Familias con necesidades educativas especiales y asesoramiento familiar

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Quinta parte

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Familias con necesidades educativas especiales y asesoramiento familiar

Rodrigo, M. J., & Palacios, G. J. (Eds.). (2014). Familia y desarrollo humano. Retrieved from http://ebookcentral.proquest.com Created from univeraguascalientessp on 2019-04-02 11:18:14.

21 Desarrollo y educación familiar en niños con cursos evolutivos diferentes María Isabel Simón, Nieves Correa, María José Rodrigo y María Amparo Rodríguez

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1. Introducción El estudio actual de los niños con cursos evolutivos diferentes está cuestionando la visión deficitaria y excepcional que anteriormente se tenía sobre ellos. Esta visión consideraba que los niños con retraso o con adelanto en el desarrollo formaban sendos grupos aparte de la población normal, caracterizados por tener un curso evolutivo bastante homogéneo dentro de cada grupo. Muy al contrario, actualmente se enfatizan las similitudes entre el desarrollo de estos niños y el de los demás, se analizan sus peculiaridades diferenciales y la gran diversidad que hay en el interior de cada grupo. De todo ello se deriva un planteamiento más preciso y ajustado sobre las necesidades educativas de estos niños y, sobre todo, un marco más clarificador acerca del papel de las familias y de los profesionales que trabajan con ellos, que pueden adecuarse cada vez más a sus diferentes ritmos de desarrollo e influir favorablemente sobre ellos. Particularmente, el contexto familiar es de suma importancia para analizar el desarrollo de estos niños y estimular su potencial de aprendizaje. Nuestro propósito es describir brevemente las peculiaridades evolutivas de estos dos grupos de niños, y examinar sus respectivos contextos fami- liares para ofrecer, finalmente, una serie de recomendaciones para una adecuada intervención en dichos contextos. A efectos de una mayor claridad expositiva, el capítulo se divide en dos bloques, el primero trata sobre los niños con retraso en el desarrollo y el segundo sobre los niños con un desarrollo aventajado.

2. Características evolutivas de los niños con retraso en el desarrollo Según la visión deficitaria mencionada anteriormente, se clasificaba a estos niños en función del nivel de desarrollo intelectual como profundos, severos, medios o ligeros y, a partir de ahí, se establecían genéricamente una serie de características intelectuales, personales y sociales. Asimismo, se utilizaban modelos explicativos más próximos a la orientación médica y clínica para caracterizar sus defectos específicos. Actualmente se piensa que el desarrollo

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de estos niños no depende sólo del grado de afectación intelectual, necesitando una visión más compleja y sistémica que haga referencia a las causas del retraso, el grado de afectación, el momento de aparición, el momento de su detección, el inicio de la intervención, el ambiente familiar y el entorno sociocultural, así como a las características individuales del niño. Por otro lado, autores como Hodapp y Dykens (1994), resaltan la necesidad de especificar las diferencias en el curso de desarrollo en función de la etiología; así, los niños que presentan el síndrome de la X frágil (retraso causado por una anomalía en el cromosoma X) sufren una desaceleración y declive en su desarrollo cognitivo y adaptativo a partir de la pubertad, debido a los cambios neuronales y hormonales. Sin embargo, los niños que padecen el síndrome de Williams (estenosis aórtica supravalvular, retardo mental y facies de duende) muestran una cierta estabilidad en su desarrollo cognitivo y social incluso hasta la etapa adulta. Por su parte, el niño con síndrome de Down (retraso causado por la presencia de un cromosoma de más en el par 21) presenta períodos de rápido desarrollo y otros de estabilidad o mesetas, variando unos y otros según el área de desarrollo que se analice. No obstante, por diversas razones, la mayoría de los estudios abordan el desarrollo de forma general, o bien se han basado casi exclusivamente en el análisis del síndrome de Down. En este capítulo describiremos los aspectos evolutivos más destacados de la población que presenta retraso en general, indistintamente de su etiología, comentando en algunos casos particulares cómo se manifiesta cada síndrome. Desde los primeros meses, los niños con retraso en el desarrollo tienen dificultades para mantener la atención en la ejecución de tareas y estar alerta ante los estímulos externos. Esto tiene consecuencias negativas en la velocidad y organización de la conducta motora y en la planificación de la acción. No obstante, estos niños muestran un buen nivel de imitación y repetición de tareas viso-motoras (Hodapp y Dykens, 1994). Respecto a la memoria, esta población presenta dificultades en el procesamiento de la información sensorial y en el uso de estrategias de recuerdo. En todo ello influye la modalidad de entrada de la información, resultando más difícil para estos niños la información auditiva que la visual. El tipo de tarea que se le presenta (secuencial o simultánea) también influye dependiendo de la etiología del retraso. Así, por ejemplo, a los niños con el síndrome de X frágil les resulta más complicado procesar la información presentada secuencialmente que la presentada simultáneamente, sobre todo en tareas viso-motoras, mientras que la forma de presentar la tarea parece no afectar a los niños con síndrome de Down. Respecto al uso de estrategias de recuerdo, se ha observado, sobre todo en niños con síndrome de Down, una manifestación más tardía en la elaboración de estrategias espontáneas como la repetición o la enumeración, frente al resto de los niños, en los que aparecen normalmente a partir de los cinco años. El lenguaje es una de las áreas donde más claramente se observan problemas, con retrasos en la articulación, la expresión y la comprensión. Hasta ahora, se ha destacado que estos niños suelen vocalizar menos, articulan con poca claridad, tardan más tiempo en adquirir nuevo vocabulario y en construir frases con una organización gramatical compleja. En la adolescencia, su lenguaje posee una pobre organización gramatical, con enunciados de

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mediana longitud, formulados por lo general en presente y con pocas frases subordinadas. Por otro lado, también resulta más difícil saber cuándo han comprendido una información, dado que no suelen demostrar ninguna reacción típica (modificar la mímica, solicitar que se repita). El niño con síndrome de Down, a pesar de mostrar menores habilidades expresivas y gramaticales, presenta un nivel de comprensión y de uso pragmático del lenguaje mejor que los niños que tienen otros síndromes. En cualquier caso, según Flórez y Troncoso (1994), no sólo hay que considerar el efecto de la etiología en el desarrollo del lenguaje de estos niños, sino también la influencia que ejercen los contextos familiares inadecuados a los que, en muchas ocasiones, están expuestos y que pueden agudizar los problemas en esta área. El uso pragmático del lenguaje ha sido estudiado en muchas ocasiones relacionándolo con los patrones de interacción social y la conducta adaptativa. En general, estos niños son menos interactivos y responden menos al adulto, aunque ello no significa que no sean capaces de desarrollar este tipo de comportamientos. Lo que ocurre es que estas pautas se manifiestan de forma diferente y en momentos distintos respecto a los niños sin retraso. Por ejemplo, los niños con síndrome de Down son capaces en los primeros meses de desarrollar comportamientos para establecer las primeras pautas de interacción, como el contacto ocular, las vocalizaciones y la sonrisa. Sin embargo, se encuentran diferencias como que el contacto ocular aparece más tarde y se centra casi exclusivamente en los ojos de la madre, debido al bajo nivel de exploración visual que poseen; en la interacción con la madre, emplean menos vocalizaciones, que son además repetitivas y azarosas y, su primera sonrisa es más tardía y menos intensa. Además, a los 6 meses tienen dificultades para atender al mismo tiempo a una persona y a un objeto, como, por ejemplo, cuando la madre juega con su hijo utilizando un juguete. Aún a los 12 meses, si la madre insiste en atraer la atención de su hijo hacia un objeto, éste muestra poco interés, dejando fácilmente de jugar con él y concentrándose más en la persona. Aparte de esta limitación en la atención simultánea a varios elementos, también se ha observado que presentan dificultades en la actividad simbólica con objetos. Por ejemplo, Beeghly, Weiss-Perry y Cicchetti (1993), encontraron que estos niños emplean mucho más tiempo en manipular el objeto, repiten los mismos esquemas y hacen menos transformaciones y sustituciones simbólicas. En cualquier caso, el desarrollo de la comunicación y la socialización continuará en la etapa escolar. Por otro lado, la socialización se va a desarrollar mejor que la comunicación en los niños con síndrome de Down, al contrario de lo que ocurre en los niños con síndrome de Williams o de la X frágil. 2.1. El contexto familiar de los niños con retraso en el desarrollo La familia del niño con retraso en el desarrollo ha despertado un interés creciente en las últimas décadas, siendo prueba de ello los numerosos estudios que se han ocupado del tema. Las investigaciones realizadas tienen en común el intentar clarificar qué aspectos particulares del ambiente del niño ayudan a su desarrollo y qué factores ecológicos del entorno familiar

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pueden facilitar la adaptación de la familia a las necesidades y demandas del hijo. Sin embargo, los primeros estudios, llevados a cabo en las décadas de los sesenta y setenta, eran predominantemente unidireccionales y negativistas. Desde esta perspectiva, se consideraba que tener un hijo con algún tipo de deficiencia repercutía negativamente en la familia y como consecuencia se daban familias incapacitadas (Kew, 1975). A partir de los años ochenta, se observa un cambio importante en los estudios sobre el contexto familiar al utilizarse el modelo del estrés y afrontamiento, entre otros. Los investigadores consideran a la familia como un sistema y abandonan ese sesgo negativista. Tener un niño con retraso en el desarrollo no tiene por qué provocar necesariamente respuestas poco adaptativas en el sistema familiar, sino que puede incluso fortalecer las relaciones dentro de la propia familia. Además, el niño no es el causante de la patología familiar, sino que es un agente de riesgo. Esta nueva visión centra la atención en los factores que median en el proceso de adaptación de estas familias. Así, a partir del modelo ABCX reformulado por McCubbin y Patterson (1983), se considera que los efectos de la crisis que provoca un hijo con retraso (X) están motivados por las características del niño (A), mediando en esta crisis los recursos internos o externos con los que cuenta la familia (B) y las concepciones que tiene la familia sobre el niño y sus problemas (C).

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2.1.1. Reacciones y procesos de adaptación de las familias de los niños con retraso en el desarrollo El impacto que produce sobre la familia la llegada de un hijo con retraso en el desarrollo sigue una serie de estadios descritos por Duvall (1957) y expuestos de una manera clara por Freixa (1993). El primer estadio, denominado inicio de la familia, tiene lugar cuando la pareja está creando las bases firmes que ayudan a enfrentar cualquier situación de crisis. Cuando la pareja está poco ajustada emocionalmente en sus inicios, el nacimiento de un hijo con retraso supondrá un estrés añadido a su situación. Durante la espera del hijo, los futuros padres se preparan ante los nuevos cambios. Tanto si reciben la noticia de que esperan un hijo con retraso y deciden optar por un aborto terapéutico como si deciden continuar con el embarazo y tienen que prepararse para su llegada, se hace necesario el apoyo del profesional para superar este momento. Con el nacimiento del niño con retraso, se produce una crisis que comprende varias fases entre las que se pueden dar oscilaciones o incluso retrocesos (Cunningham y Davis, 1988). La primera es la fase de shock, en la que las expectativas de tener un hijo normal se derrumban y aparecen sentimientos de ansiedad, amenaza e incluso culpa. La segunda es la fase de reacción, en la que los padres intentan comprender la situación y aparecen sentimientos ambivalentes como el proteccionismo, el rechazo, la culpabilidad, la búsqueda de diferentes opiniones, etc. La última es la fase de la realidad, en la que se produce una adaptación al problema, puesto que los padres tienen que enfrentarse a la crianza del niño con retraso. El siguiente estadio tiene lugar cuando el niño con retraso llega a la edad preescolar.

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Ahora se hacen más evidentes los problemas que tienen los niños en la adquisición de determinadas habilidades de autonomía personal, lingüísticas y sociales. Ello va a suponer para los padres una prolongación en el tiempo de las exigencias diarias del cuidado del niño con la consiguiente carga de estrés. También pueden aparecer respuestas de estrés en los padres cuando se enfrentan a la búsqueda de servicios de atención temprana y reconocen ante la comunidad el hecho de tener un hijo con discapacidad. Durante la edad escolar, los padres deben realizar la elección del centro adecuado para su hijo. Esta preocupación se ve acrecentada por la búsqueda de servicios de apoyo adecuados que procuren una mejor adaptación social del niño. Las familias de adolescentes con retraso en el desarrollo se enfrentan en este momento a las diferencias cada vez más aparentes entre el ritmo de crecimiento del cuerpo del adolescente y su desarrollo mental, emocional y social. Aunque los adolescentes tengan alguna formación, las posibilidades profesionales suelen estar muy limitadas y los padres son conscientes de que su hijo va a depender toda la vida de ellos. Por ello surgen con más fuerza las preocupaciones de índole financiera, con el objeto de asegurar la vida futura de su hijo. Otro tema que les causa inquietud es cómo afrontar la incipiente sexualidad del adolescente. En la vida adulta, esta persona puede ser institucionalizada o vivir con los padres hasta que éstos mueran. Claramente aparece la intranquilidad de los padres por el futuro profesional. Las escuelas ya no ofrecen los servicios adecuados y existen pocos servicios para adultos; hay por tanto un incremento de las responsabilidades de los padres en vez de un decremento. Durante los dos últimos estadios, de la mediana edad y de la vejez, la mayor preocupación de los responsables familiares seguirá siendo dónde va a residir esta persona, planteándose la posibilidad de la institucionalización, especialmente si tienen problemas de salud. Gallimore, Coots, Weisner, Garnier y Guthrie (1996) señalan que la acomodación que realiza la familia ante los problemas del niño presenta un panorama mixto de continuidad y de cambio, con momentos de transición que pueden generar mayor estrés. Por ejemplo, entre los 3 y los 7 años las familias parecen tener una acomodación estable, mientras que ésta desciende entre los 7 y los 11 años debido a que en la adolescencia aparecen nuevos tipos de acomodaciones en los diferentes dominios de conducta. El hijo con retraso está omnipresente en la vida de los padres a causa de su dependencia, a veces casi absoluta, de las personas que le rodean. Es indudable que la familia va a necesitar un apoyo, tanto de las redes formales como informales, a lo largo de todo su ciclo vital, lo que requiere concentrar los esfuerzos de intervención no só- lo en los primeros años de vida del niño, como se ha hecho la mayoría de las veces. El hecho de que no todas las familias reaccionen y se adapten de la misma forma a la presencia de un niño con retraso en el desarrollo ha despertado el interés por el estudio de los factores que intervienen en esta variedad de respuestas (Freixa, 1993). En general, los investigadores están abandonando la idea de que son las características del niño el único factor determinante de las respuestas adaptativas que dan las familias. Otros factores como son las creencias y estilos de comportamiento desarrollados por los padres, la calidad de las

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relaciones familiares o los sistemas de apoyo externo deben tenerse también muy en cuenta. Las características del niño (edad, etiología del retraso, características psicológicas, etc.) tienen un impacto diferencial según se trate del padre o de la madre. Por ejemplo, a la madre le afectan más las escasas habilidades comunicativas del hijo que al padre. Respecto a las creencias de los padres sobre el retraso del hijo, están muy relacionadas con el estrés parental, el ajuste familiar y la angustia psicológica. Así, por ejemplo, las familias de niños con síndrome de Down experimentan menor cantidad de estrés en la crianza del hijo, un menor conflicto familiar y disponen de mayor número de redes de apoyo frente a otras familias de niños con otro tipo de problemas. Cahill y Glidden (1996) sugieren que existe un estereotipo a favor de la crianza de estos niños, definiéndoles como de temperamento fácil, afectivos y de personalidad agradable que puede influir en las actitudes más favorables de los padres hacia este problema. Por su parte, Willoughby y Glidden (1995) encontraron que las familias con una dinámica cohesiva y de apoyo entre sus componentes, que expresaban sus sentimientos personales y, en general, tenían menos conflictos personales, son las que padecían menos estrés. Mink, Blacher y Nihira (1988) contrastaron los diferentes ambientes de familias con niños y adolescentes con retraso mental ligero, moderado, severo y profundo, y encontraron que las diferencias manifestadas por las familias en su capacidad de reacción y adaptación no dependían de la gravedad de los niños y tampoco del estadio evolutivo donde se encontraban las familias, sino de los estilos de relación familiar, siendo peor la adaptación en aquellas familias donde existía un ambiente conflictivo. Por último, la reacción y adaptación de las familias ante el estrés está relacionada con los sistemas de apoyo y recursos externos. Bayley, Blasco y Simeonsson (1992) resaltan que las madres, en contraste con los padres, son más receptivas al apoyo social y familiar que se les ofrece, porque supone para ellas aligerar la carga de la crianza del niño. Por tanto, las ayudas externas son bien recibidas, aunque el impacto va a ser distinto en cada miembro de la familia. En cualquier caso, a pesar del estrés, las familias pueden responder al cuidado de estos niños con entereza y con un buen funcionamiento adaptativo si cuentan con buenos sistemas de apoyo. La necesidad de analizar a la familia en su conjunto y no meramente al niño en solitario, ha llevado a estudiar los procesos de reacción y adaptación de los diversos componentes de la familia. Aunque no hay total acuerdo, varios autores señalan que existen diferencias en las respuestas que dan la madre y el padre. Frey, Greenberg y Fewell, (1989) encontraron que al padre le cuesta establecer los primeros vínculos afectivos con su hijo, especialmente si es varón, y suele mostrar conductas de evitación, mientras que la madre, al estar más involucrada en la actividad de la crianza, presenta más depresión o problemas en su ajuste personal. Krauss (1993) observó que el padre es más sensible a los cambios en el ambiente familiar y la madre, como hemos señalado antes, al apoyo familiar y social que recibe. De hecho, la madre expresa la necesidad de tal apoyo, la necesidad de información para poder explicar el handicap del niño a otras personas, y la necesidad de ayuda en el cuidado del niño (Bailey et

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al., 1992). El padre está preocupado par- ticularmente por los costes del cuidado del niño y lo que significa para la familia en su conjunto. Sin embargo, Willoughby y Glidden (1995) señalan que este patrón diferencial de respuestas coincide con una distribución tradicional de roles. El impacto es menor si ambos padres participan igualitariamente en la ejecución tanto de las labores del hogar como del cuidado del niño con retraso. En cuanto a la reacción de los hermanos, hay menos estudios y con resultados contradictorios. Algunos de los efectos negativos señalados son: la sobrecarga en las responsabilidades de cuidado del hermano con retraso; la menor atención a los otros hijos por parte de los padres; la presión parental para que el hijo no afectado compense las limitaciones del hermano afectado, etc. Sin embargo, tampoco está claro que los hermanos reciban menor atención de los padres en estos casos. Stoneman, Brody, Davis y Crapps (1987) encontraron que los hijos varones interactuaban más con sus madres cuando había un hermano pequeño discapacitado. Lo que sí parece tener un claro efecto sobre el ajuste en los hermanos no afectados son las actitudes parentales ante la discapacidad del niño y el ambiente psicológico que se establece en la familia (el estrés parental, los recursos disponibles en la familia tanto externos como de los propios miembros, o el tipo de relaciones familiares que se dan en el núcleo familiar). Así, en las familias con un mayor estrés, donde los padres tienen peores recursos de afrontamiento, y con conflicto familiar, los hermanos presentan un autoconcepto más bajo y mayores problemas de conducta. Por el contrario, en un ambiente familiar cohesivo, expresivo y armónico, mejora su competencia social (Dyson, Edgar y Crnic, 1989).

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2.1.2. La interacción padres-hijos con retraso en el desarrollo La calidad de la interacción padres-hijos produce efectos importantes en el desarrollo de las áreas cognitivas, lingüísticas y socioemocionales de los niños con retraso. Es más, algunos sostienen que las variables parentales están más claramente relacionadas con el desarrollo del niño en los primeros años que las propias características del niño (salvo en el caso de deficiencias muy graves), e incluso, que algunos programas de intervención. La mayoría de los trabajos en este campo se han centrado en los niños con síndrome de Down y en la interacción madre-niño; sin embargo, se está ampliando el análisis hacia el papel del padre y otros miembros de la familia. Dentro de la interacción madre-niño, los estudios se centran en el desarrollo del lenguaje o del juego. El resultado más destacado en este aspecto parece ser que estas madres tienden a utilizar un estilo directivo en la interacción (Mahoney, Fors y Wood, 1990). Por lo que respecta a los niños, según Tannock (1988), tienden a implicarse menos en la actividad, dan menos respuestas afectivas, responden menos y toman menos la iniciativa. Hasta ahora se pensaba que el alto grado de directividad manifestado por las madres era el resultado de la adaptación que realizaban a las peculiaridades de sus hijos, debido al escaso nivel de participación de los niños. Otra explicación se relaciona con el interés de estas madres por cambiar el comportamiento de sus hijos. Sin embargo, no debe confundirse

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necesariamente este estilo directivo con una forma intrusiva por parte de la madre en términos negativos. Mahoney (1988) señala que existen diferentes estilos directivos de interacción a través de los cuales unas madres pueden ser más intrusivas que otras y que no siempre la directividad supone carencia de sensibilidad comunicativa. En su estudio analizó los diferentes estilos de directividad en la comunicación verbal de diversos grupos de madres, atendiendo a aspectos generales de pautas de interacción comunicativa, la relación con el tema de la conversación y el nivel de complejidad lingüística empleado por la madre (véase Cuadro 21.1). Cuadro 21.1. Diferentes estilos directivos de interacción comunicativa madre-hijo con síndrome de Down (Mahoney, 1988)

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Implicaciones

Necesidades que genera

— Entrada de la información principalmente por vía visual.

— Necesidad de recurrir a estrategias visuales y aprovechar otros canales (restos auditivos, tacto).

— Menor conocimiento del mundo.

— Necesidad de experiencia directa y mayor información de lo que sucede.

— Dificultad en incorporar normas sociales.

— Necesidad de mayor información referida a valores y normas.

— Dificultad para representar la realidad a través del lenguaje oral.

— Necesidad de un sistema lingüístico de representación.

— Dificultad en la identidad social y personal.

— Necesidad de asegurar la identidad y la autoestima.

— Dificultad para incorporar y comunicarse en el lenguaje oral.

— Necesidad de apropiarse de un código comunicativo útil. Necesidad de aprender de forma intencional el código mayoritario.

