El Kitsch en La Arquitectura

ÍNDICE Dedicatoria y aclaración 4 Introducción 6 Primera Parte: Paseo por el laberinto kitsch 1.2.3.4.5.6.7.8.9.10.1

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ÍNDICE Dedicatoria y aclaración

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Introducción

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Primera Parte: Paseo por el laberinto kitsch 1.2.3.4.5.6.7.8.9.10.11.-

Primeros pasos por el laberinto. Los principios del kitsch. Vanguardia y kitsch. El hombre kitsch. El kitsch como huida de la tragedia. Kitsch, funcionalismo y gadget. Un poco de semiótica. Psicoanálisis del kitsch. Sociología del kitsch. El arquitecto y su cliente. La filosofía como mapa del laberinto.

Segunda Parte: Tesoros encontrados 1.2.3.4.5.6.7.8.9.10.-

El aturullado invento del rascacielos. La triste suerte de la Torre de Pisa. La genial arrogancia de Frank Lloyd Wright. La obsesión doliente de Antoni Gaudí. Aprendiendo (poco) de Las Vegas. El caso Rusia. Santiago Calatrava: La belleza del gadget. El canadiense feo. El desternillante caso de Peter Cook. Bofill y Bofilín.

Bibliografía

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Dedicatoria y aclaración Por mí, por todos mis compañeros, y por mí el primero. (Del juego del escondite)

Antes de empezar, es necesario que les diga unas palabras a los arquitectos1 cuyas obras aparecen en este trabajo, o tienen similitud con ellas y podrían haber aparecido perfectamente, ya que la galería de obras anónimas que se muestran es puramente casual y podría haber sido otra de haberme paseado con mi cámara por otros lugares, o por los mismos con otro estado de ánimo o con más o menos prisa. Excepto las obras conocidas, cuyo famoso autor se menciona e incluso se enjuicia, lo que he pretendido ha sido mostrar un panorama universal, un estado generalizado de cosas de las que no cabe culpar (sólo) al arquitecto. (Léase el capítulo 10 de la primera parte). El fenómeno kitsch es, como ya digo, universal; pero por haber sido realizado este trabajo al amparo de una beca de investigación de la Delegación de Toledo del Colegio Oficial de Arquitectos de Castilla-La Mancha, he concentrado mi atención en nuestro entorno, en nuestra provincia. Esto no quiere decir ni que los toledanos seamos especialmente kitsch ni nada parecido. Tampoco que éste sea un catálogo del kitsch en Toledo. Se trata sólo de ejemplos, nada más. En cada pueblo o ciudad por los que he pasado he visto sobrados ejemplos de rasgos kitsch. He fotografiado lo que más me ha llamado la atención de la media docena de calles por las que he paseado al tuntún. A 1

Tengo la costumbre, políticamente incorrecta, de utilizar el masculino genérico. Obviamente, quiero decir arquitectos y arquitectas, compañeros y compañeras, etc. El hacerlo así en el texto lo volvería (aún) más pesado. También aprovecho para decir que la célebre acuñación “hombre kitsch” de Hermann Broch, adoptada después por todo el mundo, y que aparece profusamente en este trabajo, se refiere al hombre y a la mujer kitsch. Creo que con esta nota será suficiente y no volveré a ocuparme de este problema del masculino y/o del femenino. 4

lo mejor, querido compañero, tú tienes una casa mucho más rimbombante y espectacular dos calles más abajo, pero no la he visto. O a lo mejor la he visto pero ya tenía demasiadas de ese tipo y la he pasado por alto. Ni sé ni he querido saber el nombre de los arquitectos de estas obras que muestro. Digo, para que lo sepa todo el mundo, que hay algunas mías, pero, obviamente, no diré cuáles. Todos los arquitectos estamos sometidos a los gustos de nuestros clientes, y la mayoría tenemos muy pocas armas para hacer valer nuestros criterios. Algunos, con el paso de los años, hasta le acaban cogiendo el gusto, lo que, bien mirado, es un buen mecanismo de defensa para, al menos, sentirse dignos e incluso satisfechos del trabajo que hacen. Algunos amigos me acusan a menudo de ser un Jeremías, de tirarme de los pelos, lamentarme y llorar cada vez que escribo. No es ésta mi intención. He querido hacer una reflexión sobre el kitsch porque yo soy una de sus víctimas; espero que me haya salido seria y constructiva más que apocalíptica y llorona. Este trabajo está dedicado a todos mis compañeros de profesión. Si tú, querido amigo, ves una de tus obras en este libro, no te enfades. Incluso si estás orgulloso de ella, sigue estándolo. Perdóname si te he ofendido, pero ésta no ha sido mi intención, ni he querido hacer, ni mucho menos, una “lista negra”. Si eres uno de los “elegidos”, te ruego, más que a nadie, que hagas el esfuerzo de leer este libro hasta el final, y después, si quieres, hablamos. Un abrazo de corazón, compañero.

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Introducción El kitsch es un fenómeno que no suele merecer más que desprecio, que no suscita ninguna atención. Ante su proliferación y su éxito en ambientes culturalmente degradados o decadentes, ligado con la incultura de quienes lo practican y de quienes lo gustan, el hombre culto y sensible no puede por menos que sentir indignación. El arte noble, vanguardista, serio, no encuentra sino obstáculos para desarrollarse, incomprensión y burla, mientras que lo kitsch triunfa, se consolida y perpetúa. ¿Por qué? Nos respondemos que porque hay más gente inculta que culta, zafia que sensible, tosca que fina. Visto así el problema, ¿para qué dedicarle atención? El kitsch es una desgracia y lo mejor es mirar para otro lado. No vamos a gastar tiempo ni esfuerzo, encima, para estudiarlo. Algo así he pensado yo siempre. Hay temas mucho más interesantes para emplear en ellos nuestro escaso tiempo. Y, sin embargo, en mi ejercicio profesional me peleo a menudo contra el kitsch, y a menudo pierdo la pelea. (Y estoy convencido de que esto no me ocurre sólo a mí). Lo que le gusta a la gente “normal” no coincide con lo que nos gusta a nosotros. Claro, nos decimos: nosotros somos profesionales profundamente educados en el diseño, el arte, la forma... y nuestros clientes son unos zafios. Y así nos quedamos tranquilos. Confieso que a menudo me veo inmerso en ese pensamiento depresivo, que no sirve para nada bueno. Visto lo visto, y puesto que alguien con sinceras ganas de estudiar un fenómeno es capaz de aprender cosas de él, de sacar conclusiones (siquiera provisionales) y de ver algunas cosas más claras, ¿por qué no reflexionamos tranquilamente sobre este asunto, lo estudiamos y vemos qué se nos ocurre? A lo mejor las conclusiones nos sorprenden.

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Todo fenómeno es susceptible de ser estudiado de manera seria. Para enfocar éste, se me ha ocurrido echar a andar por varios caminos (que se cruzan en algunos sitios y se separan en otros, y que trazan un intrincado laberinto cuyo trazado, tal vez, como en el poema de Borges, dibuja nuestro propio retrato contradictorio). Uno de los caminos es el de la semiótica, entendiendo la forma kitsch como lenguaje, que nos lleva al concepto de “fisión semántica”, acuñado por Lévi-Strauss y expuesto brillantemente por Umberto Eco. Es una idea poderosa y muy fértil, que nos habla de la descontextualización de los signos y de su recolocación fuera de su esfera, con lo que se operan significados imprevistos. En el kitsch esto se da constantemente: se toman formas de un catálogo y se utilizan de una manera casi siempre inculta, pero que acaba operando una dislocación semántica y que puede ser estudiada desde ese punto de vista. Esa dislocación puede ser provocada voluntariamente, como una apuesta culta. Algunos de sus ejemplos más conspicuos los encontramos en cierta arquitectura post-moderna, pero también en el manierismo postrenacentista y en muchos otros momentos de transición o entre culturas fronterizas. El fenómeno, historiográficamente, es muy interesante. Otra faceta del kitsch, no menos interesante y sorprendente, es la psicológica. Quien practica el kitsch suele sentirse satisfecho de sí mismo, de sus gustos y de su concepción del mundo. La mayoría de las personas nos encontramos entre muchos fuegos, y somos víctimas de la duda. El mundo nos parece cambiante, a veces caótico; las ideas se suceden con frenesí, y nos desbordan, nos cogen con el paso cambiado y la guardia baja. Sin embargo, una figura de Lladró es eterna. Un bar con el escudo del Real Madrid en un azulejo, o con una coplilla erótico-festiva, no caerá jamás víctima de un problema existencial. El kitsch es una vacuna. Para quien lo ama, el mundo es un ente ordenado, y tiene sentido. (Por otra parte, las implicaciones psicoanalíticas del kitsch son espectaculares). 7

Esta faceta antitrágica del kitsch nos abre otro mundo de posibilidades críticas. No hay sitio más kitsch que un cementerio (no me refiero a esas praderas verdes con discretas lápidas blancas que vemos en los países anglosajones y luteranos, sino a los del mundo latino-católico: Esas esculturas tremendas, esas flores de plástico con gotas de rocío-resina, esas letras sobredoradas, esos epitafios, esas fotos enmarcadas...) Cuidado: Ante ello, seguir hablando del kitsch así, medio en broma, es muy impertinente e irrespetuoso. Algo tiene que tener cuando, con el mayor dolor, ante la pérdida de tus seres más queridos, encargas esas cosas. El kitsch, repito, es un consuelo antitrágico. Quienes no creemos en él podemos ver incluso con envidia cómo gente más ingenua se conforta con esas cosas, mientras que nosotros, más cultos y elaborados, no podemos encontrar ya consuelo en nada. El kitsch es añadir elementos cuando ya no hacen falta más, cuando ya sobraba con los que había. “No la toques ya más, que así es la rosa”, escribió Juan Ramón Jiménez. El kitsch es tocar más la rosa, tocarla y toquetearla hasta dejarla irreconocible. Es querer mejorarla añadiéndole pétalos de orquídea, tallo de lirio y hojas de acanto. Queda un engendro monstruoso con un aroma mareante, pero su jardinero está orgulloso porque cree que ha mejorado la especie. El kitsch no es un estilo; es una actitud. No es un estilo porque no se pueden codificar rasgos estilísticos comunes entre las porcelanas de Lladró, el palacio del pollo asado y las películas egipcias de Hollywood. Sin embargo, las actitudes sí tienen muchos puntos en común. Por eso, una vez identificada la intención, adscribimos la obra resultante en esa categoría equívoca y ambigua de kitsch. Incluso los artistas más sublimes caen en el kitsch al menor descuido, o a la menor caída de su tensión creadora. De todo esto hablamos en la 8

segunda parte: Tesoros encontrados. Hay que decirlo: el palacio episcopal de Astorga, de Gaudí, y las sillas exagonales de Wright son de un kitsch que tira de espaldas. Los artistas exuberantes y arriesgados son siempre propensos, están siempre andando por el filo de la navaja. Y los artistas de éxito son siempre sospechosos, porque este éxito se basa en una amplia aceptación popular y en una adscripción a la cultura de masas. Así que podemos aventurar una regla (que, como todas, está plagada de excepciones): La prueba del nueve para saber si un objeto es kitsch es comprobar su éxito popular. Esta regla no pretende ser antidemocrática, sino antidemagógica. Hay asuntos en los que no valen los plebiscitos. No se puede sacar a encuesta popular cuál es la mejor forma de operar una catarata. Se puede y se debe hablar de ello en un congreso de médicos, pero no en una convocatoria de legos. Si en medicina esto parece obvio, en arte todo el mundo opina, todos saben por inspiración divina, sin realizar ni el más mínimo esfuerzo por aprender, por criticar, por comprender. A propósito: las sillas de Wright antes mencionadas, por ponerlas como ejemplo, iluminan un obstáculo inicial muy serio para analizar el kitsch, una tautología sin solución: Las sillas son kitsch porque son horrorosas, y son horrorosas porque son kitsch. Quiero decir que de todo lo que se diga sobre el kitsch (heterogeneidad, acumulación, exageración, mestizaje estilístico, complacencia...) se salvarán las obras que, con todo ello, queden bien. Porque el kitsch es mal gusto, y esto no se puede codificar. Entonces, a pesar de cualquier estudio crítico, siempre habrá obras que, teniendo todos los ingredientes del kitsch, no lo sean, y otras que sean kitsch porque lo decimos y ya está. Esta es la tautología del kitsch: “Yo soy el que soy”. “Esto es así porque es así”. A pesar de todo, en este trabajo hemos intentado analizar, en la medida de lo posible, las características comunes e incluso las causas y efectos de los comportamientos kitsch. 9

Quiero señalar aquí un vicio que ahora está muy de moda: el de hacerse el hiperculto y el sensible decadente fascinado por lo mostrenco, y aplaudir esos bodrios desde las alturas de la cultura, como quien ya está de vuelta. Babear burlón como un petimetre de cenáculo me parece muy cínico. Pero despotricar sin más e ignorar el fenómeno me parece irresponsable. Por aclarar mi punto de partida personal, diré que las obras kitsch me repugnan, pero que la actitud que menciono me interesa, y creo que desde un punto de vista crítico y teórico pueden obtenerse conclusiones de alguna validez. Este, con toda modestia, es un trabajo interdisciplinar. Es decir, no estudia sólo el kitsch en arquitectura, ni se centra en análisis puramente estéticos. Se ha pretendido penetrar en el por qué del fenómeno, asomándonos a la filosofía, a la lingüística, al psicoanálisis... e introduciéndonos (en la medida de nuestras escasas fuerzas) en terrenos que nos den más puntos de vista y nos ayuden. A veces parece que los arquitectos sólo sabemos de arquitectura, pero, por ser la arquitectura un arte de la vida y de la cultura, quien sólo sabe de arquitectura no sabe de nada, ni siquiera de arquitectura. Creo que todos los arquitectos en ejercicio hemos padecido alguna vez el triunfo del kitsch sobre nuestras ideas, mancillando y adulterando nuestras obras. Más raro es que lo hayamos buscado deliberadamente, aunque esta posibilidad no es despreciable a priori. La actividad arquitectónica es una de las más expuestas a esta corriente. Como hemos dicho antes, no es éste un estilo reconocible, con rasgos establecidos, sino más bien una actitud, una fuerza inculta que se introduce en la cultura.

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Muchas veces nos preguntamos qué está pasando, por qué es tan difícil conectar con ciertos clientes, con ciertos gustos sociales, y nos parece que hay un abismo entre concepciones opuestas. Como arquitectos, no basta con quejarnos, resignarnos y despreciar este fenómeno, sino que es imprescindible que, al menos, reflexionemos sobre él. Este es el objetivo del trabajo que se propone, y ésta es su justificación. La oportunidad e interés del proyecto se basan en la necesidad que tenemos de estudiar todo esto, en la necesidad de no lamentarnos de que el kitsch exista ni reírnos o burlarnos sin más, sino de intentar comprender. Éste no es un trabajo de aplicación práctica concreta, sino un trabajo de investigación teórica de un fenómeno estético (o antiestético, para ser más exactos). Aun considerando el kitsch como una enfermedad estética, la medicina estudia las enfermedades para intentar curarlas. Aunque este trabajo, obviamente, no va a curar el kitsch, sí puede intentar al menos explicar su etiología y efectos (como también hace la medicina con las enfermedades aún incurables), y ayudarnos a reflexionar. Este trabajo se estructura en dos partes: La primera, titulada paseo por el laberinto kitsch, intenta hacer un estudio lo más serio posible desde distintos aspectos de la cultura. He intentado que, por serio que fuera, no quedara especialmente plúmbeo, pero reconozco que el lector deberá hacer un pequeño esfuerzo por seguir algunos razonamientos tal vez algo resbaladizos. Por el contrario, la segunda parte, titulada tesoros encontrados, pretende, una vez desbrozada la teoría, comentar algunos célebres ejemplos arquitectónicos con un estilo más ligero.

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1.- Primeros pasos por el laberinto. Sabemos con bastante exactitud que la palabra “kitsch” nació en Alemania, y, para más precisar, en Munich, hacia el año 1860. Sin embargo, a pesar de estar tan minuciosamente datada, no se conoce con certeza su etimología. Una de las teorías, la más extendida aunque parezca rebuscada, es la siguiente: En la segunda mitad del siglo XIX ya había suficientes norteamericanos enriquecidos por la industria y el comercio como para empezar a sentirse incómodos de pertenecer a un país tan nuevo y con tan poca solera, y para echar de menos un poco de cultura fácil. Muchos se dedicaron a viajar a la envidiada Europa, y se instauró, aún de una forma incipiente y un tanto precaria, esta plaga contemporánea que es el turismo. (Más tarde hablaremos del turista como hombre-kitsch típico). Los turistas americanos buscaban con ansia cualquier objeto vagamente artístico o histórico para llevárselo con orgullo a su casa, y los artesanos explotaron el filón. A los pintores de octava fila les llovieron los encargos de cuadros y dibujos de la más baja estofa, que imitaran el arte antiguo y tradicional. Los turistas les pedían un “sketch” (boceto), y los alemanes se pusieron a hacerlos como churros. Entre ellos mismos comenzaron a llamarlos así: sketch, que mal pronunciado y adaptado macarrónicamente al alemán pasó a decirse kitsch. Sea o no cierta esta explicación, tiene la virtud de presentarnos casi todas las características del kitsch, motivo por el que todos los que han estudiado el fenómeno la dan. Así que, como dice el dicho italiano, se non e vero, e ben trovato. Porque el kitsch es eso: un simulacro del arte para la gente “normal”, es decir, para la gente a la que los problemas del arte no le interesan, pero que quiere satisfacer un apetito de goce estético directo. 13

Es una estética de consumo sin problemas, sin preguntas raras, sin complicaciones. Un amasijo de objetos de consumo acumulados sin criterio y sin responsabilidad, cuya única función es complacer un anhelo burgués de belleza sin las molestias de la cultura real. ¿Quién reflexiona cuando coloca en su casa enanitos de hormigón, balaustradas o arcos?

(fig.1)

¿Quién se plantea con ello una

idea de arquitectura? No hace falta. Son objetos de consumo que colman un deseo. De este deseo y de la necesidad de satisfacerlo hablaremos más tarde. Otras explicaciones etimológicas, no menos rebuscadas, nos remiten al dialecto de Mecklemburg, en el que ya existía el verbo kitschen, que significaba ensuciarse de barro y, en cierto contexto y con ciertos complementos, amañar muebles haciéndolos pasar por antiguos. Por otra parte, el verbo etwas verkitschen significa vender barato. Los significados que acabamos de expresar: suciedad, basura, engaño, falsificación, baratura... son inherentes al kitsch, y todo lo que digamos a continuación deriva de ellos. La palabra kitsch no tiene traducción satisfactoria a ningún idioma (para Gillo Dorfles sólo existe la española “cursi”), de modo que se ha impuesto así, en alemán, al lenguaje común. En castellano suena casi como un escupitajo despectivo, como algo casi onomatopéyico, descriptivo, pero cuando toca explicar qué significa empiezan los problemas. El diccionario de la Real Academia Española no la recoge. Aparece en la enciclopedia Larousse con dos acepciones: “1.- Cursi, de mal gusto. 2.- Dícese del objeto caracterizado por su inautenticidad estética y su formalismo efectista, que persigue una vasta aceptación comercial”. El diccionario Vox también le da dos acepciones: “1.Estética burguesa de mal gusto. 2.- Objeto de mal gusto”. (La palabra “cursi”, a la que remite la primera acepción del Larousse, se define en 14

el DRAE como: “1.- Dícese de la persona que pretende ser fina y elegante sin conseguirlo. 2.- Aplícase a lo que, con pretensión de elegancia o riqueza, es ridículo y de mal gusto”. Vemos cómo todas las definiciones se refieren al mal gusto. La impresión inicial que tenemos ante ese concepto, kitsch, es precisamente de “mal gusto”, fealdad, horterada, chabacanería... aunque también veremos que eso no es siempre así y que ni siquiera éstas son las señas de identidad del kitsch, sino sólo consecuencias inevitables de su falaz punto de partida, que lo corrompe desde su origen. A una persona medianamente culta y sensible hacia el arte, los objetos kitsch le parecen horribles, espantosos, pero su intención es la contraria; el kitsch no tiene otro objetivo que resultar bello y agradable. Lo que nos repugna del kitsch no es su fealdad (hay algún kitsch sofisticado y elegante, realmente bonito), sino su falsedad. En seguida descubrimos que el kitsch no es un problema estético, sino ético. (fig.2) La esencia del kitsch consiste en la substitución de la categoría ética por la categoría estética; impone al artista la obligación de realizar, no un “buen trabajo”, sino un trabajo “agradable”: lo que más importa es el efecto. (Broch, 1933, 9).

Considerado de esta forma, el kitsch es una mentira, una usurpación de las formas del arte, una falsificación. En definitiva, es un mal ético. Sobre esto insistiremos más adelante. Lo primero que conviene aclarar es que el estudio del kitsch nos lleva a dos vertientes: La primera es estudiar el kitsch como mal gusto; la segunda es estudiarlo como inautenticidad, como falsedad. Veremos que la primera es la consecuencia y la segunda la causa. También que ambas vertientes nos llevan a dos situaciones diferentes y, a menudo, contradictorias.

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La primera, el kitsch como mal gusto, lleva a la fealdad, y la fealdad no tiene por qué ser kitsch. La fealdad puede ser búsqueda consciente del artista (Saturno devorando a su hijo, de Goya) o torpeza o falta de técnica, en cuyo caso tenemos una obra fallida, pero no kitsch. El mal gusto al que se refiere el kitsch no es fealdad, sino gusto equivocado, extraviado

(fig.3).

Y sobre el gusto (del que, contrariamente

a lo que dice el refrán, hay muchísimo escrito) no se puede juzgar. El gusto se puede analizar histórica, sociológicamente. Se puede hablar de sus oscilaciones (Dorfles, 1970) y de su adecuación o no a un objetivo o a un criterio (lo que lleva a la segunda vertiente señalada). Pero para juzgarlo habría que tener una especie de licencia que debería ser concedida por un tribunal que, a su vez, necesitaría una licencia, y así hasta el infinito. Y todavía más. Supongamos que el kitsch es mal gusto. ¿Y qué es el buen gusto? ¿No es algo kitsch el mero concepto de “buen gusto”? Ningún artista serio admitiría que dijéramos que su obra es bonita. (Me gustan mucho los edificios de Fulano. Son muy bonitos). El artista quiere que su obra sea buena, no bonita. El arte contemporáneo es más la búsqueda de la verdad que la de la belleza. Por todo ello, el análisis del kitsch tiene que serlo de eso que hemos llamado su segunda vertiente, que en realidad es la primera y la única, ya que la otra es consecuencia de ésta. Esa vertiente es de índole moral. El kitsch es mentira, pero las mentiras pueden ser muy hermosas. Si el kitsch imita obras de arte, si reduce a recetas los logros obtenidos por la investigación de la vanguardia, entonces puede producir obras hermosas. Falsas, facilonas, rutinarias, pero bellas. Pensar en estas dos vertientes que decimos puede llevarnos hasta la obsesión. Pensaremos en cosas contradictorias y llegaremos a la 16

conclusión de que todo es kitsch; lo uno por un motivo y lo otro por otro. Lo feo por feo y lo bello por bello. El kitsch, fenómeno aparentemente tan definido, es un laberinto. Así, por ejemplo, construir hoy una hermosa casa renacentista en el casco de Toledo es kitsch por inauténtico. Construirla según un estilo lecorbuseriano o miesiano no es menos kitsch (ya que reducimos a Le Corbusier o a Mies a un estilo, a una receta), y, además, quedará mucho más fea en ese entorno. Llegaremos a pensar que, en este caso, hacer de Carlo Scarpa, reduciendo la operación a un mero acuerdo formal, también es kitsch. Y eso nos llevará a pensar que todo es kitsch y que no hay nada que hacer. Me refiero a nada válido cultural y artísticamente. Y así entraremos en la obsesión y en la desesperación. A mi juicio, la bellísima elegancia de Scarpa, lo más selecto, hermoso y anti-kitsch del mundo, puede ser leída como un suave compromiso entre antiguo y moderno, como un “moderno ma non troppo”, y quedar descalificada como puro kitsch. Para huir de la obsesión de sentir que todo es kitsch hay que dar un paso atrás y volver a la primera sensación espontánea que tenemos cuando oímos la palabreja maldita. El kitsch es algo que no podemos definir con claridad, pero que nos recuerda más bien a empalagosos adornos, a materiales y estilos desproporcionados e inadecuados, a eructos estéticos del tipo falso arco chapado de piedra de musgo, y no precisamente a la Fundación Querini-Stampaglia de Venecia. También veremos esto en su momento, y creo que llegaremos a una conclusión: existe un kitsch guarro, repugnante y zafio que padecemos todos los días, casi en cada esquina (palacios del pollo asado, museos del jamón, discotecas Olimpo...), y existe un kitsch elegante y limpio, que lo es porque no propone aventuras de investigación y porque no arriesga nada, pero que resuelve un expediente estético con profesionalidad y 17

sensibilidad. Si todo lo que no es experimentación es kitsch, entonces todo lo que nos rodea es kitsch. Obviamente, no podemos echarlo todo al mismo saco. Si se admite la relación entre la falsedad y el kitsch ¿cómo puede explicar esta relación el extendido punto de vista de que kitsch es sinónimo de “mal gusto”? Y, entonces, ¿qué es el mal gusto? ¿Debería el kitsch como mal gusto discutirse mayormente en términos estéticos o, más bien, concebirse sociológicamente como una clase de divertimento ideológico? Y, visto como falsedad y diversión, ¿no requiere lo kitsch que sea también considerado éticamente? Y, si la explicación ética se justifica, ¿no se puede ir más allá y concebir lo kitsch teológicamente, como una manifestación del pecado que, en última instancia, ha de inculparse a la influencia del diablo? Estas y otras cuestiones similares han surgido en conexión con el kitsch, y el problema es que, hasta cierto punto, son relevantes. (Calinescu, 1987, 228).

El criterio, entonces, será ético y no estético. La piedra de toque para juzgar si una obra es kitsch es la ética de su autor. Como es imposible tener un genio en cada esquina y que cada obra sea un teorema, deberemos atender en primer lugar a la forma en que se ha afrontado el problema de la creación: si sólo con un afán de lucimiento efectista o con honradez por resolverlo. Para no perdernos en el laberinto, deberemos tener presente siempre que el kitsch está señalado por su “formalismo efectista, que persigue una vasta aceptación comercial” (Larousse). Desde mediados del siglo XIX, unido al fenómeno de auge de la burguesía, surge el del desarrollo de la técnica, que permite la producción y reproducción de obras seudoartísticas para decoración y que, igualmente, en el campo de la arquitectura produce y distribuye todo tipo de materiales de construcción y de elementos formales de todas las épocas y de todos los lugares

(figs.4,5,6),

de modo que la

construcción deja de estar anclada a su época y a su lugar y ya se puede 18

construir cualquier cosa de cualquier época (o mezcla de varias épocas) y de cualquier lugar (o mezcla de varios lugares) en cualquier sitio (o en muchos sitios). Las coordenadas de espacio y tiempo se comprimen hasta desaparecer. El kitsch es el verdadero estilo internacional, e incluso es el estilo intertemporal. (figs.7,8) El auge de la burguesía desarrolló una amplia demanda de bienes seudoartísticos, y la expansión del mercado proporcionó una oferta inacabable. El kitsch es la suma de estos dos fenómenos: el desarrollo industrial y el consumismo. A estos dos fenómenos deberemos sumar el del dirigismo de las masas. El capitalismo actúa con los sistemas de producción, de publicidad y de consumo. El comunismo y otros regímenes totalitarios, con la demagogia de la felicidad del pueblo. En todo caso, detrás del kitsch siempre se encuentra la “cultura de masas”, siempre manipulada y dirigida. (figs. 9,10,11)

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Fig. 1.- Enanito decorativo para jardín. Un elemento como éste se supone que sirve para alegrar la vida y dar un placer estético a su satisfecho propietario, pero sobre todo para proclamar a los cuatro vientos que en esa casa vive una familia feliz. (Una familia convencionalmente feliz).

Fig. 2.- Villatobas (Toledo). Una “hermosa casa”. Lo malo del kitsch no es su fealdad, sino su falsedad. Esta casa está pensada para ser bonita, y seguramente así se lo parece a todo el mundo. Pero todos sus elementos decorativos son falsos. Ni siquiera se pretende disimular esa falsedad, es obvia para todos, pero se supone que tal falsedad es necesaria para la belleza.

Fig. 3.- Toledo. En esta vista se aprecia un rasgo muy interesante: La estación de autobuses, el más feo edificio de este conjunto, es torpe y soso, pero no es kitsch. Muestra con evidencia sus limitaciones e incapacidades. Otros edificios a su lado, más exuberantes y diseñados con más oficio, sí lo son. En ellos su fealdad no es el resultado de la torpeza, sino del alarde caprichoso.

Fig. 4.- La facilidad para reproducir obras de arte y elementos decorativos pone en nuestras manos una verdadera farmacia estética de la que disponer libremente.

I

Figs. 5 y 6.- La farmacia nos ofrece todo tipo de soluciones a nuestros males estéticos. Obsérvese el diseño metafórico de las letras (la A tiene toldo, la I es una pala...). Encantador. Estos farmacéuticos, con su pasmosa formación plástica (véanse los rótulos), son los verdaderos decoradores de nuestras casas y de nuestras vidas.

Figs. 7 y 8.- Los Yébenes (Toledo). El kitsch es el verdadero estilo internacional y estilo intemporal. Se pueden hacer casas árabes, o del siglo X, o lo que se quiera.

II

El cine es uno de los más fuertes formadores de la “cultura de masas”, el mayor creador de imágenes de nuestro tiempo.

Fig. 9.- La guapísima Gene Tierney como la malvada princesa Baketamon en la superkitsch película Sinuhé el egipcio, 1955.

Fig. 10.- Tom Tyler como el Capitán Marvel (Republic, 1941), conocido en la España de posguerra como el Capitán Maravillas.

Fig 11.- Detalle del cartel de Cabiria, 1914, película italiana de Pastrone.

III

2.- Los principios del kitsch. Abraham Moles (1971, 71 y ss.) establece cinco principios del kitsch. Son tan claros y aleccionadores que los adoptamos, si bien, en lugar de citar a Moles sin más, hablaremos libremente sobre cada uno de ellos. 1º.- Principio de inadecuación. En toda obra kitsch hay una distancia, una desviación respecto a su fin nominal. El histórico debate forma-función se puede simplificar así: Para el academicista la función seguía a la forma impuesta; para el racionalista-funcionalista la forma debía seguir a la función, y para el orgánico la forma y la función eran una. Sin embargo, para el hombre kitsch no existe ese debate; para él la forma y la función son independientes. Así vemos recipientes de perfume con forma de zapato (fig.12),

o kioscos de prensa con forma de manzana. La forma ni es

consecuencia de la función a resolver (como en la arquitectura moderna) ni tampoco se impone a priori para que la función se adapte a ella (como en la arquitectura neoclásica), sino que no tiene nada que ver con la función. Por eso, la estación de tren puede tener forma de dinosaurio, pero también de tren, lo cual es igualmente caprichoso. O puede tener forma de edificio clásico, o hipermoderno. Las marquesinas de los andenes pueden tener un ingenioso juego de mecanismos hidráulicos que las hagan moverse en olas, sin ninguna finalidad, sólo por el placer del juego y de la sorpresa. El kitsch reemplaza lo puro por lo impuro, lo justificado por lo gratuito, buscando solamente el efectismo (fig.13). El kitsch juega con la escala, y sobredimensiona o subdimensiona las formas para jugar con ellas como si fueran regalitos, juguetitos, o impresionantes colosos sin objeto. 20

El kitsch está siempre bien y mal al mismo tiempo. Está bien en cuanto a su realización técnica, a su virtuosismo artesanal. (Hay un kitsch que, además, es chapucero, pero esto es ya el colmo. Lo normal es que, aunque el conjunto sea chapucero, los elementos que lo componen sean muy trabajados, y la intención sea la de exhibir la perfección).

Pero

está

mal

porque

está

distorsionado

y

desproporcionado, fuera de lugar, fuera de tiempo (fig.14). El kitsch lo falsifica todo. Utiliza formas gratuitas, supuestamente bellas. Utiliza materiales falsos, maquillados, chapados, elementos que no son lo que parecen, estructuras disimuladas

(fig.15).

El kitsch oculta

las vigas con falsos techos, para que no se vean en el salón, y a la vez saca en los aleros canecillos falsos, que parezcan vigas. (Un recuerdo personal: En una reforma yo tuve que tapar con rasillones la estructura de madera de una techumbre para, una vez guarnecido y enlucido todo el techo, clavar bandas de madera que parecieran vigas). El kitsch es el arco que no trabaja, puesto a posteriori sobre una estructura ortogonal de soportes y vigas y dinteles

(fig.16).

Es la piedra

artificial, el soporte cuadrado chapado en redondo y el redondo chapado en cuadrado, los recuadros en el interior de los vidrios imitando tiempos pasados. ¡Cuánto hubiera dado un vidriero antiguo por un climalit de dos metros por dos metros, y ahora nosotros lo troceamos en cuadraditos de treinta por treinta centímetros! El kitsch es todo esto, pero lo es no porque esté prohibido chapar un soporte, sino porque lo chapa porque sí, por el gusto por la mentira, porque lo hace sin ton ni son. 2.- Principio de acumulación. El kitsch surge de la opulencia, de tener más de lo que se necesita, y, sobre todo, de querer demostrarlo. Una casa pobre tiene pocas posibilidades de ser kitsch, pero la casa de un rico será para 21

nosotros una constante fuente de sorpresas y, seguramente, de horrores. (fig.17)

El kitsch se manifiesta con el abarrotamiento y el frenesí. La célebre sentencia de Mies van der Rohe: “menos es más” no va con él. Prefiere la re-sentencia de Venturi (1966): “menos es aburrido”. (El juego de palabras, en inglés, consiste en decir “less is bore” en vez de “less is more”). (fig.18) Siempre más, porque cuando se buscan sólo los efectos y se cuenta con los medios necesarios, nunca hay suficiente. Así vemos al honrado padre de familia adornar y adornar su casa, añadirle complementos sin fin y sin medida, en un afán de darse a él y a los suyos la imagen soñada. La acumulación no es kitsch en sí, aunque constituye una de sus señas de identidad. Vemos acumulación en muchas obras barrocas y expresionistas como consecuencia de una lucha interna, de una ansiedad trágica. El kitsch hace una acumulación insulsa, sin carga emocional. Esto lo volveremos a ver cuando tratemos de la tragedia. (fig.19) 3.- Principio de percepción sinestésica. “Se trata de tomar por asalto la mayor cantidad posible de canales sensoriales, simultáneamente o de manera yuxtapuesta. El arte total, ideal permanente de nuestra época, se ve permanentemente amenazado por la caída en el kitsch” (Moles, 1971, 74-75). (fig.20) La sinestesia es la percepción cruzada y simultánea de sentidos diferentes. Es una figura retórica que consiste en la unión de dos (o más) imágenes que pertenecen a distintos mundos sensoriales. Por ejemplo “verde chillón”, en el que verde pertenece al campo de la vista y chillón al del oído, o “dulce sonido”, que alude al gusto y al oído. De este modo se pretende aludir a una percepción sensorial total.

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Moles emplea con acierto esta figura para hacernos ver cómo el kitsch pretende ser un arte total, impregnar nuestra vida entera. Por supuesto que debemos entender esto en un sentido amplio. El azucarero kitsch no es meramente un recipiente para contener azúcar, y su diseño no es el más eficaz para esa función; sino que es además un aparato de radio, o una figura decorativa, o un reloj, o todo a la vez. Un ejemplo literal de sinestesia es el papel perfumado para cartas. Cuando mi amada lea mis palabras, olerá al mismo tiempo mi perfume, y así estará a mi lado enteramente. En fisiología, la sinestesia es la sensación secundaria o asociada que se produce en una parte del cuerpo a consecuencia de un estímulo aplicado a otra parte. Esto podemos aplicarlo al “arte total” y al ideal orgánico de arquitectura, pero en el kitsch no es así, porque no se persigue la coherencia ni la integración de las partes. Más bien, al contrario, las partes buscan su protagonismo independiente, sin relación entre sí, de forma incoherente. Un ejemplo eximio de sinestesia es la ópera, arte burgués y kitsch por antonomasia (y hay muchas óperas que son auténticas obras maestras del arte), que alcanza su culmen en la segunda mitad del siglo XIX, justo en el momento de acuñación del kitsch. La ópera es arte total donde los haya, que reúne (mejor diríamos que acumula) música, literatura, dramatismo, escenografía, vestuario... Pero no los integra. El argumento dice una cosa (normalmente una tragedia inverosímil tipo folletín), la música otra, el vestuario, el decorado, los actorescantantes... cada elemento se luce por sí mismo, sin tener en cuenta los demás, y así vemos el ambiente supuestamente intimista y paupérrimo de la buhardilla de La Bohème convertido en un espectacular alarde de arquitectura escénica o, lo más increíble, a la Traviata muriéndose con su agudo y poderosísimo “Oh gioia!” que ningún neumólogo en su sano 23

juicio admitiría como signo de tuberculosis. (A decir verdad, ningún espectador en su sano juicio debería admitir a la joven y delicada tísica encarnada por una rolliza soprano de ciento y pico kilos). Pero esto da igual, y ningún aficionado a la ópera lo tiene en cuenta porque la mentira se asume de entrada. (Si vamos a eso, nos dirá, tampoco es verosímil que los personajes canten su tragedia). Si en el cine, excepto en el musical, se trata de que el espectador se meta en la historia y se la crea, en la ópera no. Todo es artificio kitsch y goce sinestésico. (fig.21) 4.- Principio de mediocridad. El kitsch es un arte de masas, hecho para las masas, y por eso es imposible que tenga ningún rasgo de innovación (no confundir con novedad como efecto sorpresa, que sí tiene a raudales) o de frescura. Al contrario, se trata de volver a trillar lo ya trillado y de tener garantía de éxito desde el primer momento. (fig.22) El kitsch se propone a las masas como sistema, y como tal tiene que ser mediocre. La estadística y la física cuántica nos dicen que, si el individuo es impredecible y libre, la masa es absolutamente predecible. Las compañías de seguros saben esto muy bien; no saben cuándo me voy a morir yo, pero saben, de entre todo el conjunto de sus clientes, cuántos morirán este año en número global. Del mismo modo, la persona, cada persona, es inteligente, tiene algo que decir y seguro que algo que enseñarnos, pero la masa como tal es zafia, es un rebaño dirigible y programable. La persona tiene dignidad y merece respeto; la masa no. El hombre medio no es un hombre; el ciudadano medio no es un ciudadano. Es el resultado de sumarnos a todos, hacernos masa, y dividir entre los que somos. Resulta un ente abstracto, un robot que gasta tantos litros de agua al día, produce tantos kilos de basura o consume tantos kilowatios-hora. Es un ser que ve Gran Hermano, 24

admira a Lina Morgan y lee el premio planeta (o al menos lo compra). (fig.23)

El año 1991 fue el año Mozart. Se cumplía el segundo centenario de su muerte, y seguro que recordamos cuánta propaganda se hizo, cuántos discos antológicos (por cierto, los discos tipo “lo mejor de...” son claramente kitsch), cuántos reportajes en la televisión y en los suplementos de los periódicos. Pues bien, tras tanto bombardeo mediático se hizo una encuesta sobre cuáles eran los músicos preferidos por los españoles. El primero fue... ¡Mozart! El segundo, José Luis Perales. Así es el hombre-kitsch, y lo es por las dos cosas: no sólo por disfrutar con Perales, sino por hacerse la ilusión de que le gusta Mozart. El arte es elitista, difícil, pensado para la persona. El kitsch es democrático (perdón, quiero decir demagógico), fácil, pensado para la masa. El arte me toma por un aristócrata, pero me tengo que esforzar por serlo; el kitsch me toma por un plebeyo, y lo soy. La mediocridad del kitsch cumple, como la ONCE, una función social. Al espectador ingenuo e inculto le satisface a la primera, de ida, y al culto le permite sonreír condescendientemente, sintiéndose superior y, en definitiva, cómodo, y así le satisface a la segunda, de vuelta. Si el arte se asocia a la vanguardia, el kitsch se asocia a la moda (fig.24).

