La Imagen Como Reflejo

La imagen como Reflejo Filóxeno de Eretria, pintó para Casandro de Macedonia la célebre batalla de Isos en la que el jo

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La imagen como Reflejo

Filóxeno de Eretria, pintó para Casandro de Macedonia la célebre batalla de Isos en la que el joven Alejandro Magno derrotó estruendosamente a Darío III de Persia. La pintura fue imitada muchas veces, pero la copia más famosa en toda la historia es la que se encontró en la Casa del Fauno en la ciudad de Pompeya. El mosaico nos muestra un Alejandro victorioso que avanza sobre Bucéfalo, agresivo y fiero por entre un nudo de caballos, guerreros y armas, quizá poco antes de emprender la persecución de Darío. Todo es un caos, pero contradictoriamente, justo en el centro narrativo del mosaico se expresa la quietud de un soldado moribundo. Todo indica que es un combatiente persa y debajo de las ruedas del carro de Alejandro que se acerca, ya no tiene salvación. Levanta su brazo para mirar la máscara de su rostro reflejada en el escudo, como quien quiere saber quién es antes de morir.

Aun antes de los tiempos arcaicos, los griegos sostenían que la representación del rostro contenía un poder mágico y entonces solo se mostraba el perfil de ellos para que la mirada no alcanzase al espectador. La máscara trágica mostraba el rostro frontalmente pero con el firme propósito de atemorizar, aludiendo a la Medusa que petrificaba, a los mortales que encontraba, con su mirada. Más tarde, las máscaras que representaban dioses eran consideradas como el dios mismo. Ellas eran la encarnación de la persona representada, o el dios. Esquilo, a través de uno de sus personajes, exclama al mostrar una máscara de sí mismo: “Mirad, si no podría ser más semejante a mí, ésta efigie dedálica: solo le falta hablar… Confundiría a mi madre; si la viese, seguramente lanzaría un grito, porque creería que soy yo el hijo que ella crió…”. La propia máscara servia para conocerse a sí mismo. Diógenes Laercio dice que Sócrates solía regalar un espejo a sus discípulos para que, si eran bellos, lucharan por ser honorables, y si fueran feos, como él, se esforzaran por ser sabios. Nos preguntamos entonces acerca de la relación de los griegos con sus propias imágenes. Los sofistas asociaban sus imágenes reflejadas con la irrealidad de la materia y de la carne. Pensaban que ambas cosas eran ilusiones, por lo que Platón dijo de ellos que negaban la realidad, cerrando los ojos para rehusar recibir la información suministrada por los sentidos, de la “cosa real” y de su imagen.

Después de los griegos, al comienzo de la era cristiana, se le dio a la máscara otros usos diferentes al de la representación teatral; especialmente en los monumentos funerarios, en los murales y en los sarcófagos. Las representaciones del rostro fueron marcando rastros históricos, pero aún en el siglo XX Jorge Luis Borges, no sin llamar al miedo, escribe; A veces en las tardes una cara Nos mira desde el fondo de un espejo; El arte debe ser como ese espejo Que nos revela nuestra propia cara El asunto está en el constante devenir de nuestra vida y así de nuestro rostro. La edad, las emociones, las experiencias, las ilusiones o los desengaños y hasta las diferentes condiciones de la luz que nos baña, cambian los rasgos; de manera que el espejo podrá siempre sorprendernos. Pero en toda ocasión mantenemos la misma búsqueda; lo dicen los versos de W.B. Yeats en A Woman Young and Old: Si… pregunto si todo está bien, Yendo de espejo en espejo, No hay alarde de vanidad: Busco el rostro que yo tenía Antes de la creación del mundo. “Ser es ser percibido”. Este axioma de Berkeley sirvió a J. Lacan para pensar la manera que tiene el ser humano para construir la imagen de sí mismo: cuando niño, alrededor del decimoctavo mes, el hombre se identifica con la imagen que le muestra el espejo y a través de ella, además del sentimiento intrínseco de enajenación que ella le produce, adquiere dominio sobre su propio cuerpo. Varios psicólogos y psiquiatras están de acuerdo en que antes del año y medio, el niño no se reconoce en la imagen del espejo; solamente, al llegar a esa edad, aprenden que pueden ser representados en cualquier forma, fotografiados por ejemplo, por fuera del YO que viven subjetivamente. Para poder saber con objetividad quiénes somos, dice Manguel tenemos que vernos en las representaciones por fuera de nosotros mismos y así descubriremos lo interior en lo exterior, como lo logró Narciso cuando se enamoró de su imagen reflejada por el agua. El agua o el espejo, o un retrato cualquiera, nos ofrecen una máscara que siendo distinta de nosotros, nos revela quienes somos. “Para conocernos, como Dios nos vería, debemos, como el soldado persa, detenernos en el tiempo, buscar nuestro rostro en un reflejo y convertirnos en nuestros propios testigos”. A través de las imágenes reflejo alcanzamos la sabiduría anunciada ya desde La Toràh. De hecho, el espejo se convirtió en la representación alegórica de la sabiduría durante toda la Edad Media y el Renacimiento.

