El arte religioso del siglo XII al siglo XVIII.

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Mâle, Emile El arte religioso del siglo XII al siglo XVIII

I. EL ARTE RELIGIOSO DEL SIGLO XII I.8. LAS PORTADAS HISTORIADAS DEL SIGLO XII Nacidos en Francia, estos magníficos tímpanos son una de las mejores bellezas de las iglesias cristianas. A ellos va inmediatamente la mirada del espectador; invitan a la meditación; arrancan al fiel de todos sus miserables pensamientos cotidianos y lo preparan a entrar en el santuario. Antes de franquear el umbral, se respira ya un aire ultraterreno. Sobre una portada decorada con una virgen majestuosa rodeada de ángeles, pueden leerse estas palabras: “Al entrar aquí, quienquiera que seas, elévate a las cosas del cielo”. De este modo se esforzaron los escultores románicos para encerrar algunas grandes ideas en un semicírculo de piedra. Los artistas del Mediodía de Francia, creadores de los tímpanos esculpidos, afrontaron la solución de un difícil problema. ¿De qué modo disponer artísticamente los personajes dentro de un semicírculo? Parece absolutamente necesario, según ellos, colocar en el centro una figura mayor, que domine a todas las demás. El tímpano debía encerrar, pues, una escena triunfal; estaba predestinado a representar un espectáculo augusto. He aquí lo que tan bien supieron comprender los escultores meridionales. Crearon tres tipos de portada, que guardan, todos, ese carácter majestuoso. El primer tipo es el de Moissac, que representa al Cristo del Apocalipsis; el segundo es el de San Sernín de Toulouse, que representa a Jesús subiendo al cielo; el tercero es el de Beaulieu, que representa a Jesús en trance de juzgar a los hombres. Todas las portadas del siglo XII representan uno de estos tres temas. El Cristo apocalíptico de Moissac, que aparece entre los cuatro animales, es el que ha tenido mayor influencia en torno. Se le encuentra en todo el Mediodía. En el norte, inspiró el Cristo apocalíptico de Chartres, que a su vez fué imitado en la Francia septentrional. Muchas de las portadas a que hemos hecho alusión están decoradas con grandes estatuas que se alinean a cada lado de la entrada. Estas estatuas pasan por otros tantos enigmas, y han descorazonado a los arqueólogos modernos, que parecen haber renunciado a encontrarles sentido. Seguramente, tales estatuas no son fáciles de explicar, pero tal vez se haya exagerado su misterio. No nos entregan todo su secreto, pero cuando menos, nos dejan entreverlo. La idea magnífica de colocar una estatua en cada una de las columnas de una portada surgió en Saint-Denis hacia 1135. Fué inspirada tal vez por los apóstoles que podían verse en Toulouse, esculpidos en bajorrelieve, a ambos lados de la portada claustral de Saint-Étiene. Suger, que todo lo dirigía, no fué tal vez ajeno a esta innovación, porque transformar a los personajes en columnas es tanto una idea mística como plástica. En todo caso, Suger, ¡qué duda cabe!, escogió personalmente los veinte personajes que decoraban las tres portadas de SaintDenis. ¿Quiénes eran estos personajes? Desde luego, no eran los reyes merovingios que creyeron reconocer los benedictinos de] siglo XVIII. Los dibujos publicados por Montfaucon en sus Monumentos de la monarquía francesa, ofrecen, en efecto, una particularidad reveladora. Un crecido número de estos héroes solemnes, de largas túnicas, llevan bonete acostillado que les ciñe estrechamente la cabeza. Recordemos que un gorro semejante aparece desde muy temprano en el arte de Toulouse, como insignia de los judíos. Más tarde lo encontramos en la portada occidental de Chartres; San José lo lleva en la escena de la Presentación en el Templo. Se trata de un legado de las escuelas del Mediodía a las del Norte. No se puede dudar, pues, que

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los personajes de Saint-Denis, tocados con ese gorro, pertenecen al Antiguo Testamento. Hay que concluir también que las figuras de reyes y de reinas que los acompañan representan reyes y reinas de la Biblia y no de la historia de Francia. En esto podemos reconocer el genio meditativo de Suger. Él había querido que el Antiguo Testamento diera acceso al Nuevo. Antes de llegar a Jesús, el creyente pasaba ante aquellos que lo habían esperado durante siglos. Si se hubieran conservado los nombres que antaño figuraban en las bandoleras de cada personaje, el pensamiento de Suger tomaría un carácter de precisión que vendría a añadirse a su belleza. ¿Qué patriarcas y qué reyes escogió? Tenemos que resignamos a ignorarlo. Pero ya es algo el haber podido comprender que Suger consideraba a los héroes del Antiguo Testamento como columnas de las portadas que nos introduce en el Templo. La idea de Suger fué imitada en la portada occidental de Chartres, donde vuelven a encontrarse los personajes tocados con el gorro acostillado, incluso las reinas y los reyes. Más aún que en Saint-Denis, estas altas estatuas, algunas de las cuales son de un arte tan fino, semejan columnas, delicadas columnas estriadas. Igual que en Saint-Denis, son anónimas, porque los nombres que fueron inscritos en las bandoleras se han borrado. En el pórtico de San Benigno, en Dijón, que sólo conocemos por un dibujo de Dom Plancher, se halla otra vez el Cristo apocalíptico y las grandes estatuas; junto a los reyes bíblicos podía verse una reina. Esta reina misteriosa va, siquiera ella, a entregarnos su secreto. Al estudiar el dibujo esta figura se advierte un detalle que parecería increíble si algunos testimonios antiguos, vinieran a confirmarlo: la reina de la portada de San Benigno tenía un pie de ganso. El artista Dijón había representado, pues, a la famosísima reina Patoja, que es nada menos la reina Saba.

