La Antorcha Encendida LELOTTE

Jesucristo dijo un día a sus Apóstoles que una antorcha en­ cendida dobla Iluminar a todo« Ion de la cana. Y la ca»a era

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Jesucristo dijo un día a sus Apóstoles que una antorcha en­ cendida dobla Iluminar a todo« Ion de la cana. Y la ca»a era el mundo que habitamos lo» hombre». Por ene, otra vez dijo a lo· que le seguían: "Que brille vuestra antorcha delante de los hombres." Hoy el mundo busca ancosamente un poco de luz, de cíaridad, de seguridad. Y no precisamente de seguridad exterior, que ahorre sufrimientos; eso no lo puede exigir seriamente ningún hombre sensato, porque la vida, para existir, llevará siempre su lote de dolor; suprimir el dolor sería suprimir la vida. Lo grave no es sufrir, sino saber por qué se sufre; sufrir en la oscuridad del alma. En todas las épocas de la historia, lo» hombres han soportado su carga de sufrimientos, y no por eso fueron épocas más estériles, menos decisivas y creadora«: sa­ bían por qué sufrían. Pero lo que desarticula la energía inte­ rior de los humanos y los convierte en gusanos sin columna vertebral es su alma, es no encontrar sentido a la vida y al dolor, que es lo mismo. Y eso es lo que está ocurriendo a la humanidad.

Esta tercera serie de “Convertidos del siglo xx" nos presen­ ta varias historias más de ese retorno a la Luz: todos ellos, hom­ bres y mujeres —filósofos, científicos, literatos, políticos, avia­ dores, artistas, diplomáticos, aristócratas o nihilistas—, todos almas nobles, agitados por el mismo torbellino, buscando algo que diera sentido a la vida del hombre sobre la tierra; todos luchando ardorosamente por liberarse del caos; del caos que es la vida de la sociedad humana cuando no hay principios claros que iluminen y dignifiquen la convivencia; del caos que es la propia alma sumida en las tinieblas. (De la presentación del R. P. Mico B uchón, S. J.)

LA ANTORCHA ENCENDIDA TERCERA SERIE DE «CONVERTIDOS DEL SIGLO XX» COLECCION DIRIGIDA POR EL

R.

P.

F.

LELOTTE,

S.

J.

DIRECTOR DE «FOYER NOTRE DAME»

VERSION ESPAÑOLA Y PRESENTACION DEL

R. P. JOSÉ L. MICÓ BUCHÓN, S. J.

LUlClUflLS BAILEN, I»

MADRÍD-13

© J u lio G u e r r e r o C a r r a s c o

STVDIVM. ediciones

IMPRESO EN ESPAÑA

19 6 6

Im prim í p otest: A lfked ü S MoNDRÍA, S. I., Vice-Fraep. Prov. Aragoniae.— Nihil obst a t : D. V icch te Sb&rano. Censor.— Imprímtute: Dk. Ricardo B lan co, Vic GraL Madrid, febrero 1966.

N.° de registro: 1433-66 Depósito legal: M. 6.386.—196«

y Aguilur, S. L. - General 8an ju rjo, 20. - Madrid, 1966.

PRESENTACION Jesucristo dijo un día a sus Apóstoles que una antorcha encendida debía iluminar a todcs los de la casa. Y la casa era el mundo que habitamos los hombres. Por eso, otra vez dijo a los que le seguían: «Que brille vuestra antorcha delante de los hombres». Hoy el mundo busca ansiosamente un poco de luz, de cla­ ridad, de seguridad. Y no precisamente de seguridad exterior, que ahorre sufrimientos; eso no lo puede exigir seriamente ningún hombre sensato, porque la vida, para existir, llevará siempre su lote de dolor; suprimir el dolor seria suprimir la vida. Lo grave no es sufrir, sino saber por qué se sufre; sufrir en la oscuridad del alma. En todas las épocas de la historia, los hombres han soportado su carga de sufrimientos, y no por eso fueron épocas más estériles, menos decisivas y creadoras: sa­ bían por qué sufrían. Pero lo que desarticula la energía inte­ rior de los humanos y los convierte en gusanos sin columna vertebral es su alma, es no encontrar sentido a la vida y al dolor, que es lo mismo. Y eso es lo que está ocurriendo a la humanidad. Por eso la caravana de la historia nada agradece tanto como una luz que ilumine su destino y esclarezca sus tortuosos senderos. Pues bien, frente a todas las propagandas y presagios, fren­ te a todos los recelos, y quizá también frente a todos sus pro­ pios y humanos defectos, la Iglesia Católica, heredera de Pedro, de Cristo, es la única luz segura, constante, consoladora; la única respuesta completa y justa a nuestros enigmas de hom­ bres torturados. Por eso, mucho antes de que hayan sido realidad los esperanzadores pasos de unidad ecuménica, que hoy se van exten­ diendo por la opinión pública del cristianismo, el camino de retorno hacia la Iglesia de Roma va siendo recorrido incansa-

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PRESENTACIÓN

blemente, durante todo el siglo XX especialmente, por grupos muy selectos de hombres y mujeres. Esta tercera serie de «Convertidos del siglo X X » nos presen· ta varias historias más de ese retorno a la Luz: todos ellos, hombres y mujeres—filósofos, científicos, literatos, políticos, aviadores, artistas, diplomáticos, aristócratas o nihilistas—, to­ dos almas nobles, agitados por el mismo torbellino, buscando algo que diera seiitido a la vida del hombre sobre la tierra; todos luchando ardorosamente por liberarse del caos; del caos que es la vida de la sociedad humana cuando no hay principios claros que iluminen y dignifiquen la convivencia; del caos que es la propia alma sumida en las tinieblas. Uno de estos hombres que regresan, el gran científico Lecomie de Nouy, ha escrito: Jamas la Iglesia, en sus dos mil años de existencia, ha sido objeto de una llamada tan insistente y ha encontrado una más noble oportunidad para llenar su obligación de consoladora y guía de la humanidad.

Y otro gran convertido, Norberto Hugo Benson, hijo del Arzobispo anglicano de Cantorbery, primado de la Iglesia de Inglaterra, nos ha dejado este hermoso panorama de esos ca­ minos del gran retorno: Hay mil y mil caminos que llevan a la «Ciudad»: uno será guiado por el sonido del órgano, otro por el perfume del in­ cienso; otro irá a ella con una Biblia; uno es historiador, otro un místico, otro un filántropo; éste es un pecador que implora el perdón; aquel, un ignorante que quiere ser iluminado, este otro es un santo que busca la unión con Dios. Uno es condu­ cido de la mano por su madre; otro se arranca de sus amigos para seguir a Cristo. Así van estos miles y miles, cada uno siguiendo su propia vía, cada uno empujado por una fuerza, misteriosa para él. Pero to­ dos acaban por encontrarse en la misma «puerta». Todos deben franquear esa «puerta» de la que habla el Apocalipsis, que está hecha de una sola perla.

Y esa «puerta» siemvre abierta para todos los hombres, sus hijos, es la Iglesia de Roma, que Jesús confió a Pedro y los Apóstoles, que se yergue sobre las tinieblas del mundo como una Columna de fuego. Por eso, a los hijos de esa Iglesia les llamó el Señor, en el Evangelio, «hijos de la Luz*. J. L. Micó Buchón, 8. I.

Un bautizado de deseo * >1 *

Enrique Bergson (1859-1941)

Por Jeanne Ancelet-Hostaehe (1).

Cuando, desesperando de encontrar una solución al proble­ ma de la existencia, Jaime y Raisa Maritain fueron encami­ nados por Péguy hacia los cursos de filosofía de Enrique Bergson, tuvieron la impresión de que se les liberaba de entre los muertos. En el libro de sus memorias, Raisa atribuía a la «mi­ sericordia de Dios» este encuentro, que fue decisivo para su futura conversión. El Colegio de Francia, donde Péguy, Psichari, sus amigos y tantos otros se sentían como «vivificados por un aire saluda­ ble», es, no obstante, una casa austera, y los cursos que en él se dan no parecen a priori que hayan de ejercer una tal seduc­ ción sobre los espíritus jóvenes. Sin embargo, los estudiantes de aquel tiempo—el final de siglo—se sentían ahogados, nos dice Raisa, en el relativismo de los sabios y el escepticismo de los filósofos. ¿Quién era, pues, aquel cuya palabra acogieron con tanto fervor? Ninguna vida aparece más unificada que la de Enrique Bergson, entregada toda entera a la meditación y al estudio, sin otras aventuras que las del pensamiento. il) Jkannb Ancblst-Htjstach* es «agregée» de la universidad de Pa­ rís, doctor «es-lettres», vicepresidente de la Asociación de Itecritores Ca­ tólicos de Francia. (la publicado numerosas obras: «Mechtllde de M&gdebour» (Cham­ pion, 1926), «Le livre de Jacqueline» (Plon, 1930), «Les CJarisses les soeurs des prisons» (Grasset), «Splrttualité pour les temps de misére» (Bloud et Gay, 1941), «Salnte Elisabeth de Hongrle» (Ed. Franclsoalnes, 1947); ha traducido varios libros de Romano Guardini.

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Nace en París el 18 de octubre de 1859, de una familia Judia; ingresa en la Escuela Normal Superior en la misma promoción que Mgr. Baudrillart y Jaurés, y en 1881 obtiene el título de «agregée» en Filosofía. Luego Enrique Bergson enseña en los Liceos de Angers y Clermont-Ferrand. Tras conseguir su doc­ torado en Letras, en 1889, había proseguido su carrera univer­ sitaria en París, en el Liceo Enrique IV, y después en la Es­ cuela Normal Superior. Desde 1901 era profesor en el Colegio de Francia, el más importante de todos los centros universita­ rios de franceses. La juventud de Bergson y su clima espiritual. Su propia juventud había evolucionado en el mismo clima que sufrían aún sus jóvenes oyentes, amenazado ñor todos los monstruos en «ismo» de esos «tristes años ochenta» que Claudel ha estigmatizado. El empirismo de Stuart Mili y el evolucionismo de Spencer orientaban los espíritus hacia el determinismo. Eran mera ilu­ sión la libertad, la idea de Dios, la idea misma de causa: las ciencias del hombre son hábitos transmitidos hereditariamente. Si la inteligencia insatisfecha reclamaba una metafísica, se le ofrecía el idealismo de los continuadores de Kant: Fichte, Schelling, Hegel; allí se explicaba, con algunas variantes, que la inteligencia humana es la sola medida de lo inteligible; idéntica al espíritu que produce el mundo. Combinando el determinismo con el panteísmo alemán, la teoría monista y mecanicista aprisionaba ai hombre en la más absoluta necesidad. Y una tal teoría venía a ocupar el lugar de Dios, e inspiraba a sus fieles una especie de adoración. Haeckel en Alemania, Taine e.i Francia, se habían levantado como profetas de la nueva fe. Renán la profesaba igualmente, aunque se mantenía algo más escéptico y desengañado. Sin duda una renovación espiritualista había ya apuntado con Maine de Biran, y después de él con Ravaisson, Lachelier, Boutroux. Con todo, hasta Bergson permaneció aún demasia­ do restringida o demasiado técnica. Excepcionalmente dotado para las matemáticas, Bergson había pensado al principio consagrarse a ellas. Las matemá­ ticas le colocan en seguida frente al problema del tiempo. De ahí arranca su vocación filosófica Desde el principio no expe­ rimenta sino desconfianza a la vista del positivismo reinante: «se quería construir mi alma... con elementos medible» y calcu-