El peligro está en que actualmente vivimos rodeados de falsas imágenes y entonces el emblema de la sabiduría se vuelve también el de la vanidad. Mi rostro en el espejo puede ser el de mi Yo substancial con el que compareceré ante Dios, pero también puede ser un retrato del yo anhelante, de un falso yo prohibido, engañosamente deseado o imaginado que no encuentra su identidad. En el siglo XVII, durante el año de 1620, Artemisia Gentileschi pintó La Conversión de María Magdalena. Lujosamente vestida, la modelo está sentada con su mano derecha sobre el corazón, mientras que la izquierda descarga sobre una mesa el espejo en el cual seguramente había estado buscando su verdadero rostro entre los que la imagen le ofrece: la ramera con sus galas y su cuerpo sensual y el de la mujer arrepentida que encontró en Jesús el amor místico no carnal y trascendente. Pero a su vez, la obra de Artemisia se nos presenta como el reflejo de una imagen en la que nosotros mismos buscamos nuestra imagen. En el marco de la obra están escritas las palabras del evangelista Lucas (10,41-42): “Pocas cosas son necesarias, o más bien una sola. María ha escogido la mejor parte…” Shakespeare, en el siglo XVI, había traducido el evangelio de Lucas, en palabras de Hamlet y para conveniencia de su madre, así: “arrojad, pues, la peor parte/ y vivid más pura con la otra mitad”. Los espejos del hombre son siempre ambivalentes; ellos muestran tanto el cuerpo, como el alma; la vanidad encantadora o la realidad prudente. Podemos elegir entre una u otra, pero en todo caso, el rostro que encontremos será el nuestro. La Magdalena, en el cuadro de Artemisia, ha elegido ya su nuevo yo; pero cosa muy distinta sucede con La Venus del espejo de Velásquez, por ejemplo.

Durante el Renacimiento, los sabios y eruditos incluían siempre dentro de sus equipos instrumentales el espejo, como material para la meditación. En épocas, antes y durante los siglos XII y XIII, los espejos tenían la connotación de enciclopedia porque podían reflejarlo todo y por lo mismo podían ser considerados como una metáfora de la compilación de conocimientos de valor universal. De hecho, el muy erudito San Agustín había dicho que el espejo supremo y verdadero era la Santa Biblia porque reflejaba tanto la gloria de Dios como la miseria de los hombres: “fíjate si eres ése de quien nos habla Él (los Salmos). Si todavía no lo eres, reza entonces para que lo seas. Dios habrá de enseñarte su semblante…y su esplendor te mostrará quien eres en verdad… Al observar tus propias faltas aprenderás a ser hermoso”. En 1587 Joseph de Chesnes escribió Miroir du Monde en el que dice que Dios brinda al hombre una escritura para leer en el espejo del mundo y de tal escritura hace parte el mismo hombre: “Si el hombre quiere verse a sí mismo/ si quiere contemplar la grandeza de su alma/ ha de poner los ojos en este espejo del mundo”. Por aquellos mismos años del Alto Renacimiento, en los retratos de escritores y científicos aparecía un espejo para darle al personaje un aire docto puesto que el espejo, además de sus múltiples usos, tenía uno, el más importante: recordarse a sí mismo. Alberto Manguel ha sugerido que todo retrato es un espejo y sugiere también que a la inversa, los espejos ya sean instrumento de vanidad, ya de reflexión, son también retratos. Recuerda Manguel una miniatura del siglo XIV que ilustra De claris