El kitsch trivializa el arte, lo adultera e incluso lo prostituye, para

ponerlo al servicio de la masa. Toma del arte lo que le pueda servir como pitanza y elabora el pienso compuesto de la estética cotidiana. Allí donde habla el corazón es de mala educación que la razón lo contradiga. En el reino del kitsch impera la dictadura del corazón. Por supuesto el sentimiento que despierta el kitsch debe poder ser compartido por gran cantidad de gente. Por eso el kitsch no puede basarse en una situación inhabitual, sino en imágenes básicas que deben grabarse en la memoria de la gente: la hija ingrata, el padre abandonado,

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los niños que corren por el césped, la patria traicionada, el recuerdo del primer amor. El kitsch provoca dos lágrimas de emoción, una inmediatamente después de la otra. La primera lágrima dice: ¡Qué hermoso, los niños corren por el césped! La segunda lágrima dice: ¡Qué hermoso es estar emocionado junto con toda la humanidad al ver a los niños corriendo por el césped! Es la segunda lágrima la que convierte el kitsch en kitsch. La hermandad de todos los hombres del mundo sólo podrá edificarse sobre el kitsch. (Kundera, 1984, 256-257).

Efectivamente, el kitsch se basa en un sentimentalismo sobre símbolos compartidos ecuménicamente, fetiches incuestionados. Esto le da una falsa apariencia democrática, pero lo estereotipado de esos símbolos transforma esa democracia aparente en demagogia real, y la obligatoriedad de las emociones –que deben ser compartidas por todos– lo sumen todo en la mediocridad. 5.- Principio del confort. Es una consecuencia de lo que ya hemos dicho. La mediocridad y la exigencia del término medio implican facilidad y comodidad. (fig.25) La estética fácil deja muy tranquilo, muy satisfecho a quien la goza. El gozante no escucha el Réquiem de Mozart, ni el quinteto para clarinete, porque le llevaría mucho tiempo y sería muy pesado. Escucha los trozos más vibrantes de estas obras en su disco titulado “lo mejor de Mozart” y se queda con la conciencia tranquila y el espíritu elevado, sintiéndose culto y refinado. Si es la versión de Luis Cobos, mucho mejor, porque corrige las partes aburridas y les da más vidilla; facilita el ritmo y simplifica la estructura tonal “corrigiendo” las armonías y reconduciendo las llegadas a la tónica; agrega bajos eléctricos y baterías y todo queda más dinámico y moderno. (Aquí moderno significa chunda-chunda). 26

El confort es, sobre todo, intelectual, pero también es físico. Los gadgets, de los que ya hablaremos, son elementos característicos del kitsch, como lo es la supuesta “arquitectura inteligente”, que consiste en sensores que nos van encendiendo y apagando luces según entramos y salimos de las habitaciones, puertas que se abren y cierran como en el centro de Control del superagente 86 (y que, como a él, nos acaban dando en las narices), aspersores que riegan solos y programas y cachivaches de todo tipo. Da igual que la casa sea estilo imperio o estilo high tech, el caso es que es una casa estilo algo que, como la Barbie, viene con todos sus complementos. Me doy cuenta de que esto de la arquitectura inteligente, supremo alarde de la tecnología, no se suele entender como kitsch. Hablaré de ello con más extensión en su momento.

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Fig. 12.- Perfume de Estée Lauder. Envase de vidrio con forma de zapato. La forma ya no tiene nada que ver con la función, y sólo pretende sorprender. Fig. 13.- Coche bota. Aquí sí parece que la forma sigue a la función. (Coche con forma de bota para anunciar a un zapatero). Pero es una falsa funcionalidad, puramente metafórica, que hace de la forma un símbolo. (Procedimiento típicamente kitsch).

Fig. 14.- Quintanar de la Orden (Toledo). Edificio con gusto por lo moderno, que está bien y mal al mismo tiempo. Bien por cierta fuerza formal. Mal por su inadecuación y desproporción, tanto interna como con su entorno.

Fig. 15.- Seseña Nuevo (Toledo). Casa de Regiones Devastadas, maquillada con rollizos de madera para sugerir una falsa edificación ¿alemana?, ¿suiza? Quién sabe.

Fig. 16.- Mocejón (Toledo). Arcos y columnas falsos. Y, ya que son falsos, ¿por qué no hacerlos mudéjares, góticos, románicos? Tenemos todos los libros de historia para elegir lo que más nos guste.

IV

Fig. 17.- Añover de Tajo (Toledo). El dinero se emplea en todo tipo de adornos aburridos, insistentes y redundantes. Esta casa no estaría mal si se hubieran gastado menos dinero en ella.

Fig. 18.- Añover de Tajo (Toledo). Terraza Ibiza. Mies decía “menos es más”; Venturi, “menos es aburrido”. Desde luego, esta puerta no es aburrida. El hacer que la chapa parezca ¿mármol? a base de brochazos es un chiste permanente. Por otra parte, hacer de un elemento móvil por antonomasia, como es una puerta, una réplica del ¿mármol? no deja de ser una operación pop de lo más irónico.

V

Fig. 19.- Illescas (Toledo). Centro de salud inspirado en... Inspirado. La acumulación y la contradicción interna son los motores del diseño.

Fig. 20.- Salón para celebración de bodas. La sinestesia consiste en tomar por asalto el mayor número de canales sensoriales y saturarlos. Se busca el “arte total”, lo sublime por todas partes.

Fig. 21.- Cierto cine, como la ópera, pretende el asalto total a nuestros sentidos. Robin Hood, 1922, de Allan Dwan, con Douglas Fairbanks. Foto coloreada a mano de la época.

VI

Fig. 22.- Yeles (Toledo). Otra señora casa. Hermosa para todos. Pero se complace en trillar lo ya trillado para tener éxito desde el primer momento. Principio de mediocridad. Fig. 23.- Esquivias (Toledo). Una casa-tipo que refleja el gusto estandarizado del público medio.

Fig. 25.- Yuncos (Toledo). Una casa de pisos “correcta” (con indigestión de piedra) y elementos contradictorios (el portal), es un ejemplo de la mediocridad cómoda y del fácil “término medio”.

Fig. 24.- Quintanar de la Orden (Toledo). Un cierto lenguaje “moderno” de tercera mano (voladizos, curvas en fachada) quiere dar un aire “nuevo” a esta vivienda. Se trata de elementos tomados de una cierta vanguardia, pero trivializados y gastados, recetas para consumo rápido.

VII

3.- Vanguardia y kitsch. El fenómeno kitsch es contemporáneo de la vanguardia. Surge hacia 1860, y también es en esa época cuando el impresionismo abre una brecha entre el arte y el público. (El almuerzo sobre la hierba y Olimpia, de Manet, son de 1863). El kitsch es hijo del romanticismo, también de esa época. El romanticismo se plantea el problema del gusto y busca imágenes excesivas. De esto hablaremos en su momento. Antes no podía hablarse de mal gusto porque, en realidad, no existía el problema del gusto. El arte buscaba la belleza en cada época según los cánones establecidos, y la fealdad era el resultado de una mala ejecución, de una torpeza del artista, pero no de una crítica al canon. En el pasado, el arte nunca abordaba cuestiones realmente importantes que implicaran controversia. La actitud creativa se reducía a un virtuosismo de la forma, decidiéndose todos los problemas importantes por el precedente de los Viejos Maestros. Los estilos se sucedían lentamente, sin rupturas, por evoluciones estructurales internas y/o por aportaciones exóticas bien acogidas e integradas. El arte estaba al servicio de las clases dirigentes (poder religioso, poder económico y poder político), y al pueblo no le llegaba sino indirectamente, como muestra del poderío de esas clases. Toda la sociedad estaba de acuerdo en la interpretación del arte, ya que éste se ceñía a un canon comúnmente aceptado. Las clases dirigentes exhibían el arte, y el pueblo lo admiraba pasmado. Ni siquiera podemos decir que a todos les gustara lo mismo, porque el gusto no existía tal como lo entendemos hoy. No había preferencias personales porque el arte provenía de unos principios superiores, que procedían de la tradición e, 28

incluso, de Dios. Sencillamente, había unanimidad sobre lo que estaba bien hecho y era correcto. La aparición de la burguesía causó un estrago en la sociedad, que dejó de estar compuesta únicamente por amos y esclavos, o dirigentes y súbditos, y llenó un agujero central compuesto por los comerciantes, artesanos y “técnicos”. En este trabajo, al adscribir el kitsch a la burguesía, estamos todo el tiempo burlándonos un poco de ella. Al menos sirva este párrafo para hacer notar que el nacimiento de la burguesía fue una auténtica revolución, y que todos nosotros somos hijos de la burguesía y somos, pues, burgueses. La palabra “burguesía” viene de “burgo”, ciudad, y esto significa una superación de la cultura campesina y feudal. También “civilización” viene de “civis”, ciudad. El burgués tiene dinero e ideas, y, sobre todo, y por primera vez, ansia de libertad y conciencia de su incipiente poder. Una parte de la sociedad burguesa se propuso superar el academicismo artístico, la referencia constante a los Viejos Maestros, y produjo algo desconocido anteriormente: la vanguardia. Hacia la quinta y sexta década del siglo XIX la burguesía crea la vanguardia y, con ella, inseparablemente, el kitsch. El arte se rompe, se desprende de los gustos del pueblo (ahora sí hay gustos, porque cada uno tiene la libertad y la soberanía para opinar y gustar). Ahora, en el mismo lugar y al mismo tiempo coexisten tendencias diferentes e incluso opuestas. El desconcierto y el descontento ante este fragor producen la respuesta kitsch, que busca de nuevo la seguridad. Hoy Van Gogh gusta absolutamente a todo el mundo; tanto es así que cada vez que sale una colección de libros de pintura en los kioscos, de tirada multitudinaria, el número uno, que es el del tirón, es el de Van 29

Gogh. Nos deja perplejos pensar que, en vida, no gustara a nadie, y también que, de haber vivido nosotros entonces, tampoco nos habría gustado. También conocemos el caso de Monet, otro pintor que nos entusiasma a todos, quien, no pudiendo pagar en una pensión de mala muerte, dejó en prenda un cuadro enorme (Almuerzo en el campo, 1865-66). Cuando, tiempo después, volvió para pagar su deuda y recuperarlo, encontró el lienzo enrollado en la cueva, donde lo había tirado el posadero, tan deteriorado por la humedad que cortó el fragmento más sano y echó el resto a la basura. Hoy podemos admirar ese trozo en el Museo de Orsay de París, preguntándonos cómo sería el cuadro completo y cómo es posible que no gustara ni regalado, y volvemos a imaginarnos a nosotros mismos, en esa época, sintiendo repugnancia por el impresionismo. Los artistas de vanguardia se distancian de la política y de la sociedad porque buscan en el arte un absoluto. Desde el impresionismo hasta nuestros días el arte de vanguardia ya no busca ni la imitación de la naturaleza, ni la representación de la sociedad, ni sigue la tradición formal histórica, sino que busca en su propio lenguaje y en los problemas de su propia técnica, haciendo cuestión no de la realidad exterior, sino de su propia estructura. Aparece el “arte por el arte” y la “poesía pura”; se huye del “tema” o “contenido” y se llega al arte “abstracto”. Lo “abstracto” o no representacional, si ha de tener una validez estética, no puede ser arbitrario ni accidental, sino que debe brotar de la obediencia a alguna restricción valiosa o algún original. Y una vez se ha renunciado al mundo de la experiencia común y extrovertida, sólo es posible encontrar esa restricción en las disciplinas o los procesos mismos por los que el arte y la literatura han imitado ya lo anterior. Y ellos se convierten en el tema del arte y la literatura. [...] Si todo arte y

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toda literatura son imitación, lo único que tenemos a la postre es imitación del imitar. (Greenberg, 1939, 15).

Así, tenemos por ejemplo la célebre vaca de Van Doesburg, que partiendo de la vaca real deja de ocuparse de ella y pasa a tratar del equilibrio de rectángulos coloreados en el plano, o el caso del Ulises de Joyce, novela que expone un argumento ínfimo, ridículo, que no tiene importancia, y que centra su interés en los experimentos con el lenguaje, con su estructura y su capacidad expresiva, logrando momentos “epifánicos” no por lo que está contando, sino por cómo lo cuenta. Este “mirarse el ombligo” de la vanguardia hace que deje de interesar al público en general, que no participa de los problemas técnicos internos y sólo espera que el arte les hable del mundo exterior. El público espera que el arte se comunique con él, le diga algo, y comprueba decepcionado que el arte sólo se ocupa de sí mismo, que los artistas se dicen cosas entre ellos, discuten y polemizan sobre conceptos y tecnicismos, sin que se ocupen en absoluto del espectador. La especialización de la vanguardia en sí misma [...] la ha malquistado con muchas personas que otrora eran capaces de gozar y apreciar un arte y una literatura ambiciosos, pero que ahora no quieren o no pueden iniciarse en sus secretos de oficio. (Greenberg, 1939, 16).

Si la vanguardia ya no es capaz de dar satisfacción a las masas, éstas tienen que buscarse su propio arte, y lo buscan en otro sitio. Donde hay vanguardia hay retaguardia, y ésta es el kitsch. Por otra parte, el pueblo siempre había estado alejado del arte y de la cultura, que se hacía para las clases dirigentes. (Éstas, a su vez, lo hacían revertir al pueblo para sus fines propagandísticos y áulicos). Ahora, la vanguardia ni conecta con el pueblo ni con las clases dirigentes, por lo que el arte queda separado de la sociedad.

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Al mismo tiempo, las masas ya no son plebe ignorante. La revolución industrial y comercial consiguió una alfabetización universal sin precedentes. El abismo entre aristocracia y plebe se anula con una clase media que gradúa todo un abanico desde los obreros manuales hasta los burgueses ricos. Todos somos clase media más alta o más baja, y del mismo modo todos somos burgueses. Antes, el único mercado de la cultura y del arte estaba limitado a quienes, además de saber leer y escribir, tenían riqueza y podían permitirse ocio y confort. Con la revolución industrial, los campesinos y obreros acceden a la alfabetización, pero no a la cultura, ya que carecen de ocio y confort. No acceden a la cultura urbana, pero pierden el gusto por la cultura popular. Son víctimas de la alienación, que los desarraiga y les deja fuera del juego de la cultura (como estaban antes), pero con un deseo por acceder a él (deseo que antes no tenían). Descubren también una nueva capacidad: la de aburrirse, y demandan una cultura adecuada para su propio consumo. Así surge la cultura sucedánea: el kitsch. El progreso tecnológico, económico y social de nuestro mundo ha provocado que la “gente corriente” sea cada vez más culta. Cada vez hay más población universitaria, y lo que hace unas décadas estaba reservado a unos pocos privilegiados se extiende y generaliza más y más y nos beneficia a todos. Las enseñanzas primaria y secundaria son hoy obligatorias, e incluso quienes no han gozado de ellas cada vez tienen más información y más elementos de juicio. Pero vemos decepcionados que quien posee un automóvil bien diseñado y maneja con soltura unas funcionales cámaras de vídeo, máquinas de afeitar y ordenadores, e incluso posee una buena biblioteca, y tiene opiniones bien fundadas en asuntos políticos y culturales, vive con gusto en un ambiente kitsch. Constatamos, por una parte, que la educación estética 32

no va a la par con la formación técnica, política o humanística, y por otra, que incluso las personas más cultas siguen apreciando el arte sólo por su función hedonística, y así, mientras exigen verdad en otras facetas de su vida, en la estética siguen adorando las “bellas” mentiras. Y los más favorecidos por el dinero buscan, además del arte como forma de placer, el arte como forma de prestigio. Si sólo buscan el prestigio, pueden comprar arte que no les gusta sólo por hacerse los cultos; pero si buscan las dos cosas, el kitsch caro se las da. Es un kitsch más elegante, por supuesto, pero también es kitsch porque utiliza las mismas estrategias que el kitsch cutre: apuesta sobre seguro, en valores ya consolidados, que trocea, retoca y estereotipa, y los suministra como píldoras mágicas, falsificando la experiencia estética. La fabricación en serie de objetos seudoartísticos se fija en este tipo de cliente. Mientras tanto, la “aristocracia” pierde poder y se refugia en su torre de marfil inalcanzable, por encima de los intrusos y de los nuevos ricos; en su arte sagrado, prestigioso y antiguo. Por ello, insistimos en que tanto el kitsch como la vanguardia son artes de la burguesía; son la cara y la cruz de la misma moneda. El kitsch utiliza como materia prima simulacros academicistas y restos degradados de la verdadera cultura. Todo le vale, desde lo clásico hasta lo vanguardista, pero, eso sí, entendido como objeto de catálogo y no como proceso de investigación. Es mecánico y opera mediante fórmulas. El kitsch no exige nada a sus consumidores, salvo dinero (y sólo en la medida en que puedan pagarlo; hay kitsch para todos los bolsillos); ni siquiera les pide su tiempo. El kitsch es hijo de la vanguardia, toma incluso elementos formales de ella, como del arte de todos los tiempos; pero, además de falsificar estos elementos, falsifica el procedimiento de la vanguardia. En vez de experimentación, hace juego. (fig 26) 33

El kitsch es conservador, pero es amigo de las sorpresas y de las novedades, siempre y cuando queden como simpáticos juegos en vez de cómo difíciles experimentos. (figs. 27,28,29) El kitsch disfruta con la tecnología, que brinda a sus degustadores confort, sorpresa y diversión. Ama los relojes-termómetro, los salerosvinajeras, sobre todo si además perfuman las manos, las vídeo-consolas que son a la vez DVD y permiten conectarse a Internet, los aparatos inteligentes, las máquinas de afeitar que además eyaculan crema hidratante, y disfruta con todo tipo de extrañas combinaciones e interacciones entre objetos. Cree que, con ello, participa del espíritu experimental de la vanguardia. Sin embargo, con toda esa tecnología y esa ansia de novedad y sorpresa, hay algo que aleja definitivamente al kitsch de la vanguardia. El arte de vanguardia exige al espectador un esfuerzo. El espectador debe inyectar a la obra lo necesario para obtener de ella una impresión producida por los valores plásticos. Por el contrario, el kitsch ya ha introducido a la obra ese “efecto reflejado” para que el espectador lo goce sin esfuerzo, directa e irreflexivamente. (Cfr. Greenberg, 1939, 22 y Eco, 1962-1967). La obra de vanguardia es básicamente una “obra abierta”, mientras que la obra kitsch es una “obra cerrada”, al menos metodológicamente. La vanguardia se propone un fin heroico. Al final fracasa, o triunfa sólo parcialmente, dejando insatisfacción y frustración. La respuesta kitsch pretende volver a una feliz (e ilusoria) época previa, o época intemporal. La tragedia, como veremos, está en el tiempo. Si la vanguardia sueña con superarlo, el kitsch lo inmoviliza o lo soslaya. Esa época ilusoria es una vieja añoranza de una felicidad que nunca existió. Resulta inalcanzable y sólo es recuperada en sus accidentes y en sus apariencias. 34

Ante la inseguridad por las ideas nuevas (nunca por las cosas nuevas, que fascinan y encantan), el kitsch se ancla en un mundo estructurado y racional. (No nos engañemos: el kitsch es racional, como lo es la burguesía. Trata la estética con sentido común, con tanto sentido común que se ancla en los tópicos. Y se ancla en ese mundo pretendiendo ser más vanguardista que la vanguardia, porque, realmente, conseguir los cachivaches técnicos o las combinaciones formales siempre sorprendentes y simpáticas, le parece mucho más positivo y más útil que discutir sobre el espacio, el tiempo y el vacío. El hombre kitsch ve a los artistas de vanguardia como un hatajo de inútiles, cuando no de sinvergüenzas, mientras que se ve a sí mismo como un hombre práctico, moderno, ingenioso, a la moda y siempre atento a lo último. Él sí que es vanguardia. (figs. 30,31) Santiago Calatrava diseña una marquesina que se mueve haciendo el efecto de una ola. Esto sí que es cachondo e ingenioso. ¿Y que hizo ese Mies van der Rohe? Una caja de vidrio. Pues vaya. Por último, hemos de mencionar dos relaciones extrañas entre la vanguardia y el kitsch. La primera es la del descenso de la una al otro, y la segunda la del ascenso del uno a la otra. Es decir, en primer lugar están las concesiones de la vanguardia al kitsch, ya que muchos artistas han sucumbido a la tentación del triunfo comercial, y han readaptado su arte a los gustos del público. Estrictamente hablando, podemos hablar de la maldición de la vanguardia, ya que mientras el arte es innovador y arriesgado está condenado a no gustar, y cuando el arte empieza a gustar al público es señal de que está haciendo concesiones. Esta maldición nos llevaría al extremo apocalíptico de considerar que todo arte triunfante es kitsch, y sólo es válido el arte secreto y sufrido. Personalmente, entiendo que el desarrollo de las ideas expuestas lleva a esta conclusión, pero que tal 35

conclusión es exagerada y cruel, y equipara como kitsch desde lo más cochambroso y chabacano hasta lo más hermoso y elegante. Hablando de literatura, Greenberg (1939) dice que éste es el caso de Georges Simenon y de John Steinbeck, autores que según él caen de la vanguardia a lo comercial y son, por ello, puramente kitsch. Walther Killy (Cfr. Eco, 1965, 94-97) dice lo mismo de El Viejo y el Mar, de Hemingway, como caída en el kitsch de quien fue un muy válido escritor de vanguardia. Personalmente soy un lector entusiasta de estos tres escritores, y El Viejo y el Mar me parece una magnífica novela. Si es cierto que los lúcidos análisis nos hacen ver las concesiones al kitsch de esta excelente literatura, no lo es menos que hay un abismo entre este supuesto kitsch juzgado de un modo tan estricto y el evidente de Danielle Steel, Nora Roberts o Ana Rosa Quintana. En segundo lugar está la recuperación y relectura de elementos kitsch por parte de la vanguardia. Ya sea con intención irónica, ya sea para dar una respuesta legítima utilizando material deleznable, muchos artistas de vanguardia miran al kitsch para hacer su propio arte. Se supone que toman la materia prima del seudoarte popular para emitir un mensaje artísticamente válido que se inserte en ese ámbito popular. Es el caso del Pop-art, por ejemplo. De nuevo hay que decir que la vanguardia está condenada al fracaso, y que, aun cuando intente hacer arte con los elementos de la vida cotidiana, gratos al público, la obra que realiza con ellos se vuelve a colocar en una torre de marfil. Si la intención es ironizar, los resultados no suelen hacer gracia; si es criticar, la crítica es muy apreciada entre los iniciados, pero cae en el vacío de la gente normal y no conecta con el sentir popular. (fig. 32)

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Fig 26.- Huerta de Valdecarábanos (Toledo). Decoración de fachada inspirada en Mondrian (y no es de las peores adaptaciones que he visto). Por supuesto que no tiene nada que ver con los planteamientos de De Stijl, pero queda “bonito”. Mondrian ha triunfado donde menos lo esperaba y ahora se ve en los sitios más insospechados.

Fig. 27.- Entre Rielves y Torrijos (Toledo). Discoteca de inspiración “moderna” o, mejor, “postmoderna”, en el sentido de “manierista”: Estructura que no sustenta nada, columnas inclinadas que tampoco sustentan nada, con la evocación neorromántica a la ruina, ventanas en semicírculo, etc. Restos tomados de un catálogo. “Lenguaje”.

Fig. 28.- Esquivias (Toledo). Centro comercial con cierta evocación al lenguaje arquitectónico moderno.

VIII

Fig. 29.- Illescas (Toledo). Centro de salud con un indudable gusto por el lenguaje moderno, pero que queda, a mi juicio, en meros fuegos artificiales, tics y “cacharros” que buscan el efectismo formal. Parecen elementos decorativos añadidos una vez resuelto el proyecto, para darle gracia. En todo caso, éste no es el kitsch cutre al uso, sino un ejemplo de diseño elaborado que tiene su gracia.

Fig. 30.- El Casar de Escalona (Toledo). Barandilla-peto que ya ni se sabe si pretende ser vanguardista. Hay que estar muy contento consigo mismo para diseñar algo así.

Fig. 31.- Toledo. Centro tecnológico de la arcilla cocida. Ejemplo de edificio falsamente vanguardista o, al menos, novedoso, que triunfa y gusta a todo el mundo.

IX

Fig. 32.- Peter Cook. Oficinas de “Layer City”. ¿Es una ironía pop sobre el kitsch o es puro kitsch moderno? Le dedicamos un capítulo en la segunda parte.

X

4.- El hombre kitsch. El kitsch no es un estilo estético, es un estilo de vida. Por ello, porque el kitsch no son las cosas disparatadas, sino las personas que disparatan con las cosas, Broch acuñó el término “hombre kitsch”, que tanto éxito ha tenido. El kitsch es una actitud y es un estado vital, una manera de ver el mundo. Las cosas kitsch lo son por y para las personas kitsch, pero un hombre kitsch puede corromper y “kitschificar” incluso la obra de arte más sublime. Un hombre kitsch es el patán que, muy satisfecho y emocionado en su butaca del auditorio, acompaña a la orquesta silbando el segundo concierto de Brandeburgo, pero aún lo es más aquél, mucho más elegante, que pone un fragmento de ese famoso concierto como fondo en su contestador automático. Un hombre kitsch es quien se abona a la ópera porque queda bien, o quien adora a Picasso (tanto que tiene una reproducción del Guernica, en cuero, en su salón)

(fig. 33),

o quien compra en el kiosco la

colección completa de las cien mejores novelas del siglo veinte, quedando convencido de que son ésas y sólo ésas las cien mejores. Hombre kitsch es quien viaja a Disneylandia y a cualquier sitio con la ingenuidad de pretender gozar experiencias únicas, que en realidad están enlatadas para ser disfrutadas sin más, porque el turista es el hombre kitsch por antonomasia. Hombres kitsch somos, en mayor o menor medida, todos nosotros. El turista es lo contrario del viajero. El viajero es una especie ya extinguida, que iba a la aventura y se sorprendía con lo que veía, y aprendía con ello. Por el contrario, el turista sale de su casa sabiendo ya lo que va a ver y cómo tiene que entusiasmarse ante tal o cual edificio o paisaje, que ya conoce por referencias. La playa famosa o la catedral ya le están esperando vestidas con sus mejores galas, con visitas guiadas y 37

puestos de souvenirs. El turismo es la falsificación del viaje. Lo que cuenta es la cámara de fotos o de vídeo, para que el turista se traiga recuerdos a casa y cuente a los amigos o a sí mismo lo magnífico que es todo. La torre de Pisa, los rascacielos de Nueva York, la Sagrada Familia o el Big Ben son, con muchos más, los fetiches del turista, los hitos a coleccionar por el incansable degustador de experiencias liofilizadas y ya predigeridas. (Ya hemos visto Londres; el año que viene, Nueva York, y vamos tachando, año a año, la lista de lugares obligatorios, que llevan aparejadas las consiguientes emociones obligatorias). Los lugares de peregrinación no tienen ya nada de religiosidad, sino de kitsch, y no hay más que ver cómo son los souvenirs de Fátima, Lourdes, Roma o Santiago de Compostela, y con qué actitud se viaja a estos lugares, y compararlo con el espíritu de lo que fueron las peregrinaciones antiguas. Las rutas iniciáticas y los itinerarios vitales han sido convertidos más o menos en “parques temáticos”. (fig. 34) El kitsch es falsificación y engaño porque el hombre kitsch busca que se le engañe. He visto cientos de veces a cientos de grupos de japoneses en la plaza del ayuntamiento de Toledo, mirando con expresión de éxtasis la fachada de la catedral, escuchando con su legendaria educación a un guía para mí incomprensible. A una señal de éste, enarbolan sus cámaras, sacan todos ellos la misma foto y prosiguen su visita. Me los imagino de vuelta en su casa, todos con la misma colección de fotografías y con los mismos adjetivos elogiosos sobre Toledo. Tengo la tentación de mirarlos por encima del hombro, de sentirme superior a ellos, pero entonces me doy cuenta de que yo también he estado en Venecia, y he dado un paseo en góndola, y tengo la foto del Puente de los Suspiros, de la Catedral de San Marcos, de las calles acuáticas... En las fotos aparece mi mujer, o yo, o los dos cuando 38

algún amable turista nos la ha hecho (a cambio yo se la hago a él y a su compañera). De manera que millones de ciudadanos de todo el mundo tenemos las mismas fotos en casa, en las que sólo varían nuestras caras con expresión feliz y, por qué no decirlo, un poco estúpida. (¿Por qué hay que sonreír siempre en las fotos?). El viajero buscaba la verdad, el turista la mentira. El turista es romántico y, como la verdad le resulta peligrosa, se refugia en un falso mundo, en un decorado apacible y fácil

(fig. 35).

Rilke encontró en

Toledo y en Ronda una nueva visión de la muerte, que integró en su sentimiento trágico. Livigstone y Stanley, Colón, Marco Polo... cambiaron el mundo con sus viajes, pero, sobre todo, se cambiaron y completaron a sí mismos. ¿Qué cambia el turista? ¿Cómo cambia él mismo? Las únicas experiencias creativas o destructivas que obtenemos en nuestros viajes son aquéllas en las que, siquiera por un momento, dejamos de ser turistas y nos adentramos en lugares no trillados, y buscamos a la gente y a los sitios reales. Todo lo demás es falsificación. Muy a menudo escucho decir a seudocómicos que su espectáculo es un éxito porque “la gente lo que quiere es divertirse. Bastantes problemas tienen ya”. Por el contrario, el teatro de verdad, sea de Calderón o de Ionesco, o de Jardiel Poncela, explora los problemas, el desconcierto humano, y se asoma al abismo. La tragedia y la comedia son operaciones de conocimiento, y no llanto facilón o risa floja. (De esto hablaremos en otro capítulo: El hombre es consciente de la tragedia; la tragedia le hace hombre. El hombre kitsch huye de la tragedia; se esconde en una concha de falsa seguridad). El hombre kitsch hunde sus raíces vitales en las pantanosas aguas del romanticismo, que le sumergen en una contradicción escandalosa pero útil.

39

El romanticismo, por un lado, “intenta elevar a una esfera absoluta o pseudoabsoluta el mezquino acaecer cotidiano de la vida terrenal y, por otro, intuye el peligro de una empresa de este tipo” (Broch, 1950-51, 21). De esa exaltación y de ese temor deriva esa particular incertidumbre del alma romántica, que, asustada por la libertad recién conquistada, quisiera volver a la Iglesia para refugiarse nuevamente en su certidumbre de absoluto. Simplificando tal vez excesivamente, diremos que, tras un mundo triangular formado por señores feudales libertinos, siervos desamparados y monjes al margen de la realidad cotidiana, la burguesía romántica (que no viene del descenso de la antigua aristocracia, sino del ascenso de los antiguos siervos) quiere gozar como los antiguos libertinos, pero, por su conciencia religiosa y su tradición de austeridad, necesita validar ideológicamente sus placeres, y de este modo pretende trascender las experiencias cotidianas hasta elevarlas al plano de lo místico. De este modo, el burgués, además de comportarse como un nuevo rico, se comporta como un nuevo gozador. (figs. 36,37) El ciudadano medio desea un arte voluptuoso y una vida ascética, y sería mejor lo contrario. (Adorno, 1970, 25).

El

movimiento

puritano-calvinista

había

prevenido

esto

imponiendo una ascesis que estaba destinada a convertirse en un estilo de vida de la burguesía. De este modo, el burgués, en un gesto paradójico, se exalta para defender su tradición ascética. El calvinismo no impone una castidad ascética, sino una rigurosa monogamia. En un gesto romántico, para evitar tentaciones libertinas, el amor monógamo quedaría a salvo si se le intensificaba hasta la exaltación. La nueva época, es decir, la época de la burguesía, aprueba la monogamia, pero al mismo tiempo quiere gozar de todos los placeres del libertinage, de forma todavía más concentrada, si ello fuera posible. 40

Por ello, no se contenta con elevar hasta las estrellas el acto sexual monógamo; obliga a las estrellas, junto con las demás cosas eternas, a descender a la tierra para ocuparse de la vida sexual de los hombres y permitirles alcanzar mayor intensidad de placer. El medio para alcanzar dicho resultado es la fantasía reforzada con la exaltación. (Broch, 195051, 23).

De todo esto resultan las empalagosas tragedias románticas, la búsqueda de una nueva y trascendental concepción de la vida humana como vida heroica, fuera del plano de la realidad y de la verdad y que, precisamente por ello, cae en la trivialidad más ramplona. (figs. 38,39) (En el fondo, como ya hemos dicho, el hombre-kitsch turista sabe que el obsceno montaje de los gondoleros venecianos es un sacacuartos sin sentido, pero le pesa la canción de Charles Aznavour y se embarca con su amada en una góndola para tener una experiencia ridículaseudomística, porque quiere creer en eso, sin prestar oídos a su propio sentido crítico, que desconecta temporalmente para que no le estorbe). El ya citado texto de Broch (1950-51) nos sigue diciendo que “la burguesía intentaba […] encontrar un compromiso entre la propia concepción puritana y ascética y el propio amor por la decoración” (p. 23). “El burgués desprecia los placeres estéticos del libertino, pero quisiera gozarlos igualmente, si bien en un plano más elevado” (p. 24). Efectivamente, el libertino relata con descaro sus aventuras sexuales, mientras que el burgués romántico se siente superior a él porque ha montado en góndola antes de (o en vez de). El burgués aspira a “una especie de religión de la belleza” (p. 24), y vemos “el horrible espectro de la divina belleza que desciende, o es obligada a descender hasta la obra de arte” (p. 25). “La diosa de la belleza en el arte es la diosa del kitsch” (p. 25). (figs. 40,41,42)

41

Con esta actitud, con esta forma de pensar, es lógico que el kitsch sea principalmente un problema de falsa percepción de la realidad, de mentira a voces y de excusa para no afrontar los problemas. El arte es problemático en la medida en que busca el conocimiento y expresa las dudas y anhelos del ser humano. Si, en vez de ello, se busca la belleza, se está errando el camino de la verdad, pero a cambio se anda otro mucho más confortable. Lo horroroso del kitsch no es que sus resultados sean feos, cuando precisamente lo que se busca es belleza. Lo horroroso es que son falsos. (fig. 43) El hombre kitsch prefiere andar por el camino falso, autoengañándose, por miedo a la verdad, por miedo a sí mismo. En una lectura apresurada, uno piensa que el kitsch es lo propio de la gente inculta. No es cierto. El hombre kitsch no tiene por qué ser inculto o zafio. (Hay, además y para colmo, un kitsch zafio, pero no todo el kitsch lo es). El hombre kitsch no es un hombre inculto, es un hombre alienado. El hombre inculto de otros tiempos no hacía kitsch. Estaba fuera de la esfera del arte y por lo tanto no hacía arte, pero tampoco hacía obras indignas. El constructor anónimo, utilizando los materiales y las técnicas de que disponía, levantaba estructuras sencillas y sensatas, de gran lógica constructiva y de una simplicidad que, si bien en su tiempo no era merecedora de atención, hoy es vista por todos nosotros con el respeto que merece la obra bien hecha. Una vez edificada la casa, un cierto prurito le llevaba a adornarla, a tallar las cabezas de las vigas o las dovelas de los arcos, pero incluso esa decoración ignorante no era caprichosa. Reflejaba la esencia del material y de la estructura y las ideas y creencias de su autor, que invocaba a sus lares protectores, a sus mitos, y se veía a sí mismo en su obra. 42

Ahora, sin embargo, todo está al alcance de todos. Un habitante de La Sagra puede hacerse un chalet suizo de pizarra, una casa-barco o cualquier cosa que se le ocurra, utilizando para ello cualquier material (figs. 44,45). Porque

la exuberancia de medios y productos industrializados,

el infinito catálogo de formas y materiales, le permite escoger lo que quiera, al azar de su capricho. Ahora sí que la incultura es peligrosa, pero no por la incultura en sí, sino por la cantidad de armas letales que la sociedad de consumo pone en manos del inculto. (Obviamente, no llamo inculto al que no tiene un certificado de estudios, sino al que no se sabe integrar en la lógica de la forma constructiva

(fig. 46),

o, mejor

dicho, al que no sabe proyectar sus necesidades reales en su obra y en sus formas. Para ser más claros, véanse las salas de espera de ciertos médicos prestigiosísimos y cultísimos). La lectura marxista nos dice que la necesidad de algo (un objeto, un bien, un servicio) crea la producción de ese algo, con lo cual esa producción tiene sentido y es útil para satisfacer esa necesidad. Pero cuando la producción se multiplica y se lanza indiscriminadamente, se da la vuelta al proceso y es la producción la que crea la necesidad. (fig. 47)

Creo que esto es tan obvio en nuestra sociedad de consumo que no merece la pena ser demostrado. De todas formas, si alguien tiene dudas sobre esto, le invito a que repase mentalmente cuántos objetos ha comprado en su vida creyendo que le iban a satisfacer una necesidad que en realidad no tenía y no ha tenido nunca, por lo que, al fin y al cabo, no ha utilizado ni la décima parte de las maravillosas prestaciones que dan esos objetos. (Programadores del vídeo o de la lavadora, con relojes, muchos relojes para todo, presintonizadores, potenciómetros, enciclopedias del bebé o de las plantas de jardín, dispositivos antiescarcha, zoom automático, doble exposición, detergentes con 43

perlas activas o dicloroxilenol –éste pasó de moda–, soportes para refrescos en el salpicadero del coche, colección de grandes óperas, menús de los teléfonos movibles, humidificadores, lavavajillas con antibióticos... y, como reyes y señores de toda esta farfolla, los bífidus activos). Ya no basta con ver un alicatado reluciente para quedarse satisfecho de lo limpio que está; ahora hay que hacerle la prueba del algodón, comprobar que, además de parecer limpio, debe estar libre de gérmenes y asegurarse de que un generoso chorreón de agua calina no lo vuelva a dejar hecho unos zorros. La publicidad, reina y señora de nuestra civilización, única fuerza capaz de sacar adelante a un equipo de fútbol o a una exposición de arte medieval, nos machaca constantemente (no somos conscientes de hasta qué punto) para convencernos de que nuestras necesidades no son amar, comer, vestirnos, dormir, calentarnos, reír y pensar, sino tener elevalunas eléctricos y champú acondicionador. La publicidad apela a nuestros más bajos instintos, a nuestra recóndita o evidente estupidez y nos hace a todos hombres-kitsch. (En el momento en que escribo esto, acaban de sacar simultáneamente varias colecciones de kiosco: teteras de porcelana en miniatura, cajitas, dedales, armas en miniatura, figuritas de cristal... cada semana una figurilla ¡y un fascículo! ¿De verdad cree alguien que esta producción masiva está al servicio de una necesidad real? ¿De verdad alguien tiene necesidad de estas cosas? Y, sin embargo, se venden por cientos de miles). Como personas alienadas, hemos dejado de poseer nuestros objetos, de tener una relación de uso o de creación con ellos. El carpintero que tallaba una viga o hacía un taburete, el alfarero que hacía un botijo o el maestro constructor que insertaba la clave del arco, el talabartero, el guarnicionero, el destilador de bebidas alcohólicas... todos ellos tenían 44

una relación física e intelectual con su obra. Había obras más dignas que otras, pero todas eran reales. Miguel Delibes nos cuenta en Las Ratas cómo hay que abrir un cerdo sin “hacer mierda”, y yo he visto a un matarife destazar a un choto. Es algo real. El humilde zueco de madera es un objeto insignificante, pero hay un mundo, una concepción del mundo, entre ese zueco y cualquier objeto de un “todo a cien”. (fig. 48)

Por descontado, no quiero esconderme en una boba Arcadia poblada de artesanos medievales. Que conste que he cantado al artífice que es útil en su momento y que hace un trabajo real que tiene sentido. Admiro sin límites a quien fabrica un bisturí láser o un grabador de cederromes, mientras que veo con pasmo a los nuevos guarnicioneros de las ferias de artesanía y los “mercados medievales”, a los fabricantes de hoces o de yugos que ya no sirven para lo que sirven, sino para adornar el mundo kitsch de nuestras vidas. Hemos perdido el contacto con la “realidad real”, y nos sumergimos en la “realidad virtual”. Estamos alienados, inmersos en este mundo kitsch, muy sorprendente por más que se estudie. En la novela La Caverna, de José Saramago, se nos habla de todo esto: Un humilde alfarero es absorbido por un gigantesco centro comercial para que haga sus “cositas” en exclusiva para ellos. De este modo, sus obras dignas y honradas pasan a ser “cositas”, adornos, souvenirs. Pero esta evidente fábula moral, de fácil moraleja reivindicativa contra la sociedad de consumo, se vendía masivamente en los centros comerciales y se insertaba de este modo, sin género de dudas, tanto por su mensaje facilón como por su proceso de edición y venta, en el género kitsch al que pretendía combatir. Esto es desazonador, porque la sociedad kitsch mercantilista es capaz de deglutirlo todo, incluso lo que se ha creado en su contra. 45

En el párrafo anterior iba a escribir: “se vende masivamente...” y me he dado cuenta de que ya no “se vende”, en presente, sino de que “se vendía”, en pasado. Durante unos meses, el best seller se encuentra en todas partes. Se hacen pirámides con los libros, te tropiezas con ellos. Se venden cientos de miles de ejemplares y desaparece de la circulación. La llamada “sociedad de consumo” es, en este sentido, verdaderamente de consumo. Se nos convence de que cada año, en cada país, se hacen cientos de obras maestras en todos los campos –véanse las revistas de arquitectura–, de las que, semanas después de su eclosión, laureada con glosas impúdicas, nadie se acuerda. El Real Madrid juega contra el Barcelona al menos dos veces al año, y cada vez se nos convence de que es el partido del siglo. Así todo. No hay valores estables, permanentes, y el hombre kitsch, a la vez que consume toda esta frágil pitanza, aspira a tener objetos eternos. Por eso compra la colección de teteritas de porcelana; “he ahí una serie de objetos imperecederos”, se dice. La alienación del ser humano, su falsa posición entre los engranajes de producción y consumo, sin los que la economía se hundiría, lubrican este circulo vicioso que se acelera sin posibilidad de freno ni de equilibrio.

