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LA CIUDAD GRIEGA BAJO PERICLES ATENAS GEORGES GRAMMAT Un lugar, unos hombres, una historia Colección dirigida por Mart

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LA CIUDAD GRIEGA BAJO PERICLES ATENAS GEORGES GRAMMAT

Un lugar, unos hombres, una historia Colección dirigida por Martine y Daniel Sassier

LA CIUDAD GRIEGA BAJO PERICLES ATENAS GEORGES GRAMMAT

EDICIONES MENSAJERO

Un lugar, unos hombres, una historia

En la misma colección: Un paraje de cazadores prehistóricos, Rouffignac por Louis-René Nougier y Véronique Ageorges Una ciudad fortificada en la Edad de Hierro, Biskupin por Grégoire Soberski La ciudad griega bajo Pericles, Atenas por Georges Grammat Una aldea en la Edad Media, Luttrell por Sheila Sancha Una fortaleza en tiempo de las cruzadas, el Crac de los Caballeros por Phillippe Brochard

T ítulo del original francés: LA C IT É G R E C Q U E SOIJS P É R IC L È S : A T H È N E S T rad u cción al castellano de Jesús M endibelzú a © Albin M ichel Jeunesse, París (Q Ediciones M ensajero. S.A. Sancho de Azpeitia, 2 - 48014 B IL B A O I.S.B.N . : 84-271-1533-4 Depósito Legal : BI-2] 46-88 Fotocom posición SAP - 'la lisio, 9 - 28027 M A D R I D Impreso en G rafm an, S.A. Andrés Isasi, 8 - 48012 B IL B A O

En nuestros días está aconteciendo un hecho curioso. Al par que la televi­ sión y el cine impulsan a la mente de la juventud a descubrir el mundo por medio de la imagen, la facilidad de cara a los viajes les hace factible a no pocos de nuestros hijos el acudir a contemplar in situ aquello que en otro tiempo sólo se aprendía mediante el libro y los textos. Gracias al avión, los descubrimientos de los arqueólogos en cualquier lu­ gar del globo quedan al alcance de su mano. Los mármoles del Partenón se encuentran a menos de tres horas de vuelo de Madrid o París. Se cuen­ tan por millares los turistas que cruzan cada año los Propileos, testigos ex­ celsos y conmovedores del siglo de Pericles. Pero es menester aprender a desentrañar su significado. La realidad 110 impresiona sino cuando uno es capaz de interpretarla, y, si se trata de piedras vetustas, cuando uno está en condiciones de volver a conferirles vida. La presente obra quiere ser un intento de preparación del joven viajero para este ejercicio de la mente. Una vez iniciado, podrá trasponer a otro ámbito el fruto de la presente experiencia; ámbito nuevo que muy bien puede ser Delfos, Olimpia o De­ los, por no hablar más que de Grecia. Ahora bien, antes que nada es pre­ ciso que escuche cuanto le dice este paraje privilegiado del helenismo que es la Acrópolis. Por la época en que culmina la construcción del Partenón, brilla en todo su esplendor la civilización ateniense, que había iniciado su desarrollo en el siglo precedente. Distintas circunstancias económicas y políticas vienen a colaborar en semejante expansión. El desarrollo del puerto del Pireo, la explotación de las minas argentíferas de Laurión y de las canteras del Pentélico proporcionan a las arcas y a la belleza de Atenas una contribu­ ción sin precedentes. Los progresos de la democracia y la formación del imperio crean las condiciones políticas idóneas para que la literatura y las artes encuentren un terreno propicio para ver la luz. Atenas es casi el úni­ co lugar de aquel tiempo en el que un pueblo libre y noble, apoyándose tan sólo en las instituciones que se ha dado a sí mismo y en la fe en los dioses protectores de la ciudad, forja por propia cuenta su destino. Los atenienses son aficionados a las cosas del espíritu y al respeto para con los valores intelectuales; por tal motivo, su ciudad atrae a los artistas y fi­ lósofos. Se encuentra abierta al mundo, cuyos productos recibe a través de sus puertos; resulta acogedora para los extranjeros. Su república no es austera, ni severa, y deja lugar a la más amplia gama de diversiones: fies­ tas religiosas, certámenes y representaciones dramáticas se van sucediendo a lo largo de todo el año. En Atenas se respira cierto aroma de libertad hasta en la misma vida cotidiana. La «tolerancia en las relaciones priva­ das» es una de las peculiaridades de las que se jactan los oradores que ha­ blan en nombre del pueblo. Nos encontramos, pues, ante un clima propi­ cio para la creación artística y la reflexión filosófica. De la eclosión que dentro de este ambiente se origina son buena prueba las múltiples obras maestras que han llegado hasta nosotros, el Partenón no pasa de ser una de tantas. Goza de la particularidad de un estilo en el que no cesarán de inspirarse los siglos futuros: el amor por la belleza dentro de la sencillez. Al iniciarnos en la vida de cada día de los atenienses de esta época, nos dispondremos para comprender los restos de un pasado tan prestigioso como el que descubriremos en nuestros museos o, mejor aún, visitando Grecia. Todo ello supuso un momento esplendoroso por demás breve den­ tro de la historia humana, un equilibrio frágil. La inminente guerra se cierne ya en el horizonte. Razón tuvo Georges Grammat al proyectar tan siniestra sombra sobre los mármoles apenas esculpidos por el cincel del ar­ tista y todavía relucientes de blancura en el Partenón.

Raúl Baladié profesor emérito de Universidad

NO, YO NO AMO A GRECIA

No, yo no amo a Grecia, ese pequeño país monta­ ñoso, recubierto de olivos, ruinas y matorrales, en ú que el omnipotente Zeus, inducido por su mali­ cia, decidió bañarme con toda el agua del cielo du­ rante los tres días que pasé entre las estelas funera­ rias del Cerámico. No, yo no amo a Grecia, esa tierra hospitalaria en la que todo el mundo parece feliz a pesar de las preocupaciones, pero en la que un ateniense quis­ quilloso aseveró que yo hablaba la lengua de Ho­ mero con acento de Constantinopla. No, yo no amo a Grecia... La adoro. Y, sin embargo... por es­ pacio de veinte años, a la sombra de La Bastilla que me viera nacer, estuve contemplando la Acró­ polis a través de mi ventana. Por espacio de veinte años, comí, cené y dormí junto con Hermes, Hér­ cules y Hera. Por espacio de veinte años me estuvo prohibido expresarme en francés dentro del domi­ cilio familiar, en memoria de la tierra de unos an­ tepasados a los que nunca había conocido. El día en que cumplí los once años, mi padre me hizo toda una disertación acerca de los orígenes, la civilización y la perennidad del glorioso pueblo he­ leno, concluyendo con. estas palabras: Hijo mío, jamás olvides el siglo de Pericles. Constituyó un momento privilegiado para la con­ ciencia humana. ¡Bah — repliqué— , Grecia en la actualidad es ya algo Periclitado! Una bofetada magistral san­ cionó mi ocurrencia. -Sábete que, en el momento presente, los griegos están defendiendo con ardor el suelo sagrado, en proporción de uno contra diez, frente a las hordas hitlerianas. Iracundo, me sumí en el Egipto antiguo. Bien pronto ¡Ramsés II, las pirámides y los jeroglíficos (¡palabra griega!) dejaron de tener secretos para m!·1 ¡Al diablo los griegos! Pasaron los años... En rni interior no anidaba más que desprecio para con •os expertos, humanistas y demás entusiastas del país de Zeus. Un buen día, cierto editor me habló