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lables, a la manera de los que revelan loa fenómenos físicoquímicos. Esto no ha podido entrar Jamás en mi espíritu. La vida interior me parecía un don refractario a toda reconstruc­ ción desde fuera». Y se lanza a una búsqueda, sin ninguna idea preconcebida, sin saber siquiera dónde llegará. Su sola intención es desem­ barazarse de prejuicios y dejarse guiar por la experiencia, con el mismo rigor que los sabios de la época. Hasta tal punto, que se puede llamar su filosofía un realismo espiritualista. Los datos inmediatos de la conciencia. Los primeros resultados de sus búsquedas desembocaron en las conclusiones consignadas en su tesis principal: «Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia» (1889), que esta­ lla como una revolución, casi como un escándalo. Desde Zenón de Elea, los filósofos habían confundido el mo­ vimiento con su trayectoria, el espacio que lo sostiene, redu­ ciendo así a lo extensivo a una cantidad, lo que es en realidad un acto intensivo, una cualidad. Cuando la ciencia, descom­ poniendo el movimiento, da de él una imagen simbólica, to­ mada de la extensión, la conciencia lo comprende en una rea­ lidad interior, concreta y cualitativa. Esta «duración real», enteramente distinta del tiempo del reloj, «sucesión de cambios cualitativos que se funden, que se penetran sin contornos pre­ cisos, sin tendencia alguna a exteriorizarse los más con rela­ ción a los otros, sin ningún parentesco con el número», se pa­ rece a los momentos heterogéneos, inclinados unos sobre otros, de una misma frase musical. Asi, considerando que los datos de la conciencia «se presen­ tan como una corriente y no como una serie de elementos en­ samblados de causas u efectos mensurables», Bergson atacaba la teoría que no ve en la libertad interior sino un juego de fuerzas antagónicas, «motivos opuestos unos a otros, que dan lugar a una resultante, lo que excluye toda idea de libre albe­ drío». Su posición modificaba totalmente la perspectiva, mos­ trando el acto libre como surgiendo del movimiento espontá­ neo y unificador de la conciencia. «Es, en efecto, del alma entera de donde emana la decisión libre; y el acto será tanto más libre cuanto la serie dinámica a la que está ligado tienda más a identificarse con el yo fun­ damental.» A través de los análisis profundos que le habian conducido a LA ANTORCHA INCENDTDA

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al descubrimiento de la duración real, esencial en su doctrina (es"a duración Interior, extraña a las medidas espaciales), Bergson llegaba a la noción de libertad restablecida asi en sus derechos, contra el determlnismo; «hecho espiritual que iba contra todo lo que la ciencia parece enseñar». Materia y memoria. Pero esto no es más que un primer paso. La conclusión del «Ensayo» l!e\a a Bergson a investigar sobre las relaciones en­ tre el alma y el cuerpo. Aborda este estudio por el «problema privilegiado» de la memoria, más en concreto, por las enferme­ dades de la memoria, las amnesias, en particular las amnesias verbales. Tal es el asunto de su segundo libro, «Materia y me­ moria» (1897). No solamente la teoría materialista, sino incluso los que la combatían, trataban el cerebro como «un recipiente de recuer­ dos». Fiel a su método, Bergson interroga a la experiencia. El análisis psicológico, al igual que los hechos patológicos, le lle­ van a la conclusión de «que no hay, no puede haber en el ce­ rebro una región en la que los recuerdos se fijan y acumulan. La pretendida destrucción de los recuerdos por las lesiones cerebrales no es sino una interrupción del progreso continuo por el que se actualiza el recuerdo». Ni el recuerdo puro, ni la percepción pura, ni, con mayor razón, las más altas operaciones intelectuales, están contenidas en el cuerpo. En una conferencia tenida en «Fe y vida», el 28 de abril de 1912, Eergson dirá que el cerebro «desborda al cuerpo» por todas partes, y pondrá esta pintoresca comparación: «Un ves­ tido es solidario del clavo al que está enganchado. Cae si se arranca el clavo; oscila si el clavo se mueve; se agujerea, se desgarra si la cabeza del clavo es demasiado puntiaguda; pero no se sigue que cada detalle del clavo corresponda a un deta­ lle del vestido, ni que el clavo sea el equivalente del vestido; menos aún se sigue que el clavo y el vestido sean una misma cosa. D*i igual manera, la conciencia está incontrastablemente colgada de un cerebro, pero de ninguna manera resulta de ahí que el cerebro dibuje todos los detalles de la conciencia, y ésta sea una función del cerebro. Todo lo que la observación, la experiencia y, por tanto, la ciencia nos permiten afirmar, es la existencia de una cierta relación entre el cerebro y la conciencia.»

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La vida del espíritu 110 puede ser, pues, un efecto de la vida del cuerpo. Al contrario, todo pasa, como si el cuerpo fuese uti­ lizado por el espíritu. Asi, pues, no hay razón para suponer que estén inseparablemente ligados el uno al otro, y «la super­ vivencia del alma se hace tan verosímil que la obligación de la prueba Incumbe al que niega más bien que al que afirma». Por solos los datos de la experiencia y de su Intuición genial, Bergson había, pues, en sus dos obras primeras, reconquistado la noción de libertad y probado la independencia del alma con respecto al cuerpo. Eran ésos dos rudos golpes dirigidos contra el materialismo. Introducida de nuevo por la sicología, la me­ tafísica recobraba sus derechos. Se comprende el entusiasmo de los jóvenes oyentes. La evolución creatriz. Habiendo meditado tan largamente sobre las relaciones en­ tre el alma y el cuerpo, el filósofo llegó al momento de pre­ guntarse cómo este compuesto ha sido formado y cuál es la posición del hombre en la naturaleza. De lo que se originó su nueva obra: «La evolución creatriz» (1907). La naturaleza, en perpetuo progreso, tiende hacia la vida y la inteligencia, por un movimiento continuo designado con una palabra que se ha hecho célebre: «l’élan vital», «el im­ pulso vital». Su trayectoria no es única: en el animal termina en el instinto, y en el hombre llega a la inteligencia. Pero esta inteligencia, vuelta sobre todo hacia la acción, corre el riesgo de enmascarar el espíritu. Será necesario que la facultad de conocer se apodere, por una aprehensión directa, de su espon­ taneidad originaria: eso será la «intuición*. Sólo el hombre es capaz de arrancarse de la materia para acercarse al espíritu y a la libertd. Bergson habló mucho más tarde sobre el pensamiento de este nuevo libro con el Padre Sertillanges, al cual agradeció siempre el haber comprendido que este término «evolución creatriz» no significa «una evolución que crea», sino «una evo­ lución en la que hay creación». Bergson entendía así oponer una evolución que presenta sin cesar algo nuevo al simple des­ arrollo de los deterministas; y para él, «el impulso vital» era una emanación libre de la divinidad. Una carta del Padre de Tonquédec, publicada en Btudes en 1912, aportaba una primera aclaración. Las consideraciones expuestas en «La evolución creatriz».

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cUctt Bergson, -presentan la creación como un hecho; de todo eso se desprende netamente la Idea de un Dios creador y Ubre, generador a la vez de Ja materia y de la vida, y cuyo esfuerzo de creación se continúa, del lado de la vida, por la evolución de las especies y por la constitución de las personalidades hu­ manas. De todo eso se deduce, en consecuencia, la refutación del monismo y del panteísmo en general. Sin embargo, para precisar aún más estas conclusiones y seguir avanzando, sería necesario abordar problemas de muy otro género: los proble­ mas morales» Igualmente, escribe Bergson al filósofo danés Hoffding, que en lo que se refiere al problema de Dios, las líneas de «La evo­ lución creatríz» a las que hace alusión no han sido puestas allí para llamar la atención. Siguiendo siempre su método de sumisión total, a la ex­ periencia, Bergson no quiere anticiparse al resultado de su búsqueda: con una admirable probidad intelectual, que es el fondo mismo de su naturaleza (ayudada ya sin duda por la gracia; pero ¿quién podrá hacer la separación entre los dones de la naturaleza y los de la gracia, viniendo unos y otros de Dios?), creía él que si no disminuiría el alcance de sus con­ clusiones que adquieren calor a los ojos de sus lectores preci­ samente por su independencia respecto de la fe, y por la ma­ nera como, a pesar de esto, la preceden. Lo que él dirá al Pa­ dre Sertilianges a propósito de su útimo libro, con palabras tan conmovedoras, vale igualmente para las precedentes obras: •-'No querría que se dijera: aquí es adonde él quería llegar. En realidad, yo no quería llegar a nada, y no es culpa mía si los buenos caminos conducen al Evangelio»; y en otra ocasión, al mismo interlocutor, a propósito de la Iglesia: «La Iglesia es la prolongación de Cristo. En el fondo no es sino un mismo hecho. Pero ni aun aquí querría adelantarme demasiado; temo que digan: era católico ya de antes; su pretendido método no es más que un rodeo para llegar al punto pretendido.»

La influencia de Enrique Bergson. La resonancia de «La evolución creatriz» fue extraordina­ ria y prolongada. El interés de los cursos de Bergson fue en aumento. Bien pronto se mezcló en eso la moda. Las únicas anécdotas humoristas, acerca de esta alta figura y de esos grandes problemas hacen referencia precisamente al apasio­ namiento de que era objeto entonces esta filosofía. Los oyentes

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toman por asalto la sala desde la clase anterior. Las señoras elegantes de la alta sociedad envían a su ayuda de cámara para guardarles su sitio, lo que da casualmente lugar a singu­ lares confusiones. Los coches de los caballeros se estacionan en las calles vecinas. No es muy seguro que todos estos que se mostraban tan solícitos comprendiesen bien el pensamiento del filósofo, pero su palabra era agradable al oído. Se expresaba con una ca­ dencia regular, muy lenta, en un lenguaje preciso, tan simple y puro como el que usaba para escribir, aunque no se ayudase de nota alguna. Además se admira su noble rostro, su frente inmensa que se evidencia habitada por un gran pensamiento, sus ojos claros cargados de meditación, su distinción refinada que es también una protección contra el mundo exterior, pues él es modesto y le contraría verse convertido de esta manera en «el hombre del día». Muy pronto sus libros fueron traducidos a la mayor parte de los idiomas civilizados y su nombre se hizo célebre entre los miles de intelectuales de todo el mundo. En adelante se le cla­ sifica al lado de los más grandes pensadores de todos los tiem­ pos y su influencia se extiende sin cesar. Artículos de revistas, libros más o menos extensos, nume­ rosas tesis, trataron, comentaron y profundizaron sobre tal o cual punto, o criticaron sus teorías. El americano William Ja­ mes, el eminente autor de «La experiencia religiosa», declaró que se adhería a sus ideas. José Lotte, fundador de la Unión de Profesores Católicos de la Universidad, convertido al cristianis­ mo, escribía en 1912 que Bergson le había abierto el camino de la salvación. Eduardo Le Roy, filósofo católico, y Jorge So­ rel, teórico revolucionario, le reconocieron por maestro. Cada uno, claro está, forzaba un poco los textos para llevarlos a su posición. Entre sus enemigos, ocupaba el primer lugar la Acción Fran­ cesa. El antisemitismo de Carlos Maurras no podía perder una tal ocasión de desencadenarse contra este filósofo judio. En una carta recientemente publicada, Péguy juzgaba que él tenia «la pluma bastante dura para reducir a un Maurras, la mano bas­ tante pesada para rechazar a la ve2 a los antisemitas y a los fanáticos». El se indignaba: «Que las batallas que se luchan alrededor de su filosofía sean hasta este punto furiosas, esto no tiene nada de extraño; pero que se luche completamente al revés, he ahí algo Inaudito. Es usted el que ha abierto de nuevo en este país los cauces de la vida espiritual.»

