El martirio, PAUL ALLARD

PAUL ALLARD MARTIRIO VERSION DEL FRANCES SEGUNDA EDICIÓN ESPAÑOLA ♦ E diciones FAX PLAZA DE SANTO DOMINdO, 13 M A D

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PAUL ALLARD

MARTIRIO VERSION

DEL

FRANCES

SEGUNDA EDICIÓN ESPAÑOLA

♦ E diciones FAX PLAZA DE SANTO DOMINdO, 13 M A D III D

Nihil obstat: antonius valle , s . i .

CEN9. EOOLBS.

Imprímase: D r . MANUEL RUBIO VTC. GEN.

M adrid, 29 de octubre de 1942.

BS

PROPIEDAD

IMPBKSO mv EBPA.ÑA. 19 4 3

Sucesores de Rlvadeneyra (S.A.).— Paseo de Onéslmo Redondo, 28.— M A D R ID

PROLOGO E l lib ro que vam os a p re s e n ta r al público es de a q u e ­ llos que p o r sí solos p ueden p resen tarse, po rq u e, no te n ie n ­ do que te m e r los d ard o s de la crítica, p o r rig u ro sa q u e sea, están seguros de a g ra d a r desde la p rim e ra p á g in a p o r su tono de sin cerid ad y de v erd ad . P o r eso nos in c lin a m o s a c re e r que el autor, al pedirnos que dem os a conocer su o b ra a los lectores, h a buscado n u ev a ocasión de h o n r a r a n u e s­ tro q u erid o In stitu to Católico de P a rís, y a m u y h o n ra d o cu an d o se dignó p ro n u n c ia r en él la s conferen cias q u e f o r­ m a n este lib ro (1). P a ú l A llard es ya tan conocido de los sabios, qu e p a ­ rece superfluo h a c e r su elogio. Sus o b ras p reced en tes le h a n colocado en p rim e ra fila de los apologistas co n tem p o ­ ráneos. Sus an terio res tra b a jo s a c erca de la s persecucio­ nes p ad ecid as p o r la Iglesia le h a n g an ad o lectores y a d ­ m irad o res, no sólo en tre los católicos, sino tam b ién e n tre los adversarios, que m ás de u n a vez h a n reconocido y a p la u ­ dido sus excelsas cu alid ad es: su v asta erudición, su c rític a segura, la solidez de sus razo n am ien to s, la m o d eració n de sus conclusiones y, a la p a r, la cortesía con que siem p re tra ta a sus adversarios. E ste libro será feliz com plem ento de sus p reced en tes tr a ­ b a jo s apologéticos. (1) E ste libro, cuyo título original es: D ix le$cm-s sur le Martyre, consta de diez conferencias o lecciones, que P. AlJard dió en el Instituto Católico de París. La necesidad de acoplar las materias al tiempo de cada lección obligó al autor a reunir a veces asuntos diversos o a dividir una misma lección. En esta versión castellana, prescindiendo de la división en lecciones, se ha dividi­ do la materia siguiendo un orden lógico, en capítulos; y, para mayor claridad, se han puesto títulos a cada párrafo. (N. de los E.).

Nada más sencillo que esta obra. Es la exposición de los diversísimos aspectos de este gran hecho histórico: la muerte violenta de incontable núm ero de cristianos de toda edad, de todo sexo, de todas las regiones y de todas las categorías, que voluntariam ente dieron testimonio de Jesucristo, de su vida, de su m uerte, de su resurrección y de la verdad de su doctrina, y que prefirieron perder su vida antes que renegar de su fe. El martirio, es decir, el testimonio dado con los padeci­ mientos, con la sangre y con la m uerte en favor de la ver­ dad de un hecho y de la divinidad de una doctrina, es pro­ piedad única del Cristianismo. Ni la filosofía, ni el paga­ nismo, ni aun el judaism o tuvieron verdaderos m ártires. Solamente los cristianos han sacrificado su vida, y esto en masa, por afirmar hechos fundam entales y las doctrinas de su religión, cuyos testigos y fiadores han querido ser. Este testimonio era parte del plan del F undador del Cristianismo, como prueba de la Divinidad de su origen y de la trascendencia de su doctrina. Al enviar a sus Após­ toles por el mundo, Jesucristo les m andó testificar de su Persona y de su m isión: “Vosotros me seréis testigos hasta los confines de la tierra.” ¡Tan grande era la adhesión de la mente y la fidelidad de la voluntad que les p e d ía ! Era, pues, caso para el autor de dem ostrar cómo los discípulos de Cristo le dieron el testimonio que les pedía, y de poner de relieve la fuerza probatoria de este testimonio en favor de la divinidad de la religión cristiana. Y lo ha hecho con toda la amplitud y todo el vigor que asunto de tanta monta requería. Motivos de este testimonio, lugares que fueron su tea­ tro, número y calidad de quienes lo dieron, torturas y su­ plicios que hubieron de padecer, impresión que produjeron en el ánimo de sus contemporáneos, honores que a sus re­ liquias se tributaron, conclusiones que se deducen: nada de esto ha quedado sin examen y sin respuesta. Como el m artirio caminó a par del desenvolvimiento del Cristianismo, era natural echar una ojeada de conjunto a la difusión de la fe cristiana en el mundo antiguo en el decurso de los primeros siglos, y el autor lo ha hecho con copiosa erudición.

P ero no se ha contentado con la im presión de que el C ristianism o se extendió m uy pronto por todo el m undo, sino que la precisa y concreta. A cudiendo a los textos, es­ tablece los progresos de esta difusión, rá p id a en algunas regiones, m ás len ta en otros. Así, describe el m ovim iento geográfico del C ristianism o, prim eram en te en el Im p erio R om ano, es decir, en G recia, Italia, las Galias, la G ran B re­ taña, G erm ania, Sarm acia, E spaña, A frica del N orte, E gip­ to y las vastas provincias del Asia occidental. Luego com ­ pleta el cuadro, o el teatro del fu tu ro m artirio , con la exposición de los progresos de la fe cristiana en las com ar­ cas de fu era del Im perio. ¡Hecho histórico v e rd ad eram en te e x trao rd in ario y p a ra el que no b astab an explicaciones com unes; espectáculo único éste de la difusión progresiva de un a doctrina que sabía im ponerse en m edios diversí­ simos y contrapuestos; que se im p lan tó en todas las civi­ lizaciones; que se ajustó por igual a los entendim ientos m ás refinados y a los m ás toscos; que se im puso a n a tu ra ­ lezas corrom pidas, a quienes ofrecía el sacrificio de sus p a ­ siones y una especie de can d id atu ra al m artirio , y que, no siendo en ap arien cia sino flaqueza e im potencia, superó todos los obstáculos y venció todas las persecuciones! D espués de esta visión de conjunto de la rá p id a p ro ­ pagación del Evangelio, era de grande in terés el co m p ro b ar a qué clases sociales pertenecían los in n u m erab les testigos de la divinidad de Jesucristo, pues de esta com probación h a b ía de b ro ta r un conocim iento m ás exacto del grado de p enetración del C ristianism o en las diversas clases de la sociedad. Es digno de observar cómo, según los docum entos que el au to r nos presenta, el C ristianism o no fué, como m uchos creen, una religión p u ram en te dem ocrática, que se h a b ría d ifundido al principio y por m ucho tiem po solam ente en­ tre gentes de hum ilde condición, que no h a b ría alcanzado sino m ucho después las cim as superiores de la sociedad, sino que, al contrario, desde sus p rim ero s pasos y p o r boca m ism a de los Apóstoles, se dirigió a todos, así a los ricos como a los pobres, así a los sabios como a los ignorantes, y, ap en as nacid a, trasp asó de un salto el horizonte ju d ío ,

alcanzó las cumbres del mundo romano y reclutó seguido­ res y aun mártires en todas las capas de la sociedad. Hace innumerables conquistas entre aquellos desprecia­ dos seres que se llamaban esclavos, les predica el senti­ miento del deber, convierte su forzada obediencia en sumi­ sión voluntaria a la autoridad divina, hace más llevadera su suerte, enseñando a sus dueños que ante Dios todos son iguales; y en tanto que llega el día de quebrantar sus cade­ nas, los acostumbra a pensar que tienen alm as libres. De ahí que esos seres, que antes eran parias degradados, se eleven rápidamente hasta el heroísmo, y que de entre ellos salgan confesores de la fe. También el Cristianismo ofrece albergue a gentes de una categoría superior a la de los esclavos: a las gentes hu­ mildes dedicadas al trabajo. Los hombres de la clase me­ dia, ocupados en diversos negocios, se van en tropel hacia el Cristianismo, porque en él, no sólo hallan la verdad y satisfacción de sus aspiraciones religiosas y morales, sino también mayor seguridad para sus necesidades materiales. De antiguo acuden también los soldados, y los ejérci­ tos se pueblan de cristianos. La aristocracia misma abre sus filas a la nueva religión, que se im planta asimismo en el palacio de los Césares. Luego vienen, a paso lento pero seguro, los letrados: oradores, gramáticos, retóricos, filó­ sofos, médicos, jurisconsultos; buscan una doctrina que satisfaga las aspiraciones de su alma, y, hallada la perla preciosa, rechazan con desdén sus antiguas supersticiones, abrazan la fe cristiana y la defienden de palabra y por escrito contra los prejuicios populares, contra las argu­ cias de los legistas, contra la cavilosidad de los filósofos y contra la tiranía imperial, creando así un género literario hasta entonces desconocido y que contiene más de una obra maestra. Por virtud de este maravilloso desenvolvimiento de la fe, la vida se desplaza y poco a poco va pasando de la sociedad civil a la Iglesia. El Cristianismo, al establecerse en las ciudades más importantes, añade siempre a las no­ tas constitutivas de su fisonomía particular algún nuevo rasgo, de que pronto se glorían. En las ciudades más re­ nombradas por el culto de las letras o de la filosofía, como

A lejandría, A ntioquía, Jerusalén, Cesarea de Palestina, Cesarea de C apadocia y Cartago, nace una nueva nobleza intelectual o un nuevo poder de irradiación con sus escue­ las bíblicas, con su ciencia, con su actividad, con las rela­ ciones de sus obispos, y hasta con los concilios que en ellas se reúnen. P or doquier, el C ristianism o se m aniíiesta con la práctica del amor, de la fratern id ad y de la m u tu a asis­ tencia; por doquier, con sus reuniones y con sus m isione­ ros, da im presión de m ovim iento y de vida a cielo descu­ bierto; por doquier, im prim e a las ciudades un carácter de renovación. “Por su poder y su actividad eclesiástica e in ­ telectual—dice el ilustre De Rossi—la Roma cristiana de los tres siglos prim eros era un centro apenas in ferio r a la Roma im perial y civil.” Bien lo advirtió el em perador Decio, que, al decir de San Cipriano, m ás quisiera tener no­ ticia de la rebelión de un com petidor que de la elección de un Obispo de Roma. “En los concilios cristianos, tan frecuentes por entonces, y solam ente en ellos, se agita­ ban ideas, se estudiaban con ardor doctrinas, se discutían librem ente leyes, y estas leyes daban norm as a m illones de fieles, que eran tam bién ciudadanos...” “No salieron, pues, los m ártires de un m edio inerte y deprim ido, de un m edio estancado y m uerto, sino de un m edio rebosante de salud m oral y aun de robustez física.” ¿Cómo explicar que en este m ovim iento de adhesión a Jesucristo hubiera tantos cristianos que le dieron testimo­ nio a costa de su sangre? V arias fueron las causas de este hecho. En p rim er térm ino, por espacio de siglo y m edio, a sa­ ber, desde Nerón al edicto de tolerancia, los cristianos se h allaro n a la continua en una atm ósfera hostil a la libre profesión de su fe y a la seguridad de sus personas y de sus bienes. Aunque los orígenes de la legislación persecutoria son h arto obscuros, todavía parece cosa averiguada que se hizo una excepción, en daño de los cristianos, a la am plia tole­ ran cia que los rom anos solían conceder a todas las religio­ nes, y que se dió contra ellos el prim er edicto de proscrip­ ción, cuyo texto no nos h a llegado, pero cuya substancia

puede resumirse en estos términos: Christiani non sint: “Que no haya cristianos.” Mas, cualquiera que fuese el origen de las persecucio­ nes, cierto es que el proceso de los cristianos fué siempre un proceso de religión, y no otra cosa. Con frecuencia, al principio sobre todo, interviene tam­ bién el prejuicio popular. El pueblo despreciaba a los cris­ tianos como a casta inferior al resto del linaje humano, cargaba a su cuenta un montón de atrocidades imagina­ rias y les atribuía todas las calamidades. Y este prejuicio era compartido por muchos magistrados, por los más de Jos escritores y por los emperadores mismos, con la excep­ ción de los notables miembros de la dinastía de los Antoninos. Empujadas por estos prejuicios y por estos odios, las poblaciones se levantaban frecuentemente contra los v cristianos, los denunciaban en masa y encendían así per­ secuciones locales o generales. También se volvió contra ellos la razón de Estado, aunque no antes del final del siglo II. Han caído en gran parte en olvido las antiguas calumnias; no se acusa ya a los cristianos de crímenes odiosos; pero los magistrados y los estadistas les echan en rostro su alejam iento de los cargos públicos, su abstención del culto de los dioses, la libertad de profesar libremente sus creencias, que es in­ compatible con el absolutismo imperial. Por donde los cris­ tianos vienen a ser tenidos por separatistas, por desertores de la cosa pública, y la Iglesia por un Estado dentro del Estado y, por tanto, como una amenaza para la seguridad y aun para la vida misma del Imperio. Ni dejaron de influir en las disposiciones persecutorias otros móviles más mezquinos, pues sucedió que, a las veces, los emperadores se dejaron llevar de pasiones personales, de despreciables sugestiones y de rencorosos o codiciosos designios. La historia anecdótica nos revela estos móviles personales, mezquinos, que tal vez derriban a los hombres de Estado de usurpados pedestales. ¿Cuántas fueron las víctimas de estas diversas causas reunidas? Tal es la cuestión que espontáneamente se pre­ senta a quien estudia este punto de historia religiosa, y en la que conviene cam inar con prudente cautela, pues de un

lado nos tropezam os con opiniones contradictorias de crí­ ticos e historiadores, y de otro carecemos de estadísticas. El autor ha sabido navegar entre los dos escollos, guar­ dándose de ponerse al lado de quienes afirman que hubo diez o doce m illones de m ártires; pero sin suscribir tam ­ poco el juicio de los críticos, que a todo trance quieren d e ja r reducido a un m ínim um el número de los m ártires. Con agudísim a sagacidad discute el valor de los testimo­ nios que nos han llegado acerca de cada una de las perse­ cuciones, y, no invocando sino documentos de autenticidad y sinceridad indiscutibles, concluye que “la tesis del gran núm ero de m ártires es expresión exacta de la verdad his­ tórica”. En cuanto a la suma precisa y aun aproxim ada, "sólo Dios la conoce”. E specialm ente digno de atención es el cuadro de los procesos de los confesores de la fe. Por dicha, la literatura de los prim eros siglos cristianos nos han conservado m u­ chos docum entos que permiten a un erudito y a un ju ris­ consulto reconstituirlo. ¡Pero cuánto trabajo y cuánta pa­ ciencia no han sido necesarios para reunir los m ateriales de esta reconstrucción! Nuestro autor, historiador y ju ris­ consulto a la vez, ha salido con su intento, y de todo su libro ésta es la parte más conmovedora. Ha sabido recons­ tru ir todo el orden del proceso, cuyo desenvolvimiento po­ demos seguir desde el prim er acto hasta la sentencia y el suplicio. ¡Procesos extraños y que trastornan todas las nociones ju ríd icas! Siem pre se halla en estos procesos una circuns­ tancia particular, excepción única en la historia de los T ribunales: no se acrim ina al acusado ningún delito de derecho común, sino solamente su religión. No hay testi­ gos: ¿p a ra qué, si sólo se reprocha al acusado su religión, y él es el prim ero en confesarla? Tampoco abogados. E ntre todos los acusados romanos, únicamente a los cristianos se les priva del m inisterio de un defensor; y hasta si uno se levanta, no para defender sus personas, sino la legitimi­ dad de sus creencias, se le detiene, se le juzga y se le lleva al suplicio. Todos los considerandos de la sentencia se ci­ fran en afirm ar la negativa del acusado a a b ju ra r de su fe. ¿Se allana a apostatar? D ebajo de su palabra se le suelta.

¿Persiste en llamarse cristiano? Se le condena. Padece, pues, con entera libertad la m uerte violenta, y así su vo­ luntaria condonación se convierte en señaladísimo triunfo de la libertad moral qué trajo al m undo el Cristianismo. Otra extraña circunstancia: al paso que, por obra de diversas influencias, se mitiga el derecho civil, se agrava el derecho penal. Al em puje del despotismo, se torna cada vez más hostil a la libertad de los ciudadanos, y cuando de cristianos se trata, se convierte a menudo en excepcional y depende solamente de la arbitrariedad y capricho del magistrado o del juez. Si el innato sentimiento de justicia se rebela contra tales iniquidades, nuestro ánimo se conmueve y se turba al leer el relato de las torturas físicas que se infligían a los confesores para forzarlos a renegar de Jesucristo, y de los suplicios con que se castigaba su invencible fidelidad. Cuando se sometía a tortura a los criminales ordinarios, era para obligarlos o confesar su crimen; puesto que los cristianos declaraban de plano y espontáneamente sus creencias, y de otra cosa no se les acusaba, nada había que hacerles confesar y, por tanto, era inútil la tortura. Con todo eso, trastocando toda equidad, sin más que por ser cristianos, se les torturaba para forzarlos a negar o renegar la fe que acababan de profesar. Los horrores de los calabozos tenebrosos y fétidos, la promiscuidad, las cadenas, la flagelación, la tensión del cuerpo en el caballete, la laceración del cuerpo con uñas de hierro, las antorchas encendidas, el hierro candente, el hambre y la sed, prolongadas a veces hasta ocasionar la muerte, eran para jueces y verdugos, y con frecuencia para la turba sedienta de cruentos espectáculos, cosa de juego. Contra las m ujeres y contra las jóvenes, la perversidad y la brutalidad paganas recurrían a otras pruebas, que serán perpetuo e ignominioso estigma de aquella sociedad en des­ composición moral. Y todavía no haríamos justicia a los mártires si no re­ cordásemos más que sus padecimientos corporales. Había otras torturas, de índole moral, no menos merecedoras de compasión, y que solían preceder a las torturas físicas. ¡ Cuántos de ellos, para abrazar la fe de Cristo, tuvieron

qu e re n u n c ia r al afecto de am igos y p a rie n te s, a su c a rre ­ ra, a su h a c ie n d a ! ¡C u án to s otros, an te s de ser d e ste rra d o s o co n d en ad o s a m u e rte , v e ía n confiscados sus bienes! ¡A cu án so m b ría m ise ria no se v eían red u cid o s m uch o s ricos cristian o s, qu e se h a b ía n lib ra d o de la m u e rte ! ¡Y c u á n ta s veces, p o r u n a to rtu ra m á s cru el aú n , te n ía n qu e o p ta r en ­ tre la a p o stasía o la ru in a de sus fam ilias, de sus esposas e h ijo s! P o rq u e la p ru e b a q u iz á m á s d elicad a y p u n z a n te e ra su te r n u ra y afecto n a tu r a l a sus p a rie n te s, y la s a co ­ m e tid a s de estos m ism os p a rie n te s p a ra d ecid irlo s a se g u ir viviendo. M ás de u n a vez, tam b ién , se vió en aq u ello s tiem ­ pos calam itosos e c h a r a los cristian o s del e jé rc ito , p riv á n ­ dolos de sus cargos o som etiéndolos a d e g ra d a c ió n y a u n a especie de m u e rte civil. Com o la v id a religiosa a n d a b a m e z c la d a de co n tin u o con la v id a civil, no h a b ía fu n c io n a rio público, g e n e ra l del e jé rc ito , edil o d u u n v iro , que no se viese e n el caso de o fre­ c e r sacrificios a los ídolos con ocasión de cerem o n ias p ú b li­ cas. De a h í g ra n d e s to rtu ra s p a ra la co n cien cia y p elig ro s no m en o res p a ra la seg u rid ad personal. A sí es q ue los cris­ tianos q ue d e se m p e ñ a b a n cargos públicos, sólo con d elica­ das cau telas, g ra c ia s a tácitas tran saccio n es o ac u d ie n d o a p rin cip io s reflejos, lo g ra b a n ab sten erse de acto s co n d en ad o s p o r la relig ió n sin d e ja r de p a rtic ip a r en la s fu n cio n es de la vida p ú b lica. Así sucedió h a sta que D iocleciano, a n te s de se r p erseg u id o r, les p erm itió to m a r cargos, d isp en sán d o lo s de todo lo qu e p u d ie ra h e r ir sus conciencias. A divínase q ue en tales p ru e b a s m o ra le s, a la s q u e esta­ b a n p a rtic u la rm e n te expuestos los ricos, h u b ie ro n d e p re ­ se n ta rse situ acio n es em barazosas, y ex p lícase qu e a b u n ­ d a ra n la s ca íd a s y la s apostasías. P o r esto m ism o se com ­ p re n d e qu e h u b ie ra m á s m á rtire s e n tre los h o m b re s q u e e n tre la s m u je re s, ya q ue éstas, p o r su posición, e sta b a n m en o s exp u estas, y tam b ién q u e e n tre los m á rtire s de no­ b le e stirp e h u b ie ra m á s m u je re s qu e h o m b res, p u es estos ú ltim o s tro p e z a b a n con m a y o re s obstáculos p a ra co n v er­ tirse y p a ra p e rse v e ra r, lle g a d a la h o ra de la p e rs e ­ cución. P o r e x tra o rd in a rio y visible fa v o r de la g ra c ia d iv in a, aq u ello s c o n tra q u ie n e s lle g a b a a d arse sen ten cia co n d en a-

toria, hombres y mujeres, ancianos y niños, recibían con serenidad la sentencia de muerte, hacían gracias a Dios de la dicha que les concedía y caminaban alegremente al último suplicio. iY qué suplicios! De sólo pensarlos se turba la ima­ ginación. En ocasiones, la cólera ciega e irreflexiva del pueblo se desataba contra las santas víctimas, y las ha­ cía perecer por el hierro o por el fuego. Pero de ordinario eran los magistrados quienes les infligían los últimos supli­ cios con fría saña. Condenábanlos, sin más ley que su ca­ pricho o su furor, a perecer en la cruz, castigo supremo, el más cruel e ignominioso de todos, que antes se había re­ servado para los esclavos y para las gentes más viles; o a pena de decapitación, del fuego, del agua helada, del des­ cuartizamiento, de la estrangulación, del aceite hirviendo, de la caldera de betún, del plomo derretido, de la cal viva, del lecho de hierro candente, de la sumersión, cuando 110 se los exponía a bestias feroces, para ofrecer, en las gran­ des fiestas públicas, un espectáculo regocijante al pueblo, ávido de sangre humana. Los que escapaban a la muerte eran condenados a des­ tierro, a deportación, a trabajos forzados. Esta última pena era, en ocasiones, peor que la muerte misma, pues el odio de los paganos hallaba aun forma de añadir a la reclusión perpetua en el fondo de las minas, al trabajo excesivo y a las privaciones inauditas, nuevas torturas, como la de cor­ tar el jarrete a los condenados, mutilarlos o sacarles un ojo. No se leerá, sin hondísima emoción, el relato de estos padecimientos de los confesores de la fe, relato tanto más elocuente cuanto el autor, dejando a un lado documen­ tos legendarios o simplemente discutidos, sólo ha toma­ do sus noticias de documentos de autenticidad indubi­ table. A estas heroicas víctimas quedábales siempre la facul­ tad de apelar al César; mas ni una sola vez leemos que usa­ ran de este derecho, o ya porque no confiaban en la jus­ ticia de los emperadores, o ya, cosa más creíble, porque ansiaban dar testimonio a Jesucristo. Aun entre aquellos tormentos diabólicos y en las ti­ nieblas de las minas y canteras, los cristianos sabían reco-

nocersc, agruparse y constituir reducidas comunidades para mitigar los horrores de la prisión con la lectura en común de las Sagradas Escrituras y, cuando podían, con la recepción de la Eucaristía. Tan elevada y pura era su virtud y tan conmovedor el espectáculo, que a menudo fué ocasión de inesperadas conversiones, y de que los carcele­ ros o los soldados, vencidos de santidad tanta, cayesen de rodillas ante los confesores, pidiéndoles el bautismo y sucumbiendo luego a los golpes de la espada del ver­ dugo. Al amparo de las leyes, los cristianos rendían a los res­ tos mortales de sus hermanos, inmolados por confesar a Cristo, los honores que a su virtud convenían. No era raro que los perseguidores negasen sepultura a los mártires, unas veces por rabia brutal, otras por superstición y otras por evitar el aliento que su culto daba a los seguidores de la nueva doctrina; pero no faltaban cristianos generosos que se exponían a la muerte por recoger aquellos restos preciosos, por darles honrosa sepultura y conservarlos como tesoro inestimable. Los fieles ambicionaban el honor de en­ terrar a sus parientes junto a aquellas tumbas venerables, se complacían en que sus oraciones llegasen a Dios por la valiosa mediación de los mártires y se encomendaban, ellos y sus difuntos, a esta poderosa intercesión. Desde los pri­ meros siglos los sepulcros de los mártires se convierten en término de piadosas y frecuentes peregrinaciones, y sus reliquias reciben asiduo culto. De aquellas tumbas bendi­ tas se exhala como un perfume de oraciones sencillas, ar­ dientes, que es testimonio de una viva fe en el purgatorio y en la intercesión de los santos. Ante algunas tumbas ar­ den lámparas llenas de aceite perfumado; otras están ador­ nadas de pinturas y mosaicos; en las cámaras funerarias, agrandadas después, se reúne la muchedumbre de los fieles para escuchar el panegírico de los mártires y venerar sus reliquias. Desde entonces, pues, les tributaba la Iglesia honores litúrgicos; pero a la vez cuidaba de evitar que se diese el calificativo de “mártires” a quienes no lo hubiesen mere­ cido, y antes de inscribir a alguno en su catálogo, exami­ naba y comprobaba sus títulos con solícita diligencia.

Para impedir la difusión del Cristianismo y para aho­ garlo en sangre, la persecución toma todas las formas. Es explosión de furor sanguinario en tiempos de Nerón, tímida y cautelosa en los de Trajano, no cogiendo sino a quienes caían en sus redes, y metódica en el reinado de Septimio Severo, que se desinteresa del común de los cris­ tianos para no perseguir sino a los convertidores y a los nuevos convertidos. Decio, conservador fanático del anti­ guo orden social, que quiere m atar almas antes que cuer­ pos, procede con fría reflexión, procurando intimidar a la muchedumbre, y condenando a exterminio a todos los que no presenten certificado de haber participado, en ciertos días, en los antiguos cultos nacionales. Valeriano, sabe­ dor de su impotencia contra el pueblo cristiano, asesta sus golpes contra la cabeza, persigue a los directores espiri­ tuales, obispos y sacerdotes y a las personas de elevada posición, senadores y nobles, amenaza a la vida corpo­ rativa de la Iglesia y destruye uno de los cimientos de las asociaciones legales, confiscando los bienes de éstas y prohibiendo las reuniones litúrgicas y el uso de los cemen­ terios. Por último, Galerio, Diocleciano y Maximino Daia intentan una postrera acometida. Exasperados por los pro­ gresos del Cristianismo, exterminan en masa, expulsan a los fieles del ejército y de la administración, arrasan las iglesias, queman los libros sagrados, despojan a los cris­ tianos de sus cargos y dignidades, proscriben a los miem­ bros del clero y por doquier hacen correr torrentes de sangre. Por algún tiempo olvidan todos los negocios, como si sólo la guerra contra la Iglesia les diese que pensar. El poder público estaba ya en manos de un partido, y este partido, para salvar su vida, trata sin contemplación a quienes no profesan sus ideas. La persecución, reconocida mal de su grado su impotencia, recurre al engaño y a la astucia. Maximino, tomando la mano a Juliano el Apóstata y a los apóstatas de todos los tiempos, hace que de di­ versas ciudades del Imperio le envíen solicitudes de que proscriba a los cristianos, promueve procesos sensaciona­ les, hace acusar a los cristianos de crímenes infames, que luego publica por ciudades y aldeas, esparce por doquier

ignominiosos libelos, y obliga a los maestros a que los re­ partan y a que los utilicen como textos en las escuelas, en tanto que él mismo se esfuerza en dar vida al paganismo agonizante. ¡Cuan verdadero es que la historia se repite de continuo! ¡Pero vanos esfuerzos, astucias impotentes! Los cristianos eran ya la mayoría del Imperio, y el partido que aún detentaba el poder iba a sucumbir en una lucha que ya era desigual. Alguien, quizás, preguntará: ¿cómo los cristianos, ya tantos y tan poderosos en un Imperio quebrantado, no lucharon contra sus perseguidores, cuando tenían fuerza para vencer? No era ésa la voluntad de Dios. Jesucristo quería una conquista pacífica, y que los cristianos, con su fe, con su mansedumbre y con su paciencia, escribiesen una de las páginas más hermosas de la demostración evan­ gélica. Demás de que toda coalición hubiera sido contraria al fin que ellos buscaban, pues hubieran acreditado y forta­ lecido el prejuicio’ ya harto divulgado, de que los cristia­ nos eran enemigos del Imperio: prejuicio que los apologis­ tas no cesaron de combatir, y que la inquebrantable fideli­ dad de los cristianos a las leyes del país ayudó a desarraigar. El proceder de los verdaderos hijos de la Iglesia fué bien diferente del de las sectas heréticas, que siempre osci­ laron entre los dos opuestos extremos de la fuga y de la busca del martirio. El testimonio que los verdaderos fie­ les daban de la verdad llevaba el sello de la constancia en los principios y de una cumplida moderación. Nada de en­ tusiasmo artificioso ni de enfermizo ardor; desconfiar de sí mismos, no provocar a sus adversarios, no doblegarse jam ás ante las imposiciones del poder público, no renegar de Jesucristo ante los jueces: tal fué la regla constante­ mente recomendada por la Iglesia y seguida por sus ver­ daderos hijos. Era también efecto de su fe, de su razón y de su virtud, y por eso su testimonio tenía una fuerza de­ m ostrativa incontestable. El filósofo Justino, cuando aun era pagano, había sacado ya esta conclusión: hombres que con tanta intrepidez saben sufrir, no pueden ser sino hom­ bres justos; y esta conclusión fué principio del estudio de las doctrinas cristianas, y origen de la conversión del filó­ sofo y futuro m ártir. Tan eficazmente obraba esta demos­

tración en el ánimo de los espectadores atentos, que pro­ ducía frecuentes conversiones; tanto, que T ertuliano pudo decir, con razón, que la sangre de los m ártires es semilla de cristianos. Entre los motivos de credibilidad que en favor de la di­ vinidad de nuestra fe invoca la Iglesia, el argum ento to­ mado de la constancia de los m ártires en sus tormentos, de su m uerte violenta y de su gran núm ero, adem ás de ser fácilmente entendido de todas las inteligencias, ha p are­ cido siempre uno de los m ás dem ostrativas. ¿Cómo no creer de buen grado, con Pascal, en historias cuyos autores se dejan degollar? ¿No ratificó Jesucristo de antem ano el va­ lor de este argumento, cuando m andó a sus discípulos que le fuesen testigos en toda la tierra y les prom etió la asis­ tencia del Espíritu Santo ante los tribunales? ¿No lo cre­ yeron asimismo concluyente los Apóstoles, cuando lo die­ ron por toda razón a quienes querían im ponerles silencio? “Dios ha resucitado a Jesucristo; nosotros somos testigos de ello...; no podemos decir sino lo que hemos visto y oído.” Este simple testimonio tenía, a su vez, m ayor valor que la sutileza de los argum entos, y por eso lo m antenían hasta la efusión de su sangre. ¿Y no aceptaron tam bién lo6 paganos la fuerza proba­ toria de este testimonio alistándose en m asa debajo de la bandera de Jesucristo al ver la confesión pública e irre ­ ductible de los confesores de la fe? ¿No han apelado tam bién a él, como a prueba decisiva y palm aria, y a la vez sencilla, los fieles, los apologistas y los teólogos de todos los tiem pos? Hoy esta conclusión conserva toda su legitim idad y toda su fuerza. La m uerte violenta de tantos m ártires cons­ tituye un testimonio irrecusable en favor del hecho evan­ gélico. Por atestiguar este hecho m urieron. Unos eran de prim era hora: habían vivido con el Salvador y presenciado lo que testificaban. Otros, que los sucedieron inm ediata­ mente, les habían oído contar lo que ellos habían visto; ellos mismos habían sido testigos de sus m ilagros y m orían por afirm ar la tradición católica, que pasaba de m ano en mano. San Juan, San Policarpo su discípulo, y San Ireneo, discípulo de este último, nos conducen hasta el fin del si­

glo II, y la cadena tradicional no tiene m ás que unos cuan­ tos anillos. Los que m orían daban testimonio a la vez del hecho y de la doctrina del Cristianismo, siem pre vivientes en la Iglesia. Si los últimos m ártires están ya algo m ás le­ jos de Jesús y de sus Apóstoles, están siem pre cerca de ellos por su unión con la Iglesia, y, al fin, derram an tam bién su sangre por el hecho de la fe tradicional. Este sufrir con perseverancia tales padecimientos, y por tanto tiempo, constituye un hecho histórico tan extraordinario, tan p a r­ ticular de la religión católica, que no puede explicarse sino por una asistencia divina, como lo decía Santa Felicitas, en su prisión: “Entonces habrá en mí otro que sufrirá por mí, porque yo sufriré por Él.” La prueba es, pues, completa. “El edicto de paz fué una solemne confesión de la impotencia pagana p ara pre­ valecer contra la sangre de los cristianos... La historia de los m ártires desde el siglo I al IV form a un todo completo que se basta a sí mismo y lleva anejas sus conclusiones.” Tal es la substancia del libro que M. Paul Allard ofrece ahora al público letrado. En él corren parejas la elevación del pensamiento y la excelencia del método. Difícil será h allar libro más nutrido de hechos, ni exposición m ás docu­ m entada. No se concede nada a la imaginación ni a las con­ jeturas ni a supuestos aventurados. Las consecuencias dedúcense rigurosamente de los hechos, y no de cualesquiera, sino de hechos tomados de las m ejores fuentes, bien com­ probados, acompañados de citas exactas. Y de paso el autor suscita y trata m ultitud de cuestiones de historia del mundo antiguo, que son de altísimo interés: la política interior del Imperio Romano, el derecho que se aplica a los cristianos, la constitución de la propiedad eclesiástica, la organización de la caridad cristiana, la em ancipación de los esclavos, las resoluciones morales toleradas por la Igle­ sia en el desempeño de las funciones públicas, y, sobre todo, las altas cuestiones religiosas y morales que im plica el he­ cho capital del m artirio. A cada página se le vienen a la plum a fáciles com para­ ciones con dolorosos acontecimientos que hoy presencia­ mos; pero, como discreto, se contenta con una transparente alusión, y sigue adelante. Con todo, cierto es que el relato

de las torturas padecidas por los cristianos, sin otro m o ­ tivo que la fe que profesaban, es de notable actvtalid.ad.. Difícilmente Paul Allard hubiera podido baila r m om en to más favorable para la publicación de su libro*, la s figuras que pinta, aunque pertenecen a rem otos siglos, son tam ­ bién de nuestro tiempo. "P. 1 ^ . PTE.CYLTETNJVTVD. R e c to r

< lc \ I t v s U t v i t o

C a W > V \c o C .e í a x t e

INTRODUCCION Aun cuando no fuera el m artirio uno de los hechos más im portantes de la historia religiosa, habríase de recono­ cerlo p ar uno de los fenómenos históricos m ás originales y m ás dignos de consideración. E l m artirio, entendido según su significación etimo­ lógica, fué cosa desconocida antes del Cristianismo. No hubo m ártires de la filosofía: “Nadie — escribe el apolo­ gista San Justino — creyó en Sócrates hasta el extremo de m orir por la doctrina que enseñaba” (1). Tampoco tuvo m ártires el paganism o; jam ás se vió hom bre alguno que, con los padecim ientos y con la m uerte voluntariam ente aceptada, testificase que era verdadera alguna de las re­ ligiones gentiles. Ninguna de ellas pedía a sus seguidores fe tan absoluta que hubiera de anteponerse a la vida. To­ das toleraron la división, aceptaron las derrotas, se doble­ garon a diversos yugos, se acomodaron a variadísim as am al­ gamas. A ningún latino se le vino a las m ientes poner en riesgo su vida para estorbar que los dioses griegos penetra­ sen en Italia, y ningún celta hubiera derram ado una gota de su sangre para protestar contra la entronización de divinidades heleno-romanas a p ar de las tríadas de la Galia. Los cultos paganos produjeron fanáticos como los galos, que se hacían incisiones en los brazos y hasta se m utilaban vergonzosamente en honor de Cibeles, y cuyas orgías llegaron a ocupar un puesto en el calendario oficial de Roma. La embriaguez religiosa llegó, tal vez, hasta el suicidio, por ejem plo, entre aquellos exaltados de la India que, para ser aplastados por su ídolo, se arrojaban debajo de las ruedas del carro en que era conducido. Pero estos (1)

Siin Justino, 11 A pol., 10.

arrebatos salvajes, estas ofrendas de la sangre o de la vida misma no tienen valor de un testimonio: tan poco prueba la superstición de algunos paganos, llevada hasta la lo­ cura, como la indiferencia y la escéptica facilidad de otros. Nada tiene que ver eso con la afirmación inquebrantable reflexiva, razonada, de un hecho o de una doctrina. Hasta podría decirse, si vamos a hablar con propiedad, que tampoco hubo mártires judíos. Se esbozó, sin duda* debajo de la antigua Ley, por admirables figuras, el tipo del mártir: los tres jóvenes en la hoguera de Babilonia, Daniel en el lago de los leones, los siete hermanos Macabeos inmolados juntamente con su madre, son otros tantos su­ blimes ejemplos de fidelidad al Dios verdadero y a su ley; pero si en estos héroes de la religión judía se halla ya la voluntad, desconocida de los gentiles, de morir antes que manchar su alma con un culto extranjero, no se vislumbra todavía en ellos ese testimonio que convierte al mártir cristiano en apóstol de una verdad universal y conquis­ tadora. El judío se dejaba matar por permanecer fiel a una religión que era privilegio de su raza y ley de su pueblo; el cristiano acepta la muerte para probar la divinidad de una religión que ha de ser la de todors los hombres y todos los pueblos. Tal es el significado de la palabra mártir (^áprup): tes­ tigo, hasta la certidumbre, es decir, hasta dar su propia vida en fianza de lo que se afirma. Esta palabra, con toda la fuerza de su significación, no se halla antes del Cristia­ nismo. No se halla en el Antiguo Testamento, ni aun en aquellos libros escritos en griego, donde parecía tener su puesto natural, como son los libros de los Macabeos; o, digamos mejor, se la halla una vez, y en circunstancia que espontáneamente parecía sugerirla; pero es para decir cosa muy distinta. Unos judíos sublevados se dejan ha­ cer prisioneros antes que traspasar, combatiendo, la ley del descanso del sábado: “el cielo y la tierra”—exclaman— nos son testigos (^ap^pec) de que nos matáis injusta­ mente” (2). El escritor sagrado no intenta asociar la idea de testimonio a la heroica abnegación de aquellos escrupu(2) I M*ch., 2, 37.

losos judíos. Menester será aguardar hasta Jesucristo para hallar el pensamiento, la voluntad declarada de hacer de los hombres testigos y como fiadores de una religión. Tal fué el encargo que hizo a sus Apóstoles al despedirse de ellos: “Vosotros—les dijo—seréis testigos (^ap-rupeq) de estas cosas” (3). Y añadió: “Me seréis testigos en Jerusalén y en toda la Judea y en Samaría y hasta en las extrem ida­ des de la tierra” (4). Los Apóstoles aceptan esta misión con todas sus consecuencias. Cuando se trata de llenar el vacío causado en sus filas por la defección de Judas, dice San Pedro: “Es necesario que entre los hombres que nos han acompañado todo el tiempo que el Señor Jesús vivió con nosotros..., haya uno que con nosotros sea testigo de la resurrección” (5). Desde su prim er discurso a los judíos, después de Pentecostés, rinde Pedro este testimonio: “Dios — dice — ha resucitado a Jesucristo; de ello somos testigos todos nosotros” (6). Luego, con Juan, lo repite ante el Sanedrín: “Nosotros—declaran los dos Apóstoles— no podemos d ejar de decir lo que hemos visto y oído” (7). Poco después todos los Apóstoles, encarcelados prim ero y puestos después en libertad, comparecen ante las mismas autoridades: “Nosotros— dicen — somos testigos de estas cosas (8) y con nosotros el Espíritu Santo que Dios ha dado a todos aquellos que le obedecen.” Y, habiendo sufrido la flagelación, salen de la sala del Consejo “gozosos de haber sido juzgados dignos de padecer ultraje por el nombre de Jesús” (9). Al fin de su carrera apostólica San Pedro emplea todavía el mismo lenguaje: “Yo—dice desde Roma a las iglesias de Asia—exhorto a los ancianos que hay entre vosotros, yo que también soy anciano y testigo de los pa­ decimientos de Cristo...” (10). (3)

Luc., 24, 48.