de no de de

La imaginación judía y la fantasía arábiga trabajaron largo tiempo el tema de la reina de Saba. El oriente le creó una leyenda romántica, en la cual los djinns desempeñan su papel. Por orden de Salomón, condujeron a Jerusalén el trono de oro de la reina, que lo reconoció con sorpresa en el palacio del rey. Salomón la recibió en un salón con pavimento de cristal; la hermosa reina, creyéndose al borde del agua, levantó su falda, dejando ver sus feísimos pies. La leyenda oriental habla de unos pies de asno, la leyenda occidental de pies de ánsar. Desde el siglo XII, un texto que se ha conservado en un manuscrito alemán nos representa a la reina de Saba con un pie de ánsar. En Francia no existe un texto tan antiguo, pero la estatua de Dijón nos prueba que en el siglo XIX la tradición era perfectamente conocida. Podría ser que esta reina con pie de ánsar fuera representada por primera vez en los talleres tolosanos porque todavía en tiempos de Rabelais podía verse en Toulouse una imagen de la reina Patoja; allí se enseñaban también su palacio y sus baños, pues la reina legendaria asociaba su leyenda a la de la joven princesa Austris, bautizada por San Sernín. La reina con pie de oca del pórtico de Dijón era pues, sin duda alguna, la reina de Saba. Y no menos cierto parece que la estatua de rey que estaba frente a ella representaba a Salomón; la estatua que le sigue es, evidentemente, la de David. ¿Por qué figuraba la reina de Saba en compañía de los héroes del Antiguo Testamento y de los apóstoles del Nuevo? Porque siguiendo la doctrina medieval, ella simbolizaba al mundo pagano en marcha hacia Cristo, prefiguraba a los magos que, como ella misma, buscaban al Dios verdadero. Por tanto, el Viaje y la Adoración de los Reyes Magos estaban, precisamente, representados en el dintel de San Benigno. El juicio Final que aparece con gran esplendor en la portada de Beaulieu (Corréze) inspiró el de la iglesia de Suger en Saint-Denis. El Mediodía nos ofrece un juicio Final más rico que el de Beaulieu: el de Conques, en el Aveyron. La iconografía del juicio Final de Conques no es menos nueva; difiere profundamente de la del tímpano de Beaulieu. El Cristo ya no extiende los brazos en cruz; muestra sus llagas, pero su mano derecha está levantada del lado de los elegidos, y su mano izquierda cae del lado de los réprobos. Los apóstoles no están sentados en torno de él, y el tímpano, así desalojado, ofrece un vasto campo abierto para la representación de las recompensas y castigos. La Resurrección de

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los muertos sólo ocupa ya un pequeña lugar. Por primera vez, el Sol y la Luna planean por encima de la escena del Juicio, al lado de los ángeles que muestran la lanza, los clavos y la cruz; en el siglo siguiente, los ángeles se llevarán los dos astros, como se recogen las lámparas apagadas e inútiles, "porque la cruz -según nos dice Honorio de Autun- brillará con luz más resplandeciente que la del sol". Por primera vez, los elegidos forman, a la derecha del Señor, un largo cortejo guiado por la Virgen, a quien acompaña San Pedro, llaves en mano. Detrás de San Pedro, un grave contemplador, apoyado sobre un bastón en forma de  es, tal vez, San Antonio, el padre de los solitarios. Detrás de él aparece un abad, sin duda San Benito, padre de los monjes; lleva a un emperador de la mano que avanza con timidez y que es probablemente Carlomagno, el benefactor legendario de la abadía de Conques. Entrará en el cielo, no por su cetro ni por su corona, sino gracias a las plegarias de los monjes que él tanto amó. Ni en Beaulieu ni en las portadas que de allí se derivan se ve el Juicio en acción. En Conques, San Miguel tiene la balanza y pesa el bien y el mal, mientras que el diablo, con gesto cínico, trata de bajar el platillo del mal, mediante un golpe del pulgar. El peso de las almas introduce el drama en la escena del Juicio Final. El episodio había sido representado ya por el arte meridional, porque en el Museo de Toulouse un capitel de principios del siglo XII nos muestra a San Miguel pesando las almas en presencia de satanás. Esta escena patética se difundió por todo el Mediodía: puede vérsela en un capitel de la abadía de San Pons y a uno de los lados de la portada de San Trófimo, en Arlés. En el Oeste, se la ve sobre un capitel de San Eutropio de Saintes. Auvernia la conoció también, como lo prueba un capitel de San Nectario. Los escultores meridionales la recibieron del Oriente por mediación de los manuscritos iluminados, porque hoy día se ha hecho evidente que fué el arte oriental el que hizo entrar este bella episodio en la escena del juicio Final. Un antiguo fresco, recientemente descubierto en la iglesia de Peristrema, en Capadocia, muestra, no lejos del Juez, al ángel que lleva la balanza. Se trata probablemente de una innovación venida del Egipto cristiano. Durante siglos, el Egipto faraónico había pintado el Juicio del alma sobre el papiro del Libro de los muertos y sobre las paredes de las tumbas. En presencia de Osiris, sentado sobre el trono, y de sus cuarenta y dos asesores, Anubis vigila los platillos de la balanza. Tembloroso, el muerto advierte con espanto que su corazón no está ya en su pecho: puede verlo sobre uno de los platillos, en tanto que en el otro pesa el símbolo de la Justicia. El muerto se defiende a sí mismo, y pronuncia la hermosa confesión negativa en la que el antiguo Egipto revela su bondad: "Yo no he hecho verter lágrimas, no he causado sufrimiento a nadie, no he quitado la leche de la boca del niño, no he arrojado al ganado de la hierba en que pacía, soy puro, soy puro, soy puro." Si los dos platillos se equilibran, si la aguja del fiel permanece inmóvil, el muerto justificado franquea las puertas del Amenti. El Egipto cristianizado no podía olvidar esta imagen de la balanza, y la puso, en manos de San Miguel, el arcángel de la justicia. En Conques, el infierno aparece representado con novísimos detalles. Se abre por unas fauces monstruosas en las que se hunden los réprobos: son las fauces del Leviatán en el libro de Job, y el pensamiento medieval ha sido tan fielmente interpretado por el artista que puede verse la puerta detrás de la cual, al decir de los comentadores, el monstruo esconde su terrible rostro. Puede verse también la caldera en la cual son arrojados los pecadores; Satanás, de mayor tamaño que todos los que le rodean, impera en medio de los suplicios, y tiene por escabel el cuerpo de un condenado. El Orgullo cae precipitado desde lo alto de su montura; la Avaricia, bolsa en mano, cuelga de una horca, como Judas; una pareja, encadenada por toda la eternidad, simboliza la Lujuria. El Paraíso es un pórtico bajo el cual están sentados los bienaventurados. Abraham, cuya imagen aparece representada por primera vez en la portada de Moissac, reaparece en Conques; acoge en su seno dos almas elegidas. Los mártires, las vírgenes y las santas mujeres llevan sobre la frente la corona de los emperadores; los mártires llevan la palma y sostienen un cáliz, que recuerda la virtud de su sangre derramada. Santa fe, la ilustre santa de Conques, tiene su lugar aparte; está arrodillada bajo la mano de Dios.

