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EL TEATRO FRANCÉS EN EL SIGLO XX 1  Por Francisco Javier Irazoki  

   

EL TEATRO FRANCÉS EN EL SIGLO XX Por Francisco Javier Irazoki

Acabado el siglo XX, empiezan los inventarios. Ya sabemos que, en materia artística, se trata de un trabajo peligroso. Resumir es salvar o arrinconar creadores y obras cuyo peso debe ser fijado por una aguja precisa: el fiel que juega en la caja del tiempo. Mientras tanto, las injusticias son inevitables. He procurado anotar las variadas corrientes teatrales que se produjeron en Francia en los últimos cien años. Y señalo algunas características biográficas y literarias de quienes las lideraron. No olvidemos que se reconocieron los méritos de muchos de ellos. Hubo ocho dramaturgos de lengua francesa que en ese tiempo recibieron el Premio Nobel de Literatura. Arranco con una anécdota significativa. Al discutir con los amigos franceses sobre su teatro en el siglo XX, les recordé esta peculiaridad: veinte de los más valiosos autores de obras en lengua francesa provienen de otros países (Rumanía, Irlanda, Rusia, Bélgica, Libia, Marruecos, Argelia, China). Me miraron un poco asombrados por mi detalle irrelevante. Habituados a integrar lo que los enriquece, mi dato los pilló desprevenidos. Reaccionaron al fin, y sonó la frase «sí, culturalmente, Francia es una pequeña América».

Padres de la escena moderna Ni que decir tiene que siempre hubo en Francia -también en la Grecia clásica- una mezcla de obras teatrales muy serias con otras de puro divertimento. Teatro de ideas y vodeviles. Propuestas revolucionarias y agradables veladas burguesas. En 1887,  

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EL TEATRO FRANCÉS EN EL SIGLO XX 2  Por Francisco Javier Irazoki   André Antoine (1858-1943), inventor de la puesta en escena moderna, creó el Teatro Libre, lo que tres años después impulsó al joven poeta Paul Fort (1872-1960), por oposición ideológica-artística, a fundar, con el padrinazgo de Stéphane Mallarmé y Paul Verlaine, elTeatro de Arte, que en 1893 tomaría el nombre de La Obra bajo la dirección de Aurélien Lugné-Poe (1869-1940). André Antoine, defensor del naturalismo, de la restitución maníaca de la realidad, era un empleado del servicio de gas que con un grupo de comediantes aficionados transformó el teatro francés. Arrumbó los decorados insípidos o de falsa elegancia; una especie de memoria corporal debía superar los artificios; usó el principio wagneriano de luces y sombras. Un actor podía dar la espalda al público, pues los movimientos sobre el escenario eran «fragmentos de vida». Sus teorías y métodos son equiparados con el sistema de Konstantin Stanislavski, el pedagogo ruso que conjugaba técnicas contra los efectismos del cómico pordiosero de aplausos. Al final dirigió el Teatro Odéon, y quiso demostrar que la preferencia por la espontaneidad no estaba reñida con lujosos montajes de Molière y Shakespeare. Coetáneo de André Antoine, pero enfrentado al realismo que consideraba restrictivo, Jacques Copeau (1879-1949) ha pasado a la historia de la cultura francesa por haber creado, en 1913, una importantísima institución: el teatro Vieux-Colombier. Su discípulo Charles Dullin y el actor Louis Jouvet lo acompañaron en la aventura. Cuatro años antes, con la colaboración de André Gide y Jean Schlumberger, había fundado la Nouvelle Revue Française. Autodidacto, su concepción de la dramaturgia surge de «un impulso de moralidad literaria», como reacción al mercantilismo. Los actores de su compañía vivían en comunidad, sujetos a normas estrictas y disciplina física, y se ejercían en juegos de máscaras e improvisación. Cualquier español piensa enseguida en la forma de trabajar de Albert Boadella y Els Joglars. La palabra dramática era el centro de todo, hasta el punto de construir para el Vieux-Colombier una arquitectura casi invariable sólo alterada por mínimos accesorios. Escribió un volumen, «El teatro popular», inspirado en la estética del teatro griego y medieval. Junto con el inglés Edward Gordon Craig, Jacques Copeau guía la evolución teatral europea de la primera mitad del siglo XX. Uno de sus sobrinos, Michel Saint-Denis (1897-1971), continuó ese trabajo en Gran Bretaña, Francia y Norteamérica. ¿Quién no siente, en Francia, una especial debilidad por la figura de Charles Dullin (1885-1949)? Cuando vino a París, a los 19 años, no halló ninguna corriente artística mayor; salvo el simbolismo y el naturalismo, incompatibles con su temperamento. Al  

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EL TEATRO FRANCÉS EN EL SIGLO XX 3  Por Francisco Javier Irazoki   principio declamaba poemas en un cabaré, El conejo ágil, y lo abandonó por el deslumbramiento de las enseñanzas éticas y técnicas de Jacques Copeau. Más tarde, puso en marcha la Escuela nueva del comediante, en 1921, y creó su propio teatro, L’Atelier, en 1922. En su biografía se fusionan los sufrimientos físicos, que no le impidieron los oficios de actor y director, y la pedagogía inspirada. Jean Vilar y JeanLouis Barrault aprendieron a su lado la compaginación del teatro japonés y la comedia del arte, así como la búsqueda de lo abstracto mediante el despojamiento formal. La crítica de Charles Dullin al naturalismo es terminante: la realidad admite la transposición, no el remedo. Consagró casi todo su trabajo a los clásicos, pero se le debe el estreno de obras de Jean-Paul Sartre y Armand Salocrou. Antonin Artaud colaboró gustoso con aquel hombre tan sensible.

Vodevil, Gide y Dadá Hay en las páginas del «Diario» de Jules Renard (1864-1910) apuntes sabrosos para conocer el ambiente de euforia teatral en París cuando comenzaba el siglo XX. Además, moralista amargo, anticlerical, escritor de estilo lacónico y profundamente naturalista, no duda en el comentario ácido al referirse a los dramaturgos de su  

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EL TEATRO FRANCÉS EN EL SIGLO XX 4  Por Francisco Javier Irazoki   época. Sólo escribió unas cuantas comedias, algunas de las cuales -«Poil de carotte» («Pelirrojo»), su obra maestra, que primero fue una novela de éxito, o «Pain de ménage» («Pan casero»)- todavía son representadas en la Comédie-Française. Son piezas de verbo violento, con ráfagas crueles y vibrantes; en ellas arremete contra las alharacas de la burguesía. Georges de Porto-Riche (1849-1930) fue el primer autor del siglo XX que logró, con piezas inspiradas en el análisis del fracaso amoroso y la sumisión femenina, grandes éxitos en Francia. La tiranía de las pasiones sensuales que describe es también el centro de su ensayo «Anatomía sentimental». Tenía un estilo refinado y nervioso. La Comédie-Française mantiene todavía en su repertorio dos obras («Enamorada» y «El pasado») de un dramaturgo considerado heredero de Jean Racine, Pierre Marivaux y Alfred de Musset. François de Curel (1854-1928) conserva, sin imitadores de su universo personal, un pequeño rincón en la historia del teatro de tesis. Maurice Donnay (1859-1945) supo pasar de la comedia sensiblera a la obra dura que trataba de un problema de actualidad. Por ejemplo, en «El regreso de Jerusalén» cuenta la imposibilidad amorosa entre un ario y una judía; en «Ave de paso», la confrontación entre unos franceses y los nihilistas rusos que han sido acogidos por aquéllos. El teatro en verso desfallece en el siglo XX. Esta decadencia coincide en Francia con el declive de Edmond Rostand (1868-1918). Contrario al simbolismo, escribió «Cyrano de Bergerac», que desde el estreno se convirtió en un mito nacional. Contó con el apoyo de Victor Hugo en «El aguilucho» (Jules Renard insiste venenoso y certero: «Inaudito y banal. Una pieza para que las gentes bostecen de admiración»). Asombró siempre con las habilidades de sus malabarismos verbales, compuso tres obras para Sarah Bernhardt, mezcló el preciosismo con la sal gruesa, el Evangelio con las peripecias de Napoleón, y cayó tan rápidamente como había ascendido. Persiste, no obstante, el respeto por el ingenio y el rigor constructivo de cada uno de sus textos. Enfermo, buscó retiro en el País Vasco. Autor de comedias de salón, Edmond Sée (1875-1960) es recordado por su «Manual de teatro contemporáneo».

