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GESTALT, ZEN y la inversión de la caída Alejandro Spangenberg Prólogo a la cuarta edición Introducción Capítulo

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GESTALT, ZEN y la inversión de la caída Alejandro Spangenberg





Prólogo a la cuarta edición Introducción Capítulo II - Neurosis como mito Capítulo III - El terapeuta Capítulo IV - Zen y la poesía de estar presente Capítulo V -La inversión de la caída Capítulo VI - Inconsciente, paredón y después Capítulo VII Capítulo VIII - Testimonios Poético -Fenomenológicos Epílogo Agradecimientos Otras obras del autor

CENTRO GESTÁLTICO DE MONTEVIDEO www.gestaltmontevideo.com.uy GESTALT, ZEN Y LA INVERSIÓN DE LA CAÍDA ISBN: 978-9974-99 © Alejandro Spangenberg Corrección de estilo: Cecilia Castiglioni Edición digital: Martín Benzo Contacto: [email protected]

Alejandro Spangenberg: www.gestaltmontevideo.com Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro, por medio de cualquier proceso reprográfico o fónico, especialmente por fotocopia, microfilme, offset o mimeógrafo o cualquier otro medio mecánico o electrónico, total o parcial del presente ejemplar, con o sin finalidad de lucro, sin la autorización del autor.

Prólogo a la cuarta edición Prologar esta cuarta edición del Gestalt, Zen y la Inversión de la Caída me da una inmensa alegría. Formar parte del mundo íntimo de tantas personas, haber quizás contribuido en algo para su crecimiento o comprensión de las temáticas que les afectaban es un gran privilegio. La comunicación a través de un libro es siempre desigual, e s un diálogo con “otro” que en general nunca tenemos la oportunidad de conocer. La palabra escrita es de alguna manera para siempre, sin embargo el diálogo es una construcción temporal de a dos. Por tanto quiero aprovechar esta oportunidad para dejar para siempre estampado mi agradecimiento a todos los lectores que me han acompañado a través del tiempo. Si en algo he podido contribuir con mi búsqueda personal a la de Uds. me doy por satisfecho. Quisiera compartir con todos que esta obra como cualquier otra es un reflejo de quien la escribe, y del mismo modo que un ser humano es una obra inconclusa este libro también lo es. Como personas debemos aceptar el desafío de concluir la obra de nuestras vidas y en este sentido todos somos autores del libro de nuestra existencia. Escribir el “Gestalt, Zen…” me ha dado la oportunidad de esforzarme a recorrer y realizar en mi cotidianeidad aquello que he puesto en palabras. Espero que de alguna manera esta obra les sirva de estímulo para continuar adelante con la construcción de sus propios destinos.

Descubro al releerlo que la espiritualidad que se desprende de muchas partes del texto es hoy una realidad en mi vida. Nuevamente agradezco al Espíritu por alcanzar lo que en algún momento fue un sueño. La vida es siempre circular y vuelve a pasar una y otra vez por las mismas lecciones hasta que somos capaces de aprender de ellas. Ojalá podamos seguir encontrándonos en esta espiral sin fin para seguir aprendiendo juntos. Alejandro Spangenberg Montevideo, Setiembre 2004

Introducción

Precisamos de una nueva filosofía, una nueva descripción del mundo, una visión que nos conecte con la vida de otra forma, con otro sentido. Precisamos de una comprensión religiosa diferente, las viejas tradiciones espirituales, si bien continúan siendo fuente permanente de inspiración, no se corresponden con el espíritu de nuestra época, ni con nuestras posibilidades de vivir de acuerdo a ellas. Precisamos un camino de vuelta a casa, un camino de reconexión con la naturaleza, que no pase por el discurso, la razón o el cálculo. Estamos perdidos hace mucho tiempo, y está llegando el momento de reconocer que no sabemos a donde vamos, e igual no podemos parar de ir. Precisamos, en fin, del amor, pero con minúscula, sin altanerías; precisamos revalorizar nuestro presente, nuestra presencia en el mundo, nuestra cotidianeidad, nuestros vínculos; necesitamos, en definitiva, de una nueva moral: la Inversión de la Caída. El cielo no está arriba, está aquí abajo entre nosotros, en la tierra, en el fango, en la lluvia, en la pasión, en el riesgo, en vivir sin concesiones. No hay tiempo que perder, todos deben saber que su presencia aquí en la tierra es un acto de amor, que trascender no es prescindir, que conservar es locura, que la entrega es la única forma de encontrar y encontrarse. La alegría, la maravilla es estar aquí, no podemos evitar el dolor sin evitar la vida. Vivir es un acto de coraje y compasión, la pasión común que nos une en la gran tarea de ser humanos. Sin ella la vida carece de sentido, como el mar, para disfrutarlo hay que mojarse en él. Tenemos que volver a los sentidos, oler, gustar, sentir, no por hedonismo

sino por reverencia, por respeto, por asombro frente a la creación, de la cual somos uno más de los misterios. Basta de discursos, se trata de vivir, se trata de hacer. Buda decía que la fuente del dolor eran los apegos; “El libro Tibetano de los Muertos” habla de los bardos y la caída hacia el renacer. Nuestra propia tradición (judeo-cristiana) está llena de culpas, tentaciones y castigos. Sin embargo todas, quizás con la excepción del Zen, el Tantra Yoga, el Taoísmo y las tradiciones chamánicas, trasmiten el mensaje de la trascendencia, del aprendizaje en esta vida, como la evitación de la vida, no porque necesariamente quieran transmitir eso, sino porque la comprensión de cada individuo y cada cultura está permeada por la visión o paradigma dominante de la época. Y así como la tradición reencarnacionista creó, en cierto período en China, una cultura de abandono y abulia (en una deformación del sentido kármico) como una opción de dejar para las próximas existencias lo que no se hiciera en ésta, en nuestro tiempo la lección “del camino del medio” puede ser interpretada como una mezcla de abstinencia y represión. La búsqueda de la espiritualidad nunca puede alejarse del amor, nunca puede convertirse en una abstracción o en su polo opuesto, un mero moralismo. Nuestro tiempo es el tiempo de la “alienación salvaje” que representa, en términos psicodinámicos, la ruptura entre razón y sentimiento; y, en términos transpersonales, la desconexión con el sentido espiritual y místico de la existencia. La respuesta a ese desafío en nuestra época, pasa por una reformulación de las antiguas sabidurías orientales, indígenas y occidentales, que apoyen una acción directa y concreta de cambio, que apunte a la reunificación de los

aspectos mencionados. En la praxis eso implica: • la derrota definitiva, urgente y unilateral de la razón como mecanismo

de orientación vital, toma de decisiones y relación entre los hombres; • la restauración de la magia y misterio de la vida, a través de la práctica de nuevos ritos y celebraciones, que nos devuelvan nuestro sentimiento de pertenencia a la naturaleza; • el trabajo sistemático de liberación de las emociones y sentimientos, así como los bloqueos del contacto, piedra angular de la confianza y la entrega, en el aprendizaje evolutivo de los niños. Esa práctica está profundamente relacionada con el ejercicio de la psicoterapia y la labor educativa. A través de un nuevo modelo de relación, de un nuevo hombre y una nueva mujer, podemos aspirar al cambio necesario. La revolución hoy pasa por la práctica del amor y su aprendizaje. Los revolucionarios de este tiempo viven sus vidas con un doble compromiso: el de ser felices, y el de servir de modelo sobre el que otros puedan construir su propia experiencia de libertad y sentido. Los nuevos brujos, los nuevos chamanes de nuestro tiempo, vale decir, los terapeutas “vivenciales”, son los portadores de la llama sagrada, sólo que las prácticas de los antiguos hechiceros destinadas a salvaguardarla, tenían como tarea ocultarla para preservarla en tiempos de oscurantismo. Sin embargo, hoy en día la tarea es bien diferente. Preservar la llama significa compartirla, pasarla de mano en mano; enseñar cómo encenderla en el corazón de los hombres es la tarea de los nuevos hechiceros. La vida está en peligro y debemos defenderla; la única forma de hacerlo es ayudar a cada uno a encontrar y honrar esa vida en sí mismos. La tarea es formidable, los combatientes están siendo llamados a la línea de fuego; algunos todavía no saben que es eso lo que están haciendo.

Esto va dirigido a ellos: no están solos, la nueva ética está emergiendo, el único tiempo es el presente. Formar parte de la creación es amar la “caída” que nos ha traído al mundo, es reverenciar el nacimiento, el sacrificio implícito en el dar a luz en un acto de entrega, de abandono y de fe, frente a la mano que nos ha dado la vida. Este libro está dirigido a los guerreros, a los “compañeros de camino”, a todos los que están sintiendo el llamado. Espero que sea un estímulo, un marco de referencia, un manual práctico, un momento de reflexión. Está escrito con la ética de la pasión. No esperen más, no esperen menos

Capítulo I a) Neurosis. Descripción poético–fenomenológica. b) Resistencia. c) Defensas.

¿Qué es la Gestalt?

La única forma que concibo de describir lo que amo, es intentar hacer poesía: Gestalt es, simplemente una visión, una descripción del mundo, una posición desde la cual las cosas se ven de otra manera, una perspectiva, una colina y el valle que la continúa. Gestalt es una visión global, totalizadora, un paradigma holístico, un gesto ético, un canto a la vida. Es también una teoría, pero como las notas escritas, sólo sirve de guía; como el buen instrumento, no olvida que más importante que la herramienta, es la mano que la empuña; que más importante que el mapa, es el territorio que se recorre. Por eso también es humilde y practica la humildad, considerando lo obvio, lo sencillo, la superficie tan importante como las profundidades del mar; porque no hay más maravilla en el valle que en el lecho del río. La Gestalt es una travesía, un camino compartido, una senda, una ruta de vuelta a casa, un misterio que se revela en relación, en compañía. Es la emoción, el dolor profundo y agónico del parto de la vida, son las manos ensangrentadas que ayudan a nacer, es la pasión, el valor necesario para creer, para vivir.

Es, por tanto, un camino con “corazón”, una elección, el coraje de aceptar los errores, la fuerza para empezar de nuevo, las ganas de cambiarlo todo, aunque sea un poco. La Gestalt es querer, pero querer de verdad; es poder maravillarse con lo cotidiano, recorrer los sótanos y los subsuelos de nuestra vida, dispuestos a desenterrar los muertos y plantar las semillas. Es amar y amarte, es no tener miedo a confesarlo, es pedirte que me ayudes, es ayudarte a ponerte de pie, es reconocer mi piel cuando toco la tuya, es entregarme aunque tenga miedo, es empuñar la espada para defender lo bueno, es creer que existe lo bueno, es vivir para practicarlo. Y por ende, reconocer lo malo que hay en mi, convertir la batalla externa en lo que siempre ha sido: mi lucha interior. Por fin, es diferenciar la guerra, la violencia en los hombres, de mi lucha por liberarme; es devolver lo que no es mío y reclamar lo que me pertenece. Gestalt es creer en los niños, defender el que llevamos dentro, ayudar a crecer a todos; es una tarde de otoño en una plaza vacía, es haber perdido, haber sido violado. La Gestalt es como una legión de sobrevivientes marchando y cantando, creyendo que a pesar de todo aún se puede. Es una esperanza de cambio, una apuesta al ser humano, una práctica, una danza, un instrumento, noche, vino y fuego. Es como la marea que va y viene, como el mar, a veces plácido y cristalino, a veces agitado y turbio. Es el salto creativo, desnudo y al vacío, tomar todas las precauciones, y después arriesgarlo todo. Gestalt es practicar la utopía, vivir lo cotidiano de forma no cotidiana; es convertirse en guerrero, protector de la llama sagrada, reconocer el mito personal que en cada uno repite el drama universal de ser humano. Es aceptar nuestro destino, no renegar de lo que nos tocó vivir, sino

utilizarlo; plantar en el desierto y esperar que llueva, mientras tanto danzar, celebrar. La Gestalt es una forma de vivir, es encarar la muerte con temor y respeto; es la sabiduría que se adquiere dejándose morir un poco todos los días. Es ser gitano en La Mancha, vino, pasión, música y baile, sin patria, sin hogar, sin nada que perder, sin nada que defender. Es una estrategia para preservar la semilla, es saber esperar para plantarla, es cuidarla mientras crece, cosechar en primavera para compartir los frutos. Es contarle noches enteras a una niña que sufre de dolor, cuentos de sabios y magos, esperando que de tanto “soplar”, se apague su agonía y se duerma. Es amar este tiempo que me toca vivir; dejar salir el hermoso animal que vive en mí, decirte sin pudor qué linda que sos, aceptarte madre, mujer, compañera, y saber diferenciarlas. Es ser hombre y arriesgar la ternura, reconocer que hijo y padre nacemos el mismo día; dejarte que subas sobre mí, y me enseñes los caminos que conducen a tí. Bien, la Gestalt es esto y no lo es, porque la totalidad, es más que la suma de las partes. a) Neurosis. Descripción poético–fenomenológica El hombre es parte de la naturaleza, como el agua, como el viento, hecho de tierra y humo y, como tal, perecedero. Condenado a buscar significados que nunca encuentra, atormentado por la duda de su existencia, redimido por su entrega a la mano que lo creó, sólo puede encontrarse si antes se ha perdido. De eso se trata la neurosis, de un largo camino a casa y cómo nos

perdimos en el bosque. Para entenderla debemos renunciar a las explicaciones teóricas o racionales, pues ese es uno de los caminos responsables de nuestro extravío. Apelamos, entonces, a la intuición, a la imagen, a la poesía, al pensamiento paradójico para, solamente describirla como se describe la textura de una tela o las notas de una melodía, a sabiendas de que es sólo un intento, pues cualquier experiencia es, en realidad, indescriptible e indefinible. Tomémoslo, a su vez, como un viaje por un maravilloso paisaje, sin intentar retener las imágenes que van pasando por la ventanilla, sólo saboreándolas. Aquí vamos; Neurosis es: cáscara y contenido, huevo y embrión. La envoltura dura y rugosa que protege el huevo no puede ser tan rígida que termine asfixiándolo. La cubierta es frágil como todo lo rígido y hay que respetarla, tanto como aquello que contiene, a riesgo que el tierno embrión se derrame y se pierda. Como en el árbol, la corteza no puede ser tan dura que impida el crecimiento, ni tan frágil que la savia se salga. Las personas como las plantas, crecen como pueden, echan raíces empecinadas, aún entre las rocas; crecen en relación a un contexto, a un ambiente; crecen a veces resistiendo, a veces entregándose, y cada uno confirma y recrea su mundo, diariamente, a veces para condenarse, a veces para redimirse. Recordemos que el dolor contrae y el placer expande, este ritmo natural es el ritmo de la vida. Quien vive con dolor vive contraído, quien vive contraído da el dolor por descontado. Quien construye una fortaleza necesita justificarla y el mundo, entonces, se llena de invisibles enemigos. Esa es la historia del carácter, nuestra corteza existencial, tan dura como nuestra sensibilidad, tan real como nuestra subjetividad, tan concreta como nuestro cuerpo, lugar donde se expresa y perpetúa.

Sin embargo, lo malo no es defenderse sino vivir defendido. Lo malo es no poder seguir la pulsación vital de abrir y cerrar, de abrirnos a la experiencia y cerrarnos cuando sea necesario. Malo es todo lo que es “siempre” o lo que es “nunca”, pues todo lo rígido, todo lo repetitivo, es símbolo de muerte. El junco sobrevive a la tormenta porque es capaz de inclinarse, de doblarse ante su fuerza para luego recuperar su posición. La flexibilidad es símbolo de vida. Cuando la vida “sopla” fuerte se lleva sólo a “los duros”, a los rígidos, a los “tipos con carácter”. Sin embargo, crecemos resistiendo vientos fuertes, pero cuando el viento es constante la respuesta se perpetúa, se estabiliza, se estructura. La neurosis es, pues, una respuesta estereotipada, como la del árbol que ha crecido en un lugar de mucho viento; su inclinación es un esfuerzo feroz por sobrevivir a esa situación, es su mejor y única respuesta. Sin embargo, continúa inclinado, aún en los días calmos, pues quedó congelado en su posición de sobrevivencia, de resistencia, de combate. Neurosis es, entonces también, un tiempo congelado, un gesto detenido, una máscara de terror frente a un fantasma que ya no existe. Es el “como si”, el cómo si aún las cosas fueran como fueron. Y ese congelamiento, esa posición, configuran toda una visión, una experiencia y una expectativa del mundo y de sí mismo: una identidad. Como el árbol necesita del viento para justificar su existencia inclinada, el guerrero precisa del ruido de los cañones para poder dormir. Así vamos por la vida buscando el “gran viento” que justifique nuestra inclinación, que le dé sentido a nuestra lucha; vamos buscando los fantasmas con quienes pelear y, en general, los encontramos. b) Resistencia

Resistir es aferrarse a las rocas cuando sopla el viento, negarse a ceder, diferenciarse, luchar por un lugar, oponerse a una fuerza, reaccionar cuando nos empujan. En otras palabras, es la fuerza vital aplicada a la sobrevivencia. Es la energía estancada en el proceso de la lucha, del esfuerzo por vencer lo que se nos opone. Por tanto, y en primera instancia, es una fuerza positiva, y esto debe quedar claro: se crece resistiendo. De ahí que la resistencia debe respetarse siempre. Hay dos muy buenas razones para ello: primero, porque es una energía valiosa; y segundo, porque toda resistencia está hecha para resistir, por lo tanto, atacarla no es sino la mejor forma de consolidarla, de fortalecerla. Un individuo “defendido” espera ser atacado, por lo que no puede hacerse nada mejor para justificar sus defensas, su visión paranoica de la vida, que agredirlo. La forma en que resistimos habla de nosotros, de nuestro estilo, de nuestro particular arte de sobrevivencia. Nos dice más de una persona cómo se defiende, que por qué o de qué se defiende. Sin embargo, lo malo no es la defensa sino su uso constante y repetitivo. De esta forma, la actitud consolidada en “lo defensivo” nos congela en una postura que, siempre, termina confirmando nuestros temores, en un círculo vicioso condenatorio. Resistir es, también, preservar, repetir una cierta situación de la vida en la que nos sentimos, más o menos, a salvo; entonces, es por fuerza también, diferenciarse. O mejor dicho, preservación y defensa, no son más que dimensiones o funciones de la diferenciación pues un organismo sobrevive, o existe dentro de un medio, gracias a su habilidad para diferenciarse de él.

Vista de este modo, en cuanto facultad diferenciadora, la resistencia se relaciona directamente con la identidad, tanto en su desarrollo como en su mantenimiento. Es evidente, pues, que es gracias a este mecanismo que un organismo consigue preservar los límites, o fronteras, de su identidad. La relación yo–no yo, que define la identidad de cualquier organismo, en relación al medio que lo contiene, es posible en cuanto dicho organismo sea capaz de preservar cierta frontera, cierta consistencia que le permita el intercambio necesario a su sobrevivencia; a saber, ni muy abierto a éste, (riesgo de licuarse en él), ni muy rígido (riesgo de morir de inanición). Estos polos que podríamos denominar como confluencia y resistencia son, en realidad, las dos funciones básicas de la diferenciación que, como habíamos visto, constituyen el sustento de toda identidad. Teniendo presente esta íntima conexión entre identidad y resistencia, podemos decir que resistir es defender las fronteras de lo conocido, es decir, aquello que podemos controlar y manipular. Es defender el límite, más allá del cual no sabemos qué hacer ni qué ser. Por tanto resistimos siempre que percibimos, o “vivenciamos” una amenaza a las fronteras de nuestra identidad. Podríamos, entonces, postular que las fuerzas para la conservación, y defensa, de nuestra identidad se manifiestan frente a lo que experimentamos como un peligro. Diríamos que “necesitan” de ese peligro para manifestarse. De esta manera, este aspecto “conservador” de la resistencia (como cualidad diferenciadora), naturalmente, va a activarse ante la “amenaza” de cualquier cambio en la estructura conocida, pues esa es su función específica. Es claro, entonces, que resistencia y cambio configuran dos polos de una misma unidad y, también, resulta evidente que ambos se determinan mutuamente. Por tanto, cambio y resistencia, deben dejar de ser vistos como opuestos en pugna, donde la derrota de uno sería el triunfo del otro, sino, mejor, como dos partes que se determinan y necesitan mutuamente.

De aquí inferimos que la resistencia no puede, ni debe, ser vencida, pues sería lo mismo que postular la destrucción de una función vital sin la cual, sencillamente, no habría lo que cambiar, pues nos quedaríamos sin identidad (licuada en el medio, tanto externo como interno). Desde el punto de vista terapéutico, esto implica que todo cambio conlleva una estrategia de preservación y respeto por la resistencia, a sabiendas que sólo se puede crecer a expensas de la identidad ya existente, cuya preservación está garantizando esa misma resistencia que pretenderíamos atacar. Es obvio, que cuando la resistencia se ha vuelto tan rígida (que el organismo corre riesgos de “asfixia”), el cambio es imprescindible, pero debe ser orientado al polo confluente (subdesarrollado) que no está permitiendo el ingreso, o contacto con las experiencias (nuevas) necesarias para el cambio, y no a destruir o atacar el polo resistente (que sería lo mismo que atacar toda la identidad del individuo). El hecho de conocer que la identidad, así como sus fronteras y la resistencia que las consolida, forman una unidad y que, por ende, tocar una significa tocarlas a todas, nos permite entender que violar la resistencia es violar al individuo. Un paciente no necesita, por tanto, deshacerse de sus resistencias, de la misma manera que no necesita deshacerse de un órgano enfermo, sino, mejor, necesita integrar esas fuerzas que, en realidad, actúan en forma autónoma (no consciente) en su vida. En este sentido, el cambio actúa como herramienta, en cuanto provee el desafío necesario para que la resistencia se manifieste, se ponga a “la luz” (y, de ese modo, la persona pueda experimentar cómo se está resistiendo, cómo preserva su identidad). Ese es, en definitiva, el valor real de lo que llamamos experimento en terapia gestáltica; el proveer una situación que haga que las defensas se pongan de manifiesto, más que impulsar al paciente a tomar actitudes para las que él se

siente imposibilitado. Este recurso ha sido mal interpretado por terapeutas novatos o imitadores de Perls, pues toda situación que exponga las resistencias, si no es usada para focalizar la atención del paciente en su forma de defenderse (integración), se convierte en una experiencia de confirmación de la necesidad de defenderse (es vivida como una agresión), con lo cual la terapia se transforma en una nueva constatación, por parte del individuo, de lo propicio de su resistencia. Así como los soldados japoneses perdidos en las islas, que aún combatían veinte años después que la guerra terminara; el paciente necesita una nueva experiencia en el presente, que le permita descubrir que sus “armas” ya no son necesarias, al menos no de la forma que las utilizaba; o aún más, que lo que está produciendo la guerra, en su vida, son las mismas armas que parecían defenderlo. Este aspecto de la resistencia es el que veíamos, en cuanto a su relación con la identidad, en el ejemplo del individuo que espera ser agredido, pues necesita de esa agresión para confirmar sus supuestos existenciales (identidad), su sentido de la vida. Las fronteras de nuestra personalidad, consolidadas por la resistencia, permean (dejan pasar o no), selectivamente, los datos de la realidad que nos circunda, determinando la estructuración del campo perceptivo, y vital, en el que vivimos, y del que extraemos, entre otras cosas, dirección y sentido para nuestras vidas. Si nuestras fronteras son demasiado rígidas estamos condenados a “ver” (en realidad, a construir) siempre la misma realidad, en un círculo autojustificativo que no tiene fin. Es claro que el paciente necesita hacer un cambio de “perspectiva” que le permita darse cuenta que las formas de experimentar la vida que ve, o veía, no son las únicas, sino, mejor, que él estaba produciendo los eventos que parecían confirmarle su estilo asfixiante de ser, y estar, en el mundo. Sin embargo, aquí

chocamos con una imposibilidad: para que el paciente pueda experimentar esto tendría que ser capaz de variar su perspectiva y, como ya vimos, esto no es posible para él desde su posición de resistencia (identidad); y si la tocamos corremos el riesgo de endurecerla aún más. Bien, este contrasentido tiene solución recurriendo al ejemplo, anterior, del soldado japonés perdido en la isla creyendo que la guerra aún continúa, e interpretando cualquier maniobra (en demostración de que está equivocado) como una táctica del enemigo para obligarlo a que deje las armas. El paciente, como este soldado, necesita recorrer las trincheras excavadas en los límites de su personalidad, bajar a ellas y descubrir que todos los soldados que están allí tienen su propio rostro, que esa es una guerra que está peleando solo. Desde el punto de vista terapéutico, esto implica que el foco de la terapia debe dirigirse al “cómo” esta persona, en particular, configura su experiencia en el mundo, es decir, cómo “resiste”, cómo se mantiene siendo el mismo, cómo conserva su identidad a salvo, pues es este “cómo” el que le impide acceder a una experiencia diferente de si mismo y del mundo, lo que lo priva del contacto con lo nuevo, con lo que aún es no–yo. Esta rigidez, en particular, manifiesta lo que el individuo “es” y, al recuperar contacto con sus fronteras, el paciente recupera su capacidad de “ingresar” nuevas experiencias a su “ser en el mundo”. La vida deja de ser algo que le ocurre, para ser algo que él produce. De esta forma, el proceso de cambio está asegurado, pues sólo a partir de lo que “se es”, puede accederse a lo que “no se es”. Lo que no somos es experimentado como una amenaza a lo que somos, sólo cuando las fronteras de la identidad (resistencia) y la forma en que la sostenemos, son extremadamente rígidas como para dejar ingresar nuevas experiencias. En otras palabras, lo que produce miedo no es lo nuevo, sino nuestra imposibilidad de digerirlo o contactarlo.

Veamos un ejemplo: una persona demasiado rígida, es muy probable que experimente los cambios en su vida como amenazantes y, por ende, los evite, pero ¿es que realmente lo son? o, ¿lo que realmente ocurre, es que su rigidez convierte a cada una de esas experiencias en algo doloroso? En una persona así cualquier excitación es una amenaza a su estabilidad, pues carece de la posibilidad, por ejemplo, de incrementar el ritmo respiratorio para dar cabida a un mayor ingreso de oxígeno, imprescindible para darle soporte a cualquier experiencia excitante. De hecho, entonces, no hay que buscar la amenaza en el contenido de la experiencia evitada, sino en la forma en que esta persona la enfrenta, pues un individuo como el que describimos, percibirá cualquier cambio (independientemente de su contenido) como peligroso debido, justamente, a su incapacidad de flexibilizarse para dar cabida a lo nuevo. Es claro, entonces, que, a partir de ciertos límites, el “cómo” una persona sostiene su identidad lo “cristaliza”, impidiéndole la transformación, siendo, por ende, necesario cambiar ese cómo para recuperar la capacidad de transformarse. Lo que, en el caso anterior, implicaría, antes que nada, que la persona tome contacto con su dificultad para respirar y con la contracción crónica de su musculatura. De allí en más, y focalizando siempre en el cómo de su forma de ser y estar en el mundo, comenzará a ser evidente que es esta “postura” la que está produciendo los “síntomas” en su vida. Esto es independiente de las razones por las cuales esta persona, en particular, haya constituido una determinada forma de ser, pues estas mismas razones se perpetúan en el tiempo a través, justamente, de las mismas defensas que se levantaron contra ellas. Lo que sí debemos tener en cuenta, en cuanto al contenido de las experiencias evitadas, es que, en general, se encuentran “congeladas”, contenidas por las fronteras de la identidad y, obviamente, cualquier cambio, en éstas, puede producir la experiencia de “revivir” ese contenido congelado,

experiencia que, si bien por un lado, es imprescindible para “exorcizar” los fantasmas del “como si”, por otra parte, configura la situación de mayor riesgo en un proceso terapéutico, como cualquier terapeuta experimentado sabe. De ahí la importancia de la estrategia terapéutica, y la correcta utilización del experimento en Gestalt, como verdaderos instrumentos que permitan: primero, la identificación del “cómo” esta persona, en particular, configura y recrea su existencia, para luego proveer las experiencias que permitan la aparición de las defensas que sostienen la identidad, y el terreno para percibir cómo estas mismas están produciendo la distorsión perceptiva que justifica la totalidad de la conducta y sentido, en la vida de esta persona. Esto nos lleva, necesariamente, a describir las defensas o, mejor dicho, los estilos de sustento de la identidad, pues la palabra defensa está muy cargada, en la literatura psicológica, de una connotación negativa, cuando aquí lo que pretendemos es resaltar su inapreciable valor como sostén y propiciador de la vida. c) Defensas (descripción) Defenderse es un acto, un gesto, una emoción, una respuesta. Es una acción global que compromete la totalidad de nuestro ser, y que se expresa a través, en, y por el cuerpo. Las defensas no son “psicológicas”, no existen en abstracto, en algún espacio “síquico etéreo”, son viscerales, se expresan y producen en nuestro organismo como un todo. Los mecanismos de defensa son instrumentos al servicio del mantenimiento, y preservación, de cierta estructura de personalidad. En ese sentido, son el “cómo” de la resistencia, la forma específica en que tal o cual persona se “resiste”.

No constituyen un hecho patológico, muy por el contrario, (como veíamos en la descripción de la resistencia), sin ellas no sería posible la vida. En su papel de delimitadores de la identidad, representan a los “guardafronteras” que controlan el contacto con el mundo externo e interno; del mismo modo que la membrana celular regula selectivamente el comercio interno-externo, éstas también limitan el pasaje de la experiencia con la que el sujeto entra en contacto. Configuran, por ende, una verdadera organización del campo perceptivo, con toda su compleja gama de selecciones y prioridades. Esta intencionalidad de la organización del campo, por parte de las defensas, no es, generalmente, percibida hasta que se hace evidente por su reiteración (gestalt fija). Ocurre esto, debido a que las mismas son autónomas, es decir, se manifiestan sin la participación de la voluntad y sólo a través de la experiencia, pero son vividas como ajenas, impuestas, en otras palabras, alienadas de la personalidad del individuo. Cuando éste se acerca a la periferia de su identidad, se presentan como las grandes limitadoras, como el gran obstáculo que se interpone en el logro de nuestros deseos. Sin embargo (como toda frontera) son el continente, el encuadre de nuestra existencia, sin el cual no hubiéramos conseguido sobrevivir, por eso cada vez que nos acercamos a ellas, no queda muy claro que “queramos abandonarlas”. Es que, sólo en contacto con nuestras fronteras, se manifiesta el verdadero sentido de nuestro estilo de vida, las “razones” por las cuales somos quienes somos. Únicamente en ese “lugar” comprendemos cuánto nos costó llegar y, bajo esa luz, comenzamos a revalorar nuestra existencia, al descubrir que cada una de nuestras limitaciones responde a una profunda necesidad de sobrevivencia (en determinado momento de nuestra vida) y no a un obstinado e incompresible obstáculo. Sin embargo, como todo guardián (las defensas), terminan convirtiéndose en carceleros, y es justamente este aspecto limitador, al que tan profusamente se

ha dedicado la literatura sicológica. En otras palabras, las defensas no se levantan en contra de algo sino más bien a favor de algo. Durante mucho tiempo (y aún hoy) han sido vistas como el gran enemigo del cambio, o en su defecto, la obstinada oposición a las interpretaciones del terapeuta. De cualquier forma esta idea, o concepción, nos lleva a un callejón sin salida: o culpabilizamos al paciente por sus defensas o nos consideramos derrotados por ellas, ambas situaciones son, igualmente estériles. Si por el contrario, consideramos a las defensas como instrumentos al servicio del mantenimiento de la identidad y, en ese sentido, como verdaderas fuerzas activas que determinan, en gran medida, nuestra forma de ser, al instalar una barrera diferenciadora entre lo que somos (identidad) y lo que no somos (no–yo) podemos corregir el sentido direccional de la defensa, y verla, más como una fuerza a “favor de” que “en contra de”. Este giro nos es útil en el desarrollo de una estrategia para el cambio pues, en la práctica, vemos que el paciente, más que negarse (estar “en contra de”) a “ver” lo que el terapeuta le propone, activamente, evita o transforma ese material en algo asimilable para su personalidad, con el propósito de mantener estable su identidad. Asimismo, mejor aún, que una barrera, una defensa es una forma de organizar el campo perceptivo y experimental, de un individuo, persiguiendo, es decir, siguiendo una cierta intencionalidad o meta. Justamente es esta distorsión perceptiva, la que hay que corregir; en otras palabras, el foco de la terapia debe dirigirse a la defensa y no a lo defendido, al continente de la experiencia y no al contenido. Las defensas se activan cuando aparece una amenaza en la frontera, y el tipo de acción defensiva no es pasiva, en el sentido de una simple oposición. Constituye, sin embargo, una compleja interrelación con el medio ambiente y el medio interno, organizando la experiencia de forma tal, que se adecue a la identidad de este individuo en particular.

Esto implica un proceso de selección de figuras y descarte de otras, sobre un fondo preestructurado (que forma parte del individuo, aunque éste no se dé cuenta) con la intención de preservar la visión y experiencia de sí mismo y del mundo, que hemos dado en llamar identidad (hemos preferido este término al de “yo”, pues nos parece más apropiado al modelo dinámico de crecimiento y cambio constante que postulamos en Gestalt). Observamos, entonces, que las defensas son formas específicas y altamente diferenciadas de hacer contacto (y, por ende, sentido) con el mundo. Por lo tanto, debemos entender que no son sólo formas de evitación del contacto (como clásicamente se las describe en Gestalt), sino, formas complejas y diferenciadas, de entrar en relación con el mundo. No puede haber empatía sin un cierto grado de proyección, no puede haber aprendizaje sin introyección (al menos al comienzo, pues no puede haber desestructuración sin que haya, antes, un ingreso del material a desestructurar, al medio interno). No es posible concebir una relación humana sin un cierto grado de contención, o postergación, de las necesidades propias (retroflexión). No puede haber toma de decisión sin un cierto grado de deflexión (selección y descarte de figuras). No puede pensarse en la pertenencia a cualquier comunidad, sin un cierto grado de confluencia. No puede haber sentido de uno mismo, sin un cierto monto de egotismo. Quizás, la mejor manera de entender estos procesos, sea “verlos” como “estilos” de relación con el mundo (y consigo mismo) y, por ende, evaluarlos (en el campo clínico) en su capacidad de satisfacer las necesidades (en todos los niveles) actuales de individuo. Nuestro problema se centraría, entonces, en comprobar si este estilo determinado de hacer contacto (organización de la experiencia) es apropiado a las presentes circunstancias (tiempo, contexto, familia, cultura, etc.) de esta

persona en particular. Cuando, en la descripción fenomenológica de la “neurosis”, hablamos de un “tiempo” congelado, de un “como si”, nos referíamos, precisamente, a este estilo rígido (resistencia) que condensa una forma de ser que, a su vez, genera una expectativa de vida (selección inconsciente de situaciones, personas y experiencias) que termina confirmándose a sí misma. Es este estilo, cuyo polo de confluencia, está subdesarrollado en el sistema de relación del individuo, quien debe ser abarcado en toda su dimensión e implicancias, si queremos producir un cambio de vida. Tipos de Defensa Describimos (clásicamente) seis estilos defensivos en terapia gestáltica, si bien consideramos que esta forma de entender, y aproximarnos a los “mecanismos defensivos” es aplicable a cualquiera de los modelos que los describen, en cuanto para nosotros la clave para su entendimiento, y utilización práctica, está en la estructura (identidad) a la que sirven, y la forma en que lo hacen (organización de la experiencia reiterativa) Proyección Proyectar es, en su aspecto limitador (resistencia), desposeer, o alienar, una parte de nuestra totalidad, por la vía de depositarla fuera de nuestra identidad, ya sea en otros, o en el ambiente en general. Proyectar es, en su aspecto relacional, o de contacto (confluencia), reflejar, en el mundo, una parte de mi propia identidad como, por ejemplo, el arte, la ciencia o cualquier teoría en cualquier campo del conocimiento pues, en definitiva, son todas proyecciones.

Ambos aspectos involucran, también, una acción por la cual confirmamos que aquello que en su origen nos pertenecía es, en realidad, parte de nuestro entorno. En el caso de las teorías, la mayor parte de ellas son autojustificativas, en el sentido de que aíslan, en la experiencia, aquellos factores que confirman sus postulados y rechazan (dejan en el fondo) aquellos que la cuestionan. En el caso individual ocurre algo similar. Por ejemplo: la persona que se siente víctima de un complot, sostiene su interpretación de la realidad (proyectiva) con elaboradas explicaciones que agrupan, dentro del contexto, aquellos datos que parecen justificar sus temores, dejando fuera los que parecen contradecirlos. Esta actitud nos permite ver, tal como decíamos antes, la proyección, como un instrumento al servicio de una cierta estructura y, a la vez, como generadora de la misma ya que, en su carácter de organizadora de la experiencia (selecciona ciertas figuras para ser consideradas y deja otras fuera del alcance perceptivo del individuo), funciona en forma autónoma (no consciente) y, por ende, está creando un entorno que es, profundamente real para quien lo experimenta. Por eso, como veremos más adelante, al frustrar un mecanismo, o estilo perceptivo, estamos desestructurando toda una visión del mundo y de sí mismo, en el paciente, cambiando, el “punto de percepción”, el marco de referencia y orientación desde el cual la persona vivencia “su” realidad. Introyección Es, en cierta forma, el mecanismo inverso al que acabamos de describir, pues introyectar es tomar algo que, originalmente, pertenece al medio ambiente e introducirlo dentro de nuestra identidad sin que se realice el proceso de asimilación a la misma, con lo que esta parte (llamada introyecto) permanece dentro nuestro, como un verdadero “complejo autónomo” (Jung).



Estos introyectos, mandatos parentales, prejuicios, etc., entran en conflicto con las necesidades, valores, decisiones del individuo, provocando, muchas veces, la proyección de la parte que entra en conflicto con el mandato internalizado, estableciéndose una conexión polar entre el introyecto y la parte proyectada. Por ejemplo, si hemos introyectado un mandato tal como “debes ser bueno para que mamá/papá te quiera”, para lograr controlar la bronca, la agresividad, podemos recurrir a la proyección de ésta hacia el medio ambiente (fobia), creándose una relación de equilibrio, entre ambos mecanismos, que pasan a justificarse mutuamente con el consiguiente empobrecimiento de la personalidad (ver dibujo). Debe quedar claro que introyectar, es parte fundamental del proceso de nutrición de cualquier organismo viviente, desde lo más elemental (como la ingestión de alimentos) hasta cualquier proceso de aprendizaje. En este sentido, la introyección cumple una tarea fundamental (en el proceso de relación con el mundo) en la vida de una persona, permitiendo el pasaje (a nivel de la frontera de contacto), del material necesario para el desarrollo del individuo (polo confluente). Sin embargo, el polo resistente se manifiesta aquí, en la incapacidad para digerir y, por ende, asimilar, e integrar, el material que ha ingresado dentro de los límites de la identidad, con las consiguientes consecuencias de confusión interna y externa (ausencia de

límites, necesidad permanente de ingerir más, como forma de relación con el mundo, etc.). Es claro que, desde el punto de vista terapéutico, la estrategia, con cada uno de estos procesos, es opuesta. En el caso de la proyección, buscamos que la persona reposea aquello que ha depositado en el ambiente mientras que, en la introyección, buscamos que se devuelva, se “vomite”, aquello que se ha tragado y que, originariamente, pertenecía al entorno. Nuevamente debemos mencionar, que no alcanza con disolver introyectos si la actitud introyectiva permanece intacta pues, como decíamos antes, este “estilo” de relación configura, o respalda, una identidad “introyectiva” y es, en este polo resistente (permeabilidad excesiva, ausencia de discriminación, no diferenciación), donde debemos trabajar para producir un cambio. La actitud que respalda (organización de la experiencia) esta forma de ser, es evitativa, es decir, en la medida que la persona no desestructura (enfrenta, discrimina) aquello con lo que se encuentra, activamente (aunque el estilo sea, francamente, pasivo) deja de lado aquellas experiencias que podrían desafiar su forma de vida, alcanzando así la estabilidad necesaria para el mantenimiento de su identidad. Nuevamente, es este polo el que impide que el proceso natural de digestión de la realidad se lleve a cabo; por ende, es este “cómo” el que debe ser frustrado para obtener resultados terapéuticos Confluencia La palabra viene de co-fusión, confusión, perderse en el otro, perderse en el ambiente, perderse dentro de uno mismo. Es extender las fronteras de nuestra identidad para incluir al mundo, o

disolverlas de forma tal, que no sabemos dónde empieza uno y termina el otro. Es una forma de estar sin estar, de pertenecer sin ser. Evitamos los conflictos, la responsabilidad, la intensidad de las relaciones, los desacuerdos por medio de la confluencia (polo resistente). Sin embargo, sin confluencia (polo relacional) no nos sentiríamos parte de nada, perteneciendo a nada, no podríamos identificarnos con nuestros semejantes; en otras palabras, en la familia, en la comunidad, en la nación y, aún, en la especie o en la naturaleza (a los que estamos indisolublemente unidos) la confluencia es una forma de relación, de contacto, esencial para nuestra existencia. Pero, si no conseguimos diferenciarnos, discriminarnos (de la familia, de la sociedad) quedamos atrapados en la identidad heredada (rol que desempeñamos en la familia, etc.). De ahí que la estrategia a utilizar, esté centrada en el proceso de diferenciación, ya que el polo resistente, aquí, está al servicio de “licuar” las diferencias y exaltar las similitudes. Retroflexión Es volver la energía contra uno mismo, es autocontenerse, autofrenarse, autoaislarse. La retroflexión se manifiesta, en su polo resistente, de dos formas: 1) El individuo se hace a sí mismo lo que quisiera hacerle a los demás (en vez de mamá/papá son malos, yo soy malo/a), que, en el caso de la agresividad, se convierte en culpa. 2) El individuo se hace a sí mismo, lo que desearía que le hicieran los demás (me cuido cuando quisiera ser cuidado, etc.), que, en el fondo, representa una imposibilidad de confiar en el otro y entregarse: “nadie me entiende, nadie lo va a hacer como yo”.

En su polo relacional o de contacto, representa la capacidad de contenerse o postergarse (imprescindible para conseguir relacionarse con otros); representa la capacidad de poner los intereses ajenos antes que los propios y, por qué no, la capacidad de confiar en sí mismo. La retroflexión es, de todos los mecanismos, el que más fácilmente se detecta a nivel corporal, pues se retroflecta, principalmente, a través de la contracción de la musculatura esquelética y la contención de la respiración. Deshacer la retroflexión, pues, pasa por conseguir terminar, o completar, la acción que se está volcando sobre uno mismo redirigiéndola hacia afuera. En otras palabras, “darle al César lo que es del César” (permitirnos recibir y pedir lo que es nuestro). Deflexión Deflectar es evitar, rebotar, rechazar, convertirse en impenetrable, mirar por sobre el hombro del otro mientras nos está hablando, cambiar de tema, no mirar a los ojos, no escuchar, palmear en vez de tocar. Es el mecanismo evitativo, el estilo fóbico por excelencia. Es vivir en la periferia, en una existencia centrífuga, sin espacio para el contacto ni el encuentro, es la ansiedad de no poder estar en un lugar sin pensar en otro. En su polo resistente, es obvio que la deflexión evita la experiencia presente del encuentro con el otro y consigo mismo. En su polo relacional, es imprescindible como forma de descarte de figuras que compiten con decisiones, o acciones, que hemos tomado o queremos llevar a cabo (para mantener una decisión debo descartar activamente otras posibles líneas de acción), o para evitar el ingreso de material, o información, que no queremos, o no podemos, asimilar en determinado momento y, en ese sentido, apoyan nuestra relación con el medio a pesar de que

su función sea evitativa. Obviamente, frustrar esta forma de ser implica forzar al otro a estar presente, focalizando su atención en las mil formas que utiliza para huir de sí mismo y de los demás, siendo esto más importante (como ya hemos planteado) que focalizar en por qué huye, o qué es lo que teme encontrar si deja de huir. No podremos trabajar con el contenido, si primero no conseguimos hacer algo con la forma (evitativa) de relacionarse, que esa persona pondrá de manifiesto también en la relación terapéutica. Egotismo Todo proceso de cambio, llegado un cierto punto, requiere por, parte de la persona, un acto de riesgo, de entrega, de pérdida de control, si es que las viejas fronteras de lo conocido, van a diluirse, para permitir la reestructuración de la identidad. Este proceso que se ha dado en llamar el ciclo de impasse– implosión– explosión, es el momento más difícil y delicado, del proceso terapéutico. En los próximos capítulos hablaremos más en detalle de este ciclo. Sin embargo, lo importante aquí, es resaltar la capacidad para dejarse ir, para soltarse, aún, a pesar del miedo. Capacidad imprescindible para sumergirse en el verdadero encuentro con el otro, con lo desconocido, con lo que aún no se es. Esto es evidente, por ejemplo, en la experiencia del orgasmo (y toda experiencia orgiástica, comunitaria o mística), para la que se debe abandonar el control y quedar, momentáneamente, abierto y expuesto. Esta experiencia (la de entregarse) requiere de grandes dosis de confianza, tanto interna, en la propia identidad alcanzada (a la que se debe renunciar por un momento), como externa, en quién nos acompaña en esa experiencia (el terapeuta, los compañeros de un grupo, la pareja, etc.). La incapacidad para hacerlo representa el polo resistente, conservador de

este estilo; sin embargo, es obvio que no puede haber contacto verdadero con otro, sin una identidad fuerte (polo relacional) que, en lo previo, sea capaz de aceptar el desafío que implica la posible fusión de identidades, resultante del encuentro. Recordemos, antes de finalizar (aunque retomemos este tema, algunas páginas, más adelante), que “la intensidad de la defensa es siempre proporcional a lo defendido”, la resistencia es proporcional a lo resistido ya que, forma y contenido, se determinan mutuamente. Por eso, frustrar un estilo, un mecanismo, una forma de estar en el mundo, es un arte delicado, muy ligado, en su esencia, al respeto y amor por el otro, pues cada vez que una persona entra en contacto con aquello que resiste se encuentra desnudo, y nadie puede desnudarse frente a otro si no se siente amado y respetado.

Capítulo II Neurosis como mito a) b)

Contacto y su relación con el crecimiento. Desarrollo y Evolución del Mito.

- Intención y efecto observador. - Intención como organización del campo; el único instinto, si lo hay, es el de la organización del campo. c) Necesidad de ser derrotado, de morir. a) Contacto y su relación con el crecimiento Se crece en relación, se es en relación. Estamos en el mundo, llegamos a él gracias a una relación profunda entre dos seres humanos. Nos desarrollamos en una perpetua interrelación entre nosotros y el ambiente, entre el yo y el no–yo, entre lo que somos y lo que no somos. Este intercambio ocurre a nivel de lo que llamamos, la frontera de contacto. Todo organismo mantiene su identidad a través de su capacidad de diferenciarse y, al mismo tiempo, relacionarse con el ambiente que lo contiene. Llamamos contacto, pues, a esta doble habilidad, la de diferenciación y la de relación. En realidad, esta distinción polar es sólo operativa, en cuanto a su utilidad para describir un fenómeno que no es separable. No hay relación sin diferenciación de las partes a relacionarse, y no hay diferenciación sin un algo de que diferenciarse, lo cual implica una relación con ese algo.

Este límite, esta frontera, no es un lugar (en el sentido espacial del término), ni una entidad (en el sentido estructural del mismo) sino, mejor, un proceso. El mismo es fundamental, no sólo para el mantenimiento de la vida de cualquier ser sino, también para su crecimiento, pues es el vehículo que permite el intercambio necesario de nutrientes que posibilitan la expansión de la vida. Es evidente, entonces, la relación entre contacto, frontera de contacto, e identidad con el proceso evolutivo o de crecimiento, en cualquier individuo. Con esto, y ya a un nivel intuitivo, podemos ver que no estamos postulando aquí al yo (identidad) como una entidad con cualidades de tal (espaciales, estructurales, etc.), sino como un proceso en constante flujo, y crecimiento, en relación (siempre) al medio en el que está incluido. Como veremos más adelante ese mismo medio tampoco posee cualidades estables sino, más bien, va siendo “construido” en la relación entre ambos. Se crece, entonces, en relación a lo que no somos, y este intercambio se realiza a través de la frontera de contacto, punto límite donde se manifiesta la discriminación entre lo que somos y lo que no somos. Ahora bien ¿qué ocurre con aquello que ingresamos de “este lado de la frontera”? o, lo que es lo mismo, ¿cómo se produce el crecimiento a través de lo que no somos? El mejor ejemplo para entender este proceso nos lo da la célula y su conexión con el medio ambiente, por medio de su órgano relacional, la membrana celular. Es a través de ella que el organismo regula su relación medio interno– medio externo; es a través de ella que entran los nutrientes y salen los deshechos. De la permeabilidad selectiva de este órgano (y de las condiciones del medio) depende la vida de la célula. Si ésta es muy rígida la célula muere de inanición, si es muy lábil la célula corre riesgo de licuarse, de “perderse” en el medio que la contiene.