mulieribus de Boccacio. En esta, Marcia (virgen pagana descrita por Boccacio en ese tratado sobre las virtudes femeninas) aparece tres veces: como ella, como su creación pictórica y como su reflejo (en el espejo). Se pregunta Manguel: ¿Miraría Marcia ese acto de retratarse como un acto de introspección o como la representación de una máscara, de un rostro fuera de ella misma?

El término autorretrato sólo existe a partir del Siglo XIX. Anteriormente se diría “el rostro de Caravaggio por él mismo” o “retrato de Caravaggio ejecutado por él mismo”. Para la sociedad del Siglo de Las Luces o las sociedades anteriores, el pintor y su tema, aunque éste fuera él mismo, se consideraban como dos entidades separadas: el observador y lo observado. El asunto es ¿cómo lograr verdaderamente un autorretrato, si, como antes del siglo XIX se decía, lo que el pintor ve y plasma está siempre por fuera de él y es en realidad otro? Cuando observamos, por ejemplo, los autorretratos de Rembrandt nos queda claro que algunos de ellos no tienen la intención de reproducir una imagen doblemente fiel del artista, sino que son representaciones de sentimientos o actitudes. Son creaciones “artificiosas” para las que él mismo se presta como modelo. Pero su discípulo, Samuel van Hoogstraten, recomendaba a los aprendices de pintores mirarse mucho en el espejo y darse formas completamente nuevas, hasta convertirse en actores de sí mismos, siendo el que exhibe, a la vez, el mismo que mira. La penetración interior de la que hablamos, el mirar el hombre interior a través de su exterior, no puede ser nunca una imposición forzada. Tendrá que darse en el ámbito de la libertad y la autenticidad con los que fluye la vida. En el año de 1939, durante una expedición etnográfica realizada por los alemanes, fue tomada una fotografía que nos muestra el rostro de un indígena de Tierra del Fuego a quien se le levanta forzosamente la cabeza para obligarle a mirar a la cámara. Ese hombre mira a la lente con ojos lacrimosos en los que se refleja una tremenda mezcla de emociones que nos cohiben en su interpretación porque tiene un distintivo “brutal” de violencia ejercida con el acto de tomarle a la fuerza, para que sus ojos muestren a la cámara lo más íntimo e inviolable de su ser. No es éste el sentido del espejo o retrato; eso es más bien, el “producto de una violación” que destruye efectivamente lo que se quiere retratar. El soldado persa de Filóxeno que va a morir en la batalla de Isos, es el total desconocido que no podía saber que alguien habría de imaginar su rostro en la hora final; es también la reflexión del artista sobre el acto de morir y sobre el inmemorial imperativo de saber quiénes somos antes de no ser ya más… es la naturaleza paradójica del espejo que da pábulo a la vanidad y guarda duelo por el pecado. Es el espejo del hombre común, donde se mira nuestra naturaleza compartida; no es un caso de violencia como la exhibida por la fotografía del hombre de la Patagonia; es el emblema del propio acto creativo, como lo quiso hacer Artemisia Gentileschi ya no en La Conversión de María Magdalena, sino en su Autorretrato frente al espejo: la reproducción de una reproducción de una reproducción de la imagen de Dios, arcilla que regresa a la arcilla colorida.

