Gente Guapa - Rebecca Campbell

Descripción completa

Views 230 Downloads 15 File size 2MB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

Citation preview

Rebecca Campbell

GEN TE GU A P A

Para mi esposo, Anthony, a quien pertenece mucha de la filosofía de este libro, muchas de sus bromas y todos los puntos y comas. Gracias también a Stephanie Cabot y a Tim Farrell por su experta ayuda y consejo.

—2—

ÍNDICE PRIMERA PARTE ............................................................................. 4 Capítulo 1 .......................................................................................... 5 Capítulo 2 ........................................................................................ 13 Capítulo 3 ........................................................................................ 20 Capítulo 4 ........................................................................................ 30 Capítulo 5 ........................................................................................ 35 Capítulo 6 ........................................................................................ 49 Capítulo 7 ........................................................................................ 60 Capítulo 8 ........................................................................................ 77 Capítulo 9 ........................................................................................ 82 Capítulo 10 ...................................................................................... 92 Capítulo 11 .................................................................................... 100 Capítulo 12 .................................................................................... 109 Capítulo 13 .................................................................................... 116 SEGUNDA PARTE ....................................................................... 125 Capítulo 14 .................................................................................... 126 Capítulo 15 .................................................................................... 137 Capítulo 16 .................................................................................... 144 Capítulo 17 .................................................................................... 161 Capítulo 18 .................................................................................... 172 Capítulo 19 .................................................................................... 181 Capítulo 20 .................................................................................... 188 Capítulo 21 .................................................................................... 195 Capítulo 22 .................................................................................... 203 RESEÑA BIBLIOGRÁFICA.......................................................... 207

—3—

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Primera parte LA CAÍDA DE KATIE CASTLE

—4—

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Capítulo 1 Tal como éramos

Cada día, a las seis y cinco, la misma pregunta: —Katie, ¿qué has hecho? Para la mayoría de la gente ésta sería una pregunta amenazadora, acusadora: «¿Qué has hecho con tu vida?» o «Mira cómo la has fastidiado… ». Yo contestaba siempre con la misma respuesta, una respuesta inteligente: —Preparar café, charlar con las chicas, intentar (sin éxito) que la impresora imprima, hacerme las uñas al lado, en Bar de Uñas, y pasar por Gino's (lanzándole allí mi mejor segunda sonrisa al divino Dante, cosa que no podía decirle a Penny). Después charlar un poco más con las chicas, pensar en la colección y telefonear a la fábrica (¿por qué demonios no pueden aprender a hablar inglés?). Luego comprar un sándwich en Cranks, vomitarlo en el envoltorio, pelearme con el francés y recordar el pago a Harvey Nicks y a la nueva tienda de Harrogate. Lo normal. Entonces Penny, suspirando al teléfono con irritación, volvía otra vez: —Katie, sabes muy bien lo que quiero decir. ¿Qué has hecho? —Tres y medio —cedía yo al final. —Bueno, no está mal para un martes. —Está cojonudo para un martes. Pero es que hoy es miércoles. —Bueno, tampoco está mal para un miércoles. ¿Cuánto dices que has hecho? Ahora un suspiro mío. —Tres y medio. —¿Y en Beeching Place? —Uno y medio. —Son… seis mil en las dos tiendas. —Cinco mil. —Ya sabes que no soy muy buena con los números. ¿Cuánto dices que has hecho? El milagro es que consiguiera estar cuerda tanto tiempo. Supongo que cuando empecé a trabajar con Penny debía de ser una mujer estupenda. Levantó Penny Moss convirtiéndolo de un tenderete de mercadillo en una respetable empresa, que le sonaba a casi todo el mundo aunque algunas veces nos confundieran con otros. Dos tiendas al por mayor que habían despegado ya y volaban a una cómoda altitud. Algunas figuras de la televisión vestían ropa nuestra

—5—

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

en los programas matutinos. Penny, significativamente sin Hugh, había aparecido en Hello! y también en OK. Y como Penny decía a todo el que la escuchaba, la cosa iba de mejor en mejor. Una ministra había acudido a un congreso del Partido con un traje nuestro (un modelo de seda color café, parecido de lejos a un Channel) y por primera vez había parecido más femenina que sus colegas varones. Tanto las mujeres profesionales que querían resultar elegantes como las elegantes que querían resultar profesionales vestían nuestra ropa. La próxima vez que vayan ustedes a una boda miren a su alrededor; entre el rosa inevitable y el vomitivo amarillo cursi, verán nuestros trajes: delicada y perfectamente confeccionados, elegantes. ¿Dónde estábamos? ¡Ah, sí! Justo cuando empezábamos a hacer algo de dinero, Penny se volvió chiflada. Siempre había tenido alguna tendencia, fantasías raras, como la afición a la viscosa, por ejemplo. Pero ahora era más serio, se olvidaba de cosas o las perdía. Las señales normales de la cercanía de la senilidad. Ya sé que suena cruel, pero es que no es mi madre. Es la de Ludo. ¡Dios mío! Esto se está complicando. Tengo que exponer esto claramente o no lo entenderá usted nunca, querido lector. Empecemos. Mi nombre es Katie Castle y ésta es la historia de cómo lo tuve todo, lo perdí todo y lo recuperé todo otra vez, aunque no del todo ni de la misma manera, y si he de ser absolutamente sincera (lo cual confieso, no es lo mío), no igual de bueno. La historia se refiere principalmente a mí, pero también implica a las siguientes personas, sin orden especial: Penny, mi jefa, la mujer de Hugh. Hugh, el marido de Penny. Liam, mi Gran Error. Jonah, que estaba a punto de ser mi Mayor Error, pero resultó una Cosa Buena. Verónica, mi fiel y leal servidora, hasta cierto punto, y Ludo, el adorado hijo de Penny y Hugh, que al principio, cuando han entrado ustedes en esta historia, era mi amado novio. Hay muchas más personas en este relato, amigos y otra gente, pero ya se los irán encontrando ustedes. He decidido ser honrada, de manera que ustedes mismos decidirán si me consideran una señora o una sinvergüenza, pues aunque hago cosas malas, y algunas cosas tontas, deben ponerse de mi parte porque al final resulto buena. Se lo prometo. Principio. Como todo el mundo, vivo en Londres. Como casi todo el mundo, vivo en Primrose Hill, ese pedacito de Londres donde Camden deja de ser horrible y Regents Park deja de ser aburrido. Como no mucha gente, pero sí un buen puñado, me dedico a la moda. No soy diseñadora, pero cualquiera que trabaje en moda les dirá que la persona más importante de una empresa de moda es la encargada de producción. Todos lo sabemos. Entonces, ¿qué es un diseñador? Un astuto oportunista del East End que sabe qué robar y a quién follarse. O por quién dejarse follar. No es siquiera un ladrón verdadero sino un parásito entre parásitos. Una

—6—

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

urraca que recoge los pedacitos de chatarra brillante que han robado otras urracas. Los fracasados de las escuelas de arte, demasiado buenos dibujantes para ser artistas, demasiado vanidosos para ser profesores y demasiado tontos para ser otra cosa. Les tengo cariño pero no querría ser uno de ellos. En nuestra empresa no tenemos diseñadores. Tenemos a Penny y Penny me tiene a mí. Empecé trabajando en la tienda. En el escaparate había un letrero: «Se necesita personal. Preferible con experiencia». Bueno, yo tenía experiencia. Penny y Hugh me hicieron una entrevista. Me las arreglé para parecer pícara y seria al mismo tiempo; pícara para Hugh y seria y madura para Penny. La tienda estaba en un pequeño callejón cercano a Regent Street. Parecía muy pequeña desde la fachada, pero después se ampliaba y se ampliaba, y las escaleras parecían subir dando vueltas hacia el cielo. Quizá debiera decir que empezaba como una tienda, después se convertía en un estudio, donde se hacían las muestras, y luego, en el último piso, se volvía un despacho. Yo pasaba casi todo el tiempo arriba, con Penny, que se iba a casa todos los días a las cuatro de la tarde, excepto los viernes en que se marchaba a las tres. Por eso me telefoneaba siempre a las seis y cinco para preguntarme lo que habíamos hecho. A las chicas de la tienda yo no les caía bien. Parloteaban cuando bajaba para ver cómo iban las cosas, pero sabía que echaban pestes de mí en cuanto me daba la vuelta. Las tiendas funcionan así y no se puede evitar. Cuando no es el culo gordo o las tetas fláccidas de las clientas, es la estupidez y la maldad de los jefes, categoría que me incluía a mí. No les gustaba cómo subía a brincos las escaleras dejándolas atrás. Pensaban que me creía mejor que ellas, lo cual desde luego era completamente cierto. Pero la nuestra era una guerra fría, que tomaba la forma de enfurruñamientos y de tozudez en lo relativo a los turnos. Las cosas eran diferentes en el estudio. Allí el problema consistía en que debía decirles que lo habían hecho mal. Tenía que obligarlas a hacer un trabajo que no les gustaba y cuando se equivocaban a repetirlo otra vez. Tenía que reñirlas. Penny era demasiado importante para preocuparse por asuntos como cuellos elásticos, cremalleras desiguales, sisas de mangas defectuosas, hilvanados descuidados o costuras irregulares. Y, claro, eso significaba que era yo la que se quedaba allí de pie mientras Tony, nuestra informal y temperamental, pero absolutamente irreemplazable, operaria de pruebas, estallaba en un berrinche majestuoso y rasgaba y hacía jirones las piezas de percal blanco, soltando juramentos en maltés. Y era yo la que tenía que aguantar la abierta antipatía de Mandy, con sus pantalones de piel de leopardo y su lengua viperina. Pero no me importaba. ¿Por qué no me importaba? Porque mi vida era perfecta. En mi barrio había muerto una poetisa. Había leído sus poemas una vez, pero todo era yo, yo, yo. El piso no era mío, por supuesto; era de Ludo. Pero lo sentía como mío, lo había hecho mío. Lo había elegido todo, excepto el ladrillo y la pizarra. Conseguí sacar del piso toda la parafernalia de la época escolar de Ludo: su viejo armario combado, las horribles cortinas que había herencia de la familia, y todas

—7—

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

aquellas fotos de gente muerta. Ahora teníamos unas líneas limpias, de diseño, un parquet resplandeciente y unos estores que parecían hacer más luminosas las habitaciones cuando estaban bajados. Y siempre flores. Aunque Ludo odiaba las flores. «Lo entendería si pudieran comerse», decía. Logré confinar sus libros viejos a su despacho, a la «Habitación Apestosa», como la llamaba yo. Ludo. Todo el mundo quería a Ludo. Era tan indefenso; tenía el aspecto de un bulto sin forma de pelo, ropa, zapatos y botellas de cerveza, un bulto confuso que se hubiera animado y hubiera cobrado vida de repente. Intenté hacer con él lo que había hecho con el piso, pero no funcionó. Era como sacar brillo al ante. Eso sí, al final conseguí que se cortara el pelo, aunque refunfuñara y montara en cólera en su mejor estilo. Lo gracioso de Ludo es que era profesor, sin que hubiera tenido ninguna necesidad de trabajar en eso. Podía haberse dedicado a muchas otras cosas, pues era muy inteligente, pero en lugar de ese montón de cosas, enseñaba inglés en una escuela de Lambeth, la típica escuela donde hasta los profesores llevan navajas. Siempre supuse que era una reacción contra sus padres, seguramente contra Penny. Se pasaba las noches enteras corrigiendo exámenes en la Habitación Apestosa, y tenía opiniones muy serias e importantes sobre el plan de estudios del país, que ninguno de nuestros amigos quiso escuchar nunca. Seducir a Ludo fue muy fácil. Adiviné enseguida que le gustaba porque se puso rojo como el tomate la primera vez que me vio. Yo aún no me había ido de la tienda cuando él vino para ver a Penny. Aunque estábamos en agosto, entró llevando una chaqueta de tweed espeluznante, y parecía exactamente una caca de vaca con brazos. —¿Está mamá? —le preguntó a Zuleika, una libanesa que llevaba años en la empresa sin hacer gran cosa, a menos que cuenten ustedes como hacer algo tener una piel bonita. Antes de que ella pudiera contestar, yo ataqué y me zambullí en el carpe diem. —Está comiendo con Vogue. Tú debes de ser el genio, vaya. Yo soy Katie Castle. Antes de que se diera cuenta de lo que pasaba, lo había sacado de allí y me lo había llevado a un bar de vinos de al lado. Durante la primera botella de PouillyFumé, repasamos juntos, en una lenta espiral descendente, sus libros preferidos, sus películas preferidas, su trabajo, sus amores, sus odios, sus angustias profundas, su dolorosa soledad y su familia. Yo asentía y negaba con los ojos húmedos de comprensión. Luego, en una maniobra de manual, le saqué de aquella oscuridad y le enseñé que la vida podía ser divertida. Bromeé, coqueteé, resplandecí y los dos nos zambullimos en la segunda botella como pescadores de perlas. Le hice creer que él era el chispeante y el divertido, reí sus bromas, me acerqué más, me incliné hacia él y le toqué el brazo. Pero ¿saben ustedes una cosa?, no todo era fingido. Bajo el pelo enmarañado, las telarañas y el olor a moho, encontré a un hombre muy atractivo, con una sonrisa tímida encantadora y unos ojos tiernos que apetecía besar. Aunque no era lo mejor que podía imaginarme, sería posible enamorarme de él. Volvimos a la tienda justo antes que Penny, pues yo siempre calculaba bien el

—8—

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

rato de las comidas. Zuleika estaba que echaba chispas, pero me daba igual. Nada más llegar, Penny envolvió a Ludo en su acostumbrado abrazo crítico y al instante, con aquella famosa zorrería suya, lo supo todo. —Querido, ¿has estado molestando a las chicas? —le dijo pomposamente. Acto seguido arrastró a Ludo escaleras arriba para firmarle rápidamente el cheque. Pero cuando Ludo salió, una larguísima media hora más tarde, preguntó mi número de teléfono. Su suerte estaba echada. Por supuesto, Penny intentó impedir nuestra relación. Penny me entendía muy bien, supongo que porque nos parecíamos mucho, o quizá porque siempre pensaba lo peor de la gente y en este caso lo peor era exactamente la verdad. En cambio, en Hugh tuve siempre un aliado. Hugh aprecia a las mujeres y cuanto más guapas, más las aprecia. Y digan lo que digan en la tienda o en el estudio o en donde sea, yo soy guapa. Hugh siempre pensó que yo estaba bien para Ludo. —Tú le vienes bien a Ludo —me dijo—. Le haces salir de sí mismo. Haz que deje de gruñir y amargarse continuamente, como un lobo en su guarida. Estaba claro que Ludo era una decepción para él. Hugh era un hombre grande, atrevido, triunfador y seguro de sí mismo. Había mandado a Ludo a la escuela donde él había ido con la esperanza de que le convirtieran en una copia suya. Por el contrario, el pobre Ludo salió deshecho y resentido, y tanto para desesperación de Hugh como de Penny, y a pesar de unas notas fabulosas, se negó a solicitar el ingreso en Oxford y se matriculó en una universidad de Gales. —¡Qué desastre! Nada de la tradición de Oxford y Cambridge —se lamentó Hugh—. Parece una central nuclear rusa. A Hugh y Penny no les iba muy bien como pareja. Hugh era un pijo. Tenía ese lustre especial que sólo los elegantes parecen llevar con ellos, incluso en la Edad Media. No como mis padres, ni como los padres de Penny, me parece. Penny había sido actriz. Recitaba de un tirón unos títulos de unas series de televisión de los años sesenta que yo no había oído jamás. Hablaba de una obra de teatro, y luego de un par de películas… Mencionaba a Sean Connery aunque nunca descubrí el motivo. Y aseguraba que lo había dejado todo por Hugh y Ludo. La empresa Penny Moss —su nombre de soltera— había empezado como un hobby. En los años sesenta, confeccionaba su propia ropa, pañuelos de cabeza desteñidos, ponchos de ganchillo con boinas a juego, cosas así, me imagino. A la gente le gustaba y empezó a venderlo a las amigas. Casi sin darse cuenta, se vio con un tenderete en Portobello los sábados, sólo para divertirse. Y después llegó la tienda. Durante este tiempo, las empresas de Hugh —negocios en la City, inversiones, especulaciones— empezaron a «anquilosarse un poco», como decía él, y pronto, hacia 1980, llegó un momento en que Penny Moss empezaba a aportar más dinero que él. Él no cogió el guante y se rindió. Bajó el puente levadizo y se dedicó al golf. Penny le arrastraba a veces al despacho para que la ayudara en las contrataciones y los despidos, pero era más simbólico que otra cosa. A él esta situación no parecía molestarle en absoluto. Se había comprado una casa fabulosa en Kensington. Hacía todavía algunas inversiones y Penny Moss funcionaba muy bien. ¿Por qué, entonces,

—9—

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

trabajar si podía «vivir de rentas», según sus propias palabras? Pero todo esto tenía que producir un cambio de poder en la relación. Y Penny no era precisamente de las que dejaban pasar una ocasión. Todo lo que Hugh perdía lo ganaba ella. Había sido atractiva de joven (yo había visto las fotos, ¿quién no?), pero como mujer madura era despampanante. Iba todos los años al Festival de Cannes y se oían rumores de líos con los hombres más sorprendentes. ¿De verdad le había propuesto Peter Sellers pasar juntos una noche de luna en un yate fletado por el ministro de Cultura francés? Ella aseguraba que guardaba el anillo que le había regalado como recuerdo. ¿De veras le había sugerido Marcello Mastroianni rodar un anuncio con una estrella sueca? Penny solía hablar de estas cosas con nostalgia, como si fuera algo más deseado que real, pero el malhumorado silencio de Ludo ante el tema le daba aire de veracidad. Me daba la impresión de que en el colegio se habían burlado de él por las historias que contaba su madre. En cualquier caso, a mí me costaba no echarme a reír al escucharlas, fuera o no fuera verdad. Pero esto son historias viejas. Voy a dejar ya el asunto de la caza. Ludo era mío, dijera lo que dijese Penny. Vivíamos juntos en el piso de Primrose Hill y estábamos prometidos, aunque Ludo no recordara muy bien cuándo ni cómo me había pedido que me casara con él. Por su parte, cuando Penny se convenció de que no podía apartarme de la vida de Ludo, tuvo el sentido común de destinarme al despacho para no tener que pasar la vergüenza de que su dulce hijito fuera el consorte de una dependienta. Me nombró ayudante de Carol, que en aquel momento era la encargada de producción, pero Carol debía de saber que tenía los días contados, pues al cabo de una semana, para alivio de todo el mundo, se despidió para trabajar en una ONG en Egipto y nunca se volvió a saber de ella. A mí me gustaba pensar que se la había comido un cocodrilo. Ya sé que suena a falta de solidaridad y de espíritu de equipo, pero es que entonces me preocupaba mucho si era mejor que te comiera un cocodrilo o un tiburón. El cocodrilo parecía mucho mejor, por aquello de Tarzán, y porque siempre me he imaginado muy bien como Jane, mientras que los tiburones suelen comerse principalmente a australianos, e imaginarse a uno mismo como australiano es imposible. Con mi nuevo trabajo llegaron también nuevos amigos. El mundillo de la moda en Londres es bastante pequeño, sólo hay que conocer a seis personas; entras en ese bendito círculo y ya no te pierdes nunca una fiesta ni almuerzas nunca sola. Aunque yo no pertenecía verdaderamente a ese círculo, era al menos el satélite de una luna que orbitaba alrededor de un planeta que formaba parte del círculo, y de momento era bastante. Y un día, ¿era posible que hubieran pasado, de verdad, nueve meses?, llegó aquella llamada telefónica de Penny y mi acostumbrada respuesta aguda. Pero la cosa no terminó ahí. —Katie, querida… Mala señal, ese «querida». —¿Sí, Penny?

— 10 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

—Hay algunos problemas en el almacén. Cavafy dice que no encuentra la entretela de que hablamos, pero sé que está allí, en algún sitio. ¿No podrías pasarte por allí mañana por la mañana y mirarlo? Lo siento, pero no puedo pedírselo a nadie más. Puedes hacerlo camino del trabajo. Me tapé la boca con mi jersey Jean Muir y entre dientes solté tres «mierda» y un «joder». El dichoso almacén era lo peor de mi trabajo. Un depósito espantoso en el exterior de Mile End, lleno de mujeres que trabajaban sin descanso, con unas vidas, sencillamente, demasiado horribles para conocerlas. Cavafy era un griego viejo que dirigía el almacén, junto con el idiota de su hijo, Angel. Y lo de «camino del trabajo» era típico de Penny. Mile End quedaba tan camino de mi trabajo como mi culo me queda del codo. —No pongas esa cara, Katie —siguió Penny con gran perspicacia, dados los kilómetros de línea telefónica que la separaban de mi mueca—. Pasado mañana te vas a París, el almacén no te matará. Ir a París significaba asistir a la Première Vision, la feria de fábricas de ropa más grande del mundo. Los dos años anteriores había ido con Penny como su ayudante. Era lo opuesto total de Mile End, lo bueno frente a lo malo. —Y además —añadió cambiando de tema con su característico desprecio por la lógica—, ¿no te vas a una fiesta esta noche? Yo hace meses que no voy a una fiesta y no me quejo. —¿Y qué era el cóctel en la embajada peruana del martes pasado, para promocionar la lana de vicuña? —Querida, eso era trabajo, no placer. Y todavía no sé lo que es una vicuña, que era la principal razón por la que fui. —Pero ¿no te emborrachaste como una cuba y tuvieron que sacarte fuera por morder el galón dorado de un general para ver si era de oro de verdad? —Sólo estaba bromeando. Y no era un general de verdad, pero tenía un bigote tan… viril. —En la línea se hizo un silencio mientras Penny se abandonaba al apasionante ensueño de una relación con un romántico latinoamericano, o eso imaginaba yo, un rapto por un coronel perdidamente enamorado, aventuras con los salvajes gauchos, un golpe en el palacio, una boda obligada, las multitudes adorándola, la bala del asesino y la coronación… —. Bueno —continuó la presunta reina del Perú—, no era una fiesta de verdad. Lo que yo quiero es una fiesta de verdad, con paparazzi y famosos. No es por mí, ya me entiendes: es por el bien de la empresa. Necesitamos… ya sabes, destacar, un… perfil más alto. —Entonces, ¿por qué no vienes esta noche? —Lo dije porque sabía que no iba a venir, claro. —No seas ridícula, Katie. Ni se me ocurriría colarme. No sé siquiera dónde es. Me preocupó un poco el gusto con que pronunció «colarse», que parecía sugerir que la idea tenía algún malvado atractivo. —Mira, Penny —dije—, ven o no vengas, haz lo que quieras, es asunto tuyo. Pero ahora tengo que irme a casa; no tengo ni idea de lo que voy a ponerme. —Muy bien. Lo de Mile End, ¿te acordarás de darle un beso de mi parte a

— 11 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Cavafy? —Por supuesto, Penny —dije ahogando un torrente de maldiciones y juramentos, con un esfuerzo que me llenó los ojos de lágrimas.

— 12 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Capítulo 2 Pantalones bombacho a juego

La fiesta a la que se refería Penny era un lanzamiento en Momo. No recuerdo qué era lo que se lanzaba —vodka con sabor a chocolate o algo así—, pero la verdad es que nunca importaba mucho. Milo, naturalmente, hacía de relaciones públicas, RP, y el lugar estaba atestado de famosos. No todos pertenecían al mundo de la moda, claro, pero puesto que era Milo quien dirigía el cotarro, parecía obligado que el ambiente fuera de ese mundo. Había modelos, unos cuantos diseñadores caídos en desgracia y algunas caras vagamente conocidas de la televisión, de las telenovelas de sobremesa o los concursos de la noche. Estaba claro que Milo se lo había tomado con calma: aquél no era su mejor trabajo. El único buen fichaje era Jude Law, que había prometido aparecer por allí a cambio del préstamo indefinido de una chaqueta de piel de lagarto de Gucci. Yo estaba en mi salsa. ¿Saben?, tengo ese tipo de cara conocida que la gente cree que ha visto en algún sitio y, lo mejor de todo, conocía gente en casi todos los grupos que se habían formado. Eso quería decir que podía pasar de un grupo a otro en cuanto la conversación decaía, lo que en el mundo de los relaciones públicas de la moda puede tardar un promedio de cuatro a cinco minutos. En primer lugar, estaba el grupo de Milo, en la barra: el propio Milo, la reina de los relaciones públicas de Londres, pulcramente acicalado y extraordinariamente guapo con un ajustado traje de neopreno negro y un par de zapatos de piel de poney picazo. A su lado, tan pegado como una pistola en su funda, se apretaba Jerjes, el novio persa de Milo, una exquisita miniatura con los ojos oscuros y resplandecientes. Milo decía que era zoroástrico, que rendía culto al fuego, y que nunca le permitía apagar una cerilla sino que le obligaba a dejar que la llama quemara toda la madera y hasta le lamiera los dedos. Nadie le había oído hablar; algunos decían que era mudo y otros discutían sobre sus orígenes. Había oído, por supuesto, el rumor que situaba a Jerjes como camarero en Bangladesh, pero ¿quién podía saber la verdad en aquel mundo de habladurías, fantasías y bolsos de ante? Pippin, el ex novio de Milo, un actor en perpetuo paro, rondaba por allí sin que se pudiera decir si lo que le interesaba era su antiguo amante, el chico persa, el barman o la barra del bar. Era difícil que Pippin gustara a la gente; guapo, por supuesto, con los pómulos altos y el pelo lacio, una imitación del estilo de Eton; si no, no hubiera conquistado la atención de Milo durante dieciocho meses. Pero había algo fétido y repulsivo en él, como si acabara de cometer actos indecentes con un menor.

— 13 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Dos de las ayudantes de relaciones públicas de Milo revoloteaban alrededor de ellos. Yo las llamaba Kookai y Kleavage, y aunque siempre pensaba en ellas como una sola persona, y a menudo las confundía, eran muy diferentes. Físicamente no se parecían en nada. Kookai era una muñequita asiática tan linda que no entendía cómo no estaba presentando las noticias en el Canal 4. Por desgracia, también era demasiado tonta para entender que lo único que tenía que hacer era sonreír, y podría envolverse de la cabeza a los pies en las muestras de las colecciones de Prada y Paul Smith que forraban las paredes del despacho de Smack! Kleavage no cometía esos errores. Menos atractiva físicamente que Kookai, con una mandíbula quizá demasiado definida, casi siempre era la chica mejor vestida del local. Mejor vestida y menos vestida, pues mostraba generosamente sus milagrosas tetas y su vientre de top model. Donde Kookai era pura efusión, Kleavage era todo cálculo: se la veía sopesando todas las posibilidades, rastreando con sus ojos violetas las debilidades evidentes. Me deslicé hasta llegar junto a Milo, que estaba susurrando una obscenidad al oído a su chico persa. Me miró, frunció el ceño un segundo y luego me besó en los labios, metiéndome la lengua lo bastante como para llamar la atención. —¡Estás increíble! —me dijo con su seductora y exquisita voz. La voz había sido siempre su fuerte; las televentas, su ruedo, y su profesión, la venta en frío. «¡Oh, sí!», hubieras dicho a la propuesta de un doble cristal; «oh, sí, sí», a las enciclopedias; «¡oh, Dios mío, sí, por favor!» a los servicios financieros y sólo, quizá por casualidad, «no» al champú de perro. De manera que aquella apuesta de cincuenta mil pavos era suya. Y así nació un relaciones públicas. El truco de la lengua funcionaba con casi todo el mundo, les cogía por sorpresa y les hacía perder el ritmo, y él ganaba unos instantes de ventaja. —¡Méteme la lengua otra vez, vieja reinona jodida, y te la morderé! —le contesté. Siempre le respondía lo mismo. —Quita lo de «vieja», querida —me dijo mirando a su alrededor con paranoia teatral—, tenemos clientes por aquí. Bromeamos un rato mientras Kookai y Kleavage reían tontamente a nuestro alrededor intentando unirse a nosotros, Pippin fumaba ignorándonos deliberadamente y el chico persa se mantenía perdido en su particular mundo de fuego o de pollo de Bangladesh a la masala. —¿Dónde has dejado a tu guapo campesino rústico? —me preguntó Milo a continuación haciendo el gesto de mirar en la lejanía con un telescopio—. ¿Le has dejado solo en el piso con una pizza y un instructivo libro de literatura? Pippin soltó una risita imbécil, como una niña enseñando las bragas a los chicos por primera vez. No me gustaba que Milo hablara despreciativamente de Ludo —eso lo hacía yo, pero es diferente hacerlo cuando quieres a la persona—, pero sabía que si protestaba crearía mal rollo. —Milo —repliqué rápidamente—, seguro que sabes que es después de casarse cuando se deja al otro en casa. Está aquí, buscando el guardarropa; puede tardar horas.

— 14 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

—¿Después de casados? —replicó Milo maliciosamente—. ¿Es que ya habéis puesto fecha? ¿O seguimos en los terrenos de los caprichos y las fantasías? No estaba segura de si Milo había pasado conscientemente de la broma a la mala intención, pero había encontrado el camino directo a la llaga. —Milo, ya sé cuánto te frustra no poder tener la oportunidad de ser, durante un día, el centro de atención de toda la gente que conoces, no poder vestir nunca un traje de novia blanco y no tener alrededor un tropel de preciosos niños de coro entonando alabanzas; no poder recibir jamás cientos de regalos ni comer un pastel con una diminuta figura tuya encima, pero tienes que superar todo eso, tienes que hacerlo. ¿Me había pasado? Milo era famoso por sus rencores, que podían permanecer latentes durante años y un día reventar con un fruto venenoso. Pero no, la teatrera mirada de resentimiento que me dirigió era tranquilizadora. —Puedes quedarte el exprimidor —dijo apretando los dientes—, y ¿cuántos ceniceros Gucci necesitas? Una boda es un negocio minúsculo en el universo heterosexual, que te deja vislumbrar la infinita gloria de lo que hay en el terreno del otro lado. Yo ya he pasado esa etapa. —Eso no es cierto —dijo Pippin desde la barra. En cuanto noté que los ojos de Milo empezaban a parpadear mirando por encima de mi hombro, pasé a otro grupo; hablen ustedes con un relaciones públicas más de cinco minutos y les ocurrirá lo mismo. El núcleo del otro grupo lo formaban tres modelos, una, más pija que una princesa, otra, de clase media y la tercera, nacida bajo la nube de productos químicos que cubre Canvey Island, en el Essex más profundo. A pesar de abarcar toda la variedad de las estructuras de clase inglesas, entre ellas había pocas diferencias discernibles a simple vista: todas fumaban los mismos cigarrillos y tenían el mismo pelo, sus ojos estaban rodeados por un círculo negro idéntico tenían los mismos huesos magníficos y allí, sin la protección del velo de las cámaras, que las adoran, la misma piel cansada. Yo conocía bastante bien a la de Canvey Island: había hecho de modelo para nosotros más de una vez. Tenía algo más de conversación que las otras dos, pero incluso así se limitaba al relato de sus atroces experiencias sexuales. A mí siempre me gustaba escuchar la historia de cómo había perdido la virginidad, a los trece años, con un tipo con una rigurosa permanente y con un bigote fino, que la recogió en un nightclub de Billericay. Se había puesto a bailar a su lado, separándola de manera experta de sus amigas y moviendo sus zapatos blancos sin cordones como gusanos en un anzuelo. Le pagó tres martinis dulces con limonada y luego la sacó fuera y la llevó a una furgoneta que tenía en el aparcamiento. Exclamó: «¡Ta-da!» y se lanzó a abrir la puerta trasera, que dejó al descubierto, en el interior, un colchón floreado con una mancha en el centro del tamaño y el color de un perro muerto. La metió de un empujón en la parte de atrás y luego intentó con torpeza desabrocharle los tejanos. La camiseta y las bragas salieron rápidamente antes de que ella se diera mucha cuenta de lo que estaba pasando. El tipo tenía la polla más pequeña que un tampón mini, de manera que apenas sintió daño. Después de cuatro empujones, el tipo se corrió dando un grito: «Joderjoderjoder». Con una sonrisita de satisfacción, hizo un

— 15 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

nudo en el condón y lo tiró a un lado del colchón, donde se juntó a unos doce más. El tipo cerró con llave la furgoneta y volvió al club. Ella se fue a comprar unas patatas fritas y se las fue comiendo mientras regresaba a casa. Ahora volvía a contar la historia a cuatro hombres que chuleaban y se pavoneaban alrededor de las modelos. Dos de ellos eran altos y apuestos, y los otros dos, achaparrados y feos: un futbolista y el agente del futbolista, y un actor y el agente del actor. El actor se había hecho un nombre interpretando a maleantes del East End en películas inglesas de gángsters, de bajo presupuesto, pero un marcado acento de escuela pública seguía asomando en sus parlamentos tras el estudiado cockney. El futbolista era famoso por haber mordido los testículos de un contrincante de más talento, y ese singular acto de brutalidad le había abierto, curiosamente, las puertas del mundo de la celebridad. Tuve la impresión de que el grupo deseaba que me quedara y lo comprendí enseguida al darme cuenta de que redondeaba el número, cuatro chicas y cuatro hombres. Pero adiviné que me cargaban a uno de los feos, y la vida, como la estatura de los dos agentes, es demasiado corta. Además estaba Ludo, claro, que se encontraba por allí, en alguna parte. Sonreí y seguí adelante. El futbolista, que había sido bastante guapo, iba endomingado por algún estilista soso con un traje de Oswald Boateng, convencional, entallado y aburridísimo, que dejaba ver, cuando se movía, un forro de un brillante azul eléctrico, como si fuera un pez en un arrecife de coral. Naturalmente, en la fiesta estaban los clásicos gorrones. Yo conocía a casi todos los críticos de la moda, los «clitoratti», como los llamaba Milo, tan malos bichos en carne y hueso como aduladores en el papel. Nunca sabían muy bien cómo tratarme; tenían claro que era una advenediza, un producto de la chusma, pero también eran conscientes de que se me tenía como la presunta heredera del trono de Penny. Y sí, vale, aquel trono era Ruritania y no el Sacro Imperio Romano, pero la realeza es la realeza, al fin y al cabo. —¡Ey, Katie! ¿Qué vamos a llevar todos el año que viene? —dijo uno para saludarme, pero con una mirada guasona que añadía silenciosamente: «¡Como si tú lo supieras!». —¡Estás de suerte! —Le devolví la sonrisa—. ¡Kaftanes, kaftanes y kaftanes! Y me di la vuelta con una pirueta sin esperar a ver si la bomba detonaba. Prefería con mucho a los escritorzuelos normales, periodistas corrientes, que eran al menos unos cínicos honrados a los que se les iban los ojos detrás de los canapés exquisitos y las bandejas de las bebidas. Uno de ellos me susurró al oído: —¡Caray, Katie! Nosotros cantamos aquí como un pulpo en un garaje. ¿Quién más había? ¡Ah, sí!, el nervioso grupo de ejecutivos de la empresa noruega de vodka, aterrorizados de cometer alguna equivocación terrible, pero sin la menor idea de cómo sería, precisamente, una equivocación o un acierto. Pensé ser buena chica y charlar con ellos, felicitarles por lo bien que estaba resultando todo, pero la vida, señores, también igual que un día de invierno noruego, es demasiado corta. La verdad es que la cosa no estaba yendo muy bien. Jude Law todavía no había

— 16 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

aparecido. Me pregunté si Momo no habría contratado a los «seguratas» de Voyage y éstos no le habrían cerrado el paso con la consigna: «Lo siento, cielo, esto es una fiesta de piel de serpiente, no de lagarto». Las bebidas se habían acabado y los canapés iban camino de lo mismo. Me fui a buscar a Ludo. Como me temía, Ludo me esperaba pacientemente en una esquina, y sólo se movía para alcanzar las bandejas de chocolate con sabor a vodka, o vodka con sabor a chocolate, cuando pasaban flotando por allí. Estaba medio borracho y se había puesto melancólico. —Joder, Katie —empezó, de manera inocente y con una voz encantadora. Me has dejado aquí tirado como un capullo toda la puta noche. —Ludo, eres un hombre ya crecido, un adulto, y aquí hay mucha gente que conoces; ¿por qué no hablas con ellos? —Lo he intentado dos veces, pero ya sabes lo que pasa, nada de lo que yo puedo decir les interesa. Me imaginé fugazmente a Ludo explicando algún nuevo uso de una metáfora científica en la poesía de John Donne a un atónito estilista de Marie Claire, y sentí una de aquellas oleadas de cariño. A lo mejor sí que debía haber hablado un rato con él, haberle presentado a alguien, pero lo llevaba intentando milenios y nunca había funcionado. Le había presentado una vez a una persona encantadora del mundo de la moda y al director del Canal 5 de televisión, y él se puso a berrearles al oído lo de las águilas de mar y ahí había acabado todo. Y tenía que ser estricta: cada miembro de la pareja debía estar en su sitio. —Vamos, Ludo. No es culpa mía que tengas la conversación de un cactus. Ni que odies a la gente de la moda y a cualquiera que intente vender algo, hacer dinero o, sencillamente, pasarlo bien. —Entonces, ¿por qué me haces venir contigo a esta mierda de fiestas? —El tono era mitad queja, mitad gruñido. En cualquier caso, no era agradable. —Nadie te ha hecho venir, y sabes perfectamente que pondrías una cara hasta los pies si no te invitara. —Debería estar corrigiendo —siguió diciendo, arrastrando las palabras. Mira toda esa gente, ¿qué coño tienen que ofrecer al mundo? El mundo no perdería nada si se abrasaran todos en un desastre aéreo. —¿Y quién organizaría las fiestas si Milo no estuviera? ¿Y a quién harían fotos si no hubiera modelos? Ludo, eres tonto, la verdad. Entonces fue cuando me di cuenta de que llegaba. No tengo ni idea de cómo logró pasar el cordón de seguridad: quizá los gorilas estuvieran medio dormidos, no sé. Lo que llegaba era un traje de safari beige, abrochado por delante con un matemáticamente ingenioso sistema de cordones de cuero y ojetes. Y en la parte de abajo, desafiantes, en toda su obscena gloria: los pantalones bombacho a juego, anudados con descarada exuberancia bajo la rodilla. No era un revival de los setenta, no; eran los setenta puros y simples, servidos en serio, sin ninguna broma, a medida que ella avanzaba, con rayón hasta los dientes. Era la ropa del cóctel de gambas, el bistec tártaro y las delicias de cabello de ángel; era Demis Roussos apoyado por los

— 17 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Swingle Singers (¿otro grupo de esa época?). Era Penny. Entonces recordé la conversación. Días antes, en la oficina, Penny me había descrito el traje. —¡Caramba, es muy in! —dije yo—. ¡Tienes que ponértelo! Es lo que se dice siempre cuando la gente habla de las reliquias que tienen en el armario. —¿Tú crees? Sí, a lo mejor me lo pongo —replicó ella. Yo desconecté y me concentré en las oscilantes líneas de las cifras del cálculo de presupuestos. El problema —el error, si les gusta más— era el lapso que había entre los setenta de los años setenta y los setenta de ahora. Ya se habrán fijado, cuando se hace un revival hay algunos toques, no necesariamente sutiles, que distinguen esa moda de la de la época verdadera. Sáltense esos toques y parecerán un animador infantil. En este caso, ciertamente, Penny estaba proporcionando animación a la fiesta. Su avance por el local fue seguido con una embelesada atención, tan intensa que ahogó el reflejo natural de estallar en carcajadas. El porte de actriz de Penny y su maravillosa mirada fija, que no desviaba a ningún lado, daban a su paso todo el aire de una visita de una viuda de los Habsburgo a alguna pequeña ciudad de Montenegro. Ludo también la vio. —Mamá…, ¡oh, mamá!… —dijo sin apenas mover los labios. Y se encogió y retrocedió hacia las sombras, como el colegial que sabe que van a besarle delante de sus compañeros. Yo estaba paralizada, atrapada entre la admiración y el horror. Cómo me hubiera gustado tener un ego tan gigante como aquél, una presunción tan enorme de que mis antojos eran una guía segura para la gloria. Pero de momento, quizás era mejor estar fuera, riendo. Su nariz de sabueso la condujo hasta la barra y, por tanto, justo en medio del grupo de Milo y sus cortesanos. Hice una mueca de dolor anticipando el rechazo que iba a recibir: ¿perecería en el fuego o en el hielo? A Milo, ayudado por sus chacales, se le daban bien los dos. Penny empezó a hablar. Oí la extraña frase: «Warren Beatty y yo… El príncipe Rainiero… A menudo, en Sandringham… », por encima del ahora renovado bullicio de la fiesta. Y, milagrosamente, vi que coreaban a Penny con risas. Milo le sonreía con indulgencia; Pippin se había acercado y relinchaba apreciativamente; Kookai y Kleavage se enrollaban como gatos alrededor de sus piernas. La explicación era sencilla: por suerte o por instinto, Penny se había dirigido al único grupo de la fiesta donde podía encontrar una audiencia receptiva. Como yo siempre había tenido claro, Penny era una auténtica bruja coñazo que esperaba su momento, y ese momento había llegado. Aquí, el absurdo error de cálculo de su vestido se transformaba en el triunfo de la afectación. Aquí, su curiosa feminidad masculina podía considerarse el desafío juguetón de una drag queen. Pensé por un instante unirme al grupo, pero decidí que el momento era demasiado perfecto para arriesgarse a estropearlo. Y la situación tampoco era muy

— 18 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

agradable para Ludo, que me miraba suplicante. —Por favor, por favor —me dijo—, vámonos ahora, antes de que mi madre nos vea. Enfilé el camino de la salida, con Ludo pegado a mí, cogido de mi mano, y fuimos a buscar un taxi. Como siempre, el taxi operó su magia afrodisíaca sobre él, pero yo no estaba para que me molestara. Y eso era absolutamente impropio de mí. Ésa fue la experiencia anterior a mi viaje al almacén. No es cierto que estuviera indecisa sobre casarme o no con Ludo. Yo le quería y cuando lo decía o lo pensaba, lo sentía de verdad, no era algo simulado. Ni por un momento pensé en plantar a Ludo. Aparte de la cuestión amorosa, había muchos aspectos prácticos: la vida hubiera sido imposible sin él. ¿Dónde viviría? ¿En qué trabajaría? No es que mi vida estuviera construida exactamente alrededor de él, sino que lo estaba directamente encima de él. Asumía su existencia continua igual que una ciudad asume la existencia continua de las alcantarillas. Ya sé que no suena muy cortés, pero estoy procurando ser sincera. Pero a pesar del amor y de la necesidad, dentro me cosquilleaba esa ligera y desagradable insatisfacción que se siente cuando sabes que debes hacer algo, que es lo más adecuado, pero que te va a impedir hacer otras muchas cosas que todavía quieres hacer. Sí, quería desesperadamente casarme y me frustraba que él remoloneara en fijar la fecha. Pero a la vez pensaba que si iba a hacer algo malo, y en conjunto creía que sí que lo haría, el tiempo corría en mi contra.

— 19 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Capítulo 3 Cavafy, Angel y el destino en la zona de carga

Como siempre, el metro estaba lleno de los habituales hippies colgados, psicópatas y mutantes. Me cabreaba mucho que la tacaña de Penny no pagara nunca un taxi cuando había que ir a Mile End. Decía: «Pero Katie, queridita, si el metro es muchííísimo más rápido. Y piensa en el medio ambiente, ya sabes, la contaminación, el agujero en la capa de ozono, el desequilibrio de las lluvias. Salvar las ballenas, los pandas y todo eso». Ella no había puesto el pie en el metro desde que colocaron los pasos electrónicos en las estaciones, y utilizarlos estaba muy por encima de sus capacidades mecánicas. He dicho los habituales hippies colgados y psicópatas, pero ese día, en mi vagón, había dos ejemplares que parecían mucho más pasados de lo habitual. Uno era una mujer de aspecto normal, incluso remilgado; pero al cabo de un minuto, la cara se le crispó y se le contrajo en una espantosa mueca, más o menos como si acabara de encontrar un gusano en su manzana. Lo terrible era que, evidentemente, ella sabía que iba a pasar, pues intentó taparse la cara con el periódico, pero llegó un segundo tarde. Era imposible no mirar, no aguardar, conteniendo el aliento y temblando de expectación, el siguiente ataque. A causa de la señora de las convulsiones, no percibí a Rasputín hasta unos momentos antes de llegar a mi parada. Todo en él era largo y mugriento: el pelo, las uñas, la camisa, los dientes… Sujetaba con la mano una gran linterna de goma y la encendía y la apagaba continuamente. Me miraba fijamente; sospeché que había estado todo el trayecto mirándome. Noté que me ruborizaba. ¡Dios mío, por favor!, no dejes que me hable, no dejes que me hable, recé. Ya saben, los chiflados del metro se soportan sólo si no hablan. Cuando te dicen algo, se te viene encima un mundo de pánico. —Está muerto —dijo—. Lo hemos matado. Era suficiente. Me levanté y me dirigí a la otra punta del vagón. Afortunadamente empezábamos a entrar en la estación. Nunca en mi vida me he alegrado tanto de llegar a Mile End. Mientras me apresuraba por el andén, miré con disimulo atrás. Rasputín me miraba fijamente tras la ventanilla, aplastando la nariz contra el cristal. Sobre su hombro vi, por última vez, el rostro crispado de la mujer. Entre Mile End Road y el almacén sólo había un recorrido de diez minutos, pero conseguía deprimirme siempre. La gente que no pertenece al mundo de la moda cree que todo son desfiles, Milán, pasarelas y top models; sólo cuando estás

— 20 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

dentro ves las fábricas donde explotan a los trabajadores, las naves industriales, los tratos peliagudos, el Mile End. Yo odiaba el Mile End. Odiaba sus espantosas calles, sus horribles casuchas, sus mierdosas tiendas. Odiaba su gente, vestida con ropa barata y con el pelo de cualquier manera. Odiaba los autobuses de la calle principal y las tiendas que ofrecían pescado frito con patatas fritas, a precios especiales para los pensionistas. Odiaba la manera en que llovía siempre. Lo odiaba porque me recordaba mi casa; lo odiaba porque sabía que querían que volviera. Bien, vale. Voy a parar un poco. Prometo no quejarme más del Mile End, que no dudo que es un lugar noble y agradable, amado por sus habitantes, y admirado por los historiadores de la ciudad por sus fascinantes music halls y cines modernistas en ruinas. El Mile End contra el que arremeto es el Mile End de la imaginación, una metáfora, un símbolo. Y ¿para qué sirve un símbolo? Bueno, lo sabremos cuando lleguemos a East Grinstead, dentro de unas ciento ochenta páginas. Volvamos al almacén. Allí era donde guardábamos nuestra ropa. Pero se lo crean o no, «almacén» era una palabra demasiado grandilocuente para lo que nosotros teníamos. ¿Quién hubiera imaginado que la palabra «almacén» sería demasiado solemne para nada? Lo que teníamos era un local de unas dimensiones parecidas a dos dormitorios de tamaño medio, al lado de Alta Costura Cavafy. Lo de Cavafy era una gran nave, donde trabajaban duramente en las máquinas de coser cuatro filas de seis operarias: mujeres de mediana edad, con los tobillos gruesos y los dedos enfebrecidos. Cuando atravesaba la nave para ir al almacén procuraba siempre charlar con ellas. Me hacían bromas y me llamaban princesa y, sí, supongo que yo debía de parecer un exótico pájaro del Paraíso, caído en un negro jardín de los suburbios. Siempre me paraba junto a la mujer que se sentaba al lado de la puerta que conducía a nuestro almacén. Seguramente era la última mujer del país que se llamaba Doris; debía de haber nacido justo en la frontera entre el Doris que significaba sofisticación y clase, boquillas y copas de champán, y el Doris que decía: «Miradme, limpio las casas de otros para vivir, llevo medias especiales para las varices y el pelo me huele siempre a grasa de patatas, y nunca seré feliz, ni me sentiré realizada, ni querida». —¿Cómo está tu chico, cariño? —me dijo sin dejar de mover los dedos para marcar con ellos una costura. —Bueno, ya conoces a los hombres —respondí yo sonriendo y encogiéndome de hombros. Doris rió histéricamente, como si yo hubiera soltado la broma del siglo. Cuando rió, su pelo fibroso, que tenía la textura del asbesto, se movió como una pieza maciza. El vestido, de poliéster de un blanco grisáceo salpicado de flores de ningún tipo en especial, sospecho que pescado en el mercado del barrio sin que hubiera pasado el control de calidad, casi hubiera quedado moderno en una chica con la mitad de edad y la mitad de peso. —¡Oooh, los hombres, oooh! —exclamó haciendo eco, como si los hubiera

— 21 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

probado a todos, del noble al siervo, y no sólo al zafio maquinista de tren jorobado, que veintiséis largos años antes le había robado su virtud, es verdad que con bastante facilidad, y la había dejado con el niño y sin dientes—. Pero tú tienes ahí a uno de los buenos y, ya lo digo yo, cuando se tiene a uno de los buenos, hay que seguir adelante. Me sonrojé un poco y miré alrededor. Cavafy estaba en su despacho, una especie de cobertizo con cristal por delante, en la otra punta de la nave. Angel también estaba allí. Angel era, es, su hijo. Estaba enamorado de mí. Todo el mundo quería a Cavafy. Era uno de esos ancianos diminutos a quienes dan ganas de abrazar. Nunca le había visto sin su bata marrón puesta y al menos seis bolígrafos en el bolsillo de arriba. Creo que esperaba que ocurriera algo entre su hijo Angel y yo. Una vez me invitó a tomar un café en su despacho y hundió en la vergüenza al pobre chico a base de enumerarme todos sus logros: «… y el gran salto… sólo un salto pequeño y el avance, el avance que podría hacer… Y la carrera. Tenemos todas sus notas en la pared, en un marco: geografía, historia, matemáticas, sólo una D, pero una D es un aprobado». Pero es que Angel, Angel… Unos meses antes, cuando todavía estaba en la tienda, fui un día al almacén a ayudar en un trabajo muy pesado. Angel acababa de empezar a trabajar para su padre; se había titulado como contable, pasando los exámenes a duras penas. Supongo que no debía haberle llamado el hijo tonto de Cavafy; era innecesario y nada gracioso. Pero a veces nos reíamos bastante juntos: él se reía de Cavafy y yo me reía de Penny. Tenía el pelo rizado, los labios carnosos y bastante buena apariencia, excepto en la altura; era sus buenos ocho centímetros más bajo que yo; y eso no me gustaba. La cosa llegó al punto crítico una tarde en que yo estaba revisando unos rollos de lino para hacer una nueva versión de un conjunto que se había vendido muy bien aquella temporada: un sobretodo color perla que caía abierto, descubriendo un ajustado vestido gris pálido nacarado que hacía juego con el precioso forro del abrigo, de seda satinada. Hasta las campesinas de carnes blancas y huesos anchos se convertían en elegantes y bobaliconas Audrey Hepburn de sonrisa tonta (así era la fórmula mágica de Penny Moss). De pronto, advertí la presencia de alguien. Me di la vuelta y me encontré a Angel, tan cerca de mí que pude notar el olor a aceite de su pelo y casi tocar algunas motas de caspa. No dijo nada: tenía una expresión de absoluta determinación en los ojos y vi que tenía la mandíbula rígida, de miedo, de ansiedad o de lujuria. —¡Angel! —exclamé jovialmente, con toda tranquilidad, decidida a evitar un enfrentamiento—. ¿Por qué no me echas una mano con este rollo? Pesa una tonelada. Pero Angel siguió allí, rígido y tenso, aparentemente incapaz de mover los pies. —¡Angel, no seas tonto! —dije empezando a sentirme incómoda. Entonces, alargó su peluda mano y me la puso en el trasero, donde se aferró, sudorosa, a la pálida seda. Yo sabía que aquello no era un intento de asalto sexual y tampoco sentía mi virtud en peligro: Angel, sencillamente, no sabía encontrar las palabras adecuadas —quizá ninguna— y su mudo gesto era la única manera que

— 22 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

tenía de expresar sus sentimientos. Si su insinuación hubiera sido verbal, me hubiera encantado rechazarle verbalmente, pero no lo era y pensé que sólo había un medio de poner fin al incidente. Además, sospechaba que la mano sudorosa de Angel me habría dejado la huella de los dedos y la palma en la falda, y eso me molestaba. De manera que le di una bofetada. Nunca había abofeteado a nadie: me parecía un gesto gratuito, casi ridículamente femenino, una admisión de que no se tiene la inteligencia suficiente para herir al otro de manera más seria. Nada más dársela, lo lamenté (y, ciertamente, más tarde tuve motivos para lamentarlo). Angel apartó la mano de mi trasero y se la llevó muy despacio a la mejilla. En el rabillo de sus ojos se formó una gruesa y oleaginosa lágrima que rodó por la cara hasta que los anchos dedos de la mano la detuvieron; allí encontró algún paso subterráneo y desapareció. Sin decir todavía una palabra, Angel se dio la vuelta y se marchó. Los hombres no entienden lo duro que es romper un corazón. Piensan que nos resulta muy fácil dispensar alegría o sufrimiento con sólo un asentimiento o una negación de la cabeza, mientras ellos tontean felizmente a nuestro alrededor ofreciéndose como víctimas. Pero hay que ser de verdad una mala bruja para obtener alguna satisfacción de maltratar a un desventurado joven. De hecho, la única cosa peor que tener que rechazar a un chico es no tener ningún chico a quien rechazar. Pero volvamos a la escena. Pasados cinco minutos, salí a disculparme con Angel. Me caía bien y no quería que las cosas se estropearan. Le vi en el despacho con Cavafy, que le rodeaba el hombro con el brazo. Cavafy me miró sin comprender e hizo un ligero ademán de ahuyentarme cuando quise entrar en el despacho. Fue muy poco después del incidente cuando empecé a salir con Ludo, y por distintas razones tardé casi un par de meses en volver al almacén. En esa primera visita, cuando ya salía con Ludo, no se veía a Angel por ninguna parte y Cavafy me miró fríamente, en silencio y con la cara pétrea, desde detrás del cristal de su despacho. Hasta Doris estaba sentada con aire distante y apenas me devolvió la sonrisa. Penny debía de habérselo contado a Cavafy; los dos se conocían desde hacía décadas. El viejo griego era quien le había hecho su primera colección, y ahora que Penny había ido a mejor, todavía le enviaba las etiquetas para cincuenta o sesenta camisetas, o dos docenas de chaquetas, en memoria de los viejos tiempos. Me imaginaba el tono que habría dado Penny a la conversación: Katie la cazafortunas, Katie la trepa, Katie, la que se cree demasiado buena para tu hijo, Katie la sierva de Belcebú, Katie señora de las artes secretas, Katie que amamanta al espíritu con forma de gato con su tercera teta. Cosas así. Pero lo soporté con dureza (y, en realidad, no fue tan duro, teniendo en cuenta que las cosas en mi vida empezaban a ir tan bien) y pareció que los problemas se habían desvanecido. Y un par de meses después, ya no parecía haber señales de la crisis, exceptuando la expresión sombría y algo resentida que se veía a veces en los ojos de Angel y, si me fijaba algo más, un poco de frialdad en Cavafy. Ese día, noté aquella punta de resentimiento sombrío cuando pasé junto a Doris y atravesé la puerta que comunicaba con el almacén. No me llevó mucho tiempo

— 23 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

ordenar un poco y localizar la entretela: estaba oculta bajo un rollo de lana y crespón. El almacén tenía una salida a la zona donde se cargaba y no me apeteció nada volver otra vez a la nave y ver de nuevo a Angel deprimido por mi culpa, de modo que me dispuse a marcharme por allí. La salida se abría a una rampa y, como ya saben ustedes, los tacones detestan las rampas, por lo que yo solía sentarme en el borde del desnivel, con las piernas colgando, y luego me dejaba caer el trocito que quedaba. Estaba haciendo precisamente esto cuando algo surgió de entre las sombras. —Déjame echarte una mano, Katie. La voz que me llegó era la típica voz irlandesa que pide a gritos que la llamen «cantarina» y que jode todos los clichés. Me las arreglé para parecer asustada y tranquila a la vez. Una cara siguió a la mano surgiendo de entre las sombras. Me resultaba conocida. —¿Le conozco? —pregunté con aspereza, intentando ocultar, con dificultad, que me habían pillado por sorpresa. —Seguro. Soy Liam… Liam Callaghan. La llevé en el coche el año pasado, en la Feria de Diseñadores de Londres. Entonces lo recordé. Normalmente, yo iba a las ferias con la ropa y ayudaba a montar el stand, a colocar los modelos (los modelos, por cierto, para que aumenten su conocimiento del mundo de la moda, son la parte de la colección hecha con el mismo tejido) y todo eso. Pero la temporada última fui al stand con Hugh y éste insistió en parar en su club para tomar un gin tonic, con lo que se nos hicieron la siete, y cuando llegamos al stand, todo el trabajo estaba ya hecho. Penny se puso como una fiera, pero no dijo mucho porque la culpa era de Hugh. Me las arreglé para enganchar a Liam cuando se marchaba, con una barra, vacía ya de ropa, en cada hombro. Cuando pasó por mi lado, se volvió un poco y me guiñó un ojo con gesto pícaro. —¡Oh, sí, claro, Liam! Ya me acuerdo. ¿Qué haces dando vueltas por aquí? —Yo no diría que doy vueltas. Y el lugar natural para un vulgar y corriente conductor de furgoneta es la zona de carga de una fábrica. Tenía razón, claro, pero lo de «vulgar y corriente» no engañaba a nadie. Aunque no me había cruzado con él más que aquella vez, sabía que Liam Callaghan era chófer de casi todas las empresas de diseño de Londres. Era de confianza, trabajador, relativamente honrado y heterosexual. Había que contratarle con meses de anticipación. Y, sí, Liam era algo así como guapísimo, casi una caricatura del pícaro tipo de hombre irlandés: el pelo rizado y oscuro, los ojos azules, y una cara alargada con un aire de melancolía, ya saben, como si hubiera acabado en ese momento de tocar el piano, hasta que sacaba su sonrisa. Y su sonrisa era de las que paran un tren. Y un corazón… Era una sonrisa que debía de haber practicado delante del espejo, seguro. Empezaba, como todas las grandes sonrisas, en los ojos: un ensanchamiento casi imperceptible, seguido de una irresistible arruga; luego, los labios se fruncían un momento y después se derrumbaban de manera exuberante y encantadora. —Bueno, ¿me echas una mano o tengo que saltar y hacerme un esguince en el

— 24 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

tobillo? Esto me valió una sonrisa: no una sonrisa radiante y arrasadora, tipo «bájate ya los pantalones», quizás una en el 7, 5 de la escala de Richter de sonrisas. Pero me dieron ganas de morderle. Era fuerte y ágil, pero no con una fuerza exagerada, inflada, de feria o de gimnasio, sino con una fuerza útil, de levantar y coger cosas, de trabajo. Me cogió de la mano y me sujetó uno o dos segundos mientras yo bajaba. —¿Vas al centro? —le pregunté. —Sí, ¿quieres que te dé un paseo? —Qué quieres que te diga, cualquier cosa es mejor que el metro, hasta una apestosa furgoneta con colillas en el suelo y revistas pornográficas debajo del asiento. Os conozco, a los conductores. —Siempre puedes hacerle una limpiadita por mí, si te empeñas. La furgoneta, por supuesto, estaba impecable. Me abrió la puerta para que entrara y volvió a ofrecerme la mano diciendo: —Esto crea costumbre. A pesar del tráfico, el viaje hasta el centro fue divertido. Bromeamos sobre los ogros espantosos para los que tenía que trabajar: las maniáticas y tacañas hermanas Elland, que siempre comprobaban que tuviera las manos limpias antes de permitirle tocar alguno de sus preciosos sombreros; Emelia Edwards, que le había descontado dinero por comer una naranja, fruta que detestaba profundamente; o Kathryn Trotter, que no dejaba a ninguna de sus empleadas llevar sus bolsos porque no podían transmitir la imagen adecuada. —Y ¿Penny Moss? —pregunté. —No pronunciaré una sola palabra contra esa dama. Feroz como un hurón encerrado, pero nunca grosera si no la provocan. Y siempre paga con puntualidad. Además, difícilmente diré nada malo cuando tú estás a punto de casarte con su precioso niño, ¿no? —Yo no diría eso. —Bueno, puedes decirlo o no decirlo. ¿Cómo te sienta la idea de casarte? ¿Muchos nervios? —Yo diría que he pasado ya un poco la etapa de los nervios, ¿no te parece? —¿Tienes dudas? —No me parece que eso sea de tu incumbencia. —Sólo estoy tratando de ser amable. —No tengo ninguna duda. Todo el mundo quiere a Ludo. Es tan cariñoso y dulce como la miel. —Sí, y tú eres la abeja. Pensándolo bien, era una contestación horrible, pero lo dijo con un brillo en los ojos tan encantador que no me molestó. —Cuando te cases te perderás todas las fiestas y esas cosas —continuó. —¿Qué quieres decir con que me las perderé? ¿Por qué debería dejar de ir a las fiestas?

— 25 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

—No, es verdad, no hay ninguna razón bajo el sol, pero ¿cuándo te encontraste por última vez con una pareja casada en una juerga de gente de la moda? ¿No eran todos gente soltera, solos o con su novia o su novio? En el estado de casado hay algo que conduce a las noches tranquilas delante del televisor y a un vaso de leche antes de acostarse; y eso sin empezar a hablar de los niños. Deja pasar un par de años tranquilos primero, y luego dedícate a la época del caos de los niños. Supongamos que tienes dos, con un par de años de diferencia, y luego se te cuelgan del cuello como una losa hasta que tienen dieciocho años y se van a estudiar. Eso quiere decir veintidós años hasta que te deshaces del último. Entonces podrás volver a ir a las fiestas, pero ¿quién demonios te va a invitar? Me eché a reír, pero la risa sonó falsa hasta para mí. —No me conoces, si no sabrías que no hay nada que pueda hacer que deje de ir a fiestas. Además, es mi trabajo; si no voy, ¿cómo voy a saber quién lleva qué o quién está vistiendo a quién? ¿Cómo me mantendría al tanto de los escándalos y los chismorreos? Mi vida no se va a acabar porque me case. —Pero algunas cosas sí que tendrán que acabarse, ¿no, Katie? —dijo desplegando una sonrisa. Era sencillamente imposible no devolvérsela y lo hice. Pensé que no había manera de que supiera nada sobre mi par de flirteos. Queridos lectores, esto no les va a gustar, ya lo sé, pero por la cabeza me habían pasado pensamientos, es verdad, de tener una última aventura, inofensiva, sin importancia, de echar una canita al aire antes de sentar la cabeza en absoluta y completa fidelidad a Ludo. La idea se había instalado ya en mi cabeza. Y yo sabía que estaba allí. Me hacía guiños y me rondaba. Y sin un reconocimiento explícito de su presencia, se había hecho parte de mí, de manera que yo ya sabía que iba a hacerlo. El problema era con quién. No podía ser con alguien de mi círculo. Los hombres más apuestos, naturalmente, eran gays, y los más sexys estaban casados, y puedo ser un poco loca, pero no malvada. Tenía que ser con alguien de fuera. Estaba el ya mencionado divino Dante, que siempre me ponía chocolate en mi vasito de café de las mañanas (que yo, siempre también, quitaba luego con una cuchara en el despacho, estremeciéndome). Era guapo, en ese estilo de niño de moto que tienen los italianos. Pero no. Había pensado también en Max, de la empresa Turbo Sports, a dos puertas de la mía. Le había visto una vez, brillando de sudor, en el gimnasio. Tenía el cuerpo musculoso y duro como un pitbull terrier, y los ojos fríos de un estrangulador en serie, lo cual me gustaba bastante. Era tan distinto del encantador y desvalido Ludo… Pero no, éste tampoco. Tenía la cabeza demasiado pequeña y hablaba básicamente con gruñidos y comentarios lascivos. Siempre me quedaba el raro hombrecillo que venía a arreglarnos el ordenador Mac cuando se nos estropeaba. Una vez me regaló un enorme girasol que me hizo sentir muy violenta; pero cuidado con los tipos que traen regalos, me digo constantemente. De modo que todos los hombres que conocía tenían algún inconveniente: demasiado viejo, demasiado tonto, demasiado feo, demasiado gay, demasiado bajo,

— 26 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

demasiado cercano o demasiado lejano. —¿Qué piensa tu novia de que trabajes con todas esas mujeres refinadas de la moda? —le pregunté a Liam sin ningún pudor. —¿Y por qué piensas que yo tengo novia? ¿No puedo ser un alma melancólica y solitaria que navega por la vida sin esperanza y sin amor? —No —dije yo. —Da la casualidad de que en este momento estoy entre dos novias, lo cual me está ahorrando un dineral en rosas, pero me está costando otro en cerveza Guinness. —Detesto la Guinness —repuse yo—, me sabe a bilis de viejo. —Bueno, depende de dónde la bebas y… —¿Y con quién? —No, y de cómo se vierte, pero ahora que lo dices… —¿Dónde crees que debería beber la Guinness? —El único sitio donde tomar una pinta de cerveza negra y espumosa, en compañía de buenos amigos, con los oídos acariciados por la mejor música de violín, es el Black Lamb de Kilburn. —Kilburn. Tú vives allí, ¿no? —No todos los irlandeses viven en Kilburn. Lo sabía. Casi la mitad de la gente que encontrabas en las fiestas eran irlandeses: tigres de la verde isla, recién salidos de Empresariales de Harvard o de alguna facultad de periodismo, arreglados, inteligentes, ambiciosos. Las chicas eran guapas, con un toque campesino de salud, y los chicos parecían cachorros ansiosos. Ahora ya no había irlandeses en Kilburn. Ludo me había arrastrado allí, al Tricycle Theatre, un par de veces; la primera, vimos una versión de una obra de Brecht representada por Eskimos y la segunda, algo menos comercial: un hombre que era enterrado hasta la nariz en un montón de relojes rotos y gritaba: «¡Es más tarde de lo que pensáis! ¡Es más tarde de lo que pensáis!». Hasta Ludo estuvo de acuerdo en que debíamos irnos en el entreacto. Miré por la ventanilla de la furgoneta y me vi de reojo en el espejo del retrovisor. Acababa de hacerme mis reflejos en Daniel Galvin. Siempre digo que quedo mejor en los espejos malos que en los buenos, cuando me muevo o vista de lado. A menos que estés en uno de los extremos del espectro, es imposible saber de verdad lo atractiva que eres. Las modelos saben que son divinas; pueden simular dudarlo, pero lo que intentan es parecer más inteligentes de lo que son. Y supongo que la gente con labio leporino o cosas así deben de saber, sin duda, que son feos (perdón, perdón, la belleza está en el interior, ya lo sé, digamos entonces que son feos en el exterior). En mi experiencia, la fealdad resulta horrible para el alma. Saber que cualquier persona a la que hables piensa: «¡Dios mío, qué fea es!» debe quemar por dentro como un ácido. A menos que seas especialmente tonta. Y lo más triste de todo esto es que la gente guapa suele ser de pocas luces y la gente fea, lista. (Ya sé que es un tópico, pero es que los tópicos llegan a ser tópicos porque son ciertos. Algunas veces, por lo menos.) Una vez, Hugh me dio un consejo muy bueno: «Katie —me dijo—, di siempre a las chicas bonitas que son inteligentes y a las inteligentes, que

— 27 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

son bonitas. Lo obvio ya se lo dicen los demás. Te adorarán siempre». «Y ¿qué les dices cuando son bonitas e inteligentes?», pregunté yo. Sonrió y me dio una palmada en el culo. «Les digo que sí, Katie, les digo que sí.» ¡Qué pícaro! Pero me estoy desviando del tema. Que era que, si no estás en los extremos, no sabes nunca de verdad cómo eres. Y mientras me miraba en el espejo del retrovisor, pensé: «¿Eres guapa, Katie, o eres fea? Y si eres guapa, ¿cuánto de guapa eres? Y si eres fea, ¿cuánto de fea eres?». Mis amigos y los hombres, en general, siempre me habían dicho que era guapa, incluso muy guapa. Pero los hombres mienten. Y si eran de los que no mienten (¿alguien se lo cree?), ¿tenían razón? Si la devoción te viene de un pobre simple que cree que porque no te compras la ropa en una tienda de mercadillo eres la «superclase», ¿eso cuenta? Cualquier hombre te dirá que te quiere y que eres maravillosa si tiene en la mano un puñado de bragas tuyas y la nariz metida en tu Wonderbra. Las chicas lo saben, claro está. Pero que las chicas te consideren guapa es como beber vino sin alcohol o tomar café descafeinado: no sienta muy bien. No, lo que queremos (lo que yo quiero) es que los hombres nos encuentren (me encuentren) guapa, y que además tengan razón. Y, después de todo esto, he de decir que creo que sé cuál es la verdad. La verdad es que soy bastante (hermosa palabra que quiere decir «en realidad, casi mucho» o «en realidad, no poco») hermosa. No soy muy alta, quizá mido sólo metro setenta, y soy esbelta; bueno, no, en opinión de casi todos lo que soy es flaca. Mi pelo, al natural, es de color rubio oscuro; el color, como decía Ludo, sin que sea horrible, de las manchas de nicotina en los dedos. De ahí lo de los reflejos. Tengo los ojos grises, lo cual está bien, y no tengo cejas, lo cual a veces está mal y a veces está bien. Mis pestañas son demasiado claras, de manera que me las tiño. La segunda vez que dormimos juntos, Ludo, tumbado a mi lado, me miró fijamente la cara. «Tienes unas pestañas extraordinarias —me dijo—, ¡tan largas y tan negras! Las quiero, y quiero tus párpados, y tus ojos, y tu cara, y tu cabeza, y tu todo.» No tuve corazón para explicárselo. Y todavía no lo tengo. Es una de las cosas que Penny cree que tiene sobre mí. Tengo los pechos lo bastante pequeños como para no avergonzarme en el mundo de la moda y lo bastante grandes como para no avergonzarme en el mundo de los hombres. ¿Y todo lo demás? ¡Quién sabe! Lo cierto es que soy una chica atractiva, pero no lo bastante atractiva como para despreocuparme, no lo bastante atractiva como para no necesitar las miradas, los halagos, los regalos, la adulación, la adoración, las alabanzas y el deseo de los hombres. Lo que me hace interesante, ¿saben?, es que estoy muy cerca de poder alcanzar estas cosas, estas chucherías sin sentido, vanas e inútiles, y a la vez demasiado lejos para pasar del asunto. Y ahora estaba alcanzando, ¡oh, qué chica tan tonta!, la chuchería que era Liam Callaghan, conductor de furgoneta, embaucador irlandés con labia, chico guapo algo corto. —Tu Black Lamb no parece el sitio al que una chica iría por su cuenta. —¡Oh!, al Lamb van muchas chicas, pero sí es cierto que no entra ninguna como tú. Puede que una mujer tan atractiva llamase un poco la atención, quizá no deberías

— 28 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

ir sola. —Nos estábamos acercando. Si alguna vez quieres tomarte un trago de esa cerveza (magnífica, te lo aseguro), puedo enseñarte el sitio. Depende de ti. No tenía ni idea de hasta qué punto lo decía en serio. ¿Estaba interpretando el papel de irlandés pícaro para entretenernos mientras llegábamos al centro y la cosa le daba lo mismo? ¿Era sólo una broma? —Muy bien. —Muy bien, ¿qué? Noté con satisfacción que estaba desconcertado. —Muy bien el que me enseñes a qué sabe una buena pinta de Guinnes. Ya no hubo ninguna sonrisa. —¿Cuándo puedes venir? —Hoy es miércoles, ¿no? Estoy en París del jueves al domingo. ¿Qué tal el jueves que viene? Aquel «Estoy en París» había quedado precioso. Gracias a Dios por la historia de Première Vision. —El próximo jueves, vale. ¿Te va bien que nos encontremos en el pub hacia las ocho? De repente, la cabeza me dio vueltas. ¿Qué hacía? ¿Estaba en mis cabales? Estaba concertando una cita con un completo desconocido en un horrible pub de Kilburn, un barrio que conocía tan bien como los cortejos rituales de las águilas marinas de cola blanca. —Caramba, ya estamos en Regent Street —dijo Liam—. ¿Te bajas aquí? —Sí, y gracias por el empujón. No contestó nada, pero me miró y sonrió. Fue como si me arrollara una tibia ola caribeña: envolvente, embriagadora, intoxicadora, fatal.