46

Fig. 33.- Versión del Guernica de Picasso en relieve, de cuero. Muy bien elaborado. Proporciona un placer evidente a sus propietarios.

Fig. 34.- Toledo. Iglesia de San Julián. La degeneración de la fe religiosa produce un tipo de iglesia que quiere ser plástica y dinámica, pero que no resuelve ni el problema arquitectónico ni el religioso.

Fig. 36.- El Carpio de Tajo (Toledo). Magnífica casa burguesa, de “nuevo rico” y “nuevo gozador artístico”. Se pretende validar ideológicamente los placeres estéticos por el procedimiento de trascender las experiencias cotidianas hasta elevarlas al plano de lo místico.

XI

Fig. 35.- Toledo. El paraíso del turista. Armaduras, espadas, damasquinados... Una imagen estereotipada de España y de los viejos tiempos gloriosos. Fig. 37.- Talavera de la Reina (Toledo). Tienda de cerámica. El burgués como nuevo gozador de arte necesita que se le suministre un arsenal digno y respetable de objetos tan hermosos como decentes y nobles

Fig. 38.- Lana Turner y Louis Calhern preparan a un atleta para el sacrificio del fuego en “El hijo pródigo”, 1955. Película kitsch donde las haya, épica y romántica, falsamente trascendental.

Fig. 39.- San Pablo de los Montes (Toledo). Otra magnífica casa con arco de triunfo y todo. En cada detalle se busca lo sublime y trascendente. El resultado es espectacular para el ingenuo, pero vacío para quien lo analice. La falsedad al servicio de la sorpresa: columnas de acero chapadas de granito en las aristas y alicatadas en medio, esquinas chapadas, falsos dinteles y un trabajo increíble en los aleros. La enseñanza de esta casa es que hay que mentir (constructivamente) para empaparse de dignidad.

XII

Fig. 40.- Los Yébenes (Toledo). “La diosa de la belleza en el arte es la diosa del kitsch”.

Fig. 41.- Seseña Nuevo (Toledo). El dueño de una casa muy humilde (construida tras la guerra civil por la Dirección General de Regiones Devastadas, cuyo vernaculismo hispánico tenía también un ramalazo kitsch dentro de un laudable racionalismo) la ha adornado, la ha “dignificado” de una manera sencilla y potente.

XIII

Fig. 43.- Seseña Nuevo (Toledo). Viviendas cargadas y recargadas de elementos dignificantes y representativos. Un vocabulario completo de “hermosos” elementos arquitectónicos. Lo horroroso del kitsch no es su fealdad, sino su falsedad, ya que todos esos elementos son constructivamente superpuestos, y culturalmente tomados de un catálogo muy manido. Fig. 42.- Seseña Nuevo (Toledo). Fantástica marquesina formada por tubos de acero y “bellotas” de madera. La imaginación no tiene límites.

Fig. 44.- Yeles (Toledo). Un chalet suizo en medio de La Sagra. La casa tiene algunos elementos interesantes, pero su inadecuación al clima y al entorno, aparte de lo forzado de su distribución, son un ejemplo de arquitectura esclavizada a un capricho inicial no justificado.

Fig. 45.- Escalona (Toledo). Un salón-restaurante para bodas y comuniones. Se puede evocar cualquier cultura, cualquier época y cualquier lugar del globo. Todo vale con tal de sorprender y tener un detalle simpático.

XIV

Fig. 46.- Kazumasu Yamashita. Casa-cara, Kyoto, 1974.

Fig. 47.- Yeles (Toledo). La dialéctica marxista entre la producción y la necesidad tiene mucha importancia al analizar el kitsch. ¿Los elementos constructivos y decorativos son fabricados para satisfacer una necesidad previa o más bien la necesidad se genera a posteriori para poder comercializar esos elementos?

Fig. 48.- Torrijos (Toledo). Hay un abismo entre las obras auténticas, construidas y poseídas honrada e intensamente, y los objetos frívolos y caprichosos de bazar. Este almacén de objetos caprichosos es en sí mismo un objeto caprichoso más.

XV

5.- El kitsch como huida de la tragedia. El arte surgió con el hombre, cuando éste se hizo consciente de su tragedia. El ser humano siempre ha estado preso por la angustia, por el temor, por el sentimiento trágico de la vida. (Amplíese esta idea en Worringer, Abstracción y Naturaleza, Giedion, 1961, 26, y Herbert Read, 40000 Years of Modern Art e Icon and Idea). La ansiedad es el denominador común del arte prehistórico y contemporáneo. El hombre, animal desprotegido y lúcido, aprende que está destinado a morir y no acepta su desaparición. Esta consciencia le torna la más infeliz de las criaturas que pueblan el mundo, y es la que origina la religión y el arte. El arte realiza movimientos cíclicos (cfr. la ley de los cambios, de Jorge Oteiza), que empiezan con un expresionismo en el que se grita la tragedia, se llora de desesperación y se acumulan formas y habilidades técnicas, y terminan con un silencio, con la creación de un vacío como solución espiritual. (Ejemplos de esta solución son, entre otros muchos, el espacio-cromlech oteizesco, el museo Guggenheim de Wright o las cajas de vidrio del último Mies van der Rohe). Desde este punto de vista, hay dos caminos en el arte: el expresionista, acumulativo, explosivo... y el racionalista, geometrizante, silencioso... En el primero se acumulan formas sin fin, buscando el más difícil todavía y la expresión sin término; en el segundo se van quitando formas, limpiando la expresión, vaciándola. Generalmente se suceden y podemos establecer fases expresionistas y fases silenciosas desde el arte prehistórico hasta nuestros días. Pues bien, hemos dicho ya suficientes veces que el kitsch no es arte. Ahora, desde este enfoque trágico, lo ratificamos: El kitsch no es ni la exuberancia del dolor expresionista ni la serenidad del silencio final. Porque el kitsch ni se hunde en la tragedia ni le planta cara para superarla. Sencillamente huye de ella. (fig. 49) 47

Estamos diciendo en todo este trabajo que el kitsch es mentiroso. Ahora decimos que además es cobarde. Pero, a poco que pensemos en ello, podremos deducir que primero es cobarde, y después, como resultado de su cobardía, se hace mentiroso. Es decir, el kitsch es una huida de la tragedia que consiste en refugiarse en un ambiente ilusorio. Primero es la huida; es ésta la que propicia ese ambiente falso. Es la huida de la tragedia la que se quiere consolar con la mentira. (fig. 50) El sueño de Teresa descubre la verdadera función del kitsch: el kitsch es un biombo que oculta la muerte. (Kundera, 1984, 259).

Ante la tragedia existencial que nos arroja primero a cuestionarnos cuál es el sentido de nuestra vida y, después, cuál el de nuestra muerte, el hombre kitsch se tapa los oídos haciendo ruidos con la boca para no oír. (¿Han visto cómo lo hace un niño mimado? Cuando alguien le dice algo que no quiere oír se tapa los oídos y grita: ña-ña-ña-ña, o algo parecido). El hombre kitsch se dice: “no me importa, no me importa, ña-ña-ña-ña, qué bonito es todo, qué lindo”. Con ello no soluciona los problemas, ni siquiera los afronta. Huye. (figs. 51,52) Por este miedo a la vida y a la muerte, el hombre kitsch falsifica los episodios más importantes de su anodina existencia. Los kitschifica para endulzarlos, sí, pero también para disolverlos, para quitarles su carga problemática. Así, los nacimientos, bautizos, primeras comuniones, bodas y entierros, se empastan de zafiedad y chabacanería. El caso es especialmente dramático en la cultura mortuoria. También es el más comprensible

(fig. 53).

Ante la muerte de un ser querido no vale

nada. Para perpetuar su recuerdo y rendirle homenaje, sus deudos quieren volcarse, no escatimar en gastos, y al final se convierte en eso: en gasto. Y, como suele pasar, con dolorosa ironía, el dinero señala una vez más la diferencia

(figs. 54,55).

Quien puede permitirse carroza, ataúd de caoba, misa

cantada y panteón exhibe su poder y su riqueza, y quien no puede se 48

consuela con imitaciones y sucedáneos. El dicho de que la muerte todo lo iguala puede ser cierto en el más allá, pero aquí no lo es. Al menos los pobres pueden tener un consuelo; el féretro de pino o de caoba, la fosa común o el panteón, son equivalentes. El dolor es una de las pasiones más dignas de respeto; y aún más el dolor por la muerte de un ser querido. La búsqueda de un consuelo es algo muy comprensible, pero cuando ese consuelo es proporcionado por el kitsch, se enturbia de ridiculez y produce efectos incluso cómicos

(fig. 56).

(para una muestra agridulce de epitafios, lápidas, etc, tan doloridos como risibles, véase Carandell, 1975). En este episodio extremo es en el que más triste y dolorosamente se manifiesta la huida de la tragedia. La fe en Dios y la fe en la Vida le dan un sentido, pero la inane cobardía kitsch lo sume en el ridículo. Una muerte ridícula para una vida ridícula sea, tal vez, la medida de nuestra talla. En ocasiones más festivas pasa lo mismo. Los bautizos, bodas y comuniones son las contadas ocasiones en que nos pasa algo interesante, los hitos de nuestra trayectoria vital. Para ello pretendemos salirnos de nuestra triste rutina, de nuestra vida pobretona y trillada, y soñamos con celebraciones históricas, espectaculares, que sirvan para demostrar al mundo y a nosotros mismos que todo puede cambiar, que puede empezar una nueva vida más intensa. Pero la cosa se frustra de entrada, porque los empresarios del negocio de tales epopeyas nos estabulan como a ganado y nos hacen pasar por las horcas caudinas de la superchería, dándonos, una vez más, gato por liebre, un ilusorio Versalles en un polígono industrial (figs. 57,58).

Y, eso sí, siempre amenizado por la tuna. Vemos con arrobo, por la tele, cómo se casan las princesas, y

soñamos con hacer lo mismo entre columnas de escayola pintada a brochazos para sugerir vetas de mármol, y engullimos sin pudor unos langostinos tan congelados como nuestra propia estima. Porque el menú de 49

estas celebraciones también es kitsch: Si podemos permitirnos unas sabrosas lentejas y un magnífico estofado de carne, eso nos parece pobre e indigno, e infligimos a nuestros invitados un atracón de marisco y de cordero, aunque por nuestros insuficientes medios económicos tengan que ser de la peor calidad. El caso es aparentar. (La disposición de los invitados, de los cubiertos, de la cristalería... todo indica lo mismo, un obsceno amontonamiento que provoca en la gente menos avisada una ilusoria sensación de abundancia, distinción y riqueza cuando se trata de adocenamiento, trivialidad y ridículo). No somos capaces de asumir la tragedia en nuestra vida (tragedia es también autenticidad y profundidad), y la neutralizamos con la trivialidad. Tenemos miedo a nuestra propia esencia vital. Así, es cierto, nos perdemos muchas cosas, pero a cambio evitamos sobresaltos. Spengler (1917 y 1922, I, 177-178) dice: “lo trágico es el tiempo”. Dada su unidireccionalidad e irreversibilidad, es en el tiempo donde está el conflicto trágico. En el “demasiado tarde”, en el “ya no hay remedio”, es donde está la tragedia. Ante este conflicto, el arte expresionista se sumerge en el tiempo, y el racionalista aísla el espacio. El kitch, cómo no, huye del tiempo. Una de las formas de huir del tiempo es anclarse en el pasado, en un falso pasado prestigioso. “Cuando se huye de la realidad siempre se va en busca de un mundo de convenciones consolidadas” (Broch, 1933, 11). Frente a la incertidumbre del presente, frente a la incomprensión de lo que ahora está pasando, en las formas e ideas del pasado encontramos seguridad porque las entendemos. (Ahora nos gusta a todos Van Gogh, pero en su época no gustaba a nadie, porque ahora ya le entendemos; del mismo modo, no nos gusta el arte que se hace en el presente, nos parece un caos y un contrasentido incomprensible, pero dentro de varias décadas, cuando el tiempo haya decantado y filtrado lo más válido de hoy, a nuestros nietos sí les gustará). 50

El recuerdo, la nostalgia, es una forma de traer al presente un tiempo pasado, ya inmóvil e inofensivo, controlado y domesticado, del que no tenemos nada que temer. Revestimos el recuerdo con una miel dulzona, recordamos lo que queremos y como queremos, y lo edulcoramos quitando lo agrio que tuvo. Muchas veces, ante una situación incómoda o desagradable, nos decimos: “dentro de un tiempo recordaré esto que me está pasando y me reiré, y se lo contaré a mis amigos entre risas”, porque sabemos que entonces ya no nos angustiará, porque será sólo un recuerdo. Otra forma de huir del tiempo es, tomando como de costumbre el rábano por las hojas, adoptar con entusiasmo los aspectos tecnológicos, novedosos, del tiempo actual, que se entiende como una feria pero en cuyos problemas y concepción estructural no se quiere entrar. El kitsch huye de todo para poder huir de la tragedia. El precio que hay que pagar por una vida plácida es el de la inconsciencia y la mentira. “Yo no quiero problemas, no quiero pensar nada ni plantearme nada”, es el argumento del hombre kitsch. Para él hay muchas compensaciones; las cosas son divertidas y excitantes, pero todo es superficial porque si se rascase un poco y se llegara adentro se desarmaría todo el falso kiosco kitsch. Si un hombre kitsch abriera los ojos vería la pasmosa cara de la muerte, que es justo lo que no quiere ver. Es preciso distinguir entre la superación de la muerte y la huida de la muerte, entre la iluminación de lo irracional y la huida ante lo irracional. El kitsch es huida, una huida incesante hacia lo racional. La técnica del kitsch, que se funda en la imitación y que actúa siguiendo unas recetas determinadas, es racional, incluso cuando el resultado es altamente irracional o llega al absurdo. (Broch, 1933, 11).

Efectivamente, el kitsch es producto burgués, de gente bienpensante y racional, que despotrica contra el loco arte de vanguardia y goza con las formas claras y gratas “de toda la vida”. El kitsch surge como monstruo absurdo y horrible de un impulso inicial de “buen sentido”. No hay más 51

que ver cómo odian los hombres kitsch el arte auténtico, cómo se indignan haciendo de ello una cuestión personal, como si se les insultara. Sin embargo, curiosamente, ese “buen sentido”, esa racionalidad, desemboca en una indigestión de cojines y cornucopias. Mirémoslo desde el punto de vista de lo trágico: Los cojines y las cornucopias como barricada contra la tragedia. (fig. 59) Si hacemos un poco de historiografía, vemos cómo coincide en el espacio y en el tiempo la aparición del kitsch con el fenómeno conocido como “espacio de Viena” o “vacío de Viena”, explicado muy lúcidamente por Horia (1976, 191 y ss.). Viena, como símbolo de un imperio universal, se empieza a derrumbar a mediados del siglo XIX, y ya no existe en 1918, al terminar la primera guerra mundial. Quien dice Viena dice Europa central, dice imperio austro-húngaro, dice el fin de un mundo, descrito por Nietzsche, Heidegger, Rilke, Kafka, Spengler, y evoca el hermoso (e inútil) epitafio de Otto Wagner, Olbrich, Egon Schielle, Gustav Klimt..., y el estremecido discurso de Adolf Loos. Lo que se viene abajo [...] no son fronteras, límites visibles, más o menos justificados por la historia, sino contenidos espirituales, es decir éticos y religiosos. El desprendimiento de tierras llamado humanismo, empezado con

el

Renacimiento,

con

toda

su

riada

de

transformaciones

antropocéntricas, encuentra en 1918 un fin y un principio: el fin de una esperanza basada en el hombre solo, divorciado de su antigua visión antropocéntrica, y el principio de una larga, o quizá corta agonía entrópica, que continúa acentuándose en 1939-1945, y que parece entrar hoy en una fase última. Los avances científicos, la culturización de las masas, culminando con el apogeo de los mass media, la socialización como nueva Weltanschauung, prevista por Nietzsche cuando afirmaba que las masas estaban ya dispuestas a aceptar cualquier clase de esclavitud, todo este avance por el camino de un progreso sin fin, fue enfocado por los escritores que pertenecen al “espacio de Viena” como una catástrofe de tipo telúrico, y por los esotéricos, como la entrada en el fin del ciclo. (Horia, 1976, 192). 52

Este fin de un mundo, este vacío angustioso, es anunciado simultáneamente por la literatura, la filosofía, la ciencia y el arte. (La física cuántica, con el principio de indeterminación o de incertidumbre, de Heisenberg, también firma el certificado de defunción del mundo ordenado y cognoscible). En esta situación, el papel del arte es más discutible que nunca. “¿Para qué poetas en tiempos de desastre?”, dice el famoso verso de Hölderlin, y, ciertamente, la misión del artista es difícil de entender, porque ya no le es lícito ni cantar las excelencias del mundo ni colaborar a conocerlo. Heidegger, en su ensayo sobre Rilke, nos habla del poeta como el único capaz de encontrar la huella perdida y el camino hacia el Ser. (No me siento capaz de glosar aquí el complejísimo concepto del Ser según Heidegger). Es decir, se trata del arte como existencialismo y ontología. Resumiendo y simplificando escandalosamente, me atrevo a decir lo siguiente, que creo fundamental para entender el conflicto del kitsch: Mientras las plantas y los animales viven en plena seguridad, que es ignorancia de su destino, el hombre es como proyectado por el Ser fuera de sus propios límites, en un riesgo permanente. El riesgo es nuestra mejor definición como seres humanos, y nuestra consciencia de ello, que es a la vez la que nos salva, causa nuestra tragedia existencial. No se trata sólo de la certeza de morir, sino de la desazón y el desconcierto de nuestra propia vida. El

hombre

antiguo

aceptaba

el

riesgo,

la

despedida,

el

enfrentamiento con el abismo. (En parte por ideología, concepción de su ser-en-el-mundo; en parte porque no tenía más remedio). Hoy nos pasmamos leyendo las aventuras de Ulises, pero también las de Colón o Marco Polo. Nos da la sensación de que echaban su vida a suertes y se lanzaban a su destino incierto sin pereza y sin temor. Su fe en Dios o en la 53

Vida les hacían aceptar el riesgo como algo fundamental. Por lo mismo, oímos relatar las vidas de nuestros abuelos o tatarabuelos y nos dan la impresión de vidas al albur, a la aventura, como si leyéramos una epopeya o una novela picaresca. Sin embargo, pretendemos planificar las vidas de nuestros hijos para que no les pase nada imprevisto. Es como si la propia existencia hubiera perdido fuerza y fe en sí misma, como si quisiéramos negar la esencia misma del riesgo y de la aventura, pero también la tragedia inherente al ser humano. El hombre de la técnica, el de los tiempos de desastre, ha sustituido el riesgo con la seguridad, ha llenado el mundo de objetos muertos, que le esconden el origen y el sentido de las cosas. [...] El hombre es un fabricante de objetos y un comerciante, edifica cosas entre sí mismo y el riesgo, entre existencia y esencia, y trafica con ellos, confundiendo este universo artificial con algo seguro y esencial. Todo puede ser producido y es así como el mundo se vuelve cada vez más pequeño [...] mientras la humanidad del hombre y la coseidad de las cosas se diluyen dentro del proceso mismo de la fabricación, que oculta la realidad [...]. Este tipo de producción, instaurada por la técnica, puede llegar a cerrar al hombre su camino hacia lo abierto y lo expone al peligro creciente de autotransformarse en puro y simple material. (Horia, 1976, 223).

En resumen, el hombre se rodea de objetos buscando seguridad, pero perdiendo esencia. Si la esencia humana es trágica, el hombre kitsch no intenta afrontarla, sino huir. Se rodea de seguridades cotidianas porque ha perdido la fe. El sentimiento trágico es un sentimiento religioso (entiéndase religión en un sentido amplio), trascendente. El kitsch no quiere trascendencias, sino concreciones inmediatas y tangibles. (fig. 60) Gómez de la Serna (1934, 34) nos cuenta con gran ternura e ingenuidad, pero a la vez con perspicacia, cómo necesita tener en su casa racional y sensata una habitación cursi, llena de cosas y recuerdos, blanda; una habitación donde refugiarse, donde esconderse como en el claustro materno: “En esa habitación sí que no me puede coger la mala muerte y me 54

siento en una lejanía de todos los gases asfixiantes”. Obviamente, éste es el fundamento del kitsch: una huida de la tragedia y un consuelo ante la dureza de la vida; un acopio de talismanes que nos protejan. Es, como se viene diciendo, una falsa salvación, un escurrir el bulto y no entrar al trapo. Hay un sentimiento trágico de la vida. No sólo en el sentido del miedo a la muerte, del ansia de eternidad, sino también en el de cuál es el objeto de nuestra vida. La historia del arte y de la cultura se puede analizar en este sentido, como expresión de la tragedia y afrontamiento y solución de ella. El arte sucumbe ante la tragedia o hace una pirueta para superarla. El kitsch no es arte porque ni la padece ni la vence. Sencillamente huye de ella. Hemos dicho que el kitsch no es arte porque es mentira; pero por eso mismo podemos decir que la verdad es trágica, en el sentido de que nos ilumina la tragedia (para hacérnosla ver mejor y aterrorizarnos o para enseñarnos a plantarle cara). El kitsch no es trágico porque no es verdad. Kundera (1984) hace un análisis muy interesante del kitsch. Para él, el kitsch es la negación de la mierda, lo que se parece bastante a lo que venimos diciendo. En el trasfondo de toda fe, religiosa o política, está el primer capítulo del Génesis, del que se desprende que el mundo fue creado correctamente, que el ser es bueno y que, por lo tanto, es correcto multiplicarse. A esta fe la denominaremos acuerdo categórico con el ser. Si hasta hace poco la palabra mierda se reemplazaba en los libros por puntos suspensivos, no era por motivos morales. ¡No pretenderá usted afirmar que la mierda es inmoral! El desacuerdo con la mierda es metafísico. El momento de la defecación es una demostración cotidiana de lo inaceptable de la Creación. Una de dos: o la mierda es aceptable (¡y entonces no cerremos la puerta del water!), o hemos sido creados de un modo inaceptable. De eso se desprende que el ideal estético del acuerdo categórico con el ser es un mundo en el que la mierda es negada y todos se comportan como si no existiese. Este ideal estético se llama kitsch.

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[...] El kitsch es la negación absoluta de la mierda; en sentido literal y figurado: el kitsch elimina de su punto de vista todo lo que en la existencia humana es esencialmente inaceptable. (Kundera, 1984, 253-254).

Esta cita no nos dice que el kitsch venza a la mierda, o la haga desaparecer, sino que se comporta como si no existiese (figs. 61,62). Es lo que decimos de la tragedia. No es superada ni vencida, sino ni reconocida ni afrontada. El “acuerdo categórico con el ser” del que habla Kundera es una intuición interesante de una posible ontología del kitsch, una posición existencialista que remitiría a los “integrados” de Umberto Eco. Una lectura literal de esa cita nos hace ver que el kitsch, huyendo de una mierda digna y verdadera (la defecación cotidiana es un acto biológicoenergético perfecto) crea otra indigna y mentirosa. Del mismo modo, la tragedia heroica de la vida y de la muerte es silenciada y sustituida por la tragedia mucho más cruel e inhumana, y ridícula, cobarde y bochornosa, de la huida de la tragedia.

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Figs. 49, 50.- Charles Moore. Piazza d’Italia, Nueva Orleans. 1976-1979. (Las caras que escupen agua son retratos de Moore). La dimensión trágica del arte es sustituida aquí por una broma.

Fig. 51.- Seseña Nuevo (Toledo). El hombre kitsch, ante cualquier atisbo de duda existencial, de vivencia problemática, responde con acumulación formal, en una inútil ilusión de salvación y seguridad. La desnudez le horroriza porque le deja desprotegido. Por eso busca rodearse de cosas, aturdirse, para no pensar y no sufrir.

Fig. 52.- Seseña Nuevo (Toledo). Lo mismo. En este caso los elementos “decorativos” son un reclamo comercial, pero late el mismo espíritu de descarga de la tragedia, de sonrisa permanente, de ilusión de una vida plácida y feliz. Además podemos apreciar el inconfundible alarde de las facultades del autor, que es un rasgo permanente en todo kitsch.

XVI

Fig. 53.- Toledo. Cementerio municipal. Pieza escultórica repetida en varias tumbas. Se trata de un objeto de catálogo. De nuevo apreciamos el alarde del autor, el desafío a la gravedad, el “más difícil todavía”, que convierten al trance de la muerte en un espectáculo digno de admiración. Se trata de sorprender dentro de las posibilidades económicas de la familia, que colabora involuntariamente en este show.

Figs. 54 y 55.- Toledo. Cementerio municipal. Los más ricos se construyen panteones neogóticos, neoclásicos, neorrenacentistas. Los menos ricos hacen “maquetas” de esos panteones (véase abajo la maqueta de una edificación gótica junto a un ventanal andaluz con reja de forja, farolillo y mural de azulejos). Los más pobres o más discretos ponen una sencilla cruz. ¿Más pobres o más tacaños? El “qué dirán” adquiere todo su peso también aquí (o sobre todo aquí).

Fig. 56.- Toledo. Cementerio municipal. Un Cristo “moderno” y, desde luego, sorprendente. De un gusto más que discutible, convierte el dolor en alarde seudoestético.

XVII

Figs. 57 y 58.- Seseña (Toledo). Un salón de bodas en un polígono industrial. La cutrez es disimulada con un falso esplendor, propíleos incluidos. Las personas sencillas e ingenuas disfrutan celebrando un episodio tan importante de su vida en este sitio y en este entorno. La falsedad propia de estos lugares no engaña a nadie. Todos la saben y la aprueban.

Fig. 59.- Adorno con mortero de cal esgrafiado. Técnica artesanal y minuciosa que repite modelos de catálogo, a elegir. Estos adornos actúan como barricada contra la tragedia, como arsenal. Fig. 60.- Rey de Reyes, 1927, de Cecil B. DeMille. La vida de Jesucristo en una película kitsch. Se cuenta lo dulce, lo sensiblero, sin profundizar en la doctrina ni en el mensaje, y adornándolo con unos decorados delirantes.

XVIII

Fig. 61.- Yepes (Toledo). Discoteca. Según Kundera, el hombre kitsch actúa como si la mierda no existiera. No es que se resigne ni nada parecido, sino que actúa con entusiasmo, convenciéndose de que esa es la auténtica belleza y éste es el mejor de los mundos posibles, y vive en este entorno no sólo sin que le importe, sino disfrutando de él. Tras todo ello se adivina un entrañable candor.

Fig. 62.- Seseña Nuevo (Toledo). Otra muestra del mencionado candor. El revestimiento alicatado de esta fachada, y su marquesina volada con focos empotrados, es un orgullo para su legítimo propietario, que cree haber sido más original que nadie y piensa que su tienda es la más bonita y atractiva para el cliente. Sólo cambiará ese revestimiento de fachada cuando alguien le convenza de que ha pasado de moda. Cuando hizo la obra, en los años setenta, todo esto era de “rabiosa actualidad”.

XIX

6.- Kitsch, funcionalismo y gadget. El funcionalismo surge contra la proliferación de lo inútil, como voluntad de rigor, de aceptación del producto técnico tal cual es. El funcionalismo tiene la ética de la lógica. La preocupación estética se subordina, en el funcionalismo, a la pureza de las relaciones del hombre con las cosas, invirtiendo la fórmula de Platón y San Agustín: Lo Bello es el esplendor de lo Verdadero. (Moles, 1971, 147).

Sobre esto es conveniente comentar el célebre caso de la estructura del edificio Seagram en Nueva York, de Mies van der Rohe. Mies, que leía a San Agustín y tenía subrayada y hasta diríamos que enmarcada la famosa frase: “La Belleza es el resplandor de la Verdad” (prefiero esta traducción a la del traductor de Moles), quería construir el rascacielos con estructura vista de acero, pero las normas contra incendios le obligaban a cubrir el acero con hormigón. Esto era una afrenta inadmisible: las normas le obligaban a mentir, a hacer soportes de acero que parecieran ser de hormigón. Entonces, para ser veraz, decidió mentir por segunda vez. Puesto que, sobre el acero verdadero se le obligaba a mentir con hormigón mentiroso, si forraba éste con un segundo acero (ahora mentiroso también) recuperaba el verdadero aspecto de la estructura verdadera. La mentira de una mentira es una verdad, y, al fin y al cabo, San Agustín no dice que la belleza sea la verdad, sino el resplandor de la verdad. De este modo, una mentira puede hacer que la verdad resplandezca. (Es tan mentira y hace que la verdad resplandezca tanto que resulta ser bronce en vez de acero, pero al fin y al cabo es una estructura metálica con apariencia de estructura metálica). La sutileza de Mies se refiere a la sutileza entre la verdad y la mentira con todos los matices intermedios entre verdades despiadadas y mentiras piadosas. Este aparente galimatías está en el origen del kitsch. 57

Contra este episodio en el que al artista sincero se le obliga a mentir para poder seguir siendo sincero, el seudoartista kitsch no miente para que la verdad resplandezca, sino para que se oculte; porque la verdad es fea, es mala, es trágica. Para él la belleza no es el resplandor de la verdad, sino el hábil disimulo de la cruda realidad, de la fea verdad. (fig. 63) El funcionalismo es lo contrario del kitsch. Para un funcionalista, una maquinilla de afeitar será más bella cuanto mejor afeite, cuanto mejor se agarre con la mano, cuanto mejor se pueda limpiar. El funcionalista se imagina a sí mismo sin sentimientos. Él quisiera que el diseño saliera solo, como respuesta objetiva a una matriz de necesidades y requerimientos. Por eso dijo Le Corbusier que una casa es (debe ser) una máquina de habitar, del mismo modo que una cafetera es (debe ser) una máquina de hacer café. Luego resulta que el funcionalista también tiene sentimientos. (Incluso los sentimientos deberían entrar en la matriz, como datos objetivos, pero esto es más difícil y no parece que haya sido logrado satisfactoriamente). La villa Saboya de Le Corbusier es un claro ejemplo de arquitectura funcionalista, pero la hermosa ondulación del solarium no responde a la función, sino a la belleza. Esto ha hecho que mucha gente haya perdido la fe en el funcionalismo, ya que lo que valida a una obra arquitectónica es ese quése-yo indefinible que se superpone a la mera función. Pero ese argumento hace que muchos pierdan los papeles y disparaten. ¿Qué es la función? Cuando se analiza un edificio, ¿a quién le importa si funciona bien como museo o no, cuál es su uso? Cuando contemplo las villas palladianas, no me importa en absoluto para qué usos se proyectaron, yo miro a la arquitectura. Todos los edificios funcionan, y como todos los edificios no son arquitectura, la función no debe tener nada que ver con la arquitectura. (Eisenman, 1988, 129)

Cuidado, Peter. ¿Que a quién le importa si un edificio funciona? Pues a mí, por ejemplo. Estás confundiendo una condición necesaria, pero no suficiente, con una innecesaria, y eso no te lo puedo permitir. Ese es el 58

principio del kitsch. Tu silogismo es falaz; aunque fueran ciertas las dos premisas, la conclusión no se desprende de ellas. Premisa 1.- Todos los edificios funcionan. Premisa 2.- Todos los edificios no son arquitectura. Conclusión.- La función no debe tener nada que ver con la arquitectura. Falso silogismo. Aunque aceptáramos la primera premisa (creemos que todos los edificios funcionan, pero unos mejor que otros), la conclusión lógica de ambas premisas sería que la función no es suficiente, pero no que no tenga nada que ver con la arquitectura. Un silogismo similar sería: Premisa 1.- Todos los animales respiran. Premisa 2.- Todos los animales no son seres humanos. Conclusión (falsa).- La respiración no debe tener nada que ver con el ser humano. Evidentemente, el hecho de que un animal respire no le hace ser humano, pero a los seres humanos nos es necesario respirar, como a cualquier otro animal, de modo que la respiración es necesaria, aunque no suficiente, para ser persona. La superficialidad de Eisenman, arquitecto prestigioso sumergido en la estupidez más maliciosa (porque crea opinión y hace escuela), hace pensar que la verdadera arquitectura no tiene nada que ver con la función y, por lo tanto, es sólo forma. Pues bien, la forma desvinculada de la función es mero capricho, decoración injustificada y banal, kitsch en toda la extensión del término. (Por eso, de paso, Eisenman pone como ejemplo a admirar precisamente la arquitectura palladiana, tan poco estimulante para mí, porque Palladio se permite cuatro escaleras inútiles en la Villa Rotonda sólo por mor de la simetría, despreciando la función). (fig. 64) 59

El debate es interesante si se plantea en otros términos: No en lo innecesario, sino en lo insuficiente de la función, en lo que hace falta “además” de la función, no “en vez” de ella. Probablemente, si dispusiéramos de un potente ordenador con un buen programa de diseño automático sobre criterios puramente funcionales y le introdujéramos datos tales como el número y superficie óptima de las habitaciones, soleamiento, precio, estanqueidad, resistencia, durabilidad, etc, la respuesta podría ser un cajón cuadrado con tejado a cuatro aguas. Entonces achacaríamos este resultado insatisfactorio a una deficiencia del programa, y deberíamos perfeccionarlo para hacerle responder, además, a otro tipo de criterios, cada vez más subjetivos, cada vez más cercanos a la extraña idea de belleza. Esta extraña idea es la que hace que el funcionalismo no sea completamente puro, pero hay que volver a repetir que San Agustín no dice que la belleza sea la verdad, sino su resplandor, y que, por lo tanto, la decoración o, más ampliamente, la forma, es algo lícito para el funcionalista, siempre que sirva para hacer resplandecer la verdad; es decir, siempre que responda a la lógica de la función, a la coherencia de la obra, y no sea un mero añadido caprichoso. Es decir, todo lo contrario al kitsch. (figs. 65,66)

Para el funcionalismo, la forma sigue a la función, y, por lo tanto, la belleza es consecuencia de la resolución correcta de las solicitaciones funcionales. Sin embargo, el kitsch no es completamente caprichoso. Ya hemos visto que el kitsch es racional, tiene “buen sentido”, y, desde luego, se justifica con una funcionalidad aparente. (figs. 67,68) El hombre kitsch, que odia el arte de vanguardia y se indigna ante él porque no sirve para nada, exhibe sus objetos kitsch como cosas útiles. La primera utilidad es psicológica, y consiste en la belleza obvia y directa;

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pero, de alguna forma, el hombre kitsch comprende que la sola belleza no basta, y acaba defendiendo sus objetos como funcionales. Por ejemplo, es corriente ver enanitos de hormigón en los jardines, como meros objetos decorativos, pero es mucho más justificable desde el punto de vista kitsch si esos enanitos son, además, maceteros, o si pueden ser utilizados como soporte para la manguera gracias a un simpático remate en el gorrito. También conocemos guarniciones de piedra en los huecos de fachada, hechas por puro placer decorativo, pero justificadas como refuerzo o protección. Y en el campo de los objetos domésticos los ejemplos son interminables: felpudo con forma de perrito, figurilla-reloj, portatetrabrickvaca

(fig. 69),

costureros de mil clases, e incluso funda de encaje para la

bombona de butano. Siempre el tema decorativo pero de utilidad contrastada o, al revés, el objeto útil al que se le da forma bella. Esto puede parecer muy obvio, muy fácil de criticar, pero voy a exponer un caso más complejo. Cada vez más a menudo me veo impelido a proyectar viviendas con balaustradas de hormigón blanco, que me parecen de lo más kitsch. Ante mis protestas y mis intentos de convencer al cliente, éste me responde con un razonamiento funcional: las barandillas metálicas se oxidan y chorrean manchando la fachada, hay que repintarlas de vez en cuando y resultan muy molestas y poco prácticas; las de acero inoxidable son muy caras; las de madera resisten mal el paso del tiempo y también requieren cuidados. Por el contrario, la baranda formada por piezas de hormigón blanco es muy barata y cómoda de mantener. ¿Cómo adscribir a la categoría kitsch estos elementos tan sólidamente defendidos desde el punto de vista funcional? Puede aducirse que tales balaustres imitan con hormigón unas formas históricas que eran de piedra, y que, si han de ser de hormigón, este material debería encontrar sus propias formas, sin hacer imitaciones. Pero entonces, si precisamente lo propio del hormigón es ser moldeado para adoptar la forma que se desee, 61

esa forma de la balaustrada es tan válida como cualquier otra, y lo que criticamos es la forma en sí como fea, y ése es un criterio más kitsch que funcional. Si ante esa balaustrada fea proponemos una lecorbuseriana tipo barco, estamos siendo tan kitsch como el cliente, porque tiramos de receta y proponemos una forma por otra como si eligiéramos a voleo en un catálogo, y además nuestro cliente tiene más argumentos funcionales que nosotros. La crítica a la balaustrada de hormigón blanco tiene que partir de la inadecuación de la forma, copiada de modelos históricos para un tipo de vivienda que no tiene nada que ver con esos modelos, o bien centrarse en la inadecuación constructiva, en la mala resolución de los encuentros y de la modulación, o bien en los problemas de desagüe, en el peso... en lo que sea, excepto en que es fea

(fig. 70).