(4 )

Ac-t., 1 , 8 .

(5) M 'pTUpa ttávaoTaaECúi; auxoO cnjv y^lv. Act., 1 , 22. (6) Máoxopet; écrii.év. Act., 2, 32. (7) Act., 4, 20. (8) Kal 7][í,eí^ éa^ev áurou |iápTupeg tcóv toutcov. Act., 5, 32. (9) Act., 5, 41. (10) ’O ai)(i.7rpea6uTépoc; xal jiáprup tgív too Xpi^TOu 7r^GT)^áTG>v. I Petri, 5, 1 .

Tal es, pues, el primer sentido de la palabra mártir: tes­ tigos oculares de la vida, de la muerte y de la resurrección de Jesucristo, encargadas de garantizarlas al mundo por su palabra. Pero desde el primer día este testimonio se dió en la tribulación, en el dolor, y, como hemos visto, en la alegría de padecer. Luego, después de estas primeras pruebas, vino el sacrificio mismo de la vida, como testifi­ cación suprema de la palabra. Jesucristo había predicho también este complemento doloroso y cruento del testi­ monio: “Seréis entregados — dijo a sus Apóstoles — a los tribunales, y azotados con varas en las sinagogas, y com­ pareceréis ante los gobernadores y los reyes, por causa de Mí, para que me seáis testigos delante de ellos” (11). Y, prometiendo a los futuros mártires su asistencia, continúa: “Cuando os lleven para haceros comparecer, no os pre­ ocupéis de lo que habréis de decir, sino decid lo que en aquella hora os fuere dado, porque no sois vosotros quien ha de hablar, sino el Espíritu Santo” (12). A continuación les muestra las profundas escisiones que causará la perse­ cución: las naciones y familias divididas, la muerte si­ guiendo de cerca a la confesión de sus fieles. “Y el hermano entregará a su hermano a la muerte, y el padre a su hijo; los hijos se levantarán contra sus padres y los harán morir; y vosotros seréis odiados de todas por causa de mi nombre: pero el que perseverare hasta el fin será salvo” (13). Cuando los acontecimientos manifestaron a los cristia­ nos toda la significación de estas palabras de su Maestro, la muerte gloriosa de sus más antiguos y fieles discípulos, inmolados, conforme Él había predicho, por odio de su nombre, se consideró como coronamiento de su testimonio; de manera que en adelante muerte y testimonio formaron, digámoslo así, un solo cuerpo, quedaron asociados en un mismo pensamiento. Así, pues, aun antes de tocar a su término la edad apos­ tólica, la palabra m ártir tiene ya sentido preciso y claro. (11) Ele; ^jLocpTuptov auTOt?. Marc., 13, 9. Cf. Matth., 21 12*13. ’ (12) Marc., 13, 11; Cf. Matth., 10, 19-20; Luc., 12, 11-12.

10, 17-18; Luc.,

Se la aplica a aquel que, no sólo de palabra, sino tam bién con la sangre, ha confesado a Jesucristo. Pero al mism o tiempo se la extiende a testigos que podríam os llam ar de segundo grado, a aquellos “bienaventurados que, según frase de Jesucristo mism o, creyeron sin haber visto” (14) y que, habiendo creído así, atestiguaron su fe con su san­ gre. Así lo m uestra el últim o libro del Nuevo Testam ento. En las postrim eras del siglo I, San Ju an em plea en dos lu ­ gares del Apocalipsis la palab ra m á rtir con toda la exten­ sión que nosotros la damos hoy. En el m ensaje que, de parte del Señor, envía a la iglesia de Pérgam o, hace m en­ ción de “Antipas, m i fiel testigo, que ha sido entregado a la m uerte entre vosotros, donde Satán h ab ita” (15); es decir, de un cristiano m artirizado en días de N erón por los paganos de aquella ciudad, por no haber querido renegar de su fe. Más adelante, en una visión, cuando ante él se alza el quinto sello del iibro misterioso, el Apóstol distingue “de­ b a jo del a lta r las alm as de los que hab ían sido m uertos por causa de la palab ra de Dios y del testim onio que h a ­ bían dado” (16). El m 'ártir, es decir, el testigo que da su sangre en abono de la realidad de los hechos evangélicos o de la p erp etu i­ dad de la tradición cristiana, está ya bien definido y a las claras se indica que la prim era generación de creyentes no será la única que dé este testimonio. L a historia del m a r­ tirio no ha hecho sino comenzar. Esta historia se continuará por espacio de tres siglos en las com arcas som etidas al Im perio Romano. Cuando, al com enzar el siglo IV, un em perador publique el p rim er edicto de paz religiosa, no habrá term inado aún la era san­ grienta: nuevas regiones, otros pueblos “sentados a la som­ b ra de la m uerte” (17) ofrecen cada día nuevo cam po al apostolado y el m artirio. Los Anales de la Propagación de la Fe serán continuación n a tu ra l de las Acias de los Már(14) (15) (16) (17)

Ioann., 20, 29. ‘O (Jtáoxu? ijlou 6 marót;. Apoc., 2 , 13. Alá tÓv Xóyov toü 0 eo u x * l S'.á r¿)v ^.apxuplav Luc., 1, 79.

ctxov. Apoc., 6, 9.

tires. Pero en la época en que éstas se cierran, es decir, en tiempo de Constantino, el Cristianismo había llevado ya a cabo la conquista pacífica de toda esa cuenca del Medite­ rráneo, gobernada por el espíritu de Grecia y por las leyes de Roma, que constituía entonces el núcleo de la civiliza­ ción y que se convirtió en centro de la propaganda evangé­ lica en todo el mundo. Conquista realizada a pesar de obs­ táculos en apareciencia insuperables, y porque la sangre de los mártires habrá vencido la resistencia de los cultos pa­ ganos, los argumentos de los filósofos, los prejuicios de los estadistas y la crueldad de los verdugos. Esta sangre no habrá sido derramada en tal cual ocasión y como gota a gota: habrá corrido a raudales en el discurso de persecu­ ciones repetidas, metódicas, encarnizadas. El edicto de paz fué confesión solemne de la impotencia de la soberanía pagana para prevalecer contra el Cristianismo. La historia de los mártires, desde el siglo I al IV, forma, pues, un todo completo y suficiente para deducir conclusiones. Pero el estudio de esta historia presupone el examen de una cues­ tión preliminar, que será como una primera exploración de sus aledaños. El martirio siguió, naturalmente, la ruta del Cristia­ nismo: sólo hubo mártires allí donde habían precedido los misioneros. Antes de presentar a los cristianos muriendo por su fe, menester es decir cuáles eran las regiones donde había cristianos. Una mirada superficial a la historia de la Iglesia primitiva nos mostrará mártires en casi todas las regiones. Los hallaremos en las comarcas cercanas a la cuna de la nueva religión y en los países más alejados. Observaremos que los mártires aparecen en lugares muy distantes unos de otros desde los primeros tiempos de la predicación evangélica, en el siglo II y aun en el I. Senti­ mos la impresión de que el Cristianismo se extendió por todo el mundo casi de repente. Esta impresión es verda­ dera, por lo menos en parte; pero es preciso aquilatarla, precisarla a la luz de hechos concretos. En esta rápida propagación hubo grados y desigualdades; hubo regiones ya enteramente conquistadas, cuando en otras la obra es­ taba todavía muy a los principios. Hubo, por consiguien­ te, países mucho más precoces que otros en mártires,

aunque, en conjunto, parezca que las persecuciones se en­ cienden a la vez en todos los puntos del Im perio Romano. P ara re p re se n ta rn o s claram ente la historia de los m ártires, nos es fu erza se ñ a la r previam ente las etapas de las prim e­ ras m isiones y seguir lo que podríam os llam ar el movi­ m iento geográfico del Cristianism o. Nuestro Señor mismo parece que nos sugiere este método, porque a guisa de exor­ dio del discurso antes citado, en que predice las persecu­ ciones, se lee esta frase : “Es necesario prim eram ente que el E vangelio sea predicado a todas las naciones” (18). E n ­ tre la predicación y el m artirio hay cierta relación de cau­ sa a efecto. E x p o n er sum ariam ente cómo se propagó y dilató la fe cristian a en el m undo antiguo durante los tres siglos prim eros es, pues, obligado prefacio del estudio de nues­ tro asunto. (18) 13, 10.

Kal eic; 7rávTa rá sQvy] Seí TrpcÜTOv xyjpu)(0‘Ovat T0 su a v es Xcov Marc.,

CAPITULO PRIMERO

La propagación del Cristianism o. I.

La predicación apostólica.

El prim er período de la expansión del Cristianismo co­ mienza en el día de Pentecostés. Como “embriagados” por la efusión del Espíritu, los Apóstoles dan testimonio en presencia de la muchedumbre de peregrinos de que entonces rebosa Jerusalén. Entre esta muchedumbre hay gentes de todas las regiones, y, con todo eso, cada uno entiende en su propia lengua la palabra di­ vina. El autor de los Hechos de los Apóstoles enumera las regiones a que estos oyentes pertenecen. Unos han venido del Oriente, de más allá de las fronteras del Imperio Romano: Partos, Medos, Elamitas, Mesopotamios. Otros son súbditos asiáticos del Imperio, habitantes de Judea, de Capadocia. del Ponto, del Asia Proconsular, de Frigia, de Panfilia. Otros son súbditos africanos, gentes de Egipto y de la Cirenaica. Hay también Arabes. Hay insulares del Mediterráneo, de la isla de Creta. Hay hasta peregrinos de Roma (1). Muchos de estos extranjeros eran parte, ciertamente, de aquellos tres mil hombres convertidos y bautizados por San Pedro (2). En regresando a sus países respectivos, ellos serán los primeros misioneros de la nueva fe. Un segundo enjam bre salió de la vieja colmena ju ­ daica, después de la muerte del primer mártir, el diácono (1 ) Act., 2, 5-11. (2) Jbíd.t 41.

San Esteban. “Hubo entonces — dicen los Hechos de los — gran persecución en la iglesia que estaba en Jerusalén” (3). Solamente los Apóstoles quedaron en la ciudad: los fieles se dispersaron por todos los caminos de Judea, de Galilea y de Samaría (4). El litoral—el antiguo país de los Filisteos y Fenicia—fué evangelizado enton­ ces. Algunos discípulos llevaron la fe hasta Damasco y aun hasta el Norte de Siria, a Antioquía; otros se embar­ caron para la isla de Chipre (5). Eso no obstante, a pesar de las puertas que la predi­ cación evangélica se había abierto ya hacia el mundo exterior, no buscaba todavía sino a los judíos y a los prosélitos, aspirantes al judaismo. Pero súbitamente reci­ be una dirección nueva: la semilla va a ser arrojada en­ tre los paganos. Pedro, dejando a Jerusalén, recorre las nacientes iglesias para visitarlas y confirmarlas (6). Ad­ vertido por una visión, bautiza, durante este primer viaje apostólico, a muchos gentiles (7). Por entonces algunos “Griegos”, es decir, paganos, son catequizados también en Antioquía por discípulos oriundos de Chipre y de la Cirenaica (8). Bien pronto el antiguo perseguidor, el gran conver­ tido Pablo, sacado de su retiro por Bernabé, llega a la me­ trópoli de Siria. Allí por sugestión suya, al parecer, se hace ostensible la escisión entre el judaismo y la nueva fe, con tomar los seguidores de ésta el nombre de cristianos (9). Hacia el año 44 comienza Pablo aquellos sus grandes viajes apostólicos, en que recorrerá, en el decurso de quince años, toda la vertiente occidental del Asia Menor, Cilicia, Licaonia, Pisidia, Isauria, Frigia, Mesia, el Asia Proconsular, las islas de Chipre, Salamina y Pafos, la Macedonia y la Acaia (10) y por ventura la Iliria (11). Estos viajes A p ó sto les

(3) Act., 8, 1. (4) Ibid., 8, 5-31-37; 9, 32; 36-40. (5) Ibid., 11, 19. (6) Ibid., 11, 31. (7) Ibid., 10, 9-29; 47-48. (8) Ibid., 11, 20. (9) Ibid., 11, 26. (10) Act., 13-21. (11) Qne San Pablo evangelizó la Iliria parece colegirse de Rom., 15, 19; cuando menos, tal era su propósito.

del Apóstol no son una carrera errante y como a la ventura: Pablo escoge ciertas ciudades para que le sirvan de bases estratégicas, y, según frase suya, de “puertas abiertas hacia el exterior” (12): Efeso, donde permanece durante dos años, y desde la cual se extiende la fe por todo el occidente del Asia romana, desde Licia hasta la Propóntida (13): Antioquía, que pone a la naciente iglesia en comunicación con el m ar y con el Oriente; Tesalónica, desde donde la fe irra­ diará a Macedonia (14); Corinto, que será el centro de la propaganda cristiana en Acaia (15). Con todo, San Pablo no había hecho llegar la fe más que a la mitad de la península. Quedaba la vertiente orien­ tal, con las grandes provincias situadas entre el Euxino y el Tauro: Bitinia, el Ponto, la Galacia propiamente dicha (16) y Capadocia. Parece que San Pablo no llegó a penetrar en esa región. Probablemente fueron evangelizadas estas comarcas por San Pedro (17). La primera carta del Prín­ cipe de los Apóstoles, escrita después del año 64 a los cris­ tianos “del Ponto, de Capadocia, de Asia y de Bitinia” (18) supone iglesias establecidas ya de larga fecha y que poseían clero organizado (19) y que habían padecido o estaban a punto de padecer la persecución (20). Pedro habla a estos cristianos pónticos, gálatas, capadocios y (12) I Corint., 16, 9. (13) Coloss., 1, 7-8; 4, 12-13; Philem., 1 , 2; Act., 19, 10-26.—Una circuns­ tancia referida por los Hechos de los Apóstoles, 19, 19, nos permite adivinar cuán grande fué, desde estos primeros días, el número de conversiones obradas en Efeso: los convertidos que tenían libros de ciencias ocultas los reunieron para quemarlos públicamente; el inventario que de ellos se hizo estimó su valor en cincuenta mil dracmas (unas 50.000 pesetas). (14) I Thess., 1, 7-8. (15) II Corint., 1, 1. (16) Sobre si la carta de San Pablo a los Gálatas fué dirigida a los fieles de la parte meridional de dicha provincia, es decir, a los de Licaonia, Frigia y Panfilia, o a los de Galacia propiamente dicha, o sea de la región del Norte, véase J a c q u ie r : Histoire des livres du Nouveau Testament, t. I, pág. 171-185. (17) T il le m o n t : Mémoires pour servir á Vhistoire ecclesiastique des six premiers siécles, t. I, art. X X V III, y nota 26 acerca de San Pedro; Fouabd, Saint Pierre et les premiéres années du Christianisme, p. 329-331. (18) I Petr., 1, 1. (19) Ibid., 5, 1-3. (20) Ibid., 4, 14-16.

bitinios como quien los conoce p e rs o n a lm e n te ; si m enciona las iglesias del Asia p ro co n su lar es, p ro b a b le m e n te, porque atravesaría esta provincia en su cam in o h acia Oc­ cidente. Ignoramos las circunstancias de los v ia je s de San Pe­ dro a Roma; en cambio, nos es p e rfe c ta m e n te conocido el prim er viaje de San P ablo a la c a p ita l del m u n d o romano. Detenido en Jerusalén en el año 59, p risio n ero en Judea durante dos años, y h ab ien d o in te rp u e sto recu rso de ape­ lación al César, comenzó h acia el otoño del 61, en compa­ ñía de otros prisioneros, aq u ella navegación llen a de peri­ pecias y peligros, de la cual nos h a n conservado los Hechos de los Apóstoles un anim adísim o relato , o, como ahora dicen, un relato m u y “vivido” (21). C uando llegó al su r de Italia, al desem barcar en Puzzoli, h alló toda u n a colonia cristiana ya establecida, donde se alo jó varios días (22). En el trayecto de la vía A pia salieron sucesivam ente a sa­ ludarle dos diputaciones de cristianos de R om a, en los sitios llam ados Foro de Appio y las T res T a b e rn a s (23). Aquí term ina el libro de los Hechos; el térm ino de los viajes de San P ab lo h a de reconstruirse con ay u d a de otros documentos (24). R ecordarem os b revem ente que, después de haber recobrado su libertad, al cabo, según parece, de dos años de prisión en Roma, rean u d ó su vida de misio­ nero, visitando el su r de E spaña (25)—tocando p o r ventu­ ra, a la ida o a la vuelta, en algún punto de la costa m e­ ridional de la G alia (26)— ; volviendo a la isla de Creta, al Asia Menor, a M acedonia, al Peloponeso; evangelizando el Epiro, y volviendo, en circunstancias que ignoram os, ya libre o ya prisionero, a Roma (27). V arios de los discípulos que le habían acom pañado en este últim o v ia je a O riente, allí continuaron. C rescente predicaba entonces en tre los (2 1 ) A ct., c. 27-28. (22) I b id ., 28, 13-14. (23) I b id ., 28, 15. (24) Cfr. F o u a rd : S ain t P a u l, ses d em itres années, p. 203-296; J a cq u ieb : Histoire. des lim es du N ouveau Testamenta t .1 , p. 413-414. (25) Pvom., 15, 24; San Clemente, Cor., 5; Canon de M uratori. (26) R e n á n : L'Antéchrist, p á g . 1 0 8 . (27) I Tim ot., 1, 3; II Tim ot., 4, 13. 20; Ad T it., 1, 6; 3, 12.

G álatas (28), y T ito, después de h a b e r o rg an izad o la igle­ sia de C reta (29), ex ten d ía la o b ra de su m aestro h a c ia el Oeste, evang elizan d o la D alm acia (30). Y con esto hem os llegado a u n o de los p u n to s c u lm in a n ­ tes del siglo I. Situém onos, p a ra d a r u n a m ira d a de ccmju n to , en la célebre fech a del año 64, en que los c ristian o s son conocidos p o r tales de la a u to rid a d ro m an a, en q u e N erón les a p lica las p rim e ra s disposiciones p e rsec u to ria s y en que P e d ro y P ab lo se h a lla n en v ísp e ra s de re g a r con su san g re los fu n d am en to s de la Iglesia ro m a n a . D esde ese p u n to podem os m e d ir fácilm en te el cam in o re c o rrid o p o r la p red icació n cristian a en unos tre in ta años d esd e la m u e r­ te de Jesucristo. A ún no h a n sido escritos todos los evangelios, y y a el E vangelio h a sido p red icad o en las m ás d iv ersas p a rte s del Im p e rio R om ano. E s conocido en todas la s p ro v in cias del Asia ro m an a, desde los aren ales de A rab ia h a s ta la s p la ­ yas del P onto-E uxino. No sólo cuenta en estas reg io n es con fieles, sino tam b ién con m u ch as iglesias y a o rg a n iz a ­ das. H a p e n e tra d o en el continente african o — en E gipto y en la C iren aica—«por o b ra de los testigos de P entecostés. H a e n tra d o en E u ro p a p o r M acedonia, A caia, E p iro , Iliria y D alm acia. T ien e grupos de creyentes en el s u r de Ita lia , donde sus fieles — y ya sus m á rtire s — fo rm a n en R om a, según fra s e de u n contem poráneo cristiano, C lem ente, y de u n co n tem p o rán eo pagano, T ácito, “u n a in g en te m u c h e ­ d u m b re ” (31). E n fin—dice el m ism o C lem ente—, h a sido lle v a d a “h a sta los confines de O ccidente” (32), es decir, h a sta el s u r de E sp añ a, donde los antiguos colocaban las co lu m n as de H ércu les (33). E n el corto espacio de tre in ta años la n u ev a fe h a surcado en todas direcciones el A sia ro m a n a y reco rrid o toda la cuenca del M editerráneo. “U n (28) II Tiniot., 4, 10. (29) Tit., 1, 5. (30) II Timot., 4, 10. (31) IIoXú 7rX7j0oaeco£. San Clemente, Cor., 5. (33) Véase la nota de Lightfoot acerca de este pasaje: Saint Clement of Home, t. II, p. 30-31.

relámpago que, partido de Siria, ilum inó casi a un tiempo las tres grandes penínsulas del Asia Menor, Grecia e Italia seguido muy pronto de un segundo reflejo que abrazó casi todas las costas del M editerráneo” : he ahí lo que fué, en expresión de Renán (34), la prim era aparición del Cris­ tianismo. 11.

Difusión del Cristianismo en la cuenca occidental del Mediterráneo.

Este segundo reflejo”—para seguir la ingeniosa metáora del historiador racionalista—no vino sólo del O riente: Mno también de Roma. Desde allí, en el discurso de los dos siglos siguientes, acabó de difundirse la luz, con vivacidad maravillosa, por una parte de esa cuenca m editerránea ° n e Hemos ,v *s*° aparecer la aurora del Evangelio. Desde el siglo II, Roma se convierte en centro de evange izacion del Occidente (35). Cierto, en la prim itiva iglesia e noma parece dominar el helenismo: buena parte de sus neies habla en griego; sus primeros escritas en esta lengua s an compuestos (36); en sus cementerios los epitafios grie­ gos exceden en número a los latinos hasta el siglo III (37), y ri'U rS>\ - Papas del tercer siglo, con una sola excepon están escritos en griego (39); sin embargo de esta, se enganana quien imaginase que la Iglesia rom ana hubo ♦i'6 a^er, es*uerzos para librarse de estas influencias exócas. Alas que sufrirlas, lo que hizo fué transform arlas, (34) Renán: Les Apóircs, p. 284. (35) D uchesne: Origines du cuite chrétien, p. 81. (36) La epístola de San Clemente, el Pastor de Hermas, los Philosophu mena, están escritos en griego. Los títulos griegos de las obras de Hipólito se leen en la silla donde está, sentada su estatua. Probablemente el fragmento de Muratori fué escrito primeramente en griego (Cfr. L i g h t f o o t , S. Clemcnt of Home, t. II, ps. 405-413). El edicto del Papa Calixto acerca de la penitencia y laB cartas de los Papas hasta San Cornelio, inclusive, fueron también escritas en griego (Cfr. B a t i f f o l , Anciennes litlératures chrétiennes. La littérature grecque, ps. 125-126). (37) D e Rossi: Inscript. christ. urbis Romac, t. I, p. CX; Roma sotierra -

imprimiéndoles su propio carácter. Se sirve del griego, porque el griego era entonces lengua universal, cuyo do­ minio se extendía mucho más que el del latín (40). Sus es­ critos están compuestos en griego; pero el primero de ellos es una carta pastoral en que ella, la Iglesia romana, habla como señora a una ciudad del Oriente. En cuanto a Italia, patente es la influencia romana, especialmente en la región meridional y en la central. A mediados del siglo III, el Papa Cornelio convoca un concilio de sesenta obispos italianos (41). El episcopado italiano está agrupado tan estrechamente en torno de su cabeza, que, aun para la autoridad pagana, su unión es prueba de ortodoxia. Habiendo tenido que resolver el em­ perador Aureliano, en 272, un litigio entre los católicos y los herejes de Antioquía, en materia de propiedad, dió esta sentencia: “El inmueble disputado pertenecerá a quie­ nes estén en comunión con los obispos de Italia y con el obispo de Roma” (42). La importancia y la cohesión de este episcopado italiano demuestra cuán vigorosa raigambre te­ nía ya el Cristianismo en la península. Si se tiene cuenta con la dificultad de comunicaciones de aquellos tiempos, no es arriesgado suponer que, para que el Papa Cornelio reuniese en Roma sesenta obispos, debían de existir, cuando menos, un centenar de diócesis en Italia (43). Mas éstas no están igualmente repartidas: muy numerosas desde la pun­ ta meridional hasta los Apeninos, parecen, al contrario, muy espaciadas entre los Apeninos y los Alpes (44), aun en el siglo III. El Cristianismo se propagó con mucha menos rapidez en el norte de Italia que en el centro y en el Me­ diodía. Volvamos ahora nuestra vista hacia otra gran región mediterránea, la Galia, y veremos al Cristianismo seguir (40) Graeca leguntur in ómnibus fere gentibus, latina suis finibus, exiguis sane, continentur. C ic e r ó n : Pro Archia, 10. (41) E u se b io : Hist. Eccl., VI, 43, 8. (42) Ibíd., VII, 30, 19. (43) H a r n a c k : Die Mission und Ausbreitung des Christenthums in den ersten drei Jahrhunderteny p. 105. Aunque esta estadística no pueda darse como exacta, no anda, probablemente, lejos de la verdad. (44) D u c jie s n e : Fastes épiscopaiix de Vancienne Gaule, t. I, ps. 33-35.— Bolonia e ImoJa tuvieron mártires quizás antes que obispos.

casi el mismo rumbo. En la provincia narbonense, al Sur de la Lugdunense, es decir, en las com arcas que form an las cuencas del Ródano y del Saona, hallam os un p rim er es­ trato de fieles cuya procedencia helénica o asiática es in­ cuestionable. El comercio m arítim a, que tenía por princi­ pal puerto a Marsella, griega por origen y p o r costumbres, y por principal factoría a Lyon, había sem brado estas re­ giones de verdaderas colonias, que m antenían el espíritu del Oriente. Por esta vía debió de penetrar el Cristianismo. La Galia cristiana entra de repente en la historia por la ad­ m irable carta que las iglesias de Lyon y de Viena escriben en 177, a las de Asia y Frigia (45), y que revela íntim as re­ laciones y como cierto linaje de parentesco entre estas cris­ tiandades tan distantes. La mitad de los m ártires entonces inmolados en Lyon lleva nombres griegos (46); algunos son indicados como oriundos de Asia (47); muchos responden en griego al interrogatorio de los m agistrados (48). El epi­ tafio cristiano más antiguo hallado en las Galias, la célebre inscripción de Pectorius, en el poliandro de Autun, no sólo es griega por su lengua, sino también enteram ente oriental por el simbolismo y el pensamiento: form a p a re ja en la epigrafía cristiana con la de Abercius, en H ierápolis de Frigia (49). Mas sobre este fondo primitivo, la influencia romana, el “segundo reflejo”, se advierte fácilm ente. El obispo de Lyon, Ireneo, nació en E sm irna; pero ha hecho dos viajes a Roma y está en relaciones personales con los Papas. El concilio por él presidido en 196 atestigua que, cuanto a la fecha de la celebración de la Pascua, las igle­ sias de las Galias siguen el uso rom ano y no el asiático (50), (45) E c jse b io : H ist. Eccl.y V, 1 . (46) D e R o s s i - D u c h e s n e : Martyrolog. H icronym ., p s . L X V II-L X V III. (47) E u s e b io : H ist. Eccl.t V, 1 (17, 19). (48) La relación contemporánea anota que uno de loa mártires, que lle ­ vaba el nombre latino de Sanctus, respondió rfj Pco(i.aíxfj ooív9), lo que parece indicar que los otros respondieron en griego (ibíd., 20). Más adelante la carta dice que el frigio A talo respondió también Tf) Po(j.aív.Yj 9 CÚVY) pero éste, aunque oriundo de Asia, era ciudadano romano. (49) Acerca de las relaciones entre el epitafio de Pectorio en el «polian­ dro* de Autun y la inscripción frigia de Abercio, cfr. D e R o s s i : Inscript. Christ. urbis Romae, t. II, ps. X V II-X X IV . (50) E u s e b io : Ilist. Eccl., V, 23.

con que se dem uestra que, si los prim eros grupos de fieles vinieron probablem ente del Oriente, las tradiciones occi­ dentales prevalecieron bien pronto. La evangelización pos­ terior de las Galias será enteram ente latina, y, según p a­ rece, obra, en gran parte, de misioneros de Roma. Al paso que nos apartam os de lo que pudiera llam arse zona griega, para entrar hacia el Sudoeste, hacia el Oeste, hacia el Norte, en los países de tradición celta—la Aquitania, la mayor parte de la provincia Lugdunense y Bél­ gica— vemos que el Cristianismo se propaga con harto m a­ yor lentitud, porque en esas regiones escasean las ciudades, y las que hay están como perdidas en medio de cam piñas inmensas, donde el culto de los dioses nacionales perm anece muy vigoroso y tenaz. Así y todo, veinte años después de las escenas de Lyon, dice ya Tertuliano que “las diversas naciones de las Galias” han oído hablar de Cristo (51). Estas palabras deben entenderse de las regiones que aca­ bamos de citar. En efecto, hacia el fin del siglo II (52) y en el curso del III comienzan a aparecer en ellas obispa­ dos (53). Cierto que en el concilio de Arlés (314) no se ve­ rán representados todavía más que dieciséis obispados fran ­ ceses (54), número que, aun no representando, con mucho, todas las diócesis que entonces había en las Galias (55), supone siempre un número muy exiguo, si se le com para con el de obispados italianos existentes a mediados del si­ glo anterior; pero conviene añadir que en varias ciudades donde probablemente no había aún obispados hubo, con todo, m ártires en la última persecución y aun antes de ella (56). La fe, pues, se propagaba con m ayor rapidez que se constituían las iglesias. (51) Galliarum diversae nationes. T e r t u l i a n o : A dv. Judaeos, 7. Batiffol observa que estas palabras no son pura ponderación retórica, dado que en Cartago no se ignoraba la situación del Cristianismo en las Galias. L'extension géographique de VEgiise, en la Revue Bibliquey abril, 1895, p. 139. (52) H a r n a c k : Die M ission und Ausbreitung des Christenthums, p. 508. (53) D u c h e s n e : Fastes épiscopaux de Vancienne Gaule, t. I, ps. 3-33. (54) Arles, Vaisón, Niza, Orange, Marsella, A pt, Lyon, Viena, Eouen, Burdeos, Eauze, Mende, Bourges, Iieim s y Tréveris. (55) D u c h e s n e : 1. c., p. 44. (56) Valence, Besan^on, Auxerre, Troyes, Nantcs, Amicns, Augusta, Vornmnduorum (San Quintín), Beauvais, Turnai, Asren, Barloa. Cfr. Histoirr dre

Dos hechos demuestran que si, al terminar la era de las persecuciones, el Cristianismo aún 110 está uniformemente extendido en Francia, pues quedan todavía muchas par­ tes fuera de su influencia, tiene ya difusión considerable. Un hecho es el gran número de cristianos que, al fin del tercer siglo, pertenecían a la corte del César Constantino Cloro (57). Otro es el acto decisivo de Constantino, que, al punto de pasar de las Galias a Italia, hace aquellas refle­ xiones que le condujeron a dejar el paganismo para abra­ zar la nueva fe. A buen seguro este “hecho psicológico”, se­ gún expresión de Harnack (58), no se hubiera producido a no tener entonces el Cristianismo en las Galias gran apa­ riencia de difusión y de poder. Otra región bañada, como Francia, por el Mediterráneo y el Océano—España—parece depender aun más directa­ mente de la iglesia de Roma. Pasando en silencio el rápi­ do viaje de San Pablo a la Bética (*), al fin de su carrera apostólica, nada indica que España recibiese influencias del Asia cristiana, que tan poderosas habían sido en el sur de las Galias. Parece cosa averiguada que los cristianos nunca hablaron la lengua griega en esta región tan por entero romanizada, que en los siglas I y II dió al Imperio sus más ilustres escritores (59) y algunos de sus mejores soberanos (60). El Cristianismo es en España de todo en todo latino. A lo último del siglo II, San Ireneo cita las iglesias de España (61). Años después afirma Tertuliano que la fe se había extendido “por todos los confines de esta nación” (62). A mediados del siglo III, las persecucio­ nes de Decio y Valeriano hicieron estragos en la Península persécutions pendant les deux premiers siecles, 3.a ed., p. 186; Les derniéres persécviions du troisitme siecle. 2.a ed., p. 243; La persécution de Dioclétien, 2.a edi­ ción. 1.1, ps. 40-42. (57) E u seb io: De vita Constantini, I, 16, 17. (58) H a r n a c k : Die Mission und Ausbreitung des Christenthums, p. 510. (59) Séneca, Marcial, Q.uintiliaiio. (60) Trajano, Adriano, Marco Aurelio. (61) San Ir e n e o : Adv. Haeres, I, 10. (62) Hispaniarum omnes termini. T e r t u l ia n o : Adv. Judaeos, 7. (•) El autor pasa también en silencio el viaje del Apóstol Santiago a EspaQa y otras antiguas frtdieiones, que permiten afirmar la evangelizaclón de la Península Ibérica en la época apostó­ le* . (N- de 108 E )*

Ibérica, causando m ártires (63) y también apóstatas (64). En los postreros años del mismo siglo, un concilio celebrado en una ciudad de la Bética reunió representantes de una cuarentena de obispados (65). Estos aparecen repartidors con desigualdad: muy apiñados en el Sur, pero raros en el Centro y en el Norte. Mas no todos los obispados de España estuvieron representados en el concilio. Hay tam ­ bién comunidades cristianas, adm inistradas por diáconos, y que no tienen obispos (66). La persecución de Diocleciano causa muchas víctimas en todos los puntos del terri­ torio, aun en pequeñas ciudades (67). No obstante lo dicho, con estar muy difundido el Cristianismo en toda la Penín­ sula Ibérica, todavía la resistencia idolátrica se prolonga por mucho tiempo, al amparo de las tradiciones paganas del Imperio, que habían arraigado profundam ente en el es­ píritu tenaz y conservador del pueblo español (68). Atravesemos ahora el Mediterráneo para detenernos en las playas opuestas. Allí encontramos el Africa rom ana, compuesta de tres partes desigualmente pobladas: la Proconsular, que corresponde a Túnez; la Numidia, equiva­ lente a Argel, y las Mauritanias, medio independientes to­ davía, que son, poco más o menos, el Marruecos actual. Esta vasta región, como la Galia, entra de repente, casi adulta, en la historia cristiana, dejando adivinar un pa­ sado ya largo. Mas este pasado no parece rem ontarse al siglo I, ya que la prim era vez que los cristianos de la pro­ vincia Proconsular y de la Numidia fueron perseguidos fué en el año 180 (69). Pero, ya en esta fecha, la iglesia de Cartago, que es la m ejor conocida, se presenta enteram ente organizada, con número considerable de fieles, c o j i lugares (63) Acia SS. Fructuosi, A ugurii Eulogii, en Ruinart, Acta M artyrum sincera, 1C89, p. 220. (64) S a n C ip r ia n o : E p. 67. (65) D u c h e s n e : Le concile d'Elvire et les flam ines chrétiens, en Mélanges Renier, 1886. (66) Véase el canon 77 del Concilio. (67) Cfr. P r u d e n c io : Feri Stephanon, I, III, IV, IX . La persécution de Dioclétien, 2.a ed., ps. 141-144, 459-469. (68) Carta del Papa Siricio, en Migne: Patr. la t.y t. X III, col. 1.136, leyes de 38], 392, 393, Código Teodosianoy X V I, v n , 1, 2, 3, 5. (69) T e r t u l ia n o : A d Scapulam , 3.

de reuniones litúrgicas, con cem enterios, con un clero (70). Al finalizar el mismo siglo, se reú n e en esta ciu d ad un con­ cilio de obispos de la Proconsular y de N um idia (71), y, por todo el siglo III, son frecuentes las asam b leas religiosas en que se congrega igual y aun m ay o r n ú m ero de prelados, Jo que nos permite suponer, como en Italia, p o r la menos un centenar de diócesis por este tiem po (72). Como ha ob­ servado un sagaz historiador, al punto m ism o en que así se organiza y extiende el C ristianism o, las recientes exca­ vaciones nos m uestran por doquier desam p arad as los tem ­ plos de Baal, el Saturno africano: coincidencia significa­ tiva que parece señal de conversiones en m asa (73). El Cristianismo, pues, se nos m uestra de im proviso en el Africa del Norte, sin que sepam os en qué fecha ni p o r qué m anos fué plantado. Quizá tuvo origen oriental y vino del Asia, con la cual Cartago, h ija de los fenicios, n u n ca dejó de m antener relaciones de navegación y de com ercio; pero también es probable que cupo a Roma gran p arte en su establecimiento (74). Revela este m últiple origen, sin h a ­ blar de otros indicios, la concom itancia del griega y del latín en la prim itiva literatu ra cristiana de A frica, lo cual supone una influencia asiática al p a r que u n a influencia rom ana (75); m as esta últim a parece h ab er sido m ayor, pues, como observaba De Rossi en 1867—y los descubri­ mientos epigráficos posteriores no han desvirtuado aquella observación—todas las inscripciones cristianas de la Proconsular y la N um idia están en latín (76). III.