— 29 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Capítulo 4 Intermedio técnico, donde se habla de los contratos de arrendamiento y de la procedencia de Penny

Mis esfuerzos de esa tarde no fueron precisamente el triunfo del arte de la encargada de producción. Por mucho que Penny tuviera una mala opinión de mí, sabía que trabajaba duro y era eficaz; pero para ser buena en algo hay que concentrarse, centrarse, apartar todas las interferencias. Ludo me contó una vez que unos científicos habían hecho un experimento: observaron en un monitor los movimientos de los ojos de distintos jugadores de ajedrez; por una parte, grandes figuras y por otra, aficionados de un club de ajedrez corriente. Los grandes jugadores, los maestros, escudriñaban fijamente sólo dos casillas, las que de verdad importaban; los impacientes aficionados, en cambio, recorrían nerviosamente con los ojos todo el tablero, de casilla en casilla, en busca del secreto, del código que nunca descifrarían. Ludo, por supuesto, era un negado para el ajedrez. Era demasiado bueno; no soportaba perder una pieza, y era tan incapaz de sacrificar un peón como de tirarse vestido al río. Por eso yo no solía jugar con él; jugaba con su amigo Tom cuando se dejaba caer por casa, y los dos desaparecían en la Habitación Apestosa con el tablero a cuestas y una botellita de whisky. No, esa tarde no podía concentrarme. Digamos que recorría todo el tablero con los ojos y hasta se me iban fuera. Me debatía violentamente entre el miedo al lío en que me estaba metiendo y una burbujeante, incontrolable excitación. Sentada a mi mesa del despacho, me encontré de repente absolutamente abstraída, encerrada en mí misma. Crucé las piernas y me dediqué a pensar en Irlanda. Diría que Penny empezó entonces a ponerse nerviosa: hacía un ruidito que comenzaba con un tut y acababa con un gruñññ. Iba poniéndose de mal humor mientras buscaba algo con que pincharme. —Katie —me dijo astutamente desde su sitio, debajo de la claraboya, ¿has hablado ya con Liberty sobre los pedidos hechos? Tenemos que hacérselo saber hoy. —Ya sabes que no he llamado. ¿Por qué no lo has hecho tú mientras yo estaba en el almacén? Yo solía morderme la lengua con Penny pero, como ya he dicho, tenía la cabeza en otra parte, estaba distraída. —No, Katie, no, queridita. —¡Uagh! Una de las cosas que recuerdo del nivel A de inglés es que, en las comedias aristocráticas, se sabía que alguien afilaba la espada porque el grado de

— 30 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

cortesía aumentaba. Penny hacía lo mismo—. Lady Frottager llegó borracha y se hizo pipí sobre la otomana. —¿Otra vez? —Sí, otra vez. —Alguien debería decirle a esa señora que nuestra otomana no es un urinario público —repliqué yo como un eco inconsciente de las maneras de gran dama de Penny. —Sí; bueno, el caso es que estaba terriblemente disgustada y tuve que consolarla hasta que llegó el taxi. —Y ¿compró algo? —Con paciencia, le endilgué uno de los saris, pero el asunto no es ése. Después llegó el bruto y salvaje de Kuyper. —¿Aporreando con el alquiler? —Sí; no se puede parar a ese tío sin un… sin un bazoka. Kuyper era un sudafricano que había adquirido sus habilidades sociales como torturador del apartheid (bueno, digamos que podría haberlo hecho) y era un auténtico salvaje. Su empresa, Kuyper y Furtz, tenía la plena propiedad de nuestro local y otros tres más de la calle, uno de los cuales estaba vacío y oficialmente maldito desde que un montón de comercios habían fracasado sucesivamente en vender, por este orden, sostenes elegantes, equipos de camping, cámaras fotográficas y, naturalmente, velas. Lo primero que hicieron Kuyper y Furtz fue invitar a la completa inútil de Anita Zither, que se instaló en el local vacío y montó una tienda al por menor. Era una completa inútil porque, a pesar de ser la diseñadora mimada, mascota de la moda oficial inglesa, jamás había conseguido montar una colección que una sola persona estuviera dispuesta a comprar o a ponerse, y cada dos años iba a la quiebra dejando a deber cientos de miles a sus proveedores. Al día siguiente de que firmara su contrato de arrendamiento, Kuyper vino a nuestra tienda clamando a voces que ella pagaba tres veces más de alquiler que nosotras. Y sí, era verdad, estaba escrito bien claro. Puesto que era la época de revisar el alquiler del local, la cosa era un serio problema. Kuyper echaba pestes sobre los precios del mercado, con la cabeza y el grueso cuello rojos de codicia, y apuntándonos con su gordo dedo como el matón de la clase cuando revienta los balones. No podíamos pagar ni en sueños la cantidad que nos pedía, como tampoco, estoy segura, Anita Zither. Pero al día siguiente averiguamos la verdad. Una de las dependientas de Anita era una antigua novia, bastante chismosa, de Nester, nuestra distinguida y majestuosa encargada. Las dos salieron a tomar un café y comentaron la ruin conspiración. Así descubrimos que el astronómico alquiler sólo existía en el papel. La tienda de Anita Zither iba a tener dos años de vacaciones de alquiler. Después, Anita podría renegociar el contrato hasta un precio más ajustado o bien darse la vuelta y evaporarse, que era su proceder habitual. El falso y ruin acuerdo era el arma perfecta con que conseguir que los demás nos sometiéramos. Penny, que era una tipa durísima, le contestó con largas y evasivas, y Kuyper se

— 31 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

fue poniendo cada vez más agresivo, hasta que empezó a lanzar todo tipo de amenazas, legales y físicas, y a maldecir en africano. (Perdonen si esto último ha sido un poco soso y técnico, contratos de arrendamiento, propiedades, inmuebles y eso, pero tiene su importancia, como verán más adelante. Tómenlo como si fueran las partes medio habladas de las óperas, esas que se ponen de relleno entre las piezas bonitas, el recitativo, creo que se llama. Cuando empezábamos a salir, Ludo me llevó a ver Las bodas de Fígaro y leí el programa, que tenía varias páginas. Había demasiadas notas.) Bueno, volvamos a Penny y a su humor. —Siento no haber estado aquí para ayudar —dije, pensando que la conciliación sería buena idea—. Ahora mismo llamaré a Liberty. —Sobran las disculpas. Al fin y al cabo, soy un tercio norteamericana — contestó, como si eso lo explicara todo. —¿Se puede ser un tercio de algo? Las cuestiones hereditarias van por mitades, cuartos u octavos, ¿no? —Claro que se puede. Éramos tres hermanos y mi madre era norteamericana. Y todo el mundo sabe que lo norteamericano se transmite por línea materna. —¿No es ése el caso de los judíos? —Sí, claro, tengo dos séptimos de judía. Y así se pasó la tarde. Ir a París significaba levantarse pronto, por eso me alegré mucho de que aquella noche no hubiera nada especial: ninguna cena, ninguna fiesta, ningún cóctel, ningún desfile, nada de copas, nada de discotecas, nada de nada. A Ludo le encantaban las noches que no había nada que hacer; se ponía a hablar deshilvanadamente y a decir tonterías, y me daba achuchones y me hacía arrumacos. Se las arreglaba para darme besitos en el cuello y las veces que yo no ponía mala cara, acababa llevándome al dormitorio. Sí, la verdad es que en casa no podía pedir un novio más dulce; con lo que él no podía era con la vida y el mundillo social, con mi vida. Pero no era la mala relación de Ludo con mi mundo lo que me llevaba a pensar en hacer aquella locura, aquella maldad. Seguro que se estarán preguntando ustedes qué razón había entonces. Estaba con un buen hombre, no perfecto, pero bueno; quizás incluso muy bueno. Educado, amable, guapo (guapillo) y, encima, bastante rico. Y, en cambio, iba a meterme en un asunto que sólo podía conducirme hasta el desastre. ¿Por qué? No digan nada, no digan nada, les estoy volviendo locos, ya lo sé. Creo que es imprescindible que me explique. Me parece que todo tiene que ver con los problemas de la gente, con el hecho de que nuestras diferentes partes estén conectadas. No me refiero a que el hueso de la rodilla esté conectado con el fémur, por ejemplo, no me refiero a las distintas partes de nuestra personalidad. Si quieres deshacerte de una parte, de un mal pedacito — digamos, la altísima autoestima de Penny, por ejemplo—, descubres que ese pedacito está cogido a un trozo de cuerda, y cuando tiras y tiras del trozo de cuerda, ¡pluf!, de repente asoma otro pedacito, esta vez un pedacito bueno del que no querías

— 32 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

deshacerte, digamos, el empuje de Penny. En las personas todo está mezclado y revuelto, y o las aceptas o te largas, o bien adoptas la solución de moda, sonreír alegremente mientras les clavas con destreza un estilete entre los omóplatos. Así pues, ¿entienden?, los pedacitos buenos de Ludo —todo su encanto— estaban unidos a los pedacitos malos, y en concreto un mal pedacito me zumbaba en la cabeza como un moscardón en la ventana. Si de verdad sólo fuera su inadaptación a mi mundo social. Si sólo fuera su desorden y su caos. Si sólo fuera su obsesión por cosas tontas que a nadie le importan un pito: la difícil situación de las águilas marinas de cola blanca o los derechos de los rebaños de renos nómadas en las tierras de Finlandia. Si no fueran más que las malas miradas y el enfurruñamiento cuando yo hacía algo tan ingenuo pero osado como colocar un CD en una caja equivocada o bien poner la caja en el estante —¡oh, pecado de los pecados!— saltándome el orden alfabético. Si solamente fuera la manera en que a veces lamía su plato antes de meterlo en el lavavajillas. Si sólo fuera su costumbre de rascarse enloquecidamente la entrepierna cuando estaba nervioso, aunque nos estuviéramos poniendo calientes. No, no era todo eso sólo. El problema, el gran problema, era que Ludo, el encantador, el desvalido, el desventurado Ludo, carecía absolutamente del gen del atractivo sexual. Bien, ahora querrán ustedes que defina mis términos. Ludo también me lo decía siempre, otra de sus malditas costumbres. La única manera de callarle la boca era decirle: «Bueno, pues define tú "define", entonces», un truco que yo había aprendido en el colegio para defenderme de los chicos listos. Pero lo sexy es una cosa extraña y sí que hay que explicar lo que uno quiere decir. O por lo menos lo que a uno le gusta. Para mí, ser sexy no tiene mucho que ver con ser guapo o apuesto, aunque como diría cualquiera, sí que tiene que ver en parte. Perdón, en una decimonovena parte de los chicos que corren por ahí. Y, por supuesto, no tiene absolutamente nada que ver con ser agradable. Lo siento, Ludo. Ni con que te compren regalos. Y me imagino que ya han adivinado ustedes lo que sigue. Cualquiera que haya leído una novela romántica, de Jane Austen a Judith Krantz, sabe lo que voy a decir. De manera que estén preparados para un amerizaje en el amplio y acogedor mar de los clichés, pues mi objetivo no es la originalidad, sino ese raro y exótico pez: la verdad. Sí, lo que estamos buscando en lo sexy es a nuestro viejo amigo, el «elemento de peligro». No es aquello de «méteme en ese callejón y verás qué peligro tan tonto», no. Es más bien sentir que el objeto de tu interés puede desaparecer con otra en el momento menos pensado, cuando le apetezca. Percibir cierta sorna o malicia tras una sonrisa. No saber qué encontrarás si le revuelves los bolsillos. Yo sabía exactamente lo que encontraría en los bolsillos de Ludo y ya no me molestaba en mirarlo: dos pañuelos de papel enormemente crujientes; un billete de metro caducado hace un mes; el tapón mordido de un bolígrafo; una tiza vieja hecha una bola; un poema garabateado en un pañuelo de papel y un libro en rústica de alguien de quien no has oído hablar jamás, con un nombre parecido a Zbignio Chzeznishkiov. Eso es. Soy un personaje típico de ficción: la heroína tonta que, no contenta con

— 33 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

el hombre respetable que puede tener, quiere inyectar un poco de riesgo a su vida. Pero la ficción nos hace lo que somos; vivimos en mundos densamente poblados por los personajes inventados por escritores, directores de cine y editores de revistas, unos personajes más reales que los insustanciales fantasmas que pululan a nuestro lado por las calles, o conducen coches, o penden como animales muertos en el metro. A menudo, cuando más pensamos que estamos siendo nosotros mismos, descubrimos que nuestras palabras, nuestras acciones y hasta nuestros pensamientos nos los han dado otros. Bueno, perdón, estoy delirando. En fin, de cualquier manera, en nuestro hogar reinaba aquella noche algo parecido a la satisfacción. Pasamos un rato muy bueno criticando las telenovelas y estremeciéndonos con Urgencias (con aquella escena en que Doug Ross salva a un chico de ahogarse en un pantano, seguramente la mejor). Hacia las once yo dije algo sobre tener que hacer las maletas. Ludo contestó alguna estupidez sobre que eso se hacía enseguida. Los hombres no entienden un pito de chicas ni de maletas. Hay cosas que necesitamos y que ellos no tienen ni la más remota idea de que existen. Ludo tardaba de treinta a cuarenta y cinco segundos en empaquetar sus cosas, dependiendo de cuánto tiempo le llevara sacar los calcetines de las perneras de los pantalones del día anterior. Esa noche no hicimos el amor, pero nos besamos, nos besamos muy apropiadamente y yo me fui a dormir pensando en la inmensidad de cosas maravillosas que se pueden comprar en el mundo y en cómo me esperaban muchas de ellas en París.

— 34 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Capítulo 5 Alta costura visceral

El Eurostar salía a las nueve y media. Así que tenía que levantarme a las seis y media, tomar el té en la cama hasta las siete, bañarme hasta las siete y media y vestirme y emperifollarme hasta las ocho y cuarto; luego, un cuarto de hora para recoger mis cosas, salir a las ocho y media, coger el metro hasta Waterloo y llegar allí alrededor de las nueve y cinco. Lo bastante tarde como para que Penny se pusiese hecha una fiera, pero con el suficiente margen de tiempo, en cuanto al mundo real, para pasar por taquilla y subir al tren a las nueve y cuarto. Me vestí cómodamente para el viaje, con un Clemens Ribeiro y mi segundo par de J. P. Todds favorito. Pasé por el inevitable pánico de las prisas antes de salir y tuve que correr hasta la estación, peleándome con mi nuevo y elegante Burberry. Peor aún, me vi obligada a completar mi maquillaje en el metro, lo cual me hace sentir siempre como una puta. Me encontré con Penny junto al mostrador del Eurostar. Como de costumbre, sembraba el caos a su alrededor, empujando, gesticulando ante desconocidos y echándole la bronca a Hugh, que había venido a despedirla (sin duda con una tremenda sensación de alivio). Como siempre, su mirada oscilaba en algún punto situado entre la magnificencia y el absurdo, generalmente situada justo en el lado correcto del extremo. En esta ocasión estaba representando el papel de «artista de cine que viaja de incógnito», con unas gafas negras y una bufanda Gucci estrafalaria, que ayudaba a apartar la vista del soberbio abrigo de marta de cuerpo entero que llevaba. No sé cómo había conseguido heredar aquel abrigo, o lo había adquirido de la familia de Hugh, y de tan lujoso que parecía nadie imaginaba siquiera que fuera auténtico. El efecto final era muy Sophia Loren. Hugh me saludó con un beso y se despidió rápidamente con otro. Penny llegó a darme un besito condescendiente en la mejilla, como si reconociese que nuestros viajes a París no eran exactamente de trabajo ni exactamente de placer. El drama alcanzó una especie de momento culminante cuando nos dispusimos a subir al andén del tren. Teníamos la típica opción del ascensor con los chirridos o la escalera mecánica con los empujones. Como la cola del ascensor parecía llena de belgas, Penny decidió ir por la escalera mecánica, un invento del que huía normalmente. Grave error. Se agarró de la barandilla como si la escalera mecánica fuese una nave en medio de una tempestad.

— 35 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

—¡Mis pies, mis pies! —gritó Penny. ¿Qué hago con ellos, dónde los pongo? —Cierra los ojos y piensa que es una escalera normal —le dije, sonrojándome ante la atención que íbamos despertando—. ¡Oh, Dios!, déjame que… espera un momento… deja eso ahí… y lo otro allá. La gente se volvía para mirarnos. Los belgas de la cola del ascensor ponían cara de Magritte y nos señalaban con sus paraguas. Y entonces la escalera se paró. Dio unas sacudidas. Y se paró del todo. —¡Nos asfixiaremos! —gritó Penny irracionalmente—. Venga, hay que volver atrás. En ese momento nos encontrábamos a medio camino y detrás de nosotras debía de haber unas cincuenta personas apretujadas. —¡Penny, no puede ser! —intenté decirle en voz baja. Pero Penny había cambiado su estado de pánico indefenso por el de heroísmo de acción total. Barrió su camino de vuelta a través o incluso por encima de los desafortunados viajeros, que esperaban pacientemente a que la maldita máquina se pusiese en marcha de nuevo. Penny parecía uno de esos barcos que se abren camino rompiendo las placas de hielo ártico en expediciones sin sentido. Algo así como «La primera mujer que llega al Polo Norte sin protección sanitaria». La seguí muerta de vergüenza pero, como en tantas otras ocasiones con la infatigable Penny, no sin un punto de admiración. Las puertas del ascensor se abrieron justo cuando llegamos hasta la base de la escalera mecánica. Penny no lo dudó ni un segundo y se abalanzó al interior, pasando por delante de los estupefactos belgas, moviendo el brazo y diciendo, en un tono que prohibía cualquier protesta: «Disculpen, esto es una emergencia. Somos diseñadoras, yo soy Penny Moss». El asistente del Eurostar nos hizo una reverencia. De veras, lo hizo. Puede, claro está, que estuviera algo bebido. Las cosas se calmaron un poco cuando encontramos nuestros asientos y, a los veinte minutos, Penny se relajaba con su segunda copa de champán, mientras Kent o Sussex, o lo que fuese, pasaba de largo por la ventanilla, ante nuestros ojos, como un alegre brochazo de verdes y marrones. Yo iba sentada de cara al lado malo, el de dirección contraria, por supuesto. A Penny siempre le gustaba ver adónde iba, pero a mí no me importaba. Siempre he sido de la opinión de que —y presten atención aquí, porque éste es casi el único pensamiento profundo que jamás he tenido— la vida es como ir de cara al lado equivocado en un tren. Porque, ¿veis?, el presente, ese poco de paisaje que es exactamente igual a donde tú estás, ha pasado antes de que te des cuenta de que está ahí, y todo lo que te queda es el recuerdo menguante del después. Y por mucho que llegues a adivinar las cosas que van a pasar a toda pastilla por tu hombro, porque ves superficialmente el tipo de terreno que atraviesas, siempre hay la posibilidad de que suceda algo verdaderamente inesperado o espantoso, como un túnel, un campo con caballos o Leeds.

— 36 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

¡Oh, qué pena! Siempre tuve la impresión de que sonaría mejor escrito. Seguramente es que no sé ser más profunda. —Interesante joven, ese tal Milo —dijo Penny entre sorbos. Con las prisas me había olvidado de su espectacular aparición en la fiesta. Dijo que también estaría en París, lo cual es una divertida coincidencia. Parecía tan sensible, tan… atento. —Es el estilo de los relaciones públicas, Penny. Seguro que te había fichado como posible cliente. —¡Oh, no! No creo que su interés fuese precisamente comercial. Mucho me temo que haya acabado de lograr otra de mis trágicas conquistas. Me atraganté con un cacahuete de los del tren. —Pero Penny, deberías darte cuenta de que Milo es… —Entonces me callé. Resultaba demasiado delicioso, Milo disfrutaría—. Has de saber que Milo es terriblemente, hum…, confuso… tímido… vulnerable. —Sí, me di cuenta. Quizá yo sea demasiado mujer para él en su estado actual. Pues claro, claro. Tampoco se trata de que yo me salga del tema; hace ya tanto tiempo que no… Pero no hay ninguna ley contra los sueños —dijo, nostálgica, tirando con los dedos del dobladillo de su falda—. Siento mucho lo de ese pobre chico, deshecho por la intensidad fatal de la posesión y por el vacío de la pérdida. En ese momento el viaje empezaba a estar a la altura de las expectativas. Para Penny el champán era una máquina del tiempo y al cabo de un rato Milo quedó atrás y nosotras volvimos a situarnos en los sesenta. Era difícil deducir en qué momento de los sesenta, pues Penny nunca lo especificaba porque habría revelado demasiado. Sospecho que se trataba esencialmente de un espacio imaginario, unos años sesenta de la imaginación, un destilado de tiempos diversos, donde se combinaba la inocencia debutante de final de los cincuenta con el mundo coloreado de piruletas, casas de campo y drogas de 1969. Primero, por supuesto, le tocó el turno a los años pasados en la Real Academia de Arte Dramático. Al parecer, allí la había venerado Albert Finney, la había adorado Richard Harris y acariciado Peter O'Toole (o, si es cierto lo que oí, manoseado Peter O'Fondle). Entre borrachera y borrachera de alto nivel, fue pasando de la producción vocal a la mímica y a la esgrima («Mis estocadas redujeron a lágrimas a Roy Kinnear, pobre corderillo»); luego al ballet, más tarde al maquillaje y de nuevo a la voz. Ernest Milton, Hugh Millar y Edward Burnham, tutores suyos muertos hacía mucho tiempo, se unieron a nosotras en el compartimiento, otra vez llenos de gracia, de vida y de clarividencia. Entonces se puso a hablar de las noches en el Gay Hussar o en el White Elephant, y a continuación de cómo bailaba al son de Dudley Moore en el sótano. La sátira contra el sistema parecía ir siempre ligada a ocurrencias de comediantes: Lenny Bruce se había ofrecido a compartir su jeringuilla; Frankie Howered había representado un número de perversa obscenidad («Bueno, encanto, yo ya estaba vestido de mujer»). Pero lo más importante, por encima de todo, era la ropa.

— 37 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

—Cariño, estaba divina con mi Mary Quant de piqué blanco con el recosido superior en negro, y encima un abrigo de piqué negro con un cuello que ni te imaginas… y Ossie Clark me dio un crepe crema con un cuello en forma de cerradura… Y me ponía mis Courrèges de lana en canalé con un par de monísimos Guccis de hebilla plateada. Me recliné sobre el asiento y me dejé llevar dentro y fuera del monólogo de Penny. De vez en cuando, volvía otra vez al tema y le oía algo como «… y entonces bajé la vista y vi la mano de la princesa Margarita sobre mi rodilla… » o «… nunca había visto nada semejante, nunca; te juro que estaba morado… ». Nadie sabía cuánto había de verdad en todo aquello. Penny conseguía creerse sus propias invenciones y eso les otorgaba un realismo, una veracidad superior a las consideraciones mundanas sobre la realidad o no de los hechos. Pero en Penny todavía había algo más. En ella parecía que las cosas sólo existían si eran exteriorizadas, comentadas o exhibidas. Con Penny nada sucedía en el interior. Decía lo que pensaba o, mejor dicho, lo pensaba después de decirlo. Y por muy exageradas que eran sus muestras de afecto u odio, estoy segura de que no tendría el menor sentimiento si no hubiese gente alrededor observándola. Supongo que es sencillamente otra manera de decir que era una reina del teatro. Pero reina del teatro resulta un concepto demasiado ordinario y plebeyo para Penny; acaso emperatriz del teatro se acerque más. ¡Y cómo le gustaba hacer teatro! Juro que, en más de una ocasión, la vi ponerse el dorso de la mano en la frente y, literalmente, desmayarse, hablando en general, sobre el diván del primer piso que seguramente había sido diseñado para ese fin. Eché unas cabezadas y, casi sin darme cuenta de que atravesábamos el túnel, descubrí que estábamos en Francia. Se nota por el montón de furgonetas pequeñas que andan por las carreteras, conducidas a tontas y a locas. Y llegamos a la Gare du Nord. Me tocó a mí ir a buscar una carretilla mientras Penny, balanceándose suavemente en el andén, protegía nuestras maletas de la depredación de los porteadores franceses. Hay dos aspectos distintos, muy claros, en nuestros viajes. La parte mala es el recorrido maratoniano por los puestos de tejidos y telas que llenan los tres inmensos hangares, grandes como para meter aviones, de la muestra Première Vision. Eso nos consume el segundo y tercer día. No resulta divertido, pero merece la pena porque me compra, nos compra, el lado bueno. El lado bueno es París mismo. No me importa que Milán o Nueva York sean más cosmopolitas; no me importa si la comida es mejor en Londres o el tiempo mejor en Roma. Para mí, París siempre ha sido la Ciudad Esmeralda, mi País de las Maravillas, mi lugar de ensueño. De niña solía pensar que si lograba columpiarme lo suficientemente alto en los columpios del parque, podría llegar a ver la punta de la Torre Eiffel mirando por encima de los tejados monocromos y gastados por la lluvia de East Grinstead. Hacía que Veronica me empujase. «¡Más alto! ¡Más alto!», le gritaba. Pero ella no estaba a la altura de las circunstancias y yo se lo echaba en cara.

— 38 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Y Penny es diferente en París. Evidentemente, sigue siendo una tirana y una abusona; se sigue imaginando que el mundo existe para rendirle homenaje a ella, o por lo menos para hacerle la vida más sencilla; y sigue reaccionando, escandalizada, cuando su importancia pasa sin reconocimiento. Pero en París, Penny consigue emitir una luz que calienta en lugar de cegar. De alguna manera, la mano sobre la cara del camarero de L'Assiette fascinaba a aquellos labios habitualmente sellados en la obediencia. Los parisinos más estirados recibían con indulgente humor sus intentonas con el idioma, una mezcla extraordinaria de argot de los bajos fondos, refinamiento de escuela superior y pura equivocación (una vez traduje sus instrucciones a un taxista, sin retocar nada el estilo, y salió lo siguiente: «Ey, jodido orejotas, nos sentiríamos encantadas si pudiese dirigir para nosotras su carruaje al portal de delante de nuestro castillo. Tiene usted el escroto de un murciélago»). Siempre nos hospedábamos en el Hotel de L'Université, en la rue de L'Université, en St. Germain. Puede que les sorprenda, pero compartíamos la habitación: era otro aspecto de nuestra extraña intimidad durante las estancias en París. El premio, mi compensación por soportar los suaves ronquidos de Penny y, en su caso, lo que le irritara de mí, era que nos daban la habitación más extraordinaria: un cubo neoclásico de perfección absoluta. El Université no podría haber existido en ninguna otra parte del mundo. Combinaba, en palabras de Penny (y por primera vez parecían las más acertadas), «la gracia majestuosa de Racine con el brío y el ímpetu de Moliere». El servicio era atento pero reservado, y hasta el más joven de los porteros sabía que era con Penny, y no conmigo, con quien podía flirtear. Por encima de todo, el Université resultaba perfecto por las tiendas. Y no vean cómo compraba Penny en París. Nunca compraba ropa de otros diseñadores en Londres: le parecía que era como dormir con el enemigo, pero en París escogía los mismos diseñadores de quien huía en casa y le parecía que estaba bien hecho. Por fin había un poco de lógica en su lógica. Después de dejar nuestras maletas en la habitación, fuimos dando saltos, a lo largo de esa primera tarde, como en cualquier otra primera tarde en París, de Prada a Paule Ka, de Kashiyama (creo que no se seguía llamando Kashiyama, pero Penny no conseguía nunca recordar el estúpido nombre que le habían puesto y me miraba indefensa cada vez que yo lo usaba), a Sabia Rosa, y de vuelta a Prada otra vez. La piel estaba en el menú del día y las dos encontrábamos siempre algo apropiado; ella en un rico marrón chocolateado, yo en beige. Como estoy en el mundo de la moda, pensarán ustedes que comprar ropa es para mí como estar de vacaciones en el mismo lugar de trabajo. ¿Creen que trabajar cincuenta horas a la semana, metida hasta el cuello entre el tipo de ropa con el que el noventa y nueve por ciento de la población sólo llega a soñar, consigue quitar el apetito? Pues no, mal, muy mal. Todavía siento el placer casi erótico, la alegría trepidante, eufórica, transformadora, que me producía la ropa. Me encanta el jugueteo previo —tocar, oler, respirar los maravillosos tejidos— antes de la dulce consumación de probármela y el clímax sublime de la compra. Tiemblo de emoción ante el crespón con forro de raso: frío, como un diamante, a la lengua. Qué

— 39 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

emocionante descubrir que la seda huele tal y como debe oler, como una mezcla de tierra y hojas. El placer sigue siendo tan intenso ahora como la primera vez, aquella maravillosa tarde en que mi padre, la única vez que entendió las cosas bien en su triste vida, me trajo a casa un vestido de princesa de un perfecto rosa, en tafetán y poliéster, decorado con capullos de rosa y con una faja de raso y unas enaguas de redecilla. Era mi sexto cumpleaños. Durante la fiesta, Veronica me tiró ponche encima del vestido y yo le tiré del pelo hasta que la hice llorar. Tuvo suerte de que no la ahogara en el cuenco del ponche. La primera noche solíamos cenar en un pequeño bistró al que Penny aseguraba haber ido siempre desde su luna de miel, cuando ella y Hugh se pasaron un mes viviendo en un burdel. O al menos eso era lo que contaba Penny, y era una historia muy divertida, llena de malentendidos cómicos del tipo de humor francés más clásico. Hugh me contó que en realidad se trataba de un hotel perfectamente respetable, en el que, simplemente, había mucho terciopelo por todas partes. Pero Penny nunca dejaba que la verdad interfiriese en una buena historia o, en este caso, una mala historia. El bistró era como tantos otros de París, salvo en que presumía de distinción por una supuesta conexión con un antiguo gremio de carpinteros, de fabricantes de ruedas, o de peluqueros; Penny nunca conseguía reconstruir los datos de la historia correctamente, por lo que éstos solían cambiar según los camareros a quienes se preguntara, si se sentía la curiosidad de preguntar. En honor de esta asociación, pendía del techo una especie de algo tallado con gran pericia, puede que una especie de jaula gótica para loros. Y, de nuevo, según el antojo del camarero, podía tratarse de un modelo para la cripta de Notre-Dame, un reloj medieval o une machine pourfabriquer les cigarettes. Como siempre, Penny me preguntó qué me apetecía y acabó encargando algo totalmente diferente para mí. Y, como siempre, se trataba de una parte innombrable del cerdo con guarnición de molleja. Antes de que llegase la comida, pero bien entradas en nuestro segundo vaso de vino, Penny interrumpió un monólogo disperso sobre lo que deberíamos buscar en la Première Vision el día siguiente y me dedicó una mirada larga e inquisidora, con unos ojos que parecían dilatarse y al mismo tiempo afilar su foco. Aquella forma de mirar era una de sus cualidades y tal vez su único y mayor recurso en los negocios. Ningún hombre, y muy pocas mujeres, podía aguantar el contacto visual con aquellos ojos de lagarto. Era su absoluta confianza en sí misma, claro está, la absoluta ausencia de cualquier duda fastidiosa de esas que nos atormentan a cualquiera de nosotros, lo que dotaba a su mirada de poder. —Katie, cariño, haz el favor de decirme qué te pasa. Aquello sí que fue una sorpresa. Era como si Penny hubiese tenido una de esas percepciones tan inverosímiles e irremediablemente cínicas. —Nada, ¿por qué? —Katie, cariño, te conozco. Sé cómo eres, sé cómo las gastas.

— 40 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Nada de todo eso, me permito añadir, era cierto, ni siquiera casi cierto. Penny conocía a Penny; Penny conocía el mundo de la moda; Penny posiblemente también sabía bailar una danza guerrera escocesa; pero Penny no me conocía a mí. El problema era que sí que iba mal algo. No podía dejar de pensar en Liam. Veía su cara proyectada sobre las elaboradas fachadas del siglo XVIII; su voz me susurraba por los elegantes pasillos; su sonrisa resplandecía hacia mí desde las farolas plateadas que iluminaban las aguas marrones y grises del río. —No tengo ni la más remota idea de lo que me estás diciendo. Penny parpadeó rápidamente como obviando mi objeción. —Cariño, estoy aquí para ayudar. Sé de lo que se trata, tiene que ver con Ludo, ¿verdad? ¿Ludo? ¿Qué quería decir? Era imposible que supiera nada de nada. A no ser que Liam hubiese… no, era imposible. Estaba especulando, intentaba hacerme picar el anzuelo. Hazte la inocente, pensé, puesto que, al fin y al cabo, es lo que era. —Ludo es un encanto. ¿Qué problema puede haber con él? —Katie, te estás haciendo la dura, pero sé que la angustia te corroe por dentro. Yo no lo habría llamado angustia. ¿Qué se traía entre manos? —Me parece que has bebido un poco —dije sin malicia. —Cariño —siguió ella, ignorándome—, debes comprender que los hombres son diferentes de nosotras. Tienen pasiones más… fuertes. No les puedes culpar como individuos; la culpa es de su especie. Lo vi por la tele: sus genes les llevan a hacer un montón de cosas horribles. Debemos aprender a tolerar, a volver la cara y mirar a otro lado. La hipocresía victoriana quizá nos ayude mucho en este sentido. Ahora sí que estaba completamente perdida. —¿A qué te refieres con pasiones más fuertes? ¿Qué cosas horribles? —le pregunté. Pero mientras hablaba, empecé a captar qué se proponía la vieja bruja. Estaba insinuando que Ludo tenía un lío o al menos se deleitaba en lo que Hugh denominaría «de picos pardos y a lo loco». Y toda aquella tontería de no culpar a nadie… Si el pobre Hugh hubiera osado alguna vez ir un poco más allá del flirteo, ella se habría precipitado sobre él con sus tijeras dentadas sin darle tiempo a decir ni pío. ¿Y por qué insinuaba a la futura esposa de su queridísimo hijo que éste actuaba como un ligón? Sólo había una respuesta: no había renunciado todavía a su objetivo de separarnos, de salvar la fortuna familiar de la advenediza. Yo no tenía la menor idea de si había concebido antes esta última estratagema o si fue en aquel mismo momento, pero no estaba dispuesta a permitir que se saliera con la suya. —Pero Ludo no tiene ninguna pasión, sólo las águilas marinas, el socialismo y la reforma del plan de estudios nacional. Son pasiones un poco aburridas, pero no me molestan. —Por supuesto, son esos… entusiasmos de los que Ludo te tiene informada, pero también hay entusiasmos… secretos. —Penny, déjalo ya. Ludo es la persona más transparente y con menos secretos que he conocido jamás. Estoy segura de que a ti, como madre, te gusta pensar que es

— 41 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

un seductor apasionado, irresistible para las mujeres, pero en realidad no es así. Yo le quiero, pero es por lo que él… —¿Tiene? —No, Penny, por lo que hay en su interior. Me sentí un poco estúpida al decir lo de «en su interior», pero sabía que había ganado la batalla moral y, en general, ése no es un terreno en el que me mueva muy bien, aunque sí que es un lugar al que a una le complace llegar. En cualquier caso, Penny quedó en silencio, aunque eso pudo ser resultado de la llegada de su lenguado y mi parte innombrable del cerdo, más que de mi encarnizada defensa del honor de su hijo y de nuestro amor. Me encantaría hacer que Première Vision sonase más interesante o maravilloso, aunque, evidentemente, sigue siendo un paraíso si eres adicta a los tejidos. Todos los fabricantes europeos importantes, y la mayoría de los no importantes, están allí. Cuántos, no lo sé; ¿mil, tal vez?, ¿dos mil? Eso significa una cantidad ingente de voluptuoso terciopelo, de seda, de fino crespón de lana y de viscosas, tan agradables de vestir. Por ello atrae a todos los diseñadores del mundo. Acuden aquí hambrientos de inspiración, desesperados por hallar ese estilo, con identidad pero a la vez distinto de los otros, extraño y sin embargo familiar, lo bastante atípico para que sea una obligación comprarlo y también lo bastante práctico para que sea una obligación vestirlo. También vienen para observarse los unos a los otros furtivamente, para deducir sutilmente la tendencia que ha creado la competencia, para besarse, sonreír y soltar bromas falsas; para herir, si se tercia, a un antiguo enemigo o a una nueva amistad; para beber champán en la terraza del bar y para burlarse; para fisgonear, para cotillear y para llorar. Cuando se consigue sobrevivir a las medidas de seguridad francesas, tan exageradas (a Penny parecía que no le importaban los cacheos íntimos y se ofrecía para ellos como esos peces que según dicen van a partes especiales del mar para que otros peces más pequeños se los coman), uno se encuentra en la primera de tres naves, tan colosales como hangares. Colosales, sí, pero a la vez extrañamente claustrofóbicas por el techo bajo y opresivo, y por unas vigas y pórticos siniestros. Penny se sentía en su elemento recorriendo los stands con su hermosa cabeza alta y su paso majestuoso. Penny Moss podía ser sólo una pequeña empresa, pero con Penny en el cuadrilátero, golpeaba mucho más fuerte de lo que debía. Penny apartaba imperiosamente a los representantes y llamaba directamente a los directivos de las empresas, que emergían de los oscuros rincones de los stands cepillándose las migas y sonriendo tímidamente. Mi trabajo consistía en vigilar que Penny no cometiese ningún error importante, es decir, garantizar que sus (ahora irregulares) fulgores de locuacidad no quedasen mermados por (las cada vez más frecuentes) meteduras de pata. La táctica, como imaginarán, consistía en hacer creer a Penny que todo era idea suya y nada más que suya. Por ejemplo, Penny rebuscaba entre las muestras y emitía un ruidito de

— 42 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

satisfacción o desagrado cuando encontraba algo que le llamaba la atención; yo intervenía, entonces, con sutiles asentimientos o discrepancias delicadas y así, al final, acababa por surgir la decisión correcta. Quizá pareciera que en el fondo era yo quien decidía, pero mirándolo desde una perspectiva consciente, en el sentido de esa consciencia que se plasma en palabras, el trabajo era sólo de Penny; mi función era la de factótum, chica de los bocadillos y machaca. Mientras exhibía un excelente estado de ánimo, me sentía peor que nunca. El grosero intento de Penny de arrancar a Ludo de mis manos —y me disculparán ustedes aquí un momento de melodrama— me había enfriado el corazón. Y de todos los lugares del mundo, tenía que haberlo hecho allí, en París, donde se suponía que éramos amigas, casi hermanas, compartíamos la habitación, cenábamos juntas y conquistábamos el mundo. Pero yo sabía que la venganza es un plato que se sirve mejor frío y, en consecuencia, lo que hice fue ponerme a planear bufetes enteros de platos. Sin embargo, ya había ideado planes así antes y siempre acababan en agua de borrajas. Me proponía ser vengativa, pero a la hora de la verdad me olvidaba de por qué estaba enfadada, o perdía el interés en la venganza, o me conformaba con una buena sesión de quejas contra todo en compañía de Veronica. Mas el caso de Penny era especial. Había trabajado demasiado en serio para llegar a donde estaba como para arriesgarme a perderlo. Y que Penny resultase una imbécil había sido siempre parte del trato. Así que durante el curso del día abandoné mis planes de palizas vengativas, de sabotaje, calumnia y fraude. Sin embargo, por algún proceso de rara alquimia, a medida que estos ridículos pensamientos se desvanecían, dejaban en mí un residuo extraño y ese residuo acabó solidificándose en la figura de un conductor de furgonetas irlandés. No era que yo pensase usar a Liam para vengarme de Penny, pues con eso no la dañaría. Por el contrario, sería ofrecerle mi cabeza en bandeja. No, se trataba de algo de índole más moral: recibir mal trato de Penny me autorizaba a hacer algo inofensivo pero perverso. Hacia el final del día, mientras Penny se tomaba una grappa con el Signor Solbiati, un personaje triste, vestido con un traje de lino arrugado, que se veía feliz de huir en la nostalgia con una vieja conocida, me fijé en una figura elegante y familiar que se deslizaba hacia mí, seguida de una sombra menos familiar y menos elegante. —Milo —dije—, ¿qué te pareció Penny como buena y sólida carne? Anticipaba un aluvión de bromas y sarcasmos, y su contestación me dejó decepcionada. —Fue un éxito total, nena. Le dio un montón de gracia a una fiesta que se estaba poniendo aburrida. Conociéndote a ti, que eres tan reservada y tan controlada, no me imaginaba que ella fuese tan cachonda. —Vaya, entonces tiene razón —me reí. —¿Razón, en qué? —Ella cree que te gusta. Su respuesta fue más razonada que resentida.

— 43 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

—Digamos que sí, me gustaría si fuese cuarenta años más joven y yo un muchacho. Ven con nosotros a tomar un helado. Mira, de paso te presento a Claude Malheurbe. Miré inexpresivamente al hombre de mediana edad que iba a su lado. Resultaba muy poco atractivo, pues tenía una de esas caras que parecen del revés. Vestía una camisa de seda negra, que llevaba desabrochada para mostrar un pecho muy pálido, unos pantalones negros muy apretados y un par de desastrosas botas negras de duende. Llevaba el cabello largo y olía fuertemente a espuma para moldear. —Claude Malheurbe —repitió Milo enfáticamente. —Bonjour, Claude —me limité a decir. —Deconstruction Malheurbe —susurró Milo. Pues claro. ¿Cuándo había sido —¿hacía cinco años?— que la moda había adoptado una serie de estrambóticas ideas francesas y decidió hacer explícito el hecho, hasta entonces implícito, de que la ropa estaba confeccionada y no era otra cosa? Y se hizo mostrando las sisas y, en general, poniendo las cosas del revés o de arriba abajo. Malheurbe estaba detrás de todo aquello con su libro La hermenéutica de la ropa, el libro favorito del mundo de la moda y que nadie había leído. Aquel philosophe desconocido anteriormente fue cortejado por los sastres y arrebatado de su lycée provincial para que resplandeciese brevemente como estrella de los medios de comunicación. En aquellos tiempos, llevaba boina y fumaba Gauloises, y por ello no le había reconocido inmediatamente. Su segundo libro, Costura visceral, en el que abogaba por llevar la ropa en el interior del cuerpo para descubrir la última falacia del «biologismo» y decía que los órganos internos huyen del juego interminable del significado, acabó misteriosamente siendo menos popular que el primero y él desapareció del firmamento de la moda. Para que vean. Mis tres años de estudios superiores en moda no habían sido en vano. —¿Qué estás haciendo aquí, Milo? —Todo es bastante secreto. De verdad que no te lo puedo decir, no se te conoce precisamente por tu discreción. Me imagino que por eso te llaman «labios flojos». Malheurbe sonrió, o quizás echó una mirada lasciva, o quizás es que me miró mientras sonreía, mostrando un diente marrón. —Bueno, la verdad es que tampoco podía importarme menos —repliqué. Milo captó que lo decía en serio y le entró pánico. —¡Oh, vale!, no hace falta el trato de Gestapo, te lo diré. ¿Ya sabes que XXX — Milo mencionó entonces una cadena de ropa terriblemente conocida cuyo nombre no os puedo revelar por muy flojos que tenga los labios— se están yendo al carajo? Bueno, pues me han pedido que los ayude. Estoy aquí para que se sepa, sutilmente, que trabajo para ellos. —Tenía la impresión de que eran los de Smack! quienes les hacían las relaciones públicas. —Y así es.

— 44 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

—Entonces, ¿qué es lo que haces tú? —Bueno, digamos que estoy aquí para dar la impresión de que lo estoy haciendo yo. —Pero no lo estás haciendo. —No. —No lo capto. —Mira, es bastante sencillo. ¿Qué imagen tiene XXX? —De que no vale mucho la pena, de que es monótona, barata. —Exactamente. ¿Y qué imagen tiene Smack!? —Bastante buena, creo. Exclusiva. Joven. Un poco en las drogas, un poco en los clubes. —De lleno en la diana, cariño, gracias. Por tanto, ¿me sigues?, tan pronto como empiece a circular la noticia de que XXX ha contrata— do a los de Smack!, todo el mundo, y con ello me refiero a todo el mundo que importa, nuestro mundo, empezará a pensar que están modernizando su imagen atrayendo gente nueva y más joven, y todo eso. Y ya sabes lo que eso significa en términos de confianza de los inversores en la City y en el precio de las acciones. —¡Pero en realidad tú no estás llevando sus relaciones públicas! —No. —¿Por qué no? —Porque el tipo de relaciones públicas que yo haría espantaría a las abuelas para siempre jamás. De esta manera, la gente del mundillo piensa que XXX es genial, y el resto sigue comprando sus bragas de siempre. Muy ocurrente, en serio. —¿Y a los de Smack! no les importa? No los deja muy bien parados, ¿no? —La idea es precisamente de Smack! —¿Qué ganan los de Smack! con todo esto? —Consiguen una tonelada de prestigio en el medio por planear la estrategia y contratarme a mí. Se dan premios a ese tipo de trabajo, ¿sabes?; es exactamente el tipo de trabajo que les encanta a los profesionales de las relaciones públicas. Llegará un día en que los relaciones públicas sólo hablarán para los relaciones públicas. De modo que Milo estaba allí, a sueldo de una firma de relaciones públicas para llevar las relaciones públicas de una compañía cuyas relaciones públicas las llevaba de verdad la firma que pagaba a Milo para que hiciese ver que llevaba sus relaciones públicas. Por desgracia para XXX, como supe más tarde, Milo contó a todo el mundo que quiso oírle que sólo simulaba que les llevaba las relaciones públicas, lo cual fue unas excelentes relaciones públicas para él, evidentemente, pero malas relaciones públicas para XXX. Me imagino, no lo sé. Para entonces ya habíamos llegado al puesto de los helados y yo había desembolsado cien francos a cambio de tres minúsculos Haagen-Dazs (la tacañería de Milo en cosas pequeñas era legendaria, un legado comprensible pero nada atractivo de sus días de penuria). Fuimos a comerlos en un pequeño y sombrío jardín, rodeado por todas partes de paredes de cristal y de japonesas en miniatura. El éxito de Penny con Milo me hacía sentir algo desplazada, así que le lancé un

— 45 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

par de ejemplos de los malentendidos lingüísticos más cómicos de Penny y la consiguiente confusión que producían, principalmente referidos al, por todos admitido, desconcertante sistema de señales del edificio. A Milo le gustaba la historia que le contaba de Penny porque podía apropiársela y luego contarla a su vez, en otro contexto, referida a cualquier diseñador al que quisiera criticar. Al mencionar «lingüísticos» y, todavía más, al mencionar «señales», Claude se tragó de golpe lo que le quedaba de helado (olvidándose, por cierto, de limpiarse el rastro de chocolate del labio superior) y empezó a hablar, fijando los ojos en algún punto situado encima de mi cabeza, como si se dirigiese a una sala de conferencias. —¡Ah, sí!, ahora puedo explicarte lo de tu madre —¡Penny mi madre!— y lo de su miedo a la señal. Dibujó en el aire la palabra signe de manera vagamente fetichista. —No es sólo aquí. El mundo entero es ahora un texto, un texto escrito: en todas partes hay palabras. Pese a que intenté escucharle por pura cortesía, la voz de Malheurbe pronto adquirió el tono del canto de un pájaro: sin dejar de ser melódico, no pasaba de ser ruido básicamente. De vez en cuando volvía a recobrar su enfoque. —Inconscientemente, pasivamente, estamos inmersos en la escritura, en la decodificación y en el desciframiento. Y de nuevo se volvía a desvanecer. Como me aburrí enseguida, miré por encima de su hombro y vi a Penny volviendo a emerger después de su grappa con Signor Solbiati. Su expresión excesivamente seria hacía pensar que acaso habían sido algunas grappas (o como se diga en plural) y no una sola. Y con esa habilidad que tiene la gente para verte cuando menos quieres que te vean, percibió a nuestro grupito, nos saludó con la mano y avanzó hacia nosotros. —Para las sociedades desconocedoras de la escritura, este impulso natural de abarcar el entorno toma la forma de un compromiso más profundo con el mundo natural. De modo que cada detalle físico posee un significado; cada roca, cada árbol, cada espora animal tiene un significado, una narración, un mito. Para poder llegar hasta el pasillo de cristal, Penny tenía que dar la vuelta a una inmensa instalación de arte. Había una instalación nueva en cada estación, y aquí se trataba de una construcción monstruosa llamada L'Esprit de Tissú, que consistía en un marco cromado con forma de tienda india, cubierta de millones de fragmentos de hilos desechados. —Con la civilización, el hombre pierde la habilidad de leer la naturaleza. En lugar de dar la vuelta a la construcción (lo cual, por cierto, le habría llevado unos buenos cinco minutos), Penny optó, muy en su línea, por atravesarla. —Hasta la llegada de los románticos y la invención de lo sublime no se pudo comprender de nuevo a la naturaleza, aunque siempre como algo incomprensible. Me imagino que el lado que ella veía podía muy bien parecer a su mente, aturdida por la grappa, algo así como una cortina de cuentas fácil de traspasar, y toda la instalación daba una sensación etérea que invitaba a la exploración interior. Quizá por eso, sin detenerse, Penny se abalanzó hacia el interior.

— 46 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

—¿Veis?, cuando se califica la naturaleza de «sublime» se sustituye un significante único, aunque asimismo complejo, por la multiplicidad de significados que el hombre primitivo veía en la naturaleza. Podía distinguir la silueta de Penny a través de las diáfanas cortinas de hilo. Se veía desorientada en el interior de la tienda india, palpando el camino por los paneles y los ángulos interiores. —Y entonces hasta lo sublime se desvanece (¿quién, si no yo, habla ahora de lo sublime?) y lo único que nos queda es la cosa simple y buena, la nueva «naturaleza», que es completamente benigna, esa cosa que la gente sin ningún estilo, sin élan, recorre los domingos por la tarde con su fea esposa, sus feos hijos y su feo perro. Lo siento, pero odio a esa gente. A medida que los esfuerzos de Penny por dar con el camino de salida se hacían más y más frenéticos, me percaté con alarma de que toda la tienda empezaba a tambalearse. Yo no era la única: unos guardias bastante nerviosos se acercaban a L'Esprit de Tissú; entre ellos un par de gendarmes, muy emocionados por la posibilidad de poder disparar contra un terrorista del arte en el momento de profanar un monumento nacional. —Pero igual que el mundo natural ha quedado perdido para la lengua, así nuestro mundo social y el entorno construido se han convertido, como dije, en absoluta escritura. Por tanto, ¿qué pasa cuando una persona se encuentra en un país cuya lengua no sabe hablar (lo cual, evidentemente, nunca me ha sucedido a mí: yo hablo todos los idiomas)? Los gendarmes y los ordenanzas habían llegado hasta la tienda india pero parecían reticentes a entrar, a pesar del ahora precario estado de la estructura, que zarandeaba vigorosamente la mujer terremoto en su interior; al fin y al cabo, nadie sabía lo armada que podía estar la terrorista. Ante el monumento se había ido congregando un considerable grupo de gente: ejecutivos con trajes sobrios y estrafalarios fanáticos de la moda, todos sedientos de sangre y con el secreto, pero no vano, deseo de ver cómo se desmoronaba L'Esprit de Tissú. —Por ejemplo, tu madre. Te lo diré. De nuevo está en la posición de la persona civilizada que no sabe leer la naturaleza y por tanto siente de nuevo el mareo temible, el vértigo, el terror, la pérdida, el pánico. Creo que seguro que esto explica a tu madre. Ahora entremos en el sexo, por favor, ¿sí? La mención repentina del sexo me hizo desviar la atención del espectáculo, cada vez más absorbente, del otro lado. Miré a mi alrededor. Milo había desaparecido, menuda serpiente. Seguro que llevaba toda la mañana esperando la oportunidad de enchufar el filósofo a alguien. —¿Sexo? —repetí yo, algo más alto de lo que pretendía, haciendo girarse a un par de cabezas. Me había cogido desprevenida, sí, pero las proposiciones parisinas no me sorprendían mucho y tenía recursos para salir del paso—. Lo siento —le dije— , ahora mismo estoy muy ocupada, ¿por qué no quedamos esta noche? Mencioné un café de Montmartre, un sitio en el que nunca había estado y adonde no tenía la menor intención de ir jamás. Es mi manera habitual de tratar estas

— 47 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

cuestiones. Siempre funciona. Y cuando no apareces, ellos piensan que te ha sucedido algo poético y trágico y te guardan en un lugar especial de su corazón el resto de su vida, o te maldicen diez minutos y se olvidan de ti para los restos. Penny acabó por abrirse camino en el interior de la tienda india. El pelo, que llevaba recogido en un moño apretado y enroscado minuciosamente, se le había soltado y le colgaba en mechones por la cara, con un mechón señalando, en concreto, las diez en punto. Su pulida falda, que le llegaba a la rodilla, se había movido ciento ochenta grados, y la raja apuntaba acusadoramente hacia el ombligo. Al verla, cuando apareció, el público estalló en aplausos espontáneos y silbó a los gendarmes cuando le echaron las zarpas encima. —Escríbeme la dirección, por favor —me rogó Malheurbe. Garabateé algo sobre un trozo de papel que me pasó y él se escabulló, claramente convencido de que lo que se dice de las chicas inglesas es absolutamente verdad. El embrujo quedó roto y yo salí corriendo hacia Penny. Cuando alcancé el grupo de gente, me di cuenta de que alguien me había tomado la delantera. En un francés melifluo y perfecto, Milo estaba tranquilizando a los gendarmes y flirteando con las azafatas de la feria. Penny miraba a su salvador con ojos de Magdalena devota, y estoy convencida de que, de haber tenido a mano el equipo necesario e intimidad suficiente, le habría lavado los pies, los habría secado con su cabellera y los habría untado con aceites de fragancias. Y eso es casi todo, de veras, en lo que a incidentes se refiere. Penny no fue acusada de nada y tuvo la suerte de perderse los comentarios satíricos al final de los noticiarios franceses de la noche. El día siguiente fue como el anterior, salvo que hubo más ropa, menos filosofía y una importante reducción, por parte de Penny, de percances relacionados con instalaciones de arte. El sábado por la mañana retiramos la red de seguridad y concedimos a París otro empujón de compras semicompulsivas; luego llegó el turno del Eurostar y a casa. Y sí, pensé mucho más en Liam. Y sí, la idea de acostarme con él, sólo una o tal vez dos veces, si salía bien, había crecido en mi mente, alimentada por el aburrimiento y la malicia estúpida de Penny. Pero no, en ese momento, la constancia, la fidelidad, la devoción y el amor ganaban al abandono, la concupiscencia (mi palabra favorita desde los exámenes superiores, ¡oh, mi atractivo señor Carapace, profesor sustituto de lengua, tan soñador como incitador de la lascivia adolescente!) y la venganza. Una cosa más. En la estación y en el tren de vuelta, tuve la muy extraña sensación de que me vigilaban, hasta de que me seguían. Nada tangible: sólo que notaba una sombra acechando desde el extremo de las cosas. Seguramente era una metáfora.

— 48 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Capítulo 6 ¿Cómo negar que yo soy suyo y ella es mía?

Estuvo bien volver el domingo. Ludo daba brincos a mi alrededor como un cachorro: si le hubiera dejado, estoy segura de que me habría lamido la cara. Hasta había traído flores; unas flores indescriptibles, pero flores. Cenamos en la parte de arriba de Odette's, rodeados por los mágicos espejos dorados que te hacen hermosa hasta cuando no lo estás. No paraba de soltar nuevas ideas y chistes, y de hacer breves imitaciones de dos segundos, pero que describían a alguien por completo. Era mi Ludo favorito: serio y tontito, dejando la mente divagar por caminos extraños y a veces oscuros, pero siempre volviendo de nuevo a la luz con alguna linda baratija. Y cuando Ludo actuaba así, yo también notaba un cambio en mí. Quería participar en sus juegos de palabras, pensar en cosas importantes y limpiar mi mente del desorden, las trivialidades y la mala uva. Hicimos el amor esa noche por primera vez en varias semanas y fue una de las mejores noches que recuerdo. Ya he dicho que Ludo carecía del gen de lo sexy, pero no es del todo justo (habréis notado que yo tampoco lo tengo siempre). Era más bien que yo había perdido el hábito de encontrar sexy a Ludo. Quizá por el hecho de que él consideraba que el sexo era fundamentalmente divertido y, sí, todas sabemos que los hombres divertidos son sexy, pero eso no significa que el sexo haya de ser divertido. Ludo conseguía decir el comentario divertido más equivocado en los momentos más… intensos y, al romper la tensión, se perdía el momento. Lo peor que hacía era convertir el cuerpo (normalmente el mío) en un recurso humorístico, y hacía cosquillas, soplaba, pellizcaba, sorbía, no con deseo o para conseguir un placer sexual concreto, sólo para ver qué tipo de ruidos raros podía hacer. Bueno, aquella noche fue diferente. Nada de soplar frambuesas sobre mi barriga, sólo un largo y profundo beso en el rellano de la escalera, el beso que te hace perder la noción de dónde acaba una cara y empieza la otra. Y sin dejar que el beso acabase nos encontramos en la cama, él dentro de mí, inmóvil salvo por una pulsación apenas perceptible, que fue creciendo despacito, incrementándose paulatinamente. Decidí fingir un pequeño orgasmo —¿lo ven?, ya les he dicho que no soy del todo mala—, pero después de un par de jadeos preliminares descubrí que el clímax auténtico se iba apoderando de mí, y lloré y le mordí el hombro de la sorpresa, y entonces él se corrió, entre risas de alegría. El lunes llegué tarde al trabajo. Excepcionalmente, Penny había llegado antes que yo. Estaba hecha un mar de lágrimas. Sukie, una chica nueva con bastante más

— 49 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

cerebro que las demás, me llamó aparte cuando subía las escaleras. —Vete con cuidado, Katie, Penny ha tenido un problema. —¿Qué tipo de problema? ¿No serán esos malditos de Harvey Nicks otra vez, verdad? Se están convirtiendo más en un problema que en una ventaja. —No, no es Harvey Nicks, es eso del Premio a los Jóvenes Diseñadores Ingleses. Alguien ha nominado a Penny y uno de los jueces ha telefoneado para saber su edad. Cuando ha descubierto que tiene más de treinta años, la han descalificado. —¡Oh, Dios!, ¿quién puede haberla nominado? Quizás ella misma. Sukie abrió la boca con gran sorpresa y soltó una risita. Penny todavía tenía, entre las chicas de la tienda, el estatus de una diosa, y de una precisamente con gran potencial de crueldad. Por eso la blasfemia siempre las chocaba y las emocionaba. Yo no tenía claro qué pensar de Sukie. Era brillante, sí, y sabía mostrar entusiasmo en los momentos apropiados. Parecía un guapo Enrique III, morena y un poco encorvada, con unos ojos indescifrables. Acababa de salir del Cheltenham Ladies College y afirmaba que se estaba poniendo al día, aunque nunca decía sobre qué. En general, no sé por qué, no me fiaba de ella. Cuando llegué a la oficina la encontré llena de gente. Hugh estaba allí, sin saber qué hacer, de pie a la manera tradicional inglesa. Tony, la operaría de muestras, lloraba solidariamente con Penny y repetía la última palabra de cada una de sus frases. Mandy corría por allí, con la boca tensa, bien cerrada, y a punto de estallar. —Me han llamado madura, ¡madura! —gimió Penny. —Madura —repitió Tony. —¿Cómo se atreven, los muy bestias? —Bestias —repitió Tony. —¿Sabes, Penny, amor mío? —dijo Hugh—. Acaso tengan razón. Sesent… esto, cincuenta años, ya sabes, significa un punto de… como dicen ellos…, madurez… para, ya me entiendes… una diseñadora joven. Nunca había visto a Hugh tan nervioso; distante y al margen, sí, pero tan nervioso, no. —Bueno —replicó Penny enfurruñada, ofendida ante tanta falta de lealtad—, Sarah Bernhardt interpretó el papel de Julieta a los sesenta años, con una pata de palo y una sola nalga. —¿Una sola nalga? —pregunté yo entrando en la conversación. —Sí, una sola nalga. Pero claro, eso era en la época de antes de las bicicletas. Aquello suscitó una riada de preguntas ocurrentes aunque desagradables. ¿Cómo podía haber perdido una nalga? ¿O es que había nacido con una sola? ¿Y cuál de las dos era? ¿Era del mismo lado que la pata de palo? ¿Había perdido las dos en el mismo accidente horrible, un accidente relacionado con un aparato agrícola extraño, lleno de palancas y de hojas afiladas? ¿O era que Penny lo había entendido mal? ¿No sería que Sarah Bernhardt había perdido unas mangas o unas algas 1? 1. Juego de palabras entre buttock (nalga), billbook (podadera) y butter (mantequilla), que aquí se traduce como figura para mantener el fuego fonético. (Nota de los Traductores) 1

— 50 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

—¿No sale esto en una obra de Voltaire? —sugirió Hugh. —¡Oh, seguro!, interpretó los más grandes papeles. —No, me refiero a que en alguna parte aparece la historia de un asedio en un harén. —Sarah Bernhardt —interrumpió Penny en un tono que indicaba claramente que esa conversación estaba llegando a su final— no era ese tipo de actriz. Como tampoco yo lo he sido. Al cabo de media hora la tempestad empezó a dar muestras de querer amainar. La resistencia emocional de Penny era legendaria. Hugh efectuó una hábil retirada táctica y dejó la tarea de tranquilizar a Penny a las que cobrábamos por aplacarla. Intentamos la estrategia de que Penny Moss era ya una empresa demasiado consolidada como para optar a pequeños y misérrimos premios, y de que no podían tenernos en menos consideración que a Gucci, Max Mara o Yves Saint Laurent. La marea fue bajando y, en la confianza de que mediante la hipérbole conseguiría los mejores resultados, yo solté aquello de «Pero, Penny, tú eres la última de los grandes. Balenciaga, Dior, Chanel, ya no están, todos se han ido. Sólo quedas tú, Penny, y le debes al mundo el continuar». —Sí, supongo que tienes razón —dijo ella. Pero su rostro había perdido vida y reflejaba más claramente su verdadera edad. Entonces sonó el teléfono. Era Sukie pasando una llamada. —Milo Mayerbeer está aquí y quiere ver a Penny. —Milo —dije yo en voz alta—, ¿qué querrá? Penny dejó de lloriquear. —¿Milo?, claro, Milo. Le invité a que se pasara por aquí para charlar sobre nuestra imagen. Era lo menos que podía hacer por él después de que me ayudó tanto con mis problemillas en aquel objeto malévolo. Dile que suba dentro de cinco minutos. Su cara había vuelto a cobrar vida. Los músculos estaban otra vez en marcha, tallando belleza en la masa fofa. La nariz y los ojos quedaron secos y el maquillaje, nuevamente aplicado. Cuando Milo apareció por la parte superior de la escalera, Penny era otra vez la perfecta drag queen de sus sueños. El consejo de Milo fue sencillo: un poco menos de discreción sobre nuestro clientes más famosos; un poco más de trabajo a los editores de revistas de moda; a la vez, un toque de más valentía en la colección. Yo llevaba meses diciéndole lo mismo a Penny, pero hizo falta la intervención de Milo, con sus ojos oscuros y sus carnosos labios, además de una factura de mil libras (no especificada durante el curso de esta charla preliminar), para que el mensaje llegase finalmente a casa. Esa misma tarde Penny empezó a trabajar en la colección para el siguiente invierno. Eso implicaba repasar las notas garabateadas, los dibujos y los fotos, y jugar con las muestras de Première Vision. Las ideas empezarían a formarse a partir de toda esa confusión. Un vestido de noche quedaría insinuado a partir de una única y

— 51 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

sinuosa línea trazada en un cuaderno de bocetos. Un perfecto combinado de boda saldría, el sombrero por delante, de aquel desorden; las chaquetas y las faldas se formarían como los vampiros, con nuevas carnes sobre un montón de huesos calcinados, gracias a la gota de sangre de una virgen. Y yo miraba y hacía sugerencias, lanzaba hábiles indirectas y planteaba críticas. Iba a buscar lo que hacía falta, preparaba el té, la tranquilizaba, la calmaba y la halagaba. Eso era lo que me encantaba. ¿Saben? Al principio he dicho una especie de mentira piadosa al comentar que en realidad no quería ser diseñadora. Pues claro que quería. Para eso había hecho estudios superiores de moda. Por eso había aceptado el trabajo en la tienda. Por eso había seducido a Ludo. Por eso soportaba las exhibiciones de prima donna de Penny. Pero todos los que trabajan en moda quieren ser diseñadores, conseguir el santo grial de ser «creativos». Es algo patético, y yo no quería parecer patética. No ante ustedes ni en ese momento. Soy consciente de haber convertido a Penny en un personaje grotesco. Y es que ella era un poco grotesca, pero debéis recordar que no era sólo eso. Tenía gancho, me duele decirlo, pero es verdad. No me refiero ahora sólo a la confianza en sí misma, forjada en combates y conflictos. Eso lo tenía en abundancia, pero nunca es suficiente. No, ella también tenía lo otro: el pequeño duende dentro que le decía lo que la gente quería oír, que le susurraba el secreto para conseguir que las mujeres sintiesen que aquél era el vestido que habían de comprar, el modelo que pondría las cosas en su sitio, la ropa que conquistaría el deseo de los hombres, provocaría la admiración o la envidia de las mujeres y aseguraría la promoción en el trabajo. Ya conocen esa sensación. Mirarse en el espejo del probador y no sentirse segura, y salir del probador, andar por la tienda en medias y sin zapatos para observarte en el espejo grande. Tensas la tela a la altura de las caderas; te vuelves de un lado y luego del otro para intentar sorprender desprevenido al trasero. Y la alegría empieza a crecer dentro de ti, como si estuvieses en el tercer sorbo de un martini. Tantas horas buscando esa sensación, horas de decepción y desesperación que quedan olvidadas. La dependienta te susurra lo maravilloso que te queda, y por primera vez sabes que lo siente de verdad, y llegas a plantearte comprar también el bolso a juego como muestra de agradecimiento (en el último momento no lo haces). Penny tenía una especie de fórmula, que había intentado inculcarme a martillazos cuando empecé a diseñar con ella. —Cariño —solía decir—, ¿ese vestido hace parecer a una mujer rica, delgada y sexualmente atractiva? Pon las tres cosas juntas y conseguirás que un marido, en alguna parte, ponga el grito en el cielo cuando llegue la factura de la tarjeta de crédito. Es decir, que Penny sabía hacerlo. No con tanta brillantez como antes, pero con un gran número de aciertos. Y yo iba aprendiendo. Llegaría el día en que serían mis garabatos y apuntes los que cobrarían vida y desfilarían por las calles de Londres, y yo tendría mi propia Katie Castle para hacer las cosas que hago. Así pasaron el lunes y el martes. No me había olvidado del jueves, pero aquel pensamiento era como un juguete con el que iba jugando y no una cosa real. Servía

— 52 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

para ocupar mis momentos libres, esos momentos encantadoramente inmóviles en los que no pasa nada. Disfrutaba con el pensamiento de que había sido imprudente y me encantaba la sensación de que, en realidad, no tenía por qué hacer nada. El miércoles, Ludo telefoneó a las cinco y media, justo cuando empezaba a pensar en volver a casa. —Estoy en el supermercado, ¿qué quieres que compre? —¿Que compres para qué? La línea empezó a hacer cosas raras. Oí algo sobre Guinness. ¿De qué estaba hablando? ¿Guinness? Me quedé helada. ¿Se había enterado de lo de Liam? —Se oye mal, ¿qué has dicho? ¿… para acompañar la ternera asada con Guinness? Espera un momento, respira a fondo. La ternera asada con cerveza Guinness era la estrella culinaria de las fiestas de Ludo. Y entonces me vino todo a la memoria. Yo había organizado una cena con amigos unas semanas antes y Liam y París me lo habían quitado de la cabeza. Joder, era lo último que me apetecía, sobre todo teniendo en cuenta a los invitados. —Pues verduras o ensalada, algo. En realidad, me da igual. —Muchas gracias por tu ayuda. ¿Y qué compro para beber? —¿Que acompañe la ternera asada con Guinness? ¿Qué otra cosa sino Guinness? —¡Pero si a ti no te gusta la Guinness! —Queda chic en esta ocasión —le mentí. Las cenas con amigos a media semana son una obscenidad, por lo menos si son las tuyas. No hay tiempo de traer a casa las provisiones adecuadas, ni hay tiempo de vestirte y quedar guapa. Sólo una frenética limpieza por encima mientras maldices a todo el mundo. Debía de estar como una cabra cuando se me ocurrió organizar este lío, justo después del viaje a París. A Dios gracias, a Ludo le encantaba cocinar y no lo hacía mal, siempre que se mantuviera en lo normal y lo sano, y no se arriesgara con algo complicado o exótico. Yo decía siempre que cocinaba como un caníbal: una gran olla con alguna bestia medio cuerpo dentro y medio cuerpo fuera, y un gran cucharón para darle vueltas. Y él siempre decía que la limpieza era para mí una especie de arte marcial: un par de patadas y de golpes salvajes, y la habitación se somete, amedrentada. Como la cena era a media semana, los invitados solían ser amigos de segunda división. ¡Oh, y los de Ludo! Ludo, en realidad, sólo tenía dos amigos íntimos: el mencionado Tom, que era profesor como él, y Daniel, a quien conocía desde que iban al colegio. Tom admitía ser un matón de pueblo de alguna parte deprimida de las Midlands: Birmingham o Nottingham, o cualquier otro lugar con fábricas. Era un hombre bastante divertido, con un estilo que combinaba la crueldad con extraños toques de surrealismo. Mis amistades le odiaban y le temían, lo cual hacía que de vez

— 53 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

en cuando resultase útil. Daniel era mucho más presentable. Trabajaba para una casa de subastas, aunque de capacidad inferior, lo cual hacía que su aspecto desharrapado pero distinguido resultase aceptable. Casi. Los dos estaban solteros: Tom era demasiado tacaño para asegurarse una novia y Daniel, demasiado bueno. Quiso la suerte o el destino que la velada tuviese un toque ligeramente irlandés. Además de la Guinness, yo había invitado a una periodista de la moda cuyo nombre, tal como aparecía impreso, generalmente era alguna variación del tema Blaränuggh O´Eroughnágh. Sin embargo, se pronunciaba Blahna, y era así como intentaba llamarla. Era gordita y un tanto dispersa, con unos ojos soñadores a la manera de las auroras celtas. Nunca supe descifrar si se trataba de una táctica suya o de simple estupidez nacional. Trabajaba para un periódico dominical más o menos respetable, y aunque se podría pensar que su posición le otorgaba cierto peso crítico en mi mundo, la impresión general era que sólo estaba de decorado. Lo cierto es que nunca consiguió abrirse camino hasta el círculo de los «clitoratti», cuyos antojos y deseos acababan como instrucciones, proyectadas en los patrones o introducidas en las máquinas. Debo insistir en el hecho de que, pese a su nombre, Blahna era igual de irlandesa que yo: sus padres, burgueses tradicionales de Stevenage, habían escogido el nombre del Libro Oxford de Nombres Pretenciosos que Ninguna Persona Sensata Pondría a sus Hijos. El marido de Blahna, una especie de abogado comercial llamado Luke, era muy seco. Una casi diría que árido. Piensen en el desierto del Gobi, en Namibia. Tenía la exasperante costumbre de mirar a través de uno, y eso hacía prácticamente imposible no tartamudear cuando le estabas hablando. Llevaba gafas sin montura, lo cual le daba un aire de médico de campo de concentración. Nunca llegué a comprender cómo soportaba a la Blahna de las auroras celtas. Finalmente diré que la cena había sido organizada especialmente en su honor, porque les debíamos una desde hacía dos años. Kookai y Kleavage asistían también, sencillamente porque estaban en todas partes y si no querías que acudiesen, literalmente tenías que llamarlas en privado y decirles que no eran bienvenidas, lo cual acababa siendo más problemático que su presencia. De todas formas, siempre podían traer algunas anécdotas nuevas sobre Milo. Finalmente, también venía la siempre fiel Veronica. Veronica era mi amiga más antigua, pues estaba conmigo desde los parvulitos en East Grinstead. Me adoraba, siempre copiaba lo que yo me ponía y hasta había intentado hablar y caminar como yo. En ocasiones nos tomaban por gemelas, y no por ninguna semejanza física (ejem) —Veronica, por descontado, corresponde al extremo malo del espectro— sino porque ella parecía una actriz interpretando mi papel, y a veces su actuación resultaba de una destreza extraordinaria. Por supuesto, todo el mundo llegó tarde. Daniel y Tom habían estado bebiendo en el único pub local que no había sido metamorfoseado en restaurante. Ludo se había pulido una botella de vino en la cocina, lo cual significaba que no necesitaba

— 54 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

entrar en aquel estado frenético de ponerse a la altura de los demás. Los chicos trajeron una cesta de la compra llena de latas y botellas de cerveza y las chicas trajeron flores. Luke y Blahna no trajeron nada, lo que tenía algo que ver con tocar algún punto sensible de su espectro económico. La parte de «patatas fritas y conversaciones triviales» de la velada quedó un poquito pobre. Sencillamente, no tenía ningunas ganas de coordinar al personal, pues la verdad era que aquella gente no me importaba en absoluto. No formaban parte de mi proyecto o lo formaban de manera tangencial. Los del mundo de la moda, Blahna, Kookai y Kleavage, tenían poco que ofrecer en cuestión de influencia o información, y los demás no eran lo suficientemente divertidos para compensar su falta de relevancia. Veronica era diferente. No mejor, en muchos sentidos mucho peor, pero diferente. Era una amiga. Tengo la teoría de que la amistad no tiene nada que ver con que la gente te guste. Hay mucha gente que te gusta pero con cuya amistad no contarías jamás. Y (admito que este aspecto del razonamiento es mucho más polémico) hay gente con quien deberías contar como amistades pero que en realidad no te gustan. Por tanto, alguna otra cosa entra en esta cuestión, y yo pienso que es — no se atrevan a reírse— el destino. Por amistad, me refiero a alguien cuya vida se ha ido envolviendo tanto alrededor de la tuya que, hagas lo que hagas, siempre estará ahí. Éste era el caso de Veronica. El único posible aliciente de aquella velada era un plan que yo había improvisado de cualquier manera para emparejar a Daniel con Kookai, o a Tom y Kleavage, o al revés. Era un reto, en el que no importaba la dirección chico-chica. Pese a todo lo que se podía decir —o no decir— sobre ellas, Kookai y Kleavage eran una fiesta para los ojos, al fin y al cabo trabajaban de relaciones públicas. Me preocupaba mucho más sintonizar K & K en la banda de T & D. Pero claro está, me había olvidado del Gran Cambio. Y ¿en qué consistía ese Gran Cambio? Pues ni más ni menos que en el cambio entre una situación con muchos chicos al acecho desesperado de pocas chicas y una situación con muchas chicas en busca desesperada del, cada vez más escaso, hombre presentable. Y por presentable no quiero decir bien parecido, listo, ocurrente ni inteligente, no. Quiero decir no raro, psicópata, deforme o arruinado. En relación con esto pero de una manera compleja que nunca he sabido articular (puedes usar reglas de tres o tablas de cuentas, pero no las calculadoras) está el hecho de que en lo más profundo de su ser, y por muy aburrida, infantil, sosa, llena de granos, dentuda, bizca, patizamba o resentida que la chica sea, todas piensan que merecen un príncipe azul. En el momento de sentarme a cenar, me di cuenta de que mientras yo tragaba oleadas de suprema irritación, Kookai y Kleavage se habían quedado maravilladas con la típica ristra de chistes seguidos de los chicos. Aunque Ludo había preparado casi todo el primer plato, yo había estado entrando y saliendo de la cocina, y cada vez que volvía encontraba un nuevo tema que comentar: el bricolaje, unos dedos de gelatina que se usaban como joyas o el significado místico de los bombones deformes. Hubo un momento en que Tom anunció que se proponía invadir la India.