La célula, pues, crece a expensas de su vínculo con el medio ambiente, mantiene una identidad, una diferenciación en relación a él por medio de esta frontera que, a la vez, la separa y la une íntimamente con el entorno que la contiene. Cuando la célula precisa nutrientes los toma del ambiente y, una vez ingresados, estos elementos sufren un proceso de digestión y asimilación, que marca la transición de su “pertenencia” a uno u otro lado de la “frontera” de contacto (membrana). Así, cuando recién ingresan (introyección), a pesar de estar dentro del sistema celular todavía no forman parte de él, aún son “no yo” dentro de la identidad celular, y sólo serán “yo” cuando hayan completado los procesos de digestión y asimilación. Ambos procesos están íntimamente relacionados pero no son lo mismo. Digerir implica desde la agresión y desestructuración del material ingresado, hasta la expulsión de los materiales sobrantes. Asimilar, sin embargo, implica la utilización del material previamente desestructurado (proteínas reducidas a aminoácidos) para la construcción de elementos propios (proteínas propias). Por ende, podríamos decir que este proceso de asimilación es el último paso del proceso del material ingresado (no–yo), en cuanto a su conversión a la identidad celular (yo). Es obvio, entonces, que la célula crece a expensas del contacto con lo que no es y ese crecimiento depende de una desestructuración del material ingresado, así como de un proceso de incorporación de ese mismo material. Queda clara, de esta manera, la íntima relación entre contacto y crecimiento y los procesos intermedios que la regulan (digestión, asimilación). Sin contacto, sin relación, no es posible el crecimiento, y si esto es cierto a un nivel biológico, lo es aún más a un nivel síquico o emocional. La relación o el contacto no son opcionales, son la condición básica universal para la vida de cualquier ser. Cómo se realiza ese contacto, cómo se aproxima cada organismo a lo que necesita, de qué manera lo digiere y lo

asimila, es un proceso mucho más diferenciado y particular, y hace más a lo que aquí estamos estudiando: el estilo especial de hacer contacto, de entrar en relación de cada individuo. Sólo restaría mencionar que el contacto va de la mano con el riesgo, pues contactar es, por lo que hemos visto, relacionarnos con lo que no somos; es decir, si crecemos o nos transformamos a través del contacto, arriesgamos nuestra identidad cada vez que contactamos. La dimensión de ese riesgo es enormemente variada y depende de muchos factores (de los que nos ocuparemos de aquí en más) que hacen a nuestro estilo de contacto: o más conservador (resistente, rígido, repetitivo) o más arriesgado (relacional, abierto, flexible). No quiere decir esto, que uno es mejor que otro, sino que son diferentes y, por ende, se relacionan con realidades presentes y pasadas diferentes; que esto sea bueno o malo para alguien en particular, en una situación determinada, es otro tema. b) Desarrollo y evolución del Mito Intención como organización del campo La Psicología de la Gestalt demostró, tiempo atrás, que la realidad es una construcción intencional por parte del individuo, que de ninguna manera actúa como una máquina pasiva, receptora de datos, sino, por el contrario, organiza su entorno activamente, según sus propósitos, necesidades y metas. Especialmente Lewin y Goldstein (que sacaron a la Gestalt del laboratorio y la llevaron a la vida cotidiana) aportaron, a través de su trabajo de campo e investigaciones, datos invaluables de cómo nuestra visión del mundo es una visión subjetiva, siendo lo único objetivo, el mecanismo universal de la organización de la experiencia. Un mismo campo, un mismo universo es organizado, “interpretado” en

forma diferente por diferentes individuos o, incluso, un mismo individuo percibe de forma distinta un lugar, en diferentes momentos. Uno de los ejemplos más clásicos es el del bosque que es visitado por individuos con una intención y motivación diferente, como el caso del cazador, la pareja de enamorados, un botánico y un hombre fugitivo. Es obvio, aún sin entrar en detalles, que la forma de percibir, de organizar los datos del medio según las necesidades de cada uno, será diferente. Mientras que para alguno de los visitantes un lugar será apropiado (figura), para otro será visto como peligroso (y, por ende, evitado) o indiferente (fondo). Operativamente, la organización del campo perceptivo, sobre el que basamos nuestras acciones y conducta, se realiza mediante una compleja selección de elementos (figuras) sobre un sinnúmero de otros probables (fondos) y, a la vez, sobre un “activo” descarte de figuras que podrían competir por la atención del individuo, en un momento dado en un medio determinado. Cada uno de nosotros, se dé cuenta o no, es un verdadero mago capaz de ordenar, en forma jerárquica, los datos que le son presentados o, aún más, de ir en busca de ellos si no están disponibles en el lugar donde nos encontramos. El organismo, como un todo, está sujeto a esta “necesidad” de organización, de modo tal, que hasta que ésta no ha sido alcanzada (y no de cualquier forma) el mismo experimenta una tensión (gestalt inconclusa), que sólo desaparecerá cuando lo consiga (gestalt completa). Así como los elementos de la percepción son organizados interactivamente por el sujeto y no dados por la naturaleza, también estas configuraciones, o resoluciones figura–fondo, están dinámicamente, relacionadas las unas con las otras con una tensión o cualidad demandante, que no se satisface hasta que una gestalt (tanto jerárquica como sobreordenada) es alcanzada. El organismo no está satisfecho, la tensión no se reduce “hasta que todo

el campo (inclusive la dimensión subjetiva del tiempo) está organizado y las diversas urgencias relacionadas, significativamente, entre sí y con el campo” (Goldstein). “Por supuesto, el estado de insatisfacción, o tensión crónica, puede persistir indefinidamente con su consiguiente costo de energía vital (lo que llamamos neurosis, en este modelo o en cualquier otro)” (G.Wheeler). Ahora bien, un individuo se “mueve” en el mundo “negociando” los variados obstáculos y recursos percibidos en su camino hacia alguna meta subjetiva, utilizando, lo que podríamos llamar, un “mapa” o matriz que, en sí mismo, representa la “idea” de lo que sería la mejor resolución de las dos corrientes primordiales por las que transcurre su vida: la interna, de necesidades (y recursos), y la externa, de recursos (y demandas). Si, de alguna manera, cambiamos ese “mapa”, su forma de orientarse y percibir, obtendremos una variación de la evaluación que el individuo hace de su situación en el mundo, con su consiguiente cambio en la acción y en la conducta. Sin embargo, si queremos cambiar, directamente, su conducta sin modificar su mapa (en el que él se basa para conducirse), es obvio que levantaremos resistencias, pues le estaríamos pidiendo que desconfiara de su forma de organizar su ser en el mundo, a cambio de algo que sería lo “correcto” o mejor para él, etc. Es innecesario ahondar en lo estéril de ese planteamiento. Ahora bien, ese mapa que utiliza la persona para ordenar el caos de posibilidades que se le presenta a diario, ese arte organizativo consta, básicamente, de dos partes: primero, “la forma” que aquí, a los efectos descriptivos, hemos dado en llamar intencionalidad o intención (resaltando su cualidad “activa” y llena de propósito); segundo “el contenido”, en el cual caben todos los elementos subjetivos de la existencia de esta persona en particular, como ser su historia personal (especialmente como la vivió y la vive), su carga genética, su contexto familiar y social, sexo, edad, cultura, etc.

La intención (forma) es el elemento impersonal o universal (dado que toda conducta, consciente o inconsciente, es intencional, es decir, persigue un propósito), la cualidad organizadora de la experiencia que distingue a todo ser vivo; mientras el segundo, es el elemento personal (contenido) que distingue, que diferencia esta organización del campo de aquella otra, esta “realidad” personal de la de otros. En otras palabras, la intención es la facultad, o función, organizadora de la experiencia, que funciona según ciertos datos motivadores alrededor de los cuales recrea una historia que es, en realidad, el “mito” personal de cada uno (segundo factor). La intencionalidad es, entonces, la herramienta que precipita una probabilidad, transformándola en un evento definitivo (de la misma forma que, en física cuántica, se dice que la observación “precipita” lo observado; “Efecto observador” (Einstein y Bohr). Ambos elementos determinan qué es lo que vamos a percibir de lo que nos rodea, qué dejaremos de lado y qué tomaremos. El mito provee el tema, la intención lo constela, lo convierte en real. Elegir qué atender implica, en primer lugar, que ciertos elementos del campo, y del propio individuo, han sido dejados de lado a favor de otros. En segundo lugar, el proceso, o acto de organización, de por sí, ha cambiado los valores relativos de los distintos elementos, aún en aquellos que han sido seleccionados para ser atendidos (cuando el individuo elije algo, deja de ser relativo para ser definido y tener un valor para él). Este proceso se realiza en forma autónoma, es decir, la persona puede, o no, darse cuenta (ser consciente) de qué y cómo está eligiendo “pararse” en el mundo. Debe ser así pues, de otro modo, no podríamos tomar ninguna decisión, ni aún la más simple, como ser qué ropa me pongo hoy. Quiere decir que la selección de figuras a ser atendidas no se realiza contra un fondo vacío, sino sobre un fondo pre-estructurado (mapa), una

especie de matriz que, automáticamente, “condiciona” los aspectos de la realidad que han de ser atendidos (y cuáles han de quedar fuera). Como decíamos antes, es esta combinación entre intención y subjetividad, la que configura esta matriz, o mapa, sobre el cual “elegimos” nuestra vida. La intención es responsable por la “realidad” de lo que vivimos. Realmente encontramos todos los elementos que confirman nuestras creencias; de lo que no nos damos cuenta es que nosotros mismos estamos buscando activamente (produciendo) esos elementos, mientras dejamos de lado todo lo que podría contradecir nuestra construcción de la “realidad”. Lo que, obviamente, termina de darle el “toque” condenatorio que vemos en las situaciones neuróticas (todos encontramos, en realidad, lo que estamos buscando). Lo personal, o subjetivo, en este fondo pre–estructurado configura la situación inconclusa, aquello que anhelamos o rechazamos; en otras palabras, nuestro mito personal (que la intención se encarga de convertir en realidad). Ambos aspectos están profundamente interrelacionados pues, independientemente de cuál sea el contenido del mito personal, la cualidad organizadora de la experiencia (intención) se encarga de convertirla permanentemente en “realidad” para el sujeto. Podríamos decir que la “intención” convierte al mito personal (identidad, fondo pre–estructurado) en un mito perceptivo, por medio de su poder constelador y precipitador de “realidades”. Justamente, la repetición del mismo drama en la vida de la persona, o la sincronicidad de los eventos que le ocurren dentro de su “ilusión”, son los primeros datos que hacen sospechar a la persona que debe existir algún factor común que los explique y, probablemente, sea algo que él (o ella) “está haciendo”. Su capacidad creciente de predecirse a sí mismo (traducida en el lenguaje

popular con frases como “esta película ya la vi”, o “ya sé como va a terminar esto”) es uno de los motivos más frecuentes por los cuales alguien decide comenzar una terapia. Lo que luego habremos de descubrir, es que este mapa que utiliza la persona es mucho más que eso, es su propia identidad, su forma de ser y estar en el mundo, como dirían los existencialistas. Por tanto, modificar la forma de percibir el mundo, de organizar nuestro encuentro con el mundo, es modificar nuestra realidad como un todo. Ya vimos en el capítulo sobre resistencia y defensa qué difícil puede ser esto, y ya estamos en condiciones de ver qué profunda relación existe entre intención (tal como la hemos descripto) y los estilos de contacto (polos resistente y confluente), sin embargo, recordemos que la intención es sólo el cómo organizamos el campo perceptivo y, si bien ayuda a cristalizar nuestro mito, también puede rescatarnos de él, pues es la parte que más fácilmente puede ser modificada. Más aún, diríamos que no hay esperanza de cambio del contenido subjetivo que forma parte de nuestro mapa (su eje motivador) si no hay un cambio de la forma en que nos percibimos y percibimos. Debemos, antes que nada, darnos cuenta de cómo estamos produciendo los eventos que nos ocurren, como “constelamos”, llamamos a seres, eventos y situaciones a nuestras vidas, antes de comenzar a cambiarlas. Lo que, además, tiene un efecto estratégico enorme, puesto que deja intacto el contenido del mito, que comienza a develarse, justamente, a partir de que el “cómo” empieza a esclarecerse, con la ventaja especial de que es la persona la que al cambiar el foco de su atención (con ayuda del terapeuta, o de alguna experiencia terapéutica), descubre sus más profundas motivaciones y temores. Esto ayuda al individuo a separar su realidad interna (mito personal) y ver cómo está siendo trasladada a la interacción con el medio (mito perceptivo) que lo rodea, en una coproducción que, en definitiva, está construyendo su vida. A su vez, devuelve a su existencia el “poder”, pues deja de verse como una marioneta a la que le pasan cosas, para descubrirse con los hilos en la

mano. Sin embargo, el contenido del mito, su razón de ser (aquello que más anhelamos es también lo que más tememos) es, también (o principalmente), una organización de la experiencia que ha quedado congelada, rígida y, por ende, inmune al cambio, constituyendo un núcleo de significado que se resiste a ser transformado. Como ya hemos visto, eso implicaría un cambio de identidad de aquello que reconocemos como nuestro y posible. De esta forma, por más que podamos avanzar en nuestro darnos cuenta de “cómo” estamos creando nuestra propia experiencia del mundo y de nosotros, llegará un momento en que quedaremos paralizados sin poder continuar. Esto ocurre (debe quedar claro), en parte, por el contenido específico (más o menos doloroso o atemorizante) de la experiencia congelada en nuestro mito, pero, principalmente, por el temor a la pérdida de la identidad alcanzada. Un individuo que ha sido abandonado en la infancia, y ha logrado sobrevivir a esa experiencia, es muy probable que organice su existencia de forma de evitar volver a pasar por lo mismo. Una manera muy utilizada, en este tipo de casos es “abandonar antes que me abandonen” con lo que la persona intenta evitar la experiencia que, aunque no se dé cuenta, siente como inevitable (mapa o fondo preestructurado). A medida que la relación se va haciendo más importante para ella, aumenta el temor al abandono, hasta que ella misma provoca la ruptura (intención autónoma–no consciente), con lo cual vuelve a sentir que ha sido abandonada (confirmación del mapa o matriz). El darse cuenta, cambiando la forma de la organización o focalizando en el cómo organiza la experiencia, permite el primer insight del paciente que lo libera de su condena a la repetición abandónica, pero aún deja intacta la experiencia de “cierre” de su gestalt inconclusa. A saber: toda relación significativa con otro ser humano terminará en abandono y, por ende, en toda la gama de terrores, vulnerabilidad, indefensión, etc., que han quedado intactas a través del paso del tiempo, y contra las cuales, justamente, el paciente ha “levantado” su identidad.

Abrirse a la experiencia del riesgo de establecer una relación significativa hasta sus últimas consecuencias, es el único camino a la “curación” (pues una experiencia sólo puede ser cambiada por otra experiencia) y, como vimos, abrir las fronteras de nuestra identidad, dejar de resistirnos (diferenciarnos) según nuestro estilo, es “dejar de ser nosotros mismos”. Tolerar el vacío sin caer en la tentación de volver a la vieja matriz, esperando para que el nuevo espacio sea llenado por nuestro Ser, es el desafío más grande de cualquier proceso terapéutico. c) Necesidad de ser derrotado, de morir Este es el verdadero arte de la sicoterapia, pues nadie puede hacer esto solo, sin ayuda, sin una profunda interrelación que de soporte y sentido a semejante riesgo. Como vimos anteriormente nos defendemos, no en contra de algo sino a favor de algo, sostenemos nuestra identidad, como ya vimos, resistiendo, defendiéndonos, creando un mundo que confirma nuestra necesidad de seguir siendo así, aún en contra del sufrimiento que nuestra forma de vida nos inflige. Por eso es necesario que nos ayuden a “morir”, a cambiar, a volver a nacer. Por más que nuestro deseo de cambio sea “figura” en nuestro motivo para realizar el “viaje” psicoterapéutico, el trasfondo pre–estructurado de nuestra experiencia, y nuestra “vieja” identidad, tienen mucho mayor peso (como toda persona que genuinamente quiere cambiar, sabe por experiencia propia). Todos luchamos por sostener nuestro mito personal, nuestra ilusión, nuestro territorio de “maya”, por ende, necesitamos “ser derrotados” para poder “despertar”; dulce, tierna, apasionada o violentamente derrotados pero derrotados al fin, si es que la sicoterapia va a servirnos para algo.

La terapia, él o la terapeuta son, también, elementos a ser organizados según las pautas del “mapa” que utiliza el paciente. Su forma de organizar el encuentro con lo “otro”, con lo que es no–yo y, por ende, potencialmente riesgoso para su identidad, se pone de manifiesto desde el primer momento, en la relación terapéutica. Por ende, el principal “laboratorio” de datos, el principal instrumento para detectar el padrón repetitivo del paciente, es la relación misma entre paciente y terapeuta. Allí, el “cómo” esta persona consigue convertir lo nuevo en viejo, se pone de manifiesto en todo su esplendor. Es en esta relación donde la intención actúa para convertir al terapeuta y la terapia en parte del mito del paciente, donde éste luchará para conseguir situarlo en alguno de los “papeles” de los personajes de su “drama personal” y, de esa forma, neutralizar los riesgos a su identidad. Es, entonces, este proceso el primero que se debe “iluminar” en la terapia, que es lo mismo que cambiar la relación figura–fondo; dejar en evidencia que es el mapa el que está produciendo lo que la persona toma por el contenido de la experiencia presente y, entonces, hacer figura en cómo está ocurriendo lo que ocurre, en vez de perdernos en lo que ocurre. Lo que vemos, como una película que nos gusta, es muy absorbente y, además, es lo único que podemos atender a menos que alguien nos toque el hombro y nos diga: “hey mira para allá, que está pasando ahora, que estás sintiendo...”, desviando nuestra atención hacia otros aspectos de la experiencia (tanto externa como interna) que, justamente, están siendo negligenciados por nuestra intencionalidad (descartados como figuras a ser atendidas). Esto, como veremos en el próximo capítulo, implica mucho más que el trabajo con la transferencia; más aún, que el trabajo con la diferenciación, implica un manejo del propio mapa por parte del terapeuta, de su propia forma de organizar su experiencia en el mundo, que le posibilite el contacto con el otro, lo que también pone en riesgo su identidad en cada nueva relación.

Observaremos, entonces, que no hay mejor forma de preservar algo que no tener nada que preservar; pero esto hace más al arte de ser terapeuta, del que nos ocuparemos más adelante. Una vez que la forma, el “cómo” esta persona organiza su mundo, se ha hecho figura (y esto no es solo volver consciente lo inconsciente, sino cambiar el foco atencional desde lo que el individuo hace o le pasa, a cómo hace para que le pase), podemos comenzar a trabajar con el contenido de la experiencia que está preservando (contenido) con esa forma. Se presenta, así, la enorme ventaja de que ya el paciente estará, por primera vez, experimentando una relación que no entra dentro del campo de su experiencia pasada, lo cual en sí misma es una experiencia de cambio de identidad (pues toda relación que se salga de los parámetros conocidos, implica un cambio en su identidad), que no ha sido dolorosa o insoportable, sentando las bases para nuevos riesgos en el proceso de cambio. Cada cambio, cada elección, es una pequeña muerte, y cada muerte un nacimiento hacia algo nuevo. Necesitamos ayuda para ambas cosas, y es allí donde el vínculo con el otro se vuelve fundamental; crear un clima, una confianza que permita la entrega es, quizás, la tarea más formidable para el terapeuta, pues representará el mapa común que han de usar para recorrer el camino de la “curación”. Si bien, ese mapa debe ser creado por ambos, es tarea primordial del terapeuta saber cuidarlo y preservarlo durante todo el proceso pues, en sí misma, la relación paciente–terapeuta recrea todas las cosas “buenas” y “malas” de las relaciones profundamente significativas en la vida (padre, madre, hijo, hija, pareja, hermano, hermana, etc.) y, por ende, camina por el mismo “filo de la navaja” de esas mismas historias, en la vida del paciente. En sí, esta relación guarda el germen de toda posible curación, pues puede ser reparadora (y debe serlo) de todas las experiencias en contrario, en cuanto a que una relación de amor puede ser lograda sin que haya daños para

los involucrados. Por ende, y una vez más, la forma en que organizamos la experiencia, el vínculo con el otro, será el instrumento, el continente sobre lo que todo lo demás que ocurra será resignificado. De nada sirve trabajar sobre el contenido de las experiencias, si antes no ha quedado claro cómo las recreamos en el presente. Si el énfasis del proceso terapéutico está puesto en la relación humana entre paciente y terapeuta será necesario ahondar, justamente, en la identidad, la personalidad y el trabajo del que será el instrumento, la parte dentro de esa relación que está a cargo, ni más ni menos, que de ayudarnos a morir, a desarticular nuestra visión del mundo. ¿Quién es, quién debería ser y cómo serlo?, son las preguntas, y respuestas, que intentamos en el próximo capítulo.

Capítulo III El terapeuta a) b)

El camino del guerrero. El buen enemigo.

c) La sabiduría y la impecabilidad. d) Diferenciación y transferencia. Utilización de la Intención para el cambio (el darse cuenta). e) Contacto y Riesgo. La necesidad del Maestro. Alterar el cómo una persona ve la realidad, es alterar la realidad. No existe algo así como una realidad objetiva para todos, sino, más bien, un sinnúmero de realidades posibles, que cada uno constela a su manera. Una de las ilusiones más grandes en las que estamos perdidos, es la creencia de que compartimos una misma y única realidad; éste, definitivamente, es un sueño del que debemos despertar. Estamos provocando, ya sea por separado como en conjunto (cultura, patria, nación, etc.), la realidad en la que vivimos y, si hay alguna esperanza de cambio en este mundo, debemos empezar por darnos cuenta de este hecho. Ese sería, entonces, el primer paso para asumir que somos responsables (respons–habilidad: capacidad para responder) por todo lo que ocurre a nuestro alrededor y que, de ninguna manera, somos meras víctimas del azar. Despertar de este trance produce, entre otras cosas, el darnos cuenta que si hay algo que tenemos en común, es la capacidad de crear una ilusión; lo que, inmediatamente, nos coloca en posición de creadores de nuestra propia

experiencia y no meros sujetos de ella. Este cambio de perspectiva es el que se experimenta en un proceso terapéutico en forma gradual, o en forma más intensa (en una experiencia terapéutica más fuerte), y se siente, justamente, como un despertar, como un renacer a un mundo que se está viendo por primera vez. La persona siente que ha cambiado, lo que se ve corroborado por eventos sincrónicos en su vida “externa” que, de la misma manera que en el pasado le confirmaban su “neurosis”, en el presente le señalan lo positivo de su transformación. Ahora es capaz de constelar otra realidad, de llamar a otros seres para que compartan su vida, de crear otras situaciones y diferenciar, con claridad, aquello que está creando, de lo que es creación de otros. Ha conseguido mover su punto de percepción, es decir, el lugar desde donde miraba y se miraba, para trasladarlo a una posición desde la cual consigue “ver” por primera vez. En general, este proceso termina de asentarse con otros logros que son expresión de la energía que antes estaba bloqueada, y ahora se moviliza y vehiculiza en la pareja, el trabajo, la familia, y otras situaciones de enorme trascendencia para la vida de cualquier persona. Sin embargo, estos eventos que representan la explosión de la vitalidad retenida en la visión y descripción del mundo previos al proceso terapéutico, pasan a convertirse en fines en sí mismos pues, además, son fines aceptables en nuestro mito social (que gira alrededor de la familia, el trabajo y el progreso material, como únicas metas válidas en la vida), con lo cual la llama encendida en el alma dormida del individuo se consume en una nueva ilusión (por supuesto, de un nivel y calidad vital muy diferente, pero ilusión al fin). Lo terapéutico en nuestra cultura, si bien está variando, ha tenido que revestirse de ropajes científicos y racionales para ser aceptado; no sólo por los usuarios y las autoridades (cualesquiera que éstas sean), sino por los mismos

practicantes, para sentirse legitimados en su praxis profesional. Asimismo, los conceptos de salud y enfermedad han estado encuadrados dentro de límites que marcan la capacidad de tolerancia a lo desconocido (bastante poca) de nuestra comunidad, y no representan ni representaron nunca, hasta ahora (con todos los cambios en los enfoques terapéuticos), un criterio confiable sino, por el contrario, un criterio vertical y punitivo de las “desviaciones” de conducta que amenazan a la visión o mito de nuestra sociedad. Este mismo criterio fue aplicado en los estudios y relaciones con otras culturas que, al “ver” otra realidad, se comportan de distinta manera que la nuestra. Nuestra reacción frente a estas diferencias ha sido variable y generosa, desde el genocidio liso, llano y “justificado”, hasta la negación y soberbia omnipotente. En los últimos tiempos, ha habido cambios prometedores en esta área, el trabajo de Carlos Castaneda (quizás la obra antropológica más influyente de toda nuestra historia) y la incursión de físicos cuánticos en el mundo chamánico, marcan el posible advenimiento de una nueva era en nuestra compresión del universo. Sin embargo, aún nos está haciendo falta, especialmente a los profesionales del área clínica, que nos quitemos, definitivamente, la “máscara” y asumamos nuestro verdadero rol de chamanes, de “sanadores”, de “curadores”, pues realmente, lo que está enfermo es nuestra cultura, nuestra organización social, nuestros valores, nuestra conducta para con los demás y para con la naturaleza. Nuestra visión del mundo centrada en la posición del ego, nuestro ombliguismo ciego y omnipotente, hace que “aglutinemos” una realidad egoísta, cínica, insegura y desesperadamente asesina. Por eso es necesario asumir al “chamán”, pues él representa la figura que es capaz, a través de su trabajo, de reequilibrar a la comunidad a la que pertenece, y esto lo puede lograr porque es el único, dentro de su sociedad,

capaz de viajar entre los “mundos”, más allá de la ilusión, y por ende, a salvo del engaño de las apariencias. El chamán es el que puede “ver” y su ver no se pierde en el mundo, lo penetra hasta su esencia misma; aún más: lo utiliza, pues no queda atrapado por la descripción del universo de su cultura (lo que denominamos en la nuestra, como neurosis). Es capaz de viajar a las realidades “alternativas” dónde el universo se ve como lo que es: una inmensa red de interconexiones y significados que trascienden absolutamente la explicación racional pero no la intuitiva, y tampoco la acción eficiente que la continúa y consolida en real. El chamán es el que está entregado al servicio por el servicio mismo; ha sido elegido por razones que lo trascienden y no lo obsesionan, para cumplir una tarea específica dentro de su comunidad. Lo que hace, no lo hace por motivos personales que impliquen algún tipo de ganancia. Su propia visión, su posibilidad de viajar al otro mundo, hace estéril cualquier deseo en ese plano. Por supuesto, eso no implica que no sea consciente del poder que su posición le da dentro del marco social al que pertenece, pero esta es parte del proceso natural de su función y no una señal de superioridad que implique ser merecedor de algún trato especial. Es un miembro de su tribu y convive con ella en toda su cotidianeidad; no es un miembro jerárquico de una entidad eclesiástica ni nada que se le parezca, tampoco su actividad tiene nada que ver con la religión ni con creencias; muy por el contrario, el chamanismo es un arte práctico. El chamán se maneja con realidades concretas, los mundos que visita son tan reales como éste, sólo que ha variado su manera de ver, de organizar su experiencia, y eso le permite la “entrada” a otra realidad sobre la que puede actuar tan naturalmente como en ésta. Por ende, su posición en la comunidad no está basada en su ego; de ahí que su finalidad no sea el control de otros ni la ganancia personal derivada de él, por el contrario, la ganancia, si la hay,

trasunta del mismo ejercicio de su profesión que, en principio, no se presta a trucos ni falsedades, pues sólo está centrada en los logros de la praxis en beneficio de otros. El chamán no se cura a sí mismo más que ejerciendo su tarea. En su camino descubre que su trabajo es la principal fuente y razón de su existencia y que, ésta misma, está llena de significado y poder. Un poder que surge, justamente, de la necesidad de desarrollar un cierto estado de ánimo, una actitud que es, a la vez, un don y una realización sin par y que exige, de quien la practica, una entrega y dedicación total, siendo la fuente y el camino de su realización y evolución como individuo, hacia la libertad. Por ende, el chamán nada tiene que perder (pues ha renunciado a todo por seguir su camino), que es lo mismo que decir que tampoco tiene nada para ganar en este plano. Todas las inseguridades son perpetuadas y compensadas por las posesiones. No es el consumismo de nuestro tiempo el que crea la necesidad de tener (aunque sí la perpetúa, cerrando el círculo), sino que la necesidad compensatoria (ante la ausencia de sentido de nuestras vidas) crea el consumismo. El ego es muy frágil e inseguro, por lo tanto, construir un mundo alrededor de él es construir un mundo frágil e inseguro. El chamán no necesita tener porque no tiene nada que compensar, su seguridad está basada en su relación directa con lo real, lo suyo no son hipótesis sino certezas, no vive en un mundo de supuestos (como el racional) sino en íntima relación con todo lo que existe. Resulta paradójico (sin embargo entendible) que en un mundo orientado racionalmente, se haya comparado la experiencia chamánica con la patología sicótica (especialmente en relación a los ritos de iniciación o el “llamado” a la tarea, por los que, en varias culturas, los chamanes deben pasar antes de serlo). Cuando quizás sea el único que, en este momento, puede arrojar algo de

luz sobre un estado de conciencia (en el que no hemos podido influir, en lo más mínimo, con toda nuestra parafernalia medicinal), al que puede “viajar” y retornar sin problemas. El terapeuta debe recuperar su herencia chamánica pues ese es su rol, el de curador del alma; y, para ello, debe ser capaz de viajar a otra realidad y traer de ella las verdades que necesitamos para salvarnos y salvar al resto del planeta, al que hemos puesto en riesgo con lo limitado de nuestra visión. Sin esta capacidad de desdoblamiento el terapeuta pierde su libertad, quedando sujeto a la misma realidad que está tratando de cambiar. Si no recuperamos la magia, la maravilla y el misterio, que son atributos del “otro mundo” (el mundo de los arquetipos, los espíritus, el inconsciente, los muertos, o los dioses, según la cultura que lo describa) y, con ellos, nuestra verdadera conexión con el todo, con el universo, estamos perdidos. Si el terapeuta no cambia su visión del mundo, si no consigue desilusionarse, entonces, su trabajo servirá para consolidar la visión aberrante de nuestra cultura. Debemos entender que la salud hoy, es sinónimo de cambio de conciencia, y que de este cambio depende nuestra supervivencia como especie, y la de todo lo que existe sobre este planeta (inclusive el mismo planeta). Para dar este paso formidable, debemos, antes que nada, entender que nuestra forma de ver el mundo es sólo una de las formas posibles, y que nuestra descripción del “aparato síquico” y, por ende, de toda nuestra aproximación a la realidad está condicionada (por no decir distorsionada) por esta visión. La propia idea, tan popular (tanto para quienes la aceptan como para quienes la rechazan), de la existencia del inconsciente, es tan antigua en la humanidad, que la mera comparación entre nuestras conclusiones y aplicaciones prácticas de ese conocimiento con lo que han hecho otras culturas, debería avergonzarnos. Pero lo más triste es que nuestra aproximación a todo este fenómeno ha

sido precopérnica, en el sentido de utilizar la hipótesis de que todo gira en torno a nuestra posición. Hemos tratado de explicar algo de lo que, en realidad, somos un subproducto, como si fuéramos los creadores. Es por eso, básicamente, que seguimos siendo tan ignorantes (mirando de afuera), porque tratamos de reducir a términos lógicos aquello que no podemos comprender creyendo que, por ponerle nombre, podemos aumentar nuestro conocimiento y control sobre todo lo que nos rodea. Nuestra posición fija en lo racional, cuyos atributos fundamentales son: la discriminación, la explicación, el control, la cuantificación, el análisis y la objetividad (lo cual convierte todo lo que existe en cosas intercambiables), hace que percibamos un mundo que se corresponde con ese orden, y todo lo que no ingresa en el mismo o no puede ser explicado, es negado o destruido. Mientras en otras culturas, la descripción del mundo racional, es vista como locura o ilusión, y el mundo de lo que llamamos inconsciente, como la única realidad y fuente de todo lo que existe, nosotros todavía intentamos nombrar y codificar “lo que está del otro lado” en vez de experimentarlo, considerando como real sólo lo que está de “este lado”. A pesar de que, desde Freud hasta ahora, mucho camino se ha recorrido, y la mayor parte de los enfoques terapéuticos trabajan, hoy en día, con lo “inconsciente”, la idea general con la que se lo concibe está supeditada, aún, a los disturbios que éste causa en la vida de las personas “normales”, con sus apariciones descontroladas y sin aparente significado. La necesidad de trabajar con él es vista como una resignación, como algo que no hay más remedio que hacer si queremos volver a ser los de antes. Debemos darnos cuenta que la vida es una experiencia a ser vivida, y no un problema a ser resuelto. Si partimos de esa base veremos que la actitud correcta, con respecto a lo inconsciente (quizás el mejor representante de esta actitud y concepción haya sido en nuestra cultura C. G. Jung), es experimentarlo y no explicarlo, es viajar por él para poder descubrir que sólo

somos una parte dentro de un todo inconmensurable y, definitivamente, no podemos tratar de explicar el océano desde el bote, sin correr el riesgo de hundirnos en él. Tal vez así decidamos aprender a nadar. Quizás entonces comprendamos que el rito de iniciación chamánico representa la disociación y ruptura del ego (nuestra tan preciada posesión), imprescindible para poder “ver”, y su reconstitución, también, imprescindible para poder mirar; y que ambas posiciones son necesarias para comprender, en forma directa (por la experiencia), el misterio insondable del que somos parte. Por ende, como terapeutas, debemos emprender el camino de la experiencia, usando como mapa la experiencia de otros que por miles de años lo han venido haciendo y que, contra todas las expectativas catastróficas de nuestra clínica contemporánea, nos demuestran que es posible la ruptura de nuestra realidad cotidiana, más aún, ese es el camino que nos permite “ver”, que hay mucho más en el universo que lo que nuestra mente puede concebir. El hechicero es, por definición, el que puede viajar entre los dos mundos, y por ende, al percibir su relación, su interpenetración, puede detectar de inmediato donde está el desbalance, la perturbación que está produciendo el sufrimiento, tanto en el individuo como en la comunidad. Es su visión “prestada”, la que permite a la comunidad restablecer el equilibrio con la naturaleza y con sus propios miembros. Sin esta visión unificadora, el individuo y la comunidad pierden su pertenencia al cosmos, al perder su relación, como parte, con el todo. Por supuesto, que no todas las personas que integran una sociedad pueden ser chamanes. El chamanismo es contextual, en el sentido de que quien lo ejerce es un emergente de esa cultura; fuera de ella no tiene sentido. El chamán no busca la verdad para su beneficio, sino como verdadero órgano de su comunidad, la que, por otra parte, le presta atención y reverencia, pues de nada valdría su función si no fuera aceptada por el resto de sus congéneres.

No pretendemos, con este planteamiento, postular que podemos copiar el chamanismo de otras culturas, ni siquiera que debamos adaptarlo, pues nuestra cultura es diferente a aquella donde hoy mismo se continúa practicando el chamanismo. Sin embargo, esta práctica está diseminada por todo el planeta, y es más antigua que cualquiera de las religiones conocidas, con un sorprendente parecido, aún entre pueblos y razas diametralmente opuestos, lo que hace sospechar, que esta cualidad está inscripta en toda la humanidad, más allá de la manifestación cultural u organización social donde se presente. Por ende, nuestro énfasis, está primero en rescatar el mensaje universal del mundo chamánico (tanto para el terapeuta como para la comunidad a la que sirve), y segundo, en encontrar en la siquis y en la praxis, el acceso al chamán de nuestro tiempo. De alguna manera, este proceso se viene dando naturalmente como parece demostrarlo el enorme crecimiento de las terapias “experienciales”, y el compromiso de sus representantes, con un cambio en las estructuras sociales y de relación, en nuestra cultura. Sin embargo, aún nos queda mucho camino por recorrer para alcanzar la meta, y un buen paso sería reconocerla. a) El camino del guerrero El arquetipo que necesitamos activar en nuestra siquis para lograr esta tarea, es el que ha sido descripto (en la forma más bella) como el “guerrero espiritual”. El guerrero espiritual es aquel que está en permanente batalla contra sí mismo, en guardia para no perderse, y seguir sólo “el camino con corazón” (C. Castaneda). Su batalla es por conseguir la impecabilidad, el terreno es la vida, “la realidad ordinaria” en la que se encuentra con personas y circunstancias, y la

“no ordinaria” donde se encuentra con espíritus y señales (eventos sincrónicos o augurios); estas imágenes (tan profundamente descriptas por Castaneda a lo largo de toda su obra) están presentes en todas las culturas de todos los rincones del planeta y, en si mismas, marcan un código, de conducta y acción, a ser seguido por cualquiera que esté, o pretenda estar, en el camino del “conocimiento”. Más como un método que permita al iniciado la entrada y permanencia en otras realidades alternativas (que, de por sí, son un inmenso riesgo a su identidad, la cual debe ser preservada contra todo peligro para poder ser modificada), que como un código moral o religioso. El camino del guerrero, asimilado a nuestra comprensión psicológica occidental, representa la búsqueda, encuentro, enfrentamiento e integración, con el arquetipo denominado “la sombra” que, en esencia, está compuesto por todos nuestros aspectos no aceptados (reprimidos o proyectados). Suele aglutinarse en nuestra siquis como un personaje que se presenta en sueños o fantasías, en forma atemorizante y ambivalente. Es la otra cara de la luna, nuestro lado oscuro que es imprescindible integrar si queremos crecer y vernos sin el velo de la ilusión sobre nosotros mismos. Que sea nuestro lado oscuro no significa que su contenido sea “malo”, tan sólo no admitido en nuestra identidad e imagen de nosotros mismos. Ya sea por introyectos de valores parentales o sociales que se oponen a esas partes (que son entonces “alienadas”) o por nuestra propia estructura, tal como lo analizábamos en los capítulos anteriores. Si mi mito personal es ser un “niño bueno”, la agresividad no tiene lugar en mi vida, así que pasa a formar parte de mi sombra. En sueños, puede presentarse como un monstruo o animal extremadamente agresivo que me persigue, representando, ni más ni menos, que la necesidad de llamar la atención a la urgencia de integración de este aspecto de nuestra personalidad, que debe volver a su lugar de origen: nosotros mismos. Cuando utilizando el trabajo de sueños que manejamos en Gestalt, nos

identificamos con ese “monstruo”, éste, no solamente pierde su aspecto terrorífico, sino que recuperamos la fuerza contenida en él, la que nos estaba faltando para continuar nuestro proceso de crecimiento. De cualquier manera, la recuperación de la sombra, es el trabajo previo que nos abre las puertas hacia el mundo de lo “desconocido”, o lo inconsciente (en el sentido más Jungiano del término), o el mundo de los espíritus y los muertos (para otras culturas). En todas las mitologías este camino está reservado sólo para los “puros de corazón”, los hechiceros, los magos o los héroes que, en esa senda, son sometidos a pruebas o “tentaciones” y, sólo una vez que éstas son superadas, las tareas que debían realizar, pueden completarse. Por puro de corazón, no se debe entender puritano, como en algunas religiones se ha interpretado (creando una ética moralista y represiva a partir de esa concepción), sino alguien que ha perdido la ilusión sobre sí mismo y ya no puede ser “tentado” por deseos que esconda su alma (pues los conoce) que lo sorprendan, haciéndolo perder el camino. Esta idea de perderse, ha sido mal interpretada como una forma de castigo infernal por no haberse portado bien; sin embargo, la interpretación correcta (exenta de los dramatismos del lenguaje simbólico, usado por el inconsciente y la mitología) es la de detenerse, o tener que aprender una lección sobre algo que no se conocía, ni más ni menos que un alto en el camino para recuperar algo que se nos había perdido. La senda del guerrero no es de perdición, sino de aprendizaje; los obstáculos representan los logros que habrán de alcanzarse una vez que se los transcienda. Por ende, la entrada al “otro mundo” está reservada a quienes están integrados, a seres “maduros” (nada tiene que ver la edad en esto) y sólo puede irse de visita por fines que no sean personales, como por ejemplo, en busca de conocimiento (por el conocimiento en sí) u otros fines (para ayudar a otros). Simbólicamente esto representa la pérdida del ego (como eje y sentido de la vida) con la consiguiente ausencia de ambiciones y ganancias en la

personalidad del “guerrero”. En este estado, las fuerzas ocultas en la psique humana (o los espíritus y dioses) no son una amenaza para el que se relaciona con ellos y, por ende, puede existir un intercambio entre ambos, probablemente, de provecho mutuo. Este es el sentido último de los ritos de iniciación chamánicos, la desintegración del ego (como falso centro de la personalidad, no como entidad), y el viaje al mundo de los muertos y al de los dioses, es una experiencia que prepara al iniciado para “conocer”, a través de la experiencia directa, su propio ser y lo que hay más allá de si. Simbólicamente ha sido expresado como el descenso al mundo inferior, y el ascenso a la montaña. Ambos representan a sus aspectos espirituales (trascendentes) y animales (emocionales, afectivos) que conforman su naturaleza. También este descenso y ascenso han adquirido, en nuestra cultura, a través de la lectura provista por el mito puritano y moralista, un contenido de bueno y malo, de diabólico y divino cuando, en el mundo del chamán, ambos aspectos son tratados como iguales, o como las fuerzas opuestas (polaridades) que hacen posible la vida. Entonces, más que nada, el camino del guerrero, representa una actitud, una posición frente a la vida, una “intención” de comenzar y continuar dentro de un camino. Esta misma intención “constela”, por decirlo de alguna manera, los eventos necesarios para el aprendizaje del iniciado, lo que en psicología Jungiana se denomina sincronismo (correspondencia entre eventos internos y externos, coincidencias significativas), o en la cultura indígena, como augurios, creándose, para él lo que se llama, “el camino sin retorno” (significando la senda, que una vez iniciada, sólo puede recorrerse). Este es, también, el camino del chamán de nuestra cultura: el terapeuta. Sólo que para reivindicar ésta, su verdadera herencia, debe asumir su auténtico destino con lo que eso implica en una sociedad, que si bien lo necesita

desesperadamente, también lo rechaza con igual desesperación. La nuestra es una cultura que se está muriendo; gran parte del trabajo del chamán, en esta era, es ayudarla a morir, para poder parir una nueva Asumir una actitud como esta implica para el terapeuta arriesgar la pertenencia a la comunidad pues está en una cultura donde las instituciones médicas y religiosas han actuado siempre como aliadas del “status quo” (y, de dicha acción, han obtenido la mayor parte de sus beneficios económicos, sociales y personales). Este desdoblamiento, este “ego sacrificium”, requerido del terapeuta para cumplir con su tarea, si bien va contra la corriente cultural, no parece ir contra los nuevos vientos que comienzan a soplar en todo el mundo. La búsqueda de nuevos modelos terapéuticos (no sólo en el sentido de nuevas técnicas, sino de nuevas mujeres y hombres) especialmente entre las culturas indígenas y llamadas primitivas, parecen marcar una evolución creciente entre quienes se dedican a la tarea terapéutica en occidente. b) El buen enemigo Cuando en el capítulo anterior veíamos cómo se estructura la realidad de cada individuo en el desarrollo de su mito perceptivo, planteábamos la necesidad de hacer énfasis en “cómo” se estructura esa realidad, antes de intentar cambiarla. El cambio era esa transformación en la percepción (global y organísmica), que ocurre cuando a través del contacto y la conciencia conseguimos modificar ese fondo estructurado sobre el cual la persona edifica sus elecciones vitales. Postulábamos, finalmente, la importancia radical del vínculo terapéutico como factor de cambio, ya que éste resultaba imprescindible para ayudar a la “pequeña muerte” o la “gran derrota” de la

estructura del paciente. Es hora, entonces, de profundizar en cómo y por qué la relación terapeuta–paciente es fundamental en el proceso de transformación. En ese sentido, una de las mejores formas de ejemplificarlo es utilizar la imagen del terapeuta como el “buen enemigo”. Esta imagen prestada del camino del guerrero, representa la necesidad, por parte del iniciado, de enfrentar a un cierto adversario que, por sus condiciones como combatiente, habría de ponerlo en verdaderos aprietos. Obligándolo, de esa forma, a utilizar al máximo todos sus recursos, inclusive algunos que sólo se ponían a la luz en una situación de emergencia, como la planteada en “combate” por su propia vida. Este adversario de “fuste” lleva al aprendiz a una verdadera encrucijada, por medio de una amenaza sistemática a todo lo que éste considera como su mundo seguro y previsible. Se convierte en “lo inesperado” que lo aguarda a la vuelta de cualquier esquina. Lo obliga a hacerse cargo de sí mismo en cada minuto al introducirse en su vida como un invitado “de piedra”, que le recuerda a cada instante, que su mundo ya no volverá a ser lo que era. A la larga, o a la corta, el aprendiz comprende que, gracias al enfrentamiento con su “enemigo”, su vida se ha transformado. De una forma que él no podía sospechar pero, de una manera tal que sólo puede agradecer a su adversario el “favor” que éste le hiciera. Más tarde aún comprende que el enfrentamiento con su enemigo constituye una estrategia, un obstáculo–prueba que hace parte de su proceso de instrucción. Esta idea del buen enemigo se encuentra, dispersa, como descripción simbólica de los distintos obstáculos–aliados que marcan el proceso de crecimiento, como método de instrucción, en distintas culturas del mundo. Sólo por citar una, los maestros Zen utilizaban la técnica de frustrar

activamente a sus alumnos para obligarlos a utilizar sus propios recursos, en vez de recurrir al maestro como proveedor de respuestas. Siendo a su vez la forma de frustración tan variada como la presentación de “koans” (problemas de contradicción lógica que no pueden resolverse por medio de la mente racional), hasta la aplicación de golpes sobre las cabezas de los discípulos, con largos y duros garrotes de madera. Todas las tradiciones “guerreras” establecieron, y establecen, un culto al enemigo de poder, al que, inclusive, se procura, intencionalmente, con el propósito de obtener los dones que sólo pueden alcanzarse en un combate con éste (Samurais en Japón, tribus indígenas en Norte y Sud América). Parte de este proceso está pautado por la percepción del enemigo como alguien que supera nuestras fuerzas y posibilidades; como la tarea “imposible” para la que no estamos preparados. Luego, en el transcurso del combate, nos sorprendemos, a nosotros mismos, haciendo uso de facultades que no creíamos poseer pero que surgieron en la demanda de la lucha para, finalmente, llegar a un equilibrio con nuestro oponente. Cuando éste deja de ser una amenaza, pues ya no puede vencernos ni ser vencido, percibimos cuánto nos ha ayudado a desarrollar nuestro propio poder, aún a pesar nuestro. Es en este sentido, que el terapeuta, depósito de todas las proyecciones maximizantes del paciente (fruto de su propia y subjetiva desvalorización), se convierte en el enemigo todopoderoso, temido e inalcanzable, fuente de todas las amenazas y, a la vez, de todas las expectativas mágicas de cambio. Este desnivel en la relación de fuerzas es el que, bien utilizado, puede producir enormes resultados terapéuticos. Siempre y cuando el terapeuta sea capaz de convertirse en “el buen enemigo”, utilizando ambas partes de la ambivalencia, es decir, dando el soporte afectivo incondicional (ying), sin el cual ningún cambio es posible, y al mismo tiempo desafiando y amenazando (yang) la visión o mito personal del paciente, frustración sin la cual ningún crecimiento es posible.

