El viaje

COLECCION P OOLE CCION AN•FLAUTA 1 A partir de 11 años 1 AVENTURAS EL VIAJE Se detuvo en la proa y desde allí, o

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COLECCION

P

OOLE CCION

AN•FLAUTA 1

A partir de 11 años

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AVENTURAS

EL VIAJE

Se detuvo en la proa y desde allí, observando las aguas oscuras y hondas salpicadas por la lluvia, dijo: -Mañana muy temprano llegaremos a un lugar tan hermoso que ni en sueños lo han visto ustedes ...

ISBN 950-07-1300-4

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EL AUTOR Héctor Tizón nació en Jujuy en 1929. Es abogado y escritor. Escribió cuatro libros de cuentos para adultos: A un costado de los rieles, El jactancioso y la bella, El traidor venerado y El gallo blanco. Y varias novelas, entre ellas Fuego en Casabindo y Luz de las crueles provincias. Es padre de tres hijos, dos varones y una mujer. Suele pasar los fines de semana en el pueblo de Yala, cerca de San Salvador de Juju y. Allí recibió a visitantes ilustres como Jorge Luis Borges e Ítalo Calvino. En 1996 ganó el Premio Nacional de Litera1:ura.

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CÓDIGO DE COLOR - (Edad sugerida) Serie Azul (A): Pequeños lectores Serie Naranja (N): A partir de 7 años Serie Magenta (M): A partir de 9 años Serie Verde (V): A partir de 11 años Serie Negra (NE): Jóvenes lectores CÓDIGO VISUAL DE GÉNERO Sentimientos Naturaleza

'"~'vrPLAN ~..JOCIAL ,-EDUCATIVO PRESIDENCIA DE LA NACIÓN Minist.erio de Cultura y F.ducación de la Nación

Humor Aventuras Ciencia-ficción Cuentos de América Cuentos del mundo Cuentos fantásticos

Dirigida por

... * ...

Canela (Gigliola Zecchin de Duhalde)

EL VIAJE

Héctor Tizón Ilustraciones: Osear Rojas

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Diseño original: Helena Homs 3er. premio por Diseño Editorial Círculo de Creativos Argentinos 1993

Compaginación y armado: María L. de Chimondeguy

• Ésta es la historia de dos niños, un v1eJO, un barco y un río.

Primera edición: noviembre de 1997 Segunda edición: junio de 1999 Impreso en la Argentina. Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723. © 1997 Editorial Sudamericana S.A. Humberto Iº 531, Buenos Aires.

ISBN 950-07-1300-4

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I Ahora soy un hombre que va para viejo. No conocí a mis padres. Pero antes, como todos, fui un niño y mi nombre no era el que tengo. En verdad no tenía nombre puesto que todos me llamaban Ronco, o Ronquito, por mi forma de hablar o por el tono de mi voz. Nadie jamás recuerda en qué momento escuchó por primera vez ser llamado por su nombre, yo tampoco. Sólo sé que así mellamaban todos y el Capitán, mi abuelo. El Capitán no era capitán ni fue tampoco mi abuelo, pero esto, como mi propio nombre, lo supe luego, mucho después de que sucediera lo que enseguida voy a n.a rrar.

II Yo tenía entonces unos diez años y mi pueblo se llamaba Pumantirenda, una aldea 11

cubierta de polvo y olvido en el gran chaco que en ese tiempo era más que ahora. Aquella aldea, separada pantanos de por medio de una pequeña toldería de indios chaguancos en la costa del río Bermejo, tenía sólo dos calles a lo largo y tres a lo ancho. Las calles a lo ancho eran cortas porque iban desde el madrejón hasta el comienzo de la falda donde el bosque oscurecía, pero las dos calles a lo largo se explayaban hacia el río donde por entonces aún quedaba en pie el espigón, que también servía de muelle, construido por los carboneros con gruesos troncos de quebracho colorado. Hacia el final de una de esas calles estaba el Bar y Hotel Santa Lucía, que junto con la estación ferroviaria eran las únicas dos construcciones de planta baja y alta, con ventanales a lo largo del balcón, -sin embargo siempre clausuradas a causa de que, por un error del remoto constructor, estaban mal orientadas y por ello merced a los vientos del norte que sólo traían polvaderal y bochorno. No había luz eléctrica por entonces, de modo que las noches eran más nítidas y prolongadas y sólo interrumpidas a trechos por la luz macilenta de los escasos faroles. En el hotel había una luz permanente de noche para atraer a los recién llegados y otra en la estación por donde pasaban trenes

una vez a la semana, algunos de ellos sin tan sólo detenerse. Todos los hombres con barba y ojos claros de este lugar habían llegado en el tren. "Todos menos yo", decía mi abuelo. Los otros eran nativos, pero a poco comenzaron a mezclarse porque los hombres con barba habían venido sin mujer y los indios aprendieron a vender las suyas o no las mezquinaban. "Todos menos yo", decía mi abuelo que había llegado navegando por el río, a bordo de una piragua con velamen de cuero de puma. Esta historia, repetida una y otra vez entre las burlas de los parroquianos, le había redituado nombre y fama.