El desarrollo de la comunicación verbal en los niños era mejor cuando el estilo directivo de interacción comunicativa de las madres se caracterizaba por una mayor sensibilidad, es decir, cuando atendían a las conductas comunicativas verbales y no verbales de los niños, cuando el tema de la conversación estaba orientado hacia las necesidades del niño y cuando las madres estimulaban al niño para que interviniera en la conversación en lugar de estimularle a ejecutar o resolver acciones. Mahoney, Fors y Wood (1990) apuntan que los diferentes estilos de directividad pueden deberse a la variedad de propósitos que los padres tienen sobre su papel como educadores. Se ha observado que las madres de niños con síndrome de Down tienen sobre todo el propósito de enseñar a sus hijos. Además, la sensibilidad que manifiestan depende de cómo perciben la capacidad de comunicación de sus hijos, la naturaleza de la tarea y sus objetivos. Estos estudios advierten sobre la necesidad de considerar los efectos de las ideas, intenciones o metas de los padres sobre su papel como educadores, como uno de los elementos determinantes en las pautas de interacción que

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desarrollan. Respecto a las pautas de interacción entre padres e hijos con retraso en edad escolar, Floyd y Phillippe (1993), señalan que se sigue observando un estilo directivo, pero que raramente la relación que establecen los padres es coercitiva o aversiva, a pesar de que en esta etapa los niños suelen manifestar muchos problemas de comportamiento y socialización. Lo que sí parece persistir es su preocupación por enseñar al niño a que ejecute bien las tareas, lo que hace que existan pocos intercambios relajados y agradables. En cualquier caso, el estilo de interacción que desarrollan los padres va cambiando a medida que los niños crecen, aunque más lentamente que el de los padres de niños no afectados. Lamentablemente, hay pocos estudios longitudinales que analicen los efectos a largo plazo de determinadas pautas de interacción en el desarrollo de estos niños. Algunos trabajos en esta línea resaltan que para poder predecir tales efectos hay que tener en cuenta las diferencias de cada familia, la continuidad y cambio de dichos procesos de interacción y la capacidad de adaptación de los niños. Observando los resultados de los diferentes estilos interactivos, parece ser que el que presenta mayores beneficios para el desarrollo es aquel que combina cierta directividad con sensibilidad ante las necesidades del niño.

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2.1.3. La vida diaria en familias con niños con retraso en el desarrollo El análisis de la vida diaria de las familias de niños con retraso en el desarrollo también resulta muy informativo. Las actividades de la vida cotidiana en el seno familiar dotan al niño de oportunidades para aprender y desarrollarse a través del modelado, la participación conjunta, la realización asistida de tareas y otras formas de mediar el aprendizaje social. Estas actividades pueden o no conllevar motivaciones educativas. Según Gallimore, Weisner, Kaufman y Bernheimer (1989), la vida de los padres está guiada por la tarea de construir y sostener una rutina diaria que sea satisfactoria y coherente según su punto de vista. Los padres con niños retrasados se preocupan por proporcionar lo que consideran un cuidado oportuno, supervisión y estimulación a sus niños, construyendo un nicho ecológico especial para su desarrollo (véase capítulo 12). McConachie (1989) contrasta el tipo de actividades y el nivel de participación de la madre y el padre en el cuidado del niño y encuentra que existen diferencias tanto en el tipo como en la forma de las actividades que realiza cada miembro de la familia. Así, la madre tiene más carga y responsabilidad sobre el niño, mientras que el padre, los hermanos y otros miembros de la familia no difieren en la forma de cuidar al niño respecto a las familias de niños no afectados. La madre no espera que los abuelos ayuden demasiado, pero valora su participación en el juego y en épocas de crisis; el padre participa poco en actividades de cuidado diario y de juego educativo con sus hijos y más en actividades en el exterior, ver televisión o determinados juegos físicos con los que los niños disfrutan mucho. La participación del padre suele ser más activa cuando el niño es mayor y puede hablar. La

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participación de la madre en situaciones de juego instruccional es más concentrada y suele ser más dominante y exigente. Según estos resultados, se puede concluir que las actividades cotidianas son distintas en el caso del padre y la madre y se realizan con estilos diferentes. Gallimore y colaboradores resaltan que la acomodación de la familia al desarrollo de estos niños no es tan diferente a la del resto de las familias si se considera que todos los padres, en definitiva, tratan de construir actividades que modifiquen el desarrollo de sus hijos. Ahora bien, no se puede negar que el handicap del niño afecta al proceso de acomodación que muestran los padres. En este caso, los padres tienen que ser más selectivos a la hora de plantear las actividades para el cuidado de sus hijos y, además, las rutinas son más complejas porque tienen que diversificarse más al incluir, muchas veces, nuevos elementos para poder adaptarse al handicap del niño. Asimismo, algunos dominios de actividades pueden resultar más afectados que otros debido al número y naturaleza de los problemas que tiene el niño. En el Cuadro 21.2 se presentan lo que Gallimore y colaboradores consideran como factores mediadores de la organización de las actividades cotidianas, junto con algunos ejemplos de cómo éstos se pueden manifestar en dichas actividades. Cuadro 21.2. Factores ecológicos implicados en el proceso de acomodación de las familias al niño con retraso (basado en el trabajo de Gallimore et al., 1989)

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Factores implicados

Ejemplos

Soporte económico

— La madre deja de trabajar para cuidar al niño. — El padre sigue en el mismo trabajo para acceder a mejores servicios.

Acceso a servicios de ayuda

— La familia reside en una zona donde pueden acceder fácilmente a servicios de apoyo.

Seguridad de la casa y el barrio

— Se mudan a una casa más amplia. — Cambian el mobiliario para que sea más seguro.

Tareas domésticas

— La madre prioriza la atención al niño y no la limpieza. — Se contrata personal para la limpieza del hogar.

Cuidados del niño

— Participación de los hermanos mayores. — Inclusión de tareas más complejas.

Amigos del niño

— Sólo dejan que su hijo juegue con otros niños dentro de la casa.

Relación marital

— La relación se fortalece para hacer frente al handicap del niño.

Apoyo social

— Los abuelos u otros grupos dan dinero o cuidan a veces al niño.

Rol del padre

— Participa más en las labores del hogar y cuida más al niño.

Información

— Los padres reciben consejos e información sobre cómo cuidar al niño a partir de diversas fuentes (abuelos, profesionales, amigos, etc.).

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Algunos de estos factores pueden estar presentes en mayor o menor medida en estas familias y el problema surge cuando tienen un impacto acumulativo y negativo. En algunas familias conflictivas, la madre se sobrecarga de trabajo, suele abandonar su profesión, surgen desavenencias conyugales, los hermanos no participan en el cuidado del niño, las actividades se centran más en este último a expensas de los hermanos, etc. Sin embargo, aunque las familias pueden verse constreñidas por estos factores, también es cierto que pueden modificar las situaciones para lograr y sostener una rutina diaria significativa y coherente con las necesidades del niño. 2.2. Intervención familiar

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La información relacionada con las características del niño y el ambiente familiar debe tenerse en cuenta por los profesionales a la hora de planificar la intervención familiar. Para aminorar el estrés familiar, la intervención deberá dirigirse a incrementar la competencia del niño, así como a cambiar las percepciones parentales sobre el nivel de competencia y necesidades del niño, revisando sus creencias y valores. Sin olvidar que hay que considerar aquellos factores que protegen a las familias de los impactos potencialmente negativos en la crianza de los niños, como fomentar unas relaciones familiares mejores entre los miembros, crear estilos de afrontamiento adecuados ante el estrés, ampliar las redes de apoyo a los padres, etc., aspectos éstos considerados como importantes mediadores para un afrontamiento con éxito del problema. En relación con las pautas específicas de interacción entre cada uno de los miembros de la familia y el niño, Berger (1993) propone una serie de consideraciones a la hora de asistir a los padres en la tarea de educar a su hijo: 1. Ayudar a afrontar el cuidado y la educación del niño después de superar el shock inicial. En ese momento, los padres no saben si su deber es estimular todo lo que puedan al niño o tratarlo como a un niño no afectado. El profesional debe ser capaz de armonizar las preferencias y el estilo educativo de los padres con el nivel óptimo de interacción. 2. Implicar a los padres en la estimulación sensorial, motriz y comunicativa temprana es beneficioso no sólo para el niño, sino también para los padres, porque es una de las primeras experiencias de interacción que tienen y les puede ayudar a vencer sus incertidumbres e inhibiciones. En dicha interacción hay que cuidar que los padres no abusen de los refuerzos externos para estimular al niño, ya que éste se hace muy dependiente de los mismos. Además, en determinadas situaciones se puede prescindir de su uso continuado porque no resultan naturales; así, por ejemplo, cuando un niño manipula un objeto no es necesario reforzarlo continuamente. 3. En relación con el estilo interactivo, es conveniente enseñar a los padres a adoptar una actitud más relajada y recíproca. Aunque los estudios han mostrado que son capaces de desarrollar estrategias adaptativas de interacción, es necesario que la directividad que

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las caracteriza se acompañe de una mayor sensibilidad y sincronización con las necesidades del niño. Por otro lado, hay que enseñarles a que vayan modificando sus estrategias a lo largo del tiempo a medida que el niño va evolucionando. Habría que enseñar a los padres a observar, apreciar y responder a las respuestas actuales que el niño es capaz de dar, más que a preocuparse por lo que el niño debe aprender a continuación. Asimismo, los profesionales deben ayudar a establecer interacciones positivas en las que disfruten tanto los padres como el niño para evitar que se conviertan en situaciones instruccionales estresantes y poco agradables. Con todo ello estaremos mejorando la calidad de las interacciones parento-filiales. 4. Para proporcionar buenas orientaciones a los padres respecto a la interacción con el niño, hay que conocer las creencias de los padres sobre su papel como tales. Algunos creen que su papel es enseñar al niño y por eso corrigen sus errores o el uso inadecuado de los juguetes, lo cual impide al niño explorar a su gusto y obliga a seguir un juego estandarizado. Otros creen que su papel es el de mediadores, por lo que proporcionan al niño oportunidades de experimentar con objetos, cometer errores, esforzarse un poco y disfrutar del momento. 5. Hay que conocer la organización y estructuración de la vida cotidiana familiar. Los padres tienden a organizar la vida diaria en torno a una serie de actividades rutinarias con sentido y significado para ellos. El objetivo del profesional no consiste tanto en modificar radicalmente la rutina diaria como en conocer y aprovechar esta información para introducir nuevos elementos o adaptar los ya utilizados para conseguir organizaciones más óptimas. Hay que tener en cuenta y respetar el estilo natural de los padres al organizar sus actividades para favorecer el desarrollo de sus hijos. 6. Por último, hay que concienciar a las familias para que vean como un hecho natural el pedir ayuda a los profesionales y hacer uso de todos los recursos asistenciales que les proporcione la comunidad. Esta ayuda debe darse no sólo en los primeros momentos de ajuste al niño con retraso. Las familias siguen necesitando la ayuda profesional en otros momentos del curso de desarrollo y las necesidades que éstas manifiestan van cambiando a lo largo del tiempo. Asimismo, es objetivo clave el normalizar al máximo la situación de integración de su hijo/a en todos los ámbitos de participación que ofrece el entorno social de la familia.

3. Características evolutivas de los niños con un desarrollo aventajado El sentido común nos dice que tener un hijo con aptitudes extraordinarias hace muy fácil su educación. El estereotipo del superdotado se ajusta al siguiente cuadro: son niños/as que sobresalen en todas las áreas del desarrollo, son maduros emocionalmente y con un gran autocontrol, están adaptados socialmente, son independientes, responsables y capaces de

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enfrentarse a cualquier presión de un modo más constructivo. Sin embargo, las investigaciones han demostrado que también puede hablarse de sobredotación aun cuando no se den todas estas características. Así, por ejemplo, también puede formar parte del esterotipo del superdotado una cierta inadaptación social. Debido a la existencia de diferentes modelos y definiciones de inteligencia, se han utilizado de forma indiscriminada diferentes términos: niños superdotados, prodigio, precoces, genios, excepcionales, etc. Algunos son más apropiados que otros. Por ejemplo, ser precoces a una determinada edad (tener un desarrollo temprano en una determinada área motórica o lingüística, por lo general) no implica necesariamente que dicho ritmo acelerado se vaya a mantener en años posteriores. El término superdotado hace referencia casi exclusivamente a los niños con altos CI (superiores a 130), obtenidos en pruebas psicométricas que cubren una gran variedad de aptitudes diferentes. A su vez, ser un niño prodigio o genio caracteriza a aquellos que desarrollan un rendimiento fuera de lo común en un campo específico de intereses más propio de un adulto. En realidad, los investigadores han optado por considerar dos grandes tipos de capacidades extraordinarias, aquellas que son generales y se expresan principalmente en terrenos académicos tradicionales (matemáticas, lengua, física, etc.) y aquellas específicas que se manifiestan a través de la observación de los gustos o intereses extra académicos de los hijos (música, arte, actividades científicas, relaciones humanas, etc.). No obstante, dentro de cada grupo hay una gran variedad de tipos que difieren tanto cuantitativa como cualitativamente (Goriat, 1990; Feldman y Piirto, 1995; Benito y Alonso, 1996).

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3.1. Características del desarrollo en las áreas cognitiva, emocional y social Los procesos cognitivos y estrategias de aprendizaje que caracterizan a los niños con capacidades excepcionales, según se desprende de distintas investigaciones (Benito y Alonso, 1996), son los siguientes: a) Respecto a la adquisición y codificación de la información: atienden a los aspectos esenciales de la información; son más hábiles que los demás en la utilización de estrategias de fragmentación de la información; parten de principios y marcos generales para organizar la información; son rigurosos categorizando o clasificando; transforman espontáneamente la nueva información mediante imágenes visuales y espaciales, así como mediante estrategias de elaboración verbal; presentan una mayor capacidad de memoria operativa; utilizan más estrategias de memoria visual y de memorización en general; tienen mayor velocidad de procesamiento; son más autónomos durante el aprendizaje y almacenan gran cantidad de información. b) En cuanto a los procesos y estrategias de apoyo al procesamiento: dedican más tiempo a la fase de planificación; son rápidos en la ejecución; calibran el tiempo y el esfuerzo de dedicación a la tarea; son conscientes de sus zonas débiles; eligen adecuadamente las

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estrategias y tácticas; aprovechan el entrenamiento en estrategias para transferirlo a los problemas de la vida real; su autorregulación es rápida; supervisan la tarea, reflexionando y comprobando los re- sultados parciales; preguntan con habilidad; no toleran las contra- dicciones e incoherencias; desarrollan capacidades metacognitivas tempranamente; aprovechan mejor la ayuda de mediadores y aplican sus conocimientos adecuadamente. c) Respecto a su desarrollo emocional, no tiene por qué estar especialmente afectado. Sin embargo, ciertos estilos educativos y circunstancias familiares agudizan la sensibilidad que el niño tiene hacia la crítica, el excesivo perfeccionismo, la presión por el alto rendimiento, el aislamiento social al que muchas veces se somete o está sometido, etc. En general, los superdotados tienen más probabilidades que otros niños de encontrarse en situaciones frustrantes, en las que el tipo de reacción emocional puede ir desde la conformidad a la hostilidad, acompañada por altos niveles de ansiedad como rasgo más característico en todos los problemas emocionales, dolores de cabeza o abdominales, enuresis, terrores nocturnos, alteraciones del sueño, etc. d) El comportamiento social que presentan estos niños responde, en general, a las siguientes características: son muy activos en los primeros años de vida (grandes niveles de energía); responden más y mejor a los estímulos ambientales (precocidad perceptivomotora); pueden estar muy interesados por lo que ocurre en su entorno, pero también puede ocurrir lo contrario; duermen menos de lo normal; suelen acosar a preguntas a los adultos; son muy tenaces y con gran energía de carácter; obstinados; no soportan las órdenes; muy independientes, prefieren el trabajo individualizado o aquel en el que ejerzan la actividad como líder. En cuanto al tipo de intereses, prefieren juegos y actividades que no supongan riesgos físicos, asimismo evitan la práctica de deportes de grupo y prefieren las actividades más individualizadas (ajedrez, lectura, escritura, dibujo...) y suelen desarrollar un gran sentido del humor. 3.2. Problemas de adaptación personal, social y escolar Los problemas más significativos son la falta de sincronización en su ritmo de desarrollo o síndrome de disincronía que, según Terrassier (1994), supone un desfase entre la esfera intelectual y las otras facetas de la personalidad. Esto provoca problemas de relación en la familia, en el escuela, en el grupo de amigos o consigo mismos. Se distingue, por un lado, la disincronía interna, que implica ritmos diferentes de desarrollo entre la evolución intelectual, la maduración afectiva y la psicomotriz; por ejemplo, los niños pequeños están mejor en el aspecto léxico que en el gráfico; en la capacidad de razonamiento que en el lenguaje. Se observa que la inteligencia se desarrolla antes que el área afectiva. En casos extremos, los niños utilizan sus capacidades intelectuales para evitar o disfrazar situaciones potencialmente angustiantes que provocan determinados síntomas de trastornos emocionales. Por otro lado,

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está la disincronía social, que es el desfase entre la norma interna del desarrollo del niño y la norma social adecuada a la mayoría. La conjunción de presiones sociales (escuela, familia, amigos) para que el niño se adapte a la norma según su edad, provoca el efecto Pigmalión negativo que se traduce en un deterioro de su rendimiento. Este hecho se observa claramente en el ámbito escolar, donde muchos niños con aptitudes brillantes pueden manifestar fracaso escolar. El niño puede ver limitadas de forma sistemática sus necesidades intelectuales, generando desilusión como respuesta a su curiosidad e inhibiendo sus potencialidades. También, a menudo, los padres no pueden afrontar la peculiaridad de su hijo, a pesar de ser conscientes de sus posibilidades. Investigaciones recientes sobre la adaptación escolar y social de estos niños indican que aquellos que no han sido identificados y atendidos adecuadamente, presentan niveles superiores de insatisfacción y comportamiento inadecuado en el centro educativo; tienen cierta aversión a la instrucción del profesor; baja laboriosidad y motivación; baja asertividad social, y por el contrario, también pueden presentar despreocupación por las normas sociales o choque con las mismas, manifestando restricciones en su relación social u hostilidad (Benito y Alonso, 1996).

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3.3. El contexto familiar del niño aventajado Considerando que el medio modula el desarrollo del talento en los niños, el sistema familiar es uno de los aspectos que han de ser ampliamente considerados para determinar los factores que pueden favorecer o dificultar tal desarrollo, por un lado, y la mejor adaptación familiar a su presencia, por otro. Entre estos factores determinantes del desarrollo del talento están la edad de los padres (padres jóvenes) y el orden de nacimiento del hijo/a y la distancia entre hermanos, ya que requiere una gran energía y dedicación ajustarse al ritmo que impone el niño superdotado. Asimismo, los padres jóvenes que comparten con sus hijos sus propias aficiones son los que más favorecen el desarrollo temprano de sus capacidades. El género de los padres y sus actitudes hacia el de los hijos parece tener una influencia significativa en el desarrollo de diferentes clases de talento; así, la actitud de las madres hacia las matemáticas influye en la elección de carreras de ciencias en las chicas (Eccles y Harold, 1992). En este sentido Helson (1983) encontró que las mujeres que han desarrollado un gran talento creativo en las matemáticas, eran muchas veces hijas únicas cuyos padres las habían tratado sin seguir estereotipos de género. Los valores familiares pueden dar prioridad al desarrollo de ciertos talentos más que a otros, al facilitar el contexto más adecuado para que tenga lugar el desarrollo de ese talento específico valorado especialmente (Benbow, 1992). Asimismo, el estilo de vida de la familia parece influir en el desarrollo del talento y del rendimiento escolar tanto del niño como del adolescente. En contra de lo que se podría pensar, el estilo de vida no convencional no parece afectar negativamente al rendimiento, ya que lo

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más importante para el rendimiento es la cohesión familiar, el grado en que la familia se considera familia y se valoran las capacidades del niño, aunque la familia no presente la composición o los valores habituales (e.g., niños cuya escolarización se lleva a cabo en la casa bajo la dirección de los padres, familias no convencionales: familias de hippies, de actores de vida bohemia, etc.) (Feldman y Piirto, 1995). En la misma línea, determinados niveles de problemática familiar como las desventajas culturales y económicas, las tensiones en la familia, la pérdida de los padres, separaciones traumáticas, etc., pueden actuar como detonadores del talento o han permitido el desarrollo de éste a pesar de las adversidades (Van Tassel-Baska y Olszewski-Kubilius, 1989). Estudios acerca del efecto de un trauma en la infancia en artistas adultos de gran creatividad, señalan que ésta tiene lugar cuando en el trauma ha estado presente la afectividad, ya que de otro modo podría provocar conductas destructivas (Piirto, 1992). Además, Piirto sugiere la importancia de canalizar los efectos del trauma no sólo a través de la terapia, sino a través de medios metafóricos como el arte.

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3.4. La educación familiar de niños con capacidades excepcionales Los retos a los que debe responder la familia con un hijo/a de estas características son muy parecidos a los de las familias de hijos con retraso en el desarrollo, excepto que los apoyos sociales son más vitales en el segundo caso que en el primero. Esto hace que todo dependa más de las habilidades de los padres para criar y educar a estos niños con retraso. Son dos las tareas más importantes a realizar por la familia: identificar el tipo de talento y darle su apoyo de modo continuado para que se desarrolle. Los factores que de forma general suelen confluir negativamente en la identificación de estos niños están encabezados por la falta de sensibilización social respecto al tema, los estereotipos existentes acerca del niño superdotado y las falsas expectativas que se crean alrededor de él. Por otra parte, se observa una inadecuación de las tareas escolares que impiden demostrar las habilidades de orden superior y el pensamiento creativo. Además, muchas veces estos niños suelen encubrir sus habilidades para no sentirse rechazados o tienen handicaps físicos o sensoriales que impiden un reconocimiento adecuado de sus capacidades. Estos niños presentan muchas veces comportamientos tímidos y falta de verbalizaciones que dificultan su identificación, sin contar con la falta de información sobre el tema que suelen tener los padres y hasta sus maestros. Un aspecto básico del proceso de identificación es la detección temprana. Esto es clave, pues la mayoría de los estudios realizados al respecto concluyen que las perspectivas evolutivas son más favorables si, desde el comienzo, el niño cuenta con entornos familiares adecuados y con oportunidades educativas adaptadas a su talento. Para los casos de talentos específicos, antes de los cinco años pueden hacerse ya ciertas estimaciones bastante fiables sobre su existencia. No es este el caso para las capacidades más generales, que suelen desplegarse más adelante, incluso en la preadolescencia. En este sentido, es de vital

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importancia la identificación del talento en las niñas, especialmente entre los cuatro y siete años, dada la dificultad de su identificación posterior como consecuencia, entre otros factores, del miedo al éxito (Benito, 1994). Una vez detectada la capacidad del niño, los padres deben decidir si están dispuestos a apoyarla de manera continuada sin escatimar esfuerzos de todo tipo por su parte. En este sentido, la familia debe valorar si está preparada para tal empresa y qué cambios van a suceder en la vida cotidiana. Especialmente, hay que cuidar a los hermanos para evitar que se vean desatendidos en sus propias capacidades e intereses. Hay que estimar el coste económico que supone la organización de un currículum complementario o el entrenamiento específico de determinadas capacidades en el caso de talentos excepcionales concretos (tenis, ajedrez, danza, música, etc.). En este sentido, se recomienda que la familia consulte a expertos en la materia para recibir su consejo y asesoramiento. Además, hay que estar preparados ante los vaivenes motivacionales y de rendimiento que pueden ocurrir a medida que se hace mayor, como por ejemplo, la conocida crisis de confianza en las propias capacidades que puede sobrevenir entre los 12 y los 18 años. En definitiva, la familia tiene que ser consciente del proyecto de vida que supone apoyar y promover a un hijo/a con talentos excepcionales. 3.5. Intervención familiar

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El papel decisivo que la familia juega en el proceso de desarrollo de los niños superdotados queda evidenciado a través de los múltiples estudios realizados al respecto. Dada la profusión de conclusiones y variedades de las mismas, hemos querido sintetizar algunas de las acciones concretas que pueden ser aplicadas de manera general por las familias de superdotados. En los Cuadros 21.3 y 21.4 hemos resumido algunas prácticas educativas apropiadas y ciertas orientaciones para crear entornos familiares que estimulen las capacidades del niño. Cuadro 21.3. Prácticas recomendadas en la educación del niño superdotado (tomado de Shore, Cornell, Robinson y Ward, 1991) 1. Ser sensible a los problemas de ajuste con sus hermanos. 2. Evitar un énfasis monográfico en un área específica de interés. 3. Evitar estereotipos y concepciones erróneas sobre lo que es ser superdotado. 4. Evitar que los padres proyecten en las relaciones con sus hijos sus propias necesidades personales y emocionales. 5. Fomentar la adaptación personal y no sólo el rendimiento académico. 6. Intervenir tempranamente para estimular su desarrollo. 7. Participar en los programas de apoyo a sus capacidades. 8. Estimular la interacción con los iguales. 9. No alentar el perfeccionismo y la excesiva autocrítica. 10. Buscar apoyo emocional en los grupos de padres y asesores familiares.