— 55 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

—El subcontinente entero estará temblando —dijo Luke, que nunca se perdía una oportunidad de mostrar su sarcasmo. —No, fíjate, precisamente es eso. Ninguna invasión de la India ha fracasado jamás. —Tonterías, ¿y los japoneses, qué? —replicó Daniel. —Nunca pasaron más allá de Burma, por lo que técnicamente nunca llegaron a invadir la India. Mi idea es que o bien gano y me convierto en emperador y me acaban adorando como a un dios, o bien lo echo todo a perder y acabo en los libros de récords como la primera persona que fracasó en la conquista de la India. —No me alegra mucho que quieras invadir la India —dijo Kookai, frunciendo su precioso ceño. Quizá pensaba que Tom iba a saltar desde una lancha de desembarco sobre la playa de Bombay—. ¿Por qué no invades otro país? ¿Dinamarca o Paraguay, por ejemplo? —No es glorioso, pero si me lo pides por favor, me lo pensaré dos veces. Cuando volví a la mesa con una botella de vino, había surgido el tema del tamaño relativamente grande de los genitales entre los primates superiores (¿no surge siempre?). Daniel llevaba la batuta en esta ocasión. —… todo está relacionado con las estrategias de apareamiento. Los gorilas funcionan en familias, y sólo un gran macho tiene acceso a las hembras. Así que no necesitan mucho en cuanto a… ya sabéis, equipo de boda… no tienen competencia. Los chimpancés, en cambio, viven en grupos grandes y promiscuos, donde más o menos cada uno tiene una oportunidad cada vez que una hembra entra en celo. Por tanto, el chimpancé con el equipo mejor y más grande gana por el método de avergonzar a sus rivales hasta hacerlos desaparecer. Kleavage le lanzó una mirada fija, de las que hacen sonrojar. —¿Y qué me decís de vosotros, tíos? ¿Os parecéis más al chimpancé o al gorila? ¿O uno es de un estilo y el otro es del otro? —B-bueno —se atragantó Daniel, que había empezado su comentario con espíritu de investigación científica, sin imaginar una reacción tan descarada—, eso resulta muy interesante porque los hombres están a medio camino entre los chimpancés y los gorilas en, esto… en… tamaño. Lo cual hace suponer que nuestro comportamiento durante la cópula tiene algo de ambos. Algo de conducta propia de grupo de familia con un poco de infidelidad al margen. —Vaya montón de pelotas —dije yo buscando la gracia barata, pero también salvando a Daniel de un rubor tan profundo que incluso tenía las palmas de las manos rojas. De acuerdo, parte de todo aquello era cachondeo, pero no era en absoluto moda. Y aunque lo hubiese sido, sospecho que con cada sorbo de mi Guinness agridulce yo misma me habría ido apartando de la conversación cada vez más; no hasta una mítica aurora celta, pero sí hasta los brazos de una auténtica rodaja de cabeza de jabalí celta, lo siento. Veronica se unió a mí en la cocina. —Ludo es encantador, encantador.

— 56 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

—Tiene sus momentos. —¿Habéis fijado ya la fecha de la boda? Era la pregunta que más odiaba. No había manera rápida o ingeniosa de responderla sin acabar dando la impresión de ser boba. —No una fecha en concreto sino más bien una estación en concreto. —¡Oh, qué bonito! ¿Y más bien qué estación? —Más bien pronto. —Me imagino que te habrás diseñado el vestido, ¿no? ¿Es bonito? —Oh, mira, Tom está haciendo el gorila y Daniel está haciendo el chimpancé: volvamos a la mesa. Como siempre, los chicos se habían tragado la ternera asada y la Guinness como una tromba y las chicas, como mucho, habían picoteado trocitos. Alrededor de las once hice algunos comentarios sobre lo pronto que tenía que levantarme al día siguiente y sobre las colecciones por diseñar y las tiendas que controlar. En el último momento, Blahna intentó conseguir algunas pistas sobre la colección del invierno siguiente, pero la aturdí, entre bostezos, con generalidades sobre los cuadros escoceses, el nuevo marrón, el tweed o el nuevo terciopelo. Quizá también le dijese algo más profundo sobre los dobladillos, que ya no se llevaban. Ella tomó unas notas en un pequeño bloc negro, sacando la punta de la lengua mientras escribía. Ese año nos besábamos en las dos mejillas, de manera que la despedida se hizo eterna, pero al final, afortunadamente, hasta Veronica se fue, lanzándome una mirada llena de amor por encima del hombro. —¿Estás bien, cariño mío? —me preguntó Ludo al día siguiente mientras yo cargaba el lavavajillas. —Mmm, salió bastante bien, ¿no? —Sí. ¿Sabes?, me parece que a Sarenna le gusta Daniel, ¿o quizá Tom? ¿O era a Ayesha a quien le gustaba Tom? No, a ella le gustaba Daniel, no sé. A alguien le gustaba alguien. ¿Ayesha? ¿Sarenna? ¿Quiénes eran… ? Ah, sí, Kookai y Kleavage, casi me había olvidado. Normalmente, yo habría sabido exactamente quién se había fijado en quién, claro, para eso estaba allí. Sé leer las señales, pero de nuevo todo tiene que ver con la concentración. La manera en que las chicas se concentran, como un búho sobre un ratoncito, excluyendo todo lo demás, con los sentidos pendientes de la víctima. Para leer las señales yo necesitaba concentrar mi concentración, y ésa estaba en otra parte. —Tengo que decirte una cosa —siguió Ludo—, pero anoche no quise sacar el tema a relucir, con los otros delante. De repente, mi concentración volvió a estar allí, en nuestra cocina. Aquellas palabras sólo podían significar una cosa. La fecha. ¡Había puesto la fecha! Desde el momento en que había quedado claro que íbamos a casarnos, la fecha permanecía, muy a pesar de mis esfuerzos, como un tema impreciso del tipo «en algún momento del año que viene». Bueno, ya había llegado la hora. Sería el 29 de

— 57 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

julio, o el 3 de agosto, o el 15 de junio, una fecha real, un día en el que gente nacería o moriría de verdad y nosotros nos casaríamos. Di un salto, sí, literalmente di un salto en el aire, mientras chillaba de alegría como una niña pequeña. —¿Cuándo, cuándo, cuándo? —le imploré dando brincos—. Te quiero, te quiero, te quiero. Ludo me dedicó una sonrisa tímida y preciosa, no un recurso postizo de vendedor para engatusar sino una sonrisa maravillosamente afectuosa, amable y humana; la sonrisa de mi hombre. —No sabía que te importaba tanto. Saldrá el mes que viene. Mis exclamaciones murieron en el acto, como una cucaracha debajo de una bota. —Perdona, ¿qué es lo que sale el mes que viene? —La revista, la revista con mi poema, la London Poetry Review. Entonces comprendí a qué se refería. Inspirándose en aquella mujer del «yo yo yo», la poetisa del otro lado de la plaza, la que había metido la cabeza en el horno como un pastel, Ludo había empezado a escribir poemas. Todavía recuerdo borrosamente la época en que enviaba cosas por correo y su moderada desesperación cuando se las devolvían. Quizá me había contado algo de alguna pieza que le habían aceptado. —¿Quieres ver el poema que van a publicar? —¿Por qué no? ¿Estaba ciego o era tonto? ¿Cómo era posible que no notara que estaba herida? Pues no, empujado por lo que interpretaba como entusiasmo mío por su estúpido poema, salió volando y volvió al momento exhibiendo una hoja de DIN A4. —No te lo enseñé antes de enviarlo. Hay un trozo de ritmo salteado en la sexta línea… Sin ninguna emoción, tomé el papel que me ofrecía. A las dos líneas, digamos que a los ocho segundos, me eché a llorar. Y por esto: Toda la elegancia despierta, mi amor crece, grande, en el sueño: su boca abierta y los gruñidos huyen por los labios manchados de espuma seca. Sus grandes caderas se abren paso a través de los sueños, con la indiferencia del paso peludo de los gorilas. Mientras los viejos perros saltan en pos de libres fantasmas, desde el polvo, junto a las hogueras, así persigue ella sus bombones mientras duerme, entonces sonríe con su sonrisa pralinizada. Un chaleco y unas bragas térmicas impenetrables la mantienen cerrada en auténtica y tiránica castidad. Una piel tan gruesa como la del rinoceronte entre ella y yo. Sueño con unas bragas hechas en Francia con delicadas puntillas oscuras. Mas ahora mi amor se despierta y ¿cómo negar que yo soy suyo y ella es mía?

— 58 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Vaya, quiero decir, ¿qué hubiesen dicho ustedes en mi lugar? Rompí el papel en pedacitos y lo tiré al cubo de la basura. Luego saqué los trozos del cubo de la basura y los pisoteé sobre el suelo de madera de la cocina. —Katie, ¿qué te pasa? —se quejó Ludo en tono lastimero—. ¿Sólo porque está en una forma métrica convencional? Ha habido un retorno a las formas más tradicionales, siempre que se empleen imaginativamente. Por eso he usado el ritmo salteado y cesuras asimétricas. ¿O es que piensas que el soneto de Petrarca es superior al de Shakespeare? En mi opinión, el de Petrarca no suena bien en inglés porque el inglés no dispone de tantas rimas como el italiano, y por eso siempre suena forzado. —Por el amor de Dios, Ludo, ¿te das cuenta de que le has dicho a la gente que soy gorda y fea y que parezco un perro viejo o un rinoceronte o algo así? Eres un cabrón, un cabrón acabado, y te odio. —Pero cariño, ¿a quién conoces tú que haya oído hablar nunca de la London Poetry Review? Es una revista rarísima con un número de lectores que oscila sobre los cuatrocientos, y puedes estar segura de que ninguno de ellos tiene la más mínima conexión con el mundo de la moda. Pero de todas formas, amor mío, es un poema. Es una construcción artificial que no tiene nada que ver con el mundo. Es un artefacto hecho de palabras. No es real, no es sobre ti. Podría ser sobre cualquiera y también sobre nadie. —Ludo —dije yo. —¿Sí? —Haz el favor de coger tu soneto de Shakespeare, tus cesuras asimétricas, tus proporciones de gorila… lo que sea y metértelo todo por tu jodido culo al ritmo que quieras, salteado o sin saltear. Y me fui a la cama, tras dejar bien claro con estas palabras, suponía yo, que no esperaba que Ludo subiese a hacerme compañía.

— 59 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Capítulo 7 Una hazaña en la oscuridad

Bueno, esto que les he mostrado hasta ahora ha sido el contexto de fondo. Se lo he presentado todo: la vaga sensación de insatisfacción, que alimentaba el deseo de una última y breve aventura antes de acomodarme como un gato enroscado a la vida doméstica más feliz, segura y tranquila; la irritación general por Penny, que me proporcionaba una indudablemente falsa sensación de justificación moral ante el más mínimo acto de traición; la llegada a mi vida de una oportunidad astutamente personificada en Liam; y el aguijón tan inesperado como amargo que supuso el poema de Ludo. Pero nada de todo esto habría sido suficiente por sí mismo para empujarme a hacer lo que hice. A menudo me pregunto qué habría pasado si me hubiese escabullido de ir al almacén ese día, si Liam no hubiese estado allí, o si la maldita London Review de Poesía Estúpida no hubiese aceptado el mierdoso poema de Ludo, o Penny no fuera tan imbécil. No estoy diciendo que fuera una candidata a la beatificación, y que un montón de viejecitas del Perú afirmaran que les había curado las verrugas o las reglas irregulares, ni que los peregrinos se dirigieran al East Grinstead para bañarse en las aguas milagrosas que brotaban del jardín de mi padre, pero sí estoy segura de que no me habría visto implicada en tantos problemas. Aquella noche no dormí bien. Durante lo que se me antojó horas y horas, permanecí tumbada escuchando la música de la noche, con la clarividencia sobrenatural que se tiene cuando se está muy, pero que muy enfadada: las alarmas de los coches llamándose unas a las otras; el pesado traqueteo del último tren de la noche, que según Ludo transporta residuos nucleares por el corazón mismo de Londres; el angustioso maullido, como de bebés asados en vivo, de los gatos que copulaban en el patio de detrás; y el ruido sorprendentemente claro de un hombre que se echaba una meada en la puerta de al lado. Mi mente iba a toda velocidad. Las imágenes que provocaban los sonidos de la noche se mezclaban con las escenas de los últimos días formando un montaje vertiginoso y vomitivo. Intenté calmarme a base de pensar en zapatos encantadores como los de Manolo Blahnik y Gina, y Jimmy Choo, zapatos que algún día poseería en estanterías y más estanterías, como Imelda Marcos. Pero los zapatos los acababan atropellando los trenes nucleares, o se los llevaban los bebés asados, o les meaba encima un viejo senil. Finalmente, en un intento de hallar un oasis donde calmar tanto horror, me centré en Liam. Su cara, así como su voz, me tranquilizaba y a la vez me excitaba; sus caderas estrechas, su andar de depredador, sus manos, de dedos largos pero

— 60 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

endurecidos por el trabajo, sencillamente me ponían a cien. Y sin ninguna predisposición mental, me sorprendí haciendo algo que no había hecho nunca. Empecé a tener fantasías con un hombre de carne y hueso que existía en el mundo real de la gente y de las cosas. Por supuesto, yo había tenido inacabables e intensas fantasías eróticas antes, por lo menos una vez al día, a veces docenas, pero la belleza de las fantasías es que no necesitan estar, y nunca deberían llegar a estar, ligadas a la realidad. En el colegio, unos chicos perfectos y sin rostro se me acercaban en la clase y me besaban y acariciaban mientras yo apretaba mucho los muslos por debajo del pupitre. Una maestra, la señorita Plenty, sabía, estoy segura, lo que estaba haciendo, pero se limitaba a sonreír tímidamente y miraba a través de mí con sus pálidos ojos grises. Aquellos mismos chicos seguían acercándose todavía a mí, en mis fantasías. Muchas veces, cuando Penny creía que yo estaba concentrada en un difícil problema de presupuestos, inclinada sobre un patrón o muestrario, en realidad estaba temblando de excitación, clavándome las uñas en lo más profundo de las palmas o apretándome las mejillas ardientes. Jamás, menos una vez, había pasado de estas formas exquisitas, puras y etéreas a las estrellas del pop o los actores. La excepción fue David Bowie, que solía entrar como un fantasma en el cuerpo de Conor O'Neil, tan larguirucho y lleno de granos, mientras nos morreábamos en la discoteca del club juvenil de la iglesia metodista, ante los ojos de mi amiga Veronica. Y aquí estaba yo ahora invocando su presencia para que me tocase los pechos con sus manos a través de las mías, contorsionándome y moviéndome al ritmo que yo le imprimía. Por fin los ruidos de la noche se fueron desvaneciendo y me quedé dormida, con la mano, todavía húmeda, cogida entre los muslos. Y entonces se hizo de día. Sonó el despertador de la radio, sintonizado, muy a mi pesar, en Radio 3. Lo cambié de nuevo hasta 4 y rodé por la cama para enviar a Ludo a la cocina de un codazo. Tardé un segundo o dos, dando codazos al aire, a la almohada y al edredón, en comprender qué sucedía. El té que tomaba por las mañanas con Ludo era siempre uno de nuestro mejores momentos, pues comentábamos el día que nos esperaba, riéndonos de las tonterías del mundo. Bueno, pero hoy no. No estaba yo para acurrucarme en el sofá, donde me imaginaba que él habría pasado la noche. Vestirme no resultó nada sencillo. Si me encontraba con Liam, sería después del trabajo, así que mi selección tendría que valer para las dos cosas. Las chicas del estudio eran como los esquimales con la nieve: sabían captar irregularidades invisibles al ojo no entrenado. Si exageraba, se darían cuenta de que iba a salir desde allí. Y supondrían que no se trataba precisamente de salir con chicas. Al final opté por ropa interior La Perla (obvio, lo sé, pero en ocasiones lo obvio es exactamente lo adecuado), una levita YSL antigua, unos tejanos índigo Chloe y unas sandalias fucsia extravagantes. Tomé mi maletín Bill Amberg, un precioso regalo de Milo que solía hacer a las relaciones públicas antes de que le despacharan por hurtar demasiados detalles para sus amistades, y salí a tomar un café en el bar de la esquina. Permanecí sentada junto a la ventana del bar veinte minutos y me fumé

— 61 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

tres Silk Cuts enteros, mientras el corazón se me iba endureciendo a cada calada. No me lo había apuntado, pero recordaba el nombre del pub. Todavía no me había decidido a ir, pero sí había decidido que, por descontado, lo que no haría sería no ir. ¿Me siguen ustedes por dónde voy? La idea de ir a Kilburn era un obstáculo más grande que la infidelidad. Sólo había estado en Kilburn una vez y por equivocación. Había sido verdaderamente horroroso. Brixton puede poner los pelos de punta, pero por lo menos es divertido, y hay sitios de allí a los que te puede apetecer ir. Pero Kilburn parecía una calle principal de mala muerte, con tiendas para pobres donde se vendían baterías baratas y utensilios de cocina de los países del Este, y dondequiera que mirabas veías borrachos tirados por las aceras, mujeres sin medias, niños pequeños sucios cogidos del cochecito, ancianos sin tener adónde ir porque lo único que poseían era la pensión del Estado y hombres feos paseando perros, que te miraban y te odiaban y querían matarte. Al menos, ésa fue mi impresión durante los siete minutos que tardé en conseguir un taxi para escapar de aquel infierno. Ludo telefoneó a mediodía para disculparse. —Lo siento. Creo que entiendo por qué te disgustaste tanto. —Olvídalo —dije, escupiendo las palabras como una maldición. —¡Dios mío! —exclamó Ludo consternado—, no te habrás aplicado eso de «endurecer el corazón», ¿no? —Exacto, eso es lo que he hecho. Y si hubieses estado en la cafetería esta mañana, lo habrías oído; parecía hielo compacto rompiéndose. —No te pongas así, por favor. Mira, voy a poner mi cara de pez en tu honor, siempre te hace reír. ¿Estás a punto? Ahí va. Hubo una pausa de unos cuatro o cinco segundos. —Te estás riendo, ¿verdad? —No. —Vale, otra cosa, ya lo tengo. Andaré como un mono, siempre funciona. Yo estaba decidida a no reírme. Si me reía, notaría otra vez el amor y me sentiría incapaz de cometer la acción malvada que iba a cometer. Y yo quería cometer la acción malvada. —Por favor, déjalo ya. No estoy para bromas. Se me pasará en un par de días. —No puedo esperar un par de días. Siento náuseas, sabes que haría lo que fuera por que hubieran rechazado ese poema. —No, no harías nada; yo, sí. ¿Cómo te sentirías tú si yo le dijese a todo el mundo que no se te pone dura? —Eso no es justo. ¿Cuántas veces ha pasado? ¿Dos? —Cuatro veces, para ser exactos, pero estás cambiando de tema. La cuestión es que si te hubiese sentado junto con los cerebros más grandes de la historia, Albert Einstein y madame Curie, Isaac Newton y Vivienne Westwood, y cualquier otro que se te ocurra, no hubieseis podido concebir algo más ofensivo. —Mira, ya te he dicho que lo siento. Te he intentado explicar que ni siquiera

— 62 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

trata sobre ti. No sé qué más puedo hacer. ¿Por qué no salimos esta noche y nos emborrachamos y todo volverá a estar bien? —Lo siento, pero esta noche salgo con las chicas. —¿Qué chicas? —preguntó con voz queda, sin sospechar nada. —Las chicas, tonto. Sabía que no seguiría haciendo preguntas. —Era broma lo de poner a Vivienne Westwood con Isaac Newton, ¿verdad? —¡Claro, Ludo! ¡Y yo que pensaba que la ironía era cosa de hombres! Faltaban cinco minutos para las seis. El estudio se estaba vaciando rápidamente. Las chicas de la tienda ya estaban a punto, como garzas sobre un embalse de peces, a la espera de cerrar la puerta y pasar cuentas. Yo estaba telefoneando a Veronica. —Si tuvieses novio, Veronica, ¿se te pasaría por la cabeza salir con otro hombre? —¡Katie! —gritó ella—. ¡No, nunca! Cuando me entregue a un hombre, será por completo; si no, jamás. —Sí, muy bonito, pero a ti te resulta fácil. Es fácil ser buena cuando no tienes que elegir nada. —Oye, ¿de qué va todo esto, Katie? No estarás pensando en… hacer algo malo, ¿verdad? —Claro que no, tonta. Sólo estaba pensando en general, ya sabes, muy en general. —Pero Katie, tú nunca haces nada en general. Siempre haces las cosas de una manera muy concreta. —Veronica, si quiero que me psicoanalicen, iré a… —Pero como no se me ocurría a quién citar me contenté con responder—: a un psicoanalista. ¿A ti quién te da derecho —seguí en un tono desagradable— a descuartizar mi personalidad a trocitos? ¿Qué sabes tú de nada? Estás sentada ahí con tus archivos y tus cosas, ¿y qué haces? Lo único que sabes hacer es criticar y quejarte, y ser sarcástica. Veronica trabajaba de recepcionista en una clínica alternativa para el dolor, repleta de acupuntores, expertos en hierbas, osteópatas craneanos y otros lunáticos más. Lo más cerca que yo había llegado a estar de la medicina alternativa era sentirme mejor cuando alguien me decía que estaba guapa. —Lo siento, Katie. Sé que nunca le harías nada cruel a Ludo; sé lo mucho que le quieres. Pero has tratado mal a muchos chicos. —Dime uno. —Malcolm Gidlow. —¡Malcolm Gidlow! Aquello sí que fue una broma. No puedes echarme la culpa de aquello. —Stephen Solanki. —Se marchó a la universidad; no iba a quedarme esperando a que volviese por vacaciones. —Eché un vistazo al reloj de la pared—. Mira, lo siento, tengo que irme. Volveremos a hablar pronto. Adiós.

— 63 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Colgué el teléfono. Maldita sea, no me iba a tragar un sermón de Veronica, precisamente de ella. Unas cuantas llamadas rápidas que hacer. Primero, a Información para conseguir el teléfono del Black Lamb. Por la directa. Luego, al pub para saber cómo llegar hasta allí. —Hola —dijo una voz. —¿Black Lamb es aquí? —No, esto, sí. Quiero decir que no soy yo, pero que es esto. —Exactamente, ¿dónde está usted, por favor? —Al teléfono, el que está en el comedor del bar. —Mire, no tengo tiempo para juegos. ¿Dónde está el Black Lamb? —Ah, bueno, es eso, ¿desde dónde viene usted? —De la estación de metro. —Pues baje por High Road a mano izquierda. Hay algunas tiendas y enseguida llegará hasta nosotros. Tardará unos cuatro minutos desde la estación. Eso bastaba. Una cosa que sí se podía decir a favor de Kilburn es que estaba en la línea de metro del Jubilee, la que tiene menos gente apestosa. Curioso tener que acabar en un agujero como Kilburn. Tardé veinte minutos desde Bond Street. Fue un rato de intensas emociones. No paraba de decirme a mí misma que no sucedería nada, que sólo me quedaría a tomar una copa y luego me marcharía con alguna excusa. Pero mi cuerpo tenía sus propias ideas y me di cuenta de que estaba sonriendo sóla cuando una mujer de delante, con un envidiable ocelote de imitación, me respondió con una sonrisa. A pesar de la oscuridad y la llovizna, cuando salí de la estación de Kilburn el barrio me pareció menos abominable de lo que recordaba. En aquella parte había árboles, una manzana de caros apartamentos y una carretera con el cursi nombre de Shootup Hill. Y entonces pasé por debajo de los puentes, cuyos arcos goteaban: uno, dos, tres, todos a menos de cien metros de la estación. Cada uno tenía su población de palomas deformes y jorobadas. Muchos puentes: era como si todo el mundo quisiese pasar por encima de la High Road de Kilburn, para moverse a toda velocidad alrededor del mundo que importaba, los lugares donde vivía la gente hermosa y se ganaba dinero. Había entrado en el auténtico Kilburn. Me había olvidado de las paradas de pinchitos grasientos dando vueltas en el asador y de las pequeñas y divertidas tiendas de comida donde los africanos y los asiáticos compraban su quingombó y sus ñames, y aquella cosa marrón que parecía la juntura de la rodilla de una anciana artrítica (¿o eso es un ñame?). ¿No sabían que había un Marks & Spencer reluciente a unos diez minutos en coche? Me había olvidado de los curiosos hornos irlandeses, llenos de pan blanco y panecillos pegajosos y reblandecidos, y de pasteles del día anterior a mitad de precio. Sobre todo, me había olvidado del olor dulzón y agobiante de las carnicerías islámicas. Como llegaba temprano, me detuve ante un aparador a contemplar las ristras, los trozos y los lomos de carne. Había un montón de lo que parecía leña para el fuego, apoyado en la pared, al otro lado del mostrador. No conseguía entender

— 64 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

para qué era. Y entonces vi el letrero: GASTE 10 LIBRAS EN CARNE Y LLÉVESE UNA PIERNA DE VACA GRATIS. Me puse a reír histéricamente. Volví a fijarme en la leña. Tenía pies, algo como pezuñas; eran patas. ¿Qué demonios se puede hacer con una pata de vaca? ¿Y si no quieres la pata?, pensé, ¿te la tenías que quedar? Me vi atrapada en una fantasía espantosa, en la que compraba un poco de carne en aquella tienda y el carnicero me perseguía calle abajo, blandiendo aquella horrorosa extremidad de vaca por encima de su cabeza mientras gritaba: «¡Señora, señora, su pierna de vaca, olvida su pierna de vaca!». Proseguí mi camino. Pasé un par de pubs que parecían tanatorios en las últimas. Y, de golpe, el Black Lamb. Por fuera tenía cierta presencia, con unos elaborados torreones y unas cúpulas de ladrillo. Pese a estas características, no precisamente náuticas, el efecto general recordaba algo parecido a un barco. Un letrero proclamaba con orgullo que el local había sido «Reconstruido en 1898» y me pregunté qué desastre natural o causado por el hombre había provocado la necesidad de una reconstrucción: ¿un incendio? ¿La caída de un meteorito? ¿Una inspección de Sanidad? Había tres entradas, dos de las cuales estaban de más para mi gusto. ¿Cuál era la correcta? Tenía la vaga noción de que los pubs seguían alguna etiqueta en relación con sus diversas dependencias: el salón, el bar público, el saloncito y, que yo supiese, la bodega. ¿Y qué se suponía que debía hacer si me metía en el lugar prohibidísimo? Por supuesto, había estado ya en algunos pubs en mi época de estudiante, pero siempre con un grupo inmenso, y entonces yo frecuentaba bares y clubes sin saber nada de rateros, trabajadores del turno de mañana, prostitutas consumidas ni hinchas del fútbol, quienes, en mi opinión, constituían la clientela habitual de los establecimientos públicos, ¿Debía ir directamente a la barra, pedir un trago de lo más fuerte y disparar una bala de flema en la escupidera más cercana? ¿Debía dar una vuelta escudriñando los rincones oscuros, observando a las brujas del barrio y a los tipos duros hasta dar con mi hombre? ¿O debía entrar, sentarme a la mesa más cercana y rezar para que nadie me molestase? Bueno, lo siento por lo que sigue, pero voy a tener que dejarme a mí misma ahí, en esa escena, a punto de entrar en el reino secreto, mientras me recreo en una rápida digresión referida al tema de los pubs y, en particular, a la cuestión de los méritos relativos de los pubs y otros lugares de reunión social. Sé que esto puede parecer extraño, y más cuando acabo de admitir mi ignorancia sobre el tema, pero solía tener interminables y apasionados debates (que con frecuencia acababan en mordisquitos y pellizcos juguetones por mi parte y enfurruñamientos por la suya) con Ludo, que era un Amigo del Pub. Su teoría era que en los pubs, a diferencia de las cafeterías, las vinacotecas o los clubes, la gente (con lo que normalmente se refería a los hombres) hablaba de «ideas». —Es el único sitio —solía decir— en que, sea cual sea tu clase social o los estudios que tengas, acabas hablando de conceptos. —Pues yo pensaba que se trataba de coger una borrachera. —La bebida es el pretexto —refutaba él.

— 65 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

En todas las demás reuniones sociales, la gente (con lo que normalmente se refería a las mujeres, hombres gay y hombres heterosexuales que gastaban más en pantalones que en libros o discos) hablaba sobre la gente. Le pedí algunos ejemplos de las maravillosas ideas comentadas durante su última visita a un pub. Se puso a meditar unos instantes y entonces, contando con los dedos hasta que llegó al indecoroso undécimo, que dejó pendiendo como un calcetín solitario en el tendedero, salió con lo siguiente: 1. Tony Blair: ¿es el nuevo Margaret Thatcher, el nuevo Harold Wilson o el nuevo Benito Mussolini? 2. (En dos apartados) a) ¿Por qué llaman al pudín de guisantes pudín de guisantes, si es evidente que no lleva guisantes? b) ¿Qué es lo que lleva? 3. ¿Por qué todo el arte moderno es conservador, con C mayúscula y c minúscula? (Ni la abstracción ni las bromas pueden tratar los temas sociales adecuadamente. ¡Oooh, he de comentárselo a las chicas!) 4. ¿Por qué el fascismo es amanerado y el amaneramiento es fascista (algo, al parecer, relacionado con la pasión por el exhibicionismo)? 5. El propósito y el origen de los pezones del hombre. 6. Hemingway en contraposición a Chandler como estilista en prosa. 7. ¿Fueron los Wombles la gran banda de rock de glamour artístico infravalorada durante los setenta? 8. Cuatro en línea en la defensa, en contraposición a un sistema de laterales rezagados (no me preguntéis qué es, pero al parecer tiene algo que ver con el fútbol). 9. ¿Qué sentido tenía el hombrecillo de Boney M? 10. Los méritos relativos del organizador Psion y el Piloto de Mano (este último, por lo que parece, no es un eufemismo de la masturbación sino un diario electrónico). 11. ¿Todavía es posible el amor en el mundo posmoderno? Evidentemente, se suponía que yo debía quedarme impresionada. —Pero ¿por qué es mejor hablar de fútbol y arte, y no de la gente? —pregunté, no sin cierta lógica. —Porque lo que eso significa normalmente es hablar de ti mismo. Todo es narcisismo puro. Tenemos la obligación de salir y comprender el universo, no sólo el mundo que tenemos en nuestras cabezas. —¿Y el pudín de guisantes es la clave del universo? —No… sí. ¿No ves que querer saber qué implica la preparación de una bazofia amarilla, querer saber cómo puedes hacer cosas complejas a partir de elementos simples, es el principio de la alquimia, lo cual nos lleva a la química, lo cual nos lleva a… todo? La cuestión es que los poderes fácticos —una expresión que él usaba sin la menor muestra de rubor o de ironía— quieren que sigamos chismorreando sobre

— 66 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

quién se acuesta con quién, y qué llevaban puesto antes de hacerlo, pues eso significa que no los estamos mirando a ellos. Y la manera en que los miramos es descubrir cómo está hecho el mundo. Si haces eso, puedes demostrar que la mayor parte de lo que dicen es mentira. —Me parece a mí que cuando dices que habláis de ideas, lo que quieres decir es que habláis de cosas, lo cual es justo lo contrario de las ideas —dije yo. Me estaba hartando su crítica implícita (nunca explícita) de todo lo que me gustaba más—. Todo lo que me has dicho sólo sirve para encubrir que te interesa más la materia que la gente, porque eres un inadaptado social que sólo tiene dos amigos. Sólo para que lo sepáis, dije la última parrafada con una gran sonrisa y le di un beso cuando acabé, lo cual trajo como resultado que la discusión acabó a mi manera y todos quedamos satisfechos. Pero volvamos a la puerta de en medio del Black Lamb. Di el paso decisivo y avancé. Estaba cerrada con llave, pero veía gente dentro. Se volvieron y me miraron con la cara inexpresiva y sin curiosidad mientras yo empujaba la puerta, sin que se abriera, y hacía chirriar un conjunto de cadenas y cierres bastante flojos. Un hombre me indicó con el pulgar otra de las puertas. Cuando entré, mis ojos quedaron sin capacidad de enfocar: tan denso era el banco de niebla producido por el humo de los pitillos y el vapor de la cerveza. No sabía hacia dónde ir y me entraron ganas de llorar. Estaba a punto de tener un ataque de pánico y opté por marcharme. De golpe, Ludo se me antojó el hombre más perfecto del mundo y me sentí una idiota por haber planeado una aventura tan loca. Y entonces noté que me tocaban el hombro y que una boca se acercaba a mi oreja, lo bastante cerca como para sentir el calor de su respiración. —¿Te echo una mano, Katie? —me preguntó, por segunda vez, aquella voz conocida—. No pensarás marcharte ya, ¿verdad? —No te veía y pensaba que a lo mejor me había equivocado de sitio. ¿Nos sentamos? —Las palabras me salían precipitadamente. Liam llevaba puesta una sencilla camisa blanca y un sencillo traje de molesquín. Advertí con agradable sorpresa que en cada oreja llevaba un grueso aro de oro. No me acababa de creer que estaba con un hombre que llevaba pendientes. Le daban un aire de gitano, o de pirata. Aunque al principio me parecieron horrorosos, me gustaban y eso me intrigaba. Misteriosamente, al sopesar mis impresiones, descubrí que el rechazo y la atracción por los pendientes se anulaban mutuamente, y por eso me quedaba donde había empezado. Liam encontró una mesa y me guió hasta allí. —Entonces, ¿será una Guinness? —dijo, con el toque irónico más educado de su voz. Evidentemente esperaba que yo eligiese algo más elegante. Seguro que pensaba que las mujeres de verdad sólo bebían Malibú, crema de menta o Advocat. —Sí, una pinta, por favor. Yo había estado practicando la frase una y otra vez en mi mente.

— 67 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Mientras Liam se abría paso hasta la barra, empecé a familiarizarme con el entorno. El lugar era increíble. Las paredes eran verdes y el techo, de color sangre de buey, y estaban recubiertos de molduras doradas. Las paredes exhibían unos elaborados relieves, que mostraban lo que parecía ser Poseidón con una corte de ninfas, céfiros y dríades, y otras insignificantes muchachitas mitológicas. El techo tenía unos diseños todavía más complejos y abstractos, que se mezclaban alucinógenamente con las nubes de humo que iban ascendiendo. Me pregunté si los dorados no serían sólo acumulaciones de nicotina, atrapadas en las esquinas como la nieve en los Alpes durante el verano. El efecto final era en parte clásico, en parte horroroso y, en conjunto, raro. Una barra de roble ennegrecida recorría la sala principal de un extremo al otro. Por detrás ascendían una serie de estantes brillantes, cuyos contenidos oscilaban del ámbar pálido al ocre quemado. Un panda en una bolsa de plástico transparente, un premio, supuse, de alguna rifa olvidada, colgaba como un sacrificio ofrendado al dios del whisky. Aunque la gente resultaba extraña y muy alejada de mi mundo, no podía ni aspirar a igualar la rareza del edificio. La mayoría del público eran hombres. Los mayores vestían trajes y camisas de poliéster deshilachadas y los jóvenes, el típico uniforme informal de camiseta, tejanos y bambas. Casi todos tenían el cuello grueso, el pelo corto y las manos rudas, pero parecían sorprendentemente amables, como leones de circo amaestrados. Las pocas mujeres que había también podían dividirse entre mayores y jóvenes. Las mayores parecían rollizas por los pesados abrigos de tweed que llevaban, apretaban sus bolsos contra el pecho y lanzaban carcajadas estridentes. Todas las jóvenes llevaban el cabello teñido, un punto demasiado rubio. Había algo patético en su desesperación por parecer bonitas y sentirse felices consigo mismas. Y la tristeza llegaba al máximo en los casos que se acercaban a conseguir el estilo que habían visto en las revistas o en la tele. Venía a demostrar que ni siquiera el esfuerzo, el ingenio y la materia prima más digna eran suficiente. Durante unos segundos me di cuenta de lo poco diferente que habría tenido que ser el mundo para que yo fuese una de aquellas mujeres: una cuestión de pocos kilómetros al este o el oeste, una leve alteración en los sucesos del pasado. Me entró un escalofrío y rechacé ese pensamiento. Me sentí feliz por no ser una de ellas y eso me bastó. Entonces volvió Liam. Colocó la pinta de Guinness frente a mí. La verdad es que el líquido era bonito, con sus hondas y negras profundidades, todavía un poco agitado, como si los conjuntos de estrellas y las galaxias se hubiesen formado mucho antes en su corazón que en su cabeza, con el color y la textura de la crema cuajada. Me la llevé a los labios y me estremecí; era tan asquerosa como recordaba. —Exquisita —dije, en cambio. Liam concentró sus ojos en mí. —No es exactamente uno de tus sitios preferidos, ¿eh, Katie? —No, no exactamente.

— 68 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

—¿Te apetece ir a otra parte? Hay un bar carretera abajo, lleno de gente como tú. —¿A qué te refieres con «gente como tú»? No estaba segura de si me tomaba el pelo o constataba un hecho. —Venga, Katie, sabes exactamente a lo que me refiero. Me refiero a que si cogieses un gran colador y pusieses esta gente y aquella gente dentro, y tú misma también, y lo agitases con fuerza, los de aquí quedarían en el colador y los otros caerían por los agujeros y tú con ellos. Menuda metáfora tan casera, pensé. Se me ocurrió la imagen de Liam con un delantal. Pero no, tal vez fuera algo más demoníaco que gastronómico, como una de esas pinturas del Bosco en que un demonio gigante separa con su colador a los condenados de los elegidos. Cambié a una visión de Liam con cuernos y un tridente. Le favorecía muchísimo más. —¿Y dónde estarías tú? ¿Atrapado en el colador con los trozos de masa o cayendo con la harina? —Te seguiría a cualquier parte —dijo sonriendo. No me di cuenta de cuándo había empezado la música, pero enseguida me percaté de que era horrorosa. Clásicos del country-and-western con un pésimo piano eléctrico y un acompañamiento de batería automático, que llegaba desde otra sala, con esporádicas interrupciones de aplausos y un silbido incongruente. Me imagino que Milo habría sabido hallar algún atractivo en todo ello, en plan «es tan malo que es genial». —Creo recordar que me dijiste que la música aquí era buena. Esperaba algo más tradicional, me hablaste de violines. Lo único que consigo oír es a un cowboy montado en un sintetizador. —Ah, ¿te van las gaitas y los flautines metálicos, y alguien con barba y jersey de lana cantando sobre los problemas y la gran rebelión de mayo del 68? —Bueno, sí, superar a Sand by your man —canturreé imitando el último verso que se oía al otro lado. —Es lo que la gente pide; les recuerda las salas de baile de su pueblo. Si te quedas un rato, a lo mejor más tarde oyes algo de eso tan viejo y anticuado. El pub se iba llenando, y pronto el local adquirió un carácter nuevo, animado, vibrante, borrachín. Estuvimos charlando, pasando gradualmente del extremo superficial de la moda a las aguas profundas de la historia personal. Descubrí que me lo estaba pasando bien. Liam tenía una forma de ser sencilla y una cortesía que hacía cautivador el más simple de sus comentarios. Lo mejor era que usaba el truco femenino de aparentar que te encontraba interesante, que tus chistes le hacían gracia y tus observaciones le parecían profundas. El pudín de guisantes, los pezones del hombre y los cuatro en línea defensiva hicieron una breve aparición, sólo para dar un efecto cómico. La emoción efervescente que había sentido antes había pasado, pero su lugar había quedado ocupado por algo cercano al auténtico placer. De alguna manera conseguí acabarme mi Guinness. Era momento de otra copa y decidí pedir un vaso de vino blanco. Liam tuvo la delicadeza de no burlarse. Mi

— 69 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

deseo pareció causar una especie de conmoción detrás de la barra. Las cabezas se agitaron y un chico desapareció volando, volvió con una botella de dos litros de tapón de rosca y llenó un vaso de jerez. Beber aquello resultó un calvario peor que la Guinness y se me ocurrió que la mejor manera de disminuir el horror era tragándomelo de golpe. —¡Bravo! —aprobó Liam—. ¿Otro? —Creo que esta vez será un gin tonic. Me lo trajeron sin hielo ni limón pero, aun así, resultó mucho mejor. Por fortuna, la música paró y se oyó una ronda de aplausos finales. Entonces apareció un hombre gordo con una camiseta rosa, empapada de sudor, y se sentó a nuestra mesa. —Liam, ¿qué tal si me echas una mano con una canción después de que nos tomemos algo? ¡Ah, veo que estás con una dama! Es tu oportunidad de demostrarle lo que puedes llegar a hacer con la garganta. —Veremos qué puedo hacer, Pat, no quiero dejarla sola con todos estos animales. —Oh, vamos, no te preocupes —dije yo—, me encantaría escucharte. ¿Dónde está el servicio? Cuando entré en el lavabo de mujeres casi se me pasó el efecto de la bebida de golpe, de tan fétido como era. Por su aspecto y hedor daba la impresión de no haber sido limpiado jamás. Uno de los retretes estaba embozado con papel higiénico, toallitas y cosas peores. El otro no tenía asiento. Había un dispensador de condones junto al lavamanos y alguien había escrito encima con rotulador negro: «Para devolución, insertar bebé». Me pareció bastante divertido. Cuando volví, el tal Pat estaba sentado solo a la mesa, lo que me llenó, como comprenderéis, de alegría. Miré alrededor y vi a Liam al otro lado de la sala, ocupado en algún trato con el monstruo de Frankenstein, que se las había apañado para intercambiar su tornillo por un tupé de vidrio. —Liam tardará sólo un minuto —dijo Pat en un tono tan incómodo como yo me sentía. Estaba sentado y se tocaba el pelo, muy corto, con la mano. Repasaba nerviosamente el suelo, parecía que en busca de alguna conversación que alguien hubiese dejado caer allí, y de repente apareció la inspiración. —¿Conoces gente sorda? —preguntó modulando su voz curiosamente, como si estuviese pasando por una emisora de radio mal sintonizada. —De oídas —respondí. —¡Ah! —dijo él como si no supiese interpretar mi respuesta. Volvió a llenarse de ánimos—. Yo no creo que sean sordos del todo —aseguró entonces con convicción, golpeando la pringosa superficie de la mesa con el dedo. —¿No son sordos? —dije yo rezando para que Liam regresase. —Quiero decir —prosiguió, a medida que su voz ascendía hasta casi uno o dos puntos por debajo del grito— que ¿cómo se puede saber? ¿Cómo se puede saber

— 70 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

seguro? Sólo tienes que decir «Lo siento» cuando alguien te hable y les convences de que eres sordo. Y a partir de entonces todo va cuesta abajo el resto de tu vida. Liam regresó en ese momento para rescatarnos a los dos. —Vale, Pat, te acompaño. A condición de que Marty toque su violín. —¿Quién era ese hombre tan espantoso con quien estabas hablando? — pregunté yo. —Es el gran Jonah. Espantoso lo define a la perfección. —¿Por qué, a qué se dedica? —Espanta a la gente. —¿Te refieres a seguridad? —pregunté, satisfecha de la terminología. —Sí, y a cobrar deudas. Es famoso por su expresión típica. Para que veas, es algo así como un filósofo y cuando tiene que trabajar, empieza por decirle al tío «¿Conoces la obra de Friedrich Nietzsche?» —lo dijo en un basso profundo, con lo que me pareció un acento de Glasgow—. Y entonces saca el martillo. Ha llegado el momento de la canción. Ven por aquí, Katie. La otra sala era casi tan grande como el bar principal. La gente se había apretujado para ver a la banda y no quedaban asientos. Liam encontró un buen sitio para mí y se encaramó para unirse a los otros tres personajes sobre un pequeño escenario que había en un rincón. Pat dejó el teclado y se colocó en el pecho un acordeón inmenso. Un tipo mayor y enjuto, con una cara como de pulmón desinflado, estaba en pie con el violín a punto, y otro con unas patillas colosales sujetaba un banjo. Liam cogió una guitarra. —Hola, Londres —saludó, al estilo de las estrellas de rock, y me guiñó un ojo por encima del público—. Seguro que habéis oído esto un millón de veces, pero escuchad porque esta noche lo voy a cantar con más sentimiento. El público se puso a gritar y a reír. ¿Habrían oído antes también la presentación, igual que la canción? Por muy familiar, por muy tópica que la canción que Liam cantó resultase a los irlandeses exiliados de Kilburn y Cricklewood, a mí me pareció completamente nueva. La música a la que yo estaba acostumbrada era la banda sonora de mil tiendas de ropa, una versión más apagada de cualquier canción de moda del mundillo de los clubes. Música para posar, música para llenar los espacios entre pensamientos. Esto era bastante diferente, expresaba anhelo y tristeza, y me estrujaba con unas manos grandes y rudas.

Oh, Peggy Gordon, tú eres mi amor, ven y siéntate sobre mis rodillas, y dime la verdadera razón de que sea despreciado así por vos.

La voz de Liam no era bonita ni potente, pero poblaba la música a la perfección

— 71 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

y transpiraba sinceridad y dolor.

Estoy tan enamorado, no lo puedo negar, mi corazón permanece constreñido en mi pecho; no te corresponde a ti hacer que todo el mundo lo sepa, una mente angustiada no conoce el descanso.

Mientras cantaba me miraba fijamente. Era tan evidente que cantaba para alguien en concreto, que la gente del público empezó a volverse hacia mí.

Acerqué mi cabeza a una bota de coñac, era mi antojo, lo debo proclamar; pues cuando bebo siempre recuerdo cuando Peggy Gordon estaba aquí.

El hombre del banjo había sacado una flauta metálica de alguna parte y sus delicadas notas se introducían y saltaban por la letra como una niñita que jugara entre los pies de los adultos.

Me gustaría estar lejos, en un iglú, al otro lado de la mar salada, navegando por el océano más profundo, donde las mujeres nunca me molestan.

Me gustaría estar en algún valle solitario, donde no se pudiese hallar ninguna mujer, y los pequeños y preciosos pajaritos cambiarían sus voces, y cada momento sería un sonido diferente.

En cuanto Liam se preparó para repetir el estribillo, supe que iba a pasar algo verdaderamente terrible. Era un gesto tan extraordinario como claramente hortera, pero no le detuve. Y no restó nada a la emoción que sentí subirme por la columna hasta el cuello, ni a la sensación cálida que noté en mi pelvis.

Oh, Katie Castle, tú eres mi amor, ven y siéntate sobre mis rodillas, y

— 72 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

dime la verdadera razón de que sea despreciado así por vos.

El público empezó a gritar y a silbar, y Liam bajó del escenario. Los hombres, ataviados con aquellos raros sombreros, y las mujeres maduras, que parecían estar excitadas sexualmente, le dieron palmadas en la espalda y le despeinaron. Luego se abrió paso hasta mí. —Siento lo de haber cambiado el nombre de la canción, Katie, te habrá parecido que no venía a cuento. Quizás imaginabas que había aprendido a ser más seco después de tantos años distribuyendo género para gente como tú. —¡Qué va! —dije yo—. Me ha gustado mucho. Creo que ha llegado el momento de que pague yo una copa. Y entonces… bueno, ya sabéis cómo va la cosa. Alcancé ese estadio de borrachera en que el mundo te encanta y ese amor por el mundo se acaba concentrando en la persona que por casualidad está contigo. Nos medio tendimos sobre el cuero destrozado del banco, pero dudo mucho que llegásemos a tocarnos, lo cual multiplicó bastante la intensidad del contacto. Yo notaba que estaba en buena forma. Liam no había perdido la cabeza y, entre flirteo y tonterías, hablamos de algunas cosas serias: Irlanda del Norte, por supuesto, pero también la naturaleza de la identidad y el ser forastero en otra cultura. Incluso llegué a comentar alguna cosa de lo de Deconstruction Malheurbe sobre los signos, lo cual le desconcertó bastante. El momento llegó, tal y como tenía que llegar, cuando Liam dio el paso. Yo esperaba un rodeo larguísimo sobre el tema, pero cuando lo dijo resultó muy emocionante por lo directo. —He pedido la llave de un piso que está cerca de aquí. Un sitio adonde podemos ir. —No me puedo quedar toda la noche. —Lo comprendo, no pasa nada. ¿Vamos? Íbamos camino de la puerta cuando un hombre mayor, a quien reconocí como el violinista, se acercó a nosotros tambaleándose. Nos rodeó los hombros a los dos, lo cual, dada su estatura diminuta, implicó mucho estiramiento por su parte y mucha inclinación por la nuestra. Unos mechones de pelo canoso le caían irregularmente por la cara y se le repartían por la cabeza. Daba la impresión de que no tenía dientes. —Liam, hola, Liam… —dijo meciéndose un poco. Una ráfaga de aliento a whisky me sacudió húmeda y mortalmente. —¡Oh, Marty, amigo, vaya lección de violín que nos has dado esta noche! — elogió Liam intentando desembarazarse del abrazo sorprendentemente fuerte del anciano. Marty no hizo caso de sus felicitaciones y le observó con una mirada cansada pero firme. —¡Ah, la niña! —dijo mirándome entonces a mí y tosiendo con emoción—. ¡Ah,

— 73 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

la niña! ¿No irás a «canallear» a la niña, eh, Liam? ¿No irás a «canallear» a la niña? Volvió a toser y advertí un cúmulo de esporas de tuberculosis estrellándose contra mi cara. Con un escalofrío de asco me liberé y corrí jadeando hasta la calle. Liam salió unos segundos después. —Lo siento mucho, Katie, el pobre Marty ya no es el que era. Le entran manías y se imagina cosas raras. —No pasa nada. Es sólo que hacía años que nadie me llamaba niña. Y no había oído nunca la palabra «canallear» como verbo. De hecho, no sé si me suena a nada. ¿Piensas hacérmelo? —¿Si pienso hacer qué? —«Canallearme», tonto. Dibujó una de sus sonrisas especiales y, por primera vez, me rodeó con el brazo. Me guió lejos de High Road y pronto nos perdimos en el laberinto de calles contiguas, antiguamente llenas de sólidas torres burguesas de ladrillo rojo, ahora ya decrépitas y deterioradas. Estarán ustedes pensando que me comportaba como una puta, tomando copas en un antro con un hombre a quien apenas conocía y después marchándome con él sin más. Y tendrán razón, pero como ya he dicho, era mi última oportunidad, mi último ramalazo de tontería, mi última aventura. ¿Quién va a negarle a una chica su última aventura? Llegamos. Era una casa como las demás. En el portal, un pasillo de baldosas cuadradas y desconchadas conducía hasta una puerta cuya pintura verde se caía a pingajos. Atravesamos la densa marea de correo comercial que estaba en el suelo, sin abrir, y nos encontramos en una especie de pasadizo, tan estrecho que sentías la necesidad de ponerte de lado. El suelo del pasadizo estrecho estaba cubierto por una moqueta sucia y asquerosa, repleta de quemaduras de cigarrillos. Pasamos de lado, con cuidado, junto al cuerpo desmembrado de una bicicleta y de lo que me pareció que era el zurullo de un gato. Olía a cartones viejos y a humedad. De pronto, me sentí mucho menos borracha. —¡Menudo cuchitril! —Sí, lo siento, Katie. Si llego a saber que estaba así, no te hubiese traído. Subimos por unas estrechas escaleras donde se acababa la moqueta y empezaba un linóleo resquebrajado. Dos pisos más arriba, Liam introdujo una llave en una cerradura. Yo esperaba algo espantoso y me consoló comprobar que sólo era bastante malo. El piso tenía tres habitaciones: un comedor-cocina, un lavabo y un dormitorio. Parecía limpio, casi espartano. En el suelo del dormitorio había un colchón con un edredón negro encima. Las paredes estaban cubiertas de un papel casi bonito con cerezas y zarzamoras y otros frutos del bosque. Pero la persona que lo había decorado no había sabido hacer coincidir los dibujos de rollos, y eso producía una sensación muy rara, como de ingeniería genética, pues las cerezas salían de los saúcos, de las grosellas o del mismo aire puro. Me dejé caer sobre el edredón, intentando no pensar en quién o qué lo habría

— 74 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

usado en un pasado reciente. —¿Te apetece un café? —ofreció Liam. —Sí, si consigues encontrarlo. Miré la hora por primera vez en toda la noche. Sólo eran las diez; parecía que habían pasado muchísimas cosas en sólo dos horas. Había tenido mi aventura, pensé; había explorado un mundo que desconocía y podía volver otra vez a la seguridad del mío. Tenía una historia extraordinaria (con la limpieza y la censura adecuadas) para la siguiente cena con mis amigos. Puede que incluso se lo contase todo a Milo. Le encantaría la parte del «no canallear a la niña». Me estaba riendo de esto cuando apareció Liam con el café. —No hay leche. —No importa. ¿Hay teléfono? Me gustaría pedir un taxi. —Por supuesto, te pediré uno después del café. Sé un número. Se sentó junto a mí en el colchón y apoyé la cabeza en su hombro. Me rodeó con el brazo y me besó suavemente en la cabeza. Yo me eché atrás y adelanté los labios para besar los suyos. Como ocurre siempre en los primeros besos, hacen falta uno o dos instantes de ajuste para que la misión de investigación consiga establecer la situación exacta de los labios del otro, los dientes y la lengua. La belleza del beso, la razón de su atractivo, por su rareza, está en que es la forma más inocente y a la vez más sucia de contacto humano: la primera cosa que una madre hace con su bebé, la única cosa que una prostituta no hará nunca. Ninguna experiencia erótica posterior llega a igualarse jamás a la intensidad del primer beso, perfecto porque traza vastos horizontes, espacios sin límites, infinitas posibilidades. Por muchos fracasos y caídas que vengan, el beso nunca tiene la culpa. El beso no promete nunca satisfacción, y por eso nunca decepciona. Pero tampoco nunca el beso se queda sólo en beso, sobre todo cuando un hombre y una mujer están solos en una cama por primera vez. Mi sostén desapareció en sus manos, me quedé desnuda. Él interrumpió el beso para respirar. —Katie, eres tan bonita, tan perfecta. Rodeé los tensos músculos de sus hombros con mis brazos y le besé el cuello y la cara. Entonces, de repente, una voz en lo más hondo de mí se puso a hablar y dijo: NO. No era algo racional, no era la preocupación de que nos descubrieran y se supiera; y, por supuesto, no era una voz moral. Se trataba de una cuestión de instinto primigenio, de una advertencia; la voz que le decía al hombre mono que el tigre con los dientes de sable estaba al otro lado del círculo de luz de la hoguera del campamento. —Oye, Liam, lo siento, pero no me veo capaz de seguir. Ya sé que te he enredado, soy una idiota. Eres un hombre encantador, de verdad, pero no puedo continuar. —No te preocupes, Katie, cariño, da igual —dijo dulcemente—. Lo entiendo, ha sido culpa mía. No debí molestarte. La verdad es que soy un liante sin remedio. Entonces, mirando hacia abajo, dijo medio sonriendo y medio frustrado: —Joder, ¿y qué se supone que voy a hacer con esta maldita cosa?

— 75 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Seguí su mirada y lo vi. Era la erección más colosal que había visto en mi vida. Lo siento, no querría parecer grosera, pero era, de verdad, una de las maravillas del mundo. Y la combinación de aquel estupendo y resplandeciente pene y de su frustración, aturdida y juvenil, me resultó irresistible. Estallé en carcajadas y él también. Abrí los brazos. —¡Pobre niño mío! —le dije mientras él se acercaba—. Anda, ven, será mejor que lo pongas aquí. Nos pasamos una hora en aquella habitación, con el colchón en el suelo, el edredón negro y los dibujos mal alineados. Hicimos de todo, sí, incluso eso. El conductor del minitaxi era de Costa de Marfil y había sido prisionero político. De profesión, era contable. Le escuché mientras me hablaba dulcemente de su familia y tristemente de cómo tenía que conducir para ganarse la vida (la verdad es que era un conductor terrible, pues se mantuvo, por lo que llegué a constatar, en tercera todo el camino), en lugar de trabajar en algo más acorde con su titulación. Le di una buena propina y, mientras le entregaba el dinero, se me ocurrió preguntarle, en un impulso, si había llevado más chicas a aquella dirección. —Oh, sí, señorita, muchas veces —me contestó.

— 76 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Capítulo 8 Un capítulo corto, acabado con dos puntos

Entré tan sigilosamente como pude, con la esperanza de que Ludo se hubiese ido a la cama, pero estaba en su estudio corrigiendo. —Hola, encanto —gritó—. ¿Te lo has pasado bien con las chicas? —Nada especial. Apesto a tabaco, me voy a meter directamente en la ducha. Me duché, me deslicé entre mis limpias sábanas blancas y di gracias al Señor por Primrose Hill. La hora había sido buena, como suele decirse, pero ya había pasado para siempre jamás, y me sentía feliz. Ludo vino pronto a la cama. Se acurrucó contra mí por detrás, como solía hacer, cubriéndome el pecho con la mano. Me acarició la oreja con la nariz y empezó a bajarme las bragas. Y lo más sorprendente es que empecé a ponerme cachonda. Pero ni siquiera yo era lo bastante descarada como para hacer el amor con dos hombres diferentes la misma noche. Y, además, me sentía un poco… dolorida. Me inundó una ola de ternura por mi chico, y me lo saqué de encima lo más cariñosamente que pude. Cuando abrí los ojos a la mañana siguiente, noté una gran sobrecarga de energía. No había ni rastro de sol entre las densas nubes de octubre, pero me sentía como si acabase de apartar las cortinas para ver un nuevo mundo. Me deslicé fuera de la cama, lo cual resultó difícil porque quería saltar, y fui a preparar café. Se lo subí a Ludo en una bandeja con unos cereales y el diario y le di un beso para despertarlo. Su pelo hacía eso tan suyo de retorcerse como un sacacorchos por la mañana, pero me pareció que estaba encantador. Decidí perdonarle lo del poema. —Estás muy activa esta mañana —dijo estirándose perezosamente—. ¿No tienes resaca de anoche? Resultaba divertido porque en realidad debería sentirme mal —más de un vaso de vino me deja para el arrastre al día siguiente— y no era así, pero si lo pensaba bien sí que tenía resaca. He oído decir que cuando te dan morfina todavía eres vagamente consciente del dolor, pero lo que pasa es que ya no te importa. Así mismo me sentía yo. —Estoy muy contenta de estar viva —repliqué con tono de escuela dominical. Mi buen humor duró todo el día durante el trabajo y también a la salida. Hasta la línea Norte tenía uno de esos extraños días a lo doctor-Jekyll-en-vez-de-misterHyde. En lugar del combinado habitual de zánganos con la cara triste y amargada, el tren parecía estar lleno de color, vida y emociones, como si al carnaval de Río le

— 77 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

hubiese dado por viajar hasta Londres. Esa mañana fue de las más fértiles de mi vida. Hice cosas sensacionales en todas las diferentes áreas de mi trabajo: diseño, producción, relaciones públicas y ventas. Hasta llegué a cambiar el cartucho de la impresora, lo cual siempre implica llamar a un especialista, mientras seis de nosotras, las chicas, formamos un círculo de admiradoras de la inteligencia superior de los hombres, como si el técnico nos trajese el fuego en lo que hasta entonces había sido una oscura cueva de Neandertal. A las once y media Penny se dejó caer con una historia divertidísima sobre un «caballero de Oriente Próximo» que se le había unido en el jacuzzi de su «club de salud» y que no había dudado en quitarse los pantalones. —Se echó hacia atrás con los brazos y las piernas abiertas, y su cosita iba flotando según la corriente como una anguila. Yo no sabía dónde mirar. Mandy, que había venido del estudio para quejarse de la nueva operaría de muestras temporal (de la que aseguraba que «respiraba a propósito de forma rara para ponerme de los nervios»), contribuyó con una historia semejante, que parecía estar situada en uno de esos complejos turísticos del Caribe que ya lo incluyen todo. —¿Y sabéis lo que hice —dijo frunciendo la cara de disgusto— cuando se fue deslizando hasta mí? Me meé en el agua, eso es lo que hice, y me salí. Deja que se cuezan en su propio jugo, eso es lo que digo. —¿Y no se pone amarilla el agua? —preguntó Penny, intrigada. —Es una de las mentiras más grandes que he oído. Si lo sabré yo, que he estado en todas las piscinas municipales del sur de Londres. —¡Vaya criatura! —exclamó Penny cuando Mandy se marchó. Las dos nos quedamos en silencio y pensamos en el metódico paso de Mandy por las piscinas de la metrópoli. Milo telefoneó por la tarde para charlar sobre su cumpleaños. Estaba organizando una fiesta en su apartamento, que había acabado de «redecorar», y cuya decoración tal vez constituía el tercer tema más comentado en el mundo de los relaciones públicas de la moda esa temporada, después de la cocaína y el tamaño del trasero de tú-ya-sabes-quién. Tenía problemas con los colores al intentar combinar los canapés con las cortinas, pero no quería explicar mucho. Mi impresión era que la cosa iba mucho de caballos, lo cual sugería piel de poney en todo. —El problema es el negro. No había muchas cosas de color negro que comer, si ya se ha pasado por el caviar y las aceitunas. —¿Y sepia en su tinta, o en la de una colega? —Buena ocurrencia, pero no funciona como aperitivo. —¿Qué me dices de ese trozo negro tan divertido que aparece en el atún fresco? ¿No podrías usarlo como una especie de sushi? Pronto salió a relucir que detrás de las preocupaciones de Milo se escondía alguna cosa más. Entre Pippin y el chico persa se fraguaba algún problema.