Este tipo de mezcla es, también, la que se da en el “buen” padre o maestro, que, siendo capaz de ver más allá de su hijo (y amándolo profundamente) actúa, aún, a riesgo de ser incomprendido y perder el beneficio inmediato de la admiración y cariño de su niño, pero en beneficio de éste. El buen enemigo es el que conoce nuestros “puntos débiles” y también los fuertes, es el que nos conoce íntimamente (sólo podemos influir en quienes amamos y nos aman) y es, entonces, el que puede hacer uso de “ese conocimiento” en beneficio nuestro, aunque eso duela. Es, por sobre todo, el que tiene el coraje de ser “lo suficientemente cruel como para ser bueno” (Perls) empujándonos, a veces amorosamente, a veces salvajemente, a traspasar nuestros límites imaginarios, en el viaje de descubrir quiénes somos en realidad. Cuando el proceso terapéutico culmina, el terapeuta recobra su dimensión humana, una vez que la transferencia o traspaso (o deberíamos decir devolución) de poder que el paciente había depositado en él, se completa. A la “luz” de esta igualdad diferenciada, ambos pueden contemplarse con respeto y amor, igualados en su lucha por vencer el dolor y la ilusión. Es obvio que el manejo de esta mezcla entre incondicionalidad y frustración, no sólo representa un arte, sino que requiere una cualidad y disciplina ética altamente desarrollada y confiable que, en el presente trabajo, hemos denominado como sabiduría e impecabilidad. c) Sabiduría e impecabilidad Cuando se habla sobre ética profesional en el campo de la sicoterapia, pocas veces se abordan los temas que realmente importan, como contacto, intimidad, efectividad del proceso, daño al paciente, etc., con la claridad y franqueza que el tema merece. Esto ocurre por varias razones y, sin pretender

agotarlas, queremos referirnos a alguna de ellas. En primer lugar, existe una gran confusión entre ética y moralismo, en cierta forma inevitable, en una cultura basada en las apariencias y los “debes ser” (contrapuestos con la absoluta hipocresía de la práctica cotidiana en todas las relaciones) que lleva a hacer más importante lo que tendría que ser (según ciertos códigos morales) que lo que es. Se llega, entonces, a una especie de asepsia como ideal de las relaciones médico–paciente, terapeuta–paciente, maestro–alumno, convirtiendo los vínculos en meros vehículos de información que permanecen incontaminados como compartimentos estancos (nada más aberrante, nada más alienante como forma de relación vital, que cualquier modelo que proscriba el verdadero encuentro entre seres humanos). En segundo lugar, no se habla, con claridad, sobre el tipo de relación que se establece entre terapeuta y paciente, en cuanto a su especificidad que, entre otras cosas, posee características de intimidad, entrega y confianza que, de por sí, constituyen los pilares de cualquier relación significativa entre dos seres humanos; lo que, aún, adquiere mayor relevancia cuando vemos que, en la vida del paciente, muchas veces esta es la primera experiencia de una relación de ese tipo en su vida. Esto aporta material, más que suficiente, para la confusión en el vínculo, no sólo por parte del paciente sino, y fundamentalmente, por parte del terapeuta, quien está, por el lugar que ocupa (prestado y propio), en posición de ejercer mayor influencia en la relación. Ni la ética moralista ni el manejo técnico de la transferencia (a la que nos referiremos más adelante) sirven, como apoyo, en el terreno real de la relación humana. Terapeuta y paciente se encuentran solos, sin más recursos que los provenientes de su propia estructura y visión del mundo, en un microcosmos, especial e inevitable, que no puede ser influido por meros conceptos adquiridos. La ética, si ha de serlo, debe ser un marco de referencia experiencial y no

meras palabras. Tampoco es garantía la previa experiencia terapéutica personal que, en algunas escuelas, es vista como requisito fundamental para el ejercicio de la sicoterapia (también en Gestalt), pues el mero hecho de “conocer” nuestras problemáticas no nos salva de actuarlas ni, aún, las supervisiones que, a tiempo, pueden ser de gran ayuda pues, en última instancia, dependen de que reconozcamos que la necesitamos. Es hora de admitir que los requisitos de orden objetivo no sirven como marco de referencia; que intentar convertir la relación terapéutica en un hecho objetivo y verificable, es una prostitución de la misma; que no existen garantías, cuantificables y medibles, donde lo único que importe sean los procedimientos y no los seres humanos (como en el ideal Cartesiano– Newtoniano). La verdad es, claramente, lo contrario: los procedimientos, si no están al servicio de la relación, sólo sirven como barrera “protectora”, como cosificación del vínculo, esterilizándolo irremediablemente. Quien no es capaz de relacionarse, se esconde detrás de técnicas y manejos; quien es capaz del riesgo de la relación, utiliza técnicas sólo al servicio de ella (y, aún, dictadas por ésta). Esto no implica, por supuesto, que debemos renunciar a una ética o a definirla, sino, más bien, que necesitamos de una nueva ética o, quizás, retomar una antiquísima. La sicoterapia no es una ciencia, al menos no en el sentido común del término. Sí es un arte, y como todo arte necesita de una escuela de conocimientos, del dominio de una técnica, y de un maestro que oficie de modelo formador. Luego el artista, frente a la tela, descubre que, para crear, debe “olvidarse” de todo, debe ser instrumento afinado, pero la “mano” que lo “toca” no puede ser controlada. Esto es lo que podríamos definir como sabiduría, es lo que todo hombre descubre en el proceso de dominar un arte, todo lo que hace, y ha hecho, para dominarlo sólo lo ha convertido en dominado, y esa esclavitud es la que, paradójicamente, lo libera.

Sabio es aquel que, en virtud de su trabajo, descubre la ilusión de poder que da el conocimiento y la abandona, entregándose, en definitiva, a la corriente de la vida y su destino. Ahora bien, debe quedar claro que la sabiduría no es un estado estático que se alcanza de una vez y para siempre, o que está reservado para ancianos de “luengas barbas”, sino, mejor, es una actitud, una búsqueda que en el propio proceso, va liberando su “saber”. Se puede ser sabio a los tres años y tonto a los cien. Es, en definitiva, un propósito, una meta espiritual, un ideal que debe trascender la mera praxis para convertirse en un fin en sí mismo; todo arte que no esté impulsado por un ideal que lo libere de las cadenas del ego, es sólo una caricatura. Todo arte que no esté basado en el amor, se pervierte en la contemplación de sí mismo. Aprender a amar, y enseñar a hacerlo, es una de las tareas fundamentales del formador de terapeutas, y uno de los requisitos básicos para aspirar a serlo. Sin embargo, todo esto puede quedar en meros propósitos y formulación de deseos, sin un método y un maestro que lo convierta en realidad. El método es la impecabilidad, el vehículo de su enseñanza es el maestro que la expresa a través de sus actitudes. Del maestro nos ocuparemos más adelante, veamos algunos conceptos sobre impecabilidad. Ser impecable es ser honesto, es estar alerta, sensible a las propias motivaciones, es descubrirse “in fraganti” en el acto de justificar nuestras limitaciones o nuestros propósitos egocéntricos. Es, también, poder reírnos al hacerlo, no volvernos guardianes moralistas del “bien universal”, pues ese es el camino para empezar a juzgar a los demás y creernos “salvadores”. Es no darnos concesiones en nuestra búsqueda por expresar la verdad y, sin embargo, hacerlo con alegría, con placer, enseñando, entonces, cómo las tareas más serias pueden realizarse jugando, celebrando. Es, por sobre todas las cosas, tener una meta clara y un propósito inquebrantable, y luego dejar que el universo decida. Es alcanzar la humildad a través del ejercicio cotidiano del amor en

nuestro trabajo, pues sólo es humilde aquel que realiza su tarea con entrega y abandono, y eso se aprende únicamente, con la práctica. En fin, ser impecable es desarrollar la “intención”, es decir, utilizar nuestra energía para constelar la realidad que queremos, a sabiendas que, en ese acto, asumimos plena responsabilidad por las circunstancias, relaciones y personas que convocamos a nuestra vida, y que será de ellos de quienes más tendremos que aprender. Por último, ser impecable, es nuestro tiempo, es dedicar, más allá de la tarea que realicemos en nuestra vida diaria, lo mejor de nuestros esfuerzos a la realización de los cambios que posibiliten que, en nuestro planeta, no haya más hambre, niños abandonados, bosques quemados, culturas destruidas, mujeres castigadas y animales en sufrimiento o extinción. Para lo cual, quizás, sólo tengamos que tener como meta, el ser felices. d) Contacto y riesgo. La necesidad del maestro Cada vez que contactamos (como veíamos en el capítulo anterior) nos estamos relacionando con “lo otro”, con lo que no somos, es decir, con lo nuevo y desconocido. Por ende, cada vez que nos relacionamos nos transformamos, seguimos siendo los mismos pero diferentes. Este proceso de cambio permanente, es en mayor o menor medida, vivido como una “amenaza” a nuestra identidad conocida (no a la potencial) que, en cada relación, debe entregarse “un poco”, confluir, en sus fronteras, para permitir el intercambio. Es obvio que, si el desafío es probar un nuevo gusto de condimentos en la comida, la reacción será diferente que si fuera pasar una semana de viaje chamánico en la selva amazónica (aunque para mucha gente lo primero sea tan riesgoso como lo segundo).

De esto se trata la identidad llamada “neurótica” en nuestra cultura, si somos capaces, o no, de flexibilizar nuestras fronteras para permitir la relación con lo nuevo, de lo que devendrá el crecimiento y la transformación. Esta “coraza” (Reich) de nuestra cultura, que nos impide la flexibilidad suficiente para realizar los cambios de los que depende la sobrevivencia de todos en el planeta, ha sido adquirida a través del intercambio relacional de padres e hijos y luego consolidada por una convivencia comunitaria, coherente con dicha “visión” del mundo y de la vida. El cambio, o mejor dicho, la desestructuración de dicha coraza, tanto a nivel individual como colectivo, es nuestra tarea como terapeutas. Y, justamente, esta tarea que implica la pérdida de los límites conocidos, tanto externos como internos, necesita un marco de referencia nuevo y firme, alrededor del cual construir la nueva identidad. Como la planta, que necesita un palo del que agarrarse mientras crece, precisamos la figura del maestro, en dicho proceso, en su doble condición de soporte y de inflexible “enemigo” de nuestra visión y conducta. Esta figura ancestral del maestro se ha perdido casi por completo, en nuestra sociedad, sustituida por la aséptica idea de la mera transmisión de información. Los docentes de nuestro tiempo han olvidado (por suerte muchos se resisten) su función de formadores, convirtiéndose en meros informadores. Carentes de modelos reales (humanos), los jóvenes de nuestro tiempo deben recurrir (en una familia que, las más de las veces, tampoco los provee) a las imágenes producidas por los medios masivos de comunicación, en búsqueda de modelos identificatorios, que son, ¡oh casualidad!, los que el sistema necesita para continuar perpetuándose en el tiempo. En la transmisión de cualquier conocimiento, lo fundamental es la relación entre discípulo y maestro, pues es ésta la que provee el encuadre, la forma, sobre la que dichos conocimientos son absorbidos por el aprendiz. En el caso de la formación de terapeutas (sagrada tarea), esta necesidad reviste

características, aún más dramáticas, en lo que tiene que ver con su urgencia. La confusión de nuestro tiempo, en su búsqueda de la objetividad y asepsia (alienación), en las relaciones profesionales y docentes, ha llevado el énfasis de la enseñanza a los métodos y las técnicas, dejando de lado a quienes las practican y llevan a cabo. Esto ha traído como consecuencia que los estudiantes universitarios (en todas las carreras pero, trágicamente, en Psicología y artes afines), sientan que tienen que elegir cuál es el método que deben aplicar, y no el modelo de persona en la que deben convertirse para ejercer la sicoterapia y, por ende, cuál es el maestro que deben buscar para conseguirlo. Dicha situación es agravada por el hecho de que la elección debe ser realizada mediante un análisis racional de una determinada técnica, llevando el campo de la vida (que es de lo que se trata en sicoterapia) a una mera discusión entre argumentos contradictorios, que “huelen”, las más de las veces, a defensas “racionalizadas” (y apasionadas) de los territorios económicos o mesiánicos particulares. Se olvida, con todo esto, que lo realmente importante es quien realiza la tarea, la personificación de un ideal y una praxis que sólo se da en un individuo que ha llevado dicho estado a un nivel de claridad y belleza que lo habilita para transmitirlo (el maestro). “Un antiguo adepto dijo: Pero si el hombre erróneo usa el medio correcto, el medio correcto actúa erróneamente... El método es, ciertamente, sólo el camino y la dirección que uno toma, mediante lo cual el cómo de su obrar, es la fiel expresión de su ser” (El secreto de la flor de oro, de Jung y Wilhelm). Nuevamente, el instrumento es importante pero más, aún, es la mano que lo empuña. Por último, hablar de maestro–discípulo no implica establecer una jerarquía, un verticalismo relacional (que sólo se da en la mera transmisión de

conocimientos, donde la diferencia está en la acumulación de poder informativo), por el contrario, entre maestro y alumno hay una relación de amorosa y apasionada convergencia de ideales y práctica. Debe entenderse que no hay maestro sin discípulo, ambos forman una díada inseparable, cuya razón de ser trasciende a ambos. En las tradiciones antiguas el maestro elegía a sus discípulos de la misma manera que era elegido por ellos, de ahí el dicho popular “cada uno tiene el maestro que se merece”. Quizás la mejor forma de explicarlo, sería decir que “el camino” que se transita provee al maestro y al discípulo. Es bueno aclarar aquí, que la tan común competencia entre alumno y maestro (que se da en nuestra cultura), está basada en la lucha por el poder, ya que el foco de la enseñanza está centrado en obtener una cierta información, que nos dará el poder que el otro tiene y ejerce despóticamente (la mayor parte de las veces), para que podamos salir de la situación de impotencia en la que nos encontramos (frente al otro, a la sociedad, etc.). La diferencia, entre uno y otro, es sólo el poder, por eso estas relaciones terminan siendo relaciones tipo “sadomasoquistas”, donde el discípulo se somete para obtener “el Palo” (no el falo) con el que podrá vengar las humillaciones recibidas, golpeando a las siguientes generaciones de aprendices, a la vez que accede al círculo (si tiene suerte) de los que detentan el poder. El poder es enemigo del amor, la relación entre maestro y discípulo es de ternura y mutua necesidad. El maestro necesita de alguien a quien volcar un conocimiento que, de permanecer en él se esterilizaría; necesita dejar su legado para que otros puedan continuar un camino que tampoco le pertenece (puesto que, también, le fue entregado por sus antecesores); deben entregar la llama para que ésta siga encendida y, entonces, poder morir en paz. El alumno precisa del maestro como modelo, como marco de referencia, como “buen enemigo” que le permita encontrar y realizar todo lo que en él yace

como potencia. Necesita de un guía en la oscuridad del bosque, que le enseñe, ni más ni menos, que el arte de vivir. Su encuentro con el maestro es el fruto de la búsqueda de un camino para el cual ha recibido el llamado interior, la obediencia a dicho llamado marca una relación de respeto y reverencia al maestro, en quien ve la máxima realización de una tarea que él reconoce también como propia y en definitiva trascendente para ambos. En nuestro tiempo de lucro, y acumulación compensatoria, es difícil pensar en una relación basada en el amor, en el poder del amor como sustento del vínculo entre maestro y aprendiz, razón de más para realizar el desafío. No puede exigirse más, no puede darse menos en la formación de un terapeuta que, entre otras cosas, tiene la sagrada tarea de continuar encendiendo la llama de la vida. e) Diferenciación y transferencia. Utilización de la intención para el cambio (el darse cuenta) La transferencia es un fenómeno proyectivo que se da en todos los órdenes de la vida y no, solamente, en la situación terapéutica dentro de un consultorio. Como veíamos en los capítulos 1 y 2, organizamos el encuentro con el mundo a partir de cierto fondo preestructurado, desde el cual volvemos significativas ciertas instancias, al convertirlas en figuras de nuestra atención. Parte de esa organización la realizamos a partir de ciertos estilos de relación, o contacto, entre los cuales se encuentra el proyectivo. Poniendo fuera lo que, en realidad, es nuestro, no sólo nos empobrecemos o mantenemos una ilusión sobre nosotros mismos, sino que distorsionamos nuestras relaciones con los otros, poniéndolos en el lugar de “personajes” internos, para luego jugar nuestros “dramas” favoritos (por más reales que nos parezcan).

También “entregamos” nuestro potencial, nuestra fuerza y nuestra belleza al “otro” convirtiéndolo, ante nuestros ojos, en una especie de semidiós, confirmando nuestra impotencia y transformándonos en eternas víctimas irresponsables. Todo este “paquete” conforma nuestra visión distorsionada y personal de la vida. Si tenemos “éxito” en introducir al terapeuta en alguno de estos roles o juegos dramáticos o, si al menos, conseguimos convertirlo en alguien superior (fuente de todas las ambivalencias afectivas) habremos conseguido confirmar nuestra intención organizadora, nuestro mito perceptivo. Esto, obviamente, sólo puede ocurrir si el terapeuta refleja nuestra proyección, confirmando, al devolverla, que el mundo funciona tal como lo vemos. Este “encaje” del terapeuta en nuestro rompecabezas se da en lo hechos, no en las palabras (así como para los niños lo que cuenta son los actos de los padres y no sus palabras). Cada uno de los gestos, movimientos, posturas, encuadre, posición frente al otro, etc., constituyen, o no, una constatación de la pertenencia al mito del paciente. Si bien el contenido de esa transferencia nos dice mucho sobre este mito en particular, deja por fuera como se está actualizando en esta relación, pues para que quedara claro deberíamos centrarnos en la relación y lo que los dos estamos haciendo en el “acto” de nuestro encuentro, para presentificarlo. En primer lugar, entonces, el terapeuta debe diferenciarse activamente del lugar donde es puesto e impuesto por el otro. Para poder hacer contacto con su paciente debe ser “no yo” para él, debe ser el portador de lo nuevo, el personaje, desconocido e imprevisible, que actúa fuera de lo que puede prever, pues aquello que puede prever forma parte de su inventario de hechos pasados, de su interpretación del mundo, en la que está atrapado. La diferenciación es el instrumento primordial para que un encuentro realmente lo sea, de lo contrario sería sólo un reencuentro con lo que ya fue, con el pasado vuelto presente, cuando lo que buscamos es que el presente

resignifique el pasado. ¿Cómo puede lograrse esto si no experimentamos el presente? Cada vez que nos diferenciamos de la “proyección” del paciente, abrimos la puerta del aquí y ahora, abrimos la puerta del asombro y la renovación, también del horror y el dolor, en fin, de todos los “ingredientes” que hacen al crecimiento y la transformación. Todo esto, sin embargo, requiere de una estrategia para el encuentro, de una graduación que depende de cuánto pueda el otro digerir lo nuevo, de cuánto soporte le está dando, ahora, esta relación terapéutica, de cuánto tolera este mito en particular la pérdida del control que implica la salida de los códigos de organización de su experiencia. Depende, como decía el viejo indio Yaqui de Sonora, del “milímetro cúbico de suerte” que aparece, cada tanto, como una puerta que se abre entre maestro y aprendiz. En todo esto, la “Intención”, como la gran “maga” que constela el mundo que nos rodea, juega un papel preponderante. Quizás sería más correcto hablar del manejo de la intención por parte del terapeuta, dado que ésta es una fuerza impersonal al servicio de las motivaciones (gestalts inconclusas, necesidades insatisfechas, etc.) y contenidos (experiencias traumáticas, carencias afectivas determinantes, etc.) del mito del paciente, que puede ser usada para revertir, confirmar o desestructurar dicho mito. La utilización de la intención, a favor del paciente, lógicamente es un arte (que puede ser aprendido) pero veamos aquí, algunos puntos de referencia. • Primero: para poder utilizarla hay que “conocerla”, lo que implica “localizarla” y entender su funcionamiento (patrones fijos de conducta, repeticiones, eventos sincrónicos que la confirman). • Segundo: localizar las gestalt inconclusas, o asuntos pendientes, que conforman la coherencia organizativa de la intención o, en otras palabras, los dramas inconclusos que, una y otra vez, vuelven a ser “llamados”. • Tercero: identificar cuáles de ellos pueden ser completados y, por

ende, concluidos, utilizando la fuerza consteladora de la intención que los transforma (en el consultorio o fuera de él) en eventos, absolutamente reales para el paciente. Esto podría ser visto como un personaje que se introduce en la película de otro y, utilizando la fuerza argumental del drama que se exhibe, modifica, con su intervención, el final de dicho film. Para dar un ejemplo breve y parcial, esto puede implicar: desde darle al paciente lo que necesita, frustrando su expectativa de jamás recibir, o por el contrario negárselo. • Cuarto: focalizar la atención del paciente en la existencia, y por ende, en las manifestaciones “visibles” (fenomenológicas) de dicha intención. Este procedimiento consiste, en dirigir la atención de la persona al “cómo” de su vida, a la forma en que las cosas le suceden (y no a por qué, que en principio, no tiene res- puesta), hasta que, gradualmente, las coincidencias repetitivas empiezan a “armar” un rompecabezas lleno de significado y, al hacerlo, comienzan a develar su contenido. Este procedimiento tiene la enorme ventaja de centrar los eventos, y circunstancias, en el individuo y no en el ambiente (proyección) y, por ende, devolverle las riendas de lo que le ocurre, modificando, por la experiencia directa (que siempre es indiscutible, pues no es un discurso), su posición existencial de impotencia, frente a lo que le afecta. Hecho, todo esto, sin haber tocado el contenido del drama que se constela una y otra vez o, lo que es lo mismo, sin haber “tocado” la resistencia. • Quinto: desafiar, en forma directa y activa, la visión creada por la intención, más con el fin de dejarla en evidencia (utilizando a partir de ahí el punto cuarto) que de modificarla. A este punto es que, en general, se refiere la utilización de experimentos en terapia gestáltica, vale decir, a crear una situación (de común acuerdo con el otro) en la que quede en evidencia, la forma que utilizamos para organizar nuestra experiencia. • Sexto: encontrar las huellas que la visión intencional, de nuestra

vida, ha dejado, a lo largo de los años, en nuestro cuerpo, y trabajar, primero para aumentar la conciencia de dichas huellas (a través de la experiencia directa), para luego modificar, experimentalmente, la postura “original” que permita tomar contacto con el “cómo” se ve el mundo desde esta posición. • Séptimo: la utilización activa de todos los sentidos (inclusive los extrasensoriales), para salir de los límites marcados por la repetición compulsiva del orden sostenido por la Intención. • Octavo: el impulso activo a desestructurar los soportes ambientales que sostienen la visión (vínculos familiares desgastados, trabajos tóxicos, relaciones de dependencia, vivienda, etc.) como forma de romper con los círculos viciosos que, no sólo consumen la energía del individuo sino que, además, le impiden tomar contacto con las partes de su persona que están siendo retenidas, para permitir el estado actual de su existencia. Como en los vínculos de dependencia, en los que la persona no se anima a tomar el riesgo de liberarse pues, desde ese estado (de dependencia), evalúa que carece de recursos para sostenerse por sí, sin darse cuenta que está reteniendo esos mismos recursos, para poder seguir en dependencia. En este punto, para que los recursos puedan aparecer es imprescindible que la persona primero actúe, y no que (como, comúnmente, se racionaliza) deba, antes, prepararse para dar el salto. La preparación, nunca llega, nunca se está realmente preparado. Es solo otro argumento (intencional no consciente) para sostenerse en la antigua posición (un buen ejemplo es el ama de casa que teme divorciarse por los problemas económicos que le acarrearía, o el joven adolescente que nunca termina de estar preparado para aspirar a un trabajo). Sólo se aprende lo que se experimenta. La información adquirida y acumulada (cuando no es, francamente, tóxica y paralizante), puede ser usada como guía, pero no como sustituto de la experiencia. Bien, las mencionadas representan algunas de las maneras de utilizar la

fuerza aglutinante de la Intención para modificar, justamente, la realidad (tanto interna como externa) que ésta constela. La forma específica en que el terapeuta ha de usar su ser, su propia Intención para lograrlo, es imposible de transmitir en palabras, pues eso depende, en un enorme porcentaje, del estilo personal de cada uno; sin embargo, ninguna de estas realizaciones podría concretarse sin un trasfondo de amor y respeto mutuo que, quizás, sea la tarea u obra “prima” a llevarse a cabo, en cualquier proceso terapéutico. Muchas veces este es, por sí mismo, el factor curativo por excelencia, y separarlo de todo el resto del proceso es un ejercicio, quizás didáctico (como el que estamos intentando), pero de ninguna manera real. La interacción profunda, e íntima, entre dos seres humanos, siempre modifica a ambos. Quizás, ésta sea la parte más gratificante de la tarea: el descubrir cuánto nos han ayudado aquellos a quienes hemos apoyado. Para los que temen al amor (o sus manifestaciones), o lo confunden con el ejercicio de la sexualidad, diremos que cada uno de los actos de cualquier ser humano, son sexuados en la medida que todos somos seres sexuados. Que esos actos se conviertan en sexuales, o no, es patrimonio de la elección de dos seres humanos, en igualdad de condiciones para elegir. Dado que la situación terapéutica, por todo lo que hemos visto, es (en la praxis y en la subjetividad del paciente, por un período prolongado) una relación desigual, no creemos que tenga ningún sentido trascendente la vinculación, a ese nivel, entre paciente y terapeuta. Gran parte de la proyección que se realiza sobre la figura del terapeuta está contaminada por el vínculo y la relación que se tuvo con los padres y así como un niño o niña deben aprender a renunciar a la posesión de sus padres para ganar el sano lugar de hijos, también el paciente tiene la oportunidad de sanar lo que le haya quedado inconcluso con sus progenitores a través de la relación y el vínculo con su terapeuta. Reconocer en los intentos seductores del

paciente a la niña o niño herida/o y el drama implícito en querer obtener el amor que no se tuvo en la infancia a través de la seducción adulta, es el portal que paciente y terapeuta deben cruzar para liberar al primero de la repetición de vínculos autodestructivos. En otras palabras así como existe el tabú al incesto en la familia, también debe de estar presente en el vínculo terapéutico, de lo contrario este conduciría a los mismos lugares destructivos que el abuso y la violación intrafamiliar. Es claro, por otra parte, que la relación comienza a ser de igualdad (diferenciada), recién sobre el final del proceso, es decir, justo en el momento que la razón que originó el encuentro se ha terminado; es el momento de decir adiós. Donde una relación debería comenzar, la terapéutica debe terminar. Por último, para aquellos que temen la “erotización” del vínculo terapéutico, vale la pena recordar que Eros, el dios mitológico del Amor, disparaba sus flechas al corazón de la gente, no a sus genitales.

Capítulo IV Zen y la poesía de estar presente a)

PreZENte y Relación

Hacer terapia es, en definitiva, entrar en relación. Quizás esa sea la gran dificultad, pues los seres humanos, en este tiempo que corre, rara vez entramos en verdadera relación. El encuentro es la más bella de las experiencias posibles entre seres vivos. Sin embargo, requiere, para que se realice, de ciertas condiciones que, la mayoría de las veces, son vividas como amenazadoras o peligrosas. Para encontrarse hay que exponerse, hay que mostrarse, hay que hacerse accesible, hay que estar dispuesto a la entrega y, como es obvio, esto requiere una disposición a abandonar el control, tanto sobre sí como sobre el otro. Es más fácil intentar controlar para que nos dé lo que necesitamos (afecto, seguridad, etc.), mientras permanecemos a salvo del riesgo de tener que hacer lo mismo. Por eso la mayor parte de nuestras relaciones se convierten en transacciones o simples juegos de poder. Mientras más inseguros estamos, más intentamos controlar a los que nos rodean; proyectamos nuestra desconfianza en nosotros mismos sobre los otros, y desconfiamos de ellos. Nunca estamos seguros de que nos quieren y, como a través de nuestros juegos de control nunca mostramos nuestra vulnerabilidad (capacidad para ser vulnerables), jamás pasamos por la experiencia “sanadora” de ser queridos por lo que somos (y no por lo que hacemos o tenemos, que es nuestro recurso para manipular a los demás, y la razón explicativa que nos damos para entender por qué están junto a nosotros).

En términos sicológicos, entregarse implica un abandono momentáneo de nuestras defensas, y decimos momentáneo porque no puede esperarse que alguien viva en permanente apertura. Dicho de otra manera, debemos lograr un relajamiento de los límites conocidos de nuestra identidad. Cuando eso ocurre, entramos en contacto con el otro, con lo que es noyo, con la experiencia maravillosa del encuentro con lo nuevo. De lo contrario, nos relacionamos sólo con lo que pensamos que el otro es, amén de coartar nuestro crecimiento que, como hemos visto, depende de nuestra capacidad de contactar, de relacionarnos con lo nuevo. En los hechos, sin embargo, muchas veces lo que es vivido como realmente riesgoso en el encuentro, es la inevitable dualidad de este proceso: no sólo me encuentro con lo desconocido en el otro, sino que la apertura implica, también, una apertura hacia mis adentros. Cuando las fronteras se flexibilizan también permiten el “encuentro” con contenidos largamente “guardados”, que suelen ser penosos y, a veces, aterrorizantes. El abrirnos al encuentro afectivo implica el reconocimiento de nuestra necesidad afectiva (que, por si misma, puede ser dolorosa de reconocer) y, además, la posibilidad a quedar nuevamente expuesto a una insatisfacción (de la que, probablemente, me ha costado mucho emerger). Por eso la mayor parte de la gente se defiende, aunque parezca paradójico, de lo que más necesita. Pues no hay amenaza más grande, para el hambriento, que la posibilidad de saciar su apetito, dado que todas las fuerzas defensivas (que constituyen los límites de su identidad) están dirigidas a la sobrevivencia sin el alimento y la evitación de situaciones donde éste pueda aparecer. Si se diera tal situación, el individuo se vería en la disyuntiva de abrir las barreras para permitir el ingreso de lo que necesita (con la consiguiente pérdida de límites) entrando, entonces, en contacto con todo el dolor guardado y con la situación original (vivida como tal) de indefensión e impotencia que,

justamente, generaron su respuesta “defensiva”. Estas experiencias resultan demasiado impactantes para ser digeridas; todas las expectativas catastróficas, todas las fantasías y racionalizaciones acuden en nuestro auxilio en el momento del encuentro. La tensión resultante hace imposible que quedemos disponibles para el otro pues, en realidad, nuestra energía se está consumiendo en la lucha interna entre nuestra necesidad y nuestro temor. Proyectamos, así, nuestros miedos en el ambiente y culpabilizamos a los “demás” por nuestras limitaciones, autoconfirmándonos lo apropiado de nuestras defensas. Todo esto configura lo que llamamos el “como sí”, es decir, el congelamiento de las experiencias pasadas, o gestalts inconclusas, que hace que organicemos nuestros encuentros siempre de la misma manera, confirmando, en el presente, nuestras vivencias pasadas. Por ende, es menester haber terminado con el pasado, y la clave para esto es la situación actual, pues, es en ella donde “actuamos” dicho pasado. Queda claro, entonces, que cada encuentro demanda (en mayor o menor medida) un “aflojamiento” de mi identidad y, que ese aflojamiento me pone en contacto con “material” desconocido, tanto dentro como fuera de mí. Este proceso requiere de una gran confianza, tanto en mi capacidad de reconstituirme (luego de haberme perdido) como en el otro, frente al cual quedaré expuesto momentáneamente y, por tanto, sujeto al placer o al dolor que éste con sus actitudes (y mi forma de interpretarlas) pueda ocasionarme. Por supuesto que esto también “corre” para el “otro”, lo que aún complica más las cosas. Todas las experiencias pasadas relacionadas con el encuentro, concurren a que éste sea posible o no. Mientras más frustraciones haya vivido (con respecto a la satisfacción de mis necesidades más básicas: amor, protección, seguridad, confianza) más cerrada será mi estructura de personalidad, para evitar, justamente, primero, el contacto con la necesidad (todas hacen que sea

necesario abrirse al medio), y segundo, el contacto con “la supuesta fuente “de satisfacción. De esta forma (rígida), me siento a salvo, aunque limitado y empobrecido; por nada del mundo quisiera (conciente o no) pasar de nuevo por lo mismo. No debe olvidarse que estas experiencias tempranas están asociadas a la indefensión e impotencia que, por sí solas (más allá de la necesidad insatisfecha concreta, a través de la que se manifestaron) configuran una “excelente” razón para no volver a pasar por ellas. Cada vez, entonces, que abandono las defensas (en el presente) que me “salvaron”, quedo a merced del mismo miedo y abandono que experimenté en el pasado. Por eso aludíamos, al principio de este capítulo, a la dificultad de relacionarse y, por añadidura, a que éste (el de relacionarse) es el gran arte en sicoterapia. Ambos, paciente y terapeuta, arriesgan en el encuentro su propia identidad. Es de suponer que, para el terapeuta, el riesgo es mucho más tolerable, pues las fronteras de su identidad están más flexibles, y ha acumulado una cuántas experiencias de disolución y reconstitución de las mismas, de forma tal, que el encuentro es para él una aventura, algo disfrutable, algo que, si bien no puede prever, puede, al menos, intuir en su resultado. Ahora bien, este encuentro se da en el presente (al menos para el terapeuta), pues el paciente seguramente estará organizando su experiencia (frente a esta situación nueva) de forma tal que se parezca, de alguna manera, a algo conocido para él, aminorando, de ese modo, el impacto desestructurante de lo nuevo. La situación terapéutica, desde la primer sesión, está imponiendo una cercanía física, emocional y espiritual, esencialmente íntima, lo que, por sí solo, alcanza para despertar todas las fantasías, temores y anhelos, en lo que respecta a las necesidades afectivas insatisfechas y sus correspondientes “historias

relacionales” con las figuras afectivas más importantes. Por eso la relación terapéutica es el “laboratorio” de pruebas, donde todo lo que ocurre con la vida del “otro” se pone en juego (tanto sea terapia individual como grupal). El mero hecho de lograr una relación ya es terapéutico. De cualquier manera es la esencia, es el trasfondo o encuadre sobre lo que todo lo demás que ocurre es asimilado. La relación terapeuta-paciente es, pues, “la forma” en que el último organiza su experiencia presente, utilizando todos sus recursos aprendidos. Todas sus situaciones inconclusas del pasado son actuadas en el “aquí y ahora” del encuentro entre ambos, con la gran ventaja de que están investidas de la carga emocional original, convirtiéndose en la gran “avenida” hacia el cierre o culminación, a través de la experiencia, en el momento que se están produciendo. Para hacerlo basta dirigir la atención (rescatar del fondo) hacia “cómo” se está dando la relación entre ambos, en vez de explorar o disecar el contenido de la misma como foco de la terapia. Si una persona está realizando una demanda afectiva (necesidad insatisfecha-gestalt inconclusa) a su terapeuta (originariamente dirigida a sus padres), al tomar contacto con el “cómo” lo está haciendo en la situación actual, no sólo puede descubrir la totalidad de su conducta alrededor de este tema (cómo lo actúa y cómo lo hace con otras figuras de autoridad, pareja, jefes, profesores, etc.), sino que, también, puede experimentar la resolución de tal conflicto a través de satisfacer dicha necesidad en la misma relación (si fuera lo apropiado) terapéutica, una vez que la persona del terapeuta se ha diferenciado de la proyección realizada sobre él. Al hacerlo, éste recobra su dimensión humana y, al ser percibido como diferente (pero aún investido de la autoridad de su posición), puede utilizar toda la fuerza de su compromiso para ayudar a su paciente a revertir su historia con dichas figuras. El mero hecho de descubrir que hemos estado buscando satisfacer una

necesidad de afecto (cuya carencia se inicia en la relación con un padre o madre que presentan dificultades para expresarlo), eligiendo (inconsciente pero intencionalmente) otras personas con las mismas dificultades y, por ende, asegurándonos, una y otra vez la misma frustración, es de por sí, liberador. Pero si esta experiencia sitúa las cosas en la perspectiva correcta, no significa que no fuéramos merecedores del afecto (con el consiguiente daño a nuestra autoestima), sino que los otros fueron incapaces (por no saber o no poder) de brindárnoslo. Aún resulta más iluminadora la experiencia directa de ser queridos por lo que somos, por primera vez, por una figura de autoridad, desprovista de expectativas o condicionamientos, capaz de frustrar todos nuestros intentos de manipulación (con los que hemos logrado sobrevivir a nuestra enorme necesidad), que desdibujan el amor auténtico entre dos seres humanos. A esto nos referíamos en el capítulo pasado, cuando hablábamos de introducirnos en la película del otro y modificar el desenlace, utilizando la fuerza de su “intención” organizadora. Debe quedar claro: si bien comprender (organísmicamente, emocionalmente) que no es una falla nuestra lo que impidió que nuestros padres nos quisieran (como necesitábamos que lo hicieran) es un enorme paso terapéutico, aún deja abierta la cuestión, vale decir, la herida, el dolor de no haber recibido. Es, entonces, justamente esa necesidad abierta, la energía de la gestalt inconclusa, lo que podemos utilizar para cerrar esa herida. Cabe preguntar aquí si al hacerlo, no estaríamos echando los cimientos de una relación de dependencia entre paciente y terapeuta. Nada más desacertado: lo que esclaviza, lo que impide el crecimiento, es la carencia afectiva no su satisfacción; lo que ata a la gente a relaciones familiares nefastamente destructivas para sí mismos, no es la presencia del amor sino su ausencia. Lo que hace que una persona vuelva una y otra vez a la casa paterna a

recibir rechazo e indiferencia, obviamente, no es el amor que recibe, sino la inconsciente esperanza de que, algún día, reciba aquello que intuye que realmente merece. Pero en esta satisfacción de la necesidad afectiva a través del vínculo terapéutico, no debe verse una especie de fórmula o técnica, o alguna actitud “paternalista” ayudadora, muy por el contrario, para que, una necesidad sea satisfecha, primero debe ser reconocida como tal, lo que implica mucho trabajo (las más de las veces doloroso) a nivel intrasíquico, antes de pasar a un nivel interpersonal, como el de hacer foco en la relación con el “otro”. Conseguido esto, se está en condiciones de comprender cómo hemos estado organizando nuestra vida (de forma de negar dicha necesidad), y cómo, al mismo tiempo, hemos intentado satisfacerla de forma “inauténtica”, es decir, a través de manipulación o elección inadecuada de la “fuente”. Este proceso nos habilita a no repetir más los “gestos” condenatorios que nos ponen siempre en la misma situación, durante nuestra vida cotidiana. Por ende, se puede decir que hemos recuperado la libertad de elegir nuestro propio camino, por lo que, de ninguna manera, el hecho de recibir afecto por parte de la persona que nos acompañó durante este proceso, puede llegar a atarnos a él (o ella). Sí puede producir intensos sentimientos de reconocimiento y gratitud, pero no de dependencia. Por otra parte (desde la perspectiva del terapeuta) el amor es algo que no se puede fingir, nos encuentra aptos para vehiculizarlo, o no. Por tanto, el amor, como lo descubre el paciente (sobre el final, ya sin su visión distorsionada y proyectada), siempre estuvo presente, en realidad, fue sobre ese “aceite” que el fluir del proceso se realizó. Es allí donde, muchas veces, la expresión genuina de afecto consigue penetrar todas las barreras y la persona se “derrumba”, entregada a la más bella y reparadora de las experiencias vitales: la de ser amado. La persona que ama es, por sobre todo, alguien que se ama y, por tanto,

puede ser generosa. En ese sentido, la terapia puede ser vista como un lugar donde hemos aprendido a amarnos, y ese aprendizaje es posible sólo a través de alguien que se quiera y nos quiera. El ser capaces de amar nos devuelve nuestra libertad y potencial como seres humanos. Así, como aprendimos a desconfiar de nosotros mismos a través de la falta de confianza que otras personas significativas nos tuvieron (vivida como tal), sólo será posible recuperarla a través de un vínculo con otra figura significativa. Por eso en terapia gestáltica la transferencia está al servicio del contacto, de la relación. La distorsión, por ella provocada, es frustrada (diferenciación) para que el paciente descubra en lo inmediato del presente, cómo está actuando su pasado y sus expectativas heredadas en su relación con el mundo, a través de la evidencia directa e innegable de cómo lo está haciendo con su terapeuta o compañeros de grupo (en terapia de grupo) aquí y ahora. Entrar en relación implica, por todo lo visto, un gran riesgo: el de la identidad, el de la vulnerabilidad, el del cambio, el de la entrega y el del compromiso; para correrlo se necesita un solo requisito: amor. b) PreZENte, koan y la ruptura de la realidad “El viento puro, la luna llena no se pueden pintar” (koan). Un koan es una proposición, una frase que no puede ser comprendida o asimilada por la mente racional. Al meditar sobre ella, necesariamente, el discípulo llega a un corto circuito de su hemisferio lógico, dándole entrada o abriendo la puerta del otro hemisferio en el cual está escrita la respuesta. Esta experiencia de satori es muy parecida, en esencia al menos, a la del

insight que se da en el proceso sicoterapéutico. En realidad, para tener acceso a una nueva síntesis, a una nueva realidad, tanto interna como externa, se debe suspender, por un momento, el pensamiento. Este sólo opera sobre datos “viejos”, o de la memoria; representa sólo nuestro “inventario” o archivo de experiencias conocidas que, las más de las veces, sirven para interrumpir la experiencia presente, ya sea por la vía de la evitación o por su conversión y asimilación a alguna experiencia pasada, privando a la vida de su permanente renovación. Muy pocas personas consiguen vivir en el presente, porque muy pocas consiguen dejar de pensar. Sin embargo, las únicas actividades trascendentes de la vida que son celebrar, danzar, hacer el amor y trabajar con alegría, para ser llevadas a la práctica, necesitan que el pensamiento cese. Pensamos sobre el pasado para prever el futuro, y toda esta actividad se realiza en el único tiempo que existe: el presente. Cuando una persona descubre algo nuevo sobre si mismo o, quizás deberíamos decir, cuando una persona es descubierta (y sorprendida) por lo nuevo, experimenta la dimensión temporal de una manera diferente, como un estiramiento o anulación del tiempo. En ese momento el entorno, personas y objetos, son vistos y descriptos bajo una nueva luz la persona siente que los está viendo por primera vez. Se ha denominado a esta experiencia como iluminación o despertar, por esa sensación de estar presente por vez primera, de haber despertado de un largo sueño, de una gran ilusión. Es aquí, y al amparo de esta nueva comprensión que, automáticamente, realizamos una autoevaluación sobre hechos, supuestos y circunstancias de importancia vital en nuestra existencia previa. Espontáneamente pasamos revista a momentos claves y, sin dificultad, comprendemos razones, errores y distorsiones; todo nos parece tan simple, que surge la pregunta espóntanea “¿cómo no me di cuenta antes?”, mientras un

sentimiento de paz, perdón y remordimiento nos invade. Es que antes estábamos atrapados en nuestra antigua descripción, en nuestro inventario de orden, eventos y consecuencias. En el constante monólogo de nuestra “historia personal” no había lugar para lo nuevo. En la situación terapéutica, como ya hemos visto, es muy difícil entrar en relación, contactar en el presente, a través de la descripción y forma de entender la realidad del otro. Sin embargo, la avenida, la puerta de entrada y, por ende, de desestructuración de la misma está, muchas veces, en un koan, o en el famoso golpe de bastón que los maestros Zen aplicaban (y aplican, según la escuela) a sus discípulos en meditación, cada vez que se distraían o hacían preguntas racionales (¿existen otras?). Hace algún tiempo trabajaba, en terapia, con una persona joven, de sexo masculino, que intentaba darme una síntesis de cómo se sentía, de qué manera se percibía a sí mismo como incapaz e impotente, narrándome una experiencia de su niñez, en la cual, y sufriendo una gran humillación, había fracasado al intentar hacer un paro de manos durante una clase de gimnasia escolar. Relataba todo esto sin involucrarse emocionalmente con su recuerdo, como si estuviera contando una historia que le hubiese pasado a otro. Le hice notar esto, y de inmediato me respondió que sólo estaba contando la historia para que yo la conociese, como ya la había contado antes en otros consultorios, y suponía que sería de importancia para mí. Cuando respondí que no tenía la más mínima relevancia para mí, quedó mirándome perplejo, se hizo un silencio que yo no tenía intenciones de romper. A lo que preguntó, “¿cómo, entonces usted no está interesado en mí?”, a lo que contesté “por supuesto que sí”. En ese momento ya estaba dado el koan para resolver; él tenía, forzosamente, que suspender su manera de pensar y entender, para poder ver desde donde yo estaba viendo.