de un proyecto referente a la ciudad de Pericles. La idea me interesó; con todo, mi partida hacia la capital helénica, armado con mis útiles de fotogra­ fía, mis lapiceros y pinceles, la hice de mala gana. Pero allí velaba Atena, diosa de la sabiduría y pro­ tectora de la ciudad. Y he aquí que me sentí acogi­ do por un pueblo cuya lengua y espíritu se mantie­ nen perfectamente, a pesar de las vicisitudes, desde hace casi tres mil años. De pronto se alzó ante mí, sobre un desnudo peñón, el glorioso esqueleto, emocionante y dorado, del Partenón. En ese mo­ mento, se produjo el milagro. En un instante, la luz brilló sobre mí. Me sedujo la búsqueda de do­ cumentos, la escalada sobre vetustas piedras, las vi­ sitas a los museos y las peregrinaciones a las fuen­ tes. Me interesó Hermes, el mensajero de los dioses. Gracias a éstos, pude también yo encontrar ayuda. Raúl Baladié, profesor emérito de Universidad — que es quien se ha dignado prologar este li­ bro—, consintió en trazar rayas en mi ejemplar con lápiz rojo. Los conservadores de museo me acogieron con benevolencia y Jacques Lacarrière me inspiró con sus obras. Pronto de la punta de mi lapicero brotó la Atenas de Pericles, esa esplendo­ rosa ciudad del siglo V a. G. El testimonio del antedicho amor puede antojársele a alguno desmañado e incompleto. Me gustaría concluir con estas líneas del gran poeta Georges Seféris, premio Nobel de Literatura: «Recuerdo a un griego inculto del siglo X I X , Makrixannis, pas­ tor de oficio, que luchó en favor de la independen­ cia de Grecia. A sus soldados, que intentaban ven­ der unas cuantas estatuas a unos europeos, les dijo: Aunque'os dieren 1.000 ó 10.000 táleros, no con­ sintáis jamás que semejantes estatuas salgan de nuestro país. Precisamente por estas cosas es por lo que hemos combatido.» Y Seféris debió añadir: «Quien así hablaba no era un erudito, sino un conductor de hombres con su cuerpo cubierto de cicatrices. Quince compañías de académicos supercargados de oro no valen tanto como las palabras de este hombre.»

Una mañana en El Pireo Por Zeus, sobre el navio a punto de zarpar para nues­ tra colonia de Thurii, se abre para mí, Licas, el anti­ guo esclavo, una nueva vida. Jamás me ha resultado tan transparente el cielo azul del Atica, ni tan luminoso el aire como en este amanecer de Hecatombeón. Eso no obstante, mi ánimo está lleno de tristeza ante el pen­ samiento de abandonar mi preciosa ciudad. Los marineros atienden solícitos a las jarcias. Se alza un viento que hincha las velas. Aparece una trirreme de la guardia marina. Sigo con la mirada la doble hilera de fortificaciones que se extiende entre Atenas y su puerto, El Pireo. Allá abajo brilla la Acrópolis, rodeada por el Parnés, guarida de osos y jabalíes, el Himeto en que liban las abejas y el Pentélico con sus canteras de mármol. La estatua de Atena Enoplios se yergue allí, dominando los monumentos consagrados a los dioses. Un rayo de sol hace brillar el airón de su casco, y seme­ jante brillo traspasa mi alma. Nunca jamás sentiré yo la alegría de los marineros a la vista de ese reflejo que sa­ luda su regreso. El navio se desliza mar adentro. Lloro cuanto abando­ no, así como a mi antiguo amo, Estipandro, sepultado en el cementerio del Cerámico. Saco de mis alforjas una tablilla de cera que me proporcionó Heródoto, nuestro afamado viajero, con ocasión del banquete de mi despedida. Alabando mi deseo de conocer mundo, me aconsejó que me asentara en Thurii. Sobre la cera de mi tablilla, voy a ir grabando los acontecimientos de estos últimos días, y se los dedicaré a Atena, la diosa protectora de nuestra ciudad.

Los funerales de Estipandro Una vez muerto tú, mi buen amo, ¿quién será capaz de consolarme? Hace quince años, tú me adquiriste de en­ tre un grupo de tracios presentados en el Agora. Me acogiste dentro de tu familia, derramando sobre mi ca­ beza higos, nueces y golosinas. Me diste un nombre, Li( cas. Más tarde decidiste hacer de mí un médico. Con todo, a pesar de las ventosas, ungüentos y pociones que te apliqué, la enfermedad te arrebató. Pero, ¡por Aselepió!, ello no fue obstáculo para que me libertaras an­ tes de sucumbir. La pasada madrugada te cerré los ojos. Una vez hecho eso, las mujeres lavaron tu cuerpo con esencias aromáti­ cas antes de vestirte de blanco. Luego fuiste rodeado de bandas, envuelto en una mortaja y expuesto, con el ros­ tro descubierto, frente a la puerta. Deposité unas cuan­ tas rosas en torno a tu cabeza, así como un recipiente con agua lustral cerca de la entrada, agua que purifica­ rá a los visitantes de un hogar mancillado por la muer­ te. Te velaron las mujeres: unas se lamentaban dándose golpes de pecho, en tanto que otras ahuyentaban las moscas a golpes de abanico. Una joven sirvienta derra­ mó cenizas sobre su cabellera. Tus hijos palmeaban fuerte mano contra mano. Por gracia de los dioses, no reinó el menor silencio en torno a tus despojos. Una vez concluidas las libaciones de costumbre, y en medio de la noche para no manchar los rayos del sol, tu séquito funerario partió a través de las calles del pueblo hacia el cementerio del Cerámico. Tu hija, al frente del cortejo, portaba el vaso de las li­ baciones. Luego venía la carreta que llevaba tus restos,

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seguida por tus cinco hijos. Por lo que a mí se refiere, iba delante de las mujeres. Más atrás las mujeres, con sus oboes, acompañaban el treno que íbamos salmo­ diando. Te aguardaba la fosa en la que había sido enterrado tu padre. Tu viuda colocó una serie de platos y estatuillas alrededor de tu cuerpo. A mí me correspondió depositar junto a tu cabeza el óbolo para Caronte. Por fin, luego de las postreras libaciones, todo el mundo partió a pre­ pararse para el banquete funerario. En cuanto a mí, me detuve ante la tumba del Sabio Solón, que nos legó y nuestras leyes. Lamenté el que no hubiera sido enterra-^ do dentro de las murallas de la ciudad, como correspon­ día a un héroe. A lo lejos, cantó un gallo.

Vuelta a la ciudad

Volvía por la Vía Sacra, la que suele seguir la procesión de las Panateneas. Los carros del cortejo se habían congregado ya junto a la puerta Dipilón. Perdido entre la multitud de campesinos, me dediqué a escucharlos. Algunos de ellos, aquéllos cuyas muías transportaban aceite, vino y aves, mostraban su preocupación por la venta de sus productos. Otros, los gruesos habitantes de la Beoda, daban la sensación de encontrarse más tran­ quilos: su caza y sus pescados agradan a los atenienses, que aprecian de manera muy especial las anguilas del lago Copais. A mi lado, dos criadores de gallos estaban echando sus cálculos sobre los beneficios que podrían conseguir de las apuestas cruzadas sobre sus aves. ¡Qué pasión tan lamentable por el juego! Se me adelantó, en silencio, un grupo de esclavos, así como el meteco Etéocles, fabricante de lámparas de arcilla, quien alzó la mano a guisa de saludo. Crucé unas cuantas palabras con Cleotos, que tiempo atrás había pagado mis atenciones con ajo y cebollas. Tres puercos de Megara, bien rollizos, correteaban de­ lante de mí. Allá lejos, en el Agora, los chacineros afila­ ban ya sus cuchillos.

En el Agora El Agora era un hervidero. M e dispuse a callejear a lo largo de las sombreadas alamedas, sobre las que se apre­ tujaban las tiendas de los mercaderes, no pocas de ellas recubiertas de cañas y de una pieza de paño, en otras ocasiones compuestas, simplemente, por una estera coloç ' I cada bajo un quitasol. Saboreé un poco de miel, aspiré un perfume, acaricié un tapiz y me entretuve con la dis­ cusión que se traía un pescadero con su cliente. Este, que era un hoplita, sacó, por fin, una moneda de su bolsa y se la tendió al vendedor, antes de alejarse con - J un trozo de atún en su casco. Un noble anciano, por su parte, se indignaba ante el precio que tenían las sardi­ nas. Un poco más lejos, un inspector controlaba los se­ llos de garantía colocados sobre las ánforas de vino:

Faso, Lesbos, Quíos... Un cambista de moneda dormi­ taba delante de su mostrador, pero — ¡prudente él!— lo íacía con un solo ojo, ¡por Hermes! De pronto, llega a mí el grito de una bestia degollada. \l instante, los compradores se precipitan hacia el car­ nicero. Un olor a entrañas humeantes cosquilleó mis na­ rices. Con el barbero, discutían tres ciudadanos. Una nuchacha, ataviada con un vestido color azafrán, se es­ aba probando unas sandalias. Sus dos sirvientas rebus­ caban en un puesto repleto de objetos: espejos de bron;e, cintas, lapiceros para los ojos, albayalde, eléboro, re-, iecillas, fimbrias, cosméticos, rizadores de pelo... ¡y todavía me quedo corto! ¡Qué cantidad de cosas para Donerse bellas!