— 78 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

—Pip es absolutamente insoportable. Se folla todo lo que se mueve sólo para hacerme enfadar, aunque no es que me importe. Y ha hecho correr ese rumor sobre Jerjes. Le odia. Por eso no le invité el sábado. Me encanta que la gente monte números, pero no si tienen que ver conmigo. Me topé con él en el Met Bar el otro día, cuando salía de un cubículo con no sé qué matón, y dio por descontado que también tenía que venir. Debió de pensar que era tan especial que no necesitaba siquiera invitación. Y ya no podía decirle que no viniese. Habría sido horrible, me hubiese apuñalado, lleva una navaja Stanley, ya sabes. Lo hace para impresionar a los hinchas del fútbol, que le encanta ligarse. —Rajado. —¿Cómo dices? —Te habría rajado. Creo que con las navajas Stanley se raja a la gente, no se la apuñala. Ludo siempre está confiscando navajas de ésas en la escuela. —Es lo mismo. De todas formas, si hay una pelea la detendrás, ¿verdad? Por eso quiero que vengas. ¿Traerás al viejo y querido amigo Ludo? —¿Por qué no lo iba a traer? —Lástima. Bueno, tal vez podría «confiscar» la navaja de Pippin y hacerse merecedor de su… invitación. Un día bueno se había convertido en un día perfecto. Milo me había pedido consejo sobre su fiesta y sólo el hecho de que me invitase a ella me ponía los pezones duros. Ahora era yo la merecedora de su confianza, y hasta me daba pistas sobre la famosa decoración de su casa. La fiesta prometía ser lo mejor de lo mejor jamás visto. Milo iba a «comprimir» a las cincuenta personas más importantes que conocía dentro de su apartamento chic. La lista de invitados era impresionante: todos los editores de moda; una tercera parte de la Santísima Trinidad de los diseñadores japoneses; una actriz norteamericana, alta y delgada, famosa por interpretar con acento inglés sin tragarse su propia lengua; dos expertas en moda de la tele, rivales; y el caniche mascota de Vanessa Eastleigh, Casper, enviado en sustitución de su propietaria, a quien le habría encantado asistir si la fiesta no hubiese coincidido con su irrigación del colon. Cuando Milo colgó el teléfono, se lo conté a Penny y me eché a reír, pero su reacción fue inesperada. —¿Quién es su médico? —preguntó escuetamente. —No tengo ni idea. Algún chiflado manipulador de cristales, supongo. Ya sabes cómo es. —Sí, me temo que sí, y por eso me preocupa. Espero que no acuda a mi especialista de Harley Street, no me gustaría que me tratase con el mismo equipo que ha usado ella porque no lleva bragas. —¡Penny! No me digas que tú también vas a hacerte la irrigación del colon. ¡Es tan años ochenta! —No debes burlarte de lo que no entiendes. Yo siento que libera mi creatividad. La primera vez resultó bastante molesto, la verdad. Aguanté la respiración todo el

— 79 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

rato. Y todo queda documentado, ya sabes. Creo que lo hacen para protegerse, pero te venden una copia del vídeo por treinta libras, si la quieres, a modo de souvenir. —¿Un vídeo de qué, exactamente? —pregunté, pasmada—. No lo entiendo. —Bueno, colocan una cámara en miniatura en la punta de un tubo. —¡Vaya asco y qué dolor! —No, no hace daño: ponen vaselina sobre el cristal, lo cual tiene la ventaja de que pareces más joven en la película. Palabras de actriz. Se me pasó una idea por la cabeza. —¿Penny? —¿Sí, Katie? —No habrás sido capaz de comprar uno, ¿verdad? —¡No! Bueno… sí, pero no una copia. Insistí en que tenía que ser el original, no quería que cayese en manos equivocadas. Mira, aquí lo tienes —dijo mientras sacaba un paquete del cajón de su escritorio—. Me gustaría que lo tirases a algún contenedor de basura, pero pon una nota que diga «Residuos tóxicos. Incinerar». Lo dejé sobre mi escritorio mientras planeaba cómo le iba a contar la historia a Milo. El resto de la semana se hizo un poco más pesado. Estaba pendiente de la fiesta y pasé largas horas meditando qué ponerme. Las opciones podían clasificarse en tres grandes categorías, clásica, extremada y picante, o una solución híbrida, más o menos moderada. Por primera vez, la opción segunda parecía la más complicada de resolver: para hacerte la criatura-loca y la chica-Prada no hay que romperse la cabeza, pero para resultar llamativa y chic al mismo tiempo hace falta papel y bolígrafo, y unas buenas dos horas con un espejo comprensivo. Las cosas entre Ludo y yo se habían arreglado. Él se sentía aliviado una vez que la tormenta provocada por su poema hubo amainado, y yo me sentía feliz de haber consumado mi aventura —hasta ese momento, por lo menos—, así que los dos estábamos con el mejor de los ánimos. Con Liam, la cosa había quedado convenientemente vaga. Hablamos sobre vernos otra vez, pero Liam entendió las reglas, ¿o no? Me telefoneó el martes. —Hola, Katie. —¡Oh, hola! —dije muy bajito inspeccionando la oficina a toda prisa para asegurarme de que nadie pudiese oír nada. —No pareces estar muy contenta de oír mi voz. —No, no es eso. Sólo que en el trabajo resulta un poco complicado, ya sabes por qué. —Claro, claro. Quería saber si estás libre el sábado. He pensado que podríamos salir a picar algo. Seguramente Milo no invitaría a su fiesta a conductores de furgonetas, por mucho que fuesen conductores de camionetas del mundo de la moda. —No, lo siento, tengo algo que hacer. —Vaya, otra vez será. ¿Qué tal lo tienes la otra semana?

— 80 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

—La otra semana es un poco complicado, de veras. Parecía cada vez más exasperantemente claro que se lo iba a tener que decir sin tapujos. —Mira, Liam, pienso que eres un chico estupendo, pero… —Ya capto, bam, bam, gracias y adiós, Liam —soltó de golpe. —Pues, sí, me temo que sí. Lo siento. El que salió con la idea de que se debe ser cruel para ser amable se merece un premio. —No te preocupes, no te lo reprocharé. Adiós, ya nos veremos. ¡Uf!, ya estaba. Podía haber sido peor, podía haber sido mucho peor.

— 81 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Capítulo 9 Cenit, en lo alto

—Mira, puedes venir dentro de media hora —le dije—, a mí no me importa, pero si no aparecemos juntos, la gente hará preguntas y me harán perder el tiempo. Ludo me escuchó con el típico mal humor que precedía a las fiestas de la gente de la moda. —No lo entiendo. Ellos no me gustan a mí y yo no les gusto a ellos; entonces, ¿por qué tengo que ir? Prefiero mil veces ir al pub con Tom y Daniel. No te imaginas cómo sufro en esas fiestas. Me arden las entrañas, sudo, no puedo respirar… —Dios mío, yo pensaba que las reinas del drama eran las del diseño. Es el comentario más frívolo que he oído desde que Jasper Conran plantó su tienda por última vez. Eso le descolocó un poco y pasó mansamente a la fase de aceptación malhumorada de la velada, que es una fase sumisa, pero aburrida. Hubo una pequeña bronca final por la cuestión del transporte. —Es un paseo de diez minutos a pie, por favor —gruñó—, ¿por qué tenemos que coger un taxi? Me quité un zapato, un Sergio Rossi de belleza infinita, y le mostré la suela mortal, como si fuera un hacha de guerra de la época de los torneos. —Esto —le dije con voz neutra— es una pieza de calzado potencial— mente mortal. Estas botas —añadí, faltando a la verdad, pues mi precioso modelo se diferenciaba tanto de una bota como la fiesta de Milo de una excursión por las montañas— no han sido fabricadas para caminar. La invitación decía a las ocho y nosotros llegamos a las nueve, posiblemente unos veinte minutos demasiado temprano. Se hace muy difícil acertar hoy día. Un chico vietnamita que hacía de camarero nos abrió la puerta. Milo había llamado a una gente de catering que lo hacían todo a precio de coste a cambio de la publicidad que les daba la fiesta entre los invitados. Lo que vi al entrar en el piso me cortó la respiración. Siempre había sabido que la visión de la «redecoración» me cortaría la respiración y también había sabido que se esperaba que debía cortarme la respiración; es decir, que el que la respiración se cortase era la reacción física más apropiada, sin sustitución posible. Por eso, los perezosos o los mudos habrían podido poner, al entrar, un vídeo de actores representando el corte de la respiración: mirada en derredor, suspiro maravillado, sonrisa, exclamación y una inclinación hasta el suelo, todo como muestra de aprecio. La «redecoración» se había concebido con una última pieza por poner, la pieza de un

— 82 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

corte de respiración. Lo que yo no había previsto era que mi corte de respiración fuera de horror: la famosa «redecoración» del famoso apartamento de Milo era un fracaso total. Yo había acertado casi en lo de la plaga de la piel de poney, pues una cubría el sofá, otra, un sillón y otra, un reclinatorio cromado. Ése era el problema. En la última semana, la piel de poney se había «quemado» imprevisiblemente. Y, como todas las modas, se había seguido utilizando para engatusar a la gente, cuando ya se había convertido en porquería. El récord de la degeneración se produjo el miércoles por la noche, cuando Jude Law se puso su piel de poney para el estreno de una película en la que la encantadora, y hasta aquel momento impecable, Merchant Ivory Stephanie PhylumCrater escenificaba una felación a un perro mestizo amarillo llamado Nobby, con lo que se había roto el último tabú, que las actrices inglesas de buena familia siempre han actuado con perros de raza exclusivamente. Desde esa noche, la piel de poney había ido cayendo más deprisa que un novato en un patín. Pero todavía había algo que superaba la comprensible desventura de haber apoyado al poney equivocado. Todo, sencillamente todo lo que había en el apartamento, correspondía al pellejo de alguna bestia muerta. El suelo era de un cuero con una textura curiosa, quizá pensado para dar la impresión de un cocodrilo, pero que a mí me recordaba los intestinos. Las paredes estaban cubiertas con pieles de tonos parecidos, pero sin esas texturas. Las alfombras eran todas de pelo, acaso de conejo, de gato o de llama, no lo supe reconocer, y estaban esparcidas por el suelo y los asientos. Era como estar a la vez en el interior y el exterior de alguna criatura animal: no sé por qué mi mente produjo el nombre «camellopardo», aunque no podía ser correcto porque sabía que se trataba de un antiguo nombre para la jirafa. El conjunto resultaba desagradable. Y pensar que la temporada antes Smack! había salido en los periódicos por negarse a representar a los clientes que utilizaban piel. Sin embargo, algunos detalles eran impresionantes: unas sillas de Mies van der Rohe, colocadas con una despreocupación milimétrica; unas bolas luminosas estilo años sesenta que iluminaban en picado desde el techo, y unas puertas acolchadas de la manera más hortera que sugerían zonas pecaminosas detrás. Pero la ironía resultaba demasiado compleja y elaborada para hacer efecto, y el conjunto acababa dando la sencilla y anticuada impresión de un mal gusto sublime. Al principio sólo había unas diez personas, más o menos pegadas en torno a Milo y al chico persa. Milo iba vestido de color plata, color que me parecía de la temporada anterior, pero que seguramente no lo era, pues Milo, por lo menos en el reino de la moda, no se equivocaba nunca. Quizá fuera el tono de la plata. Jerjes parecía tan absurdo y hermoso como siempre, vistiendo un apretado top negro de chica y unas mangas de chifón de seda muy voluminosas, salpicadas con unas estrellas negras. Kookai y Kleavage desarrollaban una actividad semiprofesional y daban movimiento a la sala en aquellos primeros momentos anteriores a la llegada de los auténticos invitados. También había llegado pronto una de las expertas en moda de la tele, que intentaba disimular su incomodidad por ser pájaro madrugador. Me pregunté si

— 83 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

habría algún detective dispuesto a pagar por saberlo; se lo hubiera contado. Era una mujer tan desmesuradamente fea, en persona, como Milo la había descrito. Pensé que la tele era muy cariñosa con las rubias gordas y bajitas. Su aspecto era raro: hacía pensar que se había esforzado mucho en arreglarse, y a la vez, que no se había esforzado lo bastante. En un grupo cercano reconocí a Canvey Island. Estaba contando la historia del hombre con gusanos en los pies sin que nadie la escuchara. —¿Qué te parece, mi cielo? —me preguntó Milo cuando me acerqué a él, señalándome el apartamento. Me dio la impresión de que su habitual coraza de presunción se había rebajado hasta el grosor de una telaraña. Necesitaba desesperadamente que le animasen. De algún modo había captado que todo había salido trágicamente mal, pero admitirlo le aplastaba. Necesitaba la fanática confianza en sí mismo del que anda sobre el fuego. —Es estupendo, sencillamente estupendo —le contesté—. Me dan ganas de llorar de lo maravilloso que es. Por supuesto, mi sola voz no habría logrado disipar las dudas de Milo, pero junto con el coro general de la aprobación aduladora, y amparada en la terrible vanidad natural del propio Milo, sirvió a su propósito, y el anfitrión me dio la bienvenida con convincentes muestras de afecto. Ahora no hubo lenguas impertinentes ni pellizcos a escondidas. Me uní al grupito e inyecté una dosis de energía muy necesaria en un sistema que claramente se aproximaba a la entropía (es gracioso lo que uno llega a recordar de la física de secundaria). Ludo se fue a buscar una cerveza en la bandeja de las bebidas, búsqueda que sería inútil, pues por motivos que sólo conocen unos pocos iniciados, en las fiestas del mundo de la moda sólo se sirven martinis y champán desde 1995. Como siempre, Milo hizo gala de su terrible gusto musical: una pieza de jazz de lo más plinky-plonky, que sonaba como de una animación avant-garde búlgara de los años sesenta. Puede que penséis que entre el mundo de la música y el de la moda se da una rica fertilización, pero la verdad es que no hay el menor intercambio. Al menos no en mi nivel, es decir, el nivel en que se tiene que gastar dinero. La música y la moda tienen dos arquetipos completamente diferentes de lo que es genial, y ninguno está dispuesto a reconocer al otro. Ludo, que tenía un amigo que trabajaba para una pequeña casa discográfica, decía que es como la relación de dos cotorras que trinan a placer en un matorral, pero que no se emparejan porque una tiene una línea marrón sobre el ojo y la otra, verde, o una hace «pee po pee» y la otra, «po pee po». Yo creo que es porque no se puede saber de todo, y recordad que la mayoría de la gente de la moda y la música son bastante lerdos, y si se despistan un momento, se quedan fuera de onda. —Anda, Katie, sácanos algunos trapos sucios, ya sabes que nos encantan los cotilleos —dijo Milo después de un rato. Yo ya había venido preparada. —¿Qué queréis, negocios, política, espectáculo o leyes? —Katie Castle, eres magnífica; si tuvieras polla, serías mía —exclamó Milo, excitado. Me pregunté si habría roto ya su última abstinencia voluntaria de cocaína—

— 84 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

. Vamos a subir el nivel, queridos. Danos algo de política. De modo que les conté lo del importante parlamentario de la oposición que estaba en nuestra tienda comprando uno de nuestros vestidos de tirantes de seda de Shantung para su querida —y con querida me refiero a realce de pechos, tatuaje en el culo, implantes de colágeno y aguda risa estridente, todo junto— cuando entró en la tienda su esposa, una destacada economista de la ciudad y clienta importante nuestra de muchos años. —Eso es imposible —estalló Milo—, ¡si todo el mundo lo sabe! ¡Es marica, absolutamente marica! Ha arrasado por todos los antros gays de Londres y de Brighton y tiene su propio coto en Sanidad. Los del partido le emparejaron con una esposa adecuada, que tenía… otros intereses y a la que le importaba un pito. —Sí, eso es lo que él quería que pensara la gente, pero es justo al revés. Era un montaje para encubrir su feroz heterosexualidad, y ahora le han descubierto como heterosexual. —¿Cómo reaccionó su mujer? —preguntó alguien. —No dijo nada; se convirtió en piedra. Pero se saltará lo de Mary Archer, no la verás con su marido. Fijaos en el Mail mañana. Tras mi pequeño golpe de efecto, las cosas salieron maravillosamente. Todos los que llegaban me encontraban en el centro de la sala, actuando casi como la coanfitriona de Milo, y me pareció que las acciones de katiecastle.com subían vertiginosamente. El chico persa protestó contra mi usurpación de la única manera que podía: silbando por entre sus dientes apretados y lanzando el fuego de Zoroastro por sus encantadores ojos. Pero a mí no me importaba, había dejado de ser periférica. Antes de la fiesta casi todo el mundo sabía quién era yo (menos dos artistas conceptuales lesbianas, cuya última instalación, un conjunto de obscenas ubres rosa compradas en algún matadero perdido, que supuestamente representaba el culto de la sociedad a la figura materna, sobresalía de la pared de la aséptica cocina de Milo), pero ahora, además de saberlo, me miraban con un interés calculador. De pronto me había convertido en alguien capaz de causarles daño; alguien a quien convenía cortejar. Los camareros se deslizaban entre la gente con silenciosa eficiencia. Las bebidas aparecían exactamente en el momento adecuado y los canapés, si alguien tenía en mente dar un mordisco, llegaban justo cuando la mano quedaba libre para poder escoger uno. Entonces llegó la actriz famosa, acompañada de una especie de salmonete no esperado, que podría ser su mánager. Le oí decir algo sobre que Jude Law estaba fuera, llorando porque el conserje la había echado por permitirse demasiadas confianzas. Pero yo no podía permitirme el lujo de perder el tiempo bromeando con los famosos: mi tarea era trabajarme a los influyentes. Me trabajé a los editores de las revistas de moda como una verdadera profesional, arrancando sonrisas con halagos del calibre doce a aquellas caras bronceadas con nicotina, aludiendo a clientas muy conocidas para que citaran sus nombres en sus artículos y sugiriendo detalles de la ropa que llevaban las grandes ejecutivas. Los periódicos de gran formato, los diarios

— 85 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

sensacionalistas y también las revistas mensuales de lujo, todas cayeron bajo mi violento ataque. Me sentí como una versión, algo menos despiadada y mucho más bonita, de uno de mis personajes favoritos de final del bachillerato, Tamburlaine. Y mi comportamiento no respondía sólo al engreimiento. Pensad que el éxito de una empresa de diseño depende de muchos factores distintos, de los que hacer ropa buena sólo es uno y, desde luego, no el más importante. ¿Os habéis preguntado alguna vez por qué determinados nombres salen siempre en las páginas sobre moda? ¿O por qué algunas colecciones acaparan todos los focos? No, os fijasteis en la ropa y pensasteis «bien, bastante bonita», o «qué ordinaria», o «ridícula», pero nunca os preguntasteis por qué se hablaba de éstas y no de otras personas, ¿verdad? Pues mucho me temo que porque la diseñadora o su relaciones públicas invirtieron tiempo en fiestas como ésta. Embobaron a los curtidos editores; unos timaron y otros intrigaron. Y, por favor, no vayáis a pensar que pretendo hacer grandes revelaciones, algo parecido a: KATIE CASTLE CUENTA LA TERRIBLE VERDAD SOBRE LA MODA. Es, sencillamente, que por lo que llevo visto no se puede funcionar de otra manera. Hay tanta ropa en el mercado que llama la atención que tiene que haber una selección, un filtro de la que es interesante y la que no lo es. Y esa selección puede ser tener un Marlboro estratégico cuando la responsable de moda del Daily Beast's descubre que ni el parche ni el chicle de nicotina le sirven, y sobre los labios le empiezan a brillar unas gotas de sudor y la cara se le tensa de ansiedad. Me encanta. Luego llegó de repente un aluvión de invitados y pareció que ya habían llegado todos. El diseñador japonés entró con cara de enfado, buscando una nave de guerra contra la que chocar, pero Milo consiguió hacerle reír enseguida, en un tono extraño y muy agudo, con una historia de cortesanas y cortesanos. Sí, la fiesta estaba perfectamente conformada: se tenía la sensación de que sólo había un grupo y con un solo propósito, además de las quejas y rencores de los diversos subgrupos, que proporcionaban un interés infinito. Gran parte de ese interés se centraba en Pippin, que había aparecido hecho polvo, hasta las narices de coca y apestando a chico de compañía, con la determinación de montar un número en plan «los últimos días oscuros de Sebastian Flyte». Fue tambaleándose de un grupo a otro, interrumpiendo las conversaciones en beneficio de su propósito obsesivo: calumniar a Milo y a Jerjes. Al final, a Milo se le agotó la frialdad; llamó a dos de los camareros más corpulentos, buscó algo en su cartera, se lo tendió susurrando unas instrucciones y se marchó. Era evidente que uno de los camareros era estudiante y que trabajaba para complementar su precaria beca de estudios, mientras que el otro tenía un aspecto siniestro, a la manera de los ayudantes del matadero. Los dos se embolsaron lo que parecía unos billetes nuevos de cincuenta, afilados como diamantes, y con delicadeza guiaron a Pippin hasta la puerta. Éste aceptó pasivamente pensando que los dos chicos buscaban un poco de diversión. Sólo en el último momento pareció darse cuenta de que iban a darle una patada en el trasero y soltó un grito por encima del hombro, con una postura tan teatral que, si era preparada, representaba el triunfo de

— 86 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Pippin, el apogeo de su carrera como reina del drama. —¡Te cogeré, perra! ¡Me las pagarás! —aulló. La fiesta ya tenía la inmortalidad garantizada. En medio de tanta diversión, me fijé en una figura bastante elegante que había aprovechado la puerta abierta para entrar. Tardé tres segundos completos en reconocer al amigo bolchevique de Ludo, Tom. Iba vestido de los pies a la cabeza con un traje gris carbón de Paul Smith, que podría parecer poco imaginativo, pero que en él hacía maravillas. Se había cortado el cabello de forma bastante atractiva, también, y supuse que algún anciano barbero italiano del barrio de Tom había perdido sus cinco libras de trabajo de aquel mes. Pero nada de esto explicaba qué estaba haciendo allí. Supuse que Ludo lo había invitado para tener compañía y eso podía ponerme en serios problemas con Milo, pues muchísima gente encantadora del mundo de la moda se había quedado fuera de la lista de invitados, y que aquel espacio lo cubriera un maestro de escuela desconocido sin ninguna relación con el mundo de la moda ni el de los negocios (a pesar de su eficiente transformación) era, precisamente, el error que Milo encontraba inaceptable. —¡Qué sorpresa tan agradable! —exclamé cuando Tom me descubrió y se me acercó. Parecía desconcertantemente seguro, lo contrario del sumiso y hosco estilo de Ludo en estas ocasiones. —Hola —dijo inclinándose con pocas ganas para darme un beso. Se le notaba la típica aversión de la clase trabajadora al contacto físico. —Me imagino que buscas a Ludo. No le veo desde hace rato. —Mmm… no. La verdad es que buscaba a otra persona y ya la he encontrado. Y en éstas apareció Kookai. La cara de Tom se deshizo en una sonrisa gigantesca. No me había fijado en que nunca le había visto los dientes, y me dio la impresión de que se los habían puesto hacía poco. Kookai tuvo que alzarse de puntillas y echar la cabeza atrás para besarle en los labios. Luego volvió a bajar de las alturas y se situó a su lado. Hice un gran esfuerzo para disimular el shock de verlos. Comprobé que no se me había abierto la boca, ni me habían saltado los ojos, ni se me había vaciado por sorpresa la vejiga. Piensa en algo irónico, piensa fríamente, piensa en algo neutro, me dije. Luego decidí levantar una ceja de manera astuta. —Así que vosotros dos tenéis un lío, ¿eh? —No, yo siempre entro en las fiestas y morreo directamente a las mujeres —dijo Tom. La aclaración resultaba innecesaria. —Tom, no seas desagradable. Al fin y al cabo, fue la encantadora Katie la que nos presentó. ¿Era mi imaginación o Kookai me estaba tratando con condescendencia? Seguro que no, no podía ser. Decidí ir en busca de Ludo, algo que en ninguna fiesta había tenido ganas de hacer. Imaginaba que estaría desplomado en un rincón, murmurando algo contra la

— 87 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

odiosa gente de la moda y me sorprendió encontrarlo en medio de los hornos de vapor, las cromadas licuadoras y otros aparatos que no se usarían nunca, en la cocina de bronce pulido de alta tecnología de Milo. Y, más sorprendente todavía, Ludo estaba en el centro de un grupito bastante divertido. Reconocí a un par de hermosas periodistas de la moda (todavía demasiado jóvenes para haber desarrollado una piel gruesa como el cuero, la espalda torcida y la expresión perversa de las editoras), las dos con el nombre de Jane; un fotógrafo temperamental de Europa del Este, vestido con unos tejanos gastadísimos y una chaqueta de motorista mal escogida; y Galatea Gisbourne, la diseñadora demasiado de moda, que era la autora de la idea de la decoración del apartamento de Milo. Su belleza extraordinaria, en la que destacaba su cabellera negro azulado, su cara pálida y sus labios hinchados como si los hubieran picado abejas, le garantizaba un artículo sobre diseñadores del momento y nuevos diseñadores, pero además Galatea era famosa por su problema de habla, tan complicado como divertido. Era una especie de ceceo que le hacía pronunciar la «s» como «sh», un sonido que venía acompañado de burbujeos y silbidos de saliva alrededor de las muelas. La gente con poco tacto siempre intentaba hacerle decir «huevos fritossh» o «esshpaguetissh». Además de estas figuras conocidas, había otra que permanecía de pie a mi espalda, en una zona de oscuridad. Algo en su silueta me produjo una extraña sensación de incomodidad y la sensación aumentó hasta el pánico cuando le oí hablar. Sólo capté una palabra por encima del escándalo general de la fiesta, pero fue suficiente: «gallinas-hembra». En respuesta a la conversación de aquella figura oscura, Galatea decía, emocionadísima: —Sshí, nadie puede negar el sshignificado de los sshignossh. Pero yo estaba demasiado ocupada intentando esconderme como para que me hiciera gracia. Iba a escabullirme de la cocina, cuando Ludo me vio. —Katie, ven un rato. Es increíble, por primera vez me lo estoy pasando bien en una de tus fiestas. No sabía que tu gente entendía de filosofía. Pensé rápidamente que no había hecho nada malo, al revés. No tenía nada de qué avergonzarme. No tenía importancia que le hubiera tomado el pelo a aquel payaso. Se lo merecía después de la propuesta tan indecente que me había hecho, ¡al carajo! Me defendería con la misma cara dura que tenía él. Malheurbe se volvió y me miró. —¡Oh, tú aquí, Katie! No puedo creer en mi buena suerte. Tenía muchas ganas de verte para disculparme. —¿Os conocíais ya? —preguntó Ludo, sorprendido pero de buen humor. —No —informé yo. Pero Malheurbe me quitó la palabra. —Cometí con esta mujer una falta de galantería miserable. Ella había previsto reunirse conmigo para un trabajo, en París, y lo había arreglado todo muy profesionalmente, que es lo último que nosotros esperamos de los ingleses en estas situaciones. Y yo fui víctima de una indisposición terrible y no pude reunirme con

— 88 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

ella. Me sentía fatal cuando me la imaginaba esperándome sola, allí, pero no tenía dónde telefonearla. De golpe todo el mundo se puso a mirarme. Las periodistas intuyeron que se avecinaba algo divertido. La expresión de Ludo pasó de la sorpresa a una especie de neutralidad armada, más o menos como la de Suiza. —¿Qué está contando, Katie? —preguntó secamente. Las disculpas de Malheurbe me habían descolocado. No sabía si era verdad que no se había presentado a la cita o si todo aquello era una venganza calculada. Pero lo primero era negarlo absolutamente. —Este hombre debe de estar loco de remate. No sé de qué demonios está hablando. —Katie, cariño —siguió el jodido francés de la manera más tierna—, comprendo tu enojo. Pero si supieses cuán profundos son mis sentimientos, me perdonarías. Para que veas, he guardado la nota amorosa que me diste cuando nos conocimos. Dios, las direcciones. Dios, los besos. Extendió la mano y allí estaba, el folio DIN A4 perfectamente doblado, con mi letra y la pequeña pirámide de tres besos. Todo el mundo conocía mi firma. Los que miraban la escena pasaron de la curiosidad a la vergüenza ajena y empezaron a apartarse. Yo me volví hacia Ludo y le separé un poco. —Cariño, deja que te lo explique. Este… hombre estaba con Milo en Première Vision y me hizo una proposición absolutamente descarada. Yo le di largas y le cité en un sitio para quitármelo de encima. Pregúntaselo a Milo, si no me crees. Malheurbe intervino y nos interrumpió. —Lo siento mucho, no me había dado cuenta de que teníais una relación. —Vamos a casarnos —dijo Ludo. —Ah, pues os felicito por la libertad y la franqueza de vuestra relación. Esta modernidad tampoco esperamos hallarla entre los ingleses. Entonces Ludo le dio un fuerte puñetazo en la boca. Las periodistas Janes contuvieron la respiración y se atragantaron al unísono. Yo nunca había visto a Ludo hacer nada violento. Resultó muy galante, y me emocioné un momento, pero luego me entraron ganas de vomitar. El fotógrafo sacó una mini cámara de aspecto muy caro y le hizo una foto al filósofo, que se había desplomado en el suelo sangrando. Ludo se apartó y se marchó dando zancadas a la habitación principal. Yo salí corriendo tras él. La fiesta continuaba, ajena al drama de la cocina. Nadie pareció darse cuenta de nada cuando fuimos hacia la puerta haciendo eses y esquivando a la gente. Le alcancé justo antes de que llegase al ascensor. —Ludo, por favor, no irás a creerte toda esa mentira. Es hasta gracioso de lo absurdo que es. Me miró muy seriamente unos segundos. —Te creo —dijo al final, pero no sonrió. —Por favor, vuelve a la fiesta. Me quedaré contigo toda la noche, te lo prometo. ¿Sabes? Tom ha venido, invitado ¡por Kookai!

— 89 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Esbozó una sonrisa, pero sus ojos seguían serios. —Sí, Tom me dijo que salían, pensaba que te lo había dicho. No, no puedo volver a la fiesta, me he portado como un imbécil. Me ha disgustado mucho todo esto, Katie. No has debido portarte así, has quedado como una grandísima… puta. No es de extrañar que la gente siempre se haga una imagen equivocada de ti. Yo confío en ti, creo, pero me haces parecer un idiota. Anda, vete tú a la fiesta y diviértete un poco. Yo voy a dar una vuelta; a lo mejor voy a buscar un poco de hielo para la mano. Le miré la mano. Tenía el dedo índice morado y un corte profundo, seguramente consecuencia del diente torcido de Malheurbe. Le cogí el dedo y se lo besé con mimo para que sanase. El hizo un gesto de dolor y se apartó. —Déjalo de momento, Katie. Me siento muy cansado. Le dije adiós con la mano mientras las puertas del ascensor se cerraban. Me sonrió, triste y con expresión de derrota. ¿Cómo iba yo ahora a mirar a los de la fiesta después de todo aquel jaleo? Pues sí señor, lo bueno que tiene Katie Castle es que le va lo de volver a las fiestas después de que su novio le haya dado un puñetazo a un filósofo francés porque presumía de haber tenido un lío con ella, ¿qué pasa? Así que volví a entrar. Y me relajé; la riña de la cocina parecía haber sido un juego de niños comparada con el episodio anterior de Pippin y apenas parecía haber quedado registrada en el contador Geiger de la fiesta. Malheurbe me dedicó una sonrisa afectada cuando, me vio, dejando claro que su móvil había sido la venganza. Por lo menos, ahora, el labio sangrante le haría acordarse de mí. Circulé por la fiesta un rato, pero mi corazón ya no estaba por la labor. Vi que Tom y Kookai se lo estaban pasando en grande. Kookai le explicaba una historia muy entretenida sobre lo que hacía en los autobuses cuando empezó a trabajar como RP. Como no tenía un céntimo, cogía el autobús y, cuando llegaba el revisor y le pedía el billete (siempre tardaban un poco en aparecer), se ponía a buscar desesperadamente en el bolso y después se echaba a llorar. Le decía al revisor que acababa de perder el monedero y se ofrecía a bajarse del autobús en la siguiente parada. La mayoría de las veces el revisor sonreía y la dejaba seguir en el autobús todo el trayecto; si, por lo que fuera, la hacían apearse, volvía a hacer lo mismo en el siguiente autobús. —Convertía el viaje al trabajo en una aventura, ¿entiendes? —le decía, victoriosa—. Pero una vez tuve que coger cuatro autobuses y me cayeron un montón de gritos. ¡Qué astuta y descarada!, pensé; no tenía un pelo de tonta. Nos manipulaba sutilmente dándonos una imagen de inocentona, y haciendo que la quisiéramos por ello. Cuando empezaba a pensar en marcharme, Milo me llevó a un rincón. —¿Qué te parece? ¿Cómo ha salido? —Fantástico, mejor imposible. El apartamento está de fábula, ha venido todo el mundo, el catering ha funcionado genial y has tenido dos buenas peleas a puñetazos, con sangre en el suelo de la cocina, ¿qué más podrías pedir?

— 90 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

—Nada, la verdad. Me he enterado de lo de Ludo y ese bufón de Malheurbe. No habrá pasado nada grave. —¿A quién, a Malheurbe? No, sólo un labio roto. —Qué pena. Yo preguntaba por vosotros, por ti y por Ludo. —No, no ha pasado nada. Ludo es magnífico. —Qué pena. —¡Milo! —Sólo era una broma —rió. —Eso espero. Ya sabes que no harías nada conmigo si no fuera por Penny Moss; y si no fuera por Ludo, yo todavía sería… bueno, ¡Dios sabe qué! Sin Ludo yo nunca habría pasado del chico vietnamita. Milo lanzó un rugido de lascivia cuando oyó hablar del vietnamita. Parecía que se iba a poner a jugar a las Naciones Unidas cuando acabara la fiesta, con el chico persa, el vietnamita y el desagradable checo, latvio, o polaco, o lo que fuese aquel fotógrafo que parecía estar matando el tiempo a la espera de algo. Milo detuvo en su cabeza el vídeo que se estaba montando, cualquiera que fuera. —¡Katie, escúchame! No estarás insinuando que si volvieses a ser una modesta aspirante al mundo de la moda, sin dinero, influencias ni perspectivas, yo te dejaría de lado, ¿no? ¡El cielo no lo quiera, cariño! —Todos nos jodemos entre nosotros —repliqué yo. Me sorprendió mi propia crudeza y mi pasión. Se suponía que tendría que haberlo dicho de manera más superficial.

— 91 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Capítulo 10 En el que Katie no llora

Regresé a casa alrededor de las tres, agotada y un poco deprimida. En conjunto, la fiesta había sido un éxito, pero no se podía decir que yo hubiera cosechado muchas satisfacciones. Sabía que debería haber seguido a Ludo y representado el papel de «besitos-besitos-las-paces-amigos-de-nuevo-porfa», pero no lo había hecho. Y al final había deambulado por la fiesta de un lado a otro sin objetivo, observando la histeria de los acelerados, llenos de coca hasta las cejas. He de decir que siempre he preferido el honrado coloque del alcohol a la falsa claridad de la coca, pero no me importaba que la tomaran los demás; así te reían más las gracias. Pero todo cansa y la repetición desgasta; tanto trocear, rallar y esnifar, y tanta risa falsa acaba haciéndose aburrido, absurdo y zafio. En el momento de abrir la puerta de casa ya presentí que algo iba mal. El apartamento se veía frío y vacío. Ludo no estaba. Recorrí las habitaciones para ver si se había quedado dormido en algún armario, sabiendo que no le encontraría. Pero no me preocupé. Ludo no era de los que se metían en peleas con botellas o cadenas. Pensé que se habría ido a casa de Daniel. Luego me acosté y soñé con dragones. A la mañana siguiente, cuando vi que Ludo todavía no había vuelto sí que empecé a preocuparme. Pensé en preguntarle a Penny si sabía dónde estaba, pero cuando iba a telefonearla, vi un par de mensajes en el contestador. Antes me encantaba recibir mensajes, me producía emoción; podía ser algo que cambiase tu vida. El primer mensaje era de Veronica y lo borré sin escucharlo, después de oír el primer arrastrado y cursi «Hoo-la, Katie». Tenía todas las trazas de ser aburrido o deprimente: un nuevo rechazo o una crisis por la comida. El segundo mensaje era de Penny. La irritante voz metálica del aparato me informó de que se había recibido a «la una y treinta y siete» de la madrugada. —Katie, soy Penny. Oye, Ludo está conmigo, pero no se va a quedar aquí. Ha sucedido algo muy serio; quiero verte mañana en la oficina. Sí, aunque sea domingo. Te sugiero que aparezcas por allí a las once en punto, y no llegues tarde. ¿De qué porras iba aquello? Sonaba a emergencia. Había tenido que ir a la oficina algunos domingos, pero pocos y en épocas de enorme locura de trabajo. Era muy extraño que Penny se saltase la mañana de los suplementos a color y me asaltó un pensamiento: no sería algo relacionado con lo del idiota de Malheurbe, ¿verdad? ¿Se habría tomado Ludo a pecho aquella ridiculez? Siempre meditaba las cosas después de que pasaran. ¿Habría acudido corriendo a su mamá en aquel mal

— 92 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

momento? No, que Ludo estuviese allí no tenía nada que ver con la cita. Me telefonearía para algo de los propietarios o de Liberty, o sería una nueva clienta que sólo podía ir a la tienda los domingos, o que otra de las fábricas había quebrado y teníamos que llevar la producción a Latvia, o algo así. Era una de esas insólitas mañanas de principios de noviembre en que luce el sol y que parecen tan maravillosas precisamente debido al inevitable gris de antes y de después. Llegué a la tienda a las once menos cinco. Llamé al timbre. Me sorprendió que contestase Hugh. Abrió el cerrojo y me dejó pasar haciéndose a un lado. No hizo ningún gesto de querer besarme. —Hola, Hugh —le saludé—. ¿Qué pasa? Todo esto es muy misterioso. No estoy acostumbrada a vivir aventuras en domingo. Intentaba mantener una voz natural, es decir, frívola. —Será mejor que dejemos que lo explique Penny —dijo, evitando mirarme a los ojos, algo muy impropio de él. Ahora sí que tenía miedo. Aquello olía mal. Penny-trabajo-domingo-HughLudo era una combinación horrorosa. Seguí a Hugh en silencio escaleras arriba, con la breve pero poderosa alucinación de que subía los peldaños del cadalso; los carros traqueteaban, las brujas tejían y las faldas pantalón escaseaban. Arriba, en la oficina, todavía me esperaban más sorpresas. Además de Penny, a la que esperaba, en el despacho estaba ni más ni menos que Cavafy. ¿Para qué demonios le habría llamado Penny? Era la primera vez que veía al pequeño griego fuera de la fábrica y me resultó muy raro. Me miró de manera muy extraña un momento y luego volvió la cabeza tajantemente, no supe distinguir si con tristeza u hostilidad, pero la vieja simpatía había desaparecido. Hugh se les unió en la otra punta del escritorio de Penny, que habían apartado de la pared y colocado en el centro, como para un interrogatorio. —El Comité de Protección Pública —murmuré. Me pareció que Hugh leía mi pensamiento y sonreía. Por el contrario, a Penny no le interesaba lo más mínimo lo que yo estuviera pensando. —Bien, Katie —empezó con su tono más profesional—, no tengo la menor intención de irme por las «ranas». —Ramas —la corrigió Hugh bajito, como si sostuviese su alma en las manos. Pero en esta ocasión Penny prefirió ignorarle. —Te has descubierto. En realidad, sólo era una cuestión de tiempo. Siempre pensé que no eras la mujer apropiada para Ludo. No siento ningún rencor personal, quiero que lo sepas. Sencillamente, estoy convencida de que no puedes evitarlo. ¿De qué hablaba? ¿A qué demonios se refería? Dios mío, ¿qué hacer? Intenté hacerme la valiente. Ataqué. —¿Cuántas veces tendré que repetir que ese jodido francés es un mentiroso enfermizo? Le di la nota para quitármelo de encima. Es un feo ridículo, aburrido y absurdo. ¿A quién le interesa ahora la deconstrucción? Ni borracha se me ocurriría hacer algo con él. —Bueno, Katie —continuó Penny—, eso no lo sé, es cosa tuya. Ludo me contó

— 93 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

lo del francés anoche, y sobre eso podríamos haber estado dispuestos a dudar. Pero no te he hecho venir por eso. Como ves, Cavafy ha tenido la gentileza de acudir. De hecho, estamos aquí por él. Ayer me telefoneó y me contó una cosa, ¿entiendes? Una cosa que le había contado Angel. La luz se abrió paso, cegadora, terrible. No tenía nada que ver con Malheurbe. Me poseyó una náusea horrible. A las bulímicas les pasa mucho. Pero tenía que luchar, tenía que luchar. —Por el amor de Dios, Penny, no puedes creértelo todo. Ya sabes que Angel siempre ha estado encaprichado de mí. Todo lo que dice es falso. —Mi chico no miente —rebatió Cavafy en voz baja con una intensidad que chispeaba alrededor de las palabras como electricidad estática. —Katie, vamos al grano —insistió Penny—. ¿Sabías que Liam Callaghan y el joven Angel eran amigos? —No, amigos no —interrumpió Cavafy con pedantería—. Sólo conocidos, algunas veces toman una copa juntos. —Como prefieras, Cavafy. ¿Y de qué supones que hablan los chicos cuando se toman sus copitas? Los chicos como Liam Callaghan ¿De peces y flores? ¿De la bolsa? ¿O quizá, sobre todo, de chicas? —La verdad es que Penny era muy buena a la hora del sarcasmo—. Ponte en el lugar de Liam, Katie querida. Intenta imaginar que eres un chico, un chico que se acaba de acostar con alguien tan bonita y lista y bien colocada como tú. ¿No querrías presumir un poquito del asunto? Yo, la verdad, sí. Así que era eso, Liam se había ido de la lengua. A lo mejor sabía que a Angel le gustaba, quién sabe. Y el bueno y tonto de Angel se había ido corriendo a contárselo enseguida a su papá. Y su papá resultaba que era el querido y viejo amigo de Penny, vaya, vaya. Entonces habló Cavafy. —Katie, sabes que siempre me has gustado. Y sabes que te quería para mi hijo porque a él también le gustabas, pero cuando me enteré de esto del conductor, me enfadé mucho. O sea, ¿que eras demasiado buena para mi hijo Angel, pero no lo eras para ese tipo irlandés? No es justo, me dije a mí mismo, no es justo para Penny, ni justo para su Ludo, que también es un buen chico. Ahora quizás esté triste por venir a Penny con esta historia, pero pensé que era lo mejor que podía hacer un amigo. —Gracias, Cavafy —le dijo Penny—. Como siempre, has tenido el instinto de un caballero. Sin duda les extrañará mi relativa pasividad mientras se desarrollaba esta conversación. Mi primer impulso había sido insultarles a todos. ¿Quién demonios se habían creído que eran para reunirse y montarme un juicio? Pero de repente me sentí como drogada y sin energías. Me pesaban las piernas y los brazos, tenía la mente atontada. No era un sentimiento de culpa. Era el reconocimiento de que era yo la tonta que me había metido en el lío. Tenía la brigada del crimen desplegada contra mí, y lo único que me quedaba para defenderme era la frase que dice la niña pequeña, «No he sido yo», con la cara manchada del mismo chocolate que mancha las paredes, la moqueta y las cortinas. Pero nunca se dijo de mí que me rajara. Luchar

— 94 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

siempre, luchar siempre, por muy flojas que sean las armas. —Escuchad, Penny, Cavafy, no estoy diciendo que Angel se haya inventado esto. Tengo cariño a Angel y siento mucho que entre nosotros nunca surgiera nada. El canalla es Liam. Ese hombre se me insinuó la última vez que estuve en el almacén. Casi se me echó encima y tuve que apartarlo con una bofetada. Los hombres no soportan eso, Penny, tú lo sabes. Se ha inventado esto, se lo ha inventado todo para vengarse de mí, estoy segura, o para no sentirse humillado, o sólo para crear problemas, yo qué sé. Sólo sé que es un cerdo, un cerdo y un cerdo. —Vale, Katie, buen intento, pero no cuela, la verdad es que no cuela. —Penny sabía que tenía la sartén por el mango y hablaba con mucha tranquilidad, sin alterarse lo más mínimo—. Tu amante francés ha demostrado ya que haces siempre lo mismo, que esto es un patrón de conducta. Y, además, yo misma he hablado con Liam. Está consternado. Seguro que sí, me lo imagino, pensé yo. —¿Sabías que está casado y tiene dos niños? Hizo una pausa mientras esperaba que la información causase el efecto deseado. Me quedé helada. Todo era deslumbrantemente obvio, claro que lo era. Por eso el piso prestado y no su casa. Por eso las extrañas evasivas. Sí, quizá sólo fuera machismo chulo y pretencioso de Liam, ganas de presumir, y no deseo de vengarse de mí. ¿Hasta dónde le había intimidado Penny?, me pregunté. ¿Le había sonsacado o le había acobardado? Penny sabía hacer a la vez de poli malo y de poli bueno. —Con esa confesión, Liam tiene mucho más que perder que tú. Hay que suponerle sincero. Según él, tú le dijiste que estabas desesperada por tener una «aventura rápida» —Dios mío, ¡qué horror, qué sórdido!— antes de «sentar la cabeza» con Ludo. Él dice que le incitaste tú. Y con franqueza, yo le creo. —Entonces hizo un aparte y se dirigió a Hugh—. Es uno de los mejores conductores que hemos tenido. El muy cerdo, el muy cabrón. ¿Por qué demonios me fié de él? ¿Por qué no me lo imaginé? Pero no podía ni insultarle siquiera de lo rabiosa que estaba. Me estaba hundiendo. Me sentía paralizada. No podía hablar, tenía que hacer un gran esfuerzo para mover los labios y la lengua. Lo único que conseguí hacer fue balar: —Esto es una insensatez… Es una locura… ¿Dónde está Ludo? Quiero ver a Ludo. —Ludo debe de haberse marchado ya, a estas horas. He pensado que lo mejor era que se fuera de la ciudad una temporada. Hay un proyecto de protección de las águilas marinas que… —Para proteger sus huevos —informó Hugh amablemente. —¿Proteger huevos, qué dices? ¿Para qué? ¿A quién le va a apetecer comer huevos de águila? Bueno, como sea. Le he enviado a Mull, o Muck, un sitio así. A todos nos pareció lo más conveniente. No pensaba llorar. —Muy bien; y ahora, ¿qué? —Es evidente que tendrás que dejar el apartamento.

— 95 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

—¡No puedes hacer eso! ¡No puedes! ¡Yo vivo ahí! No tengo ningún sitio adonde ir. Penny ignoró mis palabras; ni siquiera se preocupó de recalcar «Haberlo pensado antes». Ella siguió arando en línea recta. —Y nosotros, sinceramente, también pensamos que no es apropiado que sigas trabajando aquí. Estoy segura de que entiendes que eso resultaría imposible. —Con una uña muy afilada empujó algo hacia mí por encima de la mesa—. En este sobre tienes el sueldo de un mes, lo que me parece bastante generoso dadas las circunstancias, y una carta de recomendación que, dadas esas mismas circunstancias, todavía me parece más generoso. Sukie, ahora que me acuerdo, será la que te sustituya. —Perra —dije yo sin la menor fuerza. Supongo que me refería tanto a Sukie como a Penny. —Vamos, Katie —dijo Hugh apartando por primera vez sus ojos de los dibujos de la moqueta—. Ya conoces las reglas. Es así; te arriesgaste y te ha salido mal. No puedes echarle la culpa a Penny. Ya sabes que siempre he pensado que eras una chica espléndida, y te deseo lo mejor para el futuro, pero debes entender que nosotros… ellos… tienen que dejar que te vayas. Penny y Ludo. Ahí se acababa todo. Si perdía a Hugh, lo perdía todo. Y lo había perdido todo. ¡Bang!, apartamento; ¡bang!, amante; ¡bang!, trabajo; ¡bang!, todo. —Hemos puesto tus cosas ahí dentro —dijo Penny señalando una caja de cartón que habían colocado debajo de mi mesa. Entonces me fijé en que mi mesa estaba vacía. Reconocí, asomando de la caja, mi bote de lápices lanudo y rojo, un regalo de Veronica. Lo guardaría como recuerdo de lo lejos que había llegado. —¿Cuándo tengo que dejar el apartamento? —pregunté. Era la admisión pública de mi derrota. —He encargado a un taxi que recoja todas tus cosas mientras estabas aquí. —Pero esto es un insulto. No puedes hacer eso. ¿Qué cosas se llevará? ¿Cómo voy a meter todo lo que tengo en un taxi? —Katie, no pretenderás llevarte los muebles, ¿verdad? Tengo entendido que fue Ludo el que lo compró todo. Y recuerdo muy bien que tú llegaste en un taxi, tal como ahora puedes marcharte. —No puedes hacerme esto. Fue mi último intento, y todos mis sentimientos se fueron con él, igual que mis posesiones se estaban yendo en un taxi. —¡Oh, Katie, claro que podemos! Has estado viviendo en un sueño. Creías que te habías convertido en una de nosotros, en una de las personas que importan. Pues no, en realidad no. Sólo hemos dejado que lo pareciera un tiempo. Ahora es el momento de despertarte. Y entonces tuve una de mis intuiciones delirantes, que muy bien podéis llamar fantasías. Hugh, Cavafy y Penny dejaron de ser gente de verdad y se transformaron ante mis ojos en representaciones, en símbolos. Hugh pertenecía al antiguo mundo

— 96 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

de los negocios, era un corredor de bolsa, un cambista o un vendedor de acciones (en realidad, no entendía la diferencia); Cavafy era un fabricante y Penny, una empresaria donde las hubiera. Era el capitalismo en toda su gloria: finanzas, comercio, medios de producción, todos conjuntados contra mí. ¡El sistema me estaba aplastando oficialmente! De acuerdo, pero pongamos las cosas en su sitio. Hugh no era precisamente el Gran Hombre; la fábrica de Cavafy no daba ni para pagar la hipoteca de una adosada en Hitchin, y todo el mundo sabía que el talento empresarial de Penny estaba marcado por la demencia incipiente. Y había que recordar que ser un desastre en el trabajo nunca había detenido al Espantapájaros, al Hombre Hojalata ni al León Cobarde. Pensé que tenía que contarle aquella idea a Ludo, le encantaría. Pero si ya no iba a verle nunca más… —Y ¿qué hago ahora? —Katie, eres una chica lista. Ya se te ocurrirá algo. Entonces Penny, Hugh y Cavafy hicieron esos ruiditos que en una reunión significan «fin»; suspiros, «ahs» y un reprimido chasquear de labios. Hugh cogió mi caja galantemente y bajó conmigo las escaleras. Cuando estuvimos en el piso inferior, a salvo, se volvió y me dijo: —Me ha parecido que un mes era un poco tacaño y lo he aumentado a tres. Guárdalo y no digas nada, Penny se subirá por las paredes si se entera. Las lágrimas me resbalaban por la cara, pero para mí llorar sólo es llorar si gimes, y tenía clarísimo que no pensaba gemir. Cuando llegamos a la calle, Hugh sacó su cartera y me ofreció veinte libras. —Será mejor que también cojas un taxi para volver al apartamento. No recuerdo si le di las gracias, aunque por descontado que no pensaba hacerlo. El taxi me llevó de vuelta por las deprimentes calles solitarias del domingo. El día se había nublado y el cielo parecía tan bajo como si fuese a tropezar con él de frente. De repente, me vino a la mente una frase de alguna parte: «la falacia patética». Debí de pronunciarla en voz alta porque el taxista contestó «¿Perdón?», pero le respondí negando con la cabeza. Cuando llegamos a Camden, mi apatía y mi desánimo enfermizo habían empezado a evaporarse y se reavivaba un poco del viejo fuego. Entonces se me ocurrieron, al menos, siete respuestas soberbias, y me retorcí de rabia por haberme sometido tan mansamente. Si lo hubiera visto venir, si hubiera estado avisada, habría luchado contra ellos hasta derrumbarme; no habría conseguido salvar la vida, pero les habría dejado suplicando un trago. En cambio, tenía la sensación de haberles dado pena. Nunca más, nunca más. El taxi aparcó delante del edificio, con el morro de cara al morro de otro taxi. No le di propina al taxista: iba a necesitar hasta el último penique. —¿Me espera a mí? —pregunté al segundo taxista. —¿Es usted la señorita Castle? —Mmm. —Entonces sí que la espero. —¿Está en marcha el taxímetro?

— 97 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

—No hay ningún problema con eso, encanto. Un chico lo ha solucionado. Miré la parte trasera del taxi. Estaba llena casi hasta el techo de maletas y bolsas de basura negras. Casi no quedaba sitio para mí y mi caja. Pero antes de subir quería echar un vistazo al apartamento, ver si se habían dejado algo mío. Metí la llave en la cerradura, pero la puerta no se abrió. La empujé con el hombro, nada. Entonces vi que había una cerradura nueva al lado de la vieja. Aprecié con frialdad la tacañería de Penny; ¿para qué gastar en cambiar la cerradura si podía dejarme fuera añadiendo otra? Mi corazón se endureció un poco más cuando le cayó encima esta nueva capa de hielo. De vuelta a la rampa de salida me detuve y, en un impulso repentino, de gamberro quinceañero, cogí una piedra y, sin pensarlo dos veces, la lancé contra la ventana del apartamento. Por desgracia, no rocé ni la ventana ni la casa; la piedra fue rebotando sobre el yeso hasta dos ventanas más abajo. Entré en el taxi y vi un sobre enganchado con celo a la prominente barriga de una de las bolsas negras. Reconocí la letra de Ludo y saqué la nota que había dentro del sobre, pero cuando iba a leerla, el conductor me preguntó adónde íbamos. En algún nivel profundo de mi ser, siempre había sabido lo que iba a responder cuando llegase esa pregunta, que sabía que llegaría inevitablemente. Pero me horrorizaba tener que admitirlo. —Tollington Road. —Está en Finsbury Park, ¿verdad? Más allá de Stroud Green… —Mmm. Veronica. Nos pusimos en marcha y leí la nota. Decía lo siguiente: Katie: Mamá llamó anoche a casa cuando volví de la fiesta. Me ha contado lo tuyo con ese Callaghan. Si antes no hubiese pasado lo del francés de esta noche, está claro que jamás lo hubiera creído. Pero al mismo tiempo, si no hubiera sido por lo de ese Callaghan, tampoco me hubiera creído nunca lo del francés. ¿Por qué lo has hecho, Katie? Yo te he querido mucho y habríamos podido ser muy felices. ¿No te parezco lo bastante interesante, o es algo sexual? No puedo dejar de imaginarte con ellos. Me he dado con la cabeza en la pared para apartar estas imágenes, pero no desaparecen. Por eso no puedo volver a verte nunca más. Tengo que intentar olvidarte o me volveré loco. Siento lo del apartamento. Mi madre ha insistido mucho y ya sabes que es suyo. Le he dicho que no hacía falta cambiar la cerradura, pero me ha contestado que no quiere que vuelvas a poner los pies aquí. Lo más increíble de este asunto es que ha conseguido tener razón en algo. Quizá sea la ley de la probabilidad. Me habré marchado ya cuando vuelvas. Cojo un avión para el oeste de Escocia, pues me voy a trabajar allí en un proyecto de conservación de las

— 98 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

águilas marinas de cola blanca. Llevo dos años ya metido en ello, pero seguramente ni te habías dado cuenta. Ha sido mi madre la que ha sugerido que me marche, pero me parece buena idea. No sé cuánto tiempo estaré allí; si están contentos conmigo, quizá no vuelva nunca. No te echo la culpa y no te odio. Una parte de mí siempre te querrá. Me siento muy, muy triste. Espero que la vida te vaya bien. LUDO

Intenté soltar una carcajada ante tanta autocompasión y tanta pomposidad, pero no funcionó. Y voy a tener que acabar el capítulo aquí, porque he prometido no llorar y creo que voy a hacerlo.

— 99 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Capítulo 11 La casa del jolgorio

Me eché a llorar, sí, con lágrimas de pena por mí, con lágrimas de frustración, con lágrimas de rabia. En cambio, con ninguna lágrima de remordimiento. El llanto duró unos once minutos, lo justo para llegar hasta la Hoolloway Road (recuerden que era domingo). Fue útil; sin llorar habría seguido en estado de shock, paralizada e incapaz de actuar. Con el retorno de la clarividencia, me presionaron dos tareas. Una era asegurarme de que Veronica estaba en casa, aunque no tenía ni idea de dónde podría ir en una tarde de domingo, si no era a dar un paseo sola por el parque, para hacer aspiraciones de aire. Todavía me quedaba el móvil y la llamé. Respondió una voz desconocida, joven, masculina, idiota. —Sí, ¿hola? —¿Está Veronica, por favor? —No, se ha… se ha… ido. —¿Podrías decirme cuándo volverá? —Ni idea. ¡Maldición! Veronica era la única persona en Londres sin móvil; le obsesionaban los tumores de cerebro, los biorritmos y los abortos y aplazaba comprar uno por sus posibles peligros, o eso decía. —Oye, es muy importante —le dije de forma terminante—. ¿Vas a estar ahí veinte minutos más? —Sí, seguramente, ¿por qué? —Mira, me llamo Katie Castle. Soy una buena amiga de Veronica y voy a instalarme ahí unos días. Si se ha ido, es que se le ha olvidado. Tendrás que abrirme. El chico parecía un cretino absoluto. Intenté recordar con quién vivía Veronica. Vivía en una casa de forma irregular y con toque estudiantil, llena de cosas que no encajaban y de incoherencias, como la propia Veronica. Solamente había estado allí dos veces, las dos también por emergencias (llaves perdidas; primera gran pelea con Ludo por el desorden, que hizo necesaria una negociación de nivel elemental). La última vez que había estado allí la casa estaba ocupada, además de por Veronica, por una especie de hadita exasperante que editaba una revista sobre saltos de trampolín; un alemán hosco, que estaba aquí aprendiendo a meditar en inglés; un funcionario, ansioso de hablar sobre el IVA, y una hermosa, pero malvada, diseñadora de joyas, al parecer especialista en robar novios. No tenía ni idea de cómo se llamaba ninguno. El cretino debía de ser nuevo.

— 100 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Muy bien, el hospedaje quedaba resuelto. La segunda tarea ahora era aquel cabrón de Liam —siento usar esta palabra, pero a veces no hay alternativa, así que la digo de nuevo—, aquel cabrón de Liam. Sólo tenía el número de su móvil, el que usaba para el trabajo. Lo había apuntado en la agenda del mío como «recogida de ropa», porque en su momento me había parecido divertido, pero ahora ya no me lo parecía. Debía pensar cuidadosamente lo que iba a decir. Había algunas tácticas para entrar en materia. Podía ponerme a despotricar y echarle la bronca, por ejemplo, lo cual a mí me haría sentirme mejor y a él sentirse incómodo todo el tiempo que durase la llamada, pero esa actitud sería de poco provecho en cuanto a mejora objetiva de mi situación. Podía ser fría y cruel, y amenazarle con usar mis contactos para dejarle sin trabajo si no se retractaba de lo dicho (sin abandonar la intención de dejarle sin trabajo de todas formas). Podía utilizar un híbrido de estas dos tácticas, primero echándole la bronca, luego siendo muy fría y, al final, enseñándole el garrote. Podía razonar con él y señalarle las importantes razones morales que había para que se retractase de sus acusaciones y salvase la piel. Podía matarle. Entonces tracé un esquema para ayudarme a organizarme bien. 1. Despotricar y bronca Ventajas: —Descargo lo que llevo dentro; se lo hago pasar mal. Desventajas: —Me hace parecer una loca; le da la satisfacción de saber que me ha hecho daño. Puntuación (sobre diez): 6 2. Un matón contratado Ventajas: —Máximo efecto a largo plazo sobre Liam. Desventajas: —Ninguna descarga psicológica inmediata. Puntuación (sobre diez): 7 3. Híbrido entre la 1 y la 2 Ventajas: —Bastante enrevesado de poner en práctica. Desventajas: —Todavía con el peligro de parecer loca. Puntuación (sobre diez): 8 4. Una charla razonada Ventajas: —Ninguna. Desventajas: —Ninguna descarga psicológica; ningún daño a Liam. Puntuación (sobre diez): 1 5. Matar a Liam Ventajas: —Máxima descarga psicológica. Desventajas:

— 101 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

—Probabilidad de pasar de 10 a 15 años en la cárcel. Puntuación (sobre diez): 5 Aunque la puntuación final sugería la táctica híbrida, no lo tenía muy claro cuando marqué el número de teléfono de Liam. Pero nos acercábamos ya a la casa de Veronica y quería acabar el asunto antes de llegar. Tras cuatro nerviosos pitidos fui desviada, sin ningún motivo moral, al buzón de voz de Liam. Había grabado un mensaje nuevo, que decía así: —Hola, soy Liam Callaghan. Estaré fuera las próximas dos semanas; no cojo encargos hasta entonces. Si eres Katie Castle, por favor, por favor, deja ya de acosarme a mí y a mi familia. No he tenido más remedio que informar a la policía de lo que me estás haciendo.

Joder. Joder. Joder. Era el colmo, el colmo absoluto. Todo el mundo pensaría que era la típica chiflada perseguidora de hombres. Había menospreciado a Liam; había planeado todo aquello minuciosamente y estuve a punto de admirarle. Ante la posibilidad de perder el trabajo porque le asociaran a la ruptura de Ludo y yo, se las había arreglado astutamente para presentarme como una psicópata. Mucha gente empleaba a Liam y todos los que le contrataban le dejaban mensajes en el teléfono. La noticia se extendería más deprisa en el mundillo que una epidemia de ébola en una población del Congo. Entonces mi garganta produjo un ruido extraño y tardé un par de segundos en deducir que era una carcajada. —¿Todo va bien, nena? —me preguntó el taxista. —Perfecto, perfecto —le dije, haciendo esfuerzos para respirar. Estábamos ya en Tollington Road—. Es el número ciento dieciséis, justo a la izquierda. Le pedí al taxista que esperase mientras subía a llamar. Segundos más tarde, un joven con el pelo largo salió a la puerta, descalzo. Di por sentado que se trataba del cretino. En realidad estaba razonablemente guapo en su estilo desaliñado a lo Qué mosca le ha picado a Gilbert Grape. Se apartó el cabello de los ojos y dijo: —Hola, ¿eres Katie? —Sí. —Salan —dijo él. —¿Cómo dices? —Que… quiero decir que soy Alan. —Ah, Alan, o Salan, como te llames —dije yo en tono serio pero coqueto—, tengo ahí dos bolsitas. ¿Podrías echarme una mano? Se miró los pies y noté cómo sopesaba todas las opciones posibles: ¿subir volando arriba a por unos zapatos? ¿O bajar a la acera sin nada, menos sus verrugas, entre él y las baldosas? Al final, me siguió descalzo. Tardamos cinco minutos en descargar mis posesiones del taxi y dejarlas en el recibidor. Creo que el taxista se dio cuenta de que aquél no era el mejor día de mi vida y por ello tuvo la delicadeza de colaborar.

— 102 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

El joven se quedó mirando mi triste montón de bolsas de basura, mis dos maletas de cartón baratas pre-Ludo y las más recientes Louis Vuitton. —¿Dónde quieres todo esto? Me refiero a que si vienes a instalarte. —Estaré un tiempo en la habitación de Veronica. Tardamos seis viajes, dos yo y cuatro Salan, en dejarme colocada en la habitación de Veronica. No había cambiado en los dos últimos años. Tenía todavía las mismas cortinas de cuentas colgando de manera estúpida, los restos de miles de velas aromáticas, las hileras de estanterías con manuales de autoayuda: Cómete a ti misma para un mejor trabajo. Feng Shui en el plato. Deshazte del gurú: cómo destetarte de los manuales de autoayuda. Todavía estaban allí las alfombras étnicas, tejidas a mano con lana de yak, así como la vieja máquina de escribir en la que había aporreado aquellas cartas interminables y nunca leídas sobre sus tormentos interiores. Vacié una de mis bolsas de basura y empecé a llenarla con la suya. No sabía cuánto tiempo iba a quedarme allí, pero era evidente que hacía falta imponer un poco de orden y de disciplina para que la cosa resultase tolerable. Mi siguiente tarea fue hacer un poco de espacio para mi ropa en su armario, descorazonador por lo inadecuado, de los que te obligan a aguantar la respiración antes de abrirlo. Algunos de los jerséis más estridentes de Veronica fueron a parar a las bolsas de basura. Y sólo entonces, medio instalada, sin padecer ya tanto horror por la falta de casa y la ropa arrugada, me eché por fin en la cama de Veronica y encendí un cigarrillo. Como siempre, fumar trajo claridad y objetividad a mis pensamientos. Visualicé otra vez las escenas de la mañana. Luego rebobiné atrás y lo repetí todo desde aquel encuentro de tan mal augurio con Liam en la Zona de Carga del Destino. Vi claramente todos mis errores y mi falta de cálculo, mis juicios equivocados y mi mala suerte. Y allí vi también el momento clave, el gozne sobre el que había pivotado la historia. Era la manera en que había tratado a Liam cuando me llamó para una segunda cita. Hubiera debido parecer desesperada e insistente; haber hecho que sólo sintiera pena y desprecio por mí, y me habría salvado. Mi distanciamiento y mi desprecio habían tenido dos posibles consecuencias: aumentar su deseo de mí o disparar una reacción de venganza. No sé por qué razón, la auditoría completa de mi catástrofe me tranquilizó. Mediante la lógica y la razón había levantado una presa entre el horror y yo. Lo veía hervir y burbujear como la lava al otro lado del muro, pero de momento quedaba bien contenido. Estaba encendiendo mi tercer Silk Cut (y dos colillas flotaban en la media taza de café frío que Veronica había dejado junto a la cama) cuando se abrió la puerta y apareció Veronica. —¡Katie, qué alegría! —dijo ella, pero al momento sus ojos empezaron a lloriquear por el humo—. Pero ¿qué estás haciendo aquí? ¿Qué significan estas bolsas? —Y con mucha más urgencia—: Katie, ¿qué ha pasado? —He roto con Ludo.

— 103 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

—¡Oh, Katie, qué horror! —exclamó añadiendo compasión a las lágrimas provocadas por el tabaco—. Por favor, por favor, dime qué ha pasado. —Supongo que te enterarás igualmente. Un hombre, un transportista de ropa, se ha inventado una relación conmigo. Ludo se lo ha creído y me ha echado de casa. O digamos que lo ha hecho Penny. Veronica, no tengo adónde ir, nadie a quién recurrir excepto tú. Por favor, ¿puedo quedarme aquí hasta que encuentre otro sitio? —Katie, claro que puedes —dijo ella, y me abrazó con sus pesados brazos—. Será muy divertido. Pero tendremos que compartir la cama, igual que cuando éramos pequeñas. Yo no tenía ningún recuerdo de haber compartido la cama con Veronica, por muy pequeñas que fuésemos, pero en fin. No había pensado cómo solucionar lo de dormir, pero en momentos de crisis una debía hacer sacrificios. —Pero —prosiguió Veronica— tengo que explicarlo en la asamblea de esta noche, aunque será una formalidad. Lo que sí tengo que decirte, Katie, y ya sé que son tus nervios, es que esta casa es rigurosamente de no fumadores. Si te apetece fumar, tendrás que salir fuera, al patio. —¡Patio! Aggs. Imaginaba que la gente ya no tenía patios, que todo eran terrazas. Pero por supuesto que respetaré vuestras reglas. Muchas gracias, Veronica, nunca olvidaré esto. Ya he guardado algunas de mis cosas… Pasamos una tarde bastante agradable si tenemos en cuenta que mi vida acababa de quedar destrozada. Las delicadas atenciones de Veronica eran, por primera vez, exactamente lo que necesitaba. Me confortaba y alababa, y se lamentaba y maldecía justo en los momentos adecuados. Yo necesitaba un poco de amor incondicional, y Veronica tenía mucho y ningún sitio donde ponerlo. Me preparó un café con leche caliente y después me trajo un bocadillo de beicon, a pesar de su vegetarianismo militante. Yo no había comido en todo el día y me lo zampé en tres bocados. Al final de la tarde me dijo: —Has venido el día acertado: el domingo siempre cenamos todos juntos, es una costumbre de la casa. Hoy voy a preparar un plato de pilaf, ya sabes, arroz con trigo. Ven a que te presente a la peña, deben de estar en casa. Aunque ya los conoces a casi todos: Colin todavía está aquí —el personaje del IVA—; también sigue Roxanne —la chica de la joyería— y la pequeña Tracy —la del trampolín y los leotardos—. Pero Orto se ha ido. —Sustituido por Salan. —¿Quién? —Ya sabes, el chico zombie, ssssoyalan. —¡Ah, sí! Katie, eres tan divertida. No, no vive aquí, es que sale con Roxanne. Pero casi siempre está aquí porque no tiene adónde ir. Un poco como tú. —Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, Veronica continuó—: No, es Roddy el que ocupa la habitación de Otto. Percibí que había habido un cambio. Veronica se había animado mucho y

— 104 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

retorcía el trasero de una manera repelentemente animal. —Roddy, entiendo. Y ¿qué hace Roddy? —Roddy es actor —contestó, con reverencia. —¿Y estaría yo muy equivocada si pensase que Veronica siente una mínima y casi minúscula debilidad por este guapo actor? —¡Tonta! —exclamó Veronica sonrojándose. Luego se echó a reír y apartó la vista. —Bueno, vamos a bajar a conocerlos de una vez. Si no, este sillón de bolas acabará por tragarme entera. La casa de Veronica tenía tres pisos y su habitación estaba en el de arriba. La casa tenía muchas posibilidades pues las habitaciones eran inmensas y los techos, altos, y tenía grandes ventanales y unas anchas escaleras. Pero su propietaria, que había heredado el edificio en 1906, sólo estaba pendiente de su bolsa de excreciones y su ascensor de escalera Stannah, y no pensaba invertir nada en él. El edificio pedía de rodillas un toque de pintura, unas alfombras y unos muebles nuevos, y quizá también un helicóptero de la ONU que lo sacase de Finsbury Park. La sala de estar disponía de dos sofás de los años setenta, rajados en algún momento por algún samurai espadachín, que había dejado sus vísceras descoloridas expuestas a los traseros de un mundo insensible. Los tablones desiguales del suelo quedaban cubiertos o descubiertos al azar por un conjunto de alfombras y esterillas, conseguidas en tiendas de beneficencia, ventas de accesorios de coches y talleres de la cárcel. También había una mecedora ortopédica de aspecto muy extraño, diseñada, por lo que me dijo Veronica, para corregir la curvatura de la espalda. Una tercera parte de la habitación la ocupaba una mesa construida con tablones tallados muy toscamente, por entre cuyas grietas asomaban tijeretas, cochinillas y otras cosas reptantes. Los sofás estaban ocupados por Tracy, Salan, Roxanne y Colín, que se volvieron a mirarnos fijamente cuando entramos. Tuve la impresión de que el idiota había intentado contar a los demás lo de la recién llegada, con lo que seguramente esperarían un etíope barbudo cargando el trabuco y los arneses del camello. —¡Ah, si eres tú, Katie! —exclamó Roxanne en tono neutro. —Hola a todos —dijo Veronica—, si a nadie le importa y tal, Katie se quedará un par de días con nosotros hasta que reorganice su vida. ¿Os parece bien, chicos? Hubo unos murmullos evasivos, que bien podían interpretarse como asentimiento. —¿Está… mmm… Roddy en casa? —preguntó Veronica con mimo—. Tendríamos que preguntárselo a él también. Roxanne y Tracy pusieron los ojos en blanco a la vez. —Está arreglando algo de su taxi, pero vendrá pronto —explicó Colin. Su cara todavía tenía el toque azulado que yo recordaba. Parecía el fantasma de un niño de la época victoriana, hinchado hasta el tamaño adulto y vestido con ropa informal y barata. Era profundamente espeluznante. Veronica me dedicó una sonrisa.