Se produjo un silencio, mientras en su cara se reflejaba la confusión. “No entiendo” dijo finalmente. “Bien, qué bueno” contesté de inmediato, apoyando su confusión (y volviendo a frustrar sus expectativas y predicciones en cuanto a mi comportamiento) aportando un nuevo koan. De pronto empezó a reir. “No puedo pensar”, dijo entre risa y risa, riéndonos juntos por un rato. Entonces entendió, “si a mi no me importa mi propia historia ¿cómo puede importarle a alguien más?”, “yo no me importo”, y con esta frase llegaron las lágrimas, primero de a poco, luego la explosión de la pena. Cuando todo esto pasó, en su revisión espontánea, se dio cuenta de cómo había aprendido a no importarse a través de no haberse sentido importante para sus padres, y cómo, aún, continuaba intentando ser importante para alguien, contando su historia desde una posición de víctima que espera ser rescatada. Comprendió que ese era un callejón sin salida, ya que nadie podría interesarse por él si, en principio, él no lo estaba. Jamás, podría valorar el genuino interés de otros, que nunca pasarían el filtro de su propia indiferencia. Estaba emocionado, agradecido y abierto, así que tomé un riesgo y le propuse que allí, y en ese momento, se parara de manos. ¿Aquí? me preguntó; ¿por qué no? fue toda mi respuesta”; en pocos minutos lo estaba intentando, le pregunté si quería ayuda, a lo que contestó que necesitaba, en principio, que le sujetara las piernas. Estuvimos alrededor de veinte minutos tratando, hasta que al fin lo consiguió. Su mito se había quebrado, su historia personal ya no tenía validez, su realidad se había roto sin que tuviera tiempo de reconstruirla según sus patrones prefijados. Nos llevó algunas sesiones más digerir todo lo que allí había pasado, y, aún, transcurrió un tiempo hasta que él consiguió modificar su realidad externa llena de relaciones desvalorizadoras (trabajo sin interés ni compromiso) y, en definitiva, la consolidación de un nuevo estilo de vida, tanto como la forma de

encontrar y buscar sentido en ella. Pero, de cualquier manera, aquella sesión se convirtió en el eje y marco de referencia de su proceso de cambio, donde un koan le permitió abrir las puertas de su propia “claridad” interior, y donde un bastonazo (el ejercicio) le permitió derrumbar, en la práctica, su edificio de autocompasión e impotencia. Aprendió, también, el secreto de confiar y pedir ayuda, el de apoyarse en la confianza que otros pueden tener en él, como secreto para aprender a confiar en sí mismo. “Don Juan” decía que un maestro cuenta con la ventaja de moverse más rápido que su discípulo, y eso le permite captar el milímetro cúbico de suerte necesario para hacer una intervención adecuada en el proceso de aprendizaje, del cual pueda beneficiarse su “protegido”. Penetrar esta barrera de ilusión, en algunos casos, se logra, con el uso de una contradicción lógica, o la frustración de las expectativas y predicciones (organización del campo experiencial) de conducta del paciente, originándose una experiencia de confusión, que no es más que una desorientación por pérdida de los marcos “normales” de referencia y sentido en su relación consigo mismo y con el entorno. Cuando esta experiencia de confusión y desorientación es apoyada y convertida en figura de atención, la persona, vuelca su percepción hacia sí mismo, convirtiéndose en el foco de su propio proceso vital. Esto produce una alteración en la relación acostumbrada consigo misma (a la vez que recibe apoyo externo para hacerlo) y, al quedarse en la situación en vez de huir, algo nuevo ocurre, algo emerge, pues las barreras de control están ausentes. Siempre que esto sucede se abren las puertas a la maravilla, al asombro, pues no sólo emergen cosas nuevas que nos aportan un profundo insight sobre nosotros mismos, sino que también la propia experiencia de interrumpir nuestro flujo “normal”, nuestra continuidad previsible es, por si misma, sublime, liberadora y deja, en nosotros, la huella de lo que podemos llegar a ser cuando

superamos nuestras limitaciones. Es cierto que también puede convertirse en una experiencia aterradora, especialmente para los individuos que centran su identidad en un rígido control sobre sí y el entorno, por lo cual es importante tener en cuenta el momento propicio y la propuesta “digerible” según quien tengamos a nuestro frente. Con respecto a este punto vale recordar un caso con una paciente de mediana edad, profesional, que había llegado a terapia con una demanda de ayuda para recuperar su afectividad, pues sentía que su vida carecía de sentido, y su trabajo se había transformado en una vía de escape a su árida realidad. En el primer año de trabajo descubrimos qué importante era para ella mantener todo lo que la rodeaba en perfecto y controlado orden, cosa que, por supuesto, también intentaba durante nuestra entrevista semanal, poniendo atención en todos los detalles que pudieran haber cambiado, desde mi ropa al mobiliario. Si bien ella “sabía” perfectamente que esta forma rígida de ser era el problema, la forma a ser cambiada para que su experiencia interna se modificase, cualquier intento de hacerlo la sumía en pánico. Su vida (omitida por razones obvias) registraba un largo inventario de inestabilidad afectiva, desde cambios de hogar hasta divorcios (propios y paternos) donde, en apariencia, no surgía ninguna figura continentadora y estable, que pudiera darnos, aunque más no fuera, una “matriz experiencial” sobre la cual construir nuestra relación terapéutica, y permitir que sus fronteras se flexibilizaran lo suficiente como para que “algo” pasara. Trabajamos mucho a nivel corporal buscando, de a poco, suavizar la coraza postural que se convertía en el gran obstáculo para admitir experiencias nuevas pues, como hemos visto, el poder asimilarlas depende en gran medida (aunque no únicamente) del proceso respiratorio y su musculatura asociada; mientras más contraída crónicamente (postura rígida) más periférica y reducida está la capacidad inhalatoria y exhalatoria de la persona en cuestión y, por ende,

menor tolerancia (ansiedad, angustia) a cualquier situación que involucre una exitación como emociones, vivencias nuevas, recuerdos dolorosos, etc., que necesitan, para procesarse, de un incremento en el ingreso de oxígeno al sistema vital. La gran chance surgió cerca del final de ese mismo año. Trabajábamos sobre los sentimientos que siempre surgen alrededor de esa fecha (familia, fiestas, pérdidas, desencuentros), y esa era nuestra penúltima sesión antes de iniciar el período anual de vacaciones. Era la primera vez que hablábamos sobre el tema, pues habíamos comenzado el proceso en el mes de marzo, también era la primera vez que íbamos a separarnos. Estaba muy consciente del potencial afectivo de la situación, y dudaba si sería bueno insistir sobre el tema o dejarlo para luego del mes de interrupción, en parte por temor a que ella no pudiera sostener sola una movilización profunda de su identidad, y, en parte, por la paradoja (en mi vida reiterada) de que el mejor momento para que algo nazca es el momento de la “muerte” o la partida. Decidí no decidir. Todo estaba transcurriendo como de costumbre, ella estaba quejándose de todos los inconvenientes que ese período del año le traían, deseaba que las fiestas pasaran rápido, etc. Yo la escuchaba con atención difusa, en parte cansado por su discurso superficial y mecánico, en parte atento y esperando. De pronto ocurrió algo inesperado, un suspiro seguido de silencio interrumpió el fluir monocorde de su discurso. “¿Qué está pasando ahora?”. “No lo sé”. “Cerrá los ojos y respirá hondo, quedate con esa experiencia; sólo respirá y déjate llevar”. La excitación me quemaba el pecho, algo nuevo se estaba desarrollando, ¿sería la chance esperada? “¿Qué estás sintiendo?”. “No sé, es una sensación extraña, no puedo definirla”. “No lo intentes, sólo quedate con la sensación, ¿es desagradable?”. “No, para nada, sólo que no sé lo que es”. “¿Cómo está siendo para ti vivir con

algo que no sabés lo que es?”, se rió, “Bueno, definitivamente es algo nuevo”. Con esta intervención ya estábamos focalizando la atención sobre la cualidad de la experiencia presente, cuyo contenido era algo no definible o controlable por ella, aportando una experiencia real de descontrol interno tolerable vivido como agradable. Ya con esto era suficiente, había allí material para sentar las bases que nos permitieran profundizar, en la vida interior de esta mujer. Sin embargo, no habría de terminar allí. “¿Qué está pasando ahora?”, ella continuaba con los ojos cerrados y respirando en un ritmo suave, pero más profundo que el habitual. “No sé, es extraño, pero es como una sensación familiar, algo agradable, como calentito. Antes que yo preguntara se llevó la mano al pecho haciendo un movimiento como de caricia. “¿Qué estás haciendo con tu mano?”, la respuesta tardó en llegar. “Me estoy acariciando”. Para una mujer que había crecido sin contactos físicos nutritivos, esto tenía que ser realmente fuerte. Arriesgué algo más. “¿Estás teniendo alguna imagen interior en este momento?, si no es así dejá que surja, guiada por lo que estás sintiendo ahora. Esta vez la respuesta no se hizo esperar. “Es una niña, es una niña pequeña, tiene cuatro o cinco años, está sola en un jardín, está abrazada a su muñeca”. Noto que empieza a contraerse y deja de respirar con regularidad. Le digo: “respira hondo, dejá que salga”. Ella respira y comienza a llorar. “Soy yo, soy yo, esa niña soy yo, sola en la casa de mi abuela como todas las navidades de mi infancia”, continuó llorando durante un rato hasta que la interrumpí. “¿Qué está haciendo la niña?”, pregunté siguiendo a mi intuición. “Está esperando” fue la respuesta inmediata; supuse que sería a sus padres, que siempre llegaban tarde o se peleaban en esas fechas para no pasarla juntos, lo cual me hacía esperar, aún, una descarga emocional más desgarradora. Creí que ella seguía como en esa imagen, esperando a sus padres, aún

hoy en día, mientras el resto de su vida afectiva estaba suspendida. Sería un gran paso para ella y su proceso, descubrir el punto donde estaba “congelada”. Pero para mi sorpresa no fue eso lo que ocurrió. “¿A quién estás esperando?”. “A mi tío”. “¿A tu tío? fue lo único que se me ocurrió preguntar. “Si, mi tío Joaquín; él llegaba siempre en las tardes, entraba por atrás, por el jardín, me traía un regalo, me subía a “upa”, me sentaba en su falda y me contaba cuentos hasta que se hacía de noche; me llamaba “mi princesa” (su cara se dulcifica, se distiende). No sabía que decir, no imaginaba que existiese un tío en su vida (más tarde lo sabría), así que pregunté: “¿qué pasó con el tío Joaquín?”. “No vino; lo esperé, lo esperé, hasta que se hizo la noche”, la angustia comenzó a subirme por la garganta a mí también, estaba intuyendo el final. A esa altura, totalmente desbordada por el dolor, había abierto los ojos. “Se había muerto hacía varios días y nadie me lo había dicho; me dejaron esperando y esperando, él era el único que me quería”. “Todavía lo estás esperando ¿verdad?”. “SI, SI, SI, todavía estoy esperando que vaya a buscarme, por Dios, aún estoy...” “Ya llegó”. Me había puesto de pie sin que ella lo notara, extendí los brazos hacia adelante, ella levantó la mirada y notó que yo también estaba llorando. Nos fundimos en un abrazo, por ella, por mí, por todos los niños abandonados que hay encerrados en el corazón de tantos adultos, por todos los que aún esperan que alguien los vaya a rescatar, por todos los que se niegan a crecer, sentados en una esquina de la vida, esperando y esperando. Esa mujer en sus cuarenta era, en ese momento, una niña de cuatro años dejándose mimar, aprendiendo a quererse, rescatando el amor que había enterrado en el olvido, para poder sobrevivir, convirtiéndose en un adulto robot. Había entrado en ese jardín, usando la concordancia, la sincronicidad que el momento me ofreció, y, en ese espacio donde el tiempo se congeló, el tío

Joaquín volvió de la muerte para rescatar a su sobrina, perdida en su desesperanza infantil. El círculo se cerró, la gestalt se concluyó. Poco tiempo después ella llegó a mi consultorio a despedirse, había tenido un sueño en el que se veía tal como es ahora, entrando a ese mismo jardín y allí, como en su recuerdo, estaba la niña. Se acercaron, se abrazaron y se fueron juntas. Se despertó profundamente conmovida y, según me contó, se dio cuenta que su terapia había terminado: ya podía hacerse cargo de sí, se había reencontrado consigo misma. c) PreZENte y darse cuenta Existe una palabra en inglés, awareness, que no tiene traducción al castellano, significa, algo así, como estado de alerta, despertar, conciencia, pero, si bien contiene algo de todas estas definiciones, ninguna, por sí sola, consigue abarcarla. Ha sido traducida como el darse cuenta, queriendo recuperar su cualidad activa y focalizadora, perdiendo, sin embargo al mismo tiempo, su profundidad y dimensión de proceso transformador. Cuando, en los capítulos anteriores, hablábamos de la intención como la fuerza organizadora de la percepción en el campo, veíamos cómo “intencionalmente” seleccionamos ciertos eventos para ser percibidos y descartamos otros sin, precisamente, darnos cuenta de este hecho. En otras palabras, nuestro campo atencional se encuentra atrapado en una descripción monótona de la realidad, que aceptamos como única por la sencilla comprobación diaria de su innegable tangibilidad. Pero, también como veíamos antes, si variamos nuestra forma de “ver” la realidad, la transformamos. Una de las maneras más eficientes de hacerlo es dirigir nuestra capacidad atencional, o darse cuenta, hacia otros aspectos de la realidad que, estamos

negligenciando. O, por el contrario, podemos concentrarnos en lo que estamos viendo para descubrir cuál es el orden subyacente, o “la orden” de percepción que está detrás de “nuestra” realidad. Veamos algunos ejemplos prácticos. Una paciente estaba, cierto día, comentándome sobre algo que le pasaba y no conseguía comprender. Aparentemente, cuando empezaba a hablar, independientemente del contenido de la conversación, sus interlocutores comenzaban a dormirse. Su comentario consiguió despertarme, a mí también me pasaba. Al concentrarme en lo que me ocurría, pude descubrir que su tono de voz, monocorde y bajo, me producía un estado casi hipnótico. Supuse que ese era el factor desencadenante, ella no estaba prestando atención a la forma en que hablaba, pues esa, seguramente, era su manera habitual o “normal” de expresarse, la cual quedaba en el “fondo” de su experiencia de comunicación, siendo “figura” el contenido de ésta o la reacción de los demás. La experiencia, en su conjunto, le dejaba una sensación de inseguridad y desvalorización en su mundo de relaciones interpersonales, y la profunda convicción de no ser alguien de importancia para otros. Resultaba obvio, para ella, que si los demás se dormían, durante su discurso, era porque no tenían interés, tanto en ella como en lo que estaba diciendo. Le pregunté: “¿cómo lo conseguís?”. “¿Lo qué?”. “Dormir a los otros, como lo hacés?”. Su sorpresa fue mayúscula, jamás se le había ocurrido que pudiese tener algún tipo de responsabilidad en lo que le pasaba. “No sé, no me doy cuenta de nada”. “Bien, a partir de ahora te voy a pedir que continúes hablando de cualquier cosa, pero que prestes atención a la forma en que lo hacés; sencillamente que te escuches”. Hicimos el ejercicio por algunos minutos, hasta

que ella comentó: “pero es muy aburrido”. ¿Qué es lo aburrido?, pregunté. “Mi tono de voz” fue la respuesta. Por supuesto, su tono de voz monocorde tenía mucho que ver con la totalidad de su vida, con su forma de organizar su “encuentro” con el mundo, y aquello tenía que ver con su “matriz” experiencial del pasado. Entre otras cosas, su necesidad de pasar desapercibida en un hogar de castigos violentos, o de evitar matices, que pudieran generar respuestas agresivas del ambiente en el que creció, o, más importante aún, lograr “adormecer” ese mismo ambiente. Sin embargo, el que esos hechos fueran experiencias muy claras, en cuanto a su influencia en otras áreas de su vida, no había cambiado su forma de comunicación, que seguía respondiendo al mismo padrón “intencional” de su infancia y adolescencia. El descubrir que algo tan simple, como su tono de voz, estaba produciendo el efecto de rechazo, le dio un gran alivio y comenzó a cambiar la forma en que se percibía a sí misma, devolviéndole además su potencia, pues eso era algo que ella producía y podía modificar. Cuando le confesé que también yo hacía grandes esfuerzos por no dormirme durante sus sesiones, nos reímos por un buen rato. Era, ahora, bien claro para ella que no tenía que ver con falta de interés, sino con su gran poder hipnótico a través de la palabra, hecho que también le permitió reconciliarse con una cualidad de su persona que fue fundamental para su “sobrevivencia” durante los años más difíciles de su existencia. Todo este insight fue posible, al focalizar su “darse cuenta” en un área en la que ella no tenía registro; bastó incluirlo en su atención para que se diera cuenta de lo que estaba haciendo y pudiera comenzar a corregirlo. No podemos actuar sobre lo que no nos damos cuenta, y el mero hecho de hacerlo (de darnos cuenta) ya es transformador. En otra circunstancia, y durante un fin de semana de entrenamiento para

terapeutas (posgrado de formación), una de las participantes, durante un ejercicio de “darse cuenta”, estaba explorando su forma de percibir el ambiente, a través del sencillo procedimiento de atender lo que la rodeaba en la habitación que, en ese momento, estábamos usando. En realidad ese era un ejercicio de grupo y, cuando comenzamos a compartir la experiencia y llegó su turno, el padrón fijo de su darse cuenta comenzó a emerger. “A mí lo que me llamó la atención fue esa mancha en la pared, aquel vidrio rajado en la claraboya, aquel almohadón descocido, la planta, allá en el rincón, que está perdiendo las hojas...”. Era obvio que estaba pasando por alto la hermosa luz de la mañana, el color de la alfombra, los cuadros en las paredes, los gestos en las caras de los otros, la forma en que estaban vestidos, en fin, todo una gama posible de percepciones que habían sido dejadas de lado en favor de aquellas que, “intencionalmente”, había escogido. ¿”Podés darte cuenta si hay algo en común, en todas las cosas que te atrajeron?”. “Bueno, lo primero que me doy cuenta, es que nadie vio lo que yo vi, y me pregunto por qué habrá sido”. “Me parece que no estás contestando a mi pregunta, ¿verdad?”. “Perdón, ¿qué fue lo que preguntaste?”, dijo con voz dulce y gesto inocente. “Te pregunté si detectas algún padrón significativo, algo en común entre los objetos que seleccionaste, en el ambiente”. “Sí”, contestó, “noto que me fijé en todo lo que faltaba, en lo que está mal o roto, en los defectos”. “¿Eso es algo que te pasa también fuera de aquí?, la respuesta era obvia aunque tardó en llegar. “Si, es cierto, siempre me fijo en lo que está mal, en las cosas, en la gente...”. “¿Y en tí?”, la interrumpí. “También, siempre me estoy exigiendo, nunca estoy satisfecha, siempre podría haberlo hecho mejor”. “¿Te habías dado cuenta de la forma de ver la vida que tenías antes de hoy?”. “No, la verdad que no; lo que me llamó la atención es que nadie, en este grupo, focalizó en lo mismo que yo”.

“¿Cómo es, cómo se vive, qué se siente al estar viendo siempre los defectos, siempre lo que falta?”. “Horrible, siempre estoy criticando, juzgando; no lo digo, pero siempre estoy evaluando a los demás”. “¿Cómo que todos tienen que pasar examen?”. “Si, y lo peor es que nadie salva”, todos se rieron. Yo era conciente de que el tema estaba derivando hacia una forma de aislamiento, a través de una exigencia exagerada y no expresada que, probablemente, estuviera al servicio de la no entrega, de impedir que cualquiera pudiese llegar lo suficientemente cerca (afectivamente hablando) como para hacerle daño o algo por el estilo. Sabía, también, que, en su vida, había suficientes datos como para “sacar” algo positivo y concreto de su descubrimiento perceptual, en la línea que estábamos siguiendo. Sin embargo, había algo en su forma de encararlo que me parecía poco convincente y, además, sentía que, también, tenía que entrar en contacto con lo proyectivo en su forma de mirar. Así que pregunté: “¿Qué es lo que está roto, lo que falta en tu vida?”. Su mirada me fulminó, supe que la había tocado. A partir de allí trabajamos sobre lo que realmente faltaba en “su” vida, en lo que ella estaba poniendo en el ambiente para no ver dentro de sí. Fue penoso y duro, pero conseguimos romper el velo de su “ilusión”, de su forma de organizar la vida. Y todo esto fue posible a partir de una “profundización” en su forma de percibir, en su manera de “aglutinar” la realidad, haciendo, en este caso en contraste con el anterior, énfasis en lo percibido y no en lo dejado fuera del alcance atencional. Ambas avenidas conducen a lugares fecundos. El cambio de figura a fondo siempre da resultados sorprendentes, con la gran ventaja que estamos trabajando sobre experiencias, y no sobre discursos que refieren a ella.

d) PreZENte, cómo y para qué El presente es una dimensión del tiempo que incluye, en su seno, al pasado o, en otras palabras, el único “pasado” real es el que, aún, está vivo en el presente. La situación inversa no se da, el pasado, en realidad, excluye el presente. Cuando se argumenta que somos el producto de nuestro pasado, en un sentido mecanicista, probablemente lo que se quiera decir es que podemos quedar atrapados en una situación repetitiva que se originó mucho tiempo antes, pero que sigue actuando en el único tiempo que existe: el presente. El pasado sólo tiene existencia en la medida que lo actuamos en el aquí y ahora de nuestra vida, y, en general, interfiere con su presencia nuestra capacidad de contactar con el hoy; seguimos viviendo “como si” las cosas fueran como fueron. En la medida que no nos demos cuenta de estos hechos, quedaremos presos de nuestra ilusión repetitiva. Por ello, siempre insistimos que la solución (no el origen) a nuestros problemas, está en el presente. En el aquí y ahora de nuestra conducta, de nuestros sentimientos, en relación a lo que nos rodea y a nosotros mismos, es que se ponen a luz nuestros conflictos no resueltos (gestalts inconclusas). Y es, en esa misma situación presente (como hemos visto), que éstos pueden resolverse. Del mismo modo, en terapia Gestalt, en general, no preguntamos por qué sino cómo, pues esta última expresión contiene a la primera. De hecho, cuando investigamos el cómo de una conducta, la forma en que se manifiesta, su contenido, el por qué, o mejor los por qué (nunca hay uno solo, sino varios), más tarde o más temprano (en general debe ser más tarde) quedan expuestos para su asimilación.

Cuando preguntamos por qué a alguien, su respuesta corporal es casi siempre la misma: la persona levanta la cabeza, dirige sus ojos al techo como buscando una respuesta, o frunce el ceño y su mirada se pone vidriosa y distante. Todo esto acompañado de una contracción de la musculatura y una retención de la respiración que indican, para el observador entrenado, una desconexión con la experiencia sensible y corporal. Preguntar por qué, es la mejor manera de sacar a alguien de su experiencia presente, cualquiera que ésta sea. No hay mejor manera de interrumpir cualquier situación espontánea, o que requiera espontaneidad, que pensar, como todos los que alguna vez se han puesto a hacerlo mientras intentaban hacer el amor, lo saben por frustrada experiencia propia. Pensar requiere que nos disociemos. No se puede evaluar lo que se está haciendo mientras lo hacemos (aunque sí después de hacerlo); o lo uno o lo otro. Por eso en Gestalt insistimos, en que primero es la experiencia y luego la reflexión sobre la experiencia, para su imprescindible asimilación. El pensar antes interrumpe, el pensar después complementa; pensar antes es sinónimo de control, pensar después es sinónimo de fluir. En el primer caso el pensamiento interfiere en sentido vertical (de la cabeza a los pies) con la experiencia sensible (control); en el segundo el pensamiento continúa, sigue a la experiencia emocional (de los pies hacia la cabeza) fluyendo con ella. El pensamiento es una dimensión de la experiencia (en realidad una pequeña parte) y no al revés. El cómo, siempre nos refiere a la experiencia presente, a lo que estamos haciendo ahora, a cómo organizamos nuestro ser en el mundo. El por qué nos refiere al pasado, a la memoria, a la abstracción, a las categorías que dejan inalterada nuestra forma de ser, convirtiendo la experiencia de estar vivo en una

abstracción segura y conveniente. En la vida se trata de entrar en relación; para hacer el amor se precisan dos seres humanos, para masturbarse uno solo. La reflexión antes de la experiencia suele ser sólo un acto masturbatorio, muy placentero por cierto, ya que no se corren riesgos, y para hacer el amor hay que correrlos. El “para qué” es otra de las preguntas instrumentales que solemos usar en el proceso terapéutico, pues apunta a desnudar la intención de la conducta, en el sentido que hemos venido viendo. Cuando preguntamos para qué, la persona que recibe la pregunta, se ve forzada a dirigir su atención hacia la intención de sus actos, cuando, en general siente o se refiere a ellos, como cosas que le ocurren y no que está produciendo. El para qué nos dirige a la experiencia, sacándonos del estancamiento de las razones (por qué), nos dirige a la zona de las intenciones, de las formas en que creamos nuestro mundo. Entonces, cómo lo hacemos y para qué lo hacemos, son las dos preguntas instrumentales que nos obligan a focalizar en la forma en que construimos nuestra experiencia, y cuál sería la intención consteladora que opera como fuerza “precipitadora” de lo que nos acontece. Un hombre, en sus treinta años, se quejaba de su dificultad para mantener un vínculo estable con las mujeres, lo que le producía, entre otras cosas, un sentimiento de fracaso emocional y de pérdida de tiempo, en cuanto a sus posibilidades de ser padre de familia. Su forma de encarar el problema consistía en largas cavilaciones en búsqueda de un porqué para su dificultad y, a pesar de que había elaborado varias hipótesis para explicársela, ninguna de ellas lo había ayudado a resolverla. Por supuesto, y en forma coherente con su inteligencia y su estilo racional, me planteó que, de ninguna manera, el hecho de que aún viviera con

su madre tenía que ver, y por tanto, no debíamos perder el tiempo explorando su sexualidad al estilo “freudiano”, pues él no tenía ningún complejo de Edipo por resolver. Insistió que, si ese fuera su problema hubiera elegido un psicoanalista, pues se consideraba capaz de auto diagnosticarse con precisión. Este despliegue, este “show” defensivo, en forma de advertencia en sí mismo “hablaba” no sólo de su conflicto, sino de su forma de abordarlo. Era obvio que este estilo se extendía a toda su vida, y su necesidad de controlarlo todo (inclusive o principalmente a mí) no dejaban muchas avenidas para el contacto. En nuestra primera sesión, y respetando su aproximación racional a la vida, le propuse investigar “cómo” conseguía romper sus relaciones o hacerlas fracasar. Quedó muy sorprendido con mi sugerencia, pues para él lo importante era “entender” lo que le pasaba, y en ese momento no conseguía ver que hubiera nada similar entre sus relaciones, más que el motivo por el cual se suponía que las cosas ocurrían de esa manera. De cualquier modo, insistí en que podía ser de provecho para él ver las cosas desde otro ángulo, y aunque con dudas, terminó accediendo. Cuando empezamos a explorar sus vínculos, cuál no sería su sorpresa al descubrir que todos seguían una misma pauta repetitiva, que, con pequeñas variaciones reflejaba un comienzo apasionado (que duraba unos 3 meses), un período de enfriamiento y progresiva indiferencia, que culminaba en abierto rechazo aproximadamente, a los seis u ocho meses; todo ello independiente, de quien fuera la persona. Una de sus hipótesis favoritas para explicar sus fracasos, consistía en centrar el problema en algunas características de su compañera de turno, que él no había advertido en el comienzo de la relación. Era obvio que ya no podía sostener dicha hipótesis, frente a los simples datos fenomenológicos extraídos de su propio discurso (sin mediar

interpretación alguna). En sucesivas sesiones continuamos simplemente explorando otros cómo de su forma de vincularse con el sexo femenino. Empezó a delinearse toda la estructura (la matriz) de sus relaciones. Descubrió, por ejemplo, que cada vez que la relación comenzaba a ser más comprometida, él se sentía exigido por su pareja a realizar una entrega mayor, independientemente de que esa exigencia fuera realmente planteada o no. El contenido proyectivo de sus propias exigencias y su temor al compromiso quedaron en evidencia. Todo esto iba acompañado de síntomas físicos (somatizaciones), como opresión en el pecho, ansiedad difusa, dificultades para respirar, sudor, etc. A esa altura empezaban, también, las racionalizaciones que apoyaban el proceso aportando cuestionamientos, críticas y evaluaciones sobre la otra persona, convirtiéndola en un objeto con cualidades a ser juzgadas donde siempre resultaban más evidentes los defectos que las virtudes. Todo esto se desarrollaba hasta que la tensión interna era insoportable, tensión que se expresaba en una exacerbación de los síntomas ya mencionados, en un mal humor casi constante y en críticas cada vez más duras y abiertas, que culminaban con la ruptura de la relación. Una vez que ésta se producía, el paciente experimentaba una enorme sensación de alivio que interpretaba como una comprobación de lo acertado de su decisión de separarse, basado en el razonamiento de que, si realmente la hubiera querido, no sentiría alivio sino tristeza. Por supuesto, la depresión que, invariablemente, se presentaba días después de cada episodio, también era referida a una situación abstracta, como su problemática “existencial” o su “donjuanismo” incurable, etc., y no como una respuesta (adecuada) a la pérdida de una relación valiosa. Una vez que esta matriz repetitiva quedó claramente delineada, la existencia de un factor “intencional”, en dicha estructura, comenzó a hacerse

evidente por la propia fuerza de las circunstancias. El fracaso global de sus racionalizaciones para poder explicar la absoluta previsibilidad de su conducta, fue el primer y definitivo golpe a su omnipotencia defensiva. Fue allí donde el “para qué” hizo su aparición, pues comenzamos a hacer énfasis en la “intención” en el factor común evitativo, que marcaba todas sus relaciones, ¿qué conseguía haciendo fracasar todos sus vínculos? Al hacer esta pregunta no apuntábamos a una respuesta racional que diera con el motivo, sino sólo a una visión global que permitiera descubrir el factor común o, en otras palabras, si extendemos el “mapa” sobre la mesa, ¿hacia dónde apuntan todos los caminos en él escritos? La respuesta era obvia, sin embargo tardó en llegar (como era previsible). En la sesión que le pedí que realizara ese ejercicio, que se imaginara que todo lo que habíamos visto era, en realidad, un mapa que señalaba una ruta a seguir, el descubrimiento de que todos los caminos lo conducían de vuelta a su casa junto a su madre lo puso de pésimo humor. Inmediatamente me acusó de haber creado la situación. Cuando frustré su proyección mostrándole que él había llegado a esa conclusión por sí mismo y que yo no había participado más que en la presentación del ejercicio, reconoció que, en realidad, estaba enojado consigo mismo por haber caído en la “trampa”. Por supuesto, reconocí que sabía cuál sería el resultado del ejercicio y que se lo había planteado para que él lo descubriera, por al menos dos razones: la primera, porque sabía que si se lo decía jamás lo aceptaría, y la segunda, porque sólo lo que experimentamos por nosotros mismos tiene alguna validez. Este ejercicio de transparencia y explicación de lo sucedido era, además, lo que precisaba para poder comenzar a digerir las implicancias de lo que acababa de pasar. Sin mencionar que permitió afianzar el vínculo de respeto y confianza entre nosotros. Durante el proceso terapéutico, el paciente, estableció una nueva

relación, que nos permitió explorar de cerca todos los pasos de su forma de “encontrarse” con “la mujer”. Cuando las cosas empezaron a ponerse mal, tuvimos la gran chance de trasladar su vínculo con lo “externo” hacia su vínculo con lo “interno”, haciendo colapsar sus proyecciones sobre el medio, para empezar a intuir la existencia de un conflicto intrasíquico con la mujer interna. El “contenido” de su mito de “puber eterno”, su síndrome “de vida provisoria” (H. G. Bynes) quedó expuesto, una vez que el cómo y el para qué hubieron desentrañado la intencionalidad de su conducta y su innegable responsabilidad en los hechos que le ocurrían (incluyendo su resistencia a hacerse responsable). La evidencia fenomenológica y experiencial de la “creación” de los eventos de los cuales se quejaba, abrió las puertas para trabajar el contenido personal de su mito perceptivo, la corrección en la “lectura” de la realidad y la imposibilidad de volver al punto anterior, fueron el primer paso hacia una separación y diferenciación, tanto externa como interna, con la figura materna. Aquí es importante entender que parte de la liberación sólo acontece cuando el individuo descubre que no es dependiente “porque es débil”, sino que “es débil para poder ser dependiente”. Es decir, está gastando su energía en evitar activamente las situaciones que lo liberarían, está reteniendo su potencia para seguir haciendo usufructo de los beneficios de la dependencia afectiva. En el caso que citábamos, fue de relevante importancia para nuestro paciente, descubrir que estaba evitando los compromisos afectivos, pues ellos lo obligarían a tener que hacer una opción vital fuera de su casa (con todas las implicancias de riesgo y crecimiento). No era algo que le estaba pasando, sino algo que él estaba produciendo o, en otras palabras, no era impotente frente a lo que le ocurría sino que su propia “potencia” estaba originando su conflicto. Una vez que este paso fundamental se ha dado, podemos usar toda la fuerza de la relación con el mundo externo, pues éste ya no está organizado de

una manera que autojustifica las pretensiones vitales del paciente. Por ejemplo, quedó claro, en el caso anterior, que no alcanzaba, ahora, sólo con darse cuenta de lo que le pasaba con su madre, sino que debía tomar alguna acción concreta para obtener una lejanía física con ella. No porque ésta fuera la “fuente” de todos sus males, sino para frustrar una nueva autojustificación que hiciera que su nueva visión quedara atrapada en la anterior, confundiendo una parte del proceso con el todo. Darse cuenta de cómo producimos nuestra vida, es el primer y fundamental paso para el cambio, pero no el único, pues hay que dar otros que consoliden el nuevo “orden” vital. Liberados de la antigua visión, debemos anclar nuestra nueva posición, para salir de la transición pues, de lo contrario, podríamos quedar colgados entre dos mundos, sin conseguir decidirnos, en un eterno impasse. Muchos piensan que hay que descubrir los lazos internos antes de producir una ruptura; pues fallan en advertir que los lazos no son internos o externos, sino que ambos y al mismo tiempo. Sí es cierto, que el balance entre lo interno y externo puede estar más inclinado hacia un lado o el otro, pero ambos mantienen una íntima relación determinante en todo el proceso, por eso cuando modificamos uno se modifica el otro. Sin embargo, lo realmente importante es producir una ruptura en el equilibrio entre ambas. En nuestro caso, el permanecer en el hogar materno con el pretexto de dilucidar los lazos internos con la figura de madre introyectada o con el “complejo materno”, dejaría de lado el hecho concreto que aún continúa en ese mismo hogar, y estaríamos negligenciando la dependencia externa, mantenida por la contención “interna” de los recursos que lo llevarían a la independencia. Nadie moviliza recursos sino es puesto o se pone en situación de tener que movilizarlos. Nadie trabaja con toda su potencia, nadie se hace cargo de sí

mismo ni experimenta su soledad y necesidad afectiva, mientras no se exponga a los “vientos de la vida”. Así que continuamos con nuestro trabajo consolidando un nuevo “cómo” en su vida, mientras clarificábamos los procesos internos asociados a ellos. Aquí la nueva “intención”, el nuevo propósito actuaba como la fuerza aglutinante de una nueva realidad, tanto como antes había actuado para repetir la anterior. Se pone de manifiesto, entonces, el carácter impersonal de la intención, que sirve tanto a un “amo” como a otro, y, una vez liberada de su labor repetitiva al servicio de una gestalt fija o mito personal, puede ser usada para constelar otra que nos conecte con el presente. Que en definitiva, es la única forma de fluir hacia el futuro y continuar nuestro crecimiento. e) PreZENte y cuerpo “No tenemos un cuerpo, somos un cuerpo”. Esta famosa frase, que se convirtió en uno de los “caballitos de batalla” del movimiento gestáltico en el fin de los años cincuenta y principio de los sesenta, marcaba el inicio de una revolución contra la disociación y alienación de la experiencia corporal y sensible, en el hombre moderno. La vieja dicotomía mente-cuerpo comenzaba a ser cuestionada, no sólo desde la teoría y el discurso, sino también desde la práctica terapéutica. Desde Reich (del cual Perls fue paciente durante un año), el cuerpo comenzó a cobrar un peso cada vez más determinante en la consulta terapéutica, y cientos de otras aproximaciones al trabajo corporal comenzaron a florecer alrededor del mundo. Todas ellas, en realidad, responden a una demanda creciente, (algunas veces desesperada) de hombres y mujeres, luego de años de represión y

moralismo institucionalizado y legitimizado por los representantes de la medicina y sicoterapia tradicionales, en apoyo (conciente o no) al “status quo” vertical y opresivo de los estados de la cultura occidental (independientemente de la organización política que adoptaran). Una nueva visión del mundo comenzaba a emerger, y su reflejo se dejaba ver también en el mundo de la sicoterapia. El Rolffing, el Feldenkrais, Alexander, la Bioenergética (Lowen), las artes marciales, comenzaron a desarrollarse y difundirse por todo el mundo, demostrando, en la práctica, que los conflictos llamados sicológicos no se manifiestan en un lugar abstracto y etéreo, llamado mente, sino que se expresan a través del cuerpo. Este movimiento rescató antiguas disciplinas como la acupuntura, la digitopuntura y todos los trabajos relacionados con la energía vital, sus bloqueos y su distribución en hemisferios y meridianos corporales. Este rescate, implicó desarrollar una nueva visión (al menos para occidente) de la dinámica corporal y la energía vital. De pronto se podía leer, en la postura del individuo, su historia personal, reflejada en contracciones crónicas de la musculatura esquelética que evidenciaban un “gesto congelado” en el tiempo. La relación entre respiración y expresión emocional o su bloqueo, quedó en evidencia y, de ahí en más, los procesos terapéuticos comenzaron a ser más breves, justamente por ser más intensos, en la medida que el trabajo activo a nivel corporal, permite una liberación de la energía contenida mucho más rápida y eficiente, que la que se puede obtener (cuando se obtiene) por otros métodos terapéuticos. Sin embargo es dable decir, que algunas de estas aproximaciones terapéuticas corporales (quizás por rebelarse al discurso intelectual como método) cayeron en el mismo exceso que pretendían corregir; a saber: la disociación mente-cuerpo, sustituyéndola por otra: la disociación cuerpo-mente. En algunas (especialmente las que no partían de una formación psicológica) las actitudes radicales contribuyeron tanto a confundir las cosas,

como a comenzar una nueva mística mesiánica, endiosando, esta vez, al cuerpo y “expulsando” del paraíso a la mente. Es claro que en un mundo alienado de sus emociones, la posibilidad de recuperarlas se convierte en fuente de fascinación (en el sentido inconsciente del término), y, dado que el cuerpo es el lugar de su existencia y contención, cualquier ejercicio que contribuya a reconectarnos con él tiene un enorme potencial de éxito y repercusión. Pero, al menos que tengamos una comprensión holística de cómo nuestra experiencia corporal “entronca” con nuestro entorno tanto interno como externo, con la sociedad, con la cultura, y con nuestra propia identidad, el potencial enriquecedor del trabajo corporal puede “perderse” en la mera forma de lo “nuevo”. Es imprescindible entender que contactar con el cuerpo es contactar con lo desconocido, que integrar el cuerpo a nuestras vidas implica un cambio de enormes proporciones, que encontrará, para su realización, tremendas resistencias, no sólo internas, sino también por parte de la comunidad y por todos aquellos que se vean amenazados por la presencia de individuos capaces de expresar y vivir por lo que sienten, a saber: todas las organizaciones e instituciones (públicas y privadas) que estén edificadas verticalmente (¿hace falta aclarar más?). En primer lugar debe entenderse que la cabeza forma parte del cuerpo, y que aquella primera frase, con la que empezamos esta sección dedicada al trabajo corporal, se aplica también a ella, por tanto: no tenemos una cabeza, somos una cabeza. No se trata de destronar un tirano para colocar otro en su lugar, sino comprender cuál es la relación que debe existir entre ambos y a qué se debe su separación, tanto desde el punto de vista intrasíquico como interpersonal o social. Es bueno, entonces, aclarar, lo que creemos que es el principal aporte de la Gestalt al trabajo corporal en sicoterapia: 1) su visión sobre la resistencia y como elaborarla en el cuerpo, 2) la relación entre cuerpo e identidad, 3) el contacto corporal en la situación terapéutica, y 4) qué implica, desde el punto

de vista de la organización social y educativa, la disociación cuerpo-mente. 1) Resistencia y cuerpo. La resistencia, como hemos visto, es una respuesta organísmica global o, en otras palabras, no es función de alguna parte de nuestro organismo en particular, aunque se manifieste a través de ciertas funciones diferenciadas como la musculatura esquelética, la respiración, el sistema autónomo, etc. Es toda la persona, se dé cuenta o no, la que resiste, y, como ya vimos, la posición defensiva o estilo de contacto particular se manifiesta a favor de cierta estructura de personalidad, cada vez que ésta se ve amenazada. Es por eso que muchas personas que trabajan como masajistas o disciplinas afines, notan que, con su trabajo, los pacientes mejoran sus síntomas pero vuelven a producirlos, vuelven a contracturarse, a “encorvarse”, a pararse mal, y el trabajo se paraliza o se eterniza. En este punto es probable que ambos, paciente y masajista, confluyan en el tratamiento y la idea que tienen sobre la dolencia, en cuanto a que ambos la traten como algo ajeno al paciente, algo que le pasa, algo que debe quitarse, y sobre lo cual el paciente no tiene ninguna responsabilidad. Sin embargo, la mejoría rápida pronto se ve convertida en estancamiento y frustración, racionalizada por ambas partes de distinta forma: para uno quizás el paciente no siguió las instrucciones del profesional o no puede dejar de hacer la vida que hace (stress), para el otro seguirá siendo un dolor con el que tiene que convivir o un nuevo tratamiento que no funciona. Lo que ambos no saben es que tocar el cuerpo es “tocar” la persona como un todo, modificar una parte, es modificar el todo, y ni uno ni otro están preparados para hacerlo, y, probablemente, tampoco sea su intención. Lo que, en realidad, está ocurriendo es que la resistencia se está manifestando, pues sus fronteras se han visto amenazadas con la modificación

de una parte, y si esta resistencia no es reconocida e identificada para, posteriormente, ser integrada, no hay posibilidad de éxito en ningún tratamiento “corporal”. Antes de intentar cambiar cualquier cosa, primero se debe saber qué significa, qué relación tiene con el todo, qué nos quiere decir el cuerpo a través de su dolor, de su postura, de su insensiblidad, de su contractura. En terapia se debe integrar, no eliminar. Pretendemos que las personas se vayan con más de lo que trajeron y no con menos. En el caso específico de la resistencia, es fundamental trabajar tanto con el contenido como con la forma de ésta. ¿Cómo me resisto? Apretando los dientes, apretando los muslos y los esfínteres, conteniendo la respiración, paralizando la pelvis, torciendo la espalda, doblando la cabeza. Cada una de estas formas nos está diciendo algo muy valioso sobre esta persona en particular. Cada uno de estos gestos “congelados” en el tiempo habla de su mito personal, aquí y ahora. Pretender cambiar esos gestos, modificar esas posturas sin que, tanto paciente como terapeuta, sepan para qué sirven, al servicio de qué estructura están, no sólo es una postura ingenua sino peligrosa. En primer lugar, porque el paciente, en general, no se da cuenta que está en alguna postura definida y, aunque lo sepa, para él es la única forma de estar en el mundo que conoce. En segundo lugar, porque no tiene contacto con estas partes de su ser, son verdaderas zonas muertas, insensibles, alienadas del resto de su experiencia vital. Por ende, cualquier intento de modificación, de dicha estructura puede ser vivido como una agresión y, en definitiva, contribuir aún más a su rigidización. Es fundamental, entonces, que la persona, antes que nada, descubra, por la experiencia directa, cuál es su posición, su postura, su contacto con su

cuerpo, sin que medie ninguna evaluación o intento de modificación. Con la ayuda de las intervenciones del terapeuta, el paciente va haciendo una recorrida por su propio territorio, lo que suele ser revelador para quien lo experimenta. Allí, no sólo se manifiesta cuánto contacto tiene consigo mismo, cuánto se “identifica” con su cuerpo, sino, lo que suele ser más importante, cuál es su reacción frente a una experiencia nueva. Dándonos, así, una buena idea de la capacidad de digestión que, frente a lo nuevo, tiene este individuo. Se trata sólo de ser lo que se es. Si caminamos apoyados más en un pie que en el otro, se trata de descubrirlo, no de interpretarlo; se trata de profundizar en la experiencia sensible, no de racionalizarla. Se trata de caminar apoyados sobre ese pie y ver qué se siente, luego, por ejemplo, podemos cambiar al otro pie y apreciar qué se siente con el cambio. De pronto las respuestas son: “me siento más seguro cuando me apoyo en el pie derecho, y más inseguro cuando lo hago en el izquierdo, nunca lo había notado”. Esta respuesta denota que la persona acaba de descubrir algo nuevo en sí mismo, en lo que viene haciendo hace años. Muchos pacientes (y terapeutas) no resisten la tentación de interpretar esta conducta, y preguntan (y responden) “¿y qué significa que camine así?”, con lo que sólo conseguirían un dato más para su inventario, y una nueva forma de controlar y controlarse. La respuesta está en la experiencia de ser lo que se es, de descubrir, a través de ella, mi existencia o no existencia corporal, mi contacto, o no, con distintas partes de mi mismo, antes que intentar cambiar algo o evaluarlo. Antes que alguien tome contacto con una zona de insensibilidad, hay que quedarse con la experiencia de descubrir qué siente frente a su no sentir, cómo es no tener relación con una parte de sí mismo. Pues es hasta allí donde llega su experiencia de ser él, es su límite y a la vez su “base”, su punto de partida hacia cualquier otro territorio. Para entender mejor todo esto es necesario que pasemos al segundo

punto, a la relación que existe entre cuerpo e identidad. 2) Identidad y cuerpo. En capítulos anteriores habíamos visto cómo la resistencia se manifestaba, para defender los límites o fronteras de nuestra identidad (mito personal). También vimos cómo nuestra historia se refleja en nuestro cuerpo a través de posturas fijas, contracturas, respiración, etc.. Ahora, entonces, estamos en condiciones de entender que nuestra identidad es como un “mapa” escrito en nuestro cuerpo. Como todo buen mapa delimita territorios, e incluye y excluye zonas en base a un diagrama de fronteras bien específicas; ese diagrama, como podrá suponerse, se corresponde con nuestra identidad. Por ejemplo, si alguien excluye (en mayor o menor medida) la sexualidad de su vida, en su cuerpo la zona genital y la musculatura inmediata (cara interna de los muslos, pelvis, etc.) se encontrarán contracturadas, produciendo una pérdida de sensibilidad. Esto supone que, si trabajamos sobre dichas contracturas, estaremos trabajando sobre un límite de su identidad aceptada, corriendo el riesgo de violar sus fronteras conocidas. En nuestro enfoque, no es válida la liberación de las emociones o sensaciones contenidas en la “coraza” muscular, a menos que estemos seguros que la persona será capaz de digerir y asimilar la nueva experiencia de si misma. En otras palabras, la identidad no es algo abstracto o síquico, está corporizada, o “encarnada”. Encontramos personas que sólo “habitan” su cuerpo desde el cuello hacia arriba, otros no “tienen brazos”, o no “tienen piernas” o manos, etc. Esta es una experiencia “literal”, la persona no siente, no tiene contacto con esas partes o zonas muertas (no se identifica), como las denominamos en el

trabajo gestáltico. Por ende, lo primero en el trabajo corporal, en nuestra opinión, es realizar un “mapeo” de la corporización del individuo. Este proceso tiene la enorme ventaja de consistir en un viaje a las fronteras, y el resultado es el descubrimiento, por parte de la persona, de cuáles son las partes de sí misma con las que tiene contacto y con las que no. De por si esta experiencia suele ser marcante para quien la realiza, pues, es un viaje a lo desconocido. Sentir que no se siente (maravillosa paradoja) una parte del propio cuerpo, descubrir que habitamos un espacio que nunca antes habíamos visitado, es la introducción a todo el resto del trabajo corporal. De esta forma estamos siendo coherentes con el respeto a la resistencia y a la identidad de la persona; es ella que descubre sus propios límites, y es, a partir de dicha constatación experiencial, que surge la necesidad de ampliar la dimensión corporal de su existencia. Debemos recordar, una vez más, que es a partir de lo que somos que podemos crecer e integrar lo que no somos. Es, entonces, a partir de nuestra identidad reconocida que podemos expandirla. De otra manera corremos el riesgo que el individuo vivencie aquello que está “afuera”, más allá de sus fronteras, como una amenaza a su estructura y, por ende (legítimamente) levante sus resistencias para evitar quedar expuesto a la presencia de lo que desafía su existencia tal como la “conoce”. Entonces, debemos, antes que nada, hacer un viaje de reconocimiento (viaje interior guiado), para constatar las zonas muertas y vivas que representan la corporización de la identidad de la persona; luego debemos evaluar la reacción (forma) a dicha experiencia. A partir de ahí continuamos explorando el significado y la conexión de dichas zonas bloqueadas, con la totalidad de la vida del individuo (vínculos, familia, valores, etc.), para, finalmente y con sumo cuidado, comenzar el trabajo con el contenido o “lo contenido” en las mencionadas zonas muertas.