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Incluso en el bando católico tampoco se perdonó Bergson. Hacia 1910, el modernismo lanzaba amenaza contra su doctrina y la Iglesia debía estar alerta: Hoy, que conocemos el pen­ samiento completo de Bergson, se esclarecen retrospectivamente sus pasos precedentes. Sin embargo, aparte de algunos espíritus a quienes su amistad admirativa les hacía más clarividen­ tes, nadie podía entonces de manera clara prever adónde las teorías de Bergson le iban a conducir. La ambigüedad de ciertas expresiones inspiraba recelo. No todos sus asertos en­ cajaban con la doctrina católica. Implícitamente de acuerdo con la Iglesia, en su refutación del materialismo, estaba en peligro al mismo tiempo de dañar a la fe, no señalando lo bastante claramente, en particular en «La evolución creatriz», la trascendencia del Creador. La primacía dada a la intuición sobre la inteligencia, más aparente que real—pues todo depende de lo que se entiende por esos términos—, podía también intro­ ducir un desorden en los espíritus de formación tomista. En una palabra, los tres libros de Bergson fueron puestos en el Indice poco antes de la guerra de 1914. Ya se sabe lo que esta medida significa: «¡Atención! iPeli­ gro!» Pero el peligro era sobre todo para los que ya se encon­ traban en el interior de la Iglesia. Entre los gentiles, Bergson continuaba su misión de Juan Bautista, sin saberlo del todo él mismo, preparando «desde fuera» los caminos al Señor en las almas de sus lectores y en la suya propia. Veinticinco años de meditación. Miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas desde 1901, Bergson fue elegido para la Academia Francesa en 1914, A causa de los acontecimientos, su recepción no tuvo lu­ gar hasta enero de 1918. Durante los años de la guerra, él se había consagrado sobre todo a misiones patrióticas. Eduardo Le Roy, que aseguraba ya la suplencia en el Colegio de Fran­ cia, le sucedió definitivamente en 1921. La Sociedad de Naciones e nombró presidente de la Comisión Internacional de Coopera­ ción Internacional, cargo que desempeñó hasta 1925, en que renunció por motivos de sa*lud. Llegado así a los honores y a la gloria, Bergson no sucum­ bió a la tentación de tantos grandes hombres que consideran que han llegado a la cima de su obra y se contentan en ade­ lante con explotarla. El se reintegró por largos años a la me­ ditación sin escribir sino algún que otro articulo, sin salir de su

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silencio si no se le apremiaba vivamente. Se había impuesto la regla absoluta de no responder a ningún cuestionario y de no prestarse a ninguna interviú. Asi pasaron veinticinco afios antes de la publicación de su nueva obra. ¡Veinticinco afios! ¡Qué ejemplo de paciencia y probidad intelectual, incluso de humil­ dad para los precipitados autores jóvenes! Los «problemas morales» de los cuales Bergson habló al Pa­ dre de Tonquédec y al filósofo Hóffding, a los que él consagra en adelante sus búsquedas, tienen por centro el mismo proble­ ma que preocupa al espíritu humano desde que el hombre existe y piensa. En la admirable conferencia sobre «El alma y el cuerpo», de 1912, se expresa así: «¿De dónde venimos? ¿Qué hacemos acá abajo? ¿A dónde vamos? Si verdaderamente la filosofía nc tuviera nada que res­ ponder a estas cuestiones de interés vital, o si fuera incapaz de elucidarlas progresivamente como se dilucida un problema de biología o de historia, si no pudiera enriquecerlas con una ex­ periencia cada vez más profunda, con una visión más y más cercana a la realidad, sí debiera limitarse a refutar indefinida­ mente a los que afirman y a los que niegan la inmortalidad por razones sacadas de la esencia hipotética del alma o del cuerpo, sería el caso de decir, desviando de su sentido la pa­ labra de Pascal, que toda la filosofía no vale una hora de m o­ lestia.» Otra conferencia tenida el año precedente contiene pala­ bras más cargadas aún de sentido: «Confesemos nuestra ignorancia, pero no nos resignemos a creerla definitiva. Si hay para las conciencias un más allá, no veo por qué no vamos a poder descubrir el medio de explorarlo. Nada de lo que concierne al hombre debería, a sabiendas, es­ capársele al hombre.» - ¿Qué significan estas misteriosas palabras? ¿Pues quién ha «explorado el más allá»? Los oyentes intrigados debieron pre­ guntárselo al salir de la sala. Tuvieron que esperar aún mu­ cho tiempo la contestación, pero ésta les llegó magníficamente cuando pudieron por fin leer «Las dos fuentes». Las dos fuentes de la moral y de la religión (1932). Después de la muerte de Bergson, sabemos, gracias a las notas que su discípulo y amigo Jaime Chevalier, que el filósofo, por esta misma época, buscaba puntos de vista «capaces de darle un conocimiento experimental de las realidades espiri-

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tuales». Había tenido ocasión de encontrarse con «pequeños místicos», en particular aquella cuya historia ha escrito el abate Klein, bajo el nombre de «Magdalena Semer». Bergson se da cuenta que hay allí una experiencia y que según su método debe estudiarla. Pero la verdadera causa que le mueve es el haberse dado cuenta cada vez más de que el cristianismo ha producido una renovación del alma humana. «Entonces comprendí yo la importancia de la cuestión reli­ giosa, cuyo sentido me había pasado inadvertido hasta aquel momento. La historia me hacia ver que el Evangelio había hecho un corte en el desenvolvimiento de la humanidad. Los místicos me dieron su explicación. Me habían situado en el camino. Mi determinación estaba tomada, pues había encontra­ do la prueba.» Cuando sus investigaciones maduraron, revela sus resulta­ dos en su gran libro. Las distinciones establecidas por Bergson se han hecho clá­ sicas. Por una parte la moral de las «sociedades cerradas», presión social sobre el individuo, que apunta al mantenimien­ to y al funcionamiento del grupo, poco más o menos como lo hace el instinto en las hormigas y en las abejas. La «religión estática» de estas «sociedades cerradas» «vincula al hombre a la vida, y por tanto el individuo a la sociedad, contándole historias semejantes a ¡as que sirven para mecer a los niños». Magia, culto de los espíritus o de los animales, adoración de los diose:;, superstición, es «la reacción de defensa de la natu­ raleza contra lo que podría haber de deprimente para el indi­ viduo y de disolvente para la sociedad en el ejercicio de la in­ teligencia». A esta «religión estática» se opone la «religión dinámica» o mística. ¿La intuición no llegaría a captar el impulso que da vida al mundo? «Un alma capaz y digna de este esfuerzo» puede dejarse penetrar sin que su personalidad se deje absorber por un ser que puede inmensamente más que ella, como el iiierro por el fuego que lo enrojece He aquí una imagen familiar a los místicos para expresar las relaciones del alma con Dios. El neoplatonismo y el budismo, que son los que más se han adelantado en esto, no son sino esbozos. El galsticismo comple­ to es de los grandes místicos cristianos, los que han «roto el dique». De su crecida vitalidad se ha desprendido «una ener­ gía, una audacia, un poder de concepción y de realización ex­ traordinario»: un 8an Pablo, una Santa Teresa de Avila, una

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Santa Catalina de Siena, un San Francisco de Asís, una Juana de Arco. Bergson diría un día que el santo es el verdadero super­ hombre del que Nietzsche no ha mostrado sino el reverso. El ha escrito sobre los grandes místicos cristianos algunas de las páginas más bellos que les han sido consagradas. «Sacudida en sus profundidades..., el alma se para, como si escuchase una voz que la llama. Luego se deja guiar hacia ade­ lante. No percibe la fuerza que la mueve, pero siente la inde­ finible presencia o la adivina a través de una misión simbóli­ ca. Sucede entonces una alegría Inmensa, éxtasis donde ella se absorbe o arrobamiento que experimenta: Dios está allí, y ella está en él.» Arrobamientos y éxtasis no son, por lo demás, sino «los acci­ dentes del camino». El alma del místico no se para ahí. Ella se da cuenta de que está sola y tal vez se llena de desolación, pero si ha perdido tanto, ha sido para ganarlo todo. He ahi esa «noche oscura» que prepara la fase definitiva. Instrumento maravilloso, el alma «elimina de su sustancia todo lo que no es bastante puro para que Dios lo utilice». En adelante es Dios el que obra por ella y en ella. Porque el amor que consume al santo «no es ya simplemente el amor de un hombre por Dios, es el amor de Dios por todos los hombres. A través de Dios ama toda la humanidad con un amor divino. No se trata de la fra­ ternidad que los filósofos recomiendan en nombre de la ra­ zón... Un amor tal está en la raíz misma de la sensibilidad y de la razón, como igualmente del resto de las cosas. Y por coincidir con el amor de Dios a su obra, amor que todo lo ha hecho, es capaz de entregar a quien sepa interrogarlo, el se­ creto de la creación.» De esta manera, esos grandes místicos son los imitadores y continuadores originales, aunque incompletos, de lo que Cristo fue completamente. Un misticismo tiene que dar al filósofo la manera de llegar en algún sentido, experimentalmente, al problema de la exis­ tencia y de la naturaleza de Dios, y no ciertamente del Dios de Aristóteles y de los sabios que en nada se parece al del Evan­ gelio. «Un filósofo habría definido, en un momento, esta natura­ leza, si hubiera querido poner el misticismo en una fórmula. Dios es amor y es objeto de amor: todo lo que aporta el misti­ cismo está aquí. El místico no acabaría nunca hablando de este doble amor. Su descripción es interminable, ya que la cosa

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a describir no tiene expresión. Pero lo que dice claramente es que el amor divino no es algo de Dios: es el mismo Dios.» El total acuerdo entre los místicos cristianos, ¿no se explica* ría asi, sencillamente, gracias a la existencia real del Ser con el que se creen en comunicación? «Los místicos están unánimemente de acuerdo en que Dios tiene necesidad de nosotros, como tenemos nosotros necesidad de Él. ¿Para qué tendría necesidad de nosotros, a no ser para amarnos? Tal sería la conclusión del filósofo que estudia la experiencia mística. La Creación se le mostrará como una em­ presa de Dios... para unirse a sí, seres dignos de su amor.» Desde el seno de esta especie humana «que no es sino par­ cialmente, ella misma», han indicado al filósofo «de dónde ve­ nia y a dónde iba la vida». «La experiencia de aquí abajo», que ha «como tocado con el dedo» la independencia del alma con respecto al cuerpo, ¿alcanza a la intuición de arriba», la de los místicos? El pro­ blema debe permanecer planteado, dice Bergson. «Pero es mu­ cho haber obtenido en algunos puntos esenciales un resultado como probabilidad capaz de transformarse en certidumbre.» El universo es «una máquina de hacer dioses». Tal es la con­ clusión de las «Dos fuentes». «Participantes de la naturaleza divina», dice San Pedro. De esta forma, Bergson ha ido tan lejos como podía llegar con sólo los auxilios del estudio y de la experiencia. Ha condu­ cido al lector hasta el jmbral mismo de la doctrina cristiana. En lo que a él se refiere, dirá: «Yo siempre acabo por llegar al Evangelio. El es mi verdadera patria espiritual, y nada de lo que Cristo afirma de sí mismo me extraña o me decepciona.» Testimonio personal. Habiendo tenido la suerte de hacer a Bergson y a los suyos al principio de la ocupación un favor que a mí no me fue muy costoso, pero a ellos les sacó de un gran apuro, recibí una lla­ mada telefónica de madame Bergson cierto día de octubre de 1940, invitándome a ir a tomar una taza de té con ellos. La otra vez me había disculpado por temor de ser indiscreta sa­ biendo que el filósofo estaba delicado. Entonces creí que podía aceptar, ya se adivina con qué emoción. En seguida después de esta entrevista, que se efectuó el 10 de octubre, anoté todos sus detalles para estar bien segura de