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Junto a estos tres tipos de portada, puede verse, a fines del siglo XII, la aparición de una nueva consagrada a la Virgen. La portada de Senlis debió de quedar terminada hacia 1185, porque sus bajorrelieves fueron imitados en 1189 en el jube de Vezzolano, en el Piamonte. Como en Bourges, todo el tímpano ha sido consagrado a la Virgen, pero en Senlis podemos admirar una obra conmovedora y poética, que hace sentir la mano y el pensamiento de un gran artista. Un artista que no se detiene en los episodios secundarios. Dos escenas, en el dintel, resumen todo el relato: la Virgen muere en medio de los apóstoles; luego, tres días después de sus funerales, los ángeles vienen a levantar su cuerpo de la tumba. De los dos relieves, el primero está bastante mutilado para que podamos hablar de él, pero el otro es una maravilla. La resurrección del cuerpo de la Virgen por los ángeles es una escena nueva en la iconografía religiosa: el artista ha hecho de ella una verdadera obra maestra. Los lindos ángeles, con sus túnicas ceñidas, librados del peso de la materia, son ligeros corno pájaros. No pesan más que las golondrinas, cuyas largas alas ostentan. Se apresuran a, cumplir la orden de Dios con un impulso en el que hay más amor que respeto. Uno de ellos levanta la espalda de la Virgen, mientras otro sostiene su cabeza con ternura familiar. Un ángel que no puede aproximarse a ella, busca un punto de apoyo en el ala de su vecino, para contemplarla. Otro lleva en la mano una corona, que con toda prisa va a colocarle en la cabeza. Los lienzos ceñidos al cuerpo, la caligrafía de los pliegues que son a modo de rúbricas, los tirabuzones de cabellos sobre la frente, relacionan este bajorrelieve con la antigua escuela, pero el sentido de la vida y del movimiento, el encanto y la poesía de esta hermosa obra anuncian el arte de los nuevos tiempos. En 1185, el bajorrelieve de Senlis aparece en Europa como un auténtico prodigio. El dintel de Senlis está dominado por una escena magnífica que llena todo el tímpano: la Virgen, con la corona en la frente, está sentada en el cielo a la derecha de su hijo. Se trata de la Coronación de la Virgen en su primer aspecto: María no recibe la corona inclinándose, como lo hará más tarde; la ha recibido ya, y parece liberada en adelante de las leyes del tiempo. En este caso, la ordenación del tímpano, vanamente intentada en Bourges, fué definitivamente encontrada: por encima de la Muerte, que no es más que un episodio, está el Triunfo. Como puede verse, el siglo XII preparó todos los temas que el siglo XIII iba a desarrollar con magnificencia.

II. EL ARTE RELIGIOSO DEL SIGLO XIII II.1 SIMBOLISMO DEL ARTE DE LA EDAD MEDIA El arte de la Edad Media es eminentemente simbólico y la forma fué casi siempre la envoltura del espíritu. Al espiritualizar la materia, los artistas fueron tan hábiles como los teólogos. Dieron, por ejemplo, a la gran araña de Aquisgrán la forma de una ciudad defendida por sus torres. ¿Cuál es esta ciudad luminosa? La inscripción nos lo dice: la Jerusalén celestial. Las beatitudes del alma, prometidas a los elegidos, están representadas en las almenas, junto a los apóstoles y a los profetas que guardan la ciudad santa. ¿No es ésta una magnífica manera de realizar la visión de San Juan? El artista que adornó un incensario con la imagen de los tres jóvenes hebreos en el horno ardiente supo hacer perceptible un bello pensamiento. El perfume que sube del brasero parece ser la plegaria misma de los mártires. Estos piadosos obreros ponían en sus obras toda la ternura de sus almas. Otro artífice, todavía más sutil, dio a la voluta de un báculo de obispo la forma de una serpiente que lleva en la boca una paloma. De este modo quiso recordar al pastor las dos virtudes