 

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EL TEATRO FRANCÉS EN EL SIGLO XX 5  Por Francisco Javier Irazoki   Georges Courteline (1858-1929), Georges Feydeau (1862-1921) y Tristan Bernard (1866-1947) representan el entretenimiento, la contestación jocosa, el teatro de bulevar. Courteline era admirado por Julio Camba, quien lo elogió en una crónica. Bernard fue creador de chascarrillos muy populares, y su ligereza cómica extrajo humor hasta de la ocupación nazi en la Segunda Guerra Mundial. Otros autores de la misma cuerda: Alfred Capus (1858-1922), triunfador golpeado por el sarcasmo de Jules Renard; Henry Bernstein (1876-1953), rey de este género durante cincuenta años, redescubierto por el cineasta Alain Resnais, que hizo una película con la obra «Mélo»; Alfred Savoir (1883-1934), de origen polaco; el fecundo Sacha Guitry (18851957), «filósofo del placer» que sufrió la ira del público tras la Liberación de 1944; o Édouard Bourdet (1887-1945), feroz en sus alusiones sexuales. Con una talla igualmente menor, Romain Coolus (1868-1952), Émile Fabre (18691955), Saint Georges de Bouhélier (1876-1947) o el antisemita y anarquista Octave Mirbeau (1848-1917) representan la comedia psicológica, el melodrama naturalista y el teatro de tesis en la Belle Époque. Recogen los problemas sociales que expresan sin exigencia artística. Algunos historiadores se refieren con respeto a Marie Lenéru (1875-1919), sorda y casi ciega desde los 15 años. Unos años después, André Roussin (1911-1987) luchó contra Marcel Achard (18991974) en el dominio del teatro de bulevar. Se impuso el éxito paralizante del primero, cuyas obras coparon varios teatros al mismo tiempo. Los dos autores comparten la inclinación por el episodio inesperado y la paradoja, si bien Roussin es menos sombrío y extravagante, y tiene la ventaja de la inteligencia verbal. Achard se inspiró en el circo y en un Charles Chaplin menor para ganar la risa popular, mientras Roussin se armaba de otros reclamos tristes: acciones truhanescas, disputas conyugales. En los años veinte se estrenaron en París obras sustanciosas de autores extranjeros («Tío Vania» de Anton Chejov, «Seis personajes» de Luigi Pirandello, «Santa Juana» de Bernard Shaw, «El pato salvaje» de Henrik Ibsen). También la deliciosa «Bella del bosque» del uruguayo-francés Jules Supervielle (1884-1960), el hombre que atacó a los superrealistas diciendo «apenas he conocido el miedo a la trivialidad» y que, para atemperar sus ansiedades, detallaba las vidas de los animales. En esos momentos, Henri-René Lenormand (1882-1951) era el autor francés favorito de los directores. Estaba influido por August Strindberg y Sigmund Freud e intentaba desentrañar los misterios de la vida interior. «El tiempo es un sueño», «La loca del cielo», o  

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EL TEATRO FRANCÉS EN EL SIGLO XX 6  Por Francisco Javier Irazoki   «Simún», donde el calor del desierto aviva la atracción que el protagonista siente por su hija, aportan unos granos de arena innovadora. Entre los primeros dramaturgos simbolistas, enfrentados a los naturalistas, destacó Édouard Dujardin (1861-1950), pero a la sombra del belga Maurice Maeterlinck (18621949), representante oficial del movimiento y Premio Nobel en 1911. Es probable que «Pelléas et Mélisande» nos parezca hoy empobrecida sin la música de Claude Debussy, pero Maeterlinck lideró los escenarios en su juventud, e incluso Alfred Jarry lo presentó como «aliciente del teatro abstracto». Era muy hábil en el uso del silencio inquietante que corta una frase trivial. Y plúmbeo en la propuesta de decorados medievales con torreones y fosas. Sus textos preferentes aluden a cuestiones metafísicas. Nos extraña que «El pájaro azul», su esperanzadora obra para niños, fuese escrita por un hombre pesimista. Romain Rolland (1866-1944), influyente ensayista político y teórico del teatro popular, recibió el Premio Nobel en 1915, pero cayó en el olvido del público francés. Censurado durante la Primera Guerra Mundial y bajo el gobierno de Philippe Pétain, Rolland se adelantó al movimiento agit-prop y abanderó una dramaturgia socialista radical. Ni André Gide (1869-1951), puntilloso en su exigencia de perfección, se salvó del señuelo dramático. Admirador y consejero crítico de Jacques Copeau, que le representó algunas piezas, hizo su guerra particular contra el naturalismo. A ese movimiento, que solamente «aprehendía el realismo de los accesorios», él opuso una seca maestría poética y la ironía con ponzoña moral. Su mundo literario es definido cuando Josep Pla retrata al hombre: «Tan persuasivo, tan deliciosamente amable que llega a perturbar». Eso sí, al final, el teatro tiene una dimensión modesta dentro de una obra, la de André Gide, que mereció el Premio Nobel en 1947. De orígenes campesinos, el filósofo y poeta Charles Péguy (1873-1914) fue discípulo de Henri Bergson. Mantuvo, hasta su muerte en combate en la Primera Guerra Mundial, constantes compromisos políticos. Socialista y ateo al principio, evolucionó hacia un misticismo y un patriotismo no conservadores. Escribió «Misterio de la caridad de Juana de Arco», poema dramático que, si apartamos la beatería hazañera, sorprende por los hallazgos originales. Se repite, contra la rechifla de los incrédulos, que Péguy es el creador del poema dramático moderno, y los historiadores trazan la larga línea de sus huellas en los escritores que le siguieron.  