— 105 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

—Lleva un viejo taxi negro en lugar de un coche. Es taaan original. Me senté en el balancín. Craso error. La parte de arriba me cogió y me envió en una dirección, mientras el asiento me torcía en la otra como si yo fuera un paño de secar los platos y él me estuviese escurriendo. Al mismo tiempo me dio un topetazo en los riñones y me lanzó las faldas arriba. Mis nervios me pidieron a voces que abandonase el balancín, pero como la alternativa era apretujarme junto a Colin, me quedé donde estaba. Durante una media hora mantuvimos todos una conversación inconexa, que subía y bajaba según los ruidos del televisor en blanco y negro que había en el rincón. Analizando cuidadosamente los ánimos de la casa, descubrí que Roxanne y Tracy estaban claramente en el lado hostil de la neutralidad, compensadas por Salan y Colin. Como algo tenía que decirles, les ofrecí una versión cuidadosamente filtrada de los sucesos de la semana: ya me había hecho suficientemente la víctima, de manera que preparé el discurso para reírnos un poco y a la vez intentar mantener su compasión. En una palabra, mi argumento era: «Para que veáis, por el amor de Dios, lo que hay. Ni se os pase por la cabeza llamarme putón, pero sí, sí que fui un poco mala». Me pareció más prudente hacerles preguntas de cortesía sobre su vida que preguntarles otras cosas, pero justo cuando Colin estaba a punto de explicarme un caso de IVA especialmente interesante, relacionado con la comida para pájaros, entró Roddy. Era un chico impresionantemente guapo, alto, ancho de espaldas, con el pelo de color rubio ceniza y ondulado. Llevaba una ropa vieja y grasienta, que se veía que en su tiempo había costado mucho dinero a un caballero de provincias. —Vaya, vaya, tenemos visita. Creo que no nos han presentado. Me llamo Roddy. —Yo, Katie Castle —le dije, luchando por salir de la silla de las torturas. —No, por favor, no te levantes. Dentro de un rato verás cómo te adaptas y baja el dolor. Pero entonces el culo te precederá por todas partes el resto de tu vida. Veronica soltó una de sus carcajadas guturales. —Joj, joj, joj, qué cosas tienes, Roddy. Quizá fuera rivalidad, pero de pronto sentí una inmensa pena por Veronica. Pobrecilla, pobrecilla, pensé, ¿qué posibilidades crees que tienes, infeliz, con ese pelo manchado de lágrimas, esas piernas patizambas y esa piel descuidada como un rallador de queso? ¿Por qué no te fijas en Colin? Él sí que querría hacerlo contigo. Sería como hacer el amor con un huevo frito frío. Desde ese momento la velada fue mejorando paulatinamente. Roddy contagiaba a los demás su energía y buen humor. Estaba claro que todas las chicas le adoraban y los chicos se sentían desarmados ante su aparente capacidad para reírse de sí mismo, aunque principalmente fuese sobre percances del teatro. Y digo «aparente» porque cuando te parabas a pensar en las historias un poco más detalladamente, daba la impresión de que al final él siempre salía bien parado. Parecía decir: «Algunos actores profesionales son pomposos y engreídos, pero yo soy

— 106 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

diferente; yo soy capaz de reírme de mí mismo». Evidentemente, este razonamiento tenía como premisa necesaria la idea de que todos pensáramos que él era extraordinario y, en ese terreno protector, podía hacer las travesuras y payasadas que quisiera. ¿Cuánto resistiría si se le pusiera a prueba?, me pregunté. Se presentó una oportunidad de averiguarlo cuando le pregunté si había actuado en alguna obra que yo pudiera haber visto. Estábamos sentados alrededor de la mesa del comedor, cada cual peleándose a su manera con el pilaf, en una lucha más difícil dada la ausencia de vino. Roddy pugnaba por tragarse virilmente la sustancia vegetal tan basta, y murmuró los nombres de unas obras y teatros absolutamente desconocidos para mí, pero que sugerían de cerca salas de los altillos de los pubs. Como era una invitada, no hice ningún comentario, sonreí dulcemente e intenté parecer impresionada. —Caramba, ¿y algo en la tele? —pregunté. —Sí, claro. Habrás visto mi Crunchie. Tuve que concentrarme mucho para no echarme a reír. —¿Tu Crunchie? —Sí, ya sabes —dijo él hablando muy deprisa—, el anuncio de los viernes. Yo estaba en una oficina y mordía un Crunchie y me transformaba en un personaje de plastilina, como Wallace y Gromit. Entonces salía haciendo surfing de allí encima de una ola de chocolate. Debes de haberlo visto. Modelaron una figura de plastilina clavada a mí. Ganó un premio y todo. —¡Me encantan los Crunchies! —exclamó Veronica. Estaba segura de que si Roddy hubiera salido en un anuncio de sopa para cerdos, le habría encantado también. —Y, claro, salgo bastante a menudo en Casualty —prosiguió Roddy tras ofrecer a Veronica una rápida sonrisa de agradecimiento. —¡Uau! —dije yo—. Hace tiempo que no veo ese programa. ¿De qué haces, de doctor, de alguno de los enfermeros gays, o de uno de esos desagradables administradores que siempre les piden que gasten menos vendas y escayola? —Bueno, no, ninguno de ésos. He interpretado muchos personajes diferentes. Estoy en la rotación de pacientes, ya me entiendes, de graves accidentes de carretera, cosas así. Se había ido desvaneciendo parte de su euforia y me supo mal, pues no me había propuesto dejarle en ridículo. Intenté hacerme la tonta. —¡Ah, ya veo!, eres como una víctima en serie: apendicitis una semana y escroto enganchado en alambre de pinchos a la siguiente. Ha de resultar un poco deprimente acabar siempre muerto en el escenario. Aunque la cosa era inofensiva, a Tracy se le cortó la respiración y Veronica casi se desvaneció. Me había pasado de la raya, ¿cómo osaba mencionar el escroto del joven dios de un modo tan falto de la correspondiente reverencia? Pero Roddy tuvo la delicadeza de acudir en mi rescate, describiendo con humor más equivocaciones de la tele: el casting de los Teletubbies, en el que se equivocó de líneas, el anuncio de café en que se atragantó y disparó una ducha de mocos por la nariz sobre la cara de

— 107 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Joanna Lumley. Las anécdotas resultaban muy entrañables y yo intenté también emocionarme así. Ir a la cama se me antojaba temible, pero acabó siendo bastante fácil. Veronica y yo nos reímos con cierta complicidad mientras nos poníamos los camisones. Las sábanas estaban limpias y el olor a cera de las velas no asfixiaba demasiado. Veronica se deslizó hasta mí, me dio un beso en la mejilla, se dio la vuelta y a los cinco minutos se puso a resoplar suavemente. Yo había decidido quedarme un rato despierta, atormentándome con las imágenes del día, pero las velas, los ronquidos y el paso de los coches acabaron por adormecerme y me quedé dormida, acabando así el peor día de mi vida. Bueno, el peor hasta entonces.

— 108 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Capítulo 12 La farsa por segunda vez

Fue una semana muy rara. Sabía que debía lamentarme por la clase de vida que había perdido, pero nunca encontraba tiempo. Quizás estaba todavía en estado postraumático, como dicen, demasiado aturdida y pasmada como para enfrentarme a mi horrible realidad. Objetivamente, mi mundo se había desmoronado, sí, pero me protegía de ello una extraña combinación de esa insensibilidad y de mi vieja confianza en mi capacidad de ascender gracias a la rapidez de pensamiento y la crueldad de acción. Aunque parezca imposible, las cosas no me parecían tan mal. Me desperté el lunes por la mañana con el ruido que hacía Veronica al intentar ponerse las mallas. Me recordó a un animal cuyo nombre no localizaba. Uno grande y lento, inofensivo, pero muy extraño. —¡Oh, ya te has despertado! —exclamó ella, de buen humor—. Me voy a trabajar. Te dejo unas llaves aquí, hazte a la idea de que estás en tu casa. —Tapir —dije yo, legañosa. —¿Cómo? —Gracias, he dicho gracias. Me duché enseguida, me bebí mi café de la mañana y me puse a trabajar. Tenía muchas llamadas importantes que hacer. La primera, pensé que valía la pena averiguar, al menos por última vez, si Penny se había calmado y se había dado cuenta de que no podía arreglárselas sin mí. Una voz conocida pero repentinamente cambiada me contestó. Era Sukie. —¿Puedo hablar con Penny? —¿Eres Katie? —Sabes que sí. Por favor, pásame con ella. —Está muy ocupada. Yo le filtro las llamadas. —No las mías. —Particularmente, las tuyas. —Mira, Sukie, ya sé que Penny te ha ofrecido mi puesto… de momento, pero las dos sabemos que no tienes ni la experiencia ni los ovarios necesarios para desempeñarlo. Dentro de dos semanas, Penny se dará cuenta de que no sabe arreglárselas sin mí, y volveré. Si yo estuviese en tu lugar, no me buscaría un enemigo en mi persona. No quería sonar a bruja, pero debía adoptar una línea dura y esperaba una sumisión mansa. Al fin y al cabo, esa chica, tres días antes, tenía que hacer todo lo que yo le pedía, desde prepararme el café a llamar a mi peluquero o cepillarme la

— 109 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

chaqueta. Su reacción fue una carcajada. —Katie, pobre Katie. ¿Es que no entiendes lo que ha pasado? Te han purgado. Tú ya no existes. Penny no hablará contigo porque ni siquiera puede sintonizar la frecuencia de tu voz tenue y vulgar. Katie, ya no cotizas. Y Penny ha dicho que siempre había preferido tener a alguien como yo para ayudarla a representar a la empresa. Alguien con más… garbo… elegancia… ¿entiendes? Se refería, por supuesto, a dinero, clase. —Escucha lo que te digo, enana jorobada, o me pasas directamente con ella o… Clic. Estate tranquila, guarda la calma, me dije a mí misma; es muy inmaduro ponerse a berrear de impotencia cuando alguien cuelga. Me pasé dos minutos berreando de impotencia junto al teléfono. Cuando acabé, apareció durante unos segundos, por la parte superior de la escalera, el cretino, en camiseta y calzoncillos. Pareció desconcertado un momento y luego se marchó. Por si había alguna novedad, intenté llamar a Ludo al apartamento; no acababa de creerme lo de los huevos del águila. Ninguna respuesta. Lo intenté en su escuela. Me pasaron con el subdirector, un quejica con voz renqueante, al que me imaginé con una corbata de poliéster, caspa terminal, pantalones manchados y encías recesivas. No, no sabían dónde estaba; se había marchado, sin aviso, nada. Estaban muy furiosos. La educación de los niños amenazada, bla bla bla. Me tocó a mí el turno de colgar el teléfono. Replanteamiento. Trabajo perdido. Chico perdido. Primera cosa que hacer: encontrar nuevo trabajo. Segunda: encontrar nuevo chico. La número dos podía esperar. Lo del trabajo, por descontado, debía de ser sencillo. Los buenos encargados de producción eran pocos y muy contados. Tenía tres consistentes años de experiencia a mis espaldas. Tenía contactos en todas partes; Hugh había sido tan simple que me había puesto en la caja mi agenda roja de contactos (¿o era otro deliberado acto de generosidad?). Telefoneé a cuatro empresas, todas más o menos de la misma envergadura que Penny Moss. En cada una hablé con alguien de más o menos mi nivel. Tres eran amigas mías y no nos caíamos demasiado bien. Todas fueron la cortesía personificada. Ninguna estaba dispuesta a ponerme con su jefe. Les dije que estaba buscando trabajo de producción. No había producción. Todas me sugirieron que enviase mi currículum. En los dos días siguientes telefoneé a toda la gente que conocía en el negocio. Ya no me limitaba a pensar en un puesto de encargada de producción: ayudante de producción también valía. No me importaba; estaba dispuesta a repasar faldas, llevar registros, hacer pedidos de botones y contar hombreras hasta que apareciesen nuevas oportunidades. Pero siempre encontraba aquel rechazo cortés y la misma sensación de que el círculo se había cerrado dejándome fuera. No estaba segura de qué significaba esto. Podía ser que de verdad no hubiese trabajo en ese momento; a veces pasa. Podría significar, si lo veía con menos

— 110 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

inocencia y sorpresa, que mis iguales nunca darían la bienvenida a bordo a una rival como yo. O, pasando a un estado de paranoia más brutal, que una combinación del hediondo mensaje telefónico de Liam y las maliciosas intrigas de Penny me hubieran convertido en una paria, una indeseable, el último saldo de las rebajas. Pero no me desesperé. Un paso atrás, dos pasos adelante, me iba diciendo continuamente. Si hacía falta, podía volver a trabajar en una tienda, sería un nuevo reto. Decidí enviar cartas solicitando trabajo de producción, pero a la vez ofreciéndome para trabajar en las tiendas. ¿Cómo iban a resistirse? Ya lo había hecho antes todo: me conocían bien y me respetaban. Yo era como una jugadora. Las veladas aumentaban la sensación de extrañeza. Mi barco se había hundido, pero las olas me habían llevado inmediatamente a una isla, y pese a que la isla podía estar muy alejada de la civilización, todo ello me hablaba de lo que necesitaba para la supervivencia inmediata. Los habitantes de la casa solían hacer cosas juntos, ir al pub o a uno de los restaurantes baratos de la zona, y yo me incorporé a su inocente mundo con bastante facilidad. Normalmente no habría invertido ni un gramo de energía en aquel tipo de gente, pero era evidente que no eran tiempos normales. Bebí mucho y flirteé con Roddy. La trapecista enana resultó ser encantadora, aunque horrorosamente limitada en conversación. En cuanto te apartabas del relativamente restringido tema de la oscilación vertical, en el que ella se sentía feliz y parloteaba sin cesar, su discurso parecía quedar limitado a chirridos dispersos y un curioso, pero inofensivo, ruido como de ronroneo. El cretino quedó conquistado enseguida y me resultó fácil parecerle adorable. Era diseñador freelance de páginas web, de ahí que estuviera siempre en casa durante el día. Lo de parecer adorable explicaba mi único fracaso: Roxanne mantuvo su hostilidad con una dedicación digna de mención. Sin embargo, aplicando por instinto la supuesta capacidad que, en opinión de Tom, Maquiavelo y Clausewitz se habían esforzado tanto por resumir en forma de teoría, pronto conseguí tenerla apartada, aislada, marginada y acosada. A Colin, el hombre del IVA, le entraba un tembleque preeyaculatorio cada vez que pronunciaba su nombre. Veronica y yo intimamos más que nunca. Solíamos acurrucarnos juntas en la cama cada noche (no, ni se os ocurra eso, no se trata de ese tipo de historia) y comentábamos lo sucedido durante el día. Normalmente, mi día; nadie, al fin y al cabo, querría oír cosas de viejecitas con dolor de tiroides que se apuntan a terapia de hipnosis. Gradualmente, mis cosas, en concreto los zapatos y la ropa, fueron apoderándose de su habitación, desplazando a los móviles, las velas y los juguetes de peluche guardados durante demasiado tiempo. Era una lección de darwinismo aplicada a los objetos. Una tarde, algunos rayos del sol inquieto dé finales de otoño lograron atravesar las nubes y yo salí a pasear por el parque: un terreno sin personalidad, con patos, árboles y otros elementos amorfos propios de los parques. Medio perdida, fui a parar a una especie de pistas de juego. Unos chicos sucios, con la cara sonrosada, corrían dando vueltas por allí con unos palos. Parecía hockey reinventado por un psicópata. Se me encendió una luz y establecí una relación: debía de tratarse de aquel juego

— 111 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

irlandés. ¿No había manera de escapar de los irlandeses? Intuí que estaba en peligro de hablar sola. Por muchas ganas que tuviese de encontrar trabajo, no aspiraba al de loca del parque, de modo que me apresuré a regresar. Así pasó la semana y llegó el sábado por la mañana. Me desperté con la sensación de que me merecía un capricho. Mi economía era un desastre —debía casi tres mil libras de la tarjeta de crédito y tenía un descubierto de ochocientas libras en el banco—, pero tenía el sobre de Hugh con casi los cinco grandes dentro. Pensarán ustedes que lo más sensato habría sido pagar la tarjeta de crédito, pero eso me habría dejado deprimida y desanimada, y yo sabía que tenía que estar en la mejor forma posible las semanas siguientes. La única cosa, por narices, sensata y práctica era comprarme al menos un conjunto completamente nuevo, de zapatos a pendientes, y volver a atacar. Telefoneé a un par de amigas que no eran del mundo de la moda (sí que tenía algunas, bueno, dos, Carol y Ursula, que habían optado por el camino de la familia y tenían hijos, perros, casas y maridos aburridos del mundo de los negocios, y tiempo que perder) y lo dispuse para que nos encontrásemos a comer en Joe's Cafe, en Fenwicks. Atravesé la puerta a las nueve con el corazón cantando, lleno de esperanzas. Para ser eficaz, tenía que hacer las cosas como mandaban las normas. No se trataba de hacer compras excéntricas sino de esas compras clásicas de las bolsas en la caja y vendedoras atentas, unas compras con epidural, sin dolor. Me abalancé, pues, a la yugular de la moda en Bond Street y me dirigí al mausoleo negro de Donna Karan, los inevitables Joseph, Liberty (por un vendedor especialmente adorable, de mediana edad y con manguitos en las mangas, a quien siempre acudía cuando mis pilas de la moda estaban particularmente bajas) y el burdel de Versace. Después me reuní con mis amigas, que ya estaban mareadas y borrachas de comprar. Nos lo pasamos bien y nos reímos tanto, que un camarero tuvo que pedirnos cortésmente que respetásemos a los otros clientes. Carol y Ursula estaban convencidas de que yo encontraría algo pronto, y me dejé engatusar por su confianza. Nos bebimos dos botellas de vino y nos comimos una pequeña ensalada entre las tres. Volví a casa de Veronica alrededor de las tres. Había llegado el correo, y encontré nueve cartas esperándome. Tenía el presentimiento de que entre ellas se escondía la clave de mi futuro, la respuesta a todo, la bala de plata. Las recogí, emocionada, y subí a la habitación de Veronica. Parecía que no había nadie en la casa. Abrí el primer sobre. Me decían que no, pero me lo decían con unas palabras tan agradables que me sentí más segura, en lugar de menos, en mis esperanzas. Tres negativas más tarde, mi estado de ánimo había cambiado. Cada respuesta era todo lo estimulante que puede serlo un «no». Tomadas en conjunto, daban la sensación de una patada en los huevos. Abrí las restantes cartas con seriedad. Nada. Nada. Nada. Nada. Nada. Hace años se usaba mucho un efecto cinematográfico en el que el primer plano

— 112 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

se abalanza sobre el personaje mientras, al mismo tiempo, el fondo se aparta más y más. Algo así me sucedió a mí entonces, y me sentí como una niña pequeña en medio de una habitación inmensa, sin amparo, sola. Las cosas más insignificantes se hicieron cada vez más claras: una pasa en la alfombra, unos mechones de mi pelo rubio mezclados con los de Veronica en su cepillo del pelo; un tenue esqueleto de ceniza de cigarrillo; un inhalador contra el asma usado. No era consciente de haber hecho ningún ruido, pero debía de haberme echado a llorar, o gemido, o gritado, porque la puerta se abrió y apareció Roddy. Su rostro, grande y hermoso, fue transformando cuidadosamente la expresión de curiosidad por la de compasión. —Katie, ¿qué te pasa? —preguntó entrando en la habitación. Se fijó en el nido de cartas que tenía alrededor—. ¡Oh, ya veo! Que se jodan, Katie, que se jodan. No se merecen que llores por ellos. Sólo al oírle decir eso me di cuenta de que estaba llorando. Roddy se sentó junto a mí en la cama. —¿Dónde están los demás? —pregunté yo. —Han salido a dar un paseo. Yo estaba memorizando un casting. —Calló un momento y empezó a acariciarme el pelo—. Lo conseguiremos, Katie —dijo delicadamente—, lo conseguiremos un día, los dos, tú y yo. Era la primera vez que admitía no haberlo «conseguido», fuera lo que fuera lo que había que «conseguir», y aun inmersa en mi dolor sentí una oleada de compasión por él. Ojalá hubiese tenido más experiencia con actores; habría sabido entonces que la vulnerabilidad era también otro papel. Intenté reír, pero la risita acabó transformándose en otro brote de sollozos. Roddy me hizo el «venga-venga» con una palmada, rodeándome los hombros con el brazo. De repente, tuve una sensación hiriente de haber pasado antes por aquello, lo cual debió de servirme de aviso. A la vez, sentí la eléctrica sensación, por primera vez no deseada, de una excitación incipiente. La piel de Roddy olía muy limpio, pese a que sus mejillas, con aquella barba rubia de tres días, rascaban un poco. Hasta cuando holgazaneaba por la casa había algo calculado en su despreocupada elegancia. Aunque nuestra posición era ciertamente íntima, apretados los dos sobre la cama de Veronica, me sorprendió de verdad notar de repente la presión de su mano sobre mis pechos. Metió los dedos entre los botones de la blusa y empezó a desabrocharlos, con una rapidez y una profesionalidad en la maniobra que me dejó helada. Allí estaba yo, por primera vez en la vida absolutamente vulnerable y necesitada de un consuelo inocente, y se aprovechaban de mí. Me sentí como la sirvienta de un salón de la época victoriana a quien el joven señorito mete mano. Estaba a punto de pedirle que parase cuando algo me hizo levantar la vista. Allí, de pie, en el marco de la puerta, estaba Veronica. Había una expresión en la cara de Veronica que no había visto nunca. No eran lágrimas, ni pena, ni resignación, ni conmoción ni derrota, como yo habría esperado. No. Era furia total. Ponía una cara de la que yo me hubiera enorgullecido.

— 113 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

En ese momento Roddy ya había percibido la presencia de Veronica y su mano salió de mi blusa a la velocidad de un rayo, pero Veronica lo había visto. —Sal de aquí, por favor, Roddy. Quiero hablar con Katie. Roddy inclinó la cabeza y obedeció sin decir palabra. —Veronica, sé lo que te ha parecido, pero déjame que te lo explique. —Cállate, Katie. Llevo veinte años escuchándote y ahora me toca hablar a mí. Te creí cuando me dijiste que no habías hecho nada con aquel francés, te creí cuando me lo dijiste del conductor de furgonetas. Todos me decían siempre que eras venenosa y yo te defendía. Nadie lo hacía. Todos estos años, Katie, me he tragado tu egoísmo, tu presunción y los desprecios y pequeños insultos que me dedicas y que piensas que no capto. Te he visto trepar por la espalda de la gente para seguir adelante. Te he visto mentir y robar, manipular y conspirar. Pero siempre pensaba que en el fondo eras buena persona. Todo por un acto de generosidad de hace años, cuando me rescataste de… —Sí, sí, de aquel contenedor de arcilla de la clase… —Pues bien, Katie, creo que ya he pagado mi deuda. ¿Sabes?, en realidad estoy contenta de haberte pillado con Roddy porque ahora sé cómo eres de verdad, sé quién es la verdadera Katie Castle: una zorra y una puta. Roxanne ya me había dicho que estabas intentando seducir a Alan… —¿A Alan? No me desprecies así; soy diseñadora de moda, no asistenta social. No tocaría a ese imbécil ni con guantes de quirófano. —Te creo, porque no es bastante bueno para ti, ¿verdad? —Sí, me temo que así es. —Pero Roddy sí que lo era, lo es. Y decidiste ir a por él, a pesar de que tú… a pesar de que tú sabías que a mí… que a mí… Y aquí sí que se hundió y estalló en sollozos, restregándose los ojos con los puños como una niña pequeña. ¿Qué podía decir? Intenté otra vez explicar mi versión por encima de aquel drama. —Veronica, por favor, por favor, escucha. Me he sentido muy mal porque acabo de recibir las respuestas de rechazo de todas las empresas adonde había escrito. —Le señalé las cartas, sobre la cama—. Estaba aquí sola, y Roddy me oyó llorar y entró a consolarme. Y entonces empezó a tocarme. Yo no he hecho nada, acababa de darme cuenta de lo que pretendía cuando has llegado tú. Es culpa suya, yo no le he provocado, te lo juro. —¡Basta ya, basta ya, basta ya! —gritó Veronica tapándose los oídos. ¿Por qué tienes que ensuciarlo todo? ¿Por qué tienes que arrastrar a todo el mundo a la basura contigo? Sé que ha sido culpa tuya y no de Roddy, lo sé. Siempre eres tú la que empieza. Vete, sólo quiero que te vayas, ahora. Vete para siempre. No quiero volver a verte nunca, jamás, jamás. Te odio, te odio. En ese momento se abrió la puerta y entraron Roxanne y Tracy. Me echaron unas miradas de Medusa. —Mira lo que has hecho —me espetó Roxanne con rencor—. Te dejamos

— 114 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

quedarte y nos lo agradeces creando rencor. Has provocado a Alan y, como él ha resistido y no se ha dejado, lo has intentado con Roddy. Nadie te quiere, a nadie le gustas, a nadie le importa que te mueras en la calle. Lárgate y déjanos en paz. Tenía gracia, verdadera gracia: la colonia de leprosas me estaba rechazando. ¡Oh, qué ganas tenía de arremeter contra aquella colección de retrasadas! Pero no podía. Todavía no. Por segunda vez me vi obligada a representar la odiosa farsa. —Y ¿qué voy a hacer? No tengo adónde ir. —Puedes irte a la mierda —contestó Tracy—. Te pediré un taxi. —No —dijo Veronica, asomando la cabeza por encima de la barrera de brazos consoladores que la rodeaba—, puedes volver a casa, Katie, puedes volver a tu casa. Y con estas palabras echó la cabeza atrás y se echó a reír como una loca.

— 115 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Capítulo 13 Katie mira atrás con languidez

Casa, casa, casa. Sólo Veronica podía saber que el sonido de esa palabra tocaba, como una campana, a rebato por la muerte de mi alma. Al decir casa, no se refería sólo al sitio donde podía haber residido en el transcurso de mi vida en Londres, sino también a esa vorágine del tedio, ese lugar cuyo aburrimiento es el equivalente de Siberia y las minas de sal: East Grinstead. Supongo que ha llegado el momento de que les cuente algunas cosas sobre los primeros tiempos de la vida de Katie Castle y les describa el estiércol hediondo de donde broté, con tanta aversión y alegría. No me va a resultar agradable, así que les pido a ustedes toda la compasión y comprensión que puedan mostrarme. East Grinstead. ¿Cómo podía ocurrir nada bueno en un sitio llamado así? East Grinstead fue mi hogar durante los primeros dieciocho años de mi vida, aunque «vida» no sea la palabra correcta para nombrarlo. ¿Por dónde empezar? Por mis padres, parece lo más lógico. A estas alturas ya habrán adivinado que soy hija única. Llegué tarde y mis padres me amaron por encima de lo sensato. Habían tardado años de paciente trabajo en crear un pequeño refugio ordenado en el caos del universo, en una casa que llamaban Daisybank y que en realidad era el 139 de Achilles Mount. Y a ese Edén mundano fui a parar yo: Adán, Eva y la serpiente enrollados en una sola cosa. Mis padres tenían todas sus esperanzas y sueños puestos en mí, pero de una manera tan mansa e indefensa que me resultaban más irritantes que pesados. Yo era la princesa y ellos eran mi guisante. Eran tan inocentes, que hacía falta mucho ingenio para encontrar la manera de herirlos. Esto sonará muy cruel, pero voy a tener que serlo mucho más antes de haber acabado. Aunque deben ustedes recordar que lo que sigue es la visión de unos padres por los ojos de una chica adolescente egoísta, aburrida, lista y sensible, cuya vida no venía dictada por el odio, como podría parecer, sino por la vergüenza, que con tanta frecuencia huele y sabe como el odio. Y por debajo de ese sentimiento, debo admitirlo, pero muy por debajo, se movía a menudo el amor. Mamá, pobre mamá. Les diré las tres cosas más exasperantes de mamá: 1. Cuando caminaba por la calle pronunciaba los nombres de las tiendas: «Woolworth's, Carnicería de Smedly, Pasteles Smith's», y así hasta que la calle acababa o yo le daba un codazo. Tras años de quejas y escenas de lágrimas, conseguí

— 116 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

que dejase de repetir los nombres en voz alta, pero seguía formando, en silencio, las odiosas sílabas con los labios. 2. Escribía a los fabricantes de jabón de lavadora, productos de limpieza y comida preparada y les daba las gracias por sus productos. 3. Estaba de acuerdo con lo que dijera el primero que pasaba. Esto es feo, lo sé. Pero ¿quién de nosotros pasaría el examen de la fría y penetrante mirada de una quinceañera? Mi madre sólo tenía bondad y pena en su alma, y yo, a los dieciséis años, me pasaba las noches pensando en métodos de hacerla desaparecer de mi mundo. Un secuestro de Hezbolá, un rapto alienígena o arresto y cárcel por tráfico de cocaína: ningún método vino en mi ayuda. Mi madre siempre llevaba delantal. Se hacía arreglar el pelo cada quince días en la peluquería del barrio. Con un optimismo imposible solía pedir que la atendiera Kevin, el estilista jefe, pero siempre le tocaba la aprendiza más nueva, Anita, o Shelly, o Rubella. La aprendiza acababa cometiendo alguna desgracia terrible en su cabeza, y por la noche tenía que lavársela en casa y volver a peinarse con amarga tristeza. Pero mi madre tenía, por lo menos, el don de la mujer tradicional, que consiste en ser invisible. Era la persona más ignorante que he conocido nunca. Quizá se debiera a que su ropa tenía una misteriosa semejanza con el tejido de las cortinas o los tapizados que la rodeaban, pero parecía poseer la capacidad de disolverse en los decorados, como un camaleón. Y su voz era casi hilo musical, una banda sonora monótona y sin interferencias, que te volvía loca cuando una chispa te separaba y te hacía conectar de repente con la realidad. Ojalá papá hubiera pasado igual de inadvertido. Trabajaba como perito en el departamento de estadística del ayuntamiento del distrito. Cuando le preguntaban a qué se dedicaba, contestaba riéndose de su propio chiste: «Soy uno de los cuatro peritos del Apocalipsis». Era pequeño y calvo, y se arreglaba con un peinado de tres pelos por encima que merecía figurar en formol en el Museo de los Horrores de Scotland Yard. Y sí, llevaba manguitos en las mangas, y chaquetas de lana, zapatillas de estar por casa y pantalones toscamente cosidos, llenos de pelusa, moho, hongos y el aire pesado de una vieja tumba. Lo más interesante de papá era que pronunciaba «Castle» para que rimase con «axel» y no, digamos, con «metatarsel» (es un hueso, creo). Eso tenía algo que ver con que su padre, mi abuelo Castle, provenía de algún sitio del norte. Mi único recuerdo de él —en realidad, mi único recuerdo de todos mis abuelos— es el de sus talones, que tenía protegidos con una especie de parches en forma de donuts a causa de las llagas de la cama. Se murió de cáncer en Dewsbury, o Doncaster, o Halifax, o donde sea, y cuando murió yo estaba convencida de que le habían matado aquellos malos talones. Una vez al año papá se emborrachaba en la fiesta de la oficina. Una vez (tenía yo catorce años y era de lo más sensible e impresionable), llegó todo legañoso y bebido. Fue directamente al lavabo y vomitó en el retrete. Mamá chasqueó con simpática tolerancia. Yo lloré por dentro. Me moría de ganas de hacer pipí y cuando

— 117 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

papá tiró por fin de la cadena y salió, tambaleándose, entré como una exhalación, pero evitando sus espeluznantes ojos inyectados en sangre. Iba a bajarme las braguitas cuando se me ocurrió mirar hacia abajo. Vi algo que brillaba debajo del agua ambarina de la taza. Miré más de cerca. Era algo de plástico y metal. Intrigada, lo pesqué con el cepillo del retrete. ¡Dios mío! Era su dentadura. Allí, en la punta del cepillo, había un aparato dental muy complicado; nunca había visto ni imaginado nada parecido. Tenía varios dientes claramente separados, que quedaban unidos mediante unos puentes de alambre y unos ligeros arcos de plástico de color rosa. Tan pronto como me di cuenta de lo que había arponeado, di un grito y salté hacia atrás lanzando la cosa a la bañera. En el mismo instante mi padre entró en el lavabo, cubriéndose la boca con la mano mientras medio imploraba y medio rugía: «¿One etá, one etá?». Paralizada del susto, señalé la bañera. Papá se precipitó allí y, antes de que pudiera detenerle, se encajó el monstruoso aparato en la boca ajustando como una sierra los dientes buenos a los falsos. Cosas de este tipo eran las que tenía que soportar. Empecé a sentir vergüenza de mis padres cuando tenía once años, lo cual es bastante tarde hoy día, pero una vez que empecé, realmente aquello no tuvo fin. La escuela primaria de St Simon había sido divertida o, por lo menos, fácil. Fue allí donde conocí a Veronica, Veronica Tottle, como se llamaba entonces, se llama ahora y se seguirá llamando hasta que se acabe el mundo, amén. Estaba metida de cabeza dentro del contenedor de arcilla de la clase (un contenedor grande de basuras, de plástico, donde metían arcilla para moldear; todas las aulas solían tenerlos cuando yo era pequeña, aunque hoy hayan desaparecido, como las reglas de cálculo, los pupitres de madera y la leche gratis), y sólo se veía de ella un culo cubierto por unas braguitas verdes que se movían, las piernas rosadas y blancas, manchadas, sus tristes calcetines grises y sus sandalias rojas, desgastadas. Estaba obstaculizando mi camino hacia la arcilla, impidiéndome coger un poco, así que la saqué del contenedor estirando por los tobillos. Creo que llevaba allí clavada unos minutos, por lo menos, de tanta vergüenza que le daba gritar pidiendo ayuda. Había estado llorando en silencio y las lágrimas se le mezclaban con la arcilla que se le adhería a la cara. Se limpió los ojos con la manga, me dio un beso en la mejilla y se marchó corriendo. Ya en esos días era una cosita pequeña y gordita, con el pelo grasiento y los ojos de ningún color en especial. Mi acto de caridad la dejó en deuda conmigo, una deuda que iba a durar hasta que… bueno, eso ya lo sabéis. La pobre Veronica se esforzó mucho por dejar de ser la tercera de la cola de la clase, sin llegar a conseguirlo jamás. Nunca fue mala, ni nunca llegó tarde. Si la reprendían por algo que no había hecho, nunca se quejaba sino que bajaba sus ojos incoloros y aceptaba el castigo. Eso hacía que me resultase terriblemente útil. Yo era mala casi todo el tiempo. Pero como era lista y, más importante todavía, guapa, pocas veces me castigaban. Sólo me pegaron una vez en el colegio. La hermana Henrietta (normalmente conocida por Henry el Peludo, debido a su lunar) nos había leído la historia de Perseo y de Pegaso, el caballo alado. Henry el Peludo

— 118 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

trazó un dibujo de Pegaso sobre una cartulina gigante y la enganchó sobre la pared. Nos tocaba entonces recortar unos trozos de papel con forma de plumas, rizarlos con la hoja de las tijeras y engancharlos en las alas. No sé por qué motivo, yo no conseguía rizar mis plumas, de modo que le clavé las tijeras a Veronica en el brazo haciéndole una pequeña herida con sangre. Henry se materializó de la nada con una mirada de fuego de los infiernos en su horrorosa y peluda cara. Me levantó la falda y me zurró en la parte trasera de las piernas, lo que provocó que Veronica gritase: —No, hermana, no, he sido yo, por favor, ha sido un accidente, he sido yo. Henry se enfadó entonces todavía más. —¿Por qué no lo has dicho antes, pequeño monstruo? Y zurró también a Veronica, igualmente en la parte trasera de las piernas. La vida en la escuela secundaria Pontius Pilate siguió el mismo esquema. Yo era popular y tenía éxito, pese al peligro siempre constante de que alguien descubriese lo horripilantes que llegaban a ser mis padres. Veronica seguía renqueando siempre detrás de mí: era la chica a quien atormentaban los chicos y a quien ignoraban las chicas inteligentes. Si alguna vez el viento hacía volar una bolsa de plástico por la calle, sabías que iría a parar inmediatamente encima de Veronica y que se le enroscaría en un pie y se quedaría allí, indiferente a los empujones o los estirones. Las aves exóticas migraban al East Grinstead sólo para cagarse en su hombro. Siempre era ella la que se quedaba con el donut sin mermelada. Mi principal concesión a favor de Veronica era dejar que de vez en cuando fuese ella quien pagase el pato por mis travesuras. Los cigarrillos encontraban el camino de su cartera cuando se hacían inspecciones sorpresa. Y luego se produjo aquel famoso episodio del condón. Qué cosas. Yo fui la quinta chica del curso que tuvo relaciones sexuales. La tercera, si descontamos aquellas cuya pareja era un familiar. A los doce años tuve mi primer novio, un chico inofensivo, larguirucho y despeinado que se llamaba Tony. En nuestra primera cita nos sentamos en un banco del parque y compartimos un paquete de panecillos con sabor a ajo y vinagre y un trozo de embutido. En la segunda cita me llevó a pescar; él no había ido a pescar nunca y el episodio fue un desastre. No conseguía colocar la caña ni el hilo, ni nada, y acabó perdiendo los nervios y tirando todo el equipo al embalse. Pero al cabo de un rato quiso recogerlo e hizo un chiste sobre una mano que aparecía y que él capturaba, como la Señora del Lago en la película Excalibur. Dejé que me besase en un margen de piedras y me regaló el viaje de vuelta a casa en el autobús. En la tercera cita, me llevó al cine y por primera vez probé la lengua humana y me pareció buena. Pero Tony era un poco débil y carecía del menor instinto cazador, y pronto pasé a Mick Tordoff. Mick era el mejor jugador de pimpón de la escuela. Los chicos solían jugar a «el-que-gana-sigue» en la sala común, durante los recreos, y Mick era invencible. Tony jugó contra él una vez, saltando hecho un amasijo de brazos y piernas, y con el pelo sobre la cara. Cuando Mick iba ganando por 20-6, Tony pisoteó la pelota. Con la silenciosa eficiencia de un asesino de la mafia, Mick dio la vuelta a la mesa, se acercó a él y le dio un puñetazo en la cara. La técnica de Mick para meter

— 119 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

mano era tan eficaz como su pimpón y su chulería: podía desabrochar unos sostenes con las pestañas. Sin embargo no fue Mick, ni ningún chico inglés, quien se llevó el premio. Recayó, el día en que cumplía quince años, sobre un italiano llamado Guido. Conocí a Guido en un viaje de esquí de la escuela. Mis padres no podían permitirse aquel lujo ni el equipo tan caro que yo insistí en comprar pero, maldita sea, si no iba a estar yo guapa bajando las laderas. No tengo ni idea de cuántos años tenía Guido, ninguno de los dos sabía contar más de tres en el idioma del otro. Apareció en la discoteca la última noche. Llevaba la ropa de marca con discreción, pero sus Armani y Gucci superaban claramente la ropa informal de C&A o Levis de los chicos de Pontius Pílate. Llevábamos una hora en la discoteca cuando le subí a mi habitación. Los profesores estaban demasiado ocupados emborrachándose con grappa para fijarse. En la habitación había cuatro literas comprimidas y eso hizo reír a Guido. —¿Bebés, no? —preguntó. ¿A qué se refería? ¿Si yo tenía alguno? ¿Si yo quería alguno? Quizá no fuese una pregunta sino una manera de tranquilizarme. Dije que no con la cabeza. No supe qué hacer a continuación, pero sabía que aquello iba en serio. —Yo, cuidado. Nos echamos sobre una de las camas; no la mía, sino la de Veronica. Me sentía como si me hubieran programado y no pudiera decidir por mí misma. Me gustaba esa sensación. Me besó. Luego me cogió la mano y se la puso sobre el pene, que asomaba por entre la cremallera de su pantalón. Era largo y delgado, y yo pensé que así no me haría daño. Estaba medio desnuda, excepto por los sostenes, que me subió por encima de las tetas. Él seguía completamente vestido. Escupió en su mano y la frotó suavemente dentro de mis labios. Y entonces, con el pene todavía asomando por los pantalones, me penetró. No me hizo mucho daño. Tampoco resultó especialmente agradable, pero ¿qué se puede esperar de la primera vez? Se corrió en cuatro chorritos menguantes sobre mi estómago y el edredón. Lo he hecho, lo he hecho, lo he hecho, lo he hecho, pensé. Y con un italiano. Cerré los ojos y me deleité en imaginar lo muy espantados, horrorizados y decepcionados que se sentirían mis padres. La conciencia de lo que había hecho me excitaba más que el acto en sí mismo, y quería volver a hacerlo. Sólo entonces me di cuenta de que estaba sola. Guido se había ido. No lo vi nunca más. Me limpié secándome con una camiseta de Bugs Bunny que encontré en la cama, volví a bajar a la discoteca y bailé toda la noche con los chicos y las chicas de la escuela secundaria Pontius Pílate. Toda esta explicación sobre el esquí, el sexo y los italianos está haciendo que mi vida parezca demasiado llena de color. En realidad, no era así; casi todo en East Grinstead era marrón, como si el mundo estuviese hecho de plastilina mezclada. Las casas, las calles, los árboles, los pájaros, todo era marrón. En aquel mundo pardo, los adolescentes no tenían otra cosa que hacer que buscar algún sitio donde practicar el sexo. Hasta las drogas eran materiales domésticos de lo más cómico: pegamento, abrillantador de botas, combustible de encendedor Domestos.

— 120 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Lo único que yo quería era huir, y desde que tengo uso de memoria sabía cómo conseguirlo. Tenía que ser con la moda. Siempre fui muy consciente del desastroso aspecto que tenía todo el mundo en East Grinstead. No era sólo el pelo horrible y los dientes en mal estado, o los cuerpos como material de la bodega de una nave de factoría rusa. Notaba, no sé por qué, cuándo las faldas tenían un largo equivocado o los pantalones, una mala forma. Detestaba los cuerpos gruesos, comprimidos en unos trajes bastos. Detestaba los pantalones de poliéster hechos a máquina, con la costura en la parte de delante y que podías conseguir en cualquier color con tal de que, lo habéis acertado, fuera marrón. Aquella costura me ofendía terriblemente: era a la vez fea e inútil. Alguna persona de carne y hueso, que había puesto una placa en la puerta anunciándose como DISEÑADOR, decidió que pondría la costura allí para llamar la atención sobre lo horrible del tejido, la ineptitud del corte y la delgadez del muslo del que invariablemente pendía. El único glamour que había en mi vida venía de las revistas que conseguía que mis padres me comprasen después de mucho torturarlos. Cuando alcancé la edad de la conciencia de la moda (los diez años, en mi caso), ya no volví a dejar que mamá comprase Women's Journal; la obligué a progresar comprando Options, Elle, Vogue, la Vogue norteamericana y, finalmente, la Vogue francesa (donde me he quedado desde entonces). Era el único encargo de Vogue francesa que habían tenido nunca nuestros quiosqueros locales, y la primera vez que fui con mi madre a recogerla, el señor Forster, un diminuto y apagado hombrecillo que atendía en el mostrador, llamó a su mujer: —Sal un momento, Netty, ellas son las que han encargado la revista extranjera. Mi madre dijo que nunca viviría bastante para olvidar aquella humillación. Pero cuando entré en Vogue, salí de East Grinstead. Vogue era el País de las Maravillas y yo era Alicia. Papá y mamá se burlaban de mí y pensaban que mi afición era sólo una fase transitoria. La ambición de mi padre era que me hiciese censora jurada de cuentas, una profesión que en él suscitaba la misma fascinación que el diseñador jefe de Dior en mí. La secundaria fue pan comido y el final del bachillerato salió bastante bien, salvo por mi manía de convertirme en los personajes que me atraían de los textos que nos tocaba leer. Cuando llegó Cuerpos viles y yo me transformé en una Brillante Joven, todo se convirtió en «demasiado, demasiado vomitivo» o «demasiado, demasiado falso». Lady Macbeth resultó divertida un tiempo, pero supongo que tuve suerte de que no hubiese ningún compañero de clase llamado Duncan porque me hubiera visto obligada a apuñalarlo. Quizá los críticos hubieran dicho que mi Flebas el Fenicio era demasiado exagerado, pero ¿cómo puede una si no, descubrir los límites de su mundo? Tal vez el momento culminante de mi carrera en la escuela fue cuando la señora Cruikshank mencionó la importancia de las novelas de Fanny Burney en la historia de la ficción femenina. Mi respuesta fue instantánea, como lo fue la fama que consiguió.

— 121 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

—¿Cómo, culo quemado 2? —dije yo abriendo de par en par los ojos con la expresión más inocente—. Será una lesión, pero no el nombre de una autora. La señora Cruikshank pareció enfadada durante uno o dos segundos y luego sonrió con indulgencia, lo cual era la señal de consentimiento que necesitábamos las cinco chicas y los dos chicos de la clase para estallar en estridentes carcajadas. Veronica sonrió, radiante, a todo el mundo, como si hubiera sido ella la autora de la broma. Como pueden ver yo era bastante lista, y ya saben que pueden confiar en mí si digo que lo era porque también he contado cosas malas, como lo de la herida con las tijeras a Veronica. Conseguía hacer casi todo lo que quería, menos quemar East Grinstead hasta los cimientos y hacer desaparecer a todos sus habitantes en el infierno. Cuando llegaron los exámenes, tuve muy claro lo que tenía que hacer. Saqué un seis pelado en todo. Una nota mejor habría significado la posibilidad de estudiar Económicas o Empresariales en una universidad seria. Tres seises era lo único que necesitaba para entrar en la pequeña Escuela de Diseño de Londres, de la que me había encaprichado, de modo que tres seises fue exactamente lo que saqué. Eso apartó hábilmente cualquier posible presión de papá en dirección a la contabilidad. Negarme le habría roto el corazón, y estaba claro que yo tenía otros intereses. Veronica, por supuesto, me había ido siguiendo como un perrito faldero en todas mis fantasías. Hizo de nodriza para mi Julieta y de Grace Poole para mi primera señora Rochester. En esa época había pasado de ser un patito feo a convertirse en una gloriosa gansa. Tenía un novio, o «demonionovio», como le llamaba yo. Un tal Trevor, inevitablemente. Solía llevársela en coche al campo, y allí aparcaba en un sitio alejado y luchaba para abrirse paso en el exagerado muro defensivo con que se protegía ella (completado con un foso). Lo auténticamente divertido era que él le cobraba una «tarifa de taxi» por traerla de vuelta a casa. Cuando me lo contó, le dije con toda naturalidad que se lo sacase de encima. Aguantar ese trato era estar demasiado desesperado. Pero Veronica, incapaz de ver el mundo como era, y agradecida, sin duda, al miserable afecto de Trevor, salió en su defensa: —Pero Katie, telefoneó a todas las empresas locales de taxi para preguntarles cuánto cobraban y él se ha equiparado a la tarifa más barata. Eso muestra mucha generosidad de espíritu por su parte, ¿no crees? La pobre Veronica no pudo, por supuesto, seguirme hasta la Escuela de Diseño. Tuvo algo que ver con la geografía y un fallo con Bangor. Lo más molesto es que ella acabó los estudios con mejores notas que yo. Y aunque conté mi plan a todos los del colegio, no creo que se lo creyeran. Menos Veronica, claro. Sin embargo, me importaba un pito lo que la gente decente de East Grinstead pudiera pensar de mí. Los veía como sombras, apenas perceptibles frente a la brillante y gloriosa luz de Juego de palabras entre el nombre propio femenino Fanny y fanny, término coloquial para «culo»; y entre el apellido Burney, de la autora, y burnt «quemadura, quemazo». (N. de los T.) 2

— 122 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Londres hacia la que me iba desplazando. Papá quiso llevarme en coche a la ciudad, pero yo no le dejé por si nos veían. Así que los dos se despidieron de mí saludándome con la mano en la estación, dos figuras tristes y grises, que fueron menguando hasta desaparecer. Después de las ilusiones que me había hecho, la vida en Londres demostró ser, como me imagino que siempre acaba demostrando ser, una decepción. Yo ya no era un pavo real entre palomas, sino otra paloma más, insignificante en la bandada. Me enfurecía que la mayoría de alumnas fuera más a la moda que yo; al fin y al cabo, tenían la ventaja de no venir de East Grinstead. De golpe, me convertí en una especie de Veronica. Pero no duró mucho; en una semana hice los reajustes necesarios. Sin embargo, no tenía dinero para deslumbrar. Fue una valiosa lección. En cuanto al curso, había pocas clases aprovechables y muy de cuando en cuando. Puedo decir honradamente que no aprendí nada. Ni un hecho aislado, técnica o principio de lo que aprendí en las clases, tutorías y talleres de la escuela me sirvió de nada cuando me puse a buscar trabajo, ni más tarde, cuando trabajé, en el mundo de la moda. Sí, descubrí que Madeline Vionnet había sido la «Euclides de la moda»; que Fortuny fue «el mago de Venecia» y Elsa Schiaparelli inventó el rosa chillón. Aprendí a hacer sombreros con objetos sacados de un contenedor de basura. Aprendí a saber incorporar motivos del arte azteca, polinesio o celta a mis diseños. Aprendí a hablar de moda como si fuera una de las grandes artes, a burlarme de conceptos mundanos como el posible uso de la ropa y a burlarme de High Street y de la gente que compra allí. Sí que pesqué algunos conocimientos útiles, pero normalmente los sacaba de fuera de las clases. Aprendí a tomar café y fumar cigarrillos. Aprendí a coquetear con hombres gays y mujeres heterosexuales. Aprendí a entrar en los clubes sin pagar y aprendí, finalmente, a vivir con cincuenta libras a la semana. Todo resultaba inmensamente divertido, trivial, superficial, vacío y efímero, pero divertido. Y ahí se acabó todo. Con dos entrevistas tuve suficiente para descubrir que tenía un diploma sin ninguna utilidad. Las opciones que se me presentaban eran terribles. De vuelta con papá, pedirle un préstamo y estudiar contabilidad; o un trabajo basura y un cuartucho barato, y esperar que llegase la oportunidad que, en mi inocencia infantil, sabía que acabaría llegando. Así que estuve trabajando tres meses en Whistles, seis meses en la tienda de rebajas de Paul Smith y una semana en Selfridges. Durante ese tiempo salía con un estudiante de arquitectura danés llamado Cnut. Tenía una manera de ser muy seria, pero vestía de un modo muy tonto, con levitas y fulares. No entiendo ahora por qué, a mí me parecía muy interesante en esa época. Le dejé por un chiste. Era su cumpleaños, y en la postal escribí «Para Cnut» (junto con unos detalles amorosos que no querréis leer), pero con la «C» al revés. —Katie, esto está equivocado —me dijo él señalando la letra errónea. —¿Quieres decir que no sabes girar la ce, Cnut? Se suponía que aquél era mi regalo; me había pasado siglos inventándomelo.

— 123 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Me miró unos buenos quince segundos sin decir nada y luego dijo: —Entiendo, se supone que esto es un chiste, ¿no? —Sí. Es para ti, ¿te gusta? —En mi país no es de buena educación reírse de los nombres. Y allí acabó nuestra relación. No todo fueron horas bajas en ese tiempo. Ser pobre a los veintidós años está bien, y creo que sigue estando bien hasta que se cumplen los veinticuatro. No, esto es un poco duro. Veinticuatro está todavía en el límite correcto. Pero tener veinticinco y ser pobre ya es imperdonable para cualquier mujer despabilada y sin la tara de problemas morales o defectos en la cara. Sólo volví una vez a casa a ver a mamá y a papá. Me resultaron menos irritantes de lo que recordaba y más dignos de lástima, lo cual es mucho, mucho peor. Papá se había jubilado y era en lo único en que pensaban. Hacía dos años que no les veía, pero yo seguía entretejida con la textura de sus vidas cotidianas. Aunque ya habían quedado atrás los días en que les contestaba con gritos, fueron lo bastante prudentes como para no preguntarme por mi vida. —¿Qué tal van las cosas en, bueno… la moda? —preguntó papá señalando con la cabeza hacia el rincón de la habitación, como si allí viviese la moda. Mamá repitió «moda». —Estupendamente, la mar de bien. En el más puro estilo de los padres que han perdido a una hija, conservaban mi habitación tal y como yo la había dejado a los dieciocho años, con mis pósters retro de David Bowie y Roxy Music, y mis animales, el pingüino Stinky, Freddy Teddy y la Cosa Azul, que no pertenecía a ninguna especie conocida por la ciencia y por tanto tampoco podía tener un nombre humano. Mis libros seguían estando allí, para que les quitasen el polvo a diario, pero haciéndose amarillos: una hilera de Judy Blume, El ancho mar de los sargazos y La grasa es un asunto feminista (no, no lo es). Era demasiado triste para soportarlo, así que me largué antes del té con la excusa de que tenía que volver pronto a la ciudad para ver un desfile, sabiendo que esto lo entenderían. Bueno, ahí es más o menos donde estaba el día en que pasé caminando ante Penny Moss y vi el anuncio de una oferta de trabajo. Si lo que he contado no explica por qué la idea de volver a casa con mi madre y mi padre me llenaba de la misma alegría e ilusión que el que me fueran a circuncidar o a desollarme viva, pues, bueno, me rindo.

— 124 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Segunda parte LAS TRES METAMORFOSIS DEL ESPÍRITU

— 125 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Capítulo 14 Donde ponen a Katie de patitas en la calle

—Bueno, de acuerdo, una noche más, pero duermes en el sofá. Ésta fue la única concesión que le arranqué a Veronica y las demás la aceptaron a regañadientes. —No quiero verte esta noche y cuando yo vuelva a casa mañana, te habrás largado ya. Era evidente que estaba poniendo a prueba los mejores sentimientos de mi querida vieja amiga. Se me pasó por la cabeza decir algo acerca de las víboras que se alimentan de los pechos, pero eso habría sonado demasiado «Veronica». Y alguien podría haber acabado preguntando quién era la víbora y quién era el pecho. ¿Qué podía hacer esta última noche? No íbamos a quedarnos sentadas juntas viendo la tele, eso por descontado. No me atrevía a ir a ver a ninguno de mis otros amigos. No me atrevía a tener una charla sobre moda y una sesión de quejas con Milo, suponiendo que no me hubiese suprimido ya de la historia. Sí, mi cara ya había sido retirada de las fotografías del Politburó. No es que me sintiera tan orgullosa como para no pedir caridad donde fuera, era sencillamente que no sabía a quién pedírsela. Pero me imagino que en todo momento sabía lo que iba a hacer. Los cálculos y el pensamiento racional no me habían servido absolutamente de nada; había llegado el momento de poner las hormonas en acción y seguir mi instinto. Así que veinte minutos más tarde estaba de nuevo en otro taxi. Iba a ser mi último taxi durante mucho, muchísimo tiempo. Atravesé el círculo de leprosas y salí por la puerta principal de la casa sin más palabras, con la cabeza bien alta y el corazón hecho un lío. Caminé presa del pesimismo hasta Seven Sisters Road, con la vida que llevaría en East Grinstead proyectada sobre los edificios que me rodeaban, como las películas antiguas en Cinema Paradiso. Allí estaba yo, en un alto tejado de dos aguas, acogida con lágrimas por mi papá y mi mamá: ella se frotaba las manos felizmente angustiada mientras él sostenía una tetera marrón con una funda de ganchillo. Y allí, instalada contra la sucia pared de ladrillos de la iglesia, empezaba yo a trabajar repasando listas de reclamaciones en la oficina de subsidios para la vivienda, vestida elegantemente con un traje de poliéster azul con una blusa blanca y una pajarita en el cuello. Allí, en los tejados de pizarra, bailo yo alrededor de mi bolso de plástico en la disco del «por-favor-fóllame». Es viernes e intento cazar el ojo de un admirador (sea lo que sea), o un lampista, o un ladrón de casas, con «amor» y «odio» grabados con tinta en los nudillos por el famoso tatuador disléxico del

— 126 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

pueblo. Y ahí, lanzada hasta los mismísimos cielos para que todo el mundo pueda verme, estoy yo sin leotardos en aquel aire frío, buscando amor, sonriendo a desconocidos. No. No me iba a pasar eso. Si las cosas iban a peor, tal vez fuera a casa una temporada para recargar las pilas y hacer planes, pero nada más. No me quedaría hasta que los zarcillos empezasen a crecer a mi alrededor y los demonios me empujasen hacia abajo, como a Fausto, camino del infierno. ¿O sí? Pero antes estaba el pequeño asunto de la venganza. «Todos los domingos, menos en Semana Santa», había dicho él. Bueno, era domingo y no estábamos en Semana Santa. Por lo menos había aprendido eso de la hermana Henrietta. Apareció un taxi negro, monté y me dirigí en dirección oeste, pasando peligrosamente cerca de los lugares que había llegado a querer. He dicho venganza, pero eso no es del todo exacto. Ni tampoco la cosa del instinto-hormona lo capta. No sabía exactamente qué me impelía ir a ver a Liam. Había abandonado más o menos la idea de acuchillarlo hasta la muerte, aunque no había descartado la posibilidad de comprobar si mis seis meses de clases de boxeo, hacía dos años, me habían habilitado para asestarle un buen puñetazo en la garganta. Pero más bien quería que se enfrentase con lo que me había hecho; que viese cómo me había complicado la vida; que se disculpase. Me venía a la mente el mismo proverbio una y otra vez: «Un perro vuelve siempre a su vómito». No es bonito, pero es verdad. Conseguí que el taxista me dejase en la estación de metro: todavía era bastante temprano, así que pensé que mataría el tiempo tomando una copa en cada uno de los bares que había visto durante aquella otra, fatal, visita a Kilburn. Y si acabar arrastrándome por un pub les parece una actividad bastante excéntrica en mis circunstancias, tendrán toda la razón del mundo. ¿Podía ser que buscase deliberadamente degradarme, rebajarme para poder experimentar algo así como un extraño y catártico renacer? ¿O estaba nerviosa y necesitaba coger una tajada, simplemente? El primer pub al que llegué se llamaba North Star. Desde fuera parecía bastante bonito, casi como uno de esos pubs de Primrose Hill donde las chicas son bienvenidas. Limpio y brillante, con unos retoques de pintura precisos. Parecía que sólo le faltaba el ir y venir de los camareros y el frufrú de cabello rubio limpio. Entré por la puerta señalada como BAR PÚBLICO e inmediatamente me di cuenta de lo mucho que me faltaba para llegar a entender el universo paralelo del pub. El Black Lamb estaba lleno de gente pobre y desesperada, pero con ansias de disfrutar. Tenían ganas de pasárselo bien, por muy temporal y breve que fuese. Pero aquello era muy diferente. En el momento de cruzar la puerta me enfrenté a un muro de caras hostiles: sombrías, crueles, viriles. Aquél no era un lugar de diversión, era un lugar para beber, para beber hasta que todo lo amable, humano y frágil se disolviese y entonces seguir bebiendo un poco más. Pensé dar media vuelta y marcharme, pero algo en aquel toque desagradable del lugar sintonizó con mi estado de ánimo. Y además, después de Penny y las

— 127 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

leprosas, no pensaba dejar que volviesen a echarme de ningún sitio. Desfilé con valentía hasta la barra, sintiendo por primera vez, desde hacía siglos, que tenía delante un reto para el que estaba preparada, un problema que podía resolver. Con pura bravuconería rencorosa pedí un Dubonnet con limonada, algo que no había bebido desde que tenía diecisiete años. Había sido con Veronica y una o dos chicas más del colegio, una noche que salimos después de unos exámenes de evaluación. Cuando nos sentamos, orgullosas, ante nuestro surtido de Cinzano, granizados y las demás bebidas que refrescan el paladar dulzón de las adolescentes, Veronica me susurró al oído: —Creo que la «te» no se pronuncia. No le dirigí la palabra el resto de la noche. De nuevo en el North Star, el barman, grande, blanco y húmedo, como una talla en una masa de manteca realzada genéticamente, me miró durante dos largos segundos, medio se volvió para irse, regresó de nuevo hacia mí y finalmente se volvió a marchar. Se fue balanceando hasta el otro extremo de la barra y volvió con el líquido de color magenta. —Hielo —le pedí buscando sus ojos, que tenía inyectados en sangre y parecían malévolos. Imaginé que podía ser un coleccionista de pornografía infantil y de insignias militares nazis. Señaló un cubo de la barra y gruñó: —Dos libras. Me tragué en la barra el Dubonnet, que me goteó un poco por las comisuras, y salí de allí. Por extraño que parezca, la experiencia me dio coraje: ¿acaso podía haber un pub peor que aquél en el mundo? Y había sobrevivido, me había bebido un Dubonnet con limonada y había salido. Justo al otro lado de la carretera desde el North Star vi algo que parecía un poco más prometedor. Indudablemente, el Power Bar había sido diseñado para que pareciese uno de esos pequeños y pintorescos pubs que se ven en las postales irlandesas, a veces con un burro aparcado fuera. La parte delantera del local era bastante pequeña. Estaba pintada de azul brillante. Atravesé la puerta y me adentré en un mundo de calor y ruido. La música era de tipo estudiante-india, algo que realmente no me esperaba en Kilburn. Evidentemente aquél era el local donde los bohemios de la zona y los jóvenes en paro tomaban copas, y tenía un toque vagamente alternativo, artístico. Las paredes estaban recubiertas con agradable ironía: una especie de cabeza de búfalo inmensa asomaba desde la oscuridad. Había chimenea de verdad, lo cual era de agradecer (fuera hacía un frío seco, y yo no llevaba suficiente ropa). Y más de agradecer era la presencia de las mujeres: no viejas brujas borrachas, sino mujeres jóvenes con atuendos moderadamente a la moda. No eran como yo, pero me daba la impresión de que no necesitaríamos un intérprete para hablar. Me pareció que incluso valía la pena arriesgarme a tomar un vaso de vino. Una hermosa joven australiana me sirvió y me llenó un buen vaso de Sauvignon Blanc chileno.