Porque es fea por todo eso; ser fea es una

consecuencia de ello y no un punto de partida. Debemos ser capaces de diseñar una buena barandilla, con un material adecuado, barato, útil, bien resuelto constructivamente y coherente culturalmente con la casa. Ése es el sistema antikitsch del funcionalismo. (Por cierto, a nosotros nos pasa lo mismo que a nuestros clientes: cuando una forma no nos entra por el ojito somos capaces de hacerle una lúcida crítica funcional, pero cuando nos parece bella nos volvemos impermeables a esa crítica y transigimos con todo. Si es cara, o no muy resistente, o presenta tal o cual problema, nos decimos que no importa porque merece la pena por ser tan bella. Cuidado). De esta falsa funcionalidad del kitsch surge el fenómeno del gadget. Ésta es una palabra creada en Estados Unidos del francés gachette, y significa “utensilio” o “ingenio mecánico”, pero con la connotación de “cosa pintoresca o curiosa” y de “cachivache”. El gadget ha de ser un instrumento ingenioso y divertido de utilidad enrevesada o poco justificada. Por ejemplo, un sacacorchos hidráulico no es un gadget en un bar en el que 62

se descorchan diariamente docenas de botellas de vino, pero sí lo es en una casa donde apenas se descorchen dos o tres al mes. El hombre kitsch adquiere gadgets para hacerse una falsa idea de eficiencia y de modernidad, de estar a la última y de ser un adelantado, muy chic. El gadget es una patología del funcionalismo igual que el kitsch es una patología de la estética. Porque el gadget no se basa en un criterio de funcionalidad; es decir, no analiza las verdaderas necesidades a resolver, sino unas necesidades falsas. Tomemos como ejemplo la necesidad de cortar pomelos. Estudiemos la forma, tamaño y dureza del pomelo y la mejor manera de cortarlo, y diseñemos un cuchillo idóneo para ello. Supongamos que hemos sido capaces de diseñarlo óptimamente: He aquí el cuchillo definitivo para cortar pomelos. Entonces lo promocionamos, lo fabricamos masivamente y lo lanzamos al mercado. Pues bien, todo el proceso es kitsch porque parte de una premisa falsa: la necesidad que tenemos todos de cortar pomelos a todas horas. Yo no he cortado ninguno en mi vida y, en el caso improbable de que tenga que hacerlo alguna vez, puedo utilizar un cuchillo convencional con un, digamos, noventa y cinco por ciento de optimización. No tengo el cien por cien, que sólo se consigue con aquel cuchillo especial, pero a cambio no he tenido que comprarlo y tenerlo en un cajón durante años y años esperando que llegue su momento de gloria. La famosa vaporetta es un caso similar. Hace un tiempo se presentó como el milagro del hogar, y realmente era un instrumento eficaz, y su pertinaz propaganda no mentía; limpiaba muy bien. Se compró masivamente y se usó con entusiasmo durante meses. Pero fracasó. (Se sigue promocionando y vendiendo, pero con mucho menos éxito que entonces). ¿Qué ocurrió? Que era una lata montarla y desmontarla, y otra lata guardarla. Y que, aunque lo dejaba todo muy limpio, también quedaba

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limpio (tal vez un poquito menos) con los medios tradicionales, mucho menos engorrosos. El gadget es un instrumento útil para profesionales que se dedican a una función muy específica y repetitiva, pero es totalmente kitsch en quien apenas lo necesita, y lo adquiere por la presión del mercado y por una falsa imagen de sí mismo, que cree necesitarlo imperiosamente. A este respecto, hay que decir que cuando surgieron los primeros molinillos eléctricos de café, parecían un lujo caprichoso e innecesario, pero se impusieron de tal modo que acabaron por desaparecer los manuales. (Lo que ocurrió después es que también los eléctricos desaparecieron, cuando se generalizó la venta del café ya molido). Igualmente los exprimidores eléctricos de zumo, o los elevalunas eléctricos de los automóviles, o los mandos a distancia de la tele, son gadgets que presuponen en nosotros una vagancia infinita, y que se han generalizado de tal modo que hoy los consideramos imprescindibles. El colmo del gadget kitsch es el gadget múltiple. Es el aparato capaz de realizar varias funciones que, si ya son poco útiles por separado, combinadas llegan a lo delirante. Me refiero a la funda de bombona de butano con bolsillo lateral para las cerillas, o al atril mesero de lectura con bombillita, o al reloj-termómetro-higrómetro, o al reloj de pulsera con varios meridianos horarios, cronómetro, alarma múltiple y sumergible hasta cincuenta metros, o a esa pieza para centro de mesa que consiste en pitillera-encendedor-cenicero y que, para mayor escarnio, tiene la forma de un Don Quijote-Sancho. No quiero decir que ninguna de esas funciones sea útil, pero sí que es inútil su combinación arbitraria y su proliferación ecuménica. (Compárese el número de personas que practican submarinismo con el número de relojes sumergibles vendidos, o enciéndase un cigarrillo con la cabeza de Don Quijote. A eso me refiero cuando hablo de inutilidad). 64

Moles (1971, 219-222) dice que el gadget es una sociopatología de la funcionalidad, y que establece un contacto kitsch entre el universo de las situaciones, el de los actos y el de los objetos. Es un artículo ingenioso, pequeño, o accesorio de un objeto grande. Con su ingenio nos distrae, nos apasiona y nos hace gracia. Representa un juego sutil entre el hombre, su razón y la técnica. Es artificioso, y aquí reside su virtud y su encanto. Es lúdico. Sigue diciendo que la descomposición de actos cotidianos en elementos funcionales simples, realizada de modo abusivo, hace surgir todo tipo de gadgets según la norma de “un objeto para cada función”. Se extrae de la vida una microfunción y se postula para resolverla. El burgués se hace la ilusión de eficacia técnica. Cuando aumenta desmesuradamente la cantidad de juego implicado en el gadget vemos surgir el factor kitsch, la desproporción de los medios y los fines. Moles propone la prueba del presupuesto de tiempo. ¿Merece la pena el tiempo gastado en comprar un gadget, leerse las instrucciones, mantenerlo... para las pocas veces que lo usamos o para el ahorro de tiempo que nos da cuando lo usamos? Un gadget sería aceptable racionalmente si el presupuesto de tiempo le fuera favorable. (Habría que añadir también su costo, si merece la pena). El gadget es muy evidente en cientos de objetos cotidianos que nos rodean. ¿Pero cómo aplicaríamos todo esto a la arquitectura? Podríamos seguir el mismo criterio, analizar la arquitectura que utiliza la función como excusa, la arquitectura falsamente funcional que no parte de la idea del edificio, de las necesidades reales y los espacios para resolverlas, sino que se pierde en un laberinto de falsas solicitaciones y en una hojarasca de soluciones efectistas. Estoy pensando en las “casas inteligentes” con sensores para todo (que, curiosamente, se instalan mucho en casonas estilo Tudor para potentados). También estoy pensando, de nuevo, en la 65

marquesina móvil y en el párpado valenciano de Calatrava, ese nuevo Inspector Gadget.

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Fig.63.- El Carpio de Tajo (Toledo). Discoteca. La decoración (nada torpe, por cierto) trata de hacer olvidar la cruda realidad y proponer un oasis más allá del mundo real.

Fig. 64.- La Puebla de Montalbán (Toledo). Arquitectura “palladiana” al gusto de Peter Eisenman. La escalera es doble sólo por la simetría. Los huecos de fachada responden al “gusto” y a la composición. ¿Funcionalismo? ¿Para qué?

Fig. 65.- La Guardia (Toledo). El restaurante de carretera tiene forma de castillo porque sí, porque le parece más bonito al dueño. La forma no es coherente con la función ni con la lógica interna del edificio. (La única función que cumple es la de llamar la atención, lo que no es poco ante la velocidad de los coches; pero hay otras formas más lícitas arquitectónicamente, y esa función también es discutible, porque cuando el conductor lo ve ya no puede pararse).

Fig.66.- Las Ventas con Peña Aguilera (Toledo). Tienda de artículos de piel. Lo mismo. El molino es un reclamo para llamar la atención. El espíritu manchego pesa. No pretende engañar a nadie. Su falsedad es obvia, pero entra en lo simbólico, y lo simbólico es comúnmente aceptado por todos.

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Fig 67.- Puesto de perritos calientes. La forma es caprichosa desde el punto de vista funcional, pero el kitsch tiene otro punto de vista. Se trata, de nuevo, de la forma simbólica. La forma es el signo de la función. El kitsch justifica pseudofuncionalmente el signo icónico.

Fig. 68.- Huerta de Valdecarábanos (Toledo). Fachada muy “noble”. Funcionalmente hablando, hay enormes miradores desde los que no se puede mirar nada (la calle es muy estrecha). La forma se impone a la función, con un resultado altamente satisfactorio para todos.

Fig. 69.- Gadget para servir leche en tetrabrick. Tan “bello” como “útil”. (Lo he probado y no funciona. La leche resbala por la cara de la vaca). El criterio de diseño no tiene nada que ver con un criterio funcional.

XXI

Fig. 70.- Chozas de Canales (Toledo). Elementos funcionales como las balaustradas y los jabalcones sucumben a la estética kitsch.

XXII

7.- Un poco de semiótica. La semiótica estudia los signos, y todo lo analiza como lenguaje. De este modo, una obra de arte es analizada como un mensaje formado con un sistema de signos, y el estudio de su estructura “lingüística” abre nuevas puertas a la interpretación. Se trata de analizar las obras de arte (en este caso la arquitectura) de una manera lingüística, como mensajes que contienen significados. Para Umberto Eco (1968), el significado de la arquitectura es su función. En este sentido, es válido lo que acabamos de decir sobre funcionalismo y kitsch, en el sentido de que el anti-funcionalismo del kitsch implica su vaciedad semántica. El propósito del kitsch es provocar un efecto sentimental obligado, es decir, ofrecerlo ya elaborado y comentado. El arte más desnudo ofrece muy pocos elementos formales y significativos, depurados de tal manera que el espectador o el usuario, al leer la obra, la completa, y de los escasos elementos obtiene la mayor expresión (información). Por el contrario, el “artista” kitsch, que desconfía siempre de la inteligencia del espectador, recarga su obra de elementos para que el mensaje se entienda. Carga su obra de tal grado de redundancia que pierde eficacia. Tiene tantas ganas de transmitir sentimientos que sólo provoca apatía en los espectadores inteligentes. (fig. 71) El espectador inteligente y culto ya tiene en su haber un enorme bagage de signos que se cruzan en connotaciones mutuas. Una leve insinuación por parte del artista hace que se nos disparen nuestras armas interpretativas, pero una insistencia redundante nos aburre. Vemos de antemano, con previsibilidad inequívoca, a dónde va a parar el invento, y deja de interesarnos.

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Un ejemplo típico de este fenómeno es el chiste. Un chiste nos hace gracia cuando no nos esperamos su resolución. El mecanismo del chiste es de relojería: Tiene que desembocar en una solución inesperada, sorprendente, pero al mismo tiempo ésta tiene que ser de tal manera que nada más oírla la entendamos sin duda. Un chiste complejo cuya resolución sea sólo apta para descodificadores especializados no nos hace gracia porque ignoramos la clave (por ejemplo un chiste para científicos que haga una hilarante confusión entre neutrones y neutrinos), pero otro demasiado evidente desde el principio tampoco nos hace reír. El kitsch nos cuenta un chiste demasiado obvio, y encima nos lo explica. (Con lo aburridísimos que son esos pesados que pretenden explicarnos los chistes). El kitsch utiliza elementos formales ya reconocidos por tradición, con un significado ya aceptado por todos, digerido. Son formas con vocación de símbolos. Y, por si aún así alguien se pierde el efecto, lo amplifica, lo recarga con elementos redundantes y accesorios que refuercen la intención. (fig. 72) Veamos esta redundancia del kitsch a la luz de la teoría de la información: A mayor redundancia, más garantía de que el receptor capte el mensaje, pero menos información se transmite, ya que la cantidad de información es cantidad de elementos imprevisibles, que nos dicen algo nuevo. Los elementos empleados por el kitsch son todos tan usados que están desgastados y corren el riesgo de consumirse. Pero eso no hace que el emisor los sustituya por otros más “frescos”, sino que los refuerza con otros igualmente gastados, lo que produce un mensaje empalagoso y poco informativo. (fig. 73) Supongamos que leemos la siguiente frase: “un pφφro hφ mφrdφφo a φn φiñφ”. Ha habido un problema. Por un fallo en el canal de comunicación, hemos perdido parte del significante (técnicamente esto se llama ruido, supongo que por analogía con los mensajes emitidos por 68

radio). No podemos entender el mensaje. ¿No podemos? Según cuál sea el ruido, es posible que seamos incapaces de descodificar el mensaje, bien porque nos resulte absolutamente incomprensible o bien porque con los elementos limpios que tenemos podamos recomponer varios mensajes posibles (confusiones, dobles sentidos, juegos de palabras, aliteraciones...). Para evitar este riesgo, todos los códigos lingüísticos contienen un enorme caudal de redundancias, aunque sólo sean las normas de estructura y el contexto, que refuerza la construcción del mensaje y permite asociaciones y connotaciones. Conociendo esas normas estructurales y el contexto del mensaje somos capaces de descodificar mensajes muy desvanecidos. Por ese motivo, cualquier lector es capaz de comprender el “mensaje estropeado” que hemos escrito más arriba. La comprensión de un mensaje exige una cierta redundancia. La propia gramática la impone. Digamos el mensaje de una manera aséptica: “Un perro ha mordido a un niño”. Pues bien, incluso esa frase está cargada de redundancias. Los artículos coinciden en género y número con los sustantivos, el verbo coincide en número y persona con el sujeto, y cada palabra en sí está formada de tal modo que si alguna se estropeara por una errata (por ejemplo, morpido), su propia forma y el contexto en el que está nos la harían reconocer. La lengua nos impone una cadena de redundancias para que constantemente comprobemos la validez del mensaje y nuestro grado de entendimiento. Un mensaje no redundante sería algo así como “perro morder niño” (y aún así tiene redundancias). Ese mismo mensaje “kitschificado” podría quedar más o menos: “Un perro, fíjate tú, un perro, un chucho, sí, le ha pegado un bocado, sí, sí, un bocado, un mordisco horrible, a un pobre niño, pobrecita la criatura, no hacía más que llorar, figúrate; con esos dientes, qué crueldad; pobrecito... etcétera”. En este último relato es imposible no entender el mensaje: se dice perro, se repite perro y luego chucho; también 69

bocado (dos veces) y mordisco, y dientes, y luego pobrecito niño, pobre criatura, etcétera. No tenemos más remedio que entenderlo, pero nos aburre, y la persona que suele hablar así nos parece insoportable. (fig. 74) El arte confía en la inteligencia del espectador, es abierto y tiene, especialmente el de vanguardia, un bajo nivel de redundancia (a veces tan bajo que resulta muy difícil de entender), por lo que resulta altamente informativo. El kitsch, por el contrario, toma al espectador por tonto, le repite las cosas hasta el colmo, y aporta muy poca información. El kitsch es un sucedáneo del arte, fácilmente comestible. Se propone como cebo ideal para un público perezoso que desea participar de los valores de lo bello y convencerse a sí mismo de que los disfruta, sin tener que realizar ningún esfuerzo. El kitsch es un logro pequeño burgués, un medio fácil de reafirmación cultural para un público que cree gozar de una representación original del mundo, cuando en realidad goza sólo de una imitación secundaria. (figs. 75,76) Broch insinúa que sin una gota de kitsch quizá no podría existir ningún arte. Estoy de acuerdo, como de que sin ninguna redundancia estaríamos en el puro ruido, en la incomprensión absoluta. Además, todo arte es, en cierto modo, efectista. No diremos que hay formas más lícitas que otras de buscar el efecto, por no hacer un juicio de valor, pero sí que hay formas más inteligentes y abiertas que otras; efectos que encuentra el espectador con su participación, esfuerzo e inteligencia, y otros que ya se le dan masticados y digeridos. Volviendo a la teoría de la información, los efectos que surgen de la participación del espectador le aportan mucha información (sorpresa), mientras que los previsibles, al serlo, no aportan información. La primera persona que comparó los dientes del ser amado con perlas hizo una metáfora válida, con gran contenido informativo, y rompió el sistema de redundancias con esa especie de cortocircuito (dientes70

perlas). La metáfora tuvo tanto éxito que pasó a ser un lugar común. Hoy a nadie sensato se le ocurre decirlo (tus dientes son como perlas), porque ya es cursi, es kitsch. Porque todo el mundo lo sabe y se queda en una frase ridícula que no dice nada nuevo (no aporta información). Hay una forma válida de tomar el kitsch, y es hacerlo con una intención irónica, crítica, provocativa o humorística. Si yo digo: “los dientes de mi amada son como las perlas: escasos” doy un nuevo giro a la frase que la salva del ridículo y de lo previsible. Sé que la frase es un lugar común y la empleo precisamente por eso, porque conozco lo que está pensando quien me oye; pero, precisamente porque lo sé, sé que la última palabra es doblemente eficaz: primero, porque sorprende, y segundo, porque sorprende donde el resignado oyente no se espera que ya nada le sorprenda. Tomo el kitsch y lo empleo de nuevo, con un valor semántico e informativo. Por lo tanto, lo des-kitschifico. Pero toda esta explicación lleva a una contradicción importante. ¿No estamos diciendo todo el tiempo que uno de los acicates del kitsch es buscar la sorpresa? Los gadgets, de los que ya hemos hablado, buscan eso. La radio con forma de balón de fútbol, o el souvenir-termómetro son objetos simpáticos que buscan la utilidad junto con la diversión. Pero si ya dijimos que la utilidad del gadget es falsa, también hay que decir que la diversión que busca el kitsch se basa en una sorpresa aparente, también falsa, porque sorprende sólo dentro del sistema de expectativas establecido. Me explicaré: a alguien que adora los adornos rimbombantes le sorprenderá gratamente una casa con ventanas recercadas, y con un arco falso encima del recercado, y con un tímpano falso sobre el arco falso sobre el recercado, y con un arquitrabe falso sobre el tímpano falso sobre el arco falso sobre el recercado, y así podemos seguir hasta el infinito. Pero eso no es sorpresa, sino acumulación de elementos que, si bien no son previsibles ellos mismos, lo es el propio sistema de acumulación. Ante este pasteleo lo que 71

de verdad sorprende es la Villa Saboya, y sorprende precisamente porque no está en el sistema, no porque sea capaz de amontonar más cosas.

(figs.

77,78)

También está el kitsch como puro disparate, la sorpresa por la sorpresa, pero esto tampoco aporta información, porque no es interpretable ni descodificable, sino que queda en el mero absurdo sin sentido.

(figs.

79,80,81)

Gómez de la Serna (1934) dice que lo cursi nace del barroco. Yo no lo creo así. El barroco es sorpresa, y tiene un carácter de acumulación, rotura y descontextualización de elementos, muy típico del kitsch, pero el barroco impone una vibración que el kitsch no puede tener. San Carlino alle Quattro Fontane, de Borromini, presenta una fachada cóncavaconvexa que es un diafragma, una respiración. Utiliza el lenguaje arquitectónico, retorciéndolo y exagerándolo, para crear un espacio vivo. Cuando el barroco se agota, el rococó toma su cadáver, lo descuartiza y juega con los miembros inertes al “más difícil todavía”. En la medida en que todo manierismo es una exhibición técnica y artificiosa de medios y elementos con una carga conceptual baja, el seudobarroquismo deviene en kitsch (Guggenheim de Bilbao, Ciudad de las Artes y de las Ciencias de Valencia, etc. Ya hablaremos de los tesoros encontrados). El procedimiento de tomar elementos existentes e insertarlos fuera de contexto produce una fisión semántica (fig. 82). La expresión fue acuñada por Claude Lévi-Strauss hablando de los ready-mades de Marcel Duchamp. (Para mejor entender el concepto, conviene que tengamos en mente el urinario convertido en fuente). De Lévi-Strauss la tomó el siempre atento y agudo Bruno Zevi y el no menos atento Umberto Eco (1968). En España se hizo eco Fullaondo (1990). Es de estos dos últimos de donde la tomamos nosotros. El hombre moderno que utiliza formas pretéritas, también aprende a deformarlas, a leer unos mensajes que ya no le pertenecen por medio de 72

unas claves libres o aberrantes, aunque puede también descubrir sus claves exactas. Sus conocimientos culturales le inducen a recuperar los códigos filológicos, aunque su agilidad en la recuperación actúa con frecuencia como rumor semántico. Si el normal desenvolvimiento y decadencia de los sistemas comunicativos [...] en el pasado se producía siguiendo una curva de tipo sinusoide [...], en nuestra época se produce siguiendo un ritmo de espiral continua, que se desenvuelve en el sentido de que cada redescubrimiento es también un acrecimiento [...] [Esto nos permite] insertar un objeto de anticuario en un contexto distinto, disfrutar de él por lo que entonces ya significaba, pero también utilizarlo por las connotaciones que podemos atribuirle con nuestros léxicos actuales. Se trata de una sucesión de sorpresas, de aventuras, al descubrir en una forma sus contextos originales y al crear otros nuevos. Es como una vasta operación pop, la misma que ya referíamos al hablar del ready made surrealista y que Lévi-Strauss definía como fisión semántica, la descontextualización del signo y su inserción en un nuevo contexto que lo llena de significados nuevos. Esta operación va unida a la conservación y al descubrimiento de los viejos contextos. (Eco, 1968, 302303).

Este fenómeno puede realizarse de tres maneras: •

Primero, un rescate reverencial y nostálgico de las formas del pasado (y de los contextos en las que vivían), para que con ellas vuelvan los “buenos viejos tiempos”, intento inútil de parar el tiempo actual y volver al pasado. (De esto ya hemos hablado como huida de la tragedia). (figs. 83,84,85)



Segundo, un acicate para construir la modernidad, actualizando y reinventando los contextos de esas formas, de modo que nuestro mundo moderno las recargue semánticamente y a la vez ellas ayuden a estructurar la modernidad, como una especie de enriquecimiento

mutuo.

(Por

ejemplo,

el

Renacimiento.

Brunneleschi buscaba en las ruinas romanas como arqueólogo

73

aficionado, con intención de aprender las formas para volver a hacer arquitectura romana, pero lo que hizo con esos elementos formales fue arquitectura moderna). •

Tercero, nada. El mundo moderno deglute esas formas como otras cualesquiera, las toma y las deja, y las mezcla a capricho sin que pase nada, sin que cambie la mentalidad ni evolucione el pensamiento. Formas intercambiables de catálogo, sin carga semántica alguna. Modas. (fig. 86)

El segundo procedimiento es propio del arte. El kitsch mezcla el primero con el tercero. Dice tener amor reverencial por las formas clásicas, pero en realidad las toma sin entender, las mezcla con formas exóticas, con elementos tecnológicos, con lo que sea porque todo da igual. La riqueza kitsch se basa en el amontonamiento de recursos, tomados de un catálogo formal sin ningún filtro crítico ni intención creativa. (fig. 87,88) Como vemos en el caso de Brunneleschi, pero también con Picasso, Duchamp, Borromini... la fisión semántica es un arma poderosa en manos del artista. Como todas las armas, en manos de un inconsciente se vuelve peligrosa. El mundo actual permite como nunca jugar con fuego y hacer tonterías. Pero nunca pasa nada, es sólo kitsch. En aquellas épocas el redescubrimiento de los códigos y de las ideologías implicaba una reestructuración de las retóricas y de las ideologías contemporáneas, ya que la operación se producía en períodos de tiempo muy vastos. En cambio hoy, la dinámica constante del descubrimiento y de la revitalización se produce en superficie y no llega a alterar el sistema cultural de base; por ello, la carrera de descubrimientos se configura como una simple retórica convencionalizada que de hecho nos remite siempre a la ideología estable del mercado libre de valores pasados y presentes. (Eco, 1968, 303).

Nuestra época es de olvidos y recuperaciones frenéticos, pero ni aquéllos ni éstas revolucionan las bases de nuestra cultura. El concepto de 74

tolerancia, tan de moda en nuestros días, tiene el sentido negativo de que todo nos da igual, de que todo lo permitimos porque no tenemos ni queremos tener ni un criterio ni un sistema de valores (que siempre nos parece algo facha y represor de las libertades). Podemos hacer una lectura spengleriana sobre nuestro momento de decadencia, de pérdida de profundidad ideológica. Nada daña al mundo occidental ni al sistema de mercado. En los vestíbulos de los grandes bancos cuelgan los cuadros de los artistas revolucionarios y anticapitalistas. El mundo actual sonríe benevolente ante las invectivas de los “antisistema”. Las casas comerciales venden camisetas con el Che Guevara, y los pósters del dentista argentino, comprados en el Corte Inglés o en la FNAC, cuelgan de las paredes de los dormitorios de adolescentes llenos de espinillas, configurando, con el Guernica de Picasso, las Spice Girls, Indurain, The Doors, los niños y niñas de Operación Triunfo, el escudo del Barça entre millones de iconos-fetiche entre los que elegir libremente, un mundo kitsch que nunca morirá. Los objetos fetiche se aceptan en bloque, sin analizar, porque el mercado los impone como buenos, eximiéndonos de hacer juicios. Un procedimiento para estudiar este fenómeno es analizar una obra de arte como estructura. La noción de estructura va generalmente asociada a la idea de una relación entre elementos, por lo que es posible considerar la situación de elementos que, perteneciendo a una estructura, son separados de ella para insertarlos en otros contextos estructurales. [...] El carácter de unidad de esta estructura, lo que constituye su cualidad estética, es el hecho de que aparece, en cada uno de sus niveles, organizada según un procedimiento siempre reconocible, aquel modo de formar que constituye el estilo y en el que se manifiesta la personalidad del autor, las características del período histórico, del contexto cultural, de la escuela a la que pertenece la obra. Por tanto, una vez considerada como obra orgánica, la estructura permite que se identifiquen en ella elementos de aquel modo de

75

formar que nosotros llamaremos estilemas. Merced al carácter unitario de la estructura, cada estilema presenta características que lo relacionan con los demás y con la estructura originaria: por lo que de un estilema se puede deducir la estructura completa de la obra, o restituir a la obra mutilada la parte que le falta. (Eco, 1965, 103-104).

Esto suena a ADN, clonación, parque jurásico. Pero, efectivamente, si la obra tiene una estructura orgánica, cada estilema remite al organismo entero, como ocurre con la biología. Y, como en biología, se puede aislar un estilema, manipularlo, “romperlo” e insertarlo en otro organismo. (Fisión semántica). Pero una estructura artística no es sólo un conjunto de relaciones internas autosuficientes. Es, más bien, un sistema de sistemas, algunos de los cuales no están en las relaciones formales internas de la obra, sino en las externas (la obra y los disfrutadores, la obra y el contexto históricocultural...). Es decir, además de lo que denota, la obra de arte tiene un complejo mundo de connotaciones, a menudo mucho más interesantes. La obra de arte es un “mensaje poético”, es decir, juega con la ambigüedad y con los sistemas de connotaciones, y elimina redundancias para no dar un significado unívoco e inconfundible, sino para que el receptor se esfuerce en la descodificación del mensaje utilizando no sólo los códigos inherentes de la propia estructura del mensaje, sino los del contexto del mensaje, e incluso de los de su propio contexto como receptor (obra abierta). La obra de arte no es un mensaje con un significado unívoco e inequívoco, sino una fuente continua de significados. Está estructurada como un mensaje, pero constituye una fuente de mensajes. La obra de arte se nos propone como un mensaje, cuya descodificación implica una aventura, precisamente porque nos impresiona a través de un modo de organizar los signos que el código habitual no había previsto. (Eco, 1965, 116).

El kitsch toma elementos-fetiche porque implican prestigio, porque evitan pensar y plantearse nuevos desafíos o porque no ocasionan disputas 76

al tener un significado claro y sobradamente conocido (como el ejemplo de los dientes como perlas). “Significa aceptar un mensaje determinado, al que se ha sobrepuesto, como código, una descodificación anterior, erigida en fórmula” (Eco, 1965, 117). Así comprendemos la proliferación de arcos, de balaustradas, de canecillos... Se trata de fetiches, de “frases hechas” de las que no se cuestiona el significado

(fig. 89).

No se escucha a quien diga que

puede hacer algo mejor; para qué, si esto ya lo conocemos. El refrán: “más vale malo conocido que bueno por conocer” es profundamente kitsch. Cuando alguien pone canecillos de madera en el alero de su casa no quiere saber cuál era el sentido original, constructivo, de esos elementos, cómo se hacía una techumbre de madera, ni quiere reconocer la aberración que supone colocarlos como adorno sobre un forjado de hormigón. Porque los canecillos son fetiches. Evocan un mundo tan cómodo mentalmente que no merece la pena cuestionarse su falsedad constructiva. Los fetiches nos hacen vivir en la mentira, en la mentira piadosa que nos reconforta. La Gioconda o el David

(fig. 90)

se usan a discreción en cualquier

objeto, no para hacernos conocer el renacimiento, sino para darnos placer en un mundo falsamente confortable. Igualmente los arcos y cornisas. No se utilizan ya como mensajes, sino como signos, como significantes convencionales, cuyo significado es una fórmula difundida por la publicidad o la tradición, que operan a base de fetiches en nuestro subconsciente. Sobre los efectos de la publicidad, dos ejemplos: La Gioconda soporta interminables colas en el Louvre. Tras la larga espera, uno se ve reflejado en el doble vidrio antibalas y apenas vislumbra el cuadro. Al lado de ella, varios cuadros de Leonardo pasan desapercibidos, desnudos de protecciones y de atención; nadie repara en ellos. Igual pasa con el David de Miguel Ángel; imposible verlo entero entre la multitud de turistas, mientras que sus esclavos, tanto los de París como los de Florencia, se 77

aburren sin que nadie les haga el más mínimo caso. ¿Qué pasa? Que hay obras que han tenido suerte, publicidad, buena prensa, y otras no. Otra observación: La arquitectura de Le Corbusier, de Wright o de Mies tiene menos masa de admiradores que la “neoclásica”, pero eso no la libra de la degustación kitsch. El “público en general” aprecia más los triglifos y las metopas, pero la comunidad minoritaria y selecta de los que gozamos con las cubiertas planas, las ventanas horizontales o los voladizos, tendemos también a utilizarlos como fetiches. Es por eso que esta lectura semiótica nos puede servir como termómetro-kitsch. ¿Diseñamos cubiertas planas por razones constructivas, funcionales... o porque son un símbolo y un fetiche para nosotros? ¿Qué lectura tienen nuestros mensajes? ¿Qué cantidad de información o de redundancia? Bien es verdad que el kitsch es un arte para masas, no para minorías, y el mero hecho de estar en minoría es ya casi una vacuna contra el kitsch, pero no debemos descuidarnos en lo que tiene toda forma plástica de tentación a la “facilidad”. Es kitsch aquello que se nos aparece como algo consumido; que llega a las masas o al público medio porque ha sido consumido; y que se consume (y, en consecuencia, se depaupera) precisamente porque el uso a que ha estado sometido por un gran número de consumidores ha acelerado e intensificado su desgaste. (Eco, 1965, 118).

Una “función social” del kitsch es ofrecer descodificaciones parciales de los mensajes muy complejos. El público en general quisiera ser culto y fino, pero se aburre, no entiende las grandes obras de poesía, novela, filosofía, música... No importa: para eso está el kitsch. La industria del consumo cultural facilita los medios kitsch. Surgen las “selecciones del Readers Digest”, las adaptaciones, las versiones resumidas, los discos de música clásica fácil... (“Lo mejor de Bach”. No se trague usted toda la Pasión según San Mateo, hombre de Dios. Eso no hay quien lo aguante. Aquí le damos los tres minutos más bonitos, junto con tres minutos de cada uno de los conciertos de Brandeburgo, un poco de esto, un poco de lo 78

otro... El resultado es un disco sin desperdicios, la esencia de la esencia). La industria se ofrece como intermediaria y ofrece al público no los mensajes originarios, sino otros más sencillos que utilizan los estilemas originales, pero los engarzan entre sí de manera excitante y divertida. Otra vez la fisión semántica, que a su vez puede usarse de modo antikitsch, irónico o provocador, como en el Pop-art. A estos efectos es muy interesante el concepto de bricolage propuesto por Lévi-Strauss (1962) y a cuyo eco podemos decir que vanguardia y kitsch se hacen un bricolage recíproco. Por concluir este capítulo, que se nos empieza a parecer peligrosamente a un círculo vicioso, digamos que, así como las obras de arte más elevadas y dignas pueden leerse en clave kitsch (Giocondas en latas de galletas o Davides de hormigón en los jardines), también se da el caso de que la obra más zafia y kitsch del mundo tenga algo que decir a quien la mira con ojos inteligentes y cultos, que la afronta de un modo imprevisto y la dota de valores y connotaciones más allá de los que el autor había tenido en cuenta. (Sobre esto hay numerosos ejemplos, pero me limitaré a mencionar la ingente cantidad de tinta que ha corrido sobre una ¿cantante? impresentable y nula, llegándola a comparar con ciertos personajes de Ionesco o a analizarla según ciertas teorías del surrealismo). En todo caso, la interpretación completa el mensaje, y a menudo no es tan digna de estudio la “calidad” de las obras como la de sus críticos, glosadores y disfrutadores. La dialéctica entre mensajes y receptores es riquísima e imprevisible.

79

Fig. 72.- Añover de Tajo (Toledo). El kitsch utiliza elementos garantizados por la tradición, con vocación de símbolos. Tiene una fe ciega en esos elementos.

Fig. 71.- Cedillo del Condado (Toledo). El autor kitsch quiere transmitir sentimientos a toda costa, pero sólo transmite lugares comunes y frases hechas.

Fig. 73.- Quintanar de la Orden (Toledo). Los elementos kitsch están desgastados por el uso, pero eso no desanima a sus autores, que, en vez de sustituirlos por otros más frescos, los recargan y acumulan.

Fig. 74.- Mocejón (Toledo). Otro ejemplo de redundancias excesivas con mucho floreo y poca información, insistiendo en elementos arquitectónicos con mucho prestigio en ciertas esferas sociales, pero con muy poca carga semántica.

XXIII

Fig. 75.- Seseña Nuevo (Toledo). El kitsch es un medio fácil de reafirmación cultural para un público que cree gozar de una representación original del mundo cuando en realidad sólo goza de una imitación secundaria. (Por cierto, obsérvese la fuente en la terraza de la izquierda de la planta alta)

Fig. 76.- Hormigos (Toledo). Una bodega diseñada con soltura y oficio, reutilizando elementos fuera de contexto y dando una imagen kitsch elegante, que puede leerse también como en el caso anterior.

Fig. 77.- “La caída del imperio romano”, 1963, de Anthony Mann. También se utilizan aquí imágenes evocadoras de un esplendor falso y kitsch.

XXIV

Fig. 78.- Carretera entre Rielves y Torrijos (Toledo). Discoteca. Acumulación de elementos con un resultado falsamente excitante.

Figs. 79 y 80.- Falla del Ayuntamiento de Valencia. 2002. La explicación elemental de evocar la cultura mediterránea con elementos arquitectónicos es lo de menos. El resultado de la falla es el mero disparate.

Fig. 81.- Madrid. Gimnasio en la calle de Hortaleza. La sorpresa por la sorpresa, pero que no aporta información.

XXV

Fig. 82.- Chinchilla (Albacete). Balcón con abanico primorosamente elaborado. Los elementos decorativos producen una inesperada fisión semántica, un cortocircuito de connotaciones simbólicas. Fig. 83.- Toledo. Un bar utiliza motivos árabes en una falsa evocación de un tiempo imposible (los cierres metálicos y la propia esencia del negocio contradicen esa evocación).

Fig. 84.- Talavera de la Reina (Toledo). La cerámica talaverana pesa mucho; tanto que, colocada como icono, contradice y anula el espíritu racionalista del edificio.

Fig. 85.- Yepes (Toledo). Otro ejemplo de “casa noble” que busca la respetabilidad en elementos arquitectónicos manidos, pero que gozan de prestigio.

XXVI

Fig. 86.- Talavera de la Reina (Toledo). Gasolinera toscana. Otro ejemplo de formas de catálogo (en este caso columnas toscanas) que operan una fisión semántica seguramente involuntaria. La relación entre los órdenes clásicos y los elementos tecnológicos produce un efecto pintoresco, pero en definitiva nada se resiente.

Fig. 87.- Talavera de la Reina (Toledo). La misma operación de mezclas semánticas. Fachadas y soportes de madera, rústicos, y otros elementos “modernos”. Evocaciones contradictorias a “Siete novias para siete hermanos” y a “Corrupción en Miami”. Todo vale si es divertido.

Fig. 88.- Villasequilla (Toledo). Casona espectacular con todo un alarde de arcos árabes, columnillas dobles, rejas, cornisa calada... La apabullante riqueza kitsch de esta casa contrasta con el modesto kitsch de la de al lado, que pinta un chapado de piedra irregular arriba imitando al de abajo. Hay kitsch para todos los presupuestos.

XXVII

Fig. 89.- Villasequilla (Toledo). La casa grita su falsedad constructiva ofreciendo estas dos fachadas, una decorada y otra no. El zócalo enorme, la columna de orden gigante y los recuadros de piedra pueden ser leídos incluso como un neo-palladianismo, tan del gusto del emotivo Peter Eisenman.

Fig. 90.- El David de Miguel Ángel es uno de los fetiches del kitsch. Esta copia para jardín está muy bien elaborada, da un toque de distinción a su feliz propietario y, además, evita la intolerable pornografía del original con una hojita de parra, con lo que lo mejora y lo hace más digerible y tolerable. (El hombre kitsch que ve pornográfica la escultura original y se consuela con ésta necesita ayuda; no sé de quién, pero necesita ayuda).

XXVIII

8.- Psicoanálisis del kitsch. Reconozco que no soy precisamente un entusiasta del psicoanálisis. Mejor dicho, el estudio de la estructura y del funcionamiento de la mente humana y la investigación de los procesos mentales inconscientes son, indudablemente, uno de los pilares de la ciencia y de la filosofía modernas, y mostrar reticencias o reservas sobre ello es estúpido. Pero la muy difícil búsqueda de sentido a las formalizaciones más recónditas del subconsciente, junto con la excesiva sexualización de la teoría psicoanalítica, ofrecen conclusiones que a menudo llegan a lo risible. Por ello, el psicoanálisis siempre ha sido objeto de chistes y burlas. (A mí me parece muy divertida, por ejemplo, la que hace Billy Wilder en su película Primera Plana). Lo cual no impide su enorme valor tanto clínico como filosófico. También se ha criticado a menudo que la teoría psicoanalítica estudia solamente el funcionamiento de la mente enferma, pero no sirve para estudiar a la persona sana. Es indudable que existen numerosos individuos con complejo de Edipo, o fetichistas, o coprófilos, por ejemplo, pero esa no es la norma; y muchos dicen que el psicoanálisis ayuda a entender por qué estos individuos tienen esas tendencias, pero que utiliza los mismos esquemas para estudiar a individuos sanos, por lo que de cualquier cosa sencilla deduce enormidades inesperadas y poco justificadas. Esta hojarasca superficial tan sugerente ha resultado muy atractiva para artistas de todo tipo. Hay muchas películas, novelas, cuadros, esculturas, etc. que tienen su razón de ser en el psicoanálisis. Desde las películas de Hitchcock hasta El Silencio de los Corderos, desde James Joyce, o Ionesco, o el surrealismo, hasta la inteligencia artificial, hay un mundo riquísimo de ideas, sugerencias y concepciones que surgen del

80

campo del psicoanálisis. Ni que decir tiene que el kitsch, analizado desde ese punto de vista, no tiene desperdicio. Pero, más que buscar ejemplos graciosos y fáciles, sugerencias formales de divertida interpretación (figs. 91,92), vamos a intentar comprender la teoría psicoanalítica para ver el kitsch a su luz. Los procesos psíquicos inconscientes tienen un funcionamiento muy diferente del de la experiencia consciente. En el ámbito inconsciente se separan imágenes, pensamientos y sentimientos que se dan juntos en el mundo de la experiencia; y, al revés, se asocian libremente elementos que se percibieron por separado. Hay pensamientos que se plasman en imágenes en vez de en conceptos, y objetos que se expresan con imágenes de otros con los que, aparentemente, no tienen nada que ver. Las relaciones y sustituciones que hace nuestra mente inconsciente no obedecen a la lógica, sino a cruces e interferencias muy ocultos y difíciles de descubrir (figs. 93,94).