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El mercado de esclavos Pasando por delante de las coronas de mirto para las exequias, me dispuse a sentarme a la sombra de un plá­ tano, Mientras me echaba sobre el hombro un faldón de la capa, contemplé un espacio, que en ese momento es­ taba vacío, pero que, una vez al mes, por la luna nueva, solía convertirse en un hervidero: el mercado de esclavos. Sí, lo recuerdo muy bien. Allí nos manteníamos en pie tracios, frigios, lidios y otros bárbaros, sobre unos tabla­ dos, vigilados por un arquero escita. Había algunos compradores que hasta subían al estrado y nos palpaban como si fuésemos bestias. El precio de un niño El traficante iniciaba las pujas: ¿Cuánto ofrecen por este atleta frigio?, ¿150 dracmas?, ¿200?, ¿300?... ¡Adjudica­ do! ¿Y este otro? Pero éste tosía. Acabaría marchando a las minas de Laurion por 150 dracmas, proporcionán­ dole a su dueño 600 antes de morir. Y la venta prose­ guía. 160 dracmas por una lidia; 380 por aquel artesano en alfarería; 80 por el niño tracio, por mí. Quien me había adquirido, Estipandro, hijo de Filóxeno, del de­ m os de Peania, era un hombre de bien. Pude apreciar en su mirada directa que no me haría ningún daño. La desventura... o la suerte Estipandro no había golpeado jamás a ninguno de sus cincuenta esclavos. Como yo no había recibido ninguna formación especial, hizo que aprendiera medicina. ¿Era acaso mejor fabricar armas o extraer plomo argentífero en el Laurion? ¿Valía más la pena convertirse uno en un verdugo, en un guardián sobre el Pnix o estar a car­ go de la policía callejera? Ese día tuve la oportunidad de mi vida. Me hallaba sumido en mis pensamientos, cuando se agi­ taron los arqueros escitas, tensando la cuerda impregna­ da en bermellón a fin de rechazar hacia la colina a los ciudadanos. Al proceder así, manchaban de rojo a aquellos que se retrasaban, dado que ya no era tiempo de seguir charlando. Era llegado el momento de ocupar­ se del gobierno de la ciudad.

— Explícame en qué consiste la democracia ateniense, le supliqué una noche a mi buen amo. — Mira, Licas — me respondió— , 40.000 ciudadanos, nacidos de padre y madre atenienses, dirigen los asuntos de la ciudad. Una asamblea, la «Ecclesia», vota las le­ yes. Se celebra dicha asamblea sobre la colina de Pnix, capaz para acoger a unas 20.000 personas. Eso no obs­ tante, basta con 6.000 ciudadanos para que una sesión resulte legal. Como pago por su presencia, el Estado les da dos óbolos al día. Los magistrados importantes son elegidos cada año: los nueve arcontes se ocupan de los asuntos civiles y los diez estrategas del ejército y la ar­ mada. Pericles es un estratega. Ya desde la aurora, el Semeion ondea sobre el Pnix, y los ciudadanos van instalándose poco a poco. Los sacer­ dotes inmolan unos puercos sobre el altar y delimitan la asamblea mediante un círculo de sangre. Llegado ese momento, el heraldo lee el informe y pide el voto a mano alzada. En caso de que algún ciudadano desee to­ mar la palabra, cubre su cabeza con la corona de mirto

Una sesión en el Pnix

y sube a la tribuna. Su tiempo es medido con una clep­ sidra. Una vez concluida la sesión, los pritanos, guar­ dianes del tesoro, los archivos y el sello de la ciudad, de­ claran disuelta la asamblea. Los 50 pritanos dirigen el consejo, la Boule, que consta de 500.miembros, designados por suertes, en una canti­ dad igual para las 10 tribus. Estos grupos de 50 «pe­ queñas boule», garantizan la permanencia sacándolo por turno, cada uno por espacio de 36 días. — ¿Y por qué gobierna Pericles la ciudad desde hace 18 años, en tanto que tú no eres arconte más que durante uno solo? — Cualquier ciudadano dotado de sentido común está capacitado para administrar los asuntos civiles. Ahora bien, para asegurar la defensa de la ciudad se requiere talento. Y Pericles lo tiene. — ¿Y si él abusa del poder? — ¡Por Zeus, para eso está el ostracismo!

De pronto una fuerte algarabía vino a apartar mis pen­ samientos de mi amo. Un hombre, noble y comedido, atravesaba el Agora en dirección al Pnix. Su nombre corría de boca en boca: ¡Pericles! Le llaman la Galera de Salamina. Porque, al igual que ese barco, que trans­ porta los despachos oficiales, no aparece más que en las grandes ocasiones. Pericles, hijo de Jantipo, del demos de Colarges, suele intervenir poco en la asamblea. Cuando lo hace, se ex­ presa como los Ancianos, con ambos brazos bajo la capa a fin de evitar los efectos oratorios. Prefiere las buenas razones a las palabras hermosas. Su calma es tan grande que le llaman el Olímpico. Damon le enseñó música, poesía y moral. Zenón de Elea y Anaxágoras de Clazomene le adiestraron en el desprecio de los prejui­ cios. Cierto día, mientras navegaba, un eclipse de sol alarmó a la tripulación. Pericles echó su capa sobre los ojos del piloto. «¿Te has asustado?», le preguntó. Y, como el marinero le respondiera en sentido negativo, le dijo: «Pues suponte que una capa mayor que la mía cu­ bre el sol.» Se trata de una anécdota que nos lo retrata de cuerpo entero. Pericles vive con sobriedad, honesta­ mente y sin hacer caso de las injurias. Me contaron que un buen día, un importuno lo acompañó hasta su pro­ pia casa sin dejar de insultarlo. Llegado ante su puerta, Pericles ordenó a un esclavo que encendiera una antor­ cha y le acompañara a aquel individuo hasta su casa. Así es nuestro estratega. Se le suele reprochar, empero, de que escucha en exceso los consejos de Aspasia, su concubina. ¡Pero las malas lenguas dicen tantas cosas...!

Casco de terracota empleado para el ostracismo. Este lleva el nombre de Pericles, seguido del de su padre Jantipo.

Pericles

O BJETO S EN C O N TRA D O S EN EL A G O R A

Fichas que se usaban en el tribunal popular. Los discos de vástago macizo significaban la absolución del acusado, los de vástago hueco, su condena.

Por las calles de Atenas Abandonando el Agora, deambulé a lo largo de las si­ nuosas calles. En una encrucijada, dos muchachas coro­ naban un busto de Hermes. Un asno, cargado con ma­ deras resinosas, irritado por las moscas, me rozó. Resba­ lé sobre un montón de basura y a punto estuve de caer en la cuneta, jaleado por la risa fresca de una esclava que sacaba agua de la fuente. ¿A qué esperaban, pues, los coprólogos para limpiar las calles? Frente al tenderete de un zapatero, pálido como todos los de su oficio, un ordenanza — a petición del propieta­ rio del lugar— retiraba la puerta de una vivienda cuyo ocupante no había sufragado el alquiler. Contemplé sus bardales de paja y barro, adobe y guijas. A través de un pequeño tragaluz se dejaba ver un rostro entristecido. Siguiendo mi camino observé cómo, entre dos paños de muros, unos obreros se afanaban sobre el frontón de los Propileos. En ese momento una puerta abierta brusca­ mente, por poco no me mata. Todavía seguí un poco más adelante. Un delicioso aroma a pan llegaba de la tahona, en la que unos esclavos molían el grano al son de la flauta. En ese instante, una rata — ¡y bien gorda, a fe mía!— se deslizó rauda entre mis piernas. ¡Mala peste se la lleve!

