, tienen un hijo, pero vive en Barcelona. Hará un par de años que se fue. Trabaja allí. Es mecánico ¿sabe? -Ya-. Salvador volvió a anotar en la libreta-. Muy bien. Muchas gracias. Una cosa nada más ¿sabe a qué hora suele regresar a casa después del trabajo? -No… eso no lo sé. Dejó la casa y llamó en la puerta de al lado. Le abrió una mujer de la misma edad que la anterior, pero más baja y no tan delgada. -Soy el Subinspector Montaña- se presentó. -Pase, pase, inspector. ¡Qué desgracia más grande! -Subinspector- dijo Salvador. -Yo fui la que llamó a la policía ¿sabe? Se acomodaron en una salita diferente de las anteriores, era más alargada y luminosa. Tenía un gran ventanal que ocupaba casi toda una pared. 36

-¿Por qué llamó a la policía? ¿Qué fue lo que ocurrió? La mujer movió de un lado a otro la cabeza en un gesto de pena y resignación. -Ocurrió lo de siempre, no sé imagina la de veces que los he oído gritar. A él dar voces como un energúmeno y a ella quejarse. Con estas paredes, ya sabe, se oye todo. -¿Había llamado más veces a la policía? La mujer se revolvió incómoda en su asiento. -La verdad es que no. -¿Por qué llamó esta vez, entonces? -Cuando él se fue, estuve oyendo durante un rato un lamento, luego cesó. Mire, me pude muy nerviosa, estaba segura de que le había pasado algo grave, no me pude aguantar y llamé a la puerta. No contestaba nadie. Entonces les llamé a ustedes, estaba segura de que…- la mujer calló. Salvador guardo silencio un momento. -¿Sabe dónde puede estar el marido? -Estará trabajando. -No sabrá dónde. -Se dedica a sus chapuzas, así que puede estar en cualquier parte, pero a las siete seguro que lo encuentra en un bar que se llama la Perdiz. Está en el casco viejo, no sé si lo conoce- Salvador asintió-. Todos los días después de volver del trabajo para en ese bar- continuó la mujer-. Es porque guarda la furgoneta allí cerca ¿sabe? Me lo ha dicho mi marido. Antes solía ir también él, pero desde lo del infarto ya no sale apenas, el pobre. Salvador hizo otra anotación en su libreta. Tenía la sensación de que en aquel lugar no quedaba nada que hacer. Se despidió de la mujer y abandonó la casa. Al salir se encontró con los encargados de llevarse el cadáver de la mujer. Discutían de malos modos sobre cómo lo iban a bajar por aquella escalera tan estrecha. No les cabría ningún ataúd. Los saludó interrumpiendo la discusión y se fue camino de la calle Concejo. Allí había otra pareja esperando a que fueran a llevársela.

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Carmen miró durante un instante el cadáver de la mujer tendido sobre el suelo del pasillo oscuro y se volvió para seguir al inspector jefe Carreiro. Sólo vio el cuerpo de la mujer durante un instante, pero la imagen le quedó clavada en los ojos y le llegó hasta lo más hondo del cerebro. La cabeza aplastada contra el suelo, la sangre en la boca que casi la ahogaría si no estuviese ya muerta y los ojos vidriosos mirando sin sentido el suelo del pasillo. Sin querer le vino a la cabeza la preocupación que traía con ella cuando llegó a la casa, el recuerdo del hombre que estaba preso sólo por ser grosero y maleducado y que había olvidado afloró de nuevo a su mente . La imagen de la mujer inerte, muerta, con el rostro inexpresivo le recordó a Dolores Álvarez y su verborrea incontrolada. ¿Cómo sería aquella mujer antes de morir? ¿También hablaría sin cesar o sería callada y silenciosa? ¿Caótica? ¿Ordenada? ¡Qué importaba ya! Nada valía tendida bocabajo de aquel modo en el pasillo de su casa. Le asaltó un sentimiento de rabia que sin querer derivó hacia el marido de Dolores. De pronto dejó de importarle que estuviera preso sólo por ser grosero y maleducado. El castigo de aquella mujer había sido mucho mayor que la cárcel y seguro que su pecado era mucho más leve. Se despidió de Salvador con un gesto y una sonrisa forzada y siguió el paso lento del inspector jefe. El inspector jefe Carreiro no era hombre dado a caminar, así que tomó el ascensor y una vez en la calle, usaron un coche para llegar hasta la calle Concejo. Los acompañó un policía uniformado que no dijo una sola palabra en el camino. Aquella mañana y a aquella hora la ciudad estaba realmente atascada, más parecía una mañana lluviosa de invierno que una luminosa de primavera. Durante un buen rato no pudieron avanzar en ningún sentido. El inspector jefe estaba impaciente, el otro policía parecía completamente indiferente a todo lo que pudiera ocurrir y Carmen tenía la cabeza en otro lugar. No podía dejar de pensar en la mujer muerta y en Dolores Álvarez y su marido. Al llegar a la calle Concejo, Carmen miró el reloj. Estaba segura de que habían tardado mucho más que si hubiesen ido caminando. La calle Concejo estaba particularmente congestionada con varios coches aparcados en doble fila. Dos vehículos de la policía frente al portal al que ellos se dirigían contribuían notablemente al atasco. Cuando descendieron del coche sonaba una cacofonía de cláxones. Daba la sensación de que era una orquesta en la que cada maestro afinaba el instrumento por su cuenta y que de un momento a otro, cuando un director

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que no veía por ninguna parte lo indicara, comenzarían a tocar todos juntos la misma pieza. El portal era amplio y luminoso. A la derecha había un sofá negro y a la izquierda un pequeño mostrador que antaño debió de ocupar un portero. Ahora no había nadie tras él y estaba lleno de la correspondencia que no recogía ningún destinatario y un montón de panfletos de colores llamativos con las ofertas de frutas y verduras de un supermercado. Sentado en el sofá descansaba un policía que se incorporó inmediatamente al ver al inspector jefe. Carreiro lo miró con gesto severo, pero ni aún así asomó al rostro redondo del inspector jefe ningún asomo de enfado. -Tercera planta- dijo el policía. ¿Hay alguien arriba? -Un par de compañeros. Tuvieron que esperar un buen rato por el ascensor. Carmen notó que Carreiro, aunque intentaba disimularlo, estaba muy impaciente. Pese a ello, cuando el ascensor se detuvo en la tercera planta y se abrió la puerta, le cedió el paso cortésmente. La puerta de la vivienda estaba abierta de par en par y mostraba evidentes signos de haber sido forzada. El rellano era amplio y lo ocupaban dos policías de uniforme. Uno de ellos fumaba un cigarrillo. Al ver al inspector jefe de la brigada judicial lo arrojó y saludó con la misma mano. Carreiro hizo un gesto interrogativo al mismo tiempo que preguntaba: -¿Por ahí? -En el salón-. La respuesta del policía fue seca. Carreiro volvió a ceder el paso a Carmen frente a la puerta de la vivienda, pero ella sonrió y le indicó que pasase él primero. Él dudó un instante, devolvió la sonrisa y cruzó el umbral. Había un pequeño recibidor que con varias puertas a ambos lados y al frente. La luz estaba encendida, un halógeno que daba una iluminación blanca y brillante que hacía que pareciese que el resto de la casa estaba casi a oscuras. Una de las puertas que se abrían al recibidor era doble, corredera y de cristales decorados como si fueran plomados. Estaba completamente cerrada. Carreiro apagó la luz y los cristales de la puerta parecieron encenderse e iluminarse de pronto. Supuso que aquella era la entrada que daba al salón. Avanzó hacia ella lentamente y la abrió con decisión. El espectáculo que se encontraron al abrir la puerta fue espeluznante. El salón tenía un amplio ventanal con las cortinas abiertas de par en par que dejaba que todo el sol de la mañana se colase en el interior de la casa para caer sobre el cadáver de la mujer. El cuerpo descansaba en el suelo, de espaldas, con los ojos muy abiertos como si buscase algo en el techo. Estaba vestida con un camisón de raso que se le pegaba completamente al cuerpo y dibujaba su anatomía, aún joven y un poco excesiva. En el pecho tenía una gran mancha de sangre. El hombre estaba a su izquierda, sentado 39

en un sillón, con la cabeza echada hacia atrás sobre el respaldo. Los brazos colgaban inertes a ambos lados y bajo el derecho había una pistola en el suelo. Tras él, en la pared, había una mancha de sangre que comenzaba a secarse. Carmen vio como el inspector jefe se encaminaba primero hacia la mujer. Ella entró tras él en el salón. Lo primero que le asaltó, antes que el destello de luz del ventanal, fue el olor dulzón de la sangre. Carreiro se acuclilló, se inclinó sobre el cadáver y lo observó detenidamente. No tenía ninguna lesión a la vista más que dos pequeñas manchas circulares en el pecho, una muy cerca de la otra, de donde había brotado la sangre. Luego se puso en pie con cierta dificultad y rodeó el cuerpo inerte. Carmen se le acercó y lo fue siguiendo en la inspección. Cuando hubieron dado una vuelta completa, en completo silencio, Carreiro se volvió y se dirigió al hombre que lo esperaban paciente e inmóvil. Primero miró tras el sillón para ver el agujero de salida de la bala, luego echó un vistazo a la mancha de la pared y, por último, rodeó el sillón observó al hombre muerto de frente. Con la cabeza echada hacia atrás y los ojos desorbitados, parecía que lo que la mujer miraba en el techo con tanta atención a él le hubiese asustado. Al acabar la inspección Carreiro entrecruzó los dedos de las manos frente a la boca y se mantuvo un momento en esa posición, silencioso y meditabundo. -Parece claro ¿no?- dijo al fin. Carmen asintió. -Le pegó dos tiros a la mujer, luego se sentó en el sillón y se descerrajó otro en la boca- dijo mirando al inspector. -Eso parece-. En la entonación del inspector jefe Carreiro había cierto alivio. Carmen se alejó de los cadáveres y echó un vistazo al salón. Frente al sillón en el que descansaba el cuerpo del hombre había una gran librería de madera de castaño atestada de libros, muchos de ellos desordenados, como si alguien acabara de leerlos o los fuera a leer aquella tarde, al otro lado del salón se veía un sofá grande, de piel blanca, una mesilla auxiliar y una gran pantalla de televisión. Todo parecía ordenado, no había signos de pelea, no había nada roto ni caído. -Voy a ver el resto de la casa- dijo al inspector jefe cuando hubo acabado el reconocimiento del salón. Carreiro asintió. Al dejar la sala se cruzó con Laura López, de la brigada científica. Laura llevaba la cámara colgada del hombro y un maletín en la mano izquierda. Se saludaron con una sonrisa, un movimiento de la cabeza y un sonido apagado que fue poco más que un susurro. La casa era grande; aunque sólo tenía dos habitaciones además del salón que había visitado, ambas eran grandes. En una de ellas había un 40

dormitorio con una cama grande y deshecha. Las sábanas eran de raso, como el camisón de la mujer que yacía muerta en el salón. La persiana estaba bajada y a la luz de la lámpara del techo, un halógeno frío y brillante, parecía una habitación poco cálida. Apenas sin muebles, sólo una cómoda sobre la que descansaban, como caídas por azar, media docena de rosas rojas. No estaban en un jarrón, sino directamente sobre la cómoda. Frescas y desordenadas. Carmen abrió los primeros cajones y lo vio todo ordenado. Ropa interior masculina, ninguna prenda de mujer. Al lado de la cómoda había un galán en el que colgaba más o menos ordenada la ropa de un hombre. A la derecha de la entrada había dos puertas, una conducía a un cuarto de baño y la otra a un vestidor. Todos los cosméticos eran masculinos, así como la ropa y los zapatos del vestidor. Carmen se preguntó donde estaría la ropa de la mujer muerta, al menos la ropa que vestía cuando llegó a la casa, porque seguro que no había llegado allí vestida con un camisón de raso. Volvió al cuarto de baño y vio que había dos cepillos de dientes. Bueno, algo es algo, pensó. Volvió a la habitación y registró la cómoda. En el último cajón encontró ropa interior de mujer y otro camisón, planchado y limpio. Rodeó la cama y al lado de la mesilla que estaba en la pared opuesta a las puertas encontró, tiradas en el suelo y desordenadas las ropas de la mujer. Dejó el dormitorio y se dirigió a la siguiente habitación. Allí encontró al inspector jefe Carreiro. Era una especie de despacho, amplio y bien iluminado. De espalada a la ventana tenía una mesa de castaño y un sillón de piel tras ella. Todas las paredes estaban vestidas con estanterías llenas de libros que hacían juego con la mesa. Sobre la mesa había un ordenador, una bandeja de plástico con papeles y varios libros. Carreiro examinaba la mesa cuidadosamente. Todo estaba en su sitio, no había nada que indicase que hubiera habido pelea o algún robo. Carmen ojeó los libros de las estanterías. No vio nada que le llamase la atención. La cocina también era amplia y luminosa, pese a que la ventana daba a un patio de luces. Sobre la meseta, al lado de la pileta del fregadero había un montón de platos sucios, cinco o seis y una sartén. En la pileta del fregadero, dos copas con restos de vino y dos tazas de café aún con posos que se habían secado ya. Carmen abrió el lavavajillas. Estaba vacío. Echó una última ojeada y volvió al salón. Allí todo seguía igual salvo la presencia de Laura López, de la brigada científica, que hacía fotos a los cadáveres. Carreiro, en el recibidor, hablaba por teléfono. Carmen salió al rellano de la escalera y extrajo la libreta del bolso. Con el bolígrafo en la boca se dedicó a pensar durante un instante. Realmente no sabía que notas tomar. Casa de hombre culto, de clase media, más o menos ordenado, que vive solo, aunque tiene una amiga, que un buen día se harta de la vida y se pega un tiro, pero como no se quiere ir solo se lleva a la amiga con él. Eso

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era todo lo que había visto. Nada más. Tomó el bolígrafo en la mano y dejó la punta sobre el blanco del papel sin escribir nada. -Yo tengo que irme- dijo a su espalda el inspector jefe Carreiro-. He de estar en un momento en la subdelegación del gobierno. ¿Qué le ha parecido lo que ha visto? ¿Algo anormal en la casa? Carmen levantó el bolígrafo del papel que aún permanecía completamente en blanco. -Nada, así por encima todo parece normal. Da la sensación de que por aquí no ha pasado nadie más que ellos. Por lo menos, si Laura no dice lo contrario. Carreiro la miró muy serio. -Sí, si Laura no dice lo contrario, la mató y se suicidó luego. Eso es lo que voy a informar- miró el reloj-. Y ya se me hace tarde. Entreviste a los vecinos. Empiece por el que oyó los disparos y dio el aviso. Carmen volvió al recibidor y observó desde la puerta que daba al salón cómo Laura se desenvolvía en torno a los cadáveres con una pulcritud que contrastaba con la sordidez de lo que estaba haciendo. Ella, al sentirse observada, levantó la vista hacia Carmen. Se incorporó un poco y dijo: -Se llamaba Alejandro Cuenca López, cuarenta y ocho años, natural de Aranda de Duero, provincia de Valladolid. Abrió la libreta otra vez y tomó nota -¿Y ella? -Aún no lo sé. Carmen volvió al rellano. En la planta había cuatro viviendas. Apoyado en el pasamanos de la escalera descansaba un policía de uniforme. -¿Sabes quien dio el aviso? El policía se incorporó levemente he hizo un gesto con la cabeza señalando una de las puertas. -Tercero A- dijo. Carmen llamó al timbre y esperó. Le abrió una mujer extremadamente delgada, de cara huesuda y nariz muy afilada. No tendría más de cuarenta años, pero tenía el aspecto de una vieja enferma. -Soy la agente Martínez- dijo Carmen-. Me gustaría poder hablar un momento con usted. La mujer la condujo a un salón similar al que cobijaba los dos cadáveres, aunque no tan luminoso. -Tengo entendido que fue usted quien dio el aviso. La mujer asintió. -Así fue. -¿Podría explicarme lo que ocurrió?

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Estaban sentadas cara a cara, separadas por una mesita auxiliar; Carmen en una amplia esquinera, la mujer en un escabel frene a ella con las piernas cruzadas en una postura que parecía imposible sin desarticular ningún hueso. -La verdad es que yo sé muy poco. Escuché tres tiros, bueno, lo que me parecieron tres tiros. ¿Le importa que fume? Es que estoy muy nerviosa. Todo esto me ha alterado… -No sé preocupe. La mujer encendió un cigarrillo y Carmen esperó un buen rato antes de que continuara. -Serían las diez de la mañana o un poco antes, no lo recuerdo bien. Como le digo, escuche tres disparos. Como ve, el salón pega con el de Alejandro y no tuve ninguna duda de que el ruido venía de allí. Salí, llamé a la puerta y no me abrió nadie. Entonces llamé al 091… en fin, lo demás ya lo sabe. -¿Lo conocía bien? -Bueno, éramos vecinos, teníamos buenas relaciones de vecindad, pero nada más. Era una persona muy reservada. -¿Vivía solo? -Sí, vivía solo. Hará unos seis años que se mudó al edificio. -No sé si sabrá que no está solo. Hay una mujer con él. La mujer dio un respingo, luego inspiró profundamente, dio una calada al cigarrillo y exclamó: -¡Cati! -¿La conocía? -Claro que la conocía. Era su- dudó un momento-, bueno, su novia-. Dejó el cigarrillo en el cenicero y se llevó las manos a la cabeza. Hubo un momento de silencio y luego continuó-: llevaban un par de años juntos. Ella vive… vivía en el puente, pero venía con mucha frecuencia, bueno ya sabe. Carmen tomó nota en la libreta y preguntó: -¿Se llamaba? -Todo el mundo la llamaba Cati. Cati Fraile. Supongo que se llamaría Catalina. Era profesora en la escuela de idiomas- la mujer suspiró profundamente-. Era mi profesora de inglés. -¿Le importaría acompañarme? Necesitamos saber si efectivamente es ella- Carmen se incorporó y comenzó a caminar rumbo. La otra la siguió en silencio. El aspecto enfermizo que tenía la mujer empeoró notablemente tras ver los dos cadáveres. De vuelta a su propia casa y sentada otra vez en el mismo lugar que había ocupado antes, ella misma presentada un aspecto cadavérico. Encendió un cigarrillo.

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-¿Cómo pudo hacer eso?- susurró con una voz temblorosa y apenas audible. Carmen esperó a que el rostro macilento de la mujer recuperase algo de color. Tras un buen rato de silencio en el que la mujer casi consumió compulsivamente el cigarrillo, dijo: -¿Cree que alguno de los dos podría tener algún enemigo que hiciera eso? -Me parece imposible. Los dos eran unas personas encantadoras. Alejandro era muy callado y reservado, jamás lo vi discutiendo con nadie y ella era una mujer… no, no podían tener un enemigo que hiciera eso. Sabía que era una pregunta tonta, pero tenía que hacerla: -¿Algún alumno? -No, por favor- la mujer respondió inmediatamente-. En la escuela todos somos estudiantes por propia voluntad. Además Cati era una profesora excelente. Se preocupaba por todos y por todo. -¿Cree a Alejandro capaz de hacerlo? La mujer negó con la cabeza. -No lo comprendo, no comprendo cómo ha podido hacerlo. -Bien- Carmen se incorporó-, no le molestaré más, pero supongo que tendremos que volver a hablar de nuevo. De todos modos si recuerda algo importante… bueno, ya sabe, póngase en contacto con nosotros. La mujer la acompañó a la puerta y volvió al salón donde descansaban pacientemente los dos cadáveres. Laura López había acabo de hacer las fotos y comenzaba a examinar el suelo en torno a la mujer. Al ver a Carmen se incorporó, se llevó las manos a la espalda y se estiró formando un arco. -¿Has encontrado algo? -Esto de andar por los suelos va a acabar conmigo. Me estoy haciendo mayor. No, no he encontrado nada que llame la atención, sólo lo que esperaba, tres casquillos- respondió Laura. Carmen se acercó al cadáver de la mujer. -Se llamaba Catalina Fraile, según parece, y era profesora de la escuela de idiomas. Voy a continuar con los vecinos. Al salir, en el rellano de la escalera, se encontró con la comitiva del juzgado que acudía a levantar el cadáver. Saludó amablemente, esperó a que desfilaran ante ella y se dirigió a la segunda puerta, la que tenía colgada en una placa dorada la letra B. Llamó al timbre y esperó sin que nadie abriese. Volvió a llamar sin obtener respuesta. Cuando había decidido no esperar más porque seguramente la vivienda estaría vacía y se iba a girar hacia la puerta en que colgaba la letra D, oyó decir a su espalda: -La venta puerta a puerta no es un buen negocio. Hay mucho desalmado que cuando ve a un vendedor de libros ni abre.

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Carmen reconoció la voz de Salvador Montaña y antes de volverse hacia él cerró los ojos e inspiró profundamente. -Suspiras- dijo Salvador que mirándola desde atrás se imaginó su pecho subiendo y bajando. Ella se volvió y lo encontró con las manos en los bolsillos mirándola con cierto descaro, pero con una incipiente sonrisa en los ojos. Prefirió no decir nada, se limitó a devolverle la sonrisa. -¿Qué tenemos ahí? -Por lo que he podido ver, el hombre disparó primero a la mujer y luego se dio un tiro en la boca. -Voy a echar un vistazo. Carmen esperó a que se acercara a la puerta; cuando Salvador ya se disponía a cruzar el umbral dijo: -Te advierto que están los del juzgado dentro. El se detuvo al instante. Durante un instante permaneció en pie bajo el marco de la puerta mirándola descaradamente. Luego miró el reloj. -Es una buena hora para comer ¿no te parece? Carmen miró su reloj sin responder. -Si te apetece comemos juntos- dijo Salvador al tiempo que dejaba la puerta y se le acercaba. Carmen no tenía hambre. Una mañana dedicada a descubrir cadáveres había acabado con su apetito, pero lo que menos quería en aquel momento era quedarse sola, quería que la rodeara la gente, que la agobiaran y la molestaran incluso. Tenía necesidad de que la vida la rodeara y le pisase los pies si fuera necesario. Y Salvador lo haría perfectamente. Lo miró a los ojos y dijo: -Vale, pero tiene que se en Macdonalds. Él resopló. -Bueno, si no queda más remedio- dijo y comenzó a caminar tras ella que ya se encaminaba al ascensor. Qué le importaba a él dónde y qué fuera a comer si lo hacía con una diosa.

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Sentado frente a ella, cara a cara, podía olvidarse de todo, incluso del majestuoso cuerpo del que Carmen era poseedora. Sus ojos verdes lo obnubilaban, se daba cuenta de ello, y sentía que aquel desconcierto le producía una especie de éxtasis que so sabía si deseaba o no. Sabía que le gustaba y le atraía su cuerpo, no podía ser de otra manera, era una mujer impresionante, la mujer más bella que jamás había conocido. Nunca podría olvidar el primer día que la había visto, hacía ya seis meses, en el despacho del comisario Pombal, enfadado porque le encargara hacer de acompañante e instructor, casi de niñera, de la nueva compañera que venía de Madrid. Todo el malhumor que tenía se disipó al contemplarla traspasar la puerta del despacho. Casi se vio obligado a dar las gracias a Pombal por un encargo así. Desde aquel día, jornada tras jornada, cada vez que la veía pensaba que no había logrado aún ni probablemente lograría acostumbrarse a su belleza. Sólo podía olvidar aquel cuerpo esplendoroso, que le parecía tan perfecto y a la vez tan inalcanzable como una estatua griega, cuando la miraba a los ojos como estaba haciendo en aquel momento, aunque fuese con un par de hamburguesas y un montón de patatas fritas entre los dos. Por eso cuando ella le recordó que deberían volver al trabajo le pareció que aún era demasiado pronto. Tenía la sensación de que apenas si habían pasado unos minutos desde que se sentaran a comer. -Bueno, creo que ya es hora de que volvamos a la tarea- había dicho Carmen. Salvador sorprendido miró el reloj. No podía creer la hora que era ¿Qué había pasado con el tiempo? El salió caminando con las manos en los bolsillos delante de ella y le cedió el paso con una sonrisa al llegar a la puerta. Ella lo miró y sonrió: -Por favor, no es tu estilo ceder el paso a una dama. El no insistió, se encogió de hombros y comenzó a caminar delante de ella. Carmen se sorprendió a sí misma bromeando con aquel hombre. Recordaba perfectamente la mañana en lo que lo había conocido. Sólo hacía seis meses y tenía la sensación de que habían pasado, seis años, seis siglos, seis vidas completas de tanto como había cambiado la suya en aquel tiempo. Las primeras palabras que había oído de la boca de Salvador, bromeando sobre la muerte de un periodista, y el aspecto desaliñado que tenía le produjeron auténtico pavor cuando el comisario indicó que sería su compañero de trabajo por algún tiempo. Tuvo la sensación de que la ponían a trabajar con un perro de presa, con un pitbull. Durante varios días tuvo el pensamiento de que en el momento menos pensado se volvería hacia ella y la mordería. Luego, con el tiempo, se dio cuenta de que si mordía era sólo 46

si lo pinchaban, aunque también sabía que a ella le consentía comentarios que no le perdonaría a nadie más. Nada más poner el primer pie a la calle, Salvador encendió un cigarrillo. Mientras lo hacía se dio cuenta de que no había sentido ninguna necesidad de fumar durante todo el tiempo que había pasado con Carmen sentada frente a él. Se rascó la cabeza, miró el cigarrillo y luego levantó la vista hacia ella, mirando a ambos, a Carmen y al cigarrillo, alternativamente. -¿Qué pasa?- Carmen sonrió y se miró a sí misma a un lado ya a otro. -Nada, bobadas. Vamos. Caminando lentamente volvieron al edificio donde se habían producido las dos muertes. Aunque no estaban lejos, el sol golpeaba con fuerza y comenzaba a molestar. Al entrar en el portal sintieron un frescor agradable. Ya no había ningún policía sentado en el sofá, se habían llevado los cadáveres, habían precintado la vivienda y a aquella hora los únicos que estaban pendientes del asunto eran ellos dos y los propios cadáveres que esperaban pacientemente a que el forense les hiciera la autopsia. Y Laura, Laura López, la compañera de la científica. Se dieron de bruces con ella al abrir la puerta del ascensor. -No me digas que llevas ahí todo el día- dijo Salvador dando un paso hacia atrás para dejarla salir del ascensor. Ella miró el reloj. Su movimiento de muñeca propició que Carmen y salvador hicieran lo mismo. Laura iba a decir algo, pero Salvador la interrumpió. -Tienes que estar derrotada, te hace falta reponerte urgentemente. Deberías comer. Venga, nosotros te acompañamos a tomar algo. -Salvador…- exclamó Carmen mostrando el reloj en su muñeca. Él hizo un gesto señalando a Laura y dijo: -Si es que no me has dejado ni tomar un café. Además, ¿no ves como está la pobre? Está a punto de sufrir un desmayo. Sólo cincuenta metros calle abajo había una cafetería. No estaba muy concurrida a aquella hora. Salvador se sentó frente a la barra, entre las dos mujeres. Cuando encendió un cigarrillo, Laura se apartó de su lado. -No sé cómo lo aguantas- dijo dirigiéndose a Carmen. Ella arrugó la cara. Sabía que venía la respuesta de Salvador. Laura se dio cuenta también enseguida y cuando Salvador comenzaba a abrir la boca lo interrumpió. -Mejor no digas nada- dijo. -No si no iba a decir nada, sólo que Carmen tampoco me aguanta. -Serás canalla - dijo Carmen. El rostro de Laura se volvió repentinamente muy serio. Tuvo la certeza de que se aproximaba una tormenta. Había ciertas fronteras que Salvador Montaña no permitía que cruzase nadie. 47

-¿Canalla yo?- Salvador chasqueó la lengua y sonrió con suficiencia y gesto burlón-. Bueno- continuó tras un breve silencio dirigiéndose a Laura-, después de todo el tiempo que te has pasado en esa casa, supongo que habrás llegado a alguna conclusión. Laura López abrió los ojos como platos. Alguien había llamado canalla a la cara a Salvador Montaña y la tierra no se había abierto en dos, ni siquiera había habido un terremoto, por pequeño que fuera. No había ocurrido nada. -¿Qué pasa no me oyes?- preguntó Salvador ante el silencio de Laura. Se volvió a Carmen-: Ves como necesitaba comer algo, está completamente ida. Laura de dio cuenta de que le habían preguntado por su trabajo. -Pues la verdad es que he descubierto muy poca cosa. Aunque en este caso, descubrir poco es saber mucho. Una camarera de piel cobriza, los rasgos en la cara del otro lado del mar, y el pelo intensamente negro y liso recogido en una coleta los interrumpió. Esperaron a que se fuera con la comanda para continuar la conversación. -Así que no has encontrado nada- Carmen fue la primera en hablar. Laura negó con la cabeza. -Nada de nada. Lo he mirado todo y tengo la sensación de por mucho que miremos no encontraremos nada más porque no lo hay. Nadie forzó la puerta, nadie ha revuelto la casa, no hay rastros de lucha. -Vamos, que es lo que parece. -Ni más ni menos. Habrá que esperar al test de (poner el nombre del test par saber si alguien ha disparado una pistola). Y como dé positivo… -A no ser que el forense diga lo contrario- dijo Salvador sabiendo que el comentario no gustaría a Laura. -No lo dirá- respondió ella al instante. Carmen miró con gesto interrogante a Salvador. -¿Qué hacemos? Si es lo que parece, no vamos a averiguar nada por mucho que indaguemos. Aquí ya estamos de más. Salvador miró el reloj. Tenía una cita a las ocho y aún le quedaba bastante tiempo por delante. -Daremos una vuelta por el edificio. Tomaremos un montón de declaraciones para rellenar el informe que nos va a pedir mañana Pombal y así, cuando nos lo pida, se lo daremos pronto y bonito. El edificio tenía siete plantas con cuatro viviendas en cada una de ellas. Pasaron más de dos horas de puerta en puerta haciendo siempre las mismas preguntas y escuchando casi siempre las mismas respuestas. Al mismo tiempo escucharon también las mismas preguntas y dieron también las mismas respuestas.

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-¿Pero de verdad lo ha hecho él? ¿Es verdad que Don Alejandro ha matado a una mujer y se ha suicidado?- Esta vez era una mujer de unos cincuenta años, regordeta y muy cariacontecida. Antes de que Salvador dijese ningún improperio Carmen respondió: -Eso es lo que estamos tratando de averiguar. Si nos lo permite nos gustaría hacerle algunas preguntas. Aquella tarde los invitaron a tomar café tres veces y un par de ellas los recibieron de malos modos al identificarse como policías. Un hombre de unos sesenta años, calvo, de cara redonda y con bigotito tan negro que parecía teñido los tuvo esperando un buen rato antes de abrir la puerta. -Si en vez de venir a molestar a la gente honrada estuvieran donde tienen que estar, no pasarían estas cosas. Esta vez, Carmen guardó silencio, esperó a que su compañero respondiera. -Ya- dijo Salvador muy serio-, pero el caso es que los policías llevamos comisión de los delincuentes. Si los detuviéramos a todos no harían falta más policías y así sus impuestos se podrían gastar en la seguridad social y otras tonterías semejantes. -¿Cómo se atreve a hablarme de ese modo? -Porque soy policía, ya se lo he dicho. El caso es que varios vecinos han declarado que usted tenía una enemistad manifiesta con el difunto Alejando Cuenca, así que le informo que no debe de abandonar el país en los próximos días. -¿De qué me está acusando? -Yo, de nada. Eso lo hará el fiscal. Buenas tardes. Salvador se fue a llamar en la siguiente puerta sin dar más explicaciones. Al filo de las ocho de la tarde, cuando el sol comenzaba a alargar las sombras de los edificios y las calles se animaban con cientos de caminantes que las paseaban a la hora más agradable del día, habían descubierto que Alejandro Cuenca era una persona de lo más normal en el más amplio sentido de la palabra. Trabajaba como inspector de trabajo, prácticamente no se relacionaba con los vecinos más allá de lo puramente cortés y nunca durante los diez años en los que había ocupado aquella vivienda en la calle Concejo había realizado acción alguna que llamase la atención o que se saliese de la norma. Nadie le conocía enemigos y lo único que los vecinos sabían de él era que a veces se le veía con una mujer muy agradable a la que algunos conocían y otros no. -Parece mentira lo que ha pasado. Formaban una pareja encantadorales había dicho el vecino de la letra B en la misma planta a quien Carmen no había conseguido entrevista durante la mañana-. Me alegré mucho cuando lo vi con ella. Parecía siempre tan triste y solitario…

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A la pregunta de si había oído los disparos había respondido que se había ido temprano de casa. -Mi mujer y no nos vamos todos los días a las siete y media. Es lo que tiene trabajar fuera de la ciudad. En casa no vive nadie más, los críos ya han volado del nido. Nadie, salvo la vecina de la letra A había oído nada. Sólo otra mujer en el segundo piso dijo algo sobre unos martillazos, pero no supo precisar ni el número ni la hora. Así al filo de las ocho de la tarde, tenían la certeza de que aquel día un hombre había decidido que pujaba con una vida que no merecía la pena ser vivida y había decidido acabar con ella. Fuera del edificio, se miraron en silencio cara a cara; con el sol cayendo en horizonte y reverberando sobre el cabello de Carmen que lo miraba de espaldas al atardecer, Salvador sólo podía intuir sus ojos. Miró el reloj para no mirarla a ella. -Tengo una cita con un asesino, si quieres te invito a que vengas conmigo- dijo volviéndose un poco para apartar el sol de la cara. Ella también miró el reloj. Prefiero irme a casa. Francamente hoy estoy un poco harta de muertos. Se despidieron con una sonrisa y Salvador permaneció un par de minutos en silencio mientras fumaba un cigarrillo y miraba cómo Venus había bajado de su pedestal, o había dejado su hornacina del templo en el que habitara y caminaba despreocupadamente entre la multitud que comenzaba llenar la calle.

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Camino al bar la Perdiz, Salvador llamó a comisaría para contar con un coche que se llevase al individuo. Hizo el recorrido despacio, intentando borrar de su mente la imagen de Carmen y pensando para ello en lo contento que se iba poner Pombal. Tres muertos, los casos prácticamente resueltos y el único culpable posible detenido el mismo día. En el casco viejo comenzaban a abrir las puertas los bares del lugar y los primeros parroquianos marchaban ya en grupos de tres o cuatro de acá par allá casi siempre en animada conversación. El olor casi permanente a humedad de aquella zona iba sustituyéndose por el de la fritanga de alguno de los bares que esperaban los clientes con las puertas abiertas de par en par. Salvador aceleró el paso inconscientemente, pero no se dio cuenta de ello hasta que giró al final de la calle para subir en dirección al bar la Perdiz. Entonces se detuvo. No temía a nada ni a nadie, decidió; y menos a que a nada al alcohol. Lo pasado pasado está. Esa era una fiesta en la que no volvería a entrar. La Perdiz se encontraba en la donde terminaba el casco antiguo y la piedra vieja comenzaba a dejar paso a construcciones de los años sesenta. Era una zona de transición mal urbanizada y fea. En una esquina, casi sobre la acera, había aparcado un coche de policía. En su interior, los dos agentes esperaban pacientemente a Salvador. Se saludaron discretamente con un leve gesto de cabeza. El bar era alargado y estrecho, estaba iluminado con bombillas sin adorno alguno que daban una luz amarillenta y un tanto lúgubre. El suelo estaba sucio, tenía aún restos del aserrín esparcido durante los últimos días de lluvia. Olía vino rancio. Sólo había tres clientes que parecían dormitar, cada uno ignorando completamente a los demás, acodados en idéntica postura sobre la barra acaso soñando mundos mejores que el que les había tocado vivir. Los tres, aunque eran completamente diferentes, parecían el mismo repetido tres veces que estuviera mirándose al espejo en los otros dos. El camarero era un hombre gordo, con barriga muy prominente que, elevado por una tarima tras el mostrador, parecía un gigante. Salvador observó la estampa desde la puerta antes de entrar. Por un instante creyó verse a sí mismo, como si estuviera dentro de una pesadilla. Luego despertó y supo que él nunca sería ya así. El primero de los hombres que reposaban sobre la barra era a quien él buscaba. Lo reconoció enseguida. Seguía teniendo el mismo aspecto que en la foto que había visto aquella misma mañana en su casa. Parecía no haber envejecido o acaso era que ya fuera viejo cuando años atrás le habían hecho la foto. Valentín era un hombre menudo, de poco pelo, pulcramente peinado para disimular la 51

calvicie, con un rictus en la boca que parecía una sonrisa permanente; aunque estuviera serio dejaba ver los dientes amarillentos bajo el labio superior siempre un poco fruncido, como si no fuera lo suficientemente grande para la boca que le había tocado cerrar. Sentado en aquel lugar, produjo en Salvador la sensación de tener frente a él a un hombre infinitamente pequeño. Se acomodó a su lado en una banqueta de madera que aproximó a la barra. Al lado de Valentín había un vaso de cerveza mediado y un montón de cacahuetes en un plato que no había tocado. Con un gesto, Salvador saludó al hombre que estaba a su lado. El gigante que atendía la barra se le acercó. -Una cerveza sin alcohol- dijo Salvador. Luego se volvió a Valentín que había levantado la vista hacia él y lo miraba con su eterna y falsa sonrisa en la boca y continuó-: es mejor no empezar con alcohol tan temprano. Tomó la cajetilla de tabaco y le ofreció un cigarrillo aún a sabiendas de que el hombre no fumaba. Recordaba que no había visto un solo cenicero en la casa. Valentín negó con la cabeza y se desentendió de él. Salvador encendió el cigarrillo y lo miró fijamente. El gigante depositó la cerveza a su lado en el mostrador junto a un plato con cacahuetes. Salvador desvió la mirada de Valentín y tomó uno de los cacahuetes haciendo estallar la cáscara en las manos. -He oído decir que esta mañana ha discutido con su mujer- dijo al fin Salvador. El otro pareció volver de otro mundo y lo miró sorprendido con un gesto de desprecio e intencionadamente se volvió y le dio la espalda. Salvador tomó un trago de cerveza e hizo estallar otro cacahuete. -También me han comentado que no fue una discusión muy tranquila- añadió. Valentín se volvió en el asiento. -No lo conozco. -Salvador Montaña. -Pues déjeme en paz, Salvador. No tengo ganas de aguantar a nadie esta tarde. -¿No está de humor? -Eso es, no estoy de humor- dijo Valentín con tono cortante y se volvió de nuevo dándole la espalda. -La verdad es que tiene motivos. La discusión debe de haber sido tremenda. El hombre se giró otra vez, ahora violentamente. -Oiga, no sé quien es… -Ya se lo he dicho, Salvador Montaña-. Salvador exhaló el humo del cigarrillo intencionadamente a su cara. 52

El hombre agitó la mano delante de la cara para apartar el humo. -Me da igual quien sea, lo que quiero es que me deje en paz. Salvador tomó otro trago de cerveza y otro cacahuete. -Me parece que eso no va a ser posible- dijo tomando de nuevo un cacahuete en la mano y jugueteando con él. Valentín volvió a girarse hacia él y lo miró con ira. Los dientes que dejaba al descubierto el labio superior ya no formaban una sonrisa, eran la viva imagen de la rabia. -¿Se puede saber que quiere? -Buena pregunta, Valentín. -¿Cómo sabe quien soy? -Esa no es tan buena pregunta, era mejor la anterior y es la que te voy a contestar. Lo que quiero es que me cuentes lo que ocurrió esta mañana en casa. ¿Por qué discutiste con tu mujer? El hombre no comprendía muy bien lo que estaba pasando ¿quién era aquel hombre? Por mucho que se esforzaba no lo recordaba, estaba seguro de que no lo conocía. -¿No me vas a contestar?- volvió a preguntar Salvador. Valentín se levantó, dejó una moneda sobre el mostrador e hizo un gesto al camarero de despedida. Había decidido que no tenía porqué aguantar más a aquel hombre. Salvador se incorporó también y le interrumpió el paso. -Espera Valentín, no tengas tanta prisa. El camarero se acercó a ambos intuyendo que el cliente se encontraba en problemas y dispuesto a ayudarlo. Antes de que pudiera hablar, Salvador le mostró la documentación y le indicó que se alejara. El gordo se giró y se fue al otro lado de la barra sin decir nada. Valentín también vio la documentación de Salvador. Así que aquel hombre era un policía. Seguro que la muy hija de puta lo había denunciado. Como la otra vez. Ahora se iba a enterar. Esta vez si que se iba a enterar. Se puso rojo de ira. -Bueno- dijo Salvador-, me vas a contestar o no. ¿Por qué discutiste esta mañana con tu mujer? -Eso es cosa mía. -Ya. Pero a lo mejor no es sólo cosa tuya. A lo mejor a mí también me importa. También le pegaste. El hombre no respondió, tensó las mandíbulas y miró al infinito. Por un instante, el labio superior cubrió completamente los dientes. Hija de puta. Se iba a enterar. Se iba a enterar de lo que es bueno. Claro que lo había denunciado. Encima de sacarlo de quicio lo denunciaba. Esto no iba a quedar así, con Valentín no juega nadie. Ya verás cuando llegue a casa. -¿Qué le ha contado?- preguntó al fin muy digno e irritado.

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-Nada, no me ha contado nada, Valentín. Por eso estoy aquí, por que mejor me lo cuentas tú. Le pegaste o no. El hombre dudó un momento antes de responder. Los dientes amarillentos devolvieron al rostro la involuntaria sonrisa. Parecía que había decidido colaborar con Salvador para que lo dejara en paz. -Puede que le haya dado un par de tortas, pero nada más. Es que esa mujer me saca de quicio. No haga caso de lo que diga, nada de lo que diga es verdad, es una mentirosa. Se lo inventa todo. No sabe, no se imagina la clase de mujer que es. -Ahora mismo lo sé perfectamente, Valentín. Es una mujer muerta. Las palabras de Salvador parecieron no hacer mella en el otro. Fue como si no comprendiese lo que había dicho el policía. Tardó mucho tiempo en preguntar -¿Muerta? Salvador lo había estado observando muy serio. Apuró el vaso de cerveza y dijo: -Eso es, muerta. -¿Me va a detener? -¿Tú qué crees? Si te parece, te dejo ir. -Pero no me puede detener. Dentro de un mes me jubilo. A Salvador le hizo gracia la asociación. En otras circunstancias se habría reído. -No te preocupes, en la cárcel también puedes cobrar la pensión- dijo ahogando una sonrisa. -Pero yo no puedo ir a la cárcel. Esto es una injusticia. Yo no he hecho nada. -A mí no me tienes que convencer, Valentín. Eso se lo cuentas luego al juez. -No me puede llevar a la cárcel, no- el hombre dio un paso hacia atrás-. No, a la cárcel no. A aquellas alturas, las demás personas del bar habían abandonado su ensimismamiento y los miraban con atención. La imagen de Valentín escapando paso a paso hacia atrás era patética. Salvador avanzó hacia él y le pasó la mano por el hombro a la vez que decía: -Vamos, que en la calle nos está esperando un coche. Los contribuyentes han decidido que no vayas caminando. De todos modos si no te gusta la detención y la cárcel, siempre te queda el suicidio como solución. Además, si te suicidas, ahorraras un montón de dinero a los contribuyentes y así nos podrán subir el sueldo a los policías, sabes que no estamos muy bien pagados. Camino a casa, con los últimos rayos del sol mezclándose con las primeras luces de las farolas, Salvador no podía dejar de pensar que aquella mañana habían matado de la forma más inútil y estúpida a una mujer, que 54

la había visto quieta y tirada en el pasillo de su casa casi nadando en su propia sangre y que aquella misma tarde había detenido al hombre que inútil y estúpidamente la había matado y no sabía siquiera cómo se llamaba la mujer. Había oído decir que en ciertas culturas quitar el nombre a una persona era como matarla, a lo peor, a aquella mujer la había matado su marido impidiendo que dijera quien era. Para él, cuando ya con la noche enseñoreando la ciudad, cruzó el umbral de su propia casa, no dejaba de ser un cadáver anónimo tendido bocabajo esperando a que lo fueran a enterrar.

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El comisario Pombal no estaba muy conforme con lo que oía de boca del inspector jefe Carreiro ni con lo poco que había podido leer. No sabía muy bien porqué, pero tenía la intuición de que había algo que no era tan simple como parecía. El inspector jefe Carreiro lo miraba pensativo sin imaginar siquiera qué era lo que preocupaba al comisario. Habían acabado el despacho de la mañana y el correo pendiente se amontonaba desordenado sobre la mesa del comisario junto a la prensa aún por leer. -No veo qué es lo que te preocupa. Pombal no respondió, permaneció con la mirada perdida en el techo del despacho y los dedos sobre la cabeza escondidos entre los rizos. -El problema es que yo tampoco lo veo- dijo después de un buen rato y rió volviendo la mirada a Carreiro. -Entonces lo dejamos así. ¿Dejarlo así? No, dejarlo así era comprar una semana de insomnio y no estaba dispuesto. Mas valía perder un día de trabajo que una semana de sueño. -No, no lo vamos a dejar- dijo Pombal con autoridad incorporándose sobre la mesa-. Vamos a ver, repasemos lo que tenemos. En el caso de la avenida de Buenos Aires tenemos al marido preso. -Y lo ha confesado todo, no sé dónde ves el problema- la voz de Carreiro estaba cargada de resignación. -Vale, ahí no tenemos problema. En esotro caso, ¿qué tenemos? -Nada. Y eso es lo que vale. No hay un solo indicio que apunte en otra dirección que no sea el suicidio. La puerta cerrada por dentro, la casa intacta, todo en su sitio. Laura López ha sido categórica y ya sabes como es Laura, lo mira todo, todo. No sé qué más quieres. Pombal sonrió. -Una confesión, como en el otro caso. El inspector jefe le devolvió la sonrisa. -Pues eso va a ser difícil, el hombre debe de estar con la barriga abierta en la mesa del forense- dijo Carreiro con sorna. -Crimen pasional o depresión, puede ser. A veces los depresivos antes de suicidarse matan a los seres queridos- Pombal guardó silencio un momento-. Sabes una cosa, cuando todo es evidente es cuando más riesgo corremos de equivocarnos y cuando más hay que asegurarse de las cosas. Y a mí me parece que todo es demasiado evidente. Carreiro resopló. Él se consideraba un trabajador concienzudo, pero algunas veces le costaba entender al comisario. Pensaba que se pasaba de puntilloso. 56

-No resoples. Ve a lo tuyo, yo voy a meditar un poco. Por cierto, me imagino que no tendremos los informes de ninguna de las autopsias. -No. Aún no. Probablemente a última hora de la mañana. -Al salir cierra la puerta que voy a echar un pito y meditar un poco sobre todo esto. Carreiro se fue resoplando y sin despedirse y Pombal se arrellanó en el sillón y encendió un cigarrillo; tan reconcentrado estaba que olvidó abrir la ventana. Luego permaneció largo rato mirando al techo de la habitación hasta que decidió lo que haría. Tenía una intuición y no había ningún dato que la corroborara, así que pensó que la mejor manera de encarar el problema era con alguien que fuera intuitivo. Sabía perfectamente quién era su hombre. Era vago y caótico, y hasta malencarado a veces, pero… Media hora más tarde sonaba sobre la mesa de Carmen el teléfono que compartía con Salvador. Ella se afanaba sobre el teclado del ordenador y el timbre la asustó. Apenas había tenido cinco minutos de tranquilidad para elaborar el informe sobre los muertos del día anterior y sospechaba que cuando Pombal se lo pidiera no lo tendría listo. A Salvador eso le daba igual, pero a ella le molestaba. A primera hora, cuando se habían encontrado en la comisaría, Salvador había lanzado una moneda al aire. -Si sale cara… -Déjalo- había interrumpido ella- salga lo que salga, lo hago yo. Sabía que Salvador no lo haría. En cuanto se sentó frente al ordenador ya se estaba arrepintiendo de no haber dejado a su compañero lanzar la moneda. Si la hubiera lanzado, se habría quedado más tranquilo y le habría dejado pensar con calma. Y había algo, no sabía qué, que hacía que necesitase tranquilidad para hacer aquel informe. Tenía que hacerlo encajar todo y no era capaz. Sin embargo, todo parecía tan sencillo… Y él se había sentado frente a ella y no hacía más que mirarla e interrumpirla constantemente. -Si no quieres que te ayude, me voy- había dicho Salvador al fin tras un montón de intentos de entablar conversación. -Vete. -Si lo hiciéramos juntos quedaría mejor, pero… A Salvador le gustaba mirarla mientras se concentraba en la pantalla y entornaba levemente los ojos con el rostro ensimismado. También le gustaba conversar con ella e interrumpirla, pero tuvo la sensación de que en aquel momento molestaba realmente y era mejor que la dejara terminar el informe. Notó que Carmen estaba a disgusto. Ella lo observó irse con caminar despreocupado y luego se concentró en el teclado. Apenas llevaba cinco minutos escribiendo cuando sonó el teléfono. -Martínez- oyó decir a Pombal en el tono imperativo que solía usarvenga un momento a mi despacho. 57

Al colgar, Carmen sintió que el corazón se le aceleraba. Pombal la llamaba al despacho y ella acababa de echar a Salvador de su lado. Se pasaba la mañana molestándola y cuando podía ayudarla en algo desparecía. Bueno, desaparecía porque ella lo había echado, pero desaparecía ¡Joder! ¿Qué querría el comisario ahora? El cerebro se le iluminó como en un fogonazo ¡El maltratador! Recordó de pronto. Se había olvidado completamente. Hacía un par de días que le había encargado que hablase con la mujer que había presentado la denuncia por malos tratos y con los tres muertos del día anterior se había le había ido completamente la cabeza. Se había olvidado de informar al comisario de la entrevista con la mujer ¡Mierda! Esta vez si que estaba en un lío. En menudo lío la había metido Fantasías y Complementos Loli ¿Qué disculpa le iba a dar ahora al comisario? ¿Que se había olvidado? El hombre se había pasado unas cuantas horas de más en la cárcel por su culpa. Estaba segura de que si ella estuviera en su lugar no se conformaría con ninguna disculpa. Al salir de la oficina oteó por los pasillos con la esperanza de encontrar a Salvador. Lo llevaría con él como escudo. Pero Salvador no estaba por ninguna parte. A aquella hora seguro que estaría tomando un café en la cafetería California y leyendo el periódico. La puerta del comisario estaba cerrada. Lola, la secretaría, ordenaba un montón de carpetas azules sobre un clasificador nuevo. -Me ha llamado Pombal ¿sabes qué quiere?- Preguntó Carmen con la angustia de descubrir algo antes de cruzar la puerta del despacho. La secretaría negó con la cabeza. -Ni idea, no me ha dicho nada. Seguro que era lo del maltratador. Seguro. Llamó a la puerta y la empujó con cuidado. En el despacho olía fuertemente a tabaco. Pombal, inclinado sobre la mesa y concentrado en los papeles que descansaban sobre ella, se incorporó al verla. -Pase, Martínez. Ah, ha venido sola. ¿No le dije que avisara a Montaña? -No. -Se me habrá olvidado ¿Por qué será? Bueno, da igual, lo llamamosdijo Pombal y tomó levantó el teléfono. -Creo que ha salido- dijo Carmen tímidamente. Pombal colgó el auricular. Chasqueó la lengua. -No me diga dónde está, que me lo puedo imaginar. Haga el favor de buscarlo y vengan a verme. Quiero hablar con ustedes dos. Carmen dejó el despacho aliviada. No le había dicho nada sobre el maltratador y si lo que fuera a ocurrir, ocurriría con Salvador presente, no había problema. Ya se encargaría él de lidiar el toro.

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Cuando Salvador la vio frente a él se sorprendió. Ella estaba muy seria y tenía el aspecto de alguien apresurado. Parecía haber caminado hasta la cafetería a toda prisa. -Ya veo que no puedes vivir sin mí- dijo sonriendo cínicamente. No perdió el tiempo en contestarle. -Pombal quiere hablar con nosotros. -Ah, era eso. Francamente me preocupa que quien no pueda vivir sin mí sea Pombal. Según para qué cosas soy muy tradicional- dijo y dejó el taburete que ocupaba en la barra de la cafetería. El despacho del comisario continuaba oliendo a tabaco rancio. Salvador, más que llamar a la puerta, la había golpeado y abierto sin esperar respuesta. Carmen caminaba tras él. -Ah, ya estáis aquí- cuando hablaba a Salvador Montaña, el comisario nunca usaba el usted. Salvador se sentó frente a Pombal y esperó a que Carmen hiciera lo mismo. -Pues sí, aquí estamos. El comisario fue directo a la cuestión: -¿Qué opinas de las muertes de ayer? -¿De las tres? -Vamos a olvidar lo de la mujer de la avenida de Buenos Aires. Según tengo entendido, tras tu detención de ayer tarde, el marido ha cantado como un pajarito. Yo me refiero a lo de la pareja de la calle Concejo, eran…- ojeó entre los papeles de la mesa buscando los nombres de los dos fallecidos. -Catalina Fraile y Alejandro Cuenca- dijo Carmen tímidamente. -Eso es- asintió Pombal mirándola durante un instante. Luego se volvió hacia Salvador para continuar-: ¿Qué opinión tienes? Salvador no respondió, lo miró pensativo ¿Qué se traería entre manos Pombal? ¿Qué sabía que él no supiera? -No sé adónde quieres ir a parar- dijo al cabo de un rato. -A ninguna parte, Salvador. Sólo dime lo que piensas. -La mató y se pegó un tiro- dijo de repente y observó cuidadosamente la reacción de Pombal. Éste no hizo nada, no movió un solo músculo de la cara. -¿Ninguna duda? Pombal sabía algo y no se lo quería decir, estaba seguro. -¿Qué ha dicho el forense?-Preguntó Salvador. -Nada aún. Supongo que el informe provisional estará esta mañana. -Entonces ¿Cuál es el problema? Yo lo veo muy claro. Esta vez Pombal se llevó las manos a la cabeza y hundió los dedos entre los rizos. No respondió a Salvador. Se volvió a Carmen. -¿Usted que piensa, Martínez? 59

Durante un segundo, ella estuvo a punto de abrir la boca y decir con suficiencia y rotundidad: la mató y se pegó un tiro. Con la misma rotundidad que lo había hecho Salvador, pero sabía que eso era sólo un deseo que nunca se cumpliría. -Bueno, en principio estoy de acuerdo con él. -¿Ninguna duda? Carmen no respondió. -No sé, yo no lo veo claro- dijo Pombal-. Está todo tan claro, es todo tan simple y sencillo que me parece imposible que sea así. -Eso me gusta, está todo tan claro que no lo ves claro. Pombal sonrió. -Exactamente- dijo. -Pues así fue, no le des más vueltas- Salvador miró a Carmen y guiñó un ojo-. Si nos das media hora, te entregamos un informe completo, ya lo tenemos casi acabado. Carmen le devolvió el guiño abriendo los ojos como platos. El informe estaba sin acabar por su culpa. -Mira, Salvador- dijo Pombal e inspiró profundamente-, cuando todo es evidente es cuando más riesgo corremos de equivocarnos- recordaba haberle dicho la misma frase a Carreiro y le había gustado. Salvador lo miró moviendo la cabeza a un lado y otro y respondió: -Tienes razón. Cuando te pegan un tiro en la boca y es evidente que la vas a palmar, a lo mejor te equivocas y no te mueres. Pombal no hizo caso al comentario. -Salvador, a lo mejor me equivoco, y mejor que sea así, pero todo me parece demasiado sencillo, demasiado evidente, así que le vas a dedicar un par de días y a ver que averiguas. -Si es que hay algo que averiguar. -Si es que hay algo que averiguar, Salvador, por supuesto- se volvió a Carmen-. Usted, Martínez, le acompañará. Durante un par de días hacen… bueno, lo que… -Nos hacemos una idea- interrumpió Salvador y se incorporó-. Serán dos días perdidos, pero tú mandas. Carmen se levantó tras él. Ya en pie miró a Pombal y dijo: -Ayer hablé con la mujer que había presentado la denuncia por malos tratos. El comisario la miró sorprendido durante un momento, como si no supiera de qué le hablaba, luego cambió el gesto y asintió: -Ah, sí. Lo había olvidado. -El marido nunca le puso la mano encima. Todo ha sido un malentendido- Carmen se dio cuenta de que malentendido no era una buena explicación a al hora de hablar de alguien que estaba preso-. Quiero decir que el hombre es muy… 60

El comisario sonrió con satisfacción, como si pensase: si ya lo sabía yo. -No diga más y no se preocupe, esos casos ocurren, ya me encargo yo de solucionarlo. Ahora dedíquese a lo que les he dicho. Al dejar la comisaría los recibió una ráfaga de aire frío. El cielo había perdido el azul terso y parecía ahora como si lo estuvieran revocando en un blanco grisáceo, ya sólo en unos pocos huecos entre las nubes quedaban restos de azul. El sol se había nublado y de pronto parecía que la primavera se hubiese ido. Carmen tiritó. Salvador la miró y vio en los brazos desnudos como se le erizaba el pelo. Le hubiera gustado quitarse la chaqueta de lino que llevaba y colocársela sobre los hombros. Lo habría hecho si hubiera sabido cómo. -¡Vaya cambio de tiempo!- Exclamó ella y se sacudió los brazosespera que voy a buscar la chaqueta, la he dejado en la oficina y me va a hacer falta. Salvador arrojó al suelo el cigarrillo que había encendido para la espera cuando la vio aparecer enfundada en una rebeca de algodón que, desabrochada, le realzaba el pecho. -¿Qué hacemos?- Preguntó Carmen acomodando el bolso en el hombro derecho. -De momento, preguntas. -¿Dónde empezamos? -Bueno- dijo él-, los funcionarios trabajan fundamentalmente por la mañana y los profesores de la escuela de idiomas, por la tarde, así que lo mejor que podemos hacer es ir a la escuela de idiomas ahora y a la delegación de trabajo por la tarde. De esa manera evitaremos las aglomeraciones. -Vale, vamos a la delegación de trabajo- dijo Carmen y comenzó a caminar. -Oye, ¿qué era eso del maltratador que hablabas con Pombal?Preguntó Salvador situándose a su lado. -Te lo intenté contar ayer y no me hiciste caso. Salvador hizo memoria durante un instante sin recordar nada. Luego dijo: -Pues cuéntamelo ahora, de algo hay que hablar por el camino. Ella no respondió. Soplaba cada vez más fría la brisa, que de vez en cuando llegaba con ráfagas cargadas con alguna que otra gota de agua.

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8 Cuando llegaron a la delegación de trabajo la brisa que los había recibido al salir de la comisaría se había convertido en un viento frío y molesto que se colaba entre los huecos de la ropa, y las gotas de agua que arrastraba con él eran cada vez más frecuentes. El cielo había perdido los pocos espacios azules que le quedaban y era ya completamente gris. En el edificio de la delegación de trabajo el ambiente era cargado y húmedo. Aún no había llegado el aire frío que comenzaba a estropear aquella mañana de primavera, pero sí se había impregnado ya con la humedad que pregonaba la lluvia. Ambos sintieron en la cara una especie de golpe de calor que acaso no fue más que la sensación de dejar de sentir el viento frío que cortaba la piel. Salvador, tras el paseo hasta la delegación, comenzó notar como sudaba nada más cruzar la puerta y como se le congestionaba un poco el rostro. Se llevó la mano a la cabeza y notó que tenía el pelo húmedo y revuelto. Intentó atusarse un poco y miró a Carmen que estaba a su lado tan impecable como si se hubiera pasado toda la mañana preparándose para una sesión fotográfica. Hasta el pelo, levemente revuelto por el aire, parecía intencionadamente desordenado. Ella también notó el calor, se quitó la chaqueta y la colgó de la correa del bolso. El hombre que los recibió tras una breve charla con una secretaria no les hizo esperar demasiado. Era un cuarentón alto y elegante que vestía un traje claro de lino y una corbata de seda que no llevaba completamente ajustada al cuello. Les atendió en un despacho con muebles de madera vieja demasiado pequeño para todo lo que había en su interior, un montón de ficheros y armarios atestados de papeles. -Estoy a su entera disposición- dijo muy circunspecto después de haberse presentado como Carlos Ferrer ¿jefe de inspección? Y dejando bien claro que era jefe-. Tienen que disculparnos por el caos que tenemos aquí esta mañana, pero como pueden imaginarse, esto ha sido un mazazo terrible. Estamos todos un poco alterados. -Subinspector Montaña y agente Martínez- se presentó Salvador-. Nos hacemos cargo, no se preocupe. Pero me imagino que no tendremos que explicarle el motivo de nuestra visita. El hombre que acababa de sentarse tras estrecharles las manos, se movió un poco en su sillón y apoyó los codos en la mesa. Era evidente que se sentía tenso e incómodo con aquellos dos policías frente a él, que no le gustaba que nadie hiciera preguntas sobre su delegación. Y estaba seguro que se las harían. Y muchas. -A decir verdad, me sorprende un poco verles aquí. En realidad, todos dábamos por sentado que…, bueno, que había sido un suicidio.

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-¿Sí?- Salvador calló para que el hombre continuase hablando. Carmen también permaneció expectante. Comprendía perfectamente lo que pretendía Salvador; se lo había visto hacer tantas veces que se sabía de memoria todos los gestos que vendrían a continuación. El silencio se hizo tenso y largo. -Bueno- dijo al cabo de un rato Carlos Ferrer-, lo digo por lo que se ha escrito en la prensa, no es que yo sepa nada relevante, no vaya a pensar... Carmen extrajo la libreta del bolso. -Entra dentro de lo posible, me refiero al suicidio, pero no podemos descartar ninguna posibilidad- dijo mientras la abría por una página en blanco. -Eso sería terrible- exclamó el hombre dando un respingo. Hubo otro largo silencio. Aquel hombre, el jefe del servicio de inspección era reacio a hablar. -¿Qué quiere decir? ¿Qué es lo que sería terrible? Carlos Ferrer miró a ambos muy serio antes de hablar: -Quiero decir que sería terrible que Alejandro no se hubiera suicidado. Eso significaría…- cayó y dejó la frase en el aire. -Que lo habrían matado, como al parecer hizo él con la mujer que lo acompañaba- dijo salvador ante el silencio del otro. Carmen lo miró con fuego en los ojos. Le enfadaba verlo hacer aquello y eso que sabía que estaba siguiendo paso a paso el guión. Sabía que quería provocar en el otro cierto malestar y cierta ira. Carlos Ferrer tardó unos instantes en reaccionar. -Bueno, claro- volvió a hacer otro silencio-. En realidad, sea como quiera que haya sido es una auténtica tragedia. Salvador extrajo su libreta del bolsillo también. Pensó que el hombre que tenía frente a él estaría lo suficientemente excitado como para responder más con el corazón que con la cabeza. -Bien, nosotros tenemos que explorar todas las posibilidades, y entra dentro de lo posible que alguien lo haya matado y estemos ante un asesinato. Y puestos a sospechar motivos, no podemos olvidar las razones laborales. Supongo que ustedes tendrán, no sé cómo decirlo, conflictos con algunas personas- Carlos Ferrer asintió con una sonrisa un tanto cínica-. Me gustaría- continuó Salvador- que me explicase de una forma rápida en qué consistía el trabajo de Alejandro Cuenca. -Pues el trabajo de in inspector, ya sabe.- un instante de silencio. Salvador devolvió la sonrisa al jefe de inspección doblando la dosis de cinismo. -Sinceramente, no, no lo sé- dijo. -Bien, nos encargamos de las condiciones de trabajo, de los accidentes laborales y de las bajas (matizar esto con buena información) 63

Salvador inspiró profundamente. -Eso quiere decir que bien pudiera haber algún empresario o algún trabajador resentido con él. Carlos Ferrer abrió los ojos y alzó las cejas casi hasta su pelo negro. -Sí, podría ser. -Pues no nos lo pone usted fácil. -No, yo no. Las cosas son así. Desarrollamos un trabajo complejo con muchas facetas y muy diferentes. -Supongo que son serviría de nada repasar todos los casos en los que haya estado trabajando Alejandro Cuenca en el último año- intervino Carmen sabiendo que si alguien los había de repasar sería ella misma-. Pero sí que nos serviría saber si en estos últimos meses, o, mejor en el último año intervino en algún caso especialmente complejo o conflictivo. -sí, por supuesto. Yo mismo dedicaré la tarde a estudiar los expedientes- dijo enfáticamente Carlos Ferrer quien parecía tener un súbito interés en descartar que la muerte de Alejandro Cuenca estuviera relacionada con cuestiones profesionales. -Se lo agradeceremos. -De todos modos, si alguien hubiera efectuado alguna amenaza, supongo que él lo habría dicho- afirmó Salvador esperando una confirmación. El jefe de la inspección de trabajo inspiró profundamente al tiempo que hacía una negación con la cabeza. -Francamente no sabría decirle. Mire, Alejandro era una persona muy reservada. Prácticamente no tenía relaciones con nadie aquí en el trabajo. -¿Malas relaciones? Carlos Ferrer sacudió su cuerpo como en un latigazo para responder con premura: -No, no, en absoluto. No me mal interprete. Era una persona tremendamente afable, jamás tuvo malas relaciones con nadie, pero era muy callada. La persona más callada que yo haya conocido, se lo aseguro. -Eso significa que no tiene conocimiento de que recibiese ninguna amenaza. -No que yo sepa. -No obstante, si se sintiera amenazado, habría mostrado algún síntoma de nerviosismo. La cabeza de Carlos Ferrer volvió a moverse de un lado a otro. -La verdad es que era una persona tan hermética que podía pasar cualquier cosa y no enterarnos nadie. Mire, nadie aquí sabía que tenía una relación con esa mujer, la que estaba con él, quiero decir. Los tres permanecieron en silencio. -Pero no hizo nada que indicase nerviosismo o preocupación. 64

-Nada. Se mostró tan impasible como siempre- dijo Carlos Ferrer con gesto satisfecho por haber hallado la palabra adecuada para describir al muerto. Carmen y Salvador se miraron y ambos hicieron el mismo gesto que significaba que aquella conversación no daba para más. -Me gustaría hacerle una última pregunta- dijo al fin Salvador-, aunque por lo que nos ha contado me imagino que no sabrá responderla. Usted piensa que era una persona capaz de suicidarse. Carlos Ferrer sonrió levemente, sólo con un pequeño gesto de la boca apenas perceptible. -Mire, yo no soy un técnico en la materia, por supuesto, pero si un día me hubiesen dicho que uno de mis compañeros se iba a suicidar, les aseguro que habría pensado en él. No me pregunten porqué, pero…- dijo y se encogió de hombros, luego con cierto disgusto y como si se sintiera forzado a hacerlo continuó:- aunque les he dicho que no tenía relaciones con nadie, lo cierto es que casi todos los días salía a tomar café a meda mañana y…- calló y dejó la frase en el aire. -¿Y? El jefe de inspección lanzó un pequeño suspiro y tardó en continuar: -Mire, a mí estas cosas no me gustan nada, ya saben cómo es la gente; cuando alguien es como Alejandro se convierte en el blanco de todos los comentarios… digamos que graciosos por no decir otra cosa. Bueno, el caso es que solía tomar café aquí al lado con un hombre y, bueno, que aquí se decía que salía a ver a su novio, ya me entienden. -Pero o era homosexual- dijo Carmen, que no podía olvidar la imagen de la mujer muerta. Fue más afirmación que una pregunta, pero el otro no lo tomó así. -No sabría decirle, no tengo ni idea. Lo cierto es que nadie sabe nada. Por lo que sé, tomaban el café charlaban un rato y se volvía a la oficina. -¿Sabe quien era él o dónde podemos encontrarlo? -No, no lo sé, pero si preguntan por ahí- Carlos Ferrer señaló con la mano hacia la puerta del despacho-, no tardarán en averiguarlo- su voz iba cargada de ira. El jefe de inspección conocía bien la oficina. Tras despedirse de él no tuvieron que hablar más que con una persona para descubrir con quien se reunía Alejandro Cuenca cada mañana. -Se llama Javier, y trabaja en la oficina de la Caixa que hay en la esquina- les informó un hombre gordo y calvo que se llevó una gran decepción cuando los dos policías acabaron la conversación y le impidieron continuar contando todas las sospechas que tenía. La calle los recibió con el mismo viento frío con que los había dejado en la delegación de trabajo. 65

-¿Cómo lo ves?- preguntó Carmen cubriéndose con la chaqueta. Salvador levantó la vista al cielo. -Antes de una hora está lloviendo- dijo. Ella chasqueó la lengua. -Me refiero al asunto…- dijo sabiendo que Salvador sabía muy bien a qué se había referido. Él señaló con el dedo índice a la izquierda -A la Caixa- dijo. La oficina estaba casi vacía, apenas si había un par de clientes. A pesar de encontrase en una calle céntrica era una oficina pequeña, con sólo cuatro trabajadores, tres hombres jóvenes y delgados enfundados los tres en un traje que parecía el mismo copiado una y otra vez aunque con distintos tonos y una mujer gordita cuyo embarazo marcaba más su pecho y su barriga. Fue la mujer la que los atendió. -Subinspector Montaña- se presentó Salvador mostrando la acreditación-. Nos gustaría saber si trabaja en la oficina alguien llamado Javier. La mujer los miró sorprendida y un poco asustada. Abrió mucho la boca antes de responder: -Sí. Sí, aquí trabaja Javier García. Es el director de la sucursal ¿Ha ocurrido algo? -Nada, no se preocupe, sólo nos gustaría hablar con él. La mujer tenía los ojos muy abiertos y los miraba con desconcierto. No comprendía qué podía querer la policía de su jefe. -Me temo que no va a poder ser. Esta mañana ha llamado para decir que no vendría a trabajar, que tenía un problema grave. Salvador no tuvo problemas para imaginar cual era el problema, pero, pensó, ¿cómo era posible que aquella mujer no supiera nada de la relación entre su jefe y el inspector de trabajo muerto? Meditó durante instante y decidió no indagar más. Prefería hablar primero con el director del banco. -¿Podría darnos su teléfono?- preguntó tras el breve silencio. La mujer dudó un momento, pero dijo: -Claro. Se levantó y al cabo de un instante volvió con una tarjeta en la mano. Se despidieron afablemente y cuando los policías se fueron, la mujer gordita y embarazada se giró rápidamente hacia uno de los compañeros para contarle que aquellos dos eran policías había ido a preguntar por el director. -¿No te llamó la atención que esa mujer no hiciera ninguna mención a la muerte de Alejandro Cuenca?- preguntó Carmen cuando se vieron en la calle-. Quiero decir que debería saber que su jefe tomaba todos los días café con el muerto y que eran amigos. No creo que fuera un secreto. 66

-A lo mejor sí. O a lo mejor, sólo es puro azar. ¿Por qué iba a contar a nadie el director del banco con quien tomaba café?- respondió Salvador. -¿Por qué no le has preguntado nada?- Carmen levantó los hombros en un gesto de incomprensión. El la miró a los ojos que, acaso un poco irritados por el frío que los azotó al dejar el banco, le brillaban. Tenía el pelo, agitado por el viento frío que se le movía desordenado por la cara. Carmen levantó la mano derecha para ordenarlo un poco. La mano, los ojos brillantes y el pelo revuelto sedujeron a Salvador en un instante. Subió el cuello de la chaqueta para proteger el cuello y dijo: -Estaba esperando a que lo preguntaras tú- y mantuvo la mirada de Carmen hasta que empezó a sentir que podría abalanzarse sobre ella. -¡Qué borde eres! -Vale, en realidad decidí que sería mejor preguntárselo a él personalmente. Quiero decir que debe de explicar si ocultaba por alguna razón la amistad con el muerto. Comenzaron a caminar sin rumbo fijo, dieron tres pasos y Salvador se detuvo, levantó la mano izquierda y miró el reloj. -Tenemos el tiempo justo para tomar una cervecita antes de comer y de paso vemos la cafetería donde se reunían el muerto y el director de la sucursal- dijo mirando a Carmen. Ella se colocó el pelo que se le revolvía en la cara, sonrió y asintió en silencio. La cafetería era una especie de semisótano al que habían dado aspecto de garaje viejo, con muchas luces de neón. Se acomodaron en la barra, pidieron un par de cervezas sin alcohol y vieron la portada del periódico local. De entre todas las demás noticias, destacaban en grandes titulares las de las tres personas que habían perdido la vida el día anterior.