— 128 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Pese a que el bar estaba abarrotado, conseguí encontrar un rincón donde sentarme, no muy lejos de uno de los fuegos. La mesa de al lado estaba llena de hombres de mediana edad, obesos, con coletas o perillas, que hablaban muy alto sobre vídeos musicales. Uno parecía ser director y otro trabajaba para una compañía discográfica. Un tercero, más larguirucho que los otros, llevaba unas gafas rectangulares de esas que parecen gritarle a todo el mundo: «Mira, soy crítico de música. ¡Ja!». —Tienes que echarle por lo menos uno cincuenta —dijo el director, forzando sus cueros—. Sabes tan bien como yo que cuanto más mierdosa es la banda, mejor sale el vídeo. Aposté conmigo misma que me hablarían en menos de cinco minutos. Debía de estar emitiendo unas señales espantosas, porque durante el tiempo que tardé en vaciar dos vasos ellos no hicieron más que aventurar miradas furtivas. Hasta tuve la impresión de que habían captado mi estado de ánimo. Habían acabado de hablar cuando me marché. —Todavía pienso que mierda suena un poco duro —dijo el periodista. Crucé la carretera de nuevo y llegué a McGovern, que parecía un bingo albanés. Me metí dentro sin pensarlo. Estaba tan lleno de hombres apretujados, que al principio pensé que era un bar gay. Pero no: no había ni un solo corte de pelo decente entre ellos, y parecía que acababan de asaltar un almacén de tweed y habían escapado vestidos con lo primero que habían encontrado, aunque les quedase fatal. Había una atmósfera de alegría: se daban palmadas en la espalda e intercambiaban amplias sonrisas. Las carcajadas iban de un extremo a otro de la barra. A nadie parecía importarle mi presencia, y me abrí camino entre la muchedumbre y pedí una Guinness. Al volver de la barra con lo que me pareció una bebida enorme, vi a un hombre mayor que me sonreía, sentado en un banco situado cerca de la pared. Me sonaba de algo. Pues claro, era el violinista. No recordaba su nombre. Me llamó con la mano, indicando un espacio junto a él. Pese a que el recuerdo de su respiración jadeante y moribunda me daba náuseas, no podía pensar en la manera de escaparme, y me acerqué a él. —Tú eres Katie, ¿verdad? Parecía sorprendentemente sobrio. —Sí. Te has acordado. ¿Sabes?, tenías razón aquel día: Liam me «canalleó». —Qué cerdo tan guarro. Si tuviese treinta años menos, yo mismo le daría una lección. ¿Qué piensas hacer con la criatura? He oído alguna cosa sobre tus problemas, no esperaba volver a verte. —En realidad no puedo explicarlo. Tenía que ver a Liam. Pegarle, o hacerle algo. —¿Qué provecho vas a sacar? ¿Por qué no vuelves a tu barrio de la ciudad, con tu gente? —Es más fácil decirlo que hacerlo. La verdad es que ya no tengo un barrio en la ciudad. ¿Y mi gente? No me hagas reír. ¿Estará Liam en el Black Lamb esta noche? —Bueno, sí, puede que esté. Pero ¿qué vas a sacar de todo esto? Vete a casa,

— 129 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

niña, vete a casa. —Eres un buen hombre, pero ya no me queda nada que perder. —Nadie está tan hundido que no pueda hundirse un poco más. Yo mismo he pensado a veces: «Ahora, juro por Dios que estoy en el fondo. Seguro que toco la roca». Pero entonces te das cuenta de que sólo es una costra, y vuelves a caer para abajo. —Gracias, eso sí que ha servido para animarme —dije con una sonrisa, porque no me sentía tan mal. Supongo que el Dubonnet, el vino y la Guinness hacían su trabajo—. ¿Y ahora? ¿Has tocado el fondo? —¡Ah! —exclamó él, también sonriendo—. Bueno, ¿sabes esas películas de submarinos, en que los de arriba los atacan hasta dejarlos hechos polvo? ¿Y tienen que sumergirlo más y sale ese personaje que va cambiando todas las bombillas por otras rojas, y entonces se rompe una tubería y otro personaje le sacude con una llave inglesa hasta que para? Bueno, pues yo soy un poco así: los ojos rojos y algunas fugas. Y en éstas se levantó, señaló el lavabo de caballeros, me dirigió un guiño de los que bien podrían haber cautivado a una lechera de Kerry allá por 1932, y se alejó. Me acabé mi Guinness y salí. Era el momento de ir por faena. Crucé de nuevo la High Road de Kilburn. No me detuve ante el Black Lamb sino que entré directamente hasta sus brazos gótico-barrocos. El local estaba relativamente silencioso. Busqué a Liam con la mirada pero no lo vi. Pedí un gin tonic doble en la barra. No reconocía a nadie de mi primera visita. Me sentí aliviada y a la vez decepcionada. Todavía notaba el estremecimiento de la adrenalina. ¿O era otra hormona? Mientras me sentaba, me asaltó un pensamiento. Quizá yo no hubiera ido allí para vengarme. ¿Podía ser que estuviese allí para echar un polvo? No, no, no. Demasiado simple y demasiado horroroso. Yo estaba allí para cerrar algo, para arrancar el veneno de la herida. ¡Oh, Dios lo sabía! Me senté a la misma mesa que aquella noche. La sensación positiva de mi estado de ánimo se había desvanecido y me hundí en una depresión meditabunda. El viejo violinista tenía razón. Parecía una loca volviendo allí. Loca y triste. Loca, triste y estúpida. Liam no podía hacer nada para ayudarme ahora. Yo ya era noticia pasada. ¿Para qué era la moda, al fin y al cabo, si no para seguir adelante? Y a mí me habían dejado atrás. Miré a mi alrededor, la decoración exuberante. Las ninfas y dríades se habían convertido en demonios burlones. Los pájaros grabados en el cristal eran buitres. De las paredes goteaba sangre y más sangre. Pedí otro gin tonic. Me sorprendía ver cómo mi vida parecía volver a repetirse. La gente cree que la moda se mueve en círculos, pero eso no era cierto, como muy bien había demostrado Penny con el fracaso de su conjunto safari en la fiesta del vodka. Es más una especie de espiral, de modo que las cosas vuelven a aparecer de nuevo, pero desplazadas. Y las vueltas de la espiral se van haciendo más y más pequeñas, de forma que las cosas vuelven a aparecer de nuevo mucho más deprisa, dando esa desconcertante impresión de novedad simultánea y de rendición cansada. Ésa era la impresión que me daba mi vida, el eterno retorno, todo igual pero diferente; mi mundo seguía una

— 130 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

espiral descendente que bajaba incontroladamente. —Parece que necesitas un amigo. La voz me hizo salir de mi abstracción. Era grave, profunda y daba miedo, como el ruido de unos huesos viejos que se machacaran en un monstruoso mortero. Yo hundía la cabeza casi hasta el tablero húmedo de la mesa. Miré hacia arriba y vi un inmenso pedazo de hombre, como una inmensa piedra perdida de Stonehenge. Como muchos de los otros bebedores mayores, vestía traje, pero el suyo era oscuro y estaba bien cortado, como si lo hubiesen hecho para él. Ciertamente resultaba difícil imaginar algo salido del colgador que sentase bien a sus voluminosos hombros. Le reconocí como el Frankenstein con quien Liam había hablado aquella noche. —Te conozco. Tú eres Jonah, el gran Jonah. Tendrías que ser Gigante Jonah, o Huesos Grandes. —Tu cara me resulta conocida, pero creo que no he tenido el honor —respondió él con la extraña cortesía de un diplomático que se abre paso en un idioma nuevo. Pese a estar construido como un monolito, no había nada particularmente amenazador en Jonah. Me imagino que es el típico chiste sobre los hombres realmente duros que no tienen que demostrarlo. Y sobre todo no ante chicas de cincuenta y dos kilos en evidente estado de desconsuelo. (Vale, vale, cincuenta y seis kilos y medio.) Eso, o que yo estaba tan borracha que hubiese acariciado a un tigre. —Espera —prosiguió él—, ya sé, tú eres Katie, ¿verdad que sí? Katie… Katie… Castle. —Exacto. Lo has adivinado a la primera. Él sonrió. Tenía unos dientes fuertes, de color amarillo. —Tres cosas que nunca olvido: un nombre, una cara y una deuda. ¿Te importa que me siente un ratito y charlamos un poco? Moví la cabeza, lo cual podría haber querido decir que sí o no. Él lo interpretó como sí. —Liam me contó lo… Bueno, habló de ti. —He venido aquí para hablar con él. Hay cosas que yo… quiero decirle. —No me parece muy buena idea. Aquella letanía empezaba a aburrirme. —¿Y qué coño sabes tú? Cuidado, Katie. Recuerda que este tipo es un villano brutal. Jonah se pasó la manaza por detrás de la cabeza, con el pelo canoso, muy corto. —¿Conoces la obra de Friedrich Nietzsche? —me preguntó tras una pausa. —¿Vas a pegarme con tu martillo? —le pregunté, haciéndome la Betty Boop. Pareció decepcionado. —El martillo es una herramienta muy útil. Con un martillo puedes edificar cosas y también romperlas. Pero yo sólo uso el martillo cuando una persona ha demostrado ser incapaz de seguir un simple silogismo. —¿Qué es un «silogismum»? ¡Maldita sea! Y yo que pensaba que me estaba comportando de la manera más controlada. Pero me había tomado un Dubonnet de más para una palabra nueva tan

— 131 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

complicada como aquélla. —Es un argumento con dos premisas y una conclusión, como… —Sí, ya sé —le interrumpí, preocupada por tener la oportunidad de restablecer mi prestigio—, «todos los hombres son unos hijos de puta, Liam Callaghan es un hombre, luego Liam Callaghan es un hijo de puta». Que se joda la filosofía; la filosofía sí que me ha jodido a mí. Jonah esbozó su mínimamente (sólo mínimamente) siniestra sonrisa. —Como iba diciendo, Nietzsche… —Unos grandes bigotes. —Eso, unos grandes bigotes. —¿Un poco fascista? —También, bueno, tal vez un poco fascista. Pero no era un antisemita. Pensaba que los judíos eran lo más cercano a una raza maestra en Europa. Pero creo que tendría que explicarte lo de las tres metamorfosis del espíritu. Puede que te aporte un regalo de paz interior, o por lo menos una mejor comprensión de dónde estás. —Suena divertido. Me estaba quedando otra vez sin energía, y el sarcasmo era lo único que me quedaba. —Bueno, no sé si era divertido, pero el hombre tenía mucho que decir sobre la alegría. De todas formas, para que veas, el espíritu tiene que pasar por tres estadios. En primer lugar, el espíritu ha de convertirse en una especie de camello… —¿Un camello? Es un animal feo, apestoso, que escupe a la gente. Gracias, es justo lo que necesitaba. —Una especie de camello, y tiene que alimentarse de las bellotas y la hierba del conocimiento, y tiene que sufrir y soportar grandes pesos, y caminar hacia el desierto por senderos de piedras. —Bueno, vale, ya me has convencido. ¿Dónde tengo que firmar? —A mí me parece que ya lo has hecho. —¿No podría yo ser algo más bonito, una gacela, un antílope o algo parecido? Empezaba a disfrutar con la conversación, de una manera extraña y surrealista. —Tiene que ser un camello. Pero como he dicho, hay tres estadios. En la segunda metamorfosis tienes que convertirte en un león, y luchar por arrancar la libertad de manos del gran dragón. —Eso parece tener más sentido. Me imagino que el dragón simboliza algo, ¿no? —En efecto: «¡Tú debes!». Y el león responde: «Yo haré». En ese «Yo haré», el león renuncia a todos los valores existentes. Crea para sí nuevas libertades, nuevos valores. —Algo de eso ya me iría bien. Hablemos del tercer estadio. ¿Elefante? ¿Rinoceronte? ¿La solitaria? —Bueno, no exactamente. Al final resultaba que a Jonah no le iban las réplicas humorísticas. —En la tercera metamorfosis del espíritu el león se convierte en niño. —¡Vaya coñazo! Debía haberlo imaginado. Siempre es un niño, ¿a que sí? Me

— 132 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

refiero a que te conviertes en un niño. ¿Y qué tiene que hacer el niño? ¿Renunciar a todos los valores a base de mearse y cagarse en los pantalones? —El niño es la inocencia y el perdón, un nuevo principio, una buena persona, una rueda que se empuja a sí misma, un primer movimiento, un sagrado «sí». De no haber sido por un «sí», pensé, un sí digamos que más profano que sagrado, nunca me habría visto en un revoltijo tan jodido y dejado de la mano de Dios. El atractivo de Nietzsche en un pub se había desvanecido, y empezaba a aburrirme. —Mira —dije—, ¿de veras crees que me impresionas con todo esto? El mundo de la moda está empapado con el mismo estilo de caca de la vaca en plan viejo hippie y en plan «salva tu propio trasero», a lo budista-taoísta. ¿No has visto nunca Ab Fab? Tendrías que trabajar un poco más la técnica que usas para enrollarte. Jonah sacudió la cabeza como un actor que representa sentirse afligido. —¿Sabes?, vosotros, las personas, me decepcionáis. No estáis dispuestos a esforzaros lo más mínimo, a ofrecer sólo un poco de vuestro tiempo y pensamiento. Sólo os interesa la retirada rápida, la salida fácil. —Metió la mano en el bolsillo y sacó un manojo de pastillas blancas; en cada una, me fijé, había grabado un delfín saltarín—. Esto es lo único que queréis ahora. La filosofía es como una cápsula fácil de tragar. Les he quitado todo esto a unos chicos que estaban ahí fuera. No me gusta que me molesten con estas cosas cuando tomo una copa. Les he explicado que se estaban equivocando de camino. Se estiró la chaqueta, y me pareció distinguir la silueta de una útil herramienta de carpintero por los hoyuelos que formaba en la oscura lana. —Lo siento, si te he molestado —dijo después, guardándose otra vez las pastillas de éxtasis en el bolsillo y levantándose para marcharse—. Liam vendrá tarde o temprano, si de verdad quieres verlo, pero mi sincera opinión es que deberías irte. Me sentí culpable por haber herido su orgullo. Y esa culpa acabó siendo la pajita que rompió la espalda de aquel camello. Una gruesa lágrima me resbaló por la mejilla. Miré al techo para mantener al resto dentro, y recé para que nadie estuviese mirándome. Jonah volvió a sentarse. —Mira, soy yo quien debería sentirlo —dije—. Estoy segura de que sólo querías ayudarme. Lo que pasa es que todo me ha ido mal desde que conocí a Liam. He perdido mi empleo, he perdido mi casa, he perdido a mi novio, he perdido mi futuro. Tengo que irme a vivir a East Grinstead. Mi vida está destrozada. —¿Ves, Katie? Éste es el lugar desierto del que te estaba hablando, y te toca pasar por malos momentos. Pero tal vez pueda ayudarte. Mira, yo tengo un apartamento no muy lejos de aquí… Bueno, tú ya sabes a qué me refiero. Lo he prestado, digamos que para algunas ocasiones… Si estás desesperada por encontrar un sitio donde quedarte, puedo dejártelo por un alquiler justo. Me quedé pasmada. No podía decidir si era algo atento o cruel. Ludo me había dicho una vez que los griegos usaban la misma palabra para referirse a veneno y a curación (no me preguntéis cuál). Me parecía que esto daba la misma sensación. Evidentemente la posibilidad de seguir en Londres era una maravilla, pero ¿en aquel

— 133 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

apartamento? Y también había problemas de tipo práctico. Aun así, la propuesta tuvo el efecto de cortarme las lágrimas. —Es muy amable por tu parte, pero no tengo ni un penique. No podría pagar ni el alquiler ni el depósito. No sin tener trabajo. —Bueno, nunca me ha hecho falta pedir un depósito. Los inquilinos siempre se han sentido felices de poder pagarme cualquier desperfecto. Supuse que se sentirían felices en cuanto se enfrentasen al martillo y a la posibilidad de una clase de introducción a Nietzsche. —Es increíblemente amable de tu parte, pero no me ayuda en nada si no tengo un trabajo. —Vamos, venga. Me cuesta creer que una chica lista como tú no pueda encontrar la forma de ganarse un chelín. Tú estás en el negocio de los trapos, ¿no es eso? —Supongo que podrías llamarlo así. ¡Seguro que Penny habría retrocedido con repugnancia ante una descripción así! —Tengo uno o dos contactos por ahí. Me deben un gran favor. Me puse a especular acerca de lo que eso podría significar. No me imaginaba que los contactos de Jonah pudiesen ser con Harvey Nicks. Quizás algún propietario de una fábrica de esas que explotan a los trabajadores le había encargado que entregase una cabeza de caballo. Me pregunté cuánto me cobraría por esconder una en la cama de Penny. Quizá tardase toda la mañana en averiguar que no se trataba de Hugh con resaca. Pero me estaba planteando la proposición en serio. Era un camino desesperado, pero ¿qué otras opciones tenía? Si hubiese habido cualquier otra manera de seguir en Londres, la hubiese aceptado. —Piénsatelo un minuto —dijo Jonah—. Ahora voy a ir un momento a… — dudó, evidentemente desconcertado porque no sabía qué palabra usar delante de una mujer como yo—. Al… al, ya sabes. Cuando se marchó vi que había algo sobre su asiento, pequeño y blanco. Era una de las pastillas de éxtasis. Debía de habérsele caído cuando las metió todas en el bolsillo, de golpe. Bueno, esto puede sonar un poco tonto y al mismo tiempo muy anticuado, pero el éxtasis siempre me ha gustado. Aunque no he consumido mucho, tal vez tres o cuatro veces, y la última había sido dos años antes. No era el tipo de cosas que se hacían en mi círculo, en donde se prefería la cocaína (después, según el sexo, de Prada y el amor por los chicos menores de edad). Pero el éxtasis tiene algo tan afable y apartado de la competitividad que me encanta. Me pasaba el día arañando y luchando en el trabajo y no quería lo mismo en mi tiempo libre. La cocaína hace que todo el mundo, desde las dependientas hasta las supermodelos, se sientan y actúen como grandes magnates del mundo de los negocios, henchidas de machismo, testosterona, y ortopedia innecesaria. Hace que la gente parezca horrible y ruidosa. Se sienten fenomenales, pero todos los que no están en la misma onda los odian. El éxtasis, por otra parte, sólo te hace agradable; quizás aburrida y sosa bailando, sí,

— 134 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

pero agradable. Y feliz. Al ver la pequeña píldora blanca allí, tuve un impulso. Yo quería la salida más fácil y pensé que tal vez me sirviera para poder decir las cosas que quería decir a Liam. Sin pensar en las consecuencias, cogí el éxtasis, me lo metí en la boca y me lo tragué con un sorbo de gin tonic. Con las drogas hay siempre ese breve momento de decepción, mientras no sucede nada. Los sueños adolescentes de gratificación instantánea o las repentinas visiones fantásticas de sirvientas abisinias con dulcémeles, cuevas de hielo y cúpulas de placeres secretos nunca se hacían realidad. Miré a mi alrededor. Todo seguía igual. Pero sabes que sólo hace falta que aguantes y sigas con lo que hacías para que de golpe tengas la sensación de estar volando. Entonces volvió Jonah. —Todavía no hay señales de Liam —dijo—. Puede que no aparezca en toda la noche. Lo mejor será que te marches. Sonrió, con una sonrisa que se me antojó cariñosa, algo paternal. Habría jurado que oí un pequeño estruendo cuando las placas tectónicas de su cara se movieron. Si hubiese estado en California, me habría puesto a gritar. No me creí lo que decía. —Pero si me lo estoy pasando muy bien aquí, contigo. Nietzsche y todo el rollo. Y todavía le estoy dando vueltas a la oferta. No me has dicho cuánto cuesta el alquiler. Mencionó una cifra. Era menos de lo que yo había pagado por aquel cuartucho en mis días de estudiante. Kilburn estaba a un paso. Tenía la línea del Jubilee y… y… las panaderías irlandesas y las carnicerías islámicas. ¿Qué podía perder? Iba a aceptar su oferta cuando empecé a sentirme rara. Me había olvidado del éxtasis, pero la sensación no era muy agradable. Se me habían dormido los dedos de los pies. Quizá fuera mala circulación después de estar sentada tanto rato. O la bebida. —Voy un momento al servicio —dije. Me puse de pie con inseguridad. Extendí una mano y tanteé en el aire un segundo hasta que Jonah me sostuvo. —Me parece que has bebido demasiado esta noche. —Estoy bien, estoy bien —dije yo—. Necesito hacer pis. La sala estaba haciendo cosas extrañas. Se había convertido en una concertina gigante y la tocaba un borracho. De alguna manera conseguí llegar hasta el lavabo de mujeres. Me salpiqué la cara con agua. El lavabo estaba lleno de colillas de cigarrillo y de papel higiénico. Me miré en un espejo roto. ¡Qué aspecto tan espantoso! Tenía el pelo aplastado por el sudor. El maquillaje sé me había estropeado. Intenté arreglarlo, pero no conseguía abrir la cremallera del bolso. Respiré profundamente, varias veces, aquel aire con profundo olor a orina y pensé que me sentía un poco mejor. Encontré mi cepillo del pelo y lo empujé por mi cabeza. Tienes que volver a casa, pensé. Ya hablarás con Liam otra día. Esa noche seguramente no vendría. Dinero para un taxi. Pedírselo a Veronica. Abrí la puerta y le vi en el centro de un grupo de chicos y chicas. Como si acabasen de aparecer en ese momento. Se reían de alguna historia que les contaba. Vi

— 135 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

a Jonah que avanzaba hacia ellos. Entonces me vio a mí, y las placas tectónicas se volvieron a desplazar hacia lo que parecía preocupación. ¿Qué me estaba pasando en las piernas? Mis piernas ya no estaban ahí. Miré hacia abajo. Las veía, pero no estaban ahí. Y entonces ya no pude verlas. Lo único que veía era la moqueta, remolinos de rojo y dorado. La notaba contra mi mejilla, llena de polvo y caliente. Alguien me empujaba la cara contra la moqueta. Me empujaba hacia abajo, donde todo estaba oscuro y silencioso.

— 136 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Capítulo 15 Nadir, en lo más bajo

—Katie, ¿me oyes? —Mmnngh. —Katie, ¿sabes dónde estás? La voz era cortante y severa. Me había vuelto a quedar dormida en clase. Debía de ser la segunda, de física. —Mmnngh. —Katie, tu padre está aquí. Abrí los ojos. Todo era muy brillante a mi alrededor, así que los cerré otra vez. —Katie, intenta despertarte. ¿Sabes dónde estás? —«Sífica.» —Katie, estás en el hospital de St Mary. Abrí los ojos de nuevo. Había una enfermera negra. Máquinas. Me dolía la garganta y el corazón también. ¿Qué era lo que había dicho? ¿Mi padre estaba allí? Era la muela del juicio. No, eso pasó hacía muchos años, y el dolor fue mucho peor. Te las destrozaban con bates de béisbol o las hacían estallar con TNT. Entonces otra cara se inclinó sobre mí. Una cara grande. La isla de Pascua. No, mi papá. Y me acordé. Me acordé de algunas cosas. Imágenes. La moqueta. Jonah se acercó más y susurró a mi oído: —Hola. —¿Estoy bien? —Sí —dijo la enfermera por encima del hombro de Jonah—. Has tenido mucha suerte. Eres una chica muy insensata. Gracias a Dios que tu padre estaba allí para cuidar de ti. —¿Qué sucedió? —¿Has oído hablar de la quetamina? —dijo la enfermera. —No. —Es un tranquilizante que se usa para los caballos. Algunos traficantes la venden como éxtasis. La enfermera se alejó atareada, canturreando y lamentándose a la vez, lo cual era un buen recurso. Jonah se me acercó más. —Te traje ayer por la noche después de que perdieses el conocimiento. Les he dicho que soy tu padre. Era la única manera de que me dejasen estar contigo. Necesito que me ayudes en esto, Katie. Sigue las reglas del juego y podrás quedarte

— 137 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

en el apartamento durante seis meses sin pagar nada. Y hay otras cosas que puedo hacer por ti. Le miré sin comprender exactamente qué quería decir. Obligué a mi mente a repasar lo que había sucedido. Me había tomado una pastilla. Así que no se trataba de éxtasis. Fui una estúpida. En realidad no podía acusar a Jonah, pero era evidente que él estaba horrorizado pensando que yo podía decir que había conseguido las drogas a través de él. Podría usar eso. —La policía querrá hablar contigo. No pueden acusarte porque no has tomado ninguna sustancia prohibida. Y si lo hubieses hecho, sólo te harían una advertencia, no te ficharían ni nada. Pero si les dices que fui yo quien te dio la sustancia, será mi final por proporcionártela, a pesar de que me la sustrajiste. —Alquiler gratis un año. Jonah sonrió, parecía haberse quitado un peso de encima. Posiblemente se esperaba una escena de histeria. —Me pides un trato muy forzado. Nueve meses. Y veré qué puedo hacer respecto a lo del trabajo ese. —Nueve meses, entonces. Nueve meses durante los cuales reconstruir mi vida. Podría hacerlo. Sabía que podría hacerlo. Una cosa me roía la conciencia. Algo que había leído. Algo que sucede cuando te desmayas. —¿Jonah? —¿Sí, niña? —Allí en el pub, cuando me desmayé. Ya sabes, delante de… todo el mundo. —Sí, sigue. —¿Me hice, ya sabes… me hice algo? —No te entiendo. —No me… me meé, o algo, ¿verdad? —No, nadie se dio cuenta de nada. Nadie… nadie más. Oh, Dios. —Gracias. Pasé una noche en cuidados intensivos y otra noche en una sala de casos diversos entre los miserables de la tierra. Dondequiera que miraba veía bolsas de colostomía, varices y caderas artríticas. Había un televisor encendido todo el rato en un extremo de la sala, pero el sonido nunca estaba lo suficientemente alto como para seguir lo que daban. Notaba que no les caía bien a las enfermeras, pero que los médicos se quedaban más rato conmigo. Yo no estaba demasiado enferma. Parece ser que el envenenamiento por quetamina no es tan serio, con tal de que no te mueras. Vino la policía, un hombre y una mujer. Él tenía cara de bebé y no tenía barbilla, y ella tenía los pies pequeños y los ojos tristes de una bailarina. Eran mucho menos estrictos que las enfermeras. Les di una descripción detallada de los dos chicos que me obligaron a tomar la pastilla. Uno era un enano virtual, con «unos ojos que penetraban como el fuego». El otro era un larguirucho idiota, con cuatro clavos en la

— 138 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

nariz, dientes saltones a lo Goofy y una cojera complicada. Convencí al policía para que efectuase una serie de paseos ridículos hasta conseguir el tipo correcto de cojera, en el que el pie derecho efectuaba un pequeño epiciclo a medio camino entre la marcha atrás y el sigue adelante. Y sí, estaba segura de que los reconocería si los volvía a ver. Y sí, me encantaría poder identificarlos en una rueda de reconocimiento. No pensaban acusarme de nada. Yo ya había sufrido suficiente. Le había dado a Jonah la dirección de Veronica, y él prometió enviar a alguien para que recogiese mis cosas. Me dijo que haría que el apartamento quedase limpio y reluciente para cuando yo llegase. No estaba segura del todo de su generosidad. ¿Podía llegar a tener tanto miedo de lo que yo dijese a la policía? Me imagino que el tráfico de drogas, si era así como lo consideraban, significaría un par de años encerrado. ¿O era la filosofía? Pero tener compasión de mí tenía poco que ver con el león que renuncia a todos los valores. Ni tampoco la culpa. Nada que ver con Nietzsche en absoluto, pensé. Tal vez yo le gustaba. ¿Me estaba preparando un nido de amor? Por lo menos eso sí que lo podía entender. Pero no daba la impresión de sonar a cierto. Jonah tenía algo más allá de este mundo, casi de monje. Supongo que la verdad es que realmente nunca acabas de llegar al fondo del porqué la gente hace las cosas, salvo en los libros. El miércoles por la mañana, un atractivo médico suplente, con un mechón de pelo rizado que me hizo recordar a mi pobre y perdido Ludo, dijo que me daba el alta y que podía irme. Me dio una lección especial sobre las drogas y me hizo prometer que llamaría a una línea de ayuda especial si volvía a ser tentada de nuevo. Cuando se alejaba, me miró por encima del hombro y sonrió. Pensé que me iba a pedir una cita, pero le faltó el coraje y en lugar de ello se puso a toquetear su estetoscopio. Jonah me había pedido que le telefonease cuando estuviese a punto de salir. —Enviaré a uno de mis socios a recogerte —dijo cuando le llamé. Me gustaba el tono siniestro de «socio». Mientras me quitaba el horripilante camisón del hospital y me ponía la ropa de calle, especulé sobre quién podría ser. Esperaba alguien voluminoso de los bajos fondos, un sobrino segundo de los Krays, o un pistolero a lo Yard. Me sentí decepcionada y bastante avergonzada cuando vi aparecer una figura mucho menos formidable dando trompicones por la sala hacia mí. Era aquel hombre divertido del pub, aquel que pensaba que la gente sorda realmente no estaba sorda. Sorprendentemente, pude acordarme de su nombre: Pat. —Hola, qué tal, señorita —dijo él con la mirada fija en los dibujos del linóleo del hospital—. La vengo a buscar. Regresamos hasta Kilburn en su furgoneta Ford Escort muy vieja. El cabello castaño y lacio de Pat estaba peinado de lo más plano por todas partes, excepto un mechón que asomaba en ángulo recto por encima de su oreja izquierda. Llevaba puesto un anorak azul, abrochado muy prieto por el cuello pero abierto por debajo. Por un lado el nailon se había deshecho, con lo cual el relleno blanco de dentro asomaba en forma de manchas sucias. El abrigo despedía un fuerte olor a carne, como si hubiese estado manipulando carcasas poco antes. Intenté abrir la ventana,

— 139 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

pero sólo quedaba un muñón de metal cromado en el lugar donde debía de haber estado la manivela. Mientras conducía miraba por el cristal de delante, muy sucio; una mirada de concentración intensa en su rostro. —De modo que trabajas para Jonah, ¿no es así? —Le hago algún trabajito de vez en cuando, sólo de vez en cuando. —Ha sido muy amable conmigo —dije yo, echando un anzuelo para pescar más información. —Oh, claro. Nadie como él para los detalles de afecto. A no ser que seas hegeliana. Siente un odio terrible hacia los hegelianos, todos en general. Se lo he oído decir en muchas ocasiones. Me atrevería a decir que tiene prejuicios. Yo nunca he estado en Hegelia. ¿Era un chiste? Antes de que lograse contestar, se había puesto a hablar a toda velocidad sobre si las pirámides de Egipto y «esos otros sitios como África y tal» habían sido construidos por alienígenas. Por lo menos eso llenó el resto del viaje. Nunca había estado en Kilburn a plena luz del día. High Road estaba compacta de tráfico; las aceras rebosaban actividad. Tenía el aire de El Cairo o Calcuta (me lo imagino: no he estado en ninguna de las dos), y no por la mezcla de razas o la pobreza evidente, sino por el incesante esfuerzo, la energía, la necesidad impetuosa de hacer, comprar, vender, vivir. Por delante de las tiendas asomaban las paraditas. Las amas de casa regateaban. Los niños lloraban pidiendo dulces. Una ventana tenía un letrero que decía TODO UNA LIBRA. Por un instante pensé que literalmente te lo podías quedar todo, todas las existencias de papel higiénico, bolsas de basura, encendedores y ralladores de queso, las licoreras de cristal fino y las muñecas Barby de imitación, todo por una libra. Llegamos. Pat saltó y dio la vuelta para abrirme la puerta. —No podrías salir desde ahí —dijo, y creo que le entendí. La entrada seguía igual de maloliente y llena de trastos como recordaba. Sin embargo, estaba convencida de que era una bicicleta diferente la que estaba desmontada sobre la moqueta. Oh, y el excremento de gato había desaparecido. El apartamento era algo completamente diferente. —Arreglado un poco para ti —explicó Pat tímidamente. Olía fuertemente a pintura y el blanco de las paredes brillaba. Eché un vistazo. El colchón tenía ahora un somier y un cabezal sencillo. Mi ropa estaba guardada en un gran armario negro y una cajonera, que eran dos detalles nuevos añadidos al dormitorio. La cocina no tenía ni una mancha y también tenía uno o dos detalles más: me fijé en una tostadora. Había una mesa nueva en el comedor, con cuatro sillas, cada una de padre diferente. Había un pequeño jarrón con margaritas sobre la mesa. —Unas flores para ti —dijo Pat, señalando. De repente me sentí muy cansada y con ganas de llorar. Supongo que todavía no me había recuperado de mi mal trago con la quetamina. Apreté la mano de Pat, lo cual hizo que se ruborizase y se estremeciese. —Ahora me voy —dijo él—. Jonah aparecerá para verte mañana. —Gracias. Muchas gracias —contesté yo y él desapareció.

— 140 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Eran las once. Me tumbé en la cama e intenté pensar. Después de todos los desastres y los fracasos de las últimas semanas, parecía que había dado con una especie de repisa. Ahora podía hacer dos cosas: empezar la escalada por la cara casi vertical del acantilado, o resbalar y caer hasta las rocas del fondo. Pero de momento necesitaba dormir. Busqué los punto de apoyo para las manos y los pies, pero me sentía demasiado cansada. Cansada, tan cansada. Me desperté a las tres, hambrienta. Había visto un supermercado en High Road y la frase COMIDAS PREPARADAS brilló con luces de neón ante mis ojos. Miré en mi monedero: tenía quince libras. Una hora más tarde y después de media botella de vino y una tarta de pescador individual entera (a pesar de que este pescador en particular parecía anormalmente aficionado a las patatas y a la harina y bastante reticente al pescado), me senté en el pequeño sofá de la sala de estar. Jonah se había portado bien con lo del apartamento. Yo podría añadirle algo más. Me gustaría hacerlo. De hecho nunca había tenido un lugar para mí sola. Y Kilburn no estaba del todo mal. Comparado con la alternativa, East Grinstead, era el Jardín del Edén. Por tanto el tema vivienda quedaba solucionado. Pero el tema trabajo seguía siendo un problema. Y el dinero. Apenas tenía fe en los contactos de Jonah. Me temía que lo más cerca que había estado de la industria de la moda era cosiendo las flechas en los uniformes de la prisión. Mi apuesta más grande seguían siendo las tiendas al detalle. Pero resultaba frustrante tener que saltar tan hacia abajo antes de poder salir de los malos olores que había dejado detrás de mí. Eso podía significar cadenas de tiendas. Me entró el tembleque. Entonces se me ocurrió una idea. Milo siempre se estaba quejando de las jovencitas guapitas con cerebros muertos que trabajaban para él. Kookai y Kleavage eran, lo creáis o no, lo mejorcito del lote. Tal vez había llegado el momento de un cambio de dirección. ¿No había nacido yo para relaciones públicas de la moda? ¿Podía enrollarme y decir tonterías como los mejores relaciones públicas? ¿Acaso no tenía una agenda de contactos llena de nombres? De acuerdo, tendría que empezar lamiendo sobres y preparando cafés. Sabría hacerlo. Pero seguramente no tardaría mucho en… en… ir a fiestas y todas las otras cosas que Milo hacía. Hasta entonces había evitado telefonear a Milo. ¡Era tan nazi y odiaba tanto a los débiles, a los pobres y a los parados! Yo quería restablecer el contacto cuando las cosas se hubiesen normalizado; pero ahora sabía que las cosas no se iban a normalizar nunca. Tenía que hacerlo. Había un teléfono en el dormitorio. Funcionaba. Llamé a Smack! —Smack! RP, ¿en qué puedo ayudarte? Era Justine, la famosa telefonista de Smack!. Ella sabía cambiar su voz para que pareciese profunda e insinuante o vulnerable como la de una niña según lo exigía la situación. Era una maestra. Cualquier hombre que la oyese decir «Smack!» se sentiría inmediatamente empujado a contratar a Milo, sólo por la posibilidad de llegar a conocerla. Pero cuánto decepcionaba en persona. Pude oír el sonido de las caras cambiando de expresión en dos manzanas a la redonda: un ruido como el de unas

— 141 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

ranas aplastadas en la oscuridad. —Justine, hola, soy Katie. —¿Katie? —Katie Castle. —¡Katie! —dijo con entusiasmo, de repente mi amiga de toda la vida—. ¿Dónde has estado? —Oh, ya sabes… ocupada. Mira, ¿podría hablar con Milo? Es bastante importante. —Dios. No te has enterado, ¿verdad? —¿Enterado de qué? ¿Qué ha pasado? —Mira, mejor será que te pase con Ayesha. ¿Ayesha? ¿Kookai o Kleavage? Piensa, piensa, piensa. Sí, Kookai. —Hola, ¿Katie? —Ayesha, ¿qué sucede? Justine parecía muy misteriosa. —Oh, Katie, es terrible. Se trata de Milo. Le han… apuñalado. —¡Dios mío! ¿A qué te refieres? ¿Quién lo ha hecho? —Fue Pippin. ¿Recuerdas la fiesta? —Sí, por supuesto. ¿Quién podría olvidarla? Pero no le tomamos en serio. Pensaba que sólo estaba montando el número. ¿Cómo sucedió? —Pippin entró en su apartamento. Seguramente disponía de una llave. Espantó a Jerjes con un extintor de fuego para que se largase y entonces ató a Milo. Usó una especie de aparato… —¿A qué te refieres con lo de aparato? ¿Eléctrico? —Un… simulador de algún tipo, creo que dijo él. No estoy muy segura… Oh, Katie, se supone que no lo tendría que decir, todo es máximo secreto. Lo prometí. —Santo cielo, Ayesha, soy de la familia. —Bueno, Pippin le clavó esa cosa por, ya sabes, el trasero. —Jesús. Muy al estilo Eduardo II. —¿Cómo dices? —Déjalo estar. —Es terriblemente serio. Le ha reventado el bazo. Tuvieron que amputar. Pero eso está bien, porque al parecer puedes seguir haciendo una vida normal. —¿Por lo tanto está vivo? —Sí, y está fuera de peligro ahora, pero todavía demasiado débil para recibir visitas. Está en St Mary's, en la parte privada. El ala Lindo, creo que se llama. Lleva allí desde el domingo. No le comenté la horripilante coincidencia a Kookai. —¿Qué le ha pasado a Pippin? —Se dio a la fuga. Nadie le ha visto. Es como si hubiese desaparecido. —¿Cómo… encontraron a Milo? ¿Consiguió pedir ayuda? —No, la mujer de la limpieza le encontró inconsciente a la mañana siguiente. La batería del aparato seguía funcionando. Debe de haber sido horrible. Hubo una pausa mientras reconstruía la escena en mi cabeza y controlaba de

— 142 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

cerca las riendas de los caballos salvajes de la risa. —¿Y qué ha pasado con Smack!? —Bueno, es extraño. Sarenna… digamos que ha tomado el control. Dijo que a Milo le había parecido bien, pero no acabo de ver cómo. De todas formas, las cosas más o menos siguen como antes, pero con menos Milo y más Sarenna. —Mira, Ayesha, te seré brutalmente franca. El motivo por el que he llamado es porque tengo problemas en cuestión de trabajo últimamente… —Sí, pobrecita. Ya me lo ha contado. Me quedé de piedra. —Bueno, sí. En cualquier caso, os llamaba para saber si Milo… si tú, teníais alguna cosa. Ya sabes, un trabajo. Podría hacer de todo, y me refiero a hacer de todo. —¡Oh, Dios! Katie, tú sabes que todas pensamos que eres increíble. Nadie en el mundo, y me refiero a todo el ancho mundo, sabe más que tú acerca de la moda y demás, pero lo que pasa es que Sarenna contrató a alguien justo ayer mismo, una nueva aprendiza, y mucho me temo que no queda nada más que ofrecer a nadie. Me sentó como un golpe bajo. Intenté sonar alegre. —Bueno, sólo se trataba de una posibilidad. ¿Es alguien que conozco? —En realidad, sí. Es una vieja amiga tuya. Verás qué ilusión te hace. Es Veronica Tottle.

— 143 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Capítulo 16 Donde Katie se hace nativa

Era el test supremo. Podía reírme de la mala fortuna de Milo, pero ¿podía reírme de la mía propia? Aprobaba, pero por los pelos. Lo divertido era que no sólo era una cuestión de dos direcciones. Milo en cuidados intensivos, Veronica de relaciones públicas. Pero ¿dónde dejaba a la pobre, pobre Katie Castle? La risa me salvó de la autocompasión. Decidí ir a visitar a Milo. El ala Lindo era una estructura de ladrillo de lo más convencional, pero tenía cierto aire de seriedad bienintencionada: si hubiese llevado una chaqueta, tendría cosidos parches de cuero en los hombros. Por dentro no se parecía en nada a un hospital; al contrario, parecía la oficina de un notario rural, con paneles de madera garabateados y compartimientos separados. Pregunté por Milo en recepción. —¿De la familia? —dijo un hombre a través de la ventanilla. Llevaba una gorra de revisor de autobús varias tallas demasiado pequeñas para su cabeza. —Sí, soy su hermana… Callista. —Firme aquí. Tercer piso. Suerte que no admitían visitas. Tuve que mirar en diversas habitaciones antes de dar con Milo. En una, un anciano estaba bajando de su cama laboriosamente. Su corto camisón de hospital se había enrollado por encima de sus caderas, y me quedé con la visión de unas nalgas arrugadas. En otras habitaciones se volvieron para mirarme inexpresivamente o sonrieron con esperanza antes de que me disculpase y volviese a salir. Le encontré estirado boca abajo, con la cabeza en la parte inferior de la cama, mirando la televisión del rincón. La sábana quedaba mantenida en alto sobre la parte central mediante algún tipo de soporte. La habitación estaba oscura y mal ventilada: unas gruesas cortinas cubrían las mugrientas ventanas, que estaban cerradas. Daba la impresión de que nadie se cuidaba de aquella habitación. No había flores, lo cual me hizo sentir satisfecha por haberme acordado. —Mira en qué estado se encuentra Judy hoy —dijo Milo con una extraña voz monótona. Parecía incapaz de apartar los ojos del televisor. Parece como si la hubiese atacado un oso. No irás a pensar que Richard le pega, ¿verdad? Su cara estaba blanca como el talco salvo por las negras ojeras alrededor de sus ojos, todavía más negros. Cada vez que hablaba su respiración me alcanzaba a oleadas, pesada, drogada, cadavérica.

— 144 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

—Yo pienso que más bien es al revés. Te he traído unas flores. Sólo peonías, me temo. Es lo mejor que pude encontrar en Edgware Road. ¿Cómo tienes las mollejas? —En estado terrible. Mi trasero parece carne de lata. Me imagino que habrás oído la historia. —Me ha llegado una versión por parte de Ayesha, pero ella no acababa de situar bien lo de tu bazo. A pesar de todo, tengo la idea básica. —Nadie ha venido a visitarme, ¿sabes? —dijo Milo, todavía concentrado en la pantalla. —¿No sería porque estabas demasiado enfermo para recibir visitas? —Se supone que nadie tenía que hacer caso de eso: tú no lo has hecho. La enfermera me ha dicho que sólo ha habido dos llamadas. Una era de mi madre, que cuenta como menos uno, así que el resultado real es cero. Conocí a la madre de Milo durante un almuerzo de caridad, así que entendía a lo que se refería. —Tal vez la gente no se ha enterado todavía. Esto hizo reír a Milo, y con las risas hizo un gesto de dolor. —¿Que no se han enterado todavía? Todo el mundo se ha enterado. Incluso los dos cosmonautas colgados en la Mir se han enterado. Los pastores de yaks de Mongolia no saben hablar de otra cosa. Éste ha sido mi golpe de relaciones públicas más grande de la historia. De boca en boca por todo lo alto; magnífico reconocimiento de la marca. Tanto rencor, por muy bien envuelto que estuviese en sus exageraciones barrocas tan características, era algo desconocido en Milo. La amargura resta fuerza a las quejas, que necesitan distanciamiento y superioridad y malicia despreocupada. La amargura constituye el dominio de los que han fracasado. Me senté en un extremo de la cama y le acaricié la cabeza. —¿Y Jerjes? —Desaparecido. Tendré que contar las cucharas cuando vuelva a casa. El muy media mierda. Por lo menos a Pippin le importaba lo suficiente como… como para hacer lo que hizo. —Pobre Milo. Yo también he tenido algunos problemas, ya sabes. —Está loco, por supuesto. Siempre lo supe. Pero me gusta pensar que el mismo amor le volvió loco. —Ludo me ha dejado. —Si hubiese seguido por aquí, puede que hasta hubiese vuelto a acogerle. —Y Penny me ha echado a patadas de la empresa. Estoy soltera, sin casa y sin trabajo. —Disculpa, ¿qué decías? Te hace reflexionar acerca de las amistades, todo esto. Toda esa gente que invité a la fiesta. A la mayoría los habría tratado de amigos. Pero todo es una fantasía. En nuestro oficio, Katie, sólo importan las apariencias: aparentar que las cosas importan cuando no es así, pretender que las cosas son excepcionales cuando son vulgares, o vulgares cuando son excepcionales. No producimos nada real, nada que la gente pueda usar. Trabajamos con las mentiras;

— 145 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

vendemos mentiras. —Hablas igual que Ludo. —¿Qué me estabas diciendo acerca de Ludo? He oído que te ha dejado plantada. No deberías preocuparte demasiado. Llegará otro día, aparecerá otro bobo. Dejé de acariciarlo y fui a sentarme en una silla. —Milo, escúchame, y por el amor de Dios, deja de mirar la tele. Necesito ayuda. Necesito ayuda desesperadamente. Todo me ha salido mal. Necesito un trabajo. Necesito recuperar mi vida. Finalmente los ojos de Milo se volvieron para buscar los míos. —Así que tú también. No has venido aquí para verme. Has venido a ver qué podías sacar. Bueno, pues no puedo darte nada. He dejado el negocio, he dejado las RP, he dejado la moda. Para siempre. Si eso era lo único que querías, puedes largarte ahora mismo. Me habían vuelto a dar con la puerta en las narices. Había valido la pena, pero ahora empezaba a saberme mal el alto coste de las peonías. —No pienso marcharme con una pelea. He venido a ver cómo estabas; cierto, también necesitaba un poco de ayuda, pero hubiese venido de todas formas. Espero que tu trasero se cure pronto. Y de paso, yo sí que hacía cosas. Hacía ropa, no mentiras. Y volveré a hacerla. El timbre sonó a las siete y media de la mañana siguiente. Fui a abrir, era Jonah. —¿Cómo te sientes hoy? —me preguntó intentando ser atento. —Rabiando por salir. El mundo es mi ostra, o bígaro, o lo que sea. —Esto es el espíritu. Ya verás cómo llegas hasta el final. —¿Te refieres a esa tontería tuya de las tres transformaciones? —Me refiero a las tres transformaciones. De todas formas, yo soy un hombre de mi mundo, y lo he preparado todo para que conozcas a otro asociado mío. Esta vez restringí mi imaginación. —¿Tu conexión en el negocio de los trapos? —Eso es. El señor Ayyub. Estrictamente hablando, mi asociado es el viejo señor Ayyub, Shirkuh, pero tú verás a Kamil, su sobrino. Él se encarga del día a día. No tenía nada que perder yendo a ver lo que parecía ser una oferta. Fuimos en el antiquísimo pero extrañamente impresionante coche de Jonah, que si no recuerdo mal tenía que ser un Ford Zephyr, desde Kilburn al Willesden más profundo. El interior del coche parecía enteramente recubierto de piel de cordero. Cuatro ambientadores de abeto colgaban de lugares estratégicos, y había libros metidos en todas las aberturas. Ahora sí que estábamos dirigiéndonos al corazón de las tinieblas, por lo que a mí se refería. Tenía la vaga noción de que Willesden existía en alguna parte de Londres, pero no hubiese sabido por dónde empezar a mirar en un mapa. Pasamos por una estrecha calle principal y torcimos hacia un mundo de almacenes y propiedades industriales. ¿Qué era lo que fabricaban? ¿Sandalias con cuchillas enormes para airear el terreno del jardín? ¿Asientos de retrete de último modelo?

— 146 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

¿Ballestas? ¿Ambientadores de coche? El mundo jamás lo sabría. Jonah estaba muy callado, y yo me preguntaba si se estaba arrepintiendo de su «generosidad». Tal vez no era una de esas personas a quienes les gustan las conversaciones triviales. Ocupé el tiempo mirando algunos de los libros. Todos eran libros de bolsillo, muy usados y con el lomo roto. Igual, imaginé, que un «cliente» de Jonah retrasado en un pago. El primero que captó mi atención fue La gaya ciencia, que parecía confirmar mis especulaciones en torno al nido de amor. Pero resultó ser el inevitable Nietzsche. Muchos de los títulos tenían una musiquilla especial: El nacimiento de la tragedia; Así habló Zaratustra; Humano, demasiado humano; El crepúsculo de los ídolos. Además de los de Nietzsche, había tratados de gente que nunca había oído mencionar: Schopenhauer, Feuerbach, Schelling, Fichte. —Tú misma, coge lo que quieras —dijo Jonah, confundiendo mi curiosidad indolente por interés—. He formado un pequeño grupo de lectura. Nos reunimos una vez por semana y comentamos un texto clave. Repasamos Más allá del bien y del mal esta semana, y a la siguiente El mundo como voluntad y representación, tan sólo la primera parte, por supuesto, no toda la basura irrelevante del segundo volumen. —Gracias, pero me temo que estoy un poco ocupada en estos momentos, con todo eso del… bueno, ya lo sabes. La idea de verme encerrada en una habitación con Jonah, media docena de chiflados más, y un tomo tan grueso como dos chicas de RP cortas, tenía poco atractivo. Decidí cambiar de tema rápidamente. —¿Y cómo conociste a los Ayyub? —Me he encargado de parte del tema de su, ejem, seguridad y de su, humm, recuperación de deudas. Oh. Finalmente dimos con el complejo industrial en cuestión, y Jonah aparcó frente a un local bajo, de techo plano y construcción barata. Un letrero de colores horteras me dijo que habíamos llegado a las Modas Parisinas de Ayyub, el cual, según proclamaba el letrero, trabajaba desde París (naturellement), Nueva York, Kabul y Willesden. Un débil pero conocido sonido de torbellino y de repiqueteo me llegó a través de una pequeña ventana. Salimos del coche, pero antes de que llegásemos hasta la puerta nos la abrió un hombre pequeño con un bigote inmenso, que llevaba una chaqueta de piel y pantalones beige. —¡Jonah, Señor Ballena! —dijo en tono de elogio, poniendo en práctica un par de bastante amenazadoras maniobras de boxeo, pero completamente ignorado por el impasible Jonah—. Y ésta es la mujer, la señorita Castle, como dijiste. —Katie, te presento a Kamil. Tengo un asunto pendiente que debo solucionar en otra parte. Estaré de vuelta en una hora. Tuve que luchar contra el impulso de rogarle que se quedara. —Entra a la oficina. Puedo llamarte Katie, ¿verdad? —Por supuesto. La oficina era del tamaño del dormitorio de un niño, y daba la sensación de que

— 147 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

un niño con un futuro por delante de escuela de reformatorio se había estado esforzando por crear el caos. Dondequiera que mirases había montones de papelotes, cajas clasificadoras reventadas, gomas elásticas, tazas de café llenas de moho, cartones de comida rápida y más porquería. Una esquina de la oficina la ocupaba un aparato de fax accionado con manivela que seguramente fue tecnología último modelo durante la guerra de los Bóers. El tipo de mensaje que debía de haber recibido: «Transatlántico insumergible tocado por un iceberg»; «Se ha ido la luz en toda Europa»; «Inglaterra celebra la victoria de la Copa del Mundo». Una persiana veneciana caía en ángulo agudo sobre la sucia ventana, arrojando unas estrías extrañas sobre el fantasmagórico espectáculo. Una chica delgada, que parecía estar matando el tiempo hasta la siguiente receta de metadona, se fijó lánguidamente en mí y murmuró un tímido «hola». —Bienvenida a mi reino, Katie —dijo Kamil congraciándose—. Esta es mi asistenta personal, Vicky, llamada Vic para hacerlo más corto. Siéntate. Hablaba una extraña combinación de inglés del estuario, donde cada «l» se convertía sutilmente en una «w» y ninguna gutural salía sin una pausa, con algún toque ocasional de americano y el sutil tono de fondo del Middle Eastern, adaptable a todo. —De modo que has venido por lo de nuestro empleo como mujer jefe de producción. Es un trabajo muy duro y de muchas horas, pero el dinero es bueno, digamos que empezando con doce de los grandes al año, y podemos subirlo más si lo haces bien. —Un momento, ¿me estás ofreciendo el trabajo? —Pues claro. ¿Qué estás haciendo aquí si no? —Pensaba que habría una entrevista, ya me entiendes, preguntas, que querrías saber acerca de mi experiencia. —Mira, lo suficientemente buena para Jonah Señor Ballena, lo suficientemente buena para Kamil Ayyub, pienso yo. Así que, ¿qué me dices? Mientras hablábamos, Vicky nos iba mirando inexpresivamente ora a uno, ora al otro. —Me pagaban mucho más en mi trabajo anterior. —Mira, Katie, si algunas cosas no te hubiesen salido mal, no estarías ahora llamando a mi puerta. Doce y medio es un buen salario aquí. —¿Por qué no quince? —No puede ser de ninguna manera. Tal vez subir hasta trece. Más y adiós, muy a pesar del señor gran hombre Jonah Ballena. Bueno, trece mil era una basura de dinero, pero no estaba por debajo de lo que cobraría si conseguía un empleo en una tienda. Y no tenía que preocuparme del alquiler, así que todo era dinero para apostar. Por lo menos podía seguir teniendo un pie dentro, en términos de producción. Pero quería saber un poco más acerca de las Modas Parisinas de Ayyub, de París, Nueva York, Kabul y Willesden. —¿Qué tipo de ropa fabricáis? —De todo tipo, muy a la moda.

— 148 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

—¿Para quién fabricáis? —Tenemos una tienda en Kilburn, ¿la has visto? Uno de tus trabajos será ir allí a veces y poner orden. Patadas en el trasero, hacer que dejen de mascar chicle y todo el jaleo. Y entonces vendemos a muchas otras tiendas, por toda la parte noroeste de Londres: Queens Park, Kensal Rise, ya sabes los nombres. Y tenemos algunos compradores grandes… Mencionó entonces unos nombres vagamente familiares, como de batallas medio olvidadas. Uno era de una empresa de compras por correo, otro era de una marca que pensaba que había desaparecido con los Boomtown Rats. —Producimos algunas cosas para ellos. Pero el margen es una mierda. El mejor dinero sale de nuestras propias líneas. —¿Cuál es la producción? Kamil parecía ofendido. —¿Qué es esto? ¿Inspector de Hacienda, no? Puedes dejar los números en mis manos. —¿Puedo echar un vistazo? —Claro, echa un vistazo, míralo todo. La oficina llevaba hasta lo que Kamil denominaba la «sala del espectáculo». —Aquí vienen los más grandes compradores de… —De todo el noroeste de Londres. —Sí, claro. La sala parecía un armario de almacenaje de toda la porquería que no alcanzaba la alta categoría marcada por la oficina principal. Me llamó particularmente la atención una pieza del mobiliario: una silla roja plegable, con una raja en medio del asiento capaz de amenazar la fertilidad. Evidentemente, era aquí donde los grandes compradores se relajaban mientras Kate, Cindy y Naomi desfilaban delante de ellos. Después de atravesar la sala del espectáculo entramos en el taller de los esclavos, o «el equipamiento de producción principal», en palabras de Kamil. La sala estaba abarrotada de operarias: debía de haber unas veinte en un cobertizo cuyas dimensiones no superarían las de un jardín invernadero de tamaño medio. Se levantaron un montón de caras marrones y preocupadas, pero ninguna cesó su labor por un momento. De alguna manera también habían conseguido meter cuatro planchas a vapor industriales y una mesa de cortar en la misma sala. El taller conseguía ser sofocante y frío a la vez; simultáneamente querías abanicarte la cara y ponerte una chaqueta. —Tengo que vigilarlas como un halcón. Todas son muy perezosas. Se pasarían el día de charla y de cafés por la derecha, la izquierda y el centro de mi dinero, si se lo consintiera. Volvimos a la oficina. Vicky permanecía inmóvil frente al aparato de fax. Por un momento pensé que su silencio reverente podría ser sintomático de que era miembro de un nuevo culto raro dentro del new age, que adoraba los aparatos de fax, pero entonces Kamil le pasó el brazo por el hombro, diciendo: —Vic, muñequita. Yo te enseño una vez, yo te enseño treinta millones de veces

— 149 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

cómo usarlo. Marca números aquí, como en cualquier teléfono, y entonces aprieta el botón azul así, y mira cómo sale disparada hacia el cielo, voilà. Ah, bueno, vale, tal vez no funcione ahora, pero más tarde, cuando se caliente. —Entonces, desconectando y volviéndose hacia mí, dijo—: Ahora, Katie, tenemos un gran pedido que ha entrado. Mucho trabajo por hacer. ¿Empiezas mañana? Todavía no estaba muy convencida de lo que se suponía que debía hacer, pero qué demonios. —De acuerdo. Sugiero que nos pongamos a prueba mutuamente durante un mes. Kamil sonrió y abrió los brazos. Creo que esperaba que yo diese un paso adelante para abrazarlo. Ejem…, gracias, pero no, gracias. Así que empezó un período nuevo y muy diferente de mi vida. Aquello del universo paralelo podría muy bien haber sido inventado para mí; algunas cosas eran iguales. Al fin y al cabo seguía trabajando con la moda… bueno, en piezas de vestir. Pero todo lo demás era diferente. Allí estaba yo, en un taller de machacas, fabricando el tipo de ropa que la gente va buscando entre montones en los mercadillos más roñosos, el tipo de abortos de poliéster que la gente de East Grinstead podría ponerse para ir a la pescadería o a la tienda de licores. La hermosa Primrose Hill se había transformado a mi alrededor en Kilburn, que era, bueno, nada bonito. Bromeando, Ludo dijo una vez que yo le recordaba a Quetzalcóatl, el dios azteca de la muerte, o de la guerra, o lo que fuese. Al parecer, tienes que apaciguarlo a base de arrancar corazones y otras partes asquerosas, o si no, je, je… bueno, no me acuerdo, pero yo tenía la impresión de no haber ofrecido suficientes órganos calientes con los últimos latidos a ese personaje tan malencarado. De ahí Kilburn; de ahí las Modas Parisinas de Ayyub. Pero para compensar todo eso, por lo menos el transporte me resultaba sencillo. Podía coger la línea del Jubilee hasta Willesden Green y caminar unos veinte minutos, o podía subirme en un autobús, que me dejaba un poco más cerca. Salir fuera de la ciudad en el transporte público durante las horas punta resultaba curiosamente sedante. Nadie tenía prisa, nadie empujaba, nadie daba codazos. Siempre había un asiento. Los otros pasajeros eran sobre todo jubilados con sus planes tan resueltos como insondables. La primera mañana decidí hacer limpieza en la oficina. Llenamos tres bolsas de basura de porquerías y recolocamos el mobiliario. Vicky demostró ser lo suficientemente participativa, con tal de que le dijeses exactamente qué tenía que hacer y la vigilases de cerca. Kamil, tan rápido y furtivo como un armiño, aparecía y desaparecía a intervalos irregulares, y en ocasiones parecía desconcertado y en otras satisfecho con la reorganización de su imperio. El gran pedido resultaron ser 150 faldas azules largas hasta la rodilla para un vendedor de mercadillo. Se las proporcionábamos a cinco libras la pieza. La etiqueta sugería que estaban hechas de algodón y de lino, pero si bien el tejido pudo haber tenido su origen en una planta, la planta en cuestión estaba en Teesside, tenía

— 150 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

cuarenta chimeneas y vertía aguas tóxicas en el Mar del Norte. Me fijé en las operarias. De nuevo las miradas de recelo; de nuevo el pánico a detenerse. Intenté hablar con la primera mujer que tuve cerca, de mediana edad, con una gruesa trenza de cabello negro que le llegaba hasta la cintura. Me miró y sacudió la cabeza. A mi espalda una voz gritó: —No vale la pena. No habla inglés. En realidad, ninguna de ellas lo habla mucho. Me volví para ver quién había hablado. Se trataba de una chica joven, acaso dieciséis años. Asiática, como las demás. Me acerqué hasta ella. —Hola, soy Katie Castle. Acabo de empezar a trabajar aquí. —Sí, ya lo sabemos. —¿Podrías pedir a las chicas que paren durante un minuto? Quisiera hablar con ellas. La chica joven hizo una mueca de preocupación. —Si paramos, no nos pagan. —¿A qué te refieres? —Sólo cobramos por lo que cosemos. Si paramos, es difícil conseguir lo suficiente para vivir. Trabajo a destajo. Debí suponerlo. Bravo por el salario mínimo. —Mira, sólo será cosa de un minuto. ¿Podrías ayudarme? ¿Puedes hablarles en su idioma? —¿Cuál de ellos? ¿Gujarati? ¿Hindi? ¿Urdu? —Oh, Dios. ¿Puedes traducirlos todos? —Sí, lo suficiente. —Mira, por favor, diles tan sólo que no se preocupen. Yo sólo pretendo ir dando vueltas y ver cómo trabajan. No se trata de una prueba ni de nada. Y perdona, ¿cómo te llamas? Me sentía inútil. —Latifa. Vale, se lo diré. Hay un par que hablan un poco de inglés. Me fui paseando por las filas de máquinas. Algunas de las mujeres levantaron la mirada y sonrieron, algunas consiguieron decir hola. Algunas mantuvieron la cabeza agachada. Volví de nuevo a la oficina y me puse a meditar. Al día siguiente, viernes, empecé a repasar los libros. Era evidente que las Modas Parisinas de Ayyub no era un negocio de millones y millones de libras. Había beneficios, pero eran escasos. De vez en cuando entraban unos pagos extraños que no se relacionaban con nada más. Esos pagos parecían ser lo que mantenía la empresa a flote. Ese fin de semana trabajé a fondo para que el apartamento de Kilburn pareciese bonito. Ni siquiera había tenido ocasión de desempaquetar todas mis cosas. Jonah llamó el sábado por la noche y se ofreció para sacarme a cenar, pero me excusé, lo cual me imagino que fue un descanso para él. En cambio se presentó con una tele portátil, lo cual fue todo un detalle, aunque la recepción era tan pobre que costaba

— 151 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

distinguir qué estabas mirando. Pese a todo, esa luz azul borrosa hacía que me sintiese menos sola. Aunque el apartamento había quedado bien, con unas bonitas telas que envolvían lo que convenía tener escondido, con flores nuevas y con unas sencillas cortinas, hacia las ocho todavía me sentía desolada. Nunca me había sentido tan aislada, nunca tan débil, nunca tan perdida. No tenía a nadie a quien llamar, nadie con quien poder charlar superficialmente. Resultaba conmovedor: tenía muchas anécdotas cómicas de todo lo que me había sucedido en los últimos días (ya había perfeccionado mi imitación de Jonah y mi voz de Kamil no le iba a la zaga), pero quedaban transformadas de comedia en tragedia por el hecho de que no tenía a quién contárselas. Mientras rebuscaba entre mis últimas posesiones, me encontré un bolso de plástico hecho jirones que no sabía situar. Las asas estaban atadas juntas y tuve que romper el plástico para ver su interior. El primer golpe de aire del bolso hizo ver qué era. El aire olía un poco a cargado y a rancio; no olía a limpio, pero no resultaba ofensivo. De hecho, para mí tenía un olor mucho más agradable que Coco Chanel, mucho más rico y maravilloso que el café acabado de hacer y más triste que la madreselva sobre una tumba. Hice la abertura más grande y volqué el contenido sobre la cama. Cayeron los calcetines y calzoncillos sucios de Ludo, su mezcla de ropa M&S raída de antes de conocerme y las prendas de diseño que yo le compré, pero que él apenas se ponía, alegando que eran «para lo mejor», un mejor que parecía no llegar jamás. No sé cómo acabó la bolsa con la ropa sucia entre mis cosas, pero tener a Ludo junto a mí de manera tan palpable ya era más de lo que podía soportar. Las lágrimas que había derramado en el momento posterior al desastre habían sido amargas; sabía que esas lágrimas no me proporcionaban credibilidad o compasión pero me sirvieron para relajarme físicamente. Ahora, con toda la ropa sucia de Ludo a mi alrededor, lloré de nuevo. Mi mente estaba teñida de imágenes de Ludo: Ludo riendo, Ludo hablando y bromeando, Ludo haciendo el amor, esforzándose tanto por hacerlo bien. Recogí un montón de calcetines y calzoncillos y los abracé fuertemente. Froté mi cara en ellos y respiré profundamente la esencia pura de Ludo. Grité, lloré y gemí. Dios sabe qué estarían pensando los vecinos. Esa noche me dormí con las cosas de Ludo esparcidas sobre la cama conmigo. Por la mañana encontré una linda bolsa nueva para guardarlas, y entonces lo metí todo en el fondo del armario, para usarlo sólo en las emergencias emocionales más apuradas. A la semana siguiente empecé a tener una imagen más clara de lo que me tocaba hacer en el trabajo. Yo estaba allí para escoger qué diseños íbamos a copiar, para sacar los patrones de la manera más barata y para darle al látigo mientras las chicas los cosían. Sencillo y asquerosillo. Kamil se encargaba de las ventas, lo cual esencialmente implicaba emborracharse con fornidos vendedores de mercadillo llenos de tatuajes o con detallistas orientales de aspecto pobre y círculos oscuros

— 152 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

alrededor de los ojos. Estas sesiones a veces acababan en la oficina, adonde Kamil regresaba llorando amargamente por ser un mal musulmán y una desgracia para su familia. Acusaciones ambas con cierta dosis de verdad. Me pasé el miércoles en la tienda de Kilburn, que estaba a cinco minutos caminando desde el apartamento. La mayoría de las cosas de la tienda costaban menos que un café y un bocadillo en Bond Street, y casi todas las existencias parecían altamente inflamables. Estampados de animales sobre nailon; vestido de tubo de licra rosa; shorts cortísimos y microtops que conspiraban para revelar exactamente aquello que no debería ser visto jamás. Dolce & Gabbana rehecho sin el menor gusto por un ciego que odiaba a la humanidad y además tenía dolor de muelas. Me sorprendía que llegásemos a vender alguna cosa, pero los adolescentes, los locos y los pobres entraban sin cesar. Las dos chicas de la tienda, Stacey y Charity, eran unas idiotas medio subnormales, además de gordas, perezosas y en absoluto dispuestas a colaborar. Hacia el final del día había conseguido que se comportasen un poco más como gente que en realidad podría estar bastante interesada en venderte alguna ropa, y no como un par de rottweilers medio colocadas con las salchichas envenenadas de un ladrón. Incluso llegué a conquistarlas escogiendo para ellas un par de vestidos del muestrario, aunque Stacey acabó menos satisfecha con mi recomendación de un buen jabón desodorante. Durante la semana hice pasar a las maquinistas por la oficina de una en una, con Latifa a un lado para que tradujera cuando era necesario. Estaban intimidadas hasta la sumisión, pero juntas tenían mucha experiencia. Me fijé en la calidad de su trabajo. Por supuesto, los tejidos eran horribles y los diseños, una mezcla de H&M mal copiados y monstruosidades engendradas por el sueño de la razón, que en el mejor de los casos eran sosos y en el peor llegaban al puro horror. Pero sorprendentemente, la parte del cosido era buena, y todavía llamaba más la atención la velocidad a la que trabajaban. Las más rápidas del grupo podían aspirar a ganar unas tres libras a la hora, pero la mayoría estaba sobre las dos cincuenta. No puedo decir que me sintiese particularmente impresionada. Ni tampoco se tragarían ustedes que me había convertido en la gran defensora de los pobres y los oprimidos. Yo sabía cómo funcionaba el mundo de la moda. Para competir con las importaciones baratas, la gente como Kamil tenía que pagar sueldos de miseria. Y yo sabía que existían lugares mucho peores que el de los Ayyub. Por lo menos allí había lavabo y un lugar donde preparar la comida. El problema era que el margen de beneficio era irrisorio en este extremo del mercado. Y la producción de porquería barata apenas aprovechaba el potencial de la fuerza de trabajo. Tampoco fingiré que establecí lazos con las mujeres, pero pronto empecé a verlas como individuos y no como una masa indiferenciada. Me enteré de que Vimla, una hermosa y tranquila mujer de unos treinta y cinco años, era una de las costureras más expertas, tenía un bebé de tres meses y le partía el corazón estar separada de él; me enteré de que Roshni estaba enferma y padecía de algo ginecológico doloroso y desagradable pero no podía permitirse pedir tiempo libre, ni tampoco Kamil estaba dispuesto a concederles paga por enfermedad. Me enteré de la vieja rencilla entre

— 153 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Pratima y Bina, cuyo origen hasta ellas mismas habían olvidado. También observé la diferencia entre musulmanes e hindúes, pese a que tales disensiones quedaban suavizadas por la amistad. También había tensiones más sutiles y escurridizas, que en un principio asocié con las castas, pero por lo que llegué a entender, con la misma facilidad podrían haber sido motivadas por la geografía o por equipos de fútbol rivales. Además del urdu, el hindi, y el gujarati, algunas de las chicas hablaban el bengalí, el telugu, o el punjabi, y pronto descarté mi primera intención de aprender a decir «hola» y «adiós» en cada idioma, convenciéndome a mí misma de que las mujeres lo interpretarían como un acto de condescendencia. Efectuábamos la mayoría de nuestros tratos por medio de Latifa, que era la mar de lista y no tenía dieciséis años, como parecía, sino veinte. No era muy buena cosiendo, pero era muy lista y despabilada. Me costaba creer que no pudiese aspirar a más. Le pregunté qué hacía trabajando en un lugar como aquél. —Mi padre quería que me casase con un hombre de Bangladesh. No estaba mal, pero yo ya tenía un novio aquí. Mi madre no quería que me marchase, de manera que papá nos echó a patadas a las dos. Ella es mayor y tengo que cuidarla. —¿No tendrías que sacarte unos estudios superiores o algo así? —Sí, bueno, estoy ahorrando. La siguiente vez que Kamil asomó la nariz, le pedí que hablásemos un momento. —A estas chicas no les pagas el sueldo mínimo, ¿verdad? —Oh, mierda, Katie, ¿no pretenderás romperme las pelotas, a que no? Este negocio está en el filo de la navaja. El mercado es de lo más asesino. Si nuestros costes suben, ¿quién querrá comprar algo de lo nuestro? Y estas mujeres, la mitad no tienen papeles, la mitad son ilegales. Todas están contentas de tener trabajo. ¿Por qué quieres estropearles la vida? Yo tenía un argumento con que contestarle, pero no lo quería usar todavía. Necesitaba descubrir más cosas acerca del negocio. Le dejé con la impresión de que me había convencido con su brillante retórica. La mayoría de los días me sentaba sobre una caja en el húmedo aparcamiento para comerme el bocadillo del almuerzo; salvo los días en que llovía muy fuerte, eso era mucho mejor que ver cómo Kamil se limpiaba los dientes con los dedos o escuchar cómo Vicky se sorbía los mocos. Normalmente me dejaban a solas con mis pensamientos y mi bocadillo de lechuga con tomate y sazonador bajo en calorías, pero un día Latifa salió y se sentó a mi lado. —Te he visto aquí fuera y me ha parecido que estabas un poco triste. —¿Un poco triste? Me imaginaba que era un poco más enigmática que eso. Me había sorprendido que Latifa se hubiese sentado a mi lado por iniciativa propia. Agradecida, también: no tenía la oportunidad de hablar mucho, si no era sobre botones y dobladillos. —Normalmente lo disimulas muy bien. ¿Qué te hizo venir hasta aquí para trabajar con Kamil? Me refiero a que no pareces ese tipo de persona.