Un hogar modesto En la ciudad no faltan las ratas, como tampoco las mos­ cas, pulgas y mosquitos; ni siquiera escasean las ratas de altar que usurpan las ofrendas, ni las parietarias. En la calle de los Trípodes, Filocreonte me mostró el agujero practicado por unos ladrones en un tabique de su casa. Λ pesar de todo, no pasaba de ser un hogar pobre: tres habitaciones encaladas, en las que los únicos muebles consistían en unas camas, unas arcas, alguna silla y unas cuantas banquetas. Por fin, varios vasos venían a completar la decoración. Tres o cuatro ánforas, junto a una cratera y una serie de cálatos integraban todos los avíos domésticos. Por las noches, suelen encenderse las lámparas de ai'cilla que suministra Etéocles. Precisa­ mente en ese momento Filocreonte se vestía para salir: estaba arreglándose los colpos que formaba el chitón por encima de su cintura. Se abrochó luego una clámi- · de de lino, para acabar atándose las sandalias. Dudó un instante entre un gorro de fieltro o una cinta, y al final íe decidió por el primero. En conclusión, que ya estaba preparado. Fuera, su esposa atendía a un puré de lentejas. Filo­ creonte se inclinó sobre la olla colocada encima de un brasero y exclamó con una sonrisa: - ¡Chica, ahí faltan unas cebollas!

Caminando junto al pedagogo No cabe duda de que las calles de Atenas están llenas de amistades. No había andado diez pasos, cuando me crucé con Creónimos, el pedagogo. El buen anciano, llevando sobre su hombro un par de cítaras y bajo el brazo unas cuantas tablillas, acompañaba a dos mu­ chachos hasta la casa del gramático. — ¿Es cierto, Licas, que abandonas la ciudad? Le relaté mi vida de aquellos últimos días. De camino, tuvo tiempo para hablarme de lo que avanzaban los hi­ jos de su amo. Ya descifraban los textos, trazaban sus letras y sabían utilizar las fichas y el ábaco, las tablillas de cálculo. Peor se las veían con el citarista para decla­ mar los versos de Homero. Preferían la palestra de Táureas, en donde los chicos se solían congregar para prac­ ticar la lucha, las carreras y los saltos. Y el paidotriba era todo un experto en disciplinar la sangre ardiente de los pequeños atenienses... con su vara. Observé un mo­ mento cómo el gramático trituraba la tinta y la diluía y cómo los alumnos mojaban sus cañas en semejante líqui­ do para dibujar una serie de signos sobre el reverso de un papiro usado. Después salí.

Ultimos cuidados a los enfermos

La carroza de Helios brillaba en el cénit. Me decidí a visitar por última vez a mis enfermos. No me dirigí ha­ cia los templos de Asclepio, encerrados en los bosques, en donde los sacerdotes son capaces de interpretar los sueños de los pacientes y aplican los tratamientos que prescribe el dios. Simplemente, acudí a los estableci­ mientos administrados de manera directa por la ciudad, en donde los esclavos médicos desarrollan su actividad bajo la dirección de un hombre libre. Una medicina natural Pasé largo rato aplicando a mis enfermos los cuidados que habían de aportarles la curación. Apliqué ventosas y emplastos, preparé ungüentos y pociones a base de las

llantas que me había proporcionado el rizotomo. Este xlecciona por sí mismo sus plantas medicinales, sin equivocarse jamás. Tuve que amputar la mano de un lesgraciado atropellado por un carro. Poco más tarde, ana mujer expiró en mis brazos. Mis ayudantes se apre­ suraron a disponer en torno a ella unos lecitos llenos le perfumes. Antes de abandonar aquel lugar, charlé unos instantes con un médico recién llegado a la ciudad. Me contó que in tal Hipócrates, de la isla de Cos, estaba a punto, gracias a los dioses, de transformar la medicina, un arte que, hasta el presente, nos llegaba esencialmente de los ■gipcios.

Un m e te co convertido en alfarero

No podía abandonar la ciudad sin saludar a mi mejor amigo, Orcómedes, el alfarero. La mayoría de los indi­ viduos que trabajan la arcilla se suelen instalar en el Cerámico. Este, por el contrario, tiene su taller al pie de la Acrópolis. Mi amigo, rodeado de una serie de escul­ tores de valer y de unos cuantos hábiles alfareros, abas­ tece la ciudad de vasos, jarrones y estatuillas. Orcómedes, natural de Queos, se estableció en Atenas un par de años después de mi llegada. En un principio, sirvió en la armada en calidad de remero. Más tarde decidió abrazar uno de los oficios que se les ofrecen a los extranjeros, como la fabricación de tejidos, la pellejería, la metalurgia y, sobre todo, el comercio. El prefirió fa­ bricar y vender vasijas de barro. Una existencia acomodada Gomo todos los metecos, Orcómedes tiene las mismas obligaciones financieras que los ciudadanos. Incluso has­ ta abona una tasa especial en razón de su categoría so­ cial. Ha adquirido una serie de bienes materiales y de esclavos, pero lamenta no poder comprar la tierra y la mansión que ocupa. Antes de cultivar su grueso vientre, solía frecuentar el gimnasio. En la actualidad, se contenta con participar en determi­ nadas fiestas oficiales, como las Panateneas. Orcómedes me sonrió. — Tengo que entregarle a Fidias un fragmento de friso para la decoración de un nuevo templo. ¿Me acompa­ ñas hasta la Acrópolis? Mientras le aguardaba, me interesé por el trabajo de sus ayudantes. Uno de ellos acababa de concluir el dibujo de un vaso con ayuda de una pasta parda, mezcla de

Cratera

HicJria

cántaro

arcilla fina y agua. Colocó el recipiente en un horno ya caliente, en el que la tonalidad de la llama daba cons­ tancia de su buena temperatura. Otro alfarero estaba representando sobre una serie de copas siempre la misma pareja de luchadores. Un tercero daba los últimos retoques a un ánfora sobre el torno, cuando Orcómedes volvió al taller. Con fuerte voz, metió prisa a los esclavos: — ¡Eh, vosotros, levantadme este friso, que Fidias no puede esperar! SECRETO DEL FAMOSO BARNIZ NEGRO 1. El alfarero traza su dibujo con una pasta parda, mezcla de agua y arcilla fina.

2. Cocción en un horno a 800°. El hierro que contiene la arcilla absorbe el oxígeno del aire, con lo que el recipiente se vuelve rojizo.

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3. El alfarero cierra el paso de aire. La temperatura del horno alcanza los 950°. El oxígeno es expulsado del hierro. El recinto queda negro.

Denocoé

Anfora

4. Vuelve el aire en cuanto lo decide el alfarero. Las partes no pintadas se vuelven rojas,

Copa

La Acrópolis de obras Siempre he conocido la Acrópolis llena de talleres al aire libre. En cuanto uno accede a la explanada, la mirada no puede por menos de fijarse sobre los anda­ miajes. Desde hace cinco años, los de los Propileos se le­ vantan sobre los cimientos de la antigua entrada de Pi­ sistrato. Según afirma el alfarero, el arquitecto, de conformidad con Fidias, habría decidido suspender los trabajos del amplio vestíbulo. Una cantera gigantesca — Nadie conoce el motivo — me dijo Orcómedes— pero lo cierto es que Mnésiclès siguió adelante con el arreglo del témeno de Artemis Brauronia. ¿Sabías que el maestro de obras Calícrates vuelve a hacerse car­ go de la construcción del monumento de Atena Nike? Por fin — ¡gracias a los dioses!— el gran templo que­ dó concluido. Cuando pienso que, desde hace quince años, Fidias hace que trabajen sobre esta cantera los obreros más afamados... ¡Por Fíermes!, no lo lamento. Tuve que contratar yo mismo a veinte nuevos ayudan­ tes para hacer frente a los encargos. Pero, vamos no sea que lleguemos tarde. Seguí a los esclavos, sin aliento bajo su carga y por la ascensión, hasta el pie de los andamios. Unos cuantos hombres se apresuraban en torno a las columnas del templo. Estaban esculpiendo con toda su paciencia unas estrías sobre el hermoso mármol blanco. Orcómedes me indicó con el dedo un espacio vacío a cuarenta pies de altura, a lo largo de la pared del naos. Allí iba a ser donde iría colocado el fragmento esculpido que nosotros traíamos. — ¡Imagínate, Licas! Cuando todo esté terminado, el friso contendrá más de 400 personas y cerca de 200 ani­ males sobre una longitud de 600 pies. Hay que recono­ cer que Fidias sabe hacer las cosas bien. — Sí, pero caras — murmuró un esclavo. No pude contener cierta sonrisa ante una verdad tan perfectamente expresada.