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que convienen a su ministerio. "Esconde la simplicidad de la paloma bajo la prudencia de la serpiente", dicen los dos versos latinos grabados en el cayado pastoral. Otro báculo nos muestra también una serpiente que amenaza a la Virgen con su boca impotente; en la voluta, el ángel le anuncia que ella dará a luz al vencedor de la serpiente. Frecuentemente los artistas traducen exactamente la doctrina enseñada por los liturgistas. En el santuario de la Santa Capilla, los escultores adosaron, a doce columnas, doce estatuas de apóstoles que llevan en sus manos cruces de consagración. Efectivamente, los liturgistas nos enseñan que cuando un obispo consagra una iglesia debe marcar con doce cruces doce columnas de la nave o del coro. Quiere dar a entender con ello que los doce apóstoles son los verdaderos pilares del templo. Es éste el símbolo revelado a los fieles, de la manera más afortunada, en el interior de la Santa Capilla. Todo el mobiliario religioso del siglo XIII nos muestra a la materia moldeada por el espíritu. En el atril, el águila de San Juan abre, toda la anchura de sus alas para sostener el Evangelio. Dos hermosos ángeles, con largas vestiduras, llevan en procesión los cilindros de cristal en que reposan los huesos de los santos y de los mártires. Las vírgenes de marfil se abren y muestran que llevan, grabada en el sitio del corazón, toda la historia de la Pasión de Jesús. En el cimborrio de la catedral, un ángel gigantesco, que domina la ciudad, gira con el sol y da a cada hora un sentido sobrenatural. II. 2. LOS CUATRO ESPEJOS DE VICENTE DE BEAUVAIS Para estudiar las innumerables obras de arte de las catedrales del siglo XIII, hace falta un método. Este método nos lo ofrece Vicente de Beauvais, el célebre enciclopedista del siglo de San Luis. Seguiremos el orden de los grandes libros que él llamó Espejos, y donde encerró todo el saber de su tiempo. La obra se divide en cuatro partes: Espejo de la Naturaleza, Espejo de la Ciencia, Espejo de la Moral y Espejo de la Historia. En el Espejo de la Naturaleza se reflejan todas las realidades de este mundo, en el mismo orden en que Dios las ha creado. Los días de la Creación señalan los diferentes capítulos de esta gran Enciclopedia de la naturaleza. Los elementos, los minerales, los vegetales y los animales están sucesivamente enumerados y descritos. Todas las verdades y todos los errores que la Antigüedad había transmitido a la Edad Media se encuentran allí. Pero, naturalmente, Vicente de Beauvais consagra a la obra del sexto día -la creación del hombre- la mayor atención, porque el hombre es el centro del mundo, y el mundo sólo ha sido hecho para él. El Espejo de la Ciencia se inicia con el relato del drama que explica el enigma del universo, por la historia de la Caída. El hombre ha caído, y en adelante, no puede esperar la salvación más que de un Redentor. Pero él puede comenzar por sí mismo a levantarse de nuevo y prepararse para la gracia, por medio de la ciencia. Hay en la ciencia un espíritu vital, y a cada una de las siete artes corresponde uno de los siete dones del Espíritu Santo. Después de haber expuesto esta amplia y humanitaria doctrina, Vicente de Beauvais pasa revista a todos los aspectos del saber. No olvida ni las artes mecánicas; porque el hombre comienza la obra de su redención con el trabajo de sus manos. El Espejo moral se relaciona estrechamente con el Espejo de la Ciencia. En efecto, el fin principal de la vida no está en saber, sino en obrar. La ciencia no es más que un medio de llegar a la virtud. De aquí se origina una sabia clasificación de los vicios y las virtudes, en la que reaparecen el método, las divisiones y a veces las mismas expresiones de Santo Tomás de Aquino, porque el Speculum morale no es más que una abreviatura de la Summa. El Espejo histórico viene en último lugar. Hemos estudiado la humanidad en abstracto, ahora nos sale al paso la humanidad viviente. Vemos al hombre en marcha bajo la mirada de Dios. Lucha, sufre, inventa las ciencias y las artes, tan pronto opta por la virtud corno por el vicio, en la

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gran batalla interior que resume toda la historia del mundo. Apenas es necesario hacer notar que para Vicente de Beauvais, como para San Agustín, para Pablo Orosio, para Gregorio de Tours y para todos los historiadores de la Edad Media, la verdadera historia es la historia de la iglesia, la historia de la Ciudad de Dios, que comienza en Abel, el primero de los justos. Hay un pueblo elegido: su historia es la columna luminosa que aclara las tinieblas. Por lo que se refiere a la historia del mundo pagano, no merece ser estudiada sino en relación con la otra, y no tiene más valor que el de un sincronismo. Sin duda, Vicente de Beauvais no desdeñó contarnos las revoluciones de los imperios, y hasta llegó a complacerse al hablarnos de los filósofos, de los sabios y de los poetas gentiles; pero semejantes capítulos son verdaderamente episódicos. La idea maestra de su libro está en otra parte. Lo que da unidad a su obra es la sucesión de los santos del Antiguo y el Nuevo Testamento: por ellos, y solamente por ellos, se explica la historia del mundo. [.....] II.6. EL ESPEJO HISTÓRICO EL ANTIGUO TESTAMENTO