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no olvidar nada. Publico aquí, por vez primera, loi pasajes que entran en el marco de estas páginas: La señora Bergson me Introdujo, y en seguida se retiró. In­ movilizado en su butaca, el ñlósofo estaba vuelto hacia mi. Asi por primera vez, y debía ser también la última, me encontraba sola con él. Era la misma frente hermosa de siempre, la mirada pensativa de sus ojos claros, la voz de timbre agradable y clara —pero Bergson entonces había pasado ya sus ochenta años. Vinimos a hablar de su libro, las «Dos fuentes». —Esta obra—ie dije—ha tendido un puente, precisamente porque era asequible a un gran número de almas a las que ha hecho mucho bien. —Me da usted una alegría—contestó con su acostumbrada amabilidad—. Me da usted una gran alegría. Por mis libros precedentes no he recibido cartas sino de otros filósofos; por éste, en cambio, me han escrito otras personas. Había dicho a Bergson que, perteneciendo yo a una familia creyente, había «partido» del cristianismo (en el sentido, claro está, de «punto de partida»). —Usted ha «partido» del cristianismo—me dijo—; pues bien: «yo he llegado a él...» Textualmente había dicho: «Yo he llegado». Los lectores de las «Dos fuentes» ya se lo pensaban un poco; el rumor de ello corría de tanto en tanto, pero al fin y al cabo, ni las confidencias a Jacques Chevalier, ni al Padre Sertillanges, habían sido publicadas todavía. Para que me hablara asi a mí, a quien no conocía sino por mis artículos y algunas de mis páginas, ¡su confesión tenia que haber brotado de su mismo corazón! Lo miré con un movimiento de alegre sorpresa, sin contes­ tar nada. El siguió: «He nacido en una época en la que reinaba, ya no digo el materialismo, pues los términos no eran tan precisos, sino una incredulidad por la que he tenido que sufrir mucho. Pensé en­ tonces que la razón no lo explicaba todo, y que se podía llegar a alcanzar la realidad por otros medios. Me sabe mal no haber escrito este libro antes; él me ha permitido expresar cosas que estaban desde hacia tiempo dentro de mí, en estado latente. Escribiéndolas, he podido darles más precisión y comprender todo lo que ellas representaban para mí. Los místicos son muy atractivos. Cada uno en particular, cada uno representa un gé­ nero, podríamos decir. Es curioso que tantos místicos sean mujeres. Ellas han traducido sus experiencias en lenguaje di­ recto, sin mezclar términos de escuela...

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Yo habla llevado «Las dos fuentes», y aunque no tengo costumbre de Ir a la caza de autógrafos, daba mucho valor a su Arma. El tomó la pluma, probó de escribir y dijo: «No pue­ do... hcy no puedo...» Yo me excusé. El me pidió que dejase el libro para otro momento más favorable. Me lo mandó algunos días después, añadiéndome «La energía espiritual», como re­ galo, también con dedicatoria. Su escritura lleva el sello de su enfermedad y de su edad. Yo experimento siempre la misma emoción cuando lo miro.

El testamento de Enrique Bergson. El 3 de enero siguiente—3 de enero de 1941—Bergson moría. Madame Bergson respondía así a mi pésame: «Una congestión pulmonar se lo ha llevado en tres días. No ha sufrido, se dur­ mió dulcemente, no se daba cuenta de nada y no pensaba ya en los acontecimientos que le hacían tan desdichado.» Opiniones contradictorias habían circulado sobre la conver­ sión del filósofo. Madame Bergson puso las cosas en su punto en carta a Manuel Mounier, que La Gazette de Lausanne re­ produjo: «Mi marido, a quien el problema religioso interesaba poderosamente ya desde hacía tiempo, y que sobre todo des­ pués de la publicación de «Dos fuentes» consideraba al cato­ licismo con creciente simpatía, no había querido, sin embargo, convertirse por diversas razones, que algunos de sus familiares con quienes él discutía con entera franqueza habían apreciado y aprobado. En fin, él mismo nos lo ha explicado con mucha nitidez er un pasaje de su testamento de 8 de febrero de 1937.» Este pasaje ha sido desde entonces publicado muchísimas veces. Helo aquí: «Mis reflexiones me han llevado cada vez más cerca del catolicismo, donde yo veo la total perfección del judaismo. Me habría convertido si no hubiera visto desde hace años prepa­ rarse (por desgracia en gran parte a causa de un cierto núme­ ro de judíGs desprovistos por completo de sentido moral) la for­ midable ola de antisemitismo que va a precipitarse sobre el mundo. No he querido permanecer entre éstos, que serán el día de mañana perseguidos. Espero, sin embargo, que un sacerdote católico venga, si lo autoriza el Cardenal Arzobispo de París, a rezar algunas oraciones en mis exequias. En caso de que esta autorización no fuese alcanzada, se podrá llamar a un rabino, pero sin ocultarle y sin ocultarlo a nadie mi adhesión moral al

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catolicismo, al igual que el deseo manifestado por mi de tenor con preferencia las oraciones de un sacerdote católico.» Un sacerdote católico vino, en efecto, a rezar las oraciones de la Iglesia sobre su ataúd. De esta manera, el único obstáculo—pero ¿es que puede de­ cirse «obstáculo»?—entre el catolicismo y él había sido un sen­ timiento de delicadeza: «He querido permanecer entre estos que serán mañana perseguidos.» En 1937 todavía no se podía prever todo el horror de los campos de concentración y de las cámaras de gas. Incluso los primeros meses de ocupación no habían revelado su monstruosidad, y Bergson murió, gracias a Dios, sin conocerla... Pera nosotros, que lo conocemos todo, esta frase del testamento toma un sentido todavía más con­ movedor. ¿Cómo un gesto de caridad podría separar de Cristo? «Sabemos—dice el Padre Sertillanges—que existe un bautis­ mo de deseo. No dudo que Dios tiene esta alma.»

Una prima de Churchill en Asís

Clara Sheridan (1887)

Por Heari Lemaitre (1).

La historia de Clara Sherldan, menos espectacular que otras conversiones, no es por eso menos ejemplar: demuestra en efecto cómo las tradiciones de un territorio profundamente católico—Irlanda—son capaces de influir en un destino indi­ vidual; cómo también un lugar consagrado con una presencia santa—Asís—puede desarrollar por una especie de milagro las reservas de fe perdidas en el fondo de un alma, comprometida, aun sin querer, en la gran búsqueda. Y en la religión de un Dios Encamado, la historia de esta conversión demuestra la importancia que ella atribuye a las trazas humanas, terrestres e históricas de lo sobrenatural. Es tierra irlandesa. Clara Sherldan pertenecía a una noble familia británica emparentada con la familia de Malborough y cuyo represen­ tante más célebre es hoy dia sir Winston Churchlll. Había nacido en Irlanda del Sur, país en donde las tradiciones religiosas y las tradiciones nacionales se han reforzado mutuamente a lo largo de una dolorosa historia. En aquella época—1887—, Irlanda estaba todavía empeñada en una lucha ardiente, a la vez por su libertad y por su reli­ gión. Asi hay que imaginarse el ambiente en el cual pudo creil) Hknri LkmaItrk es agregado de la Universidad de Paria, doctor en Letra«, profesor en 1.» Superior en el Liceo Fénelon. Ha publicado muchas obras sobre el arte y el pensamiento Inglés.

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cer una niña, en extremo sensible a la especie de destierro espiritual que significaba su condición de inglesa protestante en la Irlanda católica. Ella verá a su alrededor manifestarse la atracción del catolicismo irlandés sobre los espíritus generosos, cuando su primo Shane Leslie, con gran escándalo de su fami­ lia, entrará en la Iglesia Católica a la edad de veinte años. El recuerdo de su infancia y la impresión que recibió en ella para toda su vida es, sin duda, en Clara Sheridan la fuente más antigua, pero no la menos eficaz de su conversión, conversión a la que no habrá de resolverse enteramente sino a la edad de sesenta años; mas como escribe ella misma: «Las impresiones que se reciben en la infancia pueden dor­ mir largo tiempo en el íondo del corazón, pero de allí no se las puede desarraigar.» Pues bien, en esa Irlanda de antes de 1914, ignorante de toda neutralidad liberal, los términos de «católico» y «protestante» están implícitamente cargados de una especie de antítesis vio­ lenta: simbolizan el conflicto irreconciliable de las dos tenden­ cias humanas y los que son los dueños del país—ingleses y protestantes, lo que en Irlanda es lo mismo—tienen que escoger entre la doble e intransigente dureza del puritanismo y del ra­ cismo, o el poco confortable sentimiento de una especie de destierro espiritual. En un país tan solidario, tan firmemente establecido en sus tradiciones religiosas, el inglés, aunque sea dueño, sigue siendo extranjero, y aun es dos veces extranjero, socialmente y espi­ ritualmente. Ahora bien, hay almas que no pueden tolerar con tranqui­ lidad sentirse así doblemente extrañas en su país natal. Sin duda el primo de Clara Sheridan, que era poeta, pertenecía a esa clase de almas y ésa fue la razón humana de que se sirvió la gracia para iniciarle a convertirse. A esta misma clase de almas pertenecía también Clara Sheridan. «Yo pasé mi infancia en Irlanda del Sur, país en el que las palabras «protestante» y «católico» comportaban además en su definición mplicaciones políticas. Sin poder explicármelo, sen­ tía vagamente que nosotros quedábamos aparte de la verda­ dera vida irlandesa y que se nos consideraba como una mino­ ría despreciada.» La última reacción a esta primera impresión de la infan­ cia debía tardar todavía largos años, pero las circunstancias iban a hacer la impresión aún más profunda. En efecto, como se sabe, los últimos años del siglo x ix y los primeros del xx fueron en la historia de Irlanda un perío-

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do muy turbulento, que Iba a parar a favor de la primera guerra mundial en la independencia del pais. En el curso de este período de disturbios, la mansión de los Sherldan fue incendiada y destruida; este suceso, natural­ mente, no era propio para rodear de simpatía a Irlanda y su religión... Así era la niña que iba a entrar en contacto por primera vez en su vida con el catolicismo. En Francia. Perteneciendo la madre de Clara Sheridan a una clase aris­ tocrática y mundana, en la que la educación obedecía a un cierto número de reglas rigurosas, contaba en el número de los adornos sociales más indispensables el conocimiento impe­ cable del francés: ella misma había conocido anteriormente a Napoleón III y a la Emperatriz Eugenia; en su juventud, la habían recibido en Compiegne y guardaba un recuerdo entu­ siasta de las brillantes «soirés» de las Tullerias; a su juicio, una educación francesa era necesaria, no solamente por el indispensable conocimiento de la lengua, sino por aprender esos modales elegantes que no se pueden aprender más que en París. Tales son las razones exclusivamente mundanas que hi­ cieron que, a la edad de trece años. Clara Sheridan fuese sometida a otras influencias que después de la de Irlanda iban a dejarla señalada para toda su vida. De paso, no se puede menos de admirar la oportunidad con que Dios sabe adaptarse a las diversas mentalidades humanas, viéndole aquí explotar con una suerte de habilidad sobrenatu­ ral el «snobismo» mundano de la familia Sheridan. Porque la decisión de hacer educar a Clara Sheridan en Francia y de hacerle aprender los modales elegantes en Paris implicaba casi por necesidad su ingreso en una casa de edu­ cación católica. Y esto fue lo que sucedió precisamente: la niña entró en 1900 en el Colegio de la Asunción. ¡Qué cambio de vida y de ambiente para una niña de su edad! Pero ya una especie de finalidad parecia marcar su vida: Inglesa y protestante, había nacido en Irlanda católica; ingre­ sa y protestante, iba a pasar su adolescencia—la edad crucial— en un colegio católico francés; y entre los cambios de lengua, de costumbres y de ambiente, una sola cosa seguía siendo co­ mún a su pais natal y a su nueva morada provisional: la LA ANTORCHA KNCSNDIDA