Cuadro 21.4. Orientaciones a los padres de hijos con talento para crear un ambiente educativo apropiado (tomado de Piirto, 1992) Rodrigo, M. J., & Palacios, G. J. (Eds.). (2014). Familia y desarrollo humano. Retrieved from http://ebookcentral.proquest.com Created from univeraguascalientessp on 2019-04-02 11:18:14.

Proporcionar un lugar apropiado para el trabajo creativo de su hijo/a. Proporcionarle los materiales que necesite según sus aptitudes. Fomentar el trabajo creativo sin evaluarlo explícitamente. Desarrollar actividades creativas y dejar que el hijo/a observe su realización. Valorar el trabajo creativo de otros, visitar museos, espectáculos, y charlar sobre libros, noticias, acontecimientos. Prestar atención a lo que el sistema familiar y su fondo cultural está enseñando al hijo/a. Evitar transmitirle estereotipos de género. Proporcionarle un currículum educativo complementario. Si vive algún trauma o crisis familiar, estimularle para que lo utilice positivamente y pueda canalizar sus sentimientos a través de su talento. 10. Enseñarle que el talento es sólo una parte del trabajo creativo y que debe acompañarse de disciplina práctica. 11. Permitirle que sea diferente, aunque no a expensas de quedarse aislado y no adquirir habilidades sociales. 12. Disfrutar con su hijo/a.

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Como sugieren Benito y Alonso (1996), las estrategias son, en parte, las mismas que para cualquier familia: afecto hacia los hijos ampliamente expresado, escuchándoles, siendo tolerantes y apoyándoles de tal manera que se cree un mundo afectivo que impregne tanto el desarrollo emocional como el cognitivo. La disponibilidad y colaboración de los padres en las actividades del niño, actuando con paciencia, constancia y calma en las actividades, alentando la capacidad crítica, la toma de decisiones, la independencia, la persistencia, y consecuentemente, favoreciendo la autoconfianza. Involucrar a los hijos en los planes y decisiones familiares, proporcionarles una variedad de estímulos y experiencias relacionadas con sus intereses y al mismo tiempo compartir con ellos las ideas, aficiones y motivaciones. Permitirles el disfrute del tiempo libre, ayudándoles a descubrir sus talentos y habilidades. Hay que aclarar que poner demasiado énfasis en el logro intelectual puede ser causa del empobrecimiento de la imaginación y una tendencia a mirar el juego como irrelevante para sus vidas. El juego, en cualquier estadio de su desarrollo, es de especial interés, dado el potencial creativo que contiene. Por último, hay que aprovechar los escasos recursos con los que cuenta la comunidad para favorecer el desarrollo del niño en todos sus aspectos, y conseguir una plena normalización e integración del mismo en su grupo de edad, en todas las facetas de la socialización.

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22 Educación familiar y desarrollo del niño sordo María Suárez y Esteban Torres

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1. Introducción El nacimiento de un niño sordo suele producir importantes desequilibrios en los miembros de una familia y la necesidad de realizar ajustes intensos, tanto individualmente como en el sistema familiar en su conjunto. Al desconcierto inicial, cuando se sospechan los primeros síntomas, suele seguirle una fuerte alarma con dramatización del problema y su pronóstico, cuando no una negación de los hechos basada en cualquier indicio ambiguo o parcialmente favorable. Y, ciertamente, en el conjunto de la familia se va a producir un cambio importante en al menos dos aspectos. El primero, y no menos duro, es la aceptación de la deficiencia tras la confirmación del diagnóstico. El segundo se refiere a la realización de un esfuerzo por todos los miembros de la familia para adquirir un conjunto de aprendizajes específicos que faciliten la comunicación con el niño sordo en el nivel que se requiera en cada edad y de acuerdo con las posibilidades de cada caso. Todo ello supone un impacto en el sistema familiar que va a necesitar asesoramiento y ayuda médica y psicopedagógica para despejar incógnitas, aumentar la información fundada sobre el tema y generar expectativas realistas de futuro. Esto significa entender el problema de un niño sordo como un problema de la familia en su conjunto, y atenderlo como tal es hacer que los miembros de esa familia sean recursos efectivos en la rehabilitación de la sordera. Del éxito de la intervención familiar dependerá en gran medida el pronóstico sobre la calidad de vida del niño sordo. Algunos programas para padres, cuando se realizan con apoyo social para hacer más fácil la asistencia, han conseguido reducir el estrés y hacer su relación con el hijo sordo más eficaz. Este es, a nuestro juicio, el camino más eficaz, el que apoya a la familia haciendo a sus miembros más informados y comprometidos, como un equipo, padres, hermanos y otros familiares, suministrando soporte material y educativo en la escolarización del niño sordo. En las páginas que siguen vamos a aumentar la información sobre el tema, profundizando en las repercusiones familiares, en algunos aspectos que influyen en la implicación de los familiares y en los presupuestos de intervención que han demostrado más eficacia.

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2. Familiarización con el problema Los intentos de proporcionar descripciones completas y exactas de la sordera y de las personas sordas resultan muy difíciles. Los individuos sordos, lejos de ser un grupo más o menos homogéneo, constituyen una población con una variabilidad mucho mayor que la de los individuos de audición normal. Esto dificulta enormemente la generalización de cualquier resultado a la mayoría de los sordos y obliga, por otra parte, a precisar lo mejor posible las dimensiones evolutivas que les caracterizan. Esta variabilidad se debe fundamentalmente a:

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a) Factores fisiológicos relacionados con la sordera, como grado, tipo de pérdida auditiva, y posibles deficiencias asociadas. b) La etiología o causa de la sordera: hereditaria o adquirida. c) La edad de comienzo de la sordera. d) El estatus auditivo de los padres: sordos u oyentes. e) La amplitud de la experiencia interpersonal lingüística y no lingüística. f) La calidad y el tipo de educación recibido. A todo lo anterior habría que añadir los innumerables factores que afectan normalmente a los niños oyentes, que pueden influir en el desarrollo y producen diversidad en la población. Vamos a hacer a continuación una breve descripción de estos factores y de algunas de las consecuencias que producen en el desarrollo (véanse Marchesi, 1987, 1990; Marschark, 1993). Se distinguen dos tipos de sordera, con repercusiones muy diferentes, categorizadas como sordera conductiva (implica al oído medio o al oído externo) y sordera neurosensorial (implica al oído interno, la cóclea, el nervio auditivo y las conexiones próximas al cerebro). En general, los efectos de las sorderas conductivas no son muy graves y pueden tratarse u operarse. Las neurosensoriales son más graves y permanentes, teniendo peores pronósticos. En la actualidad se realizan implantes cocleares en casos muy específicos, y los resultados son controvertidos. El grado de pérdida auditiva es otro de los factores que influye en el desarrollo de los niños sordos, tanto en las habilidades lingüísticas como en las cognitivas, sociales y educativas. La intensidad auditiva es un factor fundamental, pero además se debe tener en cuenta la banda de frecuencia que el niño puede percibir mejor, ya que permitirá un mayor aprovechamiento de sus restos auditivos. Las deficiencias que producen pérdidas auditivas para sonidos en los rangos de 500, 1.000 y 2.000 Hz son las que más afectan a la percepción del habla, porque son las frecuencias en las que se expresan los rasgos distintivos del lenguaje hablado. Aunque con frecuencia se acostumbra a describir la severidad de una deficiencia auditiva congénita o de adquisición temprana por los decibelios de pérdida en el mejor oído, cuando se considere a algún niño en particular se deben tener en cuenta tanto los aspectos cuantitativos como los cualitativos de la pérdida, así como las habilidades de discriminación

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de sus restos auditivos. En general, el término deficiencia auditiva se utiliza para referirse a todo el espectro de las pérdidas de audición que van desde ligeras a profundas (Greenberg y Kusché, 1987). La audición se considera normal con pérdidas inferiores a 25 dB en el mejor oído; pérdidas de 26 a 40 dB son ligeras, las de 41 a 55 dB son moderadas, las de 56 a 70 dB son moderadamente severas, y las de 71 a 90 dB severas. Las pérdidas de más de 90 dB en el mejor oído se consideran deficiencias auditivas profundas (Marschark, 1993). Conrad (1979) comprobó la relación de los distintos grados de pérdida auditiva con algunas variables lingüísticas y cognitivas como el habla interna, la lectura, la inteligibilidad del habla y la lectura labial. Hubo una relación importante entre la pérdida auditiva y el habla interna, con una disminución considerable de la misma en los sujetos con niveles de pérdida mayores de 86 dB en relación a los de niveles inferiores. Esta diferenciación se observó también en relación con la lectura y la lectura labial. Y por último, la inteligibilidad de las vocalizaciones del sordo es significativamente peor a medida que los niveles de pérdida auditiva aumentan. La etiología o causa de la sordera puede ser de base hereditaria o adquirida, aunque un tercio de las personas sordas lo son por causas que no se pueden precisar con exactitud. Las causas de las deficiencias auditivas observadas en los niños pequeños varían ampliamente. Se considera que la herencia contribuye en un 20% a la totalidad de las sorderas en la infancia y en torno al 50% de los casos con orígenes conocidos. Algunos autores como Vernon y Andrews (1990) consideran que la estimación del 20% de todos los casos es probablemente demasiado baja. Según Meadow-Orlans (1987), las causas patológicas más frecuentes de sordera, entre los sujetos con etiología diagnosticada, son la rubéola maternal (24%), enfermedades infantiles como el sarampión, las paperas, y la meningitis (25%), y complicaciones relacionadas con el parto tales como nacimiento prematuro, problemas en el embarazo, trauma físico o incompatibilidad de Rh (22%). Es importante anotar aquí que la diversidad en las causas de la sordera congénita o detectada pronto lleva a una diversidad en sus resultados evolutivos. Cuando la sordera es hereditaria, existe una menor probabilidad de trastornos asociados, mientras que las sorderas adquiridas tienen, con mayor frecuencia, asociados otros problemas, sobre todo cuando son producidas por anoxia perinatal, rubéola o incompatibilidad de Rh. Muchos casos de sordera llevan consigo la posibilidad de daño en otros sistemas sensoriales o daño neurológico central. Esto significa que la identificación de las diferencias psicológicas entre niños sordos y oyentes debe hacerse con un cuidado metodológico considerable y con cautela en la interpretación. Otro factor importante es la edad de comienzo de la sordera, ya que según algunos estudios, si la pérdida auditiva se produce antes de los 3 años las experiencias en el lenguaje oral no tienen mucha influencia en la evolución lingüística posterior. Conrad (1979) encontró que el habla interna de los niños sordos (85 dB de pérdida o más) cuya pérdida auditiva se produjo entre el nacimiento y los 3 años, era de un 46%, similar al habla interna de los niños con sordera congénita (de un 47%), lo que se explica por la fragilidad de la competencia lingüística a esta edad y la falta de organización de la función neurológica. En contraposición, si la pérdida auditiva se produce después de los 3 años, cuando los niños ya poseen cierta

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competencia en el lenguaje oral y experiencia con los sonidos, la influencia en el desarrollo de sus habilidades lingüísticas posteriores será mucho mayor. En este caso Conrad (1979) halló un habla interna del 93%, muy similar al de las personas oyentes. El habla interna es un poderoso mecanismo de control voluntario del comportamiento, un diálogo con uno mismo que sirve para planificar, organizar y evaluar la experiencia personal. Muchos de los logros intelectuales tienen una estrecha relación con esta capacidad reflexiva que se inicia desde los primeros años de vida. El grado de impulsividad tiene bastante que ver con el desarrollo del habla interna y sobre ello volveremos más adelante. La edad de escolarización especializada se considera una variable que produce diferencias significativas en la evolución intelectual y lingüística de los niños deficientes auditivos (Marchesi, 1980). De ahí la importancia de la detección precoz de la sordera y la incorporación a un programa de estimulación temprana con el subsiguiente asesoramiento a la familia. Entre las características de la familia que inciden en la evolución del niño sordo cabe destacar las siguientes: el grado de implicación familiar, entendida como aceptación y nivel de información acerca de la deficiencia auditiva; la elección de la modalidad lingüística en la que se van a comunicar con el niño; la disposición en tiempo para trabajar con él y motivarlo, etc.; así como el estatus auditivo de los padres y el estatus socioeconómico de los mismos. El que la familia pueda superar pronto el mal trago de la aceptación de la sordera de uno de sus miembros es de la máxima importancia, de ahí que pasemos a describir lo que suele suponer.

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3. Impacto en la familia del diagnóstico de sordera de un hijo La certeza de que un hijo es sordo conduce con frecuencia a los padres, especialmente si son oyentes, a reacciones emocionales intensas que suelen seguir una secuencia parecida a la siguiente. Se presentan respuestas agudas que incluyen negación, incredulidad y sentimientos de incapacidad para enfrentar el problema. A estos sentimientos les sigue, a menudo, la culpabilización, la ira dirigida hacia los profesionales y, por último, la depresión. Con la autorreflexión y el apoyo de algunas personas, los padres terminan adaptándose a la nueva realidad y consiguen una relación eficaz con su hijo. Si los padres tienen fortaleza de ánimo, buenas redes de apoyo y recursos educativos y de asesoramiento adecuados, conseguirán una mejor aceptación de la sordera de su hijo. Cada familia afronta el diagnóstico inicial de diferentes formas, pero no parece que estas primeras reacciones sean necesariamente predictivas del posterior funcionamiento familiar con el niño. Los padres oyentes de niños sordos tienen que enfrentarse a una experiencia nueva y tratar de entender en su hijo algo que ellos no han experimentado durante su propio desarrollo. Han de desarrollar nuevas habilidades, lo que requiere más tiempo y, además, se ocasionan más gastos. Estas nuevas demandas aumentan la ansiedad del entorno familiar y es necesario que la familia exprese sus emociones acerca de la deficiencia del niño y comparta sus pensamientos con personas que ya han pasado por esa experiencia o con expertos que conozcan el tema de la

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sordera. Parece lo más eficaz combinar, por tanto, el asesoramiento de expertos con las aportaciones de otros padres oyentes de niños sordos e, incluso, con la de adultos sordos. En ocasiones, uno de los mayores obstáculos para muchos padres es el síndrome de normalidad familiar. Aunque es natural que los padres quieran negar las diferencias que resultan de la sordera, deberían incluir en su concepto de normalidad familiar el tener un hijo sordo. El continuo peregrinar en la búsqueda de diagnósticos alternativos es comprensible, pero estas formas de afrontar el problema deben ser sustituidas, con el tiempo, por otras estrategias de afrontamiento del problema más eficaces. Aunque las madres tienden a responsabilizarse de la mayor parte de las necesidades adicionales que conlleva un niño sordo, no cabe duda de que la familia tiene que ajustarse a esta situación como un todo, como un sistema cuyas consecuencias se reparten entre todos sus miembros (Calderón y Greenberg, 1993). Muchas veces los demás hermanos, si los hay, acusan la menor atención de los padres al volcarse con toda intensidad en el niño o niña sordo. La vida de pareja se desestabiliza o se incrementa el estrés entre los cónyuges. Por todo lo dicho anteriormente, no cabe minimizar el efecto de la llegada de un niño sordo a una familia. Aunque no se pueden hacer relaciones simples entre tener un niño sordo y el éxito o fracaso de un matrimonio de padres oyentes, Lederberg y Mobley (1990) hallaron que las madres de niños sordos tienen mayor tendencia a sufrir de estrés y a estar menos satisfechas con sus vidas que las madres sin este problema. Calderón y Greenberg (1993) sugieren que estas familias deberían ser consideradas de riesgo por el hecho de tener una fuente continua de ansiedad potencial. Además, el estrés maternal es mayor si la detección de la sordera del niño se produce cuando es muy pequeño, menor de dieciocho meses, manifestando estas madres cierta indefensión ante el problema y cierta fatalidad hacia todas las incomodidades que le suceden (Konstantareas y Lampropoulou, 1995). Uno de los mejores predictores de estas reacciones maternas es la autoestima de la madre. Esta autoestima y el apoyo social que la comunidad puede prestar, permiten hacer una predicción del ajuste familiar. La baja autoestima se relaciona con un mayor estrés, lo que habría que compensar con un mayor apoyo social; apoyo que supone información del problema, entrenamiento específico de los padres oyentes y asesoramiento en la escolarización del hijo sordo. El estrés de la familia hay que relacionarlo también con la elaboración cognitiva que cada uno de los padres hace de la deficiencia de su hijo. Esta elaboración cognitiva incluye la valoración social de lo que es un niño sordo, la propia autovaloración o autoestima y el sentido de culpabilidad, mayor o menor, con que se vive el déficit. La manera en que los padres afrontan el problema puede hacer que algunos sentimientos inicialmente negativos evolucionen hacia un sentido de valentía, eficacia ante el problema, o afrontamiento social, etc., que producen una estima personal mejor, estima que ha resultado ser el mejor predictor respecto al estrés. Cuanto más valoran los padres su propio esfuerzo y el esfuerzo de las redes de apoyo, menos estrés se observa en la familia. Es necesario volver a insistir en que esta actitud de los padres es más importante que otros aspectos como su nivel socioeconómico, su nivel cultural, el sexo del hijo sordo, etc. Dado que en estos casos se suele producir una

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sobreimplicación de los padres en la crianza del hijo, es particularmente estresante la sensación de ineficacia o las frustraciones que se derivan de la educación de un niño sordo. En mayor medida las madres que los padres suelen ser vulnerables a disfunciones físicas o mentales. Esto es resultado de la mayor dedicación que las madres tienen con el hijo sordo en nuestra cultura y debe ser una variable tenida en cuenta por los programas de apoyo social, que no pueden centrarse exclusivamente en el niño sordo, sino en la familia como un conjunto. En este sentido, es interesante el trabajo de Meadow-Orlans (1995), en el que se describe el tipo de estrés que puede producirse en la familia ante el fenómeno de la sordera. Las consideraciones prácticas para los servicios de apoyo que se derivan de este trabajo son las siguientes: a) Los padres y madres de niños sordos manifiestan niveles similares de estrés con la paternidad, pero en áreas diferentes. Los padres se estresan más en temas relacionados con la aceptabilidad del niño y con las demandas o exigencias que éste tiene. Los padres pueden necesitar más apoyo e información sobre las oportunidades y posibilidades futuras que tienen los niños sordos. Las madres se centran más en la intervención cotidiana con el niño, en sus cuidados físicos, en sus momentos de juegos, en sus relaciones emocionales. b) Como consecuencia de lo anterior, las madres manifiestan un mayor estrés relacionado con las necesidades de apoyo afectivo y expresivo de los niños. Suelen tener sentimientos de limitación o restricción del rol de esposa y más preocupación por su papel como madre. El tipo de ayuda que pueden necesitar es más de carácter emocional y personal. c) Muchos de los mayores niveles de estrés que se observan en las madres tienen que ver con un conjunto de actividades que desempeñan en su vida diaria sobre las cuales recae, además, toda la problemática de un niño sordo. d) El análisis de las relaciones entre la madre y el niño sordo muestra una clara relación entre el apoyo institucional y de expertos a la familia y las conductas maternales positivas. Vamos a analizar ahora las principales pautas de evolución del niño sordo, entendiendo siempre esta evolución en relación dinámica con el marco familiar y comunitario en general.