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EL TEATRO FRANCÉS EN EL SIGLO XX 7  Por Francisco Javier Irazoki   «De la inutilidad del teatro en el teatro» fue el texto con que Alfred Jarry (18731907) rechazó de plano el realismo y la psicología, y abrió una puerta por la que entraría el universo torturado de Antonin Artaud. Se puede decir que la vanguardia teatral del siglo XX nace con esas líneas publicadas en 1896. Su vida se acabó a los 34 años, pero Alfred Jarry concentró todos los fulgores en un personaje, Ubu, que ya aparece en las primeras comedias escritas en la adolescencia. Ubu es «una abstracción que anda», sin ninguna conexión con la cotidianidad, enjaulado en un decorado con objetos artificiales y símbolos heráldicos, y usa un lenguaje complejo, de significados múltiples, donde chocan neologismos y arcaísmos. Sus acciones ocurren «en Polonia; es decir, en ninguna parte». El público gritando la palabra escándalo era el éxito. Alfred Jarry también sería uno de los primeros en emplear la luz eléctrica como elemento escenográfico. A Colette (1873-1954) le importaban los lenguajes corporales, y escogió el mimodrama. Moderna sin dejar de ser popular, apuntó la chispa de las conversaciones ordinarias en «Querido» y «La vagabunda». Otro precursor del superrealismo, Raymond Roussel (1877-1933), es recordado por dos obras alucinantes: «Impresiones de África» y «Locus Solus». Destacó musicalmente, sobre todo como pianista, pero su literatura, compuesta para alcanzar «una sensación de sol moral», no tuvo al principio ningún eco. Dejó los alejandrinos y las maquinarias poéticas elaboradas a partir de combinaciones fónicas, y se dedicó al ajedrez. Tras su suicidio, lo reivindicaron los jóvenes rebeldes. «Roussel es, con Lautréamont, el mayor magnetizador de los tiempos modernos», dijo André Breton. Los estructuralistas y nuevos novelistas siguieron igualmente sus pasos. Y el filósofo Michel Foucault le consagró estudios minuciosos. El importante poeta Guillaume Apollinaire (1880-1918), cuya fama crece todavía en Francia, probó fortuna dramática con una pieza de superrealismo descacharrante, «Las tetas de Tiresias», la ópera bufa «Casanova» y el sueño alegórico «Color del tiempo». Poca y titubeante obra, si la comparamos con su poesía. La brevedad de una vida truncada a los 38 años (murió de una gripe que entonces se llamaba española) le impidió profundizar en el teatro, pero Alfred Jarry le nombró su maestro personal. Los colegiales franceses deben conocer el nombre de Roger Martin du Gard (18811958), Premio Nobel de 1937. ¿Lo leen? Nadie. Escribió, además de novelas, algunas  

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EL TEATRO FRANCÉS EN EL SIGLO XX 8  Por Francisco Javier Irazoki   farsas ambientadas en el mundo rural. Usó la variante dialectal del Berry. Habría que revisar «Un taciturno», drama psicológico sobre un homosexual rechazado. Fascinado por las culturas extranjeras, Jean Giraudoux (1882-1944) viajaba desde joven y ejerció de diplomático. Ese hechizo cruza su literatura trágica; en ella conviven los héroes de la mitología alemana, la heroína judía Judith, la griega Electra y los combatientes de la guerra de Troya. Sentía especial pasión por las leyendas helénicas, cuya «plástica eterna» se adapta a cualquier actualidad. Al abandonar la inspiración bíblica intentó crear una mitología de su tiempo, pero con un objetivo muy preciso: el teatro debe disolver las preocupaciones cotidianas de los espectadores. El idioma cuidado, la inventiva y el humor de Giraudoux serían ensalzados por las interpretaciones de un comediante excepcional: Louis Jouvet. «Un actor de nasalidad dominada, temperada y agradable», según Josep Pla. Algunos personajes fueron creados para el discípulo de Copeau y estrella cinematográfica, que aconsejó al autor la modificación de no pocas escenas. Se sospecha que Giraudoux murió envenenado. El belga Fernand Crommelynck (1885-1970), celebérrimo por su «Cornudo magnífico», caricatura sobre los celos, mezclaba con destreza la sensibilidad, la desenvoltura, el barroquismo truculento y la inquietud. El teatro del periodista Steve Passeur (1899-1966) se caracteriza por sus héroes ultrajados y el cinismo helado que les rodea. «Rara vez renuncia al orgullo de mostrarse superior a sus personajes», golpea el historiador René Lalou. Si la Primera Guerra Mundial interrumpió las funciones de teatro de calidad, Jean Cocteau (1889-1963) fue una de las excepciones. Tuvo el talento de reunir en sus obras un conjunto de disciplinas artísticas (poesía, música, cine y acción dramática) y presentarlas según los gustos de la vanguardia caprichosa. Los ballets rusos, la Grecia clásica, el melodrama o el vodevil eran fusionados por un espíritu atento a la moda. Músicos (Darius Milhaud, Erik Satie), pintores (Pablo Picasso), coreógrafos (Leonid Massine) y grandes actores (Louis Jouvet, Jean Marais) colaboraron en sus provocaciones. Con varios de ellos puso en marcha «Parade», el primer espectáculo cubista, donde se burlaba del verismo de Giacomo Puccini y Ruggero Leoncavallo y conseguía contagiar al público el aburrimiento que denunciaba. Cocteau nunca era previsible: podía pasar de Antígona a nuevas formas de agitación, de una tragedia en verso a un monólogo transgresor.  

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EL TEATRO FRANCÉS EN EL SIGLO XX 9  Por Francisco Javier Irazoki   Ah, la vanguardia. El radicalismo más aullador, las flaquezas humanas y otras derivas se ven en la relación de Tristan Tzara (1896-1963) con el público. El líder del dadaísmo propuso en su juventud una zumba arrasadora de lo artístico, y trituró los valores morales o estéticos, pero a la coherencia histriónica de «Aventuras del señor Antipirine» le siguieron los suaves guiños de «Pañuelo de nubes», y acabó mendigando comprensión en «La fuga».

Jean Giraudoux

El abismo según san Artaud Antonin Artaud (1896-1948) es el modelo de artista-bonzo que incendia el cuerpo y la mente en la búsqueda de su experiencia poética. Abandonó a los superrealistas para unirse al grupo teatral de Charles Dullin, con quien fue actor y autor de decorados. Vi fotografías de esos trabajos y en ellos encontré muy poco en común con los telones, bambalinas y demás trastos ornamentales. Después, a finales de los años veinte, creó, con Robert Aron y Roger Vitrac, el Teatro Alfred Jarry, lo que a Vitrac le valió una excomunión surrealista dictada por el Papa André Breton. Artaud publicaría entonces dos ensayos, «Teatro de la crueldad» y «El teatro y su doble», que aleccionaron los trabajos de los nuevos directores. Allí estaba su odio a una cultura, la occidental, prisionera de un espectáculo mercantil que sólo toleraba los conflictos  

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EL TEATRO FRANCÉS EN EL SIGLO XX 10  Por Francisco Javier Irazoki   psicológicos, la razón y la risa. De acuerdo con los gustos aprendidos del teatro religioso de Bali, Artaud concedía gran importancia al gesto, vehículo para que los comediantes liberasen los instintos primarios, incluidos los atroces. Gritos onomatopéyicos, fetiches, máscaras, virulencia y música primitiva eran los ingredientes dolorosos que, unidos a los movimientos veloces del actor, podían ensamblar el pensamiento, el gesto y la acción. Tras el fracaso de su tragedia «Los Cenci», inspirada en Shelley y Stendhal, vivió con los indios tarahumaras. La actriz española María Casares acogió al poeta cuando regresó a París, y se cuenta que hizo excelentes interpretaciones de sus textos, sobre todo en unas emisiones radiofónicas, las del «teatro de sangre», que estuvieron prohibidas y que ahora se venden como reliquias de un guerrillero muerto que en los últimos días se comunicaba imitando el canto del gallo. Antonin Artaud intervino como actor en varias películas. Sí, aunque lo expulsaran del movimiento, Roger Vitrac (1899-1952) fue el único autor superrealista que llevó a los escenarios unas obras coherentes con lo que teorizaban tantos feligreses de André Breton. Participó en actos dadaístas, después defendió «el superrealismo absoluto», y Antonin Artaud dirigió la puesta en escena de sus primeras piezas. Para las críticas demoledoras de «Víctor o los niños al poder», donde ridiculiza los principios y lenguaje de los potentados, Vitrac utilizó efectos de vodevil. En «El golpe de Trafalgar», un desfile de marionetas burguesas. Ahora se le da el título de «inventor de la dramaturgia onírica». Sus textos anuncian el radicalismo de Eugène Ionesco y el teatro del absurdo. La escritura de Armand Salacrou (1899-1989) quiso abarcar las tendencias artísticas y políticas del momento. Aurélien Lugné-Poe y Charles Dullin lo ayudaron. El superrealismo, los vodeviles de bulevar, el naturalismo y la sátira canalizaron una visión negativa del hombre. Criticó los figurines de la Belle Époque y los fervores del cine, sacó una voz grave al analizar la violencia, y compuso su obra maestra, «El desconocido de Arrás», jugando con el tiempo de manera moderna: se suicida Ulises, marido engañado, y en el brevísimo instante entre el disparo y la muerte revisa los sueños y realidades de una vida. Marcel Pagnol (1895-1974) y Henri Jeanson (1900-1970) comparten techo en la historia del cine francés. En teatro, Pagnol retrató el pintoresquismo marsellés, y su obra divertida «Topacio» conserva la frescura. El guionista Jeanson, colaborador de la revista satírica Le canard enchaîné, escribió piezas mordaces y menores.  