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_o :i, l _ III Al comienzo de esta historia mi abuelo contaría con no más de cincuenta años, edad que por entonces tenían los viejos. Era casi de noche aunque de luna llena y podía ver sin dificultad a Efraín, que caminaba por delante llevando en la mano la sarta con los pescados, algunos de ellos todavía

palpitantes. Regresábamos del río hacia la casa. Atravesamos la calle y entramos a la casa por los fondos, no por la puerta sino empujando uno de los tablones desclavados debajo de la ventana. A poco de entrar, en la penumbra, oímos los quejidos de mi abuelo. Entonces lo llamé: -Aquí -dijo él. -Capitán -dije-. ¿Qué ha pasado? .. . Estás borracho. -Sí -dijo él-. Me han vapuleado entre un montón en el bar. Los muy alevosos ... _¿Por qué? -Prendan la vela. Ahí esta el cabito. El viejo estaba en el catre con sus pies colgando por el borde y cuando hubo luz pudimos ver su nariz ensangrentada, sus cabellos revueltos y su gorra tirada en el piso. Efraín había dejado la sarta sobre un cajón vacío junto al catre y permanecía mudo en la sombra de un rincón. _¿Qué has traído? -dijo el viejo. -Esto -dije, levantando la sarta a la altura de sus ojos-. Tres bagres y una boga. -Tres bagres y una boga -dijo él-. No es mucho para toda la tarde ... Si alguien tiene unas monedas para una jarra, los haré a las brasas. 14

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-No -dije yo-. Todavía hay sangre en tu nariz. Y no tenemos monedas. _¿Quién está ahí? -preguntó. -Efraín -dijo Efraín. _¿Quién es éste? -Es mi amigo. -Efraín -dijo el viejo-. Podrías pedirle algo a tu padre para esa jarra. Yo asaré el pescado. -No tiene padre -dije. El viejo intentó incorporarse del catre pero no pudo y volvió a recostarse; yo le acomodé la pierna que aún colgaba, junto a la otra. La luz de la vela parpadeaba. Luego de un momento dijo: -Estos tipos ... -murmuró-. Sólo conocen su propia roña del carbón y el polvo de la tierra ... Se burlan, pero nunca lo verán. _¿Lo verán? ¿Qué es lo que no verán? -A ver si pueden ir por esa jarrita -dijo él en voz baja y a poco se durmió. Un gran sapo, casi del tamaño de un conejo, entró persiguiendo los insectos atraídos por la luz de la vela y luego desapareció como había entrado. Ya no estaba Efraín cuando a lo lejos se escuchó el estampido de un relámpago y antes de que comenzara a llover, cansado, también me quedé dormido. 16

IV

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El día siguiente era viernes .._La luz del sol, caliente ya muy temprano, me despertó; había tenido un sueño confuso, dulce e inquietante pero que no logré atrapar. Apenas despierto observé a mi alrededor pero el abuelo ya no estaba en la habitación. Era su costumbre levantarse antes del alba, como la de casi todos los hombres del pueblo, y ya estaría eguramente sentado en aquel promontorio de la costa mirando el río a lo lejos, o en los hornos de la carbonera. En la carbonera trabajaba cuando no tenía dinero y sólo algunos días, los suficientes para juntar unos pe·os, y dejaba de hacerlo hasta que sucedía lo mismo. Decía que alguna vez había escuchado de un cura, el único que conoció en toda su vida, que el trabajo por dinero es una maldición. Tampoco estaba Efraín y no lo vería hasta la tarde. Efraín lustraba zapatos en el hotel, barría el salón y luego de barrerlo esparcía unos cubos de serrín por el piso y después cambiaba el agua con fenilina de las escupideras, a cambio de que lo dejaran dormir en los fondos y unas monedas. 17