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La escuela de idiomas no estaba muy lejos de la comisaría, en una zona abierta de la ciudad, en la que las construcciones se encontraban todas rodeadas árboles y zonas verdes. Era un edificio alargado de tres plantas al que se accedía por una pequeña escalinata que ocupaba una parte importante del frontal. A pesar de que la tarde era fría y ya lluviosa, Salvador esperaba pacientemente en pie, cobijado bajo la amplia cubierta acristalada que recorría toda la entrada del edificio, apoyado contra la pared con una pose que pregonaba cierta indiferencia a todo lo que ocurriese a su alrededor, incluido el inclemente tiempo que se había apoderado de la ciudad. Pese a estar pegado al muro, el viento llegaba hasta él y lo despeinaba y le sacudía la chaqueta como si se la fuera a arrancar. Era la única persona que se encontraba parada en la escalinata, el resto, casi siempre con una carpeta bajo el brazo o una bolsa al hombro, subía y bajaba las escaleras a toda velocidad con el cuello encogido y la cabeza gacha para protegerse del viento y de las gotas de agua que volaban en todas las direcciones sin que se pudiera saber muy bien de dónde venían. Carmen lo vio desde lejos clavado bajo las filas de ventanas iluminadas con el blanco desvaído de los fluorescentes y mientras se acercaba a la escuela, pese al agua y al viento que le hacían entornar los ojos, levantó la vista para observarlo. Aunque la tarde era fría, notó que Salvador no se había abrigado, vestía la misma chaqueta de lino que llevaba cuando se habían despedido aquella mañana; con el cuello de la chaqueta alzado, el cuerpo esbelto, la ropa sacudida por el viento y el pelo revuelto, le pareció que con otro carácter y un par de pequeños cambios podría incluso a llegar a parecer un hombre atractivo. Luego, sólo un instante después, le pareció imposible haberlo pensado. Se sacudió la cabeza mentalmente, esbozó una sonrisa e imaginó que acaso aquel pensamiento le había asaltado porque lo veía desde abajo y era la altura lo que lo hacía aparecer ante ella de aquel modo. Al acercarse más se fijó en sus ojos entornados y un poco brillantes. Vio que se le formaban muchas arrugas alrededor. En aquel momento tuvo la sensación de que tenía ante ella una mirada cargada de tristeza que nunca antes había visto, aunque siempre hubiera estado ahí, delante de sus narices. -¿Qué haces ahí parado?- preguntó al llegar a su lado mientras se quitaba el sombrero empapado sacudía suavemente la cabeza y dejaba caer el pelo sedoso sobre los hombros. -Ya ves, disfrutando de la tarde- Salvador levantó la mano izquierda y mostró un cigarrillo a modo de explicación-. Aunque te parezca increíble, 68

en este sitio está prohibido fumar. Y luego dirán que es un centro de cultura. Cultura y prohíben fumar. -¿Y desde cuando te ha importado eso a ti? El la miró con fingida suficiencia. -¡Qué borde eres!- dijo. Se sonrieron. -Vamos, tira eso- dijo ella señalando el cigarrillo- que no está la tarde precisamente como para pasarla aquí charlando. Carmen cruzó la puerta delante de él y lo rozó con el aire que movió la gabardina que acababa de desbrochar y con el perfume que llevaba y que traspasó la nariz de Salvador, le llegó hasta la nuca y le bajo por la espalda partiéndosela en dos. La había estado observando durante un buen rato, la había visto bien lejos, cuando se acercaba a la escuela envuelta en la gabardina y con el sombrero de lluvia bien calado para que no se lo llevara el viento. No importaba la distancia, con la cintura ceñida por el cinturón, el talle bien marcado, los hombros altivos, como el pecho que Salvador intuía bajo el gabán, el gorro de agua ocultándole el cabello y envolviéndola en cierto misterio se volvía aún más hermosa. Notó que lo miraba a los ojos y le sostuvo la mirada con placer. Luego, cuando después de dos frases cruzó la puerta con su andar de diosa, la siguió a ojos ciegos sin ser muy consciente durante un instante de adonde iba. El hall de la escuela no era muy grande, tenía las paredes pintadas de un amarillo pálido y estaba atestado de estudiantes que charlaban animadamente en corrillos o iban de un lado a otro en un movimiento que parecía no tener sentido formando un grupo variopinto. Allí había adolescentes con la cara llena de granos, con los pantalones caídos o con minifaldas imposibles, jóvenes con aire de ejecutivos y jóvenes con el aspecto de desempleados en busca de su primer empleo, adultos bien y mal vestidos y hasta viejos con aspecto de pensionistas aburridos; pero todos ellos tenían algo en común, algo indefinible que compartían aunque no se pudiera ver y que hacía que pese a lo diferentes que eran, nadie estuviera allí fuera de lugar. Sólo había dos personas que no encajaban en aquella sala, los dos policías que acababan de traspasar la puerta. Carmen y Salvador se detuvieron en el centro del hall rodeados por el caos estudiantil, lanzaron una ojeada a un lado y a otro y se giraron a la izquierda hacía un cartel que anunciaba la secretaría. Les atendió una mujer madura que intentaba borrar el paso de los años con mucho maquillaje en la cara y que observaba el espectáculo estudiantil con un vaso de café en la mano tras una ventanilla alargada que se abría al hall. -Buenas tardes. Nos gustaría hablar con el responsable del departamento de inglés- dijo en tono imperativo Salvador sin identificarse.

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A pesar de ello ni de que no habían dicho para qué querían hablar con el responsable del departamento, a la mujer de la secretaría no le cabía la menor duda de que el hombre y la mujer que tenía frente a ella tenían algo serio y oficial que tratar en la escuela. Depositó el vaso sobre una mesa que tenía a su izquierda y miró el reloj. -Es una hora muy mala- Carmen y Salvador miraron instintivamente el reloj al mismo tiempo-. Ahora debe de estar empezando la clase. -Y acabará a las…- Salvador dejó la frase en el aire. -A las cinco, en una hora. Hubo un breve silencio. -Supongo que habrá alguien en el departamento- intervino Carmen. La mujer dudó un momento antes de responder. -Supongo que sí, siempre suele haber alguien, aunque no sabría decirles. -¿Podría indicarnos dónde está? - En la segunda planta- señaló con la mano un ascensor- al fondo del pasillo. -Gracias. Al volverse, notaron que la sala se había vaciado milagrosamente y ya no quedaban más de cuatro o cinco personas, casi todas ellas las más jóvenes de las que antes ocupaban el hall. Al lado del ascensor nacía una escalera amplia en cuyos primeros dos escalones se sentaban dos adolescentes. -¿Subimos?- preguntó Carmen. Salvador asintió con un gesto. No dijo nada. En la segunda planta, el largo pasillo que recorría de un lado a otro el edificio estaba iluminado con fluorescentes de luz azulada que se reflejaba en el suelo brillante, al fondo tenía una cristalera que con la oscuridad de la tarde apenas destacaba sobre tono gris de la pared. A izquierda y derecha del corredor se abrían puertas coronadas todas ellas con una pequeña ventana. De ambos lados también les llegaban los rumores de las clases que se desarrollaban en cada una de las aulas, ora la voz del profesor, ora algún vocerío de los alumnos. Recorrieron el pasillo lentamente leyendo los carteles que colgaban de las puertas, aula 2, aula 3. Carmen se detuvo un momento y cerró los ojos. De pronto el aire le olía a chicle de fresa y le resonaban en los oídos un millón de voces infantiles. -Qué cantidad de recuerdos, ¿no te parece?- dijo con una sonrisa que le ocupaba toda la cara. Y durante un instante, el rostro tomó una expresión cándida y pueril y los ojos se le llenaron de niños. Salvador torció el gesto. Se le frunció el ceño y los ojos se le hundieron hasta la nuca.

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-Ni te lo imaginas, los peores recuerdos de mi vida- dijo con voz seria, seca y amarga. Ella abrió súbitamente los ojos y lo miró sorprendida. Notó que Salvador tenía una expresión realmente agria. El aroma a chicle de fresa desapareció y volvió a oler a desinfectante. Carmen prefirió no decir nada y continuó caminando tras él que había comenzado a andar sin esperarla. Con el primer paso, al reanudar la marcha, sintió como si se hubiera derrumbado un castillo mágico. La puerta del departamento de inglés estaba cerrada. Salvador la golpeó y, sin esperar respuesta, la abrió. En el interior sólo había una persona, un joven que aún no había cumplido los treinta años y leía un montón de folios manuscritos que descansaban sobre una mesa de conferencias. Era una sala alargada, no excesivamente grande ocupada casi toda ella por la mesa y rodeada completamente por estanterías de la misma madera clara que la mesa y atestadas de libros, y por carteles escritos en inglés; muchos de ellos eran hermosas fotos de ciudades y paisajes lejanos con textos de publicidad turística. Frente a la puerta se abrían un par de amplias ventanas que eran el único lugar libre de la sala. La lluvia golpeaba con fuerza los cristales y el agua corría por ellos deformando la vista de la ciudad antes de comenzar a gotear. -Buenas tardes- el joven alzó la cabeza y con el dedo índice se levantó las gafas que le resbalaban por la nariz-. ¿Puedo ayudarles en algo? -Subinspector Montaña y agente Martínez, de la policía judicial. Nos gustaría hablar con usted un momento. El joven se incorporó bruscamente y las gafas resbalaron por la nariz de nuevo. Era alto y muy delgado, vestía un pantalón vaquero y una camisa ceñida de rallas de llamativos colores que estilizaban aún más su figura. Tenía las cejas muy negras y pobladas y el pelo azabache, largo y lacio. Los ojos eran también negros y la mirada profunda. Dio un paso hacia ellos y con la misma mano que los saludó les indicó una silla para que se sentaran. Se acomodaron los tres en torno a la mesa de juntas. El joven se presentó como Leonardo Ares. -Pero todo el mundo me llama Leo- dijo sonriendo con cierto nerviosismo. -Nos gustaría hacerle algunas preguntas sobre Catalina Fraile. -Claro… -Me imagino que estará al corriente de lo ocurrido. -Por supuesto, por supuesto, pero no sé si podré serles de mucha ayuda, inspector. -Subinspector, subinspector Montaña ¿A qué se refiere? Carraspeó antes de responder: -Quiero decir que apenas teníamos relación. -Pero eran compañeros de departamento, ¿no es cierto? 71

-Sí, claro. Éramos compañeros, pero yo llevo muy poco tiempo en la escuela, estoy haciendo una sustitución. -¿Cuánto tiempo lleva aquí? -Un par de meses, bueno, un poco más. Carmen y Salvador se miraron con gesto dubitativo. Era evidente que aquel joven no les iba a decir nada interesante. -¿Qué opinión tenía de Catalina Fraile?- preguntó Carmen volviendo la cara hacia el profesor. El joven resopló. -La verdad, no sabría qué decirles. Ya le digo que no hemos tenido mucha relación, pero a mí siempre me pareció una persona normal, no sé, era agradable. Normal, ya le digo. -¿Sabe si tenía algún problema en la escuela? -¿En la escuela? -Me refiero a algún alumno. -No, la verdad es que no sé de ningún caso en que un profesor de la escuela tuviera problemas con un alumno. Callaron los tres. Continuar aquella conversación tenía sentido. Salvador se incorporó súbitamente. -Gracias por su tiempo- dijo y comenzó a caminar hacia la salida. Carmen lo miró sorprendida y lo siguió. En el pasillo los dos policías se plantaron cara a cara. -Esto es una pérdida de tiempo- dijo él. -Podías ser más amable y considerado- respondió ella. Salvador la miró y frunció el entrecejo con un gesto que era más teatral que real. Notó que Carmen mostraba en la cara cierto enfado cuando añadió: -No sé si te habrás dado cuenta, pero no has venido solo, yo te acompaño. Claro que se había dado cuenta, ella no podía darse cuenta de lo consciente que era de su presencia, era consciente de ello a cada instante. Deshizo la mueca de teatralidad. Le hubiera gustado decir otra cosa, pero dijo: -Habrá que esperar a la jefa del departamento- y forzó una sonrisa. Ella suspiró y miró el reloj. A veces conseguía exasperarla. Como Carmen guardaba silencio, habló él. -Si no te importa prefiero esperar en una cafetería, este lugar no me gusta- dijo. Cuando salieron a la calle, el viento había amainado, los árboles se habían quedado quietos y aguantaban la lluvia estoicamente y ya no volaban papeles de un lado a otro, pero arreciaba el chaparrón. Sobre la ciudad caía un autentico aguacero.

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-Creo que lo del café va a tener que esperar- dijo Carmen con una sonrisa de suficiencia. Se sentaron en un banco que había al lado de la puerta de la secretaría y durante casi una hora observaron prácticamente en silencio como una pareja de adolescentes se hacía carantoñas. Era todo lo que había que ver. Al filo de las cinco, cuando el hall volvía a llenarse de alumnos, volvieron al departamento de inglés. El joven profesor con el que habían hablado una hora antes se cruzó con ellos en la puerta. Levantó las gafas caídas al detenerse a su lado. -Ella es Berta, la jefa del departamento- dijo señalando a una de las tres mujeres que ocupaban la sala. Salvador y Carmen se dirigieron directamente hacia ella. -Subinspector Montaña y agente Martínez. Nos gustaría hablar un momento con usted. La mujer se sorprendió, aunque no demasiado, tendió la mano y los saludó: -Soy Berta Álvarez. Claro, por favor, siéntense. Era una mujer atractiva, no muy alta, de anchas caderas y rostro armónico y agradable. El pelo era rizado y claro, casi rubio y la mirada dulce. Tendría unos cuarenta años y no llevaba maquillaje alguno que disimulase las incipientes arrugas de su rostro. -Me imagino que querrán hablarme de Cati- dijo cuado estuvieron los tres sentados en torno a la mesa. -Efectivamente- respondió Salvador asintiendo levemente con la cabeza. Dudó un momento, tenía plena conciencia de que lo que hacía era completamente inútil. Estaba convencido de que no había nada que investigar sobre aquellas dos muertes, y menos en aquel lugar. Luego continuó diciendo-: ¿Cuánto tiempo hacía que trabajaban juntas? Berta Álvarez inspiró profundamente, los ojos se le llenaron de agua y brillaron levemente. -Hace ya unos cuantos años. Ella era un poco mayor que yo y ya trabajaba en el departamento cuando yo vine y yo ya llevo aquí…- calló un momento y añadió con una pequeña exclamación- ¡diez años!-. Luego dejó la mirada perdida como si estuviese reflexionando sobre el paso del tiempo. -Supongo que la conocería bastante bien. La profesora recuperó la mirada que había dejado perdida y la dirigió a Salvador al tiempo que se enjugaba una lágrima que le asomaba al párpado. Dijo: -Éramos buenas amigas- hizo un silencio-. La verdad es que no me lo puedo creer. La mujer estaba a punto de comenzar a llorar. -Sentimos molestarla, pero… -dijo Salvador. 73

-No se preocupe, lo comprendo. Guardaron silencio durante un buen rato. -¿Qué clase de amigas eran?- preguntó Carmen rompiendo el silencio que comenzaba a resultar incómodo-. Me refiero a si tenían una relación fuera de lo laboral. -Sí, ya le digo que hace diez años que nos conocemos. Yo no llevo una vida social muy intensa, pero sí, no sólo nos veíamos en la escuela. -¿Qué clase de persona era? La profesora miró a Carmen y sonrió con amargura. Ella le devolvió una sonrisa que era todo comprensión. -Quiero decir si era una persona de mal carácter, por ejemplo o, no sé, si… -Sí, sí, ya entiendo- interrumpió Berta, luego calló, miró a Carmen a los ojos, inspiró y continuó hablando como si hablase para sí misma-. ¿Sabes qué pasa? Se me hace tan raro hablar de Cati en pasado, pensar que ya no está. Pero no, no era una persona de mal carácter, era una persona maravillosa- sonrió-. Es lo que se dice siempre de los muertos, pero en este caso es cierto. Carmen asintió. -¿Cómo era como profesora? Quiero decir ¿la querían los alumnos? -La adoraban, de veras. Le gustaba su trabajo y se entregaba a él con pasión- la mujer cerró los ojos para enfatizar sus palabras. Carmen inspiró, calló un momento y continuó: -Ya sé que puede que esto te suene un poco fuerte, pero ¿podría haber tenido… no sé, algún problema con un alumno y que éste pudiera desear verla muerta? Berta dio un respingo y abrió los ojos cargados de lágrimas. -¡No!-exclamó. -¿Conocías a Alejandro Cuenca? -Sí, Cati me lo había presentado, claro, pero no te podría decir nada de él, apenas si nos habíamos cruzado tres palabras. Pero me pareció una persona muy seria y muy agradable. Me alegré mucho por Cati, ella no había tenido mucha suerte con los hombres- calló un momento-. Y ya ves, siguió sin tenerla. Salvador miró a las dos mujeres que conversaran como si él no estuviera presente. Notó que se tuteaban y no se daba cuenta de cuando había comenzado aquel tuteo. Se sintió fuera de lugar y tuvo que reprimir el impulso que sintió de largarse de allí. Al oír a Berta hablar de la mala suerte con los hombres, Carmen no pudo dejar de pensar en sí misma. Sabía bien lo que significaba no tener buena fortuna en ese campo. Sonrió antes de decir con complicidad: -Con los hombres a veces es difícil acertar.

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-Ella tuvo un matrimonio…- meditó un instante-. No, no fue un matrimonio, fue un infierno. Carmen la miró pensativa. -¿Qué ocurrió?- preguntó. La respuesta fue seca y rápida, como un disparo. -Ocurrió que su marido era un sádico, un autentico sádico. No te creerías las cosas que Cati me contaba…- la profesora dejó la frase en el aire. Carmen calló y meditó. Un exmarido violento era una posibilidad que no podían obviar. Miró a Salvador que le pareció ausente y luego a la profesora con gesto inquisitivo para que continuara hablando: -Hasta que se divorciaron su vida fue un infierno, entonces pensó que todo iba a cambiar, pero no cambió nada, él la continuó acosando hasta el mismo día en que murió. Tuvo un infarto- miró a los ojos de Carmen y con voz seca continuó:- afortunadamente. -Ya. La pista del marido violento se acababa allí mismo. -¿Cuánto tiempo hace que tenía esa relación con Alejandro Cuenca? Berta meditó un instante antes de responder: -Hará unos seis meses, quizá alguno más, no sé, no lo sabría decir con precisión. -¿Alguna vez te comentó que tuviesen problemas en la relación? Que las cosas les fueran mal… Los ojos de la profesora volvieron a llenarse de lágrimas. Una de ellas se asomó a la comisura del párpado y se deslizó por la mejilla. -No, nunca. Nunca dijo una mala palabra de Alejandro. Al contrario, decía que haberlo conocido le compensaba todo lo que había pasado- dijo, se enjugó las lágrimas y luego se sonó la nariz. Carmen la observó en silencio antes de volver a preguntar. Al cabo de un rato, cuando la mujer le dirigió una sonrisa triste, dijo: -¿Le resulta comprensible de alguna manera que Alejandro la matara y luego se suicidase? Las palabras de Carmen parecieron provocar una cascada de sentimientos en la mujer que tuvo que realizar un notable esfuerzo para responder. -No- dijo-, no lo puedo comprender. Me preguntaste hace un rato qué clase de mujer era Cati… ¿sabes qué clase de mujer era? Una mujer con mala suerte. Y lo peor de todo es que la vida le había dado el aspecto de una triunfadora: profesional de éxito, de aspecto agradable, culta, pero todo le salía mal… -Berta calló un momento-. Y cuando creía por fin haber encontrado al hombre de su vida, él va y se la lleva por delante. Me da la sensación de que Cati nació para perderlo todo, no, para que se lo robaren. Hasta la vida le tenían que robar. 75

Se despidieron de la mujer y la dejaron sola y sentada meditabunda junto a la mesa. Al salir, Carmen le dedicó una última mirada y tuvo la sensación de que la sala que ocupaba el departamento de inglés había crecido, lo mismo que la propia mesa que ahora le parecieron enormes y la mujer que dejaban dentro, muy pequeña. Había dejado de llover, el cielo era plomizo y tan oscuro que había forzado el anochecer antes de tiempo. Apenas si podían verse las nubes, sólo una masa informe y oscura. Ya no soplaba el viento. Salvador encendió un cigarrillo y se levantó el cuello de la chaqueta. Hacía frío. -Me tomaría un café- dijo. Carmen asintió en silencio. Los coches circulaban con las luces encendidas y los faros se reflejaban en el suelo mojado, las farolas, pese a la temprana hora, acababan de encenderse. El viento había cesado completamente y la ciudad tomó un aire espectral, misterioso. Caminaron uno al lado del otro durante un buen trecho sin decirse palabra. En la mente de los dos resonaban aún las últimas palabras de Berta Álvarez sobre Catalina Fraile: había nacido para se lo robaran todo, hasta la vida. La cafetería Luna estaba prácticamente vacía a aquella hora. Ya se habían ido los parroquianos de la sobremesa, los que se sentaban en torno a las mesas con los naipes en la mano y aún estaban por llegar los solitarios del atardecer, los que se acodaban en la barra con un vaso en la mano, y las pandillas que junto a ellos despedían el día con vino y cerveza en animada charla. Carmen y Salvador se acomodaron en los taburetes que se alineaban al lado de la barra. -¿No tienes la sensación de que estamos perdiendo el tiempo?preguntó Salvador con la taza de café en la mano y un cigarrillo entre los dedos-. ¿Quién iba a querer matar a una profesora de la escuela de idiomas? Carmen lo miró seriamente a los ojos y no respondió a su pregunta son que preguntó ella: -¿Por qué estabas tan incómodo en la escuela? Salvador deposito la taza en su plato casi con violencia. -Malos recuerdos, nada más. Carmen calló entonces y esquivo su mirada. Se arrepentía de haber hecho la pregunta, si la escuela le traía malos recuerdos, era malos recuerdos de la infancia y seguro que a él no le gustaría hablar de ello. De pronto sintió ganas de irse, de perder de vista a su compañero. Se revolvió incómoda sobre el taburete. -¿Sabes?- dijo Salvador-, no se puede decir que haya tenido una infancia muy feliz. 76

-No es necesario que… -balbució Carmen. Salvador sonrió con la boca y entristeció los ojos. -No te preocupes, lo tengo superado. Lo tuve que superar de dos tragos, pero ya está- calló y luego, animando la voz, dijo-: en cambio a ti la escuela te ha traído buenos recuerdos. -No es necesario que hablemos de ello. -Ya te he dicho que lo he superado. Puedes hablar de la escuela lo que quieras. Carmen sonrió. -Me encantaba la escuela, sí. La vida en general me pareció maravillosa hasta que salí del instituto. Luego, aquel verano todo cambió, se mataron mis padres. Los aplastó un camión. -Vaya. -Todos los recuerdos que tengo hasta ese día son buenos. Salvador dio una larga calada al cigarrillo, lo arrojó al suelo y lo pisó hasta deshacerlo, casi con rabia. La puerta se abrió y entró una ráfaga de aire frío con una pareja que se sentó a hacerse carantoñas a su espalda. Carmen sintió un escalofrío, auque no supo bien si era de frío. -¿Sabes cuando fue el primer día que yo me sentí orgulloso de mi padre?- preguntó Salvador encendiendo un nuevo cigarrillo. Ella no dijo nada. Estaba segura que la respuesta de Salvador no le gustaría. Notaba que estaba pisando un terreno oscuro y triste. -Fue el día que murió- dijo él exhalando el humo. A Carmen le hubiera gustado que Salvador callara, pero tuvo la sensación de que él quería hablar. -No te imaginas lo jodido que es ser el hijo del Pimplán en un pueblo como el mío. Mi padre era el borracho oficial del pueblo, el Pimplán para mayor gloria de todos, y yo, claro, el hijo del Pimplán- Salvador sonrió-. Por mucho que me esfuerzo, no lo recuerdo sobrio. Jamás. De ahí me viene mi mala hostia, ¿sabes? Es sólo el fruto de todas las putadas que me hicieron. -¿Te hacían putadas?- intervino Carmen con una sonrisa en la boca. Tenía la necesidad de aliviar la tensión- ¿A ti? No sé si creérmelo, no se atrevería nadie. El le devolvió la sonrisa. Los ojos se le alegraron un poco. -Bueno, lo intentaban. Ser el hijo del Pimplán significaba una bula para todos y entonces era bastante enclenque, note creas. Y mi padre sí que me hacía putadas. No, no hagas una mala idea. No te pienses que me puso alguna vez la mano encima. No era malo, era sólo borracho, buena persona, pero borracho. Pasé la vida avergonzándome de mi padre. Murió cuando yo tenía quince años. Ese día me sentí orgulloso de él. -¡Salvador!- Exclamó Carmen- No digas eso, era tú padre. Él continuó hablando como si ella no hubiese dicho nada: 77

-Lo recuerdo perfectamente. Era una tarde de invierno y se había muerto Don Manuel. Don Manuel había sido médico y era dueño de la mitad del pueblo. No hacía más que presumir de que había luchado en la guerra con Franco y que aún tenía relaciones con él. Y hasta puede que fuera verdad. Todo el mundo le tenía respeto, es decir, miedo. Al entierro fue todo el pueblo. Cuando lo estaban bajando al agujero y el cura largaba los latines, mi padre se subió sobre una sepultura y gritó en voz alta: ¡vecinos! Hoy es un día feliz, estamos enterrando al hijo de puta más grande que han conocido estas tierras. Hoy ha llegado la democracia a este puto pueblo. Como puedes imaginarte, el silencio fue espectral. Mi padre se bajó de la sepultura y se marchó a beber. Bebió tanto que aquella noche consiguió matarse de una vez. Luego me enteré de muchas cosas que si hubiera sabido antes me habrían ahorrado muchas vergüenzas y sinsabores, pero… Salvador miró a Carmen en silencio. Ella no sabía dónde mirar. -Ya sabes porqué no me gusta la escuela. Bueno, siento haberte dado la paliza, pero es que la tarde se ha vuelto realmente triste. -Siento que te haya pasado todo eso. -No te preocupes. Vamos a casa, o si no todavía te cuento la historia de mi matrimonio y eso es aún peor. Cuando salieron, había vuelto a llover nuevamente.

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La sensación que Carmen tuvo al encontrarse con Salvador a la mañana siguiente fue extraña. Había llegado temprano a la comisaría, había pasado la noche con un sueño irregular y agitado y, harta de dar vueltas en la cama, se había levantado temprano. Realmente le había impresionado lo que Salvador le había contado la tarde anterior sobre su padre y su infancia. Nunca se había planteado cómo habría podido ser la niñez de su compañero, pero si lo hubiera hecho, lo habría imaginado como el matón de la pandilla, nunca como él le había contado. Además, le costaba trabajo imaginarse que alguien hubiera llevado una infancia así, al menos, le costaba imaginárselo para sí misma o para alguien que conociese y estuviese próximo a ella. Esas cosas ocurrían siempre a gente que ella no conocía ni conocería nunca. Y durante toda la noche, aunque quiso evitarlo, no pudo apartarlo de la cabeza. Aquella mañana, mientras dejaba que el tiempo corriera y esperaba a Salvador sentada, con los codos apoyados en la mesa, pensaba en cual sería el hombre que aparecería en la oficina cuando cruzase la puerta, si sería el subinspector Montaña con cara de cínico y gesto de insolencia o el hijo del Pimplán, el que le contaba, entornando los ojos con tristeza, los infortunios de su infancia. Pero cuando lo vio cruzar la puerta, tuvo la sensación de que no era ninguno de los dos. Parecía como si los rasgos de la cara se le hubiesen suavizado en la noche que ella había pasado prácticamente en vela. Al observarlo no vio en él ni el cinismo ni la tristeza. Vio algo nuevo que no sabía definir. La mañana había amanecido gris y continuaba lloviendo, aunque era una lluvia fina y no soplaba el viento. Salvador traía colgada e el brazo izquierdo una gabardina empapada. Había llegado a la comisaría con el paso acelerado y la cabeza hundida entre los hombros, el cuello del gabán levantado, pegado a las paredes, buscando los alerones de los tejados, pero no le había servido de mucho; se había empapado igualmente. Colgó la gabardina y se sentó frente a Carmen. No dijo ni una palabra. Sólo la miró y guiñó el ojo izquierdo exagerando mucho el gesto. Ella arqueó las cejas y sonrió. -Bueno, de la autopsia no sabemos nada ¿no?- dijo Salvador al cabo de un buen rato frotando las manos para que le entrasen en calor. -Nada, que yo sepa. -Voy a preguntar. Salvador se incorporó y dejó la oficina. No tardó el volver, lo hizo al cabo de unos minutos y se sentó de nuevo frente a Carmen.

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-Ni rastro. Ni siquiera el informe preliminar- dijo reclinándose en la silla. Se llevó las manos a la nuca y continuó:- Vamos a hacerle una visita a Laura a ver que nos cuenta de la pistola. Carmen se incorporó y él la observó sin mover siquiera un dedo, en la misma postura en la que se encontraba, arrellanado en el asiento y la cabeza echada hacia atrás. Ella llevaba un vaquero un tanto ajado y un jersey de lana de cuello alto que se le ceñía al cuerpo como si fuese de goma. Viéndola tan hermosa, no comprendía qué otra cosa podía haber visto en ella además de la belleza para contarle todo lo que le había contado la tarde anterior, no podía comprender porqué lo había hecho, porqué había hablado de aquel modo. O acaso sí podía, pero no quería hacerlo. Ya sentía bastante desarmado frente a su belleza como para ceder aún más ventajas. -¡Qué! Vamos o no- dijo Carmen impaciente frente a él. La voz lo distrajo de sus pensamientos, retiró las manos de la nuca y se incorporó lentamente sin dejar de mirarla para seguirla hacia la puerta. La oficina de la brigada científica estaba vacía. Se encontraron con Laura López en un pasillo. -No digáis nada, ya sé a qué venís- dijo al verlos salir de su oficina-. La pistola con la que se pegaron los tiros era una star del nueve corto. El individuo no tenía licencia y la pistola no estaba registrada, lo he comprobado. Eso sí, la pistola estaba limpia. -No tenía licencia- repitió Salvador con aire pensativo. -No, señor. -Y es una pistola sin antecedentes. -Eso es, una pistola completamente limpia, pero sin licencia. Probablemente comprada en Portugal, allí tendría un par de muertos encima y ya no era útil. Ese es el único dato discordante- dijo Laura. Callaron un momento, los tres pensativos. -Siempre tiene que haber algún dato discordante- adujo Salvador-. Cuando todo encaja perfectamente hay que mosquearse, entonces es cuando alguien lo ha preparado para que parezca lo que no es. -Pero tiene mucho sentido ¿para qué querría un inspector de trabajo una pistola ilegal?- preguntó Carmen. -¿Para pegarse un tiro?- respondió Salvador en tono irónico-. Necesitamos la autopsia y si nos quedamos esperando no va a llegar nunca, así que vamos a por ella. Tengo la sensación de estar haciendo el gilipollas con todo este asunto y quiero acabar con él de una puta vez. Cuando dejaron la comisaría continuaba lloviendo. Caminaron un buen trecho rumbo a la clínica forense pegados el uno al otro, cubiertos por el mismo paraguas. -Pensé que no te gustaban los paraguas- dijo Carmen viendo como Salvador se cobijaba a su lado cuando abrió el suyo.

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-Los paraguas sí me gustan, lo que no me gusta es pujarlos, por eso no los llevo nunca, pero si lo llevas tú, no voy a hacerle ascos. Mira como tengo la gabardina- se señaló a sí mismo-, empapada. Cuando llegaron a la clínica forense, tras el largo paseo bajo la lluvia, Salvador tenía la nuca abierta como si se la hubieran horadado de un tiro con la mismísima star del nueve corto. Caminando tan pegado a Carmen, su perfume la había taladrado el cerebro y el roce de los hombros, de los brazos, codo con codo, y su pelo, mecido ahora por la suave brisa que comenzaba a soplar, habían agrandado el agujero. Si no hubiera parecido estúpido, se habría apartado de ella y si no hubiera resultado grosero, habría encendido un cigarrillo para borrar al menos su perfume. En la clínica forense olía al desinfectante que habían empleado aquella mañana para fregar los suelos. Gracias a él, Salvador pudo separarse del aroma de Carmen y cerrar el hueco que amenazaba con romperle la espalda. Saludaron a la joven funcionaria de gafas redondas y mirada dulce que ocupaba la mesa de la recepción y, tras presentarse, preguntaron por el forense que llevaba el caso de los dos muertos de la calle Concejo. -Ah, sí- la funcionaria no tuvo que hacer ninguna consulta-. Eso lo lleva la doctora de Miguel. -¿Podríamos hablar con ella? La joven señaló con el dedo hacia el frente y dijo: -Está en su despacho. Es la tercera puerta. Tras dar las gracias amablemente se encaminaron por un pasillo un tanto oscuro que llevaba hasta el despacho que les habían indicado. Poco a poco se había difuminado el olor al desinfectante del suelo y volvía a llenarlo todo el aroma a vainilla de Carmen. Salvador llamó a la puerta y abrió sin esperar respuesta. -Buenos días- dijo aún con el pomo en la mano- ¿la Doctora de Miguel? -Sí. Pase, pase- respondió la voz femenina de una mujer que tecleaba aceleradamente en un ordenador. -Subinspector Montaña- dijo Salvador acercándose a la mesa. Se encontraban en un despacho amplio de paredes pintadas de blanco y con muy pocos muebles, sólo la mesa en la que reposaba el ordenador, el sillón de la forense, un par de sillas y un fichero. Nada más. Las paredes se encontraban completamente limpias, no tenían ni un solo cuadro. La mujer dejó el ordenador, se incorporó y rodeo la mesa con la mano extendida en actitud de saludo al tiempo que decía: -Ah, sí, ya recuerdo. Salvador ¿no? Se estrecharon la mano. Ella con el rostro sonriente, él intentando ocultar su sorpresa. -Eso es, Salvador Montaña. 81

-Nos conocimos hace unos meses en la recepción de la patrona ¿no recuerdas? -Ah, claro- respondió Salvador que no recordaba en modo alguno a aquella mujer, lo que dado su aspecto actual, le sorprendía. Y mucho. Margarita de Miguel era una mujer de cincuenta años en un cuerpo de cuarenta, con una mentalidad de treinta y vestida como si aún no hubiera cumplido los veinte. Señaló las sillas que tenía frente a la mesa y se giró para volver de nuevo a su sillón. -Mi compañera, la agente Martínez- dijo Salvador al tiempo que se sentaba. La forense esta vez no se incorporó, sólo extendió la mano para saludarla a través de la mesa. Carmen sintió la mano de la mujer pequeña y fría. Después del saludo, el primero en hablar fue Salvador: -El motivo de nuestra visita es saber si podríamos disponer ya de las autopsias del caso de la calle Concejo. Margarita de Miguel se volvió hacia su derecha y señaló la pantalla del ordenador. -Precisamente estaba ahora redactando el informe. Salvador inspiró impaciente. Eso significaba que como mínimo tardaría veinticuatro horas, sino eran más, en llegar a él. Buscó la manera de ser lo más persuasivo posible para que la forense les diera al menos un adelanto verbal de la autopsia. -Bueno- dijo titubeante-, nos gustaría saber si aunque no tuviera el informe definitivo nos podría decir algo, si nos podría dar una especie de adelanto. -Por supuesto, pero, por favor, no me trates de usted, mejor nos tuteamos, es menos formal. Los ojos de la forense se entornaron levemente en una sonrisa de complacencia y remarcaron un tanto algunas de las arrugas de la cara. Salvador asintió con un gesto de la cabeza, Carmen lo hizo con una sonrisa no exenta de picardía que además de a la forense dirigió a su compañero. -Bueno, pues en principio nos gustaría saber tu primera opiniónSalvador sonrió con el tuteo y extrajo su libreta y la apoyó sobre la pierna derecha. Margarita borró la sonrisa de la cara y respondió con voz firme y segura. Daba la impresión de que le gustaba hablar de cómo habían muerto aquellas dos personas. -La mujer recibió dos disparos, los dos tienen el mismo ángulo de entrada, por lo que supongo que transcurrió muy poco tiempo entre uno y otro disparo. Ambos atravesaron directamente el corazón y eran mortales de necesidad, tuvo que haber sido fulminante. Muy probablemente los dos estaban de pie, frente a frente cuando recibió los disparos- dijo y calló un momento mirando a Salvador como si quisiera ver el efecto que causaban 82

sus palabras en el policía. Luego continuó-: La distancia del disparo…, digamos tres o cuatro metros. Salvador hizo que su mano tomase la forma de una pistola con el índice señalando hacia el frente y dijo: -Eso significa que fueron dos disparos seguidos sin que la mujer se moviese- movió la mano dos veces, como si disparase él mismo-. Pum, pum Mientras los escuchaba, Carmen se imaginaba la escena: el hombre con una pistola en la mano y disparando a la mujer indefensa y vestida frente a él con un camisón de raso. -Eso es lo que parece que ocurrió- la forense hizo un breve silencio-. Con relación a él, el tiro fue con la pistola en la misma boca. El disparo lo hizo él, hay restos de pólvora en la mano, aunque, claro, eso ya lo dirá la científica. Por lo demás, no hay nada que destacar. En ninguno de los dos, ni lesiones, ni signos de lucha. Nada. Salvador calló pensativo. -Vamos, que es exactamente lo que parece. La forense sonrió mostrando unos dientes que habían tomado ya el color del mucho tabaco que había pasado entre ellos. -Eso depende de lo que te parezca. Carmen se dio cuenta de que la forense sólo se dirigía y miraba a su compañero. -Me parece que la mató y se suicidó. En principio no memos encontrado nada que nos haga sospechar que fuera otra cosa que un suicidio- dijo Salvador, luego calló un momento, inspiró y continuó preguntando-: ¿Nos puedes decir algo de la hora? Margarita negó con la cabeza. -No. Los cadáveres llevaban ya varias horas en la cámara cuando los examiné. No puedo fijar la hora. Lo siento. -No tienen importancia, era sólo para corroborar lo que nos han contado algunos de los vecinos- Salvador se incorporó y extendió la mano hacia la forense-. No queremos molestarte más- dijo-. Te agradecemos el tiempo que nos has dedicado. Carmen se incorporó también y le tendió la mano igualmente. -No ha sido ninguna molestia, ha sido un placer ayudarte- dijo Margarita de Miguel mirando a los ojos a Salvador. Caminó tras ellos en el despacho y los acompañó hasta la puerta. Antes de que se cerrara, la forense volvió a sonreír y dijo: -Si tienes alguna duda o necesitas algo, aquí me tienes, para lo que sea. Continuaba lloviendo y parecía que cada minuto que pasaba la lluvia arreciaba más y más. Carmen y Salvador e detuvieron un momento antes de lanzarse a la calle, cobijados por el pequeño alero del edificio. La mañana 83

era oscura y parecía que la única luz venía de los reflejos del suelo que brillaba empapado por el agua reflejando los faros de los coches. En las irregularidades del asfalto comenzaban a formarse charcos en los que las gotas de agua elevaban pequeñas burbujas que estallaban al instante y se convertían en ondas que no llegaban a extenderse porque en seguida una nueva gota caía y las deshacía. -¡Vaya manera de llover!- exclamó Salvador levantando la vista al cielo. -Creo que esta mañana habría sido una buena idea haber cogido un coche, vamos a acabar empapados. Bueno, y ¿ahora adónde vamos? -Tal y como están las cosas, lo mejor es que intentemos ver al banquero y si no nos cuenta nada interesante, creo que con esto queda resuelto ¿de acuerdo? Carmen asintió y abrió el paraguas. Salvador se pegó a ella dispuesto a caminar a su lado. -En vez de acercarte a mí, podías decirle a la doctora de Miguel que te tapara ella, ya la oíste- dijo Carmen. Luego aflautó un poco la voz y continuó con retintín-: si necesitas algo, aquí me tienes, para lo que sea. Salvador la miró y esbozó un gesto burlón: -Para eso estás tú, ¿no? Callaron y comenzaron a caminar bajo el aguacero y así permanecieron durante un buen trecho. Salvador tenía los zapatos ya empapados tras los primeros pasos y sentía el frío en los pies, pero no le prestaba atención, tenía una idea clavada en la cabeza que le ocupaba todo su pensamiento, sabía que no era posible, pero se le había incrustado de tal modo que no podía apartarla de sí: Carmen se ha sentido celosa, había sentido celos de Margarita de Miguel, la forense que se vestía de jovencita. No podía creerlo porque en lo más íntimo de sí mismo sabía que no era cierto, pero tampoco podía olvidarlo porque en lo más íntimo de sí mismo también pensaba que sería maravilloso que lo fuera. Ella sostenía el paraguas apretando tanto la mano que la piel estaba exangüe y se le había vuelto blanca y los nudillos y los huesos se le marcaban como si no hubiera otra cosa bajo la piel. Sólo aflojó cuando comenzó a sentir dolor. Se sentía estúpida y malhumorada. ¿Por qué no se había comido la lengua? ¿Por qué había dicho aquella tontería? ¿Qué le importaba a ella lo que hubiera dicho o dejara de decir la forense?

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11 Para llegar a la oficina de la Caixa desde la clínica forense tenían que pasar por la calle Concejo y recorrerla de un extremo a otro. Durante caso todo el trayecto por la calle caminaron los dos en silencio, lo más rápido que pudieron entre el ajetreo del atascado tráfico de coches y de viandantes. Los peatones, armados los más de ellos con paraguas, ocupaban más espacio del habitual y también se atascaban en las aceras. Además todo el mundo pretendía caminar a toda prisa para evitar la lluvia. Iban apretados el uno contra el otro bajo el mismo paraguas para no mojarse, cada uno sumido en sus pensamientos, muy cerca, pegados los dos cuerpos, pero totalmente ajenos a la presencia del otro. El comentario de Carmen sobre la despedida de la forense hizo que salvador olvidar su perfume y, durante algún tiempo, hasta su presencia. Cuando a mitad de la calle llegaron frente al portal de la casa en la que habían aparecido los dos cadáveres, Carmen se detuvo un instante y apartando un poco el paraguas hacia atrás levantó la vista hasta la tercera planta. Permaneció así un momento, observando las ventanas cerradas, pero las gotas de agua hirieron pronto sus ojos e hicieron que apartase la vista y llevase el paraguas de nuevo hacia delante hasta que la cubrió de nuevo. Los peatones acelerados casi los golpeaban desde todas partes. -¿Qué piensas?-Preguntó Salvador. Ella suspiró. Al pasar por aquel lugar se había olvidado de la tensión que sentía por el comentario que había hecho a Salvador sobre la forense y le invadió una sensación de soledad al pensar en la mujer que había visto tirada sobre el suelo de madera con los dos agujeros en el pecho perforando el camisón de raso. Aquella sensación de soledad aumentaba al recordar lo que la tarde anterior le había contado la jefa del departamento de inglés sobre ella y la mala suerte de su vida. El sonido estridente y molesto del claxon de uno de los muchos coches que se atascaban en la calle la sacó de sus pensamientos. -En nada- respondió a Salvador-. En nada importante, que si no la hubiera matado…- dejó la frase en el aire. -Si no la hubiera matado, ahora tendríamos los pies secos- dijo Salvador que pensó continuar diciendo que si no la hubiesen matado tampoco habrían conocido a la forense y Carmen no habría hecho ningún comentario burlón sobre ella, pero prefirió callar-. Vamos a ver si encontramos al banquero- continuó- y cerramos esto de una vez. Este caso ya huele y como sigamos así lo único que vamos a sacar en claro de todo esto será una pulmonía, ya lo verás. Cuando dejaron la calle Concejo, cruzaron el pequeño parque de San Lázaro, allí el viento había comenzado a soplar y movía las copas de los 85

árboles en un vaivén acompasado con el movimiento del agua que manaba de los surtidores de la fuente que ocupaba el centro del parque y que, arrastrada por el aire, caía fuera de ella y se mezclaba promiscuamente con el agua de la lluvia. A las palomas no les importaba ni el viento ni el aguacero y picoteaban inoportunas entre los pies de los pocos viandantes que, como ellos dos, cruzaban el parque a toda prisa. La oficina de la Caixa tenía una iluminación tan blanca y potente que con la oscuridad de la mañana casi convertía a los cristales de los ventanales en espejos que apenas dejaban ver el exterior. Al contrario de lo que vieron en su última visita a la banco, aquella mañana había una larga cola de personas que esperaban pacientemente frente al mostrador de la caja. El suelo estaba completamente mojado, sucio de agua y barro y resbaladizo. Tras el mostrador, apartada a un lado, la joven embaraza y regordeta que les había atendido la mañana anterior tecleaba números con la mano derecha y sujetaba con la izquierda un montón de folios de donde los copiaba. Salvador rodeó la cola de los que esperaban frente a la caja y se encaminó hacia ella. La joven lo vio enseguida y se incorporó con alguna dificultad y con la abultada barriga rozó la mesa al levantarse. -Buenas tardes- dijo Salvador cuando ella se situó frente a él-. Queríamos hablar con D. Javier García. -Ya, ya- la joven los recordaba perfectamente y no hizo ninguna pregunta. Descolgó el teléfono de la mesa sin sentarse, habló durante un momento y volvió hacia ellos al cabo de un instante y con un gesto les indicó unas sillas de cuero negro y metal que había a un lado, de espaldas a un amplio ventanal. -Don Javier está ahora recibiendo a una persona, en cuanto acabe les atenderá. Siéntense si quieren. Se sentaron y estuvieron esperando en silencio durante un buen rato. Carmen con la espalda recta, las manos en el regazo, las piernas cruzadas y el gesto como ausente, Salvador con las piernas cruzadas también, pero estirado como si fuese a dormir una siesta y con las manos en los bolsillos del pantalón. Su rostro sólo mostraba aburrimiento. -¿A quién se le ocurriría la maldita idea de prohibir fumar en los espacios públicos? Vaya mierda de espacios públicos que son si no se puede fumar- dijo Salvador. -Seguro que se le ocurrió a alguien con dos dedos de frenterespondió Carmen sin descomponer ni un milímetro la figura. La puerta del despacho tardó en abrirse el tiempo justo para que a Salvador se le quedaran los pies helados. Notaba que se le habían empapado con el agua de la mañana y estaba deseando comenzar a caminar para que le entraran en calor. Estaba pensando que en cuanto llegase a casa debería tirar el par de zapatos que llevaba cuando se abrió la puerta y 86

apareció tras ella un hombre de unos sesenta años y con aspecto de albañil vestido de domingo. Era un hombre bajo y regordete con la cara quemada y los rasgos muy marcados pese a la grasa que le rellenaba el rostro y formaba una notable papada. Llevaba una carpeta de piel bajo el brazo sujeta por una mano enorme y peluda. Tras él, apareció otro hombre de una edad indefinida entre cuarenta y cincuenta años vestido con un traje gris claro. El poco y canoso pelo escrupulosamente peinado y cortado lo arrastraba hasta la cincuentena, pero la figura atlética y el rostro armonioso y suave tiraban de él para sujetarlo en la década de sus cuarenta. El más joven y alto de los dos hombres puso su mano sobre el hombro del otro y lo acompañó sin dejar de hablar hasta la puerta. Luego, después de dar la mano al que parecía un albañil, se volvió y se encaminó de nuevo al despacho sin prestar atención a los dos policías que esperaban. Salvador, impaciente, se incorporó y Carmen tras él. La joven embarazada que los había atendido a su llegada al banco se dirigió al hombre que volvía a su despacho y le señaló a Salvador que ya caminaba hacia ellos. -Buenos días- el director tendió la mano y saludó a ambos-. Lamento haberles hecho esperar, pero ya ven que me han pillado con un cliente. -Nos hacemos cargo. Subinspector Montaña y agente Martínez- la respuesta de Salvador fue seca. Sin saber muy bien porqué aquel hombre despertaba en él antipatía. Acaso fuera la suavidad de sus movimientos o la elegancia con la que los ejecutaba. -Encantado- dijo el director y señaló con la mano la puerta del despacho-. Pasen, hablaremos dentro. El despacho no era muy grande, pero sí funcional y luminoso. La única ventana daba al propio banco y la cubría una persiana de cortinilla azul. Cuando se sentaron y quedaron en silencio con la puerta cerrada tras ellos, Carmen fue consciente del silencio que los rodeaba. La sensación que le produjo aquel silencio fue profundamente desagradable y sintió una necesidad imperiosa de hablar para romperlo. -Supongo que se imaginará el motivo de nuestra visita- dijo. Salvador la miró sorprendido. Era la primera vez desde que la conocía que la veía tomar la iniciativa para interrogar a alguien. Habitualmente se limitaba a esperar a que él comenzase para preguntar algo sólo de vez en cuando. -Por desgracia me puedo lo imaginar perfectamente- la voz del banquero era grave, seria y circunspecta-. Pobre Alejandro. Salvador esperó a que Carmen continuase, pero como ella calló y lo miró a él, decidió hablar. -Como bien supone estamos investigando la muerte de Alejando Cuenca- calló un momento e inspiró-. En principio trabajamos con la hipótesis del suicidio, pero tenemos que tener en cuenta todas las

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posibilidades, así si que si nos lo permite, nos gustaría hacerle algunas preguntas. El banquero asintió sin decir nada. -¿Conocía usted bien a Alejandro Cuenca?- preguntó Salvador. -Bueno, es difícil conocer en profundidad a una persona, inspector. -Subinspector, subinspector Montaña. -Sí, claro, subinspector- el director del banco no dejaba de sonreír al tiempo que hablaba-. Como le decía, es difícil conocer a una persona, nunca, ni en mil años se me habría pasado por la cabeza que Alejandro pudiera hacer lo que hizo, pero sí, se podría decir que nos conocíamos bien. -¿Qué clase de relación tenían? -Éramos buenos amigos. Callaron un momento. -¿Sabía que Alejandro tenía una pistola?- Salvador disparó la pregunta a bocajarro. Javier García la encajó cómo si le hubieran preguntado por la evolución del índice de valores de la bolsa durante aquella mañana. -No, no lo sabía. No sabía siquiera que tuviera licencia de armas. Ya le digo que nunca se conoce a nadie perfectamente. Salvador prefirió no decir nada sobre la ilegalidad de la pistola. Ya tocaría esa cuestión más tarde. Cambió de tema. -¿Conocía a Catalina…?- dejó la frase en el aire y miró al techo blanquecino buscando en él el apellido de la mujer muerta que no conseguía recordar. -Fraile- dijo Carmen-. Catalina Fraile. -Sí, claro que la conocía. Aunque no tuvimos un contacto muy íntimo, me pareció una persona fantástica. -Y Alejandro ¿qué clase de persona era? La pregunta esta vez sorprendió un poco al director que estuvo a punto de decir que no era el tipo de persona que le pegaría dos tiros a nadie, pero en lugar de ello contestó un tanto irritado: -Era una gran persona, los formaban una pareja… -¿Con problemas?- interrumpió ahora Carmen. Javier García se volvió hacia ella para contestar. El movimiento fue lento y elegante. Se miraron fijamente a los ojos. Los de él eran negros y brillantes. -En absoluto. Si no fuera por lo que ha ocurrido, diría que los dos habían encontrado a la pareja perfecta después de…, bueno, después de malas experiencias bastante triste, la verdad. Bueno, a lo mejor, en realidad encontraron los dos lo que buscaban ¿Quién sabe? Carmen observó abstraída el rostro armonioso y levemente bronceado de Javier García, marcado por la profundidad de los ojos negros

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y adornado con unas gafas sin montura y un pelo grisáceo muy bien peinado que lo volvían elegante y formal. -Ya- dijo Salvador como en un suspiro sacando a Carmen de su pequeño embeleso-. En el trabajo nos han dicho que Alejandro era una persona…- dejó la frase en el aire con una pequeña pausa para luego finalizar diciendo:- un poco especial. -¿Especial?- la entonación que puso en la voz de Javier García dejaba entrever cierto enfado que se manifestó más aún cuando continuó diciendo:- no sé lo que entenderían sus compañeros de trabajo por especial, pero sí, le aseguro que era una persona especial, inspector. -Subinspector. El director del banco sonrió. -Parece que estoy empeñado en ascenderle, subinspector. Salvador no hizo caso a la observación, continuó como si el otro no hubiera dicho nada: -En la delegación de trabajo se rumoreaba que ustedes dos mantenían una relación sentimental. Javier García no se inmutó, no mostró sentimiento alguno ni movió un solo músculo del rostro que alterase su expresión, ni sonrió ni mostró en fado cuando contestó: -No, puedo asegurarle que Alejandro no era homosexual ni yo tampoco, subinspector- remarcó mucho la palabra subinspector-, aunque eso no tenga ninguna importancia, pero lo que sí le aseguro es que si mis gustos fueran otros y me hubiera enamorado de un hombre, ese habría sido él, no le quepa duda. Carmen miró ahora con admiración a aquel hombre que de repente le parecía muy atractivo y sin querer, con el rabillo del ojo observó a su compañero y, durante un instante, tuvo la sensación de estar sentada entre los dos polos de un imán. -Nos han dicho también que era una persona extremadamente reservada, que no se relacionaba con nadie- continuó Salvador. Esta vez Javier garcía inspiró profundamente antes de contestar: -Es cierto, era una persona muy reservada, le costaba mucho trabajo entablar nuevas relaciones, había que saltar una barrera muy alta para llegar hasta él, pero cuando se saltaba esa barrera, se entregaba completamente y sin...- el banquero calló un momento- iba a decir que sin reservas, pero la experiencia parece que nos demuestra lo contrario- añadió dando a su voz un tono de amargura. Carmen lo escuchó con atención, quería preguntarle sobre la posibilidad de que su hubiera suicidado, pero no estaba muy segura de cómo hacerlo. Carraspeó levemente y se revolvió un poco en el asiento antes de hablar:

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-Su jefe en la delegación de trabajo nos confesó que si le dijeran que se había suicidado uno de sus subordinados pensaría en él antes que en ningún otro ¿qué opina de de eso? El director no contestó enseguida, la miró durante un segundo clavando en ella los ojos negros y vivaces, se inclinó hacia delante, apoyó los codos sobre la mesa, cruzó las manos delante de la boca y guardó silencio con la mirada perdida. Durante un buen rato estuvo reconcentrado en sí mismo como si meditase profundamente lo que iba a decir. Al fin se incorporó miró a ambos alternativamente y dijo: -Ustedes no saben nada sobre le pasado de Alejandro ¿no? Carmen y Salvador se miraron sorprendidos. Era evidente que aquel hombre iba a contarle algo realmente importante. Ambos lo miraron fijamente y negaron con la cabeza. -No, no sabemos nada ¿hay algo que debamos saber?- preguntó Salvador. Hubo otro largo silencio. Era como si Javier García no quisiese decir lo que tenía que decir y se estuviese convenciendo a sí mismo de que debía de hacerlo. -Conozco a Alejandro prácticamente desde que éramos niños. Compartíamos una misma pasión, la pasión por la política y coincidimos en nuestro ingreso en las juventudes del partido. Entonces fue cuando lo conocí y creo que nos hicimos amigos desde el primer día- el rostro y la voz de Javier García adquirieron al hablar una expresión nostálgica-. Es curioso- continuó diciendo con una sonrisa-, luego lo dejamos casi al mismo tiempo, aunque por motivos bien diferentes, y cuando en el banco me destinaron a Orense me encontré con que Alejandro se había venido también aquí. Es como si la vida se hubiese empeñado en unirnos. Calló pensativo un buen rato. Durante el silencio pareció transfigurarse, pareció perder la armonía, la seguridad y la elegancia y convertirse en un ser pequeño e inseguro. -Bueno- continuó al fin golpeando suavemente la mesa con las palmas de las manos como si quisiera darse ánimos-, pero creo que me estoy desperdigando y diciendo cosas que no les interesan. El caso es que cuando ingresamos en el partido, allí sí seguimos caminos diferentes, pero unidos. Él era una persona brillante y un líder nato y yo me convertí en una especie de escudero. Probablemente todos esos que ahora dicen que era una persona extraña y reservada no lo habrían reconocido si lo hubieran visto entonces. Nadie tenía más don de gentes ni más capacidad de seducción que él. Cuando acabamos en la universidad, yo comencé a trabajar en el banco y él se convirtió en uno de los puntales en la agrupación local del partido. En ese tiempo nos casamos- hizo un nuevo silencio-. En eso nuestras vidas divergieron, yo sigo casado y él… bueno, mejor será que no divague. El caso es que yo dejé la política activa y me dediqué a esto de la 90

banca como les digo, aunque seguí militando durante algún tiempo. El también se casó y se dedicó en pleno a la política hasta tal punto de que iba a convertirse en el candidato a la presidencia de la comunidad. Y además iba a ganar las elecciones, eso era algo seguro. Javier García calló de pronto y dejó la mirada perdida. Carmen y Salvador se miraron en silencio con gesto interrogante. -¿Qué ocurrió?- preguntó Salvador cuando el silencio fue ya demasiado largo. El banquero pareció salir de un profundo letargo. -Perdonen, pero no me gusta nada recordar aquello, fue… Ya no importa, después de todo él ya está muerto y nada de lo que digamos o hagamos va a alterarle lo más mínimo. Supongo que sabrán quien es Pablo Z. -Pablo Z. ¿El periodista? ¿El director del Globo? -Entonces no era director de nada, no era más que un redactor de provincias, pero ya apuntaba maneras y demostró que sabía trepar y que haría cualquier cosa para ascender. Cuando todo el mundo daba por sentado que Alejandro sería el candidato y que ganaría las elecciones, Pablo Z. publico un reportaje en el que lo acusaba de haber tenido relaciones sexuales con una prostituta- Javier García hizo un largo silencio antes de continuar-. Le hundió la carrera. Puede que no lo recuerden porque les estoy hablando de algo que ocurrió hace más de quince años y lejos de aquí, pero el caso fue muy sonado, dio mucho que hablar. El director del banco calló. Salvador lo observó en silencio durante un buen rato. No comprendía bien qué relación había entre su muerte y aquello que le estaba contando. Le molestaba reconocerlo porque tenía la impresión de que el banquero veía un nexo tan claro que no precisaba más explicaciones. -Sinceramente no comprendo muy bien la relación de ese suceso con su muerte- dijo muy a su pesar y con aire pensativo. La respuesta de Javier García no parecía ir dirigida a nadie, se parecía más a una reflexión que a una respuesta. Habló con voz grave: -No solo le hundió la carrera, además le hundió la vida. Su mujer, Clara, no pudo soportar la presión de todo aquello, imagínense el escándalo; además se sintió herida y quiso divorciarse. No lo consiguió, una tarde se mató contra un camión. Luego, Alejandro me contó que habían discutido, ella se marchó de casa dando un portazo y no anduvo ni dos kilómetros, en un adelantamiento...- dejó la frase en el aire-. Era una mujer de mucho carácter. Alejandro se hundió por completo, dejó la política, estuvo algún tiempo a tratamiento médico con depresión y ya no volvió nunca a ser él que era, perdió la alegría, el ímpetu, a veces pienso que perdió hasta las ganas de vivir. No se lo creerán, pero les aseguro que de joven era mucho más alto, después de todo aquello es como si hubiera 91

encogido- calló un momento y luego su voz se tiñó de amargura-. A lo peor la decisión de suicidarse la tomó entonces. Creo que si quieren comprender lo que ha ocurrido, bueno, es ahí donde deben de mirar. Calló. Entre los tres se extendió un silencio que amenazaba con volverse asfixiante. Fue Salvador quien lo rompió: -Sólo una pregunta más- dijo con voz grave y comedida-, ¿Cuánto de verdad había en la acusación que hacía el periodista? Javier García sonrió. Miró al policía un buen rato antes de responder a la pregunta. Al cabo dijo: -La vida está llena de paradojas ¿Sabe? Tiene gracia eso de que pensaran de él que era homosexual. No se imagina lo que le gustaban las mujeres. Todas las mujeres, sin excepciones. A veces me cuesta creer que las personas inteligentes tengan conductas tan estúpidas y en eso creo que Alejandro se comportó estúpidamente. Muy estúpidamente. Antes de conocer a Clara, bueno, podríamos decir que era un mujeriego; luego, la verdad, no lo sé. Yo nunca tuve conocimiento de que la engañara salvo aquella vez, pero, para serle sincero, no pondría la mano en el fuego por él en ese aspecto- calló un momento y chasqueó la lengua-. Esto que le voy a decir es sólo una opinión, nada más que eso, pero siempre he tenido la convicción de que todo fue un montaje urdido por Pablo Z. que sabía cual era el punto débil de Alejandro y lo explotó con la habilidad que le caracteriza. El presidente de la comunidad fue otro y el redactor de provincias llegó a gran periodista, pero ya les dijo que eso es sólo una opinión mía. El silencio volvió a llenar el despacho tras la última palabra del director. De nuevo lo rompió Salvador: -No tiene ninguna duda, entonces. En su opinión fue un suicidio. Antes de contestar, Javier García frunció los labios y afirmó con la cabeza. -Sí, creo que sí- calló un momento-. Lo único que no entiendo es que haya matado a otra persona, si no se volvió loco, no lo entiendo, a no ser que… -A no ser que…- la voz de Salvador sonó con ansiedad. -Que lo de la mujer fuera en cierto modo un suicidio también. Sólo en ese caso lo entendería. -Eso tendría sentido- dijo Carmen que no podía olvidar la conversación que habían mantenido la tarde anterior en el departamento de inglés. El banquero inspiró profundamente. Vació los pulmones como si dejase escapar con el aire los malos y dolorosos recuerdos y hasta el mismo dolor del presente.