Difusión del Cristianismo en las provincias extramediterráneas.

Tras de las costas m editerráneas, un segundo grupo de provincias recibió en E uropa el Cristianismo. (70)

P a u l M o n c e a u x : H ist. littéruire de VAfrique chrélienne , t. I, ps. 11-17. C ip r ia n o : E p. 71, 73. P a u l M o n c e a u x : 1. c., t. I I, p s. 7-9. I bí d. y t. II, p . 1 1 . T e r t u l i a n o : De praescripl., 36. P a u l M o n c e a u x : 1. c ., t. I , p s. 4-8. D e R o s s i: Bullctino di archeologia cristiana , 1867, p . 65.

(71) S a n (72) Cfr. (73)

(74) (75) (76)

E n p rim e r lu g a r, las com arcas lim ítro fes del R hin, es decir, la s dos G erm an ias, qu e fo rm a n como el b a lu a rte m ilita r de la G alia, a la que cu b ren p o r el E ste en todo el curso del río, desde su n acim ien to h a sta su d esem boca­ d u ra , to m an d o p a r su ex trem o se p te n trio n a l al m a r del N o rte y p o r el m e rid io n a l casi a Lyon. E stas regiones tie­ n en iglesias desde el final del siglo II (77); pero h a sta el IV son r a r a s y están m u y a le ja d a s u n a s de o tras (78). L o m is­ m o h a de decirse, pro b ab lem en te, de o tra p ro v in cia m ilita r, la m á s sep ten trio n al del Im perio, la B re ta ñ a . A llí los R o m a­ nos, an tes qu e establecidos, están acam p ad o s, y su civili­ zación está re p re se n ta d a p rin c ip a lm e n te p o r sus ejército s. E s el puesto avanzado, que h a de co n ten er d e trá s del m u ro de A d rian o o del de A ntonino a h o rd as siem p re a m e n a z a ­ doras. T am b ién en esta vasta región (la In g la te rra de n u e s­ tros días) h a b ía y a cristianos al final del siglo II, si hem os de c reer a T ertu lian o , que llega a d ecir q u e la fe h a b ía p e ­ n e tra d o donde no p e n e tra b a n los rom anos, esto es, en C a lo donia (79). Se citan m á rtire s del tiem po de D iocleciano en dos ciudades del S u r (80). T res obispos, el de L ondres, el de L incoln y el de Y ork, asistieron al concilio de A rlés (314), y verosím il es que no fu e ra n los únicos que entonces h a b ía en B retañ a. P e ro la casi total fa lta de a n tig u a s in scrip cio ­ nes cristia n a s p a rece in d ic a r que, p o r m u ch o tiem po, los fieles fu ero n poco num erosos (81). A m ed iad o s del siglo III, O rígenes cu en ta a los G erm anos y a los B reto n es e n tre los p ueblos donde la fe cristian a es aú n poco conocida (82). O tro tan to afirm a tam b ién O rígenes de los Godos, de los S á rm a ta s y de los E scitas (83), es decir, de los h a b ita n ­ tes de las p ro v in cias situ ad as a lo larg o del D an u b io y que co rresp o n d ían a los que m o d ern am en te se lla m a n E stados (77)

S a n I r e n e o : Adv. H a e r e s I, 10, 2.

Tongres, Colonia, Maguncia y quizás Besan^on (que era parte de la Germania Superior); H a r n a c k : Dic M ission, etc., ps. 511-512. (79) E t Britannorum inaccesa Romanis loca. T e r t u l . , Adu. I v d .t 7. (80) En Verulain, en Caerleon, en Liclifield. La persécution de Dioclétien, 2.a ed., t. I, p. 43. (81) Cfr. H ü b n e r : Inscript. Britann. ch'ist.; N orthcote : Epitaphs of the Catacombs, p. 184. (£2) O r íg e n e s : Comm. series in Matth., 39, en Migne, Patr. Graeca, X III, (83) Ibid. (78)

de los Balcanes. Estas provincias se ñ a la b a n , p o r ese lado, las fronteras m ilitares del Im perio R om ano. U na de ellas, la Dacia. allende el Danubio, h a b ía sacu d id o y a el yugo de Roma desde el año 274; pero d u ra n te el siglo y m edio que perteneció al Im perio— desde T r a ja n a h a s ta A u relian o — parece que no fué evangelizada, p u es m ie n tra s que ab u n ­ dan los monumentos del culto de M ithra, que, en cierta forma, señalan los cam pam entos de las legiones, no se h a ­ llan vestigios de com unidades cristia n a s (84). Q uizás haya de fijarse en el últim o cuarto del siglo III la época en que los primeros m isioneros, b ien de O riente, b ien de Occi­ dente—o, probablem ente, de am bas p a rte s— p ro p a g a ro n la fe en las provincias que R om a conservaba a lo larg o de la orilla derecha del D an u b io : la N órica, las dos P annonias. la Dacia R ipuaria y la E scitia. P ero la sem illa, aunque sembrada tarde, fructificó presto. E stas “jó v en es c ristia n ­ dades”, como aún se las llam ab a en el siglo IV (85), tienen ya grupos de fieles y au n iglesias constituidas en tiem po de la últim a persecución, en que obispos, clérigos, laicos y sol­ dados derram an allí su sangre p o r C risto (86). E n el m a r­ tirologio oriental del siglo IV (87) se m en cio n an a m enudo ciudades y fortalezas de la cuenca in fe rio r del D anubio. IV.

Difusión del Cristianismo en la cuenca oriental del Mediterráneo.

Mientras que R om a d ifu n d ía la fe en O ccidente, las iglesias continuaban desenvolviéndose en toda la p a rte oriental de la cuenca del M editerráneo donde p rim e ra m e n ­ te la habían predicado los Apóstoles. A m ediados del siglo II son ya tantos los cristianos en (84) F. Cümont: Texies et m onuments figu rés des m ystéres de M ith ra , 1. I» página 250.—Cumont tiene por hiperbólico el pasaje de Tertuliano (A d v . J u d ., 7) en que se menciona a los D acios y a los E scitas entre los pueblos a quienes y a había sido anunciado el E vangelio. (85) T?)c tou 0eou veoXatac;. E u s e b io : D e vita C o n s t IV , 43. (88) Mártires de Siscia, de Sirmio, de Cibalis, de Singidunum , de Dorostoro. Cfr. La persécution de Dioclétien, 2.a ed., t. I, ps. 119, 1 2 2 , 292, 295, 298, tomo II, ps. 143, 299. (37) Cfr. D e R o ssi-D u c iie siíe : M artyrólog. hieronym ., p. L V I.

la p enínsula helénica, que con ocasión de ellos se tu rb a la tran q u ilid ad pública. El em p erad o r A ntonino Pío se vió obligado a in te rv e n ir en v arias ocasiones p a ra im p e d ir que los paganos prom oviesen alborotos contra los fieles. P o r idéntico m otivo escribió a la asam blea de la provincia de Acaya, a la ciudad de L arisia, en T hesalia, y a la de T esalónica, en M acedonia (88). Los docum entos del siglo II m e n ­ cionan iglesias en E piro y en T ra c ia (89). E n esta ú ltim a provincia, los cristianos de B izancio son tan poderosos, al final del siglo, que los adversarios del em p erad o r Septim io Severo ven con despecho su lealtad política, y, vencidos en u n a ten tativ a de rebelión, lanzan este g rito: “ ¡C ristia­ nos, alegraos!” (90). Si los cristianos q u isieran , p o d rían y a fo rm a r un p artid o y poner un peso considerable en la b a ­ lan za del Im perio. Bizancio, donde p o r p rim era vez, a la d esab rid a luz de u n a g u erra civil, se puso de m anifiesto esta fu e rz a ex terio r a d q u irid a por el C ristianism o, es el lazo de unión de E u ro p a con las provincias del Asia Menor, donde los seguidores del E vangelio fo rm an desde tiem po h a u n a colectividad n u ­ m erosa. Y, atravesado el Bosforo, se recibe la im p resió n de e n tra r en país cristiano. T al h ab ía sido y a la im presión de P linio el Joven cuando, en 112, llegó como legado im p erial a B itinia y al P onto y, en el curso de u n a visita ad m in istrativ a a trav és de esta inm en sa provincia, cuyas costas co m p ren d ían la m ita d de la rib e ra m erid io n al del m a r Negro, se halló con g ran n ú ­ m ero de cristianos de toda edad, sexo y condición (91). Y m ay o r fué su ex trañ eza y adm iración cuando vió el estado a que, p o r la p ro p ag an d a cristiana, h a b ía q uedado re d u ­ cido el p aganism o: los tem plos estaban casi desiertos, los sacrificios “ desde tiem po h acía” in terrum pidos, y las v ícti­ m as d estin ad as a los dioses apenas h a lla b a n co m p rad o ­ res (92). E sta situación era ya antigua, como se colige de la (88) (89) (90) (91) (92)

E ü s e b i o : Hist. E c c l IV, 26, 10. Ibid., VI, 16, 19. T e p t u l i a n o : Ad. Scapulam, 3 . P l i n i o : Epíst., X . 96. Ibid.

expresión empleada por Plinio a propósito de los sacrifi­ cios: din intermissa. El mismo nos da a conocer que la per­ secución había causado ya víctimas en Bitinia y en el Pon­ to, en el reinado de Domiciano (93). La palabra “conta­ gio" (94) que desdeñosamente emplea el magistrado roma­ no para dar a entender el buen suceso de la propaganda evangélica en las provincias confiadas a su cuidado, pinta al vivo cómo se extendía la fe de unos a otros y se propa­ gaba en un ambiente saturado de cristianismo. Como la carta que, a este propósito, mandó al emperador Trajano parece que fué escrita en Amisus, en el Ponto (95), infiérese que había recorrido ya casi todo el territorio de su gobierno cuando advirtió la difusión alcanzada por el Cristianis­ mo (96). Aunque él espera poder acabar con tal estado de cosas, documentos posteriores a su carta demuestran que al fin del siglo la situación no había cambiado (97). En el reinado de Marco Aurelio, otro pagano, el charlatán paflagonio Alejandro de Abonó tica, afirma haber dicho un orácu­ lo que el Ponto “está lleno de ateos y de cristianos”, pala­ bras que por aquel tiempo los gentiles tomaban por sinó­ nimas (98). Más notable aún era lo que acaecía en una provincia situada al sur de Bitinia, la antigua Frigia, que en el si­ glo II dependía, en cuanto a lo administrativo, del Asia proconsular. Por lo menos en su parte meridional (99) fué una (93) Habla de Iob renegados que habían apostatado «hace veinte años»; lo cual nos lleva a los tiempos de Domiciano y muestra a las claras que la perse­ cución ordenada por este emperador, y de la que nos quedan pocos documen­ tos, ee extendió fuera de Rem a y aun muy lejos del Occidentc. (94) Superstitionis istius contagio. (95) Cfr. P l in t o : Ep.> X , 93, 99. (96) La provincia de Bithynia Pontus no se extendió, a lo que parece, más allá del Iris. El Ponto Polemiaco, con quien confinaba, dependía, en lo administrativo, de Capadocia. (97) En 196 las iglesias del Ponto se reúnen en Concilio, debajo de la pre­ sidencia del obispo de Amasea ( E u s e b i o : Hist. Eccl., V, 23, 3). Con ella3 man­ tiene correspondencia Dionisio de Corinto (Ibid.y 23, 6). Marción era hijo de un obispo de Sincpe (S. E p i f a n i o , Iiaeres., XLII). (98) L u c ia n o : AUjandro, 25. j a a tv • v (99) La región atravesada por el camino que iba de Antioquía de Pisidia a Efeso, y Iob a lr e d e d o r e s d e Iconrum. En e l norte d e la p r o v in c ia tard ó mucho más en propagarse el Cristianismo.

de las regiones más pronta y más enteram ente evangeliza­ das. Aunque ya en los días de Marco Aurelio (100) tuvo mártires, apenas se turbó en ella la paz de los fieles hasta las grandes persecuciones del siglo III. Así es que no se cui­ daban, como otras partes, de disim ular su fe. Célebre es la inscripción de Abercio (101), que encabeza brillantem en­ te la serie de epitafios abiertam ente cristianos, que se hallan en aquel país, y no en la obscuridad de alguna catacum ba, sino a flor de tierra, a la luz del sal (102). En estos epita­ fios se leen fórm ulas como ésta: “Un cristiano erigió este sepulcro a otro cristiano” (103). Se saluda en ellos a “los amigos de Dios”. Se amenaza a los sacrilegos “con la ven­ ganza divina” (104). Pero también se mencionan con fre­ cuencia las cargos municipales ejercidos por los fieles (105). Se proclam an agregadas a su ciudad natal y se estipulan contra los violadores del sepulcro multas en provecho del (100)

Thraseas, obispo de Eumenia, y Sagaris, obispo de Laodicea

(E u s e b io : U ist. Eceles., V. 24, Cfr. IV, 26).

(101) No siendo posible transcribir aquí la extensísima bibliografía rela­ tiva a esta inscripción, nos contentaremos con citar, para el comentario, a D e R ossi, Inscript. christ. urbis Romae, t. II, ps. x n -x x iv , y para el facsímil, Nuovo Bulletino di Archeologia cristiana, 1895, láms. III-V IL Los argumentos alegados por F ic k e r , H a r n a c k y D i e t r i c h contra el origen cristiano de la inscripción de Abercio han sido refutados por De R ossi, D u c h e s n e , S c h u l t z e , Z a h n , W i l p e r t , B a t i f f o l , G r is a r , W e h o f e r , y por los redactores de Analecta Bollandiana. F r a n z C u m o n t ha resumido, y creemos que terminado la discusión, en estos términos: «La mayor parte de los argumentos que se han aducido para probar esta atrevida opinión (la del paganismo de la inscripción) quedan destruidos por una sencilla comparación con otras inscripciones cristia­ nas de aquel íiempo; y las particularidades de este texto notabilísimo se explican por la persistencia de ideas y usos antiguos en las comunidades primitivas de Frigia.» (Les Inscriptions chrétiennes d'Asie Mineure, en Mélanges d'Histoire et d'Archéologie, de la Escuela francesa de Roma, 1895, p. 290.) (102) D e R o s s i: Roma aolierranea, 1 .1 , p. 107; D ü c k e s n e : Saint Abercius, en Revue des questiems historiques, julio de 1883, p. 31; F. C u m o n t: art. cit. «La Frigia—dice este autor—(Mélanges d'Histoire et d1Archéologie, p. 296), noe ha conservado lo que Roma misma no puede ofrecernos: una serie de tumbas cristianas, anteriores a Diocleciano, erigidas al aire libre.* (103) XpumocvóUt üoeoetrrje en ka pasaportes: «Aurelio Díózenes, hijo de Sátabo, do lá aldea

¿g U isla de Alejaridria, de edad de unos setenta y dea años, con una cicatriz cr^rr.A de la ceja derecha.* PapyntA d* Krebe. (34;, Sa5 C m issrjr. Ite lapgis, (35) Ib id .. 3; EzÁ¿t. 69. (36, Id., E p U . Í3. 1S.

2, 3, 6, 9, 10, 15,

de arrancar a las víctimas una palabra que pueda inter­ pretarse como una abjuración. El proceso, así conducido, sucediéndose las compariciones ante el juez y los descan­ sos en la prisión, puede durar semanas y aun meses. La duración del encarcelamiento en aquellas prisiones roma­ nas— cuyo repugnante cuadro tendremos ocasión de trazar mas adelante—debía de agotar, más que cualquiera otra cosa, la paciencia de los cristianos. “ Los que quieren morir — escribía entonces San Cipriano (37)—no consiguen que los maten.” El proceso se termina, finalmente, cuando el juez, cansado de la lucha y reconocida su derrota, se de­ cide a pronunciar sentencia. Muchas veces lo hace con vi­ sible disgusto. No se ve que en esta persecución aplique la pena de muerte con esa suerte de rabia que será prodigada, en otras, en sanguinaria carnicería. Parece que Decio no era cruel por temperamento y condición: era un fanático frío, que intentaba abolir el Cristianismo, no a los cristia­ nos— “matar las almas, no los cuerpos” , según la expresión de San Jerónimo (38)— . Aspiración de su política era con­ servar súbditos al Estada, arrancando miembros a la Igle­ sia. Para príncipes como éste parece escrita esta frase de Pascal, que cuantos tienen la temerosa carga de gobierno debieran leer temblando: “ Nunca se hace el mal tan ple­ namente y tan alegremente como cuando se hace por un falso principio de conciencia” (39). La persecución de Decio, ejecutada con este método, hizo muchos mártires y acaso aun más renegados. Los más de éstos sucumbieron en la primera prueba y pocos ante los jueces, porque los cristianos que comparecían ante los tribunales eran los mejores y los más fuertes, lo que res­ taba de la previa selección. Por dicha, la persecución fué breve. Durante la calma que siguió a la muerte de Decio, la Iglesia tuvo no poco que hacer con reparar sus pérdi­ das, restablecer su disciplina y regularizar la situación de los renegados arrepentidos. Consiguiólo, al fin, aunque no sin turbulencias y desgarramientos interiores; y siete años (37) (38) (39)

Sajc C itbiajío: EpUt., 53. S a x J k r ó s t m o : Vita Pauli eremitoe, 3. P a s c a l : P e n s é (ed. 1712, p. 17á;.

después de muerto Decio era ya otra vez tan fuerte, que no le arredró una nueva persecución que se suscitó impe­ rando Valeriano. Aleccionado éste por el ejem plo de Decio, cuyos esfuer­ zos, si ocasionaron muchas caídas individuales, no conmo­ vieron la constitución de la sociedad cristiana, y entendien­ do que era engañosa ilusión la esperanza de triunfar de la Iglesia en un solo combate, de coger, digámoslo así, en un solo día a todos los cristianos en una misma redada, en­ sayó una nueva táctica, procediendo por series. De ahí que su persecución fuese tan diferente de las anteriores. Con un primer edicto, promulgado en 257, Valeriano apuntó a un tiempo a los directores espirituales de las co­ munidades cristianas, obispos y sacerdotes, y al cimiento m aterial de las mismas, es decir, a la asociación legalmente constituida, propietaria de inmuebles, cuya forma había adoptado. Dióse orden a obispos y sacerdotes de rendir ho­ m enaje a les dioses, so pena de destierro, y prohibióse a iodos los cristianos, debajo de pena de muerte, frecuentar sus cementerios y celebrar sus reuniones litúrgicas. De la ejecución de este edicto conservamos documentos incon­ testables en las actas de la primera comparición de San Cipriano ante el procónsul de Africa (40), y de San Dio­ nisio de A lejan d ría ante el prefecto de Egipto (41). Pade­ cieron destierro varios miembros del clero, fueron conde­ nados otros a trabajos forzados y hasta se dictaron algu­ nas sentencias de muerte. El secuestro de los cementerios y lugares de reunión a ellos anejos debió de causar a las iglesias notable embarazo. Pero la vida cristiana no se sus­ pendió. Como tendremos ocasión de ver, pertenecían ya por este tiempo a la Iglesia muchos ricos y poderosos per­ sonajes, a quienes no fué dificultoso reemplazar momen­ táneamente los bienes quitados a la asociación de sus her­ manos. El emperador, desdeñoso de la plebe, y esperando que, privada de protectores y de guías, se dispersaría por sí misma, enderezó sus golpes contra las cabezas de la so­ ciedad cristiana. (40) (4J)

11, 6 - 11.

A d a proconsularia S. Cypriani, 1-2, en R u in art, p. 296. Carta de San Dionisio de Alejandría, en Eosebiío: Hist. Eccl., V I I ,

Un segundo edicto, que fué sometido a la aprobación del Senado, y que probablemente se publicó en form a de senadoconsulto, apareció en 258. Apuntaba principalm ente al clero. Como la amenaza de destierro sólo había produ­ cido mediocres efectos, fué sustituida con la pena de m uer­ te: todo obispo, sacerdote o diácono que rehúse sacrificar será inmediatamente ejecutado: in continenti am m cidvertentur. Además, en un segundo artículo, se incluye otra ca­ tegoría de personas: los cristianos que sean senadores, no­ bles o caballeros, y las mujeres cristianas de idéntica cali­ dad. Si rehúsan hacer acto de paganismo, se les confiscarán sus bienes. Con esto quedarán degradados, ya que perderán el censo ecuestre o senatorial, y entonces podrán ser ju z ­ gados como simples plebeyos: la pena será, para los hom ­ bres, la de muerte; para las mujeres, la de destierro. De esta manera se llamaba al Senado para que proscribiese a varios de sus miembros, con sus fam ilias: conociendo la solidaridad que, aun a despecho de las diferencias de opi­ nión o de culto, unía entre sí a las fam ilias aristocráticas, déjase entender la gravedad de esta medida. A l pedir al Senado que él mismo votase el edicto, el em perador se pro­ curaba una carta en blanco. Lograba que la aristocracia cristiana fuese proscrita por la misma aristocracia pagana. Por esto, probablemente, para ampararse contra las recla­ maciones de casta, se esforzó en que su nueva orden apa­ reciese en form a de senadoconsulto. Por último, una ter­ cera disposición se refería a otra categoría de cristianos, cuya importancia social queda acreditada con esta misma ley: a los Cesarianos, es decir, a los esclavos o libertos de la casa imperial. A éstos no se los condena a muerte, por­ que constituyen una propiedad, que un soberano tan aho­ rrador como Valeriano no destruye fácilm ente: si rehúsan obedecer, sus bienes, muy importantes a veces, serán confis­ cados, y ellos mismos reducidos a la condición del último de los esclavos, es decir, a siervos de la gleba (42). Los documentos de la persecución declarada por el edic­ to de 258 nos enseñan que fueron condenados a muerte muchos miembros del clero superior: el Papa Sixto I I y (42)

S a n C ip r ia n o :

E p . 80.

sos diáconos, en Roma; Fructuoso y sus diáconos, en Ta­ rragona; Gpriano, en Cartago, y otros obispos y clérigos, en Africa. Menos noticias tenemos acerca de la aplica­ ción del segundo articulo del edicto a los seglares de su­ perior categoría: entre los mártires de Africa hallamos citado a un caballero llamado Emiliano, que pertenecía a esta clase. Cuanto a los Cesa ríanos, carecemos entera­ mente de noticias; quizá pertenecían a esta clase de már­ tires de Roma Jacinto y Proto, cuyos nombres indi­ can condición servil; pero fueron condenados al fuego, y no vinculados a la gleba (43). Tenemos aquí un ejem­ plo de las grandes lagunas que hay en la historia de las persecuciones. Conocemos regularmente la de De­ cio, a pesar de que no se han conservado los términos del edicto, y en cambio tenemos, ya que no el tenor ofi­ cial de los edictos de Valeriano, sí el resumen circuns­ tanciado que de ellos nos dejaron escritores de aquel tiempo; vemos, en particular, que raras veces hubo docu­ mento legislativo más claro, más preciso, más imperati­ vo que el senadoconsulto de 258; sabemos que fué enviado a todas las provincias; pero acerca de la ejecución de dos de sus cláusulas, que debieron de causar muchas muertes e inmensas ruinas, empobrecer a grandes familias cristia­ nas y enriquecer al Fisco a sus expensas, originar un ver­ dadero trastorno social y provocar acaso ruidosas apostasías, nada o muy poco sabemos. En el año 260 Valeriano era llevado prisionero a Per­ sia, donde iba a acabar sus días en ignominiosa cautivi­ dad. Con esto terminó la persecución antes que muriera su autor. Como las precedentes, dejaba a la Iglesia en pie: la sangre generosa que corría de sus heridas ni aun siquiera la había debilitado. Por primera vez el poder imperial había combatido su vida corporativa, había intentado destruir la asociación prohibiendo sus asam­ bleas y secuestrando sus bienes; pero también en este te­ rreno, aunque hábilmente escogido, el poder imperial ha­ bía padecido una derrota. No bien hubo caído prisionero Valeriano, su sucesor Galieno levantó el secuestro y de(43)

BuHdino di Arckeol. Cri8i.t 1894, p. 28.

volvió a los obispos los cementerios y los lugares de re­ unión (44). Esto equivalía a reconocer, cuando menos ofi­ ciosamente, el derecho de la Iglesia a poseer y, por tanto, a vivir. Nunca pareció más cercana la paz de la Iglesia. Por desventura, no tenía Galieno fuerza bastante para im­ ponerla. El Imperio comenzaba a caer en pedazos: había llegado aquella época de anarquía conocida en la Histo­ ria con el nombre de “ era de los treinta tiranos” , por lo que también esta vez la paz no fué más que una tregua, que ni aun siquiera se observó en todas partes. Púsola fin el emperador Aureliano, en 274, con un nuevo edicto de persecución (45). Mas este edicto, que apenas comenzó a ponerse en ejecución, no causó gran da¿o a la Iglesia, por­ que Aureliano sólo vivió unos meses después de haberlo promulgado. IV.

Nuevas formas de persecución en el siglo IV

Tan grande era la libertad de que, al principiar el si­ glo IV, gozaba el Cristianismo, que muchos funcionarios y magistrados lo profesaban paladinamente. Construíanse iglesias en Occidente como en Oriente, y la capital de Bitinia, Nicomedia, donde residía el jefe de la tetrarquia imperial, tenía una basílica cuyos altos muros domina­ ban la ciudad (46). El decano de los emperadores, Diocle­ ciano, se mostraba benévolo para con los fieles. Mas de improviso, por influencia de uno de los Césares, de Maximiano Galeno, múdase su ánimo, y el viento de la per­ secución comienza a soplar de nuevo. La exclusión de los cristianos del ejército es presagio de la tormenta que se avecina. Y, al fin, en el año 303, aparece un nuevo edicto en que se ordena que sean arrasadas las iglesias, que se entreguen a las llamas las Sagradas Escrituras, que los cristianos constituidos en dignidad pierdan sus honores, que la plebe, si persiste en la religión cristiana, sea pri(44) (45) (46)

E u s e b io : Hist. Eccl., V I I , 13. L a c t a x c i o : D e morí, p e r s 6.

Ibid., 12.

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vimJíi de libertad (47), Ente, tíllelo habla de ejeeutür*e en lodo el 1muerto; y *e ejecutó di* hedió, con m ayor o men peiu judíos mismos, interesados en cargar sohrp i 6S la animadversión de la plebe, cooner^o cristianos paganos hicieran distinción entre inda* n a ílue nismo. judaismo y Cristia(62) ’'A(ho'., a'.^ávQpcorro'.. Apolonio Molón, en Jo9f • n II, 14.—cAdversus omnes hostile odium, separati epuliq-°^m A PPÍonem, alicn&mm concubitu abstinente T á c i t o : H ü L, V , 5. ‘ ’ aiBcreti cubilibus,..

Si así fué, salióles la cuenta, a lo menos en parte, como esperaban, pues en adelante los cristianos pecharán con la im popularidad de los judíos: como ellos, y aun más que ellos, serán acusados de ateísmo (63) y de odio del género humano (64). Las fábulas que la credulidad pública había propagado contra los judíos imputáronse también a los cristianos; y así vemos que a unos y a otros se les acu­ saba de adorar una cabeza de asno (65). Pero los cristianos parecieron a los idólatras inferiores a los judíos mismos en el orden religioso, ya que éstos, cuando menos, tenían sa­ crificios cruentos; pero carecían de ellos los cristianos, lo que, ante los ojos de los gentiles, equivalía a decir que eran más ateos aún que los judíos (66). De donde nació la d ivi­ sión del mundo en tres castas distintas: los griegos o gen­ tiles en prim er lugar, los judíos en el segundo y en el últi­ mo los cristianos, tertium genus (67). Sobre esta “ tercera casta” amontonáronse crímenes enor­ mísimos, con que, ante los ojos del pueblo, vino a ser como algo extraño al lin aje de los hombres, hasta el extremo de que Tertuliano, en su A pologético, creyó necesario demos­ trar que los cristianos tenían la misma constitución física que los demás hombres, cual si alguien lo hubiera puesto en duda (68). Los crímenes que se les achacaban eran horri­ bles: incestos, asesinatos y antropofagia rituales (69). De boca en boca corrían historietas espeluznantes de abomina­ ciones que se decían practicadas en sus asambleas litúrgi­ cas. Contábase que las tinieblas cubrían inauditos misterios (63) S a n J u s t in o : I Apol. , 6; I I Apol., 3; A t e n á g o r a s : Legat. pro christ., 3; Carta de la iglesia de Esmirna, en E u s e b io : Hist. Eccl., IV , 15, 18; L u c i a n o : Alex., 25, 38; M in u c io F é l i x : Octavius, 8, 10. (64) T á c i t o : Annal., X V , 44; T e r t u l i a n o : Apolog., 35, 37; M in u c io F é l i x : Octavius, 8, 9, 10. (65) T á c i t o : Hist., V , 4; T e r t u l i a n o : A d nat., I, 14; A pol. , 16; M in u c io F é l i x : Octavius, 28. (66) M in u c io F é l i x : Octavius, 8. (67) T e r t u l i a n o : A d nat., I, 8, 20; Scorpiac., 10. (68) «Licet extranoi a turbls aestimeiriur.> T e r t u l i a n o : Apol., 16. (69) S a n J u s t in o : I Apol., 26, 27; I I Apol., 12; Dial, cum Tryph., 10; A t e n á g o r a s : L »g. pro christ., 3; T e ó f i l o d e A n t i o q u ía : A d Autolyc., I I I , 4; carta dí> los cristianos de Lyon y de Viena, en E u s e b io : Hist. Eccl., V , 1; S * k d c i o F é l i x : Octavius, 9, 31.

do crueldad y depravación (70). Y par añadidura, juzgábase a los cristianos seres que para nada bueno servían, ineptos para los negocios públicos y para las transacciones privadas, y poslrados en una inercia enfermiza (71). Pero esta iner­ cia, se decía, no era óbice para que se entregasen a toda suerte de maleficios (72); reproche terrible en una época en que se tenia gran miedo a los hechiceros (73). De esta manera el pueblo se formaba una extraña y monstruosa caricatura de los cristianos; y no solamente el pueblo, sino también, durante el siglo II, los letrados mismos, tan cré­ dulos a veces— cosa que se ha repelido en otras épocas— como la plebe. A mediados del siglo III estas absurdas ca­ lumnias se habían desvanecido casi por entero, y ya hemos visto los esfuerzos de Maximino Daia para darles nueva vida al principiar el siglo IV (74); pero en tiempos de Ne­ rón, y aun en los de Marco Aurelio y Septimio Severo, el pueblo, la mayor parte de los escritores, muchos magis­ trados, se figuraban todavía que aquellos delitos eran in­ herentes al nombre y a la profesión de cristianos: per flagitia iiwisos..., flagitia cohaerrnlia nomini (75). En esta opi­ nión pública, rencorosa y descarriada, se apoyó Nerón para imputar a los cristianos, como a gente capaz de todos los crímenes, el incendio de Homa e inaugurar contra ellos la persecución. Estos ciegos rencores, las denuncias que provocaban, los tumultos que más de una vez ocasionaron, parecieron tan peligrosos para el orden público a los emperadores ilus­ trados del siglo II, (¡ne Trajano con su rescripto al legado de Bitinia, Adriano con su rescripto al procónsul de Asia, Marco Aurelio con su rescripto al legado de la Lugdunense, así como también Antonino con sus rescriptos a diversas (70) (71)

M i n i 'í j i o Kjoi/j\: lo e . c it . T á c i t o : Ann., XI I I , ¡JO; IJist.,

U I, 75; S itis to n io : Doviit., 15; T e r t u ­ Apoloy., 42. (72) SupeiMÜtio nova h. J20-122. (75) T á c i t o : A n n a l e * , XV, 44; P u n i ó : E p í s L , X, 00.

lia n o :

ciudades griegas, se esforzaron por regularizar, por cana­ lizar de alguna manera, haciéndolos pasar por las vías or­ dinarias del procedimiento judicial, los odios de que eran blanco los cristianos. Cuando se consideran las circunstan­ cias que dieron ocasión a estas diversas manifestaciones de la voluntad imperial, adviértese que siempre fueron en­ caminadas a moderar intemperantes ebulliciones del pre­ juicio popular. En Bitinia este prejuicio origina denuncias en masa (76); en Asia y en Grecia, tumultos (77); en Car­ tago, injurias groseras, odiosas caricaturas públicamente propaladas, y hasta violaciones de sepulcros (78); en Lyon se manifiesta con atroces calumnias, con imputación pre­ cisa de asesinatos rituales y de crímenes contra natura­ leza (79); en Roma y en Alejandría, con terrores supersti­ ciosos que hacen atribuir a influencia nefasta de los cris­ tianos todos los azotes, así el desbordamiento del Tíber como el no desbordarse el Nilo, el hambre, la guerra o la peste (80); en Esmirna, y también en Cartago, con este grito que, los días de fiesta, se levanta de improviso en todos los bancos del circo: “ ¡Abajo los ateos! ¡Los cristia­ nos a los leones!” (81). A pesar de la resistencia opuesta por prudentes emperadores a estas presiones de la muche­ dumbre, forzoso era que los cristianos estuviesen expues­ tos en muchos lugares a actos de persecución y abusos de poder por parte de magistrados o engañados o cobardes. El cuadro que Tertuliano traza de la situación de los fieles de Cartago en los últimos años del siglo II (82), es decir, en una época en que aún no había comenzado la persecu­ ción por edictos y estaban prohibidas las pesquisas y las (76) P lin io : loe. cit. (77) Melitón, en E u s e b io : Hist. Eccl., IV , 26, 10; T e ó f i l o d e A n t i o q c ía : Ad Aufolyr.., 3. (78) T e r t u l i a n o : Ad nal., I, 14; Apol., 16, 36; Ad Scap., 3. (79) C arta de los cristianos de Lyon y de Viona, en E u s e b io : Hist. Eccl., V

1 14 * (80)

T e r t u l i a n o : A d nat., I, 9; Apol

.,

40; San C ip ria n o : Ad Demetria-

(81)' Carta de la igloaia de Esmirna, en E u seb io : Hist. Eccl., IV , 15, 26; T e r t u l i a n o : Ad nat., 1, 9: I Apol., 40; S a n C il’iu a n o : Lpíst., 55.