El Antiguo Testamento siempre fué juzgado como una, prefiguración del Nuevo. Dios, que todo lo contempla bajo el aspecto de la eternidad, ha puesto una profunda armonía entre el Antiguo y el Nuevo Testamento: el uno no es más que la figura del otro. Lo que el Evangelio nos muestra a plena luz solar, para decirlo como en la Edad Media, el Antiguo Testamento nos lo hace ver a la claridad incierta de la luna y las estrellas. En el Antiguo Testamento, la verdad va cubierta con un velo; pero la muerte de Jesucristo rasga el místico velo. Por eso dice el Evangelio que las cortinas del Templo se rasgan de arriba abajo en la hora en que Jesús entrega su espíritu. Por eso, el Antiguo Testamento carece de sentido si no se le relaciona con el Nuevo. Y la Sinagoga, que se obstina en explicarlo por sí mismo, lleva una venda sobre los ojos... Por eso a principios del siglo XIII, en el momento en que los artistas decoraban las catedrales, los doctores enseñaban, desde lo alto de todos los púlpitos, que la Escritura era a la vez una historia y un símbolo. Se admitía entonces que la Biblia podía tener cuatro sentidos diferentes: el sentido histórico, el sentido alegórico, el sentido tropológico y el sentido anagógico. El sentido histórico nos hacía conocer la realidad de los hechos; el sentido alegórico manifestaba que el Antiguo Testamento era la prefiguración del Nuevo; el sentido tropológico descubría una verdad moral que se escondía bajo la letra de la Escritura, y finalmente, el sentido anagógico, como su nombre lo indica, dejaba entrever, por anticipado, los misterios de la vida futura y la beatitud eterna. El nombre de Jerusalén, por ejemplo, que tantas veces aparece en los libros santos, podía recibir según el caso una de esas cuatro interpretaciones. "En el sentido histórico dice Guillermo Durand-Jerusalén es la ciudad de Palestina a donde van ahora los peregrinos; en el sentido alegórico, representa a la iglesia militante; en el sentido tropológico es el alma cristiana; en sentido anagógico, anuncia la Jerusalén celestial, la eterna patria de la altura." No todos los pasajes de la Biblia eran susceptibles de una cuádruple interpretación: algunos de ellos sólo podían entenderse en tres sentidos. La historia de los sufrimientos de Job, por ejemplo, tenía, de un lado el valor de un hecho histórico; luego formaba una alegoría de la Pasión de Jesucristo, y, finalmente, en el sentido tropológico, figuraba las pruebas por las que debe pasar el alma cristiana. Otros pasajes no aparejaban más que dos explicaciones, y muchos de ellos debían sólo ser entendidos literalmente. Los vitrales de Bourges, de Chartres, de Mans y de Tours muestran claramente la concordancia de los dos Testamentos. Vamos a dar corno ejemplo la Crucifixión rodeada de las escenas imaginativas, tal corno aparece en los vitrales. Alrededor de Jesús Crucificado pueden notarse, en los medallones, la imagen de la fuente que brotó bajo la vara de Moisés, la serpiente de bronce, la muerte de Abel y, finalmente, el racimo maravilloso de la Tierra prometida.

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A partir de San Pablo, la iglesia consideraba la roca golpeada por Moisés como una imagen de Jesucristo. Pero la semejanza, brevemente indicada por el apóstol, ya había sido largamente justificada por los comentadores del Éxodo. Según la Glosa ordinaria, que los resume a todos, la fuente que brotó de la roca bajo la vara de Moisés, es el agua y la sangre que salen del costado de Jesús herido por la lanza del centurión. La multitud que murmura contra Moisés en espera del milagro, simboliza a los pueblos nuevos que no querrán someterse a ley judaica, y que vendrán luego a calmar su sed en la fuente viva del Nuevo Testamento. Puede comprenderse así cómo una escena, tan extraña en apariencia a la Crucifixión, suele acompañarla. La serpiente de bronce colocada por Moisés en lo alto de una pértiga para curar al pueblo, ha sido dada ya, desde el Evangelio, como una imagen de la Crucifixión. Por eso los comentadores del Antiguo Testamento explican este pasaje con mayor brevedad que la acostumbrada: sin duda, suponen que es bastante conocido. Isidoro de Sevilla, que cita la Glosa ordinaria, se contenta con recordar que Jesús es la serpiente nueva que ha vencido a la antigua, y añade que el bronce, el más sólido y duradero de todos los metales, fue escogido por Moisés para expresar la divinidad de Jesucristo, así como la eternidad de su reino. La muerte de Abel, el primero de los justos y prototipo del Mesías futuro, aparecía a los intérpretes como una imagen transparente de la muerte de Jesús. Se contentaban con recordar que Caín, el mayor de los hijos de Adán, era el claro símbolo del antiguo pueblo elegido. Abel asesinado por Caín, venía a ser Jesucristo muerto por los judíos. Por lo contrario, el racimo de la Tierra Prometida no parecía ser un símbolo tan fácil de interpretar, porque los comentadores se extienden largamente sobre el famoso pasaje del libro de los Números. Los doce exploradores que Moisés envía al país, de Canaán, y que a su regreso declaran que es imposible posesionarse de la Tierra Prometida, son los escribas y los fariseos que persuadieron a los judíos de no creer en Jesucristo. Sin embargo, Jesús estaba, ante ellos, bajo la forma de un racimo maravilloso. Este racimo, que dos exploradores conducen desde el país de Canaán colgado de una vara, es el cuerpo de Jesús suspendido en el madero: porque Jesús es el místico racimo cuya sangra ha henchido el cáliz eclesiástico. Los dos portadores expresan también un misterio. El que marcha delante, volviendo la espalda al racimo, representa al pueblo judío, ciego e ignorante, que vuelve la espalda a la verdad. Mientras que quien viene detrás, con la mirada fija en el racimo, es la imagen del pueblo de los gentiles, que avanza con los ojos puestos en la cruz de Jesucristo. Esta explicación mística, que corresponde a la Glosa ordinaria, ha sido seguida a la letra por el artista que dibujó los temas simbólicos del relicario de la verdadera cruz en Tongres. Ha dado, en efecto, al primero de los portadores, al que no ve el racimo, el gorro cónico de los judíos, para señalar claramente que tal persona simboliza la antigua Ley. Por este ejemplo puede juzgarse la fidelidad con que los artistas de la Edad Media traducían el pensamiento de la iglesia... La más profunda de sus obras de doble sentido es, ciertamente, la que puede verse en el vano central de la portada septentrional de Chartres. Hay allí diez estatuas de patriarcas y profetas, alineados por orden cronológico, que anuncian y simbolizan en su totalidad a Jesucristo, pero que al mismo tiempo refieren la historia del mundo. Melquisedec, Abrahán e Isaac representan una época de la humanidad. Recuerdan el tiempo en que, para hablar corno los doctores, el hombre vivía bajo la ley de la circuncisión. Moisés, Samuel y David representan las generaciones que han vivido bajo la ley escrita y que adoraron a Dios en el Templo. Isaías y Jeremías, Simeón y Juan Bautista expresan el curso de los tiempos proféticos, que se prolongaron hasta el advenimiento de Cristo. Finalmente, San Pedro, que está en último lugar, vestido con la dalmática y tocado con la tiara, que lleva la cruz y el cáliz, anuncia que Jesús ha abolido la ley y las profecías, y que, al fundar la iglesia, establece para siempre el reino del Evangelio. Al mismo tiempo, cada una de las grandes estatuas de Chartres lleva un símbolo que anuncia a Jesucristo, que es en sí el mismo Jesucristo. Melquisedec tiene el cáliz, Abrahán coloca su mano sobre la cabeza de Isaac, Moisés lleva la serpiente de metal, Samuel conduce el cordero del sacrificio. David la corona de espinas, Isaías el árbol de Jesé, Jeremías la cruz, Simeón tiene en sus brazos al niño divina, Juan Bautista, el cordero y, en fin, San Pedro el cáliz. El misterioso cáliz que aparece al principio de la historia en manos de Melquisedec, se vuelve a encontrar en