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-De todos modos, qué importa ya lo que haya ocurrido. Alejandro está muerto y punto- la rabia asomó a la voz de Javier García, luego suavizó un poco el tono de voz- ¿Alguna otra cuestión?- preguntó. ¿Había alguna otra? Pensó Salvador y lo miró al entrecejo. Carmen lo miró a él interrogante. Sí, sólo una más, pensó antes de hablar. -Ya hemos hablado de la pistola- respondió Salvador-, pero lo que no le he dicho es que Alejandro Cuenca no tenía licencia de armas y que la pistola era ilegal. El banquero lo miró sorprendido. -¿Ilegal? Imposible, Alejandro no hacía cosas ilegales. -Por lo que se ve sí las hacía- dijo Salvador quien se mordió la lengua para no añadir que pegar un par de tiros a una mujer no era muy legal precisamente. -Eso no es propio de Alejandro. -Si había pensado en matarse, tiene su lógica. Nadie consigue una licencia de armas para matarse. -Visto así. -De todas formas, para una persona reservada como él y amigo de la ley y el orden no resulta muy fácil conseguir una pistola star del nueve corto- dijo Salvador- ¿Tiene alguna idea de quien pudo haber sido la persona que le suministró la pistola? Javier García abrió los brazos e inspiró profundamente. Luego soltó el aire como si se desinflase de pronto al mismo tiempo que dejaba caer los brazos y contestó: -La verdad es que no, aunque para ser sincero, no sé el aspecto que pueden tener los traficantes de armas. -Si son al por menor, tienen aspecto de chorizos, pero si lo son al por mayor, parecen banqueros- esta vez Salvador no pudo controlarse. Javier García sonrió si decir nada. -En esta ocasión, tengo la presentimiento de que el proveedor fue un traficante al por menor, vamos, un chorizo- continuó Salvador. -En ese caso no creo que Alejandro conociese a nadie que le pudiera conseguir una pistola. Salvador dio la conversación por concluida, se incorporó y tendió la mano al banquero a través de la mesa. -Lamentamos haberle molestado, pero era necesario, necesitamos preguntarlo todo, ya sabe. Javier García apretó con firmeza la mano de Salvador y luego la tendió hacia Carmen que se había incorporado también. -No se preocupen, lo comprendo perfectamente. Les acompaño a la puerta- dijo y comenzó a rodear la mesa, pero cuando se encontraba próximo a Carmen se detuvo de pronto-. Sin embargo- añadió mientras pasaba el dorso de la mano por la mejilla derecha-, puede que no tenga 93

importancia, pero acabo de acordarme de que una tarde me encontré con Alejandro en el portal de su casa y estaba hablando con alguien a quien usted- dirigió la mirada a Salvador- calificaría como un chorizo. -En ese caso, en el caso de que yo lo califique de chorizo no tenga ninguna duda de que lo es- respondió Salvador y volvió a sentarse frente a la mesa para indicar que reiniciaban la entrevista. Javier García volvió sobre sus pasos y se sentó también. -¿Cuándo fue eso?- preguntó Salvador. -No lo recuerdo exactamente, pero no hará más de un mes- el banquero dudo un momento- bueno, puede que sí, que haya sido hace poco más de un mes. No, no lo sé. No estoy seguro. -¿Qué hacía el chorizo con Alejandro Cuenca en el portal? -Alejandro me dijo que le estaba pidiendo dinero, le dio un euro y se fue. Eso es todo. Ya le digo que no sé si tiene importancia. -Descríbame al chorizo. -No lo recuerdo. Tenía pinta de drogadicto, sucio, delgado, a mí me parecen todos iguales, son como un cliché, ya sabe. Lo sabía perfectamente. Incluso sabía sus nombres y, a veces, hasta sus vidas, o, al menos, la parte más patética de las mismas. -Ya. Pero ¿algún detalle? Un tatuaje que llamase la atención, una cicatriz o algo así. Javier García no recordaba nada más, así que Salvador volvió a incorporarse y comenzó a abandonar el despacho. Carmen se levantó al mismo tiempo y caminó pensativa delante de él. Antes de cruzar la puerta, ella se detuvo, se volvió hacia el director y dijo: -Me queda una duda ¿por qué recuerda después de un mes algo tan trivial como que un yonqui pidiera dinero a su amigo? Antes de responder, Javier García arrugó un poco el morro. -No lo sé. Eso mismo me preguntaba yo, pero creo que en la conducta de Alejandro aquel día hubo algo extraño que no sabría definir, como si no le gustase que los hubiera visto juntos, como si temiera que los pudiera relacionar de algún modo- abrió un poco los brazos mostrando impotencia-. No sé. No sé por qué lo he recordado, la verdad. Al dejar el despacho, vieron que la fila de clientes haciendo cola frente a la caja había desaparecido y sólo una pareja hablaba con la joven embarazada. Los otros tres operarios los observaron detenidamente cruzar el banco y detenerse tras cruzar la puerta y abrir el paraguas. Continuaba lloviendo, pero la lluvia era ahora fina y parecía que el día había recuperado un poco de luminosidad. -Bueno ¿y ahora?- preguntó Carmen sujetando el paraguas para que los cubriera a los dos. Salvador se puso muy serio y con voz ceremoniosa y solemne dijo:

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-Ahora lo más importante es cambiar los zapatos, porque me hacen agua, se me han mojado los pies y los tengo helados. Carmen sonrió. Después de la conversación que habían mantenido con el amigo de Alejandro Cuenca se sentía abatida y triste. La mujer que había visto hacía un par de días quieta, silenciosa, muerta sobre el suelo de aquel salón y el hombre que miraba con ojos vidriosos e inexpresivos y la cara destrozada el techo del mismo salón habían dejado de ser dos extraños y se habían convertido en personas casi cercanas, personas que tenían una historia que arrastraban con ellas y que las había empujado hasta aquel presente estúpido en el que no eran más que un par de cadáveres que pronto dejarían de interesar a todo el mundo, incluidos ellos. Se sentía verdaderamente abatida y le gustaba el modo en que Salvador aliviaba aquel abatimiento con sus tonterías. -¿Eso es lo más importante? -Lo más importante. Por la tarde intentaremos encontrar al yonqui del portal, pero ahora lo realmente importante es cambiar los zapatos. Cuando se separaron ya había dejado de llover. Carmen sentía la cabeza como si le ardiera, Salvador aún tenía los pies helados.

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12 A las cinco de la tarde había dejado de llover, la ciudad tenía el cielo cubierto por una irregular capa de nubes que de vez en cuando se abría y dejaba que el mes de abril se colase por alguno de sus agujeros a dar un poco de calor y color a la tarde para que pareciese que ya era primavera. Soplaba una brisa que había dejado de ser fría, pero amenazaba con volver a serlo en cuanto el sol se pusiera o se ocultase tras las nubes. Salvador apagó el cigarrillo, pagó el café y dejó el ambiente cargado de humo de la cafetería Luna para inspirar profundamente el aire perfumado de abril. Se dijo a sí mismo que ya era hora de que dejara de llover y tomo la calle camino a la comisaría con las manos en los bolsillos y silbando una canción. Había llegado a casa con los pies helados, tan fríos que le habían levantado un dolor de cabeza que le quemaba en los ojos y le martilleaba en las sienes. Apenas si había comido, sólo tres bocados, y con una aspirina se dejó caer sobre la cama y se quedó dormido. Cuando despertó, ya no le dolía la cabeza y le invadió la máxima felicidad, la de sentirse bien por haber dejado de sentirse mal. Lo malo fue que ya era demasiado tarde para ser puntual en la cita que tenía en comisaría; lo sintió, pero decidió que puestos a llegar tarde, poco importaban los diez minutos de un café y un pincho de tortilla recalentada en al cafetería Luna. Carmen llevaba más de media hora esperando. Como la tarde parecía querer olvidar ya el agua y las nubes y sentía que el jersey de lana negra que había vestido aquella mañana estaba húmedo de tanta lluvia, lo cambió por una blusa blanca de algodón y un blazier azul claro que le parecieron más apropiados para aquella tarde casi primaveral. Estaba sentada, y con la silla un poco apartada de la mesa y las piernas cruzadas tecleaba distraídamente en el ordenador cuando Salvador llegó a al oficina. Había decidido que ya que tenía que esperar, lo mejor sería hacer algo y avanzar, aunque sólo fuese un poco en la redacción del informe. Enfadarse porque Salvador se retasara no merecía la pena. Sin embargo, antes de decidirse a comenzar con el informe estuvo pensando un buen rato si hacerlo o no, si enfadarse o ignorarlo y como no se le ocurrió ninguna una frase lapidaria que lanzarle a la cara optó por ignorarlo y escribir tranquilamente el informe. Y repasando mentalmente todo lo que había ocurrido en los últimos dos días, se olvido de Salvador, de su retraso y del enfado, pero cuando lo vio cruzar la puerta, despreocupado, distraído, con las manos en los bolsillos y con el aspecto de tener el ánimo de que la hora la marca su presencia y no el reloj, Carmen estuvo a punto de estallar de ira. Sentía que 96

Salvador la ninguneaba, que ella no contaba para nada, como si no fuese más que un apéndice molesto que Salvador tuviera que arrastrar de puerta en puerta. Él, sin prestar atención a nada, avanzó distraído hacia la mesa y más que sentarse, se dejó caer sobre la silla, la miró y a modo de saludo, como si no llegase casi una hora tarde, arqueó las cejas y luego guiñó aparatosamente el ojo izquierdo. Carmen resopló dispuesta a quejarse o, al menos, a levantar la muñeca izquierda y señalar el reloj. Antes de que comenzase a hacer o a decir nada, Salvador la miró y dijo: -Siento haberme retrasado, pero me dolía la cabeza, me tomé una aspirina y me quedé dormido. No lo podía creer, Salvador acababa de disculparse por haber llegado tarde. No, eso no era lo más impresionante, que pidiera disculpas le parecía algo posible, lo más impresionante era que Salvador reconocía que llegaba tarde, que el mundo entero no comenzaba a caminar cuando él lo decidía. Carmen no salía de su sorpresa. Toda la ira que sentía se había volatilizado de pronto disuelta en la sorpresa. Lo miró, sonrió y dijo: -No te preocupes. ¿Se te quitó el dolor de cabeza? Él le devolvió la sonrisa. -Por completo- respondió y miró el reloj-. Bueno, tenemos tres o cuatro candidatos para ser el yonqui del portal, si es que fue el yonqui quien le vendió la pistola. ¿Nos damos una vuelta a ver si encontramos alguno? Parecía que el sol no iba a ganar definitivamente la batalla y que aún acabaría el día lloviendo antes de que llegase la noche; las nubes se habían vuelto más negras y densas, pero cuando salieron a la calle aún quedaban esperanzas de que el sol volviese a brillar y la temperatura era agradable. Aunque no era su intención buscarlo, poco después de cruzar tras la catedral y después de ojear por la parte vieja sin ver a nadie interesante, se encontraron con Jalid. Pese a la humedad de la piedra, estaba sentado en la pequeña escalinata de la iglesia de Santa Eufemia en su actitud de eterno mendicante. Parecía que el tiempo lo había vuelto inmune al frío y al agua. Se había agenciado una gabardina dos tallas más grandes de lo que necesitaría y llevaba calado hasta las cejas el gorro negro con el que parecía haber nacido. Salvador hizo un gesto con la cabeza para que se acercara a ellos. Mantuvieron una conversación breve, Jalid era muy reacio a hablar. -¿Una pistola? No Muntaña, no he oído nada de una pistola. -¿En el último mes? -No, Muntaña, este mes no. Ninguna pistola. -Ya, claro, ninguna. Mira, Jalid, este mes se habrán vendido tres o cuatro y tú te has enterado las tres o cuatro veces que haya ocurrido- dijo Salvador sabiendo que no era cierto, pero también sabía que a Jalid le 97

gustaba presumir de hombre enterado, así que antes de presionarlo, prefirió adularlo un poco. -No Muntaña, no. -Jalid- el tono que empleó Salvador ahora fue cortante como una cuchilla y seco como el primer día de septiembre-, déjate de historias y dime lo que sepas, porque no me cabe duda de que sabes algo. Jalid lo miró un poco asustado, se quitó el gorro negro con la mano derecha y sacudiéndolo con rabia contenida contra la gabardina, dijo: -Pregunta a ese que llaman Gemelo, Muntaña, él sabe- luego se fue calándose el sombrero y sin despedirse ni mirar hacia ellos. Carmen y Salvador lo observaron alejarse. -Curioso personaje- dijo Carmen-. Habéis nacido el uno para el otro. Salvador la miró con un gesto de burla en la cara y dijo: -Pues, ¡hala, a buscar al Gemelo! Que tú también necesitas novio. Carmen jugó con sus labios entre la broma y el enfado y dijo: -¡Idiota! Encontrar al Gemelo le llevó mucho más tiempo del que habían imaginado. Volvieron a la Plaza del hiero y a través de la calle Lepanto a la catedral y la plaza del Trigo sin hallar ni rastro de él. Pisotearon todo el casco antiguo de un extremo a otro, calle a calle, plaza a plaza, entre los bares viejos como la piedra y los clubes de alterne que comenzaban a abrir las puestas y las putas que a aquella hora se ofrecían a pensionistas rijosos. Durante su largo recorrido el cielo poco a poco se volvió plomizo y la luz tomó una densidad brillante al verse reflejada en la piedra húmeda, que contrastaba con la oscuridad del día. La ciudad vieja aquella tarde tenía un aire espectral y parecía más bella que nunca. El Gemelo era un narcotraficante venido a menos por haber probado el producto que vendía, acaso, como buen comerciante, para comprobar la calidad de la mercancía. Ahora ya no le quedaba nada del tiempo en que era una persona importante en su mundo, con dinero e influencias, y se mostraba como poco más que una piltrafa humana. Salvador lo había detenido un par de veces, la última por sacar una navaja a un taxista una noche de agosto para robarle la caja. -¡Que bajo has caído, Gemelo! Tú, dando un palo como un vulgar chorizo- le había dicho Salvador en aquella ocasión mientras lo llevaba a comisaría. -Qué equivocado está inspector- había contestado con su voz ya entonces quebrada y aguardentosa mientras sacudía las muñecas como si quisiera librarse de las esposas-, no sabe lo bajo que puedo llegar a caer aún por culpa de esta mierda. Ahora Salvador veía que tenía razón y que aquella lejana noche de agosto todavía le quedaba mucho por caer, mucho recorrido en la cuesta abajo. Pero aquella tarde estaba muy cerca ya del punto más bajo. 98

Era un hombre alto y delgado, de cuerpo atlético que en otro tiempo gustaba de vestir trajes elegantes, pero ahora, maltratado y estropeado, más por la mala vida que por el tiempo, se cubría con un jersey negro con más agujeros que sus propias venas. Aunque aún no había cumplido los cuarenta años, el rostro enteco y demacrado que tenía hacía que pareciese una persona mucho mayor, casi un viejo. Cuando lo vieron estaba sentado bajo los soportales de la plaza del Trigo, solo, con aire ausente y un cigarro en la mano, tan consumido ya que estaba a punto de quemarle los dedos. A su alrededor se extendía, disimulando su hedor personal, el aroma intenso y dulzón del chocolate que fumaba. En vez de acercarse a él, Salvador hizo un gesto con la cabeza para que el Gemelo lo siguiera. Se encontraron al otro lado de la catedral, entre las beatas vestidas de negro que acudían con el bolso bien apretado bajo el brazo a la última misa del día. -No, no sé nada de ninguna pistola- contestó el Gemelo cuando le preguntaron. Mientras hablaba, en su voz quebrada y en su mirada ausente, podía leerse el segundo mensaje: bueno, puede que sepa algo, pero si te lo digo, ya me dirás qué gano yo. Salvador interpretó el mensaje a la perfección. Sonrió y dijo al tiempo que ofrecía un cigarrillo: -Gemelo, eres una piltrafa, no te puedes permitir el lujo de no ser mi amigo. José Antonio Marqués López, alias el Gemelo, desde la sima en la que se hundían sus ojos miró a los dos policías con desprecio infinito. Aceptó el cigarrillo que le ofrecían, lo tomó con sus manos mugrientas y tras encenderlo, dijo: -Hace unos días un tipo estuvo preguntado por el Jeringuillas. Tenía pinta de funcionario o policía, pero no de los de tu comisaría, parecía un hombre importante. No era del tipo de personas que invitaría a comer al Jeringuillas. Eso es lo único que se ha salido de lo norma últimamente y es todo lo que sé. -¿Cuánto hace de eso? -Unos días. -¿Cuántos días? -¡Yo qué sé! ¿Qué quiere que le diga? ¿que fue hace mil picos? ¿hace cien vomitonas? Yo qué sé cuántas hostias me he dado desde entonces. ¿Qué cree, que llevo la cuenta?- respondió airado el Gemelo, arrojó con rabia el cigarrillo a medio consumir y se fue tambaleándose como si no fuese capaz de sujetar su propio cuerpo. Sopló una brisa fría que hubiera dejado helada a Carmen si no lo hubiera estado ya por la presencia y la respuesta de aquel despojo.

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-Como siga así ese hombre no va a llegar a la semana que viene- dijo mientras un escalofrío le recorría el cuerpo y se cruzaba los brazos sobre el pecho como si quisiera abrazarse a sí misma para darse calor. -¿Te crees que eso le importa?- dijo Salvador y levantó la vista hacía las nubes que abovedaban la ciudad. La oscuridad era casi total y las luces de las calles hacía tiempo que se habían encendido ya. Parecía que iba a comenzar a llover y que el cielo se vendría en agua sobre ellos en cualquier momento. -Mejor será que nos vayamos- añadió Salvador-. Tengo la sensación de que va a llover y hoy no has traído paraguas para cobijarme. Ella sonrió sin decir nada. Salieron de la ciudad vieja golpeados en el rostro por las primeras gotas de agua arrastradas por el viento que cada vez soplaba más fuerte y más cargado de lluvia. Caminaron a toda prisa y sólo disminuyeron el paso cuando doblaron la esquina cerca ya del portal donde vivía Salvador, al abrigo de un pequeño alerón. Carmen se sentía apesadumbrada, el Gemelo, Jalid el moro, el hombre y la mujer muertos y su propia soledad le agarrotaban la garganta y le oprimían en pecho y no le gustaba la idea de encerrarse en casa de aquel modo. Tenía la sensación de que si lo hacía, le faltaría el aire. Frente a ellos, la luz de la cafetería Luna, con los cristales ligeramente empañados, se mostraba amigable y acogedora en el desapacible y tormentoso anochecer. -¿Un café?- preguntó mirando a Salvador. Él miró la hora como si eso le importara. -Vale- contestó y sin esperarla comenzó a correr para cruzar la calle sin mojarse. Mientras corría por el asfalto a toda velocidad entre las gotas que caían desde todos los lados y los coches atascados que la atestaban, pensaba que era la primera vez que ella tomaba la iniciativa y le ofrecía la posibilidad de dedicar un rato a tomar algo y charlar de cualquier cosa. El ambiente en la cafetería era agradable, ocho o diez personas hablaban en grupos de dos o tres sin levantar demasiado la voz. En el televisor dos concursantes se esmeraban en acertar qué caja contenía la tontería más gorda sin que nadie les prestase atención. Se acomodaron frente a la barra en los taburetes que formaban la hilera paralela a ella. Nada más sentarse, Salvador encendió un cigarrillo. -¿Cuántas veces has intentado dejar de fumar?- preguntó ella. Salvador miró el cigarrillo que sostenía en la mano izquierda. -Una-dijo- y casi lo conseguí, pero llegaste tú y recaí en el consumo. -¿Yo? -Sí, tú ¿no recuerdas? El día que te conocí llevaba un par de semanas sin fumar, creo. Había estado en cama con una bronquitis del carajo y

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conseguí seguir sin fumar una semana más, pero…- Salvador dejó la frase en el aire. Manolo, el dueño del bar, dejó un par de cafés a su lado sobre la barra. -Eres como el Gemelo ese al que acabamos de ver- dijo Carmen-. Él con la heroína y tú con el tabaco. Salvador le echó descaradamente el humo a los ojos. -Yo soy peor. Él nunca te haría esto. Ella se apartó sacudiendo las manos y tosió. -Ojala se te pudran los dientes con la nicotina- exclamó con los ojos un poco llorosos. -No digas eso, a lo mejor se convierte en realidad y te aseguro que te asaltará una culpa que no podrías soportar- replicó él muy serio. -No me digas. Salvador dejó que se le perdiese la mirada en la pared que tenía frente a él y sin mirar a Carmen dijo con aire solemne: -¿Recuerdas lo que te conté de mi infancia, cuando yo no era más que el hijo del Pimplán? Carmen lo miró un poco angustiada. Había llegado a la cafería con el pecho oprimido y lo último que ahora quería era que Salvador desahogase sus penas con ella. Sin atreverse a interrumpirlo asintió en silencio. -Pues en el mismo pueblo había un hombre que tenía un barcontinuó él con aire ausente-. Era un bar pequeño que ocupaba un semisótano en la plaza Mayor, el bar se llamaba Budo. El hombre era más o menos el gracioso oficial del pueblo y parecía que siempre tenía la obligación de hacer reír a los demás, así que cuando se casó su hija la mayor, cerró el bar como es natural, pero en vez de anunciar la boda, puso un cartel bien grande que decía: cerrado por defunción. -Vaya sentido del humor- interrumpió Carmen un poco aliviada porque Salvador no le hablase de sí mismo. -Sí, pero lo peor es que un año después, justo el mismo día, el bar estaba cerrado otra vez por defunción, pero de verdad. La hija que se había casado aquel día murió justo al año de la boda, estaba embarazada y, bueno- Salvador calló un momento-, no sé muy bien lo que pasó, yo era bastante crío. Carmen abrió los ojos cómo platos. -¿De verdad? Salvador asintió muy serio, entornando los ojos y frunciendo los labios mientras movía la cabeza afirmativamente. -¡Pobre hombre! Me imagino que dejaría de hacer bromas con esas cosas. Él dio la última calada al cigarrillo que tenía en la mano y lo arrojó al suelo. 101

-Eso aún no me lo sé, cuando me lo invente te lo cuento. -¡Te lo acabas de inventar! Eres… -Peor eres tú que me acabas de deseara que se me pudran los dientes. -Idiota- dijo Carmen dejando salir el aire de su boca al mismo tiempo que formaba con los labios una sonrisa que cautivó a Salvador. Notó que la tenaza que le aprisionaba la garganta se le había aflojado, igual que la opresión que sentía en el pecho. Ya no le importaba apurar la taza de café y encerrarse en casa cobijada del tremendo aguacero que inundaba la ciudad.

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Cuando tras cerrar la puerta se dejó caer en el sofá, Salvador notó que estaba realmente cansado. Había pasado toda la tarde recorriendo el casco antiguo y le dolían las piernas, sentía las pantorrillas agarrotadas y las plantas de los pies le ardían. Se desnudó y, bajo la ducha, dejó que el agua tibia se llevase todo el cansancio que había acumulado a lo largo del día. Quince minutos después de llegar a casa, recién duchado y con ropa fresca y limpia, se sentía como nuevo. Miró el reloj, las nueve, y volvió a dejarse caer sobre el sofá. Antes de que pudiese siquiera encender un cigarrillo y fumarlo tranquilamente sonó el timbre. -¿Sí?- respondió con desgana a través de auricular. -Abre, por favor- oyó decir y por un momento, le pareció que la voz que hablaba a través del telefonillo era la de Carmen. Cuando se habían separado aquella tarde al salir del café Luna, antes de comenzar a caminar rumbo a casa, Carmen había observado a Salvador marchar calle abajo, con las manos en los bolsillos y bien pegado a las paredes para no mojarse, hasta recorrer los escasos cincuenta metros que lo separaban de su casa. Cuando lo vio desaparecer, cruzó rápidamente la calle y se pegó también todo lo que pudo a las paredes buscando su abrigo contra el agua, pero aunque no vivía lejos, no más de doscientos metros, el viento arrastraba las gotas de lluvia hacia todas partes y llegó al portal de la casa con la ropa bastante mojada. Al intentar abrir la puerta se dio cuenta de que no llevaba el bolso consigo. ¡Se lo había dejado en la cafetería! Lanzó una maldición y rehizo el camino, esta vez sin preocuparse demasiado por la lluvia, tal era su malhumor. Cuando abrió la puerta de la cafetería observó que aún estaban allí los mismos clientes que había cuando Salvador y ella se habían ido y que el dueño recogía los platos con los pinchos que aquel día ya no vendería. Se acercó a él quien la miró sorprendido. Durante el camino de vuelta se había mojado bastante y notaba que la ropa le comenzaba a calar y empezaba a sentir que el frío se le pegaba al cuerpo, pero lo que realmente la dejó helada fue la respuesta de Manolo, el dueño del Luna, a su pregunta sobre el bolso: -No, aquí no te dejaste ningún bolso. Recogí las tazas cuando os fuisteis y no había nada en la barra. -¿Seguro? Con su rostro seco y enjuto, tiznado por la barba que después de doce horas del afeitado comenzaba a marcársele, Manuel asintió. -Seguro- dijo-. Aquí no quedó nada. Seguro. ¡Había perdido el bolso! 103

¿Qué iba a hacer ahora? Como una idiota, sin pensar en lo que hacía, tomó el camino a casa. Esta vez no se pegó a las paredes ni caminó a toda prisa para no mojarse. No le preocupaba que el agua corriera por su cabeza y del pelo empapado le gotease por la cara o que la ropa estuviese completamente calada y la humedad se le pegara al cuerpo como se le pegaba la blusa de algodón que llevaba. En lo único que pensaba era en su bolso ¿dónde lo podía haber dejado? Por mucho que pensaba y por muchas vueltas que le daba no era consciente de cuanto tiempo había estado sin él colgado al hombro. Cuando llegó frente a la puerta acristalada del portal se detuvo ante ella como una estúpida. ¿Qué había ido a hacer allí? ¡No podía abrir! Y aunque abriera aquella puerta, ¿qué haría luego? ¡Tampoco podría entrar en su casa! No había nadie que tuviese otra llave. No se le había ocurrido que algo como eso pudiera ocurrir. Se llevó las manos a la cara en un gesto de desesperación y comenzó a llorar. La lluvia y la hora habían vaciado la calle, sólo algún que otro coche la cruzaba de vez en cuando y prácticamente no había ya peatones en lasa aceras. De pronto se sintió sola, realmente sola. Estaba sola en una ciudad extraña en la que no conocía apenas a nadie. No tenía llaves ni dinero ¿Qué haría ahora? ¿A quien podría recurrir? Cuando se vio a sí misma llorando frente a la puerta tuvo miedo de perder el control. El agua de la lluvia que goteaba por la frente le irritaba los ojos y se mezclaba con las lágrimas. El escozor que sentía fue el acicate para dejar de llorar. No le costó mucho controlarse y cuando lo hizo se sintió mejor. Se limpió los ojos y la cara con las manos y miró hacia arriba buscando la ventana de su casa. Luego se cobijó de la lluvia al lado de la puerta. Podía llamar a algún vecino y si le abrían la puerta, al menos podría sentarse en el rellano de la escalera. Recordó lo mal, lo angustiada que se sentía sólo hacía una hora, antes de su café en el Luna con Salvador, ante la idea de encerrarse en la casa y ahora se desesperaba porque no podía entrar se conformaba con cobijarse en el portal. No lo podía creer. Se acercó lo que pudo a la puerta para cobijarse de la lluvia y se volvió a secar la cara con las manos como pudo. No tenía ni pañuelo. La idea de acudir a casa de Salvador a pedir asilo le invadió poco a poco el pensamiento. Tenía tanto frío que no tuvo más que pensar en una ducha con el agua hirviendo quemándole la piel para comenzar a caminar de nuevo y cruzar apresuradamente la calle más para entrar en calor que para evitar la lluvia. -¿Sí?- la voz de Salvador sonó metálica a través del altavoz. -Abre, por favor- dijo pegando la boca al micrófono. -¿Quién es?- preguntó el altavoz. -Salvador, soy Carmen, por favor, abre la puerta.

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Oyó el sonido vibrante del portero automático, empujó y la hoja de la puerta cedió. Salvador la esperaba en el rellano con cara de sorpresa. Al ver el aspecto que tenía se apartó y dejó que pasara delante de él. Carmen presentaba un aspecto lamentable. El pelo, voluminoso y suave, se había convertido en algo aplastado contra la cabeza que goteaba sin cesar. Tenía los ojos rojos y los párpados un poco hinchados, la chaqueta azul que llevaba había perdido la forma cualquiera que fuera la que hubiese tenido y ahora era un trozo de tela fijada de cualquier modo a la blusa que se le pegaba al cuerpo y marcaba su ropa interior. -¿Qué te ha pasado?- preguntó Salvador abriendo los ojos y la boca. -He perdido el bolso ¡Joder! No puedo entrar en casa. -Has dicho joder. Se quedaron en silencio mirándose, cara a cara, en mitad del salón. Ella comenzó a tiritar. -Ven, tienes que darte una ducha- dijo al fin Salvador-. Voy a buscarte ropa seca. La felicidad que sintió al notar que el agua le quemaba la piel fue incomparable. La dejó correr durante mucho tiempo hasta que ya casi se le arrugaban las manos. Cuando se vio seca y cubierta por el albornoz que le había dado Salvador, sintió que el mundo era mucho más cálido de lo que había pensado solo media hora antes. Parecía que el agua de la ducha hubiese arrastrado por el desagüe toda la desesperación que sentía y la hubiese lavado de sus miserias personales. Salvador la esperaba reclinado, con los pies en alto, en el sofá. Al verla, señaló la puerta que había a su derecha. -Ahí te he dejado algo de ropa- dijo. Ella sonrió agradecida y se encaminó a la habitación que le indicaba. Entorno la puerta. Sobre la cama había una camiseta gris, de manga larga y un pantalón de chándal, también gris. Sobre él reposaba un calzoncillo boxer de rayas blancas y azules. A su lado, en el suelo, había unas zapatillas a cuadros marrones y unos calcetines negros sobre ellas. -Espero que vaya bien lo que te he dejado- gritó Salvador a través de la puerta. -Está bien, gracias- respondió Carmen levantando también la voz. Miró el conjunto y no pudo reprimir una sonrisa. -Lo siento- volvió a gritar él-, pero creo que no tengo ropa interior adecuada, no sé si… -No te preocupes, me apañaré. Cuando volvió al salón parecía una mujer completamente nueva. Salvador se incorporó en el sofá, se sentó y dejó los pies en el suelo. La miró mientras cruzaba la habitación hacia él. El pelo estaba casi peinado, los ojos ya no estaban rojos ni los párpados hinchados, el pantalón le 105

quedaba holgado, al igual que la camiseta bajo la que se movía libremente su pecho. Frente al sofá que ocupaba Salvador había otro gemelo. Ella se sentó en él doblando la pierna derecha, colocando el talón en el asiento y acomodándose sobre él, haciendo que todo su cuerpo descansase sobre el talón. Al sentarse el pecho se balanceó bajo la camiseta, luego los pezones se marcaron en el algodón. Salvador los siguió durante un momento y luego levantó la vista con rapidez y la miró a los ojos. Los encontró brillantes y amistosos. -¿Qué tal?- preguntó casi resoplando. -Mucho mejor. -¿Acerté con la ropa? Ella se miró de arriba abajo imitando un gesto coqueto. -Perfectamente- dijo. Luego se llevó las manos a la cabeza he hizo una coleta con el pelo y añadió-: porque unas orquillas no tendrás ¿verdad? El también se pasó la mano por la cabeza y sonrió. -La verdad es que no uso, no. Callaron y el silencio se hizo tenso y se mantuvo así, devanándose los dos los sesos para decir algo congruente, hasta que lo rompieron ambos al mismo tiempo. -¿Qué hacías?- dijo ella -¿Qué pasó con el bolso?- dijo él. -Perdona. -No di tú. -No tengo ni idea de dónde lo dejé. Pensé que se me había quedado en al cafetería, pero volví allí y no estaba… -Tendrás que poner una denuncia, si quieres te tomo nota, soy madero ¿sabías? Rieron y el silencio volvió a atenazarles. Carmen cambió de postura, subió los dos pies descalzos sobre el sofá, se abrazó las rodillas y agachó un poco la cabeza. Salvador se revolvió incómodo en su asiento. -¿Te apetece tomar algo?- dijo. Ella levantó la cabeza. -Preparo un café con leche y unas galletas- continuó Salvadordespués de una mojadura es lo mejor. Se incorporó del sofá, se calzó las zapatillas y la dejó sola en el salón. Carmen inspiró profundamente y lo recorrió con la mirada. Era rectangular, pintado de todo él de blanco, con sólo dos cuadros colgados al lado de una de las puertas, y estaba amueblado a un lado por dos sofás, uno frente a otro con una mesa auxiliar entre ellos y al otro lado, por una mesa cuadrada en la que descansaba un ordenador. Tras la mesa había una estantería repleta de libros. Se fijó que no había ningún televisor. Del salón salía una puerta que daba a la cocina en la que oía ahora trajinar a Salvador y otra a un pasillo que comunicaba a dos habitaciones, una de ellas era en 106

la que Salvador le había dejado la ropa que llevaba puesta y donde seguramente dormiría esa noche. ¡Dios mío! Pensó horrorizada. ¡Iba a dormir allí! ¡tenía que pasar la noche en casa de Salvador! Miró el reloj. Eran las nueve y media. Faltaban aún doce horas para verse de nuevo sentada en su mesa de la comisaría y comenzar a buscar su bolso. Salvador apareció al cabo de un rato con una bandeja en la mano y la depositó sobre la mesa que había entre los dos sofás. Había tardado bastante tiempo en preparar el café y la caja con galletas que llevaba en la bandeja. Lo había hecho todo muy despacio, como si quisiera retrasar el momento de volver a sentarse con ella, frente a frente. Mientras preparaba el café miró el reloj. Pensó que aun quedaban demasiadas horas para irse a dormir y soportar la tortura de tener los pezones de Carmen clavados en la camiseta de algodón. ¡Joder, podía haberle dado otra camiseta! Una que tuviera una tela con más cuerpo y que disimulara más su figura. O, al menos, que no marcara los pezones de ese modo. Cuando se sentaron cara a cara, ambos removieron el azúcar en el café al mismo tiempo, ambos con la cabeza gacha y casi al mismo ritmo. Ninguno de los dos probó las galletas. Mientras revolvía concienzudamente el azúcar, Carmen pensó que sería bueno hablar del trabajo, al menos ayudaría a que pasase mejor el tiempo. Después de todo, mientras trabajaban estaban muchas horas juntos y no pasaba nada. Levantó la cabeza y preguntó: -¿Mañana buscaremos al Jeringuillas? -Creo que no- respondió inmediatamente Salvador, que estaba completamente de acuerdo en mantener una conversación laboral, que si no hubiera iniciado Carmen la habría hecho él mismo-. Mira, el tipo este se ha suicidado, probablemente fuera él quien anduvo preguntando por el Jeringuillas ¿quién iba a ser sino? La gente elegante no suele andar por ese mundo. Además ¿de qué serviría encontrar al Jeringuillas? ¿Crees que lo iba a reconocer en una foto? Seguro que ni se acuerda de a quien le vendió la pistola. -Si es que se la vendió él. -¿Quién si no? -No sé, pero ¿por qué iba a conocer un inspector de trabajo a un yonqui trapichero? -Por la misma razón que te conozco yo a ti- dijo Salvador muy serio. Ella sonrió. -Ya, pero tú no eres inspector de trabajo. Salvador había terminado con su café, se descalzó las zapatillas y subió los pies al sofá para adoptar su postura habitual, la misma de cada noche cuando se encontraba solo en el salón. Le relajaba hablar del trabajo.

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-Mira- dijo-, pueden haberse conocido de mil maneras, eso no tiene importancia. Estoy convencido de que el hombre la mató y se suicidó. Lo demás creo que no importa mucho. -Sí, seguramente tengas razón- respondió Carmen, luego calló un momento y levantó la vista hacia Salvador- ¡Qué triste! ¿no? Él encendió un cigarrillo. Ella observó cómo lo hacía, con elegancia, como si fumar no matara, luego apartó la vista de él y miró cómo el humo salía de su boca y se elevaba formando tirabuzones azules. -¿Matarse? No lo sé- dijo al cabo Salvador y señaló la mano izquierda con la que sostenía el cigarro-. Mira- continuó-, yo me mato poco a poco. El humo se había difuminado en la luz tenue de la sala, no quedaba de él más que el aroma penetrante del tabaco negro. -No seas tonto, no es igual. Tú eres un yonqui- Carmen lo miró sonriendo, hizo un pequeño silencio y luego continuó hablando con un gesto grave y reconcentrada sobre sí misma-. No, en serio, no puedo imaginarme la escena, de verdad, no puedo. El hombre con una pistola en la mano, dispara a la mujer dos veces y luego se vuela la tapa de los sesosCarmen resopló y fijó la vista en la taza de café. Él la miró a los ojos. Estaba sentada con los pies descalzos cruzados sobre el sofá, casi como él mismo, pero con mucha más elegancia, tenía la taza de café sujeta entre las dos manos y la contemplaba abstraída como si en ella estuviera la respuesta a todas sus dudas y sus preguntas; luego levantó la mirada hacia él y esbozó una sonrisa muy triste. Los ojos le brillaban de tal modo que Salvador se olvidó de sus pezones. Dio una larga calada al cigarrillo antes de hablar eludiendo su mirada: -¿No lo has pensado nunca? Un segundo y ya está. -¡No!- Exclamó Carmen que parecía volver de un lugar muy lejano¡Cómo puedes decir eso! Salvador suspiró y se encogió de hombros. -Ahora no lo haría, pero hubo un tiempo…. Calló. Aquello se estaba volviendo demasiado personal. No era eso lo que ninguno de los dos había planeado. Fue Carmen quien intentó quitar hierro. Posó la taza de café en la mesilla y dijo: -No creo que ser el hijo del Pimplán sea tan terrible- al acabar la frase esbozó una sonrisa que pareció un tanto forzada. -Hay cosas mucho peores que ser el hijo del Pimplán, te lo aseguro. Lo sé porque he sido el hijo del Pimplán y además he vivido esas otras cosas. Carmen estuvo tentada a preguntar qué habían sido esas otras cosas, pero optó por callarse. Cada vez se ponía peor la cosa. ¿Por qué no podían seguir hablando de muertos anónimos? Salvador la miró fijamente a los ojos y alzó los brazos en cruz. 108

-¡Se acabó hablar de mi infierno!- dijo y se inclinó hacia delante para apagar el cigarrillo en el cenicero que había sobre la mesa. Luego se incorporó y continuó-: con tanto hablar del infierno me está entrando calory se remangó la camiseta gris que vestía. Y nuevamente el silencio comenzó a carcomer el aire que respiraban. Y en el silencio, por no mirar al otro, los dos se miraron hacia dentro. Salvador sabía que aquella noche, como muchos otros días de su existencia, se estaba resistiendo a ser y a vivir lo que era y sentía, pero se daba cuenta también de que aquella noche, precisamente aquella noche entre todas las demás de su existencia, su resistencia se iba quebrando. Parecía que ya no le quedaban fuerzas y todo lo que le rodeaba, Carmen, su aroma, su voz, los pezones erectos que lo miraban directamente a los ojos. Todo aquello lo estaba derrotando. Aquella noche le parecía imposible continuar siendo el que parecía ser. Y como si fuera un general que defendiera una ciudad sitiada por un ejército invencible y tuviera la certeza de que las murallas ya no resistirían ni un asalto más, tomó la decisión de abrir sus puertas de par en par. Y ya cautivo y desarmado, la miró y, de pronto, el silencio no era ya molesto ni tenso. Era pura armonía. Y no hizo el menor esfuerzo por romperla. -Será mejor que recojamos las tazas- dijo Carmen al cabo de un buen rato. Su voz quebró el silencio, pero no la armonía. Ella sí se sentía enervada. Se sentía tensa como el silencio y en parte malhumorada por sentirse así. Había pasado muchas horas trabajando junto a él. Había probado la mitad de las cafeteras de la ciudad mientras recorría a su lado las calles y se había empapado con los humos de todas las marcas de tabaco, hasta había escuchado alguna de sus penas y siempre se había sentido bien a su lado. Y aquella noche, cuando necesitaba de un amigo, él, que no lo era, le había dado calor, cobijo y café. No comprendía por qué no podía soportar aquel silencio que a él no parecía molestarle en absoluto, por qué le aterrorizaba la idea de pasar la noche bajo el mismo techo, por qué tenía un nudo en el estómago que se lo cerraba incluso a la escasa taza de café que acabada de tomar. Sin esperara a que Salvador respondiera, movida por la necesidad de hacer algo, de no permanecer frente a él en silencio, se incorporó y se inclinó hacia la mesilla a recoger las tazas. El se incorporó también y quedaron cara a cara, muy cerca, ella con una taza en la mano a la altura del pecho. Un mechón de pelo, muy húmedo aún, se le había ido hacia delante y colgaba ahora cubriéndole parte del rostro. Salvador, rendido ya, no se resistió al impulso. Lentamente alzó la mano derecha y delicadamente, con una suavidad que incluso él desconocía en sí mismo, tomó entre sus dedos el mechón de pelo y lo colocó con cuidado tras la oreja. -Tienes el pelo empapado aún- dijo.

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Ella tensó todos sus músculos. El cuerpo le quedó rígido y duro como si fuera de hierro. La mano de Salvador apenas la rozó. Notó el aroma del gel de baño que ella misma acababa de usar. Sintió cómo los dedos atrapaban su pelo y luego cómo al dejarlo colocado le acariciaban la oreja y durante un instante, sólo un instante, la nuca. ¿De dónde habían salido aquellos dedos largos que le recorrían la cara? ¿De dónde aquel tacto suave y cálido? ¿Y aquel antebrazo de piel morena que cruzaba delante de sus ojos en un movimiento lánguido y sereno como si estuviera suspendido en el aire? ¿Y aquella voz, la voz grave que salía de una boca tan cercana que traía en el aliento aún el aroma a tabaco y café? Durante un segundo, bajo el cuerpo tenso y rígido, estalló en su cerebro una cascada de pensamientos. La tarde, la noche, la lluvia, el bolso desaparecido, la desesperación, la soledad, la mujer inmóvil con la cabeza abierta y sangrando en aquel pasillo oscuro, la mujer muerta con dos tiros en el pecho, el suicida, los cuerpos lánguidos, los cuerpos fríos, el miedo a la muerte, el miedo a la vida, el miedo, la soledad, la desesperación, su miedo, su soledad, su desesperación. Y la mano de Salvador rozando con dulzura y suavidad su piel. Toda la tensión del cuerpo desapareció, los músculos se relajaron de repente y sintió como le fallaban las piernas. Tuvo que hacer un esfuerzo para mantenerse en pie. Oyó la voz de Salvador, pero no comprendió lo que dijo. El aroma a café y tabaco, la mano cálida, la piel morena, el tacto de los dedos contra la oreja, el roce ínfimo en la nuca, el tono de la voz y los ojos tristes que la miraban como desde un abismo se sumaron a sus pensamientos de soledad, desesperación y miedo y abrieron un agujero en su alma. Igual que una conjunción de planetas que sólo ocurre cada mil años, igual que dos viajeros contemplando el paisaje en dos trenes que se cruzan y sólo pueden verse durante un instante, así se abrió el agujero del alma por el que se podría colar quienquiera que lo intentase. Y frente a ella, en aquel instante, en aquel preciso instante estaba Salvador. Él notó que abría levemente la boca. Los labios carnosos y rojos brillaban en la mortecina luz de la sala. Lentamente, tan lentamente que apenas podía verse el movimiento, se acercó a ella y la besó. Luego ya no hubo más palabras. Sólo silencio. Silencio cuando la camiseta de algodón dejó al descubierto, coronando los pechos erguidos como si no hubiera gravedad, los pezones que tanto habían atormentado a Salvador. Silencio cuando él los mordió como si fueran la guinda de un pastel. Silencio cuando las manos hurgaron, primero bajo las ropas y luego bajo las sábanas. Ninguno de los dos tuvo necesidad de decir ni una palabra. Arreció el viento y el agua golpeaba los cristales casi con la intensidad con la que en el cálido ambiente de la casa se devoraban Carmen y Salvador. Y cuando cesaron los jadeos y los gemidos apagados, el tintineo de las gotas de agua en los cristales fue el único sonido que rompió 110

el mágico silencio que se extendió en el corto espacio que separaba sus miradas. -Espero que mañana me sigas respetando- dijo Salvador con una sonrisa que le cruzaba la cara casi como si fuera una cicatriz. -¿Te mereces que te respete? Has sido demasiado fácil- ella sonrió también, eufórica. -Si me respetas, te haré cada día un lecho de rosas sin espinas. -Claro, tus rosas no las necesitan, la espina eres tú. Salvador simuló sorberse los mocos como si estuviese a punto de llorar. Dijo: -Sabía que no debía de haber hecho esto, me has perdido el respeto. -Completamente- respondió Carmen y calló de repente. -Acabo de acordarme de dónde dejé el bolso. Se me quedó en comisaría, encima de la mesa. ¡Bendito bolso! Pensó Salvador ¡Bendita lluvia! -¿Quieres que vayamos a buscarlo?- preguntó con la esperanza de escuchar un no. Ella no respondió, lo miró en silencio. ¿Qué hacía con aquel hombre en la cama? Sería una estúpida si no salía de allí corriendo y la disculpa del bolso era todo lo que necesitaba. Esbozó una sonrisa y se incorporó un poco en la cama. -Tengo la ropa demasiado mojada- dijo luego y se abalanzó sobre él sabiendo que estaba cometiendo la estupidez más sensata de su vida.

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14 Carmen se despertó sobresaltada, con el corazón latiendo aceleradamente y la respiración entrecortada. Dos o tres gotas de sudor habrían brillado en su frente si la habitación hubiese estado iluminada. Había dormido poco tiempo, pero lo había hecho profundamente, tan profundamente que había perdido el sentido de la orientación y la memoria de lo que la había llevado a aquel despertar tan brusco. Abrió los ojos desorientada y, por un instante, ansiosa. No sabía qué día era, qué hora era ni dónde estaba. Poco a apoco su corazón se sosegó y volvió a latir lenta y silenciosamente acompasado con una respiración profunda y sosegada y el sudor de su frente se evaporó sin dejar ni rastro. Se dio cuenta de que estaba desnuda, porque sentía un calor confortable en todo el cuerpo junto al roce agradable y suave de las sábanas de algodón, y lentamente, tras el brusco despertar, se dejó invadir una dejadez desmadejada que parecía que la iba a sumir de nuevo en el mismo sueño profundo del que acababa de salir. Cerró los ojos que le pesaban ahora como losas, se giró en la cama dispuesta a dormir sin importarle ya nada y topó con un aliento húmedo y un cuerpo cálido, quieto y también desnudo. Como si hubiera saltado un resorte dentro de ella, con un movimiento brusco, se sentó en la cama. De pronto se encontraba completamente despierta y se dio cuenta de qué día era y de donde estaba. El dueño del cuerpo que dormía a su lado era Salvador. ¡Dios mío! ¡Qué he hecho! Pensó ¡Había pasado la noche con Salvador! Eso era lo que había hecho. Eso sólo no, había hecho algo peor que pasar la noche con él, una buena parte de la noche la había pasado sobre él, o debajo o qué más daba ya. Como ya no tuvo más dudas sobre dónde estaba ni qué día era, miró el reloj, que era lo único que llevaba encima, para saber la hora. Las siete. Se giró luego a su izquierda, donde se encontraba la ventaba, y vio entre las lamas ligeramente entreabiertas de la persiana, colarse la mortecina luz del amanecer. Durante un buen rato estuvo sentada en la cama hasta que toda la calidez que sentía se fue disipando y comenzó a sentir frío, un frío que le heló los huesos y el alma. Durante todo ese tiempo no pensó en nada, absolutamente en nada. Su pensamiento estuvo parado, su mente, en blanco. Abstraída en la nada, llegó a estar fuera de sí y se vio a sí misma sentada en la cama como una estúpida al lado del cuerpo profundamente dormido de Salvador. Sin pensar en nada, atónita, pasmada, completamente ajena alo que le rodeaba, dejó que las imágenes del día anterior ocuparan pausadamente su pensamiento. La tarde, la lluvia, las manos de Salvador, los besos, las caricias, las palabras, los silencios. Se llevó las manos a la cabeza. 112

-¡Joder!- exclamó en voz alta. Salvador se revolvió al oír la voz, se giró, lanzó un pequeño gemido, resopló y continuó con su respiración profunda, pesada y sonora. Carmen se levantó, se estiró para desentumecer los músculos ahora helados y buscó su ropa. Lo que halló a su lado de la cama fue lo que su dormido amante le había dejado al salir de la ducha. Sin dar la luz, se vistió con urgencia el boxer y la camiseta y arrastrando las zapatillas salió del cuarto con la intención de buscar por la casa su otra ropa, la que vestía cuando había llegado completamente empapada y desesperada la tarde anterior. La encontró a los pies de la ducha, exactamente donde la había dejado, y como la había dejado estaba, húmeda y arrugada. ¿Cómo se iba a vestir con aquello? No podía salir así a la calle. Desesperada, levantó el vaquero y lo sacudió. El pantalón podría servir, pero la blusa parecía un trapo arrugado y el blazier estaba completamente inservible y no se molestó siquiera en levantarlo del suelo. Se vistió el pantalón con esfuerzo, con la humedad se deslizaba mal por la piel, rozándola con cada una de las costuras y cuando lo hubo abrochado, se le quedó pegado al cuerpo el tacto húmedo y frío de la tela. Luego, descalza y tratando de hacer el mínimo ruido posible, volvió al cuarto donde Salvador dormía y con la escasa luz que se colaba por la persiana mal cerrada, rebuscó en el armario entre su ropa. Halló un jersey de un color que no distinguió, pero que podría servirle. Cinco minutos después la incipiente mañana la recibió con el concierto diario del despertar, ruido de motores, cláxones y rumor de pies que caminaban sobre las aceras, la ciudad se desemperezaba y comenzaba su diaria rutina sin importarle que ella la contemplara pasmada desde un portal. La luz de las farolas que comenzaban a apagarse se mezclaba con la del sol que cada vez brillaba con más intensidad entre las nubes que poco a poco, al salir de la oscuridad, iban dibujándole un techo a la ciudad. Era nubes blanquecinas que dejaban entrever pedazos de cielo azul. La mañana era fresca, casi fría, soplaba una brisa suave y las calles estaban empapadas aún, al igual que los coches que habían dormido al cielo raso. Donde los sumideros se habían atascado se habían formado charcos de agua sucia que amenazaban con salpicar a los viandantes. Esa era la única nota que afeaba la ciudad aquella mañana. Después de dejar que la puerta se cerrara tras ella con un golpe seco, y como si el golpe la sacara de su quietud, comenzó a caminar sin pensar en nada hacia la comisaría. Sólo se detuvo un momento al cruzar delante de la cafetería Luna. El ambiente del interior parecía llamarla. Si no hubiera tenido tantas ganas de recuperar su bolso, habría entrado. Aceleró el paso y aunque se sentía cómoda con la camiseta que la noche anterior le había dado Salvador y con el jersey que aquella mañana le había robado, el pantalón húmedo y los zapatos, húmedos también, y acartonados por el agua la atormentaban. 113

El bolso la esperaba en una esquina de la mesa, con la correa caída a un lado sobre un montón de folios. El cierre metálico brillaba a luz de los fluorescentes y parecía mirarla como si se estuviera riendo de ella. Lo agarró con rabia, de un tirón y varios folios cayeron sobre el suelo. No se molestó en recogerlos. No se encontró con nadie, no habló con nadie y no estuvo en comisaría más que el tiempo imprescindible; subió y bajó la escalera a toda prisa y a toda prisa volvió a casa, tensa y malhumorada, y no se relajó hasta que la puerta se cerró tras ella. El pantalón fue al cesto de la ropa sucia lanzado con un gesto de cólera, la camiseta y el jersey de Salvador lo hicieron también, aunque más tranquilamente. Con ropa nueva, después de una larga ducha, se dejó caer en el sofá. Miró la hora. Eran la ocho y media. Era la hora de ir a trabajar. ¡A trabajar! ¡Díos mío! Pensó. ¡Qué iba a hacer ahora! Seguro que se encontraría con Salvador. ¡Claro que se encontraría con él! Y eso era algo que no tenía que ocurrir, que no podía ocurrir, ni aquella mañana ni nunca. Se quedaría en casa, allí sentada, no haría nada, así no lo vería. ¡No! ¡En casa, no! Si se quedaba allí, él iría a buscarla, estaba segura. Prefería que el primer encuentro después de aquella noche se desarrollara en el ambiente más frío e impersonal del trabajo. ¿Qué le diría cuando lo viera? ¿Cómo lo saludaría? ¿Qué diría él? ¿Cómo se comportaría? Durante todo el camino a la comisaría no hizo más que preguntarse lo mismo una y otra vez. ¿Y por qué temía tanto aquel encuentro? Después de todo no había cometido ningún crimen, no había sido más que una noche, no tenía porqué cambiar nada. Hola, qué tal, cómo te va y amigos para siempre. No, estaba segura de que no sería así. Salvador aún no había llegado a la comisaría. La imagen que tanto temía de su compañero sentado frente a su mesa y ella caminando hacia él cruzando la oficina mientras la observaba no se produjo. Respiró aliviada. Los folios que había tirado al recoger el bolso seguían en el suelo, nadie se había molestado en retirarlos. Los depositó sobre la mesa y los estuvo contemplando un buen rato como si analizara su textura mientras su cabeza no dejaba de dar vueltas a los mismos pensamientos hasta que tomó una decisión. Lola, la secretaría del comisario, ordenaba el montón de sobres y papeles que tenía sobre la mesa. -Buenos días, Lola- saludó Carmen al tiempo que se acercaba a su mesa- ¿Ha venido el comisario? La secretaria contestó sin levantar la vista. -No, aún no- luego, con gesto distraído, miró primero el reloj y después a ella-. Estará a punto de…- interrumpió la frase y señaló con la cabeza- Ahí está. Carmen se volvió y se encontró con el rostro recién rasurado del comisario que la miraba sonriente estirando el bigote por toda la cara. Olía 114

intensamente a loción para el afeitado, vestía un traje gris oscuro y llevaba una cartera de piel en la mano derecha. -Buenos días, Martínez- la saludó aumentando la sonrisa. Luego apartó la mirada de ella y la dirigió a la secretaria-. Buenos días, Lola ¿alguna novedad? La secretaria devolvió el saludo y negó con la cabeza. -Nada que yo haya visto. -Buenos días, comisario- dijo Carmen-. Quisiera hablar con usted si fuera posible. Pombal pareció no prestarle ninguna atención cuando respondió: -Claro, cómo no. Dentro de una hora puede pasarse por el despacho. Una hora. Era demasiado tiempo. Apretó las mandíbulas e inspiró profundamente. -¿No podría ser ahora? Es urgente y no le robaré mucho tiempo- notó que le temblaba al voz. El comisario la observó y vio la ansiedad en sus ojos. Señaló con la cartera la puerta cerrada del despacho y dijo: -Pase, hablaremos ahora- se volvió a la secretaria y añadió-: avísame cuando llegue Carreiro. Carmen no sabía cómo empezar ni sabía qué explicaciones dar. Sentada frente al comisario Pombal se sentía cohibida y pequeña. -Dígame, Martínez. ¿Qué le podía decir? ¿Qué explicaciones podía dar? Decidió ser directa. -Necesito una semana libre, comisario. Pombal negó con la cabeza al tiempo que cerraba los ojos. No los abrió hasta que comenzó a hablar. -Eso es imposible. Usted sabe la situación en la que nos encontramos. Ahora mismo no puedo prescindir de nadie. -Es muy importante, comisario, necesito una semana de vacaciones, sólo una semana. Ya sé cómo está la plantilla, por eso no le pido más. Necesitaría más tiempo, créame, no pido más porque sé cómo estamos. Pero tengo que estar una semana fuera. -Lo siento, pero no puede ser. Las circunstancias me obligan a ser intransigente, Martínez. No se lo tome como nada personal- respondió el comisario con una voz firme que pretendía dar por zanjado el asunto. Carmen inspiró, miró a los ojos al comisario, negros y vivarachos, e hizo acopio de todas las fuerzas y el valor que tenía. -Comisario- dijo-, no voy a venir a trabajar en una semana, es mejor que sea porque estoy de vacaciones- la voz sonó tan firme y segura que ni ella misma la reconocía. Pombal resopló y esbozó un gesto de impotencia y cierto desagrado al mismo tiempo que sonreía. 115

-¿Cuánto tiempo hace que trabaja con Salvador?- dijo tras un breve silencio y antes de que ella respondiera, levantó la mano derecha y continuó-: No, no diga nada. Ya veo que hace demasiado tiempo que están juntos y que aprende bien- calló un momento-. Una semana, de acuerdo, pero luego no me venga con que necesita más. No, no pediría más, lo prometió firmemente, dio las gracias al comisario y se fue. Luego, dejó la comisaría todo lo rápidamente que pudo. Sólo se entretuvo el tiempo justo para firmar la instancia de las vacaciones. Cuando estuvo en la calle, en vez de volver a casa directamente, se fue caminando hacia el centro de la ciudad, dando un rodeo para evitar a Salvador. Ahora que había decidido huir y lo había conseguido por el momento, no quería encontrarse con él cara a cara. Paseó tranquilamente por la ciudad. Pasada la tormenta de la noche anterior y el sol caminando ya hacia lo alto, la mañana era agradable y ahora que se había liberado de su principal tensión, el encuentro con Salvador, no tenía prisa. Si los bancos del parque no hubieran estado mojados aún, se habría sentado allí a pensar sobre su futuro inmediato, al lado de la fuente y los árboles. Dejó que los pies perezosos la llevaran adonde quisieran mientras pensaba lo que iba a hacer. Había caminado ya un buen trecho cuando decidió tomar el tren de las tres y pasar una semana en Madrid con el tío Antonio y la tía Ramona. A ellos les gustaría, sí, seguro que les gustaría, y eso era justo lo que ella necesitaba, una semana lejos de Orense y de Salvador. Cuando regresara, bueno, cuando regresara, ya vería lo que pasaba y lo que hacía. A lo mejor entonces Salvador se había casado y era padre de familia numerosa. Se dio cuenta de que se encontraba lejos de casa. Miró el reloj y decidió volver. La mañana avanzaba y entre hacer el camino de vuelta, hacer la maleta y comer algo, tenía el tiempo justo antes de salir para la estación. Durante todo el camino, distraída entre la gente que llenaba la ciudad, consiguió olvidarse de Salvador, sólo lo recordó una vez, cuando, en mitad del Paseo cruzó delante de una floristería, pero una sola vez fue suficiente. Sin que se diera cuenta, asoció las flores con la voz de Salvador cuando le prometía un lecho de rosas sin espinas. Entonces, sin saber por qué, sin comprender cuáles fueron las asociaciones que le llevaron a ello, acudió a su mente una imagen nítida y clara y vio el dormitorio de la casa de la calle Concejo donde habían encontrado al hombre y la mujer muertos. La imagen era vívida, casi real, el dormitorio con el suelo lleno de rosas caídas. Formando un lecho, como el que Salvador quería hacer para ella. Se detuvo. Cada vez tenía más viva la imagen en su cabeza. Las rosas caídas sobre la cómoda y en el suelo, sin jarrón roto ni agua derramada. No había jarrón. ¡Dios mío! Pensó. Las rosas no se cayeron, alguien las deposito así, alrededor de la cama. No fue un accidente, fue un ritual de amor o algo parecido. Uno de los dos, él o ella, habían puesto un montón de rosas 116

adornando el suelo en un ritual de amor. Había sido él, estaba segura ¡Dios mío! ¡No fue un suicidio! -¡Los ha matado!- exclamó. Afortunadamente, con el ruido de la ciudad, nadie oyó nada. Se mordió el labio inferior, cerró los ojos y se llevó las manos a la cara. -¿Está bien, señora? ¿Le ocurre algo? Al abrir los ojos vio a su lado una pareja muy joven, casi unos adolescentes, que la miraban con gesto de preocupación. Como pudo compuso una sonrisa. -Estoy bien, gracias. Los jóvenes la miraron desconfiados, pero se fueron sin preguntar más y ella comenzó a caminar lentamente sin dejar de pensar en las rosas de la habitación. Al cabo de unos metros vio una cafetería. Decidió entrar sentarse un rato y pensar. No había mucha gente y pudo acomodarse en una mesa apartada y tranquila. Tomó café, extrajo una libreta del bolso y la garabateó mientras no dejaba de darle vueltas a las rosas esparcidas por el suelo. Cuanto más lo pensaba, más convencida estaba de que los habían asesinado. ¿Qué hago ahora? Tendría que decírselo a Salvador. ¡Salvador! ¡No! ¡Dios mío! Y ahora ¿qué hago? A fuerza de pensar y dar vueltas a la cabeza, llegó a la conclusión de que lo mejor sería buscar algo que confirmase sus sospechas y recordó el mal sabor de boca que le había dejado la narración de los disparos que le había hecho la única vecina que los había oído. Miró el reloj. No tenía por qué decirle nada a Salvador. No lo necesitaba. Decidió hablar con la mujer, luego, ya vería lo que hacía. No estaba lejos de la calle Concejo y no tuvo que caminar mucho, aún así, cuando llegó tenía el corazón acelerado. Se detuvo frente al portal, dudó durante un momento hasta que estuvo casi segura de que la mujer vivía en el tercero A, aunque no logró recordar su nombre. Con la mano temblando, llamó al timbre y le respondió la voz metálica del interfono. -Policía, me gustaría hablar con usted. La puerta se abrió inmediatamente. La mujer, con la cara huesuda, enjuta y sin maquillaje, tenía el mismo aspecto de enferma que cuando la había visto el primer día. La hizo pasar al mismo salón y la miró muy atenta. -¿Ha habido algún problema?- preguntó intrigada antes de sentarse. Carmen prefirió acomodarse antes de decir nada. No quería forzar ninguna respuesta dirigida. Meditó momento antes de hablar. -En realidad, no- dijo al cabo-. Sólo hay una cosa que no aclaramos aquella mañana y es para cerrar ya el expediente. La mujer la miró expectante. Carmen extrajo la libreta del bolso y continuó hablando como si consultase notas: 117

-Dijo usted que había oído dos disparos. La mujer negó con la cabeza. -No, fueron tres- dijo con mucha seguridad. Carmen simuló sorpresa -¿Tres? ¿Está segura? -Completamente. Fueron tres disparos. Bueno, en realidad, no sé si fueron disparos o no. Lo que yo oí fueron tres golpes, o tres explosiones, como quiera llamarlo. -Ya, comprendo, tres- anotó algo en la libreta como si corrigiera una nota anterior-. Tres disparos que supongo que sonarían dos primero, muy seguidos, pun, pun- hizo la onomatopeya- y otro un poco después. La mujer volvió a negar. Levantó la mano derecha con el índice extendido y lo movió de un lado a otro, luego lo dejó así mientras meditaba durante un momento. -No, primero sonó uno, luego- extendió el dedo corazón junto al índice- otro al cabo de medio minuto o así y el tercero- ahora extendió el dedo anular- después de un ratillo, no sé, a lo mejor un minuto. Carmen no pudo disimular su sorpresa -¿Está segura?- preguntó incrédula. La mujer cruzó las piernas en una postura casi imposible pasando dos veces una entre la otra. -Completamente. Cuando oí el tercero fue cuando pensé que eran tiros y me asusté. Y sí, había pasado un ratillo. La calle recibió a Carmen con un sol radiante. Las nubes habían desaparecido y ya no quedaban apenas restos de la lluvia del día anterior. La tormenta estallaba ahora en su cabeza parada en mitad de la acera mientras los viandantes la golpeaban de vez en cuando. Miró el reloj. Si no se daba prisa, perdería el tren. ¿Qué podía hacer? Se apretó fuertemente la frente con la mano derecha como si quisiera presionar un pensamiento animándolo a salir, una idea que le diera la solución. Porque con lo que ahora sabía la hipótesis del suicidio ya no se mantenía en pie. Ya no sólo eran las flores, la cadencia de los tiros no era compatible con ella. Dos tiros a la mujer, los dos con el mismo ángulo de entrada, eso les había dicho la forense. Pero nadie se queda quieto medio minuto con un tiro en el corazón, la gente suela caer al suelo en esas circunstancias. O no. Tenía que hablar con la forense, tenía que aclararle eso. Volvió a mirar el reloj. Definitivamente perdería el tren. Margarita de Miguel, la forense que había realizado la autopsia, había decidido que la primavera había entrado ya por la puerta grande y aquella mañana llevaba una camiseta de tirantes que dejaba ver más escote del necesario si quería mantener en secreto su edad y una falda que mostraba unas piernas tan bien torneadas que contradecían lo que el escote cantaba. Se mostró encantada de saludar a Carmen. 118

-Veo que ha venido sin compañía- le dijo tendiéndole la mano- ¿la ha dejado su compañero sola? Carmen dudó un momento. A ti te lo voy a explicar, bonita. -No, circunstancialmente se ocupa de otras cosas- repuso muy seria. -Bien, agente, usted dirá… ¿hay algún problema? ¿Alguna duda? -En realidad, sí. Puede que no sea más que una tontería, pero hay algo que no encaja- comenzó a decir Carmen que había notado que la forense la trataba ahora de usted. Al parecer, el tuteo estaba reservado para Salvador-. El caso es que creo recordar que la mujer tenía dos tiros en el corazón. Margarita asintió con la cabeza. -Lo recuerdo perfectamente. El ventrículo izquierdo estaba completamente destrozado. Los dos tiros impactaron en él. Carmen se llevó la mano derecha a la cara y se rascó el mentón. -¿Podría la mujer haber permanecido medio minuto en pie?preguntó. La forense entornó un poco los ojos y la miró como si no comprendiera bien la pregunta o como si se estuviera preguntando si la policía había comprendido lo que ella le acababa de decir. -¿Quiere decir si después de los tiros habría permanecido en pie medio minuto?- preguntó incrédula. -No exactamente. Quiero decir si podría haber pasado medio minuto entre el primer tiro y el segundo. Margarita de Miguel la miró, calló un momento, pensativa, y luego, muy despacio, repitió palabra por palabra la frase de Carmen. -Si podría haber pasado medio minuto entre el primer disparo y el segundo…- volvió a callar. Resopló y negó con la cabeza-. No lo creo. Pero si me lo permite, voy a consultar… un momento. -Claro- dijo Carmen y miró el reloj impaciente. La forense se giró al ordenador que tenía a su derecha y observó atentamente la pantalla mientras manejaba el ratón con la mano derecha. Un par de minutos después se volvió y dijo: -Los tiros tenían el mismo ángulo de entrada. La relación entre el cuerpo de la mujer y el arma apenas varió ¿de acuerdo? Eso quiere decir que durante ese medio minuto el hombre y la mujer se habrían tenido que mantener frente a frente sin moverse, el con la pistola en la mano y ella con un tiro que le había reventado el ventrículo izquierdo. No, me parece imposible. Los tiros fueron seguidos. Carmen la miró en silencio y frunció el ceño, meditabunda y preocupada. -El caso es que un testigo dice que transcurrieron treinta segundos entre disparo y disparo- dijo al fin. La forense se encogió de hombros y sonrió. 119

-Bueno, eso es algo que tendrá que solucionar usted, pero si me permite un consejo, le diré que la ciencia es más de fiar que los testigos. Cuando dejó la clínica forense la mañana era calurosa. Miró el reloj y se dio cuenta de que ya no tenía tiempo de hacer la maleta y tomar el tren de las tres. En cierto modo se alegró, podría marchar en el nocturno y así tendría la tarde para pensar. Decidió pasear y comer algo fuera de casa. No le apetecía escuchar el timbre y encontrarse con el rostro de Salvador al abrir la puerta. No ahora, aunque cada vez estaba más convencida de que tenía que compartir con él sus dudas.