(82) El tratado Ad martyres, los dos libros Ad nationes, y el Apologettcus ton do ceta época (aüo 197 o siguientes). §

proscripciones en masa, es prueba de la facilidad con que se traspasaba la jurisprudencia protectora de los rescrip­ tos imperiales y de cuán frágil valla era esa jurisprudencia para los furores del pueblo. ¿Cómo 110 iban a ser cómplices muchos magistrados, cuando uno de los más célebres retó­ ricos del siglo II, Frontón, amigo del emperador Antonino y preceptor de Marco Aurelio, pronunciaba en Girta un discurso público en que repetía contra los cristianos las abominables imputaciones de que se alimentaba la imagi­ nación del vulgo? (83). Hemos, pues, hallado el prejuicio popular al principio de las persecuciones, puesto que sobre él se apoyó Nerón para ordenar la primera matanza de cristianos, y lo hemos visto crecer en el curso del siglo II hasta el extremo de romper a menudo los diques que un emperador se había visto precisado a levantar contra él. Sería interesante saber lo que entre sí pensaban de los cristianos los príncipes de la dinastía antonina, un Trajano, un Adriano, un Antonino, un Marco Aurelio, que a veces les otorgaron una semiprotección, al procurar defender el orden público, puesto en riesgo por los tumultos que hemos dicho. .El concepto que de los fieles tuviesen sus enemigos declarados del siglo I, los iniciadores de la legislación persecutoria, un Nerón, un Domiciano, poco importa: cedían sin escrúpulo de conciencia a su interés, a su pasión, y sus actos sólo tienen un valor de hecho, no el de una indicación moral. Pero los empera­ dores del siglo II son paganos honrados, cultos, ajenos a los groseros prejuicios del vulgo, y aun a la credulidad de los letrados; el juicio que en su fuero interno pronunciasen respecto de los cristianos, tendría verdadero valor. Sabemos ya que en conjunto no tienen a los cristianos ni por viciosos ni por peligrosos, dado que prohíben a los magistrados que los busquen y los persigan de oficio, como hubiera debido hacerse si fueran criminales o enemigos públicos. Sabemos asimismo que no les incriminan ninguno de los delitos de que solía acusárseles, puesto que, no sólo prohiben proceder contra ellos sin acusación regular, sino que ordenan poner en libertad a los que consientan en (83)

M in u c io F é l i x :

Octavius, 9, 31.

hacer acto de abjuración. Pero también vemos que mandan condenar a los que se nieguen a este acto y permanezcan fieles a su fe religiosa. Luego consideran la perseverancia de los cristianos como hecho punible. Aun en hombres do­ tados de cultura e imbuidos de refinado helenismo, como fueron varios de los Antoninos, reaparece el estrecho for­ malismo del derecho romano, la supremacía quiritaria de la letra sobre el derecho. Habíase promulgado al principio contra la nueva religión una ley que prohibía profesar el Cristianismo; y pues la ley no había sido abrogada, con­ cluían que era menester observarla: el que uno fuese cris­ tiano no se consideraba delito, pero sí desobediencia a la ley, y esta desobediencia se reputaba merecedora de cas­ tigo. Esto es lo que Plinio, con aprobación de Trajano, castigó en los cristianos de Bitinia: “ la testarudez y la inflexible obstinación” , pertinaciam certe et inflexibilem obstinationem , como él se expresa (84). Como Plinio, se expresa también Marco Aurelio en el único lugar de sus Pensamientos en que se digna hacer alu­ sión a los cristianos: los juzga merecedores de muerte por su “ terquedad” y les reprocha el correr hacia ella con una especie de “ fasto trágico” (85). No conocemos ninguna otra expresión del sentir personal de los emperadores del si­ glo II respecto de los cristianos, ni tenemos otros indicios acerca de este particular que los que dejaron en las piezas oficiales. Estas sólo nos permiten afirmar dos cosas: que en este punto no compartían el prejuicio popular, y que, en cuanto al prejuicio político, que indujo a los gobernantes del siglo siguiente a considerar a los cristianos com o un peligro y una amenaza para el Imperio, no les había pa­ sado por las mientes. (84) (85)

P lin i o : E p í s t X , 96. M a r c o A u r e l i o : Pensamientos, X I , 3.

VIL

Causas de las persecuciones.

2.R Los

PREJUICIOS DE LOS ESTADISTAS.

Este prejuicio comienza a manifestarse con los esfuer­ zos del emperador Septimio Severo para detener las con­ versiones al Cristianismo, que sin duda le parecían dema­ siado numerosas. Este emperador ve ya un peligro en la creciente multiplicación de los cristianos. Pero cuando este temor se manifiesta con cruel claridad es a mediados del siglo III, en el edicto de persecución de Decio, y después en el de Valeriano. Cuando Decio, viejo romano a quien la Historia no atri­ buye nota de crueldad, puso a los cristianos en el trance de volver al culto de los dioses o de morir, y tomó minu­ ciosas precauciones para que ninguno de ellos escapase a la necesidad de elegir; cuando Valeriano, tan favorable al principio a los líeles que su palacio, dice un contempo­ ráneo suyo, se asemejaba a una iglesia (86), se volvió de repente contra los cristianos principales y los notó de jefes de una coalición peligrosa, nefariae congregationis (87), y a la vez contra las asociaciones cristianas que le parecie­ ron, según frase moderna, un Estado dentro del Estado es indudable que ellos o sus consejeros estimaban que la Iglesia era ya incompatible con la seguridad y aun con la vida misma del Imperio. No es fácil saber por qué razonamientos llegaron a esta conclusión; pero parece indudable que en -el siglo III se había hecho una selección entre los cargos primeramente imputados a los cristianos. Habíanse cribado, digámoslo así, las antiguas calumnias populares, y mientras la sensatez del pueblo había, al fin, rechazado las más groseras, la suspicncin de los políticos retuvo, como al paso, las más sutile al retenerlas, les dió, en ocasiones, nueva significa­ rse “ inercia” en el alejamiento de los cargos pú­ la repugnancia del servicio militar, en el sistemáionisio de Alejandría, carta a Hermammón, eD Eusebio: H ist .

consularia S. Cypriani,

4, R u d ía rt, p. 218.

tico apartamiento de fiestas y en el amor de la vida oculta; tomóse por “ ateísmo” el abandono del culto nacional, la negativa de adorar los ídolos, el esfuerzo por apartar a los dem'ás de una religión cuyos principales ministros eran los mayores personajes del Estado, cuyo pontífice supremo, como el dios visible, era el emperador mismo, y que, en el creciente terror de las invasiones bárbaras, parecía ligada más estrechamente que nunca con los destinos del mundo romano. Y todos estos cargos se concretaban y resumían en la antigua acusación de “ odio del género hu­ mano” . Pero hanse de entender bien estas palabras. Si con la acusación de odium generis humani se hubiera querido de­ cir que la religión de los cristianos, inofensiva y bienhe­ chora, hacía profesión de detestar a todos los hombres, de aborrecer en masa a la especie humana, habríase enuncia­ do tontería tal, que ni aun en el ánimo simplista de la plebe hubiera hallado crédito. Pero el genus humanum, en el lenguaje político de los Rc/manos, no significaba otra cosa que el conjunto de su civilización, con sus tradiciones, sus costumbres, sus dioses y sus leyes, civilización que quien no quisiera parecer que la rechazaba íntegra, había de acep­ tar sin divisiones ni distingos. Ahora bien: los cristianos hacían distinciones. Nadit* los aventajaba en obediencia a las leyes, ni en respeto de los magistrados, ni en sumisión al emperador; pero no se inclinaban ante los dioses del Estado, porque éstos eran falsos dioses, ni se avenían a participar en las fiestas pú­ blicas, porque solían consistir en sacrificios que ellos te­ nían por idolatría; en espectáculos, cuya licencia reproba­ ban, y en juegos sangrientos, que condenaban como homi­ cidios. De esta manera introducían en el “ bloque” un ele­ mento nuevo que lo hacía estallar. Se erguían ante el Es­ tado como una libertad. Los políticos la declaraban incom­ patible con éste, y como el nombre de cristiano la llevaba consigo, este nombre, por sí solo, era juzgado como delito: delito de opinión, leve, al parecer, puesto que consistía en abstenerse, pero castigado con penas terribles, porque, a juicio de los estadistas del siglo III, abstenerse equivalía a separarse, a desertar.

En el fondo había un error, del que el Estado romano tardará aún sesenta años en percatarse; cuando lo advierta, será ya demasiado tarde para su prosperidad y su salud. Con poco que se repare, se advertirá que los reproches de Índole política lanzados contra los cristianos en los tiem­ pos de Decio o de Valeriano carecen de base. Muchos eran los que en el siglo 111 se alejaban voluntariam ente de las funciones públicas, y en cuanto al servicio militar, había ya dejado por entonces de ser obligatorio. Los cristianos no tenían ni contra las funciones públicas ni contra el servicio m ilitar objeciones de principios; y aun de hecho 110 m os­ traban m ayor repugnancia que los demás, pues cuando em­ peradores tolerantes se avenían a no exigirles actos contra­ rios a su religión, ellos desempeñaban, com o los otros, las magistraturas, y, como los otros, servían d eb a jo de las ban­ deras del Imperio. Algunos intransigentes (88) que conde­ naban esta conducta iban contra las enseñanzas de la Igle­ sia y contra la dirección de sus superiores. Sólo cuando, con el recrudecerse la intolerancia pagana, se hacía im posible que uno fuera magistrado sin ofrecer sacrificios, o soldado sin quem ar incienso ante las águilas, los cristianos se veían en el trance de retirarse. Los ensayos que se hicieron en los benévolos reinados de A lejandro Severo y de Filipo, y que se repetirán después en diversas épocas del siglo III, demuestran que la abstención de los cristianos fué m oti­ vada por lo que, en las costumbres romanas, lastimaba su fe o estaba en pugna con su m oral; pero la Iglesia nunca les impuso el deber de desertar sistemáticamente de la vida pública. Los cristianos pedían la libertad de servir a Dios según su conciencia y no sacrificar a los diorses del paganis­ m o; no la de vivir aparte, rechazando los deberes comunes a todos. Como dice Tertuliano, con su original lenguaje, no eran Brahmanes y gymnosofistas de la India sumidos en egoísta contem plación, sino buenos súbditos y aun buenos soldados del Im perio (89). (SS) C o m o T e r t u l i a d o (D e corona m ilitis; De idololairia, 1 9 ; De pallio, 9 ; De. resurrtctioJie carnis, 1 6 ), O r í g e n e s (Contra Celsurn, V I I I , 7 1 ), y a u n L a c t a i í c i o (D iu. I n s t V I , 2 0 ) . (8 9 ) N o n su m u s B rach m an ae a u t In d o ru m v o b is c u m . T e r t u l i a n o : A p olog ., 3 7 .

g y m n o á o p h is t a e ... M ilita m u a

Su gén ero de vida no im plicaba am enaza alguna para la sociedad. No adoraban a los em peradores, pero oraban por ellos. N o soñaban con un nuevo régim en política, ni aun tal cosa les pasó nunca p or el pensam iento. A l contra­ rio, forzosam ente habían de m e jo ra r y purificar aquel en que vivían, dándole las virtudes y la hum anidad que le fa l­ taban. De cierto 110 atentaban contra las bases de sobera­ nía, propiedad, fam ilia, sobre las cuales reposaba. Los his­ toriadores, n o pocos, a la verdad, que opinan que el Cris­ tianismo era un disolvente inevitable de la sociedad ro ­ m ana, ceden, a nuestro ver, a lo que M ontaigne llam aba % i a trampa de las palabras” . Fuera eso cierto si la sociedad rom ana hubiera sido una teocracia, in capaz de soportar, sin disolverse, una disidencia religiosa. Tal fué, en efecto, el prin cipio de los estadistas del siglo III; pero en el es­ tudio de los hechos y de los orígenes nada se hallará que justifique esta opinión, que m ás era ilusión de doctrinarios que ju icio sereno de políticos cuidadosos de observar la realidad. Tan poco supieron ahondar en el estudio de los hechos, que m ientras perseguían al Cristianism o deja b a n p ro p a ­ garse en todo el Im perio el culto de las divinidades o r ie n -% lales, de Mithra y de Cibeles, que unían a sus adherentes con prácticas extrañas, con afiliaciones m isteriosas, en una especie de francm asonería (9 0 ); satisfechos con que se guardasen ciertos respetos exteriores, d e b a jo de los cuales se ocultaba en realidad una profu nda transform ación del paganism o, veían sin inquietud que los nuevos cultos fuesen suplantando el de las antiguas divinidades del Im perio. No supieron com pren der que, aunque para conser­ var la austeridad de las antiguas costum bres rom anas y el genio rom ano, expuestos a disolverse en todo este exotis­ mo, les convenía, 110 ya tolerar, sino fa v o re ce r la difusión del Cristianismo, cuya firme razón cuadraba m e jo r a la precisión del genio latino. Quien m ás groseram ente parece haberse equ ivocad o a este respecto fué A ureliano. A penas tiene im portancia com o perseguidor, ya que m u rió p o co después de haber com en zado a serlo; pero sus actos y sus (90)

La palabra es do R en á n : Jlarc Aurcle . p. 577.

designios son lo más torpe e impolítico que pueda ima­ ginarse. Restablecida la unidad material del Imperio con la destrucción de dos estados independientes que se habían formado al Este y al Oeste, quiere restablecer “ la unidad moral” , según expresión muy del gusto de los políticos mo­ dernos, y para ello promulga el edicto que un antiguo escritor calificó de sangriento (91). Pero mientras que declara la guerra a los adversarios de la religión oficial, aquel hijo de una sacerdotisa de Mithra conspira contra esa misma religión oficial, con anteponerle el culto oriental del Sol. al que proclama “ señor del Imperio Romano” , y en cuyo honor instituye un segundo colegio de sumos pontífices (92). Una teocracia tan intolerante de un lado, tan acomoda­ ticia de otro, y siempre tan poco perspicaz, podía servir a las antiguas tradiciones religiosas de Roma y a la cons­ titución social del Imperio de vana fachada, pero no de baluarte. Nada prueba que la libertad de conciencia reclamada por los cristianos fuese peligrosa para la vida del Imperio; antes puede decirse que todo prueba lo contrario. Los mu­ chos años que, en el curso del siglo III, dejó el Imperio res­ pirar a la Iglesia e interrumpió sus rigores sin padecer daño alguno, indican que le hubiera sido fácil vivir en paz con los cristianos; más aún, estos años de quietud pueden con­ siderarse como estado normal, puesto que llenan aproxi­ madamente las tres cuartas partes del siglo. La otra cuarta parte, duración aproximada de la persecución, antes re­ presenta la excepción y el desorden. He ahí lo que olvi­ dan, o lo que ignoran, esos historiadores modernos que. copiándose unos a otros, repiten frases hechas acerca de la incompatibilidad del Cristianismo con el Imperio Rom ano. El apresuramiento con que, en 260, el hijo de Valeriano, reparando la falta paterna, devolvió a la Iglesia su libertad y sus bienes, es tácita y espontánea confesión de que nin­ guna razón seria de gobierno, sino solamente un prejuicio de política sectaria, había aconsejado quitárselos. (91) (92)

L a c t a n c io :

De morte persecutor., 6 .

E c k h e l: Doctr. numm. valer., t. V I I , p. 483; M a r q u a r d t , 8taaUverwaltungt t. I I I , p. 82, 236; Bulletino della commissione archeolog*c/1 comunalt di Romat 1887, p. 2 2 5 .

V ill. 3 .a

L as

Causas de las persecuciones*

m e z q u in a s p a s io n e s de lo s e m p e r a d o r e s .

Pero las persecuciones tuvieron todavía otras causas fuera del prejuicio popular y del prejuicio político: sería malconocer la historia de los emperadores romanos el atribuir solamente a las causas mencionadas, de amplitud general, y en cierta forma, impersonal, las guerras que tan a menudo declararon a la Iglesia. Los modernos gustan de poner de relieve los hechos capitales de la historia, ha­ ciendo caso omiso de los pormenores, como de cosa 6in importancia; mas con esa manera, un tanto abstracta, de presentar o de explicar los acontecimientos, sucédeles a veces que sacrifican la verdad en aras de la verosimilitud. Los antiguos, per el contrario, gustaban de pormenores, se complacían en señalar causas pequeñas a grandes efec­ tos. Por raro caso los historiadores eran filosofes; los me­ jores escritores de historia eran a la vez cronistas que no desdeñaban la anécdota, que suele explicar muchas cosas y descubrir los móviles, tal vez mezquines, de importantí­ simos acontecimientos. Si Tácito no hubiera contado las miras hipócritas con que Nerón culpó a los cristianos del incendio (le Piorna, no sabríamos que en el origen de las persecuciones hubo una mentira y que de esta impura fuente brotó la legislación hostil a la Iglesia. Casi tan innobles fueron los motivos que influyeron sobre el proceder de otros perseguidores. Maximino per­ siguió a los cristianos en odio de su predecesor Alejandro Severo, que los había favorecido (93). Decio mismo, aparte los motivos de orden general que provocaron su edicto, se dejó llevar de su aversión personal contra el tolerante Filipo, cuyo puesto había usurpado (94). Valeriano, como Decio, persiguió en los miembros de la Iglesia a supuestos adversarios del Estado; pero un contemporáneo suyo nos (93) E i’s e b io : Hist. Eccl. V I o (94) Ibid.. 39. ’VA’

enseña que era ocultista, y que la superstición, los abusos de las artes mágicas, la confianza en las interesadas dela­ ciones de los adivinos tuvieron gran parte en la evolución que transformó en perseguidor al antiguo am igo de los cristianos (95). Diverso? hechos de su persecución demues­ tran que no fueron ajenos a las disposiciones que dió con­ tra las asociaciones cristianas, cuyos bienes exageraba sin­ gularmente, y cuyos despojos am bicionaba (96), la avaricia y el amor del dinero. Por las respuestas de los arúspices y las consultas de los oráculos parece que se determinó también D iocleciano, aun­ que de mal grado, a com enzar la última persecución (97). Sobre su ánimo tenía grande ascendiente su colega im pe­ rial Galerio, cuyo odio contra los cristianos atizaba su m a­ dre, vieja aldeana fanática, que había sido sacerdotisa (98). Estas noticias, referidas por antiguos escritores y que, cuando menos, reflejan rumores que por aquellos tiempos corrían de boca en boca, menguan ciertamente la opinión de estadistas que con excesiva generosidad atribuyen cier­ tos escritos m odernos a algunos adversarios de la Igle­ sia de los siglos III y IV ; pero quizás, al em pequeñecer a aquellos emperadores, nos dan idea más exacta de las causas de la lucha que prosiguieron y de los m óviles que a ella los em pujaron. (95)

San Dionisio de Alejandría, carta a Hermammón, en E u s e b i o : H ist .

E c c l V II, 10. (96) Sea cual fuere el valor preciso de la «Pasión de los Mártires griegos», publicada por D e R o s s i (R om a soiterr.y t. III, p. 20 2 y ss.), la insistencia con que el emperador los interroga acerca de sus bienes es harto característica si se la compara con las tradiciones recogidas por San Ambrosio y por Prudencio acerca de las circunstancias del proceso de San Lorenzo, arcediano de la Iglesia de Roma, y administrador de sus bienes (S an A m b r., Offic., II, 2 8 ; P r u d e n c i o :

Peri Steplianón, II). (97) (9 8)

L a c ta n c io : L a c ta n c io :

De mort. p e r s 11; E u s e b io : De vita Const., II, De morí, pers., 12.

5 0 , 51

.

Número y condiciones sociales de los mártires. I.

Número de los mártires.

A quienquiera que estudia la historia de las persecu ­ ciones, viénesele espontáneamente al pensam iento esta pregunta: ¿cuántos fueron los m ártires que en ellas su­ cum bieron? Para fijar un número, aun com o hipótesis, nos faltan documentos estadisticcs. Un año solam ente duró la ép oca del T error; de ellas nos separa no más de un siglo; a fectó a sólo un país de Europa, y, además, abundan los d o cu ­ mentos; y con todo, si conocem os los nom bres de los m ás ilustres que en aquella sangrienta hecatom be perecieran, nos es im posible contar la m uchedum bre inm ensa de los más humildes, de los anónimos. Otro tanto sucede, y con m ayor motivo, respecto de los m ártires que derram aron su sangre en todas las partes del m undo entonces civilizado, y cuyas ejecuciones, ora individuales, ora colectivas, se pro­ longaron por espacio de dos siglos y m edio, m uy leja n os ya de nuestros días. Las listas que, com o sabemos por testim onios de loa siglos II y III (1), conservaban las iglesias, eran harto in­ completas, pues sólo recordaban a los m ártires cu yo ani­ versario se celebraba, es decir, un núm ero com parativa­ m ente m uy restringido. Lo que de aquellas listas nos ha quedado, com o enterrado, pero aún recon ocible, en la vasta com pilación del siglo VI, conocida con el nom bre del Marti(1)

E u s e b i o : H ist. E c c l, V , 4 , 3 ; T e r t u l i a n o : D e corona m ilitis , 13; S a n

C i p r i a n o : E p íst ., 3 4 , 3 7 .

rologio jeronimiano (2), representa en general el estado de la tradición en el curso del siglo IV en Oriente y en Occi­ dente (3); pero a las claras se ve que ya por entonces hablan caído en el olvido los nombres de muchos, aun de los más ilustres, que perecieron en las primeras persecuciones. ¿Se quieren ejemplos en cuanto a R om a? Ni en el M a rtyrolo yium hieromjmianum , ni en los dos textos de las D cpositiones de 334 (4) se lee el nombre del Papa Telesforo, cuyo martirio testifica San Ireneo (5), ni los de San Justino y sus compañeros, cuyas actas auténticas se conservan, ni los de las víctimas aristocráticas de la persecución de Domiciano: Clemente, Domitila, Acilio Calabrio y otro cónsul, Liberalis, de cuya calidad y martirio da testimo­ nio una inscripción, hoy perdida, pero copiada por un pe­ regrino en el siglo VII (6). Tales omisiones nos enseñan cuán rápidamente se borraba el recuerdo de aquellos mis­ mos mártires cuya muerte debió de impresionar más a sus contemporáneos (7). ¡Cuánto más hubo de hundirse en el olvido la memoria de la muchedumbre de los oscu­ ros, de “ aquellos cuyos nombres sólo Dios sabe” , quo­ rum nomina Dcus scit, según antigua locución cristiana! El único escritor de la antigüedad que emitió un ju i­ cio de conjunto sobre el número de los mártires fué Orí­ genes. De tornar a la letra sus expresiones, habría que ad­ mitir que este número no fué muy elevado. “ Los entrega­ dos a la muerte por causa de su fe— dice— han sido pocos, y fáciles de contar, porque Dios no quería que fuese aniqui-

(2) 1)z Roa»T-Df:ci!M*E: Martyrolog. JJieronym extracto del tomo III de las Acia Haru-jí/rum, df* novif-mbrr*. (3) Martyrobtg. Hicrr/nym., p«. L, LT; T ) i ; c Le* vwca* du Martyrofogr, hitrrmymú>nf pa. 17, 23, 30, 33; \)v. Ronsi: BulkUno di arrhcologia chridiana, 1888-1889, p*. 32-39. (4/ Kalendarivm rr/manum: dejjoritio (''pitrojx/rv.m, deposilio m/irtyrum, ctj Rci5Airr, p». 0&2-fS03. (f>) Batí Jrkkeo: Adv. Uatrn., Tí, 31; Cfr. Kijbebio: Mil. Eccl., V, 6. (ft) J)k Kan*j: Jnsrr. rhrifd. %trb. JU/mat, t. II, p. 202. (7) También la» inacrijañonen fJca'njUuiriw r-n Africa mencionan con fre* CTKTiom mártir** qiie no no.nbran ni #?n lo» martirologio ni en l;w fuentef ób qnvbrUm proceden. Cfr. D uchxhxz: Les ¿tources du marlyrologe hi/ronymien,

página» 36-47.

lada toda la fam ilia de los cristianos” (8). Ma» engañaría se quien de estas palabras quisiera sacar conclusiones peren­ torias. Se leen en el libro que el doctor alejandrino escribió contra Celso, hacia 249, reinando el tolerante em perador Filipo (9). Este libro es, por tanto, anterior a la prim era de las grandes persecuciones por edicto, la de Decio, que co­ menzó precisamente al año siguiente. Orígenes no habla, pues, sino de las primeras persecuciones, cuando no se buscaba de oficio a los cristianos, cuando no eran juzgados si no precedía una acusación regular, y cuando, por consi­ guiente, el número de mártires fué m enor que después que comenzó el régimen de las proscripciones generales. Y toda­ vía se ha de recordar que, probablemente, las expresiones usadas por Orígenes sólo tienen valor comparativo, ya que en otro pasaje del mismo libro dice que los cristianos son muy pocos o .íy'.0 en comparación de la población total del Imperio Romano (10), lo cual no obsta para que en otros varios lugares pondere su gran número (11). Parece, pues, que en el pasaje citado acerca de los mártires quiere dar a entender que éstos son pocos si se los compara con la totalidad de los cristianos; lo cual es evidente, porque de otra manera todo el pueblo cristiano hubiera corrido riesgo de desaparecer, y esto es, añade Orígenes, lo que Dios no quería. Nos parece, pues, que yerra H am ack cuando de las palabras de Orígenes pretende deducir que en el primer período de las persecuciones hubo pocos mártires. “ Los escritos de Tertuliano— escribe el crítico alemán— demues­ tran que antes del año 180 no hubo mártires en Cartago ni en toda el Africa septentrional, y que desde entonces hasta la muerte de Tertuliano (hacia 220) estas regiones, aun añadiéndoles la Numidia y la Mauritania, apenas contaron m’ás de dos docenas” (12). En efecto, dice Tertuliano que (8)

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Oioaef¡eía) nos persiguen por doquier, nos des­ pojan de nuestros bienes y sólo nos dejan la vida cuando no pueden quitárnosla. Nos corlan la cabeza, nos fijan en cruces, nos exponen a las bestias, nos atormentan con ca­ denas, con fuego, con atrocísimos suplicios. Pero cuanto mayores males nos hacen padecer, tanto más aumenta el número de los Heles.” Kn Ksmirna, en 1f>5, en los días que precedieron al suplicio de San Policarpo, doce cris­ tianos son expuestos junto a las fieras (2(>). La segunda A p olotjla de San Justino nos muestra la facilidad con (pie en el reinado de Marco Aurelio se pronunciaba la condena­ ción de un cristiano: en el curso del proceso del catequista IMolomeo, denunciado al tribunal por un m arido cuya mu­ jer había convertido, uno de los asistentes protesta contra la cerndenación, y ni punto es conducido a la muerte como cristiano (Ü7). liaras veces un fiel es juzgado solo: cuando San Justino, acusado de cristiano por el filósofo ('rcscente, comparece ante el prefecto de llonin, le agregan seis com­ pañeros. I\1 polemista O ls o presenta a los cristianos, en el reinado de Marco Aurelio, como sobrecogidos de espanto y “ ocultándose, porque por todas parles se los busca para conducirlos al suplicio” (2K). K 11 («alia, donde hay por en­ tonces muy pocos cristianos, se ejecuta a cuarenta y ocho finiamente en la ciudad de Lyon, cc/n ocasión de las fiestas (JH )

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(2 1 )

M o l i M n , «mi K iim ic iiih : IH .it. ¡CccL, I V , 211, 10; I d . : C h r o n ., o l i m p . H an

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(2(1) Martf/ntun l\>tii'a 17 a or.u do o.ilo pa ajo do la Carla d,> la Iglo^ia do ICniunna)

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H a n J u r i T i N u : // A ¡m i,, 2. O I 'I u u n i c n : Com/m i t'rlaum, V I I I ,

00.

de agosto del año 177 (29). A últimos del siglo II o prin­ cipios del III, el elegante apologista Minucio Félix alude como a cosa usual a martirios de mujeres y de niños (30). “ Cada día— escribe Clemente Alejandrino en los días de Septimio Severo, probablemente a principios de su reina­ do—, cada día vemos con nuestros propios ojos correr a torrentes la sangre de mártires quemados vivos, crucifica­ dos o decapitados” (31). Estas citas, que podríamos multiplicar fácilmente, prue­ ban que ya los dos primeros siglos de persecución fueron muy sangrientos, y, sobre todo, nos dan a conocer la pre­ caria situación de los cristianos, que Renán ha descrito exactamente con estas palabras: “ De Nerón a Cómodo, salvo raros intervalos, dijérase que el cristiano vive siem­ pre con la perspectiva del suplicio ante la vista” (32). Harnaclc mismo, aun restringiendo con exceso el número de mártires de estas primeras persecuciones, añade: “ Sobre cada cristiano pendía la espada de Damocles; aunque caía raras veces, se experimentaba la sensación de estar conti­ nuamente deba jo de ella” (33). Era aquella situación pareci­ da a la de los “ sospechosos” durante el régimen del Terror, siempre a merced de una casualidad que les descubriera, de una delación que los arrastrara ante el tribunal revolu­ cionario. Pero había esta diferencia: el “ sospechoso” podía tener por cierta su condenación, porque el tribunal revo­ lucionario no soltaba su presa; mas el cristiano, con una palabra, con un ademán podría asegurar su libertad; por lo que era preciso gran valor moral, cuando no verdadero heroísmo, para hacerse uno cristiano o para seguir sién­ dolo (34). Circunstancia ésta que no ha de olvidar quien (29) Dk Rossi-IHu'Iiksnk: Martyrologium hieronym.y pe. L X V II-L X V I [I. (30) Minucio b'úux: Octavius, 37. (31) l ’iiKMkntic p n A l e j a n d r í a : Stromat., II, 125. (32) R enán : L'Eglise chrétienne. p. 316. (33) Haknack: Die Mission und Ausbrcitung des Christ enthums, p. 345. (34) llarmu'k reconoce el mérito dol martirio: «A pesar del reducido númoro do mártires—dice—, ha de estimarse en su justo precio el valor que era monoslor para hacerse cristianos y vivir como cristianos; y, sobre todo, se ha do alabar la convicción dol mártir que, pudiendo quedar indemne con una p:ilabra o con un gesto, profería la muerte a la impunidad.» Pero luego añade e s ta (Vaso, que no entendemos bien: «El estar de continuo debajo de la espada.

estudie la historia de las persecuciones de los dos primeros siglos. Esta historia, dejadas a un lado defecciones individuales, cuyo número no se puede avaluar, pero que eran moralmente inevitables, puede resumirse así: mártires ya numerosos; más numerosos aun los mártires de deseo o de resignación, es decir, aquellos que de antemano estaban re­ sueltos a aceptar la muerte antes que renunciar a su fe. Pero si hay alguna discrepancia en cuanto a los dos pri­ meros siglos, nadie intenta ya negar el gran número de víctimas causadas por la persecución en la segunda mitad del siglo III. Cierto que estas persecuciones duraron poco, ya que Decio murió año y medio después de promulgado el edicto del año 250, y Valeriano cayó del trono dos años y medio después de firmado el de 257; pero fueron violentísimas, y si abundaron los renegados, abundaron también los márlires. Las Pasiones, por lo general de muy buena nota, que se han conservado de aquel tiempo, nos hablan de cristia­ nos ej(‘culados en todas las partes del Imperio. San Dioni­ sio de Alejandría, en una de sus preciosas cartas, que tienen valor de verdaderas memorias, menciona muchos már­ tires muertos gobernando Decio, en la gran metrópoli egipcia, y añadí*: “ Oíros, en grandísimo número (35), fuenm degollados por los paganos en ciudades y aldeas” (36). En una segunda caria dice: “ No os indicaré los nombres de los nuestros que han perecido: sabed solamente que homuunque /uta cayese raruH voces, ('ni quizá un í^ran peligro moral. Los cristianos podían quejarse do ser como rebaños perseguidos, y , con iodo, calo no sucedía do ordinario; podían considerarse lodos como dechado de heroísmo, y esto no ol>ntanlo, pocas vocoh eran puestos a prueba; podían considerarse por cima de Iiim grandezas del mundo, y on hecho de verdad cada ve/, se acom odaban más a ¿I. La lil-cratura cristiana demuestra que esta malsana situación tuvo deplo­ rables consecuencias.» La «literatura cristiana») dem uestra, on electo, que hubo lamentables momentos de relajación, pero más cuando los cristianos no so senlían «debajo do la espada», como sucedió on las prolongadas treguas del fliglo ii i . Los textos (|iie hemos citado prueban mío en la época precedente estas treguas fueron más raras de lo (jue da a entender llarnacU, v que casi siempre mo^ úii la liase ya citada do Konán, los cristianos, «desde Nerón hasta Cómodo tuvieron a la vista la perspectiva del suplicio».

(M) "AXXoi rcXcíoTot.