Esto hace que el inmenso campo de las connotaciones se dispare,

se ramifique y se cortocircuite de forma sorprendente (de ahí las conclusiones “disparatadas” a las que hemos aludido) y riquísima. Freud, estudiando los sueños, descubrió que su “contenido manifiesto”, incomprensible e ilógico, ocultaba un “contenido latente”, porque la mente en reposo daba rienda suelta a asociaciones que desconocía e incluso rechazaba estando en vigilia. Así, por ejemplo, descubrió que una paciente soñaba repetidamente con la muerte de su hijo porque cuando murió otro hijo suyo vino al entierro un antiguo amor de juventud. De esta forma, la manera que tenía su mente de convocar a aquel hombre amado (y a su juventud perdida) era “organizar” el entierro del hijo que le quedaba. Naturalmente, al oír la paciente esta explicación, la rechazó de plano, indignada. Freud (1901, 45)

(figs. 95,96)

estableció así que todos los sueños,

incluso los más angustiosos y trágicos, son escenas o historias que urdimos 81

para satisfacer deseos ocultos. Lo único que ocurre es que el cerebro dormido se comporta de una forma muy rara: Para imaginar que nos encontramos con un antiguo amor no creamos (al menos no siempre) un encuentro casual en la calle, una escena romántica, sino el entierro de nuestro hijo. Esta forma tan rara de funcionar tiene su origen en la infancia, cuando se está formando la personalidad, y responde a una estructura mental fraguada a base de traumas, miedos y fantasías. La represión hace que acumulemos en el subconsciente una cámara secreta de asociaciones. Ya hablamos de que el kitsch es hijo del romanticismo, y que éste, según Broch (1950-51), nace de la represión. Deseoso de obtener el placer del libertino, pero queriendo estar por encima de él, el romántico se convence de que su monogamia es la quintaesencia del placer, e inventa el concepto del amor sublime. Así, la inevitable desembocadura en el kitsch procede de una represión, según la cual las pulsiones y deseos naturales son llevados al sótano de la conciencia, y se acallan con ideales de una moralidad dulzona y una estética que quiere ser ética, pero que se traiciona en la ñoñería. A partir de esto, todo “objeto bello” es una asociación subconsciente entre el ansia de placer y la incapacidad de obtenerlo. El kitsch, por su ansia de obtención directa e inmediata de goce estético, revela una incapacidad estética básica, e implica una falsificación. Hemos hablado ya de esta falsificación como fracaso estético y fracaso ético. Ahora lo vemos, además, como fracaso psíquico. (figs. 97,98,99) El fenómeno kitsch se alimenta de una fuente que está debajo de la superficie consciente y que genera imágenes míticas y simbólicas. (En realidad esto le pasa también al arte “serio”, pero mientras que éste trata de investigar y profundizar, el kitsch se complace en el puro placer estético del

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simbolismo, sin querer saber nada más, por lo que es una víctima indefensa de toda esta carga subconsciente). Dorfles (1970, 106-109) nos dice que los elementos simbólicos de las artes (lingam, cruz, esvástica, mandala...) son formas insistentes desde la noche de los tiempos, tales que aunque su valor inicial se haya perdido, su magnetismo estético sigue vivo. Son formas recurrentes con gran poder de atracción y de sugestión. Esto puede ser porque la formación de esos objetos simbólicos fuera claramente antropomorfa y, más concretamente, sexomorfa, y así han quedado como arquetipos formales. Algunos de esos “símbolos eternos” tienen un contenido sexual porque el sexo es uno de los más poderosos generadores de formas en el plano mítico, ritual, mágico. En todas las culturas se pueden descubrir lazos entre prácticas sexuales y prácticas iniciáticas. Muchas religiones han utilizado símbolos sexuales como elementos que manifestaban o encubrían a la divinidad, porque el concepto de divinidad se identificaba con formas naturales que contuvieran la máxima carga de vitalidad y de creatividad. La cruz es previa al cristianismo, se encuentra en épocas prehistóricas y representa la vertical, viril, poderosa, temporal, y la horizontal, femenina, reposada, espacial. (Piet Mondrian sostiene esa misma interpretación, influido por la teosofía). El mandala, círculo que representa el universo, es el útero. Y así todo. Reconozco que quien lea estas líneas se puede escandalizar: “¿Me está usted diciendo que la cruz, la sagrada cruz, es una cópula, un macho (vertical) y una hembra (horizontal) haciendo marranadas?” Ya he dicho que yo mismo soy bastante reticente a estas conclusiones psicoanalíticas, pero lo cierto es que estas invariantes simbólicas llenan la historia desde la noche de los tiempos hasta nuestros días, y que su poder de sugestión y de expresión es tan grande que el ser humano siempre las ha utilizado como armas mágicas, en

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su ansia de obtener protección, de comunicarse con la divinidad, de perpetuar la vida y de explicarse el universo. Posteriormente, estos símbolos han sido tomados por religiones que han reprimido la sexualidad, de manera que su significado sexual ha quedado enquistado y latente. Lo que hoy vemos como símbolo sin contenido explícito debió de ser alguna vez una auténtica representación tangible de una realidad fenoménica, religiosa, mágica y sexual a la vez y sin contradicción, y que ahora ha quedado en el subconsciente colectivo. Las formas kitsch utilizan en buena medida estas formas que laten en el subconsciente. (Repetimos que esas formas están también en el arte de calidad, pero nos interesa su preponderancia en el kitsch porque éste utiliza las formas como fetiches, y esta manera de actuar hace apropiada la interpretación psicoanalítica). El kitsch, por buscar sus formas no en la esencia “estructural”, sino en la superficie aparente, es un fenómeno decorativo, ornamental. “El arte ornamental es la más frecuente de todas las manifestaciones de las artes plásticas. Se lo observa prácticamente en todas las creaciones humanas, ya sea en edificios, jardines, vestidos, vehículos o cualquier otro objeto. [...] Fue el primero, el progenitor de todos los demás aspectos del arte plástico y [...] en todos los tiempos y en la actualidad es el más imprescindible a la humanidad”. (Garma, 1961, 9). “En las ornamentaciones los contenidos instintivos reprimidos se manifiestan con mayor placer y alegría que en los síntomas neuróticos”. (Garma, 1961, 10). Vemos por primera vez una alusión a la relación entre ornamentación y neurosis. Vamos a intentar explicar lo más claramente posible el paralelismo entre kitsch y neurosis. El doble enfoque de la represión y del fetiche hace que la equiparación columna-falo o arabesco-vulva (por poner dos ejemplos) tal

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vez no sea tan disparatada y cómica como parece. Para intentar comprender un poco mejor todo esto, hablaremos del ello, del yo y del superyó. Se trata de tres sistemas funcionales, o instancias, que forman un modelo de estructura del sistema psíquico, creado para intentar comprender el desconcertante número de observaciones interrelacionadas puestas a la luz por la exploración psicoanalítica.

El ello se refiere a las tendencias impulsivas (entre ellas, las sexuales y las agresivas) que parten del cuerpo y tienen que ver con el deseo en un sentido primario, sin haber sido aún corregidas y dirigidas por la educación y la cultura. Estas pulsiones exigen su inmediata satisfacción, y se atienen sólo al principio del placer (egoísta, acrítico e irracional). No tienen en cuenta la realidad ni las posibilidades más o menos factibles de ser satisfechas.

El yo se encarga de intentar conseguir en el mundo real las condiciones de satisfacción de las pulsiones del ello. El yo utiliza para tal fin la percepción y el pensamiento, y se adapta a las condiciones exteriores reales del mundo social y objetivo. Para conseguir esa adaptación, el yo debe ser capaz de planear estrategias y de aplazar la satisfacción de las pulsiones del ello, que pugnan por obtener una satisfacción inmediata. Esto genera una tensión, hasta que se consiguen satisfacer los deseos del ello. Pero si tales deseos son imposibles de satisfacer, si el ello pide cosas inaceptables para el yo, entonces éste desarrolla mecanismos de defensa. Los principales son: la represión (que se quita de la consciencia esas pulsiones y las entierra en lo inconsciente), la proyección (que les endosa esas pulsiones a los demás y no las quiere reconocer en uno mismo) y la formación reactiva (que crea un patrón o pauta de conducta contraria a una fuerte necesidad inconsciente). Tales mecanismos de defensa se endurecen cada vez que las pulsiones inaceptables reaparecen en la conciencia. Este es el origen de la ansiedad. 85

El superyó es el conjunto de prohibiciones que los otros (originalmente los padres) imponen al individuo. Consiste en toda nuestra herencia educativa, cultural, ética y moral. El superyó controla al yo imponiéndole toda una estructura normativa. Si las imposiciones del superyó no se cumplen, si el yo se las salta para satisfacer al ello, la persona se sentirá culpable, culpabilidad que también se manifiesta como ansiedad y/o vergüenza. Como resumen, digamos que el ello pide, el superyó impone y/o prohibe, y el yo negocia entre ambos y el mundo exterior. Una persona equilibrada y feliz tendrá demandas (el ello) realizables, códigos de conducta (el superyó) bien orientados, ni muy estrictos ni muy laxos, y una inteligencia y visión del mundo (el yo) aguda y creativa, además de vivir en un ambiente no muy desfavorable. De no ser así, el yo, mediador entre las exigencias del ello, las del superyó y el mundo exterior, no tendrá el poder suficiente para reconciliar estas fuerzas en conflicto, y puede fracasar desde el principio de su desarrollo al quedar atrapado en sus primeros conflictos, llamados fijaciones o complejos, con lo que no madura y se queda en modos de funcionamiento primarios y modos de satisfacción infantiles. Este proceso se conoce como regresión. Incapaz de funcionar normalmente, el yo sólo puede mantener su control limitado y su integridad desarrollando síntomas neuróticos, a través de los cuales se expresa la tensión del aparato psíquico. Visto así, el kitsch puede ser visto como un conflicto entre estas tres instancias, una especie de neurosis. La neurosis kitsch puede ser originada como sigue: El ello pide una satisfacción estética, exige un placer que a su vez puede ser eco de pulsiones sexuales tal y como sostiene el ya citado texto de Hermann Broch. El superyó del hombre-kitsch, lejos de la laxitud del libertino, impone unos códigos morales y establece unas normas basadas en una ilusoria respetabilidad (las formas nobles, “de toda la vida”, 86

decentes, la herencia cultural), que originan una represión. El yo, no exactamente inculto, pero sí alienado respecto al mundo exterior y a las posibilidades reales de satisfacción estética, fracasa en su intento de canalizar y realizar esas pulsiones estéticas, y causa una regresión “infantil” y “neurótica” hacia formas elementales e inmaduras (o, mejor dicho, hacia una lectura elemental e inmadura de las formas). Con esta nueva luz, un tanto imprevista en los estudios publicados sobre el kitsch, no se nos antoja muy descabellado el paralelismo entre traumas infantiles, complejos, fijaciones y regresiones de índole sexual, exhaustivamente estudiados por el psicoanálisis, con otros tantos de índole estética, que podemos inscribir en el mundo kitsch. Visto con este nuevo enfoque todo lo que llevamos dicho, las piezas parecen encajar en un cuadro neurótico. De modo que el psicoanálisis aplicado al kitsch nos presenta a éste como la neurosis de la estética.

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Fig. 92.- Villatobas (Toledo). Si las columnas se suelen interpretar como símbolos fálicos, ¿cómo interpretar ésta? Aparte de las bromas, vemos que aquí pasa algo, pero no por la fácil alusión sexual, sino por un afán de autoafirmación unido a una insuficiente destreza plástica, que producen un desequilibrio que en el texto relacionamos con la neurosis.

Fig. 91.- Chozas de Canales (Toledo). Un fácil análisis psicoanalítico (cfr. Garma, 1961) nos haría ver estos jabalcones doblemente espirales como penes en reposo, listos para erguirse (desenrollarse). La interpretación psicoanalítica de las formas plásticas es muy sorprendente.

Figs. 93 y 94.- Seseña Nuevo (Toledo). Viviendas recién terminadas (foto derecha) y en la actualidad (izquierda). Los elementos que “protegen” las entradas tienen siempre un fuerte carácter simbólico. Los propietarios necesitan reforzar ese símbolo y sustituyen el elemento que les ha proporcionado el promotor, demasiado elemental, por otro más potente y “digno”.

XXIX

Figs. 95 y 96.- El famoso diván de Sigmund Freud. Tuvo que huir de Viena (arriba) por culpa de los nazis (con el diván a cuestas) y se instaló en Londres (abajo), donde se puede visitar su casa convertida en museo. Quien exploró el subconsciente del ser humano vivía en un ambiente kitsch muy propio de su rango y de su cultura.

XXX

Figs. 97, 98 y 99.- Seseña Nuevo (Toledo). Dos vecinos comparten porche de acceso a sus viviendas, y uno de ellos arregla su parte, que comprende una columna y media. El kitsch se encuentra en el centro del conflicto, en la asociación subconsciente entre el ansia de placer (estético) y la incapacidad para obtenerlo. El alarde del autor queda reforzado por el contraste entre la indigencia de su vecino y el poderío propio. Obsérvese (una vez más) que en el kitsch no hay límites. ¿Se pueden hacer más filigranas con los ladrillos? Pues se hacen. ¿Se puede hacer un capitel de ladrillo? Pues se hace. La imaginación humana no tiene freno, y, puesto que la estrategia kitsch consiste en acumular, esto genera una angustia, porque nunca hay bastante. Por mucho que se haga, siempre se puede hacer más. (Obsérvese que el prurito de dignificación estética se une al de la delimitación de las propiedades. Además del solado, del chapado del zócalo, del tejadillo y del descarado corte de la columna compartida, se hace un murete que antes no existía, para dividir el porche).

XXXI

9.- Sociología del kitsch. Ya hemos dicho que lo que busca el kitsch es el efecto y, por lo tanto, el éxito más amplio posible. Por ello se identifica con la cultura de masas. La relación entre cultura superior y cultura de masas es la misma que entre vanguardia y kitsch. El título del libro de Umberto Eco, Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas (1965), alude precisamente a eso: Unos pocos “apocalípticos”, cultos selectos y minoritarios, se escandalizan ante este fenómeno de difusión de la cultura, que implica una considerable bajada del nivel y aboca a un apocalipsis

(fig. 100).

Están siempre enfadados y

quejosos, en parte porque ven que su sagrado templo se llena de intrusos, y en parte porque ese sagrado templo se convierte en mercado prostituido. Entre los especialistas [...] ofende el kitsch [...] justo por lo que tiene de ruptura ante el arte tradicional, de élite, de clase, de distinción, un arte que era y sigue siendo símbolo de poder, un arte que significa cultura selectiva, un arte reservado a unos cuantos elegidos de la fortuna. (Dols, 1986, 28).

Por el contrario, los “integrados” están contentos en este mundo de cultura mercantilizada. Los integrados son los nuevos degustadores de cultura, sea la telebasura, la literatura comercial o la canción del verano. La industria de la cultura, destinada a una masa genérica, se ve obligada a vender efectos ya confeccionados. La vanguardia pone en evidencia los procedimientos que conducen a la obra, y elige éstos como objeto. El kitsch pone en evidencia las reacciones que la obra debe provocar, y elige como finalidad la preparación emotiva del destinatario. (figs. 101,102) Desde la imprenta a la industria de consumo, la cultura se ha vulgarizado. (Obsérvese que “vulgarizar”, extender al vulgo, tiene la acepción peyorativa de trivializar). Victor Hugo, en su novela Nuestra Señora de París nos cuenta cómo Claudio Frollo, el archidiácono, se opone 88

a la imprenta porque entonces él dejará de tener poder. Cuando la gente sepa leer y la elaboración y reproducción de libros sea barata, todo el mundo podrá acceder a ellos y nadie necesitará a los dirigentes espirituales para que les expliquen la doctrina y se la interpreten

(fig. 103).

Sin embargo,

este fenómeno de vulgarización, que ha conseguido que el nieto de labradores analfabetos lea a Unamuno, se centra sobre todo en fabricar bazofia de consumo. El fenómeno de la vulgarización de la cultura tiene, por supuesto, un efecto positivo. Tal vez me queje en exceso de la cantidad de mierda seudocultural que se consume, y sufra porque la gente no lea mayoritariamente a James Joyce o a Borges, pero eso no es del todo cierto. Muchos millones de personas, muchos más de lo que parece, leen a estos grandes escritores y pensadores, o van a las exposiciones de Mondrian o de Malevitch, y es evidente que tantos millones no son (o al menos no sólo) los hijos de los aristócratas, sino, sobre todo, hijos de comerciantes, oficinistas, artesanos, y nietos o bisnietos de personas semianalfabetas. El fenómeno de que en TVE-2 se emitan películas de Carl Dreyer, de Ingmar Bergman o de Jean Renoir, y sean vistas por entre medio millón y un millón de españoles parece empañarse porque Gran Hermano u Operación Triunfo son seguidos por entre diez y quince millones de espectadores. Pero lo cierto es que el hecho de que casi un millón de personas en todo el país sigan simultáneamente Fresas Salvajes es un éxito sin precedentes, una auténtica barbaridad. Del mismo modo, los mismos kioscos que nos ofrecen la ya mencionada colección de teteras en miniatura, venden una colección de libros de filosofía con tiradas de decenas y decenas de miles, cosa impensable hace unos años. (Es cierto que una cosa es comprar en el kiosco, por un precio ridículo, la Crítica de la Razón Pura y otra muy distinta leérsela).

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Y todavía es más sorprendente constatar que la “selecta minoría” que ve la película de Bergman o compra el libro de Kant está casi completamente incluida en el grupo mayoritario que ve Gran Hermano y Crónicas Marcianas. Esto impide trazar una línea nítida entre los “apocalípticos” y los “integrados”. Podemos apreciar que los que nos creemos cultos somos, como venimos diciendo, también un poco (o bastante) kitsch, pero también que el hombre más aparatosamente kitsch nos sorprende a menudo con apreciaciones y opiniones lúcidas y fundadas. No se trata, pues, de clasificar a la gente, sino de hacer constar que vivimos en un mundo complejo, con una cultura más extensa que intensa, vastísima y caótica, que nos envuelve a todos. Bourdieu (1979) ha escrito un libro enorme (597 páginas) sobre la sociología del gusto, en el que hace hincapié en el “capital escolar”, de modo que intenta demostrar, con encuestas muy afinadas, la relación entre el título académico del encuestado y sus gustos estéticos. Por supuesto, demuestra lo obvio: que el número de los que gozan con un concierto de cámara de Bach es muy superior entre titulados universitarios que entre gente sin estudios. Constata, con ello, otra obviedad: que este “capital escolar” permanece igual de fuerte en los dominios que la escuela no enseña. (Por ejemplo, los ingenieros, en cuyos planes de estudios nunca ha entrado la música, aprecian a Bach, en general, mejor que las personas sin estudios). De este modo, cifra en el nivel de estudios la evolución del gusto estético. Pero demuestra muy poco más, y reconoce ciertas excepciones sorprendentes, ciertas contradicciones, y acaba por manifestar la duda de que su método sea correcto. (A este respecto, vuelvo a referirme a numerosas consultas de médicos muy prestigiosos, o a ciertas notarías, y no me cuadra la capacitación académica y profesional de sus titulares con la horrible, rimbombante e insoportable decoración de su lugar de trabajo) (figs. 95, 96).

También dice Bourdieu, y esto es lo que más me interesa, que la 90

titulación académica otorga títulos de “nobleza cultural”. El título de su libro: La Distinción, lo dice todo. La cultura es un arma poderosa de distinción social, de indicador de éxito. Los despachos profesionales ya mencionados nos parecen horribles, pero exhiben el alto nivel de distinción de su dueño, e imponen su categoría (y convencen de sus altos honorarios). La “gente de medio pelo” quiere imitar ese nivel de distinción y compra objetos en las tiendas de “todo a cien”. Es lo que, de un modo castizo, dice la expresión: “quiero y no puedo”. Una vomitiva porcelana de Lladró puede llegar a costar el sueldo anual de un obrero, mientras que la seudoporcelana de un perro a tamaño natural, en uno de estos bazares ínfimos, cuesta lo que ese obrero se puede gastar con su esposa en el aperitivo dominical. Pero lo que debe quedar claro es que tanto el Lladró como el perro son igualmente kitsch. El primero está elaborado artesanalmente, con enorme pericia y el mejor material, y el segundo es una pieza de molde; pero ambos cumplen la misma función y pretenden lo mismo. Lo que está claro es que quien compra el perro quiere ser tan distinguido como el notario o el cardiólogo, mientras que éstos ya lo son, y tan sólo demuestran lo obvio. Hay un afán de escalar puestos sociales, que visto desde fuera resulta ridículo porque los indicadores “Lladró” y “todo a cien” nos señalan la categoría social de sus compradores tan sólo con mostrar sus precios respectivos. Así, la categoría social y la categoría cultural se traducen sin más en poder adquisitivo. Vemos que la industria cultural de consumo fija su oferta en este único esquema, y ofrece productos de más o menos precio, pero con el mismo criterio. Aparte del precio, sus productos se caracterizan por tener un nivel muy bajo de exigencia intelectual, es decir, por ser muy fáciles de degustar. (Repito que esta industria también emite considerables volúmenes de Kant y de Unamuno, lo cual es muy loable, pero más bien son para que

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sus ingenuos compradores se sientan distinguidos teniéndolos en sus estanterías). Cuando la industria generalizó el folletín (y que conste que hay folletines de Dickens, de Dumas y de muchos otros que están en lo más alto de la historia de la literatura), o cuando la fotografía hace ya innecesaria la pintura representativa (recordemos que una de las funciones de los pintores de cámara era retratar a las candidatas a novias de los reyes para que éstos eligieran), entonces el arte deja de tener sentido práctico, utilidad social, y surge el proyecto de una “vanguardia”. (El impresionismo nace tras el invento de la fotografía, y se concentra en la experimentación del color, campo en el que ésta no podía competir). La vanguardia, como ya hemos dicho, se aleja del público, tanto de los plebeyos como de los señores, puesto que el arte ya no es útil. Thomas Cromwell, ministro de Enrique VIII, encargó a Hans Holbein un retrato de Ana de Cleves. Éste lo hizo favoreciéndola bastante, de modo que al rey le gustó el retrato y consintió en casarse con ella, como quería Cromwell. Se hicieron los complejos trámites y todo quedó listo. Cuando el rey conoció finalmente a su novia gritó: “¡Es una burra!”. Pero ya era tarde y se tuvo que casar con ella. El matrimonio del rey con “la mula de Flandes”, como la llamó siempre, duró seis meses. ¡Qué hubiera dado Enrique VIII por una fotografía, en vez de por el inútil de Holbein! Así, cuando por fin fue inventada, la fotografía acabó con la pintura. El arte ya no servía para nada. La vanguardia es la que vuelve a dar sentido al arte, porque lo hace explorar caminos distintos a los de la utilidad inmediata, pero por eso mismo es la causante de que éste se vuelva críptico y deje de interesar. La industria de la cultura de consumo, estimulada por las propuestas de la vanguardia, produce ininterrumpidamente obras de mediación, de difusión y adaptación, prescribiendo una y otra vez, en formas comerciales, cómo demostrar

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el debido efecto ante modos de formar que originariamente pretendían ser reflejados sólo sobre las causas. En este sentido, la situación antropológica de la cultura de masas se configura como una continua dialéctica entre propuestas innovadoras y adaptaciones homologadoras, las primeras continuamente traicionadas por las segundas: con la mayoría del público que disfruta de las segundas, creyendo estar disfrutando de las primeras. (Eco, 1965, 92).

MacDonald acuñó los términos Masscult y Midcult, que podemos traducir respectivamente como cultura de masas y cultura media. Para MacDonald la primera es la de nivel inferior, y según él tiene al menos, en su trivialidad, una razón histórica profunda, y una fuerza que traspasa las barreras de clase e instaura una ínfima y zafia, pero homogénea y democrática, comunidad cultural. No se plantea el problema de la referencia a una cultura de nivel superior. La Masscult es el kitsch en primera instancia, el kitsch evidente. Pero la Midcult es peor. Es lo que hemos llamado el kitsch elegante, que es mucho más insidioso y atractivo, y que nos seduce cuando creíamos que estábamos a salvo del kitsch. Muy diferente es el caso de la Midcult, hija bastarda de la Masscult, que se nos aparece como ‘una corrupción de la Alta Cultura’, que, de hecho, se halla sujeta a los deseos del público, como la Masscult, pero que aparentemente invita al fruidor a una experiencia privilegiada y difícil. (Eco, 1965, 94). La Midcult adopta la forma de kitsch, en su más amplia acepción, asume funciones de simple consuelo, se convierte en estímulo de evasiones acríticas, y se reduce a ilusión comerciable. (Eco, 1965, 97).

MacDonald habla de El Viejo y el Mar (ya lo hemos dicho) como ejemplo de la Midcult final de Hemingway, artista de vanguardia en su primera época y autor de libros “comestibles” al final, que puede leer ya un gran público que no habría soportado sus primeros libros, pero que ahora disfruta del placer de leer algo tan fácil de entender y además de un autor tan excitante y prestigioso. Pero MacDonald va aún más lejos, y dice que los productos diseñados por la Bauhaus (lámparas, telas, muebles...) son Midcult porque se produjeron en serie e iban destinados a un gran público. 93

Aquí Eco protesta, y nosotros también. Si todo lo que se produce en serie es kitsch, entonces no vale nada más que huir al desierto. MacDonald se comporta como un apocalíptico fundamentalista, al que sólo le sirven los artistas malditos. Sin embargo, la apreciación de la Bauhaus nos resulta útil. La Bauhaus pretendía cambiar el ambiente cotidiano, poblar los hogares de la gente (de las masas) con objetos funcionales y bellos, a un bajo costo conseguido precisamente por la producción en masa. El método de la Bauhaus era el de la industria de consumo, pero sus presupuestos eran completamente diferentes. La Bauhaus subió el nivel de exigencia del consumidor, y le ofreció productos racionales, honrados y de una calidad artística magnífica, para insertarle en la modernidad y en la vanguardia. (La trampa es que si hubiera logrado su objetivo, esos productos habrían dejado de ser vanguardia por el sólo hecho de ser aceptados masivamente). El fracaso consistió en que las personas a quienes iban destinados esos objetos no los apreciaron; prefirieron los sillones de orejas de toda la vida a los de acero inoxidable y tiras de cuero, que ahora son objeto de coleccionista “aristocrático”, caros y selectos. Por el contrario, la industria de consumo sí acierta. Conoce al consumidor, lo estudia, y le ofrece justo lo que a éste le gusta. Y además le sugiere con falsedad que con eso va a ganar prestigio y a subir de nivel. La industria de consumo le ofrece a su público el objeto Bauhaus, pero “mejorado”. Ya lo hemos dicho: intermedia entre el público y la rara Bauhaus; rebaja la Bauhaus para que quede al alcance de todos, y estos todos miran con satisfacción esos objetos, porque, al fin y al cabo, según les dicen, proceden de las vanguardias más depuradas y, para colmo, les gustan. (fig. 104) (Como ejemplo, veamos cualquier tienda de muebles de carretera. Ofrecen, textualmente, “mueble clásico, mueble rústico, mueble provenzal 94

y mueble moderno”. Si nos sentimos horrorizados ante la mesa “clásica” con patas terminadas en garras de león, qué no sentiremos ante el mueble “moderno”, ante esa inconcebible silla como de película de Manolo Gómez Bur que recuerda vagamente a la de Barcelona, de Mies, pero con las patas graciosamente quebradas y los cojines de terciopelo rojo con dibujo en malla exagonal). El perfil sociológico del arte es aristocrático. El del kitsch, demagógico

(fig.

105).

Dentro de la división de “apocalípticos” e

“integrados”, la rotura kitsch produce un efecto curioso. Se genera un status snob de aspirantes a apocalípticos, que quieren estar en el grupo de los elegidos, de modo que basta que algo se difunda y triunfe para que pierda valor para esta gente, porque lo que tiene mérito es ser de los pocos, y no de los muchos. El crítico fino detesta lo que el público ama sólo por eso. Pero así, a la contra, el refinado depende de los gustos de la masa. La masa dicta sus leyes y el apocalíptico las necesita para rechazarlas. Espera lo que hacen los demás para hacer él lo contrario. Con ello, el triunfo del kitsch es completo, porque es el triunfo de la mayoría. Completemos el panorama diciendo que nuestra sociedad actual, con todos sus fallos, es la más democrática de la historia. La igualdad de oportunidades aún deja mucho que desear, pero es evidente la movilidad social, la aspiración legítima de cualquiera a ascender en la escala social, el acceso a los estudios y los derechos constitucionales de todo ciudadano. Sin embargo, esta misma movilidad social es el reino del kitsch. Ya lo hemos dicho: el arte siempre ha estado al servicio de los privilegiados; pero ahora, en la edad moderna, ha perdido su función áulica y representativa. Ahora, afortunadamente, el empleado que pasa el fin de semana en camiseta podando sus rosales es tan digno como el rey, o más si él es un buen empleado y el rey es un mal rey, porque hemos aprendido que cada

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uno es digno por sus actos y no por su origen. Y con ello, su estética quiere serlo tanto como el arte superior. A ello hay que oponer el criterio del mérito. Se dice, con razón, que el kitsch es la victoria sobre la meritocracia. Aquí sí hay que ser beligerante y defender la meritocracia por encima de todo. Hay que valorar el esfuerzo y el mérito, que son conceptos que en esta sociedad “igualitaria” van perdiendo fuerza. Nuestra sociedad es cada vez más igualitaria en oportunidades, y aún tiene que serlo más, pero en lo que debe ser implacable es en castigar a quien deje pasarlas. El claro progreso en los niveles adquisitivos, educativos, sanitarios... medios no puede confundirse con el triunfo de la Midcult (cultura media), porque aquéllos suben y suben el nivel, mientras que ésta lo baja. La movilidad de clases sociales implica que la gente que asciende y accede a nuevos “privilegios sociales” necesite una cierta legitimación o apoyo cultural, y también que la gente que desciende mire con nostalgia sus apoyos ya inútiles. Por una parte hay un cambio de valores; por otra, los recién llegados intentan legitimarse con los valores tradicionales. En esta confusión, el kitsch es el rey. El kitsch es un proceso mental propio del hombre que desea ser culto, que se muere de ganas de que lo tengan por culto, que haría cualquier cosa porque lo tuvieran por culto. Culto, sensible, esteta. Y escoge el único camino que puede, el camino de la imitación fiel de los modelos que él considera cultos. Pero se queda en la superficie, en la piel de las cosas. No llega realmente a entender esa cultura que tanto anhela, que tanto envidia, y se limita, feliz en su ignorancia, a reproducir palabras y gestos, actitudes y frases, ámbitos y ambientes. Copia, pero copia mal, defrauda, envilece. Y hace el ridículo. (Dols, 1986, 35).

Al principio del siglo XX, Frank Lloyd Wright fue capaz de conectar con jóvenes profesionales y empresarios (Robie era fabricante de bicicletas, Martin era directivo de una empresa de electricidad...) que sintieron que su competencia profesional y su “modernidad” tenían que traducirse en una estética nueva y revolucionaria. En ese caso la movilidad social se tradujo 96

en movilidad estética e intelectual. Lamentablemente, esto no suele ser así, y el burgués que progresa en lo material lo hace arrastrando su carga intelectual, sin nadie que le abra los ojos. Por todo ello, la sociología del kitsch es la sociología de toda la humanidad. Y lo mismo que los medios de información de masas tienen como objetivo a todo el mundo y barren todo el abanico de opciones, de manera que hasta el crítico más apocalíptico cae en sus redes, así el kitsch nos toma a todos de una manera u otra. El kitsch apunta para todas partes, y si huimos de una de sus balas nos alcanza otra. La única forma de plantar cara al kitsch es la reflexión serena y profunda en soledad, casi en secreto, el pensamiento honrado y difícil, siempre crítico y siempre en guardia. En cuanto formamos parte de un grupo, de una masa, nos integramos, nos relajamos y nos volvemos kitsch. La persona, con algún esfuerzo, a veces puede ser crítica y ética. La sociedad, como masa, es siempre kitsch porque el kitsch es su razón de ser; porque, en definitiva, kitsch es todo aquello que triunfa mayoritariamente.

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Fig. 100.- La Guardia (Toledo). Un “corralito” para niños en un restaurante de carretera. Para el propietario esto debe de ser un paraíso de diversión, y tal vez para algunos clientes. Los “integrados” lo ven todo con enorme optimismo.

Figs. 101 y 102.- “Divertidas” reinterpretaciones kitsch de la iglesia de Ronchamp, de Le Corbusier, y de la Ópera de Sydney, de Utzon. La vanguardia pone en evidencia los procedimientos del arte; el kitsch las reacciones que la obra debe provocar.

XXXII

Fig. 103.- Los Yébenes (Toledo). El ciudadano ya no es esclavo de las normas caprichosas de los tiranos. Ahora es libre y satisface sus propios caprichos. (Es tan libre que responde con indignación a cualquier tipo de norma que se le quiera imponer).

Fig. 104.- “Horizontes perdidos”, 1937, de Frank Capra. El templo de Shangri La según el fantástico decorado de Stephen Goosan, inspirado en F. L. Wright y ganador de un oscar. Kitsch del mejor nivel, que “rebaja” la rara vanguardia a los gustos del público.

Fig. 105.- “Quo vadis?”, 1951, de Mervyn LeRoy. Recreación ampulosa de la vieja y querida Roma. El kitsch siempre piensa en su público, y lo mima. El público responde impresionado y agradecido.

XXXIII

10.- El arquitecto y su cliente. naturalmente, esto no es una novela sino la purga de mi corazón. Camilo José Cela, Oficio de Tinieblas 5

A diferencia de otras artes, la arquitectura se realiza exclusivamente por encargo y, por ello, desde el primer momento se concibe para satisfacer las necesidades y, sobre todo, los gustos del cliente. Un poeta puede escribir toda su obra y tenerla en un cajón, aunque sea muy mala, aunque nadie se la quiera publicar. Será un poeta fracasado, un poeta maldito, pero morirá con su obra hecha, sin que nadie le haya dicho cómo tenía que hacerla. Igualmente un pintor, un novelista, un músico. Sus obras podrán no interesar a nadie, pero están ahí. (El que un arquitecto maldito se desahogue dibujando edificios no vale. Los planos de edificios imaginados no son arquitectura hasta que no se construyen. Una sinfonía o una ópera escritas en cientos de hojas de papel pautado tampoco serán música hasta que no se oigan, pero al menos un músico sin éxito puede componer obras para piano e interpretarlas, cosa que un arquitecto no puede hacer). Todos los artistas pueden recibir encargos, y los reciben a menudo, pero éstos no son el único motor de su arte. Hay incontables ejemplos de odas, novelas, pinturas, esculturas o sonatas realizadas por encargo, obras maestras muchas de ellas. Pero en el caso de la arquitectura es lo único que hay: encargos. Esto hace que la “calidad” del cliente sea tan importante como la del arquitecto. Estadísticamente hablando, la mayoría de los clientes serán clientestipo, clientes-masa. Con lo visto hasta aquí ya podemos hacernos una idea

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de lo que le gusta a esa clase de cliente, víctima o beneficiario, según se mire, de la cultura de masas. Otros artistas pueden ser comerciales. La mayoría de los que llegan a conocer el éxito lo acaban siendo. El arquitecto tiene que ser comercial a la fuerza, siempre, porque tiene que realizar su encargo y complacer a su cliente. (Algunos, alguna vez, consiguen clientes cómplices, que investigan con ellos, que buscan y colaboran. Benditos sean. Otros consiguen convencer a sus clientes, engatusarlos, fascinarlos. Benditos también por siempre). Con todo, el papel del arquitecto es delicado, y se debate entre dos extremos: Para unos, todo el ambiente en el que vivimos es obra de arquitectos, y por lo tanto los arquitectos somos los culpables de tanta bazofia. Para otros (especialmente para nosotros, que nos disculpamos constantemente), la sociedad es la autora del entorno construido, ya que se construye lo que quiere el que paga, y el arquitecto es sólo una herramienta técnica necesaria para ponerlo en pie. Este debate es, en definitiva, el de la responsabilidad individual. Efectivamente, el cliente contrata casi siempre al arquitecto como técnico, no como “autor”. El cliente es autor de la obra y busca a alguien capaz de materializarla

(figs.

106,107).

Muchas veces, para mayor humillación

profesional, ni siquiera se busca al arquitecto como técnico capaz, sino por imposición legal para obtener la preceptiva licencia, pero ésa es otra historia, aún más triste si cabe. Visto así el panorama, los arquitectos esgrimimos dos excusas falaces. Primera: “Este edificio se va a hacer en cualquier caso; si no lo hago yo lo hará otro”. Segunda: “Yo vivo de esto; necesito hacer esto para vivir”. Ambas son irrefutables, pero tenemos que reconocer que son sólo eso: excusas.