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las de San Pedro. Así se cierra el ciclo. Cada uno de estos personajes es, pues, una especie de cristóforo, y ellos se transmiten de generación en generación el signo misterioso. LOS EVANGELIOS

Las escenas del Evangelio se representan en el siglo XIII como otros tantos misterios en que se descubren profundos símbolos. El siglo XIII ha representado la Natividad de Jesucristo de un modo que no deja de parecernos sumamente singular, por poco que fijemos en ella nuestra atención. No hay en esta escena, muchas veces reproducida en los vitrales, nada de ternura, y casi podríamos decir, nada de humano. Nunca vemos en ella, como en las obras de los cuatrocentistas italianos, a la madre arrodillada ante el niño, contemplándolo con las manos juntas y envolviéndolo en amor infinito. Durante el siglo XIII, María, tendida en su lecho, parece volver la cabeza para no mirar a su hijo; contempla vagamente, ante ella, alguna cosa invisible. Por lo que al niño se refiere, no aparece acostado sobre un pesebre, sino, cosa extraña, sobre un altar elevado que ocupa toda la parte central de la composición; sobre su cabeza, entre dos cortinas abiertas, hay una lámpara encendida. La escena no parece transcurrir en un establo, sino dentro de una iglesia. Efectivamente, los artistas teólogos de la Edad Media quisieron hacernos pensar en una iglesia, no en un establo. Desde el momento en que ha nacido, Jesús debe aparecer bajo el aspecto de víctima. El pesebre en que reposa -dice la Glosa ordinaria- es el mismo altar del sacrificio. Un manuscrito francés del siglo XIII nos muestra, por encima del Niño Jesús, extendido sobre un altar, a Jesús crucificado; el árbol de la cruz brota del altar mismo en que está acostado el niño: aquí el símbolo habla a los ojos. Ante un misterio tal, callan los sentimientos humanos, y hasta el amor maternal. María guarda un silencio religioso; repasa en su espíritu, según los comentadores, las palabras de los profetas y las palabras de] ángel que empiezan a cumplirse. San José imita su silencio; los dos, inmóviles y con los ojos fijos, parecen escuchar las voces de su alma. Muy lejos están de esta concepción, tan grandiosa y teológica, los "pesebres" pintorescos que aparecen a principios del siglo XV y que señalan el final del gran arte religioso. LOS APOCRIFOS

La imaginación popular trabajó desde muy temprano sobre los Evangelios y pretendió completarlos. Tales leyendas se remontan a los primeros siglos del cristianismo. Nacieron del amor, del deseo conmovedor de conocer mejor a Jesús y aquellos que lo rodearon. El pueblo encontraba los Evangelios demasiado breves y no podía resignarse a su silencio. Tomaba a la letra las palabras de San Juan: "Jesús -dice el discípulo al final de su Evangelio- nos ha hecho conocer muchas otras cosas más, si fueran escritas en detalle, no creo que el mundo pudiera contener los libros que se escribirían con ellas." En todos los tiempos se encuentra el deseo de conocer mejor a Jesús y a aquellos que lo rodearon. El pueblo Buenaventura, las revelaciones de Santa Brígida, de María de Agreda y los sorprendentes relatos de la hermana Catalina Emmerich nos muestran que la curiosidad amorosa que dió origen a los Evangelios apócrifos no ha desaparecido ni aun en nuestros días. Las pequeñas comunidades cristianas del Oriente no se cansaban de oír hablar de Jesús. Sobre todo, de su infancia, acerca de la cual los libros canónicos daban tan pocas detalles, y que tenía el privilegio de conmover a imaginación popular. Se hacían de ella relatos maravillosos, algunos de los cuales nacieron entre los cristianos de Siria, y otros entre los fellahs y los marineros del Nilo. Las caravanas los llevaron hasta el fondo de Arabía. En los descansos, en el desierto, se contaba Cómo Jesús fabricaba pajaritos de barro y los hacia volar dando una palmada; y cómo, en casa del maestro de escuela, era capaz de leer las letras del alfabeto, sin haberlas aprendido, y cómo ayudaba, con la habilidad de un maestro, a hacer arados a su padre adoptivo...

