Juan Plazaola

AUDICIÓN MUSICAL Y CULTURA PRIMERA SESIÓN Preparación de la doble intervención en el foro formativo Juan Plazaola, Intro

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AUDICIÓN MUSICAL Y CULTURA PRIMERA SESIÓN Preparación de la doble intervención en el foro formativo Juan Plazaola, Introducción a la Estética. Historia, teoría, textos, Bilbao, Universidad de Deusto, 1991, pp. 546-548 (las cursivas son del autor): ¿Qué valor objetivo debemos dar al juicio crítico? Desde luego, la mutabilidad del gusto es un hecho que no necesita demostración. Pero al mismo tiempo es casi general la aceptación de la universalidad del juicio crítico. El que critica exige implícitamente que se esté de acuerdo con él. El crítico avisado debe ser consciente de la variabilidad del gusto, ley a la que él mismo está sujeto. El hombre, ser histórico, es criatura de mudable sensibilidad. La vida del espíritu en el curso de la historia y de una existencia humana se concreta en formas determinadas, personales y sociales, indefinidamente nuevas. En cuanto una de esas formas toma una dirección artística, su primera reacción es reclamar una determinada manera de hacer arte, su propia manera. Es un cambio de sensibilidad que lleva a un estilo de interpretación conforme a una pauta concreta, a un gusto personal. Además, dentro de cada época y de cada civilización cuentan las diferencias individuales de temperamento, de educación, de cultura. Cuando el que juzga emite sus juicios después de una contemplación adecuada, se comprende que su validez será muy superior a la que puede concederse a la impresión y al juicio de un turista apresurado. Esto quiere decir que el gusto puede irse educando. Se llama buen gusto al de aquellas personas cuyos juicios coinciden espontáneamente con el de la crítica así educada, / con el juicio reflexivo, basado en principios objetivos derivados de la filosofía, de la historia y de la experiencia estética. Junto a la constatación del hecho de la diversidad de juicios fundada en la diversidad de gustos, hay que reconocer que el juicio de valor aspira y debe aspirar a la objetividad. El juicio crítico es incompatible con juicios de valor contrarios. Admitir la multiplicidad del juicio de valor sería caer en el relativismo y acabar con la posibilidad de discriminar el arte del no-arte, admitiendo la justificación de todas las obras en la indiferencia y equivalencia absolutas. Verdad es que el relativismo en la apreciación tiene sus argumentos y es aceptable dentro de ciertos límites. Luigi Pareyson ha señalado algunas razones que favorecen el relativismo: «Un vivo sentido de la multiplicidad y de la originalidad de las obras humanas, el deseo de alcanzar el máximo de comprensión posible, la adhesión y la participación en las conquistas más variadas del espíritu humano, el cuidado de no evaluar según su propio gusto obras conformes a un gusto diferente, la preocupación de no dar juicios apresurados y de no subordinar la comprensión a la evaluación, sino dar más bien la preferencia a aquélla». Pero el relativismo es inaceptable si esta preferencia de la comprensión sobre la evaluación lleva al extremo de prescindir completamente de ésta. La necesidad de un juicio de valor fundamentalmente único se comprende mejor si se considera [...] que el criterio de la excelencia artística es la obra misma. Uno de los axiomas de la estética moderna es el principio según el cual el arte no puede ser juzgado por el gusto personal del contemplador, ni según las leyes de una poética preestablecida, ni por nada exterior a la obra misma. [...] es el artista el que crea su propio código en el momento de crear su obra; mejor dicho, es la obra la que, al quererse así, está dictando su propia norma, única e irrepetible. La singularidad de una obra que está gestándose y

naciendo no puede sacrificarse a la abstracción de una norma ideal. Por tanto, hay que juzgar la obra por criterios intrínsecos a ella; es decir, hay que adoptar como medida y criterio del juicio lo que ha sido ley y regla de la obra misma en el curso de producción. El lector, el oyente, el contemplador, deben penetrar en la vida íntima de la forma para verla actuar antes de existir; deben ser / testigos de esa dinámica formativa hasta comprender que ésa y no otra debía ser la forma, que la obra debía existir así y no de otra manera. Por eso, la contemplación crítica es algo muy distinto de una contemplación meramente receptiva; consiste más bien en ejecutar la obra de arte, el hacerla hablar según su lenguaje. Puesto que la obra de arte […] constituye por sí misma un orden (cosmos) u organismo, es esa ley interna a su propio orden la que constituye el único criterio. No podemos rechazar las criaturas del Greco a título de que violan las leyes anatómicas de la gente toledana del siglo XVI o de los tipos creados por Rafael. Juzgar una obra de arte, que antes describimos como un organismo, es hacer ver que tal organismo existe; descubrir su ley interna, su regla individual, su lógica; entrar en el dinamismo de la obra, […] hacer ver la intencionalidad profunda de la obra. Este criterio es, por tanto, el más objetivo y el más universal, puesto que es congenial con la obra misma. La existencia de la obra en cuanto tal es el signo y el testimonio de su valor. Juzgarla será considerarla en su realidad de obra de arte, es decir, forzarla a pronunciar ella misma su juicio sobre su propio valor, que es justamente el juicio que nosotros debemos pronunciar. Un juicio que, por tanto, será único, objetivo y universal. […] Al juzgar las obras habría que saber superar siempre los criterios de gusto para llegar noblemente, ingenuamente, limpiamente, al corazón de la obra, a su realidad. Sin duda, si careciéramos de gusto, no seríamos capaces de apreciar obra alguna. Porque tenemos gusto, nos es posible interesarnos en las obras de arte y adentrarnos en su contemplación. Pero porque tenemos en cada momento histórico de nuestra vida un determinado gusto, corremos el peligro de no ver la obra tal como es. El gusto, que debiera ser un medio de penetración en la obra, puede tomar indebidamente la dirección de la crítica, y entonces hay lugar a que no llegue / al meollo de la obra y no la comprenda realmente. T. S Eliot, a propósito de la crítica de poesía, observa que espontáneamente tendemos a generalizar, partiendo de la poesía que cada uno conoce mejor y que le gusta más, no partiendo de toda poesía, ni siquiera de toda la que uno conoce. Eliot añade que el número de personas que puede hallar gusto en algún género de poesía es muy grande; pero el que es capaz de gustar toda poesía es muy pequeño, si es que existe. Hay que ensanchar el campo del gusto, estar siempre desconfiado de las jugarretas que puede hacernos nuestra tendencia a la inercia, al orgullo, al mínimo esfuerzo. Y, sobre todo en épocas críticas, ponernos a priori de parte de aquel cuya obra —hecha con sinceridad— constituye para nosotros un problema a resolver, sin encastillarnos en las fronteras de un gusto que formamos hace años. Aun así, siempre habrá peligro de no acertar. El hecho de que todos los expertos no comprendan ni juzguen todas las obras con la misma exactitud, que críticos muy competentes se hayan visto obligados a retractar sus juicios, que ciertas épocas hayan recusado obras geniales luego reconocidas por las siguientes generaciones, son otras tantas razones que prueban no que el arte carece de criterio objetivo, sino que la fuerza del gusto y de la sensibilidad nos puede impedir descubrir ese criterio en la obra misma.