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EL TEATRO FRANCÉS EN EL SIGLO XX 11  Por Francisco Javier Irazoki   El novelista, ensayista y dramaturgo Henry de Montherlant (1896-1972) tenía un estilo clásico, muy trabajado, sentencioso. Su filosofía, a la vez cristiana y nihilista, apunta hacia la grandeza antigua. Destacó su «La reina muerta», inspirada en «Reinar después de la muerte», del andaluz Luis de Guevara. A finales de los años cuarenta saltó a los escenarios un soñador despiadado: Marcel Aymé (1902-1967). ¿Quién no conoce en Francia sus «Cuentos del gato perchado», que él calificaba de «historias sencillas, sin amor y sin dinero»? Incisivo y realista mágico antes de la invención latinoamericana, combatió contra la «hipocresía demasiado consciente para que podamos vestirla con el nombre honorable de conformismo». Cuando no tropezaba con la moralina, y liberaba sus capacidades fantásticas, ofrecía delicias como «Pájaros de luna». O miniaturas de malicia fresca, como «El minotauro». Claude-André Puget (1905), que empezó siendo poeta fino, supo crear un teatro ligero sin caer el la chabacanería. Expresó los amores adolescentes en «Los días felices», y nos ha dejado estampas de la bohemia de Montmartre en la frontera entre dos siglos. Las piezas teatrales de Jean Genet (1910-1986), como el resto de su producción literaria, están marcadas por la biografía durísima. Un lirismo adobado en el abandono, la delincuencia, la delación, la homosexualidad y las prisiones. Escogió un lema claro frente a lo establecido: «explotar el envés de vuestra belleza». El Teatro Odéon, inaugurado siete años antes de la Revolución Francesa, no salió indemne de esa embestida. Y con «Las sirvientas», «Los negros», «Balcón», «Mamparas», etc. Jean Genet soltó, mediante una prosa a la vez exquisita y arrebatada, ligeramente barroca, su desprecio hacia las convenciones sociales. Los seres vulgares ascendidos a la categoría de arquetipos, la identificación sacrificadora de los criados con sus patrones, o la colonización francesa de Argelia, le valieron para mostrar una fractura agresiva. Jean-Paul Sartre le dedicó, quién lo diría, un texto: «San Genet, comediante y mártir». Jean Anouilh (1910-1987) es autor que zarandea instituciones e ideales de biempensantes, pero lo hace con ironía más complaciente que Jean Genet. La burguesía francesa, reflejada en obras que sacuden hipocresías familiares, lo escogió como uno de sus atizadores favoritos. Durante unos treinta años, Jean Anouilh fue el rey pesimista coronado por las víctimas. La perfección técnica y la palabra brillante  

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EL TEATRO FRANCÉS EN EL SIGLO XX 12  Por Francisco Javier Irazoki   que descubre los absurdos de la vida, y una aleación de risa y amargura, lo entroncan con Luigi Pirandello. Curiosamente, Anouilh compiló sus textos en bloques separados: piezas negras, piezas rosas, piezas chirriadoras, etc. Tampoco el teatro le fue ajeno a Boris Vian (1920-1959). Miembro del burlesco Colegio de Patafísica, trompetista de jazz, creador de canciones corrosivas, poeta, ensayista, autor de novelas negras («Iré a escupir sobre vuestras tumbas») que firmó con el seudónimo Vernon Sullivan, puso en sus piezas ese humor ágil y desesperado que fascina a los franceses. Los militares, la moral castradora, cualquier forma de orden, sufrieron el tajo de su irreverencia. Y bastaron muy pocas obras («Los edificadores del imperio», «La merienda de los generales»...) para que Vian dejase un rastro de causticidad alegre que no se olvida.

Islas católicas Paul Claudel (1868-1955), católico que afilaba su sátira contra la era americana, fue una figura relevante. Diplomático que representó a Francia en gran cantidad de países (EE.UU., Japón, Brasil, Alemania...) y amigo de Stéphane Mallarmé. En su juventud, se interesó por el simbolismo. Contaba que fue Arthur Rimbaud, con «su misticismo salvaje», quien lo empujó hacia lo sobrenatural. Asoció la apologética católica, la filosofía de Extremo Oriente y los versos de San Juan de la Cruz y, sobre esa base, redactó una obra barroca. Desde el drama épico «Cabeza de oro» y una especie de auto sacramental titulado «El descanso del séptimo día» hasta «Zapato de satén», Paul Claudel estuvo relegado al prestigio de gran poeta dramático. «¡Sólo me interpretan en los graneros!», se quejaba. Pero apareció Jean-Louis Barrault y lo puso en un lugar que ahora vuelve a desdibujarse. François Mauriac (1885-1970), novelista y dramaturgo cristiano, Premio Nobel en 1952, escribió algunas piezas dramáticas. Añoraba en ellas un mundo de espiritualidad sofocante. Destaca «Asmodée». El filósofo Gabriel Marcel (1889-1973), emparentado con el existencialismo cristiano, fue considerado un seguidor de Henrik Ibsen y François de Curel. «El teatro debe aclarar con un fulgor intenso las grandes verticalidades del alma», escribió. Pero el silencio ha cubierto las quince piezas que Marcel redactó para demostrarlo.

 

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EL TEATRO FRANCÉS EN EL SIGLO XX 13  Por Francisco Javier Irazoki   La obra de Maurice Clavel (1920-1979), filósofo y novelista, además de dramaturgo y adaptador de clásicos, tiene un carácter mucho más convencional. Misticismo conservador.