4. Educación familiar y desarrollo socioemocional del niño sordo 4.1. Primeros lazos Tradicionalmente, se ha afirmado que las interacciones tempranas entre la madre y el niño determinaban gran parte del desarrollo social de éste. Hoy no es posible sostener esta idea,

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aunque se sabe que el vínculo madre (o persona que cuide al niño-niña), es una base imprescindible para la adquisición de conductas interpersonales posteriores. Algunos autores sostienen, incluso, que este vínculo madre-niño puede llegar a establecerse, aunque sea de una manera primitiva, antes del nacimiento. No hay datos que confirmen la importancia de esta afirmación, pero sí se sabe que los niños pueden oír antes de nacer la voz de su madre y el latido del corazón a través de la conducción ósea. Es posible que después del nacimiento la voz materna sea un estímulo familiar y tranquilizador, con más atractivo que otras voces (Marschark, 1993). El neonato sordo carecería, por tanto, de esta capacidad prenatal de reconocimiento de la voz materna. Aun si esto fuera así, no parece que este dato sea de mayor importancia que el déficit que supone la pérdida auditiva cuando el niño está ya nacido. Se trataría, además, de sustituir la estrategia comunicativa que los bebés humanos tienen para comunicarse con otros seres humanos por aquellas modalidades sensoriales que no hayan sido afectadas por el déficit. Esto significa que es crucial que los padres sean conscientes de lo que supone la pérdida auditiva en sus hijos para que incrementen el tipo de interacciones más eficaces, como una exageración de los gestos, de la sonrisa, de determinadas posturas y de indicaciones táctiles, como sugiere Brazelton (1982). De hecho, hay datos que prueban que cuando los padres están sensibilizados con el problema, bien por ser ellos sordos, o bien por haber participado en algún programa específico de entrenamiento, se incrementa el contacto físico entre adulto y niño. Spencer (1991) comprobó que las madres oyentes de niños sordos de 12 a 18 meses, incluidas en un programa de intervención temprana, establecieron más interacciones táctiles y visuales con sus niños que las madres de niños oyentes. Esta relación física frecuente con los niños sordos puede desempeñar una función comparable a las vocalizaciones que se desarrollan entre padres oyentes e hijos oyentes. Cuando los padres tardan en detectar la sordera o tardan en tomar decisiones educativas o en asumir el problema con eficacia, esta compensación estratégica suele no ocurrir y se empobrece el desarrollo de una sincronía de comportamientos entre padre e hijo sordo. Mientras esto ocurre, el niño no sólo recibe menos experiencia social de la que disponen los niños oyentes, sino que la experiencia, además, puede no ser la más idónea. Esto es especialmente lamentable en la medida en que las pautas comunicativas del niño sordo durante los primeros meses de vida son paralelas a las del niño oyente. Si cuando aparece la palabra en el niño oyente no se establece un equivalente simbólico en el sordo, un signo que permita expresar contenidos comunicativos más elaborados, el desarrollo lingüístico de este último va a reducirse dramáticamente. Veamos algo más de este proceso. 4.2. La evolución de la interacción adulto-niño Gran parte del conocimiento social y lingüístico se consigue a través de la interacción de los seres humanos. Esta interacción se inicia temprano y es el niño, en muchas ocasiones, quien

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activamente la persigue. Esa predisposición innata para el contacto social y para el aprendizaje lingüístico requiere un ajuste por parte de los adultos para aprovecharla productivamente. La mayoría de los adultos socializados se ajusta bien a los niños y son maestros eficaces en la enseñanza del lenguaje y del mundo social. En el caso de los niños sordos se producen algunas variantes en las relaciones entre padres e hijos que es necesario destacar en resumen. Abundantes estudios realizados con niños sordos durante los primeros años de vida revelan que sus madres oyentes se muestran más directivas y tensas en sus interacciones verbales y no verbales que las madres de niños oyentes. Aquellas madres que no han participado en ningún programa de entrenamiento y que no tienen ni los rudimentos establecidos de la comunicación signada, son más controladoras de las conductas de sus hijos sordos que las que han recibido ese entrenamiento. Es evidente en estos estudios que las madres que establecen un canal de comunicación efectivo con sus hijos sordos se sienten más competentes, más tranquilas y ejercen menos control y directividad en las interacciones con sus hijos (Lederberg, 1993, entre otros muchos). Es necesario volver a destacar aquí la importancia que tiene el no ahogar la espontánea actividad de cualquier niño, sordo u oyente, para buscar el contacto social y explorar física y lingüísticamente el mundo que le rodea. Junto a todo lo anterior, los estudios en este campo han demostrado que no es necesario un desarrollo «normal» del lenguaje para establecer un vínculo de apego seguro entre padres y niños sordos. Este vínculo, al igual que en el caso de los oyentes, es el fundamento del desarrollo social posterior de los niños. Independientemente del modo de comunicación que se emplee con los niños sordos, es decisivo que el niño se sienta afectivamente seguro en las relaciones con sus padres. Podemos concluir con Marschark, (1993, p. 48) que «el desarrollo emocional se ve facilitado en los niños sordos cuyas madres oyentes son bastante sensibles a sus necesidades, consiguen un diagnóstico temprano y su inclusión en un programa de intervención y entrenamiento en comunicación». Aunque aún no está completamente valorado el efecto que la falta de vocalización y del lenguaje maternal puede llegar a suponer en años posteriores, esta afirmación es una llamada a la esperanza en el trabajo temprano de sensibilización de los padres sobre las características de la interacción que deben desarrollar con sus hijos sordos. 4.3. Relaciones entre compañeros Cuando los niños sordos van creciendo, empiezan a diversificar sus relaciones sociales, al igual que los niños oyentes. Aunque las habilidades implicadas en las interacciones de los niños entre sí son diferentes de las que se ponen en acción en las interacciones padres-niño, sí hay un fuerte apoyo para afirmar que los niños que tienen mejores relaciones sociales con sus primeros cuidadores, generalmente los padres, también tienden a desarrollar buenas relaciones sociales con sus iguales. Sin embargo, no puede establecerse una relación causal

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directa. Entre los tópicos que rodean a la sordera se encuentra el del carácter pasivo, emocionalmente inmaduro, del niño sordo. Hay abundantes descripciones de la agresividad incontrolada, de las rabietas y cóleras que en mayor número se producen en niños sordos que en oyentes. Junto a esto, hay que añadir una atención más débil y un peor autoconcepto. Muchas de estas características hay que entenderlas en conjunto; una atención menor hace que los niños sean más disruptivos, se cansen más y distraigan a los demás, tengan más fricciones con ellos, sean más reprendidos y, por tanto, adquieran con más facilidad la etiqueta de «niño malo». En general, muchos de estos atributos del niño sordo pueden ser considerados efectos secundarios de la sordera, bien derivados del contexto educativo y familiar del niño sordo, o bien intensificados por él. Parece lógico que las diferencias en la experiencia social y educativa al crecer con un lenguaje signado frente al lenguaje hablado mayoritario, puedan producir en los niños sordos algunas de estas características que tradicionalmente se señalan. Muchas veces, la presión que los adultos u otros niños ejercen sobre la atención del niño sordo y el control físico que hay que tener para asegurar esa atención, producen en los niños una irritabilidad y síntomas de evitación del contacto con los demás. Es importante señalar aquí la necesidad de sensibilización del contexto social de desarrollo del niño sordo que incluye a sus compañeros de igual edad. La manera de dirigirse a los sordos, el énfasis en algunos gestos o movimientos corporales de apoyo, cierta lentificación en el lenguaje, etc., son aspectos que pueden ir enseñándose a los compañeros oyentes de forma paulatina y adaptada a su edad. El conocimiento del interlocutor aumenta el juego con objetos entre los niños y las interacciones positivas, aquellas que se producen más veces y con más calidad en los intercambios. Esta familiaridad con el compañero es más importante que la propia experiencia que puedan tener los niños, oyentes y sordos, en sus relaciones sociales. Se deduce de lo afirmado anteriormente la importancia de la exposición del niño sordo a relaciones tempranas con niños oyentes que permitan un ajuste mutuo y esa familiaridad esencial que hemos señalado. La mejor forma de preparar la integración escolar y social de los niños sordos es integrarlos escolar y socialmente desde temprano. El efecto de la edad parece ser también importante en los intercambios prosociales, evidenciando que los iguales, los compañeros de la misma edad, son un factor esencial en la socialización del niño sordo. El grupo de compañeros posee sus propias exigencias y peculiaridades, a las que unos y otros deben adaptarse. Además, en el caso de los niños sordos se atenúa el peligro de un exagerado control del tutor adulto, impidiendo con ello el desarrollo del propio control del niño, que luego puede manifestarse en comportamientos poco sociables o disruptivos (Wood, 1991). 4.4. Las habilidades comunicativas En los últimos años, el estudio de los procesos de interacción de los niños sordos entre sí, con

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sus padres o con sus compañeros, está demostrando su utilidad para comprender mejor qué clase de recursos comunicativos, verbales y no verbales, ponen los niños sordos en acción durante su práctica social diaria. Esto significa asumir que es distinto tener un «repertorio» potencial de habilidades y ser capaz de aplicar ese repertorio en situaciones comunicativas concretas. En estos trabajos se ha comprobado la importancia del estatus lingüístico de la interacción adulto-niño y de la interacción niño-niño. Cuando los padres, o uno de ellos, es sordo, el ajuste entre el adulto y el niño es más eficaz. Lo mismo ocurre en las relaciones entre niños sordos. Para comprobar la forma en que se establece la atención entre las madres y sus hijos, Prendergast y McCollum (1996) realizaron un estudio con ocho parejas de madres y niños sordos y otras ocho parejas en las cuales la madre era oyente y el niño sordo. Las edades de los niños estaban comprendidas entre los 18 y los 28 meses y se diseñó un contexto de juego que supusiera una estrecha proximidad entre madres e hijos. El estudio de las diferentes situaciones que se produjeron supuso una confirmación de la mejor sincronía en la atención mutua entre madres sordas e hijos sordos. No sólo porque las madres sordas fueran más activas que las oyentes, que sí lo fueron, sino porque los niños sordos fueron, a su vez, significativamente más activos también. Estas diferencias sugieren que las madres oyentes tuvieron dificultades para acomodarse a las necesidades de sus hijos como aprendices visuales y además eran menos competentes en el uso de signos. Otros estudios han coincidido, precisamente, en la menor competencia de las madres oyentes para entender los requerimientos de la comunicación visual (Swisher, 1991; Spencer et al., 1992). Esto no es sorprendente y, aunque sea una obviedad, hay que volver a insistir en la necesidad de asesoramiento específico en comunicación visual de los padres oyentes, de modo que desarrollen las habilidades necesarias para interactuar temprana y eficazmente con sus hijos sordos. Algunos ejercicios de los que sugiere Swisher (1991) incrementan con facilidad la consciencia de las madres oyentes: signar sin voz, filmar las interacciones sin sonido, etc. Esta evidencia sobre el mejor ajuste de madres o padres sordos con sus hijos sordos no es distinta a la que existe entre los padres oyentes y sus hijos oyentes. Sin embargo, cuando en las parejas mixtas padres oyentes-niño sordo se utiliza con fluidez la comunicación bimodal, el ajuste entre los miembros de la pareja se aproxima mucho a las que tienen el mismo estatus lingüístico. La comunicación bimodal es la que emplea signos y vocalizaciones al mismo tiempo. El orden de los signos es el del lenguaje hablado y puede ser aprendido así con mayor facilidad por los oyentes. Cuando se emplea este tipo de comunicación con buen nivel, la extensión, complejidad de elaboración e intercambios iniciados por el niño son similares a los que se producen entre padres sordos e hijos sordos. Este efecto está consistentemente establecido en la bibliografía de los últimos años (Lederberg et al., 1986, 1991; Torres, 1992; Suárez y Torres, 1996) y parece indicar que un sistema comunicativo inteligible para el niño y el adulto permite una mayor confianza en las interacciones sociales. El que este sistema se adopte tempranamente es esencial, a nuestro juicio, y es una de las decisiones educativas más

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importantes que deben tomar los padres de niños sordos. En las relaciones entre niños sordos se ha observado una mayor atención visual, tanto para producir signos y entenderse como para gestos faciales o corporales de apoyo, de complicidad entre ellos. Cuando el compañero es oyente y conocido, los niños sordos realizan menos signos y tratan de adaptarse a la modalidad lingüística más convencional, la oral. Esto significa que los niños sordos hacen un esfuerzo para ajustarse a la expectativa del oyente, algo que también deberíamos conseguir que hiciera el niño oyente para ajustarse a las posibilidades de comprensión del niño sordo. No parece, por tanto, que los niños sordos tengan menos interés por la relación social que los oyentes; se trata más bien de una menor aptitud lingüística para llevar a cabo estas relaciones adecuadamente. De hecho, la iniciación de los contactos es tan frecuente como en los niños oyentes, pero la utilización de los recursos comunicativos suele ser insuficiente o incorrecta.

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4.5. Años escolares La vida escolar del niño sordo tiene que enmarcarse no sólo en el ámbito del centro educativo, sino también en el ámbito familiar. Lo anterior es aplicable a cualquier niño, pero en el caso de los niños sordos se sostiene que parte del retraso en su desarrollo emocional y social puede ser debido a la falta de modelos sociales adultos apropiados con quienes ellos puedan identificarse y comunicarse. Es, por tanto, esencial que el niño sordo disponga a su alrededor de algunos modelos de identificación válidos, lo que significa capacidad de relación y de comunicación suficiente para que la identificación pueda producirse. El estudio clásico de Schlesinger y Meadow (1972) ya señaló que los niños sordos de padres sordos que se comunican en lenguaje de signos mostraron una madurez social mucho mayor que los niños sordos con padres oyentes. De nuevo, la fluidez comunicativa y el desarrollo social y emocional aparecen íntimamente relacionados. Hay que volver a insistir en que más importante que los contenidos de escolarización o la desmutización a toda costa, es producir en el niño la seguridad que le da saberse comprendido y saber que puede comprender. Cuadro 22.1. Implicaciones y necesidades educativas de la sordera (MEC, 1991)

Implicaciones

Necesidades que genera

— Entrada de la información principalmente por vía visual.

— Necesidad de recurrir a estrategias visuales y aprovechar otros canales (restos auditivos, tacto).

— Menor conocimiento del mundo

— Necesidad de experiencia directa y mayor información de lo que sucede.

— Dificultad en incorporar normas sociales.

— Necesidad de mayor información referida a valores y normas.

— Dificultad para representar la realidad Rodrigo, M. J., & Palacios, G. J. (Eds.). (2014). Familia y desarrollo humano. Retrieved from http://ebookcentral.proquest.com Created from univeraguascalientessp on 2019-04-02 11:18:14.

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a través del lenguaje oral.

— Necesidad de un sistema lingüístico de representación.

— Dificultad en la identidad social y personal.

— Necesidad de asegurar la identidad y la autoestima.

— Dificultad para incorporar y comunicarse en el lenguaje oral.

— Necesidad de apropiarse de un código comunicativo útil. Necesidad de aprender de forma intencional el código mayoritario.

El tipo de escolarización que puede recibir el niño sordo, integrada totalmente, parcialmente o segregada, ha sido objeto de fuerte controversia durante muchos años. El Real Decreto de integración de 1986 prescribe la integración de niños sordos en el sistema escolar ordinario con unas condiciones que limitan el número de alumnos oyentes por clase y con horas específicas de entrenamiento guiado por un especialista o profesor de apoyo. Los tópicos al respecto han señalado que los niños sordos en colegios especiales se encuentran más cómodamente adaptados en su grupo de clase, pero persisten las diferencias en retraso social, emocional, autocontrol y autoconcepto. La integración en un grupo de oyentes es con frecuencia difícil y el resultado de la comparación con el resto de la clase puede ser negativo para el niño sordo. Sin embargo, en nuestra opinión, no se debe proteger al niño sordo de la comparación con otros niños oyentes y aislarlo en clases especiales o en su tiempo libre no escolar. Es objetivo de los especialistas y de la familia el conseguir que poco a poco la aceptación del déficit y la comparación con el resto de los compañeros de clase vaya siendo más favorable, basada en un mejor conocimiento de lo que supone la sordera. Es imprescindible trabajar con los compañeros oyentes de clase, dándoles información sobre la sordera y sobre el alcance del problema de su o sus compañeros sordos. Aunque algunos trabajos como el de Stinton y Lang (1994) señalan que los niños integrados a tiempo completo en clases regulares tienen experiencias sociales más negativas que aquellos que están integrados parcialmente o bien en una escuela especial para sordos, creemos que el desafío educativo pasa por mantener a los niños integrados en clases ordinarias con tiempos específicos de apoyo en grupos de sordos que les permitan sentirse seguros y, además, aceptar la comparación con los niños oyentes. Otros trabajos indican que los niños sordos integrados total o parcialmente, obtienen mejores resultados intelectuales y de autoconcepto que los niños en escuelas especiales. Aunque suelen reflejar problemas de integración o de valoración personal que los diferencian de sus compañeros oyentes, estos datos animan a pensar que quizá son las insuficiencias del sistema educativo y no el sistema de integración, las que explican que los niños sordos sigan presentando algunas anomalías en su desarrollo social y en su valoración personal (véase Leung y Choi, 1990, y Silvestre, 1995). Aun así, parece que la integración escolar con horas de apoyo específicas es más favorable para que los niños sordos puedan establecer comunicación efectiva con otros niños sordos, lo que les da una confianza comunicativa especial, y con sus compañeros oyentes. De esta forma pueden recibir más información acerca de los sentimientos de sus compañeros o más

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explicaciones acerca de las razones para determinadas acciones o de las consecuencias de sus propios comportamientos con los demás. De nuevo, el lenguaje, la capacidad de comprender y de ser comprendido está en la base de la autorregulación personal. Sin información sobre lo que nuestro comportamiento produce en los demás, difícilmente se puede tener un buen control de nuestra relación social y, por tanto, una autoimagen ajustada y positiva. El trabajo de los profesores en el aula ordinaria, así como el del profesor de apoyo en las horas específicas, tienen que estar coordinados con el trabajo que, en la familia, realizan los padres y los hermanos, si los hay. El nivel de comunicación, la atención al niño, las exigencias graduadas sobre él, la transmisión de un sentido de autoeficacia, el respeto de su ritmo personal, etc., son variables que hay que considerar en todos los casos, pero con especial sensibilidad cuando se trata de un niño con deficiencias auditivas importantes. La sensación propia de eficacia y la buena estima personal de un niño sordo en relación a su grupo de oyentes y sordos es el mejor indicador de desarrollo social positivo en estos niños. Y, de nuevo, tenemos que resaltar que este estado satisfactorio de ajuste social está muy relacionado con la capacidad lingüística. El trabajo de Weisel y Bar-Lev (1992) demuestra el papel del lenguaje en el ajuste social y defiende la importancia de una habilidad lingüística general; es decir, no por tener mucho vocabulario emocional, los niños sordos entendían mejor las emociones de los demás, sino que el nivel de competencia lingüística general es reflejo y permite una integración social que lleva aparejada el conocimiento de las emociones de los demás. Junto a esta capacidad lingüística general, los autores encontraron importante la sensibilidad no verbal que apareció como un factor especial e independiente, precisamente un elemento en el que los niños sordos pueden estar especialmente bien dotados. Podemos concluir que el promedio de los niños sordos que entran a la escuela, especialmente aquellos que tienen padres oyentes, lo hacen con un repertorio social y unos conocimientos claramente inferiores a sus iguales oyentes. La interacción social que se desarrolla en la casa no es siempre la más apropiada para las interacciones con otros adultos no familiares o con compañeros de su propia edad. Los niños implicados con sus padres en programas de intervención familiar tempranos tienen mayor dominio social que aquellos que no los siguen. Estos programas de ayuda facilitan el ajuste de los padres oyentes a los aspectos prácticos y emocionales que supone tener un niño sordo. Tal participación indica una implicación familiar significativa en la rehabilitación de su hijo y, al mismo tiempo, un entrenamiento específico del lenguaje entre padres y niños que eleva el grado de información entre las partes.

5. Consideraciones finales para la familia El desarrollo cognitivo y social de un niño sordo se ve, en gran medida, influenciado por la calidad de sus interacciones con los padres. Lo anterior es aplicable para cualquier niño, pero en el caso de niños sordos este efecto se intensifica. La adaptación y comprensión de la

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sordera por parte de la familia es especialmente importante dado el número limitado de personas que, en general, pueden comunicarse con el niño de forma efectiva. El niño sordo, como un niño oyente, influye y se ve influenciado constantemente por su entorno. Sus habilidades serán el resultado de la interacción de factores constitucionales y de la calidad del ambiente familiar que le rodee. Sobre este primer ambiente se monta la intervención educativa dirigida a la unidad familiar como sistema. Su eficacia dependerá, en gran medida, de que haya un núcleo familiar en torno al niño, implicado y eficaz. No debe sorprender que la educación de la familia y el asesoramiento familiar se considere un componente crítico en la intervención educativa con niños sordos. A veces los padres sostienen la creencia de que la sordera es principalmente una incapacidad para hablar, de tal forma que encaminan todos sus esfuerzos para que el niño hable y pueda «vencer» la sordera y entrar en la normalidad. Esto es posible en ocasiones completamente; en otras, parcialmente y, en otras, el objetivo de un habla oral fluida es muy difícil de conseguir. De ahí la importancia de un buen asesoramiento que permita a los padres coordinar el esfuerzo educativo con otros profesionales y conseguir del niño el máximo nivel de comunicación. Este es, a nuestro juicio, el problema fundamental: conseguir comprensión de los mensajes de otras personas por parte del niño sordo y comprensión de las otras personas de los mensajes que emite el niño. Este asesoramiento evita que un niño con poca habla potencial sea incluido en un programa exclusivamente oral, deprivándolo, a él y a su familia, de un modo alternativo de comunicación temprana que es de crucial importancia. Si el esfuerzo educativo con un niño sordo no está bien asesorado, a la larga conduce a graves decepciones, a una pérdida de la eficacia en la comunicación familiar y a una baja autoestima en el niño sordo. Evaluar bien el déficit, aceptarlo sin resignación, es una actitud positiva para mejorar la eficacia del enorme esfuerzo que la familia invierte en la educación de un niño sordo. Hay, con frecuencia, un extendido prejuicio en relación al uso de la comunicación manual. Muchas veces se utilizan expresiones despectivas para referirse a este tipo de comunicación. Sin embargo, ya desde hace algunos años, los trabajos de profesionales sordos y oyentes han servido para entender la idea de que el lenguaje de signos tiene una extraordinaria capacidad sintáctica para transmitir contenidos comunicativos complejos, tan complejos como el lenguaje oral, cuando se es competente en esta modalidad. Por eso es importante que los padres estén en contacto con estos profesionales sordos y con otros padres oyentes para, a través de la experiencia de otros, disipar los temores acerca del uso complementario de un lenguaje signado. Muchas familias han mejorado su eficacia con un hijo sordo y han aceptado mucho mejor el déficit del niño cuando han aprendido a comunicarse con eficacia con él. En los primeros años de vida, al igual que ocurre con los niños oyentes, la comunicación por gestos faciales, manuales y posturales es muy importante para transmitir y complementar contenidos de comunicación. Cuando los padres observan la capacidad que puede tener un niño de tres o cuatro años para expresar en signos relatos sencillos o cuentos, comprenden la eficacia de esta modalidad para el desarrollo lingüístico de su hijo. La objeción que suele