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No es objeto de este estudio entrar en este campo siniestro, que todos conocemos demasiado bien, sino ver qué surge de esta extraña relación entre cliente y arquitecto, y cómo esa relación puede potenciar aún más la “kitschificación” de la arquitectura. Analizaremos primero el caso más frecuente, que es el del cliente “integrado”, sumergido en la cultura de masas, indefenso ante ella y encantado y feliz con su vida kitsch, y el del arquitecto consciente, “apocalíptico” ma non troppo, que esgrime las excusas antedichas y es incapaz de dar una orientación interesante al encargo, aunque lo intenta. El cliente acude al arquitecto con su encargo. Trae esbozada la idea en su cabeza, y a veces en un papel, y se la explica al arquitecto (fig. 108). El cliente no es ducho ni en dibujar ni en imaginar la realidad espacial de lo que pretende construir, pero, aún así, cree tener la idea muy clara. A menudo se apoya en revistas de decoración o en fotografías de casas que le gustan. Hay que resaltar que los ejemplos que propone suelen ser de elementos parciales y no de una globalidad integrada: la entrada de una casa, la terraza de otra, el salón de otra más... Hecho así el primer diseño, por yuxtaposición de piezas a menudo incompatibles, lo normal es que la casa que se quiere hacer nazca ya como un monstruo de Frankenstein, lo cual, con sus fisiones semánticas y todo, es el procedimiento del kitsch. Así, el primer movimiento es de acumulación y yuxtaposición directa, con lo que el método kitsch gana la primera y decisiva batalla. Obligado el arquitecto a hacer sugerencias y rectificaciones a ese primer modelo, acepta de antemano el método, y se limita a pulir encuentros y detalles (fig. 109). El arquitecto pone en juego su maestría profesional y, sobre todo, y más importante que aquélla, su don de gentes y su capacidad de convicción. A veces consigue hacer dudar a su cliente de que sus postulados iniciales fueran los más correctos, pero lo más frecuente es que 100

el cliente ya viniera advertido de que los arquitectos somos seres taimados y mañosos, y se resista a todo aquello que le haga perder la ilusión de su casa. A las dos excusas ya dichas hay que añadir una tercera: “Esta familia quiere hacer su propia casa. Son ellos los que la van a habitar. ¿Qué derecho tengo yo a hacérsela de otra manera?”. También ésta es una excusa poderosa. Pero hay que pensar en lo que diría un médico: “Es su hígado; es este pobre hombre el que lo sufre. ¿Qué derecho tengo yo a recetarle lo que no quiere?”. En este caso, a menudo los pacientes no siguen el tratamiento prescrito, bajo su responsabilidad personal, pero esta responsabilidad no incluye al médico, que ha practicado y prescrito lo que debía y ha cumplido su obligación. (Aprovecho para clamar en el vacío por la prohibición de la venta de revistas de decoración y de medicina al público no profesional). El arquitecto suele hacer también todo lo que puede por dotar al encargo –a menudo disparatado– de una lógica y de una coherencia. Intenta demostrarle a su cliente que tal cosa no funciona bien, que tal otra es manifiestamente mejorable, etc., y a menudo lo consigue. Normalmente, en las cuestiones técnicas y de organización espacial se nos escucha; en las estéticas ya casi ni nos atrevemos a intervenir. A menudo, de esta intervención resulta una obra que no complace ni al cliente, que siente traicionadas sus ideas de partida, ni al arquitecto, que no ha podido encauzarlas suficientemente. Es un híbrido monstruoso que pone en evidencia las fuerzas opuestas (ninguna de ellas triunfadora) que han generado el proyecto. (figs. 110,111) Hay que decir también, con energía y convicción, que si no se le permite al profano proyectar un edificio no es sólo por su incapacidad para calcular la estructura o las instalaciones, sino también por su incapacidad plástica. Tan peligroso es que quien no sabe decida cómo hay que armar las vigas como que imponga (eructe) a la comunidad una serie de arcos 101

ojivales. Porque la arquitectura es siempre pública. Las fachadas fanfarronas dicen a toda la vecindad “aquí estoy yo” con una mala educación manifiesta, y forman el paisaje en el que vive la gente, de modo que, más que otras, son la auténtica industria de la cultura de masas. La responsabilidad en la arquitectura es indeclinable, e invalida todas las excusas antedichas. Surge también la cuestión de lo que supone la titulación académica en el campo de la arquitectura, pero, al margen de objeciones demagógicas y populistas, hay que decir que se trata de un conjunto de disciplinas a lo largo de un tiempo amplio, con un alto nivel de exigencia, que, a falta de mejor criterio, autorizan más que cualquier otra consideración al ejercicio de esta responsabilidad. No sólo no todos los arquitectos tienen talento, sino que lo tienen muy pocos, desgraciadamente; pero al menos todos tenemos una profesionalidad que nos hace aptos para proyectar, si no edificios geniales, al menos edificios correctos, y somos los únicos capaces, en todo el proceso, de tener una visión integrada de conjunto. Esto lo digo con toda humildad, y si bien reconozco mis interminables limitaciones, sé por experiencia que veo mejor que mi cliente el alcance de la obra. Digo todo esto para que conste y para que los arquitectos que lean este trabajo no se desanimen y no depongan su responsabilidad. Hay una misión que cumplir, y, aunque la cumplamos con modestia, es una misión importante. Lo más frecuente es que el arquitecto, ante las pretensiones del cliente, no sea capaz de hacer un trabajo radical (radical = de raíz), y se limite, por las imposiciones ya dichas, a un pulimento de la idea inicial, a una limpieza superficial y un pequeño arreglo. Esto, curiosamente, en vez de atenuar el kitsch lo potencia, porque entonces surgen todos los defectos con mayor evidencia. (figs. 112,113) El trabajo del arquitecto se apoya en el primer esquema del cliente, y, para colmo, los únicos criterios de trabajo son el gusto y el dinero. La 102

funcionalidad no actúa como criterio, sino como prueba del nueve. La funcionalidad se presupone y, sólo cuando lo que propone el gusto no funciona, surge la función como crítica, en negativo. No se diseña el edificio a partir de criterios profesionales, sino que éstos se desarrollan sobre la base kitsch inicial, como parches y recortes sobre ella. Y no se concibe el diseño integral del edificio. No se trata de un todo, sino de retoques episódicos a una cosa que nunca ha sido un todo, que ha surgido desde el primer momento como un muestrario de elementos incoherentes. (figs. 114,115)

Incluso cuando el arquitecto busca cohesionar la idea inicial dando una solución global, puede aumentar la intensidad kitsch. Por ejemplo, con la simetría. La simetría es un arma de composición que tiende a desbordarse y a imponer una tiranía antifuncional. Nada hay más ilógico que plantear una entrada central, con salón a la derecha y cocina a la izquierda, y dar a estas dos piezas la misma expresión. A menudo, el cliente, sobre una base simétrica, impone diseños parciales que violan la simetría. Explica cómo quiere el salón y cómo la cocina, y el arquitecto le hace ver que entonces se alteraría la simetría de fachada. En vez de cuestionar el punto de partida, el arquitecto resuelve la ventana de la cocina como la del salón, “mejorando” así el diseño del cliente en cuanto a la composición de fachada, pero estropeando la funcionalidad de esas piezas. El arquitecto conoce las herramientas de diseño mejor que su cliente y tiene la suficiente destreza como para hacer un kitsch más eficaz. En todo caso, es un debate sin solución, porque si el proceso es el que hemos descrito, entonces el diseño arquitectónico está herido desde el principio, y no puede abocar más que al fracaso. También hay que hacer hincapié en que la herramienta para transmitir ideas de diseño es la gráfica, herramienta que el cliente no conoce. Ya hemos dicho que éste viene a veces con esbozos confusos que 103

no es capaz de hacer ver al arquitecto. Le enseña sus dibujos, se los complementa con explicaciones verbales y fotografías de otros ejemplos que no tienen mucho que ver con éste, y con todo ello el arquitecto se hace una idea (incompleta, contradictoria) de lo que quiere su cliente. El arquitecto se pone a trabajar y, unos días después, le enseña al cliente los primeros croquis. Éstos son plantas, alzados y secciones; tal vez alguna perspectiva. Rayas y manchas sobre un papel. Estamos tan acostumbrados a ver la realidad espacial en secciones ideales y abstractas que no pensamos que haya alguien que no las entienda. ¿Qué es una planta, un alzado, una sección? Para el cliente, nada. Para el arquitecto, la única realidad, por encima incluso del edificio propiamente dicho. Ni siquiera las perspectivas se entienden bien. Tan sólo las vistas y animaciones por ordenador le dicen algo al cliente, pero éstas suelen ser la plasmación final de un trabajo ya resuelto. Y, para encargos pequeños, la típica casita, no se hacen porque resultan muy costosas y trabajosas. Estamos, en definitiva, haciendo una obra en íntima colaboración entre el cliente y el arquitecto, que hablan lenguas distintas. Cuando hablamos de semiótica dijimos algo del ruido, muy por encima. Esto sí que es ruido. Uno habla en portugués y otro en español; dos lenguas que se parecen, que se entienden (o se creen entender) mutuamente, un poco. Creo que he entendido lo que me ha dicho mi cliente, y él cree que entiende lo que le digo. Por ello, es posible que el cliente les diga que sí a los croquis iniciales, sin entenderlos muy bien del todo, y el proyecto se redacte sin mayores sobresaltos. Luego ya hará él lo que crea más conveniente con su casa. “¿Pero, qué hace usted? Está haciendo un arco en la entrada principal”. “Pues claro”. “Pero, si no hay arco en el proyecto”. “¡Ah! ¿No dibujó usted el arco que le dije?”. El cliente se siente estafado: Él dijo lo del arco desde el primer día, y el arquitecto, al fin, después de tantos meses, 104

no se lo ha puesto. El arquitecto se siente no menos estafado: El cliente le está destrozando el proyecto, está haciendo una castaña monumental. Con todo lo dicho, la cosa no puede ser más complicada. ¿No puede? Ya lo creo que sí. La casa la hace el constructor, que también tiene ideas y, sobre todo, está orgulloso de su pericia y quiere lucirla. Los arcos lobulados y las columnas salomónicas suelen ser idea suya. Son muy difíciles de hacer, y su orgullo le lleva a hacerlas con todo lujo de detalles. Son su firma. También hacen la casa la familia, y los vecinos, y un amigo que sabe mucho de esto y viene mucho por la obra. Éste último ha oído algo sobre estudios geotécnicos y pilotes de cimentación, y no para de hablar. Todo el mundo orbita alrededor de la casa, que les atrae con su campo gravitatorio y mágico. El objetivo final es hacer “un pedazo de casa”. ¡Vaya pedazo de casa que se ha hecho Fulano! Así está el asunto. ¿El kitsch en la arquitectura? El kitsch es arquitectura. (fig. 116) Porque, además de todo, la arquitectura no es obra de uno, como lo son las artes que hemos mencionado antes. El poeta, el novelista, el músico, el pintor... son los autores de su obra. El arquitecto lo es en cuanto que la ha diseñado (con las cortapisas ya descritas) y dirigido, pero en su obra intervienen muchos agentes y condiciones externas a él. Y, por último, cuando, a pesar de todo, la obra acaba bien y el arquitecto queda satisfecho de ella, corre a fotografiarla para conservar algo, porque los enanos de hormigón, las pérgolas “artísticas”, las lámparas, los muebles, las alfombras, las contraventanas fraileras y un ejército de bellos elementos decorativos tienen aún que hacer su aparición. Una variante de este primer tipo de cliente es el del promotor al uso, con la diferencia de que éste pretende hacer casas fácilmente vendibles y, por ello, inscribibles en el mundo kitsch de la masa. A la mentira estética hay que añadirle ahora la mentira constructiva: Hay un presupuesto muy 105

justo que no permite alegrías; por lo tanto se discuten las armaduras, los muros de contención y todo lo que no se va a ver (gasto inútil, pues), pero se echa el resto del pequeño margen económico en bellos adornos (recercados, molduras, cenefas en los alicatados...). No importa que la burra esté llena de mataduras si tiene unos buenos arreos. (fig. 117) Mencionemos un segundo caso, también muy frecuente, que es el del arquitecto kitsch, integrado, el arquitecto que no necesita que le lleve al kitsch su cliente porque él ya está allí. Presuponemos al arquitecto, por su formación académica y profesional, una preocupación por la plástica, un interés por la forma y por la calidad artística de la arquitectura, pero eso no es así siempre. Algunos, desde el principio de su “vocación”, se han planteado una función profesional muy distinta a eso. Cada persona es un mundo, y los motivos por los que escoge una carrera y una profesión son muy variados: antecedentes familiares, expectativas sociales o económicas, imposición, aptitud, casualidad, etc. Incluso hablando de vocación pura, ésta está formada de diversas maneras; hay quien la siente de un modo trágico y heroico (apocalíptico), inscrita en la investigación vanguardista o en la resistencia intelectual, y quien la ve como un suave, agradable y plácido ejercicio (integrado). El arquitecto no está a salvo de la cultura de masas (estaría bueno) ni se encuentra en ningún puesto privilegiado respecto a nadie. Ya decimos que le presuponemos una formación estética específica, pero eso no es suficiente. La tentación kitsch está siempre presente porque forma el mundo que nos rodea. La publicidad, la televisión... nos moldean como a todo el mundo. Parece más frecuente encontrar este tipo de arquitectos entre los veteranos que entre los jóvenes. (Perdón por la generalización, siempre llena de excepciones). La influencia de la escuela, la teoría, las ilusiones y 106

las pretensiones, tan fuerte en los jóvenes, se va atenuando con las experiencias de la vida, que trivializan todo eso. El arquitecto veterano está ya más escarmentado y cae en la tentación de la rutina. Ha vivido ya demasiadas veces la extraña relación con sus clientes y ejerce su profesión con seguridad y sin complicarse la vida. Es comprensible: uno no puede estar toda la vida echando el resto para nada, para recibir desilusiones. Uno se vacuna y hace lo que sabe que va a resultar y que no va a dar problemas. Los veteranos que siguen haciendo buena arquitectura son los que desde jóvenes han recibido alguna compensación con ello. Toda persona busca lo que le resulta gratificante y rehuye lo que le frustra. El que ha tenido pequeños triunfos persevera, pero el que desde el principio ha estado estrellándose contra un muro, es lógico que intente evitar nuevos golpes. Así, se apoltrona en el kitsch, y, además, todo el entorno que le rodea le está diciendo que ése el camino. Hay que repetir incansablemente que el arquitecto tiene un papel muy importante que desempeñar, y que nunca, por difíciles que sean sus circunstancias, debe abdicar de su trabajo tan honrado, inteligente y diligente como sea posible. Por pobre e insatisfactorio que sea el resultado, nada justifica el abandono ni la rendición. Hay que volver a intentarlo. Somos este tipo de arquitectos, entre los que me incluyo, los que estamos construyendo el ambiente en el que vivimos. Somos el arquitecto promedio, que hacemos el ambiente promedio, somos el arquitecto anónimo, el arquitecto desconocido, carne de cañón, arquitecto-masa, pero debemos evitar ser arquitectos-kitsch, arquitectos éticamente kitsch. Un tercer caso, que no me inspira la simpatía de los anteriores, es el del arquitecto-estrella que impone (eructa) su arquitectura frívola ante una comitiva de políticos o de representantes de empresas multinacionales (en definitiva, clientes institucionales e impersonales) que no entienden nada, ni les importa nada (fig. 118). 107

En general, estos arquitectos-estrella se han ganado merecidamente su prestigio con obras juveniles originales e incluso arriesgadas, pero, una vez obtenido este prestigio, e instalados en el éxito, frivolizan su arquitectura y tanto da que construyan un museo en Europa, un centro cultural en Asia o unas oficinas en América. Dan la impresión de llegar al lugar, imponer su mamotreto y marcharse tan frescos. A otra cosa, mariposa. Igual que en los primeros casos hacíamos hincapié en la peculiar forma en que el arquitecto recibe el encargo, en la condición del cliente, aquí también el cliente es responsable del resultado. Ahora se trata de un cliente impersonal, que no encarga arquitectura para él, sino para la comunidad, la imagen de la empresa, los consumidores potenciales, etc., y que, por tanto, no se implica en absoluto en el proyecto. Lo único que le importa es su responsabilidad política o empresarial, el “qué dirán”. Una vez contratado al arquitecto prestigioso, todos se quedan tranquilos. A nadie le interesa lo que haga; sólo lo que diga la opinión pública. Si el público protesta, se le contesta con el abrumador currículum del arquitecto. “¿Cómo osa usted criticar este edificio? ¡Es de Fulano!”. El tal Fulano proyecta un edificio súper, pero súper-súper, de un altísimo nivel (kitsch) y sofisticación. Las revistas de arquitectura babean embobadas, mostrando fotografías magníficas; en los medios de comunicación se alaba-debate y se aplaude-cuestiona, de modo que todo ello sirve para crear una corriente de opinión tal que el hombre-kitsch al uso, anclado a sus arcos carpaneles, mira ese edificio fastuoso como referente de lo moderno y –tal es la presión mediática– se acostumbra a admirarlo sin más, de modo que su incomprensión de la arquitectura de vanguardia, su rechazo instintivo de lo moderno, se ve atenuado y corregido, pero no por las obras más valiosas, sino por las más exitosas y superficiales. Pero lo peor es que las revistas de

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arquitectura, destinadas a profesionales especializados, hacen el mismo juego de alabanza superficial y nadie entra al fondo del asunto. Todo esto se parece al cuento de la camisa del rey, que nadie podía ver, pero todos hacían como que la veían. El panorama no puede ser más frívolo y desalentador. A veces un cliente sensible e inteligente encarga un edificio. A veces una corporación o una administración convoca un concurso bien planteado. Sucede a veces. A veces el arquitecto encuentra comprensión y ayuda en su cliente, y acierta con la solución arquitectónica. Ocurre a veces, muy pocas comparadas con el resto. Eso es arquitectura. El resto no es silencio, como dice Hamlet. El resto es barullo, griterío y fanfarronería, del arquitecto o del cliente, o de los dos. El resto es kitsch.

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Fig. 106.- Ugena (Toledo). Restaurante. Nadie puede pensar que el arquitecto sea el “autor” de esta obra. Lo es el dueño del restaurante, que contrata al arquitecto para que le materialice su sueño.

Fig. 107.- Los Yébenes (Toledo). Cine y taller de taxidermia. Otra obra en la que no podemos saber cuál es la participación del arquitecto, pero adivinamos que no participó en lo fundamental.

XXXIV

Figs 108 y 109.- Croquis inicial de un cliente y plano del proyecto del arquitecto. Éste se ha limitado a pasar el diseño a un lenguaje convencional y a dar un par de consejos. La cubierta no vierte a la izquierda porque hay medianería; el arco doble de entrada se convierte en simple para no dejar una columna en el centro de la puerta, etc. Dos o tres retoques sin más al dibujo del cliente, añadiendo elementos tomados de fotografías que éste dejó en el estudio para que el arquitecto se “inspirara”.

Figs. 110 y 111.- Seseña (Toledo). Estrepitoso fracaso del arquitecto. Alzado de proyecto, y obra construida con ese proyecto. (Después ha habido ampliaciones, pero el aspecto de la obra recién terminada era más o menos ése). Puede que el arquitecto se escandalice de su cliente, pero éste, con no menos razón, estará escandalizado de aquél. No se han entendido en absoluto.

Fig. 112.- Esquivias (Toledo). El arquitecto, con su oficio, puede potenciar aún más el kitsch en vez de atenuarlo. A las imposiciones del cliente se unen los criterios compositivos del arquitecto. Menos mal que el árbol disimula la contradicción de la simetría.

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Fig. 113.- Illescas (Toledo). Otro ejemplo en el que el arquitecto ha hecho un buen trabajo, con buen oficio, potenciando aún más las pretensiones kitsch de su cliente. (Si ese era el planteamiento, la obra ha tenido éxito, sólo que la simetría es muy tirana, y resulta muy difícil complacerla).

Fig. 114.- Los Yébenes (Toledo). ¿Dónde está el arquitecto? La obra exhibe una indudable maestría de albañiles y cerrajeros. Seguramente el cliente esté encantado. Pero el diseño general de la casa como un organismo coherente no parece haber preocupado a nadie (véase, por ejemplo, cómo se realiza el acceso). En una situación así, el arquitecto poco puede hacer, cuando recibe el encargo ya lastrado de antemano como acumulación de elementos incoherentes y antifuncionales.

XXXVI

Fig. 115.- Los Yébenes (Toledo). Una casa vecina de la anterior, y con los mismos problemas. Los alardes son magníficos también aquí.

Fig. 116.- Yeles (Toledo). Otro ejemplo de “pedazo de casa”. La “puerta bandera” del basamento es probablemente lo único de todo el conjunto que responde a un requisito estrictamente funcional. Por eso no queda bien en ese alarde de respetabilidad y nobleza.

Fig. 117.- Seseña Nuevo (Toledo). La estructura desnuda de paneles de hormigón y perfiles de acero es fea, pero tiene cierta nobleza en su sinceridad constructiva. Lo malo es cuando entran en juego las tejas de dos colores, como envejecidas, las piñas de hormigón blanco rematando los soportes en las barandillas superiores, los frontoncillos de puertas y ventanas y toda la farfolla de elementos decorativos trillados para ocultar la verdad.

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Fig. 118. Charles Moore (con Allen Eskew y Malcolm Heard Jr. de Perez & Associates y Ron Filson). Piazza d’Italia, Nueva Orleans. 1976-1979. Proyecto de arquitecto-estrella que utiliza elementos simbólicos y compositivos interesantes, pero también muy manidos (mapa, falsas fachadas, laberinto, líneas de agua, etc.). Estas ideas, bien trabajadas, pueden llevarnos a hallazgos poéticos fascinantes (mundo de Borges), pero utilizadas como repertorio automático producen una obra tonta, mal resuelta y vacía de contenido. En este proyecto ha intervenido mucha gente, demasiada, pero parece que nadie ha empleado demasiado tiempo; como si cada uno hubiera soltado una idea súbita en una de esas “tormentas cerebrales” tan del gusto de los directores de equipos, luego se hubiera tomado nota de cada una y se hubieran aplicado sin más. Los arquitectos-estrella tienen siempre mucha prisa (y sus clientes mucho dinero y muy poco interés por el resultado).

XXXVIII

11.- La filosofía como mapa del laberinto. Hablar del kitsch es dar vueltas y vueltas, entramparse cada vez más en el laberinto, empantanarse. A veces parece que se ve una salida, pero es para perderse en otra ramificación, en otro callejón cortado. Todo esto es (ya lo sabíamos) porque el kitsch no es un estilo, no tiene rasgos reconocibles ni inventariables, no se puede hacer un catálogo de obras ni una lista de caracteres. El kitsch (lo llevamos diciendo todo el tiempo) es una actitud y un estado, y resulta más pertinente hacer análisis sociológicos o psicológicos que puramente estéticos. Al ser una actitud y no un estilo, cada uno puede entender lo que quiera. Para unos tal obra es kitsch y para otros no lo es. Nadie discute que tal catedral sea gótica, porque se identifican sus caracteres de estilo, la fecha, etc., pero decir que un edificio es kitsch supone entrar en la intención de su autor, averiguar qué estaba pensando cuando lo construyó, qué quería denotar y connotar, si quería ser envidiado y admirado, si prefirió el lucimiento a la funcionalidad, etc. Aún así, hay casos bastante obvios, porque es obvia la actitud del autor, pero en general no hacemos sino suscitar una controversia y no aclarar nada. Al menos creo que hemos dejado dos o tres ideas claras, pero las hemos revuelto con tantas tentativas que al final se han enturbiado. Hemos apuntado para todas partes, y llega el momento en que todo edificio, incluso los que más nos han emocionado siempre (y a veces especialmente éstos) nos revelan facetas kitsch, o nos las imaginamos. Precisamente porque nos emocionan intuimos que ese sentimiento es innoble, edulcorado, falso, y nos arrepentimos de ser tan sensibleros. La sensibilidad es noble, la sensiblería no. Y ya no sabemos ni qué pensar. Puesto que el kitsch es un fenómeno metaestético, hace falta, como dice Giesz (1960) un estudio distinto al estético, un estudio antropológico y 110

fenomenológico. Desorientados, echamos mano de los pensadores, buscamos en la filosofía una clave, un mapa de este endiablado laberinto. Sólo que eso tampoco sirve de mucho. De cualquier cosa muchos pensadores dicen negro con razón, y otros blanco con no menos razón. Cada una de las ramas en las que nos hemos perdido tiene apoyos filosóficos. Por tanto, la filosofía tampoco es una guía. Pero al menos nos puede dar puntos de vista que no habíamos tenido en cuenta. A veces, de las lecturas desordenadas y de las reflexiones deslavazadas, surge un chispazo, una intuición. En resumen, no hay mapa del laberinto. Como en los tiempos de los primeros exploradores, no existe un mapa del mundo; tan sólo mapas de una bahía, de una península, de una cordillera. Algo es algo, y a eso vamos. No vamos a hacer una historia de la filosofía en pocas páginas, ni una píldora de resultado milagroso. Tan sólo queremos proveernos de dos o tres apeos para apuntalar estas ideas sobre el kitsch. Tomados de aquí y de allá, hemos encontrado algunos puntales de distinto modelo, longitud y resistencia. Haremos con ellos lo que podamos. En primer lugar diremos que la estética es una parte de la filosofía, y que los filósofos han reflexionado desde siempre sobre ella, si bien como hermana menor o hermana pobre. Baumgarten acuñó el término (Estética, 1750-58). Para él (que seguía toda la tradición anterior) lo específico de los actos estéticos era interpretado como “conocimiento sensitivo” o “forma inferior del conocimiento”. Mucho más tarde, Hegel (1842), quiso “ennoblecer” el campo de trabajo, y, aunque siguió empleando el término “estética” de Baumgarten, dejó claro que no le complacía la palabra. Para él sólo significaba el “estudio del sentido, de la sensación”, y por ello, prefería hablar de “filosofía del arte bello”. La observación no es para dejarla pasar por alto. Hoy estética y belleza se hacen sinónimas, haciendo un puente desde la 111

sensación (fisiología y psicología) hasta la plástica “trascendente”. Es el concepto de belleza lo que está en juego, y lo que suscita un problema filosófico. Hasta qué punto nuestro problema, el kitsch, queda pospuesto con esta limitación del concepto de estética? ¿Acaso el kitsch no es ‘bello’? ¿Quizás es ‘sobre todo bello’? (Giesz, 1960, 16).

Giesz propone una ‘estética de abajo’. Frente a la ‘estética de arriba’ como filosofía de las bellas artes, que no hace caso del kitsch, la ‘estética de abajo’ estudiaría experimentalmente los elementos psicológicos de la satisfacción artística. Pero eso no es suficiente, porque entonces esa ‘ciencia de la belleza sin lo bello’ tendría el defecto básico de abarcar la esfera de lo estético desde hipótesis no-estéticas. Una ‘estética de abajo’ debería lograr dos cosas: en primer lugar, estudiar desde sí misma la esfera peculiar de lo estético, y al mismo tiempo poder deducir de los actos estéticos pre-artísticos los diferenciados o artísticos. Entonces se darán las condiciones previas para aclarar el fenómeno del kitsch, así como el de su relación con el arte, de manera más satisfactoria que hasta ahora. Pero, que nosotros sepamos, no existe una estética de este tipo. (Giesz, 1960, 17).

Es decir, lo primero es acuñar un nuevo concepto de estética que permita estudiar el kitsch, no pasarlo por alto. Es una estética pre-artística que tiene mucho que ver con la psicología y con las raíces del goce. De esto hemos hablado ya, el estudio del kitsch es el estudio del goce. Giesz se queja de que aún no haya estudios antropológicos ni fenomenológicos adecuados, pero él tampoco resuelve el problema. En definitiva, estamos viendo que si queríamos recurrir a los filósofos para que nos aclararan la cuestión, vamos listos. Lo primero que hacen es discutir sobre el concepto de estética. Para ir al origen de nuestra cultura, empecemos por Platón, a quien no parece que el arte le interesara demasiado. Él consideraba que la realidad se compone de arquetipos o formas, que están más allá de los 112

límites de la sensación humana. Los objetos que los seres humanos podemos experimentar son ejemplos o imitaciones de esas formas. La labor del filósofo, por tanto, consiste en comprender, desde el objeto experimentado o percibido, la realidad que imita, mientras que el artista copia el objeto experimentado, o lo utiliza como modelo para su obra. Así, la obra del artista es una imitación de lo que es en sí mismo una imitación. Platón veía en el arte una función social y pedagógica, y escribió en La República que había que desterrar de su sociedad ideal a los artistas cuyas obras estimularan la inmoralidad o representaran personajes despreciables. También dijo que ciertas composiciones musicales causaban pereza e incitaban a la gente a realizar acciones que no se sometían a ninguna noción de medida. Dicho así, Platón se comportaba como un censor, pero, de alguna manera muy incipiente y vaga, ya estaba supeditando el arte a la ética (lo bello a lo bueno). Aristóteles también habló del arte como imitación, pero fue mucho más penetrante que Platón. El artista podía imitar las cosas no como eran, sino como debían ser. Dijo que el arte completa hasta cierto punto lo que la naturaleza no puede llevar a un fin, con lo que reconoció el gran valor ético y epistemológico (del conocimiento) del arte. Aristóteles también observó que el artista separa la forma de la materia de los objetos de la experiencia, y, una vez aislada esa forma, la plasma en otra materia diferente. (Por ejemplo, al pintar un cuerpo humano, extrae la forma y la separa de la carne humana, y luego la plasma con pigmentos en una tela, o con piedrecitas de colores en un muro). Esto parece una perogrullada, pero para un filósofo nada es una perogrullada, porque lo que Aristóteles obtiene de todo esto es que la imitación no consiste sólo en copiar un modelo original, sino en concebir un símbolo del original, lo cual nos interesa mucho al hablar del arte y del kitsch. El aspecto simbólico de las formas es uno de los pilares de todo el 113

razonamiento que llevamos haciendo, y vemos que es consustancial al mismo concepto de arte. (fig. 119) Aristóteles creía que la principal función del arte es proporcionar satisfacción a los hombres, y relacionaba esa satisfacción con su idea de que la meta de la vida humana es la felicidad. Por supuesto que aún el tema que nos ocupa no estaba siquiera intuido, pero es interesante hacer notar que la cuestión de partida es el principio de placer, del que sí venimos hablando todo el tiempo. Qué es la satisfacción y qué es la felicidad son cuestiones que se relacionan con la dialéctica arte-kitsch. En la Poética, Arsitóteles plantea la función catártica del arte. Para él, el arte da una satisfacción estética, sustitutoria de la satisfacción real de los instintos y necesidades del público, y, por lo tanto, consoladora. (figs. 120,121,122) Plotino (siglo III), aunque neoplatónico, dio mucha más importancia al arte que Platón. Para Plotino, el arte revela la forma de un objeto con mayor claridad de lo que es posible en la experiencia normal y lleva al alma a la contemplación de lo universal. De acuerdo con Plotino, los momentos más elevados de la vida son estados místicos, con lo que viene a decir que el alma está unida, en el mundo de las formas, a lo divino, que Plotino conceptúa como “lo Uno”. La experiencia estética se encuentra muy cercana a la experiencia mística, pues se genera un abandono terrenal mientras se contempla el objeto estético. Podríamos decir que entra en escena la “estética trascendente”. Nos interesa hacer esta mención porque ya hemos visto cómo el kitsch, de origen romántico, está enfermo de anhelos de trascendencia. (fig. 123,124,125) En la edad media se impone la religión cristiana, con su filosofía escolástica, cuyos principios estéticos están basados en su mayor parte sobre el neoplatonismo. Hay que volver a mencionar a San Agustín (siglos IV-V): “La Belleza es el resplandor de la Verdad”. No importa que la

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hayamos repetido varias veces; la frase tiene un valor fundamental: se refiere a la ética y al conocimiento, y merece la pena insistir. De esta frase inferimos que el arte no tiene por misión agradar, sino enseñar. Al menos, la forma de agradar no es esa simpleza del kitsch. El goce estético (y me estoy adelantando) no es el hedonístico inmediato, sino el intelectual y moral. (fig. 126) Voy a volver a decir la frase. “La Belleza es el resplandor de la Verdad”. Belleza y Verdad con mayúsculas. ¿La Belleza es entonces la Verdad? No. Es su “resplandor”. ¿Quiere decir que el arte debe adornar la Verdad para obtener Belleza? Tampoco. No se trata de “adornar”, aunque esta frase valida el “ornamento” siempre que sea consecuente con la “estructura”. Quiere decir que el primer motor del artista es el conocimiento, y su procedimiento es la sinceridad. Con ese criterio el artista puede recrearse y adornarse, y enredarse, tanto como pueda y quiera, y el espectador disfrutar tanto como le sea posible; pero sin él no se puede hacer nada. Aquí está, a mi entender, el punto angular de todo. Si de este laborioso trabajo sólo se sacara esta conclusión, para mí sería suficiente. Esta idea ha sido muy fructífera y ha cundido mucho. El filósofo alemán Johann Gottlieb Fichte consideraba la belleza una virtud moral. Al crear un mundo en el que la belleza, al igual que la verdad, es un fin, el artista anuncia la absoluta libertad, que es el objetivo de la voluntad humana. Para Fichte, el arte es individual o social, aunque satisface un importante propósito humano. Muy bien. De la ética y del conocimiento llegamos a la belleza, y con ello a la libertad del ser humano. No está mal. Después de esto, ¿qué decir del kitsch? Creo que no hace falta decir nada. Creo que comparar estas aspiraciones tremendas con un “¡qué bonito!” deja al “¡qué bonito!” a los pies de los caballos. (fig. 127) Otro de los grandes pilares de este estudio es el gran filósofo alemán Immanuel Kant (siglo XVIII). De él hablan mucho los autores consultados, 115

especialmente Giesz. Y eso es natural, ya que Kant, que construyó un impecable y soberbio “edificio” estudiando el juicio, estructurándolo y categorizándolo, y que tenía una mente tan penetrante y analítica, si bien no parece que tuviera una especial sensibilidad estética sí estuvo interesado en los juicios del gusto estético. Los objetos pueden ser juzgados bellos, proponía, cuando satisfacen un deseo desinteresado que no implica intereses o necesidades personales. (Otro hallazgo impagable para hablar del kitsch). Además, el objeto bello no tiene propósito específico, y los juicios de belleza no son expresiones de las simples preferencias personales sino que son universales. Aunque uno no pueda estar seguro de que los otros estarán satisfechos por los objetos que él juzga como bellos, puede al menos decir que otros deben estar satisfechos. Ahí está el famoso imperativo categórico de Kant, en este caso aplicado a la belleza. La belleza es opinable y “sobre gustos no hay nada escrito”, pero tenemos que juzgar lo bello no por nuestros intereses personales, sino con criterios que aspiren a la universalidad. Por eso el juicio estético debe ser desinteresado y distante, y responde, como todo juicio, a una estructura de pensamiento, todo lo contrario que el goce inmediato y elemental del kitsch.

(figs.

128,129,130)

Kant también dice, como consecuencia, que el arte puede ofrecer belleza y fealdad a través de un objeto. Una hermosa pintura de un rostro feo puede incluso llegar a ser bella. Y esto se relaciona con algo que también hemos dicho sobre la belleza como resultado de la lógica interna de la obra de arte, como consecuencia de su mecanismo. (Ya mencionamos, por ejemplo, cómo el Ulises de Joyce cuenta una historia ridícula y trivial, nada atractiva, pero es la mecánica interna del mensaje la que le da categoría de arte. Lo mismo con la vaca de Van Doesburg). Hegel, abundando en la línea kantiana, y en la que aquí defendemos, dice que lo bello es todo lo que el espíritu humano encuentra grato y 116

conforme al ejercicio de la libertad espiritual e intelectual. Dice que el arte toma objetos de la naturaleza y los reorganiza para satisfacer exigencias estéticas. En esto sigue la línea de que el arte imita la naturaleza, idea hoy muy superada, pero que puede ser recuperada si no nos referimos a la imitación de objetos concretos, sino a imitación de los procesos orgánicos y formativos y, sobre todo, si dejamos que todo esto sea iluminado por la luz de la libertad. (Traigamos a colación la sentencia evangélica: “La verdad os hará libres” y unámosla a esta idea de estética-verdad y de estética-libertad que venimos exponiendo). (fig. 131) El filósofo romántico Friedrich Nietzsche aceptó que la vida es trágica, pero dijo que había que aceptar lo trágico con espíritu alegre, y esa era la misión del arte. Tuvo una visión trágico-constructiva del arte, que era capaz de transformar la angustia en belleza. Describió el “estado de la inspiración” en su libro Ecce Homo, 1889. El concepto de revelación, en el sentido de que de repente, con indecible seguridad y finura, se deja ver, se deja oír algo, algo que le conmueve y trastorna a uno en lo más hondo, describe sencillamente la realidad de los hechos. Se oye, no se busca; se toma, no se pregunta quién es el que da [...]. Un éxtasis cuya enorme tensión se desata a veces en un torrente de lágrimas, un éxtasis en el cual unas veces el paso se precipita involuntariamente y otras se torna lento; un completo estar-fuera-de-sí, con la clarísima consciencia de un sinnúmero de delicados temores y estremecimientos que llegan hasta los dedos de los pies; un abismo de felicidad, en que lo más doloroso y sombrío no actúa como antítesis, sino como algo condicionado, exigido, como un color necesario en medio de tal sobreabundancia de luz; un instinto de relaciones rítmicas, que abarca amplios espacios de formas [...]. Todo acontece de manera sumamente involuntaria, pero como en una tormenta de sentimiento de libertad, de incondicionalidad, de poder, de divinidad... La involuntariedad de la imagen, del símbolo, es lo más digno de atención; no se tiene ya concepto alguno; lo que es imagen, lo que es símbolo, todo se ofrece como la expresión más cercana, más exacta, más sencilla. (Nietzsche, 1889, 97-98)

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Esta descripción exaltada, excesiva y enormemente tonificante del estado de inspiración como estado psicológico, le sugiere a Giesz, 1960, una estética antropológica basada en una definición de los “estados”. Giesz propone la necesidad de una definición de los “estados cursis” (que él no da) para, a partir de ellos, poder estudiar seriamente el kitsch, desde una base antropológica y fenomenológica. Por otra parte, Nietzsche, con su teoría del superhombre, calificaba a las masas de rebaño o manada. Despreció los valores tradicionales, que para él representaban una “moralidad esclava”, y propugnó un “nihilismo pasivo”. Estas ideas, desbordantes y desmedidas, tuvieron una gran influencia sobre el nazismo, que las tergiversó a su favor. Pero en una lectura serena y distanciada nos aportan elementos de reflexión para el kitsch. A la cultura de las masas se opone la construcción del superhombre, que no deja de ser una construcción ante todo ética. La estética tradicional en los siglos XVIII y XIX estuvo dominada por el concepto del arte como imitación de la naturaleza. También valoraba al arte por su utilidad social, ya fuera conmemorando acontecimientos históricos, ejemplificando acciones morales o exaltando al público. La ética artística consistía en criticar la sociedad, proponer reformas y concienciar al pueblo. Ante esto, a finales del siglo XIX surge la vanguardia, como ya hemos visto. La vanguardia preconiza el “arte por el arte”, aspiración que también toma el kitsch, y olvida su función social para investigar en su propia estructura, en sus mecanismos técnicos y en su capacidad de expresión; expresión que ya no es tanto la de la realidad exterior objetiva sino la interna subjetiva del artista. Surgen entonces los filósofos fenomenológicos, los epistemólogos, los psicólogos, los estructuralistas, los 118

semiólogos, y el debate filosófico se tecnifica y complica en líneas más o menos científicas. Ya hemos hablado un poco de esto. Merece la pena mencionar ahora a Henri Bergson, que dijo que, mientras que la ciencia es la creación mediante la inteligencia de un sistema de símbolos que describe la realidad aunque en el mundo real la falsifique, el arte, mediante las intuiciones, aprehende directamente la realidad, sin intervención del pensamiento. El arte enfrenta al individuo con la realidad misma. Este punto de vista, muy extendido en el mundo moderno, nos vuelve a presentar el arte como un sistema de conocimiento, superior a la ciencia en lo que tiene de penetración en lo más profundo del ser humano. Para nuestro estudio del kitsch como arte falsificado, resulta cada vez más evidente el alejamiento progresivo del arte auténtico respecto al ideal de belleza, ideal que sigue persiguiendo el kitsch. El arte busca un cierto tipo de conocimiento, no científico, aunque influido por la ciencia. El kitsch, cada vez más, se sitúa al margen de este proceso. Su mal gusto, repetimos por enésima vez, no es consecuencia de un error plástico, de una mala composición o ejecución, sino que es consecuencia de seguir empeñados en la aspiración a la belleza, entendida ésta como un paraíso ajeno al mundo real. (figs. 132,133,134) La diferencia definitiva entre arte y kitsch está en la forma del goce estético. El kitsch busca un goce directo y elemental, un hedonismo fácil e irreal, un oasis de paz en el que esconderse de la realidad y de la tragedia. Por el contrario, el arte nos enfrenta a la realidad y a la tragedia. El goce del arte es, además de un goce distante como decía Kant, un goce cada vez más serio y reflexivo, incluso amargo, porque nos hace lúcidos. Desde aquí podemos pasar directamente al existencialismo, que es, a mi juicio, la verdadera gran filosofía del siglo XX.