Surtido de revoluciones He observado que entre las personas francesas relacionadas con el teatro hay acuerdo unánime en elogiar la obra de Samuel Beckett (1906-1989). «Uno de los grandes», repiten. El autor irlandés tenía más de veinte años cuando conoció a su compatriota James Joyce en París y decidió quedarse en esta ciudad. En 1945  

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EL TEATRO FRANCÉS EN EL SIGLO XX 14  Por Francisco Javier Irazoki   empezaría a escribir únicamente en francés, idioma al que tradujo sus primeros textos redactados en inglés, y también las novelas de Joyce. Retrató, casi siempre con tono chocarrero, un mundo que se achica hasta la vejación del gusano. El espíritu de Franz Kafka no anda muy lejos de esa «gran boca idiota que se vacía incansablemente de palabras que la obstruyen». El mundo se despuebla mientras las mujeres paren a caballo sobre una tumba. Pero Samuel Beckett es, sobre todo, el explorador que lleva al extremo las últimas posibilidades del teatro: la relación entre la palabra, el espacio y el tiempo; piezas en que las palabras no permiten ninguna pausa gestual; otras casi silenciosas; los cuerpos que se mueven bajo los hilos de tres voces en off; una «coma dramática» para soplo y luz. Desde «Esperando a Godot» hasta el monólogo de una mujer vieja, o las extrañas composiciones para televisión, jamás creó sin imponerse un reto. En 1969 fue galardonado con el Premio Nobel. El rumano Eugène Ionesco (1912-1994) pasó su infancia en Francia. El superrealismo, el futurismo de Filippo Tommaso Marinetti y la filosofía de Benedetto Croce, hegeliano que expuso una original concepción del lenguaje artístico, significaron sus influencias más importantes. En 1940 fijó definitivamente su residencia en París, redactó sus obras en francés y fue nombrado académico. Combinaba tópicos y fragmentos de una conversación anodina para expresar las relaciones entre los seres y así subrayaba el desvarío. Lideró el llamado «teatro del absurdo», y su «Cantante calva» ya contenía lo que Ionesco definió como «tragedia del lenguaje»: dos parejas pequeño-burguesas se trastornan en el diálogo con un bombero y la sirvienta. Según Ionesco, en la ambigüedad del lenguaje, que es el arma de cualquier dominación, nacen las angustias humanas. Los textos siguientes («La lección», «Las sillas»...) ahondan en el mismo terreno. Palabras inventadas y aliteraciones desvanecen con humor la independencia de los personajes. En varias piezas aparece Bérenger, el resistente positivo. Y si en los primeros tiempos tuvo que luchar frente a una dramaturgia burguesa, más tarde se opuso a Bertolt Brecht y sus acólitos, que, a su juicio, lo reducían todo a la épica más pobre de la realidad. A cambio propuso el vuelo rebelde y la liberación íntima. Incluso los menos partidarios del teatro de Eugène Ionesco le reconocen los méritos de su obra «Rinoceronte». El poeta libanés Georges Schéhadé (1907-1989) escribió en lengua francesa. En su teatro fantástico y oriental mezclaba lo extraño, el humor y el patetismo. Se elogia siempre la sutilidad verbal de su superrealismo, y André Breton fue quizá el primero en aplaudir la rareza de unos personajes que actúan intactos en un medio hostil.  

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EL TEATRO FRANCÉS EN EL SIGLO XX 15  Por Francisco Javier Irazoki   Bob’le, el sabio sin moralina, y el cazador Alexis son los ejemplos del mundo en que lo familiar está agitado por una ilusión. Alguien dijo que la poesía libre de Schéhadé era el anti-teatro. Jean-Paul Sartre (1905-1980) es el intelectual-orquesta: filósofo, novelista, dramaturgo, profesor, político de fervores bruscos, fundador de la revista Temps modernes y primer director del periódico Libération. Adalid del existencialismo ateo. Su grito libertario «No hay nada en el cielo, ni Bien ni Mal, ni nadie para darme órdenes» lo acompañó de compromisos contradictorios y vasallajes cuando las tensiones históricas exigían independencia. Tales dudas angustiosas quedan reflejadas en su teatro: las relaciones entre el individuo y el grupo, los fines y los medios, los fantasmas de la violencia. No siempre se salva del didactismo, sino que muchos piensan que Jean-Paul Sartre es el último autor relevante del teatro de tesis. Desde «Las moscas», sobre el mito de Orestes, hasta «Los secuestrados de Altona», pasando por «Muertos sin sepultura», la dramaturgia de Sartre es la versión más simple y popular de sus escritos filosóficos. En este sentido, acertó con el medio, y ahí le descubrimos una vena irónica (en «Kean», réplica a Alexandre Dumas padre) que llega a la comedia satírica (en «Nekrassov»). Pero sobresale «Las manos sucias», acerca de la pugna entre el idealismo de un militante comunista y el compromiso asfixiante con su partido. Jean-Paul Sartre rechazó, con actitud inmodesta, el Premio Nobel en 1964. El paso del tiempo ha sido favorable para la calidad de Albert Camus (1913-1960). Y, analizadas con perspectiva sus controversias ideológicas con Jean-Paul Sartre, el autor de «El hombre rebelde» simboliza en Francia al intelectual ético frente a las ilusiones de una militancia servil. Nació en Argelia, y en el seno de una familia obrera, datos que él consideraba importantes para entender claves estéticas de su literatura, y llegó a Francia (donde participó en la resistencia contra el nazismo) a los 25 años. Desde muy joven se lanza un desafío: no hay moral confortable. Lo expresará, con lirismo comedido, en novelas y ensayos. Sus obras de teatro no son reposos menores, sino que en ellas se desarrollan las grandes cuestiones humanas. Solamente escribió seis piezas, ninguna de las cuales se parece al resto del conjunto. «El malentendido» y «Los justos» (en la que despuntó la actriz española María Casares, amante de Camus) puenden ser definidas como tragedias clásicas; «Calígula», como drama romántico; «Estado de sitio», compuesta en colaboración con Jean-Louis Barrault, tiene puntos en común con la tragedia griega. Dejamos en  

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EL TEATRO FRANCÉS EN EL SIGLO XX 16  Por Francisco Javier Irazoki   apartado especial la obra primera, «Revuelta en Asturias», sobre la insurrección de mineros en 1934, redactada para el Teatro del Trabajo que creó en Argelia, y su pieza de despedida, «La caída», serie de monólogos. Existe, no obstante, un nexo evidente entre todas esas obras: el rigor de una literatura arriesgada y el compromiso político contra los totalitarismos. No envejece su ideario: «Mi papel no es en modo alguno el de transformar el mundo ni al hombre. (...) Pero quizá sea el de servir desde mi sitio a los valores sin los que un mundo, aun transformado, no vale la pena de ser vivido». Premio Nobel en 1957. Arthur Adamov (1908-1970), de origen ruso-armenio, nacido en una rica familia expulsada por la revolución soviética, vino pronto a París y se adhirió a los superrealistas. Se definió después como metafísico, y los principales directores franceses del momento (Jean-Marie Serreau, Jean Vilar, o el jovencísimo Roger Planchon) montaron sus obras de fondo opresivo o absurdo. Allí aparecían personajes cuyo carácter coincidía con el de los familiares descritos en sus textos autobiográficos. Y, de súbito, Adamov dio un giro radical, se acercó al Partido Comunista, e introdujo en los nuevos textos las zozobras históricas. Los poderes políticos y las neurosis modernas fueron analizados a punta de sátira. Quedan de él impresiones opuestas, y comediantes o directores me transmiten, con idéntica pasión, el entusiasmo y la desconfianza intelectual. El político y poeta martiniqueño Aimé Césaire (1913) es el dramaturgo de la negritud en lengua francesa. Desciende de esclavos deportados a América. Él se hizo profesor, compuso versos impetuosos de tendencia superrealista, fundó la revista El estudiante negro con el poeta y futuro estadista senegalés Léopold Sédar Senghor y ocupó un escaño de diputado. En sus piezas teatrales abundan los reproches a los colonizadores europeos. Frente a ellos, un héroe rebelde, rodeado de recitadores, locas y bufones. No faltan los gestos y liturgias rituales. «Una temporada en el Congo» está inspirada en el infortunio revolucionario de Patricio Lumumba, y «La tragedia del rey Christophe» reúne ideales manchados por maniobras e indiferencias. Y sin pausa, como armonía de acompañamiento, el anhelo de que su pueblo, «uva madura para pies ebrios», conozca la libertad. Armand Gatti (1924) es, por su biografía, la originalidad de su empeño y la potencia de la palabra, un nombre mayor en la historia del teatro francés del siglo XX. Paracaidista casi adolescente en la Segunda Guerra Mundial, condenado a muerte por sus actividades en el maquis, prisionero en un campo de concentración del que huyó,  