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Salvador se despertó tarde, muy tarde. Había dormido plácida y profundamente, tan plácida y profundamente como ya no recordaba que se pudiera hacer. Le invadía, echado en la cama, desnudo, envuelto en la calidez de las sábanas y en la pesada somnolencia del despertar, una sensación total de ingravidez. Aunque no la podía sentir, sabía que a su lado dormía Carmen. Estiró la mano buscando su cuerpo, el tacto de su piel que presuponía tan cálida como la suya, pero no encontró más que la sábana arrugada. Entonces desapareció de golpe la somnolencia, la sensación cálida, la de ingravidez y despertó completamente. Carmen no estaba a su lado. ¡No! ¡No lo podía haber soñado! ¡Había sido real! Aun tenía en la boca su sabor y en las manos, pegado el tacto de su piel. Dio la luz de la mesilla de noche y la claridad le hirió los ojos. Volvió la vista a la derecha y no la vio. Se levantó. Frente a él, la puerta del armario estaba abierta y la ropa un poco revuelta. A los pies de la cama, descansaba arrugado el pantalón gris que le había dejado la noche anterior. No, no lo había soñado. Ansioso recorrió la casa sin hallar más rastro de ella que el blazier azul tirado en el suelo del baño. Se había ido. No era eso precisamente lo que él esperaba. Miró el reloj. Casi eran las diez. No le extrañaba que se hubiera marchado. Desayuno su café con churros en el Luna y fumó tranquilamente un cigarrillo. Puestos a llegar tarde, que fuera tarde de verdad. Mientras fumaba, ojeó distraídamente el periódico, pero sin apenas enterarse de lo que leía. Las páginas pasaban ante él sin que les prestara la mínima atención. Había pasado la noche con una diosa y allí estaba, en la cafetería Luna, había sobrevivido, no le había ocurrido nada como dicen las leyendas que ocurre cuando un mortal comete un pecado tal. Había dormido con una diosa y allí estaba, mezclado entre los demás mortales, los que no habían conocido esos misterios, como si fuese uno de ellos, vulgar entre los vulgares. Si alguna vez le hubieran dicho que le pasaría algo así, que conocería a una diosa y que una lluviosa noche de primavera, con el viento batiendo y arrojando mil gotas de agua contra los cristales, la abrazaría en su cama y subiría con ella al cielo, no le cabía ninguna duda de que luego lo predicaría a los cuatro vientos, que lo gritaría al mundo para que el mundo supiera que él, Salvador Montaña, el hijo del Pimplán, se había acostado con una mujer tan bella que era imposible soñarla más hermosa. Sin embargo, ahora que lo había hecho, ahora que había pasado la noche bebiendo de sus labios, aplastándose contra su pecho, retorciéndose en sus caderas y escurriéndose entre sus piernas, ahora lo único que deseaba era hablar con ella. No tenía necesidad de hablar con nadie, de contar nada a 121

nadie. Ahora que de verdad se había acostado con una diosa, con la única persona que quería hablar de ello era con la diosa misma, con nadie más. Y la diosa se había ido. Ojala no fuera tan bella, pensó. Ojala fuera bizca y coja. Apagó el cigarrillo y se fue. La mañana, aunque aún era fresca, prometía un día caluroso y le gustó el paseo hasta el trabajo. Durante todo el camino, no dejó de pensar en el encuentro con Carmen que presumía y que tanto deseaba. Tenia que hablar con ella un millón de cosas, pero sobre todo, tenía que darle los buenos días con una sonrisa en la boca. En la comisaría, el ritmo cansino de trabajo se había enseñoreado de la mañana y Fernando Andrés era la única persona que ocupaba la oficina de la brigada judicial sin hacer nada. Le sorprendió no ver a Carmen. Por una vez, agradeció que Fernando Andrés estuviera allí. Él le informaría puntualmente de dónde estaba Carmen. -No, no está en la comisaría. Hace un buen rato que se fue ya, pero él que ha preguntado por ti ha sido Pombal. Se había vuelto a ir. ¿Será posible? Pensó. Encima le buscaba el comisario. Se sentó frente a la mesa de trabajo y descolgó el teléfono. -He oído decir que el jefe quiere verme- dijo tras escuchar la voz aguardentosa de Lola al otro lado del auricular. -Hace un buen rato que preguntó por ti. Colgó y antes de levantarse observó la mesa de su compañera, completamente limpia y ordenada. Sólo tres folios en blanco estaban fuera de lugar. ¿Qué querría ahora el comisario? Estaba muerto de ganas por encontrar a Carmen y venía el jefe a complicarle la vida. Más valía que se diese prisa y acabase con lo que fuera. Luego buscaría a Carmen. El comisario había acabado de apagar un cigarrillo y aunque tenía la ventana abierta, en el despacho aún quedaba el aroma penetrante y dulzón del tabaco rubio. -Antes de sentarte, cierra la ventana, por favor- dijo Pombal alzando la cabeza cuando Salvador cruzó la puerta tras golpearla dos veces con el nudillo. Salvador lo miró con una sonrisa pícara. -Si prefieres, la dejo abierta y echamos un cigarrito juntos. -Cierra la ventana y no me toques los cojones. Con la ventana cerrada, se dejó caer en una silla frente a Pombal. -Tú dirás… El comisario dejó el bolígrafo que sostenía sobre la mesa y entrecruzó las manos delante de la cara, lo miró a los ojos y dijo: -Supongo que habrás dedicado estos dos días al asunto de la calle Concejo como te dije. -Sabes que nunca desobedecería tus órdenes. -Nunca, por supuesto. De eso no me cabe la menor duda-dijo Pombal con sorna. 122

Salvador hizo ademán de incorporarse en su silla. -Ahora que sabes que soy muy obediente ¿puedo irme?- dijo. El comisario resopló. -¿Qué has averiguado?- preguntó muy serio y un tanto malhumorado. -Averiguar, he averiguado muchas cosas, pero que a ti te interese, sólo una. El hombre le pegó dos tiros a la mujer y luego se suicidó. Pombal cayó. Parecía decepcionado. -Te lo dije el primer día- añadió Salvador-. Es lo que parece, nada más. -Bien, mejor así. Pásame el informe y ya veremos. Salvador se incorporó. -No hay nada que ver, te lo aseguro- afirmó en pie y mirando a los ojos a Pombal. -Por cierto- dijo el comisario levantando la vista hacia él- ¿Le ha pasado algo a Martínez? ¿Sabes si tiene algún problema? Salvador había comenzado ya a salir y se detuvo al instante. -¿Qué quieres decir? No te comprendo- preguntó intentando contener todas sus emociones. -Deduzco que no sabes más que yo. Esta mañana me ha pedido una semana de vacaciones, dijo que las necesitaba urgentemente, que tenía que irse sin falta, no me dio más explicaciones y me ha dejado un poco preocupado. Es una chica muy rara- inspiró profundamente-. Bueno, es igual, haz ese informe y pásamelo esta mañana. Salvador se fue directamente a la cafetería California, pidió un café y encendió un cigarrillo. Huía de él. Eso era lo que había ocurrido, por eso había pedido la semana de vacaciones ¿Por qué otra razón si no? Se encontró tan mal que por primera vez en mucho tiempo sintió unas ganas terribles de beber. Fumó un cigarrillo tras otro hasta que calmó su ansiedad. La diosa se había esfumado, la diosa no era para él. Al cabo de media hora le dolía la cabeza, tenía en la boca un sabor amargo, metálico y ácido a la vez de tanto fumar y sentía una opresión en el pecho que casi no le permitía respirar. Tomó otro café con una aspirina y fumó un último cigarrillo, luego dejó la cafetería. Antes de regresar a la comisaría decidió dar un pequeño paseo. Necesitaba que la aspirina le calmase el dolor de cabeza para enfrentarse al ordenador y redactar el informe. El sol brillaba, apenas había nubes, pero todo resultaba oscuro, sombrío, era como si la luz de la mañana se hubiese vuelto pálida, mortecina, como si el atardecer hubiera caído sobre la ciudad antes del mediodía. La gente tenía aspecto de triste, todos parecían caminar en silencio, sin hablarse, sin tocarse. La ciudad, de pronto, se había vuelto lúgubre.

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Armado de paciencia y resignación se sentó frente a la pantalla del ordenador. Así permaneció largo rato, ensimismado, sin saber qué escribir. Sólo había una idea que le ocupaba la cabeza ¿Se había enamorado de Carmen? ¿Era eso? ¿Por eso le dolía tanto su ausencia? O lo que le escocía no era más que el amor propio porque ella se hubiera ido. Le sacó de su ensimismamiento el sonido agudo y metálico del timbre del teléfono. Le hablaban desde centralita. -Tengo una mujer que quiere hablar con Carmen Martínez, dice que es muy importante. Respondió al momento, sin pensarlo: -Pásamela. Pasaron unos instantes de silencio roto por el bisbiseo sordo de la línea antes de escuchar: -¿Oiga?- era una voz femenina. -Sí, dígame. -Quisiera hablar con la agente Carmen Martínez, por favor- dijo la voz femenina al otro lado de la línea. -En este momento no se encuentra- respondió Salvador, calló un momento e, intrigado, continuó-: soy un compañero ¿Qué deseaba? -¿Tardará en volver? -Es posible- Salvador se impacientaba-. Dígame a mí lo que desea- el tono que empleó fue simplemente imperativo. Hubo un silencio, como si la mujer dudase. Al fin, un poco titubeante, dijo: -Es que esta mañana, cuando vino a verme para hacerme unas preguntas se dejó aquí la libreta. Salvador tardó en asimilar lo que estaba oyendo. La línea telefónica bisbiseaba durante su silencio. Esa mañana Carmen había ido a hacer preguntas a alguien. ¿A quien? -¿Esta mañana?- pregunto incrédulo -Si- respondió la mujer-. Estuvimos hablando y hace diez o quince minutos que se fue, cuando me di cuenta de que se había olvidado la libreta me asomé a la ventana, pero ya no la vi. Hubo otro largo silencio. Carmen había pedido una semana libre porque tenía que irse urgentemente de Orense y, aunque no hubiese dicho nada a Pombal, él sabía perfectamente por qué era, y ahora, una mujer llamaba para decirle que había ido a hacerle unas preguntas y se había dejado olvidada la libreta. No tenía sentido. Evidentemente hablaban de personas distintas. -Oiga- dijo la mujer a quien el silencio le parecía demasiado largo¿Está usted ahí? Salvador no hizo caso a la pregunta de la mujer. Preguntó:

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-¿Se refiere usted a la agente Carmen Martínez, de la policía judicial? La mujer mostró cierta sorpresa en la voz. -Eso me dijo- calló un momento-. Una mujer bastante guapa, vino el día… bueno, el día de los dos muertos y ha vuelto hoy a preguntarme unas cosas. ¡Los muertos de la calle Concejo! De eso hablaba la mujer y por eso había ido Carmen a verla. -Mire, señora- dijo Salvador alterado-, dígame quien es y desde donde llama y ahora mismo voy yo a verla. Nunca había cruzado la ciudad tan rápido. Sus pies se movían tan rápido como su cerebro. ¿A qué habría ido Carmen a casa de la vecina del inspector de trabajo? No tenía ningún sentido. Ninguno. El aspecto de la mujer sorprendió a Salvador, la vio tan delgada y enfermiza que no la asoció en modo alguno con la voz que le había hablado al teléfono. La mujer abrió la puerta con la libreta de Carmen en la mano y él la reconoció enseguida. Era la libreta de Carmen. Efectivamente, ella había estado allí. Después de presentarse e identificarse para romper todos los recelos que pudiera tener la mujer, preguntó por su compañera. -No recuerdo la hora exacta a la que se marchó de aquí, pero fue un poco antes de llamarle a la comisaría. Les he llamado porque, claro, en la libreta puede haber cosas importantes- la mujer levantó la mano derecha como en un juramento-. No le he abierto- acabó la frase con una sonrisa que remarcaba aún más las facciones de su enjuto rostro. Salvador sonrió para sus adentros. -Por supuesto- dijo sabiendo que lo primero que él haría en cuanto dejara a aquella mujer sería abrir la libreta-. Le agradecemos mucho la molestia que se ha tomado, si no le importa, me gustaría hacerle unas preguntas. La mujer lo miró extrañado y con cierto fastidio, pero lo mandó pasar. Lo recibió en el mismo salón en que poco antes había recibido a Carmen. Se sentaron frente a frente. Salvador no tenía ni la menor idea de cómo empezaría aquella conversación sin quedar como un imbécil. -Así que mi compañera la agente Martínez estuvo aquí esta mañana… La mujer lo miró como si fuera tonto. -Sí, ya le digo que se dejó la libreta. -Pero ella ya había hablado con usted el otro día ¿no es cierto? -Sí, sí y estuve en el piso para identificar el cadáver de Cati. -Claro, claro. Hubo otro silencio. Salvador sonrió. Luego continuó diciendo.

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-Mi compañera es muy despistada, ya ve que se le olvidan las cosas por todos los sitios- señaló la libreta que tenía en la mano-. Seguro que se olvidó de preguntarle cualquier tontería. La respuesta de la mujer fue inmediata: -No, venía a asegurarse de cuantos tiros había escuchado y del tiempo que había transcurrido entre uno y otro. Salvador se rascó la cabeza y dijo como si fuera algo evidente: -Dos muy seguidos y otro un poco después. La mujer sonrió con un gesto pícaro. -Eso mismo fue lo que me dijo su compañera, pero ya le expliqué que no fue así. -¿No? -No. Ya le dije a ella que no. Salvador se sobresaltó. -Vamos a ver, dígame cómo fueron los tiros. Cuando se vio en la calle se detuvo un momento entre la algarabía del tráfico. No podía pensar bien. Cruzó la acera y buscó una cafetería cercana. No quería tomar más café y tenía la boca y la garganta secas. Se bebió un vaso de agua casi de un solo trago y encendió un cigarrillo. Ya no le dolía la cabeza, pero ahora la tenía tan alborotada que se sentía casi peor que con el dolor. Era evidente que la carencia de los tiros no coincidía para nada con la hipótesis del suicidio. Un tiro, medio minuto, otro tiro, un minuto más y el último disparo. Estaba seguro que la forense había dicho que las dos heridas de la mujer tenían el mismo ángulo de entrada, eso significaba que arma y cuerpo guardaban la misma relación en los dos tiros. Apagó el cigarrillo y tomó la decisión de que necesitaba hablar con la forense. Aunque no lo veía nadie, compuso en el rostro un gesto de desagrado, no le gustaba aquella cuarentona, o cincuentona, o lo que quiera fuese, con aires de adolescente. Sin embargo a Margarita de Miguel era evidente que le gustaba Salvador. La joven funcionaria que había en la recepción de la clínica forense y que no dejaba de teclear en el ordenador le dijo que la forense estaba ocupada, que había tenido una mañana muy liada y no sabía si lo podría recibir. Probablemente era lo que la propia Margarita le había pedido que dijera, pero tras la llamada telefónica de la funcionaria a su despacho, apenas lo tuvo esperando un minuto. Lo saludó con una sonrisa que dejaba ver los dientes iguales y alineados, pero amarilleados por el tabaco, y le tendió la mano lánguida casi como si quisiera que Salvador se la besara. -Parece que hoy los policías venís a verme de uno en uno- dijo después de que se hubieran sentado frene a frente en la mesa del despacho. Salvador supuso que se refería a Carmen. Así que después de hablar con la mujer había tenido la misma idea que él. Disimuló como pudo. 126

-Me imagino que te refieres a mi compañera- dijo-. No sabía que iba a venir ella, si lo hubiera sabido, no te habría venido a molestar. -No es ninguna molestia, ya lo sabes- sonrió con picardía-. Aquí me tienes a tú entera disposición. Salvador respondió a la sonrisa forzando un poco el gesto para sonreís también. -Bueno, el caso es que la declaración de una testigo contradice un poco la primera impresión que nos habíamos hecho. La forense se puso muy seria. Durante un minuto pareció uno mujer completamente distinta. -Te voy a repetir lo mismo que le dije a tu compañera, es casi imposible que la mujer haya permanecido el medio minuto en pie. Yo pondría en duda ese testimonio. Francamente, he de decirte que me fío más de lo que yo puedo descubrir que de lo que me cuentan, y no sólo en este negocio. Salvador rió: -En general, pero se han dado circunstancias, confieso que pocas, en que he escuchado a gente decir la verdad. Margarita rió con él. Cuando lo acompañó hasta la puerta y lo despidió lo invitó a volver a la clínica forense aunque no hubiera más muertos. El sol estaba en todo lo alto, el mediodía hacía tiempo que había pasado y el inicio de la tarde era casi caluroso. Decidió comer en el primer lugar que encontrara y meditar un rato. Tenía mucho que pensar, sobre Carmen, sobre los muertos, sobre los tiros, sobre Carmen, sobre su ausencia. Pero apenas probó bocado, tenía un nudo en el estómago que impedía que nada pasara por él. Y por mucho que intentara concentrarse en los dos muertos, todo le llevaba a Carmen. Era evidente que, de alguna manera, se había dado cuenta de que los habían matado, pero ¿cómo había sido? Había ido a casa de la vecina sólo a confirmar lo que sospechaba, nada más, de eso estaba seguro; cuando fue a hablar con ella ya sabía que los habían matado. Pero ¿Qué sabía Carmen? ¿Y por qué se había ido? ¿Por qué lo había dejado así? ¡Joder! Si no quería saber nada con él que se lo dijera a la cara, pero que no lo dejara tirado de esa manera. Pagó una comida que apenas probó y se fue. Caminó sin rumbo fijo sin saber qué hacer hasta que decidió que ya estaba bien. La vida era ya bastante jodida como para que se la amargara porque una mujer hubiera salido corriendo de su cama. Vale, se había largado, pero ya se verían las caras. Arrieros somos y en el camino nos veremos, pensó. Concentró todas sus fuerzas en los muertos de la calle concejo y al cabo de quinientos metros de paseo se rió de sí mismo al darse cuenta de la tremenda utilidad que tenía el trabajo, valía para olvidar los problemas personales. Esa y no 127

otra era la razón por la que la gente trabajaba tanto. ¿Sería que hasta ese día él no habría tenido problemas? ¡Joder que si los había tenido! Pero nunca le había dado por deslomarse. Seguro que por eso los había sufrido tanto. Harto de caminar, con la cabeza despejada, el ánimo un poco más alegra y el nudo del estómago aflojado, volvió a la comisaría y se sentó frente su mesa a pensar qué haría ahora. Tendría que volver a interrogar a todas las personas que había visto. Pensar en ello le produjo una sensación de hartazgo. Realmente no le apetecía nada. ¡Hostia!, pensó de pronto, lo primero que tengo que hacer es hablar con el jefe. Le había prometido un informe que aseguraba algo muy distinto de lo que ahora pensaba. Pero ¿Qué le iba a decir? ¿Que había una discrepancia entre los datos objetivos y el testimonio de una testigo que había oído tres disparos? Realmente, no era una base muy sólida. ¡¿Qué cojones sabría Carmen?! La única solución era mantener una larga conversación con Pombal e intentar explicarle todo. Él era el jefe y que decidiera. Pero Pombal no estaba. La tarde era tranquila y luminosa y el comisario había decidido que su presencia no era necesaria para que el buen orden y el imperio de la ley reinasen en la ciudad de Orense. Sentado frente a la mesa de trabajo tomó en sus manos la libreta que Carmen había olvidado en casa de la mujer de aspecto enfermizo y la miró durante un buen rato. A lo mejor allí estaban todas las respuestas a sus preguntas. ¿Qué habría anotado? No tenía más que abrirla y mirar. El único problema era que hablara de él además de los muertos. Nunca se sabe las notas que una mujer puede tomar. Como estaba seguro de que si se la llevaba a casa acabaría leyéndola, abrió el cajón de la mesa de Carmen y la dejó que pasara allí la noche. Luego, antes de arrepentirse, se fue. En la calle el atardecer teñía de rojo anaranjado las fachadas de los edificios antes de que se comenzaran a encender las farolas que alumbrarían la noche. Entornó un poco los ojos para mirar el anochecer y luego metió las manos en los bolsillos y comenzó a caminar rumbo a casa intentando olvidar que la mujer más hermosa del mundo, la de los ojos más bellos, la de las curvas más armoniosas, la de la voz de seda y sonrisa de ángel, se había largado aquella mañana de su cama sin decir adiós.

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El tren salió con sólo cinco minutos de retraso. La noche era fresca y cuando se vio dentro del vagón agradeció la cálida temperatura que reinaba en él, aunque el ambiente le pareció algo rancio y cargado. Aquella tarde se había retrasado lo suficiente en sacar el billete como para no encontrar más que un asiento de primera para su viaje a Madrid; ni coche cama ni litera. Primera y gracias. -Quedan dos billetes, señora, así que más vale que no se lo piense mucho- le había dicho el hombre que trabajaba al otro lado de la mesa de la estación. Como lo único que deseaba era huir, no tuvo nada que pensar. Y ahora, el asiento tapizado en verde que había reservado a la tarde la esperaba amenazante en el vagón casi atestado, parecía decirle: ven, guapa, que no vas a dormir ni un minuto en toda la noche. Carmen caminó pujando el escaso equipaje por el estrecho pasillo entre los otros viajeros, aburridos los más, adormilados los afortunados, y se acomodó en su asiento de primera clase, depositó la pequeña maleta en el compartimento de equipajes y, armada de paciencia, se dispuso a pasar una noche en blanco. A su lado una mujer muy gorda y muy maquillada dormía profundamente, cubiertas las piernas con una pequeña manta de viaje a cuadros rojos y negros. Cuando el tren dio un tirón seco y comenzó a moverse, miró el reloj. Las doce y cinco. Había pasado un día realmente ajetreado y se sintió cómoda y relajada en el asiento. En realidad, era la primera vez en todo el día que se sentaba a no hacer nada. Había dejado la clínica forense envuelta en un mar de dudas. Margarita de Miguel le aseguraba que era imposible que la mujer hubiera permanecido medio minuto en pie y la mujer que había escuchado los disparos le aseguraba que había transcurrido por lo menos medio minuto entre el primero y el segundo. Había comido en Macdonalds, donde estaba segura que Salvador nunca iría, y luego había intentado pasear con la intención de meditar, pero desistió enseguida. Era completamente inútil. Tenía la mente bloqueada. Decidió que tenía que hablar nuevamente con la vecina. Le diría que era imposible que la cadencia de los disparos hubiese sido tal y como ella decía para ver como reaccionaba. La mujer la recibió con una sonrisa y nada más abrir la puerta, dijo: -Ya sabía yo que vendría. En cuanto me di cuenta, me asomé a la ventana, pero ya se había ido, no la vi.

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Carmen no comprendía de qué le estaba hablando, tuvo la sensación de que la mujer se equivocaba o que la confundía con otra persona. Intentó disimular su desconcierto con una sonrisa social. -Pero no se preocupe, llamé a la comisaría y vino un compañero suyo a buscarla, se la di a él- continuó la mujer No, no la confundía con nadie. Carmen abrió los ojos sorprendida. Pero ¿qué le estaba diciendo? ¿de qué le hablaba? ¿un compañero? Una idea le asaltó de pronto la cabeza. ¡Un compañero! ¡¿Salvador?! -¿Un compañero?- preguntó preocupada sin poder disimular la angustia en la voz. La mujer percibió su desconcierto y se tensó ella misma como si hubiera realizado algo incorrecto entregando la libreta al policía que había ido a su casa aquella mañana. Respondió dando un tono de justificación a la voz. -Sí, ya le digo que llamé a la comisaría y dijo que vendría él a buscarla. Se presentó aquí enseguida y se la llevó. ¿No se la ha dado? ¿Qué se había llevado Salvador? Porque estaba segura de que había sido él quien se había presentado en la casa a buscar lo que fuera que aquella mujer le hubiera dado. Se movió inquieta en la entrada de la casa y dijo: -He tenido un día muy ocupado y no he podido pasar aún por la comisaría. La mujer pareció un poco aliviada. -Entonces se la dará cuando lo vea. A mí me pareció importante dársela porque, claro, podía tener cosas importantes anotadas. ¡La libreta! ¡La mujer le hablaba de su libreta de notas! Se llevó instintivamente la mano al bolso, pero la detuvo en el camino. La había olvidado aquella mañana ¡Y ahora estaba en manos de Salvador! ¿Qué habría anotado en sus páginas? No lo recordaba, no recordaba si había hecho alguna anotación personal. -Gracias- dijo Carmen intentando relajarse y concentrarse en lo que la había llevado allí-. Seguro que me la ha dejado en la comisaría, pero no quería hablarle de eso ahora. Me gustaría que volviéramos a hablar sobre los disparos que oyó. La mujer la mandó pasar y la acompañó al salón que a aquella hora del día recibía una auténtica orgía de luz a través del ventanal, y cuando estuvieron frente a frente, antes de que Carmen dijera nada, la miró muy seria y como si compartiera con ella un secreto, dijo: -Usted no piensa que lo hiciera Don Alejandro, ¿Verdad? Usted sospecha de alguien- luego arrugó su rostro enjuto en una sonrisa que le afeó el rostro al remarcar aún más sus facciones y sus ojos hundidos y continuó-: yo pienso como usted. Don Alejandro nunca haría una cosa así.

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Carmen eludió responder al comentario y calló un buen rato meditando el modo en que podría forzar a aquella mujer a recordar exactamente lo que había oído aquella mañana. Ella volvió a repetir, palabra por palabra, lo que le había contado durante la mañana. -Sin embargo, hay un par de cosas que no entiendo bien- dijo Carmen después de que la mujer le narrara por segunda vez lo que había oído aquel día-. Una es que de acuerdo con los datos forenses, la mujer recibió dos disparos seguidos, apenas separados por un segundo, dos a lo sumo. La mujer, muy segura, cerró los ojos un instante, los abrió y negó con la cabeza. -Pues nunca hubo dos disparos seguidos. Carmen meditó un rato. Antes de hablar, se mordió el labio inferior y entornó un poco los ojos y miró a la mujer al entrecejo como había visto hacer a Salvador cuando quería mostrarse firme y seguro. Luego dijo. -La otra cosa que no entiendo es cómo puede recordar con tanta exactitud unos ruidos que escuchó hace ya varios días. La mujer sostuvo la mirada. Después cerró los ojos y tensó todo el cuerpo. Todos los músculos de su rostro parecieron contraerse al mismo tiempo. -Tengo esos sonidos metidos en la cabeza- se llevó ambas manos a las sienes y cerró los ojos-. Aún puedo escucharlos. Enseguida me di cuenta de que había ocurrido algo grave. Aunque pasean cien años, lo recordaré como aquel día. La seguridad de la mujer parecía inquebrantable. Carmen dejó la casa desesperada, tenía la esperanza de que hubiera una duda que le permitiera autoconvencerse de que sus sospechas eran infundadas, de que Alejandro Cuenca en mitad de una crisis personal, en un ataque de desesperación o sólo porque se había vuelto loco, había matado a Catalina Fraile y luego se había pegado un tiro en la boca. Pero un montó de rosas esparcidas por el suelo de la habitación y una mujer empecinada en contar siempre la misma historia, si el menor atisbo de duda, la obligaban a pensar que tenía razón, que alguien había asesinado a Alejandro Cuenca y a Catalina Fraile aquella mañana de abril y que, de alguna manera, había logrado que todo pareciera un crimen pasional con suicidio incluido. La tarde avanzó inexorablemente y el tiempo se le echaba encima. Tenía que coger un tren aquella noche fuera como fuera. Esa era una decisión irrevocable. Pero se iba a ir de la ciudad dejando dos cadáveres que la miraban con ojos vidriosos como si la culparan de algo. Miró el reloj. Aún tenía tiempo de hacer algo antes de irse. Corrió hacia la delegación de trabajo, pero era demasiado tarde, ya todo estaba cerrado. Maldijo su estupidez por no haber ido a la delegación antes de hablar con la mujer de los disparos. Se acercó al banco donde trabajaba 131

Javier García, el amigo de Alejandro Cuenca, pero tampoco había nadie. Era lógico, la tarde comenzaba a caer y a aquella hora ya no encontraría a nadie en ningún lugar. En ningún lugar, no. Había uno que a aquella hora estaría lleno de actividad. Decidió pasar por la escuela de idiomas y hablar con la jefa del departamento de inglés. Seguro que ella estaba allí. Cuando llegó a la escuela, instintivamente, buscó en el bolso su libreta para buscar el nombre de la jefa del departamento. ¡Mierda! Se dijo. La libreta la tenía Salvador. Intentó no pensar en ello. La idea de que hubiera escrito algo personal la aterrorizaba. ¡Berta! Recordó, la jefa del departamento se llamaba Berta. -Acabará la clase en cinco minutos- le indicó la secretaria-. Si quiere puede esperarla en el departamento. Carmen se cruzó con Berta Álvarez en el pasillo. Llevaba un montón de libros bajo el brazo y una bolsa con algo que parecían exámenes en la otra mano. -He dado mi última clase- dijo la profesora cuando Carmen le indicó que quería hablar con ella-. Podemos bajar a la cafetería y charlar allí si te parece. La cafetería estaba en el sótano del edificio, era oscura y pequeña. Los únicos clientes eran una pareja de adolescentes que se hacían carantoñas en una mesa apartada. -¿Te molesta que fume?- Preguntó Berta. Carmen negó con la cabeza. Había aguantado tanto humo de Salvador que ya no le molestaba nada. La profesora encendió un cigarrillo y añadió: -Está prohibido ¿sabes?, pero la dirección hace la vista gorda- exhaló el humo placenteramente-. Bien, tú me dirás. Carmen la miró en silencio con una sonrisa un tanto bobalicona en al cara ¿Qué podía decirle? No quería dar la sensación de que sospechaba que la muerte de Catalina Fraile no había sido lo que todos pensaban. Pero ¿por qué no? Aquella mujer le gustaba y le transmitía una sensación de sensatez que la animaba contarle la verdad. Borró la sonrisa de la cara, inspiró profundamente y preguntó con aire circunspecto: -¿Qué pensarías si te dijera que es posible que Alejandro Cuenca no haya sido quien mató a Catalina Fraile? La profesora se llevó el cigarrillo a la boca y dio una gran calada. Carmen tuvo la sensación de que el rostro de la mujer se había empalidecido. Tardó mucho tiempo en hablar, como si estuviera digiriendo lo que le habían acabado de decir. Se miraron en silencio. Al cabo, Berta dio una nueva calada al cigarrillo y lo aplastó contra el cenicero con un movimiento nervioso. -¿De verdad piensas eso? 132

Carmen asintió. -Es una posibilidad muy seria. El rostro de la profesora, alegre de por sí, armonioso y atractivo, de ojos brillantes y vivarachos se fue contrayendo en un gesto de profunda tristeza y la mirada pareció oscurecerse como si se hubiera hecho de noche en su interior. -Pensar que Alejandro se volvió loco y en un arrebato de furia o de lo que fuera la mató y luego se suicidó era algo terrible, pero pensar que dos personas que habían sido tan profundamente desgraciadas y que al fin habían encontrado cada uno en el otro un poco de felicidad hayan muerto asesinadas sería…- Berta Álvarez dejó la frase en el aire como si fuera incapaz de acabarla. Carmen sintió un escalofrío al escuchar aquello. Tuvo que reconcentrarse en sí misma y hacer un esfuerzo para continuar con aquella conversación. -Me gustaría preguntarte algunas cosas, si no te importa. La profesora parecía como ausente. No prestó atención a lo que oía. -¿De veras crees que los han matado? Pero… ¿Ladrones?- preguntó. -En principio, no- Carmen inspiró profundamente-. ¿Podría existir alguna posibilidad, aunque fuese muy remota, de que alguien hubiera querido matar a Catalina Fraile? Berta encendió un cigarrillo. Aunque apenas era se notaba, le temblaba la mano con la que sostenía el encendedor. -No- respondió sin dudar-. Me parece imposible. -¿En la familia de su marido? -No sé qué decirte, la verdad, pero creo que no, no sé…- la profesora se encogió de hombros y dejó la mirada perdida. Carmen tuvo la sensación de estar corriendo un camino equivocado. Aquel no era el método para solucionar nada. Miró el reloj y se despidió precipitadamente de Berta Álvarez. La calle la recibió con el inicio del atardecer. El sol comenzaba a posarse sobre los tejados de los edificios que la rodeaban. Sopló una brisa leve que la dejó helada. De pronto, recordó que no tenía billete para el tren nocturno ni había hecho siquiera la maleta. Intentó olvidarse de Alejandro Cuenca, de Catalina Fraile, de Salvador, de la profesora de inglés y pensó sólo en todo lo que tenía que hacer para marcharse de una vez de Orense. El lento movimiento del tren, el traqueteo amable y monótono y la luz pálida y amortiguada del vagón la envolvieron en una somnolencia que no había soñado y que poco a poco se convirtió en sueño profundo. Despertó al filo del amanecer, a la hora más fría. Tenía el cuello tenso por la postura, pero agradeció que la noche se le hubiera hecho tan breve. El tren corría a toda velocidad por los campos de Castilla que a la luz fría y 133

mortecina de la madrugada parecían campos helados. La mujer que viajaba a su lado continuaba dormida, cubiertas las piernas por la manta de viaje. Desde aquel momento hasta que el tren se detuvo en la estación de Chamartín no hizo más que pensar en su huída. Ahora que se veía lejos de Orense y de Salvador, tenía el convencimiento de que había cometido una estupidez. ¿Por qué se tenía que ir? Ese era el comportamiento de una niña. Exactamente el de una niña. Entonces ¿qué le extrañaba? Siempre se había comportado del mismo modo. La huída era la respuesta lógica, la de la niña que era. Pero ¿Por qué tenía que escapar de Salvador? ¿Qué era lo que temía? Eso era lo que más le preocupaba. A fin de cuentas, no había pasado nada que no tuviera remedio. Una conversación de diez minutos entre personas adultas y todo arreglado. El problema era que ella no era una persona adulta. O, por lo menos, no se comportaba como tal. Y ¿Qué había conseguido huyendo? Que Salvador la odiara. ¡Oh, no! Eso era lo que conseguiría. Y la odiaría con toda la razón. ¿Se habría dado cuenta de que estaba huyendo de él? ¡Cómo no se iba a dar cuenta! Salvador no era ningún estúpido. Cuando bajó del tren consiguió olvidar por un instante sus pensamientos. La estación de Chamartín parecía un hervidero y la devoró. La gente se movía tan apresuradamente que a cada instante la golpeaba algún viajero o alguna maleta y sin darse cuenta quedó imbuida en el ajetreo generalizado de la estación y comenzó a moverse tan rápidamente como todos los que la rodeaban. Y lo hizo así hasta que se dio cuenta de que no tenía ninguna necesidad ni razón para hacerlo. Entonces se detuvo. Encontró un asiento vacío en el vestíbulo y se dejó caer en él. Apoyó la pequeña maleta a los pies y no pudo evitar preguntarse qué hacía allí, parada como una estúpida, si había dos muertos pudriéndose bajo tierra a quinientos quilómetros de allí que esperaban a que ella fuera a encontrar al mal nacido que los había matado. Se sintió mal. Muy mal. Sitió que los estaba traicionando. Se incorporó, tomó la maleta y se dirigió con decisión a buscar un horario de trenes. Tenía que volver, tenía que decir lo que había descubierto, que no había sido el inspector de trabajo, que alguien había entrado en el piso a asesinarlos, era importante que lo hiciera. Y tenía que mantener una conversación con Salvador. También eso era importante. El primer tren a Orense no salía hasta las tres de la tarde. Miró el reloj la invadió la angustia al darse cuenta de que le quedaban siete horas por delante para no hacer nada más que esperara y pensar.

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17 -Parece que tienes mala cara. Salvador miró a Manuel Lama que le hablaba tras la barra de la cafetería Luna con su cuerpo enteco, el rostro enjuto, el cutis azulado por la barba espesa, aunque exquisitamente rasurada, el pelo negro impecablemente peinado hacia atrás y la mirada despierta, limpia y transparente. Aunque ya debía de llevar un par de horas trabajando en el ajetreo de la mañana, parecía recién salido de la ducha. -¿Sí?- Preguntó Salvador y se pasó la mano por la cara notando el tacto áspero de su propia barba. Luego llevó la mano a la cabeza y la deslizó por el pelo revuelto al tiempo que dudaba si aquella mañana se había peinado o no. -Si- respondió Manuel Lama con gesto preocupado. No era la primera vez que veía a Salvador Montaña con aquel aspecto. Y siempre que lo había visto así era porque las cosas le iban camino del desastre o ya estaba en el desastre mismo. -Es que esta noche he dormido mal. -Será eso. ¿Café?- preguntó Manuel Lama temiendo que la respuesta de Salvador incluyera algo más fuerte que el café. -Sí, pero no me pongas churros. Hoy no tengo ganas de tomar nada. Y el café que sea muy cargado ¿vale? El dueño de la Cafetería se volvió aliviado dispuesto a preparar un café con una dosis por triplicado si era necesario. Salvador encendió un cigarrillo, el primero de la mañana con el primer sorbo de café, luego ojeó la prensa local sin prestar ninguna atención a lo que leía. La noche casi en vela le pasaba factura, tenía la cabeza embotada y no podía pensar con claridad ni concentrarse en nada. Lo único que tenía claro en su pensamiento era una paradoja de la que no podía escapar: la misma cama en la que la noche anterior había subido al cielo se había convertido esa noche en una especie de infierno personal. Intentando olvidarse de todo arrojó lo que le quedaba de cigarrillo al suelo, como si con él se fueran todos sus malos humores y gritó: -Manolo, otro café, por favor. Manuel Lama se le acercó lentamente. El primer apuro del día ya había pasado y en aquel momento no tenía ningún otro cliente pendiente de atender. -Te va a subir la tensión- dijo. -Eso es precisamente lo que me hace falta. El camarero lo miró con lástima. -¿Problemas?

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-Laborales- respondió Salvador sin pensar-. Ponme otro café- añadió zanjando cualquier intento de conversación. Manuel Lama lo atendió al momento y en silencio y él se lo despachó casi de un trago, abrasándose la lengua. Encendió un nuevo cigarrillo. Vamos a ver, Salvador, tienes que concentrarte en lo tuyo, pensó. Que ella se haya ido ya no tiene solución, las cosas son como son, no como podían haber sido. ¡Joder, podía haberse despedido! Bueno, da igual. Lo que importa es que tenemos un par de muertos y un asesino que anda por ahí suelto. O no. A lo mejor no tenemos nada ¿Por qué se daría cuenta ella de que los habían asesinado? Si estuviera aquí, podría preguntárselo. ¡Pero no está! Tienes que apañarte sin ella. Dejó el dinero de los cafés sobre la barra, se despidió haciendo un gesto con la cabeza y con las manos en los bolsillos se dirigió a la comisaría y mientras caminaba, con el ceño fruncido, intentó concentrarse en los muertos de la calle Concejo para olvidarse del muerto que pujaba dentro. Si admitimos que los mató un tercero, pensó, tenemos que hacer una hipótesis creible de cómo ocurrieron las cosas. La puerta cerrada por dentro, la mujer en el suelo con dos tiros realizados desde el mismo ángulo, el hombre con un tiro en la boca y restos de pólvora en la mano. ¡Joder! Si no es lo que parece, no ha sido obra de un aficionado, ha sido un profesional de primera. Sacó las manos de los bolsillos y encendió un cigarrillo. Y si ha sido un profesional, no lo cazamos ni locos. Si aceptaba que la hipótesis más razonable era que el asesino lo había preparado todo para engañarlos, tenía que pensar en cómo lo habría hecho él si fuese el asesino, ponerse en su lugar. Antes de tener ninguna idea útil, llegó a la comisaría. La mesa vacía de Carmen lo apartó durante un instante de sus pensamientos, pero luego, para olvidarla, se concentró más en ellos. A lo mejor ella sabía algo que él ignoraba y era importante, la clave de todo aquello. Si no se hubiera ido… Era necesario que hablase con ella, pero no estaba. Se sentó dejándose caer con desgana sobre la silla tapizada en gris. Tenía la opción del teléfono. Era muy sencillo, una secuencia de nueve números, unos segundos de espera y hola, qué tal, cómo estás. Se incorporó apoyando los codos en la mesa. No, eso no. No mendigaría unas palabras con ella. Ni con ella ni con nadie. Ya hablarían cuando Carmen volviera, si es que volvía. El sonido metálico del teléfono lo distrajo. Lo dejó sonar cuatro veces mirándolo como un estúpido antes de contestar. -Salvador- reconoció la voz de Lola. -Dime, cariño. -Pombal quiere verte. Ahora mismo. ¡Pombal! Lo que le faltaba. -Ahora voy- dijo y colgó.

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Se había olvidado completamente del comisario. Se había olvidado de que la mañana anterior le había pedido un informe completo de todo el caso. Y ahora tenía que sentarse frente a él y contarle que de lo que le había dicho el día anterior, nada de nada. Se levantó y comenzó a caminar por la sala. Y todo sin darle más motivo que la declaración de una testigo que había oído tres ruidos que identificó como disparos. Volvió a su asiento. Bueno, siempre la quedaba la opción de la libreta que Carmen había olvidado en la casa de aquella mujer y que descansaba en el cajón de la mesa. Seguro que había anotado algo en ella, seguro que allí estaba la clave. Pero entonces ¿por qué no la miraba antes de hablar con Pombal? Sabía muy bien por qué no lo hacía, el pánico de verse retratado en aquellas páginas le agarrotaba las manos cada vez que pensaba en abrir la tapa. Sonó el teléfono de nuevo. -Salvador, dice Pombal que si vas a venir a verlo o es que ahora recibes en tu oficina- la voz de Lola sonaba con sorna. Se dio cuenta de que el tiempo se le había ido volando dándole vueltas a la cabeza. -Dile que no se moleste, que ya voy yo. Es que la oficina la tengo un poco revuelta, si no lo recibiría aquí de mil amores- respondió sabiendo que la secretaria lo transmitiría puntual y exactamente al jefe. Inspiró profundamente y se dispuso a enfrentarse al comisario Pombal que seguro que estaría de un humor de perros. Bueno, pues él le iba a alegrar la mañana. Pombal lo miró con tanta fiereza que los ojos negros y vivarachos parecían echar chispas. -Salvador- gritó al verlo entrar-, ya me estás tocando los huevos demasiado. Salvador no dijo nada, caminó hacia él y se sentó con parsimonia al otro lado de la mesa y cómo si hablara del tiempo dijo: -Y eso que no soy urólogo. El rostro del comisario se contrajo en un rictus de ira contenida y sorpresa al mismo tiempo. -¿Se puede saber que cojones te pasa? -A mi nada, pero ¿qué te parece si hablamos de otra parte del cuerpo que no sean las gónadas masculina? Yo para según qué conversaciones soy muy tradicional. Se miraron en silencio, al cabo, Pombal relajó el rostro y sonrió. Luego dijo: -Ayer te pedí un informe sobre el asunto de la calle Concejo y aún estoy esperando. Más te vale que tengas una buena disculpa porque si no es así, te has metido en un buen lío. 137

Salvador no contestó, se limitó a mirar al comisario. -Estoy esperando- dijo éste. Salvador continuó mirándolo y tardó un buen rato en hablar. -¿Hoy no fumas?- dijo al fin. Esta vez quien calló fue Pombal. Frunció los labios y arrugó el entrecejo. -Pues más valía que fumáramos un cigarrillo, porque tenemos un problema… cómo diría yo, ah, sí, un problema de cojones, esa es la palabra adecuada, creo; además a ti te gusta mucho. El comisario sabía que Salvador Montaña era poco trabajador, indisciplinado, grosero a veces y hasta violento si llegaba el caso, pero lo que no era de ningún modo era un imbécil. Más bien, todo lo contrario. Abrió el cajón de la mesa y extrajo una cajetilla de tabaco. -Si no te parece mal, yo fumaré de los míos- dijo Salvador tomando el paquete de ducados. Encendieron los cigarrillos en silencio. -Bien, ahora que ya estamos los dos tranquilos y ahumados, espero esa explicación. Salvador dio una calada y miró a los ojos al comisario. -Pues el caso es que tenemos un asesino suelto. De todo lo que te conté ayer, nada de nada. Pombal resopló. Desde que Salvador había entrado en el despacho con aquel aire de suficiencia y provocándolo a cada frase, lo estaba temiendo. Al inspector de trabajo y a la profesora de inglés se los habían cargado. Se dejó escurrir en el asiento, llevó la cabeza hacia atrás y puso las manos en la nuca, luego, como si estuviera solo y hablara para sí mismo dijo: -Cuando todo es evidente, es cuando más riesgo corremos de equivocarnos y cuando más hay que asegurarse de las cosas…- dejó la frase en el aire, como si aún quedase algo por decir, pero que prefería callarse. Salvador lo miró en silencio recordando que el comisario había dicho exactamente lo mismo la mañana que les había ordenado a él y a Carmen dedicar un par de días a aquel asunto que a todos parecía tan evidente. Para sí mismo, aunque para nadie más, reconoció que Pombal tenía razón. Al fin el comisario se incorporó en su asiento, dio una profunda calada al cigarrillo y dijo: -Bien, pues ponme al corriente y dime qué has adivinado, qué sabes hoy que no sabías ayer a estas horas. Salvador resopló. ¿Cómo le explicaba ahora que había sido Carmen la que se había dado cuenta y que él no sabía por qué? Que lo único que tenía era intuición, una pura y simple intuición. -Llámalo intuición- dijo- olfato de policía- sonrió-, sagacidad. -Salvador, no me toques los cojones. 138

-Y dale con las gónadas masculinas ¿Tienes algún problema? ¿Quieres contarme algo? La mirada del comisario fue fulminante. Los ojos le echaban chispas de tal modo que parecía que era de ellos y no de los cigarrillos de donde salía el humo que anieblaba el despacho. Hizo que salvador se moderara un poco. -No te engaño- continuó muy serio-. Es pura intuición. Callaron. A ver cómo se lo explico. -Datos- dijo Pombal-. La intuición nace de datos. La sagacidad se basa en la observación así que dame datos. Dándole toda la importancia y solemnidad que pudo, Salvador narró la cadencia de disparos que había relatado la testigo. Pombal lo escuchó con atención, calló un buen rato, lo observó con detenimiento y dijo al cabo: -Vamos a ver, ¿me dices que eso es lo único que tienes? En realidad, eso era lo único. Eso y la certeza de que Carmen había descubierto algo. Pero eso no lo podía contar. Eso no. -Eso y la intuición, ya te lo he dicho. -No me toques…- el comisario dejó la frase en el aire. -¿Me he equivocado yo alguna vez? -El día que elegiste Orense como destino. -No, ese día te equivocaste tú. El comisario no escuchó la respuesta de Salvador o prefirió no escucharla. Gritó: -Salvador, joder. Tienes una mujer con dos tiros necesariamente mortales, que la habrían fulminado en un segundo y quieres que se quede quieta medio minuto para que alguien le pegue otro tiro. Salvador apagó el cigarrillo aplastándolo concienzudamente en el cenicero, levantó la cabeza y miró a Pombal. -Ese es un pequeño problema, lo reconozco, pero estoy seguro de que tiene una respuesta razonable. Pombal iba a decir algo, pero el timbre metálico del teléfono lo interrumpió. Descolgó el auricular sin dejar de mirar a Salvador -Dime. Lola- dijo y escuchó durante un buen rato. Cuando colgó el teléfono, continuaba mirando a los ojos de Salvador. -La lluvia de estos días, con la crecida del Barbaña, ha arrastrado un cadáver y ha aparecido casi en mitad de la ciudad- dijo con cierto aire de desesperación-. Debe de llevar muerto cinco o seis días. Suponen que es algún yonqui que había caído muerto a la orilla del río y la crecida lo ha arrastrado De pronto en el cerebro de Salvador estalló una bomba y todo se iluminó con un resplandor casi deslumbrante. Un yonqui muerto, un yonqui que habla con el inspector de trabajo al que acaban de matar en el portal de su casa, un hombre desconocido que pregunta en ambientes de drogas por 139

el Jeringuillas. Miró fijamente a Pombal y decidió jugárselo todo a una carta. -No tienes que indagar quien es el muerto, ya te lo cuento yo si quieres- dijo sin dejar de mirar el entrecejo del comisario. Pombal le sostuvo la mirada y levantó las cejas en un gesto que eran toda una pregunta. -Ese muerto es el Jeringuillas- continuó diciendo Salvador- y la muerte no ha sido un accidente ni una sobredosis. Lo han matado. El comisario pareció no inmutarse por lo que el otro le contaba. Entornó levemente os ojos, levantó la mano derecha, estiró el índice y apuntó con él a Salvador con aire amenazante. -Voy a mandar que den prioridad a la identificación del muerto. Como sea el Jeringuillas me vas a tener que explicar unas cuantas cosas. Salvador, sabes mucho más de lo que cuentas y eso no te lo consiento, no te lo consiento, Salvador. Paso por que seas un chulo, paso porque vayas por libre, incluso paso porque no me hagas ni puto caso, pero no te voy a consentir que te quedes ni con una migaja de información que yo no conozca. ¿Entendido? Salvador no se inmutó por la amenaza. Esbozó una sonrisa y respondió: -Vale, pero si el muerto es el Jeringuillas y lo han asesinado, no te va a quedar más remedio que creer en mi intuición. Pombal no dijo nada. Salvador se incorporó, apoyó las manos en la mesa y lo miró desde arriba. -Cuando sepas quien es el muerto me llamas- dijo a modo de despedida, luego se fue sin esperar respuesta del comisario. Cuando salió del despacho notó que tenía la camisa un poco pegada al cuerpo. Durante aquella charla había sudado más de lo que le hubiera gustado. Te estés haciendo mayor, chaval, ya te pone nervioso hasta el jefe. Miró el reloj. Sin que comprendiera cómo, ya había pasado el mediodía, apenas le quedaba tiempo para hacer nada aquella mañana. Volvió a mirar el reloj y decidió tomar un café antes de empezar a preocuparse. A fin de cuentas como el muerto no fuera el Jeringuillas, a lo mejor se acaban todos su problemas. Se veía pasando informes a máquina para los eternos. En la cafetería California revolvió tanto el azúcar en el café que cuando lo fue a tomar, aquello parecía café batido. Mientras la cucharilla giraba y daba vueltas una y otra vez en el interior de la taza, en el interior de su cabeza no dejaban de girar y dar vueltas un millón de ideas que se mezclaban como el azúcar y el café. Antes de irse, miró nuevamente el reloj. Si se apresuraba, podía hablar con el jefe de Alejandro Cuenca en la inspección de trabajo. Frente a la entrada del edificio se detuvo un momento para consultar en sus notas cómo se llamaba aquel cuarentón alto y presumido con el que se había 140

presentado como el jefe de inspección. Al extraer la libreta del bolsillo le dedicó medio minuto a pensar en la de Carmen. Decidió que la consultaría. Era una cuestión profesional. El ambiente en el edificio de la inspección de trabajo estaba menos cargado de lo que recordaba de su última visita. Aquel otro era un día de lluvia y todo parecía húmedo, oscuro y excesivamente caluroso en el interior del edificio. Sin embargo, aquella mañana era agradable y soleada y era como si las viejas paredes de piedra se hubieran secado completamente. Esta vez conocía el camino y no tuvo necesidad de preguntar a nadie, se dirigió directamente al despacho de Carlos Ferrer, jefe de inspección. -Don Carlos no ha venido esta mañana- le dijo la secretaria que eficientemente custodiaba la entrada del despacho. Salvador chasqueó la lengua y miró el reloj. Era ya demasiado tarde para ir a ninguna otra parte. -¿Sabe si vendrá por la tarde? La secretaria negó con la cabeza. -Hoy no vendrá en todo el día. Salvador inspiró profundamente con resignación y se dispuso a despedirse. -Pero ha dejado esto para usted- continuó la secretaria mostrándole una carpeta de plástico transparente que dejaba ver en su interior un montón de folios-. Ya me dijo que seguramente vendría hoy por ella. ¡El informe sobre los casos que había llevado Alejandro Cuenca! ¡Maldito sexo y malditas mujeres! Se había olvidado del informe por culpa de estar pensando en lo que no debía. Extendió la mano para recoger aquella documentación que ahora cobraba una importancia que nunca habría imaginado y con la carpeta bajo el brazo se despidió de la secretaria, dispuesto a pasar una tarde de lo más agradable leyendo y estudiando aquel montón de folios. No era la mejor perspectiva del mundo para una soleada tarde primaveral, pero algo tenía que hacer si quería olvidarse de Carmen. Apenas comió. Tenía agarrado en el estómago el mismo nudo que se lo retorcía desde aquella mañana. Durante un instante, al ver la comida frente a él, le asaltó el recuerdo de un tiempo en que comer no era más que la disculpa para trasegar una botella de vino. En aquel momento, como si quien hubiese atado el nudo del estómago se lo tensara aún más, le atravesó un pinchado de lado a lado que lo obligó a levantarse y dejar la comida casi sin tocar. Tomó café en el Luna y estiró un buen rato una tertulia aburrida y mortecina. Luego, armado de valor y paciencia pasó la mayor parte de la tarde sumido en la lectura de expedientes sobre accidentes de trabajo, bajas injustificadas e irregularidades varias del mundo laboral.

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Su mesa de trabajo en la oficina de la brigada judicial se encontraba frente a la que ocupaba Carmen y con ella compartía el teléfono, una torre de bandejas de plástico para dejar papeles y un fichero metálico que casi nunca utilizaba. Hasta que cinco meses atrás había llegado Carmen, aquella mesa había permanecido vacía otros cinco meses, desde que se jubilara su antiguo dueño. Aquella tarde, con la oficina vacía, al sentarse para abrir la carpeta que le habían entregado en la inspección de trabajo, no pudo dejar de mirar al frente y el hueco de Carmen le acabó de destrozar el estómago. Tragó saliva y para que la sangre no se le envenenara, abrió la carpeta y comenzó con la primera página como si lo que tuviera frente a él fuera la novela más divertida del mundo. Consiguió concentrarse y perdió la noción del tiempo y del espacio hasta oyó un ruido extraño y levantó la cabeza. Vio como Pombal, enfundado en un traje gris, con el cutis moreno, el pelo un tanto largo y rizado y el bigote contraído en un esbozo de sonrisa se sentaba frente a él en el lugar que habitualmente ocupaba Carmen. -Parece que te asusta verme aquí- dijo el comisario remarcando más la sonrisa. Salvador cerró la carpeta y se incorporó un poco en el asiento. -Hombre, no te parezca mal, pero me gusta más la imagen de la persona que veo habitualmente donde tú estás. Pombal se inclinó hacia delante y cruzó los brazos apoyando los codos sobre la mesa. -No me ofendes en absoluto- dijo-, es más, puedo asegurarte que yo comparto contigo esa preferencia, pero no me he sentado aquí para hablar de mujeres contigo. -No sé por qué, pero me lo imaginaba. Y hasta, si lo intento, podría decirte por qué has venido a sentarte ahí. -No lo pongo en duda- dijo el comisario. Salvador comenzó a mover la cabeza levemente de adelante a atrás y frunció un poco los labios, luego se llevó la mano derecha al mentón y la pasó por él notando el tacto áspero de la barba. Cuando bajó la mano para apoyarle en la mesa, dijo: -Así que el muerto era José Manuel Rubio Folgueira, alias el Jeringuillas. Pombal descruzó los brazos, levantó los codos de la mesa y se arrellanó un poco en el asiento. -Exactamente. -Y la muerte no ha sido accidental. -Eso aún está por aclarar, pero ahora, como te prometí esta mañana, ha llegado el momento de comiences a explicarme unas cuantas cosas- dijo, y luego compuso el gesto más serio que pudo y hablando muy despacio, como si masticase las palabras, continuó-: quiero que me lo cuentes todo, ¿entiendes? Todo, absolutamente todo lo que sabes. 142

Salvador abrió el cajón que tenía a su derecha en la mesa y extrajo un cenicero de cristal que depositó sobre la mesa y lo deslizó por ella hasta situarlo entre los dos. Luego tomó el paquete de cigarrillos y ofreció uno al comisario. -Ya sé que no fumas negro, pero… Pombal miró a su alrededor. No había nadie más en la oficina ni era probable que a aquella hora entrase nadie. Encendió uno de sus cigarrillos y ofreció el encendedor a Salvador que lo usó parsimoniosamente. -Estoy esperando- dijo el comisario. Salvador dejó que pasara el tiempo de una calada antes de responder -¿Sabes que nunca fui un buen estudiante? -Estoy seguro de ello. -¿Y sabes por qué? Pombal dio chupó el cigarrillo casi mordiéndolo y exhaló el humo vaciando completamente los pulmones para no perder la paciencia. -Me parece que me lo vas a contar- dijo. -Pues mis profesores decían que no era que yo no supiera las cosas, mi problema era que no plasmaba todos mis conocimientos en los exámenes. El comisario sonrió. -¿No me digas? Pero seguro que tus profesores intentaban motivarte para que dieras lo mejor de ti mismo. -No te creas. Nunca tuve buenos pedagogos. -Pues yo lo soy muy bueno, Salvador, y en este examen me lo vas a contar todo. Te lo aseguro. Por las buenas… -O por las malas. Ya sabes que por las malas vas a sacar muy poco de mí- Salvador entornó los ojos y miró fijamente al entrecejo del comisario-. Así que te lo voy a contar todo por las buenas, pero no me vas a creer. No te estoy ocultando nada. Lo único que me lleva a pensar que alguien se cargó al inspector y a la mujer es pura intuición, lo mismo que me hizo imaginar que el muerto era el Jeringuillas, intuición, nada más. Vamos a ser serios ¿Cómo iba a saber yo que el Jeringuillas estaba muerto? -Eso es lo que quiero que me digas. Salvador apagó el cigarrillo y sin dejar que transcurriera un solo instante, encendió otro, luego dirigió la mirada al comisario y calló un buen rato antes de hablar: -Tengo una pareja muerta, una mujer que me cuenta algo que no coincide con la primera hipótesis de los hechos, tengo un testigo que me sitúa al muerto hablando con el Jeringuillas un tiempo antes de que lo mataran, tengo un desconocido que se corre el barrio viejo preguntando por el Jeringuillas y tengo un muerto con pinta de drogadicto y deduzco que es el Jeringuillas. Salvador calló. Había dicho toda la verdad, sólo se había callado que era seguro que Carmen supiese algo más, pero eso era algo que no le 143

interesaba a Pombal, o, si le interesaba, iba a tener que enterarse por otro camino. El comisario lo observó un buen rato que dedicó a meditar para llegar a la conclusión de que le estaba diciendo la verdad, o, al menos, una parte importante. -Bien, de acuerdo- dijo-. Ahora dame un motivo. Salvador señaló la carpeta transparente que tenía delante de él sobre la mesa. -Esto es un resumen de todos los casos en los que intervino el muerto en el último año. El comisario lo miró con cierta impaciencia. -¿Y? -Nada de nada- Salvador negó con la cabeza-. Tenía la esperanza de que el Jeringuillas apareciera en estas páginas, pero… -Sí- Pombal chasqueó la lengua-. Habría sido demasiado fácil- miró el reloj-. Bien, es tarde- continuó mientras se levantaba del asiento-. Mañana por la mañana hablaremos y veremos quien se encarga contigo de esto. Salvador cerró los ojos y no pudo evitar pensar en Carmen. Carmen, con los ojos cerrados, sentada en el vagón del TALGO que cruzaba el paisaje a toda velocidad, pensaba en qué le diría a Salvador al día siguiente cuando lo viera.

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18 -Hola. Salvador se volvió al escuchar la voz que lo saludaba. Lo hizo tan bruscamente que sintió un latigazo en el cuello, pero no pudo evitar hacerlo así. Aunque era imposible, la voz que sonaba a su espalda era la de Carmen. Estaba sentado, con los codos apoyados en la mesa y acabando de leer el informe que le habían dado el día anterior en la inspección de trabajo y que Pombal no le había permitido acabar la tarde anterior. Apenas le quedaban tres páginas y había perdido toda esperanza de encontrar algo interesante en ellas; primero las había ojeado rápidamente por si encontraba en ellas el nombre del Jeringuillas y, como no lo viera, se concentró en su lectura. Luego tendría que ver al comisario y discutir con él sobre lo que quería que hiciera con aquel asunto del inspector de trabajo y la profesora de inglés, entonces oyó la voz que lo saludaba. Salvador abrió los ojos como platos. Carmen estaba frente a él y lo miraba, sonriendo primero y mordiéndose el labio inferior después. -Hola- respondió y se llevó la mano al cuello intentando aliviar el dolor agudo que sentía por el violento giro que había realizado. Ella había estado un buen rato observándolo antes de decidirse a decir nada, había contemplado el perfil del rostro sin afeitar de Salvador y el pelo revuelto y despeinado. Le pareció que tenía mal aspecto, como si hubiera dormido mal, exactamente igual que ella misma. La tarde anterior el tren había llegado a Orense con retraso y tuvo que esperar un buen rato hasta conseguir un taxi y cuando al fin había llagado a casa y se había ido a la cama era ya tarde. Pensaba que la noche que había pasado de viaje, camino de Madrid, durmiendo poco y en un asiento incómodo y luego todo el día siguiente con una pesadísima espera y un viaje de vuelta a Orense que había resultado agotador la ayudarían a dormir. Sin deshacer siquiera la maleta se dejó caer extenuada sobre la cama con la esperanza de quedarse dormida inmediatamente. Pero fue imposible, porque aquel momento, el momento que estaba viviendo en aquel preciso instante, con Salvador mirándola a los ojos, no había dejado de pasar por su mente durante toda la noche. ¿Qué le diría cuando lo tuviera frente a frente? Y ¿qué le diría él? ¡Qué mal había hecho marcándose de aquel modo! Si se hubieran visto y hablado a la mañana siguiente… Pero eso no tenía ya remedio. Ahora estaban cara a cara y tenía que contarle dos cosas importantes. Una no era muy difícil, no le costaría demasiado esfuerzo decirle que en el caso de la calle Concejo se habían equivocado desde el principio, que había sido un doble asesinato y que el suicidio era simulado. La otra era tremendamente complicada ¿Cómo podría explicarle que había huido de él? Bueno, eso no tendría que explicárselo, seguro que Salvador ya se había dado cuenta, no 145

era ningún imbécil, pero contarle por qué lo había hecho… Si fuera capaz de sentarse frente a él, mirarlo a los ojos y conseguir que le devolviese la mirada y ser capaz de explicarle lo que había ocurrido era que ella se sentía como si no supiera quien era ni dónde estaba y que necesitaba saberlo, que le dejara tiempo y espacio para pensar, que comprendiera que tampoco sabía si quería estar con él o no, que, por favor, le dejara tiempo, tiempo y espacio, pero sobre todo, ¿cómo podía decirle que no la odiara? Porque se sentía culpable, tremendamente culpable de haber salido de su cama de aquel modo. Pero tampoco lograba comprende qué hacía que se sintiera tan culpable ¡No había hecho nada malo! ¡Pasar una noche con él no la comprometía a nada! Bueno, a nada más que a no marcharse sin decir ni adiós, pero eso no era tan grave. Salvador se volvió hacia ella y ella vio sus ojos enrojecidos y un poco vidriosos, el rostro ojeroso y la barba de dos días. Pero todo ello quedó oscurecido por el gesto de sorpresa que compuso al verla. Después de devolverle el saludo, con la mano derecha sobre la nuca, Salvador observó como Carmen lo rodeaba y se sentaba frente a él como había hecho cada día desde que se conocían. Se miraron durante un momento sin decirse nada. Él retiró la mano de la nuca pasándola por el mentón y lamentando no haberse afeitado aquella mañana, luego, sin haber retirado aún la mano de la cara dijo: -Tenía entendido que te habías ido. Carmen compuso una sonrisa falsa y levantó las cejas. -Me fui, pero, ya ves, he vuelto. El cerebro de Salvador se convirtió en un hervidero de preguntas y frases que pujaban por salir, auque sin comprender bien por qué no era capaz de formularlas. ¿Por qué te fuiste? ¿Qué hice mal? ¿Tan mal te fue conmigo que tuviste que irte corriendo? ¿Por qué no dijiste siquiera adiós? ¿Qué pensaste, que haría algo por retenerte? Claro que lo haría, haría lo que fuera, pero bastaría un simple no para que no volviera a dirigirte la palabra si era eso lo que querías. ¿A qué tienes miedo? ¿a mí? Con haber dicho adiós habría sido suficiente, no necesitabas huir a ninguna parte. ¡Joder! Al cabo, cuando su cabeza se calmó, evitó la mirada de sus ojos verdes y dijo: -¿Cómo supiste que los habían matado? Carmen cerró los ojos y exhaló el aire un poco aliviada. Salvador no quería reprocharle nada, pensó, o, por lo menos, no quería ponerle las cosas difíciles. Pero se las estaba poniendo sin querer. ¿Qué le podía decir? ¿Qué todo había comenzado porque él había dicho que le haría un lecho de rosas sin espinas? -No sé, intuición- respondió al fin. ¡No me toques los cojones! La frase asaltó la lengua de Salvador y tuvo que hacer un esfuerzo para que no saliera de su boca. 146

-La intuición nace de los datos- dijo repitiendo la frase que Pombal le había dicho a él. Ella lo miró sonriendo. Esta vez era una sonrisa franca. Sentada frente a él se estaba relajando. -¿Cómo supiste que pensaba que los habían matado?- preguntó sin dejar de sonreír. Salvador apartó la mirada de ella, señaló con los ojos el cajón de la mesa que ocupaba y dijo: -Te olvidaste la libreta en casa de la vecina del muerto. ¡La libreta! Disimulando su ansiedad, abrió el cajón lo más lentamente que pudo y la tomó en sus manos. -La mujer llamó a comisaría para informar de tu olvido y cuando fui a buscarle tuve una pequeña conversación con ella en la que me contó lo que habías hablado las dos- continuó Salvador mientras ella hojeaba ansiosamente las páginas-. Así que ya ves, no hace falta ser muy listo para deducir que hubo algo que te llevó a interrogar de nuevo a la mujerdespués de haberte largado de mi cama, pensó en decir, pero lo calló. Luego dirigió la vista a la libreta y continuó-: No me digas que has anotado ahí el secreto de tu intuición. Carmen levantó la cabeza aliviada al comprobar que no había ninguna anotación personal, sólo datos de trabajo, y pocos. -No me digas tú que no la has leído. Salvador negó con la cabeza. -No te creo. Él se encogió de hombros. Guardaron los dos silencio durante un rato. -Tengo que ir a ver al comisario- dijo Carmen rompiendo el silencio cuando ya se estaba volviendo demasiado tenso-. Cuenta con que estaré una semana fuera. Salvador la siguió con la mirada mientras cruzaba la oficina, luego se arrellanó en el asiento, cruzó las manos tras la nuca y cerró los ojos apretando los párpados con todas sus fuerzas dispuesto a lamentarse de su cobardía. ¿Por qué no le había dicho todo lo que pensaba? Ella había llegado, se había sentado frente a él y había sonreído como si se hubieran despedido la tarde anterior y él no había sido capaz de decir una palabra. Y lo peor de todo era que no importaba lo que ella hiciera, él se sentía completamente desarmado. Inspiró profundamente y, como ya no podía permanecer más tiempo así sentado, se levantó y se dirigió sin pensar más al despacho de Pombal. El comisario había recibido a Carmen sin hacerla esperar. Había acabado de sentarse y esperaba la llegada del inspector jefe Carreiro. Mientras lo hacía ojeaba toda la documentación que Lola acababa de entregarle. -Buenos días, Martínez- saludó un poco sorprendido al ver a Carmen. 147

Pombal tenía aún en la mano, sin colgar, el teléfono por el que la secretaria le acababa de comunicar que Carmen estaba allí cuando se abrió la puerta del despacho. -Buenos días, comisario, sólo quería decirle que ya he solucionado mis problemas y no necesito más días libres. Bueno, y darle las gracias por haber permitido que me ausentara estos días- dijo Carmen con una mano aún en la puerta sin atreverse a entrar he hizo ademán de irse al acabar la frase. Mientras lo hacía pensaba en lo que le había dicho al comisario, que ya había solucionado sus problemas. La voz de Pombal la retuvo -Espere Martínez. Ha habido novedades en su ausencia. Acérquese. Carmen cerró la puerta tras ella y se acercó lentamente a la mesa. Mientras ella caminaba hacia él, el comisario reorganizaba en su cabeza todo lo que había pensado para enfrentarse a aquel endemoniado asunto de los muertos de la calle Concejo. -Siéntese, por favor. Carmen se sentó ocupando sólo un tercio de la silla y colocó las manos en el regazo expectante. Notó que el corazón se le había acelerado. -No sé si sabe que ha habido algunas novedades. Se sintió sorprendida. Así que Salvador se había fiado de su intuición y se lo había contado al comisario. -¿Se refiere al asunto de la calle Concejo?- preguntó. Antes de que Pombal respondiese sonaron tres golpes en la puerta del despacho que se abrió un poco bruscamente y apareció Salvador. -¡Hombre, Salvador! Pasa, eres justamente el hombre con que quería hablar. Salvador se acomodó en silencio al lado de Carmen. El comisario miró el reloj, hizo un gesto de sorpresa y continuó: -Como Martínez ya ha solucionado sus asuntos personales y está de vuelta, os vais a encargar los dos de todo el asunto de los muertos de la calle Concejo. La pones al día en todo- miró fijamente a Salvador-, me informas diariamente- afirmó con retintín- de las novedades y en una semana me presentáis un informe completo de lo que hayáis averiguado, ya veremos entonces si hay que dedicarle más esfuerzos al caso o no. Salvador miró de soslayo a Carmen. Una semana. ¿Quería pasarse una semana trabajando con ella? Viéndola cada día, cada hora. No sabía qué responderse. -A lo mejor hacía falta una perspectiva nueva- dijo sin mucha convicción-, a lo mejor la intuición esta vez es equivocada y era preferible que alguien con un punto de vista nuevo analizase el caso… Carmen le devolvió la mirada con franqueza. -Me parece que no, Salvador- dijo Pombal muy serio.