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atmósfera católica; y ya se ve que para una pequeña que, aun­ que de origen protestante, no había recibido todavía ninguna formación religiosa, había en todo aquello muchas cosas que atraerían su atención, aunque fuese inconscientemente, en es­ pera de que la señal divina, así discretamente dispuesta, lle­ gase por fin a brillar. La muchachita que entraba de este modo a los trece años en un colegio católico parisiense no sabia nada todavía de pro­ blemas religiosos: parece claro, según su propio testimonio, que la fidelidad religiosa de su familia se redujo a poca cosa y se limitó a ser una costumbre social, más bien que una ver­ dadera fe. Las impresiones que iba a recibir encontrarían por eso un terreno favorable. Y tanto más cuanto que precisamente estas impresiones eran análogas a las que Clara Sheridan había podido sentir a menudo en el curso de su infancia irlandesa. Aquí también, entre sus compañeras, se sentía doblemente extranjera, por la nacionalidad y por la religión: «Así yo me encontraba en la situación desagradable de sen­ tirme diferente de mis compañeras, que me tenían compasión.» Pero a la familia de Clara, debido a la fidelidad social al protestantismo de que acabamos de hablar, le remordía un poco la conciencia: ¿no era una especie de traición, sobre todo para los protestantes que vivían en Irlanda, entregar así s^ hija a lo que desde cierto punto de vista era el enemigo? Por eso se había previsto que Clara Sheridan tenía que ser prote­ gida de toda influencia religiosa. Ella iba al colegio para apren­ der el francés y los modales finos, no para traicionar su reli­ gión natal. Clara Sheridan trae ella misma a este propósito algunos detalles sabrosos: «En el colegio aprendí a hacer la reverencia, lo que a mi querida mamá complacía por encima de todo, por encima mismo de la religión. Y para tranquilizar su conciencia de protestante, ella pagaba una cantidad suplementaria al precio de la pensión, para que se me hiciese comer carne el viernes.» Se habían tomado todas las precauciones necesarias. Clara Sheridan, aunque estuviera en un colegio católico, no recibiría una educación religiosa; el principio de acción de sus padres parecía haber sido: mejor ser nada que ser católica (más tar­ de se cambiará de opinión y se llegará a decir: mejor ser cató­ lica Que nada, pero será en el momento en que la misma Clara haya sentido la llamada de la gracia por primera vez). «Siempre para tranquilizar su conciencia, mi madre había pedido a la superiora que no se me enseñase la religión cató-

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iica, y la sup^riora había accedido a la petición. Así, cuando ei capellán venia a buscar a las alumnas para la cla:,e de Histo­ ria de la Iglesia, yo no me movía. ¡Qué desazón cuando sucedía que se me preguntase por qué! En seguida, toda la clase vuelta hacia mí, contestaba a coro al capellán, para explicarle la situación: «iEs que es hereje!» No hace falta poseer un cono­ cimiento muy profundo de la sicología de los niños para ima­ ginarse lo que yo pude sufrir entonces.» Este tiempo pasado en el Colegio de la Asunción no le dejó más que buenos recuerdos: había crecido en Irlanda como una niña libre e indisciplinada; el régimen del internado, de este internado francés que daba, entonces sobre todo, menos lugar a la libertad que la educación anglosajona, no debió convenir mucho con su temperamento. Influencia de la liturgia. Sin embargo, y puede ser que precisamente porque el régi­ men le resultaba duro, la joven Clara concentró su sensibilidad sobre lo que le hablaba al corazón, y principalmente en las manifestaciones de la liturgia. Como para tantos protestantes privados de las satisfacciones legitimas de la sensibilidad, las ceremonias fueron para esta jovencita apasionada por la be­ lleza un admirable descubrimiento; y fue a través de cierta emoción estética como el catolicismo le impresionó al principio. «Me fascinaba la capilla, la música, el canto de las religio­ sas, el altar dorado, los cirios, el incienso. Las ceremonias me dejaban extasiada, como cuando por ejemplo desalábamos una a una ante el altar, y nos permitían besar de rodillas las reli­ quias de la Santa Cruz.» El lenguaje mismo que Clara Sheridan emplea hoy día para evocar estos recuerdos de su infancia caracteriza su situación de adolescente conmovida por la fascinación de su nueva vida. No es ahora más que romanticismo de adolescente, pero de esto también Dios sabrá servirse para conducir más lejos a esta jo ­ ven y sin duda superficial amante de los cantos, de las genu­ flexiones, del incienso y de los besos devotos. Indecisión. Sabiendo a lo que estaba destinada—a la influencia del Poverello estigmatizado de Asís, en el que la religión está muy alejada de este romanticismo sospechoso—, casi no es de ex-

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traíur que la Providencia hiciera .se frustrase una primera tentativa de conversión. Antes de que se permitiera a este su romanticismo religioso falsear en su fuente la espiritualidad de esta alma perseguida por Dios, debería ser renunciado y des­ pués sobrepasado; solamente entonces podrá ocupar un lugar en la evolución general de su destino. Después de tres años de estancia en el Colegio de la Asun­ ción. tres años de represión mística, si no es atrevido hablar asi, tres años en todo caso en que la jovenclta había sentido en su sensibilidad de exilada la necesidad de un refugio del que no conocía aún más que las formas superficiales, después de estos tres años ha tomado su decisión: cumplidos los dieciséis, está decidida a hacerse católica. «Vuelta a Irlanda para las vacaciones de verano, supe que el Pastor protestante había dicho a mi madre que era ya tiem­ po de que recibiese la confirmación anglicana; pero yo me opu­ se resueltamente a la recepción del sacramento y declaré que mi intención era llegar a ser católica; todavía veo el rostro afli­ gido del Pastor y la expresión resignada de mi madre cuando me dio esta respuesta: «... En fin... más vale ser católica que nada». Pero, a pesar del éxtasis adolescente de la música religiosa, del altar dorado, de los cirios y del incienso, fue nada antes que católica: «De los dieciséis a los sesenta años he vivido según las pa­ labras de mi madre: no he sido nada.» Evidentemente no se trató más de volver a un estableci­ miento católico. Parece que Dios quería un alma conquistada más a fondo, y para conducir hasta Él a Clara Sheridan, supo tomarse tiempo. Pero supo también conservarla a disposición de la gracia, y como dice ella misma recordando este período de su vida: «Sin embargo, aunque fuera de la Iglesia yo no estaba ale­ jada, estaba ya con el corazón en el atrio de la catedral.» Casamiento. De su paso por el Colegio de la Asunción, Clara Sheridan había conservado costumbres religiosas que tal vez—no siendo la orientación de su vida—se podrían considerar como simples hábitos sentimentales y supersticiosos: por ejemplo, tenia en su cuarto un oratorio adornado con cirios y flores y una Madonna de Bellini: el romanticismo de su adolescencia aún seguía vivo

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en ella, y ese oratorio más bien que una manía más o menos tierna era sin duda la señal de una nostalgia. Pronto le llegó el tiempo de casarse: el novio de Clara per­ tenecía a una familia tradicionalmente puritana; una para­ doja misteriosa pedía que se ligase así a un protestante para el que el antipaplsmo era un deber riguroso. Clara Sheridan hace de los primeros tiempos de su casamiento la relación que sigue: «Mi marido se enfadó al saber que yo tenía en mi cuarto un oratorio... Llegó a decirme que si alguno de sus hijos se hacía católico, lo desheredaría. Pero al principio no tuvimos hijos y estábamos por eso muy apenados. Mi marido deseaba que fuera a consultar médicos renombrados, pero no tenía otros pensamientos en la cabeza, y como era entonces Joven y bella y mi marido estaba muy enamorado, pude fácilmente obrar a mi antojo.» Su breve autobiografía no nos dice qué lugar seguían te­ niendo en una vida a su antojo los recuerdos religiosos del Colegio de la Asunción y la huella, sin duda más profunda, del deseo de conversión de sus dieciséis años; pero cada año las vacaciones italianas iban a mantener y profundizar en ella la necesidad religiosa y más precisamente la necesidad del cato­ licismo. En este nuevo período de su existencia, su afecto a ana tierra católica parece haber sido la señal providencial de la mirada de Dios sobre su alma. Es claro que sin Irlanda, sin el Colegio de la Asunción, sin Italia, en fin, a pesar de la perseve­ rancia de sus ardores sentimentales. Clara Sheridan se hubiera quedado siendo nada antes que católica. Vacaciones italianas. Desde el tiempo de sus relaciones, Clara había hecho con su futuro esposo el pacto siguiente: A fin de poder satisfacer su grande amor a Italia, debería ella poder disponer cada año de algunas semanas de vacaciones, que seria libre de dedicar a sus estancias en ese país de predilección. En el cu?so de una de esas vacaciones italianas, poco tiempo después de su casamien­ to, es cuando entró verdaderamente en la vía que debía con­ ducirla hasta el término de su evolución. Aquel año el viaje a Italia se convirtió en una verdadera peregrinación: antes de tener tal vez verdaderamente la fe en «u plenitud, Clara Sheridan, aplicando el método que Pascal aconsejaba al descreído, se entregó a la práctica de las más hu­ mildes devociones. En el curso de una estancia en Boma pasaba

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sus dias en las iglesias, encendía cirios benditos ante los alta­ res de la Madona. He aquí lo que escribía en su diario: «No he consultado ni guía ni cicerone; he escogido mis iglesias ai azar. Asi he asistido a la misa de San Pedro y en la capilla de la Virgen he estado junto a una pobre mujer con un bebé en los brazos. En la basílica de San Pablo, inmensa, toda resplandeciente de mármol y alabastro, he juntado mi cirio a los de los demás. Después he ido a Santa María la Ma­ yor, en donde la Virgen se apareció dos veces al Papa Liberio. Al pie de la escalera de mármol, en una cripta medio abierta, he visto el altar con la estatua de mármol del Niño adorable con una aureola dorada alrededor de su cabeza. Le he encen­ dido dos cirios. Para la fiesta de San Patricio, patrón de Irlanda, el 17 de marzo, me marché a San Isidoro, la iglesia de los Franciscanos irlandeses, y le llevé flores; después fui a Santa Cecilia y a Santa María de la Minerva. Me sumergí largamente en la calma profunda de Santa María Cosmedín, situada entre las columnas del templo de Proserpina; luego, a San Juan de Letrán, donde, después de hacer oración, me quedé meditando en su admirable claustro. En la fiesta de la Anunciación, el 25 de marzo, subí las gra­ das de Pin ció, hacia el convento de la Trinidad de los Montes; una religiosa me llevó a la capillita de la Virgen milagrosa, don­ de me deje, comprendiendo que teniendo mi visita algún fin particular, deseaba quedarme sola.» Nos hemos limitado a citar esta página entera; tiene la belleza de una relación en la que la sinceridad revela cómo su vida, consagrada del todo a los actos de piedad, está ya ganada para Dios, del que sin embargo el alma no ha comenzado aún a nutrirse de veras. Y no hay duda de que se trataba, según un plan claramente manifestado, de una piedad esencialmente mariana. Esto no sólo concuerda con la sensibilidad de Clara Sharidan, sino que demuestra también la eficacia de su recurso a la que es Media­ nera de todas las gracias. Pues esta conversión no será de las que han exigido la intervención directa y repentina de Dios mismo, a imitación de la del camino de Damasco; será una conversión llena de dulzura y operada por los más dulces me­ dianero0., la Virgen y San Francisco de Asís.