Cuando miramos un retrato, nos convertimos en el espejo de ese retrato porque al mirarlo, somos nosotros los que lo dotamos de sensibilidad y de sentido. El soldado persa ve su rostro moribundo en el escudo; pero en su propio rostro encuentra postreramente, la humanidad, el nacimiento, el decurso y la terminación del mundo. Esta aparente confusión de papeles, esta mezcla de identidades que une al creador con su creación, al retrato y al que lo mira y luego los separa, genera en presencia de una imagen de una imagen reflejada, una tensión en la que nosotros, el público, parecemos estar dentro y fuera del cuadro al mismo tiempo contemplándonos en el momento de ser contemplados. Por eso “Todo retrato es en cierto sentido un autorretrato que refleja a quien lo mira y que en la alquimia del acto creador, todo retrato es un espejo”. Podemos acabar de entender a Manguel en su orientación hacia el acto creativo cuando leemos una carta de Rilke. Aquí está a manera de epilogo:

París, 17 de febrero de 1903 Distinguido señor mío: Su carta me ha alcanzado hace solo pocos días. Quiero darle las gracias por su grande y afectuosa confianza. Apenas puedo hacer otra cosa; no puedo entrar en lo que son estos versos, porque estoy demasiado lejos de toda intención crítica. No hay cosa con la que pueda tocarse tan escasamente una obra de arte como con palabras críticas: siempre se va a parar así a malentendidos más o menos felices. Las cosas no son todas tan palpables y decibles como nos querían hacer creer casi siempre; la mayor parte de los hechos son indecibles, se cumplen en un ámbito donde nunca ha hollado una palabra y lo más indecible de todo, son las obras de arte, realidades misteriosas cuya existencia perdura junto a la nuestra, que desaparece. Adelantando esta advertencia solo puedo decirle, además, que sus versos no tienen una manera de ser propia, pero sí son callados y escondidos arranques hacia lo personal. Con máxima claridad lo percibo esto en la última poesía, Mi alma. Ahí, algo propio quiere llegar a ser palabra y melodía. Y en la hermosa poesía A Leopardi crece quizás una especie de parentesco con aquel gran solitario. A pesar de eso, estos poemas todavía no son nada por sí mismos, nada independiente, ni aun el último y el dedicado a Leopardo. La amable carta que usted acompaña no deja de explicarme algunos defectos que noté en la lectura de sus versos, sin poder darle su nombre propio. Pregunta usted si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí. Antes ha preguntado a otros. Los envía usted a revistas. Los compara con otros poemas, y se intranquiliza cuando ciertas redacciones rechazan sus intentos. Ahora bien (puesto que usted me ha permitido aconsejarle), le ruego que abandone todo eso. Mire usted hacia fuera, y eso, sobre todo, no debería hacerlo ahora. Nadie puede aconsejarle ni ayudarle, nadie. Hay sólo un único medio. Entre en usted. Examine ese fundamento que usted llama escribir; ponga a prueba si extiende sus raíces hasta el lugar más profundo de su corazón; reconozca si se moriría usted si le privara de escribir. Esto, sobre todo: pregúntese en la hora más silenciosa de su noche: ¿debo escribir? Excave en sí mismo, en busca de una respuesta profunda. Y si ésta hubiere de ser de asentimiento, si