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Carmen apartó la mirada de Salvador. Le resultaba evidente que no quería trabajar con ella. Y ella, sinceramente, también prefería evitarlo. -Yo podría…- comenzó a decir tímidamente. -Usted podría empezar a trabajar ya y llevarse de aquí a su compañerola interrumpió bruscamente el comisario-. Será la única manera de que me libre de él. Carmen calló y notó que el corazón se le aceleraba. Salvador calló también, se incorporó lentamente y dejó el despacho con las manos en los bolsillos del pantalón y sin siquiera despedirse. Ella farfulló una despedida y lo siguió. Lugo no se dijeron una palabra hasta que no se encontraron de nuevo sentados, cara a cara, en la oficina de la brigada judicial. Fue ella quien rompió el silencio: -¿Qué hacemos?- dijo y lo miró expectante. Salvador tardó en responder. Tomó la carpeta de plástico que contenía el informe de la delegación de trabajo y se la lanzó hacia la mesa. -Yo me voy a tomar un café. Tú te lees eso para ponerte al día- dijo, se levantó y se fue sin mirar siquiera a Carmen. Ella lo miró salir muerta de ganas de comenzar a gritarle para que se quedara allí, pero lo dejó irse sin atreverse a decir ni una palabra. A Salvador el café le supo amargo. Se había comportado groseramente con ella y le invadía un sentimiento de culpa. No tenía por qué haberle lanzado la carpeta de aquel modo. No tenía por qué tratarla así. Si hubiera tenido valor, habría vuelto a la comisaría a pedirle disculpas, pero los pies se le habían vuelto de plomo. Encendió un cigarrillo y en el rumor de la cafetería California, se dispuso a leer el periódico en la esperanza de calmar su malhumor. La voz de Carmen le apartó de la lectura. -Antes me invitabas a café. Se volvió y la observó parada a su izquierda al lado de la barra. -Vaya, si que lees deprisa. A mi me llevó mucho más tiempo. Carmen cerró los ojos y tragó saliva. -Tenemos que hablar- dijo-. Creo que te debo una explicación. Salvador dio una calada al cigarrillo que sostenía en su mano izquierda, la miró cínicamente y dijo: -Sí, ya te lo he preguntado esta mañana, pero no me quisiste responder ¿qué fue lo que te hizo sospechar que había sido un asesinato y no un crimen pasional con suicidio? Carmen inspiró profundamente y resopló. Era evidente que él no quería hablar con ella. -No me refiero a eso- dijo -¿Ah, no? Yo sí- replicó él. -Me refiero a nosotros. Nosotros ¡Qué gracia! 149

-Sobre eso no hay nada que hablar. A mí me ha quedado todo muy claro. Carmen lo miró en silencio con la boca entreabierta y las pupilas tan dilatadas que los ojos verdes parecían haberse vuelto negros. -¿Vas a tomar café o no?- dijo Salvador y se volvió lentamente hacia el periódico que descansaba abierto sobre el mostrador de la cafetería California.

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19 ¡Serás idiota! ¿Por qué te has negado en redondo a hablar con ella? No sabías lo que te iba a decir y diste por supuesto que era una disculpa que no querías para nada. Vale, podía ser una disculpa, pero podía no serlo. Eres un imbécil redomado. A lo mejor nada ha sido como tú piensas, a lo mejor… La cabeza de Salvador no dejaba de dar vueltas y en su interior había más humo aún que el que le rodeaba en el ambiente cargado de la cafetería. A lo mejor aquella marcha tan precipitada tenía una explicación lógica que no fuese una huida, a lo mejor no escapaba de ti, a lo mejor… si, hombre, a lo mejor los Reyes no son los padres, son tres viejos barbudos de cara bondadosa. Déjalo ya, Salvador, hay lo que hay y nada más, se fue por lo que se fue, ella no es para ti, y punto. Intentó olvidarlo, pero no podía pensar en otra cosa, no podía concentrarse en nada. Las noticias que intentaba leer en el periódico que tenía delante de él se difuminaban en la marea de ideas que lo envolvía. Pasaba las hojas sin leer una sola palabra y aunque intentaba no mirar hacia ella, era plenamente consciente de que Carmen estaba a su lado y daba vueltas incesantemente a una cucharilla dentro de una taza de café. Harto de no poder leer nada, Salvador cerró el periódico y se volvió ligeramente hacia ella. Notó que tenía la mirada perdida y no se fijaba en lo que estaba haciendo. -¿En qué piensas?- preguntó consciente de que había sido grosero con ella. Carmen dejó de girar la cucharilla y la deposito con cuidado en el plato. ¿En qué pensaba? Se encogió de hombros. -En nada. Salvador, incómodo, miró el reloj. -Bueno, tenemos que ponernos en marcha, tenemos un trabajo por delante- dijo. Ella dio un sorbo al café con aire ausente aún, luego pareció que el café la hubiese traído de nuevo a este mundo y preguntó: -¿Qué hacemos? Él miró durante un instante el abismo de sus ojos verdes y como si aquel abismo amenazara con tragarlo apartó los ojos de ella y paseó la mirada por la cafetería. -Lo primero que necesitamos, o que necesito ya al menos, es saber si me ocultas algo. Carmen lo miró sorprendida, sin comprender lo que le estaba diciendo. -Te he preguntado dos veces por qué te diste cuenta de que los habían matado y no has querido contestarme- continuó Salvador, calló un momento y sonrió con cierto cinismo-. Vale, intuición, pero tienes que decirme si sabes algo importante… 151

¿Cómo se lo podía explicar? pensó ella. Lo miró en silencio como si quisiera encontrar en su rostro la respuesta. Él siguió evitando su mirada y bajó un poco la suya propia. -Tengo el convencimiento de que los han matado, no sé nada que no te haya dicho, te lo prometo, sólo una cosa…- dijo Carmen al fin, suspiró y dejó la frase colgada en el murmullo de la cafetería. Salvador la miró esperando que continuase. Ella calló un momento. Bueno, ahí va, pensó, si se quiere reír que se ría, y continuó hablando: -El dormitorio de la casa…- titubeó-. Quiero decir que en el dormitorio había unas rosas caídas… Él la escuchaba con atención y ahora sí la miraba, aunque rehuía aún sus ojos. Carmen resopló y añadió en voz muy baja: -Las rosas estaban esparcidas en el suelo y sobre la cómoda, no sé si lo viste, bueno, da igual, aquel día yo pensé que se habían caído o las habían tirado, no sé, por alguna discusión o algo así y no le di importancia, pero hace dos días me di cuenta de que las rosas las habían colocado allí a propósito, para…- dejó la frase en el aire. Hablar de amor y sexo con él le producía pánico. Salvador frunció los labios y paseó la mano por el mentón. El recuerdo de la noche que pasaron juntos hizo que sintiera una punzada en el estómago. Durante un instante contuvo la respiración y se mordió el labio, luego, para que ella no continuara con explicaciones, dijo: -Me hago una idea. Tiene sentido. -A lo mejor piensas que es una estupidez, pero no me pareció lógico que el hombre se liara a tiros después de haber colocado las rosas de aquel modo- añadió Carmen aliviada porque su compañero no le hubiera preguntado por qué se había acordado de una cosa tan tonta como unas rosas caídas. Ahora, al hablar de las rosas, él la miró a los ojos. Le parecieron más verdes que nunca. La punzada del estómago le había cedido, pero notaba dolorido el labio. A mí me pegaron los tiros después de hacer algo más que colocar unas rosas, pensó. Encendió un cigarrillo y dijo: -Y luego la mujer, la vecina que jura y perjura que los tiros no fueron seguidos… Ella asintió. Salvador se echó un poco hacia atrás para exhalar el humo y continuó: -¿Recuerdas que el Gemelo, el tipo aquel con el que nos mandó hablar Jalid en el casco viejo, nos dijo algo de otro al que llaman Jeringuillas? Carmen lo recordaba perfectamente, recordaba el aspecto cadavérico del Gemelo y la mirada de desprecio que tenía en los ojos grises y hundidos. -Me acuerdo.

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-Pues ha aparecido muerto, ayer, y, al parecer, cuando lo encontraron llevaba ya muerto varios días- dijo Salvador y calló como si quisiera observar su respuesta. Ella no hizo ningún gesto, sólo se apresuró a preguntar un poco ansiosa: -¿Crees que tiene alguna relación con las otras dos muertes? Salvador respondió también inmediatamente. Al tratar el tema del trabajo tenía la sensación de controlar la situación, de no estar a merced de su propio malhumor, de Carmen, de su voz o de sus ojos. En el trabajo mandaba él. -¿Recuerdas que Javier García nos habló de un extraño encuentro que tuvo con el muerto y un tipo muy raro con pinta de drogadicto en el portal de su casa? Carmen no recordaba. Abrió los ojos, alzó las cejas y negó moviendo levemente la cabeza de un lado a otro. -Yo sí lo recuerdo. Nos contó que una tarde los vio juntos en el portal de su casa y tuvo la impresión de que a su amigo no le había hecho ninguna gracia que los hubiera encontrado juntos- continuó Salvador con mucha seguridad-. ¿Recuerdas que el Gemelo nos dijo que un hombre elegante anduvo buscando al Jeringuillas unos días antes de todo ocurriera? Pensamos que era nuestro muerto que quería agenciarse una pistola, pero ahora pienso que nos equivocábamos…- dejó la frase sin acabar esperando que ella lo hiciera y dio una calada al cigarrillo. -El hombre elegante no era Alejandro Cuenca- continuó Carmen. -No- dijo él exhaló el humo de la boca, dio una última calada al cigarrillo y lo arrojó al suelo. -Era nuestro asesino- murmuró ella pensativa. -¡Premio! El de los tres. Por que estoy seguro de que cuando tengamos la autopsia del Jeringuillas no habrá causas naturales en al muerte, estaremos ante otra muerte violenta. Además me jugaría el cuello a que murió el mismo día o el anterior que nuestra pareja. Carmen meditó un buen rato. Tomó un sorbo de café y compuso un gesto de desagrado. Se le había quedado frío. Lo apartó a un lado y dijo: -Vale, pero ¿por qué alguien iba a matar a una profesora de inglés, a un inspector de trabajo y a un drogadicto trapichero de cuarta categoría. -Y un poco maricón. El Jeringuillas también era un poco maricónafirmó Salvador con retintín. Ella sonrió. Hablar del trabajo la relajaba y notaba que él también estaba menos tenso. -Por maricón no sería- dijo. Él le devolvió la sonrisa con suficiencia. -Hagámonos una composición de lugar.

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Carmen lo miró convencida de que ya tenía una idea aproximada de lo que había ocurrido. -No me digas que ya sabes quien es el asesino. La sonrisa de Salvador se hizo aún mayor antes de comenzar a hablar: -Eso no, pero creo que tengo una idea de dónde ir a buscarlo. No me parece que nadie mate a la profesora de inglés por un suspenso. La pobre mujer estaba marcada por la mala suerte y su mala suerte la puso en el peor lugar en el peor momento, en casa de Alejandro Cuenca cuando llegó el asesino. Estoy seguro de que iba a por él. Esto tiene que tener relación con algún asunto laboral y el Jeringuillas fue quien lo puso en conocimiento del inspector. El Jeringuillas se enteró de algo, por alguna razón que no conocemos se lo contó al inspector y el infractor, quien quiera que fuese, los mató a los dos. Y de paso a la profesora. Carmen lo miró un momento en silencio reflexionando sobre lo que había escuchado, al cabo de un instante dijo: -Un accidente laboral con algún muerto por falta de medidas de seguridad, una estafa a gran escala… ¡Porque tiene que ser algo muy gordo para matar a tres personas! Salvador se encogió de hombros -Ya lo sé- dijo-, pero a veces las respuestas son desproporcionadas a los problemas. Además es probable que nadie quisiese matar a tres personas, si descartamos a la mujer quedan dos y puede que la primera intención fuese matar sólo al Jeringuillas que a lo mejor solo calificaban como media persona y que luego las cosas se complicaran. Puede que empezaran por medio y acabara por tres. Durante un momento callaron los dos, el murmullo de la cafetería se coló entre ellos lentamente evitando un silencio que sería demasiado tenso para soportarlo. Fue Carmen la que interrumpió el murmullo. Compuso una sonrisa pícara y dijo: -Pero en el informe que te han pasado en la inspección de trabajo sobre los casos que llevaba el muerto no has encontrado nada. Salvador frunció los labios y cerró los ojos. -Nada de nada. Prácticamente no tenía nada importante entre manos. -Eso es un problema. Él chasqueó la lengua. -Un pequeño problema- arqueó visiblemente las cejas. -Esos nos devuelve a mi primera pregunta: y ahora ¿qué hacemos? Salvador inspiró profundamente y entornó un poco los ojos. -Buena pregunta- dijo-, pero de momento necesitamos saber si José Manuel Rubio Folgueira, alias el Jeringuillas, tuvo alguna relación laboral en los últimos tiempos, cosa que dudo mucho, pero… -A lo mejor aparece su nombre en alguna de las empresas en las que hubiera investigado algo Alejandro Cuenca. 154

Salvador dejó el dinero de los cafés sobre la barra de la cafetería y comenzando a caminar dijo: -A lo mejor. Ella se volvió, lo observó durante un instante y lo siguió y cuando ya alcanzaban la puerta afirmó con sorna: -Porque no será necesario que lea yo el informe para caer en la cuenta de que se te has pasado por alto la información clave ¿no? Él se detuvo, extendió la mano y le abrió la puerta cediéndole el paso al tiempo que la miraba en silencio con una expresión muy seria que parecía de ira contenida. Carmen se dio cuenta de que no le había gustado el comentario. En otro tiempo habría respondido con una salida de tono que le habría hecho reír o la habría ofendido, daba igual, pero aquella respuesta silenciosa era el signo inequívoco de que algo se había roto entre los dos. La mañana era clara, el sol brillaba con fuerza, pero soplaba un viento frío que no permitía que el día se volviese caluroso. Caminaron un buen trecho en silencio hasta la oficina de la Seguridad Social. Durante el Camino Carmen se limitó a seguir a su compañero sin saber adonde iban, pero no se sintió en ningún momento con ganas ni ánimo para preguntarlo, sólo caminó a su lado dejando que la mente vagara entre las calles y los coches para no pensar en nada relacionado con ella misma. En la oficina de la Seguridad Social, tras un largo mostrador se afanaban ocho o diez funcionarios con la cabeza metida en las pantallas de los ordenadores y otros tres atendían a las tres únicas personas que ocupaban aquel lado de la oficina. Salvador oteó sobre las cabezas de todos y al cabo de un rato pareció encontrar lo que buscaba al lado de la pared más lejana a la puerta, un hombre de pelo canoso que hablaba por teléfono sin dejar de gesticular. Levantó la mano derecha e hizo un gesto para que se fijara en él. El hombre lo vio enseguida y sin colgar el teléfono, le hizo un gesto con la mano libre para que se acercara. Rodearon el mostrador y cruzaron la maraña de mesas, teléfonos y ordenadores. El hombre canoso se incorporó y otra vez con la mano libre, les indicó las dos sillas que había frente a la mesa que ocupaba. Carmen y Salvador se sentaron, el funcionario, concentrado en la conversación telefónica, permaneció en pie un rato aún. Era un hombre de unos cuarenta años, pequeño y delgado, de rostro alegre y sonriente que vestía una camisa rosada con una corbata en la que se mezclaban dos tonos de grises y azules. La chaqueta descansaba colgada en una percha a su espalda. Se sentó justo un segundo antes de colgar el auricular. Lo depositó con rabia al tiempo que hizo un gesto de desprecio y exclamó: -¡Incompetentes!- levantó la vista hacia los dos policías y añadió-: no se puede tratar con funcionarios. Salvador frunció el ceño con teatralidad. -Ni con policías. 155

El hombrecito del pelo gris sonrió. -No dejáis de ser funcionarios y eso es una marca de la casa. Pero, dime, a qué se debe tu visita. Se me hace raro verte aquí, pensé que los policías os movíais en otros ambientes más, digamos peligrosos. Salvador le devolvió la sonrisa: -Ni te imaginas en que ambientes nos movemos, pero ninguno tan perverso como éste. De todos modos, no te creas que estamos aquí por vicio, necesito que me hagas un pequeño favor. -Dalo por hecho, aunque sea ilegal, bueno, si es ilegal con más motivo. Carmen seguía la conversación entre los dos hombres con la sensación de que la ignoraban por completo, comenzaba a irritarse cuando oyó decir a Salvador: -Mira, esta es mi compañera Carmen Martínez- su compañero se giró un poco y la señaló con la mano izquierda, luego se volvió de nuevo al frente-. Carmen, este es Luís Iglesias, compañero esporádico de partida cuando se lo permiten las obligaciones familiares. El funcionario se incorporó un poco y se inclinó hacia Carmen al tiempo que le tendía una mano hecha a saludar muchas manos y que apretó con firmeza. Ella hizo lo mismo, pero con una mano lánguida y desmayada. -Bien- dijo Luís Iglesias cuando se hubo situado de nuevo en su asiento-, ya me dirás cual es ese favor. -Es cosa de poco, necesito que me digas si un fulano ha estado dado de alta en la Seguridad Social en…- Salvador dudó un momento- digamos los últimos 12 meses. El funcionario resopló. -¿Cosa de poco? Para hacer una consulta necesito el permiso del interesado. -En esta ocasión va a ser un poco difícil. Está más o menos muerto. -Más o menos muerto- repitió el otro-. Y no tienes ninguna autorización judicial. -Es un complicado, lleva papeleo… El funcionario sonrió satisfecho. -Ningún problema. Las normas se hacen para incumplirlas. Espera que abra el programa- tecleó en el ordenador moviendo las manos con agilidad sobre el teclado y esperó un instante. Mientras esperaba comenzó a hablar como si lo hiciera para sí mismo-: bueno, diré que fue una equivocación. Ya está, esto ya va. Dime qué sabes de él, porque me imagino que el número de la Seguridad Social no lo sabes. -Lo sabía, pero lo he olvidado. ¿Vale el nombre? -Vale si no se llama Juan García Fernández o algo así. -José Manuel Rubio Folgueira- soltó Salvador de carrerilla. -Con un nombre así no hay problema.

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De nuevo los dedos volaron sobre el teclado y luego, tras un golpe final un poco más intenso que los demás, con el dedo medio de la mano derecha, permanecieron inmóviles apostados como si fueran soldados listos para una batalla. -Ese fulano no ha estado en su vida dado de alta- dijo Luís Iglesias al cabo de una pequeña espera. Salvador lo miró con sorpresa. -¿Quieres decir que nunca ha trabajado? -No, que nunca ha cotizado a la Seguridad Social, trabajar, puede haber trabajado mucho, pero eso… Eso era muy lógico. Que el Jeringuillas hubiese llevado en alguna parte de su existencia una vida normalizada era algo poco probable. El primer gesto de sorpresa se convirtió en decepción. -Bueno- dijo Salvador encogiéndose de hombros-, gracias de todos modos. Como si se hubieran puesto de acuerdo, se levantaron los tres al mismo tiempo. -Os acompaño- dijo Luís Iglesias. Carmen salió la primera y el funcionario y Salvador la seguían a un par de pasos. Al cruzar por la entrada del mostrador, Luís tomó a Salvador por los hombros y acercándole la boca a la oreja, en voz baja y tono cómplice susurró: -¡Cabronazo, vaya bombón que te has traído! ¿Qué le has dado al comisario para que te ponga con ella? No sabía que había policías que estuvieran tan buenas. Salvador se libró del brazo del otro y lo miró intentando dibujar una sonrisa. Buscó una respuesta rápida, pero no se le ocurrió ninguna. Se limitó a despedirse lo más amablemente que pudo, luego miró al frente y vio que Carmen lo esperaba al lado de la puerta. Sin saber exactamente la razón caminó hacia ella profundamente malhumorado.

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Pasaban ya bastantes minutos de las cinco de la tarde y Carmen llegó con retraso a la cita. Cuando salieron de la oficina de la Seguridad Social aquella mañana el rostro de Salvador mostraba una expresión sombría y la piel de su cara, aún con el tiznado de la barba sin afeitar, había tomado un color cetrino, exactamente igual al estado de ánimo que en aquel momento parecía tener. En mitad de la calle habían mantenido una conversación breve y neutra y ella se sintió aliviada cuando se vio lejos de él. Su presencia le producía una cascada de sentimientos que no podía controlar, sentimientos ambivalentes todos que comenzaban a asfixiarla. Se sentía culpable sin tener motivos reales para sentirse así, se sentía molesta por el comportamiento rudo de Salvador y enfadada con él porque no la estaba tratando justamente, pero sobre todo, se sentía engañada porque aquel no era en modo alguno el hombre con el que había pasado una noche que, lo reconociera o no, había sido una noche sorprendentemente hermosa. Pero si aquella tensión era el precio que tenía que pagar por una noche, más le hubiera valido haberla pasado al raso, aguantando la tormenta. Prefería una neumonía a tener que convivir día a día con Salvador de aquel modo, con aquel silencio obstinado y aquel rostro de ira contenida y expresión adusta. Para ese contacto cotidiano no conocía antibiótico alguno, para la neumonía, sí. -No hemos tenido suerte- había dicho ella al salir de la oficina de la Seguridad Social y observar el aspecto malhumorado de Salvador, con la esperanza de que el trabajo actuase como bálsamo para sus relaciones. Él la había mirado como si pensase: ¿Qué esperabas? Frunció levemente el entrecejo y eso fue exactamente lo que dijo: -¿Qué esperabas? Ese hijo de puta no dio un palo al agua en su vidaluego metió las manos en los bolsillos y comenzó a caminar muy lentamente. Carmen se le unió y tras un breve silencio y unos pasos a su lado preguntó: -Bueno, y ahora, ¿qué hacemos? Salvador respondió al instante -No tengo ni puta idea- no lo dijo con rabia ni enfadado; con la entonación de su voz lo único que viajaba era una profunda tristeza y un desánimo pesado como el plomo. Ella lo miró sorprendida, aunque no tardó en apartar la mirada. Era la primera vez que oía decir a su compañero algo así, reconocer que no sabía que hacer y transmitir la sensación de que no quería hacer nada, de que lo

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único que le apetecía en aquel momento era vegetar. ¿Era así o sólo se lo parecía a ella? Salvador miró el reloj y preguntó: -¿Qué te parece si lo dejamos para la tarde? Excelente idea. Ella asintió sin pensarlo, pero sin expresar excesivo entusiasmo. -Vale. -¿A las cinco en el Luna? Alarma. ¡En una cafetería no, chica! ¡Es demasiado personal! Carmen lo había mirado con una sonrisa persuasiva. -Mejor en la comisaría. Él se había encogido de hombros y había dicho: -De acuerdo, a las cinco en la comisaría. Allí ya veremos qué hacemos. Y allí estaba, sentado reclinado en el asiento, con los ojos cerrados y las manos en la nuca esperando a que ella llegara. Había pasado lo que quedaba de mañana paseando lentamente y con aspecto de despreocupado, aunque en su cabeza hubiera una tormenta, con las manos en los bolsillos y fumando como si no supiera caminar sin un cigarrillo en la boca y lo había hecho recordando de vez en vez aquel tiempo en que era capaz de pasar las horas de bar en bar y de cerveza en cerveza como si hubiera nacido sólo para hacer sólo eso en la vida. Pero, ya pasado el mediodía, se sorprendió a sí mismo dándose cuenta de que no había sentido ninguna tentación de buscar uno de aquellos bares y aplacar su ira, su malhumor y su desesperanza con un vaso de vino o una jarra de cerveza. Salvador, eres un tío con un par, se dijo y por primera vez desde aquella maldita mañana en la que había se despertado junto al hueco de Carmen en su cama se sintió bien. Cómprate unas buenas lonchas de jamón ibérico, vete a casa y prepárate un bocadillo, que hoy te lo has ganado a pulso. Carmen lo miró desde la puerta de la oficina. Tenía el mismo aspecto desaliñado y duro que aquella mañana y supuso que también tendría el mismo humor de perro enjaulado. Sin decir nada, lo rodeó y se sentó frente a él. La sensación de descanso y alivio que había sentido cuando se despidieron y que se había mantenido durante el tiempo que se había dedicado a no hacer nada desapareció en aquel instante. Pero ¿Por qué no la escuchaba? Si aclarasen las cosas todo sería más fácil. -Has llegado tarde- dijo Salvador que permanecía en la misma postura, con los ojos cerrados que no abrió para dirigirse a ella y las manos en la nuca. Vaya, parece que seguimos en pie de guerra, pensó Carmen, se revolvió incómoda en su asiento y se irritó aún más. -¿Qué te crees, que tienes la exclusiva?- respondió rauda, rotunda y malhumorada. 159

Salvador abrió los ojos, se incorporó en la silla y la miró. En su rostro había un gesto de asombro. La voz de Carmen había sonado áspera, había perdido completamente la dulzura que tanto lo seducía y el tono era seco y agrio. Sorprendido, esbozó una sonrisa, pero tenía los músculos de la cara tan tensos y contraídos que lo que le salió fue una mueca ridícula. -Bueno, tampoco es tan tarde- dijo y miró el reloj. Durante un instante se mantuvieron en silencio, cara a cara. Salvador se fijó en el ceño un poco fruncido de Carmen y el rostro serio que remarcaba todas sus facciones, con los músculos del rostro tensos. Parecía una mujer distinta, sin embargo, pese a la transformación, no había perdido absolutamente nada de su belleza. ¡Joder, Salvador! Pensó ¿cómo ha podido ocurrir que el destino te deje tocar el cielo y luego te lo robe? Habría permanecido toda la tarde en aquella postura, observándola, si no hubiese oído decir: -Bueno, ¿qué hacemos?- la voz había recuperado su dulzura. Él inspiró, lanzó un suspiró y contuvo las ganas de fumar un cigarrillo. -Bueno- comenzó a decir y casi titubeo antes de continuar-, una buena idea sería averiguar lo que podamos sobre el hombre elegante que anduvo preguntando por el Jeringuillas. Carmen asintió, entornó un poco los ojos, frunció los labios y calló como si esperara que su compañero continuase hablando. -Si ese hombre es el muerto como pensamos de primera intencióncontinuó diciendo Salvador-, no lo habrá vuelto a ver nadie, pero si resulta que es nuestro asesino, a lo mejor tenemos suerte y se ha vuelto a dejar ver por ahí. Si alguien lo ha visto, podría ser una pista interesante. Carmen volvió a mirarlo en silencio asintiendo nuevamente con el gesto. Esta vez él no continuó hablando, esperó a que lo hiciera ella que, al cabo, dijo: -Vale, y ¿cómo lo buscamos? Salvador resopló, se puso en pie, apoyó las manos en la mesa, se inclinó un poco hacia ella y, como si de pronto hubiera decido sacudirse de encima todos los problemas personales y tomar el control, la miró con cierta suficiencia, luego hizo un gesto con la cabeza señalando la puerta y dijo: -Lo primero, caminando, que aquí parados no hacemos nada. Al separarse llevaba tan clavado el aroma a vainilla que tuvo que encender un cigarrillo para poder caminar. La tarde de abril era luminosa como no lo había sido ninguna otra tarde desde que el otoño se fundiera en el invierno. El viento frío de la mañana había cesado y el sol daba vida a toda la ciudad, pero sobre todo, a las paredes de piedra y a las calles estrechas y sombrías de la ciudad vieja que parecía salir de su letargo invernal y revivir con aquella dosis de luz. La humedad desaparecía y sólo en alguna que otra esquina o en lo más 160

umbrío quedaban los últimos restos. Hicieron el camino en silencio y sin prisas. Calentados por el sol e imbuidos en el lento caminar, sin acercarse demasiado el uno al otro, ninguno de los dos se encontraba incómodo. Cuando salieron de la Plaza Mayor y encararon la calle arriba hacia la Plaza del Trigo, Carmen se giró un poco y preguntó: -¿Buscamos a alguien en especial? Salvador se detuvo al lado del último pilar de los soportales de la plaza, se apoyó en él, la miró y tras pasar la mano por la mejilla dijo: -La otra tarde el Gemelo se mostraba reacio a hablar. Bueno, reacio a hablar se muestra siempre, no es un hombre de buen carácter, pero es un hombre enterado en ciertos ambientes, fue en tiempos un buen comerciante y el que tuvo retuvo- hizo una pequeña pausa-. Supongo que lo encontraremos ahí arriba- señaló con la mano hacia el frente- que es donde se pasa la vida y veremos si le podemos sacar algo más de ese hombre misterioso y elegante. Pero si tú tienes alguna otra sugerencia, estoy abierto a todas las posibilidades. Carmen lo miró con desagrado. Sólo unos días atrás la última frase de Salvador le habría hecho gracia y ella misma habría intentado responder con algo adecuado, pero ahora aquellas palabras sonaban como una provocación o como un reproche, no lo sabía bien, pero a ella le dolían como un martillo en su cabeza. -No- respondió-, no tengo ninguna otra sugerencia. Eso me parece bien. El Gemelo estaba recostado en un pequeño peldaño de piedra, con la espalda pegada a la pared bajo los soportales de la Plaza del Trigo, en el mismo lugar en que lo habían visto unos días antes y en la misma postura. El sol que comenzaba ya a caer estaba a punto de alcanzarle la cara que aún se escondía a la sombra de los soportales, las piernas esqueléticas se dibujaban al sol bajo los pantalones negros y mugrientos. A su lado había un par de jóvenes que tenían exactamente su mismo aspecto sucio y desaliñado, aunque un poco más saludable. Salvador se detuvo de espaldas a la catedral a unos veinte metros de distancia y lo miró fijamente durante un buen rato hasta que estuvo bien seguro de que el otro lo había visto, entonces, muy lentamente y sin sacar las manos de los bolsillos, comenzó a caminar hacia él. -Vosotros dos, largo de aquí- dijo dirigiéndose a los dos que acompañaban al Gemelo al tiempo que señalaba con la mirada hacia la calle que bajaba a su derecha. -¿Qué pasa, tío?- exclamó uno de ellos que era tan joven que aún parecía un niño. Antes de que Salvador pudiera contestar, el Gemelo, ahíto de experiencia, hizo un gesto con la cabeza y los dos jóvenes se levantaron y se fueron calle abajo rezongando. Un perro negro, lanudo y sucio que 161

deambulaba por la plaza salió corriendo tras ellos. El Gemelo miró a los dos policías desde abajo durante un instante y luego, como si no le interesasen para nada, dejó caer la cabeza. -¡Levántate!- dijo Salvador. El otro alzó la vista e hizo un gesto de desprecio que mantuvo un buen rato, luego apoyó las manos en el suelo y se incorporó lentamente y con gran esfuerzo. Cuando estuvo en pie se sacudió las manos sucias, negras y agrietadas como si le importara que se hubieran manchado y como si fuera posible limpiarlas de ese modo y miró al policía manteniendo aún la mueca de desprecio. Los ojos grises, chiquitos, hundidos y un poco entornados parecieron perderse en su rostro. -Date la vuelta y apoya las manos en la pared. El Gemelo sonrió. -¡Vaya! Si el señor inspector me va a cachear. -Subinspector, José Antonio, Subinspector. Carmen se mantenía un paso por detrás de Salvador y lo observaba todo un poco confundida. Sabía del malhumor con el que Salvador había llegado hasta allí y en lo más íntimo de si misma esperaba que aquel individuo se estuviera quieto y lo obedeciera en todo. El Gemelo pasó la mirada de uno a otro policía valorando la posibilidad de hacerse el duro, se mantuvo un momento firme y luego dejó caer muertos los hombros que había mantenido tensos y arrogantes, se volvió, levantó los brazos y apoyó las manos sobre la pared dejando ver las uñas negras. -Vamos, abre las piernas- ordenó Salvador mientras le golpeaba la pierna derecha con la suya. El Gemelo obedeció y permaneció en esa postura, inmóvil mientras el policía pasaba las manos por su cuerpo y le hurgaba en los bolsillos. Fue muy rápido, en apenas unos segundos, Salvador extrajo algo del bolsillo derecho del Gemelo y se separó de él. Extendió las manos y examinó un puñado de papeles sucios y grasientos plegados formando una especie de sobrecitos. -Mira lo que tenemos aquí, ocho, no, nueve papelinas- dijo Salvador satisfecho. -¿Ha acabado ya?- preguntó el otro con resignación. -No, no he acabado. No he hecho más que empezar. Date la vuelta. El Gemelo dejó caer los brazos y se giró lentamente. El desprecio que había en su mirada había aumentado y se mezclaba con la ira contenida. Salvador juntó las papelinas y se las entregó a Carmen. -Toma, sujeta esto- dijo. -¡Ah! Pero era para ella. Si eran para la señora no había hecho falta tanto jaleo, con haberlas pedido era bastante. La mano derecha de Salvador se movió tan rápidamente que ninguno de los dos se dio cuenta de lo que había ocurrido, solo fueron conscientes 162

de que sujetaba con ella al Gemelo por el cuello y lo apretaba fuertemente contra la pared. El rostro de los dos hombres se congestionó de pronto. El de uno de rabia, el del otro por la mano que impedía que la sangre circulase. -Habla sólo cuando yo lo diga- exclamó Salvador acercándose aún más y con tanta cólera contenida en la voz que las pupilas del Gemelo se hicieron tan grandes como sus ojos. La mano del policía abarcaba sin dificultad el cuello y se mantuvo firme durante un buen rato. Cuando decidió soltarlo, los labios finos y pálidos del otro comenzaban a tomar un desvaído color azulado. Al verse libre de la opresión, el Gemelo carraspeó y se llevó su propia mano al cuello. -¡Joder!- Exclamó -Me parece que no sabes con quien te la estás jugando, José Antoniodijo Salvador pasando la mano izquierda sobre la derecha como si quisiera borrar cualquier rastro del otro en ella. El Gemelo intentó recular y habría dado un paso hacia atrás si no hubiera estado pegado a la pared. -¿Qué me va a hacer? Me va a meter preso o me va a matar. -De momento, sólo voy a hacerte unas preguntas. Y tú las vas a responder. -¿Y si no respondo? -No eres tan imbécil. -Haga la prueba, inspector- dijo el Gemelo desafiante. Salvador entornó un poco los ojos y movió la cabeza de un lado a otro. -Subinspector, José Antonio, subinspector, te lo he dicho muchas veces. Pero vamos a dejarnos de presentaciones y empezar con lo importante- hizo un pequeño silencio-. Hace un par de días tuvimos una breve conversación sobre un hombre muy elegante que preguntaba por el Jeringuillas, no sé si recuerdas. -No recuerdo nada. Salvador señaló hacia donde se encontraba Carmen y con la mirada apuntó las papelinas que ella sujetaba. -Va a perder el tiempo subinspector y lo sabe. No le valdrá de nada detenerme por eso, saldré del juzgado antes de que acabe de rellenar los papeles de mi detención. Salvador sonrió cínicamente. -Y ¿quién te dijo que pensaba detenerte?- preguntó-. Ahí tienes las dosis de un par de días y si las cosas no van bien, de tres. Lo que vamos a hacer, como no quieres saber nada con nosotros, es largarnos. Hasta luego, José Antonio- se volvió a Carmen y añadió-: vamos, que aquí no nos quieren. Comenzaron a caminar y Gemelo gritó tras ellos: 163

-¡No puede hacer eso! Salvador se volvió. -Claro que puedo ¿Me vas a denunciar?- tomó las papelinas en la mano derecha y se las mostró-. Mi amigo Jalid me va a contar muchas cosas por la mitad de esto. Se miraron en silencio. -¿Qué quiere saber? -Veo que de repente te has vuelto razonable. Quiero que me cuentes quien es ese hombre que andaba preguntando por el Jeringuillas. -Ya le he dicho que no lo sé. -Esa respuesta no vale nueve papelinas. ¿Lo has vuelto a ver? El Gemelo inspiró profundamente, las aletas de la nariz se le abrieron y apretó los dientes antes responder. -Continúa preguntando por él. -¿Cuándo? -Ayer mismo. Salvador meneó la cabeza, sonrió con suficiencia y encendió un cigarrillo. -No me digas. Me da en la nariz que me estás engañando. ¿y sabes por qué? Porque creo que ya nadie busca al Jeringuillas- dio una calada- ¿Y sabes por qué no? Seguro que no lo sabes, así que te lo voy a decir yo. Por que ahora mismo el Jeringuillas está refrigerándose en el depósito de cadáveres. Así que me da en la nariz que me quieres engañar. El otro no se inmutó, lo miró a los ojos con seguridad y dijo: -Pues ese hombre no sabe que está muerto porque ayer andaba preguntando por él. Salvador sostuvo la mirada y leyó en el fondo de sus ojos que le decía la verdad. -Dónde y a qué hora. El Gemelo se mostró ahora desafiante. -Detrás de la cárcel vieja, en el chutadero. Es un tipo muy duro inspector, a lo mejor no le gusta encontrarse con él. -No me digas- Salvador dio una calada al cigarrillo- ¿Qué más sabes? -Nada más. Ese tipo quiere encontrar al Jeringuillas a toda costa, pregunta por él a todo el mundo. Es todo lo que sé. -Pues ya no lo va a encontrar. Si lo ves, se lo dices. -¿Me da lo mío? -Toma, y ten cuidado con lo que haces o te veo acompañando al Jeringuillas en el depósito. -¿Se cree que me importa?- dijo el Gemelo con desprecio, guardó la heroína en el bolsillo y se sentó donde estaba exactamente en la misma postura que tenía cuando lo encontraron.

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Se levantó una brisa suave que refrescó la tarde. Carmen y Salvador dejaron la ciudad vieja y se encaminaron a la comisaría por Santo Domingo. La calle estaba abarrotada de gente que iba de tienda en tienda y de escaparate en escaparate. -Así que podemos descartar que el hombre que preguntaba por el Jeringuillas fuese nuestro muerto, el inspector de trabajo- dijo Salvador tras una larga caminata en silencio. -Y que tenga alguna relación con la muerte del Jeringuillas puesto que no sabe que ha muerto- replicó Carmen. -Y eso no me lo esperaba. Estaba seguro de que ese hombre se había cargado a los tres. Necesitamos saber qué le pasó al Jeringuillas, el muy hijo de puta fue capaz de ahogarse en el río sin que le ayudara nadie sólo para jodernos- Salvador miró el reloj y cambió el tono de la frase-. Pero creo que esa es una labor para mañana, me parece que por hoy ya hemos tenido bastante. A ella le pareció una buena idea y cuando estaban ya llegando a la comisaría cada uno siguió un camino distinto. Ninguno de los dos volvió la vista para mirar al otro, sólo se dijeron una adiós apenas acompañado por un movimiento de la cabeza y se separaron. Carmen llegó a casa con la sensación de que había pasado uno de los días más tensos desde su llegada a Orense y le atormentaba la idea que los próximos días fuesen como aquel. No dejaba de pensar en cómo hablar con Salvador, cómo mantener una conversación serena con él que les permitiera estar él uno al lado del otro sin que el silencio y la tensión los devorasen.

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Cuando Salvador salió a la calle aquella mañana, una ráfaga de viento que se coló bajo su ropa lo dejó helado. Ni el ambiente cálido de la cafetería Luna ni el café ardiendo que se tomó fueron capaces de hacer que su cuerpo se entonara. El frío se le había metido muy adentro, a lugares donde no llegaba ni el café ni la atmósfera cargada de humo que lo rodeaba y lo arrastró con él durante todo el día hasta que al final de la jornada, rendido, se metió en la cama y se enroscó bajo las mantas. Cuando dejó la cafetería hizo algo que no recordaba haber hecho nunca, volvió a casa y se puso bajo la chaqueta un chaleco de lana. Nadie diría que aquel era un día de abril, más parecía uno de febrero, el cielo estaba encapotado, de nuevo amenazaba lluvia y durante todo el camino a la comisaría el viento helado no dejó de soplar, a veces portando alguna que otra gota de agua. Parecía imposible que la tarde anterior hubiera sido tan cálida y luminosa. Se dio cuenta de que Carmen era más lista que él cuando la vio en la oficina de la brigada judicial, sentada frente a su mesa con un jersey negro de cuello alto. Ella había sabido abrigarse bien y seguro que no sentía el frío carcomerle los huesos. Cuando se sentó frente a su mesa, le hubiera gustado fumar un cigarrillo, pero a aquella hora había demasiada gente en la oficina y estaba seguro de que alguien se quejaría y aquella mañana no se sentía con ganas de discutir con nadie. -¡Vaya mañanita que tenemos!- dijo mirando a Carmen a modo de saludo. Ella le devolvió la mirada y una sonrisa. Observó que Salvador estaba perfectamente afeitado, el pelo bien peinado incluso parecía más arreglado de lo habitual y habían desaparecido las ojeras de ayer. Tuvo la sensación de que el malhumor que le había amargado el día anterior había desaparecido. Un instante después se preguntaba si era una sensación, un deseo o una ilusión. -Parece que está frío- contestó al tiempo que sonreía a su compañero. -Me he quedado helado- dijo él. Luego, durante un buen rato, permanecieron sentados cara a cara en silencio. Carmen se entretuvo ojeando el dossier de la inspección de trabajo. -¿Sabemos algo de la autopsia del Jeringuillas?- Preguntó al fin Salvador. Ella levantó la cabeza y la movió en un gesto negativo al tiempo que esbozaba una sonrisa. Él chasqueó la lengua con una mueca de desagrado.

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-Me da la sensación de que tendremos que volver a la clínica forense si queremos saber algo de ese cabrón- dijo y resopló cambiando el gesto de enfado por resignación. Carmen cerró el informe que tenía sobre la mesa y lo miró fijamente con el rostro muy serio. Dijo: -A lo mejor te estás obsesionando con el Jeringuillas ese y no tiene nada que ver en todo esto… Salvador notó sus ojos verdes apuntándole directamente y entornó un poco los suyos como si temiese que ella se pudiera colar por ellos. Luego se concentró en sus palabras y tuvo que hacer un esfuerzo para comprender lo que le había dicho. -Explícate- respondió cuando hubo comprendido el significado de la frase. Ella titubeó. Apartó la mirada de él y la bajó un poco antes de comenzar a hablar. -Quiero decir… -¡Joder! ¡Dilo ya!- exclamó él impaciente. Lo último que Carmen quería era enfadarlo y enfadarse ella misma con él aquella mañana que parecía empezar con calma y tranquilidad y ahora estaba a punto de llevarle la contraria en la investigación. Dudó durante un instante si continuar o callarse. Inspiró profundamente, se animó y con toda la seguridad que pudo dijo: -En realidad no tenemos nada que nos vincule al Jeringuillas con los otros dos muertos. No sabemos si era el hombre que se entrevistaba con Alejandro Cuenca aquella tarde en la que los sorprendió el amigo. A lo mejor no era él, a lo mejo no era más que alguien que le estaba pidiendo dinero o preguntando una dirección, yo qué sé, pero no hay nada que nos vincule al Jeringuillas con el inspector de trabajo. Y con relación a ese otro hombre que anda por ahí preguntando por el Jeringuillas todo el mudo, no sé, puede ser alguien que…- levantó la vista hacia su compañero y lo observó mirándola fijamente; dejó la frase en el aire y esperó su reacción. Salvador calló. -Puede ser un hombre que no tenga nada que ver en todo este asuntocontinuó ella-. Para empezar, no sabe que el Jeringuillas ha muerto, puesto que pregunta por él, eso nos lo descarta como su asesino ¿no? Salvador se mantuvo con la mirada fija en ella y en silencio. Carmen comenzó a sentirse molesta y tensa. -A lo mejor te estás empeñando en relacionar al Jeringuillas con la muerte de Alejandro Cuenca- prosiguió- y no tienen ninguna nada que ver la una con la otra, han coincido por puro azar. Ahora Salvador abrió la boca, inspiró profundamente y sacó la lengua como si fuera a comenzar a hablar. Volvió a cerrar la boca y calló. Verdaderamente le apetecía fumar. Razonaba mucho mejor con el humo 167

del tabaco en el ambiente, un cigarrillo en la mano y la nicotina en el cerebro. Alzó la vista y recorrió con la mirada la oficina. Dudó durante un instante y decidió dejar de lado el tabaco. Dijo: -O a lo mejor Alejandro Cuenca, harto de la vida, de que la puta vida fuera tan jodida como es, le pegó un tiro a su amante y luego se levantó la tapa de los sesos- calló un momento- y estamos haciendo el imbécil yendo de aquí para allá persiguiendo un fantasma que no existe. Carmen no respondió nada, lo miró y arrugó un poco los labios en una sonrisa falsa y forzada. -Pero tú no lo crees- continuó Salvador. Carmen dibujó un poco más la sonrisa y negó con la cabeza. -Aunque no tienes ninguna prueba- prosiguió Salvador-, aunque lo único que tienes es el convencimiento de que alguien los mató, y ese convencimiento lo tienes sólo porque un montón de rosas no estaban como tú creías que deberían haber estado si Alejandro Cuenca hubiera decidido suicidarse aquella mañana. Carmen sonrió ahora con total sinceridad y asintió con la cabeza. Él la miró con los ojos completamente abiertos aún a riesgo que de los verdes de ella se le colaran en su interior y añadió: -Eso es exactamente lo que me pasa a mí. No tengo nada, sólo un hombre que pregunta por el Jeringuillas y que no es nuestro muerto y el propio Jeringuillas que aparece hecho todo un cadáver y te apuesto lo que quieras que murió el mismo días que mataron a Alejandro Cuenca. Vale, puede ser una casualidad, pero me voy a tener que convencer personalmente de que de verdad lo es, mientras tanto, para mí no existen casualidades como esa. Carmen entornó un poco los ojos y negó con la cabeza, apartó la vista de él y miró el dossier que tenía a su lado en la mesa. -Mira que si los dos estamos equivocados- dijo y alzó la mirada hasta encontrarse nuevamente con la de Salvador. -No se lo diremos a nadie por si acaso. Pero de momento, lo que necesitamos es saber cómo y cuando murió el Jeringuillas y si nos quedamos aquí, no vamos a conseguir nada, así que vamos allá. Camino de la clínica forense calló la primera tromba de agua del día y tuvieron que refugiarse durante un buen rato en una esquina de la Calle Concejo, muy cerca de donde habían aparecido los cadáveres de Alejandro Cuenca y Catalina Fraile. Durante el tiempo que duró el chaparrón no se dijeron ni una palabra, se mantuvieron completamente en silencio, casi hombro contra hombre, pero cada uno completamente ajeno a la presencia del otro. Sólo cuando ya comenzaba a amainar, Salvador dijo: -Como no deje de llover pronto voy a quedarme helado aquí. Carmen lo miró y casi pudo percibir el frío en su piel.

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La joven funcionaria que habitualmente ocupaba la silla que había tras el mostrador de la recepción les indicó que el caso de José Antonio Rubio Folgueira lo llevaba la Doctora de Miguel. -En este momento está en su despacho- dijo y adelantó y adelantó un poco el cuerpo y comenzó un movimiento para señalar con la mano la dirección al despacho. -Gracias- la interrumpió Salvador-, no se preocupe, ya sabemos el camino. Margarita de Miguel se incorporó en cuanto abrieron la puerta del despacho, sonrió y los saludó afablemente. Vestía, al igual que Carmen un jersey negro de cuello alto y un vaquero de color desleído, sólo que en ella levantaba admiración el que hubiera sido capaz de enfundarse en una ropa tan ajustada. -¡Ah! El inspector Montaña y su compañera ¡Vaya sorpresa! ¿Seguís teniendo dudas sobre los disparos a la mujer?- preguntó la forense mirando descaradamente a Salvador y sin dejar de sonreír. Él respondió con rostro serio y profesional: -En realidad, no. Ahora venimos a preguntar por otro muerto. Margarita de Miguel relajó el rostro, señaló las sillas que se encontraban frente a la mesa del despacho y los invitó con la mano a que se acomodaran. -Menuda guardia que he tenido- dijo cuando estuvieron sentados frente a ella al otro lado de la mesa-. Es la primera vez que tengo cuatro muertos en una guardia y ninguno por causas naturales. Al oír aquello Salvador sonrió con suficiencia y miró a Carmen. Parecía decir: ¿ves? Muerte por causas no naturales, lo han matado, como a los otros dos. -Bueno- continuó hablando la forense-, si exceptuamos los tráficos, claro, eso es otra cosa, en una guardia puedes encontrarte varios, pero una semana como esta nunca. -¿Eso quiere decir que la muerte del Jeringuillas fue violenta?preguntó Salvador. Margarita lo miró con cara de no comprender. -José Antonio Rubio Folgueira, alias el Jeringuillas- explicó el policía. -¡Ah!- exclamó la forense- así que le llamaban el Jeringuillas. Pues ha resultado ser un apodo profético porque, a falta de los resultados de toxicología, la primera impresión es que ha sido una muerte por sobredosis. -¿Sobredosis?- interrumpió Salvador con gesto de sorpresa. -Sí, sobredosis- respondió la forense-. Heroína. Eso es lo que pienso, ya te digo que en espera de lo que digan los análisis de tóxicos- se dirigía directamente a él ignorando la presencia de Carmen-. Murió con un edema agudo de pulmón, tenía múltiples lesiones de pinchazos en los brazos, varias de ellas recientes, vamos, me parece un caso claro de sobredosis. 169

Salvador se mordió el labio y chasqueó la lengua. Margarita de Miguel vio en su gesto la decepción que había causado su diagnóstico. -Me parece que eso no es lo que esperabas. Él resopló. -No, no. Sólo que… da igual. La forense sonrió. -Siento no poder complacerte, pero murió de sobredosis, Salvador. Carmen la observó con detenimiento y no tuvo la menor duda de que habría hecho cualquier cosa por complacer a su compañero. Luego miró el gesto adusto y reconcentrado de Salvador y tampoco tuvo duda alguna de que él no habría aceptado nada de ella. -¿En cuanto a la fecha de la muerte?- preguntó Salvador tras un breve silencio. La forense se volvió un momento al ordenador y dio un par de golpecitos con dos dedos sobre el teclado. -Espera un momento- dijo-, que te imprimo una copia del informe. Callaron los tres hasta que la impresora rompió el silencio con el zumbido del rodillo al arrastrar el papel. -Si mal no recuero- continuó Margarita-, fijé la fecha de la muerte el día cuatro- tomó la copia del informe que acababa de escupir la impresora y la ojeó rápidamente-, eso es- continuó- el día cuatro. -El cuatro- repitió Salvador-. El mismo día que Alejandro Cuenca y Catalina Fraile. -Sí- la forense sonrió como una niña- ¡Qué casualidad! Cuando dejaron la clínica forense había vuelto a llover. Ahora era una lluvia fina y serena. Se pararon un momento resguardados por el alero del edificio y Salvador encendió un cigarrillo. -Una sobredosis no es lo esperabas- dijo Carmen tras un largo silencio en el que su compañero se había llevado el cigarrillo una y otra vez a la boca. -¿Por qué no? -Hombre, una sobredosis en un yonqui más parece un accidente que otra cosa. Salvador dio una última calada al cigarrillo y lo arrojó sobre el suelo mojado. -Al principio eso fue lo mismo que pensé yo, pero en realidad, que haya muerto de sobredosis confirma más mis sospechas. Carmen tuvo la sensación de que su compañero se estaba justificando, que no quería dar su brazo a torcer y reconocer que se había obcecado relacionando la muerte del Jeringuillas con las otras dos. Lo miró con cierto aire de reproche. Él escrutó su mirada y le respondió con una sonrisa cínica antes de hablar.

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-No me mires así- se encogió de hombros-. ¡Es lógico!- hizo un breve silencio- Mira, el asesino simuló un crimen pasional y un suicidio en la casa de la calle Concejo. Era evidente que estaba preocupado por encubrir el asesinato, por que pareciera lo que no era ¿de acuerdo? Carmen asintió. -Bien- continuó Salvador-. No dejó ninguna huella, lo hizo todo perfectamente y parece que todo estaba perfectamente calculado, luego suponemos que era un profesional ¿de acuerdo? Ella asintió nuevamente y lo miró con una sonrisa. ¿A dónde querría ir a parar? Él se llevó la mano a la cara y la paseo el mentón antes de proseguir: -Pero el profesional no sólo se ocupó de no dejar huellas, sino que también intentó ocultar el crimen. No sólo no quería que le cazásemos, también quería que no dedicásemos un minuto a ese asunto y así habría ocurrido si no hubiera sido por tu intuición con las rosas ¿de acuerdo? Carmen asintió ahora con impaciencia. -De acuerdo- exclamó-, pero no veo adonde quieres llegar. Salvador encendió un cigarrillo y aspiró el humo tranquilamente antes de responder: -Pues quiero llegar a dos sitios. Uno es que si quieres matar a un yonqui y lo quieres disimular, la mejor manera de que no parezca un asesinato es matarlo con una sobredosis, así todo el mundo pensará que ha sido un accidente, uno de tantos de los que ocurren con las drogas. Carmen lo miró en silencio durante un momento y luego dijo: -Sugieres que la misma persona mató a los tres haciendo creer que no había intervenido nadie más que los propios muertos. -Tiene sentido ¿no? Ella tardó en responder: -Tiene sentido si no estamos haciendo un castillo de naipes -Ese es un riesgo que tenemos que correr, pero es eso o nada- él arqueó las cejas y la miró con suficiencia. -Dijiste que querías llegar a dos sitios, ya sé uno de ellos ¿Cuál es el otro? Salvador dio una calada al cigarrillo y observó durante un buen rato los dibujos del humo en aire. A través del humo se dio cuenta de que había dejado de llover. -Mira, ya no llueve- dijo. Carmen lo miró con ira. Odiaba que hiciera aquello y él lo sabía. ¿Por qué no le contestaba cuando le hacía una pregunta? -Vamos- dijo él arrojando el cigarrillo al suelo- o empezará a llover y nos quedaremos aquí todo el día. Comenzó a caminar. Carmen lo observó desde donde estaba, pegada a la pared sin moverse resuelta a no hacerlo. 171

-¿Cuál es el segundo sitio al que quieres llegar con tu razonamiento?gritó antes de que Salvador se alejase demasiado. Él se detuvo. -¿Vamos a hablar a voces? -Si no vienes aquí, sí. Salvador estaba parado en mitad de la acera, con las manos en los bolsillos. La miró e hizo un gesto con la cabeza indicándole que caminara hacia él. Ella no se movió, esbozó una sonrisa que no ocultaba su ira. Él se encogió de hombros, se giró y sin sacar las manos de los bolsillos comenzó a caminar y fue perdiéndose poco a poco entre la gente que llenaba las calles ahora que ya no llovía.

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22 Salvador se sentó en uno de los taburetes que se alineaban con el mostrador de la cafetería y estuvo a punto de dar un puñetazo de ira sobre el mármol negro. En vez de ello resopló y se mordió el labio hasta casi hacerse sangre. Sentía un malestar que le carcomía por dentro además de un frío intenso que hacía que le doliesen todos los huesos. Pidió un café y encendió un cigarrillo. ¿Cómo podía ser tan imbécil? Desde que se había dado la vuelta y había dejado a Carmen pegada a la pared de la clínica forense había caminado lentamente, muy lentamente, con la esperanza de oír su voz recriminándole por haberla dejado de aquel modo y sin responder a la pregunta que le había hecho, pero no oyó nada. Aunque hubiera sido un insulto, daba igual, se habría dado la vuelta, le habría sonreído y la habría esperado, pero no hubo ninguna voz ni ninguna llamada y no tardó demasiado en perder la esperanza. Pronto supo que ella no daría un paso tras él. ¿Por qué se había comportado de aquel modo? ¡Vaya pregunta! Porque era un puto estúpido. Entró en la primera cafetería que vio y se acomodó malhumorado en la barra. Tomó el café que le habían servido casi de un trago, abrasándose la lengua. Arrojó al suelo el cigarrillo completamente consumido que tenía en la mano, pidió otro café y encendió otro cigarrillo. Había sido tan majadero que ya no tenía solución. ¿Qué haría cuando se encontrara nuevamente con Carmen? ¿Con que cara la iba a mirar? A lo mejor ya no se volvían a ver, a lo mejor ella se volvía a marchar y esta vez ya no regresaba. Se dio la vuelta en el taburete intentando que, al girase, sus pensamientos quedaran del otro lado y pudiera olvidarlos, pero fue inútil. Miró el cigarrillo que sostenía en la mano izquierda, se rascó la cabeza con la otra y pensó que lo mejor que podía hacer era concentrarse en el trabajo. Tomó el teléfono del bolsillo y rebuscó en la agenda hasta encontrar lo que buscaba. Sin soltar el cigarrillo, marcó el número y espero. No muy lejos de allí en uno de los despachos de un edificio de muros blancos situado en una ladera cubierta por una fraga espesa sonó el metálico timbre de un teléfono. Carlos Arias el subdirector de seguridad de la prisión provincial, con la nariz casi pegada en un papel mugriento y cuadriculado se afanaba en descifrar la intrincada caligrafía de una carta que acababa de interceptar. Al escuchar el sonido agudo y molesto, miró el teléfono con un gesto de desprecio, el mismo gesto que habría dedicado a cualquier persona que le hubiese interrumpido en aquel momento, dejó la carta sobre la mesa y tras esperar a que el timbre sonara unas cuantas veces, descolgó el auricular. -Diga- exclamó con voz seca y cortante.

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Salvador esperó pacientemente hasta que el pitido del teléfono se calló y escuchó la voz distorsionada de Carlos Arias. -¿Carlos?- dijo. Como no hubo respuesta continuó-: soy Salvador- se movió girándose en el taburete y mirando al cielo como si pudiera ver las ondas que buscaba- ¿Me oyes? -Hombre, Salvador- la voz de Carlos Arias se volvió y suave y menos chillona, casi dulce-. ¿Cómo te va? Buena pregunta. Salvador sonrió. -Mejor no te cuento ¿y tú? -He tenido días peores. Pero, bueno, ¿en qué puedo ayudarte? Salvador agradeció la frase de su interlocutor, directa y al grano. -Necesito que me hagas un pequeño favor- respondió-. ¿Te has enterado de lo del Jeringuillas? -Algo he oído. Supongo que una sobredosis ¿no? Salvador notó que el cigarrillo ya consumido le quemaba y lo arrojó al suelo inclinándose un poco hacia adelante. Luego recuperó la postura y continuó hablando. -Puede que sí o puede que no- dijo en tono enigmático. -¡No me jodas!- exclamó Carlos Arias al otro lado de la línea. Ambos hicieron un pequeño silencio salpicado por los chisporroteos del teléfono. -El caso es que necesitaba hablar con algún familiar o algo parecido y tú eres mi mejor recurso, estoy seguro de que en una de sus múltiples estancias en tu hotel dejó alguna dirección que me valga. -Lo consulto en el ordenador y te llamó en cinco minutos- dijo el subdirector seco y cortante. Salvador iba a responder, pero el pitido continúo del teléfono lo dejó con la boca abierta como un estúpido. Colgó, dejó el aparato sobre la barra de la cafetería y se dispuso a esperar la llamada con un nuevo cigarro encendido en la mano. Cuando el móvil vibró sobre el mármol negro había conseguido no pensar en Carmen más de un par de segundos. -Dime. Carlos Arias había hecho una consulta en el ordenador y en una esquina de la pantalla aún tenía el rostro macilento y mal afeitado del Jeringuillas, tal y como había quedado en la fotografía tomada en su último ingreso en la prisión. Leía los datos de la pantalla y se los iba contando a Salvador: -Aquí tengo un hermano, es el único familiar, bueno, el único que nos dio, pero si tiene alguno más te lo puedo conseguir. -Con uno será suficiente, si tiene más, casi seguro que se conocerán entre ellos. -Es fácil, aunque nunca se sabe. Se trata de un tal Carlos Rubio Folgueira. 174

Salvador dio una calada al cigarrillo y preguntó: -¿Antecedentes? -Tú sabrás- contestó el otro con tono burlesco. -Carlos, estoy en una cafetería. El subdirector soltó una sonora carcajada. -Y luego dirás que estás trabajando- dijo e hizo un pequeño silencio-. Antecedentes- continuó con voz seria-, veamos- miró la pantalla-. Con nosotros, no, pero puede tenerlos en otra parte. -¿Tienes la dirección? Carlos Arias leyó en la pantalla. -Carretera de la Granja Km cuatro. Es todo lo que tengo. No sé si será suficiente. -Me apañaré. Te debo una. -Te la cobraré, ya lo sabes. Hasta la próxima. Antes de colgar una idea asaltó el cerebro de Salvador. -Espera- exclamó-, no cuelgues. Necesito que me hagas un favor, pero un poco más complicado que este. -A ver- dijo Carlos Arias con resignación. Salvador dudó un momento. -No es algo muy legal, pero me puede ser útil. Uno de esos médicos que tienes ahí ¿no podría decirte las drogas que consumía el Jeringuillas? El subdirector tardó un buen rato en responder. -¿No habíamos quedado en que no había sido una sobredosis? -Ya te dicho que puede que sí y puede que…- Salvador calló y recompuso el pensamiento-. Al parecer sí ha sido una sobredosis, pero me gustaría saber si ha sido accidental o inducida. No es que me importe mucho, pero es el trabajo, ya sabes. El subdirector apartó el auricular de la oreja y lo miró como si pudiera ver en él a su interlocutor, luego lo devolvió a la oreja y dijo: -Me parece que te tomas demasiadas molestias por un yonqui. -Nosotros trabajamos igual por todos los ciudadanos, Carlos, parece mentira que digas eso. O te crees que yo hago distingos entre las putas y los yonquis. -Ya- dijo el subdirector con sorna-. Bueno, dame media hora, veré lo que puedo hacer. -Te tomo la palabra. El kilómetro cuatro de la Carretera de la Granja estaba lo suficientemente lejos como para que Salvador tuviera que usar el coche y la ciudad lo suficientemente atascada como para que el viaje fuera todo un suplicio. Había comenzado a llover y las calles se llenaron de coches y paraguas. Al malhumor que sentía antes de comenzar a conducir se le sumó el del atasco y cuando al fin dejó la ciudad y salió a campo se le habían encrespado todos los pelos del cuerpo. Un buen trecho después de cruzar el 175

kilómetro tres detuvo el coche en un descampado y encendió un cigarrillo. Dejó de llover y algunos rayos de sol se atrevieron a asomarse entre las nubes. Cuando acabó el cigarrillo reemprendió la marcha, ya más tranquilo. No le costó demasiado encontrar lo que buscaba en el kilómetro cuatro, la carretera subía por una ladera no muy inclinada y al volver un recodo se encontró con una casa de dos plantas de la que colgaba un cartel bien visible en letras azules que pregonaba un horno de pastelero. Dulces Rubio, especialidad en bica y empanada. Al dejar el coche, pese al sol que cada vez se colaba con más fuerza entre las nubes, una brisa helada le erizó la piel y un escalofrío le recorrió la espalda. El bajo de la casa tenía una puerta acristalada situada justo bajo el cartel que anunciaba el horno y a su lado un pequeño escaparate lleno de cajas con el mismo rótulo que el anuncio colgado. Al abrir la puerta tintineó una campanilla al mismo tiempo que le asaltó una bocanada de aire agradablemente cálido vestido de un delicioso aroma a dulce. El local no era excesivamente grande y estaba a ambos lados rodeado por expositores repletos de cajas de dulces. Frente a él había un mostrador de cristal que dejaba ver un montón de pasteles en su interior y tras el una puerta cubierta por una cortina azulada. La iluminación era fuerte y daba a toda la sala un tono blanquecino, como lechoso. No había nadie, pero no tardó en aparecer tras la cortina una mujer con un vestido azul claro y un delantal blanco manchado con harina. Era una mujer de unos cuarenta años, grande, corpulenta. Parecía pregonar la bondad de los dulces que vendía. Las manos eran también grandes y robustas, dispuestas a amasar toda la harina del mundo. -Buenos días- dijo la mujer sonriendo francamente al tiempo que apoyaba las manos en el mostrador. Salvador devolvió el saludo y preguntó: -¿Don Carlos Rubio? La mujer retiró la sonrisa de la cara. Comprendió al instante que el hombre que tenía frente a ella no era un cliente. Salvador mostró su documentación y dijo: -Subinspector Montaña. -Carlos Rubio es mi marido. -Me gustaría hablar con él, será sólo un minuto. La mujer hizo un gesto que parecía indicar que sabía perfectamente de qué quería hablar con su marido y dijo: -Espere, por favor, ahora mismo lo aviso. Carlos Rubio no se parecía mucho su hermano, el Jeringuillas, era más alto y más fuerte, y también algunos años mayor, pero tenía en la mirada algo que lo recordaba. Estaba vestido completamente de blanco y también completamente enharinado. Lo acompañaba un aroma a limón,

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manteca y leche aún mayor que el que había en la sala. Se sacudió las manos, grandes y rechonchas y saludó al policía. -Me gustaría hacerle unas preguntas sobre su hermano- dijo éste. -Yo no tengo ningún hermano- se apresuró a responder el confitero. Salvador hizo un gesto de sorpresa. -Usted es Carlos Rubio Folgueira- dijo. -Si, señor- afirmó el otro muy serio. -Y no es hermano de José Antonio Rubio Folgueira. El hombre no respondió, miró a Salvador a los ojos sin decir nada. Él observó que en aquel momento el fondo de aquellos ojos estaba completamente vacío, no veía en ellos ni odio siquiera. Se sostuvieron la mirada durante un rato. -José Antonio es mi cuñado- intervino la mujer. -Pero no nos interesa nada de él- añadió el hombre con sequedad apartando los ojos, ahora sí, llenos de odio, del policía-. Ni nos interesa ni sabemos nada de su vida. Salvador inspiró profundamente. No era la primera vez que veía esa reacción y estaba seguro de que tampoco sería la última. Bueno, eso haría más fácil decirles que el Jeringuillas estaba muerto. Porque tuvo la sensación de que no sabían nada. -¿Saben que José Antonio ha muerto? -En ese caso, lo entierran y ya está. Si lo que venía a hacer era comunicarnos su muerte, podía haberse ahorrado el viaje. Si no quiere ninguna otra cosa, me va a disculpar, pero tengo trabajo que hacer. El confitero comenzó al volverse, pero Salvador lo detuvo: -Un momento. No, no he venido a comunicarle la muerte, en realidad he venido a hacerle unas preguntas sobre su… sobre José Antonio, quiero decir, ya que usted dice que no era su hermano, no voy yo a empeñarme en que lo sea. El hombre apoyó sobre el mostrador la mano derecha y se inclinó un poco hacia Salvador. -Me imagino que estará pensando que soy un monstruo- dijo-. A fin de cuentas, acaba de decirme que mi hermano ha muerto y… -No, no- interrumpió Salvador-. No se me ocurriría nunca hacer ninguna valoración moral, sólo quiero saber algunas cosas, nada más. El hombre pareció no escuchar lo que le decían, dejó la mirada perdida y continuó hablando como si se encontrara solo: -Tuvimos un hijo ¿sabe? Se llamaba Carlos, como yo… Salvador intuyó que iba a contarle algo muy íntimo y no se sentía con ganas de escuchar confesiones de nadie. -No necesita darme ninguna explicación, se lo aseguro. Pero el confitero seguía sin atender a nada que no fuera su propio discurso. 177

-El pobre. ¿Sabe lo que es una leucemia? No, no lo sabe, ha oído hablar de ella, pero seguro que no sabe lo que es, como mata día a día, como lo mató. Tenía ocho años, el pobre. Y a su tío José Antonio lo quería, no lo veía mucho, pero lo quería. Murió hace ahora tres años…- el confitero entornó un poco los ojos que se le comenzaban a llenar de agua y calló. -Carlos- susurró la mujer-. Déjalo… Salvador se sentía incómodo. -No es preciso que me explique nada- dijo. Pero el dueño de la confitería continuó hablando: -Lo enterramos un sábado. No puede imaginarse lo triste que puede ser un sábado ni puede imaginarse la desesperación que sentía. La mujer tomó la mano que descansaba en el mostrador. -Que José Antonio no fuera al entierro no me sorprendió- continuó diciendo Carlos Rubio-, sabía perfectamente como era y yo no le habría dado ninguna importancia, bastante tenía ya para mí como para preocuparme por mi hermano. Pero lo que no le puedo perdonar es lo que hizo aquella tarde. Después del cementerio, cuando volvimos a casa, me encontré con una orgía. No, no le exagero nada, había al menos veinte personas, todos borrachos y desnudos. El día del entierro de su sobrino, tomó la casa y… - el hombre calló con el rostro congestionado-. Si no hubiera nadie más que yo, podría haberle perdonado- continuó-, pero- miró al la mujer que le sujetaba la mano- ella no se merece alguien así en su familia. Salvador esperó un momento antes de hablar. Apenas si podía comprender lo que estaba escuchando. -Lamento haber traído unos recuerdos tan dolorosos, pero es posible que alguien haya matado a su hermano y necesitaría saber algunas cosas. -Le estoy diciendo que hace tres años que no sé nada de él. -¿No sabe donde vivía? El hombre negó con la cabeza. -¿Tiene algún hermano más? Volvió a negar en silencio. -Y ¿no saben de nadie que pueda contarme algo sobre su vida? El hombre permaneció callado, pero la mujer dijo con la voz un poco quebrada: -En aquella época andaba con uno al que llamaba Julián. No hace mucho, lo vi una tarde en el centro y estaban juntos, así que supongo que seguirá con él. -Julián- repitió Salvador- ¿Sabe algo más de él? La mujer negó con un movimiento de cabeza. -Lamento haberles molestado, pero si recuerdan algo le agradecería que me lo comunicasen. 178

El confitero apretó los dientes y calló. La mujer dijo: -Lo haremos. Cuando llegó al coche, Salvador además de todo el cuerpo, sentía el corazón helado. Lo había dejado al sol y el interior estaba cálido, aunque no lo suficiente para él. Encendió un cigarrillo y colocó las manos sobre el volante. El humo ascendía a los ojos y le obligaba a entornarlos para no llorar. Luego pensó si merecía la pena dedicar un solo segundo a averiguar quien había matado al Jeringuillas. Dio al contacto y cuando arrancó el motor y comenzó a moverse no le cabía ninguna duda de que si no fuera por los otros dos muertos, si sólo estuviera investigando la muerte del Jeringuillas, habría dado el caso por cerrado en aquel momento. Quien lo hubiera matado sus razones tendría, y seguro que no eran malas. Bajó un poco la ventanilla para ventilar el humo y apagó el cigarrillo en el cenicero. Vaya, vara, Salvador, se dijo, tantos años de policía y aún acabas encontrando cosas que te sorprenden y te escandalizan.