En general, el trabajo con la forma en que la persona “encarna” su experiencia vital, suele ser más importante que el contenido de lo que evita con dicha forma. Años de sicoterapia “profunda” han creado, en la mente de los profesionales, la idea de que el subsuelo es más importante que la superficie, que las capas internas de la tierra son más que los valles o las montañas. Nada más errado, pues, si bien existe una estrecha relación entre forma y contenido, entre defensa y lo defendido, es la forma la que determina la experiencia vital del individuo, es, literalmente, su cárcel y su fortaleza, y si no modificamos la forma de encarar las experiencias (independientemente del contenido de ellas) es inútil que la persona se exponga a nuevos contenidos, pues los seguirá organizando de la misma manera. Esta es la razón de la frustración en tantos trabajos terapéuticos en los que, luego de una catarsis, el paciente vuelve a la misma situación. Casi siempre este resultado ha sido provocado por un manejo equivocado de la situación terapéutica, en el sentido de haber hecho énfasis en el contenido, en la liberación de lo que estaba retenido por medio de técnicas corporales o emocionales que “rompen” la “forma”, y permiten la salida de lo que allí estaba guardado. Pero al poco tiempo la persona vuelve a la “normalidad”, pues la forma retoma el control sobre la identidad, reparando la ruptura de la continuidad existencial (cuando el resultado no es, aún, peor, en el sentido de que colabora con la rigidización de la estructura). Recuerdo una situación muy clara, a este respecto, que me ocurrió mientras estaba realizando mi especialización en terapia de grupo en Estados Unidos, en el Gestalt Institute of Cleveland. Parte del entrenamiento consistía en un trabajo de tres días con pacientes externos (bajo supervisión), en la modalidad de “residencial de fin de semana”. Uno de los miembros del grupo que me tocó coordinar se llamaba David, era un joven de unos 28 años, estudiante avanzado de Psicología, que, en la

primer sesión, manifestó que estaba allí sólo por curiosidad profesional. Durante el desarrollo de todo el fin de semana sólo fue un espectador atento y silencioso, sentado siempre en el mismo lugar, sin que, en su rostro o cuerpo (de brazos cruzados) se vislumbrara alguna emoción, que trasluciera cuál era su sentimiento frente al drama que los demás miembros desplegaban ante sus ojos. Finalmente, el domingo por la tarde, cuando sólo faltaban diez minutos para la clausura del encuentro, David habló. O, mejor dicho, debería decir que David se desintegró. Temblando, con la cabeza entre las manos, recogido sobre sí mismo y con la voz entrecortada, dijo que acababa de descubrir algo nuevo que nunca había sospechado con respecto a su padre. Esta es la avenida donde tenemos que decidir entre forma y contenido; la tentación de cualquier terapeuta novato hubiera sido focalizar el trabajo hacia el contenido, hacia la figura del padre y continuar a partir de allí. Grave error, teníamos sólo diez minutos para terminar un trabajo muy significativo para todos los que estaban allí. No podíamos abrir una nueva instancia, cuando todos los demás estaban cerrando, y, por otra parte, tampoco podíamos pretender solucionar o cerrar el tema de David con su padre, en el tiempo que nos quedaba. Todo el grupo quedó impactado, y un largo silencio se apoderó de la sala donde estábamos. Decidí focalizar el tema, en la forma en que David estaba reaccionando ante su descubrimiento, así que dije: “David, hay dos maneras de encarar esto que te está pasando, una de ellas es ver qué es lo que descubriste sobre tu padre, y la otra es ver cuál es tu reacción frente a lo que acabas de encontrar dentro tuyo”. David levantó sus ojos hacia mí con un signo de interrogación en la mirada. Entonces le pregunté “¿qué está pasando con tus manos y tus piernas?”. El las miró como si las viera por primera vez, “no sé, están transpirando y me

tiemblan; las tengo duras”. “¿Qué está pasando con tu cuerpo?, ¿te diste cuenta de la posición en la que estás?”. “No, pero estoy todo contraído, apretado”. “Tu voz, ¿qué pasa con tu voz?”. “Me cuesta hablar, tengo apretada la garganta, la boca seca... “. “Estás temblando, estás transpirando, tenés la boca seca, desde aquí se te ve pálido, ¿qué te está pasando?”. A esa altura David estaba totalmente entregado a la experiencia (obviamente nueva) de focalizar sobre sí mismo y sus reacciones, habiendo quedado en el fondo la cuestión relacionada con su padre. “No lo sé, me siento raro”. Enseguida pregunté “¿podés mirar a los demás?”. “No, no puedo” contestó con la mirada fija en el suelo (aunque sus ojos se movían hacia los lados). “¿Qué sentís si te pido que lo intentes?”. “Miedo” dijo, “tengo miedo”. “Eso, estás aterrorizado, ¿verdad?”. “Si, tengo miedo, no puedo mirar a los otros”. En ese punto habíamos explorado la reacción frente a lo nuevo dentro de sí; quedaba saber si esa era una experiencia reiterada en su vida (la de entrar en pánico frente algo que no podía controlar). Entonces pregunté, “esto de reaccionar con miedo frente a lo que no conocés, ¿es algo nuevo para tí, o ya te había pasado”. “Nunca había llegado tan lejos, nunca me había sentido así, siempre me controlo”. “Bien, y ¿cómo está siendo enfrentarte con lo nuevo, como te sentís ahora?”. “Mejor” (el quedarse con la experiencia y focalizarla permite la integración), dijo con una sonrisa, mientras el resto del grupo se reía con alivio. “Bueno, veamos un poco qué te pasa con el grupo que no podés encararlo”. Era evidente que David estaba haciendo una proyección masiva de sus partes censoras, en el grupo, como parte defensiva de la desestructuración que había sufrido; pero más importante que esto era que la estaba actuando, convirtiéndola en realidad al no atreverse a enfrentarse con los demás y su fantasía. “No los mires todavía, sólo contame que te parece que los demás están pensando de tí?” (nuevamente vamos hasta donde él está, hasta el límite de su identidad, y focalizamos en su frontera). “Me siento ridículo, me parece que los

otros piensan que soy un imbécil, que me van a rechazar...”, (la ruptura de las defensas y las fronteras conocidas de la identidad lo exponen a la experiencia paranoide). “¿Estás dispuesto a comprobar si eso es cierto?”, David asiente con la cabeza entre las manos, “bien, miralos de a uno, empezá por donde quieras”. David comienza a enfrentarse a los miembros del grupo, a medida que levanta la cabeza y abre los ojos, su cuerpo tiembla como una hoja (la disolución de la coraza muscular continúa). “Mantené los ojos en el grupo y respirá, apoyate en tu respiración, dejá que tu cuerpo tiemble” (apoyo a la desestructuración y a la nueva percepción que permite la energía liberada), David asiente en silencio. En su recorrido se encuentra con los gestos conmovidos e interesados del grupo, un silencio lleno de sentido se extiende sobre todos. “¿Qué estás viendo?”. “Todos parecen interesados, algunos están llorando, no puedo creerlo”, me contesta sin mirarme. La emoción lo desborda, pero no cierra los ojos y continúa la recorrida, alguien en el grupo se para y se acerca a él; David se levanta y se funden en un abrazo, es obvio que ésta es una experiencia totalmente nueva para él. Nadie osa romper el silencio, una atmósfera sagrada y emocionante nos rodea. “¿Cómo te sentís?”, pregunto. David se vuelve hacia mí, mueve la cabeza hacia los lados y me dice “no puedo creerlo, jamás había sentido algo así, me siento vivo, como una cosa que me corre por todo el cuerpo, todos los colores, las caras, todo se ve más brillante, me siento en contacto con todos, tengo ganas de abrazarlos a todos”. “¿Quién te detiene?”, David ríe y se entrega a la tarea con pasión y humor. Su visión del mundo, su forma de organizar la experiencia, de encontrarse con los otros y el mundo, acababa de colapsar dando lugar a un nuevo orden, en, apenas, 10 minutos.

El mero hecho de focalizar en la forma de su organización y su reflejo corporal y emocional (estructura rígida y aisladora), permitió la desestructuración que estaba llevándose a cabo, y que, en todo proceso terapéutico, es el obstáculo mayor para el cambio. Obviamente, la estructura de David no soportó la intensdad de las emociones que el proceso de grupo, invariablemente, provoca en todos los participantes; alguno de los trabajos de los otros atravesó, por decirlo de alguna manera, sus barreras defensivas, comenzando el proceso de “quiebre” de la coraza muscular, con la consiguiente amenaza a la identidad sostenida por David hasta ese momento. Su reacción frente a este proceso autónomo, como toda persona que centra su relación consigo misma y el mundo, en el control (con una estructura corporal rígida que impide una buena respiración y soporte a la expresión de las emociones), fue de pánico y de intensificación de las maniobras de control (contrayéndose sobre sí mismo, cerrándose corporalmente), que, sin embargo, no conseguían tener éxito por la fuerza de la emoción que pugnaba por salir (lo que se manifiesta a nivel corporal como un temblor incontrolable). En tal situación la persona centra sus energías en recuperar el control, produciéndose, como resultado, una lucha enorme y estéril, que es vivenciada con pánico, confusión y, según los casos, con angustia de muerte (en realidad expresa la muerte de una identidad o estructura) que continúa desarrollándose hacia un episodio paranoide resultado de la pérdida de las defensas, que coloca a la persona en la situación subjetiva de indefensión primaria de las experiencias infantiles o matrices experienciales, similares a lo largo de su vida. Esta situación que Perls llamó el ciclo impasse-implosión-explosión, nombrando cada uno de estos períodos que David atravesó en su experiencia, puede ser utilizado para producir el “gran” cambio sólo si focalizamos en su proceso y lo acompañamos hasta el final. Si intentamos focalizar sobre el contenido sin atender a la forma, no sólo perdemos una gran chance, sino que corremos el riesgo de rigidizar más la estructura prevalente. Para David era

mucho más importante cambiar su estructura, (hecho que lo habilitaría para encarar el tema de su padre, o cualquier otro tema conflictivo en su vida) en lugar de agregar una nueva racionalización o forma de control sobre sí mismo, que es lo que un terapeuta, que no haya pasado por una experiencia similar, haría por no poder tolerar la amenaza de la desestructuración en su propia vida. Para David ahora, con una estructura más flexible y sabiendo, por experiencia propia, que el encuentro con lo nuevo es el camino de la transformación y el crecimiento, se abrían enormes posibilidades de futuro. La experiencia energética del descontrol, que se produce en la última etapa (explosión), representa la liberación de la energía utilizada en sostener la vieja armadura, que fluye, entonces, hacia todo el cuerpo, iluminando el entorno y la visión del mundo con una luz diferente, llevando, a quien lo experimenta, a la sensación de estar en el tiempo presente por primera vez. Es una experiencia tan trascendente que, no en vano, Perls la denominó como mini sartori. La última instancia del trabajo, le permitió a David integrar las proyecciones que realizaba sobre el mundo, que contribuían como mecanismo de defensa a mantenerlo en su rígida posición, justificando sus temores a exponerse abiertamente frente a los demás, o expresar sus emociones en relación a otros (miedo al ridículo, a la crítica). Su posición de ingenuo espectador u observador intelectualmente curioso, se hizo añicos en cuarenta y ocho horas, dándonos, en esos últimos diez valiosos minutos, la oportunidad de culminar un trabajo que fue de enorme trascendencia para él. Principalmente porque le permitió tomar contacto con su forma de organizar su experiencia y expresarla (en la vivencia concreta de sus sensaciones y posturas corporales) en la situación de desestructuración, y la resolución de la misma. Lo que, en definitiva, permite, a cualquiera que lo vive, darse cuenta que lo que produce su problemática es la forma en que “aglutina” y se relaciona con la realidad.

Cambiada esta estructura, las experiencias que antes parecían imposibles se vuelven opciones concretas, tanto sean estas experiencias de relación con el entorno o con el mundo interno (o con ambas). Desde el punto de vista corporal quedó claro, para David, la necesidad de continuar trabajando su forma de “pararse” frente al mundo, pero no como algo separado de su identidad, sino como el reflejo de ella misma, y con tanta importancia como la continuidad de su trabajo intrasíquico con la figura paterna. Comenzando a ser obvia para él, la relación existente entre su conflicto, su cuerpo y los contenidos de su historia personal. 3) Contacto corporal en la relación terapéutica. Este es un tema de enormes implicancias tanto éticas como terapéuticas, y, por ende, imposible de abarcar en su totalidad en el presente trabajo. Sin embargo es posible realizar algunas puntualizaciones básicas que nos aproximen al encuadre que consideramos esencial en terapia gestáltica. En principio, no es necesario tocar físicamente a la persona con la que trabajamos, para realizar un trabajo significativo desde el punto de vista corporal; basta con señalar, con indicar y guiar la focalización del paciente hacia su experiencia corporal para obtener excelentes resultados. No debemos olvidar que cuando estamos tocando el cuerpo de una persona, estamos tocando a la persona. Paradójicamente muchos enfoques corporales que, supuestamente, pretenden balancear la disociación mentecuerpo a través de un énfasis en el cuerpo, olvidan esta verdad como si el cuerpo estuviera descerebrado. Liberar las emociones contenidas en la armadura corporal, por medio del masaje profundo, es violar las estructuras defensivas y los límites conocidos de la identidad, lo que configura una experiencia de imposición vertical de la voluntad del terapeuta sobre el paciente, que repite todos los antecedentes (si

los hay) históricos de violación en la vida de dicha persona. Antes de tocar, hay mucho camino a ser recorrido. Las necesidades más importantes y primitivas en la vida de cualquier individuo (nutrición, seguridad, confianza, afecto) están indisolublemente ligadas al contacto físico de piel. Todo el desarrollo de la autoestima y la autoconfianza están ligadas, también, al íntimo contacto con los seres más cercanos en nuestra vida (padre, madre, hermanos, etc.). Nuestra cultura, como veremos más adelante, está basada en la represión y limitación del contacto físico entre sus miembros, pues su carencia produce individuos desconfiados y dependientes (entre otras cosas) que pueden ser fácilmente manejados. Por todo esto, el mero contacto físico posee un enorme valor terapéutico y restaurador en la vida de cualquier paciente. Sin embargo, lo contrario es igualmente cierto, pues las defensas levantadas para sobrevivir a un ambiente que no proveyó ese alimento natural e imprescindible para el crecimiento, son tan formidables como el hambre (de contacto) que esconden. Tocar es, lamentablemente, un acto cargado de ambivalencia en nuestra cultura y, por ende, debe ser usado con enorme cuidado y delicadeza. Mientras mayor es la necesidad de contacto, mayor es la resistencia al mismo pues, aunque parezca paradójico (y lo es), nos defendemos de lo que más necesitamos. Todo individuo que tiene que evitar sus necesidades más básicas, es alguien que se ha retirado de su piel, de su periferia, de sus puntos “corporales” de contacto. Podríamos decir que su identidad no llega hasta su piel, está más adentro; y aquel órgano, originalmente dedicado a la función de contactar (hacia adentro y hacia afuera), queda destinado a separar, a poner distancia. Cualquier acercamiento en una situación de intimidad como la que se da en la terapia, podría ser interpretado, erróneamente, por el paciente. Esto no quiere decir que no se deba entrar en contacto con él o ella; muy por el

contrario, sólo habrá verdadera cura cuando puedan reconocer sus necesidades afectivas y, así, satisfacerlas en su mundo de relaciones. La terapia puede proveer una situación segura y confortable para reencontrarse con las necesidades alienadas. Sin embargo, los atajos no sirven en estas situaciones; es necesario ir paso a paso, y adaptar los recursos a ser usados, a la persona con la que se esté trabajando, respetando su capacidad de digerir y asimilar una experiencia de contacto físico. Por tanto, si bien es cierto que la mayor cantidad de emociones reprimidas se encuentran contenidas en las contracturas crónicas de la musculatura esquelética, y que su liberación es (más o menos) fácil, si utilizamos técnicas de masaje (u otras) profundo, lo importante aquí es que dichas experiencias están alejadas de la superficie (piel, conciencia) por muy buenas razones, y que la emergencia súbita y provocada puede ser vivida con enorme sufrimiento. EL FIN DE LA TERAPIA NO ES LIBERAR LAS EMOCIONES SINO RECUPERARLAS. Para esta recuperación, es imprescindible que la identidad alcanzada sea capaz de integrar esa nueva manifestación del ser (por supuesto que una gran cantidad de situaciones en la terapia no requieren de tantos cuidados, pues las personas que se acercan a ella están muy cerca de poder asimilar el contacto, y cuando éste ocurre la transformación resultante es maravillosa). Por ende, en terapia, la persona tiene primero que descubrir su necesidad, y su actitud ambivalente frente a ella, así como verse liberada de las proyecciones distorsionantes sobre el terapeuta, para que la experiencia de contacto sea realmente terapéutica. Con respecto a este tema, vale recordar una situación en que una terapeuta corporal (que trabajaba con técnicas de respiración y masaje), a pesar de no trabajar en un encuadre gestáltico, solicitó mi ayuda como supervisor, en un caso en el que se estaba sintiendo estancada e imposibilitada de resolver la

relación terapéutica con su paciente. La demanda de su paciente (un hombre de mediana edad, soltero, hijo de una madre con problemas sicológicos graves) había comenzado por la búsqueda de alivio frente a dolores crónicos en espalda y piernas, pero luego de un tiempo se había extendido a un pedido constante de masajes en todo el cuerpo, con continuas apariciones de nuevos dolores que parecían no tener fin. Todo intento por indagar a que se debía esta problemática chocaba, invariablemente, con racionalizaciones, de todo tipo, que deflectaban cualquier profundización en la experiencia emocional relacionada con el masaje. En su historia se registraba una constante perturbación en el área de relación de pareja, una gran dificultad para establecer vínculos emocionales, y un argumento existencial de autosuficiencia, apoyado en una absoluta desconfianza (persecutoria) en la capacidad de otros, para sostenerlo. El mayor peso corporal estaba, por supuesto, en la cabeza, con la cual este individuo intentaba dirigir su vida, dado que no podía apoyarse en sus afectos. Resultaba evidente que las huellas dejadas por la relación con una madre sicótica y posesiva, combinada con un padre ausente, lo habían obligado a abandonar “su piel” y sus necesidades afectivas, como suele verse en los niños abandónicos. A partir de que esta necesidad empezó a quedar clara para la terapeuta, el potencial curativo (y el riesgo concomitante) de la situación, quedó en evidencia. La demanda interminable de cuidados corporales eran, en realidad, un intento de retener la relación y, potencialmente, curar la carencia de la infancia; sin embargo, la forma disociada y manipulatoria de hacer la demanda, ponían en riesgo, al paciente, de volver a repetir la misma situación original de pérdida. Nuevamente la forma de conseguir, de organizar la experiencia era, o debía ser, la figura de la relación terapéutica.

Aquí la resistencia se manifestaba como un intento de satisfacer ambas demandas: las internas de afecto y ternura, y las de la identidad lograda para sobrevivir a esas mismas demandas, en la situación de desventaja vivida en la infancia. El resultado consistía en pedir a alguien que se hiciera cargo de sus partes dolorosas (necesidades) sin correr, ningún riesgo (manipulación) de exposición. Este impasse, como es lógico, no podía sostenerse por mucho tiempo, pues dicha situación no constituía una cura, sino un paliativo que, para dar alguna satisfacción, requeriría de una eternización de la relación, con su consiguiente desgaste (como el menor de los males posibles). Por supuesto, para que hubiera, realmente, un cambio, el paciente debía, primero, reconocer su necesidad afectiva, luego su forma manipulatoria y sin compromiso, de pedir su satisfacción, para, por último, tomar el riesgo de abrirse a la necesidad de recibir el afecto de la terapeuta que lo atendía. Para lograr esto, había que incluir e integrar sus barreras racionales, que pretendían explicar y reducir (desvalorizando) toda relación con lo afectivo en su tratamiento. Pues sabíamos que en el proceso, era de esperarse un episodio persecutorio y de desconfianza, proyectado sobre la terapeuta. Era necesario hacer énfasis en la diferenciación de la figura interna de madre con la figura de su terapeuta, lo que, en su situación, requirió una frustración clara de la manipulación en sus demandas de atención. Esto provoca, la emergencia de la rabia contenida hacia la figura femenina, que pudo ser desviada hacia su verdadero objetivo: su madre (como figura interna). El apoyo afectivo incondicional que la terapeuta le había dado durante todo el proceso, apoyo que nunca antes había recibido o se había permitido recibir de ninguna mujer, le permitió darse cuenta de que siempre había roto sus relaciones con las mujeres por no poder confiar en ellas (miedo), justamente, en los momentos en que empezaba a quedar expuesto a sus necesidades y, por ende, vulnerable a ser contenido por ellas, con la consiguiente pérdida del control sobre su mundo interno y externo. Era llevado, entonces, a expresar

toda su “bronca” reprimida contra la persona que estaba a su lado (dejando siempre intacta a la figura de su madre, y manteniéndola idealizada). De este modo, el camino hacia sus necesidades que se mantenían intactas desde su infancia (contenido del mito personal), quedó despejado para intentar la reparación. A través del masaje, suave y tierno, sobre las zonas doloridas, este hombre fue aprendiendo el lenguaje de su propio cuerpo, fue descubriendo que ciertas zonas se correspondían con la expresión y localización de determinados sentimientos y, por fin, consiguió exponerse a su más grande y temida necesidad: abierto y temblando se recostó sobre el regazo de su terapeuta para ser acunado. Esta experiencia los transformó a ambos, y se convirtió en la matriz emocional correcta, desde la cual, este poderoso sobreviviente, consiguió amar y ser amado, confiar en su capacidad de contener y entregarse, que tan dañada había quedado por su penosa experiencia pasada. Es éste un claro ejemplo de cuánto trabajo hay para hacer, antes que el verdadero contacto con efecto terapéutico, sea posible. Especialmente en los casos en que esta función primaria (contacto) ha sido dañada. Por último, y a sabiendas de que el tema no puede ser agotado en este libro, quedarían por considerar todas las implicancias éticas del uso del contacto. Debe quedar claro que el contacto corporal (cuando es bien manejado en base a los parámetros que hemos delineado) es, uno de los más importantes recursos terapéuticos con los que contamos en el ejercicio de la sicoterapia. Su poder curativo no puede ser abarcado por ninguna explicación racional, pues configura una necesidad tan inherente a la vida, que su carencia prematura, en cualquiera de las formas que pueda tomar, amenaza la continuidad de la existencia del individuo afectado. Creo que aún podría establecerse la hipótesis de que, en un enorme porcentaje de los procesos

llamados sicóticos, se encuentra una profunda carencia a ese nivel, que imposibilita la base mínima necesaria para enfrentar la vida con alguna esperanza de darle sentido. Si bien toda forma de amor verdadero implica una forma de contacto, lo contrario no se cumple: no todo contacto es una forma de amor. En muchas situaciones, esta diferencia sumada al desnivel en la carencia afectiva y el poder de manipulación que genera la propia situación terapéutica, configuran una fuente de riesgos enormes para quienes se exponen a personas que carecen de la formación ética y profesional adecuada. Todo contacto que no esté basado en el amor y sea dirigido por el conocimiento y la sabiduría de quien lo realiza, es una violación de la existencia del otro, sea éste, o no, conciente de ese hecho. Resulta tan agresivo y dañino no dar lo que se necesita, como dar lo que no se ha pedido. Este debería ser el máximo postulado de todos los que trabajamos con el contacto, como pilar de la relación terapéutica. 4) La organización social y educativa, en relación a la disociación mente-cuerpo. Todo Estado en nuestro tiempo es autoritario. Esto significa que su organización se basa en la autoridad y su obediencia, o, mejor aún, en el poder y su obediencia, pues es claro que puede haber una autoridad basada en la competencia dentro de un campo específico del conocimiento, o un tipo de autoridad basada en el amor. Este pilar verticalista sólo puede funcionar si sus integrantes manifiestan, en mayor o menor medida, dicho carácter en su comportamiento. Para que esto sea posible, debe influirse decisivamente sobre los individuos, desde su nacimiento y educación, hasta que ingresan al aparato social. No significa, ni implícita ni explícitamente, que esta estructura social es

culpa de determinados individuos malévolos que se aprovechan de los “otros pobres” que sufren el martirio de una educación, y forma de vida, castradora. Esta explicación es, en el mejor de los casos, ingenua y, en el peor, peligrosamente simplista. La verdad es que todos (y esto quiere decir TODOS) los integrantes de una misma cultura pasamos por los avatares de la formación (o deformación) educativa de nuestro tiempo, con las diferencias (positivas o negativas) de cada caso en particular. Por supuesto que algunos individuos se benefician más que otros dentro de un sistema. En apariencia, aquellos que están más arriba en la jerarquía social, son los que más lo hacen y, por ende, son los individuos sobre los que se proyecta (con mayor facilidad): o la bronca por las injusticias sociales, o la envidia de quienes quisieran alcanzarlos. Lo que tenemos que entender es que nadie llega a ningún lado dentro de una comunidad, sin pagar su tíquet (de alienación en nuestro caso). Podríamos agregar que, en realidad, mientras más arriba vamos en la pirámide social, más alienación encontramos. Pues los individuos que detentan el poder en una sociedad son, en general, el reflejo de los valores, virtudes y defectos de dicha comunidad. En una sociedad que basa sus relaciones en el control, el manejo egoísta y manipulador de los demás con el fin del provecho propio, y la perpetuación de sus privilegios por encima de las necesidades ajenas, no es necesario tener mucha imaginación para hacerse una idea de cuál es el perfil sico-afectivo de sus conductores. Es hora, entonces, de comprender que todos estamos afectados por las mismas situaciones vitales, y que la visión de nuestro tiempo nos toca por igual. Debemos mirar hacia adentro para “ver” de qué manera la injusticia se perpetúa en nuestros propios actos y pensamientos, en vez de proyectar sobre blancos que son los más incompetentes para producir transformaciones (por la posición que sostienen y defienden). Las instituciones y sistemas de poder son los agentes más resistentes al

cambio dentro de nuestra sociedad. Un sistema de control y poder, más allá de la función para la cual ha sido creado, tiene como principal meta perpetuarse en el tiempo, manteniendo las variables, que le dan razón de existir, lo más fijas posibles. De ahí una de las más increíbles paradojas de nuestro tiempo: las grandes instituciones de ayuda social, suelen gastar más dinero en el mantenimiento de su propia infraestructura, que lo que invierten en ayuda real. Echemos un vistazo a la forma en que perpetuamos nuestro ser social, a la luz de la disociación mente-cuerpo. El cuerpo es el lugar de las emociones (especialmente de la cabeza hasta la pelvis), y éstas son las encargadas de producir la dirección y el sentido de nuestras vidas. Si algo nos gusta o no nos gusta, nos acercamos o nos alejamos, si tenemos hambre, sabemos lo que tenemos que hacer (aquí interviene la cabeza acompañando a la sensación). En otras palabras, si estamos en contacto con nuestras necesidades y sentimientos, tenemos dirección y propósito en nuestras vidas. De aquí se deduce que si queremos que alguien carezca de propósito y dirección en su vida, bastaría con bloquearle el acceso a sus sensaciones, que implicaría, ni más ni menos, que bloquear (o separarlo de) su experiencia corporal. Pero aún hay más: en el proceso evolutivo, el contacto con las distintas partes del cuerpo y la expresión, a través de él, de las distintas emociones, está directamente correlacionado con la autoestima del individuo y su posibilidad de crecer como un ser integrado. Enseñémosle a un individuo a desconfiar de sí mismo y podremos controlarlo. Si un individuo teme, o desconfía de aquello que le viene desde adentro, desde su propio ser, desconfía de sí mismo y, por ende, necesitará a alguien que le diga que es lo que tiene que hacer, pues lo que viene de adentro, no lo apoya sino que lo amenaza.

Esta es la base de la formación de la personalidad dependiente-autoritaria que, a su vez, origina un Führer, un gran líder sobre el que se depositan todas las expectativas mágicas de nutrición, poder y protección, de las que ha sido privado el individuo en el transcurso de su vida. Este carácter básico es el que conforma al individuo de nuestra sociedad (en todas las clases sociales), dándole consistencia interna a la pirámide en la que vivimos, en la cual la imposibilidad de confiar en nosotros, hace que tampoco podamos confiar en los demás (proyección, cultura paranoide). El control sobre otros (consagrado en los contratos, premios y castigos de todas nuestras interrelaciones sociales, a través del orden jurídico), se vuelve primordial foco de atención de las instituciones que integran nuestra sociedad. Sólo podemos confiar en otros si confiamos en nosotros mismos, y esto sólo es posible si nos amamos. La primera parte de este proceso (y quizás la más importante) se realiza en la familia. Es allí donde, en la interacción íntima con nuestros seres queridos, aprendemos a desquerernos. No se trata de encontrar víctimas (por más que los niños siempre lo sean) y victimarios (pues eso sería seguir “jugando a los cowboys”), sino de entender que nuestros padres tampoco se querían, y también desconfiaban de sí mismos, y sólo nos transmitieron su versión del tema central de nuestro tiempo: “obedece, pórtate bien, no te toques, no molestes, no grites, no llores, no te rías, no pegues, etc., etc.”. Así la fuerza de mayor poder transformador del universo: el amor, termina siendo la fuente de todas las extorsiones, de todas las concesiones, de todas las derrotas, hasta convertirse en puro y sencillo odio. El cual tampoco puede expresarse (en vez de mamá o papá son malos, yo soy malo, o mi hermano es malo), salvo hacia “abajo” (nuestros “subalternos”: hijos, empleados, mujer, etc.), por tanto el orden establecido jamás se ve amenazado. La caza de brujas, la guerra contra el enemigo (que siempre está fuera de

las fronteras), las minorías (el enemigo interno), la purificación de la raza, o alguna otra “excusa”, permite la salida “conveniente” de la energía acumulada, de la bronca contenida por tanta injusticia sufrida para que, una vez que se libere, todo siga igual. Este “partido”, se juega en la cancha del cuerpo; aprender a controlarlo (reprimirlo, bloquearlo, alienarlo) es el pasaporte a la adaptación que se nos requiere para ser “normales”, para entrar en el engranaje. Como si esto fuera poco, el resto del aparato educativo nos confirma la misma visión que hemos aprendido en casa: “existe una autoridad a la que todos tenemos que complacer y servir”, nuestros compañeros son sólo competidores en los favores de dicha “personalidad”, y todo estará bien si nos portamos adecuadamente. El fin de nuestra educación es un mero entrenamiento colectivo hacia la obediencia, pues no es lo que aprendemos (que podríamos hacerlo de otros modos) sino cómo aprendemos lo que importa. Lo que más defienden las autoridades a la hora de las reformas y los cambios en la educación, en cualquier país de nuestro mundo, es la forma no el contenido. Modificar la relación con nuestro cuerpo, desde el control hacia la fluidez, es modificar nuestra relación con la cultura y con el universo. En otras palabras, es hacer la revolución, la única que nos queda tiempo de realizar y, también, la única con esperanzas de modificar algo, realmente. Educar para la libertad (en la casa y en la escuela) es, sencillamente, enseñarle a cada niño a quererse, a tocarse, a respetar su experiencia emocional, y sólo puede ser hecho por adultos que se quieran y se respeten a sí mismos. Esta es la gran dificultad entre la letra de los programas transformadores y su puesta en práctica, entre las “buenas intenciones” y la realidad. Quizás, entonces, hacer terapia sea, sencillamente, enseñar, con mucho amor, el camino de vuelta a “casa”, aquella casa blanca que abandonamos en nuestra infancia para ir a vivir en casa de otros, en tierra “extranjera”.



Capítulo V La inversión de la caída a) b)

La salud como el cambio de conciencia. La derrota de la razón (Objetividad como masturbación).

c) La irracionalidad del enfoque racional. d) La vía del sentimiento. e) El papel de los nuevos chamanes. No sé. Quisiera decir a donde voy y hasta de dónde vengo. Pero no puedo, no sé. Quizás de los sesenta y hacia el dos mil. Pero no sé, no puedo. Quisiera decir que el sueño murió, que ganaron ellos. Pero no quiero, y además no sé. Voy a decir que vengo de los sentimientos y voy hacia la pasión. Porque quiero y no sé. Quiero decir que tengo miedo pero igual voy, aunque no sepa a donde. Porque quiero, y sigo sin saber. Quiero decir y digo que aquí yo vengo a poner el corazón, lo precisen o no. Porque es lo único que tengo, y eso sí lo sé. Pero si me permiten, quisiera agregar que amo, y que mi amor no para

en jardines o casas. Anda suelto como águila sin nido, como niño desnudo, como primavera de pobres. Porque no sé, puedo amar. Pero quisiera sentarme aquí con ustedes a perder el tiempo, a hablar un poco a decirnos cosas a tocarnos, a recordar por que nos une un mismo sueño. Porque no sé, me vinieron unas ganas. Quizás entonces pueda confesarles cosas que tengo miedo de hablar. Decirles que sí vengo de los sesenta, y que lloré cuando lo mataron. Ustedes saben a quién. Y en voz baja, para que sólo escuche el que quiera oír digo: Soy un revolucionario. Digo que ser combatiente es andar desnudo entre la gente tocando un corazón aquí, abriendo un pecho allá, sembrando sin esperar la cosecha. Ustedes saben por qué. Por último digo que no hay mucho que decir. Porque vengo de donde vengo y voy a donde voy, sin saber por qué, como el viento del sur, como el tronco que arde, como los niños con hambre, como la constelación de Orión, que siempre vuelve a buscar algo que nunca perdió. Yo quiero morir ignorante. Porque para amarte tuve que dejar de saber. Ah, y esto es para ti, Señor. Elijo volver a nacer porque tengo apegos, amores y apetitos y no reniego de ellos, y si me das la chance quiero ser el último en ver caer un atardecer. Dedicado a todos los “maratoneros” de todos los tiempos, a los que fueron, los que son, y los que lo serán. a) La salud como el cambio de conciencia

Los desposeídos, los niños sin hogar, los pobres, los ignorantes, los perdidos, no tienen voz. Nadie habla por ellos, nadie reclama en su nombre y, aunque muchos los mencionan, casi nadie, en realidad, los llama o los toca. Ellos representan la marcha silenciosa, la mancha “móvil” de la conciencia de nuestra humanidad. Con su sacrificio silencioso, con su dolor sin reparo, con su agonía interminable, llaman incansablemente a la puerta de nuestra sensibilidad dormida, intentando despertarla. Nos ayudan con su muerte sin sepultura, a abrir nuestros corazones a lo que está más allá de nuestro pequeño ego, a ver por encima del temor, del miedo con el que nos aferramos a nuestra pobreza, a nuestros pequeños territorios disputados. Porque todo es poco, mísero, limitado, sin salida, cuando nuestro corazón está cerrado. Es la imposibilidad de amar, la que tan desesperadamente se refleja en la violencia del desencuentro, en nuestra cultura, en nuestra sociedad. Sin embargo, no podemos salir de este camino sin sentido por medio de la crítica. Primero debemos perdonarnos y luego pedir perdón por haber participado en el crimen masivo, en el abandono total, en la indiferencia afectiva. Perdonarnos por haber sido, nosotros también, víctimas de la misma masacre, renunciando a lo mejor de cada uno para poder seguir viviendo; adultos que enterraron al niño, porque tenerlo vivo era enloquecer, era demasiado doloroso. Desde que el hombre logró someter a la mujer a sus valores y temores (y la razón al afecto), nos quedamos sin madres y, de pronto, fue lógico morir y matar para defender algún concepto abstracto, que justificara las pequeñas ambiciones de “señores” sin hogar. Pequeños hombrecitos llenos de “ombligo” que también crecieron en

lugares donde amar estaba prohibido, buscando el poder como consuelo y, de esta forma, fue importante tener cosas, compararlas, y eliminar competidores. En un mundo de objetos, la vida no tiene importancia, pues quien no es capaz de amar y ser feliz está, en realidad, queriendo morirse, suicidarse, lenta o rápidamente (comiendo helado o fumando, da lo mismo). El verdadero “falo” masculino, la verdadera potencia, el poder, está en la capacidad para fecundar, para esparcir la simiente, y luego protegerla mientras crece; el resto es sólo un gesto desesperado e impotente. El mismo gesto con el que, a lo largo de los siglos de nuestra historia occidental, se ha mandado matar y quemar a los seres más valiosos y más bellos de nuestra humanidad. Sin embargo, todos estos crímenes sólo tienen sentido si (de alguna forma que empezamos a intuir ahora) pudieran ayudarnos a entender y avanzar hacia un nuevo período evolutivo como especie. Si queremos colaborar conscientemente con esta transformación de la conciencia, debemos encarar la tarea entendiendo la locura, la absoluta demencia que implica convivir en nuestra sociedad en el día a día. Nuestra forma normal, admitida, de relación entre seres humanos, y entre éstos y su entorno natural, es tan desequilibrada, tan violentamente desfasada de la armonía universal, que la primer reacción sana sería tratar de huir. Lamentablemente ya no hay donde. Así que la única chance que queda, es enfrentar la situación. Para hacerlo debemos tener en cuenta que la locura es la participación en la masacre diaria; que locos son los que proclaman estar sanos (sólo porque tienen el poder de perpetuar su locura). Pero locura también es intentar dejar el barco, asumir un mesianismo, un elitismo, un sentirnos mejores porque no queremos contaminamos; esto es sólo otro poco de ego, “barnizado” con toques románticos. El dolor de los sin nombre no admite renuncias, y menos en aquellos que han sido dotados de sensibilidad para percibirlo en nuestro tiempo.

El sufrimiento de los que nos “llaman” desde su agonía sin consuelo, no admite posiciones personales, salvaciones de entre casa; éste es un tiempo radical, de amor sin concesiones, de guerreros desarmados que ofrendan su vida sin esperar recompensa, de hombres y mujeres dispuestos a todo, menos al uso de la razón. Resulta difícil, para algunos, entender que la locura no es la pérdida de la razón sino su utilización; que locos son los que piensan, desconectados de sus afectos, que “pienso luego existo” es la manifestación más grave de la patología de nuestra era. Nuestra gran tarea es abrir corazones, no mentes; no necesitamos pensar mejor, necesitamos obrar mejor, dejarnos guiar por el sentimiento y la pasión de la ternura. Erich Fromm decía en una de sus obras que “todo hombre libre y capaz de amar en nuestra sociedad, o es un loco, o es un mártir”, pues bien, necesitamos un ejército de “locos”. Dementes sin patrias y sin bandera, dispuestos a amar y restaurar, a reparar tanta “cordura” delirante, tanto desatino “sensato”, tanto desvío “señalizado”, tanto “orden” caótico. ¿A quién se le ocurriría en nuestras calles del tercer mundo, detenerse a consolar a un niño de “la calle”?, y decimos consolar no salvar, porque se precisa de mucha humildad para hacer lo que hay que hacer. No se trata de solucionarle la vida a la gente, no se trata de darles de comer; el mundo está tan lleno de “gordos” infelices, que no hacen falta más “obesos” de la carencia. Se trata de predicar con el ejemplo, se trata de mostrar que se puede vivir sin temor, aún en medio de la violencia. Se trata de educar en la acción, mostrando que no somos mejores porque amemos más, que todos podemos conseguirlo. Se trata de militar sin tantas palabras y propósitos, se trata de demostrar que no precisamos de todo lo que tenemos, pero no a través de la falsa

austeridad o el moralismo, sino en la utilización y disfrute de lo que poseemos. El planeta tiene lo necesario para todos los que lo habitan; no se trata de presionar y perseguir a los que acumulan más de lo que necesitan; se trata de comprender que quien precisa de tanto es, en realidad, tan pobre y frágil, que sería capaz de matar con tal de preservar lo que posee. Se trata, entonces, de ayudar por la experiencia directa a estas personas, a descubrir la verdadera felicidad, y, realmente, hay muchas formas de hacerlo. Debemos recordar que la única carencia que aliena es la afectiva, que la pobreza o la riqueza sólo son alienantes cuando van acompañadas de la falta de amor. Curar es, en definitiva, un acto de entrega en beneficio absoluto del otro; amar, es poder llegar a través de la coraza de miedo y desconfianza, construida para preservarse y sobrevivir, llevando, tan sólo un vaso de agua para el sediento. Ser terapeuta, es haber aprendido a “penetrar” gentilmente esa coraza, respetándola y acariciándola hasta que ya no sea necesaria. Mucha gente nos ha preguntado: “entonces, ¿quiere decir que sólo con amor basta?”; no, sólo con amor no alcanza, pero sin amor nada sucede. El amor es la condición necesaria, imprescindible, pero no suficiente. Aquí es donde interviene el conocimiento, que cuando está subordinado al corazón se transforma en sabiduría. Esa sabiduría es la que discrimina cuando debemos actuar de una forma u otra; cuando “debemos” ser tiernos, cuando duros, cuando no hacer, cuando intervenir. Pero jamás debemos perder de vista que nuestra intención es restituir el orden natural de la vida, que la salud no es un discurso o un propósito sino un estado del ser, una condición que podemos alcanzar, a través del trabajo terapéutico comprometido sin concesiones a la adaptación o las pautas del sistema.

Esto no implica aislarse de él, sino “ofenderlo” en sus cimientos, en la propia estructura o identidad de los individuos que lo hacen posible en la coexistencia diaria. Desmistifiquemos, de una vez por todas, lo que es ser sano y lo que es ser enfermo; veamos la patología del conocimiento desprovisto de afecto, que etiqueta por mera impotencia relacional. Veamos cuantos “enfermos” se dedican a curar para sentirse a salvo; cuantos intentan poner una línea divisoria entre lo que es loco y no lo es, para sentirse más seguros por ser ellos los que manejan el lápiz que traza la línea. Cuantos de estos individuos jamás se atrevieron a mirar dentro de sí mismos; cuantos, jamás vieron más allá de la descripción de sus propias mentes en libros escritos por otros, sobre personas que nunca conocerán. Todo nuestro conocimiento sicopatológico es un inmenso basurero, es decir, grande, inútil, huele mal y no sirve para nada. Como toda abstracción, sólo define relaciones, categorías, estructuras, o, con otras palabras, habla de cosas. Y, lo que es más perverso aún: nos enseña desde la abstracción, es decir, nos entrena en el arte del prejuicio y la proyección, de manera tal, que cuando nos encontramos con alguien de verdad, lo primero que hacemos es focalizar en las partes de esta persona que coinciden con nuestro manual; con lo cual convalidamos nuestro marco de referencia y sacrificamos un ser humano en beneficio de la ciencia y nuestra tranquilidad. El análisis de otra persona es uno de los actos más violentos y degradantes (para ambos) que puedan darse entre dos seres humanos. Consiste en entrenar a alguien para ver a los otros (y a sí mismo) por aquello que tienen en común, privándolo de su diferencia, de aquello que lo convierte en persona, en algo especial. Todo ser es especial si nos arriesgamos a conocerlo, a tocarlo a entrar en relación y, en ese mismo acto, nos volvemos también especiales. El resto es el

mundo de la alienación y de lo colectivo, donde todo se parece, donde nada importa. La sicopatología, como conocimiento y como enseñanza, rinde honores a nuestra era; es la obra máxima de la alienación y la locura; es el manual de diagnóstico de los robots de nuestro tiempo; “si hay una falla, antes de consultar al service verifique si: 1) hay angustia, 2) la persona oye voces, 3) quiere suicidarse, 4) tiene trastornos del sueño y la vida sexual ...” Pero si el individuo trabaja, ha consolidado una familia, y consigue tener orgasmos, entonces está sano. Todo este conocimiento podría ser de alguna utilidad si, como decíamos antes, estuviera supeditado al corazón y, por tanto, fuera la obra de hombres sabios. No es de sorprenderse que la siquiatría sea, dentro de todas las profesiones, la que registra el índice más alto de suicidios en los Estados Unidos. Cualquier individuo que no esté integrado afectivamente, sólo puede ser empujado, aún un poco más, hacia la alienación al entrar en contacto con la vivisección de sus semejantes que representa el entrenamiento clásico en esa profesión. Siempre que establecemos esta crítica surge alguien que plantea que, entonces, no es el conocimiento en sí lo que está mal, sino su aplicación; si bien ésta es una verdad, lo es sólo a medias y, como tal, suele hacer más daño que una buena mentira dicha de frente. Es cierto que lo importante es quien aplica el conocimiento y, desde esa óptica, un hombre integrado podría hacer uso legítimo de dicho instrumento. De hecho, esto es lo que ocurre con muchos profesionales en todo el mundo.

Pero ese no es el punto; del mismo modo que el hecho de que muchas personas hayan sobrevivido a la educación autoritaria (sacando provecho de cosas que aprendieron en ese período), no es un argumento para sostener tal sistema (más bien hablaría de la capacidad del ser humano de sobreponerse a circunstancias difíciles, e igual ser creativo). El punto aquí es que esta forma de conocer a los demás, parte de la base de que esos individuos funcionan como máquinas, y sus trastornos se parecen a los experimentados por las mismas. Las personas presentan problemas cuando no consiguen entrar dentro del engranaje social; por tanto, son una pieza que debe ser reemplazada o reparada. Para hacerlo se debe saber, con precisión, donde está localizado el problema (cuál es la pieza gastada, el cable quemado, etc.), pues en una máquina esto es esencial; hasta diríamos que es la única parte del proceso que requiere de conocimiento y cierto arte (el diagnóstico), pues una vez que se ha localizado la falla el resto es muy sencillo: se cambia la pieza gastada, o se la repara. Todo esto ocurre en el interior de la máquina; es allí donde hay que ir a buscar para encontrar el problema; en la vida de una máquina jamás se cuestiona el entorno o el propósito para el que fue creada. Luego, por extensión, para efectuar las reparaciones sólo se necesita un técnico, es decir, alguien que domine el manual, que sepa diagnosticar y, por fin, reparar la pieza rota (que es sobre lo que menos instrucciones suele haber). La farmacología (la gran sedadora de nuestro sistema), el psicoanálisis, y el conductismo, se convirtieron en las tres grandes técnicas que la siquiatría necesitaba para terminar el manual. Las piezas, una vez localizadas, pueden cambiarse o repararse por tres métodos, según la máquina: por vía farmacológica, por vía conductual, o por vía analítica; todos aseguran el resultado. Primero, la falla está adentro (el ambiente permanece intocado); segundo,

es probable (como en toda máquina reparada) que vuelva a funcionar, aunque no puede esperarse que lo haga de la misma manera que cuando era nueva (todo el mundo sabe eso, con respecto a las máquinas verdaderas y el uso de la garantía). La gran maquinaria tranquila: lo que no funciona se puede reparar, y lo que no se puede reparar se puede reemplazar. En lo que tiene que ver con los técnicos, pues esta visión de los problemas humanos los simplifica al límite de que alcanza un mero conocimiento racional y la descripción de las posibles fallas (más algo de experiencia), para curar. Por eso tantos profesionales de la salud ejercen la sicoterapia durante años, sin jamás haber pasado por un proceso similar. Todo esto centra el problema en términos de conocimiento e información, en tener y no en ser. Si bien esto es cierto en todos los ámbitos profesionales donde se valora al mismo, no por su ética o compromiso, sino por su conocimiento (y se ve como lógico que venda sus servicios al mejor postor, con la ética del mercenario), en el área de la salud esto es trágico. Muchas personas se ven fascinadas por la posibilidad (poder) de convertirse en técnicos del alma humana (convenientemente denominada mente o siquis), sin tener que arriesgar nada de sí para obtener control sobre otros (y reforzar el propio). Por lo cual se da la paradoja de que acuden a este llamado, personas que más que ejercer la profesión de ayuda, en realidad la necesitarían con urgencia. El diagnóstico se convierte, en manos de estos individuos, en un arma, en su doble significado: como instrumento de defensa y de ataque. Y luego tenemos las cárceles, vale decir, los lugares donde se recluye a los robots que no funcionan en espera de una hipotética reparación. Se les tortura física y emocionalmente confirmando el castigo que la sociedad les aplica por no funcionar bien, y se cumple con la principal función que le ha

sido dada a cualquiera de estos hospicios (sean para ricos o para pobres): salvaguardar el “colectivo” de la “locura”. Aquí es donde mucha gente dice: “bueno, pero no hay nada mejor, ¿cuál es la solución alternativa?”. Nuevamente, como la bruja del cuento, paralizan la acción convirtiendo el problema en la búsqueda de soluciones racionales, como si la cuestión consistiera en conseguir más recursos para los hospitales de salud mental, más personal, o nuevas técnicas que consigan “curar” (reparar) a los “enfermos” allí alojados. De inmediato, trasladada la fuente del problema a una situación político– burocrática, se pasarán a analizar razonablemente “las posibilidades reales en el contexto actual, tomando en cuenta la situación nacional e internacional, y los recursos disponibles dentro del plan nacional de inversiones, etc.”. Ese no es el problema (el dinero y los recursos tecnológicos del primer mundo no han aportado ninguna solución), el cual radica, justamente, en las soluciones que se ofrecen, en como se instrumentan, y en quienes deciden sobre ellas, y, por último, en quienes se encargan de ejecutarlas. En otras palabras, el problema está en la siquiatría (en que exista como instrumento de perversión y deformación educativa y profesional); en los hospitales de salud mental (lugares donde se puede recluir y torturar “con permiso” a otros seres humanos); en los individuos que, en posiciones de poder, convierten la vida de otros en meros números y estadísticas; en los profesionales (y no sólo los siquiatras) que escudándose en la pretendida y gran excusa (que es en realidad cobardía) de no poder hacer otra cosa, perpetúan el “status quo” de nuestra sociedad, y su forma de tratar a sus semejantes. Por último, existe otro responsable que, si bien tiene derecho a ser más excusable que los otros participantes, también le cabe su cuota parte en todo esto: el usuario, que consiente y permite sin rebelarse, que se lo trate como ganado, que se lo despersonalice y se lo reduzca (no sólo en los papeles y los números, sino en el trato impersonal y autoritario que se le aplica).