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Ninguna otra de las escenas de la vida infantil de Jesús proporcionaba material tan rico a la imaginación popular como la Adoración de los Reyes. Esas figuras misteriosas que el Evangelio nos muestra bajo un velo, excitaban vivamente la curiosidad. Por eso la leyenda no deja de contarnos todo lo que calla San Mateo. Sabernos los nombres de los Reyes Magos, nos son conocidos los incidentes de sus viajes, se nos cuenta toda su vida y hasta las circunstancias de su muerte. La leyenda los hace morir como verdaderos cristianos bautizados por Santo Tomás durante su viaje a la India y a la catedral de Colonia acoger piadosamente sus reliquias. Grandes familias medievales contaban a los Reyes Magos entre sus antepasados. Todavía puede verse, en las ruinas del castillo de Baux, cerca de Arlés, el escudo nobiliario ornado con la estrella que atestiguaba el noble origen de esa casa ilustre. El pueblo honraba a su manera a los Reyes Magos: mezclaba sus nombres a los conjuros y a los sortilegios. Sus tres nombres, escritos sobre un listón que se ataba a la muñeca, tenía fama de curar la epilepsia. En la Edad Media, las tradiciones que se refieren a los, Reyes Magos son muy numerosas y pintorescas. El Lejano Oriente, de donde ellos venían, daba pie a hermosos sueños. La imaginación, llevada al país de la reina de Saba, al país del oro y de los aromas, era incapaz de contenerse. Entre otras cosas, se refería que los Reyes Magos descendían de Balaam, y qué habían heredado los secretos del antiguo adivino. Se aseguraba que las piezas de oro que llevaron al Niño había sido acuñadas por Terah, padre de Abrahán, y que habían sido dadas a los sabeos por José, hijo de Jacob, cuando fué a su país en busca de perfumes para embalsamar el cuerpo de su padre... Entre todas estas leyendas, ninguna ha sido tan escrupulosamente respetada por los artistas como aquella que asigna una edad diferente a cada uno de los Reyes Magos. En los vitrales, en los bajorrelieves y en los manuscritos, el primer rey tiene siempre el aspecto de un anciano, el segundo el de un hombre de edad madura, y el tercero es un joven imberbe. Los ejemplos son tan numerosos que nos conformarnos con citar uno de los más célebres: la Adoración de los Reyes en el cerramiento del coro de Nuestra Señora de París. La tradición es muy antigua; ya había sido respetada por los miniaturistas del siglo XI, y se remonta todavía mucho más. En un curioso pasaje que se atribuye a Beda y que se encuentra en las Collectanea que acompaña sus obras, podemos ver la más antigua mención de esta leyenda. "El primero de los Reyes Magos -dice el seudo-Beda- fué Melchor, un anciano de largos cabellos blancos y luenga barba... Él ofreció el oro, símbolo de la realeza divina. El segundo, llamado Gaspar, joven, imberbe, de color encendido... honró a Jesús presentándole el incienso, ofrenda que manifestaba su divinidad. El tercero, de nombre Baltasar, de tez morena (fuscus), barbicerrado, testimonió, al ofrecer la mirra, que el Hijo del hombre debía morir." Las escenas legendarias de la muerte de la Virgen en medio de los Apóstoles, de sus funerales entorpecidos por los judíos, de su resurrección en presencia de su Hijo y, finalmente, la de su coronación en el cielo, se encuentran en todas las catedrales. En Nuestra Señora de París, la Coronación de la Virgen reviste un nuevo aspecto. En esta ocasión, tenemos ante los ojos una coronación en regla; pero no es Jesús quien corona a su madre, sino un ángel que sale del ciclo para colocarle la diadema sobre la cabeza. Todo es admirable en este tímpano de Nuestra Señora. No hay nada más casto ni más grave en todo el arte medieval. La Virgen, sentada al lado de su Hijo, vuelve hacia él su rostro puro y lo contempla con las manos unidas, mientras el ángel coloca la corona sobre su frente. Jesús, radiante de belleza divina, la bendice y le presenta un cetro que se abre en flor- este cetro es el símbolo de su poder, y Jesús quiere que en adelante su madre lo comparta con él. Y el gesto de la Virgen manifiesta reconocimiento y modestia a la vez. Este grupo era dorado en otro tiempo, y María, como la reina del salmista, aparecía vestida con manto de oro. En las tardes de estío, el sol poniente le devuelve su antigua vestidura. Alrededor, se agrupan en los boceles los ángeles, los reyes, los profetas y los santos que forman la corte de la reina del cielo. Ciertamente, todos admiramos el cuadro exquisito del Museo del Louvre, donde Fra Angélico ha representado a la Virgen coronada por su Hijo, en medio de un coro de vírgenes, de santos mártires vestidos con colores celestiales. Pero no seamos injustos para con nuestros antiguos maestros: dos siglos

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antes que Fra Angélico habían tratado el mismo tema con más grandeza todavía. Colocaron todo el Paraíso alrededor de María, en círculos concéntricos, y como Dante, abrieron el cielo, a la mirada de los hombres, para mostrar a la Virgen en el centro de las cosas divinas, rodeada "de más de mil ángeles, que la celebraban con las alas abiertas, teniendo cada uno su propio esplendor". LOS SANTOS Y LA "LEYENDA DORADA”