Capitel dórico

Capitel jónico

Capitel corintio

Casa de las Arreforias

La inspiración de Atena í ,-,-W f

Altar de Atena

Cancha del Juego de PeloL Administración Propileos ala Norte

Pedestal del monumento de Agrip

Templo de Atena Niké

Propileos ala Sur Témeno de Atena Brauronia LA ACROPOLIS EN EL SIGLO II A. C. Templo de Roma y de Augusto

Dejé a Orcómedes arreglando unos cuantos detalles con Fidias, para dar un un pequeño paseo en dirección al emplo — nuestro templo, el de Atena Protectora— . Parece que fue allí donde nuestra diosa hizo brotar el olivo sagrado. Allí fue también donde Posidón, con un ^olpe de tridente, hizo que surgiera un estanque de agua salada. Allí veneramos a nuestros héroes: Gécrope, Erecto, Pandroso y Boutes. De pronto, sentí dentro de mí una inspiración. Los dio­ ses viven aquí como lo hacen sobre el Olimpo: Zeus y Hera, Apolo y Hermes, Artemis y Deméter, así como rlefesto, que jadea en su fragua. Fue precisamente en este lugar sagrado donde, poco antes de su muerte, mi buen amo Estipandro me dijo: —A partir de ahora, pasas a ser un hombre libre. Vete, visita multitud de países. Estudia a los hombres, cuída’ os, compréndelos. Si así lo haces, irás captando, poco a )oco, dónde se encuentra la felicidad. Aquel día, decidí seguir su consejo. Mas, ¿qué sería lo |ue encontraría en las lejanas colonias hacia las que iba i embarcarme?

Estas cores — estatuas de muchachas— fueron realizadas y colocadas alídedor del antiguo templo de Atena, hacia el 550-500 a. C. Profanadas or los persas el 480, yacían desde entonces en unos pozos cerca del Erec­ t o . En la actualidad, pueden ser contempladas en el museo de la Acrópo­ lis.

V la sombra de la Acrópolis se alinean las gradas del .eatro. Entré en él, por primera vez y, sin duda, por úl­ tima, y fui a sentarme en uno de los lugares reservados iara los magistrados, los sacerdotes o los ciudadanos im­ portantes. Dejé resbalar mis manos sobre la madera cla­ ra, pulida y gastada por millares de atenienses. Bajo mi lirada, se desplegaba la orchestra, donde el coro evo­ luciona en derredor al altar del dios. Delante sobresalía el proskenion, el proscenio, coronado por la skené, en onde se encuentran los camerinos para los actores. Jnas cuantas obras espectaculares Por la época de las grandes Dionisíacas, era yo todaía esclavo, y no me fue posible asistir a las representaiones de Sófocles. Mi señor, empero, me había hablado de ellas, así como de los Persas de Esquilo y de las priíeras producciones de Eurípides. Como todos los ateienses adinerados, Estipandro pagaba un impuesto, 1 coregía, que permitía hacer que se interpretaran obras n honor de Dioniso. Siempre supo elegir, y jamás fue r ateado por la multitud. Hasta llegó a recibir una coro­ na de laurel por sus dotes como corega. En su juventud, abía interpretado él mismo un papel femenino, puesto Hue las mujeres nunca actúan. Conservaba en un arca su atuendo de escena, una peluca y dos máscaras de orteza que simbolizaban la felicidad y la desgracia. ¿il salir, pude admirar la fachada de la sala para con­ ciertos más hermosa que existe. Este Odeón, construido ace diez años y consagrado a la música, sirve también para los ensayos generales de las obras.

2.

Cuarto de los niños

Cuarto

En casa de un rico ateniense Volví a encontrarme con Creónimos, el pedagogo, que traía a los niños de la escuela. Les acompañé hasta la casa de su padre, Alcimedes, una espaciosa morada del barrio de Escambodinai. Posee un piso y hasta — extra­ ño lujo— un conducto para evacuar los humos. La co­ madreja, animal familiar de las viviendas, desapareció a nuestra llegada. Alcimedes se alegró vivamente con mi visita. Su hijo menor acababa de dislocarse el tobillo al resbalar sobre el mosaico, y pude socorrerle en seguida. El pequeño me enseñó sus juguetes: un conejo de barro, una carretilla y una muñeca articulada de madera. Jugué con él una partida a las tabas, bajo la mirada de su nodriza espar­ tana. El señor de una casa así podía morir tranquilo. Tres hijos mantendrían su nombre y seguirían practi­ cando el culto. — Deja ya de una vez de dar la lata, le dijo Creónimos al pequeño. Después, volviéndose hacia los dos mayores, añadió: Poneos en seguida a preparar las lecciones de mañana. — ¿De mañana? — exclamaron— . Si mañana no hay clase, es el día en que empiezan las fiestas Panateneas. — Acompáñame adentro — me propuso Alcimedes— . Esta noche cenarás con nosotros. Mi cocinero prepara de maravilla las anguilas del lago Copais. — ¡Por Zeus — respondí— , espero entonces que no apa­ rezca Ificles, el parásito! ¡Ya sabes cuánto le gusta ese plato!

4.

Pórtico cubierto

Una hermosa vivienda

—-

Alcimedes poseía una casa preciosa de verdad. En el vestíbulo, pude ver la inscripción destinada a alejar a los ladrones y la mala suerte. Luego visité las cuadras en donde piafaban seis caballos, antes de inclinarme de­ lante del altar de Hestia, la protectora del hogar, res­ guardado dentro de una capillita redonda. Alcimedes me hizo admirar sus techos decorados, así como los bor­ dados y tapices que adornaban las paredes. Un perro se aprovechó del momento para mordisquearme las panto­ rrillas, pero en seguida hice que lo echaran afuera. Una actividad desbordante Crucé la panadería, en la que cuatro esclavos prepara­ ban las hogazas de trigo y los pasteles de miel del Himeto. Al pasar por delante del gineceo, lancé una ojeada discreta para percibir a la bella Cleónice, la hija menor de mi anfitrión. Rodeada de tres esclavas, atendía a su aseo con una gracia deliciosa. Los esclavos... No le faltan a Alcimedes: ·η su casa hay nada menos que sesenta y tres, sin contar ios niños. Una esclava, una preciosa lidia, que tejía una manta, me di­ rigió una sonrisa que me hizo dichoso. Pero donde llegué al máximo de la alegría fue en la co­ cina. Unas cuantas aves giraban sobre los asadores, a la par que se iba dorando un conejo. Un grueso y grasicn­ to cocinero — aquel del que su señor hablaba tan bien— me ofreció una copa. — ¡Vamos, toma un poco de kikeón — me sugirió Alci­ medes. Así olerás bien a tomillo. — No te he de ocultar, querido amigo, que preferiría un poco de vino. Mi anfitrión estalló en una carcajada. — ¡Ya te entiendo!... Con todo, ¡procura no echar en ol­ vido que la velada no ha hecho más que empezar!

Una cena famosa

El desayuno de los atenienses consta de pan mojado en vino.