(M ’ \) Curtu do Sun Dionisio do Alejandría a Fabio do Antioquía, en E u sh //•«(. ICccl., V I. 42.

m o;

bres y mujeres, jóvenes y ancianos, soldados y ciudadanos, personas de toda condición y edad, quiénes por los azotes, quiénes por el fuego, quiénes por el hierro, han vencido en el combate y ganado la corona del martirio” (37). Una cir­ cunstancia permitirá juzgar de los procedimientos expe­ ditivos que a veces se empleaban: la Pasión de los santos Santiago y Mariano, cuya autenticidad nadie ha puesto en tela de juicio, cuenta que en la primavera del año 259, im­ perando Valeriano, las ejecucionesc de fieles se prolongaron en Cirta por espacio de varios días (38), y como el último día quedasen aún muchos condenados, el verdugo los hizo arrodillarse en largas filas, a la margen de un río por donde podía correr la sangre, y luego, pasando por entre las filas, fué cortando todas las cabezas (39). La correspondencia de San Cipriano, aun sin ofrecernos hechos tan caracterís­ ticos como el referido, atestigua cuán sangrientas fueron en Roma y en Africa las persecuciones de Decio y Valeria­ no. El mismo escritor nos enseña que en el corto reinado de Galo, sucesor de Decio, se reavivó la persecución por espacio de algunos meses, y que esto bastó para que se repitiese en Africa el caso de cristianos “ despojados de su patrimonio, cargados de cadenas, arrojados en prisión, muertos por la espalda, por el fuego y por las bestias” (40). El mismo San Cipriano nos muestra en Roma, en el año 258, a los prefectos (de la ciudad y del pretorio) ocupados “ todos los días en condenar a fieles y en confiscar sus bienes” (41). El recuerdo del gran número de cristianos inmolados por la fe estaba sin duda muy hondamente impreso en el ánimo de un mártir africano de aquel tiempo, Montano, que, dirigiendo al pueblo sus postreras recomendaciones, dijo a los herejes esta frase, harto digna de recordación: “ ¡En(37) Carta del mismo a Demetrio y a Dídiino; ibid., VII, 11, 20. (38) «Per dies plurimos effusione sanguinis transmittebatur ad Deum nu­ merosa fraternitas.» Passio SS. Mariani et Jacobi, 10, en R c t n a r t , p. 230.— Véase la disertación de Pío Franchi de’ Cavalieri acerca de la autenticidad de esta Pasión , en Studi e Testi, 3, ps. 15-26. (39) Passio, 12; R u i n a r t , p . 231. (40) S a n C i p r ia n o : Ad Demetrianum, 12. (41) «Sed et huic persecutioni quotidie instant praefecti in Urbe, ut si qni sibi oblati fuerint, animadvertantur, et bona eorum fisco vindicentnr.t Saií C ip r ia n o : Epíst. 80.

séñeos la multitud de mártires dónde está la Iglesia ver­ dadera!” (42). Cuando a la última persecución, que con intermiten­ cias y repeticiones, según los emperadores y lugares, duró desde el 303 al 313, pero que no se interrumpió ni en la Europa oriental, ni en Africa y Egipto, tenemos la fortu­ na de que se conserve el relato de conjunto, escrito por un testigo contemporáneo, Eusebio de Cesarea. Aun­ que esta narración sólo se refiere al Oriente, es bastante para que podamos medir la cantidad de sangre cristiana que se derramó en estos diez “años terribles” . Eusebio llega a dar algunos números, liarlo raros como elementos para una estadística, pero suficientes como demostración ejemplar de la magnitud de las matanzas entonces ejecutadas. No sólo, dice, se contaron entonces por millares (43) los mártires de Cristo, sino que la lengua humana es incapaz de expresar cuántos hubo en las ciudades y en las provin­ cias (44). En marzo del 303, en Nicomedia, se corta la ca­ beza a una “apiñada muchedumbre” (45) de cristianos; a oíros se los quema; “a otra muchedumbre” (46), según la expresión del dicho cronista, se la arroja al mar. “¿Quién podrá decir—continúa—cuántos fueron entonces los már­ tires en todas las provincias, pero particularmente en Mau­ ritania, en la Tebaida y en Egipto?” (47). Viniendo a por­ menores, estima que en Egipto perecieron en esta fase de la persecución “diez mil hombres” (48), sin contar mujeres (42) «Contestans eos ut vel de copia martyrum intclligerent Ecclcsiae veritatcm.» Passio SS. Montani et Lvcii, 14, en R u i n a r t , p. 2 3 8 .— E sta Pasión es auténtica y rigorosamente contemporánea; Cfr. F r a n c h i d e ’ C a v a l i e r i : Studi e Testi, 3, p3. 7-14; H a r n a c k : Chronologie der altchrisilichen Liieratur bis Eusebius, t. I I, p. 471. (43) Mupíouq, E u s e b io : Hist. Eccl., V I I I , 4. (44) Ibid. (45) nXrjOoq áOpouv ixapxúptov. E u s e b io : Hist. E c c l V II I , 6, 6. (40) MAXXo t i tcX9)0o(;. Ibid. (4 7 ) Ibid., 6, 10. (48) Mupíoi tóv áptOiJLÓv. Ibid., 8 .— Esta expresión indica bien a las cla­ ras quo (xuploi no tiene quí la avaga significación de «millares», sino la precisa de «miríada*, diez mil. Eusebio so qirve de esta locui ión cuando quiere dar un número exacto. En otro lugar, hablando de la ejecución de treinta y nueve mártires, dice asimismo: ¿Tépoiq cv6c; Séouat tóv apiOjjióv TeaaapáxovTa. Ibid., V I I I , 13, 6.

y niños. La Tebaida presenció ejecuciones en masa: “Ahora diez y más víctimas, algunas veces veinte, otra vez no me­ nos de treinta, en algunas ocasiones cerca de sesenta, con frecuencia hasta ciento en un solo día, hombres, mujeres, niños... Yo mismo, estando en aquellos lugares, vi perecer a muchísimos en un día, los unos por hierro y los otros por el fuego: las espadas se embotaban, no cortaban, se que­ braban, y los verdugos, cediendo a la fatiga, se veían obli­ gados a reemplazarse unos a otros” (49). Las ejecuciones colectivas son una de las notas de la última persecución. Lactancio, contemporáneo también de las persecuciones, nos enseña que, cuando eran muchos los condenados al fuego, no se los quemaba uno por uno, sino por grupos (50). Célebres son los cuarenta soldados martirizados juntamente en Sebaste, en el breve tiempo en que Licinio reanudó la persecución (51). Recuérdese también aquella ciudad frigia, cuyos habitantes, cristianos, fueron encerrados en la igle­ sia principal y con ella quemados (52). Aunque en el Occidente, donde la persecución duró mucho menos, son más escasas las noticias que se conser­ van, no se puede poner en duda que también en Roma hubo ejecuciones en masa (53). En los cementerios subte­ rráneos había tumbas sobre las cuales, en vez de nombres, se leía un número: el de los mártires cuyas cenizas o hue­ sos descansaban allí mezclados. El poeta Prudencio, que vi­ sitó la Ciudad. Eterna al final del siglo IV, época en que las tumbas de los mártires aún se conservaban intactas y en (49) E u s e b i o : Hist. Ecclcs., 9, 3-4; en otro lugar habla Eusebio de cuaren­ ta hombres que fueron decapitados en un m ismo día, en el año 310, de orden de M axim ino Daia. De Martyr. Pal., 13. (50) L a c t a n c i o : De mort. pcrscc., 15. (51) S a n G r e g o r i o N i s e n o : Oratio I I in X L martyres. H ace a l caso r e ­ cordar aquí el degüello de la legio Tkrbaea (Cfr. R v i n a r t , pág. 2 9 0 ), al fin del siglo n i. Sea cual fuere el número de los soldados que la com ponían (probable­ mente era un simple destacamento, vexillatio), no debieron de ser menos de v a ­ rios centenares. N o obstante las objeciones que se aducen contra la narración de San Euquerio, no creemos que sea dudoso el fondo, aunque muchas circuns­ tancias sean legendarias. Cfr. La persécution de Dioclétieny 2 .tt e d ., t. I , p á g . 2 7; tom o I I , págs. 345-376. (52) Véase más atrás, pág. 80. (53) V é a n se las tra d icio n es recog id as p or D e R o s s i : Roma solté, ranea, tom o I I , p á g s. 155-161, 176-179. 231.

que se conocía el sentido de las inscripciones que sobre ellas se leían, cuenta así sus impresiones a un amigo suyo de España: “ He visto en la ciudad de Rómulo innumerables sepulturas de santos. ¿Quieres conocer los nombres escri­ tos en cada una de ellas? Dificultoso me es responderte: ¡tan numerosa fué la población de los justos inmolada por un furor impío cuando la Roma trovana adoraba sus dio­ ses nacionales! Muchas tumbas hablan y nos cuentan el nombre o el elogio del mártir. Pero hay también tumbas si­ lenciosas, formadas de mudos mármoles, solamente señala­ das con un número, que da a conocer el de cuerpos anóni­ mos que allí yacen amontonados. Recuerdo haber apren­ dido así que debajo de una sola piedra estaban encerra­ das las reliquias de 60 hombres, cuyos nombres son conoci­ dos de Cristo, que los ha unido a todos en su amor” (54). Los mártires así enterrados juntamente, sin que se pudieran recoger sus nombres, fueron inmolados probablemente “ en rebaño” , gregatim, según expresión de Lactancio. San Dá­ maso, en los poemas epigráficos con que adornó las cata­ cumbas, hace alusión a sepulcros donde yacían amonto­ nados cuerpos de mártires— Hic congesta jacent (55)—y en el cementerio de Thrasón celebra un grupo de setenta y dos cristianos inmolados en el mismo día (56). Los peregri­ nos que en el siglo VII acudían desde lejos a visitar las catacumbas romanas, cuyas tumbas no habían sido aún abiertas ni despojadas de sus inscripciones, vieron también estos grupos anónimos: uno de sesenta y dos mártires; otro de trescientos sesenta y dos, en los cementerios de la vía Salaria nueva (57); otro de cuatro; otro de treinta; otro de cuarenta en el cementerio de la vía Labicana (58); otro de ochenta en el cementerio de la vía Appia (59). Al recor­ dar estos números que pertenecen a Roma solamente, no debemos olvidar que no fué Roma la ciudad donde hubo (54) P r u d e n c i o : Peri Stephanon, X I, 1-16. (55) D e Rossi: Roma sotterranea, t. II, págs. 22-24, y lám. I, I A , II. (56) D e Rossi: Inscript. christ. urb. Romae, t. II, págs. 84, 87, 101, 121. (57) Epítome de locis SS. Martyrum, en De R o s s i : Roma sotterranea, tomo I, pág. 176. (58) Itinerarium ex único códice Salisburgensi; Ibid., pág. 178. (59) D e R o s s i : Roma sotterranea, pág. 180; el Epitome de locis SS. Mar­ tyrum da el número de 800.

CONDICIONAS SOCIALES DE LOS MÁRTIRES

J33

más ejecuciones en masa, y que, especialmente en la última persecución, fueron más comunes en Oriente. Y si de los mártires que sucumbieron en el suplidor pa­ samos a los confesores de la fe que incurrieron en diversas condenaciones: destierro, deportación, trabajos forzados, sin ser entregados a la muerte, martyres sirte sanguine (60), la muchedumbre de estos testigos de Cristo parecerá verda­ deramente innumerable. Nada diremos aquí de ellos, dado que tendremors ocasión de hacerlo después, cuando estudie­ mos los padecimientos de los mártires. Baste, por ahora, recordar que tantos eran en los siglos primeros los desterra­ dos, Jos prisioneros y los forzados, que en Oriente y en Occidente la Iglesia oraba por ellos públicamente. El ritual, milanés contiene todavía, como resto de aquella tradición litúrgica, una oración pro fratribus in carceribus, in vinculis, in metallis, in exilio constitutis (61). Es un recuerdo de los tiempos de persecuciones. Ex profeso hemos dejado a un lado en esta exposición todo texto legendario o dudoso, aunque tales textos con­ servan a veces la memoria de tradiciones reales. No nos hemos servido más que de textos de sinceridad y seguri­ dad indubitables. Ellos, a nuestro ver, son bastantes para probar que la tesis del gran número de mártires correspon­ de exactamente a la verdad histórica. II.

Condiciones sociales de los mártires.

La indagación de las condiciones sociales de los márti­ res equivale al estudio de la penetración del Cristianismo en las diversas clases de la sociedad. Verosímil parecía que el Cristianismo se hubiera acan­ tonado, como otras religiones, en el lugar de su nacimiento, bien para quedarse allí, bien para ganar terreno poco a poco, según la oportunidad; o que, cuando menos, permaneciera debajo del mismo cielo, entre las mismas razas, entre gen­ tes del mismo color, del mismo lenguaje, de las mismas tra­ diciones, de la misma cultura; mas la Historia nos demues(60) (61)

A n s a l d i : De Martyribus sine sanguine,

Venecia, 1757. Citado por De Rossi: Bulletino di archeologia cristiana, 1868, pág. 22.

tra que no fué así, sino que el Cristianismo se divulgó casi simultáneamente en los más diversos puntos del mundo an­ tiguo. También parecía verosímil que, a la manera de los partidas políticos, se insinuase entre personas de la misma condición social, entre las que padecían los mismos males, tenían las mismas emulaciones, las mismas ambiciones, las mismas reivindicaciones, los mismos deseos de cambio. Muchos hay todavía que se imaginan que así sucedió, que la nueva fe conquistó primeramente la plebe, y que sólo después, por una ascensión lenta y difícil, subió a las cla­ ses superiores de la sociedad. Con esa inclinación que todos tenemos a aplicar al estudio de los tiempos lejanos las preocupaciones modernas, imagínanse muchos que el Cris­ tianismo era una religión democrática, y que si buscó segui­ dores entre los poderosos, entre los ricos, que por diversas razones tenían interés en que se mantuviese una sociedad regular y bien ordenada, fué por una especie de infidelidad a sus orígenes, por una desviación de sus principios. Nada más contrario a la verdad de los hechos. El Cristianismo, apenas nacido, derrocó las barreras de razas, de lengua y de cultura. Asimismo, desde primera hora reclutó discí­ pulos y mártires en todas las clases de la sociedad por un prodigio de penetración social no menos notable que el de su difusión geográfica. Vese esto a las claras desde el tiempo de los Apóstoles, cuya predicación se dirige a todos sin dis­ tinción y es entendida y aceptada por convertidos de todas las categorías. Natural parecía que los Apóstoles, como de humilde condición, de oficio manual, se dirigieran primeramente a los de sus mismas costumbres, a los que hablaban su len­ guaje, a los que se les asemejaban por sus ocupaciones; pero se engañaría quien pensase que no buscaron y, cuando me­ nos, que no hallaron sus primeros discípulos sino entre gentes ineducadas y sin bienes de fortuna. El breve ensayo de comunidad de bienes intentado en Jerusalén por los cris­ tianos (62) prueba ya lo contrario, porque una asociación en que los que poseían entregaban a la caja común el precio de sus campos y de sus casas para que ninguno de sus (62)

Act. Apost.,

4, 34; 5, 1-10.

CONDICIONES SOCIALES DE LOS MARTIRES

137

hermanos padeciese pobreza, no se componía solamente de propietarios. La verdad es que si entre los judíos, como por doquier, había ricos y pobres, y también el orgullo de la riqueza y el sufrimiento y aun la humillación de la po­ breza, con todo las distancias sociales eran menores que en parte alguna, ya que entre ellos, por excepción casi única, se había conservado la afición al trabajo manual, y el común pensamiento de las cosas religiosas unía sin distinción a todos los adoradores de Jehová. De ahí que un simpre obrero, un carpintero, un pescador o un tejedor lograse que se le oyese en la sinagoga, con tal que supiese interpretar las Escrituras y hablar de Dios y de las espe­ ranzas de Israel. El sentimiento de la fraternidad que es­ pontáneamente germinaba en una raza vencida y dispersa, y que remediaba el aislamiento en que los judíos vivían en medio del pueblo pagano, acababa de nivelar sus cate­ gorías. Así, en parte, se explica cómo los primeros misio­ neros del Evangelio, siendo judíos de nación y dirigién­ dose primero a los de su raza, hablaban sin embarazo, no obstante la humildad de su origen, a hombres de toda con­ dición, sin verse obligados a buscar sus oyentes sólo en las capas inferiores de la sociedad. Mas esta explicación no basta para dar razón de todos los episodios de la predicación apostólica. Esta comenzó siguiendo las etapas que le preparaban, digámoslo así, las colonias judías establecidas en todas las grandes ciudades. Los misioneros que partían de Judea iban, como vemos lo hacía San Pablo, a sentarse en el hogar de sus compatricios; frecuentaban los barrios obreros en que éstos habitaban; predicaban en sus sinagogas, unas veces bien acogidos, otras, par el contrario, rechazados con violencia. Así, los romanos, engañados por las apariencias, no vieron al prin­ cipio en el movimiento cristiano más que un asunto que sólo interesaba a los judíos, una querella de palabras o de ideas, un cisma interior del que los magistrados no tenían que curarse mientras no turbase la tranquilidad públi­ ca (63). Con todo eso, no tardaron en advertir que debajo de tales apariencias ejecutábase un trabajo profundo que ex(63)

Act. A posf.,

18, 14-15; 24, 1-29; 25, 18-19.

cedía los límites del judaismo y el medio social de las jude­ rías de la dispersión. La universalidad del Cristianismo se puso bien pronto de manifiesto, cuando se le vió alcanzar a las almas más diversas. Ni la igualdad que reinaba entre los judíos, ni la fraternidad que unía a los representantes de una misma raza, ni las simpatías entre el pueblo bastan para explicar las conquistas que, por media de un antiguo pescador como San Pedro, o de un tejedor como San Pablo, hizo la nueva fe entre las clases elevadas del mundo pa­ gano. El primer convertido de San Pedro, cuyo nombre co­ nocemos, era oficial del ejército romano (64). Cuando Pablo y Bernabé recorren la isla de Chipre, el procónsul Sergio Paulo “los hace venir, pues desea oír de su boca la palabra de Dios” (65); bien pronto “ admira y cree” (66). En Tesalónica Pablo convierte a “muchas mujeres nobles” (67). Otro tanto sucede en Berea (68). En Corinto gana para el Cris­ tianismo al tesorero de la ciudad (69). En Atenas predica en la colina del Areópago; algunos atenienses se hacen sus discípulos, y entre ellos un miembro de aquel tribunal su­ perior (70). En Efeso Pablo contrae amistad con represen­ tantes de la mas alta burguesía, que eran o habían sido asiarcas (71), es decir, sumos sacerdotes de la provincia de Asia. De un salto el Evangelio ha traspasado las fronteras judías y ha alcanzado las cimas de la sociedad antigua. Lo que sabemos de la historia de los Apóstoles y lo que nos ha quedado de su correspondencia nos muestra a todos los elementos étnicos—judíos y gentiles—y a todos los elemen­ tos sociales—ricos y pobres—reunidos ya y como en fusión en las primeras iglesias cristianas. Estos son los elementos sociales que hemos de conside­ rar sucesiva y circunstanciadamente. (64) (65) (66) (67) (68) (69) (70) (71)

Act. Apost., 10. Ibid,., 13,7. Ibid., 13, 14. Ibid., 17, 4. Ibid., 17, 12. Ad Rom., 16, 23. Act. Apost., 17, 34. Ibid ., 19, 31.

III.

El martirio entre los esclavos.

Comencemos por los pequeños, por aquellos cuya evangelización designó Jesucristo com o una de las pruebas más palmarias de su misión, com o un milagro de orden m oral equivalente a los mayores milagros del orden físico: panperes evangelizantur (72). Eran de dos clases: los esclavos y los humildes de condición libre. Los esclavos eran parte considerable de la población del mundo antiguo y particularmente del romano. Por fal­ ta de documentos estadísticos no podemos determinar su proporción; pero sí podemos asegurar que su número era grandísimo e inmensamente superior al de los criados m o­ dernos, puesto que, además de los servicios domésticos, que el lujo y la molicie habían multiplicado sin tasa ni medida, los esclavos desempeñaban la mayor parte de los empleos industriales. Pero no olvidemos que el esclavo no era un criado; era un capital productivo, una especie de valor mobiliario, del que se obtenían rentas par m edio de un intenso trabajo, sin más límites que la conciencia o el in­ terés del amo. En los inventarios de los grandes caudales los esclavos figuraban a veces como parte principalísima. Una sola persona los poseía por centenares o por m illa­ res (73). Aun faltándonos números precisos, podemos ima­ ginar la multitud de esclavos que había en las campiñas, donde hacían oficio de labriegos, y en las ciudades, donde hacían de criados y constituían la mayor parte de la pobla­ ción obrera. Era esta población un conjunto abigarrado que se re­ clutaba en parte por nacimiento, pero m ucho más por im ­ portación, y se componía de gentes de todos los países, las más veces de prisioneros de guerra que se compraban al por mayor en los mercados de la frontera y se vendían luego al por menor en las ciudades interiores. Este pueblo de “ desarraigados” solía llevar consigo los vicios del suelo natal, y, en cambio, perdía pronto las buenas costumbres (72) Luc., 7, 22. (73) Véase nucutro libro Les Enclaves chrétiens, 4.a cd., pag. 8.

v las virtudes en aquella promiscuidad de la servidumbre, que, según el viejo Homero, quita al hombre la mitad de su valer. En el mundo pagano, en que la Piedad tenía un altar en Atenas, pero en casi ninguna parte adoradores, nadie se interesaba por estos miserables. Había dueños que eran humanos, al lado de otros muchos que no lo eran; hasta había algunos filósofos que estimaban la esclavitud como contraria al derecho natural (74); pero a ninguno de ellos se le hubiera venido a las mientes ejercer para con ellos un ministerio de aliento y de consuelo. Los esclavos hubieran seguido viviendo en el más profundo desamparo moral, a no haber aparecido el Cristianismo. Apenas ha comenzado éste a difundirse, hay ya escla­ vos cristianos. Abundan en las iglesias fundadas por San Pablo. Varias de sus Epístolas contienen instrucciones des­ tinadas a ellos y consejos apropiados a su condición. El Apóstol trabaja especialmente—cosa que nadie había in­ tentado aún—por reemplazar en «ellos el temor servil por el sentimiento del deber. Les enseña a ennoblecer la obe­ diencia, convirtiéndola en acto de reflexiva sumisión a la voluntad divina (75). Les inculca el sentido del honor cris­ tiano cuando les recomienda que, con el ejemplo de sus vir­ tudes, hagan que sus dueños respeten el nombre y la doc­ trina del Señor (76). Al mismo tiempo, se esfuerza en me­ jorar su condición, mandando a los cristianos poseedores de esclavos que los traten fraternalmente (77). Y, sobre todo, da a unos y a otros una gran lección de igualdad cris­ tiana, declarando que son realmente hermanos, iguales ante Dios, miembros del mismo cuerpo, que es Cristo (78). Déjase entender la impresión que tales palabras hubie­ ron de producir en aquellos seres oprimidos y despreciados. Acudieron en masa al llamamiento de la Iglesia, y en aquel ambiente, tan nuevo para ellos, aprendían, dice Orígenes, (74) Se puede ver en YVa l l o n (Histoire de Vesclavage dans Vantiquitép tomo III, c. III) cuán tímidas fueron estas protestas do los filósofos y el poco caso que de eJJas se hizo. Véase también en nuestros Etudcs d'histoire et d’ archéologie el capitulado intitulado La Philosophic antiqwe et Vesclavage. (75) E p h e s 6 , 5-8; Coloss., 3, 22; Tit., 2, 9. (76) I Timolh., 6 , 1. (77) Ephes., 6 , 9; Coloss., 4, 1. (78) Ephes., 6 , 9; Coloss., 4, 1; Galal., 3, 28.

“ a tomar un alma de hom bres libres” (79). Lo que viene a decir que la Iglesia, no pudiendo libertar a los esclavos, trabajó en librarlos de los vicios que solían ser an ejos a su condición, en desenmohecer y desbastar sus almas, asegu­ rándoles en la sociedad espiritual de los cristianos la igual­ dad que les negaba la sociedad civil, y haciéndolos parti­ cioneros de los beneficios de la fraternidad evangélica. Esta igualdad y esta fraternidad no eran pura predicación o pura promesa, sino que, según la hum ana flaqueza lo con ­ sentía, se convertían en realidad. Los esclavos cristianos participaban de los mismos sacramentos que los hom bres de condición libre; tenían puesto, com o ellos, en las reunio­ nes litúrgicas; se casaban legítimamente delante de Dios. Los esclavos paganos eran dulcemente atraídos a la fe. “ Los fieles— escribe un apologista del siglo II— persuaden con el afecto a sus criados a que se hagan cristianos con sus hijos, y cuando ya lo son, los llaman, sin distinción, herm anos” (80). A veces era necesario precaver a éstos para que un tratamiento tan desusado en su clase no los hiciese orgullosos o insolentes. “ Los esclavos que tienen a fieles por dueños— escribe San Pablo— , 110 los desprecien, p o r­ que son hermanos, sino al contrario, sírvanlos m e jo r, p o r ­ que son fieles y amigos, particioneros de los m ism os b e ­ neficios” (81). Y San Ignacio,-cam ino del m artirio, escribía a San P olicarpo: “ No desprecies a los esclavos, pero tam­ poco ellos se hinchan del orgullo” (82). Se ve cóm o la Iglesia, a la par que se esforzaba en suavizar la con dición de estos parias del mundo antiguo y en preparar paulati­ namente su libertad futura, procedía con cautela al inten­ tar la transición: si ella no hubiera velado solícitam ente, el orgullo y el espíritu de rebelión hubieran ocupado fá cil­ mente el lugar de los otros vicios de que ella los iba cu­ rando. No se perdieron estos maternales cuidados, pues entre los esclavos hubo cristianos admirables. Muchos de ellos ejercieron en las casas donde servían un verdadero apos(79) (80)

(SI) (8 2)

O ríg e n e s : A r ís tid e s :

Contra Celsum, III, 24. Apol., 15.

I T im o th 6, 2 . S a n I g n a c i o : Ad

P o l y c 4.

tolado y convirtieron al Cristianismo a sus dueños paga­ nos (83), como se lo reprocha con amargura el polemista Celso (84). Pero aun se vió más: a esclavos que subieron al grado más alto de la jerarquía eclesiástica. Si Hermas, autor del célebre libro del Pastor, fué realmente, como él cuenta, esclavo, su hermano Pío (85), que hacia mediados del siglo II ocupaba la cátedra de San Pedro, era de origen servil. Lo era ciertamente Calixto, que antes de llegar, a principio del siglo III, a ser arcediano de Roma, y de su­ ceder después al Papa Ceferino (86), había sido esclavo de un banquero. Triunfo todavía más señalado de la igualdad cristiana, y al mismo tiempo indicio gloriosísimo del im­ perio que la Iglesia había adquirido sobre almas hasta en­ tonces desamparadas, fué el hacer de esclavos mártires. Cuando hombres y mujeres, hechos a acatar todas las órde­ nes y aun todos los caprichos de sus amos y a vivir en con­ tinuo temor de los castigos, rehusaban renegar de Cristo y aceptaban cruelísimos tormentos antes de abjurar de la religión que tenían por verdadera, hacían una afirmación de libertad moral que a los mismos paganos causaba es­ tupor. Una joven esclava ha sido denunciada como cris­ tiana. “—¿Cuál es tu nombre?, le pregunta el juez. —¿A qué averiguar mi nombre? Soy cristiana. —¿Es éste tu amo? —Es dueño de mi cuerpo solamente; pero el señor de mi alma es Dios. —¿Cómo no adoras a los dioses que tu dueño adora? —Yo soy cristiana, y no adoro a ídolos mudos, sino al Dios viviente y verdadero, al Dios eterno.” Respuestas como ésta desconcertaban toda la moral pagana. El frag­ mento que acabamos de citar está tomado de las Actas de Santa Adriana, mártir de Frigia (87); pero la esclava Blandina, en Lyon (88); el esclavo Evelpisto, en Roma (89); (83) Véase, en nuestro libro Les Esclaves chrétkns, ol capítulo L'apostolat domestique (4.a ed., págs. 300-320). (84) O r í g e n e s : Contra Celsum, III, 44, 45. (85) Canon de Muratori. ( 86 ) Philo8ophumena, IX, 21. (87) F r a n c h i d e ’ C a v a l i e r i : Note agiografiche, en Studi eTesli, 8 , p ág . 18. (8 8 ) Carta de los cristianos de Lyon y de Viena, en E u s e b io : Hist. Eccl, V, 1 . (89)

Acia S. Justini.

la esclava Potamiena, en Alejandría (90); la esclava Feli­ citas, en Cartago (91); la esclava Sabina, en Esmirna (92); el esclavo Vital, en Bolonia (93); el esclavo Porfirio, en Cesarea (94), y muchos otros, con palabras diferentes, pero con sentimiento no menos vivo de su libertad, supieron responder dignamente a sus perseguidores. “ — ¿Quién eres tú?, pregunta el prefecto de Roma a Evelpisto. — Escla­ vo del César, pero cristiano que ha recibido de Cristo la libertad y que, por su gracia, tiene la misma esperanza que éstos” (95). Quienes de esta manera hablaban, aunque llevasen aún la librea de la esclavitud, en realidad ya no eran esclavos. El mártir cuya respuesta acabamos de referir se llama “ esclavo del César” . Los cesarianos, es decir, los esclavos o los libertos del emperador, formaban clase aparte en el mundo de la esclavitud. Eran de diversísimas categorías: unos estaban ocupados, como en las casas particulares, en los más bajos empleos del servicio interior, o en las más pesadas tareas de la industria; otros desempeñaban fu n ­ ciones administrativas, dirigían los dominios de la corona o el patrimonio personal del soberano, u ocupaban em pleos en las oficinas de la cancillería imperial. Los había, pues, que vivían en la miseria, como los había que poseían pin­ güe peculio, dándose el caso de un liberto de Tiberio, que prestó al rey judío Herodes Agripa un millón de denarios (96). Pero ni aun con el brillo del oro se borraba la mancha servil: el esclavo del César permanecía som etido a todos los caprichos del déspota a quien servía; el liberto, es decir, el antiguo esclavo, le quedaba vinculado por los lazos de una estrecha dependencia. Desde el principio hubo cristianos en las diversas clases de esta domesticidad im ­ perial. San Pablo, en una carta escrita desde Roma, entre el 62 y el 64, envía a los fieles de una ciudad de Macedomia (90) (91)

(92) (93) (94) (95) (96)

E u s e b io : Hist. Eccl., VI, 5. Passio SS. Perpetuae et Felicitatis. Passio S. Pionii et sociomm eius. S a n A m b r o s io : De exhortatione virginitatis, 1-2. E u s e b io : De Martyr. Palestinae, 11, 19. Acta San Justinit 4, en R u in a r t , p. 44. J o s e f o : Antiquit., X V III, 6 .

el saludo “ de los santos que están en la casa del César” (97), es decir, de los servidores cristianos del palacio. La servidumbre imperial no cambiaba mucho, según parece. Cada soberano hallaba ocupados los diversos em­ pleos del palacio de su predecesor por servidores experi­ mentados, y solía conservarlos, contentándose con agregar sus propios esclavos o servidores de su confianza. Así su­ cedió que la antorcha del Evangelio, encendida en el pa­ lacio desde los tiempos de Nerón, no dejó de transmitirse de reinado en reinado, por una especie de tradición heredi­ taria. A pesar de las sangrientas diezmas que hicieron al­ gunos emperadores, hubo siempre cesarianos cristianos. Se los encuentra siempre numerosos y aun en gran favor. Los hubo reinando Marco Aurelio (98), y mucho más en tiem­ pos de Cómodo (99). Los hubo asimismo en los días de Septimio Severo (100), cuyo hijo, Caracalla, fué educado por una nodriza cristiana, lacte christiano educaius (101). San Ireneo habla por esta época de fieles que viven en la corte del emperador y cuidan de su mobiliario (102). Pro­ bablemente en el mismo reinado vivía aquel joven paje, Alexameno, Alexamenus fidelis, a quien un compañero re­ presentó, en un muro del paedagogium del Palatino, ado­ rando a un crucifijo con cabeza de asno (103). Servían en gran número en el palacio de Alejandro Severo, que fué muy propicio a los cristianos (104), y en el del emperador Filipo, que acaso él mismo fué cristiano. Por este tiempo se ven en Africa, por un abuso que San Cipriano condena, hasta obispos que desempeñan cargos de intendentes de las posesiones imperiales (105). Al principio del reinado de Valeriano, antes de que éste se convirtiera en perseguidor, (97) Aoxá^ovxat ujia? Trárre? oí áyioi, (iáXioxa oi ex tt;; Kaíaapos olxta 57*5S; Marc., 20, 4o-46; Luc., 23, 51-02; Joarrn., 19, 38.

priano, los testigos de su martirio pusieron luego su cuerpo en una tumba provisional, cerca del mismo campo de Sextus, donde había sido ejecutado, para esquivar la curiosi­ dad de los paganos. Pero, llegada la tarde, clero y fieles fueron a buscarlo, y a la luz de cirios y antorchas, cantando y casi en triunfo, lo trasladaron a la posesión del procura­ dor Macrobio Condidiano, y allí recibió sepultura defini­ tiva, a la vera del camino de Mappala, que era “ la vía de los sepulcros" de la metrópoli africana: cum cereis et scolacibiis. cum voto et triumpho, dice la relación contempo­ ránea (4). A este mismo lugar, a fines del siglo III, la ma­ trona Pompevana, obtenida licencia del prefecto, trasladó en litera el cuerpo del mártir Maximiliano, para enterrarlo junto al de San Cipriano (5). Pero, aunque los relatos históricos o las Pasiones de los mártires nos muestran que, por lo común, se concedía a éstos el derecho de sepultura, diéronse casos en que los perseguidores rehusaron concederla: “ nonnunquam non penniltitur ” , dice Ulpiano (6). Hállanse ejemplos de esta negativa en tiempos de Marco Aurelio. Los restos de los mártires de Lyon que mu­ rieron en la cárcel fueron arrojados a los perros, V otro tanto se hizo con los que las fieras hablan respetado de los demás, y con las cabezas y troncos de los que habían sido decapitados. Después que estos despojos estuvieron ex­ puestos durante seis días, bajo la guardia de soldados que alejaban de allí a los fieles, se los quemó y se arrojaron las cenizas al Ródano. “ Los paganos— dice la carta de las igle­ sias de las Galias— creían vencer así la voluntad del A ltí­ simo y privar de la resurrección a los mártires. Así, decían ellos, se quitará toda esperanza de renacimiento a estos hombres a quienes esa esperanza anima, y que, despre­ ciando las torturas y corriendo alegremente a la muerte, introducen en el Imperio una religión extraña. Veamos si podrán resucitar y si su Dios les dará ayuda y les arrancará de nuestras manos” (7). Este prejuicio popular, que otros (4) Í5) (6) (7)

Acta procon/nilaria S. C y p ria n i , o. Acta S. M a x im ilia n i , 3. Digesto, X L V I I I , x x i v , 1. C arta de los cristianos de L v o n y de V iena, en E u s e b io : H ist. E ccl.,

V, 1, 57-63.

documentos nos dan tam bién a conocer, fu é uno de los m o­ tivos que in d u jeron a los paganos a p roh ib ir la sepultura de los m ártires, a a rro ja rlo s en el m ar, a conducirlos a su­ plicios que aniquilasen el cuerpo, com o el fu eg o y la ex p o ­ sición a las ñeras (8 ). C reyendo que los cuerpos destruidos o privados de sepultura no podrían resucitar, se im aginaban prolongar así su venganza más allá de este m undo y p e r­ seguir a sus víctim as aun en la eternidad. Esfuerzo inútil, que nada va lía contra la ardiente fe e ilustrado espiritualism o de los cristianos. “ Cuando m i cuerpo haya sido destruido — escribe San Ign a cio poco antes de ser a rroja d o a las fieras— , seré verdaderam en te discípulo de Jesucristo” (9). Pionio, al subir a la pira que había de redu cirlo a cenizas, declara: “ L o que ante todas cosas m e m ueve a buscar la muerte, lo que m e im pulsa a aceptarla, es el deseo de persuadir a todo el pueblo de que hay una resurrección” (10). P ero estas respuestas eran en­ tendidas de los fieles; no llegan a disipar el tenaz p reju icio de los paganos, a los cuales vem os persistir en él hasta el fin de las persecuciones. A este odio supersticioso pueden atribuirse los tratos infligidos en los días de D ioclecian o a muchos m ártires que, después de decapitados, sofocados por las llam as o muertos por las fieras, fueron unas veces arrojados al m a r o a ríos, y otras dejados tendidos en el suelo. Eusebio escribió el conm ovedor relato de uno de estos actos de barbarie, al que siguió un extraño fenóm eno, atestiguado con toda seguridad, y que im presionó v iv a ­ m ente a los contemporáneos. “ El gobernador de Cesarea — dice el escritor— llegó en su rabia contra los servidores de Dios hasta v io la r las leyes de la naturaleza, prohibiendo que se diese sepultura a los cadáveres de los santos. D e or^*den suya eran custodiados día y noche, al aire libre, para que las fieras pudiesen devorarlos; cada día se podía v e r a numerosa muchedumbre que cuidaba de la ejecución de esta orden im pía. Los soldados im pedían que se recogiesen los cadáveres, como si en esto les fu era mucho, y los perros, (8)

L e B l a n t : Les Martyrs clirétiens et les supplices destructeurs du. corps,

en Les persécuteurs et les martyr s, págs. 235-250. (9) S a n I g n a c io : Rom., 4. (10) Passio S. P io n ii , 21.

las bestias feroces, las aves carnívoras esparcían aquí y allá miembros humanos y llenaban de huesos y de visceras to­ dos los contornos de la ciudad. Algunos afirman que vie­ ron restos de cadáveres aun en las calles. A l cabo de va­ rios días de semejantes horrores, acaeció un prodigio. El aire era puro, el cielo, sereno, y de repente, por las colum­ nas que sostienen los pórticos, corrieron gotas de agua, y se mojó el pavimento de las plazas públicas aunque no había llovido ni caído rocío. El pueblo mismo d ijo que la tierra, no pudiendo soportar las impiedades que se cometían, ha­ bía derramado lágrimas, v que las piedras, las cosas pri­ vadas de razón, habían llorado para conmover los bárbaros corazones de los hombres” (11). Eusebio apela al testimonio de todos los que vieron estas lágrimas de las cosas, lú crymae rerum.