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El existencialismo nos pone ante los abismos terribles de la existencia, la libertad y la elección individual. Ante ello, el kitsch se vuelve más ridículo que nunca. Sartre quería un arte que fuera expresión de la libertad del individuo para elegir, y de este modo manifestara la responsabilidad individual de su elección. El arte debía expresar la angustia vital y la desesperación no como fin, sino como principio para liberar a la gente de la culpa y del sufrimiento, y para abrir el camino a la libertad auténtica. Los filósofos existencialistas han sentado las bases del conocimiento del individuo, y han descreído de la supuesta infalibilidad de la razón. Según ellos, las materias más importantes de la vida no son accesibles a la razón ni a la ciencia. Esto enlaza con lo que hemos dicho de Bergson, de modo que podemos obtener, indirectamente, una nueva confirmación por los existencialistas de que el arte es un modo de conocimiento, tanto del ser-en-sí como del ser-para-sí y del ser-para-otro (fatigosas acuñaciones de Sartre similares a las de Heidegger, que, tergiversándolas bastante, podemos releer aplicadas a nuestro asunto). Volvemos a lo mismo: el kitsch es un ejercicio de autocomplacencia ajeno a todo sistema de conocimiento y a los abismos existenciales. Ante el kitsch se levanta la construcción existencialista de la elección y el compromiso, nuevamente una construcción ética. Las otras dos grandes construcciones filosóficas del siglo XX, el marxismo y el psicoanálisis, han rechazado el principio del arte por el arte y han reiterado su utilidad práctica. El marxismo trata el arte como una expresión de las relaciones económicas subyacentes en la sociedad, y mantiene que el arte es importante sólo cuando es “progresista”, es decir, cuando defiende los valores de la sociedad en la cual se crea. Lamentablemente, la implantación de la revolución comunista trajo inmediatamente el kitsch, como ya 120

veremos. El servicio social que ha de tener el arte, hace que éste sea esclavo de la situación política y sea utilizado como mera ilustración del sistema político, con lo que abdica de su misión ética y pasa a la vulgarización más zafia de mensajes falsos e incluso corruptos. Sí nos interesa el concepto marxista de alienación, que se refiere a la relación del obrero con los sistemas de producción y objetos de consumo. Ya hemos utilizado antes este término para describir la relación del hombre-masa con los objetos. Repetimos que el hombre-kitsch no es necesariamente un hombre inculto, sino un hombre alienado. Por su parte, Sigmund Freud creía que el arte tenía un valor terapéutico, para revelar conflictos profundos y descargar tensiones. También la aplicación de esta idea llevó a un kitsch que resultaba de las obsesiones profundas del ser humano. El surrealismo, inspirado en las teorías psicoanalíticas, produjo muchísimo kitsch, y eso es lógico, ya que no pretendía ser instrumento del pensamiento, sino dar rienda suelta a las asociaciones subconscientes, sacar a la luz los problemas íntimos y, por lo tanto, convertirse en el caldo de cultivo y catalizador del kitsch. Los juegos de libre asociación, los “cadáveres exquisitos” y el “arte automático” ponían al artista en el disparadero de la inmediatez kitsch. Es verdad que el conocimiento y las reflexiones ulteriores redimían de la kitschificación. Así, la interpretación irónica, el dada o el informalismo final son grandes avances contra el kitsch. Un ejemplo claro de esto, a mi juicio, es Dalí. Su obra está permanentemente rondando el kitsch, pero su discurso, sus escritos, su figura lúcida, excesiva y disparatada, son una permanente vacuna contra el kitsch. Porque, una vez más, el kitsch es un “estado”, una actitud, y no un resultado estético. Hasta aquí estas notas sueltas entresacadas de los filósofos, tergiversadas, reducidas y urgentes. Ya nos temíamos que la filosofía no 121

iba a ser capaz de darnos el mapa, o que nosotros no íbamos a ser capaces de trazarlo con su ayuda. Lo que el pensamiento se plantea ahora es la validez misma del arte, su realidad ontológica y su papel social y epistemológico (del conocimiento). Adorno formula esta pregunta con lucidez. Lástima que nadie formule las respuestas. Lástima que las respuestas sean informulables. (¿Lástima? Tal vez no. Tal vez sería insoportable tener respuestas inequívocas. Eso acabaría con el arte, con la filosofía y con la vida. La duda y la angustia son lo que nos hacen vivir, investigar, preguntarnos. El kitsch sí es seguridad; la vida no). Pero ahora el arte venda sus ojos con una ingenuidad al cuadrado al haberse vuelto incierto el para-qué estético. Ya no se sabe si el arte sin más es posible; si ha socavado y aun perdido sus propios presupuestos tras la plena emancipación. La pregunta sobre lo que el arte fue en otro tiempo se vuelve punzante. Las obras de arte se salen del mundo empírico y crean otro mundo con esencia propia y contrapuesto al primero, como si este nuevo mundo tuviera consistencia ontológica. Por esto se orientan a priori hacia la afirmación, por más que se presenten en la forma más trágica posible. Los clichés del resplandor de reconciliación que el arte hace irradiar sobre la realidad son repulsivos; constituyen la parodia de un concepto del arte, un tanto enfático, por medio de una idea que procede del arsenal burgués, y lo sitúan entre las instituciones dominicales destinadas a derramar sus consuelos. Pero sobre todo remueven la herida misma del arte. Este se ha desvinculado inevitablemente de la teología y de la palmaria exigencia de la verdad de la salvación. Sin esta secularización, el arte nunca habría podido desarrollarse. Pero este proceso le ha condenado, tras su liberación de la esperanza en otra realidad distinta, a dar buenos consejos a lo real y a lo establecido, los cuales robustecen el avance de todo aquello de lo que la autonomía del arte quisiera liberarse. (Adorno, 1970, 10).

Tras preguntarse sobre la validez del arte y su función social, Adorno ve lo kitsch inscrito en el arte formando parte de él como un cáncer: El pastiche no es [...] un mero desecho del arte, nacido de una adaptación infiel, sino que amenaza siempre, en esas circunstancias que siempre vuelven, con aparecer desde dentro del arte. Aunque el pastiche, como un duende, se escapa

122

siempre [de] cualquier definición, aun de la histórica, una de sus características más pertinaces es la ficción –y la neutralización– de afectos que no se dan. El pastiche es una parodia de la catarsis. Pero esta misma ficción produce obras de arte exigentes y es esencial al arte: ser archivo de sentimientos realmente existentes, ser repetición de sí misma, como las materias primas, son rasgos perfectamente ajenos al arte. Es inútil querer trazar en abstracto los límites entre ficción estética y pastiche, porque éste se da en todo arte. La tarea de excluirlo es uno de los esfuerzos más desesperados de la actualidad. En forma complementaria de esos sentimientos que hoy se producen y se venden existe la categoría de lo vulgar, que también se encuentra en cualquier sentimiento vendible. Qué sea lo vulgar en las obras de arte es tan difícil de responder como la pregunta planteada por Erwin Ratz de por qué el arte, que por su propio gesto es una protesta contra la vulgaridad, puede quedar integrado en ella. Lo vulgar representa, en forma mutilada, ese elemento plebeyo que el llamado arte elevado deja fuera de sí. Pues cuando el arte se deja inspirar, sin inmutarse, por temas plebeyos, adquiere un peso que es lo contrario de la vulgaridad. (Adorno, 1970, 313).

Por lo tanto, el kitsch es un cáncer dentro del mismo arte. La cura es el propio arte. La salvación es siempre la actitud, la mirada; quiero decir el pensamiento.

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Fig. 119.- Madridejos (Toledo). Restaurante. Según Aristóteles, el arte, como imitación, no copia el modelo original, sino que hace un símbolo de éste. El simbolismo es uno de los motores del kitsch. Este molinito es una fuente de connotaciones y de evocaciones muy evidentes.

Fig. 120.- Talavera de la Reina (Toledo). La función catártica del arte consiste en dar una satisfacción estética, sustitutoria de la satisfacción real de los instintos. El kitsch es una sustitución de la catarsis; es decir, una sustitución de la sustitución. Para tal fin, vemos aquí una “farmacia” de sucedáneos catárticos.

Fig. 121.- Cebolla (Toledo). Una casa muy sencilla y “honrada”, pero que cuenta con los imprescindibles elementos para el simulacro de la catarsis.

XXXIX

Fig. 122.- Los Yébenes (Toledo). Aquí sí que abundan los elementos catárticos. Fig. 123.- “Sansón y Dalila”, 1949, de Cecil B. DeMille. No sólo es kitsch el decorado, sino toda la historia, fraguada como catarsis y desahogo de un público afanoso de recibir esa historia contada precisamente así.

Fig. 124.- Adornos esgrafiados en mortero de cal. La precisa técnica decorativa está al servicio de unos modelos que falsifican una historia y una dignidad muy grata para el destinatario. De nuevo la función catártica del arte y la falsamente catártica del kitsch. (El kitsch es una falsificación de la catarsis).

XL

Fig. 125.- Añover de Tajo (Toledo). El señorío que connota esta reja es muy convincente. La finca no sólo es inexpugnable por la solidez del cierre, sino por su simbolismo, que levanta una barrera psicológica aún más infranqueable que la física. El diseño tiene un evidente afán de trascendencia.

Fig. 126.- Torrijos (Toledo). Barrestaurante con el consabido afán de trascendencia y el lenguaje histórico como apoyo para una ilusoria dignidad.

Fig. 127.- Yeles (Toledo). Estas viviendas parecen pensadas y construidas con sencillez, pero es de nuevo el afán el que las estropea. Se utilizan elementos muy diversos e incoherentes para “adecentar” la expresión plástica. Los elementos en sí no son previsibles, pero la estrategia es la de siempre, y el resultado es de un candor casi entrañable y simpático.

XLI

Fig. 128.- Torrijos (Toledo). Discoteca. La volumetría del edificio es sencilla y potente, pero su acabado es de un efectismo facilón y caprichoso. El vecino hace dos arcos. Da igual, vale todo con tal de llamar la atención. En ambos casos la piel no tiene nada que ver con la “estructura”. Se busca el goce elemental e inmediato.

Fig. 129.- Talavera de la Reina (Toledo). Edificio proyectado y construido con evidente profesionalidad, pero, como de costumbre, se utilizan demasiados elementos, sacados de demasiados lenguajes y catálogos, que se contradicen y se anulan. El ansia de expresión se convierte en barullo y en ruido semántico. La búsqueda del goce inmediato impide un goce más reposado y profundo.

Fig. 130.- Talavera de la Reina (Toledo). Caja Postal. El arquitecto hace un trabajo respetuoso y honrado con el pie forzado de un indigesto mural de azulejo de 1929. El resultado chirría.

Fig. 131.- Torrijos (Toledo). Discoteca. “La verdad os hará libres”. ¿Verdad = libertad?

XLII

Fig. 132.- Talavera de la Reina (Toledo). Parece como si tuviera algo contra la cerámica talaverana. En absoluto. Sólo repito que pesa mucho, y que su tradición, convertida en obligación, es un lastre para la búsqueda de una arquitectura más “auténtica”. Seguimos empeñados a la aspiración de la belleza, entendida como un paraíso ajeno al mundo real.

Fig, 133.- Hollywood. El famosísimo “Chinese Theatre” de Sid Gauman, sala de cine símbolo del Hollywood de siempre. Un lugar idóneo para ir a ver “Adiós a la Armas”, con Rock Hudson y Jennifer Jones. El “glamour”, unido al “todo es posible” son los motores de este desparpajo arquitectónico, tan ridículo como prestigioso.

Fig. 134.- “El ladrón de Bagdag”, 1940. Maravillosa película de aventuras en el mundo de las mil y una noches, con elefantes y leones de cartón-piedra y un genio con tan aviesas intenciones como el decorador. Aquí, la belleza kitsch sí está al servicio de la recreación de un paraíso irreal. El kitsch es aquí necesario. (Esta historia trepidante funciona perfectamente en este decorado; pero no resistiría uno más racionalista).

XLIII

1.- El aturullado invento del rascacielos. El ansia de la altura es tan vieja como la humanidad. Todas las culturas han probado a construir tan alto como les fuera posible, desde el faro de Alejandría hasta la torre biónica, pasando por las torres medievales y por las desgraciadas torres gemelas de Nueva York, masacradas por desgraciados defensores de un dios inconcebible. Este afán, arraigado en lo más hondo de nuestro subconsciente, es el mismo que nos cuenta la Biblia. La torre de Babel se empezó a construir sin otra utilidad que la de desafiar a Yahvé, quien se encargó de abortar el proyecto sin necesidad de recurrir a secuaces. A finales del siglo XIX concurrieron tres circunstancias en Chicago: el desarrollo de la estructura de soportes de hierro colado y vigas de acero, la invención del ascensor de vapor por Elisha Graves Otis y el incendio de la ciudad. Todo esto propició el nacimiento de una nueva tipología arquitectónica, el rascacielos, que, a diferencia de todas las torres de la historia, liberó las fachadas soportando las cargas mediante un esqueleto. Y aquí surge el problema kitsch. Puesto que el esqueleto aguanta el edificio y las fachadas son libres, éstas pueden ser como se quiera, independientes de la estructura. El esquema típico de los estudios de arquitectura de la época consistía en dos secciones independientes: los estructuristas y los “artistas”, es decir: los “ingenieros” y los “arquitectos”. Los primeros hacían un cajón, y los segundos lo revestían de renacimiento, gótico, neoclásico, o lo que se quisiera. Estas nuevas estructuras impresionantes (¡de más de quince pisos!) no tenían precedentes estilísticos. Los arquitectos no sabían qué expresión darles. Se intentó repetidamente seguir el esquema de la columna: basa, fuste y capitel, y se aplicó con los estilos históricos. Los 125

palacios renacentistas tenían una planta de basa, otra de cuerpo y otra de coronación. Se hizo lo mismo, pero estirando la parte central, repitiendo plantas intermedias. Lo mismo con los demás estilos. El resultado era una desproporción y una pesadez tanto material como compositiva. Precisamente la estructura de acero liberaba la composición de fachadas, pero la mayoría de los arquitectos no supieron ver esta ventaja y seguían anclados a falsos arbotantes y pináculos, a pesadas cornisas y a inútiles ventanas en arco, todo ello como resultado del planteamiento kitsch inicial, que escindía la estructura y la decoración. Según este esquema, los “ingenieros” cumplían admirablemente su función, guiados por la técnica y la funcionalidad, mientras que los “arquitectos” naufragaban en chorradas estilísticas. Poco a poco estos dos negociados se fueron comprendiendo y adaptando. La Escuela de Chicago descubrió la tipología del rascacielos, inventando las “bow-windows”, que aligeraban las fachadas, se proyectaban al exterior y llenaban de luz el interior, y acentuando las líneas compositivas verticales. Sin embargo, aun en la época de madurez, seguía habiendo una sección que construía la estructura y otra que la adornaba. El rascacielos buscaba su diseño, y hubo una época en que lo encontró. Pero la fascinación fue más poderosa que la lógica, y el rascacielos volvió a ser la torre de Babel, el alarde por el alarde. Si el kitsch, como ya hemos dicho, se distingue por su exhibición técnica y su desafío circense, en el rascacielos se aplica a fondo. Las razones económicas y urbanísticas palidecen ante el orgullo de la altura, y este orgullo se complace en el “más difícil todavía”. Torres inclinadas, colgadas, con estructura perimetral o central, con forma prismática, cilíndrica, cónica... todas tienen una justificación técnica y económica; 126

se nos dice que unas liberan los aparcamientos subterráneos, que otras abren el espacio urbano, que otras optimizan el solar. Mentiras, o, al menos, verdades a medias. Lo que de verdad importa es el desafío porque sí, el kitsch. Olvidados los principios del movimiento moderno, funcionalistas u orgánicos, el rascacielos ha vuelto al aturullamiento inicial. Las grandes corporaciones que los levantan sólo buscan una imagen, sólo pretenden

impresionar

con

recursos

muy

vistosos,

pero

conceptualmente muy pobres. Pretenden aturullar a la gente, pero es el rascacielos el que sufre el aturullamiento de sus creadores.

127

Fig 135.- Nueva York. Edificio Woolworth, de Cass Gilbert, 1913. En su día fue el edificio más alto del mundo. Se aprecia que aún no se había encontrado un estilo convincente, y que el diseño es una especie de neogótico estirado hacia arriba.

Fig. 136.- Nueva York. Antiguo Ayuntamiento, de McKim, Mead & White, 1927. También aquí vemos el desconcierto a la hora de buscar un estilo (aunque ya era tiempo de haberlo encontrado), y el fracaso que supone buscarlo en los estilos del pasado. El resultado tiene algo de kitsch soviético.

Fig. 137.- Nueva York. Wall Street. El desorden de estilos y la superposición de épocas dan un resultado fascinante y potentísimo que anula el kitsch individual.

XLIV

Fig 138.- Nueva York. Midtown (Centro de la ciudad). Lo mismo. El Midtown nos recuerda la Midcult. Caos de estilos, a cual más afanoso por llamar la atención con estrategias triviales. En medio sucumbe el edificio de Gropius como un anodino rascacielos más. El resultado de conjunto, sin embargo, es espectacular.

Fig. 139.- La increíble propuesta de Adolf Loos para el concurso del Chicago Tribune, 1922. En este concurso los americanos siguieron presentando propuestas neogóticas, en un expresionismo que ya empezaban a dominar. Los europeos, por el contrario, ya tenían elaborado un lenguaje moderno. ¿Y Adolf Loos? El lúcido escritor de Ornamento y Delito se descolgó con una propuesta simbólico-metafórica insertada en el kitsch. En cualquier otro, esto hubiera resultado sorprendente; en Loos es, sencillamente, escandoloso.

XLV

Figs 140 y 141.- Nueva York. Edificio AT&T, de Johnson y Burgee, 1978-83. Ejemplo de rascacielos posmoderno totalmente kitsch de un famosísimo arquitecto que no sólo no aprendió nada de Mies van der Rohe (firmó con él el Seagram) sino que está muy seguro de que le ha superado. Allá él. (La foto de la derecha muestra la interacción casual con la torre Trump. El caos de estilos, la mayoría de ellos kitsch, produce golpes visuales muy atractivos).

Fig. 142.- Nueva York. Edificio Woolworth, 1913. Comparado con el AT&T nos inspira un candor entrañable. Por lo menos éste, en su tiempo, fue lo más avanzado, y el desconcierto al que hemos aludido sucumbía en un cierto afán de búsqueda. Insistimos en que el avance tecnológico no se correspondía con la parálisis estética. A veces parece que nada ha cambiado.

XLVI

Fig. 143.- Proyecto para el Third National Bank, Nashville, 198283, de Arthur May. Maqueta. Fisiones semánticas sin tasa, basamento gigante de piedra, columnata, frontón... Vuelve a tomar el argumento compositivo de basa-fuste-capitel, pero lo contradice constantemente tanto estructural como estéticamente.

Fig. 144.- Nueva York. Torres gemelas. Tenía preparada esta foto para incluirla aquí cuando la tragedia, la salvajada del 11 de septiembre de 2001, me quitó las ganas. No obstante, después de quitarla y ponerla varias veces, finalmente la incluyo. No es por las torres, no demasiado inspiradas pero sí correctas y sinceras estructuralmente, sino por la foto, fruto de la ensoñación turística. El sol poniente entre ambas, el reflejo en el agua, la evocación romántica sobrevenida a un hecho arquitectónico que no tiene nada de romántico, son elementos que kitschifican la arquitectura y la ciudad. Al lado, de nuevo el Woolworth, que fue el edificio más alto del mundo en su época (como después lo fueron las gemelas), nos habla del evidente progreso tecnológico, no así del estético. Finalmente, con hondo pesar, mencionemos la tergiversación desbocada y extrema de las religiones como fuente continua de sufrimiento. Si no fuera tan horrible, podríamos hacer un análisis kitsch de la seudo-religiosidad. (No me resisto a mencionar a tantos carlosjesuses curanderos y bocazas, a tantas pitonisaslolas y a Bin Laden vestido de camuflaje frondoso en el desierto, con su famoso reloj digital y su kalasnikoff idiota).

XLVII

2.- La triste suerte de la Torre de Pisa. Uno de los casos más notables de kitsch sobrevenido es el del campanario de la catedral de Pisa. Se comenzó a construir en el año 1173, pero las obras fueron muy lentas por diversos problemas económicos y políticos, cosa que solía suceder. Para colmo se interrumpieron cuando se detectó el asiento de la cimentación, que hizo inclinarse la torre. Después de unos años se decidió continuar la obra. Esto puede apreciarse claramente. Podemos ver cómo los consternados constructores, que ya tenían varios pisos inclinados bajo sus pies, enderezaron los siguientes (este quiebro se realiza en el centro de la torre) y, al final, en el último cuerpo, volvieron a enderezar. (Si comprendemos que con esos pocos grados de corrección se recuperó la verticalidad, podremos darnos cuenta de que por entonces la inclinación era muy pequeña, aunque también vemos que era progresiva). El campanile se terminó a mediados del siglo XIV, y en los casi doscientos años de obra podemos imaginarnos los avatares, disgustos y problemas de todo tipo que tuvo que haber. Casi como para escribir otra novela al estilo de Los pilares de la tierra. Hoy ese edificio es mundialmente famoso, pero no por su limpio estilo románico y tardo-románico, ni por el magnífico conjunto arquitectónico y microurbanístico de la Piazza dei Miracoli (catedral, campanario, baptisterio y camposanto; románico, románico tardío y gótico; edificios y estilos que evolucionan y crean un conjunto extraordinariamente sensible que cristaliza el paso del tiempo). No; nada de eso. Lo que es mundialmente famoso es el campanario, y lo es precisamente por su desgracia: por estar inclinado. 128

El hombre-kitsch ha tomado un magnífico edificio, limpio, elegante, poderoso y sincero se mire como se mire, y lo ha celebrado sólo en lo que tiene de monstruoso. Los constructores estaban horrorizados por el problema, pero el hombre-kitsch encuentra muy simpática la inclinación de la torre. Es una “desviación vistosa de la norma” (Dorfles, 1968, 19) que introduce un elemento de curiosidad y atracción. Sólo ven el milagro del equilibrio y apuestan a ver cuándo se cae. Corren a visitar el fenómeno antes de que sea tarde y se fotografían en primer plano, con la torre al fondo haciendo un gracioso efecto visual de reducción de escala (otra característica kitsch), con gesto de sujetarla. Parece ser que resulta imposible enderezarla, y los técnicos de todo el mundo se las ven y se las desean para, al menos, dejarla como está y que no termine por caerse. Pero, aunque fuera técnicamente posible recuperar su verticalidad (y, puesto que la torre forma una línea quebrada, habría que ver cómo sería esa verticalidad), el mundo kitsch se echaría encima para impedirlo. Los responsables del turismo italiano no consentirían que el chollo se les acabase. El turista, hombre-kitsch por excelencia, ruega porque la torre no se caiga, pero también porque no se enderece. El kitsch lo toca todo, incluso obras de arte auténticas y valiosas, porque no las entiende. No entiende sus auténticos valores, e inventa otros: curiosidad, pintoresquismo, desviación, sentimentalismo, etc. Corrompe y adultera todo lo que toca, le quita sus valores propios y le impregna con otros de pura ñoñería. La dolida torre de Pisa, avergonzada por su defecto, maldiciendo la mala suerte de que le haya tocado ese subsuelo, después de sufrir su desgracia sufre ahora su éxito. La digna torre, la elegante, es ahora 129

atracción de feria como la mujer barbuda, o como el paralítico deforme cuya deformidad aplaude el público zafio. El bufón enano y jorobado era objeto de burlas por los cortesanos, pero, ¿quién merece más burlas, el enano o los cortesanos? Me recuerda a la rara película La Parada de los Monstruos (Freaks), que recomiendo vivamente.

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Fig. 145.- La torre-campanario del baptisterio de Pisa. Obsérvese el quiebro en su perfil, que indica cómo empezó a inclinarse ligeramente durante su construcción, por lo que sus consternados constructores volvieron a tomar la vertical.

Figs 146 y 147.- La inclinación de la torre de Pisa se ha convertido en un divertido fenómeno y en una atracción turística de primer orden. Es típico hacerse la foto trucada por la perspectiva en la que el turista feliz hace como que la está sujetando. Este turista somos todos. A la tentación no puede resistirse nadie, sea un turista anónimo (arriba) o sea el mismísimo Francisco Javier Sáenz de Oíza (abajo).

XLVIII

Fig. 148.- Torres KIO, Madrid. Aquí Johnson y Burgee, triunfadores con el AT&T de Nueva York, dejan una nueva muestra de su talento en la capital de España. Qué alto honor. Ahora se busca la inclinación como desafío y como rasgo simpático. Lo que en Pisa fue un error, una desgracia, es visto ahora por el hombre kitsch como ejemplo a imitar. (Puestos a buscar el desafío, ¿no se quedan estas torres un poquito cortas?). El desafortunado monumento kitsch a Calvo Sotelo parece dignificarse entre esta patosidad.

XLIX

3.- La genial arrogancia de Frank Lloyd Wright. Frank Lloyd Wright es, a mi juicio, el arquitecto con más recursos que ha existido. Para mí, además, es el mejor, pero reconozco que esta opinión es discutible porque la bondad arquitectónica no es un parámetro mensurable. Lo que creo que sí se reconocerá sin duda es su enorme facilidad, su gran talento natural. Ese enorme talento natural, virgen de la cultura historicista que venía de Europa, le puso en condiciones de revolucionar la arquitectura. (A lo mejor hemos querido decir finamente que era un inculto, un ser al margen de las vanguardias y de la cultura; pero también que ser inculto en aquellos momentos y en aquel lugar era una ventaja). Fue él quien rompió la caja constructiva, quien la escindió en planos que fluían, quien desarrolló los voladizos que dinamizaron el espacio interior haciéndolo estallar hacia fuera y dejando penetrar el espacio exterior hacia dentro. En el aturullamiento de los estilos, Wright inventó una arquitectura del espacio. Sus edificios de la época de la pradera fueron publicados en Berlín en 1910 y ejercieron una enorme influencia en Europa. Wright es el padre del Stijl (Robert Van’t Hoff, socio fundador, era discípulo suyo) y del Mies van der Rohe del Pabellón de Barcelona. Y podría ser tío de la Bauhaus y de Le Corbusier, a quien odiaba. Como arquitecto revolucionario, investigador y experimental llegó a lo máximo (la casa Gale en Oak Park, con enormes ventanales y cubierta plana en voladizo, es de 1906, veinte años anterior a las obras maestras de Mies, Rietveld o Le Corbusier). En este sentido, es el paradigma del artista y lo más opuesto al kitsch que podamos imaginar. Pero a Wright le perdió su facilidad, su mano con el lápiz. Mies decía que no se podía inventar un estilo nuevo cada semana, y Wright 131

sostenía lo contrario, siempre dispuesto al “más difícil todavía”, a sorprender con nuevas formas y a reírse sus propias gracias. Wright se desafiaba a sí mismo en continuos ejercicios de estilo. En vez de anclarse en el lenguaje brillante de sus casas de la pradera, siguió probando otros caminos. Esto le caracterizó como el más vanguardista de los arquitectos mientras tales incursiones tuvieron la intensidad experimental del artista arriesgado, y le llevaron a descubrir nuevos lenguajes y a dar soluciones arquitectónicas insospechadas. Pero cuando se dejó llevar por el puro placer de lo “novedoso” superficial en vez de por el rigor de lo “nuevo” profundo, cuando su exigencia perdió intensidad, entonces el kitsch más genuino se apoderó de él. Porque (ya lo hemos dicho), el kitsch es la tentación facilona de lo aparentemente sorprendente, pero que no esconde sino lo previsible. La exuberancia formal y técnica vacía de contenido. En sus peores momentos, la obra de Wright nos parece un alarde tonto: “Mira, ahora con la mano izquierda”. “Ahora con los ojos cerrados”. “Ahora sin manos”. Wright disfrutaba bobaliconamente sus enormes condiciones, y siempre tenía una claque incondicional que le aplaudía boquiabierta. Sus platillos volantes, óperas de Bagdag y demás engendros, son difícilmente admisibles en arquitectos de segunda fila. En él son, sencillamente, abominables. Y no es por falta de talento, sino por demasiado talento, unido, en estos casos, a una bajada de la guardia, a una falta de intensidad y de exigencia. La autocomplacencia de Wright le hizo disfrutar de sus acrobacias, reír sus propios chistes. Mies dijo que es más difícil diseñar una silla que un rascacielos, y Alejandro de la Sota lo suscribió. Wright, que hizo la torre Price y la de los laboratorios Johnson, redefiniendo el problema del rascacielos con estructuras arbóreas, no hizo en su vida una silla aceptable, y eso que hizo muchas. ¿Cómo se puede estropear la incomparable casa de la 132

cascada con esos pufs naranjas? ¿Cómo se pueden firmar sin sonrojo todas esas sillitas exagonales, circulares, rómbicas, propias del ajuar de la Barbie? Evidentemente, la tensión que se aprecia en sus diseños arquitectónicos no existe en esas sillas, que son un mero ejercicio formal que quiere ser coherente con la geometría y el estilo de la casa, pero que por eso mismo deja de tener coherencia interna. Wright era capaz de diseñar una silla distinta para cada casa, y para que se notara que era de ella, la hacía con la misma estructura formal que la casa, olvidando el planteamiento funcional de la silla. Mies hizo la silla Barcelona para el pabellón, pero no tienen ningún parecido, cada uno está diseñado para lo que le es propio. Por el contrario, cuando Wright hace una silla exagonal porque la casa a la que corresponde sigue una malla geométrica exagonal, está haciendo un gadget, no muy diferente del aparato de radio con forma de balón de fútbol o del termómetrohigrómetro-zueco holandés. Ahí está el kitsch. La silla no es una silla, no está pensada con criterios de ergonomía y funcionalidad, sino que es una maqueta del edificio, y está pensada sólo para ser un complemento de éste. Se vende desde Tiffany’s en miles de tiendas de todo el mundo, y los derechos los cobran los chicos de Taliesin, esos pobres, que siguen anclados en la caligrafía del maestro, imitando las hojas del rábano y repitiendo platillos volantes y voladizos, pero ya no crean aquel espacio poderoso y sutil. Taliesin es el kitsch sin paliativos. La poderosa personalidad del maestro ha impedido que los discípulos busquen su camino. El kitsch toma elementos del arte auténtico, pero los toma como fetiches de uso directo, sin crítica ni interpretación. Los taliesines toman el vocabulario formal del maestro y lo aplican al modo más puramente kitsch. Wright quería crear una escuela, pero al mismo tiempo quería ser el único. En su vejez, el cansancio le hizo bajar cada vez más la guardia, y tras su 133

muerte su proyecto murió. Tan sólo funciona para conservar y publicar su legado, y en eso no pudo encontrar gente más leal y entregada. ¿Era eso lo que en el fondo quería Wright, que sus discípulos no le hicieran sombra y fueran sólo sus albaceas?

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Figs. 149, 150 y 151.- Frank Lloyd Wright. Silla Taliesin, 1949, y sillas Midway 1 y Midway 2, 1914. La facilidad de Wright le perjudica. Se enreda en sus propias obsesiones geométricas y en la coherencia entre el diseño de las sillas y el de los edificios a los que pertenecen, y olvida las condiciones propias de una silla. Diseña éstas como si fueran maquetas de los edificios. El resultado es kitsch por el carácter innecesario de los elementos, su variedad caprichosa y su antifuncionalidad. La silla Barcelona de Mies no se parece al pabellón, ni la silla rojaazul de Rietveld se parece a la casa Schröder, porque buscan una coherencia más profunda, y no la coherencia superficial y falsa de las sillas de Wright.

L

Fig. 152.- Frank Lloyd Wright. Casa Kaufmann (Fallingwater), 1935, Bear Run, PA. ¿Cómo puede soportar la magnífica casa de la cascada esos pufs? Increíble.

Fig. 153.- Frank Lloyd Wright.

Iglesia Ortodoxa Griega de La Anunciación. Wauwatosa (Wisconsin), 1956. Interior con barras doradas, circulitos, focos y moqueta de salón de bodas cutre. El maestro, al final de su vida, se lanzó al vacío sin red y diseñó algunos edificios sorprendentes. Si bien para entonces era muy anciano y tenía muchos “ayudantes” que debieron intervenir en los acabados finales, la concepción general de muchos de sus edificios es más que discutible.

LI

Figs. 154-156- Frank Lloyd Wright. Iglesia Ortodoxa Griega

de La Anunciación. Wauwatosa (Wisconsin), 1956. Nos centramos en este edificio (aunque hay algunos más) para ver cómo la facilidad de diseño, cuando no responde a una exigencia profunda y madurada, y se convierte en inmediatez fácil, aboca irremisiblemente al kitsch. Todo es superficial y abundante, desde el edificio palangana platillo volante hasta la cruz. La enorme finura de Wright se ha perdido, y se ha convertido en espectáculo de poca categoría. LII

4.- La obsesión doliente de Antoni Gaudí. El modernismo ha sido relacionado siempre con el kitsch. Tanto por ser el arte de la burguesía como por su ansia de belleza convulsa autosuficiente, no se ha tomado nunca muy en serio, a pesar de que no sólo en su nombre lleva la semilla de la modernidad. El modernismo tiene, efectivamente, el germen de lo moderno porque es un arte civil, incipientemente democrático (aunque destinado a los privilegiados por la fortuna), que se libera con descaro de las rígidas normas académicas. No es el arte de la iglesia ni del poder político, pero sí el arte del dinero, apto para industriales y comerciantes ricos, decentes y austeros, que endulzan su vida puritana con una exuberancia formal tan graciosa como inofensiva. Gaudí es un monstruo que se escapa de cualquier adscripción a grupo o corriente. Nunca fue un modernista cabal. Es más correcto relacionarle con el expresionismo. Sus profundas obsesiones, tanto artísticas como religiosas, su pobreza heroica y su dolor, le alejan de las simpáticas florituras de sus contemporáneos. En Gaudí es evidente el sentimiento trágico de la vida. Tuvo una histórica entrevista con Unamuno; evidentemente no se comprendieron. Los dos eran muy parecidos pero muy diferentes. Unamuno era impermeable al magma formal de Gaudí, y éste no era nada sensible al ateísmo religioso de aquél. Todo esto aleja a Gaudí de cualquier sospecha de kitschificación. Llevamos muchas páginas glosando el carácter falso y superficial del kitsch como para que hasta la más distraída mirada a la vida y obra del arquitecto catalán nos lo descarte como sospechoso.

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Y, sin embargo, su disneylandiano palacio episcopal de Astorga, sus casitas hanselgretelianas del parque Güell y su draccuiniana Sagrada Familia lo ponen en una tesitura muy difícil. En Gaudí vemos dos modos de caer en el kitsch. El primero, similar al de Wright, es el de los momentos de pérdida de tensión. Gaudí está siempre como el lanzador de mazas del circo; las tiene todas en el aire y necesita un gran esfuerzo y una gran concentración para mantenerlas. Al mínimo descuido se le caen haciendo un gran estropicio. Así, cuando su paisano el obispo de Astorga le encarga el palacio episcopal, Gaudí se distrae, hace una faena de aliño para complacerle y no se implica en la obra. La sale entonces el castillo de la Bella Durmiente. Al bajar la guardia, la exuberancia formal sale vacía y casi ridícula, ñoña y falsa. El segundo modo es más interesante. La propia concepción trágica de su trabajo, su obsesión arquitectónica, debería ser vacuna contra el kitsch, y por supuesto que lo es en sus mejores obras. Pero en otras no encuentra el camino, fracasa espléndidamente, con la cabeza muy alta y sin miedo al ridículo, sin huir jamás, siempre embistiendo. Si se le empieza a cortar la mahonesa no la tira, añade más aceite, más huevo, bate frenéticamente. Cada vez está peor el pastiche, pero él no se rinde, bate, bate como un poseído. El engrudo final puede ser repugnante, pero su fe es digna de admiración. Una prueba de este procedimiento obsesivo es la poca definición de sus proyectos sobre el papel, porque le es imposible resolver todo en el

tablero

de

dibujo

y

luego

conformarse

con

construirlo

tranquilamente. Sus planos sólo pergeñan la idea global, pero es él en la obra, día a día, improvisando y pringándose, quien resuelve los problemas que se plantean, siempre a base de añadir, de empastar, de acumular obsesivamente. El procedimiento compositivo es kitsch, pero 136

la angustia con la que trabaja el monstruo no lo es. (Porque Gaudí no es un arquitecto, es un monstruo deforme y excesivo, un demiurgo loco, un animal inmerso en la tragedia y en la muerte). El Palacio Güell no es una residencia, sino un templo a la Virgen María, la casa Batlló es un dragón adormecido o herido, la casa Milá es la montaña sagrada de Montserrat, el parque Güell no es un lugar plácido en el que jugar, sino un laberinto mágico, con dragones, grutas, misterios... es la metáfora de la vida, el recorrido laborioso hacia la muerte. Honor al estrepitoso fracaso de Gaudí, a su misión imposible, inacabada, adulterada. En su obra no hay “mal gusto” ni mucho menos “buen gusto”. Un Gaudí con “buen gusto” habría sido un arquitecto burgués y millonario, rey de las veladas de la buena sociedad, dandy en la Barcelona cosmopolita y provinciana; no ese eremita que vivía en la cripta de la Sagrada Familia y que murió como un perro, confundido con un mendigo, atropellado por un tranvía y agonizando en la calzada sin que nadie le reconociera ni le quisiera ayudar. Gaudí sabía que nunca podría terminar la Sagrada Familia. Probablemente imaginó que un día se la terminarían sus desleales admiradores. Probablemente sospechó que su disparatada obsesión se convertiría en un parque temático.

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Fig. 157.- Antoni Gaudí. Proyecto de farola para la Muralla de Mar. Barcelona. 1880. El joven Gaudí se empeña en un diseño aparatoso y acumulativo muy de la época. Fig. 158.- Antoni Gaudí. Palacio Episcopal. Astorga (León). 18871894. El obispo de Astorga, paisano de Gaudí, le encargó este edificio en el que parece que no se implicó tanto como era habitual en él. Además, el cliente murió antes de terminarse la obra, y la terminaron sus sucesores ya sin el arquitecto, modificando la cubierta prevista. Con todo, el resultado final es el de un castillo de cuento de hadas o de película de Walt Disney, muy poco interesante.

Fig. 159.- Antoni Gaudí. Casa Vicens. Barcelona. 1878-1885. Aquí sí se empleó Gaudí a fondo, creando una magnífica casa. La exuberancia es tan apabullante que se puede leer en clave kitsch. Fue ampliada en 1925 por el arquitecto Serra Martínez, sin que se note la diferencia.

LIII

Fig. 160.- Antoni Gaudí. El Capricho. Comillas (Cantabria). 1883-1885. Como dice su nombre, y como siempre en Gaudí, todo parece caprichoso. El talento del arquitecto resuelve con brillantez esta exuberancia tan difícil. Siempre está como el acróbata, al borde del precipicio, a punto de darse un batacazo. La decoración interior es aún más apabullante, y es apropiada para la carta del restaurante “creativo” que hoy está implantado ahí.

Fig. 160.- Antoni Gaudí. Pabellón en el Parque Güell. Barcelona. (1900-1914). Iba a ser para la administración de la fracasada urbanización privada promovida por el conde Güell. El parque tiene algo de iniciático y misterioso, pero este pabellón es talmente la casa de Hansel y Gretel.