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23 Carmen estaba realmente enfadada. Enfadada y resuelta. Cuando Salvador le indicó que la siguiera y ante su negativa se encogió de hombros, se volvió con gesto de suficiencia y la dejó pegada a la pared de la clínica forense, el primer impulso de sus pies fue seguirlo, pero en su mente algo la mantuvo quieta. No te vas a mover de aquí no vas a ir tras él, le has hecho una pregunta y no te ha contestado y si quiere algo contigo va a tener que responder a la pregunta. Pese a la primera determinación, lo miró esperando a que se volviera o, al menos, que hiciera un gesto que le permitiera seguirlo, pero él no sacó las manos de los bolsillo, no se detuvo, no miró siquiera hacia atrás, sólo desapareció entre el montón de gente que comenzaba a llenar las aceras de la ciudad. Si la hubiera mirado, si hubiera movido una mano o si se hubiera detenido, ella habría caminado a su lado, pero no hizo nada de eso. Ella perdió pronto la esperanza de que lo hiciera y estuvo allí, pegada a la pared, un buen rato, mascando su malhumor y mascullando maldiciones e imprecaciones. Se sentía como una estúpida, por una parte se sentía mal por haberse quedado allí, por no haber continuado con él, le parecía que era su culpa, que era ella la caprichosa que se había empeñado en quedarse allí, pero al mismo tiempo, sentía que Salvador no se merecía otra cosa que un desplante. Desde aquella maldita noche no había hecho más que tratarla como si fuera una apestada, como si hubiera cometido el peor de los crímenes al marcharse sin decir nada, y ella no se merecía eso. ¿Por qué sería tan estúpido? ¿Por qué no podía dedicar sólo quince minutos a escucharla? Pues lo haría, por las buenas o por las malas. Las cosas no podían seguir así. No estaba dispuesta a otro desplante como aquel, a mantener aquella tensión constante. O volvía a ser el mismo de antes o ya se podía ir olvidando de ella. O hablaban entre ellos o hablaría ella con Pombal y que los separara. Se acabó. Cuando tomó la decisión se sintió mejor, gran parte del malhumor desapareció y la invadió una sensación de alivio. Miró el reloj y comenzó a caminar. Decidió que el mejor momento para enfrentarse a él sería aquella misma tarde, ahora que estaba decidida, lo mejor era actuar rápidamente. Sabía perfectamente cuando y donde encontrarlo y no iba a desaprovechar la ocasión. Y allí estaba, acodado sobre la barra de la cafetería Luna y con un cigarrillo en la mano. Después de dejar al confitero y a su mujer, la sensación de frío que le había acompañado durante todo la mañana se volvió más intensa y casi se sintió enfermo. Aunque deseaba echarse en la cama y cubrirse con un millón de mantas, decidió no ir a casa, si lo hacía se quedaría allí toda la tarde y no estaba dispuesto a pasar tanto tiempo solo. Comió en la Taberna de Federico, un local al que iba de vez en cuando y 180

después se fue a la cafetería Luna a tomar tranquilamente su café y charlar un rato si encontraba a alguien con quien hacerlo. Como no le acompañó nadie durante la comida, tuvo tiempo de pensar. Sin saber de qué manera y por qué caminos mentales, su pensamiento viajó desde el confitero, su mujer y el Jeringuillas hasta su relación con Carmen. Le producía repugnancia sólo pensar que aquella noche, cuando llegase a casa, la pudiera encontrar ocupada por una pandilla de yonquis, y no podía siquiera imaginarse lo que habría pasado por la mente del confitero el día del entierro de su hijo. ¡Pobre hombre! Quien iba a obligarlo a reconocer que tenía un hermano. Ni hermano ni nada. La joven de piel cobriza y pelo negro como el alma del Jeringuillas que servía la comida en la Taberna le retiró el plato y le distrajo de sus pensamientos. -¿Postre va a tomar? -¿Qué fruta hay? -Manzanas. -¿Sólo? -Solo manzanas, señor. -Entonces, nada. -Son muy buenas- la joven sonrió con unos dientes grandes y blancos. Salvador devolvió la sonrisa y cerró los ojos para decir: -Ya, pero no me apetecen manzanas. La camarera remarcó más la sonrisa -Por si cambia de opinión le dejo una- dijo y depositó un plato con una manzana verde y hermosa sobre la mesa. Sin dejar de sonreír, arqueó las cejas y se encogió de hombros. A él no le apetecían las manzanas y al hermano del Jeringuillas no le apetecía tener un hermano. Y a Carmen no le apetecía estar con él. De pronto se sintió mal, se sintió muy mal. Le pareció por un momento que él era el Jeringuillas en su relación personal con Carmen, que ella lo rechazaba porque era igual de despreciable que él. Aquel pensamiento sólo duró un instante, lo apartó rápidamente de su pensamiento. Sabía perfectamente que él no era así, pero entonces ¿por qué ella lo había rechazado? ¿qué le había hecho? Bajó la cabeza y fijó la vista en al manzana verde y solitaria que descansaba sobre el plato blanco de arcopal. Y ¿que te ha hecho a ti la manzana? Entonces aquel pensamiento, aquella idea tan simple y tonta hizo que se sintiera tan mal como ya no recordaba que se pudiera sentir. Él no era el Jeringuillas, él era la manzana. La manzana que se había vuelto idiota porque la señorita no la quería comer. Se había portado como un imbécil, como un autentico imbécil y estúpido. ¡Pobre carmen! ¿por qué iba a tener que comer manzanas si no le gustaban

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las manzanas? Aquel pensamiento le supuso cierto alivio, parecía que le había liberado de una carga, de una culpa que no comprendía muy bien. Cuando dejó la Taberna camino de la cafetería Luna, tenía una idea muy clara: le tendería la mano y aquí paz y después gloria. A fin de cuentas, haber pasado aquella noche con ella era lo mejor que le había pasado en años, no veía ninguna razón para amargarse la vida por ello. Carmen lo vio acodado en la barra y le pareció taciturno. Acaso aquel no era el mejor momento para plantear las cosas claramente. Dudó un momento con la puerta de la cafetería abierta, pero la decisión era firme y estaba determinada a enfrentarse a él y obligarlo a que se enfrentara a ella. Desde que lo había decidido aquella mañana, le había dado vueltas y vueltas a la cabeza buscando la mejor manera de que Salvador se aviniese a hablar con ella y después de una hora no se le había ocurrido nada. Si él no quería hablar, no hablaría, estaba segura de ella. Se lo había demostrado sobradamente. Así que al fin decidió que lo mejor sería decirle claramente que, o arreglaban la situación, o hablaba con Pombal para que los separase. Con la decisión tomada, abrió la puerta y caminó lentamente hacia él. Cuando Salvador la vio, era el único momento de la tarde en el que no estaba pensando en ella. Al llegar a la cafetería no encontró a nadie con quien charlar, así que se sentó en uno de los taburetes y dejó que pasara el tiempo con la mente distraída, pero, aunque no quisiera, Carmen le asaltaba una y otra vez al pensamiento. Se sentía un poco avergonzado, aunque, en realidad, no había hecho nada que pudiera avergonzarle. Tenía todo el derecho del mundo a estar enfadado. Nadie podía recriminarle nada por ello. Además era algo a lo que no estaba dispuesto a renunciar, nadie podía privarle de su derecho al malhumor. Si le quitaban eso ¿qué le quedaba? Sin embargo, tenía la sensación de no haber sido justo con ella y eso era lo que le producía cierta desazón ante la idea de encontrarse nuevamente cara a cara. Sólo cinco minutos antes de que Carmen apareciera en la cafetería sonó el teléfono. Al descolgar, se encontró al otro lado de la línea con Carlos Arias, el subdirector de seguridad de la prisión provincial. -Perdona que no te haya llamado antes, pero es que me olvidé completamente de tu encargo. -Ya estaba a punto de ir yo personalmente a buscar la informaciónrespondió que después de la entrevista con el confitero se había olvidado también del favor que le había pedido. -Ya ves que no es necesario. De todos modos, como dice el refrán, más vale tarde que nunca. Bueno, da igual ¿sabes lo que es el speed ball? -Speed ¿qué? -Speed ball. -Ni puta idea.

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-Pensé que los policías sabíais más de eso. Bueno, da igual. Es más o menos, mezclar en una dosis cocaína y heroína. Eso era lo que hacía el Jeringuillas, eso y esnifar la cocaína. Salvador no contestó enseguida. -¿Eso es lo que dicen tus médicos?- dijo después de meditar un momento. -Eso. Y ya sabes que mis médicos no se equivocan. -De que consumiera heroína sola no te han dicho nada. -De heroína sola, nada. -Gracias, Carlos. Te debo una. -Te equivocas, amigo- dijo el otro-. Me debes dos. Después de colgar, encendió un cigarrillo, se acodó en la barra e intentó recordar lo que la forense había dicho sobre la muerte del Jeringuillas. Al cabo de un momento estaba seguro de lo que había dicho la forense. Había hablado de sobredosis de opiáceos, y eso era heroína. No había dicho una sola palabra de cocaína. Cada vez estaba más convencido de que lo habían matado y de las tres muertes estaban relacionadas. Dio una última calada al cigarrillo y lo arrojó al suelo. Al volverse, la vio al otro extremo de la barra, caminando lentamente hacia él. Le pareció más hermosa que nunca. A lo mejor fue porque ahora sabía ya que era completamente inaccesible. Cuando se acercó, notó que tenía el rostro tenso. Carmen se acercó cada vez más lentamente hacia él, pero al mismo tiempo cada vez más resuelta a mantenerse tranquila, a no alterarse y obligarlo a hablar. -Hola- dijo forzando una sonrisa. Él sonrió cínicamente y respondió. -¡Hombre! Te has movido. Pensé que te habías quedado pegada a la pared. Ahora mismo iba a pedirle a Manolo un poco de agua caliente para despegarte. Carmen tragó saliva. -Eres un estúpido- dijo. Salvador remarcó más la sonrisa cínica, entornó los ojos y movió la cabeza de un lado a otro. -No- dijo-. No puedes decir a nadie en ese tono que es un estúpido. La palabra estúpido no se dice, se escupe. Así: ¡estúpido! Con desprecio. Carmen cerró los ojos e inspiró. -¡Estúpido!- escupió. -Eso está mejor. ¿Quieres un café? Ella se sentó a su lado y asintió. Se mantuvieron en silencio hasta que les sirvieron los cafés, entonces Carmen dijo: -Salvador, tenemos que hablar. Él resopló. 183

-Mira que estás pesada con lo de hablar ¿eh? -No, el pesado eres tú. Tienes que dejarme que te explique. -No quiero ninguna explicación. Las cosas están muy claras. -Te equivocas. -No, no me equivoco. Mira, hacemos una cosa, quedamos en mi casa hoy para cenar y te escucho todo lo que me quieras contar. Carmen se revolvió incómoda en el asiento. -No es eso, Salvador. -Sí es eso, claro que es eso ¿ves como está todo claro? Carmen se dio por vencida, era imposible, seguirían así hasta el fin de los tiempos y ella no estaba dispuesta a aguantarlo. Decidió que no quedaba más remedio que trabajar separados, pero prefería decírselo a él antes que a Pombal. Lo miró a los ojos y se encontró con su mirada clavada en ella, abrió la boca dispuesta a hablar, pero él se le adelantó. -Mira, Carmen- Salvador la miraba sin pestañear. Había perdido todo rastro de cinismo en la expresión que era ahora muy seria-. Estos días quizás haya estado un poco borde contigo y lo siento, de veras. No te lo merecías. Pero me he sentido muy mal, muy frustrado y hasta hoy no me he dado cuenta de que mi conducta no era la más…- hizo un pequeño silencioadecuada, digamos. No tengo ningún derecho sobre ti ni pretendo tenerlo, te lo aseguro, y tampoco puedo exigirte nada, así que no lo voy a hacer. Te prometo que a partir de ahora volveré a mi estado normal de estupidez y malhumor. Eso sí, por debajo de mi estado normal tampoco pienso en situarme- Salvador calló sin dejar de mirar el fondo de sus ojos verdes y esbozó una sonrisa sorprendido de la facilidad con la que había expuesto sus sentimientos. En su interior maldijo al mundo y a la vida por apartarle de la mujer que volvía sus sentimientos comprensibles Carmen lo escuchó con la boca abierta, observó su rostro duro, sus ojos negros y escuchó su voz grave intentando comprender el significado de las palabras que escuchaba y cuando al fin Salvador calló y quedaron mirándose en silencio, había olvidado ya todos los malos ratos. Cerró la boca y le devolvió la sonrisa. -Entonces ¿me vas a dejar hablar? Él respondió fríamente: -Si lo que pretendes es darme explicaciones, no. Carmen no podía comprender su actitud. Insistió: -Por favor, estás equivocado, déjame que te explique. Salvador negó con la cabeza sin dejar de sonreír. -¡Pero yo quiero que me entiendas!- exclamó ella. Salvador forzó la sonrisa que adornaba su cara y dejó que se volviese un punto cínica. -Mira, mejor no vamos a hablar de lo que queremos cada uno- dijo-, porque si digo lo que yo quiero a lo mejor no te gusta nada. 184

-¡Salvador! Él borró la sonrisa de la boca, dejó que el cinismo se evaporase y cambió el tono de voz para decir muy serio. -Carmen, yo respeto lo que tú has decidido y no te reprocho nada, de verdad, es tu decisión y para mí es bastante. Sólo te pido que hagas tú lo mismo, respeta mi decisión. No es que no necesite ninguna explicación, es que simplemente no la quiero y creo que tengo todo el derecho del mundo a que sea así. -Pero ¿Por qué? -Porque sí. Carmen resopló y luego esbozó una sonrisa resignada. -Vale- dijo-, pero a lo mejor no sabes lo que te iba a decir, a lo mejor no es lo que te piensas. -Vale, lo acepto, pero a lo mejor tú no sabes lo que te estás perdiendo con tu decisión. Es lo que tiene la vida. Se miraron en silencio. -¿Amigos?- dijo el fin Salvador y tendió la mano. Ella levantó la suya lentamente y la estrechó. Sintió la mano firme y algo fría de salvador. -Amigos- dijo. Cuando ambos retiraron las manos, en la de Salvador quedó pegado el tacto suave de la de Carmen y el aroma a vainilla quedaría con él hasta que la noche se hizo muy oscura.

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24 Cuando Salvador calló, Carmen lo miró con una sonrisa burlona en la cara y dijo: -Me estás tomando el pelo, eso te lo acabas de inventar. -Te juro que no- respondió Salvador con gesto burlón. Ella calló un momento y chasqueó la lengua. -¿En serio? Él movió gravemente la cabeza en un gesto afirmativo. -En serio. Ella volvió a callar, luego retiró la sonrisa de la boca y exclamó. -Es mentira, me estás engañando, soy una tonta por creerte y tú un estúpido. -Vamos a dejarlo ya que no me crees- respondió Salvador-, pero antes voy a decirte dos cosas. Una, que todo lo que te he contado es cierto, no me ha inventado ni una palabra. La otra ya te la dije ayer y te la repito hoy, la palabra estúpido no se dice, se escupe. Carmen lo miró, negó con la cabeza, inspiró profundamente y chasqueó nuevamente la lengua. -Estúpido- dijo lánguidamente y esbozando una sonrisa irónica. Él arqueó las cejas, se encogió de hombros y resopló. -Así no, escupiendo. Se encontraban en la oficina de la brigada judicial, sentados cara a cara y él le acaba de contar la entrevista que había mantenido el día anterior con el hermano confitero del Jeringuillas y a ella le resultaba imposible creer lo que estaba oyendo. -Si eso fuera cierto- dijo Carmen tras un breve silencio-, y no digo que lo sea, teníamos que buscar al que lo mató, si es que lo mató alguiensonrió pícaramente-, y darle un premio. La mención a la muerte del Jeringuillas trajo a la mente de Salvador la llamada al subdirector de la prisión. Levantó la mano derecha con el índice extendido y exclamó: -¡Por cierto! Además de ver al confitero hice una llamada telefónica que casi ha confirmado mis sospechas sobre que la muerte del Jeringuillas no fue accidental- luego calló esperando a que Carmen hiciese alguna pregunta. Ella lo miró expectante y silenciosa esperando que le dijese qué llamada había hecho y a quien, auque no hizo ninguna pregunta. -¿No quieres saber a quien he llamado y qué me ha dicho? -Sí, pero si te lo pregunto no me vas a contestar, así que cuando quieras me lo cuentas. -¿Por qué dices eso? 186

-Porque es cierto, nada más que por eso. Por ejemplo aún me debes una respuesta desde ayer. Salvador no recordaba de qué estaba hablando. -¿Desde ayer?- preguntó -Desde ayer. -Se me habrá olvidado- dijo descaradamente Salvador. -Será eso- repuso Carmen con cinismo. Él la miró a los ojos y la señaló con el índice. -Eso lo has aprendido mejor que lo de decir estúpido. Te aconsejo que cultives más el lado de la insolencia que él del enfado, va más contigo. Pero bueno, da igual, vamos a hacer una cosa, yo te cuento a quien he llamado y lo que me ha dicho y luego tú me das una pista sobre esa respuesta que te debo desde ayer y que a lo que se ve, he olvidado. -No sé si creerte. -Pues haces mal. Te aseguro que ayer estuve con el hermano del Jeringuillas y que te he dicho toda la verdad de la entrevista, pero además de eso, hablé con el subdirector de la prisión, no sé si lo recuerdasSalvador calló y ella asintió-. Sabes que el Jeringuillas había estado unas cuantas veces preso y que allí lo conocían bien así que le pedí información sobre el tipo de drogas que consumía. Y tuvimos suerte, por lo que me dijo, era más aficionado a la cocaína que a la heroína, al menos eso dice el médico de la cárcel. ¿Recuerdas que la forense nos dijo que la muerte le parecía por sobredosis de heroína? Me imagino que quien lo mató no conocía sus hábitos y usó la heroína, pero se equivocó. ¿Qué te parece? Carmen reflexionó un poco antes de responder. -Puede ser, tiene sentido, aunque no es la prueba definitiva. -Poco a poco- dijo él- ahora dime cual es esa respuesta que te debo desde ayer. Carmen lo miró dubitativa. Estaba segura de que no le iba a contestar. Se resignó, esbozó una sonrisa y dijo: -Ayer, antes de dejarme abandonada… -Cuando se te pegó la ropa a la pared, dices- interrumpió Salvador. -Eso es, cuando me dejaste abandonada, me acababas de decir que habías hecho dos deducciones, una era que el asesino quería encubrir tanto el asesinato como a sí mismo. -Eso pienso. Estoy seguro de que los quería matar, pero de modo que todo el mundo, incluidos nosotros, pensase que no había habido asesinatos, que pareciera que todo había sido un crimen pasional y una sobredosis. Carmen cruzó las manos y dijo: -Bien y ¿Cuál es la otra conclusión? Salvador dudó si contestar o no. La miró y vio en sus ojos que no esperaba su respuesta.

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-La otra conclusión- dijo- es la siguiente: si yo cometo un crimen, lo primero que intento es que no me cojan, claro está, pero no me tomo tantas molestias en que parezca que no hay crimen. Quiero decir que lo que nuestro asesino quiere ocultar en realidad son las causas, el porqué, no sé si me entiendes… Carmen calló, se mordió los labios con un gesto pensativo y dijo al cabo de un buen rato: -Sugieres que quien los haya matado pretende ocultar lo que hay tras la muerte. -Eso es y lo que nos oculta es el nexo entre el inspector de trabajo y el Jeringuillas- dijo Salvador y se rascó pensativo la barbilla. Ella frunció los labios. -Un nexo imposible- susurró. Se mantuvieron un buen rato en silencio hasta que, de pronto, Salvador exclamó: -Acabo de tener una idea brillante- se arrellanó en la silla y cruzó las manos tras la nuca con suficiencia. -¿Me lo vas a contar o empezamos como ayer?- preguntó Carmen. Él se incorporó y apoyó los codos en la mesa. -¿Qué pruebas tenemos de que al inspector y a la profesora los hayan matado? Carmen lo miró sin comprender. Se encogió de hombros. -No tenemos ninguna prueba, no tenemos nada, sólo una intuición, unas rosas esparcidas por el suelo, y eso no es nada. -Ya. -¿Y qué pruebas tenemos de que hayan matado al Jeringuillas?preguntó Salvador nuevamente y sin que ella dijera nada se respondió a sí mismo-: ninguna. Sólo una intuición. Como tampoco tenemos nada que relacione al Jeringuillas con los otros dos muertos. Entonces, el asesino está muy tranquilo y desconfiado, por eso anda por ahí preguntando por el Jeringuillas aunque esté muerto. No es que no lo haya matado él, es que aún tiene que encontrar a alguien más, estoy seguro, y alguien relacionado con el Jeringuillas, por eso pregunta por él. Le falta un muerto todavía. O más. Salvador miró a Carmen satisfecho. -Puede ser- dijo-, pero tengo la sensación de que estamos construyendo un castillo sin base ninguna. -Yo creo que no. Creo que alguien mató a Alejandro Cuenca y a Catalina… -Álvarez. -Eso, a Catalina Álvarez y ese mismo día se deshizo de José Antonio Rubio Folgueira, alias el Jeringuillas y que todavía tiene un muerto pendiente. Y creo que lo hizo simulando que no eran asesinatos porque 188

quiere que no se investiguen las muertes, porque si se investigan, pueden aparecer cosas que no quieren que sepamos. Y creo que el asesino anda buscando a su cuarta víctima y lo hace tranquilamente porque piensa que nos ha engañado- Salvador calló y miró al Carmen. Luego sonrió, se incorporó bruscamente y continuó- Vamos a ver a Pombal, acabo de tener la segunda idea brillante del día- miró el reloj de la muñeca- y aún no son las diez de la mañana. Lola, la secretaria les informo que el comisario Pombal estaba reunido con el inspector jefe Carreiro. -Mejor- dijo Salvador-, así matamos dos pájaros de un tiro. -Pero no quiere que lo interrumpan-exclamó la secretaria. -No te preocupes, seremos breves y no te lo alteraremos- respondió Salvador, llamó a la puerta del despacho y la abrió sin esperar respuesta. Carmen, un poco asustada, se escondió tras él. -Salvador, por favor, ahora estoy ocupado, cuando acabe, le diré a Lola que te llame- dijo el comisario al verlo abrir la puerta. Frente al comisario se encontraba sentado, con una carpeta negra frente a él, el inspector jefe Carreiro que había vuelto su cara de luna llena y lo miraba con cierta sorpresa. Salvador se encogió de hombros y se detuvo. -Como quieras, pero pensé que querías cazar al asesino de la pareja de la calle Concejo- respondió al tiempo que comenzaba a cerrar la puerta. -Espera- exclamó el comisario- ¿Qué te traes entre manos? La puerta se abrió ahora de par en par y los dos policías se acomodaron al lado del inspector jefe. -Medio caso resuelto- dijo Salvador. -No sé por qué, pero no se si creerte- respondió el comisario-. Pero te voy a dar el beneficio de la duda y cinco minutos. -Me sobran tres- afirmo Salvador y luego, en dos minutos hizo un breve resumen de sus deducciones, aunque se lo presentó todo como si fuera una construcción firme y no una suma de deducciones y corazonadas. Pombal lo escuchó con atención y cuando acabó el relato, meditó durante un buen rato. Carmen lo observó sin comprender por qué su compañero había ido a contarle todo aquello al jefe y porqué estaban allí. Al cabo, el comisario se volvió hacia ella. -¿Comparte la opinión de su compañero?- le preguntó mirándola fijamente. La pregunta le sorprendió. Tardó un par de segundos en responder: -Sí- el tono de su voz fue un poco dubitativo-. Sí- repitió ahora con más firmeza-, creo que es la hipótesis más probable. Los cuatro permanecieron un buen rato callados, todos pendientes del comisario que se rascaba la cabeza haciendo que los dedos se perdieran entre los rizos del pelo. 189

-¿Y?- preguntó al fin Pombal rompiendo el silencio. Salvador no respondió enseguida, meditó un momento antes de hablar. -Bueno- dijo al fin-. Si tú tuvieras que comprar la heroína para matar a alguien como el Jeringuillas ¿adónde irías? -Salvador, no me vengas con acertijos y dímelo tú. -Si quieres te lo digo, pero, como eres el comisario, pensé que ya te habías dado cuenta. -Salvador, no me toques… -Por favor, que hay una dama presente- interrumpió Salvador mirando a Carmen. El comisario resopló. -¿Quieres decirme de una puta vez lo que quieres? Salvador se incorporó un poco en la silla, miró a Pombal a los ojos y se puso serio. Dijo: -Cualquiera que quiera comprar heroína en cantidad suficiente y de buena calidad acabará, tarde o temprano, encontrándose con el Chino y estoy seguro de que nuestro asesino se las ha visto con él. Lo único que necesitamos es que el Chino colabore con nosotros. Pombal sonrió y negó con la cabeza. -Va a ser más fácil que lo encuentres tú personalmente- dijo con sarcasmo. Salvador devolvió la sonrisa y el sarcasmo: -Eso depende- respondió-. A lo mejor colabora sin querer. -Explícate. -Hace unos días detuve al Marinero y ahora está en prisión preventiva. Si tú consigues que el juez lo suelte, yo consigo que colabore con nosotros. El comisario se reclinó en el asiento y se llevó ambas manos a la cabeza, luego resopló, se inclinó hacia delante y dijo: -Es arriesgado. -El Marinero no se escapa, eso te lo aseguro. ¿Dónde va a ir?- dijo Salvador. Pombal negó con la cabeza y dijo: -No es por eso, que el Marinero se escape no tiene importancia. El problema es que nadie nos asegura que dé resultado y sería… -Estoy seguro de que ese hombre está por ahí y le llevamos ventaja, él no sabe que lo buscamos, se cree seguro. El Marinero es un hombre del Chino y de esta está pillado, seguro que colaborará con nosotros, aunque sólo sea por la libertad provisional y si nuestro asesino ha tenido algo que ver con el Chino, el Marinero puede averiguar más en una noche que toda la comisaría en un mes. Además no olvides lo que te he dicho antes, estoy seguro de que hay una cuarta víctima esperando. 190

El comisario volvió resoplar a arrellanarse en el asiento y a dejar que los dedos se perdieran entre los rizos del pelo. -¿Qué juzgado lo tiene?- preguntó cuando se incorporó. -El cuatro, creo- respondió Salvador. Pombal frunció los labios, medito un instante y miró al inspector jefe. -El cuatro… bueno, no será un hueso muy difícil ¿Te encargas tú? Carreiro cerró los ojos y asintió. -De acuerdo- dijo el comisario y se volvió a Salvador-. Si el juez acepta, quiero estar enterado de todo, ¿de acuerdo? -De acuerdo.

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Después de que el comisario Pombal hubiera decidido que era buena idea soltar al Marinero para que buscara por ellos al hipotético asesino y le hubiera encargado el asunto de negociar con el juez al inspector jefe Carreiro, Carmen había sugerido a Salvador que no podían centrar todo su esfuerzo en el Jeringuillas. -Existe la posibilidad de que estemos equivocados y no haya relación entre los muertos. Creo que no sería mala idea que continuásemos buscando en el entorno del Alejandro Cuenca- había dicho tras dejar el despacho del comisario Pombal. Salvador había mirado el reloj y fruncido el ceño con gesto pensativo y reconcentrado. Luego, al cabo de un buen rato de meditar dijo: -No creo que el juez sea rápido en la respuesta, esas cosas llevan su tiempo, más el que se toman de propina. Ella sonrió. -El tiempo justo para que nos pasemos por la inspección de trabajo y por el banco a visitar al amigo de la infancia de Alejandro Cuenca- dijo-. Las cosas han cambiado desde nuestra primera visita y ahora tenemos otro punto de vista… -Otro punto de vista…- el gesto de Salvador era serio y reconcentrado. Se miraron en silencio. Al cabo, él borró la seriedad del rostro, sonrió y dijo: -¿Dónde vamos primero, al banco o a la inspección de trabajo? Carmen se había encogido de hombros. Sabía que si sugería la inspección su compañero caminaría hacia el banco. -Tú decides- insistió Salvador ante su silencio. Ella sonrió con picardía. -Eso seguro- dijo-. Si te digo que vayamos a un sitio tú me llevarás al otro, así que sí, lo decido yo, pero al revés. Salvador chasqueó la lengua y la miró con fingida suficiencia. -Haz la prueba. -Ahora ya no vale. -Bueno ¿Vamos a ver al banquero? -Era mejor ver al jefe, pero no haré como tú. Caminaron a prisa hasta llegar al banco, con el cuerpo encogido por el frío y los ojos entornados por el viento que soplaba molesto entre las calles, a veces revolviendo el polvo y los papeles que se acumulaban en las esquinas y a veces golpeándolos con alguna que otra gota de agua.

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La joven gordita y embarazada observó a los dos policías que acaban de cruzar la puerta y compuso un gesto de sorpresa que no pudo disimular. Luego sonrió con calculada profesionalidad y se dirigió a ellos. Primero había traspasado el umbral Carmen y, tras ella, sin sacar las manos de los bolsillos y mirándola descaradamente, lo había hecho Salvador. Una ráfaga de aire helado cruzó el ambiente cálido del banco antes de que se cerrara la puerta. La joven sintió el frío, levantó la vista y observó como en la calle comenzaba a llover, luego se fijo en las dos personas que acaban de entrar y que tomó por clientes, pero no tardó en reconocerlos y darse cuenta de que eran los mismos policías que habían preguntado unos días atrás por el director del banco. Los miró sorprendida y curiosa ¿Qué le pasaría al jefe que era la tercera vez que acudía al banco la policía? Se preguntó y sin esperar a que ninguno de ellos hiciera siquiera ademán de hablar, dejó el teclado del ordenador, se incorporó pesadamente apoyando las manos en la mesa y se dirigió a ellos con una sonrisa de bienvenida en la boca. No había más que otros dos clientes en el banco, una mujer extremadamente delgada y vestida de negro que pujaba un enorme carro de compra y discutía con el cajero sin dejar de mover los brazos y ningún momento y un joven que esperaba pacientemente tras ella. Ninguno prestó atención al hombre y la mujer que acaban de entrar y que comenzaban a hablar con la joven, gordita y embarazada. -Buenos días- saludó la empleada del banco al tiempo que apoyaba las manos en el mostrador y dibujaba aún más la sonrisa en su redondeado rostro. Fue Salvador quien respondió a las palabras de la joven. -Buenos días- dijo. Carmen respondió a la sonrisa y ambas mujeres se miraron con cierta complicidad que el hombre fue incapaz de comprender. Carmen bajó la mirada y observó la barriga prominente. -El Subinspector Montaña y la…- comenzó a decir Salvador al tiempo que extraía la documentación del bolsillo de la chaqueta. -Ya, ya. Les recuerdo- interrumpió la empleada-. Me imagino que buscarán a Don Javier. Salvador no recordaba el nombre del director del banco y rebuscó entre las páginas de la libreta que extrajo apresuradamente del bolsillo tras guardar la cartera con la documentación. Mientras lo hacía, Carmen asintió en silencio sin dejar de sonreír. -Ahora mismo lo aviso- la joven retiró las manos del mostrador, se volvió lentamente, caminó hacia su mesa y sin sentarse, durante unos instantes habló por el teléfono. Salvador comprobó el nombre del director del banco: Javier García. Guardó la libreta y observó como la empleada colgaba el auricular y les hacía un gesto con la cabeza indicándoles que la siguieran. 193

-Pasen- dijo- don Javier les atenderá ahora mismo. Apenas habían dado un par de pasos hacia el despacho del director cuando la puerta se abrió y apareció tras ella, embutido en un impecable traje gris, Javier García. Sonreía con su aire perpetuo de triunfador, el pelo gris perfectamente peinado, los cristales de las gafas tan limpios que apenas si se veían y el rostro bronceado y brillante con la barba perfectamente apurada si que apareciera ni un atisbo de sombra en sus mejillas. Tendió la mano, primero a Carmen y luego a Salvador y después de estrecharlas con firmeza dijo con voz suave: -Esta si que es una visita inesperada, les aseguro que no contaba con verles tan pronto por aquí- y se apartó un poco a modo de invitación para permitir el paso a los dos policías. Salvador lo miró fijamente y percibió el discreto aroma a agua de colonia que exhalaba. No comprendía la razón y el fondo de sí mismo estaba seguro de que no había ninguna que fuese lógica, pero no le gustaba nada aquel hombre, no le gustaban ni su ropa ni sus maneras, no le gustaba el pelo entrecano y escaso tan bien peinado que cubría toda la cabeza ni le gustaba el tono del bronceado de su piel, sin embargo, se daba cuenta de que era un hombre agradable y tenía la impresión de que colaboraría con ellos en lo que fuese necesario. -Así que no nos esperaba- dijo con calculada suficiencia y comenzó a caminar aceptando la invitación y sin ceder el paso a Carmen. El director esperó a que ambos entrasen, cerró la puerta y rodeó la mesa de castaño oscuro, luego dejó que los policías se sentasen y tras acomodarse en su asiento dijo con cierta preocupación: -Francamente, no, no los esperaba. -Eso es síntoma de que conoce perfectamente cual es el sueldo de un policía- dijo Salvador con sorna. Javier García esbozó una sonrisa e ignoró el comentario. Miró con impaciencia al otro y afirmó: -Tenía el convencimiento de que en nuestra última entrevista había quedado todo claro. Salvador percibió un indicio de ansiedad en la voz y en el fondo de los ojos negros del baquero, y se arrellanó un poco para retrasar su respuesta dispuesto a que los nervios se pegaran a la garganta de aquel hombre. -Las cosas nunca están claras del todo- dijo cuando la nuca tocó el respaldo del asiento. El director tardó sólo un instante en darse cuenta de que el policía no iba a decirle directamente cual era el motivo de la visita, así que se relajó y se dispuso a seguir el juego. Se repantigó también un poco, esbozó una sonrisa y dijo con mucha calma:

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-Eso será en su mundo, en el mío lo más importante es la claridad y la transparencia. Salvador sonrió al comprender la razón por la que no le gustaba aquel hombre: por mucho que se empeñara nunca lo tendría bajo su dominio. Era del tipo de personas que mantienen un control férreo sobre todo lo que pasa a su alrededor y en aquel caso, Salvador era parte del alrededor de aquel hombre. Se incorporó un poco, se sentía incómodo y un poco estúipido en aquella postura que, además, ahora le parecía inútil. -Claridad y transparencia, sí, señor- dijo-. Pero me parece que no son las virtudes que más adornan a los banqueros. Javier García sonrió irónicamente. -No se confunda, subinspector- dijo remarcando la palabra subinspector-, yo soy empleado de banca, no soy banquero. Y en mi mundo la claridad y la transparencia son la base del trabajo. Con respecto a ese otro mundo, al de los banqueros, creo que no es necesario que le cuente nada porque tengo la sensación de que usted sabe tanto como yo. Salvador devolvió la sonrisa que ahora era casi de complicidad. -¿Nada? -Nada- dijo el director. Carmen miró a los dos hombres sorprendida. Había visto montones de veces como Salvador enfadaba e irritaba a la gente a la que quería interrogar, la mala leche desata la lengua, le había oído decir, pero le pareció aquel diálogo con el director del banco no conseguiría enfadarlo precisamente. Optó por callar, mirar y escuchar en silencio. -Bien- dijo Salvador-, una vez establecido nuestro mutuo desconocimiento sobre el mundo de las grandes finanzas podemos hablar sobre cosas más interesantes. Javier García apoyó los codos en la mesa y cruzó las manos. Lo hizo con una serenidad y una parsimonia que ocultaban cualquier rastro de ansiedad que pudiera haber en su interior. -Y más cercanas. Estoy a su entera disposición- respondió y miró alternativamente a uno a otro policía. Salvador resopló y calló un momento. Prefería no decir nada de sus sospechas sobre la muerte de Alejandro Cuenca, no quería que las respuestas de aquel hombre estuvieran contaminadas por lo que él le contara. -Bien- dijo al fin- hay un par de cosas que no han quedado muy claras- sonrió- y que me gustaría precisar antes de cerrar definitivamente el caso. Carmen lo miró sorprendida y Javier García expectante. -Una de ellas- continuó Salvador- es relativa a la pistola y al encuentro que tuvo con una especie de chorizo en el portal de su casa, no sé si recuerda… 195

-Recuerdo- asintió el otro. -Pero no recuerda nada que pueda ayudarnos a identificar al chorizo. Javier García negó con la cabeza. -Francamente, no. Veo que usted lo considera importante y lamento no poder ayudarle. Salvador entornó levemente los ojos antes de continuar hablando: -¿Y si fuese yo quien le ayudase con una fotografía? Dicen que una imagen vale más que mil palabras- luego extrajo un sobre del bolsillo interior de la chaqueta-. Nuestro estudio no es el mejor de la ciudad, pero hacemos unas fotos muy artísticas- abrió el sobre y mostró el rostro demacrado, ojeroso y empalidecido por el flash del Jeringuillas. El director se acercó y observó la imagen con detenimiento. Su rostro no dejó traslucir ninguna emoción. -Es de hace un par de años, pero no creo que cambiase mucho desde la última detención hasta el día del encuentro en el portal- dijo Salvador mientras el otro miraba la fotografía. Permanecieron un buen rato en silencio hasta que Javier García levantó la cabeza y dirigió una mirada sorprendida a Salvador. -Creo que era ese hombre, aunque me sería muy difícil asegurarlo, ya les dije que sólo lo vi durante un instante, pero sí, me parece que es él- dijo sin comprender cómo aquellos policías lo habían localizado sin tener ningún dato de él. Salvador miró a Carmen con suficiencia y esbozó una sonrisa que decía: ¿ves como el Jeringuillas tiene que ver en el asunto? Ya te lo dije y yo no me equivoco en esas cosas. Luego volvió la vista al otro lado de la mesa y dijo: -Si ese hombre tuvo algún contacto con su amigo Alejandro, es posible que lo viera en alguna otra ocasión… -No, nunca, de eso estoy seguro- respondió al instante y sin dudar Javier García. Luego calló un momento y continuó-: ¿Puedo preguntarle yo algo? -Por supuesto, pero no lo prometo que le vaya a contestar. Se sonrieron. Salvador notó que había perdido una parte de la aversión que sentía por el director del banco. Durante un instante se reconcentró sobre sí mismo e hizo un esfuerzo por mantener su antipatía. -¿Cómo es posible que hayan encontrado a ese hombre sin siquiera una descripción? Carmen miró a ambos y apostó consigo misma una nueva vida a que la respuesta que daría su compañero sería somos la policía. -Somos la policía- oyó decir y sonrió pensando en la nueva vida que acababa de ganarse.

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-Ya sé que son la policía, pero eso no me parece suficiente. Yo trabajo en un banco y no tengo una máquina para fabricar dinero- repuso Javier García con gesto incrédulo. -Ya le dije que no le prometía que le fuera a contestar. El director entornó lentamente los ojos y formó una sonrisa de decepción en la boca antes de decir: -Comprendo. No se preocupe- intervino Carmen-, le contaremos todo- le gustaba aquel hombre y sentía la necesidad de portarse amablemente con él. Salvador sonrió y dijo: -Todo lo que sepamos, que no es mucho, la verdad. Pero ahora, si no le importa, me gustaría preguntarle algo más. -Por supuesto. -Es posible que además del hombre de la foto hayan aparecido en la vida de Alejandro otras personas en el último año, más o menos… Javier García frunció los labios y guardó silencio con gesto pensativo durante un buen rato. -No recuero a nadie- respondió al cabo y negó con la cabeza. -Nadie…Ninguna nueva amistad, por ejemplo- insistió Salvador. El otro volvió a negar con la cabeza. -No- dijo muy serio y seguro de sí mismo-. Bueno, con la excepción de Cati. -Ya. Guardaron silencio los tres hasta que la voz del director del banco dijo en un susurro triste y solemne y cómo si sólo hablase para sí. -Alejandro no se suicidó, alguien acabó con su vida- levantó la cabeza y miró directamente a los ojos de Salvador esperando una respuesta. Él entornó un poco los suyos y le devolvió la mirada al entrecejo sin decir nada. Luego, ansioso por hallar una respuesta se volvió a Carmen- Lo han matado ¿no?- dijo ahora en voz alta y alarmado. Carmen miró a Salvador buscando apoyo y Javier García giró también la cabeza hacia él. Salvador se sintió observado por los cuatro ojos y chasqueó la lengua e inspiró profundamente antes de hablar: -Sinceramente no puedo contestarle a esa pregunta- exhaló el aire-. Lo cierto es que no tenemos ningún elemento objetivo que indique que lo han matado. Ni la autopsia ni ninguna prueba indican que haya habido un asesinato, todo parece indicar que mató a su amante y luego se suicidó, todos los datos objetivos apuntan a esa hipótesis…- calló un momento y clavó la mirada en los ojos negros del otro que lo miraban a él también fijamente-. Pero si me pregunta mi opinión, le diré que pienso que lo han matado- volvió la mirada a Carmen y continuó- y ella piensa lo mismo. Javier García alzó la cabeza, inspiró profundamente y dejó la mirada perdida en el techo. Estuvo en esa postura un buen rato y cuando bajó la 197

vista y la posó sobre los otros dos, en sus ojos brillaban las lágrimas que los inundaban y estaban a punto de desbordar los párpados. -Pero ¿por qué? ¿Quién iba a hacerlo?- negó con la cabeza y se mordió el labio inferior-. No, no tiene sentido, tienen que estar equivocados… -Es posible- dijo Salvador secamente. A carmen lo hubiera gustado que aquella conversación se hubiera mantenido en otro lugar, en un lugar menos frío que el despacho del director de una sucursal bancaria, el dolor que intuía en la mirada del hombre que se sentaba frente a ella la invitaba a estrecharle las manos y consolarlo con una sonrisa amiga. -Pero comprenda que aún a riesgo de equivocarnos, tenemos que investigar esa posibilidad- dijo y lo miró con ternura. Javier García le devolvió la mirada con ira y con rabia porque en los ojos verdes de Carmen vio el convencimiento de que su amigo no se había suicidado, en los ojos verdes de Carmen brillaba la certeza del asesinato. Entornó un poco los suyos y se miró a sí mismo para relajarse; la muerte de Alejandro le había dolido mucho más de lo que nunca hubiera imaginado y había tenido que cargar con muchas horas de recuerdos para comenzar a perdonarlo, a retirarle la culpa del dolor que había dejado su partida, a disculparlo por su ausencia, pero si ahora resultaba que no se había suicidado, si alguien lo había matado ¿a quien tendría que culpar entonces? ¿al asesino canalla? ¿al propio Alejandro por haberse dejado matar? ¿a la puta vida? No encontró ninguna respuesta satisfactoria. Abrió nuevamente los ojos y miró a los dos policías. -La muerte siempre es una canallada- dijo-, pero si es una muerte voluntaria parece menos cruel, el suicidio puede ser incluso una especie de liberación ¿verdad?, lo puedo entender, sé que nunca lo haría, pero lo puedo entender, porque se puede entender que la vida duela tanto que…calló un momento-, pero que te corten la vida así… Silencio, los tres permanecieron en silencio observándose mutuamente. Luego, de pronto, Javier García pareció sacudirse de encima el dolor, la rabia y la pesadumbre y continuó hablando: -En fin, supongo que si piensan que lo han matado, tendrán razones poderosas, aunque no haya…- miró a los ojos de Salvador- ¿elementos objetivos? Él le devolvió la mirada y respondió con cierta impertinencia: -Esos elementos son los que queremos buscar y lo que debemos de encontrar si queremos coger al responsable- tomó la libreta de notas y la abrió por una página en blanco-. Y esa es precisamente la razón por la que estemos aquí. Es necesario que nos diga algunas cosas sobre la vida de Alejandro Cuenca.

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Javier García miró a Salvador con el gesto dispuesto a responder a cualquier cosa que le preguntaran. -Por supuesto- masculló como si se estuviera comiendo la ira que sentía. -Bueno, lo primero- continuó Salvador- es descartar cualquier motivo laboral. Me imagino que en un trabajo como el que Alejandro tenía los conflictos no serían pocos… -Supongo. -Sin embargo hemos revisado los casos en los que su amigo intervino el último año y no hemos encontrado nada llamativo, todo parecía rutinario y… digamos que simple- Salvador calló un momento y observó detenidamente al otro-. ¿Alguna vez le habló de algo que le preocupara especialmente? El director del banco meditó un momento antes de responder: -Francamente, le diré que no, aunque eso no es muy significativo, Alejandro y yo apenas hablábamos nunca de nuestros respectivos trabajos. -Ya- intervino Carmen-, pero pudo haber manifestado, no sé, alguna preocupación o algo parecido. Javier García movió la cabeza negativamente. -No- dijo-. Nunca. -¿Miedo?- preguntó Salvador. El otro lo miró un poco sorprendido. Salvador sonrió con cinismo. -Los asesinos no suelen matar sin antes haber intentado solucionar el problema por otras vías y la vía de asustar a la víctima es muy socorrida. El director abrió ampliamente los ojos y frunció los labios con la mirada perdida en ninguna parte, luego movió la cabeza de un lado a otro y chasqueó la lengua. -No- dijo al fin-. Alejandro nunca mostró ningún síntoma de estar asustado. Salvador permanecía frente a él con la página de la libreta que sujetaba completamente en blanco. La miró como si esperase que alguien hubiera escrito algo en ella, se concentró y levantó la vista hacia el rostro de Javier García. -¿Diría que era un hombre honrado?- preguntó dando a su voz un tono irónico. El otro levantó la cabeza y lo miró a los ojos con un gesto desafiante que no encajaba en la suavidad de sus facciones. -Creo que no le comprendo bien- afirmó. Salvador respondió al instante. -Está muy claro, se puede ser honrado o no. Le pregunto si Alejandro Cuenca lo era.

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Carmen fulminó a su compañero con la mirada. ¿A qué venía aquello? Iba a decir algo, pero la voz ahora enérgica e irritada de Javier García la interrumpió. -Alejandro era un hombre honrado, no lo dude. -No es que lo dude- repuso Salvador-, pero convendrá conmigo que en determinadas circunstancias es difícil ser honrado… -¿Cuándo se dirige una sucursal bancaria, por ejemplo?- Javier García clavó una mirada acre en Salvador que casi pudo sentir cómo le quemaba el fuego de aquellos ojos en los suyos. -Mi compañero no ha querido decir eso- intervino Carmen que se revolvió incómoda en su asiento. Comenzaba a sentirse violenta entre los dos hombres. Salvador sonrió con cinismo. -Por supuesto- dijo-. Lo que quería decir es que a veces es necesario ser valiente para ser honrado. -¿Sugiere que Alejandro no era valiente? -No sugiero nada, se lo estoy preguntando a usted. Javier García tardó un instante en responder, al hacerlo cambió totalmente el tono de voz que perdió el tono agudo y elevado de irritación y se volvió grave y armoniosa: -Es posible que la gente que no lo conocía lo tomase por un ser pusilánime, pero no lo era en absoluto; aunque he de reconocer que lo parecía- dejó la mirada perdida en el tablero oscuro y brillante de la mesa-. Puede dar esa impresión porque abandonó la política del modo que lo hizo y porque después de eso se encerró en sí mismo, pero le aseguro que si dejó la política no fue por miedo o cobardía sino porque con todo aquello que sucedió comprendió que no podría cambiar nada y que si seguía en ese mundo el que cambiaría sería él. Por eso lo dejó, no por cobardía. No sé si se dan cuenta, pero lo que hizo Alejandro al tomar la decisión que tomó entonces fue dar muestra de su integridad- hizo un breve silencio- y también de su valentía. Salvador borró de su rostro todo rastro de sarcasmo o ironía y miró muy serio al otro antes de decir: -Eso significa que no se avendría a componendas con nadie en cuestiones laborales. -¡Por supuesto que no!- exclamó el Javier García. -Ni cedería ante presiones o amenazas. -En lo que yo lo conocía, no. Les aseguro que no era ningún cobarde. No se dejen engañar por su aspecto. Salvador pensó que el único aspecto que conocían de él era el de un hombre muerto con un tiro en la boca. Dijo: -Lamentablemente no…

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-Claro, ustedes no lo conocieron- le interrumpió el director-, pero me refiero a la imagen que puedan hacerse de él a través de lo que otros le cuenten. No se dejen engañar. -Lo intentaremos. Entonces, según usted, Alejandro Cuenca era lo suficientemente honrado como para no avenirse a nada ilegal y lo suficientemente valiente como para no dejarse intimidar en caso de que alguien pretendiese amedrentarlo. -Lo ha descrito usted estupendamente. Salvador frunció los labios, pensativo y luego chasqueó la lengua. Después afirmó: -Eso nos lo convierte en una posible víctima si se vio envuelto en un caso… digamos que complicado y con intereses turbios. Callaron los tres. -Pero no hemos encontrado nada significativo en sus asuntos en el último año- Carmen rompió el silencio. -Ese es un pequeño problema- dijo Salvador con una sonrisa irónica que borró de su rostro cualquier atisbo de seriedad-. Y usted nos ha dicho que nunca le transmitió ningún temor. -Nunca. -Ni se comportó de modo que pudiera hacerle pensar que se encontraba atemorizado o presionado. -Exactamente. -Ya… -Y olvidando lo excepcional, dentro de su cotidianidad ¿hubo algún cambio en los últimos meses?- intervino Carmen aunque ya estaba segura de cual sería la respuesta. Javier García no respondió inmediatamente, se volvió a ella y la miró pensativo. -Quiero decir- continuó Carmen- si hubo algo diferente, algo que pudiera no parecer importante pero que hubiera supuesto un cambio en su vida, aunque no fuera una preocupación o una amenaza. -Ya, ya la entiendo- el director continuó mirándola pensativo-. Pues, la verdad…- calló un momento-, la verdad, lo único que se me ocurre que cambiara en su vida fueron los viajes a Madrid. Salvador dio un respingo en su asiento y preguntó esperanzado: -¿Qué fue eso de los viajes? -No le sabría decir exactamente, fue algo relativo al trabajo. Creo que se formó una comisión para elaborar unos protocolos de actuación o algo parecido y Alejandro fue elegido para formar parte de la comisión, ya les he explicado que era una persona brillante, pero no creo que eso tuviera nada que ver con su muerte. Salvador hizo unas anotaciones en su libreta y dijo: -Es difícil, no obstante ¿con qué frecuencia realizaba esos viajes? 201

Javier García dudó un momento. -No sé, una o dos veces al mes en el último medio año. Salvador volvió a escribir algo en la libreta. Cuando acabó levantó la vista y preguntó: -¿Nada más? -No, que yo sepa. Alejandro era un hombre metódico y no recuerdo nada que se saliera de lo común. Carmen y Salvador se miraron y convinieron con los ojos que la entrevista había acabado. Él comenzó la incorporarse y tendió la mano a Javier García para despedirse. Antes de estrechar la mano, éste dijo: -Espero que encuentren al responsable de la muerte de Alejandro. -Haremos lo posible, si es que hay un responsable. -Puede que ustedes estén acostumbrados a la muerte y esto no les afecte, pero les aseguro que lo que me han dicho hoy me ha trastornado profundamente. Me resulta imposible pensar que alguien lo haya matado. Salvador relajó la mano tendida y la dejó caer, luego la volvió para acompañar sus palabras con los movimientos de la mano. -Ocurre todos los días- dijo. -Ya, pero no en mi mundo. Entienda que me resulte difícil comprender un acto que encierra tal maldad. Salvador volvió a tender la mano y mientras estrechaba la del otro dijo: -Conceptos como el de maldad nos vienen un poco grandes, esos se quedan para los policías de película o los detectives de novelas que leen a Sartre, son existencialistas y saben de filosofía, nosotros, los policías por oposición que no pasamos de leer a Pérez Reverte nos conformamos con pillar al hijo de puta.

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26 Al bajar del coche sopló una ráfaga de viento frío que los dejó helados e hizo que los dos temblaran a un tiempo y se encogieran casi en el mismo escalofrío. El viento bajaba de las laderas que tenían frente a ellos y parecía traer con él todo el frío que expresaban las cumbres peladas, junto a alguna que otra gota de agua que parecía volverlo aún más frío. -¡Joder!- exclamó Salvador al cerrar la puerta del lado del conductor. Menos mal que estamos en abril. Habían llegado a la explanada que hacía las veces de aparcamiento de la prisión provincial. Era una explanada amplia, pelada, sin un solo árbol, expuesta a todos los vientos que la quisieran azotar. A su espalda el enorme edificio de dos plantas, blanco y alargado los observaba con la misma curiosidad que uno de los perros famélicos y sin dueño que deambulaban en la helada y triste explanada. Llegaban a la prisión aquella fría mañana de abril porque hacía poco más de una hora que habían recibido una llamada del inspector jefe Carreiro. -Salvador- había dicho-, tienes que pasar por el juzgado, la juez Ramírez quiere hablar personalmente contigo antes de tomar ninguna decisión sobre la libertad del Marinero- la voz del inspector jefe sonaba con un aire de desprecio y enfado-. Date prisa, yo estaré allí cuando llegues- el enfado quedó más evidente cuando el inspector jefe colgó sin decir una palabra más. Salvador colgó y miró durante un instante al suelo, pensativo. -¿Qué ocurre?- preguntó Carmen. -Que su señoría ha conseguido enfadar a Carreiro, y mira que es difícil. Vamos, nos esperan en el juzgado. No se encontraban lejos del palacio de justicia. Acababan de dejar la sucursal del banco y no habían dado más de diez pasos cuando el teléfono sonó. Desde allí hasta los juzgados les separaba un corto paseo de cinco minutos. -¿Cómo es eso de que han enfadado a Carreiro?-preguntó de nuevo Carmen, preocupada por el enfado del inspector jefe. El inspector jefe Carreiro era un hombre afable y trabajador que nunca perdía los nervios ni se enfadaba pasase lo que pasase, su aspecto de gordo feliz y bonachón armonizaba perfectamente con su carácter, por eso su enfado era preocupante. Salvador lo sabía, como sabía que su voz aquella mañana había perdido el tono aflautado y sonaba áspera y arisca. Antes de responder encendió un cigarrillo.

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-No lo sé- dijo exhalando el humo de la primera calada-, pero estaba enfadado, te lo aseguro. Carreiro los esperaba en la puerta del edificio. Tenía el gesto hosco que hacía que su rostro de luna llena perdiera redondez y se volviese alargado, como de cuarto menguante. -Vamos, la juez nos espera- fue todo el saludo que les dirigió al verlos aparecer. Eugenia Ramírez, la juez titular del juzgado número cuatro era una mujer de unos cuarenta años, morena, alta y atractiva, de ojos negros grandes y mirada a profunda. Aquella mañana vestía un traje de chaqueta negro que estilizaba su figura. No los hizo esperar, los recibió enseguida y en pie al lado de la mesa de haya que ocupaba el centro del despacho. -Señoría- dijo el inspector jefe Carreiro a modo de presentación con voz seca y cortante-, el subinspector Montaña y la agente Martínez. La juez les tendió la mano y preguntó sin más preámbulos apenas un segundo después de que los cuatro se hubieran sentado -¿Saben lo que me están pidiendo? Los tres policías se miraron entre ellos como si estuvieran decidiendo quien iba a contestar a la pregunta. -Yo ya le he dado mis razones, señoría- respondió al fin Carreiro con evidente ira contenida. La juez lo miró durante un instante sin mover la cabeza y con el gesto tenso que remarcaba sus angulosas líneas, luego aflojó los músculos, suavizó un poco las facciones y se dirigió a Carmen y Salvador aunque sus primeras palabras las dirigió a Carreiro. -Ya he oído sus razones, inspector jefe, por eso quiero hablar con ellos. Así que espero que me respondan ¿saben que me están pidiendo que ponga en libertad a un narcotraficante? ¡Claro que sabían perfectamente lo que le estaban pidiendo! Quien parecía no saberlo era ella. Salvador evitó su mirada y durante un momento dudó entre responder o esperar a que la juez volviera a preguntar. -Llamar narcotraficante al Marinero es subirlo de categoría- dijo ante el silencio testarudo de la juez. Ella ojeó uno de los papeles que tenía sobre la mesa y afirmó: -A mí me parece que un kilo de cocaína convierte a cualquiera en un narcotraficante, subinspector. Eugenia Ramírez miraba fijamente al policía esperando una respuesta. Salvador, que al principio había evitado la mirada de la mujer, se la devolvió, ahora sin recato. Notó los ojos negros, profundos y expectantes clavados en los suyos y no tardó en descubrir en ellos que la juez ya había decidido soltar al Marinero, pero que se lo iba a hacer pagar allí mismo, que aquella libertad provisional les iba a hacer sudar. Puede que esa fuera la razón del enfado del inspector jefe o puede que no, pero lo que sí era 204

seguro era que esa era la razón por la que estaban ellos allí, para rendir pleitesía a la juez Eugenia Ramírez, para pedirle por todos los medios posibles que dejase en libertad al Marinero y, luego, cuando ella magnánimamente hubiera cedido, se lo agradecieran eternamente. El silencio comenzaba a hacerse tenso. Salvador sostuvo la mirada dispuesto a no decir ni una palabra más. Estaba seguro de que el inspector jefe ya había dado todas las explicaciones necesarias, si quería soltar al Marinero que lo soltara y si no, adiós muy buenas, pero si su libertad dependía de que él pronunciase una sola palabra más, ya podía pudrirse en la cárcel. Ya pensaría otra manera de encontrar al hipotético asesino. -Veo que no compartimos la idea sobre un narcotraficante, subinspector- dijo al cabo la juez sin desviar la mirada de los ojos de Salvador. -Yo fui quien lo detuvo, señoría- respondió él. Carmen miró a ambos preocupada. La tensión que sin ninguna razón visible se había extendido entre ellos era evidente. Tuvo la sensación de que las cosas iban mal y que la juez no colaboraría con ellos. Miró a su izquierda buscando ayuda en el inspector jefe, pero él tenía también el gesto crispado, las mandíbulas apretadas y miraba fijamente al rostro de la juez Eugenia Ramírez. Cerró los ojos un instante, inspiró profundamente y dijo: -Señoría- la juez apartó los ojos de Salvador y se volvió hacia ella-, aunque no lo sepamos con total seguridad, hay un hombre deambulando por la ciudad que probablemente haya asesinado a tres personas y pensamos que está buscando a una cuarta para asesinarla también. No sabemos sus motivos ni sus razones, lo único que sabemos es que el modo más rápido del que disponemos para encontrar a ese hombre y evitar otra muerte es a través de la ayuda del Marinero. La voz de Carmen se extendió en el despacho y rebajó la tensión que lo inundaba como si fuera un bálsamo. Al oírla, Salvador volvió el rostro hacia ella y la observó ensimismado. Tenía en las pupilas clavados los rasgos duros y marcados de la juez y se encontró de pronto con el rostro armonioso y dulce de Carmen, el pelo sedoso que brillaba al trasluz, los ojos verdes y brillantes; vio moverse los labios húmedos y sensuales en los que brillaban reflejos mágicos y escuchó hipnotizado la música de su voz, se dejó acariciar hasta lo más íntimo de sí mismo por el sonido y la luz de aquella mujer, pero no prestó atención a ninguna de sus palabras, no fue consciente en ningún momento de lo que dijo ni hizo ningún esfuerzo por serlo. Tampoco fue consciente del tiempo que permaneció inmóvil, mirándola, aunque tuvo la sensación de que sólo había sido un instante. Luego Carmen calló. El silencio hizo que volviera a la realidad. Se giró para apartar la mirada de ella y se encontró de nuevo con la juez que también miraba atentamente a Carmen. Notó que los ojos negros tenían la 205

mirada menos profunda, más brillante, los rasgos de su rostro anguloso eran más suaves y parecía se hubiesen dulcificado. Tuvo la sensación de que Eugenia Ramírez había caído seducida al mismo tiempo que él. -De acuerdo- dijo la juez rompiendo el silencio que siguió a la voz de Carmen-, esta misma mañana firmaré la orden- luego se incorporó para dar por terminada la entrevista. Antes de dejar el edificio del palacio de justicia, Salvador se giró a Carmen y preguntó: -¿Qué le has dicho? Ella lo miró sorprendida. -¿No estabas allí? El le devolvió la mirada y una sonrisa y estuvo a punto de contestar que no. Carreiro que se había retrasado hablando con la juez bajó las escaleras atropelladamente y llegó hasta ellos con el rostro congestionado. -Bueno, ya oísteis. Antes de nada, habláis con el Marinero y le explicáis lo que queremos de él, no vaya a ser que lo pongamos en libertad y luego nos deje con el culo al aire- dijo en tono imperativo e irritado. Salieron de la ciudad rumbo a la prisión provincial, Salvador conducía con aire distraído y cuando el coche se detuvo frente al un semáforo en rojo miró a Carmen y dijo: -Vaya día que tiene hoy Carreiro. Se comporta como si fuera yo. Carmen lo miró también y sonrió con picardía. -El inspector jefe y la juez han tenido un rollo- dijo sin dejar de sonreír. -¿Cómo? -Que han estado liados- insistió Carmen. La luz del semáforo se volvió verde y comenzaron a moverse lentamente. -¿Cómo sabes eso?- preguntó Salvador al tiempo que se cambiaba de carril para iniciar un adelantamiento. -Esas cosas se notan. ¿No te has dado cuenta? Claro que no se había dado cuenta. -Esas cosas se notan- repitió mientras regresaba a su carril tras el adelantamiento. Carmen asintió. -Eso quiere decir que toda la comisaría se ha enterado de que tú y yo follamos- dijo Salvador sin dejar de mirar al frente. -¡Estúpido!- exclamó ella y resopló al tiempo que movía la cabeza de un lado a otro. -Ahora lo has dicho bien, así se dice estúpido, escupiendo. Luego no se dijeron una palabra más hasta que aparcaron frente a la prisión provincial. Siguieron en silencio, sin mirarse siquiera, durante 206

quince kilómetros la carretera que serpenteaba trepando entre laderas cubiertas de robles que comenzaban a llenar de hojas sus ramas desnudas. El viento soplaba con fuerza y de vez en cuando una gota se estrellaba contra el limpiaparabrisas. Salvador condujo concentrado en la carretera y pensando si no se habría pasado de gracioso. Carmen no podía dejar de pensar que aunque Salvador lo hubiera dicho por fastidiarle, a lo peor era cierto que alguien se había dado cuenta de lo que había ocurrido entre ellos. Cruzaron la explanada del aparcamiento a toda prisa huyendo del viento y del agua que empezaba a caer, y cuando llegaron a la puerta llovía ya con fuerza. Durante el tiempo que esperaron frente a la puerta cerrada varias gotas de agua se estrecharon contra el cristal tintado y, aquella mañana, sucio. Los recibió un funcionario gordo y desaliñado que los condujo hasta el despacho del subdirector de seguridad, Carlos Arias. El subdirector era un hombre fuerte y un poco gordo, no muy alto, de cara redonda, pero enérgica y pelo escaso peinado para disimular la incipiente calvicie. Aquella mañana estaba enfundado en un impecable traje azul. El despacho no era muy grande y estaba completamente ocupado por ficheros que no dejaban más espacio libre que el ventanal que abarcaba completamente uno de los lados. Prácticamente no quedaba sitio para las dos sillas que había delante de una mesa también atestada de papeles. -Así que andas detrás de la muerte del Jeringuillas- dijo Carlos Arias después de que se hubieran saludado. -Más o menos- respondió Salvador. -No me extraña nada- el subdirector sonrió con picardía. -¿No te extraña? Carlos Arias era un hombre tan pulcro en el trabajo como en el vestir y no dejaba nunca ningún cabo suelto con el que pudiera enredarse. -Tu llamada despertó mi curiosidad e hice algunas averiguaciones. Salvador se incorporó un poco en la silla y lo miró expectante. -Y… -Poca cosa, pero te diré que hay dos tipos de drogadictos, los que se mueren de sobre dosis y los que no. -Y el Jeringuillas era de los que no. -Exacto. Lo que me sorprende es tu intuición, que hayas llegado a la conclusión de que no fue un accidente, porque eso es lo que piensas ¿no? Salvador sonrió. -Arréglame una entrevista con el Marinero y en un par de días te lo cuento. Carlos Arias sonrió también. Así que no me vas a contar nada, pensó. -En cinco minutos lo tendrás a tu entera disposición- dijo al tiempo que levantaba el teléfono. Tuvieron que esperar más de cinco minutos. Se encontraron con el Marinero casi media hora después de haber hablado con el subdirector del 207

centro en una sala cuadrada de paredes pintadas de un naranja chillón. En el centro de la sala había una mesa, también cuadrada y en torno a ella cuatro sillas. No había más muebles. -¿Quieren que espere dentro?- preguntó el funcionario que lo había acompañado. -No será necesario, gracias. El Marinero, que de ordinario se esmeraba en cuidar su imagen, tenía aquella mañana un aspecto desliñado. Vestía un chándal gris, sucio y ajado y estaba sin afeitar. -Veo que la cárcel no te sienta nada bien, Pascual- dijo Salvador al modo de saludo. El otro lo miró con desprecio y se dejó caer en una de las sillas y se arrellanó con impertinencia. No importaba lo que sintiera por el policía, si estaba allí, era porque quería algo de él, y él estaba dispuesto a dárselo si obtenía lo suficiente a cambio. -¿Qué quiere, subinspector?- preguntó con chulería. Salvador no respondió, se sentó también. Miró al Marinero a los ojos y supo enseguida que no tardaría ni un minuto en aceptar colaborar con él. La cárcel le estaba pesando demasiado. -He venido sólo a saber cómo estás. -Ya ve que bien, aquí se está muy bien, el único problema son las visitas. Salvador inspiró profundamente y dio un suspiro. -Bueno, en ese caso, no te molestamos más ni alteramos tu cómoda existencia- se puso en pie-. Vamos- añadió mirando a Carmen. El otro lo miró sorprendido y se incorporó en el asiento. -Algo querrá de mí, si ha venido hasta aquí. -Mira a ver qué puedes ofrecerme- dijo Salvador y se acercó al Marinero. Luego tomó una silla y se sentó a su lado-. Si es algo interesante, a lo mejor me quedo. Se miraron en silencio. -No voy a hablar del Chino. Salvador sonrió. -Le tienes más miedo a él que a mí, ¿verdad Pascual? Volvieron a permanecer en silencio. -Lo veo en tus ojos, Pascual. Él te asusta más que yo. El Marinero se incorporó. -Ha hecho el viaje en balde, inspector. No voy a hablar del Chino, ya se lo he dicho. -Subinspector, Pascual, Subinspector. Vale, no vas a hablar del Chino, pero a lo mejor hablas con él y le pides un pequeño favor para mí. El Marinero volvió a sentarse.