T odo el mundo conoce la glotonería de los beocios y la frugalidad de los habitantes de Esparta. En Atenas, la gente sabe vivir y, en aquella noche — si hemos de ha­ cerle caso a Creónimos— , Alcimedes se había superado. A pesar de la escasez de legumbres en la región, la abundancia de pepinos, acelgas y puerros logró que se abriera mi apetito. Recostado sobre una suntuosa man­ ta tejida en casa y apoyándome en no sé cuántos coji­ nes, saboreé como principio tordos con miel, calamares de Eretria y esturiones secos del Bosforo. Luego fueron llegando de las cocinas las albóndigas fri­ tas, las morcillas y la polla de agua. Me atiborré de atún aliñado con «garón», ese condimento compuesto a base de lechaza de caballas adobada con salmuera. Los placeres de Dioniso

El almuerzo comprende pan, olivas, queso de cabra e higos.

Los vinos, ¡por Dioniso!, me encantaron, y tuve auténti­ ca necesidad de unas pepitas de col para retrasar la in­ cipiente embriaguez. Tomé en tres ocasiones queso con miel antes de que apareciera el postre: unos platos llenos de higos, nueces y uvas. Llegado ese instante, tuve que detenerme, dese­ chando un soberbio pastel de sésamo y el ajo y cebolla, que te dan ganas de seguir bebiendo. El pedagogo, por su parte, no cesaba de llevar a sus labios copas con vino de Tasos. A lo largo de toda la cena, una mujer había estado llenando la estancia de una dulce melodía. Al llegar a este punto, no me era posible apartar la mirada de la silueta de aquella mujer. ¡Qué hermosa era la que tocaba el oboe!

Calamar

La cena es la comida principal del día. Suelen incluirse en ella pescados, calamares, anguilas, salchichas y aves peque­ ñas, en especial tordos. Unas cuantas legumbres, frutas y pasteles de miel completan la cena.

Alcimedes levantó su copa. — Lic.as, ¿oíste que he casado a mi hija mayor, Onfale, con Timeo, el hijo del cambista de moneda Calístenes, y que, con tal motivo, sacrifiqué mi cabra más preciosa? Nada había oído de semejante acontecimiento, y mi an­ fitrión se dispuso a relatármelo. Un día de luna llena del invierno anterior, Onfale — de acuerdo con la tradición— consagró sus juguetes a las divinidades protectoras y después acudió a purificarse en las aguas de la fuente Calírroe.

Entonces Alcimedes, al son de flautas y cítaras, instaló a su hija, con el rostro velado, coronada y ataviada por completo de blanco, en una carroza enganchada. Onfale sostenía sobre su seno un cedazo y una parrilla, sím­ bolo de sus futuras tareas domésticas. Después, los parientes y amigos entonaron un cántico de himeneo y, bajo la dirección del portador de la antor­ cha nupcial, se puso en movimiento el cortejo. El esposo aguardaba delante de su vivienda. A la llega­ da de la procesión, simuló — de conformidad con la cos­ tumbre— un rapto. Tras un combate aparente entre ambos novios, el esposo tomó a su mujer en brazos, atravesando así el umbral de su hogar. Una buena ama de casa Alcimedes bebió un trago de vino, en tanto proseguían las alegres notas del oboe. — Créeme, Licas, el cambista de moneda no ha salido perdiendo con este cambio. La dote de mi hija supone más de dos fanegas de buena tierra, seis cabras y cinco minas. Y, al margen de eso, Onfale es una auténtica despoina, una excelente ama de casa. Todas las maña­ nas, luego de una ofrenda a los dioses, distribuye el tra­ bajo a los sirvientes, supervisa cómo van los tejidos y administra el presupuesto. El pedagogo le interrumpió: — ¡Por los dioses, Alcimedes!... tu hija llega, incluso, a echarle en cara a su marido que es demasiado derro­ chador... · —- ¡Igual que su madre — respondió Alcimedes— , igual que su madre!

El casamiento de Onfale

En el Odeón Al día siguiente, dieron comienzo las fiestas de las Panateneas. No las grandes, que tienen lugar cada cuatro años por espacio de cuatro días, sino las pequeñas, las que duran un par de días. Comienzan con los concur­ sos, en el Odeón, de los profesores de canto, cítara y flauta. El culto a la belleza El pedagogo, por su condición de esclavo, no podía acompañarme. En consecuencia, acudí con Orcómedes, el alfarero. Oímos a unos cuantos poetas y músicos. Mientras un citarista entonaba unos versos de su inven­ ción, mi amigo me espetó todo un discurso acerca de la belleza. Fue evocando la de los templos, las estatuas y las copas, para seguir: — Licas, practica el culto a lo bello. La belleza física y moral inspira al amor, y el amor da lugar al conoci­ miento. Homero dijo grandes cosas a este respecto; por­ que, incluso ciego como era, ¡veía claro! Pensando en el pedagogo, no pude por menos de adop­ tar cierto tono irónico: — Pero dime, mi buen Orcómedes, ¿encontraba Home­ ro bella la esclavitud? — ¡Que te traguen los cuervos! — replicó el digno alfa­ rero, que tenía más de treinta esclavos.

INSTRUMENTOS DE MUSICA Flauta

Tras una somera colación de pan, vino y nueces, volvi­ mos al estadio para asistir a las competiciones gimnás­ ticas. Un día en el estadio Llegamos justo a tiempo para la primera prueba de pentatlón: la lucha, la más prestigiosa de las disciplinas. El vencedor ha de conseguir que toquen tierra, en tres ocasiones, los hombros de su adversario. Después vienen las carreras: la de velocidad sobre la longitud de un es­ tadio, el doble estadio y el fondo, que tiene que cubrir veinticuatro estadios. Sigue la competición de salto, con pesos. El atleta concluye sus pruebas con el lanzamiento del disco y la jabalina. En Olimpia, además debe vencer en boxeo y en el pancracio. Orcómedes entiende mucho de boxeo. A los veinte años, consiguió en los juegos una corona de vencedor... y una nariz fracturada. Su regreso fue triunfal. Vestido de púrpura, recorrió las calles de la ciudad en una cuadri­ ga engalanada con flores. Fue el día más hermoso de su vida. Cuando Helios desapareció en el horizonte, pudimos admirar la carrera de las antorchas, postrer festejo de la primera jornada. Después de aclamar al vencedor, me volví a Orcómedes: — ¿Cómo te explicas tú la ausencia de pruebas de nata­ ción en un país de marineros? Adoptando cierto aire sentencioso, respondió: — ¡He ahí una buena cuestión! En un próximo viaje a Delfos le interrogaré a la Pitia sobre el tema...

La procesión de las Panateneas Con objeto de no perderme nada de estas festividades, ocupé un lugar junto a mi amigo alfarero sobre un an­ damio, frente al antiguo templo de Atena. Ahí se en­ cuentra la vetusta estatua en madera de la diosa que, una vez más, será revestida con un peplos cuidadosa­ mente bordado por las jóvenes hijas de la ciudad. Dominábamos el altar, erigido al aire libre delante del gran templo a punto de quedar concluido, en donde los sacerdotes degollarán los bueyes destinados a toda la población ciudadana. Ahora bien, esta hecatombe no tendrá lugar sino después del sacrificio, en honor de Atena, de cuatro vacas blancas y cuatro corderos. Un inmenso cortejo Con las primeras luces del alba, se había formado el cortejo en el Cerámico, donde hacía ya varios días que se habían congregado los carros. Tomando la Vía Sa­ cra, ascendieron por uha rampa que daba acceso a tra­ vés de los Propileos, para llegar a la parte alta de la Acrópolis. Aferrados a nuestras vigas, pudimos contem­ plar cómo avanzaba la procesión. Unas muchachas, se-

guidas de bueyes, portaban sendas copas e incensarios. Venían luego los músicos y después unos cuantos carros. Los sacerdotes y los atletas vencedores encabezaban a los atenienses ataviados de fiesta y coronados con flores. El cortejo proseguía con la cabalgata de los jóvenes ricos. Pero yo estaba ya pensando en otra cosa: en la deliciosa humareda de las viandas asadas que me cosquilleaba las narices. Orcómedes me tomó por el hombro: — ¡No cabe duda de que estos sacrificios son cosa bue­ na! Vamos a reclamar nuestra parte.