Dormitaba aún sin decidirme a levantarme cuando escuché la primera bomba de estruendo en la plaza y entonces recordé que era viernes y que los segundos viernes de cada mes llegaba el hombre del cine en su viejo camión Ford. Siempre dormí vestido, y así sólo tuve que calarme los botines y me mojé la cara en la jofaina de latón para salir. Hacia el mediodía el hombre del cine levan taba en la plaza una tienda junto a su camión y allí ofrecía en venta lo que traía de novedoso y aquello que los vecinos le encargaban cada vez: ropa, linternas, calzado, herramientas, medicinas, anzuelos, revistas, puntillas y cintas de colores. Las ventas se prolongaban hasta el mediodía y luego, por el intenso calor de la siesta, el hombre cerraba su tienda y se instalaba en el hotel a jugar a los dados, con los cuales, echados sobre la mesa de billar, algunas veces perdía y casi siempre ganaba. Al atardecer, luego de otro par de estruendos, comenzaba la función de cine en el galpón de la parroquia adonde acudían los vecinos llevando cada quien su silla. El hombre del cine tenía un repertorio breve, de sólo cuatro películas que, aunque cambiando el orden, eran siempre las mismas: dos de ellas mudas, en una aparecía una pareja de enamorados 18

v • ·tidos de etiqueta conversando en el banco de una plaza bajo la luz de la luna, en otra se mostraba una fiesta con baile y banquete que terminaba a tortazos, y las restantes eran de indios y vaqueros, una de las cuales siempre venía al final. Durante muchos años creímos que ésas eran las únicas películas que existían. La función terminaba alrededor de las once de la noche y todos salíamos graves y pensativos de aquella oscuridad encantada del galpón, cada quien a su casa y a dormir, •xcepto unos pocos que habían tomado partido y discutían y que algunas veces llegaron a los golpes en el corrillo que entonces se formaba en la calle. Mi abuelo nunca fue al cine. "Ya lo he visto", decía. "Son sólo fotoo-rafías que se mueven. Y no pienso dejarme b engañar dos veces con esa b asura. " Pero nadie supo nunca cuándo las habría visto.

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V

Al día siguiente, sábado, cuando el sol ya pasaba hacia la otra mitad, mi abuelo continuaba en el catre. Yo había escuchado sus pasos bien temprano y había vuelto a dormirme. Una suave ventolina fresca que venía del sur, donde seguramente habría llovido, apaciguaba el bochorno y eso me ayudó a dormir. Pero ahora era tarde y el viejo continuaba echado en el catre. Me levanté y observé que el fuego no había sido avivado. Entonces fui hasta su catre y vi que estaba despierto, con una de sus manos debajo de la nuca y la otra, uno de cuyos dedos le faltaba, sobre el pecho. Le dije que era tarde y que el fuego se había apagado y que no se afligiera porque me ocuparía de encenderlo. _¿Para qué? -dijo él. Yo había y~ entrelazado unas virutas de carpintería y unos despuntes de cedro seco, fáciles de abrasar, y dije que lo hacía para comer algo. -Hoy no comemos -dijo él-. No hay nada que comer. No hay yerba ni harina y los pescados de la sarta están podridos. -Hay dos papas -dije- que voy a asar. Y podemos comprar una lata de picadillo. -No podemos comprar nada -dijo él-. No 20

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tengo hambre. Y además no tenemos ni un peso. Fui al bote donde guardábamos el dinero y estaba vacío. -Ayer había monedas -dije. -Ayer era ayer -dijo el abuelo-. Ayer estaban en ese bote y hoy en los bolsillos de otro. _¿Dónde están? -pregunté. _¿Qué importa dónde están, eh? ¿Qué importa eso? -El abuelo ya no estaba en el catre sino a mi lado, junto al fuego apagado, y me agarraba de un brazo y me sacudía gritando. Yo sentía que lloraba. -Lo habías prometido -dije-. Y has vuelto a perder las monedas con los dados. Él ya no regresó al catre. Se había sentado en el suelo y contemplaba las cenizas tibias y agonizantes del fogón, y dijo: -No llores, Ronquito. -No lloro -recuerdo que dije. -Es verdad -dijo él-. Nosotros no lloramos. Me levanté de junto al fogón, abrí la puerta y vi la calle desierta y la luz deslumbrante de ese mediodía y luego otra vez la calle que se perdía en los pantanos de la ribera. -Iremos a pescar -dijo el viejo-. Es un buen día, el río está bajando y traeremos de todo. Yo no contesté. Contra el cielo, hacia el

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londo, cabriolaba un barrilete de papel amarillo. Ya ni el fuego ni la comida me importaban .

- Esta vez creí que ganaba -dijo él-. Y entonces podríamos habernos ido. Mi abuelo siempre se estaba yendo y no lo escuché. La pesca fue buena desde el comienzo. Al segundo pacú, el abuelo dijo: " Basta con éste". -Está lleno -dije yo-. El río está lleno de pe-

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-No le pidamos más -dijo mi abuelo-. No ·s bueno pedir lo que no es necesario. _¿A quién le importa?-pregunté. - Al río -dijo-. Ahora los asaremos aquí, entre las piedras . No estábamos lejos de un depósito de madera, ya en ruinas, que años atrás se había ·onstruido a poca distancia del espigón. El abuelo alzó los pescados metiéndoles el dedo orno un gancho en las agallas, uno en cada mano, y yo me encargué del aparejo. Junto al depósito abandonado los asamos. Después el abuelo armó un cigarrillo entre sus dedos flacos y se puso a mirar el río aguas abajo. _¿A dónde crees que irán? -preguntó de pronto. _¿Qué cosa? -contesté .