— 154 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

—Es una historia muy larga. —Bueno, tenemos los veinte minutos que Kamil nos concede para comer nuestras empanadas —dijo ella con sarcasmo agradable. Me fijé que llevaba una manzana y una Coca-Cola light. —Tenía un trabajo… —¿Quieres decir que existe un lugar mejor que esto? Latifa podía resultar muy inexpresiva cuando se lo proponía. —Diferente. —¿Mejor? —Mejor. —¿Qué pasó? —Digamos que lo compliqué todo. —¿En el trabajo? —Un asunto más personal. —¿Echando un polvo? —Latifa —chisporroteé entre risas—. ¡No sabía que conocieses esas expresiones! —¿De qué crees que hablamos en las máquinas? ¿De buenos sitios para comprar curry en polvo? —Mira, Latifa, deja ya de intentar demostrarme que no habéis salido todas de otro planeta. Por el amor de Dios, si vivo en la ciudad más cosmopolita del mundo. Sé que todas somos iguales. —Intenta decir eso a Pratima y a Bina. No es que todas seamos iguales. Es que todas somos diferentes. —Latifa, lo sé. —Pero a veces pones una expresión en la cara… —¿Qué expresión? —Una expresión que significa: «¿Quién es toda esta gente y qué hago yo aquí?». Sabía a qué tipo de expresión se refería. —Y a veces algo peor —simuló una especie de gesto de burla. —Oh, Latifa, no me estoy burlando. Pero es que siempre he sido un poco imbécil. Era lo que a la gente le gustaba de mí. Yo decía cosas muy crueles y luego me cachondeaba. No me he convertido en la madre Teresa porque haya venido a Willesden. Todavía creo que la gente bizca resulta divertida por necesidad, y lo mismo la gente que no puede pronunciar las erres, y la gente que sale del lavabo con el sari metido dentro de las mallas. Lo que pasa es que ahora no va a ninguna parte, porque ya no me quedan amigas con quien compartirlo. Latifa se echó a reír. —¿No sería yo, verdad? —¿Quién, la del sari? Tú ni siquiera lo llevas. No, fue Roshni. Y entonces nos pasamos diez minutos haciendo una ronda y dejando a todos de vuelta y media. Fue como meter la cabeza en un manantial de agua fresa de las montañas. Latifa puso una cara casi seria y dijo: —¿Cuánto falta para que subas de categoría? Me refiero a que aquí sólo estás

— 155 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

conviviendo con los pobres, ¿no es así? La miré fijamente a los ojos, que me observaban sin pestañear. De veras que era una mujercita muy dueña de sí misma. —No te mentiré, Latifa. No quiero desperdiciar mi vida haciendo ropa de baratija para Kamil. Pero tampoco quiero que ninguna de vosotras lo haga. Y no vamos a tener que hacerlo. —¿Por qué? ¿Tienes un plan? —dijo ella, con una ironía delicada y punzante. Yo sonreí. —Bueno, sí. En realidad, sí. Y era verdad. Más o menos. Dos semanas más tarde le pedí a Kamil que hablásemos un momento. Me había pasado el tiempo pensando detalladamente, planeando, calculando. Me sirvió para llenar las horas largas y vacías; me sirvió para apartar de mí el ruido del tráfico de Kilburn atravesando High Road; me ayudó a mantener la mente alejada de Ludo y del mundo perdido. La producción había bajado de ritmo y Kamil empezaba a insinuar en voz baja que posiblemente despacharía a algunas de las chicas. Yo sabía que no iría a ninguna parte si imploraba a su lado bueno. —Kamil —empecé—, creo que este negocio tiene posibilidades. —Sí, sí. Yo mismo me estoy planteando una expansión que cubra Golders Green y tal vez también Wembley. Gran potencial. —Buena idea, pero eso no es exactamente a lo que yo me refiero. Cualquier buen hombre de negocios sabe que todo depende de la gente. La gente es tu garantía número uno. Tú has conseguido reclutar un personal excelente. Sabes juzgar bien el carácter de las personas. —Sí, claro, la escuela de la vida misma, añadiéndole estudios de Empresariales en la North London Polytechnic, no veas. —Y pienso que con tu experiencia y algunas de mis ideas, y la técnica de tus chicas, podemos hacer algunas cosas sorprendentes, algunas cosas nuevas. Kamil me estaba escuchando atentamente. —Pienso que te traes algo entre manos, Katie Castle —dijo con astucia. Sé cómo eres. Eres una chica traviesa. Decidí que había llegado el momento de ir al grano. —Kamil, he repasado los libros, y básicamente nos estamos flagelando los huevos sólo para mantenernos solventes. No hay dinero que ganar en el extremo inferior del mercado: sencillamente no podemos competir con Extremo Oriente, o siquiera lugares como Polonia o Lituania. Y no podemos decir que vivamos en un mundo mejor porque las madres quinceañeras sin trabajo de Kilburn y Willesden Green lleven puestas nuestras minifaldas y vestidos tubo. Kamil puso sucesivamente expresión de ofendido, de sorprendido y de insultado, pero yo seguí adelante sin darle tiempo para interrumpirme. —Nuestra única esperanza está en subir de mercado. Es la única manera de

— 156 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

aumentar nuestro margen. Y si te digo la verdad, todavía no me has aprovechado para nada. Yo tengo la experiencia y tengo los contactos. Lo único que debemos hacer es dibujar algunos diseños básicos y clásicos, que yo podría hacer en un par de semanas, invertir en un poco de tejido decente y podremos vender más barato que los demás fabricantes para el mercado medio del país. —¿Cómo puedes vender más barato? Hablabas de un buen margen. —Porque todo lo haremos dentro de la misma empresa: el diseño, la producción, la distribución. Nunca se ha hecho algo así en este sector. Seremos pioneros. (OK, de acuerdo que estrictamente no era verdad, pero yo le estaba ofreciendo a Kamil el negocio de su vida, y él bien me podía conceder que me tomase una libertad o dos.) —Puedo asegurarte que en primavera tendré nuestra ropa en treinta tiendas de categoría por toda Inglaterra, y media docena más en Irlanda y en el resto de Europa. Eso es tan sólo el primer año. Vete a saber qué podremos llegar a hacer a largo plazo. Recuperé el aliento; había sido un discurso muy largo, y me había dejado agotada. —¿Cuánto? Kamil no era ningún tonto: se había dado cuenta de que mi plan exigía una inversión inicial. —No mucho, para empezar. Todo lo que necesito es un par de docenas de metros de buena tela para hacer las muestras. Podemos ir en coche hasta las tiendas, de manera que no tendremos que preparar una sala de pases decente. No tenemos que comprar tela en grandes cantidades hasta que nos lleguen los pedidos. —¿Cuánto entonces, por adelantado? —Si las cosas van bien, necesitaré diez mil para la tela. —¡Diez mil! Tú has hecho un chiste bueno, ja, ja. ¿De dónde puedo sacar diez mil libras? Santa Claus no visita los hogares kurdos. —Kamil, se trata de algo excepcional. Después de eso, todo el asunto se irá financiando por sí mismo. Y he visto que tú tienes… pagos que entran de vez en cuando. Grandes pagos. —Ah, eso son mis negocios especiales. No afectan a tu negocio. Mira, ya veré qué puedo hacer. ¿Qué me dices de cinco mil? Tal vez con algún negocio sucio pueda conseguir cinco mil. —Bueno, sería un principio. Pero hay algo más. Si vamos a poner una marcha más alta, tendremos que ofrecer otra paga a las chicas. El trabajo a destajo sale a cuenta cuando lo que importa es la cantidad, pero ahora necesitamos calidad, y la calidad significa tiempo. Vamos a tener que pagar por horas. Eso significa el sueldo mínimo. Kamil se estaba riendo. —Katie, Katie, astuta zorra. Pronto estarás portando banderas rojas y cantando La Internacional. Pero creo que me gusta tu idea. Yo también me he planteado cambiar de mercado. Por eso te encontré. Le dije a Señor Jonah Ballena: «Búscame chica con

— 157 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

experiencia de Vogue y cosas por el estilo». Veremos si consigues buenos pedidos para la ropa de alto beneficio. Si consigues los pedidos, pagaremos sueldo mínimo. —Entonces añadió, medio para sí—: Ja, siempre me hace reír, eso del «salario mínimo». En realidad significa máximos salarios grandes. Me hace reír, ja ja. —Y he pensado en un nombre. —¿Nombre para qué? —Para la colección. KC. —¿KC, KC, qué es esto de KC? —dijo Kamil con sospecha—. Yo sé qué significa. —Significa la Costura de Kamil —insinué rápidamente. —Oh, KC, la Costura de Kamil, ¿eh? Tiene algo que suena bien. —Una última cosa para acabar. —Ay Dios, más últimas cosas. Más dinero, me imagino. —Necesitaré una asistenta de producción. Latifa es perfecta. —¿Latifa? Acababa de llamarla a la oficina y le expliqué lo de su nueva función. Ella estaba emocionada pero intentaba aparentar tranquilidad. Kamil había salido a hacer negocios sucios con sobres de té baratos y rollos de papel higiénico en la tienda al por mayor. Vicky estaba fuera aprovechando un descanso para fumar un pitillo. —¿Sí? —¿Qué sabes de Kamil y su familia? —Bueno, sé que son importantes en la comunidad kurda. Se supone que tienen un montón de dinero. —¿Y Kamil está metido en algo, hum, rarillo? —¿A qué te refieres? —Me preguntaba si tú o las otras sabíais si él tenía otros ingresos, otras actividades. —Oh, sí. Tal vez no debería chismorrear, pero una de las chicas, Roxanne, que habla un poco de inglés, le oyó hablando con uno de los vendedores del mercadillo. —¿Acerca de qué? —Mujeres. —¿Mujeres? —dije sonriendo. Latifa soltó una risita. —No me refiero a sus novias. No creo que tenga ninguna. Me refiero a sus chicas, ya sabes, para vender. —¡Prostitutas! —Se me cortó la respiración. —Sí, las tiene a montones y repartidas en casas por todas partes. Roxanne le oyó decir que eran «de alta categoría, nada de putonas; blancas, negras, mulatas, lo que quieras». Bueno, más o menos encajaba. Explicaba aquellas inyecciones de efectivo ocasionales. Era una lástima. Realmente pensaba que mi plan podría tener éxito. Habría sido divertido intentarlo, por lo menos. Pero no podía trabajar para un

— 158 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

macarra. Cualquier cosa —trabajar en una zapatería, incluso en East Grinstead— era mejor que eso. No era una cuestión moral, sino algo más vulgar. Decidí presentar mi dimisión tan pronto como asomara la nariz. Un poco más tarde reapareció Vicky sorbiéndose los mocos y arrastrando los pies. Yo estaba muy disgustada así que directamente solté lo de: —¿Así que tú sabías lo de las prostitutas? Vicky se sorprendió y se puso el dedo en los labios para pedir silencio. —Qué va; no son «frostis» —susurró—. Ni es Kamil. —Una de las chicas me lo ha contado todo, y no tiene sentido encubrir nada. Me imaginé que Vicky estaba implicada de alguna manera. Tal vez era así como conseguía ganar lo suficiente para la metadona. —No lo captas, ¿verdad? Mira, el tema de la prostitución es una de esas cositas, una cortina de humo. —Mi cara reveló incredulidad—. Noooo… —siguió ella—, lo has entendido todo mal. Va de drogas. —¡Drogas! Oh, bueno, eso ya está bien, entonces. ¿A qué te refieres con drogas? —Bueno. Mira, lo de las prostitutas es una tapadera para importar drogas desde Turquía, de donde proviene toda su peña. Pero nada malo, ya sabes, sólo la mierda de siempre, heroína y tal. La policía piensa que sólo es un macarra y no le molestan. Es muy ingenioso, de veras. —Sí, puro genio. De manera que iba de drogas, no de prostitución. ¿Mejor o peor? Casi empate, pero como se trataba de heroína y no sólo la poca que gastarías en un par de esnifadas, peor a la larga, me imaginé. De cualquier forma estaba furiosa contra Jonah por haberme metido en aquello. Finalmente Kamil regresó, mirando por encima de un paquete de setenta y dos rollos de papel higiénico económico. —Levanta el coño y sal a hacer otro descanso para fumar, haz el favor, Vicky; llevas casi media hora desde el último pitillo —le solté yo. Ella era tan indolente que ni protestó. —Katie, no es propio de ti usar palabrotas como coño. ¿Qué pasa? —¿De qué vas, Kamil, drogas o putas, o las dos cosas? De todas formas, yo me largo. —Katie, Katie, ¿qué dicen las mujeres? ¿Te han tomado el pelo? No lo comprendes. —Una de las operarias me ha contado lo de la prostitución, y Vicky me ha dicho que sólo es una tapadera para introducir droga. No quiero tener nada que ver con eso, ni contigo, ni con nada. Recogí mi bolso y mi abrigo. Kamil levantó un brazo para detenerme. Toda la humillación, la amargura, el dolor y la frustración de mi caída en desgracia explotaron en un único puñetazo perfecto que aterrizó en la punta de la mandíbula de Kamil. Él se desplomó como un saco. Por desgracia yacía delante de la puerta, y cuando intenté abrirla para salir, empezó a implorarme. —Katie, déjame que te lo cuente. Que te cuente acerca de mi gente. No va de

— 159 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

drogas, ni de putas. Mi gente son kurdos. Turquía se caga en los kurdos, Irak se caga en los kurdos, Irán se caga en los kurdos. Y entonces Estados Unidos se caga en los kurdos. Todo el mundo se caga en los kurdos. Sólo el PPK defiende a los kurdos. Yo trabajo para el PPK. Les consigo ayuda. Armas, medicinas, radios. Disimulo con las drogas y las chicas. Por favor. Es verdad. Por esto entra una cantidad de dinero y sale una cantidad de dinero. ¡Luchamos por la libertad! El entusiasmo de esta última afirmación tan decidida quedó muy mermado por el hecho de ser enunciada con una voz agudísima, pues la puerta que yo sostenía acababa de pellizcar el fofo músculo de su delgada cadera. Me senté. ¿Parecía menos plausible que lo de la prostitución y las drogas? Sí, un poco menos plausible. ¿Acaso esto —el terrorismo internacional— era algo mejor? Bueno, me imaginé que sí. Yo tenía una vaga idea de la terrible situación de los kurdos. Daba la impresión de que había habido una evacuación de excrementos bastante extendida en su dirección, tal y como Kamil había denunciado. Quería creérmelo. Significaba que podía seguir adelante con mi esquema con algo parecido a una buena conciencia. Y al fin y al cabo, ¿qué más me quedaba?

— 160 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Capítulo 17 Té con los Ayyub, un pajarito chillón y otras festividades

—El domingo veré a mi tío Shirkuh. Quizá nos ayude con algo de dinero para empezar, ya verás. Había pasado otra semana y me había trazado un plan de negocios. Para ser realistas, teníamos que atacar a los vendedores al detalle con nuestras muestras a finales de enero. Eso me daba un par de meses para diseñar la colección y preparar las muestras. Justo, pero no imposible. De todas formas, la mayoría de clientes al por mayor, y por tanto mis conexiones, estaban esparcidos por el sur de Inglaterra, con algunos puntos en el norte, una tienda en Dublín, otra en Cork y tres o cuatro en Europa. Telefoneé a media docena de mis mejores contactos: compradores con los que había desarrollado una buena relación, normalmente sobre la base de una compartida exasperación en torno a Penny. A todos les habían llegado vagos rumores acerca de mi «cambio de trabajo», pero la verdadera historia parece que se quedó dentro de la zona de susurros. Les conté lo que sí era cierto (al menos en parte), que yo había estado haciendo gran parte del trabajo de los diseños Penny Moss durante los dos últimos años y que ahora me había asociado con un reconocido fabricante del Reino Unido. Todos los compradores se mostraron interesados en echar un vistazo a una colección que prometía calidad Penny Moss pero rebajada a una tercera parte del precio. —Eso es estupendo —dije yo, en realidad sin prestar atención. —Sólo hay un pequeño problema. —Mmm, ¿de qué se trata? Yo estaba pensando en botones. Los botones bonitos pueden marcar la gran diferencia. Es sorprendente cómo a veces un traje excelente queda deslucido por… —Mi tío Shirkuh, ése sí que es un hombre malvado. Cree que es un chiste divertido, ja, ja, burlarse de mí. Y, bueno, dice cosas malas de mí. —¿Qué tipo de cosas? —empezaba a interesarme, pero no demasiado. —Es un hijo de puta mentiroso, y aquí no pido disculpas por los tacos. Él dice que no me gustan las mujeres, que por eso no estoy casado, aunque tengo cuarenta y dos años. Dice que me gustan los chicos. —Oh, ¿y es así? —Pues claro que no me gustan los chicos, mujer absurda. Me gustan tanto las chicas que por eso no me caso, demasiado ocupado con las conquistas, ¿eh, Vic? Vicky, que estaba concentrada trabajando en la lectura de su horóscopo, levantó

— 161 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

la vista y dijo «sí». Sorprendió mi mirada y sonrió. —Así que —continuó Kamil— tengo el pequeño problema que he dicho. La cosa está en que si consigo tapar su boca venenosa, nos dará la inyección para la inversión, si me presento con una chavala tope sexy, que sea mi novia, o prometida o algo así. Me eché a reír a carcajadas. —Lo capto. ¿Quieres que me haga pasar por tu novia, para convencer al tío Shirkuh de que no eres marica, a fin de que nos dé dinero para las telas? —Más o menos eso. —¿Por qué no te llevas a Vicky? —Bueno, sin ánimo de ofender, Vic no es la herramienta más afilada de la caja. Mejor que vengas tú, además puedes ayudarme a explicar que los márgenes son más grandes, lo de las nuevas tiendas, y todo eso. La idea era tan ridícula que no podía por menos que resultar atractiva a mi sentido del absurdo. De todas formas, me había llamado chavala tope sexy, así que le debía un favor. —De acuerdo, lo haré. Más tarde, cuando Vicky y yo estuvimos solas, le pregunté si había tenido un lío con Kamil. —Bueno —dijo ella—, salimos varias veces, y a mí me parecía bien porque quería comprobar el DIU que me acababa de poner. Pero él no hizo nada, tardó siglos. Y luego, cuando finalmente volvió a invitarme a un café, lo único que me preguntó todo el rato era si me gustaría, ya sabes, por el culo. Le dije que lo más seguro era que no y dónde tenía que bajarse, y eso fue todo, en serio. Así que el domingo siguiente por la tarde me vi sentada en el Jaguar granate de Kamil camino de Wood Green para ver al mítico y temible Shirkuh, y tomar lo que Kamil calificaba con toda reverencia «un té sublime». Kamil estaba nervioso y parecía ensayar frases mientras conducía, de las cuales yo captaba fragmentos: «… extremo de abajo significa márgenes bajos, desastre absoluto», «hacernos internacionales», «volar en primera clase», «cuatro, tal vez cinco criaturas». La residencia del Ayyub mayor era una discreta casa adosada, en una calle tranquila. Kamil llamó a la puerta, que abrió una chica joven con grandes pero tristes ojos marrones. Se volvió y gritó por encima del hombro: —Madre, es Kamil y una señora. Entonces se marchó corriendo al interior de la casa. La seguimos. La casa desprendía un olor fuerte y agradable a especias, pero mi sensación inmediata fue la de pánico cuando me hundí en la alfombra de pelo negro más honda que había pisado jamás. —Sácate los zapatos, por favor —me susurró Kamil, pero ya me lo esperaba. Yo llevaba puesta mi falda más larga y una chaqueta muy sensata. No tenía sentido ofender al viejo tirano. Entramos en la sala de estar. Estaba llena de vida con las cabriolas de los niños. Era imposible saber el número, pero podrían ser siete, sin contar los que se habrían perdido para siempre entre los pelos negros de la alfombra.

— 162 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

También había dos chicas adolescentes serias pero hermosas y una mujer sonriente de mediana edad vestida con lo que supuse un vestido kurdo. —Hola, hola, bienvenida —me dijo afectuosamente, ignorando a Kamil. Nos dimos la mano. —¿Dónde está el tío? —preguntó Kamil. —Hoy tiene uno de sus días malos. Podría tratarse de su tiroides o de su bilis — respondió la tía, y entonces añadió algo más rápidamente en kurdo (o klingón, si no me equivoco)—. Pero por favor, siéntese —me dijo—. ¿Querrá tomar té? A continuación siguió una entretenida media hora durante la cual la tía se esforzó por averiguar más cosas acerca de mí. A fin de llegar hasta la verdad, me ofreció pastas tan tóxicamente dulces, que seguramente habría algún tratado internacional que limitaba su proliferación. Seguro que existe algún proverbio kurdo que se puede traducir por: «Hijo, hazte dentista, tus manos nunca estarán quietas ni tu monedero vacío». «¿Y tu padre es perito? Qué bien» podría muy bien resumir la conversación. Pero la tía era muy como sus pastas, muy dulce, y me gustó. Incluso los niños, dejando a un lado sus tumbos, eran educados y serviciales, pues hicieron de sirvientes en miniatura trayendo más dulces y el temible té. Las dos chicas adolescentes me miraban fijamente, absorbiendo los detalles acerca del cabello, la ropa y las uñas, a medida que yo me iba hundiendo más y más en el más blando de los muebles blandos. Kamil estaba inquieto. —Lo mejor será ver al tío. Yo iré primero, y te llamaré dentro de cinco o diez minutos, después de suavizarlo un poco. Unos instantes más tarde oí una voz que gritaba: «¡No me enseñes el mono, yo quiero el afilador de órganos!». Kamil entonces me llamó desde arriba. A una señal de la tía, una de las niñas pequeñas me cogió de la mano y me mostró el camino hasta la habitación del tío. La puerta estaba abierta. Allí, en la cama, envuelto en doblajes de algodón blanco, lo cual podría ser algún tipo de ropaje étnico, o sencillamente las sábanas de la cama, descansaba un hombre muy grueso, completamente calvo, que me sonreía. Era difícil calcular su edad, pero me hubiese aventurado a decir que tenía unos setenta años, De manera intencional o por un accidente, el caso es que las sábanas se habían separado a la altura del diafragma, y dejaban entrever un vientre marrón que parecía poseer un poder malévolo completamente independiente de su propietario. Daba la impresión de que podría moverse, al estilo de las amebas, y absorberte con sólo proponérselo. Shirkuh parecía un sibarita acabado, un emperador depravado que vivía exclusivamente para la gratificación de sus apetitos. —Otra codorniz, chico —me lo imaginaba diciendo—. No, no, no para comer, mmm, sssí, ¡ughhhhh, aaahhhhhhh, aaaahhhhhhh, aaaaaahhhhhhhh! Eso está mejor. Ahora me la comeré. —¿De modo, señorita, que usted quiere que afloje y suelte la pasta? —La voz llegaba delgada, divertida y atractiva—. Siento mucho recibirla en la cama. Tengo

— 163 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

una espalda débil y mi bilis está biliseando, ja ja je je. Cambié mi opinión acerca del sibarita y me disculpé, interiormente, por lo de la codorniz. —Sí, y a propósito de la moda, ¿le ha enviado Kamil el proyecto de negocios? —Así lo ha hecho. Y muy impresionante, también. Cuéntame más cosas sobre tu experiencia y tus contactos en el mundo de la importación de tejidos. —Dando palmaditas sobre la cama, añadió—: Siéntate, cariño, por favor. Vino a continuación una conversación larga y detallada acerca del plan. Shirkuh tenía una extraordinaria capacidad para pillar las oportunidades y los posibles escollos. Conocía el negocio de los trapos de arriba abajo. El pequeño negocio de Kamil era tan sólo uno de sus intereses. Daba la impresión de que tenía negocios por todo Londres, además de estar metido en lo que sugerían ser misteriosas actividades de importación y exportación. El pobre Kamil, sin valor para interrumpir, estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas. Llevaríamos en el tema una hora, cuando Shirkuh dijo: —Kamil, querido hijo mío, por favor ve a buscar una aspirina y un poco de agua para tu tío. Tardarás unos cuantos minutos. Cuando él se marchó, Shirkuh me dijo: —Me imagino que Kamil me ha contado un cuento cuando me dijo que vosotros dos estabais prometidos, ¿no? No tenía sentido mentir. —Sí. Él pensaba que ayudaría en la propuesta. —Mmm, mmm. Aprecio tu franqueza. También debo preguntarte, ¿te ha mencionado si estaba involucrado en otras actividades? ¿Actividades ilegales o deshonrosas? —Bueno, sí. Pero sé que lo de la prostitución y las drogas es un invento para esconder el tráfico de armas para el PPK. Shirkuh se echó a reír, se atragantó y tosió. —¡El PPK! ¡El PPK! Y que se lo crea una chica lista como tú… —Esta idea me hizo más gracia que las otras… posibilidades. —Querida señorita Castle, Kamil no está metido en otra cosa que no sea dirigir un pequeño y no demasiado rentable negocio manufacturando y proveyendo prendas de vestir baratas, y que principalmente se ponen mujeres que viven de la seguridad social o con sueldos de miseria. Lo entendí todo. El tráfico de armas era una tapadera para las drogas, que eran una tapadera para las prostitutas, que eran una tapadera para el triste hecho de que Kamil era un magnate de la moda fracasado que vivía de la limosna de su gordo tío. Sentí un maravilloso impulso de afecto hacia el pequeño hombrecito y muchas ganas de que nuestro plan funcionase. —Kamil no es mal chico —prosiguió Shirkuh; su voz había perdido un poco de su humor y había tomado un cariz más tierno—, pero siempre se ha sentido avergonzado de trabajar en el negocio de los trapos. A su primo, mi hijo, lo mataron luchando por la libertad de nuestro pueblo contra el ejército turco. Kamil cree que

— 164 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

deberían haberlo matado a él. Cree que la familia le desprecia por no haber muerto como un hombre. Pero te diré que daría lo que fuese para que mi hijo siguiese sano y salvo ahora, trabajando, ya ves si me importa, de limpiador de letrinas públicas, y no tenerlo muerto, y sin siquiera una tumba sobre la que poder llorar. —Sus ojos brillaban, pero él sonreía—. Kamil, entra, no te quedes agazapado ahí fuera. Dame la aspirina. Cuando Kamil se inclinó sobre el anciano, Shirkuh le cogió la cabeza con las manos y la besó. —Has hecho bien, sobrino mío. Has escogido una buena socia. Me gusta tu plan, y pienso que nos proporcionará un buen dinero. Me siento orgulloso de ti. En un principio habíamos pensado que algo iba a salir mal, que no consentirían que el plan siguiese adelante, que madurase y diese fruto. Alguien acabaría comido por un cocodrilo, o herido por una bola dorada lanzada desde una casa de empeños, o un terremoto se tragaría Tokio, lo cual provocaría un colapso económico global. Pero ahora, sorprendentemente, todo parecía funcionar. Durante el siguiente mes trabajé más a fondo que nunca antes en toda mi vida, más a fondo de lo que jamás pensé que se pudiera llegar a trabajar. El lunes hice una ronda telefoneando a la media docena de representantes de tejidos que conocía. Estaba buscando cantidades de tela relativamente pequeñas, con lo cual resultó bastante sencillo encontrar rollos sueltos que nadie quería. Siempre me había llevado bien con los representantes: hombres de mediana edad muy pragmáticos, y en su mayoría, encantados de ofrecerme un buen trato a cambio de un rápido flirteo, especialmente porque yo buscaba las piezas sueltas y las sobras que a menudo nadie reclamaba. Al cabo de una semana tenía lo que necesitaba; no exactamente lo que quería, pero sí lo suficiente para hacer las muestras. Tampoco el diseño básico resultó demasiado difícil. Disponía de cantidad de esbozos y de ideas, y después de otra semana de morder el lápiz, rascarme la cabeza, pasar el dedo por las revistas, y meditar un poco en general y acerca de todo, había conseguido media docena de pastiches a lo Penny Moss, y sabía que los compradores irían a por ellos. Intenté hacer las cosas un poquito más picantes y juveniles que la ropa de Penny Moss, pero nada que pudiese espantar a las mujeres de cara de caballo de Wiltshire, Hereford y Rutland. Descarté todo lo que implicaba costura seria, y me concentré en vestidos sexy a lo retro años cincuenta. El límite en cuanto a costos implicaba que debíamos centrarnos especialmente en algodón simple y viscosilla estampada. Los colores eran principalmente almendra azucarada y suaves pasteles, evocando a veces a Marilyn Monroe, o a veces a Courtney Love. Mi orgullo era un vestido ajustado con jersey de cuello alto, con un estampado salvaje de chocolate y verde mar. Muy a lo Diane von Furstenberg. Tal vez un poco exagerado para que se vendiese muy bien, pero necesitaba una satisfacción personal o habría resultado todo bastante descorazonador. Sin embargo, sabía que la parte difícil vendría después, cuando lo de los tejidos y los diseños quedase solucionado. Todos los estudiantes de moda aprenden a cortar

— 165 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

patrones. Y luego se olvida. Es difícil, lleva mucho tiempo y es vulgar. Un poco como dibujar del natural para los estudiantes de arte. Y evidentemente, es la única técnica útil que enseñan las escuelas técnicas de moda, o que podrían llegar a enseñar si los alumnos idiotas tuviesen un mínimo de cerebro. Las buenas cortadoras de patrones nunca pasan hambre ni acaban trabajando en McDonald's, como le pasó a la mayoría de la gente que estudió conmigo. Estúpidamente, como los demás, yo no iba a clase cuando tocaba cortar patrones, y aprendí lo mínimo para poder ir sorteando los exámenes. Entonces repasé todos los ficheros de mi memoria y fui echando todos los mínimos fragmentos de conocimiento que habían quedado adheridos, por si se interponían en el camino de algo más importante. El resultado fue que ahora tuve que volver a aprender con gran esfuerzo todos esos pequeños trucos horribles del oficio (nunca pongas una costura central en la parte de detrás de un vestido cortado al sesgo; no confundas a tu modelo con tu clienta). Me sentía como la víctima de un ataque que debe aprender a caminar de nuevo, a ir al lavabo y comer sin que la comida se le derrame por la barbilla. Pero con todo, la sensación era buena. Estaba haciendo cosas de verdad con mis manos, iba cortando, a cada golpe de tijeras, el género tejido del mundo. A Latifa le encantaba todo. De repente, y porque sí, tenía un trabajo que no le desagradaba, un empleo por el que obtenía suficiente dinero como para no tener que preocuparse por el billete del autobús para venir a trabajar. Se volcaba sobre todas las tareas que le mandaba y observaba todo lo que yo hacía, a fin de aprender los secretos de la producción. El aspecto incómodo cuando asciendes a alguien desde la base es la posibilidad de crear resentimiento entre las que no son agraciadas, y yo lo sabía muy bien. Pero a ninguna de las operarias pareció importarle, y Latifa sirvió de conexión perfecta entre la oficina y el taller. Se esforzó para que las operarias se fijasen en los diseños y ayudasen a dar consejos respecto a lo que era posible y lo que sólo constituía un capricho. Fue idea de Latifa lo de montar una sesión de pasarela para las chicas. —No sé si podemos —dije en un principio—. No tenemos muchas prendas de la colección a punto. Sabes que todavía estamos en las previas. (Las previas son imitaciones en calicó que sirven para que la diseñadora se haga una idea de cómo quedarán los modelos.) —¿No podríamos improvisar algo con los tejidos adecuados, sólo cuatro o cinco piezas? Quedará mucho más claro el aspecto que tendrán. —Podemos hacerlo, pero no sé si no es una locura montar un desfile cuando todavía estamos a medio camino. Aunque era consciente de las dificultades, la idea me hacía bastante gracia, y dejé que intentaran convencerme otra vez. —Será divertidísimo —dijo Latifa, ganando confianza ante la ausencia de una clara negativa—. Y lo más importante es que así podremos conseguir que las chicas pongan lo mejor de su parte. Hará que se sientan parte del plan. Cuando te pasas todo el día trabajando con la nariz sobre la máquina, nunca tienes la oportunidad de comprender la imagen general; nunca acabas de ver la pieza entera que acabas de

— 166 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

hacer. Mi padre era un bolchevique convencido, y solía insistir en que la gente queda alienada con respecto al producto de su trabajo, y eso hace que odien su trabajo. Aunque no sabía mucho sobre trabajo: estaba en paro casi siempre. Bueno, de todas formas, es una manera de desalienar a las trabajadoras. Su razonamiento me impresionó; tal vez sirviera para hacer de ellas un gran equipo. ¡Y vaya si nos hacía falta algo así! —De acuerdo, entonces —dije con decisión—. Pero tú tendrás que hacer de modelo. —¡Katie! —exclamó, claramente encantada—. ¡No puedo hacer eso! ¡No sé hacer los pasos, ya sabes, lo de mover el trasero! —Yo te enseñaré. —Lo haré si tú también lo haces. —Trato hecho. Así que cuatro días más tarde las veinte operarias, riendo y cuchicheando con gran emoción, junto con Kamil y Vicky, se apretujaron en la sala del espectáculo. Algunas de las mujeres habían traído comida, de manera que circulaban las salsas picantes, las rodajas de cebolla, y los combinados de verduras, acompañados de té dulce y latas de Coca-Cola. Me fijé en que algunas de las mujeres se habían maquillado los ojos y se habían pintado los labios, algo que no había visto antes. Latifa trajo un radiocasete portátil, y el aire se llenó del sonido urgente e infatigable de Bhangra, un cruce altamente vital de música de baile occidental y oriental. Kamil iba de aquí para allá bromeando con las chicas, pellizcando brazos y dando palmaditas en las rodillas en un intento un tanto forzado de aparentar confianza, pero ni eso estropearía la sensación de diversión. —Igual que Versace en el maldito París, maldita sea si no lo es, ¿eh? —dijo él a Pratima y a Bina, que estaban de pie juntas, ignorándose mutuamente. Sus ojos se encontraron una segunda vez antes de que se cubriesen la boca con la mano para esconder las carcajadas. Sí, Versace, o tal vez Christian Dior —prosiguió él, sin hacerles caso. Latifa y yo los mirábamos a través del resquicio de la puerta. —Llegó el momento, muchacha —le dije, dándole un cachete en el trasero. Y entró en la sala, bailando y dando saltos al ritmo de Bhangra, con el primero de los vestidos estampados. Las mujeres abrieron la boca de admiración y rieron y aplaudieron. Se oyeron comentarios y bromas en todos los idiomas de la fábrica. Fueron más respetuosas cuando salí yo pero siguieron sonriendo y dando palmadas al ritmo de la música. Yo había tenido la precaución de exhibir solamente los vestidos más largos (sobre todo para Latifa) a fin de no herir sus sensibilidades, pero me imagino que el ambiente de fiesta hubiese excusado casi todo lo que no se acercase demasiado a la desnudez auténtica. También contribuía el hecho de que todas éramos chicas, salvo Kamil, el eunuco del palacio. Así que fuimos pasando por turnos, ayudándonos una a otra a ponernos y quitarnos la ropa y a echar un trago de una botella de ginebra ilícita. Nada estaba acabado por completo, y había muchos hilos que colgaban y sisas cogidas con

— 167 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

alfileres, pero no importaba, y los posibles defectos se diluían en el remolino de música y risas. Dejé que Latifa acabase con una aproximación burda al número de Diane von Furstenberg (costó mucho hacer que cayese de la manera correcta, pero se veía que iba a ser algo especial), y hasta la misma Vicky se despertó lo suficiente como para exclamar un sonoro «¡Guau!». Al final pronuncié un pequeño discurso agradeciéndoles a todas su esfuerzo. Tuve que destacar a Vimla y a Pratima para elogiarlas de manera especial, pues ellas habían hecho la mayor parte del trabajo más técnico, pero a las otras no pareció importarles y las aplaudieron con entusiasmo, lo que las hizo sonrojar y bajar la vista a los pies. Se notaba que les había llegado muy hondo. Todo parecía muy tranquilo en el apartamento cuando llegué a casa esa noche. Tal vez se pregunten qué hacía cuando no trabajaba. Puedo contestarles diciendo sencillamente que nunca dejaba de trabajar. Cada segundo una parte de mi cerebro daba vueltas a algún problema, atacándolo en silencio, como las bacterias con los dientes: la mejor manera de coser ese paño o de unir ese cuello; las áreas en que podía ahorrar; los detalles que necesitaba corregir. Sí que vi a Carol y a Ursula una noche, pero no pude hablarles acerca de mi vida, y tampoco parecían muy interesadas. ¿Qué les podía importar Kilburn? Ellas querían a la vieja Katie, superficial, criticona y tonta; querían anécdotas de los diseñadores famosos, las modelos y las actrices. Empecé una historia acerca de una actriz hermosa, en general considerada sincera y «auténtica», que se estaba probando un vestido en su suite en Claridge's. «Es inútil —se quejó (Milo, claro está, juraba que había estado presente, y no era improbable)—. ¡No puedo escoger, no puedo escoger! ¡Es que estoy tan guapa con todos!» Pero entonces me fijé en sus caras y me di cuenta de que ya les había contado la historia antes. Por primera vez en la vida, cuando nos despedimos diciendo lo de «tenemos que volver a vernos pronto», sonó a falso. Jonah me llevó al pub dos o tres veces. No al Black Lamb, que quede claro, sino a un lugar tranquilo de St John's Wood que me recordaba Primrose Hill, mucho antes y muy lejos. Él hablaba amablemente de filosofía y de cómo encontrar el sentido de la vida. Me daba la impresión de que lo que sucedía en la fábrica Ayyub le complacía. Le pareció que todo tenía mucho que ver con lo del camello. Me preguntó si, ahora que yo estaba en una situación «más estable, y un poco menos, ya sabes, chiflada», quería hablar de todo el asunto con Liam. Lo estuve pensando un momento, pero la respuesta fue no. Él había salvado su matrimonio a mis expensas, lo cual, si se miraba con frialdad, había sido una reacción comprensible, por mucho que él siguiese siendo una jodida rata mentirosa. En general sentía poco rencor. Cada dos semanas pasaba una noche con Ludo. Sacaba la bolsa con los calcetines y los calzoncillos, abría una botella de vino y me llevaba las dos cosas a la cama, donde lloraba hasta quedarme dormida. Una tontería, ya lo sé, pero resultaba más barato y engordaba menos que una pizza. De manera que, en resumidas cuentas, mi vida se había asentado en un esquema de trabajo intenso y muy satisfactorio, esencialmente sin ningún tipo de

— 168 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

descanso como resultado de relaciones sociales (suponiendo que descontéis mis aventuras con la bolsa de la ropa sucia). Y estaba bien. Hasta que levanté la cabeza y vi que era Navidad. Siempre había procurado ser cínica respecto a la Navidad: el comercialismo hortera, las falsas emociones, la horrorosa televisión. Pero de alguna manera siempre acababa tocándome el corazón. Tan pronto como encendían las luces de Oxford Street, yo sentía una pequeña vibración de regocijo. La Navidad significaba alegría en el trabajo. Las tiendas estaban llenas, lo cual hacía felices a las chicas, y Penny insistía en poner adornos navideños en la oficina y en el estudio, lo cual de alguna manera restaba aguijón a las críticas y las murmuraciones habituales. Si había un buen motivo, o incluso si no lo había, Penny nos invitaba a todas a una cena de lujo en el San Lorenzo o en Le Caprice. Hugh siempre estaba de lo más ocurrente en las cenas de Navidad, flirteando metódicamente con todas, desde la adolescente más inmadura recién llegada a la tienda hasta Dorothy, la mujer de la limpieza de setenta y cinco años. Penny hacía un discurso que, después de empezar bien con un sentido agradecimiento y felicitaciones para todas las presentes, normalmente acababa perdido entre las manidas anécdotas sobre proposiciones de matrimonio por parte de lumbreras de los negocios del pasado. Tenía que ser diferente en la fábrica de Ayyub. No había dinero para muchos festejos, aun suponiendo que no hubiese la necesidad de respetar sensibilidades religiosas susceptibles de sentirse ofendidas. —Katie, tú quieres que subamos de mercado, y yo digo sí. Tú decides que tenemos que pagar sueldos máximos por lo del salario mínimo interprofesional, y yo digo sí. Tú dices que quieres una asistenta de producción, y yo digo sí. Tú dices que tenemos que permitir a las mujeres estar enfermas, y yo digo sí. —Eso último, por cierto, con una terrible falta de elegancia—. Pero tú ahora quieres paga especial por no hacer nada, para indicar una fiesta que no celebramos. Eso, Katie, es pasarse de la maldita raya de mierda, pasarse de la raya. Lo más que conseguí fue convencerle para que cerrase una hora antes la tarde de Nochebuena. Mientras estaba recogiendo mis cosas, Latifa y dos de las operarias vinieron a mi oficina. —Tenemos algo para ti —dijo Latifa tímidamente—. Un regalo de Navidad. Ha sido idea de Vimla. No es nada. —Empujó a Vimla hacia mí—. Venga. Vimla me dio una caja, bien atada con un lazo rosa. —¿Puedo abrirlo ahora? Los regalos eran lo que más me gustaba de la Navidad, claro está. En la primera que pasamos juntos, Ludo me había preguntado qué quería. Yo contesté sin más: «Oh, en realidad nada, sólo un libro o algo barato», y el muy idiota lo tomó al pie de la letra. Ahora sé disimular, pero hasta el mismo Ludo pudo ver que la expresión de mi cara cuando desenvolví La subida y la caída de los grandes poderes no era de gozo extraordinario. Fue una lección que me aseguré de que aprendiese. Pero ¿un regalo por parte de las chicas? Me sentía profundamente emocionada, aunque también me daba miedo.

— 169 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

—Sí —dijo Latifa. Desenvolví la caja cuidadosamente, intentando que viesen que trataba su regalo con la reverencia apropiada. Lo vi. Se me cortó la respiración. Mis peores temores quedaron confirmados. Era una odiosa baratija. Aún peor, un ornamento. Era un pequeño pájaro de porcelana, un jilguero, o un pinzón, o uno de la familia. No servía para nada, no cumplía ninguna función. Era feo y estaba mal hecho. Podía ser una metáfora de todas las cosas por las que me escapé a Londres. Con todo, por mucho que mi sentido estético retrocediese, espantado, sentí que mi corazón se llenaba de emoción. Estas mujeres, que apenas me conocían y por las cuales había hecho tan poco, habían ofrecido parte de sus magros ingresos para comprarme esto. Dirigí mi mejor sonrisa a sus caras expectantes, y como los orgasmos que solía fingir con Ludo, la sonrisa se convirtió en real. Besé a las tres, Latifa, Vimla y Rahima. Entonces pasé corriendo a la sala de las máquinas para arrojar una red de gracias y lágrimas sobre todas las demás. Fue el pinzón lo que me hizo decidir ir a casa. La idea de volver a East Grinstead me había estado rondando la mente durante una semana. No había pasado la Navidad con papá y mamá desde que me había trasladado a Londres. Pero la perspectiva de pasarla sola junto a la tele y una tarta de Navidad individual resultaba dura de tragar. Tanto Jonah como Kamil me habían hecho proposiciones por separado, y los dos habían sido rechazados de la manera más cortés que supe. Así que volví de nuevo a Kilburn esa tarde, preparé una bolsa de equipaje, cogí el metro hasta Victoria y fui rodando por los suburbios del sur de Londres en el tren de East Grinstead. Por un momento, cuando acabamos de pasar las filas de casas pareadas, pensé que había empezado a nevar, pero sólo se trataba de aguanieve contra las ventanillas, que pronto se convirtió en una lluvia intensa y negra. No había taxis en la estación, y estaba chorreando y medio congelada cuando llegué al número 139 de Achilles Mount, alias Daisybank. Papá abrió la puerta. Me miró inexpresivamente durante un par de segundos. Seguramente se esperaba un coro de villancicos, o un grupo de vándalos, o unos testigos de Jehová, a cualquiera menos a su hija. —Katie —dijo por fin—. Mejor será que entres. Tu madre se pondrá contenta. Me saqué el abrigo y lo colgué en el recibidor. Mamá se asomó por la puerta de la cocina. Papá me abrazó. Mamá esperaba, y yo me deshice de papá y le di un abrazo a ella. —¿Cuánto tiempo te vas a quedar? —me preguntó. —La Navidad. Algunos días. Si os va bien. —Qué suerte que tenemos un regalo para ti —dijo papá. —¿Para mí? Pero ¿cómo podíais saber que venía? —Bueno, siempre te compramos uno, por si las moscas. Y aquel año recibí ocho regalos de mis padres, uno por cada año que no había estado en casa, cada uno sacado del fondo de mi armario, todavía en su envoltorio. Cada uno de ellos debía de haber costado una agonía.

— 170 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

—¿Cómo está tu chico? —preguntó papá la tarde de Navidad mientras mamá miraba en silencio desde el rincón del sofá—. Parecía un tipo agradable, bien educado. Me ayudó a arreglar el… roto… lo que fuese del cobertizo. Era la pregunta que me estaba temiendo. Habían conocido a Ludo en una ocasión. Me preocupaba tener que llevar a Ludo allí a conocerlos, pero él insistió. Pensaba que sería una catástrofe, pero en realidad todos se llevaron la mar de bien. Papá salió con Ludo a arreglar lo que fuese en el cobertizo —Ludo sabía apañárselas con las máquinas y los aparatos— y regresaron riendo y bromeando como viejos amigos. En ese momento lo consideré como una señal negativa contra Ludo. La vieja Katie, la Katie loca, como ahora la veía, no quería un novio a quien le gustasen las costumbres de East Grinstead. Quería un compañero de burla cosmopolita. Pero ahora, repasando el encanto sencillo y sensato y la cortesía de Ludo, encontraba otra razón más para quererlo y llorar su pérdida. —Lo he estropeado todo, papá. —¡Oh, cuánto lo siento! —Vete a saber, Katie —dijo mamá—, tal vez vuelva. —Sí —les tranquilicé yo—, tal vez vuelva. —Ya sabes que tu padre cometió una vez una gran equivocación, y pensaba que lo había perdido todo. Pero yo le perdoné, y me alegro de haberlo hecho. Mi padre se volvió hacia ella, sonrió y le cogió la mano. ¿Cuál había sido su pecado?, me preguntaba. Por descontado, otra mujer, ¿no? ¿Qué otra cosa podría ser? ¿Qué otra cosa puede llegar a ser, si no? De repente veía a mamá y a papá como gente real, atrapados en las mismas pasiones y tentaciones que me atrapaban a mí. Ya sé que no es una reflexión original: «¡Oooh, mira, los de la vieja generación son humanos también!». Pero me sacudió con la fuerza de una revelación, y paradójicamente papá y mamá quedaron enfocados más claramente pero a la vez de manera más tierna: les veía con más precisión y a la vez con más cariño. No fingiré que dejé de considerar irritantes a mis padres, supongo que nunca dejas de considerar a tus padres irritantes. Pero de alguna manera la irritación coexistía con aquel amor que yo misma había dejado perfectamente envuelto y guardado dentro de mí, en el fondo de un armario interior, y que finalmente había descubierto. De manera que el estilo de mi padre de seguir con una frase que podía haber empezado años antes, dirigida a otra persona completamente diferente, o la incapacidad de mi madre para ver la película más simple sin preguntar una y otra vez qué sucedía, o quién se casaba con quién, o por qué aquel hombre le había disparado a aquel otro hombre, o le había clavado la espada en el corazón, o se había ido en un globo de aire caliente, todavía me provocaban ganas de llorar de pura exasperación, pero no me producían deseos de escapar, y no me avergonzaban.

— 171 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Capítulo 18 Encuentros extraños

Se acercaba el final de enero y la mayoría de las muestras ya estaban a punto. El desfile de modelos nos había servido para definir con más detalle lo que queríamos hacer. Me sentía satisfecha con los resultados: una o dos cosas no habían salido bien y quedaron excluidas, y algunas ideas, que eran bonitas, demostraron resultar caras de hacer y costosas en tiempo. Pero en general nuestra colección era buena. No era fuera de serie —no aparecería en los titulares, ni ninguna actriz se pondría KC para un estreno—, pero me sentía orgullosa de lo que habíamos hecho, y estaba completamente segura de que se vendería bien. Latifa había resultado fantástica, creciendo en confianza y eficiencia de hora en hora, y las operarias seleccionadas habían llegado a superar el reto de transformar la cantidad en calidad, hecho que Jonah describió como «muy hegeliano» tras sacudir la cabeza. Incluso el mismo Kamil nos sorprendió demostrando que en el fondo no era inútil para todo. Descubrí que era bastante eficiente a la hora de seleccionar botones y perifollos. Más sorprendente aún: tenía buen ojo para las líneas, y en más de una ocasión seguí su consejo acerca de la forma de una falda o un par de pantalones. Las cosas iban tan bien que decidí regalarme una tarde en las rebajas: me parecía que mi estado, en términos de calzado, no era el más óptimo. La ausencia conjunta de vida social y pago de alquiler hacía que mis finanzas ya no estuvieran en la lista crítica, pero sí todavía en cuidados intensivos. De manera que paseaba por South Molton Street cuando una voz me llamó, una voz tan dulce y desconcertante como una polilla que aterriza sobre la cara de una criatura. —Eres Katie, ¿a que sí? Hace tanto, tanto tiempo… Me giré. Juliet. La loca y malvada Juliet, la hermanastra de Penny. Ludo solía quedarse blanco con sólo oír mencionar su nombre. Me había sentado junto a ella una vez durante alguna cosa de familia, una boda o un funeral. Se pasó toda la comida murmurándome al oído secretos horrorosos de los otros invitados. Historias de incesto, de robo y asesinato. Penny la odiaba, y en este caso su emoción desorbitada estaba justificada. —Juliet, qué alegría. —Qué suerte haber tropezado contigo. ¿Por qué no me dejas invitarte a comer algo? Estás tan delgada. Era como sentirse confrontada por la cabeza oscilante de una cobra. Estaba hipnotizada, paralizada, y no podía pensar.

— 172 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

—Sería estupendo. Como siempre, Juliet iba vestida con la elegancia y precisión imposibles de las que sólo piensan en sí mismas. Vestía un traje de Catherine Walker con botones hasta arriba que, evidentemente, había escogido para ir a juego con sus esmeraldas. Todavía era hermosa de una manera repelente, al estilo Reina de las Nieves, con unos inmensos ojos oscuros y los pómulos demasiado pronunciados para ser ingleses, y demasiado delicados para ser eslavos. Con el tiempo, su piel había adquirido la fascinante pero espeluznante transparencia de un feto. Sentada frente a ella unos minutos más tarde en el Connaught, me acordé de una criatura nocturna de movimientos lentos que había visto en una ocasión en un documental, un tipo de lémur, llamado aye-aye, que podía girar su cabeza casi por completo y pillaba larvas blancas de las grietas con un dedo enormemente largo. Como él, ella irradiaba una maldad atemporal, de alguna manera más allá de la malicia cotidiana que infecta a la mayoría de nosotras. —Así que —empezó ella después de pedir una botella de champán y engranar unas rudimentarias cortesías iniciales— ya sabes que siempre he tenido la sensación de que tú eras mi alma gemela. Y ahora me entero de que mi querida, queridísima hermana, también te ha echado del regazo de la familia. Sé lo que se siente cuando te aíslan, te rechazan. Sus ojos revelaban elocuentemente las indignidades y la crueldad que le habían infligido. Según Ludo, Juliet se había pasado gran parte de su juventud en un manicomio. Había emergido exquisita pero tocada: una belleza famosa y fatal. Se casó con un constructor que buscaba una mujer trofeo y se dedicó a ponerle los cuernos con su mejor amigo, su hermano y su padre. El divorcio la convirtió en una mujer rica, pero una paria. —Bueno, se diría que se veía venir. Ya has oído hablar de las circunstancias. Cogió mi mano con sus dedos largos y secos. —Cariño mío, ¿acaso no ves que ése es su estilo, hacerte sentir que todo es culpa tuya? Primero te destrozan y luego te piden que les des las gracias por haberte destrozado. No debes volverte contra ti misma. —Oh, bueno, yo no, de veras. De hecho tengo algo… —No debes volcar tu odio hacia ti misma —enfatizó de nuevo—, sino que debes volverlo contra ellos. Sí, contra ellos. Y lo que necesitas es un arma. —¿Un arma? ¿Qué tipo de arma? Yo sabía que todo lo que Juliet decía tenía siempre un propósito. El tiempo y la experiencia habían ido arrancando todo lo innecesario o ineficaz, y la habían hecho tan perfecta como una punta de flecha. No hablaba nunca por hablar. —Katie, ¿qué esperas de la vida? —Antes de que tuviese tiempo de hablar en términos generales, añadió—: ¿Te gustaría volver a trabajar de nuevo hasta cierto punto, hasta un cierto punto más alto, para Penny Moss? —Eso no es muy probable, ¿verdad? Dado, dado… todo. —Me imagino que cuando hablé de un arma, me refería a una palanca de algún tipo, una herramienta con la que… regatear.

— 173 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

—Santo cielo, Juliet, ¿adónde quieres ir a parar? —¿Te ha contado alguna vez mi querida hermana su primer trabajo para el cine? Intenté recordar. ¿Había sido una de las chicas que perseguían a John, Paul, George y (por desconcertante que sea) Ringo en ¡Qué noche la de aquel día!? ¿Quedó su cara retratada durante un momento, reflejada en un espejo en aquella película en la que Mick Jagger folla con la cabeza de James Fox? ¿Fue en alguna obra maestra de Viscontí? Me pareció que recordaba a Penny presumiendo de todas estas cosas. —Puede que sí, no me acuerdo. —Creo que lo más probable es que no. Mira, no se trataba del tipo de película que apetecería enseñar. Debes tener presente que las cosas estaban muy difíciles para Penny allá por los sesenta, después de que saliera de la Real Academia de Arte Dramático. El problema era que a pesar de poseer algunos… recursos, era en realidad una actriz bastante mala. De forma que la progresión normal desde el repertorio regional hasta West End no era para ella. En efecto, fueron años difíciles. Lo cual hizo que su falta de juicio resultase perfectamente comprensible. —¿Qué falta de juicio? —Albert y Clittoria, creo que se llamaba. Me reí con incredulidad. —Un momento, ¿estás intentando decirme que Penny trabajó en una peli porno? —Sí. Una bastante avanzada para su época. Muy poca gente lo sabe. Yo fui con… bueno, eso no importa, pero fui a verla en un club de cine especializado en Greek Street. —¿Cómo te enteraste de que la pasaban? —Oh, no lo sabía, pero… mi compañero de esa época quería llevarme para que experimentase algo novedoso, y ahí estaba… actuando. Tuve un cara a cara sobre eso con ella más tarde, y lo tuvo que admitir. Me hizo jurar que lo guardaría en secreto, y he mantenido el secreto hasta hoy. Esperando el momento adecuado para donarlo, pensé yo. —Mira, Juliet, realmente no sé por qué me estás contando esto. —Vamos, Katie, me decepcionas. Mencioné antes un arma, la palanca. Todavía debe de existir una copia de Albert y Clittoria en alguna parte. Estas cosas no desaparecen porque sí. Si la llegases a encontrar, entonces Penny te concedería, estoy convencida, casi todo lo que le pidieses. La vieja y astuta bruja, pensé yo. Desde luego, no podía fingir que no me interesaba el tema. Allí tenía una escalera que podía volver a llevarme al lugar que me correspondía. Pero el chantaje es tan feo. ¿Podía caer tan bajo? ¿Tan bajo como para frotarme las manos con la serpiente Juliet? Era algo en que pensar. —Oh, mira, la cuenta —dijo ella—. Deja que me encargue yo. —¿Jonah? Habían pasado dos días, y Jonah se había acercado a casa para arreglar el

— 174 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

tragaluz de la cocina, que goteaba. —¿Fí? —Sujetaba los tornillos con la boca. —¿Alguna vez has tenido algo que ver con… películas? —¿Qué tifo de… ? —Películas guarras. Jonah dejó caer el destornillador y escupió todos los tornillos, put put put. —Por el amor de Dios, Katie, no me irás a pedir que te introduzca en la industria del porno, ¿verdad? No puedo hacer eso, no estaría bien. Vale, el dinero es fantástico mientras eres joven, pero no dura. Y luego está el sida. Puedes aspirar a algo mejor. —No, no, no, me has interpretado mal. Me refiero a que si tienes algún contacto en… la distribución de los vídeos. Tenía la impresión de que le gente como tú… me refiero a gente relacionada con el como-se-llame, los bajos fondos, hacían cosas… como… eso. Jonah todavía parecía preocupado. —Es posible que conozca a un hombre que conoce a un hombre… ¿Por qué? —No es nada siniestro, se trata tan sólo de que hay una película en particular, un clásico, me imagino que podríamos decir, que me gustaría llegar a tener, por razones sentimentales… Casi lo habíamos conseguido. La primera cita había sido acordada para un lunes, en Winchester. Habíamos llamado a Pat para que hiciese de conductor, a condición de que se buscase un anorak nuevo, fumigase su camioneta y la aparcase lejos de la vista de los compradores. El viernes a las cinco tan sólo quedaba una de las muestras por acabar, pero era una de las importantes, mi vestido ajustado de cuello alto estelar. Le pedí a Vimla que viniese a hacerlo el sábado, y pareció que no le importaba, siempre que pudiese solucionar con quién dejar a su criatura. Latifa también se ofreció voluntaria para venir, sobre todo porque le gustaba estar a mi lado, y siempre había pequeñas tareas en que podía necesitarla. Yo, por lo demás, no tenía mucho más que hacer después de haber abierto la oficina, salvo esperar en la calma que precede a la tempestad. La gloria. A las nueve en punto Latifa apareció por la puerta con los ojos en blanco. —Katie, problemas. —¿Qué pasa? —Se trata de Vimla. Me ha llamado a casa esta mañana. Su canguro se ha escapado de casa de sus padres con un hombre que reparte toallitas calientes para la cara a restaurantes que sirven curry. No tiene a nadie que cuide de su bebé. Mierda. Vimla era la mejor costurera que teníamos, una de las mejores, sin duda, que había visto jamás. Si lo hacía otra, no tendría el mismo acabado. —¿No podrías ir tú y hacer de niñera un par de horas? Latifa puso expresión de estar preocupada. —Bueno, si me lo pides. Pero los bebés me dan un poco de miedo. Siempre se me caen, o me los olvido en las tiendas, o les doy de comer cosas equivocadas.

— 175 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Tuve un impulso. —Escúchame, Latifa, yo no tengo mucho más que hacer hoy. ¿Por qué no te dejo encargada de esto mientras yo voy a cuidar del bebé de Vimla esta mañana? No debería tardar más de dos horas en completar la faena. ¿Se trataba de algún sutil gemido de mis ovarios? ¿Curiosidad? ¿Aburrimiento? No lo sé, pero fue como una premonición. Telefoneé a Vimla, la cual se quedó tranquila, aunque desconcertada con mi propuesta. Entonces, al levantarme apresuradamente, hice caer una taza de café frío y olvidado sobre mi ropa. —Joder, joder, joder —maldije en silencio para mí—. Le he dicho que llegaba ahora mismo. ¿Crees que tengo tiempo de ir a casa y cambiarme? —Es un poco justo, Katie. Pero si sólo vas a cuidar al niño, ¿por qué no te pones algo de la fábrica? Eché un rápido vistazo a la sala de las máquinas. No me quería arriesgar a ponerme una de las muestras, así que era una elección entre faldas odiosas y tops terribles. —¿Qué me dices de esto? —dijo Latifa, sonriendo y sujetando dos piezas de chándal de nailon rosa y perverso. —Dios mío, ¿todavía fabricamos de éstos? Pensaba que los habían desterrado por pura humanidad. —Sólo quedaba un par. Venga, Katie. Será divertido verte con esto puesto. Y tenía razón. La mismísima idea me hacía cosquillas, bueno, de lo más rosa. Me lo puse y Latifa estalló en una carcajada estridente. Me uní a ella. —Espera, déjame hacerte esto —dijo ella, y cogiendo un manojo de mi cabello, lo anudó encima de mi cabeza con una goma de pelo brillante que había encontrado en una de las mesas. Se mordió el labio de placer—. ¡Ahí tienes, perfecta! ¡Qué demonios! Sería divertido pasear por Kilburn disfrazada. Al fin y al cabo, ¿no he sido siempre un poco actriz? Vimla vivía en un gran bloque de viviendas de protección oficial. Incluso en una mañana brillante y fresca como aquélla, parecía un lugar siniestro. Estuve dando vueltas al edificio durante veinte minutos intentando descubrir la manera de entrar, pero siempre acababa encontrando un muro de cemento o una pared de cristal, o iba a parar al aparcamiento de coches subterráneo, húmedo y apestoso. Así que la llamé al móvil y le pedí que se reuniese conmigo en la calle. El bebé de Vimla, una pequeña niña llamada Seema, tenía una cara comprimida y una cabeza desconcertantemente llena de pelo, lo que la hacía parecer un trofeo espeluznante sacado de un claro en la selva tropical, diseñado para amedrentar a los espíritus del mal y a los forasteros. Dormía profundamente. —Sé que la cuidarás bien —dijo Vimla esperanzada—. Aquí está el pañal y aquí el biberón. Dáselo, por favor, dentro de dos horas. —Estará bien conmigo, estoy acostumbrada a los niños —le mentí. ¿A qué demonios estaba jugando? Ráscate ese gemido de los ovarios: debía de haberme vuelto loca. Tan pronto como Vimla subió al autobús, Seema se despertó y

— 176 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

empezó a llorar desconsoladamente. Gracias a Dios hacía sol. Había un parque cerca de High Road. Estaba bastante bien cuidado, con sus pistas de tenis y una zona para que jugasen los peques, así como zonas adyacentes donde se amparaban los borrachos y gente peor. No sé por qué, pero me había ido aficionando a él, y a veces me pasaba media hora allí leyendo un libro o una revista o sencillamente contemplando el complicado cortejo de las palomas. Pasear con el cochecito bajo el tenue sol calmó al bebé. Miró hacia arriba en mi dirección, y yo me pregunté qué veía. ¿Una diseñadora de modas de altos vuelos, con amistades en todas partes, un apartamento precioso y un compañero guapo y devoto? ¿Una madre soltera que escatimaba la leche para poder pagar la heroína? ¿O sólo un borrón porque los bebés pequeños no saben enfocar? —¡Katie! Levanté la vista. Un grupo de hombres, algunos sentados sobre un muro, otros tumbados en el suelo, se habían girado para mirarme. Su pelo —blanco sucio, rubio nicotina, marrón grasoso— se movió en todas direcciones, como una corriente turbulenta jugando sobre un arrecife de coral moribundo. Sostenían la típica mezcla para borrachines consistente en cerveza de la más alta graduación, sherry británico, vino Thunderbird y sidra barata. —¡Katie! —repitió la voz—. No me digas que has estado robando bebés otra vez. Era Jonah. Parecía estar en el epicentro del grupo. Pero ¿qué estaba haciendo con los borrachos? Tal vez no aparecía regularmente en la agenda Tatler, pero me había hecho a la idea de que se movía en círculos sociales un poco más altos. Y entonces vi los libros. El grupo de lectura. —Bueno, no todos podemos estar más allá del bien y del mal —respondí con desparpajo. Era una de esas ocurrencias que hacen gracia en el momento pero que acaban no significando nada en absoluto cuando las vuelves a pensar más tarde. Sin embargo él se rió, y los otros se le unieron, en desorden. —Ven aquí, te presentaré a los muchachos. Estamos comentando el momento a partir del cual carece de lógica preguntarse por qué. Pese a que los miembros de la academia de Jonah me parecían repugnantes, no tenía mucho más que hacer, y pensé que él podría sentirse ofendido si rechazaba su oferta para seguir dando vueltas por el parque con mi carga. De todas formas, ¿no nos gustaría a todos conocer el momento a partir del cual carece de lógica preguntarse «¿por qué?». Nos hicieron sitio a mí y al cochecito en lo que ahora había adquirido la forma de un tosco círculo en torno a Jonah. Pese a su facha y a la bebida, por lo menos no apestaban, lo cual venía a decir algo. De hecho, me había fijado en que los borrachos de Kilburn siempre empezaban el día con un aspecto impecable, como si un equipo de esposas devotas los hubiese dejado a punto para el día que les esperaba, colocando rectas las corbatas, cepillando las americanas, pellizcando las mejillas con un cariñoso «Que tengas un buen día en la oficina». Los salpicones de vómito, los chorreones de sangre y moco, la mancha creciente en la entrepierna, todo

— 177 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

esto venía más tarde. —Todos lo hemos vivido —iba diciendo Jonah—, cuando un joven mocoso no para de preguntar: «¿Por qué? ¿Por qué no puedo tener esa bicicleta?». «Porque no me lo puedo permitir», decís vosotros. «¿Por qué no te lo puedes permitir?» «Porque no tengo el dinero.» «¿Por qué no tienes el dinero?» «Porque no tengo trabajo.» «¿Por qué no tienes trabajo?» «Porque le pegué al encargado.» «¿Por qué le pegaste al encargado?» «Porque estaba borracho.» «¿Por qué estabas borracho?» Y va siguiendo. Hubo un murmullo general de comprensión y acuerdo. Alguien dijo: «Ah, y el pequeño cachorro, ése me lamería el revés de la mano». Otro añadió: «El precio de las bicis y lo que quieras». —Bueno —prosiguió Jonah—, y llega el momento en que este mismo joven macho pregunta por qué está mal mentir, o robar, o matar. ¿Y qué decís? —La Iglesia dice que todo eso es malo. Hay un mandamiento que así lo asegura, lo juro por Jesús, maldita sea. —Bueno, podrías decir eso, pero no es ningún tipo de respuesta filosófica, ¿o no? Está mal porque hay un libro que dice que está mal. Y el joven individuo vuelve a decir «¿Por qué?». «¿Por qué dice el libro que está mal?» y eso no tiene nada de ilógico. —Ah, pero el libro tan sólo es la palabra de Dios, ¿estamos? —Muy bien, así que me decís que la Biblia es correcta porque es la palabra de Dios. Pero ¿y si Dios hubiese dicho algo diferente? ¿Y si el mandamiento hubiese sido «Sí matarás»? —¿Por qué tendría que decir eso? —¿Por qué no lo tendría que decir? —Porque estaría mal. —Bueno, aquí ha habido un avance. Tú estás diciendo que Dios dice que está bien porque está bien, no que lo que dice Dios sea correcto. Hubo una larga pausa, seguida por unos cuantos «ahs» y «ohs», que podrían indicar comprensión o no. —Y si eso es lo que me estás diciendo, todavía no hemos llegado al fondo, y nuestro joven gamberro puede seguir preguntando «¿Por qué?», sin ser ilógico. De nuevo los murmullos de asentimiento. —Y la verdad de todo esto es que nunca llegas hasta el fondo, nunca llegas a una base sólida. Alguien podría decir que lo que está bien es aquello que promueve la felicidad general… —Estoy completamente a favor de eso, danos más de eso —proclamó una voz. —Y eso puede ser una respuesta filosófica, con sus matices, porque nos está proponiendo una teoría, pero el joven impulsivo puede de nuevo preguntar por qué tendríamos que promover la felicidad general… —¡La maldición caiga sobre su cabeza, fuera con él, fuera con él! —No, no fuera con él, no si todavía piensas filosóficamente. Yo quiero demostrar que si sigues preguntándote «¿Por qué?», siempre acabas confrontándote

— 178 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

con alguien que dice «Porque lo digo yo», y ésa no es una respuesta. Lo que pasa es que beneficia a ciertas personas el hecho de que tú te lo creas. Todo es como, es como… —La moda —dije yo, aburrida de tanto escuchar. —Eso, como la moda. Sigue, Katie. —Bueno, yo sólo soy una niñata entre hombres sabios como vosotros, pero sí que creo que la moda es como eso. Por razones misteriosas algunas cosas son consideradas mejores que otras: faldas largas o faldas cortas… —Yo estoy completamente a favor de las faldas cortas —intervino un diente marrón con lujuria. —O negro o gris, o blanco, y a veces te dan explicaciones (el negro es tan práctico, el blanco queda tan bien con la piel morena), pero en última instancia todo se debe a que alguien dice que es así, y todos lo dicen porque quieren que compres cosas que realmente no necesitas. Gracias a Dios. —Buena aportación, Katie. Y es aquí donde entra mi querido Nietzsche. Él es el único que dice que todo eso de la moralidad son sólo palabras, sólo mentiras. Y cuando llegas a ver eso, puedes ser liberado. De repente te liberas de los grilletes. Y entonces puedes empezar a hacer tus propias leyes, convertirte en tu propio legislador. Y así con la moda, en lugar de mirar las revistas y ponerte lo que dicen que te tienes que poner, te inventas tus propias prendas, creas tu propio vestuario… —Que Dios nos salve de teñir la ropa atada —dije en un aparte al bebé. —De hecho, ¿sabéis?, estoy seguro de que Nietzsche habla sobre la moda en alguna parte. ¿Te importaría sostenerme esto un momento mientras lo busco? Jonah me pasó una lata de Carlsberg Special Brew, también conocida por Perrier de Kilburn. La tomé de su mano sin pensar, y él se puso a rebuscar en una bolsa llena de libros. Y entonces, por segunda vez esa mañana, una voz gritó: «¡Katie!». Me aparté del grupo y ante mí, en el camino, contemplé a dos mujeres, ambas jóvenes, ambas atractivas, ambas puras y resplandecientes como ángeles en el frío y brillante sol. Kookai y Kleavage. —Ayesha, Sarenna, ¿qué estáis haciendo aquí? Me pareció que había perdido el control sobre mi tono de voz, y salió como un chillido loco. Ayesha, Kookai, contestó, señalando en la dirección contraria hacia la High Road de Kilburn. —Yo vivo más arriba, en West Hampstead. Éste es el parque más cercano. Estábamos dando un paseo. ¿Y tú qué te cuentas? —Entonces, fijándose en el cochecito, dijo—: No me había dado cuenta de que… cómo… quién… oh, Dios, lo siento. Kleavage, Sarenna, le dio un pellizco. —No, no es mía —dije yo desesperadamente—. Sólo la estoy cuidando. Había hecho un amplio gesto con la mano, y noté que las dos chicas la miraban

— 179 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

fijamente. En realidad no miraban mi mano, sino la lata de cerveza. Cuya espuma se había desbordado y se esparcía sobre mi muñeca. —Y estoy sujetando esto para un amigo. Otro gesto exageradamente expresivo en dirección a Jonah. Más cerveza derramada. Él seguía rebuscando en su bolsa de plástico, rodeado de los vagabundos, que farfullaban y cotorreaban. Las chicas los miraron y apartaron rápidamente la vista. Kleavage susurró algo al oído de Kookai. Entonces Kookai dijo: —Lo siento, Katie, nos encantaría quedarnos y charlar, pero tenemos que irnos para reunirnos con… ejem, hemos quedado con… Tengo que recoger mi ropa seca. Pero llámame un día. Quedamos para comer, o para cenar, o… desayunar. Eso si desayunas. Y echaron a andar. —Pero esperad, ¿cómo están Tom y los demás, y qué hay de Milo? —grité tras ellas. Pero entonces el bebé se puso a gritar, y Jonah anunció en alto: —¡Lo tengo! Aquí está, página doscientos seis. Para entonces las chicas se habían ido. Pensando en ello más tarde, decidí que Kookai y Kleavage probablemente se habían ido para ahorrarme la vergüenza, aunque en ese momento y lugar me pareció que lo habían hecho para humillarme como nunca lo había hecho nadie en toda mi vida. Pero ¿quién podía culparlas? Miradme, pensé, aquí con un bebé que lloraba, vestida con —oh, Jesús, me había olvidado— un chándal rosa, agitándome a las diez de la mañana con una lata de cerveza súper fuerte, la mejor amiga de una panda de viejas ruinas borrachas. ¿Y qué iban a hacer, qué habría hecho yo en esas circunstancias? Contar a todo bicho viviente del universo de la moda la decadencia y caída final de Katie Castle.

— 180 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Capítulo 19 Una victoria sublime

La carta de Veronica llegó una semana más tarde. Había sido una semana buena, aunque no lo suficientemente buena como para borrar el escozor de la humillación del sábado. Para eso hubiera hecho falta que me tocara la lotería, que se descubriese que a causa de un error informático yo era cinco años más joven o que Armani me ofreciera un magnífico puesto de trabajo. Winchester había ido bien. A la encargada de compras, que llevaba la tienda con su hermana, le gustó lo que vio, y mostró el regateo justo sobre el precio. Lo que hizo funcionar bastante bien las cosas fue el comentario que hizo sobre Penny Moss. —Se han perdido, Katie, se les ha ido la olla —me confió tomando un café—. La colección es una esquizofrenia total: oscila entre lo raro y lo anticuado y sin gracia. Es como si la mitad la hubiera diseñado Beatrix Potter y la otra mitad Damien Hirst. ¡Ja! Yo sabía muy bien por qué. Penny se había repartido la mitad de la colección con aquella asquerosa zorra de Sukie. Era una locura. Penny y yo siempre habíamos trabajado juntas. Su conservadurismo atemperaba mi estilo, lo hacía comercial, y mi garra y mi chispa habían hecho contemporáneo su estilo clásico. —Me vi obligada a encargar un par de piezas —siguió la compradora con gran satisfacción mía—, por los viejos tiempos, pero ya las he etiquetado para rebajas. Lo mismo sucedió el miércoles en Bath, el jueves en Bristol y el viernes en Sevenoaks. Penny estaba fracasando y yo llenaba su hueco. Reconocí el sobre con olor a lavanda de mi estancia en la casa de Veronica. ¿Cómo me había encontrado? Por el listín telefónico, supuse. Era algo fácil hasta para Veronica. Supuse que contendría insultos o hasta vitriolo, y consideré tirar el sobre a la basura sin abrirlo, pero para eso hubiera hecho falta un carácter mucho más fuerte que el mío. La letra de Veronica tenía la forma redondeada y abultada que parece habitual en las chicas diligentes, tontas y con el pelo grasiento. Lo que tenía bueno es que, al menos, no era difícil de leer. Mi ex amiga escribía lo siguiente: Querida Katie: Poco imaginaba yo que algún día volvería a coger la pluma para dirigirme a ti. Pensaba que nuestra amistad había acabado para siempre aquel aciago día en que, al llegar del trabajo, te encontré enredada con Roddy como dos serpientes en el nido. Y él era el conejo inocente y tú la serpiente con los anillos alrededor de él y los colmillos bien dispuestos. Pero Ayesha me ha hablado de tu triste situación económica y creo que

— 181 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

puedo perdonarte. Sé que el niño no puede ser tuyo, pero el hecho de que te veas obligada a trabajar como canguro y de que bebas por las mañanas señala que debes haber caído muy, muy bajo. Me das pena y la pena desvanece el odio. Sin embargo, después de eso recibí otra información que cambia las cosas, y por eso te escribo. Pienso que es posible que quieras saber lo que ha pasado en el mundo desde que lo dejaste. El día que te marchaste lloré, sí, lloré todo el día y toda la noche. Mi vida entera había dado un vuelco. Te había considerado siempre la mejor amiga que alguien podía tener, y en ese momento te veía como realmente eras y debía reconsiderarlo todo de nuevo. Y en cada situación que analizaba me daba cuenta de cómo me habías herido, me habías hundido o me habías estropeado las cosas. Era como cuando los rusos destrozaron los monumentos a Lenin, Stalin y Trotski después del comunismo, bueno, quizá la de Trotski, no, pero las otras sí. Era doloroso, pero sano. Resultaba catártico, había que hacerlo. Y haciéndolo me sentí de repente libre por dentro y capaz de hacer lo que quisiera. Pero pasó otra cosa. El mismo día que te marchaste recibí una llamada de Ayesha. Te estaba buscando, y le conté lo que había pasado y que habías desaparecido. Ella me explicó lo que le había sucedido al pobre Milo (que nunca me había caído bien, por cierto), y me dijo que necesitaba desesperadamente una persona para trabajar en el despacho. Y pensé que aquélla era mi oportunidad. Le dije que podía hacerlo yo. Siempre me había llevado bien con Ayesha y ella me dijo que intentaría que me aceptaran. ¡De manera que allí me vi, al cabo de una semana, trabajando de relaciones públicas! Los de la clínica del dolor se asustaron cuando les di tan rápidamente la noticia, pero yo les dije: «Mirad, es la primera vez que he hecho algo por mí misma», y creo que lo comprendieron. Una de las mujeres del centro, que puede percibir las auras, me dijo que la mía era negra y horrible, y que debía aprender a limpiarla con el perdón, pero entonces no estaba preparada todavía. El día que empecé, Ayesha me observó atentamente, me trajo unas ropas del otro despacho y me dijo que debía ponérmelas. Añadió que no me preocupara, que se lo hacían a todos los nuevos. Era ropa un poco ajustada, pero bastante bonita. Luego me dijo que debía cortarme el pelo y me lo corté. Me indicó a qué peluquería ir y me cobraron cincuenta libras, el doble de lo que he pagado nunca en una peluquería. Pero valió la pena porque me sentí estupendamente después y todas las chicas del despacho dijeron que tenía una imagen genial. Con esto, estoy intentando decirte que lo que me hiciste resultó una bendición en la desgracia. De pronto, tuve una nueva vida. Me sentía como si fuera otra persona. Ya no quería comer más pasteles y Ayesha me animaba a fumar para perder peso más fácilmente, y aunque todavía no me gusta fumar, me hace sentirme mucho mejor. El trabajo era muy fácil. Al principio archivaba y preparaba cafés, pero luego atendía a los clientes por teléfono. ¡No podía creer que me pagaran por eso! La verdad es que no podía creer que a nadie le pagaran por eso.