En el baño público Ahora tenía que bajar al Agora para disponerme al banquete de mi despedida: era menester tomar un baño y relajarme un poco, comprar una túnica y pasar por casa del barbero. Aboné el derecho para entrar en los baños públicos, aproximadamente un par de calcos. Me froté con acei­ te y arena, y limpié mi piel valiéndome de un rascador de bronce, el estrigilo. La horrorosa lejía de potasa que usaba el encargado de los baños me quemaba los ojos. Después me instalé en una de las bañeras planas que ocupaban la rotonda del establecimiento. Apenas si vi ningún pobre en torno a mí: éstos no suelen acudir allí más que en el invierno, para calentarse. Después del baño caliente que tomé bajo los hocicos de las panteras, pasé al agua fría. Concluí mi aseo untán­ dome el cuerpo con un óleo perfumado del que siempre llevaba conmigo un frasco. Poco más tarde, revigorizado, regateé, bajo los plátanos del Agora, sobre el precio de un chiton. Por dicha túnica, un desalmado mercader me pedía seis dracmas. A falta de argumentos, hice ade­ mán de marcharme... y conseguí la prenda por cinco dracmas. Las lenguas se explayaban a gusto en la barbería. Uno se jactaba de la magnificencia de su costilla de buey para el sacrificio, otro de que le había sonreído una chi-

ca, un tercero del congio de vino puro que se había to­ mado al amanecer... Cansado de tanta palabrería, me interesé por tres individuos que jugaban al cótabo. Uno de ellos que, al lanzar con habilidad lo que quedaba de su copa, había acertado a derribar el platillo hincado sobre un palo, dejó estallar su alegría: había ganado la partida. Ladrones, mentirosos, borrachos, jugadores... ¡atenien­ ses, os echaré en falta!

Un simposio Esa noche, ofrecí mi primer simposio como hombre li­ bre. Todos mis amigos, hasta el mismo Herodoto de Halicarnaso, honraron el banquete con su presencia. Como no tenía esclavos, acepté los del meteco Orcómedes. Para semejante acontecimiento, había alquilado una sala y los servicios de un cocinero, quien, por lo demás, lo hizo maravillosamente. Preparó un menú digno de elo­ gio: deliciosas anguilas, calamares de Eretria, cochinillo ( # y queso con miel. Y, para acompañar tales platos, un fi^ nísimo vino de Tasos. Con sus pies bien lavados y perfumados, todo el mundo se instaló en sus puestos y comió. Una vez retirada la mesa y lavadas las manos, perfumados y coronados con flores, procedimos todos a las libaciones: un poco de vino puro, unas gotas del cual fueron derramadas en honor de Dioniso. Luego entonamos el peán. Llegado ese momento, los dados designaron a Etéocles como rey del banquete. Bebimos en abundancia unos a la salud de los otros y rascamos lodos un poco las cuerdas de la lira. En esas estábamos cuando, en medio de un fuerte estrépito, acompañado de una intérprete de oboe y escoltado por unas cuantas bailarinas, hizo su aparición Ificles, el pa­ rásito, ya completamente borracho y, como siempre, re­ clamando a gritos unas anguilas.

— Miserable — atronó Orcómedes— , ¿pero quién te ha avisado? — El rumor público, nada más. Los esclavos le sirvieron al tunante y, cuando se hartó, Alcimedes propuso que se volvieran a marchar la oboís­ ta y las bailarinas y que nos dedicáramos a entrete­ nernos explayándonos sobre algún tema acordado. He­ rodoto propuso la historia. En consecuencia, fuimos hablando todos, empezando por Etéocles. El afamado mercader de lámparas hizo el elogio de Atenas, luz del universo. El acaudalado Alcimedes disertó sobre la opu­ lencia de la ciudad. Filocreonte protestó, sosteniendo que no pocos recordarían sobre todo la pobreza del pue­ blo. Orcómedes evocó la belleza y lamentó que se hu­ biesen ausentado las bailarinas. Yo, por mi parte, también tomé la palabra y hablé de la condición de los esclavos, para terminar de est^ modo: — Bebamos, amigos míos, por la libertad. Herodoto alzó su copa, tomó un buen trago y después, sacando de sus alforjas una tablilla, me la ofreció di­ ciendo: — A ti te corresponde, amable Licas, grabar sobre la cera el recuerdo de esta memorable velada. Orcómedes miró de hito en hito a Ificles y dijo: — Y tú, miserable parásito, ¿qué es lo que piensas? Ificles no tenía nada que decir. ¡Por Zeus!, lo único qu hacía era roncar.

Meditación sobre el Himeto El día siguiente lo pasé solo, sobre las laderas del Hime­ to, meditando, frente a la ciudad, acerca de la vida que había conocido y que, en adelante, proseguiría en otra parte. Allí, Aristo, instruido por las musas, enseñó el arte de fabricar colmenas y de hacer que trabajaran las abejas. Esas abejas que zumbaban en mi derredor entre las flo­ res de orégano, tomillo silvestre y mirtilo, escila y tragorégano, el orégano de los machos cabríos. Yo, por mi parte, pensaba en las miserias pasadas y en el actual es­ plendor de mi ciudad. Un futuro incierto Di gracias a los dioses que nos protegen, a Deméter, que hace que crezca el trigo, la cebada y el trigo candeal, y a las divinidades de las fuentes en donde apago mi sed. Pero, ¿cómo no inquietarme con los ecos de guerra que corren por el Agora? Atenas se encuentra ya en lucha contra Potidea, la aliada de Gorinto, y mañana se en­ frentará, sin duda, con Esparta. A mí no me agrada la guerra, pero es preciso alzarse contra los enemigos. Evoqué, una vez más, la imagen de Estipandro, mi buen amo, que duerme en el Cerámico... y volví a bajar camino de la ciudad.

Todavía extiende la noche sobre el Píreo su negro man­ to. Estoy tiritando. En torno a mí, se mecen los re­ chonchos barcos de los mercaderes que, ayer al atar­ decer, desembarcaron trigo del Asia Menor, pescado seco de Ponto Euxino y madera y esclavos de Tracia. ¡Pobres esclavos, desgraciados compatriotas! Otros na­ vios se disponen a zarpar con sus cargas de aceite, vino y olivas, así como también vasos. Dos marineros izan el ancla. Parto hacia la lejana T hu­ rii, hacia una vida de la que lo ignoro todo. Como otros muchos, Licas jamás llegó, sin duda, a buen puerto, víctima probable del naufragio de su navio a la altura de Thurii. Acaso sea el autor de las tablillas que fueron rescatadas a 150 metros de profundidad en 1947, en medio de una serie de ánforas de vino y de vasos, al­ gunos de los cuales permanecen intactos. También es posible que ese Naumaquio, comandante de bordo, cuyo diario ha llegado a nuestras manos, fuera quien in­ vitara al antiguo esclavo a su mesa la víspera del nau­ fragio. ¿Por qué no?

tste barco mercante, idéntico al que tomó Licas, fue descubierto, en excelente estado, en Chipre. Se conserva en el museo de Cirene.