Por otros motivos, fuera de la rabia bestial o de la crucl superstición, prohibieron también los magistrados la se­ pultura de los mártires. Les irritaban los honores que a éstos se tributaban y veían un peligrosa estímulo en el culto que la Iglesia daba a sus reliquias. Ya en el siglo II, el padre y el hermano del irenarca de Esmirna piden al procónsul de Asia que no entregue a los cristianos el cuerpo de San Policarpo, “ no sea q u e — dicen aquellos ignorantes paganos— dejen al Crucificado para adorar a éste” (12). Mas los fieles consiguen procurarse los huesos perdonados por las llamas, “ más preciosos para nosotros que el oro y la pe­ drería” , se lee en la carta contemporánea (13). Al principio de la persecución de Diocleciano, los servidores cristianos de palacio recibieron sepultura luego después de su m arti­ rio; pero los emperadores ordenaron desenterrarlos y arro­ jarlos al mar, temiendo que “ si quedasen en sus tumbas comenzarían a adorarlos como a dioses” (14). El cuerpo del (11) L u s e b io : D e M a r ty r . Palcst., 9, 12-13. (12) M a rty riu m P o ly c a r p i , 17.— A l refutar estas absurdas opiniones de los paganos, los cristianos de E sm irn a responden y a en su carta a las acusaciones de los modernos herejes contra el culto de los 6antos y de sus reliquias: «N o saben que nos sería imposible o lvidar jam ás a Cristo, que padeció por la salud del mundo, que padeció, aunque inocente, por los pecadores, y ad orar a otro fuera de E l.» (13) M a r ty r iu m P o lic a r p y , 18. (14) E u s e b i o : H is t. E ccl., V I I I , 6.

diácono San Vicente, m artirizad o en V a le n c ia en la m ism a persecución, fu é expuesto a las fieras y después a rr o ja d o al mar por orden del g o b e rn a d o r D acian o “ temeroso— dicen las Actas— de que si los cristianos poseían sus reliq u ias lo honrasen como a m á rtir” (15). Este temor tantas veces expresado p o r los paganos, y que hallam os aún en el últim o de los perseguidores, el em ­ perador Juliano, dem uestra en cuán gran de honor tenía la Iglesia a sus m iem bros inm olados p o r causa de su fe (16). Así no es raro v e r a cristianos que exponen su v id a p o r ase­ gurar la sepultura de los m ártires. A rrostran las proh ibi­ ciones de los m agistrados y em plean su dinero y hasta la astucia p a ra llegarse a las reliquias de los santos y lle v ár­ selas en secreto. Im p eran d o M arco A urelio, los restos de San Justino y de sus compañeros, en R om a (17), y los de San E p íp od o y A le ja n d ro , en Lyon (18), son “robados” p o r los fieles. E n tiempos de Decio, los fieles de P érgam o “h u r­ tan, p a ra colocarlos en lu g a r seguro” , los restos calcinados de Carpos, de P ap ylo s y de Agathonice (19). R einando V a le ­ riano, los cristianos de T a rra g o n a se introducen, al caer de la noche, en el anfiteatro p a ra recoger de la h oguera que arde todavía, y que tienen que a p a g a r con u na especie de libación, los restos de los cuerpos de Fructuoso y de sus diá­ conos (20). E n la persecución de Diocleciano, cuando la prohibición de sepultura es m ás frecuente, abun dan los ejem p los de sem ejantes actos de abnegación. E n M acedon ia algunos cristianos se disfrazan de m arineros, y van en barcas a recoger en sus redes los cuerpos de F ilip o y de Herm es, que h abían sido arrojad os al H ebro (21). E n Rom a, en la reducida catacum ba de Generosa, prepárase apresu-

(15) (16)

Passio S. Vincentii, 10. L i b a n i o : Epitaphios Julián i (edic. R eisk e, t. I , p ág. 562); S a n G r e ­ g o r i o N a c i a n c e n o : Orado I V , 58; Orado V I I , 11; S a n J u a n C r i s ó s t o m o : l n Juvenünum et M a x im in u m , 2. (17) Acta S. Jusdni, 5. (18) Passio S. E pipod ii et Alexandri , 12. (19) M a rty riu m Carpi, P a p y li et Agathonices , in fine. (20) Acta S. Fructuosi, A u g u rii et E u lo g ii , 6, (21) Passio S. P h ilip p i, 15.

rudamente con cascote una tumba para los cuerpos de los mártires Faustino y Simplicio, pescados en el Tíber (22). ¡Tal era el ardor de los fieles para mo perder nada, no sólo del tesoro moral, del ejemplo dado por los mártires, poro ni aun del tesoro material, de sus reliquias! Los me­ nores restos, las más humildes partecillas les eran cosa sagrada. Los cristianos de Cartago, para que no se pierda ni una gota de sangre de San Cipriano, extienden delante de él, cuando va está de rodillas para ser decapitado, paños v servilletas (23). Cuando se abrió la tumba de Santa Ceci­ lia, al lado de la mártir, recostada en esa graciosa postura inmortalizada por el cincel de Mademo, se hallaron lienzos manchados de sangre, que con ella habían sido enterra­ dos (24). Una pintura que vió el poeta Prudencio en la catacumba de San Hipólito representaba a los fieles reco­ giendo con esponjas la sangre que de este mártir había caído en el suelo o salpicado las malezas (25). Cuando, en la última persecución, se negaba la sepultura a los mártires, a falta de su cuerpo se inhumaba con honor su sangre; un hecho de este género se recuerda, a lo que parece, en una inscripción de Numidia: “ Inhumación de la sangre de los Santos mártires que sufrieron en la ciudad de Milevi, sien­ do presidente Floro, en los días de la prueba del incienso” , es decir, en los días en que se ponía a los cristianos en el trance de quemar incienso ante los ídolos o morir: ...................................................................... DEPOSI TIO CRUORIS SA N CTO R UM M A R T Y R U M Q U I S U N T PASSI SUB PRAESIDE FLORO IN CIV IT ATE M ILE V IT A N A IN DIE B US T U R IF I C A T IO N IS . ..

(26).

(22) Acta SS. Beatricis, Simplicii et Faustini, en Acta SS., julio, t. V I I , página 47. (23) «Linteamina vero et manualia.» Acta proconmlaria S. Cypriani, 5. Véase atrás, pág. 239. (24) D e R o s si: Roma sotterranea, t. II, págs. 122-131. (25) P r u d e n c io : Peri S t e p h a n X I, 141-144. (26) Bullet. di Arch. Crist., 1876, lám. III, núm. 2.

II.

Los sepulcros de los mártires.

La negativa de sepultura cuyos rigores procuraban es­ quivar o atenuar los cristianos, a veces por medios heroi­ cos, caracteriza la época de guerra violenta y el período que pudiéramos llam ar revolucionario de la historia de las per­ secuciones. De semejante rigor se usó particularm ente en los primeros años del siglo IV . Algunos casos se dieron en los siglos precedentes, pero mucho más raros. En términos generales, y salvo excepción, puede decirse que en los tres siglos primeros no hubo obstáculos para la libre inhuma­ ción de los mártires (27). Una vez confiados a la tierra, los cuerpos de los m árti­ res estaban seguros, si no de toda violencia popular, por lo menos de toda profanación legal. “ Los cadáveres que han recibido justa sepultura— es decir, que han sido inhuma­ dos— no sean turbados jam ás en su reposo” , dice un res­ cripto de Marco Aurelio, que se aplica a todos sin distin­ ción (28). Como legalmente la sepultura de un muerto daba al lu­ gar en que estaba emplazada carácter “ religioso” , es decir, lo ponía fuera del comercio, haciéndolo inalienable (29), im ­ portaba mucho fija r bien los límites del mismo. P o r eso lee­ mos en muchos epitafios antiguos la medida del terreno funerario: tantos pies de largo, tantos de ancho, in fro n te pedes..., in agro pedes... Estos terrenos eran de muy varia extensión: los había que eran verdaderos parques, y los ha­ bía también que tenían las restringidas dimensiones de las sepulturas modernas. Algunos documentos de la antigüe­ dad cristiana nos muestran a los fieles conformándose con estos usos al elegir el lugar de la tumba de un m ártir. Cuan­ do A lejandro, obispo de Baccano— aldea de Toscana, si(27) Y aun con magnificencia, pues a veces sus cuerpos fueron envueltos en mortajas o vestidos tejidos de oro (como Santa Cecilia, San Jacinto: H i s f. des persécut. pendant les deux prem ier ¿ siécles, pág. 44S; L e s derniéres persécutions díi troisiéme siécle , pág. 3S4) y embalsamados con aromas (A c t a S. E u p li, 3, en R u in a r t , pág. 440). (28) M a r c i a n o , en el Digesto, XI, vn, 39. (29) C a y o : Instit., II, 4, 6, 9.

tuada a veinte millas de Roma—, fué martirizado de orden de Garacalla, un amigo suyo alcanzó del dueño de una pro­ piedad cercana del lugar del suplicio la concesión de un terreno sepulcral de trescientos pies cuadrados (30). El poe­ ta Prudencio, refiriendo el martirio de San Hipólito, dice que los cristianos, recogidos sus miembros desgarrados, “mi­ dieron el terreno que habían elegido para su sepultura”, metando eligitur tumulo locus (31). Muchas de estas sepulturas de mártires, situadas en fin­ cas de cristianos ricos y generosos, fueron núcleos de ce­ menterios que poco a poco se formaron en torno suyo. La mayar parte de las catacumbas medianas o pequeñas de Roma, y muchas de las criptas cuya reunión formó des­ pués las catacumbas mayores, no tuvieron otro origen. Las noticias que poseemos de las más antiguas tumbas de los mártires demuestra que no estaban ocultas. Los ilustres Flavianos, mártires y confesores de la fe del siglo I, tieñen su sepulcro cerca de Roma, en la vía Ardeatina; se llegaba a él por una entrada monumental que aún se conserva (32). Al principio del siglo III escribía el sacerdote romano Cayo: “Yo puedo mostrar los trofeos de los Apóstoles; si vais ora al Vaticano, ora a la vía Ostiense, allí veréis los trofeos de los que fundaron la Iglesia de Roma” (33), es decir, las tum­ bas de San Pedro y San Pablo, reconocibles por algún signa exterior, por algún cipo o mausoleo, que aún se veía siglo y medio después de su martirio. Así, pues, los cristianos, en tiempo ordinaria, no halla­ ban dificultad alguna para dar sepultura a los mártires, tanto si los colocaban en un monumento nuevo, se p u lc ru m novum , como dicen a menudo las Actas, y procedían a la delimitación legal de que hemos hablado, como si los inhu­ maban, caso frecuente, en alguno de los cementerios de la comunidad cristiana administrados por la autoridad ecle­ siástica. La ley hasta les permitía llevar del destierro, con licencia del emperador, los restas de los mártires y de (30) (31) (32) (33)

Passio S. Alexandri, en Acta SS., sept. t. V I, pág. 235. P r u d e n c i o : P eri Stnphan., X I, 151. Bullet. di Arch. C r i s t 1865, págs. 35 y 96. Cayo, en E u s e b i o : Hist. Eccl., II, 25, 7.

los confesores que en él hubiesen sucumbido (34). Así se trasladaron desde la isla de Cerdeña los restos del Papa Ponciano, cuyo epitafio se ha encontrado en el cemente­ rio de Calixto; su sucesor, Fabiano, obtenida la licencia necesaria, fletó un navio y, acompañado de numeroso cle­ ro, fué a buscar al lugar del destierro las reliquias del confesor de Cristo (35). III.

La “vindicatio” de los mártires.

¿Cómo se distinguían las tumbas de los mártires de las de los simples fieles? La señal más visible y la más gloriosa era el título de mártir escrito en la lápida sepulcral. Las sepulturas donde tal título se leía convertíanse pronto en objeto de culto para los cristianos. Los paganos lo sabían y sentían miedo, como de todo cuanto despertaba en el pue­ blo de los fieles aquellos santos ardores, de donde nacían valientes y tenaces resistencias. Este era, según hemos visto, uno de los motivos por los que los enemigos de la Iglesia le disputaban los cuerpos de los Santos. “ Voy a destruir hasta sus huesos— dice un perseguidor— , para que no se les erijan tumbas visitadas por la muchedumbre ni se les pongan inscripciones con el título de mártir” : larri nunc et ossa extinxero, N e sit sepulcrum fu n e ris, Q uod plebs gregalis excolat, T ilu lu m qu e fig a t martyris (36).

A pesar de los destrozos del tiempo, poseemos aún mu­ chos de esos tituli primitivos, en los cuales la palabra m ár­ tir, íntegra o en abreviatura, fué escrita por los contempo­ ráneos de las persecuciones. En muchos loculi que pertene­ cieron a la región primitiva del cementerio de Priscila y que encerraron quizá los restos de contemporáneos de Mar­ co Aurelio, el título de mártir parece que estuvo indicado (34) (35) (3ü)

M a r c ia n o , en el Digesto , X L V I I I , x x iv , 2; T á c it o : A n n a l., x iv , 12 L íb e r Pontif¿calis, Pontianus; ed. Duchesne, t. I, pág. 145. P r u d e n c i o : P e r i Stephanón, V, 3S9-392.

con la letra M (37). La elevación del suelo en la cripta donde fueron enterrados Jacinto y Proto, en el cementerio de San Hermes, ha protegido contra la destrucción la pie­ dra en que estaba escrito el nombre del prim ero de dichos mártires con la fecha de su inhumación: “Depositado el 3 de las idus de se p tie m b re , Jacinto , m á rtir .”

DP. Til IDYS SEPTEMBR Y A C IN T H V S M A R T Y R (38). En 1849 y en 1852 descubrió De Rossi, en el emplaza­ miento de la cripta de Lucina, los dos pedazos del epitafio primitivo del Papa Cornelio: CORNELIVS M A R TY R EP(iscopus) (39). En la cripta de los Papas del siglo III, en el cementerio de Calixto, el loculus en que reposaron los restos de Fa­ biano, martirizado en la persecución de Decio, esta cerrado con una losa en que se leen estas palabras en griego : OABIANOL (E ni ctxor.or)

seguidas de la abreviatura MP (mártir) (40); pero esta pa­ labra ha sido seguramente añadida, lo cual sugiere una ob­ servación interesante. Ciertamente, en los tiempos antiguos (no había nada que semejase a las minuciosas formalidades de las canoniza­ ciones modernas. Los heroicos servidores de Cristo eran ca­ nonizados las más de las veces por aclamación popular. Habían dado testimonio de la fe, y el pueblo cristiano se lo daba a ellos. Pero la autoridad eclesiástica velaba para que no se diese el título de mártir a quien no lo hubiese merecido. De antiguo se llevaba en las iglesias lista de los (37) (38) (39) (40)

Bullet. di Arch, Crist., 1886, págs. 101-111, y lám. X I I . Ib id ., 1894, pág. 29. Dir Dom Leclerq, art. A d Sanctos, en el Dict. d'archAologie et de litvrgie , euac. I. (47) Cfr. N o r t i i c o t e : iLjulaphs oj the Caiacombs, pág. 106. (48) D k Rossi: Jnscript. christ. urbis Romae, t. I, pág. 142, núm. 319. (49) Véase, entre otros muchos ejemplos, Bull. di Archeol. crist.t 1863, página 3.

rientes al lado de los m ártires: coincidiendo en el mismo pensamiento, uno en verso griego y los otros dos en versos latinos, se alegran de que los despojos mortales de sus que­ ridos difuntos sean como vivificados por los efluvios de aína sangre generosa (50). Mas no se entienda esta m etáfora poética en sentido de­ masiado material. Y a lo hemos dicho: nada fué tan espi­ ritualista como los ejem plos de los mártires y la devoción a sus reliquias y a su m em oria. Quienes consentían en la destrucción de su cuerpo por defender la libertad de su alma, quienes honraban a hombres muertos por dar testi­ monio de lo más inm ortal que hay en el mundo, la fe, fuerza era que estuviesen exentos de groseras supersticio­ nes. Si algún pensamiento de esta índole hubiera podido infiltrarse en la mente del pueblo, los sabios lo hubieran desvanecido prontamente. En la tumba de un arcediano de Roma, inhumado junto al m ártir San Lorenzo, se leen estas palabras: “ N o es útil, sino antes peligroso, descansar muy cerca de los sepulcros de los santos. Una buena vida es el m ejor m edio de m erecer su intercesión. No hemos de unirnos a ellos con contacto corporal, sino con el alma” (51). Menos duramente, pero cotn idéntico espíritu, dice San Agustín, respondiendo a una pregunta de San Paulino de Ñola: “ La ven taja que puede haber en ser enterrados cabe las tumbas de los Santos es que quien viene a orar por el difunto, conm ovido por la vecindad de los mártires y lleno de fe en su patrocinio, ore con redoblado fervor” (52). V.

La intercesión de los mártires.

La súplica por mediación de los mártires, la invocación a los mártires rogándoles que intercedan por nosotros: he ahí el grande, el verdadero honor que los primeros cristia­ nos rinden a aquellos a quienes su muerte heroica na heciio poderosos en el acatamiento de Dios. De este oficio que la ardiente fe de la Iglesia les reco(50) (51) (5 2 )

B ullet . di Arch. c r i s t 1S75, págs. 22-23. Ib i d ., 1864, pág. 33. S a n A q u s t í n : Z)*> cura pro mortuis gerenda , in fin e .

noce ellos mismos tuvieron conocimieinto cuando vivían en la tierra. Muchas mártires, en el momento del suplicio, se sintieron como impulsados a interceder por sus hermanos y aun por toda la “ fraternidad” cristiana. San Policarpo, antes de ser detenido, ora día y noche por la Iglesia; dete­ nido, todavía solicita una hora para orar, y habla a Dios en tal lenguaje, que los perseguidores mismos se sienten con­ movidos; atado al poste, levanta de nuevo su voz en una fórmula de oración solemne y sublime, que los cristianas de Esmirna recogieron (53). Cuando el obispo Fructuoso de Tarragona llega al anliteatro donde había de ser quemada, un cristiano le suplica que se acuerde de él: “ Menester es — responde el santo mártir— que yo piense en la Iglesia Ca­ tólica, esparcida desde el Oriente al Occidente” (54). San Ireneo, obispo de Sirmium, debajo ya de la espada del ver­ dugo, ora así: “ ¡Señor Jesucristo, que te dignaste padecer por la salud del mundo! ¡Quieran los cielos abrirse y los ángeles recibir al alma de tu siervo Ireneo, que padece hoy por tu nombre y por el pueblo de Sirmium! Yo imploro tu misericordia para que te dignes acogerme a mí y con­ firmar a éstos en la fe” (55). Un mártir de Palestina alcan­ za del ejecutor unos instantes para orar, y dirige a Dios una serie de oraciones que parecen eco de la liturgia si­ riaca del siglo IV (56); pide primero par el pueblo cris­ tiano, para que le sean concedidas Ja paz y la s e g u r id a d ; después, por los judíos, para que crean en Jesucristo; lue­ go, “ siguiendo el orden” — dice Eusebio (57)— , por los samaritanos, y, finalmente, por los paganos. Pero a continua­ ción, contemplando a la muchedumbre que le rodea y que se deshace en lágrimas, ruega por ella; ruega también por el juez que le ha condenado, por los emperadores, por el verdugo que le va a herir, y aun llega a pedir a Dios que no impute su muerte a nadie. Muchas Actas nos represen­ tan a los mártires cumpliendo este sublime oficio de inter(53)

Martyrium Polycarpi, 7, 14.

(54) «In mente me habere necease eat Ecclesiam Catholicam, ab Oriento usque in Oeeidentcm diffusam.» Acta SS. Fructuosi, A u gu rii et E ulnyii , 3. (55) Passio S. IrenaAi ,, 6. (66 ) C fr. D u c h e s n e : Origines du cu'te chrétien, págs. 5.8, 61. (57) xaT¿(üatve reo E u s e b i o : D t martyr. P a l. 8, 9-12.

cesores y recom endando a Dios los cristianos que en pos de sí dejaban. Y los cristianos, llenos de confianza en su ternura y en sus m éritos, les piden que allá en el cielo prolonguen la oración interru m pida aquí abajo por el verdugo. Sobre sus sepulcros parece flotar, com o nube de incien­ so, una continua plegaria. T a l es la impresión que se ex­ perimenta al estudiar las catacumbas de Roma, henchidas aún de la piedad prim itiva. Las largas y sinuosas galerías que conducen a los sepulcros de los m ártires guardan toda­ vía el eco de pasos que las recorrieron, de invocaciones que brotaran del corazón y de los labios de los peregrinos. M ejor digamos, estas invocaciones se leen allí todavía, ar­ dientes, ingenuas, rebosantes de fe y de amor. “ ¡Que las almas de todos los Santos te reciban” , escribieron un padre y una m adre en la tumba de un niño de tres años (58). “ Basila— dice una m adre afligida— , yo te encomiendo la inocencia de G em elo” (59). “ Basila— escriben unas padres, dirigiéndose a la misma m ártir— , te recomendamos a Crescentino y a Micina, nuestra h ija ” (60). “ San Lorenzo, re­ cibe su alm a” , dice el epitafio de un difunto (61). “ Que el Señor H ipólito te alcance el refrigerio ” (62). “ Que los m ár­ tires Genaro, Agatopo y Felicísim o te refrigeren ” (63), es­ criben otros, atestiguando con una misma oración su fe en la intercesión de los santos y en la existencia del purga­ torio (64). Pero no solamente los epitafios grabados en el m ármol, sino también invocaciones improvisadas, grabadas con es­ tilete sobre el mismo estuco de las paredes, atestiguan, en las catacumbas, la fe de los peregrinos en la intercesión de los mártires. En los cementerios donde éstos reposaron se hallan tales muestras de piedad en la proxim idad de sus tumbas (65). Ante la capilla funeraria de los Papas, en el (58) Bullet. di Archeol. crist.y 1S75, pág. 19. (59) Inscripción del museo de Letrán, V I I I , 16. (60) Ib id ., 17. (61) M o m m s e n : Iiiscript. regni N a o p a l 6.736. (62) B ossio: R om a sotterranea, pág. 409. (63) B ulletino di A rch. crist., 1863, pá^s. 2-4. (64) Ib id ., 1875, págs. 20-21, 27. (65) Véase, por ejemplo, M a u u c c h i : L e s catacombes romainc.s, páginas 192, 214.

cementerio de Calixto, la pared está enteram ente cubierta de letreros. Mientras llegaba la hora de p en etrar en el san­ tuario, los visitantes escribían allí sus peticiones y sus de­ seos. Si los (jraffiti garrapateados con carbón o con estilete en los muros de los cuarteles, de los teatros o de. las casas de Pompeya, de los cuarteles y de las prisiones de la Roma pagana, o en los arruinados edificios del Palatina, nos re­ velan las pasiones que agitaban el alm a antigua, sus gus­ tos, sus ambiciones y, sobre todo, sus vicios, los (jra ffiti de Jas Catacumbas, en cambio, nos ofrecen interesantísimas perspectivas del alm a del pueblo cristiano. Esas invocacio­ nes, esas aclamaciones, en latín fa m ilia r, de escritura las más veces descuidada, se cruzan, se entrem ezclan, se sobre­ ponen las unas a las otras y parecen presentar a la pacien­ cia del paleólogo problem as insolubles. A pesar de ello, De Rossi llegó a descifrar, en los más de los casos, los je ro ­ glíficos (le esa elocuente pared. En ella resplandece toda una florescencia de piedad popular. “ Esta es— escribe un jíeregrino— la verdadera Jerusalén adornada con los m ár­ tires del Señor.” “ V ive en Cristo” , “ v iv e en D ios” , “ vive en el Eterno” , “ descansa en paz” , escriben otros cristianos, pensamdo en muertos queridos. A quien prin cip alm en te se dirigen las oraciones es a San Sixto. Después de la decapi­ tación de Sixto II en el cem enterio de P retéxtalo, al otro lado de la vía A ppia, sus restos m ortales fueron trasladados a la cripta de los Papas, en cuyo fondo se colocó la cátedra, teñida de su sangre, en la cual recibiera el golpe m ortal. “ Acuérdate de nosotros en tus oraciones” , in m e n t e h a b r a s in orationibns, le dicen, escribieindo su nom bre o el de sus amigos, muchos visitantes. “ lUit^u por M arciano, m i h ijo adoptivo” , le dice uno de ellos. Otro suplica al m á rtir que alcance a sil padre y hermanos el descanso eterno, la unión con el Bien Supremo. Otro pide para Verecundo y los suyos feliz navegación. Muchas invocaciones quedaron sim term i­ nar o son ilegibles, sem ejantes a plegarias balbucidas, cuya fórmula no aciertan a h allar los labios humanos, pero que de antemano son •entendidas de Dios (00). A quince siglos de distancia podemos seguir aún de a l­ guna mamera, en las galerías de las catacumbas, los pasos ((M)

I)k Kohhi: R om a Hottr.rransa, t. II, pá^H. 13-20 y láms. X X I X - X X X I V .

de uno de esos piadosos visitantes. H a b ía id o a p e d ir p o r una cierta S ofron ia — su m u jer, su in ja o su m a d re — . A n ­ tes de en trar en el vestíbulo del p rin c ip a l san tu ario, es­ cribe: Sofron ia ... vivas cum tuis: S ofron ia , v iv e con lo s tuyos.” Un poco m ás lejos, en la puerta de otra c a p illa , reitera el m ism o deseo, pero dán dole fo rm a m ás r e lig io s a : Sofronia, (vivas) in D o m in o : “ S ofron ia , o ja lá v iv a s en el S eñ o r!” Más le jo s aún, cerca del arcosolium de otra c a p illa , traza con caracteres m ayores, m ás regu lares, con letra s m o ­ numentales, esta tierna afirm ación : Sofronia dulcís, sem p er vives in D e o: “ D ulce Sofronia, v iv irá s siem p re en D io s.” Y deba jo, com o si no pudiese apartar de sí este p en sa m ien ­ to, ic p ite una v e z m as: Sofronia , vives : "S í, S o fro n ia , v i ­ virás.” P a rece adivin arse que recorrien d o esta re g ió n subterráneci, em balsam ada con el recuerau de ban S ixto, de Santa C ecilia, del P a p a Fabiano, m a rtiriza d o en tie m p o de D ecio; del P a p a Ponciano, m u erto en el destierro, y de tan­ tos oíros m á rtires desconocidos, el p eregrin o e x p e rim e n ta sucesivam ente sentim ientos diversos. L le n o de in qu ietu d, cuando llegó, p o r la salud espiritual o tem p ora l de a q u e lla a quien am aba, sintió cam biarse poco a poco su angu stia en esperanza y con vertirse esta en confianza du lcísim a, qu e se afirm a en un grito de triu n fo del am or ilu m in a d o p o r la fe. D e su peregrin a ción a las tumbas de los m á rtire s v o lv ió con la persuasión de que su oración h a b ía sido escu­ chada (67).

VI.

La apoteosis de los mártires.

C on cedida ya la paz a la Iglesia, en el decurso de todo el siglo IV , continúan las p eregrin acion es a las tum bas de los m á rtires: m ártires de persecuciones antiguas, m á rtire s de persecuciones recientes, m ártires cuyas reliqu ia s, ocu l­ tas a veces con piadoso cuidado para lib ra rla s de p r o fa n a ­ cio n es (68), acaban de ser encontradas p o r insignes o b isp os:

(67) B e Rossi: Roma sotterranea, t. I, pág. 259; t. I I , p. 15 y lámiña X X X I , 2, 4, 7. (68) Ibid., t. I, pág. 213.

por Ambrosio, en Milán (69), o p o r Dám aso, en Rom a (70). Sus cámaras sepulcrales se agrandan, se em bellecen, se adornan con mármoles, con pinturas, con mosaicos, con metales preciosas. Colócanse en ellas inscripciones conme­ morativas, algunas en verso, que preservarán del olvido tradiciones de altísimo valor. A nte las tumbas transform a­ das en altares arden lám paras llenas de óleo perfum ado. En los ángulos de los corredores subterráneos que a ellas conducen arden otras lámparas, que alum bran con su luz a la muchedumbre que desciende p or escaleras ensancha­ das, y se esparce par las galerías para visitar, cantando, las tumbas de los vencedores que les conquistaron con su san­ gre la libertad de profesar públicam ente su religión (71). Pero las cámaras sepulcrales, aun agrandadas, son har­ to estrechas para contener a todos los que qu ieren arrodi­ llarse ante el sepulcro, llegar sus labios al ven erad o m ár­ mol, llevar en un lienzo un poca de aquella tierra o en una ampollita unas golas del óleo de la lám para, únicas re li­ quias que entonces podían obtener, ya que no se consentía dividir los cuerpos de los mártires (72). Junto a la cripta de los más célebres testigos de Cristo o encim a de ellas, basí­ licas capaces de contener la m uchedum bre de peregrinas que levantan ya las columnas de sus naves, que sostienen artesonados resplandecientes de oro (73). A llí, en los días de aniversario, señalados en los calendarios en que las ig le ­ sias, apenas pasadas las persecuciones, reconstituyeron sus más gloriosos recuerdos, celébrase la m em oria de las m á r­ tires, protectores de los fieles y protectores de la ciudad, (69) S a n A m b r o s i o : E p . 22; D e exliort. virg in ., 1, 2. (70) «Quaeritur, inventus colitur», dice el elogio dam asiano de San E u tiquio: Inscr. christ. u rbis R om ae, t. II, p. 06, 105, 141. «E xtrem o tum ulus latu it sub aggere montis», dice una de las inscripciones puestas p or San D á m a so en las tumbas de los santos, Proto y Jacinto, y otra añade: «Sanotorum m onu* menta vides patcfacta.» Ib id ., pága. 30, 104, 108. (71) D e R ossi: R om a sottcrranaa, t. I I I , pág. 477. (72) San Gregorio el Grande, E p ís t ., I I I , 30.— Vóáse el catálogo de los óleos recogidos junto a las tum bas de los mártires romanos y conservados en la catedral de Monza: R om a sotterranea. t. I, págs. 175-182- Cfr. A rch im o storico lombardo, 1903, págs. 241-262. (73) P r u d e n c i o : P e r i S l e p h a n X I , 213-216; I I I , 191-200; C f r . R o m a sotUrranea, t. I I I , pág. 493; B uUet. di A rch . crist ., 1864, págs. 42-43; 1878, p á g i­ nas 129-130; 1880, pág. 111. 9* 6

con fe r v o r qu e el tiem p o n o ha atenuado. En esos nuevos santuarios de los m á rtire s hacen su p a n egírico aradores ce­ le b é rrim o s de la cristia n d a d triu n fa n te: Basilio, G regorio de N a zia n zo , G re g o rio de N isa, Juan Crisóstomo, en O rien ­ te; A gu stín en A fr ic a , A m b ro s io en M ilán, G regorio el Gran­ de en Rorma. En el n ich o ab sidal de la basílica semisubterrá n ea de los santos N e re o y A q u ileo, en el cem enterio de Dormitila (74;, se v e aún el lu g a r en que esiaua colocaua la cátedra don d e San G re g o rio M agn o pronunció una de sus h o m ilía s : “ L o s santos— dice— ante cuyas tumbas estamos reunidos, d esp recia ron el m u n do” , sancti, isti, a d q u o r u m t u m b a m c o n s i s t i m u s , s p r e v c r u n t m u n d u m (75). C u an do así h ab lab a el Pontífice, a quien sus contem po­ ráneos lla m a ro n “ el Cónsul de D ios” (76) y cuya poderosa m a n o p a re ce com o que cierra los tiem pos antiguos y abre la E d a d M ed ia cristiana, los m á rtires de Rom a reposaban aún en sus tum bas in violadas. Desde principios del siglo V, cu ando se d e jó de in h u m a r en las catacumbas, hasta prin ­ cip io s d el IX , en qu e los Papas acabaron de trasladar a las iglesia s los cu erpos de los m ártires para librarlos de las p ro fa n a c io n e s a qu e los exponían las invasiones de los lom ­ ba rd os y el triste estado de la cam piña rom ana, los cemen­ terios su bterráneos que rodeaban a la Ciudad Eterna si­ gu ieron sien do lu gares de peregrinación. Y no eran sola­ m en te los rom an os o los italianos quienes los frecuenta­ ban (7 7 ); acu díase a llí de todas las regiones de O ccidente: de E spañ a, de las Galias, de A lem ania, de In gla terra ; y los v ia je r o s qu e p o r devoción em pren dían un v ia je entonces tan la r g o y a veces tan peligroso, tenían a grande honor el prostern a rse ante todas las tumbas de los mártires. CoA^p-nse m uchos itin era rio s escritos para uso de estos pere•nos desde el siglo V I al V I I I , verdaderas G u ía s d e la £rl a C r i s t i a n a , que, p o r el orden de las vías romanas, in­ d ica n cada cem enterio, y en cada cem enterio las tumbas de

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B u lk t - di A rch . crist ., 1S74, lám . I I I . g a n G regorio el G ran de, H o m i l. X V I I I

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in E va n g . Mign’e, P . L .,

j n s c r i p - christ. urb. Romcie. t. I I , pág. 52. vónse el anim ado cuadro de un peregrino italiano a fines dol siglo iy ( ^ ^ ¿ Í c t o : P e r i S t e p h a n X I , 199-216. flzX

los mártires (78): documentos de precio inestimable, que mil doscientos años después sirvieron aun de guías al pe­ regrino más ilustre de nuestro tiempo, ya que fueron uno de los hilos conductores que guiaron a De Rossi en las ca­ tacumbas, las cuales, por obra de su genio, se han conver­ tido en libro abierto donde podemos leer, a la par que la psicología de los primeros cristianos, las diversas fases de su historia. V II.

Conclusión y resum en.