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Maternidad y sufrimiento. Nueve meses después de la peregrinación romana n adó una niña; se le puso el nombre de María Margarita; el nombre que al parecer se tomaba de una pariente a la que se quería com­ placer, tenía para Clara una razón más profunda: «El Señor y yo solos sabíamos las cosas que guardaba escon­ didas en mi corazón.» Luego, en 1915, tuvo lugar el nacimiento de un niño en el momento en que su padre moría en los campos de batalla fran­ ceses. Entonces se abre un período de veintiún años sobre el cual Clara Sheridan no nos dice nada. ¿Qué fue en este tiempo de los anhelos religiosos de su peregrinación romana? Puede ser, quizá, que en ella el amor maternal haya sido el rival del amor de Dios. «Durante veintiún años este hijo fue mi Idolo. Lo amaba más que a todas las cosas del cielo y de la tierra. Y estos vein­ tiún años me trajeron todo lo que yo he experimentado de alegría, de felicidad y de amor desinteresado.» Un tal arnor humano estaba, sin embargo, destinado tam­ bién a ocupar un puesto en el plan divino; y le quedaba a Clara Sheridan otra mediación por probar: la del sufrimiento. A los veintiún años, en 1937, su hijo adorado moría en Africa del Norte. Su madre no tuvo valor de llevar el cuerpo hasta Inglaterra y se decidió a Inhumarlo en un rincón de Francia meridional. Pero dejémosle la palabra: «Llegamos a Port-Vendres, un puerto pequeño cerca de la frontera española, en el que hacía escala el paquebote de Africa del Norte; en Port-Vendres no había más que una iglesia y era una iglesia católica. Me pareció natural ir a buscar al párroco y confiarle mi dolor. Era un hombre sencillo y bueno, un hombre santo. Le pedí su ayuda; después, prosiguiendo, le dije: «Nosotros no somos católicos». A lo que me respondió: «Señora, no estaba obligada a ha­ cerme esa confidencia». Que el Señor le bendiga por su caridad, y por ese pedazo de tierra bendita que nos dio en un cementerio católico.» La experiencia del sufrimiento hizo dar a Clara Sheridan otro paso adelante hacia Dios, y en el corazón de tal experien­ cia, la caridad del párroco de Port-Vendres aparecía como un nuevo signo providencial. La última etapa estaba desde ahora a la vista: aún faltarán diez años, diez largos años en los que

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la devoción a San Francisco de Asis sostendrá la larga espera impuesta a Clara Sheridan por las circunstancias de la guerra mundial. Porque Dios habia escogido para ella este patronato fran­ ciscano que por otra parte su nombre mismo prefiguraba; y no es uno de los rasgos que menos llaman la atención en su histo­ ria la espera del día en que podrá trasladarse a Asís. Aparen­ temente, ella estaba, podemos suponer, suficientemente próxima a Dios y a la Iglesia para entrar en el catolicismo, como lo han hecho tantos de sus compatriotas, aun sin haber llevado a cabo tai peregrinación, cuya espectación llenó los diez años que se­ paran la muerte de su hijo de su bautismo y primera Comu­ nión. Pero la relación de su vida da la impresión de que estaba entonces enteramente puesta en las manos de Dios, y que uña voluntad providencial tenía misteriosas razones para conducir­ la a la Iglesia por un itinerario preciso e irreemplazable cuya etapa suprema era la ciudad del Poverello, el santuario de San Francisco y Santa Clara. La misma voluntad que había jalonado su existencia de con­ tactos progresivos con tierras católicas iba a hacer brotar su conversión de este supremo contacto con uno de los más famo­ sos lugares del catolicismo. Así, pues, la peregrinación romana, que había jugado en su vida anterior un papel tan importante, aparecía como una figura anunciadora de esta última peregri­ nación franciscana que coincide con su llegada al puerto.

Asís. Cualquiera que escuche hoy día la narración de esta vida descubre una sorprendente finalidad: está toda entera orienta­ da hacia el santuario de Asís, del que todas las vivencias re­ ligiosas anteriores no eran más que la figura y la preparación, y comprende mejor entonces que Clara Sheridan no se haya decidido a dar el último paso antes de haber podido trasladarse junto a San Francisco y Santa Clara: «Cuando yo echo una mirada hacia atrás, mi vida me pare­ ce obedecer a una predestinación, y el desarrollo de esa pre­ destinación tiene su punto culminante en esa tierra mística de Umbría.» Y sin embargo—y también es un signo probador de lo que llama ella misma su predestinación—, Clara Sheridan no habla

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tenido todavía con Asís más que un contacto rápido, pero que dejó en su alma una huella indeleble. «Antes de la guerra yo no había pasado en Asís más que dos horas. Fue durante un viaje en automóvil con algunos amigos. Era tarde y teníamos prisa por llegar a Perusa. Recuerdo que me separé de los demás y bajé sola a la tumba de San Fran­ cisco. No sé lo que entonces me pasó: mis recuerdos están cu­ biertos por la emoción. Desde aquel día comprendí que debía haber ido a Asís hacia tiempo. Comprendí que de una u otra manera debía volver otra vez.» Obedeciendo así a la ley impuesta a su vida desde su naci­ miento, Clara Sheridan se dio cuenta de la relación necesaria entre su conocimiento de la verdad y su presencia en una tie­ rra especialmente señalada. Su conversión no puede tener lugar en cualquier sitio: según un misterio que coloca su destino bajo el signo de la Encarnación, ella se siente como obligada a re­ tardar su conversión hasta el momento en que pueda volver a Asís; y la conciencia de esta obligación fue parte de la revela­ ción que creyó tener en ese momento de emoción inefable, jun­ to a la tumba de San Francisco. El retorno a Asís, que debía providencialmente coincidir con el gran retomo de su alma a la fe, será preparado por una larga y fecunda espera, con los acontecimientos de la segunda guerra. La espera. De estos años de espera Clara Sheridan nos dice muy pocas cosas. Estas están presididas por el voto que hizo de que si sobrevivía a la guerra—vivía en una propiedad familiar del Sudeste de Inglaterra, legión particularmente expuesta—, de­ dicaría su primer viaje al continente a una peregrinación de acción de gracias a Asís. Este voto es la prueba de una actitud de oración constante que va a llegar a su mayor intensidad en el momento de la campaña de Italia. Aquí también el destino personal de Clara Sheridan está derechamente ligado al destino histórico de la tierra italiana, que había venido a ser su patria espiritual, porque ella era de esas almas para las que el descu­ brimiento de la patria celeste depende de uno de esos lugares en el que ésta escoge a veces encarnarse en nuestras patrias terrestres. «Mientras se desenvolvía la campaña de Italia, mi corazón temblaba de inquietud. Yo no rogaba casi por Roma, yo no ro­ gaba más que muy poco por Florencia; pero cuando el azote

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llegó & la planicie de la Umbría, toda mi ansiedad se juntó en una sola plegaria: la salvación de Asís.» Tal intensidad de oración por la salvación temporal de un lugar santo hubiera, sin duda, emocionado profundamente a un Pégay, el cual fue el portavoz de estas almas tan profundamen­ te ligadas a la encarnación de lo espiritual en lo temporal. Ro­ gando por la salvación temporal de Asís, amenazado por la guerra, Clara Sheridan rogaba también por su propia salvación espiritual, la que sabía desde su primera visita a Asís que de­ pendía de la sobrevivencia de ese lugar al que desde entonces estaba enteramente dedicada. Era sin duda el momento supremo de su espera. Era también el punto culminante de su angustia humana. Antes de verse sa­ tisfecha, tenía que sufrir esa última prueba angustiosa. El que fuese capaz de dominaría con la oración era señal de que esta­ ba ya sobre el umbral; y pronto el cumplimiento de su destino iba a acelerarse... No es, sin duda, una casualidad el que los acontecimientos que le han sumergido a la vez en la angustia y en la oración hayan sido los mismos que marcando el fin de la guerra anuncian el momento en que podrá tomar de nuevo el camino de Asís. Entrada en la Iglesia. La relación entre Asís y su voluntad de conversión es tan estrecha, que decide su viaje en una época en la que era no solamente temerario, sino tal vez materialmente imposible ir de Inglaterra a Italia: la dificultad misma del viaje le sirve de ocasión para querer comprobar su vocación: ella no puede con­ vertirse más que en Asís; si el viaje de Asís es imposible, verá en eso la señal de que su hora no ha llegado todavía: «Seria muy largo de contar cómo llegué hasta Asís. Mi via­ je fue una verdadera aventura. Antes de salir de Inglaterra oré largamente en mi oratorio y pedí al Señor la gracia de que guiase mis pasos. Si llegaba hasta Asís, me haría católica, y si me era imposible, comprendería que ése no era mi camino.» Que su oración fuera escuchada fue la señal más incontesta­ ble de esta vida en la que las señales no faltan. A través de Suiza, conde tenía parientes, cuya mansión le sirvió de etapa, Clara Sheridan llegó hasta Florencia. Tenía el tlémpo contado por razón de las estrictas medidas financieras que le habían prohibido llevar consigo más que una pequeña suma. Así, ¡qué angustia cuando se dio cuenta de que ya en la misma Florencia

UNA PBZMA DE CHURCHXLL EN ASÍS

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aún necesitaba más tiempo para llegar a Asís! Un autocar, por fin, le condujo ha¿ta allí y aquella misma tarde estaba ante la tumba de San Francisco: «Al día siguiente por la mañana, 8 de agosto, salí en seguida y me marché a la iglesia de Santa Clara.» A partir de aquí los acontecimientos se Iban a precipitar. Dios, que le había hecho esperar tan largo tiempo, como si hubiera querido hacerla caminar lentamente a través de un itinerario cuidadosamente jalonado con señales de su presencia, iba ahora a satisfacerla sin tardanza, multiplicando por el con­ trario las facilidades. Buscando alguno que pudiera ayudarle, Clara Sheridan encontró lo primero un suizo de lengua frencesa que le sirvió de intérprete y de guía. Sabiendo él que su intención era convertirse, la llevó al religioso capaz de instruir­ la en francés; éste, por otra parte, se apercibió pronto de que había conservado, de su paso por un colegio católico, un cono­ cimiento de la religión que autorizaba un período de instrucción más breve que el ordinario. Y no temía menos él que fuese de­ masiado corto el tiempo de que ella disponía. «La primera cosa que había que hacer era dejar el hotel para entrar en un convento. En los dias siguientes hice muchas relaciones; trabé conversación con religiosos, sacerdotes, reli­ giosas, con toda suerte de personas en las iglesias y en la calle. Encontré por todas partes la mayor amabilidad, pero tenia la impresión de que el momento de realizarse mi sueño estaba lejos todavía. «Hay que contar dos meses», me dijo alguien. Desesperanzada, invoqué al Poverello, cuya tumba acoge tantas oraciones. Estaba decidida a no dejar Asís sin haber abrazado el catolicismo.» El 11 de agosto de 1947, en la vigilia de Santa Clara, Clara Sheridan asiste a la misa de media noche en San Damián. Y el cUa siguiente, fiesta de su santa patrono., iba a llevarle, sin que lo esmerara, la alegría del bautismo, por una delicada acendón del mismo Dios, que obraba a través de sus ministros: «Vuelta al convento, encontré una convocación del vicario dándome cita a las nueve en la catedral, y a las cinco de la tarde, de nuevo para una entrevista con el obispo. El vicario me preparó a la ceremonia del bautismo y de la confirmadón, y la recepción de estos sacramentos se fijó para aquella misma tarde. Yo no acertaba a darme cuenta de cómo había podido suceder todo esto: todavía es un misterio para mí. Se me con­ cedía esta gracia el dia de mi santo, y con todo, nadie en Asis conocía mi nombre; no me llamaban más que «la dama ingle­ sa». No podré, sin embargo, creer nunca que mi entrada en la