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plantearse después, es si el aprendizaje de los signos interferirá la educación oral. En las concepciones modernas de rehabilitación de un niño sordo siempre se entiende que se está trabajando sobre el concepto de comunicación total, es decir, el uso de todos aquellos resortes comunicativos que permiten al niño expresar y entender mensajes adecuados a su edad. Muchos padres no reciben asistencia o asesoramiento después del diagnóstico. En amplias zonas de población no se dispone aún de servicios de intervención temprana adecuados y, de hecho, en la actualidad, la mayoría de los programas educativos en los años escolares se centran, casi exclusivamente, en el niño sordo e ignoran muchas de las necesidades de los padres o las familias en su conjunto. En demasiadas ocasiones depende de la propia demanda e insistencia de los padres la consecución, no ya de recursos económicos, escolares, compensatorios, etc., sino de una función asesora que medie entre los servicios de intervención y las familias. Esta figura de educador de padres de niños sordos es esencial para mantener la motivación de la familia y la adaptación a cada una de las dificultades que el crecimiento de un niño sordo va a presentar. Hay muchas funciones que podría desempeñar este educador, desde proporcionar materiales y recursos a las familias, pasando por debatir la opción comunicativa que se va a poner en práctica con el hijo, hasta la formación de grupos de padres y el apoyo en situaciones de emergencia. Los programas educativos para padres son esenciales porque muchos de los problemas asociados a la sordera no son evidentes o de sentido común y requieren una reflexión sobre aspectos básicos del desarrollo de los niños que deben ser orientados por especialistas. Es fundamental que estos programas de educación para padres funcionen no sólo tras el diagnóstico inicial, sino a lo largo de toda la escolarización del niño. El esfuerzo que, aparentemente, esto exige a la familia en su conjunto es inferior al que va a producirse por una mala comprensión de la sordera del hijo o por las múltiples dificultades que puede presentar en su vida social y escolar. La mayoría de estas dificultades tienen que ver, como una y otra vez se ha dicho, con la competencia lingüística del niño y la competencia comunicativa general de la familia con él. De ahí que incorporar todos los medios posibles de comunicación con el niño desde temprano se nos antoje una práctica ineludible. Cada caso debe ser evaluado individualmente y asesorado en función de sus circunstancias concretas. En esta toma de decisiones la familia no puede encontrarse sola, puesto que va a condicionar sus relaciones durante muchos años con el niño sordo. Algunos autores han considerado que existen cuatro momentos graves de tensión en la evolución de una familia con un niño sordo: el del diagnóstico, el de la entrada en el colegio, en el comienzo de la adolescencia y en el comienzo de la edad adulta. La familia y el niño sordo se enfrentan a preocupaciones, frustraciones y tensiones muy diversas, por lo que el asesoramiento, en cada momento, sirve para rebajar la tensión con la que se afrontan los conflictos y para dotar de estrategias eficaces de relación en cada momento. Como en el caso de los niños oyentes, una buena adaptación familiar a una de estas etapas no significa que lo vaya a ser en las siguientes. Un sistema de comunicación mutuamente satisfactorio, basado en cada caso individual y donde familia y niño sordo puedan comunicarse relajadamente,

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comprenderse y tener en consideración sus manifestaciones emocionales, produce un clima de cohesión y disminuye los conflictos. Cuando la comunicación es eficaz, los padres dan más explicaciones a sus hijos y los reprenden menos, favoreciendo en ellos el autocontrol. La integración del niño sordo es un objetivo irrenunciable; sin embargo, puede haber momentos en que el propio niño trate de buscar la inclusión con otros niños sordos, a quienes entiende mejor y con quienes se siente más cómodo. Puede haber varios momentos en la escolaridad en los que este efecto se produzca; uno de ellos cabe esperarlo en la preadolescencia, donde las relaciones entre chicos y chicas pueden afrontarse con dificultad y buscar esa acogida en el grupo de sordos. Este y otros efectos pueden prevenirse con una actuación sobre la familia como un sistema, proporcionando la conexión entre el ámbito escolar del niño o el joven y su ámbito familiar. Son claras las conexiones que se han establecido entre la disponibilidad de servicios de apoyo y la adaptación familiar al problema de la sordera. Esta adaptación familiar se refleja en mayor madurez emocional y en mayores logros educativos de los niños sordos. Podemos decir con toda contundencia que es verdaderamente difícil educar con éxito a un niño sordo severo o profundo sin servicios de apoyo a sus familias que incluyan asesoramiento, información, entrenamiento específico en sistemas de signos y en otros sistemas comunicativos, etc. Esta actuación debe implicar, como se dijo anteriormente, no sólo a los padres, sino a otras personas significativamente importantes en la vida del niño; algún compañero especial, abuelos, vecinos, etc. También hay que destacar la importancia de la colaboración de adultos sordos socializados con éxito, puesto que muchas veces son los mejores introductores en el problema de la sordera, aunando información, motivación y experiencia vital.

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23 Desarrollo y educación familiar en niños ciegos Miguel Pérez Pereira

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1. Introducción Como es sabido, la población ciega es muy heterogénea. Existen, dentro de lo que constituye el espectro de la ceguera legal (pérdida visual del 80%), diferencias nada despreciables en cuanto al grado de visión, desde niños en los que sus ojos no tienen ninguna funcionalidad, hasta otros en los que, por el contrario, si se estimulan adecuadamente pueden realizar un uso muy útil de su resto visual. Por otra parte, hay niños cuya ceguera no lleva asociado ningún otro handicap, mientras que en otros la ceguera se acompaña de alguna anomalía adicional. Finalmente, la ceguera puede estar causada por diferentes etiologías y haber aparecido durante el período prenatal, perinatal o postnatal, y, especialmente en este caso, en diferentes momentos. Así pues, no es conveniente generalizar demasiado cuando hablamos de niños ciegos. En este sentido, la intervención para mejorar su desarrollo deberá realizarse siempre de forma individualizada, atendiendo a las características del niño o la niña, así como a las de su familia. En concreto, este capítulo se centra exclusivamente en los niños con ceguera congénita, que son los casos más frecuentes durante los cinco primeros años de vida, y, especialmente, en los niños con ceguera total o una mínima percepción de luz. Se ha dicho que el lenguaje tiene un efecto compensador para el desarrollo de los niños ciegos, y es cierto. Con el manejo del lenguaje, el niño ciego accederá a una cantidad de información sobre el mundo y las relaciones sociales que sería inalcanzable para él de otro modo. Sin embargo, antes de que aparezca el lenguaje, y también para que pueda aparecer éste, es necesario que el bebé ciego consiga otros logros muy importantes. Éstos tienen lugar durante los primeros dos o tres años de vida, y durante este tiempo el niño no dispone de la ayuda del lenguaje. Además, esas capacidades, habilidades, destrezas y saberes que se logran en esos años están en gran medida relacionadas con la visión y la información que ésta procura acerca de las características de los objetos, las personas, y los efectos de sus acciones sobre ellos. Por ello, la intervención con los niños ciegos debe comenzar lo antes posible para evitar que se produzcan retrasos difícilmente recuperables en el futuro. Como es lógico, el papel de los padres en estos años es de capital importancia, y toda intervención para promover el desarrollo de los niños ciegos deberá tenerlos en cuenta de una manera muy

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especial. Como veremos, los programas de intervención con ciegos deben prestar una especial atención a los padres, a sus ideas, conocimientos y expectativas sobre el desarrollo de sus hijos, y deben, además, tratar de modificar algu- nas de estas ideas y de los comportamientos y prácticas educativas que los padres de niños ciegos manifiestan en la relación con sus hijos ciegos. La intervención, en todo caso, deberá asentarse sobre un profundo conocimiento de cómo evolucionan los niños ciegos y de un detallado análisis del grado de desarrollo alcanzado por cada niño o niña, para así poder adecuar la intervención al grado de desarrollo alcanzado, haciendo que se amplíe su zona de desarrollo próximo y promoviendo, de esta forma, su avance evolutivo. Conviene señalar que, en relación con las diferencias que existen en el desarrollo de los niños ciegos como consecuencia de la heterogeneidad de su población, los niños que presenten un resto visual funcional, aun cuando sean ciegos legalmente, presentarán un patrón de desarrollo mucho más próximo al de los niños con visión normal, si no existen otras dificultades asociadas. Dentro de la población de niños susceptibles de recibir intervención temprana se diferencian, generalmente, tres grandes grupos (Tjossem 1976; Guralnick & Bennett, 1987): (1) niños que viven en medios sociales con un riesgo elevado, que se incrementa a medida que se añaden más condiciones adversas: pobreza, estatus socioeconómico bajo, con un único padre, con madre adolescente, con padres adictos a drogas o alcohol, etc.; (2) niños con un riesgo biológico elevado, como son los prematuros, de bajo peso, con anoxia en el parto, etc., y (3) niños con retrasos evolutivos, desviaciones o discapacidades. Entre estos últimos se situarían los niños ciegos. La Tabla 23.1 reproduce parcialmente una clasificación de dificultades en el desarrollo comúnmente aceptada, y su incidencia (véase Guralnick y Bennett, 1987). Tabla 23.1. Tipos de trastornos del desarrollo y su incidencia

Tipo de trastorno

Incidencia

Retraso intelectual

2-3%

Trastornos motores (parálisis cerebral, espina bífida, distrofia muscular…)

1/400

Trastornos comunicativos (lenguaje y habla)

5%-7%

Autismo

1/2.000

Trastornos sensoriales mayores: Rodrigo, M. J., & Palacios, G. J. (Eds.). (2014). Familia y desarrollo humano. Retrieved from http://ebookcentral.proquest.com Created from univeraguascalientessp on 2019-04-02 11:18:14.

1. Trastornos de la audición (sordera cong.) 2. Trastornos de la visión (ceguera congénita) 3. Sordo/ciegos

1/1.000 1/2.500-3.000 5% de los trastornos de visión y audición

De estos datos se desprende que la población de sujetos ciegos susceptible de atención temprana es relativamente reducida en relación con el número potencial de niños con dificultades en el desarrollo que deberían recibirla. No obstante, dicha atención es de todo punto necesaria, por las razones que se han indicado y que después serán analizadas con más detalle. Por otra parte, la asociación de la ceguera con otro tipo de riesgos biológicos, como la prematuridad (por ejemplo en la retinopatía por prematuridad, antes conocida como fibroplasia retrolental), es bastante frecuente, por lo cual las razones para diseñar y llevar a cabo un programa de intervención se hacen todavía más urgentes.

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2. Ideas, expectativas y reacciones de los padres ante el nacimiento de un hijo ciego Tener un hijo con alguna limitación que pueda afectar a su desarrollo es, sin duda, una dolorosa experiencia que pone a prueba la entereza y capacidad de superación de los padres. Los padres, no obstante, pueden llegar a descubrir que su hijo 1 es ciego en diferentes circunstancias, momentos evolutivos, y, también, reaccionar a ese diagnóstico de maneras diferentes. Estas circunstancias, que comentaremos a continuación, pueden tener consecuencias sobre la atención y educación que reciba su hijo, y efectos diferentes sobre su desarrollo. En cuanto al momento de diagnóstico de la ceguera, no todos los niños ciegos son diagnosticados como tales en el momento de nacer o durante los primeros días de vida. A menos que la lesión sea evidente (como en el caso de la anoftalmia o en las cataratas), los niños pueden vivir varios meses sin que ni sus padres ni el personal sanitario sepan que son ciegos. Esto, obviamente, es una dificultad añadida, ya que el inicio de la intervención se puede retrasar más de lo aconsejable. Son muchos los niños diagnosticados como ciegos hacia los dos o tres meses, cuando se aprecia que no realizan acciones que son típicas de los bebés con visión normal de esa edad, tales como el seguimiento de un objeto que se desplaza ante su vista o la emisión de una sonrisa ante el rostro de la madre. El problema es aún más evidente cuando, hacia los cuatro o cinco meses, los niños sin trastornos de visión ya tratan de alcanzar objetos con sus manos. Algunos padres suelen reaccionar ante la información de que su hijo es ciego de forma tal que no se ponen los medios necesarios para promover su desarrollo. En ocasiones, existe una especie de negación de la realidad, que, a su vez, puede ser también causante de que el

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diagnóstico se realice de forma tardía. Puestos ya en la tesitura de que los padres han sido informados por el especialista médico, en ocasiones irán de un especialista a otro tratando de que alguno les diga que su hijo no es ciego, o que, en todo caso, su enfermedad puede tener curación. Este peregrinar puede durar incluso meses, lo que, sin duda, no es positivo para el niño, que durante ese tiempo se ha visto privado de una atención adecuada. Evidentemente, es lógico que un padre trate de confirmar un diagnóstico que se vive como terrible, pero los comportamientos a que hacemos referencia, frecuentemente desbordan los márgenes de la lógica con creces. En otros casos, los padres pueden culpabilizarse de la lesión del niño, cuando en realidad su comportamiento no ha tenido nada que ver con ella. Esa autoculpabilización puede generar sentimientos de angustia, remordimiento, e incluso dar lugar a depresiones. También pueden manifestarse sentimientos de rechazo del niño, debido a su deficiencia visual, que en casos extremos pueden manifestarse en comportamientos de abandono o maltrato infantil. Sin llegar a esos extremos, estos padres suelen mostrar despreocupación por el niño y falta de interés en buscarle condiciones más adecuadas para su desarrollo y educación. Algunos padres pueden también generar comportamientos de hiperprotección que no son nada positivos para fomentar la autonomía del niño, y la exploración de los objetos y del ambiente circundante. Precisamente, la autonomía (en la exploración de los objetos, la alimentación, los movimientos, el cuidado personal, o la capacidad de exploración del espacio circundante) es un área que se resiente especialmente en el desarrollo de los niños ciegos, por lo que tales actitudes de hiperprotección no van a ser en absoluto beneficiosas. Aun sin que se produzcan este tipo de reacciones, muchas veces los padres no saben muy bien qué hacer. En general existe una gran carencia de información a los padres, que tampoco saben adónde acudir para ser asesorados, y, sobre todo, no son conscientes de que siempre se debe buscar el asesoramiento de los especialistas lo antes posible, pues, como veremos, los dos primeros años de vida son cruciales para el desarrollo de los niños ciegos. Esa ausencia de información sobre cómo criar a su hijo ciego da lugar, con frecuencia, a sentimientos de falta de confianza y seguridad. Hace algunos años, en el territorio que dependía del gobierno central, la atención a los bebés ciegos se prestaba en centros bases del INSERSO (Instituto Nacional de los Servicios Sociales) y, aproximadamente desde 1986, también en la ONCE (Organización Nacional de Ciegos de España). Sin embargo, la política social llevada a cabo en ciertas Comunidades Autónomas con transferencia de competencias, como Galicia, ha dado como resultado la práctica inexistencia de programas de atención temprana. Como consecuencia, se dan situaciones que se aproximan a la desprotección social de los bebés ciegos, que solamente reciben atención temprana, y no todo lo adecuada que debiera ser, por parte de los profesionales de la ONCE. Ciertas circunstancias que afectan a la familia pueden hacer que la repercusión del nacimiento de un hijo ciego sea más dramática. Entre estas circunstancias están la existencia de conflictos conyugales o familiares, el desempleo o los problemas laborales de los padres, el tiempo de que pueden disponer para dedicar a sus hijos, las condiciones en que ello se da,

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etc. Igualmente, la falta de experiencia previa en el cuidado de los hijos puede hacer aún más difícil la tarea educadora de los padres y su capacidad de resolver problemas y actuar adecuadamente (Holden, 1988). Ante un hijo ciego, esa falta de experiencia puede manifestarse de una forma aún más palpable. Por el contrario, es de prever que si los padres ya han tenido más hijos, su capacidad de manejo de las prácticas de crianza sea mayor. Por otra parte, si ya han tenido otros hijos sanos la aparición de actitudes de culpabilización es menos previsible. El nivel cultural de los padres puede influir también en la forma de encarar la educación y crianza de los niños como consecuencia de las creencias e ideas que tienen sobre el desarrollo y la educación. Los padres fomentarán actividades acordes con lo que ellos creen que debe ser capaz de hacer su hijo en una edad determinada (Miller, 1988; Goodnow y Collins, 1990), y su grado de implicación en el desarrollo variará dependiendo de sus ideas y creencias sobre el efecto de la intervención parental en él. En varias investigaciones realizadas en nuestro país y resumidas en el capítulo 8, se ha puesto de relieve que los padres que tienen un nivel cultural más alto adoptan estilos de crianza diferentes de los de los padres de nivel cultural bajo, pareciendo los de los primeros más adecuados para promover el desarrollo (Palacios, 1987a; Palacios y Moreno, 1994; Triana, 1991). En el caso de la crianza de niños ciegos, en los que se necesita una mayor implicación de los padres, es de suponer que esta variable tenga también su importancia. Sin embargo, el efecto de la educación no es inexorable: existen padres excelentes de medio sociocultural bajo y lo contrario se puede encontrar en un medio cultural elevado. Finalmente, pero no por ello menos importante, como se acaba de insinuar, el estilo personal de las madres y de los padres es un componente importantísimo. La sensibilidad de los padres a las demandas de su hijo y la adecuación de su intervención constituyen un factor que ha sido repetidamente señalado como esencial para el establecimiento de una relación de apego segura, que, como se sabe, constituye una buena base para el desarrollo. La sensibilidad, adecuación y predictibilidad del comportamiento paterno tienen una importancia capital en el establecimiento de una buena relación social entre los padres y el bebé, que tanta relevancia tendrá para un adecuado desarrollo del niño (Schaffer, 1989, 1996). En el caso de los niños ciegos, la capacidad que los padres puedan tener para interpretar las reacciones de sus hijos y la adecuación de su comportamiento a las necesidades e intenciones de sus hijos, cobran todavía un mayor valor por la atipicidad y escasa transparencia de sus reacciones. En relación con esto último, hay que pensar que lo que los padres saben sobre el desarrollo de los niños, sus reacciones, comportamientos y habilidades, etc. procede del saber común generado en la experiencia con niños dotados de visión normal. Por ello, las pautas de crianza, de relación social y educación familiar que los padres de un niño ciego tienen deben adaptarse a sus características y al patrón que sigue su desarrollo, so pena de ser inadecuadas. Precisamente por esto, el asesoramiento a los padres y la planificación de la intervención temprana tienen un papel tan trascendental en la promoción del desarrollo de los niños ciegos. A la exposición de sus fundamentos se dedica el siguiente apartado.

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3. La intervención en el desarrollo: sus fundamentos y el papel de los padres En los primeros años de vida los niños establecen una serie de capacidades básicas, relaciones y logros, en general, que serán la base sobre la cual se construirá el desarrollo posterior. Su no consecución tendrá unas consecuencias funestas para el futuro del niño, limitando severamente sus posibilidades. Las dificultades de los niños ciegos, como veremos, atañen especialmente a esos logros que normalmente tienen lugar en los primeros años. Precisamente por eso, la intervención con niños ciegos debe comenzarse lo antes posible. Pero, ¿cuál debe ser el carácter de esa intervención? ¿Cuáles son los fundamentos o bases esenciales sobre las que deben asentarse los programas de atención temprana? Idealmente, la intervención temprana debe tener una orientación preventiva, de tal manera que se actúe incluso antes de que se manifieste el retraso en áreas del desarrollo determinadas. Desgraciadamente, las cosas no ocurren siempre así, y, muchas veces, la intervención se inicia una vez que las dificultades ya se han hecho evidentes, cuando el niño ya manifiesta sensibles retrasos en determinados dominios o áreas del desarrollo. La elaboración de un programa de intervención debe basarse en una cuidadosa evaluación del desarrollo del niño o la niña en las diferentes áreas. Esto permitirá establecer lo que algunos llaman el área de desarrollo real (ADR). En base a ese perfil evolutivo podremos ver en qué aspectos de su desarrollo deberemos incidir más y qué tipo de actividades será necesario promover. Como se indica después, las áreas de especial interés son aquellas en las que los bebés ciegos presentan un retraso mayor 2. Por consiguiente, como paso previo a la elaboración de un programa de intervención, es necesario realizar un cuidadoso análisis del desarrollo del niño (incluyendo, como es obvio, datos médicos), y del ambiente familiar en que vive, incluyendo los sentimientos de los padres acerca de su hijo y sus ideas acerca de su comportamiento y características. Igualmente, para planificar la intervención es necesario apreciar aquellos aspectos del ambiente físico y de las relaciones sociales (esencialmente familiares en los bebés) que no son adecuadas para el desarrollo del niño. Esto exige, en muchos casos, obtener datos de la historia previa familiar, cómo descubrieron los padres que su hijo era ciego, qué hicieron, cómo reaccionaron, qué actitud tienen hacia su hijo, etc. Estos datos son importantes para tratar de modificar actitudes de rechazo, sobreprotección, negación, culpabilidad o angustia, que son negativas para establecer una buena interacción entre los padres y el niño o la niña. Tal como muchos autores han puesto de relieve, y como saben los profesionales, un aspecto previo a la hora de realizar un programa de intervención lo constituye la necesidad de que los padres tengan un conocimiento apropiado de los patrones de evolución de los niños ciegos, de manera que se puedan superar muchas de las ideas, creencias y actitudes equivocadas que

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puedan tener sobre su hijo. Como hemos dicho antes, hay que pensar que de lo que ellos disponen es del conocimiento común que existe sobre los niños sin handicap, y que, por tanto, carecen de información sobre las particularidades de los niños ciegos. Los padres de niños ciegos son inexpertos en su manejo, además de estar, muy probablemente, afectados por el descubrimiento de que su hijo no ve. Esta carencia de información, o una información no ajustada, puede dar lugar a interpretaciones inadecuadas de las reacciones de su hijo o a una falta de sensibilidad ante comportamientos que presentan los niños invidentes, por un lado, y a comportamientos paternos inadecuados, por otro. Cualquier programa de intervención con niños ciegos deberá abordar, en primer lugar, la educación de la sensibilidad de los padres hacia el comportamiento y las reacciones de sus hijos, pues la capacidad para interpretar correctamente las intenciones de los hijos es una tarea esencial y primaria, como han destacado muchos autores (Fraiberg, 1971; Adelson y Fraiberg, 1974; Rowland, 1984; Urwin, 1984; Sostek, 1991; Pérez Pereira y Cas- tro, 1994, 1995). Debido, precisamente a esa carencia de información, muchos padres de niños ciegos pueden llegar a desarrollar un sentimiento de incapacidad o falta de habilidad para manejar a sus hijos. Como ha señalado Schlesinger (1987), «la falta de conocimiento acerca de las necesidades y estadios evolutivos de los niños tiende a estar asociada a una paternidad menos efectiva» (p.17). El primer objetivo de cualquier programa de intervención debe ser, pues, promover sentimientos de competencia y habilidad en los padres. Además, como ya se ha señalado, el conocimiento de las necesidades y evolución de sus hijos deberá constituir la base imprescindible para el de- sarrollo de programas de intervención temprana que promuevan prácticas de crianza, formas de interacción e intervenciones educativas de los padres que estimulen el desarrollo de sus hijos. El fin esencial de la intervención debe ser el de hacer avanzar el desarrollo actualmente alcanzado por el niño mediante la programación de actividades que los niños puedan hacer con ayuda de sus padres y/o del educador, pero no todavía solos. Esto es lo que Rosa, Huertas y Blanco (1993) denominan Zona de Acción Promovida (ZAP). Esta ZAP permite la actuación de mediadores sociales (padres y educadores), que actúan a manera de andamio que hace avanzar el desarrollo creando Zonas de Desarrollo Próximo (ZDP). Sin esa ayuda intencionada de los mediadores sociales, probablemente esas Zonas de Desarrollo Próximo no llegarían a establecerse en los niños ciegos, o lo harían con mucha mayor dificultad y lentitud. Pero para que la intervención de los padres y educadores sea efectiva, es fundamental conocer su nivel de desarrollo alcanzado (ZDR), y que la ZDP percibida —es decir lo que el educador o los padres creen que el niño podrá hacer con su ayuda (pero no por sí mismo)— sea adecuada. De ahí, también, la necesidad de una correcta información a los padres sobre las características de su hijo y sus posibilidades inmediatas de desarrollo, de manera que se eliminen creencias y actitudes erróneas que pueden entorpecer el proceso de desarrollo del niño. Dado que los padres son quienes pasan más tiempo con sus hijos, y debido a la especial relación que existe entre ellos, es esencial que el especialista sea capaz de darles pautas de

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actuación precisas o, si se quiere, programas concretos de actividades a realizar con sus hijos cotidianamente. Al mismo tiempo, deberán revisar con ellos su evolución para reajustar la Zona de Acción Promovida (ZAP) y los objetivos siguientes a alcanzar. Obviamente, todo esto quiere decir que los especialistas en atención temprana deben tener un buen asesoramiento en cuestiones del desarrollo de los niños ciegos y un buen conocimiento sobre todo ello. La actuación interdisciplinar y el contacto regular con los padres parecen ser dos elementos básicos para el éxito de los programas de intervención; tal como ha apuntado Olson (1987) al examinar varios programas de intervención temprana con niños ciegos, los padres y los educadores incrementan la probabilidad de éxito «mediante interacciones planificadas con otros profesionales del desarrollo y de la salud relacionados con el niño» (p. 321).