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EL TEATRO FRANCÉS EN EL SIGLO XX 17  Por Francisco Javier Irazoki   su escritura nace con la evocación del padre, barrendero anarquista asesinado. Protegido por Henri Michaux, Jean Vilar y Erwin Piscator, que lo nombra «hijo espiritual», Gatti compone una literatura comprometida con la memoria de los hombres que lo acompañaron en la lucha política. Encara el reto de Adorno y transforma el recuerdo de Auschwitz en un alfabeto. Desdeña trabajar con actores y directores profesionales; no le interesa el teatro como género comercial. Él ha elegido otros portadores de su barroquismo poderoso: prisioneros, parados, drogadictos, todos los excluidos del lenguaje. Les propone «devenir Dios». A veces son piezas muy largas (hasta veinte horas, divididas en dos o tres días de representación). En los últimos años, Armand Gatti se ha sumergido en la ciencia. La física cuántica de Planck o las matemáticas al servicio de sus recuerdos del campo de concentración y del coro de desposeídos. Es también poeta y cineasta notable, premio Cannes. Lo he visto en lecturas de siete horas, incansable y con la única cercanía de un perro, un vaso de agua y las hojas que arrojaba al suelo después de haberlas declamado como un demiurgo en trance. El argelino Kateb Yacine (1929-1989) fue encarcelado a los dieciséis años por su militancia anticolonialista, y en la prisión aprendió las posibilidades literarias de la lengua árabe. Sin embargo, buena parte de su obra, incluidos los poemarios y novelas, la redactó en francés, idioma que decía dominar mejor que los autóctonos. Un personaje femenino, Nedjma, ocupa el centro de casi todas las páginas. Alrededor de ella gira la evocación de la cultura sojuzgada. Sobresalen las piezas «Mohamed coge tu maleta», sobre la emigración, y «El cadáver circundado». Los coros juegan el papel

principal

en

una

dramaturgia depurada y profunda. Observé en un vídeo la hombría sólida de Yacine, y las imágenes de su entierro en que el nombre era coreado como una consigna irreducible. También escuché sus explicaciones

en

un

francés

selecto. Estuvo ideológicamente unido a Armand Gatti. Jean Paul Sartre

 

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EL TEATRO FRANCÉS EN EL SIGLO XX 18  Por Francisco Javier Irazoki  

Palabra sin bandera Jacques Audiberti (1899-1965) se emborrachaba de palabras mientras los autores de su generación preferían la delgadez expresiva. El preciosismo barroco, su rictus de histrión amargo y el nihilismo lo alejaron del público. Escuché la voz cansada de Nathalie Sarraute (1900-1999). Leía un relato mínimo, carente de intriga, y sin embargo emocionante. Así es el conjunto de la literatura de esta mujer que abandonó su Rusia natal a los ocho años: enumeraciones minuciosas que buscan «una materia anónima como la sangre». Se entiende la admiración por Marcel Proust. Los personajes pierden rasgos y devienen «él», «ella». Empezó a escribir sus obras de teatro a los sesenta años. Se pensó que Jean Tardieu (1903-1995) era un epígono de Eugène Ionesco. Únicamente se valoraba la calidad con que tradujo los poemas de Hölderlin. Poco a poco se admite la independencia de sus invenciones. Virtuoso de los juegos de lenguaje. Nadie le niega poder a la angustia de Bada, el personaje que, con ese u otro nombre, aparece en todas las creaciones de Jean Vauthier (1910-1992). «Capitán Bada», el héroe que, antes de caer, satisface los deseos de pureza, ha convertido a su autor en un clásico. «La única pieza de teatro contemporáneo», exageró el entusiasmado Jean Genet. Paralelamente, Vauthier demostró un gran talento como adaptador. Marguerite Duras (1914-1996), nacida en Indochina, cineasta y notable novelista, escribió piezas teatrales clásicas, a veces adaptaciones de sus novelas, pero también creó tres pequeñas joyas («Las aguas y selvas», «Shaga» y «Yes, quizá») en la línea de Eugène Ionesco. Allá donde menos pretensión puso, atinó con diálogos disparatados y lenguaje chocante. Otro autor que vino de lejos, René de Obaldia (1919), nacido en Hongkong, de ascendencia panameña, componía en francés con facilidad pasmosa. Retruécanos, borborigmos, imitación de verbosidades insustanciales. El hombre que habla solo ocupa la dramaturgia de Roland Dubillard (1923). Le han llamado el Buster Keaton de la escena.

 

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EL TEATRO FRANCÉS EN EL SIGLO XX 19  Por Francisco Javier Irazoki   Romain Weingarten (1926), seguidor de Roger Vitrac, crea atmósferas de picardía y onirismo. Ligero, de agudeza imprevisible. La técnica del vodevil, la trama policial, el aforismo y la extrema libertad del lenguaje le valían a François Billetdoux (1927-1991) para expresar las enajenaciones modernas. Su barroquismo irónico rozó el teatro del absurdo. Prisioneros que filosofan o una abuela ácrata que atenta contra la familia son los personajes que encarnan la incomunicación. Sin trama, con diálogos misteriosos que dibujan las rarezas diarias, se impuso el teatro de Michel Vinaver (1927). Fue celebrado cuando joven, pero al triunfo de «Los coreanos» le siguió el vacío con que se acallaron durante cerca de veinte años los atrevimientos políticos de «Hotel Ifigenia», su pieza sobre la guerra de Argelia. Volvió con una obra larga y compleja, «Por la borda», destapó argucias financieras en «Demanda de empleo», mereció elogios por «Vecinos», «Emisión de televisión» y «King». Fernando Arrabal (1932), aunque nacido en Melilla, forma parte de la cultura francesa. Aquí se valora su cine y, a partir de la creación, en 1962, del movimiento pánico, su teatro ocupa un lugar destacado en las enciclopedias. Incluso se habla, en círculos más reducidos, de la maestría con que compone sonetos. Sus piezas teatrales, con un mundo establecido por Sade y Artaud pero al que Arrabal añade una peculiar poesía profanadora, han sido puestas en escena por directores de la talla de Víctor García y Jérôme Savary, tucumano y bonaerense míticos en Francia. Ya en los años sesenta sorprendieron aquellas ceremonias violentas, entre místicas y dionisíacas, escritas con la ilación cuidadosa de un jugador de ajedrez. Y desde entonces el espectador sigue a la espera. La famosísima novelista Françoise Sagan (1935), triunfadora en su juventud con una voz desencantada y perversa, publicó cinco obras teatrales en los años sesenta. «Castillo en Suecia», «A veces los violines» o «El caballo desmayado» le prometían una plaza en el teatro poético o en la comedia de bulevar, pero Sagan, también caprichosa precoz, bajó los telones de las expectativas. René Kalisky (1936-1981), autor belga de origen judío polaco y expresión francesa, componía piezas teatrales en las que los personajes eran figuras políticas y deportivas (Adolf Hitler o el ciclista Fausto Coppi).  