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-Te consigo la libertad provisional si me buscas a un tipo que quiero encontrar. Hay heroína por el medio, así que estoy seguro de que el Chino sabe algo… -¿Nada más? -Nada más. Tú hablas con el Chino, me encuentras a ese hombre y luego me lo cuentas a mí. Yo para que hagas todo eso consigo que te pongan en bola1 y si me pasas la información que quiero, el día que veas a su señoría cara a cara, seré bueno con mi declaración. -¿Cuándo me voy? -Mañana. Te voy a hacer una advertencia, no olvides que te detuve porque te comportaste como un estúpido, así que no lo repitas y, por una vez en la vida, actúa con inteligencia y no intentes jugármela, porque si me la juegas te pillo y, si te pillo, te jodo ¿de acuerdo? El Marinero lo miró con la cara iluminada ya por la libertad y asintió. -De acuerdo, inspector- dijo. -Subinspector, Pascual, sólo subinspector- Salvador se incorporó y continuó-: creo que esto va a ser el principio de una gran amistad- luego se volvió hacia Carmen que lo miraba con gesto divertido y sonrió.

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Libertad.

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27 Después de acabar la entrevista con el Marinero volvieron a la zona de oficinas de la prisión para hablar de nuevo con el subdirector de seguridad. Ambos estaban seguros de que Carlos Arias tenía cosas interesantes que contarles sobre el Jeringuillas, pero se encontraron con la puerta de su despacho cerrada. Frente a ella, Salvador compuso un gesto de desagrado y chasqueó la lengua. Esperar era de las cosas que menos le gustaban, sobre todo si no podía fumar. Volvió a chasquear la lengua, miró el reloj y resopló. Carmen, a su lado, esbozó una sonrisa complaciente, encogió los hombros y lo miró callada, pero sin abandonar la sonrisa. -Claro, como tú no fumas, no te importa esperar aquí- dijo él, airado e impaciente-, pero esto es un edificio oficial y lo tienen prohibido. -Pensé que eso no te importaba, la comisaría también es un edificio oficial y allí fumas como un carretero. -No tiene nada que ver, aquello es más familiar, es como estar en casa. -Ya- repuso ella sin dejar de sonreír-, eso significa que prefieres molesta a los compañeros antes que ha desconocidos- remarcó más la sonrisa tiñéndola de picardía-. Bueno, tómalo por el lado bueno, si no fumas eso que te ahorras en dinero y en salud. Salvador no atendió a sus palabras ni a su sonrisa, se movió inquieto e impaciente por el vestíbulo como si fuese en preso y volvió a mirar el reloj. Dos funcionarios, ambos con papeles en la mano, pasaron a su lado, los observó mientras cruzaban ante él charlando animadamente, notó que uno de ellos al menos olía fuertemente a tabaco rubio, miró la puerta cerrada del despacho y se lanzó, escaleras abajo, hacia la calle. El cielo estaba completamente encapotado, las nubes habían descendido y parecían querer pegarse directamente al suelo en vez de bajar sólo en forma de chaparrón, el viento había amainado un poco y la lluvia arreciaba golpeando con furia el cristal de la puerta. Estar a cubierto en aquel momento era gloria bendita. Meditó durante un par de segundos y decidió que no estaba tan desesperado como para empaparse por un cigarrillo. Regresó al vestíbulo con las ganas de fumar intactas. Carmen se había sentado en una silla negra de plástico que había en una esquina y esperaba pacientemente observando la animación que producían los funcionarios que se movían de allá para acá como si estuvieran muy atareados. Salvador se detuvo frente a la puerta del despachó, la miró, miró el reloj, dio tres golpes en la hoja de la puerta y sin esperar respuesta la abrió. Carlos Arias hablaba con una mujer corpulenta que no dejaba de gesticular y al verse interrumpido, levantó la cabeza y lo miró con una sonrisa. -Perdón- dijo Salvador- no sabía que tenías visita. 210

-En cinco minutos estoy contigo. Tras cerrar la puerta caminó hacia Carmen. -Si ya sabías que estaba ocupado, ¿para qué llamaste? -Porque seguro que él no sabía que nosotros estábamos aquí esperando para hablar con él. Ella lo miró con resignación. -Ahora que ya lo sabe, seguro que esperas más tranquilo- dijo. La mujer tardó un buen rato en dejar el despacho. Era una gitana grande y gorda vestida completamente de negro que salió con los ojos llorosos y la cabeza gacha. Carlos Arias los recibió en pie. En el despacho había una mezcla de olor intenso y desagradable a humo y a sudor. -¡Cómo me ha dejado esto!- dijo el subdirector y abrió la ventana que tenía a su espalda- ¡Pobre mujer! Si conocierais a su hijo… Un soplo de aire fresco recorrió el despacho, pero no había dejado de llover y el viento que soplaba era suficiente para que el agua se colara como si alguien la lanzara directamente sobre la ventana. Con un gesto de desagrado, el subdirector la cerró y al tiempo que volvía a la mesa y se sentaba frente a ella dijo: -Bueno, sentaos. Dejaremos la puerta abierta y así correrá un poco de aire. -Lo mejor para que se vaya esta peste es que yo encienda un cigarro, el humo lo tapa todo- dijo Salvador. -Mejor que no. -¡Lástima! Carlos Arias se incorporó un poco en su asiento y dirigió la conversación a lo que él le interesaba. No era hombre dado a rodeos innecesarios. -¿Llegasteis a un acuerdo con el Marinero?- preguntó como si lo hiciera sólo por cortesía. -Por supuesto- respondió Salvador-. Teníamos una oferta que no podía rechazar- rió unos instantes y continuó-. Ahora que el Marinero se ha avenido a colaborar con nosotros, nos gustaría que nos contaras un par de cosas sobre el Jeringuillas. El subdirector lo miró pensativo y en lugar de disponerse a satisfacer la curiosidad del policía preguntó: -¿Quién querría matar a alguien tan insignificante como el Jeringuillas?. Excluyendo una pelea o algo así, quiero decir. Además tomarse la molestia de simular que había sido una sobredosis … En el fondo no era más que un caco de mala muerte, la verdad es que no comprendo quien podría tener interés en acabar con él. Salvador Sonrió, hacía ya suficiente tiempo que conocía a Carlos Arias como para saber que tendría que compartir con él parte de la información de la que disponía si quería sacarle una palabra más. 211

-Eso es lo que tratamos de averiguar- respondió sabiendo que la respuesta no sería en absoluto satisfactoria. -Ya. Tras la lacónica respuesta un silencio molesto se extendió por el despacho. -Supongo que tú tendrás información sobre contactos o amistadesdijo Salvador al cabo-, con quien se relacionaba aquí en la cárcel, bueno, ya sabes a qué me refiero. El subdirector sonrió. Lo sabía perfectamente. -La verdad es que hace ya bastante tiempo que no nos visitaba. A lo que se ve, últimamente se portaba bien o hacía que lo creyerais así y no lo deteníais- dijo y miró sonriendo a Carmen para evitar la mirada de Salvador. -Así que no recuerdas… -Lo que sí recuerdo es que nunca se relacionó con el Marinero. ¡Qué cabrón! Pensó Salvador, bueno, parece que tendré que intercambiar información. -Es un asunto importante, Carlos- dijo. -Un asunto importante, no te las des de nada, Salvador. Con el Jeringuillas y el Marinero por el medio… lo dudo mucho. Esos dos nunca han tenido nada que ver con la importancia. -¿Recuerdas los dos muertos de la calle Concejo? El subdirector se reconcentró un momento, se rascó la barbilla y dijo: -La calle concejo, sí, ya recuerdo, el hombre que mató a la mujer y luego se pegó un tiro. -Ese mismo. Pues mi compañera- Salvador miró a Carmen- cree no fue como lo cuentas, cree que alguien los mató a ambos y me ha convencido a mí. Y yo creo que el Jeringuillas está implicado de alguna manera y la he convencido a ella. Y no te puedo contar más porque la verdad es que no sabemos más. Todo lo que tenemos son hipótesis. -Hipótesis. -Eso es, hipótesis. Así que necesitamos toda la información posible sobre el Jeringuillas. -¿A qué se dedicaba el muerto de la calle concejo?- preguntó el subdirector. -Era inspector de trabajo. -¿Cocaína? -¿El inspector? No. Carlos Arias se repantigó en su asiento y repartió la mirada entre los dos policías con una expresión de suficiencia, luego dijo: -No es por nada, Salvador, pero ya me dirás qué relación puede tener el Jeringuillas con un inspector de trabajo si no es por un asunto de drogas. Te aseguro que ese no trabajó en su vida. 212

-No hace falta que tú me asegures nada, lo he comprobado yo, nunca cotizó a la seguridad social. -Te has tomado la molestia de comprobarlo, eso quiere decir que vas en serio. -Completamente en serio, ya te lo he dicho. No tenemos ni idea de la relación que pudieran tener, pero estamos convencidos de que la tenían, por eso necesitamos toda la información posible sobre el Jeringuillas y tú sabes mucho. El subdirector lo miró en silencio, se incorporó, se mantuvo pensativo durante un momento y se volvió al ordenador que tenía a su derecha, tecleó y esperó. Luego se llevó la mano a la barbilla y leyó atentamente. -Vamos a ver- dijo-. No comunicó nunca con nadie. -¿Nunca?- preguntó Carmen sorprendida. -No es muy extraño, no es un caso frecuente, pero se da. Es como el chochín, que es un pájaro que no suele verse mucho porque es escaso, aunque no está en vías de extinción- respondió el subdirector. -Déjate de pájaros y háblanos del Jeringuillas. Vale, no comunicaba con nadie- dijo Salvador que comprendía perfectamente la causa de que la familia no lo hubiera visitado nunca- ¿y dentro de la prisión? Carlos Arias se volvió al ordenador, tecleó de nuevo y volvió a leer en la pantalla. -Módulo dos- dijo al cabo-. Estuvo preso en cinco ocasiones, siempre condenas relativamente pequeñas, nunca más de dos años, y siempre lo tuvimos en el módulo dos- apartó la vista de la pantalla y se volvió hacia ellos-. Tenía fama de homosexual y no muchos amigos, aunque tampoco enemigos. Andaba con el Galocho, el Fugi y el Perico fundamentalmente, vamos, los de Orense de su quinta. Salvador extrajo la libreta de notas del bolsillo y consultó durante un momento. Recordaba que la mujer del hermano pastelero del Jeringuillas le había hablado de alguien a quien había visto en compañía del Jeringuillas, pero no recordaba el nombre. -El Galocho, el Fugi, el Perico…- dijo cuando encontró lo que buscaba- ninguno se llama Julián. Carlos Arias cerró los ojos y movió negativamente la cabeza sin dudar. -¿Y alguien que se llame Julián?- continuó preguntando Salvador¿Ha habido alguien con ese nombre que se relacionase con él? Ahora el subdirector meditó durante un buen rato antes de contestar. -No recuerdo a ningún Julián. Salvador guardó la libreta decepcionado. -Y esos tres ¿están ahora presos? -Los tres. Estás de suerte. 213

-¿Cuánto tiempo llevan presos? ¿Mucho? -¿Seis meses es suficiente? -Creo que sí. -Eso el que menos. Se despidieron del subdirector que prometió hacer averiguaciones sobre la vida del Jeringuillas, dejaron la prisión y cruzaron a toda prisa, bajo el intenso chaparrón, la explanada del aparcamiento. La visita no había sido demasiado productiva, habían conseguido que el Marinero colaborase con ellos, pero, dado lo que le ofrecían, la libertad, ni más ni menos, su colaboración ya la daban por conseguida antes de verlo. Salvador había llegado con la esperanza de encontrar en el entorno del Jeringuillas a la cuarta persona, a la que él suponía que el asesino buscaba. Puso en marcha el motor y accionó el limpiaparabrisas. -¿A quién estará buscando el asesino? ¿Quién será la cuarta víctima?- dijo antes de comenzar a moverse. -Si es que la hay. -Estoy seguro de que la hay- afirmó Salvador con cierta rabia. -En ese caso el asesino también puede buscar a alguien próximo a Alejandro Cuenca o a Cati Fraile y no al Jeringuillas. -No lo creo- el coche comenzó a moverse hacia atrás-. Cuando ya estaba muerto el Jeringuillas, seguía preguntando por él. La clave está en eso. Las ventanillas del coche estaban completamente empañadas y junto al agua que caía sin cesar se habían vuelto más translúcidos que transparentes, casi opacos. -¿Comemos juntos?- preguntó Carmen. El coche se detuvo. -No. Ella sonrió. -Te prometo que no vamos a Macdonalds- dijo con la voz y la mirada más seductora que Salvador había visto nunca. La lluvia pareció arreciar y cerrar todos los caminos, los cristales se empañaron aún más y parecieron aislarlos del mundo, el ruido del motor desapareció como si se hubiera detenido por su cuenta para no molestar y el único sonido que quedó en el aire fue el repiqueteo del agua en la chapa del coche. Se quedaron en silencio, cara a cara. Se miraron en el silencio roto por el ruido del aguacero. Aquel mismo soniquete monótono del agua, aquella misma lluvia, aquella voz y aquella mirada encantadora de Carmen eran las mismas que Salvador llevaba pegada a la piel desde la noche en la que había subido al paraíso junto a ella. Durante un instante, hasta le pareció sentir el tacto de su piel y el sabor de su saliva. De pronto, la boca que le hablaba era la boca que había recorrido poro a poro su piel, el cabello era el mismo cabello sedoso que le había hecho cosquillas hasta en 214

alma, los labios, los que él había devorado, los ojos, los que se cerraban a cada una de sus sacudidas, las manos las que habían relajado todos sus músculos. Sintió que el recuerdo de todo aquello dejaba de ser placentero y se volvía doloroso. -Me gustan demasiado, Carmen- la voz se le quebró, pero no tuvo dificultad en continuar hablando, la presencia de Carmen producía una claridad en sus sentimientos y una facilidad para expresarlos que nunca había sentido antes-. Me gustas demasiado- continuó- como para tener una relación contigo que vaya más allá de lo laboral si no llega hasta donde yo quiero que llegue. -Salvador… -No me malinterpretes, no estoy enfadado contigo, hicimos las paces ¿lo recuerdas?- calló un instante para recuperar el aliento que había perdido como si hubiera corrido un millón de kilómetros-. No es que no quiera ser tu amigo, es que no puedo. Una ráfaga de viento hizo que el agua golpease aún con más fuerza contra ellos. -Déjame que te explique. -No hay nada que explicar ni nada que debamos hablar, todo está claro, Carmen. Las cosas son como son y no como a mí me gustaría que fueran ni como te gustaría a ti. A mí me gustaría que fuéramos amantes y a ti que fuéramos amigos, pero vamos a ser compañeros, nada más. Es lo que hay. El coche comenzó a moverse lentamente abriéndose paso en el terrible aguacero. Carmen observó la mirada de Salvador fija en la carretera, el rostro serio, el mentón con la barba completamente afeitada que brillaba ligeramente con el sudor y la mandíbula contraída. ¿Por qué serán tan brutos algunos hombres? ¿Por qué ese silencio empecinado? ¿Por qué no la dejaba hablar? ¿Por qué no le dejaba decirle que lo que ella necesitaba era tiempo, nada más, sólo tiempo? ¿Por qué no le dejaba decirle que no lo estaba rechazando? Decirle que a ella también le había gustado y era posible que quisiera repetirlo, pero con aquel otro Salvador, con el que aquella noche en la que se sentía completamente sola y perdida la había envuelto en risas, ternura y besos, no con el Salvador que apretaba de aquella manera los dientes y miraba la carretera como si la quisiera devorar. ¿Por qué no le dejaba decirle que antes de volver a repetirlo necesitaba hablar con él de lo que había pasado? ¿Por era tan estúpido? Lo miró atentamente durante un buen rato. Él sabía que ella lo observaba, pero no movió ni un músculo. -¿A qué le tienes miedo?- preguntó ella tras un largo silencio. -No le tengo miedo a nada- respondió él diciendo la mentira más grande de los últimos meses. -Entonces, habla conmigo. 215

-Ya está todo dicho. Hubo un nuevo silencio amortiguado sólo por el ronroneo del motor y el ruido del limpiaparabrisas en su eterno viaje de ida y vuelta. -Eres un estúpido- dijo Carmen rompiendo el silencio con voz suave y dulce, casi en un susurro, como si hiciera una declaración de amor; no lo escupió con rabia como él siempre le decía que hiciera, como siempre decía que se debía de pronuncia aquella palabra, pero esta vez, Salvador calló, continuó conduciendo en silencio, con la mandíbula contraída y la mirada perdida en la carretera, sin hacer ninguna indicación sobre la manera adecuada pronunciar la palabra estúpido.

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28 Salvador prefirió no andarse con rodeos y plantear la cuestión directamente. Estaba seguro de que Carlos Ferrer, el jefe del servicio de inspección de trabajo, reaccionaría con miedo a la noticia, y el miedo le ayudaría a rebuscar en el fondo de su mente, a recordar todo lo importante. Se habría hecho a la idea de que la muerte de Alejandro Cuenca había sido un suicidio y la sola sospecha de que estuviera relacionada con alguna cuestión laboral sería sin duda causa de desasosiego. No necesitaba presionarlo de ningún modo, Carlos Ferrer no ocultaría nada por espinoso que pudiera resultar. Sí, Salvador estaba seguro, no había mejor acicate que el miedo. Acababan de llegar a la delegación de trabajo que a aquella hora de la tarde estaba prácticamente vacía. Sólo se veía movimiento en la zona del edificio que ocupaban las centrales sindicales. En la oficina de la inspección no tuvieron que esperar, Carlos Ferrer les esperaba personalmente embutido en un impecable traje azul acero y paseando un poco tenso, con las manos entrelazadas a la espalda, en la zona común de la oficina. Salvador había concertado la visita con el inspector aquella misma mañana con una breve conversación telefónica. -Por supuesto, esta misma tarde si lo desea- había respondido Carlos Ferrer cuando le había preguntado si podrían verse. Salvador notó que en la voz del inspector reverberaba cierta ansiedad. Luego, como había comido solo, había tenido mucho tiempo para pensar y como no quería pensar en su vida personal, que en aquel momento le parecía triste y mísera, se había dedicado a hacerlo sobre la causa de la muerte de Alejandro Cuenca. Cuando terminó con el postre, flan caseroharina de maíz y vainillina- con nata -margarina- había llegado a dos conclusiones. Una era que la muerte, si había sido realmente un asesinato y no un suicidio, tenía que estar relacionada con un asunto laboral, por lo que la información que consiguiera de la entrevista de aquella tarde con el jefe de la inspección tenía que resultar crucial. Estaba seguro de que había algo que habían tenido todo el tiempo delante de sus narices y que no habían sabido ver y tenía que averiguar qué era. La otra conclusión a la que había llegado era que tenía que haber comido con Carmen, tenía que haber aceptado su invitación. Se había acercado, silencioso y solitario, a un pequeño restaurante muy cerca de su casa, mesón Carlos, y se había sentado al lado de la ventana para observar como el agua golpeaba, de vez en cuando hasta con furia, contra el cristal que anunciaba el menú del día. Frente al plato de sopa pensó que si aquel día hubiera habido sol, habría aceptado la invitación de Carmen, habrían comido juntos, pero la lluvia, el 217

frío y el viento habían mantenido tan vivo el recuerdo de aquella noche en su memoria, la noche en la que había descubierto que las diosas eran de carne y hueso y que él las podía tocar, que fue incapaz de sentarse a comer frente a ella. Luego en su solitaria mesa, cada vez que tenía alguna idea relacionada con el caso que se traían entre manos, sentía la necesidad de compartirla con Carmen, de decírselo para saber lo que pensaba, de discutirlo con ella, pero frente a él la silla vacía lo miraba por encima del mantel de papel blanco casi con burla. Cuando acabó la comida no sabía qué habría sido peor, si su turbadora presencia o la nostalgia que le causaba su ausencia. Comió poco, meditó mucho y tras una breve tertulia en la cafetería Luna, un café y tres cigarrillos, se pasó por la comisaría a recoger el informe sobre los casos de Alejandro Cuenca y esperó a Carmen en la puerta de la delegación de trabajo, protegido del agua por una pequeña cornisa y fumando un cigarrillo más. Ella llegó a la hora convenida. Llovía y caminaba en la acera vacía y solitaria, cubierta por un paraguas que llevaba un poco echado hacia atrás como si fuese una sombrilla. Se vieron desde lejos, él la vio llegar, ella, esperarla conun cigarrillo en una mano y una carpeta en la otra. Se observaron mutuamente, él la vio caminar solitaria y elegante bajo la lluvia y ella lo observó parado, al abrigo de la cornisa, llevarse el cigarrillo a la boca y hacerse dueño del espacio que lo envolvía. Unos pasos más tarde, después de mirarse durante un instante a los ojos, ambos tuvieron la sensación de que el otro tenía el gesto serio. Como si fuese un acto reflejo o como si quisiesen conjurar la tensión que intuían, se sonrieron mutuamente. Ella cerró el paraguas y lo sacudió antes de saludarse, luego, sin una palabra más, subieron lentamente la escalera. Carmen había acabado comiendo una hamburguesa. Ya que Salvador no había querido acompañarla, Macdonalds era su opción preferida. Luego intentó pasear, pero la lluvia no quiso conceder tregua alguna a la tarde y acabó adormecida en el sofá de su casa frente al televisor que le contaba los cuernos y amoríos de gentes que ni conocía ni tenía interés en conocer. La voz del locutor se volvió poco a poco tan monótona como el repiqueteo del agua en los cristales, hasta que sin darse cuenta acabó completamente dormida. Cuando despertó tenía la boca seca y pastosa y la sensación de que había soñado algo relativo a Salvador, aunque no conseguía recordarlo claramente. Pensó que podría haber soñado una larga conversación con él o la forma de convencerlo para hablar. Miró la hora y se lavó la cara antes de acudir a la delegación de trabajo. Mientras se peinaba frente al espejó tomó una decisión. Le gustaba trabajar con Salvador, le gustaban su seguridad y su cinismo y, a veces, hasta su mal carácter; se sentía bien a su lado, pero la situación a la que habían llegado por culpa de su cabezonería, del empecinamiento en no hablar con ella estaba comenzando a hacerle daño. Y no estaba dispuesta a sufrir. No, ya no, así que tomó una decisión. Le 218

gustaría seguir a su lado, pero no en el modo en que él quería, al menos en aquel momento. Levantó la vista y observó a la mujer que la miraba seria y pensativa en el espejo; era una mujer joven y hermosa. Le sonrió, pero la mujer del cristal no le devolvió la sonrisa, la miró con gesto grave y el rostro tenso. -¿Qué vas a hacer? ¿decirle que no quieres saber nada más con él, que no quieres volver a verlo? ¿Eso es lo que quieres?- le dijo la mujer del espejo. -¿Qué si no? ¿echarme otra vez como una tonta en los brazos de un hombre?- respondió a su propia imagen reflejada. La mujer del cristal tomó un mechón de pelo en su mano y lo peinó delicadamente con un cepillo de púas negras. -¿Por qué no? En el fondo, te gusta- dijo. -Me gusta… no lo sé. No sé si me gusta. -Averígualo. -El problema es que él se empeña en que no lo pueda averiguar. Las dos mujeres se miraron en silencio durante un buen rato hasta que al unísono depositaron el cepillo en la repisa de cristal. Carmen echó una última ojeada a su propia imagen y se fue decidida a hacer lo que había decidido que tenía que hacer. Hablaría con Pombal y le diría que cuando acabasen con aquel caso, preferiría no trabajar más con Salvador. La idea de enfrentarse cara a cara con el comisario y pedírselo no le gustaba, le aterraba casi, pero no tenía más remedio que hacerlo. Lo único que la animaba era que Pombal no le pediría demasiadas explicaciones. Haber tomado aquella decisión la dejó tranquila, más de lo que había imaginado. Si a Salvador no le parecía bien era su problema y si quería algo con ella, lo que fuera, ya sabía lo que tenía que hacer. Ella estaría dispuesta a hablar con él y a escucharle cuando quisiera. ¡Qué ilusa era! Salvador no daría su brazo a torcer nunca, si ella se alejaba de él, él no daría un paso para seguirla, aunque se muriera de ganas de hacerlo. Ya se lo había demostrado en una ocasión. Llovía, abrió el paraguas y caminó tranquilamente en las calles casi desiertas hasta su cita en la delegación de trabajo. Sacudió el paraguas y tras un parco saludo subió la escalera de la delegación con Salvador humeando a un lado y el paraguas goteando sobre el suelo al otro. Carlos Ferrer abrió personalmente la puerta de la oficina. Se le notaba inquieto. -Lo siento- dijo a Salvador antes de saludar-, pero aquí no se puede fumar. Salvador miró el cigarrillo como si se sorprendiera de tenerlo en la mano, con un gesto de desprecio lo arrojó al suelo húmedo y sucio y lo pisó sin decir una sola palabra de disculpa. El inspector les cedió el paso y los acompañó a su despacho. 219

-Tenemos la sospecha de que una o más personas asesinaron aquella mañana a Alejandro Cuenca y a su compañera- afirmó Salvador sin más preámbulos apenas se hubo sentado y dirigió su mirada más inquisidora a los ojos de Carlos Ferrer. El rostro del inspector se contrajo en una expresión tensa al tiempo que sus ojos se volvieron casi saltones. -No lo comprendo- dijo. -Es muy sencillo. Las circunstancias nos hacen pensar que la muerte de Alejandro Cuenca no fue un suicidio. -No fue un suicidio- repitió ensimismado Carlos Ferrer-. Pero yo creía… bueno, todos creíamos. Era evidente que el jefe de la inspección tenía en mente lo mismo que iban a mostrarle en aquel instante. Salvador extendió la mano y depositó sobre la mesa el informe que el propio Carlos Ferrer había mandado confeccionar para él sobre los asuntos en los que estaba trabajando Alejandro Cuenca. -La respuesta a su muerte está aquí, estoy seguro- dijo señalándolo y sin dejar de mirar a los ojos del otro. El jefe de la inspección de trabajo fijó los ojos en la carpeta y la miró durante un buen rato sin decir nada. Salvador esperó a que el silencio se volviese tenso antes de hablar. -¿Sospechan de alguien?- preguntó al fin Carlos Ferrer. Salvador calló. -No tenemos ninguna sospecha- respondió Carmen-. Por esa razón estamos aquí. Necesitamos su ayuda. -Pos supuesto- repuso rápidamente Carlos Ferrer. Un nuevo silencio. Salvador tomó la carpeta que acaba de depositar sobre la mesa y jugueteó unos instantes con las páginas que contenía, luego suspiró -El problema- comenzó a decir, hizo un breve silencio y chasqueó la lengua- es que aquí no hay nada que justifique un asesinato- tomó una de las hojas al azar y la ojeó durante un momento-. Nadie mata por una baja laboral que dure unos cuantos meses más de la cuenta - continuó al tiempo que mostraba la página. El jefe de la inspección lo miró dubitativo. -En estas cuestiones laborales a veces nos encontramos con conductas completamente irracionales- dijo. Salvador movió negativamente la cabeza y entornó los ojos. Sabía que el otro deseaba que, ya que lo habían matado, hubiera sido obra de un demente. -No he sido un crimen irracional, precisamente- afirmó. Tomó otra de las hojas, la ojeó, la mostró y añadió-: ni ha sido un encargo hecho por un empresario enfadado por una multa de trescientos euros. 220

Carlos Ferrer guardó silencio, pensativo. Intuía que en el tono de voz del policía había una acusación, aunque fuese velada. Al cabo, dijo a modo de defensa: -Habría que analizar cada uno de los casos. Salvador miró a Carmen. -Eso ya lo hemos hecho mi compañera y yo- afirmó. Luego tomó otra de las hojas y continuó-: una baja por enfermedad de alguien que la utilizaba para la cosecha de castañas. Eso está muy feo, pero un asesinato por un saco de castañas…- tomó otro folio-. Una denuncia por exceso de horas…- mostró la hoja y sonrió cínicamente. El jefe de inspección se revolvió incómodo en su asiento. Ahora no necesitaba intuir nada, el tono y las afirmaciones de Salvador lo dejaban todo claro. Se incorporó y mostró las palmas de las manos antes de comenzar a decir: -Bueno, esos eran los casos en los que trabajaba o había trabajado últimamente, no le he ocultado nada, si es eso lo que piensa- el tono que empleó fue firme y convincente. Salvador borró la sonrisa de su cara. No tuvo ninguna duda de que le estaba diciendo la verdad. Dejó a un lado la carpeta. -Si eso es así, y no digo que no lo sea, hay algo en todo esto que se me escapa. Carlos Ferrer lo miró sorprendido. -No comprendo. -Tengo entendido que Alejandro Cuenca era un trabajador competente- Salvador calló y esperó la respuesta del otro. -Sí, lo era- el jefe de la inspección continuaba sin comprender. -Me han dicho incluso que era una persona brillante… El silencio obligó a que Carlos Ferrer dijera: -No lo conocí a nivel personal fuera del ámbito laboral y no sabría decirle, pero como profesional se le podría aplicar ese calificativo. Salvador se arrellanó un poco en el asiento y alzó la vista hasta los ojos del otro y lo miró fijamente. -¿Era el mejor?- preguntó. El inspector arrugó el entrecejo un poco incómodo. -Bueno, eso es difícil, ya sabe- dijo titubeante-, pero para ser sincerola voz se volvió firme-, le diré que sí. Era el mejor. -El mejor- repitió Salvador-. Si yo fuera el jefe de un servicio cualquiera encargaría los casos más difíciles al mejor profesional, no haría que ocupara su tiempo en asuntos sin importancia como investigar quien recoge las castañas o las deja de recoger. ¿O es que esos son los casos más importantes que se traen ustedes entre manos? Carlos Ferrer sonrió como si se sintiera aliviado al comprender adonde quería llegar el policía que tenía frente a él. 221

-Alejandro formaba parte de una comisión de estudio que le ocupaba prácticamente el cien por cien de su tiempo, por eso no se ocupaba de cosas importantes aquí, en la inspección. No se lo mencioné antes porque no me pareció relevante. Carmen y Salvador se miraron. Una comisión de estudio, pensaron a un tiempo. -Pues puede serlo. Díganos lo suficiente como para que nos hagamos una idea- dijo él. -Es sencillo, es una comisión técnica. Alejandro formaba parte de ella por merito propio, pero no se dedicaban más que a cuestiones puramente técnicas, ya les digo. -Viajaba con frecuencia a Madrid- Salvador recordó lo que le había dicho el amigo banquero del muerto. -Sí, prácticamente todos los meses. Silencio. Carmen se incorporó un poco en su asiento. -¿Podría haber alguna razón para que alguien desease su muerte por algo relacionado con esa comisión?- preguntó. -Creo que no, no. No se me ocurre cómo. Estamos hablando de una comisión técnica. No, no me imagino a nadie matando por una discrepancia…no, no- repitió-. Me parece imposible. Volvieron a mirarse en silencio. -Estamos como al principio- dijo al cabo Salvador. La decepción vibraba en su voz. -Entonces- recapituló Carmen- Alejandro Cuenca se dedicaba fundamentalmente a cuestiones técnicas y a los asuntos menores de la inspección. Carlos Ferrer sonrió. -Podríamos decir que así era. -¿Y no podría ser que trabajase en algo por su cuenta sin que se lo hubiera dicho a alguien? Algún asunto complicado, no sé… El jefe de inspección tardó un momento en responder. -Es muy difícil responder a esa pregunta. Ya les he dicho que Alejandro era un hombre muy reservado, apenas se relacionaba con nadie, así que sí, podría, pero…- calló. -¿Pero?- preguntó Carmen. -Pero aunque era reservado y poco comunicativo no era el tipo de persona que actuaría fuera de las normas. Era muy cumplidor, quiero decir, conocía perfectamente los protocolos y las normas y las seguía. Si hubiera descubierto alguna irregularidad, creo que habría seguido los cauces reglamentarios- el inspector calló y movió la cabeza de un lado a otro como si tratara de convencerse a sí mismo de que Alejandro Cuenca no había tomada ninguna iniciativa sin comunicárselo a él.

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-¿Alguien ha registrado sus cosas? Me refiero a su despachopreguntó Carmen. Carlos Ferrer la miró extrañado. Eso era algo que no se le había pasado por la cabeza. -No- respondió sin pensarlo-. El despacho ha estado cerrado desde el día… -Ya. Necesitaríamos que revisara todos sus asuntos. -Lo haré yo personalmente. Mañana será lo primero que haga. Salvador se incorporó. La decepción que le había producido aquella conversación hacía que se sintiera inquieto y malhumorado. Había llegado allí con el convencimiento de que encontraría algo y salía con nada, absolutamente nada. -Alejandro Cuenca no se suicidó, alguien lo mató y ese alguien puede tener razones para continuar matando- dijo ya en pie-. Sea meticuloso. No deje pasar nada por insignificante que pueda parecer. Carlos Ferrer se incorporó también y lo miró completamente desorientado. -Me está asustando. -Yo, en su lugar, lo estaría- Salvador extendió la mano a modo de despedida. Había dejado de llover y entre las nubes, de vez en cuando, se colaba algún rayo de sol y retazos de cielo azul intentaban alegrar la tarde. Las aceras se habían llenado de caminantes y la ciudad había tomado una agitación inusitada. -Te has pasado con ese pobre hombre, lo has dejado muerto de miedo- dijo Carmen a la puerta del edificio de la delegación de trabajo. Salvador encendió un cigarrillo y la miró sonriendo. -El miedo le aguzará el ingenio- repuso- así dedicará más tiempo a pensar en la muerte de su compañero y le ayudará a poner más empeño en el registro de sus cosas. Cuando no tienes paraguas, parece que el chaparrón es mayor y el agua moja más. Carmen le devolvió la sonrisa. -¿Qué te parece lo de la comisión técnica? ¿Podría tener algo que ver con su muerte? Salvador dio una calada al cigarrillo. -Me da en la nariz que el Jeringuillas no estaba en esa comisión. Comenzaron a caminar. -A lo mejor tampoco estaba en este crimen- dijo Carmen. Él aminoró un poco el paso y dijo con cierta ira en la voz: -A lo mejor todo el caso no es más que un crimen pasional y un suicidio, pero no lo creo. Alguien los mató a los tres, a Alejandro Cuenca, a Catalina Fraile y a nuestro amigo el Jeringuillas- se detuvo completamente y miró a Carmen a los ojos. 223

Ella eludió la mirada y reanudó la marcha. -Probablemente- dijo. Salvador observó como se alejaba lentamente. Podía haberme invitado a tomar una cerveza ahora en lugar de a comer esta mañana, pensó. En aquel momento habría ido con ella a beber aunque fuera el agua de los charcos. Lo hubiera sugerido él, pero no se atrevió, la negativa a comer con ella estaba demasiado cercana. Carmen se detuvo de nuevo y lo miró esbozando una sonrisa. -¿Qué haces ahí parado?- preguntó. Él señaló a su izquierda. -Me voy por aquí, tengo que hacer unas compras. Nos vemos mañana- dijo y se perdió entre la muchedumbre que, aprovechado que había dejado de llover, comenzaba a abarrotar las calles.

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29 Carmen sintió una extraña sensación al abrir la puerta. El recuerdo que tenía de la vivienda, pese a los dos cadáveres que descansaban en el salón, estaba inundado por el sol de aquella mañana de abril que ahora le parecía lejana. Además no podía de dejar de recordar el olor penetrante, acre y dulzón a un tiempo, de la sangre. Pero lo que se encontró aquella mañana, triste, lluviosa y sombría, fue algo completamente distinto; la luz del sol había desaparecido y el pequeño recibidor estaba casi a oscuras, la poca claridad que se colaba a través de los cristales de la puerta del salón producían en la estancia poco más que sombras; tampoco quedaban restos del hedor a sangre, había sido sustituido por el de la humedad y olía a cerrado y a moho. El tiempo, los días de lluvia, las habitaciones vacías, deshabitadas, y las puertas cerradas habían concentrado un tufo que le resultaba molesto y le producía una sensación de falta de aire como si miasmas envenenados ocuparan ahora la casa. Salvador cruzó la puerta tras ella y golpeó a tientas la pared hasta hallar el interruptor. La fría luz del halógeno cambió de pronto el ambiente tétrico y hasta pareció que hizo desaparecer el tufo a humedad. Lentamente y en silencio cruzaron el recibidor y abrieron las puertas acristaladas que daban al salón. Instintivamente, ambos dirigieron la mirada a la gran mancha de sangre que había sobre la pared de la izquierda. Se había vuelto oscura, casi negruzca. Sin pronunciar una sola palabra se separaron. Salvador se dirigió hacia la mancha y la observó de cerca, Carmen caminó al frente y fijó la vista en el espacio del suelo en el que había descansado el cadáver de la mujer. Cerró los ojos y le pareció verla con la mirada perdida en el techo, como si aún estuviera buscando en él la causa de su muerte. El salón estaba en penumbra, iluminado sólo por la poca luz que se colaba desde la calle oscura entre las lamas de la persiana a medio bajar, Salvador dejó la mancha de la pared y se volvió a buscar un interruptor. Un nuevo halógeno cambió el ambiente que pareció volverse menos fúnebre con la luz fría y potente de la lámpara. Lo único que permaneció exactamente igual fue la mancha de sangre oscura en la pared. -¿Qué buscamos?- preguntó Carmen levantando la vista del suelo. Salvador caminó hacia ella y se detuvo a su lado. -Cuando lo encuentres, te los digo. -Bueno, con esa pista lo encontraré enseguida, no te preocupes. -Pues, andando, a la cocina- exclamó Salvador. Ella, que ya había comenzado a caminar, se volvió hacia él y lo fulminó con la mirada. A Salvador le pareció imposible que aquellso ojos verdes pudiesen mirar con tanta ira. Antes de que Carmen dijese nada, alzó las manos y añadió: 225

-No tenía ninguna segunda intención, te lo prometo. Si quieres voy yo a la cocina y te quedas tú en el salón- al acabar la frase, sonreía cínicamente. Ella no sonrió, se volvió de nuevo y cruzó la puerta acristalada. La cocina era amplia, de forma rectangular y al fondo se abría a una ventana que daba a un patio de luces. Allí el olor a cerrado y humedad era más intenso y se había enranciado al mezclarse con el de la grasa de los platos que descansaban en el fregadero. Encendió la luz y un fluorescente circular pestañeó dos veces y lo inundó todo con su luz blanquecina. Caminó hasta el fondo de la cocina y abrió la ventana. El rumor de la lluvia y el frescor de la mañana se colaron entre los platos sucios amontonados al lado del fregadero. Carmen se volvió y abrió, uno por uno, todos los armarios. Primero los que colgaban de la pared, luego los que se encontraban en la base y por último, la nevera. A parte del montón de platos sucios todo lo que encontró estaba ordenado y limpio y no hubo nada que le llamara la atención. Dejó la cocina y volvió al salón. Salvador escudriñaba entre los libros de la estantería de madera de castaño que ocupaba completamente una de las paredes. -Me imagino que no habrás encontrado nada- dijo él. Se miraron. Ella negó con la cabeza y se unió a su búsqueda. Al cabo de un buen rato, cansada ya de mirar entre libros y papeles sin saber qué buscaba, dijo: -Esto es estúpido. Nunca encontraremos nada. -En algún lugar tiene que estar- repuso Salvador. Carmen se irritó. -Pero ¿El qué?- exclamó irritada. El dejó el libro que tenía en al mano y la miró muy serio, rascándose la barbilla. -Lo que sea que los haya matado. Tiene que estar aquí o en la oficina- respondió formando en el rostro una mueca que recordaba a una sonrisa. -Pues estará en al oficia- dijo Carmen que se sentía incómoda hurgando en la vida de un muerto y se volvió sobre un montón de folios que había a su izquierda. Durante una hora más recorrieron cada lugar del salón que pudiera ser un escondite, miraron libro por libro buscando la nota definitiva, el documento esencial, la pista clave, pero no hallaron nada que no estuviera en su lugar, nada que no fuera lógico encontrar allí. -Sea lo que sea, aquí no está- dijo Carmen. -O no lo hemos visto. Con gesto cansado dejaron el salón y se encaminaron al despacho. La persiana estaba baja, apenas tres o cuatro huecos se abrían entre las lamas mal cerradas. Salvador la levantó con un gesto brusco. Había dejado 226

de llover y retazos de cielo azul se dejaban ver entre las nubes. Abrió la ventana y encendió un cigarrillo. El ajetreo de la calle y un soplo de aire fresco inundaron la sala que pareció tomar vida de pronto. El centro del despacho estaba ocupado por una mesa de castaño sobre la que reposaba un ordenador y un montón de libros. A ambos lados, las paredes estaban cubiertas por librerías que llegaban casi hasta el techo, todas ellas de castaño del mismo tono oscuro que la mesa. Carmen se encaminó hacia la de su derecha y comenzó a mirar entre los libros. Salvador la observó detenidamente y cuando ya el cigarro estaba casi consumido, lo arrojó, cerró la ventana y se dirigió a la otra estantería. No se dijeron una sola palabra durante mucho tiempo. Tras las librerías examinaron el ordenador. Encendió sin contraseña, zumbó el ventilador en el silencio espectral que los envilvía y examinaron todas las carpetas sin que ninguna estuviera bloqueada por clave alguna. Libro a libro, casi página a página, archivo a archivo del ordenador consumieron la mañana. Al filo del mediodía dejaron el despacho con el ánimo abatido y, a un tiempo, se dirigieron al dormitorio. Estaba completamente a oscuras. La luz de la lámpara halógena casi los cegó. Se detuvieron los dos en silencio en el umbral durante un buen rato, ambos con la mirada fija en la cómoda. Las rosas que descansaban sobre ella se habían marchitado, los pétalos estaban arrugados y tenían un color oscuro, casi negruzco, sólo los tallos y las espinas estaban como si los acabaran de cortar. Al cabo, Salvador dio el primer paso, se inclinó y recogió una de las rosas esparcidas en el suelo. Un par de pétalos quedaron depositados sobre la madera rojiza del parquet. Miró la rosa durante un buen rato y luego observó las demás que rodeaban los pies de la cama. -¿No estaremos haciendo una montaña de un grano de arena?preguntó sosteniendo la rosa en la mano. Carmen miró las flores de la cómoda y las del suelo, las señaló con la mirada y respondió: -¿Tú harías eso antes de suicidarte? Él la miró a los ojos. Si fuera contigo, haría lo que fuera, pensó. -Hay gente muy rara en el mundo- dijo-. Pero, bueno, vamos a lo nuestro. Hurgaron en las ropas, en los zapatos, en el vestidor, en todos los cajones y todo lo que hallaron fue lo mismo que habrían hallado en su propia casa si la hubieran registrado de igual modo. Cuando dejaron el piso estaban cansados y hastiados. -¡Puto registro!- exclamó Salvador en el portal al tiempo que encendía un cigarrillo-. Llevo toda la puta mañana sin fumar. -Eso que has ganado- repuso ella. Él la miró airado -¿Vamos a la inspección de trabajo? 227

-Vamos. Fue un corto paseo. Los claros del cielo eran cada vez más grande y las nubes que lo enjalbegaban, cada vez más blancas. Parecía que no iba a llover más y que el fin saldría el sol. Cruzaron San Lázaro, que entre el agua que comenzaba a evaporarse, la luz de la mañana y el rumor de la fuente estaba especialmente bello. Un camarero se afanaba en colocar una terraza para la tarde que se prometía soleada y agradable. Carlos Ferrer los recibió personalmente. -¿Prefieren que hablemos en mi despacho o en el de Alejandro?preguntó tras un breve saludo. Salvador eligió el del muerto, le pareció que si lo veía, podría comprender mejor lo que había pasado. El despacho de Alejandro Cuenca era aún más pequeño que el de su jefe, pero todo estaba perfectamente ordenado y las pocas cosas que se encontraban fuera de lugar habían sido movidas aquella misma mañana en el registro que Carlos Ferrer había realizado. Aunque había muchas cosas no parecía abarrotado y daba la sensación de que era más grande de lo que en realidad era. Ninguno de los tres se sentó, Carmen y Salvador lo ojearon con interés y luego permanecieron en pie en torno a la mesa que ocupaba el centro del despacho. -No ha sido difícil buscar entre las cosa de Alejandro- dijo Carlos Ferrer-. Era un hombre metódico y ordenado. Todo está en su sitio y lamento decirles que no hemos encontrado nada. -¿Hemos?- preguntó Salvador. El inspector asintió. -He mandado al técnico informático que registre el ordenador por si hubiera algún archivo oculto. -Y no lo había. -No. La respuesta de Carlos Ferrer fue como un mazazo para los dos policías que cerraba todas las puertas. Permanecieron un buen rato en silencio antes de despedirse. A las puertas de la delegación de trabajo, Salvador encendió un cigarrillo y miró el reloj. Luego alzó la vista o observó a Carmen a su lado. Mirándola se olvido de todos los muertos. Era ya la hora de comer y tenía hambre, no llovía, el día era claro y el sol además de iluminar la ciudad la comenzaba a calentarla como si quisiera pintar para él una maravillosa tarde de primavera. Le gustaba su compañía y le apetecía comer con ella. Se sentía un estúpido pensando que el día anterior la había rechazado, era como un ciego que, enfadado por no poder ver las rosas se negara a olerlas. Dio una calada al cigarrillo y dijo: -He pensado que si te invitara a comer y rechazaras mi invitación, me sentiría mal. Independientemente de los motivos que tuvieras. Así que 228

siento no haber aceptado ayer tu invitación y si me lo permites, te compensaré comiendo en Macdonalds contigo. Carmen lo miró un poco sorprendida ¿Aquello era una disculpa? -Me compensarás…- dijo. Él sonrió. -Hombres como yo son poco frecuentes… -Poco frecuentes, sí. Carmen había tomado la decisión de no trabajar más con él, de separarse, de evitar las malas caras y las malas contestaciones y eso hacía que se sintiese mejor, que ya no le importara tanto lo que pudiera pasar entre ellos, y haberlo decidido le suponía una especie de liberación. -De acuerdo- dijo-, pero en Macdonalds. No tardaron en encontrase cara a cara, con un montón de patatas fritas y un par de hamburguesas entre los dos. -Tenía la esperanza de haber encontrado algo esta mañana- dijo Salvador tras un largo silencio. Carmen tomó una de las patatas, la mordisqueó y jugueteó con ella antes de responder: -Pero ¿Qué esperabas encontrar? ¿Pero cómo es posible que esté hablando de dos muertos con una mujer así? Pensó Salvador. -No tengo ni idea- dijo-, pero los han matado por algo. Y tiene que ser por algo muy gordo. Carmen se cansó de mordisquear la patata y la dejó sobre la mesa. -Puede que nos hayamos equivocado al plantearlo todo. Nos hemos olvidado de la mujer. -Puede ser, pero no lo creo- Salvador dio un mordisco a la hamburguesa y la depositó sobre la bandeja, luego se limpió cuidadosamente las manos-. No sé cómo consigues comer esto sin pringarte- tomó de nuevo la hamburguesa y dio el último mordisco-. Nuestra última esperanza es el Marinero- continuó-, si no nos encuentra al hombre misterioso, creo que nos quedaremos sin saber nada- dejó la frase en el aire y miró a los ojos verdes de Carmen que le devolvió la mirada con una sonrisa. Acabaron de comer en silencio, pensativos los dos y mirándose sólo de vez en cuando. -¿Qué hacemos esta tarde?- preguntó ella al cabo. -Creo que nada. No nos queda más que esperar un par de días al Marinero y si no da señales de vida, buscarlo y partirle la cara. Se separaron, Carmen se encaminó a casa y Salvador a tomar un café, charlar un rato con los amigos y fumar durante una hora sin que nadie le mirara como un bicho raro.

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Al cruzar la puerta de la cafetería Luna lo vio. Estaba acodado sobre la barra, fumaba un cigarrillo y tenía una copa de coñac a su lado. El Marinero, con su cara redonda y su cabeza afeitada dirigió los ojos saltones a Salvador y le sonrió con suficiencia. Él se le acercó muy despacio, se sentó en un taburete a su lado y lo miró sin decir nada durante un buen rato. -Veo que no has olvidado mis costumbres. El marinero levantó la copa abrazándola casi por completo con la mano derecha y tomó un sorbo. -Es un hombre muy previsible, subinspector. Salvador sabía, por el tono que el otro empleaba que tenía información para él. Procuró no impacientarse. Alzó la mano y llamó la atención del dueño de la cafetería que se afanaba en lavar la vajilla tras la barra, luego, parsimoniosamente, encendió un cigarrillo. Dejó la cajetilla sobre el mostrador y no dijo nada hasta que le sirvieron el café. -Deberías de dejar el alcohol, Pascual Pascual López, Arias el Marinero sonrió y tomó un nuevo sorbo. -El café es más sano- continuó Salvador-, mantiene la mente despierta. El alcohol atontona y lo que tú necesitas es tener la mente muy despierta Pascual. Te la estás jugando. El Marinero se tensó un poco, la cara redondeada pareció alargarse y entornó un poco los ojos saltones. -Hicimos un trato- dijo. -Yo siempre cumplo mis tratos, Pascual, espero que tú hagas lo mismo. Se miraron en silencio. -No te hagas de rogar- dijo al fin Salvador-. Se nota a la legua que has encontrado al hombre que busco- sonrió-. Y hay que reconocer que has sido rápido, no esperaba tanta diligencia. El Marinero no devolvió la sonrisa, se tensó aún más y entornó los ojos hasta casi cerrarlos. Arrojó el cigarrillo que sostenía entre los dedos de la mano izquierda como si comenzara a pesarle demasiado. -¿Qué gano yo en todo esto?- Preguntó. -De momento que no te parta la cara de un par de hostias. Pascual López dio un respingo y sin darse cuenta se separó un poco de Salvador. Sus ojos se abrieron de par en par y volvieron a ser saltones. Inspiró y se armó de valor. -No lo habría encontrado sin mí. -Ni tú estarías en la calle sin mí. Empieza a largar que ya está bien de jueguecitos, un poco si, pero ya me estoy impacientando. El Marinero permaneció en silencio con el gesto serio y tenso. -No olvides que estás en libertad provisional, pronto tendrás el juicio y mi declaración será clave- agregó Salvador, dio una calda el cigarrillo y exhaló el humo hacia el otro. 230

Se miraron a los ojos. Silencio. -No seas estúpido, Pascual, te estás jugando mucho y no vas a sacar más de lo que ya tienes. -¿Por qué quiere encontrar a ese hombre?- preguntó el Marinero al fin. -Eso no te incumbe. -A lo mejor, sí. No sé si me estoy metiendo en un lío. -En un lío te vas a meter si no empiezas a largar ahora mismoSalvador levantó la voz irritado y en la cafetería disminuyó el murmullo durante un instante. El Marinero Calló. -Es un policía- dijo tras un largo silencio. Ahora calló Salvador. -¿Qué dices?- preguntó al cabo, dio una última calada al cigarrillo y lo arrojó al suelo. -Yo le doy la información y desaparezco, no quiero saber nada más, no quiero líos, subinspector. Salvador volvió a callar pensativo. Tomo la cajetilla de tabaco que había dejado sobre el mostrador y encendió un cigarrillo. Exhaló el humo miró al Marinero se ofreció uno. El otro lo tomó y al encenderlo, Salvador notó que le temblaban manos. -Querrás decir que dice que es policía. -Lo es. Salvador se puso muy serio. Sabía que el otro estaba asustado y trató de calmarlo. -Larga lo que sabes, Pascual. Cuando salgas de la cafetería no me acordaré de ti hasta el día en que tenga que ir a declarar en tu juicio ni tú te acordarás de mí. El Marinero dio una larga calada al cigarrillo, lo sacudió para que cayese la ceniza y comenzó a hablar: -Todo lo que sé es que apareció por aquí hace un par de semanas preguntando por el Jeringuillas por todas partes. Luego compró un montón de heroína y el Chino quiso saber quien era, le mandó una fulana, le levantó la cartera y resultó ser Agustín Díaz López, policía de alguna comisaría de Madrid. Hasta que apareció muerto el Jeringuillas no hizo más que preguntar por él a todo el mundo. Desde que apareció su cadáver no hace nada. Salvador guardó silencio con gesto pensativo durante un buen rato. -¿Dónde lo puedo encontrar? -Todas las tardes, a eso de las siete, aparece en el Central. Luego, ya no sé lo que hace. -¿Cómo es? ¿Lo has visto?

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-Tiene unos cincuenta años, es grande y gordo, tiene el pelo muy negro y siempre va trajeado. Se miraron sin decir nada. El rostro del Marinero pareció relajarse y volverse más redondo. En la cabeza completamente afeitada brillaban algunas gotas de sudor y las mejillas se le habían vuelto rojas. -¡Lárgate!- exclamó Salvador. Luego se llevó el índice a la boca y añadió-: y calladito.

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30 ¿Qué podía hacer? Un policía que preguntaba por el Jeringuillas sin seguir ningún cauce oficial no le olía nada bien. No, no era que no le oliera bien, era que le apestaba ¿En qué lío se habían metido? ¿En qué lío podían meterse un inspector de trabajo y un chorizo con el Jeringuillas? ¿Y él? ¿En qué lío se estaba metiendo? Se mordió el labio hasta casi hacerse daño. A lo mejor no era ningún policía. No, no podía serlo. La documentación podía muy bien resultar falsa. Si ese hombre era el asesino, no sería nada extraño que tuviera documentación falsa. Necesitaba pensar y deprisa. -Te veo preocupado ¿Ocurre algo?- la voz de Manuel Lama, el dueño de la cafetería Luna lo sacó de sus pensamientos. Salvador alzó la vista y lo observó mirándolo atentamente. -No es nada, cosas del trabajo- respondió-. Hazme otro café, por favor. Manuel Lama frunció un poco el ceño. -Te va a subir la tensión. -Ahora te aseguro que no, más imposible- dijo Salvador que sentía que la cabeza le bullía como si le fuera a estallar de un momento a otro. Tomó el café y encendió un cigarrillo. Había fumado demasiado y tenía la boca pastosa y seca. Arrojó el cigarrillo al suelo con sólo dos caladas. Si ese hombre era realmente un policía, tendría que avisar al comisario. Era posible que un policía hubiese matado a tres personas y eso era un asunto grave. Si no lo era… Tomó una decisión rápida. Extrajo el teléfono, marcó y esperó a que le respondieran al otro lado de la línea. -¿Qué hacías? -Nada- la voz de Carmen sonaba suave y dulce hasta cuando se disfrazaba con el tinte metálico de las ondas. -Dentro de media hora en comisaría. Es importante- dijo y colgó sin añadir nada más. Carmen llegó antes que él y lo esperaba impaciente. Lo miró con los ojos muy abiertos y lo interrogó con ellos. Él se acercó lentamente y se sentó frente a ella. -¿Sabes si ha venido Pombal? -No tengo ni idea. -Seguro que sí. Ven, vamos a verlo. -Pero ¿qué ocurre? -Os lo cuento a los dos a la vez. La puerta del despacho del comisario estaba cerrada. Salvador la golpeó un par de veces y la abrió sin esperar respuesta. Pombal leía un

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montó de folios que sostenía en la mano. Al sentir la puerta, depositó los folios en la mesa, levantó la vista y se quitó las gafas de lectura. -¿Qué has hecho, Salvador? -De momento, nada. -Verte en mi despacho a estas horas me hace temblar. Salvador sonrió, se dejó caer en una de las sillas frente al comisario y lo miró a los ojos. Carmen se sentó a su lado, expectante. -El Marinero ha encontrado algo- dijo al cabo Salvador. Pombal inspiró profundamente. -Vaya, vaya- dijo. Luego abrió el cajón derecho de la mesa y miró a Carmen- ¿Le molesta que fume, Martínez? Ella negó con la cabeza. El comisario encendió un cigarrillo y ofreció a Salvador. Él no lo aceptó. -¿Cuál es el problema, entonces?- dijo Pombal exhalando el humo de la primera calda-. Porque estoy seguro de que hay un problema ¿me equivoco? -El problema es que hay un hombre que estuvo haciendo preguntas por hay para encontrar al Jeringuillas y que no dejó de hacerlas hasta que apareció su cadáver, que ese hombre compró una cantidad importante de heroína y que…- Salvador hizo un breve silencio- ese hombre podría ser un policía. -Un policía…- repitió Pombal. -Que podría ser el asesino que estamos buscando. El comisario no hizo caso a la última frase de Salvador. -¿Seguro que es policía?- preguntó. -En esta vida nada es seguro excepto la muerte. La mirada de Pombal atravesó a Salvador de parte a parte. -Vale, vale, no me mires así. Le han visto la documentación, pero bien podría ser falsa. Yo me inclino porque lo sea. -¿Qué más sabes? -Poca cosa. Que se llama Agustín Díaz y que es posible que a las siete de la tarde esté en el Central, nada más. El comisario meditó durante un buen rato. Dio una profunda calada, dejó el cigarrillo en el cenicero y se llevó las manos a la nuca. -Agustín Díaz- dijo al tiempo que bajaba las manos y se incorporaba en su asiento-. Puede ser un nombre falso y, de momento, no nos vale de mucho- calló un momento, dio una calada al cigarrillo y lo aplastó contra el cenicero-. Vas a ir al Central, echas una ojeada, ves quien es ese hombre, ves lo que hay y a las ocho quiero verte aquí y que me lo cuentes todo. El café Central se encontraba en la ciudad vieja. Era un local grande, rectangular, de mesas de mármol blanco y sillas de madera oscura. El techo era alto y amarillento y tenía dos amplios ventanales cubiertos por cortinas blancas amarilleadas por el humo del tabaco. No había ningún televisor a al 234

vista y sonaba en el ambiente un cuartetote cuerda sobre el murmullo de la clientela. Carmen y Salvador se sentaron en una esquina, en una de las mesas desde la que podían observar perfectamente la puerta. Llegaron al café mucho antes de las siete. Querían estar allí cuando llegara el individuo, observarlo desde la llegada, ver qué hacía y con quien hablaba, si es que hablaba con alguien. A aquella hora no había demasiadas mesas ocupadas y era fácil observar todos los movimientos del café. Permanecieron largo rato en silencio mirando atentamente la puerta y sin intercambiarse más que un par de frases de vez en cuando. -Un hombre grande y gordo de pelo negro… -Y trajeado. Eso es lo que me han dicho. -No es demasiado. -Tiene que ser suficiente, no hay más. Cinco minutos antes de las siete Salvador golpeó con el codo a Carmen. Ella ya lo miraba a él señalando a la puerta con los ojos. -Ahí está nuestro hombre. Un hombre de poco más de un metro ochenta, de espaldas anchas y barriga prominente cruzó la puerta, tomó uno de los periódicos que había en una pequeña mesita de la entrada y con paso firme y enérgico se encaminó a la barra. Vestía un traje gris oscuro perfectamente cortado que disimulaba la barriga, una camisa inmaculadamente blanca y una corbata gris con reflejos plateados. Se acomodó en uno de los taburetes y abrió el periódico. El camarero se le acercó y lo saludó con una sonrisa. Vieron como intercambiaban un par de frases y el hombre asentía con la cabeza. El camarero se alejó, el hombre se concentró en el periódico hasta que el camarero volvió con una taza de café y una gran copa en la mano. Entonces dejó el periódico y se concentró en el café, luego encendió un cigarrillo y tomó con las dos manos la copa. -Café, tabaco y un coñac. Tiene buen gusto- dijo Salvador-. Toma nota para contárselo a Pombal. El hombre tomó un par de sorbos de la copa y volvió a concentrarse en el periódico. Carmen y Salvador lo observaron durante un buen rato sin que ocurriese nada. -Esta película es bastante aburrida- dijo Salvador. -Mira, va a tomar otra copa. El camarero se acercó al hombre, le sonrió y le sirvió nuevamente. Lo trataba como si fuera un cliente habitual que repetía todos los días la misma rutina. -Bueno, vamos a charlar un poco con él- dijo Salvador. -Pombal no dijo nada de eso. -Tampoco dijo que no lo hiciéramos. ¿Qué quieres? ¿Irle a contar que hemos visto a un cincuentón grande y gordo tomar un café, un par de copas y leer el periódico. 235

Se incorporó. -Espérame aquí. Voy a inventarme un cuento. Caminó lentamente hacia la barra. El hombre no lo vio acercarse ni sentarse a su lado. -Buenas tardes, Agustín- dijo Salvador después de observarlo durante un instante. El hombre se volvió y lo miró sorprendido. Tenía la cara cuadrada, con una papada grande y la barba perfectamente afeitada. Los ojos grises eran y fríos y estaban muy hundidos, rodeados por unas ojeras tremendamente marcadas, como si tuviera la mirada de luto. El pelo era muy negro y brillante, peinado hacia atrás y tenía un bigotito muy fino perfectamente dibujado sobre el labio superior, grueso y carnoso. -Creo que no nos conocemos- dijo con tono despectivo. La voz sonaba grave y fuerte. -Claro que nos conocemos. Tú eres Agustín Díaz- repuso Salvador. El hombre dio un respingo al oír su nombre y lo miró a los ojos. En aquel momento Salvador tuvo el convencimiento de que la documentación no era falsa. El hombre tardó en responder y lo contempló de abajo a arriba como si estuviera evaluándolo. -Creo que se confunde. Yo no me llamo Agustín. Me confunde con otra persona- dijo con seguridad y arrogancia. Además del convencimiento de que quien tenía frente a él se llamaba Agustín Díaz, a Salvador le asaltó la certeza de que aquel era el hombre a quien buscaba y probablemente el asesino de Alejandro Cuenca y Catalina Fraile. Le estaba mintiendo, estaba seguro. -No me trates de usted, entre colegas no es necesario. Yo también soy policía- dijo. El hombre tomó la copa en la mano y dio un trago que casi la vació. -¿Qué quiere de mí?- preguntó con gesto airado. -Hablar contigo, nada más. -No tengo nada de qué hablar, déjeme en paz- dijo el hombre, extrajo la cartera del bolsillo interior de la chaqueta y dejó un billete sobre la barra. -Yo creo que sí tenemos de que hablar. Incluso tenemos conocidos comunes, como el Jeringuillas, por ejemplo. Agustín Díaz se había incorporado y se disponía a irse, pero al oír el nombre del Jeringuillas volvió a dejarse caer sobre el taburete. De pronto, había perdido toda la seguridad y parecía derrotado. En la barbilla comenzaban a brillar las primeras gotas de sudor. -¿Qué sabes? Aquella pregunta era toda una confesión. Salvador arriesgó en la respuesta. -Todo. Incluido lo de los otros dos muertos- dijo y esperó expectante- me refiero a Alejandro Cuenca y a la mujer, Catalina Fraile. 236

El hombre pareció no inmutarse, como si hubiera estado esperando esa respuesta. Encendió un cigarrillo y apuró la copa. -Estaba seguro de que esto acabaría mal. Se lo advertí, pero no me quiso escuchar, es un cabezón y siempre hay que hacerlo todo como él diga. Estas no son maneras de hacer las cosas- dijo y se aflojó el nudo de la corbata. -Por supuesto que no, está muy feo ir llenando de cadáveres una pequeña ciudad como Orense- repuso Salvador plenamente satisfecho. El hombre sonrió. -Me vas a detener, claro. -Ya sabes como son estas cosas. -¿Puedo pedirte un favor? -Depende. -Me gustaría tomar la última copa. Salvador entornó levemente los ojos, frunció los labios y asintió con la cabeza. El hombre levantó la mano y el camarero se le acercó y escuchó con una sonrisa la petición de otra copa y un café. No tardó en volver, mientras lo hacía los dos hombres se contemplaron en silencio. Sin dejar de sonreír, el camarero depositó la taza en la barra y sirvió el coñac. -Esta copa que sea un poco más grande, voy a hacer un largo viaje y no me verás más por aquí. El camarero sonrió pícaramente y dejó caer un buen chorro. -¿Sabes lo que es esto?- Preguntó el hombre levantando la copa. -Parece coñac, pero nunca se sabe. -Es Larios, no es coñac, es brandy. Es el mejor brandy, no hay otro como éste. Si los ángeles mearan, mearía esto- el hombre levantó la copa e hizo un pequeño silencio- ¿Sabes por qué vengo aquí cada tarde? -Me está haciendo demasiadas preguntas. -No te importa ¿verdad? Claro que no. Es igual, te lo voy a decir, aunque no te importe. Vengo aquí porque es el único lugar que he encontrado en que me sirven Larios- señaló la copa-. Este es 1866. A mí, personalmente me gusta más el Príncipe, pero aquí no lo tienen. -Muy bien, ya sé por qué vienes aquí, ahora acaba la copa y vámonos. -Espera, no tengas tanta prisa ¿Sabes lo que cuesta? -No, no lo sé- dijo Salvador impaciente-. No bebo. -Pues cuesta tanto que con tu sueldo no podrías permitirte el lujo de tomarte dos o tres copas cada día en un sitio como este. Salvador comenzaba a sentirse irritado. -¿Para eso has matado a tres personas? ¿Para tomarte un par de copas caras? El hombre sonrió y dio un sorbo.