hubiera usted de enfrentarse a esta grave pregunta con un enérgico y sencillo debo, entonces construya su vida según esa necesidad: su vida, entrando hasta su hora más indiferente y pequeña, debe ser un signo y un testimonio de ese impulso. Entonces aproxímese a la naturaleza. Entonces, intente, como el primer hombre, decir lo que ve y lo que experimenta y ama y pierde. No escriba poesías de amor; apártese ante todo de esas formas que son demasiado corrientes y habituales: son las más difíciles, porque hace falta una gran fuerza madura para dar algo propio donde se establecen en la multitud tradiciones buenas y, en parte, brillantes. Por eso, sálvese de los temas generales y vuélvase a los que le ofrece su propia vida cotidiana: describa sus melancolías y deseos, los pensamientos fugaces y la fe en alguna belleza; descríbalo todo con sinceridad interior, tranquila, humilde, y use, para expresarlo, las cosas de su ambiente, las imágenes de sus sueños y los objetos de su recuerdo. Si su vida cotidiana le parece pobre, no se queje de ella; quéjese de usted mismo, dígase que no es bastante poeta como para conjurar sus riquezas; pues para los creadores no hay pobreza ni lugar pobre e indiferente. Y aunque estuviera usted en una cárcel cuyas paredes no dejaran llegar a sus sentidos ninguno de los rumores del mundo, ¿no seguiría teniendo siempre su infancia, esa riqueza preciosa, regia, el tesoro de los recuerdos? Vuelva ahí su atención. Intente hacer emerger las sumergidas sensaciones de ese ancho pasado. Su personalidad se consolidará, su soledad se ensanchará y se hará una estancia en penumbra, en que se oye pasar de largo, a lo lejos, el estrépito de los demás. Y si de ese giro hacia dentro, de esa sumersión en el mundo propio, brotan versos, no se le ocurrirá a usted preguntar a nadie si son buenos versos. Tampoco hará intentos de interesar a las revistas por esos trabajos, pues verá en ellos su amada propiedad natural, un trozo y una voz de su vida. Una obra de arte es buena cuando brota de la necesidad. En esa índole de su origen está su juicio: no hay otro. Por eso, mi distinguido amigo, no sabría darle más consejo que éste: entrar en sí mismo y examinar las profundidades de que brota su vida: en ese manantial encontrará la respuesta a la pregunta de si debe crear. Tómela como suene, sin interpretaciones. Quizá se haga evidente que usted está llamado a ser artista. Entonces acepte sobre sí ese destino, y sopórtelo, con su carga y su grandeza, sin preguntar por la recompensa que pudiera venir de fuera. Pues el creador debe ser un mundo para sí mismo, y encontrarlo todo en sí y en la naturaleza a que se ha adherido. Pero quizá, después de ese descenso en sí y en su soledad, deba renunciar a llegar a ser poeta (basta como he dicho, sentir que se podría vivir sin escribir para no deber hacerlo en absoluto). Sin embargo, tampoco entonces habrá sido en vano este viraje que le pido. En cualquier caso, a partir de ahí, su vida encontrará caminos propios y le deseo que sen buenos, ricos y amplios, mucho más de lo que puedo decir. ¿Qué más puedo decirle? Todo me parece subrayado como es debido: para terminar, sólo querría aconsejarle todavía que vaya creciendo tranquilo y serio a través de su evolución: no podría producir un destrozo más violento que mirando afuera y esperando de fuera una respuesta a preguntas a las que sólo puede contestar, acaso, su más íntimo sentir en su hora más silenciosa. Ha sido para mí una alegría encontrar en su carta el nombre del señor profesor Horacek; conservo hacia ese sabio tan digno de afecto, un gran respeto y un agradecimiento que dura a través de los años. Si usted quiere, le ruego que le exprese mis sentimientos; es muy bondadoso por su parte que todavía me recuerde, y sé apreciarlo.

Los versos que tan amistosamente me ha confiado se los devuelvo ahora. Y le vuelvo a agradecer la grandeza y la cordialidad de su confianza, de la cual, mediante esta respuesta sincera, dada según mi mejor saber, he tratado de hacerme un poco más digno de lo que, como desconocido, soy realmente. Con toda cordialidad y simpatía, Rainer Maria Rilke

La imagen como acertijo La imagen como testigo La imagen como teatro La imagen como pesadilla La imagen como subversión La imagen como filosofía La imagen como ausencia La imagen como violencia La imagen como comprensión