Entendámonos bien, locos no son los que están recluidos; locos son los que tratan a los primeros como si lo fueran y, luego con la excusa de ayudarlos, los aniquilan. ¿A quién le molesta el delirio de una persona? A la familia, a la sociedad, al profesional que lo atiende. Pues bien, a callarlo, a guardarlo; pero con las conciencias tranquilas ya que es por su bien. “Pero él está sufriendo, algo hay que hacer”. De acuerdo: como sufre vamos a torturarlo con un poco de electro shock, y luego vamos a matar su alma con muchas pastillas, así todos nos quedamos tranquilos. Pero si el hombre o la mujer pueden pagar, dejémoslos diez o quince años sentados en un sillón para decirles, finalmente, que las suyas son resistencias muy fuertes, o darles el alta, porque ya saben como manejarse y controlarse por sí mismos. Ya no gritan o se quejan, o pelean (con razón o no); o, mejor aún, también podemos enseñarles a ser asertivos, a contestar como se debe, a defenderse como se debe, y a manejar a otros antes que los manejen a ellos (que no es más que enseñar cuáles son las reglas del juego en esta sociedad, cómo sacarles el mayor provecho, y evitar el mayor daño). Por supuesto, siempre en el esquema de relación padre–hijo o profesor– alumno, es decir, que la autoridad delante suyo (como siempre le han enseñado) sabe que es mejor para él y se le debe obediencia. Así, el proceso de entrenamiento del niño y adolescente, en aquellos que ha habido alguna falla (que se rebelan o no pueden adaptarse), se corrige cuando éstos, como adultos, requieren los servicios de profesionales, con lo que el ciclo se cierra y el sistema está nuevamente a salvo. Cada cultura genera un concepto de salud y enfermedad coherente con el sistema de vida y la organización social que se da; todo ello relacionado con sus mitos, su explicación del universo y de la vida en general. Una cultura que base su existencia, como tal, en un equilibrio o armonía entre sus miembros y la naturaleza, generará un concepto de salud o enfermedad, que esté relacionado

con la ruptura o la armonización de ese equilibrio. Sí, por el contrario, tenemos una cultura que basa su existencia en el control, el poder ejercido sobre otros y el entorno (con la búsqueda de la afirmación del ego propio como fin en sí mismo), la misma generará una visión de la locura como una falla en el logro de estos propósitos, buscará su causa, o, mejor dicho, supeditará cualquier causa a una explicación y praxis que se ajusten a dicha visión. Por eso, toda persona que no desarrolle un ego rígido y previsible, se arriesga a ser etiquetado como loca. Un ejemplo clásico es la denominación de neurosis como el mal necesario de nuestra cultura, no como una razón para cambiar nuestra sociedad, sino para buscar formas más efectivas de combatir sus síntomas. Del mismo modo, se puede entender la respuesta de nuestra sociedad frente al aumento de enfermedades: en vez de cuestionar y cambiar las prácticas que las producen en nuestra convivencia y forma de vidas, se gasta más dinero en grandes hospitales y nueva tecnología. Debemos entender, que lo que está enfermo en nosotros no son los síntomas, pues en muchos casos se podría afirmar que son muestras de salud (un aviso de que algo anda mal). Sólo por citar un ejemplo, ¿cómo puede esperarse que un adulto sea capaz de disfrutar de su sexualidad, en una sociedad donde se le castra activamente durante todo su desarrollo? Sin embargo, ese es uno de los síntomas que se encuentra en el diagnóstico clásico de cualquier neurosis, es decir, se espera que el individuo pueda disfrutar de su sexualidad a pesar de su educación y experiencia de convivencia, y se le exigirá que así sea si quiere su certificado de “sano”. ¿Cómo puede esperarse que un adulto trabaje con alegría en una sociedad que le ha enseñado a obedecer y aceptar lo que no le gusta porque es por su bien? Y, por supuesto, esta incapacidad de disfrutar de su trabajo es, también,

un síntoma de neurosis clásico. En otras palabras, es nuestra percepción de la realidad, nuestra conciencia, nuestra forma de pararnos frente al mundo y nosotros mismos, lo que tiene que cambiar. Lo que está enfermo es el conjunto de nuestras metas, propósitos, educación, organización familiar, relaciones humanas, con la naturaleza, con los animales, organización social, valores, etc. Mientras no lo entendamos seguiremos reparando máquinas. b) La derrota de la razón (objetividad como masturbación) La mayor parte de las personas que habitan los manicomios, están allí porque no han conseguido realizar la disociación operativa que se requiere de los miembros de nuestra sociedad, para funcionar en ella. Quizás sería más correcto decir, que lo que no consiguieron fue realizarla y seguir funcionando “correctamente”; esa disociación es la de razón y sentimiento, mente y afectos. Pongamos pues, algo en claro: a nivel popular, la gente cree que quienes están recluidos en los hospicios para problemas “mentales”, han perdido la razón. Pues no es así. Eso refleja, más bien el temor del hombre de nuestro tiempo a perder el control; pero en la llamada “locura” o sicosis, si hay algo que se pierde es la afectividad, no la facultad de razonar. Las personas internadas lo están por problemas afectivos, no racionales. Aunque la causa puede encontrarse en la disociación entre mente y afecto, la desintegración interna y externa presente en estas personas pasa, definitivamente, por lo afectivo. Quienes por el contrario, consiguen adaptarse, logran controlar sus sentimientos, es decir, reprimirlos, alienarlos, desposeerlos; son los verdaderos herederos de los frutos que promete nuestra comunidad.

Quien consigue “congelar” su afectividad logra dos cosas: por un lado, el tan “mentado” control sobre la naturaleza, la aplicación del poder, y el propósito personal individual sobre el entorno; por otro lado, la desconexión con la fuente vital, con el sentido de la vida, con las raíces que convierten a la existencia en algo trascendente. Estos dos aspectos, que podría considerarse las dos caras de una misma moneda, son el fin (propósito) y la consecuencia de la visión de nuestro tiempo. Representan, en forma resumida, lo que muchos occidentales han dado en llamar, el triunfo de la razón sobre la naturaleza, o el triunfo de la mente sobre el oscurantismo y el subjetivismo, o la “teología” del progreso, como meta fundamental de la existencia humana. Cuando un individuo logra esta disociación, realmente ha conseguido triunfar sobre aquello que, en su vida, sería un obstáculo, pues, en lo concreto, en lo cotidiano, este individuo precisa “desensibilizarse” para realizar las tareas que se le exigen. Tiene que convivir con la injusticia, con la corrupción, con la inmoralidad, con la falta de amor y comprensión; tiene que convivir con una cierta ética que se corresponde con su tiempo, en el que debe alcanzar sus metas y realizar su existencia. Ese es el escenario. Y siempre hay que dejar cosas en el camino para alcanzar cualquier meta. Esa es una verdad que se aplica a cualquier cultura o comunidad, “Dios protege a los buenos, cuando son más que los malos”. Por otra parte, una vez que se ha conseguido el control sobre las emociones, el individuo se siente perteneciente a su comunidad, como en los ritos de iniciación. Se ha vuelto hombre o mujer, pues ha aprendido lo que había que aprender para pertenecer y ser aceptado por sus pares; ya nadie puede burlarse o desvalorizar su forma de “estar y ser en el mundo” (la humillación a los niños cuando se manifiestan espontáneamente, es un claro ejemplo de este hecho).

Sin embargo nuestra seguridad psicológica y emocional proviene, justamente, de un contacto íntimo y fluido con nuestras emociones, y la posibilidad de expresarlas en relación a otros. Cuando este contacto ha sido cortado (en el proceso de adaptación a las pautas familiares, educativas y sociales) el individuo es fundamentalmente inseguro y dependiente, por lo que la estabilidad ambiental (autoridades incluidas) se convierte en un factor de enorme relevancia. En otras palabras, las personas se transforman en conservadoras y luchan por perpetuar las condiciones en las que viven (a veces a cualquier costo). Esta inseguridad básica de los miembros de nuestra sociedad, queda encubierta por la consecuencia directa del control de la mente sobre el afecto: la omnipotencia. Este es el mecanismo compensador de nuestro tiempo: la sensación que da el poder controlar a otros y a la naturaleza es, justamente, la del poder total, y, mientras más inseguridad se sienta, mayor fascinación por el poder se experimenta. Así como en toda cultura los individuos que reflejan y representan más claramente los valores y mitos de la misma, son los encargados naturales de dirigirla, en la nuestra los individuos más inseguros y omnipotentes son los que la conducen. El resultado está a la vista. Una cultura insegura es, de por sí, persecutoria, tanto en relación a sus miembros como a otras comunidades que la rodean (proyección del enemigo). Al mismo tiempo, para mantener su seguridad necesita que todo se le parezca y que todo sea controlable; por tanto, tiende a menospreciar a otras comunidades que no comparten sus pautas organizativas, y a creerse superior a ellas. Hemos llevado a la razón a la categoría de diosa de nuestro tiempo, y a la objetividad (su arcángel mayor) al pedestal de todo conocimiento que pretenda ser legítimo y aceptado por nuestra sociedad. Si las observamos de cerca, tanto una como la otra, representan la

“pretensión” del conocimiento, el instrumento y la distancia óptima para poder observar los fenómenos que nos proponemos estudiar. Es sabido que el instrumento condiciona la medida, pues está hecho para comparar ciertas dimensiones de la realidad y no otras; por tanto, toda medición implica una selección de lo que se observa; o, en otras palabras, una parte de la realidad y no la realidad. Como bien lo demostrara Einstein y la Física Cuántica, el observador está siempre implicado en la observación; o mejor aún, se podría decir que, de alguna manera, precipita la observación (declaración de Copenhagen-efecto observador). La objetividad y la razón, necesariamente, para actuar deben decodificar la realidad, de forma tal que sea medible por ambas. Por tanto deben, forzosamente, convertirla en un conjunto de fenómenos y elementos que puedan ser abarcados por dichos instrumentos. Todo lo que no entre en esa lógica o pueda seguir ese método, debe ser descartado (y he aquí lo grave) de la realidad. En otras palabras, se le niega la existencia: no se toma esta imposibilidad de reducir los hechos a la metodología vigente como una limitación de dicha metodología (y, por ende, no se considera la necesidad de revisarla, como de rever los presupuestos básicos de su acción y visión de la realidad), sino como la constatación de que esos hechos no son parte de la realidad, con lo cual el dogma queda establecido, y la “quema de brujas” preparada. Debe quedar claro que la objetividad (que ya no se pretende ni en la física, casi desde principios de siglo), aplicada a las relaciones humanas, no sólo es una ilusión o un error de perspectiva, sino que representa un síntoma de la alienación de nuestro tiempo, tanto para quienes pretenden aplicarla como para quienes son objeto de ella. Pretender ser objetivos no es un método, es un juicio de valor con respecto a lo que se considera mejor en una situación dada, y es que, acaso,

¿hay algo más subjetivo que un juicio de valor? Pretender ser objetivos es asumir la posición de “observador”; es poner una ventana desde la que, cómodamente sentados, miramos el paisaje; es poner una distancia que nos permita no sentir, no involucrarnos (no contaminarnos) en el colmo de la concepción aséptica, casi quirúrgica, que es la marca de tantos métodos terapéuticos. Ahora bien, ¿cómo se siente alguien en el lugar del observado, cómo puede alguien desalienarse si es alienado por quien pretende ayudarlo? Y, lo que es peor, esta posición de observador y observado modela un tipo de relación: es el encuadre sobre el que todo lo que ocurre allí es resignificado, y no puede dejar de verse la influencia que este tipo de relación persecutoria, y autoritaria, deja como secuela en las personas que la viven. Esto puede empujar al individuo a un nuevo intento (autodestructivo) de adaptación, que podríamos denominar su segunda “chance” de encajar en el engranaje. La posición de observador objetivo representa, en verdad, la impotencia relacional del sujeto que la aplica, la imposibilidad de relacionarse con el otro, escondiéndose detrás de su “persona” de técnico, con la excusa de la aplicación de un método. Se centra todo el tratamiento (haciendo el esfuerzo de que el paciente coopere, es decir, “se porte bien y se deje aplicar la inyección”) en la correcta utilización de la técnica, en vez de centrarlo en la relación entre ambos. Si el paciente consiente, lo habrá hecho en ser tratado como una máquina, y la alienación se habrá consumado. La derrota de la razón implica su integración a la totalidad de la persona; implica su destronamiento del rol de tirano que todo lo controla y conoce (reduce); implica dejar de convertir todo lo que tocamos en “plomo”, pues todo lo que es explicado, analizado, categorizado, pierde la vida. Integrar la razón a la existencia implica comprender por qué no podemos entenderlo todo (pérdida de la omnipotencia), y, por ende, aceptar (liberándonos) que nuestras limitaciones son, en realidad, las puertas hacia el

sentido verdadero de nuestra presencia en este mundo. Lo que precisamos es relacionarnos, y para hacerlo, se precisan, al menos, dos personas dispuestas al riesgo. Para hacer el amor es necesario encontrarse con el otro; ser objetivos es evitar ese riesgo; es, en otras palabras, masturbarse. La razón es la “gran ventana” desde la cual contemplamos el espectáculo de la vida, sin compromiso, sin participación; es el cómodo sillón desde el cual organizamos el genocidio justificado, sin percibir que lo que están matando allí afuera es nuestra propia alma. Observar la vida es el gran acto masturbatorio en el que se consuelan los impotentes, que no tienen el coraje de reverenciar el maravilloso misterio de la existencia. c) La irracionalidad del enfoque racional La gran paradoja de nuestro tiempo, es que quienes nos jactamos de ser la civilización más técnicamente evolucionada (que ha pisado la Tierra, y, cuyo principal instrumento en este logro, ha sido el triunfo de la racionalidad sobre el oscurantismo irracional), somos los responsables de los crímenes y barbaries (no sólo contra otros seres humanos, sino contra otros reinos de la naturaleza) más importantes, que puedan ser registrados por la historia. Justamente quienes, en nuestra época, se clasifican a sí mismos como pertenecientes al primer mundo (en una muestra de orgullo y soberbia por sus aparentes logros en el desarrollo de sus sociedades), son los responsables, no sólo de los crímenes a los que hacíamos referencia (en todo el planeta), sino de la violencia indiscriminada, la injusticia, la degradación, y la violación de sus propios miembros dentro de sus propias comunidades. La maravillosa e ilusoria idea de que al fin habíamos superado los

estadios de oscurantismo, y nos acercábamos a una era promisoria y llena de luz, con la que empezamos este siglo, se vio contradicha, en un principio, por las dos guerras mundiales, desatadas, justamente, por las sociedades más desarrolladas de ese tiempo. ¿Qué esperanza de evolución y cambio podía quedarnos, si quienes representaban (y representan) a los sectores, supuestamente, más evolucionados, eran capaces de los crímenes más atroces? ¿Cómo seguir confiando en un modelo de convivencia social, basado en la persecución, la desconfianza y el control sobre sus miembros? (pues todos los estados modernos, son estados policíacos). Es obvio que tanto nuestra visión e interpretación de la vida, como del hombre, en cuanto a naturaleza y esencia, está profundamente equivocada. En principio: el hombre no es un ser racional; por el contrario, mientras más unilateralmente racional se vuelve su propuesta vital, más irracional se transforma su conducta. Aquella primera intuición de Freud, del inconsciente como el gran basurero de la conciencia, no fue más que la constatación de cuanta verdadera basura se estaba acumulando en la cultura, a través del control, racionalización, y represión de nuestra verdadera naturaleza. Todo ese basural explota en descontroladas irrupciones colectivas (guerras), que son un intento grandioso de corregir y compensar, el desequilibrio producido por la orientación racional de nuestra sociedad occidental. Lo que no pudo ver Freud, fue que su método de volver consciente lo inconsciente (por temor a esa irrupción), y su errónea percepción de la relación entre los opuestos síquicos (que realmente están conectados y mutuamente determinados, en lugar de ser irreconciliables como él planteó), sólo sirvió como un nuevo refuerzo, una nueva justificación racional, para seguir controlando (y congelando) nuestra esencia.

Lo que él percibía como amenaza a la continuación de la existencia de la vida social, si las barreras de control y represión se perdieran, era verdad; sólo que la interpretación que le dio, era y es errónea. La tensión social no estaba provocada por la existencia de instintos disociados en los individuos, que, de ser liberados, sólo buscarían su actualización, llevándonos a una especie de estado primitivo (en los términos peyorativos y proyectivos, de su visión occidental sobre los pueblos indígenas, que son justamente donde estos actos de violación y asesinato indiscriminados, no existen), sino que, por el contrario, dicha tensión estaba provocada por la represión indiscriminada de toda la naturaleza emocional de los individuos, para sujetarlos y adaptarlos a los parámetros de una estructura social, vertical y jerárquica. Era obvio que si dicha tensión explotara, la explosión amenazaría realmente la existencia de tal orden social (lo que en definitiva puede considerarse una respuesta sana), que, por supuesto, era visto como un verdadero peligro por todos aquellos que se identificaban con ese modelo (el único que conocían, y en el que habían crecido). Por tanto, una vez más, las soluciones previstas eran, en realidad, las causantes de los males que pretendían prevenir o curar; la correcta interpretación, en ese caso, era muy difícil de hacer en base a la posición desde donde fue hecha. En vez de identificar el verdadero mal, en la falsa estructuración de la convivencia social (basado en un modelo de hombre que era, en el mejor de los casos, castrador y limitante), y, por ende, corregir las bases de dicha convivencia, se pretendió legitimar el “status quo” vigente, definiendo al hombre como: de naturaleza esencialmente mala, que debía ser sometido por las normas sociales, so pena de perderse en sus instintos “primitivos”, con los consiguientes riesgos para la coexistencia. Los instintos (si los hay) sólo se vuelven peligrosos, cuando no pueden

expresarse, o cuando se encuentran disociados del resto de la personalidad. Esto último sólo ocurre cuando la actitud consciente es unilateralmente racional, activando, de ese modo el polo opuesto (el instintivo) de forma tan unilateral y alejada de la conciencia, que ésta experimenta su presencia como una amenaza. La única manera de aliviar esta tensión, resulta del acercamiento de estos opuestos, con la consiguiente integración de ambos polos. Para ilustrar este concepto, podemos usar la imagen de dos pelotas unidas por un elástico: si las separamos, la tensión del elástico aumenta en proporción directa a la distancia; es decir, mientras más distancia mayor tensión y, por ende, mayor riesgo de colisión entre ambos si alguna de las pelotas se suelta. Si cada pelota experimentara esta posibilidad como una amenaza, intentaría poner mayor distancia con aquello que percibe como riesgoso, sin darse cuenta que con ese movimiento está, en realidad, aumentando el peligro que pretende neutralizar; pues cada movimiento de alejamiento, aumenta la tensión del hilo que las une. Pues bien, la solución al problema, en nuestra cultura, ha pasado, hasta ahora, por mantener la tensión, aumentando las defensas contra la presión ejercida por el polo opuesto, que nosotros mismos hemos creado, al distanciarnos de nuestra fuente emocional e instintiva. Esta necesidad de control, como hemos visto, ha devenido en esta visión paranoica de la vida, con su consiguiente proyección (de los contenidos no aceptados en nosotros) en la figura del “enemigo” externo (legitimando las guerras y los exterminios), o el “interno” (legitimando la caza de brujas dentro de la misma comunidad). Supeditando la supervivencia social como la salud mental de los miembros de la comunidad, al aumento de las medidas de seguridad, y la consolidación de las defensas que, en ambos casos, sólo sirven para mantener la tensión bajo control (esto explica por qué no hemos aprendido nada, ni hubo grandes cambios después de la segunda guerra mundial y las que

le siguieron). Es innecesario abundar en detalles de lo estéril de esta solución, que, a pesar de no haber servido en ninguna de las situaciones antedichas (ni ha conseguido controlar el aumento de la violencia, ni el aumento de las perturbaciones sico-emocionales), aún continúa siendo la más aceptada a nivel oficial (gobiernos y autoridades sanitarias). Este impasse no tiene salida, salvo que vayamos a la fuente del problema, y reconstruyamos nuestra convivencia, incluyendo aquellos aspectos de nosotros mismos, que hemos dejado de lado para poder adaptarnos al sistema en que vivimos actualmente. De hecho, esto es lo que vastos sectores de la sociedad han empezado a realizar en forma autónoma, especialmente en la creación de nuevos métodos terapéuticos que intentan cambiar la identidad de los individuos, aunque este cambio atente contra su adaptación al sistema. Del mismo modo, la antropología ha comenzado (desde la década del sesenta) a cambiarnos la óptica, en relación al conocimiento que otras culturas tienen para aportarnos, ayudándonos al proceso de transformación que debemos encarar, si queremos sobrevivir como especie. Todo este conocimiento antiguo, está empezando a ser revalorizado y utilizado en la praxis diaria de médicos, psicólogos, sociólogos, terapeutas corporales, etc., con el consiguiente cambio, tanto a nivel de la salud como hecho concreto, así como a nivel del concepto mismo de lo que es estar sano; sin dejar de lado, el aumento de la conciencia de las necesidades no satisfechas por los métodos tradicionales, en su doble valor: el de resignificar la imagen de hombre que nos refleja nuestra cultura, y el de abrir nuevas puertas hacia otras realidades. Quizás de ambas, esta última sea la más importante, pues necesitamos descubrir que somos mucho más de lo que se nos dice y permite ser, para dar el salto y el riesgo de serlo.

Tal vez, entonces, estemos en condiciones de reconocer que es precisamente ese mundo irracional, del que hemos sido expulsados por nuestra cultura, donde reside nuestro verdadero hogar. d) La vía del sentimiento Ya nos hemos referido, casi hasta el cansancio en lo que va de este libro, al fenómeno de la disociación mente–cuerpo y razón– sentimiento; es, por tanto obvio, que restituir el equilibrio o la armonía (que no son lo mismo) en los individuos y en la cultura que padece este problema, pasa por trasladarnos al polo opuesto, al polo negligenciado o subdesarrollado de este par: el sentimiento. La emoción es el gran ausente en nuestras relaciones interpersonales; la mayor parte de nosotros sentimos vergüenza al expresar nuestras emociones frente a nuestros semejantes (en especial si somos varones), y tendemos a reprimirlas o esconderlas, tapándonos el rostro para que no se note que estamos emocionados. Esto no pasa sólo con respecto al llanto o la expresión del dolor; también respecto a la rabia, el deseo sexual, o el mero interés por otra persona. La orden es no molestar, no perturbar a otros con la manifestación de nuestras emociones. Tanto nos ha costado conseguir esta adaptación, y tan frágil es, que necesitamos calmar inmediatamente a alguien que está expresando sus sentimientos; no siendo muy claro quién necesita calmarse, si la persona, o nosotros que no sabemos que hacer con nuestras emociones. Ya hemos explicado el papel que el contacto físico y la posibilidad de expresar los sentimientos, tienen en el desarrollo evolutivo de la persona, especialmente en cuanto a su seguridad interna y su confianza en sí mismo, y

todo lo que esto tiene que ver con la independencia y la capacidad de amar. Hemos visto también, el papel que el adiestramiento infantil en la represión de los sentimientos, juega en el mantenimiento del “status quo” social y, por ende, la resistencia al cambio que el colectivo y, especialmente, las instituciones de poder opondrían a cualquier transformación a este nivel, sea ésta terapéutica (familia) o educativa (social). La vía del sentimiento” es, por tanto, un camino hacia la revolución; no sólo un formidable instrumento terapéutico, sino un arma subversiva, que atenta contra las bases mismas del sistema introyectado, en cada uno de nosotros. Si podemos enseñarle a una persona el camino de vuelta a casa, al hogar perdido de su naturaleza emocional, le estaremos devolviendo el sentido de su vida; con lo cual ya nadie podrá gobernarlo sin su consentimiento. Estaremos propiciando una coexistencia, en base a individuos integrados y responsables, que ya no querrán vivir en un mundo enajenado y enajenante. Este es, quizás, el primer gran paso, pues también somos más que nuestras emociones, todavía hay más maravillas que esperan por nosotros en esta aventura de descubrir nuestras posibilidades humanas. Sin embargo, si no damos este paso en esta época, no habrá chance para dar ningún otro; o recuperamos nuestro amor por nosotros y lo que nos rodea, o conseguimos respetarnos y respetar todo lo que vive, o pereceremos en el intento. Liberar la emoción para que pueda integrarse y nutrir a la razón, honrando así nuestra verdadera naturaleza de seres conscientes (no solamente racionales), que se maravillan con lo que les rodea, es la gran tarea de nuestro tiempo. Una razón al servicio de la emoción, se convierte en el gran instrumento al servicio de la belleza de la creación. Todo hombre que posee conocimiento y es capaz de amar, alcanza la sabiduría consistente en reconocer nuestra calidad de instrumentos y testigos de la mano que todo lo creó.

e)

El papel de los nuevos Chamanes

Cuando a Michel Harner, antropólogo, estudioso y practicante del chamanismo le preguntaron por qué lo estaba enseñando en workshops de fin de semana y seminarios breves por todo el mundo, respondió: “ya no estamos en los tiempos en los que podíamos aprender lentamente este conocimiento antiguo; no tenemos tiempo, debemos recuperar su antigua sabiduría y praxis rápidamente”. Esto se cumple para todo conocimiento cuya aplicación contribuya al cambio de conciencia que propicie las transformaciones imprescindibles, a fin de permitirnos reestructurar nuestra forma de vida de manera de equilibrarla con la naturaleza que nos rodea. Como ya lo discutimos en el capítulo tres, el papel de los terapeutas de nuestro tiempo debe ser asimilado al de los antiguos y presentes chamanes de otras culturas, si es que su trabajo va a tener algún resultado en la finalidad que nosotros le asignamos. La búsqueda de lo sagrado, la exploración del alma o de la siquis, y sus relaciones con el cosmos, eran en la antigüedad, tareas reservadas a iniciados en esas “artes ocultas” que, además, debían esconderse por razones de supervivencia, en la medida que sus conocimientos contradecían y, por ende, amenazaban los paradigmas teóricos o religiosos sobre los cuales, las jerarquías sociales estaban establecidas (los Cátaros en la Europa medieval, son un buen ejemplo de ello). En nuestros tiempos las cosas son diferentes (probablemente por más razones de las que seamos capaces de resumir en el presente trabajo), pero queremos resaltar una de éstas como, al menos, la más urgente: el desequilibrio provocado por nuestra organización social, en nuestra relación con la naturaleza, está llevándonos a la destrucción de la vida en el planeta. Probablemente esto ocurra en un lapso promedio de diez a quince años,

como fue calculado por los científicos que trabajan en el tema. Al menos ese sería el tiempo en el que (si no ocurren cambios significativos) el proceso sería irreversible. De cualquier manera, la difusión de esta realidad, no parece afectar la mayor parte de nuestras costumbres y hábitos, en relación a nosotros mismos y el entorno. De hecho, este fenómeno puede ser decodificado según nuestra visión cultural, como meros pronósticos agoreros de la llegada del juicio final, o alguna otra catastrófica idea, producto de mentes delirantes. En una sociedad donde la muerte no es aceptada, donde el triunfo y la realización individual son las metas glorificadas, no queda lugar para aceptar semejante idea (el ego no acepta su propia muerte). Es obvio que si no recuperamos nuestra conexión con las fuentes de la vida, con la naturaleza, con el cosmos, con la experiencia directa del misterio insondable que es la existencia, no podremos dejar de comportarnos como niños caprichosos, bárbaros e ignorantes, que sólo pueden mirarse el ombligo. Por otra parte, las religiones de nuestro tiempo carecen (en su propuesta) de una verdadera respuesta a los desafíos de nuestra era. Sus rituales desgastados por las contradicciones institucionales y el ejercicio del poder (más que del espíritu religioso), se han convertido en una opción de pertenencia a una comunidad, indistinguible de cualquier otra organización política, de las tantas que se dan en nuestra cultura. Sus mensajes también se refieren a nuestra existencia, como algo a ser superado o descartado, en nombre de valores abstractos y moralistas, con una visión de lo espiritual como lo descarnado, con una visión del amor como lo elevado, separado de la realidad cotidiana y, principalmente, separado del cuerpo, y la relación entre los seres humanos (y entre éstos y los animales) y la naturaleza. Esta visión, que se corresponde con la coraza de una identidad disociada

entre mente y cuerpo, entre consciente e inconsciente, se ha perpetuado por siglos, y ha conseguido, a través del ejercicio del poder y la violencia, alcanzar una escala planetaria, imponiéndose a otras culturas (y visiones), con la consiguiente dispersión de las consecuencias dramáticas que su ejercicio conlleva. Debemos pues, trabajar con urgencia, para transformar esa visión, esa estructura de personalidad, de quienes sostienen con su “intención” diaria, los pilares de nuestra sociedad. Es por esta razón, que en la introducción nos referíamos a los nuevos chamanes, como los terapeutas experienciales, pues sólo por la experiencia directa de las realidades negligenciadas y alienadas en nuestra personalidad, podremos transformar el mito de cada uno, y de la comunidad en su conjunto. Desbloquear las emociones, por ejemplo, pasa, no sólo, por un trabajo terapéutico directo, en cuanto a lo corporal, o en cuanto a la posibilidad de su expresión en relación a otros (tarea por demás importante) sino que, además, necesita de un nuevo marco de referencia para que no se convierta en una experiencia de “ghetto”. Esto implica la constitución de una nueva filosofía o visión religiosa; o quizás la revalorización de las más antiguas tradiciones religiosas, adaptadas a nuestras necesidades contemporáneas. Sin ella la labor terapéutica carece de sentido. Sin un ideal que guíe nuestra intención transformadora, corremos el riesgo de perdernos en el laberinto de propuestas consumistas, que el sistema ofrece para “vivir mejor”. El éxito y su idolatración, con la que el sistema premia a todos los individuos que trabajan “bien”, independientemente de cuales sean los fines, metas o métodos empleados, puede ser la gran trampa en la que se esterilicen los esfuerzos dirigidos al cambio de conciencia. Como Nick Black Elk comprobara con tristeza en sus últimos años, a pesar que continuaba curando con éxito a las personas que se lo pedían, ninguno de los jóvenes manifestaba interés en continuar “la vía roja” del

conocimiento (afortunadamente su nieto “espiritual”, el gran chamán Wallace Black Elk, consiguió difundir por el mundo y los Estados Unidos, el sagrado conocimiento de la pipa). Esto ocurría porque ninguno comprendía el verdadero sentido de la cura, ni como ella era posible. En el culto al personalismo de nuestra era, el médico es el depositario de toda la omnipotencia mágica, y el encargado natural de nuestra salud (proyección que, lamentablemente, suele ser asumida por el profesional, en su carrera por consolidar prestigio, poder y una identidad social que le dé algo de seguridad). Reconocer el papel de mero instrumento, de canalizador de un conocimiento que nos trasciende es el mejor antídoto contra las trampas del ego, y es la marca de “fábrica”, de todos los grandes sabios. La humildad no es una postura, es una convicción nacida de la experiencia directa de contacto, con aquello que nos guía en el camino de la curación, tanto sea ésta física como síquica (si es que esta distinción puede hacerse hoy en día). Hasta los cirujanos saben que hay una cierta cualidad de flexibilidad, de estado alterado de conciencia cuando operan, que es condición indispensable para la práctica de su tarea. El artista sabe que el verdadero dominio de su arte, llega cuando se somete a ese arte que practica. Es como si la etapa de estudio y preparación actuara como llamador, como señal que nos moldea, hasta que estamos prontos para dejarnos guiar por la tela en blanco frente a nosotros. Los que practican con seriedad saben que el conocimiento se obtiene, pero el don se merece y es, en cierta forma, alcanzado a través de la “gracia”, no por un procedimiento o metodología. En todo arte, el pensamiento y el ego interrumpen el proceso de creación. Esta búsqueda de la trascendencia en el ejercicio mismo de la tarea terapéutica, necesita de un marco de referencia filosófico y práctico. Lo que

intentamos definir como La Inversión de la Caída, aludiendo a la maldición del pecado y la consiguiente caída del hombre a la tierra, o al fango de los instintos y las emociones. Esta visión de lo que está arriba como bueno y lo que está abajo como malo, puede haber sido propicia en otra época, donde los desafíos en la evolución del espíritu del hombre eran otros. Ciertamente, es inapropiada para este momento histórico. La presencia del hombre en la tierra no es fruto del pecado, y no se trasciende o se eleva el espíritu, absteniéndose de la entrega a los sentimientos; muy por el contrario, ese es el camino del envilecimiento del alma humana que, encerrada en un cuerpo que actúa como cárcel punitiva, convierte su existencia en el calvario del odio y la represión. Nuestra gran tarea es, hoy en día, celebrar la vida (pero “mucho”), gozar de nuestra chance de estar vivos es el gran desafío; porque ser feliz es, en nuestro tiempo, visto como un pecado casi imperdonable. Invertir los términos de nuestros códigos morales y filosóficos para darnos el permiso de gozar y disfrutar, celebrando, es la mejor manera de expresar el espíritu religioso de nuestra nueva era, si es que ésta va a conseguir desarrollarse. Esta no pretende ser una filosofía pasatista, ni siquiera nueva; en casi todas las culturas, en todas las épocas se desarrollaron ritos celebrando, por medio de la danza y la alegría, la belleza de la creación. En nuestras propias raíces europeas estos ritos existieron, hasta que la Inquisición se encargó de quemar a todos los que osaban bailar, y nombrar a Dios desde la expresión del gozo vital. Hacer el amor cuando dos seres se encuentran es una, sino la más bella, de las formas de honrar y expresar a Dios entre nosotros. Danzar, celebrar y hacer el amor, son las tareas magnas en cada hecho cotidiano de nuestro diario vivir; practicarlas, trasmitirlas, enseñarlas,

encenderlas en el corazón de la gente de nuestras comunidades, es la gran tarea asignada a los “nuevos chamanes”. AMEN (literalmente).

Capítulo VI Inconsciente, paredón y después No existe mucha literatura sobre el tema del inconsciente, en el marco de la terapia gestáltica. Ni en la original, escrita por Perls o Goodman, ni en la posterior, como el caso de Polster o Zinker, y, aún, en la excepción de Joel Latner, la mención al tema es por demás pobre. Si bien intentar encontrar una razón que justifique esta carencia en una corriente que, obviamente, trabaja con este presupuesto, no deja de ser un mero ejercicio especulativo. Una de las respuestas más plausibles a dicha incógnita o aparente contradicción, podría estar en el hecho de que la terapia gestáltica es, básicamente, un enfoque experiencial de la existencia humana y, esencialmente no especulativo. Esto quiere decir, que cuando trabajamos estamos más interesados en la acción que en la reflexión, o en cómo utilizar las cosas que en explicarlas. De hecho, vivir como vivimos es, para nosotros, más relevante que explicar por qué vivimos de tal o cual manera. Esta situación puede ser mejor entendida, si la presentamos como el par de opuestos que se manifiestan en dos formas de entender la existencia: “o la vida es un problema a ser resuelto y, por ende, precisa de una tecnología, de autoridades, jerarquías, y un conocimiento abstracto para resolverla; o, por el contrario, es una experiencia a ser vivida y, por ende, sólo requiere ser vivida, experimentada, sin necesitar más autoridad que la que emana de la propia vivencia”. Aplicando dichas proposiciones al trabajo con lo inconsciente, tendremos dos formas distintas de aproximarnos a él: la primera, sería un intento por

comprenderlo racionalmente, tratando de explicarlo, de preverlo (¿de controlarlo?), de reducirlo; mientras que la segunda, sería un intento por utilizar su energía, por aprender de sus manifestaciones fluyendo con ellas. Estas dos actitudes marcan una diferencia esencial que puede trasladarse a la relación del hombre con todo lo que lo rodea. Como veremos más adelante, esto tiene mucho que ver con la posición desde la cual nos relacionamos con nosotros mismos, con nuestra propia naturaleza, y la predominancia del enfoque racional y paranoico que produce el complejo egóico en nuestro tiempo. Es obvio, pues, que la aproximación racional a la vida produce, como efecto colateral la necesidad de controlar y la desconfianza en la relación con las cosas que se pretende conocer y manejar (naturaleza, inconsciente, etc.), con la consiguiente proyección de los aspectos oscuros sobre esas “zonas”. De hecho, entonces, de todo lo que se ha escrito en Gestalt sobre el inconsciente, se desprende que lo que se describe es una metodología para utilizar, para fluir y conectarse con el inconsciente, más que una descripción o mapa de su estructura. Un ejemplo claro de esto es el trabajo con sueños que desarrollara Perls, donde cada parte del sueño es vista como una parte alienada de la totalidad de la persona y que, por ende, debe ser reintegrada a la misma, con el consiguiente cambio de identidad. O el trabajo con fantasías guiadas, viajes imaginarios, que implican una activación del material inconsciente y de la relación consciente– inconsciente, que no encierra una explicación sobre su funcionamiento. A pesar de que Perls estructuró el paisaje de los sueños, en su comparación de éste con la estructura dramática de una obra teatral (donde existe un mensaje a ser desentrañado), jamás explicó, o intentó profundizar, sobre cómo era todo esto posible. También es cierto que su definición del darse cuenta, como la capacidad de focalizar o atender zonas de la personalidad previamente negligenciadas o

alienadas de ésta, sugiere una especie de relación figura–fondo entre el par conciente–inconsciente, donde nuevas figuras (gestalts) emergerían de un fondo indiferenciado (wu–wei o vacío fértil), para ser integradas por el individuo, a medida que gestalts anteriores van siendo resultas (cerradas). Esta descripción en su obra, es más la de un método (y una cualidad de la conciencia) que una elaboración sobre la estructura del inconsciente. Quizás ésta haya sido su gran contribución a la psicología: el demostrar que se puede trabajar desde un enfoque holístico sin necesidad de explicar o justificar lo que se hace, más que por el resultado; desmintiendo que se necesita “conocer” algo primero, para luego poder utilizarlo. Perls dejó claro que lo que importa es la experiencia, más que el hablar sobre ella. Pues bien, sin alejarnos de esta perspectiva, la experiencia parece demostrar que, en primer lugar: gran parte de lo que llamamos inconsciente se manifiesta en, y, a través del cuerpo. Esto, que parece obvio, ha sido durante mucho tiempo confundido, dado que el inconsciente siempre ha sido referido como una especie de ente abstracto, localizado en alguna parte de nuestra siquis (¿?) y, posiblemente, en nuestro cerebro. Que se manifieste en el cuerpo no quiere decir que el inconsciente esté contenido en alguna parte en especial; lo que sí puede constatarse, es que trabajando sobre ciertas zonas del organismo se libera determinado material que, por tanto, da la impresión de estar “guardado” en esos lugares. La tentación de asignar, como lugar definido del inconsciente, al cuerpo, posee sólidas bases experienciales, desde el extenso trabajo de las distintas líneas corporales, cada una con sus aportes, hasta las antiguas tradiciones orientales e indígenas que parecen, justamente, apoyar y profundizar a las anteriores con sus coincidencias en estructura y metodología. Por otra parte, la visión más tradicional, como la de Freud, y la amplia

perspectiva de Jung y sus seguidores, así como la moderna investigación con drogas sicotrópicas, y las antiguas tradiciones de uso ritual de drogas (peyote, daturas, etc.), presentan un paisaje que debe ser integrado al anterior, si es que queremos llegar a una perspectiva amplia del fenómeno inconsciente, y partimos de la base que el terreno de la sicoterapia debe abarcar toda le experiencia humana. Si a todo esto agregamos, todo lo relacionado con los eventos llamados transpersonales, y pretendemos obtener una visión integradora e integrada del ser humano, debemos admitir que todos estos fenómenos tienen algo en común y no pueden explicarse por un solo método o teoría. La amplitud e inmensidad del territorio al que nos enfrentamos parece ser de tales proporciones, que la actitud más correcta de cualquier investigador, debería ser la de abandonar toda intención reduccionista como la que, desde occidente, hemos intentado. Con Freud descubrimos con asombro, rechazo, y temor, que teníamos una visita en el fondo de nuestra casa a la que nunca habíamos invitado. Con Jung ampliamos el “patio trasero” para descubrir con fascinación, horror, y maravilla, que detrás de nuestro hogar se desplegaba el más increíble paisaje jamás visto. Sin embargo, con ambos, aún seguimos pensando que el inconsciente estaba dentro nuestro. Con los aportes de la antropología, el chamanismo, la investigación de Stanislav Groff y la psicología transpersonal, la terapia de las vidas pasadas, la hipnoterapia, las investigaciones sobre experiencias después de la muerte, etc., agregamos, a este “paisaje”, espacios que ya no pueden ser abarcados desde lo racional. Este abandono, este sacrificio de lo racional ha sido, durante milenios, “la puerta” de entrada al “otro mundo”. Para casi todas las tradiciones místicas del mundo, “apagar” el hemisferio izquierdo es el punto de partida hacia el universo inconsciente. Con la enorme ventaja de que ésta es una aventura que todo ser humano

puede realizar. Cada uno es capaz de su propia trascendencia, no se necesitan jerarquías, ni sacerdotes que indiquen que está bien o está mal. El viaje es personal aunque el resultado pueda modificar a toda una comunidad, como bien lo sabían (y lo saben) los indios pertenecientes a las culturas anti- estatales, donde todos los miembros practican la “magia” y la trascendencia espiritual. Es un fenómeno popular que no necesita de intermediarios. Estas culturas no poseen estructura policíaca ni aparato estatal alguno, y lograron preservarse intactas, tanto de la influencia azteca como la española (huicholes, tarahumaras, etc.). Cuando mencionamos la necesidad de abandonar la aproximación racional, no estamos despreciando la razón, sino reconociendo sus limitaciones, y sus peligros, (necesidad de control, reduccionismo, soberbia, etc.). a) Relaciones entre conciencia e inconsciente, “estados alterados”, chamanismo, ego, neurosis y psicosis. Bien, la primera indicación para este viaje debe empezar por ubicarnos correctamente, por tanto: no tenemos un inconsciente, no poseemos un inconsciente, en todo caso somos poseídos; de la misma forma que cuando soñamos, somos en realidad soñados. No tenemos ningún control sobre nuestros sueños, sencillamente nos ocurren, lo queramos o no, los recordemos o no. Así como las estrellas están siempre ahí, en su lugar en el espacio exterior, aunque no podamos verlas durante el día, el inconsciente siempre está activo, aunque nuestra actividad diurna nos ciegue impidiéndonos percibirlo. En segunda instancia, esta relación de “dependencia”, por decirlo de alguna manera, sugiere que nuestra conciencia es un subproducto “emergente” de lo que llamamos inconsciente. Para ser más exactos tendríamos que

diferenciar conciencia, de “la conciencia del ego”, pues las posibilidades de ser conscientes no se agotan en lo que los antropólogos que estudian el chamanismo han dado en llamar, el “estado de conciencia ordinario”, que es en el que pasamos la mayor parte de nuestra vida. El estudio de los “estados alterados de conciencia” (más allá de que su denominación sea incorrecta, pues genera la falsa idea de que el estado ordinario es el eje de percepción “real”, y los demás son desviaciones de éste) ha demostrado, con amplitud, que las posibilidades de ser conscientes son muchas. Cada una de ellas, es una puerta a mundos diferentes a los que percibimos “normalmente”, pero tan reales como éste. Desde este punto de vista (relativismo de la conciencia), esta sería, más bien, una opción de percepción, una matriz ordenadora, sin la cual nuestra experiencia del mundo sería caótica, como parece sugerirlo el mundo perceptivo y existencial de las llamadas sicosis. En otras palabras, para poder sobrevivir tenemos que hacer una opción (no consciente) de qué y cómo percibir lo que nos rodea. Pero afirmar que lo que percibimos posee una existencia única y, por ende, puede ser explicado por lo limitado de nuestra forma, es otra cosa. Lo más importante, para el presente trabajo, es comprender que, justamente, estas distintas maneras de percibir, y sus contenidos, forman parte, o emanan de esa región que llamamos inconsciente. Estas manifestaciones, o quizás deberíamos decir, vislumbres de su inmensidad, se dan, se hacen posibles, cuando nuestra conciencia normal es dejada de lado, al menos parcialmente. Esto queda claro en los sueños, en las fantasías (guiadas o no), en los estados crepusculares, en las visiones, o en otros, provocados o inducidos por medios químicos, ritualísticos, o biosíquicos (meditación, hiperventilación, etc.). Se hace entendible, entonces, porque tantas tradiciones orientales e

indígenas, han denominado al mundo de la vida cotidiana, como el mundo de maya o de ilusión. Esta comprensión es recibida por el individuo que accede a esos mundos al comparar lo pequeño y relativo del suyo propio, con la vastedad de los territorios inconscientes. Cuando una persona comienza a “viajar” de visita a esas “llanuras” y “montañas” logra intuir que, de alguna manera, su existencia carece de sentido en relación al contenido universal de lo que percibe; si su vida no está conectada con ese todo que lo rodea. En efecto, una de las cosas que la persona descubre es que todo el universo está profundamente interconectado, y que ella no es una excepción a dicha regla. Diríamos que, en ese momento, el individuo comprende que su estado de autoconciencia se deriva de ese otro mundo que está percibiendo, y su verdadera fuente vital proviene de ese lugar. Todo lo que le ocurre está, de algún modo, conectado con eventos que se desarrollan en “otras tierras” y, sin embargo (y esto es lo maravilloso), él puede influir sobre ese otro universo y, por ende, en su propio destino (siendo lo contrario también cierto: si no consigue influir sobre ese otro mundo, éste lo determina). Mientras más dirige una persona su atención hacia la fuente de la que se origina (cualquiera sea el método empleado), más clara es su percepción de ambos mundos, lo que se traduce en grados de libertad y sentido cada vez mayores. No existe mayor liberación, que la que proporciona tomar contacto con la relación directa que hay entre nosotros y aquel lugar del que provenimos. Esta es la verdadera fuente a la que, con distintos nombres, se han referido los místicos y religiosos de todas las eras y culturas; sin embargo, para entender su esencia y su existencia es necesaria la experiencia directa. No hay manera que los relatos, historias, o escrituras religiosas, puedan transmitir aquello a lo que aluden, por la sencilla razón de que lo que perciben

ocurre cuando el pensamiento discursivo está “fuera de servicio”, y las reconstrucciones posteriores, como muy bien lo describiera el “Don Juan” de Castaneda, no dejan de ser meros “cuentos de poder”. Pues bien, desde esta perspectiva, podríamos decir que toda la patología que conocemos, no es más que la falla del individuo en comprender esta verdad y ajustarse a ella. De hecho, su vida carecería de un sentido real mientras más se aleja de la fuente de la que “mana” su existencia. Podríamos decir que, gran parte de la psicología contemporánea se dedica a fortalecer el ego como remedio a sus males, pues desde una perspectiva egocéntrica, todo aquello que lo amenaza, que lo desestabiliza, es un peligro para su existencia; los contenidos, irrupciones y mensajes del inconsciente, se convierten en eventos a ser resistidos, situaciones a ser evitadas, acontecimientos a ser negados o reprimidos en la medida de lo posible. Esta actitud del ego crea un verdadero impasse, en caso de llegar a ser exitoso en su operación de resistencia; es decir, la mayor parte de su energía se gasta en construir muros de protección que, por supuesto, luego se convierten en cárceles (neurosis). Tal imagen puede ser ejemplificada, con lo que le ocurriría a un astronauta lanzado al espacio en una misión sumamente importante si una vez que ha llegado al planeta de destino, por alguna razón no consigue recordar para qué está en ese lugar y, por ende, comienza a vivir una vida según pautas dictadas por el momento. Cada tanto tiempo se ve atormentado por mensajes o visiones que su base central intenta enviarle, recordarle quien es y que está haciendo allí. Un sujeto en esa situación tenderá a defenderse de aquello que no comprende, y que demanda de él respuestas que no conoce, para dedicarse a lo que es más urgente en su vida presente (sobrevivencia, refugio, etc.). De hecho, ésta es la visión de alguno de los enfoques llamados transpersonales (y, decididamente, la del enfoque chamánico), acerca de la

aparición de la enfermedad. Es decir, que ésta es consecuencia de una pérdida de contacto, con la fuente original (naturaleza, espíritus, inconsciente, espíritu universal). La cura está en la restitución de ese contacto, o la corrección, voluntaria (rendición del ego, pérdida de la omnipotencia), de una actitud demasiado unilateral en la relación con el mundo. Con una pequeña adaptación, esta visión también podría proporcionar una buena explicación a la aparición de las llamadas psicosis pues, como ya lo dijera Freud, éstas podrían representar un intento de rectificar al ego, por estar éste estructurado en forma incorrecta para el desempeño de su función. Algo así como una irrupción brutal del amo (el inconsciente) que intenta recordarle al vasallo (el ego) quien es el que realmente manda y se encuentra tras el escenario; sin embargo, muchas veces esta aparición correctora parece tener peores consecuencias que la “enfermedad”. El ego se asusta tanto que, como respuesta intenta defenderse aún más, reduciendo como consecuencia, su esfera de acción a la mera y constante protección de sus débiles fronteras (paranoia) a la espera de un nuevo e inminente ataque. Esta situación también genera un impasse de por vida, con el consiguiente desperdicio de la misma. Intentar una explicación correcta de estas perturbaciones, pasa por ubicarnos en una perspectiva de trascendencia, que nos permita ver al ego, no desde sí mismo, sino desde una cierta distancia que nos habilita a entender su función como algo que excede en mucho (pero también incluye) los límites de su propia sobrevivencia. Es bien conocido, en muchas culturas chamánicas de Asia, que el “llamado” al desempeño de dicha tarea en la comunidad, se ve precedido (no en las culturas indias de América, donde en su mayoría la búsqueda de la visión es voluntaria) de un episodio que nosotros, occidentales, denominaríamos, sin dudarlo, sicosis delirante aguda. Sin embargo, dicho fenómeno, en vez de involucionar hacia una estructuración paranoica, se dirige (siguiendo un proceso endógeno) hacia una reconstitución espontánea y estable del ego que,

inclusive, adquiere funciones que antes no poseía. Se ha intentado explicar este hecho, argumentando (con mucho peso) que el contexto social le da mucho soporte y espacio a dicho proceso, ya que las personas que lo sufren son consideradas de gran valor para la comunidad. Por el contrario, en nuestra cultura orientada hacia el funcionamiento del ego, este fenómeno se considera una falla grave que debe ser tratada o neutralizada, por considerarse, inclusive, una amenaza a la comunidad. Lo que provoca un desbalance, aún mayor, en el proceso de ruptura y desintegración del yo como órgano (el individuo no tiene soporte interno ni externo durante el mismo). Este proceso representa la muerte y el renacimiento del yo; “la noche negra del espíritu” y su posterior “amanecer”, que se encuentra en todos los mitos de las distintas tradiciones como, muy bien, lo notara Jung. Ese nacimiento siempre implica una revelación, donde el nuevo yo comprende su tarea y su verdadera misión, en relación a una fuente mayor que lo contiene y alimenta. También se habla de “despertar” y haber estado dormido toda la vida, antes de tener esta experiencia. En nuestra cultura, esta muerte y renacimiento (de la personalidad, de la identidad, del yo) de un individuo, no posee ninguna relevancia, no amerita ningún soporte especial de parte de la comunidad en cuyo seno acontece. Muy por el contrario, en general, es fuertemente penalizada, con lo cual la vivencia del sujeto que está pasando por esta situación se vuelve mucho más persecutoria. Por tanto, podríamos argumentar que la constelación paranoide de estos episodios, también es resultado (aunque no únicamente) de la actitud del entorno. Es innecesario abundar en detalles sobre la importancia que la actitud de los que nos rodean tiene, como impacto, en la formación de la personalidad de cada uno de nosotros, durante toda la etapa de crecimiento y desarrollo. Resulta obvio, que esta importancia está intrínsecamente relacionada con nuestra vulnerabilidad, dependencia, y apertura hacia el medio durante dicho período.