Podemos comprender sin gran esfuerzo todo el encanto que debió de tener un libro corno la Leyenda dorada y el alimento moral que encontró la Edad Media en sus páginas. Estas numerosas biografías ofrecían a los fieles, en primer lugar, el más variado cuadro de la existencia humana. Conocer la vida de los santos equivalía a conocer la humanidad y la vida entera; en ellas se podían estudiar cada edad y todas las condiciones humanas. Nuestras novelas, nuestras “comedias humanas”, son mucho menos diversas y menos ricas de experiencia de la inmensa colección de las Acta Sanctorum. Y la Leyenda dorada daba la esencia de ellas. No había oficio ni profesión liberal que no tuviera sus santos. Algunos santos habían sido reyes, como San Luis; papas, como San Gregorio; caballeros andantes, como San Jorge; zapateros, como San Crispín; mendigos, como San Alejo. Hasta no faltó un abogado que fuera digno de recibir la canonización; el pueblo hacía notar su sorpresa con bonachonería en el himno que cantaba en honor de San Ives: Advocatus et non latro, Res Miranda populo. Pastores, boyeros, mozos de labranza y humildes sirvientas habían sido dignos de sentarse a la diestra de Dios. Las vidas de estos humildes cristianos mostraban lo que hay de grave y profundo en toda existencia humana. Para el lector medieval constituían el más rico tesoro de sabiduría, porque cada hombre podía hallar en ese libro un modelo adecuado. La Leyenda dorada, que enseñaba la verdadera vida al cristiano, le enseñaba también a conocer el mundo y a imaginar otros climas y otros siglos. La Edad Media entrevió la historia y la geografía en la Leyenda dorada. Es cierto que en ella el universo se les aparecía vago y flotante, deformado como en los antiguos mapas, pero en todo caso, contenía una imagen de la realidad. Siguiendo los días de la semana, el libro transportaba al lector tan pronto a los desiertos de la Tebaida, entre las tumbas donde habitaban los hombres de Dios en compañía de los chacales, como a la Roma de San Gregorio, desierta, llena de ruinas y asolada por la peste. Otras veces había que seguir al narrador a través de los ríos de la Germania, o hacerse a la vela con él rumbo a la Isla de los santos. Al fin del año cristiano, la imaginación había recorrido todos los países y todos los tiempos; el humilde creyente que no conocía del mundo más que su calle y su campanario habla vivido la vida de la cristiandad entera. Pero el mayor encanto del libro estaba no tanto en la verdad como en las maravillas que contaba. Veamos, por ejemplo, la vida de San Eustaquio: Plácido, general del emperador Trajano, vio un día la imagen de la cruz entre las astas del ciervo que perseguía. Convertido por este milagro, se hizo bautizar en compañía de su mujer y tomó el nombre de Eustaquio. Para ponerlo a prueba, Dios lo arruinó, como antaño a Job, su servidor. Carente de recursos, Eustaquio se embarcó con su familia y llegó a Egipto. Corno no tenía dinero para pagar el pasaje, el patrón del barco retuvo a su mujer en prenda. Lleno de tristeza, Eustaquio penetró en el país desconocido, al que acababa de arribar, y llegó con sus dos hijos a la orilla de un río. Dejó uno sobre la ribera y llevó al otro a la margen opuesta. Cuando, de regreso por el segundo, estaba a la mitad del río, un lobo por un lado y un león por el otro, le arrebataron a sus dos hijos a la vez. Desesperado, Eustaquio fué a la aldea vecina y se puso al servicio de un labrador. Quedó allí varios años, llorando a los hijos que creía muertos, y que crecían no lejos de él en casa de unos campesinos que los habían salvados. La historia acaba como todas las novelas y las comedias antiguas. El procedimiento dramático al que tantas veces

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recurrieron Menandro y Terencio, el reconocimiento final, aparece muy hábilmente manejado por el hagiógrafo. Unos soldados de Trajano, al pasar por la aldea donde se había refugiado Eustaquio, reconocieron a su antiguo general. Eustaquio, a quien el emperador vuelve a colocar a la cabeza de sus legiones, reconoce a sus dos hijos, alistados en el ejército. A su vez, los dos muchachos son reconocidos por su madre, que les oyó contar su historia en una costaría. Después de tantas pruebas, Eustaquio está de nuevo con su mujer y sus hijos; pero su felicidad es de corta duración. Adriano, el sucesor de Trajano, al saber que Eustaquio profesa el cristianismo, lo hace encerrar con su mujer y sus hijos dentro de un toro de bronce y renueva para ellos el suplicio inventado por Falaris. Tal es la leyenda que refieren los vitrales de Auxerre, de Mans, de Tours, de Sens, y la magnífica vidriera de Chartres. EL ASPECTO DE LOS SANTOS

Los artistas que tuvieron que representar grandes figuras -sobre todo los escultores-, se hallaron frecuentemente ante uno de los más bellos problemas del arte. Se trataba de hacer brillar una virtud diferente sobre la faz de cada santo. Nada es menos monótono que los grandes santos. En la Leyenda dorada, cada uno tiene su carácter: San Pablo es el hombre de acción, y San Juan el contemplativo; San Jerónimo es el sabio cuyos ojos se han debilitado sobre los libros, y San Ambrosio es el obispo por excelencia, el guardián del rebaño. No hay sentimiento ni matiz de sentimiento que un santo no pueda encarnar. San Jorge es el valor, el arrojo sin temor a la muerte, y San Esteban, la resignación que la espera. Santa Inés, Santa Catalina y Santa Cecilia son la virginidad; pero Santa Inés es la virgen cándida, ignorante y desarmada, que tiene al cordero por emblema; Santa Catalina es la virgen prudente que conoce la ciencia del bien y del mal y que discute con los doctores; Santa Cecilia es la esposa virgen que abraza voluntariamente la castidad en la cámara nupcial. La vida de los santos insinuaba al artista todos estos matices exquisitos. De ahí ha resultado que el arte medieval, que apenas ha representado otra cosa que santos, es el arte idealista por excelencia: porque no se le pedía más que hacer transparentes las almas. Fuerza, caridad, justicia, templanza, he aquí lo que se debía leer en los rostros. No se trata aquí de frías abstracciones: los santos fueron realidad viviente. Hubo en ellos, para hablar como los doctores, más vida verdadera que en todos los demás hombres. Ellos son los únicos que han vivido.

Mâle, Emile El arte religioso del siglo XII al siglo XVIII, México: Fondo de Cultura Económica, 1952 [Breviarios, 59]