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EL TEATRO FRANCÉS EN EL SIGLO XX 20  Por Francisco Javier Irazoki   Del pueblo de Vilar al sol de Mnouchkine Otro director de teatro francés consigue el aprecio unánime de historiadores y comediantes: Jean Vilar (1912-1971), que, como André Antoine, nace en una familia muy modesta. La compañía de Charles Dullin asentó sus convicciones artísticas. Intervino de actor en varias películas y fundó, en 1947, el Festival de Avignon, que todavía resiste con buena fama. Al ser director teatral del palacio de Chaillot pudo llevar a cabo su gran deseo: representar, en doce años de gestión, y con precios baratos, más de tres mil obras para cinco millones de espectadores. Casi nunca el Teatro Nacional Popular tuvo un nombre tan justo. Allí se divulgaron autores universales (Aristófanes, Sófocles, Calderón, Shakespeare, Pirandello) y jóvenes valores (Adamov, Gatti). Un repertorio de alta cultura en la fiesta. Jean Vilar se refirió a «las leyes puras y espartanas del escenario» y, en la estela de sobriedad de Jacques Copeau, dijo que el espectáculo debía reducirse a «su simple y difícil expresión» y que «el poeta tendrá la última palabra». Poco antes de morir sostuvo un diálogo tirante con André Malraux, entonces ministro de Cultura, acerca de la imposibilidad de conciliar la creación y el poder político. Importantes actores (la intensa María Casares, o Gérard Philipe, estrella muerta en plena juventud prometedora) se curtieron a su lado. Nacido en Inglaterra y de origen ruso, Peter Brook (1925) lleva en Francia más de treinta años. Los actores de su compañía proceden de diferentes países, algunos remotos, y transmiten con variados acentos unas obras de épocas y estéticas igualmente diferentes. Impresionan sus representaciones de Christopher Marlowe, o de William Shakespeare, a quien estudia, redescubre y adapta con gran pasión desde 1946, pero no más que sus retos de improvisaciones colectivas, su manera de proponer los textos de autores franceses (André Roussin, Jean Anouilh, Jean-Paul Sartre) o las meditaciones sobre los sortilegios del lenguaje. Su gran libertad suma incursiones en la ópera, con escenografía de Salvador Dalí, películas de culto («Marat / Sade», «Moderato cantabile») y espectáculos de decorado tan minimalista como las cuatro gotas de música concreta que lo acompañan. También ha experimentado con el «Teatro de la crueldad» de Artaud, ha usado técnicas de la lírica china y buscado nuevas visiones en las culturas africanas. Destaca la originalidad de su «Ciclo del cerebro», una aproximación a las enfermedades mentales. Antoine Vitez (1930-1990), que fue secretario del poeta Louis Aragon, impulsó una sobresaliente labor pedagógica. A partir de un texto bien respetado, urdía juegos que  

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EL TEATRO FRANCÉS EN EL SIGLO XX 21  Por Francisco Javier Irazoki   a menudo desembocaban en la improvisación libre de los comediantes. La materia era amplia: marionetas, ópera, farsa; la divisa, ambiciosa: «Un teatro selecto para todos». Por su militancia comunista, quiso que los suburbios obreros de París disfrutaran de Sófocles, Goethe, Hugo, Brecht, Maiakovski, Vinaver, Kalisky, etc. Se empeñó en cuidar la música en la dicción peculiar de los alejandrinos, porque descreía de la naturalidad de los actores en ese dominio. Tradujo del griego y del ruso. El heredero de Jean Vilar es Roger Planchon (1931). Director del Théâtre de la Cité, en Villeurbanne, más tarde llamado Teatro Nacional Popular, el encuentro con Bertolt Brecht le orientó hacia la dramaturgia realista. Sin embargo, es un hombre renovador e irreverente, y ha ofrecido versiones bastante personales de diversos clásicos (Racine, Shakespeare, Molière) y contemporáneos (Ionesco, Gatti, Vitrac, Vinaver, Adamov). En casi todas sus producciones puja una lección moral bajo las parodias y chanzas incisivas. Es también un destacado autor. A los personajes rudos de sus orígenes campesinos se agregan otros surgidos de la historia política, con referencias a la Revolución Francesa, a la guerra de Argelia o a los acontecimientos de mayo de 68. Ha dirigido algunas películas, una de ellas sobre Toulouse-Lautrec. En 1990 creó el Centro Europeo Cinematográfico Rhône-Alpes, y persiste en el proyecto de

convertir

los

centros

dramáticos

nacionales

en

talleres

de

creación

multidisciplinar. A partir de 1961, descuella una directora: Ariane Mnouchkine (1939), creadora del Théâtre du Soleil. Formada en Oriente y Suramérica, une la intención política y una gran belleza formal. El onirismo y la poesía desalojan con sensualidad el gris puritano de los discípulos de Brecht. Lo mismo apuesta por autores de su generación (Hélène Cixous) que readapta con inteligencia a Shakespeare en una pista de circo cubierta de abrigos de piel, o desarrolla un asombroso lenguaje corporal con la técnica refinada del kabuki japonés. Alejada de los círculos convencionales, ha meditado sobre la participación del público y la creación colectiva, y acertó a aplicar sus teorías en los años setenta, cuando dirigió dos obras míticas en el teatro francés contemporáneo: 1789 y 1793. También las tragedias sociales de nuestra época, desde el sida hasta el Tíbet, han sido integradas en el trabajo deslumbrante de Ariane Mnouchkine. En su compañía se han formado personas de talento. Pienso en el director de escena Guy Freixe (1957).

 

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EL TEATRO FRANCÉS EN EL SIGLO XX 22  Por Francisco Javier Irazoki   Patrice Chéreau (1944), cuyo nombre ha quedado unido al del dramaturgo francés más famoso de los años ochenta, Bernard-Marie Koltès, empezó influido por Bertold Brecht. Ya se mostró heterodoxo en aquellos momentos de exaltación política, y dejó claro que la calidad artística no debía ser descuidada por ninguna urgencia ideológica. Trabajó con Roger Planchon. Después renovaría, con su versión de «Disputa», la imagen de Marivaux. «Marivaux abre la puerta y entra Sade», dijo Chéreau. Dirigió la puesta en escena de varias óperas y obtuvo gran éxito con «Peer Gynt» de Henrik Ibsen, trabajo que todavía elogian los aficionados. A partir de entonces, al frente del Théâtre des Amandiers de Nanterre, divulga la obra de Koltès. Tras la muerte de éste, Patrice Chéreau ha firmado algunas películas.