4. Áreas de especial dificultad en el desarrollo de los niños ciegos Aun cuando, por las razones aludidas al principio, el desarrollo de los niños ciegos no es exactamente igual en todos ellos (Pérez Pereira y Castro, 1994; Warren, 1994), sin embargo sí se pueden apreciar áreas del desarrollo en las que presentan una especial dificultad y riesgo de retraso, y a las que hay que prestar una mayor atención en la intervención. En el Cuadro 23.1 se presentan de manera sinóptica algunas áreas en las que los niños ciegos manifiestan dificultades mayores, y sobre las cuales deberá centrarse especialmente la intervención. Por razones obvias, aquí solamente es posible indicar superficialmente aquellos aspectos más relevantes del desarrollo psicológico de los niños ciegos.

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Cuadro 23.1. Áreas de especial dificultad en el desarrollo de los niños ciegos

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El desarrollo psicomotor en general se ve seriamente afectado por la carencia de visión (cfr. Fraiberg, 1977; Pérez Pereira y Castro, 1994; Warren, 1994). Las dificultades para orientarse hacia el mundo externo y el empleo de las capacidades motrices para la exploración de los objetos y el entorno (búsqueda de objetos, coordinación de las manos en la manipulación y exploración de los objetos, etc.) han sido repetidamente señaladas como una de las áreas en las que los niños ciegos presentan mayor dificultad. La coordinación de la visión y la prensión (coger lo que se ve), esencial en la exploración del entorno, no existe en los niños con ceguera total, limitando severamente sus posibilidades de exploración de los objetos, el conocimiento que de ellos puedan obtener en sus exploraciones, y el conocimiento de los efectos de sus acciones sobre el mundo físico. Lamentablemente, la coordinación entre oídos y manos (dirigir la mano hacia el punto en que se oye el ruido que produce un objeto para agarrarlo, por ejemplo) no es fácil de establecer, pues supone una demanda cognitiva mayor al requerir una cierta permanencia de los objetos que no se ven, y no es, desde el punto de vista de la información que el oído aporta, tan rica como la información proporcionada por la coordinación entre ojos y manos. Selma Fraiberg (1977) destacó las dificultades en la movilidad autoiniciada como uno de los aspectos mas deteriorados en el desarrollo motor de los ciegos. Según ella, la realización de actividades motrices que impliquen el movimiento iniciado por el propio niño para alcanzar un objeto atractivo, por ejemplo, se ve seriamente retrasada como consecuencia de la ausencia de motivación producida por la carencia de información visual sobre los objetos o acontecimientos que pueden suscitar su interés. Entre las conductas más afectadas se hallan el gateo, que incluso es difícil que aparezca en los niños ciegos, y la marcha, que suele aparecer después de los dos años. Las dificultades para mantener el equilibrio que sufren los ciegos tampoco son ajenas al retraso en la movilidad autoiniciada (Pérez Pereira y Castro, 1994).

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Como consecuencia del retraso en el dominio de la marcha y de las limitaciones que ésta tiene, relacionadas con las precauciones que el ciego debe tener, el movimiento y el desplazamiento por el entorno están también muy limitados. Precisamente este aspecto, el del desarrollo de la autonomía de movimientos y la exploración del espacio circundante, primero muy inmediato (habitación, casa...) y después cada vez más distante (edificio, barrio...), será uno de los aspectos que requerirán de una instrucción especial en los ciegos. En cuanto a la esfera del desarrollo cognitivo, el bebé ciego presenta retrasos destacables en todo lo que se refiere a la inteligencia sensoriomotriz (para una exposición detallada del desarrollo cognitivo pueden consultarse Ochaita, 1993; Pérez Pereira y Castro, 1994; Warren, 1994). Nociones prácticas que se adquieren durante los dos primeros años de vida, como la causalidad, las relaciones medio-fin, la permanencia de los objetos, etc. serán adquiridas con un importante retraso por los niños ciegos, debido al papel capital que la información visual tiene en toda su construcción. Los niños ciegos tienen serias dificultades para explorar y apreciar las características de los objetos, las relaciones físicas que se dan entre ellos (cuando un móvil empuja a otro, por ejemplo, o un vestido se engancha en la esquina de un mueble, o un objeto se mueve al tirar de la manta sobre la cual está), y los efectos de sus acciones sobre ellos. Más adelante, al comentar los datos que se presentan en la Tabla 23.3, veremos una ilustración concreta de este retraso. Posteriormente, las relaciones entre objetos (al lado de, dentro de, encima de...) serán también de difícil comprensión. A un nivel más práctico, los niños ciegos tendrán más dificultades para conocer los usos de los objetos cotidianos. Hay que pensar que la carencia de información visual les priva de la posibilidad de aprender por la observación de los demás, y que, por tanto, será necesaria una instrucción específica. También el conocimiento y la representación del espacio y, en relación con ello, la exploración del entorno, se verán seriamente afectados por la carencia de visión. La adquisición de operaciones lógicas concretas como son la conservación, la clasificación, etc. también se ven afectadas, aunque el lenguaje puede llegar a remediar estas dificultades (Ochaita, 1993). Otra esfera en la que la carencia de visión puede tener consecuencias muy severas es la de las primeras relaciones sociales y el establecimiento de las primeras formas de comunicación anteriores al lenguaje (cfr. Pérez Pereira y Castro, 1994 y 1995; Warren, 1994). Hacia los tres meses, los niños sin deficiencia visual y sus madres participan en lo que se han denominado primeras interacciones cara a cara o primeros ciclos de interacción o comportamientos alternantes (Schaffer, 1989, 1996), caracterizados por intercambios pautados y alternantes de miradas, sonrisas, vocalizaciones y movimientos corporales. En el caso de que el niño sea ciego, tales conductas sociales estarán ausentes a esa edad, y necesitarán de canales y formas alternativas de realización para que éstas se establezcan (Pérez Pereira y Castro, 1995). Entre los factores que determinan esa dificultad para el establecimiento de las primeras relaciones sociales con comportamientos expresivos, se hallan tanto comportamientos característicos de los bebés ciegos relacionados con la ausencia de visión

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como las dificultades de interpretación del comportamiento de su bebé por parte de las madres de estos niños, debido a su carácter atípico. Efectivamente, los bebés ciegos manifiestan reacciones insólitas ante la presencia y estimulación social de su madre. Cuando ésta le habla y se dirige a él, el bebé ciego de tres meses no sonríe, como es habitual en bebés sin trastorno visual, ni vocaliza o se agita alegremente, sino que tiende a quedarse quieto, inmóvil e inexpresivo. Esto provoca en la madre el sentimiento, equivocado, de que su hijo no le responde o tiene un manifiesto desinterés por relacionarse con ella, cuando en realidad es una reacción mediante la cual el bebé ciego busca prestar mayor atención y captar mejor los estímulos sociales que recibe. Por otra parte, al no poder percibir la expresión facial materna ni sus acciones, tampoco reaccionará ante ellas, aumentando así la (para la madre) frustrante inexpresividad de su comportamiento. Por otra parte, las sonrisas y vocalizaciones que emiten los bebés no son contingentes con los comportamientos de la madre. Todo esto da lugar a un cuadro de escasa responsividad social de los bebés ciegos que desorienta y frustra a las madres y familiares próximos, dando lugar frecuentemente a una pobre o inadecuada estimulación social del bebé. Algo más adelante, los bebés ciegos tampoco podrán participar en situaciones de atención conjunta, que tanta relevancia tendrán para el establecimiento de la comunicación y la capacidad de interpretar las intenciones de los otros. De forma parecida, su participación en las situaciones de interacción (formatos) en torno a las rutinas diarias (baño, vestirse, alimentación...) o en los primeros juegos sociales convencionales (dar y coger algo, cucú...), tan caracterizadas por la regularidad, la capacidad de anticipación y la contingencia de los comportamientos alternantes de los participantes, será muy complicada, a menos que, de nuevo, se establezcan formas alternativas que superen la dependencia del canal visual (tacto, movimientos corporales, vocali- zaciones). Otra característica del comportamiento de los bebés ciegos es que, en el momento de aparición de las primeras conductas comunicativas (9-12 meses), no emplean gestos comunicativos típicos como los de ofrecer, pedir o señalar. De nuevo, las madres y familiares próximos al bebé deberán ser capaces de fomentar formas alternativas de expresión de la intención y de intercambio comunicativo. Todas estas circunstancias que rodean al establecimiento de las primeras relaciones sociales de los bebés ciegos hacen que exista un riesgo de aislamiento social. Al propio tiempo, su desarrollo personal también se puede ver amenazado, debido a los problemas que la ausencia de visión causa. Tal como hemos apuntado antes, los padres, familiares y especialistas deberán evitar el aislamiento social del niño, estableciendo un buen vínculo afectivo y formas alternativas de relación social, de manera que sus patrones de comportamiento no se parezcan a los de los niños autistas, algo que puede, por desgracia, darse en algunos niños ciegos. Un tipo de comportamientos llamativos en los niños ciegos y que afectan negativamente a la relación social son las llamadas estereotipias, como los balanceos, giros, tics, meterse el dedo en los ojos, o chupar de manera repetitiva ciertos objetos. Este tipo de comportamientos son

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relativamente frecuentes en algunos niños, y se considera que están relacionados con la carencia de estimulación social o la inadecuación de la misma (especialmente en las de autoestimulación), o con una descarga motriz en situaciones de tensión. La severa limitación que tienen los niños ciegos para aprender por observación hace que el aprendizaje de ciertas destrezas que llevan a la autonomía social (beber y comer solo, asearse, vestirse, desplazarse...) ocurra con más retraso, y exija un entrenamiento específico mayor. Algunos autores han señalado las dificultades de los niños ciegos para formarse una imagen corporal y, por tanto, también personal de sí mismos (Fraiberg, 1977; Bigelow, 1995). Esto afectaría al desarrollo posterior de su personalidad. Pero como la construcción personal no es ajena a la percepción que el individuo tiene de los comportamientos de los otros hacia sí, el de- sarrollo personal de los ciegos también se ve afectado por las dificultades que tienen para percibir las reacciones de los otros. Su comprensión del mundo social y su capacidad de reconocimiento de situaciones sociales también se ven afectadas por la ausencia de visión, y todo ello tendrá consecuencias negativas para el establecimiento de buenas relaciones con sus compañeros en la escuela y para su adaptación e integración social en ella. Finalmente, el aprendizaje de normas sociales es también más difícil. Aunque el dominio del lenguaje no es de los aspectos en los que los niños ciegos manifiestan más dificultad (Pérez Pereira y Castro, 1994 y en prensa), sí que existen determinados aspectos de su habla a los que hay que prestar una atención especial para evitar usos inadecuados. Entre ellos está la tendencia al empleo exagerado de la imitación de lo que otros acaban de decir, a la repetición de su propia habla y al empleo de frases hechas y fórmulas estereotipadas. Aunque las imitaciones, las repeticiones y las rutinas pueden ser un instrumento útil para que los niños analicen el lenguaje y dominen sus aspectos formales y funcionales (Pérez Pereira, 1994), sin embargo hay que tratar de evitar su uso exagerado y no funcional. Otra peculiaridad chocante del habla de los niños pequeños ciegos es el empleo excesivamente frecuente, y casi estereotipado, de vocativos (para llamar a la madre o a cualquier otra persona). Aunque probablemente tenga una función útil para el niño, en la medida en que le permite saber si la persona está presente y donde está ubicada en el espacio (Pérez Pereira y Castro, 1994; Castro y Pérez Pereira, 1996), es cierto que existen otros medios menos atípicos para realizar esas funciones. En algunos estudios se ha afirmado que el habla de los niños ciegos pequeños es excesivamente egocéntrica (centrada en sus propias acciones, de- seos e intenciones), y escasamente enfocada a la descripción y comentario de la realidad externa (descripción de acciones realizadas por otros, de objetos que no estén relacionados con su actividad en curso, de acontecimientos externos, etc.) (Dunlea, 1989). También se ha dicho que los niños ciegos comienzan a emplear muy tardíamente los pronombres personales, y que, cuando lo hacen, cometen múltiples errores de inversión en su uso (empleo de yo en vez de tú, y viceversa, o de mío en vez de tuyo) (Fraiberg, 1977; Dunlea, 1989). Aun cuando esas características no son comunes a todos los niños (Pérez Pereira y Castro, en prensa), y no pueden, por tanto, servir

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para realizar una descripción típica del habla de los niños ciegos, sí que, efectivamente, puede haber algunos niños ciegos que cometan esos errores con los pronombres personales y empleen el lenguaje de una manera muy egocéntrica. Además, algunos niños, junto al empleo invertido de pronombres personales y de pronombres y adjetivos posesivos, suelen emplear también de manera errónea la persona verbal, empleando, por ejemplo, la segunda persona para referirse a sí mismos (inversión) (por ejemplo, no quieres jugar, en vez de no quiero jugar). Algunos niños ciegos también pueden presentar usos extraños del lenguaje que pueden hacer que una conversación se corte o no progrese más, porque, por ejemplo, insertan una frase hecha o estereotipada que no viene a cuento, o se les ocurre llamar o preguntar por una persona que está presente. Por último, estos niños, cuando ya están en edad escolar, suelen manifestar expresiones faciales y gestos inadecuados para mantener el diálogo, tales como no mirar a la cara del interlocutor, sino hacia el suelo, etc. Aquí, como es lógico, no es posible analizar las formas precisas de actuar para promover el desarrollo del niño, o evitar la instalación de comportamientos inadecuados, pero existen en castellano varios trabajos publicados que pueden constituir una excelente ayuda para la planificación de la intervención y el desarrollo secuenciado de tareas y actividades a realizar (Bardisa, Eguren, Fresnillo y Muro, 1988; Leonhardt, 1992; Pérez Pereira y Castro, 1994).

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5. Efecto de los programas de intervención temprana y papel de la familia En una revisión de los beneficios de la implicación de los padres en los programas de intervención temprana, White, Taylor y Moss (1992) llegan a la conclusión de que, debido a la ausencia de diseños experimentales en los que se controle adecuadamente la variable participación/no participación de los padres, así como las características de esa participación, no se puede afirmar que la participación de los padres mejore la efectividad de los programas de intervención. Sin embargo, White y colaboradores (1992) no analizaron ningún programa de intervención temprana con niños ciegos. Desgraciadamente, no se han desarrollado muchos estudios para comprobar los efectos de los programas de atención temprana sobre el desarrollo de los niños ciegos, por lo cual no sabemos con certeza su grado de efectividad. Esta situación, no obstante, es comprensible, pues la mayor parte de los programas se han puesto en práctica con un reducido número de niños y, por tanto, es difícil la generalización dada la heterogeneidad de la población y la escasa representatividad de las muestras. Además, los programas tienen una orientación, duración y objetivos diferentes. Por otra parte, un requisito tan importante para que se pueda apreciar el efecto de un programa de intervención, como es la existencia de un grupo de control, no existe en la mayoría de las situaciones por razones éticas: es inaceptable dejar

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fuera de un programa de intervención del que se suponen efectos positivos a un grupo de niños premeditadamente. Por añadidura, los controles se deberían realizar en relación no sólo a niños ciegos, sino también a niños con visión normal. Estos y otros factores hacen que, como se señalaba anteriormente, nuestro conocimiento sobre la efectividad de los programas de atención temprana sea fragmentario y, en la mayor parte de los casos, indirecto. Muchos de los programas han realizado solamente una evaluación previa a la intervención y otra posterior a ella (el típico diseño antes-después), sin otro tipo de resultados comparativos con otros grupos de niños (ciegos o videntes) no sujetos a la intervención, o sujetos a una intervención diferente. Aun así, parece que, en general, los niños presentan progresos evidentes en su desarrollo gracias al programa. Olson (1987) ha analizado varios programas de intervención con niños ciegos y sus efectos. En el Cuadro 23.2 se resumen algunos de los resultados que encontró en programas desarrollados con niños ciegos durante la primera infancia.

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Cuadro 23.2. Análisis de tres programas de intervención con niños ciegos en la primera infancia (tomado de Olson, 1987)

Como se puede apreciar, los tres programas de intervención dieron un papel destacado al asesoramiento y guía de los padres. Los resultados hallados fueron positivos en todos ellos, si bien es verdad que falta un seguimiento posterior de la evolución de los niños. Como ejemplo de los efectos de la intervención temprana sobre el desarrollo de los niños ciegos, se presentan dos tablas en las que se compara el desarrollo del grupo de tratamiento con otros niños ciegos no sometidos a programas de intervención, y con las normas para

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videntes. En la Tabla 23.2 se compara el momento en que los niños logran la realización de diversos ítems o comportamientos relativos al desarrollo psicomotor, mientras que en la Tabla 23.3 se compara la evolución de la noción de permanencia del objeto. Como se puede apreciar, los niños que se beneficiaron del programa de intervención dirigido por Fraiberg (1977) manifiestan un desarrollo sensiblemente mejor que el de niños ciegos que no recibieron intervención en ambos tipos de capacidades, y se aproximan bastante a los estándares para niños con visión. En consecuencia, aunque los datos de que disponemos no permiten establecer conclusiones firmes (White et al., 1992), sí nos deben animar a poner en marcha programas de atención temprana para niños ciegos que reúnan las características que hemos señalado anteriormente aquí: estar centrados en el asesoramiento a los padres, basarse en una buena evaluación del desarrollo del niño, promover actividades que vayan justo por delante de lo que el niño ya es capaz de hacer por sí mismo, y realizar un seguimiento interdisciplinar periódico que permita reajustar el programa. Como se puede apreciar, la intervención en el medio familiar del niño proporcionando a los padres asesoramiento e indicaciones precisas de qué actividades realizar con sus hijos, y estableciendo una colaboración estrecha con ellos en el seguimiento de su evolución, es algo esencial para el éxito de la intervención y algo a lo que los especialistas deben prestar la máxima atención. En edades posteriores, tener en cuenta las expectativas de los padres y contar con su participación será también fundamental para lograr la integración de sus hijos con handicap en la escuela, tal como Odom y otros (1996) han señalado desde una perspectiva contextualista. Tabla 23.2. Comparación de la evolución psicomotriz de niños ciegos, sometidos y no sometidos a intervención, y niños videntes*

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Ciegos **

Videntes

Conducta Con interv.

Sin interv.

Sostiene la cabeza 5” sentado

—***



2

Sostiene la cabeza 30” sentado





3

Sentarse solo unos segundos

6,75

12

8

Darse la vuelta

7,25

12

7

Sentarse solo establemente

8,00

12

9

Dar unos pasos agarrados de las manos

10,75

18

11

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Da pasos agarrados a muebles



18

12

Sostenerse de pie solo

11,00

23

10

Sostenerse sobre manos y rodillas

9,25



10

Apoyo firme sobre antebrazos, prono

8,75



4

Sentarse por sí mismo

11,00



10

Ponerse de pie apoyándose en muebles

13,00

17

11

Andar solo unos pasos

15,25

30

13

Cruzar la habitación andando

19,25

36

15

Gatear

13,25



11

Se pasa un cubo de una mano a la otra

9



6

Prensión palmar

9



6

Coger un cubo en cada mano





8

Búsqueda objeto con contacto previo

7





Búsqueda objeto por sonido

9





* Adaptado de Pérez Pereira, M. y Castro, J., 1994, p. 42. ** Han sido utilizadas dos medidas del desarrollo psicomotor de los niños ciegos: 1) a la izquierda, la edad media del grupo estudiado por Adelson y Fraiberg (1974) y Fraiberg (1968, 1977), que se benefició de los efectos de un programa de intervención, con corrección de prematuridad, y, 2) a la derecha, la edad en que más del 75% de los sujetos estudiados por Norris et al. (1957), que no fueron sometidos a programas de intervención, realizan cada logro, sin corrección de prematuridad. Para los niños videntes han sido utilizadas las normas dadas por Hellbrügge et al. (1980), hasta los 12 meses, y por Gassier (1983) y Secadas (1988), a partir de los 12 meses. *** Los niños ya habían adquirido esta habilidad antes del inicio del estudio. Tabla 23.3. Noción de objeto permanente: comparación de su evolución en niños videntes y ciegos que siguen un programa de intervención y los que no lo siguen

Estudio

Piaget, 1937* 3 visión

Fraiberg, 1977 10 ciegos con

Bigelow, 1986 5 ciegos sin

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Rogers & Puchalski, 1988 11 ciegos + 9 deficientes visuales sin

Sujetos

normal

intervención

intervención

intervención

Estadio III

48

68

20,50

161,7

Estadio IV

812

9,00

20,75

19,00

Estadio V

1.218

>10

22,60

202,2

* Esta columna presenta las edades a las que los niños suelen alcanzar el estadio.