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-Las aguas -dijo-. El río. El abuelo estaba ahora sentado en una piedra y fumaba. Ya no se veía el barrilete. Después de tirar lo más lejos que pude una piedra a las aguas, dije: -No lo sé. _¿No? ... Sólo un tonto no lo sabe. Te lo he dicho muchas veces -dijo el abuelo-. Te lo he contado. Después fue hasta la orilla, se mojó la cabeza levantando agua entre sus manos y volvió a calarse la gorra. Al atardecer regresamos.

VI Efraín nos esperaba sentado junto a la puerta y sonreía con toda su cara -le faltaban dos dientes- porque había ganado un montón de dinero. Había sido ayer su día de paga y la paga se había multiplicado en las apuestas. El abuelo se sentó en el catre y Efraín a mi lado en el suelo, junto al fogón apagado. El viento comenzó a soplar y batió

·l postigón roto de la ventana. A través de la ventana abierta se veían los pantanos y más allá la ribera ancha y abierta. Entonces él comenzó a armar otro cigarrillo y pregunté: - Abuelo, ¿hacia dónde va el río? -Ya nadie lo sabe aquí. Pero yo sí -dijo-. A cuatro o cinco noches se pone manso enl re barrancas altas, donde hay palmeras. Y después las aguas se aclaran y hay tiburones y en la costa hay ciudades que siempre están ilu minadas en las noches y uno ve las luces • desde lejos. - Sí -dijo Efraín, que ahora miraba a mi abuelo y sonreía-. Yo lo he visto. _¿Lo has visto? ¿Dónde? Estás mintiendo. -En el cine. Lo he visto en el cine. -En el cine eso no está -dije yo. · -Efraín -dijo mi abuelo-. Niño, ¿tendrás alguna moneda? Podrías ahora ir por una j arrita, un poco de pan, o algo así. Luego te devolveremos el dinero. ,., Efraín estaba contento y orgulloso de te- . ner dinero en sus bolsillos. Se fue y enseguida regresó con el vino y el pan y unas salchi... chas. El abuelo bebió casi media jarra sin parar, se limpió la boca con la manga de su camiseta y dijo:

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-Esto ya no da ni siquiera para morir... Han convertido el bosque en carbón, los pájaros se han ido y ya no vendrán las lluvias -dijo. Comenzaba a estar borracho pero no lo sabíamos. - ... Están arruinando este país. _¿Quiénes? -pregunté. -Todos -dijo-. Pero yo me iré. Se quitó la gorra, trató de ordenar sus cabellos ensortijados, entrecanos y abundantes y luego se caló otra vez la gorra. -Todos -dijo-. Pero yo me iré. Efraín y yo lo observábamos. _¿Podremos irnos? -dije. -Efraín -dijo mi abuelo-. Podrías ir por otra jarrita, hijo. Efraín fue y regresó. Y cuando Efraín regresó, luego de un rato, el abuelo dijo: -Sí, ¿por qué no? ... Efraín, ¿quién es tu padre? -No tiene padre ni madre -dije-. Como yo -agregué. Mi abuelo lo observó, tal vez incrédulo, pero no parecía triste. -Bien -dijo-. No hay mejor marinero que un huérfano. -¿Podrá ir? -pregunté. -Pondremos un aviso en el diario que di27

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rá: "El niño de nombre Efraín, sin dos dientes, de once años, pelo oscuro sin otra señal, pide permiso para irse al mar... " Si nadie dice que no, irá. _¿A} mar? -pregunté-. ¿Qué es el mar? -Sólo un ignorante puede hacer esa pregunta-dijo mi abuelo-. El mar es como la gente que no está presa. Es como Dios. _¿y lo veremos? -Sí; pero es mucho el camino. Aunque vale la pena. Ya lo verán. Ahora mismo lo estoy viendo; a medida que uno va llegando, el río se ensancha y se ven ciudades y grandes cosas, y barcos con sirena y seguramente al llegar pasaremos debajo de un arco de flores.

dVII Los días siguientes fueron breves y confusos. Los tre&, en secreto, comenzamos a construir el barco para surcar el río hacia el mar. Por las noches robábamos tirantes de madera liviana del aserradero y los llevábamos a la rastra hacia el depósito abandonado de los

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pantanos y allí, a la luz de la luna, comen~a1110 a armar el costillaje; elevamos el tnnq uete de la breve arboladura sobre el palo