También es fácil de comprender, entonces, que en un momento donde toda la estructura del ego se ve comprometida, y los marcos de referencia perdidos o cuestionados, el decidido apoyo de quienes nos rodean, debe tener una influencia decisiva en el resultado del mencionado proceso. La actitud persecutoria de la comunidad hacia el individuo que está pasando por un proceso de muerte –renacimiento, muestra la profunda alienación del colectivo que proyecta su temor al descontrol y a la desestructuración, en quien lo manifiesta como emergente del grupo. Buscando, al controlar la irrupción, una especie de ayuda mágica que refuerce las defensas propias contra semejante situación. Por otra parte, también estaría manifestando (nuestra cultura) su desconexión con la naturaleza real del ser humano, y con la que lo rodea, pues no puede dejar de hacerse una analogía con la función que desempeñan en otras culturas quienes pasan por estos episodios (chamanes), en cuanto a su papel regulador de las relaciones entre la comunidad a la que pertenecen, y el entorno o naturaleza que los contiene. Ahora bien, podría intuirse con facilidad que esta situación antinatural de bloquear el mensaje del inconsciente, tanto en los individuos que lo manifiestan como tales (en cuanto a su salud individual) como en aquellos vistos como emergentes del grupo (que estarían llamados a servir como vínculos entre la comunidad y la naturaleza y, por tanto, al servicio de la salud del conjunto colectivo), tendría que provocar un aumento de la tensión, similar al que precede a la irrupción de un episodio sicótico. Creemos que, de hecho, esto se da en la forma de las guerras a gran escala donde, en definitiva, hay un intento violento de desestructurar las bases de toda una cultura para poder reconstruir una nueva, (de la misma manera que, en el caso individual, el remedio no surte efecto sino, por el contrario, reproduce las condiciones anteriores). En estos casos la comunidad “actúa” la situación sicótica con los mismos

síntomas, sólo que, como es la colectividad en su conjunto quien la vive (la situación se vuelve normal), se experimenta como una catarsis comunitaria, o mejor dicho, como una actuación comunitaria, pues las proyecciones paranoicas volcadas sobre los individuos fuera de la frontera (enemigo externo) o incluidos dentro de ellas (enemigo interno), son interpretadas como reales y, por tanto, llevan a una acción concreta de persecución y ataque. Los individuos se despersonalizan (síntoma de que, en su conjunto o individualmente, no habían comprendido su conexión con el todo y, por tanto, no habían conseguido diferenciarse de él, cayendo en su influencia, sumergiéndose en el inconsciente colectivo), como lo demuestra su disponibilidad a convertirse en soldados (uniformados, todos iguales, dispuestos a disolverse en la nada, es decir a morir, volviendo a la matriz original). De cualquier manera, no es nuestra intención postular que toda sicosis representa un proceso de muerte–renacimiento que, si no fuera interrumpido, llevaría a la constitución de un ego más “sabio”, aunque sí, probablemente toda sicosis representa la intención (por parte del inconsciente), de hacer rectificaciones a la orientación o estructuración del ego en cuanto a su funcionamiento. Contrariamente a lo que otras orientaciones proponen, no creemos que dicho funcionamiento tenga que ver con su adaptación al mundo (llamado exterior o estado normal de conciencia), o que su labor sea la de mediar entre el consciente y el inconsciente (en el sentido negociador y “sándwich” del término). Su función debe estar vinculada (en distintas etapas evolutivas) con la conexión de éste con el mundo de lo inconsciente, revelándose en su verdadero papel de vehículo (no de negociador); lo que implica una flexibilización de su estructura (no se quiebra ante las demandas del inconsciente), así como una pérdida de la omnipotencia (el gran despertar).

b) El proceso impasse–implosión–explosión, y su relación con la reestructuración del ego. Fritz Perls en su obra y su trabajo, daba gran importancia al proceso de desestructuración, que denominó impasse–implosión– explosión, refiriéndose, básicamente, a la pérdida de la coraza defensiva, con la consiguiente caída de la falsa identidad, y su reconstitución de forma más “sana”. Dicho proceso constituye, para quien lo experimenta, una verdadera experiencia de muerte–renacimiento que varía en intensidad, dependiendo de una serie de factores que es imposible resumir aquí. Sin embargo, es importante resaltar, que pasar por dicho proceso es imprescindible para lograr un cambio verdadero; si bien sólo con ello no basta (se requiere un trabajo de elaboración y consolidación de la nueva identidad, posterior a la vivencia), es condición necesaria ineludible. La desestructuración del ego y su posterior reorganización, es sólo posible a través de un proceso terapéutico, que haga énfasis en la experiencia y la frustración de los mecanismos neuróticos de manipulación, por estar éstos directamente relacionados con el mantenimiento del control. Desestructurarse es perder el control, es liberar la energía, es abandonar las defensas y entregarse y, por esa misma razón (como veíamos en capítulos anteriores), mientras más rígida y controlada sea la personalidad del individuo, más pánico y dolor sentirá quien tenga que pasar por el descontrol. Por eso en Gestalt hacemos énfasis en la graduación de estas experiencias (y en el soporte afectivo incondicional), pues cada una de ellas (al flexibilizar al ego paulatinamente) prepara el terreno para la siguiente, permitiendo así que el individuo, por sí mismo, comience a intuir la presencia de una fuerza mayor que, de alguna manera, regula estos procesos más allá de su voluntad. Esto

ocurre, porque cada una de estas vivencias va acompañada (una vez resuelta) de intensos sentimientos de amor y conexión consigo mismo y los demás, dejando en evidencia que el ego anterior era el obstáculo que impedía “ver” a los otros, a sí mismo y el entorno. Pero lo que, aún, es más trascendente, es descubrir que si no estamos vigilando permanentemente todo lo que ocurre y nos ocurre, el mundo sigue vigente y, lejos de ser hostil, se vuelve acogedor. Con esto no queremos decir que la violencia del mundo sea imaginaria, sino que es el producto de nuestra creación (y actuación) paranoide; producto, a su vez, de la organización inadecuada de nuestro yo (ego). Soltarse y sentirse sostenido por los propios recursos, es una de las vivencias más iluminadoras que se puedan experimentar en esta vida, y la única que puede devolvernos la confianza en nosotros mismos y la existencia. Ayudar a alguien a morir (pues el renacimiento ocurre autónomamente) es frustrar todos los mecanismos por los cuales (intención consteladora) una persona ha logrado establecer una identidad y su correspondiente ilusión. Allí, entonces, se produce el impasse, situación en la que el individuo no puede continuar manejando y manejándose como antes, y tampoco puede producir nada nuevo (pues lo nuevo no puede ser manejado, sólo experimentado), hasta que se hace presente la implosión (desestructuración), acompañada de sentimientos, más o menos, persecutorios para, finalmente, entrar en la explosión, vivenciada como una vuelta orgásmica a la vida (mini satori). No en vano Stanislav Groff (padre de la psicología transpersonal) consideraba a la Gestalt como uno de los instrumentos más aptos en el proceso de reconexión del individuo con su verdadera naturaleza, pues, de hecho, al trabajar la neurosis desde la perspectiva intrasíquica y contextual consigue, por medio de la experiencia directa, la reubicación del individuo más allá de los límites impuestos por la visión de la cultura a la que pertenece dicha persona. Le da, así, a la patología una visión universal, en relación a la esencia de

todo lo que existe, y no a los estrechos límites teóricos que enmarcan y justifican la acción de una comunidad en determinado momento histórico. Quizás a eso se deba su similitud con las antiguas prácticas chamánicas o tradiciones orientales, pues ellas, como la Gestalt, apuntan a la relación del hombre con el cosmos y el misterio de la existencia, desarrollando una metodología de encuentro y equilibrio, más que un instrumento de adaptación y explicación política de la vida humana (como tantas corrientes intentan hoy). c) Sueños y fantasías El trabajo de sueños que desarrollara Perls, basado en su idea de la alienación del individuo, como las partes de su persona que tenía que sacrificar (alienar, reprimir, proyectar, subdesarrollar, etc.) para adaptarse a los requerimientos y demandas del medio en el que crecía, se convirtió en uno de sus grandes aportes a la sicoterapia (quizás por el que recibió más crédito). En definitiva, Perls veía los sueños como manifestaciones de lo inconsciente, que pretendían mostrarle al ego el estado actual de la totalidad del ser y, hasta, lo que debía hacer para restituir su equilibrio (mensaje existencial). Por tanto, desarrolló un método no interpretativo por el cual el paciente podría desentrañar el sentido de sus sueños, vía identificación y actuación (no acting) de cada una de las partes y personajes que se le aparecían en la situación onírica. De esta forma, los sueños se convirtieron en “grandes” obras teatrales, en las que el soñante pasaba a dar vida a objetos y animales, descubriendo, al hacerlo, el verdadero contenido y forma de cada uno de ellos, así como su relación relativa con el resto de su personalidad. Zinker aplicó dicho recurso dramático, al agregar a este método el uso de la dinámica de grupos, donde los miembros de un grupo se convierten en activos participantes de un sueño, y se benefician de ello tanto como el “dueño”

del mismo. Es innecesario ahondar en la profundidad y riqueza de esta forma de trabajar los sueños, en lo que concierne al proceso terapéutico; pero nos gustaría aquí mencionar el efecto colateral, por decirlo de alguna manera, que este método deja en quien lo utiliza. Nos referimos a la conexión con los procesos inconscientes y el acostumbramiento al diálogo con éstos. Esta es la gran vía de acceso, no para el análisis y el control de dichos procesos, sino para la resignificación de nuestra vida, pues quien aprende a “escuchar” y relacionarse con “el otro mundo” recupera su herencia mágica y misteriosa. De ella emana el respeto y la reverencia por todo lo que existe, incluidos nosotros mismos. La Gestalt es pródiga en métodos de este tipo, desde escuchar la música interior, prestando atención a la irrupción espontánea de melodías y letras que surgen de nuestro inconsciente durante la fase de vigilia, hasta la elaboración de viajes imaginarios guiados. Existe un sinnúmero de técnicas y artes, asociados a esta tarea. Sin embargo, una vez más, lo importante es la mano que empuña el instrumento, y no éste. En tiempos donde la oferta de paraísos instantáneos es masiva, es bueno comprender que el reino de las hadas y los gnomos, no está en venta, y tampoco obedece a las leyes del mercado. d) Karma, (yo) ego–sí mismo, y trascendencia. La palabra Karma necesita alguna aclaración previa, antes de entrar en materia y poder explicar que queremos decir al relacionar este concepto con el ego y el sí–mismo (concepto jungiano). Para el presente trabajo incluiremos en el viejo concepto oriental (dejando intacto todo lo que éste encierra de repetitivo y de aprendizaje, en la tarea que cada individuo debe desarrollar en

esta vida), las ideas occidentales de herencia genética, aptitudes individuales, contexto cultural en el que la persona nació y creció, contexto familiar y eventos determinantes que marcaron su vida, así como la forma particular, o estilo, de organización de la realidad. El concepto del sí mismo, con ligeras adaptaciones, responde a la definición que Jung le diera en el contexto del proceso de Individuación, como eje y centro de la personalidad. Dejaremos de lado todas las manifestaciones con que éste se hace presente en la siquis del individuo (a través de sueños principalmente), niño divino, gran sabio, gran madre, etc., a favor de su función de faro, que ilumina el camino a seguir por el ego (camino del héroe), si este quiere alcanzar el verdadero sentido de su existencia. Es bueno aclarar que en esta parte no pretendemos definir la posición de la Gestalt con respecto al tema, sino, mejor, algunas hipótesis de campo que surgen luego de años en el ejercicio de la sicoterapia, y la investigación. El sentido, la finalidad de la formación del ego, es cumplir con la función de conexión, o comunicación entre el sí mismo y el mundo exterior, o tarea. El sí mismo es el portador del Karma, vale decir, de la tarea específica que la persona debe cumplir en la vida. Por tanto, del desarrollo del ego como órgano relacional depende que la vida de esta tenga o no sentido, consiga o no lo que vino a aprender. En este proceso evolutivo, el ego, pasa por distintas etapas: en un primer momento debe conseguir diferenciarse del sí mismo (centro verdadero de la personalidad), de su demanda y exigencia de que funcione bien, o de la presión de lo inconsciente; por tanto, en esta etapa debe, en cierta forma, “rigidizarse” o hacerse fuerte, para resistir la “tentación” de volver atrás. Con esto se crea una cierta forma de impasse, resultado del gasto de energía empleado por el ego en defenderse de las demandas internas (y externas), que no le deja “un resto” disponible para poder examinar su situación, comprender y sospechar la existencia del sí mismo, y su papel en el

proceso de individuación, o cumplimiento de una tarea que lo trasciende. Es lógico que, en un momento, la propia sobrevivencia del yo ocupe toda la atención y acción de éste. Cuando el mundo no da las seguridades para un desarrollo normal (infancia y adolescencia), se origina una situación de estancamiento (el individuo no consigue darse cuenta de la existencia de una tarea que lo trasciende, porque está empeñado en sostener su yo, con lo cual queda preso de él y no ve más allá). Esta situación de impasse sería lo que clásicamente llamamos neurosis. Sicosis, sería el fracaso en alcanzar la etapa de diferenciación y separación del sí mimo por parte del ego, y su vuelta al origen (indiferenciación). Comparable a la caída de un planeta que luego de separarse del sol, no pudiendo escapar a la fuerza de atracción del astro rey, cayera consumiéndose en él. Mas si el ego tiene éxito en la separación y consigue alejarse lo suficiente, llegará a un punto en que podrá reflexionar (darse vuelta y ver) sobre su origen, y comenzar a intuir su verdadero rol en el todo (fin de la omnipotencia y las ilusiones). Luego de la depresión por la pérdida (terminación de la infancia existencial) el ego comienza a actuar con conciencia a favor del plan (el de su vida y del cosmos). Quien empieza este proceso alguna vez (en esta vida) lo hace, probablemente, a la mitad de su existencia (medio día). Esto coincide con la intuición que se alcanza, en esta etapa, de la muerte próxima y, por ende, de la futilidad de muchas de las metas egóicas que dieron sentido a nuestra vida hasta ese momento. En realidad, casi toda la psicología contemporánea se ha dedicado a estudiar el proceso evolutivo del ego o yo, y sus obstáculos para consolidarse. Lo que quizás nos esté hablando de la necesidad, en esta época, de consolidar el ego como parte del proceso evolutivo de la humanidad.

Es por eso que la psicología sólo ha hecho aportes claros en el campo de las llamadas neurosis pues, desde este punto de vista, neurosis y ego son la misma cosa, en cuanto representan el resultado de la lucha de sobrevivencia del ego. Y poco o nada sobre sicosis (pues ella representa el mayor miedo inconsciente de nuestra sociedad: no consolidar el yo, significa la locura), más allá de lo que esto implicaría para nuestra cultura, en cuanto a cuestionarnos si nuestra organización social, ayuda o entorpece la posibilidad de consolidación del yo. Esto indica que el puente entre esta psicología del ego y la religión (trascendencia), constituye la etapa en la evolución del ego, en la cual este puede verse a sí mismo (darse cuenta) en función de algo más grande que, sin embargo, necesita de él para expresarse (idea de Dios). Se explica así, porque Don Juan le pedía a Carlitos que mirara alrededor suyo: para obligarlo a quitar los ojos de su propio ombligo, de su foco de atención centrado en el mantenimiento de su ego y, por ende, poder “ver”, por primera vez, el mundo tal cual es: trascendente e incomprensible. Y, en ese punto, entender que la necesidad de explicar y explicarse es propia del ego. Cuando se ve la realidad desde una perspectiva que no es la de éste, se entiende tanto la necesidad de explicar (consolidación del yo) como la verdadera imposibilidad de explicar, pues se comprende la necesidad de la parte (ego o yo) en función del rol que desempeña en el todo. A modo de ejemplo, es como si alguien se pasara la vida golpeando en la puerta de nuestra casa para que saliéramos a ver algo muy importante para nosotros, una gran verdad, fundamental para comprender porque y para qué estamos vivos, y nosotros, al mismo tiempo, nos pasáramos la vida tratando de no oír los golpes en la puerta, o de taparla con colchones para amortiguar el sonido, por miedo a lo que vayamos a ver (intuición), o por temor a no estar preparados para mirar. Sin embargo, es necesario que fortifiquemos las paredes y las puertas pues, de lo contrario, como el cuento, el lobo las tirará y nos comerá; cuando,

en realidad, la fuerza que nos golpea necesita de nuestra fortaleza para resistirla, a fin de poder ver lo que nos quiere mostrar y lo que requiere de nosotros. Por eso es impiadosa con quienes no lo consiguen (sicosis); su necesidad de expresarse a través de nosotros es imperiosa, y tirará la puerta si es necesario. Si conseguimos sostenerla contra sus embates y estar seguros dentro de la casa (yo), podremos darnos el lujo de abrir y echar un vistazo, como decía Don Juan: a esa “inmensidad allá afuera”. De este modo, se sustentaría la idea de que el inconsciente está afuera, alrededor de nosotros. La idea de que el inconsciente está dentro nuestro, es una idea yoica, una proyección del yo sobre el mundo, y su necesidad de volverse sobre sí mismo hasta que consiga consolidarse. Esto explica el egoísmo y el egocentrismo como la necesidad de las personalidades (con yo más débiles) de consolidarse; y la generosidad o la verdadera humildad de las personas que han logrado ir más allá del ego, como la culminación de ese proceso de consolidación que lleva a la natural trascendencia. En otras palabras, el egocentrismo es natural a una época o estadio evolutivo de un individuo, comunidad o especie, en el proceso de su trascendencia, que se realiza como la experiencia de la “gracia” pues, en ese estado, uno comprende que la trascendencia no puede conseguirse por medio del esfuerzo (sólo es válido en la etapa de fortificación operativa del yo). El esfuerzo y mérito son parte de las ideas, explicaciones y metas del ego, y una vez que se sale del ego estas metas carecen de sentido, pues este se agota en la meta de consolidación. El karma, desde este punto de vista, sería la suma total de todas nuestras acciones, en el camino hacia la consolidación del yo, es decir, la lucha del ego por la emergencia de lo inconsciente para poder cumplir, en definitiva, con la tarea de lo inconsciente, de la que él es parte.

Mientras no lo consigue genera karma, es decir, lecciones que pretenden hacerle aprender y comprender que necesita saber cual es la fuente de lo que le sucede; pues su atención está atrapada en el contenido de la película que está viendo. Pero, al mismo tiempo, es necesario que, en ese camino, nos hagamos suficientemente fuertes a fin de poder cuestionarnos la realidad de la “proyección” que estamos viendo, hasta que estemos preparados para darnos cuenta que las películas son siempre variaciones sobre el mismo tema, por tanto, quieren decirnos algo. A partir de allí podremos desviar la atención de la pantalla y virar para ver el proyector. Este proceso es el del hombre iluminado, el que ve la fuente y se da cuenta que él es parte (solidificada) de la proyección que lo origina y, a pesar de todo, necesaria para la misma. Una y otra vez volvemos a la vida (hasta que aprendemos la lección y escapamos a las imitaciones del ego), lo suficientemente fluidos para servir a la fuerza que nos origina, sin quebrarnos. Primero dureza, luego fluidez, esa es la consigna. Si trasladamos estos conceptos a nuestra civilización y sus orgullosas ideas, con respecto a la evolución de la conciencia (ego) del hombre moderno en comparación con el hombre primitivo, veremos que la supuesta libertad del hombre occidental, en principio, no sólo no es tal, sino que se ha logrado a un precio demasiado alto. Con la evolución del ego occidental también hemos perdido la conexión con los instintos y la naturaleza (interpretada como la gran dominadora y esclavizadora del hombre “primitivo”) o, lo que es lo mismo, con el inconsciente. Sin embargo, hemos sustituido la dependencia con las fuentes arcaicas (que daban y dan sentido a la comunidad primitiva), por la dependencia de la política, los medios de comunicación, los entretenimientos y la farmacología. Como nuestra conciencia desconectada olvida sus orígenes en el

inconsciente, se vuelve cada vez más unilateral, con la consiguiente violación masiva de nuestra naturaleza instintiva, produciendo, entonces, todos los síntomas neuróticos que padecemos. Así, el hombre civilizado, pretendiendo ser libre ha caído en una nueva y terrible esclavitud. El rostro del amo al que se sirve no es el mismo; sin embargo, el cautiverio es innegable. La historia está plagada de ejemplos como el de la Alemania Nazi, que demuestra los extremos a los que una comunidad con su inconsciente alienado puede llegar. Es obvio que en su conjunto, dicha comunidad representaba (y, quizás, aún representa) el prototipo de la mente occidental y su consiguiente organización social (ego de la comunidad que se separa de su fuente), y, por ende, es compensada, debido a su unilateralidad, por la emergencia violenta del inconsciente, en función correctora, produciéndose la consiguiente sicosis general (guerra). Evidentemente, precisamos un ego altamente individuado que nos salve de las trampas de la dependencia total de la naturaleza, así como de las trampas de la propaganda masiva y uniformizadora de nuestra civilización, para poder trascender, tanto los límites de nuestra existencia individual (egocéntrica) como los límites (metas) alienantes de nuestra comunidad. Sólo este tipo de ego es capaz de intuir que no está solo (separitidad y desesperación), sino que comparte, y es parte, de una totalidad de la cual depende, y a la cual representa, por razones que lo trascienden. Este individuo es capaz de crear una comunidad en la que el grupo esté al servicio de cada uno y su proceso de crecimiento, y, a la vez (y por eso mismo), cada individuo esté al servicio de la comunidad. Reverenciar al amo que se sirve con conciencia (aceptación consciente y voluntaria de la “voluntad mayor”), es la máxima tarea vital y el fin de la meta de nuestro “karma”, tanto en cuanto individuos, comunidad o especie. Este es un tema que puede abrir campos muy vastos de discusión; no

pretendemos, al plantearlo (porque obviamente es un resumen), dejar cerrada esa posibilidad, sino mejor, estimular la crítica y la creación de nuevas metodologías y teorías, que nos ayuden a comprender con mayor claridad la tarea de nuestro tiempo.

Capítulo VII a) Niveles o dimensiones del ser desde una perspectiva energética. Orden e interrelación entre los diferentes niveles. b) Chakras y sus cuerpos. Interrelación con los niveles de existencia. c) La conciencia vertical (aquí y ahora–eterno) y la con- ciencia horizontal (duración–tiempo lineal–limita- ción). d) Resolución de conflictos vs. ampliación de dilema. La utilización práctica, con fines terapéuticos, de los distintos estados de conciencia que alcanzamos a lo largo de nuestra vida, ya sea por casualidad, accidente o a propósito, ha sido una de las cosas que más me ha interesado. Es con esa intención que me arriesgo a establecer un modelo que, como instrumento, pueda ser utilizado para comprender, y por ende intervenir, en la situación terapéutica. Especialmente en aquellas en las que la “visión sicologista” de la vida no nos ayuda a encontrar soluciones, sino que por el contrario parecería que colabora con el “empantanamiento” de la situación en la que nos encontramos. Este modelo contiene una integración de varios conocimientos pero en su descripción no es mi intención profundizar en cada uno de ellos, o justificar su inclusión en dicha estructura, pues no pretendo más que ser fiel a la ley gestáltica que dice que la totalidad es más que la suma de las partes, y que cada parte dentro de una nueva “gestalten” pasa a estar subordenada con respecto a esta. Siendo consciente de que ese hecho puede producir la sensación de que los elementos que constituyen esa totalidad han sido reducidos o simplificados, quiero dejar en claro que de ninguna manera esa es mi intención. Esta se limita,

a construir un modelo sencillo y práctico, aunque los elementos que lo conformen disten mucho de serlo. a) Niveles o dimensiones del ser desde una perspectiva energética. Orden e interrelación entre los diferentes niveles Ya he hablado en este libro de la neurosis como una distorsión perceptiva, como una organización del campo y de la experiencia construida sobre las bases de una matriz experiencial fija, que determina en forma autónoma nuestra evaluación de la realidad o mundo en el que vivimos, condicionando de ese modo nuestras elecciones vitales. La repetición condenatoria del drama existencial contenido en esta matriz, es una de las claves para detectar su presencia, y a la vez una de las determinantes más comunes, que es reportada por quien la sufre, como una restricción o ausencia de libertad. Podríamos afirmar, entonces, que en la medida que conseguimos salir de esta visión restringida y repetitiva de la vida, obtenemos un grado mayor de libertad y una consiguiente ampliación de nuestra conciencia. De hecho esto es lo que experimentan las personas que pasan por un proceso terapéutico exitoso, pues cuando se refieren a este, utilizan términos como: liberación, nueva perspectiva, posibilidad de ver el mundo en forma diferente, energetización, alegría, intensificación de sentimientos y vivencias, resignificación de su pasado, etc. Como en general durante el proceso terapéutico nos detenemos más en cómo ayudar a la persona a salir de su prisión, que en la experiencia de “salida”, quizás por la similitud que la situación tiene con un parto, no percibimos la cualidad también repetitiva de esta vivencia. En resumen, lo que se experimenta en el “nacimiento” terapéutico es una

combinación de liberación sico-afectiva, incremento de la energía vital y ampliación de la conciencia. Independientemente de las razones por las cuales esto se experimenta así, pues ya hemos ahondado en ellas a lo largo de este libro, quisiera centrarme más en lo que posiblemente estas vivencias nos estén indicando, especialmente en cuanto a su “localización” energético corporal. Pues la sensación subjetiva de esta ampliación vital está siempre ligada a una también subjetiva sensación de ascenso, de la misma forma que la experiencia inversa es vivida como una restricción. Estas experiencias parecerían indicarnos en primer término, y en forma independiente del contenido o razones de la restricción “neurótica”, un cierto orden direccional de la energía involucrada, tanto en el sentido de la liberación como en el de la restricción. En efecto, en el primer caso, parecería ser que la experiencia de liberación implica un ascenso (verticalidad) de la energía y de la conciencia, así como la segunda implica un estancamiento (horizontalidad) o inmovilización dentro de cierta área, de dicha energía. Como cada una de estas áreas se corresponde con estados de conciencia diferentes, podríamos postular que se relacionan con niveles o dimensiones del ser diferentes. Para redondear este esbozo de modelo, deberíamos incluir una direccionalidad, aún dentro de la verticalidad, pero de sentido inverso, esto es: descendente. En efecto, nuevamente la evidencia experiencial, concurre en nuestra ayuda, pues es notorio que los conflictos que no logran resolverse en un cierto nivel “literalmente” se descargan en otro, como en el caso de las somatizaciones (descenso), en las cuales el conflicto síquico no resuelto se descarga a nivel corporal. En forma grosera podríamos postular, en una primera instancia, cuatro

grandes áreas, o niveles de la existencia: físico, emocional, síquico y espiritual. Aplicando nuestro modelo diríamos que existe una profunda interrelación entre todos ellos, que estaría representada por la dirección vertical de la existencia, y a la vez una independencia igualmente importante, representada por el nivel horizontal de existencia. Esto quiere decir que cada uno de estos niveles de la experiencia aporta una perspectiva que le es particular y en cierta forma exclusiva, que es entendible dentro de los parámetros de su existencia horizontal, pero que fuera de estos podría hasta ser motivo de conflicto con algún otro de los niveles que hemos mencionado. Pongamos un ejemplo: a nivel físico, la descarga físico– sexual de la energía vital, puede resultar un argumento por sí mismo que no necesite mayor justificación para realizarse. La organización de la experiencia resultante de este deseo puede hace que veamos al otro como un mero objeto capaz de recibir y satisfacer nuestra necesidad de descarga, sin embargo, esta forma de percibir y relacionarse con el otro puede entrar en conflicto con el siguiente nivel, el emocional, o aún con el contiguo a este (en sentido vertical), el síquico, pues estas dimensiones aportan una visión más amplia de la relación humana, con su consiguiente complejidad, que ya no hace aparecer la realidad como tan simple. Esto no quiere decir que un nivel es mejor que otro, sino que más complejo, pues en sí mismo contiene a sus precedentes. Esto que acabamos de afirmar implica un grado mayor de orden y relación entre los distintos niveles, y de hecho es así, por tanto es bueno que definamos con mayor claridad este punto. Postulamos que cada nivel contiene al anterior y en cierta forma excluye al posterior, esto quiere decir, por ejemplo, que el nivel síquico contiene al físico y al emocional, pero no al que le sigue en sentido vertical: el espiritual. Quizás la mejor manera de ilustrarlo es imaginar cada uno de estos niveles como balcones que dan a un extenso y fascinante paisaje, cada uno de

ellos representa una de las dimensiones horizontales del ser, podemos quedarnos cautivados por cualquiera de esos paisajes, lo que equivale a quedar “prisioneros” de una cierta descripción del mundo, o podemos continuar subiendo por la escalera que comunica con los demás balcones. Si lo hacemos, veremos otro paisaje, otra perspectiva, que sin embargo nos permite reconocer el anterior, sólo que desde este nuevo lugar, tenemos una perspectiva más amplia, las colinas que parecían el límite, el horizonte del mundo en un nivel, en este representan el comienzo de otro. El orden de relación, por lo tanto, es ampliatorio en el sentido ascendente y reduccionista en el sentido descendente. Esto quiere decir que si intentamos explicar un nivel superior desde la perspectiva de uno inferior estaríamos realizando un reduccionismo, una simplificación empobrecedora de la realidad. Mientras que en el caso inverso, entendimiento de un nivel por el siguiente en sentido vertical, estaríamos realizando una ampliación de significado, con la consiguiente ganancia en grados de libertad. Esto no quiere decir que un nivel superior contiene la solución de los niveles inferiores, pues el orden vertical no implica una jerarquía de valor, sino que de simple y sencilla ampliación de la conciencia. Es más hasta podríamos afirmar que no es posible saltearse el orden. O el desafío que implica la vivencia de cada dimensión del ser, sin correr el riesgo de caer en el escapismo. Como ocurre en el caso de las llamadas racionalizaciones o en el de las huidas “místicas” de la realidad del mundo físico-emocional, por miedo a encarar las dificultades y dolores que esas dimensiones de la vida humana invariablemente nos proporcionan. Podríamos postular que existe un cierto orden implícito que impide el pasaje de un nivel a otro, hasta que no hayamos, por decirlo de alguna manera, “resuelto” el anterior (siempre en sentido vertical ascendente). Quizás uno de los ejemplos más claros de esta “ley” esté representada

por el caso de algunas de las presentaciones de las llamadas sicosis, donde el individuo puede hacer gala de un gran manejo de los niveles más altos, intelectual, espiritual, sin embargo los niveles más bajos están dañados o negligenciados (desintegrados) del resto, con la consiguiente fragilidad de la totalidad de la personalidad. Si comparamos este estado con el de la persona evolucionada espiritualmente, notamos de inmediato la diferencia, justamente en la capacidad de éste de conectarse con cualquiera de los otros niveles, y su consiguiente habilidad para compartir el universo diario y material–emocional con los demás. Esta sensación de solidez emanada por estos individuos solo puede ser explicada por un “buen” enraizamiento en los niveles inferiores de la existencia. Volvemos a señalar que la denominación de inferior o superior en este contexto carece por completo de un sentido peyorativo o jerárquico, y sólo indica una localización a lo largo de un eje vertical de la experiencia humana, donde todos los niveles poseen igual importancia. De la misma manera, que en el caso de ciertas sicosis, podemos, y a modo de ejemplo, mencionar un caso inverso. El que se da en ciertas áreas rurales, donde el contacto con los ritmos básicamente materiales de la naturaleza y la falta de relación con otras perspectivas (que aporta el vínculo con otras personas, etc.), producen una especie de fijación a los primeros niveles de existencia, con la consiguiente sensación de simplificación y reducción de la vida. Muchas veces esto es vivido con ambivalencia por quienes entran en contacto con estas personas, por un lado una cierta envidia por la simpleza carente de afectaciones y complicaciones con la que viven sus vidas, y por otro lado una sensación de “chatura”, empobrecimiento y reduccionismo de la existencia que hace imposible, más allá de cierto punto, la convivencia. Los pueblos de apartadas zonas rurales suelen ser un buen ejemplo. Por supuesto que esta descripción no

pretende ser un juicio de valor, ni una generalización sino solo un instrumento que facilite el entendimiento de lo que estamos postulando. Resumiendo, cada nivel tiene existencia por sí mismo, y como veremos más adelante, hasta un cierto orden del espacio y el tiempo que le es propio. Cada nivel representa una forma completa y coherente de percibir y organizar tanto el mundo como la experiencia subjetiva que de él tenemos. A su vez cada nivel está conectado con el siguiente en el sentido vertical, tanto ascendente como descendente, por lo que podríamos llamar una línea energética, que en sí misma contiene, como la experiencia horizontal de cada nivel, un cierto orden del espacio y el tiempo. Este orden vertical está dispuesto de tal forma que cada nivel en el sentido ascendente contiene a los anteriores y a la vez excluye a los posteriores. Esto quiere decir que los niveles superiores no pueden ser explicados o experimentados por los inferiores, pero si al revés, o sea que los superiores pueden darnos la posibilidad de comprender los inferiores. Pero debe quedar claro que esta comprensión es sólo una ampliación de la conciencia y no implica la sustitución de la experiencia de los niveles inferiores. En otras palabras la vivencia de cada nivel solo puede ser alcanzada a través de la experiencia directa en dicho nivel. Se podría deducir de esta estructura, una línea evolutiva de la conciencia humana (y por ende de sus dilemas), en el sentido de la integración y el orden de cada uno de los niveles mencionados, (en sentido ascendente y sin permitir que se salteen niveles) sin embargo no vamos ahora a entrar en esta parte, pues para poder profundizar en este tema necesitamos integrar un nuevo elemento al modelo que estamos postulando, pues la división en cuatro grandes áreas resultaría del todo insuficiente para dar explicación a la compleja gama de posibilidades, tanto de comprensión, como de utilización práctica de dicho modelo. Vamos, entonces, al próximo paso.

b) Chakras y sus cuerpos. Su interrelación con los niveles de existencia Al hablar de chakras en este trabajo no pretendo realizar una exposición detallada y profunda sobre el tema, si el lector desea mayor información sobre éste, deberá dirigirse a la extensísima literatura disponible. Pues este conocimiento no es el privilegio de una sola cultura en el mundo, sino que diferentes pueblos dispersos por todo el planeta han manejado desde el principio de los tiempos tanto la localización de estos centros de energía, como su utilización práctica con fines diversos. Sólo a modo de ejemplo, culturas tan dispares como la china o hindú por un lado, y la indígena de norte y sud América por otro, poseían y poseen este conocimiento. Hoy en día los chakras, (traducido del sánscrito, quiere decir “ruedas de luz”), han sido resignificados por su similitud con distintas disciplinas terapéuticas (bioenergética, gestalt, abordajes corporales, etc.), tanto como por su uso en la investigación de la física moderna (Rosalyn Bruyere). Por tanto voy a remitirme a utilizarlos en cuanto coinciden y aportan una estructura de soporte al modelo que estoy postulando, sin pretender con ello ni contradecir ni afirmar lo que unas escuelas u otras postulan en relación a ellos. Bien, en principio consideraremos a los chakras tanto como centros de energía con localización específica en el cuerpo, como en su carácter de verdaderos cuerpos energéticos, con su existencia independiente, aunque contenida y continente de los otros cuerpos. Por ejemplo el quinto chakra localizado a nivel de la garganta contendría a los cuatro anteriores. Cada chakra a su vez es una manifestación de la energía que puede ser entendida tanto a nivel del espectro de luz, como de las notas básicas de la escala musical.

Por ende a cada chakra le corresponde tanto un color asociado como una nota musical característica. Es esta la razón por la cual tanto la música como la terapia de colores pueden ser usadas con fines terapéuticos. También se asocia con cada chakra a un animal y un elemento (agua, fuego, tierra, etc.), que pueden ser de gran utilidad en la descripción del modelo interaccional entre chakras y niveles de existencia. Es imprescindible aclarar aquí que nos referimos siempre a los llamados siete chakras mayores, dejando de lado la infinidad de puntos energéticos dispersos por el cuerpo, que son (por ejemplo) la base de la medicina china (acupuntura, digitopuntura, etc.). Las chakras mayores están localizados a lo largo de un eje vertical que va del tope de la cabeza a la región del perineo (espacio entre ano y genitales). Primer Chakra y su relación con el Primer Nivel de Existencia Color: Rojo Elemento: Tierra-Fuego Ser: Serpiente Nivel: Físico Localización: Perineo Función: Concepto Original. El primer chakra suele ser llamado el chakra raíz, pues es el responsable de nuestra conexión con la tierra, en otras palabras es el que nos aporta la fuerza vital. Todas las sensaciones físicas, tanto placenteras corno dolorosas, emanan de él. Asimismo todas las necesidades de sobrevivencia y autopreservación son influidas por este chakra, tanto como las emociones fuertes como la rabia.

El elemento asociado a este chakra es la tierra, por tanto podemos ir delineando un perfil sico-emocional del nivel de existencia relacionado con esta posición energético-corporal. En primera instancia la tierra es dura y poco flexible (salvo que se la moje con agua, segundo chakra), es sinónimo arquetípico de territorio, de espacio definido, de ciclos que se repiten profundamente relacionados con la vida. Por tanto podríamos inferir qué en este nivel somos testarudos, perseverantes, posesivos y celosos, firmes y seguros pero rutinarios y previsibles, vitales y apasionados, pero duros e inflexibles. Se desprende de esta descripción una cierta cualidad masculina (yang) ligada a la defensa y preservación de la vida (apegos), pero por la vida misma, no porque implique un cierto valor espiritual o emocional. En este nivel somos individuos de acción, sin que existan emociones que perturben nuestras decisiones, que se basan más que nada en nuestra necesidad de defendernos y sobrevivir. La lógica asociada a este nivel es simple y ligada a los ciclos naturales, que aparecen como testigos confiables de lo acertado de nuestra forma de vivir. En lugares apartados y salvajes donde la existencia se encuentra amenazada y debe ser resuelta día a día, se encuentran buenos ejemplos de este tipo de mentalidad. Sin embargo, hasta el más civilizado de los individuos, si ve amenazada su vida, su familia o su hogar, sacará todo su instinto de sobrevivencia a la luz del día. La experiencia básica del tiempo está ligada a los ciclos, día y noche, invierno y verano, siembra y cosecha, hambre y satisfacción. La noción subjetiva del mismo es estrecha, de un horizonte limitado y repetitivo, todas las experiencias negativas de lo rutinario tienen que ver con esta sensación del tiempo corno determinante concreto. Sin embargo, si lo conectamos con un nivel mis elevado podría darnos la

sensación de la eternidad, pero separado de una razón más trascendente, los ciclos repetidos por si mismos nos dan una sensación condenatoria del transcurrir del tiempo. (Quizás de la asociación de este nivel con la figura de la serpiente y el pasaje del tiempo condenatorio, haya surgido la idea del infierno como el lugar de la no-esperanza.) Segundo Chakra y su relación con el Segundo Nivel de Existencia Color: Naranja Elemento: Agua Ser: Peces Nivel: Emocional Localización: Vientre Función: Sentimiento o Emoción. Si nos guiamos por el elemento que rige este Centro energético, en cuanto a sus cualidades podemos ir delineando como en el caso anterior, un cierto perfil de las características de este nivel. La fluidez, el movimiento, la capacidad de adaptarse a cualquier envase que la contenga, su presencia imprescindible como factor continentador y dador de vida, su frecuente asociación con lo inconsciente, nos pueden acercar a la forma de “ver” la vida que tendríamos usando la perspectiva de este segundo nivel de existencia, en su similitud con el líquido elemento. Asimismo podríamos aproximarnos a sus características polares, como ser su falta de límites, su carencia de definiciones, su capacidad para licuar y disolver las diferencias, los cambios abruptos y tormentosos, que de la calma pueden pasar a “ahogarnos”, etc., etc. La capacidad para confluir y perderse en el otro o las circunstancias,

también está asociada con este nivel. La percepción del tiempo, es por decirlo de alguna manera, mucho más subjetiva, estirada y fluida o estancada y muerta, según las circunstancias, que a su vez pueden cambiar de un instante para otro. En cierta forma los niños experimentan el tiempo de esta forma, y por ende su percepción de la realidad es mucho más fluida y cambiante que la de los adultos. La imposibilidad de percibir límites claros hace también que el tiempo, para ellos, se estire o se achique según sus estados emocionales, eterno y aburrido o rápido e intenso, pero casi siempre presente. La capacidad para relacionarse y adaptarse a situaciones nuevas, también es una cualidad de este nivel, siendo de alguna manera lo contrario a lo rígido, y guiándose por el impulso del momento, también representa el riesgo de la ingenuidad (falta de juicio del tercer nivel, mental) y el peligro de la vulnerabilidad. El secreto de la “frescura” y la espontaneidad también son atributos de este nivel, asimismo como lo húmedo, lo oculto, lo inconsciente, lo prohibido, lo nutritivo, lo maternal, lo sensual, etc., etc. Tercer Chakra y su relación con el tercer nivel de existencia. Color: amarillo Elemento: aire–fuego Ser: aves Nivel: mental Localización: plexo solar Función: opinión. El fuego puede ser visto y entendido según sus distintas manifestaciones

o cualidades, como dador de la luz actúa como discriminador, como disipador de las tinieblas, resalta las diferencias e ilumina lo oculto. En su cualidad colorífica, es el que calienta, el que acoge, es el símbolo del hogar, de la calidez, de la intimidad. Pero también es el calor que abrasa, quema y destruye, así como puede representar la luz que ciega, la luz que todo lo ilumina, que despoja a la obscuridad de su misterio, la luz de lo obvio y lo concreto. Aquello que discrimina también limita, aquello que ve también nos vuelve ciegos para lo que no puede ser visto, para lo que solo puede ser tocado o sentido. Así es nuestra mente, juzga y condena, evalúa y reduce, nos defiende y encarcela al mismo tiempo. Este nivel, el mental, es el sitio de la evaluación, de los conceptos, de los juicios, es por excelencia “el sitio” del ego. Aquí transcurre el tiempo hacia el futuro, pero en general como una proyección del pasado. Es el sitio del temor, del control, del no querer pasar más por el dolor, la vulnerabilidad y la confusión del segundo nivel (visto desde el tercero), es el sitio de la estrategia, de la planificación, del cálculo, de los proyectos, de la afirmación de la voluntad personal. Es en cierta forma el lugar de la autoafirmación y también de la fragilidad, pues suele alojar una falsa seguridad producto de la ilusión de control que da el triunfo (momentáneo) sobre las emociones. El aire es el lugar de las ideas, de lo abstracto, de aquello que se “vuela”, y por ende puede perder su conexión con la tierra, en su doble condición, como elemento liberador, que se separa del mundo de lo concreto y cotidiano, al escapista, que elude su relación con el mundo real por miedo o negligencia. Es el mundo de las opiniones, que pueden o no realizarse, es el sitio de las voces, del ruido interior.

Pero cuando está conectado con el nivel físico y el emocional, es el complemento indispensable para llevar a cabo cualquier meta que necesite planificación. Como veremos más adelante cuando los niveles funcionan en forma integrada se alimentan mutuamente, cuando no, empiezan los problemas. Cuarto Chakra y su relación con el cuarto nivel de existencia. Color: verde (rosado) Elemento: tierra–aire Ser: mamíferos Nivel: astral Localización: pecho (corazón) Función: segundo sentimiento. Este cuarto cuerpo o nivel de conciencia, representa el “puente” entre los estados del ser más ligados a lo material y los más relacionados con el mundo espiritual (quinto, sexto y séptimo chakras). Esta distinción entre el mundo material y el espiritual es un tanto confusa en la mayor parte de la literatura, por tanto en este caso es bueno aclarar que no nos referimos meramente a una clásica distinción entre materialismo y espiritualismo, sino que a estados de conciencia profundamente complejos donde la materia y el espíritu se combinan para generar una visión del mundo. Una visión muy ligada al primer nivel, tendrá una poderosa presencia en la realidad física, que al combinarse con aspectos más espirituales pueden generar una estructura mesiánica, como la que se ve en los grandes tiranos de la historia. En realidad, en el plano horizontal que hemos descrito para cada nivel existen los planos físico, emocional y espiritual, que dan coherencia a la perspectiva de ese estado de conciencia con el mundo que lo rodea.