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Iglesia Católica el día de mi santo fuese debida simplemente al azar.» La ceremonia tuvo lugar en la catedral en la que San Fran­ cisco y Santa Clara habían recibido el bautismo, y poco tiem­ po después Clara Sheridan recibía por vez primera la Sagrada Comunión sobre la tumba misma de San Francisco, rodeada de las religiosas del conventito donde había recibido hospitali­ dad. El resto de la estancia transcurrió dentro de una alegría por fin conquistada, después de la espera de toda la vida: a los sesenta años, Clara Sheridan entraba plenamente en esa Igle­ sia que había ya seducido el corazón romántico de sus dieciséis años. «Pasé los pocos días que me quedaban en un estado de exal­ tación y alegría. Me era fácil levantarme y bajar a Santa Ma­ ría de los Angeles, a oir allí la misa y recibir la comunión en la capilla de la Porciúncula; o bien podía ir por la noche a San Damián y volver a la ciudad a las primeras horas de la mañana... A cada instante y por todas partes me acompañaba el recuerdo de la vida de San Francisco; mis pies pisaban la tierra por la que él mismo había caminado y pensaba que sería maravilloso para mí poder vivir en aquella ciudad... Al regre­ sar entre mis compatriotas en completa confusión, volvía de mi cielo en la tierra; pero veía desde entonces todas las cosas con una mirada nueva, y continuaba viviendo en plena bien­ aventuranza espiritual. No puedo explicarme a mí misma lo que me pasó: me parece que encerré para siempre a Asís en mi corazón.» Desde entonces, Clara Sheridan volvió a su país natal para vivir en aquella Irlanda católica en la que había encontrado ¿esde su infancia la huella de Dios. Su vida de predestinada, por usar el término que ha creído debía emplear ella misma, está organizada entre estos dos polos del mundo católico, Ir­ landa y Asís; la tierra de San Patricio, el primer santo que había invocado durante su primera peregrinación católica a Roma, y la tierra de San Francisco y Santa Clara, los santos que han presidido al fin su entrada en la Iglesia. Bien se com­ prende que exclame al terminar su autobiografía: «¡Asís es la tierra santa, la Meca cristiana! Los que allí vi­ ven no pueden hacerse más que una débil idea de lo que signi­ fica para nosotros la entrada en ese oasis cuando llegamos a él, por fin, después de un largo y fatigoso viaje.» Lo asombroso es la unidad en una vida así, a pesar de sus aparentes retrasos: muchas veces Clara Sheridan habla de milagro y de misterio; pero nada es casual, nada ©s contingente;

UNA PRIMA DE CHURCHILL EN ASÍS

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de Irlanda a Asís, pasando por el Colegio de la Asunción a tra­ vés de los sufrimientos y de la lentitud de una vida señalada con todas las sombras y luces de su existencia, un pensamiento es el que la domina toda y no es un pensamiento anónimo, no es una fatalidad; es el pensamiento mismo de Dios, que obra, trabaja y alcanza, sin falta, lo que se ha propuesto.

Un filósofo de la fe

G a b rie l Marcel (18S9)

Por Roger Troisfontaines, S. L (1).

Las filosofías de la existencia, de las que tanto se habla des­ de hace diez o quince años, son tenidas con frecuencia come inconciliables con la religión. Sin embargo, sus temas princi­ pales se inspiran en la verdad sobrenatural. Si algunas se pre­ sentan como los peores adversarios del cristianismo, es, preci­ samente, porque laicisan o pervierten la Revelación. Esto no proviene ni de su método descriptivo, ni de su afir­ mación fundamental referente a la libertad humana, sino de una mala inteligencia o de un mal uso de esta última. La liber­ tad, indispensable para llegar al amor, lleva como contrapar­ tida la posibilidad de pecar. Las filosofías de la existencia se oponen, como el cielo y el infierno, en el interior de una misma perspectiva. Lejos de apartar de la fe, encaminan más bien hacia ella a aquel que, con una rectitud total, va hasta el término de su exigencia de verdad concreta y de creación interior. Basta, para convencerse de ello, seguir el itinerario espiritual de un hombre que, estando al corriente de todas las tendencias del pensamiento contemporáneo y utilizando los métodos de hoy día, ha pasado de la incredulidad a la religión auténtica. (1) El P. R. T r o i s f o n t a i n e s es profesor en la Facultad de Nues»tra Señora de la Paz en Namur (Bélgica). Ha publicado, en dos volúmenes, b u tesis doctoral de Filosofía: «De 1’exVstence a l’dtre», «La philosophic de Gabriel Maree!» (Blblloteque des Facultes Unlversttalres de Namur).

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¿Existcncialista? Cuando publicó, en 1925, su articulo «Existencia y objeti­ vidad», Gabriel Marcel se situaba entre los iniciadores del mo­ vimiento existencial. Nadie niega que es el representante de una de sus tendencias más originales. Solamente que su reac­ ción en contra del idealismo, de la tecnocracia y del cientismo no tiene ningún punto de contacto con la negación de valores, la autosiñciencia orgullosa, el ateísmo do ciertos filósofos, que estos últimos años se han hecho llamar «existencialistas». Ade­ más, Marcel rehúsa ahora que se emplee para designarlo este epíteto tan manoseado. Sin embargo, su pensamiento, según la fuerte expresión de Etienne Gilson, «es el más directo y más nuevo de nuestro tiempo». El más susceptible también de nutrir la vida espiri­ tual, educando la reflexión personal en el sentido del amor, de la esperanza y de la fe. De la vida del filósofo no retendremos más que los hechos que nos permitan entrever algo de la evolución de su alma. «Vivir con». Gabriel Marcel nació en París el 7 de diciembre de 1889, hijo único, mimado y de una sensibilidad extrema, rodeado durante toda su vida por la solicitud vigilante de cálidos afec­ tos, corrió grandemente el riesgo de replegarse sobre sí, de des­ conocer al otro. El trazo más sobresaliente de su fisonomía subraya, por el contrario, su espontáneo interés por los demás, su simpatía vibrante. El «vivir con» es en él una necesidad de naturaleza, sublimado por una espiritualidad de comunión. Desde su más tierna edad se comunica, a falta de compa­ ñeros, con personajes imaginarios: a los ocho años redacta Julius, después Camuse, sus primeros esbozos escénicos. Durante toda su vida el teatro le atraerá invenciblemente por las posibilidades que contiene, por la expresión «de una conquista del prójimo, de una conquista que sería al mismo tiempo una recreación». «No hay más que un sufrimiento», gime Rosa, la heroína del drama intitulado precisamente Coeurs des autres, «no hay más que un sufrimiento, el de estar sola». Lejos de ser una

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réplica sin consecuencias, esta frase del deseo de Marcel expresa uno de los temas principales de su pensamiento. Aun suponiendo que esta frase no tuviera en boca de Rosa más que un valor premonitorio, ahora la suscribo enteramente y cada vez más—me confió él mismo—. Nada está jamás per­ dido-estoy convencido de ello, lo creo firmemente—para un hombre que vive un gran amor o una verdadera amistad; pero todo está perdido para el que está solo. Una curiosidad Insaciable estimula en él un deseo jamás satisfecho, de formación y de informaciones; pero sabiendo qué tentaciones encaman Glde y Proust, cree modelar su ser gracias a la verdad pacientemente buscada, ardientemente amada. Cuando, después de un largo periplo a través de doctrinas modernistas y prácticas espiritistas, reconozca la presencia de Dios en el catolicismo, pedirá sin vacilar el Bautismo. Y des­ pués, sin abdicar nada de su libertad de espíritu o de su fran­ queza en hablar, acogerá y buscará toda manifestación de la acción divina o de la presencia espiritual, particularmente en los místicos y entre los miembros de los grupos de Oxford. Abierto al mundo. Gracias a su padre, consejero de Estado, embajador de Francia en Estocolmo y después director de Bellas Artes, de la Biblioteca Nacional de los Musceos Nacionales, Gabriel Marcel se benefició, desde su infancia, de una muy amplia cultura. Via­ jó mucho, visitó las ciudades artísticas y frecuentó los medios políticos y literarios. Asombrosamente diversas, sus lecturas no se limitan a auto­ res franceses. Los anglosajones sobre todo y los alemanes le son casi tan familiares. A los dieciocho años estudiará desde las fuentes, para su diploma de estudios superiores, las Ideas metafísicas de Coleridge en sus relaciones con la filosofía de Schelling. Desde 1926 dirige en la editorial Plon la colección de Feux Croises, que ha traducido tantas grandes obras extranjeras. La enseñanza de Filosofía no requerirá a Gabriel Marcel más que intermitentemente; en Vendóme (1911-1912), después que el «surmenage» de las oposiciones a cátedra (a los veinte años) le obligará a tomarse un año de reposo en Suiza y en la costa del mar (es entonces cuando entrevé las grandes lineas LA ANTORCHA ENCENDIDA

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de su filosofía personal), en el Liceo Condorcet, en París (10151018), en 6ens (1919-1922) y durante la última guerra, reem­ plazando a los profesores movilizados o prisioneros, en el Liceo Louis-Le-Grand (1939-1940) y en la «zona sur», en Montpellicr (1941). Durante los intervalos, lector en dos editoriales parisienses, consagra sus ocios a la crítica, al teatro, a la libre búsqueda en el inmenso campo de la experiencia. Estudios de psicología, múltiples relaciones, una sagacidad de nacimiento, todo converge para darle un no común conoci­ miento de los hombres. Ninguna máscara le detiene. La agu­ deza de su visión, que en seguida le permite descubrir los ver­ daderos méritos, no deja escapar ningún detalle, como lo prue­ ba la sátira tan frecuente en su teatro. Su trato, sin embargo, no tiene nada de terrible. Por el con­ trario, es mejor que todo método, su benevolencia la que des­ cubre, de un solo golpe la vista, los móviles, las intenciones profundas, los misterios de la personalidad. La música. Por haber publicado una decena de libros filosóficos, una veintena de obras de teatro y centenares de artículos, Marcel es conocido sobre todo como pensador, dramaturgo y crítico literario. Sin embargo, sus amigos conocen qué puesto capital ocupa también la música en su vida. Efe quizás mi verdadera vocación—ha llegado a decir—. Principalmente en este terreno me siento creador. Es la músi­ ca lo que ha dado a mi pensamiento su ambiente más au­ téntico. Desde la adolescencia improvisa al piano, a veces durante dos o tres horas diarias. En el arrebato único de la inspiración libera su fondo más secreto, canta lo inexpresable del amor y de la alegría, apacigua la inquietud y la angustia. La música, asegurando en su vida un papel muy compara­ ble al que se da a la oración en el caso de los puros espiritua­ les·, es principalmente para él encuentro. Deploraba yo un día el clima desolado de su teatro, que no dibuja con frecuencia más que los obstáculos para la unión, y presentía, no sin razón, graves desprecios de aquellos que pensaran sólo en su obra escrita:

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No ignoro el aspecto positivo . En nuestros días ha sido traducida a doce lenguas, con una venta de más de un millón de ejemplares. Su autor, Pierre Lecomte de Noüy, era un biólogo. Hasta 1936, este nombre apenas había traspasado los círculos cien­ tíficos. En vísperas de la última guerra, Lecomte de Noüy con­ quistó al público selecto con buenas obras de filosofía científi­ ca: «Le temps et la vie» (1936), «L’homme devant la science» (1939). «L’avenir de l’esprit* (1941) y «La dignité humaine» (1944) manifiestan una ampliación de las perspectivas, una abertu­ ra mucho más declarada a los problemas religiosos. Sintetizando estos puntos de vista, volviéndolos a tratar de un modo más sencillo, más palpitante en «L’homme et sa destinée», Lecomte du Noüy conseguía de un solo golpe ser un hombre de fama mundial. Un largo camino le había conducido por medio de una In­ vestigación leal, perseverante, apasionada, del materialismo científico al esplritualismo cristiano. Pierre murió el 22 de (1)

Antiguo alumno del Politécnico y doctor en Derecho, el Padre Russo, S. J., es redactor de la revista Etudes, de Paria, y miembro del Comité Directivo de la Unión Católica de los Científicos Franceses, después de haber sido capellán de la Escuela Politécnica. Sus principales obras son: «Réalité Juridique et Réalité Sociale», «Hlstolr· do ¿a pensée sclentlflque», «Hlstolre des Sciences et des technlques», y otras. F r a n c is c o

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septiembre de 1047, en el hospital Roosevelt de Nueva York, en comunión con la Iglesia Católica.