1 Para facilitar la lectura, se usa el término genérico para referirse tanto a un hijo como a una hija.

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2 Las escalas Reynell-Zinkin (1986), para niños de 0 a 5 años, y la escala Leonhardt (1992), para niños de 0 a 2 años, constituyen unos útiles instrumentos para la evaluación de niños ciegos o con deficiencia visual.

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24 Intervención psicopedagógica en el contexto familiar Ignasi Vila

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1. Introducción La intervención psicopedagógica en el contexto familiar recibe cada vez más atención en nuestro país. Las razones son diversas. En primer lugar, el impacto de la perspectiva ecológica sobre el desarrollo humano en la psicología evolutiva ha evidenciado la necesidad de incidir en la mejora de las prácticas educativas familiares con el objeto de promover la socialización e individualización de la infancia. En segundo lugar, la creciente diferenciación de las características, las formas de vida y las tipologías de la familia en el mundo occidental ha manifestado la necesidad de apoyar en muchos casos su competencia educativa dada la falta creciente de apoyo social a dicha labor. En tercer lugar, la conciencia, cada vez mayor, de apoyar la labor educativa de las familias con hijos con condiciones personales de riesgo biológico. Por último, el aumento en nuestras sociedades de lo que se ha denominado el «cuarto mundo» con el consiguiente desarrollo de la pobreza y la marginalidad ha colocado a una parte de la infancia en situaciones de riesgo social, de modo que el desarrollo de programas dirigidos a estos niños y sus familias se ha convertido en una necesidad social de primera importancia. En este capítulo abordamos las características y las formas de intervención psicopedagógica en la familia más importantes que existen en nuestro país 1. Lo hemos dividido en varios apartados. En el primero, mostramos el origen, la tipología, las características y la eficacia de lo que de forma general se ha llamado programas de formación de padres. En los dos apartados siguientes describimos de forma específica dos formas diferentes de intervención. En el primero, explicamos los programas desarrollados desde una perspectiva comu- nitaria que tienen como objetivo la optimización del desarrollo infantil y el desarrollo de competencias educativas del conjunto de la comunidad en que se insertan los niños y las niñas. En el segundo, presentamos algunos programas dirigidos exclusivamente a las madres y los padres que buscan el incremento de sus habilidades educativas. Por último, abordamos algunos aspectos relacionados específicamente con la intervención en familias con condiciones personales de riesgo biológico.

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2. Los programas de formación de padres

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La formación de padres designa «un conjunto de actividades voluntarias de aprendizaje por parte de los padres que tiene como objetivo proveer modelos adecuados de prácticas educativas en el contexto familiar y/o modificar y mejorar prácticas existentes con el objeto de promover comportamientos en los hijos y las hijas que son juzgados positivamente y erradicar los que se consideran negativos» (Vila, 1997a). Así, tal y como afirman Lamb y Lamb (1978), dicha formación es una tentativa formal para incrementar la conciencia educativa de los padres y el uso de sus aptitudes para cuidar y educar a sus hijos. Los programas de formación de padres se distinguen de otras formas de intervención en la familia como son la guía parental, la asistencia familiar o la terapia familiar. Pourtois (1984) propone las siguientes características para diferenciar dicha forma de intervención: 1. Los programas incluidos en la formación de padres se dirigen al conjunto de las familias de una población determinada, a diferencia de las otras formas de intervención que se centran en subsanar problemas específicos de algunas familias. 2. Los programas de formación de padres no se plantean cuestiones que tienen que ver con el sufrimiento o el malestar a nivel individual, sino que abordan los aspectos relacionados con la práctica educativa de las familias. 3. El objetivo de los programas encuadrados en la formación de padres es la mejora de las pautas de crianza y, por tanto, centran sus esfuerzos en el desarrollo de competencias y habilidades educativas en todas las personas de la comunidad. Es decir, como ya hemos señalado, responden a un diseño de intervención colectiva y no se proponen el trabajo individual con las familias, aunque evidentemente de ellos se espera que introduzcan modificaciones en las prácticas individuales de las familias. 4. Los programas de formación de padres responden a un modelo de intervención psicopedagógica preventivo que coloca el acento en la vertiente educativa de las prácticas de crianza. Este enfoque de la intervención se distingue de la perspectiva clínica que enfatiza exclusivamente el tratamiento de los aspectos psicológicos de las personas —en este caso, de las madres y de los padres. 2.1. Origen y características de los programas de formación de padres Históricamente, en nuestro país, la formación de padres ha estado prácticamente limitada a las escuelas de padres. Su origen se relaciona con la creencia por parte de los profesionales de la educación de que la familia es un lugar en el que la infancia aprende un gran número de cosas y, por tanto, si los padres «enseñan» a sus hijos, estos mismos padres pueden ser alumnos de programas en los que los maestros o diferentes especialistas «les enseñen cómo enseñar a sus hijos». Esta creencia estaba en relación con otra: si se conseguía que los padres «enseñaran» mejor a sus hijos, se reducía el riesgo de fracaso escolar.

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Así, desde mediados de los años setenta, en bastantes colegios o municipios se realizan actividades dirigidas a las madres y los padres en las que se les informa del desarrollo infantil, de la evolución de capacidades como el lenguaje, el razonamiento, etc., o se les transmiten pautas de comportamiento sobre las drogas, la sexualidad, etc. Las escuelas de padres se configuran, por tanto, como un lugar al que asisten voluntariamente las madres y los padres para adquirir conocimientos relacionados con el progreso de la infancia y con las pautas de crianza a partir de informaciones que suministran principalmente profesionales de la educación. En esta década, los programas dirigidos a la mejora de las prácticas educativas familiares se han incrementado notablemente. Así, bien desde servicios sociales, bien desde servicios educativos —incluso desde servicios sanitarios— se han desarrollado formas muy diversas de atender las necesidades educativas de la infancia y de sus familias, de forma que las escuelas de padres han dejado de ser la única tipología que existe en nuestro país en el ámbito de la intervención familiar. Sin embargo, una parte importante de estos programas se desconocen porque son muy recientes y han tenido muy poca difusión. Estos nuevos programas, a diferencia de las escuelas de padres que nacen estrechamente relacionadas con la educación escolar, se apoyan, entre otras, en la idea de que cuanto más temprana es la edad del niño, más eficaz es la intervención en su familia. En otras palabras, se considera que una parte importante del proceso de socialización e individualización ocurre en las primeras edades y, por tanto, es muy importante que los niños y las niñas reciban, en dichas edades, una atención educativa adecuada en su familia. Por eso, en el ámbito de la Educación Infantil se han desarrollado programas de innovación en el sentido de apoyar la competencia educativa de las familias que no se centran exclusivamente en la transmisión de información, sino en la realización de actividades conjuntas de familias y maestros con el objeto de promover tanto el pleno ejercicio de las habilidades educativas de las familias como la adquisición de nuevas. Igualmente, se han iniciado programas dirigidos exclusivamente a padres que no se limitan a transmitir información sobre la educación y el desarrollo infantil, sino que parten de modelos de intervención con objetivos concretos que se apoyan en el conocimiento de la psicología evolutiva y la psicología de la educación. Un ejemplo es el Programa de enriquecimiento experiencial para padres (Máiquez, 1997) que, desde el constructivismo, busca el cambio en las prácticas educativas familiares mediante la explicitación de sus teorías implícitas (Rodrigo, Capote y Máiquez, 1996) y, consecuentemente, la modificación de cogniciones concretas y de la acción situada. Independientemente del desarrollo de los programas de formación de padres en España, en otros países —especialmente en Estados Unidos— su influencia ha sido y es muy importante. Su origen, a diferencia de lo que hemos comentado para nuestro país, se relaciona con la pedagogía compensatoria y con el deseo de promover habilidades desde la familia en la infancia más desfavorecida, de modo que su incorporación al colegio se realice en las mismas condiciones que los niños y las niñas que provienen de los sectores favorecidos de la

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sociedad. El programa más famoso es el Head Start que se desarrolló a lo largo de los años setenta y que tenía como objetivo compensar mediante actividades, en las que se implicaban los niños y sus padres, las desventajas con que la infancia proveniente de familias de nivel sociocultural bajo parecía llegar a la escuela. Al inicio, estos programas estaban centrados en el niño y consistían en prácticas diversas —la mayoría dedicadas al desarrollo de habilidades académicas y de aspectos de la personalidad como la autoestima y la autoconfianza— que profesionales de la educación realizaban directamente con los niños y las niñas en presencia de sus padres. Estas actividades se realizaban bien en espacios especialmente diseñados para ello, bien en la propia casa de los niños. La evaluación de este tipo de programas que centraban su influencia en el niño y, sólo, de manera indirecta, sobre la familia, mostró que cuando las familias se implicaban directamente con el niño en las actividades propuestas sus resultados mejoraban significativamente. Ello reveló la importancia de centrarse en la familia como un todo. Evidentemente, a esto no fue ajeno tampoco la concepción sistémica de la familia (véase capítulo 1) que, aun proviniendo del enfoque clínico y, en concreto, de la terapia familiar ayudó a orientar de forma distinta este tipo de programas. De hecho, una gran parte de los programas que se han iniciado en nuestro país en la década de los noventa responden a esta nueva concepción que, como señala Cataldo (1991), responde a programas que abordan el desarrollo infantil de una forma más indirecta al centrar su intervención en la mejora de las prácticas educativas familiares.

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2.2. Tipología de los programas de formación de padres El establecimiento de una tipología de programas de formación de padres en nuestro país es una tarea compleja ya que, como hemos visto, una gran parte son de reciente creación y no existe una perspectiva histórica que permita encuadrarlos de forma clara. Además, las dimensiones implicadas en ellos son muchas y diversas —formato del programa, objetivos que persigue, contenidos, recursos que utiliza, alcance social, grado de institucionalización, ámbito de actuación, etc.— lo cual hace difícil su clasificación. Sin embargo, a pesar de ello y ateniéndonos a tres dimensiones: alcance social, grado de institucionalización y participación de las familias y sus hijos, intentaremos ofrecer una posible tipología. 1. Programas destinados a la formación general de padres: Son programas de alcance general y que, por tanto, están dirigidos a todas las familias que voluntariamente desean participar. Normalmente, sus objetivos consisten en ofrecer información sobre el desarrollo y el cuidado de los niños y las niñas y, consecuentemente, acostumbran a tener un grado bajo de institucionalización. En esta categoría podemos incluir desde las escuelas de padres hasta los folletos o revistas

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que edita la administración con el objeto de ofrecer información a las familias sobre aspectos diversos del desarrollo infantil y sobre la forma de comportarse con los niños. 2. Programas instruccionales dirigidos a padres:

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Son programas que pretenden el aprendizaje explícito por parte de los padres de unos contenidos específicos que les ayuden en la mejora de prácticas educativas concretas o en la adquisición de determinadas habilidades educativas. Su alcance es más limitado que los programas de formación general y sus contenidos acostumbran a estar claramente definidos y secuenciados. En general, estos programas asumen en sus actividades bastantes características de los procesos formales de enseñanza y aprendizaje. A diferencia de los programas de formación general, los programas instruccionales acostumbran a centrarse en algún aspecto concreto del desarrollo infantil y, por tanto, hay programas que abordan contenidos relativos a la alimentación de la infancia o a aspectos sanitarios. Otros programas se centran en el desarrollo de habilidades comunicativas con el objeto de favorecer la interacción de los padres con sus hijos, o enseñan a los padres a comportarse ante las demandas de sus hijos con el objeto de mostrarles cómo deben establecerse normas y límites. En esta categoría se pueden incluir los programas dirigidos a familias con hijos con condiciones personales de riesgo biológico en los que se les instruye sobre cómo comportarse para conseguir estimular el desarrollo de sus hijos. Los programas instruccionales tienen un grado de institucionalización más alto que los programas de formación general y, como aquellos, la participación está limitada a los padres y las madres. 3. Programas dirigidos a conseguir una mayor implicación de las familias y los educadores en el proceso educativo de los niños y las niñas: Son programas que buscan la implicación conjunta de los padres y los educadores en la educación de la infancia. Se realizan en el ámbito de la educación escolar —especialmente la Educación Infantil, aunque también existen en la Enseñanza Primaria— y suelen formar parte del propio proyecto educativo de la escuela. Normalmente, mediante estos programas se busca que las familias y los educadores compartan un proyecto educativo, de modo que se establezca desde el punto de vista del niño una continuidad entre la escuela y la familia. Su diversidad es notable y va desde programas en los que las familias, los maestros y los niños hacen cosas juntos como elaborar materiales para la escuela o implicarse activamente en talleres diversos —cocina, música, teatro, etc.— hasta programas en los que se fomenta la presencia de las familias en el aula de sus hijos para que puedan observar directamente las actividades de la escuela, el comportamiento de los niños y el maestro, etc.

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Su grado de institucionalización depende del propio proyecto educativo de las escuelas. Así, en algunas, estas actividades están programadas a lo largo del curso —por ejemplo, la realización de talleres conjuntos una tarde a la semana—, mientras que, en otras, existe una menor institucionalización y únicamente se limitan a programar la organización con las familias de una fiesta al trimestre. 4. Servicios dirigidos al desarrollo de capacidades infantiles y de competencias educativas en sus familias: Son servicios que se dirigen a las familias de una comunidad determinada y que centran su atención tanto en el desarrollo de los niños y las niñas como en el desarrollo de las competencias educativas de los adultos que los cuidan. Su nivel de institucionalización es relativamente alto y su alcance es el del conjunto de la comunidad. Estos servicios acostumbran a desarrollarse en un lugar específicamente diseñado para que las familias, los educadores y los niños hagan cosas juntos. Su organización es muy diversa y, así, hay servicios que atienden diariamente las necesidades educativas de los niños y las niñas y, por ejemplo, uno o dos días a la semana atienden también las de sus familias, mientras que otros tienen una organización que implica que el niño esté siempre con un familiar. También difieren en el modo en que desarrollan sus actividades. Así, algunos adoptan una forma de trabajo más semejante a las prácticas educativas informales en la familia, mientras que otros adoptan en su seno el desarrollo de programas instruccionales de formación de padres que combinan con otras actividades más informales.

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2.3. La eficacia de los programas de formación de padres «En cierta medida, los resultados de los programas son una cuestión de fe. De alguna manera, cuando el sentido común, el criterio profesional y el testimonio de los padres se combinan con algunas evidencias producto de la investigación y la política social del momento, se consigue convencer a los participantes de que el esfuerzo vale la pena.» (Cataldo, 1991, p. 36). El párrafo anterior muestra las dificultades para evaluar los programas de formación de padres, ya que a veces es muy difícil determinar si determinadas mejoras son el producto de la intervención o de otras variables que inciden en la vida de la familia y de la infancia. A pesar de las dificultades, se han realizado evaluaciones con el objeto de medir los efectos de estos programas tanto en relación con la modificación de pautas de crianza como con sus efectos a largo término en el desarrollo infantil a partir de muestras en las que se comparaban niños y niñas cuyos padres habían participado en estos programas con niños y niñas cuyos padres no lo habían hecho. Las evaluaciones realizadas muestran que mientras los padres participan en el programa aumenta la estimulación hacia sus hijos y se consigue una mejor calidad en sus interacciones. Sin embargo, también se observa que con el paso del tiempo dichos efectos desaparecen,

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excepto en aquellos casos en los que las propias familias han estado involucradas en el diseño y en la elaboración de las actividades que configuran el programa. En relación con el desarrollo infantil, se observa un efecto positivo cuando la implicación de los padres en los programas se realiza cuando los niños y las niñas son pequeños. Posteriormente, los efectos positivos de estos programas son mucho más limitados. Junto a estas ventajas que redundan en la calidad de vida de la infancia, Cataldo (1991) señala que también se han documentado ganancias para los propios padres y las escuelas. En concreto, las madres y los padres se sienten más seguros y con mayor confianza en relación a su tarea de «hacer de padres» y las escuelas ganan en sus relaciones con las familias y en una disminución del fracaso escolar.

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3. Comunidad, familia y servicios educativos En este apartado nos interesamos por los servicios dirigidos a mejorar las prácticas educativas familiares que tienen como ámbito de actuación una comunidad determinada. En los últimos años, este tipo de servicios ha tenido un gran crecimiento ya que, como hemos dicho, la eficacia de la intervención es mayor si se realiza en los primeros años de vida del niño y, dadas las creencias y atribuciones sociales hacia la participación de los niños y las niñas menores de tres años en contextos educativos, existe un gran número de niños y niñas de estas edades que se socializa e individualiza casi exclusivamente desde su familia. Ello aún tiene más importancia en el caso de niños y niñas con condiciones personales de riesgo social. En nuestra sociedad existe un gran número de desequilibrios que provoca que cada vez haya más familias que vivan en una situación de marginación de la cual resulta, por diversas razones, muy difícil salir. De hecho, muchas de las familias que forman parte provienen de este tipo de situaciones y tienden a reproducir con sus hijos las prácticas educativas que vivieron —entre otras cosas, porque sólo conocen esas—, muchas de ellas inadecuadas. Esta realidad ha acuñado el término de infancia con condiciones personales de riesgo social y, en relación a ella, se desarrollan programas que tienen como objetivo que el niño participe en un contexto educativo distinto de la familia y que, a la vez, sus progenitores reciban el apoyo necesario para el ejercicio de su labor educativa. 3.1. La psicología comunitaria y la intervención psicopedagógica Musitu (1996) afirma que, ya en los años cincuenta y en el ámbito de la salud mental, se inició un movimiento que desplazó su mirada —especialmente en el ámbito de la intervención y la investigación— de la persona a la familia. De hecho, se trataba de interesarse no por el individuo en su aspecto intrapsíquico, sino por el sistema relacional del que formaba parte. Este movimiento que ha configurado nuevas formas de intervención clínica, psicosocial, etc. también ha tenido repercusiones en el ámbito de la educación y de la intervención

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psicopedagógica. En concreto, Martín y Solé (1990) muestran la progresiva modificación del modelo de intervención psicopedagógica en el contexto escolar, en el sentido de progresar desde concepciones que centraban la intervención en las dificultades de los alumnos individuales y adoptaban intervenciones rehabilitadoras a concepciones que atienden y actúan sobre el conjunto de variables que inciden en el proceso educativo con una clara función preventiva. Desde esta segunda perspectiva, como señalan las autoras, la perspectiva sistémica resulta una herramienta de indudable valía. Coll (1980) distingue entre la psicopedagogía y la psicología escolar. La primera determinaría el ámbito profesional de la psicología de la educación y la segunda de la psicología de la instrucción. En otras palabras, la intervención psicopedagógica, entendida en sentido amplio, abarca campos más amplios —todos aquellos en los que se realizan prácticas educativas— que simplemente el sistema educativo. De ahí la reivindicación de una intervención psicopedagógica en la familia, intervención que, de acuerdo con la discusión de Martín y Solé (1990), debe cumplir una función preventiva desde la mejora de las prácticas educativas familiares. En este marco cobra sentido la afirmación de que algunos aspectos que sustentan la psicología comunitaria tienen una enorme relevancia para la intervención psicopedagógica en el contexto familiar, especialmente para el diseño —objetivos, contenidos, organización, etc. — de los servicios educativos dirigidos en el ámbito de la comunidad a las familias y sus hijos.

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3.1.1. ¿Qué es la psicología comunitaria? Hombrados (1996, p. 69) afirma que la psicología comunitaria es «un mo- vimiento desde el tratamiento hacia la prevención que incide en el fortale- cimiento de competencias más que eliminar el déficit y centrado en la interacción entre la persona y el ambiente». En esta definición se puede observar las características más importantes que configuran este tipo de psicología. En primer lugar, introduce un punto de vista ecológico en la comprensión de la conducta humana. Al igual que Bronfenbrenner (1987) en psicología evolutiva, una parte de los psicólogos sociales asume la famosa fórmula de Kurt Lewin (1935) según la cual la conducta (behavior) es función de la persona (person) y del ambiente (environment) {B = f (P, E)}. Desde este punto de vista, no es posible comprender la conducta humana al margen de los factores socioambientales y, sobre todo, de los sistemas y redes sociales en que participa. De hecho, estos psicólogos sociales comparten con la perspectiva ecológica del desarrollo humano de Bronfenbrenner la idea de que no es posible entender al ser humano al margen del análisis de los microsistemas en que participa y de las relaciones que existen entre ellos. Además, desde el punto de vista de la intervención psicosocial, la psicología comunitaria

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defiende que la intervención debe realizarse en el ámbito de los sistemas sociales de modo que se optimicen al máximo los recursos psicológicos que se ofrecen a las personas. En segundo lugar, la psicología comunitaria enfatiza la resolución de los problemas sociales y no los de las personas individuales. En otras palabras y como consecuencia del punto anterior, considera que la resolución de los problemas individuales no se puede hacer al margen de la de los problemas sociales que es, en definitiva, donde se encuentran las causas más importantes de los desajustes personales. Por tanto, la idea de cambio social estará presente en toda intervención desde esta perspectiva. En tercer lugar, el cambio social está relacionado con el desarrollo de recursos en la comunidad donde se interviene. Se trata tanto de potenciar recursos existentes y ponerlos al servicio de un proyecto colectivo como de crear nuevos recursos que atiendan necesidades no atendidas por los propios recursos comunitarios. En este sentido, uno de los énfasis en los proyectos de intervención es su aspecto preventivo. Ciertamente, hay más aspectos que caracterizan la psicología comunitaria como su perspectiva metodológica, su naturaleza de disciplina aplicada al igual que la psicología de la educación, etc. Pero, en relación a su influencia sobre cómo abordar la atención educativa de las familias desde la comunidad creemos que los tres puntos señalados son los centrales. Si la intervención psicopedagógica adopta una perspectiva ecológica ello significa que no se puede comprender el desarrollo infantil —objetivo último de la intervención— al margen de los contextos de vida en que participa y que, por tanto, el énfasis de la intervención debe estar, no en el niño, sino en los sistemas de relación en que participa. Por eso, el desarrollo de servicios educativos centrados en la comunidad atiende las necesidades educativas tanto de los niños como de sus familias con el objeto de promover cambios que optimicen los recursos psicológicos para asegurar una mejor calidad de vida a la infancia. 3.1.2. La noción de apoyo social La introducción de cambios sociales y la optimización de los recursos psicológicos está en relación con las nociones de apoyo social y autoayuda. Ambos conceptos, acuñados por la psicología comunitaria en el ámbito de la intervención, tienen una gran importancia en los servicios educativos dirigidos a los niños y sus familias. El apoyo social se refiere a todos los intercambios de recursos entre personas que no están entrenadas —es decir, no son profesionales— para prestar ayuda a otras personas. Antiguamente, en la familia extensa, dicho intercambio de recursos era notable y, de hecho, en la tradición de las distintas comunidades se mantienen prácticas educativas familiares relativas a la crianza de los niños y las niñas que han sido transmitidas de las personas más mayores a las más jóvenes. Sin embargo, las actuales familias nucleares —especialmente en las grandes ciudades— tienen muchos menos apoyos sociales para hacer efectiva su labor de padres. Por eso, en muchas ocasiones, uno de los objetivos de estos servicios educativos