Penúltimas voces Ya dije que la obra de Hélène Cixous (1935) va ligada, al menos desde 1985, a la fuerza de Ariane Mnouchkine. Autora de origen argelino, escribió una tesis doctoral sobre James Joyce, y ha mostrado siempre especial interés por la vanguardia y las preocupaciones sociales y políticas de su tiempo. Ahí encontraréis Vietnam y el sida. Bastantes aficionados se lamentan de la escasa producción creativa de Jacques Lasalle (1936), afamado pedagogo en universidades, descubridor de talentos, director durante años del Teatro Nacional de Estrasburgo, etc. Estos trabajos, desempeñados con calidad reconocida, le han alejado de la escritura. Dolorido bajo sus burlas, Jean-Claude Grumberg (1939) irrumpió con «Mañana una ventana a la calle» y «Riña», alegatos contra el racismo y la rudeza, pero logró la complicidad del espectador con «El taller» y «Zona libre», que dejan un poso amargo y cómico al recordar las secuelas de la Segunda Guerra Mundial. Idéntica risa hiriente transmiten «El indio bajo Babilonia» o «Ropa sucia». Grutemberg redacta historias para la televisión. La pintura de Gao Xingjan (1940) no es muy conocida en Francia, y sus novelas se venden ahora por la euforia comercial que produce la concesión del Premio Nobel, pero su obra teatral ha sido apreciada desde hace más de una década. Gao, escritor chino perseguido por las autoridades políticas de su país, vino a Francia en 1987 y comenzó a redactar las obras en lengua francesa. Es el caso de las últimas piezas teatrales («Al borde de la vida», «El sonámbulo», «Cuatro cuartetos para un fin de  

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EL TEATRO FRANCÉS EN EL SIGLO XX 23  Por Francisco Javier Irazoki   semana»). Se ha incorporado perfectamente a la cultura de la tierra de adopción. Todas las frases que le leemos son de una extrema delicadeza artística y humana. Minimalista altivo, el actor Jean-Marie Patte (1941) ha escrito muchos de los textos que interpreta. Dispone de una pequeña corte de admiradores exigentes. Resalta y mima el detalle que creíamos insignificante. Valère Novarina (1942) es un valor seguro. Los evangelistas, el maestro Eckhart o Lautréamont pueden aparecer juntos en los textos. Esa combinación entra en su lógica de ligar tiempos dispares. Muertos y vivos comparten asimismo todos los registros de la lengua francesa (expresiones familiares, neologismos, argot...). Coge la vieja idea de Aristófanes -el hombre como ser dividido que persigue su unidad- y la ensancha. Y Antonin Artaud revive cuando Valère Novarina propugna un «teatro de la destrucción». Bernard Chartreux (1942), traductor y adaptador del teatro griego antiguo, se incorporó al equipo formado por Jean-Pierre Vincent en el Teatro Nacional de Estrasburgo. Allí demostró el coraje de dramaturgo al escribir «Violencias en Vichy», texto áspero, alejado de sus primeros cuentos de hadas. Confirmaría la fuerza en «Últimas noticias de la peste». Volvió a la vera de Vincent, esta vez instalado en el Teatro de Nanterre-Amandiers, y soñó en «Hélène y Fred» con las palabras de Karl Marx. Los escasos personajes de Philippe Minyana (1946), enredados en largos monólogos, están diseñados con escritura rigurosa. Sobreviven a la ópera bufa o a la sátira en que se emplean. El lenguaje, rico y desconcertante, de registros populares, es la pasión de Daniel Lemahieu (1946). Jean-Pierre Sarrazac (1946), conocido por sus textos de reflexión sobre el teatro, analiza, como Luis Cernuda, el corte abierto entre la realidad y el deseo. Sus piezas examinan el antisemitismo («La pasión del jardinero») o la inmigración («También Lázaro soñaba con El Dorado»). Actor de la compañía de Peter Brook y seguidor de la estela brechtiana, Jean-Paul Wenzel (1947) ha sabido encontrar una vía sin ataduras. Se repuso del gran éxito que a finales de los años setenta obtuvo con «Lejos de Hagondange», la historia de dos viejos trabajadores que recuerdan sus penalidades en la industria siderúrgica, y dio  

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EL TEATRO FRANCÉS EN EL SIGLO XX 24  Por Francisco Javier Irazoki   un salto poético con «Desde ahora». En «Vater Land» narró la búsqueda de las huellas de su padre, perdido en Alemania. Marroquí

de

nacimiento,

la

mentalidad

de

Charles

Tordjman

(1947)

es

innegablemente europea. Y las preocupaciones que emite su teatro: los conflictos históricos y el comportamiento individual, o el desconcierto con que se desmoronan los regímenes socialistas. Apreciable director de escena. El poeta y ensayista Michel Deutsch (1948) es otro de los dramaturgos de calidad incuestionable. Recibe el respeto de los críticos severos. Pasó de los monólogos a la influencia del filósofo Lacoue-Labarthe, que le ayudó en alguna puesta en escena. La fogosidad de la denuncia política de su «Historias de Francia» transforma en marionetas a dirigentes y escritores notorios. Ha escrito el libreto de una ópera («Paralelo 40») y sigue con la idea de añadir el deje bufonesco al tono serio. El naturalismo, los hechos históricos, los mitos y la poesía son los elementos básicos usados por Eugène Durif (1950). Va del monólogo filosófico de «Conversación sobre la montaña» a la comedia despiadada de «Vía negativa», y regresa a la nostalgia de sus utopías en «Casa del pueblo». Es representado con asiduidad. No le faltan ambiciones a Enzo Cormann (1954), que apuesta en diferentes direcciones. Lo que llama «jazz-oratorio» es acaso su aportación más renovadora. «La Grande Ritournelle», creada con el saxofonista Jean-Marc Padovani, fusiona teatro, jazz y ópera. Pocos autores se atreven con una temática tan variada como la que ofrece Daniel Besnehard (1954). No lo arredran las revoluciones fallidas ni los sueños de las mujeres. Es un tipo de teatro que, a pesar de su contenido complejo, escoge la línea directa para llegar al espectador. Fascinado en su juventud por Arthur Adamov, la vida de Didier-Georges Gabily (19551996) tuvo el mismo ritmo agitado con que evolucionó su trabajo teatral. Dirigió L’Atelier, grupo sin sede ni apoyos institucionales, con rebeldía que rechazaba cualquier idea estable. Experimentó con los autores y mitos clásicos, transformó a Ulises en un clochard rasgado, quiso que Homero y Jean-Luc Godard conversasen, y puso a Friedrich Hölderlin en alguna coctelera con otros ingredientes inclasificables. «Teatro del desprecio 3» es buen ejemplo de tantos disparos.

 

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EL TEATRO FRANCÉS EN EL SIGLO XX 25  Por Francisco Javier Irazoki   Igual de trágica es la corta biografía de Jean-Luc Lagarce (1957-1995), acorralado por el sida desde los 30 años. Creó el grupo La Roulotte. Cuando se aleja del admirado Eugène Ionesco, sus piezas teatrales no exhiben normas estéticas ni morales, sino una literatura de meandros y diversidad. Perseguido por las dolencias, nos habló del futuro. Para acabar, todavía no he leído o escuchado en Francia un análisis ponderado sobre el fenómeno Bernard-Marie Koltès (1948-1989). Concita las opiniones extremas, la exaltación y el desprecio. Tengo amigos que evitan el nombre de Koltès cuando quieren comunicarse sin discusiones incómodas. Unos repudiarían el efectismo mórbido y la escritura tramposa, otros alabarían la fuerza de los personajes y el mundo complejo que describen. Sus partidarios dicen, con el prestigioso dramaturgo alemán Heiner Müller de portavoz, que él impidió la muerte del teatro después de Samuel Beckett, y han llegado a desempolvar los tochos del psicoanalista Jacques Lacan para descifrar las claves de un conjunto (seis piezas publicadas y representadas más ocho creaciones juveniles inéditas) que retrata la miseria violenta de las relaciones humanas. La familia es la raíz de esa sordidez. Los inmigrantes, los drogadictos, el negro y el asesino vertiginoso intercambian soledades. La desaparición temprana del autor, víctima del sida, ha ampliado el mito y la duda. Yo susurro mi escepticismo

 

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