Hemos llegado al término y nos parece que apenas he­ mos desflorado el asunto. Es que verdaderam ente es in­ agotable. La historia de los m'áiiires se enlaza por doquier con la del mundo antiguo. Cuanto más se la estudia, más se multiplican sus puntos de vista. Las persecuciones constituyen parte principal de la política in terior del Imperio. El derecha aplicado a los cristianos ocupa consi­ derable lugar en su legislación. La economía social, en los tres primeros siglos de nuestra Era, no ofrece quizá hecho tan notable como la constitución de la propiedad eclesiás­ tica, la organización de la caridad cristiama durante las persecuciones y a pesar de ellas. La influencia de éstas en la emancipación de los esclavos, que con el m artirio afir­ man los derechos de su conciencia y se igualan con sus due­ ños, es otro gran hecho social, que no pasó inadvertido al espíritu sagaz de un librepensador como Rcnáin (79). Los modus vivendi, indicados o tolerados por la Iglesia, gracias a los cuales pudieron muchos cristianos conciliar los debe­ res de su religión con el ejercicio de funciones públicas al servicio del Estado pagano, nos ofrecen curiosas aplica­ ciones de aquella casuística en que, desde Cicerón, se com ­ placía la razón práctica y sutil de los romanos. Y par cima de todo, dominando los diversos aspectos de nuestro asunto, como cadena de montañas que desde todos los puntos del horizonte se columbra, las altas cuestiones morales y re­ ligiosas que implica el gran hecho del martirio, ante las (78) (79)

D k R o s s i : H um a fiotterranea, t. I, p á g s . 128-183. R knA n: L ' A n té ch ris t, pág. 173; M a r c - A u r e lc , pág. 610.

cuales nadie podrá pasar indiferente, y que solicitan la atenta reflexión del filósofo y la respetuosa meditación del cristiano. ¡Qué vasto campo de estudio para quien no se contente con una mirada de conjunto, sino que aspire a trabajarlo todo entero o, por lo menos, a roturar a fondo una sola parte! Yo juzgaría felizm ente cumplida la humilde tarea que me imipuse si hubiera logrado infundir en alguno de­ seos de ir más adelante y de someter a un trabajo personal, a un estudio metódico algún punto por lo menos del vasto programa que no he hecho más que delinear. Resumamos en pocas palabras, para terminar, las con­ clusiones que parecen ya definitivas. Una de ellas es la extraordinaria rapidez con que el Cris­ tianismo, apenas nacido, se propagó en el Im perio Romano y fuera de él, caminando, digámoslo así, a par del aposto­ lado y del martirio, y la conquista cristiana acabada ya por .entero en muchos países antes de tocar a su fin las per­ secuciones. Paralela a esta difusión geográfica del Cristianismo es su penetración social entre los civilizados y los bárbaros, entre los ignorantes y los letrados, entre los esclavos y la plebe, así como entre la aristocracia y la burguesía, por una igual adaptación a las inteligencias y a las condiciones de vida más diversas. Este doble hecho es tanto más de notar cuanto los con­ vertidos, al hacerse cristianos, sabían ya a lo que se com­ prometían, pues ninguno ignoraba que desde el punto mismo de su conversión estaban expuestos a ser tratados como enemigos del Estado y de los dioses, a ser cargados por la imaginación popular de negrísimas calumnias y a pagar con su vida los consuelos de su fe. Muy grande ha de ser el atractivo que la religión cristiana ejerce en las almas cuando tanto se propagó y tan hondamente pene­ tró en la sociedad, a pesar del continuo peligro y debajo de la espada siempre suspendida sobre la cabeza de los creyentes. Porque el martirio no fué un hecho restringido que so­ lamente alcanzase a contadas víctimas. El gran número de

por Ambrosio, en Milán (69), o por Dámaso, en Rom a (70). Sus cámaras sepulcrales se agrandan, se em bellecen, se adornan con mármoles, con pinturas, con mosaicos, con metales preciosos. Colócanse en ellas inscripciones conme­ morativas, algunas en verso, que preservarán del olvido tradiciones de altísimo valor. Ante las tumbas transform a­ das en altares arden lámparas llenas de óleo perfumado. En los ángulos de los corredores subterráneos que a ellas conducen arden otras lámparas, que alumbran con su luz a la muchedumbre que desciende por escaleras ensancha­ das, y se esparce por las galerías para visitar, cantando, las tumbas de los vencedores que les conquistaron con su san­ gre la libertad de profesar públicamente su religión (71). Pero las cámaras sepulcrales, aun agrandadas, son har­ to estrechas para contener a todos los que quieren arrodi­ llarse ante el sepulcro, llegar sus labios al venerado m ár­ mol, llevar en un lienzo un poco de aquella tierra o en una ampollita unas gotas del óleo de la lám para, únicas reli­ quias que entonces podían obtener, ya que no se consentía dividir los cuerpos de los mártires (72). Junto a la cripta de los más celebres testigos de Cristo o encima de ellas, basí­ licas capaces de contener la muchedumbre de peregrinos que levantan ya las columnas de sus naves, que sostienen artesonados resplandecientes de oro (73). A llí, en los días de aniversario, señalados en los calendarios en que las igle­ sias, apenas pasadas las persecuciones, reconstituyeron sus más gloriosos recuerdos, celébrase la m em oria de los m ár­ tires, protectores de los fieles y protectores de la ciudad, (69) S a n A m b r o s i o : Ep. 22; De exhort. v i r g i n 1, 2. (70) «Quaerítur, inventus colitur*, dice el elogio damasiano de San E u tiqiiio: InAcr. christ. urbis Roma*, t. II, p. 66, 105, 141. «Extrem o tum ulus latuit tub aggere montúi*, dice una de las inscripciones puestas por San D ám aso en ]&* tumbaa de los eantos, Proto y Jacinto, y otra añade: «Sanctorum m onumenta vides patcfacta.» Ibid., pág». 30, 104, 108. (71) D e Rossi: Jloma solts.rrama, t. I I I , pág. 477. (72) 8an Gregorio el Grande, Epíst., I I I , 30.— Véase el catálogo de los óleos recogidos jtinto a las tumbas de lo» mártires romanos y conservados en 1a catedral de Monza: Rr/ma aotUrranza, t. I, págs. 175-182; Cfr. Archivio storico l&mbardo, 1903, págs. 241-262. (73) P r u d e n c i o : Peri &!ephan.f X I, 213*216; I I I , 191-200; Cfr. Rom a sotUrranea, t. III, pág. 493; Buüel. di Arch. crist., 1864, págs. 42-43; 1878, p á g i­ na* 129-130; 1880, pág. 111.

con fe r v o r que el tiem po no ha atenuado. En esos nuevos santuarios de los m ártires hacen su pan egírico oradores ce­ lebérrim os de la cristiandad triu n fan te: Basilio, G rego rio de Nazianzo, G regorio de Nisa, Juan Crisóstomo, en O rien ­ te; Agustín en A fric a , A m b rosio en M ilán, G regorio el G ran ­ de en Rom a. En el nicho absidal de la basílica semisubterránea de los santos N e reo y A qu ileo, en el cem en terio de D om itila (V4j, se ve aún el lu gar en que esutua colocaaa la cátedra donde San G regorio M agno pronunció una de sus hom ilías: “ Los santos— dice— ante cuyas tumbas estamos reunidos, despreciaron el m undo” sancti, isti , a d q u o r u m t u m b a m consistim u s, s p r e u e r u n t m u n d u m (75). Cuando así hablaba el Pontífice, a quien sus contem po­ ráneos llam aron “ el Cónsul de D ios” (76) y cuya poderosa mano parece como que cierra los tiem pos antiguos y abre la Edad M edia cristiana, los m ártires de Rom a reposaban aún en sus tumbas invioladas. Desde principios del siglo V, cuando se d e jó de inhum ar en las catacumbas, hasta prin ­ cipios del IX , en que los Papas acabaron de trasladar a las iglesias los cuerpos de los m ártires para librarlos de las profanaciones a que los exponían las invasiones de los lom ­ bardos y el triste estado de la cam piña rom ana, los cem en­ terios subterráneos que rodeaban a la Ciudad Eterna si­ guieron siendo lugares de peregrinación. Y no eran sola­ mente los rom anos o los italianos quienes los frecu en ta­ ban (7 7 ); acudíase allí de todas las regiones de O ccidente: de España, de las Galias, de Alem ania, de In g la terra ; y los v ia jero s que por devoción em prendían un v ia je entonces tan largo y a veces tan peligroso, tenían a grande h on or el prosternarse ante todas las tumbas de los m ártires. Conócense muchos itinerarios escritos para uso de estos p ere­ grinos desde el siglo V I al V III, verdaderas G u í a s d e la R o m a C r is tia n a , que, por el orden de las vías rom anas, in ­ dican cada cem enterio, y en cada cem enterio las tumbas de (74) Bullet. di Arch. crist., 1874, lám. I I I . (75) San Gregorio el Grande, H om il. X V I I I in Evang. M ig x e , P . L . , tomo L X X V I , col. 1.210. (70) I n s c r ip. chri.st. urb. Romae, t. I I , pág. 52. (77) Vóane el animado cuadro de un peregrino italiano a fines dol siglo rv on P r u d e n c i o : P eri Stephan., X I , 199-218.

los mártires (78): documentos de precio inestimable, que mil doscientos años después sirvieron aun de guías al pe­ regrino más ilustre de nuestro tiempo, ya que fueron uno de los hilos conductores que guiaran a De Rossi en las ca­ tacumbas, las cuales, por obra de su genio, se han conver­ tido en libro abierto donde podemos leer, a la par que la psicología de los primeros cristianos, las diversas fases de su historia. V IL

Conclusión y resum en.

Hemos llegado al término y nos parece que apenas he­ mos desflorado el asunto. Es que verdaderam ente es in­ agotable. La historia de los m'ártires se enlaza por doquier con la del mundo antiguo. Cuanto más se la estudia, más se multiplican sus puntos de vista. Las persecuciones constituyen parte principal de la política interior del Imperio. E l derecha aplicado a los cristianos ocupa consi­ derable lugar en su legislación. La economía social, en los tres primeros siglos de nuestra Era, no ofrece quizá hecho tan notable como la constitución de la propiedad eclesiás­ tica, la organización de la caridad cristiana durante las persecuciones y a pesar de ellas. La influencia de éstas en la emancipación de los esclavos, que con el m artirio afir­ man los derechos de su conciencia y se igualan con sus due­ ños, es otro gran hecho social, que no pasó inadvertido al espíritu sagaz de un librepensador como Renán (79). Los m odas uiuendi , indicados o tolerados por la Iglesia, gracias a los cuales pudieron muchos cristianos conciliar los debe­ res de su religión con el ejercicio de funciones públicas al servicio del Estado pagano, nos ofrecen curiosas aplica­ ciones de aquella casuística en que, desde Cicerón, se com­ placía la razón práctica y sutil de los romanos. Y par cima de todo, dominando los diversos aspectos de nuestro asunto, como cadena de montañas que desde todos los puntos del horizonte se columbra, las altas cuestiones morales y re­ ligiosas que implica el gran hecho del martirio, ante las (78) (79)

R o s s i : liorna sottcrrane’iy t. I , p á g s . 128-183. R e n á n : L'Antéchrist, p á g . 173; Marc-Aurdle, p á g . 610.

cuales nadie podrá pasar indiferente, y que solicitan la atenta reflexión del filósofo y la respetuosa meditación del cristiano. ¡Qué vasto campo de estudio para quien no se contente con una mirada de conjunto, sino que aspire a trabajarlo todo entero o, por lo menos, a roturar a fondo una sola parte! Yo juzgaría felizmente cumplida la humilde tarea que me impuse si hubiera logrado infundir en alguno de­ seos de ir más adelante y de someter a un trabajo personal, a un estudio metódico algún punto por lo menos del vasto programa que no he hecho más que delinear. Resumamos en pocas palabras, para terminar, las con­ clusiones que parecen ya definitivas. Una de ellas es la extraordinaria rapidez con que el Cris­ tianismo, apenas nacido, se propagó en el Im perio Romano y fuera de él, caminando, digámoslo así, a par del aposto­ lado y del martirio, y la conquista cristiana acabada ya por entero en muchos países antes de tocar a su fin las per­ secuciones. Paralela a esta difusión geográfica del Cristianismo es su penetración social entre los civilizados y los bárbaros, entre los ignorantes y los letrados, entre los esclavos y la plebe, así como entre la aristocracia y la burguesía, por una igual adaptación a las inteligencias y a las condiciones de vida más diversas. Este doble hecho es tanto más de notar cuanto los con­ vertidos, al hacerse cristianos, sabían ya a lo que se com­ prometían, pues ninguno ignoraba que desde el punto mismo de su conversión estaban expuestos a ser tratados como enemigos del Estado y de los dioses, a ser cargados por la imaginación popular de negrísimas calumnias y a pagar con su vida los consuelos de su fe. Muy grande ha de ser el atractivo que la religión cristiana ejerce en las almas cuando tanto se propagó y tan hondamente pene­ tró en la sociedad, a pesar del continuo peligro y debajo de la espada siempre suspendida sobre la cabeza de los creyentes. Porque el martirio no fué un hecho restringido que so­ lamente alcanzase a contadas víctimas. El gran número de

mártires, no ya en los siglos I I I y I V — época en que este gran numero es reconocido por todos los autores serios— , sino también en el II y aun en el prim ero, está demostrado por textos perentorios, aunque desgraciadam ente ninguno de ellos nos ofrezca elem entos para una estadística que pueda expresarse en números. Este gran número de m ártires es más de a d m ira r cuan­ do se considera que todos aceptaron su suerte con entera libertad, de buen grado. Los m ártires no son vu lgares con­ denados por infracción de las leyes o p o r abandono del culto oficial: son condenados voluntarios, puesto que una palabra les basta para que se desista de la acusación, para que se anule la sentencia, para que cese el suplicio. Pero °sta palabra no salió de sus labios, porque prefirieron per­ manecer fieles a Jesucristo, con lo cual su m uerte se convir­ tió en triunfo de la libertad m oral, triu nfo p articu lar del Cristianismo, que, por sí solo, bastaría para establecer eso que Broglie ha llam ado su “ trascendencia” , ya que ninguna otra religión ni tampoco escuela alguna filosófica ha tenido mártires propiam ente dichos. Puédese rastrear la grandeza de este triunfo, así como la extensión del sacrificio de los m ártires considerando ahincadamente y por menudo sus pruebas m orales — re­ nuncia de legítim as ambiciones, ruina de toda su fa m ilia , ruptura de dulces y queridos lazos— y de sus padecim ien ­ tos físicos— suplicios atroces previstos por las leyes, o su­ plicios más atroces aún, inventados por una crueldad no contenida por el freno de ley alguna— . Y entonces se plan­ tea por sí misma esta cuestión: ¿puede explicarse por las solas fuerzas humanas la constancia de tantos m illares de personas, de todo sexo, de toda edad, que voluntariam ente soportan tales dolores en el discurso de tres siglos? Tales fueron las condiciones extraordinarias en que los mártires dieron su testimonio. Mas ¿qué va lo r tiene este testimonio? Muchos de los mártires pueden considerarse como testigos de prim er grado que conocieron directamente los hechos evangélicos o de la prim itiva historia cristiana; o porque los vieron con sus propios ojos, o porque sin in­ termediario alguno aprendieron de quienes los presencia­

ron, o, finalmente, porque no los separaron de estos últimos sino una o dos generaciones, es decir, un lapso de tiempo que permite aún a la tradición transmitirse viviente y como en la fuente misma. Los mártires más alejados del origen son ya testigos de segundo grado, pero, cuando m e­ nos, pueden atestiguar la tradición cristiana, conservada y enseñada por la Iglesia y cuyos anillos se podían aún con­ tar y comprobar en la época en que se acaban las perse­ cuciones. Éstas conclusiones de nuestro estudio, que difícilmente, a nuestro ver, podrán ser puestas en duda, nos permitirán, al concluir, saludar a los mártires como a los héroes más puros de la historia. Por eso han recibido honores que nin­ guna otra clase de héroes alcanzó jamás. No se les erigen solamente pomposos monumentos; no se les dedican sola­ mente inscripcicmes elogiosas, discursos, escritos, poemas, todo eso que Bossuet llama “ el magnífico testimonio de nuestra nada” , sino que millones de hombres permanecen en constante comunión con ellos, como con seres siempre dispuestos a escuchar súplicas y a dejar sentir su protec­ ción. Los invocaran sus contemporáneos, con súplicas que hallamos aún palpitantes en las paredes de las catacumbas, y seguimos invocándolos nosotros con una confianza que los siglos no han logrado enfriar. Como sus contem­ poráneos, nosotros también veneramos sus reliquias, asistimos al santo sacrificio ofrecido sobre sus tumbas, transformadas en altares. Ossibus altare est imposilum (80)

y vemos a Dios descender, digámoslo así, sobre sus huesos Illa

D e i sita sub pedibus

(81).

A l honrarlos, al hablar de ellos, al estudiarlos y aun al someter a prudente crítica los documentos que nos han con­ servado sus nombres y sus hechos, sabemos que no pesa(80) (81)

P r u d e n c i o : Peri Stcphanón, III, 242.

Ibid-., 213.

mos ún polvo muerto; sabemos que en el sudario de púr­ pura, cuyos pliegues apartan con respeto nuestras manos, son seres vivivientes e inmortales que descansan bajo la guarda de la viviente e inmortal Iglesia, que su sangre confirmó.

INDICE 5

P rólogo ..... Introducción

21

Capítulo I.— La propagación del Cristianismo

29

I. La predicación apostólica.— II. Difusión del Cristianis­ mo en la cuenca occidental del M editerráneo.— III . D i­ fusión del Cristianismo en las (provincias extram editerráneas. — IV. Difusión del Cristianismo en la cuenca oriental del M editerráneo.— V. Difusión del Cristianis­ mo en la provin cia de Siria.— V I. Difusión del Cristia­ nismo en. E gipto.— V II. Difusión del Cristianismo fuera del Im perio Romano.— V III. Difusión del Cristianismo en los campos.— IX. Difusión del Cristianismo en las ciudades.— X. Actividad del Cristianismo en Roma.— X I. Actividad del Cristianismo fuera de Roma. Capítulo II.— L a legislación persecutoria y sus cau sas..........

87

I. Situación jurídica de los cristianos en los cuatro p rim e ­ ros siglos. — II. E l “ Institutum neronianum” .— I I I . L o s edictos de persecución del siglo III.— IV. Nuevas fo r ­ mas de persecución en el siglo IV .— V. Ultim os esfu er­ zos del paganismo y paz de la Iglesia.— V I. Causas de las persecuciones: 1.a E l preju icio popular.— V I L Cau­ sas de las ¡persecuciones: 2.a Los prejuicios de los es­ tadistas.— V III. Causas de las ^persecuciones: 3.a Las mezquinas pasiones de los emperadores. Capítulo III .— Número y condiciones sociales de los m ártires... I. Núm ero de los m ártires.— II. Condiciones sociales de los m ártires.— III. E l m artirio entre los esclavos.— IV . E l m artirio entre los “ hum iliores” .— V. Los m ártires de la aristocracia. — V I. Los m ártires de la clase media. — V II. El m artirio entre los soldados.— V III . ¿ P o r qué los cristianos, siendo tantos, no form aron un p artid o p o ­ lítico ?

123

Capitulo IV .— Padecimientos morales de los mártires ..............

165

I. Pérdida de los bienes.— II. Pérdida de la posición so­ cial.— III. Conflictos de conciencia.— IV. Obstáculos que «stas pruebas ponían para la conversión.— V. Pruebas especiales a que estaban expuestas las mujeres cristia­ nas.— V I. Las separaciones familiares. Capítulo V.— Los procesos de los mártires .................................

199

I. Evolución del Derecho penal romano.— II. La arrestación.— III. Los m ártires en las prisiones.— IV . La ins­ trucción del proceso. — V. E l in terrogatorio. — VI. tortura.— V II. La sentencia. Capítulo V I.— Los suplicios de los mártires ..............................

231

I. El destierro, la deportación y los trabajos forzados.— II. Situación jurídica de los cristianos respecto de los suplicios.— III. La decapitación.— IV . La pena de la h o­ guera.— V. La exposición a las fieras.— V I. La crucifi­ xión.— V II. La sumersión.— V III. Suplicios no p revis­ tos en el Código. Capítulo V II.— E l testimonio de los m ártires .............................

259

I. Significado de este testimonio.— II. Varios grados en el testimonio de los mártires.— III. Caracteres del testi­ monio de los mártires. — IV . Eficacia del testimonia de los mártires. Capítulo V IL — Honores tributados a los mártires ..................... I. El entierro de los mártires. — II. Los sepulcros de mártires.— III. La “ vindicatio” de los mártires.— IV . devoción del pueblo cristiano a los mártires.— V. La tercesión de los mártires. — V I. La apoteosis de m ártires.— V IL Conclusión y resumen.

los La in­ los

283

Pág.

i.

V i r o n e s y s ím bo lo s: oscuridad dim anente y regla h e r m e n é u t i c a .............................. 1(58 Lugar ich E z e c h i c l , B o n n 1923 en l o s l u g a r e s c o r r e s p o n d i e n t e s a 3,14 ;3 ,2 2 -2 7 ;2 1 ,l 6-27 ;33,21 y - M - 8 .

les son las profecías mesiánicas, se hayan buscado las más variadas interpretaciones.

6.

Explicaciones totalmente desacreditadas: insince­ ridad y alucinación. Entre esas interpretaciones, hoy han quedado desacre­

ditadas las que buscaban salida en afirmar la falta de sin­ ceridad de los profetas cuando vaticinaban (O. Esta explicación queda desechada al considerar con los documentos históricos en la mano la vida irreprensible y jamás tachada de aquellos hombres, la gloria más pura de Israel, que soportaron frecuentemente la contradicción no sólo de su propia índole, como en el caso de Jeremías, sino la persecución pertinaz y aun la extrema, por cumplir su misión, aquella dura misión que ellos enunciaban con sus solemnes hieráticas fórmulas: así me habla Yahvé, dice Yahvé.. Ni menos desacreditada lia quedado la interpretación de una anormalidad mental que los hiciera videntes de lo in­ existente. Sus obras, sus acciones, con frecuencia extendi­ das en un ministerio de veinte, treinta, cuarenta años, en medio de las más opuestas situaciones, públicas y p riv a ­ das, mantenidas con el equilibrio más inalterable, la cons­ tancia más desconcertante, la paz imperturbable ante los peligros más graves, han dado el mentís más rotundo a tal interpretación. Sería preciso además explicar la clarivi­ dencia profética de tales visionarios y los prodigios con que confirmaron la autenticidad de su misión. Ni es posi­ ble en esta hipótesis decir por qué después de Malaquías en los últimos siglos antes de Cristo, en circunstancias análogas, en época de lucha ardorosa como la de los Ma-

cabeos,

no

se

produ jeron

los

mismos

fen ó m en o s

que

antes (fi).

7.

E x p lic a c ió n

lla m a d a s ic o ló g ica .

Una tercera explicación más sutil, más especiosa, m u ­ cho más extendida es la llamada s i c o l ó g i c a . Según ella, hay que p a rtir de un hecho y es la since­ ridad y perfecto estado mental de los p ro fe ta s cuando ha­ blan de sus comunicaciones divinas. P e r o la incumbencia de la investigación científica es e x p lic a r ese hecho de un modo plausible, excluida toda in terv en c ión sobrenatural de Dios, toda fo r m a de com unicación d iv in a que supere las fuerzas naturales. A s í quedará explicado cóm o los p ro feta s han podido dar sus palabras p o r palabras de D ios sin serlo en un sentido estricto. T re s variedades se presentan en la te o r ía sicológica. Son retoques y elaboraciones sucesivas dadas a la teoría en vista de los puntos débiles que iba presentando al estudio. L a p rim e ra es la de Kuenen, quien se exp resa en estos térm in os: Nuestra manera de enfocar el p r o fe tis m o nos p erm ite com prender cómo los profetas han llegado a dar su palabra como palabra de Dios. D e repen te una idea h iere su mente, una convicción se apodera de su espíritu para no abandonarle jamás. Esta verdad que t o m a por p a ­ labra del m ism o Dios, no le ha venido, él b ien lo sabe, por el camino ord in a rio del raciocinio. P o r eso la distingue él sin trabajo de sus p ropios pensamientos... p ero ha p ro ce­ dido de una disposición p articu lar del p ro fe ta , y esa dis(6) A. C o n d a m i n , art. oit. p. 390.— Suele a d u c ir s e a E z e q u le l c o m o e j e m p l o l i p l c o de alu c in ad o m o r b o s o . Sin embarsro, n i n g u n o de los p a s a je s ad u c id o s p r u e b a la a f i r m a c i ó n . P r e s c i n d ie n d o de que son c o m ­ patib le s e sta d os de p arális is,afas ias ,e tc .,c on p e r f e c t o f u n c io n a m ie n t o in t e le c tu a l.L o s p a s a je s p u e d e n v e rs e c o m e n t a d o s y a n alizad os en H e i n i s c h , Das B>tch R z e c h ic l, B o n n 1923 en los lu g a r e s c o r r e s p o n d i e n t e s a 3,14;3,22-27;24,16-?7;33,2t V M - 8 .

posición ¿110 es la obra cspccial de D ios ? Todo el error del profeta consiste en que la acción de Dios sobre él habría tenido a sus ojos un carácter demasiado excepcional, de­ masiado absoluto. Del mismo modo se expresan Ewald, Re­ vil le. Heuss. La segunda variedad es la de Sabatier, que trata de hallar una explicación al imperativo interior irresistible que para hablar en nombre de Dios siente el profeta. Según él, el nabí se desprende pronto de las formas bajas del profetismo profesional y se eleva infinitamenlo más alto. El que era un mero adivino se Irasforma en orador político y en predicador religioso. Sus discursos son más graves, mejor razonados, más elocuentes. ¡Sin duda afir­ mará que sus palabras le vienen de Yalicé. ni siquiera es libre para hablar de olra manera, ni de callarse. Pero esta inspiración divina, como en Juana de Arco, no tiene nada ni de equívoco, ni de malsano. No es olra cosa sino la obsesión interior de un grande pensamiento y de un irre­ sistible deber que llenan su alma y cuyo origen sicológico escapaba a su conciencia. Finalmente el conocido sicólogo W. James hace uso de la teoría del subconsciente y la aplica a nuestro caso. La sicología y la religión están de acuerdo, dice, en admitir que existen fuerzas exteriores a la conciencia clara del individuo, que juegan en su vida un papel redentor. Pero para la sicología esas fuerzas son inconscientes, obran por incubación o cerebración más o menos rápida, lo que quiere decir que son inmanentes al sujeto. Mientras que para la teología cristiana, son manifestaciones directas y sobrenaturales de un Dios transcendente. Para James, por tanto, en lugar de una luz o una ver­ dad que provienen del exterior por virtud de la acción sobrenatural de Dios, se trata de procesos síquicos sub­ conscientes, que maduran en la sombra y de repente erump e n en la conciencia. Pero lo característico de dichas irrupciones del s u b c o n s c ie n t e en la conciencia clara es que

se objetivan y producen al sujeto la sensación de que es movido por una fuerza extrínseca. Así se explican todas las visiones, audiciones, (éxtasis, revelaciones en todos los grandes reformadores, grandes santos, grandes herejes... y en los profetas. Como por otra parte el sujeto no sabe de dónde le vienen, cree que son impulsos misteriosos, ideas obsesionantes, visiones, audiciones... E x a m e n de la te o ría xicolóyic.a. A n t e s d e p a s a r al e x a ­ m e n d e la t e o r í a s i c o l ó g i c a , c o n v i e n e p r e c i s a r el p r o b l e m a y los d a t o s c o n q u e c o n t a m o s p a r a r e s o l v e r l o .

El problema es: ¿son los profetas hombres meramente providenciales, excepcionales con respecto al vulgo, o son además hombres actuados por Dios directa y milagrosa­ mente, a los cuales les comunica sus juicios sobrenatural­ mente? Para resolverlo nos encontramos ante los siguien­ tes considerandos: 1.° Es cierto que en nuestro problema hay que escu­ char el testimonio de los profetas mismos. 2.° Esos profetas están persuadidos de que poseen el espíritu de Dios y de que enuncian palabras de Yahvé, no propias. 3.° Por otra parte son conscientes de la potencia y majestad y de los demás atributos de Yahvié y de su propia miseria y nada. Y, sin embargo, declaran que trasmiten palabras de Yahvé. 4.° ¡Si se analiza esta persuasión, aparece inadmisible que por varios siglos y en circunstancias graves, un hom­ bre cualquiera pudiese reprender al rey. señalarle el ca­ mino que debe seguir, acusar a los principales del pueblo y al pueblo mismo, tachar de criminales a los sacerdotes, y todo esto en nombre de Dios, sin haber sido obligado a exponer una prueba suficiente de su misión. Porque no bastaba, en tales adjuntos, afirmar: soy profeta, sino que era necesario dar las pruebas, sobre todo si el profeta era un joven. Cuando por ejemplo vemos a Isaías que para confirmar sus palabras se ofrece a hacer un milagro grande

a placer del rey ¿cómo, si no hubiese antes probado eficaz­ mente su legación divina, hubiera merecido asentimiento, ni lo hubiera esperado él mismo? Léanse a este respecto Amos 7.15, Jeremías 20.12-15, Ezequiel í).17:16.7ss; Zaca­ rías 2.9;4,9. 5.° No se trata de investigar c ó m o so hizo a dichos hombres la revelación o comunicación divina, si por una voz exterior, o por una visión interior im aginativa o m e­ ramente intelectual. Sino que se traía de saber si Dios habló en sentido propio, de tal modo que esa habla no pueda atribuirse al ejercicio natural de las facultades hu­ manas. 6.° L a demostración de un habla sobrenatural divina no estriba en solas las expresiones “ D io s m e ha e n v i a d o ” “ D io s m e ha h a b la d o ” . Dichas afirmaciones solas no de­ muestran un habla o revelación estrictamente dicha. Un tuen pensamiento que tengo puede llamarse latamente voz de Dios. Cuando digo “ D io s m e ha enviado para c on s ola­ ros'"1 no es necesario que afirme yo tratarse de una misión en el sentido estricto de la palabra. Bastaría tomarlo on oí sentido de un designio providencial. Supuestos estos considerandos, decimos: Contra ose modo de hablar en sentido impropio y amplio se levantan las afirmaciones de los profetas que niegan haberse de tomar sus comunicaciones con la divinidad en ese sentido impropio, que on medio de sus acerbas disputas con los seudoprofetas niegan que las propias declaraciones sean “ p e n sam ien tos de su cora zó n ” de su e s p íritu . Afirman por tanto el sentido estricto de sus declaraciones:

“ D io s

me

d i c e ” “ D io s me ha c o m u n ic a d o ” ... Cf. Ezequiel J.3,3-7;22.

28. Jeremías 28,15-17;23,i6-22. La seguridad con que/un Jeremías habla contra sus adversarios los seudoprofetas, sin temor de ser refutado, demuestra que no entiende en sentido lato Ja expresión, de lo contrario cualquiera de sus enemigos hubiera podido decirle: también a mí me ha

hablado Dios, qu iero decir, coa habla impropia, por medh> de los acontecimientos de la historia, por medio de la contem plación de sus obras en la naturaleza. En la teo ría sicológica queda sin explicación la erupción en la conciencia clara de ideas que exigen una incubación en la conciencia oscura o subconsciencia. Tal incubación es im posible en el caso de Balaán renitente a la voz de Dios (?), de Natán, el cual después de haber dado a David consejo de e d ific a r el templo, hubo después de revocarlo (S), rio Miqueas. el cual p ro m ete decir lo que Y a h v é le revele, y después anuncia la d errota ( sugestivas d i s c u s i o ­ nes... P e r o c u a n d o un a s t r ó n o m o tan p r o f un d o c o m o Ku~ g l e r nos da la ¡prueba de q u e un calendario r egul ado c i e n ­ t í f i c a m e n t e no e x i s t i ó si no en época tardí a . no e.s l í c i t o r a ­ z o n a r al r e r e s . g p a r t i e n d o de ciertos presupuestos c o m o por

e j e m p l o . una d o c t r i n a

dudosa, l legar a c o n c l us i o n e s

s o b r e c o n o c i m i e n t o s as t r o n ó m i c o s , cuya prueba nos f a l l a E s t o sea d i c h o p r i n c i p a l m e n t e sobre la r et r og r adaci ó n de l os e q u i n o c c i o s , ya que, p ar a habl ar breve g c l a r a m e n t e . el c o n o c i m i e n t o de la r e t r o g r a d a c i ó n supone cu qui en lo p o ­ see un gi'ado de c i e n c i a a s t r o n ó m i c a absoluta me/de i n c o m ­ patible

con

el c a r á c t e r m e r a m e n t e e mp í r i co y (pueri l

de

las o b s e r v a c i o n e s q u e es nota di s t i nt i v a de los d o c u m e n t o s a s t r o n ó m i c o s aun de la época asirí a p o st er i or (23). Más allá fué aún en oslas confesiones reconociendo lo definitivo de los trabajos de Kugler, el director de la r e ­ vi st a cual (23)

al e ma na

de

Asiriología.

oj

protestante

Bezold.

el

en reunión general de la Academia de Heidelberg (3 O.c.vol.9 p.433 nota y 426

bL.

J9 1 0 )

tuvo

a

honra

hacerse

o)

paladín

del

católico

K n g l e r y de s u s t r a b a j o s ,

p r e s e n t á n d o l o a la a s a m b l e a con

la m á s b e n é v o l a

y c o n f i r m á n d o l o s con

sim palía

el p e s o

de

su c i e n c i a y de s u a u t o r i d a d . Podía

con

razón

ci enci a m a g i s l r al , cribir

en

una

t ítulo

es

un

cultivadores

Kngler

más

aún

revista grito

de

la

con que

la

seguridad

los a p l a u s o s

i n t e r n a c i o n a l hubiese tenido otra base que especulaciones astrológicas de

Cnldo.n! Cuánta fuerza sacó el pueblo elegido de su fe en e| futu ro Mesías!

Cuántas veces en las situaciones más

(iMHsporuriuH, en invencible energía, mientras nrtás lo azo-

taban las o l a s d e l a a d v e r s i d a d , m á s s e a d h e r í a u r oc a d e s a l v a c i ó n

indefectible!

K^ a f e i n c o n c u s a d e b í a t e n e r r a í c e s m á s una m o r a

fantasía

que a b e r r a c i o n e s mot i vo

sino

coloraban

eri

a s t ro l o g í a . vida,

la

clamorosa

fie

han

y

caido

hecho

í)ios

Ksta único

y

es en

cam ino

a de

aquellas quo vaticinios '"on

otros

con

toda

precio

de

como han

fe

de

los

libros

m illones

del

esa. a f i r m a c i ó n n o

la

única

la h i s t o r i a

humana,

el

del

alm as.

Sus

hablan

ísrael

es f a l s a ,

explicación

más

la

d e los p r o f e ­ de

de

con

oráculos

que

pueblo

de

propia

azotaban

los

protestando

historia

clase la

recibido

M ientras

olvido,

la

que se

profetas

no

razonable p r o f o t isrno

se

en alza

es e x a ­ de

ese

israelí­

b í b l i c o (25).

Posición Católica y método legítimo

Negados H

y

abiertos, la

tico. e| m o s i a n i s m o

ni.

unas

e n el

a

salvar-ión,

realizaciones.

para d e m o s t r a r q u e gerada.

aun

mas

reconoció n u n c a otro

oposición

de

nutriendo

no

profetas,

obstante,

ruina,

continúan

n o m b r e de

radical

no

las

tas c o n t i n ú a n berilos

más

sus

que firmes

profundas

extranjeras,

Israel

de

promesas

rio

paganism o

m itologías

hum anas.

que

ofrecían

pronuncios

de

palabra

la

y

como

su fe,

con

este

punto

dificultades se p u d i e r a n

m esiániros. respecto

14. a)

No

de

a

nuestro

de

carácter

oponer

nos

estudio

y

general,

despejado o

sea

de

a todos y c a d a u n o d e los

queda

establecer

nuestra

posi-

ellos.

D e fe c to s que hem os de evita r. n i

’ m k i u ),

d e a d v e r t i r os q u e

SINO

c a l i d a o

no t r a t a m o s

.—

Lo

prim ero

que

hemos

de a c u m u l a r sin disc rec ión

W ) S o b r o ol m o s i a n i s m o b a b i l ó n i c o y su r e l a c i ó n c o n e l t í . A . V A C .'A in , I l n h i l n n i s i n o c M e s s i n n i s m o , L a S c u o l a C a t t o l lo u 192^,401'■22, d o ( t i , io n h o l l í n t o m a d o m u r h ii p a rte do esto p u n to de nu estra e x p o s i c i ó n ; A . C o n d a m i n , l i a b t j l o n c et l a - D i b l e . DA1-C I P a r í s 1909 c o l . *17 f»- M?n

34 30:

Konic. Di n m c s s i a n i s c h c n W e i s s a g u n g c n , 1925 Sttutg-art p. L. I^KNNK^Ki*r), M r s s la n ls r n c . HTHC X. 2 col. 1553-1555.

oráculos sobre oráculos, como si desconfiásemos de la füersa probativa de cada uno y la buscásemos en su nú­ mero aplastante. Es verdad que a veces, en algunas obras de apologética más vulgar se ha seguido ese procedimien­ to, pon» con detrimento de la autoridad de sus autores y por repercusión con detrimento de la confianza en los demás. b) T e x t o o r i g i n a l , n o v e r s i ó n d e f e c t u o s a .— Otra causa de falta de solidez en la exposición de los vaticinio? mesiánicos ha sido no pocas veces la ignorancia del texto origina). Por citar un solo ejemplo, en Habacuc 3.2 leían muchos con antiguas versiones: uen medio de dos anima­ les serás conocido", con lo cual creían tener un preclaro anuncio de la natividad de Jesucristo en el establo de Be­ lén y hasta entre los dos tradicionales testigos irracionales que vemos en nuestros Nacimientos. Pero el texto hebreo, único que en este lugar se ajusta al contexto, nos dice: *ht obra la harás patente en el decurso de los siglos." r ) A t e n c ió n a l c o n t e x t o . — Finalmente otro defecto aún hemos de señalar y es el descuido del contexto. Las profecías, como todo discurso humano, no son bloques erráticos separados de todo cuanto las rodea, sino que es­ tán encuadradas en un contexto próximo y otro remoto, que son decisivos para su interpretación, como para la de cualquier obra literaria. Por negligencia de dicho con­ texto se Ilesa a interpretaciones erróneas y a veces ri­ diculas. Asi el célebre texto de Isaías i.6 “desde la planta del pie hasta la coronilla de la cabeza no hay nada sano em descoyuntándolo de su contexto se le ha querido h afer un anuncio de la multitud de dolores corporales de O is t o en su Pasión. Pero si se considera el contexto, pronto se echa de ver que aquí no se trata de otra cosa que de las calamidades sufridas por el pueblo judio per­ sonificado oratoriamente.

P ro c u ra n d o e v ita r estos escollos, hem os elegido c u id a d osam en te p a s a je s en q u e texto y contexto estudiados con todo c u id ad o en su sen tido in tegral, nos descu bren p re d ic ­ ciones concretas y p re cisas y en n ú m ero suficiente p a r a q u e cuan do veam o s su re a liz a c ió n exacta, a u n q u e no se rv il y m a te ria l, en n u estro d iv in o R edentor, podam os gozarn os en la d iv in a p re p a ra c ió n in telectual de su p erso n a h istó ­ rica. al m odo q u e el re fle x iv o e in tu itiv o d isc íp u lo am ado lu e go de c o n tem p lar el se p u lcro vacío, los lienzos y el s u ­ d ario , aco rd án d ose de la p a la b r a de J esu cristo m ó los h e ­ chos y creyó.