Etapas de una carrera científica.

Pierre Lecomte du Noüy nació en París en 1883. Su madre, Hermlne Lecomte du Noüy. se había dado a conocer por nu­ merosas novelas; una de ellas tuvo seiscientas ediciones, y fue traducida a dieciséis lenguas. Su padre era arquitecto; se le debe la construcción de numerosas iglesias en Rumania; su abuelo, Eugéne Oudlnot, artista del cristal, se consagró a la restauración de un gran número de vidrieras, en Chartres especialmente. Pierre Lecomte du Noüy cuenta entre sus an­ tepasados a Pierre Comeille. Educado en una atmósfera puramente artística y litera­ ria, era natural que sus estudios fuesen orientados hacia las letras y no hacia las ciencias. Sin embargo, a pesar de la influencia hereditaria y del medio ambiente, experimentó un gusto tan vivo por las cuestiones científicas, y en particular por la mecánica, que habiendo concluido sus estudios secun­ darios, fue a clase de matemáticas especiales con el fin de preparar el examen de la Escuela Central de Artes y Manufac­ turas. Este año no fue perdido para él; allí recibó nociones de dibujo de máquinas y de construcción mecánica, que le fueron preciosas más tarde para diseñar los planos de los Instrumentos a los cuales su nombre ha quedado ligado. Su­ cesos independientes de su voluntad modificaron momentá­ neamente sus proyectos. Manteniéndose al corriente del movimiento científico que el descubrimiento de la radiactividad hacía especialmente in­ teresante, prosiguió sus estudios jurídicos, literarios y filosó­ ficos. En 1906 obtuvo la licenciatura en Derecho, y pocos años después el diploma de la Escuela Nacional de Lenguas Orien­ tales Vivas. Un día, en un banquete ofrecido por la nueva Sociedad de Química-Física encuentra a sir Willlam Ramsay, el célebre químico inglés al que se le debe el descubrimiento de los gases raros del aire. Este le Invita a visitarle en Inglaterra. Estos con­ tactos le animaron a volver a emprender los estudios cientí­ ficos, y de vuelta a París sigue las clases de madame Curie, Jean Perrin, Lippmann y Paul Appel. Al estallar la guerra, en 1914, se alista como teniente. En­ contrándose en Complegne, conoce al doctor Carrel, que orga-

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nlzaba un hospital. Y le ofrece la posibilidad de pasar en so laboratorio las horas que su servicio le deja libres. Un día, Carrel propone a Lecomte du Noüy estudiar la ci­ catrización de las heridas. El joven teniente se dedica con entusiasmo a esta investigación, y en algunas semanas en­ cuentra una fórmula matemática simple y de fácil empleo que expresa satisfactoriamente la evolución de una herida cualquiera en función del tiempo. Esta fórmula, comprobada en multitud de casos, presentaba un interés práctico bastante considerable, puesto que permitía por primera vez estudiar de modo preciso la acción de los antisépticos en la cicatrización y determinar en un tiempo muy corto su verdadero valor. Ade­ más, gracias a ella, se podía calcular con anticipación la fecha «normal» de la cicatrización de la herida, y, por consiguiente, saber cuándo podrían ser eliminadas. Impuso la desaparición de ciertos productos y la adopción de otros; desde el punto de vista fisiológico estableció la función de los diversos factores de la cicatrización, y mostró que la velocidad de curación de­ pendía de la edad del herido. Lecomte du Noüy defendió sobre este tema, en 1917, una tesis que le valió el grado de doctor por la Universidad de París. Es enviado dos veces a América, en 1917 y 1918, para dar un curso a los cirujanos americanos destinados a Francia, a fin de exponerles los principios del método de estudio y control de las heridas superficiales, y, habiendo acabado la guerra, el doctor Carrel le ofrece, de parte del doctor Flexner, un labo­ ratorio en el Instituto Rockefeller, en Nueva York; se le nom­ bra miembro asociado. Vuelve a Francia en 1927, y, gradas a la generosa ayuda del Instituto Rockefeller, le es posible emprender importantes tra­ bajos en el Instituto Pasteur. El doctor Roux, director del Ins­ tituto Pasteur, le acogió cordialmente, poniendo a su disposi­ ción un piso entero, y dándole carta blanca para hacer de todas las habitaciones un nuevo servicio de Biofísica molecu­ lar. Lecomte du Noüy tuvo que dejar el Instituto Pasteur en 1937. Entonces fue llamado a la Escuela de Altos Estudios en la Sorbona. En agosto de 1942 sale de Francia con dirección a los Es­ tados Unidos, donde puede continuar su obra. En 1944 y 1945, patrocinado por las autoridades militares americanas, da una serle de conferencias, en las que trata problemas Internacio­ nales. Muere—ya lo hemos dicho—en Nueva York, el 22 de septiembre de 1947, después de una larga y dolorosa enfer­ medad. 10 LA ANTORCkA KNCKNBtDA

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El hombre, el sabio.

A todos los que le han tratado, Lecomte du Noüy ha dejado el recuerdo de un hombre de trato exquisito; simpático, «gent­ leman», deportista (le gustaba el «golf» y la caza con lazo); bajo cierta frialdad exterior descubría una viva sensibilidad. Debía a su medio ambiente y a su formación una vasta cultu­ ra; hablaba con facilidad varias lenguas. Sus obras manifiestan verdaderas dotes de escritor, se aprecia la claridad, la facili­ dad de expresión y, sobre todo en sus últimos escritos, el sello personal, el sentido de la fórmula audaz e imaginada; algunas páginas de «L'homme et sa destinée» son dignas de figurar en una antología. La ciencia fue la principal ocupación de su vida. Aunque no ha conocido una extraordinaria fama, ha dejado una obra que está muy lejos de ser despreciable. Ha sido de los primeros en introducir los métodos de la Física en el campo de la biología celular y de la Microbiología. Asombrado por la imprecisión de la Medicina en el estudio de algunos problemas fundamenta­ les, como el de la inmunidad, elaboró en el Instituto Rocke­ feller de Nueva York, primero, y en el Instituto Pasteur, des­ pués, métodos rigurosos de medición de la tensión superficial del suero sanguíneo, y de otras soluciones coloidales, creando instrumentos a los cuales ha quedado unido su nombre. Estu­ dió igualmente los fenómenos de la viscosidad y creó también un aparato para medirlos. Estos métodos, hoy día ordinarios, le costaron, cuando los inauguró, muchas incomprensiones. Extrañó verle introducir nuevos sistemas en un laboratorio de Biología, y se vio des­ deñosamente calificado de «contratista de la Biología». Sobre­ llevando estas oposiciones, prosiguió con perseverancia sus bús­ quedas. Se le deben más de doscientas memorias y varias obras cien­ tíficas importantes. Lecomte du Noüy no es, pues, un mero aficionado; cuando trata cuestiones científicas sabe de qué habla; no se ha con­ tentado con disertar sobre el método científico, sino que lo ha practicado durante más de treinta años. Siendo biólogo, no se ha contentado con un vitalismo fácil; por el contrario, ha tratado hasta el máximo de dar cuenta, con la ayuda de la Física, de los fenómenos de la vida. La empresa no era cómoda. Para realizarla, debía contra­ decir ideas generalmente recibidas en medios científicos, en-

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imitarse también con sus primeros entusiasmos, pues conoció a los fanáticos del Cientismo, vivió en su ambiente y participó de sus fervores. Sin embargo, se preguntó pronto si sus pre­ tensiones eran legítimas, pues descubrimientos Inesperados, casi desagradables, venían a poner una nota discordante en el con­ cierto hasta entonces unánime: Los quince últimos años que acaban de transcurrir, escribió en 1939, han vuelto a poner en cuestión un cierto número de teorías que amenazaban convertirse en dogmas... De este tras­ torno general ha nacido una gran confusión, pero también una cierta claridad. Nuestra confianza en nosotros mismos ha sido algo sacudida. Todo parece mucho más complicado de lo que se pensaba. Uno se vuelve más prudente y menos categórico. Las mismas bases de nuestra ciencia son atacadas: hay una crisis del determinismo. («L ’homme devant la Sdenoe», p. 14.)

Había llegado el momento de hacer un examen de concien­ cia, Lo hizo lealmente.

Una filosofía de las ciencias... A diferencia de un gran número de sabios, Lecomte du Noüy se interesa por problemas filosóficos. Su vocación científica pro­ cede de esta preocupación. Desde muy joven tiene la convic­ ción de que para filosofar válidamente conviene conocer las ciencias. Ha «jugado» lealmente el juego de la ciencia; pero ha tenido constantemente el deseo de ir más allá. 7a, en el curso de su carrera científica, se le habían ofrecido cuestiones filosóficas. Sus estudios sobre la cicatrización de las heridas le habían hecho sentir de manera profunda el problema del tiempo; hay para los vivientes un tiempo biológico que difiere del tiempo físico; en eso se acercaba a Bergson. Pero son, sobre todo, los diez últimos años de su vida los consagrados a la filosofía científica. Dos problemas estrecha­ mente ligados le retuvieron entonces: el paso de la materia a la vida, el crecimiento de la entropía en el Universo, afirma­ do por el segundo principio de la termodinámica. Un análisis profundo de estas cuestiones le ha llevado a la necesidad de dejar atrás el determinismo y los dogmas del cientismo. Estas tesis han suscitado un interés muy vivo; muchos han visto aqui una refutación decisiva del materialismo. Más justa­ mente, otros reconociendo Incluso el mérito de tal Investiga­ ción, han hecho serias reservas. La cuestión es demasiado serla

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para que no nos detengamos un Instante, aun a riesgo de In­ ternarnos en consideraciones un poco técnicas (2). ... que se presta a discusión.

Según Lecomte du Noüy, el cálculo de probabilidades daría la demostración rigurosa, científica, de la cuasi imposibilidad de la formación de una molécula. Ahora bien, por una tal for­ mación es como se puede concebir el paso de la materia a la vida, ya que el viviente está constituido de moléculas muy complejas, infinitamente más complejas que las moléculas que nos ofrece el mundo físico. La probabilidad de tal eventuali­ dad es extraordinariamente débil (inversa a un número de 320 cifras). Se trata, pues, de un resultado cuya realización es físi­ camente imposible. De ahí resulta, dice Lecomte du Noüy, que no se puede explicar el paso de la materia a la vida. Es necesa­ ria una intervención extra-científica; se impone un más allá de la ciencia; además, precisamente por ese camino, se prueba la existencia de un Dios Criador y Ordenador («L ’homme et sa destinée», p. 41). El cálculo de Lecomte du Noüy es, sin duda, exacto; pero supone que los átomos son como unas bolas; ahora bien, esta suposición es errónea; ios átomos tienen una configuración que difiere radicalmente de la forma de una bola; teniendo en cuenta esta configuración y las leyes de la interacción entre los átomos, se llega a unas probabilidades aceptables. No se puede, pues, al contrario de lo que piensa Lecomte du Noüy, afirmar de una manera absoluta y definitiva que la ciencia es impotente de dar cuenta del paso de la materia a la vida. Sería imprudente, por consiguiente, querer fundamentar sobre un estudio científico de este fenómeno una prueba de la existencia de Dios. El paso de la materia a la vida no queda menos en el mis­ terio, y, sin duda, aún está lejano el día en que podremos com­ prenderlo de manera satisfactoria. Igualmente, a pesar de lo que piensa Lecomte du Noüy, no se podría sacar del principio de Camot un argumento cientí­ fico serio en favor de la existencia de Dios. Este principio afir­ ma, como se sabe, que ia entropía no puede más que crecer, y, por tanto, que el mundo no puede evolucionar más que de lo