Un tirano, entre otras cosas, verá el mundo como un lugar donde probar su poder en relaciones de competencia y dominio, sus emociones básicas le aportarán la justificación de sus actos y su religiosidad la confirmación de su predestinación a dicha tarea. Pero la distinción a la que nos referimos es a la que se produce cuando nos trasladamos a lo largo del eje vertical que conecta todos los niveles entre sí. Y aquí el cuarto chakra aporta la conexión entre nuestros mundos más influidos por lo físico, lo emocional básico y lo mental, con aquellos que se relacionan más con lo “etéreo”, tanto en nosotros como en nuestro entorno. En esto el aspecto “aire” es el que nos permite “elevar” nuestros awareness físico inicial, luego que ha sido impregnado de un valor emocional, y finalmente evaluado (juicio–opinión) a nivel mental, para ser reconsiderado a la luz de lo que hemos llamado el “segundo” sentimiento. Esta segunda chance de evaluar nuestras acciones antes de realizarlas, está ligada al desapego de nuestros apetitos más personales o egocéntricos. Es la cualidad que nos permite pensar y sentir por los demás, nuestro corazón “tiene mucho espacio”. La capacidad de amar y relacionarnos desde una perspectiva más libre (aire–vuelo), no tan atada a la tierra con sus necesidades y mezquindades diarias de lucha por la supervivencia es la característica que por decirlo de alguna manera, comienza a aportarnos rasgos humanos. Por eso cuando el acceso a este nivel está bloqueado, nuestros vínculos afectivos también lo están. Y esto es cierto aún en las relaciones más cercanas, puesto que una madre o un padre pueden ser muy nutritivos con sus hijos cuando estos tienen una clara relación de dependencia con ellos, o sea cuando aquellos están más identificados con los primeros niveles de sus progenitores, donde la pertenencia, la territorialidad, las emociones básicas y las proyecciones egocéntricas de estos hacen que sientan a sus hijos como de “ellos”. Pero

cuando estos crecen y comienzan a independizarse, con necesidades y demandas que no se identifican con estos primeros chakras paternos, pueden intentar retenerlos y hasta extorsionarlos para que no “vuelen”, pues no son capaces de conectar con sentimientos de desapego y amor desinteresado, que son característicos de este cuarto nivel de existencia. En este podemos seguir amando a las personas a pesar que las necesidades urgentes en relación a ellos ya se hayan satisfecho o aún lo opuesto, continuar amando cuando nuestras necesidades o intereses se ven frustrados por las personas amadas. La verdadera madurez emocional se consigue cuando podemos “habitar” en este nivel, o quizás sería mejor decir que podemos visitarlo sin problemas. Quinto Chakra y su relación con el Quinto nivel de existencia. Color: azul Cuerpo: etérico Ser: humano Elemento: éter; Localización: garganta Función: expresión-conceptualización. Este nivel es el primero (de los tres superiores) que nos conecta con nuestras habilidades espirituales. Representa de alguna manera la síntesis de los anteriores, por eso hablamos de conceptualización, pues al contrario que en el nivel racional (tercer chakra), cuya función es el análisis y la separación de cosas para entenderlas y controlarlas, en este nivel comprendemos globalmente, integramos las partes en un todo coherente. Podemos decir que la sensación original (primero), convertida en

relación emocional (segundo), sometida a juicio (tercero), confrontada con el segundo sentimiento (cuarto), se convierte en un concepto que a su vez es pasible de ser transmitido en este quinto nivel. Esta expresión está conectada con la verdad, es decir que de algún modo, lo que se dice está impregnado de la relevancia de lo que es justo y propicio, y por ende debe ser dicho. De alguna manera esta verdad tiene que ver con nosotros mismos pues es la síntesis de nuestra experiencia en los otros niveles, y al mismo tiempo es una verdad universal, pues en este punto podemos ver el común drama de ser humanos al entender nuestra existencia como un proceso que nos permite conocernos a nosotros mismos en grados mayores de conciencia. En este lugar comprendemos que no habría conceptualización posible si no estuviéramos ligados a la vida por los primeros niveles de experiencia, y al mismo tiempo entendemos que comprender y conceptualizar nos libera de la repetición de nuestra vida en dichos puntos. Conceptualizar o sintetizar sin una experiencia personal concreta es el estigma del falso profeta, que habla de la experiencia de otros solo con el fin de controlar a los que lo escuchan en su propio beneficio (tercer chakra). Sexto Chakra y su relación con el Sexto nivel de existencia. Color: violeta Cuerpo: celeste Ser: arquetipos, espíritus de los vivos y muertos Elemento: radio Localización: entrecejo (tercer ojo) Función: inspiración, insight. Nuestra capacidad de “ver” literalmente el futuro, de intuirlo, de percibir

la realidad desde otra perspectiva, está localizada en este nivel. La percepción del tiempo aquí está básicamente ligada al porvenir. Nuestra capacidad de prever, de conectarnos con los eventos sincrónicos significativos de nuestra vida, la capacidad de entrar en contacto con el flujo mágico e ilimitado del misterio de la vida, se encuentra en este punto. En la antigüedad (y hasta hoy día) se intentaba con mucha dedicación la apertura de este “tercer ojo”, con el fin de superar el velo de ilusión que atrapa al hombre en los otros niveles. En este lugar somos capaces de comprender directamente y sin intermediarios las grandes verdades universales y sentirlas como nuestras. Desde aquí, por ejemplo, descubrimos que lo que antes percibíamos como un universo caótico que necesitaba de nuestro desesperado control, era en realidad una maravillosa y armónica obra que funciona sin nuestra intervención. Sin embargo este territorio de grandes revelaciones, si funciona desconectado del resto, o está subordinado a algún otro nivel, puede resultar una excelente puerta de escape de la realidad “ordinaria” o una justificación a nuestras pretensiones mesiánicas. Séptimo Chakra y su relación con el Séptimo nivel de existencia . Color: blanco Cuerpo: ketérico Ser: kachinas Localización: tope de la cabeza Función: entrega, rendición a la creación, conexión con el cosmos y la divinidad. Este es el nivel más elevado de la experiencia humana, es el lugar donde

descubrimos nuestra conexión con el Todo, donde el sentido de lo que hacemos alcanza su máxima claridad de propósito y entendimiento. Es el lugar de la experiencia mística, de la identificación momentánea con toda la creación y su creador. De alguna manera quien ha visitado este espacio, nunca más vuelve a sentirse solo. Es el lugar de la síntesis final y del perdón. Sólo cuando trascendemos nuestras limitaciones podemos comprender el sentido del sufrimiento y el absurdo de los acontecimientos de nuestras vidas y de las de nuestros semejantes. Aquí dejamos de ver la vida como una sucesión de éxitos y fracasos, de triunfos y derrotas, de argumentos de tiranos o víctimas, para por fin entender que existe un propósito superior del que también formamos parte. Quizás sea el lugar más importante de visitar antes de morir, pues sin esta experiencia la vida puede convertirse en una parodia de desesperanza, a medida que nuestras ilusiones se van cayendo. Quizás una de las “enfermedades” de nuestro tiempo sea haber perdido esta conexión con el “Espíritu”, quizás algún día nos quede claro que esa es “La Tarea Terapéutica”. c) La conciencia vertical (aquí y ahora eterno) y la conciencia horizontal (duración–horizontal–limitación). Al principio de este trabajo planteábamos que había dos formas básicas de experimentar el tiempo, una horizontal que se corresponde con la existencia percibida desde un nivel en particular, y una vertical que se corresponde con la experiencia de “ascenso” que se vivencia en el pasaje de un nivel al otro. El tiempo transcurrido como condenatorio, como eterno en el sentido de que nada “pasa”, como angustiante porque nos oprime con su presencia

repetitiva (típica de la existencia neurótica), es el tiempo horizontal al que hacíamos referencia. Esto no quiere decir que en todo nivel el tiempo transcurre para nosotros de esta forma, sino de que es un “síntoma” de que estamos enfrentando un límite claro en ese nivel, probablemente de estancamiento y putrefacción. Mientras estamos entusiasmados dentro de un nivel el tiempo se estira en lo que podríamos llamar duración, esto es un futuro previsible, planes, proyectos, así como recuerdos y evaluaciones de nuestro pasado, concurren a darle sentido a nuestra tarea, cualquiera que esta fuera. Cuando todo comienza a no tener sentido, y a congelarse en un cierto punto, estaríamos entrando en la limitación del tiempo horizontal. Esta limitación puede ser entendida como un estancamiento en determinado nivel, que puede y debe ser resuelto en el mismo, o como el indicador de que estamos frente a un límite que debe ser resuelto en otro nivel. Puede ser que la situación requiera de ambas perspectivas, de cualquier manera lo importante aquí, en cuanto a la experiencia del tiempo, es que una de las vías lleva a la reactivación de la duración en dicho nivel de existencia, con su consiguiente proyección hacia el futuro, mientras que la otra se caracteriza por una atemporalidad o vivencia de lo que podríamos denominar el “aquí y ahora eterno”. Este tiempo vertical se experimenta en forma dual, por un lado, nos desconectamos del flujo de duración horizontal, esto es, no sentimos que estemos transcurriendo hacia algo (atrás o adelante), y por otro lado experimentamos la eternidad del presente. El universo a nuestro alrededor se ilumina con sentidos y significados a la vez obvios y simples, como también mágicos y reveladores. No duramos ni transcurrimos, simplemente existimos. Aunque esta experiencia no “dure” para siempre, nos deja una huella imborrable, y como en general está asociada a algún contenido específico de

nuestra conciencia en ese momento (resolución de algún conflicto, etc.) solemos confundirla con dicho contenido, perdiendo de vista la experiencia en sí, en forma independiente de las circunstancias que la provocaron. Creo que esta experiencia del tiempo vertical es independiente de lo que de alguna manera nos lleva a vivirla, y representa, como venimos postulando, el pasaje a otro nivel de la existencia, tal y como podría ser el caso del movimiento vertical de un chakra a otro. Con algún ejemplo, esto resultará más claro, pues, el poder utilizar esta posibilidad energética en forma práctica en el ejercicio de la sicoterapia es el motivo de este ensayo. d) Resolución de conflictos o ampliación del dilema (?) Martín Nos encontrábamos en un residencial terapéutico de fin de semana, uno de los miembros del grupo estaba relatando una situación de características traumáticas. Su hermano mayor, que fuera su único sostén durante su infancia y adolescencia, se había suicidado hacía dos años. Una familia desintegrada, la presencia de un padre alcohólico y castigador, una situación económica de extrema pobreza, eran parte del contexto en el que el drama de Martín se había desarrollado. Finalmente, y con treinta y pocos años, su hermano, modelo de fortaleza y sentido se había desmoronado. Era dable esperar que Martín estuviera bloqueado en la expresión de los sentimientos de ambivalencia frente a lo que su hermano “le hiciera”, pues la lucha entre preservar la única figura tanto interna como externa a salvo, y la rabia por haber sido abandonado y desilusionado por esa misma persona, no sería un conflicto fácil de digerir.

Sin embargo era obvio que toda su vida se había detenido alrededor de este hecho, que no podría avanzar más allá de ese punto, si no lograba resolver este dilema. El temor de que una de las vías fáciles para encontrar una salida fuera seguir a su hermano, flotaba en el ambiente. Los terapeutas allí presentes optamos por ayudarlo a enfrentar y expresar los sentimientos contenidos, con la esperanza de que esto le permitiera desbloquear el duelo, y de esta forma consiguiera aceptar y asimilar la experiencia. Al mismo tiempo era obvio que no se trataba de una situación común de impasse neurótico, donde esperamos que la desestructuración de la antigua identidad dé lugar a la formación de una nueva estructura, más flexible y nutritiva. Comenzar el proceso de duelo, en el caso de Martín, era aceptar que la única persona que respetaba y amaba en el mundo no sólo había cometido un acto sin sentido sino que lo había abandonado. No parecía que hubiera ninguna otra “cosa” de la que agarrarse para construir una vida con sentido en ese momento de su vida adolescente. Pronto quedó claro que, sabiamente, Martín se resistía a expresar sus sentimientos pues temía quedarse vacío, de alguna manera prefería quedar “colgado” en su impasse existencial, que avanzar hacia la nada de su propia desesperanza. La situación empezó a clarificarse cuando Martín mencionó que estaba muy enojado con su hermano porque al suicidarse primero le había impedido hacerlo a él. De alguna manera sentía que su hermano le había impedido cometer suicidio, pues al ver el sufrimiento de su madre después de la muerte de Pablo, sentía que no podría provocarle más dolor. Esta idea de que su hermano le impidiera el suicidio terminó siendo la clave.

Martín necesitaba rescatar la figura de su hermano para poder salvarse, para poder aceptar su muerte y construir su vida. Era obvio que en el nivel sico–emocional (segundo y tercer chakras) en el que nos estábamos moviendo no podíamos encontrar una salida, pues en este “lugar” la muerte carece de sentido, más que como una pérdida a la que debemos resignarnos. Y si bien la aceptación de las pérdidas tiene un gran significado sicológico, como factor de madurez y crecimiento, en este caso la noción de que toda pérdida se asocia a una ganancia, o toda muerte a un nacimiento, no podía ser aplicada, pues salvo que fuésemos capaces de darle un sentido relevante a la muerte de su hermano, la aceptación de ella significaba lo mismo que nacer al sin sentido. La idea de que la muerte tenía que tener otro significado comenzó a tomar forma cuando la imagen del “sacrificio” o la muerte “sacrificial” (séptimo chakra) surgió como un relámpago intuitivo (sexto chakra). La idea de que Pablo había sacrificado su vida para salvar a su hermano de su destino de suicida surgió como un todo coherente. La imagen de Pablo como sostén y apoyo de su hermano pequeño, y su entrega por amor, le restituían frente a los ojos de Martín. Ahora no podía menos que honrar el sacrificio de su hermano luchando por convertir su vida en algo positivo, rescatándolos a ambos de su destino de abandono y dolor. Cuando comprendió esto, por fin comenzó a desmoronarse, el llanto y el dolor estaban llenos de sentido, eran el testimonio y la celebración de la existencia de un ser maravilloso y abnegado que lo había entregado todo por salvarlo, comprometiéndolo con la vida a través de su muerte. Ahora sí había una razón para nacer a una nueva realidad. Todos los presentes lavamos nuestro espíritu en su llanto, todos nos sentimos bendecidos por ese acto de amor y entrega, por la enseñanza que Pablo nos había ofrendado aquella tarde.

La posibilidad de reorganizar la experiencia según la perspectiva de un nivel superior de conciencia fue la clave que permitió la salida al dilema, más por una amplificación del mismo, que por una resolución del conflicto. La posibilidad de aceptar la muerte como un sacrificio a favor de otros sólo tiene sentido en otro nivel de existencia que de alguna manera trascienda el significado de la vida como la lucha por la sobrevivencia o la ganancia personal. Si quedamos atrapados en esta descripción, la muerte de Pablo fue un acto egoísta y escapista, o tal vez solamente su mejor manera de resolver su existencia, pero si somos capaces de “verlo” desde otra perspectiva, sus actos se iluminan de otra forma. En realidad, un nivel no invalida al otro, pues no necesariamente los motivos que aceptamos como válidos para nosotros mismos, son los que influyen en los demás. De cualquier manera, la ampliación del dilema de Martín fue la clave para “salvar” su vida, y creo que con eso basta para justificar su utilización.

Capítulo VIII Testimonios Poético -Fenomenológicos Los dos testimonios relatados en este capítulo han sido modificados para salvaguardar la identidad e integridad de las personas involucradas, sin embargo conservan la frescura de la verdad y la belleza que les dio origen. Testimonio I Llegaste como náufraga a una isla, perdida, exhausta, moribunda y sin fuerzas para seguir luchando. Yo te contemplé desde mi muelle seguro y a salvo, sentado en mi sillón que como alfombra mágica sobrevuela todas las cosas, vi tu ropa mojada, tus ojos desesperanzados, tu muda y arrogante desesperación que no quería reconocer esa, tu enorme necesidad de ayuda. Tenías el orgullo del sobreviviente marcado a fuego en tu piel, y supe que a pesar de esa pequeña y desamparada niña que llevabas dentro, ibas a intentar pelearte a muerte conmigo antes que reconocer que me necesitabas. Sabía que tenías que desintegrarte, que debías tirar los muros para poder rescatarte, y en cada sesión cuando algo te “tocaba” tu invariable gesto de aferrarte al sillón, echar tu cuerpo atrás, tragar y arrugar el entrecejo, me decía qué difícil iba a ser que consiguieras soltar, dejar el control y comenzar a morirte. Y así fue que una tarde de Invierno, mientras el pálido sol entraba por nuestra ventana de consultorio, tu voz entrecortada comenzó a dar los primeros signos de derrota. Me contabas sobre tus fracasos en el amor, porque especialmente ese día

te recordaba una de las relaciones que más te dolía haber perdido. Inclinada hacia delante, con los codos sobre las rodillas y tus ojos clavados en la alfombra, empezaste de a poco a reconocer tu propio dolor. Tu responsabilidad en preservar tu soledad y abandono empezaron a emerger con claridad. Suavemente comencé a hablarte, a introducirme en esos breves espacios que dejabas, mientras tu cabeza aceptaba con humildad mi comentario, subiendo y bajando con el ritmo de la aceptación. Fue saliendo de a poco, sin prisas, tu cuerpo contraído y duro fue soltando, te pedí que te quedaras con lo que estabas sintiendo, y me deslicé sin que te dieras cuenta hasta ponerme a tu lado, mi mano se posó en tu espalda, a la altura de los omóplatos, en el centro del apoyo. Tu cuerpo se enderezó, mostrando tu pecho abierto, mientras tu espalda se recostaba en mi mano, y entonces apoyé mi palma libre en el espacio amplio de tu corazón, “el lugar del viento”, verde y rosado, un lugar ancho y ajeno en tu vida. Un espacio que habías congelado en tu desesperado intento por no sentir, por controlar el dolor, así habías matado tu capacidad para sentir. “Respirá, empujá mi mano con tu pecho”. En esa tarde de Invierno, bajamos a tu pequeño y personal “infierno”, al ritmo de tus sollozos, suaves al principio desesperados al final, tu niña se fue liberando de las garras del pasado. Frágil y vulnerable, entre mis palmas fuiste encontrando la cuna donde recostar tu soledad. Fui contigo, en ese viaje de imágenes y horrores, fui hasta ese cuarto de paredes despintadas donde la brutalidad de la locura violó tu cuerpo de tres años, te acompañé en la búsqueda desesperada por comprender tanta gratuita violencia, te expliqué los sentidos de las cosas, esas luces que señalan el camino de los que estamos perdidos. Por primera vez en más de una hora, tus ojos inundados en lágrimas se fijaron en mí, con toda la incredulidad del mundo me preguntaste “¿por qué haces esto?”, estabas empezando a entender de qué se trataba.

Ni el dinero, ni el encuadre, ni el contrato terapéutico, podrían explicar lo que estaba pasando. “Nadie nunca me trató así”, me dijiste. “¿Y qué te hace sentir que yo te trate así?, te pregunté. “Me gusta y me asusta al mismo tiempo”. “Bien, ¿y qué es lo que te gusta y lo que te asusta?”. “No sé, nunca me sentí tan entendida, tan querida y, bueno, es que me siento como desnuda, super-expuesta, muy frágil, y eso no me gusta, me hace sentir como chiquita, como ...” “Como una niña”, dijiste. “¿De qué edad, metete en esa sensación de ser una niña, cómo es ser esa niña?”. Cerraste los ojos, suspiraste y tu rostro se relajó por un momento. “No sé, pueden ser cuatro o cinco años, algo así”. “Y, ¿cómo es ser esa niña, cómo te sentís siendo esa niña?”. Entonces llegó la desesperación en forma de llanto y dolor. “Me siento sola, quiero que me cuiden, no quiero que me lastimen nunca más, por favor”. Tus brazos sujetaban tu vientre mientras tu cuerpo se balanceaba de adelante para atrás, en rítmico “acunamiento”. “¿Qué estás haciendo con tu cuerpo ahora, no lo interrumpas, seguí haciéndolo”. Tu cabeza bajó sobre tu pecho y te entregaste al movimiento con total concentración, la respuesta no tardó en llegar: “Me estoy acunando, no sé, me estoy protegiendo”. “¿Y cómo se siente estar protegiéndote?” “Me siento bien, me gusta, es como calentito”, ahí llegó la risa mezclada con el llanto, y mientras continuabas acunándote te dije: “entonces lo malo no es ser una niña, o estar expuesta, sino que nadie te proteja o te contenga, ¿verdad? Tu cabeza subía y bajaba asintiendo, “ya no sos una niña, ya nadie

puede volver a dañarte, ya no es necesario que ocultes a tu “chiquita”, te dije. Abriste tus ojos, “nadie, nunca más va a dañarme”, tu voz sonaba fuerte, segura y amenazadora. “¿Cómo te sentís ahora?, te pregunté. “Bien, nunca me sentí tan bien en mi vida”, había luz en tu mirada, mis ojos se desviaron a la ventana, detrás de ti las nubes se habían descorrido y el sol iluminaba la habitación. Tus ojos siguieron los míos y ambos nos encontramos en la sincronicidad del momento. Entre risas te pregunté: “¿Hay algo más que esa niña precise en este momento?” Tardaste algo en contestar: “Sí, hay algo más, quiero que la cuides por un rato”, te levantaste y buscaste mi regazo, acomodaste tu cuerpo sobre el mío te abandonaste a mi protección. La ternura subió por mi garganta, y mientras te acunaba las lágrimas fueron subiendo por mis ojos, la palabra “gracias” giraba en mi cabeza, hasta que se convirtió en esa vieja y querida canción “Gracias a la vida, que me ha dado tanto”. Dejé que saliera, con voz entrecortada, tu canción de cuna fue llenando el espacio, el hueco que tu corazón tenía. Esa tarde entre otras cosas, aprendí que un padre puede ser una buena madre, y que un terapeuta debe siempre agradecer la bendición de poder ayudar. Hace mucho que abandonaste las tierras áridas y fértiles de mi consultorio, sé que tu vida florece en alguna parte de este planeta, y de tanto en tanto noticias tuyas llegan a las orillas de mi playa; sé, por ejemplo, que la luna te acompaña en tus noches ya sin pesadillas, que seguís escribiendo poesías, y que tus manos alimentan niños, sé también que tu ideal se convierte en realidad en tu esfuerzo por convertir este mundo en un lugar mejor.

Y sabes, en esos momentos siento que hay esperanza, que vamos a lograrlo. GRACIAS. Testimonio II No recuerdo muy bien cómo llegaste a mí, pero sí tengo grabado en mi memoria nuestro primer encuentro: “¿Spangenberg?”. “Sí, soy yo”, te dije sorprendido por tu súbita presencia, cuando salía de mi consultorio”. “Mi nombre es Mario y quiero hacer terapia con Ud.”. Por primera vez te vi, un hombre de mediana edad, bien vestido, con gestos seguros y fuertes. “No creo que pueda en este momento, tengo una lista de espera, y si no es muy urgente le puedo pedir a mi secretaria que lo anote...” “No tengo tiempo para esperar, tiene que ser ahora.” Por alguna extraña razón, lo que decías no me llegó como impertinencia o invasión de mi espacio, había algo fascinante en tu forma de pedir. “No puedo saltear lugares en la lista de espera, pero puedo recomendarle a otros excelentes terapeutas, mujeres u hombres... “Mi hijo se está muriendo”, fue tu única respuesta, mientras tus manos buscaban los bolsillos y tus ojos se deslizaban hacia los lados, evitando los míos. La sala de espera estaba en ese momento llena de otra gente, alumnos, pacientes de otros compañeros, se hizo un silencio absoluto, miré a mi secretaria y le pregunté por mi siguiente paciente, sus ojos se dilataron mientras me contestaba, “hace cinco minutos llamó para avisar que no viene, está en cama con fiebre”. “Pasá Mario, mi consultorio es ese que está ahí a la izquierda”, seguí mi camino hacia la cocina a buscar un café, mientras trataba de ordenar mis

sensaciones y pensamientos. Para cuando llegué al consultorio, vos ya estabas instalado sentado en el sillón con el cuerpo hacia adelante, los brazos sobre las piernas, las manos cruzadas, los ojos en la alfombra. Había algo incongruente en tu traje impecable, de ejecutivo recién salido de la oficina, quizás la corbata a medio desabrochar. “Bueno, como le dije antes”, comenzaste tu discurso sin mirarme, “estoy en una situación desesperante, me hablaron de Ud., yo nunca hubiera recurrido a un sicólogo, bueno, no me malentienda, es que yo siempre supe lo que quería, como se dice comúnmente, la tenía clara, como le explico, me casé con la mujer que quería y elegí, hice la carrera que a mí me gustaba y hoy soy dueño de mi propia empresa, me va bien, o mejor dicho me iba bien, bueno no sé por dónde empezar”. “Disculpame, podés mirarme, por favor”, lo hiciste, “¿me ves mucho más veterano que vos?” “No, claro que no, ¿por qué?”, preguntaste entre sorprendido y divertido. “Bueno, es que me estás tratando de Ud. desde el principio, y yo prefiero el tuteo”. “Es que pensé que era así como había que tratar al sicólogo, es lo que dice la gente, lo que se ve en las películas...” “Bueno, de aquí en más si no te molesta nos tuteamos”. “Para nada, me siento más cómodo así”. “Bien, vayamos al grano, cuando me encontraste a la salida me dijiste algo muy fuerte, me dijiste que tu hijo se estaba muriendo, ¿cómo es eso, qué es lo que está pasando? “Es que quería empezar por otro lado”, tus manos se revolvían inquietas, tu cuerpo no encontraba acomodo en el sillón. “Tengo que recordarte algo que vos dijiste, que no tenías tiempo, lamento presionarte pero si voy a atenderte tengo que tomar una decisión en este tiempo

que nos queda, a esta altura poco menos de cincuenta minutos, por tanto necesito saber qué es lo que está pasando, el motivo por el cual estas acá.” “Hace aproximadamente tres meses, mi señora me llamó a la oficina para decirme que el nene seguía mal y que lo iba a llevar al médico, como siempre le resté importancia, lo importante era lo que yo estaba haciendo en ese momento”, tu voz se entrecorta, “le contesté mal, le dije que bueno, que lo llevara, que ella siempre lo mismo, que era una exagerada, una alarmista, no sé, las cosas no andaban bien entre nosotros, yo me crié creyendo que las mujeres, bueno de alguna manera, yo sé que está mal, no voy por allí diciendo lo que pienso, pero bueno, como que esa es tarea de mujeres, llevar los nenes al colegio, llevarlos al dentista, al médico...”. “Y entonces, ¿qué pasó?” “Bueno ese día me olvidé, no quería pensar que a Martín, Martín es el nombre de mi hijo, tengo tres, dos nenas y un varón, las nenas son Lucía y Mariana, bueno como te decía volví a casa, y ni siquiera me acordaba de que Inés me hubiera llamado, hasta que la vi. Es como si la estuviera viendo ahora, me estaba esperando, parada, estaba pálida, estaba fumando, te explico, María Inés, dejó de fumar hace dos años y estaba orgullosa de haberlo conseguido, siempre fue muy insegura, y el haber podido dejar, la hacía sentirse mucho mejor. Así que cuando la vi fumando, como te explico, sentí la catástrofe, no supe que hacer, tus manos ocultan tu cara, “¿viste cuando te quedas sin respuesta, cuando no sabes qué decir, ni siquiera quería preguntar?”. “¿Y entonces?”. “Entonces nada, me dijo, en realidad no me dijo, me vomitó encima las sospechas, los análisis, el diagnóstico, yo escuchaba como detrás de un vidrio, esto no me puede estar pasando a mí, me dijo que había llevado a Martín a espaldas mías a ver a un especialista, hacía como un mes, porque tenía miedo que yo me opusiera, y que lo que le había dado ese día era el resultado final de los análisis, pero lo peor de todo era que yo vivía en una casa donde algo así

podía pasar sin que yo me diera cuenta. Por supuesto al principio quise acusarla, pero Inés esa vez no dejó que lo hiciera, hacía un tiempo que había empezado terapia y me largó una lista enorme de reclamos y acusaciones, que era un egoísta, que lo único que me importaba era mi trabajo y ganar dinero, que jamás me interesaba en mis hijos...”. “Por supuesto todas eran falsas acusaciones”, te interrumpí. Captaste la leve ironía en mi voz y eso hizo que levantaras la mirada hacia mí. “Claro que tenía toda la razón, no se lo pude reconocer, en ese momento, pero después si aunque igual no sirvió de mucho, ahora estamos separados, nos vemos seguido por lo de Martín y las nenas, pero ya no estoy viviendo en casa. Para Inés fue demasiado, como la gota que le colmó el vaso, y la entiendo, bueno a eso vengo.” “A ver si podés recuperar tu matrimonio”, te pregunté. “No claro, me estoy escapando por la tangente ¿no?, en realidad vengo, porque no puedo”, y ahí se te quebró la voz, “porque no sé cómo comunicarme con mi hijo”, las manos apretadas el rostro desencajado por el esfuerzo brutal de contener el llanto. Apreciaba tu lucha por contener sus sentimientos, imaginaba que no sería fácil para alguien como vos ponerse a llorar frente a un desconocido. Ahora entendía la incongruencia que emanaba de vos, la que había notado al principio, eras un hombre derrumbado, eras como una fachada que esconde el desmoronamiento interior. Pero había algo hermoso en todo eso, el brillo fugaz de tus ojos cuando dijiste que no podías comunicarte con tu hijo, tu intención de hacerlo, te redimía como ser humano. Entré en contacto con tu ternura, la vergüenza y el miedo que la rodeaban. Íbamos a tener que ir despacio si quería ayudarte, pero, al mismo tiempo no teníamos mucho disponible, así que decidí preguntarte.

“¿Cuánto tiempo nos queda?” Fue realmente un lapsus, me acababa de involucrar en tu viaje. “Un mes cuando mucho, llegamos de Estados Unidos la semana pasada, nos aconsejaron que, bueno que estuviera en familia, ya no queda nada por hacer.” “Está sufriendo”. “No, se está consumiendo”. “¿Qué edad tiene?” La respuesta llegó con todo su impacto; “cinco años”. Mis ojos se cerraron involuntariamente, la imagen de mi propio hijo pasó ante mí, el pecho se me contrajo, la dimensión del dolor que debía haber contenido en tu cuerpo me arrasó. Cuando abrí los ojos nuevamente, tu cara reflejaba el asombro. “¿Qué pasa, te pregunté?” “No, nada, es que no esperaba, que sé yo”. “Que yo pudiera emocionarme por lo que te pasa”. Bueno sí, siempre pensé que el profesional no debía involucrarse, ser objetivo, esas cosas. “Si, hubo un tiempo en que creí que esas cosas eran importantes”, te contesté, “también hubo un tiempo en que creí que tenía todas las respuestas, muchos de los que estamos en esta profesión, sufrimos de lo que se llama omnipotencia, en otras palabras nos creemos dioses o algo por el estilo. Muchas palabras, muchas teorías, muchos discursos. En fin, ¿dónde estábamos?” “Mi hijo tiene cinco años”. “Bien, estarías dispuesto a hacer cualquier cosa para poder relacionarte con él en este tiempo que le queda”. “Sí”, tu respuesta llegó segura y firme. De ahí en más nos encontramos casi todos los días, nuestro trabajo en común consistió básicamente en encontrar y rescatar a tu propio niño interior. Fue difícil y penoso, estaba enterrado muy hondo, rodeado de miedo e

inseguridad. Nuestro compromiso, también consistía en que todos los días le ofrendaras a tu hijo lo que habías encontrado en ti mismo, sin importar la forma o el contenido de lo que hubieras descubierto. Cuando el proceso llegó a su fin, ambos sentíamos que nos conocíamos de toda una vida, y de alguna manera quedó claro que Martín estaba sacrificando su vida para devolverte la tuya aunque nunca nos atreviéramos siquiera a mencionarlo en voz alta. Te sentiste con el deber de avisarme el día que Martín se fue, pero yo ya lo sabía desde la mañana. Había algo en el aire, una cualidad de tristeza, que seguramente manaba de esa parte de mí, que como en todos nosotros, es más sabia y piadosa. No me sorprendí, tampoco me sorprendí de saber que se había ido en los brazos de su padre, acunado y protegido por los arrullos de su madre, porque los niños saben morir sin tanto dolor, ni aparatosidad (como los adultos), especialmente cuando están rodeados de amor. Cuando volviste al consultorio a despedirte de mí, me trajiste un poema: Sobre las alas del silencio cabalgaba un portentoso caballero de armadura brillante. Orgulloso y prepotente miraba el mundo desde la seguridad de su montura. En su ignorante omnipotencia se sentía a salvo de todo mal, nadie podía alcanzarlo porque nadie podía tocarlo. Nadie podía atravesar su armadura para encontrar su corazón. Así que él tampoco sabía que tenía uno, y por eso siempre se creía con la razón. Iba por el mundo juzgando lo que estaba bien y lo que estaba mal, y el resto lo apoyaba en la incuestionable certeza de su espada. Hasta que a su vida llegó un niño, que lo invitó a jugar y a reír, a hacer

cosas que él hacía mucho había olvidado. Pero como él era un caballero importante y además no podía admitir que tenía miedo de dejar su armadura, se dijo a sí mismo y también al pequeño, que esas cosas eran de niños y por tanto él no podía perder su tiempo. El niño empezó a morir de tristeza y el caballero a descubrir que debajo de su armadura no había nada, nada más que un pobre hombre inseguro e ignorante. Y así fue que comenzó a volverse más sabio, casi tan sabio como el pequeño que le enseño el camino de vuelta a su verdadera casa: su corazón. Como su sabiduría igual no alcanzó para impedir que el niño se muriera, el antiguo guerrero decidió que su pequeño era el espíritu encarnado de un ángel que viéndolo tan perdido, se había apiadado de su alma y había decidido ayudarlo. Y aunque esto no fuera cierto el viejo caballero había aprendido que la vida no tiene sentido sin la esperanza del amor, y ahora todos los días sonríe porque piensa que en alguna parte del cielo tiene un amigo que lo está esperando.

Epílogo No conocí ni a Fritz ni a Laura Perls personalmente. Al primero, por las obvias razones de su fallecimiento, allá por el 1970 (cuando yo tenía apenas diecisete años); sin embargo, con Laura fue por hechos fortuitos que hicieron que, en las fechas que estuve estudiando en el Gestalt Institute of Cleveland, ella no estuviera. Ya tenía más de ochenta años y realizaba un solo workshop al año en el instituto, por tanto, sólo llegué a conocerla a través de videos y anécdotas, de quienes fueron sus discípulos. Ambos, como fundadores de una corriente, influyeron significativamente, tanto en el desarrollo teórico y metodólogico de la misma, como en sus seguidores y discípulos. Mientras que Perls se convirtió, en la década de los sesenta, en un mito viviente, en una especie de gurú del movimiento hippie, y uno de los principales representantes tanto del movimiento de potencial humano, como de la generación de genios que fueron los residentes de la comunidad de Esalen en Big Sur California, Laura continuó su labor como docente y terapeuta en los dos Institutos pioneros de la Gestalt: el de New York y el de Cleveland. Fritz recorría todos los Estados Unidos y Canadá promocionando su nueva terapia, y haciéndose famoso en toda la costa Oeste, y Laura permanecía trabajando lejos de todo ese ruido. Si bien ambos fueron invalorables en sus aportes, justo es diferenciar lo que cada uno dejó como legado sin, con esto, pretender realizar un juicio de valor referente a sus respectivas individualidades y actitudes. Perls fue muchas veces comparado con un gran Chamán, por la cualidad

mágica y explosiva que su presencia generaba en los que entraban en contacto con él. Asimismo sus actitudes egocéntricas y su absoluto desprecio por todo lo que no fuera auténtico, no le generaron muchas simpatías. También su rechazo a reconocer (con contadas excepciones) la influencia que había recibido de otros autores y colegas en la formulación de su trabajo, le generó conflictos con sus contempóraneos. Muchos cuestionaron su moral y hasta sus contribuciones, basados en la experiencia subjetiva del contacto con su persona y los pocos escrúplos que manifestó a lo largo de su vida, en relación a las convenciones sociales o sus relaciones con la autoridad. De cualquier manera, desde mi punto de vista, Perls y su personalidad contribuyeron en aquella época, más que nadie, a la difusión de una propuesta revolucionaria que, de otro modo, no hubiera tenido cabida en el contexto profesional y popular en el que se dio. Por otra parte, su personalidad carismática que generó, inclusive (y esa es una de las mayores críticas a la Gestalt de “la Costa Oeste”), un estilo que, más que gestáltico, se convirtió en “fritzismo” o “perlsismo”, se vio contrarrestada, en cuanto a los peligros del culto a la personalidad, por su “suicida” apego a la autenticidad que, en lo práctico, hizo que Perls mostrara sus lados más oscuros como ser humano. Quizás como líder de un movimiento, éste haya sido uno de sus mejores aportes, pues liberó a las generaciones futuras de la carga del culto al héroe, con todas sus consecuencias de oscurantismo, miedo a la creación o rectificación de la teoría o la praxis, etc. De hecho, esa es la experiencia que puede palparse en cualquier parte del mundo donde se practica la Gestalt. Todos los que la siguen están, en general, más preocupados por la metodología y su innovación o integración con otros conocimientos, que por imitar o ser aprobados por algún “hermano mayor”. Por otra parte Lora (que es su verdadero nombre) fue, realmente, responsable por el soporte incondicional, desde el punto de vista afectivo, en el

proceso terapéutico, a juzgar por el recuerdo conmovido de todos los que fueron sus pacientes y discípulos en el G. I. C, siendo además la verdadera teórica del grupo inicial, la que realmente tenía una sólida formación en el campo del existencialismo y la psicología de la Gestalt (trabajó años con Goldstein), entre otras cosas. Se cuenta, inclusive, que el genio de Perls consistió, justamente, en su capacidad de sintetizar muchos de los conocimientos de su esposa y colaboradores en un todo coherente. Sin embargo, es notoria la diferencia en el desarrollo de la Gestalt como práctica y teoría, en la zona de influencia de cada uno de estos dos creadores; mientras en la costa oeste no ha habido, desde su desaparición física, casi ningún aporte en el área de la clínica o la metodología, la escuela de Cleveland (Este) se convirtió en la gran fuente de donde emergieron los aportes más importantes, cristalizados en las personalidades y trabajos de Erving y Miriam Polster, Joseph Zinker (ciclo de la energía), Sonia Nevis (terapia de familia y pareja), Edward Nevis (psicología organizacional) y, últimamente, G. Wheeler (revisión del contacto y la resistencia). Sin mencionar el aporte a la dinámica de grupos que realizan Frances Baker, Claire Stratford, Elaine Kepner y John Carter, o el impresionante aporte al trabajo corporal y energético que Jim Kepner y colaboradores vienen realizando, pero, por sobre todas las cosas, lo más importante a ser destacado es la humildad con la que todos ellos encaran lo que hacen. La coherencia entre la práctica y el discurso, la disponibilidad sin afectación, son la marca de presentación del grupo de Cleveland. También el recuerdo y el respeto que allí existe por la figura de Paul Goodman, coautor con Perls del primer libro de Gestalt que vio la luz en el mundo (Gestalt Therapy). Goodman fue filósofo, anarquista, escritor y conferenciante, formó parte de la inteligencia anarquista desde los años cuarenta hasta los sesenta, se dice que de él es que proviene la inclinación de la Gestalt en cuanto al

cuestionamiento del orden social. No deja de ser significativo que sólo en ese lugar (Cleveland) se recuerde su figura de “militante de la vida”, quizás sea casualidad, quizás a muchos les sirva olvidar su invalorable aporte, pues su presencia les recuerda que el compromiso es con la comunidad y no con el éxito personal. Es obvio que la presencia de la Gestalt, tanto en cuanto a corriente sicoterapéutica, como en su función de marco ético y filosófico, en Latino América tiene un sentido diferente, aunque no opuesto, al que se da en las culturas del llamado primer mundo. Sin embargo, es importante recordar que, si bien reviste aspectos culturales y prácticos diferentes, la tarea es esencialmente la misma en cualquier parte del mundo, pues las causas de la alienación son similares. Por eso es trascendente señalar, una vez más, que la importancia de la Gestalt no está en su formulación teórica ni en su técnica o metodología, sino en quienes la encarnan. En las mujeres y hombres que la expresan a través de sus actos, en el amor que, por sobre todas las cosas, intentan plasmar en todo lo que hacen. Así como la tradición cabalística aclaraba que el pueblo elegido no era el de una raza específica, sino todo aquel que fuera capaz de encontrar el camino esencial y reflejarlo (o como Chamalú lo expresara al decir que todos somos indios), lo importante para ser GESTALTISTA ES SER. Y, nuevamente como en la interpretación correcta del Génesis, el pecado original es el pecado de atentar contra nuestra esencia. Ser humanos es aceptar el desafío de vivir el conflicto de nuestro crecimiento, y el misterio irresoluble de la vida. Para ello se necesita coraje y amor, y lo que no es perdonable, en quienes pretenden emprender esta tarea, es la cobardía y la indiferencia, por ello me permito decir y definir: GESTALTISTA ES QUIEN ES CAPAZ DEL VALOR DE QUERER.

Agradecimientos Por último, quiero agradecer a todos mis “compañeros de vida” del Centro Gestáltico de Montevideo, por amigos, por “conspiradores” en esta hermosa tarea de vivir. A Patricia por compartir tantos momentos de belleza y horror, en las “viejas” y queridas “Maratones”. A todos los que se arriesgaron a entregar su existencia (tal como era) para nacer a otra, durante todos estos años en los que juntos crecimos, lloramos, gozamos y fuimos pariendo la vida. A Graciela, con quien junto a Solange, hemos compartido la sagrada tarea de formar terapeutas. A todas las generaciones que pasaron y se “quedaron” en el CGM. A todos los “maratoneros”, por haberme permitido vivir algunos de los momentos más sublimes de mi vida. A todos los que compartieron conmigo los “gloriosos” e irrepetibles días de formación, en el Gestalt Institute of Cleveland; si algún día llegan a leer este libro, sepan que jamás conseguí olvidarlos, y que el dolor de la distancia sólo agiganta el recuerdo, y refuerza el sentido de nuestro encuentro. A Elaine Kepner, por su amor, por su confianza, por la fuerza de su ideal, gracias. A Frances y a Claire, por haber confiado en dos latinoamericanos, por haber trabajado en Latino América, por maestras, por darnos la oportunidad, sin la cual, nada de esto hubiera sido posible. Las considero dos hermanas de vida. A Rennie Fantz, por terapeuta, por haberme dado el ejemplo viviente, de que, aún en la enfermedad y el dolor, se puede seguir trabajando con alegría, dulzura y amor.

A John, por su formidable inteligencia, por su color de piel, por su pasión. A Steve y a Barbara, a uno por la amistad incondicional y la bella competencia de los que se quieren de verdad; a la otra por el hogar y la calidez. A Jackie, por ofrecernos su casa, por alimentarnos, por darme la chance de vivir una amistad tan grande que pasa por encima de todas las fronteras. Y por fin a Solange, por compañera, por amiga, por madre, por mujer, por terapeuta, por india, por LATINOAMERICANA, por haberme enseñado lo que esa palabra quiere decir, por haber sido elegida para bautizar el árbol que aún crece en los jardines del Gestalt Institute of Cleveland con el nombre de “Esperanza”; por mantener la llama del ideal vivo en mi corazón durante todos estos años juntos: GRACIAS. A todos ustedes quiero dedicarles algo que surgió, como manando de una fuente incontrolable, de lo más profundo de mi ser una mañana de agosto de 1989. Creo que esta declaración de libertad tiene mucho que ver con el camino que hemos elegido: Liberación Declaracion universal En acto unilateral e inconsulto declaro hoy la independencia total de mi ser De aquí en adelante habitaré en el territorio libre de mi espíritu y sentaré las bases para la construcción de la República Separatista de la Existencia Digna Libre al fin de toda opresión no importa donde esté ni que nombre lleve mi lucha y el sentido de mi

vida estarán en la liberación de los niños la defensa implacable e inflexible de la naturaleza y todo lo que existe en este mundo maravilloso Anarquista y amante me declaro por tanto no obedeceré a nadie y no pediré ser obedecido Mi cabeza inclino sólo ante la muerte y el misterio infinito de la vida Mi humildad será la del guerrero nacida del respeto y el asombro ante la creación ni más ni menos que todo lo que existe No habrá poder humano que doblegue mis convicciones y en mi vida no habrá espacio para las concesiones salvo para aquellas dictadas por el corazón y escritas con la mano de la ternura A mis hijos acunaré con mis propios brazos y cuando estén listos los dejaré partir libres como pájaros volando hacia su destino Sólo ante Dios decreto y reivindico mi derecho a ocupar un lugar entre los misterios del Universo y mientras las fuerzas incomprensibles que rigen mi destino no determinen lo contrario declaro que viviré mi vida con total intensidad sin sujetarme al pensamiento ajeno ni a las condicionantes de la sociedad y el tiempo en que me haya tocado vivir Asumiré mi destino cualquiera que éste sea sin quejas ni renunciamentos y aunque nunca lo logre lucharé con todas mis fuerzas por merecer y no desperdiciar esta única e irrepetible oportunidad de estar vivo Como sé que he de morir

cualquiera sea la forma de vida que elija hoy con plena conciencia decido vivir una vida con significado sólo por placer no porque espere recompensa alguna Desde hoy en adelante sólo creeré en los actos de los hombres y no en sus palabras Mis enemigos son y serán los que luchan por la muerte aprisionan la imaginación persiguen la belleza acumulan riqueza castigan a los niños humillan a los desposeídos y pisotean la verdad Sepan todos ellos que hoy Ha comenzado la Revolución Declaro que desde ahora no me importará estar solo y que únicamente aceptaré la compañía de quienes amen la canción y el vino vivan sin pedir permiso y estén dispuestos a vivir por sus convicciones. Por último decreto y asumo mi derecho irrenunciable a existir y elegir ser quien soy libre al fin de las identidades heredadas digo que mi hogar es el mundo mi hermana la libertad y que todas las noches sin el más mínimo pudor hago el Amor Así termino esta multitudinaria asamblea unipersonal porque cada hombre que se libera redime a toda la humanidad donde con absoluto irrespetuosidad he decidido desobedecer a todos los poderes y autoridades para convertirme en el único conductor de mi vida

Con toda la autoridad que emana de este acto ante mí sello y firmo este compromiso Agosto 1989 - Año de la Serpiente

Otras obras del autor

… “Gestalt es una visión global, totalizadora, un paradigma holístico, un gesto ético, un canto a la vida. Es también una teoría, pero como las notas escritas solo sirven de guía, como buen instrumento, nunca olvida que más importante que la herramienta es la mano que la empuña, que más importante que el mapa es el territorio que se recorre. Por eso es también humilde y practica la humildad, considerando lo obvio, lo simple, la superficie tan importante como las profundidades del mar; porque no hay más maravilla en el valle que en el lecho del río. Gestalt es una travesía, un camino compartido, una senda, UNA RUTA DE VUELTA A CASA, un misterio que se revela en relación, en compañía”… Fragmento del libro “Gestalt, Zen y la Inversión de la Caída” publicado por primera vez en 1993

Al escribir este prólogo, luego de recorrer las páginas de este hermoso libro, me siento profundamente emocionada por todas las vivencias que me ha traído. Me ha reconectado con nuevas formas de nombrar o «entender» mi propio camino de regreso, del que muchas veces me distraigo, tal vez creyendo o deseando unas breves «vacaciones». Pero no solo eso, me llevaron de nuevo al encuentro de mi hermano, compañero y colega Alejandro, reconociéndolo en cada una de las páginas en su «camino de crecimiento, en su inagotable lucha consigo mismo, en su camino del héroe», para alcanzar la verdadera vida en el Amor. Y de eso mismo creo que se trata todo esto, de como los mitos, la trascendencia, la espiritualidad nos relaciona a todos en la búsqueda del ser y de la unión divina, la vuelta al origen, ya sea que esto sea claro o no para nosotros. Es así que yo me veo a mi misma incluida en este libro, así como lo veo a su autor. Extracto del prólogo. Psic. Patricia Vidal.



¡Años caminando para recuperar la memoria del círculo de la vida, la unanimidad en la toma de decisiones, el liderazgo como un compromiso de servir a los demás, el amor incondicional como el mayor de los entendimientos y la dulzura de los niños como la única manera de ejercer la verdad! Esto lo aprendí observándolo, viendo cómo recibía los cuestionamientos de los demás, los conflictos y la envidia. Viendo cómo se relacionaba con su esposa y con sus hijos, viéndolo desde muy cerca, porque me enamoré de una de sus hijas, lo que me permitió verlo en todas las instancias y en todos los roles, pero a la vez, manteniéndome atento como el más duro de los fiscales, hasta lograr convencerme que ese líder que osaba levantar la bandera de la esperanza, frente a todos, sin personalismo, realmente era lo que decía ser: humano. Conocí su historia, el tamaño de su herida, su desamparo y su fragilidad. Lo vi llorar, reír, caerse y levantarse, casi perderlo todo y casi perderse en todo. Lo vi amenazado bajo una tormenta de oscuridad, vi el costo que esto tuvo para sus hijos y para su esposa. Lo vi sostenerse, reconocerlo, hacerse cargo y repararlo. Lo vi recibir el liderazgo de un camino espiritual, devolver una familia de hermanos maduros, protegidos por la Madre Tierra y el Padre Cielo, y, como si esto fuera poco, lo vi confiar en su gente devolviendo el lugar de liderazgo a su pueblo, para pararse como un hijo más, agradecido de ser un par

entre los suyos. Lo vi una y otra vez, quebrándose a sí mismo en pos de su familia, la familia planetaria. Alejandro Corchs Lerena Águila del Corazón Noviembre de 2009.

En “El Camino a la Libertad”, Alejandro Corchs y Alejandro Spangenberg, dos autores que han dedicado su vida a apoyar el desarrollo de la esencia humana, se han unido para brindarnos el fruto de años de trabajo y experiencia. Como ellos mismos dicen en la introducción: “Este libro no es un manual, ni pretende abarcar lo inabarcable. Es una síntesis, es un mapa que, como todo buen mapa, no puede confundirse con el territorio que describe. Saber que una carretera lleva a un lugar, no sustituye ni provee la experiencia de recorrerla. Sin embargo, tener un buen mapa en la vida puede ser la diferencia entre estar perdido, o saber hacia dónde ir”. El Camino a la Libertad es una experiencia enriquecedora que cada uno debe recorrer, y ése es el gran desafío de la vida. Pero qué seguridad y confianza nos despierta el saber que en este mundo moderno, en esta cultura actual, existen personas que lo hicieron, y que hoy nos devuelven aire fresco y esperanza, señalando un sendero que no necesita de una religión o de una creencia específica, y sin embargo las abarca a todas, porque se trata de reconstruir nuestra relación íntima con el Universo. Celebramos con alegría que dos seres humanos de este tiempo, abran El Camino a la Libertad, honrando a todas las formas y a todas las religiones. Así nos imaginamos a la nueva humanidad: una sociedad donde el respeto y el amor incondicional sin prejuicios pero con dirección, sea la manera que cobije

el encuentro humano. En este preciado libro, los autores nos revelan con sencillez y contundente claridad, nuestra relación más íntima: la relación con nosotros mismos. ¡Adelante!

… Para eso debo explicar cuál es el lugar que este ser humano ocupa en nuestro círculo: Alejandro es nuestro Gran Búho Blanco. El Búho Blanco es el pájaro que guió a nuestra gente a través de la noche del alma, con su maravillosa capacidad de ver a través de la oscuridad, y de volar en silencio sorteando todos los obstáculos, hasta llegar al nuevo día del amor incondicional, el respeto y la igualdad… Gracias a la incansable guía de Alejandro y su esposa Solange, gracias a sus súplicas y al esfuerzo verdadero, luego de años y años de caminar logramos reparar la memoria del dolor, y restituir para todos los seres el fluir del manantial de este lugar de la Madre Tierra: el manantial de la alegría. Alejandro Corchs Lerena



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