IV. La

elección

Fruto de este estudio de a q u e llo s

textos p recisam en te

qu e nos

an u n cian un M esías paciente, a b ru m a d o de d olores físicos y m orales, la hem os hecho atendiendo a un d ob le fin. P rim e ra m e n te , como ya d ijim os, de en tre todas las p ro fe c ía s so b re Jesucristo, éstas son las m ás distantes de todo cuanto p ueden la m ente y las a sp ira c io n e s h u m an as id e ar y c o n s tru ir: p ru e b a u n a vez m ás de su o rig e n so b re ­ n a tu ra l. E n segun d o lu g a r es el espectáculo de un D io s -H o m b re p ad ecien d o en su n atu rale za h u m an a todos los aspectos del d olor, la g ra n clave, la ún ica clave p a r a c o m p re n d e r ese m isterio de la P ro v id e n c ia so b re los h o m b re s q u e es el d olor. Y a el A n tig u o Testam en to h a b ía en trevisto la s o lu ­ ción de ese enigm a to rturan te y en el in c o m p a ra b le p o e m a de Job se justifica su ficien tem en te esa P ro v id e n c ia , p e ro solo b a jo un aspecto y no el m ás p r o fu n d o : a u n el ju s to s u fre , si no p a r a e x p ia r pecados q u e y a ten ga p u rific ad o ssi p a ra a q u ila ta r y v ig o riz a r su s v irtu d e s en la p ru e b a . P e r o solo cuando m ira m o s al R ed e n to r en su P a sió n . R e ­ d entor q u e no tiene pecados p ro p io s q u e e x p ia r, q u e n o necesita de la p ru e b a p a r a v ig o r iz a r su s v irtu d e s, p oseíd as

por El 011 grado periodo, y que sin embargo sufro en grado lal que siempre será modelo y ejemplar do lodos Jos que si- fren acá

abajo, es cuando se comprende que el

in*m» una

virlud

Irasformadora,

una

vi rtud

dolor

expiadora

lidaria con toda la sociedad universal, una virtud que convierte en causa de la Irasformación moral de todos los hombres, con los que nos une un vínculo de naturaleza

s


MI, ifí.W,

(37;

ir».

otro desconocido, discípulo,

según

unos, del D euteroisaías v (e s decir, después del des­ tierro, hacia 519-515), según otros, contemporáneo de M a ! a qufas (h acia 450). E s te segundo desconocido es llamado por los autores Tritoisaías. E s t a s eon las partes, por decirlo así, macizas, que son d isputadas a Isaías. D e otras más peque ñas no nos ocupamos. Antes del siglo 18, si exceptuamos las dudas m anifesta­ das por Aben E z r a con este motivo, nadie había disputado ol profeta estas dos partes del libro que hoy leemos bajo su nom­ bre. Pero desde el s. 18 con Eichhorn y Dóderlein comienza la crítica nacionalista a declararse por la negativa, aunque no faltan voces en con trano. E ntre les católicos, un reducido número ( F . E . G i g o t . Th e A u th o r s h ip ot Is a ía s 40-66, en N e w - Y o r k R evie w 1905 p. 277-296; G. B a r r y , T h e T ra d it io n of S c r i p t u r e , London 1906 p. 78-87; S. M lN O C C H l, L e p rofez ie d 'Is a ia , F irenze 1907 p. 166s) antes de la respuesta de la Comisión Bíblica de 28 de .junio de 1908 se adhirió con f e r v o r a la afirm ación de los aca­ tólicos, aunque, naturalmente, sin d e ja r de excluir aquellos prejuicits que en muchos de los racionalistas no dejaban de in fluir bastante en su posición v g . : la negación o dificultad de adm itir lo so bre n a tural del vaticinio. T re s son las clases de argum entos con que se ha im p u g ­ nado la unidad del autor. E l primero es la diversidad de marco, o de ambiente de los vaticinios. En la p rim era parte de Isaías el destierro aparece en horizonte lejano, el am ­ biente es el de la m on arqu ía floreciente de los tiempos de Acaz, Ezequías, etc. E n la segunda estamos en pleno des­ tierro babilónico: Babilonia, no A sur, es la ciudad temible, (iueña de las naciones; Jerusalén y el templo yace destruida; el p rofe ta d irig e la p a la b r a a los desterrados, nunca a sus coetáneos; la caída de Babilonia es próxima, más aún, el nombre de su conquistador aparece concreto como los rasgos de su f i g u r a y de sus campañas, es Circ el persa, que se a po d era p rim ero de Media, derrota a Creso de Lidia, subyuga los pueblos del N o r t e y del E ste y, finalmente, en 539 entra t r i u n f a d o r en Babel. Este es el cuadro en que se mueve el p ro fe ta de los cc. 40-55. E l segundo argum ento procede de la diversidad de lengua y estilo. E n Is 1-39 el estilo es más cortado, más concentrado, m á s oratorio, cargado de conceptos e imágenes que como torrente impetuoso se desbordan. E n 40-55 el estilo es más abierto, más copioso, fácil, pulido, extenso, amplificado; se repite con frecuencia un mismo concepto, una idea. L a dieque vivió en tiempo de Z a c a r ía s

ción también se distingue v g . : es propio del Deuteroisaías el uso de participios epítetos del nombre de Dios (creante — creador, modelante= modelador, salvante = salvador...) Es ca­ racterística la repetición frecuente en 45-55 («consolaos, consolaos»! «yo, yo. Yahvé...»). Sin embargo, el argumento de lengua y estilo no es considerado por los más sobrios entre los críticos como decisivo o preponderante. El tercer argumento es la diferencia de ideas. En 1-30 el Mesías es rey glorioso, victorit«o. que derrota a todos sus enemigos y los domina. En 40-55 es el Siervo de Yahvé, el más digno de compasión de los mortales, que padece por los hombres y de parte de ellcs los mayores males, abandonado de todos, herido por Dios mismo. Hemos expuesto brevemente la posición negativa. Vea mos ahora la afirmativa. De una parte nos encontramos con una tradición antiquísima, de doble color, dogmático y crí­ tico. que mantiene la paternidad de Isaías para todo el libro (tomado, se entiende, en su conjunto. Particulares pasajes cuando para eilo militan graves razones y a ello no se opon'' ninguna de orden dogmático, pueden ser negados al hijo d° Amos), y de otra los argumentos en contra, ni cada uno de por sí. ni todos a la vez son tales que determinen a abandonai la atribución tradicional. En consecuencia es más sabio en el estado actual de la ciencia bíblica mantener el origen isayano de todo el libre. La tradición es antiquísima en favor de la autenticidad En efec'.o, el libro dd Eclesiástico, cuya composición data del 200 al 180 antes de Cristo, poco más o menos, en su parte* final entona un himno de alabanza a les hombres ilustres del pueblo de Dios, desde Abrahán hasta Simón, hijo de Onías, Sumo Sacerdote en tiempo del autor. En esa galería épica hay unas palabras sobre nuestro profeta y en ellas se le atri­ buye la parte del libro llamada Libro de la Consolación c. 40 Dice así. c. 48. 24-25 (Vulgata c. 48. 27-28), después de llamarlo «el gran profeta tan fidedigno en sus vaticinios» v de conmemorar los dos milagros (cf. 4. Rg 20, 11; Is 38) hechos delante de Ezequías: v. 24. «fuertemente inspirado vio el futuro y consoló a los que lloraban en Sión. v. 25. H ast í el final de los tiempos anunció el porvenir, y las cosas ocul­ tas. antes q w ’ sucediesen». Como no tratamos aquí de expo­

ner la cuestión extensamente, no discutiremos por menor el texto alegado. A nuestro parecer no responde a la plenitud de admiración del Eclesiástico por la fuerte inspiración d« vaticinador que expresa sobre Isaías, haciendo, como se vé. gran fuerza en el futuro remoto, el restringirla a la predic­

ción de la ruina de Babel por Ciio. del retorno del pueblo (p a r lo deanás sin los colores con que los describió el p r o ­ f e ta ) de la reconstrucción de Jerusalén y del Templo. C r e e ­ mos además que « l a s cosas ocultas antes que s u c e d ie s e n » no se refiere a cosas fu tu ra s en tiempo del S irác id a y en eaa caso el v. 25 adquiere aún m a yor relieve por lo que hace al g ra n número de predicciones. « L o s d< s versos enseñan cla­ ramente que el autor del Eclesiástico leía en su libro del profeta Isaías los capítulos 40 y siguientes y que tenía a Isaías por autor aun de esos capítulos. E l verso 24 en su s e ­ gunda parte combina a Is 40, 1 con Is (>1. 3. E l verso 25 se mueve en un campo de ideas muy queridas del D eutero isaías ( I s 41, 2 2 s; 42, 9; 43, 9; 44, 7; 45, 21; 46, 9 s ; 47; 13; 48, 3f y aun verbalmente alude a pasajes d euteroisaianos». A s í e x ­ presa N o r b e r t o P e t e r s ( D a s B u c h E c c l e s i s t i m s , 1913 M ü n s ter i. W . p. 416) el juicio que una lectura serena y reflexiva, exenta de prejuicios, deduce del pasaje. Bien es ve rd ad que el valor del texto en f a v o r de la autenticidad ha sido e n e rv a ­ do por algunos aun entre los católicis. E l mismo Peters lo hace con estas p a l a b r a s : « p o r otra parte no h a y que e x a g e ­ r a r la im portancia de estos versos p a ra la cuestión isay an a Porque el autor en su exposición h ag ád ic a pinta a Isa ía s con colores tomados a la concepción histórica de su tiempo. A dicha concepción pertenece, naturalmente, el tener a Isaías por autor de los cc. 40-66». Y después de c o m p a r a r nuestro caso con el de la L e y descubierta en tiempo de Josías. com­ paración que no se sostiene, te rm in a: « N u e s t r o p a s a je en. n i n g u n a m a n e r a contiene, aun p a ra los exeg&tas que creen en la in s p ir a c ió n , u n a ra z ó n d e fin itiv a en la cuestión ore el a u to r de Js 40 y s i g u ie n t e s ». D os advertencias hacemos a

estas p a la b r a s de Peters, con las cuales fijam o s m ás nuestro juicio sobre Eclesiástico 48. 24-25. E s frecuente hoy entre ciertos autores acudir, cuando se trata de testimonies in sp i­ rados en pro o en contra de la autenticidad de algún libro sa g rad o , al sistema de la acomodación. E n nuestro caso dice P e te rs: « e l autor, cu su exposición, h a g á d ic a , pinta a Isa ía s con colores tomados a la concepción h istórica de su t i e m p o ». D e la misma m anera dice C o p p e n s ( H i s t o i r e c ritiqu e de V A n c i e n t T esta m en té . 1942 p.189 noca) : « cuando estos te stigo s (los autores inspirados, los P a d res , etcétera) se c o n f o r m a n a las opiniones de sus c o n t e m p o r á ­ n eos en la a tribu ció n de los L i b r o s sa gra d os a sus a u t o r ' s tra d icio n a les ; ¿ t u v ie r o n ve r d a d e ra m e n te in tención de z anij a r u n p r o b le m a crítico?... ¿ N o es peligroso m ez cla r su a u to r i ­

dad , en p articular la de Cristo, en la solución de nuestras pequeñas querellas filo ló g ica s ?». E s ta s apreciaciones de Cop-

pens por tocar la cuestión de principio tienen más alcance que la de Peters (a u n qu e este supone también el principio resuelto). Respondamos prim eramente que debe probarse, no afirm arse gratuitamente, la existencia de la acomodación Notemos en segundo l u g a r que mezclar la autoridad de di­ chos testigos en querellas que sean única y exclusivamente filológicas, es injusto y anticientífico. Pero cuando' apaiVo del aspecto filológico, h a y otros que interesan al contenido doctrinal, ya no es lo mismo. N i hace fa lta que los autores sagrad o s tuviesen intención de z a n ja r un problema crítico. B a s t a con que de hecho el juicio verdaderamente expresado por ellos (no obrando por acomodación) sea opuesto a una de la s p artes contendientes. P o r eso, si el Eccles. 48, 24-25, en verdad, como dice Peters, tenía a Isaías p o r autor au i de los capítulos 40-66 que leía en su libro de Isaías, creemcs que la consecuencia es clara. ¿Hay. por otra parte, razón p a r a a f i r m a r la acomodación, en sí misma posible? Creemos que no. E l Eclesiástico escribe un libro, no hace un discurso in sp ira d o ; y un libro destinado no precisamente al vulgo, sino, como lo muestra el prólogo, a gente culta. De modo que n ad a sabemos le invitase a la acomodación y en cambio to­ dos los indicios son de que él hablaba pi'opiio M aV te. (C f . la seria discusión que del Eclesiástico hace Feldmann, o. c. p. 12-13 cuyo juicio se termina diciendo que el Sirácida no r e ­ produce meramente una tradición, sino que la fundam enta también teológicamente.) E sto por lo que hace al Antiguo Testamento. E n el N uevo encontramos va ria s citas de la segunda parte de Isaías, en las cuales, si se excluye la acomodación del modo que hemos dicho, no parece se trate del libro en cuanto libro, es decir, no parece que al citar así: «p a r a que se cumpliese lo dicho p o r el p r o f e t a Isa ía s que a fir m a ...» se trate del libro que lle v a b a tal nombre aunque su contenido fuese parcialmente de otro, sino que se trata, al parecer, del profeta mismo qu? en su libro dice así o así. Los lugares a que nos referimos son M t 8. 17; 12, 17-21; Jn 12,38; A ct 8, 28-30-32; (t a l vez Rom 10.20s.). Desde luego estos textos del N T son suscep­ tibles de una exégesis evasiva, pero también, a nuestro j u i ­ cio, algo alam bicad a y que concuerda menos con el sentide obvio de sus autores. P o r otra p arte ios argumentos intrínsecos de la sentencia negativa ni cada uno por sí. ni todos juntos son tales que

obliguen a a b a n d o n a r un a sentencia más que bimilenaria. Veámoslo. E l a rgu m en to , sin duda, m ás fuerte es el marco del des­ tierro en que se desenvuelve todo el D euteroisaías y el pos­ terior al destierro, en la p a t r ia desolada, que corresponde al T ritoisaías. A h o r a bien, comencemos p or advertir, siguiendo las líneas de l a resp uesta te rc e ra de la Comisión Bíblica, quo los profe tas pueden h a b l a r no sólo como fla gelado res de la m alicia h u m a n a y pregoneros de l a divina p a l a b r a p a r a con sus oyentes, sino tam bién como anunciadores de sucesos f u ­ turos, y que en este último caso no es necesario que se dirij a n en sus discursos o escritos a sus coetáneos p ara que éstos les puedan com prender perfectam ente, sino que al des­ c rib ir fu t u r o s acontecimientos pueden hacerlo dirigiéndose a oyentes o lectores tam bién futuro s, m áx im e cuando sus escritos o discursos estén destinados a s e rv ir de fortaleza y consuelo a esos fu tu ro s lectores y oyentes. P o r tanto la mis­ m a f u e r z a de la in spiración que les a b r e el horizonte de los hechos p or venir, puede pintárselo con los colores pvopios y en el marco en que se d e s a rro lla rá n . A ñ á d a s e , como es po­ sible, que cum p lidas las predicciones, manos entendidas, e in sp ira d as , si hace falta , pudieron retocar levemente los oráculos, re alzan do pormenores que m ostrasen más al vivo la realización. H a y un hecho que l a crítica n e g a t iv a no gusta poner de relieve cuando h ab la del marco histórico « ta n ne­ tam ente exílico». E l a u tor de 40-55 no nos da dates concretos sobre l a v id a de los desterrados, n a d a local; se contenta con expresiones generales, con informaciones que se pueden con­ t e m p la r o deducir a distancia. Compárese, por ejemplo, el modo tan diverso de h a b l a r de un Ezequiel d esterrado entre los desterrados y s a lt a r á a la vista el contraste. ¿ N o sería esto un indicio f u e r t e de que el vidente de 40-55 no vive las circunstancias concretas y reales de su cuadro, sino que la s contempla con el c ará c ter de imprecisión y como ideal, n a ­ t u r a l en la visión profética? A este propósito dice Delitzsch: « E l p r o f e t a se encuentra entre los desterrados, pero no en tan p a lp a b le re alid a d como Ezequiel, sino como un espíritu sin exteriorización visible!; no sabemos n a d a directamente sobre el tiempo ni l u g a r de su actividad:, se cierne como un ser e sp iritual superior, como un ángel de D ios sobre el destie­ rro, y hemos de conceder que esta diferen cia h a b la en f a v o r de la opinión de que la vida y actuación del D euteroisaías en el destierro es ideal, no real, como la de E z e q u ie ls>. P o r otra p arte no pocos indicios de crítica in terna favorecen la sentencia con traria al a u to r exílico. A s í, p or ejemplo, el

autor de estos capítulos habla de los montes de Palestina, de la ciudad santa, de los sacrificios hechos in excelsis, del L í­ bano, del Carmelo, de la llan ura de Sarón, del cedro, mirto, boj. olivo, olmos pino y de otras particularidades de Pales­ tina desconocidas en Babilonia, y habla de tal modo de ellas que un autor que hubiese pasado la m ayor parte de su vida en el destierro no hubiera escrito así. H asta tal punto, que Cheyne concede que algunas partes del Deuteroisaías han tenido que ser escritas en Palestina; Kittel reclam a para un autor colocado en ambiente palestinense, los cc. 49-55; y Duhm extiende a los cc. 40-55 la afirm ación de la composi­ ción en el L íbano o en algún lu g a r de Fenicia. Sobre los capítulos 56-66 la m ayoría de los críticos defienden como lu g a r de composición, Palestina. E l segundo y tercer argumento no son de tanta aparien -' cia como el primero. La diversidad, que de hecho hay, queda compensada con las muchas afinidades que también existen, algu n as de ellas,, muy significativas, como el uso del epíteto divine «S a n to de Israel», que es típico isayano, y que en la p arte p rim era de Isaías c. 1-39 ocurre 12 veces, y 11 en solos los cc. 40-55. Se ha notado además que existe una serie de p asaje s tomados de la segunda parte de Isaías por pro­ fetas que son posteriores a Isaías y al mismo tiempo anteexílicos y en los cuales difícilmente puede hacerse la hipó­ tesis lite ra ria inversa, a saber, que sea la segunda parte de Isa ía s la que los ha tomado a esos autores. L a diversidad de conceptos es solo parcial, aun en los vaticinios mesiánicos. pues en general tienen puntos de contacto manifiestos con los de la prim era parte y tales que no se explica fácilm ente esa a fin id a d entre ciertos rasgos del Siervo de Yahvé con A Em m an uel de los capítulos 9 y 11. Lo que sí no hay derecho a n e g a r es el progreso y desarrollo en un mismo autor, a m edida que la revelación divina, siguiendo su regla de Ia acomodación, le va descubriendo nuevos horizontes, insosoechados tal vez al principio de las comunicaciones divinas, ñero en p erfecta armonía con la revelación inicial. A s í se com prende m ejor el tema único pero amplísimo de toda !a o b r a : «S ió n será redimida por un juicio», que en la prim era o a rte se d esarro lla más en erante a la nota del juicio y cas­ tigo p u rificad o r. puesto aue Judá será castigada por su in ­ fidelidad. pero no exterm inada en atención a su futuro E n im anuel. rey gloriosísim o y omnipotente en quien resplandece el auxilio de Y a h v é ; y en la segunda parte el mismo tem a se d e s a rro lla b a jo el segundo aspecto «será redim ida», can doble redención, una temporal que se deberá a Ciro, otra

espiritual, de la cual la prim era no es sino fig u ra , y que se deberá al M esías paciente, que p ag a pecados, no propios, sino ajenos y en p rim er lu g a r de su pueblo, pero que des* am parado de les hom bres y castigado por Dios reporta el más glorioso de los triunfos, triunfo netamente espiritual, con lo cual el desarrollo, p or decirlo así, musical, repite m o­ tivos que claram ente se percibíercín ya en los cc. 9 y 11. Finalm ente, la crítica negativa tiene que devorar un problem a h asta hoy sin solución y que difícilmente la reci­ b irá nunca. E s un verdadero enigm a histórico-literario. ¿Có­ mo es posible que el profeta exílico (mucho más se diga del post-exílico autor del T rito isaía s) autor de estos capítulos, el m ás g ra n d e sin disputa de todos los profetas, haya que­ dado desconocido, m ientras que otros escritos p rof éticos de mucha m enor significación llevan en la fren te el nombre de sus autores? N o vale rep licar que, según el uso del talmud babilónico, Is a ía s se encuentra el último de los profetas m a­ yores en el canon hebraico y que el desconocido fué añadido, como posterior, al último de la serie. Pues aunque demos por válido el orden de B abilon ia (contra el cual m ilita el de los L X X jun to con el dato de Eclesiástico 48 que los lee en nuestro o r d e n ), queda siem pre el enigm a insoluble: ¿por quá no se a g re g ó a la serie el nuevo autor con su nombre? ¿por qué queda desconocido? Replícase de nuevo que hubo de ca­ llarse su nombre, porque las autoridades babilónicas hubie­ ran considerado la obra como revolucionaria. E s vano efugio. Desde luego no vale la razón p a ra aquellos que como Cheyne, Kittel, D uhm , a firm an haberse escrito gran d es partes en P alestin a o Siria. P ero aparte de esto, prim eram ente es in­ verosím il que la agregación del anónimo cc. 40-66 ó 40-55, tuviese lu g a r en vid a de su autor, y en segundo lugar, des­ pués de la tom a de Babilon ia por Ciro, no existía ya razón p a ra c a lla r el nom bre del más grande de los profetas. A ñ ad am o s como advertencia de cautela crítica, que es aventurado señ alar a una obra el modo con que hubo de ser producida, divulgad a, am pliada. P o r todo lo cual, si bien es verdad, que, aun después del decreto de la Comisión Bíblica, algunos autores católicos (con dem asiada seguridad nos parece habla en este punto Coppens en su o. c. p. 182-183, 187-188), el cual además p re ­ tende explicar el problem a con el recurso a la escuela de dis­ cípulos de Isaías. Pero en realidad ¿es verosímil la super­ vivencia de la escuela 150 años y m ás después de Isaías? ¿no traslad a Copnens con esto las dificultades restantes a los miembros de la escuela? M ás moderadamente habla G ó t t s -

BERGER, E i n l e i t u n g in das A T , F r. i. Br. 1928 p. 288-294 F is c h e r en su Comentario 2 vol. p. 1-5, y más aún Feld M A N N o. c. I I p. 2-14. U n resumen condensado y sobrio de toda la cuestión: HóPFL, In t r o d u c tio n is in sacros U T L ib r o s C o m p e n d i u m vol. II, Roma 1925, p. 259-265; C ornely-M erk, C o m p e n d i u m In tro d u c t io n is in S. Sscripturse libros , Parisiis 1929, p. 547-551; PRADO, Prsálectiones Biblicse , V e t u s Testa* i'ien tu m I Romae 1940, p. 345-348) se inclinan más a negar a Isaías esta parte de su obra; creemos que es más sabio mantener la autenticidad del conjunto, esperando que ulte^ rieres estudios, ajenos por una parte a prejuicios anticientí­ ficos (la hostilidad a lo sobrenatural) y por otra a princi­ pios no poco impregnados de subjetivismo y no siempre exen­ tos de precipitación, den más luz al problema. (f) E s t e p r iv ile g io de Is r a e l, que un d ía re iv in d ic a ­ r á S. P a b lo como título de g lo r ia p a r a su estirpe (R om . 9, 4 : le g is la tio . voo.o0ccjta) , q u ed a con sign ad o fu ertem en te en la p a l a b r a h ebre a , ú ltim a del v. 1.°, y ó s i = s a c a r á , h a r á sa lir. E s d e c ir q u e la v e rd a d e ra re ligió n sale de Isra e l y se com u­ n ica. p a rtie n d o de a llí a la s naciones. E n Is 2. 2-4 tenemos esta m is m a id ea del m a g is te rio que ejerce D ios respecto a Jas n a c i o n e s p a rtie n d o de Isra e l. (g ) A c t . 3. 13. 26; i, 27. 30. A d v ié r t a s e que, según toda p i-o b a b ilid a d , S. P e d r o u sa la p a la b r a s i e r v o que la V u lg a t a tra d u c e, m u y bien en cu an to la re a lid a d , p o r h i jo , y que San P e d ro a l l la m a r a sí a C r i s t o t i e n e d elan te de los ojos el p a s a je q u e estam os com entando. E l títu lo fu é p en e tra d o p or la g e n e ra c ió n a p o stó lica ta n h o n d am e n te com o títu lo p or a n to n o m a sia de Jesús, que ja m á s o c u rre en los a u to re s del N T a p lic a d o a otro, ni los A p ó s to le s se a tre v ie ro n a a p li­ c árselo a sí m ism os. S. T o m á s 3 q. 20 a l e x p lic a con su d ia fa n id a d acc«stum brada el sentido teológico con que Jesús es lla m a d o S ie rv o de D ios. (h ) E n n u e s tra viersión hem os in v ertid o d esp u és del v. 4 el orden de los esticos del v e rsíc u lo quinto. H em os p uesto el te rc e r v e rso de este v e rsíc u lo d elan te de los des a n t e r io ­ res. D a n d o p o r n o m b re le t ra s a c ad a uno de los tre s v e rso s, tenem os v. 5 c, v. 5 a, v. 5 b. L a razón de e sta in v ersió n , que. p o r lo d em ás, no con sid eram o s necesaria, es qu e el v. 5 c, en su l u g a r a c tu a l ro m p e la m ás n a tu ra l flu id e z del texto, m ie n tras q u e d e t r á s del v. 4 fo r m a u n a c lá u su la m u y e sp o n -

tanea al consuelo que el propio Siervo se da a sí mismo en

dicho verso y 5 b.

y

p re p a ra

además

suavemente

al

verso

5

a

(i) E l contexto antecedente 49, 14-50, 3 expone la idea de que D ios no ha olvidado a Sión ni a su pueblo. N i siquiera el contexto p róxim o antecedente ofrece conexión con el te r­ cer canto de nuestro poema, 50, 1-3, sólo podría unirse con 50, 4-9 por el contraste entre la idea de la desconfianza y pusilanim idad de Isra e l p a ra creer las m agn íficas promesas divinas, hechas desde 49, 14-49, 26 y la idea de la confianza del Siervo en Dios y su fo rta leza en el sufrim iento. Cone* xión, como se ve, bien débil. Con el contexto subsiguiente fa lt a asimismo un a trabazón suficiente p a ra la unidad. 50, lOs contiene las exhortaciones de Dios a los desanimados y desconfiados de 50, 1-3 p ara que crean algun a vez a sus p alabras prom etedoras.

Los frutos de la Redención. Is. 42 - 53. ( 2.a Parte )

Introducción

C u l m i n a e l p o e m a .— Con el canto 4.° llegamos al m o ­ mento culminante del poema dramático del Siervo de Yahvé. El pequeño drama culmina con la m uerte trágica a un tiempo y provechosa del fiel predicador de Dios, se­ guida de radiante renacimiento, que pone esplendorosa corona a la misión que recibió de Dios el Siervo fiel. A r g u m e n t o .— En este último canto la m aravillosa suerte del Siervo, que alcanza el triunfo a través de la muerte, nos la compendia Yahvé breve y veiadamente (52,13—1.5); enseguida, en el pasaje más patético del poe­ ma, lamentan detenidamente la muerte del Siervo tanto más digna de compasión, cuanto que es muerte de un ino­ cente su frida por las culpas de otros (53.1-9): finalmente el triunfo lo proclama y confirma Yahvé en persona (se­ gún el texto hebreo masorético; según los L X X es el p r o ­ feta mismo, o bien los interlocutores que antes habían hablado) (53,10-12). R e l a c i ó n c o n e l c o n t e x t o .— Volvamos a consignar una vez más que el pasaje no tiene conexión con el contexto antecedente, ni menos aún con el siguiente: señal, rep eti­ da en todos los otros cantos, de que los cuatro form aron

una unidad perfectamente distinta del isaiano va).

resto

del

libro

O r d e n d e l a e x p o s i c i ó n .— Según el método que h e m o s seguido 011 los cantos anteriores, daremos primeramente h traducción, luego haremos una exposición del conte­ nido, añadiremos el consiguiente cotejo entre predicción y realización y finalmente, después de un breve estudie sobre la unidad y carácter del poema, examinaremos las interpretaciones no mesiánicas y la que ve en el 'Siervo la imagen del Mesías, terminando con la exposición de su valor religioso.

T raducción.

52:13

He aquí que mi Siervo tendrá éxito. Sobresaldrá, se levantará, quedará muy alto.

14

Así como muchos se horripilarán con motivo de él— Por desfigurado, de modo que su aspecto no era [de hombre.

Ni su figura humana— 1.5 Así pondrá admiración a muchos pueblos. Por causa de él reyes cerrarán la boca. Porque están viendo sus ojos lo que jamás se oye [contar. Y comprueban lo que nunca se narró. 53,1 ¿Quién ha dado crédito a nuestro mensaje? ¿Y el poder de Dios a quién fué revelado ? 2

Porque creció como un retoño delante de El. Como un brote de tierra seca: No tenía figura, ni menos aún magnificencia para [que lo mirásemos, Ni aspecto para que nos atrajese.

8

Fué despreciado y el último de los hombres, Varón de dolores y familiarizado con el sufri[miento.

m0 uno delante del cual se cubre el rostro, ^ despreciado y nosotros no hicimos cuenta F [de é \. embargo nuestros padecimientos él los ha Sin [c-argadn y nuestros dolores él los ha llevado sobre sí. Mientras que nosotros le teníamos p o r castigado Por punido de Dios y de él atorm entado. Pero

en realidad él fué atravesado

por

n u e stro s [pecados.

Molido a golpes por nuestras maldades. La corrección que había de p r o d u c ir n u e stro b i e n ­ e s t a r , ca rgó sobre él. Y a costa de sus cardenales hubo salud p a ra n osotros. Todos nosotros andábamos errantes cual oveja s, Cada uno de nosotros íbase su cam ino. Pero el Señor hizo caer sobre él La culpa de todos nosotros. Fué maltratado, pero accedió a ello Y no abrió su boca; Lual cordero que es conducido a la ca rn icería Y cual oveja delante de sus esquiladores Calló él y no abrió sus labios. Do>pues de la prisión [el prendim iento] y del ju i[cio, quitáronlo de en medio. Y' quién se preocupa ya de su suerte? Porque, en efecto, fué separado de la tierra de los [vivientes. Por causa del pecado de su [ m i ] pueblo fu é m a i[tratado hasta m orir. So quiso darlo sep u ltu ra con los m alhechores, P e r o con el r ic o f u é s u s e p u lc r o , p o r q u e n o o b r ó in ju s t ic ia ,

^ i on su boca se encontró engaño.

10 Pero plugo a Yahvé pulverizarlo con ol dolor... Si da su vida como sacrificio por ol pecado, Habrá de ver posteridad, vivir largos años, Y el deseo de Yahvé quedará realizado por él. Jl

Contemplará

la l u z

cuando

salga

de

la t r i b u l a c i ó n [ d e su a l m a .

Saciara con su conocimiento a muchos. .Tuslitlcará mi Siervo a muchos Sus pecados los cargará sobro sí. 12 Por esto le voy a asignar como porción suya osos [muchos. Recibirá como botín innumerables; Por haber derramado su vida hasta morir Y haber sido contado entre los malhechores. Siendo así que cargó con los pecados de muchos Y~ que intercedió en favor de los pecadores (b).

Exposición 1.

Comparación entre la introducción del primer canto y éste.

Mxaclamenle como el canto primero se. abre el pre­ sente con ias palabras de Yahvé que nos introduce a su Siervo. Pero ¡do qué diferente manera! Allí en una ra­ diante aparición de presentación alegre, satisfecha, jubi­ losa por la obra que el Siervo realizará. Aquí es también una presentación alegre, satisfecha, jubilosa, pero con la alegría, satisfacción y júbilo condensada tras repetida destilación en la alquitara del sufrimiento y del dolor su­ premo. Por eso también los horizontes que nos descubre en la obra del Siervo son incomparablemente más dilata­ dos y profundos; no aparece solo trasmitiendo a las nacio­ nes el Estatuto jurídico divino, sino que se nos revela en su obra purlficadora de la iniquidad mundial, obra de re­

conciliación y pacificación del mundo con Dios, mediante ei sacrificio de la propia vida. Y ose sacrificio desborda en efectos de bienestar sobrenatural para toda la huma­ nidad, bienestar que corresponde al plan de Dios sobre el mundo, plan que por su elevación sobre todo lo que la criatura pudo vislumbrar merece el calificativo c o n q u e repetidamente es llamado: el plan de Dios. 2. a) tendrá

El éxito de la misión del Siervo.

In siste n c ia

d iv in a

en

p r o c l a m a r l o . — 'E l

S ie r v o

é x i t o , qu ed a rá e l e v a d o . s u b l i m a d o , excelso s o b r e ­

son las primeras palabras de Dios. Ellas nos están diciendo que hay una eficacia en la actividad del Siervo, que no puede ser desvirtuada ni borrada por los eventuales y aparentes fracasos de su exterior actuación; que, a pesar de todo, esa actuación debe ser caracterizada totalmente como un éxito verdadero y pleno, puesto que por ella se coloca el tSiervo en una posición de elevación, exaltación, sublimidad, tan superior, que los epítetos se acumulan, como si Yahvé mism!o temiese 110 ser bien com­ prendido de los oyentes al tratar de persuadirlos del pleno logro de la obra confiada a su Siervo, y de la excelencia de dicha obra > en tercera persona, como está diciendo en lo restante.

p u e b l o * .'

h ) 53,8: « f u é m altrata do hasta m o r i r ». E l TM dice: « plaga (o azote, castigo) para él (o « e l l o s » ) . A lg u n o s a u to ­ res cambiando la m o en laminaivet, traducen: « f u é ma!tra~ tado hasta m o n i ». A u n q u e no es necesaria esta traducción, parece a m p a ra rs e en los L X X que leyeron et; Odvaxov. i) 53, 0 «p 'e r o con el rico f u é su se p u lc ro ». Otros tradu* cí-n: « ¡ / con los m alhechores descayisó él en su -m u erte». y lo que sigue lo hacen adversativo: « aunque no o b ró injusticia ■». O tro s: «?/ con. los em ba u ca d ores su m o n u m e n t o ». O tros: « é l m uere con los m a lh e c h o r e s ».

j ) 53,10 « s i da su v i d a ...» E n el T M « s i su a l m a » , es de^ eir, « é í » « o f r e c e un sa crificio », construcción menos natural. P a r a obtener el sentido que damos, basta con m u d a r un yod por un taw . E n cualquiera de los dos casos, el sentido e9 idéntico; l a sola diferencia está en que en el prim er caso el sacrificio explícitamente es de la vida. E n el segundo tanv bién lo es, pero sólo en virtud de « pulverizarlo con el d olo r* y de todo lo antecedente vv. 3-5. 7-9, en los cuales los pade­ cimiento® llegan también hasta la m uerte misma. k)

53, 11 « c o n t e m p la r á la lu z». E n el T M

fa lta « l a lu z»,

^ lX>8 « eo K e ptra en IOS L X X - ° trOS pl'efiere» dejar el verbo ¿ b u c explj SO y,suponen que se trata de la visión del éxito del Siervo despues y como fruto de la expiación lievacia a cabo por él. 1) 5¿>, 11 «sa cia rá con s u c o n o c im ie n to cu ni uchos...» Otros: « s e i'erá saciado. ju s t i f i c a r á el ju s t o a m u c h o s con su cono­ cim iento». Otros: « d e s p u é s de la t rib u la c ió n v e r á cómo queda saciado. Con sn experiencia- el ju s t o , m i S i e r v o , dar.á a los muchos ju s t ic i a ». (c) El acto de contrición 53, 1-6 no puede ser un acto de los gentiles. En efecto, aun en el su ni? esto, que luego re­ chazaremos, de que el Siervo fuese Israel, se seguirían los absurdos siguientes: a) los padecimientos de Israel en com­ paración con los de otros pueblos orientales serían m uchísi­ mo mayores: b) Israel habría sufrido sin culpa y en su dolor no se habría quejado; confiérase en contra de tal hi­ pótesis 48, 8 donde Israel es calificado de « p e c a d o r desde el seno m a t e r n o » ; c) los sufrimientos de Israel habrían sido expiatorios por los pecados de los gentiles: el pueblo de Is­ rael sufre, según Isaías en numerosos pasajes, por sus proDios pecados, no por los ajenos. Cf. 42. 18-25; 43. 22-28: 4/. 6; 50. 1: 54. 7. Añádase oue los gentiles, oue en 52. 15 cie­ rran su boca por el espanto admirativo de lo que ven, no es probable que inmediatamente la abran para p r o n u n c ia r el acto de contrición. ¡Tan poca finura s ic o ló g ic o -lit e r a r ia no tiene el poeta! Si no son los ventiles será el profeta o será Israel, o sera €l profeta en nombre de su pueblo y juntamente con él. En 59. 12ss tenemos otro acto de contrición que profiere el pro­ feta en unión cc