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consiste en mejorar y optimizar las redes sociales de las familias en el sentido de propiciar un «todo» de calidad en el que cada una de las personas encuentre los recursos y los apoyos para ejercer su función educativa. En este sentido, uno de los objetivos de la intervención se refiere a la distinción, también introducida por la psicología comunitaria, entre apoyo social real y apoyo social percibido. Es decir, el apoyo social no solamente debe existir, sino que además las distintas personas deben percibir su funcionalidad en una estructura determinada. Si las personas no perciben que forman parte de una red en la que son valorados y, a la vez, no tienen información que les induzca a pensar que su pertenencia a la red comporta necesidades y obligaciones mutuas es muy difícil que el apoyo social se traduzca en auténticos intercambios de ayuda mutua entre las personas. Las estrategias empleadas por los profesionales para aumentar el apoyo social son diversas y se relacionan con el concepto de autoayuda. Así, por ejemplo, se crean grupos de personas con el mismo tipo de problemas en forma de grupos de autoayuda o apoyo mutuo. O, en relación a lo que nos interesa, se desarrollan intervenciones dirigidas a modificar, a reestructurar u optimizar las redes sociales existentes en una comunidad determinada. Una de las estrategias que ha adoptado la intervención comunitaria para posibilitar el desarrollo de la comunidad ha sido la intervención en la familia a partir del interés que muestran por la educación de sus hijos. Este es un aspecto importante, ya que muchas veces tendemos a pensar —especialmente en las situaciones de marginación— que las familias no tienen interés por la educación de sus hijos. Ello es falso e, incluso en escenarios muy degradados, las madres y los padres muestran su interés por aspectos relacionados con la socialización y la individualización de sus hijos. Aspectos, ciertamente, que, a veces, no coinciden con nuestras propias creencias, pero que deben ser valorados como actitudes positivas hacia la educación de sus hijos. Por eso, desde el reconocimiento de este interés se han desarrollado servicios y programas educativos que tienen varios objetivos. En primer lugar, optimizar el desarrollo infantil. En segundo lugar, mejorar las prácticas educativas familiares y, en tercer lugar, aumentar la autoestima y la confianza de las personas y de la comunidad en sus propios recursos educativos. Evidentemente, estos programas de intervención persiguen introducir cambios sociales en el ámbito de la comunidad que redunden positivamente en el conjunto de sus miembros y cumplir de esa forma, además, una función preventiva. Normalmente, estos programas —dada su propia concepción de desarrollo global del niño— implican aspectos relacionados con la salud, con la educación y con el bienestar social, y en ellos participan diversos profesionales que integran los servicios sociales, los servicios sanitarios y los servicios educativos. 3.2. Servicios educativos dirigidos a la infancia y sus familias A lo largo del artículo hemos defendido que la intervención psicopedagógica en la familia con

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hijos pequeños es más efectiva que cuando son mayores de edad y, a la vez, hemos puesto de manifiesto cómo, en algunos casos —situaciones sociales desfavorecidas— es muy importante dicha intervención tanto para mejorar y cambiar prácticas educativas familiares como para posibilitar a los niños y las niñas contextos de desarrollo distintos a los de sus familias. De hecho, hoy es bien conocido que una buena parte de los niños y las niñas con condiciones personales de riesgo social presentan mayores importantes desajustes sociales, fracaso escolar, etc., a pesar de haber participado en contextos escolares de pequeños. Además, muchos de ellos no pueden asistir a ningún contexto educativo durante sus tres primeros años de vida dada la precariedad de plazas públicas en dicho ciclo de la Educación Infantil. Por eso, ambas razones —inexistencia de plazas públicas en el ciclo 0-3 y su relativa ineficacia para optimizar el desarrollo infantil en situaciones de riesgo social 2— han promovido nuevas ideas para atender las necesidades educativas de esta parte de la infancia y de sus familias. En concreto, la idea de promover servicios educativos con una clara función preventiva que incidieran tanto en la introducción de cambios en el contexto familiar como que posibilitaran un contexto de desarrollo a los niños y las niñas distinto del familiar ha cobrado cada vez más fuerza y, especialmente desde las administraciones municipales, se han creado nuevas formas de atención a la infancia. Los servicios creados 3 responden a esta nueva filosofía. De una parte, son servicios que actúan educativamente con los niños y las niñas, pero, de la otra, se sitúan en el ámbito de la comunidad y, por tanto, su acción educativa no se dirige únicamente hacia los niños, sino que también tiene como objetivo la familia del niño y su entorno social. Estos servicios adoptan formas distintas, pero en todos ellos laten concepciones semejantes. Así, junto con promover una acción educativa directa hacia los niños y sus familias, se proponen también modificar en la medida de sus posibilidades el apoyo social de las personas —especialmente, de las mujeres— que tienen hijos y, a la vez, promover una mayor autoestima y autoconfianza en las propias capacidades. En general, estos servicios —Casa de los Niños de la Comunidad Autónoma de Madrid, Centros Municipales de Atención Familiar de la Mancomunidad de la Vega de Granada, Espai Familiar del Ayuntamiento de Barcelona, etc.— organizan su trabajo de modo que las familias asistan junto con los niños a actividades intencionalmente educativas. Así, hay períodos en los que los niños y las niñas son atendidos por las educadoras, mientras las familias participan en otras actividades en un espacio anexo y momentos en los que las educadoras, los niños y las familias hacen cosas juntos. El trabajo que se realiza con las familias adopta también formas distintas. Así, pueden participar en actividades altamente organizadas que se pueden encuadrar en lo que hemos denominado programas instruccionales y actividades menos organizadas más semejantes a las que se realizan en los grupos de ayuda mutua. En cualquier caso, en un tipo y otro de actividades, el objetivo siempre se relaciona con el desarrollo y el cuidado infantil.

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Por último, estos servicios se combinan con programas específicos dirigidos a atender necesidades educativas de familias de riesgo social como son algunas familias monoparentales —por ejemplo, madres adolescentes—, familias provenientes de la inmigración extracomunitaria, etc. En estos casos, su organización es semejante a la que hemos comentado, aunque sus objetivos suelen ser mucho más específicos y, además, estos programas van acompañados de otro tipo de actividades relacionadas con la formación y la inserción laboral. 3.3. Efectos y resultados de los servicios educativos dirigidos a la infancia y sus familias

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Las evaluaciones realizadas de estos programas muestran sus efectos positivos tanto desde el punto de vista preventivo como del desarrollo global de las personas que forman parte de la comunidad —en este caso, la pequeña infancia y sus familias. Las evaluaciones realizadas intentan medir los efectos de estos programas sobre la base de sus objetivos y, por tanto, no acostumbran a obtener medidas del desarrollo infantil o semejantes, sino que centran sus esfuerzos en el estudio de la modificación de las estructuras sociales, en la percepción de las personas participantes sobre un mayor o menor apoyo social, en sus opiniones sobre la modificación de comportamientos con sus hijos, en la participación y frecuencia de la asistencia, en la observación del niño cuando se incorpora al contexto escolar, etc. A continuación exponemos de forma resumida los rasgos más importantes de esta evaluaciones. 1. Las madres que participan en estos servicios encuentran un lugar acorde con sus expectativas educativas. Sus hijos se pueden relacionar con otros niños, aprenden cosas, realizan actividades que no pueden hacer ni en casa ni en el parque, etc. Es un lugar que, a la vez, no les obliga a separarse de sus hijos, sino que les permite estar presentes mientras ellos juegan, pintan o trabajan con la plastilina. Igualmente, estas madres encuentran un lugar en el que pueden realizar intercambios sociales que no tienen en su contexto social y pueden cotejar su papel de madre con el de otras madres. 2. Las madres valoran muy positivamente los cambios introducidos en la percepción de sus hijos gracias al trabajo de las educadoras. Reconocen en ellos nuevos intereses y curiosidades, descubren nuevas habilidades y, en definitiva, estos servicios se convierten en un «observatorio» privilegiado en el que las madres pueden observar a sus hijos de una forma distinta a como lo hacen habitualmente en el contexto familiar. 3. Las madres sienten que su papel educativo se ha visto reforzado. En concreto, valoran dos cosas. Una, la posibilidad de cotejar sus puntos de vista sobre la educación de sus hijos con otros adultos y, otra, la información nueva que incorporan sobre cuestiones relacionadas con el desarrollo y el cuidado del niño. 4. Las madres muestran su agrado por la inserción social que el servicio les posibilita. De hecho, en las grandes ciudades, el apoyo social que reciben las familias en relación al

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cuidado infantil es muy pequeño. Por eso, la asistencia a este tipo de servicios supone en muchos casos nuevas amistades, nuevas relaciones sociales y, en definitiva, la percepción de mayor apoyo social. Estos aspectos redundan en la competencia educativa de las familias y en su implicación en el cuidado infantil. Así, tanto la información que reciben como la seguridad que adquieren revierte en sus propias capacidades con claros efectos positivos en sus pautas de crianza.

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4. Programas de formación general de padres Este tipo de programas tienen como usuarios el conjunto de la población y su objetivo tiene fundamentalmente una función preventiva. Son programas que no están restringidos a un tipo de padres —como, por ejemplo, los servicios que hemos descrito en el apartado anterior que tienen fundamentalmente como usuarios a las madres y los padres de niños y niñas de 0 a 3 años—, sino que abarcan a familias con hijos de cualquier edad. Por eso, existe una mayor diversidad de temas que los que aparecen en los servicios comentados en el apartado anterior. Así, hay programas dirigidos a las familias que van a tener un hijo, programas relacionados con diversos aspectos del trabajo escolar como la lectura y la escritura, programas relacionados con el desarrollo de la sexualidad o con la actitud de las familias ante las drogas. Sin embargo, los dos tramos de edad que tienen mayor aceptación son cuando los niños son más pequeños y la adolescencia. De hecho, son dos momentos en que muchas familias muestran dudas, inseguridades y falta de apoyo en relación a su ejercicio de padres. Además, como señala Palacios (1996), ambos son dos momentos ideales por varias razones. La adolescencia es un momento decisivo para la conformación de actitudes, ideas y creencias, y los primeros años de vida es un período de especial sensibilidad para reflexionar sobre las propias creencias y prácticas educativas. Drescher (1996), en una revisión sobre los problemas de relación padres e hijos desde las llamadas que se realizan al teléfono ANAR 4, afirma que la mayoría de las llamadas corresponden a jóvenes de 13 a 18 años y, de igual forma, la mayoría de los padres que emplean el teléfono consultan sobre la conducta de sus hijos adolescentes y sobre la forma de comportarse con ellos. En otras palabras, además de los primeros años de vida, la adolescencia es un momento importante para intervenir ya que en este período unas buenas relaciones en la familia pueden verse deterioradas si falta consistencia y sensibilidad en el trato entre padres e hijos. 4.1. Las escuelas de padres En el segundo apartado hemos comentado que las escuelas de padres, en un sentido amplio, Rodrigo, M. J., & Palacios, G. J. (Eds.). (2014). Familia y desarrollo humano. Retrieved from http://ebookcentral.proquest.com Created from univeraguascalientessp on 2019-04-02 11:18:14.

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agrupan una parte importante de los programas de formación de padres. En este no se trata de volver a explicar sus características, sino de mostrar unos cuantos criterios para su realización y desarrollo. Antes es importante decir que ya quedan muy pocas escuelas de padres en el sentido estricto de la palabra. Lo que existe es un gran número de actividades dirigidas a las madres y los padres en forma de charlas, discusiones, conferencias, etc. A menudo son actividades de divulgación sobre aspectos relacionados con el desarrollo y la educación de la infancia que, a veces, tienen continuidad en forma de ciclos y otras simplemente responden a una preocupación puntual de un grupo de padres y madres. En este sentido, creemos que hay dos criterios básicos a tener en cuenta desde el punto de vista de su desarrollo y realización: 1. En muchas ocasiones, las charlas informativas que se ofrecen a las familias acaban en ellas mismas y, sin embargo, es conveniente que, junto con la información que se transmite, se aporte algún tipo de material que pueda ser utilizado individualmente, bien en el sentido de profundizar sobre los aspectos comentados, bien en el sentido de proponer pautas de actuación claras y concisas. Hemos de pensar que las personas que asisten a este tipo de actividades lo hacen de forma voluntaria y porque tienen un interés particular en temas concretos. Por eso, podemos pensar que dicho interés no desaparece una vez realizada la actividad y, por tanto, podemos influir posteriormente mediante otro tipo de materiales. Además, en algunos casos —por ejemplo, si son actividades organizadas por el APA y la escuela— puede existir una continuidad grupal, de modo que, una vez leído el material, se puede volver a proponer actividades de discusión o de profundización sobre un tema determinado. 2. El lenguaje que se emplea en la transmisión de la información debe de ser adecuado y comprensible para las familias. A veces, se utiliza un lenguaje lleno de tecnicismos y alejado del conocimiento de las familias que hace absolutamente imposible reconocer la intención del conferenciante. Por eso, aunque estas actividades se organicen en torno a la transmisión de información deben ser lo más participativas posibles y, por tanto, deben de poder incluir actividades y formas de discu- sión y diálogo que hagan más asequible el procesamiento de la información y su aprendizaje significativo por las familias. En este apartado se puede incluir también el programa de enriquecimiento experiencial para padres (Máiquez, 1997; Máiquez, Capote y Rodrigo, en prensa), desarrollado en varias poblaciones de Tenerife y coordinado desde el Departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación de la Universidad de La Laguna, que, a diferencia de otros programas en los que no queda muy claro cuál es el objetivo concreto de la intervención, busca a partir de modelos de intervención semejantes a los que se utilizan en los servicios educativos —papel mediador del conductor del grupo, búsqueda de la confrontación de ideas entre los participantes, etc.— que se modifique el sistema de creencias de los progenitores a partir de introducir cambios en

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aspectos concretos de la cognición y en la actividad situada o contextualizada. Este programa consta de varios módulos que responden a los aspectos centrales que vertebran las teorías implícitas de las familias y sus implicaciones educativas como son las pautas de crianza, la organización de las actividades cotidianas, el desarrollo de habilidades sociales, etc. Cada módulo tiene unos objetivos y una metodología de intervención claramente definida que se sigue a lo largo de varias sesiones. La evaluación del programa muestra que se producen cambios a corto plazo como, por ejemplo, el rechazo a prácticas educativas autoritarias o un mayor conocimiento de las pautas evolutivas, pero, como dicen las autoras (Máiquez, 1997), los efectos más importantes serán a largo plazo si se mantiene este tipo de intervención.

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4.2. El programa Nacer a la Vida Este programa, desarrollado desde el Departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación de la Universidad de Sevilla y el Servicio Andaluz de Salud de la Junta de Andalucía, es un ejemplo de cómo se puede utilizar la información para desarrollar un programa de formación general de padres. El programa surge a partir de una serie de investigaciones sobre las creencias, ideas y expectativas de las familias en relación al desarrollo y la educación de los niños y las niñas (Palacios, 1987a; Palacios et al., 1987) y con la idea de posibilitar informaciones que ofrecieran recursos a las familias para ejercer su función de padres. El programa consta de un conjunto de revistas que son suministradas gratuitamente a las madres cuando asisten a los centros de salud durante las diferentes sesiones de control del embarazo o, posteriormente, a lo largo de los controles pediátricos del recién nacido (cada revista aborda un período determinado que coincide con las sesiones en el centro de salud). Las revistas se estructuran sobre la base de informaciones diversas relativas al cuidado físico del niño —alimentación, sueño, higiene, salud, etc.— e informaciones relativas a cómo optimizar la relación con el niño para su desarrollo global —lenguaje, motricidad, razonamiento, etc. Igualmente, en las revistas se encuentran consejos prácticos, críticas a determinados refranes o creencias populares y afirmación de otros elementos para las familias que se apartan de la norma como, por ejemplo, las familias monoparentales, etcétera. Los contenidos de la revista son discutidos en los centros de salud con las familias y se intenta que sean un elemento para mejorar la información de los padres y, sobre todo, para optimizar sus prácticas educativas. Palacios et al. (1995, p. 12) afirman que este tipo de programa «aumenta los sentimientos de satisfacción en los padres, aumenta la implicación del varón, mejora en ellos la percepción de estar recibiendo apoyo social en su tarea de ser padres, modifica pautas de conducta concretas, mejora la percepción que de sí mismos tienen como padres». Otro aspecto de interés de la evaluación manifiesta que los efectos del programa son más

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positivos cuanto más discuten y participan las familias en el centro de salud. Si la revista simplemente es entregada y no existe ningún tipo de discusión en torno a ella, sus efectos son menos positivos que si se discute en un grupo de mujeres embarazadas o con un bebé con algún profesional del centro de salud. En definitiva, el programa Nacer a la Vida es un ejemplo de cómo desde la Administración se pueden utilizar los conocimientos que poseemos de psicología evolutiva y psicología de la educación para promover la competencia educativa de las familias, así como para generar cambios de comportamiento en sus pautas educativas independientemente de sus creencias e ideas sobre el cuidado y el desarrollo de los niños y las niñas.

5. La intervención en familias con hijos con condiciones personales de riesgo biológico

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Las familias con hijos con condiciones personales de riesgo biológico 5 tienen unas necesidades específicas que se relacionan con el trastorno emocional que implica el nacimiento de un hijo discapacitado y con las expectativas y actitudes que la familia construye y desarrolla en relación a las posibilidades evolutivas de su hijo (Giné, 1996). En este sentido, de una parte, la actitud puede quedar condicionada por el menor número de respuestas del bebé, de modo que se desarrollen expectativas muy bajas por parte de los padres, lo cual redunda en una menor estimulación y, en definitiva, en un número menor de oportunidades que se ofrecen al bebé para su desarrollo. En estos casos, la asunción emocional por parte de los padres de las limitaciones de su hijo es una cuestión fundamental en la intervención. Giné (1996) ofrece una serie de criterios generales que nos parece interesante destacar: 1. Giné (1994) muestra que en las familias con hijos discapacitados los padres emplean menos estrategias en sus intervenciones comunicativas con sus hijos que las que utilizan las familias en general. Giné (1996) atribuye este tipo de comportamiento al nivel de expectativas de las familias con hijos discapacitados y, por tanto, uno de los aspectos importantes de la intervención familiar en estos casos es aumentar la sensibilidad de las familias hacia las posibilidades y las competencias de sus hijos. 2. En segundo lugar, Giné (1996) propone que se debería estimular la participación del niño discapacitado en las rutinas diarias de la familia. Su propuesta, basada en algunas de las ideas expuestas por Rogoff (1993), consiste en fomentar la participación del niño en situaciones relacionadas con el cuidado físico —higiene, alimentación, sueño, etc.—, con la propia organización del hogar —tareas domésticas, juego, desplazamientos, etc. — con el objetivo de conseguir que, en dichas actividades, los padres asuman un papel de ir transfiriendo progresivamente su control al propio niño sobre la base de ir «enseñándole» las habilidades necesarias para ello.

Rodrigo, M. J., & Palacios, G. J. (Eds.). (2014). Familia y desarrollo humano. Retrieved from http://ebookcentral.proquest.com Created from univeraguascalientessp on 2019-04-02 11:18:14.

3. Otro aspecto importante que señala Giné (1996) se refiere al desarrollo de actitudes y valores en la propia familia sensibles a la diferencia. No se trata únicamente de aceptar la realidad de un hijo con retraso, sino también de defender su existencia como persona con todos los derechos que ello significa y, por tanto, la defensa de su derecho a la integración, a mantener relaciones sociales con otros niños y niñas diferentes, etc. Este es un aspecto muy importante que se relaciona con la asunción emocional de la diferencia y la discapacidad. 4. Por último, Giné (1996) hace hincapié en cuestiones que ya hemos señalado. En concreto, la idea de que el saber experto no se puede contraponer con el saber educativo de las propias familias y, por tanto, las intervenciones basadas en la autoridad del conocimiento tienen poco interés para desarrollar actitudes y expectativas positivas hacia sus hijos de parte de estas familias.

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6. Conclusiones En este capítulo hemos mostrado los modelos de intervención en la familia más comunes que se utilizan en nuestro país y la perspectiva psicológica que los sustenta. Así, tanto los planteamientos ecológicos sobre el desarrollo humano como las concepciones aplicadas de la psicología comunitaria y de la psicología de la educación son referentes claros de muchos de los programas y servicios que existen en la actualidad. Estamos convencidos que en un futuro estas formas de intervención incrementarán su presencia ya que muchos de los problemas que se detectan en el ámbito de la infancia requieren un tratamiento preventivo en el que los distintos servicios —sanitarios, sociales y educativos— coordinen sus esfuerzos y atiendan simultáneamente las necesidades de los niños y las niñas y de sus familias. El ámbito de la intervención familiar aún es muy incipiente en nuestro país, lo cual no significa que los programas y los servicios que existen no respondan a parámetros de calidad. Por contra, pensamos que actualmente existe una reflexión en profundidad sobre cómo atender determinadas necesidades —especialmente en situaciones desfavorecidas— que se ha concretado en modelos de intervención que en un futuro no muy lejano ofrecerán resultados.

1 Hemos excluido conscientemente un ámbito muy importante de la intervención, el de las relaciones familia-escuela, porque se aborda específicamente en el capítulo 16. 2 Por eso, en los últimos años, se ha enfatizado la cuestión de las relaciones familia-escuela. De hecho, en nuestro país, la inmensa mayoría de niños y niñas asisten al parvulario a partir de los tres años. Una enseñanza de calidad en la Educación Infantil implica obligatoriamente unas relaciones de calidad familia-escuela que permitan, de una parte, conocer y atender mejor las necesidades educativas de los niños y las niñas en el contexto escolar y, de la otra, incidir en la cultura familiar en el sentido de mejorar sus prácticas educativas. 3 Las limitaciones de espacio impiden ofrecer una descripción detallada de los servicios más importantes, que se puede encontrar en Vila (1997a, 1997b).

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4 «Nuestro Teléfono» es un proyecto de la Fundación ANAR de ayuda, orientación y protección para niños y adolescentes hasta los 18 años. Toda la ayuda que se ofrece es telefónica.

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5 Los tres capítulos anteriores presentan pautas de intervención en relación a necesidades específicas. En este apartado únicamente nos referimos a principios generales de la intervención en familias que tienen hijos con condiciones personales de riesgo biológico.

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