— 182 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Pero las cosas no habían acabado de mejorar. ¡Porque al que le toca salir ahora es a Ludo! Ludo había vuelto de cuidar a las pobres águilas de su isla y su amigo Tom, que sale con Ayesha, le dijo que yo estaba trabajando en Smack! y que tú te habías alojado en mi casa. Quería saber dónde estabas y me invitó a comer un día. Estaba muy deprimido, tanto por sus águilas, porque una de ellas estaba muy pachucha, como por ti, la vida y todo eso. No se podía creer lo que había cambiado yo. Porque había cambiado. Me había puesto muy guapa, o al menos resultona, y no sólo por fuera, y había hecho nuevos amigos. Pasamos un rato muy agradable y creo que le levanté el ánimo. Le conté todo lo que había pasado contigo y con Roddy, y se rió de una manera muy sardónica. O quizá con amargura, no estoy muy segura. Al final, me cogió la mano y me dijo que se lo había pasado muy bien saliendo a tomar algo conmigo y yo le dije que yo también y le pregunté si quería repetir al día siguiente, y me dijo que sí. No me podía creer que me hubiera vuelto tan decidida. La noche siguiente fuimos a cenar a Browns. Él empezó hablando de ti, pero yo desvié la conversación hacia él. Me parece que no ha tenido muchas ocasiones de hablar de sí mismo en los últimos años, y las palabras le salieron a borbotones. Bebimos bastante, más él que yo. Tras la cena fuimos a un pub. Dijo que hacía siglos que no disfrutaba tanto y, más o menos, se desmayó. Conseguí meterle en un taxi y le acompañé a su casa. Se medio despertó mientras llegábamos y me pidió que subiera al piso. Le ayudé a acostarse y, mientras le metía en la cama, me agarró con fuerza e intentó besarme. Yo me resistí al principio, pero luego pensé: ¿y por qué no? Él estaba muy sentimental. Y a mí no me habían dado un beso como Dios manda desde la noche de Fin de Año de hace tres años, y estaba muy oscuro y no supe ni quién era. No me importó que Ludo estuviera demasiado borracho para hacer nada más. Lo compensó a la mañana siguiente. Ludo tenía una gran pena en el corazón. Es el alma más generosa, más tierna y más sencilla del mundo. ¡Tiene tanto amor y tanta bondad dentro, y ningún sitio adonde destinarlos! Le habías envenenado, todavía llevaba el veneno en la sangre, y yo pensé que mi tarea era succionárselo. Además, también era hora de que yo tuviera un poco de atención y de cariño. No voy a decir que acostarme con Ludo no tuviese también otros atractivos. Sí, ¡me hacía posible triunfar sobre ti! ¡Me liberaba para siempre de mi sentimiento de inferioridad y de vergüenza! Pensé: «He abatido a la invencible Katie Castle en el terreno del amor». Me sentí igual que la Victoria alada de Samotracia, sin brazos, con las alas atrás y mi manto volando con la brisa. Pero con cabeza, claro. ¿Qué es lo que hace querida a una mujer? No es la ternura, ni la generosidad de espíritu, ni la inteligencia, ni la diversión, ni la alegría; ni siquiera la gran belleza. No, se quiere a las mujeres como tú, a las crueles, a las egocéntricas. Tú haces a la gente quererte. Existes para eso. Y lo haces despiadadamente. Es un juego. Quizá los hombres se sientan atraídos por el mal. ¿Por eso también te quiero yo? La cosa duró un par de semanas. Supongo que en lo más profundo yo sabía que volvería con sus águilas. Y, en lo más profundo todavía, sabía

— 183 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

que sólo era una sustituta. No de las águilas, no, de ti. Jugaba a ser tú y por eso Ludo dormía conmigo. Y yo me imaginaba que era tú mientras hacíamos el amor. Al hacerme el amor a mí, sabía que en realidad te estaba haciendo el amor a ti. Pero también al hacerle el amor a él, yo estaba, de algún modo, haciéndote el amor a ti. El estaba dentro de mí y había estado dentro de ti, de modo que yo me hallaba en ti y tú en mí. Pero todo era mentira. No podía vivir con figuraciones. Porque, sí, Katie, él todavía te quiere. Y por eso le escribí hace una semana contándole la confesión de Roddy. Verás, Roddy le confesó a Tracy que era tan culpable como tú del incidente de la habitación. De hecho, dijo que tú habías intentado detenerle, lo cual, otra vez, me parece que prueba la nobleza de su alma, aunque ya es un poco tarde. No sé lo que pasaría las otras veces, con el francés y con el conductor de furgonetas, pero al menos esto te descarga (parcialmente) de una de las culpas. En resumen, lo que te estoy diciendo es que 1) te perdono, 2) mi vida es ahora mucho mejor, por ti, pero no gracias a ti, y 3) creo que deberías volver con Ludo y vivir con él en su isla, cuidando águilas y respirando el aire puro del mar y las montañas. Te he dicho que iba a contarte lo que le ha ocurrido a la gente que conocías. Puedo hacerlo porque la gente de Smack! sabe absolutamente todo lo que les pasa a todos. La historia más comentada es, naturalmente, la de Milo. Permaneció en el hospital dos semanas y yo creo que mientras estuvo allí tuvo algo así como una experiencia religiosa. Cuando salió explicó a todo el mundo que no quería seguir como hasta entonces. Quería una mayor «espiritualidad». Y lo siguiente que supimos fue que había firmado un contrato para llevarle las relaciones públicas al Dalai Lama y que salía volando para la India, lo cual debe de haber sido doloroso, dado el estado de su trasero. El pobre Pippin fue detenido a los pocos días. Se había disfrazado de camarero de McDonald's. Parece ser que la policía le echó el guante porque uno de los camareros le pescó haciendo algo raro en la carne. No sé lo que hacía, pero le oí decir a Sarenna que no volvería a comer salchichas en su vida. Se decidió que Pippin no estaba en condiciones de declarar ni de defenderse y ahora está en un hospital psiquiátrico para criminales. Allí hacen a veces un poco de teatro y le dejan representar algunas obras y conciertos, lo cual está muy bien y es muy bonito. Después de Milo, las novedades más importantes son las referidas a Penny. Justo el lunes pasado, Penny se quedó a trabajar hasta tarde, lo cual parece ser que no había ocurrido nunca, y bajó al piso de abajo a buscar un poco de Fairy para lavar la taza que estaba usando, lo cual, según todo el mundo, parece que tampoco había ocurrido nunca antes; ya ves, qué increíble cadena de acontecimientos. Y como no sabía dónde buscar, abrió la puerta del cuarto de baño que no era, y ¿a que no te imaginas? Nunca te lo imaginarías. ¡Hugh se lo estaba montando allí con Sukie! Por supuesto, Penny soltó la taza, agarró a la pobre Sukie por los pelos y literalmente la tiró por las escaleras, fuera del local. Parece que había mechones de pelo por todas las escaleras. Hugh se ha refugiado en su club y nadie sabe lo que

— 184 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

va a pasar pero, por lo que dicen todos, Penny es una mujer acabada. ¡Ah, olvidaba hablarte de Tom! Ayesha le ha buscado trabajo en Smack! también a él. Es increíblemente bueno con los números y le han puesto a cargo de la contabilidad y para cobrar el dinero a los clientes, de lo que antes no se ocupaban. Tom dice que pronto todo el mundo trabajará en Smack!, y yo le creo. Bueno, éstas son las noticias. Perdón si me he extendido un poco. Y no pienses que te estoy restregando nada por las narices aprovechándome de que estás fuera de juego. Ya estoy por encima de eso. Y aunque no sé si alguna vez volveré a confiar en ti, me gusta pensar que quizás un día podamos reírnos juntas de todo lo que ha pasado. Adjunto una tarjeta de Alcohólicos Anónimos. Verdadera y sinceramente, te desea suerte, VERONICA

Al leer aquella explosión de pensamientos y emociones, consideré seriamente las siguientes cosas, por orden: reír histéricamente reír amargamente reír tiernamente llorar histéricamente llorar amargamente llorar tiernamente Al final, me decidí por lo que supuse una sonrisa irónica, que a un observador imparcial podría parecerle, sin embargo, la expresión traumatizada de un soldado en las trincheras, tras una descarga de seis días. Demasiadas revelaciones, demasiada información que asimilar. ¡Ludo y Veronica! Pensar en Veronica y alguien ya era un absurdo, pero pensar en Veronica y mi ex novio resultaba indescriptible. Y, luego, la sugerencia de que Ludo todavía me quería. ¿Qué significaba para mí esa información? ¿Era eso lo que yo quería? Por supuesto que sí. Y después, ¡Penny descubriendo a Hugh con Sukie en el baño! Lo sentía por el viejo colega, que siempre me había tratado bien. Sukie debía de estar loca. ¿Qué intentaba conseguir? Cuando leí la carta por segunda vez, mi sonrisa irónica se hizo más convincente. La inesperada metamorfosis de Veronica de oruga de clínica del dolor a mariposa de las relaciones públicas se veía reflejada en la carta en la manera en que pasaba rápidamente de la moralización ferviente al cotilleo más banal. Lo que sí parecía cierto era que Veronica había llegado a la mayoría de edad. Yo no lamentaba su declaración de independencia tras los años de dominación colonial, y si el único modo que había de alcanzar esa independencia era acostándose con Ludo, bueno, era algo que de algún modo le debía, ¿no? Y si Ludo tenía que tirarse a alguien, yo proponía a Veronica antes que a otra más inteligente y guapa que yo. Lo cual no quería decir, claro está, que no me doliera, que no me diera ganas de vomitar y que no resultara trágico.

— 185 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Mis especulaciones sobre Ludo venían acompañadas de otra serie de ideas, bastante más prácticas, hasta oportunistas para una mirada crítica. Estaba claro que Penny tenía problemas. Por lo que había podido enterarme por mis compradoras, la temporada había sido terrible para el negocio. El «experimento Sukie» había resultado un desastre; y ahora se juntaba al lío con Hugh. El incidente del parque me había demostrado que, a las buenas, nunca podría abandonar mi antigua vida para forjarme otra nueva, en el universo paralelo de Kilburn y Willesden. La vergüenza y la frustración de aquel encuentro se habían clavado muy hondo en mi alma. Seguía queriendo mi vida de antes, y ahora se me ofrecía una posibilidad —débil, quizá, pero posibilidad— de reclamarla. Sukie se había marchado en el peor momento del año. Sólo faltaba un mes para el desfile de diseñadores de Londres y habría muchísimo que hacer. Penny jamás podría prepararlo sola. Movida por un impulso, telefoneé a Hugh a su club. Había salido a dar un paseo, de modo que le dejé un mensaje diciendo que pasaría a verle por la tarde. —¡Katie!, ¿eres tú de verdad, chica mala? —exclamó levantándose de su butaca favorita, de piel de toro. Era la segunda vez que iba al club, que hacía poco que admitía mujeres en sus sombríos y mohosos salones, revestidos con pinturas malas de destacados personajes Victorianos, ya olvidados. Como era lógico, pocas mujeres habían aprovechado la oportunidad, y el bar estaba poblado en exclusiva por septuagenarios, algunos bribones, algunos libertinos y algunos catatónicos. No era un sitio para una noche loca con mujeres, pero servían unos gin tonics excelentes. —Sí, y no es la primera vez que vengo, Hugh, ¿recuerdas? ¿Cómo te va? Me he enterado de lo de Sukie. ¿A qué demonios estabais jugando? Hugh movió la cabeza. Todavía era un hombre guapo, pero yo estaba segura de que no era su apostura lo que había atraído a Sukie. —La cagué, Katie, la cagué. No se puede llamar de otra manera. El problema es que, a mi edad, te haces muy vulnerable a los halagos. Para ser sincero, no estoy muy seguro de haber coqueteado nunca, de haber regalado a una mujer algo más que miradas normales. No es mi carácter. Al revés, he intentado mantenerme fuera del sendero de la tentación. Por eso he pasado tanto tiempo aquí. Por eso y para evitar a Penny, cuando le da el ataque y arrasa. Por eso, cuando esa zorrilla empezó a echarme el ojo, no pude resistir. Lo intenté. La rechacé durante semanas. Pero la carne es débil y caí. Esa vez, en el cuarto de baño, era la primera. —Pero ¿a qué jugaba Sukie, Hugh? No quiero ser descortés, pero… —Sí, ya lo sé; soy lo bastante viejo como para ser su padre. Gracias por recordármelo. La verdad es que quizás inflara un poco con ella mi papel dentro de la empresa. Me presenté como alguien muy poderoso. Absurda vanidad y nada más. Pero ella se lo tragó. Y hasta quizá pensara que derrocaría a mi mujer para instalarla a ella en el trono. Como los de las cruzadas, que sentaban a una ramera en la silla del patriarca, en Constantinopla. ¡Yo qué sé! —¡Caramba! —murmuré, desconcertada—. ¿Dónde está ahora? —Ni idea. Perdió el interés, claro, cuando vio de qué iba la cosa. Pero seguro

— 186 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

que cae de pie; las de su clase siempre tienen suerte. «Las de su clase, las de mi clase», susurró una vocecilla en mi interior. —Y ¿cómo estáis tú y Penny? ¿Quieres volver con ella? —Claro que sí. No puedo estar sin esa chica loca. —Y ¿te dejará volver? —Siempre pensé que sí, pero todo esto ha sido un golpe terrible para ella. Y me parece que los negocios no van muy bien últimamente. ¿Sabes?, las cosas han estado un poco manga por hombro desde que tú te fuiste. Hablé un día con una chica de la tienda y me contó cosas. Parece que Penny ya no es la que era; ha perdido mucho de su fuerza. De las pelotas. Siempre agarró la vida por el cuello, y por eso la quería yo. Y la quiero, claro. ¿Dejarme volver? Bueno, espero que sí, aunque sea un burro. Pero soy un maleducado, todavía no te he preguntado por ti. Oí algún rumor de que ibas chutándote heroína por ahí y escondiendo las jeringuillas bajo la ropa de un niño. ¿Qué es todo eso? Le conté la historia de los últimos meses, intercalando bromas y alguna risa para levantarle el ánimo. —Suena a que te has recuperado bastante bien. Siempre supe que lo harías. No se puede tener parado a un buen soldado. ¿Qué es lo próximo que tienes en la agenda? —Algo parecido a lo tuyo, en realidad. Quiero que Penny me deje volver. ¿Qué piensas tú? ¿Crees que querría? —No lo sé, Katie, no se pierde nada por probar. Pero recuerda que con Penny siempre vale la pena guardarse una carta. —Lo tendré en mente. Había otra cosa que quería comentar. —¿Sabes algo de Ludo? —Me vuelve loco este hijo mío. Bajó de sus montañas hace un tiempo. Estuvo dando vueltas por aquí unos días y volvió a marcharse. Mi sospecha es que sigue perdidamente enamorado de ti. No se lo reprocho, yo también lo estaría, si fuera él. —Pero no puedo hacer gran cosa; nos separan mil kilómetros. —Bueno, al fin y al cabo, está en una montaña. Es perfecto para hacer lo de Mahoma…

— 187 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Capítulo 20 Donde se acaba en dos puntos

Reservé el domingo como día de reflexión. Había tantas piezas que debía encajar… Al final llegué a pensar en confeccionar una especie de gráfico con colores, pero eso significaba salir a comprar rotuladores y bolígrafos, y hacía un tiempo de perros. También hubiera significado que me hubiera convertido en Veronica. En vez de rotuladores tenía filtros y tres paquetes de café. Justo cuando de aquella atmósfera empezaba a desprenderse una posible estrategia, sonó el timbre. Era Jonah. —Te traigo una cosa —dijo misteriosamente por el interfono. Le abrí la puerta y subió. Traía un pequeño paquete envuelto en papel marrón de embalar. —¿Recuerdas, Katie, que me pediste una cosa? Tardé uno o dos segundos en comprender de qué estaba hablando. —¡Caray!, la película. No había vuelto a pensar en ella desde que le pregunté a Jonah si podría encontrarla. Había asumido que era imposible localizarla. —Esto, Katie —dijo alzando el paquete con su enorme mano—, me ha traído más preocupaciones de lo que te imaginas. He tenido que rebajarme a mezclarme con muy mala gente, con muy mala gente. —Estaba mucho más serio de lo normal—. Esta industria atrae al peor tipo de… de hombres de negocios. Es muy raro encontrar un mundo sin ningún tipo de marco ético, aunque sea retorcido, sin un código de honor, sin un sistema de valores. Pues bien, este mundo lo es… en él sólo hay vacío, nihilismo. —Pero ¿no hay nada malo? —pregunté, preocupada por su severidad. —Bueno, tengo la película o, mejor, el vídeo. Como debes saber, todo lo anterior a los años ochenta se hacía en película antes que en vídeo. Mi contacto se las arregló para dar con el paradero de una copia de Albert y Clittoria, hasta donde yo sé, la única existente. Pero para poder verla, tenía que pasarse a vídeo y la película no se había conservado bien. Se deshacía en pedazos, literalmente, durante el proceso. —¡Oh!, entonces, ¿no ha funcionado? —exclamé yo, casi aliviada—. ¿La copia está en blanco? La indiscreción de Penny había dejado de formar parte de mis planes inmediatos. Supongo que en realidad tampoco lo había formado nunca. —No, no, está aquí y bien. Ahora es la única copia que hay en el mundo; el original se ha perdido para siempre. Pero las cosas se han… complicado. Mira, la

— 188 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

verdad es que después de echar el guante a la copia, mi… ejem, socio se preguntó por qué estaba yo dispuesto a ir tan lejos por una vieja película porno olvidada, cuando hay tantas nuevas, disponibles y mejores. Supongo que tenemos suerte de que el tipo no esté filosóficamente formado porque si no, habría empezado a hacerse preguntas antes. —Y ¿qué le has dicho? No estaba muy segura de adónde iba a ir a parar todo aquello, pero me parecía que a ningún sitio bueno. —Bueno, le conté algo de lo que iba. Fue una equivocación. Se negó a creer que mi interés era… humanitario, sólo por ayudarte. Creía que se trataba de algún chanchullo y quiere que le devolvamos el vídeo cuando lo hayas usado para tus propósitos. Creo que piensa usarlo para… chantajear a los implicados. Y no es un hombre que pueda tomarse a la ligera… Te diré, el porno va pegado a las drogas en esta ciudad, igual que Marx y Engels. —¿Estás seguro, Jonah, de que puedes manejarle? Siempre me había imaginado a Jonah como poseedor de poderes sobrenaturales. No podía representármelo temiendo a nadie. —Katie, soy un hombre, pero ya no soy joven. Esto otro es una organización entera. Y la gente joven de los negocios, hoy… no se andan con chiquitas. Ni con filosofía. Katie, son capaces de matar a la gente que se les ponga por medio. Mierda. Esto definitivamente no formaba parte del plan. Si había algún chantaje que hacer, tenía que hacerlo yo. Y yo no iba a hacerlo. De pronto, me sentía perdida. Siempre había sabido que Jonah se movía en un mundo oscuro y peligroso pero, no sé por qué, nunca me había parecido real. Y ahora era como una colegiala que juega a la ouija sin creer en ella y por casualidad convoca a un terrible demonio. —Pero eso es terrible, Jonah. ¿Qué podemos hacer? —No tenemos elección; tenemos que devolverle el vídeo. Los actos, Katie, tienen sus consecuencias. Me parece que no lo habías aprendido. Un pedacito de una antigua buena suerte parecía haber puesto otra vez mi destino en mis manos, en aquellos últimos tiempos; había conseguido un poco de orden, había forzado al mundo a retornar a los límites de la razón. Pero ahora, esta nueva complicación había liberado de nuevo el caos. Cerré los ojos y gemí. Cuando los abrí otra vez, me encontré con que estaba mirando la estantería de mis libros. Y en un extremo del estante había algo que no era un libro. Era como regresar a casa muerto de hambre, convencido de que no tienes nada en la nevera, y encontrar un pollo asado envasado, olvidado en un rincón. —¿Ese pornógrafo tuyo ha visto el vídeo? —No, personalmente, no. La conversión a cinta la hizo un técnico. ¿Por qué? —Tengo una idea. Una semana después, le dije a Kamil que necesitaba el viernes libre para hacer unas gestiones particulares. Estaba contento: nos llovían los pedidos y la fábrica ronroneaba como un gato feliz; se miraba y se veía convertido en un triunfante

— 189 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

empresario. Latifa me dijo con timidez que le había pedido que saliera con él. —Y ¿qué le has contestado? —Que ya se lo diría. —Y ¿qué vas a decidir? —Es un poco gilipollas, ¿no? —Sí, pero está bien por dentro. —Y las chicas me tomarían el pelo todo el rato. No sé si podría vivir con esa vergüenza. —Latifa, escucha, no dejes nunca que la vergüenza te impida alcanzar algo que de verdad quieres. Y lo estupendo de los chicos es que si hay en ellos algo que no te gusta, puedes cambiarlo. —Uf, entonces me parece que con Kamil tendría mucho trabajo. Me di el capricho de coger un taxi para ir al centro. Sí, el primero desde… bueno, ya os acordáis. Y reflexioné sobre algunas posibles tácticas. Recordé a Hugh hablando una vez de la diferencia entre estrategia y tácticas. «La estrategia es aquello con lo que ganas la guerra —dijo con la grandiosidad y autoridad de Churchill, a propósito de unas leves escaramuzas en el mundo de la moda por el precio de unos forros—; la táctica es aquello con lo que ganas la batalla.» La estrategia estaba dispuesta, pero todavía no había trabajado suficiente como para disputar aquella última gran batalla. Aunque ahora debilitada, Penny seguía siendo un enemigo formidable. Tenía poderosas armas, la más importante aquel trabuco que era su ego. En un choque de la voluntad de cada una, ¿podía estar segura de que la mía fuese más fuerte? Quizá sí, sólo si usaba la droga suprema que mejoraba la representación: la rabia, arder con palidez y frialdad. Rebobiné otra vez en mi cabeza los últimos meses: las humillaciones y los desastres. Mi pensamiento volvía una vez más a aquel espantoso interrogatorio de Penny, Hugh y el pequeño Cavafy. Y, sin darme cuenta, apretaba la mandíbula con rabia. Pero debía parar porque sabía el aspecto tan poco agradable que me daba. Rebobiné más lejos los recuerdos y encontré innumerables puntos de manipulación. Aquel pobre intento de separarme de Ludo en París; otro intento, cuando insinuó algo sobre una terrible enfermedad que lo consumía, por la que Ludo debía confinarse en un hospital durante un año; la sugerencia de que podía ser gay. Todo burdos intentos de separarnos. Y yo estaba allí lista, aguantando la bofetada, preparada para resistir todo lo que Penny quisiera lanzarme encima; para resistirlo y devolver el golpe. Busqué la imagen adecuada que fijar en mi mente para forjar allí un guerrero samurai, un guerrero de los que blanden una espada refulgente con precisión asesina a la vez que emiten esos sonidos peculiares de «me voy a dar un baño caliente», tan característicos de los japoneses cuando atacan. Mientras caminaba por el estrecho callejón de la tienda, me asaltó un ejército de fantasmas: voces espectrales, imágenes, recuerdos… Pero estaba allí por negocios, para resolver asuntos, y los ahuyenté rápidamente. El escaparate era un revoltijo,

— 190 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

demasiadas ideas compitiendo. Habían apretujado allí tres maniquíes que daban la sensación de un viaje matutino en metro. Los colores chocaban y los ángulos eran todos equivocados. Me dio dentera. No reconocí a ninguna de las chicas de la tienda. En cuanto abrí la puerta, dos dieron un salto y se abalanzaron hacia mí como leonas. Mal, todo mal. No deberían estar sentadas allí delante, ni deberían mostrar así su desesperación por vender. Seguramente Sukie las habría puesto a comisión. Antes de que tuvieran tiempo de herirme, hablé: —Tengo una cita con Penny. Subiré arriba, me está esperando. Las chicas perdieron el interés en cuanto quedó claro que no era una clienta. Estaba segura de que no llamarían arriba para comprobar nada. El estudio estaba extrañamente silencioso. En esa época del año debería haber estado zumbando de actividad. Tony y Mandy estaban allí, pero resultaba muy extraño verlas sentadas, quietas, en lugar de pinchándose la una a la otra. Hasta las máquinas parecían haber perdido su feliz murmullo, y ahora jadeaban y tosían como asmáticas. Cuando Tony me vio, su cara se iluminó de alegría. Antes de que pudiera lanzar un grito, me tapé los labios con el dedo y señalé las alturas. Susurré: «Te veo luego» y seguí subiendo. Al principio, cuando llegué a la parte superior de los peldaños, creí que la oficina estaba vacía. Había desaparecido el repiqueteo de los teclados de ordenador, el tintineo de las tazas de café, se habían desvanecido la charla y las risitas. Y entonces la vi. No la reconocí al principio, pues miraba distraídamente por la ventana la estrecha franja de aire que le permitía ver el cielo de Londres. ¿Era aquella frágil dama la aterradora Penny Moss, la Boadicea de la moda? El cabello de Penny, antes de un rojo vibrante, teñido, claro, pero todo lo batallador posible para indicar que era un acto de la voluntad y no un accidente de la naturaleza, ahora estaba desprovisto de vida. Y no era porque las raíces asomaran ya, sino porque el color desaparecía, rendido ante el imparable avance de la entropía. Y aquella piel arrugada y cenicienta, ¿dónde estaba aquel vigor, aquella luminosidad famosa? Aquella mujer se encorvaba sobre la mesa del despacho, pero Penny no inclinaba la espalda nunca. Sólo seis meses antes, había visto a los italianos vacilar, sin saber a cuál de las dos piropear, cuando andábamos por la calle. Debía de ser una trampa, me dije para mis adentros. Y adopté un tono de voz frío y comercial. —Hola, Penny. Se volvió y sus ojos grises se esforzaron por enfocarme. —¿Quién es? ¿Quién está ahí, entre las sombras? —Soy yo, Katie, Penny. Los ojos se estrecharon y vi el esfuerzo que hacía por soltarse del lugar de refugio que su mente había encontrado. —Katie, ¿eres tú de verdad? La voz era melancólica. Me pareció, quizá, que había algo de arrepentimiento, incluso afecto, en el tono. Pero al instante la voz se afiló. —¿Para qué has vuelto? ¿Para regodearte? ¿O para suplicar tu antiguo puesto?

— 191 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Aquella débil muestra de carácter quebró mi resolución, hasta tal punto iluminaba el cambio. Habría necesitado todas las armas de mi arsenal para enfrentarme a una Penny plena de fuerza, y una exhibición de autocompasión me habría irritado hasta querer aplastarla. Pero Penny estaba herida mortalmente y todavía se enderezaba. El odio y el miedo me abandonaron, se escurrieron como por un agujero, y descarté los planes A y B que requerían distintos grados de coacción. Mi samurái interior envainó la espada y se dispuso a caminar penosamente. —Ni a regodearme ni a suplicar. He venido a hablar, Penny. Tengo entendido que Sukie se ha marchado, afortunadamente. —No menciones ese nombre delante de mí. Claro que se ha ido. Mi mayor equivocación en veinte años fue fiarme de ella. —¿Qué ha pasado con Hugh? —¿Hugh? —Sí, Hugh… se marchó. —Oh, bueno, en realidad no le culpo, los hombres son como son. Está en la caseta del perro una temporada, sí, pero supongo que le dejaré entrar, tarde o temprano. No puede sobrevivir por sí mismo más de… Bueno, ¿qué querías? Había vuelto un poco de la antigua chispa: la primera señal del paciente recuperándose de la anestesia. —Tengo algunas ideas. He estado trabajando con unos fabricantes al detalle y creo que quizás habría lugar para una posible sinergia. Sentí un poco de vergüenza por la confusa jerga empresarial y me prometí no utilizar nunca más aquella palabra. —Las cosas no han ido muy bien esta temporada, ¿sabes? —dijo Penny—. Ya antes de que Sukie se fuera. —Pero conservas todavía muchas cosas. Tienes mucho. El nombre, el pasado… y a mí otra vez, si me quieres. No tenía la menor idea de que iba a decir eso hasta que salió. Penny me miró por primera vez a los ojos. —Hiciste mucho daño a Ludo, ya lo sabes. —Sí, pero todo se habría arreglado, si tú… Si se nos hubiese dejado hablar. Una sonrisa revoloteó por las comisuras de sus labios. —Sí, estoy segura de que habrías hablado con él hasta convencerle de lo que quisieras. Era un momento decisivo. Pensé en hacer volver rápidamente al samurái, que estaba enfurruñado en un rincón. Y entonces yo también sonreí. —¿Sabes que le quiero? Penny asintió y el momento de tensión desapareció. —Y ¿qué es eso de la… sinergia? —preguntó—. ¿Es una de esas fábricas nuevas? —Bueno, ya sabes que siempre habíamos querido expandirnos, pero nunca sabíamos cómo.

— 192 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Le expliqué mi propuesta. Volvería a trabajar como ayudante de Penny. Mantendríamos el estilo clásico de Penny Moss, pero también haríamos algo más joven y diferente, diseñado por mí y confeccionado por Kamil. Quizá podríamos usar la tienda de Kilburn como salida para las ventas. Esto significaba que podríamos doblar nuestras facturaciones sin muchos riesgos. Yo ya le había vendido la idea a Kamil, que estaba entusiasmado con participar. Penny parecía interesada, pero también muy cansada. —¡Oh, no sé, Katie! No son sólo los problemas con Sukie y Hugh. ¿Te acuerdas de Kuyper y el contrato de alquiler? —¿Cómo iba a olvidarlo? —Ha explotado todo. Está mucho peor que antes desde que estoy sola. Me ha amenazado; viene por aquí, grita, me insulta y me enseña los puños, y la verdad es que llego a creer que va a pegarme. Pero eso no me preocupa tanto como el coste de ir a juicio. Ya sé que tenemos la razón, pero si nos demanda por el dinero que dice que le debemos, puede llevarnos a la quiebra. Y sin Hugh o alguien más aquí que ayude, la verdad es que no sé qué hacer. La imagen de un martillo empezó a materializarse lentamente en mi cabeza. —Puedo ayudarte a resolver ese problema, Penny. Tengo un amigo… que se ocupa precisamente de solucionar problemas de este tipo. Tiene las herramientas adecuadas, ya verás. —¿En serio, Katie? ¿Harías eso por mí después de todo lo que ha pasado? ¿De verdad crees que podemos volver a trabajar juntas? Temo que yo…, bueno, esto…, nosotros te hemos tratado un poco… descortésmente, ya sabes. Pero formábamos un buen equipo, ¿verdad? ¿No lo crees? —Un equipo muy bueno. Mira, Penny, voy a ser completamente sincera contigo. Creo que mi plan es bueno y puede beneficiar a todos. Pero también quiero volver a mi antigua vida. Quiero regresar aquí y trabajar contigo. —¿Es eso todo lo que quieres? ¡Todavía era astuta! —Creo que ya lo sabes; más que nada, quiero volver con Ludo. —¿Sabes que volvió a Londres a pasar unos días? Pero luego se marchó otra vez a su isla, no sé por qué. No me parece que sea muy feliz ahí arriba, en las alturas. Me encantaría que estuviera aquí. Puedo olvidar, perdonarlo casi todo. Me imagino que habrás aprendido ya la lección. —He aprendido un montón de lecciones. Y así, sin necesidad de intimidar ni engatusar, de halagar ni de suplicar, regresé. Y aunque Penny nunca recobró del todo su antigua ferocidad, en los meses siguientes hallé algo inesperado: buen trato y cortesía. Mi plan funcionaba bastante bien. Puede que Penny Moss no conquistara nunca el mundo; no éramos Armani, ni Prada, ni Gucci, pero ganábamos dinero y los entendidos empezaron incluso a llamarnos chic. Jonah hizo una visita a Kuyper, y muy poco después renegociamos nuestro contrato de alquiler en términos muy favorables. Penny consintió en que

— 193 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Hugh volviera a casa, acobardado y dócil, pero siempre con un centelleo en los ojos y la tendencia a pellizcar traseros. Y ¿qué pasó con el vídeo Albert y Clittoria, se preguntarán? Y ¿qué con mi amado y perdido Ludo? Un mes después, más o menos, de haberme unido otra vez a Penny, le dije con aire de comentario casual e inocente: —Penny, ¿recuerdas el primer papel que hiciste en el cine? —Como si fuera ayer. Era una luminosa película erótica, que dirigía de incógnito un famoso director italiano. No puedo decirte el nombre porque hizo jurar a todo el equipo absoluto secreto. Por desgracia, parece que la película desapareció. Me sorprendió su franqueza. —Entonces, ¿no te avergüenzas ni te sientes culpable de haberlo hecho? —¿Avergonzada? ¡Claro que no! En aquella época tenía un cuerpo de ensueño. Daría cualquier cosa por verlo otra vez. Hasta puede que pusiera un poco de tinta en la vieja pluma de Hugh. —Penny, no sé cómo decírtelo…, tengo una copia de ese vídeo. —Katie, estás de broma. ¿Cómo demonios puede ser? —Es una historia demasiado complicada para contarla. Iba a destruirla, pero es la única copia que hay, y no esperaba verte tan entusiasmada con ella. Toma, aquí está, en mi bolso. —¿La has visto? —No, la verdad. Pensé que sería demasiado asquerosa. Y ésa era la verdad. Y ¿qué pasó con el malvado pornógrafo traficante de drogas?, se preguntarán. ¿No quería el vídeo para sus pérfidos propósitos? Bueno, tengo que retroceder un poco para explicarles bien lo que ocurrió. ¿Se acuerdan del vídeo de la irrigación del colon de Penny, filmado con la lente con vaselina? Pues ese vídeo estaba con mis cosas cuando fui barrida y expulsada del Edén. Lo encontré al deshacer mis pertenencias en el piso de Kilburn. Lo dejé en un estante y lo había olvidado. Hasta, claro está, la visita de Jonah. Y, como probablemente sospecharán ustedes, los cambié. Di el vídeo con la filmación de la irrigación a Jonah y éste se lo pasó al pornógrafo. —Mi socio —me dijo Jonah la siguiente vez que le vi— se quedó un poco sorprendido cuando vio el vídeo. —¿Sí, por qué? Yo nunca llegué a verlo. Al final, decidí no usarlo. —Se quedó sorprendido, pero no disgustado. No había nada con que identificar a alguien en concreto en la cinta, o sea que no servía para chantaje ni nada por el estilo. Pero el contenido era atractivo para algunos con… determinados gustos. Ha hecho miles de copias. Va a dar la vuelta al mundo. Así, el culo de Penny adquirió una celebridad cineasta mundial que el resto de su cuerpo no había conseguido jamás. Pero nunca tuve arrestos para decírselo. Y ¿qué pasó con Ludo? Esto merece capítulo aparte:

— 194 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Capítulo 21 Sobre Ludo

—¿Dónde puedo encontrar águilas? —¿Águilas? ¿Qué clase de águilas? Y ¿para qué iba a querer usted águilas? El empleado de la Real Sociedad para la Protección de los Pájaros no estaba siendo de mucha ayuda. —Dígame qué especies tienen. —Bueno, en reproducción, tenemos águilas doradas y águilas marinas de cola blanca. —Ésas, las de cola blanca, las escocesas. Están en una isla. Y no quiero las águilas, quiero al hombre que las cuida, es mi novio. Pensé que lo mejor sería simplificar las cosas. Al oír esto, el hombre pareció aplacarse. Puede que le animara la inesperada noticia de que los ornitólogos aficionados también podían tener novias. —Tenemos que ser precavidos, ¿sabe? Hay muchos coleccionistas de huevos. Entonces, su novio es uno de nuestros guardianes del programa de reinserción de las águilas marinas de cola blanca, ¿cómo se llama? Diez minutos más tarde, tenía el nombre de la isla y unas rudimentarias instrucciones sobre cómo llegar hasta allí. Telefoneé al servicio de información de los ferrocarriles y al de una empresa de ferrys, y preparé una pequeña maleta con lo más parecido que encontré a ropa cómoda y práctica. Mi primer contratiempo llegó en Eaton cuando me dijeron que todos los coches cama estaban ocupados. Ahí acabaron mis fantasías de un viaje en el Orient Express y, en cambio, me quedé con la perspectiva de un viaje de doce horas en lo que se denominaba un «cómodo asiento reclinable», encajado, me imaginé, entre un estibador de Glasgow borracho e incontinente, con un ronquido sísmico, y un empresario de pompas fúnebres enfermizo, que se dirigía al norte para recuperarse de aquella nerviosa condición, que tanto había agravado su epilepsia. Bueno, en realidad, el vagón estaba casi vacío y sólo lo ocupaban dos hombres jóvenes que jugaban plácidamente a las cartas en el otro extremo. Era un tren que llevaba a las Highlands y las islas, ¿quién iba a querer ir allí en febrero? Me imaginé que los elegantes coches cama estarían ocupados por perdidos hombres de negocios, con los gastos pagados por la empresa, que no estaban dispuestos a arriesgarse a pasar una noche entera en Glasgow. Como siempre, sentí la ligera excitación del inicio del viaje. Mi asiento, si lo consideramos así y no una cama, estaba bien para empezar el trayecto y me puse

— 195 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

cómoda. Entonces llegó un revisor con uniforme, alegre y campechano, que me dio conversación intentando ligar. Me recordó al general argentino de Penny, tanto tiempo atrás. Se despidió con una sonrisa y volvió unos minutos más tarde con una mantita escocesa de viaje de lo más apropiada. —Le vendrá muy bien, ya lo verá; después refresca un poquito. Recordé lo bien que ocultaban las manchas las mantitas, le di las gracias y la coloqué en el asiento de al lado. Hurgué en mis cosas, casi cinco minutos, buscando un libro para leer, hasta que me di cuenta de que no había traído ninguno. Perfecto. Meses trabajando como una loca, sin tiempo más que para hojear algo por encima, y ahora que tenía horas libres por delante no tenía nada con que distraer mi mente de los problemas que me esperaban al día siguiente, el más importante de mi vida. Milagrosamente, al cabo de un rato, el traqueteo rítmico del tren, unido al movimiento hipnótico de la oscuridad al pasar, y ayudado quizá, también, por el largo gin tonic que me había bebido en la estación, me hicieron de canción de cuna y me dormí. Me desperté en la penumbra, con un sobresalto. Me estaba quedando helada. Me sentía la boca como si una babosa se hubiera arrastrado adentro y se hubiera quedado muerta allí. Y allí estaba su rastro, sí, resbalándome por la barbilla, ahora ya seco y rasposo. Acababa de soñar con Ludo, claro. No era un sueño con argumento, sólo imágenes al azar y la nítida sensación de que volvíamos a estar juntos. Resultaba muy doloroso. Eran las cuatro de la madrugada y me di cuenta de que ya no volvería a conciliar el sueño. Eché un vistazo al vagón y vi que los dos tipos seguían todavía jugando a las cartas. Me lavé un poco en el aseo y me acerqué a saludarles. Me invitaron a jugar con ellos y, en las siguientes dos horas, perdí tres libras al póquer, lo cual no estuvo mal, teniendo en cuenta que acabé sin saber nada de las misteriosas reglas de ese juego, igual que había empezado. Los hombres, con un acento cerradísimo, me contaron que hacían el viaje una vez a la semana, y se dirigían a Calais en el Eurostar. Allí compraban sacos de picadura de tabaco de contrabando, que vendían a precio más barato en los pubs de Glasgow. Parecía una manera un poco rara de ganarse la vida, pero también lo parecía muchas veces la moda, ¿no? Glasgow apareció y desapareció, y con ella los dos contrabandistas del vagón. A cambio, subieron más pasajeros: unos excursionistas con chubasqueros y botas de agua, preparados para lo peor. Cuando la luz del día aumentó, me di cuenta de que estábamos en un país remoto. De repente aparecieron unas montañas, unas montañas enormes, y unos grandes lagos que centelleaban en la oscuridad, repletos de monstruos. Hubiera sido bonito si hubiera brillado el sol, pero bajo aquel cielo encapotado y violento, se veía inhóspito y gris. Pensé en el abominable Malheurbe. ¿Qué había dicho? Sus palabras se me mezclaban en la cabeza con imágenes de Penny luchando con el arte. Era algo relativo a que la invención del concepto de lo sublime había hecho comprensible la naturaleza y así y todo, como lo «incomprensible». Ah. Vaya. Bien, si cualquier

— 196 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

paisaje, de cualquier parte del mundo, era sublime, éste debía de serlo. Entonces, ¿lo vivía yo como lo «incomprensible»? No, la verdad es que no. Yo no veía así a la naturaleza: la verdad es que no me importaba nada. La naturaleza no es inteligente ni divertida, ni es tonta, ni sexy, ni coqueta, ni cursi, ni borracha, ni chismosa. No charla contigo, ni te cuenta una historia divertida, ni te lleva a un nuevo restaurante elegante. En ella nunca pasa nada, excepto que llueva. Bueno, a veces, huele a caca. Ir a ver el campo me resulta una de las cosas más extrañas que hacer, mucho más rara que otros pasatiempos también excéntricos, como la ópera o los bolos. Y si no, probad. La próxima vez que alguien os diga, con ese aire petulante, que se va «al campo», preguntadle: «¿Ah, sí? Y ¿por qué?». Nunca tienen una respuesta adecuada. En Fort William tuve que hacer transbordo y coger un tren hasta Mallaig. El escenario, de manera muy maleducada, seguía reclamando atención, y yo seguía ignorándole. En Mallaig estaba el puerto. Me había imaginado un ferry como el que cruza el Canal de la Mancha en pequeño, pero la cosa se parecía más a un bote de pesca a punto de jubilarse. Necesitaba con urgencia una mano de pintura y deseé que tuviese el tapón puesto. La empleada de la taquilla me había mirado con sorpresa cuando le pedí un billete a la isla de Ludo. —Pero si ahí no hay nada —me dijo con el sonsonete de los de las Highlands—. Menos para los biólogos y los geólogos. Y usted no parece nada de eso. Supuse que era un cumplido, naturalmente. —Sólo está el albergue juvenil, ¿sabe? Ah, y el campamento. Bueno, al menos el día acompaña —siguió, mirando por la ventana las miles de formas grises que se apelotonaban en el cielo. Me explicó alguna cosa más sobre las islas mientras me despachaba el billete. Era la isla más pobre de las Hébridas, me dijo, y quizás el único sitio del mundo donde los campesinos suplicaban que los desalojaran. Y ni las ovejas que los sustituían daban beneficios al terrateniente. La isla se había vendido hacía tiempo al propietario de un molino, que la transformó en un imperio de caza, importó ciervos y venados, y construyó allí un simpático y loco castillo. Pero con el tiempo, los feroces mosquitos, la lluvia, la penumbra y la melancolía ensombrecieron la alegría y la lujuria, y ahora la isla pertenecía a la nación y se había consagrado píamente a la investigación científica. El nombre de la isla, siguió revelándome la taquillera, era el equivalente galés de «el nabo del diablo». Empezó entonces a contarme la historia de un juguetón campesino de las Highlands que hizo una apuesta con el diablo para ver quién de los dos lanzaba más lejos un nabo en el mar. Como siempre en este tipo de cuentos, lo que se jugaba en la apuesta era el alma del campesino. Conseguí llegar a enterarme de cómo jugaba el diablo al hockey con el nabo en el mar y cómo el nabo se convertía en la isla («Y como puede ver —ilustró la señorita señalando un mapa que colgaba de la pared a su espalda—, la isla sí que tiene, un poquitín, forma de nabo»), y cómo el campesino se comía su nabo, hasta que, gracias a Dios, tuve que salir corriendo a montar en el bote.

— 197 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Para mi sorpresa, el barco estaba hasta los topes de chicos jóvenes, todos sensatamente cargados con mochilas, protegidos con gorros, botas e impermeables. Eran los mencionados estudiantes de geología, biólogos y geógrafos, conducidos y guiados por unos nerviosos profesores universitarios. Para mi tranquilidad, la mayoría se ajustaba al modelo típico, y me pasé la siguiente media hora contando granos y pústulas. El mareo no tardó en aparecer. El mar estaba picado y encrespado, y el pequeño barco cabeceaba y se balanceaba como un alumno de la escuela de filosofía de Jonah tras un día entero de clase individual, copas incluidas. Yo nunca había estado en un barco tan pequeño, por lo que no podía ni imaginarme los horrores del «mal del mar». Me tumbé cruzada sobre tres asientos, y traté de encajarme allí dentro, doblando las rodillas y tocando con ellas la fila de asientos de delante. Estaba mareada como una auténtica sopa. Me latía la cabeza y me estallaba; tenía la boca seca y, al momento, llena de saliva; los oídos me silbaban. Al final no pude aguantar más. Me lancé a la cubierta por la pequeña puertecilla metálica, encontré un lugar seguro a un lado y allí efectué mi contribución a la cadena de vómitos del barco. Me sentí un poco mejor. Luego, me limpié los ojos y al mirar junto a mí vi a una chica con anorak que hacía exactamente lo mismo. Resultó ser una muchacha con los dientes salidos, llamada Smitty, que venía de Luxemburgo y estudiaba biología marina. —No tenemos ni costas, ni mar, ni islas, por eso tenemos que usar los suyos, que son los mejores de la Unión Europea. Yo soy la única bióloga marina de Luxemburgo, lo cual es muy poco. Inicié una amable conversación sobre peces, que me parece que ella apreció. Tras un par de horas de mar revuelto nos aproximamos a la isla, desigual, grande y negra. Una voz estridente gritó «¡Delfines!» y todos los que estaban en cubierta corrieron a uno de los lados del barco. Fui tras ellos tambaleándome, a tiempo de no ver absolutamente nada. Entonces se oyó el mismo grito, exactamente al otro lado del barco. Otra vez la carrera y otra vez me perdí el espectáculo. Empecé a pensar que todo estaba planeado por los geógrafos para vengarse de que yo era más atractiva que ellos. Una última vez, seguí la dirección del grito y entonces, milagrosamente, los vi: cuatro lomos negros rompían la superficie del agua. Esperaba que su visión me entusiasmara, pero me parecieron un mal presagio. En la isla no había un puerto decente, de modo que tuvo que salir a recibirnos un barco todavía más pequeño que el nuestro. Como era de esperar, el transbordo fue espeluznante y tuvo que venir en mi socorro un alemán enorme, que se premió a sí mismo por su ayuda con un apretón rápido pero intenso a mi teta. Desembarcamos en un pequeño pueblecito, quizá de veinte casas, con pub, una pequeña tienda y uno o dos edificios de servicios. El castillo, que era en realidad una mediocre casa solariega con un par de almenas, se alzaba a las afueras del pueblo, en una pequeña colina. En sus anexos estaba el albergue juvenil, y los estudiantes caminaron hasta allí con dificultad, débiles y cansados después de la travesía. Yo enfilé directamente hacia el pub, no porque necesitara desesperadamente

— 198 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

tomar una copa sino porque me parecía un buen sitio para empezar a buscar a Ludo. El pub era un establecimiento nuevo, totalmente desprovisto del menor encanto, pero se estaba calentito dentro y en la chimenea ardía un buen fuego. Fui al lavabo de señoras y me sequé el pelo con la toallita que había traído. Tenía el abrigo mojado del agua de mar y de la lluvia, y los pies, empapados. ¿Cómo podía imaginarme que los holgazanes estarían trabajando? Me puse un par de calcetines limpios pero, de la manera más tonta, me había olvidado un recambio de calzado. Con el pelo y los pies secos, me sentí mejor. Pedí un café al dueño del pub y cuando me sugirió echarle algo para animarlo, acepté con una sonrisa. Luego le pregunté por Ludo. —¡Ah, sí! El tipo que está arriba, en la montaña. Viene por aquí casi todas las noches. Es un buen tipo. —¿Dónde puedo encontrarlo? —Si se queda aquí unas horas, él la encontrará a usted. Creo que no lleva el atuendo adecuado para la montaña. —No, pero no puedo esperar, tengo que encontrarlo. ¿Cómo se llega allí arriba? —Bueno, si tiene que ir, tiene que ir. Coja el camino ése de la playa, y vaya unos tres kilómetros por la costa. Luego suba por el camino de la montaña y no lo deje. El chico estará por allí, en alguna cabaña o sentado fuera, mirando sus águilas. Entonces apareció la mujer del dueño. —¡Eig! —Sí, lo siento, pero la realidad es que hizo «eig»—. ¡James, no irás a mandar a esta pobre chica ahí arriba vestida así!, ¿no? —Yo no mando a nadie, Jessie. Ella se empeña en ir. Jessie meneó la cabeza con desaprobación y desapareció. Dos minutos más tarde reapareció con algunas ropas: un chubasquero con pantalones a juego y un par de botas de agua. —Mire si le va bien. —Al ver mi expresión añadió—: No es la última moda, pero no se mojará. No me había puesto un chubasquero desde que tenía siete años. Aquello no estaba pensado así. Yo había planeado estar irresistiblemente hermosa para Ludo y, en cambio, me veía como el más vulgar y horrible geógrafo. Pensé esperar a Ludo en el calorcito del pub, pero no sé por qué no me parecía adecuado. Yo estaba allí haciendo el gesto más extravagantemente romántico de mi vida, viajando a los confines de la tierra para encontrar a mi amor perdido, o eso me imaginaba. Di las gracias al patrón y a su mujer y salí fuera con el corazón alegre y expectante. La lluvia había amainado y se había convertido en una fina llovizna que repicaba en la capucha de mi chubasquero. El camino de la costa era firme y sencillo. Por un lado, la playa bajaba en pendiente y llegaba, llena de guijarros, hasta las olas. Por el otro lado, la tierra se alzaba, de repente imponente, difícil y árida. No había árboles, sólo las marcas de unas matas de hierbas y de tojo entre las rocas y los peñascos. El chubasquero y los pantalones eran una talla más grande que la mía, pero agradecí llevarlos cuando me desvié hacia arriba, hacia la montaña, tras una hora de

— 199 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

andar como podía, desgarbadamente. Allí continuaba otra especie de sendero, aunque viscoso y cenagoso. A pesar de la fría lluvia, pronto empecé a sudar. Afortunadamente, la montaña era poco más que una colina alta y el camino subía serpenteando en unas curvas suaves que se tomaban bien. Yo no sabía muy bien lo que buscaba. ¿Estaría Ludo en la cima? Continuamente pensaba que estaba cerca de la cumbre y continuamente asomaba otra cresta de la montaña entre la niebla. Tras una hora más de lucha, empecé a desesperarme. Tenía ampollas en los pies porque me resbalaban dentro de las botas y la lluvia y el sudor me corrían por el cuello. Me salpicaba la apestosa porquería, como estiércol, de la ciénaga. Mi entusiasmo se había desvanecido y ya sólo me quedaba la simple voluntad de seguir. Y empezaron a acosarme las preguntas: ¿y si él no quería nada de mí? La esperanza de encontrarle me había impulsado a subir, pero ¿podría bajar todo aquello si él me rechazaba? ¿Habría a mano algún precipicio desde el que pudiera despeñarme dramáticamente? ¿O me quedaría yaciendo en la bruma hasta que el estiércol de la ciénaga me cubriera? ¿Cuán horrible era el aspecto de mi pelo? Me senté en una roca. Había comprado un paquete de galletas y chocolate para alguna urgencia, y aquello tenía pinta de serlo. El tentempié satisfizo todas las necesidades de mi nivel de azúcar de sangre y serotoninas, y seguí. Otra cresta y atravesé la capa de bruma. Desde allí se veía el pueblo, debajo de la montaña, y el mar grisáceo, más allá. Me volví despacio observando el paisaje. Del mar se alzaban otras islas; algunas, bajas y verdes y otras, altas y picudas. ¿Eran más nabos lanzados por inocentones demonios engañosos? Estaba casi en la cumbre de la montaña. Obligué a mis agotadas piernas a seguir moviéndose y conseguí llevar aire a mis pulmones, atraque estaba ya segura de que Ludo no se encontraba allí y que me había equivocado de montaña o había desembarcado en una isla también equivocada. Quizás aquello era la chirivía o el apio, y no el nabo. Entonces, justo cuando perdía los ánimos de seguir, le vi, de pie, recortándose con severidad contra el cielo, ni a tres metros de distancia. Estaba más delgado: le sobresalían los pómulos. Tenía el pelo encrespado y rizado que siempre me molestaba en Londres, pero que allí parecía la manera natural de ser del cabello. Me acerqué a él, jadeando y casi mareada de la emoción. Me puse a su lado. No se volvió, pero yo sabía que él sabía que estaba allí. ¿Me había visto subir penosamente la montaña? La vista desde allí era magnífica, los oscuros acantilados caían a pico sobre el mar atronador y restallante. —¿Ves? —murmuró señalando el cielo. El viento se llevaba sus palabras, pero yo le conocía lo bastante como para leérselas en los labios—. Es el vuelo de cortejo. El macho le lleva a la hembra un bocado exquisito, un pedazo de carroña, y lo pasean arriba y abajo en el aire; les crea confianza. Yo sólo veía dos masas oscuras amorfas recortándose sobre las sólidas masas de gris. —¡Qué tierno! —dije, moderando cuidadosamente la ironía. En el último segundo había decidido ser discreta. Tenía que dominar el

— 200 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

irresistible impulso de echarle los brazos al cuello, de suplicarle su perdón y su amor. Ludo se había vuelto un poco y casi sonreía. —Has hecho un viaje muy largo. —Kilómetros. —¿Cómo es que has venido? —No tenía mucho que hacer el fin de semana. Volvió a sonreír. —Recibí una carta de Veronica —dijo. —Está más chiflada que nunca. —Hablaba con mucho cariño de ti. —Lo que te decía. —Contaba algo de un niño en un parque y de beber cerveza con vagabundos. Parecía muy preocupada por ti. —Te contaré la historia algún día; te reirás mucho. Para este momento es muy larga. —¿Y no hay una versión abreviada? —Mmm. No era mi niño; no era mi cerveza; no eran mis vagabundos. Por primera vez, Ludo se volvió del todo hacia mí. —¿Y qué hay del conductor de furgonetas? —No hay nada. No era nada. Pero siento habérmelo follado. —Todo el mundo tiene permiso para follar. Te sienta muy bien el chubasquero. —Y a ti te sienta muy bien lo inexplorado y la jungla. Debes de adorar esto. —Siempre creí que sí. El sueño de escapar, de dejar la civilización atrás, los engaños, las pretensiones… Le miré fijamente. —Nunca querría apartarte de esto, tú lo sabes. —¿Puedo decirte una cosa, Katie? Algo muy secreto que no debes decir a nadie, nunca. —Claro. —¿Lo juras? —Lo juro. —Me aburro. Me aburro como un loco, soberanamente. —¿Cómo? —Sí, me aburro, me aburro, me aburro. De todo esto, águilas, ciervos, martas, focas, delfines. Todo muy bonito. Los primeros dos meses. Pero desde que llegué de Londres no he tenido una conversación decente. Tom me ha enviado e-mails hablándome de las luces de la gran ciudad. Lo echo de menos, todo, hasta el tráfico. Esto está tan tranquilo que no puedo dormir. —¿Por qué no vuelves a casa? Me miró otra vez, arrugando el ceño con una compleja mezcla de diversión, irritación y ternura. —No puedo dejar las águilas… todavía. Hasta que hayan incubado los huevos. Me necesitan.

— 201 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

—Yo puedo esperar, si tú quieres. —Tengo que contarte algo de Veronica. —No tienes que contarme nada. —Quiero contártelo. Pasamos la noche juntos. —Ya lo sé. —¿Lo sabías? —Sí, me lo dijo ella. —¿Qué te dijo? —Que la invitaste a salir, la emborrachaste y te la llevaste a la cama. —Pero no pasó nada. —¿Nada, nada? —Nada, en serio. Sólo un par de achuchones. Me emocioné un poco. A la mañana siguiente, estaba muy avergonzado. —Entonces, ¿no os liasteis dos semanas? —¿Liarnos dos semanas? Cielos, no. —Y ¿por qué querías contármelo? —Oh, para que haya una sinceridad absoluta. No quiero que haya secretos entre nosotros. Detesto los secretos. —No me hubiera importado mucho que hubieras tenido un lío con Veronica, ¿sabes? Seguramente os lo debía a los dos. —¿Nos debías un lío? —Os debía el perdonarlo. —Has cambiado, ¿verdad, Katie? No estaba segura de si era una pregunta o una afirmación. —Vivir significa cambiar. No se puede impedir. Si quieres decir que estoy más agradable, más comprensiva, más sabia, no lo sé. Puede que un poco. Si quieres decir que he dejado de ser superficial y egocéntrica, y ambiciosa y con mala idea, y enamorada de la moda, no, no he cambiado. —No sé si me gustarías de otra manera. —No sé si podrías elegir. Apoyé mi cabeza en su hombro y le abracé por la cintura. Observamos juntos las águilas, que volaban más juntas y se recortaban con más nitidez sobre el gris del cielo. Balanceándose en las rachas de viento, parecían juguetes descontrolados de las poderosas fuerzas de la naturaleza y, a la vez, hábiles dueños de su destino que seducen al viento con sus sutiles plumas y sus atractivos cuerpos. Mientras las observábamos, me vinieron a la cabeza unas palabras, unas palabras de hacía mucho tiempo. Palabras de inocencia y olvido, de empezar de nuevo… y un sí, un sagrado «sí». Debí de murmurar «sí» porque Ludo me acarició suavemente la mejilla, me miró a los ojos y dijo (y entonces sí supe que era una pregunta): —¿Sí? Por supuesto, ¿qué otra cosa podía yo decir sino un último «sí»?

— 202 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Capítulo 22 El eterno retorno

—Latifa. —¿Sí? —¿Cuánto hemos hecho hoy? —Doce aquí y nueve en Beaching Place. La verdad es que no la escuchaba. Estaba pensando en otra cosa. —¡Ah, qué bien! Veintidós. Latifa abrió mucho los ojos. Estábamos sentadas alrededor de la nueva mesa de conferencias. Yo, Latifa, Frankie (que tomaba notas con avidez, intentando mostrarse como un gran profesional), Penny (que había venido especialmente, pues era una reunión política de la empresa y no de diseño, y ella, después de todo, todavía era dueña de la empresa), Mandy y Vimla, que se encontraban allí como medida innovadora, en representación de la planta de la tienda. Kamil habría debido estar también, pero se hallaba en el hospital con un ataque de piedras en la vesícula, una dolencia compartida que le había acercado más a tío Shirkuh. Ludo se paseaba, incansable, por la habitación. Por supuesto, se jugaba mucho en aquello, pero estaba allí básicamente para preparar el té y llevarme a casa cuando acabáramos. Dedicamos diez minutos a hablar de banalidades, después de una digresión de otros diez minutos para hablar del cable deshilachado de la plancha de vapor y la necesidad de un nuevo equipo de aire acondicionado en el estudio, o al menos una ventana que pudiera abrirse. Fue Penny quien nos llamó al orden, con una sonrisa irónica unida al levantamiento de cejas que tantas veces la había visto practicar en el espejo de su polvera. —¿No es hora de que comentemos la oferta? No sé por qué, el moderno razonamiento cordial de Penny me resultaba más irritante que su antigua hacha de guerra. La oferta. Había llegado cuando nadie lo esperaba. Debía de haber sido por el vestido del Stephanye Phylum-Crater Oscar. Un vestido como una columna griega con pliegues en el lado, de crespón en color jade. Chocantemente clásico, fue el veredicto general; extravagante en su conservadurismo. Y sí, era muy fresco. Y los alemanes debían de necesitar mucha frescura. Sus vestidos se habían ido haciendo acartonados, sosos e invisibles. Todavía organizaban desfiles en pasarela, pero nadie informaba ya sobre ellos, ni siquiera el Draper's Record. Nos ofrecían diez

— 203 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

millones, lo cual haría a Penny una jubilada muy rica. Yo tenía que estar vinculada a ellos tres años, con Latifa como ayudante. Podría decir adiós con la mano a todas las sandeces de la producción y dedicarme sólo al puro diseño. Lo que siempre había querido, ¿no es así? Sí. Pero también quería dirigir mi compañía, tomar las decisiones importantes. En los meses anteriores, en que la presencia de Penny se había desvanecido en mi vida, me había sentido como si las cosas fueran colocándose poco a poco en su sitio. Había hecho casi todo el diseño, con la perspicaz ayuda de Latifa, cada vez mayor, respaldándome. Dejábamos a Penny asentir a todas las cuestiones para mantenerle la ilusión de que todavía era importante, pero la verdad es que ya no lo era. También había comenzado a modernizar el negocio de arriba abajo. Galatea Gisbourne rehízo el estilo de las tiendas con un «pashtishe de dishco de los shetenta», consistente en unas bolas brillantes que daban vueltas y unos flashes de luz debajo de los pies. Empecé a remodelar nuestro almacén, recortando todo lo inútil y seleccionando nuevos minoristas jóvenes. Si vendíamos la empresa a los alemanes, todo cambiaría. Nunca heredaría la compañía; siempre sería una esclava asalariada, por mucho que me mimaran y me consintieran. El consejo de Ludo fue muy útil. —Haz lo que te diga el corazón —me dijo, refiriéndose quizás a que debía rechazar la oferta; pero mi corazón estaba dividido. —He hablado con Veronica —le expliqué—. Piensa que va a ser difícil vender la empresa. Siempre hemos intentado alardear de ser del país, de nuestra pertenencia aquí. El rollo de lo clásico inglés y todo eso. Cree que habrá una reacción violenta cuando se descubra que los alemanes van detrás de nosotros. Sí, lo habéis adivinado, Veronica era nuestra relaciones públicas. La historia es demasiado larga para contarla aquí, pero puede resumirse un poco diciendo que su cortedad de alcance y su falta de malicia eran consideradas por todo el mundo como una gran astucia, y se había convertido en la relaciones públicas más solicitada de Londres. Sólo tenerla en el equipo nos daba cobertura publicitaria. Tuve que enviar a Ludo a suplicarle, y perdí la cuenta de las incontables ironías que había en todo aquello. —Pero ése será el problema de ellos, Katie. —Bueno, su problema y el mío. Yo todavía seguiré aquí. —Pero nosotros no, ¿no es verdad? —atajó Mandy. Estaba masticando chicle o quizá tabaco, a la vez que daba caladas intermitentemente a un hediondo cigarrillo. Su rabia parecía ir dirigida contra mí, aunque yo era la única persona que se interponía entre ella y el desastre. Penny no había querido a Vimla ni a Mandy para nada. No era la manera en que ella acostumbraba llevar las cosas. —Voy a intentar obtener garantías para las operarias —continuó Penny mirando fijamente a un punto indeterminado del vacío—. Pero ya sabéis que quieren la marca y el equipo de diseño, no la parte de producción ni fabricación. Mandy, Vimla, sois unas excelentes profesionales, muy expertas. Las operarias buenas

— 204 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

escasean. Encontraréis otra cosa. —Otra vez a la explotación de la fábrica —exclamó Latifa hablando por Vimla, que asintió vigorosamente con la cabeza. Iba a ser duro para las chicas de Kamil. Por no hablar del propio Kamil. Nunca participarían en el trato. Me necesitaban. Y de una manera extraña, yo sentía que también los necesitaba a ellos. Y yo podía parar la operación. Los alemanes me querían a mí además de la marca. Pagarían por el nombre de Penny Moss, pero no diez millones. No lo bastante como para que mereciera la pena. Pero ¿por qué debería yo pararlo? Significaba unirme a la élite del mundo de la moda. Obtendría mucho prestigio. Las cámaras se dispararían y las fiestas también. Si no era fama, sería algo parecido a la fama. ¿Debía, podía decir que no por llevar el control de mi trabajo? ¿Por los que formaban el equipo de Willesden? ¿Por Vimla, por Roshni, por las peleonas Pratima y Bina, por las otras chicas que me habían salvado la vida, por Kamil, ahora orgulloso y recatado, en vez de avergonzado y fanfarrón? La noticia, por supuesto, se había filtrado. Ya había notado el cambio: la buena clasificación que había aparecido en Nobu; la mirada de condescendencia, en vez de frío odio, del ayudante de Vogue; la inesperada llamada telefónica de la editora de la revista de moda Daily Beast's. «¡Qué alegría charlar contigo, Katie, querida! —dijo, y oí chirriar y crujir su correosa piel mientras se la subía para forzar una sonrisa—. ¿Por qué no hacemos un reportaje juntas? Ya sabes que aquí siempre hay sitio para una columna tuya, si decides inmortalizar tu sabiduría sobre moda.» Había recorrido un largo camino desde East Grinstead hasta allí, sí, pero todavía no me veía capaz de tomar una decisión. La mirada de Ludo se cruzó con la mía y esbozó su leve sonrisa desgarbada. Aparté la vista y por un momento, un larguísimo momento, me sentí perdida en el recuerdo de dos noches antes. Él me requirió con urgencia y avidez, con una mirada hambrienta y taimada en sus ojos blandos. Éste era el mayor cambio. Supuse que era la pérdida y el miedo a la pérdida; el dolor y la redención; el abismo convertido en una montaña. De cualquier modo, fue agradable, muy, muy agradable. Y entonces me di cuenta de que todos me estaban mirando. Debía de haberme perdido. Tenía los ojos llorosos por el humo del cigarrillo de Mandy y tuve que parpadear dos veces rápidamente. Cuando volví a mirarles empezaron a desvanecerse y, con ellos, se desvanecieron los recuerdos de Willesden y Kilburn. Y vi ante mí las luces de miles de cámaras centelleando en constelaciones y galaxias, y yo atravesaba la multitud y me volvía a medias e inclinaba la cabeza en la manera que sé que queda gracioso y les dedicaba mi mejor sonrisa. Y le decía algo a Penny, que era la única a quien distinguía con claridad, y no sabía muy bien lo que estaba diciendo, sí, pero ella sabía que decía que sí, quiero, sí quiero. —Katie, perdona —dijo Penny con algo de su antigua altivez—, ¿decías algo? Estás murmurando, no se entiende lo que dices, chica. —¿Yo? ¿Qué decía? —No tenía la menor idea de si había dicho algo ni de lo que iba a decir. Pero lo que salió fue—: Que se jodan los alemanes.

— 205 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

—Que se jodan los alemanes. —Que se jodan los alemanes. Ludo me sonrió. —Que se jodan los alemanes —repitió, bajito. Y así fue.

— 206 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

RESEÑA BIBLIOGRÁFICA REBECCA CAMPBELL La escritora y diseñadora inglesa de moda Rebecca Campbell se graduó en la London School of Economics, tras pasar un desafortunado año en Japón trabajando en banca intentando impresionar a quien sabe quién, regresó a su país y estudió en el London College of Fashion. Junto a su madre, Paddy Campbell, dirige una firma de diseño de ropa con ventas en Irlanda y Reino Unido. Actualmente vive con su marido, el escritor Anthony McGowan y sus hijos Gabriel y Rose en el norte de Londres.

GENTE GUAPA Con veintitantos años, Katie Castle, de origen humilde, tiene un atractivo novio, un trabajo excitante como encargada de producción de ropa de moda y un círculo de conocidos de lo más chic dentro del mundillo de la «gente guapa». Katie es la mano derecha de la gran modista Penny Moss, quién le ha prestado un precioso apartamento en Primrose Hill y con cuyo hijo planea casarse. Pero su frivolidad le llevará a cometer un error que supondrá ser expulsada...

***

— 207 —

REBECCA CAMPBELL

GENTE GUAPA

Título de la edición original: Slave to Fashion Traducción del inglés: Raquel Luzárraga y Alonso de llera, cedida por Ediciones Robinbook, s. l. Diseño: Eva Mutter Ilustración: Gonzalo Cutrina Círculo de Lectores, S. A. (Sociedad Unipersonal) Travessera de Gracia, 47-49, 08021 Barcelona www.circulo.es 357940008642 Licencia editorial para Círculo de Lectores por cortesía de Ediciones Robinbook, s. l. Está prohibida la venta de este libro a personas que no pertenezcan a Círculo de Lectores. © Rebecca Campbell, 2002 © Ediciones Robinbook, s. 1., 2003 Depósito legal: B. 19762-2004 Fotocomposición: Víctor Igual, S. L., Barcelona Impresión y encuadernación: Printer industria gráfica, s. a. N. II, Cuatro caminos s/n, 08620 Sant Vicenç dels Horts Barcelona, 2004. Impreso en España ISBN 84-672-0312-9 N. ° 23986

— 208 —