LEXICO Abaco: tablilla para cálculo sobre la cual se colocan unas fichas. Agora: plaza pública, lugar de culto y de reuniones políticas, en donde se solía tener también el mercado. Era un sitio que les es­ taba vedado a los criminales y a los im­ puros. Artemis: esta diosa cazadora, hija de Zeus y hermana de Apolo, aparece armada con un arco y mataba a todos aquellos que se atre­ vieran a insultarla. Constituía el objeto de un verdadero culto popular y fue venerada en toda Grecia. Asclepio: dios griego de la medicina, venera­ do en Epidauro. Atena Enoplios o Guerrera: inmensa esta­ tua consagrada a la gloria de la diosa Ate­ na, protectora de la ciudad, obra del escul­ tor Fidias. Enoplios significa «en armas». También suele conocérsela como Atenea Pró machos. Atica: península de Grecia en la que se en­ cuentra Atenas. Barcos rechonchos: barcos mercantes deno­ minados así por oposición a los navios de guerra, más estilizados y menos profundos. Cálatos: canasta de junquillos de mimbre en­ trelazado que se ensancha por la parte su­ perior. Solían colocarse en ella flores, fruta y lana. Calírroe: ninfa de las fuentes que dio su nombre a la fuente en la que las futuras es­ posas tomaban agua para purificarse. Calco: antigua moneda ateniense de bronce. Caronte: barquero de las almas sobre los ríos que separan los Infiernos del mundo de los vivos. Para subir a su barca, el muerto te­ nía que. entregarle un óbolo (véase esta pa­ labra). Cerámico: suburbio al noroeste de Atenas, en el que se hallaban instalados numerosos alfareros. Lo cruzaba la Vía Sacra, así como el camino de la Academia. Entre am­ bos, se encontraba el cementerio en el que eran inhumados los ciudadanos ricos, los metecos y los hombres ilustres. Clámide: prenda de tela que se abrochaba en el hombro y que hacía el papel de manto. Clepsidra: reloj de arena. La que se encon­ tró en las ruinas del Agora tiene cabida para 6,4 litros y funciona durante 6 mi­ nutos. Colpos: pliegues ahuecados formados por la túnica sobre la cintura.

Congio: medida de capacidad que contenía más de 3 litros. Coprólogo: basurero ateniense. Cótabo: juego de destreza que consistía en hacer caer, valiéndose del contenido de una copa, un platillo colocado en equilibrio so­ bre un palo. Cuadriga: carro de dos ruedas, al que se un­ cían cuatro caballos que avanzaban de frente. Cuervos: la expresión griega «Q,ue te lleven los cuervos» corresponde a nuestro «Vete al diablo». Chiton: túnica corta. Demos: circunscripción administrativa de la antigua Grecia. El nombre del demos en el que uno había nacido formaba parte del es­ tado civil de cada ciudadano. Dionisíacas: fiestas de Dioniso (Baco), el dios de la vid y del vino. Dipilón: doble puerta flanqueada por cuatro torres, situada al noroeste del recinto de la ciudad. Dracma: principal unidad de moneda de la antigua Grecia, también utilizada en nues­ tros días. Esparta: ciudad griega del Peloponeso, cuyos ciudadanos se consagi'aban sobre todo a la vida militar. Esta ciudad consiguió la victo­ ria sobre Atenas, su gran rival, a fines del siglo V a. C., al término de la guerra del Peloponeso. Estrías: ranuras longitudinales de las co­ lumnas. Gineceo: habitación para las mujeres. Gramático: hombre que enseñaba las letras a los niños. Gran templo: nombre que daban al Partenón los atenienses del tiempo de Pericles. Hecatombe: literalmente, sacrificio de cien bueyes. Con un alcance más amplio, el tér­ mino designaba también el sacrificio de va­ rios animales a la vez. Hecatómbeon: mes de julio. Los restantes meses eran: Gamelion, enero; Antesterion, fe­ brero; Elafebolion, marzo; Munichion, abril; Targegelion, mayo; Esquiroforion, junio; Metageitnion, agosto; Boedromion, septiembre; Pianopsion, octubre; Maimacteríon, noviembre; Poseidaion, diciembre. Helios: dios del Sol y de la Luz. A lo largo de la jornada, conducía su carro, desde el que vigilaba a los hombres. Hermes: este dios era el guía de los viajeros, el patrono de los mercaderes y de los ladro­ nes, y, sobre todo, el mensajero de los dioses. Hoplita: soldado griego de infantería.

Laurion: región del sudeste del Atica, rica en minas de plomo argentífero. Lecito: vaso funerario para perfume, con fre­ cuencia trabajado sobre un fondo blanco. Libaciones: consistían en beber una pequeña cantidad de vino puro y ofrecer luego unas cuantas gotas a algún dios. Libertar: hacer libre. En la antigua Grecia, los esclavos recibían la libertad por decisión de sus amos. Meteco: extranjero residente en Atenas. Los metecos abonaban un impuesto anual espe­ cial. No gozaban del derecho a poseer tie­ rras o una casa, pero quedaban protegidos por la ley. En tiempo de Pericles, Atenas contaba con unos 20.000 metecos, que comprendían en especial a los griegos de otras regiones. Fenicios, frigios, egipcios o árabes completaban dicho grupo. Mina: moneda que se utilizaba tan sólo como «unidad de cuenta». Valía 100 dracmas, que, a su vez, sumaban 6 óbolos. Musas: diosas que inspiran los cantos de los poetas. Las nueve musas son: Clío, la his­ toria; Polimnia, el himno; Urania, la astrono­ mía; Terpsícore, la danza; Melpómene, la tra­ gedia; Talia, la comedia; Euterpe, la poesía lírica; Eralo, la poesía amorosa, y Calíope, la poesía épica. Naos: habitación destinada al dios que se en­ cuentra en el interior del templo, allá don­ de se alza la estatua de la divinidad. Obolo: moneda pequeña, que en la antigua Atica pesaba, en teoría, 0,71 g. Ostracismo: exilio de 10 años decretado por la Ecclesia (la asamblea del pueblo) en contra de un ciudadano. Esta palabra pro­ cede de ostraca, «trozo de vasija de barro». El nombre de los condenados al ostracismo quedaba inscrito sobre cascos de alfarería. Si su número era inferior a 6.000, el indivi­ duo quedaba absuelto. Paidotriba: profesor de gimnasia, que actua­ ba en la palestra. Panateneas: grandes fiestas en honor de Atena. Comprendían competiciones hípicas y

atléticas, así como una carrera con antor­ chas y una procesión. Las pequeñas Pana­ teneas duraban dos días, y las grandes, cuatro. Pancracio: combate en el que estaban per­ mitidos todos los golpes, salvo la posibili­ dad de hundir los propios dedos en los ojos del adversario. Peán: himno en honor de Apolo, dios de la belleza, que solía entonarse, junto con otros, al terminar las libaciones de un sim­ posio. Pedagogo: esclavo encargado de acompañar a los muchachos. Peplos: atuendo que servía a la vez como tú­ nica y como manto. Pitia: anciana que pronunciaba los oráculos en Delíos encaramada sobre un trípode. Cuando se encontraba en trance, procla­ maba, a través de oscuras palabras, la vo­ luntad de Zeus, por mediación del dios Apolo. Pnix: colina de Atenas en la que se congrega­ ba la asamblea del pueblo, la Ecclesia. Potidea: colonia de Corinto, en la Calcídica, sitiada por los atenienses en la época de Perieles, el 423 a. C. Rizotomo: una especie de herborista que re­ cogía y vendía plantas medicinales. Semeion: bandera que se izaba sobre la Pnix al comienzo de cada sesión de la Ecclesia. Tablillas: láminas de madera recubiertas de cera sobre las que se escribía con un estilo. Témeno: terreno sarado rodeado por una pared a modo de cierre, que podía dar ca­ bida a un temió, a una tumba... Thurii: colonia fundada a instancias de Peri­ cles el 443, sobre el emplazamiento de la antigua Sibaris, en la Italia meridional. Treno: canto fúnebre. Tribu: división de los pueblos griegos, forma­ da por hombres que se decían poseer ante­ pasados comunes. Trirreme: embarcación griega con tres filas de remos. Zeus: dios supremo de la mitología griega.

Un lugar, unos hombres, una historia

Entre todas las grandes ciudades de la Antigüedad, Atenas brilla con un fulgor peculiar. En el siglo IV, por la época de Pericles, conoce su auténtico apogeo. Arquitectos, escultores, literatos, filósofos, geniales artesanos... crean una serie de obras maestras que, todavía hoy, siguen siendo modélicas. Mas la célebre ciudad no vivió anquilosada, como un museo. Hela aquí hormigueante, animada, al pie de la acrópolis. Sobre el ágora, en los barrios de los alfareros, en la intimidad de los hogares, en el gimnasio, por el camino hacia la escuela, sobre los muelles de su puerto, El Píreo, descubrimos una ciudad y sus habitantes dentro de la realidad de cada día, la organización de fiestas y ceremonias, las alegrías de un banquete o de unos esponsales, la pasión por los discursos y por la política. Un monumento privilegiado dentro de la historia de los hombres.