LIV

Fig. 161-163.- Antoni Gaudí. Sagrada Familia. Barcelona. 18841926. Una obra que le llevó a Gaudí casi toda su vida e incluso su muerte. Vivía en la cripta, embebecido por su obra. Esto va en contra de la superficialidad kitsch. Pero lo cierto es que el enorme éxito de la obra, su proliferación en todo tipo de souvenirs turísticos, el fenómeno creciente de objeto para consumo de masas, su fama más allá de sus virtudes arquitectónicas y, por fin, sus hilarantes obras de terminación, colocan a la Sagrada Familia en un lugar preferente del Olimpo kitsch. Las obras sobreviven a los arquitectos, y a menudo se orientan hacia donde menos se podrían esperar éstos.

LV

5.- Aprendiendo (poco) de Las Vegas. Robert Venturi es uno de los arquitectos más inteligentes e ingeniosos que ha dado la postmodernidad. En su imprescindible libro Complejidad y contradicción en la arquitectura (1966) hace una defensa brillante de estas dos cualidades desterradas por el movimiento moderno, a cuya sencillez estilística y ética ataca por considerarla reduccionista y ciega ante muchos valores humanos y culturales. A la ascética sentencia de Mies: “less is more” (menos es más) contesta con el juego de palabras: “less is bore” (menos es aburrido). Venturi

defiende

la

acumulación,

la

contradicción,

la

incoherencia, como elementos propios de la vida y dignos de atención cultural y estética. Su discurso es fascinante, y uno, según lo lee, no puede sino darle la razón. (Luego, como ilustración de este discurso, nos muestra sus obras, que enfrían el entusiasmo por mucha macroantena televisiva que les ponga a los ancianos o mucho arco partido que ponga en evidencia el vocabulario arquitectónico). En todo caso, Venturi es un hombre penetrante que nunca cae en la vulgaridad y que hace obras de “mal gusto” lúcidas e inteligentes, en clave pop, utilizando irónicamente elementos kitsch que rescata así para el arte. Venturi suple con su inteligencia crítica las deficiencias de las obras que comenta. Es como ciertos glosadores de cierta cantante afónica e impresentable, que hacen de sus tristes carencias y repugnantes excesos una lectura original y creativa. El crítico pone (de sobra) aquello que a lo criticado le falta. Por eso es lógico que a Venturi (con Izenour y Scott Brown, 1977) le interese el fenómeno de Las Vegas. Los carteles luminosos, el tráfico, los casinos, le sirven para hacer un encendido elogio del simbolismo en la arquitectura. 138

Pero Las Vegas es menos que todo eso. Desde su origen, un gigantesco emporio del juego en medio del desierto, creado por los gángsters fuera del alcance de toda autoridad, representa la falta de ética a todos los niveles, incluido el estético. En Las Vegas un casino representa Venecia, otro Nueva York, otro Egipto... Representan los estereotipos manidos y tontos, la caricatura más execrablemente kitsch de estas culturas. Midas convertía en oro lo que tocaba; Las Vegas lo convierte en bazofia. Todo está pensado para que te lleven hasta la mesa de la ruleta y para que no puedas escaparte de ella hasta que te quedes sin un dólar. Mientras te dure, mientras pongas fichas sobre el tapete, puedes vivir en el hotel, escuchar a los grandes cantantes melódicos, hacerte la idea de que vives una aventura romántica. Cuando no tienes más se te saca de la ciudad. Tus vacaciones han terminado, pero ¿y lo bien que te lo has pasado? Sales convencido de que has sido feliz mientras duró, y tal vez no escarmientes y vuelvas otra vez cuando consigas ahorrar otro poco de dinero. Las Vegas es lo mismo que Disneylandia, Port Aventura, Terra Mítica o La Warner de San Martín (de la Vega, ¿casualidad?). Estos zafios remedos del paraíso terrenal nos fascinan y nos anonadan usando todas las técnicas del kitsch que ya conocemos. Sacan de nosotros lo que todos tenemos de hombres-kitsch, lo amplifican y exasperan. Y a nosotros nos gusta.

139

Fig. 164.- La imagen típica de Las Vegas, ponderada por Venturi como revalidación del simbolismo en arquitectura. Siguiendo la tesis expuesta en este trabajo, es un ejemplo claro de kitsch.

Fig. 165.- Las Vegas. Casino Egypt.

Fig. 166.- Las Vegas. Casino Excalibur

LVI

Fig. 167.- Las Vegas. Casino New York.

Figs. 168-171.- El mundo de Walt Disney en varias Disneylandias y Disneyworlds. El mismo criterio de Las Vegas. Simulacros de un mundo de fantasía y magia que evoca tanto castillos de princesas como mundos futuros, todo ello al servicio de una diversión dócil y acrítica.

LVII

6.- El caso Rusia. Hemos visto cómo el kitsch es un producto de la burguesía, para satisfacer sus ansias románticas de exuberancia fácil. En consecuencia, lo hemos analizado como la estética de la industria de consumo. Sólo hemos visto, pues, su vigencia en el mundo capitalista. Se supone entonces que en una sociedad igualitaria, socialista, el kitsch no tiene sentido, pero eso no es cierto. En tales sociedades la “industria” de propaganda y de dirigismo de masas hace la misma función kitschificadora. Porque, en el fondo, es lo mismo. En unos países es el capital, la dinámica sagrada del consumo imparable, y en otros es la ideología, el comisariado político, el control social. De un modo u otro, al pueblo se le da carnaza seudocultural, bazofia para tenerlo contento y tranquilo. El “caso Rusia” es especialmente sangrante por lo que tiene de estafa a la humanidad, de perversión, adulteración y prostitución de los ideales artísticos de la vanguardia. Mientras se gestaba la revolución, y durante sus primeros años hasta que dominó toda la sociedad, los artistas de vanguardia fueron la voz útil, el gesto sacudidor, el aire nuevo. La revolución soviética trajo una revolución artística como no se ha conocido nunca. La ebullición de poetas, pintores, escultores, autores, actores y decoradores teatrales, bailarines, músicos, cineastas, arquitectos... prometía un mundo nuevo, y había talento suficiente para conseguirlo. Pero, una vez afianzado el bolchevismo, estos artistas sobraban. Nadie podía dar un tono disonante. El individualismo fue prohibido, el formalismo también. (Se acusaba de formalista al moderno, no al neoclásico ni al pastelero). El régimen soviético, que utilizó el arte moderno para revelarse contra los zares, una vez que triunfó quiso lo mismo que los zares. (Esto 140

lo vio claramente Lenin y lo siguió Stalin). Contra los palacios zaristas de mármol no servían los modernos edificios de hormigón, sino palacios tan de mármol como aquéllos, pero para el partido, para el pueblo. Contra el retrato de los zares no valía la pintura abstracta, sino el retrato de los dirigentes políticos y del pueblo trabajador. Se impuso el “realismo socialista”, paradigma del kitsch que se derretía en musculosos mineros y recias agricultoras. Las casas del pueblo no podían ser estructuras revolucionarias, sino palacios versallescos. El pueblo se merecía la dignidad detentada por los antiguos amos, no un mundo vanguardista, abstracto y frío. La política explotó el sentimentalismo y la exaltación demagógica. Maiakovski, el poeta de la revolución, se suicidó en 1930. Malevitch abandonó su investigación suprematista (1913 a 1925 aproximadamente) para pintar campesinos hasta su muerte desgraciada y humillante. El Lissitzki y Kandinsky siguieron haciendo vanguardia porque estaban lejos de la Unión Soviética, pero los que se quedaron tuvieron que rendirse. (Al régimen le interesaba que El Lissitzki, embajador cultural en Europa, siguiera mostrando una línea vanguardista de cara al mundo exterior, pero sus compañeros no podían hacer nada parecido en la Unión Soviética). La magnífica promesa de la arquitectura constructivista fue abortada también hacia 1925. Leonidov, titulado en aquellos años, discípulo de los hermanos Vesnin, llegó tarde y no pudo hacer un solo edificio en su vida. (Al principio de su carrera ganó un montón de concursos que no se construyeron jamás. Después ya no ganó nada y, además, fue apartado de la profesión como disidente peligroso y antisocial). La generación anterior, los Vesnin, Grinzburg, Melnikov... se quedaron parados y desorientados a mediados de los años veinte. Su arquitectura tan aplaudida hasta entonces por los dirigentes soviéticos, dejó de valer. A 141

unos se les acusó de formalistas, a otros de individualistas, a otros directamente de traidores. Su obra no servía para la colectividad, para la idea de cultura del pueblo, puramente kitsch, que se habían forjado los dirigentes. El nazismo es lo mismo. Los gobernantes totalitarios siempre quieren tener controlado al pueblo, y este control nunca olvida la imagen plástica. Esta imagen tiene que ser kitsch porque el pueblo deja de ser el conjunto de los ciudadanos y pasa a ser la masa. La masa tiene que ser dócil y disfrutar del espejismo de la felicidad. La masa no puede ser libre, sino dirigida. El kitsch es el mejor aliado de las dictaduras.

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Figs. 172-176.- Concurso del palacio de los Soviets. 1931. Definitivamente olvidado el espíritu de la arquitectura de vanguardia, las autoridades soviéticas se decantaron descaradamente por el kitsch, porque era mucho más reconocible y celebrable por el pueblo. Arriba, el proyecto ganador, de B. B. M. Iofan, V. G. Gelfreikh con Ja. B. Belopolski y V. V. Pelevina. A continuación, algunos de los perdedores: Le Corbusier, B. Liubetkin, W. Gropius y M. Guinzburg.

LVIII

Figs. 177 y 178.- Ivan Leonidov. Escalinata del Sanatorio de Kislovodsk para trabajadores de la industria pesada. 1938. ¡Única obra realizada por Leonidov! El grandísimo arquitecto tenía que arrastrarse para conseguir un trabajo como éste, y ni siquiera era el arquitecto jefe. El jefe era otro de los grandes: Moisei Ginzburg. Tiempos difíciles. En 1938 la arquitectura de vanguardia era en la U.R.S.S. el vago recuerdo de un sueño imposible.

Fig. 179.- Ivan Leonidov. Sede de las Naciones Unidas (centro de la Ciudad del Sol). 1957-58. Pagoda. Tremendo disparate de quien ya estaba hecho un lío por aquella época, sin encontrar salida por ningún lado e intentándolo todo.

LIX

Fig. 180.- Ivan Leonidov. Circo. Moscú. 1955. Arcada de entrada. Otro disparate kitsch.

Fig. 181.- Ivan Leonidov. Fantasía arquitectónica sobre la mansión Pashkov. Moscú. Década de 1950. Incluso en sus dibujos personales, el desconcierto de Leonidov parece evidente. Una vida trágica, toda una vida sin conseguir construir nada. Se termina por refugiar él también en el kitsch.

LX

Fig 182.- Konstantin Melnikov. Edificio para la Comisaría Popular de la Industria Pesada. Moscú. 1934. Melnikov sí conoció el éxito como arquitecto de vanguardia, pero también a él le llegó el ostracismo por “formalista”. Hacer arquitectura moderna era un efectismo formalista e individualista según el Partido. Hacer kitsch no. El kitsch sí era una labor social

Fig. 183.- Konstantin Melnikov. Pabellón soviético para la Exposición Internacional de París de 1937. 1936. Proyecto presentado al concurso por invitación. No premiado. ¡Qué diferente del pabellón, también en París, de 1925. Habían pasado doce años de oprobio.

LXI

7.- Santiago Calatrava: La belleza del gadget. En una época de desorientación en la que la arquitectura postmoderna se agota en sí misma y en la que las investigaciones neoconstructivistas se disuelven en la desconstrucción, es muy grato que un arquitecto (que además es ingeniero de caminos, lo que le da un marchamo añadido de rigor y seriedad) tome la antorcha de la arquitectura moderna orgánica y haga artefactos desacomplejados. Para este artista la arquitectura orgánica es la que se inspira en huesos de dinosaurio, alas de pollo y esas cosas. Y, para darle un toque aún más moderno, la mecaniza haciendo varillas telescópicas que mueven las estructuras, aleteando (el ala de pollo se hace cita literal) y parpadeando. Sin nada que ver con el libro de D’Arcy Thompson, Sobre el crecimiento y la forma, estudio fundamental sobre, entre otras cosas, la relación entre la forma y la eficiencia mecánica en la biología, Calatrava hace lo contrario: Impone que un puente se base en la testa de un toro y lo hace funcionar a la fuerza. En vez de obtener la forma como solución al problema estructural, da aquélla como punto de partida para sugerirnos huesos y tensores que resulta que funcionan al revés de lo que tal forma sugiere. Si el estudio de los organismos vivos nos confirma que la forma sigue a la función o la posibilita, el kitsch calatraviano, aparentemente inspirado en este principio, nos lleva a pensar que la eficiencia no es la de la forma diseñada, sino la de la tecnología capaz de construir cualquier forma por caprichosa que sea. El caso Calatrava es un caso de evocación poética de la forma, de romántica inspiración. Convoca a la forma de manera forzada como símbolo de otras formas. Es decir: Igual que un soporte tiene que 143

sugerir un fémur, un espacio para las artes visuales tiene que sugerir un ojo. El caso es similar al del Oikema de Ledoux. En aquella ocasión, el arquitecto ilustrado quiso diseñar un lugar de enseñanza y ejercicio de las experiencias sexuales para los jóvenes (masculinos), y lo hizo en forma de pene. (En forma de pene sólo en planta, porque luego en alzado y en perspectiva es irreconocible). El iluminismo simbólico de Ledoux le hizo escoger esa forma, lo que lleva a deducir que todas las formas son indiferentes y que cualquiera sirve para cualquier uso. Algo parecido, pero por ironía (y bobada) en vez de por iluminismo, ocurre con el pop, que es capaz de proporcionarnos un puesto de perritos calientes con forma de perrito caliente o una discoteca “El Cocodrilo” con forma de cocodrilo. ¿Qué es Calatrava, un iluminista o un pop? Por la seriedad con la que contesta en las entrevistas televisivas podemos descartar lo segundo. En cuanto a lo primero, tenemos nuestras dudas. El iluminista propone una forma absoluta, con vocación simbólica y como resumen del universo. Calatrava participa en cierto modo de ese ideal, pero, a nuestro juicio, lo reduce a gadget con pretensión funcional. ¿Por qué se abre y se cierra el párpado de Valencia? Por nada más que por seguir el ideal de la forma simbólica. Por la misma razón por la que, como no puede hacer un ojo entero sino sólo medio, le pone una lámina de agua que haga virtualmente la otra mitad. ¿Por qué aletea la marquesina del andén? Tal vez por equiparar el trayecto ferroviario con el vuelo. En realidad, esos alardes tecnológicos no sirven para nada, en el sentido funcionalista, pero sugieren eficiencia técnica. No es la eficiencia a la que se refiere D’Arcy Thompson y que todos hemos aprendido de la arquitectura moderna, sino otra, emparentada con Boullée y Ledoux, simbólica de un mudo perfecto. El artefacto 144

arquitectónico no es eficiente en sí, pero participa del lenguaje de las cosas que sí son eficientes. Participa del mundo tecnológico en el que vivimos, y, aunque su diseño sea un mero capricho, está hecho con esos elementos modernos, con esos elementos que sí funcionan en otros artefactos. El razonamiento es el siguiente: “Si estos complicados sistemas hidráulicos están ajustados al milímetro y no fallan, entonces la sala que conforman, que como tal sala no es más que un volumen grande sin ninguna dificultad, tiene que funcionar magníficamente”. O, dicho de otro modo, la arquitectura no es nada, está al alcance de cualquiera. Lo que de verdad tiene mérito no es hacer el pabellón de Barcelona (tres paredes y tres lunas), sino hacer un pabellón que se abra, se cierre, se hunda, le levante, se hinche y toque Paquito Chocolatero. Ese es el desafío kitsch, el “más difícil todavía” propio del alarde técnico y de la vaciedad de ideas.

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Figs. 184-187.- Santiago Calatrava. Croquis “artísticos”. 1.- Proyecto de cubrición. Escuela Superior de Wohlen. Aargan (Suiza). 1984-1988. La forma de la cubierta está inspirada en un libro, ¿o una paloma? Bueno, es lo mismo, ¿no? 2.- Puente 9 d’Octubre. Valencia (España). 1986-1988. Inspirado en un caballo. 3.- Puente Austerlitz. París (Francia). 1988. Un ave. 4.- Puente sobre el Guadiana. Mérida (España). 1988. Er puente ez... ¡com’un toro! La forma no se inspira en la función ni en los requisitos estructurales, sino en elementos metafórico-simbólicos.

LXII

Figs. 188-191.- C. N. Ledoux. Oikema (Maison de plaisir). Distintas versiones. Plantas, alzado, perspectiva. Edificio destinado a la iniciación sexual de los jóvenes (hombres; las mujeres que aprendan por su cuenta). Planta en forma de pene, inapreciable en alzado y en perspectiva. Era la casa de las pasiones desenfrenadas, donde contemplar las aberraciones sexuales. Según las ideas reformistas y revolucionarias, esa contemplación haría que el joven, con su innata bondad, tomara el camino de la virtud y acabara en el “Altar de Himeneo” (el círculo exterior, con connotación femenina). Tomamos este proyecto como ejemplo de diseño simbólicometafórico antifuncional y, por lo tanto, cercano al mundo kitsch. Por otra parte, la simbología en planta se perdería ante el edificio construido, que no tiene esa imagen. Planta y alzado responden a mundos compositivos diferentes, haciendo del proyecto una contradicción incoherente.

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Figs 192-193.- Santiago Calatrava. Ciudad de las Artes y de las Ciencias. Hémisferic. Valencia. Como es un edificio para las artes visuales tiene forma de ojo. ¡Anda! El párpado se cierra y se abre con un alarde tecnológico muy del gusto kitsch sin otra función que sorprender y ser simpático. Calatrava busca la imagen en el alzado construido, no en la planta como Ledoux, lo que demuestra que el valenciano es más astuto que el francés, porque su idea sí la va a reconocer el público. (O Ledoux era más vergonzoso y quería mantener el secreto). Ledoux hace lo de la cosa sexual con forma de pene; Calatrava lo de las artes visuales con forma de ojo. ¡Qué idea! ¿Por qué no diseñamos un complejo hospitalario con forma de cuerpo humano? El pabellón de cardiología sería el corazón, con forma de corazón; neurología el cerebro... ¡Qué gracioso! -Me parece muy bien, Don Lacedemonio, ¿pero qué pasa con la función? -No me sea usted aguafiestas, Serafín. ¡Apocalíptico, que es usted un apocalíptico!

LXIV

8.- El canadiense feo. ¿Qué se puede hacer cuando ya está todo hecho? El canadiense, de joven, supo construir alguna obra correcta, bien hecha, interesante, pero poco innovadora. No se conformó con eso; él quería ser un gran arquitecto, y decidió olvidar la corrección y lanzarse al escándalo. Bravo. De una observación inteligente pero trivial hizo una causa: Resulta que los ricos propietarios de hermosas casas victorianas tenían siempre una pista de tenis alambrada, de modo que se asomaban desde sus ventanas adornadas con columnitas y frontoncillos y sólo veían la horrible malla metálica. El joven, viendo que eso era un error, viendo que todo impulso arquitectónico se estrellaba contra una malla de alambre, viendo que la malla de alambre dominaba el mundo, quiso inventarla. Loable intención, que de haber prosperado habría cambiado el paisaje más que las mejores obras arquitectónicas. El joven canadiense fue a un taller de mallas de simple torsión con una idea, pero no le hicieron ningún caso. Fabricaban millas y millas diarias y se las quitaban de las manos, así que, ¿para qué cambiar nada? Decepcionado, el joven salió de allí mascullando su venganza. ¿No hay más que mallas en el mundo? ¡Pues se va a enterar el mundo! Le encargaron un centro comercial y lo envolvió en malla de alambre. Se hizo su casa y la llenó de malla de alambre. Su ansia y su asco le dieron una fuerza brutal. Su arquitectura era una protesta y una acusación. Pero, en vez de escandalizar (o a la vez que escandalizaba), cayó en gracia. Bingo. Aquí lo que cuenta es caer en gracia. El joven canadiense empezó haciendo feroces casas-gallinero, insultando al mundo con su feísmo, gritando contra todo, y ha 146

terminado fascinando a todos, construyendo fantásticas masas fecales envueltas en celofán y en titanio. Hizo un edificio con forma de prismáticos (¡qué gracioso!) y otro al lado con forma de cajón apuntalado (¡qué atrevido!). También hizo un sillón de cartón (¡qué barato!) y una lámpara con forma de pez (¡qué cachondo!). Si lo seguía haciendo como protesta ya no se notaba. Si quería seguir insultando, nadie se daba por aludido. Para mí que empezó su carrera con un alegato antikitsch y luego le cogió el gusto (y su clientela también). Los grandes pensadores franceses René Goscinny y Albert Uderzo reflejan una situación parecida en su célebre obra Astérix y el caldero. Allí, la decadente sociedad romana acepta complacientemente los insultos que les profieren unos pobres artistas de teatro. La gracia de la función son los propios insultos, el cosquilleante y gustoso sofocón que se llevan las nobles damas y los dignos patricios. Creo que estamos en la misma situación. La sociedad kitsch decadente lo acepta todo, lo deglute y acaba por encumbrar en el podium más kitsch a quien empezó por ir a la contra. El antiguo énfant terrible decide que las escamas de su mamotreto sean de titanio y los lamentables políticos se lo compran. Parece que le están comprando un juguetito a su niño favorito, a su énfant mimado, pero se lo están comprando a sí mismos. A la sociedad kitsch le encanta gastar, ya lo hemos visto. Las escamas no se adaptan a la curvatura y se las encaja a golpes. ¡Qué bonito efecto de cáscaras abolladas! ¡Qué brillos irregulares! ¡Qué texturas! Luego se vuelan y el célebre artista sonríe encantado. ¡Qué hermoso espectáculo el de las laminillas plateadas volando sobre la ría como mariposas metálicas! ¡Qué bello despilfarro!

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Figs. 194-197.- Frank Gehry. Der Neue Zollhof. Düsseldorf (Alemania). 1994-1999. Plantas 1, 2, 5 y 7, y perspectivas, del edificio B; plantas 4 y 7 del edificio C; vista general (de izqda. a dcha., edificios C, B y A, y edificios B y C. La forma por la forma, caprichosa, incómoda y sin resolver constructivamente (encuentros malos, carpinterías incómodas...). Con tanta libertad formal y al final la distribución es a base de pasillos, y qué pasillos. Los retorcimientos complican la función; sólo pretenden ser bellos.

Fig. 198.- Frank Gehry. Experience Music Proyect. Seattle (EE.UU.). 1995-2000. Dibujos iniciales. Aquí sí que disfruta Gehry. Parece como si su trabajo terminara con esto. ¿Qué criterio de proyecto se sigue?

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Fig. 199.- Frank Gehry. Experience Music Proyect. Seattle (EE.UU.). 1995-2000. De los dibujos que hemos visto antes se pasa a maquetas de cartón y madera, con criterios escultóricos y no funcionales, y éstas se digitalizan en tres dimensiones. A esto se le llama disponer de medios, pero, por eso mismo, se desata una maquinaria de rutina, en la que el arquitecto actúa como “jefe de equipo”, pero no puede controlar el proceso. Nadie puede controlarlo. El modelo tridimensional genera un número inconcebible de barras estructurales que hay que calcular, superficies alabeadas que hay que escamar, etc.

Figs. 200 y 201.- Frank Gehry. Experience Music Proyect. Seattle (EE.UU.). 1995-2000. El resultado final es muy sorprendente, probablemente incluso para el propio arquitecto. (Siguiendo con la idea del hospital que nos ha sugerido Calatrava, ¿qué les parece este edificio como pabellón de coprología?).

LXVI

Figs. 202-204.- Frank Gehry. Museo Guggenheim. Bilbao. 1997. El procedimiento es el mismo. De unos dibujos iniciales se elaboran maquetas cada vez más detalladas. Todo se resuelve a ese nivel de escultura coquetona. A continuación se realiza una digitalización y modelización tridimensional. La construcción es un alarde de tecnología y un verdadero lío, controlado por los ingenieros y, sobre todo, por los ordenadores. El problema sigue siendo el mismo: la función, la justificación formal-funcional o el alarde fácil. (En este caso hay que reconocer que fácil precisamente no es, pero ya hemos dicho que el kitsch hace un despliegue de medios técnicos muy elaborados al servicio de una idea muy pobre. A eso nos referimos cuando hablamos de facilidad). Lo bueno de hacer museos es que, quede como quede, el espacio interior, sobre todo si es grande, siempre puede servir para exponer algo, y los encuentros casuales de elementos constructivos y estructurales son muy bonitos, sobre todo cuando interactúan con obras de arte conceptual.

LXVII

9.- El desternillante caso de Peter Cook. Yo a este tío te juro que no le entiendo. O sea; yo es que alucino. Va el tío y monta el Arquigrán, que era la leche. Venga a hacer ciudades que andaban y ciudades que volaban en globo, qué flipe. A lo Yorch Lucas. De alucine, tío. Y se montó una estética muy así, a lo yelou sumarín, muy pop y como muy jaitech pa la época, y así muy bit, muy de melenudos de paz universal y armonía mundial tipo jipi, pero con unos monstruos que te pegabas el susto de tu vida. Vamos, que vivo yo en uno de esos edificios-cucaracha con patas y es que me da una linotipia. Muy divertido y lo que tú quieras, que ves mundo sin salir de casa, pero a ver cómo quedas con tu piba el sábado por la noche. Para mí que este tío se ponía. Y luego le ves en el afoto y es mismamente el Elton Yon con las gafotas, pero con una sonrisa de pasmao que lo flipas. Sí, sí, pasmao; pues anda que no es listo ni na. Se montó un estudio que era talmente los Bítels, y venga de dibujar cosas raras pero sin construir ni una, y venga de hacerse famoso sin poner un ladrillo porque se le ocurrían unas cachondadas que pa qué. Que si era una crítica o yo qué sé, o una chorrada de los nuevos tiempos y de la movilidá y de la libertá, que era la época de cuando las tías quemaban los sostenes y se liberaban. La cosa de la píldora y el amor libre y el porro y haz el amor y no la guerra, qué pasada. Yo tenía un colega que le conoció y me dijo que era más listo que el hambre, y que hablaba con un piquito de oro que te dejaba trastornao. Un pájaro. Y sin tener que aguantar a los clientes ni problemas con los costruztores ni ná. A mí, éste y la Zaja Jadiz. Cómo se lo han montao toa la vida. Qué morrazo más grande, madre mía. Eso sí, el que valga que les siga, que no es fácil. El que vale vale, y el que no, a armar hormigón y a calcular el kasugé, a ver si cumple. Pues éste vale pa un roto y pa un descosido; se 148

ríe de to y to lo deja patas arriba. Te hace unos alzados de rascacielos que pregúntale cómo son las plantas, si te atreves, o te llena una azotea de árboles que ya no sabes si es una cubierta ajardinada o la selva de Tarzán. Da igual porque no son edificios pa costruir, sino pa enrollarse. El tío no es tonto, qué va. Escribió un libro que se titulaba pensamiento y acción, que está dabuten, que te habla del Duiquer y el Dudoc y el Gaudí y te estudia las obras llevándoselas a su huerto que les saca punta y sustancia y parece que está haciendo una campaña eleztoral. El tío es un publicista y un político, y es lo que tiene, que te vende el amoto. Lo del nombre Arquigrán venía de juntar la palabra arquiteztura y la palabra diagrama, o sea, diagrama de la arquiteztura, te tronchas. Veía la cosa como un teorema, y la esplicaba con mucho fundamento. To’l mundo venga de costruir, de hacer voladizos y grandes luces y escuelas y desarrollo sostenible y niu tauns, ahí toa la tercera generación, los nietos del Corbusier y del Miesvanderroe con sus poblemas y con la muerte del movimiento moderno, y él tranquilo, a su bola, esplicando la escuela de Glasgou de Maquintos y la movilidad urbana con su cara de Elton Yon que sólo le falta el piano, que hace un proyesto que parece la portada de un disco y se queda tan fresco. El tío s’ha dao cuenta de que la sociedá está de los nervios y s’ha nombrao siquiatra de tanto tonto’l bolo; pero yo no sé si con esa carita y esa sonrisa de idiota se está riendo de nosotros. Pa mí que sí.

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Fig. 205.- Peter Cook Room of 1000 Delights. 1970. Habitación experimental (e incomprensible) realizada con un grafismo muy de la época, como de portada de un disco pop. A nadie le importa cómo es esa habitación de las mil delicias. Se sigue una estética kitsch, de la que Cook siempre está a punto de salvarse por su espíritu irónico y provocador.

Fig. 206.- Peter Cook. Arcadia: Trickling Towers Metamorphosis. 1979. Lo mismo. Sigue la provocación. ¿Alguien piensa que estas torres cambiantes son construibles? Cook tampoco lo pretende. Pero una cosa es ser un provoador, un cachondo, y otra un arquitecto. Un arquitecto tiene que construir, tiene que buscar soluciones. Cook renuncia. Su postura es muy cómoda, pero es frustrante.

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Fig. 207.- Peter Cook. Outriders of the Layer City. 1981. Fig. 208.- Peter Cook. Tower with electronic bugs. Real City Frankfurt. 1986.

Fig. 209.- Peter Cook. Karmeliter Museum. Frankfurt. 1980. Esto sí parece un encargo real, y se nota. Se amplía una edificación existente con unos añadidos modernos. Pero aquí la imaginación se frena. Tira de catálogo y lo mezcla todo: ventanas en serie horizontal, en diagonal, rotas... Rectas, curvas... Opacidades, transparencias... Parece como si, ante la vista de un encargo, Peter Cook quisiera demostrar todo lo que sabe y que lleva años rumiando, pero, ahora que se sujeta, ahora que quiere ser realista y comedido, ahora sí que le sale el kitsch.

LXIX

10.- Bofill y Bofilín. Yo no estaba muy enterado por entonces. La primera vez que oí hablar de Ricardo Bofill Leví fue en los últimos años setenta. Era, al parecer, un arquitecto antifranquista y contestón, que no tenía título y trabajaba con un primo suyo que le firmaba (como Le Corbusier con Pierre Jeanneret). Y no tenía título porque no le daba la gana, porque la escuela de arquitectura era una mierda y la enseñanza era una mierda y el sistema era una mierda. Parece ser que le quedaban un par de asignaturas cuando abandonó la carrera. Otros me contaban que apenas había pasado de segundo curso. El colegio de arquitectos le tenía enfilado y todo el mundo le odiaba. Así lo oí y así lo cuento, y no importa que no fuera del todo verdad porque era algo mejor: una leyenda. Ricardo Bofill era un personaje legendario. Había triunfado en Francia (algunos decían que tuvo algo con una hija de Giscard D’Estaing) y allí le habían dado un título honorífico de arquitecto, o le habían hecho doctor honoris causa, o algo así. Pero los catalanes no le reconocían esa distinción, así que en Francia firmaba él y en Cataluña su primo. (Eso es lo que oí). Construyó un extraño conjunto de viviendas cerca de Barcelona, el Walden 7, brutal entre las ruinas de una fábrica de cemento abandonada, y realizó otras muchas obras interesantes y tremendas. Era cuando se empezaba a hablar del posmodernismo, y su obra era indudablemente posmoderna. Recordaba vagamente a Gaudí, a Paul Rudolph, a Moshe Safdie, y era una aguda crítica al movimiento moderno. Rompía los elementos lingüísticos de la arquitectura moderna y los recomponía en puzzles demenciales y muy vivos. Al Bofill de esa época, o a su leyenda, le tengo una rara simpatía, casi como la que le tengo a Peter Cook. 150

Pero Bofill probó la grandeur francesa y le gustó. Se lió a construir columnas dóricas y toscanas y a inventarse órdenes clásicos con vidrios y aceros, y encontró un modo fácil de ganarse la vida, que es lo que al final cuenta. Y a ganársela muy bien. Una vez le oí decir por la tele que hacía viviendas sociales con el lenguaje clásico porque los obreros tenían derecho a vivir bien, a sentirse nobles. Exactamente el mismo concepto arquitectónico kitsch que tenían Lenin, Stalin y Hitler. El problema es que se confundía la nobleza y el confort del obrero con los prejuicios estilísticos del pasado convertidos en incultura actual. Se confundía la nobleza con los triglifos y las metopas. Obviamente, era también la misma idea kitsch de Franco, su odiado enemigo. Lo que pasa es que Franco no había tenido dinero suficiente para sus poblados dirigidos y a Giscard le salía el dinero por las orejas (bastante prominentes). Francia, nación rica y poderosa, podía permitirse todos los frontones del mundo, en auténtico hormigón crema y en vidrio polarizado reflectante. Los defensores de Bofill hablaban (y siguen hablando) de su lenguaje clásico como crítica desinhibida e irónica al movimiento moderno, como relectura y bricolage a lo Lévi-Strauss (fisión semántica), pero los aguafiestas de siempre, los apocalípticos, no le veían (ni le siguen viendo) la gracia. Como los apocalípticos nunca han contado para nada, la arquitectura de Bofill, llena de jardines de Abraxas y escalas del barroco, triunfó en los medios y se lanzó comercialmente de tal manera que casi cualquier ciudadano medianamente analfabeto, si se ve en el aprieto de tener que citar el nombre de un arquitecto español contemporáneo, exclama satisfecho: “Sí, hombre, el Bofill”. Yo decía en broma, creyéndome muy agudo, que Ricardo Bofill era el Julio Iglesias de la arquitectura cuando me enteré del inminente 151

casorio de los hijos de ambos. No me lo podía creer. Era demasiado hermoso. Lamentablemente, el sonado matrimonio duró menos que un hígado humano en el congelador de Hannibal Lecter, pero nos permitió conocer a Bofilín. Bofilín era entonces solamente un videoartista (filmó la cinta de su vida matrimonial más o menos íntima que se regaló con la revista Hola), pero su talento (que lo tiene) le hizo ser enseguida estrella mediática, escritor, arquitecto, pintor, cuñadísimo de Enrique Iglesias, polemista cubatero y adalid del “Hostia, tú”. Una vez liquidado su fugaz matrimonio se trajo a España a una despampanante mexicana que hoy canta lo de “y yo sigo aquí esperándote, que tu dulce boca corra por mi piel”, o algo así. Fantástico. Obviamente, el desinhibido hijo es la digna astilla del desinhibido palo de su padre. Y el padre y el hijo llenan de emoción nuestras apáticas vidas.

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Fig. 210.- Ricardo Bofill. “El Palacio”, Les Espaces d’Abraxas, Marme-la-Vallée (Francia), 19791983. El juego postmoderno se realiza en el laboratorio de formas. Tiene algo de juego infantil de arquitectura, de piezas de madera o de plástico, y el procedimiento es similar: el juego. Se producen fisiones semánticas y elaboraciones lingüísticas interesantes, pero que se agotan en sí mismas. Fig. 211.- Ricardo Bofill. “Walden 7”. Sant Just Desvern (Barcelona), 1970-1975. (Construido sólo parcialmente). Es la obra maestra de Bofill. Aquí sí vemos un potente trabajo de elaboración lingüística y espacial.

Fig. 212.- Ricardo Bofill. Antígona. Plaza del Número de Oro. Montpellier (Francia), 1984. ¿La investigación lingüística postmoderna lleva a esto? ¿A proporciones áureas y legajos históricos?

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Figs. 213 y 214.- Ricardo Bofill. Antígona. Plaza del Número de Oro. Montpellier (Francia), 1984. ¿Esto es lo post-moderno o lo anti.moderno? El refugio en las formas clásicas es una rendición, pero no hay vergüenza, sino orgullo, un orgullo kitsch que se satisface en sus hermosas formas.

Fig. 215.- Ricardo Bofill. Les Echelles du Baroque (Las escalas del barroco). París, 1985. ¡Qué atrevido! ¡Qué excitante y a la vez qué atractivo! Órdenes gigantes y apartamentos en puente. Esto sí que es vanguardia. ¿El lenguaje? Muy bonito. Un suave compromiso entre ingeniería avanzada y órdenes clásicos. ¿Se puede pedir más?

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Figs. 216 y 217.- Ricardo Bofill. Les Echelles du Baroque, París, 1985. ¡Qué pasada! ¡Ahora toscano en vidrio! ¡Toma fisión semántica! Las columnas son fachadas, la estructura es hueco. ¡Toma! Ni Adolf Loos, en su peor pesadilla (Chicago Tribune), pudo pensar algo así. (La foto superior es mucho más bonita, porque sugiere una fiesta infinita. La de abajo muestra el final, la esquina. Lo menos que se le puede pedir al kitsch sublime es que resuelva bien los detalles).

Figs. 218 y 219.- Ricardo Bofill. El Anfiteatro. 27 apartamentos en La Manzanera. Calpe (Alicante), 1983. He aquí la promoción de apartamentos de playa, pequeñísimos, desastrosos de distribución, pero finos y elegantes gracias al lenguaje clásico, que sirve tanto para un roto como para un descosido. Anfiteatro, agua, balaustrada, dobles pilastras... Sí, pero ¿y la media fachada de borde? ¿Hay riesgo o no hay riesgo? ¿Hay vanguardia o no hay vanguardia? ¿Eh?

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BIBLIOGRAFÍA ADORNO, Theodor W., 1970 Asthetische Theorie, Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1970, (tr. cast. de Fernando Riaza, rev. por Francisco Pérez Gutiérrez, Teoría estética, Taurus, Madrid, 1980, pp. 479). BACHELARD, Gaston, 1957-1974 La poétique de l’espace, Presses Universitaires de France, París, 1957, (tr. cast. de Ernestina de Champourcin, La poética del espacio, Fondo de Cultura Económica, México, 1965, 2ª ed. en español, 1975, de la 8ª en francés, de 1974, 4ª reimpr, 1994, pp. 281). BANHAM, Reyner, 1960 y 1982 Theory and Design in the First Machine Age, The Architectural Press, Londres, 1960 y 1982 (tr. cast. de Luis Fabricant, Teoría y Diseño en la Primera Era de la Máquina, 1ª ed. cast. Nueva Visión, Buenos Aires, 1977, 2ª ed. revisada, con nueva introd., (de la 2ª ed. ingl.) tr. por C. Fdez. Medrano, Paidós, Barcelona, 1985, pp. 332). BOURDIEU, Pierre, 1979 La distinction, Les Editions de Minuit, París, 1979, (tr. cast. de Mª. del Carmen Ruiz de Elvira, La distinción. Criterios y bases sociales del gusto, Taurus, Madrid, 1988, pp. 597). BOZAL, Valeriano, 1986 “El kitsch aquí y ahora”, Lápiz, nº 31, Madrid, 1986, pp. 36-38). BROCH, Hermann, 1933 “Kitsch y arte de tendencia” (5ª parte del texto “El Mal en el sistema de valores del arte” -no se da título original-, de Neue Rundschau, (tr. cast. de Francisco Serra Cantarell, en Broch, 1955, pp. 7-14). 1951

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s.d. (a)

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s.d. (b)

“Die Kunst und ihr Un-still am Eude des 19 Jahrhunderts”, (tr. cast. de Margarita Muñoa, “El arte a fines del siglo XIX y su no-estilo”, en Broch, 1955, pp. 63-80).

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1968

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1970

Le oscillazioni del gusto, Einaudi, Turín, 1970, (tr. cast. de Carlos Manzano, Las oscilaciones del gusto, Lumen, Barcelona, 1974, pp. 142).

1983

I fatti loro. Dal costume alle arti e viceversa, Giangiacomo Feltrinelli, Milán, 1983, (tr. cast. de Esther Benítez y Carlos Alonso, Imágenes interpuestas. De las costumbres al arte y viceversa, Espasa Calpe, Madrid, 1989, pp. 205).

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1965

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1910

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1924

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1972

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