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-Hay más cosas, está la comida, la ropa, la mujeres…- dijo-. ¿Sabes cuantos años tengo? -No, no lo sé, pero estoy seguro de que me los vas a decir, así que suéltalo de una vez. -Eres demasiado impaciente, te va a subir la tensión. -Eres el segundo que me lo dice hoy. -¿Ves? Pero debes de ser listo. No era fácil cogerme, soy muy bueno ¿Tienes pruebas? -Todas- mintió Salvador. -¿Cómo supiste que los había matado? Cualquiera habría pensado en un crimen pasional rematado con un suicidio. Hasta yo mismo. Has de reconocer que me quedó bastante bien. Y del Jeringuillas ¿Qué me dices? Una sobredosis perfecta, ni una marca, y eso que se resistió un poco. Los otros dos, no. En cuanto vieron la pistola se acojonaron y obedecían todas mis órdenes como ovejitas- el hombre chasqueó la lengua-. ¡Tanto trabajo para nada! ¿Sabes que tuve que pujar a cuestas con el hombre ya muerto y hacerle disparar sobre la mujer para que apareciesen restos de pólvora en la mano? No comprendo cómo te has dado cuenta… -Siempre se cometen errores. Acaba eso que nos tenemos que ir. -Espera un momento, hombre. Aún no te he dicho los años que tengo- dio un pequeño sorbo a la copa-. Son cincuenta y dos. ¿Sabes lo que eso significa? No, no lo sabes. Significa que por cada uno de los muertos me caerán veinte años y que cuando salga de la cárcel seré un viejo de más de setenta. -Es lo que tiene el delito. El hombre dejó la copa sobre el mostrador, se volvió un poco, abrió la chaqueta y extrajo una pistola que sujetó como si fuera un bulto, sin apuntar a nadie. Salvador sintió como le subía la sangre a la cabeza y se le aceleraba el corazón. Tragó saliva y se serenó todo lo que pudo para hablar. -No seas estúpido. No conseguirás nada. -No te preocupes, no voy a matarte. La primera impresión que tuvo Carmen fue que el hombre tenía una pistola en la mano, pero al ver el modo en que la sostenía y que no apuntaba a nadie con ella pensó que era otra cosa. Nerviosa, se levantó de su asiento y sintió que se le paraba el corazón cuando vio que efectivamente era una pistola. Tomó el bolso, lo abrió e introdujo la mano él hasta que encontró su arma, luego, con el bolso colgado al hombro y sin sacar la mano de su interior, caminó muy despacio hacia la barra y se detuvo al lado de los dos hombres. -Deja esa pistola- oyó decir a Salvador. El hombre la sujetaba con la mano derecha apoyada en la barra del bar.

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-No te asustes, ya te he dicho que no te voy a disparar. Señorita- se dirigió a Carmen-, saque la mano del bolso, no nos vamos a liar aquí a tiros- se giró y miró a Salvador-. Es tú compañera ¿verdad? -Como tú comprenderás no iba a venir solo. -Con una hembra así a tu lado seguro que trabajas encantado. Le estaba contando a su compañero que si me detienen cuando salga de la cárcel seré un viejo. Pero ese no es el autentico problema- miró a Salvador¿sabes cuál es? Salvador estaba tenso como la cuerda de un violín y Carmen temblaba como el arco que pasara sobre ella. Ninguno de los dos dijo nada. -El autentico problema es que durante todos los años que esté preso no volveré a tomas este licor de dioses- dijo el hombre señalando la copa que estaba a su lado- ni volveré a tocar la carne de una mujer como tú. He conocido a muchas, muchas mujeres ¿sabes? Pero seguramente ninguna llegaba a tu talla. -Deja de hacer el idiota- dijo Salvador-. Voy a quitarte la pistola. El hombre se tensó y se separó un poco de él. -No, no será necesario. Te la daré yo mismo, pero déjame que te diga antes algo. Tiene gracia que haya matado para conseguir lo que voy a perder justamente por haber matado. Es una injusticia tremenda ¿no? O una paradoja, no lo sé. Bueno, es igual, nada puedo hacer ya. Me queda el consuelo de pensar que fue bonito mientras duro. El hombre cambió la pistola de mano, la sujetó con la izquierda y apuntó a Salvador. -No hagas ninguna tontería- dijo- o te haré daño. Salvador sentía que el corazón le latía en la garganta y la ropa se le pegaba al cuerpo. Observaba atentamente al hombre esperando el momento de lanzarse sobre él. Carmen, con la mano aún en el bolso, apretaba la mano sobre las cachas de la pistola y buscaba tanteando el gatillo. El hombre tomó la copa con la mano que tenía libre y la apuró de un solo trago con un movimiento brusco. -¡Fantástico!- exclamó y dejó escapar un suspiro. Sin dejar de apuntar a Salvador cambió la pistola de mano; luego en un movimiento rápido, abrió la boca, puso en ella el cañón y apretó el gatillo.

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Salvador imaginaba perfectamente todo lo que iba a ocurrir aquella mañana. Había dormido poco y mal y lo que le esperaba no iba a ser un paseo en góndola precisamente, sabía que la mañana sería dura y larga, así que optó por no apresurarse. Ignoró el ambiente ajetreado que invadía la cafetería Luna a aquella hora, se tomó con calma su café, tranquilamente y sin apresurarse leyó el periódico y se fumó un par de cigarrillos. Los pormenores sobre la muerte en el café Central ocupaban y las tres primeras páginas y una gran parte de la portada de la Opinión, con una foto a todo color y los titulares en letras mayúsculas. Pero los periodistas no sabían prácticamente nada y como tenían la necesidad de decir algo y de ocupar espacio con lo que era la noticia del día, se dedicaban a elucubrar además de mostrar las fotos más morbosas que pudieron conseguir. Carmen tuvo también una noche ajetreada, de sueño corto y agitado, cargado de pesadillas. La imagen de la cabeza de aquel hombre que había reventado delante de sus narices se le había quedado clavada en los ojos y no valía que los cerrase para que dejara de verla. Y los sesos mezclados con sangre que luego habían acabado deslizándose suavemente por el espejo que adornaba la pared del café Central se cruzaban una y otra vez delante de ella, mirase a donde mirase. Al salir a la calle y sentir el aire fresco de la mañana se detuvo un instante y pensó que aquel sería un día largo y duro sin duda y la invadió una inmensa sensación de hastío y pereza ante todo lo que tenía que pasar. Miró el reloj. Estaba segura de que a aquella hora Salvador estaría aún desayunando su café y sus churros y calentando el planeta con el primer cigarrillo la mañana. Decidió romper la rutina diaria y en lugar de girar a la izquierda lo hizo a la derecha, calle abajo. La cafetería Luna estaba llena de clientes que se arremolinaban en torno a la barra, apenas cuatro o cinco se hallaban sentados en las mesas. Los demás se pegaban por un hueco en el mostrador y un par de camareros además del dueño, se afanaban tras él para atenderlos a todos. Salvador ocupaba una esquina al fondo del local. Fumaba un cigarrillo y miraba indolentemente el televisor. A su lado descansaba plegado un ejemplar de la Opinión. -Buenos días. La voz ya se lo había anunciado así que Salvador no se sorprendió al girarse y ver a Carmen a su lado. No le pareció extraño verla allí a aquella hora, su presencia le pareció lo más natural del mundo. Arrojó el cigarrillo y sonrió. Se sonrieron y se miraron frente a frente a los ojos, con una luz y una claridad como no lo habían hecho desde la noche en que habían compartido la saliva de sus bocas y la savia de sus cuerpos. La tarde pasada 240

habían sido sacudidos por una experiencia tan feroz, que todo lo anterior pareció diluirse y desaparecer. En aquel momento todo lo que fuera ajeno a ellos mismos y a lo que habían vivido en el café Central no existía. Durante un instante vieron el uno en el otro la satisfacción de haber hallado al asesino, el miedo que habían sentido mientras el hombre jugueteaba con la pistola y al final el golpe brutal que, como en una sinfonía romántica, lo culminaba todo. -Vaya lío- dijo Carmen y sonrió. Salvador no pensó en preguntarle qué hacía allí a aquella hora. Sabía la razón que la había llevado allí, sabía que ella tenía la necesidad de compartir con él lo todo lo que recordaba de aquel momento, lo sabía porque a él también le urgía necesidad de compartir con ella sus vivencias, aunque fuese sin decir una sola palabra, aunque fuese sólo mirándose a los ojos como acababan de hacer. -Un poco ¿Quieres un café?- preguntó. Ella negó con la cabeza, dibujó una sonrisa con la boca y cerró los ojos. -Pues, vamos, la realidad nos espera. El cielo era azul, terso, sin nubes y una brisa, suave y fresca cruzaba la ciudad. La mañana, agradable. Aunque las calles estaban aún húmedas, los aguaceros de los días pasados parecían tan lejanos como si hubieran transcurrido mil años desde la última gota de lluvia. Salvador caminaba sintiendo la presencia de Carmen a su lado, su perfume, el aroma de la vainilla mezclado con su piel, el roce de su brazo de vez en cuando, su respiración a veces entrecortada y, durante un instante, tuvo la sensación de que el tiempo no había transcurrido, que en cualquier momento podría volverse y sonreír a una diosa lejana e inalcanzable y no la mujer de carme y hueso que no quería saber ya nada de él. -¿Qué pasará ahora?- la voz de Carmen lo sacó de sus pensamientos. -Eso depende. Si todo va bien, Pombal nos dará una palmadita en la espalda y se hará cargo de todo. Si todo va como yo espero, es decir, mal, nos va a caer una encima de mucho cuidado. Ella aminoró un poco el paso. -¿Por qué va a ir mal? Hemos pillado al malo y además está muerto. Él se detuvo completamente. -Al malo, claro- dijo-. Pero da la casualidad de que es posible que fuera policía. Y eso no le va gustar a casi nadie. Además ¿Por qué los mato? ¿Lo sabes tú? ¿No? Pues yo tampoco. Y eso es importante y Pombal puede que quiera saberlo o puede que no, sobre todo si el asesino es un policía. Y, la verdad, no sé cual de las dos opciones es la peor. Reanudaron la marcha. -Nos van a hacer muchas preguntas- dijo Salvador al cabo. 241

-¿Y qué diremos? -La verdad- calló un momento-. Mira la verdad es algo muy serio, muy importante y muy útil, por eso no hay que abusar de ella, más vale ser comedidos en su uso, se puede gastar y pasa a ser inútil, pero en estos casos, cuando la verdad es increíble, lo mejor es decirla siempre. No nos van a creer, por eso la podemos decir tranquilamente. Ella sonrió. -Yo tengo fama de buena chica, a mí sí me creerán. Salvador la miró a los ojos. -¿Estás segura? Tú, si lo vieras desde fuera ¿te creerías que lo hemos pillado sin tener ni una sola prueba? ¿Tú me creerías si te contara algo así como que ese tipo se ha suicidado porque había una docena de rosas en el dormitorio del hombre que yacía muerto en el salón? Carmen devolvió la sonrisa y arqueó las cejas. -La verdad es que no. En la comisaría había un movimiento inusitado aquella mañana. Apenas si cabía un coche más en el aparcamiento, un par de periodistas hacían guardia a la puerta y en las escaleras y pasillos había más gente moviéndose de que era habitual. Parecía que la muerte de la tarde anterior hubiera movilizado a toda la plantilla. Al llegar a la segunda planta, antes de Carmen y Salvador pudieran encaminarse a la oficina de la brigada judicial, la voz aguardentosa de Lola, la secretaria del comisario, sonó a su espalada: -Salvador… Ambos se giraron. -No digas nada- él levantó la mano haciendo el gesto de un guardia de tráfico-. Pombal quiere vernos. -Ya- respondió la secretaria-. Ahora mismo. Y te advierto que está de muy mal humor. Salvador no hizo caso del comentario, muy lentamente se volvió hacia Carmen y la miró con el gesto circunspecto y serio. -Esta mañana no tenemos compromisos ¿verdad?- dijo impostando la voz. Ella sonrió y negó con un movimiento de cabeza. -En ese caso, pasaremos por su despacho. Lola lo miró con resignación, chasqueó la lengua y miró al techo del pasillo como si le quisiera pedir paciencia a los tubos fluorescentes que lo iluminaban. Pombal hablaba con el inspector jefe Carreiro en tono marcadamente alto. Estaba malhumorado y no hacía nada para ocultarlo. Gritaba y gesticulaba. Al abrirse la puerta calló. Carmen y Salvador cruzaron el despacho en un silencio casi espectral.

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-¿Hago yo las preguntas o empezáis a contármelo todo?- dijo el comisario sin más preámbulos, antes de que hubieran tenido tiempo siquiera de acomodarse y apoyar los codos en el reposabrazos de la silla. Carmen se encogió en el asiento y bajo la mirada. Salvador movió las manos con las palmas hacia arriba y dijo: -Se me ocurre una tercera alternativa, te hacemos nosotros un par de preguntas a ti. El comisario torció el gesto. -Las preguntas las hago yo. -Es deformación profesional, ¿sabes? Estoy tan acostumbrado a preguntar que me cuesta responder. Pombal entornó los ojos y afiló la mirada. Parecía que quisiera perforarlo con ella. -Salvador, no me toques los cojones y empieza a contarme todo lo que sabes, porque en todo este asunto me has estado engañando desde el principio y ahora quiero toda la verdad. -Sé que no me vas a creer, pero no te hemos ocultado nada. -¿Sí? ¿Pretendes que me crea que un individuo se suicida delante de tus narices por que eres feo? Salvador sonrió. -A lo mejor fue por eso. No se me había ocurrido- dijo, se pasó la mano por la barbilla y se volvió hacia Carmen-. Tú ¿qué opinas? Silencio. -¿Quién era ese tipo?- preguntó el comisario y lo rompió. -Esa era precisamente la pregunta que yo quería hacerte a ti. Al parecer era un policía, pero creo que ya lo habíamos hablado, ahora me gustaría saber si era de verdad poli o sólo un farsante- respondió Salvador. -Lo que quiero saber y tú me vas a contar es quién era además de ser un policía. -Así que lo era de verdad. Y seguro que también era verdad que se llamaba Agustín Díaz. Pombal calló y lo miró a los ojos. Carmen y el inspector jefe observaron a los dos hombres mantenerse la mirada durante un buen rato sin que ninguno pestañeara siquiera. Al cabo fue el comisario quien desvió la mirada y la clavo en Carmen. -Está bien- dijo-. Ya que no quieres hablar tú, lo hará tu compañera. Ella bajó los ojos esquivando los del comisario y dijo con voz apagada: -No le hemos ocultado nada, comisario. Pombal inspiró profundamente. -Me da igual lo que me hayáis ocultado o no. Ahora lo que quiero es que me cuente todo lo que sabe de este asunto, porque me están haciendo quedar como un imbécil. 243

Así que era eso. El problema era que el comisario estaba quedando como un imbécil. Salvador sonrió. -Vamos a ver Manuel- dijo en el tono más sosegado que pudo-. Una pareja apareció muerta en su casa un buen día por la mañana, todo parecía indicar que había sido un crimen pasional, con suicidio incluido y así lo creímos y me parece recordar que fuiste tú, precisamente tú, quien decidió que el asunto no estaba muy claro y que dedicáramos un par de días a hacer preguntas por ahí. Además, si no me equivoco, a mí me pareció una pérdida de tiempo y así te lo hice saber, pero obedecimos tus órdenes y dimos unas vueltas por ahí. Haciendo preguntas- calló un momento y pensó en la cómoda, el suelo del dormitorio y las rosas- llegamos a una vecina que nos contó que la secuencia de los disparos que había oído no era como debería de haber sido en el caso de un crimen pasional con suicidio y eso nos llevó a desconfiar, luego apareció el cadáver del Jeringuillas y a mí me mosqueó que hubiera tantos muertos en Orense con una posible relación entre ellos, porque un amigo de Alejandro Cuenca nos contó que lo había visto hablando con un individuo que encajaba perfectamente con el Jeringuillas. Y resulta que el Jeringuillas era un consumidor de cocaína y apareció muerto por una sobredosis de heroína, o eso es lo que la forense dijo, y eso me mosqueó más. Sobre todo cuando nos enteramos de que había un individuo haciendo preguntas sobre él por ahí. Entonces se nos ocurrió la idea de soltar al Marinero y fue también con tú consentimiento, por supuesto. No te hemos ocultado nada. Callaron todos. Salvador sintió los tres pares de ojos clavados en él y añadió: -Y si me quieres creer me crees y si no, no. Ese es tú problema. Pombal se inclinó hacia él apoyando los codos en la mesa y dijo con el tono más contenido que pudo: -No, Salvador, no es mi problema. Me has contado un cuento bien hilado, pero no lo creo porque hace ya mucho tiempo que he dejado de creer en cuentos. No sé lo que me estás ocultando, pero te advierto que lo voy a averiguar. -Me parece estupendo. Cuando lo sepas me lo cuentas, que yo también quiero saberlo. Pombal perdió la paciencia. -¡Me estás hartando ya, Salvador! ¿Qué le dijiste a ese hombre para que se volara la cabeza? -No hice más que saludarlo. Le dije, hola Agustín y al verse reconocido se pegó un tiro. Debe de ser que hay gente que no se soporta. El comisario se arrellanó en el asiento y mostró las palmas de las manos. -Muy bien, tú lo has querido.

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-Joder ¡Manuel!- exclamó Salvador-. Pareces tonto. El tipo se vio pillado y se pegó un tiro. No tiene más misterio. Pombal volvió a inclinarse sobre él. -Sí lo tiene. Te envié a que echaras una ojeada, no a que lo provocaras, pero tú no me hiciste caso. Salvador sonrió cínicamente. -Muy gracioso- dijo-. Según tú, debíamos haber ido al Central, tomar un café, mirar la cara del tipo y volvernos a la comisaría para decirte que habíamos visto a un tipo gordo con un bigote finito a la moda de los años cuarenta. -Exactamente eso es lo que os dije que hicierais. Y si lo hubierais hecho, ahora estaría vivo y podría hablar, pero me da la sensación de que tenías demasiadas ganas de que se callara. Salvador abrió los brazos en cruz. -Estás paranoico. -No, no lo estoy, pero a ti te da igual. Este asunto ya no te incumbe. Estás fuera. -¿Cómo? -Como lo oyes- dijo el comisario y miró a Carmen-. Y usted también, Martínez. Además hay otra cosa. Hay una plaza disponible en Madrid, en comisión de servicio. Si la quiere es suya, la semana que viene puede estar de nuevo trabajando en Madrid si eso es lo que desea. Carmen miró al comisario sorprendida. No conseguía asimilar lo que le estaba diciendo. No dijo nada durante un buen rato. -¿Quiere la plaza o no? -Sí- respondió mientras en la cabeza se le desataba una tormenta. -En ese caso, hemos acabado. Pueden irse los dos. Salieron en silencio y en silencio marcharon, ambos con el corazón encogido, hasta la oficina de la brigada judicial. Se sentaron frente a frente sin decirse palabra, cada uno perdido en sus propios pensamientos. Carmen se sentía extraña, muy extraña y le costaba entender su propio estado de ánimo. Siempre había imaginado que cuando llegara aquel momento se sentiría feliz. Había soñado muchas veces con el regreso, aunque ya hacía tiempo que no pensaba en ello. Pero ahora que le acababan de comunicar que podía volver a casa, que podía recuperar su vieja vida no sabía qué vida y qué casa tenía para recuperar y tenía la sensación de que se encontraba frente a un abismo. Dejó la mirada perdida y se mordió el labio. No sentirse feliz le causaba angustia y no podía remediarlo. Salvador sentía que las entrañas le ardían y el fuego le abrasaba el pecho. No sabía realmente por qué estaba tan enfadado, no sabía si era por que Pombal no le hubiese creído, porque le retirara del caso o porque Carmen se volviera a Madrid. Sí, lo sabía, aunque no quisiera reconocerlo, sabía de donde venía aquel fuego que le quemaba las entrañas. Del mismo 245

modo que sabía que nada podía hacer para que Pombal le creyese ni para que Carmen se quedara, ambas cosas estaban fuera de su control. Por eso decidió que el enfado y la ira que le invadían era porque el caso era suyo, que nadie lo iba a apartar de él y que no iba a dejar que la muerte de Alejandro Cuenca y Catalina Martínez se acabase con el suicidio del puto policía que los había matado. Poco le importaba la realidad, se sentía tan frustrado por la pérdida de su compañera, le invadía una sensación tal de soledad y abandono después de haber conocido el paraíso, que necesitaba encontrar algo que llenara aquel hueco y lo único que tenía era el maldito asesinato. Miró a Carmen. Estaba más hermosa que nunca. Tenía la mirada perdida y los ojos le brillaban como si una lágrima fuera a rebosar los párpados en cualquier momento. Ella se dio cuenta de que la miraba y esbozó una sonrisa. El rostro de Salvador estaba tenso, tan tenso que si hubiera intentado sonreír se habría quebrado allí mismo. No apartó la mirada de ella y ella se mantuvo con los ojos brillantes fijos en él y una sonrisa en la boca. Transcurrió un eón. Una eternidad de silencio. -¿Y ahora?- dijo Carmen. -Ahora ¿qué?- repuso Salvador sin apenas abrir la boca. -¿Qué hará Pombal? No nos ha creído… -No hará nada. Tiene un policía muerto y culpable. Eso es bueno y malo a un tiempo. Tiene a un asesino, pero si indaga se llevará un disgusto. Quien tiene el poder para mandar a un policía desde Madrid hasta Orense para matar a un inspector de trabajo tiene que ser un pez gordo, y si lo han mandado matar es por un asunto importante y meterse en eso a lo mejor da problemas, así que Pombal, que es una persona que detesta los problemas, ha decidido que no hará nada, por eso nos ha dicho que estamos fuera del caso. -Y nosotros ¿qué hacemos? Salvador se puso en pie. Tenía todos los músculos del cuerpo tan tensos como los del rostro. Miró fijamente a su compañera y tomó una decisión. No le importaba lo agradable que fuera la presencia de Carmen, ni lo que la pudiera desear. Le daban igual sus ojos verdes, su perfume o su sonrisa. A partir de aquel momento, se olvidaría de ella y no quería ya ni recordar su nombre. Si la iba a perder, mejor sería que la perdiera completamente. Era una cuestión de supervivencia. -Tú, supongo que harás la maleta. Yo voy a averiguar quien cojones mandó que los mataran- respondió y se fue sin esperar ninguna respuesta.

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Carlos Ferrer frunció el ceño y compuso un gesto de desagrado. La secretaria lo miró arqueando las cejas y esbozó una sonrisita a modo de disculpa que parecía decir: yo sólo traigo la noticia, no es culpa mía que venga a visitarlo. Luego la mujer esperó pacientemente a que el jefe le dijera qué hacer. Carlos Ferrer tomó el capuchón de la estilográfica que sujetaba en la mano y con la que corregía el montón de folios que tenía ante él y lo enroscó lenta y cuidadosamente, después, observándolo como si fuese una joya, la guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. Se sentía contrariado. La presencia de aquel hombre le causaba desasosiego. Sus maneras bruscas, su rostro duro, la mirada fría y agresiva y, sobre todo, el motivo de su visita. Pensaba que se había deshecho ya de él, de su aspecto de policía enfadado, pensaba que podría olvidarse ya de todo lo relativo a Alejandro Cuenca, de Alejandro Cuenca mismo, de su muerte y del miedo y la incertidumbre que a veces le invadía el cuerpo cuando pensaba en la causa de su muerte, pero aquel hombre estaba empeñado en recordárselo. -Dile que pase. La secretaria se volvió sin decir nada y desapareció. Al cabo de un momento regresó con Salvador caminando a su espalda. -Buenos días, subinspector- Carlos Ferrer tendió la mano y forzó una sonrisa. Luego, con la misma mano que lo acababa de saludar, señaló la silla que tenía frente a él-. Siéntese, por favor- añadió. Salvador se dejó caer en el asiento. Se sentía un poco congestionado, con la respiración acelerada, tenía la ropa pegada al cuerpo por el sudor y las piernas le temblaban un poco. Había dejado la comisaría con un portazo en la oficia de la brigada judicial y había bajado las escaleras tan aprisa que no había visto los escaños siquiera. Luego, había caminado hasta la delegación de trabajo a ritmo de marcha y se había encerrado sobre sí mismo y no fue consciente de nada que no fuesen sus propios pensamientos hasta que se encontró frente a la puerta del despacho de Carlos Ferrer. Durante todo el trayecto no había hecho otra cosa que pensar en la muerte de Alejandro Cuenca y en el suicidio del policía. En aquel momento veía las cosas claras. No tenía ninguna duda. Había estado convencido de que la muerte de Alejandro Cuenca estaba relacionada con algún asunto local, pero ahora se había dado cuenta de que el muerto había realizado un montón de viajes a Madrid y que el policía que se había suicidado en el café Central venía de Madrid también, eso no podía ser casualidad. Además había una frase que le había vuelto de pronto a la cabeza y que no dejaba de darle vueltas por ella: antes de pegarse el tiro en la boca el hombre hablaba de que se lo había advertido a alguien, pero no había querido escucharle. 247

¿A quién se refería? A alguien peligroso, sin duda. Ahora lo veía todo claro, la muerte tenía que ver con el asunto en el que trabajaba en Madrid. Eso lo asustó. Habría preferido que el asesino fuera un constructor local al que hubieran pillado contratando a emigrantes ilegales o encubriendo la muerte de un obrero; todo resultaría más fácil, pero ahora... Alejandro Cuenca trabajaba en una comisión de estudio, había dicho su jefe, pura rutina. Alguien había engañado a alguien como a un tonto, Alejandro Cuenca a su jefe o el jefe de Alejandro Cuenca a Salvador. Le parecía evidente que el asunto de Madrid era serio, pero ¿qué podía ser tan serio como para acabar así? Si alguien molestaba en una comisión, se le sustituía y punto. ¿Qué era lo que había averiguado? ¿Qué sabía Alejandro Cuenca que fuera tan grave? Antes de decir una palabra miró fijamente a los ojos de Carlos Ferrer. Sabía que lo asustaría. Y quería que estuviese asustado. Se mantuvo largo rato con la vista fija en los ojos del otro sin pestañear siquiera. -Usted dirá, subinspector- dijo Carlos Ferrer al cabo. Salvador apartó de él los ojos, los fijó en la madera oscura de la mesa y se pasó la mano por la barbilla antes de responder. -Creo que no me ha contado toda la verdad- dijo y volvió la mirar a los ojos del jefe de la inspección de trabajo. Carlos Ferrer sonrió. -Le aseguro que no le he ocultado nada. -Tengo el convencimiento, y no sólo el convencimiento, sino algo más, de que la muerte de Alejandro Cuenca está relacionada con el trabajo que estaba realizando en Madrid. -¿Con la comisión de estudio? Imposible- la respuesta de Carlos Ferrer fue seca y contundente y no dejaba lugar a dudas. Salvador no tuvo ninguna duda de que aquel hombre le decía la verdad. Pero tampoco le cabían dudas de que la causa de su muerte estaba en aquellos viajes, no podía estar en otro lugar. -¿Imposible?- preguntó-¿Está seguro? -Absolutamente. Mire, subinspector, es como si me dijera que un académico de la lengua ha matado a otro porque no se ponían de acuerdo con la definición de una palabra. Salvador sonrió y torció el gesto. Comprendía perfectamente el ejemplo y comprendía también que quien los había engañado a todos era el propio Alejandro Cuenca. -En ese caso- dijo-, necesito averiguar qué otras cosas se hacían en esas reuniones tan académicas, porque lo cierto es que a nuestro académico lo han matado y los disparos venían de allí. -¿Quiere decir que su muerte no tuvo nada que ver con su trabajo aquí como había imaginado en un principio? -Eso es lo que parece- respondió Salvador. 248

El inspector de trabajo lo observó con el gesto relajado. Era evidente que se sentía más tranquilo al saber que la muerte de su subordinado no le salpicaría en absoluto. -¿Hay algo más que pueda hacer por usted?- preguntó Carlos Ferrer dispuesto a deshacerse de aquel policía lo antes posible. -Lo hay. Necesitaría conocer todas las fechas de los viajes que Alejandro Cuenca realizó a Madrid. -Mañana por la mañana lo tendrá preparado, por supuesto. Todos los viajes detallados. Salvador entornó un poco los ojos y los fijó en los del hombre que tenía frente a él. -Imagínese que estuve aquí ayer y que le pedí entonces esa relación de viajes. En ese caso, hoy ya es mañana por la mañana- dijo y mantuvo la mirada fija en el entrecejo de Carlos Ferrer. El otro aguantó la mirada un instante intentando formar un gesto desafiante, pero aquellos ojos fríos y despiadados clavados en él y el rostro tenso de Salvador hicieron que bajara levemente los párpados. -Me hago cargo. Venga conmigo- dijo al fin, se incorporó y rodeó la mesa. Salvador lo siguió a través de una sala amplia sembrada de mesas en las que trabajaban un montón de funcionarios hasta otra sala más pequeña en la que había sólo tres personas trabajando. Carlos Ferrer saludó los saludó y se dirigió a un hombrecillo de rostro sonriente y cuerpo menudo que se afanaba en colocar un montón de facturas en un archivador. -Buenos días, Mario- dijo-. Este señor es el subinspector Montaña, de la policía judicial, y necesita todas las comisiones de servicio de Alejandro Cuenca a Madrid. El hombrecillo se incorporó. Apenas levantaba un palmo sobre el respaldo de la silla y tenía los hombros tan estrechos que su cabeza, aunque no era grande, parecía desproporcionada. Sin decir una sola palabra, se volvió hacia la estantería que había a su espalda y estirándose mucho, recorrió con el índice el montón de archivadores que ocupaban uno de los estantes. Después de un momento se detuvo y poniéndose de puntillas, con dificultad evidente tomo uno de los archivadores y lo dejó caer sobre la mesa con un golpe seco. -Creo que están todas en éste, aunque debería confirmarlo mirando el anterior. -¿Cuánto tiempo tardarías en hacer una relación completa? El hombrecillo alzó la cabeza y miró a su jefe. -Si se conforma con una fotocopia, lo que tarde en hacerlas. Carlos Ferrer se giró hacia Salvador con gesto interrogante. -Sí- dijo él-, las fotocopias serán suficientes.

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-En ese caso- dijo el jefe de la inspección-, le dejo con Mario- tendió la mano con una sonrisa de alivio-. Si me disculpa, tengo cosas que hacer. Media hora más tarde, Salvador tomaba un café en una cafetería cercana y buceaba entre el montón de papeles que le acababan de entregar guardados en una carpeta verde oliva. Grapados en grupos de tres o cuatro folios, la misma secuencia se repetía una y otra vez. Una convocatoria para que Alejandro Cuenca acudiera a una reunión en el Ministerio de Trabajo, siempre a las diez de la mañana, un impreso autorizando el viaje firmado por Carlos Ferrer y un par de facturas, las del hotel y las de los billetes de avión. Lo único que variaban eran las fechas. Salvador las examinó todas. Como le habían dicho, prácticamente todos los meses del último medio año habían realizado uno de aquellos viajes. Acabó el café, encendió un cigarrillo y contempló la carpeta, pensativo. ¿Qué tenía allí? Nada, no tenía nada. Cuando se cansó de observar las solapas verde oliva de la carpeta volvió a abrirla y a repasar, uno por uno, todos los folios. Primero se fijó en el hotel que era casi siempre el mismo, Hotel Regidor, sólo en una ocasión había cambiado de hotel. Luego, se fijo en los billetes, ida en el vuelo de las tres de la tarde y regreso siempre en el de las cinco. En eso no había ninguna variación. Además todos los billetes y las habitaciones del hotel los había comprado en la misma agencia, “Viajes Canadá”. El anagrama, una hoja de arce, estaba impreso en todas las facturas. Encendió otro cigarrillo y cerró la carpeta. ¿Qué esperaba haber encontrado allí? Enfadado consigo mismo y con el mundo, hastiado, harto y frustrado arrojó el cigarrillo al suelo y volvió a abrir la carpeta y a repasar nuevamente los folios, pero cuando comenzaba a hacerlo, decidió que allí no encontraría nada nuevo. Llamó al camarero, le pidió la guía telefónica y la abrió por la letra uve. Viajes Canadá estaba muy cerca de la delegación de trabajo. Alejandro Cuenca no había ido muy lejos a contratar sus billetes y su hotel, pensó Salvador. La agencia no ocupaba un local muy grande, pero tenía un escaparate amplio en el que se exhibía un avión colgado de hilos de tanza, la maqueta de una pirámide y un sombrero rojo como los de la policía montada del Canadá, además de un tablero sobre el que habían colocado un montón de carteles con ofertas. El interior de la agencia era alargado, a un lado había una larga estantería que ocupaba toda una pared, con un montón de catálogos y al otro un par de mesas para atender a los clientes. En la agencia, a aquella hora de la mañana, no había ninguno qué atender, sólo las dos empleadas que charlaban despreocupadamente. Al entrar Salvador callaron las dos. La más joven le dirigió una sonrisa, lo saludó amablemente y le indicó que se sentara. La otra se volvió y comenzó a observar la pantalla de su ordenador. Salvador devolvió el saludo, se sentó y mostró su documentación.

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-Subinspector Montaña- dijo y depositó la carpeta verde oliva sobre la mesa-, de la policía judicial. La joven borró la sonrisa de la cara y lo miró con gesto de sorpresa. Él abrió la carpeta y mostró una de las facturas con el anagrama de la empresa. -Me gustaría saber algunas cosas sobre este cliente. La agente se acercó y leyó la factura. -¡Oh!- dijo y se llevó la mano a la boca-. ¡Don Alejandro! -Efectivamente, Alejandro Cuenca. -¿Está investigando su muerte?- la joven abrió los ojos tanto que borró todos los pliegues de la piel Salvador ignoró la pregunta. -Al parecer contrataba muchos viajes a Madrid con ustedes. La joven recobró la compostura de agente profesional. -Sí, todos los meses iba alguna vez. Salvador buscó entre los folios de la carpeta hasta que encontró lo que quería. -Siempre ocupaba el mismo hotel, menos en una ocasión- dijo y mostró la factura. Al oír hablar de Alejandro Cuenca, la otra empleada de la agencia había dejado de prestar atención al ordenador y se había acercado a ellos. -Recuerdo que en esa ocasión lo atendí yo- dijo-. El hotel Regidor, que era el que a él le gustaba, estaba completo y tuvimos que buscar habitación en otro. Le disgustó mucho. Siempre quería ir al Regidor. -Menos cuando no quería- dijo la otra. Salvador dejó la carpeta sobre la mesa y miró a la joven. Ella se llevó la mano a la boca como si hubiera dicho algo inconveniente. -¿Qué quiere decir? Las dos mujeres se miraron. La mayor de ellas dijo: -Hubo un par de ocasiones en las que don Alejandro no viajó en avión y fue a un hotel distinto. Salvador volvió a tomar la carpeta. -No viajó en avión- repitió para sí mismo y abrió la carpeta y la ojeó rápidamente-. Pero todos los billetes que tengo son de avión. Las mujeres lo miraron sin comprender. -Hace un par de meses viajo dos semanas seguidas en tren- continuó la mayor- y no lo hizo solo, sacó dos billetes de ida y vuelta en el TALGO y reservó una habitación doble en un hotel que especificó que no quería que fuera el Regidor. Nosotras supusimos que era porque lo acompañaba alguna mujer y no quería... bueno, ya me entiende. Salvador calló un momento y meditó. Luego cerró la carpeta verde oliva y dijo: -Necesito saber las fechas de esos viajes ¿es posible? 251

-Creo que sí. Eso debió de ser el mes pasado- dijo la mujer de más edad, que había tomado el control de la situación. Se volvió a la otra y continuó-: Clara dame la agenda de marzo. La otra se levantó y hurgó en un montón de papeles y catálogos que había a su espalda hasta que se volvió con un cuaderno de pastas negras en la mano y se lo entregó a la mujer. -Aquí está- dijo tras hojear el cuaderno-. Los días doce y diecinueve de marzo. Ida, vuelta y un par de noches en el hotel Valenciano. Lo mismo en las dos ocasiones. Salvador abrió la carpeta verde oliva y pasó apresuradamente los folios hasta que llegó al mes de marzo. Había un billete de avión Vigo Madrid del día seis con vuelta el día ocho y la estancia en el hotel Regidor. Tenía que volver urgentemente a la delegación de trabajo. Necesitaba averiguar una cosa. Carlos Ferrer dejó la estilográfica sobre la mesa y miró a la secretaria con gesto de fastidio. Ella arqueó las cejas y se encogió de hombros. -Está bien, dile que pase- el jefe de inspección, resopló, recogió la estilográfica le enroscó el capuchón y la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Ya le estaba empezando a cansar la presencia de aquel policía. ¿Qué querría ahora? Salvador lo saludó con un leve moviendo de cabeza y se sentó frente a él sin esperar a que lo invitaran a hacerlo. -Vamos a tener que ponerlo en la nómina de este mes, subinspector. -No se preocupe, no será necesario. Si me da un par de datos, le dejare en paz por mucho tiempo. Necesito saber los días que faltó al trabajo Alejandro Cuenca durante el mes de marzo. Carlos Ferrer lo miró con resignación y descolgó el teléfono. -Supongo que lo querrá ahora mismo. Salvador asintió. -Marta, imprímeme un extracto de la ficha de Alejandro, por favordijo Carlos Ferrer a la voz que le respondió al otro lado de la línea. Un minuto después entró la secretaria en el despacho con un folio en la mano. Salvador se puso en pie, tomó el folio y lo hojeó. -Gracias- dobló el folio y lo guardó en el bolsillo-. Es todo lo que necesitaba- tendió la mano-. Espero no molestarle más. La mañana era clara, casi soleada. Salvador se detuvo frente a la puerta de la delegación de trabajo, encendió un cigarrillo y desplegó el folio que le acababan de dar. Allí lo ponía bien claro, Alejandro Cuenca no había faltado al trabajo ningún día más que los que ya sabía, el seis, siete y ocho de marzo.

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33 Carmen se había sentido mal y extraña durante toda la mañana. La noticia de su traslado le había causado una sensación de vacío y desasosiego y no había dejado de pensar en qué sería de su vida a partir de aquel día. La idea de volver le resultaba atractiva, pero al mismo tiempo le causaba pavor. A aquella hora de la mañana le dolía la cabeza y lo último que deseaba era enfrentarse a Salvador, a su mal carácter, a sus malos modos y al malhumor que otras veces casi era capaz de comprender, pero no en aquel momento. Por eso cuando lo vio cruzar el despacho y caminar hacia ella, cerró los ojos, vació los pulmones y tomó una decisión. Se levantaría y se iría. Ya tenía bastante con lo suyo como para aguantar lo de nadie más. Salvador lo había meditado mucho antes de dar aquel paso. No le agradaba hacerlo, había decidido olvidarse de Carmen, no verla más, olvidarla como si nunca hubiese existido, borrarla de su memoria, no decirle adiós siquiera y ahora tenía que enfrentarse nuevamente frente a ella, hablarle otra vez cara a cara, sentir de nuevo su aroma y su presencia. Pero no tenía más remedio, no le quedaba nadie más a quien recurrir. Carmen se puso en pie. -Espera- dijo Salvador-. No te vayas. Ella bajó la mirada. -Tengo prisa- repuso con un hilo de voz. Salvador se plantó ante ella y dijo: -Necesito que me hagas un favor. Carmen alzó la vista y los cuatro ojos se encontraron. El rostro de Salvador ya no estaba tenso y lo único que asomaba a su mirada era un tono de tristeza que parecía endulzarla y borrarle la frialdad y la dureza de otros días. Dio un paso atrás y se dejó caer sobre la silla. Salvador rodeó la mesa y se sentó frente a ella. -He descubierto algo que parece importante. -Importante- repitió ella casi susurrando. -Creo que sí- hizo un pequeño silencio-. Alejandro Cuenca tuvo un comportamiento extraño el mes pasado. -Salvador, estamos fuera. El comisario lo dejó bien claro. Deja el asunto, no tiene sentido que nos busquemos problemas, no es necesario. Por una vez en la vida, no seas cabezota y haz caso de lo que te dicen. Silencio. -¿Me vas a ayudar? Carmen no respondió. -No te preocupes, los problemas serán sólo para mí. A fin de cuentas tú te vas. Yo lo asumo todo- dijo él. 253

Nuevo silencio. -Estamos hablando de Alejandro Cuenca y Catalina Fraile- continuó Salvador-. No sé si los recuerdas, los conocimos una mañana, hace ya unos días. Eran dos tipos desgraciados que se ahogaban, cada uno en su mierda de vida, y que al fin consiguieron sacar la cabeza del agua y respirar un poco y cuando lo hicieron, un hijo de puta los dejó helados en el salón de su casa- hizo un silencio-. No sé si lo recuerdas- añadió al cabo. Carmen suspiró. -¿Qué quieres? Salvador extendió el folio con el registro de la ficha laboral que le habían entregado en la delegación de trabajo sobre la mesa y dijo. -El mes pasado Alejandro Cuenca hizo un viaje a Madrid ¿Recuerdas que nos habían dicho que trabajaba en una comisión de estudio para no sé qué?- ella asintió-. Pues bien, tuvo una reunión el día siete de marzo, pero en la agencia de viajes compro dos billetes de ida y vuelta a Madrid para los días doce y diecinueve y un par de noches de hotel para dos personas. Pero se da la circunstancia de que en esos días Alejandro Cuenca no faltó al trabajo ninguno de esos días. Carmen abrió la boca y miró a su compañero, pensativa. -¿Qué quieres de mí? -Tú eres de Madrid ¿no? Ella no respondió. -Las personas que usaron esos billetes se alojaron en el Hotel Valenciano. Necesitamos- calló un momento-, bueno, necesito saber las personas que se registraron en ese hotel los días doce y diecinueve. Ella calló. -Seguro que conoces algún compañero que pueda ir a echarle un ojo al registro de esos días. Es un favor muy pequeño y no le costará ningún trabajo. Carmen se mordió el labio. Él notó las arrugas que se le formaron en la comisura de los párpados y en la frente, y que hacían aflorar a su rostro la tensión. -No me digas que no conoces a nadie- dijo. -La única persona a la podría pedir el favor se quedó con mi novio y con mi…- iba a decir con mi vida, pero se contuvo- cama casi el mismo día que me vine a Orense y no quiero pedirle ningún favor. Salvador sonrió. -Si lo haces pensará que ya la has perdonado y parecerás muy buena persona. -Es que no la he perdonado. -Bueno, ella lo pensará aunque tú no lo hagas. -Es que no quiero que lo piense, quiero que piense que la odio.

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Salvador se inclinó un poco sobre la mesa y se acercó muy lentamente hacia ella. -Eso no tiene importancia- dijo en voz muy baja-. No importa lo que ella piense sino lo que tú sientas. El perdón se da, no se recibe. Si perdonas, lo haces para ti, no para los demás, cuando otorgas el tu perdón te lo otorgas a ti misma, así que no importa nada lo que ella piense, tu rencor y tu desprecio no variará. Carmen esbozó una sonrisa triste. -Y tú ¿me perdonarás a mí? El recibió la frase como si fuera un chispazo. Se incorporó para apartarse un poco de ella. Sonrió y le tendió el teléfono. -Si haces esa llamada, te perdono. Carmen sabía que no la perdonaría nunca. Sabía que aunque no había hecho nada para merecerlo Salvador la despreciaba. Estaba segura de ello. Tomó el teléfono, apretó los dientes, contuvo las lágrimas de ira que intentaban aflorar a sus ojos y marcó. Él la observó mientras hablaba sin prestar atención a sus palabras. El movimiento de sus labios rojos y los ojos verdes e inmensamente brillantes que pestañeaban de vez en cuando lo habían vuelto a subyugar. Cuando colgó el auricular Carmen tenía la boca seca, el corazón le latía como si quisiera escapar del pecho y sentía que la cabeza le iba a estallar. La voz de Laura al otro lado de la línea le había traído recuerdos muy amargos, tan amargos que tenía impresión de que la boca se le había secado para impedirle tragar nada, porque si tragaba algo, aunque fuese sólo saliva, se envenenaría de amargura. -Dentro de una hora me han prometido un fax con los registros- dijo con agria y áspera y se puso en pie. -¿Dónde vas? -Voy a tomar el fresco, creo que me hace falta. Salvador la observó irse. Sabía lo que le había costado hacer aquella llamada y sabía también que la había hecho sólo por él. Intentó levantarse y caminar tras ella, pero las piernas se le clavaron al suelo. Se conformó con encender un cigarrillo. El fax llegó a la hora prometida. Salvador estuvo atento y vigilante para que no cayera en otras manos que no fueran las suyas y para ocupar el tiempo en algo que no fuera pensar. Eran cuatro páginas que se leían con dificultad. Los miró ansioso y se dispuso a estudiarlos, pero se detuvo, cerró fuertemente los ojos y dobló los folios por la mitad. Tenía que buscar a Carmen. Se lo debía. De alguna manera tenía que decirle que no la perdonaba porque no tenía nada que perdonarle. Estaban en paz. O acaso era que quería quedaren paz consigo mismo. Carmen paseaba por la explanada que había delante de la comisaría con la cabeza gacha. Parecía que vigilara cuidadosamente donde iba a 255

colocar sus pies en cada uno de los pasos que daba. Salvador se le acercó lentamente sin que ella se percatara. -Tu amiga ha cumplido. Carmen levantó la cabeza. -No es mi amiga, ya te lo he dicho. -Vale, lo siento- Salvador levantó la mano y mostró los folios doblados por la mitad-. Voy a comparar los registros de las dos fechas ¿vienes? Ella no respondió, se le acercó y comenzó a caminar hacia la puerta de la comisaría. No les llevó demasiado tiempo encontrar lo que buscaban. Salvador rebuscó entre los nombres con ansiedad, Carmen lo hizo casi con desgana. Después de comparar los cuatro folios, la única persona que aparecía en dos ocasione y que era que se había registrado en el hotel los días doce y diecinueve era una mujer llamada Cristina Suarez Alves. Se miraron en silencio. -Ya tienes lo que querías ¿estás tranquilo?- dijo ella. -No tengo una mierda. Alguien tiene que ir a documentación a buscar a Cristina- repuso él y señaló con el índice el círculo que había marcado en torno a aquel nombre. -Y ese alguien tengo que ser yo. -No quiero que Pombal me vea haciendo nada, si me ve husmeando por ahí se mosquearía y lo jodería todo. Y tengo la sensación de esto es importante. Carmen lo miró sin decir nada. -Ir a documentación es más fácil que pedir el favor a tu amigaañadió Salvador -Eres un hijo de puta. Salvador cerró los ojos y apretó los puños. ¡Mierda! No lo quería decir, te lo juro, no sé porqué lo he hecho, pensó. Abrió los ojos, aunque no relajó las manos y balbució: -No, no quería…- hizo un silencio-¡Joder!- exclamó al fin. Carmen se levantó y dejó el despacho de la brigada judicial. Volvió al cabo de diez minutos. Salvador estaba completamente arrellanado en la silla con los ojos cerrados y las manos en la nuca. Intentaba encontrar las palabras adecuadas para una disculpa. Abrió los ojos cuando notó que el vello se le erizaba al sentir el aroman a vainilla a su lado. Ella tenía el rostro tan serio que parecía haber perdido parte de su hermosura. Tenía un folio en la mano que depositó sobre la mesa. -Cristina Suarez Alves, hija de Aurora y Nicanor- dijo Carmen y dejó el folio sobre la mesa-. Ahí tienes la filiación.

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Salvador se incorporó y tomó el folio como si estuviera muerto de hambre y lo fuera a devorar. Lo leyó en un instante y lo volvió a dejar sobre la mesa. -Natural de Castrelo de Miño- dijo para sí. Carmen se sentó frente a él. -¿No se te ha ocurrido pensar que esa podría ser la persona que estaba buscando nuestro asesino?- dijo-. A lo mejor esa es la cuarta víctima, la que ha conseguido escapar. Salvador levantó la vista y se encontró con los ojos de Carmen que lo miraban. -Natural de Castrelo de Miño- repitió, luego esbozó una sonrisa y añadió-: y no la encontró porque había huido y se había escondido en Castrelo de Miño- miró el reloj-. Estamos a tiempo ¿vienes?

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34 La carretera serpenteaba por la margen izquierda del río bordeando las laderas del valle. Los primeros kilómetros transcurrían entre fragas espesas que aquellos días comenzaban a poblarse de verde y llenaban el camino de sombras, después el valle se abría y se poblaba de viñas. El agua que primero centelleaba cantarina entre piedras, se acomodaba después, embalsada por la presa que habían construido donde el valle volvía a cerrarse. El viaje a Castrelo duró apenas media hora, pero a ambos se le hizo largo, demasiado largo. Ninguno de los dos había abierto la boca, el silencio había dilatado el tiempo y lo había alargado como si algún físico loco hubiera creado una nueva ecuación de silencio-tiempo. Carmen había dudado en acompañarlo. La pregunta se le había quedado revoloteando en la cabeza ¿vienes? Lo había mirado durante un buen rato y no había respondido siquiera, sólo asintió entornando levemente los ojos y se puso en marcha. Y desde entonces, ya sólo los acompañó el silencio. Salvador había esperado un tanto ansioso su respuesta y había sonreído a su espalda cuando ella comenzó a caminar. Castrelo de Miño apareció tras una curva que al fin fue la última, la que parecía que no iba a llegar nunca. Detuvieron el coche al lado de un edificio largo de piedra que se miraba en las aguas verdosas del embalse y se anunciaba como club náutico. El pueblo era alargado, como el edificio, se notaba que había ido creciendo a lo largo de la carretera. La única persona que vieron fue una mujer ya anciana, vestida de negro que caminaba con una hoz en la mano. Salvador movió la cabeza señalándola. -Vamos- dijo. Llevaba tanto tiempo callado que le costó articular la palabra. La mujer se detuvo al notar que caminaban hacia ella y los miró con curiosidad. -Buenas tardes- dijo Salvador-. Buscamos a Nicanor el de Aurora ¿podría decirnos cuál es su casa? La mujer no respondió al saludo siquiera. Levantó la hoz y señaló una de las casas de piedra que se alineaban junto a la carretera a unos cincuenta metros de ellos. -Aquela, das ventás verdes- respondió. -Gracias- dijo Carmen y comenzaron a caminar. La mujer bajó la hoz y cuando ya no la oían masculló: -Mais pareceme que non vai estar na casa, morreu hai dous anos. La casa era de piedra vieja que se había ido oscureciendo con la humedad y el paso de los años. En la pared que daba al norte crecían musgos de color verde oscuro, casi negros, y espesos. Visto de cerca, el 258

verde de las ventanas amarilleaba por las muchas horas que habían estado bajo el sol sin renovar la pintura y la madera comenzaba a agrietarse y descascarillar por todo el agua que le había llovido encima. La puerta era recia, de hoja doble y también vestida de color verde ajado. A la derecha, en el marco habían colocado el botón del timbre con un cable que se enroscaba sobre si mismo y se colaba por un agujero abierto en la esquina. Salvador tocó el timbre, esperaron un momento, oyeron unos pasos, un crujir de madera, se abrió la puerta y ante ellos apareció una mujer de unos treinta años. Era menuda, no muy alta, de pelo negro, cortado en media melena y mal peinado. Aunque era de tez morena, al ver al hombre que tenía frente a ella al abrir la puerta, su rostro empalideció como si hubiera huido de él toda la sangre en aquel instante. Pareció transfigurarse, los ojos que eran grandes y de color miel se volvieron del negro profundo de las pupilas que se dilataron como si de pronto se hubiera hecho la noche más oscura. Un par de gotas de sudor brillaron en su frente. La mujer cerró los ojos y dijo: -Por favor, que no me duela. Carmen y Salvador no tuvieron ninguna duda de que estaban frente a la mujer que buscaban. La observaron en silencio durante un buen rato sin decir nada. Cristina Suarez esperó también y al ver que no ocurría nada, abrió los ojos y miró de nuevo al hombre que tenía frente a ella. Entonces fue consciente de que había una mujer a su lado, antes no la había visto. No dijo nada. La mandíbula le temblaba en un castañeo constante e incontrolable que parecía transmitirse al resto de su menudo cuerpo. Con una mano temblorosa, tomó una cajetilla de tabaco del bolsillo del pantalón y extrajo un cigarrillo. Le costó trabajo sujetarlo en la boca. La mujer estaba muerta de miedo. Salvador le acercó su encendedor, hizo un gesto con la cabeza señalando al interior de la vivienda y dijo: -Vamos adentro, Cristina. La cocina era una sala grande y cuadrada con un gran ventanal de marco de madera y cristales sucios que se abría a una huerta mal cuidada. En un lateral, junto a la ventana, había una mesa redonda cubierta con un hule agrietado donde estaba dibujado el mapa de España. Hacía calor, en una cocina de leña hervía una olla que inundaba la sala de vapor y empañaba los azulejos de la pared. Olía a verdura y unto. Se sentaron en torno a la mesa, en sillas viejas que crujían al moverse. La mujer fumaba compulsivamente, sin dejar de templar. La cara había recobrado parte de su color original y el pelo, sucio y despeinado, se le pegaba a la piel por el sudor y la atmósfera húmeda que los envolvía. Se mantuvieron en silencio durante un buen rato. Salvador encendió también un cigarrillo. No tenía prisa, la reacción de la mujer le decía que sabía algo muy gordo y estaba esperando a que el miedo madurase en su interior, aunque no tenía dudas de que ya estaba bastante asustada. 259

-¿Qué tal tus viajes a Madrid?- dijo al fin apagando el cigarrillo en un cenicero de cristal sucio y lleno de colillas. La mujer lo miró sin saber qué contestar. -Si me preguntas de qué viajes hablo, te doy una hostia que te estampo contra la pared- añadió Salvador ante su silencio. -No será necesario- dijo Carmen-. Va a colaborar con nosotros en todo. La mujer la miró con un destello de esperanza en los ojos. Encendió otro cigarrillo. Las manos no le dejaban de temblar. Exhaló el humo, cerró los ojos y se armó de valor para decir: -Si me matan no van a encontrar lo que están buscando. Salvador sonrió. -¿Y si te parto los dos brazos? ¿No te parece que me lo darás antes de que empiece por las piernas?- dijo. La mujer volvió a cerrar los ojos y comenzó a llorar. -Mírame- exclamó Salvador. La mujer no se movió. -He dicho que me mires. -Más vale que le hagas caso- dijo Carmen con voz suave. La mujer abrió los ojos llorosos y miró a Salvador durante un instante, luego bajó la mirada. -Estás muy asustada, Cristina, y tienes razones para estarlo. Han muerto tres personas y tú eres la cuarta candidata, pero si te portas bien no vas a morir- Salvador extrajo su documentación, la dejó sobre la mesa y calló durante un momento- somos tu última esperanza- añadió. -No vamos a matarte- continuó diciendo Carmen-. Así que danos eso que no íbamos a encontrar si te matábamos. La mujer, más tranquila, dio una calada al cigarrillo y al exhalar el humo pareció suspirar aliviada. -Pero lo de partirte los brazos y las piernas sigue en pie- dijo Salvador con una sonrisa cínica en la boca. Cristina Suárez dio una nueva calada y se incorporó. -Sabes que sería una auténtica tontería que echaras a correr. La mujer asintió y salió de la cocina. Carmen se incorporó y la siguió con la vista, luego la siguió observando desde la puerta. Al cabo de un minuto estaba de vuelta, se sentó y dejó sobre la mesa una tarjeta de memoria SD. -Muy bien, así me gusta- dijo Salvador-. Ahora dinos qué hay ahí. Cristina Suárez lo miró sorprendido. Estaba convencida de que aquellos policías sabían lo que buscaban. -El vídeo de un hombre y una mujer- respondió. -¿Eres tú la mujer?- preguntó Carmen. -No. 260

-Bien- dijo Salvador-, ahora nos vas a contar toda la historia. -¿Qué quieres que te cuente? -Para empezar, dinos cómo conociste a Alejandro Cuenca. La mujer encendió un cigarrillo. Las manos le habían dejado de temblar. Exhaló el humo y dijo: -Si te parece lo conocí en un club social. Salvador tomó un cigarrillo y lo colocó entre los labios, se acercó el encendedor a la boca y antes de prender fuego dijo: -Me gustabas mucho más cuando estabas muerta de miedo, así que voy a recordarte un par de cosas cosas, la primera, que aún anda por ahí alguien que quiere mandarte bajo tierra y que sólo nosotros podemos librarte de él así que es mejor que no nos enfades, bonita. Pero por si eso no te asusta bastante, te advierto que no bromeaba con lo de romperte un brazo- estiró la mano que no sujetaba el encendedor y sujetó con fuerza la muñeca de la mujer- ¿de acuerdo?-, soltó la muñeca y encendió el cigarrillo-. Voy a preguntártelo otra vez ¿cómo conociste a Alejandro Cuenca? Cristina se masajeó la muñeca dolorida. -Lo conocí en la cama- dijo. -Así me gusta, pero tienes que ser más explícita, más locuaz, no se si me entiendes, no quiero sacártelo todo a base de preguntas. -Trabajaba en un piso en la calle Progreso y Alejandro era un cliente habitual. -¿Alejandro Cuenca?- interrumpió Salvador. La mujer asintió -¿Te acuerdas de la historia que nos contó su amigo sobre lo que pasó hace unos años con una prostituta? Salvador miró a su compañera y asintió. -Se ve que la afición le venía de lejos- dijo, se volvió hacia Cristina Suarez y añadió-: continúa. La mujer tardó un momento en responder, antes de hacerlo dio la última calada al cigarrillo, lo aplastó en el cenicero de cristal y bajó los ojos y los fijo en el mapa de España de colores desleídos. -Un día me dijo que quería que le ayudara a hacer algo y que si lo hacía me daría mucho dinero- dijo y calló un momento-. Me contó que iba mucho a Madrid y que allí también era cliente fijo de otra mujer, que la visitaba cada vez que iba y que aquella mujer tenía un cliente muy importante. Primero la convenció a ella y luego a mí para que hiciéramos una grabación y se la entregáramos. Salvador resopló. -Así que era eso. ¿Qué fue lo que salió mal? Cristina respondió al instante.

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-Todo- respondió y encendió un cigarrillo-. Todo salió mal- se agitó un poco- ¿Es que no lo ves?- calló un momento y se tranquilizó-. Tuvimos que ir dos veces a Madrid. Le dije a Alejandro que José Antonio vendría conmigo, que sería mi socio en el asunto. No quería ir sola. -Espera un momento, José Antonio es el Jeringuillas, supongointerrumpió Salvador. -Sí, él me acompañó. -Espera- volvió a interrumpir- ¿de qué conocías al Jeringuillas? La mujer levantó la manga de la camisa y mostró la cara anterior del brazo. Los recorridos de las venas estaban completamente tatuados por los muchos pinchazos que habían recibido. Salvador comprendió perfectamente que el Jeringuillas había sido el camello de aquella mujer. -De acuerdo, continúa. -Él vino conmigo. Tuvimos que ir un par de veces. La primera no tuvimos suerte, fallamos, el hombre había quedado con la fulana, pero no fue. La segunda vez todo fue sobre ruedas. Hicimos la grabación, la entregamos a Alejandro y nos pagó, pero…- la mujer dio una calada al cigarrillo y se lo congestionaron los ojos- ¡Joder! -¿Qué pasó? -¿Qué pasó?- repitió para sí misma-. Pasó que José Antonio decidió que con lo que nos había pagado Alejandro no teníamos bastante. Dijo que si nos había pagado era porque le pensaba sacar más dinero, que el vídeo era una bomba que valía mucho y que éramos nosotros los que nos lo habíamos currado. Y yo le creí como una tonta- dio una calada al cigarrilloasí que hicimos una copia y nos la quedamos. Luego fue José Antonio el que se encargó de todo, llamó al hombre de la grabación, le mandó una copia y le pidió dinero a cambió de entregársela- la mujer rompió la voz en un llanto. Salvador no estaba dispuesto a que callara ni un instante. -Continúa- exclamó. La mujer se limpió los mocos con la manga. -Entonces apareció Alejandro muerto- continuó-, busqué a José Antonio por todas partes, pero no lo encontré y enseguida supe que los habían matado, que todo había sido por el vídeo y que si no escapaba, yo acabaría igual. Vine a casa de mi madre y me escondí aquí, eso es todo. Salvador tomó la tarjeta de memoria en la mano y la observó durante un momento. -Tan pequeñita y tres muertos. Espero que lo que tenga dentro merezca realmente la pena- miró a Carmen y le hizo un gesto señalando a la puerta-. Me da la sensación de que aquí ya está todo hecho. Ambos se pusieron en pie al mismo tiempo. Cristina Suárez permaneció en la silla sin levantar la vista siquiera. Antes de salir, Salvador añadió: 262

-Con relación a tu futuro, no tengas miedo, el hombre que te buscaba para matarte debe de estar ahora en la mesa del forense con las tripas fuera de la barriga, no creo que le queden fuerzas para venir a por ti. La grabación no era muy buena, no había mucha luz y la cámara no dejaba de moverse, pero tenía la suficiente calidad para permitir reconocer lo que ocurría y los personajes que participaban en la acción. Había una mujer de una edad indefinida, entre treinta y cuarenta años, más bien entrada en carnes y no excesivamente hermosa. Toda la ropa que la cubría era unas bragas negras. Con ella jugaba lo que en principio parecía otra mujer con un corsé rojo, pero enseguida se notaba que era un hombre travestido. Durante los primeros tres minutos sólo se veía al hombre de espaldas, pero luego se volvió y la cámara lo tomó de frente. A pesar de la luz y del movimiento, no cabía ninguna duda, el hombre vestido con un corsé rojo era Pablo Z, el director del diario El Globo.

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El mes de abril comenzaba a olvidarse de marzo y soñaba ya con ser mayo. No había nubes en el cielo que era de un azul intenso, el día había sido largo y caluroso y el atardecer era dulce, de brisa suave cargada de primavera. Salvador, atiborrado de amargura y soledad, no comprendía por qué el cielo no estaba cubierto de nubes plomizas y por qué no caía una lluvia demoledora que lo lavase todo. La puerta de la cafería Luna estaba abierta de par en par, como si el dueño quisiese que se colasen por ella la brisa y los aromas del atardecer. Con las manos en los bolsillos, Salvador cruzó el umbral y se sentó en uno de los taburetes junto a la barra. Sólo había dos clientes más y el televisor cantaba las noticias sin que nadie le prestase atención. Manuel Lama, el dueño de la cafetería hurgaba en el fregadero, al verlo entrar, se secó las manos y se acercó a él. -¿Te pongo café? Salvador lo miró abstraído. Le hubiera gustado pedir alcohol, lo que fuera, algo fuerte, cuanto más fuerte, mejor. Si no hubiera estado allí, si aquel hombre frente a él esperando no hubiera sido Manuel, sino un desconocido cualquiera lo habría hecho, habría comenzado a beber y se abría emborrachado aquel dulce atardecer de primavera. -Sí, ponme un café- dijo. Encendió un cigarrillo y esperó a que le sirvieran el café mirando el televisor sin prestar ninguna atención a lo que decía. -¿Dónde está tu hijo?- preguntó a Manuel Lama cuando dejó el café humeante ante él. El otro se volvió y miró el reloj colgado en la pared. -Dijo que vendría ahora ¿qué te traen entre manos con él? -Cosas mías. Carmen cerró la maleta y echó una ojeada al apartamento. Recorrió con la mirada los muebles, el televisor, la cocina que dejaba blanca inmaculada y tomó la maleta en la mano. Antes de cerrar la puerta, se detuvo y volvió a mirar al interior. No sabía si se iba de allí con pena o con alegría. Recordaba perfectamente cómo había llegado, cómo había lavado con lágrimas todos los rincones, pero con el tiempo se había acostumbrado y había conseguido que de alguna manera se convirtiera en su casa. Dio un portazo y dejó las llaves en el buzón. El taxi no tardó en llegar, el hombre que lo conducía le cogió la maleta y la levantó de un golpe seco para dejarla en el maletero. Antes de que cerrara el portón, Carmen la observó y pensó que se iba con muy poco equipaje. Durante un instante tuvo la sensación de que se había dejado algo olvidado. El taxista la miró esperando una dirección. 264

-A la estación- dijo ella. Salvador tomó su café y encendió otro cigarrillo. Lo observó durante un instante y pensó que algún día debería pensar en dejar de fumar. Miró el reloj. El hijo de Manuel se estaba retrasando. Chasqueó la lengua con desagrado y volvió a mirar el reloj. Esperaba que no hubiera tenido problemas y que todo hubiera salido bien. Le había asegurado que era la cosa más fácil del mundo y que no habría ningún problema. Pensó en Alejandro Cuenca, en su venganza y en las paradojas de la vida. Lo habían jodido dos veces y, la segunda vez, bien jodido. Primero lo habían pillado en un asunto de faldas y habían acabado con su carrera política y luego, cuando quiso vengarse, le habían pegado un tiro en la boca. La vida podía ser muy jodida, pero que muy jodida, sobre todo si no eres un hijo de puta dispuesto a matar para que no te arañen siquiera. El tren arrancó de un tirón y después siguió lentamente hasta que abandonó la ciudad. Por el ventanal se colaba la luz del atardecer. Carmen entornó los ojos y contempló el paisaje. Había llegado a la estación demasiado pronto y había esperado un buen rato en el andén. Mientras esperaba, una y otra vez se volvió con la esperanza de ver a Salvador. Sabía que no iba a ocurrir, pero le hubiera gustado que hubiese ido a despedirla, a darle por lo menos un beso y una sonrisa. Incluso cuando subía al tren se volvió para mirar y se sintió estúpida por hacerlo. El sol le molestaba en los ojos y apartó la vista de la ventana. Le hubiera gustado que lloviera, aquel atardecer no le gustaba para despedirse de Orense. Cuando ya el sol había caído, mientras el tren se internaba en la noche se repetía una y otra vez que había tomado la decisión más sensata, pero no podía dejar de preguntarse si no sería la sensatez más estúpida de su vida. Salvador miró el reloj. A aquella hora el tren ya se habría ido. Pensó que a lo mejor debería haber ido a despedirla, a decirle adiós, pero sabía que por mucho que lo intentara no habría sido capaz de hacerlo. Mientras había estado con ella, aunque sólo fuera trabajando, había sentido que formaban algo juntos, por poco que fuera. Ahora que la mitad de lo que formaban se iba, tenía la sensación de que él era la mitad de nada. Y eso era menos que nada, aún. El hijo de Manuel Lama apareció con media hora de retraso y lo liberó de sus pensamientos. Era un joven de unos veinte años delgado, desgarbado y alto. Vestía una camiseta color burdeos y un vaquero ajado. Se apartaron a un lado para conversar. -¿Todo bien?- preguntó Salvador impaciente. -Todo perfecto. -¿Sin ningún rastro? -Si ningún rastro, no te preocupes, no he corrido ningún riesgo, nadie sabrá nunca de donde ha salido. Salvador le pasó la mano por el hombro. 265

-Te debo una dijo. -No, tío, yo, con haberlo hecho estoy pagado. Ha sido todo un placer. La pena es que no lo haya podido firmar, porque en una semana el vídeo del tipo ese circulará por Internet más que las tetas de Pamela Anderson. Se sonrieron, se hicieron un giño y se despidieron. Salvador miró al televisor. La locutora, una mujer rubia muy bien peinada, daba la noticia de que se entregaban los premios de la asociación independiente de periodistas. Entre los galardonados se encontraba Pablo Zamora López, más conocido como Pablo Z, director del diario El globo, por su trayectoria en la defensa de los valores de la ética. Salvador sonrió, arrojó el cigarrillo al suelo y se fue a casa. Estaba seguro de que Alejandro Cuenca descansaría en paz.

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